Dos Abordajes

Emilio Salgari


Novela



CAPITULO I. UN CAÑONAZO A TIEMPO

El día 17 de marzo de 1775, una gran parte de la escuadra inglesa, que había permanecido estacionada en aguas de Boston durante el prolongado asedio de esta ciudad por los americanos, se hacía a la vela con rumbo a alta mar, llevando a bordo la extenuada guarnición, compuesta de más de diez mil hombres.

La rendición de la capital de Massachusetts había sido un rudo golpe para el poderío inglés, que hasta entonces había considerado a los americanos como simples partidas de rebeldes, a los que llamaba despectivamente provinciales, sin reconocer que se trataba de verdaderos soldados.

Antes de salir de la ciudad, aquella guarnición, compuesta en su mayor parte de mercenarios alemanes, había saqueado todas las riquezas de los habitantes, llevándose cuanto pudieron encontrar de valor, y habían inutilizado toda la artillería clavándola o arrojándola al mar.

Únicamente habían respetado los almacenes de víveres, que, por otra parte, contenían bien escasas existencias: 2500 medidas de carbón mineral, otras tantas de trigo, 2300 de cebada, 600 de avena y unas 100 orzas de aceite. Reses, ninguna; hacía ya mucho tiempo que la guarnición había empezado a sacrificar los caballos, y apenas si quedaban unos ciento cincuenta de éstos, reducidos al estado de esqueleto.

Dueños los americanos de todas las alturas que dominan la ciudad, en las cuales habían emplazado gran número de cañones de sitio, permitieron a la guarnición salir de la plaza, a condición de respetar dichos almacenes, pues también los sitiadores se hallaban exhaustos de provisiones de boca y hacía varios meses que venían luchando con el hambre.

Mandaba la escuadra el general Howe, almirante improvisado, y se alejaba de las peligrosas aguas de la amplia bahía de Boston para refugiarse en Halifax, que aún permanecía en poder de los ingleses.

En realidad, no era una verdadera escuadra de combate, porque había sido preciso embarcar además gran número de familias «leales», o sea partidarios de la dominación inglesa, que, temiendo la venganza de los americanos, habían preferido la miseria y el exilio. En aquellas naves, que con escasos víveres se lanzaban entre las traidoras olas del Atlántico septentrional, había más impedimenta de «leales» que bocas de fuego.

Los americanos no habían tenido tiempo de llamar a sus muchos corsarios, y presenciaron con despecho la salida de aquellos diez mil soldados, que más tarde habían de dar tanto que hacer a Washington en el asedio de Nueva York.

Sin embargo, estaba dispuesto que no habían de escapar completamente tranquilos los fugitivos, porque apenas salieron al mar se habían lanzado en su persecución cinco naves corsarias, intentando un combate, más que atrevido, desesperado, por la desigualdad de fuerzas, con el propósito de echar a pique aquellas naves inglesas con todos sus tripulantes.

La escuadrilla se componía de cuatro bergantines recién llegados de las Bermudas, y que habían estado ocultos en los abundantes canales que formaban en aquella época la bahía de Boston, y de una magnífica corbeta mandada por el barón William McLellan y artillada con doce cañones por banda, más los cuatro de caza a proa y popa, amén de dos potentes morteros, artillería que había contribuido muy eficazmente a la rendición de Boston, destruyendo las últimas defensas inglesas.

Escasa fuerza eran los cinco buques corsarios para luchar contra la que conducía Howe, compuesta de más de cuarenta buques entre grandes y pequeños; pero, a pesar de ello, trabaron combate con igual ardimiento por ambas partes.

Mientras que los bergantines se lanzaron contra la retaguardia de la escuadra fugitiva, en la que figuraban algunos pequeños cutters, que se iban a pique con toda su tripulación al primer choque, la corbeta, más rápida, se había puesto en caza de una fragata de alto bordo, la mejor que llevaban los ingleses.

Eran dos buques construidos para la navegación de altura; así es que en menos de media hora se distanciaron tanto del resto de la escuadra, que casi no se percibían los cañonazos que cambiaban con los bergantines.

Volaba la fragata, impulsada por un buen viento fresco; pero volaba también la corbeta siguiendo la blanca y prolongada estela de aquélla.

Todos los hombres se hallaban en ambos buques colocados en sus puestos de combate. La gente franca de servicio, y hasta los mismos enfermos, habían abandonado el coy para empuñar el fusil.

Los dos comandantes, en pie en el puente y con la bocina en la mano, lanzaban sin cesar la misma orden:

—¡Fuego!… ¡Fuego!…

Y los cañonazos se sucedían sin interrupción con terrible furia, lanzando a la arboladura contraria gruesas balas encadenadas que destruían velas, jarcias y vergas.

Un imperioso motivo guiaba al barón MacLellan para dar caza a la fragata, que iba mandada por su hermanastro el marqués de Halifax.

María de Wentwort, la joven a quien amaba y de la que era correspondido, su prometida, por la cual había arriesgado veinte veces la vida, se hallaba prisionera en aquella fragata.

Era el botín de guerra del marqués.

—¡Fuego! —seguían gritando sin cesar los dos comandantes, que parecían locos furiosos, y las balas portadoras de la destrucción y de la muerte silbaban constantemente entre ambos buques.

De cuando en cuando, entre el estampido de los cañones se oían descargas de fusilería, que en realidad causaban más ruido que daño.

—¡Por el pueblo de Batz!… —exclamó el contramaestre de la corbeta, que disparaba una de las dos piezas de caza colocadas a proa—. ¡Quisiera tumbar un palo y romper un ala a esa condenada gaviota, que se lleva la mitad del corazón de nuestro comandante! ¿Qué dices tú, «Petifoque»?

—Digo, «Cabeza de Piedra», que tú has fumado hoy demasiado, y aun has bebido algún trago de más para celebrar la rendición de Boston —contestó el aludido joven gaviero, que apenas tendría veinte años y que parecía fuerte ya como una encina.

—¡Que el diablo te lleve! No tengo en el cuerpo más de un vaso de agua azucarada.

—Con una buena parte de gin.

—Has visto mal. Tú eres del Poulignen, y, por tanto, medio bretón; pero no bretón por completo. ¡Déjame en paz! Voy a disparar.

—Tira ya, y derriba a esa gaviota.

Ya había cogido la mecha «Cabeza de Piedra» y se disponía a hacer hablar a una de las piezas de proa, cuando se le anticiparon en la popa de la fragata. Cuatro balas de grueso calibre, encadenadas dos a dos y certeramente disparadas, hicieron blanco por encima de la cofa del palo mayor de la corbeta, que llevaba todo el velamen desplegado. El gran mástil osciló algunos momentos, y, aunque sostenido por la jarcia, cayó al cabo con gran estrépito sobre la amura de babor.

Un grito lanzado por doscientas gargantas y acompañado de imprecaciones de todas clases siguió a aquel doble y afortunado disparo.

Detenida en plena carrera, la corbeta se inclinó pesadamente sobre la banda.

El comandante corsario había lanzado también un agudo grito:

—¡Ah! ¡María! ¡Perdida otra vez! ¡Condenación y muerte! ¡Más valiera que me hubiera matado una bala en el sitio de Boston!

«Cabeza de Piedra» prorrumpió en un verdadero rugido. Tronó su cañón con fragor inmenso, haciendo oscilar a la corbeta; pero ya la fragata, que se alejaba velozmente, se había puesto fuera de tiro con una rápida bordada.

Treinta marineros, armados de hachas, se habían lanzado por la cubierta y comenzaron a separar el mástil, cuyo tope estaba ya sumergido en el agua. Unos cuantos golpes certeros bastaron para separar aquel tronco y cortar la jarcia que le retenía al palo macho, y fue lanzado a las olas con crucetas, obenques, velas y cabos.

La corbeta recobró su posición, pero ya era como un pájaro herido. Tenía rota un ala, la mejor, y no podía emprender el rápido vuelo de otras veces.

Entretanto, la fragata, aprovechando las ventajas de aquel golpe de suerte, se alejaba velozmente, disparando una vez más sus cañones de popa.

—¡Por todos los campanarios de mi vieja Bretaña! —exclamó «Cabeza de Piedra», pálido como un muerto—. ¡Esto se acabó, y ya hemos perdido una vez más a María Wentwort! ¡Pobre William!

La corbeta, que, como ya hemos dicho, se había levantado al hallarse libre del peso del mastelero sobre la amura de babor, no andaba, a pesar de que el viento henchía todas las velas del trinquete.

Inmóvil sobre el puente pálidos los labios y el semblante espantosamente alterado, sir William seguía con la vista a la fragata, que ya sólo aparecía como un punto. Míster Howard, segundo de a bordo, y «Cabeza de Piedra», contramaestre, se habían acercado al comandante.

—Sir —dijo el primero—, esperamos sus órdenes.

El barón lanzó a su alrededor una mirada rápida.

La escuadra inglesa, perseguida por los cuatro bergantines corsarios de las Bermudas, había desaparecido hacia el Norte. La fragata era un punto blanco que se alejaba rápidamente en el claro horizonte.

El corsario hizo un gesto de desesperación.

—¡Perdida! —exclamó—. ¡Perdida otra vez en el momento en que creía poder vengarme de ese perro marqués, por cuyas venas corre también sangre mía!

Se dejó caer sobre una de las dos piezas de popa, cogiéndose la cabeza con ambas manos.

—¡No valía la pena de haber renegado de mi patria y de haber abandonado mi Escocia para sufrir tanto dolor! ¡Ah, María! ¡Y es mi hermano quien te tiene en su poder! ¡Es verdad que sólo soy el bastardo de Halifax!

—Sus órdenes, sir —repitió el segundo.

Sir William pareció volver a la vida real; se pasó varias veces la mano por la frente, bañada en sudor, y dijo por fin:

—¿No tenemos mástil de repuesto, mister Howard?

—No, Sir William.

—¿Y masteleros?

—Dos o tres.

—Que se ponga uno en vez del palo mayor, y dejemos que nos lleve el viento.

—¿Adonde?

Dudó un instante en responder el corsario, y después dijo, lanzando un suspiro:

—Volvamos a Boston; solamente allí podremos reparar nuestra grave avería.

Sir, no toda la escuadra inglesa ha salido de Boston —dijo el segundo—. Howe ha dejado allí buen número de buques.

—Volvamos a Boston y suceda lo que Dios quiera —respondió el barón—. Si las naves inglesas nos echan a pique, tanto mejor; así acabaremos de una vez, querido Howard.

Mirando después a «Cabeza de Piedra», que estaba cerca de él, teniendo al lado a su inseparable «Petifoque», le preguntó:

—¿Y tú qué dices, viejo mío?

—Yo digo, ¡por todos los campanarios de Bretaña!, que nuestros asuntos no marchan muy bien, mi comandante. ¡Por la villa de Batz! ¡Rompernos un ala! Pero ¿qué artilleros lleva a bordo esa condenada fragata? Y, sin embargo, puede decirse que los ingleses no han sido nunca tan fuertes en el manejo de las piezas de caza.

—¿Podremos entrar en Boston?

—¿Y por qué no, mi comandante? Los barcos que ha dejado Howe en la bahía tratarán de darnos caza, seguramente. Pero, ¡voto a todos los campanarios de mi Bretaña!, todavía somos doscientos hombres dispuestos a lanzarnos al abordaje. Nuestros cañones funcionan perfectamente, y nuestros sables y hachas se hallan bien afilados. Moriremos tal vez, pero se verterá también sangre inglesa.

—¿Y qué haremos en Boston?

—¡Diantre! No puede faltar allí ahora un astillero, puesto que los americanos están construyendo una escuadra. Pondremos el palo mayor, y emprenderemos un magnífico crucero por el Atlántico septentrional, hasta que podamos encontrar a nuestro querido marqués. Si cayera en mis manos, ¡por la villa de Batz, que había de arrancarle el corazón sin compasión alguna! ¡Hacer sufrir así a un hermano!

—¡Cállate, «Cabeza de Piedra»! —dijo el corsario, tras un profundo suspiro—. ¡Nací con mala estrella!

—También mi abuelo decía siempre lo mismo, y, sin embargo, murió a los noventa años, dueño de barcos de pesca que eran la envidia de todos los pescadores de la Manica. ¡Voto va! Del mismo modo que nos hemos encontrado al marqués en Boston, mi comandante, tengo la esperanza de que hemos de volver a encontrarle otra vez.

—Pero mientras tanto huye con María.

—¡Déjelo usted que huya! Necesariamente tiene que ir a alguna parte; y como no somos torpes, ya caeremos sobre él. ¡No me haga usted reventar el corazón! Ya sabe que estoy siempre dispuesto a entregar la vida por usted.

—¡Pero si yo estoy tranquilo!

—No, mi comandante. Dispense usted que su viejo contramaestre le haga observar que corren dos lágrimas por sus mejillas.

—¡Es verdad! —dijo el barón con rabia.

Levantóse del cañón, y después de haber observado el mar, descendió del alcázar, mientras «Cabeza de Piedra» decía moviendo la cabeza:

—¿Podrá verse otra cosa igual? ¡Hacer llorar una chicuela al corsario más valiente que he conocido! ¡Largo, víboras de escamas relucientes y seductores ojos! ¡Lo que es a mí, ni me habéis pescado nunca, ni me pescaréis!

—¡No lo creo! —repuso una voz a su espalda.

El contramaestre se volvió rápidamente, levantando la mano; pero se calmó toda su cólera al encontrarse con «Petifoque», al cual había adoptado como a un hijo.

—¿Qué dices tú, píllete? —exclamó—. ¡Si llegas a burlarte!…

—¿Es que papá «Cabeza de Piedra» iba a casarse a su edad, con esos dientes amarillos como los de un topo y esas barbas blancas que pinchan como púas de un puerco espín?

«Cabeza de Piedra» cruzó los brazos sobre su ancho pecho y dijo con aire orgulloso:

—¡Calla, grumete! A tu edad había vuelto locas a todas las muchachas, no sólo de Batz, sino también de Roskoff. Tengo apuntadas en mi cuenta veinticuatro…

—¿Y después?

—Después he preferido el olor del alquitrán y las caricias del mar, y he dejado a todas en libertad de buscar marido.

Y ahora déjame tranquilo. Estamos heridos, el hospital se halla lejos, y es algo peligrosa la entrada.

El contramaestre descendió del alcázar y se reunió con mister Howard, que dirigía la maniobra de una cincuentena de marineros, intentando poner al buque en condiciones de navegar.

Se había lanzado al mar la ballenera grande, tripulada por quince hombres, que habían recogido el mástil destrozado por las balas encadenadas de la fragata, no porque pudiera servir, pues resultaba completamente inútil, sino por las velas y jarcias que conservaba y que eran necesarias.

Poco después, los demás marineros, bajo la dirección de Howard y de «Cabeza de Piedra», habían conseguido, con grandes esfuerzos y haciendo uso de los aparejos, arrancar de la carlinga el trozo macho del palo mayor y colocar en su lugar el mejor mastelero de que se disponía, bien sujeto con cuñas y malletes.

No era gran cosa; pero con una buena vela de gavia, con toda la jarcia necesaria, ayudado por el trinquete, que conservaba todo su velamen, y por los foques del bauprés, y teniendo el timón en buen estado, todavía podía navegarse. Por otra parte, Boston no estaba muy lejos.

El mayor peligro que corría era el de caer entre la flotilla que lord Howe había dejado en la bahía para advertir a los buques procedentes de otros mares que la ciudad había sido tomada por los americanos.

El armamento de La Tronadora estaba completo, y, además, llevaba una tripulación digna de una fragata de alto bordo, dispuesta para lo que fuera preciso, incluso para el abordaje; así es que, a pesar de todo, podía afrontar los ataques de aquella escuadrilla inglesa estacionada desde hacía tiempo en aguas que corroen la carena de los buques y destruyen con sus fiebres a los hombres más vigorosos.

Ya caía la noche cuando La Tronadora pudo comenzar su marcha hacia el Sur. Únicamente en aquel hospital, o sea en los astilleros de Boston, se la podía poner en condiciones de emprender aquel famoso crucero por el Atlántico septentrional que había iniciado «Cabeza de Piedra» para encontrar al marqués de Halifax y a María de Wentwort.

Corría una fresca brisa del Norte que apenas conseguía alterar la calma del agua. Sir William había subido a cubierta para dirigir la marcha del buque. Parecía muy abatido; pero no se notaba alteración alguna en su voz, que resonaba clara y segura en la bocina.

—¡Buena señal! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Se le ha tranquilizado algo el corazón!

Y la mutilada corbeta se puso al viento con rumbo a Boston.

CAPITULO II. EL FUERTE DE MOULTRIE

Había aparecido la luna sobre el océano, roja primero como un disco de metal incandescente, clara después y derramando sus rayos de color azul pálido.

Flotaban dentro del agua las medusas y las noctilucas, lanzando miriadas de refulgentes chispas. Dejábanse aquéllas ir a la deriva, retorciendo sus largos brazos de pulpo; surgían las otras de la profundidad del mar como estrellas que se extinguían rápidamente al primer golpe de las olas.

Impulsada la corbeta por un viento seco del Norte, cortaba el agua bastante rápidamente, a pesar de su mutilación.

Ningún peligro había por el momento, porque la escuadra de lord Howe, obstinadamente perseguida por los bergantines contrarios de las Bermudas, había preferido acercarse a la costa americana para buscar refugio en algún puerto amigo.

El verdadero peligro estaba en Boston. Todavía tenían allí los ingleses buen número de barcos para anunciar la caída de la ciudad a los que vinieran de Europa, evitándoles entrar en una trampa erizada de cañones.

Aun cuando la guarnición había salido con la escuadra de lord Howe, los americanos, que temían siempre un golpe de mano, habían ocupado todos los canales e islas, y, sobre todo, habían artillado formidablemente el fuerte Moultrie con treinta y seis cañones de grueso calibre, para impedir la entrada de las naves inglesas en la bahía.

Por los corsarios que vigilaban el Atlántico se había sabido ya que una escuadra, mandada por el almirante Peter Parker y por el conde Cornwallis, había salido de Irlanda con un gran contingente de montañeses de Escocia, hombres valerosos y algo temidos por los yanquis.

Pero por el momento no había que pensar en la eventualidad de encontrarse con dicha escuadra enemiga.

La Tronadora cojea, pero anda —había dicho «Cabeza de Piedra» al segundo de a bordo—. ¿Qué más se puede pedir después de salir de ese combate?

Y La Tronadora, aunque cojeando, descendía hacia el Sur, corriendo bordadas cortas.

Se veía destacarse claramente en el horizonte la costa americana con sus verdes alturas y sus profundos canales.

Avanzada ya la noche, «Cabeza de Piedra», que iba de guardia en el castillo de proa, advirtió una gran luz que se proyectaba hacia el cielo.

Casi al mismo tiempo señalaba el segundo de a bordo uno de los faros de Boston.

—¡Voto a todos los campanarios de Bretaña! —exclamó el viejo contramaestre mordiéndose el canoso bigote—. ¿No ha terminado aún la lucha en Boston? ¿Qué quieren ahora esos ingleses? ¿Los otros buques? Creo que hemos hecho mal en dejarlos marchar. ¡Por la villa de Batz! Sin duda, se han olvidado de que tenemos aquí un verdugo. ¡Verdad es que hubiera necesitado trabajar demasiado!

El barón, que ya se había prevenido de lo que sucedía, había salido a cubierta y dirigía su anteojo hacia Boston.

—¿Sabe usted qué es lo que arde allí, Howard? —preguntó al segundo.

—Será, quizá, la ciudad.

—No; la luz sería entonces más intensa. Es el castillo de William, que desaparece. Ya me habían dicho que lord Howe, temiendo un ataque por nuestra parte, había dado orden de desmantelarlo e incendiarlo. Lo siento por la artillería, que esos ingleses quizá habrán arrojado al canal.

Un golpe de viento inclinó en aquel momento la corbeta a estribor.

—¡Arriad los juanetes de trinquete! —ordenó el corsario—. ¡No quiero perder otra ala!

El Atlántico, tranquilo hasta entonces, comenzaba a removerse y a mugir sordamente. Altas olas cubiertas de espuma avanzaban furiosamente de Levante y se estrellaban mugidoras en el costado de la nave, retrasando su marcha.

Después de ordenar a una docena de marineros la maniobra de aferrar las velas de juanete y sobre de proa y arriar la gavia, «Cabeza de Piedra» había salido al castillo y se sentó a horcajadas sobre una de las piezas de caza. No hay que decir que «Petifoque» se le había unido en el acto, porque aquellos dos lobos de mar, que siempre estaban riñendo, no podían hallarse separados diez minutos.

—¿Qué buscas, «Cabeza de Piedra»? —dijo el joven, viendo al contramaestre inclinarse hacia delante.

—Sondeo las tinieblas —respondió el bretón.

—Pero ¿es que la gente de Manica tenéis anteojos de larga vista por ojos?

—¡Nosotros!… Tenemos lentes cóncavas y lentes convexas, que acercamos o alejamos a nuestro gusto.

—¡Gorda es ésa, «Cabeza de Piedra»!

—¿Quién ha sido el primero que ha notado ese fuego que había en Boston?

—Tú, es verdad. Pero dime: ¿continúa todavía? Yo confieso que no veo ni una chispa.

—Los del País de Gales son medio bretones, pero bretones ingleses, y por eso no valen lo que los bretones franceses —respondió gravemente el contramaestre—. ¡Acuérdate siempre de esto, muchacho!

—Bueno; pues ya que tienes un par de anteojos en la cara, dime qué es lo que ves ahora.

—Solamente tinieblas.

—Eso también lo veo yo, aunque no soy bretón entero —repuso «Petifoque», lanzando una carcajada.

—Pero no serías capaz de dirigir La Tronadora por los canales de Boston.

—¿Los ves ya?

—Vagamente.

—Pues yo veo que todo el horizonte está como si los diablos se divirtiesen en arrojar cubos de alquitrán líquido para ennegrecer todo cuanto se divisa.

—Y, sin embargo, yo veo.

—¿También el romper de la resaca?

—También.

—¿Y adonde iremos a refugiarnos en cuanto entremos en la bahía, si los buques de lord Howe nos permiten mojar la quilla en aquellas aguas?

—Bajo la protección de la artillería del fuerte Moultrie. Los americanos se hallan bien seguros dentro de ese fuerte, y los buques ingleses que vengan de Europa se romperán los cascos en ese obstáculo; yo te lo aseguro.

—Y con esta noche tan oscura, ¿no hay peligro de que el comandante del fuerte nos reciba a cañonazos?

—¡Pues no faltaba otra cosa! ¿Crees tú que nuestro comandante no ha tomado sus precauciones para el caso de que tuviésemos que regresar con tiempo oscuro? Si tiramos tres cohetes verdes, verás como los cañones del fuerte permanecen mudos. ¡Oh! ¡Cómo rompe la resaca dentro de los canales de Boston! ¡Vamos a sudar de lo lindo!

Era, sin embargo, una fortuna que el Atlántico no estuviera tranquilo y que se formaran aquellas enormes olas, porque con una noche tan oscura y tempestuosa, las naves inglesas no saldrían de su seguro refugio.

Verdad es que, faltando a la corbeta el palo mayor, había peligro de correr mal una bordada y encallar en alguno de los muchos bancos que entorpecen la entrada de la bahía, y que están formados por los arrastres que el río Mística aporta en gran cantidad, especialmente durante el estío y el otoño.

Conducida por su mejor timonel, y bajo la vigilancia del barón, Howard y «Cabeza de Piedra», la corbeta continuaba su marcha hacia el Sur, a pesar de los golpes de viento, que hacían peligrar seriamente al improvisado palo mayor, y a pesar de los bandazos de mar. A la luz de los relámpagos, que se sucedían sin interrupción, se divisaba ya la costa americana como a media docena de millas.

La mitad de la tripulación se hallaba sobre cubierta atenta, vigilante, preparada para cualquiera desesperada maniobra que fuera necesario realizar; la otra mitad estaba en la batería, tras los cañones, por si acaso aparecían de pronto cruceros ingleses.

Hacia la medianoche, la corbeta penetraba por el canal inmediato al fuerte Moultrie, que se halla edificado en el islote llamado Sullivan, a seis millas de la punta de tierra que hay entre los ríos Ashley y Cooper.

El oleaje del mar, cada vez mayor, penetraba furiosamente por entre ambas orillas, haciendo sumamente peligrosa la navegación. Un golpe de timón mal dado traería como consecuencia la pérdida de la corbeta.

El corsario había cogido el portavoz y lanzaba órdenes claras y precisas, que se percibían distintamente, a pesar de los siniestros silbidos de la ventisca entre la arboladura.

«Cabeza de Piedra», que había vuelto al castillo de proa con «Petifoque» y el verdugo de Boston, otro inseparable suyo, trataba sin cesar de sondear las tinieblas.

De cuando en cuando su voz, robusta como el mugido de un toro, se unía a la del barón, señalando al timonel la ruta con tal precisión que «Petifoque» no pudo menos de decir:

—¡Decididamente, este demonio de bretón ve de noche mejor que los gatos! Verdad que es de Batz, mientras que yo soy de Poulignen.

Poco después se oía una voz seca y breve:

—¡Orza a sotavento!

La corbeta, que luchaba penosamente con el oleaje, giró de pronto sobre sí misma y se deslizó rápidamente a lo largo de la costa de la isla Sullivan.

—¡Los cohetes!… —gritó el corsario.

Previendo aquella orden, «Cabeza de Piedra» había llevado a cubierta una caja de hierro.

Tres serpientes de fuego subieron a lo alto, venciendo a las ráfagas del viento, y estallaron lanzando millares de chispas del mismo color.

Un momento después salían de la extremidad del canal otros tres cohetes, seguidos de un cañonazo.

—¡Largad anclas! —gritó el corsario—. ¡Las dos de proa y dos anclotes a popa! ¡Arriad la gavia mayor y el trinquete!

Dos docenas de hombres, ágiles como monos, ejecutaron rápidamente la maniobra, y dando una última bordada, la corbeta dejó caer sus anclas con gran rechinamiento de cadenas en una pequeña bahía protegida por el fuerte.

Resonó a lo lejos algún que otro cañonazo; después, nada. Eran los buques ingleses, que habían disparado por precaución bien necesaria.

El fuerte Moultrie había sido levantado por los americanos antes de la toma de Boston. Era de construcción sólida, rodeado de una alta empalizada hecha con la madera esponjosa de una especie de palmera, en la cual penetraban los proyectiles sin causar grandes destrozos.

Había sido artillado con treinta y seis piezas de gran calibre, que fácilmente podían tener a raya a la escuadra inglesa que había dejado en aquellas aguas lord Howe.

Encerraba además una fuerte guarnición, porque los americanos habían establecido detrás de la isla unos astilleros, donde trabajaban alegremente día y noche carpinteros de ribera, herreros, calafateadores y demás obreros, construyendo una flotilla capaz de acometer altas empresas, y compuesta de cinco buques, casi terminados.

Apenas había dado fondo la corbeta y tendido un puente de paso, salieron del fuerte buen número de hombres armados con fusiles y provistos de linternas. A su espalda quedaban los artilleros con las mechas preparadas detrás de los cañones, por temor a una sorpresa.

El corsario y su segundo, que habían pasado a tierra, pronunciaron a la vez la misma frase:

—¡El coronel Moultrie!

—¿Y dónde debiera estar mejor que defendiendo el fuerte que lleva mi nombre? —contestó el heroico soldado, que tanto había contribuido a la rendición de Boston—. Buenas noches, barón; buenas noches, mister Howard. ¡No pueden ustedes llegar más a tiempo!

—¿Por qué, coronel? —preguntó el corsario.

—Porque la escuadra inglesa se propone arrojarnos de aquí mañana. He recibido una confidencia.

—Querido coronel, nosotros volvemos en situación de ir al hospital. Hemos dejado en el mar el palo mayor.

—¿Ha conseguido escapar el marqués?

—Por desgracia mía, coronel. Su artillería nos ha inutilizado precisamente en el momento en que nos disponíamos a lanzarnos al abordaje sobre su fragata.

—Un mástil se coloca pronto cuando se dispone de astilleros. ¿Y lord Howe?

—Ha escapado con rumbo al Norte.

—Esos hombres que han conseguido salir de Boston darán mucho que hacer a Washington.

Permaneció Moultrie unos instantes silencioso, y después dijo:

—Si La Tronadora ha perdido un mástil, supongo que conservará en buen estado sus excelentes cañones, que tanto juego dieron en la desembocadura del Mística. Sir William, cuento con usted y con sus bravos marinos. Más adelante buscaremos al marqués, y le prometo que llegaremos a encontrarle.

—¿Me lo promete usted?

—Le doy mi palabra de honor.

—Entonces, estoy dispuesto a combatir todavía por la causa americana —respondió el barón con voz enérgica.

En aquel momento, uno de los centinelas que estaban sobre los bastiones gritó:

—¡A las armas!

—¿El enemigo ya? —preguntó Howard.

—No le esperaba tan pronto; pero estamos preparados para sostener el ataque y destruir la escuadra inglesa, aun cuando se presente reforzada con alguna otra de Europa.

Algunos puntos luminosos surcaban las profundas aguas de la bahía, cambiando frecuentemente de dirección.

Eran los buques ingleses, que trataban de sorprender y destruir el fuerte Moultrie.

Como ya esperaban aquel movimiento, los americanos habían tomado grandes precauciones, haciendo que el regimiento regular de La Carolina ocupase el fuerte Johnson, que protegía los canales de Charlestown, y confiando a aquellos valientes la defensa de la isla de Saint James.

Muchos canales habían sido cerrados por medio de grandes trincheras o de baterías flotantes, y los almacenes emplazados en las orillas habían sido incendiados para evitar que los ingleses se refugiaran en ellos y amenazasen de nuevo a Boston.

El general Lee, en quien tenían gran confianza los combatientes americanos, había llegado a marchas forzadas con tropas regulares y ocupado muchas islas.

La lucha, que parecía paralizada desde la rendición de la capital de Massachusetts, iba a reanudarse con mayor furor, a pesar de faltarles a los ingleses los diez mil soldados que habían salido con Howe.

El corsario y su lugarteniente se habían apresurado a embarcar para prepararse al combate, que amenazaba ser terrible.

Apenas había dado la orden para que la gente ocupase su puesto en la batería, resonaron en lontananza algunos disparos.

—¡Ohé, camaradas! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ya podéis refrescaros el hocico, porque dentro de poco yo os aseguro que ha de hacer mucho calor! ¡Va a llover; pero serán balas enrojecidas lo que nos caerá encima! ¡En cuanto a mí, francamente, preferiría los chaparrones de las Bermudas! ¡Son abundantes, pero más saludables que éstos!

CAPITULO III. EL VALOR AMERICANO

Despechada y furiosa la marina inglesa por haber presenciado la rendición de Boston sin poder hacer nada para impedirlo, emprendía animosamente el ataque a aquel formidable fuerte, que era un grave peligro para todos los buques ingleses procedentes del Atlántico.

Lord Cliton, que luchaba con adversa fortuna en La Carolina, había enviado algunos refuerzos, compuestos del Bristol y del Speriment, navios casi de línea, con cincuenta cañones cada uno; las fragatas Active, Altion, Solebay y Syren, con veintiocho piezas, y otros dos barcos menores, uno de los cuales, el Fulmine, llevaba morteros.

Gran ansiedad reinaba en aquellos momentos, tanto entre los americanos como entre los ingleses; pero estos últimos tropezaron bien pronto con un grave obstáculo. El canal que daba frente a la isla Sullivan estaba lleno de gran número de bancos de arena, que hacían sumamente peligroso el paso para los buques de mucho calado.

En previsión de esto el general Cliton, que permanecía en Charlestown, de donde no habían podido desalojarle los americanos, había reunido las escasas fuerzas de que disponía, compuestas en su mayoría de mercenarios alemanes, y las había concentrado en la isla de Long, situada a Levante de la de Sullivan, a fin de que, en el momento oportuno, asaltaran el fuerte por la espalda, que era por donde estaba menos defendido, y sobre todo que destruyeran los astilleros. El coronel Moultrie, que en combinación con el general Lee disponía de un magnífico servicio de información, había tenido conocimiento del propósito de los ingleses.

El peligro era gravísimo, porque, a pesar de su formidable armamento, el fuerte podía sucumbir en el momento del bombardeo ante un rápido y fuerte ataque por ambos lados.

Sólo había un hombre que pudiera protegerle por la espalda: el corsario.

Emplazada su corbeta en medio del canal, haciendo fuego con las veinticuatro piezas de su batería y con los cañones de caza, era bastante para tener a raya a escoceses y alemanes mientras que sus cuatro morteros, que servían de lastre en la cala, podían causar grandes daños a los navios ingleses con tiros de elevación por encima del fuerte.

El coronel Moultrie envió un oficial a bordo de La Tronadora, que ya se preparaba airosamente a la lucha.

—¡Ah! ¡Doble fuego! —dijo sencillamente el barón con su calma habitual—. ¿Ha oído usted, Howard?

—Sí, William.

—Haga usted sacar de la bodega los cuatro morteros que ya conocen los ingleses, que larguen los foques y un par de velas y que leven anclas. El viento es favorable para ir a la isla Long.

Sonó en el puente el silbato del contramaestre, y los hombres de la tripulación se lanzaron, unos a los aparejos, otros a la arboladura y otros a la bodega, cuyas escotillas estaban ya levantadas para sacar los morteros.

La escuadra inglesa empezaba a moverse, cañoneando débilmente.

Se veía obligada a navegar con gran cuidado, por temor de dar contra los bancos de arena o contra las trincheras acuáticas armadas de formidables espolones de troncos de árboles, que habían colocado por todas partes los americanos.

Así es que la corbeta tuvo el tiempo necesario para ejecutar la maniobra y tomar posición detrás del fuerte, a fin de impedir a los ingleses el paso a la isla de Sullivan.

También el coronel Moultrie había tenido tiempo para emplazar todos sus cañones en los bastiones del frente, desde donde podía batir toda la superficie de agua que se extendía por delante del fuerte.

El cañoneo empezaba a ser más continuo. Los fogonazos iluminaban la bahía, reflejándose en las aguas con fulgor siniestro.

Sucedió lo que ya habían previsto los americanos.

Las dos grandes naves inglesas, Bristol y Speriment, habían avanzado para proteger a la gente que mandaba Cliton, pero eran demasiado pesadas para aventurarse por aquel peligroso canal, y a las primeras bordadas tocaron en algunos de los muchos bancos de arena que por allí había y se inclinaron violentamente sobre la banda de estribor, quedando por el momento inservible toda la batería de aquella borda, compuesta, como ya se ha dicho, de veintiocho cañones en cada buque.

A pesar de la oscuridad de la noche, y sin arredrarse por las primeras balas que el fuerte comenzaba a lanzar, reforzando las velas y largando anclas a proa, los hábiles marineros ingleses consiguieron salir de aquel mal paso.

En seguida se generalizó el fuego en toda la línea.

Pero parecía que la escuadra no tenía prisa por lanzarse contra el fuerte.

Contestaron vigorosamente los artilleros americanos, no menos hábiles ya en el manejo de las piezas de grueso calibre, y sobre todo, tronaba la corbeta con sus cuatro morteros, cuyas gruesas bombas se proyectaban con notable acierto.

Hacia las once de la mañana, los buques ingleses Bristol, Speriment, Altion y Solebay, largando anclas a cincuenta metros del fuerte, comenzaron a disparar furiosamente, lanzando andanada tras andanada. Casi al mismo tiempo, los otros tres buques, Syren, Active y Sphinx, se colocaron a Poniente entre el canal y la isla Sullivan, intentando destruir las fortificaciones con su artillería.

Pero allí se encontraron con la corbeta del corsario, que empeñó resueltamente el combate.

Mientras los cañones de caza barrían la ribera de la isla Long, impidiendo que los soldados de Cliton atravesaran el canal, las dos baterías tronaban cada vez más rápidamente y los cuatro morteros enviaban por encima del fuerte bombas que caían sobre el puente de los otros cuatro buques ingleses.

—¡Por todos los campanarios de Batz! —exclamó «Cabeza de Piedra», que, acompañado de su inseparable «Petifoque» y de cuatro artilleros, disparaba su pieza favorita de proa—. ¿Qué dices de todo esto, chiquillo?

—Digo que con esta lluvia de balas no quedaría en pie ni uno solo de los campanarios de Bretaña —contestó el joven gaviero fumando tranquilamente un cigarro de Virginia.

—Los de Poulignen, puede ser; pero no los de Batz.

—¿Están forrados de hierro?

—Son como cráneos de verdaderos bretones; más duros que la piedra.

—¡Llévete el diablo!

—¡Cuidado, «Petifoque»; está granizando!

—Oigo el granizo; pero, por desgracia, no puedo verlo hasta que ha caído ya en la cubierta de la corbeta. Tú, en cambio, como bretón de Batz, verás perfectamente en el aire las bombas que nos tiran los ingleses.

—En cuanto a eso, no —dijo «Cabeza de Piedra»—. Sólo mi abuelo, cuando navegaba en las naves corsarias de Juan Bart… ¡Ah! ¡Qué tiempo aquél!

—Tú sigues charlando, «Cabeza de Piedra», y mientras tanto cae el granizo. Me fastidiaría que me rompiese una pierna.

—Nunca hieren en las piernas los bretones; siempre en la cabeza.

—Sí, y entonces las bombas se rompen como si fuesen pompas de espuma de jabón.

—¡Claro es!

—Pues yo no quisiera hacer la prueba en mi cabeza.

El contramaestre, que tenía la mecha en la mano esperando que los sirvientes acabasen de cargar el cañón, miró a «Petifoque» de soslayo, y dijo, sonriendo:

—Ni yo tampoco.

—¡Ah, ya! ¿Y es ésa la famosa cabeza de Batz?

—¡Calla, «Petifoque»! ¡Ahora toca pelearse con los ingleses!

Como ya antes hemos dicho, el combate se había empeñado con igual ardor por ambas partes.

El almirante inglés Peter Parker y lord Campbell enardecían a su gente creyendo segura la inmediata demolición del fuerte, que sabían estaba defendido por una escasa guarnición y algunas Compañías de milicias reclutadas apresuradamente, y contaban con hacer callar las treinta y seis piezas de grueso calibre y desmontar las veintiséis pequeñas, sólo útiles para lanzar metralla.

La noche, que era bastante oscura, se alumbraba con los continuos fogonazos, y un horrible estrépito surcaba la bahía, llegando hasta Boston y Charlestown.

Gruesas granadas y balas enrojecidas surcaban constantemente el espacio, dejando tras sí largo rastro de fuego.

Luchaban denodadamente los ingleses por destruir aquel obstáculo; pero los hombres del coronel Moultrie se defendían como leones.

Las piezas de mayor calibre del fuerte tronaban sin cesar, haciendo maravillosos blancos en las naves enemigas, mientras la artillería ligera barría los puentes con una lluvia constante de metralla que diezmaba las tripulaciones.

Los buques que más inquietaban al valiente coronel y al corsario eran Altion, Sphinx y Syren, porque habiendo anclado al extremo poniente de la isla Sullivan, en caso de un desastre podían impedir fácilmente la retirada de la guarnición, así como la llegada de socorros. Contra esos buques se encarnizaba especialmente la corbeta de sir William, que, bien fondeada en una caleta, se hallaba poco expuesta a los fuegos enemigos.

—¡Es preciso destruirlos! —gritaba «Cabeza de Piedra» entre uno y otro disparo de las piezas de proa—. ¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¡Vais a dejar aquí la arboladura, y La Tronadora tomará una venganza completa!

Aquella noche no se mostraba propicia la suerte a los expertos marinos ingleses, que se habían lanzado con demasiada imprudencia entre los bajos fondos de aquel canal, donde podían asaltarlos de un momento a otro los brulotes de los carolinos e incendiar toda la escuadra.

Ya se habían cambiado gran número de bombas y balas enrojecidas entre ingleses y americanos, cuando las naves Sphinx, Altion y Syren, que eran el mayor peligro para el fuerte, guiadas por pilotos poco prácticos en aquellos lugares, tocaron en un arenal llamado Middle-Grounds, encallando de tal manera que quedaron inservibles las baterías de ambos lados.

Los defensores del fuerte, que ya comenzaban a dudar de que se pudiera resistir aquel terrible bombardeo, hasta el punto de que el general Lee había aconsejado al coronel Moultrie que se refugiase en Boston, haciendo saltar el fuerte, presenciaron entonces un terrible espectáculo.

El corsario había comprendido en el acto la difícil situación en que se hallaban los tres buques y había arreciado el fuego contra ellos. Maniobrando con los foques y girando sobre el ancla que había largado a proa, arrojaba una nube de hierro y fuego. La Tronadora ardía y tronaba como un volcán, sembrando el terror en la cubierta de aquellas pobres naves. «Cabeza de Piedra» largaba metralla, matando a cuantos enemigos podía. Ya no pensaba en destruir la arboladura.

—¡Vamos ya, «Petifoque»! —gritaba—. ¡Haz traer más metralla! ¡Verás cómo limpio el puente de ese buque!

Y artillería gruesa y menuda, toda ella resonaba con estrépito, cada vez más creciente.

Disparaba el fuerte, enfilando las naves que tenía al frente; tronaba la corbeta más que un navio de alto bordo.

Aunque cogidos por una tempestad de plomo y hierro, los marinos ingleses no habían perdido su tradicional sangre fría, y, mandados por oficiales tan hábiles como valientes, pretendieron inmediatamente poner a flote los tres buques antes que fueran totalmente destruidos. Con auxilio de aparejos, arrojando anclas a popa y proa, braceando y contrabraceando las velas, se esforzaban por apartarse de aquella lluvia de fuego, que ya había ensangrentado copiosamente los puentes.

Sobre todo el Bristol, cuyas amarras se habían roto, estuvo expuesto a los fuegos del fuerte y de la corbeta durante varias horas sin poder contestar.

Sus bordas caían a pedazos en las aguas del canal; las vergas, destrozadas por la metralla de las piezas de caza de La Tronadora, se desplomaban sobre cubierta, aumentando el estrago.

El capitán Morris, que lo mandaba, se mantenía, sin embargo, firme, pretendiendo aún salvar el buque. Casi todos los hombres de la tripulación yacían muertos o gravemente heridos.

—¡Fuego sobre él! —gritaba sin cesar sir William, que ya no dudaba de dar una terrible lección a los asaltantes.

Y no se perdían sus voces en el vacío, porque si el fuerte disminuía la intensidad de su fuego, porque empezaban a escasear las municiones, La Tronadora, bien pertrechada para un largo crucero, no cesaba de lanzar bombas, balas y metralla.

A las siete de la mañana quedaban escasos hombres a bordo del Bristol, y el buque comenzaba a hacer agua, a pesar de hallarse encallado en un banco de arena.

Media hora después, el capitán Morris, que ya herido por un casco de metralla había jurado no arriar bandera aun cuando se hallase completamente perdido, caía sobre el puente con una pierna destrozada por una bala de cañón.

Conducido a su camarote, expiraba a los pocos minutos, mientras el buque, ya casi desierto, era arrastrado por las aguas y se destrozaba en la orilla de la isla Long.

No lograron mejor suerte los otros buques que se habían metido en el canal: Sphinx, Altion y Syren..

Moviéndose con inmensa dificultad entre los bancos del canal, batidos terriblemente por el fuego de la corbeta, perdían los hombres en gran número a cada descarga.

Lord Campbell, gobernador que había sido de La Carolina, estaba también herido tan gravemente, que algunos meses más tarde emprendía el gran viaje; asimismo el almirante Peter Parker había sido herido por un casco de metralla, y se vio precisado a dejar el mando.

Tampoco conseguían buen éxito los buques que batían al fuerte por el frente, a pesar del inmenso consumo de municiones que habían hecho, fuera porque lanzaban sus proyectiles demasiados altos, o porque la contextura esponjosa de la madera de las fortificaciones impedía que causaran daño a los defensores. Sin embargo, todos los buques se mantuvieron firmes contra el fuerte toda la tarde, a pesar de la mala situación en que se hallaban, con la esperanza de que la gente concentrada por lord Cliton pudieran atravesar el canal.

Seguramente hubiera sucedido así sin la presencia de la corbeta, que con sus piezas de caza barría sin cesar la orilla. Además, los ingleses se habían engañado respecto a la profundidad del canal, por no haberlo sondeado bien a conciencia antes de empezar el combate.

A las seis de la tarde, todos los buques ingleses, más o menos averiados y con sus tripulaciones diezmadas, después de haber experimentado a su costa durante catorce horas el valor americano, abandonaban definitivamente la empresa; con mayor motivo cuanto que los audaces corsarios, tripulando ligeras chalupas, habían conseguido proveer de municiones al fuerte. A medianoche, todo había terminado, y el contramaestre «Cabeza de Piedra», después de tanto trabajo y habiendo salido una vez más ileso, se permitía el lujo de vaciar una botella en compañía de «Petifoque», a horcajadas en su pieza favorita de proa.

CAPITULO IV. EL VERDUGO DE BOSTON ENTRA EN FUNCIONES

Una semana después de la victoria de los americanos, La Tronadora, que con su heroica defensa había obligado a marcharse a todos los buques ingleses, provista ya de un nuevo palo mayor y bien pertrechada de víveres y municiones, abandonaba las aguas del fuerte Moultrie.

No iba sola: marchaba a la cabeza de cinco buques: Colón, Alfredo, Independencia, Boston y Providencia, con un total de ciento seis cañones, y llevando como tripulación más de quinientos expertos marineros bien acostumbrados a ejercer el corso.

Por conducto de una galeota acababa de recibirse una noticia gravísima para los americanos, pero en cierto modo nada desagradable para sir William, que no podía olvidarse ni un momento de María de Wentwort y del marqués de Halifax.

Había dicho el capitán de aquel ligero y pequeño buque corsario que una poderosa escuadra, mandada por lord Dunmore, había salido de Irlanda llevando a bordo unos cuantos miles de escoceses, soldados a los que temían especialmente los americanos por su valor e increíble resistencia ante el fuego. La escuadra había pretendido acercarse a la costa de Virginia; pero, habiendo sido rechazada por fuertes huracanes, se acercaba a Boston.

También había agregado el capitán de la galeota que unas cuantas naves de las que lord Howe trataba de conducir a Nueva York, sorprendidas por vientos contrarios y tempestades, se habían unido a la flota de lord Dunmore.

Una esperanza nació súbitamente en el alma del barón: la de que la fragata del marqués fuese una de aquellas naves que se habían unido a la escuadra procedente de Europa.

¿Y por qué no? «Cabeza de Piedra», que, como buen bretón, veía de lejos, tenía la convicción de que en algún sitio del Atlántico septentrional o meridional habían de encontrar la fragata que había robado la rubia María de Wentwort a su comandante.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —había dicho a «Petifoque»—. ¡Haremos un magnífico crucero, a pesar de que la escuadrilla americana vale bien poco, a mi juicio! ¡En fin, ya la veremos en la prueba!

Apenas había surcado las olas del Atlántico La Tronadora, se oyó salir un furioso griterío de la bodega por la abierta escotilla.

Se oían maldiciones y algunos sonoros golpes, seguidos de aullidos y frases en pésimo inglés.

—¡Os aplastaría, canallas!

—¡Somos soldados!

—¡Valientes soldados! —contestaba con voz tonante el contramaestre de bodega—. ¡Sois unos traidores! Os hemos cogido en la santa bárbara. Canallas, ¿qué es lo que pretendíais al lado de los barriles de pólvora? ¡Queríais hacernos volar! ¡Afuera; tomad otros dos puntapiés! ¡A cubierta, a cubierta, miserables!

Al oír aquel griterío se precipitaron hacia la escotilla «Cabeza de Piedra» y «Petifoque», seguidos por el barón y por el verdugo de Boston.

Cuatro hombres que llevaban el uniforme de los tudescos subían la escala a fuerza de golpes, que recibían entre una lluvia de amenazas y de imprecaciones.

—¡Muerte a los traidores!

—¡Llevan los bolsillos llenos de dinero inglés!

—¡Querían hacernos saltar a todos!

—¡Bandidos!…

—¡Es preciso colgarlos de la verga más alta!

Los cuatro miserables, muertos de miedo ante la amenazadora actitud de parte de la tripulación, llegaron por fin al comfeés de la corbeta.

Al ver a los alemanes, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» lanzaron una exclamación de sorpresa: en uno de aquellos prisioneros reconocieron a un mercenario que habían encontrado antes de comenzar esta historia, en circunstancias difíciles, por cierto, para aquellos bravos marineros.

Durante el asedio de Boston por los americanos, el comandante de La Tronadora, cuya natural intrepidez acrecentaba el hecho de hallarse su adorada María en poder del marqués de Halifax, se lanzó a las más temerarias empresas para libertar a la bella prisionera. En una de estas tentativas fue preso por los sitiados y condenado sumariamente a ser ahorcado en seguida por mano del verdugo.

Pero aquellos dos bravos marinos, «Cabeza de Piedra» y «Petifoque», se propusieron salvar la vida de su comandante penetrando en la ciudad, aunque para ello necesitaran luchar contra todo el ejército sitiador. No era éste, sin embargo, el caso en aquella empresa a que se lanzaban: era necesario todo el valor que uno y otro poseían; pero el asunto era más bien de astucia, y tampoco esta cualidad les faltaba a ambos bretones.

En los largos asedios, y cuando no se trata de verdaderas fortalezas completamente aisladas del ejército sitiador, suele acontecer que hay una zona, por decirlo así, neutral, en la que durante las treguas de la lucha se reúnen combatientes de uno y otro bando que momentáneamente acallan sus enconos, especialmente si se trata de dar solaz al cuerpo y refrescar la garganta. Tal acontecía en algunos arrabales de Boston, al lado de los fosos que rodeaban la población. Durante una de esas treguas trabaron conocimiento nuestros dos amigos con algunos mercenarios alemanes, especialmente con un tal Hulbrik, robusto y sencillo tudesco, al cual embriagaron fácilmente y que les facilitó el medio de penetrar en la ciudad.

Una vez dentro de Boston, y ayudados eficazmente por el alemán, consiguieron entablar rápidamente conocimiento con el verdugo, hombre barbudo y de huraño aspecto que, según decía, se había visto obligado a tomar aquel infame oficio, que le repugnaba.

La diplomacia del astuto «Cabeza de Piedra» supo sacar partido de las condiciones del ejecutor, y con halagos y promesas de inscribirle en la tripulación de la corbeta consiguió cuanto quiso de aquel hombre, que hacía mucho tiempo no había podido estrechar la diestra de un semejante.

Aquella misma noche regresaban al campamento sitiador el barón sir William, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y el verdugo.

Así es que los dos bretones no pudieron contener una exclamación al reconocer, entre los cuatro prisioneros que la tripulación de la corbeta traía desde la bodega, a su alegre compañero en la aventura de Boston.

—¡Ohé, compadre Hulbrik! ¿No nos conocemos ya? —dijo «Cabeza de Piedra».

Al oír aquella voz conocida dio un salto el tudesco, desasiéndose de los marineros que le tenían afianzado.

—¡Padre, estos «pripones» querer ahorcarme! —exclamó con su marcado acento sajón.

—¿Padre? Lo era en Boston; pero aquí necesito ante todo saber qué es lo que hacías a bordo.

«Cabeza de Piedra» había hecho una seña a los marineros, que dejaron de golpear a aquellos cuatro desgraciados, más muertos que vivos.

En aquel momento llegaban sir William y su segundo, atraídos por el ruido, y fijándose en los cuatro alemanes, preguntó con asombro:

—¿Qué hacen esos tudescos a bordo de mi buque? ¡Contesta tú, «Cabeza de Piedra»!

—Por ahora, mi comandante, sé tanto como usted. Pero entre esos gruesos y rubios teutones, criados con salchichas y cerveza, me encuentro con un antiguo conocido.

—¡Padre! —gritó el alemán, que trató de acercarse al barón en actitud suplicante.

El corsario no pudo evitar una sonrisa.

—¡Ah! ¡Es el hombre que nos ayudó en Boston, y al que emborrachaste con no sé qué aguardiente!

—Sí, mi comandante. ¡Ah! ¡Aquél era un buen tiempo! Aunque me figuro que aquel maldito tabernero…

—No hay que hablar mal de aquella taberna; sin ella, no hubiéramos conseguido lo que deseábamos.

—Bueno; pero la verdad es que ni el vino ni el aguardiente…

—¿Acabaréis alguna vez? —dijo el corsario con alguna impaciencia—. ¿Qué hacían estos alemanes a bordo de mi buque? De seguro no tendrían buenas intenciones, ¿no es verdad, Hulbrik?

—Permítame usted, mi comandante, que conteste yo antes que ellos —dijo un carpintero adelantándose.

—Habla y despacha pronto.

—Estaba haciendo una reparación en uno de los mamparos de proa, cuando he visto salir a estos dos individuos, no sé de dónde; pero me parece que no estaban muy lejos de la santa bárbara.

—¡Por todas las salchichas del maestro Taberna! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¿Querían hacemos saltar por los aires y que fuéramos a engordar a los peces ésos?…

—¡Calla, eterno hablador! —dijo el corsario—. Apostaría a que las comadres de tu famosa villa tienen la lengua menos larga que tú. Vamos, pues, maestro Hulbrik, ¿qué hacías en la cala de mi corbeta con tus compañeros?

—¡Habla, compadre «Certeza»! —dijo el bretón, que no podía permanecer en silencio cinco minutos.

El pobre tudesco se puso pálido, agitó dos o tres veces los brazos en alto, como si quisiera invocar en su defensa algún testimonio que no había de hallarse ciertamente en las cofas de la corbeta, y balbució al cabo:

—Yo haberme embarcado para «folfer» a casa. No querer guerra.

—¿Y te has refugiado en mi buque? —dijo el corsario.

—Yo no «haper» otro aquella noche.

—¿Qué noche?

—La del «pompardeo» del fuerte de Moultrie.

—¿Y dónde estabas tú?

—En el «Pristol».

—¡Ah! ¿En el barco que medio deshicimos a fuerza de cañonazos?

—Sí, padre.

—¡Ah, bribón! —gritó «Cabeza de Piedra», acercándose al tudesco y amenazándole con los puños—. ¡Llamar tu padre al comandante! No serás, me figuro, hijo de algún príncipe prusiano, para esperar tanto honor.

—¿Y a ti sí llamar padre?

—Yo soy otra cosa, amigo «Cerfeza»; yo no soy barón ni tengo armas grabadas en el puño de mi sable de abordaje.

—¡Cierra la boca! —gritó el corsario—. ¡Eres tan charlatán como inútil, «Cabeza de Piedra»!

—Entonces, arrójeme usted al mar —insistió el bretón—. ¡Por todas las salchichas del maestro Taberna y por todos los campanarios del mundo entero! ¡Así es como terminamos los fieles marineros que hemos expuesto veinte veces la vida por salvar a su comandante y al buque!

—¡Viejo mío! —dijo sir William, con la voz más suavizada—. En vez de perder el tiempo hablando, procura ver si estos cuatro señores han colocado alguna mecha en la santa bárbara.

—¡Por vida de…!

—¡… un campanario! —terminó «Petifoque», lanzándose tras el contramaestre, que iba acompañado de varios marineros provistos de linternas.

El temor de poder saltar por los aires de un momento a otro o de sentirse abrirse la corbeta bajo los pies había causado impresión en todos los ánimos.

Sobre todo, mister Howard se había puesto algo pálido y miraba intensamente al barón, como para preguntarle si la corbeta podía terminar así sus días.

El barón, siempre impasible, cogió por un brazo al tudesco, y después de haberle obligado a sentarse en un cañón, le dijo con voz amenazadora:

—O me lo confiesas todo, Hulbrik, o antes que salga el sol mando colgarte en la punta del mastelero del juanete. Tenemos a bordo al verdugo de Boston. Me parece que le conoces.

—¡Sí, sí!

—Habla, pues, si deseas salvar el pellejo.

—¿Mi «pelleco»?

—¡Sí, maestro Hulbrik!

—Yo quiero «folfer» a mi «tiera». Yo «haperlo» dicho ya.

—Pero mi buque, querido, no va a Europa.

—Mí no importar. Quiero salir de América.

—¿Y dices que te has embarcado…?

—Cuando el «pompardeo».

—¿Con tres compañeros?

—¡Sí, sí!

—¿Y os habéis escondido en la sentina o en la santa bárbara? ¡Canta, amigo, canta pronto! Me han dicho que tus bolsillos están llenos de libras esterlinas. Los ingleses no pagan con gran generosidad a los mercenarios que arrancan de los Estados alemanes. ¡Saca ese dinero en seguida! —dijo el corsario, mostrando una pistola rápidamente.

Asustado, el tudesco se apresuró a obedecer la orden, y pronto cayó sobre el combés una verdadera lluvia de monedas de oro legítimo de cuño inglés.

—¡Ahora, vosotros! —dijo el corsario, amenazando a los otros tres.

Los desgraciados se pusieron lívidos y titubearon un momento; pero acabaron por arrojar aquel oro que les comprometía.

En aquel mismo instante, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y dos docenas de marineros salían por la escotilla armando un estrépito endiablado.

En medio de todos los campanarios que salían por la boca del contramaestre, el barón pudo recoger estas palabras:

—¡Una bomba!

—¡Silencio! —ordenó el corsario—. Hay aquí ante vosotros unos hombres que mañana no verán al sol iluminar el Atlántico. «Cabeza de Piedra», deja tus campanarios y habla pronto.

—¡Una bomba, mi comandante!

—¿Dónde la habéis encontrado?

—Junto al pañol de la santa bárbara, con una mecha de dos metros. ¡Voto va! Nos hubiera hecho saltar a todos sin poder decir: ahí queda eso.

—¿Estaba encendida la mecha?

—Todavía no.

—¡Está bien! Estos hombres pagarán su traición.

Cogió a Hulbrik por una muñeca, se la apretó con tanta fuerza que se sintieron crujir los huesos, e hizo una señal a Howard.

Diez marineros se precipitaron inmediatamente sobre los otros tres compañeros de «Cerfeza», y, a fuerza de puños, los condujeron a la batería de babor, encadenándolos fuertemente.

—Ahora, maestro Hulbrik —dijo el corsario, sentándose en un barril que había encontrado a sus pies—, suelta la lengua, y ten cuidado con lo que dices.

—¡Padre! —balbució el tudesco.

—¡Déjate de padres! No soy hombre que se conmueva fácilmente. ¿Quién os ha ordenado colocar esa bomba?

El tudesco se rascó primero una oreja y después la otra, mientras miraba obstinadamente la punta de sus zapatos.

—¡Voto a diez mil campanarios! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¿No pretenderás hacemos creer que te ha dejado sordo algún cañonazo? ¡Vamos, pronto; explícate, bribón! Yo te he dado cerveza, salchicha y alguna buena libra esterlina, y tú, en cambio, buscabas el medio de enviarme derechito no sé si al infierno o al purgatorio, porque al cielo es más difícil.

—¡Padre!…

—¡Qué padre ni qué ocho cuartos! ¡Vamos ya; canta, canta! ¡El comandante quiere saberlo!

Lord Cliton —contestó al fin el tudesco, después de un prolongado suspiro que parecía que no iba a terminar nunca.

—¿Para volar mi corbeta? —preguntó el corsario, apretando los dientes.

El tudesco hizo un signo afirmativo.

—¿No interviene en esta infame traición el marqués de Halifax?

—Yo «haper» oído, milord Cliton, hablar del marqués.

—¡Ah, perro! —aulló el corsario, poniéndose en pie, con la mirada relampagueante y el semblante descompuesto por la cólera—. ¡No era bastante haberme robado mi prometida, sino que ese miserable recurre también a la traición para quitarme de en medio lo más pronto posible!

Dio dos o tres vueltas en torno al barril, como un loco, y deteniéndose después frente al prisionero, le preguntó:

—¿Cuánto os han dado?

—Cien libras esterlinas.

—¿Y por esa cantidad, bandido, ibas a enviar por los aires a doscientos hombres?

—No, padre; a los hombres, no.

—¿Qué quieres decir?

—Hacer saltar el «puque». Yo no dejar morir a mi padre.

—¡Sí; me cogerías por un brazo para ofrecerme una chalupa! —exclamó el bretón, que había comprendido a quién se refería el tudesco—. En cuanto a mis camaradas, ¡todos al infierno! ¡Ah! ¡Tragasalchichas! ¡Valiente agradecimiento!

—¡Llévate a este hombre! —ordenó el corsario.

—¡Un momento, mi comandante! —dijo «Cabeza de Piedra».

—¿Qué pretendes aún, eterno charlatán?

—Que Hulbrik me diga si su hermano Wolf, que me ayudó a introducirme en el castillo de Oxford, está embarcado en la fragata del marqués.

—Sí, padre —contestó el alemán.

—¿Ha oído usted, mi comandante? —continuó el bretón—. Su hermano está embarcado en la fragata. ¡Oh! ¡Conozco bien a ese muchacho! ¡Quién sabe si…!

El barón no contestó, y volviéndose hacia su segundo, le dijo:

Mister Howard, tome usted una ballenera y vaya a bordo de las naves americanas para advertir a sus comandantes lo que aquí ha ocurrido. Que registren cuidadosamente la sentina y las baterías, por si acaso lord Cliton ha conseguido hacer que se escondan en esos buques otros canallas para volar a la vez toda la primera escuadra americana.

—En seguida, mi comandante —contestó el segundo—. El viento es flojo, y podré cumplir mi misión sin necesidad de poner la corbeta al pairo.

El corsario permaneció unos instantes en el puente mirando distraídamente a los marineros, que lanzaban al mar la ballenera grande; después lanzó un suspiro y descendió.

—¡Habrá tempestad! —dijo el bretón, mirándole con el rabillo del ojo—. ¡Aquella rubia acabará por volverte loco!

—¿Y el maestro «Cerfeza»? —preguntó «Petifoque», que no cesaba de dar vueltas en torno de su amigo.

—¡Mal asunto, querido gaviero! Ese joven no volverá nunca a su país.

—¿También el comandante le manda ahorcar? Debiera acordarse de que en Boston ese pobre diablo ha corrido muchas veces el riesgo de caer en cualquier foso con seis balas en el cuerpo.

—¡Es verdad! —repuso «Cabeza de Piedra», cuyo semblante se había serenado—. Creo, sin embargo, que el asunto no acabará tan mal respecto a Hulbrik; pero sólo respecto a él. En cuanto a los otros, no respondo. Mañana harán cuatro gestos bajo la verga mayor con un buen lazo al cuello. ¡Qué diablo! ¿Cómo salvarlos?

De pronto se dio en la frente un golpe tan fuerte, que «Petifoque» creyó al pronto que se había disparado alguna pistola. ¡Oh! ¡Sólo por probar la robustez de los cráneos de la antigua Armórica era capaz «Cabeza de Piedra» de hacer aquella loca prueba!

—¿Qué es eso? —dijo el gaviero, asustado—. ¿Quieres matarte?

—¡Tengo una idea!

—¿Y la haces salir con ese puñetazo, que hubiese roto la frente de cualquier hombre que no fuese bretón?

—¡Es una idea magnífica!

—Me haces morir de impaciencia.

—¿Te acuerdas de cómo salvamos a nuestro comandante cuando los ingleses se preparaban para colgarle?

—No tengo el vicio de comerme la memoria con la galleta que nos dan a bordo. Ya sé que fue el cuchillo del verdugo de Boston lo que evitó que se le quebrara el cuello al comandante.

»Bueno; pues vas a buscar a ese buen hombre y a traerlo aquí. Pero listo, «Petifoque».

—Como una ardilla, «Cabeza de Piedra».

El contramaestre aspiró una buena bocanada de aire del mar, echó una mirada a las velas y otra a la ballenera, que, a impulso de doce remos, se deslizaba rápidamente con aquel débil viento.

Sacó su pipa, la cargó cuanto pudo, y, después de encenderla, fue a sentarse sobre su pieza favorita: el cañón de caza de proa a babor.

—¡Quizá haya resuelto un gran problema! —murmuró, después de envolverse en una nube de humo—. El comandante va a saltar; pero ¡bah! ¡Todo se lo perdona a su viejo contramaestre!

CAPITULO V. LAS CUATRO EJECUCIONES

Cinco minutos después volvía «Petifoque» al castillo de proa, acompañado de un hombre de mediana edad, barbudo y robusto; era el verdugo de Boston.

—¡Pobre amigo mío! —dijo «Cabeza de Piedra» al poco simpático acompañante de «Petifoque»—. Al alistar a usted como marinero de la corbeta le había prometido dejar tranquilos en lo sucesivo sus cordeles y demás instrumentos; pero acaban de ocurrir ciertos hechos que exigirán su intervención.

—Ya sé de lo que se trata —contestó el verdugo con amarga sonrisa—. «Petifoque» me lo ha contado todo.

—Y como el comandante no es hombre con quien se puede jugar, me parece que mañana no tendrá usted más remedio que volver a ejercer su antiguo oficio.

—No es éste momento a propósito para discutir. Supongo que tendrá usted en su arca una buena provisión de cuerdas a propósito.

—Siete u ocho.

—Con cuatro bastan. A tres de los condenados los enviará usted directamente al otro mundo; pero salvará usted al cuarto.

—¿Deshilachando la cuerda, como hice cuando se trataba de ahorcar a sir McLellan?

—Exactamente, amigo mío.

—¿Y no se dará cuenta de ello el comandante?

—Déjelo usted de mi cuenta, señor verdugo.

—No siempre me ha llamado usted así.

—Desde ahora le llamaré «Compadre Ahorca». ¿Qué le parece?

El verdugo se encogió de hombros, sonriendo.

—¿Estamos conformes, amigo?

—Haré lo que usted quiere —contestó el verdugo—. Así, pues, ¿no se enterará el comandante?

—No se preocupe usted de eso; cuando el pobre joven caiga medio estrangulado, ya trataré yo de conseguir el perdón. ¡Diantre! ¡Ese devorador de salchichas hizo bastante por nosotros durante el sitio de Boston! Si sale bien de la operación, como espero, prometo dar a usted un buen puñado de libras esterlinas: mi paga de un mes.

El hombre barbudo movió enérgicamente la cabeza, haciendo ondular la larga barba.

—¿Oro de usted, que ha sido el primer hombre que me ha estrechado la mano? ¡No, «Cabeza de Piedra»; antes se lo arrojaría a los peces!

—Pues entonces, camarada, beberemos después en compañía de «Petifoque». Los peces no necesitan moneda sonante, porque en el fondo del mar no hay cantinas, según creo.

—Como usted quiera —respondió «Compadre Ahorca», puesto que en adelante habremos de llamarle así—. Voy a prepararlo todo.

Dio un vigoroso apretón de manos a «Cabeza de Piedra» y descendió silenciosamente la escalera del castillo, desapareciendo en la oscuridad.

—¡Hum! —gruñó el joven cuando se quedaron solos.

¡Me parece, «Cabeza de Piedra», que te has metido en una aventura que Dios sabe cómo terminará!

—Si el comandante se enterase del chasco que le preparo me haría, no fusilar, sino ahorcar —contestó el bretón, volviendo a encender la pipa—. Pero, ¡bah!… Conozco al barón, y sé que acabará por reírse. Ya vuelve la ballenera de mister Howard. ¿Habrá también mañana en las naves americanas racimos humanos colgados a la brisa?

Pero se engañaba. No se habían encontrado soldados ni marineros ingleses o alemanes a bordo de la escuadrilla. Lord Cliton, que tenía estrecha amistad con el marqués de Halifax, sólo había pensado en La Tronadora para hacer saltar en pleno Atlántico al terrible corsario con toda su gente.

—«Compadre Ahorca» no tendrá que trabajar mucho —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. ¡Bribón de marqués! Era sólo con nosotros el asunto. ¡Que no cayera un día en mis manos, por todos los campanarios de Bretaña!

—¡Cualquiera le alcanza!

—¿No has oído que una terrible tempestad ha dispersado en el Atlántico septentrional la flota de lord Dunmore?

—¿No ha sido la de lord Howe?

—No; parece que ésta tuvo tiempo de ponerse a resguardo.

—¿Y qué nos importa a nosotros la flota de lord Dunmore?

—Mucho, porque entre sus buques se halla la fragata del marqués de Halifax, que tuvo que apresurarse a reparar averías, y, sobre todo, para tapar sus agujeros. Se dice que fue sorprendida por el ciclón que hace más de una semana devastó las costas de Virginia, y que, no habiendo podido incorporarse a los buques de lord Howe, busca ahora un refugio por el Sur en vez del Norte. ¿Me has comprendido?

—No soy sordo.

—Pues ahora vamos a echar un trago en mi camarote, y después iremos a ver al compadre «Cerfeza».

—Que siempre te dejaba pagar en la taberna «Los Treinta Cuernos de Bisontes» —dijo el gaviero.

—¡Bah! ¡No soy más pobre ni más rico que antes!

Atravesaron silenciosamente la cubierta, donde sólo estaban los marineros de guardia, porque no podía efectuarse maniobra alguna con aquella débil brisa, y bajaron a la batería, en la cual se hallaban los prisioneros, custodiados por cuatro hombres armados de fusil y con bayoneta calada.

Un gran farol alumbraba aquel lugar con mortecina luz, que formaba extrañas y caprichosas sombras.

—Camaradas —dijo «Cabeza de Piedra»—, tengo que hablar con ese hombre.

Y señaló al compadre «Cerfeza», que se hallaba sentado en un taburete rojo y encadenado de pies y manos.

No parecía estar muy preocupado por la suerte que pudiera esperarle, y sus tres compañeros permanecían asimismo completamente tranquilos, como si ya se hubieran resignado con aquel resultado, propio de la guerra.

Por otra parte, al salir de aquel país de reyezuelos tudescos ya sabían que no todos los reclutados habían de regresar vivos, aunque llevando los ingleses la mayor parte en la lucha consiguieran vencer a los americanos.

Al ver Hulbrik al bretón, abrió los ojos y los fijó intensamente en él, brillando un rayo de esperanza en el fondo de sus pupilas.

—¡Tú, padre! —dijo—. ¡Tú «haper» hecho bien de «fenir» a «ferme»!

—¿Por qué? —preguntó el bretón.

—Yo mañana «haper» muerto.

—¿Y qué?

—¡Yo tener en «polsillo» treinta esterlinas! ¡Darlas a ti, padre!

—¿Estás bien seguro de que vas a morir?

—¡Yo no «fer» más mi «rupia» prometida! —dijo el desgraciado, lanzando un profundo suspiro—. ¡Mi corazón tener pena por ella! ¡Pobre Gretchen! ¡Yo casarme con ella después de la guerra, y ahora todo se hunde para mí! Noche larga, noche oscura, y muchos animales con alas decir: «¡Hulbrik estar muerto!».

—¡Pobre muchacho! —dijo «Petifoque» pasándose el dorso de la mano por los ojos para ocultar algunas lágrimas.

«Cabeza de Piedra» procuraba mostrarse firme, pero tenía que hacer esfuerzos heroicos para no verse obligado a imitar al gaviero.

Aquellos dos bretones tenían un corazón de oro, que no habían llegado a endurecer ni los horrores de las batallas y abordajes en que habían tomado parte.

El tudesco permaneció algunos instantes en silencio y con la cabeza inclinada, como si tratase de esconder el semblante, quizá por no mostrar sus lágrimas; después prosiguió:

—Yo no tener miedo a la muerte; «decar» mi país, mi anciana madre, mi casa, por ir a la guerra. No esperar tampoco «fer» más a mi «puena» y «rupia» Gretchen, porque la guerra ser mala y no respetar jóvenes. ¡Pero morir ahorcado con el cordel al cuello y la «lencua» fuera! ¡Horror! ¡Yo «mecor» querer fusilado que ahorcado!

«Cabeza de Piedra» se inclinó sobre él y murmuró algunas palabras a su oído.

El tudesco se estremeció y su semblante pareció serenarse de pronto.

—No oír más «critar» aquellos animales con alas —dijo a media voz.

—Eran los murciélagos, que pueblan la noche eterna del otro mundo —dijo el bretón—; pero yo haré que no llegues a verlos por ahora.

—¿Y mis compañeros? —preguntó Hulbrik.

—No pienses en ellos; yo no puedo hacer milagros. Ya veremos al alba. No tengas miedo del «Compadre Ahorca», y déjate poner el lazo al cuello sin protestar. Caerás en seguida, probablemente en mis brazos.

—¡Gracias, padre!

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» salieron de la batería conmovidos y entraron en el camarote para cobrar ánimo con algunas copas de gin antes de volver a cubierta.

La corbeta avanzaba pesadamente por haber cesado el viento, las naves americanas permanecían casi al pairo, a una media milla de distancia a Poniente.

El barón se hallaba ya en cubierta y paseaba nerviosamente entre el árbol trinquete y el mayor, refunfuñando y haciendo gestos de amenaza.

—¿Lo ves? —preguntó el bretón al joven gaviero.

—Con el mayor respeto, me parece el «Compadre Tempestad» —contestó «Petifoque».

—Le han hecho desgraciado con tan infame traición. ¡Y decir que por las venas de esos dos hombres, llámense Halifax o MacLellan, corre casi la misma sangre!

—¿Y mister Howard?

—En el timón. Cuando sopla aire de tempestad en el corazón del comandante, vira de bordo en el acto y no vuelve hasta que se le llama.

—Ya sabes además que nuestro segundo tiene algo de oro. Quédate aquí.

—¿Qué vas a hacer?

—Cortar la bordada al corsario.

—Vas a desencadenar una tempestad.

—Soy de Batz y tengo el pelo casi blanco, chiquillo. El comandante no se comerá a su viejo y fiel contramaestre que manda las piezas de la cubierta. ¡Soy demasiado necesario a bordo de esta corbeta! ¡Bracea a babor!

El bretón describió una especie de zigzag y fue a ocultarse entre el trinquete y el mayor, por donde el corsario continuaba sus paseos.

El barón no reparó al pronto en la presencia del contramaestre. Iba y venía con la cabeza baja y los brazos cruzados, como si el viento le impulsara, haciéndole virar en redondo frente a uno u otro mástil.

Maniobrando cautelosamente, el bretón consiguió encontrarse de pronto al paso del comandante.

—¡Perdón, mi comandante! —dijo, echándose rápidamente a un lado—. ¡Dispense usted que le haya interrumpido!

Sir McLellan se había detenido y miraba con fijeza al fiel marinero.

Permaneció un instante silencioso, y dijo después:

—¿Dónde has estado hace poco, mi viejo?

—En la batería, mi comandante.

—¿Para hablar con Hulbrik?

—¡Por todos los campanarios! ¿Hay espías a bordo de La Tronadora? —gritó el bretón con una explosión de cólera.

—No; te he visto yo mismo.

—Si hubiera sido algún soplón, le hubiera roto el cráneo de un puñetazo. ¡Siempre he odiado a los traidores!

—¿No los hay en Bretaña?

—¡Nunca, mi comandante!

Sir McLellan dio todavía dos o tres vueltas de su paseo, y después dejó caer ambas manos sobre los robustos hombros del contramaestre.

—¿Qué te ha dicho ese hombre? ¿Que mañana no podrá contarse en el número de los vivos? —preguntó.

—Me hablaba de su rubia prometida, a la cual debía unirse después de terminada la guerra.

—¡Una rubia! —exclamó el corsario.

—Sí, mi comandante; las tudescas como las inglesas, son casi todas rubias; usted lo sabe mejor que yo.

El corsario dio un paso atrás, haciendo un ademán de rabia.

—¡Peste! —dijo.

—¿De quién, mi comandante? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—¡De ti y de todos los bretones de la tierra!

Y reanudó sus furiosos paseos, como si el huracán se hubiese convertido en ciclón; pero a los veinte o treinta pasos volvió como un rayo al lado del bretón, que le esperaba a pie firme.

—¿Te ha dicho que iba a desposarse con una mujer rubia? —preguntó con extraña inflexión.

—Sí, mi comandante.

El corsario exhaló un suspiro.

—¿Y si, por extraña casualidad, esa alemana se pareciese a mi María? Todas las mujeres anglosajonas se parecen cuando son rosadas y rubias.

El corsario se encogió de hombros.

—La guerra es la guerra —dijo después—. La razón es del más fuerte y del más astuto. ¿Cómo se llama la prometida de ese hombre?

—Creo que se llama María —contestó sin vacilar el astuto bretón.

—¡María!

—Sí, mi comandante.

—¡Y rubia como María Wentwort!

—«Rupia», como dice ese tudesco en su maldito lenguaje.

—¿Te burlas, viejo testarudo?

—¿Yo, mi comandante?

—¡Pues bien; ese hombre no morirá! Los cabellos rubios de su prometida le salvan la vida.

—Es usted generoso, mi comandante. Además, ese pobre diablo nos prestó buenos servicios en Boston.

—¿Te acuerdas de cómo me habían colgado los ingleses?

—¡Diablo si me acuerdo!

—Bueno. Quiero, sin embargo, cubrir las apariencias. Se colgará a los cuatro; pero uno caerá. Piénsalo bien y ponte de acuerdo con…

—¿Con «Compadre Ahorca»?

—¡Ah! ¿Llamáis así a ese desgraciado?

—No se ofende, mi comandante; todo lo contrario.

—Que prepare bien el cordel destinado a Hulbrik.

—¿Y después?

—Cuando caiga pedirás su perdón, y que lo pida asimismo la tripulación.

—¡Déjelo usted todo de mi cuenta, comandante!

—¡Ahora vete al diablo!

«Cabeza de Piedra» hizo una pirueta y se marchó rápidamente para reunirse con «Petifoque», que le esperaba en uno de los dos cañones de popa.

—Hulbrik se ha salvado —le dijo—. ¡Ah, los bretones de Batz somos bien astutos! No digas al comandante que la rubia del tudesco se llama Gretchen en vez de María, porque entonces no sé cómo acabaría todo esto.

—¡Ya me guardaré bien!

—Además, hay que prevenir a Hulbrik. Muy bueno es el comandante, pero no sabemos si toleraría este engaño.

—Voy ahora mismo.

Solo ya, el bretón se sentó en un barril, rellenó de tabaco su pipa por cuarta vez y se puso a fumar ansiosamente.

La noche terminaba ya. Hacia Oriente se veía una ligera franja de luz plateada, que se reflejaba en las aguas del océano. Las estrellas empezaban a palidecer.

—¡Pobres tudescos! —murmuró el contramaestre, lanzando al aire la última bocanada de humo—. ¡Ya se acerca el cuarto de hora terrible!

Miró al corsario, que no había cesado de pasear nerviosamente entre dos mástiles, y le hizo seña como de esperar órdenes.

Sir William interrumpió su marcha, miró durante algún tiempo la luz que empezaba a difundirse rápidamente, y después se acercó al bretón.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó.

—Sí, mi comandante.

—Haz colocar cuatro barriles bajo la verga del palo mayor, y procura que tu alemán no se rompa las piernas.

—Trataré de que caiga en mis brazos.

—Que redoblen los tambores, y manda subir los condenados a cubierta.

—En seguida, mi comandante.

Redoblaron lúgubremente los dos tambores que ordinariamente servían para ordenar el abordaje, y empezaron a salir los marineros, extendiéndose por las bordas de babor y de estribor armados con carabinas y bayonetas, como si se preparasen para rechazar un ataque.

Había cesado el viento con la salida del sol, y reinaba solemne silencio en la corbeta. Únicamente los dos tambores continuaban su tétrico redoble.

El corsario había subido al puente, por el cual continuaba paseando apresuradamente, y muy angustiado, sin mirar a nada ni a nadie.

Mientras tanto, mister Howard fumaba tranquilamente junto al timón un grueso cigarro virginiano, envolviéndose en una nube de humo.

Había salido el sol, que hacía brillar las grandes y caprichosas olas del Atlántico, agitadas quizá por alguna borrasca lejana.

Sonaron aún dos golpes de tambor, más prolongados, más tétricos, y aparecieron los cuatro prisioneros, conducidos por «Cabeza de Piedra», el «Compadre Ahorca» y un pelotón de marineros armados.

Hulbrik iba el primero, y detrás, sus desgraciados compañeros, condenados inexorablemente a viajar por ese mundo misterioso del cual nadie ha vuelto.

Todos ellos estaban pálidos, lívidos, con la mirada vaga, perdida quizá en las tenebrosidades de la región de la muerte.

Los cuatro iban cubiertos únicamente con una camisa de grosera tela.

Durante la noche había preparado ya «Compadre Ahorca» sus fatales lazos en la verga mayor, encima de cuatro barriles que habían de quitarse en el instante oportuno.

Hulbrik avanzó el primero, seguido de otro alemán, un mocetón gordo y rubio; con la barba corta y algo inculta; el tercero era delgado y larguirucho, con ojos azules, que andaba con la cabeza inclinada hacia el suelo y los brazos caídos. No miraba a ningún lado: ni a las cuerdas fatales ni a los marineros ordenados en las bandas.

El cuarto condenado era, por el contrario, un pobre hombre raquítico, de cabeza desarrollada y ojos saltones como los de las liebres. Parecía el más tranquilo de todos, y miraba fríamente las cuerdas y a los marineros.

Apenas llegó al sitio de la ejecución, miró obstinadamente la bandera del corsario, que flotaba al viento. Parecía que el rojo color del pabellón le había fascinado.

En tanto, el sol había salido completamente del mar, esparciendo sobre las aguas sus rayos de oro.

Surgía la vida, mientras que en la toldilla del buque continuaban los dos tambores redoblando a muerte. ¡Qué siniestro contraste el de aquellas oleadas de luz y de vida con las tinieblas de la muerte, en que dentro de poco iban a entrar aquellos tres desgraciados!

A una señal de «Compadre Ahorca», seis marineros, a las órdenes de «Cabeza de Piedra», que no perdía de vista a Hulbrik, se acercaron a los condenados y les ataron fuertemente las manos a la espalda, haciéndoles después subir sobre los barriles.

El corsario seguía, entretanto, paseando nerviosamente por el puente, dirigiendo la mirada a lo lejos, como si no quisiera ver nada; mister Howard continuaba fumando su grueso cigarro, como si todo aquello no le importase.

Uno de los tudescos tenía los ojos llenos de lágrimas, otro permanecía concentrando toda su atención en la bandera.

«Compadre Ahorca», entre el repiquetear de los tambores, terminó sus macabras manipulaciones, y cuando, después de la seca orden, derribó los barriles, sólo tres cuerpos quedaron pendientes de la soga: los tudescos.

Al mismo tiempo oyóse un crujido, y Hulbrik se desprendió de la cuerda, dio un fuerte golpe contra uno de los barriles y cayó en los brazos de «Cabeza de Piedra», que estaba atento a recibirle.

Una exclamación unánime salió de todos los marineros, que ya estaban prevenidos para aquella salvación milagrosa:

—¡Perdón!… ¡Comandante…! ¡Perdón!…

El corsario interrumpió su paseo, echó una mirada sobre el combés de la corbeta y vio que el pícaro bretón, sin esperar la orden, se llevaba ya al tudesco, ayudado por a «Petifoque».

—¡Perdón para este hombre! —repitió la tripulación, alzando los brazos.

El corsario esperó aún un instante, y después dijo:

—¡Sea!

Cinco minutos después, el corsario, volviéndose hacia el segundo, le dijo:

Mister Howard, hay que librar a la corbeta de ese peso inútil. Tres hamacas con tres balas de cañón; ésa es la mortaja del marino.

—Y al otro, ¿no se le cuelga otra vez, sir William?

—No tengo ganas por ahora —contestó secamente el barón—. ¡Despache usted!

CAPITULO VI. LA ESCUADRA FANTASMA

Dos días después de aquella triple ejecución, la escuadrilla, que se hallaba frente a las costas de Virginia, casi a la altura de Norfolk, era asaltada por las primeras olas del temporal, que hacía ya un par de semanas traía revuelto el Atlántico septentrional.

El cielo estaba aturbonado y oscuro por Levante, y al soplo del viento, empezaban a extenderse grandes nubarrones rebosantes de lluvia y tempestad, en que brillaban continuos relámpagos y bramaba sin cesar el trueno.

El agua del mar había tomado un tinte grisáceo nada tranquilizador, como si se hubiera mezclado con la próxima corriente del Gulf-Stream, que costeando la América oriental se remonta hacia el gran banco de Terranova.

Bandadas inmensas de aves marinas volaban graznando para buscar refugio más seguro en los arrecifes de Virginia.

Cualquiera otro buque, al ver cómo arreciaba el temporal y se corría rápidamente hacia el Sur, hubiera seguido el ejemplo de aquellos prudentes volátiles. Pero el corsario dio orden a toda la escuadra de hacer frente a la tempestad.

El día anterior había cruzado por aguas de la corbeta un ligero buque corsario que buscaba refugio seguro previendo la borrasca, y su capitán dijo a sir William que la escuadra de lord Dunmore, ya bastante destrozada por las continuas tempestades que había sufrido en la travesía del Atlántico, navegaba hacia el Sur en busca de un punto de desembarco, que no había podido encontrar en toda la costa de Virginia, rechazada vigorosamente por las tropas regulares y por los valientes plantadores de aquel país.

Al saber por el mismo conducto que la fragata de su hermanastro el marqués de Halifax había tenido que quedarse muy atrás de los demás buques de lord Howe para reparar las averías del combate con La Tronadora, y que se había reunido con aquella escuadra la de lord Dunmore, que ya llamaban fantasma los americanos, el corsario había decidido intentar un golpe desesperado, a pesar de que la tempestad seguía rugiendo cada vez más espantosamente.

Se habían tomado todas las precauciones necesarias para correr aquel temporal y llegar a un rápido abordaje de la fragata; las embarcaciones se habían asegurado sólidamente a los pescantes; los cañones de las baterías, fuertemente abretonados para que no pudieran desprenderse; los arpeos, preparados para ser lanzados a su tiempo.

Las naves americanas, tripuladas también por hábiles marineros, habían tomado las mismas precauciones, ciñendo el velamen todo lo posible para evitar un golpe violento y rápido del viento.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque», siempre juntos, observaban en lo alto del castillo de proa, y a pocos pasos de ellos estaba sentado, en un montón de cuerdas, el alemán Hulbrik, completamente ya repuesto de la semiejecución.

—¡Hum! ¡Hum! —gruñó el bretón, moviendo la cabeza y levantando el puño con gesto de amenaza—. ¡Esto sí que puede llamarse un mar endiablado! Cuando huyen hasta los pájaros, que no tienen nada que temer, los buques debieran hacer lo mismo.

La Tronadora está construida para luchar contra los buques y contra las tempestades —contestó el joven gaviero.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¿Vas a decírmelo a mí? Sí, es un magnífico velero, fuerte y sólido; pero cuando el Atlántico se enfurece, hay que pensarlo mucho antes de confiarse a sus olas.

—¿Y asaltaremos la escuadra de lord Dunmore en plena tempestad?

—Parece que ése es el proyecto de nuestro terrible comandante. Si es verdad que la fragata se encuentra entre la escuadra fantasma, nosotros sólo iremos contra ella, mientras que los buques americanos se encargarían de las demás naves de la escuadra.

—¿No es verdad, «Cabeza de Piedra», que acaso esta vez sea ya la que nos toque ir a dormir bajo el agua?

Nublóse la frente del bretón, que contestó:

—¿Acaso es forzoso que más o menos tarde los marinos vayamos a ser pasto de los peces? También mi abuelo fue tragado de un solo bocado por una tintorera.

—De la que salió después completamente vivo, para salvar su histórica pipa.

—Sí, galopín —contestó «Cabeza de Piedra».

—¿Y crees que tendremos gran tempestad?

—Ya verás cómo dentro de un par de horas va a bailar toda la escuadra. ¡Pero, bah, somos hijos del mar y estamos acostumbrados a su caricias!

En aquel momento alcanzó a la corbeta una ráfaga de viento tan impetuoso, que la inclinó sobre la banda de estribor hasta la altura de los imbornales. Todos los marineros se precipitaron a los puestos respectivos, en espera de órdenes de maniobra. Ninguno de ellos parecía impresionarse por la horrible tempestad que se les venía encima a la caída de aquella tarde.

El sol, después de haber podido deslizar alguna que otra vez sus rayos por entre los jirones de aquella inmensa nube negra, que se extendía rápidamente, había terminado por desaparecer, cediendo su puesto a las tinieblas, rasgadas a su vez constantemente por la luz vivísima de los relámpagos.

El corsario y su segundo, provistos cada uno de su bocina, lanzaban con fuerte voz sus órdenes, que eran inmediatamente seguidas por el silbato de «Cabeza de Piedra».

A las ocho era tan profunda la oscuridad, que la tripulación de La Tronadora tenía gran dificultad para continuar la derrota en conserva con las naves americanas, que luchaban también con el temporal.

De cuando en cuando parecían pasar por encima de las nubes estruendos ensordecedores, como si corrieran vertiginosamente enormes carros cargados con planchas de hierro. La tensión eléctrica era enorme. En los extremos de los mástiles se habían fijado ya lenguas de fuego, que se deslizaban a lo largo de las jarcias para volver a subir hasta las vergas de los sobrejuanetes.

La corbeta comenzó a balancearse y a cabecear espantosamente, sumergiendo en el agua el bauprés hasta los foques, que no se habían amainado, para poder maniobrar rápidamente cuando fuera necesario.

Las otras cuatro naves americanas no se hallaban en mejor situación; pero, obedeciendo la orden del intrépido corsario, aguardaban la tempestad siguiendo a La Tronadora..

Hacia las diez de la noche era realmente horrible el estado del Océano. Al impulso del furioso huracán se lanzaban sobre las naves inmensas montañas de agua, desordenándolas, a pesar de las hábiles maniobras de los tripulantes. En lo alto de la arboladura continuaba el fuego de San Telmo, presentándose de cuando en cuando una especie de bolas de fuego del tamaño de naranjas, que estallaban con gran estruendo, como si fueran verdaderas bombas.

Como de costumbre, «Cabeza de Piedra» se hallaba en el castillo de proa tratando de ser el primero que avistase la escuadra inglesa. Alimentaba, en secreto, vivo rencor contra el artillero de la fragata que, en el encuentro anterior, había dejado fuera de combate a la corbeta, y no quería dejarse sorprender.

—¡Con tal que sólo consiga verla pasar frente a nosotros, disparo los dos cañones de caza del castillo! —dijo a «Petifoque»—. ¡Necesito el desquite!

—¿Con esta tempestad? ¿Y cómo vas a apuntar?

—¡Yo me las arreglaré, chiquillo! ¡Soy de Batz!

A medianoche se encontraba a la altura de Chesapeake, magnífico lugar de refugio para toda clase de buques. Pero el corsario continuó intrépidamente su rumbo, en lucha con el huracán.

Buscaba a la escuadra inglesa, decidido a lanzarse sobre ella y diseminarla si era posible, con tal de llegar al abordaje de la fragata.

A las dos de la mañana, en el momento en que la luna se mostraba brevemente entre dos gigantescas nubes, se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que decía:

—¡Buques a la vista! ¡Artilleros, a las baterías!

El corsario y mister Howard salieron al castillo de proa, donde el bretón seguía agitándose y dando órdenes. Varios puntos luminosos oscilaban en las crestas de las olas, formando casi un grupo que de cuando en cuando se dispersaba a impulsos del vendaval.

—Debe de ser la escuadra de lord Dunmore —dijo el barón a mister Howard.

—Sin duda, porque la de lord Howe se habrá refugiado en algún puerto del Norte —respondió el segundo.

—¿Qué me aconseja usted? El momento es terrible, y pudiéramos cometer una verdadera locura.

—Yo, comandante, ordenaría a las naves americanas que dejasen pasar a la escuadra inglesa, y después nos pondríamos a la caza. Se dice que estos buques están muy averiados en su mayor parte y que llevan a bordo más enfermos que hombres útiles; pero, a pesar de eso, sería una temeridad atacarla con este tiempo, que no nos permitiría el abordaje. Además, ¿cómo vamos a conocer la fragata con esta oscuridad?

—Pudiera ser, con ayuda de los relámpagos.

—No insista usted, sir William; dejémosla pasar y persigámosla de cerca. Procuraremos separar y apresar la nave del marqués. La casualidad vendrá tal vez a ayudarnos.

—Tiene usted razón, Howard —respondió el barón dando un suspiro—. ¡«Cabeza de Piedra»!

El bretón no estaba muy lejos.

—Da orden con los faroles a las naves americanas de que dejen pasar a las inglesas y sigan detrás a la caza.

—¿No atacamos esta noche?

—No, mi viejo.

—Mal hecho, con perdón de usted, mi comandante. Era la gran ocasión para lanzarse al abordaje.

—¿Con este mar? —preguntó mister Howard.

—¡Oh! ¡A nosotros los bretones no nos hacen vacilar los pies las olas más altas!

—Podéis daros la mano con los gascones.

—Somos vecinos, señor.

—Haz la señal, «Cabeza de Piedra» —ordenó el barón, que cambió algunas palabras con su segundo, y después pasó revista rápidamente a los hombres de la tripulación.

Todos se hallaban en sus puestos, a pesar de las terribles sacudidas que experimentaba la corbeta; los gavieros y demás marineros, en sus puestos de maniobra; los fusileros, tras las amuras, provistas de tortores; los artilleros, en las piezas de caza.

En la batería, todo estaba dispuesto para empezar en el acto la batalla.

«Cabeza de Piedra» comunicó a las naves americanas la orden del comandante, y después fue a colocarse en su pieza favorita, el cañón de proa a babor, donde ya le esperaba «Petifoque».

Entretanto, la escuadra inglesa, impelida por el huracán, se acercaba en el mayor desorden.

Con razón la llamaban los americanos la escuadra fantasma.

Dos meses antes habían zarpado de los puertos de Irlanda, embarcando diez mil mercenarios que lord Dunmore se proponía llevar a Boston para reforzar el ejército de lord Howe, ignorando todavía que la plaza había acabado por rendirse, vigorosamente asediada por los americanos.

Ya en medio del Atlántico, la escuadra tuvo que sufrir el embate de algunas terribles tempestades, que habían causado graves averías en muchos buques.

Al llegar a las costas de América, lord Dunmore supo al fin por algunos barcos ingleses que Boston había caído en poder de los rebeldes, y se dirigió hacia Virginia para intentar la conquista de esta plaza.

Triste sino era el de aquella desgraciada flota. Anclada en la desembocadura de alguno de aquellos ríos cuyas aguas exhalan el vómito negro, se propagó rápidamente tan terrible enfermedad a las tripulaciones, y además fueron arrojadas de allí por los cañones y fusiles americanos.

Privada de refugio, atestada de enfermos, con escasísima provisión de víveres y de agua, fue sorprendida de nuevo por la tempestad y tuvo que lanzarse en pleno Océano sin rumbo determinado.

Morían los hombres por centenares todos los días; los buques se destrozaban más de día en día, y todo se conjuraba en contra de aquella desgraciada escuadra, que, como veremos más adelante, estaba destinada a un desastroso fin.

Si el mar hubiera estado tranquilo y el sol alto, habría sido para la escuadra del corsario una magnífica ocasión de lanzarse sobre la desorganizada flota, tripulada más bien por moribundos que por seres vivos; pero con aquella tempestad, que impedía todo abordaje, hubiera sido una imprudencia intentarlo.

Lo único que podría hacerse era perseguirla obstinadamente, destruyendo o apresando los débiles barcos que formaban su retaguardia.

—¡Por vida de un campanario tan alto como la torre de Babel! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Se nos echa encima!

—¿Quién? ¿Babel?

—¡Tú has tenido algún asno por maestro, «Petifoque»!

—No he tenido ninguno, camarada. Prefería ir a la pesca de cangrejos y de ostras. Deseaba ayudar a mi familia como pudiera, y mi abuelo decía que en los bancos de las escuelas no encontraban el pan los futuros marineros.

«Cabeza de Piedra» tuvo tal acceso de risa, que necesitó llevarse las manos a los costados, y dijo:

—Yo prefería ir a la pesca de la dorada y del congrio.

—Entonces, ¿tampoco tú has tenido maestro?

—Mi padre no consiguió hacer gran fortuna en el mar; harto fue que sacara para vivir estrechamente. Ya sabes que en nuestros pueblos hay mucha miseria, porque la pesca produce muy poco. ¡Por la torre de Babel! ¡Ya nos pasan!

—¿Era algún campanario notable de nuestra tierra esa torre de Babel?

—¡Qué sé yo! —contestó el contramaestre—. Yo únicamente me acuerdo de que el anciano párroco nos contó la historia de una gran torre que debía llegar hasta el cielo. Después de esto, si quieres saber el sitio donde se encuentra puedes preguntarlo en otra parte, porque yo no lo sé. ¡Basta de charla, «Petifoque»! ¡Artilleros, preparen!

Seis hombres se acercaron rápidamente al cañón de caza favorito de «Cabeza de Piedra», provistos de todo lo necesario para el servicio de la pieza.

La escuadra inglesa desfilaba desordenadamente a menos de dos millas por sotavento, arrastrada por el vendaval.

La oscuridad se había hecho tan profunda en aquel momento, que no se podía distinguir otra cosa que los fanales de posición, que, de cuando en cuando, daban saltos espantosos.

Si las enormes olas del Atlántico traqueteaban ferozmente a la desgraciada escuadra fantasma, también hacían pasar terribles momentos a la corbeta y a las otras naves, que, menos manejables y con menos dotación de hombres, difícilmente podían mantenerse en conserva.

El Océano bramaba siniestramente. Millares de ruidos y chasquidos de todas clases parecían salir de la líquida inmensidad, repercutiendo con extrañas sonoridades.

La corbeta y las cuatro naves americanas dejaron desfilar a las inglesas, y después se pusieron en su seguimiento, tratando de mantenerse en conserva. Era una caza terrible y peligrosa, porque la escuadra de lord Dunmore no tenía menos de veinte buques entre grandes y pequeños; así es que el choque podía ser de resultado muy dudoso para los perseguidores.

Hacia las tres de la mañana volvió a cambiar el aspecto del Océano, y a la profunda oscuridad sucedió una atmósfera de fuego. Lívidos relámpagos parecían dividir el cielo en dos, desencadenando horrísonos fragores.

En los mástiles, en las jarcias y en las vergas de los buques corría nuevamente el fuego de San Telmo, girando en rápidos torbellinos.

De cuando en cuando se presentaban bolas gruesas como naranjas, completamente incandescentes, que caían de las nubes, daban vueltas con vertiginosa rapidez, y después de caprichosas evoluciones reventaban como verdaderas bombas, desprendiendo un fuerte olor de azufre.

Aprovechando el fulgor de aquella iluminación grandiosa, sir William y mister Howard habían subido a la cofa del palo mayor provistos de poderosos anteojos.

Trataron de descubrir a la fragata, ya que no estaban muy seguros de que se hallase entre las naves de lord Dunmore.

—El comandante quiere hacerse abrasar por alguna de esas naranjas que el dios de las tempestades se entretiene en largar.

—¿Son bombas, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque».

—Casi, casi; y aun estoy por decirte que peores, porque si te coge alguna te asfixia al instante.

—Para completar la fiesta no faltaban más que las bombas inglesas.

—Tienen demasiado que hacer con la tempestad para poder pensar en nosotros. Quisiera saber quién era capaz con este baile de apuntar con bastante tino para poner una bala en el blanco.

—¿Has olvidado al artillero de la fragata del marqués, que tan hábilmente desarboló nuestra corbeta?

Este recuerdo ensombreció la frente de «Cabeza de Piedra».

—¿Dónde diablos encontraría el marqués a ese artillero? No sé por qué, me parece que hemos de hallarle otra vez frente a nosotros y que ha de causar algún otro daño a la corbeta.

—Sí; pero nosotros no estaremos con los brazos cruzados, camarada —dijo el joven gaviero—. También tenemos cañones de buen calibre que pueden lanzar balas encadenadas, y no nos falta un buen tirador.

—¿Quién?

—Tú.

El bretón movió la cabeza.

—¡Soy ya viejo, «Petifoque»! —dijo al cabo, lanzando un suspiro.

—¿Por qué? Los de Batz son jóvenes aunque tengan cien años. Apuesto a que tu famoso abuelo disparaba todavía con lentes.

—¡Ah, bribón! ¿Te burlas de mí?

—No, de tu abuelo.

—Deja en paz a aquel gran hombre; valía tanto como un Juan Batz. ¡Afirmad los pies y amarrad más los cañones! ¡El Atlántico se desencadena!

Tras una breve calma, el Océano volvía al asalto de las naves con espantosa saña, levantando sus olas hasta diez o doce metros.

Llegaban las líquidas montañas bramando, con la cresta blanca de espuma, y se abatían furiosamente sobre las débiles naves de ambas escuadras, poniendo a dura prueba la habilidad de pilotos y marineros.

A pesar de aquel horrible balanceo, el barón y mister Howard no habían dejado la cofa del palo mayor. Seguían en aquel puesto con el firme propósito de descubrir la fragata del marqués, lo cual no era difícil con aquella intensa iluminación.

Deslumbradores relámpagos proyectaban su luz sobre la fugitiva escuadra, envolviéndola en su lívida tinta. Los rayos se sucedían unos a otros incesantemente; caían sin cesar las bolas eléctricas; la poderosa voz del trueno dominaba el bramido del mar, y, sin embargo, la caza continuaba con feroz encarnizamiento.

La corbeta, sin preocuparse de si era seguida o no por las otras naves americanas, ceñía el viento para, si al nacer el día lo permitiese el estado del mar, caer en medio de la escuadra de lord Dunmore y abordar a la fragata.

Excelente y sólida velera, era llevada por las ondas como una cáscara de nuez, pero dominaba valientemente los furores del Atlántico.

Cuando ya empezaba a desaparecer la noche se oyó de pronto la voz del corsario, voz incisiva y metálica, que salió de la cofa, dominando un momento todos los ruidos de mar y cielo:

—¡La fragata!

«Cabeza de Piedra» dio un salto y giró después sobre sí mismo como una peonza.

—¡Por la torre de Babel! —gritó—. ¡La fragata! ¡Ah! ¡Esta vez tendrá que entendérselas conmigo aquel maldito artillero!

—¿Aunque no tengas gafas? —dijo irónicamente «Petifoque».

—¡Me pondré en los ojos un par de telescopios; pero necesito dar su merecido a ese maldito buque! ¡O somos o no somos bretones!

—Preferiría el abordaje.

—¿Con este mar?

—Así se pelea dentro del buque.

—¡Sí; y vamos todos a servir de pasto a los peces! Veo, «Petifoque», que no serás nunca almirante.

—Mi padre sólo fue pescador.

—Hasta los pescadores pueden ser comandantes de escuadra cuando tienen sangre fría y mano firme en el timón.

—¿Te parece que yo no tengo ni una cosa ni otra?

—¡Ya lo creo, y de sobra! —contestó el bretón con ironía.

—¿Te burlas?

—¡Déjate de burlas!

—¡Tú lo que eres es un mal bretón!

—¡Y los de Poulignen son, en su mayor parte, una verdadera canalla!

—¿Y los de Batz?

—Marineros de verdad, con el corazón en la mano siempre, y dispuestos a sacrificarse por sus camaradas.

—¡Ya lo veremos!

—¡El alba! ¡Artilleros, a sus piezas! ¡Ya amainan el mar y el viento! ¡Vamos a quemar bien la pólvora! ¡Por todos los campanarios y todas las torres de Bretaña! ¡Quiero devolver a la fragata aquel golpe que nos regaló!

—¿Necesitas un par de gafas?

—¡Vete al infierno!

CAPITULO VII. EL ABORDAJE

Una impetuosa ráfaga de aire había rasgado las nubes por Oriente, dejando proyectarse sobre el Océano un haz de luz blanquecina que permitió ver de un golpe toda la escuadra inglesa, impelida hacia el Sur por el huracán.

El mar comenzaba también a calmarse; pero las olas eran todavía bastante altas para impedir el cañoneo, lo mismo que el abordaje.

Las naves inglesas huían desesperadamente ante el temporal, buscando algún puerto donde refugiarse; puerto muy problemático, porque los americanos estaban muy preparados para recibirlas, tanto en la Carolina como en la Georgia y en la Florida. Habían jurado el exterminio de aquella flota fantasma, que con sus amagos de desembarco en una y otra costa tenía en constante zozobra a las tropas regulares y a los colonos, obligándolos a realizar marchas y contramarchas.

El corsario fue el primero que dio la voz de atención:

—¡Todos a las piezas! ¡Fuego a discreción!

Y volviéndose después a Howard, le dijo:

—Procuremos separar la fragata. Las demás naves me importan poco. Los americanos se encargarán de ellas.

—Yo me cuidaré de ese asunto, sir William —respondió el segundo—. Antes de mediodía habremos conseguido aislarla.

—No empeñemos el combate a fondo en medio de toda la escuadra. Temo al artillero aquel de la fragata que nos desarboló tan admirablemente. ¿De dónde demonios lo habrá sacado mi hermano?

—¿Quiere usted que le hable francamente, sir William? —dijo el lugarteniente—. Yo también temo a ese artillero.

—Sin embargo, nuestro «Cabeza de Piedra» sabe colocar bien sus tiros en el blanco. ¡Bah! Nos lanzaremos al abordaje, y, ¡por vida del diablo!, arrancaré al marqués mi adorada María. ¡Al timón, mister Howard! Vigile usted a los hombres del alcázar.

—¡No tenga usted cuidado!

La corbeta emprendió valientemente la caza, lanzándose contra la retaguardia de la escuadra, formada por buques pequeños y viejos.

Al otro lado de esa débil barrera se hallaba la fragata, rodeada por una media docena de buques de alto bordo, bastante averiados todos ellos.

Había cundido ya la alarma y no tardaron los cañones en dejar oír su potente voz; pero con escaso resultado, porque el mar estaba todavía demasiado turbulento y no permitía fijar bien la puntería.

Las naves americanas, que habían sido avisadas por medio de banderas de los proyectos del corsario, seguían resueltamente a la nave capitana, esperando el momento en que pudieran ayudarla eficazmente, y entretanto habían empeñado un vivo combate con cinco o seis pequeños avisos que navegaban a los flancos de la flota.

Pero, como ya hemos dicho, era pólvora desperdiciada.

«Cabeza de Piedra» estaba furioso. Su cañón de caza favorito tronaba con intervalos de medio minuto, lo cual era en aquel tiempo una rapidez extraordinaria, mientras que el valiente bretón maltrataba despiadadamente a todos los campanarios de la tierra, incluso los de las regiones ártica y antártica, en las que ciertamente no debe de haber muchos.

De sus labios contraídos salían siempre las mismas palabras:

—¡Una vela rasgada! ¡Una jarcia destrozada! ¡Un trozo de armadura! ¡Valiente cosa! ¡Es preciso algo más, cabezota! ¡Ya soy demasiado viejo!

—¿Ahora te enteras de eso? —dijo «Petifoque», que le ayudaba con algunos artilleros en el manejo del cañón.

—¡Que el diablo te lleve al infierno, imbécil!

—Ya llegará el tiempo. Pero tú sigue tirando contra esa condenada fragata. Ahora está precisamente en buena situación.

—¿Quieres disparar tú?

—Yo no me llamo «Cabeza de Piedra» —contestó riendo el gaviero.

En aquel instante subió sir William al castillo de proa para animar a los artilleros con su presencia.

—Y qué, mi viejo amigo —dijo, dirigiéndose al bretón—, ¿no llegaremos a desarbolarla?

—Hay una mar terrible, mi comandante. Aún no he podido encontrar una ocasión de hacer buena puntería.

—No dispares más que contra la fragata.

—Así lo hago.

—Los buques americanos se encargarán de los otros ingleses. ¡Animo, «Cabeza de Piedra», y vamos a ver si conseguimos hacer un blanco que envidie el mismo artillero de la fragata!

—Si supiera dónde se encontraba había de aplastarle.

—En el alcázar.

—Así lo supongo. ¿Estamos dispuestos, «Petifoque»?

—Sí —contestó el gaviero.

Teniendo la mecha preparada en la mano, el bretón se inclinó sobre el cañón, rectificó dos o tres veces la mira, y en seguida desencadenó el huracán de fuego y hierro en el momento en que La Tronadora, en lo alto de una ola monstruosa, dominaba perfectamente toda la escuadra inglesa.

La fragata navegaba a una distancia de mil quinientos pasos. Conociendo bien el marqués los propósitos de su hermano, procuraba no dejar su buque al descubierto, y permanecía entre los demás de la escuadra inglesa para evitar el abordaje del corsario.

De cuando en cuando caía alguna bala sobre la fragata, pero no había recibido ningún golpe decisivo.

En vano «Cabeza de Piedra» hacía tronar incesantemente una tras otra las dos piezas de caza del castillo. Cuando más, alguna vela perforada, alguna jarcia rota, alguna bala que rebotaba en la fragata, causando más alarma que daño.

Por medio de una rápida y atrevida bordada, mister Howard, hábil marino, consiguió atravesar la retaguardia, largando al paso las dos andanadas de babor y estribor.

Ninguna de las naves inglesas se atrevió a oponerse a la embestida del buque corsario, seguido inmediatamente de los otros cuatro americanos, que disparaban sin economía alguna de pólvora ni de proyectiles.

El corsario se había acercado otra vez a «Cabeza de Piedra».

—¡Vamos ya, viejo mío; rompe un ala a esa condenada gaviota, y en seguida iremos al abordaje!

El bretón hizo un gesto de desesperación, a la vez que, con el dorso de una mano, velluda como la de un orangután, se limpiaba el sudor que bañaba su frente.

—¡He envejecido demasiado pronto, mi comandante! —respondió—. ¡Habrá que pasarme a la reserva!

—Tus balas caen en la fragata. ¿Qué más puede pedirse con un mar tan duro?

—¡Es que quisiera arrasar esa nave hasta dejarla como un pontón!

—Cuando acortemos la distancia y te ayude la batería ya veremos cómo va a componérselas mi hermano. No tires a la cámara. Podrías matar a la joven por quien arriesgamos la vida.

En aquel mismo instante brilló un fogonazo en el alcázar de la fragata, y una bala de grueso calibre pasó por entre el palo mayor y el mesana, silbando siniestramente y atravesando las dos velas más bajas.

«Cabeza de Piedra» se puso pálido como un cadáver.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Ya entra en escena el terrible artillero! ¡También esta vez va a terminar mal nuestro asunto!

—¿Qué murmuras, mi viejo? —le preguntó el corsario—. Deja tranquilos a todos los campanarios de Bretaña y trata de destrozar lo que puedas.

«Cabeza de Piedra» hizo fuego nuevamente, y esta vez lanzó un grito de satisfacción.

La verga de gavia del palo mayor había sido cortada por el proyectil, y al caer sus trozos sobre cubierta habían matado o herido a los hombres armados con fusiles que permanecían detrás de la borda.

—¡Por vida de cien campanarios! —exclamó el bretón—. ¡Ya me acerco a la arboladura! ¡Ah! ¡Si pudiera acercarme también a ese artillero que es mi pesadilla!

La fragata, que iba a todo trapo, al faltarle de pronto aquella parte de velamen, acortó su velocidad, circunstancia que aprovechó Howard para enfilar la corbeta contra ella.

Los americanos continuaban desorganizando metódicamente la retaguardia inglesa, cuyos buques, cogidos a la enfilada, procuraban ponerse a salvo, refugiándose bajo la protección de los de alto bordo.

De pronto surgió en la corbeta la voz del barón, como siempre, rápida y acerada:

—¡Avante! ¡Al abordaje!

Cincuenta hombres armados con hachas y sables de abordaje y con pistolas de dos cañones habían subido a cubierta, preparando los arpeos.

La fragata del marqués no podía ya evitar, con la huida, aquel terrible ataque. Confiando quizá en sus condiciones de velocidad y en aquel famoso artillero, había amainado, dejando a la escuadra de lord Dunmore que corriese a su destino.

El bretón, pasando de un cañón a otro, disparaba sin cesar, alternando la metralla con las balas encadenadas.

A las once de la mañana, la corbeta sólo se encontraba a trescientos pasos de la nave enemiga. Se acercaba el momento terrible; por medio de una hábil maniobra, Howard cortó la derrota de la fragata y se lanzó al abordaje.

Los buques ingleses, cañoneados vivamente por los bergantines americanos, habían seguido su rumbo sin atreverse a empeñar el combate con aquel corsario, que gozaba fama de terrible.

—¡Avante, Howard! —gritó el barón, empuñando la espada y una pistola.

La corbeta cruzó dos olas que la hicieron balancearse espantosamente, descargó todos sus cañones y se lanzó rápidamente a la embestida. El bauprés fue a penetrar entre la tabla de jarcias de babor del trinquete, destruyéndola y haciendo saltar obenques, jarcias y cabullería.

Un griterío ensordecedor salió de la corbeta.

—¡Al abordaje!

Todos los hombres de la batería habían salido a cubierta gritando:

—¡Mueran los ingleses!

Fueron lanzados los garfios de abordaje; pero había tan fuerte oleaje, que era muy dudoso que los cabos pudieran resistir.

—¡Vamos ya, «Petifoque»! —gritó el bretón, después de haber lanzado por última vez un diluvio de metralla sobre el puente de la fragata—. ¡Ahora, al arma blanca!

Y ágil todavía como un chiquillo, a pesar de los muchos años que habían pasado por su armazón, saltó las dos bordas seguido del gaviero y de Hulbrik, que ya recordamos que tenía un hermano a bordo de la fragata.

Pero, en aquel momento, una ola gigantesca descargó contra las dos naves, zarandeándolas violentamente. Los cabos de los arpeos habían saltado como si fueran simples cordeles. Casi en el mismo instante se oyó una espantosa detonación, que envolvió en una nube de humo el alcázar de popa de la fragata.

El terrible artillero del marqués de Halifax había disparado su famoso golpe, y lo mismo que sucedió la otra vez, había tocado con dos balas encadenadas el palo mayor de la corbeta, abatiéndolo por bajo de la cofa.

Había evitado el abordaje; pero la fragata no se atrevió, sin embargo, a embestir ni a continuar la lucha con la corbeta, porque ya las cuatro naves americanas acudían cañoneando vivamente.

«Cabeza de Piedra», «Petifoque» y el tudesco, que se encontraban ya en el castillo de proa de la nave enemiga, quedaron como petrificados ante aquel inesperado desenlace.

Sobrecogidos los ingleses por aquel golpe de audacia, en el primer momento no pensaron en atacarlos.

—¡Valiente figura estamos haciendo aquí! —dijo el bretón, lanzando una mirada melancólica a La Tronadora, que navegaba penosamente con el árbol mayor cortado por completo.

—Me parece que estamos cogidos, ¿verdad, maestro? —preguntó el gaviero—. ¿Intentaremos la lucha?

—¡Tres contra doscientos o quizá más! ¿Estás loco?

Un guardiamarina y diez soldados armados de fusiles con la bayoneta calada los rodearon, al fin, diciéndoles:

—¡Rendios, o sois muertos!

—¡No hay necesidad de gritar tanto, señor! —contestó «Cabeza de Piedra»—. Nuestras orejas funcionan perfectamente.

—¡Rendios! —replicó el joven oficial, amenazándole con una pistola.

—¡Tenga usted cuidado con ese juguete!

—¿De dónde venís?

—No habremos caído del cielo, ciertamente —contestó «Cabeza de Piedra»—. Ya ve usted que no somos albatros.

—¿Habéis saltado de la corbeta?

—Sí, señor.

—¡Ya veremos cuándo volveréis a ella!

—Vicisitudes de la guerra, señor mío. Pero permítame usted que le haga notar que este hombre que se halla con nosotros no es un corsario, sino un soldado alemán que se encontraba prisionero en nuestro barco.

—¿Es cierto? —preguntó el oficialillo, volviéndose hacia Hulbrik.

—Sí, señor; yo soy tudesco, y «haper compatido» en «Poston» con lord Howe. Yo tener aquí un hermano.

—¿En esta fragata?

—Sí, mi oficial.

—¿Cómo se llama?

—Wolf Honfurg.

—¿A las órdenes del marqués de Halifax?

—Precisamente.

—Le conozco.

Volvióse a uno de los soldados, y le dijo:

—Vete a buscar al alemán Wolf. Le encontrarás en la cámara haciendo la guardia de miss Wentwort.

Minutos después, un muchacho joven, rubio, de ojos azules y que llevaba el uniforme de la fragata, subía rápidamente al castillo de proa.

Al ver a los tres prisioneros no pudo reprimir un gesto de asombro, porque había reconocido a los dos bretones.

—¿Es cierto, Wolf, que este hombre es hermano tuyo?

—¡Mi «puen» hermano, sí, señor! —contestó Wolf, abriendo los brazos.

—¿Conoces a los otros dos?

Una rápida seña de Hulbrik detuvo su respuesta.

Movió la cabeza, acarició el rubio bigotillo y dijo después:

—No les he «fisto» nunca.

—Pero, ¿éste sí es tu hermano?

—Mi «puen» hermano, sí, señor.

—¿Cómo se encontraba en ese buque?

—No lo sé.

—Ya se lo dirá el señor marqués.

Después se volvió hacia los dos bretones, que habían arrojado ya las pistolas y los sables de abordaje, y les dijo, con voz dura:

—¡Seguidme!

—¿Adónde? —preguntó «Cabeza de Piedra»—. Yo quisiera ir a la cocina, porque hoy no he tenido tiempo de almorzar. Estaban esperándome los cañones de caza.

—Conque a la cocina, ¿eh? Antes hay que pasar por la cámara del comandante, señor mío. ¿Cómo se llama usted?

—«Cabeza de Piedra», contramaestre de La Tronadora, nacido en Bretaña… no recuerdo cuántos años hace; pero presumo que debe importarle a usted poco.

—Nada absolutamente, señor «Cabeza Dura» —dijo, sonriendo, el oficial.

—No, señor mío; no me llamo así. Le he dicho a usted «Cabeza de Piedra».

—Corsario del barón McLellan.

—Y al servicio de la República americana.

—Una República que no existe todavía en ningún mapa.

—Pero llegará un día en que tendrá sus colores nacionales y sus confines como las demás naciones.

—¿Está usted seguro?

—Y digo que los americanos conseguirán tener también sus naves, y en buen número.

—Mientras eso sucede, y para que pueda usted preparar sus extraordinarios planes de guerra, irá con su joven compañero a meditar en la sentina de la fragata. Suele decirse que la oscuridad se presta maravillosamente a la meditación.

—No pecan ustedes de amables —dijo el bretón, algo picado—. Nosotros somos prisioneros de guerra.

—¡Corsarios!

—Hoy todos somos corsarios, comenzando por la gente de este buque.

—¡Basta ya! Peca usted de hablador.

—No tengo nada más que decir.

El guardiamarina hizo una seña a los soldados, que se estrecharon rápidamente en torno de los dos bretones, amenazándolos con la punta de las bayonetas.

Hulbrik y Wolf permanecieron en el castillo de proa conversando animadamente.

—¿Cómo te encuentras aquí? —había preguntado en su lengua natal el segundo, que no había salido aún de su asombro—. ¡Y con qué clase de hombres!

—A los cuales hemos de salvar tú y yo, querido hermano, aunque nos expongamos a ser fusilados.

—¿Estás loco, Hulbrik?

—Les debo la vida, y nosotros, los alemanes, debemos ser siempre agradecidos. ¿Sigue a bordo la joven de cabellos rubios y ojos azules?

—Sigue todavía, y vigilada con gran cuidado.

—¿Por quién?

—Por mí.

—Entonces, todo irá bien —dijo Hulbrik.

—¿Qué pretendes hacer, hermano mío?

—Hacer que se escapen los prisioneros y la doncella.

—¿Y nuestro pellejo?

—Todavía no lo han agujereado los ingleses, y espero que no llegarán a hacerlo nunca.

—¿No ha renunciado a la miss el barón McLellan?

—Todo lo contrario. Está cada vez más enamorado y más decidido a rescatarla, cueste lo que cueste.

—Hermano Hulbrik, ese asunto que me propones es muy serio —dijo Wolf.

—Mucho menos de lo que te parece. Una chalupa, una noche oscura, una salida de la fragata sin ruido alguno, cuatro golpes de remo después y ahí tienes la libertad asegurada. ¿Qué contestas?

—¡Mal negocio!

—¿Hay entrada libre a todas horas en la cámara?

—A cualquier hora del día y de la noche, porque, como ya te he dicho, soy yo el encargado de vigilar a miss María.

—Ve, pues, a decirle que tenemos a bordo al contramaestre y al gaviero del barón. Tal vez aquella linda cabecita rubia pueda darnos alguna buena idea.

—Como tú quieras —respondió Wolf.

Mientras tanto, la fragata había emprendido la fuga, perseguida de lejos por los cañones de caza de las naves americanas y de la misma corbeta, que al fin había conseguido librarse del palo mayor que nuevamente le había roto el terrible artillero del marqués.

Las naves de lord Dunmore apenas eran ya visibles. Habían huido sin aceptar un combate, que hubiera sido fatal para ellos, por tener sus tripulaciones muy reducidas y con suma escasez de municiones, que no consiguieron reponer en ningún puerto.

¿Dónde buscaban refugio? Hacia las Antillas, la Florida o las Bermudas, que aún conservaban en su poder los ingleses, aunque con bastante dificultad, porque los corsarios americanos se habían señoreado de aquellas aguas.

A la caída de la tarde habían desaparecido también en la bruma del horizonte la corbeta y las cuatro naves americanas.

Y la fragata volaba, alejando cada vez más del desgraciado barón a la joven de rubios cabellos y ojos azules.

¡Ah; pero esta vez se hallaba también a bordo «Cabeza de Piedra»! Aunque preso y vigilado, aquel bretón extraordinario era capaz todavía de dar mucho que hacer al marqués de Halifax.

CAPITULO VIII. FUGA DE LOS BRETONES

—¡Por vida de un campanario!

—¡Por vida de todos los sapos del mundo!

—¿Por qué hablas de los sapos, «Petifoque»?

—¿No te parece que estamos en una charca? Sólo faltan las ranas, y me parece que las oiremos cantar esta noche.

—Y nos las comeremos. Estos señores ingleses sabían que teníamos hambre, y se han olvidado por completo de nosotros. Yo trituraría ahora cualquier cosa.

—¡Hasta hierros nos han puesto!

—Trataremos de romperlos.

—¿Y después?

—Después iremos a buscar a la rubia.

—¿Tanto valor tienes aún, «Cabeza de Piedra»?

—Ya que me han metido aquí, aprovecharé el tiempo para formar planes de guerra, puesto que la oscuridad favorece, según me ha dicho ese chiquillo guardiamarina, que sin duda se cree ya un lord Howe o un Washington.

—Sería preciso que alguien nos ayudase.

—¿Te has olvidado de los dos alemanes?

—¡Hum! Me fío poco de los tudescos.

—No, «Petifoque»; son buenos muchachos.

—¿Esperas ver todavía a Hulbrik?

—Sí, y también a su hermano.

—¡Hum! ¡Hum!

—¡Basta ya, desconfiado gaviero! ¿Has concluido? No olvides que yo soy siempre el contramaestre de La Tronadora, mientras que tú sólo eres marinero de segunda clase.

—¡Bretón!

—¡Monigote, no sé qué me contiene para no darte un pescozón!

—¡Prueba!

—¡Si no tuviese los hierros, ya lo habrías recibido!

Pero el desgraciado contramaestre no podía hacer absolutamente nada. Los ingleses habían metido a los prisioneros en una oscura celda, junto a la sentina, privada de luz y de aire, y que medía un metro de ancho por dos de largo. Las aguas corrompidas que se filtraban exhalaban un olor que dificultaba la respiración.

«Cabeza de Piedra» trató de forzar la cadena de hierro que le aprisionaba las muñecas, y después de varios esfuerzos dijo, riéndose a mandíbula batiente:

—¡Caracoles! ¡Es legítimo hierro inglés!

—Y entonces, ¿qué?

—¡Dejaremos la escapatoria para mejor ocasión!

—Dime, «Cabeza de Piedra»: ¿qué harán con nosotros estos herejes?

—Yo creo que nos colgarán.

—¿Lo dices en serio, o es sólo por asustarme?

—¡Amiguito, yo no soy el marqués de Halifax!

—¿Y La Tronadora?

«Cabeza de Piedra» lanzó un profundo suspiro.

—¡Otra vez con el ala rota! —exclamó—. ¡Es ya mala suerte la de la pobre corbeta! ¡Siempre el palo mayor roto! ¿Por qué no había de ser una verga, un pedazo de trinquete o el bauprés o algo similar?

—Allí están con ella las naves americanas.

—Ya lo sé; y sé también que la protegerán eficazmente.

—Pero no a nosotros, querido. Después de todo, hay que confesar que somos demasiado pesados para dar caza a esta fragata, que es el mejor velero que llevó lord Howe a Boston.

—«Cabeza de Piedra», voy a morirme de aburrimiento y de hambre.

—Trata de meter el diente a los hierros.

Apenas había terminado de pronunciar estas palabras «Cabeza de Piedra», se sintió rechinar el grueso pestillo de la cerradura y se abrió la puerta, dando paso a dos hombres que iban provistos de linternas.

—¡Ah, «Compadre Cerfeza»! —exclamó alegremente el bretón—. ¿Viene usted para colgamos ya?

—¿Yo colgar, «puenos» amigos? ¡Oh! —contestó Hulbrik—. Yo recordar siempre salchichas, «cerfeza», esterlinas, y nunca «olfidar» que «salfar» usted mi «fida».

—Yo no, Hulbrik; fue el verdugo de Boston.

—Si yo estar aquí y poder «fer» mi hermano Wolf, todo por usted.

—¡Ah! ¿También ha venido a vernos tu hermano? ¿Qué es ello? ¡Se diría que traen ustedes cara de conspiradores! ¡Míralos bien, «Petifoque»!

—No me parece que estén muy alegres —contestó el gaviero.

—Amigos míos, escuchen al amigo Hulbrik —dijo éste.

—¡Abre los oídos, «Petifoque»!

—Están bien abiertos.

—Amigos, primero tomar ustedes estos «fíferes», porque ingleses no acordarse, y mi hermano Wolf «felar» por «fosotros».

El tudesco sonrió bondadosamente, y sacó de sus amplios bolsillos algunas galletas y dos grandes trozos de carne asada y seca, porque los víveres frescos hacía ya muchos días que se habían terminado a bordo de las naves inglesas.

—Siempre he dicho —dijo el bretón— que tú, aunque tudesco, eres un buen muchacho. Trae acá y vamos a comer; desde ayer no ha entrado carne alguna en nuestra bodega.

—Y yo traigo también esto —dijo Wolf, sacando dos medias botellas, ya descorchadas.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! ¡Pues vaya un despilfarro! ¡No creo que haya tanta abundancia en la misma mesa del marqués de Halifax!

—Ya faltan los «fíferes».

—¿Y cómo vamos a comer nosotros con estas cadenas?

Wolf dejó en el suelo la linterna, cogió unos fuertes alicates, y los dos prisioneros tuvieron los brazos libres en un abrir y cerrar de ojos.

—¿No hay peligro de que puedan sorprendernos? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Yo soy el carcelero —contestó Wolf.

—¡Un carcelero bien complaciente!

—Que demostrará ser buen amigo si ustedes querer escucharme.

—Le escucharemos a usted, aunque haya de echar fuera todas las efes.

—«Pueno» —dijo, sonriendo, el hermano menor de Hulbrik.

—Hable usted, pues, mientras nosotros trituramos esta galleta y engullirnos esta pésima carnaza, llena de gusanos —dijo «Cabeza de Piedra», que ya había comenzado a mover enérgicamente las mandíbulas.

—Me manda la señora.

—¿Cuál?

La miss del marqués.

—¿Sabe que estamos aquí?

—Yo decirle todo —contestó Wolf.

—¿Y qué dice?

—Que no «haper» más recurso que la fuga.

—¿Nosotros solos?

—No; con ella. Ir «tampién» ella, a pesar de todo. Estar cansada del mal trato del marqués, y «mecor» correr peligros de mar que quedarse.

—¡Huir con una mujer! No será empresa fácil, amigo Wolf.

—Ingleses siempre «porrachos», y no saber nada. Yo arreglar todo, y mi hermano acompañar a ustedes.

—¿Y no piensan ustedes en el riesgo que corren de probar el apretón ^de un lazo de cuerda en el cuello, colgado en alguna de las vergas más altas?

Los dos hermanos se miraron un momento, y Wolf contestó después, exhalando un suspiro:

—Nosotros «apandonar» nuestro país sin la esperanza de «folfer». La guerra es la guerra.

—¡He aquí un alemán que vale tanto como un bretón! —dijo «Cabeza de Piedra».

Y, alargando la diestra, dio un vigoroso apretón de manos a cada uno de los dos hermanos.

—¿Cuándo será la fuga? —preguntó.

—Después del «campio» de guardia, a medianoche —respondió Wolf.

—¿Está preparada la chalupa?

—Con armas y «fíferes» —contestó el tudesco.

—La empresa va a ser difícil hasta para un marino viejo.

—Nosotros pensaremos en todo.

—Perfectamente. ¿Tienen ustedes un poco de tabaco para cargar mi pipa?

—Sí, También hemos pensado en eso.

—¡Por todos los campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ni en la misma Bretaña se hallan dos muchachos más excelentes! ¡Compadre Wolf, venga ya, que mi pipa está deseando funcionar!

—Tome usted, señor.

—¡Eh! ¿Qué te parece, «Petifoque»?

—Que los bretones hemos nacido con buena estrella.

—Eso me parece también a mí —repuso cándidamente el contramaestre, cargando su pipa todo cuando pudo.

Bebió un largo trago de aquel vino que les habían llevado los alemanes, bastante agrio, por cierto, y después empezó a lanzar bocanadas de humo.

Los dos hermanos permanecieron aún algunos momentos en la celda, y al fin salieron, prometiendo volver después de medianoche.

—¡Esto se llama tener buena suerte, «Petifoque»! —dijo «Cabeza de Piedra», que continuaba fumando apresuradamente—. Pero me temo mucho que la miss va a servirnos de entorpecimiento.

—¡Qué sorpresa vamos a dar al corsario cuando se la presentemos!

—¡Despacito, amigo; todavía no hemos llegado a la corbeta, y ni siquiera salido de la fragata! Todavía puede suceder que nos pongan fuera de combate.

—«Cabeza de Piedra», ¿es que no vas a seguir siendo el valiente marino de siempre?

—¿Por qué me dices eso? ¡Ten cuidado conmigo, porque ahora que no tengo hierros en las manos ni en los pies puedo darte un puntapié!

—¿A tu amigo bretón?

—Abusas demasiado de la amistad que te profeso, atrevido. Olvidas con frecuencia que soy un oficial.

—Lo recordaré a todas horas, «Cabeza de Piedra»; te lo juro —respondió «Petifoque», con tono de mofa.

—¡Bribón! ¿Te burlas de mí?

—Gritas de tal modo, que van a oírte en el puente, y vendrán a ponernos los hierros. Cuando te pones furioso muges como un elefante marino.

—Acaso tengas razón —repuso, sonriendo, el contramaestre—. Alguna vez también yo cometo imprudencias; pero sólo alguna vez, ¿entiendes?

Vació la pipa, la llenó nuevamente, y después de beber otro sorbo de aquel vino, que hubiera estado perfectamente en alguna ensalada, se echó en un extremo de la celda, fumando y gruñendo.

Por su parte, «Petifoque» se había extendido cuanto permitía la falta de espacio, y había cerrado los ojos, con el propósito de echar un sueño si podía.

El Atlántico debía de haberse tranquilizado algo, porque la fragata no se balanceaba ya como antes, que parecía que iba a dar vuelta sobre una de sus bordas.

Sin embargo, hocicaba fuertemente, y cada embate de la roda con las olas producía un cabeceo desagradable.

¿Dónde se hallaba? ¿Había encontrado a la escuadra de lord Dunmore, o se hallaba sola y trataba de salvarse por su cuenta? Esto es lo que «Cabeza de Piedra» hubiera deseado saber.

Los dos tudescos no habían vuelto a presentarse. Sin duda no querían exponerse a ser sorprendidos en pleno día con aquellos prisioneros, que se consideraban como peligrosísimos.

Ya había dejado apagar la pipa «Cabeza de Piedra» y había entornado los ojos, arrullado por el balanceo y el monótono crujir de las cuadernas, cuando se abrió impetuosamente la puerta, y apareció Wolf, con aspecto algo desconcertado.

—¡Pronto, a poner los hierros! —dijo, sacando del bolsillo una llave inglesa.

—¿Pasa la ronda? —preguntó «Cabeza de Piedra», a la vez que largaba un puntapié a «Petifoque», que continuaba roncando desaforadamente.

—El marqués quiere interrogarles.

—¡Bien podía dejarlo para mañana!

—¡Estar esperando!

—¡Arriba, «Petifoque»; vamos a oír lo que tiene que decirnos ese bribón de siete suelas!

El gaviero estaba ya en pie. Wolf les colocó los grillos en las muñecas, y dijo:

—«Famos» ya; al marqués no le gusta esperar.

—¡Vaya un tío exigente! —dijo «Cabeza de Piedra».

El tudesco tomó el aspecto de un verdadero carcelero; había desenvainado el sable, y llevaba también una pistola de dos cañones en la mano izquierda.

—¡Ahora nos envía al otro barrio! —dijo a «Petifoque» a aquel eterno charlatán, al salir de la celda.

Subieron una interminable escalera, atravesaron las dos baterías, y salieron, por último, a cubierta.

Reparadas sus averías, la fragata navegaba con buen viento hacia el Sur, esperando quizá poder reunirse todavía con la flota fantasma.

El tiempo seguía amenazador, aun cuando el Océano estuviese bastante calmado.

Apenas subió a cubierta, «Cabeza de Piedra» dirigió una mirada hacia el Norte, esperando descubrir, si no la corbeta, demasiado averiada para continuar la caza, cuando menos las cuatro naves americanas.

—¡Por vida de un ballenato! —murmuró—. ¡Han desaparecido todos! ¿Dónde iremos a buscarlos?

Seis soldados armados de fusiles rodearon en aquel instante a los dos prisioneros, empujándoles con bastante rudeza hacia el alcázar, por el cual paseaba impetuoso y altivo el hermano mayor del corsario. Al ver llegar a los bretones se sentó en uno de los cañones de caza, y después de haberlos observado unos instantes, dijo:

—No esperaba encontrarme aquí al famoso contramaestre del barón McLellan. ¿Es usted ese terrible bretón?

Pronuncio estas palabras con tan irónico tono, que hubiera hecho saltar a cualquier persona de más paciencia que el poco sufrido contramaestre.

—Sí, milord; soy yo precisamente —contestó con arrogancia—. No seré hermoso, lo confieso; pero tampoco soy horrible como un orangután.

—¡Hola! ¿Bromea usted? —dijo el marqués, frunciendo el entrecejo—. ¿Quién le ha acostumbrado a usted tan mal?

—Su señor hermano.

El marqués se puso en pie de un salto, con el semblante lívido.

—¿Qué hermano? —gritó—. ¡No tengo ninguno! ¡No hay más que un Halifax en el mundo!

—¿Es que el barón de McLellan no es pariente de usted, más o menos lejano?

—¡Señor contramaestre, no tiene usted por qué ocuparse en los secretos de mi familia!

»—Un secreto, milord, que hace mucho tiempo conoce toda la marina europea y americana.

—¿Y qué se dice de mí?

«Cabeza de Piedra» se pasó dos o tres veces la mano por la cara, y dijo, con aspecto ingenuo:

—Yo no sé, porque la verdad es que soy un poco torpe de oído.

—Cuando le conviene —replicó el marqués con ironía.

—No, milord; cuando el tiempo lo requiere.

—¿De dónde le ha sacado a usted ese señor McLellan, más generalmente conocido por el «Bastardo»?

—De Bretaña, señor; una tierra rica en peñascos, en cabezas duras y en marineros que no sienten nunca el miedo.

—Ya lo veo —respondió el marqués—. Es usted mi prisionero, corsario, y, por tanto, puedo hacerle ahorcar en el acto sin necesidad de Consejo de guerra, y, sin embargo, se atreve usted a bromear.

—Tenemos la costumbre de no perder nunca el buen humor.

—¿Ni siquiera con una cuerda al cuello?

«Cabeza de Piedra» se encogió de hombros y dijo:

—¡Igual da morir colgado que partido en dos por una granada! Cuando se va a la guerra no puede tenerse la pretensión de volver con la piel entera a su casa.

El marqués le miró con admiración.

—Tiene usted a su cargo la artillería de La Tronadora, ¿no es así?

—Sí, milord.

—¿Quiere usted pasar a mi servicio, así como su compañero?

—¡Yo! ¡Nosotros!

—Buena paga y buen trato.

—¿Y caso de rehusar?

—Mañana le mandaría ahorcar en el sobrejuanete del palo mayor.

—¡Es muy alto, milord! —respondió el bretón—. Si se quiebra la cuerda, voy a romperme una pierna o algo así.

—¿Se decide usted?

—¿De modo que me ofrece, milord…?

—La paga de un subteniente de navio.

—¡No está mal! —exclamó el bretón—. Ya sé que la marina inglesa paga bien a sus oficiales.

—¿Acepta usted?

«Cabeza de Piedra» meditó un instante y contestó:

—Soy de usted en cuerpo y alma. Siempre quedo al servicio de la familia.

—¡No vuelva usted a hablarme del señor de McLellan! —dijo el marqués, con voz airada.

—Como usted quiera, milord.

El marqués hizo señas a Wolf, que al instante libró de los hierros a los bretones.

—Ahora —dijo el comandante— pueden ustedes ir a la cocina en tanto que se les destina un camarote. Pero no olviden nunca que hay muchas vergas en mi fragata y que tampoco faltan cordeles. Pueden irse ya.

Los dos bretones hicieron una desmañada reverencia, dejando caer estrepitosamente los hierros al suelo, y guiados por los dos hermanos tudescos se dirigieron hacia el centro de la fragata, donde se hallaba la cocina, entre el palo mayor y el de mesana.

Un negro, más negro que el carbón, estaba en la puerta dando vueltas en una gruesa cacerola a un guisote que exhalaba un penetrante olor a especias.

—¡Qué aroma! —dijo «Cabeza de Piedra», cuya nariz se dilataba aspirando ansiosamente aquellas emanaciones—. ¿Qué dices de todo esto, «Petifoque»?

—Que vamos a comernos la cena del marqués, ya que nos ha autorizado para venir a la cocina.

«Cabeza de Piedra» arrancó bruscamente la cacerola de las manos del cocinero, diciendo con tono imperioso:

—¡Trae aquí, saco de carbón!

El negro le miró oblicuamente con sus grandes ojos de porcelana.

—¡Traiga usted! —dijo al fin—. ¡Eso es para el patrón!

—¡Vamos a comerlo nosotros!

—¡Cómo!

—El marqués no tiene apetito esta noche.

—¡Deme usted la cacerola!

—Cuando mis manos aferran algo, no lo sueltan fácilmente.

El negro lanzó un rugido de fiera, y quiso lanzarse sobre el bretón; pero éste levantó rápidamente en alto la cacerola, que mantenía sólidamente agarrada, gritando:

—¡Si das un paso, te largo encima el rancho! Te he dicho ya que el marqués nos ha cedido su cena, y me parece que es bastante, ¡voto al diablo! ¡Largo de aquí y no me mires de ese modo, porque te envío de una patada a que te ases en tus hornillos! ¡Qué insolentes son estos salvajes que nos envían las selvas africanas! ¿Qué dices tú, «Petifoque»?

—Que debías charlar menos y cortar ese pedazo de carne.

«Cabeza de Piedra» vació la cacerola en un plato bien hondo, y apoderándose de un cuchillo comenzó a dividir la carne, sin perder de vista al negro.

—¡Eh, cocinero! —gritó—. ¿Qué porquería es ésta?, la carne está llena de gusanos.

—No la hay mejor a bordo —respondió el cocinero, que había optado por volver a sus hornillos para derretir en una enorme olla una docena de velas de sebo para la sopa o rancho del día siguiente.

—¡Qué miseria hay aquí! ¿Y el señor marqués hubiera tenido el valor de meterse entre pecho y espalda esa cena condimentada con millares de gusanos? Nosotros sí la haremos pasar, porque tenemos estómago de marineros.

Los dos bretones se sentaron en un taburete de hierro y empezaron a devorar, metiendo la mano de cuando en cuando en una cesta llena de galletas enmohecidas.

—«Compadre Sam» —dijo «Cabeza de Piedra», cuando hubo terminado—: ¿Es que en esta fragata hay la maldita costumbre de comer sin beber?

—No me llamo «Compadre Sam» —respondió el negro, que seguía incomodado con aquellos intrusos.

—Pues dime tu nombre.

—Jacob.

—Perfectamente. Compadre Jacob, hazme el favor de traernos también el vino que habías de servir esta noche al comandante.

El negro lanzó dos o tres gruñidos; pero viendo que el bretón enarbolaba amenazadoramente la cacerola, bastante pesada a pesar de estar vacía, se decidió a presentarles dos medias botellas, ya descorchadas, y dos vasos de lata.

—¡Pero éste es el buque de la miseria! —exclamó el sempiterno charlatán—. ¡Carne rellena de gusanos, galletas mohosas y vinagre en vez de vino! ¡Bébalo el diablo! Estamos mejor en nuestra corbeta; ¿no es verdad, «Petifoque»?

—Cien veces mejor —contestó el gaviero.

Pero ambos bretones tenían unos estómagos capaces de desafiar a los de los avestruces, y aquel vino pasó a terminar la cena.

Entonces ya lanzó «Cabeza de Piedra» un ruidoso suspiro de satisfacción, y después de pasarse unas cuantas veces las manos por el vientre, como si quisiera favorecer la digestión, cargó su pipa, la encendió en el hornillo, y salió con «Petifoque» diciendo irónicamente:

—¡Buenas noches, «Compadre Sam»!

—¡Ya le he dicho a usted que me llamo Jacob! —respondió acremente el negro.

—Es un nombre muy difícil de retener en la memoria. ¡Sam o Jacob, como quiera que te llames, que el diablo, gran protector y pariente cercano de los negros, te lleve pronto al infierno!

Hacía dos horas que había caído la noche, una noche oscura y tempestuosa. Parecía como si se estuviese preparando otra tempestad para asaltar nuevamente y destruir de una vez los restos de la escuadra fantasma.

—¡Noche a propósito para nosotros! —decía el bretón a «Petifoque»—. El mar no está tan malo, y con esta oscuridad no será fácil que puedan distinguir bien la chalupa.

En aquel momento les salió un hombre al encuentro: era Wolf.

—La «pallenera» pequeña, «profista» de su «felá», estar a popa de la fragata.

—¿Cómo ha podido arreglarse usted?

—Yo pedir permiso al comandante para pescar; y como escasear los «fíferes» a bordo y saber que soy «puen» pescador, concederlo.

—¿Y Hulbrik?

—Estar ya en la «pallenera» pescando calamares.

—¿Y la miss?

—Cuando llegar el momento, salir por la lumbrera del camarote a «fafor» de una escala que yo dar.

—¡Parece imposible que sean tan ladinos estos tudescos! —exclamó «Cabeza de Piedra».

—Pero será preciso antes inutilizar a un hombre para que no poder dar la «foz» de alarma.

—¿Quién?

—El timonel.

—Un puñetazo bien aplicado en los cascos, y, ¡zas!, hombre a tierra. ¡De eso me encargo yo, camarada!

—Ahora «fayan» ustedes a colocarse cerca del timón, y cuando oír ustedes el grito de «¡hombre al agua!», el puñetazo, y en seguida a embarcar en la chalupa, «aprofechando» la confusión.

—¿Y quién va a tirarse?

—No preocuparse de ello; no faltará alguno que dará el salto al agua.

—¿Usted?

—¡Quizá! —respondió Wolf, alejándose.

Los bretones atravesaron la cubierta, y subieron al alcázar, apoyándose en la borda de popa, a cuatro pasos del timonel, y hablando en voz baja.

CAPITULO IX. UNA NOCHE DE ANGUSTIA

Aunque la oscuridad era profunda, como ya hemos dicho, y a pesar de haberse presentado la niebla, compañera inseparable de la corriente del «Gulf», en el acto pudieron distinguir una chalupa que seguía dócilmente la blanquecina estela de la fragata. Un cabo de diez o doce brazas de largo, sólidamente asegurado al palo de mesana, le servía de remolque.

Dentro de la embarcación se agitaba una sombra que de cuando en cuando parecía arrojar algo en el agua: anzuelos o redes.

—¡Hulbrik! —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque».

—¿Qué es lo que pesca, medusas o noctilucas? —preguntó el gaviero.

—Creo que ni él mismo lo sabe. No es este tiempo muy a propósito para surtir de calamares la despensa del marqués. En el mundo no hay más que dos pueblos que sean verdaderos pescadores: los holandeses y los bretones.

—Entonces, ve a ayudarle.

—Tengo que preparar mis puños, querido. Voy a tumbarle sin que lance un solo grito.

—El timonel me parece hombre robusto.

—No resistirá a mi golpe de bordada seca, como yo le llamo. ¿Qué hora tenemos?

—Debe de estar cerca la medianoche.

—¿Se te encoge el corazón?

—Nada de eso; estoy tranquilo.

—Quiere decir que los bretones del Poulignen tienen también algunas veces buena sangre en las venas.

—¿Sólo algunas veces?

—¡Oh, no; siempre!

En aquel momento se oyó gritar.

—¡Cambia el cuarto!

Los treinta o cuarenta hombres que se encontraban diseminados por la cubierta se agruparon para marcharse, mientras por la escotilla de proa salía el nuevo cuarto de guardia.

—¡Cuidado, «Petifoque»! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Cobra del amarre y atraca la chalupa a la linterna del camarote de la miss. Si lo echas a perder, te cojo de las piernas, y entonces seré yo quien grite: «¡Hombre al agua!».

—Ya sabes que nado como un pez y que no me dan miedo los tiburones. Más respeto tengo a los congrios que hay en nuestra escollera, porque muerden ferozmente, y…

—¡Calla, charlatán!

—¡Yo charlatán! ¿Y eres tú quien me lo llama, cuando no puedes estar cinco minutos en silencio?

—Ahora ya no hablaré hasta que oigamos el grito de Wolf. Cuando un hombre cae al mar, especialmente si es de noche, la tripulación se sobrecoge y suele perder la cabeza.

—Menos nosotros, ¿verdad, maestro?

—Entretanto, sigues charlando.

—Sí; pero no pierdo de vista al timonel.

—¿Está preparado el brazo?

—Parece que está deseando largar el golpe.

Los hombres que formaban el nuevo cuarto de guardia se habían distribuido ya sobre cubierta, hallándose la mayor parte de ellos a proa, donde se hacía más necesaria la vigilancia en aquella noche de niebla, porque no era difícil encontrar alguna nave rezagada de las de lord Dunmore, con peligro de embestirla.

Los demás del cuarto, después de beber una taza de pésimo café secado y vuelto a hervir siete veces, se habían recostado lo más cómodamente posible entre el árbol de trinquete y el mayor para encabezar un sueño.

El oficial de cuarto paseaba también por el castillo, tratando de penetrar con la mirada por entre la niebla, que cada instante se hacía más densa, como si quisiera proteger la fuga de nuestros bretones.

A lo lejos relampagueaba y se oía rugir sordamente el trueno, repercutiendo en la negra masa de nubes, que el viento de Levante echaba nuevamente hacia la costa americana. Algunas veces llegaban grandes olas, que, cogiendo de través a la fragata, la levantaban violentamente y hacían crujir sus costillas.

—¡Esto ya me inquieta! —gruñó «Cabeza de Piedra»—. El embarco de la miss puede resultar difícil. ¡Bah! ¡Ya veremos!

Aún conservaba encendida la pipa. Acabó de consumirla precipitadamente, y después hizo una especie de molinete con el brazo, como para adquirir fuerza en los músculos.

Se había aproximado al timonel que, fuera porque estuviese medio borracho o muy cansado, parecía dormitar sobre la rueda del timón.

De pronto un terrible grito cubrió el ruido del mar y del cielo.

—¡Hombre al agua!

Se había oído la caída por babor, entre el palo trinquete y la proa.

No hay marinero capaz de permanecer impasible al oír ese grito, que puede anunciar la muerte de un camarada.

Inmediatamente se oyó la voz del oficial de cuarto, que decía:

—¡Al pairo la fragata! ¡Botad una chalupa!

Quince o veinte hombres se precipitaron a cumplir las órdenes.

«Cabeza de Piedra» había dado a la vez un salto hacia delante, lanzándose sobre el timonel, que estaba medio dormido. Su puño, grueso y sólido como un martillo de fragua, cayó con un ruido seco sobre el cráneo del inglés.

El desgraciado se desplomó detrás de la bitácora sin exhalar un gemido.

Aprovechando la confusión que reinaba a bordo* «Petifoque» había tirado rápidamente del cabo que remolcaba a la chalupa.

Por su parte, Hulbrik ayudaba también a acostar la ligera embarcación a la fragata, valiéndose de los remos.

Cuando la vieron debajo los dos bretones, saltaron la borda, y, deslizándose por la amarra, se encontraron bien pronto junto al tudesco.

—¿Y la miss? —preguntó «Cabeza de Piedra», mirando hacia las lumbreras que había sobre el timón.

En aquel momento oyeron la voz del marqués, que juraba y denostaba.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el contramaestre—. ¡El marqués ha pescado a la miss cuando se disponía a huir! ¡El asunto está perdido! ¡Pronto! ¡A los remos!…

—¡Hay una vela!

—¡Apareja vivo, mientras Hulbrik y yo bogamos hacia alta mar! ¡Si los ingleses nos viesen, nos fusilarían como a gorriones! ¡Avante, avante, tudesco!

La fragata se había puesto al pairo como a un cable de distancia, esperando a la chalupa, que ya se había botado al agua para recoger, si era posible, al desgraciado.

Afortunadamente para nuestros fugitivos, la noche era oscurísima, como ya hemos indicado, y, por lo tanto, estaban en su favor todas las probabilidades de escapar sin ser molestados, cuando menos por el momento.

Más tarde quizá cambiase la faz del asunto.

En un abrir y cerrar de ojos, había arbolado «Petifoque» un mástil armado de su vela.

—¡Tú, al timón! —le dijo «Cabeza de Piedra».

—¿Qué rumbo?

—No lo sé; lo urgente es largarnos de aquí. ¿Que dónde atracaremos? En América o en Europa; eso ya lo veremos.

Soplaba un viento fresco que parecía venir de Levante, y que dejaba sentir de cuando en cuando alguna ráfaga más violenta.

La ballenera se había lanzado resueltamente a través de aquellas olas que se perseguían incesantemente, y a favor de la niebla era ya completamente invisible para la fragata.

A bordo de ésta debían de haber notado ya la fuga de los bretones, porque durante algunos minutos se oyeron disparos de fusil, hechos sin duda al azar en todas direcciones, y, por último, un cañonazo.

—¡Demasiado tarde! —dijo «Cabeza de Piedra».

En efecto, la fragata había desaparecido ya, y la ballenera navegaba rápidamente, alejándose más cada vez.

—Hemos salvado el pellejo, pero no a la miss —dijo «Petifoque» manteniendo la caña del timón—. ¿Será que la habrá sorprendido el marqués en el momento en que se preparaba a lanzarse por la escala?

—Así lo supongo.

—¿Y el pobre Wolf?

—No es ningún tonto, y sabrá salir del lance sin peligro. ¿Qué dices tú, «Compadre Cerfeza»?

—Yo no estar inquieto —contestó el tudesco—. Wolf ser bien querido por el marqués.

—¿Habréis embarcado armas y víveres?

—Dos fusiles, y «fíferes» para dos o tres días.

—¡Es poca cosa!

—Nos pondremos a ración —dijo «Petifoque».

—¡Y a ración bien corta! —respondió el contramaestre—. No sabemos a qué distancia podemos estar de la corbeta o de la costa americana. Avanzamos como ciegos.

—¡Calla!

—¡Otro cañonazo!

—La fragata, que se habrá puesto en nuestra caza. No nos dejemos coger, «Cabeza de Piedra», porque esta vez nos obligaría el marqués a que hiciéramos el último paso de baile con un cabo al cuello y guindados en alguna verga de juanete o de sobrejuanete.

—¿Crees que yo no lo sé?

—¿Esperas que podremos escapar de la caza?

—Esta niebla que tan providencialmente se ha echado nos protege. No somos en el mar más que un punto que difícilmente podrían descubrir los más potentes anteojos.

—¿Qué rumbo habrá tomado la fragata?

—¡Alto ahí, «Petifoque»! ¿Crees que me he convertido de pronto en gato? Búscala tú, que tienes ojos más jóvenes que los míos.

—Pero menos expertos.

—¡Ah; eso sí es verdad! —respondió el contramaestre—. ¡Diablo! ¡Para eso soy de Batz!

—¡Toma! Hasta ahora no sabía yo que en tu pueblo hubiese una fábrica de ojos mejores que los demás —repuso el joven gaviero con su acostumbrado acento irónico.

—¿Cuándo aprenderás, mal grumete, a no burlarte de mí? ¡Mira bien, y cuidado con el timón! ¿Dónde tenéis los ojos los bretones del Poulignen? ¿En los talones?

Una monstruosa ola avanzaba mugiendo siniestramente; una de esas olas de diez metros de altura, que apenas suelen verse más que en el cabo de Hornos.

Levantó a la ballenera con violencia entre la fosforescente espuma de su cresta, y después la precipitó en un abismo que parecía que no iba a tener fin. Durante cinco o seis minutos los náufragos fueron horriblemente zarandeados y empapados en agua; pero la ballenera resistió firmemente aquel combate, como, por fortuna, resistieron también los estómagos, no sólo de los bretones, sino del alemán.

Eran los tres a prueba de bomba, y el mareo no les había hecho nunca efecto.

—¡Eh, compañero! —dijo el joven gaviero—. ¿Se desencadena algún huracán?

—Se ha desencadenado ya en alguna parte del Atlántico y llegan aquí sus efectos, pero no creo que termine con eso.

—Tú eres un mal cuervo marino.

—Un marino viejo, querido.

—Una especie de albatros o procelaria.

—Siempre he sentido desde lejos las tempestades, como esos malditos pajarracos. ¡Eh! —¡Cuidado a la barra!

Otra montaña líquida se precipitaba sobre la desgraciada ballenera.

Se diría que también el Atlántico quería presa, como si no tuviese el fondo lleno de carabelas, galeones, corbetas y naves de alto bordo que había engullido durante tantos siglos en espantosas noches de huracán.

También pasó aquella ola, levantando a la ballenera con un ensordecedor estrépito de bramidos.

—¡Eh, «Cabeza de Piedra»; esto sí que puede llamarse un bandazo! ¡Parece que estamos en la Manica cuando cambia la marea!

—Iba a decírtelo yo también.

—¿Acabaremos por ir a beber en el vaso grande?

—¡Eres un asno!

—¿Mandas tú a las olas y al viento? —repuso algo picado el gaviero.

—He visto bien la ballenera, y puedo asegurarte que resiste tanto como La Tronadora, aunque no sea más larga que una zapatilla. Los ingleses se han distinguido siempre en la construcción de sus barcos. Al lado suyo, nuestros constructores podrán meterse en un rincón.

—¡No hables mal de la Bretaña!

—No tengo pelos en la lengua, y siempre digo la verdad. ¡Voto al demonio! ¿Dónde andará la corbeta? ¡Si lográramos encontrarla! Y tú, «Compadre Cerfeza», ¿no dices nada? ¿Qué tal va ese estómago?

—¡Perdido! —contestó sonriendo Hulbrik.

—Para reanimarlo necesitaríamos dos docenas de aquellas salchichas del «Compadre Taberna».

Una tercera ola se apoderó de la ballenera, zarandeándola tan terriblemente, que esta vez el estómago de Hulbrik, ya puesto a dura prueba, no pudo resistir.

—¡Echa, echa! —dijo «Cabeza de Piedra», viéndole vomitar—. ¡No son más que gusanos! Tú también los habrás comido en la fragata, ¿no es así?

—Cierto.

—No tengas reparo por nosotros. Somos marinos, y hemos visto vaciarse ya muchos estómagos; ¿verdad, «Petifoque»?

—¡Millones!

—¡Demonios! Eres muy joven para eso. Di que hemos visto echar hasta la primera papilla y basta.

—¡Embustero! Si ya estás mareado…

—¡Vamos, a ti te pone malo el tiempo! —dijo—. ¡A un viejo lobo de mar que ha pescado en el banco de Terranova! ¡Vamos, «Petifoque», tú estás loco!

De pronto se levantó en píe, poniéndose las manos en los oídos, como queriendo escuchar mejor.

—¿Qué es ello? —preguntó el gaviero, mientras que Hulbrik continuaba echando las tripas.

—Han disparado otra vez —respondió el contramaestre.

—Te aseguro que no he oído nada. Preciso es que en Batz se fabriquen, a más de ojos, orejas especiales que sirvan bien para marinos.

—Y yo te digo, sin embargo, que han disparado un cañonazo.

—¿Será nuestra corbeta?

El contramaestre movió la cabeza con aire de desaliento.

¿La Tronadora?—dijo—. ¡Ve a buscarla! No espero, ni por asomo, encontrarla.

—Entonces, ¿para qué hemos escapado?

—Porque no me agrada dejarme ahorcar. No estaba en la fragata ese excelente «Compadre Ahorca», que tan bien conocía su oficio.

Una cuarta ola monstruosa hizo cabecear terriblemente a la chalupa, arrancando a Hulbrik un juramento. Momentos después, fuertes relámpagos rasgaban en lontananza la oscuridad, y comenzaba a oírse distintamente el bramido del trueno.

—¡Malo! ¡Malo! —dijo el contramaestre—. ¡Ya está aquí el huracán!

—Si es malo para nosotros, malo será también para la fragata del marqués.

—Esa es muy grande, y nuestra ballenera es bien pequeña.

—Pero esta chalupa es una buena marinera. Parece, realmente, un barco salvavidas.

Movió la cabeza el contramaestre, como quien está poca convencido, y contestó:

—¡Eso ya lo veremos más tarde!

Como todos los pescadores bretones, «Cabeza de Piedra»* llevaba pendiente de la cadena del reloj una pequeña brújula, que tenía la buena costumbre de no abandonar nunca; precaución de verdadero marinero.

Esperó que hubiese un relámpago, se orientó lo mejor que pudo, y, sentándose a popa, dijo a «Petifoque» y a Hulbrik:

—Ocupaos vosotros de la vela; yo me encargo del gobierno.

Trató de cargar la pipa, pero en aquel momento cayó sobre el mar un furioso chubasco, acompañado de relámpagos y truenos.

—Daremos la batalla al Océano —dijo, volviendo al bolsillo la pipa—. Pero ¿no somos dos bretones que hemos desafiado las olas de la Manica? Hemos nacido marinos, y no nos dejaremos vencer fácilmente por este imbécil huracán. ¡Cuidado a la escota, «Petifoque»!

—¿Y yo qué hacer? —preguntó el tudesco.

—Procura dormir, si puedes —dijo el bretón.

CAPITULO X. EN LOS ARRECIFES

Realmente, no era el momento más oportuno para dormir viendo aproximarse aquel amenazador huracán, que ya había empezado a remover el Océano, tan poco tranquilo desde muchos días atrás.

Los relámpagos se sucedían casi sin interrupción, y el agua caía cada vez con más fuerza, como si las cataratas del cielo se hubiesen abierto igual que en los terribles días del Diluvio Universal.

Mientras «Cabeza de Piedra» guiaba la ballenera y «Petifoque» atendía a la vela, pronto a tomar los rizos que fuera necesario o arriarla por completo, en caso de peligro, el tudesco, que había descubierto un achicador de lienzo grueso, se había dedicado a vaciar el agua que había embarcado el bote, y que bazuqueaba por bajo de los bancos.

Entretanto, las olas seguían asaltando a la ballenera, bramadoras y feroces, como si estuvieran impacientes por engullir aquella débil presa.

La luz de los relámpagos tenía extraños matices, desde el lívido azulado hasta el rojo intenso. A la vez silbaba con feroz estridencia el viento de Levante, acompañando al horrible concierto que formaban truenos y mar con sus fragorosos ruidos.

Pero, a pesar de sus escasas dimensiones, que apenas llegaban a cinco metros, aquella ballenera hacía frente a la tempestad, subiendo y bajando en aquel caos de montañas de agua y botando lo mismo que una pelota de goma en el suelo.

Es verdad que hocicaba horriblemente y que sus socolladas descomponían de nuevo el estómago del pobre tudesco.

Algunas veces parecía que iba a desaparecer en el abismo; pero con ágil y fuerte mano «Cabeza de Piedra» sabía, por medio de hábil maniobra, dominar aquel golpe de mar.

Durante toda la noche, aquellos tres bravos lucharon desesperadamente, dispuestos a defender la vida, hasta que a cosa de las tres de la madrugada sintieron un terrible ruido que hasta entonces no habían oído entre los demás de la tempestad.

—¿Qué es eso, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque», preparado para maniobrar con la vela.

—Es que corremos hacia los arrecifes —contestó el contramaestre, que, sin abandonar la barra del timón, se había puesto en pie.

—¿Cuáles?

—¿Y me lo preguntas tú? ¿Es que tengo aquí alguna carta marítima?

—Es el bramido del mar que se estrella en algún obstáculo ¿no es verdad?

—Sí; es el bramido que no se olvida nunca cuando se ha oído una vez. ¿Dónde estaremos? ¡No sé lo que daría por saberlo! Meditemos un poco; yo he mantenido siempre el rumbo aproximadamente hacia Poniente; así, pues, deben de ser los arrecifes americanos los que amenazan destrozar esta miserable cáscara de nuez. ¿Serán los de la Carolina del Sur, de Georgia o de la Florida? He perdido por completo la brújula y me confieso desorientado, ¡con cien mil campanarios! ¡Duro es para un viejo marino tener que confesarlo, después de haber manejado el sextante tan bien como sir McLellan y el señor Howard!

—Y además, ¿para qué nos serviría en este momento? —dijo el joven gaviero—. No se descubre ni una sola estrella, y no sé si mañana brillará el sol para tomar el punto.

—Toma un rizo; llevamos mucho trapo y el viento aumenta. ¡Ayúdale, Hulbrik, hijo mío, y acaba ya de vaciar el estómago!

—¡Estar muy malo, padre! —respondió el pobre tudesco, que seguía con las angustias del mareo.

—Ya lo sé, y voy a darte un consejo.

—¿Cuál, padre?

—Cuando nuestros reclutas continúan arrojando les obligamos, por las buenas o por las malas, a cargar de nuevo el estómago. Puesto que a ti te gusta tanto el sebo, mira si encuentras alguna vela entre las provisiones y estíbala como si fuera una salchicha.

—¡No poder, padre!

—Pues, entonces, sigue arrojando.

La ballenera continuaba dando espantosos saltos y embarcando bastante agua, que trataba de achicar el gaviero, después de haber arrizado la vela.

En tanto aumentaba horriblemente el fragoroso ruido, que parecía provenir del embate del mar contra una enorme cordillera de arrecifes, y no contra un simple escollo.

En vano había intentado «Cabeza de Piedra» penetrar en las tinieblas con aquellos ojos que valían por dos anteojos de gran potencia.

Para aumentar el horror de aquella noche, seguía diluviando terriblemente.

—¡Pongámonos en manos de Dios! —dijo el contramaestre—. Si ha llegado nuestra última hora, moriremos como buenos marinos. «Petifoque», está preparado para arriar vela cuando te lo mande.

—Sí, «Cabeza de Piedra» —respondió el joven gaviero, que conservaba una sangre fría extraña en su edad—. ¿Nos estrellaremos?

—A eso ya no puedo contestarte.

Una montaña de agua negra, como si fuera de tinta o de alquitrán líquido, cogió la ligera embarcación y la levantó como una pluma sobre su espumosa cresta. «Cabeza de Piedra» lanzó en aquel momento un grito y dijo:

—¡Escollo a proa, a un cable de distancia!

—¿Qué hago? —preguntó con ansiedad el gaviero.

—¡Arría!

—¿Y después?

—Pereceremos o nos salvaremos juntos. En cuanto ocurra el choque, huid para que no os coja la resaca.

Era tal la naturaleza del viento, que, a pesar de haberse arriado la vela, seguía la ballenera filando, como si llevase aún desplegada la tela.

El contramaestre sujetaba con mano de hierro la barra del timón, y procuraba dirigir el barquichuelo hacia algún punto que las aguas del furioso Atlántico batiesen menos que los demás.

Comenzaba a alborear, y una luz gris y todavía mortecina se difundía entre los nubarrones, rebosantes de lluvia y de viento.

La masa de arrecifes era ya bien visible; un enorme banco casi a flor de agua, erizado de puntiagudas rocas.

—¡Cuidado! —dijo «Cabeza de Piedra», cuya voz temblaba, quizá por primera vez en su vida.

Las olas se precipitaban unas tras otras con espantosos bramidos. Se lanzaban contra el obstáculo tratando de destruirlo, y, rotas ellas mismas, se retiraban, para ser de nuevo impelidas al asalto por el viento y la corriente.

Arriada la vela, la navecilla apenas obedecía ya al timón, falta de apoyo.

Subía y bajaba con terribles sacudidas las crestas y los abismos; era una cáscara de nuez en medio de aquel torbellino.

—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó el gaviero, aferrándose al palo.

—¡Padre! —decía el pobre tudesco, después de haber arrojado hasta lo último que contenía el estómago—. ¡Tener miedo! ¡Esto ser peor que la guerra!

—¡Valor, muchachos! —respondió el bretón, después de lanzar un prolongado suspiro—. ¡Ya estamos! ¡Llegó el momento! ¡Valor!

Se hallaban ya sobre los arrecifes.

La ballenera sintió una última y horrible sacudida; después, entre los bramidos de las olas, se oyó el chasquido de algo que se destrozaba, y tres gritos humanos que el viento llevó en sus alas, muy lejos.

Transcurrieron algunos minutos. Únicamente se oía la voz poderosa del Océano batiendo furiosamente aquel obstáculo que se oponía al paso de sus arrolladoras olas.

Sobre el sitio donde habían naufragado los tres desgraciados revoloteaban grandes aves marinas, albatros, quebrantahuesos y fragatas entre bandadas de rincópsidos que el viento arrastraba.

¿Buscaban entre los arrecifes alguna fácil presa que les sirviera de pasto?

Era lo más probable.

De pronto, un enorme albatros, casi enteramente blanco, cuyas alas no medían menos de tres metros y medio de punta a punta, después de haber descrito varios círculos cada vez más pequeños, se dejó caer casi a plomo entre dos rocas, gruñendo como un cerdo.

Oyóse un grito, un grito humano.

—¡Ah, canalla! ¿También tú? ¡No estoy muerto todavía! ¡Toma, bicharraco del demonio!

El volátil trató de levantar el vuelo, batiendo apresuradamente las amplias alas; pero, tras breve lucha, cayó lanzando un último gruñido.

Había sido decapitado por el cuchillo de «Cabeza de Piedra».

¿Cómo es que aquel hombre extraordinario no se había destrozado entre aquellas rocas? No tenían, realmente, nada de blandas; pero entre ellas se habían amontonado en cantidad considerable, formando una especie de lecho, fucos y algas que arrastraba el mar.

Por una verdadera fortuna, después de un buen salto, «Cabeza de Piedra» había caído sobre uno de aquellos lechos. Ya sabemos que el bravo bretón había nacido con buena estrella y que podía contar con la suerte.

La voltereta no había sido suave, sin embargo, puesto que, a pesar de que aquel hombre tenía miembros y costillas de acero, prescindiendo de su famosa cabeza, se había desmayado al golpe como una mujercilla. Quizá hubiera permanecido aún mucho más tiempo desvanecido si el albatros, creyéndole muerto, no le hubiera aplicado aquel vigoroso picotazo, que sirvió para reanimarle.

Esos grandes pájaros consiguen muchas veces abrir el cráneo a los nadadores; pero por algo era bretón «Cabeza de Piedra», y no en balde también llevaba tal sobrenombre.

Así es que, sacando rápidamente el cuchillo de maniobra que llevaba a la cintura, una buena hoja entre machete mejicano y navaja andaluza, le había decapitado.

Hecha la proeza, aplicó al volátil, que aún se movía, tres o cuatro patadas que le destrozaron las alas, y después trató de levantarse.

—¡Por vida de todos los campanarios! —exclamó, registrándose cuidadosamente las costillas—. ¡Vaya un golpe! ¿Y los otros? ¿Se habrán destrozado?

«Cabeza de Piedra» reunió toda la fuerza de los bretones de Batz y se puso en busca de sus compañeros.

Se había puesto en pie, haciendo crujir aquellos restos vegetales que le habían servido de lecho, y con no poca sorpresa se encontró con que su máquina funcionaba todavía perfectamente.

—Necesitaba un poco de aceite —dijo—. Más tarde pensaremos en eso.

Después de registrar y remover todo aquel lecho aplastando centenares de moluscos, miró en torno suyo.

La cordillera de arrecifes en que se había destrozado la ballenera se prolongaba unas millas, interrumpida únicamente por algunos bancos de arena que el Océano saltaba con sus furiosas olas.

¡No se ve más que rocas, agua y aves! —dijo, poniéndose en marcha por entre aquellas rocas, que a veces ocultaban una cortina de agua pulverizada—. ¿Habrán perecido? «Petifoque», aunque no sea de Batz, al cabo es bretón, y en cuanto al tudesco, debe de tener también la cabeza bien dura. ¡Vamos a ver si los encontramos!

Felizmente, un rayo de sol, que se había proyectado sobre los arrecifes, abriéndose paso por entre aquellas nubes, siempre amenazadoras, favoreció al marinero. Si el Océano no se había llevado ya a su seno los cuerpos de sus dos amigos, debían de hallarse, muertos o desvanecidos, en algún sitio cercano.

Decidido «Cabeza de Piedra» a saber lo que había sido de ellos, avanzó con gran cuidado, evitando aquellas traidoras olas, que algunas veces conseguían subir hasta los lechos de algas depositados en los más altos huecos de las rocas. Llegó a un sitio donde los arrecifes formaban una especie de pasillo o corredor, casi cubierto en lo alto por una serie de rocas que unían sus simas, y con el suelo cubierto de algas y fucos,* mezclados con grandes cantidades de guano.

—¡Parece la cubierta de una batería! —dijo «Cabeza de Piedra», que no podía permanecer callado, a pesar de la angustia que le devoraba. Se detuvo y lanzó un fuerte grito.

Veinte pasos más allá estaba todavía la ballenera, sujeta entre dos rocas, y con los costados destrozados.

—¡Quizá estén dentro! —exclamó—. ¡Un golpe así no lo podrán haber resistido!

Apretó el paso, haciendo crujir fuertemente aquellos restos vegetales aportados por el mar, y después de correr veinte veces el peligro de ser arrastrado por las olas que continuaban sus furiosos asaltos, consiguió llegar a la chalupa.

El Océano debía de haber levantado la embarcación, haciéndola salvar la primera fila de escollos, para dejarla caer después sobre la segunda, compuesta de rocas puntiagudas como lanzas. Allí había permanecido retenida, con la quilla destrozada, abiertas las costillas y deshecho el timón. Aunque hubiera sido de hierro no habría podido resistir la violencia de aquel golpe.

El bretón miró dentro de la chalupa con indescriptible ansiedad; pero no vio a «Petifoque» ni al alemán. Por un azar extraordinario, los víveres y las armas permanecían intactos, a pesar del tremendo golpe.

—¡Haberme quitado el mar a mi «Petifoque»! —sollozó, tendiendo los puños hacia el Océano, que continuaba su tumultuoso movimiento—. No era un alemán, no, ¡sangre de un tiburón!, ¡un bretón, lo mismo que yo! ¡Pero no; es imposible que haya muerto! De igual modo que yo me he salvada ha podido sucederles a ellos. ¡Dale a las piernas, «Cabeza de Piedra», y mientras haya fuerzas, busca y revuelve, ya que na te has roto las costillas y tus piernas funcionan perfectamente!

Cogió un fusil y un sable y volvió hacia atrás, registrando atentamente los abundantes lechos de restos vegetales que había entre roca y roca, algunos de ellos muy grandes. Las olas de años y años habían arrastrado y acumulado en ellos vegetales, como para salvar a los náufragos de sus brutales caricias en días de tempestad.

Ya había visitado «Cabeza de Piedra» cuatro o cinco de aquellos depósitos, cuando advirtió que un quebrantahuesos se lanzaba rápidamente entre dos rocas con el largo pico abierto. Los quebrantahuesos, encarnizados perseguidores de doradas, de peces voladores y de otras clases de pescados, pertenecen a la especie de procelarias gigantes, y son tan grandes como un albatros, aunque desarrollan menos fuerza que éste. No pesan más de diez kilogramos, a, pesar de su tamaño, pues tienen una considerable cantidad de plumas; pero son terribles por la impetuosidad de sus ataques y por su avidez. No temen al hombre, y lo mismo que los albatros, cuando descubren algún náufrago, suelen lanzarse contra él con fiera resolución.

Hacía mucho tiempo que «Cabeza de Piedra» conocía ya a aquellos pajarracos de plumaje oscuro, e inmediatamente preparó el fusil, aunque no estuviese muy seguro del arma.

—¡Allí está un camarada! —había gritado—. ¡Estos canallas de pajarracos acuden siempre a los muertos!

Apuntó e hizo fuego. La detonación se confundió con el bramido del mar. El arma había disparado, a pesar de las dudas de «Cabeza de Piedra», y el quebrantahuesos, malherido, se había dejado llevar por una ráfaga de aire que le había lanzado al agua.

El bretón avanzó corriendo, sin cuidarse de las puntas de aquellas rocas, duras y cortantes como el acero, que le destrozaban las botas. Recorrió quince o veinte pasos y se encontró con un lecho de vegetales muy espeso, que formaba una especie de nicho bastante grande para contener varias personas. Un cuerpo humano yacía sobre las algas.

—¡Hulbrik! —exclamó el bretón—. ¿Y «Petifoque»? ¡Pensemos primero en éste!

Volvió rápidamente a la chalupa, cogió una botella, milagrosamente salvada del naufragio, que debía tener gim o ginebra, y volvió solícitamente al lado del pobre tudesco, que parecía hallarse medio reventado.

—¡Ohé, «Compadre Cerfeza»! ——gritó—. ¿Qué hace usted entre esos hierbajos?

Al oír aquella voz, bien conocida, el alemán abrió los ojos y dijo:

—¡Ah, padre! ¡Yo estar muy malo!

—¿Rota la columna vertebral?

—Yo creer que no.

—Entonces todo marcha bien. ¿Y «Petifoque»?

Una risotada respondió a esta pregunta. Era el joven gaviero, que, listo como una ardilla, se había levantado de otro lecho inmediato de restos vegetales y se registraba el cuerpo frotándose vigorosamente las costillas.

—¿Te has roto algo, hijo mío? —preguntó apresuradamente «Cabeza de Piedra».

—¿No sabes que los bretones de Poulignen somos elásticos? —respondió «Petifoque», haciendo, sin embargo, un gesto.

—Voy creyendo que sí —contestó el contramaestre—. ¡Qué raza somos los bretones! ¡Sólo pueden tumbarnos las balas de cañón!

—¿Y la chalupa?

—Con los costados abiertos.

—¿Perdida?

—No creo que haya cerca de aquí ningún carpintero que venga a repararla, porque no veo ni casa ni cabaña alguna en estos arrecifes.

—Entonces, ¿estamos presos?

—Por ahora, sí.

—¿Y cómo vamos a poder vivir?

—No es cosa de inquietarnos tan pronto. Estoy armado, como ves, y en la chalupa queda todavía un fusil. Además, tenemos en la despensa un albatros que he decapitado. Estará duro como un mulo de los Pirineos; pero cuando aprieta el hambre todo se come. ¿Podéis andar?

Hulbrik y «Petifoque» se miraron recíprocamente, y, haciendo un esfuerzo, siguieron al contramaestre, tropezando más o menos.

Al cabo de unos cuantos minutos se encontraron en el sitio donde había naufragado la ballenera.

Hicieron rápidamente el inventario de cuanto contenía, experimentando la agradable sorpresa de encontrar un barrilito que contenía cinco o seis litros de agua pestilente, y que sólo un verdadero milagro había podido salvar del naufragio.

—Voy a haceros una proposición —dijo «Cabeza de Piedra», después de haber reunido todas las provisiones sobre un lecho de algas secas.

—¡Dila ya! —exclamó «Petifoque».

—¡Vamos a almorzar!

CAPITULO XI. LA NAVE MISTERIOSA

Era, realmente, lo mejor que podían hacer para reponer sus fuerzas, después de aquella terrible aventura, que pudo enviarlos a servir de pasto a los peces en el fondo del Atlántico.

Volvía a llover, y el mar seguía desencadenando su furor frente a los arrecifes. Altas montañas de agua se lanzaban unas contra otras, con pavoroso fragor, al asalto de aquel obstáculo.

Con la débil ayuda del alemán, que cojeaba bastante, consiguió «Petifoque» formar un cobertizo con la tela de la vela tendida sobre los remos. Mientras tanto, «Cabeza de Piedra» no daba reposo a los víveres, creyendo que podría encontrar algo de jamón o embutidos.

Pero no había allí más que un poco de bacalao seco, lleno de gusanos y duro como una suela. No se había olvidado Wolf, sin embargo, de agregar alguna galleta, que no estaba en mejores condiciones, por cierto, así como un litro de aquel vinagrillo que llamaban vino.

—¡Qué miseria! —gruñó el bravo bretón, que se había acomodado bajo la tienda en un mullido lecho de algas—. No podremos ir muy lejos con estas provisiones. Por lo que he visto y oído, sin duda, ya empiezan a escasear las provisiones en la fragata. ¡Toma! ¡Ahora me acuerdo de mi pajarraco! ¡Ahí tendremos unos quince kilos de carne!

Dejó a sus dos compañeros acabando de arreglar el campamento, y, pasando de lecho en lecho y de roca en roca, fue a recoger su albatros, inmensa mole que casi no tenía más que plumas.

—¡Esto, a la despensa! —dijo, echándolo a los pies del gaviero—. Así se pondrá más sabrosa su carne. ¡Ahora, compañeros, a la mesa!

Metiéronse bajo la improvisada tienda, y entre el horrible bramar de las olas, que parecía que iban a destruir los sólidos cimientos de aquellos arrecifes, se pusieron no a comer, sino a triturar.

Por fortuna, los tres tenían magníficos dientes, y el bacalao, como la galleta, perfectamente molidos, pasaron a sus no menos excelentes estómagos.

Continuaba lloviendo, y a lo lejos se oía el ronco ruido del trueno que anunciaba la tempestad.

—¡Magnífico tiempo para ir a la pesca del congrio y de los calamares! —dijo «Cabeza de Piedra», que tumbado cómodamente en los fucos, parecía escuchar casi con placer el ruido que hacía la lluvia sobre el toldo de la tienda—. ¿No acabará esto nunca? Ya hace algunas semanas que el Atlántico está rabioso como si le hubiese mordido un perro hidrófobo. ¡«Petifoque», danos de beber!

—¿Vinagrillo?

—Todo sabe bien tras el bacalao seco.

Aunque el bravo muchacho estaba medio destrozado, no quería confesarlo, y se apresuró a obedecer.

«Cabeza de Piedra» se había preparado ya para abrir la botella con su cuchillo a falta de sacacorchos; pero al recibirla de manos de «Petifoque» no pudo reprimir un grito, exclamando:

—¡Bonzy!

—¿Qué es eso? —preguntó el alemán.

El contramaestre le miró de soslayo, levantó la botella, que estaba tapada con una cápsula de papel de estaño dorado, y después de mirarla y remirarla, haciéndola girar entre sus manos, gritó de nuevo:

—¡Bonzy! ¡Bonzy! ¡Por la torre de Babel rota! ¡Todavía sé leer, porque no he olvidado lo que el cura de Batz me metió en los sesos!

«Petifoque», a su vez, comenzó a gritar como si se tratase de alguna maniobra:

—¡Bonzy! ¡Bonzy!

«Cabeza de Piedra» le miró con cierto desprecio, y le dijo:

—Gritas lo mismo que un pato, sin saber lo que contiene esta botella, que sabe Dios cómo ha ido a parar a la despensa de esa fragata inglesa. El sol de Londres no ha madurado nunca uvas de champaña.

—¿Has dicho champaña, «Cabeza de Piedra»? Por fuerza te equivocas.

—Eres un pollino completo, «Petifoque». Esto no es vinagre, sino verdadero champaña rojo de Bonzy.

—¡Bonzy! ¡Bonzy! —repitió el gaviero—. Ese señor Bonzy, ¿era un general o un almirante famoso?

—¿No te ha hecho probar nunca tu padre nuestros más famosos vinos, por lo menos el tinto, ya que el blanco cuesta un ojo de la cara?

—¡Eh, compañero! ¿Es que antes de hacerte marino fuiste comerciante de vinos?

—Mi abuelo…

—¡Oh, ya salió!

—Cuando el negocio de la pesca se ponía malo, iba a trabajar en los viñedos de Reims y nos traía botellas a casa. ¡Cómo saltaba el vino!

—¿En la botella?

—Y en las copas. Es vino que se escapa en seguida, aunque no sea blanco.

—¡Abre ya!

Quitóse ante todo su gorro el contramaestre para evitar la salida del precioso líquido, y con un golpe seco de cuchillo hizo saltar el cuello de la botella.

El generoso vino, madurado entre los estratos gredosos del Marne, asomó inmediatamente su alegre espuma, tratando de huir; pero el contramaestre se apresuró a tapar la salida con el gorro, prudentemente preparado.

—¿Le oyes borbotear, «Petifoque»? —preguntó—. ¡Qué música! ¡Cuántas veces la hacía sonar mi abuelo en mis oídos!

—Mejor dicho, en tu estómago.

—¡Es lo mismo! Pruébalo.

Quitó el gorro, y, a riesgo de herirse en la boca comenzó a sorber con tal avidez, que los dos compañeros temieron fundadamente que no les dejase ni un sorbo.

—¿Has concluido? —preguntó el gaviero—. ¿Es verdadero champaña?

—Igual al que nos llevaba mi abuelo; verdadero Bonzy.

—¡Deja algo para nosotros, glotón! Tenemos el bacalao en la boca del estómago, que no quiere subir ni bajar.

—Es justo —contestó el contramaestre—. Soy un egoísta completo. ¡Tomad, camaradas; bebed todo lo que queda!

—Yo, no —dijo Hulbrik, haciendo un gesto de verdadera repugnancia.

—¡Gracias, camarada; eres un buen muchacho! —dijo el bribón de «Petifoque», vaciando por completo la botella antes que «Cabeza de Piedra» pudiera intervenir otra vez.

—¡Eh, chiquillo! ¿Qué me dices de este vino? —preguntó el contramaestre.

—No he bebido nunca otro mejor.

—¡Ya lo creo! Sin embargo, estas botellas suelen costar dos escudos, mientras que las del vino blanco cuestan dos o tres veces más.

—Parece, «Cabeza de Piedra», que has sido también comerciante de vinos, según hablas de ellos.

—Yo, no; mi abuelo —contestó seriamente el contramaestre—. Yo sólo he pescado.

—¡Ah, el famoso abuelo que te dejó la pipa! ¿No es verdad?

«Cabeza de Piedra» no pudo contener un grito al recuerdo de la pipa, y se había llevado las manos a los bolsillos temiendo una catástrofe.

—¡Por todas las pipas del mundo! —gritó palideciendo—, ¡después de tantos años, sólo me faltaba esta desgracia! Era una pipa de verdadera espuma de mar, ¿sabes, Hulbrik?

—¿Barro?

—En tu país se fabrican las pipas con una tierra que tiene un nombre tudesco que nunca he podido pronunciar; pero mi pipa, ¿entiendes?, era de la propia Asia Menor.

—¿El país de las pipas?

—¡Todos turcos grandes fumadores!

«Cabeza de Piedra» consiguió, al fin, encontrar en los bolsillos su querida pipa, que sacó, y después se pasó la mano por la frente, bañada en frío sudor, pues no estaba intacta, por desgracia; se había roto por mitad del cañón.

Pálido como un muerto, dijo con voz conmovida:

—¡He fumado en ella durante treinta años! ¡La usaron igualmente mi abuelo y mi padre, y se ha quemado en ella una montaña de tabaco! ¡Había conseguido salvarla de siete naufragios, y ahora ya está inútil para siempre!

—No, «Cabeza de Piedra» —repuso el gaviero—. Todavía se puede fumar en ella.

—Sí; pero ya no es la histórica pipa del pueblo de Batz.

—Cárgala y fuma, si tienes tabaco seco.

—Aunque estuviese chorreando y cubierto de marisco, lo fumaría del mismo modo. El pedernal, el eslabón y la yesca están bien cerrados en una caja impermeable.

Por fortuna suya, se hallaba asimismo bien seco el tabaco que le había regalado Wolf.

Cargó cuanto pudo la mutilada pipa, y después de encenderla se tumbó en el lecho de algas, echando bocanadas de humo denso y bastante acre.

Mientras tanto, la tormenta seguía rugiendo en el Atlántico. El cielo se había oscurecido profundamente, y enormes masas de vapores corrían impulsadas por el viento entre relámpagos y truenos. Caía un diluvio de agua, y al romperse en aquel firme obstáculo del arrecife, las olas arrojaban otra lluvia de agua pulverizada que llegaba hasta el minúsculo campamento.

Pero ninguno de los tres náufragos se preocupaban de ello. La escollera estaba firmemente cimentada para que pudieran temerse los embates del mar, y el lecho de algas era sobrado capaz para que pudieran estar en él cómodamente los tres náufragos.

¿Qué más podían desear en aquel momento? Ya podía el Atlántico enfurecerse y bramar cuanto quisiera; ellos estaban por el momento bien a cubierto de su cólera. Ya no se hallaban embarcados en aquella frágil ballenera que fue juguete de las olas, sino entre sólidas rocas que habían resistido durante muchos siglos los embates del mar y las tempestades.

Después de haber terminado de fumar su pipa, «Cabeza de Piedra» se había quedado dormido, ejemplo que no tardó en seguir el alemán, formando con el contramaestre un estrepitoso dúo de ronquidos.

Mientras tanto, «Petifoque», por hacer algo, había comenzado por desplumar al albatros muerto por el viejo marino, y gruñía y juraba para arrancar aquellas plumas, sólidamente agarradas a la dura piel del ave.

—¡Magnífico asado! —gruñía, moviendo la cabeza—. ¡Entre esto y el bacalao podrido no sé lo que escogería! Y luego no tendremos champaña para digerir este animalucho, que parece enorme, pero que pesa menos que el más pequeño delfín. ¿Es ésta la caza de «Cabeza de Piedra», un bretón de Batz?

Casi había terminado de desplumarlo cuando se fijaron sus ojos en un punto del mar, donde se percibía algo entre blanco y gris, que no era el agua.

—¡Un buque! —exclamó, dejando caer el ave y poniéndose en pie entre una nube de plumas—. ¿Será la fragata? Entonces correría algún peligro nuestro cuello.

En dos saltos se halló al lado de «Cabeza de Piedra», que seguía roncando y mantenía entre los dientes el trozo de la histórica pipa.

—¡Arriba, dormilón! —le dijo—. ¿Quieres hacerte colgar?

—¿Quién habla de cuerda? —respondió el contramaestre, bostezando como un oso.

—¡Yo, «Petifoque»!

—¿Se ha caído el mundo o ha desaparecido el Atlántico?

—Es que la fragata está a la vista.

—¡Cien mil campanarios! ¡Otra vez esos chaquetas rojas! ¿Es que ese maldito lord se ha empeñado en tener nuestra piel? Vamos a cuentas, bretoncillo: ¿qué es lo que has visto?

—Una nave a la deriva con rumbo a esta escollera.

—Pero, ¿es la fragata?

—¡Ah, eso ya no puedo decirlo, porque no tengo ningún anteojo!

«Cabeza de Piedra» soltó una carcajada, y dijo:

—Para un buen marino, los anteojos casi no sirven de nada. Mis ojos, ¿sabes?, valen más que todas las lentes que puedan fabricarse. ¿Dónde está esa nave que trae el cabo con que han de ahorcarnos?

El gaviero tendió su brazo derecho, indicando la dirección del punto negro.

«Cabeza de Piedra» guardó, ante todo, cuidadosamente su pipa en el bolsillo, y abriendo bien los ojos, que rodeó con las manos abiertas, estuvo observando atentamente, y dijo después:

—Que sea una nave, no lo niego; pero que sea una fragata, sí, sin duda alguna.

—¿Y si te engañas?

—¿Quién? ¿Yo? ¿Un pescador de Batz?

—Algunas veces no se ve bien, especialmente si se ha bebido champaña negro o blanco.

—¡Tú serás siempre un borrico, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Y, sin embargo, eres un excelente gaviero!

—¡Gracias, camarada!

—¡Eh, alto ahí! ¡Olvidas siempre que soy superior tuyo!

—Mi abuelo me dijo…

—¡Ah! ¿También has tenido tú un abuelo?

—Claro es que mi padre no fue hijo de un orangután.

—¡Muy bien dicho! Ya veo que los viajes te instruyen rápidamente. ¿Y qué es lo que hacía tu abuelo?

—Vendía pulpo asado en las tabernas de Poulignen.

—Pero, ¿no te ha dejado ninguna pipa?

—Sólo un arponcillo, que rompí un día pescando un calamar grande que se había metido en una cueva bajo el agua, y…

Pero «Cabeza de Piedra» no le escuchaba ya. Miraba atentamente la nave, que el agua y el viento llevaban a las aristas de los escollos.

—¡Qué fragata ni qué ocho cuartos! Es un bricgoleta, desarbolado casi por completo.

—Tú, que tienes ojos capaces de desafiar a los más potentes anteojos, ¿puedes ver si hay alguien a bordo?

—Nadie, «Petifoque».

—¿Se habrá llevado el mar a toda la tripulación?

—Eso ya no lo sé —contestó el contramaestre.

—¿Llegará a destrozarse en la escollera?

—Quizá no, aunque pasará muy cerca, y creo que lo más prudente es que estemos preparados para abordarla.

—¡Valiente nave se nos presenta!

—¡Mejor será la ballenera con las cuadernas rotas, y que hará agua por todas partes!

—¡Tienes razón, «Cabeza de Piedra»; siempre seré un asno!

—Así lo creo; pero no es extraño, porque no eres de Batz.

—¡Ah! ¡Dichoso Batz! ¿Es la cuna de los dioses marinos?

—De los verdaderos bretones. Despierta en seguida a Hulbrik.

—¡Ronca tan a gusto!

—La nave se acerca, y los abordajes deben hacerse al vuelo, según decía un almirante holandés.

—¡Qué de cosas sabes!

—¡Vamos ya, chiquillo; obedece!

—¡En seguida, mi comandante!

Se echó sobre el alemán y le sacudió vigorosamente, agarrándole también la nariz.

Hulbrik aspiró ruidosamente la brisa marina y se sentó.

—¿Sabes nadar? —le preguntó «Cabeza de Piedra».

—Yo ser nacido junto a un gran río —contestó el alemán—. Andar mucho por el agua.

—Entonces, todo va bien. ¿No te asusta tener que nadar un par de millas?

El alemán hizo un gesto negativo.

—¡Qué fuertes son estos tudescos! —dijo el bretón—. ¡Ahora comprendo por qué los ingleses se van a reclutar gente a esos principados alemanes! ¡Excelente juventud, sana, robusta, un poco obtusa, pero siempre dispuesta para hacerse matar! Sin estos hombres, los americanos hubieran dado ya buena cuenta de los bebedores de té.

—¿Quiénes son? —preguntó «Petifoque».

—¿Qué otra cosa beben los ingleses?

—Yo los he visto muchas veces beber buenas botellas de gin y brandy.

—Pero ésos eran marineros —contestó gravemente «Cabeza de Piedra».

Había fijado de nuevo la mirada en la nave, que, según ya hemos dicho, navegaba o, por mejor decir, era llevada hacia los escollos como si un perverso timonel estuviese empeñado en conducirla a una pérdida segura.

Pero era muy dudoso que hubiese a bordo persona alguna, porque aquel casco desarbolado navegaba sin rumbo alguno, y las escasas velas que llevaba desplegadas por bajo de las cofas flotaban libremente a impulsos de las ráfagas del aire.

—Y bien —preguntó «Petifoque»—, ¿es nave de guerra?

—No, no; un barco mercante cualquiera, quizá con rumbo a las Antillas, y que ha desarbolado la tempestad.

—¿Y la tripulación?

—¡Yo qué sé!

—¿Y cuentas con que podremos abordarlo?

—¡Sangre de tiburón! ¡No quiero morir en estos arrecifes abrasado por el sol y la sed! Aunque esa nave sea una cáscara vieja, siempre será mejor que una ballenera desencuadernada que no puede estar sobre el agua. Sólo me preocupa una cosa.

—¿Cuál?

—¿Conseguiremos salvar estos dos fusiles y las municiones?

—Yo espero que sí.

—¡Hum, hum! ¡Pobre pólvora! En fin, preparémonos.

—¿Y el albatros? —preguntó «Petifoque».

—¡Déjalo que se pudra aquí! Espero que en aquella nave encontremos algo mejor para lastrar nuestro estómago. Los náufragos no lo habrán devorado todo antes de abandonar el barco. ¡Fuera los zapatos, la casaca y los calzones! ¡Las municiones y los fusiles, a la cabeza! ¡Apresuraos, camaradas; el viento empuja al barco rápidamente!

Mientras tanto, la nave misteriosa avanzaba con horrible balanceo en la cresta de las olas.

Parecía, sin embargo, que el viento se proponía salvarla de aquel peligro, porque, cambiando repentinamente de dirección, hinchó las dos velas bajas del brick y la hizo virar, navegando hacia alta mar.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó «Cabeza de Piedra», que, ya despojado de sus ropas, se había asegurado a la cabeza un fusil y un paquete de municiones.

—¡Estamos! —respondió el gaviero.

La nave se encontraba entonces a milla y media de distancia y continuaba su rumbo al Sur, aunque tan inseguramente, que probaba que no era conducida por ningún timonel.

Los tres náufragos se acercaron al borde de la escollera, esperaron la retirada de una ola para no ser arrastrados por el banco de arena y se lanzaron al agua, nadando vigorosamente. La resaca era fortísima; las aguas avanzaban y se retiraban con fragor siniestro, removiendo profundamente el fondo.

«Cabeza de Piedra», notable nadador, había tomado la dirección del grupo y cortaba las ondas con vigor extraordinario. Seguíale inmediatamente «Petifoque», nadando como un delfín, y, por último, iba el alemán, decidido a no dejarse ir al fondo.

Habían nadado ya como una media milla, cuando Hulbrik lanzó un grito de espanto.

—¿Qué te pasa, hijo mío? —preguntó «Cabeza de Piedra», que acababa de cortar una ola más alta que las demás—. ¿Te vas al fondo?

—No, padre.

—Pues ¿por qué gritas así? No estamos en un campo de batalla, ni creo que haya sordos entre nosotros.

—¡Gruesa «pestia» pasar junto a mí!

—¿Qué era?

—No poder mirar en el agua, padre.

—¡Será algún marrajo!

—¿Comerme a mí?

—Del todo, no. Ofrécele un pie, y verás cómo se conforma.

—¡Entonces, yo no poder ir a la guerra! —respondió el alemán.

—Andarías sobre el otro pie que te quedaba.

El contramaestre se burlaba despiadadamente del pobre tudesco; pero no era capaz de abandonarle en caso de peligro. Había sacado el cuchillo, y volviendo rápidamente hacia atrás llamó en su auxilio a todos los campanarios del mundo.

Con pocas brazadas se puso al lado del tudesco, que continuaba nadando tranquilamente, aunque estaba convencido de que había tropezado con un peligroso animal marino.

—Veamos lo que es —refunfuñaba el valeroso bretón, girando una y otra vez en torno de Hulbrik, y, por último, se puso de nuevo a la cabeza del pelotón, gritando:

—¡Avante! ¡A la nave!

El bricgoleta pasaba entonces a menos de cinco cables de los nadadores, y aunque sin gobierno alguno, había evitado, por una extraordinaria casualidad, el peligro de la escollera.

Había doblado también los bancos de arena, y empujado por el viento, que mal que bien seguía hinchando las dos velas bajas que permanecían desplegadas, continuaba filando hacia el Sur, algo inclinado sobre la banda de estribor. El temor de que se escapara prestó fuerzas a los nadadores, que ya luchaban penosamente con las impetuosas olas.

Con un vigoroso esfuerzo consiguieron llegar al costado y aferrarse a algunas cuerdas que pendían al exterior.

—¡Arriba! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Estamos salvados!

CAPITULO XII. EN LUCHA CON LAS FIERAS

Los tres náufragos escalaron rápidamente el buque y saltaron la borda, dejándose caer sobre cubierta y desembarazándose de los fusiles y de las municiones, que no habían podido librar por completo de las caricias del mar.

Según habían previsto, no encontraron a bordo ni timonel, ni oficial de cuarto, ni marinero alguno. Aquella nave debía de haber sido sorprendida por la tempestad, perdiendo ambos mástiles a la altura de las cofas, y debía de tener, además, en el casco alguna abertura, aunque pequeña, por la cual entraba lentamente el agua en la bodega, que hacía navegar al brick inclinado sobre una de las bandas.

—¡No hay nadie! —había exclamado «Cabeza de Piedra»—. ¡Ni vivos ni muertos!

Un espantoso concierto que subió1 de las proximidades de la bodega vino a desmentirle.

Eran rugidos, maullidos, aullidos de osos, de felinos, de lobos.

—¡Cuerpo de un campanario! —exclamó el contramaestre, preparando su cuchillo—. ¿Qué tripulación lleva este misterioso buque? No se ve persona alguna, y, en cambio, parece que abundan en él las fieras. ¿Qué cargamento habrá estibado el capitán?

«Petifoque» y el alemán se habían agarrado a la tabla de jarcia, dispuestos a ponerse a salvo en la cofa. Sin embargo, habían tenido la precaución de recoger los fusiles y las municiones.

«Cabeza de Piedra», empuñando siempre el cuchillo, se acercó a la escotilla, que estaba abierta de par en par; pero apenas hubo dirigido la vista al interior, dio un salto hacia atrás y corrió a reunirse con sus compañeros, que ya se habían puesto a salvo en la cofa del trinquete.

—¿Qué, «Cabeza de Piedra»? ¿Podemos saber ya el nombre de nuestros nuevos amigos?

—¡Ah, necio! ¿Tienes el valor de llamarlos amigos? Acércate a ellos para probar la amistad de sus garras y de sus dientes. ¿Quieres saber el nombre de esos señores que habitan en la bodega y que han roto ya algunas de sus jaulas de hierro? Yo te lo diré en seguida: jaguares, cuguares, osos grises y negros, coyotes y serpientes.

—Hubiera sido mejor haber permanecido en la escollera. Al menos, allí no corríamos otro peligro que el de sufrir la sed.

—Creo lo mismo —agregó el contramaestre.

—¿Y cómo se encuentran en este buque tantas fieras?

—¿No sabes tú que los jaguares, los cuguares, los elefantes, los leones y todas las demás clases de animales feroces se venden como si fueran pemiles? ¡Y buen precio que tienen en los mercados de Alemania! ¿No es verdad, Hulbrik?

—«Hampurgo» estar lleno de fieras —contestó el tudesco—. Cuando llegar «farcos» cargados con animales de África o de Asia, «hafitantes» no poder dormir por ruido de fieras.

—¿Y dices, «Cabeza de Piedra», que las fieras de este barco han conseguido romper las jaulas?

—Yo he visto con estos ojos, mejores que catalejos, dos osos grises y dos o tres jaguares que se lanzaban hacia la escala —respondió el contramaestre.

—¿Y has visto también serpientes?

—Sí, he visto algunas; pero aún no estaban fuera.

«Petifoque» exhaló un largo suspiro.

—Yo no siento miedo de los animales que tienen uñas —dijo—; pero las serpientes me causan mucho respeto, y no quisiera…

Interrumpióse bruscamente, gritando:

—¡Buenos días, señor! ¡Tenemos mucho gusto en conocer a usted, mientras estemos separados! ¿Trae usted tarjeta?

Tan cómico era el saludo del joven gaviero, que «Cabeza de Piedra» y el tudesco no pudieron reprimir un acceso de risa.

Aquel señor a quien saludaba tan cortésmente «Petifoque» era un enorme oso gris, que después de romper su jaula, excitado por el hambre que debía de atormentarle hacía días, había subido a cubierta lanzando un horrible bramido que nada bueno prometía.

—¡Sangre de ballena! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ese animalote es casi tan grueso como un bisonte! ¿Quién de vosotros quiere bajar a rogarle que vuelva a su jaula y nos deje tranquilos?

—¡No seré yo, por cierto! —contestó el joven gaviero, mientras miraba, no sin temor, las enormes quijadas del monstruo, armadas con largos y fuertes dientes amarillentos.

—¿Y tú, Hulbrik?

—Yo no poder, padre. Temblar piernas como si «hafer» delante cien cañones.

—Y nuestros fusiles son ahora tan inútiles como dos simples bastones —dijo «Cabeza de Piedra»—. Hasta que las municiones se hallen secas, no podremos disparar un solo tiro.

—Las culatas de los fusiles pesan bastante, camaradas —dijo el gaviero—. Con un golpe bien aplicado se puede abrir una cabeza.

—Pero ninguno de nosotros será capaz de abordar a Barba Gris con dos fusiles descargados. Conozco la robustez excepcional de estos animales. «Petifoque», corta un pedazo de vela y pon a secar la pólvora. El sol tiene ya bastante fuerza, aunque acaba de salir.

—¡Ahora mismo! Dentro de una hora podremos empezar el fuego.

Hulbrik señaló el oso al contramaestre y preguntó:

—¿«Supir»?

—Cuando son jóvenes, sí; pero después engordan demasiado y no se encuentran en disposición de trepar muy arriba. Sólo los osos negros suben perfectamente, aunque estén gordos.

—¿Cuántos «haber fisto», padre?

—No sé si un par o media docena.

—Entonces, ¿ser nosotros muertos?

—Están todavía encerrados en la jaula, y no sé si conseguirán romperla.

—¡Mal asunto!

—Claro que estaríamos mejor en una taberna.

Mientras tanto, «Barba Gris» campaba libremente por la cubierta, sin preocuparse de aquellos hombres que se habían refugiado en la cofa, y que sabía perfectamente que no podría alcanzar.

Algunas cajas y barriles, que sin duda no había podido embarcar la tripulación, estaban diseminados en el alcázar. Guiado el animal por su finísimo olfato, atravesó la cubierta, contoneándose cómicamente, y empezó a escalar el alcázar.

—¡Ah, bribón! —gritó «Petifoque»—. ¡El señor va a disfrutar un abundante almuerzo! ¡Seguramente que no dejará nada para nosotros!

—Te engañas —contestó el contramaestre—. Cuando podamos hacer uso de nuestros fusiles, ya verás cómo ese buen plantígrado nos cede sus magníficos jamones. Deslomo ahora comer.

—¿Y las otras fieras?

—Me parece que se hallan en el entrepuente en completa libertad.

—¿Te las habrá hecho ver el miedo?

—Puede ser —dijo «Cabeza de Piedra»—. Yo he tenido siempre que andar con los cañones, con las velas y con los marrajos más que con estas fieras.

—¿Se habrán retirado a sus jaulas?

—¿Las has encerrado tú?

—Yo no, puesto que no me he movido de la cofa.

—Entonces, ¿por qué preguntas eso, chiquillo? Ya nos convenía que alguien las hubiera hecho entrar otra vez, porque si los osos grises no pueden subir, generalmente los jaguares y cuguares viven entre las ramas de los árboles para poder sorprender mejor a sus presas. Si esas fieras consiguen subir al puente, quizá nos hagan pasar un mal rato. La cofa no está muy alta, y, además, pueden subir por la tabla de jarcia.

—Cortémosla antes que llegue a servirse de ella.

—Es un buen consejo, «Petifoque». Vamos a aislar el palo y sólo dejaremos una cuerda para bajar más tarde. ¿Qué está haciendo «Barba Gris»?

—¡Devorando que es una maravilla!

El enorme animal no había perdido el tiempo, y arrojándose sobre las cajas y los barriles, abrió unas y otros a golpes de sus formidables zarpas.

No le había engañado su olfato. Se trataba de enormes trozos de carne salada, galletas a millares y un barril lleno de lonjas de tocino.

Nunca oso americano alguno se había encontrado en tan abundante banquete, y «Barba Gris» expresó su satisfacción lanzando media docena de rugidos. Inmediatamente asaltó las provisiones, y ésta quiero, ésta no quiero, se regaló ávidamente, pero dirigiéndose con preferencia a la galleta.

—¡Buen provecho, caballero! —gritó «Petifoque» desde lo alto de la cofa.

El enorme animal no debió de quedar muy satisfecho de la cortesía del gaviero, porque se levantó rápidamente sobre las patas traseras, rugiendo ferozmente y agitando las terribles mandíbulas.

—¿Se ha vuelto loco ese animal? ¿Qué dices tú, «Cabeza de Piedra»?

—Es que los osos grises no han ido nunca a la escuela, que yo sepa, y por eso están mal educados —contestó el bretón de Batz.

—No puede ser ése el motivo de armar tanto escándalo y enseñarnos los dientes.

—Pues si no te acomoda mi explicación, puedes ir a preguntárselo. Por mi parte, prefiero dejarlo bramar hasta que quiera; mejor dicho, no hasta que quiera, sino hasta que podamos disparar nuestros fusiles. ¿Se va secando la pólvora?

—¡Así, así! Dentro de un cuarto de hora ya podremos cargar.

—Es preciso que esté bien seca. Un tiro perdido puede costamos muy caro.

En aquel instante salió de las profundidades de la estiba un espantoso concierto de rugidos, maullidos y ladridos. Parecía que las demás fieras habían percibido el olor de las provisiones que «Barba Gris» quería apropiarse exclusivamente, y trataban de romper sus jaulas para tomar parte en el festín.

—¡Santo Dios! —exclamó «Petifoque», tapándose ambos oídos—. ¡Qué concierto!

—¡Parece como si estuviera tocando en la bodega una banda militar alemana! —dijo «Cabeza de Piedra» intencionadamente.

Hulbrik hizo un gesto, y entornó los ojos asombrado al oír hablar despreciativamente de las bandas alemanas, que consideraba como las mejores del mundo.

—¡Tú, padre, no ser músico! —dijo—. ¡No tener «puena» oreja!

—Tienes razón, Hulbrik —respondió el bretón riendo—. Mis orejas sólo están acostumbradas a la fuerte música de los cañones de caza.

—¡Ja, ja, ja! ¡Y tú tener roto el tímpano!

—El oído, padre. Romperlo tantos cañonazos.

—¡Ah! Ahora ya entiendo. Pero todavía distingo perfectamente si es un jaguar que maúlla, un cuguar que ruge, un oso que brama o un lobo que aúlla.

—Incluso un perro que tenga dolor de vientre —dijo el joven gaviero, soltando una carcajada.

«Cabeza de Piedra» le dirigió una furibunda mirada llena de amenazas.

—¿Quieres que te acogote? —gritó.

—Entonces derramaré la pólvora, que ya está medio seca, y tendrás que cargar los fusiles con…

—¡Asesino!

—¡Ven a acogotarme si tienes valor! ¡Te convertirás en un bretón fratricida!

—¡Canalla! ¿Quieres tener siempre razón?

—Ya que no sea de Batz, al menos soy de Poulignen, y tampoco allí nos falta picardía.

—¡Por cien mil campanarios! —exclamó el contramaestre, serenándose—. Yo también empiezo a creerlo. ¡Vaya una raza de bribones que sale de ese país!

—¿Ahora lo sabes?

—Ahora, por desgracia.

—¡Pues hace cuatro años que nos conocemos!

—Y que disputamos. Pero ahora tenemos que dejarlo, «Petifoque». Hay que pensar antes en las fieras.

—¿Qué, acabarán por comerse al oso?

—¡Hum! ¡Hum! ¡Es un bocado algo duro de comer! Cuando «Barba Gris» comience a mover los brazos, dará que hacer a los mismos jaguares. ¡Voto a sanes!

—¿Qué es?

—¡Mira y admira!

Un magnífico animal, tan grande como un tigre joven de la India, de piel amarillenta sembrada de manchas oscuras, había salido a cubierta, lanzando uno de esos maullidos que a veces se convierten en verdaderos rugidos.

—¡Hermoso animal! —dijo Hulbrik.

—¡Que tendría una gran satisfacción en introducir los dientes y las garras en tu carne grasienta y colorada, amiguito! —dijo «Cabeza de Piedra».

—¿Saltar ese animal?

—¡Ya lo creo!

—¿Hasta aquí?

—Puede suceder. ¿Está ya seca la pólvora, «Petifoque»?

—¡A punto! —contestó el gaviero.

—¡Pues carga dos fusiles sin perder medio minuto!

—¡No necesito tanto tiempo! —contestó el bravo joven, que ya parecía burlarse de las fieras que aparecían en cubierta.

—¡Otro animal! —gritó en aquel instante el alemán.

—¡Cuerpo de campanario! —aulló «Cabeza de Piedra»—. ¿Saldrán todos ahora de las jaulas?

Miró hacia la escotilla, y pudo ver a un animal algo mayor que un lobo, pero de aspecto felino, cubierto de una espesa piel leonada y con la cabeza redondeada y provista de muy abundantes bigotes.

—¿Perro? —preguntó Hulbrik.

—Querido, eso es un león.

—¿Tan pequeño?

—No es león africano, sino americano; pero también feroz y capaz de atacar a las personas.

—¿Sin melenas?

—Ya lo ves. Es menos vigoroso que el león en todo, pero en ferocidad no le cede. ¡Los fusiles, «Petifoque»!

—¡Toma, «Cabeza de Piedra»! —respondió el gaviero.

—¿Estás seguro de que se ha secado bien la pólvora?

—Respondo de ello. Si falla el tiro, podéis arrojarme a las fieras.

El viejo bretón había cogido ya uno de los dos fusiles y se preparaba a hacer fuego; pero se detuvo, diciendo:

—Por ahora no tenemos necesidad de desperdiciar nuestras municiones. ¡Pobre «Barba Gris»! ¡Va a encontrarse un poco comprometido con dos adversarios tan ágiles y robustos!

Jaguar y cuguar, en vez de hacer cara a los hombres de la cofa, se habían dirigido al alcázar: uno* siguiendo la amurada de estribor, y otro, la de babor, con ánimo de disputar el almuerzo al glotón plantígrado.

«Barba Gris» parecía tener un estómago insaciable. Ya hacía media hora que estaba comiendo con el mismo apetito, y sin duda se había propuesto dar fin a todas las provisiones.

—¡Vamos a gozar de un magnífico espectáculo! —dijo «Cabeza de Piedra», preparando su fusil, sin embargo—. La mejor solución para nosotros sería que estas fieras se devorasen unas a otras.

Cauta y silenciosamente, los dos felinos habían seguido diferentes caminos para llegar al alcázar, al cual subieron por distinta escalera, sin encontrarse.

El oso gris acababa de romper otro barril lleno de pemiles salados.

Iba a continuar engullendo, pero llegaron a su olfato las emanaciones de los felinos.

Lanzó un horrible rugido, abandonó el barril y se puso en pie, agitando los brazos como un boxeador que se prepara a comenzar la lucha.

—¡Qué uñas ha desenvainado el amigo! —exclamó «Petifoque»—. ¡No quisiera sentirlas en mi cuerpo!

—Ni yo tampoco —añadió «Cabeza de Piedra»—. Pero no creo que estén desarmados sus dos adversarios.

—¿Es que habrá lucha?

—«Barba Gris» no querrá ceder sus provisiones; y como los otros dos tienen hambre, tratarán de ocupar su puesto.

—¡Malas «pestias»! —murmuró el alemán, que también se había preparado con el otro fusil.

El jaguar, más listo, más valiente y seguro de su fuerza, se lanzó el primero contra el oso, rugiendo y meneando la larga cola como un gato encolerizado. Contraídos sus ojos de acerados reflejos, parecían lanzar llamas. De un solo salto cayó a cuatro o cinco pasos del oso, alrededor del cual comenzó a dar vueltas vertiginosas, obligando a su pesado adversario a girar constantemente.

Entretanto, más cauto, y considerándose el más débil de los tres, el cuguar se había agazapado tras una caja, quedando en observación. ¿Qué esperaba? ¿Que oso y jaguar se matasen mutuamente para quedar dueño del campo sin riesgo alguno por su parte? Era probable.

—¡Ah, bandido! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Parecía que iba también a tomar parte en la lucha, y ahora que es el momento de ayudar al compañero, se tumba!

—Es el más pequeño —dijo el gaviero.

—Aunque no sea tan grande como el jaguar, tiene también uñas temibles, que por cierto causan heridas horribles, casi incurables. ¡No quisiera encontrarme con él en pleno bosque!

—¡Ni yo tampoco, padre! —dijo el tudesco—. ¡Hocico grande de gato «rapioso»!

—¡Ya se atacan las dos fieras! —gritó «Petifoque», empinándose cuanto podía para no perder ni un detalle de aquella lucha, que prometía ser emocionante.

El jaguar había conseguido sorprender al oso por la espalda y había saltado sobre él, haciendo presa con dientes y uñas.

En vano giraba sobre sí mismo el pobre «Barba Gris» tratando de librarse del carnicero, que le destrozaba. Rugía espantosamente, agitando las patas anteriores y rechinando los dientes; pero el jaguar no soltaba su presa: parecía haberse incrustado en el dorso del plantígrado, y no cesaba de morder y despedazar.

Corría la sangre a oleadas; pero el oso gris no es animal que se deje vencer fácilmente. Viendo que no podía coger a su enemigo, se dejó caer de golpe hacia atrás y aplastó al jaguar.

Oyóse un aullido terrible; después, siniestro crujir de huesos, y, por último, pudo verse al pobre jaguar, aplastado como una bolsa vacía, arrastrarse penosamente hacia la cámara de popa y caer.

—¡Lo ha matado! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Prefiero que haya sido así, porque el oso no es peligroso para nosotros por el momento, mientras que el otro… ¡Ah, el cuguar ahora!

Atraído por el olor de la sangre, el león americano se había lanzado a su vez contra el oso, y había caído entre los brazos del plantígrado.

—¡Ah, torpe! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ahora veremos cómo vas a librarte del abrazo! ¡Dentro de poco van a crujir tus costillas!

Furioso «Barba Gris» por las heridas que le había causado el jaguar, estrechó fuertemente contra su pecho al nuevo adversario, que ya podía considerarse perdido. Arañaba y mordía, causando sangrientas heridas; pero apenas podía moverse, sofocado también por la poblada piel de su poderoso enemigo.

—¡Grita como una mona roja! —dijo «Cabeza de Piedra», que, lo mismo que sus compañeros, seguía con el mayor interés todas las peripecias de aquella lucha.

—¿Cederán sus costillas? —preguntó «Petifoque».

—Debe de tenerlas ya rotas. «Barba Gris» tiene una fuerza extraordinaria, y cuanto sus zarpas agarran lo destrozan. ¡Huy! ¡Huy! ¡Pobre leoncillo! ¡Debiste ayudar al jaguar, imbécil! Entre los dos, quizá hubierais conseguido hacer algo.

Mientras tanto, continuaba la lucha en el alcázar, que estaba lleno de sangre y de pelos. El oso, siempre en pie, iba de un lado a otro dando rápidas vueltas como si estuviera loco. Mantenía entre sus brazos al cuguar, que parecía haberse trasladado ya al paraíso de las fieras.

Todavía siguió dando vueltas durante cuatro o cinco minutos el gigante de las Montañas Rocosas, dejando escapar gran cantidad de sangre por pecho y espalda, y después abrió los brazos. El cuguar cayó al suelo, produciendo el mismo sonido que un saco lleno de virutas. Tan poderoso había sido el abrazo, que no quedaba nada de aquellas graciosas formas que el animal tenía en vida.

Pero, aunque vencedor en toda la línea, «Barba Gris» no se hallaba en condiciones mucho mejores que sus enemigos vencidos.

Los tres náufragos pudieron verle girar locamente de un sitio a otro, ya oliendo el cadáver del jaguar, ya del cuguar, lanzando lastimeros bramidos, y, por último, dejarse caer escondiendo la cabeza entre las patas y haciéndose una bola. Un fuerte temblor estremecía todo su cuerpo con frecuentes y violentos sobresaltos que le arrancaban algún rugido.

—«Petifoque» —dijo «Cabeza de Piedra» con su inalterable buen humor—, ¿no tendrías a mano, por casualidad, algún veterinario para enviárselo al pobre «Barba Gris»? Si no hay quien le cure las heridas, antes de una hora se habrá desangrado.

—¿Y quieres que lo haga yo, que ni soy médico ni veterinario? ¡Me parece que ya puede esperar!

—¿No ves que se está muriendo?

—¡Déjale que reviente! Así nos comeremos sin riesgo sus jamones.

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras resonó en la bodega el mismo terrible concierto, que ya habían oído varias veces, pero entonces una, dos, cinco, diez, quince fieras quizá, saltaron por la boca de la escotilla e invadieron la cubierta.

—¡Por todos los campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Ahora sí que estamos lucidos!

CAPITULO XIII. UNA CARNICERIA

¿Cómo es que todos aquellos animales habían conseguido romper sus jaulas casi al mismo tiempo? ¿Es que con su extraordinario vigor muscular el oso había comenzado por derribar, quebrantando los hierros? Nadie podía decirlo.

El hecho era que en la cubierta del brick se hallaban tres o cuatro jaguares, un gran oso negro, tres cuguares y media docena de lobos grises.

Apenas se hallaron libres las fieras, se desparramaron en todas direcciones por la cubierta lanzando feroces gritos.

El olor de la sangre atrajo en el acto su atención, y todos se dirigieron hacia el alcázar, donde «Barba Gris» agonizaba entre sus dos víctimas.

—¡Abrid bien los ojos! —dijo «Cabeza de Piedra», preparando su fusil—. ¡Vamos a presenciar una escena que pocos hombres habrán visto!

—¿Se comerán los jamones de «Barba Gris»? —preguntó «Petifoque».

—¡Oh! ¡No cuentes ya con ellos!

—Y después nos comerán también a nosotros.

—Hemos cortado todas las cuerdas y la tabla de jarcia; de modo que parece que no nos amenaza peligro alguno. Ya sabemos que el oso negro es un buen trepador; pero le descargaremos el primer golpe si consigue el hocico a la altura de la cofa.

—¡Ah! ¡Pobre «Barba Gris»! —gritó el joven gaviero como si se lamentara.

Aquellas fieras, hambrientas y excitadas por el olor de la sangre, se arrojaron furiosamente sobre el gigante de las Montañas Rocosas, que no se hallaba ya en situación de defenderse. Jaguares y cuguares comenzaron a despedazar rápidamente al monstruo, en tanto que el oso negro se arrojaba sobre los bizcochos y los lobos devoraban los cadáveres de las víctimas del oso gris.

Bastaron unos minutos para que todo ello desapareciera en el estómago de aquellas fieras, sujetas antes, sin duda, a un largo ayuno. Cuando no quedaba nada que devorar, los jaguares fijaron la atención en los náufragos. La cofa no era bastante alta para que no pudieran salvarla de un salto.

—¡Abrid bien los ojos, muchachos! —dijo el bretón—. ¡Nos miran y piensan que aquí hay más carne que devorar!

—¡Yo disparar! —dijo Hulbrik.

—Tú no disparar hasta que yo te lo diga. La pólvora es demasiado preciosa.

—¡Yo ser «puen» tirador!

—¡Lo veremos!

—¡Ganar mucha medalla en mi país!

—Bueno; pues a ver si ahora echas por tierra el oso negro, que es el más peligroso.

—¡Sí, padre!

El alemán, excelente tirador, como la generalidad de sus compatriotas, se acomodó bien en la cofa, apuntó detenidamente y disparó.

En aquel momento se disponía el oso a vaciar la última caja de galletas. La bala del tudesco le penetró por entre las dos paletillas, rompiéndole la columna vertebral. El plantígrado, tan desgraciado como su congénere gris, se puso en pie, agitando desesperadamente la cabeza, y, por último, se dejó caer a lo largo.

Jaguares, cuguares y lobos se arrojaron sobre él rugiendo y aullando, dispuestos a devorarle.

—¿Qué tal, padre? ¿Qué decir de los tiradores tudescos? —preguntó el alemán.

—¡Mil bombas! ¡El Gobierno inglés no alista torpes! ¡Has hecho un magnífico blanco, Hulbrik, y te felicito! Pero no creas que los bretones no son también excelentes tiradores. Manejamos mejor los cañones que la carabina, demasiado ligera para nuestras encallecidas manos; si se presenta ocasión, sabemos también poner una bala donde sea necesario. ¿No es verdad, «Petifoque»?

—Y tumbamos siempre —respondió el gaviero.

—¿Tirar tú, padre? —preguntó el tudesco.

—¡Diantre! En realidad preferiría tener a mano un buen cañón de caza cargado de metralla, y entonces verías qué modo de caer animales de esos. Sin embargo, también sabemos manejar estas pequeñas armas de fuego, sin dejarlas en mal lugar. Fíjate en aquel enorme jaguar que está devorando la cabeza de tu víctima.

—¡Fea «pestia»!

—Pues voy a servírtela en salsa bretona.

Se acomodó bien para hacer la puntería afianzando el codo izquierdo, por ser aquel fusil bastante pesado; apuntó con gran cuidado, y poco después retumbó un disparo, que envolvió la cofa en una nube de humo acre. El jaguar dio un terrible salto, lanzando un rugido; se arrastró algunos pasos por el alcázar, seguido de cerca por los famélicos lobos, y, por último, cayó.

—¡Fulminado! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Como ves, Hulbrik, si los bretones somos famosos manejando los cañones, también sabemos hacer buen uso de los fusiles y de las carabinas!

—¡«Puen» tiro, padre! —respondió el tudesco—. ¡Nosotros matar todas las fieras!

—«Petifoque», ¿de cuántas cargas disponemos? ——preguntó el contramaestre.

—De algunas más de ciento —contestó el gaviero.

—Entonces, estamos bien provistos, y podemos permitirnos el lujo de una cacería en pleno Océano.

Después del oso, las fieras se arrojaron sobre el jaguar, despedazándole.

Saciada ya por completo el hambre, se dispersaron por la cubierta, mirándose entre sí con recelo y gruñendo, pero sin propósito de atacarse.

Tampoco se preocupaban de los hombres refugiados en la cofa.

—¿Cuántas quedan todavía?

—¡Trece!

—¡Mal número! —dijo el tudesco.

—¿Por qué? En Bretaña el trece trae siempre fortuna —repuso el bretón—. ¿Queréis que empiece otra vez el baile? Mientras no limpiemos la cubierta de toda esa canalla no podremos bajar a buscar provisiones.

—¿Crees que encontraremos algo todavía? —preguntó «Petifoque».

—A popa del brick hay una chalupa que tiene dentro algunas cajas.

—Sí, «Petifoque», una chalupa, que los náufragos del brick no debieron tener tiempo de llevarse.

—Servirá después para nosotros.

—Así lo espero, ya que este buque se halla en tan pésimas condiciones que aunque tuviéramos viento fresco no conseguiríamos hacerle navegar un par de horas. Está demasiado inclinado sobre la banda. ¿Te duermes, Hulbrik?

—¿A quién tirar, padre?

—A las fieras que puedan saltar: jaguares y cuguares. No te preocupes ahora de los lobos. Si luego nos molestan, los mataremos a culatazos.

—¡Sí, padre!

—Pues ya puedes empezar.

El tudesco hizo su segundo disparo, y otro jaguar, herido mortalmente, se extendió cuan largo era sobre cubierta, sin lanzar un rugido.

Hartas de carne, las demás fieras no hicieron caso de la nueva víctima. Se habían saciado por completo, y por algún tiempo no necesitaba alimento alguno su resistente estómago.

En seguida disparó «Cabeza de Piedra», derribando al cuguar que parecía más feroz de todos.

—¡Esto es una carnicería! —dijo «Petifoque».

—¡Completa! —añadió «Cabeza de Piedra»—. Pero mientras quede una sola fiera continuaremos haciendo fuego. Ahora te toca a ti, «Petifoque», que no tiras mal. ¡Prueba este fusil!

—¡Un hierro viejo! —dijo el gaviero.

—¡Eres un asno! Esta es una verdadera carabina inglesa, que pone la bala con maravillosa precisión.

—Dispararé a la vez que Hulbrik.

—¡Así haréis doble blanco!

Apuntaron sin apresuramiento, porque el buque sufría grandes vaivenes, y dispararon casi a la vez.

No todos los disparos habían de resultar mortales haciéndolos desde una cofa, más sujeta al cabeceo que el resto del buque.

No dejaron de hacer blanco los dos diestros tiradores; pero tuvieron la desgracia de herir a los dos jaguares que quedaban, y que se habían echado casi juntos.

—¡Cuerpo de ballena! —exclamó el contramaestre al ver a los jaguares ponerse en pie rugiendo y mirando a la cofa—. ¡ Vais a ver cómo esos señores de la selva tratan de vengar sus heridas! ¡Cargad pronto! ¡Cargad!

Los dos jaguares, levemente heridos, dieron quince o veinte saltos por la cubierta, poniendo en huida a lobos y cuguares, y, como si se hubieran puesto de acuerdo, se dirigieron velozmente hacia el árbol, cuya cofa ocupaban los náufragos.

Por fortuna, «Cabeza de Piedra» había tenido la precaución de cortar toda la jarcia, especialmente la de tabla; así es que no era posible escalar la cofa. El peligro que había era que pudiesen llegar hasta ella a impulso de sus poderosos jarretes, porque el tigre americano no tiene nada que envidiar al de la India respecto a fuerza muscular.

Llegaron al pie del mástil con la piel llena de sangre y erizados los largos bigotes, y se lanzaron a lo alto con terrible impulso. No pudieron llegar; pero no eran animales que abandonaran fácilmente una empresa.

Después de haber dado cinco o seis vueltas alrededor del palo con tal rapidez que hacía imposible toda puntería, el mayor de los dos se lanzó al fin por el aire, salvando los cuatro metros de altura y logrando clavar las uñas de las patas anteriores en el borde de la cofa.

Un solo instante de vacilación, y hubiera saltado dentro de la plataforma; pero «Cabeza de Piedra» no era hombre que se dejara sorprender fácilmente. Empuñó por el cañón el pesado fusil e hizo uso de la culata, que estaba recubierta de latón. Oyóse un golpe seco, y después de patear desesperadamente, el jaguar cayó como una masa inerte sobre la cubierta, rompiéndose las costillas en un árgana que se hallaba al pie del mástil.

—¡Le he abierto la cabeza como si fuera una calabaza! —dijo el contramaestre, limpiando en una vela la culata del fusil—. ¡Otro que no nos dará más cuidado!

En aquel instante sonó a su lado un nuevo disparo.

Era que Hulbrik había disparado contra el segundo jaguar, metiéndole una bala en el cuerpo cuando intentaba dar el salto.

—¡Bravo, Hulbrik! —gritó «Cabeza de Piedra».

Asustados con aquel continuo fuego, cuyas consecuencias veían sus propios ojos, según decía el bretón, los lobos y los cuguares corrían y saltaban desesperadamente por la cubierta aullando y rugiendo. Estaban furiosos, y si hubieran podido escalar la cofa, habrían dado buena cuenta de los tres náufragos.

—¡Eh, «Cabeza de Piedra»! —preguntó «Petifoque»—. ¿Qué les pasa?

—Que gritan como los patos de Estrasburgo; ¿no es verdad, Hulbrik?

El alemán respondió con una sonrisa.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el gaviero.

—Continuar el fuego —dijo el contramaestre—. Mientras haya una fiera no podemos poner los pies en la cubierta sin peligro de ser despedazados.

—¡Gastar mucha munición! —dijo el tudesco.

—Tenemos todavía bastante pólvora para tomar al abordaje una fragata de alto bordo. ¡Qué tiradores somos! ¡Eh, Hulbrik; no tendría muchos así lord Howe!

—Entonces no salir de «Poston» —dijo el alemán.

—¡Vamos, camaradas! —exclamó «Petifoque»—. ¡No os durmáis! ¡Todavía hay sobre cubierta ocho o nueve animales que nos miran con malos ojos!

—¡Acabad ya con ellos! —respondió el contramaestre—. ¡Tengo un hambre feroz, y quisiera meter en el cuerpo siquiera unas cuantas galletas!

—¡Los osos las han devorado todas!

—Los osos no han entrado en la despensa; así es que todavía espero encontrar algo que pueda servirnos.

—¡Sí; patatas medio podridas que no comerían ni los cerdos! —dijo «Petifoque».

—¡Oh! ¡El señorito del estómago delicado! —gritó con fuerte voz «Cabeza de Piedra»—. ¡Con tal que en los naufragios hubierá siempre patatas, aunque no estuviesen sanas! ¿Os crían con bizcochos en Poulignen? ¡Vaya una gente afortunada!

—¡Dame unos cuantos, camarada!

—¡No; camarada, no! ¡Soy tu contramaestre!

—Continúa.

—¡Y no consiento tanta confianza!

—¿Somos o no somos bretones?

—¡Llévete el diablo, testarudo! ¡Tienes la lengua más larga que todas las pescadoras de Bretaña!

—¡No sé qué hacer ahora!

—¿Y te mueres hablando? ¿No ves ya a las fieras?

—¡Bah! ¡Todavía no han subido a la cofa!

—Sin embargo, aquellos dos jaguares han estado bien cerca de nosotros.

—Pero no nos han comido.

—Hulbrik —dijo, irritado, el contramaestre—. ¿Se puede hablar con esta cotorra? ¡Siempre quiere tener razón!

—Cuando yo contestar mal, mi capitán tirarme puñadas que aturdir «capeza» —respondió el tudesco.

—¿En la cara? —preguntó «Petifoque».

—En «pigotes».

—¡Ah! ¡Ahora comprendo por qué tienes cara de luna llena!

Al oír esta salida, no pudo «Cabeza de Piedra» contener una carcajada.

—¡Este píllete sería capaz de bromear ante la boca de un cañón cargado de metralla! —dijo.

—Cierto —repuso «Petifoque»—. Los bretones no tienen nunca miedo de la artillería, y podemos decir que hemos nacido entre su estruendo.

—Dejemos eso, y vayamos a concluir con las fieras antes que se nos eche encima el huracán.

—¿«Tampién» tempestad? —preguntó el tudesco, asustado.

—Está formándose por Poniente, y antes de la noche la tendremos encima.

—¿Adonde irá a parar nuestro barco?

—¡Se hará pedazos en cualquier parte!

—¿Y lo dices con esa tranquilidad?

—Querido, los dos somos marineros, y Hulbrik es soldado; dos profesiones que llevan siempre como gajes caer en el baño grande para no salir más, o recibir una bala de cañón o de fusil. ¿Por qué hemos de asustarnos? ¿No soy ya bastante viejo?

—¡Pero yo no! —repuso el gaviero—. ¡Apenas tengo veinte años!

—Tú morirás a los ciento un años —dijo «Cabeza de Piedra», con voz grave—. Tienes en la frente una arruga igual a la que tenía el padre Kartuk, el marino más viejo de Batz.

—¿Y murió?

—¡Centenario!

—¿Por aquella arruga?

—Así se dice.

—¡Entonces ya no temo nada! ¡Me siento capaz de meterme en la boca de un tiburón, con la seguridad de salir vivo!

—Pues ahora que ya te crees invulnerable, ve a terminar con esas cuantas fieras, que ya vuelven a comer.

—¡Manda al padre Kartuk!

—¡Pero si ya murió!

—¡«Mecor» disparar, «Petifoque»! —dijo el tudesco—. Ser «todafía siete»; nosotros tirar siete tiros y ser amos del «parco».

—¡Avante! —contestó el gaviero.

Cogieron los fusiles y volvieron a disparar sobre los animales, que seguían reunidos en el alcázar. Se dejaban matar tranquilamente; verdad es que nada podían intentar contra aquellos hombres, colocados demasiado en alto para poder llegar hasta ellos. Si se hubiera tratado de jaguares, el asunto no hubiera sido tan sencillo.

Los tiros se sucedían, casi siempre con acierto. A los cinco minutos, el último lobo y el último cuguar caían casi juntos, revolcándose en el mismo charco de sangre.

—¿Se ha terminado? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—¡No queda ni uno sólo en pie! —respondió «Petifoque».

—¿Habrá más en la bodega?

—Iremos a verlo. Ahora que sabemos cómo se dejan fusilar las fieras, ni Hulbrik ni yo las tememos. ¡Me río yo de las hazañas que tan orgullosamente cuentan haber realizado algunos cazadores para conseguir la piel de un jaguar! ¡Pobres animales! ¡Tratan de defenderse; pero no son tan fieros como los pintan! ¿Bajamos?

—Cargad primero —dijo «Cabeza de Piedra».

Descolgó la única cuerda que había dejado para descender a cubierta, cogió el cuchillo con los dientes y se deslizó con rapidez.

Inmediatamente se reunieron con él el gaviero y el alemán, que se dirigieron a la escotilla con los fusiles amartillados, por si salía de la bodega alguna otra fiera.

—No se oye nada —dijo «Cabeza de Piedra»—. Han debido de salir todas.

—¡Y nosotros las hemos despachado sin dejar una! —agregó «Petifoque».

Se acercaron más a la escotilla y dirigieron una mirada al interior.

Allí había diez o doce jaulas derribadas, en gran parte destrozadas y con los barrotes retorcidos.

Sólo el oso gris era capaz de haber realizado con sus fuerzas colosales aquella faena, que por poco cuesta la vida a los tres náufragos.

—¡Valiente capricho! —dijo «Petifoque»—. ¿Cómo se le habrá ocurrido a ese animalote librar a sus compañeros? El oso siempre será oso; ¿no es verdad, «Cabeza de Piedra»?

—Debió de hacerlo en un acceso de furor; no creas que fue compasión hacia los jaguares y demás.

—¿No es tampoco amigo del oso negro?

—Se dice que no se atacan; antes bien, siempre procuran evitar el encuentro.

—Ser de la misma familia —dijo Hulbrik.

—Sí; y, sin duda, es el grito de la sangre lo que les hace no reñir —dijo el gaviero—. ¿No podíamos bajar a la bodega antes que el sol se ocultase por completo?

—¡Vamos! —respondió «Cabeza de Piedra»—. Aunque hubiera escondido algún otro oso, no le tememos.

—Yo disparar, pronto.

—Como si se tratase de un soldado americano. ¿Verdad, amigo?

—¡Ah! ¡No, padre!

—¿Por qué no? Tampoco los yanquis economizaban en obsequio tuyo los confites de plomo endurecido. ¡Estabas en tu derecho respondiendo! ¡Conque vamos; registremos el barco!

—Debíamos llevar un fanal —dijo el gaviero—. Ahí veo todavía delante del trinquete los dos de posición de estribor y de babor.

—Enciéndeme uno —dijo el contramaestre, dando pedernal, eslabón y yesca a «Petifoque».

Después miró atentamente al cielo, moviendo la cabeza con aire de descontento.

Se alzaban por Poniente gruesos nubarrones que iban ocultándose temerosamente en la inmensidad del espacio.

Se acercaban impulsados por el viento que hacía varias semanas reinaba en las aguas americanas con violencia de huracán, el mismo que había dispersado las escuadras de lord Howe y de lord Dunmore.

—¿Granizo? —preguntó el tudesco.

—¡Algo peor, mi pobre Hulbrik! ¡Pasaremos una malísima noche; te lo aseguro!

—¿«Romper» nosotros?

—¡Sí; la cabeza! —respondió el contramaestre sonriendo.

Volvía ya «Petifoque», trayendo un fanal rojo lleno todavía de aceite. Cogió la luz «Cabeza de Piedra» y descendió valerosamente por la escala de la escotilla, llevando preparado su enorme y fiel cuchillo.

El peculiar y horrible olor de las fieras salía por la escotilla e inundaba la bodega, en la cual no se podía respirar sin asfixiarse.

Los tres náufragos examinaron el lugar que ocupaban las jaulas, y se convencieron de que no había ningún animal vivo. Solamente encontraron dentro de una jaula tres coyotes muertos y cubiertos de gusanos, que despedían un hedor insoportable. «Cabeza de Piedra» y sus dos compañeros recorrieron el entrepuente y la bodega, bajaron hasta la sentina y después volvieron a cubierta.

Rugía ya el trueno, y el viento arreciaba, levantando enormes olas.

—¿Y qué, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero viendo preocupado al contramaestre—. ¿Cenaremos? ¿Habrá quedado algo que podamos llevamos a la boca?

—Baja a la despensa, y de fijo que has de encontrar todavía algo para nosotros. He visto en la chalupa algunas cajas y barriles; pero será mejor reservar eso para más adelante.

Dicho esto se dirigió a popa, subió al alcázar, que estaba lleno de animales muertos y anegado en sangre, y examinó el timón.

—¡Está destrozado! —dijo a Hulbrik—. ¡Mejor podría servir de remo!

—¿Estar perdidos?

—¡Veremos, Hulbrik!

En aquel mismo instante se oyó un grito terrible en las profundidades de la bodega.

—¡«Petifoque»! —gritó «Cabeza de Piedra», palideciendo—. ¡A mí, Hulbrik!

Ambos se precipitaron por la escotilla de popa en dirección a la despensa. Alguna espantosa lucha estaba librándose, porque se oían gruñidos, juramentos y golpes. En pocos segundos llegaron bajo el cuadro de popa, alumbrado por el rojo fanal que había llevado el gaviero. Un espectáculo horrible se ofreció a sus ojos.

En una especie de camarote que parecía destinado a contener una parte de las provisiones del buque se hallaba un enorme oso negro, uno de esos animalotes que en una noche devastan un campo entero. Interrumpido el animal en su abundante comida por el joven gaviero, se había lanzado sobre el intruso, tratando de cogerle entre sus fuertes brazos para darle el abrazo mortal apretándole contra su velludo pecho.

Advertido a tiempo de la presencia de la fiera y de sus propósitos, «Petifoque» se había echado atrás, y empuñando el fusil por el cañón golpeaba al oso con la culata tan vigorosamente que el mismo «Cabeza de Piedra» se hubiera maravillado de haber estado presente.

Pero aunque el plantígrado hubiese perdido algunos dientes y no poca sangre, perseguía encarnizadamente al gaviero, que no podía hacer del fusil el uso que hubiera querido, a causa de la estrechez del camarote.

Cuando llegaron el contramaestre y Hulbrik se encontraba ya el animoso muchacho en situación bastante difícil, apoyado en uno de los mamparos y sin poder librarse de las acometidas de la fiera.

Sorprendido el oso al encontrarse frente a nuevos adversarios, dejó a «Petifoque», que ya tuvo tiempo de preparar el fusil, y en pie sobre las patas superiores, se lanzó resueltamente contra los recién llegados.

Era un magnífico animal, tan alto como un oso gris y muy gordo. El refuerzo que tomó en aquella despensa, después de tantos días de ayuno, debía de haberle sentado perfectamente.

—¡Ah, asesino! —aulló «Cabeza de Piedra» con voz tonante, lanzándose cuchillo en mano contra el oso, y dispuesto a emprender una lucha desesperada con tal de salvar a su joven amigo—. ¡Tendré tu piel!

Un formidable zarpazo le apartó, haciéndole casi caer. Al mismo tiempo gritaba el tudesco:

—¡Apartad, padre! ¡Yo hacer fuego!

Al recibir el contramaestre tan violento golpe tuvo que apoyarse en el tabique, pero sin dejar de agitar su terrible cuchillo.

—¡Ahora nosotros, Hulbrik! —gritó «Petifoque».

—¡Pronto, camarada! —respondió el bravo muchacho.

—¡Fuego!

Ya iba el oso a lanzarse sobre alguno de ellos, cuando sonaron dos detonaciones, que llenaron de humo el camarote. Hulbrik y «Petifoque» habían disparado a quemarropa, que en este caso era a quemapiel. El plantígrado lanzó un bramido horrible, y cayó estrepitosamente al suelo.

—¡Sangre de cachalote! —gritó «Cabeza de Piedra», descolgando del tabique un hacha que debió pertenecer al despensero—. ¿Habremos terminado ya con este animal?

Y de un certero golpe cortó uno de los soberbios pemiles de la fiera.

Recogió la sangrienta pata, dio a Hulbrik un vigoroso apretón de manos y salieron los tres a cubierta.

Olas enormes llegaron mar adentro, amontonándose con aspecto siniestro, y se lanzaban al asalto de la desdichada nave con infernal estrépito.

El gaviero miró a «Cabeza de Piedra», que parecía olfatear y sentir la tormenta.

—¿Noche de asado o de naufragio? —preguntó.

El contramaestre permaneció un instante indeciso, y después de haber mirado las nubes, iluminadas por los relámpagos y henchidas de tempestad, cogió su cuchillo y se lo entregó a «Petifoque», diciéndole:

—¡Corta las dos velas!

—¿Funciona el timón?

—¡No vale un mal cigarro!

—¿Adónde iremos?

—¡En brazos de la tormenta! —contestó el contramaestre con voz solemne.

El gaviero tomó el cuchillo y se lanzó a la arboladura, mientras los primeros relámpagos, seguidos de espantosos truenos, iluminaban los restos de aquel buque.

—¡Ohé! ¡Firmes las piernas! —dijo de pronto «Cabeza de Piedra».

Una ola monstruosa se había lanzado sobre la nave, levantándola a gran altura y sacudiéndola vigorosamente.

Después de aquel golpe de mar vinieron violentas ráfagas, acompañadas de relámpagos y de truenos. Por fortuna, se habían cortado a tiempo aquellas dos velas.

—¡Empezó el baile! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Tened cuidado de que no os arrebate un golpe de mar!

CAPITULO XIV. UN TERRIBLE NAUFRAGIO

Hacía semanas enteras que las tormentas se sucedían sin interrupción en el Océano, como si el cielo tuviese centenares de ellas preparadas para estallar al primer impulso del viento.

Graves daños había causado este continuado temporal, tanto a las fugitivas naves inglesas como a los corsarios americanos, arrebatando a uno y a otros algunos buques y multitud de hombres.

A juzgar por el estado del cielo, la nueva tempestad no iba a ceder en intensidad a las anteriores. Una densa y blanquecina masa de nubes con reflejos cobrizos avanzaba desordenadamente hacia Levante. Cruzábanse los relámpagos seguidos de truenos espantosos. El mar estaba negro, como si se hubiera removido hasta las mayores profundidades.

«Cabeza de Piedra» había hecho que se reunieran con él sus dos compañeros en el castillo de proa, que por estar más alto que el resto del buque se hallaba menos expuesto a los golpes de mar, que lanzaban enormes columnas de espuma al chocar con las bandas. Falto el buque de velas, le empujaba velozmente hacia Poniente.

—¡Mala situación, voto a cien mil campanarios! —exclamó «Cabeza de Piedra», que se había asido al árgana de proa—. ¡Esta borrasca en una nave medio desfondada!

——.¿Adonde iremos a terminar? —preguntó «Petifoque», bañado ya de pies a cabeza.

—No iremos con toda tranquilidad a echar el ancla en algún puerto —contestó el contramaestre—. Esta tormenta nos enviará más fácilmente a estrellarnos contra alguna costa.

—Y entonces terminará todo; ¿no es verdad, «Cabeza de Piedra»?

El contramaestre no contestó. Se había empinado todo lo posible, manteniéndose bien agarrado al árgana, y miraba atentamente el Océano, iluminado por los relámpagos.

—¿Qué buscas? —preguntó el gaviero.

—¿Sabes quién sigue nuestro mismo rumbo, empujada por el viento y por las olas?

—¿Una nave?

—Adivina cuál.

¿La Tronadora?

—Bota la chalupa y ve a abordarla. Se trata de la fragata del marqués de Halifax.

—¿Es posible?

—Mira también tú, que buena vista tienes.

Después de esperar a que pasase una alta ola, «Petifoque» se irguió a su vez.

—¿La ves? —dijo el contramaestre, tendiendo el brazo.

—Una nave con las velas rizadas corriendo el temporal.

—¿No parece la fragata del marqués?

—Sí, «Cabeza de Piedra». ¿Se nos vendrá encima?

—Es muy posible; pero será para destrozarse con nosotros apenas las olas nos hayan arrojado sobre un banco o sobre algún arrecife.

—¿Hacia dónde corremos?

—Supongo que hacia la Florida.

—¿Y qué podremos hacer en aquella triste península, que dicen está poblada de indios feroces?

—Iremos a sufrir la tortura del palo.

—¿Y lo dices con esa sangre fría?

—¿Acaso querrás vivir tanto como Noé? Un marino, «Petifoque», no espera nunca llegar a viejo.

—Sin embargo, tú has llegado.

No contestó «Cabeza de Piedra». Seguía mirando atentamente la fragata, que no podía dominar la furia del viento y del mar.

Se había puesto a la capa, aferrando casi todo su velamen y dejando sólo alguna vela baja con rizo. La desgraciada nave se debatía a unos mil quinientos metros del brick y parecía seguir su ruta, aunque no voluntariamente.

—«Cabeza de Piedra» —dijo el joven gaviero—, ¿quieres que echemos a la fragata un buen remolque?

—¿Para traerla encima de nosotros? ¡Estás loco, «Petifoque»! Además, sería inútil, puesto que no gobernamos.

—Entonces, ¿qué esperamos? ¿Que nos eche a pique a cañonazos?

—¿Con este mar? ¿Adonde irían a parar las balas? Al castillo del brick, te aseguro que no.

—Tú eres un artillero viejo, y habrá que creerlo —repuso el gaviero——. De todos modos, me inquieta esa vecindad.

—A mí no me da cuidado alguno; al menos por ahora.

—¿Esperas que ocurra algo?

—Espero un terrible naufragio que nos permita apoderarnos de la rubia miss.

—¿Te propones abordar a la fragata con esta tempestad?

—¡No seré tan loco! No me agrada hasta ese extremo la vecindad del marqués.

—Si nos pesca, nos hace ahorcar en el sobrejuanete.

—¡Alto ahí, «Petifoque»! ¡Aún no estamos presos, y menos ahorcados! Tengo una esperanza.

—¿Cuál?

—¡La de que el diablo se lleva al infierno a todos los curiosos de la Tierra! —dijo el contramaestre, algo picado—. Poneos a mi lado, guardaos de los golpes del mar y esperad.

Y tú, Hulbrik, ¿qué tal vas?

—¡Mal estómago, padre! —contestó el alemán.

—¡Arroja cuanto quieras! El mar se encargará de baldear el castillo de proa.

Se apiñaron los tres detrás del árgana, y sujetándose fuertemente, esperaron con bastante tranquilidad el instante del naufragio.

El Atlántico parecía enfurecerse más cada vez. Levantaba sus olas a diez y más metros de altura, con ruido ensordecedor.

Aquel resto de buque, cogido de través, sin gobierno, sin estabilidad, daba saltos enormes, poniendo a dura prueba el estómago del pobre alemán, que no cesaba de vaciarse.

Los dos bretones, bien agarrados al árgana, contemplaban serenamente la tormenta, aunque estaban seguros de que, más pronto o más tarde, irían a estrellarse contra alguna costa.

La fragata seguía con fijeza el mismo rumbo que el bric-goleta, impulsados ambos, sin duda, por alguna impetuosa corriente que se dirigía hacia las playas de la Florida. Aunque se mantenía a la misma distancia de millar y medio de metros, parecía, sin embargo, que acabaría por acercarse.

«Cabeza de Piedra» no la perdía de vista, y se preguntaba con alguna ansiedad cómo podría terminar aquella malhadada aventura.

Transcurrían las horas, y, lejos de aplacarse la tormenta, aumentaba más cada vez. Terribles ráfagas de viento removían de cuando en cuando el Océano, haciendo dar espantosas guiñadas a ambos buques.

De repente lanzó un grito «Cabeza de Piedra».

—¿Nos vamos a fondo? —preguntó «Petifoque», siempre detrás del árgana.

—No; este cascarón, que debe de estar construido en Holanda, resiste maravillosamente.

—Pues ¿por qué gritas?

—La fragata no gobierna ya.

—¿Habrá perdido el timón?

—Preciso es que haya sucedido hace varias horas. De otra manera, hubiera tratado de huir ante el temporal en vez de entregarse a él.

—Naufragará con nosotros.

—Pues si hemos de rompernos el cuello o las piernas, yo preferiría que fuésemos solos —contestó «Cabeza de Piedra».

—¿Y no podemos hacer nada por huir de esa condenada fragata?

—Tampoco quisiera perderla de vista por completo, ahora que no gobierna.

—¿Quieres caer en manos del marqués y probar la resistencia de los cabos ingleses?

—Yo creo, «Petifoque», que esta vez conseguiremos sacar de su poder a la rubia miss.

—No veo de qué manera, «Cabeza de Piedra».

—Tengo aquí una idea maravillosa, que creo ha de darnos buen resultado.

—Sí; hacernos bailar en los sobre juanetes.

En aquel instante, el bricgoleta sufrió un golpe tan violento, que se rompieron algunos trozos de la borda.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se pusieron de pie.

El mar estaba espantoso en torno del barco. Las olas se rompían entre sí con extrema violencia, como si encontraran invencibles obstáculos.

—¿Habrá bancos de arena o arrecifes en aquel paraje?

Los dos bretones empezaron a temerlo.

—¿Y la costa? ¿Dónde está la costa? —preguntaba ansiosamente el gaviero—. Aquí, de seguro, no podríamos salvarnos*

—En este momento la he visto delinearse a la luz de un relámpago —respondió el contramaestre.

—¿Conseguiremos ganarla?

—No desespero de que así suceda.

La nave sufrió un nuevo golpe, violento, que la hizo permanecer algunos instantes inmóvil, como si la hubiese detenido algún obstáculo; pero en seguida volvió a levantarse en la cresta de otra oleada.

—¿Hemos parado? —preguntó «Petifoque».

—Nosotros parece que sí —respondió el contramaestre—. ¡No sé cómo se las arreglará la fragata, que tiene mucho más calado que este cascarón! ¡Atención!

Una espantosa ola pasó por la cubierta del brick, destrozando los últimos pedazos que quedaban de muras. Mugidora y terrible, cruzó también por el castillo de proa, amenazando arrebatar a los tres náufragos; pero volvió al mar sin hacer ninguna presa humana.

—¡Otro golpe como éste y vamos a contarlo al fondo del mar! —dijo «Cabeza de Piedra», firmemente agarrado al árgana.

—¿Chocaremos aún? —preguntó el gaviero.

—No he nacido en este país, y no sé si en estas bajos hay bastante agua para una nave.

—¿Y la fragata?

—¡Sangre de ballena!

—¿Qué pasa?

—¡Que es hombre de suerte ese marqués! ¡La fragata ha derivado hacia el Sur, evitando estos bajos!

—Y mientras tanto, nosotros no sabemos dónde nos hallamos.

—¡Señor curioso, si usted lo desea, puede tomar la dirección de esta cáscara! Yo seré contramaestre, y no capitán, ¡voto a cien mil campanarios!

—¿En cuál? ¡No veo qué mandar ni qué hacer!

—¡Uf! ¡Qué saltos!

—¡El salto final será el más terrible, «Petifoque»! El huracán nos dirige rápidamente hacia tierra. Dentro de tres o cuatro horas habrá terminado su vida esta pobre nave.

—¿Y nosotros también?

—Yo no soy el Padre Eterno para saberlo.

—¿Se abrirá o encallará?

—Podré decírtelo más tarde, cuando los escollos hayan destrozado la carena.

—¿Y cómo nos las compondremos? ¿Podremos utilizar la chalupa?

—Creo que no estará ya en su sitio. Y además, ¿para qué puede servirnos, con este mar tan furioso? ¡Calla! ¡Me parece que hemos vuelto a chocar!

—Sí —dijo el gaviero—. Seguimos filando por encima de los bancos. ¿Nos estrellaremos aquí?

«Cabeza de Piedra» hizo un gesto de resignación y miró a la fragata, que se dirigía resueltamente hacia el Sur, a más de dos mil metros, rodeada de inmensas olas.

Parecía que el marqués había Conseguido montar otro timón, a pesar de la furia de la borrasca.

No debía de ser un verdadero timón que tuviera la fragata de repuesto, sino arreglado con alguna verga y remos, de manejo más fácil, pero siempre excelente para un buque que carecía de él.

«Cabeza de Piedra» lanzó unas cuantas decenas de campanarios.

—¡Qué suerte tiene ese marqués! —exclamó—. ¡Que no se hiciera pedazos su fragata igual que nuestro brick!

—¿Y la rubia miss? —preguntó «Petifoque», que pensaba en el barón.

—¡No siempre se muere en un naufragio! —respondió el contramaestre—. ¡Ah! ¡Tocamos otra vez en el fondo! ¡Ya estamos cerca de la costa!

A unos dos mil metros de distancia se veía, a la luz de los relámpagos, una costa abrupta que no parecía ofrecer refugio alguno.

El mar se estrellaba en ella espantosamente con bramidos que parecían cañonazos.

¿Qué tierra era? ¿La Florida? Así lo creía el viejo contramaestre.

El bricgoleta seguía arrastrando sus fondos por aquellos bajos, a riesgo de perder de un momento a otro la quilla o de sufrir alguna avería irremediable.

Sin dejar la protección que le ofrecía el árgana, «Cabeza de Piedra» cruzó los brazos: sobre su ancho pecho.

El bravo bretón parecía completamente desalentado.

Transcurrió todavía una media hora, durante la cual la nave fue horriblemente sacudida por el oleaje. Por un extraño efecto de óptica, parecía que la costa era la que se movía, precipitándose al encuentro de los náufragos.

Era tan perfecta la ilusión, que el alemán, cuyo estómago debía de hallarse ya completamente vacío, preguntó a «Cabeza de Piedra»:

—¿Andar aquella tierra?

—¡Sí, como los campanarios de tu país! —respondió el contramaestre—. Supongo que estarán bien firmes.

—¡Campanarios tudescos ser los más sólidos del mundo!

—¡No valen lo que los de Bretaña!

Una furiosa ráfaga se abatió en aquel momento sobre la pobre nave, haciéndola girar como una peonza, mientras una inmensa masa de agua se estrellaba en el costado, formando una elevada cortina de espuma y lanzándose sobre la cubierta.

En medio del estrépito de la tempestad se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que gritaba:

—¡A la bodega!

Sujetándose fuertemente para defenderse de las sacudidas, que cada vez eran mayores, llegaron a la escotilla de popa y bajaron al entrepuente.

A tiempo fue; de haber permanecido en el castillo algunos instantes más, hubieran sido lanzados al abismo.

Sin embargo, en su nueva situación había el peligro de que si el buque se abría de un solo golpe o se iba a fondo rápidamente, ninguno de ellos podría escapar de la trampa en que se habían metido.

Al poco rato experimentaron un terrible choque, seguido de fragorosos ruidos. Caían los baos, rompíanse las cuadernas y saltaban los forros a babor y a estribor con siniestros crujidos. A través de una de las grietas producidas en el costado del buque penetró una ola en el entrepuente, llegando con violencia hasta los tres náufragos, que se habían acurrucado lo más juntos posible en la fogonera del mástil, y los derribó; desapareció para volver al ataque, esta vez cargada de arena, y después de zarandearlos rudamente se retiró por fin.

—¿Ha terminado el baile? —preguntó «Petifoque» restregándose los ojos, llenos de arena.

—Parece que sí —contestó el contramaestre.

—¿Habrá embarrancado el brick?

—¿No has oído ese estruendo? ¡Hubiera levantado a un marinero que estuviera ahogado hace seis meses!

—¿Podemos salir?

—¡Calma, muchacho! ¡Las olas deben de estar deshaciendo la cubierta de popa a proa!

—Pero no podemos seguir aquí.

—¡Con «hampre»! —agregó el tudesco.

—¡Sí, pobre diablo! Estarás vacío como un farol, pero ya no encontraremos los jamones del oso, ni siquiera los cadáveres de las demás fieras que hemos matado —dijo «Cabeza de Piedra»—. Las olas habrán arramblado con todo.

—Yo tener mucha «hampre».

—Y yo no tengo menos que tú, Hulbrik —respondió el contramaestre—. Pero en el mar es preciso tener mucha paciencia.

Otra ola amarillenta invadió el entrepuente, pero no llegó hasta los náufragos.

—¡Buena señal! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Ven, «Petifoque»!

Descendieron rápidamente por la escala que conducía al fondo de la bodega, pero volvieron a subir en el acto. Los escollos habían abierto varias vías por las cuales entraba el agua abundantemente; pero las rocas sujetaban sólidamente el esqueleto del brick, impidiéndole irse a fondo.

—¡Estamos como si hubiésemos anclado! —dijo el contramaestre contemplando el alborotado mar.

—O, mejor dicho, está clavado el buque.

—Como quieras; lo cierto es que esta nave ha terminado su vida.

—¿Salimos?

—Podemos intentarlo. Procura ayudar al tudesco. ¡El pobre muchacho está agotado!

Por cuarta vez apareció la ola amarillenta y cargada de arena, pero menos alta que antes.

—¡Buena señal! —replicó «Cabeza de Piedra», frotándose las manos—. Este cascarón se ha clavado en algunas puntas de roca y se mantiene tan firme como si estuviera arrejado. Lo difícil será desembarcar. ¡Ea; vamos a ver si se ha concluido el mundo!

A pesar de que las olas bramaban en torno suyo, el barco no se movía. Parecía como si un eje de acero le hubiera atravesado sujetándole firmemente.

—«Cabeza de Piedra» —dijo «Petifoque»—, ¿hemos muerto?

—¡Me parece que todavía estamos vivos!

—¡Por ahora!

—Y espero que por más tarde. Esta cáscara se ha incrustado sobre los arrecifes en forma tal, que por el pronto no se moverá.

—¿La pondremos a flote nosotros?

—¿Estás loco, «Petifoque»? ¿Dónde tenemos grúas, ni siquiera anclotes? Todo ha concluido ya, y no nos queda más salvación que desembarcar, si es que podemos.

Se lanzó a la escala y asomó la cabeza por la escotilla; pero la retiró en el acto, lanzando un grito de horror.

—¿También huir los bretones de Batz?

—¿Yo huir? Adelante, y veremos si te atreves a poner los pies en el puente.

—¿Han desembarcado los corsarios?

—Os habría llamado yo para atacarlos. Ven, y verás un espectáculo que te pondrá la carne de gallina.

El gaviero escaló los últimos peldaños empuñando el hacha; pero, lo mismo que «Cabeza de Piedra», emprendió rápidamente la retirada sin hacer uso del arma.

Realmente, ningún hombre se hubiera atrevido a salir, aun cuando estuviera dotado del valor más heroico.

CAPITULO XV. UNA BANDADA DE TIBURONES

Un espectáculo horripilante se había presentado también a los ojos del joven gaviero. Toda la cubierta del barco estaba llena de marrajos que las olas habían arrojado encima de la borda, y que se debatían desordenadamente con la enorme boca abierta.

Sus formidables colas azotaban furiosamente los mástiles y las árganas, y derribaban los barriles, lanzándolos al mar como si fueran granos de arena.

—¿Has visto, «Petifoque»? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—¡Como que apenas siento latir el corazón!

—¿Por tan poca cosa? ¡Bah, ya echaremos fuera a toda esa canalla!

—¿A hachazos?

—Tenemos todavía las carabinas inglesas y las haremos funcionar.

—¡Sí, los dos! —dijo el alemán—. Yo «haper salfado tampién» municiones cuando «fenir» última ola.

—Tráetelas —dijo «Cabeza de Piedra»—. Haremos bailar a los marrajos. ¿Has visto alguna vez, «Petifoque», un espectáculo igual?

—Nunca.

—¿Y tú, Hulbrik?

—No, padre.

—Ni yo tampoco, hasta hoy. Quizá mi abuelo presenciara alguno durante sus viajes.

—¿No te lo ha contado?

—Era yo demasiado pequeño para comprenderlo. Además, estaba muy ocupado en examinar la histórica pipa.

—¡Que el diablo te lleve!

Había vuelto el alemán con los dos fusiles, a los cuales había cambiado el pistón para estar más seguro del tiro.

«Cabeza de Piedra» empuñó el hacha, arma terrible en sus manos; los otros dos se encargaron de las armas de fuego y salieron al puente.

Diez o doce escualos continuaban sus furiosos saltos, destrozándose el hocico contra los palos y las bordas. La cubierta parecía un matadero, por la sangre que habían derramado aquellos monstruos.

De cuando en cuando, alguno de ellos conseguía, con un salto afortunado, evitar los obstáculos y volver al mar.

—¡Vamos a dar una carrera hasta la jarcia del trinquete! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Tened cuidado con los coletazos!

Esperaron el momento oportuno y se lanzaron hacia la proa en desesperada carrera, saltando a uno y otro lado para evitar el encuentro con aquellos formidables enemigos.

Protegidos, como siempre, por la suerte, consiguieron ponerse a salvo en la tabla de jarcia del palo trinquete; jarcia que sólo llegaba hasta la cofa, pues ya sabemos que en lo alto todo había sido destrozado por el huracán; masteleros, vergas, velas y jarcia.

Ligeros como ardillas treparon los tres amigos por la escala de obenques, mientras que a sus pies continuaban los escualos saltando por la cubierta a favor de los golpes de mar que de cuando en cuando caían sobre el bricgoleta.

Apenas se vio a salvo «Cabeza de Piedra», paseó sus miradas por el tempestuoso Océano, ansiando saber lo que había sido de la fragata.

—¡Nada! —gritó con rabia, mostrando el puño—. ¡La maldita ha desaparecido!

—¿Se habrá estrellado contra la costa? —preguntó el gaviero—. Lo sentiría únicamente por la rubia miss.

—¿Quién puede saberlo?

—Tú, que eres marino viejo, ¿no puedes decimos algo?

—Hacia el Sur hay cerrazón —respondió el contramaestre—. Puede ser que la fragata continúe luchando con la tempestad. ¡Bah! ¡Pensemos ahora en nosotros! ¿Estás dispuesto, Hulbrik?

—Sí, padre —respondió el tudesco preparando el fusil—. ¡Yo hacer saltar a esos tiburones!

—Tira tú también, «Petifoque». Yo ahora con el hacha y el cuchillo no puedo hacer nada desde aquí. Otra vez cogeré una pieza de artillería.

Mientras tanto, cuatro o cinco escualos habían conseguido volver a su elemento; pero quedaban todavía bastantes en la cubierta para no poder bajar a ella sin peligro.

El alemán fue el primero que abrió el fuego, y como era excelente tirador no dejó de meter por la piel de un marrajo una gruesa bala de plomo. No tardó en imitar su ejemplo el joven gaviero, y durante un cuarto de hora aquellos dos demonios rivalizaron haciendo disparos, de los cuales bien pocos se perdieron.

Fusilados por todas partes, los tiburones daban saltos inmensos, tropezando con las bordas, hasta que alguna vez, con un mayor impulso, conseguían salir del buque aprovechando los golpes de mar, que todavía seguían con fuerza.

Sin embargo, uno de ellos, quizá por estar más gravemente herido, permanecía sobre cubierta.

—¡Eh, tiradores de camama! ¿Será necesario que baje yo con el hacha para rematar a ese canalla? ¿Qué haces, Hulbrik? ¡Estoy seguro de que si tuvieses una botella de «cerfeza» dispararías mejor!

»Sí, padre —respondió el alemán.

—Pues ahora no puedo ofrecerte otra cosa más que mi hermosa pipa, aunque mutilada. ¿Quieres dar una chupada?

—¡Sí querer, padre!

—Hulbrik —dijo el joven gaviero—, no estropees la pipa del abuelo «Cabeza de Piedra», traída de no sé qué país.

—¡Del Asia Menor, asno! —dijo el contramaestre.

—Que perteneció quizá a algún príncipe turco.

—Exactamente.

—Ahora Hulbrik tendrá que fumar los despojos de los peores canallas que Dios ha puesto en el mundo.

—Y tú, ¿qué sabes de los turcos? —le preguntó el contramaestre.

—Mi abuelo…

—Fue empalado en Negroponte, ¿no es cierto?

—¡Ah! ¡No me acuerdo cómo fue! Sé que murió en un país de Turquía, y no de la mejor manera.

—Nosotros los bretones tenemos las uñas un poco largas, y cuando nos lanzamos al mar nos convertimos fácilmente en corsarios. Tu abuelo fastidiaría de cualquier manera a los turcos, si es verdad esa historia de tu abuelo, que empiezo por no creer, y aquellos terribles guerreros le desollarían.

—Sería como tú dices.

—Dame tu fusil. Me aburre asistir a un combate sin tomar parte en él.

—Debías coger el hacha y bajar. Tu abuelo no hubiera permanecido quieto limitándose a mirar y criticar nuestros disparos.

—¡Por cien mil campanarios! ¿Y crees que yo, bretón de Batz, puedo tener miedo de un tiburón? Ya he matado alguno durante mis viajes. ¡Toma el fusil!

—¿Te has vuelto loco, «Cabeza de Piedra»?

Pero el bretón se hallaba ya al pie de la jarcia, llevando el hacha colgada al costado.

Por fortuna, no había en la cubierta más que un enemigo, que debía de estar gravemente herido, a juzgar por la cantidad de sangre que dejaba escapar a cada salto.

—¿Loco, padre? —dijo Hulbrik preparando el fusil.

—La pipa de su abuelo le ha alterado los cascos. ¡Diablo! ¡No a todos les sienta bien fumar recuerdo de príncipes! Veamos qué es lo que va a hacer ese cabeza dura.

El contramaestre se había dejado deslizar sobre cubierta, y avanzaba resueltamente hacia el tiburón empuñando el hacha.

En su último salto, el escualo se había caído entre el palo mayor y el trinquete, o, por mejor decir, entre los restos de ambos mástiles, y allí permanecía cuan largo era, estirado, con la enorme boca abierta y perdiendo sangre en abundancia. El terrible contramaestre atacó al marrajo sin la menor vacilación, cortándole parte de la cola al primer hachazo, y, emprendiéndola después contra la cabeza, le abrió el cráneo y le rompió las mandíbulas.

El desgraciado escualo, mutilado y herido por todas partes, hizo un postrer esfuerzo, y aprovechando el primer golpe de mar que inundó de agua la cubierta, consiguió saltar fuera del barco.

—¡Eh! ¿Qué dices ahora, «Petifoque»? —preguntó el contramaestre, mirando hacia lo alto y empuñando todavía el hacha, tinta en sangre.

—Que has matado a un muerto —contestó el gaviero.

—¡Ah, canalla! ¡Pero tú no has bajado!

—¡No valía la pena, camarada! ¡Hubiera muerto también sin tu ayuda!

—¡Valiente bretón eres tú! ¡Ya se conoce que eres de Poulignen, y no de Batz! ¡Ea! ¡Vamos ya! Todo ha terminado, y podéis bajar.

—¿A cenar? —preguntó el tudesco.

—Si encontramos algo. Pero no contéis ya con los jamones del oso. ¡Se los ha comido el mar!

El gaviero y el tudesco se decidieron finalmente a descender a la cubierta, que estaba anegada en sangre.

—Ahora vamos a caza de provisiones —dijo el contramaestre—. No creo que nos encontremos con algún otro oso o jaguar escondido por ahí. De todos modos, no soltéis las carabinas.

—No, padre; tú darme hacha, y yo regalar dos «camones» de oso.

—¿Y dónde vas a buscarlos? ¿Te has vuelto loco, Hulbrik?

—¿Dónde? ¿Dónde? —gritó en aquel momento «Petifoque»—. ¡En la despensa! ¿No te acuerdas ya del oso que me encontré allí y que vosotros matasteis?

—¡Por tres mil campanarios! ¡Pues es verdad! ¡Ya voy perdiendo la memoria! ¡Pero nos han ocurrido tales aventuras en tan poco tiempo, que el cerebro mejor conformado del mundo se hubiera desorganizado! ¡Avante por los jamones! Yo, mientras tanto, prepararé el hornillo.

El tudesco y el gaviero, armado“el uno con el hacha y el otro con uno de los fusiles, descendieron al entrepuente, dirigiéndose a la despensa.

Entretanto, «Cabeza de Piedra» había atravesado la cubierta para subir al alcázar, respetado entonces por el agua.

Grande fue su asombro al notar que bajo la popa seguía flotando la chalupa que había visto al abordar al brick.

—¡Ah! ¡Sólo los ingleses son capaces de construir estas embarcaciones! —exclamó—. No tiene más que algo de agua dentro; pero ya la achicaremos. ¡Y ahora pensemos en nuestro estómago, que desde hace veinticuatro horas está tocando llamada!

Había una cocinilla de hierro sólidamente empernada a la amura de babor, y que contenía todavía algún carbón y leña.

«Cabeza de Piedra» puso rápidamente manos a la obra, y soplando mejor que un fuelle, al poco tiempo consiguió encender un alegre fuego.

Casi a la vez salían a cubierta el alemán y el gaviero con dos enormes jamones de oso y una caja de galletas inglesas.

—¡Voto a una fragata! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Jamón y pastas! ¿Pero nada de botellas, «Petifoque»?

—¡Todas rotas!

—¿Por el oso que te atacó?

—Lo supongo.

—¡Nos vengaremos en sus jamones!

Convirtiéronse los tres en cocineros, y poco después un olor delicioso se esparcía por la cubierta del buque.

De cuando en cuando algunas olas más altas se acercaban y subían hasta la borda; pero no había peligro alguno, aunque el Océano se hallaba muy agitado todavía.

El esqueleto del brick había sido cogido por los escollos tan fuertemente, que sólo un barreno podía sacarlo de allí a pedazos.

—¡Qué lástima que no se halle el barón con nosotros! —decía «Petifoque», mientras el contramaestre, tan buen marinero como excelente cocinero, sacaba del fuego uno de los jamones, perfectamente asado.

—¿Quieres quitarme el apetito? —contestó el contramaestre arrugando la frente.

—¡Es que debemos pensar en nuestro comandante!

«Cabeza de Piedra» lanzó un fuerte e interminable suspiro, al que siguieron algunos centenares de campanarios de Bretaña.

—¡Cállate ahora, chiquillo! Cuando hayamos llenado el estómago, discutiremos.

Había colocado el jamón sobre una plancha de hierro de bordes levantados, lo que servía para evitar que se perdiera la grasa.

A pesar de los golpes de mar y de lo difícil de su situación, los tres náufragos devoraron ávidamente buena parte del jamón y de los bizcochos ingleses.

Sólo faltaron unas botellas para que el almuerzo fuera completo; pero no se había podido encontrar ninguna en la despensa, y tuvieron que contentarse con agua pestilente que hallaron en una barrica colocada a popa.

—¿Se puede ya discutir?

—¡Un momento todavía! Cuando mi abuelo trataba de adoptar una resolución, empezaba por encender la famosa pipa.

—¿Y le inspiraba bien?

—¡Ya lo creo!

—Tu abuelo fue un gran hombre.

—Así lo decía todo el mundo de Batz.

Cargó la pipa, la encendió, lanzó al aire tres o cuatro bocanadas, esperó a que el humo se disipase, y dijo:

——¿Sabéis que todavía disponernos de la chalupa?

—¿No se ha abierto? ¿Y qué piensas que hagamos? —preguntó, asombrado, el gaviero.

—Ir en busca de la fragata —contestó el contramaestre.

—¿No sería mejor ir en busca de La Tronadora?

—No pensemos por ahora en el barón. ¡Ya verás cómo se reúne con nosotros muy en breve! Seguramente que anda a la caza de la fragata.

—¿Qué habrá sido de ella? ¿La habrá arrojado la tempestad sobre alguna costa donde se haya estrellado?

—Eso es lo que procuraremos averiguar, porque no hay que olvidarse de que en esa fragata está la rubia miss, la prometida de nuestro comandante.

—¿Tienes esperanza de poder sacarla de manos del marqués? —preguntó el gaviero.

—Si la fragata ha encallado, como es de suponer, la abordaremos.

—¿Los tres solos?

—¿No tienes bastante con dos bretones y un tudesco, general, o, mejor dicho, almirante?

—Me parece poca fuerza, «Cabeza de Piedra».

—Cuando llegue el momento pelearemos como buenos.

—No lo dudo.

—Por ahora —repuso el bretón— no tenemos nada que hacer. Dejemos que la tempestad amaine un poco antes de lanzarnos a la chalupa. Aprovecharemos el tiempo para echar un sueño.

—Mientras tanto puede volver la fragata.

—¡Hum! —murmuró el contramaestre—. No es fácil.

Bajaron al entrepuente, y con las velas viejas que por allí encontraron improvisaron un lecho bastante cómodo para aquellos hombres acostumbrados a dormir sobre cubierta.

Después de echar una última mirada al mar, los tres náufragos se acostaron uno junto al otro, poniendo al lado las armas, y se durmieron arrullados por el mar.

Mientras tanto, el temporal se calmaba rápidamente. Habían cesado las grandes ráfagas de aire que movían el mar hasta en sus profundidades, y el cielo empezaba a aclarar por Oriente. Durante doce horas había de reinar una relativa calma, según creía el contramaestre. El sueño se prolongó más tiempo del que se propusieron. Cuando los náufragos abrieron los ojos, un esplendente sol brillaba sobre sus cabezas, y por entre los restos de la arboladura pasaban bandadas de rincópsidos y de cuervos marinos persiguiéndose unos a otros y arrancándose nubes de plumas.

Conforme había previsto «Cabeza de Piedra», el Océano se hallaba en calma y el viento se había calmado por completo.

—¿Y la fragata? —preguntó de pronto el joven gaviero.

—Por mi parte, no la he visto volver —respondió el contramaestre.

—¡Ya lo creo! ¡Has estado durmiendo como una tortuga de mar!

—¿Y qué hacías tú mientras tanto? ¿Has estado de vigía?

—He estado preparando mi plan de batalla.

—¡Será magnífico!

—Ya lo juzgarás más tarde. Me parece que ya es hora de que vayamos en busca de la fragata o a la costa.

—Coged las armas, el jamón del oso y la caja de bizcochos, y vámonos. ¡Ya estoy harto de esta prisión!

—Nosotros andar —dijo el tudesco—. Nosotros ir a «puscar» una «potella de cerfeza».

—No creo que los indios de la Florida sean cerveceros —dijo «Cabeza de Piedra»—. Además, que no serías capaz de beber su «cerfeza».

—¿Y por qué?

—El porqué no te lo digo ahora, por no echarte a perder la digestión.

—¿Toda mala «cerfeza» de indios?

—Toda, pero no desespero de encontrar alguna botella en la fragata.

—¡Fragata! —suspiró el buen alemán—. ¡Hum!

Mientras tanto, «Petifoque» había descendido a la chalupa y empezó a desaguarla con un achicador, evitando así que pudieran escaparse los remos, que milagrosamente se hallaban flotando bajo los bancos.

Al cuarto de hora se le reunían «Cabeza de Piedra» y el alemán, llevando las provisiones, el hacha y la carabina.

—Aquí he encontrado, bajo la proa, cuerdas, un mástil y una vela —dijo el gaviero.

—¡Ya sabía yo que hemos nacido con buena estrella! —dijo el contramaestre—. ¡Vaya; aparejemos nuestra barca, y en marcha! Ya encontraremos la fragata donde se halle.

Acababan de izar el mástil y se preparaban a desplegar la vela cuando se oyeron en lontananza algunos cañonazos.

Los tres náufragos se miraron entre sí.

—¡Eh! ¿Qué dices ahora? —preguntó el contramaestre—. ¿Tenemos, o no tenemos suerte?

—¿Crees que es la fragata la que dispara? —preguntó «Petifoque».

—Conozco sus cañones. El marqués debe de hallarse en peligro y pide socorro.

—Y nosotros se lo prestaremos, ¿verdad?

—¡Poco a poco, amiguito! Por ahora dejémosle disparar.

Se sentó al timón empuñando la barra, y la chalupa, impelida por un buen viento Norte, se alejó de la escollera, dirigiéndose hacia la costa.

CAPITULO XVI. LA CAZA DE LOS NAUFRAGOS

La chalupa se hallaba en buen estado, y, como todas las inglesas, tenía perfecta estabilidad.

Desplazaba cinco o seis toneladas, lo cual era más que suficiente para tres náufragos que carecían de todo equipaje.

Dirigido por la firme mano del contramaestre, el pequeño velero se lanzó a través de una especie de canal que separaba la escollera de la costa, mientras que a lo lejos, como a cinco o seis millas de distancia, seguían tronando los cañones de la fragata.

En menos de media hora abordaron los náufragos la tierra firme y fondearon en una pequeña cala.

No querían seguir más adelante en pleno día, por temor de encontrar a la fragata y recibir alguna bala.

—Esperemos la noche —dijo «Cabeza de Piedra», mientras Hulbrik amarraba la embarcación a una planta que se inclinaba sobre el agua.

—Entretanto daremos un paseo por esta costa, que es tan rica en vegetación.

—Y donde también esperas encontrar animales. ¿No es eso, «Petifoque»?

—Sí.

—No hay que confiar demasiado en este país, porque además de los osos, jaguares y serpientes venenosas que hay en gran cantidad, podríamos tropezar con los indios, más feroces que todos esos animales.

—Nosotros «coquer» indios por «orecas» y dar a nosotros «cerfeza» —dijo Hulbrik.

—¡Por cien mil campanarios! Ya que tanto empeño tienes en probar la cerveza de los pieles rojas, voy a decirte la manera que tienen de fabricarla. Estoy seguro de que no volverás a pensar en ella.

—¿Poner escorpiones, padre?

—Peor todavía, Hulbrik. Cogen raíces de mandioca y hacen que las mastiquen los viejos de la tribu; cuanto más viejos y desdentados, mejor. La salivación que el jugo de la planta produce a los abuelos van escupiéndola en un vaso y la dejan fermentar durante ocho días.

—¡Puf! ¿Con mandioca, padre?

—Sí, Hulbrik. Y ahora, dime: ¿serías capaz de beber esa «cerfeza»?

—¡No! ¡No! —gritó el tudesco.

—Lo creo —dijo el contramaestre—. Ahora, como el sol ha de lucir todavía más de cinco horas, vamos a visitar nuestra posesión. ¡Calla! ¡Ya no dispara la fragata! ¿Habrá conseguido encontrar un buen fondeadero?

En efecto; ya hacía algunos minutos que había dejado de oírse la potente voz de los cañones. ¿Se habría despedazado el buque contra algún arrecife, o habría tenido la suerte de librarse de aquel peligro refugiándose en alguna ensenada?

—¿Qué dices tú, «Cabeza de Piedra»? —preguntó con ironía el gaviero.

—Yo no digo nada.

—¿Se habrá destrozado, o estará a salvo?

—Más tarde lo sabremos. ¡Ea; marchemos en busca de un sorbo de agua fresca, y veremos si se presenta ocasión de disparar algún tiro!

Cuando hubieron llegado a lo alto de la costa se encontraron frente a un paisaje encantador. Millares de palmáceas reunidas por grupos elevaban sus esbeltos troncos, coronados a veinticinco o treinta metros de altura por penachos de largas hojas que se inclinaban graciosamente hacia el suelo, dejando ver magníficas florescencias en forma de grandes espigas de color violáceo con listas rojas y enormes racimos de frutos todavía verdes.

Entre aquellos soberbios árboles crecían en gran número otras clases de plantas, y singularmente trigoidias, con sus bellísimas flores en forma de cáliz de vivo color escarlata, con manchas parecidas a los ojos de la cola del pavo real, o rayas negras que recordaban las de la cola del jaguar.

Apenas entraron los tres náufragos en la selva, una multitud de pájaros levantó el vuelo por todas partes, mientras por tierra escapaban muchos conejos. Entre los primeros había cercetas de excelente carne, cuervos marinos del tamaño de un gallo, pero tan feroces que atacan con frecuencia a las personas heridas; fenicópteros de largas zancas y pico contorsionado, tántalos verdes, ibis blancos y ánades.

Llamó la atención de Hulbrik un pajarraco de extremada fealdad que se había posado en una rama baja, y se propuso matarlo para el almuerzo del día siguiente. Tenía el tamaño de un pavo, el plumaje gris, los ojos rojizos, el pico blanco y el cuello pelado y cubierto de escamas y verrugas.

—¿Qué vas a hacer, Hulbrik? —dijo «Cabeza de Piedra» al ver que el tudesco había montado la carabina y se dirigía hacia el ave, que no parecía haber notado la presencia de los náufragos.

—¡Yo querer comer ese feo «pácaro»! —contestó el tudesco.

—¡Pero si es un buitre aura! ¡Ten cuidado con el traje!

—¿Qué quieres decir, «Cabeza de Piedra»? —preguntó «Petifoque».

—Que Hulbrik no quedará con ganas de volver a entendérselas con esa clase de pájaros.

—¿Puede perder algún ojo?

—He hablado de su traje y no de sus ojos. Cuando yo hable, aguza bien la oreja.

—¿Como hacía tu abuelo?

—¡Precisamente! —respondió el contramaestre con la mayor seriedad.

Entretanto, el alemán se acercaba al enorme pajarraco, que parecía hallarse en el estado de modorra que la digestión ocasiona a esa clase de aves.

Terco como un alemán y decidido a regalarse al día siguiente con aquella caza, avanzaba Hulbrik con mucho cuidado y procurando esconderse entre los matorrales. No hacía falta tanta precaución, porque el buitre dormía pesadamente. ¡Quién sabe cuántos conejos y cuántas ardillas habría insaculado durante el día en su insondable estómago!

Llegó Hulbrik hasta unos quince pasos del ave sin que ésta hubiera dado señal alguna de vida, y ya se disponía a disparar cuando, desplegando sus largas alas, el buitre se dirigió hacia el cazador.

—¡Escapa, Hulbrik! —gritó «Cabeza de Piedra».

Ya era tarde. El pajarraco había vomitado sobre el tudesco un espeso líquido verdoso, y tan pestilente, que hubiera puesto en fuga a los mismos jaguares. El pobre Hulbrik dejó escapar el tiro al azar, y saltó hacia atrás gritando:

—¡Mi nariz! ¡Mi nariz!

—¿Te la ha comido? —preguntó apresuradamente el gaviero, armando otra carabina.

Un espantoso hedor se había esparcido por todo el bosque, produciendo náuseas al mismo contramaestre.

—¡Corre, Hulbrik! ¡Corre, «Petifoque»! —gritó lanzándose a toda carrera hacia la costa para aspirar el aire del mar.

El tudesco y el gaviero, que se sentían asfixiar en aquella fétida atmósfera, le siguieron a largas zancadas, mientras el buitre se había marchado tranquilamente con la probable intención de acabar su laboriosa digestión en la copa de cualquier árbol.

Reunidos los tres compañeros en la orilla, aspiraron a pleno pulmón la brisa impregnada de emanaciones salitrosas.

—¿Qué animal ser éste? —preguntó el tudesco, que parecía que iba a vaciar el estómago—. ¡Yo no sentir nunca tan mal olor!

—Pues es, sencillamente, un buitre —respondió el contramaestre—. Ya te dije que lo dejaras tranquilo.

—¿Qué tener en su cuerpo?

—Un verdadero pozo negro.

—¿Uno? ¡Ciento!

—Puede que sí, Hulbrik.

—¿Y yo oler mal?

—¡Mucho!

—¿Y cómo estar «fosotros» conmigo?

—¡Bah! Los marinos estamos acostumbrados al olor del alquitrán y no nos molesta tan poca cosa.

Pareció durante un instante que el tudesco reflexionaba, y después hizo un gesto de espanto.

—¿Has visto a algún indio? —preguntó el contramaestre, lanzando una mirada hacia las palmeras.

—No, padre. Yo pensar que haber querido comer un pozo negro.

—Se te ha escapado, y ya no puedes ponerlo en el asador —dijo «Petifoque», que reía a mandíbula batiente—. Habrá ido a servir de cena a cualquier indio.

—¿Tener «puen» estómago los indios?

—Se comen los caimanes a pesar de que huelen horriblemente a almizcle —dijo «Cabeza de Piedra».

—¡Yo no ir nunca!

Se había interrumpido bruscamente al oír un ligero silbido que parecía producido por alguna flecha.

Ambos bretones se pusieron en guardia, y pasearon la mirada detenidamente por la selva, sin descubrir nada.

—Aquí no corre buen aire para nosotros —dijo el contramaestre—. ¡A la chalupa, amigos!

—¡Pero yo oler mal! —dijo Hulbrik, haciendo un gesto de desesperación.

—No te cuides de eso; el aire del mar te lo quitará.

Oyóse otro silbido, y una larga flecha fue a clavarse en el tronco de un árbol, a un metro de Hulbrik.

—¡Eh, sarnosos perros rojos, basta ya de juego! —gritó «Cabeza de Piedra», cogiendo la carabina del gaviero—. Si queréis algo de nosotros, ¡asomad la fila!

Un hombre de alta estatura, de color bronceado y armado con un largo arco y una flecha, probablemente envenenada, salió de un grupo de árboles y avanzó resueltamente, gritando:

—¡Aquí está To-co-to!

Tendió el arco y apuntó al contramaestre, ya alzando ya bajando la flecha, como si quisiera asegurar la puntería.

—¡Amigo To-co-to —gritó el joven gaviero, que se había apoderado a su vez de la carabina del tudesco—, o te largas, o dejas aquí la piel!

—Repleguémonos hacia la chalupa —ordenó el contramaestre^—. Ese mono rojo no estará solo.

Los tres náufragos llegaron a saltos a la orilla, se acercaron a la chalupa y echaron mano a los remos.

El indio los había seguido intrépidamente, siempre amenazando con el arco.

—¡Eh, «Cabeza de Piedra»! —dijo el gaviero—. ¿Vamos los bretones a tener miedo de ese orangután?

—Voy a enviarle al paraíso de los indios —respondió el contramaestre, echándose el arma a la cara—. Ya ha durado demasiado la comedia. ¡Basta ya, bufón! ¡No somos palomas ni pájaros para que nos caces con flechas!

El indio continuaba descendiendo hacia la orilla sin temor alguno; antes bien, amenazando y gritando:

—¡Yo soy To-co-to!

—¡Y yo «Cabeza de Piedra», contramaestre de La Tronadora! —aulló el bretón, ya enfurecido—. Yo no tengo flechas; pero voy a regalarte un confite. ¡Toma, y acaba ya!

Salió el tiro, y el bretón hizo blanco, como siempre.

Herido el indio en algún órgano vital por el plomo de la carabina, dio dos o tres vueltas sobre sí mismo, soltó el arco y se dejó caer sobre la hierba, gritando por última vez:

—¡Yo soy To-co-to!

Aún retumbaba la detonación bajo la frondosa bóveda de las palmáceas, propagándose a lo lejos, cuando treinta o cuarenta indios se lanzaron rápidamente fuera de los matorrales prorrumpiendo en su terrible grito de guerra. Eran todos de estatura elevada, iban adornados con grandes penachos de plumas de variados colores, y armados unos con arcos y otros con clavas, esos terribles rompecabezas que tantos estragos causan en los combates cuerpo a cuerpo.

Por fortuna, nuestros náufragos estaban ya al lado de la chalupa.

Para contener unos instantes aquella avalancha de salvajes, disparó Hulbrik el otro fusil, e hizo caer muerto o gravemente herido a un sakem, e inmediatamente se embarcaron y remaron vigorosamente para alejarse del alcance de las flechas.

—¡Avante, avante! —había gritado «Cabeza de Piedra» mientras que «Petifoque» armaba la vela, que se hinchó en el acto con el viento fresco que soplaba.

Comenzaron a silbar las flechas, si bien no llegaban hasta los fugitivos, que habían tomado bastante delantera a los furibundos salvajes.

Empujada ya por el viento, la chalupa viró a estribor y se internó rápidamente por el canal, mientras que Hulbrik hacía un tercer disparo, que fue seguido de un grito de agonía.

—¿Qué rumbo tomamos, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero.

—Internémonos hacia alta mar para evitar las flechas de esa canalla roja. ¡Después nos ocuparemos de la fragata!

La brisa arreciaba a medida que se alejaban de la costa, y la chalupa avanzaba por en medio de un banco de diodontes, extraños peces que nadan con el vientre en alto y que tienen la costumbre de inflarse en forma tal que parece como si fueran a reventar. Tienen todo el cuerpo erizado de espinas cortas, de color blanquecino, con manchas negras o violáceas; así es que se asemejan a enormes erizos, especialmente cuando están irritados.

Los indios, que no disponían de canoa alguna, se internaron en el bosque, después de haber puesto a prueba durante algún tiempo sus pulmones y gargantas.

—Creo que esa canalla no nos fastidiará más —dijo «Petifoque».

«Cabeza de Piedra» movió la cabeza.

—¡Hum! —dijo después—. ¡Fíate de esa gente!

—¡No por tener la piel roja van a poder caminar sobre el agua! En la desembocadura de sus ríos tienen siempre grandes canoas que construyen ahuecando el tronco de algún bombay o de otro grueso árbol. ¡No quisiera verlas esta tarde dándonos caza, a nosotros!

—¡Procuraremos no tener que regatear!

—¡Oh! ¿Y quién lo evita? ¡Toda esta costa se halla rodeada de arrecifes altos que impiden espaciar la vista! Lo que debéis hacer es cargar bien los fusiles de metralla en vez de bala.

Comenzaba el sol a desaparecer, y la oscuridad se echaba encima con la rapidez propia de las regiones tropicales, en las que casi no existen crepúsculos.

Huían en todas direcciones las bandadas de pájaros en busca de sus refugios antes que la luz desapareciese por completo.

Eran en su mayor parte fletones, aves de los trópicos, con largas alas ahorquilladas y cola corta, provista de ciertas plumas que dan a estos pájaros un extraño aspecto cuando surcan el aire. Hábiles pescadores, se lanzan con la rapidez del rayo sobre los peces, especialmente sobre los voladores, causando entre ellos verdaderos estragos.

Hulbrik, pensando siempre en la comida, quería hacer fuego, pero se lo impidió el contramaestre.

—Quizá nos encontremos más cerca de la fragata de lo que suponemos, y un disparo había de llamar la atención de sus tripulantes. Deja por ahora marchar tranquilamente a esos volátiles, valiente Hulbrik; después de todo, valen bien poco, a pesar del gracioso nombre de «colas de pajas» que les dan los marinos.

—¡Sí, padre! —respondió en el acto el buen alemán—. Yo «opedecer», porque ser tu hijo.

—Y en tu nuevo cargo de padre, «Cabeza de Piedra», tienes que arrimarle candela cuando no se porte bien —dijo «Petifoque».

—¡Este excelente muchacho no merecerá nunca las correcciones que se dan a los marinos bretones!

—¡Que son bastante brutales, por cierto! —dijo el gaviero—. ¡Qué manera de damos golpes!

—¡Eso no lo he hecho yo!

—¡Ah! ¿No? ¿Y cuando a bordo de La Tronadora la emprendiste con aquellos bandidos?

—¡Pero fue a golpes de puño!

—¡Y qué puños! ¡Mandamos a siete u ocho a la enfermería después de media hora de pugilato!

—¡Siempre adelante los puños bretones, sean de Batz o de Poulignen!

—¡Silencio! —dijo en aquel momento el alemán.

Había cerrado la noche y apenas se divisaba la costa a la distancia de dos tiros de fusil.

«Cabeza de Piedra», siempre alerta, se había puesto en pie, mirando ansiosamente entre las tinieblas.

—¿Oír tú, padre? —preguntó el alemán.

—¡Sí, una señal!

—¿Pasar nosotros delante del río?

—¡Puede ser!

—¡Esos «prutos» piel roja cazar nosotros en el mar!

—¡Ya lo veremos, Hulbrik! ¿Están cargadas las armas?

—¡Sí! —contestó el gaviero.

—Entonces, ¡avante!, y busquemos a la fragata. Deseo ya saber qué le ha ocurrido a ese maldito barco.

Se había vuelto a colocar al timón y conducía la chalupa a lo largo del canal, que parecía que no iba a terminar nunca. A babor y a estribor continuaban los bancos de arena, interrumpidos de cuando en cuando por escollos, contra los cuales se rompían las olas rumorosamente.

Un movimiento mal dado en la caña hubiera conducido indefectiblemente a la ligera chalupa a sufrir igual mala suerte que el brick.

Pero «Cabeza de Piedra» era demasiado buen marino para dejarse sorprender por cualquier traidora onda, y seguía su ruta con la misma firmeza y seguridad que si hubiera cruzado cien veces aquel canal.

De repente dejó escapar un grito.

—¡Ah! ¡Los perros sarnosos! ¡Ya estaba yo seguro de volver a encontrarlos!

Pasaba en aquel momento la chalupa frente a una profunda cortadura de la costa, iluminada por un gran número de gigantescas antorchas resinosas.

Ardían troncos enteros de pinos, esparciendo prolongados haces de chispas con una espesa nube de humo acre.

Entre aquella cortina de luz y fuego se agitaban sombras humanas que daban grandes saltos y agitaban desesperadamente los brazos.

En el acto se destacó de la cortadura una canoa de unos quince metros de largo, tripulada por unos veinte salvajes, avanzando rápidamente hacia la chalupa.

—¡Padre, los indios! —dijo el alemán.

—Ya los veo.

—¿Esperamos?

—¡No, escapemos! ¡«Petifoque», encárgate de la vela! ¡Si quieren cazarnos, bien tienen que apretar!

La canoa, impulsada por gran número de remos y rozando apenas el agua, se acercaba con la velocidad propia de esta clase de embarcaciones; pero los náufragos tenían en su favor la ventaja de una media milla y la del viento, que seguía arreciando.

Viendo el contramaestre una serie de escollos, atravesó por medio de ellos, aprovechando un paraje que no era peligroso, para engañar a los perseguidores, y puso en seguida la proa al Sur, orientándose perfectamente, a pesar de no disponer de brújula.

—Esta maniobra se llama falsa derrota —dijo al alemán, que parecía querer interrogarle—. Veremos si nos da buen resultado. Esos sarnosos perros rojos hubieran hecho mejor en quedarse tranquilos en sus cabañas fumando la pipa y meciéndose en sus hamacas, y no venir a interrumpir ahora nuestro camino.

Otra fila de escollos más altos que los anteriores se presentó delante de la chalupa.

«Cabeza de Piedra» miró a la canoa, que apenas había conseguido ganar doscientos metros, y lanzó un sonoro:

—¡Voto a cien campanarios!

En vez de buscar otro paso, como había hecho anteriormente, siguió bordeando el largo canal.

Debía de haber tomado una resolución, porque parecía estar completamente tranquilo.

—¿Disparar? —preguntó el tudesco, que veía que la chalupa iba acortando la distancia.

—¿Para qué? Déjame a mí. Estos escollos y estos bancos se prestan admirablemente para ejecutar una buena maniobra sabiendo tener firme la caña.

—¿Y las flechas? —preguntó «Petifoque»—. ¿Quieres que nos conviertan en acericos?

—Meteos bajo los bancos, y pasarán por encima sin tocaros, pues ya sabéis que los indios manejan bastante mal el arco.

La chalupa seguía dando pequeñas bordadas, casi rozando la escollera, con una seguridad extraordinaria, mientras la canoa seguía su boga desesperada para llegar al abordaje.

Silbaban ya algunas flechas, y el buen tudesco empezó a impacientarse.

—Padre, «¿pum»? —preguntó, preparando la carabina.

—¡Nada de «pum»! —respondió el contramaestre, que continuaba ejecutando una extraña maniobra—. ¡Déjame hacer a mí! ¡Tú, «Petifoque», a la escofa! ¡Yo respondo de todo!

—¿Pero no ves, «Cabeza de Piedra», que navegamos sobre las rompientes?

—Ya lo sé.

—¿Y si se abriese el barco?

—La canoa de esos perros sarnosos, sí; pero nuestra chalupa, no. Está preparada para largar toda la escofa.

Viendo los indios que aquellos hombres blancos no hacían uso de sus fusiles ni trataban de escapar, se lanzaron precipitados al abordaje, empuñando sus mazas y aullando espantosamente.

Este era el momento que esperaba el ladino bretón.

Con un golpe de caña viró rápidamente sobre las rompientes, a la vez que «Petifoque» largaba al viento toda la vela.

Bastante ligera la chalupa para desafiar cualquier obstáculo, y, sobre todo, yendo guiada por la mano firme de un lobo marino como «Cabeza de Piedra», dejó pasar a la canoa, más pesada y cargada con más de veinte hombres.

Oyóse un crujido, seguido de una espantosa gritería.

La barca india había chocado con la escollera a toda velocidad, y se había abierto por completó, cayendo al agua todos sus tripulantes. Por fortuna para ellos, era aquél un bajo fondo.

Hulbrik no pudo contenerse y disparó su carabina.

Pocos momentos después resonaban dos cañonazos hacia la extremidad del canal.

—¡La fragata! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Cobra la escofa, «Petifoque»! Vamos a ver qué es lo que hace el señor marqués de Halifax. No nos ocupemos de los indios. Dejad que aúllen hasta que se les revienten los pulmones.

CAPITULO XVII. EN LA SELVA

La esbelta chalupa había emprendido de nuevo la marcha, rozando casi la escollera, que se veía con toda precisión, por estar el mar fosforescente a su alrededor.

Bancos de noctilucas y medusas gigantescas flotaban a impulso de las aguas, formando fantástica iluminación.

«Cabeza de Piedra», que no quería ser divisado desde la fragata, por temor de atraerse alguna bala de cañón, viró nuevamente hacia la costa, en la que se divisaban frecuentes cortaduras que podrían servir de excelente refugio en caso de peligro, por extenderse a pocos pasos de la orilla una espesísima selva.

Después de seguir entre bancos y escollos, que se prolongaban todavía un par de millas, se internó mar adentro.

No debía de hallarse muy lejos la fragata, según suponía «Cabeza de Piedra», que no acostumbraba engañarse.

Habían dado ya algunas bordadas siguiendo las sinuosidades de la costa, cuando los tres náufragos dejaron escapar a la vez el mismo grito:

—¡Los ingleses!

En el fondo del cielo, iluminado por algunas fogatas que debían de estar encendidas en la playa, se destacaba la fragata.

El magnífico buque no había tenido buena suerte; había embarrancado entre aquellos innumerables bancos de arena, aconchándose sobre la banda de estribor.

Parecía que la tripulación estaba maniobrando para ponerlo a flote, porque mantenía envergadas algunas velas y las chalupas andaban sin cesar a su alrededor.

«Cabeza de Piedra» viró en redondo inmediatamente, y al divisar un pequeño fondeadero, a media milla de la fragata, trató de dirigir la chalupa a una alta playa cubierta de gigantescos pinos que proyectaban sus sombras en el agua.

—¡A tierra, y celebremos consejo de guerra! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Tomad las armas y en marcha!

—¿Y la chalupa? —preguntó «Petifoque».

—¿Quién quieres que venga a buscarla aquí? Los ingleses tienen ya bastante que hacer para poder permitirse el lujo de pasear por la costa.

Amarraron sólidamente la embarcación entre la espesura de mangles, constantes propagadores de la fiebre amarilla, y se internaron en la selva.

«Cabeza de Piedra» aspiró con fruición dos o tres bocanadas de aquel aire impregnado de efluvios resinosos, y sentóse al pie de un pino que elevaba sus ramas a una altura de más de setenta metros, y dijo:

—¡Preparemos nuestro plan de batalla!

—¿No nos lanzamos al abordaje? —preguntó «Petifoque».

—¡No es el momento oportuno para bromear, mocoso! Se trata de salvar a la prometida de nuestro comandante, no de hacernos matar como cuervos de mar. Por lo que me ha parecido, una parte de la tripulación ha acampado en la costa, sin duda para aligerar la fragata, y creo que lo primero que debemos procurar es pescar alguno de esos cangrejos cocidos.

—¡Padre, mi hermano Wolf! —dijo el tudesco.

—Ya he pensado en ello; pero ¿podríamos encontrarle sin ser descubierto? Yo os aseguro que si el marqués de Halifax consiguiera echarnos la mano encima, no nos había de regalar otra vez la piel.

—Así lo creo yo —dijo «Petifoque», llevándose las manos al cuello, como si quisiera convencerse de que no tenía alrededor ninguna cuerda inglesa—. En fin, se trata de ir a robar a la rubia miss…

—No, no; por ahora sólo se trata de tener un hombre a quien podamos preguntar cuáles son las intenciones del marqués. Los oficiales no permanecerán seguramente ociosos en el campamento teniendo al lado una selva llena de caza y estando la fragata tan escasa de víveres.

—¡Con bastante gusanos! —agregó el gaviero, haciendo un gesto de disgusto—. Ahora, «Cabeza de Piedra», puesto que no es fácil tropezar con Wolf, vamos a ver si damos caza a alguno de los hombres de la fragata para hacerle cantar.

—No os oculto que la expedición presenta muchos riesgos; pero somos hombres que estamos ya acostumbrados a toda clase de aventuras. Hulbrik, coge el jamón de oso que tuve la precaución de asar antes de dejar el brick, y pongámonos en camino.

—¡Una palabra todavía! —dijo el gaviero mientras regresaba el tudesco trayendo el jamón, que ya casi apestaba.

—¡Habla, pues, charlatán!

—¿Y sir William?

—No te obstines en pensar en él ahora. Grande es el mar, pero tengo la seguridad que hemos de encontrarle de un momento a otro. Lo que necesitamos ahora es un prisionero. ¿Sabes adónde irá el marqués de Halifax cuando ponga a flote la fragata, como lo conseguirá seguramente? ¿Hacia las Antillas, o volverá hacia el Norte? La guerra se hace ahora principalmente alrededor de Nueva York, y el marqués no querrá faltar al último combate. ¿Comprendes?

—Sí, «Cabeza de Piedra» —contestó el gaviero.

—Pues, ¡por cien campanarios!, larguémonos y vamos por nuestro hombre.

—¿Estar «leeos» el campamento? —preguntó el tudesco, que ocultaba a su espalda el pestilente asado para no perder anticipadamente el apetito.

—Menos de una milla —respondió el viejo bretón—. ¡Un magnífico paseo por^debajo de estos pinos! ¿Vamos o no, sangre de ballena? ¡Si continuamos así, enciendo mi pipa y no me muevo de aquí!

Iban por fin a ponerse en marcha a través de aquella magnífica selva, cuando oyeron con sorpresa, y aun con algo de temor, redoblar el tambor a corta distancia.

—¡Ingleses! —dijo el alemán, preparándose a volver la espalda.

«Cabeza de Piedra» se lo impidió.

—¡Ya sé de lo que se trata! —dijo—. ¡No son los ingleses!

—Sin embargo, ha sido un tambor —dijo «Petifoque».

—¿Y sabes quién lo toca?

—¡Supongo que un hombre!

—Pues, no; es un pescado que se llama tambor, que abunda mucho en estas aguas y que se parece a una gigantesca anguila, con un peso a veces de treinta kilogramos. ¡Me acuerdo de haber visto algunos!

—¡Ese guasón me ha hecho sentir algo de miedo; no puedo menos de confesarlo! —dijo «Petifoque»—. ¡Creía ya que los ingleses estaban encima!

—Bueno, y qué, ¿nos vamos ya? —preguntó el contramaestre—. Todavía hemos de oír en esta selva ruidos más extraños; pero no debemos asustarnos. Generalmente son pájaros que proporcionan solemnes chascos.

Por segunda vez emprendieron la marcha sobre aquel terreno, que era extrañamente elástico, haciéndoles saltar más bien que caminar.

~¡Eh, «Cabeza de Piedra»! ¿Qué es esto que pisamos?

—¡Millares y millares de toneladas de frutos de los pinos, que se han ido acumulando siglos y siglos!

—¿No nos hundiremos?

—¡No hay cuidado!

Mientras el pez tambor, escondido en alguna cercana orilla, continuaba lanzando su extraño redoble, los tres náufragos siguieron caminando en dirección de la fragata manteniéndose a un centenar de metros de la costa.

Mil rumores y gritos extraños se percibían en la selva, producidos la mayor parte por los gallos de collar, que luchaban entre sí con ferocidad.

Estos volátiles, que abundan extraordinariamente en los bosques de la Florida y de la Carolina, son muy perseguidos por los cazadores, a causa de su exquisita carne.

Son potentes cantores, por tener debajo del cuello una especie de saco que da extrema resonancia a sus gritos, y forman durante la noche conciertos atronadores que se oyen a tres millas de distancia.

Generalmente terminan estos conciertos con feroces combates, en los que suelen quedar sobre el campo algunos contendientes destrozados por los fuertes espolones de los contrarios.

—¡Vaya una batahola! —exclamó «Petifoque», que, no pudiendo figurarse que se tratara de aves, preguntó—: ¿Qué clase de animales son?

—Ya te he dicho que son volátiles, que se llaman gallos de collar o tetraos.

—¿Grandes?

—¡Magníficos; con un peso de más de dos kilogramos, de unos dos pies de alto, con cuatro alas, dos de ellas como las de las demás aves, y las otras dos bajo el cuello! ¡Si pudiera hacerte probar alguno, no te pesaría! Los grandes señores de las colonias del Norte envían ex profeso cazadores para proveer sus mesas de estas aves. En Nueva York cuestan un ojo de la cara.

—¡Vale más que por ahora nos ocupemos de nuestro hombre! —dijo el gaviero.

—¿Le has visto pasar? —preguntó con sorna el viejo marino.

—¡Le hubiera cogido ya por el cuello!

—¡Hum! ¡Hum! ¡Veremos!

Después de saltar por aquel terreno elástico hasta cerca de la medianoche, llegaron nuestros náufragos a divisar los fuegos del campamento inglés.

Mientras los marineros efectuaban la maniobra, las fuerzas de infantería de marina habían desembarcado con una buena parte de la oficialidad para proveerse de víveres y de agua.

La rubia miss debía de hallarse en el campamento.

—¡Voto a un campanario! —exclamó el viejo contramaestre, que se había detenido bruscamente a menos de trescientos pasos de las fogatas—. ¡Qué idea!

—¿Una idea propia de un bretón de Batz? —preguntó irónicamente «Petifoque».

—¡Por trescientos mil campanarios!

—Quita alguno. ¡Son demasiados!

—Déjame hablar, chiquillo. ¿Soy o no soy yo el almirante?

—Sí, «Cabeza de Piedra».

—Pues, entonces, te confesaré que hasta ahora he estado hecho un asno.

—¿A pesar de la histórica pipa de tu famoso abuelo?

—¡Truenos de Batz! ¿Me dejarás acabar? —dijo el contramaestre levantando el puño.

—¡Seguid, padre! —dijo el tudesco.

—La fragata está encallada, y en unos cuantos días no podrá volver al mar. ¿No podríamos incendiarla?

—¿Qué dices, «Cabeza de Piedra»? —preguntó el gaviero.

—Que podíamos prender fuego a la fragata. ¿Te has vuelto sordo?

—¿Y para qué destruirla?

—De esa manera el marqués con todos sus hombres, así como la rubia miss, tendrían que permanecer aquí sin poder salir al mar.

—¿Y qué?

—Que nosotros, con nuestra chalupa, iríamos a buscar al barón. ¡El corazón me dice que habíamos de encontrarle pronto!

—¿No te engaña nunca el corazón?

—¡Nunca! —respondió gravemente el contramaestre—. ¡Lo conozco bien! Habiendo desaparecido la fragata, nuestro comandante podrá venir y empeñar un combate para recobrar a su prometida.

—¿Y quién irá a quemar el buque?

—¿Quién? ¿Quién? ¡Yo, con cien mil campanarios!

—No, «Cabeza de Piedra», ¡esta vez me cederás el puesto!

—¿A ti? ¿A un mocoso?

—¡Firme como un bretón!

—¡Padre! —dijo el tudesco—. ¿No contar a mí? ¡Tú «haper salfado» mi «fida» y ser tuya!

—¡Qué par de bravos camaradas! —dijo el contramaestre con voz conmovida—. ¡Si fuera mujer, me haríais llorar! La ocasión es oportuna. Los marineros van y vienen y no pondrán atención seguramente en cualquiera otro que suba a la fragata. Yo creo que se habrán olvidado ya de nosotros y que no nos reconocerán.

—Además, todos los marineros se parecen —dijo «Petifoque», quitándose la chaqueta.

—¿Qué haces?

—¡Voy a incendiar esa maldita nave, que tantos disgustos está ocasionando a nuestro comandante!

—¿Y si te prenden?

—Me colgarán; pero un buen corsario no tiene miedo a la muerte.

—No has nacido en Batz, pero te admiro de todas maneras —dijo el viejo bretón—. ¡Qué corazón tienen estos jóvenes marinos! ¡Se juegan la vida con la mayor tranquilidad! ¡Querido, tú no llegarás a viejo!

—¿Por qué? —preguntó el gaviero riendo.

—Porque eres demasiado imprudente.

—Padre —dijo el tudesco, interviniendo—. ¡Yo tener hermano en la fragata! ¡Yo buscar a Wolf y quemar todo!

—Pero tú no sabes si está en la nave o en el campamento —observó «Cabeza de Piedra».

Permaneció un rato pensativo, y después dijo el contramaestre:

—¡Vamos todos juntos, y sea lo que Dios quiera! Abordaremos la fragata por la popa, y sirviéndonos de las cadenas del timón entraremos por las portas. ¡Después, ya veremos! Quizá se nos presente ocasión de traernos a la rubia miss. ¡Esconded las carabinas y las municiones, que no pueden servirnos para nada en esta empresa, y dejemos de charlar!

—¡Ya era tiempo! —dijo el gaviero—. No haces más que hablar. ¿Será este aire lleno de resina el que te hace mover sin cesar la lengua?

—Puede ser; conque en marcha. ¡Vamos de frente contra la muerte!

Escondieron las carabinas y las municiones entre una espesura de pasionarias, y decididos a jugarse el todo por el todo, descendieron a la orilla para atravesar el canal que los separaba de la fragata y del campamento.

Había que nadar unos quinientos pasos; un juego para aquellos bretones y aun para el mismo tudesco.

Apenas habían llegado a la orilla y se preparaban para lanzarse al agua, se levantó ante ellos una forma humana que llevaba terciada una carabina.

—¿Quién va? —gritó aquel hombre, que debía de estar colocado de guardia en aquel puesto.

Siempre audaz y rápido, «Cabeza de Piedra» respondió en un regular inglés, sin perjuicio de preparar su cuchillo.

—¡Pero, bruto! ¿No ves que somos cazadores que volvemos de dar una batida? ¿Quieres que sigamos comiendo gusanos en la fragata? ¡Ya me está pareciendo que me serpentean dentro del cuerpo!

—¿El santo y seña?

—Marqués de Halifax.

El inglés dio un salto hacia atrás, calando la bayoneta en el cañón.

—¿Qué es eso, amiguito? —preguntó «Cabeza de Piedra», que empezaba a perder su sangre fría—. ¿Has bebido demasiado?

—Lo que digo es que no conoces la consigna de hoy para llegar al campamento.

—¡Ahora me la dirás tú!

—¡Sí; clavándote la bayoneta en el pecho!

—¡Es decir, que tenías el fusil descargado!

—¡No importa!

—Pero, animal, ¿no ves que somos tres? Y si tú supieras bien quiénes éramos se te habría puesto la carne de gallina.

—¡Ríndete! ¡Por aquí no se pasa sin el santo y seña!

Y dando un salto, tiró un bayonetazo al pecho de «Cabeza de Piedra», que éste evitó ágilmente echándose a tierra y agarrándole ambos pies.

A la vez, «Petifoque» y el tudesco se arrojaron sobre el asaltante, que parecía hallarse clavado en el terreno por las férreas manos del contramaestre, y le desarmaron en el acto.

—¡Ah, perros!… —rugía el inglés, tratando de soltarse.

—¡Estáte quieto, si no quieres dejar aquí la piel! —dijo «Cabeza de Piedra», amenazándole con la bayoneta—. ¡«Petifoque», un cabo para trincar a este caballerete! Ya no se escapa, y le haremos que cante, ¡por todos los campanarios de la Tierra!

El gaviero, como buen marinero, no dejaba nunca de llevar algún trozo de cuerda; así es que el inglés se encontró rápidamente atado de pies y manos.

No conformándose con esto los tres náufragos, le llevaron junto al tronco de un pino joven y le ataron con tres o cuatro bejucos tan fuertes como cordeles.

—¡Calla! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¿No parece un salchichón nuestro inglés?

—¡De York! —agregó el gaviero.

El prisionero soltó un rosario de juramentos y maldiciones que no inquietaron nada a los dos marineros ni al tudesco.

Dejáronle que se tranquilizara un poco, y «Cabeza de Piedra», amenazándole con la bayoneta, le dijo:

—Ahora abre el pico y canta mejor que un papagayo. Ante todo, ¿cuál es la palabra de consigna para entrar en el campamento o para subir a la fragata?

El inglés apretó dientes y labios, pero pronto abrió unos y otros para lanzar un grito de dolor.

Era que la punta de la bayoneta le había tocado en el cuello, pinchándole algo más abajo de la nuez.

—¡O hablas o te hundo el arma! —dijo el contramaestre—. Como ves, no hay salvación para ti. ¡Confiesa o te clavo en el árbol!

—Escocia —respondió el prisionero entre dientes.

—¿Está perdida la fragata o no?

—¡Perdida! Mañana por la mañana volverá a flotar y emprenderá el rumbo a Nueva York para tomar parte en la guerra, que se ha concentrado allí.

«Cabeza de Piedra» se plantó dos soberbios puñetazos en su durísimo cráneo.

—¿Has dicho que mañana?

—¡Conseguiremos ponerla a flote!

—¡Voto a cien campanarios! ¿No pretenderás engañarnos?

—Estoy en vuestro poder.

—Y permanecerás aquí amarrado hasta que yo haya comprobado si es verdad todo lo que nos has dicho.

—¿Y después me vais a matar?

—¡Somos honrados corsarios y no asesinos! ¿Está la rubia miss a bordo de la fragata?

—No; está en la tierra.

—¿Y el marqués?

—También.

«Cabeza de Piedra» se asestó otros dos fuertes puñetazos en el cráneo.

—Tenía la esperanza de haber podido dar un golpe de mano por el cual salváramos a la miss; pero ahora veo que cualquier tentativa sería inútil y sólo serviría para perdernos.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó «Petifoque».

—Trataremos de inutilizar la fragata y después zafaremos hacia el Norte en busca de La Tronadora. Seguramente la hemos de encontrar.

—¿Vas a prender fuego a la fragata?

—Sí, «Petifoque». Desnudad a ese hombre, que es aproximadamente de la misma talla que yo; dadme sus ropas y dejad que yo intente el gran golpe.

El gaviero y el tudesco cumplieron rápidamente la orden, volviendo a sujetar al inglés en el tronco del pino.

«Cabeza de Piedra» se endosó el uniforme del inglés, que le sentaba bastante bien, cogió su cuchillo y dijo:

—Esperadme aquí sin moveros, suceda lo que suceda.

—¡Vas a hacerte matar! —dijo el gaviero.

—Todavía pienso conservar mi piel por algún tiempo; no tengas cuidado. ¡Conque hasta luego; tengo la contraseña y estoy hecho un verdadero inglés; de manera que no habrá quien me impida la entrada en la fragata ni en la batería! ¿Cuidad de que este hombre no se escape y esperad mi regreso?

—¡Prudencia, padre! —dijo el tudesco.

—¡No temáis; si el diablo no se mezcla en el asunto, dentro de media hora arderá ese condenado buque! ¡Hasta luego, amigos míos!

Descendió a la orilla, se metió en el agua después de asegurarse bien de que no había por allí ningún otro centinela y comenzó a nadar vigorosamente, sumergiéndose todo lo posible.

La oscuridad era tan densa, que no podía verse a un hombre en el agua, y por otra parte los marineros que trabajaban en la fragata no se cuidaban de ejercer vigilancia, porque sabían que por entonces se hallaban lejos todas las naves corsarias.

En menos de cinco minutos llegó «Cabeza de Piedra» a la popa, y trepando por la cadena del timón consiguió entrar en el entrepuente.

Había descolgado una linterna que encontró encendida y marchaba con gran precaución, escuchando, no sin temor, los pesados pasos de los marineros que andaban por la cubierta.

El santo y seña no hubiera sido bastante para salvarle la piel en caso de ser descubierto.

Ya creía haber encontrado uno de los depósitos de leña, cuando se oyó el estampido de un cañonazo disparado en lontananza.

—¡Mi cañón de caza! —exclamó, dejando caer la linterna—. ¡Ya llega La Tronadora! ¡Apenas debe de estar a siete u ocho millas!

Instantáneamente comenzaron a oírse sobre cubierta órdenes precipitadas, seguidas de silbidos y de carreras.

Se había ordenado tener desplegadas las velas y botar al agua las embarcaciones menores para transportar a la fragata todo cuanto hubiera en el campamento antes de la llegada de aquel buque, desconocido para todos, excepto para «Cabeza de Piedra», que había distinguido perfectamente la voz de su cañón favorito.

El pobre bretón pudo apenas contener un rugido.

—¡He llegado demasiado tarde! —dijo—. ¡Y, además, ahora expondría a la rubia miss a morir entre las llamas!

Permaneció pensativo durante algún tiempo, y después dijo:

—¿Y si pudiera hacer volar la santa bárbara antes que viniese la gente del campamento? ¡Bah! ¡Probemos!

Recogió la linterna y se preparó a continuar su exploración; pero en aquel momento se encontró con dos marineros, provistos de linternas también, que parecían subir de la cala, y que le cerraron el paso, gritando:

—¿Adonde vas?

«Cabeza de Piedra» quedó aterrado, perdiendo su habitual sangre fría.

En lugar de pronunciar la palabra de consigna, de lo que en realidad apenas se acordaba en aquel momento, y temiendo ser preso y ahorcado sin volver a ver al barón, se había lanzado a toda carrera por la batería de babor, queriendo ganar el entrepuente y arrojarse al mar por una de las portas. Si «Cabeza de Piedra» era ágil, en alas de la desesperación, no lo eran menos los dos marineros, que tenían sobre él la ventaja de la edad. Lo peor del caso era que no cesaban de gritar a voz en cuello:

—¡A las armas! ¡Traición!

—¡Soy un soldado! —dijo el contramaestre, pero sin detener su veloz carrera.

—¡Entonces, detente! —le intimaron los dos marineros.

¡Detenerse! No era la ocasión oportuna, y, por tanto, «Cabeza de Piedra» se guardó bien de obedecer.

Empuñando siempre su terrible cuchillo, consiguió penetrar en la cámara bajo el alcázar, cuyas portas se abrían en la popa de la fragata.

Pero en el mismo instante en que pensaba lanzarse al agua, se sintió sujeto por dos robustos brazos.

—¡Ríndete o eres muerto! —gritó en sus oídos el marinero que le había sujetado.

—¿Un bretón? ¡Nunca! —contestó «Cabeza de Piedra».

Se desasió vigorosamente de sus adversarios, porque el segundo marinero se había reunido ya a sus camarada para ayudarle, y comenzó a dar cuchilladas a diestro y siniestro.

Un momento después, los dos desgraciados, acribillados de heridas, caían bañados en sangre, pero sin cesar de gritar:

—¡Traición! ¡Traición!

Varios hombres descendían ya desde cubierta, saltando los escalones de cuatro en cuatro.

—¡Detenedlo! —gritaban, aunque sin saber todavía de lo que se trataba.

Un solo instante de vacilación y «Cabeza de Piedra» dejaba para siempre la vida en manos del marqués de Halifax.

Por fortuna, estaba bien advertido del peligro que corría permaneciendo un minuto más en la fragata, y no intentó la lucha.

—¡Hay que mover los talones! —se dijo.

Subió a una de las portas, en la que había un cañón de grueso calibre, se lanzó al mar y desapareció entre el humo de los pistoletazos disparados tardíamente.

CAPITULO XVIII. «LA TRONADORA»

Ya sabemos que aquel endiablado bretón había nacido con buena estrella, y que la muerte no le quería aún.

Después de salir ileso de aquellos dos pistoletazos, disparados al azar, se lanzó al canal, dando una soberbia zambullida, y permaneció debajo del agua, mientras desde la fragata hacían algunos disparos de fusil.

Buceó algunos instantes, y después empezó a nadar entre dos aguas, procurando que no le viesen los ingleses, que no cesaban de hacer fuego desde la fragata.

Una chalupa tripulada por media docena de marineros se había destacado del buque para dar caza al fugitivo y matarle a golpes de remo.

«Cabeza de Piedra», que de cuando en cuando remontaba a la superficie para respirar, había advertido a tiempo este nuevo peligro, y se dirigió con mayor rapidez hacia la orilla en que había dejado a sus compañeros.

Distaba apenas una veintena de metros, y se creía ya a salvo en aquella espesura de mangles, peligrosos por la fiebre, pero excelente refugio en aquella ocasión, cuando, al volver a la superficie por duodécima vez, sintió un violento choque que le arrojó al fondo.

«¡Algún escualo!», pensó.

Preparó el cuchillo y, dando un vigoroso talonazo, subió a la superficie; pero, con gran sorpresa suya, chocó contra una enorme masa extendida en el mar, y que podría tener la extensión de una vela de juanete.

Volvió a zumbullirse y volvió a remontar más allá, encontrándose frente a frente de un monstruoso pez, que le impedía el acceso a la orilla, como si estuviera aliado con los ingleses o, por mejor decir, con el marqués de Halifax.

»¡Voto a mil campanarios! —murmuró—. ¡Un «diablo de mar»! ¡Sólo me faltaba esto para tener que pasar otro mal rato!

Miró hacia la fragata. Habían cesado los disparos, y la chalupa que había pretendido darle caza había regresado, sin duda para embarcar a la gente del campamento.

Las demás embarcaciones surcaban apresuradamente cargadas de soldados y marineros que regresaban al buque.

—¡Si estamos los dos solos, señor «diablo de mar» —dijo el bretón—, podemos empeñar la partida! ¿Me deja usted pasar o no?

El animalote, una especie de gigantesca raya que pesaría un millar de kilogramos, con el cuerpo erizado de hierro y la cabeza provista de dos cuernos semejantes a los de un toro, en vez de retirarse, abrió la inmensa boca y agitó rabiosamente la cola, larga y cortante como una hoja de acero.

A pesar de su valor, cien veces probado, «Cabeza de Piedra» sintió latir su corazón con mayor precipitación que de ordinario. Pero, resuelto a regresar vivo y sano a bordo de La Tronadora, empeñó denodadamente la lucha con el horrible habitante de los bancos de arena.

En lugar de asaltarle de frente, se dejó ir a fondo, y subiendo después rápidamente, clavó el cuchillo en el vientre del monstruo antes que éste hubiera podido revolverse. Después de dar el golpe y de correr el brazo cuanto pudo para causar mayor desgarrón, se alejó hacia la orilla, nadando bajo el agua algunos instantes.

El «diablo de mar», herido en una extensión de más de un metro, no se decidió a lanzarse en su persecución.

—¡Que el diablo te lleve! —dijo el bretón al salir a la superficie y observar que el animal se retorcía espantosamente, lanzando sonoros bufidos—. No necesito de ti, y menos en este momento.

Atravesó los manglares, saltando de rama en rama, llegó a la costa, y empezó a correr sin soltar el cuchillo.

En menos de dos minutos llegó al sitio en que seguía el prisionero, vigilado estrechamente por el tudesco y por el gaviero.

—¿Habéis oído? —preguntó.

—Sí; un cañonazo.

—De su cañón de caza —dijo «Petifoque»—. Conozco bien su voz para engañarme.

—Ahora tratemos de reunimos con el comandante antes que deje estas aguas, porque después no sabremos dónde encontrarle. Puede pasar de largo.

—¿Has incendiado ese maldito buque?

—Me han sorprendido cuando ya había encontrado uno de los depósitos de leña.

—Hemos tenido miedo por ti.

—Y había motivo para ello. He tenido que abrir el vientre a dos marineros que ya me habían trincado. Conque vamos a embarcarnos también nosotros, y ya veremos lo que sucede.

—¿Qué hacemos con este hombre? —preguntó «Petifoque».

—Dejadle aquí —respondió el bretón—. No conviene ponerle en libertad por ahora. ¡En marcha!

Recogieron las carabinas, aun cuando nada tenían que temer de parte de los hombres de la fragata, demasiado ocupados en prepararse para no ser sorprendidos por aquella desconocida nave, que probablemente sería americana.

Había que temer, sin embargo, a la selva, que podía esconder todavía grandes sorpresas. Oían los gritos del prisionero inglés mezclados con los aullidos poco tranquilizadores del lobo rojo; pero los tres náufragos no se preocuparon en absoluto de aquel desgraciado.

Corrían como verdaderos caballos salvajes, cruzando aquel terreno bajo los altos pinos y en medio de una profunda oscuridad que impedía toda orientación.

Tenían prisa por encontrar la chalupa e ir en busca de La Tronadora, ahora que sabían que se encontraban tan próximos.

Cerca ya de la pequeña rada en que habían ocultado la embarcación, se echó de pronto al suelo «Cabeza de Piedra», diciendo:

—¡Eh! ¡Escondeos en ese matorral!

Una magnífica pasionaria se extendía a pocos pasos de distancia.

Arrastrándose sobre las rodillas y las manos, se ocultaron rápidamente entre la espesura.

—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó el gaviero.

—Escucha bien; ¿no te parece oír el ruido de muchos hombre que pasan por la selva?

Pusieron atención «Petifoque» y el tudesco, y oyeron, en efecto, un rumor parecido al que produce un regimiento en marcha.

—¿Los ingleses? —preguntó el gaviero, disponiéndose a huir.

—A esas horas están todos embarcados —respondió el contramaestre—. Les he visto abandonar el campamento y embarcarse en las balleneras y en los botes.

—¿Entonces será alguna columna de indios?

—¡Eso es lo que temo, «Petifoque»! Lo único que desearía era saber hacia dónde se dirigen, para no caer entre ellos. Los pieles rojas de la Florida son más feroces todavía que los de las orillas de los grandes lagos canadienses.

—¡Déjame a mí! —dijo el gaviero—. Yo soy ágil como una ardilla y estos gigantescos guerreros son muy pesadotes.

—¿Oyes?

—Sí, «Cabeza de Piedra». Deben de ser muchos y cerca de nosotros.

—¡No siempre acompaña la suerte! Me parece que hasta ahora nos ha protegido bastante nuestra buena estrella. Dame tu cuchillo, que en estos matorrales sirve mejor que una carabina, y déjame marchar. Te prometo volver en seguida.

—¡Ten cuidado, hijo mío, porque si te cogen te harán sufrir espantosos martirios!

—¡Todavía no me han cogido!

El valiente joven empuñó el cuchillo, atravesó la maleza como una serpiente y desapareció en la oscuridad.

«Cabeza de Piedra» y el tudesco habían armado las carabinas, dispuestos a correr en auxilio de su camarada, sabiendo que los salvajes tienen más temor a una pistola que a cincuenta lanzas.

En la selva continuaba repercutiendo cada vez con mayor claridad el ruido de pasos de innumerables guerreros.

—¡Padre! —preguntó el alemán—. ¿Adonde ir estos indios?

—Algún motivo les habrá hecho dejar sus cabañas y ponerse de noche en el sendero de la guerra, como ellos dicen. Estoy seguro de que han pasado ya más de mil.

—¿Ir contra otros «salvakes»?

—Tengo una sospecha, Hulbrik.

—¿Cuál?

—Que tratan de asaltar el campamento inglés. Por desgracia llegan tarde, o, mejor dicho, por fortuna, pues, si no, corría peligro la rubia miss.

—¿Y nosotros, padre?

—Esperamos a «Petifoque».

¡La Tronadora no tirar más!

—Quizá sir William habrá notado la presencia de la fragata y navegará con gran prudencia y también por causa de los bancos y escollos. ¡Por vida de un campanario! ¡Todavía más guerreros indios! ¡Si nos encontráramos en su camino estaríamos perdidos!

Se oían, en efecto, los pasos de algún otro numeroso grupo de guerreros.

Parecía que todos los indios de la gran península de la Florida se habían concentrado en aquella selva de pinos para dirigirse a las orillas del mar.

¿Se trataba de una emigración? Pudiera suceder; porque aquellos indómitos guerreros andan siempre en busca de nuevas tierras que talar y de nuevos enemigos que sacrificar.

«Cabeza de Piedra» empezó a sentir inquietud, porque cualquier grupo de indios podía cambiar de dirección y descubrir la chalupa en su fondeadero.

—¿Qué hará «Petifoque»? —se preguntaba con ansiedad creciente—. ¿Le habrán despellejado? ¡No me consolaría nunca!

—¡Padre! —dijo el tudesco al cabo de un rato—. Yo ir también con «Petifoque». Yo no poder estar tranquilo.

Antes que pudiera contestar el bretón se sintieron moverse las ramas del matorral y apareció «Petifoque».

—¿Te has propuesto hacerme morir de angustia? —dijo el contramaestre, precipitándose a su encuentro—. ¿Qué es lo que pasa?

—Una multitud de indios, muy armados todos ellos —contestó el gaviero—. ¡Lo menos habrá un millar!

—¿Adonde van?

—Se dirigen hacia el campamento que han abandonado los ingleses.

—¡Ah, canallas! ¡Querían cogerlos de improviso y exterminarlos! Por el lord y toda su gente me hubiese importado muy poco: así se habría terminado la historia; pero en cuanto a la prometida del barón, no es lo mismo. Ya que llegamos demasiado tarde, porque a estas horas ha debido hacerse a la vela la fragata, vamos por nuestra ballenera; estoy seguro de encontrar a La Tronadora a poca distancia del canal, y puesto que el camino está ya libre, despleguemos también la vela, o, mejor dicho, demos primero a los talones.

Escucharon un momento, y como no se oía ya el paso de ningún pelotón de indios, cruzaron la maleza y se internaron en el pinar, haciendo una invocación a sus músculos y a sus pulmones.

Habían conseguido orientarse distinguiendo la estrella Polar por encima de los altos pinos, y con esfuerzos sobrehumanos trataron de ganar toda la distancia posible, temiendo siempre un regreso de los indios. Botando y saltando sobre aquel suelo elástico, llegaron por fin a orillas de la caleta.

—¡Despacio! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Veamos primero si hay alguien. ¡Las sorpresas son frecuentes en este país! ¡Voto a un campanario! ¿Quién ha tomado posesión de nuestra ballenera? ¿No veis que está ocupada por dos individuos que se entretienen en hacerla balancear?

—¡Padre, osos! —dijo el tudesco armando rápidamente la carabina.

—¿Sueñas, Hulbrik?

—¡No, padre; ser osos!

—¿Marinos?

—¡Negros, y ser muy grandes!

«Cabeza de Piedra» se dio dos puñetazos en el cráneo, exclamando:

—¡Estamos maldecidos! ¡Ahora los osos! ¡Y la ballenera nos es indispensable para ir en busca de La Tronadora!

—¡Quizá se halle ya demasiado lejos a estas horas!

—¡No me desalentéis más de lo que estoy!

—¡Yo no temer osos! —dijo el alemán—. ¡Cazar muchos en mi país!

—Vamos a echarlos de ahí —dijo «Cabeza de Piedra».

No se había engañado Hulbrik. Dos grandes osos negros, animales que abundan en los bosques y pantanos de la Florida, se habían apoderado de la ballenera y se divertían en mecerse, a riesgo de hacerla zozobrar. Este espectáculo no tenía nada de extraordinario en las costumbres de los osos, cuando no están irritados, y si no siempre tienen a su disposición una canoa, se dedican a practicar en las ramas de los árboles unos endiablados ejercicios que parecen causarles gran satisfacción.

Pero nuestros náufragos hubieran deseado que en esta ocasión no hubiesen escogido aquel lugar, ni menos aquella embarcación, para sus recreos.

—¿Cómo los atacaremos, Hulbrik? —preguntó «Cabeza de Piedra», disponiéndose a descender a la orilla.

—¡Con fusil, padre! —respondió el alemán.

—¿Y los indios? ¿No se echarán encima al oír las descargas?

—¡Yo no poder con cuchillo, padre! ¡Oso ser fuerte y romper costillas con «prazos»!

—Además —dijo «Petifoque»—, apenas los hayamos matado, daremos a los remos y nos alejaremos en seguida. No hemos visto que haya por aquí ninguna canoa india.

—Es verdad —dijo el contramaestre—. Ahora a ver si hacéis dos tiros de maestro. Apuntad a la cabeza, y yo estaré preparado con el cuchillo para rematarlos.

Pero los osos se habían percatado ya de la presencia de los hombres y se habían preparado a saltar a tierra, alzándose sobre las patas traseras y bramando furiosamente.

—¡Abajo las armas hasta que se presenten de lleno! —gritó «Cabeza de Piedra».

Hulbrik y «Petifoque» se habían encarado los fusiles.

—¡Para mí el de la derecha! —gritó el gaviero.

—¡Yo izquierda, camarada! —gritó el alemán.

Los dos osos avanzaban amenazadores, agitando los brazos y mostrando las enormes uñas. Se encontraban ya a unos quince pasos y se preparaban a dar el último avance.

—¡Fuego! —ordenó el contramaestre.

Resonaron los dos disparos casi a la vez, y los dos osos cayeron rodando hacia la orilla.

Uno de ellos, sin embargo, al llegar al filo del agua, se puso en pie, y reuniendo todas sus fuerzas intentó nuevamente el ataque; pero se encontró frente al viejo bretón que estaba armado con su terrible cuchillo. «Petifoque» y el alemán acudieron precipitadamente, enarbolando las carabinas por el cañón para usarlas como mazas.

Perdiendo sangre en abundancia por una herida que tenía bajo la garganta, se arrojó el oso impetuosamente sobre el contramaestre, tratando de abrazarle para destrozarle las costillas. Pero había encontrado un adversario que no se Asustaba ni se dejaba coger fácilmente.

Por dos veces esquivó el ataque saltando a un lado y a otro, hasta que, por último, se tiró a fondo, y la hoja del cuchillo entró por completo en el pecho del plantígrado.

—¡Vete al paraíso de los osos, si lo hay! —gritó el contramaestre.

El pobre animal vaciló sobre sus patas, rugiendo furiosamente; extendió los brazos, abrió la enorme boca, mostrando amarillentos colmillos, y cayó por fin hacia atrás, rodando hasta la chalupa.

—¡Nuestra buena estrella bretona no ha dejado de lucir! —dijo «Cabeza de Piedra»—. ¡Con tal que no se nos vengan ahora encima los indios!

—¡Ya están ahí! —exclamó en aquel instante «Petifoque»—. ¡A escape, a la ballenera!

Siete u ocho indios, completamente desnudos, pero con su tocado de plumas multicolores y armados de largos arcos y de pesadas mazas, descendían a todo correr hacia la orilla, lanzando su grito de guerra y atraídos sin duda por las detonaciones.

Los tres náufragos, que tenían sobre ellos una ventaja de cincuenta metros, se arrojaron a la ballenera, cogieron los remos y se alejaron rápidamente de la ribera, saludados por unas cuantas flechas que no los alcanzaron.

A unos doscientos metros de la costa izaron la vela, que fue rápidamente presa por un viento favorable, y se lanzaron al centro del canal para salir en busca de La Tronadora, que suponían debía de estar navegando todavía por aquellos lugares.

—¡Abrid bien los ojos! —había dicho «Cabeza de Piedra».

—¡Hay mucha oscuridad todavía! —respondió el gaviero—. Apuesto a que ni un gato puede ver ahora.

—¡Dentro de una hora lucirá el sol! —dijo el contramaestre.

Se había puesto al timón, mientras el tudesco se ocupaba en cargar las carabinas, que podían ser necesarias de un momento a otro y que eran más útiles que el cuchillo.

Se sucedían los canales unos a otros, siempre flanqueados de escollos, en los que grandes bandadas de aves marinas estaban haciendo su tocado matutino, alisándose las plumas con el pico. Llevaba la chalupa recorridas un par de millas entre bancos de arena, cuyos peligros evitaba con mano firme el contramaestre, cuando resonó un cañonazo hacia el mar, haciendo levantar el vuelo a millares de aves.

—¡Mi cañón de proa! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡La Tronadora está cerca!

—¿Y la fragata? —preguntó «Petifoque».

—No la veo, y supongo que habrá navegado mar adentro para escapar de la corbeta.

—¿Qué tal si hubiese ido a encontrarse con el barón?

—No me extrañaría que así sucediese —respondió el contramaestre—. ¡Abrid bien los ojos, hijos míos!

Pocos instantes después hacía girar rápidamente la caña del timón, a la vez que lanzaba una exclamación.

Al otro lado de la escollera se dibujaba una masa negra bastante claramente, aun cuando no hubiese apuntado todavía el alba.

—¡Es La Tronadora! ¡Es La Tronadora! ¡Por trescientos mil campanarios! ¡Llega bien a tiempo!

—¿Y si fuese la fragata? —observó «Petifoque».

—¡Oh! ¿Es que no iba yo a conocer mi barco?

—Está muy oscuro, y es fácil confundir uno con otro.

—Un marino viejo como yo, no. ¡Cargad las carabinas y disparad un tiro para avisar al corsario nuestra presencia!

—Y también para evitamos alguna bala de cañón que pudiera mandarnos al fondo del mar —dijo «Petifoque».

El alemán, que no tenía que atender al timón ni a la escota, se apresuró a obedecer, haciendo el primer disparo.

Quince minutos después la proa de La Tronadora se iluminaba con un fogonazo seguido de una detonación, pero sin que se oyera silbido alguno de bala.

El corsario, que no sabía aún con quién tenía que habérselas, intimaba la detención.

—¡Oh! ¡No tenemos ninguna intención de escapar, mi comandante! —decía «Cabeza de Piedra»—. ¡Arría la vela, «Petifoque», y espera a los camaradas!

La Tronadora, que apenas distaría unos quinientos pasos, facheó quedando al pairo, y botó al agua dos chalupas tripuladas por marinos armados.

—¡Sí, sí, venid a prendernos! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Nunca habrá prisioneros más alegres, ¿no es verdad, «Petifoque»?

—¡Creo lo mismo! —respondió el gaviero, que había dejado caer la vela.

Las dos chalupas de La Tronadora, después de encontrar un pasaje a través de la escollera, penetraron por él, y a los pocos instantes cogían en medio a la ballenera e intimaban la rendición a sus tres tripulantes, apuntándoles con los fusiles.

«Cabeza de Piedra» soltó una estentórea carcajada, gritando después:

—¿No se conoce ya a los amigos?

—¡El contramaestre! —dijeron todos a la vez, bajando las armas.

—¡Con «Petifoque» y nuestro fiel tudesco!

—¿De dónde venís? —preguntó uno de los timoneles.

—¡Alto ahí, camarada! ¡No es éste el momento de contar historias mientras la fragata del marqués de Halifax os está quizá dando caza!

—¿Todavía?

—¡Es un amigo muy testarudo!

—Pero tú le devolverás esta vez las dos balas que tan bonitamente nos desarbolaron las dos veces anteriores.

—No tengo otro deseo que el de encontrarme detrás de un cañón de caza. Esta vez creo que ya no le toca a la fragata.

—¡A bordo! —ordenó el timonel.

Y las tres embarcaciones enfilaron, una tras otra, el peligroso pasaje, a tiempo que el mar empezaba a teñirse con los rosados reflejos del alba naciente.

CAPITULO XIX. EL TERRIBLE ARTILLERO

—¡Todo el mundo a su puesto! —había gritado míster Howard, subiendo al puente de mando.

Después de cambiar «Cabeza de Piedra», apresuradamente, algunas frases con el corsario para informarse de todo lo sucedido, así como de la proximidad de su enemigo, se había precipitado hacia su cañón favorito, el de babor de proa, seguido de «Petifoque» y de los sirvientes de la pieza.

Una mitad de la tripulación se hallaba sobre cubierta, preparada para lanzarse al abordaje en cuanto fuera posible, y el resto permanecía en la batería al servicio de las demás piezas, que ya sabemos que eran muchas.

Reinaba entre todos los corsarios el mayor entusiasmo, porque esperaban que esta vez conseguirían quitar al marqués la rubia miss, prometida del comandante.

Sólo éste, siempre pesimista, aparecía intranquilo, porque conocía a fondo la audacia y el valor de su adversario.

¡Qué distinta ocasión si hubiera podido disponer de la flotilla americana! Pero los cuatro bergantines corsarios habían sido dispersos por la tempestad lo mismo que la flota fantasma.

Confiaba únicamente en «Cabeza de Piedra», y por eso se había colocado cerca de él, para observar la eficacia de sus tiros.

—¡Animo, viejo mío! —le dijo—. ¡Debemos ya dos favores a esa gente y hay que devolvérselos! Te recomiendo únicamente que no dispares contra las cámaras para que no haya peligro de herir a mi María.

—Daré en la arboladura —respondió el bravo bretón.

La fragata, puesta ya a flote y tendidas las velas, se ocultaba como podía detrás de los innumerables escollos que bordeaban el canal.

Avanzaba con gran cuidado porque seguía por entre peligrosos bancos de arena, en los que podía embarrancar de nuevo, y parecía que no quería empeñar el combate, acaso por el gran número de enfermos que tenía a bordo. Pero los corsarios, por su parte, estaban decididos a la lucha hasta terminar con aquel odiado enemigo.

—¿Pasa ya? —preguntó el barón, dando señales de impaciencia.

—¡A quinientos metros, señor! —respondió el bretón.

—Tira antes que enfile ese canal y se interne en alta mar. Ya sabes que es más rápida que nosotros.

—¡Voto a un campanario, demasiado lo sé! Vuela como una fragata del aire. ¡Ah, ya estamos! Ahora pasa frente a mi cañón.

Después de coger la mecha se inclinó «Cabeza de Piedra» para corregir la puntería.

A bordo de la corbeta reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido por las socolladas de las velas. Todos esperaban con ansiedad el disparo del veterano.

—¡Cien libras esterlinas si le das! —dijo el corsario.

—¡Gracias, comandante!

Retumbó el cañón, prolongándose el eco por la escollera y poniendo en fuga a millones de aves marinas, que por un momento oscurecieron el aire.

Un grito unánime salió de la corbeta, pero era un grito de rabia; la bala había pasado por entre el palo mayor y el trinquete de la fragata, sin tocar a uno ni a otro.

¿Envejecía ya «Cabeza de Piedra»? Había que creerlo así.

—¡Fallado! —había gritado el corsario.

—¡Perdidas las libras, señor, pero creo que las ganaré! La batalla apenas ha comenzado.

La fragata, que había escapado milagrosamente de aquel primer disparo, se había internado por un ancho canal, en el que había dos o tres pasajes que la dejaban al descubierto de la corbeta; así es que aún no podía considerarse a salvo.

Las piezas de la batería de estribor y los cañones de caza unieron sus estampidos, mientras el bretón se apresuraba a preparar su cañón favorito, para procurar ganarse la recompensa ofrecida por el barón.

La fragata viró de bordo y respondió a su vez con los cañones de más calibre, intentando aquel famoso golpe que tan buen resultado había dado las dos veces anteriores.

Durante cinco o seis minutos ambas naves se cañonearon recíprocamente, destrozándose los aparejos y matándose los hombres, hasta que la corbeta, aprovechando el viento favorable, se lanzó rápidamente al abordaje.

Al llegar cerca del peligroso banco en que la fragata había encallado, resonaron en la popa de ésta dos disparos hechos con los cañones de caza.

El barón se había echado hacia atrás, a la vez que palidecía toda la tripulación de la corbeta.

El terrible artillero del marqués de Halifax debía de haber entrado en fuego.

Transcurrieron pocos segundos, y dos balas encadenadas rompieron el palo mayor de La Tronadora, con la matemática precisión de las otras dos veces.

El gran tronco osciló terriblemente, arrancó la cofa y cayó sobre cubierta, destrozando la borda de babor.

Al mismo tiempo una ráfaga de aire impulsaba a la desgraciada nave, privada ya de sus mejores velas, y la hacía aconchar sobre el banco de arena, hundiendo profundamente la quilla.

Los corsarios se habían lanzado, armados de hachas, a cortar el pesado tronco, cuyo peso hacía inclinar peligrosamente a la corbeta sobre la banda.

—¡«Cabeza de Piedra»! —gritó desesperadamente el corsario, mientras llovían balas y bombas que destruían la corbeta—. ¡Sálvanos tú!

—¡Presente, señor! —respondió el bretón con voz estentórea—. ¡Va por ti, misterioso y admirable artillero!

Y disparó su cañón a menos de cuatrocientos metros de la fragata.

Apenas cesó el estampido estalló un hurra frenético a bordo de La Tronadora; también la fragata tenía ya su merecido.

El palo mayor, cogido entre dos balas encadenadas que habían salido del cañón del contramaestre, había caído, obligando al barco a pararse de golpe.

—¡Viva «Cabeza de Piedra»! —gritaban estentóreamente los corsarios, sin pensar que estaban por su parte completamente inmovilizados y sin poder llegar al abordaje.

Siguió inmediatamente un cañoneo espantoso por ambas partes. Las dos naves se cubrían de hierro y de metralla, pretendiendo destruirse completamente.

Llevaba la peor parte la corbeta, que aconchada al banco de arena no podía moverse, mientras que la fragata, aunque gravemente averiada, podía alejarse, desprendiéndose del palo que la embarazaba.

Pero, a pesar de ello, los corsarios se batían denodadamente y devolvían golpe por golpe con feroz encarnizamiento y desafiando intrépidamente la muerte.

La imperiosa voz del barón resonaba potente en medio de aquel tumulto.

—¡Fuego! ¡Fuego, mis valientes!

Y los valientes disparaban sin cesar, aun cuando ya habían caído muchos sobre cubierta destrozados o heridos por la metralla inglesa.

La corbeta iba destruyéndose rápidamente bajo aquella lluvia de balas. Los agujeros y los desgarrones causados por los proyectiles se unían unos a otros, penetrando el agua en tal cantidad, que había llenado la sentina y amenazaba subir a las baterías.

El pobre buque se iba anegando, aconchándose cada vez más en el banco de arena; pero la fragata pagaba cara su victoria.

Toda la arboladura había sido destruida; hasta el bauprés había sido cortado por una bala disparada por «Cabeza de Piedra», y la obra muerta empezaba también a hacer agua en abundancia. Pero, más afortunada que la corbeta, había podido izar un par de masteleros con velas cuadradas, y pudo retirarse detrás de la escollera.

Una hora más tarde había cesado ya el cañoneo de una y otra parte, porque las balas no podían llegar a su destino.

—¡Voto a un campanario! —exclamó «Cabeza de Piedra», escapado una vez más a la muerte, que no quería aún su vieja armazón—. ¡Ha sonado la última hora de La Tronadora! ¡Terminó su crucero en este banco de arena!

—¡Después de un honroso combate! —dijo «Petifoque», subiéndose sobre el cañón de caza para observar a la fragata.

—Hemos zurrado, pero nos han zurrado también, y entretanto la rubia miss sigue en poder de ese bandido de marqués.

De pronto gritó una voz:

—¡Un hombre en el mar!

Todos se dirigieron, saltando sobre los destrozados restos que obstruían la cubierta, hacia la borda de estribor, o, por mejor decir, hacia el lugar en que la borda estuvo, pues había sido totalmente destruida.

En efecto; un hombre que parecía proceder de la fragata se dirigía hacia la corbeta nadando vigorosamente.

—¡Nadie dispare! —gritó el barón al ver que algunos hombres echaban mano de los fusiles—. ¡Dejadlo venir!

Mientras tanto, el buque del marqués desaparecía detrás de la escollera, internándose en algún otro canal.

Debía, sin embargo, hacer agua en abundancia y, por tanto, no podía ir muy lejos.

Los corsarios seguían atentamente los movimientos del nadador, que, lejos de esquivar el encuentro con la corbeta, trataba de acercarse a ella.

¿Quién sería? ¿Algún prisionero americano que se había aprovechado del combate para recobrar la libertad? Pero entonces, ¿cómo es que llevaba el gorro de la infantería de Marina inglesa?

El nadador descansó unos instantes en la punta de un banco de arena y volvió a entrar en el agua, nadando rápidamente en dirección de la corbeta.

De repente, Hulbrik lanzó un grito:

—¡Mi hermano! —dijo.

—¡Wolf! —exclamó «Cabeza de Piedra».

—Sí, padre; ser él.

—¿Qué viene a hacer aquí?

—¡Esperemos, charlatán sempiterno! —dijo el corsario—. No hay posibilidad de entenderse cuando está por medio tu lengua de bretón.

—¡Quizá sea así, mi comandante! —respondió el bretón.

Howard, en tanto, había ordenado que se dejasen caer algunos cabos, porque todas las chalupas habían sido desfondadas por los tiros de la fragata.

—¡Wolf! ¡Wolf! —gritaba el tudesco—. ¡Mi hermano!

—¡Hulbrik! —respondió el nadador, que se encontraba ya bajo la corbeta, sumergida casi hasta los imbornales.

Hulbrik se precipitó hacia su hermano y lo abrazó estrechamente, aun cuando el corsario había querido detenerlo.

—¡Déjamelo ya! —dijo el barón—. Después podréis abrazaros cuanto queráis. Supongo que sólo por saludar a tu hermano no habrás abandonado la fragata, a riesgo de recibir un balazo.

—¡No, señor! —respondió Wolf—. ¡Fenir de parte de la prometida de usted!

El corsario se puso intensamente pálido, adquiriendo después sus mejillas un vivo color encarnado.

—¿De María? —dijo, con voz desfallecida—. ¿Vive todavía?

—Sí, sir; fife, ¡y sólo pensar en usted todos los momentos de su fida!

—¿Qué quiere? ¿Que yo la libre de ese marqués que la tiene presa?

—Y usted hacerlo lo antes posible, sir; porque la fragata intenta volver a Nueva York, y el primer acto del marqués será desposarse con la miss.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El en persona; porque siempre yo ser su confidente.

—Pero ¿podrá la fragata, en el estado en que se encuentra, llegar a Nueva York? —preguntó mister Howard.

—Yo oír que construir una balsa con la esperanza de encontrar más tarde alguna nafe inglesa.

Mister Howard —preguntó el barón, presa de viva agitación—, ¿qué me aconseja usted hacer?

—Seguir el ejemplo y ponernos a caza de los ingleses a través del Atlántico.

—¿Con una balsa?

—¿Es que no se navega bien así, señor? Yo espero hacer con ella un magnífico crucero, en el que han de dar buen juego los fusiles.

—¡Pobre corbeta mía! —exclamó el corsario con un suspiro—. ¡Si la tuviese todavía a mi disposición, cómo variaría el asunto y qué poco tardaría María en encontrarse en mis brazos! En fin, ¡ánimo y no desesperemos! Nueva York no está cerca, y allá arriba combate y resiste vigorosamente el general Washington a las fuerzas de Howe y de Cliton. ¡«Cabeza de Piedra»!

El bravo bretón estaba, como siempre, pronto a acudir, seguido a corta distancia por su inseparable «Petifoque».

—¿Crees que con los restos de la corbeta se podrá construir una balsa capaz de contenernos a todos?

—Y nos sobrará madera, sir William; pero tendremos que abandonar la artillería.

—No contaba yo con ella; resultaría muy peligroso para la balsa. ¡Condenación y muerte! ¡No haber podido arrancarla del poder de mi hermano! Pero no desespero todavía.

—¡Ni yo tampoco! —dijo mister Howard—. Recuerde usted que hemos dejado atrás la flotilla corsaria americana y es fácil que nos encontremos con alguno de esos buques. Eso sería el fin del marqués.

—Cuento desde luego con la posibilidad de encontrar a uno de esos veleros.

Mientras la tripulación, provista de hachas y de sierras, empezaba a deshacer la corbeta y preparar la madera para la construcción de una balsa, sir William y mister Howard se refugiaron entre la jarcia pendiente del trozo de palo mayor que había quedado en pie.

—Debe de haberse escondido detrás de algún alto grupo de arrecifes —dijo el barón, mirando hacia el sitio en que la fragata había desaparecido—. ¡Si pudiéramos sorprenderlos antes que lanzasen la balsa!

—¡Es cuestión de tiempo, señor! —contestó el teniente.

Si no ocurre nada, antes de media hora podremos emprender de nuevo la marcha.

En tanto, la tripulación de la corbeta, después de arrojar al mar los muertos, que ascendían a una docena, se había puesto a trabajar alegremente, haciendo un estrépito horrible.

Sumergida la corbeta más de tres metros sobre la línea de flotación, se había acostado en el banco. Y como el mar estaba tranquilo, era fácil conducir las maderas a la arena para reunirías entre sí con clavos y, sobre todo, con cuerdas.

«Cabeza de Piedra» se había cuidado ante todo de llevar gran número de barriles para hacer más ligero el armatoste y sostenerlo, especialmente en los cuatro ángulos. Después se había ocupado de las provisiones, a fin de que toda aquella gente no corriese el peligro de morir de hambre o de sed en medio del Océano.

Transcurrió el día y cayeron las tinieblas, envolviéndolo todo en su negro manto: bancos y rocas. A estribor de la corbeta se levantaba una verdadera montaña de maderas, trozos de mástil, vergas, restos del puente, del alcázar, de la toldilla. Se habían encendido algunos fanales, contra el parecer de «Cabeza de Piedra», que no había olvidado a los indios.

Ya comenzaba a delinearse la balsa, amarrada sólidamente al costado de la corbeta, y cuando el trabajo era más activo oyéronse algunos silbidos estridentes que parecían señales y que debieron de ser lanzados desde el lugar que ocupó el campamento de los ingleses.

—¡Esto es lo que me temía! —gritó «Cabeza de Piedra»—. ¡Todo el mundo a bordo y hagamos hablar a los cañones de caza, ya que las baterías están bajo el agua!

El corsario acababa de cenar con su segundo, y ambos se presentaron sobre cubierta en el momento en que la tripulación hacía una prudente retirada.

—¡El silbido de guerra de los indios! —dijo.

¡Oh; lo conozco bien! ¿Se habrán unido con mi hermano?

—¡Creo lo contrario, mi comandante! —dijo «Cabeza de Piedra»—. Esos mismos indios trataron de sorprender el campamento inglés, y nuestra mala fortuna nos ha conducido a encallar en el mismo sitio, exponiéndonos al abordaje de esos perros sarnosos. ¡«Petifoque»! ¡A nuestro cañón, y no economicemos municiones, ya que la santabárbara ha quedado milagrosamente en seco!

Innumerables sombras humanas descendían hacia el campamento inglés, separado del banco por un canal, vadeable aun para los que no supieran nadar.

No había duda; eran los indios que los dos bretones y el tudesco habían visto atravesar, formando grandes masas, el bosque de pinos veinticuatro horas antes. Se trataba de un verdadero ataque o, si se quiere, abordaje, y los indios de la Florida gozaban fama en aquella época de tener un valor extraordinario.

Al verlos reunirse en la orilla del canal formando compacta masa, los hombres de la corbeta habían cogido las armas mientras los artilleros acudían a sus piezas de caza.

—¡Dejad que se acerquen! —gritó el corsario—. ¡No disparéis más que sobre seguro!

Ya se preparaba «Cabeza de Piedra» a disparar un cañón; pero se contuvo al ver que un guerrero de estatura gigantesca se metía en el agua y gritaba en pésimo inglés:

—¡Que los hombres blancos cedan su casa flotante a los hombres rojos!

—¿Quién eres? —preguntó el corsario.

—¡Mata Grosso, gran sakem de los seminólas del lago Okekobee!

—¡Ve a decir a tus guerreros que los hombres blancos conocen bien la crueldad de los tuyos, y entretanto, para que corras más, ahí te envío este regalo!

Había montado la pistola y la disparó contra aquel insolente, que intimaba una rendición sin combate alguno. El rojo guerrero cayó, lanzando su terrible grito de guerra:

—¡Okra!

Centenares de voces hicieron eco y centenares de guerreros se precipitaron al canal, que atravesaron corriendo, después de lanzar unas cuantas flechas.

—¡Ahora tú, «Cabeza de Piedra»! —gritó el corsario, que sólo tenía fe en su bretón.

—¡Allá voy, señor! —repuso el contramaestre, cogiendo la mecha.

También los demás artilleros estaban preparados, así en el castillo como en el alcázar, en tanto que la tripulación se alineaba tras los montones de los restos empuñando las carabinas.

—¡Fuego! —ordenó el segundo.

Treinta o cuarenta disparos de carabina se oyeron casi a la vez, seguidos de dos cañonazos de metralla.

Los indios, que ya pensaban en asaltar la corbeta, operación fácil por estar medio tumbada, se replegaron precipitadamente dando alaridos; pero bien pronto volvieron a estrechar sus filas y se lanzaron nuevamente al ataque.

Disparaban los cañones y las carabinas, iluminando la noche sus fogonazos, y caían los indios en gran número.

Ayudándose unos a otros, consiguieron subir a cubierta unos cincuenta, a pesar de que el fuego no había decrecido un momento.

Los marineros, que vieron enarbolar a sus asaltantes sus terribles y pesados rompecabezas, echaron mano a sus sables y hachas de abordaje y se arrojaron denodadamente al combate cuerpo a cuerpo.

Sir William y mister Howard cargaban a la cabeza de sus hombres, desafiando intrépidamente a la muerte.

Durante diez minutos se desarrolló un espantoso combate a todo lo largo de la banda, hasta que los indios, a pesar de contar aún con abundantes refuerzos en el banco de arena, tuvieron que abandonar la corbeta, dejando en ella buen número de cadáveres.

Ya era tiempo, porque los corsarios empezaban a impresionarse por la estatura gigantesca de los asaltantes y la longitud de sus clavas, y hubieran acabado por ceder al empuje terrible de los indios.

«Cabeza de Piedra» y los demás artilleros, al ver libre el campo, dispararon nuevamente sus cañones, aumentando el terror de los fugitivos.

Tres o cuatro indios que se habían obstinado en permanecer sobre cubierta fueron muertos a culatazos y arrojados al agua.

La victoria era completa, cuando menos por el momento, y los marineros podían continuar la construcción de la balsa.

CAPITULO XX. LAS DOS BALSAS

Después de haber inspeccionado toda la cubierta por si hubiese quedado escondido algún indio, el corsario y su segundo dieron orden de continuar los trabajos.

Los de la fragata debían de haber terminado ya su balsa, y, por tanto, el marqués se hallaría, bien o mal, navegando hacia el Atlántico septentrional.

El interés del corsario estaba en no dejarle llevar gran delantera, esperando que cualquier circunstancia favorable le permitiera echarse encima y apoderarse de la rubia miss.

A una orden de mister Howard saltaron al banco cincuenta hombres con linternas y herramientas, y empezaron a colocar tablas para formar el piso sobre el esqueleto o trabazón, formado con vergas y trozos de mástiles.

«Cabeza de Piedra» continuaba vigilando detrás de su cañón, dispuesto a protegerlos en el caso de que los indios volviesen al asalto.

Y no se equivocaba el viejo lobo de mar, porque al poco tiempo empezaron a silbar las flechas en todas direcciones.

—¡Voto a un campanario! —exclamó—. ¿Es que no quieren dejarnos marchar?

—Puesto que no puedes llevar con nosotros ni tu cañón ni las municiones, debías disparar sin cesar —dijo «Petifoque»—. Están en acecho detrás de aquellos manglares que cubren la orilla del canal.

—¡Desdichada expedición!

—¡Quizá termine bien, amigo!

Continuaban las flechas molestando a los trabajadores y volvieron a resonar los cañones de caza, que destrozaban las plantas acuáticas y mataban a los hombres en ellas ocultos.

Cuando habían disparado ya seis o siete cañonazos, oyeron a lo lejos una detonación producida por algún cañón de pequeño calibre.

Sir William y Howard se lanzaron a estribor presas de gran inquietud, y dirigieron sus miradas hacia el canal, por donde había desaparecido la fragata.

—¿Qué será ese disparo? —se preguntó el barón—. ¿Habrán ido allí también los indios?

«Cabeza de Piedra» disparó de nuevo el cañón, y se reunió con el comandante y su segundo.

—¡Mi comandante —dijo, rascándose la frente—, a mi pobre juicio esa detonación no anuncia nada bueno para nosotros! ¿No será alguna nave de la escuadra fantasma que haya vuelto hacia el Norte y a la cual la fragata trate de llamar?

—¡Se me ha ocurrido la misma idea! —dijo Howard—. Es imposible que todos aquellos buques hayan desaparecido.

—¿Será posible que mi hermano tenga tanta suerte todavía? —dijo sir William con un suspiro.

—¡Silencio, señor! —dijo el bretón.

Se había puesto a escuchar con las manos detrás de las orejas formando pabellón para recoger mejor los sonidos.

—¡No se oye más que la resaca! —dijo—. ¡Los náufragos de la fragata han sido recogidos o han construido ya su balsa, alejándose en ella!

—Y ahora embarquémonos también —dijo el corsario—, y dondequiera que los encontremos los abordaremos.

A pesar de los continuos ataques de los indios, los corsarios habían conseguido construir una magnífica balsa de treinta metros de largo por diez de ancho, con un mástil que sostenía una vela, arriada por el momento, y un largo timón en forma de remo.

Como no había que confiar en un inmediato encuentro con la escuadra americana, iban bien provistos de víveres, armas y municiones, así como también de algunas mantas.

Preparábase ya el corsario a dar la orden de incendiar el buque y embarcarse en la balsa; pero en aquel momento se precipitaron los indios nuevamente al ataque con furia indecible, como si hubieran decidido no dejar partir a ningún hombre blanco. Por segunda vez se presentaban en compacta masa y bien armados. No había que perder un instante.

«Petifoque» colocó una larga mecha encendida en la santabárbara, que había quedado por fortuna en seco, como ya hemos dicho; dispararon sus piezas los artilleros por última vez, abriendo brechas muy anchas en aquel alud humano, y todos se embarcaron en la balsa. Picadas las amarras y desplegada la vela, los náufragos dejaron el banco de arena, disparando aún sus carabinas contra los pieles rojas.

«Cabeza de Piedra», que no podía ya manejar su famoso cañón de caza, había cogido el timón, mientras treinta o cuarenta marineros provistos de remos ayudaban a la maniobra.

Apenas había recorrido la balsa unos cincuenta metros cuando se encontró rodeada por una legión de nadadores. Eran los indios, que intentaban otra vez el abordaje lanzando espantosos gritos.

En la balsa se produjo gran confusión, temiendo los corsarios no poder rechazar el ataque, por no contar con el auxilio de los cañones.

Pero surgió de pronto la voz de sir William, gritando:

—¡Dejad las carabinas, y mano a los sables y a las hachas!

Esta orden reanimó a los corsarios, y la lucha se reanudó con mayor furia que nunca, en torno de la balsa, que sufría peligrosas sacudidas.

Pese a las bajas que sufrían, aquellos bárbaros se resistían tenazmente, y trataban de sumergir la balsa y sus tripulantes con el peso de sus cuerpos.

De pronto se les vio abandonar los bordes de la balsa, que habían bañado con su sangre, y alejarse con toda la rapidez posible, ayudándose unos a otros.

—¿Qué sucede? —preguntó el barón, que no podía esperar aquel desenlace.

—¡Mire usted! —dijo Howard—. ¡Ya los alcanzan!

Se veían bajo el agua manchas fosforescentes que describían rápidos zigzags.

—¡Los tiburones! —había exclamado el barón—. ¡A tiempo han llegado!

Una bandada de una docena de marrajos, que debía de haber estado oculta entre las plantas marinas de la orilla, se había lanzado contra los indios, poniéndolos en dispersión después de haber devorado a no pocos.

Algunos de los monstruos intentaron también asaltar a los náufragos de La Tronadora; pero la acogida que tuvieron les decidió a volver a la caza de la carne roja, más grata para ellos, según se dice, que la carne blanca, la cual les resulta amarga. Rechazado el nuevo asalto, que no fue menos peligroso que los anteriores, la balsa recobró su marcha, internándose por un canal flanqueado por grandes grupos de mangles, y que se dirigía directamente hacia el Norte.

Preguntábanse el corsario y «Cabeza de Piedra» si sería el mismo en que se habría refugiado la fragata, cuando un relámpago alumbró las tinieblas hacia el Sur, seguido de una horrorosa detonación y de una lluvia de ardientes tizones.

El viejo bretón lanzó un grito de dolor:

¡La Tronadora ha volado!

—¡Pobre nave mía, tan temida y tan admirada! ¡Ya no se hablará más de ella! —dijo el barón con sollozante voz.

—Ahora no valía nada, señor —dijo Howard—. ¡Habrá saltado con gran número de indios!

—¿Y la balsa de la fragata?

—La encontraremos; tenga usted paciencia.

—¿Estará ya muy lejos?

—Tendremos tiempo de alcanzarla, sir William. Las balsas son pésimas veleras, y no podrá aquélla haber recorrido muchos nudos.

—¡Temo que encuentre algún buque!

—¡No será fácil! Las costas de la Florida son sobradamente peligrosas por sus bajos y escolleras. Agregue usted a esto los indios, y dígame quién se atreverá a esconderse entre estos extraños canales, que sólo tienen puertos insignificantes.

—¡Es verdad —respondió el barón—; pero lo cierto es que todavía no he visto un rayo de esperanza desde nuestra salida de las Bermudas y la toma de Boston, rayo que día a día estoy deseando angustiosamente!

—¡Llevando un nombre en los labios! —dijo mister Howard—. ¡María de Wentwort!

—¡Calle usted, no encone una terrible herida que sangra demasiado!

—¡Y que en Nueva York curaremos para siempre!

—¡Oh! Quién sabe…

—¡Pues yo, sir William, tengo la esperanza de que hemos de dar que hacer a los brazos dentro de los muros de aquella gran ciudad! Ahora váyase usted a descansar. «Cabeza de Piedra» y yo nos quedaremos al cuidado con algunos hombres. Por el momento no nos amenaza peligro alguno.

Abrumado por la fatiga, se acostó el corsario sobre unas mantas tendidas al pie del mástil.

Diez o doce marineros armados con fusiles permanecían en las bordas para tener a raya a los tiburones, que no se habían alejado del todo.

Entretanto, la balsa, en busca de la fragata, continuaba internándose por una serie interminable de canales al impulso de una débil brisa.

Reinaba un profundo silencio, interrumpido únicamente por el grito monótono del rotauro mokoko, ave de dos pies de alto, de pluma oscura a rayas, que abunda en las costas de la Florida y anuncia el paso de los navegantes con un continuo dun-ca-du, dun-ca-du, jamás variado.

Atravesó la balsa otro canal que se cruzaba con el anterior, y de pronto se divisó una gran masa oscura adosada a una escollera entre bancos de arena. «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» se pusieron en pie inmediatamente, lanzando el mismo grito:

—¡La fragata! ¡La fragata!

A este grito se despertaron todos los corsarios, temiendo alguna sorpresa.

Sir William y mister Howard experimentaron profunda impresión al descubrir a su terrible adversario, reducido a un estado de completa inutilidad.

Los dos cañones de la corbeta debieron de abrir en su casco grandes vías, por las que el agua se había precipitado invadiendo todo el buque.

—Ahora ya estamos iguales, querido marqués —dijo sir William—; cuando menos, hasta Nueva York.

Iban a dar orden de acercarse a la fragata; pero en el mismo instante salió a la borda de popa una forma humana, haciendo animadas señas.

—¡Un hombre! —exclamó mister Howard—. ¿Quién será y por qué habrá permanecido a bordo mientras todos los demás se embarcaban?

—¡Salta! —le gritó el corsario.

El desconocido pareció vacilar un momento, pero acabó por lanzarse al agua, y a las pocas brazadas se encontró al lado de la balsa.

Al verle llegar, «Cabeza de Piedra» no pudo contener un grito de estupor.

—¡Tú! —exclamó—. ¿Eres el inglés que dejamos atado en el bosque?

—¡Sí! —respondió el soldado crispando los puños.

—Me alegro de verte vivo todavía. Me he acordado muchas veces de ti; pero no he tenido tiempo de volver allí. ¿Viniste a nado hasta la fragata?

—¡A caballo en un tronco de árbol, pasando por entre una bandada de tiburones!

—¡A los cuales parece que no agrada la carne inglesa!

El prisionero se sacudió el agua, dejando oír una sarta de injurias, a las que no se dignó responder el bretón.

—¿Cuánto tiempo hace que has llegado aquí? —preguntó el corsario, que ya conocía la historia del inglés abandonado en el pinar.

—Hace tres horas, señor —contestó el inglés, con cierta cortesía esta vez, pues ya había comprendido que se trataba del comandante.

—¿No había nadie a bordo?

—Absolutamente nadie.

—¿Quedan chalupas en la fragata?

—Sí, señor; pero todas están abiertas por los tiros de alguna potente artillería.

—Sabemos que tus compañeros se han embarcado en una balsa; ¿cuántos crees que son?

—No lo sé, señor, porque no he asistido al combate. En cubierta hay grandes montones de cadáveres; así es que no puedo calcular el número de supervivientes, Y ahora, ¿qué va usted a hacer conmigo?

El corsario, después de hacer seña de que se acercase a un hombre barbudo, que estaba apoyado en el mástil, contestó al inglés:

—Yo podría mandarte ahorcar con perfecto derecho, y aquí tienes delante al verdugo de Boston. Sin embargo, te concedo la vida hasta Nueva York, a condición de que no hagas que me arrepienta de este paso.

—¡Se lo prometo a usted, señor! —respondió el prisionero, gozoso de salir del lance a tan poca costa.

—¡Hum! ¡Hum! —refunfuñó «Cabeza de Piedra»—. ¡Un asunto que yo no hubiera terminado de ese modo! «Petifoque» y yo le vigilaremos de cerca, porque este muchacho, que ha conseguido deshacer las ligaduras hechas por un marino viejo como yo y volver a bordo de su buque, a pesar de los indios y de los tiburones, es capaz de jugarnos una mala pasada.

Por precaución se amarró al prisionero al palo de la balsa, y, como aún faltaba bastante tiempo para el alba, los corsarios volvieron a sus puestos, tumbándose sobre las tablas.

Después de dos horas de navegación continuada por el mismo canal, hallóse la balsa fuera de bancos y de escollos; ante ella se extendía el Atlántico, en extremo fosforescente.

En el acto descubrió «Cabeza de Piedra» una gran mancha negra que navegaba a una milla, y que llevaba una vela de grandes dimensiones.

—¡La balsa del lord! ¡La balsa del lord! —gritó.

No se había extinguido aún su voz, y ya estaban los corsarios en pie, con las armas en la mano, creyendo que se acercaba el momento del abordaje.

Pero bien pronto hubieron de convencerse de que no podían hacer nada por el momento, porque la balsa llevaba una ventaja de más de una milla y tenía mayor número de remos. Los ingleses, por su parte, se habían percatado también de la presencia de sus más encarnizados enemigos y se les veía agitar los brazos.

En medio de ellos se divisaba una forma blanca, que el corsario contempló con emoción.

—¡María! —exclamó.

Y la joven, como si le hubiera oído, había tendido sus brazos con desesperación.

—¡Calma, sir! —dijo Howard, viendo al barón pálido como un cadáver—. ¡No se han escapado todavía, y el viento que impulsa aquella vela impulsa también la nuestra!

El corsario se dejó caer sobre un barril, cubriéndose la frente con ambas manos. Había allí hombres que tenían en aquel momento los ojos bañados en lágrimas.

—¡La seguiremos siempre y adondequiera que vaya! —agregó mister Howard—. Además, aún está muy lejos Nueva York.

—Y mientras tanto —dijo «Cabeza de Piedra»— pueden suceder muchas cosas imprevistas. ¡Por vida de un campanario! ¿No somos los corsarios de las Bermudas?

—¿Qué esperas tú? —preguntó el barón.

—¡Eh; déjeme usted pensar, mi comandante! ¡Es un secreto mío!

En aquel momento hicieron algunos disparos de fusil desde la balsa inglesa; pero con aquella distancia tenían que resultar inofensivos.

—¡Ah! —exclamó el bretón—. ¡Si esta balsa hubiera podido embarcar uno de nuestros cañones de caza no sé qué tal lo pasarían aquellos señores de allá! Esperemos por ahora, que acaso llegue pronto el caso afortunado de que podamos caer sobre ellos.

No había nada que hacer por de pronto, en efecto. Ambas balsas navegaban con la misma velocidad, empujadas a duras penas por un débil viento.

El corsario, de pie sobre un barril, continuaba mirando intensamente a la blanca figura que se destacaba sobre el fondo rojo y azul de soldados y marineros. Parecía que en aquellos cinco minutos había envejecido diez años.

—¡Voto a un campanario! —murmuró «Cabeza de Piedra»—. ¡Una milla, una milla tan sólo! ¿Qué es eso para los bretones? ¡Si pudiera llevar mi proyecto adelante, el barón estaría alegre y rejuvenecido! ¿Y por qué no? Hay que decidirse antes que asome el alba, ya que ha cesado la fosforescencia.

Volvió al timón, donde se encontraba «Petifoque» con los dos tudescos.

—¿Quién de vosotros no tiene miedo a la muerte? —les preguntó.

—¡Yo no he temblado nunca! —respondió en el acto el joven gaviero.

—¡Ni nosotros! —contestaron los dos hermanos.

—¿Os encontráis con ánimos para intentar solos el abordaje de la balsa y el rapto de la miss? Mirad; el mar está oscuro y apenas si se divisa la balsa de los ingleses.

—¡Una empresa difícil! —dijo «Petifoque».

—¡Otras más peligrosas hemos llevado a cabo!

—¡Gracias a la protección de la pipa de tu abuelo!

—¿Queréis intentarlo? Dentro de dos horas despuntará el alba y entonces resultaría inútil toda tentativa. No se lo digáis a nadie; armaos de cuchillos, desnudaos y filemos hacia la balsa.

Extinguida la fosforescencia, las aguas del Atlántico estaban negras como la tinta. Todo había desaparecido entre la oscuridad, hasta la figura blanca de María de Wentwort.

Aquellos cuatro hombres, que, si bien eran algo charlatanes, también sabían obrar, después de haber cambiado algunas frases con mister Howard para indicarle su provecto, se lanzaron al mar aprovechando la oscuridad, sin ser vistos por sus compañeros, que habían vuelto a acostarse.

Mister Howard —había dicho «Cabeza de Piedra» antes de marcharse—, si no volvemos dentro de una hora, puede usted decir que el marqués nos ha hecho ahorcar en el palo de su balsa.

—¿Lleváis salvavidas?

—Uno solo para la miss; nosotros no lo necesitamos. Esperemos que dure esta oscuridad, porque si volviese la fosforescencia nos harían pasar los ingleses un mal cuarto de hora antes de poder volver a la balsa.

Hizo un signo de despedida y lanzóse resueltamente mar adentro, seguido por los dos tudescos y por el gaviero, que remolcaba el salvavidas.

Aquellos excelentes nadadores se adelantaron a la balsa, y en pocos minutos se remontaron hacia el Norte en busca de la otra enemiga, que permanecía invisible.

—¡Tened cuidado únicamente de los tiburones! —había dicho el contramaestre—. No os preocupéis por ahora de los ingleses, que están ciegos como topos.

—¡De los tiburones y de los diablos de mar! —había agregado «Petifoque».

Puestos en fila los cuatro nadadores, avanzaban rápidamente, procurando sumergirse todo lo posible.

Habían observado la dirección de la balsa, a pesar de que no la alumbraba ya la fosforescencia de las aguas, y trataban de acercarse a ella con gran energía. Era un acto de locura aquella empresa; pero «Cabeza de Piedra» estaba seguro de sorprender a los ingleses durmiendo, porque hallándose ambas balsas lo bastante separadas para temer por el momento un abordaje, no era necesaria una gran vigilancia.

Así, nadando con precaución, una hora antes que las estrellas comenzaran a palidecer se encontraban los dos bretones junto a la balsa, en un extremo que parecía no estar guardado.

Conforme había sospechado «Cabeza de Piedra», los ingleses, lo mismo que los corsarios, se hallaban tendidos sobre el vasto tablado, entre velas, cajas y barriles. El contramaestre levantó con precaución la cabeza, murmuró algunas frases entre dientes y puso después las manos en el borde de la balsa.

Entre la muchedumbre de cuerpos tendidos pudo divisar la blanca figura que se hallaba junto al mástil, seguramente guardada por el terrible marqués. En el momento en que iba a entrar en la balsa resonaron dos cañonazos a distancia no grande, seguidos de una verdadera andanada.

Algunos buques habían llegado de pronto a aquellas aguas y combatían, ignorando probablemente la proximidad de aquellas balsas.

—¡Perdida la partida! —dijo el contramaestre—. ¡Nuestra buena estrella se apaga para siempre!

Al escuchar aquel cañonazo, los ingleses se habían levantado precipitadamente y gritaban:

—¡A las armas!

Hacia Poniente centelleaban los fogonazos de la pólvora; pero sin llegar a iluminar los buques.

—¡Andanadas! —dijo el contramaestre, dejándose caer al agua antes de ser descubierto—. ¡Avante, muchachos, avante sin detenernos hasta nuestra balsa, que es donde mejor estaremos! ¡Rayos del infierno! ¿Qué naves serán esas que han venido en tal mala hora a impedir nuestros propósitos cuando ya creíamos conseguir nuestro objetivo?

—Yo sólo veo dos —dijo «Petifoque»—. Si combaten entre sí será porque la una sea americana y la otra inglesa.

—¡Si pudiéramos abordar a la americana! Al servicio de sus piezas daría todavía alguna buena lección a las casacas coloradas del otro lado del Atlántico.

—Y yo le guiaría hacia nuestra balsa para que pudiera recoger al comandante y a nuestros camaradas.

—¡Silencio!

Entre el fragor de los cañonazos y de la fusilería se habían oído algunas voces que gritaban estentóreamente:

—¡Avante el Caboto!

Recordarán nuestros lectores que el Caboto era uno de los cuatro buques de que se componía la primera escuadrilla americana, armado de catorce cañones, y que después de la retirada de lord Howe había seguido a La Tronadora, separándose de ella por causa de aquella continua tempestad que casi había destruido la flota fantasma del almirante Dunmore. Probablemente combatía contra alguna nave inglesa que sólo se dejaba ver por el relámpago de sus cañonazos.

—¡Abordémosla! —gritó «Cabeza de Piedra»—. No faltará algún cabo pendiente de los tangones. Si no recoge nuestra balsa, corre ésta el peligro de ir a parar a manos de los ingleses.

Dos sombras aparecieron por el coronamiento de popa, y al divisar a los cuatro nadadores, ya reunidos en grupo, dirigieron hacia ellos sus fusiles, creyéndolos ingleses.

Se ayudaron unos a otros, y los cuatro juntos llegaron felizmente bajo la popa del Caboto, aunque algunas balas cayeron en torno de ellos levantando montañas de espuma.

El contramaestre se aferró a una de las cadenas del timón, y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Ah del Caboto!…

—¡Dejad en paz las armas! —gritó el maestro—. ¡Somos de los vuestros!

—¿Yanquis?

—Corsarios de las Bermudas.

—¿Podéis subir? —preguntó uno de los oficiales del Caboto.

—Allá vamos, señores, que por aquí graniza, y además empiezan a pasearse los tiburones.

—¡«Cabeza de Piedra»!… —exclamó el oficial de cuarto apenas apareció por la borda el contramaestre—. ¿Cómo es que se encuentra usted aquí? ¿Dónde está el barón?

—Más cerca de lo que usted puede suponer.

—¿No viene en mi ayuda? No consigo echar a pique ese condenado bergantín, a pesar de haberle metido dentro más de treinta balas.

—El barón no tiene ya sus piezas ni de batería ni de caza, por la sencilla razón de que se hallan en el fondo del mar. Ya contaré a usted más tarde lo que ha sucedido a La Tronadora.

Por ahora creo que debía usted poner a su nave fuera del alcance de esa enemiga, dirigiéndose al Sur.

«Petifoque» y los dos alemanes habían saltado también a cubierta, resguardándose tras la amurada, porque la artillería inglesa continuaba su música infernal.

Aunque el comandante del Caboto no había comprendido bien las causas de aquella llegada de los corsarios, no vaciló en seguir el consejo de «Cabeza de Piedra», que ya se sabe que gozaba de gran fama entre toda la marinería.

Hizo virar con rumbo al Sur, sin dejar de cañonear a su adversaria, y a poco más de media milla fue a dar con la balsa del barón.

A su vez, la nave inglesa se había detenido a consecuencia de las señales que hacía la gente del marqués de Halifax.

—¿Qué ocurre? —preguntó el comandante, que se hallaba junto al timón, al oír la voz del vigía de proa.

—¡Sir McLelIan! —exclamó el capitán corsario—. ¡Qué cosas suceden esta noche!

Una voz bien conocida, que salía del tenebroso mar, le dio a conocer la presencia del barón.

—¡Un acontecimiento feliz, mi capitán —dijo «Cabeza de Piedra»— que, sin saberlo, acaba usted de salvar a todos los náufragos de La Tronadora!

Cinco minutos después, el barón y sus hombres se encontraban todos en la cubierta del Caboto, dispuestos a ayudar a su escasa tripulación si fuese necesario. La nave inglesa, a su vez, había recogido a la gente del marqués, y emprendió la ruta hacia el Norte, después de disparar los dos últimos cañonazos.

—Señor McBiorn —dijo el barón al comandante americano—, sólo tengo una orden que dar a usted, ya que he tenido la fortuna de encontrarle: seguir a esa nave inglesa adondequiera que vaya.

—¿Sabe usted quién va en ella, a caso?

—Mi hermano y mi prometida.

—¿Se le han escapado a usted otra vez?

—Sí, amigo mío; cuando ya creía tenerlos en mi poder.

—No se habrá marchado sino después de algún terrible combate, porque también es un hombre intrépido.

—Tal ha sido el combate, que las dos naves se han ido a pique. ¿Pudo ser más?

—Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?

—Seguir a esa nave hasta Nueva York, porque allí es donde echará sus anclas.

CAPITULO XXI. LA CAZA POR EL ATLANTICO

Apenas había terminado de pronunciar el barón estas palabras, cuando ya se había dado la orden de maniobra para que el bergantín siguiese la ruta de la nave inglesa, que debía de ser excelente velera, porque ya estaba a punto de desaparecer, a pesar de la sobrecarga que había tenido con los náufragos de la fragata.

«Cabeza de Piedra» se había puesto de vigía en el puente de mando, porque aquellos parajes eran muy frecuentados por los navíos ingleses de alto bordo que conducían tropas de refuerzo, en su mayor parte compuestas de tudescos. Inglaterra continuaba reclutando en gran escala mercenarios alemanes, aun cuando le costaban extremadamente caros.

Media hora más tarde desaparecían casi de pronto las tinieblas, y un océano de luz iluminaba vivamente hasta los últimos límites de un océano de agua.

No había a la vista más nave que la inglesa; un buque de carrera, armado de guerra, y que, a juzgar por su tamaño, debía de llevar una tripulación de doscientos a trescientos hombres.

Navegaba a una distancia de dos mil metros, aproximadamente, delante del buque americano.

Millares de pájaros perseguían a los peces voladores que saltaban del agua lanzando al sol esplendentes reflejos dorados.

Pero no había otra nave a la vista.

—Estamos solos con los ingleses —dijo el comandante americano subiendo al puente, en el que ya se encontraban «Cabeza de Piedra» y el barón explorando el horizonte.

—Esa nave debía de formar parte de la famosa escuadra de lord Dunmore —dijo el barón.

—Así lo creo, comandante —repuso el bretón—. No es posible que toda aquella escuadra haya sido arrastrada hacia el Sur para estrellarse en los escollos de las Antillas o de la Florida. Algún buque habrá podido subir hacia el Norte.

—¿Cuándo ha encontrado usted a esa nave? —preguntó sir William al capitán americano.

—Apenas hará dos horas, sir William. Navegaba en busca de usted y del resto de la flotilla, cuando a favor de la oscuridad se me echó encima ese barco, largándome dos cañonazos sin decir «allá va».

—¿Y usted no le había visto antes?

—No, sir.

—Entonces ese buque había visto y reconocido al Caboto y estuvo esperando el momento oportuno para echarse encima.

—¡Y faltó poco para que la sorpresa fuera más completa! Estábamos precisamente cambiando de cuarto. Ya puede usted figurarse la confusión que hubo en aquel momento entre nosotros, tanto más cuanto que las dos balas habían destrozado a dos gavieros que se hallaban en el bauprés. Si tenemos un momento más de vacilación, se apoderan del Caboto sin defensa por nuestra parte. Por fortuna, teníamos cargadas con metralla las dos piezas del alcázar, y logramos lanzarlas sobre la cubierta del barco inglés, matando a bastantes hombres. Aquel momento de sorpresa y vacilación en los enemigos fue bastante para dar una virada y librarnos del abordaje. Durante más de una hora hemos hecho gran gasto de proyectiles, que en su mayor parte caían en el mar, por haber cesado la fosforescencia de éste, y al cabo nos alejamos como si confesáramos nuestra inferioridad. El resto ya lo sabe usted sobradamente.

—¿Cree usted que ese barco está mejor armado que el Caboto?

—Quizá sean iguales respecto de ese extremo; pero la tripulación es mucho más numerosa que la nuestra.

—Y, sin embargo, McBiorn, debíamos intentar algo para sorprender a esa maldita nave inglesa. ¡Ah, quisiera volver a cruzar mi espada con la de mi hermano el marqués! En Boston lo herí gravemente, y fue un verdadero milagro que no lo matara; pero en otro encuentro no se me escaparía.

—¡Es usted terrible, sir William! —dijo el capitán americano—. ¡Después de todo, es su hermano!

—Me ha llamado bastardo, con razón, porque yo me llamo MacLellan y no Halifax, y le hubiese llegado a perdonar su insulto si no me hubiese robado a mi prometida. ¡Ya hace dos años que la vengo buscando por estos mares de América, y ya puede usted imaginarse cuánto habré sufrido! Ni las tempestades, ni los abordajes, ni los combates terrestres en Boston me han hecho olvidar un momento a María de Wentwort.

—¿Y no ha conseguido el marqués obligarla a efectuar el matrimonio?

—Ha temido provocar demasiada indignación contra él, especialmente en Escocia; pero ahora va a Nueva York decidido a todo. Si nos retrasamos, pierdo ya para siempre a María.

El capitán del Caboto se pasó la mano por la frente, y después de reflexionar algunos instantes, dijo:

—Debíamos detener a ese barco antes que llegue a su destino.

—Pero esas dos millas que nos lleva de ventaja no disminuyen nunca. ¡Voto a un campanario! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Se diría que estas dos naves, por un caso extraordinario, llevan la misma velocidad!

—Veremos si esta tarde podemos alcanzarla mejor con viento fresco.

No teniendo por el momento nada que hacer sobre cubierta, la cual se hallaba atestada de gente, y huyendo de aquel sol que se presentaba abrasador, el barón y el capitán americano se retiraron a descansar en la cámara.

Howard y «Cabeza de Piedra» quedaron encargados de vigilar a la nave del marqués.

Todo aquel primer día transcurrió sin novedad, porque el buque inglés, no intentando volver a empeñar combate, a pesar de tener igual artillería y tripulación más numerosa, logró mantener constantemente la ventaja de las dos millas.

En vano «Cabeza de Piedra» y «Petifoque» habían hecho largar arrastraderos y bonetas; el Caboto, como si tuviera en contra alguna divinidad marina, no había conseguido ganar un metro en aquellas veinticuatro horas.

—¡Voto a un campanario! —exclamaba constantemente el bretón—. ¿Se ha visto nunca cosa igual? ¡Pero esto no puede seguir así hasta Nueva York; tiene que ocurrir antes algo!

El sol llegó a su ocaso, ocultándose después de lanzar por Occidente sus últimas miradas, dejando tras sí algunas nubecillas rojas, que fueron rápidamente ocultadas por la oscuridad. Surgieron las estrellas por millares, y una vaga claridad anunciaba la inmediata salida de la luna.

—¡Tenemos una espléndida noche! —dijo el barón, que había vuelto a cubierta con el comandante americano—. Si esta brisa nos ayuda, no habrá quien nos impida el abordaje.

—Puede usted tener plena confianza en mis hombres —dijo McBiorn.

Todos los gavieros se hallaban en la arboladura, dispuestos a aprovechar el momento en que arreciara la brisa para ganar aquellas dos millas que tan obstinadamente conservaban los ingleses, como si se tratara de una regata.

Aparecía ya la Luna, grande primero, como un inmenso globo incendiado, para recobrar bien pronto su tamaño ordinario y lanzar sobre el Océano sus pálidos rayos ligeramente azulados.

Sobre aquel mar de plata se distinguía perfectamente al buque inglés, que continuaba su rumbo seguro de la ventaja y sin preocuparse de aquella nave que en vano trataba de darle caza.

Apenas lo divisó el corsario lanzó una exclamación de coraje.

—¿Qué tiene usted, sir William? —preguntó el comandante americano, que no perdía su flema.

—¿No parece que se burlan de nosotros?

—Espere usted que podamos abordarlos y ya cesará su buen humor. Entraremos en ese barco como aquellos demonios que se llamaban filibusteros.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» habían arrojado al mar la corredera para averiguar la marcha del Caboto.

—¿Cuánto? —preguntó mister Howard, acercándose al bretón.

—¡Siete millas justas! —respondió «Cabeza de Piedra», resoplando—. ¡Siempre siete, siempre igual! ¡Esta nave debe de estar hechizada!

—Viejo lobo, la brisa tiende a arreciar.

—También a mí me lo parece, mister Howard; pero, ¡qué demonio!, si sopla más fuerte para nosotros, también en su carrera encontrará las velas enemigas.

—Ya veremos; tú no dejes de medir siempre.

Un profundo silencio reinaba entre aquellos doscientos hombres, apretados como arenques en la cubierta de aquel pequeño buque.

Parecía que no se atrevían a hablar para no malgastar un átomo de aquel viento, cada vez más fuerte.

Todos ellos fijaban ansiosamente los ojos en la nave inglesa, sin poder explicarse cómo podía conservar tan invariable la misma ventaja.

Sir William y el capitán americano estaban, más que los demás, sorprendidos o impresionados por tan extraordinario hecho.

—Y, sin embargo, nosotros navegamos bien rápidamente —dijo el barón—. ¿Cómo es que no podemos ganar ni medio nudo? ¿Ha sido siempre buen velero el Caboto?

—Excelente, sir.

—¿Y cómo explicar este caso tan insólito?

—De una única manera: aunque nuestras velas tengan distinta forma que las suyas, la superficie de ellas debe de guardar con el tonelaje del Caboto exactamente la misma relación que exista en aquel barco. En esas condiciones, dudo de que jamás podamos alcanzarlo.

En aquel momento se oyó la voz de «Cabeza de Piedra», que decía:

—¡Qué condenación! ¡Voto a un campanario! ¡Siete y décima! ¿La habrá ganado también ese maldito barco? En ese caso habría que abandonar la partida, encender la pipa y esperar a que demos vista a los fuertes de Nueva York.

El Caboto, que había desplegado todo su velamen de refuerzo, hasta las velas de cuchillo, aumentaba sensiblemente su marcha, y se notaba, también a simple vista, que acortaba la distancia que lo separaba del inglés.

Aquella brisa tenía, sin duda, la velocidad exactamente necesaria para que el Caboto pudiese acrecer su marcha con ventaja sobre el buque inglés. Ya se sabe que algunas naves, como, por ejemplo, las negreras, consiguen escapar fácilmente de los grandes cruceros con viento débil, mientras que otros buques necesitan viento fuerte y sostenido. «Cabeza de Piedra» alzó la cabeza mirando a la verga del sobre juanete del mayor, en el cual se hallaba «Petifoque» de vigía, y le preguntó:

—Tú, que te hallas en las alturas del albatros, observa bien si el barco inglés mantiene la misma distancia. Desde ahí arriba podrás verlo mejor que nosotros.

Durante algunos minutos estuvo el gaviero en observación, y después gritó:

—¡Ganamos!

Un estrepitoso «¡hurra!» saludó la noticia.

¡El barco inglés perdía distancia! Entonces, si aquella brisa no cesaba, antes que despuntase el alba habría un terrible combate, porque americanos y corsarios estaban decididos a terminar de una vez aquella lucha constante con el marqués de Halifax.

—¡Todos a sus puestos! —ordenó el corsario observando que la distancia entre ambos barcos se acortaba rápidamente, como si el inglés hubiese perdido un mastelero, o quizá un mástil—. ¡«Cabeza de Piedra», a las piezas de proa!

—¡Sí, comandante! —respondió el bretón, subiendo al castillo con los dos alemanes y algunos artilleros.

—Usted, mister Howard, se encargará de guiar la gente al abordaje. Mister McBiorn y yo haremos el resto.

Reinaba el mayor entusiasmo en toda la tripulación. A pesar de que eran muy inferiores en número a los ingleses, cuando menos en cien individuos, todos se preparaban animosamente para el gran combate que había de tener efecto antes de dos horas si continuaba aquella brisa. Fueron retiradas las chalupas para preservarlas del fuego enemigo; con barriles y restos de todas clases improvisaron dos barricadas para defenderse en el caso de que los ingleses, llevando la mejor parte, intentaran asaltar el Caboto.

Se colocaron cubas de agua al lado de la santabárbara para el caso de un incendio, y las baterías fueron provistas abundantemente de proyectiles.

Todos los tripulantes estaban animados de grandes esperanzas, y especialmente sir William, que consideraba de buen augurio aquel hecho de que caminasen con distinta velocidad dos buques que hasta hacía poco tiempo parecían tener la misma.

—¡Alerta los gavieros! —gritaba—. ¡Cuidado con las velas!

A medianoche abandonó «Cabeza de Piedra» el castillo y pasó al alcázar para echar la corredera, comprobando con satisfacción que la marcha del Caboto había pasado a ocho nudos y décimas.

—¡El barco es nuestro, mi comandante! —dijo a sir William, que se había acercado con McBiom—. Dentro de una hora podremos largar el primer cañonazo. Tendremos que roer un hueso duro, porque el marqués se defenderá como un león; pero nosotros seguimos siendo los corsarios del Atlántico, que nunca han temido al abordaje y están acostumbrados a la victoria.

—¿Será que ese buque hace agua? —preguntó el barón mirando a «Cabeza de Piedra».

—La misma sospecha he tenido, comandante —contestó el aludido—. Esa disminución de velocidad por parte de esa canalla debe de ser ocasionada por algo grave que desde aquí no podemos conocer. No importa; seguimos ganando, y dentro de poco empuñaremos los sables de abordaje. ¡Comandante, esta vez será de usted la rubia miss!

Transcurrió otra media hora, durante la cual no cesó el Caboto de acercarse a la nave adversaria.

Apenas distaban una de otra mil metros, justamente el alcance máximo de la artillería de aquella época, en la que no se había llegado a la fabricación de esos monstruos modernos que lanzan masas de hierro a treinta o cuarenta kilómetros.

Cuando ambos jefes determinaron la distancia, se prepararon para el combate los corsarios, sabiendo que ya estaban a tiro. El castillo de proa fue invadido por soldados armados de carabinas inglesas con cañón de acero, que tenían el mismo alcance que los cañones.

«Cabeza de Piedra», en el cual se habían fijado todas las esperanzas, había tomado puesto con algunos artilleros tras los dos cañones de caza situados a proa. El barón, algo más pálido que de ordinario, se había aproximado al bretón.

—¡La suerte de mi prometida está en tus manos! —le dijo—. Destroza y rompe, pero siempre por alto: ¡deseo ver caer la arboladura!

—¡El tiro es largo, mi comandante! —respondió el contramaestre—. Sin embargo, me parece conservar todavía los ojos como si fuera un grumete. ¡Voto a un campanario! ¿Queréis quitaros de delante de mi cañón?

Los soldados a quienes se dirigían estas frases se apretaron contra las bordas de los costados para no ser abrasados por el fogonazo.

—¡Silencio! —gritó después—. ¡Sólo necesito medio minuto!

—¡El que hable irá a la barra! —agregó el comandante americano—. ¿Aprueba usted, sir William?

—¡Sí! —contestó el corsario, presa de extrema agitación.

Cesó como por encanto todo ruido en el bergantín. Ni siquiera se oían las voces de maniobra de los gavieros.

«Cabeza de Piedra» se había inclinado sobre la pieza de estribor que le pareció más en línea con el barco inglés, y corrigió una cuantas veces el punto de mira. Esperaba el momento oportuno, ese momento que sabe aprovechar el verdadero artillero.

Todos los ojos se hallaban fijos en él; se podía decir que aquellos doscientos hombres contenían hasta el aliento para no distraerle.

Cuando «Cabeza de Piedra» disparó el cañón con horrible estrépito, que hizo retemblar al buque desde la quilla hasta los topes, el barco inglés se hallaría a unos novecientos metros, pues el Caboto no había dejado de acortar la distancia.

Con sorpresa de todos, la bala, de un peso de sesenta libras, cayó a treinta metros de la proa del barco, sin alcanzar el blanco. «Cabeza de Piedra» había soltado una serie de imprecaciones.

—¡Este cañón no es del calibre que indica! —dijo finalmente, golpeándose con furia la cabeza—. ¡Esos corsarios franceses han vendido a los americanos verdaderas carracas!

—¿Lo crees así, «Cabeza de Piedra»? —preguntó sir William.

—¡Aquí tenemos la prueba!

—También Washington se lamentaba del poco alcance de la artillería importada de Francia.

—¿Alcanzará el otro cañón?

—¡Ahora lo vamos a ver, mi comandante!

Iba a dirigirse hacia el otro cañón, cuando en el alcázar del barco enemigo surgieron dos llamaradas seguidas de fuertes detonaciones.

También los ingleses querían probar el alcance de sus tiros; pero tampoco tuvieron mejor fortuna, porque los dos proyectiles cayeron a veinte o veinticinco metros de la proa del Caboto, levantando montones de espuma.

—No es que las piezas sean malas —dijo el barón a «Cabeza de Piedra»—. Es que no estamos todavía a tiro. ¡Dispara otro!

—¡Lo veremos! —respondió el bretón, poniéndose detrás del segundo cañón—. ¡Se diría que las brujas andan entre nosotros! ¡Truenos! ¡Esto no puede seguir así!

Mister Howard intervino en aquel instante.

—Dispara, «Cabeza de Piedra», y procura causar a esa maldita nave todo el daño que puedas; pero deja también funcionar a las carabinas.

—¡Que tiren cuanto quieran, mister Howard! —respondió «Cabeza de Piedra»—. A mí no me molestan en absoluto.

—Prueba, sin embargo, con otro disparo —dijo el corsario—. Así nos cercioraremos más de la distancia.

—En seguida, mi comandante.

—¿Esperas esta vez meter la bala en el barco?

—Sí, señor.

«Cabeza de Piedra», con la tranquilidad del buen artillero, pareció medir la distancia que lo separaba de la nave enemiga, e hizo fuego nuevamente.

Corsarios y americanos lanzaron un atronador ¡hurra! La bala, aunque casi muerta, había caído sobre el alcázar del barco, que estaba lleno de artilleros y de marineros, hiriendo y matando seguramente a algunos desgraciados.

—¡Aquí las carabinas de alcance! —ordenó mister Howard—. Es inútil —agregó— hacer uso de las demás, que de ningún modo pueden alcanzar a esa distancia.

Al oír la orden del segundo de La Tronadora, los corsarios, que eran los que poseían esas incomparables armas de acero, se colocaron junto a las amuras y abrieron un violento fuego.

También aquellos proyectiles llegaban al blanco.

Durante tres o cuatro minutos no contestó el barco inglés. Había intentado dar algunas bordadas con la esperanza de aumentar su velocidad al filo del viento, y viendo que el Caboto se iba acercando cada vez más, respondió a su vez con las piezas de cubierta y con las carabinas.

Las balas silbaban por entre la arboladura del bergantín en tan gran número, que todos los gavieros, después de asegurar bien las velas, se habían deslizado a cubierta.

Únicamente permaneció en lo alto «Petifoque», a caballo sobre la verga del juanete del palo mayor y presenciando tranquilamente el combate, sin hacer caso de las balas inglesas que silbaban a su alrededor.

De cuando en cuando se veía envuelto por nubes de humo que subían del puente, porque el consumo de municiones que hacían los corsarios era enorme.

Estaba preguntándose si no sería prudente refugiarse en la cubierta, como habían hecho todos los demás, cuando sintió tras sí el seco sonido que produce el desgarrón de un lienzo estirado.

Acostumbrado a moverse entre la arboladura con la misma facilidad que en tierra, dio la vuelta rápidamente y no pudo contener un grito. Ante él, a caballo en la misma verga, con un cuchillo en la mano, vio el prisionero inglés recogido en los restos de la fragata. Aprovechándose aquel bribón de la confusión que reinaba en el buque, había conseguido salir del camarote en que se hallaba, sin que nadie hubiera pensado en él.

Por haber sido marinero antes que soldado, se hizo cargo rápidamente de la peligrosa situación del buque inglés, y decidió ayudar por todos los medios posibles a sus lejanos compañeros. Aprovechándose del estruendo pudo trepar al palo mayor, del cual ya habían descendido los gavieros, rasgando algunas velas sin que lo hubiera advertido «Petifoque», demasiado ocupado en presenciar la lucha.

—¡Ya tengo, por fin, a uno de los tres que me ataron al pino en la costa de la Florida, para dejarme abandonado! —dijo el inglés rechinando los dientes.

Salvaje cólera alteraba su ya poco simpático semblante, y sus ojos brillaban como los de un reptil enfurecido.

Ya sabemos que «Petifoque» era valiente; pero al verse frente a aquel hombre, que tenía verdadero aspecto de asesino, no pudo menos de echarse hacia atrás en la verga, y, sujetándose bien con las piernas, sacó su cuchillo de corsario, a la vez que gritaba:

—¡A mí, «Cabeza de Piedra»! ¡A mí, Hulbrik! ¡A mí, comandante!

Conforme había previsto el inglés, su voz se perdió entre el fragor de los disparos y los gritos de los combatientes.

—¡Es inútil! —dijo el inglés con feroz sonrisa—. ¡Nadie puede oírte, ni menos verte!

En efecto, envueltos por el humo de la pólvora, eran invisibles para los hombres que se hallaban sobre cubierta.

«No puedo contar más que conmigo —se dijo el joven gaviero, que había recobrado por completo su sangre fría—. Procuremos, ante todo, no caer sobre la cabeza de algún compañero».

Sujetóse firmemente con el brazo izquierdo, manteniendo las piernas como si estuvieran clavadas en la verga, y se inclinó animosamente contra su adversario.

El inglés pareció al pronto asombrado al ver que le hacía frente un marinero tan joven; pero bien pronto volvió a dominarle su rabiosa saña.

—¡Te voy a matar! —gritó con rechinamiento de dientes.

—¡Ven, si te atreves!

—¡Te voy a seguir hasta el peñol, y desde allí te lanzaré al aire!

—¡Lo veremos!

El inglés le dirigió una cuchillada a la garganta, que el gaviero, discípulo de «Cabeza de Piedra», paró con extraordinaria rapidez.

—¡Ahora, toma tú! —gritó el gaviero inclinándose hacia delante por segunda vez.

Menos hábil que el gaviero, su adversario se había tenido que agarrar con ambas manos a la verga a consecuencia de una violenta sacudida del barco.

Estaba indefenso.

—¡Ríndete! —le gritó «Petifoque», que no quería matarle.

—¡Cuando te haya matado! —respondió el inglés, tratando de levantar nuevamente el cuchillo; pero el bergantín sufrió un golpe de mar que le hizo balancearse horriblemente, y el inglés tuvo que echar otra vez ambas manos a la verga.

En el mismo instante oyó «Petifoque» un silbido y vio al inglés vacilar. Tuvo tiempo, sin embargo, de sostenerlo, oyéndole decir:

—¡Me han matado! ¡Esta es la recompensa… del… marqués!

En efecto, había sido herido por una de tantas balas que salían de la nave que había querido salvar.

—¡Vamos, valor! ¡Sígueme hasta los obenques! —dijo «Petifoque», haciendo esfuerzos extraordinarios para impedir que se cayera.

El inglés miró con indefinible expresión al gaviero, levantó la cabeza, se agarró desesperadamente con piernas y brazos a la verga, y, después de tres o cuatro convulsiones, expiró.

El Caboto, retrasado en su marcha por el acto del inglés, no estaba ya a tiro, y sus balas, por tanto, no podían llegar al barco enemigo.

«Petifoque» esperó a que se extinguiese el ruido de las detonaciones y a que el viento dispersara la nube de humo, y entonces gritó:

—¡Largo los de abajo! ¡Va a caer un hombre!

Al oír descender aquella voz desde lo alto, corsarios y americanos comprendieron que algún horrible drama se había producido en el juanete, y se apartaron apresuradamente del palo mayor.

Un momento después, el inanimado cuerpo del inglés caía sobre cubierta.

CAPITULO XXII. UNA ATREVIDA EXPEDICION

Durante veintiséis días las dos naves se mantuvieron siempre a corta distancia, sin que la brisa de la noche les permitiera más que cambiar algún que otro cañonazo.

Llegaron juntas a las aguas de Nueva York, región en la que la guerra se desarrollaba con mayor encarnizamiento, tanto por el mar como por tierra.

Todas las supremas energías de los americanos se habían concentrado allí bajo el mando del infatigable Washington. Habían jurado conservar sus conquistas, y habían reunido hasta veintisiete mil hombres entre tropas regulares y voluntarios, con numerosa artillería, en su mayor parte adquirida de los corsarios franceses y holandeses.

También los ingleses habían concentrado todos sus esfuerzos en excelentes fortificaciones y contaban con gran número de buques.

Los hermanos Howe, que habían recibido grandes refuerzos de Inglaterra, habían ocupado la península de Sandy-Hook, y después atacaron a Long Island, arrojando poco a poco a los americanos, que, a pesar de llevar dos años guerreando, no sabían resistir una carga a la bayoneta.

Se habían reñido muchos combates, en los que Washington había llevado casi siempre la peor parte; pero quedaba por decir la última palabra, y los ingleses no podían bañarse en agua de rosas, a pesar de sus victorias, que les costaban mucha sangre, sin conseguir ventaja alguna de importancia.

Un gran peligro amenazaba a Inglaterra, porque el Congreso americano había hecho alianza con Francia y España, que habían ofrecido a la naciente República armas, municiones, soldados y navíos.

Esta era la situación de aquella guerra en la nebulosa noche en que llegaron a Nueva York aquellas dos naves, que habían hecho una tras otra la derrota desde la Florida.

Otra vez estaba el marqués a salvo, conservando en su poder a la rubia miss, y ahora tenía menos que temer que nunca, porque los ingleses poseían gran número de buques en aquellos parajes.

Quien corría verdadero peligro era el barón, porque podía dar con un par de navíos de alto bordo, ser preso y ahorcado con todos sus corsarios.

Así es que decidió, aunque con la muerte en el corazón, abandonar una vez más a su prometida y tratar de reunirse con el general Washington, porque sólo al lado de los americanos podría continuar su larga y penosa empresa.

Mientras el barco inglés se alejaba hacia Sandy-Hook, desapareciendo bien pronto entre la bruma, el Caboto puso la proa hacia Poniente, y por fortuna consiguió ponerse a salvo en el río Rariton, cuyas orillas estaban ocupadas por los americanos. Eran las cuatro de la mañana.

—¿Y ahora —preguntó sir William a Howard y a «Cabeza de Piedra», mientras McBiorn recibía a los comandantes yanquis, agradablemente sorprendidos de recibir aquella ayuda por la parte del mar—, qué haremos?

—Presentarnos a Washington, esperar una batalla y procurar deshacernos del marqués. Después pensaremos en la miss.

—¡Hum! ¡Hum! —dijo «Cabeza de Piedra» poco satisfecho—. Esas combinaciones son muy difíciles en una batalla; aparte de que el marqués podría estarse muy tranquilo algún tiempo en Sandy-Hook, ya que se hallan al frente los hermanos Howe. Estoy pensando, mi comandante, en que tenemos a nuestro lado un hombre que pudiera resultar valiosísimo, puesto que nos puede proporcionar informaciones sobre el marqués.

—Y ese hombre, ¿sería capaz de ir a Sandy-Hook?

—¡Se lo aseguro; ahora odia a los ingleses tanto como nosotros!

—¿Y te fiarías de él?

—Despacio, mi comandante. ¿Se ha olvidado usted ahora de sus dos bretones?

—¿Qué quieres decir?

—Que «Petifoque» y yo acompañaremos a los tudescos, vestidos los cuatro de lanceros. Los americanos seguramente tendrán algunos uniformes que pueden regalarnos, y a mí no me da ningún cuidado plantarme la ropa de un muerto.

—¡Poco a poco, «Cabeza de Piedra»! —dijo mister Howard—. Olvidas que el marqués de Halifax os conoce a ti y a «Petifoque».

—Disfrazados de alemanes, yo aseguro que pasaremos a través de las líneas inglesas. Hagan ustedes que los americanos nos proporcionen un bote, y respondo de todo.

—¿Pero qué planes tienes?

—Informarme de si ahora que se encuentra seguro el marqués quiere casarse, aunque sea a la fuerza, con la rubia miss.

El barón, pálido como un muerto, se había llevado la mano al corazón.

Durante unos instantes no pudo articular una palabra; al fin, haciendo un esfuerzo, pudo decir:

—¡Confío en ti, «Cabeza de Piedra», y en tus amigos! Veré al general Washington, que se encuentra acampado en Long Island, y trataré de obtener de él vestidos, un bote y quizá algo más todavía. Tú sigue aquí al cuidado de la nave, cuya tripulación no debe permanecer ociosa: Dentro de dos días, lo más tarde, tendrás noticias mías.

—¡No pierda usted tiempo, mi comandante; siempre temo una sorpresa del marqués!

El barón y mister Howard fueron a reunirse con el capitán del Caboto, que había recibido a bordo a los jefes de las fuerzas destacadas a lo largo del río, y todos ellos celebraron un breve consejo de guerra.

La situación de los americanos era en aquellos días muy difícil, porque los ingleses, con tropas de refresco, casi todas ellas alemanas, se preparaban a intentar un esfuerzo supremo para destruir aquellas tropas de Washington, maltrechas ya por llevar casi un año en campaña continua.

Se decidió reunirse al general, llevándole el refuerzo de los corsarios.

Antes de despuntar el alba, los americanos habían proporcionado a los marinos ciento cincuenta caballos, que el hambre y la fatiga habían puesto en mediano estado, y aquel fuerte grupo, que podía ser muy útil al general, siempre escaso de gente, partió para Long Island, conducido por el barón, McBiom y Howard.

A bordo del bergantín quedó «Cabeza de Piedra» sólo con sus tres amigos, porque hasta habían desembarcado cincuenta americanos para reforzar las filas del general Putmon, al cual atacaban constantemente los ingleses.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! —exclamó el buen contramaestre cuando vio salir al último hombre del buque—. ¡Creo que éste es el momento de las grandes audacias y de las grandes iniciativas! ¡Nuestro trabajo empieza ahora, amigos míos!

—¡Yo estoy dispuesto a seguirte siempre! —dijo «Petifoque».

—¡Y nosotros tampien, padre! —agregaron los alemanes tendiendo sus manos.

—Pues, ahora, esperemos.

Antes que hubiesen transcurrido dos días mister Howard conducía una pequeña embarcación de dos palos, capaz de navegar por alta mar con una escasa tripulación.

Venía acompañado de algunos marineros que tenían que regresar inmediatamente con él, porque era inminente una batalla.

Sir William confía en vosotros —dijo al bretón y a sus amigos—. ¡Procurad, ante todo, que no os ahorquen!

—¡Aún no se ha sembrado el cáñamo que ha de servir para ahorcarme! —respondió «Cabeza de Piedra».

Examinó y registró la barca minuciosamente, se cercioró de que había en ella algunos trajes alemanes, y después, mirando fijamente al segundo de La Tronadora, dijo:

—Suceda lo que suceda, mister Howard, nosotros partiremos. En seis o siete horas podemos llegar a Sandy-Hook. Apenas tengamos noticias del marqués y de la miss, volveremos. Diga usted, sin embargo, al barón, que si se presenta ocasión de dar un golpe de mano, somos hombres capaces de intentarlo.

—¿Qué quieres decir, «Cabeza de Piedra»?

—Que si podemos robar la rubia miss…

—¿En medio del campamento inglés? ¿Estás loco?

—¡Eli, mister Howard, «Petifoque» y yo somos bretones, y los dos alemanes no son ningún par de estúpidos!

—¡Vuelve lo antes posible, y quiera Dios que nos veamos todos!

—¿Por qué, mister Howard?

—Porque esta mañana darán los ingleses un asalto formidable al campo americano. Tú asistirás a la batalla, puesto que tienes que costear Long Island, que es donde correrá más sangre.

—¡Confió en que nos encontraremos todos después, señor!

El teniente de La Tronadora le dio un estrecho apretón de manos, le recomendó de nuevo que fuera prudente, y descendió a una chalupa, en la que esperaban ya los marineros para volver al campamento de Washington.

«Cabeza de Piedra» y «Petifoque» desplegaron las dos velas, y la chalupa, a su vez, dejó silenciosamente la orilla para acercarse a las playas de Long Island.

La noche era bastante nebulosa; pero el viejo bretón conocía aquellos sitios paso a paso, y estaba seguro de llegar a Sandy-Hook sin tropiezo alguno.

—¿Y los vestidos? —preguntó «Petifoque» cuando las velas estuvieron bien aseguradas.

—El corsario nos ha enviado diez o doce uniformes alemanes, y no tendremos más que escoger —respondió «Cabeza de Piedra»—. Pensaremos en ello más tarde, cuando estemos en pleno mar. Por ahora, tratemos de ganar tiempo, ya que parece que los ingleses han dejado a Sandy-Hook para atacar a Long Island. Cuantos menos sean mejor podremos obrar. Abramos bien los ojos, y procuremos que no nos coja algún crucero inglés. No faltarán algunos por esta costa.

Encendió su pipa y se puso al timón, en tanto que «Petifoque» y los dos alemanes se ocupaban de las velas.

La chalupa, que era de construcción inglesa, porque en América apenas había astilleros, marchaba perfectamente a favor de una fresca brisa que agitaba el mar produciendo grandes olas.

Era un verdadero barquito de carreras, que sin duda alguna poseían los corsarios por habérselo tomado a los ingleses.

Apenas aquellos cuatro audaces expedicionarios se habrían alejado unas doce millas y se acercaban a la costa, temiendo que si navegaban por alta mar pudieran ser vistos por alguna nave, cuando empezaron a oír el ruido de un terrible cañoneo.

En aquellos momentos se libraba en la isla una de las más sangrientas batallas que registra la historia de la independencia americana.

Decididos los generales ingleses a apoderarse de la ciudad que conservaban los americanos, habían caído sobre éstos y empeñado resueltamente el combate.

Traían con ellos las tropas más escogidas de su ejército, gente aguerrida, avezada a la vida de campaña, con abundante artillería, y por el lado del mar muchos buques y gran número de barquichuelos armados para entrar en los ríos.

Washington había tenido noticias del gran choque que se preparaba y que podía comprometer gravemente la causa de la independencia, y había tomado sus medidas para hacer frente al huracán.

Sabiendo por experiencia que sus tropas regulares no podían resistir en campo abierto a los alemanes e ingleses, había reunido sus fuerzas en aquella isla y formado un campo fortificado en el paraje llamado Altura de Guana.

Estaba protegido por grandes bosques, en los que los americanos sabían defenderse mejor que en campo libre. Una cadena de montañas, cubiertas también de bosques, separaba a los combatientes. La batalla se empeñó con el mayor encarnizamiento desde el principio, tanto por parte de los ingleses como de los americanos, pues unos y otros querían conservar las respectivas ventajas conseguidas al cabo de tantos esfuerzos.

Después de haberse cañoneado algún tiempo, desde lejos, generalizóse la lucha cuerpo a cuerpo, y aquel día sufrió Washington una desastrosa derrota.

Atacado por los regimientos alemanes que conducía el general Heister y por la infantería inglesa al mando de Comwallis, después de siete horas de defensa desesperada, había tenido que retirarse precipitadamente a otras alturas, dejando en el campo tres mil hombres entre muertos, heridos y prisioneros, y cuatro piezas de artillería.

No era, sin embargo, una derrota tan completa como habían pensado los ingleses, porque el valeroso general americano había tenido la precaución de mantener bien concentrado el núcleo principal de sus fuerzas.

Mientras se combatía tan encarnizadamente en el interior de la isla, la chalupa guiada por «Cabeza de Piedra» continuaba su rápida carrera hacia Sandy-Hook.

Los cañonazos llegaban distintamente a oídos de los navegantes, que no se hallaban muy alejados del teatro de la desesperada lucha.

—Puede ser un bien para nosotros —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. Si los ingleses se han dejado caer por aquí, no volverán a Sandy-Hook tan pronto y nos dejarán el campo más que libre. Todo consiste en llegar pronto.

—¿Podrán resistir los americanos? —preguntó «Petifoque» con cierta preocupación.

—Tienen mucha tierra detrás de ellos y Washington es muy hábil para preparar sus campamentos. ¡Oh!

A quince o veinte pasos de la chalupa había aparecido una gran sombra, destacándose entre la niebla que parecía levantarse.

Con un rápido golpe de caña había dirigido «Cabeza de Piedra» la chalupa hacia uno de los bajos fondos en que no hubiera podido navegar un barco de algún porte, tanto más cuanto que estaba erizado de innumerables escollos que sólo podía evitar un bote de poco calado.

La niebla, que sólo un golpe de viento había llegado a despejar un momento, volvió a cerrarse.

—¡Firme a la vela! —ordenó «Cabeza de Piedra», en voz baja—. Tratemos lo primero de desembarazamos de ese curioso.

—¿Dé qué modo? —preguntó «Petifoque», mirándole con estupor—. Ese buque debe de ser muy grande, y no creo que tengas la pretensión de que entre los cuatro lo tomemos al abordaje.

—¡Déjame obrar a mí!

En lugar de proseguir su derrota, se había puesto al pairo el crucero, dispuesto a capturar aquella misteriosa chalupa que trataba de huir en una noche de batalla.

Pero tenía que habérselas con dos lobos bretones, capaces de jugar con ellos entre aquellos bancos y con aquella niebla, que se rasgaba por un lado para cerrarse por otro.

No era, sin embargo, asunto de broma, porque podían recibir una buena bala de cañón cuando menos lo pensasen.

Esperó «Cabeza de Piedra» a que la niebla levantase un poco, vio una fila de escollos junto al banco de arena, y se alejó del crucero con una hábil bordada.

A pesar de la niebla, debían divisar los ingleses a la chalupa, porque viraron en redondo inmediatamente, y se oyó una voz imperiosa que gritaba:

—¡Parad o hacemos fuego!

—¡No habléis ninguno! —dijo en el acto «Cabeza de Piedra», que continuaba internando la canoa por los sitios más peligrosos, completamente inabordables hasta para una embarcación de mediano porte.

Los ingleses repitieron la intimación en tono más seco y amenazador:

—¡Parad!

—¡Id al infierno! —murmuró el contramaestre, que conducía la chalupa con habilidad incomparable.

Un minuto después sonó un cañonazo, rasgando la niebla, y silbó una bala a diez o doce metros de la chalupa.

—«Cabeza de Piedra», ¿quieres hacer que nos aplasten antes de arribar a Sandy-Hook? —preguntó el joven gaviero.

—¿Por qué? Disparan al azar.

—¿Y si la niebla levanta de pronto?

—¿Crees tú que esta chalupa no es capaz de hacer correr a ese crucero, que será probablemente un cascarón viejo, como todos los buques que envía el Gobierno inglés?

Aun cuando la niebla había vuelto a espesarse, todavía se presentaba de cuando en cuando la silueta del crucero a los ojos de los fugitivos.

Transcurrieron algunos minutos más. El crucero iba y venía, tratando de acercarse a los bancos entre los que se había refugiado la chalupa; pero la fuerte resaca le obligaba a mantenerse en guardia. «Cabeza de Piedra» seguía manejando su barco detrás de una línea de escollos bastante macizos, en los que llegaría a destrozarse una nave de alto bordo.

Los alemanes y «Petifoque» seguían sus órdenes con toda puntualidad, consiguiendo que las velas estuvieran siempre dirigidas al viento.

Resonó otro cañonazo, acompañado de frases amenazadoras; pero esta vez los fugitivos no oyeron el paso del proyectil.

—¡Nos han perdido! —dijo el contramaestre—. ¡Eh! ¡Querían cogernos como si fuéramos cuatro pájaros bobos!

—¿Vamos a zafar? —preguntó «Petifoque».

—Espera un momento; en estos asuntos tan peligrosos no se debe obrar con precipitación. Si estuviéramos en las costas de Bretaña, yo les haría dar un buen salto de cabeza a esos curiosos; pero no desespero aún de hacerles alguna de mis jugarretas. ¡Atención a mis órdenes, y cuidado con las velas!

La chalupa se había ocultado entre los bancos y la escollera, donde la niebla era más abundante, y continuaba corriendo bordadas para huir del enemigo.

Pero aun cuando éste sólo había descubierto aquella navetilla por una casualidad, se obstinaba en capturarla, como si llevase dentro a los más caracterizados jefes del ejército de Washington.

Después de haber largado los dos primeros cañonazos, se internó en el mar, como tratando de descubrir un paso entre los bancos que le permitiera caer repentinamente sobre la chalupa, y desapareció.

«Cabeza de Piedra» empezó a manifestar inquietudes, pues temía siempre una desagradable sorpresa.

Esperó a que algún golpe de viento dispersara la niebla, y dirigió resueltamente la chalupa hacia una alta escollera, tras de la cual aparecía el mar libre.

—¡Esperemos! —dijo.

—¿A que vengan a buscarnos? —preguntó «Petifoque».

—A que nos pierdan de vista.

—¡Hum!

—¡Quien viva verá!

Largaron un anclote para poder resistir a la resaca, que los impulsaba con fuerza hacia el Sur entre dos filas de escollos, y se pusieron a escuchar. Oían los gritos de las aves marinas, pero nada que les pudiese indicar dónde se hallaban los ingleses.

Aumentaban las inquietudes del viejo contramaestre, que veía también transcurrir inútilmente un tiempo tan precioso para sus propósitos.

¿Dónde diablos se habría ido a esconder aquel crucero? No era de esperar que se hubiese marchado después de aquellos dos cañonazos sin resultado.

Iba ya «Cabeza de Piedra» a tomar una resolución, cuando en medio de la niebla oyó una fuerte voz que gritaba:

¡Stop! ¡Siete pies!

—¡Aquí están! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¡Vamos a ver qué tal jugamos la última carta! ¡No os mováis hasta que yo lo diga!

El crucero debía de hallarse al otro lado de la escollera, y, aunque no podía moverse, se oían las voces de la tripulación y el grito del encargado de practicar el sondaje de aquellas arenas.

—¡A las velas! —dijo «Cabeza de Piedra» a sus amigos——. ¡Aprovecharemos el momento oportuno para escapar!

—¿Levo el anclote? —preguntó «Petifoque».

—¡Todavía no! ¡Si no hay tiempo, se pica la amarra!

Entretanto seguían oyéndose los gritos que indicaban el sondeo:

¡Stop! ¡Cinco pies! ¡Stop! ¡Cuatro pies! ¡Fondo! ¡Canal con siete pies!

«Cabeza de Piedra» sintió un estremecimiento.

—¡Ahora se nos echan encima! —dijo—. Por fortuna no nos han pescado todavía.

Miró a sus compañeros, que mantenían las escotas de las velas, y dijo a «Petifoque»:

—¡Pica el cable! ¡Atención a las velas!

Cogida la chalupa por la resaca, dio un gran salto hacia aquel canal que la niebla seguía cubriendo; viró de bordo a sesenta pasos del escollo y pasó con la velocidad de una flecha, empujada por un viento demasiado fuerte.

Un momento después aparecía la nave inglesa. Era un grande y viejo brik destinado al servicio de la costa, que tenía como un millar de toneladas y con batería.

«Cabeza de Piedra» pasó casi frente a la proa y enfiló el canal, corriendo bordadas para no dejarse cañonear fácilmente.

El brik disparó dos cañonazos, cuyas balas se perdieron, y se lanzó a la caza de la chalupa; pero a los pocos instantes se detenía con horrible estrépito por haber chocado contra un escollo que «Cabeza de Piedra» supo evitar con su acierto de siempre.

Se oyeron voces, órdenes y denuestos, que cesaron pronto, porque la chalupa se alejó rápidamente impulsada por las velas que el viento hinchaba con fuerza.

—¿Habéis visto? —preguntó «Cabeza de Piedra» levantándose y tratando de descubrir algo a través de la niebla—. ¡Esa es la jugarreta, querido «Petifoque», que pensaba hacer para desembarazarme de ese curioso!

—¿Se habrá destrozado el buque? —preguntó el gaviero, que tenía aún en los oídos aquel estrépito de maderas rajándose.

—Ha chocado con el escollo tan de frente, que la proa se ha abierto en el acto.

—¡Padre! ¿Ahogarse ellos quizá? —dijo Hulbrik.

—¡Deja que sirvan de pasto a los peces! ¡No son parientes nuestros! ¡Si quieren salvarse, ya se refugiarán en los escollos!

Sonaron siete u ocho cañonazos seguidos. Era que el brik pedía socorro.

El viejo bretón se puso en la boca la pipa apagada, cogió la caña del timón y lanzó la chalupa a través del canal gritando alegremente.

—¡Siempre han sido los de Batz grandes marinos!

La niebla, batida por el viento, comenzaba a levantarse con caprichosas ondulaciones. De cuando en cuando, bancos de arena o filas de escollos cubiertos de aves marinas aparecían con tal rapidez, que se necesitaba toda la pericia del contramaestre para evitarlos.

Después de algunas horas de marcha, la chalupa se encontró en un amplio canal formado por la costa de Long Island y una serie de islotes.

—¡Ya sé dónde estamos! Dejemos por un momento la chalupa y ocupémonos de nuestro disfraz. Otra vez en Boston me puse el uniforme alemán, y confieso que me sentaba perfectamente.

Como el mar estaba tranquilo, dejaron caer las velas, echaron otro anclote, único de que disponían, y llevaron a cubierta los trajes regalados por el general Washington, procedentes de prisioneros tudescos.

Había unos doce, todos en perfecto estado, con calzado kolbak y armas inglesas.

«Cabeza de Piedra» se embutió en el uniforme de un sargento que debía de tener su misma estatura; «Petifoque» se disfrazó de tambor, con la gran profusión de cordones y alamares que usaban los alemanes, y los dos hermanos se limitaron a cambiar sus vestidos, que ya se hallaban bastante destrozados.

Cargaron los seis fusiles que hallaron a bordo de la chalupa, desplegaron nuevamente las velas, recogieron el ancla y emprendieron otra vez la navegación.

—Esta noche llegaremos a Sandy-Hook —dijo el contramaestre, poniéndose al timón—. ¿No vamos a conseguir jugársela a los ingleses? ¡Me daría vergüenza!

La chalupa continuaba siempre por canales peligrosos, llenos de bancos y de escollos, y, por lo tanto, sólo accesibles para los pequeños veleros.

Pero «Cabeza de Piedra» se burlaba de estos obstáculos, manejando su barco como si lo conociese de toda su vida. Hacia mediodía, y mientras atravesaban otro ancho canal, un pequeño schooner, tripulado por media docena de aduaneros, intentó darles caza. Cuatro disparos hechos por Hulbrik y Wolf convencieron a los perseguidores de que debían abandonar la partida.

Después, y siempre con viento favorable, siguieron su derrota nuestros amigos, y a las nueve de la noche, en el momento en que volvía a caer la niebla, llegaban a Sandy-Hook, sin ser observados por nadie.

CAPITULO XXIII. EL BOHEMIO

Sandy-Hook es una gran punta de tierra que se interna en el mar, destacándose de la provincia de Nueva York, entre las islas de Long y Staten.

Los ingleses se habían apoderado de aquella posición, que consideraban de gran importancia estratégica, en 2 de julio de 1775, y apenas desembarcaron en ella se apresuraron a fortificarla formidablemente.

Casi toda la guarnición, sin embargo, se hallaba a la sazón diseminada hacia el interior en unión de las reservas del almirante Rhuldam y de Howe para operar contra el ejército de Washington.

En el momento en que nuestros cuatro alemanes, más o menos verdaderos, desembarcaban, no había en el puerto más que unas cuantas naves viejas y en la fortaleza escasamente medio regimiento al mando del marqués de Halifax, para tener a raya a los corsarios americanos, que cada día eran más audaces.

—Ante todo buscaremos una taberna —dijo «Cabeza de Piedra»—. «Petifoque» y yo, por ahora, no podemos ver a la gente de Sandy-Hook más que a través de una ventana.

—¡Padre! —dijo Wolf—. Foy a llefaros a la de un puen amigo mío, que nos dará hapitación, cena y cuanto necesitemos.

—No pedimos más por ahora.

Después de amarrar la barca, entraron por una calle compuesta de casas miserables que destilaban humedad por todas partes. En torno de los escasos faroles que de trecho en trecho alumbraban la calle se reunían muchos soldados que se hallaban en espera de noticias de aquella gran batalla que se había empeñado, y que sabemos había de costar tan cara a los americanos.

Todos aquellos soldados eran tudescos, y formaban la última reserva del general Howe.

Después de haber recorrido Wolf y sus compañeros otras varias calles, también llenas de soldados que ni siquiera se fijaron en ellos, entraron finalmente en una tabernucha establecida por un bohemio que se decía había hecho una buena fortuna desplumando a sus hermanos tudescos.

El tabernero, un tipo cíngaro, con espesa y despeinada cabellera negra, dispensó excelente acogida a Wolf, a quien ya había conocido en época anterior, y a los diez minutos de su llegada los cuatro hombres se hallaban cenando tranquilamente.

—Aquí estableceremos nuestro campamento —dijo «Cabeza de Piedra»—. Mañana por la mañana vosotros dos os pondréis en campaña para averiguar lo que se pueda respecto del marqués y de la rubia miss. ¡Ese matrimonio no debe celebrarse, por todos los campanarios de la tierra!

—¿Y si se hubiese celebrado ya? —preguntó «Petifoque».

El contramaestre quedóse lívido; pero se repuso y dijo:

—Creo que tendremos medios de saberlo sin salir de aquí. Wolf, ¿quieres preguntar a tu amigo si el marqués se ha casado ya?

—Padre, decar obrar a mí y a mi hermano. Nosotros no correr peligro ninguno, poder ir y fenir, mientras que fosotros podríais encontraros con el marqués o con cualquiera de sus oficiales que conoceros —respondió el tudesco—. En cuanto a lo del matrimonio, famos a saperlo ahora mismo por el tapernero.

El bohemio estaba sentado a pocos pasos de ellos y oía sus palabras, aunque sin fijar su atención en ellas.

A una señal de Wolf se acercó apresuradamente a la mesa y esperó a ser interrogado.

—Quisiera saper, Swoorf, si conocer tú al marqués de Halifax.

—Hace tres días que ha llegado aquí; pero yo le conocía ya desde hace tiempo —contestó el bohemio.

—¿Saper si se ha casado ya?

—¿Con la bellísima joven que, según se dice, ha raptado a un pariente? Todavía no; pero tengo entendido que la ceremonia se celebrará dentro de cinco o seis días, porque se han dado órdenes de arreglar la antigua capilla de Santiago.

—¿Será posible? —exclamó el viejo bretón, palideciendo nuevamente.

—Así se dice —respondió el bohemio.

Los dos bretones y los dos tudescos se miraron entre sí y permanecieron silenciosos algunos momentos.

«Cabeza de Piedra» se echó al coleto un vaso de vino español para recobrar el ánimo, encendió la pipa, su vieja consejera, y mirando después con fijeza al bohemio, le dijo:

—¿Está usted bien seguro de que el matrimonio se celebrará dentro de cinco días?

—Para eso se han dado las órdenes, sargento. Creo que también se ha traído ya desde el mismo Halifax el equipo de la futura esposa del marqués.

—¡Cuerpo de un bisonte de treinta cuernos! —exclamó el bretón dando un puñetazo sobre la mesa—. Hemos llegado a tiempo. Si no aprovecha sir William estos momentos en que la fortaleza está casi desguarnecida para apoderarse de ella, creo que pierde para siempre a su prometida.

—¿Dónde está esa capilla?

—En la pequeña península de Dark, más allá de la línea de fortificaciones.

—¿Dice usted que fuera del recinto?

—Sí; en la playa. Es la única capilla que ahora existe, porque otra que había fue completamente arrasada una noche por los corsarios americanos con una verdadera lluvia de bombas. ¿Pero en qué puede interesar a ustedes el matrimonio de su coronel y comandante de Marina, marqués de Halifax?

«Cabeza de Piedra» lanzó dos o tres bocanadas de humo, como buscando inspiración, y contestó:

—Nos interesa porque estamos encargados de entregar a la miss un regalo de boda de parte de un gentilhombre español, que debe de ser pariente suyo.

El bohemio entornó los ojos, sonriendo como hombre que no se deja engañar fácilmente, y dijo con franqueza:

—¡Todo lo que yo pueda hacer por mi buen amigo Wolf pueden decírmelo con toda confianza!

—Más adelante te explicaremos de lo que se trata —respondió el tudesco—. Ahora prepáranos las camas.

—Tiene que pasar todavía la ronda.

—Ya pensaremos nosotros lo que debemos hacer —dijo el contramaestre poniéndole en la mano una libra esterlina—. Tráete una botella y deja que la bebamos. No se prende a un suboficial, ¡por cien mil ballenas!, sólo porque tenga el gusto de convidar a unos amigos.

—Cierra la puerta y nos retiraremos a otra habitación.

—La forzarían —dijo el bohemio—. Se han vuelto muy desconfiados los ingleses, y no parece sino que por todas partes ven espías.

—Tráete botellas y déjame pensar en ello —dijo el contramaestre.

El bohemio, que era alto como un granadero de la Pomerania y fuerte como un oso gris de las Montañas Rocosas, se apresuró a traer una cesta llena de botellas, y cogiendo a Wolf por el brazo se lo llevó aparte, entablando con él una animada conversación.

Mientras tanto, los dos bretones y Hulbrik bebían y fumaban, forjando proyecto tras proyecto.

De pronto se abrió la puerta y penetró en la estancia, con aspecto nada tranquilizador, un sargento inglés seguido de dos soldados escoceses.

El bohemio experimentó un estremecimiento e hizo un gesto de contrariedad.

—¡Ya! —murmuró.

El sargento saludó a «Cabeza de Piedra», y dijo con sequedad:

—¡Es ya la hora de regresar al cuartel!

—He convidado a beber a estos buenos amigos alemanes y tenemos que hacerlo mientras quede una de esas botellas, ¿quiere usted acompañarnos?

—Sólo por diez minutos —respondió el inglés—. Tenemos igual graduación, y por lo tanto, guardaré a usted consideraciones.

—Pues, entonces, tabernero —ordenó el contramaestre—, puedes empezar a descorchar.

Obedeció el bohemio, aunque parecía hacerlo de mala gana, y el inglés y los dos escoceses, invitados por los bretones y los alemanes, dieron un formidable ataque a aquel vino que tan generosamente se les ofrecía.

—Parece como si estuviéramos celebrando algún gran acontecimiento —dijo al poco rato el inglés, que parecía haberse olvidado de todos los cuarteles de Sandy-Hook.

—No, compañero; se trata de una apuesta —dijo «Cabeza de Piedra»—. Yo he dicho que dentro de cinco días el marqués de Halifax se desposará con esa muchacha de cabellos rubios y ojos azules. Creo que estoy en lo firme y que tendrán que pagar mis amigos. ¿Qué opina usted?

—Que ha ganado usted la apuesta —respondió el inglés—. El jueves se efectuará la ceremonia, y si lo digo es porque lo sé perfectamente.

El contramaestre sintió un frío sudor por todo el cuerpo y se estremeció; pero consiguió dominarse y fingir alegría por haber ganado la apuesta.

—¿Usted me asegura, camarada, que el matrimonio se realizará dentro de cinco días?

—Estoy encargado por el secretario del marqués de preparar la ceremonia y de avisar a los invitados. Ha ganado usted la apuesta, y puede beber tranquilamente todas esas botellas que se empolvaban neciamente en la cueva de esta taberna.

«Cabeza de Piedra» sintió de nuevo agudo sufrimiento, creyendo quizá, por primera vez en su vida, que iba a saltársele el corazón.

—Han perdido, pues, mis amigos y pueden ustedes beber cuanto quieran.

Se hallaba sumamente preocupado, al igual que sus tres amigos, que no pensaban más que en aquellos cinco días que restaban. ¿Habría tiempo bastante para reunir a todos los corsarios americanos que andaban alrededor de Nueva York, únicos que podían intentar el ataque a Sandy-Hook? Esta era la cuestión capital.

Los tres hombres de la ronda continuaron bebiendo hasta que quedó vacía la última botella, y sólo entonces dijo el sargento, que ya no podía sostenerse sobre las piernas:

—¡Son las once; seguidme al cuartel!

—¿No podemos quedarnos aquí? —preguntó el bretón, crispando los puños—. Estamos en la casa de un amigo.

—Tengo que obedecer las órdenes que recibo —repuso el inglés—. ¡Conque marchémonos ya, camaradas; es muy tarde!

—Podríamos beber todavía alguna botella.

—No; siento ya la cabeza algo pesada y las piernas muy débiles. Vamos.

Wolf se acercó al bohemio, cambiando con él algunas frases rápidamente, y después se lanzó aquel pelotón a la nebulosa calle, apenas iluminada por algún farol de marina, y se dirigieron hacia el cuartel, que estaba situado frente al mar.

Los dos bretones y los dos alemanes seguían a los hombres de la ronda, que iban midiendo la anchura de la calle por causa del mucho vino que habían bebido en tan poco tiempo.

Estaban los cuatro bien decididos a no dejarse encerrar en ningún cuartel, donde podía pasarles algo terrible, salvo Wolf, que podría invocar protección del marqués.

A la salida de la mayor parte de la guarnición de Sandy-Hook se había proclamado el estado de sitio; así es que se exponían a un fusilamiento en plena regla.

No tenían, por tanto, más que un propósito: desembarazarse de la ronda como pudieran, correr al barco e ir a contar al corsario todo cuanto acababan de saber.

Había que renunciar, por el momento, a la idea de robar a la rubia miss, por haber todavía demasiada fuerza en Sandy-Hook y por falta de tiempo.

—¡Estad preparados! —dijo «Cabeza de Piedra», que seguía al sargento inglés, el cual iba tambaleándose, así como sus soldados—. Cuando lleguemos a un sitio desierto, nos desembarazaremos de ellos, ¡y al puerto!

—Tenemos que folfer a casa del pohemio—dijo Wolf en voz baja también.

—¿Para beber más?

—No, padre; tratar de que podamos disponer de los fastos subterráneos de la capilla de Santiago, para llevar allí a los corsarios.

—¿Qué me dices?

—Silencio ahora, padre; no quitar ojo de la ronda.

Habían llegado a un paraje completamente desierto flanqueado de colinas y fortificaciones antiguas. No había luces ni se oían voces humanas. Solamente a lo lejos resonaba el mar rompiendo sus olas en la costa.

Trescientos metros más allá se elevaba una construcción que debía de ser un cuartel. «Cabeza de Piedra» se detuvo.

—¡Eh, camarada! ¿No seguimos? —preguntó el inglés—. Es ya muy tarde.

—Pienso que en el cuartel hace demasiado calor, y por eso voy a volver a la taberna para vaciar otra botella. Si quiere usted venir, está todo pagado.

El sargento tuvo un momento de vacilación; pero debió de concebir alguna sospecha respecto de aquel tudesco que hablaba o, mejor dicho, estropeaba el inglés de distinta manera que los demás, y afirmándose sobre las piernas, dijo:

—¡No, camarada; debe usted venir conmigo al cuartel!

—¡Mañana! —repuso el contramaestre.

—¡Esta noche!

—¡Tenemos sed todavía!

—¡Beberá usted otro día!

—¡Cuando yo tomo una resolución voy hasta el fin, suceda lo que suceda!

—¿Una resistencia?

—¡Llámela usted como quiera, poco me importa!

—¿Y es usted un sargento?

—¡Razón de más para ser libre! —respondió «Cabeza de Piedra» desenvainando rápidamente el sable.

Sus tres amigos hicieron lo mismo y se arrojaron sobre los escoceses, que estaban armados de carabinas y les dieron sendos y terribles golpes con la empuñadura de sus pesadas espadas de combate.

Ambos cayeron como heridos por el rayo; pero el sargento trató de hacer frente al contramaestre. Confirmada su sospecha, había tenido tiempo para sacar el sable y comenzó a dar tajos a diestro y siniestro como un loco, gritando:

—¡O venís al cuartel, u os hago trizas!

Pero sus piernas estaban demasiado débiles para habérselas con aquellos cuatro demonios.

Los dos escoceses estaban tendidos en medio del barro del camino y no daban señales de vida, quizá más por causa de la borrachera que del golpe. Habían sido desarmados en el acto para evitar que un tiro de sus carabinas pudiera atraer a la guardia del cuartel próximo. El inglés lanzó un rugido de fiera.

—¡Ah! ¡Traidores! —exclamó—. Pero no me dais miedo y os voy a entregar al capitán Hamilton.

Se lanzó contra «Cabeza de Piedra»; pero en el momento de intentar el asalto le faltaron las fuerzas y cayó.

El bretón, que aunque bebiese mucho siempre tenía firmes las piernas, le dio un fuerte golpe en la cara con la empuñadura del sable, enviándole a reunirse con sus escoceses.

—¡Al barco sin perder un minuto! —dijo.

Fer primero al bohemio —dijo Wolf—. Saper todo y estar dispuesto a ayudarnos. Un día le salfé la vida entre los indios del Canadá y siempre estar muy agradecido.

—Pero sólo un momento.

—Sólo.

—¡Pues andando!

Los cuatro hombres se lanzaron a la carrera a través de la niebla, volviendo hacia la ciudadela.

Un punto luminoso que se destacaba en aquella oscuridad los guió hasta la taberna del bohemio. Entraron como cuatro bombas, llevando todavía los sables en las manos, y cerraron la puerta tras de ellos.

El bohemio estaba esperándolos, porque se había figurado, desde luego, que el asunto no podía terminar bien habiendo mediado la ronda.

—¿Venís perseguidos? —preguntó.

—No —respondió Wolf.

—¿Y los de la ronda?

—Tirados en el suelo, y es seguro que hasta mañana no volverán a ejercer sus funciones, si pueden.

—¿Sablazos?

—No; sólo rotas las cabezas.

—¡El asunto es grave! —dijo el bohemio rascándose la poblada melena—. Si mañana los cogen a ustedes los fusilan sin necesidad de proceso.

—¡Ya lo sé —repuso «Cabeza de Piedra»—, y por eso pensamos largarnos!

—¿Para advertir al corsario de lo que pasa?

—¿Conoce usted esa desgraciada historia?

—Perfectamente, y como también estoy enterado por Wolf, a quien no puedo negar nada por haberme salvado la vida, del proyecto de volver en seguida con los americanos, tendré mucho gusto en poder ayudar a ustedes. Pueden, sin embargo, detenerse aquí y esconderse en los subterráneos de la capilla de Santiago, cuyas llaves tiene un cuñado mío. Allí caben aunque sean quinientas personas.

—¡Si pudiéramos ocultar allí quinientos corsarios para el día del matrimonio! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. La empresa no sería imposible.

—Va usted muy de prisa, sargento —dijo el bohemio—; pero siempre me han gustado los valientes, y, si se proponen hacerlo, pongo esos subterráneos a disposición de los corsarios. La capilla se halla situada en un lugar apartado, sobre una punta de tierra y sin defensa de fortaleza alguna, de modo que los buques pueden arribar durante la noche y desembarcar la gente sin que nadie se dé cuenta.

—Sería conveniente que cualquiera de nosotros permaneciese aquí, a fin de que aquella noche pudiera hacer señales desde la capilla.

—Yo quedarme —dijo Wolf—, que no correr peligro alguno, porque el marqués no dejar fusilarme.

—¿Dónde se halla la capilla?

—Al poniente del faro y a mil pasos de las antiguas fortificaciones —contestó el bohemio.

—En efecto, al entrar en el puerto me pareció haber divisado un gran edificio, que tomé por una fortaleza.

—¿Sabría usted encontrarla?

—Soy sargento de Marina, y nada de eso puede ocultárseme. Concluyamos: Wolf se queda, y nosotros trataremos de llevar en seguida la mala noticia al corsario. Lo que sucederá no sé, pues todavía no estoy seguro de que los americanos quieran ayudar en esta empresa al amigo que tantas veces ha expuesto su vida por la independencia de esta tierra.

—¡Padre! —dijo Wolf—. ¡Yo esperar en los subterráneos! ¡Fenir ustedes pronto!

—Haremos lo posible por llegar antes de la ceremonia. ¡Ea, vámonos!

Después de abrazarse los dos hermanos, «Cabeza de Piedra», «Petifoque» y Hulbrik salieron de la cantina y se dirigieron apresuradamente hacia el puerto.

Se habían provisto de un hachón, por ser muy espesa la niebla, sin olvidar las carabinas, que antes habían dejado en poder del bohemio.

Todos dormían en Sandy-Hook, quizá hasta los mismos centinelas, que nada podían ver en aquella oscuridad.

Únicamente en el puerto tres o cuatro fanales en la arboladura de una nave indicaban que no todo el mundo dormía, cuando menos en la Marina, siempre vigilante.

Cuando ya iban a desembocar nuestros dos bretones y el tudesco en la calle que conducía al fondeadero de su barquichuelo, oyeron tras sí pasos precipitados, algunas protestas y el ruido de un sable.

—¿Vendrá el diablo a mezclarse en el asunto? —se preguntó «Cabeza de Piedra», apagando en el acto la antorcha.

—¿El diablo? Es el sargento, que vuelve a la carga para conducirnos al cuartel —dijo «Petifoque»—. Por fortuna, parece que sus dos soldados no se encuentran en disposición de seguirle, porque no se los ve.

El contraamestre se había vuelto, empuñando la carabina por el cañón y gritando:

—¿Quién va?

—¡Espera, que voy a decirte quién va! —contestó una voz.

Un hombre salió de entre la niebla, andando de lado como los cangrejos de mar y dando sablazos en todas direcciones.

Era el sargento inglés, que había reanudado la ronda solo, porque sus dos compañeros debían de seguir durmiendo entre el barro, algo por causa del vino y algo también por el golpe que los alemanes les habían aplicado tan rudamente.

—¡Estaba seguro de encontraros! —dijo el inglés, deteniéndose y poniéndose en guardia con terrible ademán.

—¿Por qué? —preguntó «Cabeza de Piedra», que empezaba a divertirse con aquella escena, a pesar de la prisa que tenía por marchar.

—¡Porque soy el mejor sargento del tercer regimiento de Gales!

—¿Y qué?

—¡Que ahora que os he vuelto a encontrar voy a llevaros al cuartel!

—¿No ves que estás borracho y que tienes el hocico roto?

—¡Yo borracho! —aulló el inglés—. ¡Yo te enseñaré cómo se puede detener a tres hombres sin necesidad del sable! Me bastan los puños para derribar a los revoltosos.

—¿Y no te han dado nunca en la cara?

En vez de responder tiró su sable el furibundo inglés y se arrojó sobre el contramaestre preparando los puños.

—¡Mátale ya, «Cabeza de Piedra»! —dijo «Petifoque»— ¡Este hombre acabará por echarlo todo a perder!

—¡Déjame a mí, camarada! —respondió el contramaestre, entregándole la carabina y preparándose magistralmente para boxear.

—¡Ríndete! —gritó el inglés.

—¡No me da la gana!

—¡Entonces, toma!

Aunque no estuviese muy firme sobre sus piernas, comenzó a manejar los puños con cierta habilidad; pero tenía delante un hombre que no se asustaba fácilmente y que era mucho más robusto.

Durante medio minuto, aquellos dos hombres, envueltos por la niebla, cambiaron algunos golpes; pero de pronto el inglés lanzó un ¡uff! y cayó a tierra al lado de su sable.

«Cabeza de Piedra» le había dado el golpe del bretón, o sea el golpe de cabeza, y el pobre sargento cayó atontado como un buey.

—¿Muerto? —preguntó el joven gaviero.

—Nuestros golpes no son mortales nunca —respondió el contramaestre—. Pero tendrá para unas cuantas semanas; así es que durante algún tiempo no nos encontraremos con él. ¡Al barco, amigos! Mañana por la tarde tenemos que ver a sir William.

—¡La noche ser mala, padre! —dijo Hulbrik.

—No te preocupes de eso: cuando los bretones ponemos la mano sobre la caña o la rueda de un timón, vamos siempre donde queremos.

Descendieron al embarcadero, y, como había pocas embarcaciones, hallaron fácilmente la suya.

—¡Será una noche mala, pero volaremos! —dijo «Cabeza de Piedra», mientras que el gaviero y Hulbrik desplegaban rápidamente la vela——. ¡Tenemos que guardarnos de los escollos!

Retiraron el anclote y salieron lentamente, pasando a estribor de una gran nave, única que estaba alumbrada, según ya hemos dicho.

Cuando ya habían pasado, gritó una voz ronca:

—¡Aguanta!

Un hombre, empuñando una carabina, apareció en el castillo de proa del velero.

—¡Ven a prendernos! —murmuró el contramaestre—. ¡La niebla nos protege; dispara si quieres! ¡Arrollad las escotas!

Las dos velas se hincharon en el acto al golpe del viento fuerte del Oriente, y la chalupa zafó y se ocultó entre la niebla.

Sonó un disparo; después, nada más. Sin duda, la gente del velero no estaba de humor para desplegar velas y lanzarse a la caza de un barquichuelo que probablemente sería pescador.

—¡Esta es la suerte constante de los bretones! —dijo «Cabeza de Piedra» aferrando la caña del timón.

La chalupa viró frente al faro del puerto y se lanzó a través de aquellos canales que ya habían recorrido antes.

CAPITULO XXIV. LA VICTORIA DEL CORSARIO

No se presentaba la noche muy favorable para efectuar aquel regreso a la desembocadura del Rariton en busca del corsario.

La marea salía de los canales con fragorosa violencia, y el agua comenzaba a inundar la embarcación.

«Cabeza de Piedra» ordenó encender un fanal a proa, encargando a Hulbrik que fuera señalando los escollos. Respecto de los bancos y bajos fondos no se preocupaba, porque sabía que con tan escasa carga podía atravesarlos sin peligro.

—¡Atención a las velas, y no os preocupéis de otra cosa! —dijo el contramaestre—. La noche será pésima, pero se trata de la felicidad del barón.

—Puedes confiar en mí —respondió el gaviero—. En manos de un bretón, dos velas es cuestión de juego.

Entraron en el canal a gran velocidad.

Dentro de él la niebla era menos espesa, porque la desgarraba el aire. «Cabeza de Piedra» que conservaba su excelente vista, no sólo distinguía la costa, sino que también la larga fila de arrecifes que el Atlántico batía furiosamente.

—Si no tenemos un mal encuentro, antes de la noche de mañana veremos a nuestro comandante, ya sea en el Rariton, ya en el Hudson. Abrid bien los ojos, tened cuidado con las velas, y voy a haceros correr como los pescadores de Bretaña.

Y la chalupa volaba bajo la lluvia entre aquellos canales, sacudida de cuando en cuando por alguna ola enorme que penetraba por entre los escollos y le hacía dar espantosos saltos, hasta que la férrea mano de «Cabeza de Piedra» la obligaba a presentar la popa.

En el extremo de ésta, al lado del fanal, se hallaba tumbado boca abajo Hulbrik, que iba señalando minuciosamente los escollos y aun los bajos fondos que se distinguían por el movimiento del oleaje. «Petifoque» se ocupaba únicamente de las velas, que manejaba con la precisión de un viejo pescador de Bretaña.

Pasaban las horas y el barquito navegaba milla tras milla sin que se presentara ninguna nave enemiga.

Era probable que el almirante Howe hubiera reunido todas sus fuerzas para intentar algún golpe decisivo, dejando libre toda la costa meridional de Long Island, que hasta dos días antes había estado ocupada por tropas alemanas y algunos regimientos de irlandeses.

Sin embargo, aquellos tres hombres vigilaban atentamente, por temor a que cualquiera nave inglesa se hubiera quedado atrás para rechazar algún ataque de los corsarios americanos, cada vez más audaces.

Ya se había mostrado el alba y navegaban a unas treinta millas de Rariton, bajo una lluvia torrencial, cuando pudieron divisar un punto oscuro que avanzaba por el canal corriendo grandes bordadas.

—¿Buque o barco?

—¡Barco! —respondieron a una vez el tudesco y «Petifoque».

—Si pretende venir al abordaje, no llegará a reírse de nosotros. Preparad todas las carabinas y veamos si son amigos o enemigos.

El barquichuelo, que venía de Poniente, o sea de la boca del Rariton o de Nueva York, traía el viento contrario; así es que avanzaba lentamente, teniendo que virar a cada bordada.

—¡Se diría que ese barco se parece al nuestro! —había exclamado «Cabeza de Piedra», poniéndose en pie.

Después fijó sus ojos y contó:

—Uno…, dos…, tres…, cuatro… No nos causarán miedo. ¡En vez de esperar que nos ataquen ellos, vamos a abordarlos!

Cambió en el acto de rumbo, y bajo un diluvio de agua se colocó tras una línea de escollos a esperar el cruce de aquella misteriosa chalupa.

—¿Quién vive? —había gritado de pronto Hulbrik, echándose al hombro su carabina.

Respondió una voz que hizo estremecerse a nuestros tres navegantes, y cayeron a la vez las velas de las dos chalupas.

—¡El verdugo de Boston! —exclamó «Cabeza de Piedra»—. ¿Qué traen por aquí los amigos?

—Nos envía el corsario —respondió el ex verdugo—. ¡Es una suerte que nos hayamos encontrado!

—¿Se dudaba de nosotros?

—¡Ah, no!

—¡Atraca!

Las dos chalupas se acercaron, y fueron amarradas una a otra. La que traía el verdugo iba tripulada por tres marineros de La Tronadora, escogidos seguramente con cuidado por el corsario.

—Habla, pues, amigo, antes que se nos eche encima la desgracia —dijo «Cabeza de Piedra»—. No podía esperar este encuentro.

—Veníamos en busca vuestra —respondió el verdugo—. En Nueva York ha corrido la voz, traída por confidentes americanos, de que el marqués de Halifax se casará dentro de pocos días con la rubia miss.

—Y nosotros venimos a confirmarlo —respondió el bretón—. Si para el jueves no ha caído en nuestras manos Sandy-Hook, nuestro comandante habrá perdido para siempre a su adorada María de Wentwort.

—A pesar de que no han cesado los combates en estos días, el corsario no ha perdido el tiempo, con ayuda de todos los americanos. En el puerto de Nueva York se halla reunida toda la flota americana, reforzada con tres bricks corsarios. Setecientos hombres y ochenta cañones se hallan preparados para asaltar la fortaleza y dar una buena lección al marqués.

—¿Así es que no vamos a la desembocadura del Rariton?

—Están los ingleses muy cerca de allí.

—¡Siete naves! —murmuró el bretón acariciándose la barba y como si hablara consigo mismo—. Con toda esa fuerza podríamos meter mano a la escasa guarnición que hemos dejado en Sandy-Hook. ¡Soltad las amarras y emprendamos la ruta! ¡Vosotros venid detrás!

Y ambas chalupas, llevadas por un viento casi borrascoso, continuaron aquella difícil y peligrosa navegación.

«Cabeza de Piedra» había forjado rápidamente un proyecto. Sabía que la desembocadura del Rariton se hallaba guardada por la escuadra del almirante Howe, y trataba de componérselas para llegar a la boca del río Hudson sin ser descubierto.

Los ingleses se veían obligados a ejercer una vigilancia constante, porque era siempre de temer alguna sorpresa de aquellos audaces corsarios americanos que cruzaban sin cesar las aguas de la bahía de Nueva York.

Por lo demás, y a pesar de su reciente derrota, Washington conservaba en su poder la ciudad con numerosa artillería, y había reforzado la guarnición con unos millares de hombres de tropas regulares.

A las seis de la tarde percibió «Cabeza de Piedra» algunos puntos negros que costeaban al occidente de Long Island, y una vez fuera de los canales se lanzó resueltamente al Atlántico, empeñando duro combate con las olas.

—¡Tened firme! —había gritado—. ¡Con estos barcos se puede dar la vuelta al mundo!

Los embates del oleaje se sucedían sin cesar, envolviendo algunas veces las dos chalupas en agua y espuma; pero aquellos siete hombres, que se habían sujetado a los costados de sus barcos, resistían sólidamente.

A las siete, y con una espantosa mar que no les daba tregua, echaba el ancla frente a Brooklyn, a dos millas de Nueva York.

Inmediatamente lanzó «Cabeza de Piedra» una exclamación de alegría:

—¡La escuadra del barón!

En efecto: a setecientos pasos hacia Poniente se hallaban reunidas las cuatro naves americanas y las tres corsarias, dispuestas a largar velas si fuere necesario, a pesar del pésimo estado del mar.

«Cabeza de Piedra» ordenó levar el anclote, y condujo su chalupa hacia el Caboto, que arbolaba los colores de los McLellan.

Trepó rápidamente la escala de cuerda y saltó a cubierta frente al barón y a Howard, los cuales no se habían percatado de su llegada, por hallarse muy ocupados en preparar el armamento de la nave.

—¡Tú! —exclamó sir William, precipitándose hacia él con los brazos tendidos—. ¿Vienes de Sandy-Hook?

—Junto con la chalupa que ha enviado usted para buscarme, mi comandante —contestó el bravo bretón.

—¿Y vienes…? —preguntó el barón poniéndose extremadamente pálido.

—A confirmar la noticia de que dentro de cuatro días su hermano de usted se casará con su prometida. Se quiere aprovechar de la victoria que han conseguido los ingleses, en la seguridad de no ser perturbado.

—¿Y lo cree así? —dijo el corsario—. ¿Es que no cuenta con la flotilla?

—Parece que no, mi comandante.

—¿Has visto a María?

—Me ha sido imposible, señor, porque hemos sido sorprendidos y nos hemos visto obligados a escapar. Sin embargo, traigo una buena noticia.

—¿Cuál?

—Que el matrimonio se efectuará fuera de la fortaleza, en la capilla de Santiago, y aquel día seremos dueños de los subterráneos.

—¿Qué subterráneos?

—¡Los de la capilla, comandante!

—¿Cómo has podido conseguirlo? —preguntó el corsario en el colmo del estupor.

—En realidad ha sido Wolf quien ha conseguido de un bohemio amigo suyo que durante la noche nos abra los subterráneos para poder sorprender al marqués antes que pronuncie el sí.

—¿No se tratará de alguna traición bien preparada? —preguntó Howard, siempre desconfiado.

—Conmigo se halla el hermano de Wolf, el valiente Hulbrik. ¿Cómo quiere usted que ellos mismos se traicionen? No, señor Howard —dijo «Cabeza de Piedra»—; yo respondo de la fidelidad de esos dos alemanes, así como de la de ese amigo que tenemos en Sandy-Hook.

—¿Cuántos hombres habrá en la fortaleza? —preguntó el corsario.

—Medio millar entre ingleses e irlandeses, según nos ha dicho el bohemio, y, en efecto, yo no he visto que hubiera muchas tropas.

—Disponemos de setecientos hombres; así es que en caso necesario podemos dar el asalto y vencer a mi hermano de una vez. Como allí no se recelan nada, estando ahora todas las fuerzas del general Howe en el asalto de Nueva York, nos será fácil dar una sorpresa.

—¡Con tal que no demos de bruces con la escuadra del almirante Howe! —dijo mister Howard.

—Pasaremos por entre ella rápidamente —contestó sir William—. Ahora ya ningún peligro me hará desistir del ataque a Sandy-Hook. Quiero a mi María, que hace tanto tiempo que intento inútilmente arrancar de las manos del marqués.

Había empezado a pasear nerviosamente por la cubierta del buque, crispando los puños y murmurando algunas palabras.

De pronto se detuvo frente al bretón y le preguntó:

—¿Estás bien seguro de que ese subterráneo pueda ser ocupado por gente de la nuestra sin que se entere de ello nadie de la guarnición?

—Todas las noches estarán con una o dos linternas Wolf y su amigo delante del paraje secreto que conduce a la capilla. El sitio es completamente desierto, y podemos desembarcar unos cuantos centenares de hombres para interrumpir la función y apoderarnos de su prometida, mi comandante.

—A bordo del Caboto sólo estamos ciento veinte hombres; pero todos ellos de nuestros corsarios, gente más fuerte que los americanos, porque se hallan más endurecidos en los combates. ¿Tú conoces ahora los canales?

—Paso a paso, sir.

—Toma el mando del buque, mientras Howard y yo nos encargamos de conducir la escuadrilla en el momento oportuno. Mete cien hombres en el subterráneo y manda en seguida retornar la nave, para que no pueda inspirar sospechas a mi hermano.

—Me va usted a arrestar por cuatro días, mi comandante —dijo el bretón riendo—. Pero todo lo que es preciso hacer se hará. ¿Cuándo debo salir?

—Mañana, antes de la caída de la tarde. Entretanto podemos recibir noticias respecto a la escuadra de Howe, que nadie sabe hasta ahora dónde se encuentra.

—Pues si usted lo permite, mi comandante, me marcho a la cocina con mis bravos muchachos «Petifoque» y Hulbrik, porque en Sandy-Hook sólo hemos tenido golpes de mar. Los ingleses no acostumbran regalar ni siquiera galleta a los marinos que arriban a aquella punta de tierra.

Con un silbido hizo salir a sus amigos de la chalupa y subir al Caboto, calados hasta los huesos y casi muertos de hambre y sueño, y se fueron a dar un ataque a la cocina, mientras el corsario y su lugarteniente continuaban ocupándose en el armamento de la nave.

Transcurrieron aquellas veinticuatro horas con gran ansiedad de todos los tripulantes, y, sobre todo, de sus comandantes, que temían constantemente un imprevisto ataque de aquella escuadra inglesa que aún no se había dejado ver en las costas de Nueva York, cuando las tropas de tierra, mandadas por el hermano del almirante, continuaban estrechando al general Washington, pero sin conseguir sorprenderlo nunca en sus campamentos.

Por la tarde hizo llamar el corsario a su fiel contramaestre, que ya había comido y descansado a su placer, y le dijo:

—Ha llegado el momento de que zarpes, puesto que vas a precederme, esperándome en los subterráneos de la capilla. La noche es oscura; pero en cambio el viento es favorable.

—¿Y cuándo llegará usted?

—Ocultaremos los buques detrás de la escollera, y cuando oigamos la campana de la capilla emprenderemos el cañoneo. Tú atacas el templo mientras nosotros destrozamos la tropa que dé la guardia de honor a los esposos en el exterior. Procura no dejar que te sorprendan antes de mi llegada y os destruyan dentro del subterráneo.

—Tomaré todas las precauciones, mi comandante. Ya sabe usted que he conducido a buen puerto otras muchas empresas, y esta vez también lo conseguiré. ¿Quiere usted salir del buque, mi comandante?

—¡Sí, viejo mío; vete en seguida! —respondió el corsario—. Vela por María y envíame el buque con linos veinte hombres. Todos los demás, con un par de cañones, si quieres, quedan a tu disposición.

—Está bien, comandante; allí esperamos.

Se habían desplegado las velas, y el Caboto parecía impaciente por zarpar.

No faltaba más que hacerse a la mar.

El corsario y Howard dieron aún algunos últimos consejos a «Cabeza de Piedra» y pasaron al Alfredo, que era el buque mayor de la escuadrilla y el mejor armado, puesto que llevaba treinta y dos bocas 5e fuego.

«Cabeza de Piedra», que era querido y respetado por todos los corsarios, dio las órdenes de maniobra para hacer salir al buque de entre los demás, y se lanzó resueltamente hacia Poniente. La noche era oscurísima, y el mar, como siempre, de no muy buen humor, dejaba oír fuertes ruidos dentro de los canales.

A lo lejos bramaba sordamente, y parecía que hacia el Sur se desencadenaba alguna furiosa tempestad.

—¡La nave es ligera y pasaremos! —dijo «Cabeza de Piedra» a «Petifoque»—. Y si acaso se nos acercan, haremos hablar a nuestros catorce cañones. Tenemos que llegar de noche a fin de procurar que no nos vean.

—¡De modo que mañana también tendremos que estar en el mar! —dijo el gaviero.

—No me atrevo a atracar de día en Sandy-Hook. Una sola sospecha podría echar a pique nuestra empresa. El marqués de Halifax estará estos días más en guardia que nunca, y nuestro comandante tiene mucha razón en temerse cualquier sorpresa, porque no se sabe dónde se halla el grueso de la escuadra del almirante Howe. ¿Sigue navegando a Levante de Sandy-Hook? Esto es lo que quisiera saber.

—¡Y yo también, camarada!

—¡Basta ya! Dejemos de charlar y cuidemos de no dar contra una escollera o un bajo fondo. Esto sería ya la ruina final del barón. Encárgate de dirigir a los navieros y yo del mando general; veremos lo que consiguen hacer estas dos cabezas del país de las rocas.

Siendo el único conocedor de aquellos canales, que ya había recorrido dos veces sin necesitar sextante ni aparato alguno, se puso al timón y lanzó la pequeña pero bien armada nave a lo largo de la costa de Long Island, que suponía libre de buques enemigos.

Transcurrió la noche en el continuo combate con las olas y en la constante ansiedad que producían aquellas interminables escolleras, en donde de un momento a otro podían embarrancar o irse a pique la nave.

Después de haber examinado «Cabeza de Piedra» al día siguiente con la mayor atención el mar, y de convencerse de que no se observaba peligro alguno, ocultó el Caboto tras un grupo de altos escollos, que formaban una especie de pequeña bahía bastante defendida del oleaje.

Durante todo el día permanecieron anclados, vigilando sin cesar los alrededores del canal y cuando descendió nuevamente la oscuridad se hicieron a la vela, poniendo y a la proa directamente hacia Sandy-Hook.

Toda la tripulación se hallaba en sus puestos de maniobra o de combate, los cañones cargados, parte con bala y parte con metralla, y los fanales apagados, aunque eran bien necesarios para navegar entre aquellos mil obstáculos que embarazaban los canales.

Todos aquellos hombres dirigían sus miradas ansiosamente por el mar y más que todos ellos «Cabeza de Piedra», deseando ver el faro de la fortaleza y después las señales que habían de hacer Wolf y el bohemio.

Continuaban sin ver nave alguna. ¿Dónde podrían andar las grandes fragatas que aún no habían aparecido por las aguas de la bahía de Nueva York?

—¡Hum! ¡Hum! —murmuraba «Cabeza de Piedra», cada vez más intrigado por aquella desaparición—. ¿Las habrá retenido el marqués a su lado para protegerle al menos durante la ceremonia? ¡Eso sería nuestra ruina total!

A medianoche, después de evitar otros obstáculos, daba vista el Caboto al pequeño faro de Sandy-Hook, que lucía débilmente en el tenebroso horizonte.

«Cabeza de Piedra» hizo arriar en el acto parte de las velas altas, y maniobró para acercarse a aquella estrecha lengua de tierra que penetra un par de millas en el mar, y a cuyo extremo se encontraba la capilla indicada por el bohemio.

—¡Veremos si cumple la promesa! —dijo—. La señal estará abajo, y, por tanto, no podremos descubrirla hasta que lleguemos más cerca. Estemos en guardia para no sufrir alguna sorpresa que lo eche todo a perder.

De pronto sintió que se le helaba la sangre.

Una gran sombra que navegaba sin luz alguna había doblado las dos escolleras que formaban el canal de Sandy-Hook, y se dirigía silenciosamente hacia el puerto.

—¡Parece una gran fragata, quizá un navío de tres puentes! —murmuró el marino apretando los dientes—. ¿Por qué navega sin luces de posición? No veo claro en este asunto. ¡Bah! Ocupémonos por ahora de Wolf y del bohemio.

Con una rápida bordada hizo alejarse al Caboto para no ser descubierto, y se dirigió con precaución hacia la costa, o, por decir mejor, hacia un península en cuya extremidad más avanzada brillaba casi a flor de agua un gran fanal.

—¡La señal! ¡La señal! ——había exclamado «Petifoque», reuniéndose a la carrera con «Cabeza de Piedra».

—¡Voto a un campanario! —respondió el contramaestre—. ¡Se han portado como dos buenos muchachos!

—¿Qué vamos a hacer?

—Botar al mar la chalupa grande con veinte hombres armados y vas a ver cómo está el asunto. Si hubiese algún peligro, corres a ponerte bajo la protección de nuestros cañones. Apresúrate, porque ese navío pudiera volver a internarse mar adentro.

—Ahora mismo.

Dos minutos después se separaba la chalupa del Caboto llevando un pedrero a proa y tripulada por veintidós hombres completamente armados y a las órdenes del gaviero.

«Cabeza de Piedra» hizo mientras tanto poner el buque a la capa, dando de cuando en cuando alguna bordada, pues no quería tomar fondo en un paraje que desconocía en absoluto.

La ausencia de la chalupa fue breve. Volvían los veintidós hombres con gran rapidez, pero sin manifestar sobresalto alguno.

Sólo subió a bordo «Petifoque», ansiosamente esperado por «Cabeza de Piedra», Hulbrik y el señor Horse, que hacía las veces de segundo.

—¡Todas las chalupas al mar! —dijo precipitadamente el gaviero—. Tenemos el subterráneo a nuestra disposición.

—¿Wolf? —preguntó «Cabeza de Piedra».

—Nos espera con el bohemio y con un cuñado de éste, que parece ser el sacristán de la capilla.

—¿Has notado algo sospechoso?

—Absolutamente nada.

—¿Cuándo se celebra el matrimonio?

—El jueves, a las seis.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Wolf, que ha podido informarse bien.

—¿Has oído, amigo Horse? —preguntó el bretón, volviéndose hacia el segundo de a bordo—. Es necesario que la flotilla llegue aquí alguna hora antes para que pueda prestarme ayuda. Pero que no se acerque mientras no oiga los disparos de fusil.

—Se lo diré al comandante tal como tú me lo has dicho.

—Y ahora no hablemos más —dijo «Cabeza de Piedra»—. Primero los hombres y después los víveres, porque no debemos contentarnos con los huesos que pueda haber en las tumbas.

El desembarco había comenzado ya con toda prisa, porque todos temían alguna sorpresa de aquel misterioso navío de tres puentes.

En menos de diez minutos se hallaban reunidos los cien hombres mandados por «Petifoque» en la punta extrema de la península, frente a la capilla, que se elevaba majestuosamente en la sombra.

«Cabeza de Piedra» fue el último que desembarcó del velero, embarcándose en el chinchorro con cuatro marineros.

Wolf y el bohemio lo esperaban frente a una especie de caverna en la cual brillaba el fanal.

—¿Va todo bien? —preguntó el contramaestre.

—Ser los dueños del subterráneo, padre —respondió Wolf, estrechando la mano de Hulbrik.

—¿Ninguna sospecha?

—Hasta ahora, absolutamente ninguna.

—¿Qué se dice de la rubia miss?

—Que llora día y noche llamando al barón.

—¡Por todos los campanarios de Bretaña! Poco tiempo le queda de llorar —dijo «Cabeza de Piedra»—. El corsario ha reunido siete naves, las cuales arribarán aquí en el momento necesario, bien provistas de hombres y de cañones. ¡Esta vez va a tener el marqués su merecido!

Mientras hablaban iban entrando de cuatro en cuatro los marineros en la caverna, que por una galería abierta en la roca se comunicaba con el subterráneo de la capilla.

Cuando hubieron pasado todos con las últimas cargas de víveres y municiones, penetró también «Cabeza de Piedra», guiado por el bohemio, y encontró a sus hombres, que se hallaban perfectamente acomodados, algunos de ellos tumbados ya en las mantas que habían traído del buque.

El subterráneo podía contener cómodamente hasta cuatrocientos hombres, y sólo se hallaba iluminado por tres grandes fanales del buque, cuya luz apenas llegaba al suelo.

Estaba formado por grandes y fuertes arcadas que parecían talladas en la roca, y en las paredes había multitud de tumbas que probablemente encerraban los restos de los sacerdotes que habían tenido a su cargo aquella capilla, abandonada en la actualidad por causa de la guerra.

—Esta es una verdadera fortaleza —dijo «Cabeza de Piedra»—. Aquí podemos desafiar hasta el fuego de cañón, y además contamos con la retirada hacia el mar, que supongo no conocerán los ingleses.

—Sólo la conocía mi cuñado —respondió el bohemio.

—Ahora vamos a ver el templo.

—Mi cuñado nos espera en él.

Subieron por una vasta escalera de piedra y entraron en la capilla por dos amplias puertas.

El cuñado del bohemio los esperaba con una linterna en la mano. Era también uno de esos cíngaros de la Europa central, y con su espesa barba y negros e inquietos ojos tenía más aspecto de bandido que de sacristán.

Formaban el techo de la capilla tres grandes arcos casi desprovistos de todo adorno. En el centro del templo se hallaba preparado un altar coronado por una bandera con los colores del marquesado de Halifax. A lo largo de las paredes pendían también gallardetes con los mismos colores, pero sin detalle alguno lujoso. En Sandy-Hook se podían encontrar armas, municiones y soldados, pero nada más.

—También aquí podría haber perfectamente trescientos o cuatrocientos hombres, aun cuando haya siete u ocho filas de bancos, que en un momento dado, y puesto que se encuentran hacia la puerta del subterráneo, podrían servirnos para formar una barricada. ¿Nada de nuevo?

—¡Nada, señor! —respondió el sacristán.

—Entonces, vámonos a descansar.

Descendieron al subterráneo. Los marineros roncaban ya en su mayoría; pero en la parte de afuera de la caverna se habían colocado seis de guardia para evitar alguna sorpresa.

Al día siguiente, los dos bohemios fueron a la ciudad en busca de noticias, y no volvieron hasta el mediodía, trayendo dos cestas de botellas.

—¿Y la nave que encontramos anoche? —preguntó lo primero «Cabeza de Piedra» con cierta ansiedad.

—Ahí está; ha recogido velas —respondió el bohemio.

—Es un navío de tres puentes, ¿verdad?

—Con cuarenta cañones.

El bretón se puso pálido.

—¿Qué habrá venido a hacer aquí ese condenado navío? —exclamó.

—Se dice que viene para conducir a Escocia al marqués de Halifax y a su esposa.

—Si no llega a tiempo la escuadrilla, también esta vez va a perder el barón a la rubia miss, y, lo que es peor, para siempre. ¡Bah; no desesperemos! Somos unos cuantos y no creo que en estos momentos haya mucha guarnición en Sandy-Hook.

—Apenas habrá unos trescientos ingleses con unas cincuenta lanzas —respondió el bohemio—. Todos los demás han marchado a Nueva York, donde parece que se bate bien el cobre por todos los luchadores.

—Nos los merendaremos, ¿no es verdad, «Petifoque»?

—No; los arrojaremos al mar, haciéndoles pasar a todos por el subterráneo, camarada.

—Hasta entonces, paciencia y esperemos —concluyó el viejo bretón—. Vamos a tener un magnífico combate por los bancos de la capilla.

Transcurrió un día, y después otro. Los corsarios habían pasado el tiempo comiendo, bebiendo y fumando, en espera de la señal para empuñar las armas y dar gusto a los brazos.

Pero «Cabeza de Piedra» seguía con su constante ansiedad, a pesar de ser hombre poco impresionable.

No hubiera tenido temor de lanzar sus ciento seis hombres contra la guarnición, y aún estaba seguro de vencerla por sorpresa; pero le preocupaba aquel navío que podía aparecer de un momento a otro y derribar la capilla sobre los combatientes.

¿Y el barón? —se preguntaba constantemente con angustia—. ¿Habría zarpado ya y se encontraría escondido con sus naves entre el sinnúmero de islas e islotes que se extienden al poniente de Sandy-Hook, o habría caído entre la poderosa flota del almirante Howe?

En la mañana del quinto día, los corsarios, que habían atrancado las dos puertas del subterráneo, sintieron ruido sobre sus cabezas.

Se oían los pasos de algunos hombres que iban y venían, clavaban y colocaban bancos; sin duda se trataba de dar la última mano a la capilla.

Al mediodía bajaron el sacristán y su cuñado para advertir a «Cabeza de Piedra» que todo estaba ya preparado y hasta se había echado el aceite en las lámparas, por haberse de celebrar la ceremonia después de la puesta del sol.

Dijeron además que una buena parte de la guarnición escoltaría al marqués para protegerle contra cualquier sorpresa del barón.

—¡Bah! —había respondido tranquilamente «Cabeza de Piedra»—. O quitamos al lord la novia o caemos todos entre las ruinas de la capilla, si nuestra escuadrilla no llega a tiempo.

Transcurrieron varias horas, cada vez más angustiosas. Los dos bretones habían salido a la playa más de diez veces para mirar atentamente hacia las islas y escolleras, entre las que debía de tener sus naves el audaz barón.

Cerca ya de las seis, cuando caían rápidamente las sombras de la noche, el contramaestre atravesó por última vez a lo largo de la caverna.

En cuanto dio vista al mar no pudo contener un grito.

A menos de dos mil pasos, y en medio de un grupo de escollos, brillaban distintamente siete fanales. Se precipitó en d subterráneo, diciendo:

—¡Las naves! ¡El corsario!

—¡Y arriba se van a desposar! —dijo el bohemio—. Ya suena la campana, y todos están en sus puestos.

—¡Sangre de una foca! —gritó el contramaestre—. ¡A mí, corsarios, y pegad de firme! «Petifoque» y yo nos encargaremos de la rubia miss.

Mandó salir seis hombres por la playa para indicar al corsario con una descarga que había llegado el momento de la lucha.

Arriba seguían sonando la campana y se oía un murmullo de voces que parecían responder a la oración del sacerdote.

Los corsarios, empuñando los sables de abordaje, se colocaron en la escalinata, formando dos columnas de a cincuenta, para poder, a la última orden de «Cabeza de Piedra», penetrar en el templo por ambas puertas a la vez.

Quitados los barrotes, los cien hombres invadieron furiosamente la capilla, toda iluminada y llena de oficiales y soldados.

En aquel momento, el sacerdote trataba de arrancar el a la bellísima miss, que se negaba enérgicamente a pronunciarlo, a pesar del amenazador aspecto del marqués.

Al ver los ingleses aquellos cien hombres que, además de los sables, llevaban fusil en banderola y pistolas en el cinto, lanzaron gritos de terror y no pensaron por de pronto en defenderse de aquella invasión.

Pero el lord no había perdido la cabeza. Comprendiendo que se trataba de un ataque desesperado por parte de su hermano, cogió fuertemente entre sus brazos a la miss, y, protegido por sus oficiales, se retiró a la puerta sin hacer caso de las intimaciones de «Cabeza de Piedra».

—¡A ellos, corsarios! —gritó el viejo bretón, furioso al ver que se escapaba otra vez la presa que codiciaba su comandante.

No habiendo ya peligro de herir a la miss, habían armado sus carabinas los corsarios, y colocados detrás de los bancos hicieron cuatro o cinco descargas, que llenaron la iglesia de muertos y heridos sin recibir ni un tiro, porque sus adversarios habían venido a la ceremonia sin armas de fuego, bien ajenos a que pudieran necesitarlas.

En aquel momento se oyeron resonar hacia el mar algunos cañonazos; procedían de la flotilla, que venía a toda vela para realizar el ataque de Sandy-Hook, casi indefenso.

Pero la lucha no había terminado en la capilla, porque los ingleses, que aún vivían unos sesenta en conjunto, se habían agrupado en la puerta principal, defendiéndose con los sables y las espadas para dar tiempo a que el marqués pudiera escapar.

Un furioso ataque de los corsarios deshizo el grupo, obligándoles a huir hacia Sandy-Hook a carrera desesperada.

—¡Abajo! ¡Abajo! —había gritado «Cabeza de Piedra» mientras sus hombres cargaban rápidamente las carabinas.

Salieron también a la carrera de la capilla, gritando ferozmente para hacerse creer más numerosos; pero ya el marqués y sus oficiales se hallaban frente a los bastiones de la fortaleza.

«Cabeza de Piedra» pensó formar dos columnas de asalto y lanzarlas dentro de la plaza antes que la guarnición pudiera reponerse de la sorpresa; pero en esto vio por encima del recinto la alta arboladura del navío, que se cubría rápidamente de velas.

—¡Ah; te he comprendido, querido marqués! —dijo—. ¡Pretendes escapar, en vez de defender la fortaleza! ¡Esta vez eres nuestro!… ¡Nuestro!

Volviéndose hacia «Petifoque», Wolf, el bohemio y Hulbrik, gritó:

—¡Seguid la carga, pero sin prisa, porque dentro de poco os ametrallarán! ¡En caso de peligro, al subterráneo!

Abriéndose paso, volvió a entrar en la capilla, pasó sobre muertos y heridos, bajó al subterráneo y salió por la caverna.

Las siete naves del barón se hallaban sólo a doscientos pasos de la orilla, con un fondo profundísimo.

«Cabeza de Piedra» saltó a una chalupa que había dejado el Caboto, y viendo los colores del barón arbolados en el Alfredo se dirigió a él aceleradamente, acompañado de los seis hombres que había dejado de guardia en la caverna.

—¡Comandante, no hay que perder un minuto si quiere usted arrebatar a su prometida de las manos del marqués! —dijo el bretón—. Derrotado por nosotros, trata de escapar por el mar a bordo de un navío de cuarenta y dos cañones.

—¿Has visto a María? —preguntó el corsario.

—Y por poco me apodero de ella; pero había por medio más de ciento cuarenta hombres. ¡Avante, señor, cerremos el paso a ese navío!

—¡Esta vez mi hermano va a tener su castigo! —dijo el corsario con voz ronca.

Howard había ya dado orden a toda la escuadra de colocarse frente a la bahía de Sandy-Hook y tomar posiciones formando dos columnas.

Mientras tanto se seguía combatiendo ferozmente en el camino de la capilla. La artillería de la fortaleza había comenzado a disparar, obligando a retirarse a los corsarios, no sin que éstos respondieran con vivas y certeras descargas de carabina.

Desde el puente del Alfredo veían distintamente el corsario y el bretón cómo sus hombres se retiraban en perfecto orden ante las descargas de la artillería, dirigiéndose hacia la capilla, en la que podrían hacer una terrible resistencia en el caso de que la guarnición intentase una salida.

—¡Bah! —dijo «Cabeza de Piedra», que fijaba sus ojos en «Petifoque»—; no corren por el momento peligro alguno; además de que nosotros, comandante, terminaremos pronto el asunto.

Con sólo dos bordadas se colocaron las siete naves frente a la bahía, en el preciso momento en que el navío se lanzaba al mar, cubierto de lona desde el puente hasta los sobrejuanetes.

Con rápido movimiento lo rodearon, apuntándole con toda su artillería, que pasaba de cien piezas, e intimándole la rendición.

No se había engañado «Cabeza de Piedra». Sobre el puente se hallaba el marqués de Halifax con sus oficiales; por tanto, también debía de hallarse a bordo María de Wentwort.

A pesar de las voces y amenazas del marqués, la tripulación del navío no se atrevió a empezar el combate contra aquella fuerte escuadrilla que disponía de mucha más artillería y de más hombres.

—¡Preparaos al abordaje! —gritó el corsario a sus hombres—. ¡Y ahora, tú y yo, hermano!

Lanzó el Alfredo contra el navío, haciendo penetrar el bauprés por la jarcia de babor y, empuñando pistola y espada, gritó al marqués:

—¿Te rindes?

—¡No!

—Deja que María se ponga a salvo en una de mis naves, y después, si te empeñas, echaré a pique tu navío.

—¡Jamás dejaré partir a María! —gritó el marqués. ¡Sin ella no podría vivir!

—¡Ni yo tampoco —respondió el corsario—, así que te la disputaré con la espada!

El marqués miró a su alrededor, esperando que habría de ayudarle su gente; pero comprendió en el acto que ninguno de aquellos hombres se atrevería a emprender la lucha con los corsarios.

Se pasó la mano por la frente para enjugarse el frío sudor que le inundaba, y con voz ronca dijo al barón:

—¡Bien, sea como quieres!

Apenas había pronunciado estas palabras, se oyó gritar al barón:

—¡Traed luces, y que todo el equipaje esté preparado para el abordaje por si se intenta alguna traición contra mí!

Y volviéndose hacia «Cabeza de Piedra», le dijo:

—Toma seis hombres y baja a la cámara para que no salga María. Ya te llamaremos cuando quede terminado este asunto.

Con la espada desenvainada se adelantó hacia el marqués. Cuatro marineros alumbraban la escena con grandes faroles.

—¡A sus órdenes, milord! —dijo el corsario.

—¡A las suyas! —respondió el marqués.

Ambos hombres se acometieron violentamente con las espadas.

Todos callaban, ingleses y corsarios, y aquel silencio sólo era interrumpido por el choque de los aceros.

El corsario, que manejaba la espada mucho mejor que su adversario, paró cuatro o cinco estocadas y después se tiró a fondo rápidamente, dando un grito.

El marqués de Halifax recibió el golpe en el pecho y cayó en brazos de su ayudante, tratando de contener con una mano la sangre, que ya empezaba a brotar.

Mister Howard —dijo el corsario—, acompañe usted a María de Wentwort hasta el Alfredo.

—¡Entonces, matadme ya! —aulló el marqués, a quien habían tendido sobre una improvisada hamaca.

El barón no respondió.

Un momento después subía de la cámara la bellísima miss de largos cabellos rubios y grandes ojos azules, llevada del brazo por mister Howard y escoltada por sus hombres al mando de «Cabeza de Piedra».

El corsario se adelantó a su encuentro, y durante largo rato permanecieron con las manos estrechamente apretadas.

—¡Tú, William! —pudo exclamar finalmente la pobre joven, estallando en sollozos.

El barón la condujo frente al marqués, que se hallaba asistido por los médicos del navío y le dijo:

—¿Le perdonas?

—¡Sí; le perdono! —respondió la rubia miss.

—Ahora no tenemos ya nada que hacer aquí.

Ayudó a la joven a saltar las dos bordas, y cuando ya la vio sobre la cubierta del Alfredo, se volvió para mirar a su hermano.

Dudó unos instantes; pero dando un paso adelante, dijo:

—Espero, milord, que llegará usted a curarse.

El marqués, haciendo un esfuerzo, consiguió sentarse, y dirigiéndole una mirada llena de odio, le respondió:

—¡Vaya usted a reunirse con Washington para continuar la guerra contra nosotros, aun cuando lleve usted en las venas la más pura sangre escocesa! ¡Si no muero ya nos encontraremos!

—¡Como usted quiera!

De un salto pasó a su buque, y dio orden de regresar a Nueva York.

CONCLUSIÓN

Dos días después llegaba la flotilla a Nueva York.

Como la ciudad se hallaba amenazada por el grueso de las fuerzas inglesas, el corsario y la miss, acompañados por Howard y los dos bretones, marcharon a Filadelfia, mientras los buques se refugiaron en el río Hudson.

Ocho días después, María de Wentwort se convertía en baronesa de McLellan, y en el mismo día, Washington, que había sufrido ya dos grandes derrotas, atacaba en el Delaware a los ingleses de Cadwallader y lograba una brillante victoria, haciendo prisioneros a tres regimientos de lanceros y a toda la caballería ligera, además de algunas piezas de artillería.

¡El sol de la libertad americana, que parecía extinguirse, brillaba otra vez con mayor esplendor que nunca, gracias al valor del gran guerrillero!


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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