Aventuras Entre los Pieles Rojas

Emilio Salgari


Novela



CAPITULO I. LA PRADERA DEL RIO PECOS

Hace bastantes años, cuando las regiones occidentales de los Estados Unidos dependían de Méjico, una pequeña caravana recorría lentamente, en una calurosa tarde de agosto, las vastas praderas que se extienden a derecha e izquierda del río Pecos.

Ni Tejas ni Nuevo Méjico contaban en aquella época con los numerosos pueblos que tienen en la actualidad. No eran entonces estos Estados más que pequeñísimos centros, a enorme distancia unos de otros y bien fortificados para resistir a las invasiones de los comanches y de los apaches.

Tres personas, que montaban magníficos caballos, componían aquella caravana, que osaba atravesar tan peligrosa región, llevando, además, un pesado furgón arrastrado por ocho parejas de bueyes.

Uno de los tres viajeros era un viejo negro, que probablemente habría sufrido los horrores de la esclavitud; los otros dos, un caballero y una señora, eran de raza blanca, bastante jóvenes y sin duda hermanos, pues se parecían muchísimo.

El hombre no tendría más de treinta años: hermoso tipo, de gran estatura, gallardo y elegante. Tenía la tez bronceada, facciones finas y correctas, ojos negros brillantísimos, y sus cabellos, negros también, caían en desordenados bucles sobre sus hombros.

Su traje, muy cuidado, se componía de unos pantalones de piel de gamo y un jubón de lo mismo, sujeto por ancho cinturón, del que pendían un cuerno lleno de pólvora y un enorme cuchillo de monte; calzaba botas altas, y cubría su cabeza un sombrero de anchas alas, al estilo de los mejicanos.

La joven debía de tener diez años menos y era bellísima. Talle elegante, cabellos más negros que las alas del cuervo, tez aterciopelada y ojos semejantes a los de las mujeres españolas.

Llevaba un traje de paño gris con botones de metal, falda corta y un sombrero de paja de Panamá, adornado con cintas.

Lo mismo que el joven, llevaba una carabina colgada del arzón, y a ambos lados de la silla se veían las culatas de un par de pistolas.

Los dos jóvenes caminaban a la cabeza del convoy, examinando atentamente la inmensa pradera que se extendía frente a ellos, interrumpida solamente por grandes manchas verdes. Eran árboles, que marcaban el curso del río Pecos.

—¿Estamos todavía lejos, hermano? —preguntó de pronto la joven—. Pareces preocupado; ¿acaso hemos equivocado el camino?

—No, Mary.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—¿Crees que no me resulta doloroso el tener que llevarte conmigo por un desierto, erizado de peligros?

—Sabes que la vida aventurera no me disgusta, Randolfo —replicó la joven con arrogancia—. Me siento segura bajo tu protección, y no he de echar de menos la casa solariega que hemos dejado en Tejas. Sabes, además, que solamente en el desierto podremos rehacer nuestra fortuna.

Randolfo pareció tranquilizarse con esta respuesta, y dijo, después de un momento de silencio:

—Recobraremos la fortuna, Mary. Todos aquellos que se han aventurado por este desierto, se han enriquecido. El oro abunda en estos lugares, y tú verás cómo encontramos el yacimiento que nos indicó el viejo explorador de las praderas.

—¿Tendremos que andar mucho todavía?

—Vamos muy lejos; pero si los indios no nos interceptan el paso, confío en que llegaremos. Pienso descansar algunos días en el fuerte del capitán Linthon, y luego nos lanzaremos resueltamente a recorrer las praderas.

—¿Tienes recomendación para el capitán?

—Sí, Mary; y confío, además, en que nos dará prudentes consejos.

—¿Cuándo llegaremos al fuerte?

—Debemos de estar cerca, hermanita. Mira hacia aquel grupo de árboles. ¿No te parece que por detrás se ve humo?

—Sí, señor; es humo —dijo el negro.

—Tom tiene vista de lince —replicó Randolfo—. Es viejo, pero sus ojos no tienen comparación con los nuestros.

—El fuerte está allí, señor. Detrás de aquellos árboles se divisa una bandera.

—Animo, pues —gritó el joven—. Dentro de media hora descansaremos en compañía del capitán.

—Por allí viene un jinete —dijo el negro.

—Algún cazador del fuerte.

—Me parece que debe de ser el capitán Linthon, el terror de los indios. Hace muchos años que no le veo, pero reconozco su uniforme; no me engaño, señor, es él.

—Es una delicada e inesperada atención —dijo Randolfo.

Mary preguntó:

—¿Sabía que nos detendríamos en el fuerte?

—Se lo anuncié el mes pasado a Morton.

—¿El cuáquero?

—Sí, Mary.

Mientras hablaban, el jinete había abandonado el grupo de árboles y galopaba por la pradera, dirigiéndose al encuentro de la caravana.

Aquel hombre era un tipo verdaderamente admirable. Su estatura casi gigantesca y su severo semblante denunciaban a un viejo militar.

Podría tener cincuenta años; sus facciones, algo duras y muy pronunciadas, y su aire arrogante, anunciaban una energía extraordinaria y un valor indomable. Llevaba el cabello largo, según costumbre de la pradera; pero, a pesar de su edad, no tenía ni una cana.

El capitán Linthon tenía fama de ser hombre temerario.

Soldado de los Estados Unidos, había tomado parte activísima en la guerra de Secesión entre los Estados del Norte y los del Sur. Después se había dirigido, como tantos otros, a buscar fortuna en las praderas de Tejas. Reunió una escolta de antiguos soldados sudistas y se dirigió a las orillas del Pecos para fundar una colonia.

Al principio, sus esperanzas quedaron frustradas, a causa de las frecuentes correrías de los indios, los cuales arrasaron varias veces los cultivos e incendiaron el fuerte. Pero Linthon, dotado de una voluntad férrea, había organizado tropas para dominar a aquellos feroces ladrones, y tantos estragos causó en sus filas, que le dieron el nombre de Terror de los Pieles Rojas.

Una vez rechazados los guerreros salvajes y confinados en sus desiertos, el fuerte había prosperado, y su colonia era una de las más florecientes entre las del río Pecos.

Cuando el capitán llegó cerca de los viajeros, llevóse la mano al sombrero y saludó a los jóvenes, diciendo:

—¿Quién pide hospitalidad a mi fuerte?

—Me llamo Randolfo Harrighen —contestó el joven—, y esta señorita es mi hermana Mary.

—¡No me había engañado! —exclamó el capitán, tendiendo la mano a los viajeros—. Morton, el cuáquero, me había anunciado su viaje. ¿De modo, hijos míos, que vienen al desierto en busca de fortuna?

—Así es, capitán —contestó Randolfo.

—Admiro su audacia, jóvenes. Y debo decirles que me extraña mucho que vengan ustedes de Méjico en busca de fortuna. Creía que su tío el capitán, que era riquísimo, les habría dejado lo suficiente para vivir cómodamente, sin que se viesen forzados a venir al desierto.

—Mi tío nos ha desheredado, capitán.

—No lo sabía.

—Me extraña, pues yo suponía que Morton le habría contado que nuestro tío, que odiaba a nuestro padre por cuestiones políticas, en lugar de dejarnos, como a legítimos herederos, su inmenso caudal, ha tenido a bien cedérselo a un niño que había adoptado, hundiéndonos a mi hermana y a mí en la miseria. Nuestro padre murió pobre a consecuencia de los malos negocios; sin embargo, confiaba en las riquezas de su hermano, pero se engañó.

—He oído decir que el niño adoptado por su tío murió en un incendio.

—Cierto, capitán.

—Pues, siendo así, debía haberles dejado a ustedes por herederos.

—Seguramente lo hubiera hecho de no ser yo oficial de la Guardia Republicana; pero mi tío, que era imperialista entusiástico de Maximiliano, apenas supo mis opiniones, me dijo claramente que me desheredaría, y cumplió su palabra. Apenas murió, fuimos arrojados de su casa, pues no dejó testamento.

—¿Pero el niño adoptado no había muerto?

—Sí, capitán; al menos, eso creo; pero su tutor, míster Braxley, reclamó la herencia, y nos vimos forzados a marchar. He aquí por qué, pudiendo ser riquísimos, no somos más que unos infelices que van en busca de fortuna.

—Son ustedes jóvenes, audaces y valientes, hijos míos, y espero que la alcanzarán. En las regiones del Norte se descubren todos los días minas riquísimas.

—Pues nos dirigiremos hacia el Norte. Un antiguo amigo de mi padre nos ha indicado un sitio donde podremos encontrar gran cantidad de oro.

—Hay que tener cuidado con los indios. Por ahora parece que están tranquilos, pero no hay que fiarse. Pueden entrar en campaña de un día a otro y saquear la pradera, buscando cabelleras de blancos. Vengan al fuerte, amigos míos; son ustedes mis huéspedes y no tendrán queja del capitán Linthon.

En este momento, otro jinete apareció entre los árboles que bordeaban el río y se dirigió a galope hacia los viajeros.

—¿Quién es ése? —preguntó Randolfo—. ¿Alguno de vuestros hombres?

—Es mi hijo Harry —contestó el capitán, y, sonriendo, añadió—: Un valiente. No tiene más que catorce años y ya ha vencido a un comanche, después de rudo combate cuerpo a cuerpo.

—Si no fuese usted quien lo cuenta, no le creería. Los comanches son muy valientes.

—Los más valientes de todos los pieles rojas. Les contaré el hecho: Un día se nos escapó un caballo, y Harry, aunque es tan chiquillo, se lanzó tras él a la pradera, frecuentada en aquel tiempo por los indios. Estando oculto en el bosque, descubrió debajo de unos árboles dos guerreros comanches. Como sus intenciones no podían ser buenas, Harry, sin esperar a que le atacasen, disparó su fusil contra el más próximo y lo mató; luego, empuñando el cuchillo, se lanzó sobre el otro. Minutos después, el indio caía al suelo con dos heridas en el pecho, y Harry llegaba al fuerte trayendo como trofeo de su victoria el hacha de su adversario.

El jinete estaba a corta distancia. No era el hijo más bajo que el padre; al contrario, casi le aventajaba en estatura, pues aproximadamente mediría unos seis pies. Era un guapo muchachote, fuerte como un bisonte, con músculos capaces de desafiar a cualquier luchador. Con su cabellera rubia y sus ojos azules, era un verdadero tipo de americano del Norte.

Saludó a los jóvenes, y volviéndose a su padre le dijo:

—Estaba intranquilo por si te sucedía algo y he venido a buscarte.

—Me encuentras bien acompañado, muchacho. Míster Harrighen y su hermana Mary.

—¿Los forasteros que anunció Morton?

—Justamente, Harry.

—Sean bien venidos a nuestros dominios.

—Son nuestros huéspedes. Vamos, en marcha, jóvenes, que la cena espera.

Los cuatro blancos, el negro y el furgón reanudaron el viaje, dirigiéndose hacia el fuerte.

CAPITULO II. EL FORTÍN DEL CAPITÁN LINTHON

El fuerte que el capitán Linthon había levantado en la orilla derecha del río Pecos estaba formado por un gran edificio de madera, en el que podían albergarse hasta cien personas, y vastos graneros e inmensos establos para el ganado, todo ello rodeado por una cerca de gruesos troncos de árboles, con objeto de defenderse de los ataques de los indios.

Tenía dos puentes levadizos que se recogían por la noche, algunos muros en escarpa y dos pequeños baluartes armados con cuatro culebrinas y otras piezas pequeñas, artillería más que sobrada para poder rechazar las hordas de guerreros rojos.

Su población estaba constituida por sesenta colonos, entre hombres, mujeres y niños, que se ocupaban en criar ganado y en cultivar los terrenos próximos al río.

Aun cuando aquel establecimiento agrícola contaba pocos años de existencia, sus colonos disfrutaban de grandes comodidades, gracias a sus constantes trabajos y a la sabia administración del capitán.

Las cuadras y los establos estaban llenos de caballos, bueyes, cerdos y carneros; en los corrales pululaban pavos, gansos y gallinas, y los graneros rebosaban granos y frutos de todas clases.

La abundancia reinaba a despecho de los indios, que ya varias veces habían intentado asaltar el fuerte para saquearlo y destruirlo.

Cuando llegaron los viajeros, todos los habitantes del fuerte salieron a darles la bienvenida, aclamándolos mientras retumbaban las descargas de fusilería.

El capitán presentó toda la colonia a Randolfo Harrighen y a su hermana, y después, a Telie Doc, una muchachita que había adoptado.

Era hija de un íntimo amigo del capitán, Abel Doc, que había tenido la desgracia de ser apresado por los comanches; y, ¡cosa extraña!, Doc, en vez de intentar fugarse, abrazó la causa de sus vencedores, abandonando a su hija y dando al olvido la amistad que le unía con Linthon.

Se decía también que, conociendo los comanches su valor e intrepidez, le habían conferido la dignidad de Gran Jefe; pero todo el mundo ignoraba cuál fuese su territorio y aun si vivía, pues ninguno de los exploradores de Linthon logró verle jamás.

La hija de Doc era una linda muchacha, de bellísimas formas, tez bastante morena y cabellera negra y abundante. A esto se unía un no sé qué de salvaje; pero, sin embargo, todos estaban conformes en que no era posible encontrar una joven más hermosa en todo el territorio de Tejas.

Cuando supo que Randolfo quería proseguir el viaje a la mañana siguiente, mostróse agitada; sus negros y hermosos ojos se fijaron en el joven, y después de unos instantes de turbación, dijo:

—Siento en el alma que se marchen tan pronto. Aunque sé lo mucho que vale el tiempo en estos países, les ruego que permanezcan una temporada con nosotros.

—Imposible, hermosa niña —contestó Harrighen—. Tengo prisa por llegar a las fuentes del río Pecos.

—Tiene que reunir allí una fortuna —terció el capitán—, y tal vez pudiera arrepentirse si retrasara el viaje.

—Cierto —repuso Randolfo, y añadió—: Capitán, usted que conoce estas regiones, ¿podrá decirme si el viaje es muy fatigoso?

—Fatigoso y peligroso, amiguito. Yendo hacia el Norte, esta parte de la pradera se convierte muy pronto en espeso bosque, nada fácil de atravesar. A esto hay que añadir que por ese lado tienen los indios sus territorios de caza y es muy difícil evitar su encuentro. Yo le aconsejaría una cosa.

—¿Cuál?

—Que, abandonando ese proyecto de ir a las fuentes del río Pecos en busca de las minas de oro, se estableciese aquí y fundase una colonia agrícola. Por aquí se dejan ver poco los indios, y dispone de un asilo seguro sin necesidad de exponer a su hermana a tantos peligros.

—Es imposible; mi tío no me ha dejado lo bastante para fundar yo solo una colonia, y estoy firmemente decidido a ir al país del oro.

—Admiro su audacia, amigo mío. Haga lo que quiera, pero no olvide que estoy dispuesto a ayudarle en todo lo que pueda.

—Gracias, capitán; no necesito más que algunas instrucciones y un guía para vadear el río Pecos.

—Cuente con él —dijo Linthon, y se volvió para dirigirse hacia la casa. Cuál sería su extrañeza al ver a Telie que, quedándose detrás de ellos, había escuchado toda la conversación.

—¿Qué haces todavía aquí? —preguntó con severo acento—. Nuestra conversación no te interesa; así, pues, vete con las demás mujeres.

La joven enrojeció y se alejó corriendo.

El capitán y Randolfo entraron en el segundo patio, y apenas llegaron vieron a Harry, preocupado e inquieto.

—¿Qué te pasa, hijo? —preguntó Linthon.

—Tengo que darte una mala noticia: Scibellok hace de las suyas en el bosque.

—¿En el nuestro? —interrumpió vivamente el capitán.

—No; en los que dependen del capitán Corraster.

—¿Estás seguro?

—Todo el mundo conoce a ese hombre, que lleva una cruz sangrienta en el pecho.

—Siendo así, también nosotros estamos amenazados.

Randolfo preguntó quién era Scibellok.

—El demonio de los bosques —repuso Harry.

—¿Un indio?

—No se sabe con certeza si es un blanco o un piel roja —dijo, a su vez, el capitán—. Muchos creen que debe de ser un espíritu infernal. Harry, ¿le ha visto alguno de los nuestros?

—No; pero han encontrado dos hombres con la cabeza herida por un hachazo y con dos cortes en el pecho formando una cruz.

—Ésa es su manera de matar —murmuró el capitán, preocupado.

—¿Ha atacado alguna vez a sus hombres? —preguntó Randolfo con interés.

—Nunca; más bien es enemigo de los indios. Cuando los pieles rojas amenazan una colonia, Scibellok aparece y asesina a todos cuantos puede sorprender. Su presencia advierte que los guerreros rojos se preparan a una campaña. Vamos, Harry, dime, ¿quién ha visto los muertos por Scibellok?

—Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado.

—¡Hum! No creo a ese vanidoso charlatán; más tarde le interrogaremos.

Los tres nombres entraron en el comedor. Era una habitación espaciosa, adornada con pieles de oso, cornamentas de rumiantes y algunas armas. Mary y la hija adoptiva del capitán esperaban ante una mesa admirablemente preparada.

Cuando, terminada la cena, salieron al patio, todos los colonos rodeaban a un jovencito delgado, de mirada astuta, con largos y despeinados cabellos y vestido al uso de los cazadores de la pradera. Aquel joven narraba enfáticamente su encuentro con el genio de los bosques y de qué modo había descubierto los cadáveres de los indios asesinados en la selva.

Con objeto de producir más efecto, no cesaba de ir de un lado a otro, golpeando al mismo tiempo el fusil, las pistolas o el cuchillo que llevaba al cinto.

Cuando vio al capitán corrió hacia él, gritando:

—Supongo que estará satisfecho de mí, míster Linthon; ya ve lo de prisa que he traído la noticia de que se aproximan los indios.

Al decir esto, vio a Randolfo y a Mary, y recobrando su aire desvergonzado, prosiguió:

—¡Ah!, tiene huéspedes que vienen del Sur. ¿Me darán noticias de Tejas? Soy Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado.

—¡Me alegro! —dijo Randolfo—. Y le ruego que guarde su amistad, ocupándose en sus asuntos y dejando en paz los míos.

—¡Oiga, caballero! —exclamó el explorador—. Ha de saber usted que soy noble y que no conozco el miedo. Soy capaz de matar a un hombre de un puñetazo, de un palo, de una cuchillada, de un tiro o de un hachazo.

Mientras hablaba gesticulaba como un mono, moviendo piernas y brazos y empuñando su fusil.

Randolfo no se dignó responder a semejante bravata; pero el capitán dijo:

—Ralf, en lugar de meter tanta bulla, podías decirme dónde has robado la yegua que tienes desde hace cuatro días.

Cuando el explorador oyó estas palabras, quedose turbado y su aire provocativo desapareció como por encanto, bajando los ojos ante la penetrante mirada del capitán. Pasado un momento, se repuso y exclamó:

—¡Qué he robado! Jamás he robado ni yeguas ni caballos. Cojo los caballos de los indios después de matar a los jinetes. Y si alguien dice lo contrario, se las entenderá con el Cocodrilo del Lago Salado.

—No intentes engañarme, Ralf; conozco la yegua y puedo asegurarte que es de Pedro Harper.

—Nada más cierto. Se la he cogido a Harper, pero no con intención de guardármela. Si me da un caballo, antes que el sol se ponga se la habré devuelto a su dueño, que se encuentra a quince leguas de aquí.

—¡Está demasiado lejos para verlo!

—Que me siga alguno de éstos. ¡Hombre!, aquí está Morton el Sanguinario, con su viejo e inseparable perro.

El hombre que llegaba era un tipo verdaderamente extraño, conocidísimo en la pradera por sus extravagantes costumbres.

Debía de pasar de los cincuenta años, a juzgar por las profundas arrugas que surcaban su semblante. Su nariz prominente se inclinaba hacia la boca, en tanto que la barbilla se doblaba hacia arriba, como si quisiese unirse a aquel apéndice, y su dulce mirada estaba en franca oposición con el género de vida que llevaba.

Usaba traje de cuero con botones de cobre, como los exploradores de una pradera, adornado con cordones que en sus primeros tiempos debieron de ser azules.

El fusil, que seguramente no usaba, era un arma viejísima, casi inútil, y el cuchillo tampoco debía de tener mucha costumbre de salir de la vaina.

Y, en efecto, a pesar de su renombre de sanguinario, aquel viejo cuáquero era el hombre más inofensivo de la pradera. Jamás quiso asociarse a los voluntarios del fuerte en sus expediciones contra los indios, ni jamás disparó su fusil contra ningún hombre.

Sin embargo, tenía fama de valiente, y nadie conocía la pradera como él.

Al verle entrar, lanzó Ralf una sonora carcajada y exclamó:

—Seguramente que no serás tú, con tu caballo cojo, quien me siga en busca de Harper. Eres un viejo loco que tiene demasiado miedo a los indios para atravesar de noche la pradera.

El viejo miró tranquilamente al bravucón, desmontó, dejó en el suelo un perrillo blanco que llevaba en brazos y dijo con reposada voz:

—Tú, que tanto hablas, no harías lo que yo he hecho hoy.

—¿Has despellejado algún indio, viejo mío? —preguntó con ironía Ralf.

—Nada de eso, ya lo sabrás más adelante.

Y sin decir más fue a sentarse en un rincón, colocando sobre sus rodillas al perrillo blanco.

El capitán, extrañado de sus misteriosos ademanes y de las enigmáticas palabras que había pronunciado, se le acercó con intención de interrogarle.

Morton hablaba con su perro y le preguntaba:

—¿Qué dices de esto, Periquillo?

El inteligente animalito respondió con un sordo ladrido y una contorsión de cabeza.

—Contesta bien —continuó el viejo—. ¿Crees que debemos contar a estos infelices todo lo que sabemos y que solamente nosotros hemos visto?

—Morton —interrumpió el capitán—, ¿qué significan tus misteriosas palabras? ¿Por qué nos llamas infelices? ¿Tienes noticias de los indios? Habla.

—Si queréis saber noticias, os diré que los comanches han abandonado su campamento y que se dirigen hacia el Sur.

—¿Cómo lo sabes?

—Por un prisionero que ha logrado escaparse afrontando mil peligros. Me ha dicho que los comanches son tan numerosos como la langosta y que se preparan a la guerra. Si vuestros huéspedes quieren llegar a las fuentes del río Pecos deben marcharse inmediatamente. Si se retrasan un solo día encontrarán invadida la pradera.

—¿No os engañáis, Morton? —preguntó Randolfo.

—Morton ha visto y ha oído.

—¿Qué debo hacer, capitán?

—Obedecer a Morton. Pero ¿qué vais a hacer del furgón? Si lo lleváis os descubrirán en seguida; debéis dejarlo aquí o vendérmelo.

—No tengo inconveniente.

—Venid, amigo. Vamos a hacer los preparativos necesarios para que os marchéis mañana; cuando Morton habla así, no sólo hay que creerle, hay que obedecer.

CAPITULO III. EL LADRÓN DE CABALLOS

Mientras el capitán y Randolfo entraban en el edificio principal, Mary se había dirigido a su habitación, con objeto de descansar antes de proseguir el viaje.

Se preparaba a acostarse, cuando de pronto vio aparecer a Telie, la hija adoptiva del capitán.

—¿Qué quieres, niña? —preguntó Mary, sorprendida y contrariada, pues deseaba descansar.

Telie, desconcertada por el tono de la pregunta, miró a su alrededor y dijo tímidamente:

—Siento mucho molestarla, miss, y le ruego que me perdone; pero quisiera pedirle un favor…

—Habla francamente; te escucho —repuso Mary.

—Le suplico que me lleve a la pradera, aunque sea de criada. Usted es una persona distinguida, acostumbrada a que la sirvan; lléveme, pues, y no se arrepentirá. Conozco la pradera y el curso del río Pecos, por haberlo recorrido varias veces con mi padre siendo niña, y no temo a los indios ni a las fieras.

—¡Es imposible, niña! —exclamó Mary ante aquella proposición inesperada—. Además de que ni tu madre ni el capitán te lo permitirían.

—¡Mi madre murió hace mucho tiempo! —dijo Telie tristemente—, y el capitán Linthon no tiene tiempo de ocuparse de mí —añadió sollozando.

—¿Y tu padre?

—Hace varios años que se encuentra entre los indios.

Mary, vivamente conmovida, le cogió una mano y le dio un beso, pero no contestó nada.

Pasados unos momentos, continuó Telie:

—Miss Mary, se lo suplico, lléveme con usted. Ansío volver a la pradera para realizar un antiguo proyecto. Crea que les he de ser muy útil; seré su fiel amiga, les serviré de guía y estoy segura que no ha de tener quejas de la pobre Telie.

Mary estaba perpleja. Sentía en el alma tener que rechazar la proposición de aquella pobre niña y, por otra parte, no quería asumir la responsabilidad de conducirla a la pradera exponiéndola a tantos peligros. Además, ¿cómo llevársela sin permiso del capitán Linthon?

—¡Pobre niña! —dijo por fin—. Lo que pides es una cosa demasiado grave para aceptarla. Sin contar con que estoy acostumbrada a servirme sola, ¿qué podré ofrecerte, si no tengo ni patria? ¿Quieres que te exponga a los peligros de semejante viaje? ¿Quién sabe las incomodidades, las miserias que nos esperan? Piénsalo bien.

—Estoy decidida a todo —repuso la joven—, y como conozco la pradera, podré evitarles muchos peligros y muchas fatigas, miss Mary.

—En ese caso, hablaré a mi hermano, y que él resuelva. ¿No te parece?

—Sí, miss Mary; confío que míster Harrighen no rechazará mi oferta.

Mientras la hija adoptiva del capitán se retiraba, Randolfo, después de haber cedido a éste el furgón, se dirigió a su cuarto. Antes de continuar el viaje quería dormir algunas horas, para reponerse de las largas noches de insomnio y de las fatigas sufridas en el desierto.

La partida estaba fijada para las dos de la noche, con objeto de poder vadear el río Pecos antes del alba; y como se temía que los indios estuvieran reunidos por aquellos contornos, era conveniente aprovechar aquellas horas de oscuridad.

No haría quince minutos que estaba dormido, cuando le pareció oír una voz armoniosa que murmuraba en su oído:

—Pasad el vado por la ribera baja; la alta es peligrosa.

Randolfo se despertó sobresaltado, abrió los ojos, miró en derredor y quedó sorprendido al no ver a nadie. Sin embargo, la puerta que él había dejado cerrada estaba abierta.

—¿Quién habla? —preguntó en voz baja.

No le respondieron.

«Pues yo no soñaba —pensó—. Era la voz de una mujer que no me es desconocida. Pero ¿quién puede haberme aconsejado que pase el vado por la ribera baja? ¡Vamos!, estaría soñando».

Volvió a dormirse, sin hacer caso de aquellas misteriosas palabras, y no se despertó hasta las dos menos cuarto. Se levantó y salió al patio, encontrando al capitán presa de gran indignación.

—¿Habéis recibido alguna mala noticia, capitán? —preguntó Randolfo.

—Y tanto, amigo mío —respondió Linthon—. Ralf, el ladrón de caballos, ha huido esta noche llevándose el vuestro, dejándonos en su lugar la yegua que robó a Harper.

—¡Qué ha robado mi Bayo! —exclamó Randolfo, colérico y apenado.

—Sí —contestó el capitán—; el miserable ha aprovechado el momento en que todos dormíamos y ha huido. ¿Sabéis lo que hizo para engañarnos mejor? Lo llevó a la cuadra con los demás, y luego, bajando uno de los puentes, alzó el vuelo.

—¡Hay que coger a ese infame! —vociferó Randolfo—. No le perdonaré nunca semejante acción.

—Ya le siguen la pista, amiguito. Harry, tan indignado como vos, se ha lanzado en su persecución, en compañía de doce de nuestros más valientes colonos.

—Agradecidísimo, capitán. Pero ¿creéis que lograrán capturarle?

—Seguramente. Nuestros caballos, que están frescos y descansados, alcanzarán sin gran dificultad al vuestro, que debe de estar cansadísimo de tantas jornadas. No sé, sin embargo, si les será posible sorprender a Ralf, porque el muy bribón ha robado también otro caballo, de los más resistentes, pues hace pocos meses que se lo compramos a uno de los ganaderos del fuerte Davis. Creo que soltará el vuestro y se escapará en el mío; pero si algún día cae en mis manos, ¡ay de él! He sido indulgente una vez y ya es bastante. Le aplicaremos la ley de Lynch; le enviaremos al otro mundo con una buena cuerda apretada al cuello.

Randolfo, afligido por la pérdida de su caballo, en el que tenía gran confianza, por llevar dos años montándolo, no se decidía a marchar, a pesar de que el capitán le había ofrecido otra cabalgadura. Deseaba también ampliar noticias sobre la anunciada invasión de los indios, por lo cual, después de consultar con el capitán, se decidió a esperar la vuelta de Harry y sus hombres, retrasando la partida hasta la tarde.

De aquí resultó una ventaja, porque hacia mediodía se desencadenó un fuerte temporal que duró hasta las tres de la tarde, y gracias al retraso pudo evitarse miss Mary aquel terrible aguacero, cosa que le hubiera sido imposible en la pradera.

Harry, que desde la noche anterior iba en persecución del ladrón, llegó al anochecer, seguido de su gente, trayendo por la brida el brioso corcel de Randolfo.

—Míster Harrighen —dijo, acercándoselo—, aquí tiene su caballo. Corre mucho, y el bribón de Ralf, en cuanto se ha dado cuenta de que le seguíamos, se ha arrojado al suelo.

—¿Supongo que habréis ahorcado a ese infame? —interrumpió el capitán.

—Ralf ha huido —contestó Harry—; sin duda, se ocultó en el bosque; pero no le seguimos por miedo de que Bayo huyese a la pradera y fuese a caer en manos de los comanches. Teníamos demasiada prisa por volver, temiendo alguna sorpresa de los indios.

—Celebro que hayas recuperado el caballo —dijo el capitán, y luego, dirigiéndose a Randolfo—: Amigo mío, si queréis marcharos, no os detengo más.

Mary y el negro esperaban armados y a caballo. La hora parecía oportuna para emprender la marcha. El huracán, terrible durante el día, se había calmado, y la atmósfera estaba serena y despejada. Millones de estrellas brillaban en el cielo, y la luna aparecía detrás de los árboles que bordean el curso del río.

El capitán hubiera querido acompañar a sus huéspedes algunas horas; pero como tenía que preparar el fuerte para defenderse de la invasión de los indios, encargó a uno de sus hombres que guiase a la pequeña caravana por lo menos hasta el vado.

La despedida fue conmovedora. El capitán condujo a sus huéspedes hasta el puente levadizo y, deseándoles un feliz viaje, les dio las instrucciones necesarias para evitar un encuentro con los pieles rojas. Por último les dijo:

—Lo que os recomiendo, sobre todo, es que paséis el vado por la ribera alta.

—¿Es que hay otro por la baja? —preguntó Randolfo.

—Sí, amigo mío; pero es más peligroso, porque en sus orillas son fáciles las emboscadas. Hace dos meses que los indios sorprendieron a John Asburn con toda su familia, y todos perecieron. ¡Adiós, valientes, y que Dios os acompañe en la pradera!

Mary y su hermano estrecharon por última vez la mano del capitán y se internaron en el bosque, precedidos del guía y seguidos del viejo negro, que llevaba los víveres y buena cantidad de municiones.

CAPITULO IV. EN MEDIO DEL BOSQUE

El cielo estaba completamente despejado; no quedaba ni rastro de los nubarrones que habían ocultado el sol durante las tres cuartas partes del día, y la luna brillaba espléndida, reflejándose en los charcos formados en las depresiones del terreno.

El huracán había hecho grandes destrozos; por todas partes se veían árboles seculares arrancados de raíz, zarzales arrasados y montones de hojas reunidas acá y allá, junto a las enormes raíces de los gigantes de las selvas.

La caravana, después de atravesar los terrenos cultivados que dependían del fuerte, se ocultó bajo los árboles, no atreviéndose a entrar aún entre las altas hierbas de la pradera por temor a encontrar a los indios allí escondidos.

Siendo aquella selva casi virgen, no se podía cruzar con rapidez, pues enormes montones de bejucos y de raíces entorpecían a menudo la marcha de los caballos.

Las selvas enclavadas en los territorios del Nordeste tienen una grandiosidad increíble, especialmente aquéllas que se extienden próximas a las grandes corrientes de agua.

Arboles de grueso tronco se levantan majestuosos, adornados con enormes festones formados por los bejucos y demás plantas parásitas. Su follaje es tan espeso que impide el paso a los rayos del sol, aunque alguna vez un tenue hilo de luz rasga de modo extraño la semioscuridad que reina constantemente bajo aquella espesa bóveda. A veces se encuentran por tierra raíces desmenuzadas, que, serpenteando en todas direcciones, enlazan entre sus espirales los bejucos y los troncos heridos por el rayo o muertos por decrepitud.

Resulta difícil recorrer a caballo estas selvas, pues es necesario desmontar con frecuencia para separar los obstáculos o para buscar un paso menos intrincado.

A pesar de las dificultades, los viajeros avanzaban con bastante rapidez por el sendero que conducía al vado.

El guía que les había proporcionado el capitán parecía ir de malísima gana; tal vez temía caer en alguna emboscada. Era un joven explorador de las praderas que no tendría veinte años. Maldecía cada vez que encontraba un obstáculo y se mostraba impaciente, con gran disgusto de Randolfo, el cual de buena gana le hubiera hecho volverse si no hubiese tenido absoluta necesidad de sus servicios.

Se habrían alejado unas seis millas del fuerte, cuando el guía, después de jurar y maldecir en todos los tonos, se paró, demostrando no querer pasar delante.

—Me parece que tienes miedo —le dijo Randolfo.

—¡Claro que sí! —exclamó el guía—. ¿Le parece bien emprender un viaje de noche? No tengo gana de romperme el cuello o de dejar mi cabellera en manos de los indios por culpa de ustedes.

—¡Dios mío! No eres muy amable con los forasteros.

—¡Bueno, pues buscad otro que lo sea más!

Y al decir esto espoleó su caballo, que partió a galope en dirección al fuerte.

—¡Vuélvete, canalla! —gritó Randolfo, disponiéndose a seguirle.

—¡Qué le despedacen los pieles rojas! —contestó el guía sin volver la cabeza.

Randolfo quiso lanzarse en su persecución, pero Mary le detuvo, diciendo:

—No le hagas caso, hermano; aunque le alcanzases, no nos serviría de nada.

—Tienes razón, Mary; creo que podremos encontrar el vado sin necesidad de semejante tipo.

Iban a proseguir su viaje precedidos del viejo Tom, cuando oyeron el galope de un caballo.

—¿Si será el guía, que vuelve? —dijo Randolfo.

Miró hacia atrás y vio no al guía, sino a Telie en traje de viaje y completamente armada.

—¡Tú, niña! —exclamaron a la vez los dos hermanos.

—Vengo a reemplazar al guía que les ha abandonado.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Randolfo—. ¿Le has encontrado?

—No; pero estaba segura de que no les llevaría muy lejos. Es una malísima persona, capaz de jugar una mala partida a cualquiera, y como yo preveía lo que iba a ocurrir, he venido para poder guiarles.

—Pero ¿podrás volver sola al fuerte? El bosque es peligroso.

—He salido de allí con intención de no volver; sé que se dirigen a las fuentes del río Pecos y quiero ir allá para reunirme con unos parientes que están en Alburquerque.

—¿Lo sabe el capitán?

—He dejado dicho que le anuncien mi decisión. Vamos, pues, señores, o llegaremos al vado demasiado tarde.

Diciendo esto se colocó resueltamente a la vanguardia, continuando la interrumpida marcha.

Randolfo y Mary la siguieron encantados de llevar tan fiel guía, y el negro se quedó a retaguardia, con objeto de evitar que los atacasen por la espalda.

Cabalgaron durante una hora, siempre por en medio de la oscura selva, abriéndose paso fatigosamente entre los bejucos, y llegaron a un sitio en el que el camino se bifurcaba. Tras una corta vacilación, Telie tomó el que debía llevar al vado de la ribera baja.

—Telie, te equivocas —advirtió Randolfo—. El capitán me ha aconsejado que siga el camino que se dirige al Norte, para vadear el río por la ribera alta.

—No me equivoco —contestó la niña, enrojeciendo ligeramente—. Conozco estos caminos como nadie.

—También el capitán los conoce, y he de seguir su consejo.

—El vado de la ribera alta es peligroso.

—No me importa, niña; obedeceré al capitán.

—Como quiera —replicó Telie, resentida.

Y sin añadir palabra, tomó el camino indicado por Randolfo. No había avanzado doscientos pasos, cuando Mary detuvo bruscamente su caballo y exclamó:

—¿Has oído, Randolfo?

El joven se paró y prestó atención.

Un silencio profundo, apenas turbado por el susurro de las hojas, reinaba en la selva.

Tom, que llegaba en aquel instante, intervino, diciendo:

—También yo he oído algo; juraría que eran hombres que se arrastraban entre las plantas.

—¿Acaso los indios?

En este momento, un aullido desesperado resonó a corta distancia. Era un grito terrible, desgarrador, contrastando con aquel silencio profundísimo.

—Debe de ser Scibellok —murmuró Telie—. El espíritu del bosque vaga por estos lugares. Volvamos, míster Harrighen; volvamos hacia el vado de la ribera baja. Ya os dije que este paso era peligroso.

—Por aquí deben de andar los indios —añadió el negro.

—¡Silencio! —ordenó Randolfo, mientras se oía otro grito desesperado.

Mary, palidísima, exclamó:

—Parece que matan a alguien.

—Yo también lo sospecho, hermanita. Entre estas zarzas hay alguien herido; es necesario saber de qué se trata.

El valeroso joven espoleó al caballo y se adelantó hacia el lugar de donde partían los gritos.

En medio de la selva se oían lamentos desgarradores, que cada vez eran más roncos, y una voz amenazadora que parecía hacer intimidaciones.

Randolfo, a pesar de su valor, estaba algo impresionado por aquellos gritos. Temía ver aparecer entre las matas una horda de pieles rojas, ser apresado y privado de la cabellera.

Al explorar un espeso matorral, vio una cosa inesperada.

Un caballo fuerte y vigoroso luchaba por salir de un pantano, para seguir su carrera a través de la selva.

Un hombre estaba atado al corcel, extendido sobre la grupa, e imposibilitado de todo movimiento por tener fuertemente atados los brazos y las piernas. Aquel infeliz estaba completamente a merced del bruto. A cada movimiento del animal, gritaba como un condenado, y luchaba desesperadamente, tratando, sin conseguirlo, de aflojar las ligaduras que le aprisionaban. Cuando vio a Randolfo, exclamó:

—¡Dios sea alabado! Socórrame, señor. Arránqueme de aquí; si no, este maldito caballo me va a romper el espinazo.

El joven se disponía a acercarse a la orilla, cuando reconoció en aquel desgraciado a Ralf, el ladrón de caballos. Apenas le vio, detuvo su caballo, diciendo:

—¡Ah! Eres tú, canalla. Me alegro de verte así, ladrón.

También el negro, que se había reunido con su amo, gritó con voz triunfante:

—El que robó a Bayo está castigado. Ahora arrearé el caballo y le haré galopar por el bosque. ¡Veremos si te escapas, canalla!

Iba a cumplir su amenaza, pero Randolfo le hizo seña de que esperase.

—Dejémosle, Tom —dijo—. Ya se encargarán los indios de darle su merecido.

Dicho esto, volvió grupas para reunirse con las jóvenes, que le esperaban a corta distancia llenas de terror.

Cuando el cuatrero vio que se alejaban, volvió a gritar con desesperación:

—¡Malditos seáis! No merecéis ser cristianos si abandonáis a un infeliz en tan triste estado. ¡Volved y libertadme!

—Me guardaré de hacerlo —repuso Randolfo—, y me sorprende que te atrevas a implorar mi piedad.

—Estoy bastante castigado, míster Harrighen. Es verdad que le robé el caballo; pero lo ha recuperado. Pronto, mate esa furia y líbreme de los lazos que me martirizan.

—Hermano —dijo Mary, que se había aproximado—. Ten compasión, te lo suplico. Ayuda a ese desgraciado, líbrale de esa tortura. Eres demasiado bueno para dejarlo perecer.

Randolfo hubiera querido alejarse sin hacerlo; pero la joven insistió tanto que, al fin, accedió a lo que pedía.

Auxiliado por Tom, entró en el pantano y, cortando las ligaduras que sujetaban al cuatrero, ayudó al caballo a ganar la orilla. Apenas se vio Ralf a salvo, saltó del caballo y corrió a besar los pies de Mary; se puso a brincar, gritando y riendo como un loco.

—Gracias, ángel del cielo —decía a la joven—; si no fuese por usted, estaría muerto o sin cabellera. El Cocodrilo del Lago Salado no olvidará jamás tan hermosa acción. Soy su esclavo; yo la salvaré de todos los enemigos que puedan asaltarla.

—Calla, charlatán; acaba esa retahíla —exclamó Randolfo.

—Hablo en serio, míster Harrighen. Yo me encargo de velar por ustedes y de protegerles contra los peligros que les amenazan.

—¿Cuáles son?

—¡Cómo! ¿No saben que por aquí ha pasado el terrible Scibellok? ¿No saben que cuando se le ve es señal de que los indios se acercan? Pronto, a galope, si no quieren caer en manos de los salvajes. Yo cuidaré del ángel que me ha salvado.

—No necesitamos su protección —gritó Randolfo—. No queremos ladrones en nuestra compañía.

—No se trata de eso —respondió Ralf, sin perder su arrogancia—. No ha sido a usted, sino a mi bienhechora, a quien he rogado que me permita seguirla. Pero si les molesta mi compañía, díganme qué camino piensan tomar y los seguiré de lejos, siempre decidido a proteger a quien me ha librado de la muerte.

—Gracias por su ofrecimiento —contestó Mary—. Pero, lo mismo que mi hermano, rehúso su compañía y su ayuda; no creo tener necesidad de ellas.

—En ese caso, buena suerte, hermosa niña —gritó Ralf, montando a caballo—. Ya veremos quién es el que necesita ayuda.

Y sin esperar respuesta, picó espuelas y desapareció entre los árboles.

CAPITULO V. ¡PERDIDOS!

Telie siguió con la vista al cuatrero, y notó que tomaba el camino del vado bajo.

Sabiendo que Ralf conocía perfectamente aquella parte de la selva, suplicó nuevamente a Randolfo que consintiese en abandonar el sendero que seguían, para tomar el otro, menos peligroso, por no haber llegado a él los indios.

Pero el joven, que tenía confianza ciega en el capitán y se había propuesto seguir sus consejos al pie de la letra, rechazó por segunda vez las indicaciones de Telie.

—Recuerdo perfectamente las palabras de Linthon —dijo—. ¿Quieres obligarme a cambiar el camino del vado de la ribera baja porque lo ha tomado aquel miserable ladrón de caballos?

—No; es que por aquí debe de andar el espectro de la selva.

—No me convence eso del terrible Scibellok, hijita. Son cuentos, te lo aseguro.

Y sin añadir una palabra, pues no quería prolongar la discusión, reanudó la marcha por el sendero que se dirigía al vado alto.

Pocos minutos después, Tom vio impresas en el húmedo terreno numerosas y recientes huellas de caballos. ¿Quién podía haber pasado por allí a aquella hora? Sólo los indios; al menos, ésta era la convicción de Telie. Randolfo, sin embargo, fue de opinión contraria y no quiso detenerse.

Después de este incidente, ocurrió algo más alarmante. De pronto resonó en el bosque, por detrás de los viajeros, una nutrida descarga; y pasados breves instantes vieron cruzar por entre los árboles y los zarzales un caballo blanco, montado por un hombre de alta estatura, galopando desenfrenadamente.

Aun cuando la aparición fue rapidísima, Randolfo pudo distinguir al hombre. Era casi un gigante; llevaba larga cabellera y estaba armado con un enorme fusil.

Randolfo preparó su carabina y gritó:

—¡Criatura infernal! ¡Párate o probarás mis balas!

El jinete se detuvo y, alzando el fusil, respondió:

—¡Fuera, si no queréis morir todos!

—¿Pero nos tomáis por indios?

—¡Dios mío! —exclamó el desconocido—. ¿Sois blancos, por ventura? Sí; no me engaño, no; sois cristianos. En nombre del Cielo, volveos a escape. ¿A dónde os dirigís?

—Al vado.

—Volveos os digo, imprudentes. ¿No sabéis que el bosque está lleno de indios? Seis me perseguían, y no he logrado matar más que a uno; ¡cuidado con los otros!

—¿Pero es eso cierto? —preguntó Randolfo, que no daba entero crédito a las palabras del desconocido.

—Hacéis mal en dudar —interrumpió Telie—. Ya veis que yo también suponía que los pieles rojas se encontraban en el vado alto. Espero, sin embargo, que tendremos tiempo de volver hacia el bajo.

—Volvámonos aprisa —replicó, inquieto, el joven.

—¡Adiós! —gritó el desconocido, continuando su carrera.

La caravana volvió grupas y comenzó a desandar el camino. Randolfo estaba inquieto y arrepentido de no haber seguido los consejos de la valerosa joven. Tenía confianza completa en Tom; pero no en las dos muchachas, que, aunque valientes y decididas, eran incapaces de sostener un ataque contra los guerreros rojos.

Continuaban su marcha, pero seguían oyendo detrás de ellos el galope de un caballo que se acercaba rápidamente.

Randolfo mandó hacer alto y cargó la carabina, por si se trataba de algún indio. Cuando pudo ver al que se acercaba, un grito de alegría se escapó de sus labios: era el desconocido.

—¡Usted! —exclamó—. ¿Cómo es que vuelve con nosotros?

—He pensado que puedo serles útil. Tenéis aquí dos jóvenes a las cuales hay que defender, y me uno a vosotros.

—¿Cuál es vuestro nombre y quién sois?

—John Forting, explorador de la pradera.

—Randolfo Harrighen, para serviros.

—Conozco vuestro nombre. ¿No sois mejicano?

—Sí, señor.

—¿Sois sobrino del mayor?

—Exactamente.

—Tengo sumo gusto en haberos encontrado; pero no perdamos tiempo y tratemos de llegar cuanto antes al vado.

—¿Habéis visto muchos indios?

—Hay varias hordas saqueando la pradera y el bosque. Hace poco me atacaron seis de esos bribones, y me ha costado trabajo escapar.

—¿Os dirigíais al fuerte Linthon?

—Esa era mi intención; pero no conozco bien estos lugares y me he perdido. Quería llegar al vado de la ribera baja; no pude conseguirlo. ¿Tenéis guía?

—Esta niña asegura que conoce el camino.

—En marcha, pues.

Telie y el negro se pusieron a la cabeza de la caravana, tratando de dirigirse al vado; pero la oscuridad que reinaba era tan profunda, que les hacía dudar de conseguirlo.

A los pocos kilómetros, la niña empezó a dar muestras de incertidumbre sobre la dirección que debían seguir.

Se detenía con frecuencia, examinaba las plantas, dudaba y, moviendo la cabeza, reanudaba la marcha.

Randolfo llegó a inquietarse, y le dijo:

—Parece que titubeas. ¿Qué camino es el que debemos seguir?

—Estoy confusa —respondió Telie, con voz alterada—. Empiezo a inquietarme, porque ya debíamos haber llegado a un sendero que no acierto a descubrir, aunque miro en todas direcciones. No sé dónde estamos.

Randolfo quedó aterrado. Creía haber encontrado un guía seguro y se veía obligado a confiarse al instinto de los caballos.

Telie, sin embargo, no cedía. Trataba de orientarse y continuaba avanzando, esperando llegar al buen camino.

De pronto, su caballo se paró, relinchando y dando otras señales de terror. Delante de él había un espeso zarzal, que se elevaba entre dos árboles.

Randolfo se acercó, preguntando:

—¿Qué es eso, Telie? Parece que tu caballo está asustado.

—Sí, señor; olfatea a los indios; preparémonos por si hay alguno emboscado.

—¡No digas tonterías! Si los pieles rojas estuviesen por aquí, ya nos hubiesen atacado.

Mary señaló una masa oscura cerca de las zarzas, y dijo con débil voz:

—¡Mira!

—Parece un indio —dijo Forting.

—¿Muerto? —preguntó Randolfo.

—Así parece, míster Harrighen.

—Quiero cerciorarme —repuso el joven.

Echó pie a tierra, preparó el fusil y se acercó al matorral.

Un indio colosal estaba tendido boca arriba. Tenía arrancada la cabellera y el rostro ensangrentado. A su lado se veían restos de una lanza y un hacha rota, que, sin duda, pertenecía al desconocido vencedor.

Aquel guerrero no debía de haber caído sin lucha, pues toda la hierba de alrededor estaba pisoteada, habiendo también algunas ramas rotas.

Mientras Randolfo contemplaba tan lúgubre espectáculo, un estremecimiento agitó el cuerpo del indio y un sordo ronquido salió de su pecho. El desgraciado apoyó las manos en el suelo y trató de levantarse. Aquél fue su último esfuerzo. Se desplomó, quedando inerte.

Randolfo se inclinó para ver si aún respiraba, y retrocedió aterrado, exclamando:

—¡El sello de Scibellok!

Efectivamente, en el pecho del gigante se veían dos heridas en forma de cruz.

CAPITULO VI. PRIMERA ESCARAMUZA

Randolfo, sin dar entero crédito a la existencia de aquel ser extraordinario y misterioso, se preguntaba, sin embargo, quién habría podido vencer a aquel gigante sin disparar un solo tiro, pues observando el cadáver con atención pudo comprobar que Scibellok no había hecho uso de las armas de fuego. Había herido de muerte a su adversario de un fuerte golpe en la nuca propinado con un hacha, y después le había marcado su contraseña en el pecho con un cuchillo.

El caso era verdaderamente extraño, teniendo en cuenta que los indios rara vez se dejan sorprender por la espalda, pues se dan cuenta de la aproximación del enemigo desde largas distancias. Era necesario convenir que aquel terrible explorador debía de ser un hombre extraordinario, para vencer en todas las empresas.

Abstraído, buscaba Randolfo la solución del enigma, cuando un grito de Telie le hizo levantar la cabeza.

Allá lejos, por entre los árboles, se veía avanzar una forma vaga e indecisa.

Era un hombre a caballo; pero llevaba la cabeza baja, como si tratase de seguir algo que corría delante de él.

Fijándose más, se veía saltar una sombra blanquecina, que unas veces desaparecía entre los zarzales y las hierbas, y otras brincaba, ágil y ligera.

Randolfo, sorprendido, estuvo un momento contemplando a aquel misterioso jinete que se atrevía a penetrar completamente solo por el tenebroso bosque, asolado por los pieles rojas.

Luego saltó a caballo, gritando:

—¡Eh! ¿Quién sois? Si sois Scibellok, sabed que somos cristianos y que estamos dispuestos a defendernos.

Oyendo estas amenazadoras palabras, el jinete levantó la cabeza, miró alrededor y, sin apresurarse, dirigió su caballo hacia los viajeros.

Conforme se acercaba se le distinguía mejor. No tardaron mucho en reconocerle Randolfo y los suyos; cuando le vieron, exclamaron todos a un tiempo:

—¡Morton, el cuáquero!

Era, en efecto, el pacífico y tranquilo explorador del fuerte, precedido de su perrillo blanco, que le mostraba el camino.

Cuando Randolfo y las dos jóvenes le vieron, no pudieron menos de reír. Creían tener que habérselas con el terrible Scibellok y se encontraban con el hombre más pacífico del mundo.

—Muchachos —dijo Morton—, me parece que estáis muy alegres, cosa chocante en vuestras circunstancias. Mientras reís, muchos y graves peligros os acechan por todas partes.

—Reímos con razón —replicó Randolfo—; esperábamos al terrible Scibellok y nos encontramos con el inofensivo Morton. En cuanto a los peligros que nos anunciáis, no somos hombres fáciles de asustar, tanto más cuanto que he enriquecido mi caravana con un valiente explorador: míster Forting.

—No creáis que exagero; os aseguro que por aquí hay indios.

—Ya sabremos evitarlos.

—Os engañáis, joven. Si seguís en esta dirección, no tardaréis en caer en medio de una horda de salvajes. ¿No sabéis que el vado alto se encuentra a diez minutos de este lugar? ¿No sabéis que allí es donde están las bandas de los comanches?

—¡Dios mío! —exclamó Randolfo—. Creyendo evitar el peligro, ¡íbamos a su encuentro! Aprisa, Morton, guiadnos al vado bajo o a algún otro sitio en que estas jóvenes se encuentren seguras. Sólo vos sois capaz de hacerlo.

—Con gusto os complacería si…

—¿Qué queréis decir? —preguntó, inquieto, el joven—. ¿Acaso no queréis guiamos?

—Amigo —contestó el cuáquero—, sabéis que soy un hombre amante de la paz. ¿De qué os serviría si os atacan los indios? Jamás he matado, y nunca lo haré; de modo que mi compañía no ha de serviros de nada.

—¡Miserable! —exclamó impetuosamente Randolfo—. ¿Serás tan cobarde que dejes a estas niñas indefensas? Si no te conociese, te daría un tiro en la cabeza.

—Os engañáis completamente; no son ésas mis intenciones —replicó tranquilamente Morton—. No trato de abandonaros ni rehúso serviros de guía; lo que quiero advertiros es que si nos atacan no he de tomar parte en la lucha. Los cuáqueros tienen horror de la sangre y aborrecen la guerra; eso es todo.

—No se inquiete por ello, Morton —dijo el joven, con voz más suave—. Ya nos defenderemos; guíanos y no se preocupe.

El anciano se inclinó hacia su perrillo, diciendo:

Periquillo, ¿qué piensas tú de esto?

—Morton —interrumpió Harrighen, impaciente—, no perdamos el tiempo en niñerías. Los indios no deben de estar lejos.

—Nuestra salvación depende de Periquillo, puesto que solamente él puede hacernos evitar las emboscadas. Ahora veréis.

El perro, llamado por su amo, empezó a saltar delante de los caballos, gruñendo sordamente.

Morton contó los gruñidos del perro, y dijo:

—¡Cinco! Por aquí han pasado cinco pieles rojas.

Todos le miraron estupefactos.

—¡Es increíble! —dijo Randolfo.

—Os lo he dicho: sólo él puede salvarnos. Adelante, Periquillo; llévanos al buen camino.

—¿Pero nos avisará de las emboscadas?

—Ciertamente; no se nos acercará ni un indio sin que Periquillo nos lo anuncie. Vamos, y no perdamos tiempo.

La caravana se puso en marcha precedida de Periquillo.

Aquel animal era verdaderamente extraordinario. Corría con seguridad por la selva, sin titubear, olfateando las altas hierbas, los zarzales y los troncos de los árboles.

A cada momento se volvía hacia su amo, agitaba la cola, ladraba sordamente y continuaba su camino.

Morton había dicho a Randolfo y a sus compañeros que se mantuviesen a cierta distancia, para que el perro tuviese mayor libertad.

También les había advertido que si veían que él levantaba un brazo, debían pararse inmediatamente, y que si le veían desmontar, hiciesen exactamente lo mismo, pues era señal de gravísimo peligro.

Habían adelantado algunas millas, cuando el terreno empezó a subir, convirtiéndose pronto en un cerro.

Morton, que seguía al perrillo de cerca, llegó felizmente a la cumbre; pero una vez arriba, se paró y alzó un brazo.

Era señal de peligro, y todos se pararon.

El cuáquero continuó inmóvil por un rato; luego se bajó lentamente del caballo y se tendió en el suelo. No cabía duda: los amenazaba un gran peligro; era prudente imitarle.

Randolfo dio la orden de echar pie a tierra, y permanecieron emboscados; luego tomó el fusil y se alejó, arrastrándose por la colina. Quería saber por qué había hecho Morton aquella señal.

Cuando llegó arriba vio delante de sí un espacio descubierto; poco más abajo se extendían enormes grupos de algodoneros. Mirando con atención, le pareció ver en el horizonte algunas sombras indecisas.

Continuó su camino, arrastrándose con precaución, y, llegando a donde estaba el cuáquero, preguntó:

—Son indios, ¿verdad?

—Sí —repuso el anciano—. Son comanches; pero tan numerosos, que si llegan a atacarnos nos arrancarán a todos las cabelleras.

—¿Cuántos serán, aproximadamente?

—Ahora no veo más que cinco. Los otros estarán más lejos.

—¿Y crees que no podemos rechazarlos? ¿Nos tomas por gallinas?

—No es eso. Si fueseis todos hombres, seguramente los venceríais; pero no olvidéis que hay dos mujeres con vosotros.

—Pues bien: redoblaremos nuestro valor. Además, no creáis que las jóvenes son miedosas; si es necesario, lucharán con energía varonil, os lo aseguro.

—Ya veremos cuando llegue el momento.

—Ten en cuenta que somos tres, y todos decididos, porque mi viejo negro es un valiente que se ha batido varias veces con los pieles rojas.

Morton corrigió:

—Somos cuatro.

—Tú no quieres batirte.

—¡Verdad! Pero no penséis que me dejaré matar como un cordero.

—Pero podrás ayudarnos.

—Ya veremos —repuso tranquilamente el cuáquero.

—¿Qué harías tú si tuvieras mujer e hijos que defender?

—No los tengo. ¡Ah! Veo que se acercan los indios; han debido de descubrir nuestras huellas. Creo que ha llegado el momento de huir.

—¡Morton! ¿Quieres abandonarnos al acercarse el peligro?

—Vayamos a escondernos entre los árboles. Si los indios se acercan, con una buena descarga podréis rechazarlos, seguramente.

—Es un buen consejo, y lo acepto.

—¡Consejo! —exclamó Morton, sonriendo—. Os digo lo que haría un explorador de la pradera si estuviera en vuestro lugar; nada más. Daos prisa, y sabed que tendréis que habéroslas con cinco jóvenes robustos y decididos. Bajad y decid a vuestros compañeros que cuando me vean hacer la señal se lancen hacia adelante con resolución. Yo me quedo aquí al acecho.

Randolfo reconoció la prudencia del consejo dado por el anciano explorador, y en lugar de arrojarse contra los cinco indios, como hubiera sido su deseo, dejó la colina, yendo a reunirse apresuradamente con sus compañeros.

Cuando estuvo cerca de ellos encontró a Forting y a Tom bastante inquietos y asustados por no saber de cuántos enemigos tenían que defenderse.

El joven los tranquilizó, y, volviéndose a Mary, le dijo:

—Todo marcha bien; engañaremos a los indios, pero ten prudencia. Nuestra suerte está pendiente de un hilo. Hay que estar preparados para hacer uso de las armas.

Se escondieron detrás de los árboles y esperaron temerosos la señal del cuáquero.

Transcurridos unos minutos sin que nada acaeciese, Randolfo, que no podía dominar su impaciencia, subió por segunda vez a la colina, y, acercándose a Morton, preguntó:

—¿Se les ve?

El anciano respondió, tras breve silencio:

—¿Habéis escuchado ese grito que ha salido de allá abajo?

—Sí. ¿Es acaso alguna señal?

—Tengo mis dudas; más bien parece un grito de rabia.

—¿Habrán descubierto el cadáver de algún camarada? Yo he visto hace poco un indio mutilado por Scibellok.

—Tanto mejor. Venid.

Bajaron rápidamente la colina, montaron a caballo y se pusieron a la cabeza del convoy.

Morton, después de corto titubeo, condujo a sus amigos a través de un laberinto de precipicios, cubiertos de zarzales espesísimos, internándose luego en la selva.

Randolfo, aunque confiaba en Morton, no estaba muy tranquilo. A cada momento temía ver aparecer a los indios.

Habían recorrido doscientos pasos, cuando descubrieron entre las altas hierbas a varios jinetes.

Harrighen se detuvo, gritando:

—Preparad las armas.

Un instante después, aquellos jinetes se lanzaban contra la caravana, dando feroces aullidos.

—¡Fuego! —gritó Randolfo.

Se oyeron tres detonaciones y se vio caer a dos de aquellos jinetes, mientras los demás volvían grupas rápidamente, desapareciendo detrás de los árboles.

—Venid aprisa —dijo Morton, que no había tocado el fusil.

Las dos jóvenes, Harrighen, Forting y el negro echaron a correr tras él, llegando poco después a un profundo barranco.

Recorríanlo a galope, cuando vieron un vivo resplandor. Los últimos rayos de la luna iluminaban una cascada, más allá del barranco.

A lo lejos se oía el ruido del agua, que murmuraba dulcemente.

CAPITULO VII. DRAMA SANGRIENTO

Conforme iban adelantando terreno los viajeros, se oía más distintamente el ruido del agua, que, chocando con fuerza en las orillas del torrente, arrastraba troncos de árboles y enormes piedras.

—¡El vado! —dijo Morton, después de escuchar con atención—. Sin embargo, no sé si podréis atravesarlo todos, pues está el agua muy alta y lleva mucha fuerza.

—Mi caballo nada muy bien —replicó John Forting—, y en cuanto a mí, no tengo miedo al agua.

El explorador, que era el primero de todos, iba ya a entrar en el vado, cuando notó que le cogían de un talón.

Se volvió y vio a Periquillo, que de un salto se había agarrado al estribo.

—¿Qué quiere tu perro, Morton? —dijo, admirado, John.

—Mira allá en la otra orilla. ¿No ves brillar luces entre las rocas?

—Efectivamente.

—Son tizones encendidos por los indios —continuó Morton—. Mi perro se ha dado cuenta antes que nosotros. Si esperáis un momento, veréis iluminarse toda la orilla. Están prendiendo fuego a las hierbas.

El viejo explorador no se equivocaba. Los viajeros, consternados, vieron alzarse a poco una enorme llama de una vasta extensión. Al mismo tiempo, pudieron distinguir un hombre que arrojaba a los fuegos brazadas de leña seca.

—Ése no debe de estar solo —dijo Forting.

—No estarán muy lejos los demás —añadió Morton—. Allí veo un campamento.

Randolfo, que quería atravesar el río sin más tardanza, propuso echarse al agua resueltamente y atacar a los indios a culatazos, pues suponía que el ruido de la corriente les permitiría llegar al campamento por sorpresa.

—Sería una locura —dijo Morton—; tienen fusiles, y con una descarga pueden enviarnos a todos al otro mundo.

—Nos acercaremos silenciosamente —dijo el joven— y descargaremos de pronto todas nuestras armas; luego, aprovechándonos de su confusión, caeremos sobre ellos. Tom y Forting, ¿me seguís?

El anciano los detuvo con un gesto.

—Ya encontraréis otra ocasión para probar que sois valientes —les dijo—; pero no es éste el momento oportuno. El fuego arroja una luz tan viva sobre el río, que los indios os descubrirían en seguida.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—Escondernos y esperar a que los pieles rojas pasen el vado.

—¿Conocéis algún sitio seguro?

—No lejos de aquí encontraremos un refugio segurísimo. Venid.

Iban ya a alejarse, cuando Periquillo dejó oír un sordo ladrido.

—Ya te entiendo —dijo Morton—; quieres que vayamos pronto a la tumba.

—¿A qué tumba? —preguntó, contrariado, Randolfo.

—Ahí, en la selva, se encuentra una cabaña; en su recinto están enterradas las seis personas que la habitaban: una madre y sus cinco hijos, que fueron asesinados por los indios. Periquillo y yo nos hemos refugiado varias veces en esa triste habitación. Allí esperaremos una ocasión propicia para huir.

—Vamos, pues —dijo Randolfo.

Montaron nuevamente a caballo, echaron una mirada al río, otra al fuego, que seguía ardiendo en la orilla opuesta, y se ocultaron en los espesos bosques, siempre precedidos por el fiel perrillo.

Aquella parte de la selva era muy difícil de atravesar, pues la luna se había ocultado ya y la aurora aún estaba lejana. Aquella profunda oscuridad impedía que los caballos vieran las numerosas raíces que entorpecían el camino.

Al cabo de un rato, Morton logró descubrir un sendero, que, aunque cubierto de espesa hierba, se podía recorrer sin gran dificultad. Era el camino que debía llevarlos a la choza de la familia asesinada por los salvajes.

Morton, antes de seguir avanzando, mandó al perrillo de explorador, y no oyéndole ladrar, ordenó a la caravana que prosiguiese su marcha.

Cien pasos más allá, los fugitivos encontraron un sitio donde los árboles comenzaban a estar algo más separados. Un silencio triste y profundo reinaba en aquella parte del bosque; parecía un rincón escondido de un cementerio.

—¡Qué horrendo lugar! —dijo Randolfo.

—La cabaña de los muertos no está lejos —replicó Morton.

En aquel instante, el perro se volvió hacia su amo, aullando tristemente.

—Sí, amigo; te entiendo —continuó el anciano, con voz triste y dolorida—. Bajo estos árboles mataron los indios a la mujer de Bertet y a sus cinco hijos.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Randolfo.

—Presencié aquella horrorosa escena.

—¿Y no socorristeis a aquellos infelices?

—Me fue completamente imposible.

—Quisiera conocer tan triste suceso.

—Es una historia espeluznante; ya os la referiré más tarde, cuando estemos en lugar seguro.

Como el perro continuaba tranquilo, Morton se encaminó por entre dos filas de árboles, y después de andar cincuenta o sesenta pasos, se detuvo ante un recinto formado por varios troncos de árboles, en cuyo centro se alzaba la cabaña.

Aquella especie de fortín estaba cerca de la orilla del río, y, sin embargo, sus habitantes no habían podido escapar de la muerte.

Todavía se notaban algunas huellas del asalto de los indios.

Caída una parte de la cerca; arrancado el puente levadizo, que yacía entre las altas hierbas, a alguna distancia del foso. Las paredes habían sido derribadas por las esquinas y las ventanas no tenían ya sus rejas de madera.

Morton, después de dar una vuelta a la cerca, observó la parte del río; luego bajó del caballo y entró en el cercado, llevándole de la brida. Randolfo le seguía con repugnancia; hubiera querido verse lejos de aquel fúnebre lugar; pero no había tiempo que perder. Además, aquel recinto era fácil de defender en caso de ataque, y las dos jóvenes podían ponerse a cubierto de las balas de los indios.

—¿Permaneceremos mucho tiempo en este sitio, Morton? —dijo el joven.

—Apenas pase el peligro, partiremos; tampoco yo me encuentro bien aquí. Que entren las mujeres y que descansen; mi fiel Periquillo y yo montaremos la guardia.

—Yo te haré compañía —dijo Randolfo—; no pienso acostarme, y me contarás esa historia de exterminio.

John Forting y el negro condujeron los caballos bajo un pequeño cobertizo, echándose luego detrás de la cerca, mientras Morton, Randolfo y Periquillo se sentaban al lado del foso. Las dos jóvenes dormían ya sobre un lecho de hierba, que el viejo Tom había preparado.

CAPITULO VIII. EL ATAQUE DE LOS PIELES ROJAS

Randolfo y su compañero estuvieron silenciosos y atentos largo rato por si oían algún rumor que indicase la presencia de los indios por aquella parte de la selva; luego encendieron sendas pipas y se acostaron en el suelo, al lado de Periquillo.

Profundo silencio reinaba en torno de la cabaña; sin embargo, no se podía confiar mucho, pues los indios suelen hacer sus correrías por la noche.

Dirigiendo la mirada al río, se distinguía, aunque a considerable distancia, el resplandor de la hoguera encendida por los pieles rojas. El campamento no parecía haber sido levantado, a no ser que esto fuese una estratagema para sorprender a los fugitivos.

Morton interrogó a Periquillo; el animalito miró a su amo, moviendo la cola, pero no ladró. Esto era buena señal, según dijo el anciano, y añadió:

—Pasaremos la noche tranquilos. Si podemos permanecer aquí hasta mañana, tal vez lograremos vadear el río y salvarnos en la otra orilla.

—¿No estarán los indios allí? —preguntó Randolfo.

—Pasarán el vado esta noche.

—¿Qué es lo que pretenden?

—Sorprender el fuerte del capitán Linthon.

—¿Qué será de los colonos?

—Son muchos y están bien armados. No creo que tengan éxito los guerreros rojos.

—Deben de conocer bien estos lugares los comanches.

—Lo mismo que yo. El año pasado ya emprendieron una gran expedición por estas selvas.

—¿Fue entonces cuando asesinaron a la familia del pobre colono que habitaba esta cabaña?

—Sí, míster Harrighen. ¡Qué drama más triste fue aquél!

—Cuéntelo, Morton; así mataremos el tiempo.

—Aquel desgraciado llevaba cuatro años establecido en este lugar. Procedía del río Norte y traía consigo a su mujer, robusta, hábil y valiente, y a sus cinco hijos, el mayor de los cuales no pasaba de los diez años.

Cuando el capitán Linthon supo esto, le ofreció asilo en el fuerte; pero no se sabe por qué, el colono rehusó y se construyó esta cabaña, cercándola sólidamente y desmontando aquí cerca una buena extensión de terreno.

Un día se extendió la noticia de que los pieles rojas, abandonando la pradera, habían invadido los bosques. Aquel día, Bertet se hallaba cazando al otro lado del río y había dejado aquí a su mujer y a los niños.

Se volvía ya cuando, casualmente, se encontró con una banda de salvajes. Bertet era valiente; hizo frente al enemigo, descargando varias veces su fusil y haciendo varias víctimas; pero se le acabaron las municiones y tuvo que huir, dirigiéndose hacia el río. Allí logró refugiarse tras de una roca altísima que caía cortada a pico sobre la corriente. Pero estaba perdido: sus enemigos habían invadido la llanura y avanzaban corriendo, seguros ya de capturar al valeroso colono.

El desgraciado miró alrededor, desesperado y lleno de angustia, buscando un medio cualquiera de escapar a la horrible suerte que le aguardaba.

En este mismo momento apareció su mujer en la otra orilla. Había oído los gritos de muerte de los indios, y, temiendo por la vida de su marido, salió de la cabaña con objeto de ver si necesitaba algún auxilio.

Al verle rodeado de enemigos quedó inmóvil de sorpresa y de terror, lanzó un grito, y esto bastó a Bertet para decidirse a emplear el último recurso.

—¿Hay indios cerca de la cabaña? —preguntó.

—No —contestó su mujer—; salta pronto, que voy a buscarte.

Diciendo esto, dejó en el suelo al más pequeño de sus hijos, que llevaba en los brazos, y saltó a una canoa atada cerca de la orilla. La soltó y, empuñando los remos, se dirigió resueltamente hacia la enorme roca. No había recorrido la mitad del camino cuando su marido, viendo que los indios avanzaban rápidamente gritando como energúmenos y agitando las armas, exclamó:

—¡Esposa mía, date prisa, que voy!

Y se arrojó al río con extraordinaria rapidez, desapareciendo en la corriente.

Cuando reapareció, estaba extenuado. Por fortuna, la canoa, dirigida hábilmente por su mujer, se hallaba próxima. Haciendo enormes esfuerzos, logró alcanzarla, y mientras a su lado caía una lluvia de balas y de flechas, la canoa viró hacia la cabaña.

El colono, salvado de los mortales golpes de los pieles rojas, gracias al valor de su mujer, se creía ya seguro, cuando en el momento en que desembarcaba le alcanzó una bala, haciéndole caer a tierra moribundo.

La horda invadió con rapidez este lugar. Aquellas fieras habían atravesado el río por más arriba y avanzaban silenciosamente por el bosque.

La infeliz mujer, llorando a lágrima viva, buscó refugio en la cabaña, tratando al menos de salvar a sus hijos, pues su marido había sido apuñalado y arrojado al río. Los salvajes no quedaron satisfechos con aquella víctima y, abriendo una brecha en la cerca, asaltaron la cabaña, sacando de ella a la mujer y a los cinco niños.

Sordos a los gemidos de los pequeños y a las lágrimas de la madre, también fueron sacrificadas las inocentes criaturas y su madre.

—¿Y usted, Morton, presenció tan cruel acción?

—Sí, señor —respondió el viejo, con los ojos llenos de lágrimas—. Ocupaba yo entonces una cabaña de la orilla opuesta; vivía solo, con mi perro y mi viejo caballo, cultivando una tierrecilla que bastaba para mi subsistencia. Al oír los feroces aullidos de los indios y los desgarradores gemidos de las víctimas, me apoderé de mi viejo fusil, aunque hacía muchos años que no lo usaba, y me arrojé al río para socorrer a aquella infeliz mujer y a sus hijitos.

Cuando llegué a la orilla, era tarde: todos habían sido asesinados.

Ya sabéis que soy un hombre pacífico, alejado de las luchas; sin embargo, sentí que nacía en mí un valor de león.

Viendo esta cabaña medio destruida y aquellos seis cadáveres, me abalancé a los indios, empuñando el fusil por el cañón. Lo dejé caer con tal fuerza sobre el salvaje más próximo, que lo maté.

Antes que los otros pudieran arrojarse contra mí, salté al río y lo crucé, a pesar de las balas y de las flechas que caían a mi alrededor.

Me salvé por un verdadero milagro.

A la mañana siguiente, cuando los indios desaparecieron, vine a enterrar a las víctimas de su ferocidad.

Al terminar Morton tan triste relato, hundió la cabeza entre las manos y no pronunció una palabra más.

Randolfo le dejó y se dirigió al río, con objeto de ver si la hoguera ardía aún.

La orilla estaba a oscuras, señal evidente de que los indios, si no habían vadeado el río, se habían retirado.

Al despuntar el día, Mary y la hija adoptiva del capitán, ayudadas por Tom, prepararon el almuerzo, repartiéndolo con sus compañeros.

Hasta entonces nada había ocurrido que hiciese suponer la presencia de los pieles rojas.

Durante el día, Randolfo, Morton y John Forting vigilaron las cercanías, y aun llegaron a aventurarse algo por el bosque.

Tom vigiló el vado, sin descubrir nada sospechoso.

Cuando llegó la noche, Morton quiso preparar la cena; Randolfo temía que el fuego atrajese la atención de los indios.

A pesar de ello, el cuáquero recogió algunas ramas secas y puso a hervir en una olla carne de cerdo salada que llevaba de repuesto; luego salió fuera del cercado para coger un saquillo de grano que había dejado caer al entrar.

Randolfo y John Forting estaban al lado del fuego vigilando la olla, cuando vieron llegar a Morton pálido y jadeante. El perro le seguía, aullando tristemente.

—Amigos —dijo el anciano con voz agitada—, el peligro se acerca; debemos salir de aquí inmediatamente y buscar refugio en la selva.

Ante tan inesperada noticia, Mary palideció y Randolfo dejó escapar una exclamación colérica:

—¡En nombre del Cielo! ¿Hemos sido descubiertos?

—¡Qué desgraciado soy! —siguió Morton—. Mis provisiones nos han hecho traición.

—¿Cómo?

—El saco tenía un agujerito, y mientras huíamos, he ido sembrando el grano por el bosque, dejando así un rastro visible para los indios. Periquillo los siente acercarse. ¡Soy muy desgraciado!

El viejo cuáquero, al decir esto, se mesaba los cabellos y se movía como un loco. Pasado el primer momento de desesperación, recobró su acostumbrada calma.

—Debemos escapar en seguida —dijo—. ¿No oís cómo aúlla el perro, arrimado a la puerta? Es para invitarnos a marchar.

—He oído chillar a un mochuelo —dijo Forting.

Morton le interrumpió, diciendo a Randolfo en voz baja:

—Ocupaos de vuestra hermana y de Telie y seguidme sin pérdida de tiempo.

—¿No será demasiado tarde?

—¡Venid!

Randolfo cogió de la mano a Mary, y John Forting se dirigió a Telie. Iban a traspasar la cerca, cuando una carcajada brutal los dejó petrificados. Salía Tom precediendo a su amo y se encontró delante de un indio de estatura colosal que le cerraba el paso, diciendo irónicamente:

—Buenas noches, hermano. Los indios somos amigos de los negros.

Con esta burla saludó a los aterrados viajeros, y, por si esto no bastaba, en el mismo momento se vieron brillar los crueles ojos de otros varios salvajes.

—¡Atrás o eres muerto! —exclamó Morton, con voz formidable.

Randolfo empujó al cuáquero y, dando un salto, se arrojó furioso sobre el indio. Los dos hombres cayeron juntos al suelo; pero no se levantó más que uno, el indio, que había dejado aturdido a su adversario de un fuerte puñetazo.

Morton, viendo que el salvaje preparaba el hacha, gritó:

—¡Mátale, si te atreves!

Un tiro le cortó la palabra. El indio lanzó un aullido de dolor y soltó el hacha. Tom había disparado y le había roto la mano. El salvaje apretó fuertemente la herida con la mano izquierda y huyó por detrás de la empalizada aullando como un desesperado. A sus gritos, otros indios se arrojaron sobre Randolfo, mientras éste luchaba por levantarse. Ya habían empuñado las hachas, cuando John Forting, apuntando al más próximo, le hizo rodar al suelo de un balazo.

—¡Bien, Tom! ¡Bravo, Forting! —exclamó el joven, logrando ponerse en pie.

—¡Hermano! —gritó Mary, que se sostenía con dificultad.

—¡Volved, míster Harrighen! —añadió Telie.

—¡Valor y adelante! —dijo el valiente joven, y cogiendo la carabina por el cañón, se arrojó entre sus enemigos, sin esperar la ayuda de sus compañeros. Viéndose enfrente de un jefe indio, le atacó sin disimular su rabia. El salvaje trató de herirle disparando su fusil, pero hizo un falso movimiento y el arma se le escapó de las manos. Entonces empuñó el cuchillo, gritando:

—¡Te he de arrancar la cabellera!

Randolfo le rechazó, mientras John Forting y Tom hacían fuego, hábilmente secundados por las dos valerosas muchachas.

Pronto se encontró Randolfo en la orilla del río, cerca de una roca aislada.

El sol se había ocultado; la noche caía rápidamente, y Randolfo, no queriendo alejarse más, trató de volverse; pero se encontró con el indio, que le había seguido.

Ambos habían dejado los fusiles; pero tenían el uno un cuchillo y el otro un sable. El indio empuñó el cuchillo y se lanzó contra el joven, procurando sorprenderle y herirle.

Randolfo evitó el encuentro y comenzó a dar sablazos a ciegas, pues no veía bien a su adversario. Aquella lucha podía serle fatal, pues su enemigo era resuelto. Estaba expuesto a recibir una cuchillada que acabase con su existencia.

De pronto, el indio, en lugar de dar un grito de victoria, lanzó un rugido de dolor, y cayendo entre las hierbas, siguió rodando hasta el río.

Randolfo, al deshacerse de su adversario, resbaló y cayó al suelo; pero dos brazos vigorosos le levantaron. El que llegaba tan oportunamente era Morton.

—Os habéis batido como un león —dijo al joven—, y sois tan valiente que podéis mediros con una docena de esos monstruos. Tomad vuestra carabina y vuestras pistolas, pues aunque vuestro impetuoso ataque ha puesto en fuga a los salvajes, no debemos confiar. Acaso hayan ido en busca de refuerzos; pero nosotros les haremos creer que tenemos numerosos compañeros por estas inmediaciones.

El viejo y astuto cuáquero comenzó a dar voces llamando a gritos y por sus nombres a una multitud de personas que no existían más que en su imaginación.

Randolfo recogió sus armas, llamando a Tom y a John Forting. Cuando el anciano enronqueció, dijo a Harrighen:

—Basta ya y vamos a la cabaña; vuestra hermana está inquieta por vuestra suerte.

—¿Ha corrido algún peligro?

—Un indio colosal ha querido raptarla.

—¡Dios mío!

—No se asuste; felizmente, llegué a tiempo de librarla de aquel bribón.

—¿Le ha matado?

—¡Matar yo a un hombre! —exclamó Morton, horrorizado—. Me he contentado con arrojarle por encima de la cerca.

—Hubiera preferido que le hubiese dado un tiro. Pero, diga: ¿cree que habrán abandonado los indios estos lugares?

—Temo, por el contrario…

En aquel instante, y como si hubiesen querido confirmarse los temores del anciano, resonó en el bosque el grito de los pieles rojas. Sonaron algunos tiros; las balas llegaron a la cerca.

—¡Al río! —exclamó Randolfo—. Hay que atravesarlo inmediatamente.

—Es demasiado impetuosa la corriente —murmuró Morton—. Tiene más fuerza que nuestros caballos y hemos de encontrar muchas rocas en el fondo.

—Por lo menos, probemos a hacerlo.

—Procurad primero matar a aquel indio que se acerca a la empalizada. Yo no quiero manchar mis manos de sangre, pero no me opongo a que otro cualquiera haga morder el polvo a estas fieras.

—¡Morirá! —dijo Randolfo, con naturalidad.

Morton empujó al joven detrás de un montón de piedras, y, mostrándole al indio que estaba ya junto a la cerca, dijo:

—Ahí está.

Iba a disparar Randolfo, cuando una horda de pieles rojas se lanzó fuera del bosque corriendo hacia la cabaña.

La violencia y la rapidez del ataque aterraron a Randolfo, que creía ver la cabellera de su adorada Mary en las manos de tan fieros enemigos.

Descargó todas sus armas sobre los asaltantes y miró con desesperación a Morton.

Este hombre, de ordinario afable y tranquilo; este hombre, que se horrorizaba de ver sangre, se transfiguró de repente. Aquel apático rostro se transformó, adquiriendo un aspecto feroz.

—¡Carguemos sobre esos monstruos! —gritó, e hizo fuego, derribando a un indio, seguramente el primero que mataba en su vida; luego añadió—: Nadie osará tocar ni a vuestra hermana ni a Telie.

Estaba más encolerizado aún que Randolfo. Con agilidad extraordinaria en un hombre de tantos años, dio a uno un culatazo que le hizo caer al suelo; rechazó a los demás, que quedaron sorprendidos por aquella inesperada y rápida defensa, y entró en la cabaña seguido de su compañero.

John Forting y el negro habían secundado hábilmente a Morton, haciendo varias descargas.

Los pieles rojas tuvieron numerosas bajas, y retrocedieron aullando y maldiciendo.

—¡Hermano! —exclamó Mary, corriendo al encuentro Randolfo—. ¿Te han herido?

—No tengo ni un arañazo. Y tú, ¿has tenido miedo?

—No, hermano; estoy tranquila y presta a defenderme.

—También yo —dijo Telie.

—En ese caso, el enemigo tendrá trabajo si quiere cogernos.

CAPITULO IX. LA FUGA

Los indios, dos veces rechazados, no creyeron prudente, por lo menos en aquel momento, asaltar la cabaña por tercera vez. No se habían alejado, sin embargo. Protegidos por los árboles, esperaban reunir refuerzos para apoderarse de tan obstinados y valientes defensores. Varios de ellos estaban escalonados a lo largo del río para vigilar los movimientos de los sitiados; temían ser alcanzados por alguna bala si acampaban demasiado cerca, y creían también que la rapidez de la corriente era bastante para impedir que los «rostros pálidos» atravesaran el río, salvándose así en la orilla opuesta.

Randolfo y sus compañeros, escondidos también en las proximidades de la cabaña, quién detrás de unas rocas, quién tras el tronco de un árbol, vigilaban también a sus adversarios para impedir una sorpresa.

De cuando en cuando, un guerrero lograba distinguirlos; entonces, un tiro rompía el silencio, pero no hacía blanco sino en el tronco de un árbol o en los palos del cercado.

Ni Randolfo ni los suyos respondían a estas provocaciones, pues no querían gastar pólvora en salvas; La oscuridad era tan grande que imposibilitaba la puntería.

Pasadas algunas horas, Morton vio desde lo alto de la empalizada algunas sombras que trepaban entre las rocas, avanzando cautelosamente y arrastrándose como reptiles.

A pesar de las tinieblas, el cuáquero logró contarlos. Eran quince solamente; pero podían dar mucho que hacer a los sitiados, pues llevando casi todos armas de fuego, con pocas descargas podían diezmar a la caravana, ya bien exigua de por sí.

El anciano, inquieto y tristemente impresionado, bajó de la empalizada y se acercó a Randolfo.

—¿Qué me aconseja que haga, amigo Morton? —dijo el joven.

—Rechazarlos sin demora.

—¿Y después?

—No pensemos en el día de mañana.

—Si no recibimos refuerzos, acabarán por hacernos prisioneros. ¡Si el capitán Linthon supiese la triste situación en que nos encontramos!

—¿Cómo avisárselo?

—Procuraré romper la línea de los sitiadores. Mi caballo es ágil y ligero como el viento, y lanzándome de repente sobre el enemigo, ataco desesperadamente y me oculto en el bosque; entre tanto, vosotros podéis pasar el río.

Morton no respondió. Parecía vigilar absorto los movimientos de la banda india.

—¿Me ha oído, Morton? —preguntó el joven.

—Mirad aquella cabeza —respondió el viejo, preparando el fusil.

Un indio se hallaba a treinta pasos del cercado. Los dos hombres apuntaron, y con dos balas le dejaron sin vida. Era, sin embargo, una victoria estéril. Verdad que con aquellos dos tiros retrasaron el asalto; pero ¿por cuánto tiempo?

Al oír los indios los tiros, contestaron con tremendos aullidos. A juzgar por sus gritos, debían de ser numerosos.

—Debemos resolvernos a hacer algo —dijo Randolfo—; dudo que podamos resistir el asalto.

—Amigos —interrumpió Morton, con voz resuelta—, he decidido abandonaros para intentar pedir socorro, pues no quiero que estas niñas dejen sus cabelleras en manos de los pieles rojas. Procurad resistir hasta mañana y no os ocupéis de mí.

—¿Qué es lo que intenta, Morton? —preguntó Randolfo.

—Pasar por entre las filas indias.

—No podrá. Le matarán cien veces antes de llegar al bosque. Espere… Simularemos un ataque y entre tanto monta en mi valiente Bayo y escapa.

—¡Loco! —exclamó el viejo—. ¿Crees que podré atravesar las filas indias a caballo? Si lo hiciese encontraría la muerte. Probaré, arrastrándome, a pasar inadvertido hasta llegar a las rocas que costean el río y desde allí me dirigiré al fuerte.

—¿A pie y solo?

—Me basta con Periquillo.

—Ande, pues, valiente; procure conservar la vida, pues las nuestras están en sus manos. Si logra salvarnos, nuestro agradecimiento será eterno y además tendrá un buen regalo.

—Amigo —dijo el cuáquero con arrogancia—; no necesito dinero. Quedaré satisfecho conservando vuestra amistad. Esperad mi regreso, y mientras tanto, combatid con valor y no os desaniméis.

Randolfo le prometió seguir sus instrucciones, y Morton se preparó a marchar.

Sabiendo que les quedaban pocas municiones, les dejó sus provisiones, no reservándose sino algunas cargas; se quitó parte del traje para tener más libertad de movimientos y, cogiendo el fusil, salió del cercado.

—Amigo mío —dijo Randolfo, estrechándole la mano—, espero que no nos abandonaréis.

—Joven —respondió Morton con frialdad—, si quisiese abandonaros no hubiese esperado hasta ahora. Sabéis el peligro que corro al atravesar las filas indias. Si fuese traidor, buscaría otro camino. Confiad en mí y esperad mi regreso.

Saludó a las jóvenes, a John Forting y al negro, y llamando a su perrillo, desapareció entre las altas hierbas.

En este momento Randolfo mandó hacer una descarga, con objeto de llamar la atención de los indios, para que Morton escapase con mayor libertad.

Restablecida la calma, Randolfo subió a la empalizada y prestó atento oído lleno de angustia; nada turbaba el silencio, era buena señal.

El cuáquero debía de haber dejado atrás las filas de salvajes; de no ser así se hubieran oído disparos.

Iba ya a bajarse para tranquilizar a sus compañeros sobre la suerte del audaz explorador, cuando le pareció ver algunas sombras que avanzaban sigilosamente.

Randolfo, temiendo un nuevo asalto, prestó mayor atención, y vio que aquellas sombras aparecían y desaparecían empujándose unas a otras hacia adelante.

—Ya vienen —dijo a Forting, que estaba a su lado.

—¿Son muchos?

—¡Muchísimos!

—¿Podremos rechazarlos?

—Por de pronto, haremos una descarga, luego… ya veremos. ¿Estáis dispuestos?

—Lo estamos.

—¿Y vosotras, Mary, Telie?

—También —respondieron las jóvenes.

—¡Fuego! —gritó Randolfo—. Venderemos caras nuestras vidas.

Y uniendo la acción a la palabra, disparó su fusil y sus pistolas, imitándole sus compañeros.

Aquella descarga detuvo por tercera vez a los indios, que creían tener que luchar con numerosos enemigos.

Los pieles rojas retrocedieron después de contestar a los disparos y volvieron a sus primeras posiciones.

Randolfo ordenó que continuase el fuego durante algunos minutos, con objeto de asustarlos y obligarlos a entrar en la selva.

Cuando vio que el terreno estaba despejado, dijo a Forting:

—Hay que tratar de poner a estas niñas en sitio seguro. De este modo, si los indios nos vencen, al menos ellas no morirán.

—¿Y dónde esconderlas?

—Entre las peñas que costean el río; allí no les alcanzarán las balas.

—Es una buena idea; pero por ahora no podemos ponerla en práctica. ¡Mirad!

Randolfo se volvió y vio a algunos indios que llevaban ramas encendidas.

—¿Qué piensan hacer? —preguntó.

—Probablemente incendiar la cabaña.

—Acaso traten de impedirnos la fuga.

—También es posible, amigo mío.

—Hagamos fuego sobre ellos.

Dispararon algunos tiros; los salvajes arrojaron las ramas y huyeron al bosque.

—Ahora busquemos asilo para las muchachas —dijo Randolfo.

La luna había aparecido en el horizonte, pero afortunadamente algunas nubes la oscurecieron.

Randolfo ordenó a sus hombres que no descuidasen la vigilancia y salió del cercado, dirigiéndose cautelosamente hacia el río. Atravesó el terreno descubierto, llegó a las rocas y bajó hasta el río. Llegado allí vio en medio del cauce un islote cubierto de árboles que podía servir de refugio. Un buen nadador podía alcanzarlo sin dificultad y descubrir desde él a los salvajes emboscados en la ribera.

Satisfecho con aquel descubrimiento, el joven se disponía a volver a la cabaña, cuando se rasgaron las nubes y a la luz de la luna pudo darse cuenta de lo que era aquel islote. No era sino una aglomeración de árboles arrastrados allí por la corriente y detenidos por un banco de arena.

Esto desconcertó a Randolfo.

«Somos muy desgraciados —pensó—. Si Morton no llega a tiempo no podremos librarnos de los indios».

Volvió a mirar al río y vio una canoa que, costeando la orilla en que él se encontraba, se paraba al lado de una roca. Un hombre saltó a tierra y dirigió una mirada a su alrededor.

Randolfo, aterrado, creyendo que sería algún indio, reunió todas sus fuerzas y se arrojó contra él con el fusil cogido por el cañón, gritando:

—¡Muere, perro!

El desconocido evitó el golpe y dijo en correcto castellano:

—¡Por vida de…! ¡Qué no soy un indio!

Randolfo, estupefacto, le examinó atentamente y reconoció a Ralf Stackpole, el ladrón de caballos.

—¿Tú? —exclamó.

—¡Dios sea bendito! —repuso Ralf—. ¡Cuánto me alegro de encontraros! Sabía que estabais en peligro y buscaba el medio de ayudaros.

—¿Cómo lo has sabido?

—He oído los tiros y los gritos de los pieles rojas. Disponed de mí; estoy dispuesto a dar mi vida por vuestra hermana y por Telie.

—¿Y cómo has logrado llegar hasta aquí?

—Atravesando el bosque a pie por miedo a ser descubierto si venía a caballo y cruzando el río por el vado alto. Buscaba el medio de reunirme con vosotros, cuando descubrí entre las zarzas un hombre herido de gravedad en una pierna. Creía que sería un indio y me acerqué para rematarle, quedando sorprendido al ver que era de la raza blanca; un mormón, el único superviviente de una numerosa caravana exterminada por los indios.

»Me rogó que le ayudara, ofreciéndome, en cambio, indicarme los medios para atravesar el río. Le ofrecí volver a buscarle, y entonces me señaló un lugar donde había una canoa india. En efecto, encontré la barca y aquí me tenéis.

—¿Dónde está el herido?

—Escondido en la otra orilla.

—Es preciso salvarle.

—Ya trataremos de eso cuando estemos libres de estos salvajes.

—Pues entonces, sígueme a la cabaña.

—¿Está allí vuestra hermana?

—Sí, Ralf.

Subieron al áspero ribazo y llegaron a la cabaña en el momento que salía Mary, acompañada de Telie y de Tom, para ir en busca de su hermano.

—¡Por vida de…! —exclamó Ralf al ver el pálido rostro de Mary—. ¡Usted entre las panteras del desierto! ¡Desgraciado de mí! Tenga valor, señorita; yo ofrezco mi vida para salvar la de mi bienhechora. No temo ni a los comanches, ni a los apaches, ni a los grandes cuervos, ni a ningún indio.

—Ralf —interrumpió Randolfo, cansado de aquella charla—, en vez de hablar tanto, puedes demostrar tu agradecimiento con obras. Dime, tú que conoces estos lugares, si podremos huir.

—Huir no me parece muy fácil, pero no nos cogerán los indios.

—¡Son muchos, amigo mío!

—No temo a los pieles rojas.

—Veremos cómo te portas.

El ladrón de caballos subió a la empalizada con agilidad de ardilla, y cuando llegó arriba comenzó a gritar y a gesticular como un loco.

—¡Escuchad, cabezas de serpiente, raza maldita de picaros, bribones! ¡Os desafío a luchar conmigo, vosotros que no tenéis compasión de dos pobres mujeres! ¡Venid a arrancarme la cabellera si os atrevéis! ¡Soy un hombre que no os teme! ¡Soy el Cocodrilo del Lago Salado!

Un vocerío ensordecedor se oyó en el campamento, y una voz colérica respondió en un inglés chapurreado:

—¡Ya conocemos a Ralf Stackpole, el ladrón de caballos! ¡Acércate y te arrancaremos la cabellera!

Varios disparos partieron desde distintas direcciones. Ralf, con valor temerario, no abandonó la empalizada, tiroteada por los indios. Se burlaba de ellos, hacía como si detuviese las balas con la mano, como si fuese invulnerable, y no dejaba de moverse.

Randolfo le cogió por las piernas y le hizo bajar, diciendo:

—¿Estás loco?

—He querido demostrar a esas serpientes que sus balas no pueden quitar la vida al Cocodrilo del Lago Salado. Veréis cómo ahora se vuelven más prudentes y nos dejan más tranquilos.

—Pues nos aprovecharemos de ello.

—¿Persistís en que intentemos la fuga?

—¿Serás capaz de llevar a las dos jóvenes a la otra orilla?

—Es algo difícil, pero lo intentaremos. Me alegraré muchísimo de poder salvar a esos dos ángeles.

—Debes hacerlo, Ralf.

—¿Y ustedes, qué harán?

—Pasar el río a nado.

—Le advierto que la corriente es impetuosa y que hay varios remolinos; dudo que los caballos puedan pasar.

—No te preocupes de nosotros. Hasta que tú pases, seguiremos aquí deteniendo a los indios, y después te alcanzaremos.

—Antes de partir, hagamos unas cuantas descargas.

Dispararon las armas contra el campamento indio; Ralf, merced a esa confusión, llegó a la orilla del río y preparó la canoa, mientras Randolfo, Tom y Forting seguían disparando para mantener alejados a los pieles rojas.

CAPITULO X. EL HERIDO

Cuando los sitiados oyeron la señal de Ralf, abandonaron la cabaña y echaron a correr hacia el río.

Los indios se habían internado en el bosque, y, por consiguiente, no vieron a los fugitivos.

El ruido de la corriente al romperse en los peñascos de la orilla no era lo más adecuado para infundir valor a las dos jóvenes, y Randolfo temía que la canoa, demasiado cargada, zozobrase en algún remolino.

La barca, un tronco de árbol ahuecado por el fuego, era pesadísima y, por consiguiente, resultaba difícil vencer con ella la rapidez de la corriente. Sin embargo, no era posible retroceder, pues debían cruzar el río antes que los pieles rojas se diesen cuenta de la fuga.

—¡Adelante, señores! —dijo Ralf—. Los indios van a dar un asalto a la cabaña. ¡Dadme vuestros fusiles, y a caballo!

En este momento una rama encendida cayó sobre la cabaña y un vivo resplandor iluminó las cercanías. Las hierbas secas amontonadas detrás de la cerca se incendiaron y comunicaron el fuego a toda la construcción.

Un feroz aullido resonó en la selva; los indios habían advertido la ausencia de los fugitivos.

—Démonos prisa —dijo Ralf—; nos siguen.

Hizo entrar a las jóvenes en la barca y cogiendo los remos se esforzó en alejarse de la orilla.

Randolfo, Tom y Forting montaron a caballo y se adelantaron por el río, afrontando la corriente, que mugía furiosa.

De pronto, la barca giró sobre sí misma. Había entrado en un remolino que amenazaba sepultarla. Randolfo al verlo soltó al caballo de Mary, que llevaba por la brida, y dirigió el suyo hacia la canoa.

Bayo, acostumbrado a atravesar el río Norte, nadaba muy bien, y no se espantaba ni de los remolinos ni del fragor de la corriente.

Randolfo, angustiadísimo, se iba acercando a Ralf, cuando vio que la canoa salía del remolino y bogaba hacia la orilla opuesta.

El ladrón de caballos, a fuerza de remos, había logrado vencer la corriente.

En aquel momento se oyó gritar en medio del río. Randolfo miró hacia atrás y vio tres caballos arrastrados por las aguas y seguidos a nado por un hombre que gritaba desesperadamente.

Aquel hombre era Forting.

Randolfo le alcanzó prontamente y, cogiéndole por un brazo, le hizo montar de nuevo, diciéndole:

—Téngase firme y trate de alcanzar la barca.

Momentos después advirtió el joven que la canoa había varado en un banco de arena. Su primer pensamiento fue acercarse, coger a Mary y llevarla a la orilla. Iba ya a ejecutarlo, cuando volvió a oír la voz de Forting pidiendo auxilio.

Miró a su alrededor y no logró verle, le llamó y no obtuvo respuesta.

—Tom —dijo a éste—, ¿sabes hacia donde ha desaparecido?

—Le he visto tropezar con el tronco de un árbol y sumergirse con su caballo.

—Debemos buscarle.

—Es inútil, señor; mire aquel caballo que nada hacia acá sin jinete; es el suyo y debe de haberse ahogado.

Randolfo, tristemente impresionado, quería, por lo menos, recuperar el cadáver; Tom le hizo desistir de ello.

Ralf había logrado empujar la canoa hasta la orilla, y cuando Randolfo se acercó, le dijo:

—¡Huyamos!

—¿A dónde? —replicó Randolfo.

—Primero tenemos que recoger al herido; le prometí salvarle.

—¿Podremos escondernos en el bosque?

—Allí los árboles están más espesos.

—En marcha, Ralf.

Los caballos estaban ya en la orilla. Randolfo ayudó a montar a su hermana y a Telie, y la caravana se internó en el bosque. Todos estaban tristemente impresionados por la muerte de su intrépido compañero.

Cuando llegaron delante de un espeso matorral, Ralf detuvo su caballo, diciendo en voz baja:

—¡Burklay! ¡Burklay!

Al principio no obtuvo respuesta, pero luego se movieron las hojas, apareciendo entre ellas un hombre viejo con larga barba gris.

Era el superviviente de la caravana acometida por los pieles rojas, el que indicara a Ralf el escondite de la canoa.

Aquel desgraciado llevaba la ropa hecha jirones, tenía el rostro manchado de sangre, los cabellos llenos de barro, y se movía con dificultad por tener una herida en una pierna.

—¿Quién sois? —preguntó Randolfo, sorprendido.

—Un pobre emigrante mormón. Ayudadme, señores; no me abandonéis en medio de esta selva.

—Os cuidaremos —dijo Mary—. Al decir a Ralf dónde estaba la barca, nos habéis salvado, de modo que, por agradecimiento, no podemos dejaros.

—Gracias, señorita.

—¿Habéis visto algún indio por aquí? —preguntó Randolfo.

—No, señor; están todos en la otra orilla.

—¿Podremos acampar aquí sin temor a ser sorprendidos?

—Tal creo.

—Apearos, amigo; esta noche nos detendremos aquí y mañana trataremos de alcanzar el alto curso del río Pecos, para esperar el regreso del cuáquero.

—Si es que vive todavía —añadió Tom.

Ataron los caballos a unos árboles, se repartieron los víveres, y mientras las dos jóvenes, vencidas por la fatiga, se tendían en la hierba para descansar algunas horas, Randolfo y el Cocodrilo del Lago Salado reconocieron la herida del emigrante.

El infeliz había recibido un hachazo en el muslo izquierdo y, como no se le había atendido, sangraba todavía.

Randolfo rasgó un pañuelo y vendó fuertemente la herida, después de lavarla con aguardiente para que cicatrizase pronto.

Luego dijo:

—Amigo, tenéis para varias semanas; pero no temáis, no os abandonaremos.

—Sois demasiado bueno, caballero.

—Decidme, ¿han muerto todos vuestros compañeros?

—Todos, señor —respondió el emigrante con voz conmovida. Y añadió—: ¡Qué desastre!

—¿Erais muchos?

—Ciento cincuenta, entre hombres, mujeres y niños.

—¿A dónde os encaminabais?

—A la ciudad del Lago Salado. Éramos todos mormones, y ya sabéis que en esa ciudad habitan nuestros hermanos.

—Puesto que los indios nos dejan tranquilos, contadme vuestra historia. Así mataremos el tiempo.

—Escuchadme, pues, y veréis cuán despiadados son los pieles rojas.

—¡Oh!, los conozco; pero empezad, amigo mío.

CAPITULO XI. MATANZA DE MORMONES

Harry Burklay, que así se llamaba el herido, había abandonado veinte días antes las fronteras de Méjico, guiando una caravana compuesta por ciento cincuenta personas, entre hombres, mujeres y niños, con varios furgones arrastrados por caballos. Su intención era atravesar el Estado de Tejas, para llegar al Utah, donde está el gran Lago Salado, que es el lugar de refugio de la secta de los mormones.

Atravesaron el río Norte, para no suscitar obstáculos por parte de la población, que no veía con agrado estas emigraciones, y por la mañana empezaron a cruzar las praderas que los separaban del río Pecos.

El viaje a través de aquellas ricas llanuras, rebosantes de ciervos, gamos, bisontes y pavos silvestres, que les brindaban carne fresca y abundante, no podía comenzar bajo mejores auspicios.

Una noche, sin embargo, en las riberas del río Pecos vieron algunos jinetes que despertaron sus sospechas.

Llevaban los cabellos largos, diademas de plumas y largas lanzas. Todo esto hizo comprender a los desgraciados emigrantes que habían encontrado una banda de pieles rojas.

Sabiendo que por aquellos alrededores se encontraban las tribus de guerreros comanches, Burklay, que no quería poner en peligro a la caravana, llamó a consejo a los exploradores más ancianos, y decidió replegarse inmediatamente hacia el río Pecos para cruzarlo cuanto antes.

Tomaron la nueva ruta y pronto estuvieron a orillas del río, encontraron un vado y lo pasaron, acampando en la orilla.

Colocaron los carros en forma de aspa para defenderse mejor, y como estaban escasos de víveres, enviaron varios cazadores a la pradera para renovar las provisiones.

Llevaban tres días cazando y ya habían preparado palos y cuerdas para secar las carnes, cuando en la tarde del cuarto día uno de los cazadores volvió al campamento con una herida en un brazo producida por un hachazo de los indios. Interrogado por el jefe mormón, contó que los comanches le habían perseguido, logrando herirle, y que su número era tan grande que abrigaba serios temores ante la posibilidad de un ataque.

Burklay, como hombre previsor, advirtió a todos que estuviesen preparados a cualquier contratiempo y aumentó los centinelas del campo. No tardaron las tinieblas en hacerse más densas, tanto que no se veía a doscientos pasos.

Cerca de medianoche, uno de los centinelas, el que vigilaba la parte del río, creyó ver en la orilla algunas sombras vagas, pero sin poder distinguir si eran hombres o animales.

Iba a preguntar a otro centinela, apostado cien pasos más allá, cuando un hacha india, lanzada con mano segura y vigorosa, le dio en la cabeza. Apenas si tuvo tiempo de dar el grito de alarma, cuando ya un indio se hallaba sobre él y le arrancaba la cabellera.

Al oír aquel grito, todos los hombres prepararon las armas en un abrir y cerrar de ojos, formando barricadas con los furgones. Burklay, que no se arredraba, hizo que se colocasen los defensores en las extremidades de la cruz y mando que los centinelas se replegasen inmediatamente al campamento, reuniendo a las mujeres y a los niños en el sitio más resguardado. Tomadas estas precauciones, armadas las carabinas y preparadas las hachas, esperaron angustiados el ataque de los pieles rojas.

Poco después comenzaron a ladrar los perros estrepitosamente, y en seguida multitud de indios a caballo y lanza en ristre se precipitaban en el campamento.

Habían atravesado el río protegidos por las tinieblas; eran más de doscientos, y no cabía duda respecto a sus intenciones. Su actitud fiera y resuelta, sus gestos y sus movimientos daban a conocer su decisión de recoger amplia cosecha de cabelleras. Sabiendo que aquellos hombres, enemigos seculares y jurados de los blancos, no tendrían compasión ni les darían cuartel, los mormones saludaron a los recién llegados con fuertes descargas de mosquetería.

Los indios contestaron con su grito de guerra, lanzándose luego a galope y con loco ardor contra los carros, atacando a lanzazos y arrojando nubes de flechas. Espantados por los disparos que, saliendo de derecha e izquierda, los cogían entre dos fuegos, se retiraron apresuradamente, dejando a seis o siete de los suyos sobre el terreno.

Esto parecía un falsa maniobra, y Burklay ordenó a sus hombres que no abandonasen sus puestos, estando prestos a rechazar un segundo ataque, que no podía hacerse esperar.

En efecto, los indios se reunieron en la ribera como si discutiesen algo; luego se dividieron en varias bandas y se ocultaron en la selva.

Una banda, la más numerosa, se colocó frente de los carros que miraban hacia el Este, y se lanzó intrépidamente al asalto, animándose con estentóreos gritos y lanzando nubes de flechas.

A pesar del fuego de los blancos, los indios, defendidos por sus escudos de piel y con las hachas en la mano, se arrojaron impetuosamente entre los carros, trepando por las ruedas, ayudándose unos a otros y apuñalando a los defensores, que se vieron obligados a replegarse hacia el centro del campamento.

Burklay, viendo que los suyos cedían, reunió a todos los que quedaban en los furgones que se extendían hacia el Oeste, y, poniéndose al frente de ellos, se precipitó con fuerza irresistible contra el enemigo.

Esta maniobra, en lugar de ayudar a los mormones, les fue, por el contrario, fatal.

Apenas empeñaron la batalla, cuando de la vecina selva salieron las otras bandas corriendo a galope tendido. Burklay trató de defender los carros y de hacer frente al nuevo enemigo, pero no lo consiguió.

Derrotados al choque de los caballos, molidos a lanzazos, deshechas sus filas y rechazados contra los carros, los mormones se vieron envueltos en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Entonces dio principio una lucha terrible entre rojos y blancos. Abandonando por inútiles las lanzas y los fusiles, cogieron las hachas y los cuchillos, entablándose una feroz e inhumana batalla.

Los blancos, dominados por el número, se reunieron en torno a sus mujeres, que rivalizaban en valor, enarbolando las hoces y tizones encendidos; pero no pudieron resistir el impetuoso ataque de los comanches y fueron arrollados, dispersados o arrojados bajo los carros. Los indios se apoderaron de las mujeres y de los niños y los cargaron sobre los caballos.

A pesar de tan gran desgracia, Burklay no perdió la cabeza; reunió a los supervivientes y quiso abrirse paso entre los vencedores, tratando de salvar un grupo como de veinte mujeres, pero fue arrollado. Sus compañeros fueron cayendo uno tras otro bajo las hachas indias, y él, herido de un hachazo en un muslo, rodó bajo un carro y se fingió muerto.

El desgraciado pasó una noche terrible. Entre horrorosas angustias y tremendos sufrimientos, tuvo que presenciar la orgía de los salvajes.

A la mañana siguiente, cuando los indios desaparecieron, curóse la herida como mejor pudo y abandonó el campamento, por miedo de caer en manos de sus despiadados enemigos.

Desgraciadamente, la herida era grave y no le permitió alejarse mucho. Algunos kilómetros más lejos perdió el sentido y cayó al suelo, en tanto que su caballo emprendía veloz huida.

Seguramente hubiese muerto desangrado sin el providencial encuentro con Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado, y con Randolfo.

Tal era la trágica historia de aquel pobre emigrante, que se encontraba en tan lamentable estado entre los matorrales de la selva.

CAPITULO XII. EN LA PRADERA

Al terminar su relación el emigrante, despuntaba la aurora. Temiendo que los indios regresaran inopinadamente, Randolfo propuso reanudar la marcha, para ocultarse en los espesos bosques que se extendían paralelos al río Pecos.

Ayudaron al mormón a montar a caballo, cargaron los fusiles y emprendieron el camino, guiados por el Cocodrilo del Lago Salado, el cual juraba en varios tonos que él solo era capaz de rechazar a todos los indios que se les presentasen.

Las tinieblas desaparecían rápidamente, y el sol, que empezaba a mostrarse por entre los altos árboles, iluminaba la selva con suave claridad.

Ralf, después de orientarse mirando al astro del día, tomó una vereda que por entre la espesa vegetación conducía a un vado sólo de él conocido.

Media hora más tarde, la pequeña caravana llegaba a un río que debía de ser un afluente del río Pecos.

Ralf iba a bajar a la orilla, pero se detuvo, lanzando un grito de terror.

Varios indios acababan de aparecer entre los matorrales próximos.

—¡Preparad las armas! —exclamó.

No pudo decir más. Los salvajes dieron su grito de guerra y se arrojaron sobre los viajeros, disparando sus armas.

Cuatro indios se abalanzaron hacia Ralf, gritando:

—¡Ya tenemos al Cocodrilo del Lago Salado! ¡Al ladrón de caballos! ¡No te escaparás, perro salvaje!

—¡Por vida mía! —replicó éste—. ¡No tendréis vivo al Cocodrilo del Lago Salado!

Y disparando su carabina espoleó su caballo, haciéndole saltar entre los zarzales.

Los indios, sorprendidos, no tuvieron tiempo de detenerle, y cuando quisieron tomar la ofensiva, el Cocodrilo del Lago Salado estaba ya lejos.

Mientras esto ocurría por un lado, por otro el negro y el mormón caían al suelo heridos por las balas indias.

Al verlos caer, Randolfo se arrojó contra los asaltantes que trataban de apoderarse de Mary y de Telie. Disparó la carabina y las pistolas y gritó a las jóvenes que pusieran los caballos al galope. Los pieles rojas, sorprendidos por la rapidez de la defensa y asustados por la muerte de tres de ellos, huyeron a la desbandada.

Randolfo, aprovechando aquella confusión, se ocultó en la selva detrás de las muchachas.

Los indios se reunieron rápidamente, pero al ver huir a sus enemigos, se lanzaron en su persecución; sin embargo, algunos tiros disparados por Ralf los obligaron a ser más prudentes. El Cocodrilo del Lago Salado cumplía su promesa de no abandonar a las jóvenes, ocultándose en la selva.

Al ver pasar a Randolfo a galope, se unió a él, gritando:

—¡Por vida de…, otra vez les hemos vencido! Espolead vuestro caballo y dejaremos atrás a esas serpientes.

—No estés tan satisfecho, Ralf —repuso el joven con tristeza—, mi viejo negro y el mormón se hallan en las garras de semejantes fieras.

—Ya han muerto. ¿Y qué queréis? Esta es la guerra.

—¿A dónde vamos ahora?

—Huyamos a la pradera y tratemos de alejarnos lo más posible.

—¿Por qué no volvemos al fuerte?

—Porque debe de estar ya rodeado por los indios. Todas las tribus de comanches han bajado hacia el Sur.

—¿Y de qué viviremos en la pradera, si no tenemos provisiones?

—Allí hay ciervos, bisontes y osos; ya cogeremos alguno. Picad espuelas, míster Harrighen.

Así lo hizo Randolfo, reuniéndose con las jóvenes que, entristecidas por la muerte de sus dos compañeros, le animaron a fustigar los caballos para alejarse cuanto antes.

Salieron de la selva; enfrente de ellos se extendía la pradera, con sus altísimas hierbas y sembrada de flores; en lontananza se veía surgir algún árbol aislado.

La caravana continuó galopando durante cuatro horas sin acercarse al río, y, no viendo ya ningún indio, se detuvo a la orilla de un riachuelo de rápida corriente.

Todos tenían hambre, y Ralf se brindó a ir de caza para traer algún ciervo o pato silvestre. Mientras tanto, las jóvenes recogieron un poco de leña y encendieron fuego para preparar el té.

Media hora más tarde, mientras bebían la aromática infusión, sonó un tiro lejano; Randolfo y las muchachas supusieron que Ralf había encontrado caza, y no se asustaron. Pero pasaron dos horas y el cuatrero no volvía.

Randolfo empezaba a intranquilizarse, y ya había cogido el fusil para ir en su busca, cuando le vio acercarse. ¡Pero en qué estado tan lamentable!

El arrogante Cocodrilo del Lago Salado traía las ropas empapadas en agua fangosa, los cabellos pegados a las sienes, la chaqueta hecha jirones y sin sombrero.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Randolfo, sin poder contener la risa, viéndole tan malparado.

—¡Pobre Cocodrilo! Vivo de milagro, pues me ha ocurrido una aventura inesperada.

—Contádnosla —dijo Mary—. ¿Habéis encontrado algún indio?

—No se trata de indios.

—¿Entonces algún oso?

—Habría preferido encontrarme con un oso mejor que con un bisonte.

—¿Habéis luchado con un bisonte?

—Sí, señorita. Apenas me interné en el bosque, cuando vi unos enormes animales que estaban echados. Me vieron, y un bisonte de aspecto terrible y de tamaño colosal se levantó, dispuesto a embestirme. Confieso que tuve miedo, pues ya sabéis que los machos son a veces ferocísimos; sin embargo, la negra honrilla me hizo que no huyese. Apunté a la cabeza y disparé. La bala, en vez de traspasar la capa ósea, se clavó en la frente del animal, dejándole unos segundos como petrificado. Se repuso pronto de aquel momentáneo aturdimiento y volvió a tomar la ofensiva con mayor ímpetu. Sus narices se dilataban por efecto del dolor, espumajeaba rabioso, agitaba la amenazadora cabeza y se azotaba los flancos con la cola.

»No tenía tiempo de cargar el fusil, ni reflexioné sobre lo que debía hacer. Eché a correr para impedir que me cogiera, confiando únicamente en mis piernas. No me atreví a volver la cabeza, pero sentía que el furioso animal seguía ganando terreno.

»No distaba más que diez o doce metros, cuando se me voló el sombrero. Gracias a esto salvé la vida.

»El bisonte se detuvo bruscamente y se arrojó sobre el fieltro, pisoteándolo hasta reducirlo a polvo. Entonces, viendo que no era un ser animado, volvió a seguirme con creciente vigor.

»Nos separaban unos cien pasos. No creo necesario deciros que saltaba desesperadamente para conservar la distancia, pero a pesar de mis esfuerzos, el feroz animal avanzaba con creciente rapidez.

»Por fin llegamos a una corriente de agua, ancha y profunda. El bisonte, cada vez más furioso, me perseguía sin descanso; yo empezaba a cansarme.

»La corriente era rapidísima y estaba llena de remolinos; no podía afrontarla sin exponerme a morir ahogado. Pero no había otra solución: o probar fortuna o dejarme cornear.

«Encomendándome a Dios, me lancé resueltamente al río. La corriente y los remolinos me arrojaron al fondo como si hubiera sido de plomo; después volví a la superficie, y descubriendo una raíz de árbol que salía de la orilla, a ella me agarré.

»El bisonte seguía allí. Iba y venía a lo largo de la ribera, dispuesto, al parecer, a seguir persiguiéndome hasta dentro del agua.

»La sangre le saltaba a borbotones de la herida. Evidentemente, estaba gravemente herido. El hueso de la frente, partido por la bala, debía de haberse hundido, pues el animal, en lugar de calmarse, se enfurecía cada vez más. Estuvo más de una hora en el mismo sitio, dando cornadas al aire; al cabo de ese tiempo le vi vacilar y caer al río. Entonces salí del agua y aquí me tenéis.

—¡Pobre Ralf —dijo Mary—, qué mal cuarto de hora ha pasado!

—No fue sólo un cuarto de hora —repuso el Cocodrilo, riendo—, he estado dos horas en semejante situación.

—Luego trataremos de cazar algún ciervo o pato silvestre —dijo Randolfo—. Los animales abundan en la pradera.

—Os prometo un asado antes de la noche —añadió Ralf.

Descansaron dos o tres horas, y a eso de las diez se reanudaba la marcha, siempre alejándose del río Pecos.

CAPITULO XIII. INCENDIO EN LA PRADERA

Llevaban dos horas galopando y buscando algún gamo o pato silvestre, cuando, cerca ya del mediodía, quedaron admirados al ver multitud de animales de todas clases que huían presa de vivísimo terror.

Buscaban un animal y los tenían por cientos. Randolfo, Ralf y las jóvenes iban ya a disparar, cuando el Cocodrilo del Lago Salado, que no encontraba aquello natural, miró con atención al horizonte y descubrió una larga faja negruzca, que no era una nube.

—Ralf —dijo Randolfo—, ¿no haces fuego?

—Quietos los fusiles —replicó el Cocodrilo con voz alterada—, ahora es necesario huir y no cazar.

—¿Nos amenaza algún peligro?

—Estos animales huyen, señores.

—¿Los persiguen los indios?

—Sería preferible.

—¡Explícate, desgraciado!

—Mirad aquellas nubes.

—¿Qué más nos da? No vendrá mal un poco de lluvia para refrescarnos.

—No son nubes.

—¿Pues entonces, qué son?

—Es humo, la pradera está ardiendo y si no huimos nos asfixiaremos.

—¿Pero hay fuego? —preguntaron Mary y Telie, aterradas.

—¿Quién lo ha prendido? ¿Los pieles rojas? —añadió Randolfo con énfasis.

—No lo sé, pero huyamos de prisa si queremos salvarnos.

—¿Vamos a volver hacia el río?

—Es preciso, sólo allí hay salvación.

—¿Pero y los indios?

—Más adelante pensaremos en ellos.

Las nubes se acercaban rápidamente; tendrían aproximadamente una legua de extensión y eran cada vez más negras.

Era necesario huir; sólo un galope desenfrenado podía salvar a los infelices viajeros.

Los caballos parecían adivinar el inminente peligro. Miraban relinchando la cortina de humo que se alzaba por todas partes y tiraban de las bridas como si invitasen a los viajeros a partir sin demora.

—Vamos —dijo Randolfo—; muchachos, teneos firmes. El que se caiga está perdido.

Telie y Mary estaban asustadísimas; asieron fuertemente las bridas y espolearon los caballos. Ralf y Randolfo las seguían de cerca, como si tratasen de protegerlas contra el fuego.

Los caballos salieron a galope tendido, como si quisieran aventajar al huracán y dejar muy lejos el peligro que les amenazaba.

Era una carrera desenfrenada, en la que precedían a todas las fieras, bisontes y caballos salvajes, mezclados unos con otros en innumerables manadas.

Randolfo y Ralf trataban de calmar el ímpetu de sus corceles para no adelantarse a las jóvenes; sin embargo, la excitación de los animales aumentaba por momentos.

Finalmente, espesas nubes de humo, empujadas por el viento que soplaba en la pradera, rodando unas sobre otras en siniestros torbellinos, se extendieron sobre los fugitivos.

Mary y Telie, fuera de sí, aterrorizadas, se volvían de cuando en cuando hacia Randolfo como para pedirle protección y valor.

—¡Adelante, hermana! ¡Adelante, Telie! —exclamaba el joven.

—Nuestra salvación depende de la velocidad de nuestros caballos.

—El río no está lejos.

De pronto un resplandor rojizo rasgó las tinieblas. Ralf y Randolfo se volvieron, viendo con horror que las hierbas se prendían derramando una luz siniestra en toda la pradera.

Durante un momento se creyeron encerrados por ancha faja de fuego. El brillo intermitente de aquel inmenso hogar iluminaba con ardiente y amenazador reflejo aquel tropel de animales, que, locos de terror, huían velozmente.

Un estrépito semejante al sonido del trueno llegaba a oídos de Randolfo y de sus compañeros.

El joven dudaba de poder salvar a las muchachas; también Ralf parecía ser presa de vivo terror.

Los caballos continuaban alejándose del fuego. Algunos de los más ágiles habitantes de la pradera, ciervos, antílopes y caballos salvajes, conseguían seguir a su lado en aquella desenfrenada carrera.

De cuando en cuando los fugitivos veían caer extenuados, aquí un gracioso antílope, más lejos un bisonte. Pero los congéneres de estos animales huían despavoridos, abandonando a los que caían. Afortunadamente, los caballos de Randolfo y sus compañeros conservaban sus fuerzas.

El terror y el instinto de conservación los sostenían y daban a sus jarretes prodigiosa agilidad.

No obstante, al cabo de un rato, Ralf observó que los miembros de su cabalgadura estaban más rígidos, su respiración era anhelosa y su galope más flojo.

—Mi caballo está cansado —dijo con voz asustada.

—Procura animarlo —replicó Randolfo.

—Está casi agotado.

—No importa, espoléale. Si te detienes te alcanzarán las llamas.

El Cocodrilo del Lago Salado picó espuelas resueltamente. El caballo hizo un esfuerzo y llegó junto a los otros, pero aquello duró muy poco. Un momento después, Ralf le veía caer para no volverse a levantar.

—¡Socorro, señor Randolfo! —exclamó Ralf.

La situación era cada vez más grave. Si el Cocodrilo se quedaba allí, en poco tiempo perecería devorado por las llamas, que continuaban su acelerado avance.

En vista de esto, Randolfo gritó a su hermana y a Telie que no se detuviesen, y dirigiéndose a Ralf añadió:

—¡Monta conmigo!

—Vuestro caballo no llegará muy lejos si lleva doble carga.

—Correrá mientras pueda, y luego veremos.

Ralf obedeció, y el caballo, haciendo un poderoso esfuerzo, se reunió con los otros.

Una colina se alzaba delante de los fugitivos. La subieron a galope pensando encontrar algún refugio. Desde la cima descubrieron casi a sus pies un pantano que se extendía bajo un grupo de árboles colosales.

—¡Mirad! —exclamó Ralf, satisfecho—. Ahí está la salvación.

—O arrojarnos ahí, o morir, míster Harrighen.

Iban ya a lanzar los caballos, cuando Ralf, que había echado pie a tierra para subirse a un árbol cercano, descubrió un riachuelo que desaguaba en el pantano.

La Providencia los había guiado a aquel lugar para sustraerlos a una muerte horrible.

Todos recuperaron su energía. Bajaron al río, que era de escaso caudal, y viendo una isleta rocosa en la que podían librarse del fuego, se dirigieron hacia ella.

Los caballos, entregados a sí mismos, se arrojaron al pantano, revolcándose en el fango, como si de aquel modo hubiesen querido preservarse de las llamas.

Cinco minutos más tarde, los fugitivos estaban guarecidos en la isleta que debía salvarlos. Sumergieron sus mantas en el arroyo, esperando con pavorosa impaciencia el paso del voraz elemento.

El incendio hacía rápidos progresos. A las espesas tinieblas sucedió un fulgor siniestro. Una lluvia de chispas caía en el pantano y en el grupo de árboles, cuyas hojas chamuscaban.

Se oyó un espantoso tumulto y el alud de animales se precipitó hacia adelante.

A derecha e izquierda de Randolfo y de sus compañeros pasaban rápidamente bisontes, caballos salvajes, ciervos, antílopes y jaguares. Todos se arrojaban al pantano creyendo salvarse. En pocos minutos, el cenagoso terreno quedó convertido en un montón de anímales. A pesar de ellos, los que venían detrás se agarraban al lomo de los primeros para sumergirse en el pantano salvador.

Cuando Ralf y Randolfo vieron aparecer aquel ejército, cogieron los fusiles, prestos a defender sus vidas y las de las jóvenes; pero aquellos animales no se ocuparon poco ni mucho del grupo humano.

Poco a poco fue disminuyendo el número de animales fugitivos, aunque el cielo continuaba rojizo y el viento traía bocanadas de calor sofocante.

—El fuego se acerca —dijo Ralf, que se había subido a una roca.

—¿Avanza hacia aquí? —preguntaron las muchachas, angustiadas.

—Parece que se ha desviado; aquí hay pocas hierbas.

Efectivamente, las llamas, no encontrando alimento por aquella parte, disminuyeron en las márgenes del pantano; pero al pasar por el riachuelo, dejaron caer millones de chispas en las húmedas mantas de Randolfo y los suyos, alejándose luego para continuar su obra destructora.

—Ya está lejos —dijo Ralf, desembarazándose de su manta.

—¿Y nuestros caballos? —preguntó Randolfo.

—No sé dónde están. La noche es muy oscura y no se distingue nada.

—Vamos a buscarlos.

—El suelo estará caliente aún, señor Randolfo. Las hierbas humean todavía.

Atravesando el riachuelo, alcanzaron la ribera. ¡Qué desolación!… Hasta donde alcanzaba la vista, aquella magnífica pradera, que pocas horas antes ondulaba al soplo de la brisa, no presentaba ya más que una superficie desprovista de vegetación. Acá y allá se veían numerosos animales calcinados; algunos de ellos se agitaban en las convulsiones de la agonía.

Randolfo y Ralf sintieron oprimírseles el corazón ante semejante espectáculo.

—¿Qué hacemos ahora? —dijo Randolfo.

—Estamos en un desierto. No tenemos más remedio que retroceder inmediatamente hasta el río Pecos. Si nos quedásemos aquí moriríamos de hambre.

—Pero ¿cómo arreglarnos si no aparecen los caballos?

—Tal vez estén aún en el pantano.

—Vamos a verlo.

Y uniendo la acción a la palabra, se encaminaron hacia allí, logrando distinguir unas sombras negras que se movían. Se acercaron, y cuál sería su sorpresa y su contento al encontrar sus caballos. Bayo, viendo a su amo, relinchó alegremente, como si quisiera saludarle.

—No creía que tuviésemos tanta suerte —dijo Ralf—. Si no hubiésemos encontrado los caballos, habría sido difícil salir de este horrendo lugar.

—¿Está muy lejos el río? —preguntó Randolfo.

—En tres o cuatro etapas, llegaremos.

—¿Olvidas que los indios están en aquellas cercanías?

—¿Quién nos asegura que no están también aquí? La pradera no se habrá incendiado sola.

—¿Habrán sido los pieles rojas?

—Lo sospecho. El Cocodrilo del Lago Salado ve desde lejos y es malicioso. ¡Por vida mía!, no les tengo miedo, pero no quisiera tenerlos encima en este instante.

—Me parece que exageras el peligro.

—Eso quisiera yo, míster Harrighen.

Sacaron los caballos del pantano, los limpiaron del fango que los cubría y los llevaron al riachuelo para abrevarlos. Después de atarlos a unas raíces, se dirigieron a la llanura en busca de víveres.

No tenían más que escoger, pues había gran variedad de animales.

Descuartizaron un ciervo que había muerto asfixiado y, encendiendo una hoguera, prepararon la cena. Aquella carne les resultó a todos muy agradable.

Terminado el banquete, se dirigieron a la orilla del río para descansar algunas horas. A ninguno se le ocurrió, mejor dicho, ninguno se brindó a montar la guardia.

—Los indios no vendrán por ahora —dijo Ralf—. Podemos dormir tranquilos.

El Cocodrilo se engañaba. Hacía algunas horas que descansaban, cuando los despertó el grito de guerra de sus implacables enemigos. Ralf fue el primero que se puso en pie, gritando:

—¡Huid!

Una banda numerosísima de pieles rojas había caído sobre el campamento. El Cocodrilo, con extraordinaria agilidad, saltó al río antes de ser visto, pues consideraba inútil defenderse.

Cuando Randolfo logró preparar el fusil, oyó los desesperados gritos de su hermana y de Telie, que en manos ya de los indios no cesaban de pedir socorro.

El joven se lanzó entre aquellas fieras con el ímpetu nacido de su desesperación; pero veinte brazos vigorosos le sujetaron.

En un momento estuvo en el suelo, con las manos atadas a la espalda, mientras los salvajes se alejaban llevándose a Mary y a Telie, a las cuales amenazaban con los cuchillos y las hachas.

CAPITULO XIV. ¡PRISIONEROS!

Cuando Randolfo pudo darse cuenta de lo ocurrido, todo estaba tranquilo a su alrededor.

Los gritos de guerra de los indios habían cesado, la Naturaleza había recobrado su paz y solamente un pajarillo que saltaba entre las ramas medio carbonizadas de un árbol turbaba el silencio con su alegre gorjear.

Los salvajes habían desaparecido, así como las jóvenes.

Randolfo, que estaba todavía tendido en el suelo con los brazos y las piernas fuertemente atados, intentó hacer un esfuerzo para desatarse; pero una enorme manaza le apretó la garganta, mientras una voz bronca le gritaba amenazadora:

—Estate quieto, Largo Cuchillo, o conocerás el hacha de Pankiskan. Soy un grande y renombrado guerrero.

Randolfo levantó trabajosamente la cabeza y vio sentado cerca de un matorral a un indio ya viejo, de aspecto feroz, que unas veces fijaba su vista en el prisionero y otras en el hacha que llevaba colgada de la cintura.

El joven, aunque no se había repuesto de la penosa impresión sufrida, quiso dirigir otras preguntas al viejo guerrero para saber lo que había ocurrido, pero el indio no le permitió decir palabra. Tendió hacia él el puño, amenazándole, y dijo:

—Sí Largo Cuchillo habla, es hombre muerto. Pankiskan es un gran guerrero que mata siempre con un hachazo en el cráneo.

Obediente Randolfo a aquella ruda orden, dejó caer la cabeza y se sumergió en tristes pensamientos.

Bien pronto fue sacado de su inmovilidad por un sordo ruido, producido, al parecer, por el galope de numerosos y pesados animales.

En el primer momento creyó que sería una manada de bisontes; luego pensó que podría ser una recua de caballos excesivamente cargados que caminaban por terreno pedregoso. Su corazón latió fuertemente, y recordó a Morton sin saber por qué.

Miró al indio y vio que se escondía entre las zarzas. Desde luego, aquellos caballos no eran de los pieles rojas, pues si lo hubieran sido, el viejo hubiese obrado de diferente manera.

Tal vez la imprevista desaparición del indio tenía un objeto más grave del que el joven imaginaba.

—Algo ocurre —murmuró Randolfo—; cuando éste se esconde, no lo hará sin motivo.

Deseoso de saber quiénes eran los que tan cerca pasaban, levantó la cabeza. El indio esta vez no le amenazó; al contrario, le ayudó a levantarse, y le dijo irónicamente:

—Creías que esos jinetes iban a sorprender al viejo Pankiskan. ¡No, Largo Cuchillo! Pankiskan es un gran guerrero y los rostros pálidos sois todos unos ignorantes.

Iba a continuar sus bravatas, pero Randolfo no le escuchaba ya.

Concentraba su atención examinando el lugar en que estaba. Desde allí se descubría aún la colina que dominaba el pantano, pero no al riachuelo.

Dirigiendo la mirada más allá, vio que no lejos se alzaban algunas plantas de alto tronco que no había visto anteriormente.

Observando mejor, vio a los indios ocultos tras los árboles, como si espiasen.

Incorporóse lo más que pudo y trató de contar los que veía: no llegaban a cuarenta, pero debía de haber más en los alrededores.

«¿Qué esperarán? —se preguntó—. Están emboscados; deben de haber visto algún enemigo. ¿Los jinetes que acaban de pasar serían blancos? ¿Estarían mandados por Morton? ¿Podía ser aquello la salvación?»

Aquí se encontraba en sus imaginaciones, cuando vio aparecer varios jinetes de raza blanca guiados por un hombre de talla gigantesca. Era Harry Linthon, el hijo del capitán.

El miedo de que fueran sorprendidos por los indios le hizo abandonar toda prudencia, y sin preocuparse del viejo centinela ni de sus amenazas, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Cuidado, Harry, que caéis en una emboscada!

No pudo continuar. Su guardián le apretó fuertemente la garganta y blandió el cuchillo, diciéndole que si no callaba se lo hundiría en el pecho.

La advertencia de Randolfo no fue vana. Harry y sus compañeros, quince entre todos, se tiraron de los caballos, cogiendo los fusiles y las pistolas. Harry, vuelto hacia sus hombres, los arengó, diciendo:

—¡Amigos! ¡Los pieles rojas han robado dos jóvenes y es cuestión de honor el salvarlas! Vamos, entremos en estos matorrales y hagamos huir a los miserables que están escondidos.

Estas palabras fueron la señal del ataque. Los colonos abandonaron los caballos y se adelantaron animosamente para descubrir a los emboscados.

Los pieles rojas, al verlos, dispararon seis o siete tiros, pero sin salir de sus escondites.

Harry dijo entonces:

—Amigos, mostrad que sois valientes. Mientras algunos montamos a caballo para disparar sobre las zarzas, que los otros disparen bajo.

—Este Largo Cuchillo es un loco —decía el guerrero que vigilaba a Randolfo—. Pankiskan le quitará la cabellera.

El combate comenzó con gran intrepidez por parte de los colonos.

No lograban descubrir a sus enemigos, que continuaban ocultos; de modo que la lucha era completamente diferente de la que se acostumbra en nuestros campos de batalla.

No combatían tropas contra tropas, sino que cada cual luchaba por su cuenta. Los disparos se perdían, pues tampoco los indios veían a sus enemigos.

La lucha iba a ser decisiva muy pronto. Los colonos entraron en el bosque y se acercaban al lugar donde se escondían los indios.

Harry y sus compañeros combatían tenazmente resistiendo a sus adversarios.

De pronto tres indios abandonaron su escondite y se arrojaron contra los blancos, creyendo trastornarlos con su imprevista acometida.

Randolfo se asustó con aquel acto de audacia insensata, que era el prólogo de un combate cuerpo a cuerpo, en el que debían triunfar los indios merced a su número.

Apenas quedaron los indios al descubierto sonaron tres disparos y dos salvajes cayeron al suelo. El tercero dio algunos pasos con el hacha en la mano, pero otro disparo le hizo caer muerto.

Los colonos no despreciaron aquella primera ventaja.

—¡Valor! —exclamó Harry—. Haced una buena descarga y libertemos a esas pobres jóvenes.

Randolfo, al oír aquellas arrogantes palabras cobró alguna esperanza. No se veía a los indios, pero se les oía aullar ferozmente exasperados por la pérdida de sus tres compañeros.

El encuentro era inminente.

Los indios se lanzaron furiosos contra los asaltantes.

Los hombres de Harry no retrocedieron.

Fuego nutridísimo se empeñó por ambas partes. Los colonos, envalentonados por aquella primera victoria, avanzaron contra sus enemigos, aunque sin exponerse demasiado, pues sabían lo terribles que son los indios en las luchas cuerpo a cuerpo.

Randolfo los miraba combatir y no podía estar quieto.

El olor de la pólvora le emborrachaba, y de buena gana hubiese dado la mitad de su sangre por tomar parte en la lucha.

Harry y sus hombres continuaban atacando con valor y lograron otra ventaja.

Los salvajes, maltratados por las descargas de los exploradores de la pradera, empezaban a perder terreno.

Entre el ruido de los disparos percibió Randolfo la fuerte voz de Harry, que decía:

—¡Adelante, compañeros! Disparad aún algunos tiros y luego empuñad las hachas y los cuchillos. ¡Adelante!

Los pieles rojas volvían a su primer refugio al verse rechazados por los exploradores.

La lucha parecía que iba a terminar pronto cuando un acontecimiento inesperado vino a arrancar a los exploradores el fruto de tanto valor.

Una voz gritó entre los matorrales:

—¡Adelante, corred hacia esos reptiles, hacedles probar la punta de vuestros cuchillos y el filo de vuestras hachas! ¡Por vida mía! ¡Adelante!

Harry se detuvo al oír estas palabras. Había reconocido la voz de Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado.

—¡Ralf, aquí! —exclamó. Ese tirador está con los indios.

Mientras trataba de descubrir al ladrón de caballos, creyendo de buena fe que el pobre hombre se había aliado con los pieles rojas para vengarse de la caza que le habían dado los colonos la noche que robó el caballo de Randolfo, una descarga salió de los matorrales.

Los pieles rojas, aprovechando el estupor de Harry y de sus hombres, habían hecho fuego casi a quemarropa.

El hijo del capitán Linthon y dos de sus compañeros cayeron a tierra.

Ralf, que debía de encontrarse oculto a poca distancia, sin miedo a los tiros, corrió hacia el pobre Harry. El ladrón de caballos tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Soy la causa de vuestra muerte —le dijo—. ¿Por qué os detuvisteis en lugar de fusilar a los indios?

—Creía que estabas con ellos —repuso Harry, quejándose.

—Yo no os abandonaré nunca.

Viendo en aquel momento que pasaba Bayo, el caballo de Randolfo, que salía entonces del bosque, lo cogió, y rápido como el pensamiento, levantó a Harry y lo colocó sobre la silla y montó también él.

—¡Huyamos! —dijo.

Y mientras los indios hacían huir a los exploradores, desmoralizados por la pérdida de su jefe, el Cocodrilo desapareció entre los árboles.

Randolfo había asistido a aquella escena con el corazón desgarrado. Su angustia llegó al colmo al ver que su valioso Bayo se alejaba hacia el río.

CAPITULO XV. UN ATAQUE NOCTURNO

La persecución de los indios duró algunas horas. Querían destruir completamente la banda de los «rostros pálidos» antes de que llegasen a las riberas del río Pecos y entrasen en el fuerte del capitán; pero no parecía que iban a tener éxito, pues no llevaban ni prisioneros ni cabelleras.

Si no habían conseguido su malvado intento, volvían, sin embargo, al campo cargados de botín, pues habían encontrado en el bosque algunos furgones de víveres destinados al fuerte.

Probablemente habían estado ocultos allí Harry y sus compañeros antes de empezar la lucha contra los pieles rojas. Viéndolos volver cargados de toneles llenos de licores, sacos de municiones y muchos bagajes, Randolfo se volvió al viejo guerrero para interrogarle.

Pankiskan levantó el hacha sobre el prisionero como si hubiera querido intimarle la orden de no hablar, bajo la pena de romperle la cabeza; después dejó el arma, diciendo:

Largo Cuchillo es curioso. Pankiskan no lo es, pero quiere complacerle. Mis hermanos han saqueado los furgones de los «rostros pálidos»; beberemos muchos licores y Pankiskan tendrá su parte.

—¿A dónde iban los «rostros pálidos»?

—Al fuerte.

—¿Llevaban un convoy de víveres?

—Sí.

—¿Y por qué os han asaltado?

—Para librarte a ti y a las dos jóvenes.

—¿Cómo sabían que estábamos prisioneros?

—Se lo debían de haber avisado.

—¿Pero quién?

—El Cocodrilo del Lago Salado.

—¿No le habíais cogido prisionero?

—No, pero el hacha de Pankiskan es larga y le alcanzará.

—Sí, cógelo ahora. Bayo tiene las piernas largas y tu hacha es corta.

—¿Qué dices, Largo Cuchillo? —preguntó el indio con voz ronca.

—Que eres un reptil.

El indio levantó de nuevo el hacha, y esta vez decidido a hacer uso de ella. Algunos de sus compañeros que se habían acercado le detuvieron, diciéndole en su lengua:

—No le mates, hay que llevarle a la aldea.

—Lo dejaremos para más tarde —respondió el viejo guerrero.

Se colocó el hacha en la cintura, y, volviéndose hacia Randolfo, le dijo:

—Vamos, Largo Cuchillo, vendrás al poblado de Pankiskan.

—¿Para qué? —preguntó el joven, temblando de miedo.

—Para bailar en el palo de la tortura —respondió el indio, con un gesto terrible.

—¿Por qué no me matas ahora?

—Porque así le parece a Pankiskan.

—¿Y qué haréis de las dos jóvenes? —preguntó Randolfo, angustiado.

—Pankiskan no sabe nada.

—¿Dónde están? Déjamelas ver.

—Pankiskan no lo sabe.

—Te lo ruego.

El indio se enojó.

—¡Basta, Largo Cuchillo!

Se levantó, amenazándole con el puño; luego, calmándose, añadió:

—Vamos a ver cuál es tu suerte.

Sus compañeros se habían reunido en medio del campamento y discutían animadamente. Randolfo no podía entenderlos por hallarse bastante lejos y conocer muy poco la lengua comanche.

Después de hablar largo rato, se repartieron el botín, compuesto de barriles de aguardiente, pipas, cuchillos, telas y utensilios de varias clases.

Un hombre que parecía ser el jefe, cuya piel era más clara y sus facciones más regulares que las de los otros, fue el que hizo el reparto; luego montó a caballo y se acercó a Randolfo, mirándole con atención.

Habiéndose parado a sólo quince pasos de distancia del prisionero, éste pudo observarle cómodamente.

Era un anciano de aspecto feroz, con larga barba blanca, cosa extraña, pues los indios acostumbran quitarse todo el vello de la cara.

No tenía ni los pómulos salientes, ni la frente deprimida de los pieles rojas, y sus ojos eran también diferentes de los de esta raza, siendo mayores y perfectamente horizontales.

«¿Quién será éste? —murmuró Randolfo—. Parece que es blanco y no indio. ¿Será algún ladrón de la pradera que se ha hecho adoptar por los pieles rojas y luego le han nombrado jefe?»

El anciano, al darse cuenta de que Randolfo le observaba, le volvió la espalda y se dirigió a toda prisa hacia sus guerreros, arengándoles, parte en inglés y parte en una lengua desconocida del prisionero. Por lo poco que éste pudo comprender, el jefe prometía otra victoria más ruidosa que la obtenida, un botín mayor y gran número de prisioneros.

Aquel discurso produjo enorme efecto en los guerreros; todos rodearon al anciano, aclamándole y agitando con furia fusiles, hachas y cuchillos. Cuando se calmaron algo, el jefe hizo una seña a un joven y mandó llevar al centro del campamento un barril de aguardiente. Lo probó y manifestó su satisfacción con exclamaciones prolongadas.

Todos los guerreros obtuvieron su parte entre un ruido ensordecedor, bebiendo hasta quedar casi ebrios.

Hubo danzas, carreras, luchas; después el jefe mandó que todos montasen a caballo.

Desataron a Randolfo las cuerdas que le sujetaban las piernas y le subieron a un caballo; sin embargo, no le desataron las manos; antes bien, apretaron sus ligaduras para impedirle cualquier intento de huida.

Pankiskan se colocó al lado del prisionero para vigilarle mejor.

El jefe estrechó la mano del guerrero, recomendándole que no perdiese de vista al «rostro pálido»; después reunió veinte guerreros y les dio orden de partir.

Randolfo comprendió que la banda iba a dividirse.

Dirigió una triste mirada a la selva, en la cual estaban seguramente su hermana y Telie, y no pudo contener las lágrimas.

El jefe iba a desaparecer entre los árboles, con dos guerreros jóvenes, cuando se oyó un grito de mujer.

Poco después Telie se lanzaba fuera de los matorrales y corría hacia Randolfo con los brazos abiertos.

—¡Tú, Telie! —exclamó admirado el prisionero.

La niña, con agilidad extraordinaria, saltó al caballo y abrazó apasionadamente al joven, llorando y riendo al mismo tiempo.

El jefe volvió hacia el prisionero.

Al verle, Telie soltó a Randolfo y se arrojó a sus pies, exclamando:

—¡Padre! ¡Salvad a mis amigos! ¡Librad a este joven de sus ligaduras! Me lo habéis prometido.

—¡Silencio, loca! —gritó el anciano con severo acento; y cogiéndola por un brazo, quiso arrastrarla consigo.

—No —replicó ella, rebelándose como una leona herida—. No sois un indio, para haceros cómplice de esta infamia. ¡Padre, recordad vuestra raza! Me habéis dado palabra de no hacer daño al hermano de miss Mary.

Y como el viejo continuaba queriendo imponerle silencio y llevársela, Telie añadió, sollozando:

—¡Me lo habéis prometido, padre! ¡Me lo habéis prometido!

—¡Loca! —gritó el viejo—. No te he prometido nada; soy enemigo de mi raza y amigo de los pieles rojas.

La joven logró soltarse de él y volvió a abrazar a Randolfo con desesperación.

—Telie, obedece a tu padre, si es verdad que ese jefe indio es el tuyo —dijo el joven.

El anciano se precipitó hacia su hija con el cuchillo en la mano. Daba miedo verle. Si dudaba un instante, la joven estaba perdida.

—Obedece, Telie —ordenó Randolfo.

La niña se separó de él llorando. El jefe aprovechó el momento y dio una orden a Pankiskan. Éste fustigó el caballo de Randolfo y le hizo partir a galope.

—¡Adiós, Telie! —gritó el prisionero—. Da ánimo a mi hermana.

Pankiskan y otros dos guerreros le rodearon para impedirle la fuga. Era una precaución inútil, pues el joven, afligido por aquella escena, no pensaba en huir.

Media hora duró aquella rapidísima carrera. Luego los caballos se detuvieron delante de un río, que cortaba el camino hacia el septentrión.

Mientras dos de los indios descendían a la ribera para buscar un vado, Randolfo, volviéndose a Pankiskan, preguntó:

—¿Es verdad que aquel viejo es el padre de la niña?

—No lo sé —contestó Pankiskan.

—¿Cómo se llama?

Corazón Duro.

—Debe de ser Abel Doc, desaparecido hace seis o siete años del fuerte del capitán Linthon.

—Te he dicho que se llama Corazón Duro.

—Es un «rostro pálido», y ahora uno de vuestros jefes.

—Sí, es uno de los más valientes. Nadie le iguala en audacia, en fuerza y hasta en crueldad. Su raza no tiene enemigo más encarnizado que él. Corazón Duro llegará a matar al mismo Scibellok.

—¿Es enemigo suyo el misterioso caballero de las selvas?

—Se odian a muerte. Pero basta, Largo Cuchillo. El vado se ha encontrado ya.

Randolfo no creyó oportuno insistir, pero antes de abandonar la ribera se volvió hacia la pradera y le pareció divisar en lontananza la columna de Abel Doc, que galopaba entre las hierbas.

Un suspiro brotó de sus labios.

—¡Pobre hermana mía! —murmuró—. ¿Qué será de ella?

Escondió en el fondo del corazón la emoción que le ahogaba y siguió a los indios al vado.

La corriente era rápida, pero el agua no alcanzaba el pecho de los caballos; de modo que el peligro de ahogarse estaba descartado.

Alcanzada la otra orilla, la tropa se internó en los bosques que costeaban el curso del río y acampó junto a un manantial de agua fresquísima.

Randolfo, dolorido, pues había llevado todo el camino las manos atadas a la espalda, fue bajado del caballo y acostado en la hierba.

Habiéndose quejado del bárbaro modo que habían tenido de atarle, Pankiskan, obedeciendo, sin duda, órdenes recibidas, le desató, amenazándole, sin embargo, con matarle de un hachazo a la primera tentativa de fuga. Hizo que dieran al prisionero un trozo de carne asada y luego le ofreció una botella de aguardiente, invitándole a beber algunos sorbos.

Randolfo no estaba acostumbrado a los licores y lo rechazó.

—¡Esta sí que es buena! —dijo el guerrero—. ¡Largo Cuchillo, que rehúsa beber este licor, fabricado por sus hermanos! Pankiskan no hará la tontería de alejar de sí tan exquisito jugo.

Y uniendo la acción a la palabra, bebió toda la botella, demostrando su satisfacción con gestos cómicos y gritos guturales.

Cuando llegó la noche, Randolfo fue atado a un árbol, y los guerreros establecieron un turno de vigilancia por si intentaba fugarse.

Apenas salió el sol, la tropa reanudó su avance por la inmensa pradera que se extendía por el Norte sin que se alcanzase a ver sus límites.

Los indios seguían portándose bien con su prisionero, le trataban con cierta dulzura y a menudo le hablaban en inglés, pues Randolfo no conocía sino muy pocas palabras de la lengua comanche.

Hasta Pankiskan parecía estar de buen humor y aflojaba con facilidad la cuerda que ligaba al prisionero.

Le golpeaba familiarmente la espalda, le hablaba de su patria, de las praderas, de los ríos y de los bosques que tendrían que atravesar antes de llegar a los campamentos del Norte.

Randolfo se dio cuenta en seguida del motivo de semejante locuacidad, verdaderamente extraña en un viejo y feroz guerrero.

Pankiskan llevaba detrás de la silla un barrilillo de aguardiente y lo besaba tan frecuentemente que iba casi borracho.

A fuerza de tanto beber, al tercer día empezó a estar el viejo de mal humor, porque el precioso líquido desaparecía a ojos vistas.

Randolfo le preguntó algo sobre la duración del viaje, y el indio tuvo un acceso de rabia.

Largo Cuchillo se vuelve fastidioso —dijo, levantando el hacha—. Si no tiene la lengua guardada, se la cortaré de un hachazo.

—¿El viejo Pankiskan se ha emborrachado con el licor de los «rostros pálidos»? —preguntó irónicamente Randolfo, mientras los salvajes, viendo vacilar a su jefe sobre el caballo, no podían contener la risa.

—¡Borracho yo! —gritó el piel roja—. Pankiskan es el mejor cazador, el mejor guerrero y el mejor bebedor de su tribu. Todavía podría matar osos, búfalos y jaguares sin errar un tiro.

—Quisiera verlo —replicó Randolfo, a quien divertía la exaltación del viejo.

—¿Quieres que empiece por ti? —aulló el guerrero.

—¿Serías capaz de semejante barbaridad? Un gran guerrero que quiere matar a un hombre atado.

—Quiero soltarte las ligaduras y provocarte a un lucha terrible, y tú verás, Largo Cuchillo, si Pankiskan, el gran guerrero, está borracho.

El viejo iba a lanzarse contra Randolfo, cuando su caballo tropezó. El jinete, ya borracho perdido, no pudo sostenerse y rodó al suelo como un fardo, quedando allí como muerto.

Los dos guerreros jóvenes, viendo caer a su jefe, se apoderaron del barril de aguardiente, y, sin duda para adquirir un poco de buen humor, lo vaciaron en menos de dos minutos.

Pankiskan no estaba aún completamente dormido.

Al oír los gritos de los jóvenes, levantó la cabeza y, viéndoles beber el aguardiente, le acometió otro acceso de rabia.

Empuñó el hacha y la arrojó contra ellos; pero el arma, mal dirigida, fue a dar en la cabeza del pobre caballo que llevaba el tonel, dejándolo muerto.

Este esfuerzo agotó a Pankiskan. Dejó oír un largo ronquido y se tumbó en las hierbas, quedando profundamente dormido.

Los dos jóvenes no se asustaron. Encendieron un buen fuego, cortaron un trozo de caballo y lo pusieron a asar. Mientras se asaba la carne hicieron que Randolfo se bajase de su cabalgadura y le ataron sólidamente, llenándole de insultos, pues también ellos estaban algo alegres.

Después que cenaron obligaron al prisionero a que se echara en la hierba, y se colocaron uno a cada lado para que no se alejase mientras ellos dormían. Esto era completamente imposible, pues tenía atados los brazos y las piernas.

Largo Cuchillo, no te muevas si no quieres perder la piel —dijo uno de aquellos guerreros.

—Ya ves que no puedo alejarme —contestó Randolfo.

—Estaré a tu lado, y al primer movimiento te clavo el cuchillo en el corazón. Así no verás el país en que viven los guerreros rojos.

—No creas que deseo verlo.

—No verás tampoco nuestros territorios de caza —prosiguió el indio, locuaz por el aguardiente bebido.

—No soy cazador.

—¿Pues qué hacías en la pradera? —preguntó el indio, muy sorprendido.

—Iba a las fuentes del río Pecos.

—¿Qué buscabas allí? ¿Tratabas de sorprender a mis hermanos?

—Nunca los he odiado. Iba acompañando a mi hermana.

—¿La joven que hemos robado?

—Sí —contestó Randolfo, suspirando.

—¿La protegida del jefe?

—¿Qué dices, protegida? ¿Qué pruebas tienes de ello?

—Mis hermanos querían torturarla inmediatamente; pero intervino el jefe, prohibiéndonos tocarla, bajo pena de muerte.

—¡Queríais martirizar a mi hermana! —exclamó Randolfo, aterrado.

—Ya habían encendido la hoguera para quemarla con la otra muchacha.

—¡Qué instantes más horrorosos para Mary!

—Sin el jefe, tu hermana a estas horas no viviría.

—¿Y por qué no me habéis torturado a mí?

—Porque el jefe no ha querido.

—¿También me protege a mí? —preguntó Randolfo con estupor creciente.

—Sí —contestó el indio con acento seguro.

—Pero me lleváis a vuestra aldea.

—Esto es cierto.

—¿Y al llegar me daréis tormento?

—No sé; no soy Pankiskan para contestarte.

—Estoy dispuesto a morir.

—Ya veremos. Pero basta, Largo Cuchillo; acuéstate aquí y duerme. Yo monto la guardia.

Randolfo estaba cansadísimo de aquella jornada; se echó cerca del fuego, en tanto que su guardián, que estaba algo bebido, se acurrucaba haciendo esfuerzos para no caerse.

Llevaban varias horas durmiendo, cuando Randolfo, que tenía el sueño ligero, oyó relinchar sordamente.

Creyó que era la hora de marchar y trató de levantarse; pero vio con gran sorpresa que los indios dormían aún y que las tinieblas no se habían disipado. Iba a volver a echarse, cuando oyó que se movían las ramas.

Temiendo que fuese alguna fiera, miró con atención; no logró ver nada, pero no cabía duda, alguien trataba de abrirse paso entre las zarzas.

Iba a despertar a los indios, cuando le detuvo un pensamiento:

«¿Y si fuese alguien que tratase de salvarme?», se preguntó.

El fuego estaba apagado. Un solo tizón ardía aún, dejando ver de cuando en cuando un tenue resplandor.

Una rama cayó sobre las brasas y reanimó la llama.

En el mismo momento sonó una detonación.

Randolfo, sorprendido y asustado, se preguntaba a qué obedecía aquel disparo, cuando vio pasar una sombra negra sobre la hoguera y caer sobre los indios.

Dos relámpagos brillaron a derecha e izquierda de aquella sombra gigantesca; luego se oyó un golpe sordo, como si un hacha hubiese golpeado un cráneo.

Un aullido resonó en las tinieblas, y la sombra desapareció en el bosque vecino.

Delante de él yacían inmóviles los dos jóvenes guerreros.

No pudo dominar su asombro y gritó:

—¡Socorro!

Ya no dudaba, el desconocido que le libraba de sus enemigos trataba de salvarle.

En aquel momento oyó un gemido y vio alzarse de entre las tinieblas un hombre derramando sangre. Era el viejo Pankiskan. Tenía la frente herida, pero, así y todo, en su diestra empuñaba un cuchillo.

Antes de llegar donde estaba Randolfo, se cayó tres veces, pero se volvió a levantar.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Randolfo, aterrorizado y tratando de romper las cuerdas que le sujetaban.

—Que ahora mismo te mato —dijo el guerrero con voz débil, pero con ferocidad.

Randolfo tuvo miedo; no Habiendo conseguido librarse de sus ligaduras, le era imposible huir del cuchillo del viejo guerrero.

—¡Detente! —exclamó.

Pankiskan tuvo aún fuerza para reír. Oponiéndose a la fatiga, se arrojó contra el prisionero, procurando herirle en el corazón, pero no tenía fuerzas suficientes, pues había perdido demasiada sangre. La muerte le sorprendió enarbolando el arma, y cayó al lado de Randolfo, exhalando el último suspiro.

La emoción del prisionero fue tan enorme, que perdió el sentido.

CAPITULO XVI. DESTRUCCIÓN

Cuando Randolfo volvió en sí, no estaba ya atado, ni tampoco al lado del viejo guerrero y de los otros indios.

Se hallaba acostado sobre una manta de lana extendida en la linde del bosque, junto a un arroyuelo de agua cristalina.

A su lado había un desconocido, que le contemplaba con vivo interés.

Aquel hombre era bastante alto, muy delgado, con facciones enérgicas, cubiertas por una espesa barba negra.

Representaba tener cuarenta años y era, a juzgar por su traje, un aventurero o un explorador de la pradera.

Tenía a sus pies un largo fusil y llevaba en la cintura dos pistolas y un hacha, manchada de sangre.

A corta distancia había un magnífico caballo negro, enjaezado con cierta elegancia.

—Temía que os hubiesen asesinado los indios —dijo el desconocido, saludando a Randolfo con la mano—. Habéis debido de sufrir una emoción muy fuerte, amiguito.

—¿Sois vos quien me ha salvado?

—Sí, amigo mío.

—Dejadme que os manifieste mi agradecimiento.

—He hecho bien poco. Ignoraba que fueseis de raza blanca, y poco faltó para que os matase.

—¿Teníais ya el proyecto de matar a los indios?

—Para vengar a mis amigos, vilmente traicionados por esos canallas —dijo el aventurero, mientras cubría su rostro espeso velo de tristeza.

—¿Odiáis a los indios?

—Con toda mi alma, y mataré a cuantos encuentre.

—¿Sois el que llaman Scibellok, el espíritu del bosque?

—No sé de quién se trata.

—¿Y cómo es que estáis aquí?

El desconocido movió la cabeza y dijo:

—Ya os lo diré más adelante. Mi historia es tremenda.

Cogió algunas ramas y encendió fuego; luego llenó en el arroyo una olla que sacó de las alforjas y echó en ella un pedazo de carne, junto con unos puñados de judías y algunos nabos de la pradera.

Mientras preparaba la comida, Randolfo le dijo quién era y por qué conjunto de circunstancias había caído en manos de los indios.

El explorador le había escuchado con atención.

Cuando el joven terminó su relato, le dijo:

—Salvaremos a vuestra hermana y a su amiga.

—Os he dicho que los indios son muy numerosos.

—No importa. Con un poco de audacia, lo conseguiremos; os lo prometo.

—¿Quién sois que no teméis a los indios?

—Diego Camargo.

—Vuestro nombre no me dice nada.

El explorador sonrió.

—Ya os diré luego quién soy. Entre tanto, comamos.

Extendió una manta sobre la hierba, colocó encima dos escudillas de hierro, retiró la olla del fuego e invitó a Randolfo a tomar su parte.

Terminada la comida, el explorador encendió un cigarrillo, ofreció otro a Randolfo y se echó en la fresca hierba, diciendo:

—Ahora os contaré el motivo del odio que he consagrado a los pieles rojas.

—Tengo curiosidad por saberlo.

—Es una historia terrible.

—Os escucho, Diego.

El explorador quedó silencioso un momento, mirando a las nubes de humo de su cigarrillo; luego empezó con voz alterada:

—Hace tres años, encontrándome en Nuevo Méjico, trabé estrecha amistad con un excelente hombre llamado Eben Johnson.

»Un incendio destruyó mis haciendas y quedé arruinado. Eben me propuso emigrar con él a Tejas para hacer fortuna. Acepté.

»La caravana se componía de Eben Johnson, su mujer, Mary, y sus hijos, Tomás, Ana y María, más un niño que había adoptado, llamado Hipólito, pero a quien generalmente llamaban Liph.

»A ellos se unieron las familias de Willis, Montangas, Harbruk y el viejo Kanks.

»Venían también varios jornaleros, un médico, algunos jóvenes de Búffalo, carreteros y guías; éramos sesenta y tres personas, entre las que había dieciocho mujeres y seis niños. La caravana iba bien armada y equipada, además de llevar varios furgones tirados por bueyes, y caballos de silla y tiro.

»Se trataba de llegar a una llanura situada detrás de un bosque, a sesenta millas al sudoeste del fuerte Leanvendorth, en las orillas del río Norte.

»Tres monótonos meses transcurrieron antes de llegar a nuestro destino. Exploramos el lugar, y pareciendo a propósito para establecerse, pronto se cortaron árboles, se colocaron estacas y se levantaron habitaciones para las varias familias. Contra todas las reglas de prudencia, pues en estos países se está siempre expuesto a toda clase de sorpresas, las casas no se hicieron al lado unas de otras. Cada familia se construyó la suya a su gusto, de modo que estaban a distancia de una milla. Todas, sin embargo, estaban rodeadas por una empalizada, para defenderse de los ataques de los pieles rojas.

«Habían transcurrido ya cerca de dos años y todo adelantaba a maravilla.

»Las tierras estaban perfectamente cultivadas. No lejos de nosotros, a cuarenta millas de distancia, se levantaba un pueblo grande y populoso, con el cual hacíamos frecuentes cambios.

»Eben Johnson recibía todos los días plácemes por el acierto que había tenido al escoger su residencia, situada en la confluencia del río Norte con el Canadian. Los pieles rojas nos traían en sus canoas toda la caza que podían encontrar.

»Esta vida tranquila fue turbada por la noticia de haberse visto rondar por aquellas cercanías a los indios llamados Arapa-Hoe, amigos de los apaches. Liph, que sabía conquistarse el afecto de todos, se ocultaba a menudo de nuestro vecino Kanks para hacer la corte a su bellísima hija Ameida, de la que estaba enamorado con locura. Aquella pasión le retenía fuera de casa hasta muy tarde. Una tarde, aunque ya había anochecido, nos dejó a la familia Johnson y a mí para ir en busca de su prometida.

»Nos sentamos alrededor del fuego, en tanto que Mary y Susy se dirigían al primer piso para descansar. A este piso se llegaba por una escalera de mano, y aunque mistress Johnson había rogado a su marido que hiciese una escalera, éste se había obstinado en dejar las cosas en su estado primitivo, sin dar razón plausible de su obstinación.

»De pronto, Negro, un hermoso perro de guarda, se levantó ladrando fuertemente, corrió hacia la puerta y siguió allí rechinando los dientes.

»Como ya he dicho, la casa estaba rodeada por una alta empalizada, cuya puerta no se atrancaba hasta que Liph estaba de vuelta.

»Prestando atención vimos abrirse la barrera, y un instante después llamaron a la puerta de la casa.

Aquello era extraordinario, pues ninguno de nuestros vecinos venía a vernos de noche.

»Johnson se levantó, y, a pesar de los ruegos de su mujer, abrió la puerta de par en par.

»Al resplandor de las llamas de nuestro hogar vimos a un mestizo a quien los trabajadores trataban con cierta desconfianza, a pesar de que él intentaba hacerse útil de mil maneras.

»Johnson quedó asombrado al verle llegar a aquella hora. Pero el mestizo, sin hacer caso de ello, le pidió un poco de pólvora y perdigones; Johnson le respondió:

»—Tengo poca cantidad, pero no quiero negaros este favor. Aquí tenéis lo que pedís.

»Y sin decirle si quería descansar, le acompañó hasta la empalizada, cuya puerta dejó abierta hasta verle alejarse.

»Momentos después se oyó el galope de un caballo en el reseco suelo de la pradera.

»Mistress Johnson no se fijó en este detalle, pero cuando volvió su marido, le hizo saber que la llegada del mestizo nada bueno presagiaba.

»Por los labios de Johnson vagó una sonrisa, pero cuando se acercó a la luz para continuar la lectura, vi que estaba pálido como un muerto.

»¿Qué había ocurrido? Cuando Johnson, un hombre de valor, palidecía, era necesario que existiese un peligro real.

»Al poco rato, mistress Johnson se levantó y subió a acostarse.

»A eso de las nueve, la puerta de la empalizada se abrió bruscamente y Liph entró. Su padre adoptivo le preguntó en seguida qué era lo que le hacía estar taciturno y pensativo.

»—He visto, al salir de casa de Kanks, a un hombre montado en un caballo blanco, que se dirigía a todo galope hacia el bosque.

»—¡Ah! —exclamó Johnson—, algo se prepara, porque el mestizo que rondaba por aquí hace hora y media montaba un caballo negro.

»Luego se volvió a mí, diciéndome:

»—¿Os da miedo salir?

»—¿A mí? ¡No!

»—Entonces, amigo mío, os agradecería que fuese a casa de Kanks para pedirle pólvora. No he querido que el traidor supiese que estamos escasos de municiones. Es posible que mañana por la mañana nos veamos precisados a defendernos heroicamente.

»Me dispuse a marchar al instante.

»—Sed prudente —murmuró Johnson—, pues os prevengo que creo que los pieles rojas están cerca. Volved pronto; a ver si podéis estar aquí antes de que salga la luna.

»Salí y llegué a casa de Kanks sin obstáculo, cumplí mi misión y me volví a toda prisa.

»Había recorrido unos cientos de metros, cuando descubrí a seis indios en la pradera, que se encaminaban en dirección a nuestra casa.

»Eché a correr, y en la empalizada encontré a Johnson esperándome. Me hizo entrar a escape y echó los cerrojos; luego me dijo que despertase a Liph y a Tom. Hecho esto, cargamos todas las armas, fusiles, carabinas, pistolas, y esperamos, en tanto que Liph montaba la guardia.

«Transcurrieron algunas horas, y dieron las dos sin que nada extraño acaeciese; entonces, Johnson nos dijo que creía haberse equivocado, y arrojándose en el rústico lecho, se durmió, roncando poco después ruidosamente.

»Iba a seguir su ejemplo, cuando Negro comenzó a ladrar furiosamente. Nos pusimos en pie y, cogiendo los fusiles, prestamos atención, pero no oímos nada.

»Sin embargo, Negro, con el hocico apoyado en la rendija inferior de la puerta, seguía rechinando los dientes. Liph abrió la puerta y salió a la galería; a pesar de la oscuridad, se dirigió a la empalizada y levantó un tronco con precaución y dirigió una mirada al exterior.

»En seguida volvió hacia la casa, llamó a Eben Johnson y a su hermano Tomás, y los tres se encaminaron a la empalizada.

»Mistress Johnson y sus hijas se despertaron, y momentos después bajaban a la estancia principal, sumamente inquietas.

»Les dije que los Arapa-Hoe estaban cerca, y mistress Johnson y sus hijas cogieron las carabinas. En este momento me llamó Eben Johnson.

»—Ya vienen. ¿Los veis? —me preguntó.

»Efectivamente, diez o doce sombras negras se dirigían hacia nuestra empalizada.

»—Cuidado, hijos míos —continuó Johnson—; buena puntería y no hagáis fuego hasta que os avise.

»Los pieles rojas adelantaban con prudencia, sin hacer el menor ruido.

»Cuando estuvieron a veinte metros de la empalizada, gritó Johnson:

»—¡Fuego!

»Debimos de herir por lo menos a la mitad de los asaltantes, pues no se levantaron más que seis, que huyeron hacia el bosque.

»—¡Alabado sea Dios! —exclamó Johnson—. Henos ya libres de esos malandrines. Seguramente no se esperaban la acogida que les hemos hecho; sin embargo, carguemos aprisa las carabinas. En cuanto a vos, amigo Diego, id a mirar por detrás de la casa, para asegurarnos de que no nos amenazan por ese lado.

»Hice lo que mi amigo me pedía, y me alegré, pues descubrí a unos veinte indios que se dirigían hacia nosotros. Estos iban seguidos de muchos otros que llevaban ramas encendidas.

»Avisé a Johnson, y éste dijo:

»—¡Seguidme, si tenéis en algo vuestras vidas!

»Todos nos precipitamos hacia la galería, cerrando la puerta y atrancándola con sillas, mesas y camas.

»—Ahora, al primer piso —gritó.

»Nos hizo subir y subió él el último, llevando los fusiles, las hachas, los frascos de pólvora y los sacos de balas. Dejó todo aquello y tiró hacia sí de la escalera, mientras nos decía:

»—¡Abrid las ventanas!

»Cerramos la trampa y colocamos delante de las ventanas los colchones y varios sacos de grano y de harina, formando barricadas.

»No tardamos en advertir la prudencia de estas previsoras medidas, pues los Arapa-Hoe habían asaltado la empalizada y rodeaban ya la casa.

»Una tremenda descarga destrozó los cristales, haciéndonos comprender que los miserables querían la lucha a toda costa.

»Se habían figurado que nos iban a encontrar en el piso bajo; pero cuando vieron que no había nadie, lanzaron aullidos de rabia.

»Pronto comprendimos la suerte que nos estaba reservada. Peor cien veces que la que esperábamos de los proyectiles de aquellos despiadados enemigos.

»Nos hicieron otra descarga. Johnson, que no quería malgastar las municiones, nos hizo echarnos en el suelo y que no contestásemos.

»Un momento después se levantó y, amparándose tras un colchón, miró hacia el campo.

»—¡Dios mío! —exclamó—. La casa de Kanks está ardiendo.

»Al oír estas palabras, Liph se levantó dispuesto a arrojarse por una ventana, pero Johnson le detuvo.

»Oímos un crujido y nos encontramos envueltos en nubes de humo.

»Los indios habían incendiado la casa.

»No puedo saber lo que ocurrió después, pues mientras las llamas cercaban la casa, caí medio asfixiado, perdiendo el conocimiento.

»Cuando volví en mí me hallaba en manos amigas.

»Los colonos, teniendo indicios de lo que tramaban los pieles rojas, se habían reunido a toda prisa para venir en nuestra ayuda.

»El socorro llegó tarde. Todos mis amigos, incluso la mujer y las hijas de Johnson, habían muerto entre las llamas.

»A mí me sacaron del fuego en un estado desesperado.

»Después de dos meses de horribles sufrimientos, curé, y apenas me encontré con fuerzas para montar a caballo, me aventuré por la pradera. Juré vengar a mis pobres amigos y mantuve mi juramento.

»Hace seis meses que cruzo la pradera; muchos indios han pagado con su vida la crueldad de sus hermanos, y así continuaré mientras tenga fuerzas para sostener el fusil.

»Ya sabéis mi historia.

—Es terrible, Diego —dijo Randolfo, conmovido—. ¿Hacia dónde os dirigís ahora?

—He sabido que los comanches han abandonado sus campamentos para destruir a los hombres blancos, y he bajado hacia el Sur para proseguir mi venganza. Ya habéis visto que no perdono a esos reptiles.

—¿Y ahora me abandonaréis?

—No, Randolfo —contestó el explorador—; ya que os he encontrado, os acompañaré y trataremos de salvar a vuestra hermana.

—¿Cuándo partiremos?

—A la puesta del sol, pues no es prudente atravesar de día las praderas. Tenemos los caballos de los indios, elegiréis el mejor y nos dirigiremos hacia el río Pecos. ¿Queréis que os dé un buen consejo? Procurad dormir, en tanto que yo voy al bosque en busca de una buena cena.

Dicho esto, el explorador cogió su fusil, encendió otro cigarrillo y se dirigió a la selva, haciendo seña a Randolfo de no moverse.

CAPITULO XVII. EL OSO

Randolfo había dormido poquísimo la noche antes, a causa de las cuerdas que le sujetaban y entorpecían sus miembros; tranquilizado por la serenidad y silencio que reinaban en la pradera, permaneció un rato despierto; luego se tendió al lado del arroyo, procurando seguir el consejo del explorador.

No había pasado un cuarto de hora, cuando estaba profundamente dormido y soñando que se hallaba en las riberas del Pecos.

Al cabo de dos horas despertó y miró a un lado y a otro, creyendo que el explorador estaría ya de vuelta. Estaba solo; es decir, solo no, porque cuando miró hacia el fuego, que acababa de apagarse, vio un espectáculo horrible.

Cerca de él, a dos metros escasos, había una enorme serpiente enroscada.

El reptil estaba dormido, pero podía despertar de un momento a otro, desenrollándose como un resorte, estrecharlo entre sus anillos y clavarle en la garganta sus dientes venenosos.

Randolfo no acertaba a moverse.

A pocos pasos, entre la hierba, estaba el fusil de Pankiskan, pero él desgraciado joven no tenía valor de llegar hasta allí, pues creía no tener tiempo suficiente para cogerlo y cargarlo.

Solamente podía salvarse conservando una completa inmovilidad.

El reptil no medía menos de seis pies, y su lomo amarillento, salpicado de manchas oscuras, era tan grueso como la pierna de un hombre.

Su asquerosa cabeza aplastada estaba cubierta de escamas.

Pasados algunos minutos, el reptil se movió y levantó la cabeza, fijando en el aterrado joven los vítreos ojos.

Randolfo detuvo la respiración, y durante algunos segundos, que parecieron siglos al joven, la serpiente continuó mirándole.

Por fin bajó la cabeza. Ya era hora. Randolfo se sentía impotente para resistir semejante prueba.

Se ahogaba. Sentía un peso enorme sobre el pecho, que le impedía moverse.

Por segunda vez levantó el reptil la cabeza, y lentamente y uno a uno fue desenvolviendo sus anillos.

Randolfo oyó el ruido producido por los cascabeles de la cola y comprendió que el peligroso enemigo iba a marcharse. Era preciso continuar sin moverse.

El monstruo avanzaba casi insensiblemente; ya estaba cerca de Randolfo. Éste, aterrorizado, seguía inmóvil; parecía de piedra. Estaba convencido de que sólo la inmovilidad podía salvarle.

Medio minuto más tarde se oyó gritar en el bosque. Era el explorador, que volvía.

La serpiente, asustada, huyó precipitadamente, ocultándose entre los matorrales.

Randolfo se levantó a escape, buscando con la vista a Diego; no le vio, pero estaba seguro de haber oído su voz.

Se preguntaba qué podía haberle ocurrido, cuando le oyó gritar:

—¡Pronto, Randolfo, preparad la carabina! No hay tiempo que perder.

Salía del bosque corriendo con todas sus fuerzas, desarmado y hasta sin sombrero. No se detuvo sino al llegar al lado de Randolfo, que se había apoderado del fusil de Pankiskan.

—¿Qué ocurre, Diego? —preguntó el joven.

Randolfo esperaba ver salir de la selva lo menos media docena de pieles rojas, y estaba decidido a vender cara su vida.

Los matorrales se separaron y dejaron paso a un oso negro enorme. Parecía estar furioso y rechinaba los dientes, preparándose a hacer mala acogida a cualquiera que se le presentase en su camino.

Era una de esas fieras de cabeza alargada, famosas por destruir en una sola noche un campo entero de maíz.

Estaba enormemente gordo, lo cual hacía más difícil deshacerse de él de un solo tiro.

Cuando vio el campamento, su primer impulso fue dirigirse hacia los caballos, pero al ver a los hombres se lanzó hacia éstos, sosteniéndose en las patas posteriores.

Randolfo estaba armado con el fusil del indio, y el explorador con una pesada hacha.

—¡Apuntad a la cabeza! —gritó Diego.

—No erraré el blanco —replicó Randolfo—; pero temo que la bala se desvíe con la abundancia de grasa.

—¡Fuego! —gritó el explorador.

El oso estaba ya encima.

Randolfo disparó el fusil; la bala dio al animal en medio del hocico, pero no era suficiente.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Diego.

La fiera, aunque arrobaba sangre en abundancia, se abalanzó sobre Randolfo, procurando estrecharle con abrazo formidable.

El desgraciado gritó con terror:

—¡Socorro, Diego!

El explorador conservaba la serenidad. Un momento de vacilación y el joven quedaba triturado. Empuñó el hacha y la dejó caer con tal ímpetu en la cabeza del oso, que se la partió en dos pedazos.

Aunque moribunda, la fiera hizo un esfuerzo para romper las costillas de su adversario; pero le faltaron las fuerzas y se derrumbó, arrojando un río de sangre.

—Muerto —dijo Diego.

—Gracias —replicó Randolfo, tendiéndole la mano.

—Me habéis salvado y yo a mi vez os salvé. ¿Estáis herido?

—No; pero he creído irme al otro mundo. ¿Dónde habéis encontrado ese animalito?

—En la selva. Estaba cogiendo un pavo silvestre que había descubierto en una cueva y vi que se me acercaba esa fiera. Me atacó tan de repente, que no tuve tiempo de coger el fusil, que había dejado en un árbol. Echó a correr velozmente hacia aquí y os pedí auxilio; de lo contrario, todo habría acabado para mí. Ahora voy a buscar el fusil.

—¿Queréis que os acompañe?

—No, amigo mío. No podemos dejar solos los caballos, por si los acomete alguna fiera. Pero antes de marcharme cortaré un trozo de oso, que nos servirá de cena.

Diego cogió el hacha y cortó una de las patas traseras del oso, la desolló y se la dio a Randolfo, prometiéndole hacerle probar un asado exquisito.

Hecho esto, se internó en la selva para recoger el fusil y el pavo silvestre.

Cuando regresó, el asado estaba hecho. Cenaron de prisa y con apetito (la carne de oso negro es deliciosa); después comenzaron los preparativos de marcha.

Tenían tres caballos, cuatro fusiles, municiones abundantes y los víveres dejados por los indios; podían atravesar la pradera con bastante comodidad.

Ya iban a montar a caballo, cuando Diego, que hacía unos instantes examinaba atentamente el horizonte, vio surgir bruscamente un jinete de un bosquecillo de algodoneros.

—¿Quién será ése? —preguntó, dirigiéndose a Randolfo—. No me parece indio.

—Ni a mí tampoco —replicó el hermano de Mary—. Diría que se trata de un explorador.

—Puede ser un indio disfrazado. Son capaces de todo.

—¿Queréis que vayamos a su encuentro?

—Prefiero esperar aquí; si nos vemos amenazados, nos salvaremos en el bosque.

—¿Levantamos el campo?

—Apoyémonos en la selva.

Se dirigieron hacia los primeros árboles, y el desconocido espoleó su caballo, encaminándose precisamente al lugar que Diego y Randolfo acababan de dejar.

Llegó a unos cincuenta metros, desmontó, y ocultándose tras el caballo, empezó a andar con prudencia.

El objeto de esta maniobra debía de ser evitar que le sorprendiera alguna bala.

Cada veinte pasos se paraba, inclinándose entre las hierbas, donde se veía saltar una cosa blanca.

—Yo conozco ese caballo —dijo Randolfo—, y estoy seguro que ese animalito blanco que corre delante del hombre es Periquillo.

—¿Quién es Periquillo?

—El perro de Morton, el cuáquero.

—¿Se trata de un amigo vuestro?

—De los más fieles.

—¿Estáis seguro de que es él?

—No me equivoco.

—¿Por qué tomará tantas precauciones?

—No se fiará de nosotros. Ya sabéis que la pradera está poblada de indios.

—Veremos si es vuestro amigo. Yo no le pierdo de vista, y al primer movimiento sospechoso le planto una bala en la cabeza.

—Os digo que es él —dijo Randolfo, que ya lo reconocía perfectamente—. ¡Amigo Morton!, vuestras precauciones son inútiles, estáis entre amigos.

Al oír el cuáquero la voz de Randolfo, lanzó un grito de alegría, montó a caballo y lo puso a galope. Periquillo ladraba alegremente.

—¿Sois vos, Randolfo? —exclamó Morton cuando estuvo cerca de él. Saltó del caballo y, perdiendo su apatía, abrazó al joven con efusión—. ¿No estáis ya prisionero?

—No, Morton. Estoy libre gracias a este valiente explorador.

—Gracias —dijo Morton, volviéndose a Diego—; gracias por haber salvado a mi amigo.

Diego le tendió la mano, diciendo:

—Ya sé que sois un valiente. Tengo gran satisfacción en veros por aquí, y creo que entre los tres haremos grandes cosas.

—¿Sabéis algo de mi hermana y de Telie? —preguntó Randolfo.

—Sé que Doc, el jefe blanco, las tiene prisioneras. Pero no temáis; el viejo no matará a su hija ni a la amiga de ésta.

—¿Creéis que las protegerá?

—No tengo duda ninguna. Doc no puede haber olvidado que Telie es su hija.

—¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí?

—Ya os lo diré luego; dadme ahora algo de comer, pues hace doce horas que galopo sin descanso siguiendo vuestras huellas.

Diego sacó de sus alforjas unas galletas de maíz, un trozo de oso asado que le quedó de la cena y un frasco de aguardiente.

La marcha se suspendió, pues Morton no estaba en condiciones de continuar el viaje si no reposaba algunas horas.

Cuando terminó de cenar, el cuáquero encendió la pipa, y volviéndose a Randolfo, le dijo:

—Ahora sabréis lo que ha ocurrido. Como recordaréis, abandoné la cabaña de la familia asesinada, en el momento en que los indios trataban de asaltarla. En aquel momento creí que no iba a tener éxito en mi empresa. Cuatro indios estaban cerca de mí y bajaban por la orilla del río. Apenas tuve tiempo de esconderme en un matorral, donde ya se había refugiado mi fiel Periquillo.

»Si llego a tardar un minuto, creo que no estaría contándoos mi aventura. Esperé que se alejaran, y luego, mientras vosotros hacíais fuego, aproveché la confusión ocasionada por las balas y atravesé las filas indias, yendo a ocultarme en el bosque. Sin embargo, el peligro no había pasado. Un indio me había divisado y se arrojó sobre mí con el hacha levantada. Afortunadamente, le vi a tiempo. Cogí el fusil por el cañón y le asesté tal golpe con la culata, que cayó al suelo aturdido, sin decir ¡ay! Gracias a esto no pudo dar el grito de alarma, y dejé de llevar tras de mí buena parte de vuestros enemigos.

—Es una fuga afortunada —interrumpió Diego, que escuchaba a Morton con vivísimo interés.

—Llegué bajo los grandes árboles —continuó el anciano— y me dirigí al fuerte guiado por Periquillo. Corría como un desesperado, temiendo llegar tarde, para prestaros un socorro eficaz. No distaba más que algunas millas, cuando encontré a Harry, el hijo del capitán, que iba con una compañía. Había salido en busca de provisiones por si los pieles rojas sitiaban el fuerte, y conducía algunos furgones cargados de harina y otras vituallas. Le dije vuestra situación y le rogué que corriese a socorreros.

»Harry no dudó ni un momento; reunió su gente y se volvió hacia el vado de la ribera baja, para sorprender a vuestros sitiadores y deshacerlos. Llegamos después de una marcha fatigosa, y quedamos sorprendidos al no encontrar en la selva ni un solo piel roja. La cabaña que habíais ocupado estaba desierta y medio consumida por el fuego.

»De aquí nació la sospecha de haber llegado tarde y de que los indios os tuviesen prisioneros. Creí volverme loco del disgusto. Buscamos vuestras huellas por aquellos contornos y no las encontramos. Os habíamos perdido. No teníamos más remedio que seguir la pista de los indios, y encargué a Periquillo de esta difícil misión.

»Los pieles rojas se habían separado en el bosque.

»Una banda había seguido hacia el río Pecos, pasando el vado; la otra continuaba su marcha hacia el Oeste. Yo seguí las huellas y ésta y Harry las de la otra. Más tarde supe que la había alcanzado, trabando combate con los indios que os habían hecho prisioneros; que recibió una grave herida y que le salvó el Cocodrilo del Lago Salado. Volví a atravesar el río Pecos y me adelanté por la pradera. La banda se había dividido de nuevo. La parte más numerosa se dirigía hacia la montaña y la otra, compuesta sólo por cuatro jinetes, volvió a subir al Norte.

»Sospechando que éstos llevasen algún prisionero, seguí sus huellas. Como veis, no me engañaba; eran las de los que os conducían.

Randolfo estrechó la mano del valiente cuáquero, diciendo:

—¡Cuánto le debo, Morton!

—No he hecho más que cumplir con mi deber. Ahora debemos pensar en salvar a vuestra hermana y a Telie.

—¿Son muchos los indios que las guardan? —preguntó Diego, que había permanecido silencioso hasta entonces.

—La banda debe de ser bastante numerosa —respondió Randolfo.

—Eso mismo creo yo —añadió Morton.

—Entonces somos pocos —repuso Diego—. Tres hombres no pueden atacar una tribu.

—¿Y dónde pedir socorro? —dijo Randolfo, suspirando—. ¿Tal vez en el fuerte?

—No lo alcanzaremos —replicó Morton—. A estas horas debe de estar sitiado por los comanches.

—¿Estará mi hermana en peligro?

—Telie sabrá protegerla.

—Pero no podrá hacerla huir.

—¿Y su padre? —preguntó Diego.

—No es el jefe supremo de la tribu y no se atreverá a darle libertad.

—Yo creía que Doc era el jefe de los comanches —dijo Randolfo.

—Decidme, ¿habéis visto algún otro blanco entre los indios?

—No; pero creo haber visto un hombre altísimo envuelto en una manta de lana blanca, que lleva un turbante adornado con plumas.

El cuáquero levantó la cabeza y miró al joven.

—¿Mandaba la banda? —preguntó.

—No me parece.

—¿Habéis oído su nombre?

—Le llamaban Koga… Konogu…

—¡Wenonga! —gritó Morton, mientras sus ojos relampagueaban—. Es un hombre alto, huesudo, con una cicatriz en la cara. En la cintura lleva varias cabelleras de enemigos y adorna su cabeza con las plumas y el pico de un buitre.

—Exactamente.

—Ese hombre es Wenonga, Buitre Negro. Mi perro no se engañaba.

Hablando así, el anciano se había irritado y su rostro estaba congestionado. ¿Qué tenía aquel nombre para alterar tanto a un hombre tan pacífico? Esto se preguntaba Randolfo, pero sin atreverse a interrogar a Morton.

Éste permaneció en silencio algunos instantes y dijo al joven con voz profunda:

—Si la horda india está mandada por Buitre Negro, temblad por vuestra hermana.

CAPITULO XVIII. EL ENEMIGO DE RANDOLFO

Al oír aquellas graves y amenazadoras palabras, Randolfo palideció. ¿Quién podía ser aquel Buitre Negro que aterrorizaba de tal modo al pacífico Morton?

—Amigo —dijo al anciano—. ¿Qué queréis decir? ¿Qué peligros aguardan a mi hermana? ¿Quién es ese hombre a quien llaman Buitre Negro?

—El hombre más feroz de todas las praderas. Ha matado emigrantes, ha asesinado exploradores y ha manchado sus manos con sangre de mujeres y de niños. Este es Buitre Negro.

—Me dais miedo, Morton.

—Debo decíroslo todo.

—¿Teméis a ese hombre?

—Más que a nadie.

—Le perseguiremos y no la daremos tregua hasta verle muerto.

—Bien dicho, joven —exclamó Diego—. Contad con mi ayuda.

—¿Qué decís, Morton? —preguntó Randolfo.

El cuáquero no respondió. Parecía preocupado y atormentado por profundos pensamientos.

—Morton —volvió a decir el joven—, ¿no decís nada de mi proyecto?

—Antes quisiera saber una cosa para mí importantísima. ¿Tenéis algún enemigo en la pradera?

—¿Por qué lo preguntáis? —dijo Randolfo admirado.

—Porque tengo la convicción de que hay alguien a quien interesa mucho vuestra desaparición y la de vuestra hermana. Esta invasión de los indios debe de tener otra finalidad que asaltar el fuerte; tanto más cuanto que estoy convencido de que los pieles rojas son mucho menos numerosos de lo que suponemos.

—¿Y decís que debo de tener un enemigo?

—Sin duda.

—¿Entre los indios?

—No digo que sea un piel roja; es más probable que se trate de un hombre de nuestra raza.

—¿Qué es lo que os induce a creerlo?

—Escuchadme —dijo el cuáquero con acento misterioso—: La noche que os dejé en la cabaña para ir a pedir auxilio al fuerte, vi en el bosque a dos hombres hablando en voz tan alta que se oían todas sus palabras. Uno de estos hombres era Corazón Duro, el padre de Telie, al cual conocéis; el otro era de raza blanca, pero disfrazado de indio. Discutían sobre la manera más rápida de apoderarse de la cabaña. Deseoso de saber qué resolverían, me escondí cerca de ellos. Después de mucho hablar, oí al compañero de Corazón Duro que prometía un premio importante por vuestra captura y la de vuestra hermana.

Al oír estas palabras cruzó una sospecha por la frente de Randolfo. Quedó en silencio unos instantes, y luego dijo:

—No hay más que un hombre que pueda desear mi muerte.

—¿Quién es? —preguntaron a una vez Morton y Diego.

—No puede ser más que Braxley, el tutor del niño que se supone murió abrasado en una posada de Durango y a quien mi tío dejó toda su fortuna. Ese bribón, testamentario de mi tío, tiene interés en que desaparezcamos mi hermana y yo, por temor de que un día reclamemos la herencia que tiene entre sus manos. Tengo la convicción de que es él.

—Y yo también —dijo Morton—. Ese Braxley debe de haber pagado a los indios que han bajado a la pradera. Esos miserables no son más que mercenarios a las órdenes de Doc y de Buitre Negro para ganarse el premio prometido por vuestro enemigo.

—Ahora sí creo que mi hermana está en peligro —exclamó Randolfo.

Buitre Negro no tendrá escrúpulos en asesinarla —añadió Morton—. Es, pues, necesario obrar prontamente, amigos; sois valientes y yo estoy decidido a todo. Partamos pronto, marchemos sin detenernos y persigamos a esos bandidos. Podemos hacer mucho, aunque no somos más que tres.

—Quisiera saber antes —dijo Diego a Randolfo— cómo ha podido Braxley apoderarse de los bienes de vuestro tío.

—Presentando un testamento, hecho hace algún tiempo, por el cual se le nombraba tutor del niño.

—¿No habéis dicho que el niño había muerto?

—Cierto, Diego. Pero Braxley sostuvo que se trataba de una invención mía y siguió siendo tutor a pesar de mis protestas.

—¿Cómo se llamaba el muchacho?

—Horis.

—¿Vuestro tío le había adoptado?

—Sí, Diego.

—¿Qué clase de persona era?

—Un mal muchacho, ocioso, vagabundo, que ya había tenido que ver con la justicia. Mi tío, que le quería bastante, para evitar disgustos, le envió a las fronteras a guerrear contra los indios, esperando que esto le corregiría. Entonces fue cuando desapareció en un incendio.

—Debe de ser Braxley el hombre del turbante rojo que hablaba con Abel Doc —dijo Morton—. El tunante ha conseguido algo de lo que se proponía, pero ahora nos veremos las caras. Amigo Braxley, pronto nos encontraremos.

—¿No sería conveniente buscar ayuda para perseguir a esos bandidos? —preguntó Diego.

—¿Buscar ayuda? ¿Y de quién? Ya os he dicho que todos los hombres válidos del fuerte están sobre las armas para rechazar las bandas de comanches que se han visto marchar hacia el Oeste. No podemos contar más que con nuestras fuerzas.

—¿Dónde habrán llevado a mi hermana? —dijo Randolfo, suspirando—. ¡Pobre Mary! ¡Cuánto sufrirá no viéndome a su lado! Seguramente me cree ya muerto y sin cabellera.

—Pronto la encontraremos —replicó Morton—. Había jurado no derramar sangre humana, porque así lo enseña la religión; pero ahora os aseguro que no perdono a ninguna de esas serpientes. Randolfo, estoy presto a ayudaros con todas mis fuerzas y salvaremos a vuestra hermana de las garras de Buitre Negro. Encontraremos a ese jefe cruel. Mi fiel Periquillo sabrá encontrar el rastro de ese ladrón, y nosotros le seguiremos mientras nuestros caballos tengan fuerzas.

—Bien dicho —exclamó Diego—; no perdamos el tiempo en inútiles discursos y pongámonos en camino, antes que los indios se alejen del río Pecos.

—Marchemos —dijo Randolfo, levantándose—. Antes que salga el sol estaremos en las orillas del río.

Apagaron el fuego para evitar que alguna chispa prendiese las hierbas de la pradera, cargaron las armas cuidadosamente y montaron a caballo. Llevaban también los de los tres indios, por si los primeros se cansaban de aquella caza encarnizada.

A las nueve de la; noche, cuando la luna aparecía detrás de las montañas, los tres hombres dejaban el campamento, precedidos de Periquillo, que brincaba entre las hierbas y ladraba alegremente.

CAPITULO XIX. LOS BANDIDOS DE LA PRADERA

La noche estaba tranquila y serena.

La luna, brillando en medio del cielo, iluminaba la inmensa pradera hasta los lejanos bosques que señalaban el curso del río Pecos. Nada se oía entre las hierbas. Hasta los lobos coyotes, abundantes en aquellas regiones, parecían haber desaparecido después de la retirada de los indios.

Los tres hombres, guiados por Periquillo, cuyo olfato era verdaderamente maravilloso, avanzaban en silencio mirando atentamente los matorrales que crecían aquí y allá, por si ocultaban algún indio.

Los tres estaban pensativos y preocupados. Aun cuando eran valientes y tenían costumbre de la vida aventurera, el pensar que en breve lucharían con formidables adversarios, cinco o diez veces más numerosos, despertaba en sus almas no pocos temores.

Randolfo, especialmente, estaba muy taciturno. Seguramente el valiente joven pensaba en los graves peligros que corría su hermana, mucho más ahora, que sabía andaba de por medio Braxley, su mortal enemigo, para robarles la enorme fortuna de su tío.

Caminaron toda la noche sin encontrar un solo indio y sin cruzar más que poquísimas palabras.

Era ya de día cuando llegaron a las márgenes de un afluente del río Pecos flanqueado por añosos y espesos árboles.

El cuáquero, prudente siempre, hizo detener a sus compañeros, y dirigiéndose a Periquillo, que olfateaba las hierbas con cierta precipitación e inquietud, le preguntó:

—¿Qué es eso, Periquillo?

El perro levantó la cabeza, miró a su amo y dio dos agudos ladridos.

—Te entiendo —dijo el anciano—; por aquí han pasado muchos indios.

Diego, admirado, preguntó:

—¿Pero de verdad le entiende?

—Nos entendemos perfectamente.

—¿Están cerca los indios?

—Si así fuera, Periquillo estaría más inquieto.

—¿Conocéis este río?

—Admirablemente; si le seguimos, llegaremos pronto a la aldea de Buitre Negro.

—Pero ¿queréis que vayamos allá? —dijo Randolfo.

—Si seguimos otro camino, no alcanzaremos a vuestra hermana. Los indios hacen largas jornadas.

—Yo creía que los guerreros de Buitre Negro habrían ido hacia el fuerte con las bandas de los comanches.

—¿Qué les importa a ellos el fuerte? Saben que allí les es más fácil ser vencidos que vencedores. Ellos quieren la paga que les ha prometido Braxley.

—¿Cómo asaltaremos la aldea? ¿Estará muy poblada?

—Obraremos con malicia; de otro modo no conseguiríamos nada, aun cuando fuésemos veinte. Los pieles rojas son terribles guerreros y se defienden bien.

—Demasiado lo sé.

—Nos acercaremos sin despertar sospechas, y armándonos de paciencia esperaremos un momento oportuno para libertar a vuestra hermana. Ya sabéis que los indios son muy aficionados a cazar y que de cuando en cuando emprenden expediciones a los bosques con este fin. Aprovechando una de estas expediciones, podemos entrar en la aldea.

—¿Y si mientras tanto atormentan a mi hermana?

—Supongo que no lo permitiría Doc. Le llaman Corazón Duro, pero está Telie de por medio y sabrá defender a su amiga.

—Yo también confío en esa niña, que es afectuosa y enérgica.

—Sí, Randolfo; yo la conozco desde pequeñita y sé de lo que es capaz. Hasta las iras de su padre desafiará con tal de proteger a vuestra hermana.

—¿Vamos, amigos? —interrumpió Diego—. Perdemos mucho tiempo.

—Estoy dispuesto —dijo Randolfo.

—No hay que precipitarse. Periquillo no está tranquilo, y esto es señal de que hay algún peligro en el río.

—¿No queréis atravesarlo? —preguntó Randolfo.

—Al contrario, lo pasaremos inmediatamente y acamparemos en la otra orilla.

Llamó a Periquillo, lo cogió en brazos y obligó a su caballo a entrar en el río, sin decir a Randolfo y a Diego que preparasen los fusiles.

En contra de las pesimistas prevenciones de Morton, la travesía se hizo con facilidad.

Sin embargo, apenas llegaron a la orilla, Periquillo ladró tres veces sordamente.

—Un peligro nos amenaza —dijo Morton.

—¿Serán los indios? —preguntó Randolfo.

—No; alguna fiera.

—Preferible a los pieles rojas —añadió Diego.

—¿Y si fuese un oso?

—Avancemos con precaución —repuso el cuáquero.

Estuvieron un momento escuchando atentamente; no oyeron nada, y como también el perro estaba más tranquilo, atravesaron la selva que se extendía a orillas del río.

Apenas salieron de ella se ofreció a sus ojos una casa de buen aspecto, rodeada de una empalizada. Únicamente el techo se encontraba en mal estado, pues estaba hundido y quemado por algunos sitios.

Diego dejó escapar un grito de sorpresa.

—Yo conozco este lugar —exclamó.

—¿Qué lo conocéis? —dijeron a un tiempo Morton y Randolfo.

—Sí; es la casa de Sombrero; ¿no habéis oído hablar de él?

—Nunca —contestó el joven.

—¿Ni de su hija Carmencita?

—Muchísimo menos.

—¿No sabéis que ésta era una intrépida amazona de las praderas?

—No, Diego; no sé de quién se trata.

—¿Y vos, Morton?

—Si he de deciros la verdad, creo haber oído hablar algo; ¿no tienen relación con una historia de bandidos?

—¡Y qué bandidos! —explicó Diego—. A mí me ocurrió en esta casa una romántica y extraordinaria aventura, pocos meses antes de que la hermosa hija de Sombrero fuese ahorcada por las tropas mejicanas.

—¿Es interesante esa historia? —preguntó Randolfo.

—¡Ya lo creo! Os la contaré mientras almorzamos. Entremos; la casa está deshabitada y podemos pasar el día a cubierto.

Espolearon los caballos, y en pocos minutos estuvieron delante de aquella habitación.

Era una linda construcción de madera, con un solo piso y un hermosa galería, que, aunque hundida en parte, la rodeaba.

Las impostas se habían caído y las columnas que sostenían la galería estaban ennegrecidas por el humo.

Por delante se extendía un jardincillo cercado; los hierbajos habían sofocado casi todas las plantas útiles; se notaba que aquello estaba abandonado desde hacía largos años.

Diego parecía conocer muy bien la finca; empujó la puerta, que estaba a medio cerrar, y condujo a sus amigos a una habitación desamueblada, cuyas paredes estaban bastante deterioradas.

—Aquí descansaremos —dijo—. En esta habitación es donde vi a la pobre Carmencita.

—¿De quién se trata, Diego? —preguntó Randolfo.

—De la hija de un bandido. Sin embargo, ¡qué muchacha más buena! Lástima que la policía mejicana la haya ahorcado.

—Preparemos el almuerzo —interrumpió Morton—; luego hablaréis cuanto queráis.

Abrió sus alforjas y sacó harina, jamón salado y medio frasco de aguardiente. Con esto preparó una especie de tortas que puso a cocer entre la ceniza caliente. Luego llamó a sus compañeros, que estaban viendo la casa.

Comieron de prisa, dejaron a Periquillo de guardia a la puerta del cercado y se echaron bajo un árbol grandísimo que crecía en medio del jardín.

—Ahora, amigo Diego —dijo Randolfo—, contadnos vuestra interesante historia.

—Parece que os pica la curiosidad.

—Todas las historias de la pradera me gustan.

—Y, además, engañaremos al tiempo —añadió Morton, encendiendo una enorme pipa.

Diego principió en estos términos:

—Lo que voy a contaros ocurrió hace unos seis años.

»Yo era entonces agente de una Compañía minera que tenía su casa principal en Messillo, cerca del río Norte.

»Desde hacía algún tiempo las caravanas encargadas de llevar el oro a las minas eran saqueadas al pasar por las praderas, y no ciertamente por los indios, sino por una partida de hombres blancos que debían de habitar a lo largo de las riberas del río Pecos.

»Las tropas mejicanas organizaron varias expediciones para apresarlos, pero no lo lograron. Aquellos bribones escapaban siempre a toda pesquisa. Un día me llamó el director de la mina, encargándome que formase una columna de hombres escogidos para dar caza a los ladrones, y, si era posible, destruirlos. Se sabía que su jefe era un hombre apodado Sombrero, ignorándose cuántos eran y dónde se reunían.

»El deseo del director se realizó prontamente, y me encontré al frente de doce hombres, que montaban veloces caballos y estaban admirablemente armados.

«Dejé el río Norte, dirigiéndome al río Pecos, y durante tres o cuatro días escudriñé aquella selva, sin obtener resultado.

»Una mañana monté en un caballo que era muy fogoso y me adelanté mucho a mis compañeros.

»A eso de mediodía llegué a un sendero arenoso, en el que me pareció distinguir huellas recientes de varios caballos. Era la primera vez que entraba en aquel lugar, que, abundantísimo en nogales, cactos y encinas, parecía una verdadera selva virgen.

»Sin dudar un momento me dije que aquel sendero debía conducirme con toda seguridad a algún lugar habitado. Un cuarto de hora después me encontraba en una explanada, en cuyo centro se alzaba una magnífica casa.

»Mi primer pensamiento fue que sería el refugio de la partida de Sombrero, y dudé si entrar o no.

»Mi caballo olfateó la caballeriza y el pienso y relinchó débilmente.

»Demasiado tarde para esconderme, no bajé de la montura, pero armé el fusil.

»En aquel momento un enorme perro de guarda empezó a ladrar furiosamente. Se abrió la puerta y apareció una joven hermosísima.

»—¡Floc! ¡Calla, Floc! —dijo con voz sonora.

»El perro obedeció.

»La joven me miró con cierto interés mientras decía:

»—Señor, entre a descansar en la casa de mi padre y le aseguro que no tendrá quejas. Sois nuestro huésped.

»Dicho esto, y sin esperar mi respuesta, llamó a un criado negro para que llevara mi caballo a la cuadra.

»Después, con amable solicitud, me rogó que la siguiese.

»—Tenga la bondad de esperar un momento, vuelvo en seguida.

»Mientras la joven se alejaba, examiné con curiosidad aquella estancia, amueblada con un lujo desacostumbrado en las fronteras mejicanas. Suntuosos tapices de Oriente, telas de gusto exquisito, sillas magníficas, cómodas y poltronas, todo se unía invitando al reposo y, caso extraordinario, encima de un velador se veían libros franceses, ingleses y españoles ricamente encuadernados.

»Me preguntaba qué significaría aquel conjunto en pleno desierto, cuando el roce de un vestido de seda me advirtió que volvía la señorita.

»—Perdonad que haya tardado —dijo, sentándose en el sofá y arreglando con gracia los pliegues de su vestido azul—. ¿Venís de muy lejos?

»—Sí, señora —contesté yo, que caminaba de sorpresa en sorpresa—; vengo de Messillo.

»—Debéis de tener apetito; ahora, almorzaremos.

«Dio algunas órdenes y poco después nos sentábamos a una mesa espléndidamente servida.

»La comida fue animada, contribuyendo la gracia de la joven a aumentar el encanto.

»Charlando, charlando, me dijo que vivía con su padre y que era muy rica; pero no el motivo de habitar aquella casa perdida en la pradera.

»Estábamos tomando el café cuando me dijo:

»—¿Me podrá usted decir qué es lo que le trae a estas lejanas regiones?

»—Una cosa sencillísima —contesté incautamente—. Tengo el encargo de destruir la partida capitaneada por Sombrero.

»—¡Ah! ¿Sin duda os referís a esos bribones que desvalijan a los viajeros en los caminos principales?

»—Justamente; y dicen que la hija del jefe manda a menudo la tropa de bandidos.

»—Despertáis mi curiosidad, señor mío —replicó la joven—. Contadme la historia.

»No esperé que insistiera, y me puse a contarle todo lo que sabía de aquella capitana de bandidos.

»Según decían, era temeraria y audaz dirigiendo las expediciones, muchas de las cuales trazaba ella misma.

»Fascinado por la conversación de mi amable anfitriona, olvidé que era necesario ponerme en camino y dejé pasar el tiempo. Al ponerse el sol me dispuse a partir.

»—Perdonad, caballero —dijo la joven—; pero no me dejaréis antes de que llegue mi padre, a quien quiero presentaros. Deseo que le conozcáis.

»—Imposible, señorita; mis hombres me esperan.

»—¡Vuestros hombres! —exclamó—. ¿Eso quiere decir que mandáis una compañía de soldados?

»Contesté afirmativamente, y añadí:

»—Les llevo un día de ventaja; llegarán aquí mañana por la mañana, y quiero reunirme a ellos para indicarles el camino.

»—¡Tanto mejor! Quedaos, señor mío; vuestros soldados os encontrarán aquí y esperaréis a mi padre mientras yo doy algunas órdenes para la cena.

»Carmencita, tal era el nombre de la linda joven, me había fascinado. Cedí a sus instancias, y me quedé, confiado en la sagacidad de mis hombres para encontrarme. Cuando la hermosa muchacha reapareció, me anunció el regreso de su padre.

»No tardó éste en presentarse; era un hombre de estatura colosal, rostro bronceado, barba espesa y negra y largos cabellos del mismo color.

»Después que Carmencita nos hubo presentado, su padre me preguntó si era cierto que yo buscaba al bandido apodado Sombrero.

»—Certísimo —dije—. ¿Sabréis decirme si se encuentra por esta vecindad?

»—Tal creo —respondió—. ¿No habéis visto cuando veníais una pequeña explanada, distante unas cuatro millas?

»—La he visto —contesté.

»—Por allí debe de tener su guarida el bandido. Pero os advierto que esto no es más que una sospecha mía. A nadie absolutamente se la he confiado.

»Poco tiempo después nos sirvieron la cena, y, terminada ésta, aunque insistieron en que pasase allí la noche, monté a caballo para buscar a mis hombres.

»Iba a trasponer el cercado, volví la cabeza hacia la casa y, con gran admiración, vi que Carmencita me hacía señas de detenerme.

»Obedecí y vino a mi encuentro. Cuando llegó a mi lado me dijo con misterio:

»—Os prevengo que corréis graves peligros. Vigilad.

»Al mismo tiempo me entregó una carta; pero exigiéndome promesa de no leerla hasta haberme reunido con mis hombres.

»Reanudé mi marcha, avanzando con precaución para evitar aquellos peligros que me amenazaban.

»Habría recorrido un par de millas, cuando oí una especie de silbido.

»Un momento después caía del caballo, con los brazos pegados al cuerpo. Un lazo me había aprisionado. Traté de coger el cuchillo que llevaba a la cintura, para cortar aquella maldita cuerda; pero no tuve tiempo.

»Sentí que me arrastraban velozmente y experimenté un choque violentísimo que me hizo perder casi el sentido.

»Vi, sin darme cuenta exacta, a un hombre enmascarado que se inclinaba sobre mí, comprimiendo mis narices con algo que supuse sería una esponja empapada en algún anestésico.

»El caso es que me desmayé completamente.

»Cuando volví en mí estaba solo.

»Mi caballo pacía a corta distancia y estaba muy tranquilo. Me levanté para buscar mis armas; no las habían tocado. Lo único que había desaparecido era el estuche de las pistolas.

»Tampoco me habían robado el dinero que llevaba.

»Confesaréis, amigos, que la aventura era extrañísima y absolutamente inexplicable, al menos por el momento; pero con la mayor presteza me dirigí a una plantación que había a no mucha distancia. Allí estaban mis hombres. Y ahora llega lo bueno.

»Por la noche, algunos de aquellos soldados vinieron a esta casa, que afirmaban era la guarida de Sombrero, y la encontraron vacía.

»Lo que sí encontraron fue muchos sacos de las minas de Messillo y muchísima correspondencia, pues los audaces bandidos asaltaban hasta los coches correos.

—Pero la joven, ¿quién era? —preguntaron a la vez Morton y Randolfo.

—¿No lo adivináis? Era la hija de Sombrero, la capitana.

»Dos días después, cuando volvía a Messillo, me llamó uno de los propietarios de la mina, y me dijo:

»—¿Habéis perdido el estuche de las pistolas?

»—Cierto —respondí—. Debo de haberlo perdido a pocas millas del refugio de Sombrero.

»—Pues bien: aquí lo tenéis.

»Lo cogí y busqué la carta de Carmencita, que había metido allí.

»Estaba intacta. Rompí el sobre y leí:

«Le saluda afectuosa, Carmencita Sombrero».

—¿Y no volvisteis a saber nada de tan valiente muchacha?

—Sí; dos meses después, en una audaz expedición, las tropas del Gobierno mejicano capturaron a toda la partida. El padre murió en la lucha y la joven fue ahorcada. Dicen que afrontó la muerte con serenidad y sin manifestar la menor emoción.

»Aquella hermosa muchacha valía más que diez hombres, os lo aseguro.

CAPITULO XX. LIBERACIÓN DE RALF

Al anochecer, Randolfo y sus dos amigos, descansados ya, pues habían dormido buena parte del día, dejaban la casa del bandido, para seguir la pista de los indios de Buitre Negro.

Morton creía que, caminando rápidamente, llegarían por la mañana muy cerca de la aldea india, salvo algún caso imprevisto, pues no podía asegurarse que la noche transcurriese tranquila en aquellas regiones, habitadas por los guerreros rojos.

Estos temores estaban justificados por la conducta de Periquillo.

Este inteligente animalito no estaba tranquilo. A cada momento se detenía, dudando entre avanzar o retroceder, y miraba a su amo, ladrando de una manera que nada bueno presagiaba. Parecía presentir la proximidad de algún enemigo, hombre o animal, pero no era posible saberlo con certeza.

Morton, como entendía al perro, se conducía con extremada prudencia. El terreno estaba todavía cubierto de bosque, y antes de hacer avanzar al caballo interrogaba a Periquillo. Si éste se paraba, esperaba a que reanudase la marcha.

—Algún peligro nos amenaza —dijo a Randolfo y a Diego.

—Pero ¿cuál?

—Si Periquillo pudiese hablar, me lo diría en seguida; no creo que pretendáis que venga a decirme al oído cuál es el peligro que se esconde entre estos árboles. Ya hace bastante con advertirme que sea prudente.

—¿Estamos aún lejos de la aldea? —dijo Randolfo.

—No la veremos hasta mañana por la mañana.

—Entonces es posible que en este bosque se esconda algún espía indio.

—No; si hubiese cerca algún indio, Periquillo obraría de otro modo.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Diego.

—Quedaos aquí hasta mi vuelta.

—¿Vais a explorar el bosque?

—Sí, amigos; quiero saber a qué atenerme.

—¿Por qué no vamos todos juntos? —interrumpió Randolfo.

—Un hombre solo puede andar por todas partes, avanzar, retroceder o esconderse; pero tres, y a caballo, no podríamos hacer nada sin ser descubiertos inmediatamente. Quedaos aquí, y yo iré de descubierta con Periquillo. Dentro de algunas horas estaré de vuelta.

—Haced lo que queráis —dijo Diego—. Estaremos preparados para ir en vuestro auxilio al primer tiro que disparéis.

El cuáquero se apeó del caballo y lo entregó a sus compañeros, armó el viejo fusil y, recomendándoles que no se inquietasen, desapareció entre los árboles, precedido del perrillo.

Diego y Randolfo se habían detenido en un espeso grupo de arbustos. Ataron los caballos y encendieron sendos cigarrillos, charlando en voz baja.

Apenas transcurrió un cuarto de hora, cuando a corta distancia resonó un grito humano.

Randolfo y Diego se pusieron en pie de un salto.

—¡Ha sido Morton! —exclamó Randolfo.

—¿Le habrán asaltado los indios?

—Corramos, amigo.

Se internaban entre los árboles en el momento en que se oía un disparo del fusil del cuáquero. Poco después pudieron presenciar una escena terrible.

Morton había sido atacado por una familia entera de osos negros. El macho, la hembra y tres oseznos se dirigían contra él, que, apoyado en el tronco de un árbol, los amenazaba con la culata del fusil, lo cual no era bastante para mantener a raya a tan feroces animales.

Randolfo y Diego apuntaron, pero bajaron inmediatamente los fusiles, pues Morton parecía servir de escudo al macho.

Aquella fiera, de gigantescas proporciones, estaba casi encima de Morton, tratando de cogerle entre sus peludas zarpas para ahogarle, rompiéndole las costillas.

—¡Morton! —gritó Diego—. ¡Echaos atrás!

Al decir esto, hizo señas a Randolfo de no moverse y avanzó resueltamente hacia los plantígrados con el dedo en el gatillo del fusil.

El cuáquero, viendo llegar aquel inesperado socorro, y no pudiendo defenderse por tener el arma descargada, dio un salto atrás, yendo a refugiarse tras el tronco de un árbol.

Era aún tiempo de prestar ayuda al desgraciado explorador. Había herido al macho de un tiro; pero el animal, en lugar de detenerse, se enfureció más y se lanzó contra el cuáquero.

Diego, de un salto, se puso a la derecha de Morton, afrontando valerosamente al terrible adversario.

Apuntó e hizo fuego con rapidez. La bala dio al oso en medio del pecho; el animal no cayó aún, sino que, cada vez más furioso, trataba de abrazar al cazador.

En este momento disparó Randolfo. La bala dio en la cabeza del oso, derribándolo.

La hembra, viéndolo caer, se apresuró a vengarle.

Entre tanto, el cuáquero había vuelto a cargar el fusil.

Sonó otro disparo, y el segundo enemigo cayó para no volver a levantarse.

—Ahora, a los oseznos —dijo Randolfo.

—No vale la pena de que nos ocupemos de ellos —replicó Morton—. Son tan pequeños, que dudo puedan sobrevivir.

—Si tuviésemos tiempo, podríamos apoderarnos de alguno y asarlo, pues su carne es muy delicada.

—Llevamos mucha prisa para poder preparar ese almuerzo —dijo Diego—. Recojamos nuestros caballos y emprendamos la marcha.

—¿Sería éste el peligro que nos amenaza? —pregunto Randolfo.

—Lo supongo, pues Periquillo está ahora más tranquilo.

—¿Habría olfateado los osos?

Periquillo tiene un olfato sorprendente. Distingue un indio de un bisonte o de un ciervo.

—Partamos —dijo Diego.

Cargaron los fusiles y montaron a caballo, abandonando en seguida aquel lugar.

La selva volvía a espesarse; en aquellos contornos se veían numerosos pantanos y no pocas corrientes de agua, todas afluentes del río Pecos, que mantenían la humedad del terreno.

Éste se iba alzando lentamente, como si fuera a volverse montañoso: los viajeros no verían las praderas por entonces.

Los tres amigos marcharon con rapidez considerable, pues había varios senderos trazados por la mano del hombre y otros por el paso, de los animales.

Durante la mañana no turbó su marcha ninguna aventura y Periquillo se mantuvo tranquilo.

Al mediodía encontraron un grupo de ciervos; mataron uno, lo despellejaron y pusieron a asar un trozo escogido. Este fue su almuerzo.

Descansaron algunas horas, y Morton, que quería llegar a la aldea de Buitre Negro al caer de la noche, para no ser descubierto y obrar con toda seguridad, dio orden de montar a caballo.

Se encontraban en el centro de varias colinas pobladas de bosque y riquísimas en caza. Los ciervos y los pavos silvestres pacían tranquilamente, sin asustarse por la presencia de aquellos hombres.

Morton, que en todo se fijaba, dijo:

—He aquí una buena señal.

—¿Por qué? —preguntó Randolfo.

—Si los indios hubiesen pasado por aquí, estos animales estarían asustados.

—¿Luego nos hallamos aún lejos de la aldea?

—Cuando hayamos atravesado esta colina, la veremos.

Media hora más tarde llegaron a un valle cubierto de plantas de alto tallo, atravesado en toda su longitud por un río.

Morton, viendo que todo estaba tranquilo, se dispuso a dar la orden de detenerse a la sombra de aquellas plantas para proporcionar algún descanso a los caballos.

Ya había detenido el suyo, cuando vio que Periquillo se mostraba inquieto.

—Mi perro ha olfateado a algún enemigo —dijo el anciano, dirigiéndose a Randolfo y a Diego—, y no parece dispuesto a detenerse aquí.

—¿Y si se engaña? —preguntó Randolfo.

Periquillo no se engaña jamás.

—¿Avanzamos algo más?

—Opino que debemos subir a aquel cerro que tenemos enfrente y explorar desde allí el terreno. Si hay algún campamento indio, lo descubriremos fácilmente. ¿Queréis venir conmigo, Randolfo? Diego cuidará de los caballos.

—Estoy dispuesto a seguiros —dijo el joven.

—Tú, Diego —añadió Morton—, escóndete entre aquellas plantas, y si ves algo sospechoso, da un silbido.

—No soy miedoso —replicó el mejicano.

Morton cogió el fusil, llamó al perrillo y subió al cerro, seguido del joven.

Llegaron a la cima, que se alzaba aislada y cubierta de plantas, y el cuáquero advirtió que Periquillo había tenido mucha razón para mostrarse inquieto.

—Mi valiente perrillo había olfateado el paso o la presencia de nuestros enemigos —dijo, volviéndose a Randolfo.

—¿Qué habéis descubierto? —preguntó éste.

—Pieles rojas escondidos en aquel valle.

—¿Dónde están?

—En aquel vallecillo. Mirad, allí, bajo aquellas plantas.

Randolfo se puso de puntillas y vio bajo un grupo de árboles, situado en un valle lateral y bastante reducido, cinco indios sentados alrededor de una hoguera y hablando con animación.

—Hay algún otro cerca de las plantas.

—Eso no me parece un piel roja.

—No; es un infeliz blanco.

—¿Lo veis bien?

—Sí, Randolfo; debe de ser un explorador de la pradera que ha tenido la desgracia de dejarse coger por esos bandidos.

—Se levantan y van hacia el prisionero. ¿Qué quieren hacer con él?

—Se preparan a darle tortura.

—¿Y los dejaremos, Morton?

—Lo siento muchísimo. Pero me parece una gran imprudencia tratar de salvarle.

—No son más que cinco.

—Pero puede huir alguno y avisar nuestra presencia a los habitantes de la aldea de Buitre Negro.

—Con Diego somos tres y podemos matarlos a todos.

—¿Quién nos lo asegura? Si huye uno sólo, vuestra hermana está perdida y nosotros también.

—No importa; yo no puedo ver martirizar a ese hombre, quiero intentar salvarlo.

—Busquemos a Diego; ese valiente decidirá.

Iban ya a marcharse, cuando vieron que los indios se levantaban y rodeaban al prisionero bailando, golpeándole con las astas de las lanzas y dando agudos gritos de alegría.

El desgraciado, irritadísimo por tan cruel tratamiento, en lugar de estarse quieto para evitar algo peor, hizo rápido uso de los brazos, pues los tenía libres.

Dio un puñetazo en el pecho al indio que tenía más cerca, haciéndole caer a seis pasos de distancia, y se preparaba a hacer lo mismo con otro.

Pero los demás se le echaron encima, le ataron los brazos y continuaron golpeándole, alzando al mismo tiempo las hachas, como si quisieran romperle la cabeza.

Randolfo no pudo contenerse.

—Morton —dijo resueltamente—, vamos a arrancarle de esos reptiles.

—No nos precipitemos.

—Os aseguro que, pase lo que pase, he de socorrer a ese desgraciado.

—Os seguiré, ya que lo deseáis. Dios no permitirá que esta buena acción perjudique a vuestra hermana.

Descendieron de la colina, ocultándose entre las plantas, y llegaron junto a Diego, al que contaron cuanto habían visto.

El valiente explorador contestó:

—Yo no vacilo; cuando hay indios que matar, siempre estoy dispuesto. Tengo que vengar a mis amigos despedazados por esos miserables habitantes de la pradera.

—¿Cómo los asaltaremos? —preguntó Randolfo—. Propongo que nos dividamos y que descarguemos todos a un tiempo las armas, empuñando luego los cuchillos.

Morton, después que escuchó al joven, dijo:

—Me parece mejor atacar reunidos. Acerquémonos al campamento sin ruido, esperemos que terminen su danza y hagamos una buena descarga con los fusiles y las pistolas. Es casi seguro que ninguno escapará con vida, pues todos somos hábiles tiradores.

—Aprobado —dijeron a una vez Randolfo y Diego.

—Yo iré delante con mi perro; vosotros me seguiréis a cierta distancia.

Antes de emprender la marcha inspeccionaron las armas y cambiaron las cápsulas. Luego se pusieron en camino.

Morton llamó al perro y avanzó bajo los árboles, acercándose a un desfiladero que debía conducirlos a las proximidades del campamento indio. Diego y Randolfo le seguían silenciosamente a unos veinte pasos de distancia.

Llegados al desfiladero, el cuáquero llamó con una seña a sus amigos y les dijo:

—Vamos por buen camino.

—¿Los veis? —preguntó Diego.

—Todavía no.

—¿Cómo sabéis entonces que nos acercamos al campamento enemigo?

—Mi perro me ha avisado que los indios no están lejos.

—Los sorprenderemos con una descarga a quemarropa y caerán todos.

Después de un corto descanso se reanudó la marcha, siguiendo el torrente que corría por el fondo del desfiladero.

Llegaron a unos matorrales que crecían al extremo opuesto, y Morton se paró de nuevo, escondiéndose tras un árbol de grueso tronco.

—Ahí están —dijo, volviéndose a sus compañeros.

Randolfo y Diego se le reunieron y se escondieron tras él.

El campamento indio estaba a quince pasos.

Los pieles rojas, después de haber bailado en torno al prisionero y de haberle maltratado, se sentaron nuevamente cerca del fuego, seguramente para discutir el género de muerte que iban a aplicar al pobre hombre.

Randolfo deseaba saber por quién exponía su vida y la de sus compañeros; pero el prisionero le volvía la espalda y no pudo ver más sino que era robusto y de gran estatura. Estaba atado al tronco de un árbol, y, cerca de él, un indio armado de un hacha montaba la guardia.

Los cuatro discutían animadamente, señalando al prisionero y haciendo gestos amenazadores.

—Lo primero de todo es matar al que vigila al prisionero —dijo Morton—, pues si no, matará él a ese desgraciado de un hachazo.

—Yo me encargo de él —replicó Diego— y el primero en caer.

—Randolfo y yo —continuó Morton— haremos fuego sobre los otros, y no quedarán más que dos, a los cuales venceremos fácilmente.

—Lo que os recomiendo sobre todo es que no permitáis la huida a ninguno, pues si alguno lo lograse no podríamos acercarnos a la aldea de Buitre Negro.

—Pues bien, enviemos nuestras balas a la cabeza de esas fieras. ¡Fuego!

Se oyeron tres detonaciones. Dos indios cayeron; uno de ellos, el vigilante del infeliz prisionero.

La tercera bala se perdió, pues los indios se levantaban en aquel momento.

El humo azulado de los disparos ocultó por un momento a los blancos.

Los indios se habían levantado de un salto, cogiendo las armas. Viendo el humo, dispararon en aquella dirección sus fusiles, sin esperar a ver a los enemigos. Luego levantaron las hachas de combate y se lanzaron entre las plantas.

—¡Al ataque! —gritó Morton.

Uno de los indios apuntó al pecho del anciano, sonriendo feroz. Un momento más y el cuáquero hubiera caído abatido de un balazo.

El prisionero no permaneció inactivo. Comprendió que venían a salvarle, hizo un esfuerzo y logró romper las cuerdas que le sujetaban, cayendo sobre el indio que iba a matar al cuáquero.

Con un terrible puñetazo le hizo rodar al suelo, y se volvió hacia los otros para ayudar a sus salvadores.

El indio se incorporó de un salto y se le puso delante, cerrándole el camino.

Una lucha desesperada dio entonces principio entre el prisionero y su adversario.

Morton, que en aquel momento no tenía cerca enemigos, se lanzó en socorro del prisionero. Le faltó tiempo. Los dos adversarios rodaron al extremo del desfiladero y cayeron al río, que serpenteaba debajo de ellos.

El cuáquero se dispuso a correr en ayuda del prisionero; pero oyendo gritar a Randolfo y a Diego, enarbolando el hacha se precipitó al teatro de la lucha.

Otro indio había acudido en ayuda de sus compañeros; debía de ser el jefe de la expedición, a juzgar por la mayor cantidad de plumas de su diadema. Al ver al cuáquero se dirigió a él con el hacha levantada y amenazándole con darle en la cabeza.

—¿También estás tú aquí? —gritó Morton.

—Yo mataré al «rostro pálido» —repuso el guerrero.

—¡Lo veremos! ¡En guardia!

Las armas chocaron con terrible fragor y volaron en pedazos.

Morton estrechó a su enemigo entre sus robustos brazos, y, dándole una fuerte sacudida, le tiró al suelo y, poniéndole una rodilla en el pecho, le apretó la garganta.

—¡Muere, miserable, como todos los de tu raza! —gritó el cuáquero hiriéndole con el puñal.

Cuando Morton se levantó, su adversario había muerto.

Entonces se dirigió al encuentro de Randolfo, al que había visto luchando con uno de los últimos indios. El joven trataba de arrojar al río a su enemigo. Éste le había atacado con el hacha; pero resbaló, cayendo al suelo, y entonces Randolfo se precipitó sobre él.

La lucha era peligrosa, pues siendo el indio ágil y robusto, había conseguido quedar encima de su adversario.

Morton llegaba muy oportunamente.

—Voy en su ayuda, Randolfo —le gritó.

Cogió una de las hachas de los indios, y con un solo golpe puso fuera de combate y para siempre al piel roja.

Al mismo tiempo, Diego luchaba con el superviviente a cuchilladas.

Ambos habían abandonado los descargados fusiles. Las hachas estaban hechas pedazos. Diego perseguía a su adversario y le había obligado a retroceder y refugiarse tras una roca que dominaba el curso del agua.

El indio, al notar que tenía el vacío a su espalda, opuso una vigorosa resistencia.

Diego cogió una enorme piedra que encontró a su alcance y se la arrojó con toda su fuerza, rompiéndole la cabeza.

El desgraciado, cegado por la sangre, soltó el arma que hasta entonces le había defendido. Una parte de la roca en que se apoyaba se desprendió, rodando al río juntamente con el indio.

—¡Diego! —exclamó Morton en aquel instante, acercándose al oír el ruido.

—¡Pronto, un fusil! —gritó el explorador.

El indio, aunque herido gravemente, subió a la superficie y comenzó a nadar hacia la orilla opuesta. Si conseguía alcanzarla, podía ser causa de la muerte de todos, y aun de la misma Mary.

—¡Matémosle! —exclamó Randolfo, que llegaba en aquel momento—; de lo contrario, avisarán a Buitre Negro de nuestra presencia.

Morton dirigió una mirada a su alrededor, y viendo en el suelo el fusil del centinela, lo cogió. Afortunadamente, estaba cargado.

—Dámelo —exclamó Diego—; no he errado nunca un tiro.

Poco después el indio se hundía alcanzado por un balazo en la cabeza.

—¿Y el prisionero? —preguntó Randolfo—. ¿Dónde está?

—Le he visto caer al río luchando con un indio —contestó Morton.

—¿Habrá muerto? Sentiría muchísimo no volverle a ver.

—Trataremos de encontrarle; yo sé dónde han caído.

Volvieron al campamento y se dirigieron hacia la orilla, gritando a voz en cuello:

—¡Amigo! ¡Amigo!

Un momento después oyeron contestar:

—Ya voy, señor Randolfo.

—¡Randolfo! —exclamaron a una vez Diego y Morton, mirando al joven—. El prisionero os conoce.

—¿Quién sois? —preguntó el hermano de Mary.

—Esperad un instante.

Un hombre apareció entre las plantas acuáticas; pero estaba tan cubierto de fango que era imposible reconocerle.

—¡Por vida de…! —exclamó el desgraciado—. ¡No sabía cómo ahogarle!

—¿Ha muerto vuestro adversario? —preguntó el cuáquero.

—Sí, Morton.

—También os conoce a vos —dijo Diego.

—¿Quién sois? —gritó Randolfo—. ¡Hablad de una vez ya!

—Soy… Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado —replicó el prisionero—. Esperad que me limpie este fango que me cubre, y veréis que soy vuestro amigo Ralf.

CAPITULO XXI. LA ALDEA INDIA

Mucha fue la sorpresa de Randolfo y sus amigos al encontrar a Ralf; pero no fue la de éste menor al verse libertado por aquellos valientes, a los cuales suponía muy lejos de allí.

Su alegría era tan bulliciosa, que Randolfo tuvo que imponerle silencio, por temor a que sus gritos atrajesen a los pieles rojas; pero no fue obedecido.

El Cocodrilo abrazaba ya a uno, ya a otro de sus salvadores; reía y gritaba como un loco; brincaba y hacía piruetas, exactamente lo mismo que si hubiese perdido la razón. Morton tuvo que hacer uso de toda su autoridad para obligarle a reportarse.

—¿Quieres acabar de hacer locuras? —exclamó el cuáquero con sequedad—. ¿Acabamos de libertarte y quieres atraer a otros indios con esos gritos? No olvides que estamos en los territorios de caza de los pieles rojas.

—Tenéis razón, Morton —repuso Ralf, calmándose—. Pero ¿qué queréis? He sentido tanta alegría al volveros a ver, que he creído volverme loco. Dejadme que os dé las gracias.

—Basta; déjalo, Cocodrilo. Dinos cómo caíste en manos de los indios y cómo es que estabas aquí, mientras te creíamos a salvo en el fuerte.

—¿Y vosotros habéis creído que yo, el Cocodrilo del Lago Salado, me había encerrado en el fuerte, dejando a miss Mary prisionera de los pieles rojas?

—¿Has seguido a los indios de Buitre Negro? —preguntó Randolfo.

—Sí, míster Harrighen.

—¿Cuántos días?

—Tres.

—¿Y no has podido ver a mi hermana?

—Me ha sido completamente imposible. Los indios marchaban con extraordinaria rapidez; yo, entre tanto, debía avanzar con infinitas precauciones, explorando atentamente el terreno.

—¿Luego hace tres días que has dejado el fuerte?

—Sí, señor Randolfo.

—¿Has llevado a Harry, el hijo del capitán?

—Ahora lo sabréis todo —dijo Ralf, sentándose en el suelo—. ¿Recordáis el asalto de los indios de Buitre Negro y de Abel Doc?

—Demasiado lo recuerdo.

—Cuando os vi prisionero, cogí a Harry, que yacía en el suelo ensangrentado y próximo a ser privado de la cabellera por los salvajes de Buitre. Vuestro caballo nos alejó de aquel lugar, sustrayéndonos hábilmente a la persecución de los pieles rojas. Llevé al herido a sitio seguro, lo entregué a los cuidados de algunos colonos del fuerte, que encontré en las orillas del río, y reanudé mi marcha, con el solo pensamiento de libertar a vuestra hermana.

—¿Cómo estaba Harry cuando lo dejaste? —preguntó Morton.

—No abrigo temores respecto a su curación, pues empezaba a mejorar. En un par de semanas estará completamente restablecido, os lo aseguro.

—Sigue tu historia —dijo Randolfo.

—Cuando volví al lugar del combate, los indios habían desaparecido. Di sepultura a nuestros pobres compañeros en las márgenes del bosque y empecé a seguir la pista de nuestros enemigos. Tenía intención de seguirlos hasta la aldea de Buitre Negro para ver si podía raptar a vuestra hermana.

—¿Tú solo? —exclamaron Randolfo y Morton, admirados.

—¿Por qué no? Con un poco de audacia se podía conseguir.

—Empresa algo dudosa —dijo Morton.

—El Cocodrilo del Lago Salado no teme a los indios.

—Pero se deja coger prisionero —añadió el anciano, riendo—. Sigue, Ralf. ¿Cómo te hicieron caer en la trampa?

—Ahora os lo diré. Estaba a seis o siete millas de este desfiladero, cuando se me ocurrió la malhadada idea de irme de caza. Estaba hambriento como un lobo, sin tener nada que ponerme entre los dientes, pues había terminado todos los víveres.

»El terreno era montañoso, así es que dejé el caballo atado a un árbol y trepé a una altura. Me parecía haber visto ciervos y tenía empeño en matar alguno para hartarme de su deliciosa carne.

»Cuando llegué a lo alto, miré y remiré largo tiempo, sin encontrar ni el ciervo que me prometía ni un volátil que pudiese sustituirle.

»Iba ya a descender, cuando descubrí una vasta caverna. Entré con precaución, por si se trataba de la guarida de alguna fiera, y encontré algunos mechones de pelo. Era el cubil de una familia de jaguares.

»Como no encontraba ninguna ventaja en luchar con aquellos animales, me dispuse a salir; pero vi que dos de las fieras subían la cuesta, dirigiéndose precisamente adonde yo estaba.

»Me consideré perdido; pero torturando mi imaginación se me ocurrió una idea luminosa. La entrada de la cueva era muy estrecha, allí cerca había varias piedras enormes y en pocos momentos hice una barricada.

»Apenas terminé, llegaron las fieras.

»Al ver el sitio cogido, se pusieron furiosísimas. Se abalanzaron contra las rocas, tratando de moverlas para arrojarse sobre mí.

»Yo me sostenía con todas mis fuerzas, colocando en su lugar las piedras que se caían y amenazando a las fieras con la culata del fusil.

»Los animales, cansados por la inutilidad de sus esfuerzos, se acostaron al lado, resueltos, sin duda, a esperar mi salida.

»Mi reclusión duró varias horas. Las dos fieras, olfateando una presa abundante, no querían marcharse. Las veía ir y venir por delante de su guarida, enseñándome unos dientes y unas garras que ponían los pelos de punta.

»Llegada la noche, oí de pronto algunos tiros y vi que los jaguares huían precipitadamente.

»Creyendo que hubiese por allí algunos exploradores, aparté las piedras y me lancé fuera de la cueva, yendo a caer en los brazos de los cinco o seis indios que con tanta oportunidad habéis enviado al otro mundo.

—¡Pobre Ralf! —dijo Morton, un poco irónico—. Qué mal lo habéis pasado.

—Peor lo hubiera pasado sin vuestra intervención. Si tardáis un momento, esos bribones me envían a su infierno sin cabellera. Habían decidido encenderme una hoguera sobre el vientre y bailar a mi alrededor.

Diego, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó con interés:

—¿Eran guerreros de Buitre Negro?

—Sí —respondió Ralf.

—¿Estáis seguro de que sólo eran seis?

—Lo estoy; no eran más que ésos.

Randolfo preguntó, volviéndose al cuáquero:

—¿Qué debemos hacer, Morton?

—Reanudar la marcha sin esperar ni un momento. Quiero llegar esta noche a la aldea de Buitre Negro.

—¿Nos permitiréis por lo menos almorzar antes? —dijo Ralf—. Los indios han matado un ciervo y el fuego no se ha apagado todavía.

—El consejo es aceptable —replicó Diego.

Ralf se dirigió al campamento y sacó de entre unas zarzas medio ciervo, ya despellejado.

Echó en la hoguera algunas ramas secas; luego, ayudado por Diego, colgó la pieza sobre la hoguera y la dejaron asarse lentamente.

Mientras se preparaba el almuerzo, Morton despojaba a un indio. Separó las plumas, la chaqueta de cuero, los pantalones, adornados con cabelleras, y un saquillo conteniendo las pinturas de guerra. Los salvajes llevan siempre consigo este saco, especialmente en sus expediciones guerreras.

—¿Qué quieres hacer con todo esto? —preguntó Randolfo.

—Introducirme en la aldea india.

—¿Disfrazado de salvaje?

—Eso mismo.

—¿No te reconocerán?

—Me pintaré la cara y mi blanca piel desaparecerá completamente. Ahora tenéis que ayudarme a cavar unas fosas.

—¿Para qué?

—Para hacer desaparecer estos cadáveres. Si los descubriesen, estábamos perdidos. Cojamos la pólvora y los fusiles; lo demás debemos arrojarlo al río.

Cavadas las fosas, enterrados los indios y hecho desaparecer los trajes y armas, los dos hombres se reunieron con Diego y Ralf, que en aquel momento retiraban del fuego el asado de ciervo.

Almorzaron, y en seguida montaron a caballo, pues ansiaban llegar a la aldea de Buitre Negro.

Salieron del desfiladero, entraron en la selva y dirigieron los caballos a galope hacia el Norte.

El terreno era muy accidentado y estaba cubierto de árboles enormes, que proyectaban una sombra tan espesa que no se distinguía una persona a cincuenta pasos.

Morton, temiendo caer en alguna emboscada, cuando veía que las plantas espesaban, se detenía y mandaba a Periquillo de descubierta.

El inteligente animal cumplía el encargo y volvía hacia su amo, dando la señal de avanzar con dos sordos ladridos.

Caía la tarde cuando los viajeros, después de subir una colina cubierta de bosque, dieron vista a la aldea india.

Morton se detuvo y dijo a sus compañeros:

—Debemos quedarnos aquí; por ahora no es prudente ir más allá.

Bajó del caballo y, seguido de los otros, trepó a una roca que se levantaba en la cumbre del cerro y desde donde se descubría una gran extensión de terreno. Al otro lado del bosque, y en una depresión del suelo, se levantaba la aldea de Buitre Negro.

Se componía de unas sesenta tiendas de forma cónica, bastante amplias y defendidas por una doble empalizada y por una especie de baluarte de tierra apisonada.

Numerosos caballos pacían en las orillas del riachuelo que corría a corta distancia, y cerca de las empalizadas se veían varios centinelas.

—¿Estará ahí mi pobre hermana? —preguntó Randolfo conmovido.

—Estoy seguro de ello —respondió Morton.

—¿En qué tienda?

—En una de las mayores.

—¿Tenéis algún proyecto?

—Sí, señor Randolfo.

—Decidme qué pensáis hacer.

—Esperad a que me disfrace de indio.

Ralf terció en la conversación, diciendo:

—También yo tengo un proyecto.

—Seguramente será malo —dijo Morton—. Eres un ave de mal agüero, que no sirve para nada.

—Entonces, ¿para qué me habéis traído aquí? —gritó Ralf, fingiéndose ofendido—. Si no me hubiesen hecho prisionero los indios, estaría ya en la aldea.

—¿Y qué harías?

—Ocuparme en libertar a la hermana del señor Randolfo.

—Eso es farsa, Cocodrilo del Lago Salado.

—¿Me consideráis incapaz de entrar en la aldea? Iremos juntos y veremos quién es el más miedoso.

—Acepto tu compañía, pues la necesito.

—¡Ah! ¿Por qué causa?

—Nos hace falta un caballo para Telie, si ésta se decide a dejar a su padre.

—Yo me encargo de ese negocio.

—Ya lo sé —replicó Morton, riendo—. El Cocodrilo del Lago Salado es un famoso ladrón de caballos.

—No se hace del todo mal. Así, pues, asunto concluido: esta noche entraremos los dos en la aldea. Pero necesito una cuerda.

—En el saco del indio hay un lazo que creo ha de servirte; empecemos nuestro atavío.

Morton vistióse con el traje indio, y, sacando del saquito varios colores, se pintó el rostro. Cuando terminó estos preparativos, se presentó a sus compañeros, diciendo:

—Me parece que es suficiente.

—Pareces un piel roja —repuso Randolfo—; es imposible hacerlo mejor.

La noche había cerrado por completo. La aldea no tenía luces, y las tinieblas eran espesísimas, pues había una neblina que hacía palidecer la luz de las estrellas.

—Podemos empezar la marcha —dijo Morton.

—Iré con vosotros —anunció Randolfo—. ¿Cómo queréis que pueda permanecer aquí inactivo, mientras afrontáis mil peligros por libertar a mi hermana?

—Es imposible, joven —respondió el cuáquero con voz breve—. Ralf y yo conocemos la aldea de Buitre Negro, sabemos tratar a los indios, no nos sorprenden sus astucias y podemos evitarlas. Vos sois impetuoso y, si vinieseis, nos haríais un flaco servicio. Cualquier imprudencia puede hacer fracasar nuestro proyecto.

—Seré prudentísimo, lo prometo.

—Es inútil insistir. Os quedaréis aquí con Diego, y nos esperaréis sin emprender cosa alguna. Periquillo os hará compañía y os guardará de las sorpresas de los pieles rojas.

—¿Por qué no os lo lleváis?

—Por que os será más útil a vosotros que a mí. Y volviéndose al fiel animal, que le miraba con inquietud, dijo señalando a Randolfo y a Diego—: Obedece a estos hombres y vela por ellos. ¿Has entendido, Periquillo?

El perro dejó oír un triste aullido y se echó a los pies de Randolfo.

—Adiós, amigos míos —dijo el viejo, estrechando la mano a sus compañeros—. Esperadnos con tranquilidad.

—¿Cuándo volveréis? —preguntó Randolfo, conmovido.

—Antes del alba, si no nos ocurre nada. ¡En marcha, Ralf!

Montaron a caballo y se dirigieron resueltamente hacia la aldea de Buitre Negro, ya invadida por las sombras de la noche.

CAPITULO XXII. LA HIJA DE «CORAZÓN DURO»

Morton y Ralf conocían perfectamente el camino que conducía a la aldea, pues hacía algunos años que ambos habían sido prisioneros de Buitre Negro.

Bajaron la colina, costearon un torrente que corría por un precipicio profundísimo y cubierto de espesos matorrales y llegaron a la depresión donde se levantaban las cabañas indias.

No quedaba más sino atravesar un pequeño espacio descubierto para alcanzar las empalizadas; ninguno de los dos se atrevía a intentar aquella carrera, pues sabían que había centinelas al otro lado.

—Esperemos que se apaguen los fuegos —dijo Morton—. Quisiera entrar sin que nadie lo advirtiera.

—No olvides, Morton, que una vez dentro no nos será fácil salir. Las aldeas indias son verdaderas ratoneras.

—¿Conoces este campamento?

—He robado dos caballos hace seis meses.

—Entonces puedes guiarme.

—¡Ahora que me acuerdo! Conozco un refugio donde podremos escondernos.

—¿Dónde?

—Al otro lado del río.

—Vamos allá.

Escondieron los caballos en un espeso matorral y siguieron la orilla del bosque hasta la margen del riachuelo que corría delante de la aldea.

Su andar era rápido y silencioso; tanto, que ningún centinela notó la presencia de aquellos dos hombres. Solamente algún perro ladró repetidamente.

—Entremos en el río, Morton; el agua está baja y ganaremos sin dificultad la otra orilla —dijo Ralf.

La corriente era poco rápida y el agua tan escasa que permitía el paso a un niño.

Los audaces exploradores pisaron tierra cerca de una cabaña de pieles y ramas.

Se aseguraron de que estaba deshabitada y entraron en ella.

—Manos a la obra —dijo Morton—; pero te advierto que no es este el momento más oportuno para hacer locuras; si te portas bien, lograremos descubrir el lugar donde se oculta la hermana de Randolfo; pero si obras como un necio, según acostumbras, todo se perderá y pagaremos cara nuestra audacia.

—No obraré por cuenta propia, Morton —repuso Ralf con voz grave—; seguiré tus consejos y haré todo lo que me ordenes.

—Te quedarás aquí mientras yo me deslizo con maña entre las tiendas para saber en cuál de ellas están las jóvenes.

—No, Morton; tú no conoces la aldea tan bien como yo, y puedes caer en la tienda de Buitre en vez de encontrar la de miss Mary.

—No te inquietes por eso, pues ni tú ni yo sabemos quién habita cada una de estas tiendas; de modo que yo puedo hacer lo que hicieras tú. Quédate aquí y espérame.

—¿Y el caballo?

—Ya pensaremos más tarde en procurárnoslo.

—Haré lo que me mandes —dijo Ralf, resignado—. Me quedaré escondido en esta cabaña esperando tu regreso.

—¿Me lo prometes?

—Tienes mi palabra.

—Adiós, Cocodrilo.

Dicho esto, Morton se colocó su diadema de plumas, armóse con un nudoso garrote que encontró en la cabaña y trepó al parapeto con objeto de entrar en la aldea sin ser visto. No había contado con los perros. Todas las aldeas indias tienen gran número de estos fieles guardianes, y ningún extraño puede acercarse sin desencadenar un coro de ladridos.

El anciano no se desanimó por ello. Levantóse inmediatamente, tomó un aspecto feroz y continuó su camino, envolviéndose en la enorme manta colorada.

No había dado quince pasos, cuando se vio asaltado por una nube de perros.

Con cuatro palos sabiamente administrados, puso en fuga a tan peligrosos centinelas, los cuales le tomaron con toda seguridad por un guerrero de la tribu.

Desembarazado el camino, Morton siguió avanzando y se introdujo entre las tiendas.

Caminaba con cautela, y si veía un guerrero tendido delante de una tienda, o algún vigilante, se ocultaba tras un grupo de caballos o en alguna empalizada.

Sin embargo, todas aquellas precauciones eran casi inútiles.

Con su disfraz y una vez atravesada la cerca y el parapeto, Morton no tenía nada que temer. Aun cuando fuese visto por alguien, podía confundirle con un guerrero retrasado o que trataba de reunirse con algún amigo o pariente.

Adelantando diestramente, pudo llegar al centro de la aldea, donde se levantaba una cabaña vastísima, construida con troncos de árboles y cuyo techo se adornaba con un cono de pieles de bisonte. Debía de ser la morada del jefe de la tribu, o el lugar donde se custodiaban los prisioneros de guerra.

El cuáquero miró en torno, y no viendo ningún centinela, se acercó silenciosamente y, alzando una cortina, echó una ojeada al interior.

A la claridad de una antorcha distinguió, en un compartimiento de la vasta cabaña, a una india acostada en una piel de bisonte y rodeada de media docena de chiquillos.

Morton dejó caer la cortina y levantó otra que había a corta distancia.

En aquel departamento ardía un fuego que despedía nubes de denso humo.

Dos jóvenes guerreros dormían uno al lado del otro, teniendo al alcance de su mano escudos y fusiles.

A su alrededor había utensilios de caza, pieles de lobo puestas a secar, vasos de arcilla con víveres y vestidos.

Morton, contrariado, pasó al tercer departamento. También ardía una hoguera en el centro de la estancia, que estaba mejor amueblada que las otras. Veíanse allí magníficas pieles de osos, de ciervos y bisontes; cofres, una mesa, sillas, algunos toneles, varios fusiles, hachas y cuchillos, estando tapizados los muros con cortinas de origen mejicano.

Al lado del fuego, extendido sobre blando tapiz, se veía a un hombre de elevada estatura, con larga barba blanca y de facciones tan regulares que hacían dudar si era o no un piel roja.

Vestía camisa de algodón a rayas con bordados azules, pantalones de paño grueso y calzaba altas botas de cuero.

Cerca de este hombre, echada sobre una piel de oso negro, se veía a una hermosísima joven de raza blanca.

Morton la reconoció con sólo mirarla.

—Telie —murmuró, reteniendo con trabajo un movimiento de sorpresa y de alegría.

La joven no dormía. Miraba a su padre, que estaba fumando un cigarrillo, con enojo y cólera.

Morton no podía ser visto, pues padre e hija le volvían la espalda. Sin embargo, por temor de ser sorprendido, se deslizó lentamente en la estancia, yendo a esconderse detrás de un montón de pieles y barriles.

—Padre —dijo de pronto la joven—, escuchadme.

Abel Doc fingía no oírla y siguió fumando y mirando la llama que crepitaba en el hogar.

—¿No me oís, padre? —preguntó Telie con voz irritada.

—Acaba —respondió el hombre con mal humor.

—Abel Doc, Corazón Duro, o Serpiente de Cascabel, como os agrada ser llamado por los bribones que están a vuestras órdenes. Escuchadme: soy vuestra hija y puedo hablaros.

—Bien, ¿qué quieres? —preguntó el viejo, con acento enojado—. ¿Me vas a pedir otra vez gracia para el jovenzuelo que he confiado a Pankiskan? ¿No te basta con que me haya portado como buen cristiano impidiendo que le matasen en el campo de batalla?

—Para atormentarle más adelante, ¿no es así, padre?

En este momento, un hombre que Morton no había visto hasta entonces se levantó de un rincón y presentándose y sentándose al lado de Doc, exclamó:

—Muchacha, el que pierde una batalla debe pagarla.

Aquel hombre era mucho más alto que el padre de Telie y mucho más vigoroso. Tenía varias cicatrices de cuchilladas en la cara.

Vestía lo mismo que el compañero y llevaba una especie de turbante de algodón encarnado.

La joven, al escuchar aquella voz, se levantó, mirando con ira mal disimulada al recién llegado.

—Olvidáis que el que ha provocado la lucha no ha sido Randolfo. Habéis sido vosotros los que os habéis arrojado contra él en proporción de veinte contra uno. Por consiguiente, la culpa es vuestra.

—¡Basta, loca! —gritó el hombre del turbante—. No os ocupéis de los prisioneros; es cosa que no debe importaros nada.

—Son amigos míos.

—¿Qué os importa?

—Me han protegido durante el viaje.

—No tengo nada que ver con eso.

—¿Olvidáis que sois de la misma raza que los prisioneros?

—¡Huy, qué historias! Sí, éramos blancos; pero ahora somos enemigos de los blancos y amigos de los rojos.

—¡Acabemos! —gritó Doc, volviéndose amenazador hacia la muchacha—. Vete a dormir, que es tarde. Ricardo y yo tenemos mucho que hablar y tú no tienes para qué saber lo que tratamos. ¡Ea, obedece!

La muchacha, temiendo la cólera de su padre, se levantó despacio y desapareció detrás de una cortina.

Cuando los dos hombres quedaron solos descorcharon una botella de aguardiente y se bebieron más de la mitad.

Pasado un rato, el hombre del turbante rojo continuó:

—Hay que acabar, Corazón Duro: tengo prisa por terminar este asunto.

—¿Qué queréis hacer?

—Quitar la vida a los dos hermanos.

—Mucho corréis.

—¿No es he pagado?

—Es cierto; pero no proporcionalmente. Sabed que esta aventura ha costado la vida a doce de mis más valientes guerreros.

—Solamente a seis.

—Y los que asesinó Scibellok, el Espíritu del Bosque.

—¿Quién os asegura que han sido muertos por ese hombre terrible? No creo en absoluto que exista ese espíritu.

—Hacéis mal en dudar, amigo. He visto dos guerreros con el sello de Scibellok: la cabeza rota y dos cuchilladas en forma de cruz en el pecho. Estoy segurísimo de que este hombre misterioso protege a nuestros dos jóvenes prisioneros, y si los matamos aumentará su odio hacia nosotros.

—Os digo que aquellos indios fueron asesinados por el hombre que huyó de la cabaña la noche del asalto.

—Os engañáis, Ricardo.

—Y ¿qué queréis hacer?

—Me parece que sería suficiente conservar a los jóvenes prisioneros.

—No, Corazón Duro. Son dos testimonios demasiado peligrosos y no podré, mientras ellos vivan, tomar posesión de la herencia dejada por su tío. No puedo concederos gracia más que para uno.

—¿Para quién?

—Para la joven.

—¿No queríais suprimirla?

—Me contentaré con la muerte de su hermano.

—No os entiendo.

—Me casaré con Mary y me haré dueño absoluto de la fortuna.

—¿Os aceptará la muchacha?

—Emplearemos la fuerza.

—Olvidáis una cosa, amigo.

—¿Cuál?

—Me habéis dicho que el tío de Randolfo dejó todo su capital a su hijo adoptivo.

—Cierto.

—Luego sois sencillamente el tutor del muchacho y no podréis obtener la herencia si no os procuráis una prueba de su muerte.

—Ahora sois vos quien olvida que existe otro testamento posterior, anulando el primero y declarando herederos a Randolfo y a su hermana. Casado con Mary, presentaré el segundo testamento, y mi mujer será dueña de tan inmensas riquezas.

—¿Tenéis ese testamento?

El hombre del turbante rojo se metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de papeles.

—Aquí está el documento que nombra herederos a Mary y a Randolfo. Está firmado por su difunto tío y es perfectamente legal.

—Sois astuto, Ricardo.

—Obremos de prisa, antes que llegue Randolfo. El viejo Pankiskan no debe de estar muy lejos.

—Pero ¿qué queréis hacer?

—Presentarme a Mary como su salvador.

—¿Os creerá?

—No rehusará la libertad que le ofrezco con tan agradable condición.

—¿La de casarse con vos?

—Sí, Corazón Duro. ¿Dónde está la doncella?

—En la cabaña de la mujer de Wenonga. Sin embargo; antes de permitiros que vayáis en su busca, quiero saber cuál será mi recompensa en este asunto.

—Os lo diré mañana.

—No, amigo mío; aquí hay que rematar los negocios en seguida.

—¿No os fiáis de mí?

—Ni de nadie.

—Escuchad.

Morton, que continuaba en su escondite, vio al hombre del turbante que se inclinó hacia Corazón Duro y le oyó murmurar algo en su oído, pero no logró comprender nada.

El valiente explorador sabía bastante. Conociendo el lugar en que estaba la hermana de su amigo, se deslizó silenciosamente fuera de la tienda y se encontró en la plaza de la aldea.

—¡Bribones! —murmuró cuando estuvo fuera—. El hombre del turbante rojo es el ladrón de Braxley. ¡Ah, quieres despojar a los jóvenes cometiendo más de un delito! ¡Veremos si lo consigues, canalla!

No había tiempo que perder si quería preceder a Braxley. Morton se encontraba apurado, pues no sabía dónde se encontraba la cabaña de Wenonga. ¿Cómo distinguirla de las otras? La cuestión era embarazosa.

—Probemos —dijo.

La oscuridad era profunda; grandes nubarrones cubrían el cielo e impedían a la luna y a las estrellas que derramasen su luz sobre la aldea.

El anciano entró en una calle flanqueada de tiendas y cabañas.

Avanzando con precaución llegó a una plaza donde se alzaban varias cabañas y altísimas tiendas de forma cónica.

En un lado, y alrededor de una hoguera medio consumida, había diez o doce indios envueltos en sus mantas.

No debían de ser centinelas, pues todos dormían; más bien debían de ser guerreros de una aldea vecina que hubiesen pedido hospitalidad.

Morton, temiendo que alguno despertase y le interrogase, volvió atrás rápidamente y entró en una calle lateral, con tiendas y cabañas.

Vio luz en una y se acercó con la esperanza de descubrir algo que le hiciese hallar el buen camino.

Levantó una cortina y miró hacia dentro.

En el centro ardía un fuego medio consumido, y cerca, acostado en una piel de búfalo, dormía un guerrero ya viejo y de aspecto imponente.

Morton le miró con atención y se estremeció.

Dio un paso adelante, como para lanzarse sobre el dormido; luego, haciendo un poderoso esfuerzo, se detuvo, fijando sus dos pupilas de fuego en el viejo guerrero.

Aquel hombre tenía el rostro cubierto de cicatrices, gran honor de los jefes de tribu entre los pieles rojas.

Su traje era de piel finísima curtida, adornado con serpientes de plata y ricamente bordado en seda azul y rosa. Sus calzones estaban también recamados, y de las costuras de los lados pendían varias cabelleras arrancadas a sus enemigos.

Enormes monedas de plata le colgaban de las orejas; llevaba en el pecho ancha placa de oro, y en la cabeza, el pico y las plumas de un buitre negro.

Morton le reconoció en seguida. Era Wenonga, Buitre Negro, el más célebre de los pieles rojas, el orgullo de los guerreros rojos.

Una sonrisa feroz se dibujó en los labios del cuáquero. Él, tan pacífico siempre, pareció convertirse de pronto en un tigre.

Empuñó el cuchillo que llevaba a la cintura, se acercó al guerrero y le descubrió el pecho.

Buitre Negro siguió durmiendo, sin sentir que la mano de Morton le buscaba el corazón.

Iba el cuáquero a matarlo, cuando detrás de una cortina sonó una voz de mujer. Morton, asustado, se levantó rápidamente y se lanzó fuera de la cabaña, desapareciendo en la tenebrosa callejuela.

«Otra vez será», pensó.

Atravesó calles y plazas buscando, aunque en vano, el modo de volver a la tienda de Buitre Negro.

Cuando llegó a la plaza principal empezaba a alborear.

Mujeres y niños salían de las cabañas para llevar a abrevar los caballos de los guerreros, o para recoger leña, pues estos servicios les están encomendados.

Morton, inquietísimo, buscaba el medio de salir de la aldea, considerando terminada su misión por aquella noche. De pronto, y al atravesar una plazoleta cubierta de árboles, vio salir de una cabaña a Telie y Mary, escoltadas por una vieja de aspecto feroz, que se apoyaba en nudoso bastón.

El rostro de la pobre Mary había palidecido y estaba cubierto de lágrimas. La infeliz se apoyaba en Telie y la estrechaba en sus brazos, a pesar de los regaños y amenazas de la india.

Apenas tuvo Morton el tiempo suficiente de esconderse tras un grueso árbol. Tuvo que esforzarse mucho para no presentarse delante de las jóvenes. Mary, llorando, suplicaba a Telie que no la abandonase.

—No te marches, amiga mía —decía la desgraciada—. No me siento segura si no estás conmigo.

—No os harán daño alguno —respondió la hija de Corazón Duro, que también lloraba—. Habitáis junto a la esposa de un jefe famoso y nadie osará entrar en vuestra tienda para insultaros o amenazaros. Dejadme marchar, miss. Si mi padre me encontrase aquí, me mataría.

—¡Tu padre! ¡No le nombres! Él ha sido el que nos ha perdido y nos ha hecho todo el daño posible. Si no hubiese sido por él, mi hermano viviría aún y estaría a mi lado para protegerme. Ese hombre no es posible que sea tu padre. Es un enemigo de nuestra raza, es un miserable, Telie. Ve a decírselo y que venga a matarme, si quiere. La muerte es lo que deseo.

Ante semejante explosión de dolor, Telie no se atrevió a dejar a su amiga. La abrazaba y la besaba, como si quisiera persuadirla de que no tenía nada que temer, aun permaneciendo sola en la tienda de la mujer de Buitre Negro.

—Quédate conmigo —dijo Mary, limpiándose las lágrimas—. Somos buenas amigas, nos defenderemos mutuamente y resistiremos a tu padre.

—Mi padre no os quiere mal, Mary. Son temores insensatos; yo sé que ha dado órdenes concretas para que seáis respetada. No es cruel como parece, y mientras él esté aquí no os harán ningún mal. Dejadme que vuelva a mi cabaña; tal vez mi padre se impaciente si tardo, y quién sabe si me prohibirá acercarme a vos.

—¿No puedes quedarte conmigo?

—No, miss, no puedo. Por el bien de las dos, dejadme marchar. Adiós, y confiad en vuestra amiga.

La joven huyó al decir esto, sin dar tiempo a Mary de añadir ni una palabra. La vieja, en tanto, intimaba a su prisionera a que volviese a entrar en la cabaña.

—¡Pobres muchachas! —dijo Morton, suspirando.

Siguió con la vista a Mary, a la cual empujaba hacia la cabaña la furia encargada de vigilarla; luego se encaminó hacia el bastión.

No había centinelas, por lo cual pudo atravesarlo sin tropiezos, y andando a gatas por entre las altas hierbas llegó felizmente al escondite del Cocodrilo del Lago Salado. Cuando éste vio que se acercaba el cuáquero, se aseguró de que no había indios por aquellos alrededores y le salió al encuentro, preguntando apresuradamente:

—¿Qué noticias me dais de esos miserables? ¿Habéis visto a la joven?

—Sí —contestó Morton, arrastrándole hacia la cabaña.

—¿Y no la habéis libertado? ¡Ah! ¡Morton!

—No era como matar lobos en la pradera, o como robar caballos. ¿Querías que la raptase entre doscientos o trescientos indios?

—Podíais haber intentado algo.

—Era imposible, Ralf; me hubiesen matado sin utilidad para los prisioneros.

—¿Y no volveréis a la aldea?

—Claro. Dame el lazo.

—¿Qué vais a hacer?

—Atar a la vieja que guarda a Mary. No quiero mancharme con sangre de mujeres.

—Antes debemos avisar al señor Randolfo.

—Guardémonos de ello. Randolfo es demasiado impetuoso para tomar parte en esta empresa. La estropearía.

—¿Obraremos nosotros solos?

—Sí, Ralf.

—¿Qué debo hacer yo?

—Irás hasta el cercado de los caballos, coges el que te parezca más ágil y fuerte, vas luego a la otra parte de la aldea, cerca de un puente que atraviesa el río, y me esperas.

—¿Para quién es el caballo?

—Para la hermana de Randolfo.

—Robaré el mejor caballo de la tribu. ¡Por mi vida!, que me llamen bandido si no consigo lo que pretendo.

Iban a separarse, cuando vieron aparecer a Randolfo y a Diego, que habían atravesado el río; al divisar a Morton, se dirigieron a la cabaña.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó el anciano, sin ocultar su descontento—. Os había prohibido que os movieseis.

—Estábamos impacientes por recibir noticias, y hemos venido a saber si habéis conseguido lo que queríais o si os han sorprendido los indios. No me riñáis. Soy el hermano de Mary.

—Es cierto, pero habéis cometido una imprudencia. Si los indios os hubiesen descubierto, estábamos perdidos. En la aldea hay tantos guerreros que nos prenderían sin dificultad.

—Perdonadme, pero no podía dominar mi impaciencia. Decid: ¿habéis visto a mi hermana?

—Sí, Randolfo.

—¡Gracias! —exclamó el joven, con lágrimas en los ojos—. ¿La han atormentado esos miserables?

—La protegen Telie y Corazón Duro. Sé positivamente que no corre ningún peligro.

—Llevadme a la aldea, quiero ver a mi hermana.

—Es imposible.

—Morton, os lo suplico.

—Os prohíbo que me sigáis. Ven, Ralf, no hay tiempo que perder.

Y se dirigió apresuradamente al parapeto, mientras un terrible aguacero descargaba sobre la aldea.

CAPÍTULO XXIII. EL CUÁQUERO, SORPRENDIDO POR LOS INDIOS

Mientras Morton y sus amigos trataban de llevar a cabo su audaz proyecto, la pobre Mary había vuelto a la cabaña de la mujer de Wenonga, presa de violenta desesperación.

La vieja, sin embargo, no se había alejado, pues no quería perderla de vista.

La infeliz muchacha la oía cantar cerca de la habitación con ritmo extraño y salvaje. Aquella furia no se preocupaba poco ni mucho de la desesperación de su prisionera, estando más satisfecha cuando la veía más exaltada.

Transcurrieron algunas horas; de pronto la vieja calló. Mary, creyendo que entraría, se refugió en un ángulo de la estancia, pues aquella bruja le inspiraba un terror indecible.

Instantes después, un hombre envuelto en un manto ricamente bordado y llevando un turbante rojo entraba diciendo:

—No se asuste, Mary. No soy enemigo vuestro.

La muchacha, cuando oyó aquella voz, dejó escapar un grito de espanto.

—¡Miserable! ¡Al cabo os he conocido! Vuestro traje de indio me había engañado hasta ahora. Ya sé quién sois: Ricardo Braxley. ¡Salid! No os basta habernos robado la fortuna que nos dejó nuestro tío, sino que habéis querido también la muerte de mi hermano.

—¿Qué decís, Mary? —dijo Braxley, en el colmo de la sorpresa—. Sí, soy el tutor del niño que adoptó vuestro tío, pero no he sido vuestro enemigo, ni he tratado nunca de asesinar a vuestro hermano. He sido siempre amigo fiel y abnegado, y si me veis aquí entre los indios, no es para perseguiros.

—Dadme una prueba de vuestra amistad.

—Estoy presto a dárosla, con una condición.

—¿Cuál es?

—Os libraré de la prisión para que seáis mi esposa.

—¡Miserable! —gritó Mary—. ¡Yo esposa de un hombre semejante! ¡Del hombre que ha hecho asesinar a mi hermano!

—Os engañáis, Mary —repuso Braxley con descaro—. Vuestro hermano vive.

—¡Mentís! Si viviera, estaría aquí.

—Vendrá pronto, os lo aseguro.

—¿Por qué no está en la aldea?

—Ha sido herido en el combate que sostuvo contra Buitre Negro, y se ha visto obligado a detenerse en las riberas del río Pecos. Dentro de algunos días estará curado y le tendréis aquí.

—¡No creo ni una palabra! —exclamó Mary—. Queréis engañarme.

—Os juro que digo la verdad, Mary; concededme vuestra mano, seréis libre y podréis ir en busca de vuestro hermano.

—¿Qué ascendiente tenéis sobre los indios para forzarles a dejarme libre? ¡Decídmelo, Braxley!

—He pagado una suma enorme a Buitre Negro para obtener vuestra libertad.

—¡No la quiero! —gritó Mary, indignada—. No seré nunca la esposa de un hombre que nos ha hecho tanto daño. No intentéis ni disculparos ni engañarme. Ricardo Braxley, sé lo que habéis urdido para perdernos y quedaros con la herencia de nuestro tío.

—¿Es vuestra última palabra? —preguntó el aventurero con ira reconcentrada.

—Sí, la última. Prefiero morir a recibir de vuestra mano la libertad.

—¡Pues bien: moriréis o seréis la esclava de estos salvajes! —exclamó Braxley, furioso por tan inesperada y tenaz resistencia—. No moveré ni un dedo para salvaros.

—¿Y me dejaréis morir entre esos bandidos?

—Sí, si no cedéis a mis deseos.

—No lo conseguiréis jamás.

—Haced lo que queráis. Podéis clamar al Cielo en vuestra ayuda, pero a mí, no. ¡Morid esclava, y olvidadme!

El aventurero iba a volverse para salir, pero unos brazos vigorosos le sujetaron y le derribaron al suelo. Una rodilla se apoyaba en su pecho y un cuchillo relampagueó delante de sus asombrados ojos.

Una voz baja y amenazadora murmuró en su oído:

—¡Si abrís la boca, sois hombre muerto!

Braxley miraba con terror a su adversario, pues no podía defenderse.

Viendo aquella hoja afilada, no se atrevía a moverse por temor a que le atravesase el corazón.

—¡No te muevas y déjame hacer! —dijo Morton, pues él era.

—¿Quieres matarme? —preguntó Braxley con voz débil.

—Sí, si me opones resistencia.

—Me asombra que un indio me amenace. Soy amigo de Buitre Negro y de Corazón Duro.

—Si no fuese así, no te hubiera amenazado con matarte.

—¿Quién eres?

—¡Quién quiero! ¡Basta! ¡No te muevas si no quieres perder la vida!

Morton cogió el cuchillo entre los dientes, dirigió a Mary, que estaba asombrada, una mirada para que supiese que ella no tenía por qué temer, y sacando de debajo de su chaqueta una larga cuerda, ató perfectamente al mejicano, arrastrándolo luego a un oscuro rincón.

Allí le registró los bolsillos, como hubiera hecho un ratero, y le quitó la cartera, que contenía el famoso testamento del tío de Randolfo.

Luego le dijo:

—Estate callado. Si oigo un grito, vuelvo y te mando a mejor vida.

Le echó encima varias pieles de bisonte y de oso, con riesgo de ahogarle, y se dirigió hacia Mary, que continuaba mirándole asombrada, preguntándose quién podía ser aquel indio que trataba de salvarla.

—¿Me conocéis? —preguntó Morton.

—No —repuso la joven.

—Y, sin embargo, soy uno de vuestros amigos.

—¿No sois un indio?

—Morton no lo ha sido nunca.

—¡Sois Morton, el cuáquero! —exclamó Mary, sofocando un grito de alegría.

—Silencio, miss. Si queréis salvaros, seguidme, o, mejor dicho, dejaos conducir. ¿A dónde da esta cabaña?

—Al lado de un foso.

—¿Hay vegetación?

—Espesísima.

—¿Nos podrán ver?

—No lo creo.

—¿Y la vieja que os vigila?

—Se marchó cuando entró Braxley.

—Seguidme inmediatamente.

Cruzaron la tienda con rapidez y salieron al otro lado.

La lluvia caía a torrentes y la oscuridad era profunda.

Morton miró al foso. La escarpa bajaba suavemente, pero en el fondo de la excavación había mucha agua.

Morton cogió en brazos a la joven y atravesó el foso a toda velocidad.

En la orilla opuesta había espesa vegetación, entre la cual se ocultó el anciano para sustraerse a las miradas de los centinelas, y siguió corriendo, tratando de llegar al cercado de los caballos.

Una lluvia torrencial favorecía la fuga. No había centinelas ni en las cercas ni con los ganados. Sin duda, el mal tiempo los había hecho refugiarse en las tiendas y cabañas.

Morton logró descubrir el cercado a la luz de los relámpagos; pero se detuvo al oír acercarse varios caballos al galope.

No sabía si avanzar o retroceder.

—¿Qué pasa, Morton? —preguntó la joven, asustada—. ¿Nos siguen?

—No lo sé —respondió el cuáquero.

—¿Os esperaba alguien aquí?

—Sí, Ralf, el Cocodrilo del Lago Salado.

—¿Y no le veis?

—No; pero veo en su lugar varios caballos que galopan hacia nosotros.

—¿Traen jinetes?

—No me parece.

Numerosos caballos corrían por la orilla del foso relinchando y encabritándose.

Pasaron cerca de Morton, atravesaron la empalizada de la cerca y llegaron a la aldea en tumultuoso tropel.

—Huyamos, de lo contrario nos cogerán —dijo Morton.

—¿Qué le habrá ocurrido a Ralf? ¿Habrá hecho alguna de las suyas? No he debido fiarme de ese vanidoso.

—¿Vienen ya los indios? —preguntó Mary.

—No los veo todavía.

—¿Queréis que ande?

—Prefiero llevaros.

—Peso demasiado.

—Mis brazos son robustos, miss.

La envolvió en su manta de lana para protegerla de la lluvia que caía sin cesar y echó a correr.

Ya creía que iba a llegar con felicidad, cuando oyó un grito de alarma, que fueron repitiendo todos los centinelas.

Morton se aprovechó de aquella confusión y de la inacción de sus enemigos, metiéndose en un montón de heno seco y quedándose allí escondido.

Uno de los indios, que, sin duda, tenía más talento que sus hermanos, en lugar de gritar, cogió un tizón encendido y lo arrojó sobre el heno.

El infeliz Morton, para no morir abrasado, dejó su escondite, pero sin soltar a la joven.

En el mismo momento vio aparecer un magnífico caballo negro, montado por un hombre que hacía esfuerzos poderosos para refrenarlo. El anciano lo reconoció en seguida: era el Cocodrilo del Lago Salado.

Al ver a éste, los indios abandonaron la persecución de Morton; éste aprovechó el momento y se ocultó en unos matorrales.

Por todas partes se oían gritos de furor, y lanzas y fusiles apuntaban a Ralf.

—El «rostro pálido» ha hecho huir nuestros caballos. ¡Detenedle! ¡Arrancadle la cabellera!

Morton había reanudado su carrera, con la infeliz Mary en los brazos. Creía estar fuera del alcance de sus perseguidores, cuando oyó que le llamaban por su nombre.

Se detuvo, asombrado e inquieto, y vio avanzar a Randolfo y a Diego.

—¡Huid, desgraciados! —gritó.

Randolfo, en lugar de obedecer, se le acercaba corriendo.

Había visto a su hermana y no podía dominarse. También Mary distinguió a su hermano, y olvidando toda prudencia, gritó con toda su voz:

—¡Randolfo!

—¡Estamos perdidos! —exclamó Morton, en tono de reproche—. ¿Qué habéis hecho, desgraciados?

Los indios habían oído el grito de la muchacha y habían visto a Randolfo y Diego.

Unos cuantos abandonaron a Ralf, que estaba cercado por una banda de jinetes, y se dirigieron hacia los fugitivos, cerrándoles el paso.

—Ya que nos habéis perdido, encargaos de salvar a vuestra hermana —dijo Morton a Randolfo—; yo me encargo del resto.

—¿Qué pensáis hacer?

—Atacar a los indios para proteger vuestra retirada.

—No; dejadnos esto a Diego y a mí; huid con mi hermana.

El cuáquero volvió a coger a la joven y desapareció corriendo, internándose en un bosquecillo próximo.

Randolfo y Diego dispararon los fusiles, y, empuñando las hachas, se arrojaron ardorosos contra los indios.

Ante temeridad tan inaudita, los pieles rojas se detuvieron asombrados; pero, reaccionando, prorrumpieron en una sonora carcajada.

Era una locura la de aquellos dos hombres, que se atrevían a luchar con treinta adversarios bien armados.

En pocos instantes, y casi sin luchar, los dos temerarios fueron rodeados, desarmados y atados.

Los indios dejaron unos cuantos para vigilar a los prisioneros y los demás se lanzaron en persecución del cuáquero. Este hacía esfuerzos prodigiosos para alejarse lo más posible de la aldea. Aquel hombre parecía haber adquirido en un momento una agilidad y una fuerza extraordinarias, sobrehumanas. Si hubiera estado solo, seguramente se hubiese salvado. Como tenía que llevar a la joven, las probabilidades disminuían bastante.

Sin embargo, logró internarse en un bosque, donde calculaba que haría perder la pista a sus perseguidores.

Tenía esperanzas de salvar a la joven, cuando aparecieron entre los árboles dos indios.

A corta distancia se alzaba una cabaña. Morton iba a refugiarse en ella, pero se vio atacado por una docena de perros lobos, amigos inseparables de los salvajes.

Morton cogió el hacha que llevaba en la cintura, y sin soltar a la joven, mató dos de aquellos animales; los demás huyeron.

Los dos indios corrían al encuentro del anciano con las hachas levantadas.

Morton consideró inútil toda resistencia.

Dejó a Mary en el suelo, se descubrió el pecho, dio un paso adelante y exclamó:

—¡Matadme, miserables!

Los indios dejaron caer las hachas.

En el mismo instante se oyeron en lontananza los gritos de victoria de los pieles rojas, que habían capturado a Randolfo y a Diego.

—Tus compañeros han caído en nuestras manos —dijeron los indios.

Morton no contestó. Con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba fijamente a sus adversarios.

—¿Quiénes son tus compañeros? —le preguntaron.

Igual silencio por parte del anciano.

Un indio ya viejo se acercaba, seguido de muchos otros. Era Buitre Negro, el gran jefe de los pieles rojas.

Se acercó a Morton y le puso una mano en el hombro, y con la otra levantó el hacha para hendirle la cabeza.

Iba a dejar caer el arma, cuando Corazón Duro, el padre de Telie, le musitó unas palabras al oído.

El jefe retrocedió unos pasos y dijo al cuáquero:

Buitre Negro no acostumbra perdonar a sus prisioneros. Amo la destrucción y no desdeño beber la sangre de los «rostros pálidos». Por ahora no te quito la vida, pero más tarde tomaré la revancha.

Tampoco esta vez respondió Morton. Le había atacado un temblor nervioso tan fuerte, que no podía sostenerse en pie. Tal vez la emoción, la fatiga o alguna otra cosa cambiaron el temblor en convulsión. Agitaba los brazos, crispaba los dedos, abría los ojos desmesuradamente y movía las piernas en todos sentidos.

Ante aquel espectáculo, los indios se separaron respetuosamente y miraban con terror supersticioso a su prisionero.

Sólo Corazón Duro conservaba su tranquilidad. Se acercó al prisionero como para auxiliarle, y con rápido golpe de mano le robó el testamento que el cuáquero había cogido a Braxley y lo guardó en el bolsillo.

Hecho esto, dijo a Buitre Negro:

—Este hombre es un hechicero. ¿No le ves atacado de convulsiones, como nuestros brujos? Te será útil para saber dónde se encuentra tu mortal enemigo, el Espíritu del Bosque.

—Sí —dijo Buitre Negro, que veía con admiración las contorsiones de Morton al revolcarse por el suelo—, el hermano blanco es un gran mago.

El viejo jefe creía que la convulsión del cuáquero era una manifestación sobrenatural y se proponía sacar partido de ello para conocer a uno de sus más acérrimos enemigos, el famoso Scibellok, el Espíritu del Bosque, el exterminador de los pieles rojas.

Mientras contemplaba, cada vez más asombrado, al anciano, un guerrero vino a advertirle que uno de los prisioneros era el hombre que habían confiado a Pankiskan, al que creían muerto.

Oyendo aquella noticia, un relámpago de ira iluminó los ojos del jefe.

—¡Vive todavía! —exclamó—. ¿Quién puede haberle protegido?

—Este hechicero —dijo Corazón Duro—. Ya ves el poder de este hombre.

—¿Estaba junto a aquel joven?

—Iba acompañándole —afirmaron varios indios.

—¿Qué le había ocurrido a Pankiskan?

—Debemos preguntar al mago.

—Probemos.

Morton, que empezaba a serenarse, oyó toda la conversación y se preparó a sacar partido del poder mágico que le atribuían los indios.

—¿El «rostro pálido», que es un gran mago, me podría decir si Pankiskan y sus guerreros viven aún?

—Han muerto —contestó Morton, con risa estridente.

—¿Los ha matado el joven a quien custodiaban?

—No; ¿cómo hubiera podido hacerlo teniendo las manos atadas?

—Pues, ¿quién los mató?

—El Espíritu del Bosque.

—¿Scibellok?

—El mismo.

El jefe de los pieles rojas lanzó un rugido.

—¡El exterminador de mi tribu! —aulló—. ¿Dónde se esconde ese hombre?

—No es el momento de decírtelo.

—¿Lo podré saber algún día?

—Tal vez.

—Si me lo dices, te nombraré mi hechicero y tendrás muchos regalos. Buitre Negro será amigo tuyo hasta la muerte.

—Yo te lo enseñaré.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—Le mataré.

—Sin embargo, para decirte dónde se esconde es necesario que estemos solos. Es un espíritu poderoso y se necesitan algunas precauciones.

—Haré todo lo que quieras. Ven a mi tienda, eres mi amigo.

Dos indios levantaron a Morton, y viendo que le costaba trabajo sostenerse, le cogieron en brazos.

Cuando la banda llegó a la aldea, Morton vio con pena que Ralf estaba también prisionero.

El pobre Cocodrilo del Lago Salado no había sido más afortunado que sus compañeros.

Siguiendo las instrucciones de Morton, se habían encaminado al cercado de los caballos para procurarse algunos animales para Telie y la hermana de Randolfo.

Llegó al cercado, y en vez de contentarse cogiendo dos de aquellos animales, soltó los otros para dificultar la persecución por parte de los indios.

Los caballos, en vez de huir a la pradera, se encaminaron a la aldea, sembrando la alarma. Ralf, rodeado por aquella banda desenfrenada, no tuvo fuerzas para huir, de modo que a los centinelas no les costó mucho cogerle.

El desgraciado Cocodrilo, cuando vio pasar a Morton, le hizo un triste saludo y después siguió a sus feroces guardianes, murmurando:

—Ahora todo ha acabado para nosotros. Estos reptiles nos quemarán, después de habernos martirizado.

CAPITULO XXIV. ABEL DOC

Mientras Randolfo y sus infelices compañeros eran conducidos separadamente a algunas tiendas situadas en el centro de la aldea, guardados por numerosos guerreros escogidos entre los más ancianos y valerosos, Corazón Duro entraba en la cabaña habitada por Braxley para dar cuenta a su cómplice de la afortunada captura de los herederos.

—¿Todos cogidos? —preguntó Braxley, corriendo a su encuentro.

—Todos —respondió Abel Doc, sonriendo maliciosamente—; pero debo comunicaros una noticia que os desagradará.

—¿Ha desaparecido Mary?

—No; se encuentra bien guardada en la cabaña de la esposa de Wenonga.

—Dime de lo que se trata.

—También hemos capturado a su hermano.

—¡A Randolfo! —gritó Braxley con ira.

—Precisamente.

—¡El miserable Pankiskan no le había asesinado!

—Si Randolfo vive todavía, quiere decir que los indios no le han quemado ni escabechado, como habíais decidido.

—¿Dónde está ese perro indio?

—Ha muerto él, en lugar de Randolfo.

—¿Quién le ha matado?

—Scibellok, el Espíritu del Bosque.

—¿También tú crees en la existencia de ese hombre misterioso?

—Ciertamente, Braxley; es el enemigo más temible de los pieles rojas.

—¿Cómo se han dejado sorprender esos estúpidos?

—Se habrán emborrachado. Pankiskan era muy aficionado a la bebida y como llevaba un barrilillo de aguardiente, habrá empinado el codo.

—¿Qué hacer? Si Randolfo vive, todo se ha perdido para mí, tanto más que me han robado el testamento.

—Ese precioso papel se encontrará —dijo Corazón Duro, sonriendo irónicamente.

—Y ¿dónde? Sin ese testamento no puedo hacer valer mis derechos.

—Lo buscaremos, Braxley. Es un papel que no tiene utilidad alguna para los indios. ¿Sospecháis de alguien?

—Sí, de aquel indio o, mejor dicho, de aquel blanco disfrazado de indio que me sorprendió en mi tienda.

—No, no ha sido él el que os lo ha robado —dijo Abel Doc—; he registrado a ese hombre y no he encontrado absolutamente nada en sus bolsillos. No os inquietéis por ahora, pues el documento se ha de encontrar en algún sitio.

—¿Y Randolfo?

—No está en nuestra mano.

—¿Le matarán?

Buitre Negro no es hombre que perdone.

—Pues no pido más; me basta con que perdone a Mary.

—¿Será vuestra esposa? —preguntó Abel Doc con ironía.

—La obligaré.

—Sí, sí; la obligaremos —contestó Abel Doc con sonrisa sardónica—. Adiós, Braxley; voy a buscar el testamento.

El viejo se levantó, bebió un gran vaso de aguardiente, que Braxley le había escanciado, y salió rápidamente. Después de atravesar algunas callejuelas, se detuvo delante de la tienda en que se hallaba Randolfo.

Cambió algunas palabras con los guerreros que vigilaban, recomendó que no dejasen entrar a nadie, levantó la cortina y se deslizó en el interior.

Randolfo estaba echado sobre una piel de bisonte, con los brazos y las piernas fuertemente atados. Cuando vio aparecer a Abel Doc, hizo un esfuerzo para levantarse.

—¿Me conocéis? —dijo el viejo, sentándose a su lado.

—Sí; sois el padre de Telie.

—Vengo como amigo y no como enemigo.

Una sonrisa de desprecio apareció en los labios del joven.

—Sois un miserable —dijo.

—Sí, lo fui —repuso Abel Doc—, y no tomo a mal el que me insultéis de esa manera; sin embargo, esperad para juzgarme…

—¿Qué queréis de mí?

—¿Habéis visto a mi hija?

—Sí, ha venido a traerme la comida.

—Me alegro —dijo Doc.

Quedó silencioso un momento y añadió:

—¿Sabéis la suerte que os espera?

—La muerte —respondió Randolfo.

—¿Y no os espanta?

—No la temo.

—Lo sé, sois valiente; pero a vuestra edad se prefiere vivir.

—¿Habéis acabado? Idos, traidor de vuestra raza; el veros me hace daño.

—Tengo que hablaros largamente —dijo Doc—. Escuchadme con calma y evitadme ofensas, que son inútiles. He sido un miserable, un ladrón, lo sé mejor que vos; ¿a qué repetírmelo? Ya os he dicho que vengo como amigo, no como adversario, y vengo a proponeros un negocio.

—Si me espera la muerte, encuentro inútil tratar de negocios.

—De que nos pongamos de acuerdo depende vuestra salvación y la de vuestra hermana.

Randolfo levantó la cabeza, mirando fijamente a Corazón Duro.

—¿No se tratará de una vana esperanza? —preguntó.

—No. Y quien os lo dice es el padre de Telie, de la muchacha que siempre ha velado por vuestra hermana y que siempre os ha querido bien.

—Entonces, os escucho.

—Decidme lo primero de todo cómo habéis logrado escapar de las manos del viejo Pankiskan y de los guerreros.

—Supongo que esto no tiene nada que ver con nuestro pacto. No creo que os importe saber quién ni cómo me ha salvado.

—¿Teméis que me irrite? Aunque hubieseis matado al viejo y a sus compañeros, no me importaría mucho. Por mis venas corre sangre de blancos y no de indios, conque…

—Me ha libertado un valiente explorador de la pradera.

—¿No era Scibellok?

—No.

—Tanto mejor. ¿Se habían emborrachado los indios?

—Habían abusado bárbaramente del aguardiente que les disteis.

—¿No os han hecho ningún daño?

—Ninguno.

—Pues habían recibido orden de haceros desaparecer.

—¿Matándome?

—Quemándoos vivos en la pradera.

—¡Miserables! ¿Quién pudo darles encargo semejante? ¿Fuisteis vos, Abel Doc?

—No; fue Buitre Negro.

—Y ¿con qué fin? ¿Qué interés tenía en que yo muriese?

—No lo sé.

—También ahora querrá que desaparezca.

—Eso creo —repuso Abel Doc con acento triste—. Algunos indios, admirados de vuestro valor, querrían qué fueseis adoptado por la tribu; otros, y éstos son los más numerosos, quieren mataros para vengar la muerte de Pankiskan y de sus compañeros.

—¿Y mi hermana? —preguntó Randolfo, estremecido de horror.

—¡Oh!, no temáis por vuestra hermana. Hay alguien que vela por ella.

—¿Quién? ¿El infame de Braxley? Sé que se encuentra en la aldea.

—Él es quien la protege.

—¿Con qué objeto?

—Quiere hacerla su esposa.

—¿Osáis decírmelo? —gritó Randolfo, indignado—. ¿Os habéis prestado a todo este asunto por un poco de oro?

—Fui un hombre honrado —dijo Doc, suspirando—. Las vicisitudes de la vida han hecho de mí un bribón, que no ha tenido inconveniente en ayudar a Braxley en su triste empresa. Sin embargo, me alegraría poder seros útil y que arreglásemos este negocio para salvaros. Porque, creedme, si no concedéis a Braxley la mano de vuestra hermana y no pactáis con él, no podréis veros libre.

—¿Qué espera conseguir Braxley siendo esposo de mi hermana?

—Adquirir derechos a la herencia de vuestro tío.

—¿Es cierto que murió el hijo adoptivo de mi tío?

—Sí; fue asesinado por los indios en las fronteras de Méjico.

—Entonces, ¿la herencia nos pertenece?

—Sí, míster Harrighen; tanto más cuanto que existe un testamento posterior, con el cual vuestro tío os nombraba a vos y a vuestra hermana herederos legítimos de su fortuna.

—¿Quién lo posee?

—Está en nuestras manos.

—¿No me lo entregaréis?

—No, si no aceptáis mis proposiciones.

—¿Cuáles son?

—Que concedáis la mano de vuestra hermana a Braxley y que regaléis, no a mí, sino a mi hija Telie, la suma de diez mil duros.

—A Telie, que ha protegido a mi hermana, le daré doble suma. En cuanto al matrimonio, no doy, de ningún modo, mi consentimiento. Mary odia al infame Braxley, lo mismo que yo.

—Eso es verdad. Pero mirad que se trata de conservar la vida.

—No temo la muerte.

—¿Rehusáis?

—Rehúso.

—Míster Harrighen, pensadlo. Buitre Negro es amigo de Braxley y no os perdonará.

—Es inútil que me tentéis, y si es verdad que habéis sido un hombre honrado, como decíais hace poco, no debíais aconsejarme que aceptase tales condiciones.

—Tenéis mil veces razón, y, sin embargo, os aconsejo que aceptéis, para salvaros.

—Un mal consejo, que sólo puede darlo un miserable como vos.

—¡Miserable, no! Decid más bien un desgraciado.

—¡Vos un desgraciado! Bromeáis, Abel Doc. ¿Vos, que os habéis vuelto el peor enemigo de vuestra raza y que tan pronto olvidasteis a vuestros hermanos?

—Me vi forzado a ello, señor Harrighen. Si no me hubiese batido contra los blancos, los indios me hubiesen asesinado. ¿Creéis que abandoné por mi voluntad el fuerte del capitán Linthon para pedir asilo entre los pieles rojas? No, no, señor Harrighen. Me hizo prisionero Buitre Negro, fui adoptado por la tribu y aquí tuve que quedarme.

—Yo me hubiese dejado matar.

—Amaba demasiado a Telie para dejarla abandonada en estos desiertos.

—El capitán Linthon la había adoptado.

—Eso no lo supe sino mucho más tarde, cuando era yo casi un indio. ¡Pero basta! Dejemos estas tristezas y ocupémonos de vuestras cosas. ¿Aceptáis lo que os propongo?

—Es imposible, Abel Doc.

—Os doy hasta mañana para pensarlo. No olvidéis que vuestra negativa será causa de vuestra muerte y de la de| vuestros compañeros. Adiós, señor Harrighen. ¡Reflexionad!

CAPITULO XXV. LA VENGANZA DE MORTON

En tanto que en la tienda de Randolfo ocurría lo relatado, Morton era conducido a la cabaña de la medicina, cómoda habitación construida con árboles y embellecida con pieles de animales. Estaba situada en el centro de la aldea.

Se esparció la voz de que el «rostro pálido» era un gran hechicero, y pronto se reunieron todos los habitantes de la aldea en tomo de la casa sagrada.

Morton, repuesto de su ataque nervioso, comprendió en seguida el partido que podía sacar de su nueva posición para ayudar a sus compañeros.

Su primer cuidado fue el de persuadir a los subjefes que le visitaron que no tenía relación alguna con los «rostros pálidos» que habían sido apresados en las proximidades de la aldea. De este modo alejaba toda sospecha de complicidad.

Les contó que había ido a las montañas a buscar hierbas para hacer remedios y que presenció el combate por pura casualidad.

Los indios, no atreviéndose a poner en duda las palabras del hechicero, a quien hasta Buitre Negro respetaba, creyeron cuanto les dijo.

Hasta el mago de la tribu fue a visitar al «hermano blanco» para tenerle propicio. A decir verdad, hubiese preferido que estuviera muy lejos de la tribu, pues temía por su prestigio. Morton hizo a todos buena acogida y, fingiéndose inspirado, profetizó el porvenir a los subjefes y a los principales guerreros, recibiendo gran número de regalos.

Apenas despidió a aquellos importunos, cuando, echando una ojeada a su alrededor, vio en un ángulo de la habitación a su fiel Periquillo. El inteligente animal no había querido abandonar a su amo en su desgracia, y aprovechando la confusión, entró en la cabaña y se escondió detrás de un montón de pieles.

Cuando el cuáquero le vio, no pudo reprimir un movimiento de alegría.

—Ven, Periquillo mío —dijo con voz conmovida—. Aún puedes prestarme valiosos servicios.

El perrillo se le acercó moviendo la cola alegremente, y saltando sobre las rodillas del anciano, le lamía las manos.

—¡Pobre amigo! —murmuró Morton, acariciándolo.

En este momento el perro levantó la cabeza y dejó escapar un sordo aullido.

Morton dirigió su mirada a la pared y su rostro adquirió una palidez cadavérica, mientras sus ojos relampagueaban.

Enfrente de él, y colgadas de un palo transversal, se veían seis cabelleras; una era de mujer; las otras cinco, de otros tantos niños.

Al verlas, un ronco sollozo laceró el pecho del explorador.

—Ya veo —dijo con voz ahogada—. ¡Son las cabelleras de la familia degollada en la cabaña del río Pecos, las cabelleras de mi mujer y de mis hijos! ¡Tú también las has reconocido!

¡Claman venganza! Scibellok no os ha vengado aún, pero pronto lo hará. ¡Vuestro asesino vendrá dentro de poco y aquí morirá!

Presa de un terrible acceso de furor, el anciano se puso en pie, empuñando un hacha que encontró al alcance de su mano.

Ya no era el pacífico cuáquero a quien horrorizaba verter sangre humana; era una fiera dispuesta a desgarrar su presa.

Pasados algunos minutos, se tranquilizó un poco, tiró el arma y acercándose a las seis cabelleras las besó, sollozando fuertemente.

Periquillo, tendido a sus pies, se unía al dolor de su amo aullando tristemente.

De pronto, Morton hizo señas al perro para que callase y dijo:

—¡Huye!

El animalito dio un salto y desapareció detrás de un montón de pieles.

Un instante después se levantó la cortina para dar paso a Wenonga, Buitre Negro, que entraba con paso mesurado, como convenía a tan importante personaje.

Iba pintado de rojo y negro, como si fuese a la guerra, y llevaba el hacha en la cintura. Morton se había sentado rápidamente en el tapiz de piel de bisonte, poniendo cara casi de estúpido.

—Soy Wenonga, el gran jefe comanche —dijo el guerrero—. He combatido más de cien veces contra los «rostros pálidos» y mi nombre hace temblar hasta a los habitantes de las selvas. Soy la gloria de mi tribu y nadie puede decir que he temblado. No me da miedo la muerte, ni las brujerías de los magos me inspiran terror. He descubierto a todos mis enemigos, exceptuando uno solo: Scibellok, el exterminador de mis guerreros, el Espíritu del Bosque. Es la maldición de mi raza, y no sé cuánto daría por tenerle entre mis manos y arrancarle la cabellera.

»Al que me diga dónde puedo encontrarle y matarle, le adoptaré como hijo y le daré gran parte de mis riquezas. ¿Me has oído, mago blanco?

Morton había escuchado en silencio, lanzándole miradas feroces. Cuando Wenonga calló, se levantó lentamente.

—He comprendido, gran jefe.

—¿Me dirás dónde encontraré a Scibellok?

—¿Para matarle?

—Basta que yo sepa dónde está. Al momento iré en su busca.

—Scibellok es fuerte.

—Wenonga será más fuerte que él.

—Es terrible.

—Yo seré más feroz.

—Scibellok te matará.

—¿Tanto me odia?

—Cuanto le odias tú.

—Yo no le he hecho daño alguno, ni siquiera le he visto.

—Sí le has visto.

—¿Cuándo? No me acuerdo.

—Hace muchos años mataste a su mujer y a sus cinco hijos.

El gran jefe dio un paso atrás. Morton había pronunciado las últimas palabras con tal voz, que el indio se asustó.

—Me recuerdas las ruinas del río Pecos.

—Es verdad —dijo el anciano con voz estridente.

—Eres un gran mago para saber esto. Sin embargo, no creo que Scibellok fuese el padre de aquellos chiquillos y marido de la mujer que maté y escalpé con mis manos.

—¿Por qué? —preguntó Morton.

—Aquel hombre, después de atravesar el río, fue apuñalado por mis guerreros.

—Pero no escalpado.

—Eso es verdad.

—Ahora te diré que aquel pobre colono no estaba herido de muerte. Cayó al río, pero tuvo fuerzas para llegar a la otra orilla y ponerse a salvo.

—¿Me aseguras que el terrible Scibellok era el colono del río Pecos?

—Sí, Wenonga.

El jefe indio se estremeció involuntariamente.

—No importa —dijo—. Le mataré y su cabellera vendrá a hacer compañía a las de su mujer y sus hijos. Miradlas, aquí están.

El jefe arrancó del palo las seis cabelleras y las enseñó a Morton con gesto triunfal.

El anciano retrocedió, lanzando un grito de dolor.

—¡Miserable!

Wenonga miró a Morton, asombrado.

—Me ofendes, perro.

—Y te mato.

Diciendo esto, cogió el hacha y se arrojó sobre el indio, gritando exaltado:

—Soy Scibellok y te mato.

El hacha cayó, hiriendo mortalmente al indio.

El miserable quedó rígido y cayó al suelo. Morton se inclinó sobre él y le trazó con el cuchillo una cruz sangrienta en el pecho. Era su sello.

Hecho esto, ocultó el hacha debajo de la chaqueta, cogió las seis cabelleras y, ocultándolas en el pecho, salió de la cabaña por el lado opuesto.

Un corredor le llevó a otra cabaña deshabitada, y se disponía a huir, cuando se le ocurrió pensar:

—Me hace falta su cabellera.

Volvió sobre sus pasos y, con certero golpe, consiguió su objetivo, arrancándole también las alas y la cabeza de un buitre negro que llevaba como distintivo de su rango. Cuando llegó al parapeto se encontró con un indio, puesto allí de centinela.

—¡El gran mago! —exclamó el piel roja, retrocediendo muy asustado.

Morton, sin perder la serenidad, le cogió por un brazo y le ordenó:

—Ve a decir a la tribu que se arme inmediatamente; Scibellok, el Espíritu del Bosque, ha entrado en la tienda de Wenonga.

El indio salió corriendo como un galgo.

Morton atravesó el parapeto, seguido de Periquillo; cruzó el río sin ser visto, y cuando llegó a la orilla se internó en el bosque.

—Pensemos en ellos —dijo—. Es preciso no abandonarlos.

Algunos caballos en completa libertad pastaban a corta distancia de allí.

Morton cogió uno, llevando en brazos a Periquillo, y partió a escape hacia el río Pecos.

CAPITULO XXVI. LOS COLONOS DEL CAPITÁN LINTHON

A pesar de sus preocupaciones y de sus angustias, Randolfo acabó por dormirse; sin embargo, su sueño fue corto.

Un clamor ensordecedor le despertó. Se oían gritos de rabia de los guerreros, llantos e imprecaciones de las mujeres, chillidos de los chiquillos.

Algo grave debía de ocurrir.

Lo primero que pensó Randolfo fue que algunos enemigos habían asaltado la aldea.

Iba a preguntar a sus guardianes cuál era el motivo de semejante escándalo, cuando Abel Doc entró precipitadamente.

El padre de Telie era presa de profunda agitación.

—Señor Harrighen —dijo—, ayer tarde ha ocurrido un grave suceso, que ha enfurecido al pueblo y pide que se os sacrifique a todos al momento.

—¿Qué dices? —preguntó Randolfo, aterrado.

—Scibellok, el Espíritu del Bosque, ha estado en la aldea.

—¿Estás loco?

—No. Scibellok ha venido, ha entrado en la tienda de Wenonga y ha matado al jefe.

—¿A Buitre Negro?

—Sí, señor Harrighen.

—¿Y cómo sabes que ha sido Scibellok?

—Porque ha dejado su sello: un golpe de hacha en la cabeza y heridas en aspa en el pecho.

—¿Y no le ha visto nadie entrar en la aldea?

—Nadie absolutamente.

—¿Y el pueblo?…

—Está furioso y pide vuestra muerte, creyendo que todos sois cómplices de Scibellok. Si queréis escapar de la horrible suerte que os espera, no tenéis más remedio que conceder a Braxley la mano de vuestra hermana.

—Nunca, Abel Doc.

—Aceptar, señor Harrighen, y tanto él como yo os prometemos facilitar vuestra huida.

—¿Con mis compañeros?

—No; no podemos ocuparnos de ellos.

—Rehúso, Abel Doc; prefiero morir, mejor que sacrificar a mi hermana y a mis valientes compañeros.

—Señor Randolfo, no dudéis, os lo ruego. ¿No oís los feroces aullidos de los pieles rojas? Están cerca, y dentro de pocos minutos no podré salvaros, y seréis sometido a martirios horrendos.

—No tengo miedo.

—Desgraciado. ¡Morir a vuestra edad!

—Todo es inútil, Abel Doc; moriré con mis compañeros.

—Os salvaré, a pesar vuestro.

Diciendo esto, Abel Doc levantó en sus poderosos brazos al prisionero y se lanzó a la puerta trasera de la tienda.

En el mismo momento entraban veinte o treinta indios armados con hachas y aullando como fieras.

Era tarde para huir. Abel Doc, para demostrar que no era cómplice de los «rostros pálidos», puso al mal tiempo buena cara, y entregándoles a Randolfo, dijo:

—Aquí tenéis al prisionero. Ya no se nos escapará.

E inclinándose al oído del joven, añadió:

—Trataré de salvaros.

Los indios agarraron fuertemente a Randolfo y le arrastraron a la cabaña de la medicina, donde ya se encontraban Diego y Ralf.

—Señor Randolfo —dijo el ladrón de caballos—, de esta hecha todo ha terminado para nosotros. Estos reptiles nos quemarán vivos.

—Yo tengo la culpa —dijo el joven.

—Moriremos como valientes —añadió Diego—. Un día u otro tenía que ocurrir.

—¿Y Morton? —preguntó Randolfo—. Me extraña no verle aquí.

—El cuáquero debe de estar ya lejos.

—¿Ha huido?

—¿No habéis comprendido que es él quien ha matado a Buitre Negro?

—Me han dicho que ha sido Scibellok.

—Es verdad, Scibellok o, mejor dicho, Morton.

—¿Qué dices? —dijo Randolfo, asombrado.

—Me he enterado de todo, señor. El terrible Scibellok, el destructor de los pieles rojas, el Espíritu del Bosque, era Morton.

—Eso es imposible. ¿Morton, Scibellok?

—Pues así es. Morton, que a todos nos parecía el hombre más pacífico del mundo, el que decía que le horrorizaba verter sangre humana, era el formidable explorador de la selva. He logrado descubrirlo todo.

—¿Deliras, Ralf? Sin duda, el miedo te ha hecho perder la cabeza.

—No, señor Randolfo. Os digo más: Morton no es el nombre verdadero del cuáquero.

—¿Pues cómo se llama?

—Bertet, o sea el colono del río Pecos.

—¿Al que le mató la familia Buitre Negro?

—Exactamente. Se fingió muerto para poder vengar a su mujer y a sus hijos. Hace tiempo que lo sospechaba; pero ahora tengo la evidencia de que no me engaño.

—¡Scibellok era Morton! —exclamaron a un tiempo Randolfo y Diego.

—Ya se ha vengado de Buitre Negro.

—¿Ha sido él quien lo ha matado?

—No cabe duda. Supe por los indios que Morton estaba en la cabaña del jefe. Le ha matado y ha desaparecido, llevándose seis cabelleras que estaban colgadas de un palo, y, además, la de su enemigo.

—¿Dónde estará?

—Los indios han notado la falta de uno de sus más veloces caballos, y yo digo que Morton no nos abandonará y que pronto tendremos noticias suyas.

—Si llega a tiempo —interrumpió Diego—, pues me parece que estos salvajes tienen prisa por enviarnos al otro mundo.

—¡Oh!, no será hasta mañana —dijo Ralf—, hoy tienen que ocuparse de las honras de Buitre Negro.

—Doce horas no es bastante tiempo para que Morton pueda traernos socorro. Además, ¿dónde encontrar hombres suficientes para lanzarse contra la aldea? —añadió Randolfo.

—¡Si puede llegar al fuerte del capitán Linthon! ¿Qué queréis? Todavía espero salvar la piel.

Su conversación fue interrumpida por la llegada de un hombre. Randolfo alzó los ojos y vio que el recién llegado era Braxley.

—¡Miserable! —gritó el joven, esforzándose por romper sus ligaduras—. ¿Vienes a presenciar la agonía de tus víctimas?

Braxley giró sobre sus talones y salió corriendo de la cabaña, como si temiese que le siguiesen los prisioneros.

Abel Doc le esperaba.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—No he tenido valor para afrontar su cólera —repuso aquel malvado.

—¿Qué piensas hacer?

—¡Ese hombre no cederá!

—Lo mismo creo yo.

—Entonces, dejémosle morir —dijo Braxley, con repugnante cinismo.

—Yo quisiera salvarle.

—Hazlo si puedes. En cuanto a mí, no me he de ocupar más que de Mary.

—¿Piensas robarla?

—Sí; aprovecharé la confusión de esta noche durante los funerales del jefe.

—Buena suerte —dijo Doc con cierta ironía.

Se saludaron y se separaron.

Por la tarde, mientras se procedía a dar sepultura a Buitre Negro y resonaban en la aldea aullidos y llantos de dolor, Braxley abandonaba silenciosamente su cabaña, llevando un magnífico caballo negro.

Atravesó varias callejuelas desiertas, pues todo el pueblo estaba en la plaza central, en los funerales del jefe, y se detuvo delante de la cabaña que habitaba Mary.

Sólo una vieja estaba con ella.

Braxley se acercó a la mujer, y de un puñetazo la hizo caer al suelo aturdida; luego la ató y amordazó y entró en la tienda.

La infeliz Mary, acurrucada en un rincón, lloraba silenciosamente; cuando vio entrar a aquel hombre, el terror la hizo enmudecer y le miró con espanto.

—No os asustéis, miss Mary —dijo Braxley, acercándosele—; vengo a salvaros. Dentro de una hora terminarán los funerales del jefe indio y en seguida os conducirán al lado de los otros prisioneros. Ya están preparadas las hogueras para quemaros, pero tengo preparados seis caballos, y cuando lleguen aquí los indios estaremos lejos del peligro.

—¿Venís a salvarme a mí sola? —exclamó indignada la joven—. Salid, maldito; vos sois la causa de todas nuestras desgracias. Jamás aceptaré la libertad si viene de vuestra mano.

—No tenéis razón para hablar así, miss Mary, cuando arriesgo mi vida por salvar la vuestra.

—Salid he dicho, maldito. Quiero morir, como mi hermano.

—¡Ah!, no; os llevaré conmigo, a pesar vuestro, y seréis mi esposa, señora mía.

—Salid y dejadme en paz.

—Os repito que tenéis que seguirme. No quiero que os maten los indios. El tiempo apremia y hemos perdido mucho.

Diciendo esto, Braxley se arrojó sobre la joven, y cogiéndola entre sus brazos, la levantó. Mary no pudo oponer resistencia, pues estaba atada; pero gritó con todas sus fuerzas.

Braxley le tapó la boca con la mano, salió de la tienda, montó a caballo y, atravesando uno de los puentes levadizos, partió a galope.

En la plaza principal se oían llantos de mujeres y aullidos lúgubres de los guerreros. El jefe iba a ser sepultado.

Braxley, no viendo a ningún guerrero, dirigió el caballo hacia la pradera.

La noche era muy clara, pues había luna. Podía orientarse con gran facilidad.

Habían recorrido algunas millas, cuando se encontró con numerosos jinetes que descendían de la colina. Una ojeada le bastó para saber quiénes eran.

—¡Los blancos! —exclamó.

En el mismo momento sonó un disparo y su caballo cayó gravemente herido.

Mary dio un grito de terror.

Antes que Braxley pudiera levantarse, se le acercó un hombre que blandía un hacha.

—¡El mago! —dijo el miserable, reconociendo a Morton.

—No, soy Scibellok —gritó el cuáquero con voz terrible—. Mira, Llevo en la cintura la cabellera de Buitre Negro.

—¡Socorro! ¡Morton! —exclamó Mary, reconociendo al fiel cuáquero.

—¡Piedad! —dijo Braxley.

—Los hombres como tú no merecen gracia de Scibellok. ¡Muere, bribón!

El hacha hizo justicia una vez más. Entonces, el viejo cogió a Mary en los brazos y la desató.

—¡Gracias, Morton! —dijo la joven, rompiendo a llorar—. Ahora salvad a mi hermano.

—Aquí estamos todos, y dentro de pocos momentos la aldea india será presa de las llamas.

—¿Qué quiere decir todos?

—El capitán Linthon, su hijo y todos los colonos del fuerte. Somos ciento y todos valientes.

—¿Dónde los habéis encontrado?

—Venían ya en nuestra ayuda. Habían sabido que estábamos prisioneros y el valiente capitán corría a salvamos. Decidme, miss Mary, ¿qué hacen los pieles rojas?

—Están enterrando a Buitre Negro.

—¿Y los prisioneros?

—Van a quemarlos inmediatamente después que terminen los funerales. Salvad a mi hermano, Morton.

—Los salvaremos; montad a caballo y seguidnos. Presenciaréis nuestra victoria.

Un instante después se les unían el capitán Linthon y su hijo Harry, que iban en la vanguardia de los colonos.

El encuentro fue conmovedor. El capitán abrazó a la valerosa joven y, sabiendo que el tiempo urgía, dio las órdenes oportunas para el ataque.

La columna se dividió en dos compañías para asaltar la aldea por los dos lados, y se puso en marcha.

En la plaza principal se veían alzarse llamas gigantescas, que indicaban el principio del martirio de los prisioneros.

CAPITULO XXVII. EL ULTIMO COMBATE

Mientras los hombres del capitán Linthon se acercaban silenciosos para sorprender la aldea, los pieles rojas, terminada la ceremonia fúnebre, arrastraron a los prisioneros hasta la plaza, donde habían preparado, con troncos de árboles secos y ramas resinosas, cuatro grandes hogueras.

Randolfo y sus desgraciados compañeros, después de ser golpeados e insultados por las mujeres, fueron arrastrados a las hogueras, para ser atados a los palos de tormento.

El pobre joven casi no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor. Estaba como atontado por tantas emociones. Sólo una cosa le preocupaba todavía: su hermana. Diego miraba tranquilamente a sus verdugos, resignado con su muerte. Ralf transparentaba cierto miedo a pesar de sus bravatas. Sin embargo, devolvía injurias por injurias y, cuando podía, daba alguna patada.

Los indios, en lugar de irritarse, se divertían con la rabia impotente del ladrón de caballos y le saludaban con gritos y carcajadas de desprecio:

—¡El Cocodrilo está preso! ¡Nos enseña los dientes! ¡Qué mueva la cola! ¡Pronto veremos al Cocodrilo haciendo contorsiones!

Los tres prisioneros fueron atados a los palos con gruesas cuerdas; luego, mientras las mujeres daban gritos cada vez mayores, algunos guerreros prendieron fuego a la leña.

Abel Doc, impotente, tembloroso, no se atrevía a oponerse. Además, nada hubiera conseguido de aquellos furiosos salvajes, que a la primera tentativa de oposición le hubieran arrojado a la hoguera junto con su hija.

Chisporroteaba la leña; los prisioneros cerraron los ojos. En el mismo momento, descargas fortísimas se oyeron hacia la cerca de la aldea.

Eran los hombres del capitán Linthon, que se lanzaban al ataque.

Poco después, dos columnas de jinetes invadían la aldea, disparando contra las chozas y las tiendas y espoleando sin piedad sus cabalgaduras. Los indios, sorprendidos por el imprevisto ataque, intentaron resistir, pero inútilmente.

Fueron pisoteados por los caballos, y aterrados, huyeron en todas direcciones, sin pensar siquiera en defenderse.

Mientras las mujeres y los niños escapaban desordenadamente, algunos indios, pensando que aquellos jinetes salvarían a los prisioneros, volvieron a las hogueras.

Las llamas no habían alcanzado aún a Randolfo ni a sus amigos. Ralf hizo un supremo esfuerzo y consiguió romper las ligaduras que le sujetaban las piernas.

Un indio que le vio luchando por librarse, se arrojó a la hoguera y trató, aun a riesgo de quemarse, de darle una cuchillada que le quitase la vida. No lo consiguió, pues el Cocodrilo del Lago Salado le dio tan fuerte puntapié en el pecho, que cayó al suelo medio muerto.

Entre tanto, tres o cuatro indios se acercaban a Randolfo con intención de matarle antes que llegasen los blancos.

Mientras unos apartaban los leños encendidos, otro levantó el hacha con ánimo de aniquilarlo.

El joven se creyó perdido. De pronto se arrojó a la hoguera un hombre, cuya sola vista dejó helados de espanto a los guerreros.

Llevaba en la cintura seis cabelleras disecadas, y entre ellas una todavía sangrienta, adornada con la cabeza y las alas de un buitre negro. El emblema de Wenonga. En su mano derecha brillaba el hacha del jefe muerto.

—¡Scibellok! —gritaron los indios, huyendo precipitadamente.

Morton entró entre las llamas sin vacilar, y uno tras otro soltó a los tres prisioneros.

—¿Creíais que os había abandonado? Os engañabais; Morton pensaba en vosotros.

—Mejor dicho, Bertet —repuso Ralf, que saltaba como un demente.

—Sí, Bertet, Scibellok o Morton —añadió el cuáquero.

—¿Y mi hermana, Morton? ¿Está libre? —preguntó Randolfo.

—Está entre nuestros valientes, Braxley huía llevándosela, pero yo le maté. El miserable ha recibido su castigo. Venid pronto. Se lucha en las calles de la aldea, y vuestro refuerzo decidirá la victoria.

Los indios, al huir, habían abandonado algunas armas. Randolfo, Diego y Ralf las cogieron y siguieron a Morton; éste seguía blandiendo el hacha del Buitre Negro.

Los cuatro hombres se lanzaron por la primera calle que encontraron; estaba llena de indios.

Al aparecer Morton se oyó una exclamación de terror.

—¡Scibellok!

Aquel grito fue suficiente para que huyesen. Tal era el espanto ocasionado por la vista del Espíritu del Bosque, a quien todos consideraban como invencible.

Desembarazado el camino, Morton y Randolfo, seguidos de Diego y Ralf, lograron reunirse con los hombres del capitán Linthon.

Continuaba la lucha.

Los indios, repuestos de su sorpresa, se unieron tratando de cortar el paso a los blancos, pero en vano.

La noticia de que Scibellok se encontraba entre los «rostros pálidos» bastó a difundir el terror entre los defensores de la aldea.

Donde Morton enseñaba su trofeo no había necesidad de otra cosa para que los indios huyesen aterrorizados.

Sin embargo, unos cuantos se hicieron fuertes en la plaza y resistían obstinadamente a los ataques de los colonos del capitán Linthon.

Harry Linthon, deseando acabar cuanto antes, reunió unos cincuenta hombres y, después de hacer unas cuantas descargas nutridas, los condujo al ataque de aquel último baluarte.

La victoria era completa. Los salvajes, derrotados por completo, huyeron a la pradera con las mujeres y los niños.

Mientras los vencedores se precipitaban en las tiendas, un hombre avisó a Randolfo y al capitán Linthon que un jefe indio moribundo deseaba hablarles.

Se dirigieron a la plaza en compañía de Morton y se encontraron con Abel Doc. El padre de Telie tenía un balazo en el pecho y estaba agonizando.

Al ver a Randolfo le tendió la mano, diciendo:

—¿Me perdonáis? Tenía intención de salvaros a todos a pesar vuestro; pero los acontecimientos me lo han impedido.

—Os perdono, Abel Doc —contestó Randolfo.

—Capitán Linthon, vos que os habéis encargado de mi hija, ¿me perdonáis también?

—Fuisteis amigo mío —respondió el capitán—. Sé cuáles fueron los motivos que os obligaron a ser, contra vuestra voluntad, aliado de los indios. Abel Doc, amigo mío, os perdono.

—Gracias, capitán.

Metióse la mano en el bolsillo y sacó un papel. Antes de dárselo a Randolfo, le preguntó:

—¿Ha muerto Braxley?

—No os ocupéis de él —replicó el joven.

—Estoy agonizando y podéis decirme la verdad; además, Braxley no era mi amigo.

—¡Ha muerto!

—Entonces, tomad. Este es el testamento de vuestro tío. Vos y vuestra hermana sois sus legítimos herederos. Ahora quiero pediros un favor. Ocupaos de mi hija.

—Os juro que yo me encargaré de Telie.

—Gracias, señor… Harrighen…

No pudo decir más. La sangre manchó sus labios, y expiró.

—Marchemos —dijo el capitán—. Dejaré órdenes a mi gente para que den honrosa sepultura a este infeliz, que fue más desgraciado que culpable.

* * *

El combate terminó con la completa destrucción de la aldea, que fue devorada por las llamas.

Los colonos recogieron cuanto bueno encontraron: caballos, tiendas, pieles y víveres; luego montaron a caballo y emprendieron el regreso al fuerte.

Mary, al lado de su hermano y de Telie, cabalgaba a la vanguardia con Morton, Diego, el capitán y Ralf.

Atravesaron la pradera y llegaron sin dificultad a las riberas del río Pecos.

Allí se detuvieron para reponerse de tantas fatigas y emociones; pasados algunos días, reanudaron la marcha, y por la mañana llegaron al fuerte.

Randolfo renunció a buscar las minas de oro que le habían indicado, e impaciente por tomar posesión de la herencia de su tío, no se detuvo en el fuerte más que unos días.

Antes de marchar propuso a Morton que le acompañase a Méjico.

Quería proporcionarle una vida tranquila y cómoda, en recompensa de los servicios que les había prestado, pero el cuáquero no aceptó.

—He nacido en la pradera y en ella moriré —dijo—. Sed muy felices.

No fue posible hacerle aceptar nada, y se quedó en el fuerte, bajo la protección del capitán Linthon. Conseguida la venganza tantos años ansiada, el viejo estaba satisfecho.

Quince días después, Randolfo tomaba posesión en Méjico de las plantaciones de su tío.

Con él estaban Ralf, a quien nombró intendente, y Diego.

Telie no tuvo queja de la liberalidad del joven y de su hermana.

Algunos años después, espléndidamente dotada, se casaba con Diego, el intrépido explorador de la pradera, que tan hábilmente había ayudado a Randolfo a librar a Mary de las garras del infame Braxley.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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