Al Polo Austral

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO PRIMERO. EL NAUFRAGIO DEL «EIRA»

—¿Es cierto lo que se dice, señor Linderman?

—¿A propósito de qué, señor Wilkye?

—De la expedición polar organizada por sus compatriotas de usted. Se asegura que ha naufragado lastimosamente.

—Es verdad —respondió secamente el llamado Linderman.

—¿Conque su ilustre explorador polar ha sido vencido nuevamente por los hielos?

—¿Y eso qué le importa a usted?

—¡Por Dios! A un miembro distinguido de la Sociedad Geográfica de los Estados Unidos puede interesarle mucho.

—Me lo dice usted con cierta ironía, señor Wilkye, lo cual me hace suponer que está contento de que mi compatriota Smith no haya salido victorioso de su empresa.

—Puede ser, señor Linderman. ¡Qué quiere usted! Me agradaría que el descubridor del Polo fuera un americano y no un inglés.

—Ya se ha visto cómo lo han descubierto sus compatriotas de la Jannette.

—Su misión era diferente, señor Linderman. La Jannette iba en busca de un paso libre entre el estrecho de Bering y el de Davis, y no del Polo Norte.

—Y naufragó lastimosamente —repitió el señor Linderman con tono zumbón.

—Es que si se hubiera dirigido directamente hacia el Polo, sin perder tantos meses en buscar el paso, habría llegado.

—Sí; a estrellarse contra los hielos muchos meses antes.

—¡No tanto, señor Linderman!

—¿Eh? ¿Tiene usted la pretensión de que los americanos han de triunfar en todo? ¿Qué cree usted que somos los ingleses? ¿Acaso hombres de cartón-piedra? Mis compatriotas navegaban ya por los mares polares cuando en Europa no se sabía aún que existiera América.

—No se sabía por culpa de sus grandes navegantes, que no descubrieron antes esa América que tanta sombra les hace —respondió acremente el señor Wilkye—. Se necesitaron un italiano y unos españoles, un Cristóbal Colón y unos Reyes Católicos, para hacer saber a los grandes navegantes ingleses que existía otro continente.

—¡Basta! ¡Ya me ha excitado usted bastante!

—¡Calle! ¡Un flemático inglés que arde como un cohete! ¿Han visto ustedes cosa semejante, señores míos?

Una alegre carcajada resonó alrededor de ambos interlocutores. El señor Linderman se levantó rojo como una peonía, y dio sobre la mesa que tenía delante tan formidable puñetazo, que hizo saltar los bocks casi llenos de cerveza que había en ella.

—¡Cálmese usted, señor Linderman! —dijo una voz—. ¿Se vuelve usted hidrófobo?

—Y sobre todo le ruego que no derrame nuestra cerveza —dijo otro—. ¡Qué diablo! ¡Va usted a poner en revolución todo el Club!

Una segunda risotada, más fuerte y regocijada que la anterior, estalló en torno a la mesa, ante la cual se sentaban ocho o diez personas fumando monumentales pipas, puros habanos o soberbios Londres.

—¿Quieren ustedes hacerme perder los estribos? —gritó el señor Linderman.

—¡Cada cosa a su tiempo! —exclamó el señor Wilkye—. Un inglés no pierde los estribos tan pronto.

—Si continúan ustedes en ese terreno, les aseguro que estallo como caldera cargada a cuarenta atmósferas.

—Aún no tiene la presión necesaria —dijo uno de los bebedores.

—Pero, en fin, ¿se puede saber el motivo de esta acalorada discusión? —preguntó un hombre enorme, grueso como un cerdo, con una crespa barba rubia cortada en pico, y que tenía aspecto de negociante—. Tan cierto como que soy un miembro de la Sociedad de Hombres Gordos de Chicago que aún no he comprendido nada.

—¿Qué va usted a saber de expediciones polares, Bisby? —dijo bruscamente el señor Linderman.

—Es cierto que yo sólo me preocupo del precio de las carnes saladas —respondió el hombre mastodóntico—; pero ya que tengo la satisfacción de hallarme entre vosotros, distinguidos miembros de la Sociedad Geográfica, desearía que me iluminaseis.

—Es verdad —dijeron muchas voces—. Tampoco nosotros sabemos lo que discuten ustedes.

—Acerca del desgraciado fin de la expedición de los ingleses.

—Escoceses —rectificó el señor Linderman.

—Para nosotros es lo mismo. Como digo, discutíamos sobre el naufragio de la expedición de sir Leight Smith.

—¿Ha naufragado el Eira? —preguntaron todos con cierta emoción.

—Los últimos despachos han traído la noticia de que los supervivientes de la expedición fueron encontrados en el estrecho de Matotkine.

—¿Cuándo?

—El veinticinco de agosto —dijo Wilkye.

—¿Es cierto, señor Linderman? —preguntaron varias voces.

—Sí —respondió secamente el inglés.

—Pero ante todo, ¿quién es ese señor Leight Smith? —preguntó el miembro de la Sociedad de Hombres Gordos—. Ya os he dicho que sólo me preocupo…

—De los precios de la carne salada; lo sabemos, señor Bisby —replicó uno de los contertulios.

—Cuente usted, señor Wilkye —dijeron los otros—. Nos faltan noticias de esa expedición.

—Permítanme que vacíe mi bock de cerveza y lo contaré todo.

Esta discusión, que amenazaba concluir en grave disputa entre los señores Linderman y Wilkye, tenía efecto en uno de los salones de la Sociedad Geográfica de Baltimore la noche del 26 de octubre de 1892.

Esta Sociedad, que contaba entre sus miembros a los más ricos yanquis de la población, armadores, geógrafos, exploradores y negociantes que se ocupaban en los descubrimientos geográficos, aunque ignorasen la existencia de algún continente, estaba animadísima todas las noches, sobre todo aquella en que empieza nuestro relato.

No crea, sin embargo, el lector, que en dicha sala aquellos bravos americanos se limitaban a discutir de Geografía y de exploraciones. Al contrario, negociantes por excelencia y grandes bebedores, como lo son en general todos los habitantes de los Estados Unidos, se cuidaban mucho de sus asuntos, y entre una discusión y otra, entre el descubrimiento de un nuevo río, de una isla o de un nuevo pueblo de salvajes, o entre alguna comunicación de la Presidencia, hablaban del precio de los azúcares, del café, de las carnes saladas, de los peces secos o de los cerdos de Chicago, y bebían como esponjas, alternando los grogs con el whisky.

Debemos decir, no obstante, que entre aquella multitud de miembros se contaban hombres de saber, distinguidos geógrafos que seguían con verdadero ahínco los descubrimientos y las hazañas de valientes exploradores que ya habían realizado largos viajes por los cinco continentes. Entre estos aficionados a las exploraciones se encontraban los señores Wilkye y Linderman, dos decididos antagonistas que nunca estaban de acuerdo en el mismo terreno, por la sencilla razón de que uno de ellos era americano y el otro inglés.

El señor Wilkye, yanqui de pura sangre, era ya célebre en su país, a pesar de que sólo contaba treinta y dos años en aquel tiempo. Hijo de un rico constructor de velocípedos, ya fallecido, y varias veces millonario, había realizado largos viajes y arriesgadas exploraciones por las costas de la Groenlandia, llegando hasta el estrecho de Smith, en las costas de la Tierra de la Reina y de la bahía de Baffin, donde perdió el buque que habla equipado a sus expensas, y que quedó prisionero entre los hielos después de dos crueles invernadas.

Además, profesaba un verdadero culto por el velocípedo, y tenía fama de ser uno de los más resistentes campeones. Ya había fundado muchos clubs, y era presidente de casi todos ellos.

Linderman era un riquísimo armador, propietario de una treintena de busques de vela y de vapor y de una grandiosa factoría, muy conocido por sus múltiples viajes y expediciones a todas las regiones del globo, y particularmente por los mares australes del círculo polar.

Ambos eran dos buenos tipos, audaces, resueltos, decididos a todo. Tenían los dos alta estatura, miembros atléticos, músculos de hierro, y estaban acostumbrados a los más duros ejercicios corporales. Solamente se diferenciaban en el color. Mientras el americano tenía los cabellos y la barba negros y la piel oscura, detalles que indicaban el cruce de la raza del Norte con la meridional, el otro era pelirrojo, y su piel blanca y rosada como la de todo anglosajón puro.

Y ahora reanudemos el hilo de esta verídica historia.

Después de vaciar un vaso de cerveza para humedecerse la garganta, dijo el señor Wilkye:

—Esta expedición inglesa, tan lastimosamente naufragada…

—¡Sea breve! —le interrumpió Linderman.

—En cuanto pueda, señor —contestó el americano—. Hay que ilustrar al señor Bisby.

—¡Gracias, amigo! —dijo el negociante en carne salada.

—Esta expedición fue organizada por Leight Smith, hombre que había cruzado ya los mares polares. Partió de Peterheaand el catorce de julio del pasado año directamente para el Polo, llevando provisiones para catorce meses. Componíase de Smith, un capitán, un médico cirujano y de veintidós marineros. El veintisiete de julio, el Eira, que tal era el nombre del buque, llegaba a la Tierra de Francisco José; pero allí encontró el camino cerrado por los hielos. La expedición retrocedió, esperando encontrar otro paso; pero cerca de la isla Bell el buque fue aprisionado por los campos de hielo. El siete de agosto logró abrirse paso y siguió adelante; mas ocho días después fue nuevamente encerrado por los hielos al lado del cabo Flora, y el veintiuno se aplastaba bajo la presión de los bancos. La tripulación saltó a tierra, pasó el invierno alimentándose de carne de osos blancos y de morsas, y el veintidós de junio de este año se embarcó en las canoas que había salvado y trató de ganar las costas de la Rusia septentrional. Después de seis semanas empleadas en atravesar un inmenso campo de hielo llegaron al mar libre y entraron en la Nueva Zembla. Ahora el telégrafo ha anunciado que la expedición fue recogida en el estrecho de Matotkine por el vapor Hope, mandado por sir Allen Joung que fue enviado por el Gobierno inglés en busca del Eira. Tal ha sido el motivo de nuestra discusión.

—Yo no entenderé más que de carnes saladas; pero me parece, señor Linderman, que esa expedición ha hecho muy triste papel —dijo Bisby.

—¡Váyase usted a hablar de bueyes! —exclamó indignado el inglés—. ¿Qué sabe de expediciones polares?

—Soy miembro de la Sociedad Geográfica, y…

—Yo lo que digo es que si esos señores que dirigían la expedición hubieran sido americanos…

—¡Se habrían ahogado, señor comerciante en carnes! ¡El fin de vuestro Jannette puede testificar!.

—Pero —dijo uno de los bebedores—, ¿es que no se puede llegar al Polo, señor Linderman?

—Sí y no.

—¿Eh? —exclamó Wilkye.

—Sí y no —repitió el inglés—. Yo digo que mientras traten de llegar hasta allí con navíos pesados como tortugas, siempre se quedarán estos entre los hielos.

—¿Cree usted que debe irse andando?

—No; el escorbuto, las fatigas y los grandes fríos, soportados en esas condiciones, abatirían de tal modo a los expedicionarios, que no podrían caminar mucho tiempo.

—Entonces…

—Estoy convencido de que con un buque rapidísimo se podría llegar.

—¡Quisiera ver la prueba! —dijo Wilkye—. Yo, por mi parte, afirmo que sólo con velocípedos montados por hombres robustos podría llegarse al Polo.

Un ¡oh! de sorpresa resonó en la sala al oír tan extraña afirmación. El señor Linderman prorrumpió en una fuerte risotada.

—¡En mi vida he oído cosa semejante! —exclamó—. Pero ¿está usted loco, señor Wilkye?

—Todavía no, con vuestro permiso.

—Pero ¿cree usted…?

—¿Qué hay de extraño en ello? Razonemos, señor Linderman.

—Le oiré con gusto. Tengo curiosidad por conocer minuciosamente tan estupendo proyecto.

—¿Cree usted que un buque puede llegar hasta el ochenta grado de latitud?

—Sí, si la estación es propicia.

—¿Qué distancia hay desde el ochenta grado de latitud al Polo?

—Diez grados.

—O sean seiscientas millas geográficas. Esta distancia será inmensa para expedicionarios que tengan que recorrerla a pie llevando consigo víveres, chalupas, tiendas de campaña; todo el pesado bagaje necesario, en fin. Pero ¿qué son seiscientas millas para un velocipedista? Seis días de viaje, siete, ocho a lo sumo.

—¿Es verdad? —exclamaron algunos de los oyentes con estupor.

—En siete u ocho días, pues, un velocipedista diestro y fuerte puede llegar al Polo; y admitiréis sin réplica que puede regresar en otros ocho.

—Pero los víveres, la tienda, la cocina para calentar los alimentos…

—Se pueden llevar, señor Linderman.

—¡Eso son sueños! ¡Ya quisiera yo ver en esa prueba a sus consocios del Club Velocipédico!

—Le digo a usted que llegarían con más seguridad que un buque de andar rápido.

—¡Fantasías!

—Estoy dispuesto a demostrarlo con hechos, mientras usted, señor inglés, no se atreverá a hacerlo —exclamó el americano levantándose.

El señor Linderman se puso pálido, e incorporándose a su vez, dio un nuevo puñetazo sobre el tablero de la mesa, gritando:

—¿Es un cartel de desafío, señor americano?

—Tómelo usted como le cuadre. Estoy a su disposición en todos los terrenos.

—Creo que es usted muy rico.

—Así dicen.

—Y que le sobra tiempo que perder.

—Sí, señor Linderman.

—Y que no tiene usted en gran estima su pellejo.

—¡Psch! ¡Me lo he jugado tantas veces!

—Entonces, ¿se atrevería usted…?

—¿A qué, señor Linderman?

—A ir al Polo.

—¡Vaya una broma! —exclamaron los contertulios.

—No; hablo seriamente —dijo el inglés con voz grave—. Yo iré a descubrir el Polo en uno de mis buques, que anda veinte nudos por hora, y usted, si no tiene miedo, irá en velocípedo.

—¡Sea!

—Dentro de ocho días pondré a su disposición mi buque, y en él iremos hasta las tierras australes.

—¿Australes?

—Sí, señor Wilkye. Escojo un terreno casi virgen; iremos a descubrir el Polo Sur, en vez del Norte. La estación es propicia, porque en las regiones australes comienza el estío.

—Aceptado; pero permítame antes una observación.

—Hable.

—Los negocios son negocios, y no quiero deber absolutamente nada a los ingleses, a quienes representa. Así, pues, fije usted el precio del pasaje de once personas.

—Dos mil dólares.

—Muy bien.

—A mi vez he de hacerle otra observación.

—Hable usted.

—Cuando lleguemos a las playas de las tierras australes, recordaremos que yo soy inglés y usted americano, y cada cual obrará por su propia cuenta.

—Seremos enemigos.

—Enemigos mortales, señor Wilkye. Yo lucharé exclusivamente por mi bandera.

—Y yo por la mía.

—Y no le prestaré la menor ayuda.

—Ni yo a usted.

—¡Basta, pues! Dentro de ocho días zarparemos a la hora de la marea alta.

—Con dos banderas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que en la punta de la randa, al lado de la bandera inglesa ondeará la de los Estados Unidos.

—Tiene usted razón; paga, y le asiste ese derecho. ¡Dentro de ocho días le espero ante mi factoría!

CAPÍTULO II. UN HOMBRE QUE VA AL POLO PARA ENGORDAR

El 3 de noviembre, o sea ocho días después de la escena descrita, un buque de vapor de 360 toneladas de porte, equipado en goleta, humeaba ante la grandiosa factoría del señor Linderman, situada a la extremidad del barrio Fall’s Point.

Era un hermoso barco, que tenía más bien el aspecto de un yacht de recreo que el de un steamer. Su espolón, en ángulo recto y su alta arboladura lo señalaban enseguida como un barco de gran andar. Las amplias cámaras que se abrían en el cuadro de popa, sus múltiples camarotes situados sobre cubierta, la minuciosa limpieza que reinaba en el puente, la brillantez de los metales, el orden perfecto que se admiraba de proa a popa, indicaban que su propietario lo destinaba a cosa bien diferente que al transporte de mercancías americanas al otro lado del Atlántico.

Tres días antes había salido de los muelles de carena del señor Linderman, y el mismo día su tripulación, que era muy numerosa, había comenzado a cargar bultos, cajas, paquetes, enormes envoltorios, barriles y pacas en tan gran cantidad, que llamaban la atención de los que paseaban por el muelle y aun de las tripulaciones de los buques anclados allí cerca.

La curiosidad de los unos y de los otros quedó sin satisfacer, pues la tripulación de aquel vapor, como obedeciendo a una consigna recibida, sólo dio respuestas evasivas a las preguntas que se le hacían. Todo lo que los curiosos pudieron saber se reducía a cuatro palabras: el señor Linderman parte.

Poco antes de la madrugada del 3 de noviembre, aquel buque misterioso encendió sus fuegos y se colocó en posición de zarpar a la primera orden. Retiró las cuerdas que lo sujetaban a tierra, sólo conservó la cadena atada a un anillo del dique, y echó al agua la mayor de sus canoas.

Su tripulación, compuesta de veintiséis marineros, estaba formada sobre cubierta aguardando al propietario y conservaba la inmovilidad más absoluta. El segundo y el capitán paseaban por el puente de órdenes, y de vez en cuando dirigían una mirada a tierra.

La marea alta iba ya a alcanzar su máximo, cuando una lancha impulsada por dos remeros, y en uno de cuyos bancos iba un hombre grueso como un rinoceronte, con barba roja cortada en punta y rostro enrojecido que se parecía a la luna cuando aparece en el horizonte después de un atardecer de estío, se detuvo bajo la escala de estribor.

El hombre mastodonte, cuyos brazos y piernas parecían columnas, se levantó resoplando como una foca, y con un vozarrón capaz de romper los tímpanos más sólidos, dijo:

—¡Ah del buque! ¿Está a bordo el señor Wilkye?

—No —respondió el capitán, inclinándose sobre la amura.

—¿Y el señor Linderman?

—Aún no ha venido.

—¡Me da lo mismo! ¡Seré yo el primero!

Cogió un espeso plaid de lana, que debía pesar lo menos 20 kilos, y subió fatigosamente por la escala, maldiciendo de los constructores que la habían hecho tan estrecha que apenas podía pasar por ella. Detrás de él subieron los barqueros llevando otras pesadas mantas, varios enormes bultos y, por último, una piel de bisonte.

El capitán bajó del puente, salió al encuentro del recién llegado, le saludó cortésmente y le dijo:

—¿A quién tengo el honor de hablar?

—Al señor Bisby, comandante.

—No le conozco, señor.

—¡Cómo! —exclamó el hombre gordo abriendo mucho los ojos, ya del tamaño de los de un buey—. ¿No conoce usted a Bisby, el negociante en carnes saladas y…?

—Repito que…

—¿Y miembro de la Sociedad Geográfica de Baltimore?

—No tengo el honor.

—¡Es lo mismo! Yo soy el señor John Bisby.

—Con su permiso, no es lo mismo —respondió el capitán—. Su nombre no figura entre los de las personas que deben embarcar.

—¡Le digo que es lo mismo! —replicó picado el hombre gordo—. ¿O tendrá usted tal vez la pretensión de que le pida permiso para embarcar? ¡Por mil quintales de carne salada! ¡Quiero ir al Polo yo también, pese a quien pese! ¡Pago y basta!

—Y yo le repito que no le conozco y que no he recibido ninguna orden concerniente a usted; por tanto, le ruego que se vaya.

—¡Yo irme! —gritó el hombre con tal fuerza que se le debió oír a dos kilómetros—. ¿Por quién me toma usted? ¿Por un marinero tal vez? Le digo que quiero ir al Polo, porque me he empeñado en ser presidente de los Hombres Gordos, arrojando del cargo al señor Dorkin, que sólo pesa doce libras más que yo. ¡Mil cuernos! ¡Presidente él por doce libras de diferencia! ¿Qué dice usted a esto?

El capitán de la goleta no respondió: miraba estupefacto al señor Bisby como si tuviera delante un loco, o por lo menos un ente originalísimo.

—¿Me ha comprendido? —preguntó el gordo después de algunos instantes de silencio.

—Ni una palabra, señor. No comprendo nada de hombres gordos, de Polo ni de ese señor Dorkin, a quien no conozco.

—¡Cómo! —exclamó Bisby, escandalizado—. ¿No conoce usted al señor Dorkin?

—No, ni me interesa conocerle. Le digo y le repito que se vaya de este buque.

—Con su permiso o sin él, le digo que no me marcharé.

—Me veré obligado a ordenar que mis marineros le conduzcan a tierra por la fuerza —dijo el capitán con tono resuelto.

—¡Quisiera verlo! —respondió el gordo, rojo como un tomate maduro—. ¡Conducirme a tierra por fuerza! ¡Cien mil quintales de carne salada! ¿Me toma usted por un muñeco? ¡Peso ciento diez kilogramos y seis hectogramos; y a pesar de mis cuarenta y dos años, tengo aún buenos nervios para dar una lección de boxeo al primero que levante la mano sobre mí! ¡Le digo que quiero ir al Polo!

—¿Quién es este cachalote? —preguntó una voz.

El señor Bisby, que parecía a punto de reventar, volvióse hacia la escala y se encontró ante el señor Wilkye, que acababa de llegar a bordo de una chalupa. Al verle el hombre mastodonte le echó los brazos al cuello con tal ímpetu que a poco más le ahoga, y le gritó:

—¡Ah, querido amigo! ¡No puede llegar más a tiempo! ¡Figúrese que este terco de marino quería forzarme a volver a tierra!

—¿Es verdad, señor Bak? —preguntó Wilkye volviéndose hacia, el capitán, que se había quitado cortésmente la gorra.

—Verdad es, señor. En la lista de las personas que deben formar parte de la expedición no encuentro el nombre de Bisby, y por eso había rogado al señor que regresara a tierra.

—Es uno de los nuestros, señor Bak.

—¿Lo oye? —dijo el hombre gordo, con aire triunfante, volviéndose hacia el capitán—. Sin la llegada de usted, Wilkye, habría ocurrido aquí algo grave.

—¿Y qué viene usted a hacer aquí, Bisby? —preguntó Wilkye—. Veo que ha traído usted maletas, bultos y mantas.

—Vengo a pedirle que me deje formar parte de la expedición polar.

—¡Usted! —exclamó Wilkye en el colmo de la sorpresa—. Pero ¿está loco, Bisby?

—¿Y por qué, querido amigo?

—¡Habráse visto! ¿Usted al Polo? ¿Usted afrontar los peligros de semejante expedición, entre fríos intensos?

—¡Yo me burlo de los fríos! ¡Llevo conmigo una piel de bisonte!

—¿Y cree que le bastará? —exclamó Wilkye soltando una carcajada—. Se requiere algo más que una piel de bisonte para resistir aquellas temperaturas.

—¡No lo creo!

—Ya lo probará usted más tarde.

—No importa: he decidido ir al Polo, querido amigo. Estoy cansado de oír a mis honorables colegas de la Sociedad Geográfica decirme a todas horas apenas surge una discusión cualquiera: «¿Qué sabe usted de expediciones? ¿Qué entiende usted de Geografía?». Por eso he resuelto viajar y acompañarlos al Polo.

—Pero ¿ha hecho usted algún viaje importante?

—He atravesado dos veces el lago Ontario. ¿No es bastante?

Wilkye soltó una estrepitosa carcajada.

—¡Gran viaje! —exclamó—. ¡Eso es como embarcarse en un lebrillo de agua! Supongo que no se marearía usted.

—No; y en ambos viajes comí por cuatro, a pesar de estar el lago muy borrascoso.

Enseguida cogió a su amigo por un brazo, y llevándole aparte le dijo con misterio:

—Voy al Polo porque tengo una esperanza.

—¿Cuál?

—Permítame antes una pregunta, querido amigo: ¿es verdad que en las regiones polares se ve uno precisado a comer mucho?

—Sí; para mantener una fuerte dosis de calorías en el cuerpo, a fin de combatir mejor el frío.

—¡Victoria! —gritó Bisby.

—¿Está usted loco?

—¡No, Wilkye: el año próximo seré el presidente de los Hombres Gordos de Chicago!

—¿Cómo lo logrará?

—Porque comeré tanto durante el viaje, que llegaré a estar gordo como un elefante y desbancaré de su puesto a Dorkin, el actual presidente.

—Pero ¿no está aún satisfecho de su gordura?

—¡No me basta, amigo mío; no me basta! ¡Hurra por el Polo! Pero ¿no va usted a llevar a nadie? ¿Va usted a ir solo al Polo?

—No, Bisby. Vienen conmigo dos valientes velocipedistas y seis escogidos marineros.

—No los veo.

—Pues están embarcados desde ayer.

—¿Y el señor Linderman?

—No tardará en llegar. ¡Hele aquí!

En efecto; una tercera chalupa se acercaba rápidamente, conduciendo al señor Linderman.

El capitán bajó la escala y le recibió en la plataforma inferior. El armador le estrechó la mano, subió a cubierta y apretó también la mano de su rival.

Al acercarse a Bisby no pudo contener una exclamación de sorpresa.

—Ha decidido venir al Polo con nosotros —dijo Wilkye anticipándose a su pregunta—. Desea instruirse.

—¡Bien venido sea a mi buque! —contestó el armador—. Nosotros nos encargaremos de guiarle, señor Bisby.

—¡Gracias, amigo! —contestó el comerciante en carne salada—. Les estaré obligadísimo.

—Le prevengo que la vida de explorador es muy poco alegre.

—¡No me asusta!

—Y que allí hace mucho frío.

—Me abrigaré bien.

—Que podemos sufrir hambre.

—¡Oh, entonces…!

Pero encogiéndose Inmediatamente de hombros, añadió:

—… ¡Bah! ¡Si es preciso me alimentaré de focas o de osos blancos!

—No los hay.

—¡De renos!

—Tampoco.

—¡De aves acuáticas!

—Menos.

—¡Calla! —exclamó Bisby en el colmo de la sorpresa—. Pues, ¿no dicen los exploradores que en el Polo hay tantos animales?

—Vamos al Polo Austral, no al Septentrional.

—Pues yo creo que debe de ser lo mismo.

—Le repito que no.

—¿Y si se equivoca?

—Se lo demostraré cuando desembarquemos en las Tierras de Palmer o de Graham.

—Señores —dijo en aquel momento el capitán acercándose—, tenemos la máxima presión y la marea alta.

—¿Ha sido embarcado todo?

—Todo, señor Linderman.

—¿Las velocípedos del señor Wilkye, los víveres?

—No falta nada, señor.

—¿Desea usted algo, señor Wilkye?

—No —respondió el americano.

—¡Partamos, pues!

—Pero ¿y nuestros amigos? —preguntó Bisby.

—Nos despedimos de ellos ayer —dijo Linderman—. ¡Adelante, señor Bak!

El capitán dio orden de zarpar y varios marineros levaron el ancla. Enseguida la hélice se puso en movimiento, agitando las aguas. De la chimenea salieron negras nubes de humo y la goleta bogó hacia la salida del puerto.

Bisby, Linderman y Wilkye, de pie en el puente, miraban la ciudad que se extendía ante ellos y que iba alejándose rápidamente. Los dos rivales parecían tranquilos; pero el negociante en carne salada no podía ocultar su emoción y se rascaba nerviosamente la cabeza.

—Será por efecto de la emoción, amigos míos —les dijo después de un largo silencio—; pero he de confesarles que estoy algo intranquilo.

Los dos rivales se echaron a reír.

—¿Ya le da miedo el Polo? —le preguntó irónicamente el armador.

—No es el Polo…; pero… ¿regresaremos?

—¡Valiente explorador!

—Comienzo a serlo ahora, y por eso es disculpable mi emoción, que por cierto me parece extraña, pues cuando atravesé el lago Ontario no sentí ninguna.

—¿Y a aquella travesía le llama viaje de exploración?

—No; pero, al fin…

—Ya le veremos en el primer temporal, Bisby.

—¡No me asustan ustedes!

—¡O entre los hielos del Polo!

—Me pondré mi piel de bisonte.

—¡Gran remedio, por cierto! ¡Adiós, Baltimore! ¡Quién sabe si volveremos a verte!

—¡Demonio! —murmuró Bisby—. ¡Qué fúnebre augurio!

En aquel instante, rebasados el dique y el faro, la goleta se lanzaba a todo vapor por las aguas azules de la profunda bahía de Chesapeake.

CAPÍTULO III. A BORDO DE LA «ESTRELLA POLAR»

La Estrella Polar, que tal era el nombre de la goleta del señor Linderman, era un verdadero buque de carrera, capaz de recorrer cerca de quinientas millas en veinticuatro horas, pues estaba dotado de una velocidad de veinte y aún más nudos por hora. No debía, pues, emplear mucho tiempo en recorrer la, bahía de Chesapeake, que tiene mediana extensión.

Continuando con aquella velocidad, que el señor Linderman parecía resuelto a mantener, en tres horas podía dejar atrás los Cabos Carlos y Henry y penetrar en el Atlántico.

Guiada por uno de los más hábiles timoneles, bogó rectamente hacia Annapolis, pequeña ciudad que dista pocas millas de Baltimore; pasó por entre los muchos barcos anclados en la rada, y bajó hacia el Sur, hendiendo impetuosamente las olas.

A las siete de la mañana la Estrella Polar llegó a la desembocadura del Potomac, gran río que desagua en la antedicha bahía, y a las nueve, después de haber avistado el fuerte Monroe que defiende la desembocadura del James, en cuyas orillas surge la ciudad de Norfolk, remontaba el Cabo Henry, lanzándose a todo vapor por el Océano Atlántico.

Bisby, que no había abandonado el puente del barco, al ver extenderse ante él aquella inmensa masa de agua, que parecía no tener fin, y al notar que la costa americana se alejaba con fantástica rapidez borrándose en la bruma, lanzó un suspiro tan profundo que llamó la atención de Wilkye y Linderman.

—¡Ah, Bisby! —exclamó el americano sonriendo—. Parece que el Océano Atlántico le ha hecho algún efecto.

—¡Diablo! —repuso perplejo el negociante en carne salada—. Confieso a usted que tanta agua me produce cierta impresión. No creía que el océano fuera tan vasto.

—¿Esperaba ver ya la costa europea?

—No digo tanto; pero veo que nos alejamos de la costa en vez de mantenernos cercanos a ella.

—He mandado poner proa a las Bermudas —dijo Linderman—. Prefiero caminar ahora por alta mar, para evitar las islas Lucayas y las Antillas, y marchar recto al Cabo de San Roque. De ese modo no encontraremos la gran corriente del Gulf-Stream, que va hacia Terranova lamiendo las playas americanas.

—Es verdad, señor Linderman —dijo Wilkye—. Perderemos menos tiempo.

—Pero díganme, queridos amigos: ¿tendremos que atravesar mucha agua antes de llegar a las tierras polares? —preguntó Bisby.

—Cerca de cinco mil millas.

—¡Por mil quintales de carne salada! ¿Qué extensión tiene, pues, este océano?

—Inmensa, Bisby. Su longitud, que abarca de uno a otro Polo, se calcula en ocho mil millas.

—¡No será tan ancho!

—¡Oh, no! En ciertos puntos es bastante estrecho. Por ejemplo: entre las costas de Groenlandia y de Noruega sólo tiene unas ochocientas millas; entre las del Brasil y Sierra Leona, mil quinientas; y entre las de la Florida y Marruecos, o de la Argentina y el Cabo de Buena Esperanza, supera las tres mil seiscientas.

—Una extensión de agua tan grande debe de tener considerables profundidades.

—¡Abismos insondables, Bisby! Los últimos sondeos hechos por los buques de guerra han dado abismos capaces de sumergir las más altas montañas. Entre Islandia e Inglaterra, por ejemplo, hay uno de noventa mil pies de profundidad y de mil doscientas millas de ancho; pero esto es nada en comparación con muchos otros. Entre las Canarias y Madeira se ha medido uno de ciento cincuenta mil pies, y entre las islas Azores y la costa de Portugal hay otro que rebasa bastante esa cifra.

—¡Qué caída si la Estrella Polar se hundiera en uno de esos báratros! —exclamó Bisby tembloroso—. Pero…

—¿Qué?

—Que estoy muy contento por haberme embarcado.

—¿Por qué, amigo mío?

—Porque empiezo a creer que engordaré como un elefante. Tomé un buen desayuno antes de salir de casa, y siento ya un hambre de lobo. El aire del mar me abre el apetito.

—¡Así sea! —dijo Linderman sonriendo—. Si el mareo no le ataca, engordará, Bisby. Y ahora vamos a la mesa.

Dejaron el puente y bajaron al salón comedor, después de dar orden de servir la comida.

Como verdadero gran señor, Linderman no había reparado en gastos para que su buque fuera cómodo y elegante. El comedor de la Estrella Polar podía competir con el del más espléndido transatlántico.

Los soportes, en forma de columnas, estaban pintados de blanco y adornados de oro; las paredes desaparecían bajo ricos tapices de fieltro, excelente resguardo contra los grandes fríos; un mantel adamascado cubría la mesa. Las portillas estaban cubiertas de cristales de media pulgada de espesor, y en el fondo una gran estufa esperaba los primeros hielos para ser encendida.

Al oír sonar la campana que anunciaba la comida, el capitán Bak, comandante de la goleta, descendió al comedor y esperó a los pasajeros. Iban ya a sentarse el armador, Wilkye y Bisby, cuando penetraron dos jóvenes.

—Permítanme, señores —dijo Wilkye—, que les presente al señor Hugo Peruscho, italiano naturalizado en América, y el californiano John Blunt, dos de los mejores velocipedistas del Club de Baltimore.

—Sean bien venidos a bordo de mi buque —contestó Linderman estrechándoles la mano—. Auguro que serán dos buenos antagonistas.

—Lo serán, señor Linderman —dijo Wilkye—. Han aceptado con verdadero entusiasmo mi proposición de seguirme hasta el Polo, y lucharán por la victoria en pro de la causa de América.

—Mis marineros no se quedarán atrás; se lo aseguro también, señor Wilkye —replicó el armador.

—Allá veremos.

—¿Duda usted de eso? —preguntó Linderman, picado.

—No he tenido esa intención. Aludía al proyecto de usted, a las muchas dificultades que tendrá que vencer.

—De eso hablaremos al regreso.

—¡Basta, señores! —interrumpió Bisby—. ¡Tengo hambre!

—Tiene usted razón —asintió el capitán—. No es este el momento oportuno de discutir, pues apenas ha comenzado el viaje. En su debida sazón cada cual luchará por el triunfo de su bandera.

Se sentaron a la mesa y la emprendieron con los bistecs, las patatas cocidas y la manteca.

Antes de seguir diremos dos palabras acerca de los compañeros de Wilkye. Ambos eran jóvenes, pues tendrían de veinticuatro a veinticinco años; pero eran tipos muy diferentes. El italiano naturalizado en América era un hermoso joven, alto, delgado, musculoso, de piel bronceada y de ardiente y expresiva fisonomía; el otro, en cambio, era bajo de estatura, ancho de hombros, con amplio pecho y piernas y brazos fuertes y nerviosos, que denotaban una fuerza poco común y una resistencia extraordinaria; moreno como su compañero, pero de expresión más fría, debía de hallarse dotado de una calma y sangre fría tales, que podía competir con los mejores modelos de la raza anglosajona.

Aquellos dos velocipedistas constituían el orgullo del Club de Baltimore, y sus nombres figuraban siempre de los primeros en las fiestas y concursos de carreras de todas las ciudades de la Unión Americana. Eran célebres sobre todo por su resistencia, y habían vencido en carreras de muchos centenares de millas, siendo campeones, no sólo del Canadá, sino de Inglaterra.

Como había dicho el señor Wilkye, aceptaron con entusiasmo la difícil y peligrosa empresa de seguirle por las regiones de los mares del Sur, decididos a desafiar los terribles hielos polares hasta conseguir que triunfara la bandera americana.

En pocos minutos fue devorada la comida. Bisby, que se encontraba muy a gusto en la Estrella Polar y que no quería perder tiempo, dio pruebas de la capacidad de su estómago y de sus deseos de engordar rápidamente haciendo desaparecer en un abrir y cerrar de ojos media docena de bistecs, un kilo o dos de patatas y un cestillo de pan, amén de cuatro litros de cerveza. A pesar de ello aseguraba que aún quedaba en su estómago un hueco que llenaría luego merendando.

Terminada la comida, americanos e ingleses encendieron las pipas y se pusieron a charlar, entre sorbos de whisky y de gin.

—Señor Wilkye —dijo Linderman—, si no le contraría, y puesto que tenemos tiempo, desearía que me explicara la forma en que piensa usted realizar su expedición, pues aún ignoro el puerto donde va a desembarcar.

—En efecto, señor, no le he dicho la playa en que pienso comenzar mi ruta terrestre.

—En la que nosotros llevamos hallaremos varias costas, y a mí me da igual desembarcarles en las Tierras de Luis Felipe, Trinidad, Palmer o, más lejos aún, en las de Graham o Alejandra.

—Yo desearla desembarcar en la costa que esté más cerca del Polo.

—Supongo que no tendrán ustedes el propósito de acompañarme hasta el punto en que tenga que dejar mi buque. Ustedes poseen velocípedos para avanzar por tierra, y mis hombres y yo tendremos que servirnos de nuestras piernas.

—¿Y hasta dónde cree usted llegar con su buque? El Polo Sur no tiene la inmensa abertura que presenta el Polo Norte.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Los exploradores han hallado siempre una costa que se oponía a que pudieran adentrarse.

—Es cierto; y por eso detuvieron sus exploraciones en mitad del camino. ¿Quién le dice a usted, sin embargo, que al Sur de la Tierra de Graham, entre esta y la de Alejandra, no haya un paso? Ambas costas tienen una curva muy pronunciada, y me inclino a creer que la tierra llamada Alejandra sea simplemente una isla. Al llegar allí mi buque se hallará al grado setenta de latitud, y si existe el paso, nos conducirá, si no al Polo, al menos bastante cerca.

—Eso no pasa de ser una conjetura, señor Linderman.

—Haré, sin embargo, la tentativa. La Estrella Polar está dotada de una velocidad extraordinaria y podrá aventurarse por esa vía en pleno verano, o sea en enero, y aun antes.

—Será un hueso duro de roer.

—No lo será más que el suyo, señor Wilkye. Quiero ver cómo se las componen los velocipedistas de usted entre la nieve y con una temperatura que llegará a cuarenta o cincuenta grados bajo cero.

—Me bastarán pocos días para llegar al Polo.

—¡Lo veremos! —replicó el armador con ironía—. Pero vamos a lo de antes. ¿Dónde quiere desembarcar?

—Si no le contraría, en la Tierra de Graham, más allá del Estrecho de Bismarck, frente a las islas Krogman, Paterman y Boot.

—No estarán más que a sesenta y cinco grados, cuatro centígrados de latitud, o sea a una distancia de mil quinientos ochenta millas del Polo. ¿Cómo se las compondrán ustedes para recorrer ese espacio en velocípedos que no pueden llevar un bagaje pesado?

—He pensado en todo, señor Linderman, y todo lo tengo escrupulosamente calculado.

—Y de los marineros que ha embarcado, ¿qué piensa hacer?

—Me seguirán.

—¿Al Polo?

—No tengo tal pretensión; pero me ayudarán en la empresa.

—¡Yo también quiero ir al Polo! —dijo Bisby.

—Y llegará usted si tiene una máquina a propósito para que lo conduzca —contestó Wilkye riendo—. Lo mejor es que se quede con mis marineros.

—¡Iré; lo repito! ¡Mis piernas son fuertes, y llegaré, aunque sea a pie!

—¿Y el frío? —le replicó irónicamente el armador.

—¡Llevo mi piel de bisonte!

—¡Buen recurso!

—¿Y quieren ustedes que me quede atrás? ¡No; yo he de ver ese famoso Polo!

—¿Y qué cree usted ver allí? —pregunté Wilkye.

—No lo sé, porque sólo entiendo de carnes saladas; pero cuando desde hace tantos años se realizan tentativas de descubrirlo, algo extraordinario debe haber.

—Absolutamente nada, Bisby.

—Entonces, ¿por qué ese afán de llegar al Polo? Explíqueme el motivo de ir a él.

—Van para cerciorarse de la existencia de un mar libre de hielos y para comprobar si en las regiones polares se goza de una temperatura más benigna que en las que las rodean.

—¡Qué dice usted!

—Digo que los sabios están acordes en afirmar que al otro lado de la barrera de hielos que rodea a los Polos el clima es más templado; y por tal motivo durante años y años los navegantes más audaces arrostran los rigores polares para ver si es cierta esa suposición. Este es el móvil principal; pero el descubrimiento del Polo entraña otros problemas importantísimos para la ciencia, sobre todo fenómenos meteorológicos.

—¿Van, pues, por mera curiosidad?

—Sí, si quiere usted darle ese nombre. Pero ¡cuántos problemas que preocupan a los sabios se resolverían si se pudiera llegar al Polo! La inclinación de la aguja magnética, la formación de las auroras australes o boreales, etc., no serían entonces un misterio impenetrable.

—Entonces, si hubiera sabido eso, no habría venido —murmuró Bisby—. Yo creía ver algo maravilloso.

—Pero allí engordará usted, Bisby. Con aquel frío, comerá por diez.

—Si es que no nos faltan las provisiones y regreso delgado como un arenque. ¡Qué desgracia sería!

—Puede ocurrir —dijo Linderman moviendo la cabeza y como hablando consigo mismo—. Los muertos de hambre en las regiones polares casi no se pueden contar.

—¡Qué fúnebre augurio! —murmuró Bisby estremeciéndose—. ¡Ah, condenado Polo!

CAPÍTULO IV. DESDE LAS BERMUDAS A LAS FALKLAND

La mañana del 4 de noviembre la Estrella Polar, que había mantenido una velocidad media de quince millas por hora, avistaba las Bermudas a una distancia de siete leguas.

Estas islas surgen en pleno Océano Atlántico, y su descubrimiento se remonta a 1522, época en que fueron visitadas por primera vez por el navegante español Bermúdez. El segundo europeo que llegó a ellas fue el inglés Pommers, a quien arrojaron allí los vientos de 1609, y se vio obligado a permanecer nueve meses en las islas por haber naufragado su buque.

Su número es de cuatrocientas; pero están habitadas pocas de ellas, y la mayoría son simples escollos. Bermuda es la mayor, con veintidós kilómetros de largo y dos de ancho; la siguen en importancia San Jorge, San David, Somerset… Tienen muchas radas y bahías seguras y de fácil acceso; pero ¡qué triste aspecto ofrecen aquellas islas perdidas en medio del océano! La aridez de sus montes y de sus costas; el tinte gris nuboso de su cielo; sus aldeas, formadas de chozas bajas construidas con una piedra ligera como la pómez y cubiertas con hojas de palmeras; el hedor que despide el pescado puesto a secar en las playas, y los formidables huracanes que con frecuencia las devastan, dan a aquellas islas un aspecto muy poco agradable. Cuentan cerca de diez mil habitantes, la mayoría negros, todos valientes marinos, dedicados a la pesca desde la mañana a la noche o a labrar afanosamente la tierra para no morir de hambre.

En los meses de marzo y abril aquella población crece al llegar los pescadores de ballenas, pues las aguas de dichas islas son muy frecuentadas por los colosos del mar.

Aunque son poco fértiles, producen naranjas, algodón, tabaco y maíz, dando este dos cosechas al año. Producen cierta especie de enebros (juniperus bermudiana) que alcanzan una altura de dieciséis a veinticinco metros, y que sirven para construir ligeras embarcaciones.

Los víveres están allí carísimos, pues faltan casi totalmente las aves y la caza. Sólo hay rarísimos volátiles y unas horribles arañas negras que tejen telas y redes tan resistentes, que los mismos pájaros quedan presos en ellas.

—Estas islas no alcanzarán larga vida —dijo Linderman dirigiéndose a Wilkye y Bisby.

—¿Por qué? —preguntó este último.

—Porque el fuerte oleaje que las combate constantemente acabará por hacerlas desaparecer.

—Sin embargo, hace muchos siglos que oponen una fiera resistencia —dijo Wilkye—. Los pólipos coralíferos saben dar solidez a sus construcciones.

—¿No son estas islas de naturaleza volcánica?

—No, señor Linderman. Las Canarias, las Azores, Santa Elena, Tristán de Acuña y San Pablo son todas islas volcánicas; pero estas deben su existencia a los pólipos coralíferos.

—¿Y quiénes son esos señores pólipos? —preguntó Bisby—. Ya saben ustedes que yo sólo entiendo de…

—De carnes saladas; no lo olvidamos —interrumpióle Wilkye—. Le diré, pues, señor curioso, que los pólipos que las han construido son seres infinitamente pequeños que viven en gran número bajo las aguas. Por lo general se reúnen en la cima de las montañas submarinas y allí fundan su colonia, viviendo del trabajo, tan constante y tenaz, que con la sustancia que segregan van formando verdaderos bancos rocosos de infinita resistencia.

—Pues no comprendo cómo pueden construir islas trabajando, como decís, debajo del agua.

—Lo explicaré, señor curioso. De capa en capa de materia rocosa los pequeños constructores van elevándose hasta la superficie del océano, y ya tenéis formada la isla. Muchos de ellos, dotados de mayor vitalidad que los demás o de contextura algo diferente, siguen construyendo sobre el agua, nutriéndose de la materia alimenticia que se halla en las espumas de las olas, y por esta razón la isla va elevando paulatinamente su superficie sobre la del mar. Más tarde los vientos y las lluvias convierten en fértil y terroso aquel suelo calcáreo; los cadáveres de los peces y las algas sirven de abono a aquellas tierras; el aire se encarga de traer semillas, que al germinar producen bosques y selvas; los pájaros emigrantes las descubren al pasar, se detienen en ellas, forman colonias, y por último el hombre, ese cosmopolita y eterno viajero, pone su planta en la isla. ¿No es esto sencillo y natural?

—¡Y hasta maravilloso! —exclamó Bisby estupefacto—. ¡Ah, qué hermosa es la ciencia! ¡Y yo que la suponía inventada para pasatiempo! ¡Afortunado viaje este que estoy haciendo! ¡Volveré a América más gordo y hecho un sabio!

Entretanto, la Estrella Polar avanzaba a todo vapor hacia el Sur, alejándose rápidamente de las Bermudas, que iban esfumándose entre la niebla.

El Océano Atlántico, algo agitado, hacía cabecear a la ligera goleta. Del Este venían mugiendo amenazadoramente grandes oleadas con las crestas rizadas por las espumas, y se rompían por estribor con ensordecedor ruido, salpicando todo el buque con sus amargas gotas.

No se veía nave alguna en aquellos parajes, ni siquiera una de las pequeñas barcas de pesca que tan abundantes son en los alrededores de las Bermudas. Bandadas de delfines chapoteaban en la brillante estela del buque, y en el aire describía toda clase de curvas los rincopos, aves marinas semejantes a los ánades, y que tienen la desgracia de que la parte inferior de su pico sea bastante más corta que la superior, defecto que les dificulta mucho para coger la presa. Indican la proximidad de los trópicos, pues rara vez se alejan del de Cáncer o de Capricornio.

También llegó una bandada de los extraños peces que los marinos llaman voladores y los hombres de ciencia Exocoetus volitans o cyanopterus. Estos peces son, sin duda, los más extravagantes habitantes del océano, y también los más desgraciados, pues los persiguen en el agua y en el aire.

Sólo hay dos especies; unos pequeños, porque sólo alcanzan una longitud de veinte centímetros, con la piel azul plateada, que los semeja a las sardinas; los otros tienen un pie de largo, y son tan horribles, que cualquiera se resistiría a comerlos si no supiera que tienen un sabor delicioso.

La piel de estos últimos es rojiza; las aletas, negras, y su cabeza parece un casco erizado de puntas peludas. Además tienen como adorno unas barbas hirsutas que les dan aspecto bien poco agradable.

Por lo general se les encuentra en los climas cálidos, y en tal abundancia, que van reunidos a millares. Sus principales enemigos son los delfines, los tiburones, los peces-veleros y los peces-perros.

Como carecen de armas defensivas, al ser atacados buscan su salvación en el aire. Para ello están dotados de una fuerza de impulsión poderosa y tienen anchas y largas aletas; la primera les permite lanzarse fuera del agua, y ya en el aire, hacen girar las aletas con velocidad vertiginosa, realizando vuelos que duran unos cuarenta segundos.

Estos vuelos no son altos ni largos, pues por lo común sólo recorren 170 o 200 metros a una altura de setenta a noventa centímetros del agua.

La bandada vista por la tripulación de la Estrella Polar parecía presa de pánico. Sin duda la había asaltado los delfines o los veleros.

Corrían en todas direcciones, produciendo un ruido especial la vibración de sus aletas; se cruzaban en todos sentidos, y la luz del sol producía bellos cambiantes en su piel azul plateada o amarillo-dorada. Volaban locamente, sin cuidarse del punto donde iban a caer, y volvían a emprender el vuelo apenas tocaban el agua, para huir sin duda de sus hambrientos enemigos.

Por desgracia, tampoco fuera del océano hallaban la anhelada seguridad, pues durante su vuelo caían sobre ellos los rincopos, los fetontes, de poderosas alas; los alciones, de fulmíneo vuelo, y algunos procelarios, esas fúnebres aves de la tempestad.

Muchos de dichos peces caían en su ciega fuga sobre la toldilla de la goleta, y desde allí iban a la cocina a terminar sus cuitas en la sartén, con gran alegría de Bisby, que deseaba saborear su fresca y apetitosa carne.

El 5 la Estrella Polar atravesaba el Trópico de Cáncer, y ponía proa hacia el Cabo Orange, para dejar a un lado las Pequeñas Antillas, islas que no gozan de buena fama a causa de los huracanes que en sus aguas se sufren, y que ponen a dura prueba a los buques que visitan aquellos parajes.

El 7 la tripulación de la goleta divisó la isla de Fonseca, que es la más oriental de las Antillas y la primera que se encuentra viniendo de Europa o de los puertos del África septentrional.

Aquel día el océano, que hasta entonces se había mantenido en calma, comenzó a agitarse, mientras el cielo se nublaba rápidamente, velándose el sol. Por el Este soplaban de vez en cuando impetuosas ráfagas que levantaban de la superficie del Atlántico enormes oleadas, y en el seno de las nubes sonaban los truenos a regulares intervalos. El color del océano azul oscuro hasta aquel momento, se cambió de pronto en verdoso.

—Este cambio de color lo debemos al mar de fondo.

—¿Qué es eso de mar de fondo? —preguntó el negociante.

—Son oleadas formidables que nacen allá donde el fondo del mar tiene bruscas desigualdades. De seguro bajo nosotros el fondo del mar lo constituye ahora una cadena de montañas.

—Y al chocar unas contra otras, esas olas ¿producen este movimiento general en la masa de agua del fondo?

—Así es, amigo mío; y ese movimiento levanta las arenas.

—¡Cuánto saben ustedes! Y díganme: sin el mar de fondo, ¿sería siempre igual el color de los océanos?

—No, Bisby; varía en muchos sitios. Generalmente el tinte de los océanos es azul verdoso, que va haciéndose más claro cerca de las costas de los continentes; pero algunos mares tienen colores diversos. En las islas Maldivas, por ejemplo, que se encuentran en el Océano Índico, las aguas que las rodean son negruzcas.

—¿Surgen, pues, de un mar de alquitrán? Eso debe de producir un efecto muy triste.

—En cambio, en el Golfo de Guinea, en África, el agua es blanquecina.

—¡Un mar de leche! ¡Eso ha de ser vistoso!

—Entre China y Japón hay un mar que se llama Amarillo porque sus aguas tienen ese color; junto a California, el mar tiene reflejos rojizos, y al lado de las Canarias y las Azores el agua es verde.

—¿Y de qué se deriva esa diversidad de tintes?

—El color azul verdoso del océano se debe, sin duda, a la misma causa que hace parecer azules los montes vistos a cierta distancia, y que da a la atmósfera ese color azul que tiene el cielo. Sin embargo, en algunos lugares la mayor o menor intensidad de la coloración se deriva de la mayor o menor profundidad de las aguas. La gran corriente del Gulf-Stream, que es más salada que el agua del océano, es más oscura. En otros sitios esta mayor oscuridad es debida a la mayor cantidad de corpúsculos en suspensión, en los cuales se refleja la luz solar.

—¡Pero los mares amarillos, rojos, blancos…!

—Obedecen a otra causa. Algunos parecen de esos colores, pero en realidad no lo son; tienen ese tono por ilusión óptica. Sin embargo, el Mar Rojo debe su color a un ser microscópico, intermedio entre el animal y el vegetal, a una especie particular de oscilarla.

—¿Es verdad que también hay mares transparentes y límpidos?

—Sí, Bisby; pero su limpidez no es tan completa que permita distinguir el fondo. Esa limpidez se observa más frecuentemente en los océanos situados junto a las regiones polares, y especialmente en el Océano Antártico. En sus mares se ven nadar los peces a una profundidad de ciento treinta metros.

—¡Otra pregunta!

—Estoy a su disposición.

—Han querido hacerme creer que el agua del mar, además de contener sal, abunda en plata.

—Es cierto, Bisby. El mar contiene tanta plata, tanto hierro, cobre y plomo, que podría enriquecer a todos los pueblos si se hallara el medio de extraer dichos metales. Se asegura que la cantidad de plata que contiene es tan enorme, que supera a la que poseen todos los pueblos de la Tierra. En relación, el agua del mar abunda más en plata que las minas de Méjico y el Perú.

—¿Y por qué no la extraen?

—Porque sería preciso evaporar un mar para obtener trescientos o cuatrocientos kilogramos del precioso metal, y el carbón necesario para producir tan inmensa evaporación costaría cien veces más.

—Entonces, la masa de agua que rodea la tierra debe ser enorme.

—Tanto, que formaría una esfera de dieciséis o diecisiete veces mayor que la de la tierra de todos los continentes e islas reunidos.

—¡Qué desgracia! ¡No me hubiera desagradado intentar la extracción de esa riqueza!

—Es usted americano, y no me sorprende. Los proyectos colosales son una especialidad de su raza. Vamos bajo cubierta, Bisby, que las olas invaden el puente.

El Atlántico comenzaba a asaltar con furia la goleta, haciéndola cabecear violentamente y lanzando sobre el puente verdaderas olas, que corrían impetuosas de proa a popa, mojando a la tripulación que estaba de maniobras.

Se cerraron las escotillas de popa y las portillas de babor y estribor para que no se inundaran la cámara ni los camarotes, y se enrollaron los foques, que poco antes se habían desplegado, para dar más estabilidad al buque.

Por fortuna, la Estrella polar filaba como una ondina, y durante la noche cruzó aquella porción del Atlántico soliviantada por el temporal.

Dos días después avistaba el Cabo Orange, situado entre los confines de la Guayana francesa y el Brasil. El 10, poco antes de oscurecer, fue visto por el capitán Bak el Cabo de San Roque, que es el más avanzado hacia Oriente de las costas de la América del Sur.

El 14 la Estrella Polar pasaba de largo el Río de la Plata, y el 16 echaba el ancla en el puerto de Egmont, estación principal de la isla Falkland, donde contaba con proveerse de carbón antes de aventurarse por los helados mares del Polo Austral.

CAPÍTULO V. LA COSTA DE PATAGONIA

Las islas Falkland o Malvinas se encuentran junto al extremo de la América Meridional a cerca de cuatrocientos cincuenta kilómetros del Estrecho de Magallanes, y a trescientos treinta de la isla de los Estados.

Son noventa y dos, pero la mayor parte pequeñas e inhabitadas. Dos solamente son extensas y están pobladas: West Falkland y East Falkland, hallándose separadas por el canal llamado de San Carlos.

Son estériles por lo general, tienen montañas poco elevadas, y las llanuras las forman extensiones de cuarzo, pirita y ocre rojo y amarillo. A pesar de las reiteradas tentativas de los isleños, en aquellas tierras sólo crecen hierbas que alcanzan enorme desarrollo y forman verdaderos bosques. Todos los árboles trasplantados allí mueren al poco tiempo, exceptuando algunos que a costa de grandes trabajos y gastos se llevaron del Canadá como los tithymalus spinosi, los epipachis y los azoldaracks.

A pesar de esta esterilidad, los habitantes no se hallan expuestos a morir de hambre, pues en aquella isla se propaga rápidamente el ganado bovino, que adquiere extraordinaria fecundidad. Baste decir que las ochocientas cabezas de ganado importadas por los españoles en 1780 se han convertido hoy en diez mil, a pesar del continuo consumo y de la exportación de carnes saladas.

Hasta 1700 permanecieron desconocidas dichas islas. Los primeros en avistarlas fueron algunos navegantes de Saint-Maló, quienes las llamaron Maloinas; después fueron los ingleses, que fundaron varias poblaciones, especialmente en los puertos de Egmont, Etienne y Valesnter y en los alrededores de la bahía de Melville.

Hoy son importantes estaciones para los balleneros, y todos los años, al empezar la estación de los calores, se reúnen allí los barcos balleneros para proveerse, antes de hacer frente a los hielos del Polo y a los gigantes de la Creación.

La Estrella Polar contaba con detenerse pocas horas, el tiempo absolutamente preciso para completar la provisión de carbón, que casi se había agotado en aquel rápido viaje.

Anclada en el muelle, frente a los almacenes, la tripulación bajó a tierra para proceder al embarque del combustible. Linderman, Wilkye, Bisby y los dos socios del Club aprovecharon la detención del buque para desentumecerse las piernas paseando por los alrededores del puerto.

Había bien poco que admirar en Egmont. Algunas miserables casuchas, siete u ocho árboles, selvas de hierba gigante, bueyes que pastaban pacíficamente entre la suculenta hierba, enorme cantidad de peces puestos a secar y dos barcazas que cargaban una materia rojiza o gris, de la que se desprendía un olor insoportable.

—¿Qué demonios están embarcando ahí? —preguntó Bisby tapándose las narices.

—Guano —contestó Wilkye.

—¿Y qué es eso? En otras ocasiones he oído hablar del guano, pero no sé lo que es.

—Es un residuo animal, mezcla de amoniaco y fosfato de cal, elementos necesarios a toda buena vegetación. Se hace de él un consumo enorme, y se cuentan a centenares los barcos que lo cargan por cuenta de los grandes plantadores de las Antillas o de la India oriental. Esa materia tiene la propiedad de redoblar o triplicar las cosechas.

—¿Y vienen aquí a cargarlo?

—Algunos barcos, sí; pero los grandes depósitos se encuentran en las islas Chinchas, situadas junto a las costas del Perú.

—¿Y de qué se produce ese precioso abono?

—¿Ve volar allí, junto a aquella isla, una bandada de aves acuáticas? Son sarcillos, piqueros, gaviotas, alcatraces, pájaros niños, patillos, etcétera, y son los que producen el guano.

—No os comprendo bien, Wilkye. Tengo la cabeza muy dura.

—Me explicaré mejor. Esos millones de aves, que pertenecen a la especie marina, pescan, se alimentan de peces. Cuando están hartas vuelven a tierra, a las islas, y allí hacen su laboriosa y lenta digestión, pues algunas son tan glotonas que durante varias horas no pueden moverse, y otras han tenido que tragarse enteros los pescados. Dejan, pues, en la isla verdaderos montones de estiércol, que con los años va subiendo cada vez más, y el tiempo se encarga de fosilizarlo. Como no llueve casi nunca en estas regiones australes, los excrementos de las aves se condensan y comprimen, sin que se pierda una sola partícula de los mismos. Así, poco a poco, se forman las guaneras, o sea, los depósitos de guano. Entonces sólo falta que los hombres acudan a cogerlo.

—Cosa fácil, porque supongo que esos excrementos no serán muy resistentes.

—Es verdad; pero la extracción es difícil, Bisby. De esos depósitos, al ser trabajados por los extractores, sale un polvo amarillo y salino y además tales emanaciones amoniacales, que fácilmente producen la asfixia. Por esta causa, sólo los chinos y los negros se prestan a ese trabajo, que tienen que realizar de noche, pues el polvo suspendido en el aire, al calentarse durante el día por la luz solar, hace insoportable la temperatura.

—¿Son grandes esos depósitos, Wilkye?

—En las Chinchas suelen tener treinta o más metros de elevación.

—¡Cuántos siglos deben de haber necesitado las aves para eso!

—Muchos, sin duda.

—¿Y hay sólo una especie de guano?

—No, dos. El guano blanco, que consiste en excrementos recientes, y el guano pardo, que es el más viejo. El Gobierno peruano, que es propietario de las islas Chinchas, recauda muchos millones, pues la exportación de aquellas islas alcanza anualmente las cuatrocientas mil toneladas. Cuando visitemos las islas del Océano Austral hallaremos grandes depósitos, Bisby, y…

—¡Un momento! ¡Veo una balanza!

Bisby, separándose bruscamente de su compañero, se dirigió a un grupo de hombres delgados y cenicientos que pesaban guano antes de embarcarlo.

Empujó a varios de aquellos hombres, les arrojó un puñado de dólares, quitó el guano de la balanza y se colocó él en ella, haciendo señas de que le pesaran. Un instante después, un formidable ¡hurra! brotaba de los labios del negociante en carnes saladas.

—¡Eh, Bisby! ¿Está loco? —le preguntó Wilkye.

—¡No, amigo mío! —gritó el hombrazo—. ¡Hurra! ¡Hurra!

—Pero ¿qué le pasa? ¿Se puede saber?

—¡Que mi peso ha aumentado en dos libras! ¿Comprenden ustedes, amigos? ¡Dos libras ganadas en pocos días! ¡Hurra por el mar! ¡Viva el Polo! ¡Seré presidente de la Sociedad de los Gordos y destronaré a Dorkin!

Un silbido agudo salió en aquel momento de la bahía.

—¡A bordo! —dijo Wilkye—. ¡La Estrella Polar va a partir!

—¡Sí, a bordo, a bordo! —gritó Bisby, que parecía loco de alegría—. ¡En el mar es donde yo engordo! ¡Ah! ¡Y no haberlo sabido antes! A estas horas pesaría más que un hipopótamo.

La tripulación de la goleta había completado la provisión de carbón y el capitán Bak llamaba a bordo a los pasajeros que se hallaban en tierra. La máquina tenía presión y de la chimenea salían negras nubes de humo.

Linderman, Wilkye, Bisby y los dos velocipedistas se apresuraron a embarcarse.

La Estrella Polar levó anclas, salió del puerto y entró en el canal de San Carlos, pasando entre las dos islas mayores de West Falkland y East Falkland. Las playas de estas islas aparecían áridas, desmoronadas y con enormes brechas abiertas por el eterno batir de las olas. Además, estaban absolutamente desiertas. Sólo de cuando en cuando, en el fondo de alguna bahía aparecía una miserable cabaña, o en lo alto de las rocas se veía algún hombre ocupado en cortar los tussak, especie de juncos que crecen junto a la playa y les sirven para construir cabañas, cestas o esteras.

En aquellas islas la población es escasa, aunque tienen una superficie de 11.500 kilómetros cuadrados. Hay, a lo más, 400 habitantes, comprendida la pequeña guarnición inglesa, que habita en Puerto Guillermo, a la entrada meridional del Estrecho de Berckeley, donde está la sede del Gobierno.

En cambio, abundaban las aves, que en grandes bandadas daban vueltas por la playa lanzando estridentes gritos. Se veían, entre las que producen el guano, gran número de pingüinos, volátiles muy ágiles cuando se encuentran en el agua, tanto que algunas veces se los cree peces; pero muy torpes y pesados en tierra; bandadas de trampoleros, del tamaño de palomas, con las plumas blancas, el pico corto y cónico y los ojos encerrados en un círculo rojo; aptenátidas, grandes como ocas, con las plumas azuladas y blancas.

Algún que otro cuadrúpedo se mostraba por las escolleras: eran warrah, especie de lobos muy gruesos, pero nada agresivos y de carne apetitosa.

La Estrella Polar recorrió el canal y se aventuró en un verdadero laberinto de islas, islotes y escolleras, pasando sucesivamente ante Borbón, Salvas, Kermolins, Swan, Poblé, Lively, etc. Luego salió a pleno mar, filando paralelamente a la costa patagona; pero a tal distancia, que aquella tierra sólo parecía una línea muy esfumada.

—¿Es allí donde viven los hombres más altos del Globo? —preguntó Bisby a Wilkye y a Linderman, que examinaban las costas con anteojos.

—Sí —respondió el americano.

—¿Y es cierto que son de estatura colosal? Me han asegurado que los hombres más altos de la raza blanca no les llegan a la cintura.

—¡Patrañas! —dijo Linderman—. Los primeros navegantes que los vieron afirmaron eso, pero mintieron descaradamente.

—¿Y por qué, Linderman? —preguntó Wilkye.

—Porque se ha demostrado positivamente que la estatura de los patagones rara vez pasa de dos metros. Es cierto, sin embargo, que algunos navegantes vieron indígenas más altos, como, por ejemplo, Falkner, que en 1740 midió uno que alcanzaba dos metros y treinta y tres centímetros de estatura, y Mayne y Cunningham, que vieron otro de dos metros y ocho centímetros; pero esas son excepciones.

—No obstante, señor Linderman, yo creo que los patagones eran en tiempo antiguos más gigantescos que ahora, y hasta me figuro que otras tribus indias debieron de tener estaturas excepcionales. Los navegantes Le Maire y Schoutin, que visitaron la Patagonia en 1615, aseguran que encontraron esqueletos humanos que tenían once pies de altura, o sea cuatro metros y treinta y tres centímetros.

—¿Y lo cree usted?

—Es que no han sido ellos solos los que han visto esqueletos tan monstruosos. El señor Malinas, que recorrió el Perú en 1515, vio huesos humanos de un largo excesivo, pero que, según él, debían ser de hombres que vivieron en épocas remotas; Gentil vio huesos en 1715 y dudó de su autenticidad; Acosta, que fue a Méjico en 1588, encontró esqueletos gigantescos, y los mejicanos presentaron a Cortés húmeros y tibias enormes.

—Admitiendo, pues, esos testimonios, hay que creer que América estuvo poblada en tiempos remotos por tribus de gigantes. Ahora bien, ¿de dónde procede la raza cobriza?

—Eso es lo que todavía se ignora, señor Linderman. ¿Proviene del cruce de dos razas, la negra o la mogola, o es una raza especial?

—¿Hay sabios partidarios de ese cruce?

—Sí, señor Linderman.

—Es que esos mogoles y esos negros debieron de fundirse en tiempos remotísimos.

—Ciertamente.

—Me parece, sin embargo, una hipótesis muy atrevida, dada la enorme distancia que hay entre África y América. Para los mogoles, en cambio, no debió de ser cosa difícil pues sólo tenían que atravesar el Estrecho de Bering.

—No debéis ignorar que los antiguos hacen mención de la Atlántida, o sea de una gran isla que debió sumergirse más tarde, y que se encontraba a no muy larga distancia de las costas africanas y europeas. Si ha existido realmente, no debía de ser imposible a los africanos el llegar a América, a pesar de la imperfección de sus barcos.

—¿Y cómo han desaparecido esos gigantes americanos?

—No se sabe; pero la antigua raza debió de ir degenerando poco a poco hasta desaparecer. Todavía en Patagonia se conservan ejemplares notables.

—Sí, como también los hay de raza opuesta.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que si aún se ven gigantes en la Patagonia —contestó Linderman—, a pocos centenares de metros de ellos viven los pigmeos.

—En efecto. Es verdad. Al otro lado del Estrecho de Magallanes, que en tales sitios es tan angosto que se podría atravesar en una chalupa, viven los fueguinos, que pueden considerarse como los amerindios más pequeños. Su estatura no pasa de cuatro pies y cinco pulgadas, o sea un metro y cuarenta y ocho centímetros.

—¿Y cómo se explica esa variación de estatura a tan corta distancia? —preguntó Bisby, que prestaba gran atención a aquel diálogo.

—Tal vez porque pertenecen a otra raza, o quizá por efecto del clima, que es más frío, y de su particular existencia, pues viven como las bestias salvajes y están siempre luchando con el hambre —respondió Wilkye.

—¿Y son de aspecto agradable?

—Son los hombres más feos de la raza humana y los más miserables. Dentro de poco veremos a algunos, al costear la Tierra del Fuego, y tendrá usted ocasión de comprobarlo.

CAPÍTULO VI. LOS FURORES DEL CABO DE HORNOS

El 17 de noviembre, la Estrella Polar, que apresuraba su marcha para llegar a las regiones polares antes del solsticio de estío, que en aquellas desoladas tierras es el 21 de diciembre, se encontraba en las proximidades del Estrecho de Magallanes.

Sólo en treinta y dos horas, comprendido el tiempo empleado en salir del canal de las islas Falkland, en cuya travesía hubo de disminuir considerablemente la velocidad, recorrió el buque la distancia que separa Puerto Egmont de la punta meridional de la Patagonia, que es de cuatrocientos cincuenta kilómetros.

El Estrecho de Magallanes, descubierto en 1520 por el navegante que le dio su nombre, y que fue el primero en dar la vuelta al mundo, tiene por la parte del Océano Atlántico una extensión de cincuenta y un kilómetros, entre los cabos de las Vírgenes y del Espíritu Santo, mientras que hacia el Pacífico tiene quinientos trece kilómetros, describiendo muchas curvas. Su anchura entre los cabos Pilares y Victoria es de cincuenta y seis.

Atravesar la embocadura oriental fue cuestión de poco más de dos horas para la Estrella Polar, y bien pronto se halló junto a las costas de la Tierra de Fuego, que tenía que rodear hasta el Cabo de Hornos para poner la proa hacia las tierras del Polo Austral.

La costa de aquella gran isla que completa la aguda extremidad de la América Meridional es semejante a un gorro de dormir, y parecía bastante elevada; la costa del lado de Poniente es muy quebrada; por la parte expuesta a las miradas de la tripulación de la goleta sólo había una bahía, la de San Sebastián, y algunos cabos, los de Peñas, Santa Inés, San Pablo y San Diego.

En aquellas playas, que se elevaban a gran altura, sólo se descubrían peñascos, y más arriba, en los flancos de las colinas, alguna que otra planta; pero por ninguna parte aparecían los horribles habitantes de la isla, de color oscuro, y que vagan por aquellas tierras semiheladas siempre en busca de alimento. Grandes bandadas de aves iban y venían revoloteando en torno de la Estrella Polar y lanzando roncos graznidos.

El océano se mostraba intranquilo en las inmediaciones de aquellas islas. Enormes olas montaban una sobre otra hasta romperse contra las escolleras con sordos mugidos semejantes a descarga de artillería, en tanto que por las gargantas de las nevadas montañas salían impetuosos golpes de viento, llamados wilwaws por los balleneros.

A medida que la goleta adelantaba hacia el Sur iba oscureciéndose el cielo. Una especie de niebla de tinte grisáceo subía de las regiones antárticas y daba vueltas de acá para allá, empujada por un viento frío que parecía proceder de los inmensos campos de hielo que cubren las tierras polares durante once y, a veces, los doce meses del año.

Innumerables porciones de hielo, pequeños hummoks, pequeños streams de forma circular, y palks alargados flotaban sobre las olas, chocando unos con otros y rompiéndose en mil pedazos.

La hélice de la Estrella Polar, que giraba sin descanso, los rompía también en gran número, así como el afilado espolón de acero que embestía contra los mayores.

Las bandadas de aves marinas iban aumentando y se las veía huir hacia las costas de la Tierra de Fuego, quizá por el temor de no poder resistir el furioso huracán qué iba formándose en las regiones polares. Sólo los magalestris antárticos, especie de gaviotas de alas largas, pico fuerte y corto y plumas castaño-oscuras, giraban sobre las olas, sin importarles nada las iras del océano, en cuyas espumas hundían la cabeza para coger pececillos.

Después de consultar el barómetro, que bajaba a ojos vistas, el capitán Bak se apresuró a adoptar disposiciones para no dejarse sorprender por la tempestad. Conocía la triste fama de aquellos parajes, en los cuáles los vientos no tienen dirección fija y las olas alcanzan alturas espantosas, y, sobre, todo, la siniestra celebridad del temido Cabo de Hornos, verdadero azote de los navegantes.

Hizo asegurar sólidamente las chalupas a las grúas, redobló las maniobras fijas, preparó las randas y los foques a fin de que fueran inmediatamente desplegados en el caso de que ocurriera alguna avería a la máquina, cerró herméticamente las escotillas, limpió la cubierta de cosas inútiles y, para colmo de precauciones, preparó las bombas. Terminados aquellos preparativos, mandó apresurar la marcha para atravesar el Estrecho de Le Maire antes de que el huracán estallase. Quería encontrarse libre, lejos de aquella costa peligrosa y poco conocida, y afrontar en pleno océano los agitados elementos. Al menos, allí tendría que habérselas con un solo enemigo.

Linderman y Wilkye habían subido a cubierta y miraban tranquilamente las olas que acudían al asalto de la goleta. Bisby estaba con ellos; pero el pobre negociante en carnes saladas había perdido la calma. Miraba con ansiedad al cielo, que estaba cada vez más oscuro; se ponía pálido ante los violentos balanceos de la Estrella Polar y se agarraba desesperadamente a la amura, abriendo las piernas cuanto podía para no caer rodando. Profundos suspiros se escapaban de su angustiado pecho y parecía tener la lengua pegada al paladar.

Sin embargo, se había negado enérgicamente a abandonar la cubierta, y conservaba en la cabeza un alto sombrero de copa, a pesar de los furiosos golpes del viento.

El mar aparecía cada vez más impetuoso: parecía que los océanos Antártico y Atlántico querían medir sus fuerzas en una lucha titánica, monstruosa. Olas de diez y doce metros de altura, elevadas por la alteración de las aguas del fondo, se rompían con furor extremo en las costas de la Tierra del Fuego y volvían a retirarse más airadas que antes, cogiendo en medio a la Estrella Polar.

Pasaban impetuosamente bajo la quilla, elevando la goleta y sacudiéndola como si fuera una pluma; hervían aquellas aguas como si el fondo del mar fuera un volcán y se lanzaban sobre las bandas del buque, inundando la cubierta de proa a popa.

El viento, ya desencadenado, silbaba entre la arboladura y sacudía el velamen, los palos y el cordaje, uniendo sus mugidos a los del mar y a los que producían las masas de hielo al chocar y romperse.

A pesar de aquella mezcla formidable de enfurecidos elementos y de su pequeño tonelaje, la Estrella Polar marchaba admirablemente. Lanzada a todo vapor, bajaba a los abismos o subía hasta las crestas de las olas, desafiando intrépidamente el huracán.

De vez en cuando chocaban con ella grandes bloques de hielo; pero sus resistentes flancos no cedían, y el buque escapaba de todo peligro. Otras veces era el barco el que caía sobre los hielos, rompiéndolos con retumbante estruendo que repercutía en el fondo de la cala.

El capitán Bak, envuelto en su impermeable, de pie en el puente de mando, tranquilo como si se hallara en un buque insumergible, ordenaba la maniobra con voz tranquila, pero sonora, teniendo los ojos fijos en el Sur, para ver si descubría la isla de los Estados, que con la punta extrema de la Tierra del Fuego forma el Estrecho de Le Maire.

A las siete de la tarde, y por más que el sol debía brillar aún, la oscuridad era tan profunda que apenas podía distinguirse un objeto a cien pasos de distancia. Los dos océanos luchaban con furor inaudito; pero sin duda en ocasiones anteriores el capitán Bak había afrontado ya parecidos huracanes.

A la luz de los fanales de proa no se veía más que una revuelta confusión de aguas. Las olas se sucedían unas tras otras, rompiéndose cada vez más irresistiblemente sobre la cubierta del buque.

El capitán Bak había rogado al armador, a Wilkye y a Bisby que se retiraran, ante el temor de que alguna ola los arrastrara al mar o los hiriera algún bloque de hielo; pero ellos rehusaron. El negociante en carnes saladas parecía, no obstante, exhausto, y de cuando en cuando, acometido por el mareo, vomitaba con tal abundancia, que parecía una bomba. ¡Y con qué vehemencia mandaba a los profundos infiernos el mar o el Polo Antártico!

A las nueve el océano apareció hacia el Sur cubierto de una inmensa sábana de blanca espuma. El capitán Bak bajó del puente de mando, se acercó al armador, y le dijo:

—Señor, dentro de pocos minutos estaremos frente a la isla de los Estados. Esta espuma me indica, que ante nosotros el océano se rompe contra una costa.

—¿Y qué? —dijo Linderman con perfecta calma.

—¿Debo atravesar el estrecho, o dar la vuelta a la isla?

—¿Cree usted que podremos atravesar sin peligro el estrecho?

—El peligro existe en ambas partes: en el estrecho y fuera. ¡Luchamos con un temporal tremendo, señor!

—Perderíamos mucho tiempo en dar la vuelta a la isla. Prefiero intentar el paso a lo largo de la costa de la Tierra del Fuego para atravesar pronto el Cabo de Hornos. Lejos de estas islas lucharemos con mayor ventaja y no hallaremos esta peligrosa contramarea.

—Está bien, señor. ¡Adelante, a todo vapor!

El capitán se dirigió a popa, y él mismo se puso a la barra del timón. En aquel supremo instante quería dirigir él solo el buque que le había confiado el armador. No ignoraba que una falsa maniobra, una duda cualquiera, podría producir la catástrofe, y quería asumir él solo tan tremenda responsabilidad.

Mirando siempre al Sur y con la brújula delante, lanzó la Estrella Polar a lo largo de la costa, espoleando los bancos de hielo que se acumulaban en todo el Cabo de San Diego.

El rápido buque se acercaba velozmente al estrecho envuelto en las nubes de humo que el viento acumulaba sobre cubierta. Allí, no encontrando suficiente desahogo, el Océano Atlántico se rompía con espantoso furor contra los escollos del Cabo Parry, que formaba la punta extrema de la Tierra del Fuego, y contra la isla de los Estados, cuyas costas aparecían de cuando en cuando a la lívida luz de los relámpagos. Era una escena admirable y espantosa a la vez ver aquel pequeño buque, guiado por su audaz capitán, desafiar la rabia de uno de los más vastos océanos. Parecía una mosca luchando contra un titán; pero aquella mosca no sentía miedo ni retrocedía: al contrario, iba recta hacia el enemigo, como resuelta a vencer o a morir.

Se dice que la fortuna ayuda a los audaces, y así debe de ser, porque después de una lucha terrible contra la irrupción de las inmensas olas y del viento desencadenado, la pequeña Estrella Polar se encontraba, a las diez de la noche, ante el canal de Le Maire. Fue un momento angustioso para todos: hasta Linderman y el propio Wilkye sintieron estremecerse su corazón y se pusieron pálidos al ver a la goleta lanzarse por el canal a todo vapor.

¡Ay de ellos si la proa tropezaba con un escollo! La quilla, aunque construida a toda prueba, no habría podido resistir, y el buque se hubiera abierto.

En el estrecho, el mar se agitaba con extremado furor. Encerrado entre las altas y acantiladas playas de la Tierra del Fuego y de la isla de los Estados, comprimido, apretado por las dos opuestas salidas del océano, se revolvía en oleadas monstruosas que se rompían con estrépito y se pulverizaban. Hacía tal ruido al chocar con las costas, que imposibilitaba a la tripulación para oír las órdenes del capitán.

El pobre negociante en carnes saladas, que nunca había afrontado una tempestad, estaba lívido como un cadáver, y preguntaba con desmayada voz a su amigo Wilkye si estaban a punto de hundirse. Agobiado por el mareo que le desmadejaba, impresionado por el mugir de las olas y del viento, cada vez más espantoso y prolongado, se arrojó al suelo al pie de la escalerilla del puente lanzando hondos gemidos.

Había perdido el sombrero de copa, que corría de acá para allá sobre cubierta; pero se obstinaba en no bajar al camarote. A pesar de sus náuseas, quería ver por dónde iba y no privarse de la sublimidad de aquel espectáculo.

A medianoche salía del estrecho la Estrella Polar dando la vuelta a la Punta Parry sin contratiempo alguno, y se dirigía al Sudoeste para dejar atrás el Cabo de Hornos.

Pero aun allí la tempestad se desencadenaba con tremenda furia. Otro océano tomaba parte en aquella lucha monstruosa: el Pacífico, que avanzaba con pavorosos mugidos entre las islas Herschell, Evout, Lennox, Neue, Pieton, Hermite, San Diego y todas las demás que coronan la costa occidental de la Tierra del Fuego, hasta la isla del Camden.

No enfrenados por la tierra, los tres océanos luchaban entre sí, mezclando sus agitadas aguas, lanzándose mutuamente torbellinos de espumas y elevando a tal altura sus hinchadas olas que algunas veces sobrepasaban los dieciséis metros de elevación y corrían como monstruos apocalípticos, de verdinegros y movibles lomos.

La Estrella Polar continuaba su marcha dirigiéndose rectamente al Cabo de Hornos. Ya se sentía más libre, pues no tenía que temer los escollos ni afrontar la contramarea. Subía intrépidamente, ligera como un pájaro, las montañas de agua, bajaba a los abismos con decidida valentía y volvía a mostrarse en la cima de las espumosas crestas.

Sus tumbos y balanceos no eran ya tan violentos y su estabilidad era mayor, especialmente después de desplegar la tripulación la randa del trinquete y de afirmar bien el resto del velamen.

A las dos de la mañana se oyeron poderosos mugidos hacia el Oeste. Parecía como si el mar se estrellara contra los arrecifes.

—¡El Cabo de Hornos! —gritó el capitán Bak.

Instantes después, a la luz de un relámpago, se dibujaba con vaguedad en el negro horizonte la temida isla, la última del continente americano.

CAPÍTULO VII. UNA BALLENA HERIDA

El Cabo de Hornos tuvo durante mucho tiempo, y no la ha perdido aún, una fama tristísima, más desdichada aún de la que por negro privilegio gozó el Cabo de Buena Esperanza. Su solo nombre ha infundido pavor a todos los navegantes durante dos largos siglos; se hablaba de aquella gigantesca roca como de una cosa diabólica, y se propalaban a propósito de ella pavorosas leyendas.

En efecto; aquella extrema isla de la América Meridional, perdida en los confines del Atlántico y del Océano Pacifico, siempre batida por las olas y por los soplos helados del Océano Austral, no podía inspirar gran confianza. Muchos y muchos han sido los buques que, arrastrados por las corrientes o contracorrientes o desfondados por los hielos, hallaron un desastroso fin al pie del siniestro escollo.

Actualmente la negra leyenda va perdiendo su principal fundamento, y a centenares se cuentan los barcos que todos los años dan la vuelta al temido Cabo; pero aún se calculan en cuatro o cinco los buques que van a estrellarse durante la estación invernal contra las negras rocas o a embarrancar en las playas vecinas.

Este Cabo de Hornos no es otra cosa que una isla, pero de aspecto tétrico. Se eleva bajo el 56° de latitud Sur, pocas decenas de millas más allá del grupo de islas llamadas Tremitas, las cuales ciñen la costa meridional de la Tierra del Fuego.

Es una montaña enorme, aislada, compuesta de rocas negras, en las cuales no nace ninguna planta. Sus flancos caen a plomo sobre el océano, que está allí siempre agitado, y las olas se rompen en aquellos escollos con fragorosos rugidos.

Cornelio Schonters, holandés, que exploraba aquellas extremas regiones de la América Meridional en compañía de Le Maire, fue el primero en descubrir aquel Cabo, en 1616, y lo llamó de Hornos, en recuerdo de su ciudad natal.

El huracán parecía redoblar su furia alrededor de aquella gigantesca montaña, como si quisiera confirmar la triste fama que tiene. Enormes oleadas la combatían por todas partes, asaltaban los escollos con formidables fragores y llenaban de agua y de espuma las cavernas marinas socavadas por la acción de los siglos. En las negras aristas, los relámpagos trazaban líneas lívidas, tiñendo al propio tiempo el océano de una palidez cadavérica, y se oía, por cortaduras y barrancos, el estridente silbar del viento.

—¡Infernal país! —exclamó Bisby, espantado—. ¡Si este es el camino que conduce al Polo, hubiera preferido quedarme para siempre en Baltimore!

—Es demasiado tarde, amigo mío —contestó Wilkye, que siempre conservaba admirable sangre fría—. No crea, sin embargo, que este huracán durará eternamente: se calmará, y en breve saludaremos al sol polar, que se pone a medianoche.

Efectivamente; a medida que la Estrella Polar se alejaba de la Tierra del Fuego avanzando por el Océano Atlántico, el huracán iba perdiendo su furor con notable rapidez.

No detenido ya por las islas, el viento soplaba con menos violencia, conservando una sola dirección, y las olas, no enfrenadas ni rechazadas por la tierra, aunque conservaban sus grandes alturas, corrían libremente del Sureste al Noroeste y se rompían en las inmensidades del mar.

No obstante, otro peligro amenazaba a la Estrella Polar: era el continuo encuentro con bancos de hielo. El huracán debía de haber llegado hasta las costas de la tierra polar y arrancado de ella muchos y enormes bloques, los cuales se dirigían al Norte impulsados por el viento y las olas.

Los que se encontraban aún no eran relativamente grandes; pero no debían de tardar en aparecer los de dimensiones desmesuradas, los verdaderos icebergs y los icefields. La Estrella Polar chocaba de cuando en cuando contra palks y streams de notable espesor, y sólo lograba romperlos con gran trabajo y sufriendo tales sacudidas que los tripulantes caían amontonados sobre cubierta.

El capitán Bak disminuyó la velocidad de la goleta para preservar el espolón, y envió a dos marineros a hacer guardia en lo alto de las crucetas para evitar a tiempo los grandes bancos.

A poco, hacia las cuatro de la mañana, cuando empezaba a caer sobre el océano una pesada niebla, se produjo a proa un choque tan violento que hizo retroceder a la goleta y derribó a muchos marineros.

Casi al mismo tiempo, entre los mugidos de las olas y los silbidos del viento, se oyó una nota aguda, poderosa, que parecía salir de un enorme tubo de bronce.

—¿Qué ocurre? —preguntó Wilkye, levantándose prontamente.

—¿Hemos chocado con un banco? —interrogó Linderman al capitán, que corría hacia proa.

—No, señor —respondió este—. El golpe hubiera sido más violento, y…

Otra nota aguda, más fuerte que la primera, retumbó entre las olas, y una montaña de agua inundó la proa.

—¡Sangre! —exclamó una voz.

—¿Sangre? —preguntaron Wilkye y Linderman.

—¿Se ha vuelto vino el agua del océano? —exclamó Bisby, que había logrado levantarse—. ¡Qué suerte, si fuera cierto! En esta región bien pueden esperarse tales sorpresas.

El capitán Bak se había inclinado sobre la amura y con gran estupor vio que el agua que se escapaba por los boquetes de desagüe estaba roja.

—¡Máquina atrás a todo vapor! —ordenó.

—Pero ¿qué ha ocurrido? —preguntó Linderman.

—Que hemos embestido a una ballena, señor —respondió el comandante.

—¿Quizá una ballena que dormitaba?

—O que estaba sumergida ante la proa de nuestro buque.

—¿Y huimos?

—Es preciso, señor. El cetáceo estará furioso, y puede revolverse contra nosotros. Le bastará un coletazo para producirnos una grave avería, o un golpe con la cabeza para echarnos a pique.

—¡Ahí está! ¡Ahí está! —exclamaron los marineros, que se habían reunido a proa.

Linderman, Wilkye y Bisby corrieron a proa, y a pocas decenas de metros de la Estrella Polar, que retrocedía rápidamente para virar al largo, descubrieron una masa enorme, lo menos de dieciséis metros de longitud, que se debatía entre las olas sacudiendo una cola monstruosa y lanzando al aire con sordo fragor una columna de vapores.

Ya no podía dudarse: la Estrella Polar había chocado contra una ballena, que tal vez dormitaba a flor de agua, y la había herido con el espolón, probablemente de gravedad.

Un furioso golpe de viento, que rompió la niebla disipando sus capas, permitió a los navegantes observar mejor el cetáceo y aun darse cuenta del peligro que corrían.

La Estrella Polar le había metido el espolón por la proximidad de la cabeza, un poco más allá de la aleta pectoral izquierda, produciéndole una herida espantosa, de tres metros de profundidad y uno de ancho. De aquella enorme herida caía al mar en rápidos latidos un torrente de sangre negruzca, espumeante, que iba aumentando por momentos y que enrojecía el agua en una extensión vastísima.

La aleta, que tenía tres metros de larga, desarticulada por el choque, pendía del cuerpo del gigante y se agitaba convulsivamente.

El cetáceo, acaso herido de muerte, parecía furioso. Su poderosa cola, que terminaba en una aleta triangular de lo menos seis metros de anchura, sacudía violentamente el agua, elevando chorros altísimos; su inmensa boca, que debía tener más de tres metros de una a otra comisura, y cuatro de anchura, al abrirse mostraba los setecientos dientes de su mandíbula superior y absorbía el agua con sordo fragor.

Por algunos instantes la ballena permaneció inmóvil en medio de la sangre que la rodeaba; después, enloquecida por el dolor y el deseo de vengarse, se dirigió al buque con velocidad increíble, hasta llegar muy cerca de él, en el momento que viraba de bordo.

Un grito de horror sonó en la cubierta del barco. ¡Ay de él si el monstruo le tropezaba en su carrera impetuosa! Un golpe con la cabeza era más que suficiente para hacerle naufragar y enviar a toda la tripulación a dormir el sueño eterno bajo las frías ondas del Océano Austral.

El capitán Bak no era hombre que se asustase fácilmente ni perdía nunca la calma. Bien pronto tomó su partido.

Comprendiendo que no podía eludir el asalto del gigante, pues tales monstruos nadan a velocidad vertiginosa, tan rápida que recorren seiscientos sesenta metros por minuto, y fiando en la solidez excepcional de la goleta y, sobre todo, en lo agudo del espolón, decidió asaltar a su vez al enemigo con audacia que tenía mucho de locura.

Luego gritó, dirigiéndose al timonel:

—¡Valdek! ¡Atención a la cola y procura clavar el espolón al monstruo! ¡Vosotros, firmes las piernas!

—Pero ¿va usted a hacer que nos eche a pique? —preguntó Linderman.

—¡Silencio, señor! —respondió el valiente capitán—. ¡Ahora mando yo, y respondo de todo!

La ballena sólo distaba tres cables. Aquella masa enorme que iba al asalto con vigor extraordinario, a pesar de su horrible herida, imponía miedo, y hasta Linderman y Wilkye palidecieron.

Mientras sacudía violentamente las aguas con la cola para precipitar el ataque, emitía notas agudas; tanto, que podían oírse a cinco millas de distancia.

La goleta avanzó velozmente hacia el enemigo, describiendo un semicírculo para no cogerle de frente. El capitán Bak, de pie en el puente de mando, tranquilo, como si se tratara de realizar una sencilla maniobra, no separaba los ojos de la ballena.

A poco esta se hundió bruscamente, formando un remolino.

—¡Máquina atrás! —ordenó el capitán.

La Estrella Polar recorrió una docena de metros por el impulso adquirido, y luego se detuvo.

La tripulación, vivamente impresionada, escrutaba con avidez las aguas para ver si el cetáceo aparecía, temiendo que de pronto surgiera por debajo del barco.

—¡Maquinista, atención! —exclamó de pronto el capitán.

A cincuenta metros de la goleta, entre dos altas oleadas, se distinguía un remolino que cada vez se marcaba más y que variaba de sitio. A poco apareció un punto negro: era la extremidad de la boca de la ballena; luego surgió la cabeza, y enseguida se elevó a gran altura una doble columna de vapor blanquecino, que, en forma de V, salía de la nariz del monstruo.

—¡El espolón, Valdek! —gritó el capitán Bak.

La Estrella Polar se precipitó a todo vapor, con una velocidad de veinte nudos por hora. De improviso se sintió un violento choque, que derribó a toda la tripulación, y la goleta se inclinó de popa; pero el propio impulso y las evoluciones de la hélice la hicieron adelantarse. Se inclinó de proa, como si se deslizara sobre un banco, y siguió su marcha.

Casi en el instante mismo en que pasaba por encima del cetáceo, un hombre, que se había inclinado sobre la borda para ver mejor el ataque, perdió el equilibrio por efecto de aquel violento choque, y cayó al mar.

Fue tan repentina la caída que el desgraciado no tuvo tiempo de dar un grito; y, para colmo de desventuras, nadie presenció el accidente.

Puede imaginarse cuál sería su sorpresa al sentirse caer sobre una masa viscosa, en medio de una especie de canal, por donde corría un arroyo de sangre espumosa.

Prorrumpió en una exclamación de estupor y de sorpresa.

—¡Por cien mil quintales de carne salada! ¡He aquí una aventura con que no había soñado siquiera!

Bisby, porque era él, trató de levantarse para mirar en torno suyo; pero aquella masa enorme se elevó bruscamente sobre las aguas lanzando una nota tan aguda que a poco más le ensordece.

—¡Eh! ¡Quieto, por Dios! —gritó el desgraciado negociante en carnes saladas—. ¡Que estoy yo aquí, y si…!

La frase se ahogó en su garganta, mientras se le erizaba el cabello: acababa de darse cuenta de que había caído encima de la ballena, precisamente en la mortal herida abierta por el espolón y la quilla de la goleta.

—¡Dios mío! —murmuró con angustia—. ¡Estoy perdido!

Lanzó a su alrededor una mirada de espanto: la goleta, sin duda porque la tripulación estaba segura de haber herido de muerte al cetáceo, reduciéndole a la impotencia, se alejaba rápidamente y se perdía entre la niebla, que caía cada vez más densa sobre el océano.

Prorrumpió en un grito de desesperación.

—¡Socorro! ¡Socorro, Wilkye, amigo mío! ¡Estoy…!

No pudo acabar, porque fue bruscamente arrojado en el fondo de aquella horrible herida, de aquel canal del que borbotaba la sangre.

El cetáceo, que no había muerto, a pesar de aquel segundo espolonazo, se elevaba sobre las aguas agitando convulsivamente la cola y las aletas pectorales.

Debía de estar agonizante, porque de su nariz salían a intervalos irregulares chorros de agua teñida de rojo. Ronquidos sordos, semejantes al trueno cuando suena a larga distancia, y profundos gemidos, que más bien parecían mugidos, resonaban en aquella enorme masa, mientras de sus heridas no cesaba de manar sangre, que enrojecía el agua del mar en un círculo bastante extenso.

El pobre Bisby, aterrado, no se atrevía a moverse. Acurrucado en el fondo de la herida, dejaba que la sangre y la grasa le empaparan, y de cuando en cuando asomaba la cabeza, con la esperanza de descubrir a la Estrella Polar, para ver si acudía en su auxilio.

A poco, la ballena sufrió un estremecimiento general. Alzó la enorme cabeza, como si quisiera aspirar por última vez el aire, emitió una débil y ronca nota, su cola cayó inerte y, enseguida, se oyó el borboteo de las aguas.

—¿Qué ocurrirá ahora? —se preguntó Bisby, con ansiedad.

La respuesta no se hizo esperar nada: la ballena se hundía rápidamente. Se sumergió primero la cola, luego la cabeza y enseguida el cuerpo entero desapareció, formando en la superficie del océano un ancho remolino.

CAPÍTULO VIII. EL ASALTO DEL ALBATROS

La situación del pobre negociante en carnes saladas era extremadamente peligrosa. Aunque parezca increíble, Bisby, que no se distinguía por su valor, saludó la desaparición del monstruo con un suspiro de alegría. Aquel cetáceo le producía inmenso terror, con su enorme boca, que parecía pronta a tragarse cualquier presa, y el negociante se hallaba mejor solo en el agua que sobre aquel lomo viscoso.

No será necesario decir que Bisby, como la inmensa mayoría de sus compatriotas, era un hábil nadador. Había dado pruebas de ello en la bahía de Chesapeake, y un baño prolongado no le inspiraba miedo.

Además, su corpachón graso le mantenía a flote con facilidad, y esto, al menos por algún tiempo, impediría que sobreviniera la rigidez en sus miembros.

—La aventura se complica —murmuró el negociante, hendiendo vigorosamente las olas—. Me he alegrado de que la ballena se haya ido al fondo; pero si la goleta tarda en volver, no sé si me encontrará vivo, pues escasamente podré nadar y sostenerme un par de horas. Esta agua está terriblemente fría. ¡Uf! Empiezo a cansarme de esta expedición polar, y siento la nostalgia de mis almacenes. ¡En fin, no hay más remedio! ¡Valor, Bisby mío, y tratemos de encontrar un punto de apoyo! ¡Condenada niebla! ¡No me deja distinguir nada a diez metros de distancia!

Lanzó una mirada alrededor con la esperanza de descubrir algún islote o los fanales de posición de la Estrella Polar; pero en vano.

En torno suyo sólo se movía el oleaje, que le asaltaba por todas partes con sordos mugidos como ansioso de tragarse aquella presa humana y hundirla para siempre en los abismos del Océano Austral. Del cielo bajaba la niebla, cada vez más negra y espesa, extendiéndose por todas partes como un tupido crespón.

—¡Nada! —gruñó Bisby temblando—. Y el agua está cada vez más fría. ¿No habrán advertido todavía mi desaparición a bordo de la Estrella Polar? Intentemos llamar.

Con un empuje vigoroso sacó medio cuerpo del agua y dio voces de auxilio. Se puso luego a escuchar, y, con inmenso estupor, oyó sonoros rebuznos.

—¡Calle! —exclamó, estupefacto—. Pero ¿dónde me encuentro? ¿Hay quizá en este océano borricos nadadores? ¿Estaré tal vez cerca de una isla habitada? ¡Pero borricos aquí! ¡Hay para volverse loco!

Siguió pidiendo socorro, y nuevamente le respondieron los rebuznos; pero parecían venir de lo alto. La sorpresa del comerciante en carnes saladas no tuvo ya límites.

—Pero ¿hay, por ventura, asnos que vuelan en esta extraña región? De esto no he oído hablar jamás, y, si fuera cierto, Wilkye me lo habría dicho.

Miró hacia arriba y vio, a través de la niebla, volar algunas sombras que parecían aves marinas, las cuales lanzaban los «rebuznos» que tanto le habían asombrado.

—¡Raro país! —exclamó—. ¡No sabía que hay aves que imitan a los burros! ¡Pero yo ocupándome de las aves, y en tanto mis miembros comienzan a ponerse rígidos! ¡Si Dios no me ayuda, no sé cómo acabará esta desagradable aventura!

No acabó la frase. Una cosa grande y pesada le cayó encima, lanzando un ronco grito, y lo empujó tan bruscamente que lo hundió en el agua, haciéndole tragar una buchada de aquel líquido amargo y salado.

Con un vigoroso empuje logró subir a la superficie; pero se sintió golpear furiosamente por dos alas grandísimas y experimentó el dolor que le producían las garras del animal al clavarle las uñas en el cuerpo.

Furioso ante aquel impensado ataque, trató de mantenerse a flote, y por segunda vez vio sobre si un ave enorme, de formas toscas y fuertes, de pico grueso y agudo, plumaje blanquecino y negro en la espalda, y cuyas alas median por lo menos cuatro metros de longitud.

Enseguida comprendió Bisby con qué clase de adversario tenía que habérselas.

—¡Un albatros! —exclamó—. ¡En guardia, Bisby, o te rompe el cráneo!

En efecto, aquel pajarraco, que se disponía a devorarle, era un verdadero albatros.

Estos volátiles, a los que los marinos llaman navíos de guerra o piratas del mar, son, sin duda, los más grandes que se encuentran en el Océano Austral, alcanzando muchos de ellos tales dimensiones que superan en tamaño al águila y al cóndor de la América Meridional.

Son voracísimos y siguen durante semanas enteras a los barcos para recoger los desperdicios de la cocina que los pinches de a bordo arrojan al mar, y de camino pescan de la mañana a la noche, prefiriendo los pescados de gran tamaño.

Como están provistos de un pico fortísimo y muy agudo, de un solo golpe pueden traspasar el cráneo de un hombre; pero a pesar de su fuerza, son poco valientes, y si se atreven con el hombre caído en el mar es quizá porque lo toman por un pez. Baste decir, a propósito de su cobardía, que huyen de los procelarios y otras aves marinas, y que su miedo es tal que se esconden bajo el agua.

Bisby, que en días anteriores había visto ya muchos de aquellos pajarracos, y que no ignoraba la fuerza que poseen, al verse atacado, levantó ambos brazos para proteger su cabeza. El albatros, que creía habérselas con un pez del océano, no dudó en repetir el ataque. Elevóse algunos metros, abriendo sus grandes alas, y enseguida cayó a plomo sobre la presa con velocidad fulmínea, tratando de romperle el cráneo con el robusto pico.

Bisby, al verlo venir, alargó prontamente ambos brazos y, sujetándolo por el cuello, comenzó a apretar con todas sus fuerzas. El albatros, que se sentía ahogar, movía desesperadamente las alas, tratando de golpear a su adversario; erizaba las plumas y con sus patas buscaba el medio de herirle en la cara; pero el negociante, sostenido casi fuera del agua por los esfuerzos del ave, seguía apretándole el cuello.

—¡Eh, querido! —gritaba—. ¡No te dejaré vivo! ¡Ah, tuno! ¿Querías romperme la cabeza como si fuera una nuez? ¡Muere, canalla!

El albatros, estrangulado por las robustas manos del americano, perdía sus fuerzas. Sus gritos se enronquecían cada vez más, y sus alas sólo se agitaban a intervalos, abriendo en vano el agudo pico para aspirar el aire.

A poco cesó de defenderse y se abandonó a Bisby, desplomándose. El americano se hundió bajo aquel peso que le cayó encima.

Vuelto a la superficie vio al albatros, que flotaba a pocos pasos de distancia. Lanzó un grito de alegría.

—¡Por fin he encontrado un punto de apoyo!

Con dos brazadas alcanzó a la gigantesca ave y se apoyó en ella, sin que se hundiera. El pobre negociante en carnes saladas, que se encontraba ya hacía bastante tiempo sumergido en aquella agua fría, no podía resistir más. Sus miembros, rígidos, no podían moverse, y sus vestidos, completamente empapados, se habían hecho tan pesados que le impedían mantenerse a flote.

A pesar de haber encontrado aquel punto de apoyo, su situación seguía siendo gravísima y podía tornarse en desesperada. La niebla era cada vez más densa, el océano empezaba a mostrarse inquieto, el frío aumentaba cada vez más y la Estrella Polar no aparecía.

Siniestras inquietudes le asaltaban, pues ya se creía abandonado en medio del Océano Austral. ¿Qué sería de él si no encontraba un islote o un escollo cualquiera? Podría resistir cuatro, cinco horas tal vez; pero ¿y después?

—Si la Estrella Polar no me encuentra, dentro de pocas horas me habré muerto —balbuceó el desgraciado—. ¡Siento que el frío me llega al corazón, y apenas puedo sostenerme! ¡Maldita ballena! Si…

Se interrumpió bruscamente y escuchó con ansiedad. Le pareció haber oído una ligera detonación.

—¿Me habré engañado? —murmuró con indescriptible angustia—. ¿Me estará buscando la Estrella Polar?

Aguzó el oído, conteniendo la respiración, y esta vez, entre los mugidos de las olas, oyó distintamente una detonación.

—¡Bueno! —exclamó respirando libremente—. ¡Al fin han notado la falta de este pobre Bisby!

Reunió todas sus fuerzas y se puso a gritar:

—¡Ohe! ¡Estrella Polar! ¡Wilkye! ¡Linderman! ¡Capitán Bak! ¿Dónde estáis?

Una tercera detonación, más cercana que las anteriores, llegó a sus oídos. Ya no podía tener duda: a bordo de la goleta habían notado su desaparición y volvían a buscarlo a todo vapor.

Bisby, que sentía que las fuerzas le abandonaban, redobló sus gritos desesperadamente, manteniéndose asido al albatros con las ansias y el deseo tenaz del que no quiere morir.

Pasaron algunos minutos de angustiosa espera para el desgraciado náufrago, que, a poco, vio destacarse entre la niebla una masa oscura coronada por dos puntos luminosos, al tiempo que oía otro disparo. Bisby lanzó un último grito.

—¡Socorro! ¡Wilkye!

Una voz poderosa, la del capitán Bak, le respondió:

—¡Valor! ¡Ya llegamos!

La Estrella Polar se había detenido a un cable de distancia. Poco después, una chalupa tripulada por cinco hombres era botada al mar y recogía a Bisby, casi en el momento en que, exhausto de fuerzas, iba a soltar al albatros.

—¡Pobre amigo mío! —dijo una voz.

—¡Wil… kye! —articuló el náufrago—. ¡Gra… cias… amigo!

Cuatro brazos vigorosos le sujetaron, y, no sin trabajo, lo izaron hasta la embarcación. Bisby no soltaba el albatros.

—¡Quiero… co… mér… meló! —dijo—. ¡Uf!… ¡Qué… frío! ¡Ho… rri… ble!

Enseguida le faltaron las fuerzas, y cayó en los brazos de Wilkye.

La chalupa volvió rápidamente a bordo.

Linderman dio a Bisby una botella de whisky, diciéndole:

—¡Beba, y enseguida a la cama! Ya puede decir que es usted un héroe, si no atrapa una pulmonía.

El negociante se bebió, una tras otra, seis grandes buchadas.

—Me hace mucho bien —dijo.

—Ahora, a la litera —le ordenó Wilkye.

—Un momento.

—Más tarde hablará.

—¡No, ahora! Quiero saber si hay asnos en este mar.

—¿Está loco, Bisby?

—No; he oído rebuznos, y no soy sordo, se lo aseguro.

—Eran aves, simples aptenátidas.

—Pero rebuznaban.

—Es su manera de gritar. Vamos, a la cama.

—Un momento… Aún estoy vivo.

—Pero helado.

—Ya me deshelaré. Dígame: ¿son comestibles los albatros?

—Tienen la carne dura, como la del tapir.

—No importa —dijo Bisby gravemente—. Que guisen mi albatros. Me lo comeré todo.

Después bebió más whisky, y siguió a Wilkye bajo cubierta, repitiendo:

—¡Me lo comeré, sí; me lo comeré!

CAPÍTULO IX. LOS BANCOS DE KELP

Reembarcado Bisby, la Estrella Polar siguió su rápido avance hacia las tierras polares del Sur, dirigiéndose al Shetland, considerables grupos de islas que rodean la costa meridional de la tierra de Trinidad y de la de Palmer.

Los expedicionarios tenían prisa por llegar a las costas del continente polar para librarse de los grandes bancos de hielo, que se detienen durante la estación estival, emigran luego en gran número hacia las regiones septentrionales y se amontonan en las cercanías del lejano Cabo de Hornos.

Cierto es que el estío no había comenzado aún; pero un retardo cualquiera podía ser desastroso, bien para los americanos, bien para los ingleses.

En aquellas regiones el sol no calienta nunca, y si alguna vez logra deshelar los bancos, basta después una ligera ventisca para cerrar las brechas abiertas en aquellas colosales montañas de hielo y bloquear toda la entrada al continente austral.

Era necesario, pues, sobre todo para el armador, encontrarse lo más al Sur que fuera posible al principiar el deshielo, a fin de poder intentar la exploración de la Tierra Alejandra. Sólo así podrían tener esperanzas de seguir la costa de aquella isla y de avanzar por el corazón del continente hasta acercarse a aquel misterioso Polo, que ningún ser humano había hollado hasta entonces.

La velocidad de la Estrella Polar no disminuía. A pesar de la tupida niebla, filaba hacia las regiones australes sin desviarse de la ruta establecida; hendiendo con sordo fragor las aguas de aquel océano; entre cuyas espumas sobrenadaban los primeros témpanos de hielo, la vanguardia de los icebergs y de los inmensos campos, grandes como cordilleras.

Una profunda oscuridad envolvía aquel helado mar, aunque a la sazón era de día. La niebla impedía al sol iluminar aquella región, y eso que el día era bien largo, pues hasta las once de la noche no se ponía dicho astro.

El chocar de los bloques de hielo y la trepidación de la máquina era lo que únicamente interrumpía el penoso silencio que reinaba.

De cuando en cuando se escuchaban roncos gritos a través de la espesa cortina de nieblas y se percibían enormes bandadas de aves, que emigraban a países más meridionales.

Eran micrapterus cinerus, extrañas aves semejantes a los pingüinos, con el plumaje gris plomizo en el pecho y cuello, blanco amarillento en el vientre, el pico color de naranja y, alrededor de los ojos, gruesos círculos que parecían gafas.

Tienen el vuelo pesado, pues son gordos y de alas cortas, por lo que se elevan muy poco; pero son excelentes nadadores y pueden permanecer muchos minutos bajo el agua.

También se velan bandadas de procelarios y de bertas, y de vez en cuando pasaba rozando los palos de la goleta alguna diomedea fuliginosa; enormes aves llamadas justamente solitarias del océano, voracísimas y dotadas de un vuelo poderoso, poseyendo alas que, al desplegarlas, alcanzan cerca de cuatro metros de longitud.

A mediodía, mientras la Estrella Polar disminuía su velocidad por el temor de chocar de improviso contra algún banco de hielo, la hélice cesó de pronto en sus revoluciones. Ya desde algunos minutos antes parecía que giraba con dificultad, imprimiendo al buque violentas sacudidas, y acelerando o retardando sus movimientos.

—¿Hemos chocado? —preguntó Linderman, que se encontraba sobre cubierta.

—Es imposible, señor —respondió el capitán Bak mirando al mar por encima de la borda.

En aquel momento el jefe de la máquina apareció en el puente.

—Señor —dijo, dirigiéndose al capitán—, la hélice no funciona.

—Ya lo veo —respondió Bak—. ¿Habrá ocurrido alguna rotura?

—No —respondió una voz a proa—. La hélice está enredada.

—¿Enredada? —exclamaron Linderman y el capitán.

—Sí, señor —dijo Wilkye acudiendo—. Estamos pasando por una inmensa plantación de kelp.

—¿Sobre algas, no es eso?

—Sí, señor Linderman.

—¿Y cree usted que podremos desembarazamos de ellas?

—Por ahora será algo difícil. Le aconsejo hacer desplegar velas. Más tarde pensaremos en librar la hélice.

—El viento es favorable —dijo el capitán—. Sopla del Noroeste, y podemos filar cómodamente seis o siete nudos por hora.

—Hágalo —dijo Linderman.

Apenas sonó el pito el contramaestre, los marineros se apresuraron a ejecutar la maniobra.

En pocos instantes fueron desplegados la randa, la contrarranda y los foques, y la goleta, obedeciendo a la acción del viento y del timón, resbaló con ligereza sobre aquel banco de algas, algo inclinada de babor.

Como había dicho Wilkye, estaba en medio de un inmenso banco de kelp. Estas algas, llamadas científicamente macrocystis pyrifera, nacen sólo en los mares australes y anuncian la proximidad de bajos fondos o islas. Alcanzan longitudes increíbles, pues muchas veces miden setecientos, ochocientos y aun mil pies, o sea cerca de trescientos treinta metros.

Fijan sus raíces en el fondo del mar, se ramifican y suben oblicuamente hacia la superficie. Algunas, muy sutiles, permanecen bajo el agua; pero otras, más largas, en forma de hojas dentelladas, emergen. Estas son las más peligrosas, porque al llegar a flor de agua se ramifican enormemente, aprisionando entre sus redes a los navíos.

Pequeñísimas vejiguillas aéreas cubren toda la plantación o banco de kelp, y en medio de aquel caos de plantas acuáticas pululan una enorme cantidad de animalejos, como el urarter, de un hermoso amarillo anaranjado; el acanthocyclus gayi, que es un crustáceo; el lophirus granulosus y el comholepus ablugus, que son moluscos, y, sobre todo, verdaderos bancos de olios australes, moluscos de tres centímetros de largo, a los que buscan ávidamente los cetáceos, por constituir para ellos un buen cebo y que forman, por decirlo así, como la sopa en la comida de las ballenas.

Se dice que el kelp rodea todo el continente austral, al que encierra en un inmenso círculo.

La Estrella Polar se deslizaba fácilmente sobre aquella pradera marina. Aunque la hélice no podía funcionar, el viento, al chocar con las velas, empujaba rápidamente la goleta hacia el Sur, hinchando la randa y la contrarranda.

Por el momento, hubiera sido inútil librar a la hélice de las plantas que la embarazaban, pues no hubieran tardado en liársele otras, aprisionándola de nuevo.

Todo el día navegó la goleta sobre el kelp; pero hacia las ocho de la noche, en el momento en que la niebla se disipaba y el sol empezaba a mostrarse, dorando las oscuras aguas del Océano Antártico, desaparecieron las algas casi de pronto.

Al punto fueron amainadas las velas y botada al mar una chalupa con seis hombres para que libraran de algas a la hélice. No fue fácil la operación, pues dichas plantas se habían enredado de tal modo a las palas, que los seis hombres tuvieron que trabajar mucho antes de concluir su cometido.

A las nueve de la noche la Estrella Polar se ponía en marcha a todo vapor.

Casi en el mismo instante aparecía Bisby sobre cubierta. Había dormido doce horas, después de beberse una botella de vino caliente, y parecía completamente repuesto de los malos ratos sufridos en la desdichada aventura que a poco le cuesta la vida.

Vestía un soberbio traje de piel de foca, y se había envuelto majestuosamente en su famosa piel de bisonte, que le daba cierto aspecto de jefe indio, y, además, llevaba en la cabeza una chistera nueva, pues ya se sabe que la otra quedó apabullada y rota.

Su primera pregunta, apenas puso el pie en cubierta, fue:

—¿Han guisado mi albatros?

—¡Glotón! —exclamó Wilkye—. ¿Tanto desea la carne coriácea de ese pajarraco?

—¿Qué si la deseo? ¡Voto a Satanás! ¿No sabe que quiso comerme él a mí?

—¡Fantasías! —exclamó Linderman, riendo—. No es usted un pescado ni una gaviota.

—Pues me acometió, y si no logro estrangularlo, no estoy vivo a estas horas.

—Pero ¿cómo se cayó? —le preguntó Wilkye.

—Ya se lo diré; pero ustedes, ¿no advirtieron mi desaparición?

—No, Bisby. Le creíamos en su camarote, y sólo la notamos dos horas después. Ha tenido suerte en que le encontrásemos, entre aquella niebla que lo envolvía todo.

—Lo creo; pero ahora estoy muy bien, y sólo tengo un deseo: dar una dentellada a ese pajarraco que tomó mi cabeza por la de un pez.

—Lo comerá en la cena con salsa picante.

—¡Es que tengo hambre!

—Dentro de media hora nos llamará la campana para la cena.

—¡La cena! —exclamó Bisby, admirado—. La comida, querrá decir.

—No, amigo mío. Ha dormido usted doce horas, y son casi las nueve de la noche.

—O están locos o quieren burlarse de mí. ¿No brilla aún el sol?

—¿Y qué importa eso?

—En ningún país del Globo se ve el sol a las nueve de la noche, y se halla aún lejos del horizonte.

—Esta región, querido Bisby, es diferente de las demás, y por ahora el astro diurno no se pondrá hasta las once, y pasadas algunas semanas no se ocultará ya y nos alumbrará las veinticuatro horas seguidas durante tres o cuatro meses si continuamos bajando al Sur, o seis si llegamos al Polo.

—Creo que eso son cuentos de viejas, Wilkye. ¿Se burla usted de mí aprovechándose de mi ignorancia?

—No: palabra de honor. Mire mi reloj; señala las ocho y cincuenta minutos, y el sol no tiene trazas de ponerse aún.

—¡Y el mío igual! —exclamó Bisby, que iba de sorpresa en sorpresa—. Pero ¿qué país es este? ¡Es para volverse loco, Wilkye!

—¿Y por qué, amigo mío?

—Porque no comprendo este fenómeno.

—No es un fenómeno, y la explicación es muy sencilla, querido Bisby. ¿Sabe usted por qué acortan los días de invierno en nuestras regiones septentrionales?

—No lo podría explicar. Yo sólo entiendo de carnes saladas.

—Sencillamente, porque el sol envía sus rayos más directamente hacia las regiones meridionales, situadas al otro lado del Ecuador, y las cuales gozan entonces del estío. El Polo Norte, que es el punto más lejano del Ecuador, no recibe entonces, a causa de la redondez de la Tierra, ni un solo rayo solar. Más claro: si en Baltimore, y por consecuencia en todas las regiones situadas en el mismo paralelo, disfrutan diez horas de luz, las situadas más al Norte gozarán sólo nueve: las más lejanas, ocho: siete las situadas más allá, y así sucesivamente, hasta llegar a las que no disfrutan de la luz solar en pleno Polo Norte. Lo mismo ocurre en las regiones australes. El sol ha pasado el Ecuador y se aleja cada vez más del hemisferio septentrional, descendiendo hacia el Sur. Los países situados al otro lado del círculo antártico tendrán siempre día y noche, porque la Tierra gira; pero el Polo, que puede considerarse como el eje o perno, permanece casi fijo en un punto, y por eso allí, durante el estío, no se pone nunca; pero cuando se aleja para volver al otro hemisferio, cae en el Polo una noche horrenda que dura seis meses. Aguarde a que llegue el otoño, y verá al sol alejarse de estas regiones muy rápidamente y disminuir la duración de los días, hasta que reina una oscuridad tan profunda que no logran romperla la luna ni las estrellas con su pálida luz.

—¡Oh! ¡Me da frío pensarlo, Wilkye!

—Ya lo tendrá usted, y excesivo. Este país se cubrirá de nieves y hielos espantosos, y la temperatura bajará a cuarenta y a cincuenta grados bajo cero.

—Para eso tengo mi piel de bisonte, que me hace sudar.

—Ahora; pero después no le servirá de nada.

—¿Y no regresaremos antes de que lleguen esos fríos?

—¡Quién sabe! Si la Estrella Polar llega a ser aprisionada por los hielos, nos veremos obligados a invernar en las costas de la Tierra de Graham.

—¿Entre los hielos?

—Sí, Bisby.

—No me disgustaría ver esas famosas montañas de hielo. Dicen que son muy bellas.

—¿Quiere ver algunas?

—Sí, Wilkye.

—Pues allí viene una verdadera flota. Son admirables esos icebergs; pero nos anuncian que la mala época ha comenzado en las costas del continente polar, y nos dicen que bien pronto nuestra valerosa goleta será sometida a dura prueba.

CAPÍTULO X. EL ASALTO DE LOS HIELOS

En efecto; una verdadera flota aparecía hacia el Sur, aumentando de tamaño a ojos vistas, pues la goleta iba acercándose rápidamente a ellos. Eran diez o doce; pero ¡qué gigantescos! Aquellos hijos del helado Polo, arrancados por las corrientes marinas del continente, al que debían estar sujetos hacía siglos, y que probablemente jamás hablan sido hollados por el pie del hombre, filaban lentamente hacia las regiones septentrionales, hacia los países dorados por el sol.

Tenían monstruosas proporciones; algunos alcanzaban media milla de extensión y una altura de doscientos metros. Figuraos la enormidad de cada uno de esos bloques con sólo pensar que para tener una altura de cien metros sobre el agua deben tener, por lo menos, trescientos debajo de la superficie del mar. Algunos de esos gigantes deben de tener un espesor de ochocientos metros.

Los rayos solares, al reflejarse sobre aquellas superficies blancas veteadas de azul celeste o de verde pálido, producían maravillosas luces, especialmente en los ángulos, que quedaban jaspeados de tintas soberbias. Algunos de aquellos icebergs (es el nombre que se da a las flotantes montañas de hielo) parecían enormes diamantes incrustados de zafiros y esmeraldas; otros semejaban guardar en su interior una masa ígnea, pues su superficie reflejaba tintas encarnadas, y otros, en fin, brillaban como zafiros y parecían dotados de un maravilloso poder de refracción, pues en ellos podían verse todos los colores del arco iris.

¡Cosa extraña! Aquellos hielos del Polo Austral no tenían las formas extravagantes que se encuentran en los icebergs del Océano Ártico. Eran sorprendentes por su sencillez, por su estructura regular y cortada a pico, y su superficie, vista de lejos, parecía haber sido surcada por un arado.

—¡Qué diferencia entre estos hielos y los del Polo Ártico! —dijo Wilkye—. Los mismos fríos intensos, y, sin embargo, ¡qué diferencias tan marcadas entre las regiones de uno y otro Polo!

—¡Qué hermosos, Wilkye; que soberbios, qué magníficos! —decía Bisby, que no se cansaba de admirarlos—. ¡Qué enormes son! ¿Habrá buque capaz de resistir un choque con cualquiera de esos gigantes?

—Ninguno, Bisby.

—¿Y seguiremos encontrándolos?

—Cuanto más descendamos al Sur, en mayor número se presentarán.

—¿Y es verdad, amigo, lo que se dice de que el Polo Austral es más difícil de descubrir que el Boreal?

—Sí, Bisby.

—¿Y por qué? ¿Hace más frío?

—No; es por los hielos. Existiendo en el Polo Austral un verdadero continente, alrededor de él, y durante siglos y siglos, se han ido acumulando icebergs y campos de hielo, los cuales impiden el paso a los buques.

—¿Pero es cierto que existe un continente?

—Todo lo indica, Bisby. Los exploradores han delineado ya sus contornos. Además, ¿le parece posible que esas enormes montañas de hielo se formen en alta mar? No; sólo se forman en las proximidades de la tierra.

—¿Y no puede estar compuesto ese continente por un gran número de islas unidas entre sí por bancos de hielo?

—No; pues en tal caso no se hallarían icebergs tan colosales. El Polo Norte está rodeado de islas, y por tal causa no se ven allí montañas de hielo tan grandes como estas.

—¡Debe de ser muy vasto ese continente!

—Sin duda, Bisby; pero es muy difícil descubrirlo todo, porque se afirma que lo rodea un vasto cinturón de hielos que deben de tener muchos centenares de kilómetros de anchura.

—¿Considera usted, pues, imposible que Linderman pueda acercarse al Polo con su barco?

—Sí, Bisby. Él espera hallar un paso al Sur de la Tierra Alejandra, en el supuesto de que sea una isla; pero, en mi opinión tropezará con el continente y se verá obligado a detenerse a algunos centenares de millas del Polo.

—¿Y no podrá llegar a pie?

—Ni lo intentará. Las marchas a través de los campos de hielo son tremendas y no se pueden soportar por dos meses, especialmente cuando el frío llega a cuarenta y cinco o cincuenta grados bajo cero.

—¿Y esperáis llegar con vuestros velocípedos?

—Lo intentaré, Bisby; y si las circunstancias me favorecen, quizá…

—¿Y yo os acompañaré?

—Es imposible. Usted mandará la reserva de los marineros.

—¡Iré por mi cuenta!

—¿A pie?

—¡Con mi piel de bisonte!

—Cuando lleguemos a la Tierra de Graham renunciará a tan loco proyecto. Pero la campana nos llama a cenar.

—¡Enseguida! —gritó Bisby—. ¡El albatros es mío!

Mientras el capitán, Linderman, Wilkye y los dos velocipedistas la emprendían con la cena y Bisby daba buena cuenta de un enorme trozo de albatros preparado en salsa picante, y tan coriáceo que resistía a las dentelladas del glotón, la Estrella Polar seguía avanzando por el corazón del Océano Austral.

La primera flotilla de los hielos había desaparecido; pero muchas otras se veían en todas direcciones. Eran montañas enormes, vastos campos de hielo, verdaderos icebergs terminados en cúpulas soberbias que parecían ruinosas mezquitas o robustos torreones.

No se veían, sin embargo, las fantásticas rarezas que se observan en los hielos boreales, y todos los bloques presentaban iguales surcos, las mismas formas que se advierten en las grandes masas de las regiones australes.

Aquellos colosos se deslizaban silenciosamente hacia el Norte, como fantasmas, dejándose transportar por el movimiento de las olas en dirección a las tierras de la América Meridional. De vez en cuando alguna montaña, socavada en su base por el agua, que aún conservaba cierto calor, perdía bruscamente el equilibrio y caía al mar con ruido ensordecedor, elevando una ola monstruosa, que iba a romperse con furia contra los otros hielos.

Entonces se veía al gigante desaparecer, para aparecer a poco con un salto inmenso, elevando al cielo sus agudas puntas y oscilando durante varios minutos, hasta adquirir poco a poco su anterior inmovilidad.

La Estrella Polar avanzaba con precaución, manteniéndose alejada de aquellos peligrosos vecinos, que podían aplastarla como si fuera una cáscara de nuez. Había disminuido su marcha y filaba paralelamente a la flotilla, para no dejarse coger en medio y quedar aprisionada.

A las diez de la noche, en el momento en que el sol iba a ponerse y la Cruz del Sur empezaba a delinearse en el cielo, la niebla, que iba elevándose, cayó a plomo sobre el océano ennegreciéndolo todo y haciendo muy peligrosa la marcha de la goleta.

Enseguida desaparecieron los hielos tras aquel denso velo, y la oscuridad se hizo tan profunda, que los hombres de proa apenas lograban distinguir a los de popa.

El capitán Bak había vuelto a subir a cubierta, mientras los exploradores se retiraban a sus respectivos camarotes, y trataba de eludir el encuentro con aquellas masas enormes. Había mandado al maquinista avanzar a media máquina, y a la tripulación que trasladara a cubierta los botahielos, especie de largos palos que sirven para apartar los pequeños bloques flotantes y evitar que choquen con el buque.

A pesar de tales preparativos estaba inquieto. Podía de un momento a otro encontrarse ante una de aquellas montañas y correr el peligro de un choque; podía pasar cerca de uno de aquellos colosos en el momento en que este perdiera el equilibrio, en cuyo caso el buque sería aplastado. Otro motivo, no menos grave aún, le preocupaba: la proximidad de aquella larga barrera de islas que se extienden ante el continente polar.

Las Shetland no debían de estar lejos, y la isla del Rey Jorge o la de los Elefantes podía hallarse de pronto ante la proa de la Estrella Polar.

En aquellas regiones tan cercanas al Polo magnético, que no está situado precisamente en el punto donde deben reunirse los meridianos, como se cree, sino al 70° de latitud y 130° de longitud, según Hansten, y al 70° 30’ de latitud y 137° de longitud, según Lenperry, no se puede fiar con certeza en las indicaciones de la brújula, porque esta, por la atracción magnética, gira, y a veces enloquecen sus agujas, dando direcciones contradictorias. Así, cuando las nieblas impiden a los navegantes obtener la longitud y latitud con los aparatos adecuados, tienen que marchar casi a la ventura.

En tal situación se encontraba la Estrella Polar, que seguía avanzando sin llevar determinada ruta, con grave peligro de encontrarse inesperadamente ante una de las islas del Shetland Austral.

A las dos de la mañana la niebla era tan espesa que no se veía a cuatro pasos de distancia. Bajaba a oleadas cada vez más densas, que hacían retroceder el humo de la chimenea del vapor, esparciéndolo por la cubierta y haciendo la oscuridad más completa y profunda.

El capitán Bak hizo encender dos lámparas provistas de potentes reflectores; pero aquellas luces, semejantes a las que producen las lámparas eléctricas, no reflejaban a distancia, y quedaban, como el humo, aprisionadas por la humedad.

El peligro, en tanto, aumentaba. A lo lejos se oían cada vez con más frecuencia los choques de las montañas de hielo, los crujidos de los pequeños bancos al romperse, y de vez en cuando la fragorosa trepidación de un coloso que caía. Entonces, espumeantes oleadas atravesaban la cortina de nieblas y venían a estallar con pavorosos mugidos en los flancos del buque. A las tres de la mañana fue visto uno de aquellos colosos a poca distancia de estribor. Fue un momento de indescriptible angustia para toda la tripulación, que se encontraba sobre cubierta armada de los botahielos.

El capitán Bak dio la orden de contramáquina. La Estrella Polar, que corría el peligro de embestir y destrozarse contra aquel coloso que se distinguía vagamente en la oscuridad, retrocedió a todo vapor; pero recibió tal encontronazo que la cala tembló como si en su interior hubiera estallado una granada.

Wilkye, Linderman y Bisby, despertados por el choque, subieron a cubierta casi desnudos los dos primeros, y envuelto el otro en su famosa piel de bisonte. Los tres abrigaban el temor de que la goleta hubiera embarrancado o de que le hubiera caído encima un iceberg.

—¿Qué ocurre? —preguntó Linderman, que parecía haber perdido su sangre fría.

—Ocurre, señor, que estamos rodeados de hielos y que hemos chocado con un iceberg —respondió el capitán.

—¿Y dónde nos encontramos?

—Yo mismo lo ignoro, señor. Desde hace tres horas la brújula no da una dirección exacta y parece estar loca.

—Sin duda en el Polo se eleva una aurora austral que la niebla nos impide ver —dijo Wilkye—. Ya sabéis que ese maravilloso fenómeno altera la brújula, especialmente cuando los buques se acercan al Polo magnético.

—¡Pero sólo estamos al sesenta y un grados de latitud!

—Es bastante, señor Linderman.

—¿Y es grave la situación, señor Bak?

—Gravísima, señor Linderman, porque estamos entre una verdadera flota de hielos.

—¡Maldita niebla! ¿Y qué piensa hacer?

—Avanzar a media máquina.

—¿Estamos lejos de la Shetland?

—No lo creo.

—¿No chocaremos contra alguna isla?

—El fragor de la resaca nos avisará con tiempo. El océano está algo agitado y las olas golpearán los escollos.

—¡Adelante, pues!

La Estrella Polar, que se había detenido, emprendió la marcha a corto vapor, hendiendo la niebla, que se deshacía en verdadera lluvia.

Todos los exploradores, advertidos del peligro que corría la goleta, estaban sobre cubierta, dispuestos a todo evento. Bisby, sepultado en su gran piel, se había metido en una chalupa, para estar en mejor disposición de salvarse, y desde allí lanzaba todo género de increpaciones contra la niebla, los hielos y, sobre todo, contra el Polo Austral. Comenzaba a odiar a aquella expedición, que cada vez se hacía más peligrosa, y a abominar del clima, que no le hacía engordar bastante, aunque comía por cuatro y bebía por seis.

A las cuatro de la mañana, otro iceberg, que debía tener proporciones enormes, apareció a pocos pasos del buque, por babor. Su altura debía de ser inmensa, pues de la cima se veían caer trozos de hielo que rodaban con gran estrépito por sus aristas, y cuyo peso era seguramente de muchos kilogramos.

Algunos de ellos rebotaron sobre la cubierta del buque, produciendo contusiones a varios marineros.

Por fortuna, el iceberg fue visto a tiempo, y la Estrella Polar, filando a todo vapor, pudo sortearlo sin ser tocada.

De improviso, mientras el capitán Bak se disponía a dar la orden de refrenar la marcha, sobrevino a proa un choque tan violento, que la goleta crujió desde la quilla hasta la arboladura.

Un inmenso grito de horror resonó a bordo. Los marineros huyeron desordenadamente hacia popa, abandonando los botahielos, en tanto que sobre el castillo de proa cayeron con fragor horribles grandes bloques de hielo.

El capitán Bak, Wilkye y Linderman iban a lanzarse a proa para darse cuenta de la gravedad de la situación, cuando fueron bruscamente arrojados al suelo.

El buque, levantado por una fuerza misteriosa, se había inclinado de popa, en tanto que la proa parecía lanzada en alto.

Un segundo grito de terror resonó entre la niebla, confundiéndose con una serie de detonaciones y de violentos crujidos.

—¡Socorro! —se oyó gritar a Bisby.

A poco la goleta se levantó, vaciló un instante en el aire enseñando la quilla, y luego cayó sobre estribor con sordo estremecimiento, arrojando a los hombres contra la amura. ¿Estaba embarrancada? No; porque casi al mismo tiempo se oyó un crujido, como un desgarramiento del hielo, y el buque, después de romper con su propio peso aquel punto de apoyo, cayó al mar, mientras resonaba cerca un inmenso hervidero, seguido de mugidos formidables.

Una ola espumosa, una verdadera montaña de agua, inundó el puente, lo atravesó arrastrando todo a su paso, y desapareció tras la niebla, perdiéndose en lontananza.

CAPÍTULO XI. EN EL OCÉANO ANTÁRTICO

¿Qué había ocurrido? ¿Qué tremendo peligro había amenazado la existencia de aquellos audaces exploradores del Polo Antártico? ¿Cómo lo habían evitado y, cómo la goleta, que había sido lanzada en alto flotaba todavía?

Si la explicación era imposible para Bisby, no debía ser difícil para el capitán Bak, para Wilkye y Linderman, que tenían profundos conocimientos de las regiones polares y de los hielos.

La Estrella Polar, que se había lanzado a todo vapor para huir del choque con un iceberg, fue a chocar contra otro, que se mantenía por milagro en equilibrio, y que le cerraba el paso por el Sur.

El golpe que el espolón del buque dio a aquella montaña de hielo bastó para derribarla; y como tales colosos tienen una inmersión extraordinaria, la goleta, que se hallaba sobre la base sumergida, fue lanzada al aire.

Por fortuna, el peso del buque, al caer fue suficiente para romper aquella base, y la Estrella Polar pudo descansar sobre agua libre, en tanto que el iceberg flotaba alrededor roto en mil pedazos. ¡Ay del barco y sus tripulantes si no se rompe el enorme bloque de hielo! Al caer la Estrella Polar, y de chocar cualquiera de sus lados con aquella masa sólida, se habría destrozado, completamente. Además, si el iceberg, en vez de retroceder por el choque, se hubiera dirigido del lado del buque, ninguna coraza, por grande y resistente que hubiera sido, habría podido resistir el choque terrible con aquella mole, que debía de pesar más de veinte mil toneladas.

Pero si la fortuna había protegido hasta entonces a los valientes exploradores de las regiones australes, de un momento a otro podía abandonarles. Pasado aquel gravísimo peligro, otros les amenazaban.

Alrededor de la goleta flotaban los icebergs, movidos por la agitación que en las aguas produjo la caída del coloso polar, que a poco aplasta enteramente al buque.

A la luz de las lámparas de magnesio, que proyectaban por todas partes sus azulados rayos, toda vez que la niebla iba aclarándose, se veían a proa, a ropa, a babor y a estribor gigantescas murallas de hielo que ofrecían alturas inconmensurables. Se hubiera dicho que aquellas montañas tenían impaciencia por aprisionar a la goleta, por estrecharla, por aplastarla entre sus heladas paredes.

La tripulación, no repuesta aún del susto, no quería abandonar las chalupas, en las que se había refugiado, y desatendía las intimaciones del contramaestre, el cual animaba a los marineros y los excitaba a que cogiesen los botahielos para impedir el choque con los bloques que por todas partes sobrenadaban.

Hasta el capitán Bak parecía haber perdido la serenidad y la sangre fría, y vacilaba en dar ninguna orden, temiendo comprometer la suerte de la goleta.

Sin embargo, era preciso salir, y sin perder tiempo, de aquel círculo, que podía cerrarse de un momento a otro y aprisionarlos a todos o, lo que era peor, aplastar al barco entre sus anillos de hielo.

—Señor —dijo Wilkye, que era el único que no había perdido su calma habitual—. Es preciso forzar el paso, o todos perderemos aquí la vida.

Linderman, a quien habían sido dirigidas las anteriores palabras, y que permanecía mudo de estupor, le respondió:

—¿Y adónde quiere ir? ¿No ve que estamos bloqueados?

—Ante nosotros, si mi vista no me engaña, veo un paso abierto entre dos icebergs.

—¿Y estará libre ese paso?

—No lo sé; pero en nuestra situación, debemos intentarlo todo.

—Es que podremos encontrar otras masas de hielo, señores —objetó el capitán—; y, si no chocamos con una, corremos el peligro de tropezar con otra.

—Y si permanecemos aquí nos aprisionan estos icebergs. Hay que tener en cuenta, además que todos los bloques están mal equilibrados.

—Intentemos el paso —dijo Linderman—. Si no podemos huir, retrocederemos.

—¡Cada uno a su puesto! —gritó el capitán dirigiéndose a la tripulación—. Si queréis salvar la vida, coger los botahielos y evitad los choques.

Después añadió, inclinándose por la escotilla:

—¡Maquinista, adelante!

—¿Vamos a ser aplastados? —preguntó Bisby a Wilkye.

—¡Quién sabe!

—Estoy ya cansado del Polo, y desearía regresar a Baltimore. ¡Cuerpo de un buey asado! Es esta una locura que me agrada muy poco, amigo mío.

—Pues ya todas las lamentaciones son inútiles, Bisby. Yo, por mi parte, seguiré adelante, aunque cada minuto peligre más mi vida.

—Sí; pero yo…

—Es una lucha por la ciencia.

—A mí no me importa la ciencia.

—Lucharemos también por la bandera de la Unión Americana.

—Eso será muy bonito; pero yo preferiría estar en mis almacenes ganando dinero.

—¡Silencio! En este momento nos jugamos la piel.

—Yo me jugaré la del bisonte —manifestó el negociante en carnes saladas—. ¡Vaya una endemoniada aventura en que me he metido!

En tanto, la Estrella Polar avanzaba entre los hielos con mil precauciones, pues los bloques amenazaban aprisionarla a cada momento. El capitán Bak se puso en la barra del timón, no fiándose más que de sí mismo en aquellos supremos momentos, y la tripulación se había colocado a lo largo de las amuras de babor y estribor con los botahielos, para reprimir el asalto de los colosos polares. Ante la proa se distinguía confusamente un paso o canal entre una enorme montaña de hielo y un gran banco, cuyo canal parecía prolongarse bastante. Si las dos moles, o las que arrastraban las comentes submarinas, no se cerraban o unían, la Estrella Polar se libraría de la prisión.

En pocos minutos el buque ganó la distancia que lo separaba de aquel estrecho y entró en él, procurando mantenerse en el centro.

Había recorrido cerca de tres cables cuando hacia popa se oyeron choques que parecían producidos por la caída de algunos bloques.

—¡A todo vapor! —gritó Wilkye.

La goleta, a riesgo de estrellarse contra un banco cualquiera que podía estar situado a la salida del canal, se lanzó adelante con la ligereza de un delfín.

Un instante después, una detonación espantosa, semejante al estallido de una mina o de un polvorín, retemblaba hacia el Norte, seguida de dos espantosos chapuzones.

Las montañas de hielo que amenazaban aprisionar la goleta habían chocado, rompiéndose en mil pedazos. Si el choque ocurre unos momentos antes, el buque hubiera sido aplastado.

—¡Estamos a salvo! —gritó el capitán.

—¡Hurra por la Estrella Polar! —le respondieron los marineros.

—¡El mar está libre ante nosotros! —manifestó Linderman—. ¡Demos gracias a Dios!

—Y yo distingo un fuego —dijo una voz—. ¿Estarán por ahí preparándome un asado? ¡Por Baco, que le daría las gracias a quien fuera!

—¡Un fuego! —exclamaron Wilkye y Linderman.

—¿Creéis que estoy ciego? —preguntó Bisby, que era el que había hecho el descubrimiento—. Allí, o están guisando o fundiendo estos malditos hielos.

Wilkye, Linderman y el capitán Bak miraron hacia donde indicaba el negociante, y, en efecto, hacia el Sureste vieron brillar, a través de la niebla, un fuego que subía y bajaba.

—¿Será algún buque? —preguntó Linderman—. Los balleneros suelen llegar hasta la costa de la Tierra Trinidad y de Palmer.

—Es imposible —dijo el capitán—. Con esta niebla no se puede distinguir un farol.

—Puede ser un horno que sirva para licuar el aceite de ballena.

—No; es imposible, señores. Ese fuego está lejano, y, para verlo desde aquí, debe de tener dimensiones enormes.

—¿Serán náufragos?

—No lo creo. ¿No veis que unas veces se levanta y otras se baja? Debe de ser una gran columna de fuego.

—Decidme, capitán —preguntó Wilkye—. ¿Suponéis que estamos cerca de las islas Shetland?

—Temo verlas surgir de un momento a otro ante nosotros.

—¿Y que hemos dejado atrás las islas de los Elefantes y del Rey Jorge?

—Es posible, señor. Hace dos horas me pareció oír a nuestra izquierda lejanos fragores, como el romper de las olas contra los escollos.

—Eran, sin duda, las islas Asilan, y ese fuego es producido por el volcán de la isla Bridgeman.

—Pero reparad en que ese fuego brilla casi a ras de agua. Si fuera de un volcán, estarla más alto.

—Os engañáis, señor Linderman. El de la isla Bridgeman es el más bajo que existe en él globo, pues sólo se eleva quince metros.

—Un volcán de bolsillo —dijo Bisby—. Me lo llevaría de buena gana a Baltimore.

—¿Sí? ¡Burlón! —le contestó Wilkye.

—Si esta es la Isla de Bridgeman, quiere decir que hemos traspasado el sesenta y dos grados de latitud y que la Tierra Trinidad no está lejos —observó el capitán—. Podemos dirigirnos con toda seguridad hacia el Oeste.

—Adelante, pues —le contestó Linderman.

La Estrella Polar viró de bordo y emprendió la nueva dirección, que parecía libre de hielos.

Todo peligro parecía conjurado, tanto más cuanto que la niebla comenzaba a disiparse, y el sol, que debía de haber aparecido dos horas antes, doraba acá y allá enormes masas de vapores.

Las aves empezaban a aparecer y se las veía revolotear en gran número, saludando con agudos gritos el astro del día. Eran bandadas de grandes procelarios que de cuando en cuando se precipitaban al mar para pescar ellos boreales, de cuerpos alargados y membranosos y la cabeza formada por cilindros redondeados. Veíanse también muchos albatros, que la emprendían contra unos peces llamados quimeras y que alcanzan una longitud de tres pies, o sea casi un metro, con la piel blanca plateada, la cabeza redonda, el pecho provisto de tres aletas y la boca terminada en una especie de trompa.

A pesar de su peso, los albatros, después de herirlos mortalmente con su robusto pico, los extraen del agua y los llevan a la tierra más cercana, para allí devorarlos a su placer.

A las ocho, cuando se disipó la niebla, apareció por el Norte una costa bastante alta y abrupta, sobre la que volaban inmensas bandadas de aves marinas. El capitán Bak, que había visitado ya otras veces aquellas regiones, la reconoció enseguida.

—Es la isla del Rey Jorge —le dijo a Wilkye—. No estabais equivocados; el volcán que vimos era el de la isla de Bridgeman. Allí se divisa la bahía del Rey; más allá, el estrecho del Frío y las colinas de la isla de Nelson.

—Sí —respondió Wilkye—. La Estrella Polar ha bajado al Sur, pasando entre las Shetland orientales, la isla del Rey Jorge y la de Clarence o la de los Elefantes.

—Si los hielos no nos cierran el paso, dentro de tres días desembarcaréis —dijo Linderman al americano.

—Lo espero; tengo prisa por ponerme en marcha.

—Y por llegar al Polo, ¿verdad? —le preguntó el inglés con ligera ironía.

—Sí, señor.

—¿En vuestros velocípedos?

—En mis velocípedos, señor Linderman —respondió secamente el americano.

—Que es de esperar no os lastimen.

—¿Y por qué me han de lastimar?

—Pero ¿no habéis pensado, señor Wilkye, en que los metales expuestos a las bajísimas temperaturas de las regiones polares causan terribles quemaduras en las manos del que los toca?

—Eso no es cosa nueva para mí, señor Linderman, que he visitado la Groenlandia y la bahía de Baffin del Polo Norte.

—¿Y creéis que resistirán vuestros neumáticos?

—¿Y vos creéis que vuestro buque resistirá las tremendas presiones de los hielos? Además, aún no habéis visto mis velocípedos.

—Deben de ser un prodigio.

—E irán muy lejos, a despecho de vuestra ironía —dijo el americano algo picado—. Nos veremos en el Polo, señor Linderman, si sois capaces de llegar allí.

—¿Me suponéis capaz de asustarme? —preguntó el inglés, apretando los dientes.

—No he dicho eso; pero os desafío a que os reunáis conmigo en el Polo.

—¡Por Dios! ¡Qué seguridad! ¡Contáis ya con llegar allí! Os falta mucho aún, señor Wilkye; o, mejor dicho, no habéis empezado todavía.

—Y vos estáis en el mismo caso.

—Mi buque camina hacia el Sur.

—Y yo, dentro de poco, me adelantaré y plantaré antes que vos en el Polo la bandera estrellada de la Unión.

—¡Vaya, vaya! —exclamó Bisby interviniendo—. He aquí dos hombres que se van a volver hidrófobos por ese maldito Polo, que yo regalaría con mucho gusto a los osos blancos. No vale la pena de disgustarse, amigos míos, y mucho menos con el frío que hace. ¡Por Baco! ¿Queréis coger un constipado o una pulmonía?

—Es verdad, Bisby —dijo Wilkye riendo—. Es aún muy pronto para disputar. Aún estamos lejos del Polo.

—Pues vamos a comer en amor y compañía. Empieza a hacer aquí mucho frío, y si no lo combatimos a fuerza de tragos y bocados de carne, acabaremos por helarnos también nosotros. ¡Hola! ¡El cocinero toca ya la campana!

El negociante en carnes saladas se agarró del brazo de cada uno de los dos rivales y los condujo bajo cubierta, mientras la Estrella Polar filaba a lo largo de las Shetland occidentales.

CAPÍTULO XII. EL CONTINENTE AUSTRAL

Las Islas Shetland, que se dividen en dos grupos, las occidentales y las orientales, se extienden ante la Tierra Trinidad, entre las de Palmer y Luis Felipe, ocupando un espacio de cerca de cuatrocientos kilómetros.

Su número exacto no se conoce aún, pues han sido visitadas por pocos navegantes: Delaroche, que en 1675 descubrió la isla del Rey Jorge; Powel, en 1825; Foster, que tomó posesión de las tierras australes en 1829, y Biscoe, el descubridor de la tierra de Enderby, de la Adelaida y de la de Graham, en su viaje de 1832.

Las mayores, sin embargo, han sido exploradas todas. La del Rey Jorge, que tiene una amplia bahía hacia el Sur, es la más vasta. La siguen en importancia la de Livingston, que tiene una alta montaña llamada Bernard, de 3860 pies de elevación; la isla de los Elefantes, con otra altura de 3490 pies; Clarence, que parece un enorme escollo; Smith, con el monte Foster, que es el más elevado de todos, llegando a 6600 pies. Snow, Greenwich, Nelson, Halfmoon, Deception y otras menores, que pueden llamarse escollos o simples grupos de escolleras.

Todas estas islas tienen un aspecto salvaje y desolado. Sus costas son abruptas y socavadas por la eterna acción de las aguas; en invierno están cubiertas de nieve y rodeadas de campos de hielo, que hacen imposible el acceso a ellas; en estío se despojan de parte de su blanca envoltura, pero en aquellas rocas sólo crecen raquíticas plantas, absolutamente insuficientes para nutrir una manada de reses, pues se reducen a musgos, pequeños líquenes pertenecientes a la especie de los usnea melanoscanthoa, que es una planta microscópica, lecanoras, ulvas y algún drimys winteri de hojas grises plateadas, y cuyas ramas pueden emplearse con éxito para combatir el escorbuto.

Ningún ser humano vive en aquellas tierras del Océano Austral. Si en las del Océano Ártico, que son tan frías y estériles como las antárticas, se encuentran esquimales, en estas faltan en absoluto los hombres, y ni se tiene noticias ni se ha encontrado vestigio alguno que haga suponer que estuvieron habitadas en otro tiempo.

Sólo se ven aves, que anidan a millares en aquellas rocas, mejor dicho, a millones, y que dejan que el hombre se acerque a ellas y aun las mate a bastonazos; tan estúpidas son.

Se ven focas y elefantes marinos; pero faltan los cuadrúpedos, pues no hay ni osos blancos, ni lobos, ni renos, ni bueyes, como en las regiones árticas.

Una vez ante la Isla del Rey Jorge, la Estrella Polar puso la proa al Sudoeste, para ganar la punta Cookburn, que se halla en la extremidad del amplio golfo de Ughes, y desde allí costear la gran península, isla o lo que sea, que se extiende desde la Tierra de Palmer y la de Graham. El estado del océano favorecía una rápida marcha. Aquella amplia extensión de agua comprendida entre la cadena de las Shetland occidentales y las playas del continente estaban libres de hielos. Un viento que soplaba del Norte con bastante violencia había empujado hacia el Sur a aquellos peligrosos colosos, los cuales habían ido a soldarse a los grandes bancos que cubren durante todo el año aquellas heladas tierras polares.

Sin embargo, no debía tenerse demasiada confianza. En la primavera y en el estío dominan los vientos del Sur, y aquellos hielos podían de un momento a otro ponerse otra vez en marcha, invadir el océano y poner a dura prueba a la expedición angloamericana.

El capitán Bak no lo ignoraba y había ordenado avanzar con la máxima velocidad para poder llegar a la Tierra Alejandra antes de que comenzara el deshielo, a fin de tener tiempo para reconocer el paso cuya existencia suponía el armador.

La Estrella Polar filaba a todo vapor por aquella especie de canal llamado de Bransfield, que se extiende entre el continente y las Shetland, pero que tiene la longitud de un verdadero brazo de mar.

De cuando en cuando la goleta se veía obligada a hacer grandes rodeos para evitar el encuentro con enormes bancos de kelp. Aquellas algas gigantescas aparecían por todas partes, y movidas por las olas amenazaban aprisionar por segunda vez la hélice.

El 25 de noviembre, la temperatura, que hasta entonces habla oscilado entre 2° y 4° bajo cero, descendió bruscamente, a causa del viento que comenzaba a soplar del Sur. Aunque el sol brillaba espléndidamente, el termómetro marcó 7° bajo cero.

La tripulación, así como los miembros de la expedición, se vieron obligados a ponerse los pesados vestidos de invierno, los guantes de abrigo y los capotes de piel de foca con capuchones. Sólo se resistió a ello Bisby, a pesar de los consejos de su amigo Wilkye, y se limitó a envolverse en su famosa piel de bisonte, sin renunciar a la chistera, que, según él, era preferible a la capucha.

A mediodía algunos bloques de hielo, empujados hacia el Norte por el viento que soplaba del Sur, aparecieron en aquellas aguas, y por primera vez el capitán Bak señaló un iceblink.

El iceblink indica siempre la proximidad del icefield, o sea de los inmensos campos de hielo. Es una luz blanca, producida por la refracción de los rayos solares en la superficie de los hielos, y se refleja en el cielo, especialmente cuanto está cubierto de nubes. A veces esta luz es tan intensa que se la percibe aún a través de la más espesa niebla.

A las cuatro de la tarde la goleta, después de haber evitado algunos floes, o bancos de hielo formados en el mar por la congelación del agua, llegó a las orillas de una isla que se encontraba en su camino.

Era la de Decepción, que es una de las más notables del Archipiélago de las Shetland australes y una de las más raras por su forma. Es circular, y al exterior carece de toda rada que pueda ofrecer asilo a los buques; pero en su interior oculta el mejor y más seguro puerto que sin duda existe en todas las tierras del Globo. Se entra en él por una estrecha abertura situada al Sureste, y que, de no conocerse su existencia, sería difícil de encontrar, pues está encerrada entre dos altas rocas, o, mejor dicho, colinas.

Aquel cómodo puerto, en el que caben con desahogo centenares de buques, se llama de Foster, nombre del navegante que lo descubrió; pero la mayor parte del año es impracticable, a causa de los hielos que lo bloquean.

Las costas de la isla aparecían abruptas, salvajes y en gran parte cubiertas de nieve; el monte que se eleva en la playa del Nordeste parecía un gigantesco cono de hielo, que brillaba como un inmenso diamante a los rayos del astro diurno.

Millares y millares de aves anidaban en aquellas costas, en los terrenos desprovistos de nieve. Al borde de las rocas, alineados como soldados, se veían bandadas de pingüinos, estúpidos volátiles que lanzaban al paso del buque roncos y discordes gritos. Había también nutridos batallones de aenofsaura, aves que se mantienen de los excrementos de las focas, y que, al ser heridas, vomitan al caer una cantidad de estiércol tan pestilente, que es imposible acercarse a ellas para recogerlas.

También fueron vistas algunas focas: eran otarias gibosas, llamadas también leones marinos. Miden dos metros de longitud, tienen la pelambre pardo amarillenta y ostentan en el cuello una corta crin que les da un aspecto feroz, aunque se trata de animales bastantes cobardes.

Se calentaban al sol, cerca de la orilla del mar, para zambullirse a la primera señal de peligro. Cerca de la costa, los tripulantes de la Estrella Polar vieron nadar a un elefante marino; pero apenas divisó a la goleta se sumergió, y no volvió a reaparecer, con gran disgusto de Bisby, que se hubiera comido asada la trompa del mamífero.

—Me desquitaré con las aves apenas desembarquemos —le dijo a Wilkye—. ¡Haremos guisos colosales!

—¡Os desafío a que podáis comerlas!

—¿No son agradables? —preguntó Bisby.

—¡Infernales! Apestan a pescado y a aceite rancio, y algunas exhalan un hedor que da náuseas, pues se alimentan de excrementos de foca calientes aún.

—¡Puah!

—Añada a eso que estas aves son duras, coriáceas y viejísimas, pues las hay que viven muchos años.

—¿Decenas de años?

—¡Centenares, amigo mío!

—Se me resiste el creerlo, Wilkye. Me parece demasiado que estas aves vivan más que los hombres.

—¡Oh! Hay muchísimas que viven siglos, Bisby. Los cisnes son los que tienen la existencia más larga, pues llegan a trescientos años.

—¡Cómo envidio a esas aves!

—Vienen luego las cotorras, que pasan del siglo. Knaver asegura haber visto una que contaba ciento veintidós años.

—¡Hermosa edad para un volátil!

—Un águila del mar, cogida ya adulta, en 1715, no murió hasta 1819, o sea ciento cuatro años después. Un milano, de cabeza blanca, capturado en 1706, no murió hasta 1820, en una pajarera del castillo de Schonbrunn, junto a Viena. Los papagayos y los cuervos envejecen también mucho, y pasan del siglo; pero sobre todo las aves marinas y las de los pantanos viven muchísimo, y se dice que su existencia suma la de muchas generaciones humanas.

—Y los pájaros de los bosques, de nuestros bosques, ¿viven mucho?

—Bastante, Bisby; pero la cautividad en las jaulas abrevia su existencia. Se han visto garzas prisioneras vivir veinticinco años, y mirlos quince.

—¿Y los gallos, que son tan suculentos?

—Viven por término medio veinte años, y las palomas mueren a los diez.

—¿Comen mucho las aves?

—Muchísimo. Como hacen gran consumo de fuerza muscular, tienen siempre apetito.

—Entonces miente el proverbio que dice: «Come como un pájaro», para indicar que una persona se alimenta con cualquier cosa.

—Bástele saber que un pájaro del tamaño de un mirlo come en una sola comida tanto, que, en proporción, un hombre debía comerse de cada sentada una pierna de buey. Si la población del mundo, en proporción al tamaño de los pájaros, comiera como estos, se ha calculado que serían precisos cien millones diarios de bueyes.

—Basta, Wilkye. Con sus noticias se me ha abierto el apetito, y deseo que suene la campana para la cena.

—¡Devorador!

—¡Por Baco! Si he de engordar para sustituir a Dorkin, es necesario que coma.

—¿Y ha engordado algo?

—Muy poco. Solamente dos kilos.

—Eso es mucho, apenas en quince días.

—Poco, poco, amigo mío; pero cuento engordar mucho en el continente austral.

Durante la noche, la Estrella Polar se vio obligada a disminuir la marcha, pues en el mar aparecieron nuevas moles de hielo que procedían del vasto Golfo de Ughes, y que el viento austral empujaba hacia el Norte. Se acumulaban especialmente alrededor de las rocas de Kendal y de Austin, que forman un grupo de escollos muy peligrosos, entre Decepción y la costa de la Tierra Trinidad.

Por fortuna, el sol, que brillaba siempre, no poniéndose hasta medianoche, y solamente por un par de horas, permitía distinguir aquellos colosos, los cuales destellaban esplendorosamente revestidos de brillantes colores. En tanto que los situados junto al continente brillaban como diamantes, por tener frente al sol, los otros, que lo recibían por detrás, parecían montañas de fuego.

A medianoche, la Estrella Polar navegaba por las aguas del Golfo de Ughes. Esta profunda ensenada, formada por la Tierra Trinidad al Este y la península de la Tierra de Palmer, tiene una longitud de casi tres grados, o sea de ciento ochenta millas, y en su seno se elevan muchas islas, entre las cuales son las mayores las de Hossason y Posesión.

Como la atmósfera estaba muy limpia, se podía distinguir, sin ayuda del anteojo, el monte Parry, situado en la península de Palmer, a la entrada de la bahía de Dahlman.

A las siete de la mañana, Wilkye, que había subido a cubierta, señalaba la Tierra de Palmer y el Cabo Cookburn, que forma la punta extrema de la misma.

Aquella costa, descubierta en 1822 por un cazador de focas americano llamado Palmer, y que en 1829 fue visitada por Foster, y por Biscoe en 1832, está situada entre la Tierra Trinidad y la de Graham, y tiene una extensión de 5°, de Este a Oeste.

Es una región desolada; lo mismo que las otras, cubierta de hielos y nieves y habitada sólo por aves marinas. Forma algunos golfos, como los de Elghes y de Dalhenam, cercados siempre por los campos de hielo; tiene algunos montes, y a lo largo de la costa algunas islas estériles, deshabitadas.

Nadie ha explorado el interior; pero todo induce a creer que forma parte del continente austral. Tal vez una sola parte está separada y forma una isla de mucha extensión. Tal vez sea esta la gran península que se descubría al Oeste, y que al Este se ensancha considerablemente, formando dos profundos canales, uno de los cuales se llama de Roosen. Los hielos han impedido a los exploradores aventurarse en aquella tierra, sea una isla o una península. La costa que se mostraba a la vista de la expedición angloamericana era tan imponente que hacia palidecer al más audaz. Una inmensa muralla de hielo, por lo menos de ochenta metros de alto, y tan espesa que podía desafiar el espolón del más poderoso acorazado y a los más tremendos instrumentos de destrucción, la cercaban hasta perderse de vista.

Al extremo de aquel bastión, destinado a defender el continente austral, se amontonaba un verdadero caos de icebergs, de hummoks y de bancos de hielo, del cual salían sordas detonaciones y crujidos apagados, que obedecían a las fuertes presiones de aquellos gigantes polares, así como también se escuchaban violentos estallidos.

De vez en cuando una de aquella montañas, comprimida por las inmediatas, perdía el equilibrio y caía con horrible estrépito sobre los campos de hielo, a los cuales hundía con su enorme peso. Otras veces era una mole de dimensiones colosales, del peso de muchos centenares de toneladas, que se desprendía de la muralla y caía sobre aquel caos de bancos de icebergs.

Entonces se rompían las puntas de las montañas, se derrumbaban los floes y los palks, se abrían profundos barrancos y el mar se encolerizaba, levantándose con ímpetu irresistible enormes oleadas que mugiendo se estrellaban contra todos aquellos obstáculos.

Wilkye, Linderman y el capitán estaban absortos en la contemplación de aquel espectáculo, cuando oyeron gritar a Bisby:

—¡Socorro! ¡Un oso marino!

Un instante después resonaron tres tiros, que casi, formaron una sola detonación, seguidos de las voces del contramaestre, que gritaba:

—¡Cogido!

—¿El qué? —preguntaron Wilkye y Linderman.

—El oso —respondió Bisby.

—No, señores; es un elefante marino —dijo el contramaestre—. Miradle, que vuelve a la superficie. Nos proveerá de una exquisita cena y de cuatro barriles de aceite.

—¡Echad una chalupa al mar! —ordenó el capitán—. El aceite es demasiado precioso en esta región para perderlo.

CAPÍTULO XIII. LA TIERRA DE PALMER

Los elefantes marinos pertenecen al género de los mamíferos, al orden de los cetáceos y a la familia de las focas; pero se puede decir que, por su estructura singular, forman un grupo aparte. Son, sin duda, los más extravagantes animales de las regiones australes, y aun los mayores, pues suelen medir ocho metros de largo y cinco de circunferencia.

No se encuentran más que en aquellas regiones y sólo entre el 35° y el 60° de longitud, aunque se les ve en ocasiones más al Norte, y son muy abundantes en las costas de la Georgia y de la isla de Tristán de Acuña. A veces se muestran en las islas Falkland y de Juan Fernández.

Los franceses los llaman éléphants marins, los ingleses elephants seal, y en los demás pueblos los nombran macrorincos. Sea como fuere, estos anfibios son verdaderos elefantes. Los machos poseen una verdadera trompa, que alcanza cerca de dos pies de longitud cuando el animal se encoleriza y se prepara a acometer o a defenderse. Cuando está tranquilo, la trompa está más corta, gruesa y fláccida. Estos colosos tienen la piel rugosa, basta, cubierta de una pelambre corta e hirsuta, de color leonado ceniciento; aletas natatorias semejantes a las de las focas, bastante desarrolladas; ojos grandes y salientes, orejas desprovistas de pabellón exterior y dientes curvados y muy fuertes, aunque cortos.

Las hembras son bien diferentes: son más pequeñas, tienen el pelo oscuro en el lomo y amarillento en el vientre, carecen de uñas, y están privadas de trompa.

Habitan en las costas de las islas polares o del continente, donde se divierten solazándose en los pantanos o zambulléndose en el mar pues son muy buenos nadadores. En tierra caminan difícilmente a causa de su pesadez, y el que por primera vez los ve marchar los supone enfermos, pues su cuerpo tiembla como si fuera un enorme saco de gelatina y sus ojos se inyectan en sangre.

A pesar de esto y de la lentitud de su marcha, pues tienen que detenerse para descansar cada doce o quince pasos, emprenden verdaderos viajes para buscar agua dulce, a la cual son muy aficionados. Se ha visto a algunos de ellos trepar sobre rocas de diez o doce metros de altura, para beber el agua contenida en una oquedad de la cima.

Estos anfibios no son peligrosos, porque carecen de armas defensivas y huyen del hombre, que es el único enemigo de quien tienen que temer. Son muy desconfiados: se sumergen al menor ruido, y sólo se les puede coger cuando duermen a flor de agua.

Los balleneros han matado muchísimos y continúan persiguiéndolos con encarnizamiento; porque, si bien su carne es negra y mala, su lengua constituye un bocado excelente; su piel es apreciada para emplearla en la fabricación de correajes y guarniciones para caballos, y, el aceite que se extrae de su grasa es de la mejor calidad, por ser claro, inodoro, de no mal sabor y porque no se enrancia, siendo preferido a los demás aceites que se emplean en el alumbrado. De un solo animal pueden extraerse mil quinientas libras, siendo la parte aceitosa de su grasa densa, como la de la ballena.

El elefante marino herido por la tripulación de la goleta había sido sorprendido mientras dormía a flor de agua, dejándose mecer por las olas. Despertado bruscamente por el ruido de la hélice, trató de huir; pero tres marineros cogieron los fusiles a toda prisa y los dispararon con tal precisión que las tres balas le entraron en la cabeza, hiriéndole de muerte.

La chalupa botada al agua se dirigió hacia el elefante marino, muerto ya, y lo remolcó hasta la banda de estribor de la goleta. Fue preciso utilizar la grúa de vapor para izar aquella enorme mole, que pesaba tres mil kilogramos por lo menos.

Una vez en la goleta, se le extrajo la lengua, que es manjar exquisito cuando se la tiene en sal durante algún tiempo, y el corazón, que no es desagradable al paladar, aunque resulta duro y tendinoso, y enseguida los marineros separaron la grasa para fundirla y obtener el aceite por filtración. El resto del animal fue arrojado al agua, pues ya hemos dicho que su carne es absolutamente incomible por su dureza y mal sabor.

La goleta se puso nuevamente en movimiento, filando a lo largo de la costa de la Tierra de Palmer, para llegar al Estrecho de Bismarck, punto elegido para que desembarcara la expedición americana. El Cabo Groenland, que situado en la extremidad de aquella especie de península o isla se extiende entre la bahía de Dahlman y el canal de Roosen, era ya visible, y entre los hielos se distinguían los islotes de Paúl, que forman un pequeño grupo.

De kilómetro en kilómetro, conforme la Estrella Polar avanzaba hacia el Sur, la temperatura se hacía más fría, aunque la estación no era aún rigurosa. El sol no podía vencer las corrientes de aire del Sur, que eran excesivamente frías, pues atravesaban inmensos campos de hielo y extensísimos desiertos de nieve del continente austral.

El deshielo había comenzado, y aumentaba desde las once de la mañana a las cinco de la tarde. Los bloques se fundían y se destacaban de la costa del continente, filando hacia el Norte, y por los flancos de aquellos colosos caían verdaderas cataratas, que se helaban durante la noche.

Hasta las enormes moles de hielo del continente se ponían en movimiento, y de vez en cuando se derrumbaban entre las rocas de la costa, con horrible fragor, masas que debían de pesar centenares de toneladas, y que al caer al mar levantaban altas oleadas.

—Pero ¿de dónde vienen esos hielos? —preguntó Bisby a Wilkye en el momento en que caía al mar una de aquellas montañas—. ¿Quién los fabrica en estas costas?

—Vienen del continente austral donde son abundantísimos los bancos de hielo. Podría decirse que todo el interior de ese continente forma una sola mole de hielo.

—Pero ¿qué son esos hielos?

—Verdaderos ríos helados, Bisby; o, mejor dicho, corrientes petrificadas.

—¿Se mueven los hielos?

—Siempre, amigo mío. Las nieves que se acumulan durante el invierno no tardan en congelarse; y, estando la tierra por naturaleza más o menos inclinada hacia el mar, los hielos comienzan a resbalar. Su marcha es muy lenta en invierno; pero cuando comienza el deshielo se hace más rápida, y siguen caminando hasta llegar al mar. De esas moles de hielo nacen los icebergs, que, como le he dicho, no pueden formarse en pleno mar, ni tampoco cerca de las playas.

—¿Es considerable la velocidad de los hielos?

—Por término medio varía de doce a quince centímetros por día.

—Una velocidad de tortuga. ¿Y es siempre la misma?

—No, porque el movimiento es más rápido en el centro que a los lados, como ocurre en los ríos, y mayor en la superficie que debajo.

—Pero ¿no es compacto el hielo?

—No, porque se funde, se alarga o se estrecha; pero llega al mar compacto.

—Debe de ser enorme la masa de hielo que descarga en el mar.

—Se calcula que en un año vierten quinientos millones de metros cúbicos.

—¿Existen solamente aquí?

—Es donde más abundan. En las regiones árticas no hay tantos; y también se ven en las Spitzberg, en Groenlandia, en las islas polares y aun en Asia, América y Europa, en la cima de las altas montañas.

—Quisiera ver uno de esos centros productores de hielo, Wilkye.

—Verá más de uno apenas desembarquemos en la Tierra de Graham.

El 27 de noviembre, hacia las ocho de la mañana, la Estrella Polar pasaba ante el monte William, cono colosal que se yergue casi frente a los islotes de Rosenthal, al 65° 20’ de latitud Sur. El aspecto que ofrecía la alta montaña era espantoso y bello al mismo tiempo.

Por sus flancos se veían rodar de vez en cuando enormes bloques arrancados por el deshielo, y el ruido que producían al chocar en barrancos y gargantas llegaba a oídos de la tripulación. Su cima blanca, inmaculada, no hollada nunca por pie humano, brillaba, tiñéndose con los más puros colores del iris.

A mediodía desapareció aquel cono. La goleta bogaba a todo vapor, quemando carbón sin economía alguna. Parecía que Linderman tenía prisa por deshacerse de la unión americana. Desde su última discusión con Wilkye estaba de un humor negro. Evitaba encontrarse con su adversario, y se mantenía encerrado en su camarote casi todo el día, saliendo sólo a las horas de comer. ¿Quería evitar nuevos altercados? ¿Le preocupaba la vista de aquella costa defendida por gigantescos bastiones de hielo que no ofrecían paso a ningún buque, y que no parecían tender a deshelarse aunque la estación estaba ya avanzada?

Esto era, sin duda, el verdadero motivo, porque la noche del 27, mientras la Estrella Polar iba a rodear la punta extrema de la península dirigiéndose hacia la isla Grosler, que se encuentra en la desembocadura del Estrecho de Roosen, después de dudar bastante tiempo, se acercó a Wilkye, que paseaba por el puente en compañía de Bisby.

—¿Qué me dice de este retardo del deshielo? —le preguntó de pronto.

—Nada —respondió el americano.

—¿No le sorprende?

—No, porque todos los exploradores australes han notado que en estas regiones el deshielo no es completo, sino parcial y de corta duración.

—¿Y cree que no se abrirá esta enorme muralla de hielo?

—De seguro, cuando estemos en pleno estío; pero se cerrará muy pronto.

—Si no se abre, ¿por dónde pasará mi buque?

—Eso sólo es usted quien lo, ha de resolver.

—Lo sé; pero creo que también le interesa a usted.

—¿Qué puede importarme a mí que el deshielo sobrevenga o no? Con mis velocípedos puedo avanzar lo mismo sobre los hielos que sobre la tierra desnuda —dijo Wilkye.

—Veo que no tiene fe en mi tentativa.

—Temo que los hielos le detengan bien pronto.

—Avanzaré, aunque tenga que destrozar mi buque y llegar al Polo a pie.

—Eso es cuenta suya.

—Y de usted. Si mi buque se pierde, ¿cómo volverá a América?

—¿Y quién devolverá a su patria a su tripulación?

—¡Es verdad! —dijo el armador, cuya frente se había nublado—. La pérdida del buque sería la ruina de entrambos. ¿Cuánto tiempo calcula que empleará en llegar al Polo?

—Todo depende de las circunstancias y de los obstáculos que encuentre; pero confío en regresar a la costa antes de que empiece de nuevo el hielo. Allí esperaré a la Estrella Polar.

—¿Y si un desastre malogra mi expedición?

—Tengo una chalupa de mi propiedad, y con ella trataré de llegar a la Tierra de Fuego. Y usted, ¿cuándo espera volver?

—Cuando haya llegado al Polo —contestó Linderman resueltamente.

—¿Y si la Estrella Polar no puede avanzar?

—Iré a pie.

—¿Y cómo volverá a América?

—Con las chalupas.

—Pero un viaje a pie al Polo durará muchos meses.

—No importa. Estoy decidido a todo.

—En ese caso, no sé si me encontrará en el Estrecho de Bismarck. Si no le veo aparecer, a los primeros hielos me alejaré del continente.

—Es cosa que me interesa poco. Me admira, sin embargo, la fe que tiene en llegar al Polo —dijo con marcada ironía.

—Cuando usted empieza a dudar del buen éxito de su propia expedición. ¿No es cierto, señor Linderman? —replicó Wilkye con no menos ironía.

—Eso no deja de ser una suposición suya —rebatió el armador con sorda rabia—. Yo persistiré en mi intento, aunque pierda mi buque a través de los hielos y deje en el camino tres cuartas partes de mi tripulación. Usted, en cambio, no pasará de la mitad, a pesar de sus famosos velocípedos. ¡Ah! Quisiera verle en medio de aquellos fríos intensos, de la nieve, de los hielos, luchando contra todos esos enemigos y contra el hambre. No lo olvide, señor americano; en el continente polar no será ya mi huésped, sino mi rival, y no le prestaré socorro alguno.

—Estamos en el mismo caso, señor inglés. Cada uno obrará por su propia cuenta.

En aquel instante se oyó al capitán Bak gritar desde lo alto del puente:

—¡El Estrecho de Bismarck!

CAPÍTULO XIV. LA SEPARACIÓN

El Estrecho de Bismarck, en cuyas orillas contaba desembarcar la expedición americana antes de emprender la marcha al Polo Austral, es una especie de canal que penetra entre las Tierras de Palmer y de Graham.

Delante se encuentra un archipiélago de islas desiertas que se llaman Elisabeth, Friedburg, Peterman, Krogman y Doot; más allá, al Oeste, al otro lado del 65° meridiano, se halla el archipiélago de Pitt, y más lejos el de Biscoe, muy numeroso, descubierto en 1832 por el navegante del mismo nombre.

Nadie ha explorado aquel estrecho, habiéndose limitado los navegantes que se dedicaron a descubrir aquellas tierras a visitar solamente las costas. Ni Palmer, que las exploró en 1822, ni Foster, que estuvo allí en 1829, ni Biscoe osaron afrontar los hielos ni anclar sus buques en aquel brazo de mar. Se ignora, pues, si se prolonga mucho por el continente o si se trata de un fiord.

Esto no tenía ninguna importancia para la expedición americana, que contaba con llegar al Polo por la vía terrestre, y no por mar. Además, intentar la exploración, al menos por el momento hubiera sido una locura, pues aquel estrecho estaba bloqueado por tan enormes hielos, que podían desafiar impunemente los espolones de los más poderosos barcos.

La Estrella Polar, que tenía prisa por partir con la expedición inglesa, se dirigió a la punta septentrional del estrecho, que descendía dulcemente hacia el mar, uniéndose a un banco de hielo que tenía más de mil metros de extensión.

Al llegar al banco el capitán Bak hizo botar al agua las chalupas, después de atar sólidamente el buque en un pequeño iceberg, y enseguida ordenó la descarga del material perteneciente a la expedición americana.

Wilkye hizo que desembarcaran los marineros americanos que había llevado consigo, seis hombrones altos como granaderos, robustos como toros, con los hombros anchos y el cutis bronceado por los vientos salinos del mar, y después de ellos bajaron los dos velocipedistas.

La tripulación inglesa procedió a la descarga, acumulando en el banco considerable cantidad de tablones que parecían destinados a una construcción, gran número de cajas, barriles y pacas de gigantescas proporciones, y una provisión de carbón calculada en dos toneladas. Enseguida desembarcó una chalupa que podía contener cómodamente a todos los miembros de la expedición.

—¿Le falta algo? —preguntó Linderman a Wilkye, que numeraba cuidadosamente todos aquellos objetos.

—No, señor —respondió el americano.

—Entonces me marcho.

—Le aseguro que nos encontraremos en el Polo.

—Y yo le aseguro que no llegará —respondió el armador con dureza.

—¿Le disgustarla compartir conmigo el honor de descubrir el Polo Austral?

—Prefiero que lo descubra un inglés, mejor que un inglés y un americano.

—Lo veremos, señor.

Se le acercó y le tendió la mano; pero el armador dio un paso atrás, diciendo:

—¡No es usted mi huésped, sino un rival y un rival encarnizado! ¡La guerra está declarada entre nosotros!

—Cuento con su regreso para volver a América; tal es el pacto.

—Lo mantendré, si…

—¿Qué? —preguntó Wilkye, arrugando la frente—. ¿Sería capaz…?

—¡No! —exclamó el armador—. Deme la mano, señor Wilkye. Es usted demasiado generoso, y, aunque rivales, luchamos por el triunfo de la ciencia.

Se estrecharon cordialmente la mano, y se separaron, deséandose feliz viaje. Bisby, conmovido, echó los brazos al cuello del armador, y luego bajó al banco gritando:

—¡Hurra por el Polo…!

Después de soltar las amarras, la Estrella Polar lanzó con la sirena un silbido agudo, que repercutió extrañamente en aquellas inmensas murallas de hielo, y partió a todo vapor hacia el Sur, bogando entre las islas y la costa.

En el puente estaba Linderman con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud pensativa, y a lo largo de las amuras la tripulación entera con la vista fija en el banco. Wilkye, en el borde mismo del bloque de hielo, miraba la goleta, que se alejaba rápidamente, y él también parecía pensativo, preocupado.

Poco después la goleta desaparecía detrás de la isla Boot, y en el oscuro horizonte sólo se percibió un lejano penacho de humo.

—¿Qué suerte le estará reservada? —murmuró el americano—. ¡Sólo el tiempo podrá decirlo!

—¿Ha concluido su observación? —le preguntó Bisby—. Empiezo a sentir frío en medio de estos hielos, y de buena gana despacharía unas cuantas chuletas bien asadas junto a un buen fuego.

—Me preguntaba qué fin aguardará a ese hermoso buque —dijo Wilkye.

—¿Cómo quiere que concluya? Hará un viaje a través de los hielos, y luego vendrá a buscamos.

—Temo lo contrario, Bisby. ¡Tal vez no le veamos más!

—¿Por qué?

—Porque antes de retroceder, Linderman lo aplastará entre los hielos para obligar a la tripulación a seguirle al Polo.

—¿Y nosotros? —preguntó el negociante poniéndose pálido—. ¡Bonito porvenir si nos vemos abandonados en estas costas! ¡Si llego a saber esto a tiempo, le aseguro que no me muevo de Baltimore! ¿Cómo volveremos a nuestro país? ¿Quiere vivir eternamente entre estos hielos como los osos blancos? Le repito que ya estoy cansado del Polo, y que sólo deseo volver a los Estados Unidos.

—¡Vamos! ¿Qué se ha hecho de su entusiasmo por la expedición? ¿Se ha desvanecido, ahora que precisamente comienza nuestro viaje? Mientras estaba en la goleta tratándose a cuerpo de rey, comiendo y bebiendo a su placer y durmiendo tranquilamente en un cómodo camarote, quería ver el Polo, ¿y ahora se asusta?

—Es verdad, amigo mío; pero este país comienza a producirme melancolía. ¿Qué quiere? Yo no he nacido para los viajes.

—Si quiere volver a su casa, puede hacerlo —le dijo Wilkye riendo—. El Norte está por allí.

—No bromee, Wilkye. ¿Qué hacemos ahora? Le confieso que no me hallo bien en este banco y con este frío.

—Dentro de poco tendremos una cabaña.

—¿Y una estufa?

—Y una estufa.

—¡Pues apresurémonos!

—Póngase también a trabajar. Así entrará en calor.

—¡Quiera Dios que no adelgace!

—Al contrario, comerá el doble.

—Entonces, estoy a su disposición.

—Comencemos a construir la cabaña. Será nuestro cuartel general y nuestro almacén.

—¿Y dónde la edificaremos? ¿Sobre el hielo quizá?

—¿Quiere que la construya sobre las rocas? Sería preciso romper una capa de hielo de quince a veinte metros de espesor.

—¿Y no nos helaremos?

—No; estaremos bien abrigados, Bisby. ¡Manos a la obra! Es preciso trasladar todos estos tablones al otro lado del banco. Después pensaremos en trasladar estos bultos, estas cajas y todo lo demás.

Los seis marineros, los dos velocipedistas, el negociante y el propio Wilkye se pusieron enseguida a la faena. Estando para ponerse el sol, la temperatura descendía rápidamente y era preciso asegurarse cuanto antes un refugio.

Aquellos diez hombres cargaron con los tablones y se dirigieron a la costa, que sólo distaba unos setecientos metros. Hallado un sitio a propósito al pie de una gran roca que debía resguardarles de los helados vientos del Sur, Wilkye, ayudado por Bisby, dio comienzo a la construcción, mientras los marineros y velocipedistas volvían al banco para acabar de transportar la madera.

La erección de aquella cabaña no debía exigir mucho tiempo, pues los tablones estaban numerados y no había más que armarla. Bastaba para ello ir colocando cada pieza en su sitio y unirlas con clavos.

Tres horas fueron suficientes para obtener un cómodo albergue, Con techo en doble pendiente y dividido en cuatro compartimientos de doce metros de largo y seis de ancho. Las tablas unían tan perfectamente, que impedían todo acceso al frío; pero Wilkye y Bisby para conservar mejor el calor interior, cerraron herméticamente las juntas de las tablas pegando en ellas unas gruesas tiras de tela impermeable, a semejanza de lo que hacen en sus viviendas los colonos de Groenlandia y los islandeses.

Para evitar el contacto con el hielo extendieron en todos los compartimientos de la cabaña espesas telas de vela, y sobre ellas colocaron gruesos tapetes de fieltro a fin de combatir mejor la humedad, que en aquellos climas puede ocasionar graves males.

En la estancia central, que había de ser el comedor y la sala de conversación, colocaron una estufa de hierro provista de un tubo de desahogo, curvado, para impedir el escape del calor al exterior.

Bisby estaba más que satisfecho y no cesaba de elogiar y admirar las comodidades de aquella casa, que él llamaba pomposamente palacio de invierno. Hacía proyectos sobre proyectos, se prometía dar festines y bailes, pasar alegremente las veladas y, sobre todo, ofrecer comidas que compitieran con las de Lúculo. Contaba especialmente con engordar junto a la estufa, y con idea de servirse los mejores bocados, o para evitar que el cocinero hiciera economía, se nombró él mismo cocinero de los expedicionarios.

La propuesta fue aceptada entre la alegría general; pero Wilkye se consideró en el deber de advertirle que los víveres eran limitados y que las existencias disponibles debían durar seis meses pues no podía contarse con seguridad con el retorno de la Estrella Polar.

Eran las tres de la mañana y aún no habían podido dormir. Aunque el sol comenzaba a elevarse en el horizonte, la temperatura era tan fría en aquella costa que helaba las narices y las manos.

Wilkye hizo encender la estufa y concedió un descanso de algunas horas antes de transportar a la cabaña todas las cajas, barriles y objetos desembarcados de la goleta.

El descanso fue aprovechado por todos para echar un buen sueño alrededor de la estufa, que ardía alegremente, esparciendo por toda la cabaña un dulce calor. Bisby fue el primero en dar el ejemplo acostándose sobre su famosa piel de bisonte.

Un descanso de más de cinco horas fue suficiente para que todos recobraran las fuerzas. Después de beber una taza de té hirviendo, emprendieron el difícil y fastidioso trabajo.

Los barriles, las cajas y los paquetes amontonados o esparcidos en el banco de hielo fueron trasladados a la costa, y luego acumulados alrededor de la cabaña, donde Wilkye los examinaba con escrupulosa atención y los conducía después a la estancia destinada a almacén, ayudándole Bisby y los dos velocipedistas.

—¿Está todo? —preguntó el negociante cuando fue transportado el último paquete.

—No falta nada —respondió Wilkye.

—¿Puedo conocer las riquezas que poseemos? Como cocinero de la expedición, es necesario que sepa dónde se encuentran las carnes, la harina y demás ingredientes necesarios para mis suculentos guisos.

—He colocado cada cosa en su sitio: todos estos barriles contienen víveres; estas cajas, los velocípedos, las armas, las municiones, los instrumentos necesarios para mis cálculos y observaciones y los avíos de la chalupa; esos baúles, los vestidos, las mantas, las colchonetas, las tiendas, etcétera.

—¿Tenemos víveres para muchos meses?

—Para seis, calculando diez personas.

—Son pocos, Wilkye —dijo Bisby—. Debía haber tenido en cuenta que yo he venido al Polo para engordar.

—Son suficientes —respondió Wilkye riendo—. Además, no cuenta con la caza. En el Polo hallaremos otarias, procelarios y otras aves.

—¿Y osos?

—No los hay en el Polo Austral; ya se lo he dicho.

—¿Y en qué consisten nuestros víveres?

—En estos barriles encontrará galletas, harina, carne de cerdo salada…

—¡Deliciosa! Sé asarla muy bien.

—Té, que es indispensable en este clima, café, chocolate, azúcar, bacalao, manteca, arroz, patatas y una gran provisión de pemmican.

—¿Y qué es ese pemmican?

—Sirve para hacer sopa muy nutritiva. Está compuesto de carne seca pulverizada y de grasa. Basta cocer en agua una pequeña cantidad de esta mezcla y se obtiene un caldo exquisito.

—¡Que me place! ¡Perfectamente!

—Además, hallará verduras en vinagre, necesarias para combatir el escorbuto; zumo de limón, que es también un eficaz antiescorbútico; frutas secas, etcétera. ¿Está contento?

—¡Contentísimo, Wilkye! Pero cuando marchemos al Polo, ¿cómo llevaremos todas esas provisiones?

—Las dejaré aquí bajo su vigilancia.

—¡Bajo mi vigilancia! ¿Permaneceré yo aquí?

—Sí, con los marineros.

—Pero ¿cuál es su proyecto?

—Se lo explicaré de sobremesa. Señor cocinero, es mediodía y los marineros tienen hambre.

—Yo también siento alguna debilidad en el estómago. ¡Al trabajo!

El glotón no perdió tiempo. Ayudado por un marinero, al cual nombró pinche, abrió los barriles de los víveres y puso a la lumbre dos cacerolas de hierro, para fundir nieve, pues con aquellos intensos fríos no podía encontrarse una sola gota de agua.

Poco después se difundía por la cabaña un apetitoso perfume, que indicaba que el cocinero cumplía su obligación. A las dos grandes cacerolas que hervían alegremente añadió otras más pequeñas, en las cuales preparaba frituras que prometían ser deliciosas.

Dos horas después Bisby anunciaba con voz solemne que la comida estaba dispuesta. Todos se sentaron a la mesa y acometieron con verdadera saña los manjares.

El cocinero se había excedido a sí mismo: si continuaba por igual camino, no tardaría en dar fin de las provisiones. Una sopa deliciosa hecha con pemmican, buey estofado, lomo asado, arroz, verduras en aceite, bacalao en salsa picante y frituras constituían la minuta. A esto añadió el insaciable Bisby una lengua ahumada, queso, frutas secas y varias botellas.

—¿Quiere arruinarme? —le dijo Wilkye—. La comida ha sido deliciosa; pero si no se modera consumiremos la provisión en dos meses.

—¡Cazaremos, amigo mío! —respondió el negociante, que devoraba por cuatro.

—Pero la caza puede escasear, Bisby.

—¡Me asusta!

—No tengo esa intención; sólo se lo digo por prudencia y a fin de que sea económico. En esta región no se encuentran provisiones, y pueden ocurrir cien mil percances y vernos obligados a permanecer entre estos hielos muchos meses, quizá años.

—¿Y qué sería entonces de nosotros? —exclamó Bisby, poniéndose pálido—. ¡Corro el peligro de volver a América seco como un bacalao, en vez de ir gordo como un elefante, y entonces me expulsarán de la Sociedad de Hombres Gordos, en lugar de elegirme su presidente!

—Todo puede ocurrir en este continente, donde no hay un solo indígena que pueda socorrernos. Sin embargo, espero terminar en breve la expedición y dejar estas regiones antes de que empiece el temido invierno.

—¿Pero cuáles son sus proyectos? Nosotros lo ignoramos todo.

—Sirva ese ponche que llamea —dijo Wilkye a Bisby—; enseguida encenderemos las pipas, y le explicaré mis proyectos con todos sus detalles.

CAPÍTULO XV. LA EXPEDICIÓN POLAR

Llenas las copas de la ardiente bebida y encendidas las pipas, Wilkye desplegó sobre la mesa un mapa del Polo Austral en el cual estaban trazadas todas las exploraciones realizadas por Ghorith, Belinghausen, Brunsfield, Morres, Powel, Woddel, Foster, Biscos, Dumont d’Urville, Welkes, Balleny y Clarke Ros, que fue, puede decirse, el último que intentó descubrir el continente polar.

Puso la extremidad del índice sobre un punto y, mostrando a sus compañeros una cruz roja que parecía recientemente trazada, dijo:

—Este es el lugar donde actualmente nos encontramos, que está situado, por decirlo así, en los confines de la Tierra de Graham, calculando que el Estrecho de Bismarck la separe de la de Palmer. Echen una mirada a este continente polar tan irregularmente delineado y cuyas márgenes no se ven, y cuenten los paralelos que hay entre el sitio en que nos hallamos y el Polo Austral.

—Cerca de veinticinco grados —dijeron los marineros.

—Nos encontramos, pues, a cerca de mil quinientas millas del Polo.

—¡Qué lejos! —exclamó Bisby—. Sin embargo, alargando el dedo, toco el Polo y la costa de Graham.

—Hubiéramos podido —añadió Wilkye— bajar más al Sur en la Estrella Polar y tratar de disminuir esta distancia, que es enorme; pero calculé que para ello era preciso afrontar tales peligros que hubiéramos comprometido gravemente el resultado de nuestra expedición. Este continente es más peligroso, más áspero y está más cubierto de hielo que las regiones del Polo Ártico, y por eso las expediciones intentadas con buques no han dado nunca buen resultado. Ninguno logró llegar más allá del setenta y ocho grado, treinta centígrados de latitud, y casi todos los exploradores se vieron obligados a invernar entre los hielos. Me urge realizar mi tentativa de llegar al Polo, y es preciso que la vea terminada antes de que acabe el deshielo; de lo contrario, no volveríamos vivos a la costa. Creo, pues, haber obrado prudentemente al desembarcar aquí, sin perder un tiempo precioso siguiendo en la Estrella Polar más al Sur. Si Dios nos ayuda, en un mes podemos estar de vuelta y prontos a embarcar, aun sin ayuda de la Estrella Polar.

—¿En la chalupa? —preguntaron los marineros.

—Sí, amigos míos.

—Entonces es que piensa marchar enseguida al Polo.

—Dentro de algunos días. ¡Silencio y escúchenme!

Wilkye bebió un sorbo de su vaso, y siguió diciendo:

—Les explicaré ahora mi plan. Como ya saben, intento llegar al Polo en velocípedo. Todos los exploradores antárticos han observado que el continente polar es generalmente plano, y que sus campos de hielo no son tan escabrosos como los de las regiones árticas. Como descansan en la tierra, que es llana, no tienen escarpaduras ni gargantas, y, por lo tanto, no sufren presiones. Una marcha a pie se podría hacer aquí con mejor éxito que en las regiones del Norte; pero la distancia de la costa al Polo sería excesiva para un grupo numeroso que tuviera que llevar consigo un pesado equipaje. Para evitar esto, he ideado llegar al Polo en velocípedo. Sólo una marcha rapidísima puede dar felices resultados, porque una larga permanencia en estos inmensos campos de hielo podría ser fatal para los hombres: pueden faltar los víveres, caer sobre ellos masas de hielo y romperles los miembros, y acometerlos el escorbuto, ese terrible mal que tantas bajas ha causado entre los expedicionarios a las regiones polares que pretendieron marchar por tierra. El velocípedo que yo emplearé no es de los más pesados. Es una máquina construida a propósito y con gran cuidado, provista de ocho ruedas y de un pequeño motor de petróleo, capaz de conducir a tres hombres y además una carga de doscientos kilogramos, a una velocidad de veinticinco a treinta millas por hora.

—¡Un velocípedo de vapor! —exclamó Bisby—. ¡Entonces no tiene necesidad de velocipedistas!

—En absoluto no tengo esa precisión, Bisby —dijo Wilkye—. Mi velocípedo está construido de tal modo que se puede dividir convirtiéndolo en tres bicicletas, las cuales, como puede imaginar, no pueden avanzar sino movidas por los pies del hombre. ¿Me ocurre cualquier desgracia? ¿Se descompone la máquina o se gasta la provisión de petróleo, lo cual me ocurrirá, sin duda, a la vuelta, ya que no puedo llevar conmigo una provisión considerable? Pues divido mi velocípedo y me hallo con tres bicicletas disponibles.

—¡Bien ideado! —exclamó Bisby—. ¿Y cuánto tiempo empleará en llegar al Polo?

—Si no tropiezo con obstáculos, marchando doce horas al día, calculo en llegar en cinco jornadas. Pero no quiero ser muy optimista: pondré diez días.

—Entonces dentro de veinte puede estar de regreso.

—Podría; pero ¿quién lo asegura? Será prudente llevar conmigo víveres para cuarenta días.

—¿Y nosotros? —preguntó Bisby.

—Permanecerán aquí usted y los marineros y nos esperarán. Ir todos al Polo es imposible. Además, ¡quién sabe los peligros que nos aguardan en ese viaje! Estaremos más tranquilos pensando que en la costa nos esperan compañeros y una casa para refugiamos, bien provista de víveres.

—¡Pues yo hubiera ido de buena gana con ustedes al Polo, Wilkye!

—No le faltarán aquí distracciones, Bisby. Dentro de poco empezará el deshielo, vendrá la caza a estos sitios, y si gusta podrá cazar y emprender exploraciones.

—Daré un paseo hasta la Tierra Alejandra.

—Un paso más y llegará al Polo —replicó Wilkye riendo.

—¡Una pregunta, señor! —dijo un marinero.

—Habla.

—Si le ocurriera una desgracia y no volviera pasados cuarenta días, ¿qué debemos hacer nosotros?

—Organizaréis una expedición de socorro y nos buscaréis hasta donde alcancen vuestras fuerzas.

—¿Y si no le encontramos? Es necesario preverlo todo.

—Tienes razón —dijo Wilkye—. Entonces volveréis a la costa, permaneceréis aquí hasta el fin del estío, y luego, bien en nuestra chalupa, bien en la Estrella Polar, si para entonces ha vuelto, embarcaréis para volver a América.

—¿Y usted? —preguntó Bisby, poniéndose pálido.

—Si en tres meses no volvemos, será señal de que hemos muerto.

—¡Me asusta, Wilkye!

—¡Vaya! ¿Cree que en las regiones polares no se corren gravísimos riesgos? El Polo Norte ha costado centenares de vidas humanas.

—Pero con su velocípedo…

—Puede romperse. Puede abrirse ante nosotros un campo de hielo y tragamos, o caernos encima una montaña helada y aplastarnos, o rodearnos un aluvión de nieve, o matarnos el hambre.

—¡Yo renunciaría al Polo!

—¡Usted sí; pero yo, no! —exclamó Wilkye con suprema energía—. ¡O desplegar los colores de la bandera americana en los confines del mundo austral, o perecer en la empresa!

—¡Y nosotros seremos vuestros fieles compañeros, señor! —exclamaron los dos velocipedistas con entusiasmo—. ¡Lucharemos hasta agotar nuestras fuerzas por el triunfo de nuestra bandera!

—¡Gracias, valientes compañeros! —dijo Wilkye, conmovido—. Ya sabía que he traído conmigo dos fieles amigos. Ahora, mientras que nuestros marineros trasladan aquí la chalupa para resguardarla de los hielos, que no tardarán en ponerse en movimiento por efecto del deshielo, nosotros subiremos a aquella cadena de colinas y reconoceremos la llanura del interior.

—¡Vamos! —dijo Bisby, que había comido tanto que parecía que iba a reventar—. Un paseo me facilitará la digestión.

Wilkye, el negociante y los dos velocipedistas, armados de carabinas de retrocarga y de bastones ferrados para ayudarse en la ascensión, salieron de la cabaña y se dirigieron hacia las colinas que cerraban el horizonte por el Sudeste. La temperatura era bastante fría, pues había bajado a quince grados bajo cero; pero brillaba un hermoso sol, que empezaba a licuar los hielos acumulados ante la costa de Graham. Del Sur soplaba a intervalos un viento muy frío, que helaba las narices y las orejas de los exploradores.

Una infinidad de aves marinas revoloteaban a lo largo de la playa. Abundaban por todas partes, en los icebergs, en los campos de hielo, entre la nieve o alrededor de las escolleras, y se oían claros sus estridentes gritos.

Algunas focas se veían acá y allá indolentemente tendidas al borde de los bancos, calentándose a los rayos del sol; pero estaban tan lejos, que Bisby, que hubiera cazado algunas, perdía toda esperanza de conseguirlo.

Pasada la costa, los exploradores comenzaron a escalar la colina, cuyas pendientes eran escabrosas y muy difíciles, pues estaban cubiertas de una costra de hielo y de nieve endurecida que debía de tener gran espesor. Muchos trozos habían perdido su revestimiento invernal, y entre las hendiduras de aquellas rocas, que parecían compuestas de una materia rojiza, despuntaban las primeras plantas. Veíanse musgos, líquenes, usnea melanoxantha, algunas fucsias magallánicas, que mostraban pendientes los primeros capullos; metrosideros stipularis, de hojas punteadas, pero que aún carecían de sus pequeñas flores blancas; lecanoras y ulvas, planta esta última que sólo crece a la sombra. Se diría que le teme al sol, pues apenas la tocan los rayos del astro diurno muere enseguida, tal vez porque el calor solar seca la humedad en que necesita saturarse. Las que nacen en las rocas expuestas al sol perecen apenas este las ilumina.

Procediendo despacio y con mil precauciones para no caer en los barrancos que se abrían por todas partes, a las cuatro de la tarde llegaron los exploradores a la cima de la cadena.

Del otro lado, hacia el Sur, se extendía entre ellos una infinita llanura cubierta de nieve, ligeramente ondulada y no interceptada en parte alguna por las elevaciones, conos, agujas y pirámides que surgen tan frecuentes y unidos en las regiones del Polo Ártico. El continente austral parecía llano como un verdadero desierto y sólo a una inmensa distancia se dibujaba en el fondo azul del cielo alguna que otra cadena de montañas.

En aquella vasta llanura helada reinaba un silencio de muerte; no se veía por allí ni un solo ser vivo. Faltaban hasta las aves, tan abundantes en la costa, y ni una sola volaba sobre aquella superficie inmaculada, en la cual nunca puso su planta el hombre.

—¡Qué desierto de hielo! —exclamó Bisby asustado—. ¡Impone sólo verlo!

—Me place que así sea —dijo Wilkye—. Nuestro velocípedo marchará por él sin encontrar obstáculos.

—¿Y está muy lejos el Polo?

—Al sur, a mil quinientas millas de distancia.

—Se necesita valor, Wilkye, para ir hasta allí. ¡Y yo que quería ir a pie!

—Dígame, señor Wilkye —dijo el velocipedista Peruschi—: ¿hallaremos otras llanuras detrás de aquellos montes que se divisan desde aquí?

—Confió en ello, amigo mío.

—¿Y cómo atravesaremos esos montes?

—Si no encontramos un paso, los rodearemos.

—¡Pero eso alargará considerablemente el viaje!

—Ya le he dicho que llevaremos víveres para cuarenta días.

—¿Espera encontrar en el Polo a la expedición inglesa?

—Dudo mucho que Linderman pueda encontrar un paso a través de la Tierra Alejandra. Estoy convencido de que las tierras australes forman un verdadero continente y no constituyen un agrupamiento de islas. Los buques, pues, no podrán llegar jamás al Polo.

—¿Intentará llegar a pie?

—Lo intentará: estoy seguro de ello; pero se verá obligado a volver. Una tripulación, por fuerte y disciplinada que sea, no puede recorrer mil quinientas millas a pie sobre los hielos y cargada con los víveres necesarios para muchos meses. Todas las expediciones intentadas en los países árticos, aun con la ayuda de trineos tirados por perros, han dado resultados negativos, y aun desastrosos. Pero regresemos, amigos míos; bajaremos por estos barrancos que llegan hasta la costa, y de camino dispararemos algunos tiros a las aves marinas.

—Y yo las prepararé para la cena —dijo Bisby.

—Será un asado un poco duro, señor cocinero.

Bajaron de la cima y empezaron el descenso a través de los barrancos, resbalando por el hielo que cubría las rocas. En menos de media hora llegaron a la costa, al borde de una especie de canal o fiord que se hallaba a una milla de la cabaña.

Los hielos cubrían el agua y, aunque tenían un espesor enorme, empezaban a resquebrajarse a causa del calor solar, que iba deshelándolos. Crujían como si bajo ellos estallaran minas, se abrían acá y allá, dejando paso al agua del mar, que salía borbotando por las grietas y corría en verdaderos arroyos, mientras que las cimas de los icebergs oscilaban, temblando como si de un momento a otro fueran a perder el equilibrio. De vez en cuando, un cono o una aguja de muchas toneladas de peso se desprendía de lo alto y, rebotando con gran ruido, caía sobre los bloques más bajos, rompiéndolos en mil pedazos. Verdaderas nubes de aves marinas habían establecido sus nidos en los bordes del fiord. Eran aptenodytes forestry, aves muy grandes, pues pesan cerca de treinta y cinco kilos, con las plumas de color azul metálico por encima y blancas en la pechuga y de un color dorado.

Muchas de ellas empollaban los huevos; pero otras correteaban por los hielos, ayudándose con sus patas palmadas y con sus alas de escasas plumas. No obstante su pesadez, andaban más deprisa que el hombre.

—¿Son comestibles? —preguntó Bisby.

—Excelentes, aunque su carne sea negra.

—Entonces tenemos asegurada la cena.

—Le prevengo que las haga pedazos y las examine bien antes de ponerlas en la cacerola.

—¿Por qué? ¿Qué teme?

—Romperme los dientes.

—No le comprendo.

—Le diré que esas aves son muy aficionadas a tragarse las piedras. Algunos cazadores, entre ellos James Ross, el famoso explorador, encontraron hasta cuatro kilos de piedras en el buche de esas aves.

—¿Es que toman las piedras por confites?

—No me lo han dicho. ¡Conque fuego a discreción, o se nos escapan todas!

Cuatro detonaciones resonaron, y cuatro de dichas aves cayeron sobre el hielo. Iba Bisby a precipitarse sobre ellas, cuando se detuvo bruscamente gritando:

—¡Huyamos! ¡He oído rugidos de leones!

CAPÍTULO XVI. LA PARTIDA PARA EL POLO

Olvidándose del principal componente de la cena, Bisby apeló a una precipitada fuga, tratando de escalar los hielos del fiord; pero no le siguió ninguno de sus compañeros: al contrario, se reían de él a mandíbula batiente, sin pensar en cargar de nuevo las armas para defenderse. Viendo el negociante que no se movían, y creyendo que no le habían comprendido, volvió a detenerse, gritando:

—¡Huid, desgraciados! ¡He oído rugir a los leones!

Una risotada general fue la respuesta que obtuvo.

—¿Reís? —preguntó admirado.

—¡Sí, y tendremos risa para veinticuatro horas, explorador asustadizo! —contestó Wilkye—. ¿Imagina que se halla en el desierto de Sahara?

—Pero ¿no oyen los rugidos?

—Sí, Bisby; y os diré que nos prometemos una cosa mejor que la que hemos cazado. ¿Le agradaría una fritura de hígado y de sesos?

—¿De león?

—Sí; pero de león marino, o, si le parece mejor, de foca.

—Pero ¿rugen como los leones las focas de este país?

—Si, Bisby; mas no son peligrosas, y se las puede matar a palos.

—¡Entonces a ellas!

—Enseguida, o se escaparán.

—Pero ¿dónde están?

—Detrás de aquella costa, si no me equivoco. Vamos a su encuentro, y tratemos de impedirles que se zambullan en el mar.

Bajaron por los hielos del fiord, llegaron a la costa, y se dirigieron en silencio, aunque rápidamente, hacia una cadena de rocas, cuya cima había perdido ya su manto invernal.

A un centenar de metros de distancia llegó a ellos un hedor insoportable que inficionaba la atmósfera.

—Detrás de esas rocas debe de haber un verdadero rookories —dijo Wilkye deteniéndose.

—¿Y qué es eso? —preguntó Bisby.

—Quiero decir que allí hay un campamento de focas. De seguro veremos centenares de esos animales.

—¡Las mataremos a todas! —dijo el negociante.

—Con dos nos contentaremos. Lo demás sería una matanza inútil.

—¡Ya las veo! —exclamó Peruschi, que les precedía—. ¡Eso es la fortuna de un cazador o de un ballenero!

Wilkye, Bisby y Blunt llegaron hasta donde estaba su compañero, y miraron hacia el lado de las rocas.

Había allí un verdadero campamento de focas, pertenecientes a la especie de las otarias jubatas, o leones marinos. Se componía de quinientos o seiscientos anfibios diseminados por la playa, que descendía dulcemente hasta el mar. Muchos de ellos permanecían reunidos como en familias de quince a veinte individuos, y otros aislados.

La otaria jubata se diferencia de la foca de los mares árticos, y forma una especie transitoria entre los mamíferos carnívoros y el tipo ordinario de la foca propiamente dicha. Los machos son mayores, pues pasan de dos metros de longitud, tienen el feroz aspecto de los leones, pues les rodea el cuello una crin hirsuta; tienen los ojos grandes, pequeñas orejas cónicas y largos bigotes caídos. Oyéndolos rugir, producen cierta impresión de miedo; pero en realidad tales anfibios son tímidos, se defienden raras veces y sucumben fácilmente.

Las hembras, desprovistas de crin, tienen aspecto menos formidable, y mientras los primeros poseen un pelambre amarillento rojizo, ellas lo tienen más oscuro y escaso.

En esta clase de focas es notabilísima la elasticidad de su cuerpo, que les permite adoptar las posturas más extrañas. En efecto; mientras algunos de aquellos anfibios permanecían recostados de modo que parecían sacos medio vacíos, otros alargaban de tal forma el cuello que llegaban a alcanzar cuatro metros de largo, o sea el doble de su tamaño ordinario.

Aquellos animales, ignorantes del peligro que los amenazaba, dormitaban junto al mar, o recorrían los campos de hielo empinándose sobre sus aletas, mientras las hembras lactaban a sus hijuelos jugueteando con ellos y acariciándolos amorosamente.

Junto a las focas, apoyadas en las piedras, había muchísimas aves marinas, que se nutren exclusivamente del estiércol de aquellos anfibios, disputándoselo encarnizadamente.

—¡Cuántos animales! —exclamó Bisby—. ¡Si pudiéramos cogerlos todos!

—A los primeros disparos se apresurarán a lanzarse al mar —dijo Wilkye.

—¿Y es comestible su carne?

—Es demasiado aceitosa y con sabor a rancio, glotón —le contestó Wilkye—. Como le he dicho, el hígado y los sesos son excelentes.

—¡Pues, entonces, comencemos el fuego!

Los cazadores apuntaron a las más cercanas y dispararon sus armas. Tres focas heridas por las balas cayeron sobre el banco; pero las otras, espantadas de las detonaciones que hasta entonces no habían oído, se apresuraron con desesperados esfuerzo en llegar al borde del bloque de hielo y a zambullirse en el mar. Las hembras sobre todo corrían con rapidez verdaderamente extraordinaria en anfibios tan pesados y de defectuosa conformación, llevando a sus hijuelos apretados contra el seno, para lo cual se servían de una de sus aletas.

En pocos instantes desaparecieron todas bajo el agua, y no volvieron a aparecer sino a una gran distancia, en dirección a un campo de hielo que la corriente arrastraba al Norte.

Wilkye y sus compañeros llegaron al sitio donde yacían las heridas. Las tres recibieron las balas en la cabeza y se movían aún, intentando una de ellas acercarse al borde del banco para escapar. Bisby, que se preocupaba de la cena, le dio el golpe de gracia con la culata del fusil.

—Volvamos a la cabaña —dijo Wilkye— y mandaremos a los marineros para que las recojan.

—¿No se las comerán mientras tanto los animales?

—¿Cuáles? Ya le he dicho que en este continente no se han visto nunca osos ni lobos.

—Podrían aparecer ahora, Wilkye.

—Deseche ese temor. Nadie le tocará la cena.

Se pusieron en camino costeando los bancos de hielo, y de cuando en cuando dispararon contra las aves marinas, que revoloteaban por la orilla. A las siete de la noche llegaron a la cabaña.

Los marineros, que habían llevado la chalupa hasta la costa y aprovechado el tiempo para ponerlo todo en orden en el interior de la casa, fueron enviados por las focas, y una hora después el cocinero se puso ante la estufa a preparar la cena, que fue elogiadísima por todos. El hígado y los sesos de las focas, inteligentemente preparados por Bisby, no podían estar más exquisitos, y todos hicieron honor a la fritura.

A la siguiente mañana, bien temprano, los americanos estaban en pie. Wilkye y sus dos compañeros habían anunciado su partida para el Polo Austral.

Abiertas las grandes cajas que contenían las piezas del velocípedo, todos se pusieron a la obra para ayudar al jefe de la expedición.

Aquel velocípedo, ideado por Wilkye y construido por un hábil mecánico de Baltimore, era una verdadera maravilla. Se componía de ocho ruedas, dos de ellas mayores y más sólidas, y las otras más pequeñas e iguales unas a otras, acopladas de dos en dos, de modo que en caso preciso pudiera transformarse aquella máquina en tres bicicletas, prescindiendo para ello de las ruedas mayores. Todo estaba provisto de engranajes, cadenas y demás piezas necesarias. Construido el velocípedo con acero de una resistencia extraordinaria, recubierto de una piel ligera y fuerte para que el contacto con el metal no produjera a los velocipedistas quemaduras en las manos, pues ya se sabe que con el frío del Polo los metales queman al que los toca, las ruedas estaban provistas de una envoltura de goma vulcanizada; y para colmo de precauciones, a fin de evitar que patinasen o resbalaran por los hielos, ligeramente dentadas.

Ante aquel velocípedo iba el motor, o sea una pequeña caldera, con los accesorios indispensables para desarrollar un caballo de fuerza. Dos árboles, provistos de engranajes y de cadenas, se unían a las ruedas anteriores, que, como hemos dicho, eran más sólidas y gruesas que las otras.

Previendo la dificultad de hallar en aquellas regiones el agua precisa para la generación del vapor, Wilkye había hecho adaptar, junto a la caldera, un recipiente destinado a contener la nieve o el hielo para fundirlo.

Tres asientos, dispuestos uno detrás de otro, debían ser ocupados por los viajeros, mientras una especie de cajón de dos metros en cuadro estaba destinado a las provisiones, las mantas, los vestidos, las municiones y el petróleo necesario para el motor.

—¿Le satisface? —preguntó Wilkye, después de explicar el funcionamiento de su velocípedo.

—¡Es maravilloso! —exclamaron Peruschi y Blunt.

—¡Sorprendente! —exclamó Bisby—. Me parece, sin embargo, que no podrán llevar muchas provisiones.

—Lo he calculado todo —dijo Wilkye—, y llevaré víveres para cuarenta días.

—Entonces, no podrá cargar una gran provisión de petróleo.

—Me bastarán cien litros, Bisby, porque las pruebas que hice me demostraron que diez litros son suficientes para una marcha de cien millas.

—¿Y si se prolongara el viaje?

—Dejaremos la máquina y recurriremos a las bicicletas. Basta adaptar a las ruedas el piñón y la silla.

—Pero entonces no podrá cargar ningún peso.

—Si es preciso, lo abandonaremos todo, las cubiertas, la tienda y hasta las armas, a fin de llevar cada uno cincuenta o sesenta kilos de víveres. Aun sin la máquina de vapor, por las pruebas que hemos hecho, resulta que podremos recorrer por término medio cien millas al día.

—Pero si les sorprende el invierno, ¿cómo podrán caminar por en medio de la nieve?

—Estamos a principios del estío, y espero estar de vuelta antes de que concluya. ¿Cree que emplearemos tres meses en recorrer tres mil millas?

—¡Uf! —murmuró el negociante, moviendo la cabeza—. ¡Tengo siniestros presentimientos, Wilkye!

—Y yo ninguno, Bisby. Estoy seguro, convencido, de triunfar de todos los obstáculos y de desplegar la bandera de la Unión en el Polo Austral.

—Os lo deseo de corazón, amigo mío.

—Pues preparémoslo todo.

Hizo abrir una caja de grandes dimensiones y de ella sacó gran cantidad de otras cajas más pequeñas, cuidadosamente numeradas, que examinó atentamente.

—Nuestros víveres —dijo—: galletas, pemmican, harina, bacalao, lomo salado, manteca, chocolate, café, etcétera; ciento veinte kilos.

—Pero ¿quieren ayunar? —preguntó Bisby.

—Contamos con la caza —respondió Wilkye—. Tres vestidos para mudamos, tres pares de zapatos, tres mantas, una tienda, dos cacerolas de hierro y otros utensilios: veinticinco kilos.

—¿Y no sufrirán frío? —preguntó Bisby.

—Volveremos antes de los grandes hielos; ya se lo he dicho. Tres fusiles, tres hachas, piezas de recambio para la máquina, pólvora, palas y otros pequeños objetos: treinta kilos.

—Total: ciento setenta y cinco kilos —dijo el negociante.

—Además, nuestro peso: ciento setenta y dos. Añadamos cien litros de petróleo, algunas botellas de gin y de whisky y otros objetos, y tendremos un peso de cuatrocientos cincuenta kilos, o sea el necesario para poder obtener en nuestro velocípedo una velocidad de treinta millas por hora. ¿Está cada cosa en su sitio?

—Todo, señor —respondieron los velocipedistas.

—¿Ha preparado el almuerzo, Bisby? Es un almuerzo de despedida, y debe procurar que sea bueno y abundante.

—Las cacerolas hierven de modo que parece que van a estallar. ¡Eh, pinche! ¿Falta mucho?

—Ya se puede servir, señor —respondió el marinero.

Aun en aquellas solemnes circunstancias, Bisby no olvidó su glotonería, y había dispuesto un almuerzo tan abundante, que Wilkye experimentó serias inquietudes respecto a la duración de las provisiones.

Aquel almuerzo, aunque delicioso, fue triste, faltando por completo la animación. Todos estaban conmovidos por la marcha de los exploradores a las misteriosas regiones del Sur, y temblaban ante la idea de que tal almuerzo fuera el último que hacían reunidos. Aun comiendo, pensaban en los peligros que debían afrontar en medio de los desolados campos de hielo del continente polar.

A los postres, Bisby, que a pesar de su emoción había devorado por seis, se levantó para brindar por el triunfo de la bandera de la Unión; pero la voz le faltó, y no pudo hacer otra cosa que arrojarse en los brazos del audaz explorador. Las lágrimas brillaban en los ojos del negociante.

—Vuelvan pronto —murmuró.

—Volveremos, Bisby —dijo Wilkye, que también estaba conmovido—, y si la Providencia nos ayuda, volveremos victoriosos —luego, poniéndose de pie, añadió—: ¡Partamos, amigos! ¡La fortuna es de los audaces!

La caldera había sido ya encendida y tenía la necesaria presión; el gran velocípedo parecía impaciente por lanzarse a través de los campos de hielo.

Wilkye y los dos velocipedistas abrazaron a Bisby, que lanzaba fuertes suspiros; después a los marineros, y enseguida ocuparon las sillas: Wilkye, delante, Blunt el segundo y Peruschi detrás.

—Adiós, amigos: o, mejor dicho, hasta la vista —dijo Wilkye—. Les recomiendo que economicen los víveres, si quieren evitar un desastre.

—Me alimentaré con carne de foca si es preciso —respondió Bisby, estrechando las manos de su amigo.

—Buen viaje y buena suerte, señores —dijeron los marineros.

Wilkye puso en movimiento la máquina, y el velocípedo emprendió la marcha, mientras los marineros y Bisby gritaban a una:

—¡Viva Wilkye! ¡Hurra por la bandera de la Unión!… ¡Hurra por el Polo Austral!…

CAPÍTULO XVII. EL DESIERTO DE NIEVE

Wilkye no se había equivocado acerca de las excelencias de su máquina para caminar deprisa y con seguridad plena hacia aquel misterioso Polo Austral que hasta entonces había opuesto su inmensa barrera de hielo a las audaces tentativas de tantos exploradores como habían intentado su descubrimiento con buques. Se podía decir casi con seguridad que él iba a resolver felizmente la secular cuestión acerca del mejor medio que podía emplearse para llegar a aquel punto, no visto todavía por ningún ser humano.

Si las tentativas con buques habían resultado infructuosas; si las expediciones pedestres habían terminado todas en verdaderos desastres, aquella máquina, ligera y fuerte, que corría por los inmensos campos de hielo con velocidad superior a la de los más ágiles animales o a la del más rápido steamer, era casi seguro que triunfaría plenamente, venciendo a la expedición inglesa, que sólo disponía de los medios ordinarios, del todo insuficientes en aquellas regiones del frío.

Cierto era que los exploradores americanos habían apenas comenzado el viaje y que les aguardaban graves peligros en el inmenso continente polar, donde podían experimentar tremendos contratiempos; mas por el momento tenían motivos para hallarse satisfechos y aun para confiar en el éxito de la expedición.

En efecto, el velocípedo funcionaba perfectamente y devoraba el camino sin dificultades, aunque se trataba de una cuesta bastante pronunciada.

Las gomas dentadas parecían pegarse a la pulimentada superficie de los hielos, y avanzaban con tal velocidad, que en pocos minutos los tres exploradores se encontraron en la cima de la colina.

Dirigieron desde allí las miradas a la costa, viendo a Bisby y a los seis marineros que, de pie ante la cabaña, les saludaban por última vez agitando las gorras.

—¡Adiós, amigos! —gritó Wilkye.

Un ¡hurra! formidable fue la respuesta; después, aquellos siete hombres desaparecieron. El velocípedo, superada la cima, bajaba por la vertiente opuesta, siguiendo el borde de un barranco cubierto de hielo y caminando hacia la inmensa llanura que se extendía al Sur hasta los pies de la lejana cadena de montañas descubierta el día anterior.

Los tres velocipedistas, sin abandonar los frenos para impedir cualquier peligroso accidente que perjudicara al motor, llegaron felizmente a la llanura, que brillaba como un espejo a los rayos del sol.

La temperatura no era tan baja como en la costa: oscilaba entre los tres y los cinco grados centígrados bajo cero, tendiendo a subir hasta el cero, y acá y allá se advertían las señales de un inminente deshielo.

Aquella llanura, o mejor dicho, aquel desierto de hielo, estaba en absoluto despoblado. No se veía en aquella blanca superficie la menor mancha oscura que indicase la presencia de focas o de cualquier otro animal. Sólo a cierta altura volaban algunos aenofsaura, repugnantes aves que al caer vomitan una cantidad de pestífero estiércol que inficiona el aire durante mucho tiempo.

—Y bien, amigos, ¿qué opináis de este viaje? —preguntó Wilkye a los velocipedistas.

—Que si no se nos interpone la desgracia, muy pronto veremos el Polo —contestó Peruschi.

—Y yo digo que nunca he viajado tan cómodamente —dijo Blunt—. ¡Un viaje de tres mil millas por los hielos! Eso es capaz de tentar a cualquiera, señor Wilkye.

—Lo creo, Blunt.

—Una cosa me mortifica —añadió Peruschi—. El reflejo del sol, que lastima la vista.

—Y que hasta puede producir peligrosas oftalmías; pero traigo conmigo un buen remedio: abrid las bolsas que cuelgan de vuestras sillas, y encontraréis buena provisión de gafas ahumadas.

—Es verdad —dijo Blunt, después de hacer lo que Wilkye indicó—. Pero veo aquí otros objetos: vasos y cubiertos de cuerno.

—Son necesarios, Blunt; el vidrio y el metal son peligrosos en las regiones polares.

—¿Y por qué?

—Porque cuando el frío llega a cuarenta o cincuenta grados bajo cero, no es posible acercar a la boca un vaso de cristal sin experimentar quemaduras en los labios, así como se queman los dedos al coger los cubiertos de metal; todos los exploradores lo han comprobado.

—¿Y dice que el frío puede llegar a cincuenta grados bajo cero? —preguntó Peruschi—. ¿Cómo puede resistir el hombre esa temperatura?

—¡Pues la resiste! —respondió Wilkye—. Los esquimales del Polo Ártico no parece que sufren mucho con ella.

—Los esquimales, bueno; pero ¿y nosotros?

—Todos los hombres, sean americanos o europeos, han demostrado que pueden resistir temperaturas excesivamente frías. Como ejemplo os citaré al capitán Bak, que en el fuerte de Rebanee, situado en la llanura de la América inglesa, soportó durante muchos días y sin sufrir demasiado una temperatura de cincuenta y seis grados bajo cero.

—¡Pues ya tendría frío!

—Los navegantes árticos soportan fríos aún mayores: Parry, Ross, Franklin, Mas Cluc, etc., afrontaron muchas veces temperaturas que bajaban de cincuenta y cinco grados bajo cero. La tripulación del Alert, que hizo la expedición de 1876 bajo el mando de Morkham, se vio rodeada de espantosas heladas, durante las cuales el termómetro marcó sesenta y un grados bajo cero. Los siberianos soportan también fríos intensos. Un viajero ruso observó que en Nicney-Enrinsk el termómetro señaló varias veces sesenta y dos grados, cinco centígrados.

—¿Y han encontrado tan tremendos fríos los exploradores de este continente?

—Tremendos, Peruschi; mayores aún que en el Polo Austral, pues mientras los exploradores del Norte avanzaron con sus buques hasta el ochenta y dos grado paralelo, los australes no pudieron pasar el setenta y ocho grado, nueve y treinta centígrados a causa de los hielos y del frío.

—Pues hasta ahora nosotros resistimos muy bien.

—Es cierto, pero dentro de pocas semanas puede sobrevenir un brusco cambio de tiempo y caernos encima una helada insoportable.

—Pues yo supongo que, aunque se puedan soportar tales fríos, no se debe de vivir muy bien al sufrirlos.

—La existencia se hace dura, casi imposible, amigo mío. A los cuarenta y cinco grados, los hombres de más fuerte temple decaen, y sus facultades quedan como aniquiladas; su mirada se hace vidriosa y torva, la energía se extingue. Hay precisión de moverse continuamente y de hacer un ejercicio violento para no helarse, y respirar con precaución para no experimentar fuertes dolores. A los cincuenta grados, la respiración se cristaliza y cae a tierra en forma de sutiles agujas, que producen al chocar con el suelo un ruido semejante al que causarla una tela de seda al desgarrarse; los vestidos se endurecen y se hacen quebradizos, formando una masa helada; las pipas no pueden funcionar, porque el humo se convierte en la boca en un pedazo de hielo; los metales no pueden ser tocados, porque queman como si estuvieran incandescentes; se hace preciso romper a hachazos el pan y la carne; la madera se vuelve dura como el hueso; el whisky se hiela, y es preciso tomarlo a bocados; el ron se condensa y parece espeso como la melaza, y se hielan el petróleo, el vino y el vinagre, el aguardiente y ¡hasta el mercurio!

—¡Basta, señor! —exclamó Peruschi—. Sólo de escucharle, me he quedado helado. ¿Qué será de nosotros si el invierno nos sorprende antes de haber terminado el viaje?

—Confiemos en volver a la cabaña antes de que llegue el invierno —dijo Wilkye—. El estío ha comenzado apenas, y tendremos tiempo para regresar.

—Pero ¿es verdad, señor, que en el Polo hace menos frío que en las regiones próximas? —preguntó Blunt.

—Así se dice. En diferentes épocas, han asegurado los navegantes que encontraron cerca del Polo Norte un mar perfectamente libre del lado de allá de las barreras de los hielos, y lo mismo se ha observado en el Polo Austral. El americano Mowel afirma haber descubierto en 1820 el mar libre a los setenta grados, catorce centígrados de latitud; pero yo no creo ni a los unos ni a los otros, aunque muchos sabios han dado fe a tal afirmación.

—¿Y por qué no lo cree, señor?

—Porque estoy seguro de que el sol no tiene fuerza para fundir los hielos del Polo, cuando deja intactos los del Círculo polar. El frío intenso que reina en las dos extremidades de la Tierra no reconoce otra causa que el enfriamiento de nuestro Globo. El frío, pues, no debe de ser en el Polo menor del que reina en el Círculo polar. ¿Queréis una prueba clara? Desde hace seiscientos años los hielos han ido aumentando y haciendo cada vez más difíciles las exploraciones polares. En otro tiempo en el Labrador, que entonces se llamaba Vinland o Tierra del Vino, los escotodaneses cultivaban la vid, y hoy aquella tierra está gran parte del año cubierta de nieves y de hielos; hace cuatrocientos años, Islandia era asequible en la estación invernal, mientras ahora la rodean enormes bloques de hielo. ¿De qué puede originarse esta creciente invasión de hielos? Sólo del enfriamiento de la Tierra, que avanza gradualmente hacia el ecuador.

—¿Llegará, pues, un día en que nuestro planeta se enfríe completamente y resulte inhabitable?

—¡Sin duda!

—Será una lucha espantosa la que emprenderá la Humanidad contra el avance de los hielos.

—Sí, pero transcurrirán antes millares de años, y ni nosotros ni nuestros nietos tomarán parte en esa lucha. Sería preciso…

—¿Qué, señor Wilkye?

—¡Alto! —exclamó el americano—. El camino está cortado ante nosotros.

—¿Por un río? —preguntaron los velocipedistas.

—No, por una grieta —respondió Wilkye, deteniendo el velocípedo.

Se apearon los tres y avanzaron hacia una profunda cortadura que medía cincuenta metros de ancho y se extendía del Noroeste al Sureste en un espacio inmenso. En el fondo se veía una superficie lisa, interrumpida acá y allá por ligeras ondulaciones que parecían producidas por el agua.

—¿Un río? —repitió Peruschi.

—¡Será tal vez un brazo de mar! —murmuró Wilkye, que se había quedado pensativo.

—¿Un brazo de mar aquí? Estamos ya a ochenta millas de la costa.

—Pues yo sospecho que esto es el Estrecho de Bismarck. Como quiera que sea, nos cierra el paso y hace muy crítica nuestra situación.

—Trataremos de costearlo —dijo Blunt—. El descenso es imposible por estas paredes cortadas a pico.

—¿Y sabemos hasta dónde se prolongará? Puede llegar hasta el mar y cortar la costa en que se halla nuestra cabaña. Nadie ha explorado el interior de estas tierras.

—Busquemos una pared menos vertical —dijo Peruschi.

—Intentémoslo.

—Pero ¿nos sostendrá el hielo?

—La fuerza del hielo es prodigiosa —respondió Wilkye—. Una costra de dos pulgadas de espesor soporta a un hombre sin romperse; de tres y media, el peso de un caballo y un jinete; de cinco, una pieza de artillería; de ocho, un furgón cargado, y de un pie, regimientos enteros. Vamos a buscar un paso.

El velocípedo emprendió la marcha costeando el canal con una rapidez de veinticinco millas por hora, pues el hielo estaba perfectamente liso.

A las cuatro de la tarde, después de haber recorrido sesenta millas, los exploradores descubrieron un borde que bajaba suavemente hasta el canal. Hicieron funcionar los frenos; la máquina bajó, o, mejor dicho, resbaló por la pendiente, y llegó a la superficie del estrecho.

Un agudo crujido advirtió bien pronto a los exploradores que aquel hielo, semifundido por una corriente tibia y calentada por los rayos del sol, amenazaba ceder.

—¡Quietos! —dijo Wilkye precipitadamente—. Si el hielo se rompe, estamos perdidos.

Se apearon a toda prisa de la máquina y retrocedieron hacia la orilla, temiendo que de un momento a otro se abriera un abismo bajo sus pies.

Una sorda exclamación se le escapó a Wilkye.

—¡Maldición! —dijo—. Se diría que el Polo es absolutamente inaccesible a los hombres, y que lo defiende un poder misterioso, pero…

Se interrumpió bruscamente, inclinándose hacia la superficie helada. Bajo aquella costra se oía un sordo rumor, como si pasara por allí una rápida corriente de agua.

—¡Comprendo! —dijo—. Bajo estos hielos hay un espacio vacío.

—¿Por qué, señor? —preguntó Peruschi.

—Este ruido me indica que el agua está más baja y que corre libremente.

—¿El hielo está, pues, en el aire?

—Sí.

—¿Y podrá sostenemos?

—Sí; si pasamos uno a uno.

—¿Hay que intentar el paso?

—Sí; pero ¿quién se atreverá?

—Yo, señor.

—¿Ignoras que si el hielo cede caerás en el canal?

—Nado perfectamente.

—Pero la corriente puede llevarte lejos.

—Me agarraré al borde del hielo.

—Y te caerás.

—¿Y quién le asegura que el hielo cederá? Creo que con el espesor que tiene me puede sostener.

—¿Y si se rompe?

—No hemos venido aquí a pasearnos, sino a afrontar los peligros del Polo —dijo Peruschi con voz grave—. Antes que retroceder y perder un tiempo precioso quiero intentar el paso.

—Yo lo intentaré antes.

—¡Nunca! Usted es el jefe de la expedición, y le toca ser el último en pasar.

—¡Yo seré el primero! —dijo Blunt.

—Tú eres el más pesado de todos —objetó Peruschi—. Retiren la máquina. Voy a probar suerte.

El valiente joven, para estar más desembarazado, se despojó del chaquetón de piel de foca y se aventuró audazmente por el hielo que se elevaba en el centro, formando una especie de bóveda muy amplia.

—Vigila atento, Peruschi —dijo Wilkye.

—No tema, señor —respondió el joven.

El hielo, aunque no descansaba sobre el agua, parecía ofrecer una fuerte resistencia, pues habían cesado los crujidos bajo los pasos del velocipedista, el cual, animado con aquel primer éxito, procedía sin miedo alguno. Estaba ya casi en medio cuando oyó de pronto una fuerte crepitación, viéndose que en la superficie se dibujaban líneas blancas.

El joven se detuvo de pronto y, a pesar de su audacia, se puso pálido, mientras dos gritos de terror salían de los labios de sus compañeros, que aguardaban temblando el resultado de la audaz tentativa.

—¡No te muevas! —gritó Wilkye.

Apenas habla pronunciado aquellas palabras, el hielo se rompió con gran ruido, formando un hoyo semicircular del tamaño de la escotilla mayor de un buque.

El velocipedista, que no tuvo tiempo ni de dar un grito, desapareció bajo la bóveda helada, oyéndose una zambullida.

CAPÍTULO XVIII. EL DESHIELO

Al verlo caer en el canal, Wilkye y Blunt, sin pensar en el peligro, echaron a correr con la esperanza de socorrerle; pero tuvieron que detenerse, porque ante ellos se abrió otra brecha, amenazando tragarles.

Desesperados, angustiados, se pusieron a correr por la orilla, gritando:

—¡Peruschi! ¡Peruschi!

Su compañero no respondía; sólo oían las aguas mugir sordamente, como si tropezaran contra algún obstáculo. Parecía como si bajo aquella bóveda corriera un río impetuoso.

—¡Peruschi! —repitió Wilkye, que parecía loco de dolor—. ¡En nombre de Dios, responde, o…!

—¡Silencio, señor! —exclamó Blunt, agarrándole fuertemente por un brazo.

—¿Qué has oído?

—Su voz. ¡Silencio, señor!

Ambos se detuvieron a poca distancia de la hendidura, y escucharon con gran atención.

Poco después, bajo la bóveda, pero bastante lejos, se oyó una voz que gritaba claramente:

—¡Aquí estoy!

—¡Peruschi! —llamó Wilkye.

—¡Estoy vivo, señor! —gritó el velocipedista.

—¿Dónde estás?

—Bajo la bóveda.

—¿Herido?

—No, pero muy quebrantado.

—¿Nadas?

—No; estoy agarrado a unas rocas.

—Mantente firme, que ya llegamos.

La voz del velocipedista venía de lejos; sin duda la corriente lo había arrastrado algunos metros. Wilkye y Blunt corrieron a lo largo de la orilla, que flanqueaba una muralla cortada casi a pico.

—¡Peruschi! —gritó Wilkye deteniéndose.

La voz del velocipedista se dejó oír distintamente bajo la costra del hielo.

—¡Aquí estoy, señor!

—¿Bajo nosotros?

—Lo supongo.

—¿Corres peligro?

—Por ahora, no; pero si no se apresuran pereceré helado.

—Rompamos el hielo, Blunt —dijo Wilkye.

Cogieron los fusiles por el cañón y, sirviéndose de ellos a guisa de maza, rompieron el hielo alrededor de la orilla, haciendo una abertura de muchos metros de largo. Miraron por ella y vieron a su compañero agarrado a unas rocas y sumergido hasta medio cuerpo. En torno suyo, el agua, que parecía bajar por una pendiente, mugía con rabia, tratando de arrastrarle.

—Gracias, señor Wilkye —dijo Peruschi con voz balbuciente—. Temía no verle más.

—¿Es profundo el río? —preguntó Wilkye.

—Es un verdadero brazo de mar, señor, porque el agua está salada. Sin embargo, corre como un río.

—¿Puedes salir?

—¡Imposible! La pared de la orilla está cortada a pico, y tiene lo menos seis metros de altura. Además, estoy tan aterido, que no puedo utilizar los brazos ni las piernas.

—¿Podrás resistir algunos minutos?

—Creo que sí.

—Blunt, corre y trae cuerdas. Están en la caja.

El velocipedista partió como un rayo, y poco después volvía con una cuerda de muchos metros de largo. Wilkye hizo un nudo y arrojó un extremo al náufrago, que se aferró a él con fuerza sobrehumana.

—Aprieta bien —dijo Wilkye.

—No la suelto, señor.

—¡Iza!

Ayudado por Blunt, que estaba dotado de fuerzas hercúleas, tiraron de la cuerda, levantando al joven, que se agarraba a ella con la energía de la desesperación. En pocos instantes llegó al borde superior y cayó en los brazos de sus compañeros. El desgraciado estaba en tal situación de decaimiento, que no se podía tener de pie. Sus vestidos, poco antes empapados en agua, se habían helado instantáneamente y endurecido hasta formar una sola masa.

—¡Pronto, a la máquina! —dijo Wilkye.

Entre él y Blunt lo transportaron al lado del velocípedo; sacaron una de las cubiertas de piel de oso que debían de servirles de lecho, y envolvieron en ella a Peruschi, después de arrancarle los helados vestidos.

—Arma la tienda y acamparemos aquí —dijo a Blunt—. Entretanto, dame un puñado de lana empapado de whisky.

—Tenga —respondió Blunt, obedeciéndole.

Wilkye se puso a frotar enérgicamente los entumecidos miembros de Peruschi, y cuando logró restablecer la circulación de la sangre le envolvió en una manta de lana calentada junto al motor, y después en la piel de oso.

—Ahora un buen sorbo de whisky —le dijo—. Eso te calentará.

—Gracias, señor —respondió el velocipedista—. Empiezo a sentirme mejor.

—Mañana estarás en disposición de partir.

Entretanto Blunt, que trabajaba por dos, armaba la tienda de fieltro, forrada en el interior de piel de foca, y para caldear el ambiente, colocó el velocípedo al lado de Peruschi, pues la máquina estaba encendida aún.

—Prepara un té hirviendo —dijo Wilkye—. Después te cuidarás de la cena.

—No hay necesidad, señor Wilkye —dijo Peruschi—. Bajo la bóveda de hielo reinaba un frío agudísimo; pero aquí estoy muy bien, y más dispuesto estoy a cenar que a beber té.

—Experimentarías una terrible emoción al sentirte caer en el vacío, mi pobre amigo.

—Algo, lo confieso; pero me consuelo pensando en que con mi caída he evitado un desastre. Si la bóveda llega a ceder al peso de la máquina, ¿qué hubiera sido de nosotros?

—Es verdad, Peruschi. ¿Y estaba salada el agua de aquella corriente?

—Era agua del mar, señor.

—Entonces debemos encontrarnos sobre una isla. ¿Cómo atravesaremos este canal?

—En otro sitio puede ser más grueso el hielo —dijo Blunt.

—Lo veremos —dijo Wilkye.

—Dígame, señor —preguntó Peruschi—. ¿Por qué motivo han bajado las aguas dejando un espacio entre la superficie y el hielo?

—Sin duda porque existe un gran desnivel entre la entrada del canal y la salida, producido, sin duda, por la acumulación de hielo. En algún sitio los hielos han cedido, dejando salida a las aguas, que se apresuraron a retirarse. Y ahora comamos esta sopa de pemmican, y apresurémonos a acostarnos. Mañana buscaremos el paso.

Cenaron con gran apetito, bebieron un vaso de whisky, y luego se envolvieron en sus pesadas mantas, teniendo la precaución de acostarse cerca de la máquina, que esparcía por la tienda un benéfico calor.

La noche (noche, por decirlo así, pues el sol se ponía sólo durante una hora) transcurrió tranquilamente; y así debía ser, pues en aquella región no hay animales feroces.

Al día siguiente, hacia las siete, los exploradores volvían a montar en el velocípedo para buscar un paso a través de aquel estrecho que parecía prolongarse indefinidamente.

Sus pesquisas tuvieron un feliz resultado, pues a las nueve, después de haber recorrido cerca de sesenta millas al Sureste, se encontraron ante una enorme masa de hielo que habla caído a través de aquel brazo de mar, formando un verdadero puente.

Después de no pocas dificultades lograron atravesarlo y llegaron a la orilla opuesta, lanzando el velocípedo por la interminable llanura del Sur, que se perdía a lo lejos con ligeras ondulaciones.

Un silencio absoluto, que producía penosa impresión, reinaba entre aquellos hielos y nieves no pisadas hasta entonces por ningún explorador. Ni un ave atravesaba el espacio, ni una planta crecía en ninguna parte; era aquello el desierto polar, que el sol en vano intentaba hacer menos triste.

Hasta los hielos habían dejado de crujir, como si temieran turbar el silencio helado en aquellas regiones desoladas e inhabitables.

Los intrépidos exploradores no vacilaban un solo momento, y se dejaban conducir por el velocípedo a las misteriosas regiones del Sur, devorando el camino con creciente velocidad.

A mediodía, según los cálculos de Wilkye, estaban a trescientas millas de la choza. Hicieron un breve descanso para despachar una modesta comida, y después volvieron a emprender la marcha, dirigiéndose hacia la cadena de montañas que se dibujaban hacia el Sur.

El frío se mantenía constante, aunque el sol dejaba de brillar apenas una hora. El termómetro oscilaba entre los -5° y -7°, pero sin tendencia a descender.

El estío en aquellas regiones debía de ser muy corto, y durante él no se deshelaba por completo el continente polar.

A las nueve de la noche los exploradores se detuvieron y armaron la tienda al pie de una alta roca que se elevaba solitaria en medio de la inmensa llanura. Por primera vez vieron entonces algunas aves, que habían hecho su nido en las quebraduras de aquella roca.

Eran micrapterus cinerus, volátiles del tamaño de los pingüinos, que pesan siete u ocho kilos, y que tienen el plumaje gris en la espalda y blanco amarillento en la pechuga. Sus ojos tienen un aspecto raro, rodeados de un círculo blanco, y sus patas son de color anaranjado con escamas negras. Estos gruesos volátiles, los machos especialmente, despiden un olor desagradable, su carne es aceitosa y con sabor a rancio, y se mantienen exclusivamente de peces.

Wilkye no pudo contener su sorpresa al ver allí aquellas aves, que nunca se alejan del mar.

—¿Habrá otro canal en estas cercanías? —preguntó.

—Por aquí no se ve ninguno —dijo Peruschi.

—Tal vez se tratará de un lago —manifestó Blunt.

—Es probable —dijo Wilkye—; pero debería estar helado, y no comprendo, en tal caso, como pueden pescar estas aves. Mañana saldremos de dudas.

Aquella segunda noche, pasada en medio de los hielos del continente, transcurrió también sin novedad. La superficie helada tembló casi sin interrupción, y se abrieron acá y allá cortaduras.

El 4 de diciembre, los exploradores continuaron su marcha, siguiendo el 68° meridiano. La llanura no les permitía mucha velocidad, porque el hielo se había roto en muchas partes bajo la influencia del calor solar y producido hendeduras anchas y profundas, que les obligaba a dar largos rodeos.

El deshielo, que pocos días antes parecía que no iba a comenzar hasta mucho después, fundía los bloques a ojos vistas. El sol, como si de pronto hubiera adquirido mayor calor, templaba con sus rayos la llanura, que se iba despojando a toda prisa de su traje invernal.

Una densa niebla, producida por la humedad, se espesaba por diferentes sitios, deshaciéndose en verdadera lluvia, que empapaba a los viajeros. Wilkye, que temía encontrar bajo aquella costra de hielo un terreno desigual y poco adecuado para la marcha de su máquina, trataba de apresurar la velocidad para llegar al Polo antes de que terminara el deshielo.

Los bloques caían derrumbados con sordas detonaciones y se licuaban enseguida, formando por todas partes torrentes y estanques, en los que la máquina corría el peligro de caer.

Wilkye comenzaba a estar inquieto. No había previsto aquellos obstáculos, que amenazaban prolongar indefinidamente su viaje al Polo. No era la falta de víveres lo que le preocupaba, mucho más sabiendo que el deshielo atraía hacia aquellos lugares a las aves marinas y a las focas; era la provisión de petróleo lo que le traía inquieto, pues disminuía rápidamente y no debía de tardar en acabarse si se prolongaba aquella marcha.

Cierto es que podía convertir la máquina en tres bicicletas; pero se hubiera visto obligado a emplear triple o cuádruple tiempo, y a la vuelta podían sorprenderle las primeras heladas y nieves.

En los cuatro días siguientes no aumentó la velocidad de la marcha. Los obstáculos crecían siempre, obligándoles a detenerse a cada instante para transportar la máquina al otro lado de alguna grieta o a costear por ella alargando el camino.

El 10 de diciembre, poco después de mediodía, llegaban al pie de la cadena de montañas que habían divisado muchos días antes, y a las que bautizaron con el nombre de montañas de Baltimore. Desde su partida de la cabaña habían recorrido cuatrocientas sesenta millas, consumiendo tres cuartas partes de la provisión de petróleo y una tercera de la de víveres, y les faltaba aún para llegar al Polo Austral cerca de mil millas, pues sólo habían logrado alcanzar el 73° de latitud.

CAPÍTULO XIX. LA ÚLTIMA GOTA DE PETRÓLEO

Aquella cadena que cortaba la inmensa llanura del Sureste al Noroeste, siguiendo el 73° de latitud, formaba una barrera gigantesca que parecía insuperable para los exploradores polares. Era un amontonamiento enorme de montañas cubiertas de nieve y de hielo, que alzaban sus picos en forma de conos y de pirámides a varios miles de pies de altura, separados unos de otros por valles profundos cerrados por paredes que parecían cortadas a pico.

En el centro un cono colosal, revestido de hielo desde la base a la cima, elevaba su punta a siete u ocho mil pies de altura, y por sus flancos, transformados en torrentes, no cesaban de rodar bloques hasta la llanura, produciendo con su continuo chocar sordos ruidos. Algunos de aquellos icebergs pesaban millares de toneladas y rebotaban acá y allá arrastrando otras masas de menor tamaño.

—¿Hasta dónde se prolongará esta cadena? —se preguntó Wilkye lanzando investigadoras miradas hacia aquellos montes—. ¿Encontraremos un paso? ¿Nos veremos obligados a retroceder vencidos por los obstáculos de esta maldita región?

—¡Estamos dispuestos a intentarlo todo! —dijeron los dos velocipedistas.

—Lo sé, amigos míos; pero no os ocultaré que nuestra situación va a ser muy crítica. Henos aquí, a mil millas del Polo, con víveres sólo para tres semanas y con la provisión de petróleo casi exhausta. Es cierto que estamos bien dentro de este continente; pero no basta con eso, aunque tengo la convicción de haber precedido en muchos grados a mi rival.

—¿Han adelantado otros exploradores más que nosotros? —preguntó Peruschi.

—Sí, pues Weddel traspasó el setenta y cuatro grado de latitud y Moss llegó al setenta y cinco grado, cuatro centígrados.

—Pues es preciso que los adelantemos, señor.

—Y sin perder tiempo, amigos. Estoy muy inquieto por nuestra situación y por los amigos que hemos dejado en la costa.

—¿Qué teme por ellos?

—Que, si tardamos en volver, se embarquen en la Estrella Polar.

—Bisby no nos abandonará, señor.

—Él, no; pero ¿y los otros? Además, ¿qué queréis que haga aquel hombre que no sabe más que comer?

—Pero ¿confía en que vuelva el señor Linderman?

—Con su buque no podrá entrar en este continente, que parece formar una sola masa. Esta inmensa cadena de montañas demuestra que estas tierras no son islas agrupadas alrededor del Polo.

—Pronto lo sabremos con seguridad —dijo Blunt.

—No estamos aún en el Polo, amigo.

—Pero llegaremos, señor Wilkye —manifestó Peruschi.

—¿Y estos montes?

—Los superaremos, aunque tengamos que llevar los velocípedos cargados a la espalda.

—Sí, señor Wilkye —dijo Blunt.

—Gracias, compañeros. Intentaremos la empresa. Veo allí un valle que creo que sube tortuosamente hasta aquella mole de hielo, la cual no me parece muy empinada. Tal vez podamos llegar a la cima.

—Lo intentaremos, señor —dijeron los dos velocipedistas.

Subieron a la máquina y emprendieron la marcha hacia el Sureste en dirección del cono colosal, llamado por ellos monte Bisby, junto al cual se hallaba el valle visto por Wilkye.

Allí se abría, en efecto, una profunda cortadura que parecía producida por alguna tremenda convulsión volcánica, y que subía hacia las mesetas superiores del cono, cortando dos inmensos bloques de hielo. El velocípedo, que llevaba una marcha de veinte millas por hora, entró en el valle, que estaba sembrado acá y allá por grandes bloques de hielo, pero que ofrecía anchos espacios libres, por los cuales pasaba perfectamente la máquina.

Aunque la pendiente era algo violenta, las ruedas no resbalaban, pues ya hemos dicho que estaban dentadas, y subían rápidamente, llevando a la altura a los exploradores. Bien pronto, sin embargo, comenzaron los obstáculos. Los hielos caídos allí desde los picos más altos, o arrancados de los cercanos icebergs, eran cada vez más abundantes, y obligaban a Wilkye y a sus compañeros a bajar del velocípedo para abrirle a este el camino.

Aquellas frecuentes detenciones hacían perder a los exploradores un tiempo precioso, y veían con inquietud que disminuía la ya escasa provisión de petróleo y que se acercaba el momento en que se verían obligados a dividir en tres bicicletas el magnífico velocípedo, prodigio de mecánica.

Por la noche sólo habían logrado adelantar cuatro millas, y eso a costa de grandes trabajos. Acamparon en un flanco de la montaña, sobre una especie de plataforma, que les permitió armar la tienda, y, después de una ligera cena, se quedaron dormidos, bien envueltos en sus mantas de pieles, pues allí el frío era agudo como hojas de puñales.

Toda la noche estuvieron crujiendo sin cesar los hielos vecinos, despertando el ruido muchas veces a Wilkye, que temía que desde lo alto cayera sobre ellos alguna mole de hielo.

La mañana siguiente volvieron a emprender con grandes trabajos la ascensión. Para economizar petróleo, habían apagado el motor y empujaban ante ellos al velocípedo, que les servía más de estorbo que de utilidad en aquella áspera cuesta, que cada vez se hacía más difícil y escabrosa.

Sus esfuerzos les producían sólo escasos resultados. Los obstáculos aumentaban a cada paso; la pendiente se hacía más violenta; las masas de hielo se amontonaban por todas parcos, obligándoles a abrirse camino con las hachas, y el frío se hacía tan intenso que entumecía sus miembros.

Hasta la noche del 18 de diciembre, después de ocho días de increíbles esfuerzos, no pudieron llegar a la cima de aquella cadena, después de haber afrontado cien veces el peligro de caer en los abismos o de ser aplastados por los bloques que rodaban de lo alto.

Desde allí, a cinco mil pies de altura, la vista se esparcía por una inmensa extensión de aquella región del hielo y la nieve. A derecha e izquierda se veían dos enormes yacimientos de hielos, verdaderos ríos helados, que se movían con dirección al Nordeste, brillando bajo los rayos del sol y crujiendo sordamente casi sin interrupción. Al Norte se extendía la gran llanura que los exploradores habían recorrido en los días precedentes, y al Sur otra inmensa llanura ondulada, interrumpida acá y allá por algunos picos aislados, que el sol teñía de púrpura.

—¡Allí está el Polo! —dijo Wilkye mirando con avidez aquella nueva llanura—. ¡Ah, si pudiera llegar pronto y desplegar en aquel confín del mundo la bandera de nuestra patria!

—¡Mañana bajaremos a esa llanura, señor! —dijo Peruschi—. He descubierto un paso que nos permitirá efectuar la bajada sin necesidad de encender el motor. Bastará echar los frenos y dejarnos resbalar.

Ya iban a levantar la tienda cuando oyeron a corta distancia un ronco grito, que parecía emitido por un animal.

—¿Ha oído, señor Wilkye? —preguntó Peruschi.

—Sí —respondió este, a quien el grito había sorprendido.

—¿Habrá aquí focas?

—No ha sido el grito de un león marino y, además, las focas no llegan a estos montes, a quinientas millas de la costa.

—Los exploradores que han visitado este continente, ¿han hecho mención de animales feroces?

—Nunca; pero se han limitado a visitar solamente la costa. ¿Existirán en el interior?

El ronco grito se dejó oír más cercano. Parecía salir de un barranco que formaba una especie de caverna que entra en uno de los flancos de la más próxima montaña.

—Vamos a ver de qué se trata —dijo Wilkye, cogiendo el fusil—. Tengo curiosidad por saber qué clase de animales habitan en este continente.

Todos se dirigieron hacia la caverna, pero con precaución, pues aún no sabían con qué adversarios iban a habérselas. Apenas habían recorrido algunos pasos vieron aparecer siete u ocho animales que tenían el aspecto de lobos, aunque sin el aire feroz de aquellos carnívoros de las regiones boreales. Tenían la pelambre excesivamente crespa y larga, las orejas cortas, las patas delgadas y ululaban roncamente.

Al ver a los tres exploradores se detuvieron sorprendidos, pues hasta entonces no habían visto ningún hombre; después dieron media vuelta y apelaron a la fuga, saludados por una triple descarga, que echó por tierra a dos de los mayores.

—Son lobos —dijo Peruschi, que se había apresurado a reconocer la presa.

—A mí me parecen warraks —dijo Wilkye, que los examinaba con curiosidad.

—¿Y qué son warraks? —preguntó Blunt.

—Una especie de lobos no feroces, que se encuentran en las islas Falkland —respondió Wilkye.

—¿Los comen los isleños?

—Sí, y nosotros haremos lo mismo. Esta carne llega muy a propósito para aumentar nuestras provisiones, que disminuyen rápidamente.

—Si encontramos otros, no los dejaremos escapar —aseguró Blunt.

Bien pronto se retiraron bajo la tienda, contando con ponerse en marcha muy temprano. En efecto, a las cinco de la mañana comenzaron a bajar la montaña, dejándose resbalar a lo largo de la vertiente opuesta. Aunque el descenso era fácil, no emplearon menos de cuatro días en llegar a la llanura, que parecía seguir hasta el Polo sin interrupción alguna.

El 5 de diciembre, encendido el motor, continuaron el viaje hacia el Sur, con una velocidad de treinta millas por hora. Era necesario apresurarse, porque el sol, después de haber llegado a su máxima altura, comenzaba a bajar, y a la media noche traspasaba el horizonte septentrional. Cierto es que antes del 21 de marzo no se debía poner durante seis meses enteros, quedando aquellas regiones en una oscuridad completa, en una noche tenebrosa y helada; pero los primeros fríos podían llegar pronto.

El deshielo se había ya detenido, pues en el continente austral es parcial y no total; y cuando el sol se ocultaba, el frío aumentaba cruelmente, endureciendo aquellos imponentes campos de hielo. Ya el termómetro había señalado por dos veces -8°, y aquello era mal indicio.

¡Ay de ellos si el invierno polar sorprendía en su retirada a los audaces exploradores! Entonces ninguno podría llegar a la costa a reunirse con los compañeros que les esperaban en la choza.

El 27, después de dos días de carrera rapidísima, los viajeros pasaron al 78° 9’ 30” de latitud, el punto más cercano al Polo a que habían llegado los navegantes antárticos que los precedieron en aquellas regiones. El mismo día vieron con gran sorpresa una bandada de chloephagas antárticas, que volaban hacia el Sur.

Dichas aves tienen el tamaño de ocas, de formas elegantes, con las plumas blanquísimas los machos, y negras con listas blancas las hembras; viven en las proximidades de las costas o junto a los lagos. ¿Cómo, pues, se dirigían al Sur en vez de huir hacia el Norte?

—¿Existirá realmente un mar libre en el Polo Austral, como se supone que lo hay en el Ártico? —dijo Wilkye—. Entonces este continente debe de tener canales interiores.

—Los exploradores antárticos, ¿han visto el mar libre? —preguntó Peruschi.

—Como os he dicho, el ballenero Mowel aseguró haber descubierto en 1820 un mar libre a setenta grados, catorce centígrados de latitud; pero nadie prestó fe a tal aserto.

—¿Y usted cree que exista?

—No —dijo Wilkye con profunda convicción.

—Si existiera, podríamos encontrarnos con la expedición inglesa.

—No lo esperes, Peruschi. El deshielo ha faltado este año, y la Estrella Polar debe de hallarse aprisionada entre los hielos.

—Y estas aves, ¿por qué se dirigen al Sur?

—Lo sabremos si llegamos al Polo. Apresurémonos, amigos; la provisión de petróleo va a acabarse, y en esta región puede comenzar el invierno dentro de un mes.

Montaron en la máquina y prosiguieron avanzando hacia el Sur, subiendo y bajando por las ondulaciones de aquella gran llanura.

El 28, después de una carrera rapidísima, y casi no interrumpida, llegaron al 84° de latitud, sin haber hallado ninguna cadena de montes ni ningún ser viviente. Aquella noche el frío descendió a -27°, y bajo la tienda, no caldeada ya por la máquina, a fin de economizar petróleo, reinó una temperatura tal que los dos velocipedistas, no acostumbrados a aquellos rigores invernales, padecieron mucho antes de quedarse dormidos, y sus dientes entrechocaron largas horas, aunque Wilkye tuvo la precaución de encender la pequeña estufa de alcohol.

Al siguiente día el frío no cesó. Los tres exploradores se vieron obligados a cubrirse las manos con gruesos guantes forrados interiormente con pieles, y las cabezas con capuchas de piel de oso, para evitar la congelación.

—Estamos en estío, y comienza ya el invierno —dijo Blunt—. ¡Mala señal, señor Wilkye!

—Lo sé, amigos; y desde hoy os recomiendo no quitaros los guantes, si no queréis perder las manos.

—¿Ni de noche?

—¡Nunca, Blunt!

—¿Son las manos las primeras en helarse, siéndonos tan necesarias?

—La temperatura de la piel no es igual en todo nuestro cuerpo. Las partes más expuestas a la influencia del aire, como la extremidad de la nariz, las orejas y los dedos, tienen una temperatura mucho más baja, o sea de veinticuatro y aun de veintidós grados.

—Entonces, ¿cuál es la temperatura normal?

—En los hombres de veinte a treinta años la temperatura de la piel varía entre veintinueve grados, cinco centígrados y treinta y dos grados Celsius.

—Hay, pues, una diferencia entre la de las manos y la nariz y la del cuerpo —dijo Peruschi—. ¿Y cuál es la parte más caliente del cuerpo?

—La piel bajo la cual hay músculos, en tanto que la más fría es la que cubre los huesos y los nervios.

—A medida que aumenta la edad en el hombre, ¿baja la temperatura?

—Sí, y por eso los viejos gustan más de la estufa que los jóvenes. Basta, amigos: una taza de té hirviendo, y enseguida a partir con la máxima velocidad, porque el petróleo se acaba.

La máquina estaba a presión y parecía impaciente por marchar. Bebieron el té para calentarse, se calaron las capuchas sobre el rostro para defenderse del aire frígido que soplaba del Sur, y se lanzaron a través de la interminable llanura con una velocidad de veintiocho millas por hora.

Si ningún obstáculo interrumpía aquella marcha, y si no faltaba el petróleo, por la noche podrían alzar la tienda a muy poca distancia del Polo.

Por desgracia, la provisión, de petróleo desaparecía con rapidez. A mediodía sólo quedaban pocos litros, y el motor disminuía de presión.

El petróleo que quedaba fue echado en el hogar. La máquina, reanimada, emprendió la carrera humeando y silbando, y unas veces subía y otras bajaba por las pendientes del suelo, sacudiendo violentamente a los exploradores, que a duras penas podían sostenerse en sus asientos.

Bien pronto la velocidad se hizo vertiginosa: volaban como pájaros, como un tren expreso. Todas las piezas del velocípedo temblaban con tintineo metálico, y parecía que de un momento a otro iban a estrellarse.

¡Ay, que aquellos eran los últimos esfuerzos! A las tres de la tarde, la velocidad comenzó a disminuir; a las tres y media, la caldera apenas hervía, y a las cuatro menos diez minutos el velocípedo quedó parado en medio de un campo de hielo.

Para aquella máquina construida con sumo cuidado, para aquel prodigio de mecánica, había sonado la última hora. ¡El Polo Sur la había vencido!

CAPÍTULO XX. LOS CICLISTAS

La situación de los audaces exploradores era en extremo crítica, y sus sueños de color de rosa, sus esperanzas de llegar al Polo, empezaron a desvanecerse. Detenidos a más de trescientas cincuenta millas del Polo, casi desprovistos de víveres, alejados mil quinientas millas de la cabaña, no podían contar de allí en adelante más que con sus propias fuerzas.

El Polo estaba cerca, y con las bicicletas podían llegar hasta él; pero ¿lograrían volver a la costa antes de que el tremendo invierno les cayera encima y transformase aquella llanura en un inmenso desierto de nieve imposible de atravesar? Además, ¿podrían resistir aquellos fríos sin una estufa o una máquina que los calentara, no poseyendo más que una lámpara y dos litros de alcohol? Y los víveres, ¿podrían durar, precisamente cuando ya comenzaban a escasear? ¡Qué suprema lucha iban a emprender y qué crueles sufrimientos les esperaban!

Wilkye, que se había bajado de la máquina, se sentó en un hummock, como acometido de tétrica desesperación, y desde allí, con los brazos cruzados, los labios temblorosos y el rostro pálido y alterado, lanzaba miradas sombrías a la inmensa llanura que iba a perderse en las lejanas regiones del Sur. Parecía sumergido en profundos pensamientos, o entregado a una lucha interna contra alguna desesperada resolución.

Sus dos compañeros se habían puesto entretanto a descargar los víveres, la armazón de la tienda y los demás objetos, amontonándolos sobre el hielo. Parecían tranquilos, como si abrigasen seguridad completa en el valor y condiciones de su jefe.

—Señor Wilkye —dijo Peruschi cuando terminaron—. ¿Se arma la tienda, o vamos a partir? Podemos montar en las bicicletas y adelantar otro grado antes de la hora de la cena.

Wilkye se levantó y, estrechando las manos de los velocipedistas, les dijo con voz conmovida:

—¡Sois dos valientes; dos hombres dignos de marchar junto a los más audaces exploradores! ¿No os asusta esta desesperada tentativa por alcanzar el Polo?

—No, señor, y estamos dispuestos a seguiros.

—Y mi deber es advertiros que jugamos nuestra vida. Los víveres pueden faltarnos al regreso.

—Nos pondremos a ración, señor —dijo Peruschi—. Ya se lo hemos dicho; sabemos que nuestro viaje no constituye una gira de placer, sino una lucha tremenda contra peligrosos obstáculos, a fin de desplegar la bandera de la Unión Americana en los confines del mundo.

—Es cierto, señor —confirmó Blunt.

—Entonces, ¡vamos al Polo, amigos! —dijo Wilkye—. Ningún obstáculo, ni el hambre, ni el frío, ni los hielos, podrán detenernos. ¡Desarmad el velocípedo, y a preparar las bicicletas!

—¿Podremos llevar con nosotros los víveres, la tienda, las armas, las municiones, las mantas, etcétera? —preguntó Peruschi.

—Sólo llevaremos lo más preciso —respondió Wilkye—. Víveres para diez días; la tienda, que es indispensable para guarecernos; las mantas, las armas, con cincuenta cartuchos, y la lámpara de alcohol.

—Y lo demás, ¿se quedará aquí?

—Sí, Peruschi, y todo lo recogeremos al regreso.

—Pero los animales pueden comerse los víveres.

—Levantaremos un cairn, como hacen los esquimales del Polo Ártico. ¡Al trabajo, amigos!

Como hemos dicho, la máquina estaba construida de modo que se podía desmontar, obteniendo tres bicicletas. Wilkye, que había presenciado la construcción, armó en pocos minutos los tres vehículos, montando las piezas, adaptándoles los manillares, las sillas, etcétera, y cada uno de los exploradores tuvo una máquina que en solidez y ligereza nada tenía que envidiar a la que los había llevado hasta allí.

—Hemos concluido —dijo—. Ahora ayudadme a levantar el cairn.

Reunió todos los objetos que no podían llevar consigo, y alrededor de ellos acumularon entre los tres grandes bloques de hielo que arrancaban de un banco cercano, formando una especie de pirámide de varios metros de altura.

—Esto es lo que se llama un cairn —dijo Wilkye cuando hubieron terminado—. Nos será fácil encontrarlo en esta llanura a nuestra vuelta, y comprobaremos entonces que todo está intacto. ¡A las sillas, amigos, y siempre adelante! La fortuna está de nuestra parte.

Después, de repartirse la carga que debían llevar, tienda, armas, víveres, mantas, etc., montaron en las bicicletas y partieron para el Sur, con una velocidad media de quince millas por hora.

Los tres eran excelentes ciclistas y la llanura se prestaba mucho a la rapidez de la marcha, pues era perfectamente plana y las ruedas no resbalaban, por ser dentadas, como ya hemos dicho.

Tenían, no obstante, que evitar con todo cuidado las desigualdades del terreno y los bordes de las cortaduras, para no correr el grave peligro de gastar las gomas, aunque estaban vulcanizadas para que resistieran mejor los excesivos fríos de aquella región.

Peruschi, que era el más decidido, abría la marcha, llevando delante la brújula para mantener la dirección, aunque aquel instrumento había sufrido una notable variación y no indicaba ya el Sur del Globo, estando situado el Polo magnético, a lo que parece, a 70° de latitud y 190 de longitud, según Hauster, y, según Duperry, a 70° 9’ de latitud y 195° de longitud.

El audaz velocipedista, que aceleraba cada vez más la marcha, señalaba a sus compañeros los obstáculos que había que evitar, como crestas de hielos, picos, etcétera, de los cuales se apartaban los tres con hábiles evoluciones que hubieran producido grave caídas a ciclistas menos diestros.

A las siete de la tarde habían adelantado ya cuarenta millas al Sur, llegando al 84° 40’ de latitud.

Wilkye, que quería dar un descanso a sus compañeros, iba a gritar a Peruschi que se detuviera, cuando vio caer junto a este una masa oscura, que acababa de salir de detrás de unas pirámides de hielo.

El asalto fue tan repentino, que el desgraciado Peruschi cayó pesadamente sobre el campo de hielo, lanzando un grito de terror.

Aquella masa oscura se le había echado encima y parecía dispuesta a aplastarle.

—¡Peruschi! —gritó Wilkye, haciendo un esfuerzo desesperado para aumentar la velocidad de su bicicleta.

—¡Socorro, señor Wilkye! —respondió el velocipedista.

—¡Dios mío! —exclamó Blunt—. ¡Un animal que lo devora!

Wilkye, en una rápida carrera, llegó a pocos pasos de Peruschi, que se defendía desesperadamente de un animal enorme, que intentaba aplastarle con su propio peso y romperle el cráneo de una dentellada. Alzó rápidamente el fusil, y disparó a seis pasos de distancia.

El animal dio un salto atrás al oír la detonación, y enseguida cayó a tierra como si hubiera sido herido de muerte; pero haciendo un supremo esfuerzo, se alzó sobre las patas posteriores y se dirigió a Wilkye ululando roncamente.

Aquella fiera del continente antártico causaba verdadero miedo. Se parecía a un oso; pero su cuerpo era de mayores dimensiones que el del oso de las regiones árticas; su hocico era algo más alargado, sus ojos más grandes y su pelo castaño oscuro con reflejos rojizos.

Alzado sobre sus patas traseras, media lo menos siete pies de altura, y podía competir con el gigantesco oso gris de las grandes Montañas Rocosas de la América septentrional.

Aunque estaba herido, pues la sangre le brotaba del pecho, enrojeciendo el hielo, en un instante se halló junto a Wilkye, que se encontraba inerme, pues no había tenido tiempo para volver a cargar el arma. El valeroso americano no perdió la serenidad; cogió el fusil por el cañón y, sirviéndose de él a guisa de maza, dio un terrible golpe a la fiera, rompiéndole una mandíbula.

Aquello fue suficiente. Blunt estaba ya allí, y Peruschi se había levantado a toda prisa con el fusil preparado.

—¡Échese a un lado, señor Wilkye! —gritaron.

Sonaron dos detonaciones; el animal, herido por otras dos balas, se detuvo, lanzando un ronco grito; girando sobre sí mismo, cayó sobre el hielo y permaneció inmóvil.

—¡Está muerto! —gritó Wilkye—. Gracias, amigos.

—Gracias a usted, señor —dijo Peruschi—. Sin su auxilio, ya no estaría yo en el mundo de los vivos.

—¿Estás herido?

—Sólo me ha desgarrado el chaquetón.

—Pero ¿es un oso? —preguntó Blunt.

—Creo que pertenece a la familia de los plantígrados —respondió Wilkye—. Sin embargo, me sorprende encontrar aquí a semejante animal.

—¿Por qué, señor? ¿No abundan en el Polo Ártico los osos blancos?

—Es cierto, Blunt; pero los exploradores antárticos no los han visto nunca en este continente.

—¿Nunca?

—No; porque no han hecho mención de ellos.

—Sin duda, estos animales viven sólo en el interior del continente, y huyen de la proximidad del mar.

—Así debe de ser —dijo Wilkye—. Los exploradores antárticos no entraron en el continente, y por tal razón estos animales no pudieron ser vistos por ellos. Como quiera que sea, tenemos carne para comer con abundancia muchas semanas.

—¿Será comestible? —preguntó Peruschi.

—¿Y por qué no? La carne de los plantígrados es excelente, y se parece en el sabor a la del cerdo. Nos espera, pues, un asado delicioso.

—¿Nos detendremos aquí?

—Sí, Peruschi. Son las siete y estamos cansadísimos; un reposo de diez horas nos hará mucho bien.

—Sin embargo, debemos velar por turno —dijo Blunt—. Ahora que sabemos que hay por aquí osos, sería una imprudencia entregarnos al sueño sin que uno de nosotros vigile.

—Todos turnaremos en la guardia. Y la bicicleta, ¿ha sufrido alguna avería?

—No, señor; tuve la precaución de separarme de ella en mi lucha con el oso, y quedó libre de sus zarpazos. Hubiera sido una desgracia irreparable.

—Es verdad, Peruschi; habríamos tenido que turnar, caminando a pie uno de nosotros. Ahora, descuarticemos el oso. Tenemos alcohol, y la lámpara nos servirá para asar algunas costillas.

Mientras Blunt armaba la tienda, Wilkye y Peruschi, provistos de hachas y cuchillos, su pusieron a descuartizar el oso, después de haberlo desollado. Escogieron el trozo mejor, apartaron algunos otros para comerlos en los días sucesivos, y el resto fue encerrado en un cairn para encontrarlo al regreso, pues como es fácil imaginar, no podían cargar con un peso tan enorme.

Encendida la lámpara, lo cual era muy necesario, aunque sólo hubiera sido para elevar algo la temperatura en el interior de la tienda pues hacía mucho frío, se pusieron a asar un buen pedazo de carne de oso, que no tardó en esparcir apetitoso perfume.

—Si estuviera aquí Bisby, se lo comería todo —dijo Peruschi.

—No cenará mejor que nosotros en la cabaña —dijo Wilkye—. Y a propósito de Bisby. Como sólo ha venido para engordar, estoy pensando en el gasto enorme de provisiones que estará haciendo. Deseo regresar, pues me temo no encontrar víveres si retrasamos la vuelta.

—¡Qué desgracia si da fin de ellos antes de nuestro regreso! Pero menos mal que hallaremos la Estrella Polar.

—¿Contáis con la goleta? Yo presiento que no voy a verla más.

—¿Cree que haya naufragado, señor Wilkye?

—Imagino que ha sido aprisionada entre los hielos.

—Tal vez; y tendrá que invernar allí. He oído hablar de buques que se han visto obligados a permanecer entre los hielos un año.

—Semejante retraso sería desastroso para nosotros, señor Wilkye —dijo Blunt.

—Lo sé, amigos; pero si conseguimos volver antes que llegue el terrible invierno, nos embarcaremos en la chalupa y nos alejaremos de este continente.

—¿Es siempre igual el invierno en estas regiones?

—No, Blunt. Algunas veces es tan frío y tan precoz, que, al concluir el estío, todas las costas están bloqueadas de hielo y se solidifica gran parte del mar. Aun en nuestras regiones no suelen ser iguales los inviernos, y hay algunos verdaderamente rigurosos. En 1400, por ejemplo, el frío fue tremendo en Europa. En muchos países se vendía el vino al peso y había que partirlo a hachazos, tan helado y duro se puso. En 1709, otro invierno crudísimo mató de frío a gran número de personas en Europa y América: las campanas se rompían al tocarlas, y las plantas sucumbieron en extensiones considerables. En 1795 el frío fue tan intenso que hubo que interrumpir las guerras en toda Europa, y permitió que unos cuantos escuadrones de caballería francesa se apoderaran de la flota holandesa, que había sido encerrada entre los hielos del Trell.

—¡Un caso raro! ¡La caballería que se apodera de unos barcos! ¿Se ha oído alguna vez cosa semejante? ¡Que sorpresa para las tripulaciones holandesas!

—¡Basta, señores! —dijo Peruschi—. El asado está a punto, y les aseguro que tiene mejor aspecto que un solomillo de cerdo.

Se sentaron sobre pieles, y bien pronto dieron cuenta del asado, el cual, por unanimidad, declararon exquisito.

A las nueve, Wilkye y Blunt se envolvían en sus mantas y se quedaban dormidos, bajo la vigilancia de Peruschi, a quien tocó la primera guardia.

CAPÍTULO XXI. LA PRESIÓN DE LOS HIELOS

Ningún peligro vino a turbar aquella primera guardia. Una calma absoluta y un silencio profundo reinaba en la inmensa llanura, y ningún oso había vuelto a aparecer por ningún lado.

El sol, después de haber teñido de rojo los campos de hielo, se había ocultado, reemplazándole en el firmamento las estrellas y la admirable Cruz del Sur, que en aquellas regiones indica el Polo Austral.

Blunt, a quien tocaba la segunda guardia, relevó a su compañero y, bien envuelto en su manta de lana, se sentó fuera de la tienda, con el fusil entre las rodillas, para guardar el sueño de los otros, que dormían tranquilos, tendidos sobre pieles de oso.

Había transcurrido ya una hora, y por el Norte empezaba a clarear una línea que anunciaba la pronta aparición del astro diurno, que sólo permaneció oculto dos horas, cuando de pronto el inmenso campo de hielo empezó a crujir de un modo extraño. Parecía que una fuerza misteriosa, pero de gran empuje, trataba de impulsarlo, comprimiéndolo por sus lados. Acá y allá se abrían grietas largas y profundas, que se cerraban enseguida, partiéndose el campo por distintos sitios.

Aquel nuevo fenómeno, absolutamente inexplicable para Blunt, duró tres o cuatro minutos; después volvió la calma, cesando de pronto los crujidos.

—¿Habrá sido un terremoto? —se preguntó el velocipedista, admirado—. Por fortuna, aquí no hay casas que se nos puedan caer encima. Espero que el señor Wilkye me explicará este fenómeno, y…

No acabó. Sobrevino una brusca sacudida, y la inmensa llanura osciló tan violentamente, que le hizo caer.

Casi al mismo tiempo extraños ruidos se propagaron bajo el suelo. Eran silbidos agudos, estridentes, prolongados, sordas detonaciones y mugidos que cada vez aumentaban en intensidad.

Wilkye y Peruschi, despertados bruscamente, se precipitaron fuera de la tienda. ¡Qué espectáculo!

A la incierta luz del alba se veía oscilar la llanura, como si bajo ella se agitara un mar borrascoso: abríanse grietas y se cerraban con formidables detonaciones, con aullidos espantosos, con rugidos que estremecían; se elevaba y se hundía violentamente, y por todas partes se levantaban pirámides enormes, como si las arrojara a lo alto una tremenda fuerza, que caían después a plomo, rompiéndose en mil pedazos.

—¡Gran Dios! —exclamó Wilkye, poniéndose pálido—. ¡Las presiones! ¿Dónde estamos, pues?

—¿Se mueve y se rompe la llanura? —preguntó Blunt, aterrorizado—. ¡Nunca había visto nada semejante!

—¡Estad dispuestos a huir! —respondió Wilkye—. ¡Sea lo que Dios quiera!

—¿Y dónde refugiarnos, si se mueve toda la llanura? —preguntó Peruschi—. ¡Estamos en el centro de una borrasca de hielo!

—No lo sé; pero si el banco se rompe, hay que huir o seremos tragados por el abismo que se abra.

Entretanto, la llanura seguía agitándose convulsivamente, crujiendo, silbando, tronando y mugiendo con estruendo ensordecedor. En ciertos momentos, y, cosa en verdad extraña, icebergs salidos no se sabía de dónde avanzaban a través de los hielos, como si los impulsara una gigantesca fuerza, produciendo hendiduras tales, que por ellas se hubiera podido sepultar un buque.

Aquella convulsión espantosa duró pocos minutos, a lo más un cuarto de hora; luego las hendiduras se cerraron y los mugidos y truenos cesaron.

—¡Ha concluido! —dijo Wilkye, respirando libremente.

—¿No se repetirá el fenómeno? —preguntó Blunt.

—¡Quién sabe! A veces, las presiones duran días enteros.

—¿Y de qué se originan esas presiones?

—Son producidas por los hielos; como sabéis, el agua, al helarse, aumenta considerablemente de volumen, y su fuerza de expansión es tan, poderosa, que arrastra toda clase de obstáculos. El frío de estos días ha helado el agua que debe de existir bajo el gran banco en que nosotros estamos, y el nuevo hielo, al dilatarse, ha producido estas tremendas convulsiones.

—Entonces, ¿no estamos sobre tierra firme? —preguntó Peruschi.

—No; nos encontramos sobre un gran banco de hielo. La tierra no existe aquí; lo dicen estas presiones.

—¿El continente austral no llega, pues, hasta el Polo?

—Creo que no.

—¿Y contendrá en su interior un mar o un lago?

—¡Quién se atrevería a afirmarlo!

—¿Y no lo podríamos averiguar?

—Difícil es.

—¿Le habrá sido posible a Linderman llegar hasta aquí? —preguntó Blunt.

—El hielo es muy espeso, y su buque carece de los medios necesarios para pasar por encima de los grandes bancos.

—Y estas presiones, ¿nos permitirán a nosotros llegar al Polo?

—Confiemos en ello, Peruschi.

—¡Son espantosas, señor!

—Lo sé; pero es posible evitarlas, y tendremos que armamos de valor y afrontarlas serenamente.

—¿Nota cómo tiembla ese gran banco?

—Sí; y continuará así por mucho tiempo.

—¿Partimos?

—Blunt no ha descansado más que dos horas.

—Y no quiero dormir más, señor —dijo el velocipedista—. Estos temblores me impedirán pegar los ojos.

—Entonces, marchemos: forzando la marcha, pasado mañana podemos llegar al Polo.

—¡A las sillas, señor! —dijeron los dos velocipedistas.

En pocos instantes plegaron la tienda, enrollaron las mantas, recogieron los víveres y partieron, aventurándose por el peligroso banco, que había vuelto a ser llano, aunque aún experimentaba vibraciones que no auguraban nada bueno.

Por fortuna, las presiones no se repitieron, y a mediodía los decididos exploradores, después de una carrera rapidísima, llegaban al 87° 44’ de latitud, o sea a sólo ciento treinta y seis millas del Polo. Se vieron obligados a descansar varias horas, pues estaban extenuados por tan larga marcha. Aunque la proximidad del Polo les infundía una energía suprema, no se sintieron con fuerzas para ponerse en camino antes de las cuatro de la mañana.

Iban ya a partir cuando vieron varias bandadas de aves que se dirigían al Sur. Todas parecían venir del Norte; pero volaban tan altas que no se podía distinguir a qué especie pertenecían.

—Allí debe de haber un mar o un lago —dijo Wilkye—. ¿Qué sorpresa nos tiene reservada el Polo Austral? ¿Será cierto que al otro lado de la barrera de hielos se extiende el mar libre? Mañana si Dios nos ayuda, espero saberlo.

Partieron con una velocidad de quince millas por hora, pues no querían descansar hasta pasar el 89° de latitud; pero se vieron obligados a aminorarla. El gran banco tendía a cambiar: no estaba ya llano como antes, sino interrumpido por hondonadas y ondulaciones violentas, por barrancos profundos por los cuales corría un agua verde o azul oscura, semejante a la de los océanos, y acá y allá se levantaban icebergs, altas pirámides, columnas y cúpulas extrañas que brillaban espléndidamente a los rayos del sol.

Las vibraciones del hielo aumentaban de momento en momento, a medida que la temperatura bajaba por efecto de la puesta del sol. Se oían crujidos prolongados, sonoros, y detonaciones lejanas, y se producían hendiduras que los velocipedistas evitaban con gran dificultad, pues se abrían casi instantáneamente.

—¡Valor, amigos! —decía Wilkye—. Estamos a punto de rebasar la última barrera del Polo.

Los dos velocipedistas, aunque impresionados por aquellos continuos derrumbamientos, le seguían siempre, evitando las aberturas y redoblando sus esfuerzos cuando se presentaba ante ellos un espacio plano y sin obstáculos.

De improviso el gran banco tembló intensamente. Después de aquella primera sacudida, que anunciaba la inminente proximidad de las tremendas presiones, comenzaron los alarmantes ruidos, las crepitaciones, el crujimiento y el mugido de los hielos, vomitando sobre el banco inmensos saltos de agua.

Los icebergs, las pirámides, las columnas, las cúpulas oscilaban como si en sus bases golpearan furiosos titanes. La espesa costra de hielo que formaba el suelo se abombaba, levantándose como una enorme panza hinchada, luego se hundía formando una concavidad pronunciadísima, todo ello entre fragorosos ruidos, que se hacían más fuertes y espantosos cuando los bloques de hielo de los picachos y agujas caían sobre el suelo amenazando hundirlo.

Los tres exploradores, imposibilitados para seguir su camino por aquella superficie en convulsión, se detuvieron aterrados; y pálidos, a pesar de su valentía, lanzaban miradas de espanto a aquellos hielos que parecían dispuestos a hundirse y a hundirlos en los insondables abismos del Mar Austral.

La muerte estaba ante ellos, rodeándolos por todos lados, y nada podían hacer, nada podían intentar para librarse de ella.

Angustiosamente se preguntaban si su destino iba a ser morir oscuramente cuando tan inmediato tenían el triunfo, en el momento en que, después de tantos peligros vencidos, iban a izar la bandera americana en el confín del mundo austral, que tantos audaces exploradores, durante siglos y siglos, habían intentado pisar sin que la fortuna favoreciera sus propósitos.

La tremenda convulsión del campo de hielo duró dos horas, largas como dos siglos para los tres amigos, que habían estado viendo abrirse el suelo bajo sus pies; después se calmaron las oscilaciones, las detonaciones, y los crujidos cesaron, y las cortaduras volvieron a cerrarse. El nuevo hielo se endureció como piedra; pero aquel campo no era plano como antes; estaba cubierto de picos agudos de pirámides, de ondulaciones, de puntas, de moles enormes.

—Me parece un sueño hallarme vivo todavía —dijo Blunt, pálido aún por la emoción—. Jamás he visto la muerte tan de cerca, señor Wilkye.

—Apresurémonos a llegar al Polo —dijo Peruschi—. Me voy cansando de estos sitios y suspiro por el momento de volver al continente.

—Sí, señor Wilkye —añadió Blunt—. Aprovechemos esta calma para ganar el Polo. Yo no quiero dormir sobre este banco.

—Pero hace quince horas que no descansas, Blunt —dijo Wilkye.

—Me siento fuerte —contestó el velocipedista—. Prefiero correr toda la noche a descansar aquí. ¿Cuánto distamos del Polo?

—Lo menos ciento veinte millas. ¿Resistiréis tanto?

—Sí —respondieron los dos velocipedistas.

—¡Pues en marcha! ¡Mañana por la mañana habremos descubierto el Polo! ¡Adelante, muchachos!

Subieron en las bicicletas y emprendieron la marcha a, través del campo de hielo, que seguía temblando y experimentando sacudidas. Bien pronto tuvieron que moderar la velocidad y avanzar con extremada prudencia. Los precipicios y barrancos se multiplicaban ante ellos, y se veían forzados con bastante frecuencia a dar larguísimos rodeos; los icebergs, que se levantaban en forma de grandes moles, cerraban a cada momento el paso, obligándolos a detenerse para encontrar otros caminos; las crestas dentadas se sucedían a cada paso, amenazando desgastar las gomas de las ruedas. Sin embargo, ninguno de ellos hablaba de detenerse, y los tres se forzaban en seguir adelante. La esperanza de llegar al Polo les infundía extraordinarias fuerzas y les hacía olvidarse de las fatigas.

A media noche habían avanzado otro grado: sólo sesenta millas los separaban del Polo. La Cruz del Sur brillaba casi sobre sus cabezas.

Se detuvieron algunas horas para descansar y beber una taza de té hirviendo, pues el frío había aumentado, y después volvieron a seguir su marcha por entre una aglomeración de bloques que casi se tocaban los unos a los otros.

A las tres de la mañana, y cuando el sol aparecía en el horizonte, Peruschi, que marchaba unos trescientos pasos delante de sus compañeros, les señaló una alta montaña que se erguía hacia el Sur, y poco después una superficie azul oscura que parecía agua.

—¿Se extiende verdaderamente el mar libre alrededor del Polo? —se preguntó Wilkye—. ¿Es una realidad la suposición de los sabios y de los navegantes? ¡Ah! Ahora comprendo por qué volaban al Sur las bandadas de aves. ¡Valor, amigos! ¡El Polo está a pocas millas de nosotros!

No era necesario animar a los dos velocipedistas, los cuales, presa de un entusiasmo que aumentaba de minuto en minuto, precipitaban la marcha, girando en torno de las montañas de hielo, de los precipicios, de los obstáculos de toda especie, sin desmayar un momento.

—¡Valor, valor, que el Polo está cerca! —repetían.

Los obstáculos se multiplicaban ante aquel mar libre que brillaba al Sur y ante aquella montaña que adquiría proporciones gigantescas. Los pasos eran cada vez más raros entre los icebergs, que parecían cerrar el horizonte meridional, y los exploradores perdían un tiempo precioso.

A las ocho de la mañana, rendidos por el cansancio y el insomnio, se vieron obligados a detenerse para recobrar algunas fuerzas. Ya tenían cerca el mar libre, y era perfectamente visible la montaña que se levantaba en medio.

A las diez, haciendo un último esfuerzo, emprendieron el paso por los icebergs, empujando las bicicletas, de las cuales habían tenido que apearse, y a las once y media llegaron, casi sin esperarlo, al borde del inmenso campo de hielo, a pocos pasos del mar.

Un ¡hurra! fragoroso se oyó en las orillas de aquel lago, nunca, hasta entonces, hollado por la planta del hombre.

Wilkye sacó el sextante, esperó al mediodía, e hizo rápidamente el cálculo.

—¡Amigos! —dijo a sus compañeros con voz conmovida y quitándose la gorra—. ¡Estamos en el Polo Austral! ¡Desplegad la bandera de la Unión Americana!

Después, volviéndose hacia aquel mar, añadió con voz solemne:

—En nombre de mi patria me posesiono de esta región. Aunque ningún ser humano vuelva a poner su pie en estas tierras, ni nave alguna surque las ondas de este mar, el Polo Austral nos pertenece, ya que tampoco un solo hombre llegó aquí antes que nosotros.

Blunt sacó una pequeña bandera, a la cual Peruschi unió en seguida un asta que preparó uniendo varias cañas de aluminio que llevaba en su saco de viaje.

Wilkye cogió la enseña de su patria y la plantó en la orilla y todos la saludaron con un triple ¡hurra! ¡El Polo Austral había sido vencido al fin!

CAPÍTULO XXII. EL POLO ANTÁRTICO

La audacia, la perseverancia, la inteligencia del jefe de la expedición habían logrado triunfar. La, al parecer, insensata tentativa de llegar al extremo límite del mundo austral, atravesando en velocípedos aquel continente, se había visto coronada por el éxito, mientras que fracasaron las que en épocas anteriores intentaron realizar Weddel, Foster, Biscoé, Dumont d’Urville, Wilkes, Ballenry y Ross, empleando buques en la marcha hacia el Polo.

Ya no era el Polo Sur un punto misterioso, impenetrable, para la expedición americana. Aquella región, tan ávidamente buscada y soñada por sabios y navegantes se ofrecía con toda su imponente majestad ante los ojos de los tres velocipedistas.

Pasado el primer momento de entusiasmo se dirigieron a la margen del gran campo de hielo y miraron curiosamente aquella región desconocida, a la cual no habían de volver a ver, como si quisieran grabarla en su mente con todos sus detalles para que no se les borrara jamás.

Aquel mar, que estaba perfectamente libre, parecía tener una gran extensión, pues sus orillas, formadas por grandes bancos de hielo, se perdían hacia el Este y Oeste y no se lograba distinguir las opuestas. En medio, una alta montaña, que debía de ser inaccesible, pues casi estaban sus vertientes cortadas a pico, elevaba su cima a cuatro mil pies. Los hielos y las nieves la revestían; pero acá y allá mostraba espacios descubiertos, formados de rocas rojizas que parecían de naturaleza volcánica.

Sobre aquel mar, un número infinito de pingüinos, de diomedas fuliginosas, de micrapterus cinerus, de megalestris anctárticas volaban y se deslizaban por las aguas, mientras en los bancos de la orilla centenares de focas se calentaban a los tibios rayos del sol, y a lo lejos retozaban algunos osos semejantes al que acometió a Peruschi. Ninguna de aquellas aves pareció asustarse de la presencia de los exploradores. Los pingüinos llegaban hasta ellos jugueteando y los miraban con curiosidad, y los volátiles revoloteaban en grandes bandadas sobre sus cabezas, saludándoles con alegres gritos, y aun se paraban junto a los tres amigos sin manifestar el menor temor. Hasta las focas los miraban plácidamente y seguían dormitando con descuido.

—¡Qué tranquilidad demuestran estos animales! —exclamó Blunt—. Sin duda, no han visto jamás al hombre ni oído disparos de armas de fuego.

—Somos los primeros en llegar aquí —dijo Wilkye—, en pisar este suelo. ¡Ah, amigos míos! ¡Qué alegre estoy por este descubrimiento que los historiadores y geógrafos trasmitirán a las generaciones venideras! ¡El Polo Austral no es ya una incógnita!

—Pero este mar, ¿no habrá permitido a Linderman llegar hasta aquí?

—No —dijo Wilkye—. Este es un mar interior, encerrado en el corazón del continente; estoy seguro de ello. Ningún buque, a menos que estuviera provisto de alas o de ruedas, llegará jamás aquí.

—¡Qué golpe para el inglés, cuando sepa que nosotros hemos llegado!

—Si es que lo volvemos a ver; temo por ellos.

—¿El qué?

—No lo sé; pero tengo siniestros presentimientos y será prudente apresurar nuestro regreso, amigos míos.

—¿No nos detendremos aquí, entre tanta abundancia?

—Un retardo de pocos días puede sernos fatal, Peruschi. El verano está muy avanzado; el invierno llegará muy pronto, y el camino para llegar a la costa es largo. Es necesario apresurar nuestra partida, porque estoy impaciente por encontrar a Bisby y a los marineros. Para llegar aquí hemos empleado un tiempo superior al cálculo que hice para las provisiones, y lo emplearemos aún mayor en la vuelta, ahora que no tenemos la máquina de petróleo. Yo, amigos míos, quisiera también permanecer aquí algunas semanas para hacer múltiples observaciones y tomar los datos polares que la ciencia espera de los exploradores; pero una detención prolongada implicaría, de seguro, nuestra pérdida.

—Permítanos que antes de marcharnos celebremos un banquete en el Polo Austral. Hay aquí tanta caza que sería una lástima desaprovecharla.

—Os concedo veinticuatro horas de descanso. Entretanto que yo hago un croquis de esta región, id vosotros a cazar.

—No emplearemos mucho tiemplo: aquí basta abrir la mano para retorcer el pescuezo a los volátiles. ¡Vamos, Blunt!

Mientras Wilkye hacía un diseño de aquella costa, del mar y de la alta montaña, los dos velocipedistas se lanzaron a través del banco y la emprendieron a tiros con las focas y las aves.

Media hora después volvían llevando consigo tres hígados de foca y media docena de ocas, cuya carne, aunque negra, es muy estimada. La pequeña lámpara fue encendida al punto y los hígados puestos a asar. Añadieron una sustanciosa sopa de oca, empleando en ella las últimas galletas que les quedaban, y vaciaron una botella de whisky que el americano había conservado religiosamente para bebería en el Polo.

Aquella comida improvisada en el extremo límite del hemisferio austral, en las orillas de aquel mar perdido en desiertas regiones, fue, sin embargo, alegre. Los tres exploradores brindaron muchas veces por la lejana patria, por los amigos a quienes habían dejado en los bancos de hielo y por el Polo.

—¡Cuántos hombres de ciencia y cuántos exploradores nos envidiarían por esta comida hecha aquí! —dijo Peruschi.

—Y hasta infinidad de turistas —añadió Wilkye—. Nosotros, amigos míos, nos encontramos en una posición tan magnífica que constituiría el orgullo de cualquier persona. Además os he de advertir que, aunque hemos comido los tres en compañía, nos separa una gran distancia, equivalente a muchas horas de marcha.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó Peruschi.

—Porque cada uno de nosotros está sentado sobre diferente meridiano. Los mejores relojes serían aquí inútiles, porque cada uno marcaría hora distinta, puesto que todos los meridianos se unen en el Polo. Mientras mi cronómetro señala las dos de la tarde, el tuyo debe marcar las tres, Blunt, y las cuatro el de Peruschi.

—¡Tiene razón! —dijo Blunt.

—Otra particularidad: hemos comido en un punto del globo que no tiene Norte, ni Este, ni Oeste sino solamente Sur. ¿Sabríais indicarme desde aquí los puntos cardinales?

—No, señor —dijo Peruschi—. Aquí no hay más que Sur. La cosa es curiosa, pero verdadera.

—¿Han sido muchos los exploradores que han intentado descubrir el Polo Austral? —preguntó Blunt.

—Muchos; pero ninguno pasó del 78° 9’ 9” de latitud. El holandés Gheritk, en 1600, llegó empujado hacia el Sur por las tempestades y las corrientes, y descubrió la tierra de Nueva Shetland, anunciando al mundo la existencia de tierras más allá del 64° de latitud.

»En 1772, el teniente Kerguelen, de la Marina francesa, partió para las regiones australes y descubrió la isla que lleva su nombre. Creyendo haber descubierto el continente polar, renovó la tentativa en 1773, pero los hielos le obligaron a volverse.

»El 7 de enero de 1773, el famoso navegante Cook, siguiendo el 38° meridiano, llegó al 67° 30’ de latitud, y al año siguiente, al 71° 15’; pero el escorbuto que se presentó en su tripulación, y además la barrera de hielo, le obligaron a interrumpir la tentativa. En aquel mismo año, Kesnerat desembarcaba en Kerguelen y tomaba posesión de aquella tierra en nombre del rey de Francia.

»La afirmación de Cook de que en aquellas regiones se extendía un gran continente dio nuevo impulso a las exploraciones antárticas.

»Abraham Bristol, en 1806, descubrió las islas Aukland, vasto archipiélago con muy buenos puertos, pero árido y muy frío. En 1807, Federico Marlebourg, siguiendo las huellas de Bristol, descubrió la isla Campbell, situada al Sur de la Aukland.

»En 1819, el ruso Billinghausen llegó hasta el 70° de latitud y descubrió dos islas, a las cuales llamó Alejandro I y Pedro I. En 1820, el inglés Brunsfield fue arrojado por los hielos al 65° de latitud.

»En 1820, el americano Mowel llegó al 70° 14’ de latitud y aseguró haber descubierto el mar libre; pero pocos le dieron crédito, y con razón, toda vez que el Polo está rodeado por un continente en el cual no pueden penetrar los buques.

»En 1822, Palmer, cazador de focas, descubrió la costa que lleva su nombre, y en 1825, Powel descubrió las Orcadas Australes; pero los hielos le detuvieron en el 62° de latitud. En el mismo año otro pescador de focas, el inglés Weddell, visitó las Orcadas, la Nueva Shetland, la Tierra de Sandvik, descubierta ya por Cook, y avanzó por los hielos hasta el 74° 15’ de latitud y el 34° 71’ de longitud. El invierno le obligó a retroceder, después de haber descubierto otras dos islas, las de Denin y Marsereen; pero estas no las ha visto nadie después, por lo cual se supone que tomó dos enormes montañas de hielo por dos islas.

»El inglés Póster, en 1829, después de haber descubierto la isla Deception, tomó posesión de las tierras australes a 63° 21’ de latitud y 66° 27’ de longitud.

»Biscoe, en el bric Tuba, descubrió en enero de 1831 la tierra de Enderley, entre el 60° y el 70° de latitud; visitó la isla Adelaida, y en 1833 llegó a una costa, a la cual llamó Tierra de Graham.

»El inglés Balleny zarpó para las regiones australes en 1839; descubrió las cinco islas que llevan su nombre, siguió la tierra Sabrina y, avanzando más aún, se encontró cerrado el camino por unos montes que él creyó de hielo y que más tarde Dumont d’Urville reconoció que eran montañas del continente polar, situadas en la costa Ciarle.

»En época más reciente, el inglés Wilkes y el francés Dumont d’Urville intentaron llegar al continente austral.

»Este último, que partió en 1838 con las corbetas Zeleé y Astrolabe para buscar el mar libre descubierto por Weddell, se halló detenido ante un enorme bastión de hielo; costeándolo, llegó a las Orcadas, rodeadas entonces de inmensas montañas de hielo, y luego se dirigió al Sur, corriendo el peligro, durante tres largos días, de estrellar sus buques contra los icebergs, hasta que al fin descubrió una costa, a la cual llamó Tierra de Luis Felipe y Joinville y muchas islas.

»Por haber enfermado gran parte de su tripulación retrocedió al Norte; pero al año siguiente renovó su tentativa en un punto diametralmente opuesto; descubrió una costa, y sus oficiales, en una chalupa, traspasaron la barrera de hielo que la rodeaba y desembarcados, desplegaron en aquella tierra su bandera nacional. A la región descubierta le dieron el nombre de Tierra Adelia.

»Obligado a navegar hacia el Norte en el 130° meridiano vio otra costa, a la cual llamó Tierra Clara; pero no pudo llegar a ella, y los oficiales que lo intentaron en una chalupa retrocedieron, suponiéndola un banco de hielo.

»Entretanto Wilkes, que partió de Australia, llegó al 68° de latitud después de un rápido viaje, luego al 64°, y desembarcó en la Tierra Clara, cuya existencia confirmó entonces.

»Habiendo sufrido averías uno de sus buques, lo mandó a Australia, y con el Porpoise y el Vincennes continuó las exploraciones. Al 147° de longitud encontró un mar libre de hielos; avanzó hasta el 67°, entre dos tierras que parecían formar un profundo golfo, y llegó a la Tierra Adelia.

»Asaltado por tremendas borrascas de nieve, se refugió en un canal, después descubrió el cabo Caer de la Tierra Clara y marchó luego en busca de la Tierra d’Enderley; pero la estación estaba muy avanzada y se vio obligado a retroceder.

»Llegamos a Clarke Ross, que fue el último de los exploradores del Polo Austral y el más afortunado de todos, pues se acercó al Polo más que ninguno de ellos.

—Sin descubrirlo, por supuesto —objetó Peruschi, que le escuchaba atentamente.

—Sin descubrirlo —repuso Wilkye—. Sólo llegó a seiscientas millas de él, lo cual, como veis, es muy corta distancia.

»Este audaz navegante, que después había de distinguirse en el Polo Norte, partió de la tierra de Wan Diemen con los buques Erebus y Terror, después de haber obtenido una carta geográfica de la región austral, hecha por Wilkes. El 11 de febrero de 1841 descubría una costa montuosa que llamó Tierra Victoria, desembarcando en un islote, al cual puso el nombre de Posesión.

»No hallando vestigios de vegetación bajó al Sur, y a 78° 7’ de latitud y 168° 12’ de longitud descubría la isla Franklin, y luego el volcán Erebo, de 4000 metros de altitud y en plena actividad. Después vio el volcán Terror, ya extinguido, y, por último, se vio detenido ante una inmensa barrera de hielo, cuando esperaba llegar al 80° de latitud.

»Buscó un lugar adecuado para invernar, a 78° 4’ de latitud, a fin de poder llegar al Polo magnético, del que sólo le separaban 90 kilómetros; pero se vio obligado a retroceder al Norte. Buscó entonces una tierra que Wilkes decía haber visto, pero no la encontró, y después de cinco meses de ausencia volvió a Wan Diemen.

»Vuelto a partir en enero de 1842, estuvo bloqueado durante tres semanas por los hielos errantes, y luego, libertado por una terrible tempestad, pudo llegar al 78° 9’ 30” de latitud, o sea al punto más cercano al Polo tocado hasta entonces. El 5 de abril regresaba al Norte e invernaba en Falkland. Más tarde, siguiendo el 55° de longitud, descubría la Tierra de Joinville por el lado Norte, y luego una montaña, a la cual llamó Etna por su parecido con el volcán siciliano, y comprobó que la pretendida Tierra de Joinville no era más que una isla.

»Luego descubrió la isla del Peligro y la de Cookburn, hasta que, en el 71° 30’ de latitud, asaltado por los hielos, se vio obligado a huir, y el 4 de septiembre anclaba en la bahía de Folkestone. Ahora, amigos míos, bebed el último vaso y procuremos descansar, pues mañana partiremos para la costa.

CAPÍTULO XXIII. EL REGRESO A LA COSTA

Una permanencia prolongada en aquellas regiones tan lejanas del mundo habitado podía ser fatal a los valientes exploradores, que habían de recorrer mil quinientas millas a través de los campos de hielo antes de encontrar ningún socorro.

Habían ya perdido demasiado tiempo para llegar hasta allí, y aunque se encontraban en pleno estío, la más elemental prudencia les aconsejaba apresurar la marcha.

En aquellas regiones, el 21 de marzo se pone el sol, y una noche horrible de seis meses de duración cae sobre el continente austral, si bien bastante antes de aquella época comienzan las furiosas nevadas y los grandes fríos. ¿Qué sería de los exploradores si aquellos hielos se cubrían de nieve, imposibilitándolos para usar las bicicletas? ¿Podrían recorrer a pie tan enorme distancia, desafiando las terribles congelaciones que gangrenan la nariz y los pies?

Otro motivo aún más poderoso les aconsejaba huir hacia el Norte. El temor de llegar a la costa demasiado tarde, corriendo entonces el peligro de quedar abandonados en aquel continente en pleno invierno. Bisby y los marineros, al no verlos regresar en el tiempo señalado, podrían creerlos muertos y embarcarse en la chalupa o en la Estrella Polar, en caso de que esta hubiera retrocedido.

Por todas estas razones, al siguiente día los tres exploradores apresuraban los preparativos de marcha. Como estaban casi sin víveres, mataron algunas aves y dos focas, a fin de contar con alguna carne y con el aceite necesario para la lámpara, pues se había concluido la reserva del alcohol, y después reconocieron las bicicletas, que estaban en muy buen estado, a pesar de las presiones de los hielos, y plegaron las mantas y la tienda.

—Apresurémonos, amigos —dijo Wilkye—. Una última mirada a esta región, que tal vez no volverá a ver ningún hombre, y partamos.

—¿Y la bandera? —preguntó Peruschi.

—Que permanezca aquí ondeando a los soplos del viento en testimonio de nuestra llegada al Polo.

—Una palabra, señor —dijo Blunt—: propongo que aquella montaña que se yergue hacia la Cruz del Sur se llame de Wilkye.

—¡Gracias, amigos! —dijo el americano—. Y yo propongo que este mar se llame de Peruschi, toda vez que él lo descubrió y esta extensión de hielos, banco de Blunt.

—¡Gracias, señor! —dijeron los dos velocipedistas conmovidos—. ¡Hurra por el monte de Wilkye! ¡Hurra por el mar de Peruschi! ¡Hurra por el banco de Blunt!

—¡Adiós, Polo Austral! —dijo Wilkye dirigiendo una larga mirada a aquella región—. ¡Ojalá otros hombres tan afortunados como yo posen sus pies en tus hielos inmaculados y desentrañen los secretos que encierras, que la ciencia espera, y que por falta de tiempo no puedo estudiar!

Montaron en sus bicicletas y se alejaron rápidamente a través del banco, siguiendo el 68° meridiano que debía conducirlos a la Tierra de Graham, dejando tras ellos la bandera estrellada de la Unión, que flotaba a impulso de los vientos del Polo Austral en las orillas del mar libre.

El día era espléndido, y la temperatura, cosa verdaderamente extraña en aquella región de las nieves y de los hielos eternos, indicaba por su dulzura uno de los días primaverales de los climas templados.

El sol, que estaba ya muy alto en el horizonte, hacía perder a los hielos su triste aspecto y les daba maravillosa brillantez, como si fueran moles de cristal en las que hubieran incrustado ópalos y esmeraldas, y que destellaban todos los colores del prisma. Algunos, heridos de través por los rayos solares, parecían lanzar encendidas llamas, y otros, perdidos en las lejanías del gran campo, parecían sobrenadar en un mar de púrpura.

Torrentes y cascadas de agua caían espumeando desde lo alto de los icebergs, que desafiaban el deshielo desde hacía siglos, y por la llanura corrían murmurantes arroyos, que pronto desaparecían en las quiebras y barrancos con alegres susurros.

Hasta las aves parecían festejar aquella dulce e insólita temperatura. Grandes bandadas revoloteaban sobre el campo, pasaban rasando casi con los velocipedistas, a los cuales saludaban con roncos gritos, como invitándoles a abandonar aquellos inhospitalarios países.

Las focas, saliendo por los agujeros abiertos entre el hielo, habían acudido a respirar aquel aire tibio y a calentarse a los rayos del sol. Los tres velocipedistas no se detuvieron a contemplar aquella escena, nueva para ellos. Inclinados sobre los manillares de sus máquinas, huían hacia la lejana orilla de la Tierra de Graham, tratando de no desalentarse. Una vaga inquietud les atormentaba, y una voz interior les gritaba que apresuraran la huida si no querían ser sorprendidos por los tremendos hielos del invierno polar.

Aquella inquietud no obedecía, ciertamente, a exceso de prudencia. Por la noche, tres horas antes de que se pusiera el sol, y cuando sólo habían recorrido ciento veinte millas, bajó bruscamente la temperatura, poco antes tan agradable. Parecía como si el invierno hubiera caldo de pronto en aquellas regiones: la calma desapareció, un viento duro comenzó a soplar del Sur, y el termómetro desde 5° sobre cero, bajó en media hasta ¡-14!

—¡Y estamos solamente a quince de enero! —dijo Blunt, que habla mirado el termómetro que llevaba sujeto a la silla de su bicicleta—. En estos países el verano dura bien poco, señor Wilkye.

—No se prolonga más allá del veintiuno de marzo —respondió el jefe de la expedición—. Dentro de tres semanas pueden caer las primeras nieves, y por eso debemos apresurar la marcha todo lo que podamos y procurar avanzar dos grados cada día.

—¿Nos lo permitirá el hielo? Me parece que comienza a rizarse demasiado.

—Confiemos en Dios, querido Blunt.

Acamparon, encendieron la lámpara para calentar el interior de la tienda y, después de una frugal cena, trataron de dormir; pero su sueño fue breve. Aquel frío repentino provocó presiones, y durante la noche el banco crujió y tembló de un modo alarmante, obligándolos a estar desvelados muchas horas.

Al siguiente día, a las siete, siguieron el viaje; pero, como había predicho Blunt, el banco no presentaba ya una superficie plana. Las presiones y el deshielo lo habían trastornado todo, haciéndolo casi impracticable para las bicicletas.

Por todas partes se alzaban sólidos icebergs de gran mole, pirámides, macizos de hielo, montañas cortadas a pico, puntas agudas que amenazaban romper las gomas de las ruedas, y de vez en cuando encontraban largas cortaduras que se prolongaban muchas millas, obligándoles a triplicar el camino.

Muchas veces se vieron precisados a apearse y a marchar con gran trabajo a pie, para traspasar todos aquellos obstáculos, perdiendo un tiempo que les era demasiado precioso.

El 20 de enero, después de una serie de furiosas carreras alrededor de los hielos, llegaron al primer cairn, al sitio en que el oso los acometió. En cinco días no habían adelantado más que tres grados.

El cairn no había sido tocado, y pudieron proveerse de carne fresca y recobrar fuerzas; pero Wilkye tuvo que conceder a sus compañeros un descanso de veinticuatro horas.

El 22 emprendieron otra vez la lucha con las hendiduras y los icebergs, que se multiplicaban de un modo inquietante. Se esforzaban por ganar camino, pero con poco éxito y gran consumo de fuerzas y energía.

Para mayor desgracia, todas las noches los sorprendían las presiones, impidiéndoles el sueño y el descanso.

El 27 fueron tan intensas las presiones que creyeron los expedicionarios que había llegado su última hora.

El inmenso campo estuvo en plena convulsión, y junto a la tienda se abrió una grieta espantosa, que amenazaba sepultarlos.

Entretanto, el frío seguía aumentando. Del Sur soplaban con frecuencia vientos impetuosos que producían bajas en la temperatura. Dos veces, durante la noche del 30 de enero, el termómetro bajó a ¡—20°!

El estío se marchaba a toda prisa, y el invierno adelantaba amenazador, con sus huracanes de nieve, sus tremendos hielos y sus negras nieblas.

El sol perdía rápidamente su fuerza y cada vez aparecía más tarde y más pálido: se ponía a las diez de la noche y no salía hasta las dos de la mañana, haciéndose cada día más prolongada su ausencia.

El 3 de febrero, completamente exhaustos y hambrientos, pues se les habían acabado las provisiones, llegaban al segundo cairn, junto al cual, torcidos por las presiones, se veían los restos de la máquina.

¡Ah, si al menos hubieran tenido aceite de foca para ponerla en presión, en movimiento, y aventurarse en ella hacia la costa! Pero no. Las focas habían desaparecido, la provisión de petróleo no existía y en el cairn sólo se guardaban algunos litros de alcohol, que habían de conservar si querían comer las carnes asadas o cocidas y calentar la tienda durante los fríos de la noche.

—Descansemos aquí un par de días, amigos —dijo Wilkye—. Estamos exhaustos.

—¡No puedo más, señor! —dijo Blunt—. La fatiga, el insomnio y el hambre me han rendido.

—Y yo me sostengo en pie por un milagro de equilibrio —dijo Peruschi—. ¿Cuánto tenemos que recorrer aún, señor Wilkye?

—Cerca de mil millas.

—¡Es mucho todavía, señor! Estas grietas nos han hecho perder un tiempo precioso y triplicar el camino.

—Confiemos en que sobre el continente el hielo estará más llano y nos permitirá marchar más aprisa. Yo no sé, pero me asaltan siniestras inquietudes, amigos míos, y pienso siempre en Bisby y en los marineros a quienes dejamos en la costa.

—¿Qué teme? —preguntó Blunt—. ¿Tal vez que nos hayan abandonado?

—No lo sé; pero estoy intranquilo y quisiera estar ya en la costa.

—Bisby no nos abandonará, señor.

—Él, no; pero ¿y los otros? Ha transcurrido ya el tiempo convenido, y no sé aún el que emplearemos en llegar a aquel punto. Este desierto de hielo, que antes afronté sonriendo, ahora me da miedo y me parece que medita no sé qué traición. Sin embargo, no nos desanimemos y levantemos la tienda.

Acamparon, y demolido el cairn, que estaba intacto, como el otro, extrajeron sus últimas riquezas, que consistían en quince kilos de galletas, seis cajas de té, un poco de azúcar, diez kilos de pemmican, dos libras de chocolate y ocho litros de alcohol.

Poniéndose a ración y economizando todo lo posible, podrían tirar, cuando más, veinte días. ¿Sería suficiente aquel tiempo para llegar a la costa, que se hallaba a tantas millas de distancia? Si no se les presentaban tantos obstáculos podían confiar en ello, pues aunque el frío siguiera aumentando, ellos se sentían con fuerzas para recorrer de ochenta a cien millas diarias.

Durante los dos días dedicados al descanso, nada ocurrió de particular. El gran banco no se movió y pudieron dormir tranquilamente y recobrar fuerzas, de que tanta necesidad tenían.

La mañana del 6 de febrero, repartida entre todos la carga, siguieron su camino a través de los hielos, entre miles de obstáculos que los obligaban a frecuentes detenciones para atravesar a pie verdaderas montañas de hielo y a dar rodeos inmensos para evitar las cortaduras que se multiplicaban ante ellos.

La noche del 7, poco después de haber desaparecido el sol, una luz blanquecina, pero intensa, apareció de improviso al Sudoeste, iluminando el inmenso campo de hielo y haciendo brillar vivamente los icebergs, las pirámides, las cúpulas y las columnas que se elevaban en todas direcciones.

Poco después, un gran arco irregular, de cerca de treinta grados de elevación, apareció de pronto, lanzando al cielo rayos inmensos que experimentaban extrañas y rápidas contracciones y cuyo tinte era pálido, casi incoloro.

Era una aurora austral. Las auroras del Polo Sur no tienen el esplendor de las del Norte, tan ricas en matices rojos, verdes y azules, y carecen de la intensidad, y duración de aquellas.

Semejan relámpagos, porque aparecen y desaparecen con gran rapidez. ¿Cuáles son las causas que las producen y por qué no son iguales, siendo el frío tan intenso en un Polo como en el otro? La ciencia no ha logrado revelar los misterios de tales fenómenos y se ha limitado a suponer que tienen por origen un acumulamiento de electricidad, hipótesis que puede ser acertada, pues en aquellas altas latitudes los huracanes son raros y la sequedad del aire extremada.

El 9, después de una carrera penosísima por el campo de hielo, los exploradores se encontraron de pronto ante un brazo de mar de muchas millas de ancho y cubierto de hielos flotantes. El camino estaba cortado y se veían en la imposibilidad de seguir.

Aquello los desmoralizó. ¿Dónde se encontraban? ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué aquel gran campo no estaba ya unido al continente?

—¿Se habrá desprendido? —preguntó Blunt, que lanzaba miradas de desesperación a aquel brazo de mar.

—No lo sé —respondió Wilkye con voz sorda.

—¿Hemos seguido siempre el mismo meridiano?

—Sí; aproximadamente siempre el 66°.

—Entonces, por el camino que hemos recorrido, debemos hallarnos junto al continente.

—¿Y dónde está el continente? ¿Lo ves tú?

—No veo más que hielos flotantes —dijo Peruschi.

—Es mediodía —exclamó Wilkye después de algunos instantes de silencio—. Dadme el sextante, y tomaré la altura.

Hizo rápidamente las observaciones y el cálculo para obtener la longitud y latitud exactas. Cuando terminó, un grito de desesperación se le escapó de los labios.

—¿Qué sucede, señor? —le preguntaron los dos velocipedistas.

—Temo, amigos míos —respondió Wilkye con amargura—, que no nos encontramos ya en el 66° meridiano y que, en vez de adelantar, hemos retrocedido al 82° de latitud.

—¡Imposible, señor! —dijo Peruschi—. Teniendo en cuenta el camino recorrido, debemos hallarnos al 78° de latitud.

—No —respondió Wilkye—. El gran campo de hielo se ha desprendido del continente y derivado al Sur; nos hallamos a 82° 20’ de latitud y a 72° 12’ de longitud, o sea frente a la Tierra Alejandra.

—Entonces, ¿nuestros esfuerzos han sido infructuosos?

—Sí, Blunt, porque nos hallamos a cerca de mil cuatrocientas millas del Estrecho de Bismarck.

—¡Maldición! ¿Y ahora?

Wilkye no respondió; se había dejado caer sobre un bloque de hielo, con la cabeza entre las manos, presa de sombría desesperación.

CAPÍTULO XXIV. LOS PRIMEROS FRÍOS DEL INVIERNO

La situación de los tres exploradores, que veinte días antes era tan risueña, se agravaba cada vez más. Sus desesperadas y difíciles carreras desde que partieron del Polo Austral, a causa de la nueva configuración que adquirió el campo de hielo por las presiones, no habían dado buen resultado, a causa de haberse desprendido aquel. La distancia que los separaba de la costa era la misma, o casi la misma.

¿Qué suerte les esperaba perdidos en medio de los hielos polares, lejos de todo socorro, casi sin fuerzas, escasos de víveres y con el invierno encima? ¿Estaban condenados a perecer allí, en los confines del mundo austral, de hambre o de frío, y a sepultar con ellos la noticia del descubrimiento del Polo?

Cierto es que la marcha retrógrada del gran campo no debía durar mucho tiempo, porque aquel mar interior no podía ser muy extenso y, por lo tanto, no podía tardar en adherirse a cualquier costa del continente; pero, en tanto, perderían un tiempo que les era tan precioso.

El sol estaba cada vez más lívido y prolongaba más cada día sus ausencias; la temperatura se hacía más cruda; el deshielo había cesado hacía tiempo, y ya al Norte habían aparecido las primeras nieblas, anunciando el invierno polar. ¿Qué iba a ser de aquellos desgraciados si durante el viaje les sorprendían las tremendas nevadas que hacen bajar el termómetro a 45 o 50 grados bajo cero?

Un sombrío porvenir se les presentaba a aquellos valientes. Sin embargo, pasado el primer instante de desaliento, recobraron la energía, como no podía menos de esperarse en hombres que habían sido los primeros en llegar al Polo Austral.

—No desesperemos, y confiemos en Dios —dijo Wilkye dirigiéndose a sus compañeros—. Lucharemos hasta donde alcancen nuestras fuerzas y afrontaremos sin temor la tremenda batalla que va a darnos el invierno polar.

—Estamos dispuestos a la lucha —respondieron los dos velocipedistas—. Ordene, señor Wilkye. ¿Qué debemos hacer?

—Escuchad, amigos. La marcha de este banco a través del mar polar no debe durar mucho. Dentro de poco, esta enorme masa de hielo se unirá al continente, y entonces podremos dejarla.

—¿Y adónde nos conduce? —preguntó Peruschi.

—Hacia la Tierra Alejandra, si no me equivoco —respondió Wilkye.

—Entonces tenemos la probabilidad de encontrarnos con la expedición inglesa de Linderman —dijo Blunt.

—Es muy posible, amigo, si la Estrella Polar no se ha visto obligada a retroceder o no ha sido aplastada entre los hielos con toda su tripulación.

—Y entretanto, ¿nos dejaremos conducir por el banco, con la esperanza de que nos lleve al continente?

—No; el tiempo es demasiado precioso para que permanezcamos esperando los acontecimientos. Costearemos el banco, y tal vez más al Sur encontraremos un paso u otro banco que nos permita llegar al continente.

—Pues marchemos, señor. En las orillas de este banco me parece que no hay obstáculos, y creo que nos permitirán correr bien.

—Vamos, pues, y que Dios multiplique nuestras fuerzas para este supremo esfuerzo.

Dispusieron a toda prisa la comida, consistente en sopa de pemmican y una taza de té hirviendo, y enseguida se pusieron en camino costeando el mar, que seguía siempre cubierto de inmensos bloques flotantes de hielo.

Aquel canal, porque tal debía de ser, era irregular y tendía a dirigirse al Sudeste. Debía de tener una gran extensión, pues ni Wilkye ni sus compañeros alcanzaban a distinguir las costas del continente. Colosales icebergs, cortados a pico y privados de las innumerables gibas y excrecencias que suelen tener los de los mares árticos, y grandes bancos, streams y palles, de forma alargada los unos y redondeada los otros, flotaban por el canal, chocando entre sí con gran ruido. De vez en cuando uno de aquellos colosos perdía el equilibrio y caía al mar, levantando olas gigantescas que iban a romperse con fragores de trueno en las orillas del campo de hielo.

Alguno que otro pingüino, apoyado en las aristas de un bloque, aparecía de vez en cuando; pero permanecía alejado y se limitaba a mirar estúpidamente a los velocipedistas, dando un ronco grito.

Los exploradores no perdían el tiempo. Como las márgenes del banco eran planas y no había en ellas obstáculo alguno, devoraban la distancia con creciente velocidad, pues sabían que de esta dependía la salvación.

Por desgracia, aquel canal parecía no tener fin. El 13 de febrero, después de haber recorrido en cuatro días cerca de trescientas veinte millas, no había aparecido aún el continente.

¿Qué extensión tenía aquel mar que rodeaba al Polo? Wilkye comenzaba a inquietarse, pues en vez de acercarse a la Tierra de Graham estaban cada vez más lejos de ella.

El 14 cambió bruscamente el tiempo, que hasta entonces se había mantenido espléndido.

Una pesada niebla cargada de humedad, y tan espesa que no permitía distinguir los objetos a cinco pasos de distancia, cayó sobre el campo de hielo.

Los exploradores se vieron precisados a detenerse para no caer en el brazo de mar que estaban costeando y para no destruir las bicicletas, que podían chocar contra cualquier obstáculo no visto a tiempo.

Por la noche, la temperatura bajó a -15°, y gran parte del canal se heló. Wilkye comenzó a confiar en poder atravesarlo sobre los hielos.

Sus esperanzas no eran infundadas: el 17, el brazo de mar se heló todo, aprisionando a los icebergs y a los bancos. El espesor de la costa helada era tal, que hubiera podido soportar el paso de una pieza de artillería. Lo menos debía de llegar a cuarenta centímetros.

El paso se efectuó sin gran trabajo, y a la noche los tres velocipedistas tocaban el continente a mil seiscientas millas del Estrecho de Bismarck, habiendo bajado hacia la Tierra Alejandra.

Aquel hecho fue celebrado con un banquete, habiendo tenido para ello la suerte de matar a una pareja de megalestris antarticus, aves de gran tamaño, con el plumaje oscuro, las alas amplias y el pico bastante agudo. Su carne, aunque algo dura, es excelente.

Aquella carne fresca vino perfectamente a los desgraciados exploradores, que comenzaban a estar cansados de alimentos salados y secos y que experimentaban ya los primeros síntomas del escorbuto, mal que hiere casi siempre a los exploradores polares y que es tan difícil de combatir si faltan los vegetales, sobre todo el zumo de limón.

Después de un descanso de veinticuatro horas emprendieron su interminable viaje a través del continente; pero ¡era ya demasiado tarde! El invierno polar avanzaba a galope y los iba a alcanzar, y, para colmo de desgracia, también el hambre les salía al encuentro a todo correr.

Comenzaron a soplar los vientos del Sur, que arrastraban con ellos nieblas cada vez más espesas y que hacían bajar mucho la temperatura. Las primeras nieves no debían de estar lejanas.

Y el cielo había adquirido el triste aspecto peculiar de aquellas regiones: el tinte azul desapareció para dar lugar a un tono gris oscuro, sucio, que el sol, vencido ya por el penoso invierno, no podía disipar con sus lívidos rayos sin calor y sin vida.

Los hielos se mostraban por todas partes. Las cortaduras y los barrancos se cerraban, las moles de transparentes cristales se elevaban cada vez más y las presiones iban en aumento, especialmente por las noches, obligando a los exploradores a largas veladas.

El 24 de febrero cayó la primera nevada. Fue un día triste para los exploradores y sus inquietudes aumentaron. Comenzaban a perder la esperanza de llegar a la costa antes de que se marcharan sus compañeros, los cuales ya debían de darlos por muertos.

—¡Valor, amigos! —dijo Wilkye a los velocipedistas, al verlos tristes y pensativos—. Dentro de pocos días recibiremos algún socorro.

—¿En quién confía? —preguntó Blunt—. Yo he perdido toda esperanza.

—En Bisby —respondió Wilkye—. De seguro ha organizado una expedición de socorro y nos busca.

—Estamos muy lejos, señor, para que nos encuentre.

—Además —añadió Peruschi— estamos fuera de su camino, pues él nos buscará por el 66° meridiano.

—Pero podemos alcanzar la expedición antes de que vuelva a la costa. Nos acercamos cada vez más al 66° meridiano.

—Pero ¿podremos continuar con esta velocidad? Si sigue nevando vamos a tener que abandonar las bicicletas —dijo Blunt—. Mire: el hielo se ha cubierto de una capa de diez centímetros en menos de una hora, y sólo adelantamos con gran trabajo.

—Espero mucho de los grandes fríos. La nieve se endurecerá y podremos seguir corriendo.

—¿Y si las heladas fuertes tardan?

—Esperaremos.

—Los víveres escasean, señor. Dentro de cinco o seis días no nos quedará ni una galleta, ni un puñado de pemmican, ni una onza de chocolate.

—Es verdad —dijo Wilkye con desesperación—. ¡Se diría que el Polo es fatal para todos los exploradores!

Durante todo el día la nieve estuvo cayendo sin interrupción, haciendo cada vez más difícil la marcha de los viajeros. A las seis de la tarde se vieron precisados a detenerse y armar la tienda, porque no podían avanzar más.

La noche fue terrible. Un viento furioso que soplaba del Sur turbaba con sus mugidos el silencio del continente y levantaba torbellinos de nieve. La tienda fue derribada muchas veces, y los exploradores tuvieron que velar gran parte de la noche, expuestos a un frío de -20° que helaba la sangre.

Al día siguiente se calmó el huracán y se endureció la nieve por lo bajo de la temperatura, y los tres amigos intentaron seguir el viaje; pero, después de recorrer veinte millas, Peruschi, que desde algunos días antes denotaba profundo malestar y una postración general, tuvo que detenerse.

El desgraciado se sentía completamente falto de fuerzas, y el rostro lo tenía cubierto de manchas lívidas. Además sentía agudos dolores en la espalda, y de su boca salía un olor insoportable.

—Eso no es nada —dijo Wilkye, que al verle se había puesto pálido—. Un poco de descanso bastará para restablecerte.

Hizo levantar la tienda, aconsejó al enfermo que se abrigara bien, obligándolo a masticar trozos de patatas crudas, que conservaba religiosamente, y algunas pastillas de calcio que guardaba en su saco de viaje, y después, llevando aparte a Blunt, le dijo:

—Nuestra situación es ya punto menos que desesperada; dentro de poco tendremos que abandonar las bicicletas.

—¿Por qué, señor? La nieve está endurecida y nos permite continuar el viaje.

—Es cierto; pero tenemos que llevar con nosotros a un enfermo, y las máquinas nos servirán más bien de estorbos que de utilidad.

—¿Entonces Peruschi?…

—Sufre un ataque de escorbuto, y dentro de poco no podrá tenerse en pie.

—¿Es peligroso ese mal?

—Si se descuida, puede ser fatal.

—Pero ¿qué origen reconoce esa enfermedad? Me han dicho que los exploradores polares son atacados frecuentemente, y aún los marinos que emprenden largas navegaciones.

—Según algunos, se origina de la falta de vegetales y del uso de las carnes saladas; según otros, obedece a insuficiencia de alimentación, al frío, la humedad y las largas veladas.

—¿Podremos curarle?

—He conservado cuidadosamente pastillas de calcio y patatas; pero serían necesarios, además, vegetales frescos, frutas ácidas, como limones y naranjas, una alimentación abundante y fresca, infusiones de salvia y vino añeja y licores. ¿Dónde encontrar todo esto en medio de los hielos del Polo? Sería preciso llegar a la cabaña, y distamos de ella ochocientas millas.

—¿Y qué va a ser de nosotros si tenemos que permanecer aquí muchos días? Los víveres se están concluyendo. Hay que partir enseguida.

—¿Y nuestro desgraciado compañero?

—Haremos una camilla. Podemos unir dos bicicletas con piezas de la tercera y formar una camilla con ruedas, que nosotros empujaremos.

—Es verdad, Blunt. Al trabajo, sin perder tiempo; aún no está todo perdido.

Mientras su compañero, herido por la enfermedad y agobiado por la fatiga, dormía bajo la tienda, Wilkye y Blunt se pusieron afanosamente a trabajar.

Desmontada una bicicleta, que ya no podía servirles de nada, utilizaron varias de sus piezas para unir las otras dos, y formaron una especie de camilla, sobre la cual extendieron las mantas y pieles de oso.

Ya también sin bicicletas, su marcha tenía que ser infinitamente más lenta; pero al menos podían llevar consigo al desgraciado Peruschi, sin necesidad de conducirle en brazos.

En un extremo de la camilla colocaron sus escasas provisiones y aguardaron al día siguiente para emprender el camino hacia la costa.

CAPÍTULO XXV. LAS VÍCTIMAS DEL POLO

Aquella noche el frío fue más intenso; el termómetro marcó al exterior de la tienda -30° después de la puesta del sol, y la pequeña lámpara tuvo que arder sin interrupción para mantener dentro de la tienda una temperatura de 20 grados bajo cero.

Por primera vez experimentaron los síntomas de la congelación, a pesar de las gruesas y forradas telas de sus trajes de lana y de las pieles de oso que los cubrían. Blunt, que se quedó dormido sin guantes de piel, corrió el peligro de perder las dos manos, y Wilkye, que lo advirtió a tiempo, tuvo que trabajar no poco para restablecerle la circulación de la sangre mediante enérgicas fricciones con nieve.

Peruschi sintió más que sus compañeros las molestias del invierno polar, pues Wilkye le oyó delirar muchas veces. El escorbuto aumentaba sus sufrimientos, habiéndosele inflamado las encías, que se le cubrían de tumefacciones purulentas y sangrantes.

Por la mañana, que se calmaba un tanto el frío, colocaban nuevamente al enfermo en la camilla y seguían valerosamente su marcha. Por otra parte, el movimiento constituía su salvación; una detención más larga bajo aquella tienda sin estufa podía producir la muerte de todos.

Fue una marcha penosa; la nieve, ablandada por los rayos del sol, cedía bajo los pies de los hombres, y las ruedas de la camilla se hundían, haciendo saltar al enfermo, que lanzaba frecuentes gemidos. De vez en cuando tenían que detenerse para descansar antes de emprender la fatigosa subida de alguna empinada cuesta que con frecuencia les cerraba el paso o para dar algún reposo al compañero enfermo.

Entretanto el frío aumentaba, se hacía más agudo, más cortante. Un viento helado empujaba torbellinos de nieve, que chocaban en los rostros de aquellos desgraciados, como si alguien les arrojara a los ojos y a las mejillas puñados de afiladas agujas de cristal. Cegados por aquellas punzantes espinas de nieve, y cubiertos los vestidos de una endurecida y quebradiza capa de hielo, sufrían lo indecible.

El 28 de febrero, después de una noche espantosa, volvían a ponerse en camino con un frío crudelísimo. El termómetro había descendido a -30° y la nieve caía en espesos copos que los envolvían empujados por los furiosos golpes del viento austral.

Los pobres exploradores iban casi arrastrándose a través de aquella inmensa llanura combatida por el huracán. No se detenían, porque sabían que un retardo de pocos minutos podía ser mortal para ellos; pero ¡qué sobrehumanos esfuerzos, qué angustias para no caer!

Aquel frío excesivo, al que no estaban ni podían estar acostumbrados, los entumecía, a pesar de la fuerza de voluntad con que trataban de defenderse. Sentían que los músculos se les ponían rígidos, se veían acometidos de crueles calambres, les zumbaba la cabeza y experimentaban como una embriaguez que paralizaba o hacía inciertos sus movimientos.

La respiración se hacía dolorosa, y el aliento que salía de sus labios se helaba enseguida y caía al suelo en forma de sutilísimas agujas de hielo.

La evaporación de la humedad de sus cuerpos se congelaba, formando alrededor de ellos una especie de niebla que les impedía distinguir lo que ocurría pocos pasos más allá, envolviéndolos como en una nube de ligeros cristales helados.

Una sed ardiente les devoraba; sed que no lograban calmar nunca. Blunt había probado a aliviarse tragando un puñado de nieve; pero se apresuró a arrojarlo, pues estaba tan fría que al contacto con la lengua y el velo del paladar le produjo una quemadura igual a la que le hubiera causado un hierro candente.

Wilkye, por otra parte, le prohibió en absoluto el empleo de recursos semejantes, pues podrían ocasionarle inflamaciones graves en la boca y en la garganta.

Durante doce horas, y aunque no cesaron de caminar, apenas lograron recorrer un grado. Por la noche, Peruschi fue colocado bajo la tienda en un estado de suma gravedad.

El pobre joven, invadido del mal, que hacía rápidos progresos a pesar de las pastillas y de las patatas, no podía ni levantar la cabeza. Su palidez era cadavérica y su cuerpo estaba cubierto de manchas sanguinolentas.

Wilkye, que comenzaba a temer por la vida de aquel generoso y valiente joven, sacrificó los último sorbos de la provisión de whisky para hacerle un abundante ponche. Aquel remedio fue muy eficaz, pues a la mañana siguiente el enfermo estaba mejor y más tranquilo.

El 1.º de marzo no salieron de la tienda; se sentían impotentes para desafiar el frío intenso que reinaba fuera.

El 2, después de seis horas de marcha a través de la nieve, y mientras atravesaban un canal, lograron sorprender y matar una foca. Había salido a respirar a la superficie del hielo por uno de los agujeros que ellas mismas abren, y Blunt le rompió el cráneo de un balazo.

Fue una verdadera suerte para los exploradores, los cuales sólo poseían ya pocas gotas de alcohol para encender la lámpara y calentarse algo durante las noches. Obtuvieron muchos litros de aceite, se comieron el hígado y los sesos y apartaron un trozo de carne de muchos kilos de peso, pues estaban casi desprovistos de víveres.

Aquella carne fresca, aunque aceitosa y poco agradable, produjo una gran mejoría en el enfermo. Las manchas rojizas que le cubrían la piel fueron desapareciendo y cesó la postración extrema, pudiendo ya sostenerse en pie.

El 6 de marzo, después de haber recorrido ciento sesenta kilómetros en cuatro días, acaeció un hecho que debía ser de gran importancia para aquellos desgraciados exploradores.

Mientras empujaban con gran trabajo las bicicletas, pues Peruschi aún no podía caminar, Blunt tropezó contra una cosa dura entre la nieve.

Al inclinarse para ver con lo que había tropezado, descubrió con sorpresa la extremidad de un pedazo de madera.

—¡Señor Wilkye! —exclamó emocionado—. ¡Algún hombre ha llegado hasta aquí!

—¿De qué lo deduces?

—De un madero escondido entre la nieve.

—¿Será una señal? ¿Habrán llegado hasta aquí nuestros compañeros? —se preguntó sorprendido el americano—. ¡Excavemos, Blunt!

Cogieron las hachas y rompieron el hielo, excavando luego en la nieve que había debajo, hasta hacer un agujero. Pronto descubrieron otro trozo de madera que parecía pertenecer al costillaje de una chalupa y que, clavado al primero, formaba con él una cruz.

Wilkye y Blunt se miraron el uno al otro, presas de viva emoción.

—Alguien ha sido sepultado aquí —dijo Wilkye.

—¿Uno de nuestros compañeros quizá? Los navegantes antárticos que nos han precedido, ¿exploraron esta parte del continente?

—No, que yo sepa, y…

Se interrumpió bruscamente y se precipitó hacia la cruz, limpiándola de la nieve helada que la cubría. Un nombre grabado con la punta de un cuchillo apareció a sus ojos.

—¡William Bak! —exclamó.

—¿El capitán de la Estrella Polar? —preguntó Blunt poniéndose pálido.

—Sí; aquí reposa.

—¡Muerto!

—Y sólo hace pocos días. He aquí la fecha: 20 febrero 1893.

—¿Qué drama se ha desarrollado sobre la Tierra Alejandra? ¿Habrá sido destruida por los hielos la Estrella Polar, señor Wilkye?

—Me lo temo, Blunt, y los supervivientes tratan ahora de llegar a nuestra cabaña.

—¿Estará vivo Linderman?

—¿Qué será de nosotros, ahora que la Estrella Polar no existe?

—Nos queda la chalupa.

—Pero ¿podrá contener a las dos expediciones reunidas?

—Tal vez los supervivientes de la Estrella Polar lleven otra consigo.

—¿Qué hacemos, señor Wilkye?

—¡Es preciso alcanzar a la expedición inglesa y reunir nuestras fuerzas para la salvación de todos!

—¿Consentirá en ello el señor Linderman? Recuerde lo que dijo al separaros: «De aquí en adelante seremos enemigos, encarnizados enemigos».

—La desgracia le habrá domado, Blunt. Temo que su tripulación haya sido víctima del hambre y el escorbuto. Apresurémonos; nos llevan de delantera sólo tres días, y fácilmente podremos alcanzarlos.

Volvieron adonde estaba la camilla y dieron cuenta a Peruschi de su triste descubrimiento. El joven se ofreció a caminar, por sentirse mejor; pero Wilkye se opuso, temiendo una recaída.

Marcharon lo más deprisa que les fue posible, empujando la camilla y subiendo y bajando varias cadenas de colinas que corrían de Este a Oeste.

A las siete de la tarde, después de un recorrido de treinta y seis millas, descubrieron un hacha cuyo mango sobresalía de la nieve, y poco después un arpón y trozos de una botella que aún olía a gin.

El 7 hicieron otro lúgubre descubrimiento: era otra cruz erigida hacía poco, pues llevaba la fecha del 5. Sólo tenía dos iniciales: K. F. ¿Quién podía ser el desgraciado que reposaba entre los hielos del continente austral? Era, sin duda, un marinero de la Estrella Polar; otro que no había de volver a ver su patria; otro que había expirado en las heladas regiones del Polo, tal vez de hambre, quizá víctima del escorbuto.

Poco más allá, los exploradores recogieron un fusil cargado, dos gruesos guantes y una gorra de pelo, tal vez perteneciente todo ello al muerto.

Wilkye y Blunt huyeron horrorizados, alejándose a todo correr de aquel triste lugar. Sin embargo, aún no tenían noticias precisas de la catástrofe que había herido a la expedición inglesa. Querían alcanzar a los supervivientes para tratar generosamente de socorrerlos, antes de que todos cayeran para no levantarse más en aquel camino de amarguras y de horrores que formaba la ilimitada llanura del continente austral.

Aquellos infelices que los precedían, tratando de llegar a la costa de Graham, no debían de estar lejos.

Apresuraron la marcha, haciendo esfuerzos prodigiosos por ganar camino. Peruschi, para aligerarles algo el trabajo, bajaba algunos ratos de la camilla, especialmente cuando tenían que salvar alguna altura.

El 9 de marzo sólo estaban a doscientas millas de la costa, pero aún no habían logrado alcanzar a la expedición inglesa. Las huellas, no obstante, se multiplicaban. Habían encontrado otra cruz, más allá objetos pertenecientes a una chalupa, después una caldera abandonada en el fondo de un barranco y que aún contenía nieve a medio fundir.

El 10 volvió a caer otra nevada con fuerza extraordinaria. Un viento impetuoso lanzaba los copos en todos sentidos, levantaba en forma de nubes la que ya había caído al suelo, amontonándola acá y allá y haciendo penosísima la marcha de los exploradores.

Luchando enérgicamente con el temporal que los azotaba y helaba, siguieron su camino con increíble constancia, atravesando barrancos, colinas y gargantas profundas, pues el terreno se había hecho muy quebrado.

A mediodía, mientras atravesaban otro brazo de mar, vieron una foca que correteaba por la nieve buscando el agujero que habla abierto en el hielo. Iban a lanzarse sobre el anfibio para matarlo a hachazos, cuando oyeron una detonación.

—¿Habéis oído? —dijo Wilkye, mientras Blunt rompía la cabeza de la foca.

—Sí —contestó Peruschi—. Un disparo.

—¿Estará cerca la expedición inglesa? —preguntó Blunt.

—Tal vez. Corramos, Blunt. Quizá sean nuestros amigos de la costa.

—¿Y yo? —preguntó Peruschi.

—No te inquietes. Permanece aquí, al lado de la camilla y de la foca.

Wilkye y Blunt, a pesar de los turbiones de nieve, se lanzaron hacia una altura que cerraba la llanura por el Noroeste, y en quince minutos llegaron a la cima.

—¡Un campamento! —exclamó Blunt.

—¡Oh, Dios! ¡Corramos! —exclamó Wilkye.

CAPÍTULO XXVI. LA CATÁSTROFE DE LA «ESTRELLA POLAR»

A quinientos pasos de la altura, junto a una profunda cortadura del suelo, que se prolongaba hacia el Oeste, se alzaban cuatro tiendas que el huracán de nieve había casi aplastado contra el suelo.

A corta distancia se veía una chalupa rota, con la quilla al aire, un trineo y algunos fusiles que parecían abandonados. Ninguna voz salía de las tiendas; pero de una de ellas se escapaba a intervalos un humo negro y acre que parecía producido por la combustión de materias grasas.

¿Quiénes eran los hombres que habían buscado bajo aquellas tiendas un abrigo contra el huracán y la nieve? ¿Eran Bisby y los marineros americanos, o eran los supervivientes de la Estrella Polar?

Wilkye y Blunt, presas de viva ansiedad y de profunda emoción, echaron a correr hacia aquellas tiendas. En pocos minutos llegaron a la primera y levantaron la tela que cubría la entrada: estaba vacía.

Iban a visitar la segunda, cuando un hombre que había allí tendido, insensible al helado viento del Sur y a los furores de la borrasca, se levantó sacudiendo la nieve que casi le cubría por completo.

Pareció a los dos exploradores que, se levantaba ante ellos un fantasma, peor todavía, un esqueleto vivo. Aquel desgraciado, que debía de haber sufrido dolores y privaciones de toda especie, infundía miedo y piedad al mismo tiempo.

Su rostro esquelético, cubierto de manchas rojizas y blancas, con la barba larga y crespa que le daba un aspecto salvaje, y cuyos ojos lanzaban extraños fulgores, imponía terror. Sus vestidos, que caían a pedazos, parecían cubrir a un verdadero esqueleto, pues colgaban como de un espantapájaros de aquella seca armazón de huesos.

Miró a Wilkye y a Blunt, que se hablan detenido, con ojos que lanzaban destellos sombríos; apoyó luego la delgada diestra, seca cómo un manojo de espárragos, en el mango del hacha que tenía cerca y preguntó con ronca voz:

—¿Qué quieren?

—¡Dios mío! —exclamó Wilkye con emoción—. ¿Quién es usted?

—Yo soy… Pero ¿qué le importa? ¡Márchese!

Wilkye lanzó un grito.

—¡Linderman! —exclamó—. ¡Desgraciado! ¡En qué situación le encuentro!

Se lanzó hacia el inglés para abrazarlo, pero este lo rechazó con brusquedad, diciendo:

—No le conozco. ¡Márchese!

—¡Soy yo, Wilkye!

—¡Wilkye! —repuso Linderman con voz sorda—. ¡Ah, sí, mi rival del Polo! ¿Y qué quiere?

—Socorrerle —respondió Wilkye.

—¿Ha descubierto el Polo?

—Sí, Linderman.

—Mejor para usted, y peor para mí. ¡Márchese! ¡Nada le he de dar, ni nada necesito de vos!

—¡Es que yo no soy su enemigo, Linderman! He venido aquí para salvarle, en nombre de nuestra antigua amistad.

—¡Yo no tengo amigos!

—En nombre de la Humanidad.

—¡Palabra vana!

—De la Ciencia, por la que ambos hemos luchado.

—¡No! —exclamó el inglés—. ¡Márchese, no tengo necesidad de usted!

En aquel instante siete marineros extenuados, rojos por el escorbuto, medio muertos, se lanzaron fuera de la tienda, balbuciendo con ansia:

—¡Dadnos… de… comer, señor… Wilkye!

Blunt sacó de un saco de viaje las galletas que les quedaban para entregarlas a aquellos desgraciados; pero Linderman se interpuso y, enarbolando el hacha que tenía en la mano, se dirigió a sus marineros, gritándoles colérico:

—¡Viles! ¿Pedís socorros a mi rival? ¡Atrás, u os mato! ¡Somos ingleses, y estos son americanos!

—¡Señor Linderman! —gritó Wilkye adelantando un paso—. Aquí no hay ni ingleses ni americanos, sino hombres que han luchado por el triunfo de la Ciencia; hermanos, que deben unir sus esfuerzos para llegar a la lejana patria. ¡Basta, señores! La rivalidad no debe existir aquí, en medio de los hielos del Polo, mientras el hambre amenaza matar a los últimos supervivientes de la Estrella Polar.

—¡Fuera de mi campamento! —vociferó Linderman—. ¡No le conozco!

—Está loco, señor —dijeron los marineros.

—¡Loco! —exclamó Wilkye dolorosamente—. ¿Qué drama es el que se ha desarrollado en la Tierra Alejandra?

—¡Fuera de aquí! —repitió Linderman con loco furor.

—¡Jamás! ¡No le abandonaré!

El inglés, que, en efecto, debía de estar loco, hizo ademán de lanzarse contra el americano; pero Blunt y los marineros lo sujetaron, lo desarmaron y lo arrojaron al suelo.

—¡Traidores! —gritó el loco revolviéndose con rabia.

—Atadle y conducidle a una tienda —dijo Wilkye—. Confiemos en que algún día recobrará la razón.

Después añadió, volviéndose hacia Blunt:

—Ve a buscar a Peruschi; cargad la foca en las bicicletas y traedla aquí. Estos desgraciados se mueren de hambre, y un retraso en tomar alimentos puede serles fatal.

—Gracias, señor Wilkye —dijeron los marineros con lágrimas en los ojos—. Le deberemos la vida.

—¿Sois vosotros solos?

—Hay uno en la última tienda: el pobre Kelpy; pero murió esta mañana. El escorbuto y el hambre lo han matado —dijo un marinero.

—¿Y los otros? ¿No erais veintiséis?

—¡Todos muertos!

—¿Y la Estrella Polar?

—Aplastada por los hielos el 6 de diciembre, a los 76° 15’ de longitud y 68° 30’ de latitud.

—¡Una catástrofe completa, pues!

—Sí, señor. ¡Y qué tremenda! —exclamó el marinero, secándose las lágrimas que le calan por las mejillas—. Aún me pregunto cómo no han podido matarnos tantos sufrimientos y tantas privaciones.

—Cuénteme, Johnson.

—Llegamos felizmente a la costa Alejandra a mediados de noviembre, a pesar de los continuos encuentros con los hielos flotantes. El 20, la Estrella Polar había entrado en un canal que parecía internarse en el continente muchos centenares de millas.

»Confiábamos en poder, si no llegar, al menos acercarnos bastante al Polo; pero el 28 nos encontramos de pronto cerrado el camino por una inmensa barrera de hielos.

»El capitán Bak, después de celebrar consejo con el señor Linderman, lanzó la Estrella Polar hacia el Sur, esperando encontrar otro paso; pero durante la noche, los hielos nos bloquearon.

»Toda tentativa de vernos libres resultó inútil. El 6 de diciembre, un enorme iceberg que desde hacía muchos días nos amenazaba, cayó sobre la goleta destrozándola y sepultando entre sus restos a once marineros.

»El desastre fue tan rápido, que a duras penas logramos salvar una chalupa, dos trineos y víveres para dos meses.

»El capitán Bak quería dirigirse sin perder tiempo a la costa de Graham para alcanzar vuestra cabaña; pero el señor Linderman se mantuvo inflexible. Os consideraba como enemigos, y quería ir a descubrir el Polo.

»Durante treinta y seis días se aventuró por el continente; pero los víveres desaparecían con rapidez, las dificultades aumentaban a cada instante, y el escorbuto se había presentado entre nosotros.

»Nos rebelamos, obligando al armador a dirigirse a la costa para llegar a vuestra cabaña. Desde aquel día el señor Linderman no fue el hombre de antes. Se puso tétrico, y de vez en cuando le asaltaban tremendos ataques de cólera, durante los cuales nos amenazaba con las armas en la mano. Su razón se extravió, y un día advertimos que estaba completamente loco.

»Entretanto, nuestra situación se agravaba. El escorbuto hacía víctimas, los víveres escaseaban, nuestras fuerzas se extinguían y el fuego faltaba, pues se había consumido nuestra provisión de alcohol.

»El invierno no tardó en sorprendernos con sus tremendos hielos y sus ventisqueros de nieve. ¡Cuántos padecimientos, señor Wilkye, cuántos padecimientos! Cada día caía un hombre para no levantarse más, y lo sepultábamos en la nieve.

»Así cayó el capitán Bak, muerto de escorbuto; cayeron dos oficiales; después el contramaestre, después otro, después… dos días hace que no comemos, señor Wilkye. Si usted no nos socorre ninguno de nosotros saldrá vivo de este campo, y aquí moriremos todos los supervivientes de la expedición inglesa.

—¡Desgraciados! —exclamó Wilkye, verdaderamente conmovido.

—¿Y usted, señor, ha descubierto el Polo?

—Sí, Johnson.

—¡Ah, el señor Linderman preveía su triunfo! Pero ¿y el señor Bisby?

—Quedó en la costa, y allí nos aguardará.

—¿Está seguro? —le preguntaron los marineros con angustiosa expresión.

—Temo que sus compañeros, ya que no él, hayan partido al acercarse los primeros hielos. Hemos perdido demasiado tiempo para llegar al Polo.

—¿Qué será de todos nosotros si se han ido? —preguntó Johnson.

—No lo sé —respondió Wilkye con tristeza—. El Polo parece que sea fatal para los hombres que lo desafían.

—¿Al menos habrá allí víveres?

—Confiemos en el Destino. Pero ¡a no desesperar, y reunamos nuestras fuerzas para triunfar de los rigores del invierno polar! ¡He aquí a Blunt y a Peruschi, que vuelven con una foca que hemos matado hace poco! Los víveres están asegurados para tres o cuatro días.

En efecto, los dos velocipedistas volvían arrastrando el anfibio, al cual no habían podido cargar en las bicicletas: ¡tan pesado era!

Los marineros, haciendo un esfuerzo desesperado, corrieron en su ayuda, y transportaron la foca al campamento. Enseguida se la descuartizó, mientras los velocipedistas encendían la lámpara y ponían a hervir el pemmican que les quedaba y el último trozo de carne salada.

Nadie puede imaginar con qué avidez los supervivientes de la Estrella Polar, tras los días de ayuno, se lanzaron sobre aquellos alimentos. En un abrir y cerrar de ojos desapareció todo, y los velocipedistas se vieron obligados a cocer la sangre de la foca, el corazón y los sesos para saciar el hambre horrible que torturaba los estómagos de aquellos infelices.

Linderman no fue olvidado; pero Wilkye y sus compañeros tuvieron que apelar a la violencia para hacerle tragar su ración. El pobre armador se obstinaba en tratarlos como a enemigos, y rehusó tercamente aquellos socorros, a pesar de los ruegos de su rival.

Aquella abundante y sustanciosa comida reanimó las exhaustas fuerzas de la tripulación inglesa, así como su energía. A pesar de que su situación era poco envidiable, comenzaban a sonreír, esperanzados en llegar pronto a la costa.

Por la noche, y como el huracán continuaba, Wilkye hizo reunir las tiendas y encendió en una cacerola de hierro un buen fuego, alimentado con aceite de foca y con algunos trozos de madera arrancados a la chalupa.

¡Tal vez fue aquella la primera noche de calma pasada por la tripulación inglesa, después de tantos sufrimientos, tantas veladas tristes y tanto frío!

Al siguiente día, Wilkye los reunió a todos para celebrar consejo: era preciso tomar una determinación urgente, antes de que las tempestades de nieve los inmovilizaran entre aquellos interminables campos de hielo.

Se trataba de decidir si debía emprenderse enseguida el camino hacia la costa, junto a la cual podían tener la esperanza de matar focas o aves marinas, o si convenía más marchar al Noroeste para llegar en una rápida marcha hasta la cabaña.

El mar sólo debía de estar a ciento cincuenta o ciento sesenta millas; pero la cabaña, lo menos a doscientas cincuenta, pues, como sabemos, estaba situada más al Norte.

Prevaleció el último proyecto, para no perder la posibilidad de un encuentro con la gente de Bisby, que quizá buscaran a Wilkye y sus compañeros antes de dejar definitivamente el continente.

No había tiempo que perder. El invierno estaba encima, el escorbuto podía multiplicar sus ataques y las provisiones quedar reducidas a cero.

Linderman, que daba muestras de creciente locura, fue atado en la camilla pues Peruschi declaró que él ya podía caminar; tres marineros, que no podían tenerse en pie, ocuparon el trineo; la chalupa, que estaba inservible, fue reducida a leña, y la pequeña caravana se puso en marcha hacia el Noroeste hundiéndose en la nieve, que aún no se había congelado.

Todos trabajaron con suprema energía; Wilkye y un marinero medio inválido empujaban la camilla; Blunt, Peruschi, y los otros tiraban del trineo haciendo desesperados esfuerzos para avanzar con rapidez.

Habían ya recorrido doce millas cuando Blunt, que iba delante de todos, se detuvo bruscamente, soltando la cuerda del trineo.

—¡Quietos todos! —dijo—. ¡Pronto; dadme un fusil!

—¿Has descubierto alguna foca? —le preguntó Wilkye acercándose con dos carabinas.

—No lo sé, señor; pero allí hay algo que se mueve entre la nieve. Mire allá, junto a aquel hummok.

Wilkye miró en la dirección indicada, y con gran sorpresa vio una masa que parecía enorme y oscura, moverse entre la nieve. Parecía hacer grandes esfuerzos por levantarse; pero siempre volvía a caer.

—¿Será un oso, señor Wilkye? —preguntó Blunt.

—¿Un oso? Creo que es un animal más colosal.

—¿Qué será?

—No lo sé, pero lo averiguaremos pronto; adelante, y prudencia.

Mientras los marineros se escondían detrás del trineo y de los monteemos de nieve, los dos cazadores avanzaron arrastrándose, para hacer fuego a corta distancia y no errar el golpe.

Entretanto, aquella fiera de nueva especie seguía revolviéndose. Se levantaba, daba dos o tres pasos, volvía a caer, y no lograba ponerse nuevamente de pie sino a costa de grandes esfuerzos.

Sus formas eran tan extrañas, que los dos cazadores no acertaban a adivinar a qué especie pertenecía. Unas veces parecía un oso, otras un elefante marino derecho sobre sus patas posteriores, y otras veces, una foca cubierta con un gran manto.

Wilkye y Blunt estaban ya a doscientos metros y apuntaban con sus fusiles, cuando aquel ser extraño dijo con voz cavernosa:

—¡Calle, hombres! Pero ¡eh!, ¡quietos! ¿Me creéis un oso o un elefante marino para tomarme por blanco? ¡Maldito país! ¿Puede darse nada peor?

Los dos cazadores dejaron caer las armas y se pusieron de pie diciendo a una:

—¡Bisby!

Aquel ser extraño se detuvo sorprendido por el grito y enseguida exclamó:

—¡Calle! ¿Se me conoce aquí? ¿Es tal vez que el viento del Polo me ha empujado hasta Baltimore? ¡Sería un caso raro, a fe mía!

—¡Bisby! —exclamó Wilkye adelantándose—. Amigo mío, ¿qué hace aquí?

El negociante en carnes saladas, pues era él, se afirmó sobre sus piernas y quitándose el sombrero de copa, que estaba todo cubierto de hielo, dijo:

—Buenos días, señores: pero…

¿Qué iba a decir? No ha podido saberse; pues de pronto se detuvo y salió este grito de sus trémulos labios:

—¡Wilkye! ¡Ah! ¿Estoy soñando?

—No, amigo mío; soy yo —respondió Wilkye saliéndole al encuentro—. No sueña.

—¡Usted! ¡Usted!

—Sí, Bisby, yo. Pero ¿cómo se encuentra aquí?

—¿Cómo? ¿Lo sé yo acaso? Sólo sé que me muero de hambre, que estoy cubierto de hielo, que mi piel, de bisonte no me sirve de nada, que me parece que estoy borracho, y que me hallo en un estado miserable. ¡Mire!

El desgraciado no mentía. ¿Qué había sido de Bisby, el futuro presidente de la Sociedad de los hombres gordos de Chicago? ¡A qué estado se veía reducido aquel hombre que tres meses antes estaba tan gordo como un elefante marino!

Había adelgazado más de la mitad, y estaba pálido, extenuado, con el rostro cubierto de equimosis, con un ojo enrojecido, sangrante aún, con los vestidos rotos y endurecidos por el hielo, con los zapatos destrozados; hecho, en fin, un guiñapo. Llevaba en la cabeza su sombrero de copa; pero abollado, lleno de apabullos y cubierto de nieve el revuelto pelo. Aún ostentaba su famosa piel de bisonte; pero de tal modo endurecida por el hielo, que no podía plegarse.

—¡En qué situación le encuentro, Bisby! —exclamó Wilkye—. Pero ¿quién le ha puesto de tal modo?

—¿Quién? ¿Quién? Sus marineros —respondió el negociante—. Parecía que se habían vuelto hidrófobos; yo quería hacerles entrar en razón, y me desobedecieron y me arrojaron fuera de la cabaña. A alguno de ellos creo que lo he estropeado, porque me defendí a golpes; pero eran muchos, y yo he llevado la peor parte.

—Pero ¿qué ha ocurrido? ¿Qué ha hecho, desgraciado?

—¿Yo? Nada; se lo aseguro. Sólo quería comer. ¡Ah, diablo! ¿No había venido aquí para engordar? He comido todo lo que he podido; pero un día, ¡aciago día!, sus marineros advirtieron que los víveres habían disminuido mucho y me negaron los alimentos. ¡Ingratos! ¡Después de tantas cenas como hemos tenido!

—¡Adelante, Bisby! —dijo Wilkye con angustia.

—Me rebelé; pero me maltrataron y me echaron fuera de la cabaña, y se embarcaron después. En vano les rogué que desembarcaran y esperasen su regreso: me respondieron que estaban ya hartos del Polo, y que usted debía haber muerto. ¡Canallas! ¡Después de tantos banquetes!

—¿Y partieron?

—Hacia el Norte.

—¿Cuándo?

—El veintisiete de febrero.

—¿Y cómo se ha mantenido usted hasta ahora, Bisby?

—Con una libra de chocolate y dos bacalaos que escondí. Por cierto que me han roto los dientes al comerlos: tan duros estaban.

—¿Sin tienda y sin fuego?

—Con la piel de bisonte solamente.

—¿En la cabaña no quedan víveres? —preguntó Wilkye con voz sorda.

—Una cabeza de foca que nadie se ha querido comer.

—¿Y no han vuelto los marineros?

—Nos han abandonado.

Una ronca imprecación salió de labios de Wilkye.

—¡Maldición sobre los infames! —exclamó—. ¿Qué va a ser ahora de nosotros? ¿Qué suerte nos espera? ¿Vamos a morir en las orillas de este continente después de haber descubierto el Polo? ¿Va a permanecer ignorado este hecho? ¡No! ¡Lucharemos hasta el último extremo; y si es preciso, nos embarcaremos en un banco de hielo y trataremos de llegar a la Tierra de Fuego! Blunt, Peruschi, Bisby; amigos míos, ¡adelante hacia la costa! ¡La fortuna ayuda a los audaces!

CAPÍTULO XXVII. EL REGRESO

Aunque la situación, ya desesperada para aquellos hombres, se había agravado por el abandono de los marineros americanos y les aguardaba un tremendo desastre por la falta de víveres, pues ya no había que contar con los de la cabaña, todavía no perdieron el valor ni la energía.

Wilkye los guiaba; Wilkye se preparaba a afrontar animosamente el adverso destino, y el valor sobrehumano de aquel hombre reanimó el estado moral de todos aquellos desgraciados. Todos juraron luchar mientras tuvieran vida, antes que dejarse abatir.

Decidieron renunciar al primer proyecto, ahora que en la cabaña no encontrarían nada útil, e intentar llegar cuanto antes a la costa más cercana, con la esperanza de encontrar en las playas focas y aves marinas.

Se dividieron en dos grupos: el primero, mandado por Wilkye, se componía de Blunt, Bisby, que a pesar de sus sufrimientos estaba útil, y dos de los más fuertes marineros. El segundo, al mando de Peruschi, constaba de Linderman y demás gente más o menos inválida.

El primero debía apresurar la marcha para buscar víveres; el segundo marcharía según sus fuerzas.

A las cuatro de la tarde Wilkye y sus compañeros dejaban el campamento, llevando consigo un trozo de foca suficiente para alimentarlos por dos días, y se lanzaban a paso acelerado hacia el Oeste. Poco después partían los otros con el trineo, sobre el cual iban dos marineros que no podían tenerse en pie, y la camilla en que Linderman sufría un ataque de locura furiosa.

El frío heló la nieve, y esto favorecía la marcha, por lo cual, si no se desencadenaba algún temporal, el primer grupo podía llegar a la costa en tres días, pues sólo tenía que atravesar una distancia de ciento veinte millas.

A las nueve de la noche Wilkye se detuvo para dar algún reposo a sus compañeros; pero a las diez emprendieron otra vez la marcha manteniendo el paso ligero.

No acamparon hasta la medianoche, después de haber recorrido cuarenta millas en seis horas. A las ocho de la mañana, y luego de comer cada uno un trozo de foca, volvieron a partir.

El mar no debía de estar lejos. En el horizonte se dibujaban ya algunas brumas, y de vez en cuando aparecían al Oeste algunos puntos negros que debían de ser aves.

Fue entonces aquello una marcha furiosa: no caminaban; corrían como si alguien los persiguiera. Wilkye, siempre delante de todos, daba el ejemplo.

Estaban rendidos, jadeantes; pero no se detenían aún: una voluntad irresistible los empujaba hacia delante. A las nueve de la noche, en el momento en que el sol desaparecía en el horizonte, saludaban al océano con un ¡hurra! estentóreo.

Iban a precipitarse a través de los hielos para caer sobre las bandadas de pingüinos que allí anidaban, cuando se oyó a Blunt gritar:

—¡Un buque! ¡Un buque!

No se había equivocado. Un buque de vapor bajaba por el Norte a lo largo de la costa, dando furiosos golpes con su espolón a los hielos flotantes que le impedían el paso.

—¡Disparad enseguida los fusiles! —gritó Wilkye fuera de sí.

No era preciso. La tripulación los había visto a los últimos resplandores del sol, y los saludaba con la bandera y con un cañonazo.

¿Quiénes eran aquellas gentes generosas que acudían a salvarlos? ¿De dónde venían? ¿Cómo se encontraban allí?

Por el momento no importaba saberlo. Dos grandes chalupas fueron botadas al mar y avanzaron hacia la costa abriéndose paso en los hielos.

En diez minutos llegaron a la orilla, y dos hombres saltaban en tierra gritando:

—¡Señor Wilkye! ¡Señor Blunt! ¡Señor Bisby!

—¡Por cien mil quintales de carne salada! —exclamó el negociante—. ¡Los muy tunos han vuelto! ¿Habrán echado de menos mis comidas? Puede ser, pues no hay cocinero capaz de igualarme.

—¡Vosotros! —exclamó Wilkye en el colmo del estupor—. Entonces, ¿no nos habéis abandonado?

—No, señor. ¿Ha podido usted suponer eso? ¿Nos cree capaces de semejante traición? Los víveres iban a faltar a causa de la excesiva prodigalidad del señor Bisby…

—¡Callaos! ¡Cualquiera diría que yo me lo he comido todo!

—Nos embarcamos antes que faltara el alimento por completo, con la esperanza de encontrar algún buque ballenero que viniese en su socorro.

—¿Aquel buque es, pues…?

—Una ballenera americana tripulada por compatriotas nuestros también.

—¡Gracias, amigos! ¡Nos salváis de una tremenda catástrofe!

—Señor Bisby —dijeron los marineros—, ¿nos guarda rencor por nuestra mala acción?

—¡Qué desatino! ¡Aquí, sobre mi corazón, valientes marineros; pero a condición de que roguéis al cocinero de a bordo que prepare comida para treinta personas! ¡Qué demonio! ¡Tengo derecho a engordar un poco, ahora que estoy delgado como un arenque!

—¡A bordo! —dijo Wilkye—. Es preciso enviar socorros al segundo grupo.

Veinte minutos después Wilkye y sus compañeros llegaban a bordo de la ballenera Hudson, del Departamento Marítimo de Norfolk. El capitán Klemer, un buen bostoniano, propietario del buque, dispensó la más franca hospitalidad a sus valientes compatriotas, así como a los supervivientes de la expedición inglesa.

Informado de que el segundo grupo se hallaba aún en el continente en criticas condiciones, organizó al punto una expedición de socorro, compuesta de ocho marineros provistos de víveres, de una farmacia de campaña, de muchas botellas de zumo de limón y de vino generoso para los atacados de escorbuto.

Wilkye y Blunt se pusieron a la cabeza de los expedicionarios, y al día siguiente hallaron a Peruschi, Linderman y los marineros ingleses. Aquellos socorros llegaban a tiempo, pues los desgraciados eran ya víctimas del hambre.

Dos días después, el Hudson, que había terminado su campaña de pesca y completado su carga de aceite de ballena y de elefante marino, filaba a todo vapor hacia el Norte, llevando a bordo a los exploradores.

El 16 de abril anclaba en Norfolk, y al día siguiente Wilkye, Bisby, Peruschi, Blunt, Linderman y los marineros ingleses se embarcaban en un buque costero y llegaban a Baltimore.

Su regreso fue un acontecimiento. Los miembros de la Sociedad Geográfica y las autoridades, prevenidos ya telegráficamente, los esperaban en el muelle, y los condujeron en triunfo hasta el domicilio social, donde habían dispuesto un banquete para solemnizar el descubrimiento del Polo Austral.

Wilkye tuvo que narrar hasta la saciedad, las aventuras, trabajos y sufrimientos experimentados en aquellas lejanas regiones de los hielos y de las nieves. Bisby, en cambio, se contentó con comer a mandíbula batiente durante seis horas seguidas, confiando en hacer aún una discreta figura entre los miembros de la Sociedad de los hombres gordos de Chicago.

El Gobierno de la Unión Americana, orgulloso por el gran descubrimiento, no olvidó a los héroes de la expedición polar, y concedió a Wilkye y sus audaces compañeros honores y una buena pensión anual.

Wilkye, que al par de todos los exploradores polares parece sentir la nostalgia de los hielos, está ahora proyectando una gran expedición a los mares árticos para intentar también el descubrimiento del Polo boreal. ¿Lo conseguirá? Tal vez lo sepamos algún día.

Linderman, que ha sido recluido en una casa de salud, está más loco que nunca. El desgraciado parece dominado por una idea fija; el odio contra su generoso rival, que le salvó de una catástrofe completa. Violentos furores le acometen de continuo, especialmente cuando Peruschi, Blunt o cualquiera de sus marineros van a visitarle. ¿Curará? Los médicos lo dudan mucho.

En cuanto a Bisby, ha vendido sus almacenes, y no forma ya parte de la Sociedad de los hombres gordos. Los ingratos le han expulsado porque… ¡está demasiado delgado! El bueno del negociante procura consolarse, sin embargo: se ha establecido permanentemente en la Sociedad Geográfica, y entre las dos comidas y las tres meriendas diarias que devora con gran apetito discute acaloradamente y con gran acopio de datos sobre cuestiones polares.

El digno hombre se cree un sabio, un geógrafo de primer orden, y al que le rebate sus argumentos le responde enfáticamente:

—¿Qué sabe usted? ¡Calle! No ha estado en el Polo, y yo sí he estado.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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