El Capitán de la Djumna

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. LAS OCAS EMIGRANTES

Un sol ardiente, abrasador, se reflejaba sobre las amarillentas y tibias aguas de la profunda bahía de Puerto Canning, las cuales exhalaban esas fétidas miasmas que desencadenan constantemente fiebres tremendas, mortales para los europeos que no se han aclimatado, y peor aún, el cólera, tan fatal a las guarniciones inglesas de Bengala.

Ni una brisa marina mitigaba aquel calor que debía sobrepasar los cuarenta grados. Las grandes hojas de los cocoteros, de majestuoso aspecto, cuyo follaje estaba expuesto en forma de cúpula, y las de los pipa, los nium, y aquellas largas y delgadas del bambú, pendían tristemente, como si el sol las hubiera privado de toda existencia.

El silencio que reinaba en aquellas aguas e islas fangosas, que se extendían hacia el Golfo de Bengala, era tan profundo que producía una intensa tristeza. Parecía que en esa zona, de las más vastas y ricas posesiones inglesas en la India, todo estuviese muerto.

Sin embargo, pese a la lluvia de fuego, y a los miasmas que se alzaban de los bajíos sobre los cuales se pudrían enormes masas de vegetales, una pequeña chalupa cubierta por un toldo blanco, navegaba lentamente.

Dos hombres la tripulaban. Uno de ellos sentado en la proa llevaba en la mano un fusil de doble caño, y otro en la popa maniobraba lentamente con un par de cortos y anchos remos.

El primero era un jovencito alto, delgado, de piel blanca, ojos azules, bigotes rubios, frente amplia, y labios rojos. Llevaba un traje blanco, en cuyas mangas ostentaba el grado de teniente y cubría su cabeza un ancho sombrero de paja.

El otro en cambio, era un hombre de cincuenta años de edad, bajo y robusto, con larga barba gris, frente arrugada, piel curtida por la intemperie, facciones duras Y angulosas.

Sus ojos, de color oscuro, no se apartaban del joven, como si quisiera adivinar sus pensamientos, mientras maniobraba con toda facilidad los pesados remos.

Vestía como su compañero, pero no llevaba insignia alguna. En vez de sombrero lucía gorra de marino.

Aquellos dos hombres, que parecían tan insensibles al calor como las salamandras, continuaban avanzando en medio de las islas, islotes y bancos, pero siempre con prudencia.

—¿Ves? —exclamó de pronto el joven, dirigiéndose hacia el remero—. ¿Ves, Harry?

—Sí, señor Oliverio, pero se mantienen fuera de tiro.

Creo que los días pasados los asustasteis demasiado.

Una sonrisa asomó en los labios del joven teniente.

—Es el calor que los tiene alejados de las islas…

—Y también vuestro fusil. Hace una semana que no cesa de disparar contra todas las aves de la bahía.

—Es la única distracción que ofrece Puerto Canning, pero si vienen algunos camaradas, dejaremos en paz a las aves y cazaremos tigres. Se dice que en Raimatla y amera abundan mucho.

—Es cierto, señor Oliverio, pero es mejor que vuestros amigos permanezcan en el fuerte William; los tigres son peligrosos…

—No temas, viejo amigo. Los tigres son menos peligrosos de lo que cree la gente, y ardo en deseos de enfrentarme con uno. Cuando hace tres meses partimos del País de Gales, creía que por lo menos mataría uno por semana…

—Os digo, señor Oliverio, que esos animales son temibles. Cuando navegaba con vuestro padre, cazamos más de uno en Ceilán, y os aseguro que son peligrosísimos.

—¡Pobre padre mío!…

—Callad, señor Oliverio, o veréis a vuestro viejo contramaestre llorar como una mujer. ¡Mirad! Los ánades están levantando vuelo, apostaría una rupia contra un penique que ya conocen nuestra barca.

Una tormenta de aves de plumas azuladas y brillantes que se mantenían escondidas entre las anchas hojas flotantes de los jhil, planta acuática semejante al loto, cuyo follaje forma una especie de plataforma, se habían lanzado a volar ruidosamente, alejándose en busca de un grupo de islotes desiertos.

—+¿Será posible que esta noche deba regresar a Puerto Canning, sin haber cazado nada? —exclamó el joven.

—No desesperéis, señor Oliverio —dijo Harry, que aguzaba sus miradas dirigiéndolas hacia un islote cuyas márgenes estaban cubiertas de plantas acuáticas—. Allá podréis tomar una espléndida revancha.

—¿Dónde? —Allí…

El joven teniente volvió la mirada en la dirección indicada por Harry y descubrió sobre las ramas flotantes una fila de seres blancos, altos y completamente inmóviles.

—¿Pescadores?

—Sí, pero alados… —dijo el viejo Harry riendo.

—¿Con alas? ¡Pero, si son hombres!

—Os digo que no, señor Oliverio.

—Son altos como hombres.

—Son arghilah, o si preferís llamarlos así «pájaros ayudantes».

—Tienes razón… He visto centenares de estos pájaros pasear gravemente por las calles de Calcuta en busca de carroña, pero a esta distancia parecen más seres humanos que pájaros.

—Es fácil engañarse.

—¿Pero, qué quieres que haga con estos monstruosos devoradores de desperdicios?

—No os aconsejo que los matéis, pues los hindúes serían capaces de vengarse.

—¿Lo dices en serio?

—Sí, señor Oliverio, porque creen que en el cuerpo de estos pájaros se refugian las almas de los Sacerdotes de Brahama. Pero si nos acercamos veréis que detrás de estos arghilah se elevan numerosas y gordas ocas.

—Entonces avancemos prudentemente. Me encantan las ocas.

Harry retomó los remos, haciendo acercar lentamente el bote hacia aquel islote, y tratando de no hacer ruido. A doscientos metros, los arghilah eran perfectamente visibles. Con las cabezas hundidas en el monstruoso pescuezo, apoyados en una sola pata, se mantenían gravemente alineados.

Esas aves, a las que los hindúes llaman «filósofos», son de estatura realmente gigantesca, sobrepasando los dos metros de estatura y midiendo de un ala a otra más de cuatro metros.

Son semejantes a enormes cigüeñas, pero mucho más feas, realmente repugnantes con su inmunda cabeza desplumada, ojillos pequeños y rojizos, enorme pico en forma de embudo y buche violáceo que sirve de antecámara a un estómago que puede aventajar al del tiburón.

Sus patas son larguísimas, amarillentas, con poderosas garras.

En Bengala son muy numerosos, especialmente en las ciudades cuyas calles se ocupan de limpiar. Todo desaparece dentro de aquel monumental pico que se abre como un abismo sin fondo; desperdicios, cadáveres de animales, huesos, habiéndose encontrado en sus estómagos hasta caparazones de tortuga.

Al acercarse el bote, aquellos enormes pájaros permanecieron inmóviles, ocupados en una dificultosa digestión.

Por fin abrieron sus desmesuradas alas y se echaron a volar, provocando una verdadera corriente de aire.

Al mismo tiempo tras de las plantas acuáticas se lanzó al aire una bandada de aves semejantes a las ocas europeas, de cuello más largo y alas ornadas de negro.

El teniente alzó de inmediato su escopeta, y disparó dos tiros, mientras Harry, decía con aire satisfecho:

—Veis que no me había engañado… Las ocas contaban con la vigilancia de los arghilah.

Dos aves, alcanzadas en el aire por el plomo del cazador cayeron. Una fue recogida en el agua pero la otra fue a parar más allá del banco de arena, sobre un islote cubierto de vegetación.

—¡No quiero perderla! —gritó el teniente—. Me parece la mayor de las dos…

—Iremos a buscarla —contestó Harry.

Retomando los remos hizo girar la embarcación en torno al banco de arena, encallándola en el islote.

El teniente volvió a cargar la escopeta en previsión de un encuentro con cualquier animal salvaje, y saltó ágilmente a tierra. Algunos minutos después descubrió a la oca. La acababa de alzar y regresaba a la pequeña embarcación, cuando con sorpresa vio asomar debajo de un ala un paquetito asegurado con un cordel de seda.

—¿Qué es esto? —se preguntó asombrado.

Con viva curiosidad examinó aquel paquete. Era un envoltorio de tela engomada, del tipo tan utilizado por los hindúes, que pesaba muy pocos gramos.

En su interior era evidente que contenía un trozo de papel, o tal vez un cartón.

—¡Harry! —llamó.

El viejo marinero subió a la costa, preguntando:

—¿Qué queréis, señor Oliverio?

—Tú has viajado mucho tiempo por estas regiones con mi padre. ¿No sabes si los hindúes acostumbran a utilizar ocas en lugar de palomas mensajeras?

—No lo creo, señor.

—¿Tampoco los birmanos? —Estoy seguro que no.

—¿Las ocas emigran? —Anualmente.

—Entonces estos pájaros pueden venir de muga lejos.

—Hasta de las islas del Sur del Pacífico.

—Mira lo que llevaba éste.

—¿Un paquetito?

—Con documentos…

—Abridlo, señor Oliverio… Uno nunca sabe…

—¿Qué es esto? —se preguntó el teniente al ver que en el interior de la tela había un trozo de papel plegado en cuatro, amarillento y un poco húmedo—. ¿Cómo es posible que estos documentos se encuentren bajo el ala de una oca?

—¡Está escrito en inglés! —dijo el viejo Harry—. ¿Quién será nuestro compatriota?

—Veamos.

El teniente paseó sus ojos por los papeles, que eran cinco, leyendo la firma:

«Alí Middel, comandante del Djumna. Departamento Marítimo de Bengala».

—Indudablemente es un anglo-hindú —dijo el teniente.

—Leed, señor Oliverio, quién sabe qué terrible historia nos contarán estas hojas.

—Volvamos a la canoa, Harry. Este sol quema y puede producirnos una insolación.

Abandonando el islote regresaron a la embarcación, sentándose bajo el toldo.

El teniente encendió un cigarrillo, y comenzó la lectura de aquellos extraños documentos, mientras Harry sentándose frente a él prestaba atención.

CAPÍTULO II. UN DRAMA MISTERIOSO

La primera hoja encabezada con letras clarísimas, estaba escrita en inglés y bengalí:

«Dirigirse al Virrey de Bengala, o al Presidente de la «Joven India» de Calcuta».

—¿El Presidente de la «Joven India»? —exclamó el joven teniente—. ¿Qué es esta «Joven India»?

—Es una poderosa sociedad formada por los burgueses más ricos de Bengala que tratan de civilizar a los naturales del país.

El teniente prosiguió su lectura:

«No sé si estos documentos llegarán a la India, o si cuando sean leídos yo aún estaré con vida, pero al menos servirán para hacer castigar a los infames que originaron la pérdida de mi grab, el «Djumna» y de mi tripulación».

—¿Es un barco, verdad? —inquirió Oliverio, interrumpiéndose.

—Sí, una pequeña nave de tres palos y popa muy alta —contestó Harry—. Pero no os interrumpáis… seguid leyendo…

«Abandoné Diamond-Harbour, el 7 de agosto de 1816 con un cargamento de cochinilla para Singapur, por cuenta del Presidente de la «Joven India», llevando también un arcón con rupias de oro, por valor de diez mil libras esterlinas consignadas al señor James Fulton. Conducía conmigo en calidad de tripulantes a doce hombres: tres misorionos., siete malabareses y dos bengalíes. Los diez primeros habían navegado ya conmigo en otras oportunidades, pero los dos últimos acababan de embarcarse recientemente y yo ignoraba que formaban parte de aquella infame y rapaz secta de los faquires sannyassis…

—¿Quienes son esos sannyassis? —se interrumpió el teniente mirando a Harry.

—Una secta de bribones —contestó el marinero—. Ya sabéis que en la India hay muchas clases de faquires, hombres que se hacen pasar por santos y a quienes el pueblo supersticioso venera. Los sannyassis son bribones que aprovechan la ignorancia del populacho. Se apropian de lo que más les agrada sin que nadie se atreva a reclamar; además, forman grandes bandas que saquean pueblos enteros… Pero continuad, señor Oliverio.

«Bien pronto debía arrepentirme de haber embarcado a aquellos dos traidores. No sé cómo la tripulación se llegó a enterar que llevaba a bordo aquellas diez mil libras, pues por precaución había hecho creer_ que se trataba de un cargamento de metal. Desde el día en que zarpamos, aquellos dos miserables planearon apoderarse del precioso cargamento, deshaciéndose de mí y de mis más fieles marineros. Había ya sorprendido varias veces a los dos sannyassis en coloquio con algunos de mis marineros, sin sospechar nada malo. Sin embargo, al séptimo día de navegación un grave acontecimiento despertó mis sospechas. Los tres misorianos, que eran de una fidelidad a toda prueba, aparecieron muertos en sus hamacas, con los rostros terriblemente alterados, el vientre hinchado, y manchas amarillentas en todo el cuerpo. En este momento tengo la absoluta seguridad de que aquellos desdichados fueron envenenados por Hungse y Garrovi, los dos faquires».

Aquí concluía la parte legible de la primera hoja. La mitad inferior parecía haber sido mojada por el agua del mar, pese a la tela impermeable, y las letras eran prácticamente ilegibles. Oliverio dobló con cuidado el papel, comenzado a leer la segunda página, que decía:

«…así velo constantemente, y en las horas de reposo guardo mis pistolas bajo la almohada. Ya no puedo dudar.

Hungse y Garrovi tratan de amotinar a la tripulación y temo que por miedo de correr la misma suerte de los misorianos, e incluso por codicia, se vuelvan contra mí. El Djumna avanza siempre por el Océano Indico, y las tierras están cada vez más lejanas. En este momento pienso en mi joven hermano que queda en Serampore. ¿Lo volveré a ver? Comienzo a dudarlo, pero pongo mi fe en Dios».

Aquí, el agua de mar había borrado el resto de la página. Las otras tres hojas parecían arrancadas al libro de bitácora, pues tenían los márgenes irregulares. Eran legibles en la parte superior, pero sus últimas líneas estaban totalmente borradas. Oliverio siguió leyendo:

«16 de agosto. El grab no debe estar lejos de las islas Andamanas; el viento noroeste nos empuja con una velocidad de cinco nudos por hora. Continúo velando, pero estoy agotado por la falta de reposo. Hoy, después de mediodía, dormí una hora tras haber trancado la puerta; los pasos de un hombre que bajaba prudentemente por la escalera me despertaron: No hay duda que me espían y tratan de sorprenderme dormido para asesinarme…

»17 de agosto. Siempre buen viento. Mis tripulantes ya no me obedecen y si no me vieran con la pistola en la cintura se habrían rebelado abiertamente.

»18 de agosto. Calma absoluta: el barco está inmóvil bajo una lluvia de fuego, al sud de la Andamana Menor. No me atrevo a comer con mi tripulación por miedo de ser envenenado. Traté de hacer encadenar a los dos sannyassis, pero los malabareses se opusieron violentamente diciendo que se trataba de hombres santos, y se armaron para defenderlos. Esta noche arrojaré al mar el cofre con el dinero.

»19 de agosto. Acaba de despertarme un estruendo infernal. Creyendo que el grab había encallado en algún banco de arena traté de salir de mi camarote, encontrando la puerta de la cabina clavada. Mis gritos y amenazas no obtienen respuesta. Una horrible angustia me oprime el corazón. Alcanzo a oír gritos que se pierden a lo lejos y me veo…»

Aquí faltaban algunas líneas y más adelante se alcanzaba a leer:

…sí, comprendo todo. Los miserables aprovecharon mi sueño para introducirse en el camarote y robar el cofre. No comprendo porqué no me mataron; quizás los malabareses no se atrevieron o…

La cuarta página comenzaba también con una frase trunca:

«… en las manos de Dios. Sobre cubierta aúlla mi perro, como si adivinara que una terrible desgracia está por caer sobre mí. Me parece que el Djumna está inmóvil, pero no puedo asegurarme. Hace treinta y seis horas que ningún ruido se escucha a bordo. Estoy seguro que me abandonaron huyendo en la chalupa. Los aullidos de mi perro resuenan cada vez más lúgubremente. Estoy dominado por la desesperación. Me parece estar sepultado con vida en una tumba.

»He tratado de forzar la puerta del camarote pero en vano. Tengo víveres para pocos días. Si no consigo salir moriré indefectiblemente. ¡Malditos sean los traidores!… A las diez de la mañana comenzó todo. Los miserables abrieron una pequeña brecha en la cala del navío, para hundirlo conmigo adentro. Cuando comprenda que no me quedan esperanzas, me pegaré un tiro. Mi perro continúa aullando».

En la quinta hoja se leía tan sólo:

«20. El agua me llega hasta las rodillas pero hace tres horas que no sube. ¿Qué ha ocurrido? Me parece que el Djumna está perfectamente inmóvil. ¿Habrá encallado? Tal vez en estas cuarenta y ocho horas de prisión he llegado a la Andamana Menor. Mi perro ya no aúlla. ¿Habrá muerto de hambre o?…»

Aquí concluía la misiva. Sin embargo no se advertían letras borradas en la última página. Lo más probable era que algún grave acontecimiento hubiera impedido al escritor concluir su frase.

—¿Nada más? —preguntó el viejo Harry tras algunos instantes de silencio.

—Nada más —contestó Oliverio.

—¿Qué terrible historia es ésta?

El teniente no contestó, con los ojos fijos en el agua parecía sumergido en profundos pensamientos.

—¿Pero este hombre, este desdichado marino, habrá muerto ahogado en su cabina? —preguntó Harry.

—No hubiera podido enviar estos documentos —contestó el teniente—. Todo hace suponer que consiguió derribar la puerta de su camarote.

—Es cierto, señor Oliverio, pero este drama horrendo ocurrió el 18 de agosto y estamos a fines de septiembre…

—Este hombre puede haber desembarcado. Aquí dice que la nave parecía estar inmóvil.

—¿Pero, dónde?

—En la Andamana Menor.

—¿Y creéis que aún sigue con vida? —Podemos suponerlo.

—Los habitantes de esas islas gozan de muy triste fama… ¿Creéis que le han perdonado?

—¿Qué me aconsejas hacer, Harry? ¿Crees que el gobierno de Bengala puede intentar alguna empresa para rescatar a este desdichado?

El viejo inclinó la cabeza, haciendo un gesto negativo.

—Si se tratase de un barco de guerra o de un capitán de la armada, las autoridades no dudarían en enviar un crucero a las islas para buscarlo, poniendo en movimiento a la policía con el fin de atrapar a los culpables, pero por un capitán de la marina mercante nadie moverá un, dedo. Harán promesas, iniciarán una investigación policial, pero nada más, os lo aseguro.

—¿Y dejarían sin castigar un delito tan infame?

—El Virrey tiene muchísimos problemas en qué ocuparse…

—Está bien, Harry, me ocuparé yo de que este desdichado no quede abandonado a su triste suerte…

—¿Queréis organizar una expedición a las Andamanas por cuenta propia?

—Sabes que mi padre me dejó una importante herencia.

—Os admiro, señor Oliverio. Permitidme que os dé un buen consejo…

—Habla, Harry.

—Pedid una licencia prolongada, y vayamos a Calcuta a hablar con el Presidente de la «Joven India». Ese hombre podrá darnos preciosas informaciones, y además nos prestará una importante ayuda.

—De paso, buscaremos al hermano de Middel.

Serampore está a dos pasos de la capital de Bengala, y nos será fácil encontrarlo.

—Bien dicho señor, pero sería necesario echar mano a los dos faquires o a algún otro miembro de la tripulación para saber donde ha sido abandonado el grab. Las Andamanas son muchas y si tuviéramos que visitar todo el archipiélago no nos alcanzarían seis meses. ¿Quién sabe?

La «Joven India» es una poderosa sociedad, y puede averiguar muchas cosas.

—Regresemos al fuerte, Harry. Dentro de tres días podremos tener la licencia en el bolsillo.

El viejo marinero empuñó los remos y comenzó a dirigir la pequeña embarcación hacia el sud.

CAPÍTULO III. EL PRESIDENTE DE LA «JOVEN INDIA»

Tres días después de los acontecimientos narrados, el joven teniente y el viejo marinero recorrían las llanuras del delta del Ganges, por la carretera que se dirige a Calcuta desde Puerto Canning, atravesando la pequeña estación de Sonapore.

El permiso solicitado al Comandante Militar de la zona había sido acordado de inmediato, y el generoso teniente lo aprovechaba para tratar de aclarar aquella dramática historia y organizar la expedición proyectada en socorro del desventurado capitán.

Los dos hombres viajaban en un dhumni, conducido por un joven hindú que recorría la polvorienta carretera.

Estos vehículos, adoptados en toda la península indostánica, son muy veloces, pero pueden llevar un limitado número de viajeros. Tienen una capa cuadrada, con techo de hojas secas, y dos pesadas ruedas laterales; no son tirados por caballos, sino por esos bueyes blancos originarios de la India llamados zebú, de gran alzada, cuernos curvos y joroba. Por otra parte estos animales tienen un galope discretamente rápido, y el conductor se ocupa de apresurarlos con un largo bastón en cuya punta hay un clavo, y si esto no basta, les tira cruelmente de la cola.

El teniente y Harry, cómodamente recostados bajo el toldo vegetal, fumaban sin preocuparse por los barquinazos de la carreta. A derecha e izquierda se sucedía un manto vegetal; grandes árboles, cañas de bambú, altas hierbas …

Bandadas de cuervos, halcones, cigüeñas, papagayos, tórtolas y docenas de aves de distintas especies, asustadas por el ruido del carretón, levantaban vuelo.

Los animales no faltaban. De tanto en tanto, algún gracioso nilgó, especie de antílope azul, del tamaño de un ciervo europeo pero mucho más elegante y ágil atravesaba la carretera desapareciendo entre el follaje. Otras veces era una manada de chacales, animal que es muy común en toda la India, y que pese a su ferocidad resulta peligroso únicamente cuando está hambriento.

Aquellas vastas llanuras que se extienden hasta las costas del Golfo de Bengala y que al sur se convierten en terrenos palúdicos, donde reinan las fiebres y el cólera, recorridos libremente por tigres y millares de serpientes venenosas, estaban casi desiertas. Solamente a gran distancia se veía alguna mísera cabaña ahogada por gigantescos bambúes, o pequeños grupos de casuchas rodeadas por arrozales, o campos sembrados de bairi, que es una especie de mijo.

A mediodía el carretón se detuvo a la sombra de un mangal, árbol que produce frutas semejantes al durazno, de pulpa muy sabrosa. Los pobres animales, que habían mantenido una marcha constante bajo el sol abrasador, tenían necesidad urgente de reposo.

Aquella pausa duró una hora. El vehículo retomó bien pronto su carrera desordenada atravesando una zona pantanosa, cubierta de trecho en trecho por macizos de pipal, de tronco abultado y follaje espeso.

El agua del gigantesco río que baña aquellas tierras mantenía una humedad constante. Por todas partes se veían estanques llenos de aves acuáticas, sobre los que se alzaba una neblina cuyas emanaciones eran mortíferas para los europeos no acostumbrados a aquel clima.

Se puede decir que casi la mitad de las tierras que forman Bengala, están constituidas por bancos de fango que el sol ardiente seca, pero que las aguas del Ganges humedecen constantemente. Si se tratase de una zona sin riego, Bengala sería totalmente inhabitable, pues bajo aquel sol ardiente todo se convertiría en un desierto.

Alrededor de las diez y seis el dhumni se hallaba a pocos kilómetros de Sonapore. Ya aparecían las primeras casas y la selva ya no era espesa.

Media hora más tarde los viajeros entraban en la población. Sonapore era en aquellos días una pequeña estación habitada por pocas docenas de molangos, indígenas siempre temblorosos a causa de la fiebre, flacos y hambrientos y por una pequeña guarnición de cipayos, alojados en un mezquino bungalow.

Allí los zebú gozaron de otra hora de reposo, durante la cual el teniente y Harry aprovecharon para comer algo y obtener la dirección del Presidente de la «Joven India», volviendo a partir a las diez y ocho con igual velocidad.

Estaba anocheciendo cuando la carreta entró en la gran llanura donde se levanta la rica capital de Bengala, con su jungla de campanarios, cúpulas y pagodas, mostrando la imponente línea de sus palacios y la enorme masa del fuerte William.

—Al Strand —dijo el teniente al conductor.

Los zebú, castigados vivamente, se encaminaron hacia el río, recorriendo una interminable fila de bungalows que sirven de casas de campo a los ricos comerciantes ingleses e hindúes, llegando al Strand, el barrio aristocrático de Calcuta, que corre junto al río hasta el fuerte William.

Pocos minutos después el dhumni se detenía frente a un grandioso palacio hindú, rodeado de vastos jardines. En un escudo de gigantescas dimensiones, se leía escrito en letras de oro:

«JOVEN INDIA»

El teniente saltó ágilmente a tierra, pagó el doble de lo prometido al conductor del dhumni y seguido por el viejo Harry subió la escalinata de mármol, en cuya parte superior montaba guardia un hindú apoyado sobre un bastón con mango de plata.

—¿El Presidente de la «Joven India» está en casa? —preguntó Oliverio.

—Sí, señor —contestó el hindú.

—Decidle que el teniente Oliverio Powell, comandante de la Cuarta Compañía de Cipayos de puerto Canning desea comunicarle importantes noticias concernientes al grab «Djumna».

El hindú lo introdujo en un gabinete de forma circular, cuyas paredes estaban pintadas de azul, adornado con grandes jarrones chinos, llenos de rosas blancas muy perfumadas que se cultivan en los valles de Delhi y Sirinagor.

Una gran lámpara de metal dorado, sosteniendo un globo enorme de porcelana azul, iluminaba el salón, arrojando sobre los divanes una pálida luz semejante a la del astro nocturno.

Acababan de sentarse cuando la puerta se abrió, dando paso a un viejo hindú delgado como un faquir, con larga barba blanca que destacaba vivamente la bronceada piel de su rostro, ,y sus ojos vivos e inteligentes.

Vestía como los indostánicos de casta elevada. Su dubgah, especie de amplia túnica con largos pliegues era de seda blanca; su cinturón también de seda estaba recamado en oro y adornado con piedras preciosas; sus pantalones eran de raso, con adornos de plata, ceñidos al tobillo por un lazo de oro. El pequeño turbante que le cubría la cabeza llevaba uña esmeralda que no podía costar menos de cuatro mil rupias.

Acercándose al teniente hizo uña profunda reverencia y luego le estrechó la mano a la europea, diciéndole:

—Estoy a vuestra disposición.

—¿Sois el Presidente de la «Joven India»?

—Sí, señor teniente.

—Bien, señor Presidente, leed estos documentos que la casualidad puso en mis manos.

El hindú tomó las hojas que el teniente le extendía y tras haber rogado a los visitantes que se acomodasen, acercándose a la lámpara leyó con profunda atención.

Oliverio y Harry que espiaban su rostro, lo vieron alterarse poco a poco, bajo el impulso de una cólera lenta y terrible, y cuando hubo terminado sus ojos se clavaron en la lámpara, mientras que su frente se cubrió de profundas arrugas.

—¡Quiere decir que se cometió un infame delito! —dijo mirando al teniente.

—Si el documento es auténtico, así debe haber ocurrido —contestó Oliverio.

—Tal debe ser la verdad, pues conozco desde hace muchos años a Alí Middel, y sé que es de una honestidad ilimitada. ¿Cómo habéis recibido estos documentos?

—Los encontré bajo las alas de uña oca emigrante, que maté en la bahía de Puerto Canning.

—¡Eso significa que Middel está vivo todavía!

—Así lo supongo, pese a que ha transcurrido un mes desde que se cometió el odioso atentado. Si no hubiera conseguido abandonar la cabina, no habría podido enviar estas páginas.

—Es cierto…

—¿Creéis que convendría dirigirse a las autoridades anglo-hindúes? Semejante delito no tendría que permanecer sin castigo, y creo que cualquier cosa que tentáramos sería poco con tal de salvar a este desdichado.

El hindú hizo un gesto que parecía restar importancia a la sugerencia.

—¡Las autoridades anglo-hindúes! —dijo con ligera ironía—. ¿Qué les interesa si un marinero se pierde a causa de un delito cometido lejos de Bengala, en pleno océano?

Corresponde a la «Joven India» vengar a Alí, descubriendo a los culpables.

—¿Vos?

—La Asociación, caballero, posee por fortuna poderosos medios. No es para recuperar las diez mil libras o el cargamento de cochinilla, sino para castigar un delito tan infame y vengar a —un miembro de nuestra benemérita sociedad que emprenderemos la expedición. Señor teniente, ¿queréis uñir vuestros esfuerzos a los nuestros?

—Yo, señor Presidente, estaba resuelto a organizar por mi cuenta uña expedición en busca de aquel infortunado capitán.

—Sois un hombre de buen corazón, y os agradezco en nombre de la sociedad, señor teniente. Ahora procederemos sin perder más tiempo.

Tomando un pequeño mazo de metal, se acercó a un gran gong de bronce, suspendido sobre la puerta, y lo golpeó tres veces.

—¿Qué hacéis? —preguntó Oliverio.

—En seguida lo sabréis —contestó el hindú.

CAPÍTULO IV. SOBRE LAS HUELLAS DE GARROVI

Las vibraciones del disco metálico no habían aún cesado, cuando apareció en el umbral de la puerta un jovencito hindú de unos quince años de edad, fisonomía inteligente y piel bronceada.

Todas sus ropas no eran más que un romal, de color amarillento, prenda de vestir consistente en un trozo de tela que se envuelve a la cintura y baja hasta los tobillos. Con gran respeto se inclinó frente al Presidente de la «Joven India», esperando sus órdenes.

—¿Conoces al jefe de los sannyassis de Calcuta? —preguntóle el Presidente.

—Sí, amo.

—Te confiaré una importante misión, que espero cumplirás escrupulosamente, dadas tu inteligencia y astucia.

—Hablad, amo…

—Quiero saber qué ha ocurrido a dos hindúes que tiempo atrás formaban parte de aquella secta.

—¿Sus nombres?

—Hungse y Garrovi.

—No los olvidaré, amo.

—Te advierto que está a tu disposición el personal de la «Joven India», y que nuestras arcas están abiertas para lo que necesites. Vete, y regresa con buenas nuevas.

El jovencito se inclinó y salió rápidamente, cerrando la puerta.

—Perdonad, señor —dijo Oliverio, que parecía dominado por un profundo estupor—. ¿Creéis que este joven puede tener éxito?

Una sonrisa apareció en los labios del hindú.

—No temáis, teniente —dijo—. Punya vale más que vuestros mejores policías secretos, y con toda seguridad podrá averiguar el paradero de los dos sannyassis. —¿Cuántos días tardará?

—Todo depende de las circunstancias, pero espero tener buenas noticias antes de mañana por la tarde. Ahora pensemos en el hermano del pobre Middel.

—¿Lo haréis buscar?

—Esta misma noche enviaré gente a Serampore. Ese muchacho tal vez nos pueda proveer de informaciones preciosas.

—Pero decidme, señor, ¿quién era Middel?

—Un anglo-hindú, hijo de padre blanco y madre nativa. Desde hacía seis años venía dedicándose a la navegación de gran cabotaje con un barco de su propiedad.

—¿Y su hermano es joven?

—No creo que tenga más de trece o catorce años.

—¿Entonces esperáis que el joven nos pueda decir algo de interés?

—No estoy seguro de eso, pero apenas sepamos el paradero de los dos sannyassis, podremos averiguar dónde está encallada la embarcación de Middel, y entonces la «Joven India» tomará medidas para salvar al desdichado capitán, o por lo menos para vengarlo.

El teniente y Harry se incorporaron.

—Hasta mañana —dijo Oliverio, extendiendo la mano al hindú.

—Os acompaño —contestó éste siguiéndolos hasta la puerta.

El teniente y el viejo marino, abandonaron la sede de la «Joven India», y se hospedaron en uno de los mejores hoteles del Strand, sintiéndose agotados por la desordenada carrera a través del delta del Ganges.

Al día siguiente, no sabiendo cómo emplear su tiempo, pues habían prometido al Presidente de la sociedad verlo a la puesta del sol, resolvieron visitar la «Ciudad Negra», que Oliverio aún no había tenido tiempo de conocer.

Black Town. o sea la «Ciudad Negra», es la antigua capital del reino de Bengala y la parte más característica de Calcuta; sus habitantes son todos hindúes, y la ciudad «blanca», de construcción reciente carece de todo lo pintoresco que se encuentra en la vieja Calcuta.

Pese a sus muchos siglos de vida, la «Ciudad Negra» ha conservado sus barrios exactamente como eran al ser construidos. En ellos se ven casas, pagodas, cabañas, habitaciones que parecen a punto de derrumbarse junto a templos altísimos, con cúpulas sembradas de cabezas de elefantes y bajorrelieves que representan las nueve reencarnaciones de Visnú, el dios conservador de los indostanos.

Todo es ruinoso en la antigua capital de Bengala; callejuelas sórdidas, sucias, tortuosas, cortadas oscuras y malolientes; casuchas de puertas bajas en cuyo umbral están sentados como estatuas en cuclillas los habitantes, pequeños comercios con objetos extravagantes y heterogéneos.

El joven teniente y Harry pasaron la mayor parte de la jornada recorriendo los bazares, en medio de una multitud de nativos de toda la India, deteniéndose para admirar a los numerosos encantadores de serpientes que jugueteaban con los reptiles más peligrosos, regresando al atardecer a los barrios blancos.

El Presidente de la «Joven India» les aguardaba en el mismo salón azul en que los recibiera la tarde anterior.

Apenas entraron los dos occidentales comprendieron que el viejo hindú tenía una buena noticia que darles.

—Los aguardaba con impaciencia —les dijo tras haber estrechado la mano de Oliverio—. Tengo importantes novedades que comunicaros.

—¿Acaso vuestro joven emisario ha tenido éxito? —preguntó el teniente.

—Más allá de toda esperanza posible.

—¿Sabe dónde se encuentran los dos sannyassis?

—De Hungse no ha podido tener ninguna noticia, pero conoce el paradero de Garrovi.

—Nos basta uno —dijo Oliverio alegremente—. ¿Lo habéis hecho arrestar?

—Aún no, pero esta noche lo sorprenderemos en su habitación. He hecho reunir una docena de hombres resueltos.

—¿Lo detendrán las autoridades?

—Prefiero dejar en paz a vuestra policía. Mis hombres buscarán el medio de no dejarlo escapar.

—¿Pero dónde se ha ocultado?

—Aquí.

—¿En Calcuta?

—Sí, señor teniente; ya no es más un pobre sannyassis.

Se ha convertido en un opulento ciudadano, que vive en un elegante bungalow en la explanada del Fuerte William.

Comprenderéis que con diez mil libras esterlinas se puede vivir cómodamente.

—¡El muy canalla! ¿Y sus compañeros?

—Los habrá asesinado para gozar él solo los cofres de oro.

—¿Lo creéis?

—Estoy seguro, pues de haber dividido las diez mil libras, no hubiera podido llevar una vida de potentado.

—Es cierto. ¿Pero decidme, cómo ha podido Punya averiguar dónde se encontraba el miserable?

—Como vos sabéis todas las castas tienen su cabeza; Punya se dirigió en nombre mío al jefe de los Sannyassis inquiriéndole noticias de Hungse o de Garrovi. Así se enteró que los dos bandidos habían abandonado meses atrás la costa para ir a pedir trabajo en otras regiones. Por una afortunada combinación hace aproximadamente dos semanas el jefe de los sannyassis se encontró con Garrovi en un palanquín, rodeado de sirvientes, y si bien estaba vestido ricamente, lo reconoció con facilidad. Como el encuentro había tenido lugar en la explanada, Punya realizó averiguaciones por aquellos lugares, hasta ubicar la vivienda del traidor.

—¿No tiene ninguna sospecha sobre nuestra búsqueda?

—No tengáis miedo; además algunos de mis hombres lo vigilan de cerca, y cualquier novedad nos será comunicada de inmediato.

—¿Nos permitiréis tomar parte en la expedición?

—No rechazaría nunca vuestra ayuda. Los blancos son menos astutos que los hindúes, pero son gente de valor.

—¿Y el hermano de Middel?

—¡Ah! —exclamó el hindú—. Olvidaba deciros que el muchacho está aquí.

Golpeó dos veces el disco metálico y ordenó al sirviente que acudió de inmediato, que hiciera pasar al joven Middel.

Minutos después el hermano del desdichado capitán del Djumna, entraba en el gabinete.

Se trataba de un hermoso ejemplar de esa raza que en la India llaman Halfcast.. No tenía más de trece años, pero era muy alto y de músculos muy desarrollados. Sus cabellos eran negros y rizados, la piel del rostro tomaba el color del bronce dorado, su nariz era regularísima, sus labios carnosos, y sus ojos grandes y muy oscuros, semejantes a los de los andaluces.

Vestía de blanco, con una faja roja en la cintura, y llevaba en la mano un gran sombrero con forma de hongo.

—Este es el señor que te mencioné esta tarde, Eduardo —le dijo el Presidente de la «Joven India», señalándole al teniente.

—Permitidme que os agradezca, caballero, el interés que demostráis por mi desdichado hermano —exclamó el jovencito.

—Espero poder hacer más por él, muchacho —respondió Oliverio.

—Si tal hacéis, mi agradecimiento será eterno,-señor.

—Deja de lado el reconocimiento, por ahora, y dime en cambio si puedes darnos algún dato que sirva para ayudar a tu hermano.

—Ninguno, señor.

—¿No has recibido noticias de él?

—No, señor teniente.

—¿Antes de partir no te manifestó ninguna sospecha sobre el comportamiento de su tripulación?

—No, señor.

—¿Estás con algún pariente en Chandernagor?

—No, porque no tengo a nadie en la India. Vivo junto a un viejo servidor de mi madre.

—¿No viste nunca a los dos sannyassis que tramaron el complot contra tu hermano?

—No, pero conocí a los demás marineros.

En ese momento la puerta se abrió y entró Punya, el astuto joven.

—Patrón —exclamó—, Garrovi acaba de entrar en su bungalow.

—¿Dónde están nuestros hombres?

—A corta distancia de la casa.

—¿Están armados?

—Llevan puñales y pistolas.

—Señor Powell, si os parece podemos partir —dijo el Presidente.

—Estamos listos —contestó Oliverio.

—Retírate a tu habitación, Eduardo —dijo el hindú al jovencito.

De una caja nacarada que estaba sobre la mesa, el viejo hindú sacó dos pistolas con los caños labrados, las guardó bajo su amplio dubgah, y salió, precedido de Punya y seguido por los dos ingleses.

Con paso rápido descendieron por el Strand, que a aquellas horas estaba casi desierto, pues era prácticamente medianoche, atravesaron la amplia explanada del fuerte, cuya imponente mole resaltaba entre las sombras, y pocos minutos después se detenían frente a una graciosa villa ubicada junto al río.

Punya alzó un dedo e indicó las persianas que dejaban escapar rayos de luz.

—Está bien —dijo el Presidente de la «Joven India» nuestro amigo aún está despierto.

Llevándose a los labios un silbato de plata lanzó tres débiles notas que por su agudeza podían oírse a doscientos metros de distancia.

Casi de inmediato se vieron surgir sombras tras de los macizos de vegetación que crecían junto al río. En pocos instantes doce hindúes rodeaban al Presidente.

—¿Estáis listos?

—Sí, patrón.

—Seguidme, y tened las armas preparadas.

CAPÍTULO V. LA CAPTURA DE GARROVI

El bungalow de la India, es un tipo de edificación intermedia entre las casas de campo y los palacios. Su estilo es particular, adaptado a las necesidades del clima, y goza de cierta elegancia.

El bungalow de Garrovi estaba construido como todos los demás, pero en lugar de estar rodeado por un jardín, asomaba sobre las aguas del Ganges.

El Presidente de la «Joven India», a quien nada escapaba, antes de acercarse a la puerta ordenó a cuatro de sus hombres que se ocultaran entre la maraña de plantas acuáticas, para impedir cualquier intento de fuga por parte del traidor.

Hecho esto se dirigió hacia la puerta, seguido de Punya, Oliverio y el viejo marino, y golpeó un gong que colgaba frente a la entrada.

Un instante después la puerta se abrió y un sirviente les miró interrogante.

—¿Está tu amo en casa? —le preguntó el Presidente.

—Sí —contestó el sirviente inclinándose.

—Condúcenos a su presencia.

—Pero ignoro quiénes sois.

—Yo soy el Presidente de la «Joven India».

Bastó el nombre de aquella poderosa sociedad para que la puerta se abriera por completo.

—Entrad —dijo el sirviente—, voy a advertir a mi amo.

—Es inútil —le interrumpió el hindú rápidamente—; guíanos a su presencia sin perder más tiempo.

Precedidos por el servidor, los tres hombres y el jovencito atravesaron un salón para entrar en una habitación, iluminada por una gran lámpara, donde cómodamente recostado en una mecedora de bambú, había un hombre ocupado en aspirar el humo perfumado del guracco, que quemaba en la cazoleta de una de esas enormes pipas de porcelana que los hindúes llaman hukah.

Se trataba de un hindú de estatura algo superior a la media, pero notablemente delgado. Sus brazos desnudos parecían cañas cubiertas de cuero, pero algo había en él que parecía indicar una fuerza física fuera de lo común.

Su rostro era notablemente bronceado, opaco, y no tenía los rasgos delicados que se reconocen en la mayor parte de las razas puras que viven en la India. Su nariz era ancha y roma, la frente deprimida y los ojos hundidos parecían encerrar algo feroz y tenebroso.

Una larga y reciente cicatriz le atravesaba el rostro de oreja a oreja, haciéndolo menos simpático aún.

Vestía una riquísima dubgah de seda blanca, con flecos y franjas de oro; su cráneo cuidadosamente rasurado brillaba untado de aceite de coco.

Viendo entrar a aquellos desconocidos se incorporó con la agilidad de un felino, y sus ojos se clavaron en el Presidente de la «Joven India», para pasearse luego por los dos europeos.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó al tiempo que se erguía.

—Soy el Presidente de la «Joven India» —dijo a modo de explicación el anciano.

—¿A qué debo el honor de vuestra visita?

—Ya lo sabrás.

—Pero… ¿qué quieren de mí estos europeos?

—Son amigos míos.

—Yo no los conozco —en el rostro del hindú se pin taba una viva inquietud que aumentaba por momentos.

—No importa; escúchame…

—Habla.

—¿Eres tú el llamado Garrovi?

—Sí.

El Presidente miró en derredor suyo admirando las cortinas de seda y el rico mobiliario. Luego cruzó los brazos sobre el pecho y exclamó burlonamente:

—El antiguo miembro de la pobre hermandad sannyassis parece estar rodeado de un lujo principesco… ¿Acaso encontraste el tesoro del Gran Mogol?

El hindú al oír aquellas palabras, se puso terriblemente pálido, o más bien grisáceo, y en su rostro se reflejó un profundo terror.

—El antiguo sannyassis… —balbuceó— creo que te equivocas…

—En verdad —prosiguió impertérrito el Presidente, con marcada ironía— ya no tienes ni la barba, ni los largos cabellos, ni el rostro pintado con tierra colorada que distingue a los insolentes miembros de tu secta, pero a mí no me engañas, Garrovi. Tú eres el ex-sannyassis y vengo a preguntarte qué ocurrió con un grab de cuya tripulación formabas parte.

—¿Un grab? —exclamó Garrovi clavando en el presidente sus aterrorizados ojos. Luego hizo un esfuerzo supremo, y prorrumpió en carcajadas que sonaban totalmente falsas.

—¿Pero de qué grab me hablas? Yo nunca abandoné Bengala, nunca fui sannyassi y me temo que te confundas con algún tocayo mío.

—¿Quieres decir que no conoces el Djumna?

—¡El Djumna! —repitió el miserable con un temblor en la voz.

—¿Tampoco conociste a Alí Middel? —continuó el implacable Presidente de la «Joven India».

—¡Alí Middel! …

—¿Y por lo tanto no fuiste tú quien abandonó a ese desdichado en medio del golfo de Bengala, tras haberle encerrado en su camarote, abriendo una vía de agua en las cuadernas de la embarcación?

Garrovi esta vez no fue capaz de hablar: un terror irresistible le paralizaba la lengua. Su mirada corría en vano por los rostros inexorables de aquellos hombres.

—¿Y los cofres conteniendo las diez mil libras? —prosiguió el presidente—; contéstame y atrévete a negarlo, si es que puedes.

Aquella última acusación hizo exhalar un gemido al miserable, cuyos ojos se inyectaron en sangre.

—¡Habla! —repitió el presidente de la Asociación, adelantándose.

Garrovi no contestaba: a cada paso dado por el dirigente de la «Joven India», retrocedía en dirección a la ventana.

—¡Habla, canalla!

—¡Esta es mi respuesta! —aulló repentinamente el bribón.

Con un gesto rápido alzó la mano que ocultaba bajo la túnica empuñando una larga pistola. Un relámpago iluminó la habitación seguido de una tremenda detonación, pero el presidente de la «Joven India» permaneció inmóvil en medio de la nube de humo.

Oliverio desenvainando su sable saltó hacia adelante seguido de Harry que empuñaba su navaja marinera, pero Garrovi no les aguardó.

Con un salto de tigre salvó la ventana y se arrojó al río.

—¡Miserable! —gritó Oliverio.

—¡Dejádmelo a mí! —contestó Harry.

Estaba a punto de arrojarse al río, cuando el presidente de la «Joven India» milagrosamente ileso, le tomó de un brazo diciéndole con voz tranquila:

—Es inútil: dejad a mis hombres.

—Pero ese miserable escapa…

—No irá muy lejos: oíd.

El chapoteo de los cuatro hombres ocultos en la costa que nadaban por el río apretando sus puñales entre los dientes, llegó hasta ellos.

La luna que brillaba en un cielo transparente permitió que los hombres reunidos en la ventana vieran con toda claridad la superficie de las aguas.

Los cuatro nadadores avanzaban manteniendo cierta distancia entre ellos, y de tanto en tanto se sumergían, temiendo quizá que el antiguo faquir escapara nadando bajo el agua.

El hombre aquel debía de ser un excelente nadador porque había transcurrido más de un minuto y todavía no aparecía en la superficie. De pronto se vio aparecer una mancha oscura a treinta metros de la costa.

—Ha salido para respirar —comentó Harry—. El muy bribón es mejor buzo que los pescadores de perlas.

—No os preocupéis —le tranquilizó el viejo hindú—. Mis hombres valen tanto como él.

Efectivamente, los cuatro nadadores se habían dado cuenta de la aparición de Garrovi y aspirando profundamente se sumergieron a su turno.

Un nuevo minuto transcurrió, y luego en medio del río se vio aparecer aquella mancha oscura, la cabeza de Garrovi. Pero esta vez no volvió a sumergirse; en derredor suyo emergieron una tras otra cuatro cabezas.

—¡Es nuestro! —gritó una voz mientras se veía confusamente debatirse varios cuerpos sobre las aguas.

—Os dije que lo tendríamos pronto —comentó el presidente de la «Joven India».

—¿Lo conducirán aquí?

—Sí, señor teniente.

—¿Lo interrogaremos de inmediato?

—Apenas esté de regreso.

—¿Hablará?

—Ya no puede negar que ha sido el autor del complot; su fuga lo desenmascaró. Además en oriente tenemos medios infalibles para hacer soltar la lengua.

—¿Y no nos engañará?

—Le advertiremos que no le dejaremos en libertad hasta estar seguros de haber descubierto la verdad de todo.

—Aquí lo traen …

—Conducidlo arriba —gritó el Presidente viendo a sus hombres salir a tierra arrastrando al antiguo faquir.

CAPÍTULO VI. LA VERDAD SOBRE EL DJUMNA

Dos minutos más tarde Garrovi se encontraba frente a ellos, con las piernas estrechamente atadas y el dubgah chorreando agua.

El traidor parecía haber perdido toda su audacia. Con angustia irreprimible miró a sus captores, comprendiendo que estaba a merced de aquellos hombres y que no podría escapar a un interrogatorio que le perdería definitivamente.

El viejo hindú, Oliverio y Harry se habían sentado frente a él, mientras Punya y otros dos con las pistolas en la diestra cuidaban la puerta para hacerle comprender que no podría recibir ninguna ayuda del exterior.

—Ahora vamos a hablar —le dijo el presidente—. Espero que no negarás haber estado embarcado en el grab de Alí Middel, en ruta hacia Singapur. Tenemos pruebas evidentes contra ti, suficientes como para hacerte ahorcar en veinticuatro horas. Te advierto ante todo que si confiesas lo que queremos saber, tal vez un día puedas ser perdonado y gozar de estas riquezas adquiridas a tan mal precio, pero también te anuncio que si callas estamos resueltos, antes de entregarte a las autoridades de Calcuta, a recurrir a los medios más crueles, y sabes que en eso somos maestros …

¿Hablarás?

—Hablaré.

—Cuida lo que dices, pues te tendremos prisionero hasta que hayamos controlado escrupulosamente tu confesión. Es pues inútil que trates de engañarnos; ¿me comprendes?

Esta última advertencia pareció desconcertar al miserable, que tal vez tenía intenciones de engañar a sus captores, para ganar tiempo.

—¿Quién era tu compañero? —preguntó el Presidente.

Garrovi al oír aquellas palabras le miró con sorpresa.

—¡Ah! También sabes eso… ¿Tal vez los muertos regresan? Y sin embargo lo he visto con mis propios ojos descender a través de las límpidas aguas del Golfo.

—¿Acaso ha muerto Hungse?

Garrovi no contestó: parecía petrificado.

—¿Ha muerto? —repitió el presidente.

—¿Cómo sabes esta terrible historia? ¿Quién ha traicionado el secreto guardado por los profundos abismos del mar? ¿No han muerto acaso todos? ¿Acaso mi puñal no se clavó eh el sitio exacto?

—¿Hungse y los malabareses?

—¿Los malabareses?… ¿Pero acaso eres un demonio que todo lo sabes?

—Garrovi estaba dominado por un profundo terror.

—Cuando me hayas informado te explicaré…

—Si lo sabes todo, mátame.

—No deseo tu muerte.

—¿Y entonces?

—Quiero saber exactamente lo ocurrido eh el Golfo.

—¿Con qué fin?

—Para salvar a Alí Middel.

—¡El capitán! ¿Pero aún está con vida?

—Tal vez.

—¿No se hundió el barco?

—No.

Garrovi se secó con la mano el frío sudor que bañaba su frente.

—Estoy perdido.

—Sí, si no confiesas todo —le contestó Oliverio.

—¿Eres tú quien trajo noticias de Alí Middel? —preguntóle con voz hueca el ex faquir.

—Sí.

—Lo había sospechado.

—¿Nos dirás todo?

—¿Y no. me mataréis luego?

—Te lo prometemos.

Su color grisáceo se hizo más claro y en su rostro se dibujó una mueca que trataba de parecer sonrisa.

—¿Y mi libertad?

—Tal vez un día podrás ser libre, si no nos engañas.

—Está bien, interrogadme.

—Cuando tú y tus camaradas abandonaron a Alí Middel, ¿dónde se encontraba el navío?

—Al sur de la Andamana Menor.

—¿Estás seguro?

—Sí, el capitán había tomado a mediodía la latitud y la longitud exactas.

—¿A cuántos kilómetros de la costa?

—Cuarenta.

—¿De qué parte soplaba el viento? —inquirió Harry que no perdía una sílaba.

—De proa, pues desde la mañana avanzábamos a bordadas.

—Ahora comprendo todo —comentó el viejo marinero— y creo que Alí Middel puede estar aún vivo. Si el viento soplaba desde el sur el grab debe haber encallado eh uno de los numerosos bancos de arena o escollos coralíferos que circundan a la Andamana Menor.

—Pero el capitán estaba encerrado —observó el Presidente de la «Joven India».

—Tal vez consiguió derribar la puerta, o quizá…

—¿Qué quiere decir? —inquirió Oliverio.

—Alí escribió que eh las últimas horas ya no había oído ladrar a su perro. Posiblemente aquel inteligente animal fue hasta algún poblado de los alrededores y llamó la atención de los habitantes.

—¿Y te parece que los nativos liberaron a Alí?

—Así lo sospecho, señor Oliverio.

—Tienes razón, viejo amigo.

—¿Abandonaste el grab con la chalupa? —prosiguió interrogando el Presidente.

—Sí.

—¿Quiénes te acompañaban? —Hungse y los malabareses.

—¿De qué murieron los misorianos?

—Hungse envenenó su comida.

—¿Hungse o Garrovi?

—¿Qué te interesa? Están muertos: eso es todo.

—¿Sobrevivió alguno de tus compañeros?

—No.

—¿Mataste a todos?

El hindú no contestó; temblaba como sí se hallara deminado por la fiebre, arrojando eh derredor miradas perdidas como si temiera ver aparecer eh los ángulos oscuros de la habitación los espectros de sus víctimas.

—Habla.

—El cofre con oro me tentaba —prosiguió Garrovitras una prolongada duda—. Si hubiéramos tenido que dividir aquel dinero entre nueve personas, no habría que dado suficiente como para ser rico, y yo quería vivir cómodamente. Una noche oscura, mientras nos encontrábamos a ciento sesenta kilómetros de las costas de Bengala y mis compañeros dormían profundamente, envenené el agua que llevábamos en un barrilillo.

—¿Pero tenías contigo una provisión de veneno?

—Algunos frascos. Doce horas después habían muerto todos menos Hungse, que desconfiaba de mí y al no verme beber no había probado el agua. Temiendo por su vida se arrojó sobre mí con su puñal. Pero yo era más fuerte y tras forcejear conseguí arrojarlo al mar cubierto de heridas mortales. Aquí en el rostro llevo aún señales de aquella terrible lucha; el puñal de Hungse me había cortado desde la oreja derecha hasta la izquierda… Una vez solo en la chalupa, me dirigí hacia la isla de Baratala… El resto no puede interesaros.

—¡Qué canalla! —exclamó admirado el marinero—. Este es un hombre del que deberemos cuidarnos…

—Ya sabemos cuanto necesitábamos —dijo Oliverio volviéndose hacia el Presidente de la «Joven India»—. Nuestras previsiones eran exactas.

El viejo hindú salió a la galería haciendo señas al teniente y a Harry para que le siguieran, mientras Punya y los otros se colocaban a ambos lados de Garrovi.

—¿Decidme, señor Powell —exclamó el Presidente—, estáis siempre resueltos a buscar a Alí Middel?

—La suerte de ese desdichado me preocupa.

—Si necesitáis una licencia más prolongada, yo mismo me encargaré de hablar con el Virrey de Bengala, y estoy seguro que no me negará tal favor. Una excursión a las Andamanas puede interesar notablemente al gobierno inglés.

—En tal caso, contad conmigo. —¿Cuándo queréis partir?

—Mañana mismo, si es posible arreglar las cosas.

—Sería demasiado pronto, señor Powell, pero antes de cinco días la expedición estará lista. La «Joven India» se hará cargo de todos los gastos, os procurará una nave y hombres escogidos y sobre todo muy fieles.

—Pero yo contaba con solventar los gastos…

—Asumiendo el mando de la expedición ya hacéis bastante, puesto que sabéis que no es cosa fácil desembarcar en esas islas que gozan de tan triste fama. Arriesgáis vuestras vidas por una persona que os es desconocida, y esto ya es demasiado señor teniente, y hace honor a vuestro buen corazón y generosidad.

—¿Y qué haremos con Garrovi? —preguntó Harry.

—Creo que podría seros útil… Os aconsejo que lo llevéis con vosotros.

—Podemos también embarcar al hermano de Alí…

—El muchacho está resuelto a seguiros… Creo que podemos regresar a la sede de la «Joven India».

Seguidos por los hindúes que llevaban a Garrovi convenientemente atado, salieron del bungalow. En el exterior cuatro nativos aguardaban al prisionero con una ruth, o sea una especie de palanquín cerrado, muy usado en la India, tirado por dos bueyes.

Ante un gesto del Presidente el ex-sannyassi fue introducido en aquel vehículo, que se alejó seguido por los cuatro hindúes.

CAPÍTULO VII. EL PARIAH

Seis días después de los acontecimientos recién narrados, una hermosa nave recorría el curso del Hugly. con viento a favor, aprovechando la marea baja, dejando a popa la capital de Bengala que comenzaba a dorarse con los primeros rayos del astro diurno.

Era uno de esos navíos que los hindúes llaman pariah, con dos mástiles, proa muy perfilada, y líneas sutiles, que no tenía los adornos habituales en las embarcaciones construidas en las costas de Coromandel y Malabar.

Aunque tenía la arboladura de los pariah; el casco era semejante al de los grab, construido en gran parte con troncos de tek, madera reconocida por su extrema dureza. La parte inferior del casco era de sauce hindú, pesadísimo, y prácticamente de resistencia ilimitada a la corrupción y al desgaste provocado por la acción del agua de mar.

Doce hindúes semidesnudos, bronceados y de alta estatura, permanecían inmóviles, sosteniendo los cabos de las velas, listos para maniobrar en el momento oportuno, mientras a popa, un viejo de piel blanca, barba grisácea, sostenía la caña del largo timón.

En proa un joven vestido de blanco, conversaba con un muchachito de trece o catorce años.

No sería necesario recordar que el viejo timonel era Harry, el joven de blanco, Oliverio y su compañero, el hermano del desdichado comandante de la Djumna.

El pariah, hábilmente dirigido, con sus velas hinchadas, navegaba a razón de siete u ocho nudos por hora, favorecido por una corriente que descendía con la marea, pasando frente a una interminable fila de bungalows, camañas, jardines, plantaciones y arrozales, sorteando centenares de barcas y navíos que se dirigían hacia la Reina de Bengala.

Al salir el sol el gigantesco río despertaba. Sus costas se poblaban de hombres y animales, los unos para realizar sus baños rituales y recitar sus plegarias, con los pies sumergidos en las aguas sagradas, en tanto que los otros lo hacían simplemente para abrevarse.

Las barcas fluviales reiniciaban sus interrumpidos viajes, levando anclas para buscar sus cargas en los pueblos suburbanos o en los grandes almacenes de los ricos comerciantes nativos y europeos.

La arquitectura naval de toda la India tenía diversos representantes. Se veían centenares de bangle, grandes barcas fluviales, que pueden cargar hasta cincuenta mil mond de arroz, con larguísimos mástiles de bambú unidos, y con una cabina de follaje para proteger a la tripulación del sol; gran número de poluar, pequeños navíos bien construidos, adaptados a la navegación internó, con popa y proa muy alta y mástil bajo, dotado de una gran vela cuadrada; grandes pinasas, divididas en tres cabinas, con una galería en derredor, que se utilizaban para transportar viajeros entre las poblaciones de la ribera; además había infinidad de minúsculos bajeles, murpunki, balleneras de proa delgada en forma de cabeza de pavo real, y ponga, barcazas excavadas hábilmente en los troncos de árboles gigantescos.

Tampoco faltaban algunas de esas bellísimas barcas usadas por los príncipes hindúes, llamadas Fylt scierra. que llevan en la proa una cabeza de elefante tallada, de más de treinta metros de largo, tripuladas por gran número de bateleros vestidos lujosamente.

El pariah, que recorría las aguas con creciente rapidez, bien pronto sobrepasó los últimos suburbios de la gran ciudad y se encontró casi solo en el cauce del río. Solamente cada tanto se veía algún grab pasar a distancia.

A las ocho de la mañana, Calcuta ya no era visible en el horizonte septentrional; la imponente línea de sus palacios y su maciza fortaleza parecían haberse esfumado.

El pariah se había alejado de las costas pues no era prudente bordear los pantanosos Sunderbounns, que están rodeados de bancos de arena en los que a menudo se ocultan tigres y animales salvajes que llegan a saltar sobre los navíos que por allí pasan.

Harry, tras haberse asegurado que el velamen estaba bien tendido cedió la barra del timón a un hindú, uniéndose a Oliverio y Eduardo, que aún estaban en la proa.

—Todo va bien —dijo—, a mediodía podremos dejar Diamond-Harbour y por la tarde navegaremos en el Golfo.

—¿Y cuándo esperas avistar las Andamanas? —inquirió Oliverio.

—Si el diablo no mete la cola, aprovecharemos el monzón y en dos semanas estaremos en el archipiélago.

Naturalmente vosotros sabéis que el hombre propone y Dios dispone, y esto siempre es exacto en alta mar.

—¿Crees que nuestros hombres son hábiles?

—Os aseguro que sí.

—Te creo, Harry, pero cuida que ninguno de ellos entre en contacto con nuestro prisionero… No siempre se puede uno fiar de estos nativos.

—No tengáis miedo, señor Oliverio. Ninguno de ellos es un malhechor; por otra parte guardo en el bolsillo la llave del calabozo y Garrovi no podrá sobornar a nadie.

—¿Está siempre tranquilo el prisionero? —Cuando lo encerramos, así parecía, si bien muy descorazonado.

—Comprenderás que a ese bellaco no le resultará muy agradable pensar que está a punto de enfrentarse con su víctima.

—Puede ser, pero creo que lo que más le duele es haber abandonado tan bruscamente su vida señorial y todo por culpa de una oca emigrante. Está tan envilecido que no se conmoverá aunque vuelva a ver a su antiguo capitán.

—Empero, temo que mi hermano no le perdone su infame traición —terció Eduardo—. Cuando lo vea, lo matará.

—Habrá un canalla menos en el mundo… No seré yo quien trate de salvarlo.

—Le hemos prometido perdonarle la vida —exclamó Oliverio.

—¿Y creés, señor Oliverio, que se mantendrá fiel?

—En caso contrario peor para él, Harry… ¡Pero mirad hacia la costa!… ¿Qué es ese humo que se eleva entre los árboles?

Harry y Eduardo se volvieron, viendo entre las plantaciones de bambú que cubría las fangosas islas de Hugly, elevarse numerosas columnas de humo que lanzaban multitud de chispas.

—Debe ser alguna aldea de Molangos oculta a nuestra vista por el cañaveral —explicó Harry.

—¿Y la queman?

—No, señor Oliverio —contestó Eduardo— están incinerando cadáveres para arrojar sus cenizas a las sagradas aguas de Ganges.

—Que a su vez los llevarán al paraíso —agregó riendo el teniente.

—Tal es su creencia, señor.

—Oigo las taré —exclamó Harry— deben esta quemando el cadáver de algún jefe.

—¿Qué es una tare? —preguntó Oliverio.

—Son largas trompetas que se utilizan en los funerales de las personas notables. Escuchad.

Notas prolongadas, tristes, lúgubres, resonaban desde la costa, seguidas de un redoble de tambores fúnebres, y de cantos desentonados que por momentos se convertían en verdaderos aullidos.

—No he visto ninguna ceremonia fúnebre en el tiempo que llevo de guarnición en la India —exclamó Oliverio se dice que son espantosas, ¿verdad Harry?

—Por cierto, no son nada alegres —contestó el marinero— pero resultan realmente pintorescas. Dentro de poco, nuestro barco pasará frente a aquella hoguera y podréis asistir a la fúnebre ceremonia.

Efectivamente; la nave, para evitar un gran banco de arena señalado con una boya, se dirigía hacia la orilla, donde se levantaba aquella columna de humo. Del castillo de proa donde estaban Oliverio y sus compañeros se alcanzaba a distinguir lo que ocurría en la ribera, sin necesidad de munirse de catalejos.

La pira fúnebre se alzaba en un pequeño claro abierto entre los bambúes. A través del humo y las llamas que consumían el cadáver, se veían aparecer y desaparecer a numerosos Molangos, aquellos feos habitantes de los pantanos del Ganges, hombres de pequeña estatura, delgadísimos, de piel casi negra, que tiemblan constantemente por las fiebres palúdicas.

Algunos tocaban las tare, otros golpeaban pequeños tambores que hacían un ruido infernal, mientras los restantes entonaban loas al muerto.

Sobre una pared lateral se veían numerosos marabús, grandes pájaros de largo y robusto pico, y alas negras, que son notorios devoradores de cadáveres, junto a algunos arghilah y bozagros, que aguardaban pacientemente para devorar los restos.

De tanto en tanto, un hindú se acercaba a las llamas Y arrojaba recipientes llenos de óleos perfumados, para reavivar la combustión. Las aves de rapiña que merodeaban, no se preocupaban por las llamas, que por momentos amenazaban quemarles las plumas.

Cuando el pariah estuvo frente a la pequeña ensenada los aullidos de los Molangos redoblaron en intensidad, y las notas de las taré se hicieron más agudas, mientras un joven introduciéndose entre el humo y las chispas, golpeaba con una especie de martillo sobre el catafalco.

—Evidentemente el muerto era un personaje importante —exclamó Harry que miraba con interés la ceremonia-posiblemente un bramán.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Oliverio.

—¿Sabéis qué ha golpeado ese joven con aquel martillo de hierro?

—El catafalco, supongo.

—No; rompió el cráneo de su padre. Evidentemente ese jovencito era el hijo del muerto.

—¿Y por qué le golpeó la cabeza?

—Para que el alma del muerto pudiera salir…

—¡Tú te burlas de mí…!

—No, señor —intervino Eduardo—. Harry ha dicho la verdad. A los brahmanes debe rompérseles el cráneo en el momento en que el cadáver se pone incandescente.

—¿Y luego arrojan las cenizas al río?

—Sí, pero los huesos son recogidos y conservados para ser a su vez arrojados a las sagradas aguas del Ganges en alguna otra ocasión.

—Sin embargo me han dicho que los hindúes no siempre queman a sus muertos.

—Es cierto, señor. A veces arrojan el cadáver entero al río. Están convencidos que así irá directamente al cielo.

—O al vientre de los cocodrilos… —contestó riendo el teniente—. ¿Es cierto que a veces aceleran el fin de los moribundos?

—Ciertísimo, y para eso utilizan las sagradas aguas del Ganges, obligándolos a beber tanto líquido hasta que prácticamente revientan —dijo Harry—. ¡Eh, timonel!

¡Atención a los bancos!

El río, que comenzaba a ensanchar desmesuradamente su cauce, pues se acercaba a la desembocadura, estaba sembrado de grandes bancos de arena que entorpecían la navegación.

En las costas se veían de tanto en tanto tropillas de búfalos salvajes, animales de enorme talla, cuernos agudos, frente ancha y grupas formidables, que constituyen enemigos feroces, capaces de derrotar a un tigre.

Mientras bebían, seguían con sus ojos sanguinolentos el recorrido de la nave y luego volvían a internarse en la selva, en busca de la fangosa tierra.

A las dieciocho el pariah, que proseguía navegando a regular velocidad, pasó frente a Diamond-Harbour, pequeño puerto situado en la desembocadura del Hugly, donde las naves se detienen habitualmente para recibir los últimos despachos. Harry estaba en el timón y viró de borda, dejando a su izquierda la isla de Saubor, dirigiendo luego la nave más allá de las Sandheads, o sea «Cabezas de Arena» como se llaman los peligrosísimos bancos que el Ganges ha formado en él Golfo de Bengala.

Una hora más tarde mientras el sol desaparecía tras el horizonte, la expedición se encontraba en pleno mar.

CAPÍTULO VIII. LOS MISTERIOS DE LA CABINA DE GARROVI

Una brisa cada vez más fuerte soplaba sobre el amplio golfo de Bengala. Con la puesta del sol y el brusco cambio de temperatura, las ráfagas se hacían cada vez más violentas, dirigiendo la esbelta nave hacia el meridiano 830, bajo el cual se encontraba el grupo de las Andamanas.

Anchas olas, azuladas, que cambiaban de color por algún extraño fenómeno óptico, rodaban sobre el Golfo rompiéndose contra las bordas de la embarcación.

No eran empero peligrosas para la nave de los expedicionarios. El pariah, pese a su pesada quilla de madera de sauce, no tenía ninguna dificultad en atravesarlas, rompiéndolas fácilmente con su agudo espolón, y sufriendo tan sólo un leve bamboleo que no alcanzaba a molestar a sus tripulantes.

La luz blanca del faro de Diamond-Harbour desapareció tras el horizonte, y entonces el viejo marinero tomó la barra del timón, luego de haber aconsejado a Oliverio y Eduardo que se retiraran a sus camarotes.

El lobo de mar tenía absoluta confianza en la tripulación reunida por el Presidente de la «Joven India», pero quería aquella primera noche ocuparse personalmente de la guardia para poder juzgar las cualidades náuticas del velero.

Tras algunas horas en el puente de mando, Harry se sintió totalmente satisfecho, habiendo constatado que aquel pariah, si bien los barcos de esa categoría gozan de poca famaèn la India, se comportaba perfectamente pese a lo picado del mar.

Toda la noche, el navío afronté las fuertes olas del Golfo, superándolas fácilmente, y resistiendo los bruscos golpes de viento, que soplaba irregularmente del norte y del noroeste.

Por su parte la tripulación no defraudó la confianza depositada por el Presidente de la «Joven India», maniobrando con mucha habilidad, y obedeciendo dócilmente las órdenes dadas por el timonel.

Al amanecer las costas de Bengala ya no eran visibles sobre el horizonte. El pariah navegaba en pleno Golfo con todas sus velas desplegadas, cortando ágilmente las olas.

El viento era cada vez más fuerte, y as ráfagas hacían crepitar las velas y silbar los cabos; sin embargo el cielo era límpido y no se debía temer por el momento ninguna tempestad.

—Todo va bien —dijo Harry a Oliverio y Eduardo, que habían subido a cubierta—. Si este viento se mantiene, llegaremos muy pronto a las Andamanas… Tal vez antes de seis días.

—¿A qué distancia se encuentran de Bengala? —preguntó el teniente.

—Alrededor de mil kilómetros en línea recta.

—¿Qué te parece el pariah?

—Estoy satisfecho, señor Oliverio. Resiste muy bien el mar grueso, y no baja de los seis nudos por hora. Hubiera preferido un grab, pero no puedo quejarme de esta nave.

¿Habéis visto a Garrovi?

—Al pasar frente a su calabozo me pareció oírlo roncar.

—Parece que los delitos cometidos no pesan sobre su conciencia —comentó Eduardo.

—Convendría hacerle una visita —dijo el viejo marino—. No me fío de la tranquilidad de ese bellaco. Estos hindúes son demasiados astutos… Si queréis seguirme…

—Adelante.

Descendieron la escala que llevaba a los camarotes, y estaba ya Harry por sacar del bolsillo la llave, cuando se detuvo e inclnándose hacia adelante prestó atención.

—Silencio —dijo en voz baja.

—¿Qué ocurre?

—Escuchad.

—¿Qué cosa?

—Prestad atención, señor Oliverio.

El teniente adelantó la cabeza y le pareció oír tras de la puerta un ligero murmullo de voces. Parecía que en la celda hablaban dos personas.

—¿Qué significa esto? —exclamó Oliverio en el colmo del estupor—. ¿Este camarote tiene una sola llave, verdad?

—Así es.

—¿La tripulación está en cubierta?

—Toda.

—¿Acaso estará rezando Garrovi?

—¿Un bribón de semejante calaña? ¡Imposible!

—¡Abre!

Harry introdujo rápidamente la llave y la hizo girar en la cerradura, pero la puerta no se abrió.

—¡Garrovi!

—¿Qué queréis?

—¿Te has barricado, bribón?

El hindú no contestó, pero se lo oyó correr un mueble que parecía pesado, posiblemente un gran cajón, y luego la puerta se abrió.

El marino, Oliverio y Eduardo irrumpieron en la cabina, mirando en derredor, pero vieron tan sólo a Garrovi arrastrando hasta un ángulo el gran cajón donde llevara sus efectos personales.

Aquel camarote era una pequeña habitación de dos metros cuadrados, iluminada por un ojo de buey tan estrecho que no hubiera permitido pasar ni siquiera a un gato. El mobiliario consistía en una estera de paja, y en aquel gran cajón.

Garrovi, desde un rincón de la cabina, miraba con sorpresa al marino y sus acompañantes.

—Tú no estabas solo —dijo Harry.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el hindú asombrado.

—Hace unos segundos hablabas con alguien.

—¿Con alguien? ¿Pero no ves que estoy solo?

—Te hemos oído hablar.

—Es cierto, Rezaba.

—¿Con la puerta atrancada? —preguntó Oliverio.

—Sí, porque vosotros no tenéis derecho a asistir a las plegarias de un hindú piadoso. Visnú se enojaría.

—A mí me pareció que dialogabas con alguien.

—Nadie puede entrar aquí, puesto que vosotros solos tenéis la llave. Además la tripulación ha sido escogida por el Presidente de la «Joven India» y entre esos hombres no hay ninguno que pertenezca a mi casta.

—El bellaco tiene razón —dijo Harry— y sin embargo hubiera jurado que hablaba con alguien.

—No hay ninguna abertura, Harry —dijo Oliverio.

—Pero estos hindúes son demasiado astutos…

—Sin embargo no son espíritus para desaparecer a voluntad.

—Es cierto, señor. Nos hemos engañado.

Luego, volviéndose hacia Garrovi, que les miraba atentamente sentado sobre su estera, le preguntó:

—¿Necesitas algo?

—Nada: dejadme tranquilo hasta que lleguemos a las Andamanas.

—Salgamos, señor Oliverio.

Salieron de la cabina cerrando la puerta con llave, y volvieron a cubierta. Garrovi no había dejado su sitio, curvando su cuerpo para asegurarse que los occidentales realmente volvían a cubierta.

Cuando no oyó ningún ruido su rostro bronceado y hasta aquel momento impasible, manifestó una viva ansiedad y con el dorso de la mano derecha se secó algunas gotas de sudor que le empapaban la frente.

—¡Narsinga! —llamó con un hilo de voz.

Dentro del cajón se oyó un ligero rumor, luego la tapa se alzó lentamente para dejar salir a una muchacha de piel cobriza y brillante. Se trataba en realidad de una niña de ocho a nueve años, ojos inteligentes, grandes y negros, con largos cabellos recogidos en trenzas en torno a la cabeza, que vestía un sari de percal rojo, y numerosos brazaletes en brazos y piernas.

—¿Ya se fueron, padre? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí, mi pequeña Narsinga —respondió el hindú apoyándole la mano en la cabeza y acariciándole los cabellos.

—Soy tan chica que no me hubieran encontrado, oculta bajo tus ropas —dijo ella sonriendo y mostrando sus dientes brillantes como pequeñas perlas—. Además, ¿qué daño hubieran podido hacerme?

—Es cierto, pero ¿quién me ayudaría entonces a escapar? ¿Y quién a recuperar las riquezas perdidas, acumuladas con tantas fatigas?

—¿Qué te importan las riquezas?

—¿Qué me importan? —repitió el hindú con voz aguda—. Personalmente nada… Pero cuando te adopté mi único pensamiento fue verte un día rica… Nunca había conocido la alegría de una familia, y por ti abandoné la inmunda secta de los sannyassis, pues deseaba hacerte feliz como a la hija de cualquier extranjero llegado de ultramar, o de uno de nuestros Rajahs.

—Eres demasiado bueno, padre y trataré de ayudarte en todo lo posible.

—Lo sé, pequeña, cuento contigo para evadirme.

—Sin embargo te prometieron perdonarte la vida y restituirte los bienes…

—¿Eso crees tú? ¿Y piensas que Alí me perdonará? Es su encuentro lo que más temo, pues estoy seguro que ese hombre tratará de matarme.

—¿Quieres un consejo de tu pequeña Narsinga?

—Habla: generalmente eres más astuta que yo.

—Trata de impedir que los extranjeros encuentren a Alí.

—¿Cómo?

—Ya encostrarás un medio.

—Si estuviera libre, podría hacerlo.

—Cuando sea de noche puedo salir a cubierta… Sabes que soy ágil como una cobra.

—No podrías hacer lo que necesito… Además no te quiero exponer a ningún peligro.

—¿No confías en mí, padre?

—Sí, pero no tendrías suficiente fuerzas y no deseo que cometas un delito.

—¿Todavía delitos? —murmuró la criatura temblando—. ¡Basta, padre, que un día te matarán!

—Es cierto —murmuró Garrovi con aire tétrico— y yo no quiero morir, no quiero dejarte sola.

—¿Entonces huirás? —Huiremos.

—¿Cuándo?

—Cuando este pariah no esté en condiciones de navegar y alcanzarnos.

—Ya he comenzado a cortar el trinquete.

—Es necesario seccionar el palo mayor. —Lo haré, padre mío.

—Y también abrir una vía de agua en la proa.

—¿Cuántos días nos quedan?

—Cinco o seis.

—Antes que el pariah llegue a las Andamanas, habré concluido, padre. Esta noche trabajaré en la base del palo mayor.

—Cuida de no hacer ruido. —Seré prudente.

—Vete a dormir, Narsinga. Necesitas reposar.

—¿Cuándo podré verte?

—Después de mediodía. Cuando dé tres golpes, sal; encontrarás tu parte de la comida.

—Hasta luego, padre.

El hindú alzó a la chica, besándola en ambas mejillas.

—Vete, hija mía —dijo con voz conmovida. Luego, agachándose, alzó las esteras de fibra de coco, Y quitando cuatro clavos que estaban flojos levantó una tabla del piso, dejando ver un oscuro orificio, de treinta centímetros de ancho por cincuenta de largo.

Con sorprendente agilidad, Narsinga se dejó resbalar por allí, desapareciendo en las tenebrosas cavidades de la bodega.

—¿Estás ahí?

—Sí.

—Duerme tranquila.

El hindú volvió a colocar la tabla, la clavó, extendió las esteras y se sentó encima, murmurando:

—¡Pobre criatura!… ¡Qué horrible prisión soporta por mí…! Dentro de cuatro días todo habrá terminado…

CAPÍTULO IX. EN EL GOLFO DE BENGALA

Mientras tanto, el pariah continuaba su carrera hacia el sur, impulsado por el viento noroeste que seguía soplando con fuerza, acercándose rápidamente al archipiélago de las Andamanas.

El estado del mar despertaba cierta inquietud en el viejo marino. Las grandes olas, en lugar de aplacarse, se tornaban cada vez mayores a medida que el pariah se internaba en el Océano Indico.

Cada ola que seguía a la anterior era más alta, llegando con intervalos de diez o doce minutos entre sí, con las crestas cubiertas de blanca espuma, rugiendo amenazadoramente y alzando con violencia la nave, que cabeceaba inclinándose de proa a popa.

Harry continuaba consultando ansiosamente el horizonte, pero ninguna nube empañaba la limpidez del cielo.

Sin embargo aquello no lo tranquilizaba. Si bien no ignoraba que las grandes ondas marinas se extienden hasta más de mil kilómetros del epicentro de las tempestades, especialmente cuando no encuentran en su camino obstáculos que las rompan, también sabía por experiencia propia la rapidez y violencia de los ciclones que estallan en las regiones tropicales.

Por su parte la tripulación se mostraba serena. Agrupados a proa y popa, aquellos hombres de mar conversaban riendo quedamente, contándose historias maravillosas, o masticando con toda calma hojas de betel, tan usado en toda la India y que según dicen fortifica el cerebro, si bien da un color oscuro a la saliva.

A mediodía, cuando el pariah ya se encontraba a otros ciento cincuenta kilómetros de las costas de Bengala, el viento que hasta aquel entonces se había mantenido fresco y fuerte, cesó repentinamente, inmovilizando al velero.

Por su parte las olas cada vez se hicieron mayores, llegando desde el horizonte, como si tuvieran prisa por golpear los flancos del navío.

—¡Hum! —comentó Harry reuniéndose con Oliverio y Eduardo, que almorzaban sobre cubierta—. Esta calma no pronostica nada bueno. Si mi instinto no me engaña pronto el mar se pondrá grueso.

—¿Temes algún tifón? —preguntó Oliverio.

—Puede ser, señor.

—El pariah navega bien, Harry.

—No digo que no, pero los tifones del Océano Indico son tremendos. Imaginaos que a veces las aguas y el viento están tan furiosos que hacen retroceder al propio Ganges, destrozando todas las naves que se encuentran sobre aquea curso de agua desde Saigón hasta Calcuta. No recuerdo exactamente el año pero sé que en una oportunidad el río cubrió totalmente esta ciudad.

—Y desde el sur parece que la borrasca se acerca —dijo Eduardo—. Mirad esa línea de pájaros marinos que huyen hacia el norte.

—Mala señal —comentó el viejo marino—. Si los albatros huyen, debe haber en el océano un gran vendaval.

—¿No podemos refugiarnos en puerto?

—No hay ninguno cerca, señor teniente. Las costas orientales de la India están casi desprovistas de refugio alguno. ¡Mirad! ¡Más bandadas de pájaros! Mala señal, señor Oliverio… ¡Mala señal!

—Son albatros…

—Carne fresca para nosotros —exclamó Oliverio.

—Más dura que la de un viejo mulo, señor.

—Pero que nuestros marineros comerán igualmente, viejo amigo.

—¿Nuestros hindúes?

—¿Qué? ¿Acaso no les gusta la carne de aves?

—Se ve que no conocéis a los hindúes. ¿Comer carne?

Jamás… Especialmente nuestros marineros que son casi todos banianos.

—¿Qué, no comen animales los banianos?

—No señor, ni siquiera peces.

—¿Bromeas?

—Hablo en serio. Para poder comer carne deben sacrificar a los animales en medio de una ceremonia especial; en caso contrario se nutren exclusivamente de vegetales.

—¿Y perdonan hasta a los insectos?

—Con el mayor cuidado. Figuraos que por miedo de tragarse algún mosquito, al ir por la calle llevan la boca cubierta con un tul.

—Esto es extraordinario, Harry.

—Pero muy cierto, señor Oliverio. Llevan su ternura hacia los animales hasta el punto de mirar donde pisan para no destrozar alguna hormiga, y si ven a alguno de estos animalitos, se apresuran a ofrecerle azúcar o miel.

—¿Y los pájaros?

—Los cuidan con la mayor atención… Muchas veces he ganado dinero gracias a su superstición.

—¿Cómo?

—Fingiendo disparar contra los pájaros que anidaban cerca de las cabañas de esta gente. Apenas me veían con el fusil en la mano, los habitantes corrían, ofreciéndome rupias para que dejara en paz a esas aves.

—¡Viejo zorro! —dijo riendo Oliverio—. ¿Pero por qué demonios los banianos no matan a ningún animal?

—Porque creen seriamente que en sus cuerpos habita el alma de un hombre. Así, temen destrozar el receptáculo del espíritu de algún familiar o amigo.

—En resumidas cuentas es una variación de la creencia en la metempsicosis.. ¿Son sólo los banianos quienes no se alimentan con carne de animal?

—Todos los creyentes en Brahma y Visnú respetan a los seres vivientes llegando hasta el extremo de mantener hospitales para animales enfermos.

—¿Hospitales?

—En Surate hay uno destinado a cuidar a los cuadrúpedos enfermos o viejos. Os aseguro que es hermosísimo, rodeado por altos muros en medio de una vasta llanura.

—¿Y qué animales se refugian allí?

—Bueyes, caballos, perros, ovejas, pájaros… hasta insectos.

—¿Insectos?

—Sí, señor Oliverio, y para nutrirlos pagan a hombres pobres que deben dormir en camas plagadas de pulgas y demás insectos… los mantienen atados para que una vez que se han acostado no huyan antes del día siguiente.

—¿Y quién paga todo eso?

—Los banianos, brahamanes y adoradores de Visnú, que contribuyen con cinco o seis mil rupias por año. Con este dinero compran forrajes, leche, miel, granos… Imaginaos si nuestros marineros podrían ser capaces de devorar a un albatros que tal vez esconda el alma de algún pariente muerto en el mar. ¡Caramba! Una nube comienza a aparecer en el sur… ¡Mala señal!

—Pero no hay casi viento, Harry.

—Aquí, pero temo que al sur esté soplando fuerte.

Efectivamente sobre el horizonte se estaba formando una nube oscura que lentamente aumentaba de tamaño como si quisiera ocupar toda la cúpula celeste. Su forma variaba a cada instante con extraordinaria rapidez, signo evidente de que un viento furioso la agitaba.

Las olas, que hasta aquel momento llegaran espaciadas, comenzaron a sucederse sin tregua, haciéndose cada vez más oscuras.

Ya no había ninguna duda: desde las islas de Nocibar avanzaba un huracán en dirección a las costas de Bengala.

La tripulación sacudida de su habitual calma, se había puesto a trabajar afiebradamente bajo la dirección del viejo marino. Tras subir a cubierta la chalupa que hasta aquel momento estuviera ligada a popa, la aseguraron con fuertes cables, y comenzaron a reforzar los cabos de los mástiles y el cordamen de las velas.

A las diecinueve horas, la nube ya cubría gran parte del cielo ocultando el recorrido del sol, y la calma se había roto bruscamente seguida por violentas ráfagas qué continuaban soplando del noroeste.

De tanto en tanto retumbaba siniestramente un trueno.

A las veinte la oscuridad era tan profunda que los hombres de popa no distinguían a los que estaban en proa y el mar rugía con creciente ira, estrellando sus masas de agua contra los flancos del pariah.

Harry se había puesto en el timón, y Oliverio y Eduardo estaban a su lado. Si bien los dos últimos no se hallaban habituados al furor del mar, conservaban una calma admirable, mirando serenamente los asaltos cada vez más violentos de las olas.

—¿No tienes miedo, muchacho? —preguntaba de tanto en tanto el teniente a Eduardo.

—No, señor —respondía éste invariablemente. Luego agregaba con firmeza:

—Soy hermano de un marino.

El viento entre tanto aumentaba de intensidad, sacudiendo violentamente la arboladura y silbando entre cuerdas y velas. El pariah huía hacia sudeste a nueve nudos por hora derivando violentamente, mientras que a popa dejaba una larga estela que brillaba en medio de las olas negras como alquitrán.

Alrededor de las veintidós una ráfaga más violenta que las otras golpeó la nave, haciéndola cabecear en tal forma que toda la proa se sumergió bajo las ondas. Casi al mismo instante un golpe seco, pero tan fuerte que pareció haber sido causado por la rotura de una parte del navío, llegó a los oídos de los tripulantes.

—¡Mil tempestades! —gritó Harry palideciendo—. ¿Qué ha ocurrido?

—¡Atención al palo mayor! —le contestó otra voz también a gritos.

—¡El mástil! —aulló Harry abandonando la barra a un timonel—. ¡Listos para cortar las velas!

Luego saltó a cubierta donde se habían reunido Oliverio, Eduardo y algunos tripulantes.

De una rápida mirada trató de dominar la situación, pero la oscuridad era demasiado intensa. Aferrándose a los cables del mástil tiró furiosamente.

—El palo resiste —dijo.

—No, señor —le contestó un marinero—. Lo he visto vacilar y he oído claramente un ruido en su base.

—¡Una linterna! —rugió Harry.

—¿Hay peligro? —preguntó Oliverio.

—Ahora lo sabremos: ¡seguidme!

CAPÍTULO X. LAS PRIMERAS SOSPECHAS

Si el marinero hindú no se había engañado, la situación era grave y podía tener consecuencias lamentables. La caída de aquel mástil ocasionaría también la del trinquete, pues ambos estaban unidos por los cables de maniobras corrientes, y podrían producir daños incalculables en las amuras y hasta en el cuerpo del navío.

Además, ¿cómo hubiera podido resistir el pariah la furia de las olas, sin un trozo de tela que pudiera proporcionarle un poco de estabilidad?

Mientras los marineros, alentados por el joven Eduardo que en aquel momento desplegaba una energía increíble para su edad, Harry y Oliverio descendían a la bodega, llevando una linterna para no chocar con los cajones y barriles de víveres allí acomodados. En pocos instantes llegaron al pie del palo mayor. Estaban por inclinarse para estudiarlo, cuando les pareció distinguir una sombra que desaparecía rápidamente tras un gran cajón.

—¿Habéis visto, señor Oliverio? —preguntó el viejo marinero.

—Sí… Una sombra pasó frente a la luz de la linterna…

—¿Un fantasma? —murmuró el lobo de mar que era un poco supersticioso.

—¡Bah! Había sido la sombra de uno de nosotros.

—Es probable, pero…

Un agudo crujido que llegaba de la base del mástil le interrumpió.

—¡Por mil tempestades!

Bajando la linterna, el marino se curvó rápidamente y un grito de furor escapó de sus labios, mientras un sudor frío le perlaba la frente.

—¡Mirad! —dijo con voz ronca.

El teniente también se había inclinado El mástil, a cincuenta centímetros de su base, mostraba las trazas de un tajo muy profundo, tan regular que parecía hecho con una pequeña sierra. Más de la mitad de la madera había sido seccionada, y cada golpe de viento lo agitaba, amena zando profundizarlo, y destrozar violentamente la parte superior.

Oliverio también palideció.

—¿Una traición? —murmuró—. ¿O una avería causada por la fuerza del viento?

—¡Ninguna avería! —gritó el marinero enfurecido—. Este mástil ha sido cortado para hacerlo caer sobre cubierta al primer soplo de viento. Mirad, señor Oliverio: aquí está el aserrín producido por la sierra.

—¿Pero quién lo ha cortado?

—Alguien que tiene interés en impedirnos que encontremos a Alí Middel.

—¿Algún marinero?

—O un cómplice de Garrovi.

—¿Sospechas de alguien?

—No.

—¿Estás seguro que cuando zarpamos el mástil estaba intacto?

—Antes de dejar Calcuta visité el barco de la punta del mástil al fondo de la cala, y estaba perfectamente bien.

—Entonces lo han hecho durante el viaje.

—Sí.

—¿Está perdido el mástil?

—Por ahora no, pero si tardábamos un poco nos caía encima. Vamos a ver el trinquete, señor Oliverio. Con las velas caladas no corremos peligro.

Atravesando la cala se dirigieron hacia proa. Una sorda imprecación escapó de labios del viejo marino.

También el trinquete había sido atacado por la sierra del oculto enemigo.

—¡Infames! —rugió Harry—. Querían desarbolar al pariah para mandarnos a pique…

—¿Pero quién? —gritó Oliverio, con los dientes apretados—. Si descubro al culpable, Harry. te juro que lo haré ahorcar… Pero mira; ¿qué es eso que brilla junto a aquella caja? Baja un poco la linterna.

El marinero obedeció a hizo caer la luz de la linterna sobre una pequeña sierra apoyada en un rincón. Oliverio la recogió rápidamente y vio que todavía tenía partículas de madera entre sus dientes.

—Este es el instrumento empleado por el traidor para cortar los mástiles.

El marinero la tomó, observándola atentamente.

—Es una sierra indígena. Esta forma no la tienen las europeas.

—¿Hay un carpintero a bordo?

—No.

—¿Tenemos instrumentos de carpintería?

—Sí, pero están guardados en mi cabina.

—¿Crees que esta sierra será nuestra?

—No es posible, porque mi cabina siempre está cerrada con llave y nadie puede entrar. Seguidme, señor Oliverio.

Urge reparar estos dos mástiles y hacer frente al huracán.

Más tarde trataremos de descubrir a los culpables.

El mar seguía siendo grueso y las olas atacaban al pariah con rugidos aterradores, barriendo impetuosamente la cubierta.

La tripulación hindú había sujetado las velas del palo mayor y estaba tendiendo tercerolas sobre el trinquete, para evitar que el ímpetu del viento arrasara con todo.

Eduardo, pese a su juventud, había aprendido todas las maniobras con su hermano, y habiendo asumido el mando con voz calma impartía las órdenes oportunas, mientras los timoneles se esforzaban por mantener el rumbo establecido, presentando el estribor a los golpes formidables de aquellas enormes masas de agua.

—¡Dos manos de tercerolas a las velas del trinquete! —ordenó con voz tonante Harry—. ¡Cuatro hombres de buena voluntad conmigo! Luego, colocando el pariah a través del viento, se dirigió a su cabina, en busca de instrumentos de carpintería.

Una vez en la bodega se hizo traer dos estacas de madera robustísima y cables, y febrilmente se puso a trabajar ayudado por los cuatro hombres. Se trataba de hacer una ligadura de refuerzo al pie del mástil. Colocando las dos estacas verticalmente a la altura del corte, las ató con fuerza.

Luego las consolidó con una gruesa lámina de cobre, clavando sólidamente ambas secciones, y colocando por encima una nueva ligadura, en forma tal que todo quedara formando un solo bloque.

—Supongo que ahora resistirá a las ráfagas más impetuosas —se dijo—. Afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo.

Luego condujo a sus hombres hasta proa y aseguró el trinquete, si bien éste no corría mayor peligro porque el corte era muy poco profundo.

Concluida la segunda operación, cruzó los brazos y arrojó una mirada iracunda sobre sus hombres, diciendo con rabia sorda:

—Y ahora me diréis quién fue el miserable que arruinó los mástiles del barco. Entre nosotros hay un traidor, y quiero descubrirlo.

—Es imposible que uno de los nuestros haya hecho esto —respondió un timonel.

—No, capitán, ninguno puede haberlo hecho —confirmaron a coro los demás.

—¿Conocéis a todos vuestros compañeros?

—A todos.

—¿Y no creéis que haya uno capaz de haber cometido esta canallada?

—No, capitán. Todos son honestos marineros y devotos servidores del Presidente de la «Joven India» —dijo el timonel.

—¿No sospecháis de nadie?

—No.

—Además —agregó otro—. ¿Qué interés podríamos tener en hundir el barco? Si Garrovi estuviera libre …

—¡Garrovi! —exclamó Harry—. Sí, yo siempre he desconfiado de ese fakir. Sin embargo está prisionero, y sin un cómplice no puede haber cortado nuestros mástiles.

—Sin embargo ninguno de nosotros lo ayudó —exclamó el timonel.

—Insisto que no ha salido de su cabina, y yo sólo tengo la llave:

Al oír aquello los hindúes se intercambiaron miradas de supersticioso temor.

—Subamos —dijo Harry, que había advertido el cambio en la expresión de sus hombres— más tarde revelaremos este misterio.

Al llegar a cubierta, el pariah, casi sin velas, navegaba sin mayor estabilidad y las olas barrían la cubierta, aterrorizando a los tripulantes y amenazando arrastrarlos al mar.

Ya Eduardo había sido arrojado al suelo tres veces pese a haberse atado un cabo a la cintura.

—¡Orzar el timón y fuera las velas con doble cantidad de cables! —gritó Harry viendo lo grave de la situación.

La tripulación pese a los soplos impetuosos del vendaval, se apresuró a obedecer desplegando la gavia mayor y el gran papagayo, para tender luego el trinquete y el papagayo menor.

De inmediato el pariah pareció revivir Las violentas sacudidas cesaron y retomó su curso a una velocidad de nueve nudos por hora.

—¿Se mantendrán los mástiles? —preguntó Oliverio a Harry.

—Así lo espero, señor. —¿Descubriste algo?

—Por ahora nada, pero debo hacer una visita a Garrovi.

Es el único que puede tener interés en arruinarnos el barco.

—¿Con qué fin? —No lo sé.

—¿Estamos todavía muy lejos de las Andamanas?

—Alrededor de trescientos kilómetros. Si nuestra velocidad no cesa las avistaremos dentro de un día y medio.

—¿Y este huracán?

—Esperemos que no empeore.

—¿Y si aumentara?

—Enfilaremos entre las Andamanas Mayor y Menor, y buscaremos refugio en alguno de sus islotes. No temáis, señor Oliverio, que yo he afrontado huracanes más terribles que éste.

—Este mar iracundo no me preocupa, Harry.

—¡Mil tempestades!

—¿Qué ocurre?

—Me parece que el viento gira hacia el este.

—Que sople del noreste o del noroeste; ¿qué importancia tiene?

—Provocará un cambio terrible en las olas señor… Ya no correrán como hasta ahora hacia las costas de Bengala, sino que chocarán de costado y nos harán bailar desesperadamente.

—Ya estamos habituados a estas sacudidas.

—Pero temo por nuestros mástiles, señor Oliverio. Si las sacudidas aumentan, ignoro si podrán resistir mucho tiempo.

¡Bah! Confiemos en Dios y en la resistencia de nuestro barco.

CAPÍTULO XI. GARROVI Y NARSINGA

Toda la noche el pariah luchó victoriosamente contra el asalto cada vez más impetuoso de las olas que le inundaban de popa a proa, y contra la furia del viento que cambiaba de dirección constantemente, como si quisiera convertirse en un verdadero tifón.

Durante aquellas horas nadie osó abandonar la cubierta, pues había trabajo para todos. Dos veces la vela de gavia fue arrancada por aquellas ráfagas formidables, que alcanzaban a veintiséis metros por segundo, velocidad a que llegan tan sólo en las grandes tempestades.

Afortunadamente a bordo había velas de recambio, y la gavia mayor pudo ser desplegada nuevamente pese a las impetuosas sacudidas que sufría el navío, convertido en un verdadero juguete de las iracundas olas.

Al despuntar el alba comenzaron a teñirse las nubes con los reflejos rojizos del sol, y el viento cesó casi bruscamente, concediendo al pobre navío una breve tregua.

Empero aquella calma no debía durar mucho, pues enormes masas de vapores continuaban enturbiando el aire, acumulándose en las profundidades del cielo.

Harry que hacía dos noches no dormía, Oliverio, Eduardo y parte de la tripulación, aprovecharon aquella tregua para descansar. El marino antes de retirarse a su camarote revisó los mástiles, quedando satisfecho.

—Tal vez resistan —dijo a Oliverio que lo había seguido a la cala—. Pero cuando lleguemos a las Andamanas será necesario buscar otro palo mayor.

—¿Y del traidor no has sabido nada?

—No, señor Oliverio, pero ya que el huracán nos deja un poco de tranquilidad, antes de ir a dormir podemos hacer una visita a Garrovi. Será una idea absurda, pero temo que este hombre sepa algo.

Advertido Eduardo para que vigilara la bodega, se dirigieron al calabozo.

El hindú estaba recostado sobre la estera, con la cabeza entre las manos, como absorto en profundos pensamientos.

Viendo entrar al marino y a Oliverio, les miró con inquietud y se sentó.

—¿Qué queréis? —les preguntó—. ¿Hemos llegado a las Andamanas?

—Aún no —contestóle Harry—. Hemos venido para exigirte una explicación.

—¿Una explicación? —la voz de Garrovi temblaba.

—Vamos, quítate la máscara y cuenta todo, o te juro que no volverás vivo a Bengala. ¿Quiénes son tus cómplices?

—¿Mis cómplices? No te comprendo. —¡Hemos descubierto todo!

En el rostro del hindú se advirtió la viva angustia que le dominaba, pero haciendo un esfuerzo consiguió controlarse.

—No te comprendo…

—Y bien, te diré entonces que tus cómplices han tratado de cortar los mástiles del pariah.

—¡Es imposible! —exclamó el hindú con insospechada energía—. Debes haberte equivocado: no tengo ningún cómplice entre tus marineros.

—Tú eres el único que puede tener interés en hacer naufragar nuestro navío…

—¿Con qué fin?

—Posiblemente temes encontrarte frente a Alí Middel.

—Me habéis prometido perdonarme la vida y restituirme mis riquezas si os ayudaba a salvar al capitán del grab. ¿Por qué tendría que traicionaros?

—Si no tienes cómplices encontraste el medio de salir de tu cabina —le interrumpió Oliverio.

—¡Yo! —exclamó sonriendo el hindú—. ¿Cómo?

—Revisaremos tu camarote…

—Tal vez encontremos otra sierra de origen indostánico…

Al oír aquellas palabras el rostro de Garrovi volvió a alterarse.

—¿Qué sierra?

Oliverio y Harry advirtieron el temblor en la voz del faquir, y el teniente exclamó:

—¡Te has traicionado!

Garrovi hizo un esfuerzo supremo y lanzó una carcajada.

—Tratas de burlarte de mí… Puedes revisar mi cajón.

El marinero tomó entre sus robustos brazos la gran caja, y abriéndola la volcó, haciendo caer gran cantidad de prendas de vestir, babuchas, y cajitas con hojas de betel. De un puntapié dispersó las ropas y de pronto se asombró, viendo entre ellas un sari femenino.

—¡Un vestido de mujer! —exclamó.

—O mejor dicho, de niña —le corrigió Oliverio.

—Seré curioso… ¿Me gustaría saber cómo han venido a parar estas prendas a tu camarote? —inquirió con acento burlón Harry.

—Lo ignoro —dijo Garrovi—. Tal vez mis servidores las pusieron por equivocación.

—¿No hay ninguna herramienta? —preguntó Oliverio a Harry, que continuaba dispersando las ropas.

—No, señor.

—Examina las paredes del camarote.

—Las maderas son sólidas —dijo el lobo de mar golpeándolas— no podría explicarme cómo este hombre salió de aquí.

—Entonces no hay duda que tiene un cómplice.

—Así debe ser.

—Debemos velar atentamente, Harry.

—Uno de nosotros permanecerá siempre de guardia en la bodega. Ahora vamos a descansar, señor, pero yo me acostaré entre ambos mástiles y dormiré con un ojo abierto.

Garrovi tras de la salida de ambos hombres, permaneció largo rato inmóvil, con los ojos clavados en el suelo y una sonrisa irónica en los labios.

—Vamos —se dijo, levantándose—. Es necesario interrogar a Narsinga.

Incorporándose sin hacer ruido, prestó atención, y luego levantó las esterillas y retiró la tabla del piso, dando tres golpes.

Un instante después aparecía el rostro inteligente de la niña.

—Ven —susurró Garrovi.

Narsinga estiró los brazos y el hindú la subió, besándola en la frente.

—¿Sabes si estos hombres te vieron? —preguntale con ansiedad.

—No, padre, pues advertí a tiempo su presencia. Estaba serruchando el mástil de proa cuando vi al viejo bajar en compañía del teniente, y tuve apenas tiempo de deslizarme entre los cajones. Por desgracia perdí la sierra.

—Y ellos la encontraron —murmuró Garrovi con voz sorda.

—Quiere decir que no podré proseguir con mi trabajo.

—-Te queda el taladro, y te resultará fácil perforar la proa.

—Pero en la sentina han puesto un guardia, padre.

—Tú eres ágil como una serpiente y podrás pasar desapercibida… Pero es necesario que trabajes velozmente, pues estamos muy cerca de las Andamanas.

—¿Pero cómo nos salvaremos, padre, si se hunde el barco?

—Cuando la tripulación se haya embarcado en la chalupa, buscaremos algún resto del naufragio que nos mantenga a flote… Tú sabes que soy un buen nadador, y podré conducirte a tierra.

—¿Adónde, padre?

—A las Andamanas.

—Pero entonces te encontrarás con Alí…

—Alí Middel debe haber desembarcado al sur de la Andamana Menor, en tanto que nosotros nos dirigiremos al norte de esa tierra.

—¿Y la tripulación?

—Se adelantará a nosotros y no correremos peligro de encontrarla. Una vez en tierra no habrá dificultades en buscar refugio en los bosques.

—¿Debo proceder de inmediato, padre?

—Antes de veinticuatro horas el pariah debe hacer agua…

—El mar está muy grueso, padre. ¿No oyes como ruge?

—Las olas no me asustan… Apresúrate. ¿El taladro es grande?

—Sí, padre —la niña hizo una pausa dudando—. Pero no creo que alcance para abrir un orificio suficientemente amplio.

—¿Trajiste contigo el paquete de pólvora?

—Sí.

—¿Tienes alambre?

—Sí.

—¿Y una cuerda embebida en alquitrán?

—Sí…

—Muy bien: cuando hayas abierto un agujero con el taladro, introducirás un cartucho reforzado con alambre, y al oír que el vigía avista las Andamanas darás fuego a la mecha. El estallido producirá una brecha tan grande que el agua entrará a raudales.

—Comprendo.

—Ahora vete, no es prudente que te quedes aquí…

La pequeña hindú abrazó a Garrovi y con agilidad extraordinaria se dejó caer por el orificio del piso. El faquir puso en su sitio la tabla, deslizando encima las esterillas.

—Que busquen a mi cómplice —murmuró para sí mismo satisfecho—. No lo encontrarán… Narsinga es q demasiado astuta para dejarse atrapar y pronto este maldito pariah se irá a pique.

En aquel preciso instante un trueno formidable resonó en el exterior, y al mismo tiempo se oyó sobre el puente la voz de Eduardo, gritando:

—¡Todo el mundo a cubierta!

—El huracán… —exclamó el hindú, mientras una oscura llama le iluminaba los ojos—. ¡Ya no podrán montar guardia en la bodega, y dentro de doce horas este barco se hundirá!

CAPÍTULO XII. LA NAVE LLAMEANTE

Garrovi no se había equivocado.

El huracán que desde hacía dos días amenazaba estallar, se había desencadenado con espantosa violencia, sacudiendo el ancho golfo desde las costas de Coromandel hasta Ceilán y Bengala.

Pese a que recién era mediodía, las masas de vapores eran tan oscuras que parecía haber anochecido. Lívidos relámpagos que tomaban reflejos sanguinolentos quebraban las tinieblas de tanto en tanto seguidos de estallidos tan fuertes que ensordecían a los tripulantes del pariah. Parecía que por encima del mar se estuviera librando una furiosa batalla de artillería.

Harry, Oliverio, Eduardo y toda la tripulación estaban en cubierta, listos para hacer frente al huracán. Se mantenían sujetos a las bordas para mejor resistir el ataque de las olas, que de tanto en tanto barrían la cubierta.

El viejo marino aferrado a la barra del timón, con los cabellos ondulantes y la barba empapada, daba las órdenes, y su voz resonaba como una trompa cubriendo los rugidos de las olas y los silbidos del viento.

El mar empeoraba de minuto en minuto. Montañas de agua irrumpían ya no del sudoeste sino del noroeste, entrechocándose con terribles estallidos, lanzando al aire columnas de espuma más amenazadoras que antes.

Las nubes por su parte giraban como si quisieran formar un gigantesco remolino.

La tripulación, aterrorizada, era testigo de la furia de los elementos, que parecían dispuestos a arrojar la nave a los profundos abismos.

De pronto el sol desapareció totalmente y la oscuridad se tornó tan profunda como si se hubiera tendido un velo entre el cielo y la tierra.-Enormes gotas comenzaron a caer desde las nubes, en un aguacero interminable, verdadero diluvio que parecía escapar de una gigantesca caldera, pues la lluvia en aquellas regiones es siempre cálida.

Por momentos resultaba imposible distinguir desde el puente de mando la proa del navío; tres horas ininterrumpidas duró el aguacero, y luego cesó al promediar la tarde tan rápidamente como había comenzado.

El sol reapareció por algunos instantes, rojo como un disco incandescente, y luego la oscuridad volvió a tenderse sobre el Golfo de Bengala. De tanto en tanto un rayo de luz quebraba el velo de nubes irradiando un calor tórrido.

A las dieciocho aquella momentánea claridad desapareció, pero los continuos relámpagos iluminaban con una intensidad aterradora. Aquel inmenso cono de nubes parecía haberse inflamado como reuniendo toda la electricidad dispersa en el cielo.

Truenos formidables, cortos y largos, repercutían sobre las aguas, mientras el mar como atraído por una fuerza misteriosa, se alzaba ululando espantosamente.

Harry, Oliverio y el joven Eduardo, dominados por una viva ansiedad contemplaban aquel fenómeno extraño que nunca habían visto, mientras la tripulación, dominada por un terror supersticioso, invocaba con voz lamentable a Brahama, Siva y Visnú.

—¿Qué está por ocurrir, Harry? —preguntó el teniente que pese a su valor se había puesto pálido.

—Lo ignoro, señor —contestó el marino inseguro.

—¿Has visto alguna vez un fenómeno semejante?

—No, señor. Oliverio, pero este cono semeja una tromba marina invertida.

—¿Con el vértice hacia el cielo, en lugar de dirigirse hacia el mar?

—Sí.

—Pero el mar se alza como si lo aspiraran, Harry.

—Lo veo.

—¿Estará por sonar nuestra última hora?

—Tal vez… —el lobo de mar se interrumpió—. ¡Por mil tempestades!

—¿Qué ocurre?

—¡Mirad sobre el extremo del trinquete!

Oliverio dirigió sus miradas y vio un pequeño globo de fuego, de las dimensiones de una naranja grande, flotar por encima del mástil proyectando en derredor una luz azulada.

—¡Una centella globular! —murmuró.

—¿Estallará?

—Con toda seguridad, Harry.

—¿Y el mástil? Si lo…

No pudo concluir. El globo de fuego tras haber girado unos segundos, se posó sobre el extremo del mástil y comenzó a deslizarse por las crucetas.

Luego, repentinamente, estalló dividiéndose en gran número de fragmentos. La verga de la vela del papagayo menor fue despedazada por el golpe y cayó sobre cubierta, mientras la tela y el cordaje se incendiaban.

Un tremendo grito de espanto se alzó entre la tripulación, mientras un aullido de furor brotaba de los labios del viejo marino.

Las llamas, alimentadas por el viento, se habían dirigido hacia el papagayo menor, incendiándolo, mientras las chispas caían sobre las gavias del palo mayor.

—¡Arriba los gavieros! —rugió Harry—. ¡Cortad las velas!

Algunos hombres treparon a las grisetas con sus cuchillos de maniobra entre los dientes, pero el pariah se sacudía tanto que resultaba casi imposible subir. Para empeorar la situación las olas barrían la cubierta con tanta furia que amenazaban romper las amuras. Tres hombres que intentaban subir al mástil fueron arrancados y cayeron con tal fuerza que recibieron graves heridas. Los otros dos, aterrorizados, enceguecidos por las chispas que caían desde lo alto, descendieron al puente.

—¡Mil tempestades! —aulló el viejo lobo de mar—. ¡Arriba los gavieros o el barco se va a pique!

Oliverio y Eduardo, sin pensar en el peligro que corrían, se lanzaron hacia proa, pero un golpe de mar les arrojó contra el castillo imposibilitándoles moverse.

Cuando se incorporaron las velas del palo mayor también estaban incendiadas. Llamas inmensas, que el viento sacudía, devoraban gavias, crucetas y cables, haciendo llover sobre cubierta infinidad de chispas.

Era un espectáculo terrible ver aquella pobre embarcación envuelta por la tormenta, entre las nubes sombrías, las olas inmensas que la sacudían barriéndola de proa a popa, y la arboladura incendiada, que daba en torno reflejos sanguinolentos iluminando aquella noche de horror.

Los hindúes, aterrorizados, se habían refugiado en el castillo de popa, sordos a los comandos y amenazas del viejo marino. Hasta el mismo teniente y Eduardo dudaban frente a aquella lluvia incendiada mientras que Harry parecía haber perdido su sangre fría habitual, hasta que de pronto abandonó la barra del timón y empuñando un hacha bajó del puente de mando y gritó:

—¡Seguidme, o estamos perdidos!

Al mismo tiempo se oyó una voz que gritaba:

—¡Tierra!

—¿Dónde? —inquirió Harry.

—¡Al oeste!

—¿No te engañas?

—La vi al resplandor de un relámpago.

—¡Proa al oeste! ¡Seguidme, amigos! ¡La Andamana Menor está frente a nosotros!

De un salto estuvo bajo el palo mayor, y comenzó a hacharlo furiosamente, saltando a derecha e izquierda para evitar los tizones que caían sobre él.

Oliverio, Eduardo y algunos marineros, envalentonados por su ejemplo, corrieron en su ayuda, mientras otros atacaban el mástil del trinquete que parecía una gigantesca antorcha.

Entre las olas enfurecidas, que barrían la cubierta con sus lenguas de espuma, el silbido diabólico del viento, el humo y las chispas, aquellos hombres luchaban con la energía de la desesperación, animados por la voz del viejo lobo de mar.

De tanto en tanto alguno era arrastrado por las olas y se estrellaba contra las amuras, o era herido por los tizones que caían de lo alto, pero sus camaradas corrían a reemplazarlo.

Todos habían comprendido que si aquel incendio no era sofocado, el pariah estaba perdido, y trabajaban con ansias crecientes, hachando con furia los dos mástiles en medio de la tempestad.

El navío, entretanto corría hacia una costa que acababa de aparecer a estribor, dejando tras de sí una larga estela de chispas.

Repentinamente, el palo mayor con la base cortada, y sin cables que lo mantuvieran en equilibrio, cayo de costado precipitando tizones ardientes sobre cubierta. Harry apenas había tenido tiempo de gritar:

—¡Atrás todo el mundo!

Los hindúes que estaban abatiendo el trinquete saltaron a ambos costados, evitando ser aplastados, y al mismo tiempo del interior de la nave se oyó un grito que parecía lanzado no por la garganta de un hombre sino de un niño.

—¡Por mil tempestades! —aulló Harry—. ¿Quién cayo en la bodega?

—Nadie —contestaron los hindúes desde la proa.

—¡Seguidme! —grito el viejo lobo de mar.

Con tres saltos descendió la escalera que llevaba a la sentina, y al llegar allí vio asombrado una niña hindú caída, con la frente inundada de sangre, inmóvil como si estuviera muerta. Junto a ella había un trozo de madera que evidentemente acababa de golpearla.

—¿De dónde sale esta criatura? —exclamo un marinero en el colmo del estupor.

—¿Quién puede ser? —pregunto Oliverio no menos asombrado, alzándola en brazos—. ¡Trae agua, Harry! La pobrecita está herida, y tal vez gravemente.

—Pero… señor…

—Calla, Harry… Más tarde develaremos este misterio.

Luego, sin hablar más, subió a cubierta con la criatura en brazos. Al mismo tiempo del castillo de popa salía la figura de Garrovi. El hindú estaba irreconocible: tenía las facciones alteradas por una indescriptible angustia, los ojos inflamados y los pelos de la barba hirsutos como los de una fiera enfurecida.

Un grito horrible salió de su pecho, al advertir que Oliverio llevaba entre los brazos a Narsinga con la frente empapada en sangre.

—¡Garrovi! —exclamo Harry, mientras los hindúes aterrorizados por aquella imprevista aparición huían hacia proa—. ¿Tú, aquí?

El hindú no contesto.

Con un salto de tigre bajo del castillo y se abalanzo contra el teniente que había permanecido como clavado en su lugar, arrebatándole la pequeña y aullando con una voz que nada tenía de humano.

—¡Mi hija! ¡Malditos! ¡La habéis matado!

Luego, antes que Harry y Oliverio tuvieran tiempo de recuperarse de la sorpresa producida por aquellas palabras, salto nuevamente sobre el castillo de popa, recogiendo al mismo tiempo un hacha y volvió a gritar:

—¡Qué el mar os trague a todos!

Con un hachazo formidable corto los cables del timón, Y luego, estrechando contra su pecho a Narsinga, se paro sobre la amura y se precipito entre las ondas con una última maldición a flor de labios mientras el pariah, arrastrado por el huracán se alejaba hacia el sudoeste con el mástil incendiado que lanzaba sus últimas chispas hacia el cielo.

CAPÍTULO XIII. EL DJUMNA

Una calma absoluta reinaba en el Golfo de Bengala.

Las ondas movidas por el monzón de la noche anterior, que se había diluido con los primeros rayos del sol ecuatorial, se agitaban lentamente, sin tener la fuerza necesaria para romperse entre sí, haciendo un ruido monótono y suave.

Solamente en la elevada costa que se dibujaba hacia el norte, bordeada de escollos, parecía que las aguas estaban enfurecidas, pues en aquella dirección veíanse alzar con cierta violencia crestas bordeadas de espumas amarillentas que se oían de tanto en tanto romperse por encima de los bajíos.

Una nave, privada de sus velas, evidentemente abandonada a sí misma puesto que ningún hombre velase en el timón, se bamboleaba sobre aquellas ondas arrastrada por alguna corriente submarina, o simplemente por la marea.

Se trataba de un grab hindú, de tres palos, de proa notablemente afilada y adornada con esculturas que representaban semidioses indostánicos. Estaba construida casi íntegramente con aquella durísima madera de tek que resiste más de cien años sumergida, pudiendo desafiar por su dureza a las balas de un cañón de pequeño calibre.

Como hemos dicho, en sus mástiles no había ninguna vela tendida, pero en cubierta había un enorme perro negro, de aspecto feroz con collar de hierro, y más allá, bajo el mástil del trinquete el cuerpo de un hindú caído de espaldas, con la frente rota y las facciones grisáceas y manchadas de sangre seca, inmóvil, rígido como si hubiese estado muerto desde largas horas atrás.

El perro, de tanto en tanto lanzaba un lúgubre aullido que repercutía en la bodega cuyas bocas de tormenta estaban abiertas. El animal se paraba en sus patas posteriores, apoyando las anteriores en las amuras y mirando hacia la costa cercana, para dirigirse luego hacia el cuerpo tendido del hindú, y lamerlo como si quisiera reanimarlo.

Desde las cabinas se escuchaba una voz humana que gritaba violentamente:

—Abrid. ¡Abrid que os mataré a todos!

Luego seguía un estallido de imprecaciones en inglés e indostánico, que no tenían más respuesta que los siempre lúgubres aullidos del enorme perro negro.

Entretanto el grab continuaba avanzando hacia la costa que aparecía sobre el horizonte, llevado por la marea.

Sin dirección, sin un hombre que sujetase la rueda del timón, sin una vela que le diera un poco de estabilidad, la embarcación giraba sobre sí misma, presentando, ora la popa ora la proa a las escolleras que se perfilaban por delante.

Empero, parecía que alguna grave avería hablase producido en su casco, pues poco a poco iba sumergiéndose como si su cargamento aumentara de peso con cada minuto transcurrido.

Ya las ondas lamían sus bordas pasando por momentos sobre las amuras, y el perro redoblaba sus carreras mostrándose cada vez más inquieto.

Cada vez que llegaba cerca de las bocas de tormenta, miraba hacia abajo prestando atención como si esperara escuchar algún sonido.

Repentinamente se produjo un violento choque. El grab estaba a pocos centenares de metros de los escollos, y su quilla había rozado el fondo haciéndolo volcar sobre estribor, mientras el perro, tras una breve duda se arrojaba al agua ladrando siempre con fuerza.

Del castillo de popa seguía saliendo la tonante voz que gritaba:

—¡Dejadme salir!

El hindú que tenía la frente rota, y que parecía muerto, debía de estar tan sólo desvanecido a causa de la pérdida de sangre, y al sentir el golpe sufrido por la nave, recuperó el conocimiento.

Haciendo un esfuerzo que le arrancó un largo gemido, se sentó y miró en derredor suyo.

Era un hombre de casi treinta años, piel oscura, alta estatura, con la cabeza cuidadosamente rasurada, pero el rostro adornado por una barba rala y muy negra. Como todos los marineros hindúes vestía un estropeado dubgah de dudoso color, que le cubría solamente la cintura y las rodillas.

Llevándose la mano a la frente la sacó bañada en sangre.

—¡Estoy vivo todavía! Creía haber muerto y encontrarme en presencia de Visnú… —murmuró—. ¡Ah! ¡Miserables! Recuerdo perfectamente todo. ¿Habrán matado al capitán?

En aquel instante oyó los ladridos del perro que se alejaba nadando. Apoyándose contra la amura pudo ver que el animal subía a la costa trotando sobre los bancos de arena.

—Hasta Pandú me abandona…

—Entonces retrocedió, tambaleándose. Acababa de advertir que el grab estaba sumergido hasta los ojos de buey.

—Han abierto el fondo del Djumna —murmuró.

Trató de reunir sus fuerzas para gritar, pero la vista se le nubló, las piernas se doblaron, y volvió a caer sobre cubierta, privado nuevamente del sentido.

¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente? Posiblemente varias horas, pues cuando volvió en sí, el sol que antes había estado a regular altura, descendía sobre el horizonte.

Se incorporó con gran fatiga, irguiéndose por un milagro de equilibrio, pues sus fuerzas estaban agotadas. Un nuevo mareo estuvo a punto de derribarlo por segunda vez, pero haciendo un esfuerzo se sobrepuso, aferrándose a la amura de babor para mirar hacia afuera.

El navío estaba perfectamente inmóvil. Volcado a medias sobre un banco de arena, que le había impedido sumergirse por completo, estaba encallado en forma tal que ninguna maniobra hubiera podido volverlo a reflotar.

El hindú miró en derredor buscando a Pandú, pero el perro no había regresado. Prestó atención, pero el único sonido que se escuchaba era el de la brisa nocturna.

—Abandonado por todos… —repitió el desdichado.

—Busquemos agua potable.

Aferrándose a las amuras para mantenerse en pie, se dirigió a popa, donde había un barril de agua atado a la pared del castillo.

Ávidamente bebió en una taza de hojalata, apagando la sed provocada por la fiebre y la debilidad. Luego se improvisó un vendaje con un trozo de vela.

Había terminado de hacerlo cuando un golpe formidable llegó hasta sus oídos. Parecía que alguien trataba de desfondar la puerta de una cabina.

—¡Quién vive! —gritó asustado y lleno de asombro.

Un nuevo golpe, más violento que el primero, resonó en el castillo de popa, seguido de un alarido:

—¡Abrid!

—¡El patrón! —exclamó el hindú estremeciéndose.

—¡No se atrevieron a matarlo! —Y sin perder tiempo bajó la escalera aferrándose para no caer.

La cámara estaba totalmente inundada: los muebles, cajas y aparatos flotaban, entrechocándose.

El hindú se sumergió hasta las rodillas, preguntando:

—¿Eres tú, capitán?

—Sí, soy yo. ¿Quién eres?

—Sciapal.

—¡Sciapal! ¿Tú no has huido?

—No.

—¿Tienes un hacha?

—En el castillo hay una que utilizó Garrovi para romperme la cabeza.

—¡Garrovi! —Repitió el hombre que estaba prisionero dentro del camarote—. ¿Aún vive ese miserable?

El hindú no respondió. Había vuelto a cubierta, donde recogió su hacha manchada de sangre.

—Aquí estoy, patrón —exclamó mientras bajaba la escalera.

—¿Y los demás? —preguntó el prisionero con acento feroz.

—Huyeron.

—¡Maditos sean! ¿Y el barco?

—Está perdido.

—¿Encalló?

—Sí.

—Lo había sospechado. Abre… Me estoy ahogando.

El hindú alzó el hacha y golpeó la puerta de la cabina, pero sus fuerzas estaban tan debilitadas, y la madera de la puerta era tan resistente, que apenas consiguió sacudirla. Sin embargo redobló sus intentos, hasta que la vio caer a sus pies.

Un hombre salió de la cabina, de un salto subió por la escalera y al llegar a cubierta miró en derredor con ojos inyectados en sangre: era Alí Middel, capitán del Djumna.

CAPÍTULO XIV. ALI MIDDEL

Como su hermano Eduardo, el capitán del grab era un hermoso ejemplar producido por la cruza de sangre europea y asiática, pero como el muchacho, parecía no haber heredado de su padre más que la estatura.

Tenía el doble de la edad de su hermano, era más alto, más robusto, el pecho más ancho y el cuello más grueso. Se comprendía a primera vista que debía poseer un vigor poco común.

Su piel era atezada, su rostro enérgico, sombreado por una barba negrísima y rizada, dividida en dos; tenía ojos grandes, extremadamente negros, nariz recta y labios rojos.

Empero el ardiente clima de los mares tropicales había influido en él, y pese a su juventud, arrugas prematuras surcaban su frente y algunos de sus cabellos ya eran grises.

El agua que desde hacía varias horas atrás invadiera su cabina, había dejado sus pantalones y su chaqueta de tela blanca en un estado lamentable.

La mirada aguda de Alí Middel recorrió en un instante el mar que rodeaba el grab, las escolleras y los bancos de arena.

—¡Desaparecieron! —gruñó entre dientes—. ¡Huyeron después de robarme el cargamento y encerrarme en la cabina para que muriera ahogado como una rata!

Luego, advirtiendo la presencia del hindú que se le estaba acercando trabajosamente, le preguntó:

—¿Qué demonios haces aquí? ¿Acaso te abrieron la cabeza al repartir el botín?

—No —repuso Sciapal—. Me quedé porque no quería abandonar a mi patrón.

Alí lo miró sin contestar, pero su mirada llameante perdió poco a poco aquella luz siniestra.

—Tú te quedaste porque no querías abandonarme —repitió finalmente—. ¿Debo creerte?

—¿No te basta mí cabeza rota? —contestó el hindú—. Nada me hubiera impedido seguirlos en su fuga.

—Es cierto. ¿Cuándo escaparon?

—No lo sé, pues estuve desvanecido muchas horas… Tal vez un día entero.

—Hace ya treinta y seis horas que desperté para hallarme encerrado en mí cabina. ¿Escaparon apenas cargaron los cajones con el oro?

—No lo sé.

—Quiero saber todo, Sciapal, o sí no, palabra de marinero que te termino de matar a hachazos con la misma hacha que te sirvió para ponerme en libertad.

—¿Me perdonarás tú? Yo también fui tentado por aquel maldito oro…

—Cuéntame todo y después veremos —contestó Alí arrugando amenazadoramente la frente.

—Hungse y Garrovi habían conseguido convencernos diciéndonos que en los cofres que tenías en tu camarote había suficiente oro y diamantes como para hacernos a todos ricos. Así resolvimos robarte y abandonar el grab a la deriva, pero sin hacerte daño, pues no teníamos motivo para ello. Una noche Garrovi consiguió echar un narcótico a tu botella de agua, y ayudado por Hungse te robó los cofres sin correr peligro. Estábamos embarcándonos, tras haber amainado las velas por temor de que el viento arrojara la nave contra la Andamana Menor, cuando oímos sordos golpes retumbar desde los camarotes. Yo te juro patrón, me había dejado llevar contra mí voluntad por mis compañeros, y me sentía arrepentido por tomar parte en aquella traición; al oír esos golpes, sospeché que Garrovi, que había quedado a bordo, trataba de abrir una vía de agua para mandar a pique el barco. Entonces volví al grab, y vi al sannyassis saliendo a cubierta con un hacha en la mano.

«—¿Qué has hecho, miserable?» —le pregunté.

«—Mando a tu capitán a hacer compañía a los peces» —me contestó riendo burlonamente.

El traidor, al decir aquellas palabras, alzó el hacha y la descargó contra mí frente al oírme decir:

«—¡Vete solo, pues no puedo permitir tal infamia!».

Creo que mí cabeza se partió como una nuez; sin saber nada más me desplomé con el rostro bañado en sangre.

Antes de cerrar los ojos me pareció ver al traidor luchando con tu fiel perro, y luego perdí el conocimiento.

—¿Esto es todo? —preguntó Alí, al ver que el hindú callaba.

—Todo, patrón.

—Quería matarte… pero ahora te perdono.

—Gracias, patrón.

—Ah, pero algún día volveré a Bengala y aunque la India sea grande encontraré a esos miserables y los mataré con mis propias manos.

Un gemido hizo que el capitán del Djumna mirara al hindú, que se había dejado caer sobre cubierta apretándose la cabeza con las manos.

—Olvidaba que estás herido… —exclamó acercándose—. Déjame revisarte.

Tomando precauciones para no lastimar más al marinero, quitó la venda y observó atentamente el tajo producido por el hacha. De inmediato comprendió que el arma mal empuñada por el asesino, había producido una herida más dolorosa que mortífera, pues no llegaba hasta el hueso.

—Sí Garrovi no hubiera tenido tanta prisa, ahora no estarías hablando conmigo.

Con hábil mano juntó los labios de la herida, quitó la sangre coagulada, y volvió a colocar el trozo de tela, tras haberlo mojado cuidadosamente.

—Dentro de una semana estarás curado —le dijo—. Pero te quedará una cicatriz que te hará recordar siempre a Garrovi.

—Sí llego a encontrarlo, patrón, te aseguro que me vengaré.

—Eso será sí llegas antes que yo.

Alí miró en derredor y frunció el ceño:

—Pero ¿dónde está Pandú?

—Huyó a tierra apenas encallamos.

—¿Mí perro huyó? Es imposible, Sciapal.

—Lo he visto nadar entre los escollos, y luego subir a la playa.

—Este animal es inteligente y debe haber comprendido que tan sólo en tierra podía encontrar ayuda para nosotros…

Pero sí los isleños se mantuvieran alejados, me sentiría más feliz.

—¿Acaso son hostiles?

—¿Hostiles? Di mejor antropófagos…

—Me haces estremecer. Sin embargo no nos queda otro remedio que desembarcar.

—¿.Por qué?

—No tenemos ninguna embarcación para salir de aquí.

—Podemos hacer una balsa con la obra muerta del barco.

—Faltan víveres…

—Víveres… La bodega estaba llena.

—Garrovi la vació.

—Maldición… No queda nada para comer.

—Tú tenías alimentos en tu camarote.

—Algunas conservas de pescado y unos pocos kilos de galleta. ¡Canallas! ¡No dejarme ni siquiera víveres suficientes!

—Ya lo ve, patrón, tenemos que desembarcar.

Alí no contestó. Apoyado contra la amura del barco, con la frente arrugada, la mirada fija, parecía observar atentamente la costa iluminada por los últimos resplandores del crepúsculo.

Desde allí no se alcanzaba a advertir ninguna señal de población alguna, pero en cambio se veían numerosas aves que al marino le parecieron ser ocas emigrantes.

Una brusca sacudida que hizo oscilar la arboladura del grab inclinando más aún la cubierta, arrancó al capitán de sus observaciones.

—¿Qué sucede?

—El barco se ha soltado —gritó Sciapal.

—¿Pero no estaba encallado?

—Tal vez el reflujo lo esté arrastrando.

Alí se inclinó sobre la borda y miró afuera. El agua, transparente como un cristal azul verdoso, permitía ver distintamente el banco, que la baja marea, al comenzar a retirarse, amenazaba dejar al descubierto.

Alí advirtió que el grab apoyaba solamente un costado sobre la arena, y que podía de un momento a otro volcarse totalmente y ser arrastrado, una vez más por el mar, para hundirse en aguas más profundas.

Una imprecación escapó de sus labios.

—¿Qué ha ocurrido, patrón?

—Estamos en un mal momento —contestó Alí—. Si no nos apresuramos nos hundiremos con el barco.

—Pero ya no tenemos con qué bajar a tierra…

—Construiremos una balsa o nadaremos.

—¿Nadar? Mira el agua, patrón…

Alí miró en la dirección señalada y pese a su valor se estremeció. A la incierta luz del crepúsculo se veían masas oscuras que se movían a flor de agua. Eran esos formidables escualos pertenecientes a la familia de los tiburones que tienen la cabeza en forma de martillo, con los ojos ubicados en cada extremo. Son más pequeños que los tiburones, pero más voraces y peligrosos.

—¡Los devoradores de hombres! —exclamó Alí—. ¡Bah!

Pasaremos igual. Si nos atacan los alejaremos a balazos.

—Los traidores se llevaron también los fusiles, patrón.

—No importa, tengo mis pistolas… Vamos, no perdamos tiempo.

Empuñó el hacha y comenzó a demoler la obra muerta del grab, lanzando frecuentes suspiros, pues amaba a su nave que por tantos años le había transportado sobre el Océano Indico.

Mientras acumulaba los trozos de madera, Sciapal transportó a cubierta los pocos víveres, municiones, armas, cartas náuticas e instrumentos de navegación que quedaban a bordo. Eran todas las riquezas que poseían, y no querían perderlas.

Pese a que la cubierta tenía una inclinación de casi cuarenta y cinco grados, y continuaba volcándose sobre estribor, consiguieron clavar diez tablas para_ formar una primitiva balsa. En ese momento el Djumna se sacudió bruscamente, enderezándose algunos grados y retrocediendo sobre babor.

—¡Patrón! —gritó Sciapal.

Alí estaba por contestar cuando fue derribado. El Djumna se había enderezado y tornaba a quedar libre, pero por pocos minutos, segundos tal vez, pues ya comenzaba a hundirse definitivamente.

CAPÍTULO XV. EN LA BALSA

Alí Middel, saltando sobre sus pies, con una sola mirada comprendió la gravedad de la situación.

Ya no tenía tiempo para terminar la balsa; era necesario abandonar inmediatamente la nave, para no ser devorados por el torbellino que provocaría al hundirse.

De un salto, Alí tomó las dos cartas náuticas, las pistolas y las municiones, mientras Sciapal, imitándolo aferraba el hacha y recogía cuantas latas de conserva podía cargar en los pliegues de su dubgah.

—¡Al agua! —gritó Alí.

De un salto estuvieron sobre las amuras, dejándose caer al banco de arena, que la baja marea descubriera.

El Djumna se hundía rápidamente. Las olas invadían ya la cubierta corriendo de proa a popa y entrando a la bodega, que ya estaba llena de agua a raíz de las brechas producidas por Garrovi.

—¡Se ha perdido! —murmuró Alí con voz sorda—. ¡Pobre Djumna! No creí que te hundirías tan pronto.

Una rápida conmoción se extendió por sus facciones enérgicas, pero duró lo que un relámpago.

—Vamos —dijo sacudiendo la cabeza—, estaba escrito.

Luego se volvió hacia el hindú que miraba en silencio la muralla líquida que se alejaba arrastrando los restos del naufragio hacia los escollos.

—Busquemos las tablas —le dijo Tenemos que haber pasado la escollera antes que suba la marea, o los escualos se darán un banquete con nosotros.

A la pálida luz de la luna, que ascendía sobre el horizonte tiñendo el mar con sus plateados reflejos, vieron la primitiva balsa flotando por encima del sitio donde se hundiera el grab.

Sciapal observó el agua para asegurarse que no había escualos en derredor; luego se desvistió conservando el cinturón con el hacha y se largó al agua nadando violentamente. Alí había quedado en el banco, con las pistolas preparadas para alejar a tiros a los peligrosos escualos.

Con pocas y poderosas brazadas el hindú se acercó hasta el sitio donde flotaban las tablas, advirtiendo apesadumbrado que se habían desclavado a causa de la sacudida. Con un esfuerzo empujó hacia el banco lo que pudo salvar: tres tablas, un barril y un cajón vacío.

—Esto es todo, patrón —dijo al llegar junto a Alí.

—Poca cosa, Sciapal, pero el trayecto por fortuna es breve.

—¿Y los tiburones?

—Los mantendremos lejos a tiros.

—Escasearán las municiones, patrón.

—Tenemos dieciocho o veinte balas y unas dos libras de pólvora… Esperemos que alcancen.

Rompiendo una tabla para utilizarla como remo, se embarcaron en la endeble balsa.

La noche era clara, las estrellas, brillaban en el cielo límpido, reflejándose sobre las aguas cubiertas de escollos, mientras la luna, mayor que de costumbre, proyectaba sus rayos sobre la costa, aclarándola como en pleno día, pero con una luz pálida y plateada.

Un silencio profundo reinaba en torno al banco, roto apenas por el golpe de los improvisados remos.

Habían ya atravesado la mitad del camino que les separaban de los primeros escollos, cuando el hindú retiró bruscamente la tabla que empuñaba a guisa de remo, gritando:

—¡Detente, patrón!

Había oído a escasa distancia, un ronco suspiro, viendo elevarse una onda espumeante que se prolongaba en dirección al banco de arena.

Alí también retiró su remo y escrutó el agua con ex trema atención, mientras mantenía la diestra apoyada sobre la empuñadura de una de sus pistolas.

—¿Un pez martillo? —preguntó.

—Sí.

—¿Lo viste?

—No, pero lo oí respirar.

—Esperemos que aparezca —dijo Alí serenamente.

Sacando una pistola de la faja la amartilló y apuntó en la dirección que el hindú indicaba.

Instantes después una de las monstruosas cabezas apareció en medio de un chorro de espuma. Era un animal feo y oscuro, con ojos saltones situados en ambos brazos del martillo, y con una boca llena de agudos dientes y que se abría en el sitio donde hubiera debido hallarse el cuello.

El hindú, viendo a aquel feroz escualo, que parecía a punto de arrojarse contra la endeble balsa, se puso pálido, mientras el mismo Alí se estremecía.

El monstruo estuvo un instante inmóvil, dejando que las olas le rozaran, luego girando sobre sí mismo se acerco lentamente a la balsa, como si quisiera estudiar a su enemigo antes de atacarlo.

—¡Patrón! —exclamo Sciapal entrechocando los dientes.

—No temas.

Había extendido el brazo armado con la pistola y apuntaba con toda tranquilidad. Una detonación resonó repercutiendo contra las rocas y la escollera.

El escualo herido en la cabeza, dio un brusco salto, para desaparecer bajo las aguas.

—Tocado —dijo Sciapal respirando.

—En la cabeza —contesto Alí—. Mis balas siempre dan en el blanco.

—¿Estará muerto?

—No creo… Estos peces tienen la piel dura y se necesitaría una bala de carabina para herirlos mortalmente, pero creo que con este saludo nos dejará tranquilos…

—¡Calla, patrón!

—¿Has oído algo?

—Un ladrido…

—¿Será mi perro?

—Es probable.

—Hace mucho que abandono el Djumna… Debe ser Pandú.

Irguiéndose Alí trato de ver la costa, iluminada por la luna que estaba a mil quinientos metros de distancia, pero a causa de las tinieblas le resulto imposible divisar un bulto negro del volumen de Pandú.

—¿No te habrás engañado?

—No lo creo.

—Bien, ahora no interesa. Dentro de un cuarto de hora llegaremos a tierra, y Pandú nos encontrará fácilmente.

Tomando nuevamente los trozos de tabla comenzaron a remar dirigiéndose hacia la costa. Mientras remaban continuaron observando atentamente el agua. El feroz escualo después de haber sido herido no había vuelto a aparecer manteniéndose por debajo de la superficie para tratar de morderles las piernas. Estaban ya a ochenta metros de los primeros escollos, cuando vieron que el animal aparecía bruscamente a quince pasos de distancia. Luego de girar sobre sí, el escualo se sumergió.

—¡Patrón! —balbuceo Sciapal estremeciéndose—. ¡Nos alcanzará por debajo del agua!

—Deja la tabla y toma el hacha.

—¡Pero nos morderá las piernas!

—Retirémoslas…

Alzaron precipitadamente las piernas del agua, y se mantuvieron a la expectativa, con los ojos clavados en la superficie. De improviso a babor de la pequeña balsa emergió el escualo, golpeándola con su rugosa cola para hacerla hundir.

Alí, incorporándose, descargo su segunda pistola, mientras el hindú, envalentonado por la eminencia del peligro, asesto un feroz hachazo contra la horrible cabeza.

Con su coletazo el tiburón trato de destrozar la balsa, pero solo consiguió perforar el barril que se lleno de agua.

La improvisada embarcación, privada de aquel flotador, se hundió bajo los pies de los náufragos, pero al mismo tiempo encallo en un banco de arena a causa del violento empellón recibido.

De un salto Alí y Sciapal se pusieron a salvo, mientras el escualo se debatía furiosamente, herido por segunda vez.

—A tierra —dijo el capitán.

Recogiendo los víveres y objetos salvados, atravesaron la escollera, que estaba unida con tierra por una cadena de bancos de arena, casi descubiertos a causa de la marea baja.

Estaban a un centenar de pasos de tierra, cuando Sciapal que caminaba delante de Alí, se detuvo, diciendo:

—Patrón, veo una sombra vagando bajo los árboles de la costa.

—¿Será Pandú?

—No puedo distinguirlo bien.

Alí coloco dos dedos entre los labios y lanzo un agudo silbido, prestando luego atención.

Pero la respuesta no fue el amistoso ladrido de un perro, sino uno de aquellos rugidos roncos aterradores, que tantas veces oyeran en las espesas selvas de Bengala.

CAPÍTULO XVI. EN LA ANDAMANA MENOR

En el momento en que Alí y el malabarés se preparaban para hacer tierra en la costa de la Andamana Menor, que es la más meridional del grupo, se detuvieron bruscamente advirtiendo aquella sombra negra que vagaba con pasos silenciosos por la playa.

El rugido que lanzó aquel animal hizo palidecer a los dos hombres. Nativos ambos de la India, habían oído más de una vez en las junglas del Ganges aquella voz, imposible de confundir.

—Este es un recibimiento que no me esperaba —dijo Alí, deteniéndose en la última escollera—. Será prudente que cargue mis pistolas.

—¿Quieres atacar al tigre, patrón? —le preguntó Sciapal entrechocando los dientes.

—Si tuviera entre las manos una buena carabina, me atrevería a forzar el paso, pero con estas pistolas, sería una locura intentarlo.

—¿No podemos buscar otro sitio más alejado para bajar a tierra?

—El agua es muy profunda en torno a la escollera, y estamos rodeados por tiburones.

—Esperemos el alba.

—Si la marea sube, cubrirá éstos escollos y nos dará un prolongado baño.

—Nadáremos, patrón.

—Te olvidas de los tiburones.

—¿Qué sugieres hacer?

—Acercarnos al tigre y descargar las dos armas para asustarle.

—Te despedazará, patrón. Puede ser un tigre admikanevalla..

—Mejor. los admikanevalla siempre son viejos, y tienen menos fuerzas.

Cargando las dos pistolas con gran cuidado y pese a los consejos del marinero que trataba insistentemente de disuadirlo, el capitán trepó resueltamente por la escollera y avanzó hacia la costa con grandes precauciones.

El tigre continuaba paseándose por la playa, manteniéndose bajo la oscura sombra proyectada por los árboles, pero si bien su cuerpo no era visible más que parcialmente, lo traicionaba el brillo amarillento de sus ojos.

Parecía dominado por una violenta agitación, pues no se quedaba quieto un instante. Evidentemente esperaba que los dos hombres se acercaran, para saltarles encima.

Probablemente la fiera debía estar hambrienta, pues habitualmente esta clase de animales, pese a su ferocidad no atacan al hombre sin haber sido heridos anteriormente.

Prefieren el asalto imprevisto en medio de los bosques, sin arriesgarse casi nunca a caer de frente sobre sus presas.

Viendo que Alí se acercaba, el tigre abandonó el abrigo de los árboles, y se dirigió hacia la playa, lanzando sordos rugidos como si estuviera resuelto a caer sobre los náufragos.

Alí, a veinte pasos de distancia, se detuvo tras una gran roca para protegerse del salto del tigre. Alzando lentamente la pistola que empuñaba en la mano derecha, apuntó durante algunos instantes y luego disparó.

La fiera, alcanzada por la bala del valiente tirador, dio un salto lanzando un furioso rugido más ronco y prolongado que el de los leones africanos. Al caer sobre sus garras se preparó para abalanzarse sobre Alí, pero entonces éste disparó la segunda pistola.

Sea que el animal estuviera gravemente herido, o que los disparos le habían atemorizado, lo cierto es que se detuvo bruscamente, giró sobre sí mismo y huyó desapareciendo bajo la oscura sombra de los árboles.

—¡Buen viaje! —le gritó Alí.

—¿Ha huido? —preguntóle el marinero.

—No la veo por aquí.

—Tal vez se ha ocultado para atacarnos a traición.

—No lo creo. ¿Oyes algo?

—No, capitán.

—Entonces podemos seguir adelante.

—Mantente en guardia, patrón.

—Cargaré las pistolas y tendremos los ojos bien abiertos. Al llegar bajo los primeros árboles, se detuvieron es crutando atentamente hierbas y plantas, y prestando atención, se aseguraron que la fiera no los esperaba oculta.

Luego, bajo un gigantesco árbol se dispusieron a esperar el amanecer.

—Mañana veremos qué podemos hacer para salir de esta situación tan poco alegre.

—Puedes decir desesperada, patrón.

—No tanto…

—¿Tienes esperanzas de abandonar esta isla salvaje?

—No tengo intenciones de terminar mis días en esta selva.

—¿Crees que alguna vez regresaremos a Bengala?

—Quiero volver a ver a mi hermano. ¡Pobre Eduardo!

¡Qué inquieto estará por mí!

—¿No sabes si alguna nave hace escala en esta isla?

—Nunca, Sciapal… Evitan este archipiélago con gran cuidado, pues no hay nada que ganar manteniendo contacto con los salvajes habitantes.

—Entonces no sé cómo haremos para irnos.

—Algún medio encontraremos.

—¿Recurriendo a los habitantes?

—Por el contrario, tratando de mantenernos lejos.

—Entonces será necesario que construyamos una chalupa.

—Ya veremos, Sciapal.

Apoyándose contra el tronco, y teniendo las armas al alcance de la mano, esperaron pacientemente que despuntara el alba.

La pálida luz de la luna era cada vez más clara, y aumentaba en intensidad, tiñendo el mar con acerados reflejos.

Entre las hierbas acuáticas se oían alzarse las voces de las aves del lugar. Era evidente que el alba no estaba lejana.

—Son ocas emigrantes —comentó Sciapal viendo que Alí miraba hacia aquella dirección.

—Un excelente asado —comentó el capitán.

—Fácil de procurar. Con una descarga de fusil se puede matar más de una… Lo que me sorprende es que estas aves todavía estén aquí.

—¿Por qué?

—Porque en los primeros días de agosto abandonan las islas y emigran a Bengala, donde tienen sus nidos.

—¿Estás seguro?

—Conozco las costumbres de estos pájaros.

—¿Crees que dejarán pronto la isla?

—Supongo que dentro de pocos días. ¿Por qué te interesan tanto las ocas?

—Tal vez puedan salvarnos la vida, Sciapal.

—¿Las ocas?

—Sí, pero será necesario que capturemos alguna con vida.

—El asunto no es difícil, patrón. Tienes las pistolas.

—Sí, pero si las descargo contra una oca, la mato.

—No te he dicho que utilices balas.

—¿Quieres que las cace, sólo con pólvora?

—No, quita las balas y espérame.

El hindú se incorporó y se dirigió hasta la costa, buscando entre escollos y bancos de arena. Cuando regresó, entregó a Alí dos puñados de arena gruesa.

—Carga tus pistolas con esto —le dijo—. Las ocas caerán al suelo aturdidas, tal vez un poco heridas, pero en condiciones de volar apenas descansen un poco. Con un fusil cargado así, cacé numerosos pájaros vivos para un inglés que los coleccionaba.

CAPÍTULO XVII. LAS OCAS EMIGRANTES

Si bien como dijera Sciapal la emigración debía haber comenzado semanas atrás, las ocas todavía eran numerosas en aquella playa desierta.

Alí, que había cargado las pistolas con arena, se dirigió hacia la playa acompañado por el marinero, esperando el momento propicio para hacer un buen disparo. Parecía sin embargo que las ocas hubieran adivinado el peligro que las amenazaba, porque o se mantenían lejos, o pasaban por encima de ellos, fuera de su alcance.

Repentinamente una bandada de doscientas o trescientas aves, que avanzaban del este, tomó la dirección de los escollos, como si quisiera buscar alimento en la vecindad de la playa.

—Atención, patrón —murmuró Sciapal.

—Estoy listo —contestó Alí.

La bandada pasó pronto, por encima de los escollos, a unos diez pasos de altura. Alí apuntó rápidamente las armas, y las disparó contra lo más espeso de la bandada. Tres ocas cayeron, perdiendo gran número de plumas, mientras las restantes, aterrorizadas por el estampido se dispersaron.

Sciapal se precipitó sobre ellas. Una oca, herida en la cabeza, agonizaba, pero las otras dos estaban simplemente aturdidas, pero ilesas.

—Patrón —exclamó—. ¡Hay dos con vida!

—Cuida que no se escapen.

—Les estoy atando las patas.

Mientras el hindú cargaba las aves, Alí sacó un trozo de tela encerada de la bolsa que contenía sus cartas de navegación, y comenzó a buscar algo en los bolsillos.

—¿Lo habré perdido? —murmuró con los dientes apretados.

—¿Qué buscas, patrón?

—Un lápiz.

—¿Para qué?

—¿No has comprendido todavía para qué pueden servirnos las ocas?

—No, patrón.

—Para enviar por medio de ellas un mensaje a la India.

—Sigo sin comprenderte.

—Quería colgar de estas aves un mensaje, con la esperanza de que algún cazador las matara, cosa muy probable, pues en los Sunderbouns hay millares de aficionados que concurren anualmente para esperar el paso de las bandadas.

—¿Y por qué no puedes atar una carta a estas aves?

—He perdido el único lápiz que tenía, y me resultará imposible escribir…

—¿Cómo? —inquirió Sciapal al ver que Alí se interrumpía golpeándose la frente con la mano.

—Todo no está perdido, Sciapal… En las últimas horas, escribí los acontecimientos principales acaecidos a bordo, y puedo enviar esas hojas, junto con algunas del diario de bitácora, para que en caso de que caigan en manos de las autoridades, Garrovi y Hungse sean debidamente castigados… ¡Ah, si pudiera agregar que el Djumna se ha sido a pique, y que nosotros nos hemos salvado en la costa de la Andamana Menor!

—No importa… Confía esos papeles a una de las ocas, capitán.

—Eso pienso hacer.

—El único peligro consiste en que la oca se pose en el mar y humedezca la tinta…

—Envolveremos los papeles con un trozo de tela encerada.

—Tienes razón, y para mayor seguridad podemos cubrir de resina el paquete… —Sciapal había reconocido en las cercanías, un árbol productor de caucho.

Mientras el hindú se dirigía en busca de la goma, Alí dobló las hojas, y cortando la tela encerada en forma adecuada, hizo un paquete que ató convenientemente. Acababa de escoger a la oca más robusta, cuando Sciapal regresó llevando una conchilla llena de un líquido de aspecto pringoso, y además una fibra vegetal delgada y brillante como la seda.

—Ata el paquete con estas fibras —dijo al capitán—. Resiste la acción del agua mucho mejor que la cuerda.

Cubrieron la tela con una capa de aquella materia resinosa, y luego ataron el paquetito bajo el ala derecha de la oca escogida, asegurándolo en forma tal que no le impidiese volar.

—Vete ahora, cumple tu destino, y al morir, ¡sálvanos! —exclamó Alí, soltándola.

La oca, sintiéndose libre echó a volar, lanzando un grito ronco y dirigiéndose hacia el este. Los dos náufragos que parecían muy conmovidos, la siguieron con las mira das, hasta que se perdió en el horizonte.

—¿Tienes esperanzas, patrón?

—Espero que si Dios quiere salvarnos, velará por nosotros.

—Yo creo que también mi Dios no abandonará a uno de sus más devotos creyentes —dijo el hindú—. Puesto que son dos entre ambos podrán hacer algo por nosotros… Alí no pudo refrenar una sonrisa ante la reflexión ingenua del creyente marinero.

—Vamos a comer, Sciapal —dijo—. Asaremos una de las ocas.

—Necesito ingerir algo, capitán. Estoy agotado por el largo ayuno.

Sentándose bajo la sombra de un dammar, de cuyo tronco Sciapal extrajera momentos antes, la resina, encendieron un alegre fuego y tras desplumar la oca, la limpia ron, y comenzaron a asarla.

Cuando el ave estuve, lista, la devoraron con gran apetito, y luego se tendieron sobre la fresca hierba a la sombra del árbol.

—Ahora discurramos —dijo Alí—. He estado pensando la mejor forma de salir de nuestra desdichada situación.

—¿Has hallado el medio? ¿Construiremos una chalupa, patrón?

—Con el hacha tan chica que tenemos, sería un trabajo casi interminable. Creo que lo mejor que podemos hacer es seguir la costa hacia el norte, en busca de una canoa.

—Pero ¿dónde esperas conseguirla?

—Los andamaneses son hábiles pescadores, y por lo tanto deben poseer alguna.

—¿Esperas encontrar alguna aldea?

—Sí.

—¿Y nos cederán una canoa?

—La tomaremos…

—¿Y hacia dónde nos dirigiremos?

—Trataremos de llegar a las islas Mergui, en el Golfo de Pegú.

—Pero… ¿Y el documento confiado a la oca?

—No podemos contar exclusivamente con esa posibilidad, Sciapal.

—Es cierto, patrón.

—¿Cuándo partimos?

—¿Estás fatigado?

—No, patrón, pero dormiría un par de horas.

—Entonces cerremos los ojos, y echemos un sueñito. De día, las fieras difícilmente dejan sus cuevas.

Aquel sueño se prolongó más de lo calculado, pues cuando abrieron los ojos el sol descendía lentamente hacia occidente. Como aún quedaba algo de luz, igual resolvieron ponerse en camino.

Reuniendo sus víveres, se armaron de gruesos bastones para defenderse de las serpientes venenosas que no faltaban en aquella isla, y se pusieron en marcha, bordeando el inmenso bosque.

Los árboles se sucedían unos tras otros sin dejar pasaje alguno de la costa al interior de la isla. Predominaban sobre todo los tek, árboles enormes, frondosos, cuya corteza es muy resistente, y cuya madera es tan dura que han sido adoptados con preferencia para la construcción de veleros.

La sombra de estos árboles es nociva, y los obreros encargados de cortarlos sufren numerosas enfermedades, llegando difícilmente a una edad avanzada.

Abundaban también los árboles de canela, de mediana altura y frondosa copa.

En medio de aquellos espesos vegetales se veían numerosos pájaros. Papagayos de plumas pintadas, cucos, bubbul, pequeños y ágiles pajarillos de plumas coloridas y cola roja y muchos otros.

Alí y Sciapal continuaron su marcha sin apresurarse, moviendo con sus bastones las altas hierbas por temor de ser mordidos por las serpientes venenosas.

El sol había descendido tras el horizonte cuando resolvieron acampar bajo un gran árbol de aspecto majestuoso que crecía aislado en el margen de la floresta.

Devorando los restos de la oca asada horas atrás, encendieron un fuego para protegerse de las fieras, que no se atreven a acercarse a los campamentos iluminados Como no resultaba prudente que durmieran simultáneamente, resolvieron montar guardia alternados; Alí fue el primero en velar pues Sciapal era menos robusto y estaba más agotado a causa de la sangre perdida.

CAPÍTULO XVIII. LA FUNESTA SOMBRA DEL MANZANILLO

Alí reavivó el fuego y se apoyó contra el tronco de aquel árbol cuya copa tenía infinito número de largas ramas que caían hacia tierra, formando inmensa sombrilla vegetal.

A su lado tenía las pistolas cargadas, listas, para utilizarlas en caso de peligro.

Sciapal, acostado a dos pasos de distancia, roncaba ruidosamente.

Ningún rumor turbaba el silencio reinante sobre aquel trozo de isla. Parecía que hasta el mismo mar había acallado sus voces, manteniéndose calmo. Solamente por los aires resonaba de tanto en tanto el agudo chillido de los grandes murciélagos que se perdían en lontananza.

La oscuridad era profunda, pues aún no había salido la luna, pese a que el fuego proyectaba grandes lenguas de luz en derredor del árbol.

Alí contaba con que su guardia transcurriría tranquilamente pareciéndole que aquel lugar no era muy frecuentado por los animales salvajes. Sin embargo, al rato de estar apoyado contra el tronco del gigantesco árbol experimentó una sensación desagradable como si bajo la copa de aquel gigantesco árbol se diluyera lentamente el calor nocturno, convirtiéndose en una temperatura demasiado fría para aquel clima ardiente. Al principio no hizo caso, atribuyendo el cambio a alguna corriente de aire frío proveniente del mar, o a la humedad de la vecina selva. Sin embargo la sensación continuó en aumento, y Alí comenzó a intranquilizarse.

—¿Tendré fiebre? —se preguntó—. Me han dicho que los bosques de estas islas son peligrosos.

Se incorporó y dio algunos pasos en torno al fuego, pensando que se trataría de un malestar pasajero, pero los estremecimientos continuaron más frecuentemente. Sentía correr por los huesos un verdadero hilo de agua helada.

Se sentó junto al fuego, tratando de calentarse las manos, pero le pareció que la llama había perdido su calor.

—¡Es curioso! —exclamó atemorizado—. ¡Nunca había experimentado nada semejante! ¿Habrá algún pantano en los alrededores? No parece verosímil que me haga temblar así, como si hubiera caído entre las nieves del Himalaya.

La sensación de frío intenso aumentaba constantemente; sus miembros temblaban, sus dientes se entrechocaban, mientras el corazón le latía aceleradamente.

Alí era un hombre de valor, pero aquel extraño malestar lo llenó de terror.

Se acercó a Sciapal para ver si su sueño era inquieto, pero vio que dormía plácidamente. Le tocó el cuerpo y advirtió que estaba temblando.

—¡Sciapal! —llamó.

El marinero no contestó y continuó roncando.

—Despierta. —Alí lo sacudió vigorosamente.

—¿Qué quieres, patrón?

—Dime, ¿no sientes nada?

El marinero abrió los ojos con fatiga:

—Un agudo frío que me produce estremecimientos.

—¿Nada más?

—Sí… Me parece que no me siento bien.

—¿A que lo atribuyes?

—No lo sé.

—¿Tendrás fiebre?

—Tal vez… Déjeme dormir, patrón. Todo pasará con un poco de sueño.

El malabarés volvió a cerrar los ojos y siguió roncando.

—Será la humedad de esta selva —murmuró Alí—. No puede haber otra causa.

Volviendo junto al fuego trató de entrar en calor, pero el malestar aumentaba constantemente. Además de los escalofríos sentía ahora agudos dolores de cabeza; le parecía tener la frente oprimida por un anillo de hierro, mientras sutiles agujas le atravesaban el cerebro.

La fiebre se había unido a la jaqueca, pero una jaqueca dolorosísima, insoportable. Lo inexplicable era que en medio de su sufrimiento, de tanto en tanto experimentaba una sensación agradable…

—¿Me estaré volviendo loco? Se diría que he fumado hatchis.

Repentinamente le asaltó una sospecha. Haciendo un esfuerzo se irguió y miró el enorme árbol que extendía sobre él sus largas y frondosas ramas, pero al mismo tiempo sintió que las fuerzas le faltaban y los párpados se le cerraban como si les asaltara un sueño fulminante.

Trató de reaccionar, pero las fuerzas le abandonaban rápidamente. Con el cerebro dominado por una profunda turbación se tambaleó desplomándose junto a Sciapal y permaneció inmóvil como si hubiera muerto.

Sin embargo no había dejado de vivir, continuaba respirando, pero afanosamente, al mismo tiempo que soñaba.

¡Pero qué sueños extraños! Por momentos le parecía que frente a él desfilaban hermosas mujeres que le ofrecían deliciosas bebidas, luego se le aparecían horrendos monstruos, animales cubiertos de largos pelos, con bocas desmesuradas, armados de formidables dientes, que amenazaban devorarlo de un solo mordisco, o monos altos como una torre, con los brazos larguísimos y colas de cien metros.

¿Cuánto tiempo durmió? Seguramente muchas horas, pues cuando reabrió los ojos ya no era de noche: un sol espléndido brillaba en un cielo sin nubes haciendo llover sobre él sus ardientes rayos.

Bruscamente se incorporó y con gran sorpresa se encontró sobre la playa lejos del árbol donde se había dormido.

Con ojos asombrados miró en derredor, y vio a pocos pasos un enorme perro negro que arrastraba a Sciapal, que todavía parecía adormilado. Un grito escapó de sus labios:

—¡Pandú!

El fiel animal oyendo la voz del amo, abandonó al malabarés y saltó en derredor de Alí, enloquecido de alegría, lamiéndolo y apoyándole las patas sobre el pecho como si quisiera abrazarlo. Luego, demostrando su alegría, corría hacia el malabarés ladrando y lamiéndole el rostro para tratar de despertarlo.

—¡Entonces, ha sido Pandú! —se dijo Alí—. Pero ¿por qué me trajo hasta acá? Pero… ya no experimento más el malestar que me atacó anoche ni siento más frío.

Se incorporó totalmente: aún estaba un poco débil, pero el dolor de cabeza y los escalofríos habían desaparecido. Mirando al árbol gigante, que se alzaba en las márgenes de la floresta, lo reconoció lanzando un grito apenas contenido:

—¡Ahora, comprendo todo!

En aquel momento Sciapal fue despertado por los ladridos del perro.

—¡Patrón! —gritó—. ¿Cuándo regresó nuestro fiel animal?

—No lo sé.

—Pero ¿por qué me has arrastrado hasta aquí?

—Fue Pandú quien nos apartó de la sombra venenosa de ese árbol. Si no nos hubiera encontrado, a estas horas estaríamos muertos.

—¡Muertos! ¿Pero, entonces qué ocurrió mientras dormíamos?

—Mira bien el árbol donde nos guarecimos.

El marinero observó el coloso del bosque y no pudo contener un gesto de temor:

—¡Un manzanillo!

—Sí, Sciapal, nos habíamos acostado bajo aquel árbol, cuya sombra, como tú sabes mata.

—Ahora comprendo nuestros estremecimientos, el frío y el sueño irresistibles que me habían invadido.

—Sí, Sciapal, de no habernos arrastrado hasta aquí Pandú, llevado por su maravilloso instinto, no hubiéramos vuelto a abrir los ojos.

—¡Bravo. Pandú! ¡Cuánto afecto y cuánta inteligencia en este animal! ¿Pero dónde habrá estado hasta ahora?

—Tal vez se encontraba vagando por la selva en busca de seres humanos.

—Con tal que no lo haya seguido algún grupo de salvajes…

—No creas… Pandú daría señales de agitación.

Efectivamente, el perro estaba tranquilo, y se mantenía acostado a los pies de su amo, sin apartar los ojos de él.

Debía de estar muy fatigado, pues jadeaba, como si hubiera terminado de realizar una prolongada carrera.

—Pobre Pandú —dijo Alí acariciándolo—. Debe estar muy hambriento. Encendamos el fuego, Sciapal, y prepara la segunda oca, mientras yo voy a buscar otras.

El marinero comenzó a juntar ramas secas en tanto que Alí seguido por el perro bajó a la playa, cuyos bancos de arena habían quedado descubiertos por la baja marea.

Aquellos bancos estaban matizados de espléndidas conchillas, de brillantes colores y formas tan variadas como se ven únicamente en las aguas del Océano Indico.

Se veían así las magníficas murex ramosa de gran tamaño, blancas con reflejos nacarados, sus bordes interiores rosados y su extremidad aguzada en punta; tritones, bastante grandes, estriados de blanco, negro, azul y marrón; las cymbriun, de forma oval y enorme capacidad, amarillas por fuera y rojas en los bordes internos. Además había una enorme cantidad de pequeñas kauri, que numerosos pueblos de África y Asia han adoptado como moneda.

Alí hizo una amplia recolección de moluscos y viendo que en derredor no se advertía señal alguna de vida, regresó junto a Sciapal, que estaba cocinando la segunda oca.

Alrededor de las diez de la mañana tras haber comido, se pusieron nuevamente en marcha.

CAPÍTULO XIX. ENTRE LAS SELVAS DE LA ANDAMANA MENOR

Durante cuatro días los náufragos de la Djumna prosiguieron su camino, pero avanzando muy lentamente a causa de las enormes curvas que formaba la playa y los obstáculos que encontraban en su camino.

Al quinto día, habiendo concluido sus escasas provisiones, resolvieron detenerse para buscar nuevas. Los árboles, que hasta aquel momento habían visto, no tenían frutos, pero en el interior de la selva esperaban encontrar frutales, sabiendo que la flora de las islas Andamanas no es muy distinta que la de la India.

Abriéndose paso a golpe de hacha, se introdujeron en la oscura y húmeda floresta, abriendo bien los ojos para no ser sorprendidos por algún tigre que podía hallarse al acecho.

Empero, antes de pisar el terreno, revisaban las hierbas cuidadosamente con sus bastones para espantar a los reptiles. Ya habían visto a algunas minute snake., diminuta víbora de veinte centímetros de longitud y tres o cuatro milímetros de diámetro, y piel amarilla con manchas negras, que en noventa y seis segundos mata al hombre más robusto.

Además habían visto numerosas biscobra; estos enormes lagartos de repugnante aspecto, erizados de agudas escamas, con la lengua dividida en dos dardos córneos, son tan temibles como las más peligrosas serpientes, pues están dotados de un veneno activísimo.

Mientras en la costa del mar reinaba un silencio casi absoluto, en aquella jungla saturada de humedad, se oían mil rumores; insectos que chirriaban, aullidos lejanos, rugidos, toses.

Entre las hierbas se veían correr batallones de hormigas blancas, de cuerpo grande, cabeza amarilla y dotadas de una fuerza increíble. Nada puede resistir a las invisibles mandíbulas de estos pequeños seres, que reducen a polvo los materiales más resistentes, socavando cimientos y derrumbando casas.

También había escolopendras, ciempiés de exageradas dimensiones, tan venenosos como el escorpión africano. Se veían más allá gigantescas arañas peludas capaces de devorar un pájaro pequeño, que Sciapal se apresuraba a abatir con su garrote.

Acababan de recorrer quinientos o seiscientos metros, cuando el perro se detuvo dejando oír un sordo gruñido.

—¿Algún animal? —preguntó Alí, armando precipitadamente una pistola.

—Ahora lo sabremos…

Sciapal apartó con precaución las ramas que le obstruían la visual, para retirarse apresuradamente, murmurando con voz quebrada:

—¿Una malapamba?

—¿Qué es una malapamba?

—Una enorme serpiente como las que se encuentran en la selva de mi país.

—¿Son peligrosas?

—No por su veneno, sino porque son capaces de triturar a un ser humano con su cuerpo. —Veámosla.

Alí apartó las ramas y al pie de un mangal vio una serpiente tan larga y poderosa que le hizo retroceder. Debía medir por lo menos seis metros y medio de longitud, y su piel estaba cubierta con escamas verdes de borde oscuro.

El enorme reptil estaba devorando a un perro salvaje, una especie de chacal de pelambre corta, rojiza, casi tan grande como un lobo. Ya había tragado la mitad y se esforzaba por engullir el resto dilatando su boca lo más posible. Estas serpientes al par de las tamul venganati, que tienen también de cinco a siete metros, son capaces de devorar presas diez veces más voluminosas que ellas, tanta es la elasticidad de su estómago.

—No valdría la pena atacarla, pero se ha acomodado al pie de un mangal, y por nada del mundo dejaría esos frutos —dijo Alí—. Dame tu hacha, Sciapal.

—No la mates, patrón —dijo el hindú—. Puede triturarte.

—No será tan ágil con el estómago lleno.

Tomó el hacha y se acercó al reptil. Este, turbado en su laboriosa digestión, alzó la cabeza y le lanzó una mirada llameante, pero molesto por los restos del perro que no podía alcanzar a ingerir totalmente, no resultaba enemigo peligroso. Alí, nada atemorizado por los agudos silbidos que lanzaba, con dos golpes de hacha la dejó sin vida, partida en tres trozos.

—¡Vete al demonio! —exclamó limpiando la hoja del hacha sobre las hierbas—. Ayúdame a recoger las frutas, Sciapal.

Tras haber recolectado los deliciosos ham, o mangos, los dos hombres continuaron avanzando por la selva, pues deseaban cazar algún animal comestible antes de regresar a la playa.

Pero aquella parte del bosque no parecía ser frecuentada ni por aves, ni por ninguna clase de cuadrúpedos.

Comenzaban ya a desesperar y estaban por retornar a la costa, cuando repentinamente Pandú se detuvo, plantándose en medio del sendero.

—Nuestro bravo animal ha oído algo —exclamó Alí empuñando las pistolas.

—¿Habrá olfateado el paso de alguna presa de cazó? —preguntó Sciapal levemente inquieto.

—¡Silencio!

Pandú continuó escuchando con una inmovilidad absoluta. Estuvo así durante algunos minutos, y luego se volvió hacia su amo agitando la cola y lanzando un gemido imperceptible.

Alí lo acarició, diciendo a Sciapal:

—Si Pandú no se atreve a avanzar y no ladra, quiere decir que es algo peligroso. Conozco bien a mi perro, es valiente pero está dotado de una fuerte dosis de prudencia, y nunca expondría a su amo a un peligro.

—Patrón —susurró Sciapal sorprendido por la extraña conducta del perro—. ¿Habrá olfateado a los salvajes?

—Eso temo —contestó Alí—. Retirémonos; me siento más seguro en la costa, donde podremos buscar refugio entre los escollos, que aquí, donde es fácil tendernos una emboscada, o matarnos a traición a flechazos.

—Rápido, patrón, Pandú comienza a dar muestras de inquietud.

En efecto, el inteligente animal no se hallaba tranquilo; venteaba el aire, giraba bruscamente sobre sí mismo y alzando las orejas escuchaba, saltando luego hacia su patrón y aferrándolo con los dientes de la chaqueta, parecía invitarlo a huir.

Convencidos de que en la selva se ocultaba alguna banda de salvajes, Alí y su compañero se pusieron en marcha retirándose hacia la costa. Pandú los precedía, señalándoles el camino, y en tal forma no había peligro de que se extraviaran.

El animal se apresuraba cada vez más, luego, viendo que había dejado a sus espaldas al patrón, volvía sobre sus pasos, mirándolo con ojos que parecían humanos, como si quisiera decirle:

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

El anglo-hindú y Sciapal hubieran deseado redoblar el paso, más no se atrevían por temor de llamar la atención de los salvajes Empero a causa de la espesura de las malezas, se veían obligados a abrirse camino a hachazos. Habían recorrido medio kilómetro, volviendo repetidas veces las miradas hacia atrás, cuando Sciapal, que tenía el oído finísimo, se detuvo diciendo:

—Detente aquí, patrón. Las malezas nos cubren perfectamente.

—¿Qué has visto?

—Nada, pero he oído.

—¿Los salvajes?

—Escucha: caminan paralelamente a nosotros.

Alí apoyó un oído contra el suelo, conteniendo la respiración.

Un rumor vago, que parecía producido por la marcha de numerosas personas, llegó a oídos del anglo-hindú.

Sciapal distinguía claramente los distintos sonidos, las hojas secas pisadas, el susurro de los pasos sobre las ramas.

—¿Oyes, patrón?

—Sí —contestó Alí—. Se acercan por la floresta.

—¿Nos habrán descubierto?

—Escuchemos.

Volvió a apoyarse sobre el suelo, pero no oyó nada.

—Mala señal —murmuró—. Si se han detenido, quiere decir que advirtieron nuestra presencia.

—Quien sabe.

—Sospecho que nos están siguiendo.

—Lo sabremos a tiempo —exclamó Sciapal incorporándose vivamente.

—¿Cómo?

—Mira aquellos monos colgados de los árboles…

—¿Qué tienen que ver esos tebanga con los salvajes que nos están cazando? —inquirió Alí con cierta sorpresa.

—¿No ves que tranquilos están?

—En verdad no se mueven.

—Si los salvajes se acercaran, huirían, patrón. Mientras estén tranquilos, nada tenemos que temer.

—Entonces, Sciapal, podemos considerarnos desafortunados; han advertido que se acercan enemigos, pues se están preparando para ponerse a salvo.

En efecto, los pequeños y asustadizos monos tras haberse detenido una fracción de segundo, saltaron de rama en rama hasta perderse en la espesura.

—¿Qué dices ahora, Sciapal?

—Que haremos bien en reiniciar la marcha.

—Tienes razón —convino Alí—. A la playa, corriendo, y sin abandonar las armas.

Incorporándose salieron de la espesura y se echaron a correr.

No habían recorrido cincuenta pasos cuando oyeron resonar a sus espaldas feroces gritos.

Alí se volvió, viendo una docena de negros horrendos, que saltaban con la agilidad de canguros, agitando largas lanzas nudosos bastones. Algunos también llevaban arcos y flechas.

—¡Rápido! ¡Rápido! —gritó el capitán de la Djumna.

Corrían velozmente, precedidos por Pandú quien les indicaba el camino, que no hubieran podido encontrar en otra forma.

Cuando se adelantaba demasiado, el perro volvía sobre sus pasos y ladraba ferozmente, mostrando los dientes a los salvajes.

Viendo al gigantesco animal con la pelambre hirsuta, y siendo la raza canina desconocida en las Andamanas, los salvajes se mantuvieron a prudente distancia, tomándolo por alguna fiera desconocida.

Alí y Sciapal aprovechaban aquellas súbitas detenciones de los andamaneses para ganar terreno.

Comenzaban a perder el aliento, cuando entre las plantas advirtieron la superficie del mar.

—Ya no podía más —dijo Alí con voz destrozada—. Por poco que hubiera durado esta carrera, habría caído totalmente exhausto …

—¿Dónde nos refugiaremos? —preguntó Sciapal.

—En la escollera.

Con un último esfuerzo llegaron a los confines del bosque, y en dos saltos estuvieron entre los canales que la marea alta comenzaba a cubrir.

—Allá, sobre aquel más alto —gritó Alí indicando una roca que se alzaba a trescientos metros de la playa—. ¡Un último esfuerzo!

Pasaron por encima de un banco de arena y se introdujeron entre las rocas, trepando a la cima del escollo, donde ya Pandú ladraba alegremente.

CAPÍTULO XX. ENTRE LA MAREA ALTA Y LOS SALVAJES

Sobre la roca en que se habían refugiado, prefiriéndola a la selva plagada de salvajes, podían avistar el mar y la playa a lo largo de varios centenares de metros. Se trataba del escollo más alejado, que sería difícil alcanzar una vez que hubiera subido la marea.

Alí había escogido bien su refugio, y allí, podrían aguardar tranquilamente el ataque de los salvajes.

Estos ya habían llegado, a la playa, pero no se atrevían a descender sobre la escollera, pensando que no había prisa pues los dos fugitivos no podrían salvarse con mucha facilidad.

Los salvajes aumentaban constantemente en número, y Alí ya había contado veintidós, que correteaban por la arena sin hacer ninguna manifestación hostil.

Aquellos nativos debían de pertenecer a una tribu distinta de las andamanesas; pues los naturales del archipiélago son de muy baja estatura, apenas llegan a un metro cuarenta, y son muy endebles, en tanto que los perseguidores de los dos náufragos, eran altos, robustos y de espaldas cuadradas. Posiblemente formaban parte de alguna colonia llegada de las islas Nicobar.

—Parecen fastidiados por nuestra retirada —dijo Alí que los observaba atentamente—. Sin duda esperaban sorprendernos en el bosque.

—Patrón —preguntó Sciapal—. ¿Crees que estos salvajes son peligrosos?

—Nunca oí hablar bien de los andamaneses. Algunos aseguran qué no les disgusta la carne humana… Abramos los ojos Sciapal y no les dejemos acercar… ¿Pero qué diablos hacen? ¿Vuelven a la floresta dejando centinelas sobre la playa? Eso no me gusta nada.

—No comprendo, patrón.

—Apostaría mis pistolas contra uno de sus arcos, que se preparan a atacarnos desde el mar.

—¿Con qué embarcación?

—Tal vez vayan a preparar alguna balsa… ¡Ah! Si tuviera un buen fusil entre las manos, no dejaría uno solo con vida, pero con estas armas nada se puede intentar.

—Garrovi nos quitó todo.

—¡Sí, ese miserable! —Alí pareció presa de un súbito furor—. ¡Pero algún día lo volveré a ver, aunque tenga que revisar toda la India, y entonces me las pagará! Pero ahora preocupémonos por estos nativos… Seguramente esperan las tinieblas para atacarnos.

—No seremos tan tontos como para dormirnos, ¿verdad?

Alí no contestó. Había bajado la mirada hacia los bancos de arena y la escollera, que poco a poco habían desaparecido cubiertos por las aguas. Una profunda, arrugase dibujó en su frente. Alzando la cabeza, miró a Sciapal.

En sus ojos oscuros brillaba una inquietud tan intensa que alarmó a su compañero.

—¿Qué ocurre?

—Las mareas son altas en el golfo de Bengala, temo que hayamos cometido una grave imprudencia subiendo a este escollo.

—No te comprendo.

—Cuando la marea haya alcanzado su máximo… ¿Estaremos todavía en seco?

El hindú palideció.

—Esta mañana antes de internarnos en la floresta ¿alcanzaste a ver esta roca?

—No.

—Entonces quiere decir que pasaremos una pésima noche, y que correremos incluso el peligro de ser arrastrados por la resaca.

—¿Crees que la marea cubre totalmente este escollo?

Alí había quedado mudo. Miraba fijamente la onda producida por la pleamar, que golpeaba violentamente el escollo, filtrándose entre las rocas con un rugido prolongado.

Las mareas del golfo de Bengala son notables, sobre todo cuando soplan los monzones. No es raro verlas llegar hasta los seis y ocho metros de altura, con lo que aquel escollo hubiera quedado totalmente cubierto.

En tal caso, ¿podrían esos desdichados resistir el ímpetu de la resaca, que debía de ser fuertísima en aquel sitio sembrado de agudas aristas rocosas?

—Patrón —exclamó asustado Sciapal—. ¿Qué podemos hacer? ¿Trataremos de huir aprovechando las tinieblas?

—¿Y los andamaneses?

—¡Y no hay ningún escollo más alto cerca nuestro!

—¡Mira! ¡Ya se acercan los tiburones hasta la escollera! —la frente de Alí se había fruncido—. Hermosa noche nos espera, será un milagro si mañana todavía estamos con vida.

—¿Qué hacen los salvajes?

—Tratan de acercarse.

—¡Ah! Alto ahí, mis amigos, que todavía tengo armas y municiones.

Alí se había vuelto hacia la playa; los isleños que habían regresado a la selva, todavía no estaban de vuelta, pero los centinelas parecían dispuestos a intentar algo.

Uno, más alto que los demás, que debía ser algún jefe a juzgar por la cantidad de caparazones de tortuga con que se adornaba, había ya atravesado a nado dos canales, y estaba de pie sobre un pequeño escollo, sosteniendo el largo arco entre las manos, midiendo los cincuenta pasos que le separaban de la roca ocupada por Alí y el hindú.

—Medita un ataque —exclamó Sciapal.

—Sus flechas a tanta distancia no son peligrosas —dijo Alí—, tienen la punta hecha con espinas de pescado, pues estos isleños no conocen el hierro.

—Prueba de tirarles con tus pistolas, patrón. —Espera que se acerquen. Mis armas son de buen calibre, pero no tienen mucho alcance.

—Sabiéndonos armados se mostrarán más prudentes.

—No te preocupes, que va se acercarán.

El salvaje envalentonado por la falta de movimiento de los dos náufragos creyéndolos desprovistos de armas, pues era evidente que no conocía las pistolas, había descendido del escollo y atravesaba un tercer canal llevando el arco entre los dientes.

Esta vez llegó a unos treinta pasos de la roca, trepando sobre un escollo que aún no estaba cubierto por las aguas.

Allí, deseoso de mostrar su valor a los demás nativos que quedaban en la playa, tendió el arco colocando una flecha.

—Cuidado, Sciapal —dijo Alí—. Tírate al suelo-pues no tienes ropas capaces de detener un dardo.

El hindú acababa de obedecer, cuando una flecha arrojada hábilmente, pasó por el sitio que ocupaba segundos atrás cayendo al mar a unos diez metros de distancia.

—El muy bandido sabe tirar —comentó Alí. Luego amartilló una de las pistolas apuntando serenamente.

El salvaje en aquel momento se paraba en puntas de pie para juzgar el efecto de su flecha, perfilándose así sobre el rojizo horizonte. La detonación de la pistola resonó sobre las rocas y los náufragos vieron como el nativo se doblaba sobre sí mismo, dejando caer el arco. Por un instante se mantuvo de rodillas, y luego rodó, cayendo al mar.

Al mismo tiempo el sol se hundía tras la línea del horizonte y una oscuridad fulminante caía sobre la isla y el vasto golfo de Bengala.

—Buen tiro, patrón, especialmente con un arma corta.

Los salvajes restantes huían en todas direcciones, aullando como una bandada de ocas aterrorizadas.

—Me alegro de seguir siendo un buen tirador —comentó Alí—. Veremos ahora si estos salvajes se atreven a atacarnos después de haber recibido semejante lección. Las armas de fuego siempre producen buen efecto sobre los pueblos primitivos. ¿Y la marea?

—Sigue creciendo.

Alí miró en derredor. El agua ya había cubierto tres cuartas partes del escollo y la espuma de las ondas producidas por la resaca, se hacían sentir violentamente, comenzando a salpicar la pequeña plataforma, El mismo Pandú se mostraba inquieto y ladraba incesantemente, mostrando los dientes.

—¿Qué dices, patrón? —preguntó Sciapal.

Alí Middel sacudió la cabeza sin pronunciar palabra.

Durante varios minutos permaneció inmóvil, mirando las olas que llegaban de alta mar, y luego contestó:

—Veo algunas algas secas en torno nuestro… Vamos a encender fuego para poder tener algo de luz.

Sciapal se apresuró a obedecerle y el capitán de la Djumna se dirigió hacia el borde de la roca que miraba a la orilla.

La playa estaba desierta. ¿Sería posible que los nativos tras la muerte del jefe hubieran renunciado a la idea de atacar a los dos náufragos, o tal vez se preparaban silenciosamente para agredirlos desde el mar?

Sciapal acababa de recoger todas las algas que el ardiente calor solar había resecado durante el día. Alí utilizó su yesca para encender una pequeña hoguera, y luego vació los bolsillos repletos de mangos.

Ningún sonido llegaba desde la vecina playa, y estando la luna cubierta por las nubes, no era posible distinguir nada en derredor.

De cualquier manera era difícil que algún peligro los amenazara por el momento, pues Pandú hubiera dado señales de alarma.

Alí y Sciapal, sentados junto al fuego que se consumía rápidamente esperaron sin hablar. De tanto en tanto se incorporaban para lanzar una mirada hacia la costa.

Habían transcurrido algunas horas, cuando una ola golpeó el borde de la plataforma y apagó la hoguera. De un salto se incorporaron, sacudiéndose la espuma que les había empapado.

—He aquí la marea que nos cae encima —dijo Alí—. Dentro de poco estaremos en el agua.

—Capitán —exclamó el hindú—, abandonemos el escollo…

—¿Y adónde quieres ir?

—De aquí a la playa no hay más de cuatrocientos metros, las mismas olas se encargarán de llevarnos.

—¿Y si la costa estuviera custodiada? ¿Quién nos asegura que los nativos han abandonado sus proyectos?

—Ya habrían venido con alguna balsa, y en cambio no alcanzo a ver ninguno.

—¿Y los tiburones?

—Esperemos no encontrarlos.

Alí miró en torno a la plataforma; las olas la golpeaban vigorosamente, barriéndola. Sin un buen punto de apoyo pronto les resultaría imposible resistir.

Tal vez era mejor tentar la suerte, antes que los mismos andamaneses llegaran a agravar la situación que de por sí era crítica.

—Tienes razón, Sciapal, vamos al agua… Espera que ate las pistolas y la pólvora sobre mi cabeza para que no se mojen.

En aquel momento oyeron a Pandú ladrar lúgubremente, con la cabeza vuelta hacia la costa.

—El perro señala algún peligro —dijo Alí estremeciéndose.

—¿Estarán por atacarnos los salvajes?

El capitán del Djumna miró el espacio comprendido entre la playa y el escollo, y le pareció ver una gran sombra que flotaba sobre las crestas de las olas.

—¿Será una balsa? —se preguntó.

Atándose rápidamente las pistolas y las bolsas que contenían municiones y pólvora, sobre la cabeza, y protegiéndolas con su amplio sombrero, ordenó:

—¡Al agua!

CAPÍTULO XXI. LA PERSECUCIÓN

Momentos más tarde, el capitán, Sciapal y Pandú nadaban entre las olas.

Si bien los dos primeros no eran muy buenos nadadores, un trayecto de cuatrocientos o quinientos metros no podía atemorizarlos.

Para conservar las fuerzas se dejaban llevar por las olas, limitándose a mantenerse a flote, seguros de llegar tarde o temprano a la costa.

Pandú, que era un nadador infatigable, pudiendo competir ventajosamente con los famosos perros de Terranova, se mantenía cerca del patrón que estando totalmente vestido se fatigaba más que el hindú, semidesnudo y descalzo.

Cuando lo oía resoplar, o veía llegar las olas, el inteligente animal lo tomaba por el cuello de la chaqueta ayudándolo a flotar mejor.

Habían ya avanzado algunos centenares de metros, cuando advirtieron repentinamente que la playa se hallaba a pocas brazadas.

—Sciapal —dijo Alí con voz afanosa—. Apenas rompa la ola, párate y escapa, si no quieres ser arrastrado nuevamente al mar.

—Sí, patrón.

La onda de la pleamar, altísima, les llevaba sobre la cresta coronada de espuma. Alí se dejó transportar, y luego, sintiendo bajo sus pies la arena de la playa, se incorporó vivamente, corriendo para no ser arrastrado.

Cuando se encontró seguro, miró en derredor, y aterrorizado no vio ni a Sciapal ni a Pandú.

—¿La pleamar los habrá arrastrado? O se habrán estrellado contra alguna roca —se preguntó angustiado.

Volviendo hacia la playa la recorrió, con la esperanza de encontrar por lo menos sus cadáveres, pero sólo vio restos de algas.

Ya abría la boca para llamarlos, cuando recordó que los andamaneses podían estar cerca. En aquel momento le pareció oír entre las rompientes, un ladrido.

—¡Es Pandú! No ha abandonado a Sciapal, y tratará de conducirlo sano y salvo a la playa.

Desanudando la faja de lana, miró si las pistolas estaban secas y satisfecho por su examen, las empuñó, encaminándose hacia el sur.

Siguiendo la playa, se alejó del sitio ocupado durante el día por los salvajes, preguntándose por qué había escuchado el ladrido desde esa dirección.

Tal vez en aquel sitio existía una corriente que, había arrastrado a su camarada y al perro.

Tras algunos minutos escuchó un nuevo ladrido, y luego un tercero. No cabía la menor duda: el perro y el hindú trataban de llegar a tierra más al sur, para evitar que las olas les estrellaran contra los escollos que en aquel sitio eran más numerosos.

Alí se echó a correr velozmente acercándose a las rompientes cada vez que la resaca se lo permitía.

Los ladridos continuaban oyéndose, cada vez más débiles, pero no la voz de Sciapal. Era evidente que el perro estaba fatigado; Alí estaba seguro que Pandú trataba de salvar al marinero, pues de haber estado solo, el perro ya habría llegado a la costa.

Ya había recorrido casi un kilómetro cuando oyó desde las dunas un nuevo ladrido, pero esta vez más fuerte.

—¡Pandú ya está en tierra! —exclamó el capitán con viva emoción—. Esperemos que no haya llegado solo.

La playa en aquel sitio tenía una inclinación menos pronunciada, y las olas rompían tranquilamente, sin violencia. El fondo no debía tener escollos ni rocas, por lo que evidentemente era más fácil subir a tierra.

En pocos minutos Alí estuvo atrás de la duna. No se había engañado. Allí estaba Pandú, arrastrando sobre la arena un cuerpo humano que parecía privado de vida.

Viendo al patrón, el valiente animal lanzó un gemido lamentable y saltó en derredor suyo.

—Sí, estoy listo para ayudarte —le dijo Alí acariciándolo—. Veamos si el pobre Sciapal sigue con vida.

El hindú yacía totalmente inerte, lleno de algas que la resaca había arrojado a tierra. Alí lo alzó en sus brazos y lo llevó a una segunda duna totalmente seca.

Apoyando una mano sobre el corazón del hindú, prestó atención. Latía.

—Está simplemente desvanecido —murmuró—. Los hindúes tienen la piel dura; hubiera lamentado perder tan valiente compañero.

En aquel momento sintió bajo su diestra un líquido viscoso y tibio. La retiró y vio que era sangre.

Recién entonces, advirtió que la herida de la frente del hindú se había vuelto a abrir.

Rápidamente se desgarró la camisa improvisando una venda, y luego volvió a cargar a su compañero, introduciéndose con él en la floresta y depositándolo junto a un bananero, cuyo espeso follaje bastaba para ocultarlos.

De inmediato comenzó a frotarlo enérgicamente, hasta que un sonoro estornudo le advirtió que Sciapal estaba por volver en sí.

Un momento después el hindú abrió los ojos fijándolos en Alí.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿En el fondo del mar?

—Agradece a Pandú que te salvó la vida —contestó el capitán.

—¡Pandú! —exclamó Sciapal, acariciando al perro que saltaba en torno suyo, sacudiendo alegremente la cola—. ¡Ah sí, ya recuerdo! Sin él nunca hubiera llegado a tierra. ¿Y los andamaneses?

—No he sabido nada de ellos —exclamó Alí.

—¿No nos vieron llegar a tierra?

—No lo creo.

—Tal vez estaban todos sobre la balsa que vimos …

—Puede ser. Pero no podemos estar muy tranquilos…

Mira a Pandú.

El perro desde hacía algunos instantes se mostraba inquieto. Con las orejas paradas escuchaba. El capitán de la Djumna que conocía el valor de su perro había empuñado las pistolas.

—¿No nos querrán dejar en paz estos bribones?

Haciendo señas a Sciapal para que permaneciera inmóvil se encaminó hacia la playa manteniéndose al amparo de las sombras proyectadas por la floresta.

Instintivamente sabía que el peligro no había cesado.

Además la actitud de Pandú lo confirmaba.

El perro, animal prudente, no ladraba, pero se detenía frecuentemente y miraba a su amo.

Habían avanzado una docena de metros, cuando les pareció advertir que una sombra humana que corría por el borde de la floresta se refugiaba entre los árboles.

El capitán era muy valeroso, y además se sentía en buena compañía junto a Pandú. Habiendo advertido la planta tras cuyo tronco estaba oculto el isleño, se acercó silenciosamente seguido de su perro.

Girando en torno al árbol, buscó a su enemigo, sin hallarlo. Probablemente el salvaje, viéndose buscado, había aprovechado la oscuridad para alejarse.

El capitán, no confiando en aquella espesura, donde resultaba fácil tender una emboscada, estaba por regresar a la playa, cuando escuchó un silbido. Tuvo apenas tiempo de saltar hacia atrás, cuando una corta lanza se clavó sobre el tronco, a pocos centímetros de su cabeza.

Si hubiera tardado una fracción de segundo más, habría recibido el arma en pleno cuello.

Pandú, antes que Alí pudiera retenerlo, saltó hacia la maleza.

Inmediatamente se escuchó un grito agudísimo, que repercutió en la noche, seguido de un gruñido furioso, acompañado del desagradable sonido de huesos rotos.

—¡Aquí, Pandú! —ordenó Alí.

A los gritos del salvaje, que debía yacer con la garganta destrozada, respondió una algarabía ensordecedora.

Los andamaneses, que tal vez habían advertido la fuga de los dos náufragos acudían vociferando.

El capitán se precipitó hacia el bananero donde se había refugiado Sciapal.

—¡Rápido, huyamos!

De inmediato, sin preocuparse por el perro, se introdujeron en la oscura selva, corriendo enloquecidos, sin saber hacia dónde dirigirse.

Afortunadamente para ellos, aquella parte de la inmensa floresta no era tan espesa como para impedirles el paso. Estaba formada por árboles bajos, y en pocos minutos pudieron recorrer un espacio más que suficiente para ponerse a salvo de cualquier ataque imprevisto.

Cuando resolvieron detenerse, para recuperar el aliento, no se oía nada.

Alí miró en derredor. Se habían detenido en medio de un macizo arbolado, con plantas bajas, cubiertas de humedad, y parecían momentáneamente seguros.

—Esperemos aquí —dijo Alí—. Estoy agotado y parece que los salvajes ya no nos siguen.

—Además no debemos alejarnos mucho de Pandú —respondió Sciapal—. Es un perro demasiado precioso para perderlo.

—No me inquieto por él. Tarde o temprano nos encontrará.

—¿Cómo es posible que tarde tanto?

—Tal vez, habrá querido rematar al indígena que me atacó.

—Estos bribones son muy astutos, patrón. Creímos que todavía estaban en la escollera, y ya se habían puesto a buscarnos entre los árboles. ¿Qué querrán hacernos?

—Algún motivo serio tendrán para perseguirnos tan encarnizadamente. Necesitarán esclavos… o carne humana.

—Me haces estremecer, patrón. —¡Calla! ¿Oyes ese ruido?

—¿Todavía los salvajes?

—¡No! Escucha…

Comenzaba a amanecer, y ya se distinguían los troncos de los árboles; en medio de un grupo de tamarindos colosales, había resonado un imprevisto clamor, acompañado de mugidos roncos y aullidos estridentes.

Alí y Sciapal se miraron con ansiedad.

—Son fieras luchando —dijo el Capitán.

—Yo ya he escuchado en otras oportunidades esos mugidos —contestó el marinero— sólo un rinoceronte puede producirlos.

—Muy mal vecino, mi querido amigo.

—Y los aullidos —continuó el hindú.

—No creo que sean tigres.

—No, son panteras.

—Tan peligrosas como un tigre.

Alí, impulsado por una irresistible curiosidad, abandonó su precario refugio, pese a los consejos de Sciapal, que temía la embestida del monstruo.

Sin embargo la vegetación era tan espesa, que nada alcanzaba a distinguirse. Era evidente que bajo los tamarindos se llevaba a cabo un terrible combate. Las copas se agitaban, como si una masa voluminosa golpeara los troncos y un ruido cada vez mayor resonaba en esa dirección.

—Deja que el rinoceronte se las arregle solo, y busquemos el abrigo de un árbol —aconsejó Sciapal, tomando de un brazo al capitán—. ¿De qué servirán tus pistolas contra ese coloso acorazado?

—Tienes razón, Sciapal, no conviene irritar a un bruto tan poderoso.

Regresaron al refugio y en ese momento se escuchó un galope desenfrenado N pesadísimo. Parecía que una locomotora corría a todo vapor por la espesura.

Los árboles se plegaban, caían al suelo, desgajados por una fuerza irresistible y por todas partes llovían ramas y frutas.

Instantes después vieron aparecer a un monstruoso rinoceronte totalmente cubierto de fango, que llevaba sobre el lomo a dos espléndidos felinos de piel moteada.

Las fieras, posiblemente hambrientas habían atacado al coloso, y lo mordían furiosamente tratando, sin conseguirlo, de desgarrar su rugosa piel, que desvía las balas de las mejores carabinas.

Las orejas del rinoceronte estaban destrozadas, y el largo labio superior había sido mutilado por los agudos dientes de las panteras que le habían vaciado los ojo.

El pobre animal, impotente para desembarazarse de sus adversarios, enloquecido de dolor, corría a ciegas, chocando contra los troncos de los árboles y lanzando mugidos espantosos.

De pronto, al llegar a un pequeño claro, se dejó caer sobre sí mismo, revolcándose sobre la tierra.

Una de las panteras, con un fulminante salto se apartó a tiempo, pero la otra, que tal vez había clavado demasiado sus garras en la gruesa piel, quedó bajo aquella pesadísima masa.

El rinoceronte pese a estar ciego, se incorporó rápidamente lanzando un estridente grito de victoria, y luego, sintiendo entre las patas el cuerpo aplastado de la pantera, lo embistió con su cuerno, destrozándolo y estrellándolo contra los árboles.

Empero, su victoria le había resultado muy cara. Tenía el dorso desgarrado y en más de un sitio se veía la carne viva. Una lluvia de sangre lo inundaba formando bajo sus patas un verdadero lago.

—Está en muy malas condiciones —dijo Alí que se mantenía oculto tras el tronco de un árbol—. No podrían ni siquiera curarlo en un hospital, si es que los rinocerontes lo tuvieran. ¿Qué te parece, Sciapal?

—Que este energúmeno no tiene más de diez minutos de vida.

—La carne de rinoceronte es comestible, ¿verdad?

—Sí, sobre todo cuando son gordos.

—Un asado no nos vendría mal —dijo el capitán—, dejémosle exhalar el último suspiro.

A breve distancia resonó un alegre ladrido. Los dos hombres se volvieron. Era Pandú, que llegaba a la carrera con las fauces tintas en sangre.

—¡Ah! ¡Valiente animal! —exclamó Sciapal—. ¡Cuánto le deberemos si llegamos a escapar de esta maldita isla!

Temerario como siempre, el perro saltó hacia el rinoceronte, mordiéndole las patas posteriores. Evidentemente creía que estaba a punto de cargar contra su amo, y trataba de distraerlo.

El pobre coloso tenía otras cosas en qué pensar. Respirando dificultosamente con la cabeza apoyada contra el suelo, vomitaba sangre y un temblor continuo le recorría el cuerpo; ni siquiera los mordiscos del perro podrían ya hacerlo reaccionar.

—Aquí, Pandú —ordenó Alí—. Déjalo morir en paz.

Acababa de apartarse el perro, cuando un ronco susurro escapó de la garganta del rinoceronte, que tras alzar un momento la cabeza, como si tratara de aspirar una última bocanada de aire, se dejó caer pesadamente.

—¡Ya es nuestro! —exclamó Sciapal aferrando el hacha.

—Cuidado —dijo Alí deteniéndolo—. No olvidemos la otra pantera.

—Viéndonos no se atreverá a aparecer, capitán. Difícilmente atacan al hombre en lugar descubierto. Tan sólo lo hacen a traición, en los macizos vegetales donde les es posible ocultarse.

—Entonces vamos, puesto que en caso de necesidad mis pistolas son de buen calibre.

Aquel rinoceronte era el más grande que viera Alí hasta ese momento. Tenía casi la estatura de un elefante mediano, pese a que sus patas son mucho más cortas que las de los paquidermos.

Como se sabe, estos animales se cuentan entre los más violentos y brutales de cuantos existen sobre la tierra; su piel es tan gruesa que puede compararse a una verdadera coraza, penetrable tan sólo por el fuego de las armas más modernas.

—¡Qué pedazo de animal! —dijo Alí—. Tendrás bastante trabajo para despedazarlo.

—Cortaré las patas, patrón —repuso el marinero—. Allí, la coraza es menos gruesa.

Tras siete u ocho golpes bien dados con el hacha, el hindú consiguió cortar un trozo de carne de varios kilogramos que podía durar un par de días.

—Ahora encendamos el fuego —dijo el capitán—. Tengo más hambre que las dos panteras juntas.

—¿Y los salvajes?

—Supongo que habrán perdido nuestras huellas.

Mientras Pandú esté tranquilo, podemos comer sin preocuparnos.

Ayudado por el hindú, clavó en el suelo dos ramas cruzadas, y con una tercera colgó la carne a buena altura de la hoguera que encendieron debajo.

Entre tanto Pandú merodeaba vigilando que nadie se acercase. Al verlo tan tranquilo los dos náufragos comprendieron que por el momento estaban a salvo de todo ataque enemigo.

Cuando creyeron que la carne estaba suficientemente asada, la sacaron del fuego, colocándola sobre una hoja de banana que servía a un tiempo de plato y de mantel, y comenzaron a devorar con envidiable apetito, sin olvidar al valiente Pandú.

Acababan de comer, cuando oyeron un rugido cercano.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alí sin levantarse y conteniendo a Pandú que pugnaba por saltar a la espesura.

—Es la pantera que reclama su parte, señor —respondió Sciapal—, después de todo tiene derecho… Le hemos quitado la comida de la boca.

—Entonces alimentémosla.

—Quería proponértelo, patrón, ya sabes que cuando estas fieras se han saciado dejan en paz a los hombres.

—Y nosotros necesitamos descansar…

Tomando el hacha, Alí cortó un enorme pedazo de carne y la arrojó diestramente hacia el macizo de vegetación donde se ocultaba la fiera.

—Toma y vete.

La pantera se arrojó sobre la carne con la velocidad de un relámpago, la tomó y en una fracción de segundo desapareció entre las plantas.

—Y ahora, mi querido Sciapal —dijo el capitán de la Djumna—. Ya que me parece que no nos amenaza ningún peligro, aprovechemos para descansar en forma. Pandú montará guardia y ya sabes que podemos confiar en él.

CAPÍTULO XXII. LA RETIRADA DE LOS SALVAJES

Apenas encontraron un árbol suficientemente frondoso, cuyas ramas se curvaban hacia tierna hasta extenderse casi horizontalmente, a bastante distancia del sitio donde yacía el rinoceronte, Alí y Sciapal improvisaron un cómodo y fresco lecho con hojas de bananero, y confiando en la vigilancia del perro se quedaron profundamente dormidos.

Sin embargo parecía que la mala suerte los perseguía.

Acababan de cerrar los ojos cuando fueron despertados primero, por los furibundos ladridos de Pandú y, después, por un concierto espantoso capaz de ensordecer a la persona de tímpanos más sólidos.

—Al infierno con los perturbadores —gritó Alí de mal humor ¿Será posible que no nos dejen descansar un solo minuto en esta maldita isla?

—Son chacales, que corren de todas partes para darse un festín con el pobre rinoceronte —contestó Sciapal—. Es preferible que sean ellos y no los nativos, patrón.

—Pero no nos dejarán dormir.

—No te preocupes; terminarán muy pronto… Deben de ser por lo menos dos o tres centenares, y tienen buenos dientes. En una hora una de estas manadas devora los restos del elefante más grande que imaginarse pueda. Tápate los oídos, patrón, y trata de no escuchar.

—¡No escuchar! Hasta un sordo despertaría con estos diabólicos aullidos.

Durante una hora larga debieron soportar aquella tortura, y cuando por fin cesaron los aullidos, pudieron cerrar los ojos.

Treinta minutos más tarde, nuevos ladridos de Pandú.

Alí se incorporó, furioso.

—¿Más chacales? —preguntó.

—No. patrón —contestó el hindú—. No oigo nada…

—Y sin embargo, Pandú no ladra sin motivo Sciapal aferró el hacha y miró en derredor con ojos atemorizados.

—¿Será la pantera que regresa? —Tal vez, aún tiene apetito.

—¡Sciapal! —en la voz de Alí había una nota de alarma—. ¿Y si fueran los salvajes que regresan?

—Patrón, mejor nos marchamos ahora… Ya no podría dormir.

—Confieso que yo tampoco tengo valor para seguir durmiendo. ¿Sabes por qué temo que se trate efectivamente de hombres y no de animales?

—¿Porque Pandú dejó repentinamente de ladrar, verdad patrón?

Efectivamente. Pandú que se había alejado del árbol, regresaba con las orejas y la cola bajas.

Dos hombres, casi desnudos, tan delgados que se contaban sin ninguna dificultad sus costillas, armado uno con una corta lanza, y el otro con un enorme arco, avanzaban cautelosamente.

—¡Son los salvajes! —susurró el capitán que jugueteaba con el gatillo dé las pistolas—. Comienzo a estar hasta la coronilla de estos malditos. ¿Qué diablos quieren con nosotros que no les hemos molestado en lo más mínimo?

Los dos salvajes parecían seguir una pista. Se les vio detenerse junto al fuego que los náufragos encendieran algunas horas antes, y tras revisar las cenizas se encaminaron hacia el esqueleto del rinoceronte cuidadosamente pulido por los dientes de los chacales.

—Si estuviera seguro que son ellos solos, no perdería tiempo y los mataría a tiros, pero tras ellos pueden estar los demás.

—No intentes nada, patrón…

Pandú, como si hubiera comprendido que la salvación de su amo dependía del silencio, se mantenía inmóvil y casi no respiraba.

Sin embargo los ojos del fiel perro seguían los movimientos de los salvajes y sus músculos estaban tensos, demostrando que al primer indicio de peligro saltaría sobre ellos.

Los dos isleños dieron varias vueltas en torno al esqueleto del rinoceronte, preguntándose probablemente quién había podido abatir a un animal tan gigantesco, contra el que se destrozaban las puntas de sus lanzas y sus flechas. Luego se los vio partir nuevamente introduciéndose en la maleza en dirección al sur.

Alí viéndolos desaparecer bajo los árboles lanzó un suspiro de alivio:

—Mientras sigan en esa dirección estamos a salvo…

Ellos se internarán en el bosque y nosotros iremos por la playa en dirección opuesta.

—Sí, patrón.

—Ahora esperemos que pasen también los demás.

Un cuarto de hora más tarde apareció el resto de la tribu. Sabiendo que adelante marchaban los dos exploradores avanzaban sin tomar mayores precauciones, siguiendo el mismo camino.

Cuatro, escogidos entre los más robustos, llevaban en alto un largo paquete, estrechamente atado con lianas y envuelto en hojas de banana que recordaba la forma de un cuerpo humano.

—¿Qué llevarán allí dentro, patrón?

—Apostaría que se trata del jefe que maté —contestó Alí—. No han querido abandonarlo a los tiburones y lo colgarán de algún árbol cerca de la aldea. Buen viaje, bribones, os auguro que encontréis a todas las serpientes, tigres y panteras que infestan vuestra isla.

Los salvajes, que caminaban con paso vivo, habían ya desaparecido entre la espesura.

—¿Crees ahora que podremos dormir. Sciapal?

—Me parece que estamos a tiempo.

—Entonces acuéstate, que cuando despertemos, volveremos hacia la costa. Es en el mar donde podemos esperar la salvación.

Volvieron a acostarse con la certeza de no ser molestados, y no volvieron a despertarse hasta la tarde.

—A la costa, que durante el viaje nos procuraremos la cena —ordenó Alí.

—¡Escucha! La cena viene hacia nosotros…

Efectivamente desde la derecha llegaban estridentes gritos.

—Deben ser pavos reales —continuó Sciapal.

—Un asado que merece el gasto de una bala…

Sosteniendo al perro para impedirle que espantara a aquellas hermosas aves, que viven en grandes bandadas entre las espesas selvas de la India, así como en todas las islas del Golfo de Bengala, se adelantaron con infinitas precauciones.

A medida que avanzaban en aquella dirección, los gritos se hacían más y más estridentes. Era evidente que se habían reunido varios centenares de aves en algún claro del bosque.

Una vez que pasaron la muralla de vegetación, el anglo-hindú y el malabarés descubrieron en un claro, reunidos en pequeños grupos, a más de cuatrocientos pavos reales.

Alí, sabiendo que esas aves si bien tienen bastante mal oído, gozan de una vista extraordinaria, ordenó a Sciapal detenerse con el perro, y él siguió adelantándose entre los macizos de mindos.

Cuando llegó a buena distancia, descargó las dos pistolas en medio de la bandada. Dos aves cayeron, mientras que las otras, aterrorizadas por las detonaciones huyeron rápidamente, desapareciendo en medio de los árboles.

Estaba ya el capitán de la Djumna por largarse adelante, cuando oyó un ruido ensordecedor, espantoso. Parecía que a través del bosque avanzaba un huracán; los macizos caían al suelo, los árboles jóvenes se desplomaban despedazados; la tierra temblaba como si se acercara al galope un regimiento de caballería.

Pandú se lanzó en medio de la selva ladrando con furor, mientras Sciapal aullaba.

—Ponte a salvo, patrón. ¡Están por despedazarnos!

Pese a que Alí ignoraba qué peligro les amenazaba, al oír los gritos del marinero abandonó las presas y de un salto llegó al pie de un árbol alto y esbelto.

Alí se abrazó al tronco y comenzó a trepar con la agilidad de un mono, seguido por Sciapal. Pese a que la planta tenía más de quince metros de altura en diez segundos se encontraron en la copa, en medio de grandes hojas anchas como parasoles y dispuestas horizontalmente.

Casi al mismo tiempo irrumpía con la furia de un huracán, destruyendo todo a su paso y con ruido atronador, una enorme cantidad de animales de gran talla.

Eran varios centenares de jungli-kudgia, o bhainsa, búfalos de la jungla animales terribles frente a los cuales retrocede el mismo tigre, pues cuando se lanzan contra un enemigo no los detiene ni una descarga de artillería.

Estos búfalos que viven en estado salvaje en medio de la jungla, se parecen más a los bisontes americanos, que a los bueyes comunes.

Son de formas macizas, de un metro ochenta de alto por tres de largo, sin contar la cola; tienen el cuello grueso y corto, una giba muy pronunciada que se extiende hasta la mitad del cuerpo y una cabeza corta y cuadrada coronada de cerdas largas y rojizas, y armada de cuernos formidables, curvos y afiladísimos.

Empero tienen un defecto: son terriblemente miopes, y deben guiarse por el instinto más que por la vista.

Aterrorizados por las detonaciones, creyéndose atacados, se habían lanzado adelante con un ímpetu irresistible, arrasando con todo cuanto les cerraba el paso.

Desde su árbol, Alí y Sciapal les vieron detenerse bruscamente, y retroceder olfateando el aire. Parecía que su cólera había desaparecido, y comenzaron a girar pacíficamente en torno al árbol, mirando con sospecha a aquellos dos extraños seres.

—Estamos prisioneros —dijo Ah.

—Tal vez por mucho tiempo, patrón —contestó Sciapal—. Conozco la paciencia de estos bhainsa.

—¿Crees que piensan asediarnos?

—Sí.

—¡Demonios! Y no tenemos nada que comer, y menos aún de beber. ¿Si tratara de espantarlos con un pistoletazo?

—No lo hagas, patrón. Si montan en cólera son capaces de derribar el árbol.

—Me parece sólido. Sciapal.

—Dejémoslos tranquilos, patrón.

—Pero si el asedio se prolonga, sufriremos sed.

—No, patrón. —Sciapal estaba observando el árbol—. Hemos tenido la suerte de trepar a un vegetal precioso, que nos dará de comer y beber… ¡Ahora te haré probar un buen vaso de vino!

CAPÍTULO XXIII. EL ATAQUE DE LOS BÚFALOS

Aquella promesa que parecía extraordinaria, inverosímil, en ese momento, sobre la copa de un árbol, había sido formulada con toda seriedad y el hindú no tardaría en cumplirla.

Aquel árbol era un borasso, planta muy común en aquellos climas, y que tiene variadas utilidades a cual más extraña.

Como hemos dicho tenía unos quince metros de altura, tronco esbelto, grandes hojas de un metro y medio de largo, y estaba cargado de frutos grandes como melones, de corteza amarilla.

El malabarés sacó su cuchillo de marinero, separó, y cortó un trozo de hoja formando una especie de copa, luego tomó una de las ramas más jóvenes, con flores, y las colocó encima de aquel extraño recipiente, manteniéndolo en su lugar con algunas fibras del mismo vegetal. Luego repitió la operación con otras ramas.

Poco a poco Alí, que seguía vivamente interesado los movimientos de su camarada, curioso por saber de dónde saldría el vino ofrecido, vio que en las improvisadas copas caían gotas de un líquido que tenía un olor ligeramente alcohólico.

—Bebe, capitán —dijo el marinero cuando uno de los recipientes estuvo lleno.

Alí probó el líquido, y luego bebió ávidamente. Era dulzón, ligeramente picante, y tenía gusto a vino.

—¡Es verdad, excelente! He bebido algo semejante, hecho con extractos vegetales, el toddy.

—Sí, pero esto es más agradable, patrón, parece vino.

—¿No corremos riesgos de embriagarnos y caer de las ramas?

—Si lo dejáramos fermentar sí, pero no le daremos tiempo. De este líquido se puede extraer un excelente tipo de azúcar; pero para eso se necesita un recipiente especial para impedir que se eche a perder.

—Pero tú me has dicho que también nos proveerla con comida…

—Es cierto, patrón, espera un momento.

Sacando nuevamente el cuchillo, abrió de un golpe una de aquellas frutas, extrayendo del interior dos esferas grandes como huevos de oca y muy blancas.

—Cómelo, patrón.

Alí comenzó a mordisquear una y la encontró buenísima.

—Este es un árbol providencial… Tiene gusto a almendra… Por dos o tres días podemos quedarnos, sin correr peligro de morir de hambre.

Sin preocuparse ya, por la presencia de los búfalos, comieron y bebieron.

Por bu parte los grandes cuadrúpedos rumiaban tranquilamente moviéndose en torno al borasso, pero sin perder de vista a los prisioneros. De tanto en tanto, aquella calma se interrumpía y algunos de los búfalos arremetían contra el tronco, golpeando con sus robustos cuernos, como si quisieran asegurarse de su resistencia.

Repentinamente la escena cambió con la aparición de Pandú.

El inteligente animal, que hasta aquel momento se había mantenido oculto en medio de los árboles, viendo que la prisión de su amo se prolongaba mucho, salió bruscamente, de su escondrijo y saltó sobre el búfalo más cercano, prendiéndosele de una oreja.

El enorme rumiante, sintiendo desgarrar aquella delicada parte de su anatomía, pareció enloquecer. Comenzó a girar sobre sí mismo, saltó y mugió furiosamente, pero el valiente perro, pese a que era sacudido en todas direcciones, no soltaba su presa, animado por los gritos de Alí y Sciapal.

Los demás búfalos, viendo a su compañero en peligro, galoparon hacia él, agachando las formidables cabezas.

Pandú, comprendió que estaba a punto de ser destripado, abandonó el adversario, pero no dejó el campo. Escapando a la desordenada carga de sus enemigos con sorprendente agilidad, saltó ora sobre uno ora sobre el otro, mordiéndole los garrones, las orejas y la cola, sin dejarse atrapar.

—¡Bravo, Pandú! —gritaba Alí—. ¡Muerde bien!

—¡Desgárrale las orejas! —aullaba Sciapal.

Los búfalos enfurecidos por aquel terrible asalto, sin poderse desprender, galopaban enloquecidos, destrozando los arbustos, pisoteando las altas hierbas, y descargando cornadas en todas direcciones.

Ali, temiendo por su valeroso perro, creyó llegado el momento de hacer uso de sus armas. Armó las pistolas y disparó sobre un viejo macho, que pasaba por debajo del árbol.

Herido por las dos balas, pero no mortalmente, pues la piel de búfalo es muy dura, el bhainsa se encabritó como un caballo espoleado por los ijares, y luego comprendiendo que aquellos proyectiles provenían de los dos hombres sitiados en el árbol, cargó contra el tronco.

El golpe de aquella masa de huesos y músculos fue tan violento que el árbol osciló peligrosamente.

Sciapal había tenido tiempo de aferrarse a las grandes hojas, pero Alí, que conservaba las pistolas en la mano, perdió bruscamente el equilibrio y cayó al suelo.

El desdichado lanzó un terrible alarido, creyendo que se estrellaría, pero la sacudida lo lanzó más lejos, en medio de unas matas muy tupidas.

Aquel salto mortal, que debía resultarle fatal desde esa altura, fue afortunadamente amortiguado por las ramas y hojas. Pero desgraciadamente estaban los búfalos.

Viendo aquel cuerpo que se precipitaba a tierra, quince o veinte galoparon hacia él bajando la cabeza. Alí, si bien atontado por aquella repentina caída, saltó sobre sus pies.

Al ver que aquella avalancha de cuerpos enormes se precipitaba sobre él, echó a correr a través de los árboles, pero le era imposible mantenerse a distancia de unos animales que corrían como caballos.

En un instante el más ágil lo alcanzó, arrojándolo por el aire con gran violencia.

Sciapal, pálido, aterrorizado e impotente para hacer nada, vio al capitán girar por los aires y luego caer entre la bifurcación de la copa de un enorme árbol quedando, así, aprisionado entre hojas y ramas.

—Patrón —aulló inclinándose hacia delante—. ¿Estás herido?

Alí no dio ninguna señal de vida. Colgado entre las ramas de aquel árbol, que le impedían caer a tierra, yacía inerte con los brazos balanceándose.

Bajo él, los búfalos saltaban como endemoniados tratando de alcanzar la rama, pero sin poder hacerlo mientras los demás azuzados incesantemente por el valeroso perro, seguían corriendo.

Pareció finalmente que tenían suficientes mordiscos, y agotados por aquel adversario infatigable, y tan ágil que escapaba a sus cuernos sin ninguna dificultad, comenzaron a desbandarse galopando hacia el interior del bosque. Algunos continuaren persiguiendo a Pandú, pero viendo que los demás se alejaban, no tardaron en seguirlos.

Cuando el ruido provocado por aquella avalancha de cuerpos enormes se perdió en lontananza, Sciapal, que parecía enloquecido por el dolor, se dejó caer a tierra y corrió hasta el árbol en cuyas ramas yacía Alí.

—¡Patrón, han escapado! ¡Baja que ya no corremos peligro!… —Pero se interrumpió repentinamente, lanzando un grito de horror: una gota de sangre tibia había caído sobre su rostro.

—¡Gran Siva! ¡Lo han matado!

Colgándose con agilidad simiesca llegó junto a su amo.

Alí, pálido como un muerto, con los ojos semicerrados, pendía inerte. Su chaqueta de tela blanca estaba manchada de sangre, que salía de un orificio perfectamente circular producido indudablemente por los cuernos del búfalo.

El malabarés apoyó una mano sobre el pecho de Alí, y danzó un suspiro de alivio al advertir que el corazón continuaba latiendo.

—Esperemos —murmuró—. El patrón es robusto.

Sciapal era delgado como todos los hindúes, pero poseía músculos de hierro. Tomando a Alí entre sus robustos brazos, lo liberó de las ramas que lo aprisionaban, y con todo cuidado bajó a tierra acostándolo sobre la hierba.

Con todo cuidado le sacó la chaqueta y la malla azul, y examinó la herida. El desdichado había recibido una cornada por debajo de la sexta costilla, y la aguda arma del búfalo parecía haber penetrado varios centímetros, aunque sin interesar seriamente ningún órgano, según creyó comprobar Sciapal, que como todos sus compatriotas tenía cierto conocimiento sobre las heridas y las formas de curarlas.

La séptima costilla estaba brutalmente destrozada, y Alí se había desvanecido por el dolor, que era indudablemente tremendo.

—La curación será larga, pero el patrón no correrá peligro alguno… —se dijo el marinero—. Temía algo peor.

Habiendo advertido que a breve distancia de allí había un estanque, desgarró un trozo de la dubgah y fue a empaparlo en agua, lavando cuidadosamente la herida y uniendo como mejor pudo la costilla rota.

Hecho esto, vendó estrechamente el pecho para detener la hemorragia que podía producir gravísimas consecuencias.

—Ahora, fabriquemos un refugio —dijo—. El transporte a la costa es absolutamente imposible sin unas angarillas.

En ese momento Alí abrió los ojos y lanzó un gemido.

—Scia… pal …

—Aquí estoy, patrón.

—¿Qué ha ocurrido? Siento un agudo… dolor…

—Has recibido una cornada de un búfalo.

—¡El búfalo! ¡Ah… ya lo recuerdo! ¿Se fueron?

—Sí, patrón. Pandú les ha obligado a volver a la costa.

—¡Pandú! ¿Aún vive? ¡Déjame verlo!

—El valiente animal estará ocupado persiguiendo a los búfalos para impedirles que regresen.

—¡Valeroso Pandú! ¿Estoy gravemente herido?

—Tienes una costilla destrozada y una herida profunda, pero curarás.

—No podré moverme por mucho tiempo.

—¿No estoy yo contigo?

—Pero tú solo no puedes transportarme a la costa.

—Permaneceré aquí, patrón. Construiré un refugio que nos defienda de los animales y la intemperie, y cazaré con tus armas ayudado por Pandú. Dentro de un mes o cuarenta días podremos ponernos en marcha.

—¡Un mes inmóviles! ¡No podía tocarnos una desgracia mayor!

—Consuélate de estar vivo todavía.

—¡Es cierto!

—Basta. Apoya la cabeza sobre estas hojas y descansa tranquilo. Yo iré en busca de los pavos reales y de paso traeré hierbas medicinales que ayudarán a curar tu herida.

Luego construiré una cabaña.

—Ante todo, busca mis pistolas.

—Ya las he visto.

—¿Crees que regresarán los bhainsa?…

—Me parece que no, y por otra parte si lo hacen nos encontrarán resguardados. Duerme, patrón, yo me ocuparé de todo.

CAPÍTULO XXIV. UNA NAVE EN LLAMAS

Sciapal se había puesto a trabajar con extraordinaria velocidad.

Antes que el sol descendiera, dando paso a la humedad nocturna, tan peligrosa para un herido, Sciapal con la habilidad particular que distingue a los hindúes en general, y en particular a los naturales de Malabar, construyó una sólida cabaña con ligeros troncos de arboles cubierto el techo por grandes hojas vegetales.

Ayudado por Pandú que había regresado, encontró a los dos pavos reales abatidos cerca de los mundos y luego hizo una buena provisión de frutos de borasso.

Aquella noche pasada en plena floresta, transcurrió tranquilamente, si bien el marinero veló casi constantemente, por temor a que los animales salvajes atacaran la cabaña, y además para cuidar a su desdichado capitán.

Al día siguiente se puso a buscar hierbas medicinales, que poseen la propiedad de cicatrizar rápidamente las heridas, descubriendo una planta llamada «Lengua de Serpiente», cuyo jugo utilizan con mucho éxito los hindúes, Alí, que sufría bastante, experimentó un verdadero alivio con el líquido extraído de esas hojas milagrosas. Al tercer día la herida experimentó una evidente mejoría, pero la costilla rota reclamaba un reposo mucho más prolongado y una inmovilidad casi absoluta.

El valiente hindú, no permanecía un momento quieto, y se multiplicaba para no dejar faltar víveres a su patrón.

Todas las mañanas se internaba en la espesa selva, dejando a Pandú de guardia en la cabaña. Sus correrías nunca eran infructuosas, y regresaba siempre con algún pavo real, o con cualquier otra ave de las que tanto abundaban en aquella isla.

Un día llegó a abatir con un afortunado disparo un nilgó, enorme antílope tan grande como un ciervo, de formas más elegantes, armado de cuernos espiralados, de unos treinta centímetros de largo.

Además había descubierto numerosos árboles frutales, mangos, palmitos, nueces de coco y deliciosas bananas, de la especie llamada por los naturales musa sapientien.

Alí nunca había comido con tanta abundancia, desde el día que desembarcaran en la isla, y aprovechaba para recuperar sus fuerzas, con gran satisfacción por parte del valiente hindú.

Cuatro largas semanas habían transcurrido desde el día en que el búfalo hiriera al marino, y ningún incidente había turbado su reposo. Ya comenzaba a levantarse y a realizar breves paseos en torno a la cabaña cuando un inesperado descubrimiento vino a inquietar a ambos náufragos.

Sciapal, como acostumbraba a hacerlo todas las mañanas, se había internado en la selva para buscar frutas frescas, cuando Alí que estaba sentado sobre el tronco de un árbol caído, bajo la vigilancia de Pandú, lo vio regresar, corriendo como si lo persiguieran.

—¿Qué ocurre Sciapal?

—Patrón… en los contornos hay salvajes.

—¿Te han seguido?

—No, pero creo que no están lejos.

—¿Has descubierto señales suyas?

—Sí, un fuego que aún no se había extinguido.

—¡Caramba! Cuéntame…

—Me había internado en la selva, cuando al pasar junto a un gran árbol que tenía en el tronco una profunda cavidad, sentí un repentino calor que me llegaba desde ahí. Miré y vi, que la cavidad estaba llena de cenizas. Con mi bastón escarbé dentro de las mismas, y advertí que había brasas y madera seca que se consumía lentamente.

—Comprendo —dijo Alí—. Era un horno de los salvajes.

—¿Un horno?

—Sí, Sciapal. Es la forma en que los andamaneses cocinan sus alimentos.

—¡Podrían incendiar toda la selva!

—Es cierto, pero estos hornos tienen una enorme ventaja que es la de conservar el fuego durante varias semanas por debajo de las cenizas que se van, formando. No poseyendo estos salvajes medio alguno de encender fuego, emplean este método para que les dure el mayor tiempo posible.

—¿Y cómo encienden la hoguera original?

—Frotando largas horas dos trozos de madera bien seca, operación prolongada y que requiere una habilidad notable.

—Quiere decir que este horno puede haber sido preparado hace varios días.

—Puede ser, Sciapal. Lo mismo velaremos para no dejarnos sorprender y apenas pueda caminar nos apresuraremos a dirigirnos hacia la costa. Ya estoy curado, y espero que dentro de pocos días podré respirar el aire de mar.

Si bien estaban seguros de que resultaría difícil descubrirlos en medio de aquella enmarañada vegetación, desde aquella noche resolvieron velar por turno para evitar que Pandú ladrara inoportunamente.

Al día siguiente, Sciapal fue a recorrer los contornos, pero se vio obligado a regresar rápidamente, pues el tiempo que hasta este momento se mantuviera bueno, se descompuso.

El agua caía a torrentes sobre los bosques y se oía el mar mugiendo sordamente junto a la costa que estaba tan sólo a un par de kilómetros de distancia.

El hindú tuvo que agregar al techo un verdadero cúmulo de hojas, para impedir que la lluvia inundara la cabaña, reforzando luego las paredes, pues soplaba un impetuoso vendaval, pese a que los árboles del bosque proporcionaban bastante protección.

En los días siguientes, la lluvia continuó cayendo con creciente violencia, acompañada por truenos formidables y descargas eléctricas. Sciapal se vio obligado a renunciar a sus correrías, quedándose junto a Alí; por fortuna hacía poco tiempo que matara al milgó y no faltaba carne, pues una parte la habían secado al sol.

Una noche, mientras dormían, fueron bruscamente despertados por los ladridos de Pandú.

Creyéndose asaltados, saltaron sobre sus pies con las armas en la mano. El perro, con la cabeza vuelta hacia el mar, aullaba furiosamente luchando por abrir la puerta.

—¿Habrá escuchado algo? —preguntó Sciapal.

—Tal vez.

—¿Salvajes?

—Veamos… Abre la puerta, Sciapal.

El hindú obedeció. Apenas Pandú vio delante suyo el espacio abierto se lanzó en dirección a la costa, ladrando con fuerza.

La noche era tempestuosa y llovía con fuerza; lívidos relámpagos iluminaban las tinieblas. Alí y Sciapal miraban bajo los árboles, pero nada veían que justificara los ladridos del perro, no escuchando tampoco nada.

Llamaron a Pandú, pero el perro no reapareció… a intervalos se escuchaban sus ladridos que se alejaban cada vez más hacia la playa.

—Algo ocurre en el mar —dijo Alí—. Pandú no nos hubiera abandonado.

—¿Alguna nave habrá pasado cerca de la escollera de la isla? —preguntó Sciapal.

—Es imposible, con este huracán. —Voy a ver, patrón.

—¿No tendrás miedo?

—Si se trata de nuestra salvación estoy dispuesto a enfrentar cualquier cosa.

—Entonces, apresúrate.

El malabarés se armó de un grueso bastón y del hacha y se lanzó a través de la selva, guiándose por la luz de los relámpagos. De tanto en tanto, se escuchaban resonar los ladridos de Pandú.

El viento ululaba siniestramente bajo los árboles, derribando ramas, hojas y frutas, que caían por encima del hindú sin detenerle en su carrera.

Un cuarto de hora más tarde llegó a la playa. A la luz de un relámpago, Sciapal vio al perro parado sobre una roca, con la cabeza dirigida hacia el noroeste ladrando furiosamente.

Entonces miró en aquella dirección y descubrió a tres o cuatrocientos metros de distancia, una viva luz. Parecía que una lámpara gigantesca recorría el tempestuoso mar, dejando tras de sí una larga cola de chispas.

Al principio Sciapal no pudo distinguir de que se trataba, pero cuando sus ojos se acostumbraron a los relámpagos, observó que era una nave, ¡un pariah en llamas!

La arboladura de aquel navío se quemaba como una inmensa pira tiñendo con rojizos reflejos la noche.

Aquel espectáculo terrible, tremendo en medio de la formidable furia de las olas, duró poco. Una parte de la arboladura, cayó, abatida por el viento y luego el barco se perdió en lontananza.

Sobre el tenebroso horizonte, Sciapal alcanzó a ver durante algunos minutos un punto luminoso que se achicaba hasta desaparecer entre las nubes y la lluvia.

—¡Desdichados! —exclamó estremeciéndose—. ¿Cuál será su suerte?

Pandú ya no ladraba. Primero trató de seguir a aquella nave llameante corriendo por la costa y luego se resignó y volvió junto al hindú, lanzando un último y lamentable aullido.

—Regresemos —le dijo Sciapal—. El patrón estará inquieto.

Volvieron a ponerse en camino, pero Pandú no parecía dispuesto a seguirlo de buena gana. Frecuentemente se detenía volviéndose hacia el mar y prorrumpía en lúgubres aullidos.

—Es inútil, mi bravo Pandú… Esa nave no ha venido para salvarnos.

Cuando llegó a la cabaña encontró a Alí en la puerta, dominado por una profunda curiosidad que se reflejaba en su rostro.

—¿Ha pasado alguna nave? —preguntó a Sciapal.

—Sí, patrón —contestó el hindú—. Pero estaba incendiada y la arrastraba el huracán.

—¡Pobres marineros! —exclamó Alí—. ¿Pasaron muy lejos de la costa?

—A unos cuatrocientos metros …

—Hubieron debido dirigirla hacia la playa, si querían salvarse. Un navío que se quema no tiene ningún otro recurso. ¿Hacia dónde se dirigía?

—El huracán la llevaba hacia el sur.

—Quien sabe si no naufragará en las costas meridionales, Sciapal.

—En tal caso de poco nos serviría su ayuda, patrón. —Sin embargo uniendo fuerzas resultaría más fácil resistir a los salvajes, y hasta sería posible construir un pequeño navío…

—¿Tienes esperanzas?

—Si la tripulación advirtió la presencia de una isla en el horizonte, habrá tratado de hacer tierra.

—Si quieres, regresaremos al sur.

—Sí, Sciapal. Mañana comenzaremos a caminar y descenderemos hasta la playa.

En aquel instante, Pandú, que se había acurrucado en el umbral, lanzó un prolongado aullido. Su cabeza seguía dirigida hacia el mar, y parecía que sus oídos prestaban atención a los mil fragores del huracán.

—Patrón —exclamó entonces Sciapal—. Nunca había visto a tu perro como esta noche.

—Creerá que ese navío ha venido para salvarnos… Pobre Pandú.

—¿Pero, no oyes que aullidos más lúgubres? Se diría que prevé una desgracia.

—¡Bah! Son supersticiones, Sciapal, en las que yo nunca he creído.

Diciendo esto, cerró la puerta pero Pandú no quiso entrar y permaneció afuera, acurrucado bajo la maleza.

Minutos después, los dos hombres dormían, pero durante la noche Sciapal se despertó parias veces, oyendo los aullidos del perro, que resonaban a intervalos entre los rugidos de la tempestad.

CAPÍTULO XXV. LATSCIMI

El huracán duró toda la noche, acompañado por truenos y relámpagos, que despertaron varias veces a los dos hombres que dormían en la cabaña.

Pandú se obstinó en permanecer toda la noche afuera, como si temiera que algún peligro amenazara a su amo.

Al despuntar el alba la lluvia cesó y el viento amainó notablemente, dejando en paz a los árboles de la floresta.

Habiendo finalmente salido el sol, alrededor de las ocho de la mañana Alí y Sciapal resolvieron abandonar su refugio y reiniciar el viaje.

—¿Te sientes capaz de caminar, patrón?

—Aún estoy un poco débil, pero un paseo y una buena bocanada de aire marino me hará mejor que quedarme aquí, en este terreno tan húmedo. Dedicaremos esta jornada a la caza y cuando hayamos dicho adiós a estos lugares, lo haremos con víveres suficientes para una semana. Tengo esperanzas de encontrar un día u otro la nave-que viste anoche.

El hindú meneó la cabeza.

—El mar estaba tempestuoso y el navío se incendiaba, será un milagro si ha conseguido encallar en la playa.

—Milagros semejantes se han visto ya, otras veces, mi querido Sciapal.

—El viento soplaba fuerte y avivaba las llamas.

—El incendio puede haber destruido simplemente la arboladura, dejando intacto el casco; no desesperemos. Y ahora vamos a cazar, Sciapal. Siento necesidad de comer carne. ¡Ah! ¡Si tuviera un fusil!

—Te sirves bien de tus pistolas.

—Sí. pero son de corto alcance.

Tomaron las armas y salieron. Pandú apenas vio a su amo, lanzó un prolongado ladrido, que tenía en el fondo una nota triste.

—¿Qué tiene tu perro? Se diría que ha perdido su alegría habitual.

—No lo comprendo —contestó Alí—. Me parece triste cuando tendría que alegrarse por verme curado totalmente.

¡Bah! Cuando le demos carne mejorará de humor.

Habían recorrido algunos centenares de pasos observando atentamente la maleza con la esperanza de sorprender algún animal comestible, cuando entre las ramas más altas de los árboles resonaron estridentes gritos. Alí se detuvo amartillando las pistolas.

Apoyados sobre las ramas de un enorme tara había una docena de extravagantes pájaros, con plumas negras en el dorso, brillantes reflejos en todo el cuerpo, vientre y cola blanquísimos, y un pico monstruoso de unos treinta centímetros de largo por doce de ancho, de color anaranjado, con una carnosidad en forma de racimo de uvas en su parte superior.

Aquellas aves estaban despojando al árbol de sus frutos, operación más difícil de lo que puede creerse pues aquellos desdichados a causa del tamaño de sus picos, se veían obligado a arrojar al aire el alimento para dejarlo caer luego directamente en el esófago.

—¿Qué son, patrón?

—Calaos rinoceronti… Extraños pájaros, como bien puedes ver.

—¡Qué picos! Me pregunto como pueden sostenerlos.

—No son tan pesados como parecen, pues podrían estar hechos de papel prensado; son de tejido esponjoso con una ligerísima capa de substancia córnea muy dura y que les da una solidez a toda prueba.

—De cualquier manera es un pico que les provoca bastante más molestias que utilidades. ¿Verdad, patrón?

—Ya ves el trabajo que deben hacer esos pobres diablos con cada bocado que engullen.

—Al menos, ¿son comestibles?

—Excelentes; merecen que gastemos una bala en ellos.

—Son bastante gordos.

—Mucha pluma y poca carne: trataremos lo mismo de derribar alguno, si nos dejan acercar.

Los calaos tras haber lanzado un chillido ensordecedor, se echaron a volar, pero Alí no se inquietó. Habían recorrido apenas setenta metros cuando encontraron la bandada posada en otro árbol, cubierto de inmensas hojas.

—Los sorprenderemos —dijo Alí.

Hizo seña a Pandú rara que no se moviera, y luego dio vuelta en torno al árbol, seguido por el hindú y se arrojó en medio de la maleza arrastrándose como una serpiente.

Los pájaros no viendo más a los cazadores, se habían puesto nuevamente a comer, y Alí avanzando con toda prudencia, pudo llegar hasta el tronco del árbol.

Sin hacer ruido se incorporó, apuntó con las dos pistolas e hizo fuego.

Dos aves que se encontraban sobre las ramas más bajas, cayeron a plomo, mientras las demás huían desordenadamente batiendo las alas.

Sciapal que había visto donde estaban las dos aves heridas, se lanzó entre las hojas y pudo atraparlas antes de que trataran de huir arrastrándose.

—¿Quién hubiera podido suponer que pájaros tan grandes pesan tan poco?

—Te lo había advertido, Sciapal.

—Si entre los dos llegan a tres kilos, es mucho.

—Lo que ocurre es que están munidos de oran número de vejigas llenas de aire, bajo la piel del dorso. Cada vez que el calaos respira, se dilatan. Por eso pareciendo tan macizos, estos pájaros en realidad son livianísimos.

—No pesan más que una gallina, patrón.

—No importa, el almuerzo y la cena están asegurados…

Vamos a la playa.

—Allí podremos agregar algunas ostras.

Cuando llegaron a la playa el mar seguía agitado, pero como el viento había cesado, la calma no debía tardar en restablecerse.

Alí recorrió con la mirada la superficie del golfo, luego observó la playa que se curvaba hacia el sur, interrumpida por ensenadas profundas, donde una nave, aunque fuese sacudida por la tempestad, hubiera podido encontrar refugio suficiente contra la furia de las olas.

—¿A qué distancia ha pasado la nave? —inquirió.

—A cuatrocientos o quinientos metros.

—¿Había mucha gente a bordo?

—Me pareció que la tripulación era demasiado numerosa por tratarse de un pariah.

—¿Eran todos, marineros nativos?

—No, —Sciapal pensó unos instantes—. Nosotros no llevamos gorra, y en ese barco creo haber visto a más de uno con la cabeza cubierta. Debían de ser europeos o por lo menos anglo-hindúes.

—¿Dónde se habrán refugiado? Seguramente tratarían de buscar tierra para extinguir el incendio, reparando lo mejor posible los daños.

Alí se interrumpió bruscamente y exclamó:

—¡Sciapal! ¿No ves algo entre las olas, acercándose a la playa?

—Sí, amo, parecería el mástil de una nave.

—¿Pertenecerá acaso a aquel pariah?

—Si encallara me sentiría contento.

—¿Por qué?

—Podría hacernos saber por lo menos el nombre de la nave. Generalmente lo imprimen a fuego en la arboladura.

—¿De qué nos serviría?

—Conozco todos los barcos que se encuentran en Calcuta, y a muchísimos capitanes. El comandante de aquel pariah podría tratarse de un amigo mío.

El mástil llegaba poco a poco a la playa. Por momentos emergía totalmente, agitándose sobre las crestas de las olas, para hundirse nuevamente y reaparecer. Todavía conservaba trozos de cuerdas, cables y una antena.

Finalmente, el mar lo arrojó sobre la playa, quedando trabado entre los escollos.

Alí y Sciapal se adelantaron, deseosos de observarlo.

—Es un palo mayor —dijo el capitán de la Djumna.

—¿No lleva ningún nombré?

—Ninguno.

Un aullido estremecedor les hizo volver la cabeza.

Pandú corría hacia el mástil, olfateando el aire, ladrando y aullando con sonidos escalofriantes.

—Patrón —dijo Sciapal—, ¿qué le ocurre a Pandú? ¿Habrá enloquecido?

—Aquí hay algún misterio que quisiera explicarme —Alí quedó pensativo—. O Pandú reconoció aquel barco o a bordo hay alguna persona a quien mi perro quiere.

—¿Quién puede ser?

—¿Qué sé yo?

—¿Habría algún amigo tuyo en ese pariah?

—Tal vez. Pandú posee un instinto maravilloso y me ha dado muchas veces pruebas asombrosas del mismo.

Debemos buscar esa nave.

—Mañana nos pondremos en marcha, capitán. Hoy no debes fatigarte demasiado.

—Sí, todavía no estoy realmente en condiciones de caminar —dijo Alí—. Comamos algo, Sciapal.

Juntaron leña, desplumaron un calaos y tras limpiarlo lo asaron haciendo luego una recolección de moluscos que abundaban en el lugar. Pandú a su vez no había abandonado el mástil, dando señales de una inexplicable excitación.

¡Si aquel perro hubiera podido hablar, cuantas cosas habría dicho, para alegría del capitán de la Djumna…!

Cuando terminaron de comer, Alí y Sciapal resolvieron encaminarse hacia el sur, con la esperanza de encontrar en la playa algún otro resto del pariah.

Recorrieron un par de kilómetros, sin descubrir nada.

Subieron luego a otra escollera, desde donde se podía dominar una inmensa extensión de costa y golfo.

—¿No ves humo hacia el sur? —preguntó Alí.

—No, patrón.

—Entonces todavía podemos esperar que la tripulación haya tenido suerte, extinguiendo a tiempo el incendio.

Siguiendo la playa regresaron hacia el norte, deteniéndose aquí y allá, para recolectar frutas.

Llegaron a la cabaña al anochecer. Estaban por entrar, cuando vieron que Pandú se erizaba, mostrando los dientes como si se preparara para atacar a alguien.

Los dos camaradas, alarmados por el imprevisto furor del perro, prepararon las armas, creyendo que en los contornos podía ocultarse algún enemigo.

Empuñando las pistolas, Alí entró con precaución en la cabaña, listo para hacer fuego. Ante su enorme sorpresa no vio a nadie. Las hojas de banana no habían sido movidas, y todo estaba en orden.

Además, si algún enemigo hubiera estado oculto, Pandú no habría dudado en arrojarse sobre el imprudente para atacarlo; en cambio había permanecido en el umbral de la puerta, olfateando el suelo.

—Salgamos —dijo Alí.

Miró el suelo y vio huellas humanas impresas sobre la húmeda tierra. Eran tan pequeñas que parecían dejadas por los pies de una criatura.

—Aquí ha estado alguien.

—¿Algún niño?

—Puede ser que haya pasado por esta selva alguna tribu, y que una criatura, apartándose para buscar frutas, pueda haber descubierto nuestro refugio.

—¿Regresarán?

—Lo dudo. Los andamaneses son nómadas, y no se detienen más de un día en el mismo lugar. No nos preocupemos, Sciapal.

Tranquilizados al ver que el perro había recuperado su calma comieron los restos del almuerzo, y se acostaron a dormir.

Al día siguiente Sciapal se levantó antes de la salida del sol.

—Patrón —dijo antes de partir—. Voy a juntar fruta, y trataré de cazar algo. La mañana es húmeda y un descanso de un par de horas te hará bien.

—Puedes ir, Sciapal. Partiremos después de mediodía, cuando el sol haya caldeado la atmósfera.

El hindú tomó las dos pistolas del capitán, y se internó en la selva, avanzando con gran precaución y mirando a derecha e izquierda, para no perder alguna ocasión propicia.

Los animales no escaseaban en aquellos lugares, y trataba de sorprender alguno.

Se había alejado ya un kilómetro, cuando en medio de la maleza vio que se erguía un gran árbol solitario, de dimensiones notables, cuyas ramas tenían la forma de los brazos de un candelabro. Una exclamación de alegría se escapó de sus labios:

—¡Un mhowah! —dijo frotándose alegremente las manos—. Aquí están los bizcochos.

Sciapal tenía razón al alegrarse por ese hallazgo, pues esos árboles llamados por los naturalistas Cassia-latifolia, son los más útiles que crecen en aquellas regiones.

Durante todo el año los mhowah producen dos tipos distintos de frutos, uno pequeño que molido proporciona una especie de harina muy nutritiva, que sirve para hacer pan, y que fermentado da un excelente aguardiente, semejante al cognac; y de cuyas fibras se extrae aceite.

El segundo fruto, del tamaño de las almendras más grandes, también proporciona un excelente aceite, y su gusto es muy agradable.

La corteza del mhowah también es utilizable, pues sirve para hacer resistentes cuerdas, mientras que la madera se emplea para las construcciones, teniendo la ventaja de resistir la acción de las termitas.

Estaba Sciapal por abrirse paso entre la maleza para llegar bajo el árbol, cuando volviendo la mirada hacia su derecha le pareció ver algo oscuro que se deslizaba bajo las ramas.

Pensando que se trataba de algún animal, armó una pistola y miró atentamente, viendo que la vegetación seguía moviéndose.

—Será un jabalí —se dijo Sciapal—. Pero no lo dejaré huir sin ponerle una bala en el cráneo.

Llevando la pistola en la derecha y el bastón en la izquierda, se internó entre la vegetación, dirigiéndose lentamente hacia el sitio donde había visto agitarse las ramas.

Empero parecía que el supuesto jabalí no estaba dispuesto a batirse en retirada. Al llegar al sitio indicado, Sciapal apartó las ramas y entonces su sorpresa fue tan grande que permaneció un instante con la boca abierta sin poder pronunciar palabra.

Oculta bajo las hojas, reclinada, había una criatura, que a primera vista, por su color, facciones y ropa, se reconocía como una bengalí.

—¿Qué haces aquí?

La chiquilla se incorporó lentamente, dejando caer algunos puñados de almendras, y miró al malabarés.

Se trataba de una niña de nueve o diez años, de ojos negrísimos y larga cabellera.

En torno a la frente llevaba un trozo de tela manchado de sangre.

—¿Qué haces aquí? —repitió Sciapal.

La pequeña lo miró y con voz infantil, pero sin dudar un instante, contestó:

—Ya lo ves, recolectaba frutas de mhowah.

—Pero ¿quién eres?

—Una bengalí.

—Y, ¿qué haces en esta isla?

—Me arrojaron las olas.

—¿Naufragó el barco en que viajabas?

—No lo sé. Durante el huracán me arrastró un golpe de mar.

—¿Cuándo? —Anteanoche.

Sciapal se golpeó la frente con la mano.

—¿Se trata de una nave que estaba incendiada? Esta vez fue la chica quien lo miró con asombro.

—Sí.

—¡Pero yo he visto esa nave! ¿Era un pariah, verdad?

—Sí.

—¿Qué rumbo llevaba?

—Lo ignoro.

—¿Cómo se llamaba?

—Lo ignoro.

—¿Qué tripulación tenía?

—Algunos bengalíes.

—¿Pero qué hacías tú a bordo?

—Nada: me habían recogido cerca del delta del Ganges, donde me abandonó mi familia.

—¿Llegaste sola a tierra?

—Sí.

—Pero estás herida…

—No es nada. Al llegar a la costa di contra una roca.

—¿Y hace dos días que vagas sola por estos bosques?

—Sí.

—¿Cómo te llamas?

—Latscimi.

—Y bien, Latscimi, recolectemos algún fruto y yo te llevaré hasta donde está mí patrón.

—¿Tu patrón? Aún no me dijiste como te encuentras aquí.

—Mí patrón y yo somos náufragos.

—¿Cómo se llamaba tu nave?

—Djumna.

La niña al oír aquel nombre se estremeció, mirando con estupor al hindú.

—El Djumna —repitió.

—¿Acaso la conociste?

—¡No! Me parece haber oído ese nombre, pero posiblemente me equívoco. ¿Cómo se llama tu patrón?

—Alí Middel.

Latscimi volvió a estremecerse, haciendo un gesto de sorpresa que contuvo rápidamente:

—Nunca lo había oído.

Luego, como sí quisiera ocultar aquella turbación inexplicable, se agachó para seguir recogiendo las frutas del mhowah.

Sciapal que nada había notado, se apresuró a imitarla, haciendo una gran provisión de almendras. Luego emprendieron la marcha hacía la cabaña.

La chiquilla parecía preocupada, y seguía de mala gana a su protector. De tanto en tanto, se detenía como sí tratara de oír los rumores que partían desde la espesura, como sí temiera ver aparecer a alguien.

Pocos minutos tardaron en llegar a la cabaña.

Se puede imaginar la sorpresa con que Alí recibió a la niña. Cuando fue informado por Sciapal de lo acontecido, dijo:

—Te quedarás con nosotros pequeña y te protegeremos contra los anímales de la selva y los salvajes. Si con-seguimos volver a la India, ya que no tienes familia, te adoptaré.

—Gracias, señor —contestó Latscimi—. Tú eres bueno.

—Dime —continuó Alí—. ¿La nave que te llevaba estaba tratando de llegar a esta isla?

—Lo ignoro.

—¿Corría serio peligro?

—Toda su arboladura estaba en llamas.

—¿Cómo estalló el incendio?

—No lo sé.

—¿Había muchos hombres a bordo?

—Una docena.

—¿Todos hindúes?

—Todos.

—¿No sabes a dónde se dirigían?

—Muy lejos, no sé a qué país.

—Tal vez la encontremos nuevamente.

—¿Dónde? —preguntó Latscimi con cierta inquietud.

—En las costas meridionales; viéndose en peligro la tripulación habrá tratado de dirigirla hacía tierra.

—Aquellos hombres son malvados, señor.

—¿Piratas?

—Así lo creo.

—Tal vez te equivoques.

—No, señor, son mala gente —insistió la criatura enérgicamente—. Roban a las personas.

—Entonces serán tratantes de esclavos, pero yo no les temo.

—Me capturarán nuevamente —dijo Latscimi manifestando un vivo terror.

—¿Te maltrataban?

—Me pegaban continuamente.

—¡Bah! No se atreverán a hacerlo estando nosotros.

Alí Middel no teme ni a los piratas ni a los negreros.

Partamos hacía la costa Sciapal que esta humedad es peligrosa. Comieron algunas almendras y el último trozo de carne seca, poniéndose en marcha lentamente, pues Alí aún estaba débil.

Habían recorrido un centenar de pasos, cuando Sciapal advirtió que Pandú no estaba con ellos.

—¿Dónde está el perro?

—Me dejó antes que tú regresaras… Creía que se había reunido contigo.

—Yo no lo he visto, patrón.

—Tal vez habrá descubierto alguna pieza de caza y estará ocupado en seguirla. Ahora que lo recuerdo, se dirigió hacía el sur.

—¿Habrá olfateado el desembarco de aquellos hombres?

—¿Los de la nave incendiada?

—Sí, patrón.

—Es posible, Sciapal. Tiene un olfato maravilloso y parece presentir a la gente. Cuando se canse volverá.

La pequeña Latscimi parecía haber prestado mucha atención a aquel cambio de palabras y continuaba caminando junto a sus protectores sin perder una sola sílaba.

Alrededor del mediodía llegaron a la playa, bañada por los rayos del sol. Alí se detuvo, aspirando profundamente el aire puro, impregnado de yodo y sales.

El mar se había calmado, tras la terrible tempestad de los días anteriores. Sólo de tanto en tanto se producía alguna oleada terrible que rompía ruidosamente contra la playa y los bancos de arena.

—Nos detendremos algunos días —dijo Alí— tenemos que renovar nuestras provisiones, y además me siento muy débil.

Aquel maldito búfalo me estropeó la máquina.

Como el sol era demasiado fuerte construyeron un refugio, y luego bajaron a los bancos de arena en busca de ostras.

Encontraron gran cantidad, y también una enorme tortuga marina.

A la noche, tras un delicioso asado de tortuga se acostaron en la choza, mientras la luz de la luna se reflejaba en las oscuras aguas del golfo.

CAPÍTULO XXVI. EL ODIO DE GARROVI

Alí y Sciapal dormían cómodamente desde hacía varias horas, cuando una forma humana se arrastró sin hacer ruido fuera de la cabaña.

Era la niña bengalí. Sus grandes ojos, que brillaban a los rayos de la luna, se clavaron largo rato en el capitán de la Djumna que estaba acostado sobre sus pistolas, y luego en el hindú, que oprimía entre las manos el hacha para estar seguro de servirse de ella sin perder tiempo en caso de peligro.

Parecía que las miradas de la pequeña se fijaran más que en los hombres, en sus armas. Así permaneció inmóvil varios minutos y luego sacudió la cabeza, como si quisiera apartar algún pensamiento inoportuno, y miró hacia la selva.

El silencio pareció tranquilizarla, y se puso resueltamente en camino, siguiendo la línea de la costa.

¿Adónde iba, a aquella hora inoportuna, sola, inerme, arriesgándose a ser devorada por una fiera?

Caminando rápidamente, corriendo casi, avanzaba sin producir ruido alguno, como si hubiera conocido perfectamente el sitio hacia donde se dirigía.

Debía haber recorrido aproximadamente dos kilómetros, subiendo y bajando las dunas o bordeando la floresta, cuando se detuvo frente a un grupo de enormes árboles, y arrancando una hoja la puso sobre los labios, dejando escapar algunas notas semejantes a las que los músicos indígenas arrancan de los bancy..

Aquellos agudos sonidos debían de extenderse a gran distancia entre el perfecto silencio que reinaba bajo las copas de los árboles.

Latscimi aguardó, inclinándose para escuchar mejor, reteniendo la respiración, hasta que en la límpida atmósfera resonaron notas perfectamente iguales, que llegaban del bosque.

—¡Es él! —murmuró la niña con ojos iluminados.

Se volvió a poner en camino bordeando los altos árboles que proyectaban sobre la playa una oscura sombra, y luego emitió nuevamente aquel sonido.

La respuesta no se hizo esperar, tan cercana que pareció salir de un centenar de pasos de distancia.

La pequeña se echó a correr hacia allí, apartando bruscamente las ramas, y dejando que los rayos del astro nocturno penetrasen en una especie de refugio improvisado dentro del macizo vegetal.

Allí, reclinado sobre las hojas, había un hindú de estatura mediana, delgado como un faquir, con miembros nudosos que parecían hechos solamente de huesos y músculo, piel muy oscura sin los reflejos amarillentos que se advierten en las razas de los países donde el sol quema demasiado.

Advirtiendo a la pequeña, levantó la cabeza, mostrando un rostro descarnado, con frente deprimida, nariz gruesa, labios prominentes y ojos negrísimos y profundos.

—¡Narsinga! —exclamó con acento que traicionaba su viva inquietud.

—¡Hace diez horas que te aguardo con ansia indescriptible! ¿Te perdiste en la selva, verdad? No debes cometer más imprudencias… En esta isla hay tigres que pueden devorarte.

—No me perdí padre —respondió la pequeña, sentándose junto a él y cubriéndolo afectuosamente con una especie de estera toscamente entretejida con fibras vegetales.

—¿No te perdiste? ¿Entonces dónde estuviste?

—Me encontraron unos hombres.

—¿Salvajes?

—No, un hindú y un hombre blanco.

—¿Quién?

—El capitán del Djumna.

El hindú miró a la chica con ojos terribles, mientras sus facciones se alteraban salvajemente.

—¡Él! ¡Alí! —su voz se tornó sibilante—. ¿Me lo envían los genios del mal?

Se incorporó de un salto, pero volvió a caer, emitiendo un sordo gemido.

—¡Maldición! —rugió—. Olvidaba que tengo una pierna despedazada. Cuéntame lo ocurrido, Narsinga.

La pequeña bengalí que por prudencia había cambiado el nombre, le contó como la hallara Sciapal, el interrogatorio sufrido, cómo se había encontrado con Alí, y la manera en que escapara de la cabaña de la playa.

—¡Ah! —exclamó el hindú cuando Narsinga concluyó—. ¡También Sciapal sigue vivo! Yo creía haberlo matado de un hachazo.

—¿Qué debo hacer, padre?

—¿A qué distancia acampan?

—A dos kilómetros de aquí, padre.

—¡Ah! ¡Si pudiera llegar hasta allí!

—Es imposible… El camino es muy malo.

—Necesito matar a esos hombres, Narsinga.

—Padre, quizá Alí no te odie como tú crees.

—Si no lo mato me matará él a mí.

—Tal vez te perdone.

—¿Él? Jamás.

—Sin embargo, no parece un mal hombre.

—Si me ve me tratará mal… Además aunque me perdonara, me arrebataría mis riquezas.

—Pero, yo renuncio a un oro que nunca quise, y que ganaste quién sabe con cuantos delitos… Siento horror por todo lo que has hecho y que hasta ahora ignoraba.

—Pero ¿crees tú que cuando te recogí en las calles polvorientas de Rampurg, muriéndote de hambre, y te adopté como si fueras mi propia hija, quise que llegaras a ser una miserable sannyassis? ¡No, Narsinga! Desde el momento en que te recibí como hija mía, te quise en la misma forma que si te hubiera dado la vida, y mi único sueño fue hacerte rica. Por ti abandoné mi secta, me hice marino, traicioné a mi capitán, envenené a tres misorianos, maté a todos los malabareses de la tripulación y asesiné a traición al propio Hungse.

—¡Padre! —Narsinga se estremeció—. ¡Basta, me aterrorizas!

—¿Crees —continuó Garrovi implacable— que deseo perderte? Un padre no renuncia a sus hijos.

—Entonces huyamos: yo te ayudaré.

—Perdería todo y no deseo verte cobre.

—Pero te he dicho que no quiero ese oro ensangrentado. Huyamos padre y dejemos que Alí Middel en cuentre a sus amigos.

—¡No!

—Pero. ¿qué quieres hacer?

—¡Matarlos a todos!

—¿Alí y Sciapal?

—Y los demás, para que nadie pueda despojarme de mis riquezas.

—No lo harás, padre.

—¿Quién me lo impedirá?

—Olvidas tu pierna destrozada.

—¿Qué importa? Me arrastraré como una serpiente y mataré a Alí durante el sueño.

—Sciapal te matará a ti.

—No le daré tiempo.

—¿Y los otros, los que desembarcaron?

—Tengo oculto entre mis ropas un frasquito de un veneno tan potente que acabará con todos. Cuando los hayamos exterminado buscaré los medios de regresar a Bengala, y allí me ocuparé del Presidente de la «Joven India».

Narsinga oyendo aquellas palabras reprimió un gesto de horror: aquel hombre al que hasta ese momento había querido como a un padre, la aterrorizaba.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó tras algunos instantes de silencio.

—Vuelve junto a Alí: es necesario que no advierta tu desaparición, se alarmaría. ¿Cuándo dejará la costa?

—Mañana.

—Se lo impedirás.

—¿Cómo?

—Haciéndote la enferma.

—No me creerá.

—Tú eres astuta y podrás engañarlo.

—¿Y después?

—Mañana por la noche cuando se haya puesto la luna, me reuniré contigo y lo mataremos.

—¡Padre!

—Calla, Narsinga… Hasta mañana.

La pequeña se incorporó dejando caer a tierra las almendras que llevaba en su sahari y se alejó sin volverse.

Avanzaba hacia la costa lentamente, sumergida en profundos pensamientos, sin mirar en torno suyo, cuando repentinamente se sintió aferrar de los brazos por dos manos robustas, y antes que pudiera lanzar un grito fue envuelta en una especie de red formada por fibras vegetales, y alzada como si fuese un paquete de mercancías.

Un grupo de hombres que desembocara silenciosa mente de la vecina selva, la rodeaba. Eran quince o veinte salvajes semidesnudos, armados de arcos, lanzas con puntas de hueso y escudos de madera.

Eran todos de baja estatura, pues no debían superar el metro y medio, pero bien proporcionados. Tenían la piel negra como los papuanos de Nueva Guinea, los brazos y las piernas muy delgados y la cabeza grande y adornada de cabellos negros y crespos. Sus rostros tenían una expresión bestial.

Cargando a Narsinga se dirigieron hacia la playa, en dirección a la cabaña.

Al llegar a treinta pasos del débil refugio de Alí y Sciapal, se detuvieron para escuchar, rodeando luego la choza.

Cuando lo hubieron hecho se precipitaron al interior, lanzando aullidos formidables.

Alí y Sciapal, que dormían profundamente no tuvieron siquiera tiempo de empuñar las armas. En menos de lo que se tarda en decirlo se encontraron atados y envueltos estrechamente por redes vegetales que les impedían todo movimiento.

Los salvajes cumplida su tarea, les colgaron de largos palos como habían hecho con Narsinga, y regresaron a la selva.

Al alba, tras haber cambiado varias veces de portadores, prisioneros y captores, llegaron a un claro circundado de espesos árboles, en medio del cual se alzaba un grupo de miserables cabañas, cubiertas con hojas y ramas secas.

CAPÍTULO XXVII. PRISIONEROS

La entrada en el campamento de los captores fue saludada por un endemoniado concierto de roncos alaridos, que bien poco tenían de humanos.

Unas veinte mujeres, miserables criaturas completa mente desnudas, tan delgadas que atemorizaba mirarlas, temblando por la fiebre palúdica, y una docena de pequeños demonios embadurnados con fango para defenderlos de la picadura de los insectos, salieron corriendo de las chozas, saludando a sus padres y maridos con aullidos capaces de destrozar los oídos más sólidos.

Los salvajes depositaron a sus prisioneros bajo un cobertizo, desembarazándoles de las redes que les tenían prisioneros, pero ligándoles sólidamente a algunos palos plantados en tierra, y retirándose luego sin agregar palabra.

Alí estaba furioso, y lanzó una larga retahíla de insolencias, sin obtener respuesta ni hacerles volver siquiera la cabeza.

—No te comprenden, patrón —dijo Sciapal.

—Si puedo quitarme estas ligaduras, me haré entender a golpes. ¡Malditos salvajes!

—¿Pero qué harán con nosotros, patrón?

—No lo sé.

—¿Pensarán hacernos al asador? Me dijiste tantas veces que quizás sean antropófagos, que me has atemorizado.

—Algunos lo creen pero ciertos navegantes lo han negado.

—¿Pero entonces, por qué nos han hecho prisioneros?

—Esperemos y lo sabremos. ¡Mira! Allí viene uno de esos bribones.

Un salvaje algo más alto que sus compañeros se acercaba a ellos.

Una vez frente a los prisioneros, les dirigió algunas palabras que nadie comprendió, viendo que no le contestaban y que lo miraban como preguntándole qué quería decir, les interrogó en dialecto bengalí:

—¿De dónde venís?

—¡Bueno! —exclamó Alí—. ¡Nuestro salvaje sabe hacerse entender! Parecería que los andamanes han tenido algún contacto con nuestros compatriotas del norte.

El jefe de la tribu pareció comprender aquellas palabras, pues sonrió y dijo:

—Estuve en Bengala en mi juventud.

—¿Tú?

—Sí, secuestrado por algunos hindúes que habían desembarcado aquí.

—¿Y como llegaste a ser jefe de esta tribu?

—Maté al que mandaba antes que yo.

—¡Un hermoso bribón! ¿Y ahora, quieres decirme por qué nos atacaron?

—Porque ustedes, hombres de Bengala, saben hacer muchas cosas que nosotros no podemos procurarnos. En aquella gran ciudad, donde estuve como esclavo dos años, vi cosas maravillosas.

—¿Y crees que nosotros somos capaces de hacerlas?

—Sí.

—¡Pero nosotros somos simples marineros!

—Me alegro de saberlo, porque me fabricaréis una de esas grandes casas flotantes.

—No sabemos cómo hacerlas… Simplemente las manejamos.

—Tú lo dices porque no quieres hacerla, pero yo te obligaré.

—¿Y si yo rehusara?

—Cuando el hambre te atormente, trabajaras para comer.

—¡Eres un miserable!

—Más adelante me edificarás una de esas casas grandes que he visto en la ciudad y otras más chicas para mis súbditos.

—¿Y después? ¿Deseas otra cosa?

—Sí, esas armas que truenan y lanzan llamas a distancia.

—Querrás también pólvora, para volar por los aires; ¡pedazo de salvaje!

—Te dejo dos días en reposo —continuó el jefe luego te pondrás a trabajar.

Dicho esto, giró sobre sus talones y se alejó sin responder a las insolencias de Alí y de Sciapal.

—¡Este, está loco! —exclamó el capitán—. ¡Si continuaba con sus estupideces, hubiera roto mis ligaduras para estrangularlo!

—Y nos hubieran matado, patrón.

—Tenemos que huir, Sciapal, o estos canallas nos harán morir de hambre.

—Pero nos vigilan… Mira esos salvajes junto a los árboles: no nos pierden de vista.

—Tendremos que tentar la suerte. No estamos en condiciones de construir una nave sin los elementos necesarios… ¡Este salvaje está loco!

—Pero, un loco que nos dará bastante trabajo.

—Ya lo vemos.

—Son salvajes, patrón.

—Pero este bribón sabe muy bien qué poder tiene Inglaterra en la India y no se atreverá a tocarnos un dedo.

—Estamos perdidos en estos bosques… ¿Quién se preocuparía por rescatarnos?

La voz de Narsinga interrumpió a Sciapal:

—Los hombres de la nave llameante…

—Alí miró a la pequeña con sorpresa.

—¿Esperas que hayan desembarcado?

—¿Tenían intención de hacer tierra en esta isla?

—Venían, precisamente hacia aquí.

—Pero tú nos habías dicho que ignorabas la ruta que seguían.

—Es cierto.

—¿Por qué?

—Lo sabrás más tarde.

—Dime al menos quiénes son esos hombres.

—¿Quieres saberlo?

—¡Naturalmente!

—Bengalíes guiados por un marino blanco que se llama Harry.

Alí miró a la niña sin comprender. Narsinga lo observó sorprendida.

—¿No lo conoces?

—No.

—¿Y al teniente Oliverio?

—Tampoco.

—Entonces conocerás a un jovencito que se llama Eduardo.

—¡Eduardo! —exclamó Alí emocionado.

—Sí, Eduardo Middel.

Alí dejó escapar unos de esos raros gritos de alegría que a veces escapan del pecho humano.

—¡Eduardo! ¡Mi hermano! —su voz cambió de acento—. ¡Cuida de no engañarme, muchacha!

—No te engaño.

—¿Pero quién eres tú? ¡Habla!

—La persona que debía hundir la nave que venia a salvarte…

—¡Tú! ¡Tan pequeña! Te estas burlando de mí.

—No, señor.

—Cuentame todo, o enloqueceré.

—Sí, habla —terció Sciapal.

—Esta bien, pero es necesario que tú, señor, me prometas perdonar la vida de un hombre.

—¿La vida de un hombre? ¿De quién?

—De uno que tú odias.

—¿Yo?

—Sí tú.

—¿Pero dónde se encuentra ese hombre?

—A breve distancia de aquí.

Alí y Sciapal miraban a Narsinga atontados: parecían preguntarse si soñaban o estaban despiertos.

—¡Pero explícame todos estos misterios…! —dijo por fin Alí—. De lo contrario enloqueceré.

—Prométeme no hacer dañó al hombre que te nombraré y sabrás todo.

—¿Quién es él?

—Mi padre adoptivo.

—No lo conozco.

—Te lo diré luego.

—Esta bien; te prometo no hacerle daño.

—Cuento con tu palabra.

—Su nombre…

—Garrovi.

Esta vez no fue un grito de sorpresa el que irrumpió del pecho del capitán sino un verdadero rugido.

—¡Él! —exclamó con intraducible acento de odio—. ¡Tengo que matarlo!

—Me prometiste perdonarlo…

—¡Te digo que lo mataré!

—Sí, lo mataremos, patrón —exclamó Sciapal enfurecido—. Tú tienes que vengar a los tres misorianos, al oro del presidente de la «Joven India», el Djumna y yo, el hachazo.

—Tengo tu palabra —repitió Narsinga.

—Pero yo no prometí nada —intervino Sciapal—. Y si el patrón no lo mata me ocuparé yo de hacerlo. Narsinga inclinó la cabeza sobre el pecho y dos gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, tal vez las primeras que derramaba desde su nacimiento.

Al ver llorar a aquella niña, Alí se sintió conmovido.

—¡Extraña criatura! ¿Cómo puedes querer a ese engendro del demonio?

—Porque él me ha tratado con mas cariño que si fuera su verdadera hija.

—¡Él! ¡Es imposible!

—Y sin embargo es cierto, señor. Llegó a asesinar y robar por mí.

—Mientes para salvarlo.

—No, te lo juro por Siva.

—Óyeme, muchacha: si me cuentas todo lo que sabes resolveré hasta que punto merece Garrovi la muerte.

—Interrógame.

—¿Es cierto que Eduardo esta aquí?

—Sí, señor. Todo lo que te he dicho es verdad.

—¿Pero cómo pudo saber mi hermano que yo me encontraba en esta isla? Según contó Garrovi, el teniente de cipayos, Oliverio mató una oca que traía un mensaje tuyo bajo el ala.

—¡La oca emigrante! —exclamó Sciapal—. Tenías razón en esperar, patrón.

—Ahora comprendo todo.

—Fue el teniente quien ayudado por el presidente de la «Joven India» tomó prisionero a mi padre adoptivo, armó el pariah, y se dirigió hacia aquí.

—¿Te hicieron prisionera a ti junto con Garrovi?

—No, me embarqué a escondidas, para poder ayudar a mi padre adoptivo, llevando conmigo sierras, taladros y otras herramientas que me permitirían desfondar la nave.

—¡Cuanta astucia en una cabeza tan pequeña! Continúa, criatura.

En pocas palabras Narsinga contó todo lo ocurrido a bordo.

Asombrado Alí inquirió:

—¿Cómo es posible que quieras a semejante criminal?

—Ahora, solamente le tengo compasión.

—¡Qué extraña criatura!

—Al fin y al cabo Garrovi robó por mí.

—¿Tanto afecto te tiene ese miserable?

—Sí.

—Y sin embargo ni siquiera eres su hija.

—Me recogió en la calle, moribunda de hambre.

—¿Pero quiénes eran tus padres?

—No lo sé. Cuando Garrovi me recogió no tenía más de dos años.

—¿Habías sido abandonada o te habías perdido?

—Lo ignoro. ¿Señor, perdonarás a Garrovi?

—Una palabra, antes.

—Habla.

—¿Crees que la nave tripulada por mi hermano ha llegado a tierra?

—Sí. Garrovi lo supone.

—¿Lo has visto?

—Anoche; no puede moverse porque tiene una pierna rota, y mientras vosotros dormíais fui a llevarle alimentos.

—¡Admirable criatura!

—¿Lo perdonarás?

—Tal vez —murmuró Alí como hablando consigo mismo.

Luego, volviéndose hacia el marinero, agregó en distinto tono:

—Sciapal, tenemos que huir y ponernos en contacto con mi hermano.

—Pero ¿cómo quieres hacerlo? ¿No ves que estas bestias enanas nos vigilan atentamente?

—¡Oh! ¡Si pudiera romper esta maldita cuerda!

—Yo lo intentaré, señor —interrumpió Narsinga.

—¿Tú?

—Tengo dientes pequeños, pero muy agudos y ya otras veces he roído las cuerdas que ataban a Garrovi. —¡Si tú pudieras…!

—Espera que sea de noche y probaré.

—¿Pero adónde iremos? —preguntó Sciapal.

—A los bosques.

—Necesitaríamos tener armas.

—Es cierto, pero… ¡Un momento! ¡Tengo una idea!

—¿Sí?

—Espera, Sciapal, si puedo recuperar mis pistolas, estos malditos enanos no volverán a atraparnos.

Luego volviéndose hacia uno de los guardianes, le gritó:

—Dile al jefe que quiero hablarle.

CAPÍTULO XXVIII. LA FUGA

Quizás el salvaje no había comprendido aquellas palabras, siendo poco probable que conociera el dialecto bengalí, pero como sabía que el jefe hablaba la lengua de los prisioneros, lo llamó.

El jefe de los andamaneses, suponiendo que quizás los bengalíes tenían alguna importante comunicación que hacerle, se apresuró a ir hasta la cabaña, pero tomando sus precauciones, pues apareció armado con un gran arco de dos metros de largo, estrecho en el medio y ancho en los extremos, lo que demostraba la poca fe que tenía en la tranquilidad de sus prisioneros.

—¿Me hiciste llamar?

—Sí, jefe.

—¿Qué deseas?

—Decirte que cedemos a tus pretensiones.

El nativo no pudo disimular un movimiento de alegría, oyendo aquellas palabras y clavó en el anglo-hindú una ardiente mirada.

—¿Me construirás una de esas grandes casas flotantes?

—Sí.

—¿Y también un palacio como los que he visto en Calcuta?

—También un palacio.

—Y me harás armas de fuego que atruenan y matan a distancia.

—Si quieres te fabricaré hasta un cañón.

—¡Te daré de comer todo lo que quieras!

—No es suficiente.

—¿Qué necesitas?

—Armas para trabajar la madera necesaria.

—Las tendrás.

—Pero no tienes lo que yo preciso… Tus lanzas no son suficientes.

—Tengo tu hacha.

—No alcanza.

—¿Qué deseas?

—Mis pistolas.

—¿Qué piensas hacer con las armas que truenan?

—Derribar los mayores árboles de la selva.

—Eso no lo vi hacer en Calcuta.

—¿Acaso no viste nunca cómo el rayo derriba los grandes troncos?

—Es cierto.

—¿Y mis armas no atruenan como el rayo?

—También eso es cierto.

—Si no me las das, no podré fabricarte la casa flotante.

—Tendrás todo lo que quieras.

—Eso es otra cosa… Mañana comenzaremos a trabajar.

El jefe, contento ante la promesa de Alí, se fue gritando de alegría.

—Veremos si todavía estarás tan contento cuando tenga las pistolas en la mano —murmuró Alí—. ¡Salvaje maldito!

—¿Huiremos esta noche, patrón?

—No —contestó Alí—, sin armas no iremos muy lejos.

Mañana daremos el golpe.

—¿Qué piensas hacer?

—En el momento oportuno lo sabrás. Mira, aquí viene el jefe con alimentos… Esperemos que sea una cena abundante.

Sus esperanzas quedaron defraudadas. La comida era abundante pero apta tan sólo para el paladar de los salvajes.

Consistía en grandes lagartos asados, de aspecto repugnante, medio gato salvaje de olor desagradable, un pote con miel de abejas silvestres, y una cesta de moluscos y crustáceos.

Los prisioneros hicieron honor a la miel, a los moluscos y a los crustáceos, pero siendo ya de noche, habiéndoles cortado las ligaduras los nativos, se tendieron sobre el piso de la cabaña y trataron de dormir.

Sin embargo, el sueño de los prisioneros no fue tranquilo, pues parecía que en torno de aquel poblado se habían reunido todos los mosquitos famélicos de la India.

A la mañana siguiente, el jefe, seguido de una docena de sus hombres armados de lanzas y arcos, fue a despertar a los prisioneros. Alí vio de inmediato que llevaban el hacha, las dos pistolas y las pocas municiones que le quedaban.

—¿Estás listo? —inquirió el jefe.

—Quítanos las ligaduras de las piernas, y vamos.

—¿No tratarás de escaparte?

—Tú tienes a tus guerreros…

—Es cierto, pero los hombres de Bengala son más robustos que nosotros.

—Pero tú y los tuyos sois mucho más numerosos que mi amigo y yo…

—Es cierto, vamos.

—Llévame a un lugar de la selva donde haya grandes árboles —dijo Alí—. Necesito mucha madera para construir la casa flotante.

El grupo de hombres, precedido por el Jefe, se puso en camino.

Bien pronto se encontraron en medio de un bosque espesísimo, formado por un conglomerado de ficus pisocarpa, árboles resinosos de dammar, y teks, altísimos y muy gruesos, en cuyas copas evolucionaban bandadas de monos. Alí se detuvo lanzando en derredor una prolongada mirada, luego alzó los ojos sobre un tek colosal que medía fácilmente medio centenar de metros, y tan grueso que tres hombres uniendo las manos no hubieran podido abrazarlo.

—Este es un árbol hecho para nosotros —dijo volviéndose hacia el jefe.

—¿Cómo? ¿Quieres derribar esta enorme planta?

—Así es, pero necesito que me ayudes con tus hombres.

—¡Pero, si este árbol cae, nos aplastará a todos!

—Yo sé cómo derribarlo sin peligro.

—¿Qué debemos hacer?

Alí indicó otro tek casi del mismo tamaño, situado a poca distancia, diciendo:

—Tú y tus hombres deberéis subir allí arriba sosteniendo los cables que ligaremos al primer árbol.

—¿Y tú, qué harás?

—Yo atacaré el tek con mi hacha y mis pistolas. ¿Comprendes ahora?

Sciapal entre tanto había hecho cortar largas lianas, y trepándose al tek en cuestión había atado su extremo con aquellas cuerdas vegetales.

Los indígenas, que habían comprendido la maniobra, subieron al segundo tek, sosteniendo las lianas y acomodándose entre el follaje.

Sin embargo el jefe parecía poco dispuesto a seguirlos.

Un resto de desconfianza lo mantenía en tierra.

—Vamos, dame las armas y sube al árbol —dijo Alí.

—¿Pero no huirás tú mientras tanto?

—Tus hombres tienen flechas.

—Sí, pero preferiría quedarme en tierra.

—El tek puede matarte.

—Me mantendré en guardia.

Alí lo miró con ojos que lanzaban relámpagos, pero se contuvo.

—Ya que desconfías, quédate, pero ten cuidado.

—No temas —repuso el salvaje con una risita maliciosa—. Toma el hacha.

—¿Y las pistolas?

—Yo también sé dispararlas; cuando me lo ordenes las descargaré contra el árbol.

Alí experimentó un deseo loco de arrojarse contra aquel bribón y estrangularlo, pero no había llegado aún el momento de proceder.

Aferrando el hacha se acercó al árbol, y comenzó a golpearlo con fuerza, haciendo saltar en derredor astillas y trozos de corteza.

Por su parte, Sciapal, que había sido instruido durante la noche anterior, amontonaba al pie del segundo tek una gran cantidad de hierbas y ramas secas.

Aquella extraña maniobra hizo sospechar al jefe que algo raro ocurría:

—¿Qué hace tu esclavo? —preguntó a Alí.

—Prepara la leña para quemar las ramas del árbol.

—¡Pero arriba están mis hombres!

—Cuando el tek haya caído, bajarán. Ahora cállate y déjame trabajar o no podré fabricar la casa flotante.

Volvió a hachar al gigantesco árbol, siempre con escaso éxito, pues aquella madera es notablemente dura, mientras Sciapal continuaba acumulando leña bajo el otro coloso del bosque, en cantidad tan grande como si hubiera tenido que asar a un buey.

—He terminado —gritó Sciapal.

—Vete de aquí, Narsinga —dijo Alí en voz baja— y cuídate de las flechas.

—No temas, señor.

El capitán dejó caer el hacha como si estuviera agotado por aquel trabajo, y volviéndose hacia el jefe le dijo:

—Las armas de fuego harán el resto.

—¿Debo descargarlas?

—Sí, pero antes advertirás a tus hombres que deben mantenerse preparados, para dar un violento tirón a las lianas apenas oigan la detonación.

Luego volviéndose hacia el malabarés, le dijo:

—Enciende una rama de dammar. Tendremos necesidad de una hoguera para quemar las hojas del tek.

Mientras Sciapal se apresuraba a obedecer encendiendo una gran rama resinosa que ardió de inmediato como una antorcha, los andamaneses, advertidos por su jefe habían dejado las armas y aferraban las lianas.

—Te toca a ti —dijo entonces Alí dirigiéndose al jefe, El andamanés, que ya no sospechaba nada, se acercó al tek golpeado por Alí, apoyó las dos pistolas contra el tronco, y tras una breve pausa disparó.

El colosal árbol, como era de preverse, no se movió siquiera; en cambio el jefe se desplomó inerte, tras los dos golpes terribles que le propinó Alí en la cabeza.

Casi al mismo tiempo Sciapal arrojó la antorcha en medio de la pila de madera seca que formara en derredor del segundo tek, incendiándose de inmediato, produciendo una espesa nube de negro humo.

—¡Huyamos, patrón!

Alí no había permanecido inactivo. Cuando el jefe de los nativos cayó, se precipitó sobre él, arrancándole las dos pistolas, las municiones que quedaban, y recogiendo el hacha llamó a Narsinga y echó a correr hacia lo más espeso del bosque.

Los salvajes, viendo huir a los prisioneros, habían empuñado los arcos y flechas, pero aquello era inútil, pues no podían descender a causa del fuego que quemaba la base del tek; con alaridos feroces trataron entonces de llamar la atención de sus compañeros que permanecían en la aldea.

Los fugitivos entretanto huían por la selva, dejando trozos de ropa en la maleza, cayendo y levantándose hasta que por fin, extenuados, llegaron a la orilla de un pantano que se extendía en medio de un bosque sombrío y cargado de humedad.

—Creo que no nos encontrarán —dijo Alí—. Podemos detenernos aquí.

—Este sitio es peligroso, patrón —dijo Sciapal—. La fiebre de los bosques debe reinar sobre este pantano.

—No nos quedaremos mucho tiempo. Tal vez Eduardo esté cerca de aquí, ¿no es cierto, Narsinga?

—Así lo creo, señor.

—¡Pobre hermano mío! Tal vez me creerá muerto.

—Deja tus tristes pensamientos, patrón —exclamó Sciapal—, un día u otro lo encontraremos.

—Tienes razón. Busquemos por ahora un escondrijo para protegernos de esos malditos salvajes. Estarán ansiosos de vengarse, y recurrirán a todos los medios posibles para atraparnos nuevamente.

CAPÍTULO XXIX. LAS ARENAS MOVEDIZAS

Como hemos dicho, la precipitada fuga a través de la selva les había conducido hasta una zona pantanosa, rodeada de altos y sombríos árboles sobre la que flotaba un fétido olor a materia en putrefacción.

Alí cortó una rama de un hachazo, y la sumergió en el pantano, apreciando la profundidad. Había tan sólo medio metro de agua, y el fondo parecía ser suficientemente sólido como para aguantar el peso de un hombre.

—Trataremos de pasar —dijo a sus compañeros—. Un viaje de treinta o cuarenta horas por la ciénaga no nos resultará fatal.

Alzando a Narsinga en brazos, la cargó sobre las espaldas, le entregó las pistolas y la pólvora y entró resueltamente en aquellas negras y fangosas aguas, seguido por Sciapal, que había cortado un grueso bastón para apoyarse.

Habían recorrido ya una distancia regular, hallándose a cinco o seis metros de un islote que se elevaba sobre las oscuras aguas, cuando Alí sintió que la tierra se hundía.

—¡Sciapal! —gritó—. ¡Arenas movedizas!

—Espera que te ayudo…

—No, nos ahogaríamos los tres…

—¿Qué debo hacer? —preguntó el hindú aterrorizado.

—Sube al islote y alcánzame una rama larga. No te acerques o te ahogarás tú también.

—¿Crees que puedes resistir unos minutos?

—Así lo espero.

—No te muevas, o te sumergirás más rápido.

El hindú se apresuró a llegar hasta el islote, tanteando el fondo con su bastón para no caer en la trampa, y advirtiendo entonces que el banco de arena movediza se prolongaba también en aquella dirección, cortándole el paso.

Atemorizado comenzó a rodearlo, comprendiendo que perdía un tiempo precioso para las vidas de Alí y Narsinga.

El capitán permanecía totalmente inmóvil, comprendiendo que el menor esfuerzo, la mínima tentativa hecha para librarse de aquella trampa mortal, hubiera apresurado su descenso en el traidor banco; pero pese a ello continuaba hundiéndose poco a poco.

El agua del pantano ya le llegaba hasta el mentón y seguía subiendo. Un minuto más y no podría respirar.

Narsinga callaba, pero veía subir con ojos extraviados la negra superficie de aquellas aguas. Sentía que su valeroso salvador poco a poco, milímetro a milímetro, se hundía en la horrenda tumba de las arenas movedizas.

—¡Pronto, Sciapal! —el agua llegaba a los labios de Alí—. Apresúrate o estoy perdido.

—¡Aquí estoy, patrón!

El hindú había encontrado una lengua de tierra sólida y estaba sobre la isla. De un fuerte tirón arrancó una rama larga y fuerte y la alcanzó a Alí sosteniendo la extremidad opuesta con firmeza.

La segunda palabra fue sofocada en sus labios, y el agua negra y viscosa llegó hasta su garganta; de un tirón se aferró desesperadamente a la rama, y Sciapal con una energía increíble le arrastró lentamente hasta sacarlo del sitio donde podía haber quedado atrapado.

Al llegar al islote, Alí se dejó caer a tierra tras haber depositado a la pequeña Narsinga.

—¡Nunca me creí más cerca de la muerte que en esos momentos! —dijo sofocado el capitán.

—Yo temblé más que tú, patrón —dijo Sciapal—, temía no llegar a tiempo para salvarte y verte desaparecer junto con la niña.

—No olvidemos la dirección de ese banco, Sciapal. —No temas, sé dónde está el pasaje y lo recordaré perfectamente.

—Visitemos ahora nuestras posesiones. Me parece que este islote es un escondite espléndido.

—Sobre todo estando defendido por arenas movedizas.

Aquella elevación de terreno que sobresalía casi en el mismo centro de la ciénaga, tenía un diámetro de veinticinco o treinta metros, y estaba formado por una compacta masa de tierra, hojas secas y raíces semipodridas, habiendo crecido en medio doce o quince árboles, algunos mangos, y dos o tres dammar resinosos.

En las copas de esos árboles se veían numerosos lagartas cantores semejantes a los que tanto abundan en Java y Sumatra, que dejaban oír casi sin interrupción su extraño y armonioso grito; sobre las copas volaban pequeños pájaros de brillantes colores y algunas palomas.

—Es un escondrijo casi impenetrable —dijo Alí tras haber dado una vuelta al islote—. Si los salvajes se han puesto a cazarnos, no sospecharán que estamos aquí.

—Me parece que la caza no abunda por la zona, patrón —contestó Sciapal—. Y recuerda que aún no hemos comido.

—Hay mangos.

—Están impregnados de resina.

—También hay algunas bananas.

—Alcanzarán tan sólo para hoy.

—Mañana veremos y…

—¡Silencio, patrón!

—¿Has oído algo?

—¡Escucha!

A lo lejos se oían resonar alaridos, que duraron algunos minutos para cesar repentinamente.

—¿Habrán descubierto nuestras huellas los salvajes?

—Se preguntó Alí frunciendo el ceño.

—¡Tal vez se derrumbó el árbol!

—No es posible, y además estamos demasiado lejos para oírlos.

—¿Qué hacemos por ahora, patrón?

—Mientras tengamos tiempo disponible, recogeremos bananas y mangos.

—Yo me encargo de eso —dijo Narsinga.

La pequeña, que era ágil como un mono se trepó a los mangales, recogiendo la fruta, en tanto que Sciapal se colgaba de las desmesuradas hojas de un bananero, para arrancar cachos.

Alí, entre tanto, recorría la orilla del islote buscando algún animal, pero en vano. Estaba a punto de reunirse con sus compañeros, cuando vio peces de diez centímetros de largo, munidos de robustas espinas, con miembros carnosos que parecían rudimentarias patas con las que saltaron fuera del agua y se arrastraron entre las hierbas, ayudándose con la cola.

—¡Caramba, caramba! —murmuró con cierta sorpresa periophtolmus. Sciapal… Ven a ayudarme.

—¿Has encontrado algún animal, patrón? —preguntó el hindú mientras se acercaba a la carrera.

—No, peces…

—¿Peces entre las hierbas? Esto sí que es raro…

—Mira cómo caminan.

El hindú se inclinó, viendo unas tres docenas de los curiosos animales que saltaban sobre las hierbas, persiguiendo a los insectos que allí había. Pese a que se sintió extraordinariamente sorprendido, Sciapal se apresuró a ayudar a Alí, consiguiendo atrapar unos veinte.

—Nunca he visto algo semejante —murmuró el malabarés.

—En cambio yo encontré en Java y Sumatra a algunos arabas, peces parientes de éstos, en medio de campos cultivados.

—¿Vivos?

—Y tanto que trepaban a los arbustos. Se dice que suben a los más altos árboles, pero nunca los he visto.

En aquel momento volvieron a resonar los fuertes gritos, y los dos hombres se miraron inquietos.

—¿Tienes todavía balas? —preguntó Sciapal.

—Once.

—Son demasiado pocas, patrón.

—Bastarán para estos canallas. Aquí vienen: vamos a ocultarnos.

Acababan de hacerlo, cuando apareció un salvaje que examinaba atentamente la maleza en busca dé huellas de los fugitivos, hasta llegar a la orilla del pantano cuyas oscuras aguas observó con desconfianza.

Repentinamente, alzó la cabeza y miró hacia el islote.

Su instinto de hombre del bosque no lo engañaba: abriendo la boca lanzó tres agudos silbidos.

Casi al mismo tiempo otros dos salvajes aparecieron cerca de la orilla, armados con arcos y flechas.

Los tres andamaneses intercambiaron algunas palabras, señalando el islote, y por fin uno de ellos se introdujo en el agua dirigiéndose resueltamente hacia allí.

—Patrón… ¡Estamos perdidos!

—Aún no, no hagamos ruido y no nos dejemos ver.

—Pero dentro de pocos minutos ese maldito salvaje estará aquí.

—¿Has olvidado las arenas movedizas?

—De cualquier manera pueden encontrar el pasaje… Y si disparas tu pistola, nos sitiarán en la isla.

Entretanto el salvaje continuaba avanzando con precaución. Había llegado a cinco o seis metros del islote cuando se detuvo bruscamente lanzando un grito de terror.

Las arenas movedizas lo habían atrapado; sintiendo que sus pies se hundían, el andamanés se debatió para librarse de aquella espantosa muerte, pero en lugar de salir, se hundió cada vez más.

Sus compañeros, aterrorizados, no osaban tirarse al agua. Aullando como poseídos tendían los brazos hacia el desgraciado, corrían de un lado al otro, pero no bajaban de la orilla.

Alí, viendo que aquel pobre diablo estaba a punto de desaparecer dio un paso adelante aferrando una larga rama, pero Sciapal lo detuvo diciéndole:

—¡No, patrón, si lo salvas nos pierdes a nosotros!

—Está por morir, Sciapal…

—Si tú te encontrases en su puesto, lo más que él haría por ti sería tirarte un par de flechas.

—Será verdad, pero no puedo asistir impasible a la muerte de un hombre. Ocurra lo que ocurra estoy resuelto a salvarlo.

—Patrón …

—Te he dicho que estoy resuelto, Sciapal.

Arrancando la larga rama, la extendió en dirección del salvaje, que lanzó un alarido terrible creyendo que el hombre blanco quería terminar de hundirlo.

—¡Agárrate, rápido!

El nativo, viendo que la rama estaba a la altura de sus manos, la aferró con vigor desesperado, arrojando a su salvador una mirada aterrorizada.

—No la sueltes —continuó el capitán.

Luego comenzó a tirar suavemente hasta llevarlo a la orilla.

El andamanés, cuando se sintió a salvo, cayó a los pies del hombre blanco, diciendo en lengua bengalí:

—¿Me matas o me concedes la vida?

—Si no te dejé ahogar, es porque quería salvarte. No temas, levántate.

—Soy tu esclavo.

—Veremos si nos eres útil. ¿Dónde están tus compañeros?

En aquel momento se acercó Sciapal:

—Han desaparecido. Pero regresarán, patrón, para sitiarnos.

—Nos defenderemos.

—¿Con este enemigo en casa?

—Es nuestro esclavo.

—¿Y tú confías en él, patrón?

—¡Por Baco! A la primera sospecha lo tiro de nuevo al agua, y esta vez dejo que se lo trague la arena movediza.

CAPÍTULO XXX. ENTRE LAS NAIA Y LAS «SERPIENTES DEL MINUTO»

El andamano salvado por Alí era uno de los más pequeños de su tribu, midiendo escasamente un metro cuarenta, pero parecía ser un hombre muy robusto y pese a sentirse prácticamente indefenso, junto a los dos extraños, se mostraba totalmente tranquilo.

Sciapal juntó todas las provisiones recolectadas, consistentes en veinte peces, dos docenas de mangos y otras tantas bananas pequeñas y poco jugosas.

Alí, hombre previsor, dividió aquellos víveres en montoncitos, diciendo:

—Para hoy, para mañana, para pasado.

—Magras raciones, patrón, sobre todo ahora que hay una boca más.

—Es mejor quedarse con apetito que morirse de hambre, Sciapal.

Narsinga había encendido el fuego, utilizando la yesca del capitán, y sobre los tizones asó algunos peces que en pocos instantes quedaron cocidos.

La magra colación desapareció rápidamente, y luego no viendo aparecer ningún enemigo en la orilla, Alí y Narsinga se acostaron a dormir, mientras Sciapal desconfiando de los salvajes montaba guardia.

Por su parte el prisionero, acurrucado junto al hindú, parecía escuchar muy atentamente algo no perceptible.

Sciapal no lo perdía de vista, dispuesto a arrojarlo a las arenas movedizas al menor movimiento sospechoso.

De pronto, el andamanés le señaló un macizo de bananeros que crecían exactamente frente a ellos en la opuesta orilla.

—¿Qué quieres?

—Vienen —contestó el salvaje en un pésimo bengalí.

—¿Tus compañeros?

—Sí.

—Yo no los veo.

—Kalari los oye.

—¡Ah! ¿Te llamas Kalari? Y bien, amigo Kalari.

¿Dónde están tus compañeros?

—Se arrastran entre los bananeros.

—¿Y crees que están resueltos a capturarnos?

—El jefe quiere la casa flotante.

—Entonces, malditos sean los navíos. ¿Y tú lo ayudarás, Kalari?

—No, porque soy vuestro esclavo.

—Nunca hubiera creído encontrar un caballero entre estos salvajes —dijo Sciapal para sí mismo.

Luego, volviéndose hacia el andamanés, inquirió:

—¿Se acercan siempre?

—Sí.

—¿Querrán sitiarnos y hacernos capitular por hambre? —murmuró el hindú— cuya inquietud iba en aumento.

Sus miradas se dirigieron hacia Alí que dormía tranquilamente, y luego volvieron al macizo de bananeros.

—No vale la pena que lo despierte. Esta noche tendrá que hacer guardia.

Al promediar la tarde, Alí despertó y el marinero se apresuró a informarle sobre la llegada de los enemigos a la orilla del pantano.

—¿Prepararán balsas para atacarnos esta noche?

—¿Qué podemos hacer, patrón?

—Por ahora, velaremos atentamente.

—¿Y si irrumpen en el islote?

—Nos refugiaremos sobre los árboles.

—Les prenderán fuego.

—Están demasiado verdes para encenderse. Además me darán tiempo para derribar unos cuantos con mi pistola.

Aunque tenga pocas municiones, alcanzarán para esos salvajes, que tanto temor tienen a las armas de fuego.

—Situación muy poco brillante, patrón.

—Pero no desesperada, Sciapal. Vamos a ocultarnos entre la maleza, y sostengamos valientemente nuestra posición.

El resto del día transcurrió tranquilamente; desde la costa llegaban de tanto en tanto los ruidos producidos por los salvajes al cortar los troncos de los árboles. Era evidente que estaban construyendo una balsa.

A las veintitrés Sciapal oyó frente al sitio donde montaba guardia el sonido de algo arrojado al agua.

—¡Patrón! —llamó—. Alguien viene.

Alí, que vigilaba la ribera opuesta, corrió con una pistola en la mano hacia allí, resuelto a matar de un tiro al nadador.

—¿Lo ves?

—Algo flota junto a la orilla, pero no parece un cuerpo humano.

—Tienes razón, más bien diría que se trata de una balsa.

Un nuevo chapoteo se escuchó más allá, y otra pequeña balsa que llevaba a modo de vela dos grandes hojas de bananero, se dirigió lentamente hacia el islote. Instantes después, una tercera fue arrojada al agua, y luego una cuarta, continuando así hasta llegar a la docena.

—¿Qué diablos contendrán? —se preguntó Alí en el colmo de la sorpresa.

—Kalari —interrogó Sciapal volviéndose inquieto hacia el salvaje prisionero—. ¿Comprendes lo que ocurre? …

—No, pero ten cuidado porque el jefe es astuto y puede querer jugarnos una mala pasada.

Sciapal y Alí, munidos de bastones, se dirigieron hasta la orilla del islote para ver qué contenían las primeras balsas que tocaron tierra, pero el hindú, que se había adelantado, se detuvo de golpe, y retrocediendo arrastró al capitán mientras decía con voz aterrorizada:

—¡Patrón… detente!

Algunos silbidos escalofriantes partían de las hojas que cubrían las balsas.

—Por Siva… ¡el silbido de la naia neri!

—¡Y de las «serpientes del minuto»!

—¡Huyamos!

—Hundamos primero las balsas.

—Demasiado tarde, patrón… Ya vienen.

El hindú tenía razón. Aquellas serpientes, las más venenosas que existen, se apresuraban a abandonar los inseguros flotadores que las llevaran hasta allí.

Aterrorizados Sciapal y Alí se retiraron precipitadamente.

—Al agua, Sciapal —dijo Alí tomando en brazos a Narsinga.

—Caeremos en las arenas movedizas o en manos de los salvajes.

—Pero los reptiles están por invadir el islote.

—Todavía quedan los árboles. Arriba estaremos seguros.

—Es cierto: no perdamos un instante.

Sin perder un minuto más, Alí, llevando a Narsinga y seguido por Sciapal y el andamanés, trepó a uno de los más grandes árboles del islote.

La situación se había tornado desesperada. Era evidente que el jefe de los salvajes estaba resuelto a capturarlos por cualquier medio.

CAPÍTULO XXXI. ASEDIADOS

Cuando despuntó el alba, los sitiados, que durante toda la noche habían permanecido despiertos, temiendo alguna otra diabólica sorpresa por parte de los andamaneses, pudieron ver que el islote estaba cubierto por cinco o seis docenas de los reptiles más peligrosos que se conocen.

Los andamaneses se habían reunido en la orilla del pantano, para ver si los sitiados todavía estaban vivos, y si se resolvían a arrojarse al agua. Eran unos cuarenta salvajes, armados con arcos, flechas y lanzas con puntas de hueso.

En medio de ellos se distinguía al jefe, que llevaba la cabeza vendada con un trozo de tela rústica.

Viendo que los sitiados se habían refugiado en el árbol llevando al prisionero, parecieron enloquecer de rabia.

Aullando como poseídos, saltaban y agitaban amenazadores sus armas.

—Si mis pistolas tuvieran mayor alcance veríais que bien podrían servirme —murmuró Alí—. Con una buena carabina, ya habría destrozado la cabeza de ese jefe.

Así transcurrió el día, y los sitiados comenzaron a sentir fatiga por la incómoda posición en que se encontraban; Sciapal, improvisó con algunas ramas trenzadas, una hamaca para la pequeña Narsinga, pero ni él ni Alí se atrevieron a dormir por miedo a que los andamaneses aprovechasen las tinieblas para sorprenderlos.

A medianoche oyeron un rumor sordo, como si una masa enorme hubiera sido arrojada al agua.

—¿Has oído, patrón?

—Sí, me parece que es una balsa.

—Preparemos el recibimiento… Tratarán de acercarse a tiro de flecha para asaltarnos.

Si bien la oscuridad era porfunda se descubrían sobre la balsa las figuras de quince o veinte hombres, munidos de largos bastones que les servían para impulsar el improvisado vehículo.

Alí, Sciapal, Narsinga, y el prisionero, se habían ocultado tras el tronco del árbol a distintas alturas, para ofrecer menos blanco.

—Sciapal —dijo el capitán al hindú que estaba por encima de su cabeza—. Encárgate de las municiones y de cargar las pistolas. Mientras tengamos pólvora esos miserables no se atreverán a acercarse.

—Estoy listo, patrón.

En aquel instante resonó un agudo silbido y un dardo corto y delgado pasó junto al hindú, clavándose en una rama.

—¡Si vuestras flechas llegan hasta mí, también mis balas podrán tocaros!

Diciendo esto Alí se inclinó hacia adelante y disparó su pistola. La detonación fue seguida de un coro de aullidos.

—¿Blanco, patrón? —preguntó Sciapal cargando nuevamente la pistola que Alí le extendía.

—Así lo espero.

Alí volvió a descargar sus armas y esta vez se oyó claramente un grito de dolor, la voz de un hombre herido mortalmente.

—Esta vez sí que hemos hecho blanco, Sciapal.

—¿Continúan en la balsa, patrón?

—Sí.

Una tercera detonación levantó ecos sobre la floresta, seguida de un nuevo grito.

—¡El plomo muerde! —exclamó el hindú alegremente—. Si puedes… ¡Ah, perro, socorro patrón…!

Alí, sorprendido, alzó la cabeza y vio al prisionero tratando de arrojar al hindú de la rama.

—¡Traidor! —gritó.

Sciapal aferrado estrechamente a la rama, no podía defenderse para no arriesgarse a caer entre las serpientes.

El salvaje, con sus dedos callosos le apretaba el cuello amenazando ahogarlo.

De pronto se oyó un golpe seco, como un bastonazo dado sobre el cráneo de un hombre. El andamanés lanzó un rugido y soltó su presa.

Aquel golpe había sido dado por Narsinga. La valiente criatura que se encontraba encima de todos, había arrancado una rama seca sirviéndose de ella con todas sus fuerzas.

Sciapal, que tenía entre los dientes la pistola recién cargada del capitán, sintiéndose libre la empuñó con la izquierda, disparando contra el salvaje, que lanzó un alarido y se desplomó.

—Gracias, Narsinga —exclamó Sciapal respirando ansiosamente.

—Las pistolas —aulló el capitán—, rápido Sciapal, que esos bellacos desembarcan.

Pronto Alí reinició el fuego tratando de abatir a los salvajes que mejor se veían, pero la oscuridad no le permitía apuntar con precisión.

Otros dos salvajes cayeron muertos o heridos, y la balsa dejo de avanzar, pero no por ello retrocedió.

Las flechas continuaban silbando en torno al árbol, impidiendo que los asediados abandonaran el tronco protector. De tanto en tanto alguna lanza pasaba entre las ramas, siguiendo de largo.

—Tomad —aullaba Alí, descargando las armas sin prisa.

—¡Aporrea a otro, patrón! —gritó entusiasmado Sciapal, que continuaba cargando las armas. De pronto Alí preguntó:

—¿Cómo estamos de municiones?

—Tenemos cuatro balas.

—¡Y no se resuelven a irse! ¡Tomad, canallas! Disparó otros dos tiros, sin éxito. —¡Sciapal!

—¿Patrón?

—Estamos por caer en manos de esos salvajes.

—Aquí están las dos últimas balas.

—¿Y después?

—Tenemos el hacha.

—No servirá contra las flechas.

—Toma las pistolas.

—Temo gastar estas balas, Sciapal.

—Los salvajes parecen atemorizados, ya no avanzan —dijo el hindú.

—Pero no huyen… ¡Veamos un nuevo tiro!

Un salvaje se movía hacia adelante, sobre la balsa, preparándose para arrojar su lanza. Alí apuntó cuidadosamente y disparó.

El atacante se dobló sobre sí mismo, y luego cayó en el pantano, desapareciendo bajo las negras aguas.

—¡Toma la última carga! —murmuró Sciapal extendiendo la pistola.

Alí la empuñó con mano que temblaba; estaba a punto de disparar, cuando oyó un sonoro ladrido resonar en el bosque.

Una esperanza loca se apoderó de él.

—¡Pandú! ¡Sciapal, es Pandú! Sciapal lanzó un grito de alegría:

—¡Sí, es Pandú, y tras él se oyen voces humanas!

—¡Entonces vaya ahora la última bala! —Y trasapuntar unos segundos, derribó a otro salvaje que tendía su arco sobre la balsa.

CAPÍTULO XXXII. LA SALVACION DEL PARIAH

Antes que estos últimos acontecimientos tuvieran lugar, el pariah con Eduardo, Oliverio y el viejo Harry a bordo, incendiado y con las cuerdas del timón cortadas, era arrastrado por la tempestad.

La situación del desdichado velero podía considerarse desesperada.

Privado de sus velas sin el palo mayor, con el trinquete incendiado, sin timón, podía darse casi por perdido, pues el fuerte viento lo arrojaba contra los escollos meridionales de la isla.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Harry mesándose los cabellos—. El miserable nos ha arruinado.

—Viejo amigo —dijo Oliverio que parecía conservar su sangre fría—. La costa está a menos de tres kilómetros …

Trataremos de alcanzarla.

—Pero las olas destrozarán la nave contra los escollos, señor.

—Puede ser, pero salvaremos la vida.

—Por el contrario, señor, este mar enfurecido nos estrellará a todos juntos con el barco.

—Probemos.

—¡No! Todavía nos queda una esperanza.

—¿Cuál, Harry?

En lugar de contestar, el viejo marino se inclinó sobre el castillo de popa, y gritó:

—¡Cuatro hombres al trinquete! Cortadlo y arrojadlo al mar. ¡Seis hombres a popa con una vela cuadrada y varias tablas! Señor Oliverio, dadme algunos cables.

Todos se apresuraron a cumplir las órdenes del lobo de mar.

—¿Qué quieres hacer, Harry?

—Arreglar el timón destrozado por Garrovi.

—¿Cómo?

—Ya lo veréis.

Tomando las tablas las clavó en los cuatro bordes de la vela cuadrada improvisando una especie de pala de gran tamaño. Hecho esto le colocó dos cables, y la bajó a popa, colocándola en lugar del timón y ligando el extremo opuesto de los cables a la rueda.

—¿Quedan maderas a proa?

—Sí —contestó un hindú.

—Izad un pequeño palo y colocadle una vela de recambio.

Entretanto el mástil del trinquete cortado por la base, caía llameante al mar.

El incendio estaba dominado.

Harry tiró de las cuerdas que sujetaban la improvisada pala, y advirtió que con cierta dificultad conseguía dirigir la nave.

—¡La proa a tierra —dijo—, y confiemos en Dios!

A trescientos o cuatrocientos metros del pariah se veía una larga fila de escollos, que destacándose de la playa se extendía a lo largo de varios kilómetros.

Harry, comprendiendo el peligro que corrían, resolvió jugarse el todo por el todo y lanzó al pariah a través de un estrecho paso.

—¡Firmes las piernas! —gritó.

El pariah arrastrado por la corriente se introdujo en el canal con la velocidad de un caballo enloquecido pero de pronto sufrió una violenta sacudida y se detuvo, inclinándose sobre estribor.

—¡Cuernos de bisonte! —aulló Harry incorporándose—. ¡Hemos encallado…! ¡Maldito sea Garrovi!

La tripulación, aterrorizada, se precipitó hacia la popa gritando como si estuviese a punto de abrirse el mar a sus pies.

—¡Silencio, banda de cuervos! —aulló Harry—. ¡Nos hundimos!

—¡Son vuestras cabezas las que se hunden! —tronó el viejo—. ¿No veis que la nave está inmóvil? ¡Señor Oliverio! ¡Eduardo!

—Aquí estamos —contestaron el teniente y el joven anglo-hindú corriendo junto al lobo de mar.

—¿Estáis a salvo? Entonces no hay nada malo.

—¿Resiste el pariah? —preguntó Oliverio.

—Ha encallado tan profundamente que no se moverá por un buen rato.

El banco de arena se extendía a la largo del canal, bloqueando el paso. El navío, impulsado por el viento y la corriente, estaba profundamente varado.

—¡Qué desgracia! —exclamó Eduardo—. ¡Naufragar aquí cuando mi hermano está tan cerca!

—Lo buscaremos igual —dijo Oliverio—. Mañana bajaremos a tierra y nos pondremos en marcha.

—¿Y el pariah?

—Mientras buscamos a Alí, los carpinteros podrán re-pararlo —dijo Harry tranquilamente.

—Tenemos víveres para cuatro meses, armas y municiones, de modo que no hay nada que temer.

La noche transcurrió sin más peripecias, y al amanecer estaban todos de pie, resueltos a comenzar la búsqueda. La tormenta había cesado y el mar estaba tranquilo.

En ese momento, Harry creyó oír ladridos de un perro cerca de la costa.

Eduardo, que escuchó con atención, se mostró profundamente emocionado.

—¡Sería imposible que se trate del propio Pandú! —dijo a Oliverio—. ¡Resultaría demasiado hermoso!

—Trata de llamarlo…

El jovencito se llevó las manos a la boca, haciendo una especie de portavoz, y gritó:

—¡Pandú! ¡Pandú!

Tres ladridos, perfectamente claros, le contestaron.

—¡Es Pandú! ¡Señor Oliverio! ¡Harry! Es el perro de mi hermano.

En aquel instante un ladrido más claro, más cercano, se alzó sobre las olas. El perro se había arrojado al mar y se acercaba nadando al banco de arena.

Tres marineros entusiasmados ante la promesa de una fuerte recompensa ofrecida por el teniente se arrojaron al agua para ayudar al animal.

Instantes después Pandú estaba entre los brazos de Eduardo, que lloraba de alegría.

—¡Pandú! ¡Mi bravo Pandú! ¿Dónde está Alí?

El perro oyendo aquel nombre, escapó de sus manos, corrió por cubierta y luego dirigió la cabeza hacia la playa emitiendo tres sonoros ladridos.

—¿Está allá Alí? —preguntó Eduardo señalando hacia la playa.

El perro, que parecía haber comprendido la pregunta, ladró nuevamente moviendo la cola.

—Dios nos protege; señor Oliverio, ¡Harry! —gritó Eduardo sollozando—. ¡Alí está en esa dirección!

CAPÍTULO XXXIII. EL CASTIGO DE GARROVI

Echada al agua la chalupa mayor, Oliverio, Harry y Eduardo, bajaron a tierra munidos de armas, municiones y alimentos, y acompañados por seis marineros escogidos entre los más robustos y valerosos, resolvieron emprender la expedición, guiados por Pandú.

—Dejaremos que el perro sea el jefe de ruta —exclamó Harry.

Pandú apenas apoyó las patas sobre la arena, se volvió hacia Eduardo y mordiéndole la chaqueta, trató de arrastrarlo hacia el este.

—Te comprendo, mi buen Pandú, no temas que te seguiremos.

El perro, viendo que se dirigían a lo largo de la playa, se echó a correr delante de ellos.

Empero Harry no avanzaba más que con toda precaución y cuidadosamente, pues sabía que los habitantes de aquella isla eran todo lo contrario que amistosos. Por otra parte aquella selva estaba plagada de peligrosos tigres y serpientes venenosas.

Antes de aventurarse en las márgenes de la jungla, escucharon atentamente, y no se pusieron en camino nuevamente hasta haberse asegurado de que reinaba un silencio casi absoluto.

—Nunca se es demasiado prudente, cuando se está en un país como éste. Ahora que estamos a punto de encontrar a Alí, tratemos de que no se pierda uno de nosotros.

Empero aquellas costas parecían hallarse deshabitadas, pues no se advertía la menor señal de habitantes ni traza alguna de antiguas aldeas o campamentos.

Todo lo que se destacaba eran las bandadas de papagayos, con plumas de todos los colores imaginables, y de pavos reales silvestres. Además sobre las copas de los árboles saltaban de rama en rama los guenu, cuadrumanos que para los hindúes son sagrados, viven en grupos, y que a menudo llegan al extremo de hacer la guerra contra los demás simios, arrojándolos del sector de bosque que ocupan para instalarse ellos.

A mediodía, tras haber recorrido una docena de kilómetros, abriéndose paso fatigosamente entre la espesura, rodeados de caña de azúcar silvestre, ébano, valeria índica y todas las especies de palmas que imaginarse pueda, los expedicionarios se detuvieron, buscando refugio contra los rayos solares bajo la copa de un gigantesco tamarindo, para gozar de un poco de reposo y reparar fuerzas.

Los tamarindos son muy comunes en la India, pero en cambio en las Andamanas se ven con muy poca frecuencia, pese a la similitud de flora entre aquellas islas y el continente.

Mientras preparaban la comida, Harry se dirigió hacia la playa, y allí vio que Pandú sacudía con el hocico un montón de conchillas, haciéndolas girar y dejándolas caer.

Luego el inteligente animal ladraba con insistencia, mirando hacia Oliverio y Eduardo.

—Veamos —se dijo el viejo lobo de mar—. Pandú quiere señalar algo…

Corrió por la arena, pero de pronto se detuvo, descubriendo claramente las huellas de dos hombres, uno descalzo y el otro calzado con botas.

—¡Señor Oliverio! ¡Señor Eduardo! —gritó excitado.

—¿Qué ocurre? —le preguntó el teniente, corriendo hacia él.

—Creo haber descubierto huellas de Alí…

—¡De mi hermano! —exclamó Eduardo.

—Sí, pero algo me extraña…

—¿Qué?

—Hay pisadas de un hombre calzado y de otro sin zapatos. El documento de Alí no hacía mención alguna a la presencia de otro marino a bordo del Djumna…

—Y en tal caso… ¿qué pruebas tenéis de que esas pisadas son de mi hermano?

—Mirad estas conchillas vacías, que Pandú continúa revolviendo con el hocico… Deben haber sido recogidas por Alí para alimentarse…

Media hora más tarde bajo una llovizna persistente, que era el resabio de la tormenta pasada, se pusieron en marcha, entusiasmados ante la idea de encontrarse pronto con el capitán del Djumna.

Pandú les precedía constantemente, bordeando la playa y ladrando, sin cesar, como si quisiera invitarlos a apresurarse.

Los obstáculos eran cada vez mayores; la playa estaba interrumpida por rocas caídas que costaba mucho trabajo superar, profundas brechas que parecían antiguos arroyos secos y desmesuradas raíces que hacían la marcha cada vez más dificultosa.

De tanto en tanto, encontraban nuevamente las pisadas de los dos hombres que descubrieran en la playa. Siempre eran las mismas: uno iba calzado y el otro descalzo.

Lo que molestaba y no poco a los audaces expedicionarios, era no poder explicarse quién era el compañero de Alí, y ya se habían convencido que lo más probable sería que se tratase de un salvaje amistoso.

Al caer la noche uno de los hindúes que se adelantara para acompañar de cerca a Pandú, volvió agitado, gritando:

—Preparad las armas… ¡una cabaña!

Al mismo tiempo el perro se lanzó a la carrera hacia la cabaña, emitiendo sonoros ladridos.

—¿Estará ocupada por salvajes? —inquirió Oliverio.

—Me parece que está medio derruida… —observó Harry—. Empero conviene proceder con prudencia.

Avanzaron con los fusiles listos para disparar, pero pronto se dieron cuenta que aquella cabaña, construida en el margen de la floresta, estaba desierta, pues Pandú entró y salió libremente de ella.

Parecía que el perro estaba dominado por una viva emoción, porque saltaba en torno a la choza, como enloquecido, lanzando ladridos lamentables, quejándose y volviendo la cabeza hacia la selva.

—¿Qué le ocurre a este perro? —inquirió Harry—. ¿Habrá perdido las huellas?

—¡Pandú! ¡Mi buen Pandú! —gritó Eduardo.

El perro en lugar de correr hacia allí lanzó un aullido que tenía algo de lúgubre.

—Mala señal —murmuró el viejo lobo de mar—. ¿Habrá ocurrido algo trágico?

—Vamos a ver —exclamó Oliverio.

Aquella cabaña, pese al mal estado en que se encontraba, parecía haber sido construida recientemente, pues las hojas que la cubrían eran frescas. Una pared estaba caída, como si hubiera recibido algún golpe violento, y el mismo techo parecía a punto de derrumbarse.

La maleza de alrededor estaba arrancada como si se hubiese producido en los contornos alguna fuerte pelea.

—Aquí hubo lucha —exclamó Harry.

—¿Habrá estado mi hermano en esta cabaña? —inquirió Eduardo palideciendo.

—No lo sé…

Comenzaron a buscar por los alrededores, hasta que uno de los hindúes encontró una punta de flecha de hueso.

—Aquí hubo salvajes… —murmuró Harry—. Esto es grave.

—¡Mi pobre Alí! —exclamó Eduardo—. ¿Lo habrán matado?

—Los andamaneses son malos pero difícilmente matan a los blancos… algunos viajeros han dicho que son antropófagos, pero yo no lo creo —contestó Harry—. Posiblemente lo han aprisionado sin hacerle mayor daño.

—Pero ¿podemos estar seguros que Alí estuvo en este sitio? —dijo entonces Oliverio.

—Pandú nos ha conducido hasta aquí, y para hacerlo debe haber tenido sus motivos… es un perro muy inteligente —contestó el lobo de mar.

—Pero ¿qué le harán a mi hermano? —inquirió Eduardo.

—No lo sé —repuso Harry—, pero si lo han hecho prisionero, lo que es lo más probable, nosotros nos ocupa-remos de liberarlo… ¡nueve fusiles bastan para barrer una tribu entera!

—Pandú, mi valiente animal —llamó Eduardo—. Tú nos guiarás…

El perro, en lugar de acudir, se lanzó hacia la playa y echó a correr siguiendo la línea del agua, para luego volver a introducirse en la espesura.

Todos le siguieron, pensando que había descubierto a algún salvaje emboscado.

De pronto resonaron fuertes gritos, junto con los ladridos furibundos de Pandú.

—¡Socorro! ¡Por favor!

—¡Pandú! ¡Aquí, Pandú! —ordenó Eduardo, pero el perro no obedeció. Entre la espesura resonaban los gritos desesperados y al mismo tiempo el sonido desagradable de huesos y carne desgarrados por los dientes del animal.

Harry, Oliverio y Eduardo consiguieron llegar allí.

Pandú estaba sobre un hombre que ya no se hallaba en condiciones de oponer la menor resistencia. Eduardo lo aferró por la cola, pero era inútil. El perro se apartó, y los tres pudieron ver que se trataba de Garrovi, reducido casi a un estado que lo hacía imposible de reconocer, la garganta desgarrada, el rostro y el pecho destrozados por los agudos dientes del enfurecido perro.

—¡Garrovi! —exclamó Oliverio—. ¡Pensar que todavía vivía!

—Pandú ha vengado a su amo… —agregó Harry.

—¿Y la pequeña que estaba con él? —preguntó Eduardo, mirando en derredor—. No la veo por ningún lado…

—Se habrá ahogado —contestó Harry—. Este bribón debe haber tenido la piel bastante dura para salir ileso de una tormenta semejante.

—Tanto como ileso, no… tiene una pierna destrozada…

—Ahora me explico por qué no pudo defenderse del ataque de Pandú… ¡Bah! ¡Un canalla menos en el mundo!

Regresaron a la cabaña y dieron órdenes a los hindúes para que la repararan. Luego cenaron con apetito y se tendieron a dormir, seguros de que la noche pasaría tranquilamente.

Habían pasado unas horas cuando despertaron alarmados por los ladridos del perro.

Pandú, que estaba atado a un poste de la cabaña, fue dejado en libertad, y se lanzó hacia la espesura gruñendo amenazador.

—¿Habrá hallado a la pequeña de Garrovi? —preguntóse Oliverio, que corría tras el perro seguido por los demás.

El animal recorrió ciento cincuenta metros, para detenerse bruscamente frente a un macizo vegetal, ladrando con creciente energía.

—¡Aquí, Pandú! —gritó Eduardo, temiendo que hallara a la criatura y le saltara a la garganta.

El inteligente perro obedeció, pero luego volvió a plantarse frente al macizo, esta vez sin hacer ademán de entrar.

—¿Quién puede ocultarse allí? —se preguntó Harry, inquieto.

El lobo de mar armó resueltamente su carabina y avanzó en medio de la maleza, con el dedo en el gatillo.

Un grito ronco, salvaje, le advirtió que efectivamente alguien se ocultaba entre la vegetación, pero no una fiera, sino un hombre. Era un nativo.

—¡Caramba! —exclamó satisfecho Harry—. ¡Un negro!

El andamanés se mantenía con un arpón en la diestra, adoptando una actitud defensiva.

—¡Eh, hombrecito, deja tu arma o te pego un tiro! —exclamó el marino. El salvaje evidentemente no comprendía el idioma inglés, pues alzó el arpón y saltó hacia adelante.

Al mismo tiempo los hindúes, que pasaran a sus espaldas aprovechando la presencia de Harry, cayeron sobre él y lo desarmaron.

—Este salvaje tal vez nos podrá decir donde está prisionero Alí.

—¿Crees que pertenece a esa tribu?

—Sí, señor Oliverio. Lo hemos aprisionado demasiado cerca de la cabaña como para que sea una simple casualidad.

—¿Te comprenderá?

—En estas costas se habla más dialecto bengalí de lo que se cree…

—Probad, señor Harry —dijo Eduardo—. ¡Si pudiéramos saber algo de mi hermano! …

El viejo lobo de mar comenzó a interrogar al nativo, que lo miró sin hablar, dando señales de no comprenderlo.

Entonces uno de los hindúes se adelantó.

—Dejadme hacer a mí, patrón —dijo—. Yo hablo un poco el idioma de estos salvajes …

—Traduce lo que te iré diciendo —le contestó Harry. El hindú inclinó la cabeza, asintiendo.

—No te haremos daño alguno, si estás dispuesto a contestar algunas preguntas —hizo decir al nativo—. Te dejaremos en libertad y te regalaremos un cuchillo…

—Interrógame —contestó el andamanés, cuyos ojos brillaron al mencionar aquella codiciada recompensa.

—¿Has visto un hombre blanco en estas costas?

—Sí.

—¿Dónde?

—Fue hecho prisionero en la cabaña de la playa…

—¿Cuándo?

—Hace un par de noches.

—¿Por quién?

—Por mi tribu.

—¿Lo mataron?

—No, porque escapó.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Asediado en medio de un pantano.

—¿Lejos de aquí?

—No lo sé.

—¿Puedes decirnos en cuál?

—No, porque en nuestros bosques hay muchos.

—¿Está solo el hombre blanco?

—No. Hay un hombre de piel oscura con él, y además una chiquilla.

—¿Una chiquilla? ¿Quién será? —exclamó Harry, mirando a Oliverio.

—Tal vez la niña de Garrovi —agregó Eduardo.

—¿Y el hindú que le acompaña? ¿Será algún tripulante del Djumna? —exclamó Oliverio a su vez.

Tras intentar una vez más que el andamanés les guiara hasta el pantano, viendo que se obstinaba en negarse, le regalaron el cuchillo prometido y se internaron en la selva, contando con la sagacidad de Pandú.

Caminaron toda la noche, deteniéndose agotados a las diez de la mañana. Pandú continuaba buscando las huellas del amo, sin resultado aparente.

Comenzaban ya a temer que la expedición estuviera condenada al fracaso, cuando los aullidos desesperados del perro les hicieron saltar ágilmente sobre sus pies con las armas listas.

—Nos atacan —inquirió el viejo Harry.

—No, pero parece que alguien está combatiendo en medio de la selva —contestó uno de los marineros—. He oído disparos …

—Pero los naturales no poseen armas de fuego… —exclamó el lobo de mar.

Una nueva detonación, llevada por el viento, llegó hasta ellos.

—¡Alí! —murmuró Eduardo—. ¡Alguien ataca a mi hermano!

—¡Adelante! —ordenó entonces el oficial—. ¡Vamos a rescatarlo!

Los nueve hombres se precipitaron bajo los árboles, escuchando de tanto en tanto los disparos que les servían de guía.

Habían recorrido ochocientos pasos cuando Harry, que a pesar de su edad marchaba al frente, ordenó.

—¡Alto! ¡Al suelo todo el mundo!

Los ocho hombres que le seguían se dejaron caer armando precipitadamente los fusiles.

Doscientos pasos más adelante una banda de hombres se agitaban junto a la orilla de un pantano, aullando y gritando furiosamente.

—¿Los salvajes? —preguntó Oliverio.

—Sí —contestó Harry.

En aquel momento, entre los árboles, se lanzó Pandú, ladrando furiosamente, y al mismo tiempo resonó un pistoletazo.

—¡Un tiro! —gritó Oliverio.

—¡Alí! —exclamó Eduardo.

—¡Fuego contra estos salvajes! —tronó Harry.

Los nueve fusiles dispararon simultáneamente, formando una sola detonación.

Los nativos, aterrorizados, echaron a correr, ocultándose en medio de la espesura.

—Alí, hermano mío… ¿dónde estás? —gritó desesperado Eduardo.

—¡Por cien mil barcos hundidos! —gritó una voz desde el pantano—. ¿Quién me llama?

—¡Alí! ¡Por fin te encuentro!

—¡Eduardo! ¡Sciapal! ¡Narsinga!, estamos salvados. Oye, hermano, dispara contra esa balsa, que está llena de indígenas …

No fue necesario que los expedicionarios obedecieran, pues los nativos al escuchar los disparos se habían dirigido hacia la otra orilla remando furiosamente.

—Ya puedes venir, Alí… —gritó Eduardo—. ¡Los indígenas han huido!

—Imposible, hermano. El islote está lleno de serpientes venenosas y no podemos abandonar el árbol que ocupamos…

—Amigos —dijo Oliverio—. ¡Busquemos una balsa y vayamos a rescatarlos!

—Tened cuidado, hay más de cinco docenas de víboras venenosas sueltas en el islote… —gritó Alí.

—No os preocupéis, tenemos armas y las exterminaremos… —contestó Oliverio.

CAPÍTULO XXXIV. EPÍLOGO

Dos horas después, Alí, Sciapal, Narsinga y sus salvadores se habían reunido en la orilla del pantano. Los dos hermanos se abrazaron emocionados. El capitán del Djumna estrechó las manos de Harry y Oliverio, agradeciéndoles calurosamente las molestias, peligros y dificultades que pasaran por acudir en su ayuda.

Luego de contarse sus aventuras mutuamente, Eduardo explicó a su hermano la muerte espantosa que sufriera Garrovi el día anterior. Al oírlo la pequeña Narsinga inclinó la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas le rodaron silenciosamente por las morenas mejillas.

Alí la tomó en sus brazos, diciéndole:

—Has perdido un mal padre, pequeña… pero encontraste uno mejor… ¡desde este momento, eres mi hija!

La criatura trató de sonreír entre sus lágrimas, y luego murmuró:

—¡Gracias!

El regreso se cumplió sin dificultad. El Presidente de la «Joven india» al enterarse que Alí Middel había adoptado a Narsinga le permitió que conservara el bungalow y las riquezas del infame Garrovi. Pronto el bravo capitán tuvo a sus órdenes una nueva embarcación, y nombró a su fiel Sciapal segundo comandante.

Narsinga no abandonó más a su padre adoptivo y al buen Eduardo, que la consideró como una hermanita menor.

Cosa extraña, cada vez que oía hablar del antiguo sannyassi, su rostro se tornaba triste, y nunca pudo llegar a olvidarlo por completo.

Tal vez se debía a que recordaba que Garrovi tras recogerla moribunda de hambre, no solamente la alimentó, sino que le prodigó un afecto y una ternura increíbles en semejante asesino, llegando a seguir una senda delictuosa que terminó por llevarlo a su horrenda muerte, tan sólo para poder darle riquezas y bienestar…


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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