El Continente Misterioso

Emilio Salgari


Novela



1. EL LAGO TORRENS

—¡Vaya un país! Incluso bajo los árboles se quema uno vivo. ¿Árboles? A fe mía que no merecen ese nombre. ¡Henos aquí en medio de un bosque y sin un palmo de sombra! ¡Extraña idea de la naturaleza ésta de que las hojas crezcan de través!

—Estamos en el país de la paradoja, marinero.

—¡Menudo país, por Baco! Nunca había visto una tierra semejante, y eso que he recorrido el globo terráqueo en todas direcciones. Fíjate qué continente, donde los árboles no dan sombra…

—Y en vez de perder las hojas como en nuestras tierras, pierden la corteza, marinero.

—Donde los cisnes son negros…

—Y las águilas blancas.

—Sí, Cardozo. Donde las ortigas son altas como árboles y los álamos pequeños como arbustos.

—Y donde se pesca el bacalao en los ríos y se encuentra la perca en el mar, marinero.

—Las serpientes tienen alas como los pájaros.

—Y las grandes aves no vuelan porque tienen muñones en vez de alas.

—Donde el termómetro sube cuando llueve y baja cuando hace buen tiempo…

—Y el aire es húmedo cuando hace buen tiempo y seco cuando llueve, marinero.

—Sí, Cardozo. Donde los perros no ladran y tienen cabeza de lobo y cuerpo de zorro.

—Y los peces tienen alas coloradas como las de los pájaros y las pliegan como las de las mariposas; y los árboles no dan frutos y en cambio sudan goma; y encuentras plantas que casi te envenenan por poco cerca que pases de ellas, y flores que te hacen volver ciego, animales que amamantan y tienen pico como los patos; donde los pájaros en vez de cantar restallan como el látigo, suenan como si tuviesen una campana en la garganta, ríen como un negro borracho, o lloran como un niño, o parecen relojes de péndulo; donde los animales tienen una bolsa para guardar a sus crías y sus piernas son desiguales, y donde los salvajes se comen los unos a los otros y serían felices metiéndote en el asador. ¿No es así, marinero?

—Sí, hijo mío, pero tu descripción me ha hecho poner la piel de gallina.

—¡A un marinero como tú, que ha tenido la muerte ante los ojos y que ha estado a punto de ser devorado vivo por los mondongueros de la pampa patagona! ¿Estás bromeando, maestro Diego?

—No bromeo, Cardozo; a pesar de todo, le tengo mucho aprecio a mi piel y no me gustaría perderla en este país, tan lejos del mío.

—¿Piensas volver con ella intacta?

—No pretendo tanto, Cardozo, pero dejarla toda aquí no me gustaría nada. Extraña idea la de nuestro doctor de ocultarse en el corazón de este continente.

—¿En el corazón? Atravesaremos todo este país misterioso, marinero.

—¿De un océano a otro?

—Sí, o mejor dicho, de las orillas de este lago a las costas septentrionales, aún no sé si al golfo de Carpentaria o al de King.

—¿Pero por qué quiso atravesar Australia?

—Aún no lo sé, pero me parece haber oído decir que se trataba de buscar las huellas de no sé qué explorador perdido no se sabe dónde y al mismo tiempo de explorar las costas septentrionales; otros en cambio me dijeron que se trataba de una gran apuesta.

—¿Es realmente tan difícil la travesía de este continente?

—Parece que no es cosa fácil, pues todavía se ignora con precisión si se trata de un enorme desierto o hay algo peor. Se dice sin embargo que alguien lo ha atravesado, pero no podría asegurarte si es cierto.

—¿Y nuestro doctor se empeñó en atravesarlo y en meter las narices en ese desierto?

—¿Te disgusta tal vez, Diego?

—No, estoy acostumbrado a viajes largos, o mejor dicho, estamos acostumbrados. ¿Acaso no atravesamos la pampa patagona para salvar el tesoro del pobre presidente Solano López? ¡Uf! ¡Cuando pienso que aquel valiente murió de aquella manera!… Pero dejemos a los muertos. ¡Eh, mono de piernas negras, tráenos una botella! ¡Tengo necesidad de remojarme el gaznate y de ahogar los recuerdos!

Un negro horrible salió de un enorme carro, un auténtico dray australiano situado bajo un grupo de árboles inmensos, de copa frondosa y tronco blanco como si estuviera cubierto de cal, y se acercó llevando en sus manos simiescas una botella y dos vasos.

Era un auténtico ejemplar de la raza que habita las regiones centrales del continente australiano, sin igual en cuanto a suciedad y fealdad y que más parece pertenecer a la familia de los monos que a la humana.

Tenía los cabellos largos, rizados, untados de una capa de grasa, la frente hundida, los ojos negros y brillantes, una boca de cocodrilo, el vientre saliente, las extremidades de una agilidad prodigiosa y las piernas sin carnes.

Su color era indefinible, pues se hallaba completamente cubierto de capas de pintura, pero más parecía bronceado que negro, aunque con tonos color chocolate.

—Aquí está, sir —dijo, abriendo la boca exageradamente y hablando inglés, lengua que los australianos, como todas las otras, aprenden con la mayor facilidad.

—Bravo, Coco —dijo el que atendía por maestro Diego—. Eres feo como un ogro, pero eres amable, por más que apestes a antropófago.

Miró la botella, la descorchó e hizo tres o cuatro sorbos.

—Brandy, y del bueno —dijo después, chasqueando la lengua—. Toma un trago, Cardozo, te hará venir un sueño delicioso.

—¡Con este calor!

—Un sorbo te sentará bien, hijo mío.

—Pero… ¡Eh!

—¿Qué te pasa?

—¿No ves ese punto negro en el lago?

—¡Por cien mil diablos! ¿Será el doctor?

—Tal vez, Diego.

—Hace tres días que estamos aquí, esperándolo, y debía haber llegado hace veinticuatro horas. Estoy impaciente por verlo y por saber adónde vamos, o si es que hemos de permanecer todavía mucho tiempo en la orilla septentrional de este inmenso lago, en compañía de este feo salvaje de color de regaliz. ¡Vaya suerte! Yo que me veía viajando alrededor del mundo, cómodamente instalado en el puente de un vapor, haciendo escala de vez en cuando en los mejores hoteles, y heme aquí en cambio presto a sufrir hambre y sed y tal vez terminando mi existencia dando vueltas en un asador. En verdad que no valía la pena dejar el Paraguay y mucho menos el crucero. ¿Tú que dices, Cardozo?

—Que los años te vuelven gruñón, Diego. ¿Crees que el doctor nos habría llamado para paseamos por el mundo como grandes señores? ¡Precisamente él! ¡Un naturalista, un explorador audaz, un cazador empedernido! Cuando se parte con dos marineros que han tenido el valor, modestia aparte, de atravesar el mar en globo, de escapar de manos de los patagones, de recorrer el extremo meridional de América del Sur para salvar un tesoro, es porque las han pasado de todos los colores…

—¡Alto ahí! ¡Mira, Cardozo! El punto negro aumenta de tamaño y despide humo.

Los dos hombres que así hablaban en la orilla septentrional del lago australiano de Torrens, vasta cuenca que abarca ciento cincuenta millas de la región llamada Tierra de Flinders, o Australia meridional, situada entre los 137° y 138° de longitud y los 31° y 33° de latitud Sur, se levantaron a un tiempo y fijaron atentamente la vista en el punto señalado.

Pero, antes de todo, demos una rápida mirada a los dos hombres. El que atendía por Diego era un buen ejemplar de lobo de mar, y sería reconocido como tal entre mil, aunque no llevase el traje de marinero que vestía.

Podría tener cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años. Estatura alta, miembros muy desarrollados que denotaban una fuerza poco común, piel quemada y requemada por el sol tropical y los vientos marinos, rasgos enérgicos.

El otro, el llamado Cardozo, era mucho más joven; no tendría los veinte años. Era más bajo que su compañero, delgado, pero todo nervios, y parecía dotado de la extraordinaria agilidad de los cuadrumanos; era moreno como un mestizo, pero de rasgos bellos y finos, con dos ojos negros como carbones y dos labios sutiles siempre dispuestos a esbozar una sonrisa burlona.

Pese a su corta edad, se veía enseguida que estaba dotado de una sangre fría extraordinaria y de una audacia a toda prueba.

Los dos marineros habían dejado hacía dos semanas la pintoresca ciudad de Augusta, situada en el profundo golfo de Spencer, donde aguardaban el regreso desde Adelaida del doctor Álvaro Cristóbal, uno de los médicos más osados y brillantes de la escuadra fluvial del Paraguay, cazador empedernido, naturalista y explorador ya famoso que había dejado América para emprender un viaje de placer por todo el mundo en compañía de sus dos bravos marineros.

A cambio, éstos habían recibido un sobre sellado que contenía un cheque por 1000 libras esterlinas junto con instrucciones precisas de ir a esperarlo a la costa septentrional del lago Torrens, junto al monte Polly, con un dray (especie de gran carromato) equipado de todo lo necesario para una larga expedición por el interior.

Y eso no era todo. El mismo día llegaba junto con el correo un negro feo, el horrible salvaje que Diego se obstinaba en llamar Coco, pero cuyo verdadero nombre era Niro-Warranga, que hablaba inglés corrientemente, e incluso farfullaba algo de español, y que debía encargarse de guiarlos hasta el lago.

Los dos marineros, sin discutir, sin intentar adivinar el objetivo de la misteriosa expedición que debía llevarlos a atravesar el continente, habían comprado un dray (colosal carromato tirado por seis pares de bueyes), tres caballos escogidos entre los mejores, armas, munición de boca y de guerra, tiendas y otros elementos necesarios, y se habían dirigido rápidamente hacia el Norte.

Tras bordear el amplio golfo y el lago Burt, habían llegado cuatro días después al de Torrens y, guiados por el salvaje, se habían dirigido a las playas septentrionales donde, según las instrucciones recibidas, acamparon junto al monte Polly.

Como decíamos, al ver aparecer sobre la superficie del lago el punto negro rematado por un penacho de humo, se habían levantado de pronto.

—¡Es una barca de vapor! —Exclamó el maestro, mientras con las manos se protegía los ojos de los ardientes rayos solares—. Estoy seguro. Ya era hora de que llegase don Álvaro, pues de haber tardado más me habría encontrado cocido como una banana al horno.

—Siempre que el vapor no pertenezca a otra persona —dijo Cardozo.

—Imposible, hijo mío. ¿No ves cómo se dirige con toda precisión hacia aquí? Que yo sepa, en estas costas calcinadas por el sol no hay un solo establecimiento colonial, ni una sola aldea.

En aquel instante se oyó en el lago una serie de detonaciones y surgieron líneas rojizas en el barco. El maestro dio un salto.

—¡Ah! —exclamó—. Conozco ese ruido.

—Es el de una ametralladora; ¿no es cierto, marinero?

—Sí, Cardozo. Tal vez el doctor se haya provisto de ese aparato para agujerear las flacas espaldas de los salvajes. Puedes estar contento, hijo mío, si nuestro arsenal consigue ese nuevo refuerzo. ¡Eh, Coco, dame mi carabina!

Cargó el fusil que le entregó el salvaje y disparó tres veces al aire. Otra detonación sonó en el barco.

—¡Es él! —Exclamó Diego—. Disponte al saludo, Cardozo.

—Dispuesto, marinero —dijo el joven Cardozo sonriendo.

El vapor aumentaba de tamaño con rapidez. En menos de un cuarto de hora se situó a doscientos metros de la costa.

Lo tripulaban cuatro hombres; tres de ellos parecían marineros o bateleros australianos; el cuarto, de pie en la proa, era un buen mozo de unos treinta y cinco años de edad, alto, robusto, bronceado, de ojos negros, labios sombreados por un bigote también negro; en suma, un hombre que no debía ser menos audaz que Cardozo ni menos robusto que Diego.

Apenas el vapor tocó en la orilla, el doctor saltó ágilmente a tierra, se encaramó en las rocas y se detuvo delante del maestro y del joven marinero, que lo saludaban militarmente.

—Gracias, queridos amigos —les dijo—. Abajo las manos y estrechad la mía; aquí todos somos iguales.

—Es mucho honor —dijo Diego.

—Chócala, mi viejo marinero —dijo Álvaro alargándole la derecha.

—Y tú también, valiente Cardozo. Aquí sólo somos tres amigos.

Luego, dirigiéndose a los hombres del vapor, gritó:

—¡Descargad!

Los cuatro marineros llevaron a tierra un grueso paquete cubierto con una tela encerada, y con grandes precauciones se encaramaron por la rocosa ribera, depositándolo bajo el grupo de árboles.

—A ver si reconoces este aparato —dijo Álvaro a Diego.

—¡Cáspita! —Exclamó el marinero, levantando el envoltorio—; es la ametralladora que se oía disparar hace poco.

—Sí, mi buen amigo, una ametralladora perfeccionada con veinticinco cañones dispuestos en forma de abanico y que mantendrá a raya a los salvajes del interior si intentasen asaltamos. Te lo confío, pues tú ya conoces este juguete.

—Lo haré cantar en el momento oportuno, doctor, y ya verá cómo responderé a los asaltantes.

Otro paquete, pero mucho más ligero y pequeño, fue desembarcado del vapor y llevado a la orilla.

—¿Otro juguete? —preguntó Diego.

—No —dijo el capitán—. Pero también este objeto puede sernos de gran utilidad. Abre y examínalo.

Diego rompió las cuerdas y la tela que lo cubría y ante sus ojos apareció un rollo de goma.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—¿No lo adivinas?

—No.

—Es un barco.

—¡Un barco! ¡Quite allá! Usted quiere burlarse de mí, doctor.

—No bromeo, Diego. Es una canoa de goma muy fácil de manejar, pues como ves no pesa más de diez kilos, y tiene cabida para cuatro personas. Basta inflarla con un soplete para verla navegar mejor que una chalupa.

—Esto no lo había visto nunca. ¿Y tú, Cardozo?

—Ni yo tampoco, marinero.

—Siempre se inventan cosas nuevas; ya se sabe, estamos en el siglo de los descubrimientos.

Los marineros del vapor descargaron enseguida una caja de municiones destinadas a la ametralladora, cuatro pares de remos para la canoa de goma y varias cajas de víveres en conserva. Hecho esto, desearon al doctor buen viaje, se dirigieron a su barca y se alejaron a toda marcha en dirección sur.

El doctor los siguió por unos momentos con la mirada, y luego, volviéndose hacia los dos marineros, dijo:

—¿Tenéis todo preparado para la expedición?

—Contamos con un dray gigantesco, seis pares de bueyes, tres caballos que corren como el viento, seis fusiles «Snider» y seis revólveres, municiones en abundancia, víveres para seis u ocho meses, tiendas, mantas, vestidos, una pequeña farmacia, sierras, cuchillos, una cocina portátil. Creo que no falta nada, doctor.

—Perfecto. Pero ¿sabéis a dónde vamos?

—Todavía no, doctor, pero poco importa a dónde vayamos —dijo Cardozo.

—¿No lo sospecháis?

—Parece que se trata de atravesar este continente misterioso.

—De eso se trata, Cardozo. Vosotros no teméis las expediciones largas, pues habéis atravesado la pampa patagónica, habéis sufrido peligros de todas clases y superado obstáculos increíbles.

—¡Bah! No venga ahora con ésas, doctor —dijo Diego.

—Os advierto que os voy a llevar a través de regiones casi inexploradas —añadió el doctor.

—Nosotros las exploraremos.

—Que habremos de atravesar desiertos horribles.

—Se atravesarán —dijo Cardozo.

—Que habremos de rechazar ataques de los indígenas.

—¡Bah! Ya hemos luchado con los salvajes —dijo Diego.

—Gracias, amigos. Sabía que podía contar con dos fieles y bravos marineros que no retrocederían ante ninguna dificultad. Sentémonos dentro del tronco de aquel colosal eucaliptus y os contaré a dónde iremos y los motivos que me empujaron a emprender este gran viaje, destinado a marcar un hito en la historia de las exploraciones. Niro-Warranga, tráenos una botella de champán.

2. A TRAVÉS DEL CONTINENTE MISTERIOSO

Mientras el salvaje de cabeza de chimpancé les traía la botella y los vasos, el doctor y los marineros se sentaron dentro del tronco del árbol, único lugar donde se podía gozar un poco de sombra pues era tan enorme que seis hombres no podrían abarcar su tronco.

—¡A vuestra salud, amigos! —dijo el doctor, alzando el vaso lleno hasta el borde.

—¡A vuestra salud, señor, y por el buen éxito de la expedición! —contestaron los marineros.

Después de apurar de un solo trago el vino espumoso, el doctor encendió un cigarrillo mientras Diego se llevaba a la boca un buen pedazo de tabaco.

—Os había traído en mi compañía —continuó el doctor— para hacer un simple viaje alrededor del mundo con algunas paradas en los puntos más interesantes y algunas excursiones por los grandes bosques australianos, o por la espesa selva de la península indostánica, o entre los baobabs gigantes de África. Pero, como dicen los marineros españoles, el hombre propone y Dios dispone, y este proverbio se acomoda perfectamente a mi caso. Sí, amigos, vamos a interrumpir nuestro viaje alrededor del globo y sustituirlo por un paseo a través de este continente misterioso.

—Nuestras piernas son fuertes —dijo Diego—. Poco nos importa ir a un sitio u otro. ¿No es cierto, Cardozo?

—Es lo mismo —respondió el joven marinero—. En vez de ver la India, África o cualquier otra región, visitaremos este continente, que tal vez sea el más interesante.

—Bien dicho, Cardozo —dijo el doctor—. Pero sin duda ignoráis el objeto de esta expedición.

—Por completo —dijo Diego.

—Se trata de encontrar a un compatriota nuestro que salió de Melbourne hace seis meses para explorar el interior del continente y que ha desaparecido.

—¿Quién es ese compatriota? —preguntaron a una Diego y Cardozo.

—El señor Benito Herrera, valiente científico que se había propuesto explorar los desiertos pedregosos del interior y llegar a las costas septentrionales del golfo de Carpentaria, un hombre ilustre que ha dotado a nuestro país de espléndidas colecciones de animales, plantas e insectos recogidos en infinidad de regiones del mundo. Después de haber hecho una exploración en Birmania, hacia las fuentes del Irawadi, desembarcó en Australia con intención de visitar este continente tan extraño, pero, como os dije, no se tienen noticias suyas y se teme que se encuentre prisionero de las tribus del lago Wood. El gobierno inglés, interesado por el nuestro, ha hecho ya investigaciones e interrogado a todos los salvajes que proceden del interior, aunque con escaso éxito. Sólo se sabe que hace unos tres meses un hombre blanco, cuyas señas coinciden con las de nuestro compatriota, fue visto solo en las proximidades del lago Wood, y nada más. Se sospecha, no obstante, que no está muerto, pero es posible que haya sido hecho prisionero por alguna tribu de indígenas. Después de telegrafiar a mis amigos del Paraguay comunicando mi llegada a Adelaida, recibí un despacho de nuestro gobierno en que se me rogaba, de ser posible, que hiciera las investigaciones precisas sobre la desaparición de nuestro desgraciado compatriota y se me autorizaba a prolongar mi estancia todo el tiempo que fuera necesario. Recibí esta comunicación cuando ya habíamos llegado a Augusta. Inmediatamente partí para Adelaida, sin deciros nada acerca del objeto de mi repentino viaje, y desde allí telegrafié pidiendo un año de licencia, pues había decidido emprender una minuciosa exploración por el interior.

—¿En busca de nuestro compatriota?

—Sí, Cardozo —respondió el doctor.

—Estamos dispuestos a seguirle, señor —dijo Diego—. Disponga como guste de nosotros.

—Sabía que estabais decididos a acompañarme, amigos, por eso os encargué todo lo necesario, para no perder un tiempo precioso.

—¿Partiremos los tres solos?

—Sí, Cardozo.

—¿Y Coco?

—Nos acompañará —dijo el doctor sonriendo—. Tu Coco es un valiente, feo como el diablo, pero fiel y conocedor del interior del país. Acompañó al explorador Burke en una larga expedición y seguro que no lo hubiese dejado de no haber tenido que acompañar a la segunda expedición, guiada por Wright.

—¿Durará mucho este viaje? —preguntó Cardozo.

—Todo depende de los obstáculos que encontremos. Podemos cumplirlo en seis meses, pero también podría prolongarse hasta ocho, diez, doce, y tal vez más.

—¿Piensa atravesar todo el continente?

—Lo ignoro, Cardozo, pues no sabemos dónde hallaremos a nuestro compatriota, o al menos sus huellas. Pero es probable que lo atravesemos. Ya he rogado a un inglés amigo mío, que había puesto su yate a mi disposición, que lo dirija a las islas Edward Pellew, en el golfo de Carpentaria, dentro de cuatro meses, de donde podremos regresar por mar. Tengo su palabra, y si nos vemos obligados a llegar hasta allá, lo encontraremos.

—¿Y nos aguardará mucho tiempo?

—Tres meses.

—¡Qué inglés tan generoso! —dijo Diego.

—Es un hombre muy rico y amigo de nuestro compatriota, y suele financiar investigaciones científicas.

—¿Qué extensión tiene el continente? —preguntó Cardozo.

—Dos mil cuatrocientas millas de este a oeste y mil setecientas de norte a sur —respondió el doctor.

—¿Y lo atravesaremos de sur a norte?

—Sí, Cardozo, y seguiremos los 134°, 135°, 136° y 137° de longitud, es decir, la dirección tomada por Herrera.

—Ya sabemos bastante, señor —dijo el maestro—. Sólo pido que partamos.

—Y yo también —dijo Cardozo—. Son apenas las diez de la mañana y antes de la noche podemos haber recorrido un buen trecho.

—¿Están dispuestos los animales?

—Los bueyes ya están uncidos al dray —respondió Diego— y nuestros caballos ensillados.

—¡Un momento y partimos!

Cristóbal sacó de su cinto un largo cuchillo español, arrancó del árbol un pedazo de corteza y escribió en el tronco:

El doctor Álvaro Cristóbal, 30 noviembre de 1870.

Después dijo:

—Y ahora en marcha, amigos.

Entraron bajo el grupo de árboles gigantes bajo los cuales mugían y relinchaban los animales.

Allí, un dray inmenso, uno de aquellos carros monumentales cubiertos de tela blanca que los pastores australianos conducen en sus largas excursiones, auténticas fortalezas desde dentro de las cuales pueden defenderse contra los ataques de los feroces salvajes y guarecerse de noche con seguridad, se hallaba dispuesto para partir. Las seis parejas de bueyes sólo aguardaban la señal del conductor para ponerse en marcha.

Detrás de aquella casa ambulante, tres soberbios caballos, de pura sangre, que hubieran constituido el orgullo de cualquier ganadería europea, relinchaban impacientes.

Después de haber examinado cuidadosamente el carro y las numerosas cajas que contenía y de haber admirado los animales, dijo el doctor:

—A tu puesto, Niro, y nosotros a los caballos.

El negro se sentó en la parte delantera del carro, empuñando un largo látigo de unos tres metros; el doctor y los marineros saltaron sobre sus caballos después de haber puesto los fusiles en el arzón y de haber colocado los revólveres en las pistoleras de las sillas, y la caravana se puso en marcha hacia el norte, bordeando el bosque.

El calor era intenso, pues ya había comenzado el verano, estación que en Australia comienza cuando en nuestros países caen las primeras nevadas. El sol dejaba caer verticalmente sus rayos sobre las cabezas de nuestros audaces exploradores, y las hojas de los árboles, por su extraña disposición más vertical que horizontal, no conseguían mitigarlo; pero nadie se quejaba pues los tres blancos estaban acostumbrados a los calores del Paraguay y el negro a aquellos rayos de fuego del continente australiano.

Finalmente aquel bosque, constituido en su mayor parte por black wood o madera negra, stryn-back o árboles de corteza fibrosa y de blood-wood o madera de sangre, parecía haberse transformado en un verdadero homo, pues, por una rareza inexplicable, los bosques australianos, en vez de ser frescos y húmedos como los nuestros, son secos y sin sombras, monótonos y de aspecto triste.

—¡Extraño país! —Exclamó Diego, que cabalgaba detrás del pesado dray, al lado del doctor y de Cardozo—. ¿Puede haber otro peor bajo la capa del sol? Ni siquiera en los bosques se puede estar un poco fresco.

—Y esto no es nada. Cuando lleguemos a los desiertos pedregosos del interior, sentirás cómo se te cuece la piel.

—¿Qué dice, señor? ¿Desiertos de piedra? ¿Pero, también son diferentes los desiertos en este continente?

—Aquí todo es distinto, amigo Diego. Es un continente extravagante; tanto, que algunos científicos, maravillados, han opinado que este país es un pedazo de cometa precipitado sobre la tierra o un bólido inmenso.

—Pero dígame, señor, ¿son realmente piedras lo que cubren los desiertos o gruesos granos de arena?

—Piedras monumentales diseminadas en un espacio inmenso.

—Entonces, el viento no las levantará como las arenas del desierto.

—No, Diego.

—Pero ¿quién las ha colocado allí?

—¿Quién lo sabe? Tal vez cayó en aquellas regiones una lluvia de aerolitos hace muchísimo tiempo, o tal vez se deba a un fenómeno que hasta ahora nadie ha conseguido explicar.

—¿Y hace calor entre aquellas rocas?

—Como para quemarte vivo, Diego.

—¿Y atravesaremos nosotros ese desierto?

—Sí, lo atravesaremos.

—Dígame, señor, ¿hace mucho tiempo que se conoce este enorme continente? —preguntó Cardozo.

—Es algo difícil de decir, Cardozo, porque todavía se ignora quién lo descubrió y la época exacta. Los más otorgan tal honor a Abel Tasman, sin preocuparse de hacer más investigaciones; otros a Teodoro Hertoge, pero parece que el honor del descubrimiento corresponde, antes que a los holandeses, a los portugueses, los cuales debieron ver este continente en 1500. Pero también puede ser que en vez de haberlo visto hubiesen tenido noticia de su existencia por los malayos que llegaban a estas costas para la pesca del trepang, especie de molusco coriáceo, muy apreciado en los mercados chinos. Pero yo sé que en el Museo de Londres existe un manuscrito francés del siglo XV con un mapa en el que se incluye una tierra que lleva muchos nombres portugueses y que parece tratarse precisamente de Australia. Pero el honor de haber dado a conocer la existencia de este continente corresponde al holandés Hertoge, el cual lo llamó primero Eendrachttland o Tierra de la Concordia y exploró las costas occidentales en 1616. Después de él, de 1618 a 1626, exploraron las costas otros capitanes holandeses: Edels, Cartens, Nuitz, Witt, que puso su nombre a un trecho de la costa noroeste, Pellesart y, finalmente, Tasman, que exploró las costas meridionales en 1642, descubriendo la isla de Van Diemen, que al principio se creyó se trataba de una prolongación del continente, y las costas meridionales en 1644, adentrándose en el golfo de Carpentaria. Él fue quien la llamó Nueva Holanda, nombre que ha quedado para designarla, aunque por lo general hoy se la ama Australia.

—¿Y Holanda no pensó ocuparla?

—Nunca, e hizo mal, pues se hubiese beneficiado de una de las más espléndidas colonias.

—¿Y cuándo la ocupó Inglaterra? —preguntó Cardozo que parecía muy interesado en el tema.

—Hace poco menos de cien años, precisamente en 1787, por consejo del célebre navegante Cook y para compensar la pérdida de las ricas colonias de América del Norte. La misión de ocuparla fue confiada al comodoro Philipp, el cual zarpó de Inglaterra con once navíos llevando a 1160 personas entre los cuales iban 757 presidiarios y 192 mujeres, condenados todos a la deportación. Antes, el gobierno inglés había pensado enviar sus presidiarios a África, a la Colonia de El Cabo, pero después los mandó a Australia, e hizo bien. Philipp desembarcó en una bahía que llamó Bottany-Bay, pero, al no parecerle adecuado el lugar, fundó una colonia cinco leguas más lejos a la que llamó Paramatta y después Sidney, donde se instaló definitivamente el gobierno de la colonia. Pero los primeros momentos fueron bastante difíciles. Philipp no había llevado en su barco más que un toro, cuatro vacas, un ternero, un garañón, tres yeguas, treinta y cuatro ovejas, cinco corderos y algunos cerdos. Los primeros colonos pasaron momentos difíciles y sufrieron hambre muchas veces, pues los presidiarios, en vez de cultivar la tierra, huían a los bosques para gozar de libertad. Uno de los más ricos funcionarios escribía a sus padres que esperaba morir de hambre en cuestión de días. Pues bien, de aquel millar de personas, en poco menos de cien años, surgió la colonia que ahora veis, rica, próspera, populosa, con espléndidas ciudades, y aquellos pocos animales se reprodujeron de tal manera que hoy se cuentan en Australia seiscientos mil caballos, cinco o seis millones de bueyes y cuarenta millones de ovejas. ¡Quién hubiera dicho a Philipp y a aquel funcionario que temía morir de hambre que, un siglo después, aquella colonia microscópica había de enviar sus productos a la vieja Europa!

—La historia de esta colonización es maravillosa —dijo Cardozo.

—Maravillosa es poco; es única, increíble, amigo mío.

—¡Alto! —Dijo en aquel momento Niro—. ¡El Gamber…!

3. CUARENTA MILLAS AL NORTE

La pequeña caravana se encontraba delante de una corriente de agua que cortaba el camino hacia el este. Era el Gamber, un río de poca importancia, escaso de agua, que nace en los contrafuertes de una cadena de montañas llamadas Turret, en el declive del pico Hamilton, el cual se halla un poco más al norte, completamente aislado. El Gamber va a desembocar en el lago Eire, extensa cuenca que se encuentra hacia el este siguiendo la línea del meridiano 137.

En el punto adonde habían llegado los exploradores, corría aprisionado entre dos riberas, las cuales presentaban de vez en cuando profundas excavaciones que se dirían producidas por instrumentos mineros. La vegetación se reducía a unas cuantas matas de la especie sofori, en medio de las cuales revoloteaban unas docenas de pequeños pájaros de vientre amarillento y dorso cubierto de plumas grises.

Niro descendió del dray para observar el terreno y, habiéndolo encontrado adecuado para atravesar el río, empujó a los bueyes al agua maniobrando con mano maestra el descomunal látigo.

La pesada máquina descendió por la orilla, penetró en la corriente, que era débil y poco profunda, y la atravesó alcanzando la ribera opuesta. Para los caballos esta primera travesía fue un simple juego, pues estaban acostumbrados a pasar a nado anchos espacios de agua.

Alcanzada la costa, se ofreció ante la caravana una selva que parecía encaramarse por los flancos de una cadena de montañas que limitaba el horizonte por el norte. Estaba compuesta por los árboles habituales, black-wood, stryn-back y blood-wood; pero se veían bellísimos wattles o árboles entrelazados, como los llamaban los colonos y alcohol-wood o árboles alcohólicos, cubiertos, ahogados entre las espirales de gigantescas lianas.

Al aparecer los exploradores en medio del bosque oyeron unos chillidos y vieron huir centenares o millares de conejos, que se apresuraban a esconderse en sus madrigueras.

—¡Diablo! —Exclamó Diego—. ¡Conejos aquí, y los hay a millares…!

—¿Te sorprende? —preguntó don Álvaro.

—Un poco, lo confieso, doctor. Estos animalitos no deben de ser indígenas de este continente.

—Es cierto, Diego. Han sido importados hace pocos años de Inglaterra; pero parece que estos roedores han encontrado aquí un verdadero paraíso, porque en muy poco tiempo se han propagado de tal modo, que constituyen un peligro para la agricultura. En ciertas regiones se han multiplicado de tal manera, que lograron infestar bosques y praderas, obligando a los labradores a huir de tales lugares para no morir de hambre, porque se comían las cosechas en cuanto apuntaban.

—¿Y por qué no los cazan? ¡El conejo estofado es un plato delicioso!

—Han realizado verdaderas matanzas de estos animales; pero no ha servido de nada. El gobierno acordó dar premios a los cazadores de los rabbits (así se llaman aquí los conejos) y a los inventores de lazos para destruirlos; se trató de envenenarlos con estricnina, aunque todo sin resultado. Mataban diez mil, y nacían veinte mil. Ahora se trata de introducir aquí zorras; pero temo que estos astutos animales se multipliquen de tal modo, que no dejen a los colonos un ave de corral.

—He aquí una cosa que conviene saber.

—¿Y por qué, Diego?

—Porque, si alguna vez me falta trabajo, vendré aquí a cazar rabbits para ganar algún premio.

—Llegarías tarde, Diego.

—¿Por qué, doctor? —preguntó Cardozo.

—Porque se han abolido los premios a fin de impedir que los conejos aumentasen en vez de disminuir.

—¿Por qué motivo?

—Porque los cazadores, en vez de destruirlos, los criaban secretamente en sus granjas para llevar después a la ciudad mayor número de cabezas.

—¡Bribones! —Exclamó Diego soltando una carcajada—. ¡Buena ocurrencia, pardiez…!

Mientras hablaban de este modo, la caravana avanzaba a través del bosque, que dejaba acá y allá amplios espacios por los que podía pasar cómodamente el inmenso dray. Pero la marcha era lenta, porque el calor era cada vez más sofocante y los bueyes no aceleraban el paso a pesar de la insistencia del drayman y sus latigazos.

A mediodía hicieron un alto de un par de horas para preparar la comida, compuesta de un conejo asado que Cardozo había abatido de un certero disparo, carne en conserva y té, bebida indispensable en aquellas regiones y en aquella estación.

A las dos se ponían en marcha subiendo las laderas de los montes Turret y penetrando en la profunda garganta, luego descendieron a una pradera sembrada de flores y de altas matas de cinco metros de altura, sobre las cuales revoloteaban bandadas de graciosos papagayos de plumas amarillas, verdes, azules y rosadas, que pertenecían a la especie trichoglossus.

—¡El bush! —exclamó el doctor.

—¿Qué es el bush? —preguntó Cardozo.

—Una llanura inmensa herbácea, donde los animales encuentran pasto en abundancia.

—¿Pertenece a alguien?

—Tal vez a algún rico ganadero.

—Pues no veo ninguna casa.

—Los establecimientos están tan alejados unos de otros que quién sabe dónde se encontrará el que controla esta inmensa llanura que parece no tener límites y que constituye un run.

—No entiendo nada, doctor —exclamó Diego riendo.

—He dado el nombre verdadero a esta llanura. Los runs son espacios cedidos por el gobierno a los squatters, es decir, a los agricultores y ganaderos.

—¿Regalados o mediante pagos?

—Se cede gratuitamente por cinco años y, si durante este tiempo el squatter mejora el terreno, la cesión se prorroga por otros diez años —respondió el doctor.

—Es generoso el gobierno australiano, pero en realidad regala tierras que no le costaron un céntimo y que pertenecían a los compatriotas de nuestro Coco —dijo Diego.

—Trata de hacer productivo el continente y lo está consiguiendo.

—Y si yo me presentase, ¿me daría también gratuitamente un pedazo de terreno?

—No sólo eso, sino que, si acreditases tu condición de agricultor, te concedería el derecho de elegir el mejor terreno que encontrases en los runs de los grandes propietarios.

—¿Y esos grandes propietarios se dejan arrebatar tranquilamente el pedazo más productivo de sus terrenos?

—De buen grado o por la fuerza, es preciso que se adapten y lo cedan. Pero te aseguro que no te verían con buenos ojos y buscarían todos los medios lícitos o ilícitos para mandar al diablo al «comedor de cacatúas».

—¿Así, que yo me convertiría en un comedor de cacatúas?

—Así llaman los squatters a los pequeños agricultores, teniéndolos por tan pobres que sólo pueden alimentarse de la carne de esos pájaros.

—¿Y me hostigarían?

—¡De qué manera! Entre los grandes y pequeños agricultores media un odio profundo que siempre termina a tiros. Los peones y campesinos de los primeros desprecian a los segundos y éstos se vengan robando a sus perseguidores bueyes, cameros y hasta algún caballo. Las luchas son frecuentes y terminan en tiroteos. Cuando alguien comete un homicidio se esconde en el interior del país con la seguridad de que la policía indígena no irá a buscarlo y se hace bandido.

—Prefiero hacer de marinero, doctor.

—Lo creo, Diego —respondió Cristóbal.

—¡Warranga! —exclamó en aquel instante el negro saltando velozmente a tierra y precipitándose sobre unas hojas que por su color contrastaban con las demás de la llanura.

—¿Algún animal? —preguntó Diego.

—No —respondió el doctor—. Son raíces que gustan mucho a los indígenas y que se afirma que son excelentes.

—Vayamos a buscarlas. ¡Busca, Coco, busca!

El negro no necesitaba ningún estímulo. Armado de un cuchillo que le había regalado el doctor, escarbaba casi con encarnizamiento, sacando de la tierra grandes raíces bulbosas parecidas a patatas de gran tamaño.

—¿Se comen así mismo? —preguntó Diego.

—No, se cuecen bajo las cenizas —respondió el doctor—. Los salvajes acostumbran a comerlas junto con la goma de los árboles.

—¿Comen goma los compatriotas de Coco?

—Puede decirse que durante la estación invernal constituye su único alimento. Cuando los árboles empiezan a perder la corteza, que cae al revés que las hojas que siempre se mantienen, los salvajes se congregan en los bosques y se dedican a la recolección de la goma que trasuda por los poros de las plantas. La llaman la «estación del descortezamiento» y la esperan con verdadera ansiedad.

—¿Y esta goma se encuentra en todos los árboles? —preguntó Cardozo.

—No, pero son muchos los que la producen; en realidad son los más numerosos.

—¿Y no dan fruta?

—¿Qué fruta? Los árboles australianos no producen esas cosas —dijo el doctor.

—¡Uf! ¡Qué país! —exclamó Diego.

Terminada la recolección de las raíces, Niro las llevó al dray, subió a su puesto y la caravana se puso en marcha avanzando a través de aquella vasta llanura herbácea salpicada de espléndidas flores, entre las que destacaban las pelargonias, semejantes a las dalias europeas.

Aquella región, aunque próxima a la costa, parecía absolutamente desierta. No se veía ni una casa, ni una cabeza de ganado, ni siquiera algún pastor o algún salvaje. Sólo, de vez en cuando, se veía huir, rápidos como flechas, a los conejos y revolotear en lo alto algunas palomas de la especie mionis alba, de plumas blancas, y algunas bandadas de bernicle jubate, feas aves acuáticas, grandes como nuestras gallinetas, de cuello largo y delgado, plumas blancas con dibujos negros o marrones y que se dirigían hacia el este, es decir, al lago Eire.

Al anochecer, después de haber recorrido una distancia de unas cuarenta millas, la caravana se detuvo en la extremidad meridional de una pequeña laguna, alimentada por el Warriner, río que desemboca en el lago Eire después de un breve curso.

Aun cuando no se encontrasen todavía en la zona habitada por los salvajes y aun cuando en Australia no hay animales peligrosos, a excepción de los dingos, terribles perros que suelen agruparse en gran número, el doctor, como hombre prudente, hizo encender un gran fuego y estableció tumos de guardia.

La noche pasó tranquilamente. Los únicos ruidos que se oyeron fueron los estallidos del pájaro-látigo y los toques argentinos del pájaro-campana, o las risotadas del pájaro-burlón que resonaban en medio de una espesa mata.

Al amanecer, Niro, después de haber preparado el té, unció los animales al carro; el doctor y los dos marineros montaron en sus caballos y reemprendieron la marcha atravesando el río y costeando la orilla oriental de la laguna.

Cardozo y Diego, que no perdían detalle, una vez pasado el río, descubrieron profundas excavaciones semejantes a pozos, iguales a las que ya habían visto en las orillas del Gamber.

—¿Han sido los salvajes quienes han excavado este terreno? —preguntaron al doctor.

—No, fueron los blancos durante el período llamado de la fiebre del oro —respondió don Álvaro.

—¿Para buscar oro?

—Sí, amigos míos.

—¿También produce oro este continente? —preguntó Cardozo.

—Lo dio en gran cantidad durante muchos años. Y hasta puede decirse que ese precioso metal fue el que pobló rápidamente estas costas y enriqueció sus ciudades. Los milagros que realizó en California se repitieron aquí.

—Cuente, doctor.

—El descubrimiento de la primera pepita se produjo el 3 de abril de 1851 cerca de Sommer-Hill, en las proximidades de Sidney, pero al principio no se dio mucha importancia a la cosa. Sin embargo, cuatro meses después, un conductor de carros, mientras costeaba la bahía de Andersen, encontró en un estrato fangoso un bloque de oro de treinta y dos onzas de peso.

—¡Vaya suerte! —exclamó Diego.

—La noticia del descubrimiento conmovió a los habitantes de Victoria. Una auténtica fiebre, la fiebre del oro, se apoderó de la población blanca, que se arrojó a través de las praderas y los montes hurgando impacientemente las entrañas de la tierra. Hombres que unos días antes se morían de hambre, en pocas semanas se hicieron millonarios. Se encontraron pepitas de un valor inmenso, de varias libras de peso. La noticia del descubrimiento cruzó el océano, llegó hasta América y Europa, de donde llegaron mineros a millares. En tres años la región aumentó su población en más de doscientas mil almas, vio surgir nuevas ciudades como por encanto y engrandecerse las que ya existían. El comercio se paralizó, porque todos abandonaban la ciudad; negociantes, médicos y hasta marineros abandonaban sus ocupaciones para ir en busca del precioso metal. Y la fiebre no cesó hasta que este territorio fue registrado en todas direcciones y agotada la última pepita.

—¡Qué suerte tienen estos ingleses! —Exclamó Diego—. Donde ponen el pie encuentran…

—¿Qué es lo que encuentran? —preguntó el doctor.

—Hasta animales completamente desconocidos —dijo Diego, que se había detenido bruscamente.

El doctor se volvió y lo vio erguido sobre el caballo, con cara de asombro y la mirada fija en un grupo de árboles.

—¿Qué te sucede, amigo mío? —le preguntó.

—Señor doctor —dijo el marinero—. ¿Ha visto usted alguna vez gatos que vuelan?

—¿Gatos que vuelan? ¿Te has vuelto loco, querido amigo?

—No, ¡por cien mil diablos! Vuelvo a preguntarle si ha visto alguna vez un gato volando.

—Parece que el sol te ha trastornado el cerebro, marinero —dijo Cardozo.

—Todavía no, muchacho.

—¿Entonces?

—Os digo que he visto pasar un gato que volaba.

—Es una zorra —exclamó el doctor soltando una carcajada.

—¡Una zorra! Pero volaba, se lo aseguro.

—Una zorra voladora.

—Con su permiso, doctor, nunca lo creeré si antes no puedo ver ese extraño animal. ¿Una zorra con alas? ¿Pero qué clase de país es éste?

—¿Dónde la has visto?

—Allá abajo, doctor, en medio de aquel grupo de árboles.

—Vamos a ver.

Mientras Niro continuaba el camino bordeando la laguna, los jinetes se dirigieron hacia el grupo de árboles, formados por una docena de estramonios de quince a veinte metros de altura, mirando atentamente entre las ramas.

Su búsqueda no duró mucho, porque atrajo su atención un grito ronco que partía de un espeso grupo de ramas. Mirando hacia aquel lugar descubrieron un animal singular, el «gato volador» de Diego. Era grande como una zorra, pero hasta cierto punto parecía un gato, pues tenía una cabeza parecida a la de este animal, y lo que era realmente sorprendente, dos alas de extraña figura formadas por dos membranas que unían las patas anteriores con las posteriores, dejando libres los dedos.

Al verse descubierto desplegó las membranas y revoloteó unos cincuenta o sesenta metros, describiendo una parábola. Al tocar tierra volvió a emprender el vuelo y fue a posarse en la rama de otro árbol.

—¡Diablos! —Exclamó Diego, que estaba atónito de estupor—. ¿Se ha visto nunca volar a un gato?

—Es un kübung —dijo el doctor—. Un animal bastante curioso pero que también se encuentra en muchas islas del archipiélago malayo.

—¿Es bueno para comer?

—No lo creo, glotón.

—¿De qué se alimenta? ¿Caza ratones como sus congéneres sin alas?

—Se alimenta de insectos, murciélagos y mamíferos que caza por la noche. Raras veces se le ve de día.

—Si no es bueno para comer, ya se puede ir al diablo.

—Vamos, amigos —dijo el doctor.

Espolearon a los caballos y alcanzaron el carro, que marchaba lentamente hacia el norte, desviándose un poco hacia el oeste.

4. LOS PERROS SALVAJES

En los días siguientes, la pequeña caravana continuó avanzando hacia el norte, adentrándose en las regiones desiertas del interior. Después de haber atravesado sucesivamente el trecho pantanoso que se extiende entre el río Warriner y el Douglas, de haber vadeado el Davenport, el Humbon y el Neale, que como los anteriores desemboca en el lago Eire, de haber avistado los picos aislados Datton y Harwey y superado la cadena de los montes Hanson, se habían detenido en las orillas del Stevenson, otro río que nace en las laderas del monte Smith y que desemboca en el citado lago después de recibir varios afluentes, como el Albenga, el Hamilton y el Blood.

Hombres y animales estaban cansados y sentían la necesidad de unos días de reposo, después de aquella larga marcha, que se acercaba a las cien millas, bajo un sol cada vez más ardiente, con la estación avanzada y separándose la caravana de las costas refrescadas por los vientos del sur.

Durante aquella travesía no habían encontrado un solo rostro humano, ni blanco ni negro, pero el lugar donde se habían detenido prometía proporcionar a los viajeros, si no el encuentro con hombres, al menos algún pedazo de carne fresca, pues habían descubierto en las orillas del río muchas huellas de canguros y de emús, o sea avestruces australianos.

—Ánimo, amigos míos —dijo el doctor dirigiéndose a los dos marineros, que se desperezaban como dos osos después de un sueño de largas horas—. Os concedo un día entero para cazar a placer en las orillas de este río y en los bosques próximos.

—Haremos una carnicería y volveremos al dray cargados como mulos —dijo Diego, echándose al hombro su carabina y colocándose la cartuchera.

—Cuidado con alejarse demasiado, pues nos encontramos en una región salvaje; y sobre todo no os expongáis al sol, que ese bribón de Barimai hace avanzar con su dedo monstruoso. Podríais coger una insolación peligrosa.

—¿Y quién es ese Barimai?

—El genio bueno de los australianos, creador de la tierra, de los bosques, de los peces y de los hombres; un negro enorme de cabellos blancos y ojos de fuego, que realiza sus milagros en lo alto de los Warragang o Alpes australianos.

—¿Es el dios de los compatriotas de Coco?

—Sí, Diego.

—¿Y es él quien hace moverse al sol?

—Sí, pero parece que se trata de algo muy fácil para Barimai, pues lo mueve con un solo dedo.

—¡Ja! ¡Ja! —exclamó riendo Diego—. ¿Creen todo eso los salvajes?

—A pie juntillas.

—¿Y no tienen también demonio?

—Si no es precisamente el demonio, tienen un genio malo que se llama Tulugal, que reside en el fondo del Wiami, una especie de infierno. También lo llaman el Patayan y anuncia su presencia con un largo silbido.

—Si lo encontramos lo agarraremos por la nariz y lo llevaremos a Coco para que lo retenga prisionero.

—Sí, burlón.

—Vamos, Cardozo. Para la comida quiero un buen cuarto de canguro o una cabeza de avestruz.

Los dos, alegres marineros dejaron al doctor, que estaba haciendo una serie de observaciones astronómicas con el sextante y se dirigieron al oeste, remontando las riberas del Stevenson o mejor dicho del Treur, pues en su curso inferior toma este nombre.

La vegetación era espesa a lo largo de ambas orillas. De vez en cuando se veían grupos de casuarinas, hermosos árboles de madera dura, casi tanto como los árboles del hierro de Brasil, matas de xanthorrea, plantas que destilan una goma que los indígenas utilizan en la fabricación de sus hachas de piedra, espléndidas diacrideas de flores casi microscópicas, bananas silvestres y cedros australianos. Gran número de aves gorjeaban y parloteaban en lo alto de las ramas: papagayos de plumas variopintas, faisanes que imitaban el canto de todas las aves, los gritos de los animales e incluso las voces humanas; bandadas de cacatúas, aves espléndidas y barrocas, con plumas carmesí o blancas como la nieve y con una especie de cresta sobre la cabeza.

Diego y Cardozo, que avanzaban con precaución para no espantar la caza que podía esconderse entre aquellos árboles, tenían bien abiertos los ojos y atentos los oídos, pero no oían nada,

—¡Eh, marinero! —Dijo Cardozo—. Temo que tu carnicería quede en muy poca cosa. No veo ni un canguro ni ningún otro animal que merezca un tiro.

—Es cierto, hijo mío —respondió Diego—. No hay más que aves en este país, pero si no encontramos animales de pelo nos dedicaremos a los de pluma.

—Poca cosa, marinero.

—Si al menos encontrásemos un cocodrilo…

—No existen.

—O un tapir.

—Tampoco los hay.

—¡Maldito país! Falta todo lo…

—¿Qué sucede?

—¡Silencio!

—¿Qué ves?

—Algo enorme que se mueve allí abajo, detrás de aquella mata.

—Pero si no hay animales grandes en este país.

—¡Rayos y centellas! ¿Pretendes que veo algo que no existe? Te digo que allí hay algo enorme.

—Pues has visto mal y…

Se interrumpió bruscamente, acurrucándose detrás de un arbusto, con el asombro pintado en el semblante.

—¿También yo estoy viendo visiones? —murmuró.

Un ave gigantesca, de dos metros de altura, plumas blancas y negras, cuello desproporcionado y largas y robustas patas, removía la tierra con su pico, buscando con avidez insectos que engullía glotonamente. Parecía no darse cuenta de la presencia de los cazadores, porque se hallaba perfectamente tranquila.

—¿Tenía o no razón? —Preguntó Diego a Cardozo—. Fíjate qué pajarraco.

—¡Pajarraco! Es un avestruz, Diego.

—¡Un avestruz! ¡Estás loco! Los avestruces sólo existen en África.

—Pues yo te digo que es un auténtico avestruz africano.

—¡En Australia…! Que no estamos en África, Cardozo…

—Y sin embargo no me engaño, marinero, y si el doctor estuviera aquí confirmaría mis palabras.

—¿Pero cómo quieres que haya llegado hasta aquí?

—Ignoro los motivos por los que un avestruz puede encontrarse en Australia, pero creo que bien vale un tiro —respondió Cardozo.

—Es lo que yo decía —dijo Diego—. Apunta bien y cuida de no fallar el tiro, porque si huye no se deja atrapar ni por un caballo.

—No temas, marinero: tengo el pulso seguro y buena vista.

Apuntó la carabina con toda atención, e hizo fuego.

Herido por la infalible bala del joven cazador, el avestruz abrió las alas como para sostenerse; giró dos o tres veces en redondo y cayó sobre un arbusto.

Los dos marineros estaban a punto de precipitarse sobre la pieza, cuando vieron que sobre la hierba saltaban siete u ocho animales de piel rojiza, mezclada de pelos negros, orejas cortas, con el cuerpo más alto que el de los lobos, pero semejante al de los zorros.

Lanzando aullidos lastimeros, se arrojaron sobre el avestruz, que se debatía entre los dolores de la agonía y empezaron a morderle con furor, haciendo crujir sus huesos con sus robustas mandíbulas.

—¡Demonios, son perros! —Exclamó el maestro—. Despacio, amigos, que la presa es nuestra y ¡ay del que la toque!

—Son dingos —dijo Cardozo—. Rápido, marinero, o no nos dejarán más que las plumas.

Saltando sobre las matas se dirigieron al avestruz. Viendo a los dos intrusos, los perros salvajes alzaron las cabezas mostrando sus aguzados dientes y mirándolos con unos ojos malignos y oblicuos que traicionaban sus intenciones nada pacíficas.

Dos o tres culatazos dados con mano dura los persuadieron para marcharse del lugar y abandonar la gigantesca presa, que quizás habían estado espiando desde mucho tiempo antes, esperando el momento oportuno para asaltarla.

—Esa canalla nos ha estropeado a esa pobre ave —dijo Diego—. Pero aún queda carne suficiente para tres o cuatro comidas.

—Comprueba que es un avestruz verdadero —dijo Cardozo.

—Tienes razón, hijo mío. Pero estoy intrigado por saber cómo esta ave gigantesca se encuentra en este país que no es el suyo.

—El doctor se encargará de explicarnos este misterio —dijo Cardozo—. ¿Volvemos al campamento?

—Continuemos la batida. Acaso encontremos algo mejor. Un canguro, por ejemplo, sería muy bien recibido, y ardo en deseos de encontrarme con uno de esos animales.

—Pero ¿quieres que carguemos con este avestruz? No iremos muy lejos.

—Lo dejaremos aquí.

—Y los perros salvajes se lo comerán.

—No tocarán ni una pluma. Ayúdame y verás.

Se quitó una cuerdecilla que llevaba alrededor del cuerpo, la arrojó sobre una rama robusta y ató un extremo a las patas del avestruz.

—¡Ahora iza! —gritó, tomando el otro extremo.

Cardozo, que había entendido la maniobra, se apresuró a ayudarlo, y el avestruz, a pesar de su peso, fue levantado hasta la rama, que distaba cuatro metros del suelo.

—Ya está el pollo seguro —dijo el maestro, anudando sólidamente la cuerda—. Que vengan ahora los perros, si quieren.

—¡Adelante! —dijo Cardozo.

Cargaron las armas y volvieron a ponerse en marcha, sin preocuparse de los lúgubres aullidos de los dingos, que parecían muy descontentos por haber perdido su presa.

Prosiguiendo a través del bosque, llegaron al extremo de una llanura que parecía extenderse hacia el este.

—¡Diablos! —exclamó Cardozo, deteniéndose bruscamente—. ¿Qué es eso?

—Una cabaña.

—¿Pero qué cabaña? Si parece un escenario.

—¿Crees que los salvajes vienen aquí a dar representaciones teatrales?

—¡Pues tienes razón! —exclamó Diego atónito—. Vayamos a ver de qué se trata. Este es el país de las sorpresas.

En medio de la llanura se alzaba una especie de escenario, formado por cuatro o cinco palos cruzados que sostenían una plataforma. Observando atentamente aquella extraña construcción, los dos marineros descubrieron que encima de ella había una masa informe cubierta de pieles y cortezas de árboles de la goma.

Bajo la plataforma aullaban lúgubremente una docena de perros salvajes, por encima revoloteaban muchos milvus, pequeños halcones de plumaje rojizo y algunos haliaestur, especie de halcones más grandes, los cuales se precipitaban de vez en cuando sobre aquella masa informe, tratando de destrozar las pieles y las cortezas.

—Cuanto más lo miro menos lo entiendo —dijo el maestro—. ¿Se esconderá ahí dentro un animal de nueva especie?

—O una carroña —dijo Cardozo, que en aquel momento olfateaba el aire.

—¿Una carroña?

—¿No hueles, marinero?

—¡Caramba!, tienes razón, hijo mío. Acaso sea la despensa de alguna tribu salvaje. Me han asegurado que les gusta la carne corrompida.

—Vamos a ver.

—Pero ¿y los perros?

—Los pondremos en fuga.

Atravesaron el espacio que los separaba de aquella construcción y con dos disparos Obligaron a los dingos a alejarse, no sin que antes mostrasen éstos sus robustos dientes y lanzasen amenazadores aullidos.

Un hedor horrendo de carne putrefacta apestaba el ambiente; parecía que sobre la plataforma se corrompía algo.

Los dos marineros, muertos de curiosidad, se despojaron de los fusiles y subieron por los palos a la plataforma.

Al aparecer sobre ella, los halcones huyeron, lanzando agudos chillidos. A pesar del olor insoportable que despedía aquel envoltorio de pieles y cortezas, miraron dentro de él y descubrieron un cadáver medio putrefacto, completamente desnudo, de piel negra aunque cubierta a trechos de pintura blanca y amarilla.

—¡Por Satanás! —Exclamó Diego—. Es la carroña de un salvaje. Extraña costumbre la de los australianos de exponer sus cadáveres a los halcones y a los perros.

—Vayámonos, marinero —dijo Cardozo—. Este olor nauseabundo me ahoga.

—No espero otra cosa. ¡Al diablo con los salvajes y sus tumbas!

Iban a retirarse, cuando debajo de ellos se oyeron aullidos diabólicos.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Diego, deteniéndose.

—¡Por las barbas de una foca! —Exclamó Cardozo—. ¡Estamos sitiados!

—¿Sitiados? ¿Por quién?

—Por los dingos.

—¿Qué dices? ¿Se atreverían esos perros…?

—No se atreven, pero aguardan para ver si pueden hincarnos los dientes.

—Con cuatro buenas patadas…

—Te devorarían en un instante. Hay unos cincuenta.

—¿Cincuenta perros?

—¡Mira!

Diego se inclinó sobre el borde de la plataforma, miró, e hizo un gesto de rabia. Mientras habían estado ocupados en examinar la tumba, unos cincuenta perros se habían reunido silenciosamente bajo la extraña construcción y esperaban que descendiesen para asaltarlos.

—¡Rayos y centellas! —Exclamó Diego—. Veremos cómo salimos de ésta.

—Y los fusiles están ahí abajo —añadió Cardozo.

—¡Y yo que siempre había considerado inofensivos a estos animalitos!

—Lo son, cuando son pocos, pero cuando se reúnen en grandes bandas, se vuelven audaces y asaltan a los pastores y a sus rebaños. Sé que una bandada de estos perros devoró hace tres meses a un pastor con sus mil doscientas cabezas de ganado.

—Deja en paz a ese pastor y veamos la manera de salir de esta peligrosa situación. ¿Intento bajar? Tengo el cuchillo y si puedo llegar hasta los fusiles, esta canalla lo pagarán caro.

—No te lo aconsejo. Tienen dientes robustos y una fuerza superior a la del lobo.

—¿Y quieres que nos quedemos aquí, con esta apestosa carroña? Déjame intentarlo.

El maestro sacó del cinto su cuchillo marinero, se lo puso entre los dientes, se agarró al borde de la plataforma y alargó las piernas hacia uno de los palos de sostén, los dingos se pusieron a aullar furiosamente y se lanzaron contra el palo, intentando apresar las piernas de Diego, el cual viéndose en peligro tan inmediato se alzó rápidamente sobre la plataforma.

—¡Están rabiosos! —exclamó.

—Tienen hambre, marinero —dijo Cardozo, riendo a carcajadas.

—¡Ah! ¡Tienen hambre! Pues bien, que vayan comiendo del muerto.

Y Diego, tapándose con una mano la nariz para defenderse del horrible hedor, empujó con la otra al muerto y lo dejó caer sobre la hambrienta manada de dingos que, aullando, se precipitó sobre el nauseabundo fiambre como si se tratara de un pastel de boda.

5. SITIADOS SOBRE UNA TUMBA

El dingo australiano, que los indígenas llaman warrangal, es decir perro salvaje, constituye una especie aparte que, si bien tiene puntos de contacto con los lobos y los perros salvajes de otros países, en realidad no se confunde ni con unos ni con otros.

Por la forma se aproxima tal vez a los zorros, pero es bastante más grande, más robusto y tiene las patas más largas.

Se encuentra por todo el continente australiano, en las costas y en las regiones ardientes del interior, pero evita la proximidad de ciudades y aldeas, pues sabe muy bien que le tocará las de perder. Generalmente los dingos se reúnen en grupos del cinco o seis, pero a veces se les encuentra también formando grandes manadas, especialmente en los territorios ricos en caza.

Se diría que forman tribus separadas, pues los perros de una región determinada no se mezclan con los de otra, y si lo hiciesen correrían el riesgo de ser despedazados. Parece que se hubiesen dividido el continente para cazar más cómodamente en sus respectivos territorios, sin competencias peligrosas.

Son cazadores formidables. Persiguen a todos los animales salvajes, y no contentos con esto se reúnen en manadas en las grandes praderas donde hacen estragos entre el ganado doméstico. Ovejas, carneros, cerdos y potros caen bajo sus agudos dientes.

Por eso hay una guerra terrible entre los colonos y los dingos. Aquéllos les preparan trampas, envenenan animales muertos con estricnina y los llevan a los bosques habitados por los dingos, los cazan con el fusil, pero como son astutos y suspicaces, los dingos procuran mantenerse a distancia. Suelen lanzarse contra los perros de los pastores, a los que odian profundamente y también contra los hombres.

Si son numerosos, se vuelven audaces y no temen al hombre. Sólo viven en buena armonía con los salvajes, pero no toleran ningún tipo de esclavitud ni se dejan domesticar. Con el salvaje australiano conviven más por interés que por afecto. Se unen a él para cazar, pero exigen su parte de la presa, permaneciendo en su compañía unos quince días o más, y luego lo abandonan si antes su amo temporal no los mata para comérselos, cosa que suele suceder.

Es cierto que a veces el salvaje cuida a su perro cazador y gusta de las crías que nacen en su cabaña, haciendo incluso que sean amamantadas por su propia mujer, con perjuicio de sus propios hijos; pero cuando le aprieta el hambre no puede resistir y lo pone en el asador.

Por tanto, la situación de los marineros, sitiados por aquella numerosa bandada de animales robustos y hambrientos, no era nada halagüeña. Si los asaltantes no hubiesen sido muchos, podrían enfrentárseles sin correr serios peligros, pero eran demasiados para los dos marineros.

—¡Rayos y centellas! —exclamó Diego al ver cómo la bandada se precipitaba furiosamente sobre el muerto y lo devoraba en pocos segundos—. ¡Vaya estómago!

—¡Y qué dientes! —dijo Cardozo.

—Hijo mío, empiezo a estar preocupado. Estamos lo que se dice sitiados. Sin una sola arma y sin nada que llevarnos a la boca.

—Y sin una gota de agua para remojar el gaznate.

—Y bajo este sol que quema. ¿Sabes si durará mucho este asedio?

—Sé tanto como tú, marinero.

—Haz trabajar la cabeza y busca un medio para mandar al diablo a esta horda hambrienta.

—No se me ocurre nada, Diego.

—Pues habremos de ocupar el puesto de aquella momia que hemos arrojado al suelo. Si estos animales se obstinan en permanecer aquí, no veo otro final.

—Y los halcones se darán un buen banquete con nosotros.

—Sí, tú bromeas como si estuvieses en tu casa.

—¿Quieres que me arranque los cabellos?

—No, Cardozo, pero me parece que nuestra situación no tiene nada de cómica. ¡Demonio!, ¡empiezo a tener hambre! ¡Si al menos me hubiese traído aquel avestruz!

—¿Sabes qué hacen los australianos cuando tienen hambre?

—No, Cardozo.

—Se aprietan el cinturón, y suelen llevarlo de una materia especial, para poder apretarlo mejor.

—Pero yo no soy un salvaje, amigo —dijo Diego.

—No tengo otro consejo que darte —dijo el joven marinero, sonriendo.

—¡Todavía tienes ganas de reír! ¡Nunca había visto un hombre igual! Bueno, acabemos de una vez, y tratemos de salir de este lugar. ¿Qué te parece si intentásemos llamar al doctor?

—Estamos demasiado lejos para que nos oiga.

—¡Silencio, animaluchos! —Gritó Diego, que empezaba a perder la paciencia—. Vaya concierto nos están dando.

—Nos obsequian con una serenata, marinero.

—¡Una serenata! ¡No, por mil millones de rayos! No pienso dormir en esta cabaña nauseabunda. ¡Tengo una idea!

—Suéltala —dijo Cardozo, que conservaba su inalterable buen humor.

—Si tratásemos de pescar nuestros fusiles…

—¿De qué manera?

—Todavía tengo una cuerda en el bolsillo.

—Pero tú tienes una cordelería…

—Son costumbres de viejo marino, hijo mío. Haré un nudo corredizo e intentaré pescar un fusil.

—Probemos. Veo que mi carabina está apoyada en un matorral. Podría levantarla fácilmente.

—¡Tengo otra idea!

—¿Cuál, marinero?

—¿Y si cazásemos con el lazo algún dingo? Me han dicho que son excelentes.

—¿Y te lo ibas a comer crudo? —Preguntó Cardozo soltando una carcajada—. Prefiero tu primera idea.

—Tienes razón, soy un tonto. Manos a la obra, y vosotros, aulladores, preparaos a pasar un mal rato.

De uno de sus catorce bolsillos Diego sacó un pedazo de cuerda de seis o siete metros, hizo un nudo corredizo y se inclinó sobre el borde de la plataforma que, con aquellas maniobras, se movía de un modo inquietante.

Los perros, que habían formado en semicírculo con el hocico hacia arriba, esperando pacientemente la presa, empezaron a dar saltos hacia los palos aullando furiosamente.

—Sois demasiado pequeños, amiguitos —dijo Diego—. Dejad que prepare este juego y veréis qué sorpresa voy a daros.

Tomó el lazo corredizo, lo abrió, lo hizo girar dos veces al aire, como suelen hacer los gauchos de la pampa argentina cuando quieren apresar a la carrera bueyes o caballos salvajes, y lo echó hacia el fusil de Cardozo, uno de cuyos extremos estaba un poco levantado.

Dar un estirón violento y levantar el arma fue cosa de un solo instante. Los dingos, como si se hubiesen dado cuenta de lo que iba a suceder, se lanzaron contra el fusil, pero Diego, con un segundo tirón, lo izó sobre la plataforma y lanzó un grito de triunfo.

—¡Buen golpe! —Exclamó Cardozo—. Un gaucho no lo habría hecho mejor.

—He aprendido algunas cosas en la pampa —dijo Diego, radiante de felicidad—. Ahora, mis queridos dingos, os haremos desfilar a toda prisa. Toma tú, Cardozo, que eres un tirador de primera.

El joven marinero tomó la carabina, se aseguró de que estuviese cargada y apuntó en medio de la manada.

—Tira primero allí, a aquel horrible dingo que aúlla más fuerte que los demás y parece rabioso —dijo el maestro.

No había terminado la frase cuando el perro designado se retorcía en el suelo con una bala en la cabeza. Sus compañeros retrocedieron asustados, aullando más fuerte que nunca y enseñando los dientes.

—Apunta a aquel otro, el de los ojos oblicuos —dijo Diego.

Sonó una segunda detonación y cayó otro perro.

Los sitiadores no quisieron saber más. Con el rabo entre las piernas, como sus congéneres de Europa, huyeron en todas direcciones, perdiéndose en el bosque. Un tercer disparo, que abatió a otro animal a cuatrocientos pasos de distancia, apresuró su fuga.

—¡Hurra! —Gritó Diego saltando de la plataforma y apoderándose de su fusil—. Rápido, Cardozo, aligera el paso y desaparezcamos antes de que esos animales se reúnan de nuevo para seguimos.

—Aquí estoy —dijo Cardozo saltando al suelo—. ¿Y el muerto?

—Se lo han comido en dos bocados.

—¡Pobre diablo!

—¡Bah! —Dijo Diego alzando los hombros—. En vez de ser comido por los halcones lo ha sido por los perros; es lo mismo. ¡Rápido, que todavía oigo aullar a los perros!

Los dos cazadores, contentos con haber recobrado la libertad, se pusieron a correr hacia el bosque vecino, donde, en el caso de que fuesen nuevamente atacados, podían refugiarse sobre los árboles; pero los perros no volvieron a dejarse ver. Habían tenido suficiente con los tres disparos.

Recogieron el avestruz, que todavía estaba apoyado en el árbol, y tomaron el camino del campamento.

En la orilla del río encontraron al doctor, que, inquieto por su ausencia, se había puesto a buscarlos, dejando el carro y los animales bajo la vigilancia de Niro.

—¿Qué traéis? —Preguntó el doctor apenas los vio avanzar bajo los árboles—. Parece una gran pieza de caza.

—Realmente grande, señor, y muy pesada —dijo el maestro—, pero le aseguro que no adivinará a qué especie pertenece.

—¿Tal vez un canguro gigante?

—Todavía mejor.

—¡Diablo! —Exclamó el doctor, que ya se encontraba a corta distancia de los cazadores—. Habéis matado un avestruz africano.

—Sí, doctor —respondió Cardozo—. ¿No le sorprende?

—No mucho, amigo mío, por más que encuentre la cosa un poco extraña.

—Pero estamos en Australia, señor —dijo Diego.

—¿Y qué quieres decir con eso, querido Diego?

—Que no estamos en África.

—Pues te diré que desde hace algunos años los colonos australianos traen avestruces del cabo de Buena Esperanza y que estos gigantescos bípedos se encuentran muy a gusto aquí y se multiplican con rapidez, ya que el clima de este continente es muy parecido al de África del Sur.

—¿Los traen para aprovechar las plumas? —preguntó Cardozo.

—Sí, y con su venta obtienen considerables ganancias.

—Entonces, nuestro avestruz ha huido de alguna granja —dijo Diego.

—Seguramente —respondió el doctor.

—Dígame, señor —replicó Diego—. ¿Son feroces los dingos?

—Cuando son muchos se vuelven muy audaces, pero si son pocos huyen de la presencia del hombre blanco.

—Pues han estado a punto de comemos vivos. Y si no es por una tumba australiana, una especie de plataforma que hemos encontrado, no habríamos regresado al campamento. Nos han sitiado durante dos o tres horas.

—Sed prudentes, amigos, y no os alejéis demasiado del campamento. ¡Ah…! Olvidaba deciros que he hecho un importante descubrimiento.

—¿Cuál? —preguntaron a un tiempo Diego y Cardozo.

—He hallado el rastro de nuestro compatriota.

—¿Es eso cierto?

—Sí; mientras recorría las riberas del río he encontrado un tronco en el que había grabadas estas palabras: Sigo las huellas de Burke. Voy al lago Wood. B. Herrera. 24 julio 1870.

—¡Diablos! —Exclamó Cardozo—. ¿Lo habrá grabado él mismo?

—Estoy seguro.

—¿Pero quién es ese señor Burke? —Preguntó Diego—. ¿Algún compañero suyo que le precedía?

—¿Cómo? ¿Lo ignoras, Diego? —preguntó sorprendido el doctor.

—Señor, yo sólo entiendo de barcos, de anclas, de velas y de cañones.

—Es el primer hombre blanco que ha atravesado el continente australiano.

—¿Hace muchos años?

—En 1860−61.

—¿Era inglés?

—No, era un exoficial de los húsares húngaros.

—Cuéntenos, doctor —dijo Cardozo.

Los tres hombres, que ya habían llegado al campamento, se sentaron detrás del carro para descansar a la sombra, mientras Niro preparaba la cena, que prometía ser exquisita a juzgar por el aroma que despedía.

—Como os decía —añadió el doctor—, este viaje maravilloso, que debía ser fatal para el explorador, se realizó entre 1860 y 1861. Hasta entonces se desconocía el interior del continente, que unos suponían fértil y otros desértico. Burke, auxiliado por el gobierno de Vitoria y por una suscripción de ciudadanos, partió valerosamente el 20 de agosto hacia el interior con 17 hombres, 27 camellos que se había hecho traer de la India, 27 caballos y víveres para quince meses. Dividió a sus hombres en tres columnas y el viaje en tres grandes etapas: las dos primeras de seiscientos kilómetros y la tercera de mil. El 19 de octubre de 1860, Burke se unió a la primera columna, que había acampado en Menindie después de una marcha desastrosa. Concedió a la columna un reposo de unos días y encargó a su comandante Wright que fuese a Coopers-Creek. Luego, con unos cuantos compañeros, reemprendió el viaje hacia el norte. Dos meses después llegaba al río, pero sus hombres se hallaban reducidos a un estado lamentable. El horrible calor, la sed, las privaciones de toda clase y la fatiga los habían enflaquecido y la mayoría estaban enfermos. Burke no se detuvo. Dejó allí a sus hombres, dándoles cita más al norte y marchó con su lugarteniente Willis, un tal King y otro compañero, seis camellos, un caballo y víveres para cuatro meses; caminó rápidamente haciendo pocas paradas, ahuyentó a los salvajes que intentaron atacarle, atravesó desiertos, cruzó montañas, sufrió hambre y sed, pero al final alcanzó las costas septentrionales y se bañó en las aguas del océano. La temeraria travesía se había cumplido.

—¡Qué hombre! —exclamó Cardozo, entusiasmado.

—Pero el regreso había de ser desastroso, fatal —continuó el doctor—. Faltaban los víveres y se encontraban en una región desierta. Retrocedieron rápidamente para llegar a Coopers-Creek, donde esperaban encontrar a sus compañeros. Fueron matando uno a uno los camellos para alimentarse, luego al caballo, después se alimentaron de serpientes, insectos, hojas de árbol y, esqueléticos y moribundos, llegaron a Coopers-Creek.

—¿Y encontraron a sus compañeros? —dijo Diego.

—No, no encontraron a nadie. Habían partido el día antes y habían dejado una carta, pero ni un pedazo de pan.

—¡Canallas! —exclamó Diego.

—Impotente para alcanzarlos, Burke decidió dirigirse hacia occidente con el objeto de buscar a un rico ganadero. Esta decisión le perdió, pues si hubiese permanecido en aquel lugar habría vuelto a ver a sus compañeros.

—¿Volvieron?

—Sí, Cardozo, pero dos días después de la partida de Burke.

—¡Qué mala suerte!

—El osado explorador y sus compañeros volvieron a ponerse en camino pero ya no eran hombres, sino esqueletos, sombras, moribundos que se arrastraban. Algunos miserables salvajes intentaron ayudarlos ofreciéndoles trigo silvestre que no consiguieron tragar debido a lo débiles que estaban. El 10 de mayo se habían puesto en marcha, pero el 14 se detuvieron. No tenían nada que llevarse a la boca. Willis murió, luego cayó el otro. Con un último esfuerzo Burke y King reanudaron la marcha, pero el 30 de junio, después de haber vagado por desiertos y montañas, el infeliz explorador se desplomó en tierra. Apenas tuvo fuerzas para escribir en un pedazo de papel estas palabras:

King me sobrevivirá; ha demostrado un gran coraje.

Nuestro objetivo ha sido alcanzado. Hemos sido los primeros en llegar a los confines de Australia, pero nos han abandonado

No pudo continuar porque cayó.

Un instante antes de expirar, con voz entrecortada, dijo a su fiel compañero, que no quería abandonarle:

—Deseo que mi cadáver permanezca expuesto sin sepultura en la arena, al sol del desierto. De este modo permaneceré en plena posesión de estas regiones que he descubierto.

Después aquel gran hombre, que había afrontado tantos peligros para realizar la maravillosa travesía, expiró. Su compañero prosiguió solo la marcha y buscó refugio en una tribu de salvajes, entre los cuales vivió varios meses, es decir, hasta la llegada de las expediciones de socorro enviadas por el gobierno de Vitoria.

—¿Y el cadáver del explorador quedó sin sepultura? —preguntó Cardozo.

—No, fue sepultado y el gobierno levantó en Melbourne un gran monumento a su memoria.

—¡A la mesa! —gritó en aquel momento Niro.

6. LA CAZA DEL CANGURO

Coco, como se obstinaba en llamarle Diego, había hecho verdaderos milagros y tenía preparada una cena poco menos que principesca. Los dos marineros, que tenían un hambre de lobo, y el doctor, hicieron honores a la sopa de verduras, al pescado salado en salsa verde, al asado de cacatúa, a un pedazo de avestruz estofado, a la cabeza del gigantesco volátil y a las suculentas raíces de warrangs cocinadas bajo las cenizas.

El bravo Diego, que había comido por cuatro, no pudo por menos que estrechar las manazas del salvaje y ofrecerle un gran vaso de ginebra que el cocinero bebió con avidez. El glotón no estaba del todo satisfecho y lamentó la falta de un estofado de cola de canguro.

—El canguro vendrá —dijo el salvaje con aire misterioso.

—¿Tienes otro plato que ofrecemos, Coco? —preguntó el marinero.

—Más tarde tendrán canguro.

—¿Has cazado alguno?

—No, pero lo cazaré.

—¡Bah! Ese plato lo veo muy lejos.

—Niro-Warranga cazará el canguro.

—¿Has visto alguno?

—He descubierto su rastro.

—¿Dónde?

—En las orillas del río.

—No será tan tonto como para acercarse demasiado.

—Se acercará.

—¡Vaya una seguridad que tiene Coco! —Exclamó Diego—. Se diría que es el jefe de los canguros.

—Si Niro dice esto, debe ser cierto —dijo el doctor—. Estos salvajes saben muchas cosas que nosotros ignoramos.

—¿Cuándo iremos de caza, Coco? —preguntó Diego.

—Cuando los hombres blancos quieran —dijo el salvaje.

—Con mucho gusto daremos unos cuantos pasos para digerir la comida —dijo Cardozo—. Tomemos los fusiles y vayamos, Niro.

—Nada de fusiles —dijo el australiano.

—¿Acaso quieres cazarlo con las manos? —preguntó Diego.

—El canguro no se deja apresar, pero Niro tiene sus armas.

Subió al dray, buscó en una caja y poco después bajó llevando un bastón de un metro de largo y de unos dos centímetros de grosor, redondeado de una parte y aplastado por la otra.

—¿Es ésta tu arma? —preguntó Diego irónicamente.

—Esta —respondió el australiano.

—¿Y quieres cazar el canguro con este bastoncito?

—Le romperé las patas o la cabeza.

—Te hará correr mucho antes de que lo alcances, Coco.

—No me moveré; correrá el curl-tur-ram.

—¿El curl-tur-ram? ¿Qué es eso?

—El boomerang —dijo el doctor.

—Cada vez lo entiendo menos —dijo Diego.

—Mejor, Diego; tu sorpresa será mayor.

El marinero miró al doctor con asombro.

—Pero ¿cree usted que Coco conseguirá derribar un canguro con ese bastoncito?

—Lo derribará, Diego.

—Eso es algo que no creeré nunca, doctor.

—Ven, incrédulo, y verás cómo nuestro australiano da un golpe extraordinario que te sorprenderá mucho.

—Vayamos, doctor —dijo Cardozo—. Ya he oído hablar de las maravillas del boomerang, pero en realidad nunca lo había creído.

—Vamos, Niro —dijo Álvaro.

El australiano no dejó que se lo repitieran otra vez. Se puso el bastón en el cinto que aprisionaba la camisa de tela roja, única prenda que llevaba, y se dirigió hacia el río bordeando el bosque.

Una vez allí, examinó atentamente el terreno e indicó a sus compañeros unas huellas ligeras que se dirigían precisamente hacia la orilla.

—El canguro vendrá a beber —dijo—. Esperemos.

Pasaron dos horas sin que en la selva se oyese el menor ruido, a excepción del griterío de una bandada de papagayos. Una calma asfixiante reinaba bajo los grandes árboles, cuyas hojas no ofrecían ni un palmo de sombra, ni la más mínima frescura.

Diego y Cardozo, cansados de esperar, estaban a punto de dormirse, cuando oyeron que Niro se movía y se enderezaba rápidamente.

—Ya viene —dijo.

—¿Dónde está? —preguntaron los dos marineros, abriendo los ojos y montando las armas que habían traído, pues se fiaban poco del bastón del salvaje.

—¿Oís?

—O soy sordo o no oigo nada —dijo Diego—. Solamente oigo cantar a los papagayos.

—Niro tiene el oído fino —dijo el australiano, abriendo la inmensa boca repleta de dientes.

—Mejor para ti, hijo, pero yo voy a echar un sueñecito.

—¡Míralo! —Exclamó Cardozo—. ¡Qué animal tan extraño!

Los cuatro se levantaron sin hacer ruido y miraron a través de las ramas.

Un extraño animal avanzaba ágilmente bajo los grandes árboles, dando largos saltos que le hacían semejarse, a primera vista, a un gigantesco sapo.

Era enorme, de al menos cien kilos de peso, metro y medio de largo, con una piel espesa, rojiza, lisa y suave. Su cabeza parecía la de una gacela, el cuerpo era delgado por la parte anterior y grueso por la posterior, las patas desproporcionadas, cortas las anteriores, largas las posteriores, y tenía una larga cola que parecía dotada de gran fuerza y que alcanzaba una longitud de unos ochenta o quizá noventa centímetros.

Avanzaba a saltos con extrema ligereza, extendiendo las largas patas posteriores, ayudándose con la cola, lanzando a su alrededor miradas vigilantes y levantando las orejas para percibir mejor los rumores del bosque.

Así que hubo llegado a unos sesenta metros de los matorrales, se detuvo, titubeante, y se alzó sobre las patas posteriores, mostrando bajo el vientre una especie de bolsa de la que salían unas cabecitas que se movían y trataban de coger las hierbas que estaban a su alcance.

—Es una hembra gigantesca —susurró el doctor Cristóbal a los oídos de los dos marineros, que miraban con creciente estupor al animal—. ¿Veis las crías que lleva en la bolsa?

—¡País misterioso! —Murmuró Diego—. ¡A cada paso nos ofrece cosas nunca vistas! ¡Eh, Coco! ¿No te mueves?

—Todavía no —respondió el australiano que olfateaba atentamente al aire como si primero quisiese asegurarse de su dirección.

El canguro, después de haberse detenido unos instantes, prosiguió la marcha, reanudando sus extravagantes saltos hasta llegar a unos treinta metros de los matorrales. Era el momento esperado por Niro.

Se levantó bruscamente empuñando el bastón por la parte redondeada; lo hizo girar varias veces sobre su cabeza con rapidez vertiginosa y luego lo arrojó hacia adelante sin darle gran impulso.

El bastón se alejó dando vueltas y, silbando, tocó tierra a treinta metros de distancia y, en vez de quedarse en ella, como suponían los dos marineros, pareció adquirir una fuerza misteriosa, saltó de golpe, volvió hacia atrás y rompió la cabeza al pobre canguro. Luego volvió a caer a los pies de Niro, después de haber descrito una parábola alargada.

Sin perder un segundo, el salvaje la arrojó por segunda vez, y la extraña arma, después de tocar nuevamente tierra, rompió las patas posteriores del canguro y volvió a su propietario.

Atónitos ante aquel fenómeno maravilloso e increíble, los dos marineros parecían petrificados. Hasta habían olvidado la presa que se debatía entre los dolores de la agonía, mientras que las crías, que habían salido de la bolsa materna, comían hierba ignorantes del peligro.

—¡Pero es algo asombroso! —Exclamó finalmente Cardozo—. Nunca hubiera creído que los salvajes australianos llegasen a tanto.

—¿Tiene algo especial ese bastón? —Preguntó Diego—. Parece un animal y no un bastón.

—Es un simple pedazo de madera, amigos míos —dijo el doctor—. Una rama de casuarina, de fibra fuerte y pesada, de forma curva y nada más.

—Déjame verlo, Coco —dijo el marinero—. Estoy seguro de que contiene alguna brujería.

El australiano le entregó el boomerang. Como había dicho el doctor, era una rama de árbol un poco flexible pero pesada, redondeada por una parte, plana por la otra, y curvada en el centro, pero de manera que la parte cóncava no superaba los trece o catorce milímetros. Diego y Cardozo lo examinaron detenidamente, pero no encontraron nada extraordinario.

—¡Es extraño! —Exclamaba Diego, rascándose con furia la cabeza—. No entiendo nada.

—Lo creo —dijo el doctor riendo.

—¿Sólo los australianos poseen esta arma? —preguntó Cardozo.

—Ningún otro pueblo la conoce.

—¿Quién les ha enseñado a manejarla?

—Es algo que se ignora. Hace siglos que la utilizan, pero no saben quién la inventó.

—¿Podemos lanzarla nosotros?

—Ningún europeo ha conseguido hacer que describa ese maravilloso vuelo, Cardozo. Muchos lo han intentado, pero inútilmente.

—¿Y no se ha logrado explicar la razón de que este pedazo de madera se lance y vuelva a manos de quien lo lanza?

—El comodoro Wilkes sostiene que este fenómeno se debe a la forma especial del instrumento, cuyo centro de gravedad, debido a su situación, obliga al arma a girar continuamente en torno a su centro y la fuerza centrífuga obliga a la masa a describir una elipse.

—No entiendo nada, doctor —dijo Diego—. Tengo la calabaza un poco dura.

—Me explicaré mejor. Al recibir del cazador un movimiento doble, una rotación rápida y un impulso general que sólo la mano de un australiano sabe imprimirle, el arma parte conservando su dirección. Cesado el impulso, el boomerang gira en un punto determinado del espacio y tiende a caer a causa de su peso, pero como continúa girando, conserva todavía su plano inclinado, y la resistencia que le opone el aire le obliga a caer paralelamente y, por tanto, a regresar a su punto de partida. La parábola que describe se debe exclusivamente a su forma especial y al golpe que le imprime la mano del cazador. Un vuelo en el aire os explicará mejor este fenómeno. Niro, ¿ves aquel papagayo que canta en la copa de aquel árbol?

—Sí, mi amo —respondió el australiano.

—Mátalo con un golpe de boomerang.

Niro miró al árbol que tenía una altura de treinta y dos o treinta y tres metros, tomó el arma y la lanzó sin esfuerzo aparente. El madero partió revoloteando, manteniéndose a sesenta centímetros del suelo, luego, de repente, se levantó en el aire formando ángulo recto sin haber tocado punto alguno, golpeó al pobre papagayo y, describiendo una parábola, cayó de nuevo a los pies del cazador.

—¡Es maravilloso! —Exclamó Diego—. Es posible que su explicación sea correcta, doctor, pero estoy seguro de que ningún otro hombre puede hacer lo mismo, y que tal vez la verdadera causa de este sorprendente fenómeno no ha sido estudiada todavía.

—Tal vez, Diego —dijo el doctor—. Tal vez todo dependa del golpe de mano del australiano.

—¿Usan el boomerang en las guerras? —preguntó Cardozo.

—Sí, amigo mío y si encontramos salvajes, guárdate de sus bastones animados; te romperán la cabeza como si fuera una nuez.

—Conozco las boleadoras de los patagones, señor, y me guardaré mucho también de los boomerangs de los australianos. ¡Alto! ¿Y el canguro? Lo habíamos olvidado.

—Coco no lo ha olvidado —dijo Diego—. El glotón ha dado muerte a las crías y está recogiendo la caza. Espera, Coco, eso es demasiado pesado para tus espaldas.

Diego acudió en ayuda del australiano y, juntos, arrastraron la pesada presa hasta el campamento, que se hallaba a unos seiscientos pasos. El pobre animal ya estaba muerto y perdía sangre en abundancia por la herida causada por el terrible boomerang.

La noche caía rápidamente. El buftalmo ya había empezado a imitar el restallido del látigo, el pájaro campana a hacer oír sus sones argentinos, mientras en los árboles empezaban a aparecer las aves de las tinieblas, grupos de grandes murciélagos y bandadas de podargus, horribles pájaros de pico corto y ancho como la boca de un hombre, la cabeza grande y cubierta por una cresta de pelos, y las plumas de la espalda y del pecho de un color gris sucio alternado con rayas negruzcas.

La luna, la «bella que llora» de los australianos, que, según sus extravagantes creencias, había sido una mujer maravillosa y que luego Barimai, el genio bueno de los salvajes, la clavó bárbaramente en el cielo para castigarla de no sabemos qué delitos y que ahora llora estrellas, comenzaba a aparecer sobre las altas cimas de los bosques, plateando las aguas del Stevenson, mientras los dingos lanzaban sus lúgubres aullidos en busca de la caza nocturna.

Los dos marineros y el doctor, después de haber comido algunas suculentas raíces y galletas, se tendieron en el dray bajo la vigilancia del australiano. Querían dormir un buen rato, con la intención de emprender la marcha al amanecer hacia el norte.

Hacía cuatro o cinco horas que dormían, cuando el doctor notó que alguien le tiraba de las piernas. Abrió los ojos y vio al australiano que le hacía señales de que callase y le siguiese.

—¿Qué has oído? —preguntó el doctor en voz baja.

—Hay ruidos en el bosque —murmuró el australiano con un hilo de voz.

—¿Salvajes tal vez?

—No, Niro reconoce de lejos a sus compatriotas.

—¿Animales?

—No, quizá blancos.

—¡Blancos aquí!

—Sígame, mi amo.

El doctor salió del dray llevando consigo el fusil y un revólver. La noche era oscura, pues la luna ya se había puesto y no se veía más allá de cien pasos.

El australiano, cuyo finísimo oído había percibido algo, le invitó a acurrucarse en tierra y apoyar la oreja en ella.

—¿Oye usted? —preguntó.

—Sí —dijo el doctor—. Parece que se aproximan caballos. ¿Habrá algún pastor por estos contornos?

—¿Pastores aquí? Los runs están lejos y aquí no hay praderas.

—Entonces, ¿qué crees que será?

—Los bushrangers están por todas partes, mi amo.

En aquel instante se oyó una detonación y al otro lado del bosque el galope precipitado de muchos caballos que se perdía en lontananza.

7. LOS GRANDES GANADEROS AUSTRALIANOS

Diego y Cardozo, que como buenos marineros tenían el sueño muy ligero, al oír aquella detonación que rompía el silencio profundo del bosque se despertaron de repente. Se levantaron, tomaron sus fusiles y salieron precipitadamente del dray, creyendo que el campamento había sido invadido por alguna banda de salvajes.

—¿Qué sucede, doctor? —preguntaron a don Álvaro que se resguardaba detrás de un tronco de árbol con la carabina a punto de hacer fuego.

—¿Estáis aquí, amigos? —dijo con voz tranquila.

—Hemos oído un tiro. ¿Ha disparado usted? —preguntó Cardozo.

—No, marinero.

—¿Acaso los salvajes tienen armas de fuego? —exclamó Diego muy sorprendido.

—Temen demasiado a los fusiles para emplearlos, mi buen amigo.

—¿Puede haber sido algún cazador blanco?

—Me temo que se trata de algún cazador peligroso, un bandido. Hemos oído el galope de muchos caballos que se alejaban por el bosque.

—¿Y cree usted que se trata de una cuadrilla de bandidos?

—No tiene nada de raro, Diego. Australia está llena de ellos, te lo aseguro, por más que haya cesado el trabajo de las minas de oro y no se encuentren ya «cestas de naranjas».

—No le entiendo.

—Me explicaré mejor, Diego. Procuremos ahora no ser sorprendidos.

—¿Teme usted que esos hombres nos ataquen?

—Es posible.

—¿Quiere que Cardozo y yo hagamos un reconocimiento del lugar donde se ha oído el disparo?

—No, amigos. Esos bribones pueden haber hecho ese disparo para hacemos correr hacia aquel lugar y caer ellos sobre el dray. Quedémonos aquí al amparo del carro, que puede servimos de fortaleza y preparemos la ametralladora. Con esta arma podemos desafiar a cincuenta enemigos.

El consejo era óptimo. En el monumental carro, protegido por tablas de casuarina de dos pulgadas de espesor y armados con aquella formidable ametralladora que podía arrojar centenares de proyectiles en pocos minutos, estaban en situación de enfrentarse a cualquier ataque. Uniendo los hechos a las palabras, los cuatro exploradores se encaramaron en el dray, prepararon la máquina infernal situándola en dirección hacia el bosque y se armaron con los fusiles.

Después de la detonación y el galope, no se había oído nada más. El bosque estaba silencioso como antes y sólo se oía el restallar de los buftalmos y el tintineo de los pájaros-campana; pero los dos marineros, el doctor y el australiano se mantenían en guardia y aguzaban la vista, temiendo alguna emboscada por parte de aquellos misteriosos jinetes.

Pasaron varios minutos de angustia, pero no ocurrió nada extraordinario. ¿Se habían alejado los jinetes? ¿O tal vez habían acampado en el otro lado del bosque? Diego y Cardozo, que querían ver claro aquel asunto, se ofrecieron de nuevo para hacer un reconocimiento, pero el doctor, que temía que cayesen en una emboscada, se opuso.

—Esperemos el amanecer —dijo—. No es prudente aventurarse de noche en un bosque.

—Pero, dígame, ¿qué son esos bushrangers? —Preguntó Diego—. Hace poco me ha hablado usted de «cestas de naranjas», de minas, de bribones, sin que yo haya entendido nada.

—Los bushrangers son bandidos —respondió el doctor—. Como os decía, en las fronteras de varias provincias australianas viven los llamados free selectors, es decir pequeños agricultores que siempre están en guerra con los grandes propietarios, teniendo los primeros derecho de elegir en las propiedades de los segundos el mejor terreno que les convenga. Sus rencores acaban siempre a tiros, y los asesinos, para huir de la policía, que no tarda en intervenir, se adentran en los bosques del interior, y se hacen bandidos. La mayor parte de los bushrangers son, pues, o pequeños agricultores o empleados de los grandes terratenientes o de los grandes ganaderos. Pero muchos son presidiarios evadidos y éstos son los más peligrosos y los más audaces. Australia es en realidad la verdadera tierra del bandolerismo. Desde la época en que el comodoro Philipp fundó la primera colonia, los bandidos dieron siempre trabajo a la policía. Los primeros colonos eran casi todos presidiarios, es decir la escoria de Inglaterra. En la época del descubrimiento del oro, los bandidos se multiplicaron de tal manera que constituyeron un auténtico peligro. Se reunían en grandes bandas en las carreteras principales y aguardaban el regreso de los mineros para robarles «las cestas de naranjas», es decir, las pepitas de oro. Eran tan audaces que desafiaban a la policía. Algunos jefes se ganaron una triste celebridad por sus golpes de mano. En Melbourne y en Sidney aún perdura el recuerdo de la banda Kelli, compuesta por los hermanos Eduard y Ned Kelli, y otros audaces bandidos, los cuales tuvieron la osadía de saquear el Banco de Europa, sucursal del de Melbourne.

—¿Capturaron a esos bandidos? —preguntó Diego.

—Sí, en 1860 cayeron en manos de la policía. Sobre ellos pesaba una gran recompensa, la policía los perseguía y al final pudo sorprenderlos en su refugio. Los bandidos opusieron una terrible resistencia y se dejaron quemar vivos antes que rendirse, pero uno de sus jefes, Eduard Kelli, pudo ser cogido vivo en compañía de su hermana, una atrevida y hermosa muchacha que suministraba los víveres a la banda. Otro célebre bandido fue un tal Brady, que vivió hace muchos años y que durante mucho tiempo sembró el terror en Australia meridional. Fuerte, astuto, audaz, desafiaba siempre a la policía y la burlaba de mil maneras. A todos los hombres que se presentaban a él para incorporarse a su banda los hacía matar por temor de que fuesen espías de la policía. Se cuenta el extraordinario caso de un pobre prisionero, el cual, habiendo huido al bosque, se encontró con Brady. Éste, pensando que se trataba de un espía lo apresó y le hizo tragar una botella de láudano. Convencido de haberlo envenenado, el bandido y sus compañeros se alejaron, pero dos días después encontraron de nuevo a aquel individuo…

—¡Cómo es posible! —Exclamó Diego que escuchaba muy atento aquella historia—. Pero ¿no lo había matado aquella bebida?

—No, la excesiva dosis hizo que vomitara y todo terminó en un sueño de veinticuatro o treinta horas. Ya os podéis imaginar la sorpresa del bandido y de sus compañeros al volverlo a encontrar vivo. Brady no era generoso, y en vez de perdonarlo, le echó al cuello un lazo corredizo y lo hizo colgar de un árbol. Pero la rama se rompió y el desgraciado cayó a tierra todavía con vida.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. ¡Era duro de pelar!

—Espera aún, Diego. Brady, al oír romperse la rama volvió atrás y vio al hombre todavía con vida. Enfurecido, lo agarró con sus manos, sacó una pistola y le disparó a bocajarro. Pues bien, ¿lo creeréis? Tampoco esta vez murió nuestro hombre.

—¿Era inmune a la muerte? —preguntó Cardozo.

—Tal vez el diablo no lo quería —dijo Diego.

—El hecho sucedió tal como os lo cuento. Se curó y todavía vivió muchos años. El navegante La Place, comandante de la Favorita, cuenta en sus recuerdos de viaje haber todo con sus manos el surco trazado en la cabeza por la bala Brady.

—¿Y hay muchos ladrones en las ciudades?

—Más que en ningún otro sitio, Cardozo. ¿Queréis un ejemplo del gran número de bribones que pululan en las ciudades australianas? Un señor inglés había traído de la India a un bengalí en calidad de siervo y se había establecido en Melbourne. Poco después se dio cuenta de que el siervo no era tan fiel como antes y que le había robado una bolsa de monedas. A sus reproches, el indio contestó con toda calma: «¿Qué quiere usted? ¡Es una fatalidad! Me ha traído a un país de bribones y he tenido que convertirme en un bribón, como a usted también le ocurrirá, si no se apresura a partir».

—¡Vaya pillo! —exclamó Diego soltando una carcajada.

—Pero cuánta verdad —dijo el doctor.

En aquel momento, del otro lado del bosque se oyó el galope de varios caballos y voces humanas.

Diego y Cardozo, que no podían estar quietos, saltaron del carro y escrutaron con sus miradas la profunda oscuridad que se extendía bajo los frondosos árboles.

—¡Por mil rayos! —Exclamó Diego—. Quisiera ver a alguno de esos famosos bushrangers. ¿Tú ves algo?

—¡Calla, marinero!

En medio del bosque se oía un ruido sordo, como producido por el roce de las ramas y, poco después, un concierto de balidos y mugidos que parecía proceder del lado del río.

—¿Quién vive? —gritó Diego, empuñando el fusil.

—¡Gentleman! —Gritó una voz—. ¿Puedo saber quién es usted y qué hace aquí? ¡Por Júpiter! Si espera encontrar una «cesta de naranjas» le aseguro que sólo tengo un buen fusil y ni un grano de oro… ¡Mira, Ned le está guardando las espaldas!

—¡Cuerpo de tal! —Rugió Diego—. ¿Me toma usted por un bandido, gentleman? ¡Dime, Cardozo, si tengo yo el aspecto de un bandido!

Estas palabras, pronunciadas en un inglés bastante claro, provocaron la risa del desconocido que estaba en el bosque.

—¡Le pido perdón, gentleman! —Dijo—, pero estamos en una región desierta sólo recorrida por los poco honorables miembros del bushranging.

—Pero nosotros somos honrados exploradores, señor…

—King —respondió el otro.

—Entonces, tenga la bondad de enseñar la cara o le mando un saludo en forma de bala cónica.

—Aquí estoy, gentleman.

Un hombre montado en un caballo de larga crin y de formas espléndidas surgió del bosque. Era un joven de unos veinticinco años, alto y armado con un fusil.

Detrás de él aparecieron quince o veinte cameros, los cuales, al ver el carro, se pusieron a balar. En el bosque se oían todavía largos mugidos, balidos interminables y un ruido ensordecedor de perros.

El doctor, que se había unido a sus compañeros, preguntó jinete de dónde venía y adónde se dirigía.

—Venimos de los montes Smith —dijo el pastor— y vamos hacia el sur. El sol ha secado los prados y los ríos, y nuestros animales ya no encuentran comida ni bebida. El interior del continente se está convirtiendo en un desierto.

—¿Lleva mucho ganado?

—Cinco mil carneros y mil doscientas reses vacunas, gentleman.

—¿Pertenecen a algún gran ganadero?

—Al doctor W. J. Brown —respondió el pastor.

—El squatter más rico del continente. Lo conozco; cuando le vea salúdele de parte del doctor Álvaro Cristóbal y dígale que lo ha encontrado junto al Stevenson.

—Si usted le conoce, gentleman, acepte un par de carneros. Estará muy contento de regalárselos.

—Gracias, amigo —respondió el doctor.

—Y ahora, ¿quiere usted un consejo? Si se dirigen hacia el norte apresúrense, o sus bueyes no encontrarán ya ni un sorbo de agua. Adiós, gentleman, que tengan buen viaje.

Con un latigazo empujó hacia el carro a dos grandes cameros, y luego se adentró en el bosque.

—¡Un amigo generoso! —Exclamó Diego—. ¡Pardiez! Regala cameros como si se tratase de simples galletas.

—Su amo tiene demasiados, Diego; posee al sur y al este del continente diecisiete enormes ganaderías, que le rinden una fortuna anualmente. Es el propietario de ganado más importante de Australia.

—Pero ¿por qué los pastores van tan lejos? —preguntó Cardozo.

—Para encontrar nuevos pastos. ¡Bueno! Volvamos al dray Y dejemos que los pastores continúen su camino, a menos que deseéis presenciar su paso.

—Prefiero continuar mi sueño —dijo Diego—. Aprovechemos ahora que tenemos tiempo.

Regresaron al dray y poco después dormían los tres a pierna suelta, mientras en el bosque y hacia el río continuaba el balar y mugir de cameros y bueyes y el ladrar de los perros de los pastores.

8. EL «KERREDAIS»

Al amanecer, la pequeña caravana levantó el campo y atravesó el Stevenson, que en aquel punto apenas tenía cien metros de ancho y no llevaba mucha agua.

De los pastores no se veía más que las huellas, y en aquel momento debían estar ya bastante lejos o tal vez acampados en los bosques del sur, pues preferían marchar de noche durante los calores del verano.

Después de haber ganado la orilla opuesta, que subía suavemente, el dray se adentró bajo un bosque de árboles tan gigantescos que arrancaron gritos de asombro a los dos marineros.

Era un bosque de eucaliptus gigantes, de blue-gum y de red-gum, de fibras duras que nunca se corrompen. Estos gigantes superan en altura a todas las plantas que crecen en la superficie del globo. No tienen el enorme diámetro de las famosas sequoia wellingtonia que crecen en las montañas de California, pero las superan en altura.

Generalmente estos eucaliptus, que pertenecen a la familia de las mirtáceas, alcanzan trescientos cincuenta pies de altura, pero existen algunos bastante más altos.

En una garganta del río Warren, Pemberton Walcoff encontró uno que medía cuatrocientos pies de altura, es decir, casi ciento treinta y cinco metros, y tan grueso que en su interior podían guarecerse tres hombres y tres caballos… En las gargantas del Dandenong, el doctor Bayle vio uno que medía cuatrocientos veinte pies; éste había sido derribado, o tal vez se había derrumbado de viejo y pertenecía al género eucalyptus amygdalina. Pero G. Klein encontró otro que medía cuatrocientos ochenta pies, y E. D. Hayne, otro del que ha proporcionado los siguientes datos: altura del tronco desde el suelo a la primera rama, doscientos noventa y cinco pies; diámetro del tronco a la altura de la primera rama, cuatro pies; altura del tronco desde la primera rama a la cima, noventa pies; circunferencia del tronco en la base, cuarenta pies.

Pero todos estos gigantes fueron superados por el eucalyptus amygdalina descubierto en la cadena montañosa que se alza detrás de Berwick, junto a las fuentes del Yarro y del Latobre. Este árbol, que es sin duda el más alto del globo, tiene una circunferencia de ochenta y dos pies y una altura de quinientos, o sea, ciento sesenta y cinco metros… Supera, pues, a los monumentos más altos levantados por los hombres e incluso a la grandiosa pirámide de Keops, que alcanza solamente cuatrocientos ochenta pies.

Imaginaos el asombro que sobrecoge al viajero que se adentra bajo estos gigantes de la vegetación cuyas cimas parecen confundirse con la bóveda celeste. E imaginaos, especialmente, el estupor que experimenta al comprobar que allá abajo, en vez de una frescura agradable, reina una atmósfera seca y agobiante y no existe ni un palmo de sombra a causa de la extraña disposición de las hojas, que no detienen los ardientes rayos del sol.

Cardozo y Diego, aunque preparados a las increíbles sorpresas que ofrece el extraño continente australiano, tan distinto de todos los demás, se habían quedado con la boca abierta ante aquel bosque de colosos, los más pequeños de los cuales medían doscientos cincuenta pies de altura.

—¡Curioso país! —Exclamó atónito Diego—. ¿Se ha visto nunca un bosque semejante?

—Los árboles más altos de nuestro país son verdaderos pigmeos ante estos colosos —dijo Cardozo.

—Ni siquiera merecen ser llamados sus hijos.

—¡Cómo me gustaría trepar a uno de estos árboles! ¡Qué vista debe gozarse desde allá arriba!

—Es algo difícil para un hombre blanco, por no decir imposible, Diego —dijo el doctor.

—¡Para un hombre blanco! —exclamó Diego sorprendido—. Supongo que también será imposible para un australiano.

—Te equivocas, Diego. Los australianos son buenos trepadores, tienen la agilidad de los monos.

—¡Pardiez! Nunca creeré que un australiano pueda subirse a estos gigantes. Sería preciso que tuviese los brazos un pulpo.

—Les basta con su hacha de piedra.

—¿Acaso la transforman en una escalera? —preguntó Diego irónicamente.

—No, Diego incrédulo, pero les sirve mejor que una escalera. Al ser ambidextros, es decir acostumbrados desde la infancia a servirse de igual modo y agilidad con las dos manos, debido a la precaución de sus madres que les atan una de las dos extremidades cuando son jóvenes, la maniobra les resulta facilísima. Con su hacha hacen una profunda hendidura en la corteza, donde introducen el pie, y más arriba hacen otra para la mano izquierda, y así van subiendo, multiplicando las hendiduras con una rapidez increíble. Es evidente que deben estar dotados de una gran agilidad y de una audacia única y que no deben sufrir vértigo.

—Entonces, ¿son como los monos?

—O quizá más ágiles que los monos, Diego —dijo el doctor.

—¡Oh! —Exclamó Cardozo, que estaba contemplando los Colosales vegetales con atención—. ¡Mira allá arriba, Diego, qué pajarraco!

—¿Es un cóndor?

—¿Pero de qué cóndor hablas? No estamos en América, marinero. Allá, mira aquella rama.

Diego miró en la dirección indicada y descubrió un ave, con alas bastante anchas, provista de una cola larguísima, formada por dos plumas.

—¡Parece un pavo real! —Exclamó Diego, al que se le hacía la boca agua pensando en aquella deliciosa carne—. Pero no le veo la cabeza. ¿Es que no la tiene?

—No la ves porque es muy pequeña en comparación con su cuerpo, o mejor dicho, con la masa de sus plumas —respondió el doctor—. Esa ave es un espléndido argo.

—Bien se merece un disparo, doctor.

—Sí, glotón —dijo Álvaro riendo—. Su carne es exquisita.

—¡Tírale, Cardozo! —Dijo Diego—, y procura no fallar el golpe.

El joven marinero apuntó con la carabina, esperó unos instantes e hizo fuego. El argo, alcanzado por la infalible bala del cazador, desplegó bruscamente las grandes alas, e intentó ganar una rama próxima, pero le faltaron las fuerzas y se precipitó al vacío, a los pies de Niro, que lo cogió en el acto.

Era un pájaro espléndido; parecía cubierto de un gran manto de largas plumas negras con franjas blancas y rojizas y provistas de ojos semejantes a los que se ven en la cola del pavo real, pero más claros y sin aquellos espléndidos reflejos azules y dorados. Tenía en la espalda un realce de plumas rojizas punteadas de negro y su cola terminaba en dos plumas de unos cincuenta centímetros, negras y ligeramente curvadas. Parecía muy grande, mientras que la cabeza era bastante pequeña. Al levantarlo, Diego notó que el cuerpo pesaba poco.

—Este pájaro no tiene más que plumas —dijo malhumorado—. Creía que era mucho más grande.

—Pero es espléndido —dijo Cardozo que lo examinaba con viva curiosidad.

—Y aquel otro es feo como un mono —dijo Diego, dando un rápido giro y apuntando con el fusil.

—¿Cuál? —preguntaron al mismo tiempo el doctor y Cardozo.

Un grito extraño y prolongado resonó bajo los grandes árboles:

Cooo-mooo-hooo-eee

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. Es feo como un ogro y canta peor que un papagayo desafinado.

Un negro, un salvaje, apareció de improviso junto a un gran eucaliptus de ciento cincuenta metros de altura. Su fealdad infundía temor: era un hombre de estatura media, piel aceitunada, pero cubierta de extrañas pinturas, blancas, azules y amarillas; los cabellos negros, pero no crespos como los de los africanos sino sólo un poco rizados; la cabeza alargada y de frente deprimida recordaba la del chimpancé, la nariz aplastada, una boca enorme que dejaba ver los blancos dientes. Su cuerpo era de una delgadez espantosa, pero su vientre era prominente y las delgadas piernas carecían en absoluto de carnes.

Era, en suma, un verdadero ejemplar de la raza degenerada que vive en el interior del continente australiano.

Su vestido consistía en un cinto de piel de opossum, del cual pendía un hacha de piedra, un boomerang, una azagaya, y una pequeña manta de piel de canguro. Llevaba también una especie de bolsa, que posiblemente contenía colores para las pinturas y grasa para untarse.

Detrás de él, los dos marineros vieron con gran sorpresa una gran ave, una especie de avestruz de metro y medio de alto, de plumas oscuras pero más finas que las de los avestruces africanos, con una protuberancia ósea en la cabeza, patas gruesas y robustas, alas cortas y membranosas con pocas plumas y la cola caída. En el dorso llevaba una especie de cajita de corteza del árbol de la goma.

—¡Rayos! —Exclamó Diego—. ¡Qué horrible es ese salvaje! A su lado un gorila es toda una belleza. ¡Eh, Coco! ¿Quién es ese cuadrumano que apesta a salvaje a una milla de distancia?

—Un kerredais —respondió Niro, sin disimular cierto temor.

—¿Y qué es un kerredais?

—Un brujo, un charlatán y un médico —aclaró el doctor.

—Pues que no se acerque. No me gustaría que me hiciese algún maleficio.

—¡Diego! —Exclamó Cardozo—. ¿Acaso eres supersticioso?

—Como buen marinero, hijo. Pero ¿qué es esa especie de ave que lleva el brujo?

—Es un emú, un avestruz australiano —respondió el doctor.

—¿Acaso lleva encima los instrumentos quirúrgicos de su amo?

—Más bien creo que en esa cajita lleva sus artes diabólicas, querido Diego —dijo el doctor riendo—. ¿Y si lo invitásemos a cenar y a preparar nuestro canguro? He oído decir que estos salvajes australianos saben cocinas muy bien.

—¡Eh, mono, ven aquí! —Gritó Diego—. Pero puedes dejar tus brujerías allá.

El hechicero, que no debía de haberle comprendido, no se movió, pero, a una invitación de Niro, fue avanzando lentamente, llevando consigo al emú, y rozó su nariz con la del doctor, el cual correspondió al saludo, por más que el salvaje exhalaba un fuerte olor a amoniaco.

Al enterarse que se le invitaba a cenar, abrió una boca como un homo y estalló en una risa convulsa, golpeándose el vientre con ambas manos. El pobre diablo debía tener muchas gemas de hacer una buena comida, pues, a juzgar por su gran delgadez, debía llevar varios días de ayuno, cosa que suele ocurrir a los australianos, familiarizados con el hambre desde la infancia.

Niro sacó el canguro del carro, dando a entender a su compatriota que sus amos deseaban prepararlo al estilo del país.

El hechicero dio un puntapié al avestruz, y se puso a ayudar al guía con un entusiasmo que delataba el hambre que atenazaba su estómago.

—¡Atención, Cardozo! —Dijo Diego—. Veamos cómo estos salvajes preparan su plato nacional. Pero, doctor, ¿no hay peligro de que lo cocinen demasiado y quede luego incomestible?

—No temas, Diego —respondió Álvaro—. Te chuparás los dedos, te lo aseguro.

—¡Hum! Tengo mis dudas, doctor; vigilaré el asado y, si observo que está en peligro de quemarse, de dos patadas enviaré al brujo a su país. ¡Animo, Coco, al trabajo, que tengo más hambre que un tiburón!

No había necesidad de animar a los dos cocineros, que parecían impacientes por hincar el diente en la suculenta pieza. El brujo y Niro, utilizando dos bastones afilados y endurecidos al fuego, excavaron en pocos minutos un agujero de medio metro en el suelo, y pusieron en el fondo unas piedras, que cubrieron con ramas secas, a las cuales prendieron fuego.

Una vez preparado el homo, destriparon el canguro sin quitarle la piel, le quitaron el interior, que echaron al avestruz y pusieron dentro a sus dos crías, hojas, hierbas aromáticas y pedazos de grasas que despedían un perfume muy agradable. Luego cosieron la abertura con fibra vegetal.

—De momento todo va bien —dijo Diego, que vigilaba atentamente las operaciones de los dos cocineros—. Pero ¿qué grasa es ésa? ¿No será grasa humana, doctor?

—No, desconfiado —respondió Álvaro—. Es grasa de canguro empapada de jugos aromáticos.

Mientras tanto, los dos salvajes pusieron el canguro dentro del homo y lo cubrieron con ceniza caliente y brasas.

Media hora después, lo retiraron y lo colocaron sobre un pedazo de corteza del árbol de la goma. El animal, asado de este modo, despedía un olor tan apetitoso que a los dos marineros se les hacía la boca agua.

Niro abrió el vientre con unas cuantas cuchilladas, colocó un bastoncito para mantenerlo abierto y, poniendo en las manos de Diego una raíz de warrang y unas galletas, dijo:

—Mojadlas, el jugo es abundante y delicioso.

Diego olió primero el asado y luego mojó una galleta en el líquido.

—¡Es exquisito este jugo! —exclamó—. ¡A la mesa, o lo devoro yo solo!

Se sentaron los cinco alrededor del asado y empezaron a dar trabajo a los dientes, devorando gran número de galletas y raíces. Cuando se terminó el jugo, Niro despedazó el canguro, ofreció el cerebro, que es la pieza más exquisita, al amo, y las crías a los dos marineros.

Diego, a quien el asado le parecía delicioso, comía por cuatro; pero no conseguía vencer al brujo, que comía por ocho, con una avidez nunca vista. Abría la boca sin cesar y tragaba enormes pedazos, mientras sus dientes, duros como el acero y agudos como los de un tigre, despedazaban los huesos más grandes como si fuesen terrones de azúcar.

Probablemente el pobre hombre no había hecho en su vida un banquete semejante. Parecía como si quisiera aprovisionarse para el futuro. Hacía rato que sus compañeros, saciado el apetito, habían dejado de comer, pero él continuaba dando trabajo a los dientes, y no se detuvo hasta que la piel de su vientre se puso tan tensa que amenazaba estallar.

Entonces se echó voluptuosamente en la hierba, cerró los ojos y se durmió plácidamente.

—¡Por Baco! —Exclamó Diego—. ¡Qué manera de devorar! Ha comido para una semana.

—Te equivocas, Diego —dijo el doctor—. Apenas despierte volverá a comer.

—¡Cómo! ¿Todavía?

—Y continuará hasta que lo haya devorado todo.

—¿Pero qué clase de vientre tienen estos salvajes?

—Siempre tienen hambre, Diego. Nacen hambrientos y mueren hambrientos.

—¿Es alguna enfermedad?

—No, pero sufren ayunos muy largos. En Australia escasea la caza y estos desgraciados, que no son agricultores y no tienen árboles frutales, pasan semanas enteras sin poder llevarse a la boca un pedazo de carne o una raíz. Añade a esto que no son en absoluto previsores. Si consiguen matar un canguro u otra pieza, se lanzan a devorarla sin pensar en el día de mañana. Comen hasta que revientan, y luego duermen para digerir el copioso alimento; cuando se despiertan vuelven a comer, y luego vuelven a dormir y así continúan hasta que se acaba todo. No piensan en ahumar o desecar las carnes para los malos días, sino que llaman a sus amigos y parientes y se apresuran a devorar todo lo que pueden.

—¡Glotones! Pero ¿dónde va ese brujo, Coco?

—A celebrar un matrimonio —respondió Niro.

—¿Dónde? —preguntaron el doctor y Cardozo.

—Es una tribu que está acampada al pie de los montes Bagot.

—Le acompañaremos —dijo el doctor—. Sigue nuestro camino y además me interesa interrogar a esos salvajes. Tal vez puedan darme noticias sobre nuestro compatriota.

—¿Volvemos a la marcha? —preguntó Cardozo.

—Sí, joven amigo. Subid el brujo al carro, recoged los restos de asado, atad el avestruz y pongámonos en marcha. Diego y Cardozo cogieron al salvaje y lo colocaron en el dray, sin que despertase, ataron al emú, que estaba comiendo los intestinos del canguro y, luego, montados todos a caballo, reemprendieron la marcha en dirección noroeste.

9. LA TRIBU DE LOS MONTES BAGOT

Dejando el bosque que se prolongaba hacia el nordeste, el dray avanzaba atravesando una llanura muy árida, arenosa, salpicada de enormes guijarros, que parecía que habían sido puestos a propósito para hacer más difícil a los pueblos de la costa el acceso al interior del continente.

La vegetación se limitaba a pocos arbustos, enormes matas de hierbas que crecen sobre un delgado tronco y escasas matas de nardú, las cuales producen una semilla harinosa que los australianos recogen para alimentarse.

Un viento cálido como si saliese de un homo soplaba del norte, es decir del centro del continente, mientras el sol lanzaba sus rayos sobre aquella especie del desierto sin un palmo de sombra. El termómetro, que pocas horas antes señalaba 40°, subió bruscamente a 62°, y con tendencia a Seguir subiendo.

Esta región constituía el principio del terrible desierto de piedras que ocupa buena parte del centro del continente misterioso, azotado por vientos más cálidos y secos que el kamsin de Arabia y el simoun del Sahara y que hacen subir el termómetro a 75°. El doctor iba pensando en estas cosas mientras recibía filosóficamente la lluvia de ardientes rayos de sol.

Sin embargo, hombres y animales sufrían mucho y deseaban hallar una sombra fresca o un poco de agua helada. Sudaban con una abundancia inverosímil; por los poros de la piel caían sin interrupción gruesas gotas que resbalaban sobre sus cuerpos, mientras de sus cabellos caía una verdadera lluvia.

Sólo Niro y el brujo parecían poco preocupados por los rigores del calor. Humeaban como chimeneas, su piel se tornaba brillante y el sudor estropeaba las barrocas pinturas, pero todo eso no les preocupaba y ni siquiera se tomaban la molestia de ponerse una hoja en la cabeza o de retirarse bajo la tela del dray, como ya habían hecho el doctor y los dos marineros para evitar una insolación.

—Este calor es insoportable —dijo Cardozo—. Hay que ser salvaje australiano o salamandra para poder resistirlo.

—Pues esto no es nada todavía —dijo el doctor—. Cuando lleguemos al gran desierto ya veréis cómo pica el sol.

—¿Y no encontraremos en él ni un palmo de sombra?

—No, ni tampoco agua.

—¿No hay allí ríos?

—Sí, pero no llevan agua.

—¿Y cómo daremos de beber a nuestros animales?

—Llenaremos todos nuestros recipientes y trataremos de buscar algún oasis, que no faltan. Allí no sólo encontraremos agua, sino también abundante caza.

—¿Podremos conservar los animales?

—Todo depende de la estación, Cardozo, porque a veces los oasis también se secan. Afortunadamente en el interior hay lagunas y algún lago, y quizá podamos hallar un poco de agua.

—¡Alto! —Exclamó en aquel momento Diego—. Hay humo allá arriba.

—¿Dónde? —preguntaron Cardozo y el doctor.

—En aquella montaña.

Miraron en la dirección indicada y vieron una nube de humo que se alzaba en la cima de una montaña aislada situada hacia el norte.

—Será un volcán —dijo el doctor—. Es posible que se haya abierto algún cráter en el monte Grispe.

—¿Se llama Grispe aquel pico? —preguntó Cardozo.

—Sí, y aquel situado más al norte, detrás de la cadena de colinas, es el Hammersley.

—Pero no se ve descender lava de ese volcán —dijo Diego, que lo estaba observando con unos anteojos.

—¿No sabes que en Australia también los volcanes son diferentes? Mientras los nuestros arrojan lava, estos sólo echan humo y agua.

—¡Extraño país! Se diría que estamos en otro mundo.

—¡Wiami! —Exclamó el brujo, señalando el volcán con gesto de horror—. ¡Wiami!

—¿Qué quieres decir con eso, mono asqueroso? —preguntó Diego.

—Quiere decir «infierno» —respondió el doctor—. Los salvajes creen que en los volcanes viven genios malos, los tulugal, que encienden grandes fuegos para calentar aguas y piedras que después arrojan a la tierra.

—No está mal la explicación de estos salvajes —dijo Cardozo—. Hace honor a su fantasía.

—Esta explicación es semejante a la que dan otros muchos pueblos. Muchas tribus de América del Sur creen que en los volcanes residen los genios perversos; algunas del alto Nilo, en África, creen lo mismo. Los habitantes de Kamchatka, península de Siberia, afirman que son los espíritus de las montañas los que arrojan el fuego al exterior; los polinesios de las islas Hawai creen que las erupciones volcánicas indican un estallido de ira de sus divinidades y para aplacarlas arrojan al cráter pequeños cerdos; los negros de la cuenca superior del Nilo arrojan terneros, y los indios de Nicaragua víctimas humanas.

—¡Es horrible! —exclamó Diego.

—Los maoríes de Nueva Zelanda creen que sus volcanes son obra de sus dioses para dar calor a un héroe que estaba a punto de morir de frío.

—¡Se calentaría bien ese héroe maorí! —dijo Cardozo riendo.

Mientras seguían hablando, la pequeña caravana avanzaba lentamente hacia el norte, con una ligera inclinación hacia el oeste, aproximándose al meridiano 135. Por la tarde atravesaban el Blood, afluente del Stevenson, donde encontraron un poco de agua fangosa, y decidieron acampar en la orilla opuesta, al pie de un grupo de encinas australianas.

Diego, Cardozo y el doctor, que durante toda la jornada habían permanecido en el dray, para mantenerse a la sombra del toldo, tomaron los fusiles y siguieron por la orilla del río para estirar las piernas y cazar alguna pieza. Aquellas riberas estaban cubiertas de unas matas raquíticas que empezaban a secarse, unos eucaliptus y unos pocos helechos, pero la caza brillaba por su ausencia. Sin embargo, las aves no eran raras. A gran altura se veían revolotear águilas audaces de alas negras y robustas y Grandes halcones, grandes como águilas. También se veían, entre las ramas de las encinas, cacatúas y algunas palomas raquíticas de cuello delgado y largo, cabeza rematada con una especie de capucha, plumas negras y pico afilado.

Cardozo, que precedía a sus compañeros intentando abatir una de aquellas águilas, se volvió de repente y apuntó el fusil hacia un grupo de hierbas, que crecían entre las arenas húmedas del río.

—¿Un canguro? —preguntó Diego, que le había visto hacer aquel brusco movimiento.

Cardozo, en vez de responder, hizo fuego, luego se precipitó entre las hierbas, pero pronto se puso en pie lanzando un grito de dolor.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego palideciendo y acercándose a sus compañeros—. ¿Qué ocurre? ¡Habla pronto!

—No es nada, marinero —dijo Cardozo, esforzándose en sonreír—. Un animalito me ha arañado la mano derecha.

—¿Un animal venenoso tal vez?

—Veamos —dijo el doctor, que llegaba corriendo.

Cardozo enseñó la mano. La palma tenía la señal profunda de una garra y la sangre manaba en abundancia.

—No es nada —dijo el doctor, después de un atento examen—. La herida es peligrosa, pero curará en pocos días.

—Pero siento un dolor muy agudo, doctor —dijo Cardozo—. Parece que la garra que me hirió contenía un líquido corrosivo. Mire, la mano se hincha y se vuelve negra.

—Ya lo veo, pero la inflamación cesará pronto. Conozco el animal que te ha herido.

—¿Es una serpiente? —preguntó Diego, que temblaba todavía pensando en el peligro que podía correr aquel muchacho al que quería como si fuese su hijo.

—No, es un ornitorrinco.

—Or, orni… ¡Diablos! ¡Qué nombres se inventan para hacer desesperar a los hombres de bien! ¿De qué especie de animal se trata?

—El más extraño y extravagante que existe en el mundo

—No me extraña, doctor; estamos en Australia, el соntinente de los misterios y de las sorpresas. ¿Pero lo has matado, Cardozo?

—Lo he estrangulado.

Diego se precipitó en medio de la hierba, buscó y rebuscó unos instantes y finalmente encontró el animal, al que miró con la más viva curiosidad.

El doctor tenía razón. Los dos marineros, que habían viajado mucho y visitado casi todos los continentes, no habían visto nunca un ser tan extraño.

Era algo más grande que un conejo; su cabeza aplastada terminaba en un pico semejante al de un ánade; carecía de dientes, y tenía dos ojillos redondos y negros; su cuerpo era largo, cubierto de un pelo duro y áspero, sus cuatro patas eran cortas y terminaban en pies palmeados como los de las aves acuáticas; las patas posteriores estaban armadas de una especie de espolón bastante agudo, cortante como una hoja de acero y que contenía un líquido corrosivo que procedía de una vesícula interna.

Este ser extraño que tiene semejanza con las aves acuáticas y con los mamíferos, que tiene vísceras de volátil e incuba los huevos, es muy vivo y habita preferentemente en los lagos, pues es hábil nadador, pero se le encuentra también en las riberas de los ríos y de los arroyos, donde construye un nido en forma de celda redonda, que luego tapiza con hierbas secas o musgo.

Huye del hombre, pero si se le ataca, intenta herir con su espolón e inocula su líquido venenoso, el cual, aunque no mata, ocasiona inflamaciones y dolores agudos.

—¡Se ha visto nunca animal semejante! —Exclamó Diego—. Es preciso venir a Australia para encontrar esta clase de seres que no son ni aves, ni cuadrúpedos, ni peces. ¡Qué país!

—Volvamos al carro —dijo el doctor—. El veneno del ornitorrinco no es mortal, pero si no se cura la herida, puede tener malas consecuencias.

—¿Quieres que te lleve, hijo mío? —preguntó Diego.

—Tengo las piernas muy firmes todavía —respondió Cardozo.

Regresaron al dray. El doctor se apresuró a desinfectar la mano herida, la vendó e hizo que Cardozo descansase bajo la tienda.

—Mañana estarás mucho mejor, y dentro de un par de días podrás volver a manejar el fusil —le dijo—. Duerme tranquilo y no te preocupes.

Comieron la cena preparada por Niro y el kerredais; luego los dos paraguayos se reunieron con Cardozo, mientras los dos australianos se acurrucaron bajo el dray. La noche fue tranquila, pero nadie durmió. Un calor sofocante reinaba en aquella región estéril. Parecía que el suelo ardía, y el aire era tan caliente que la respiración resultaba dolorosa. Pero hacia el alba, refrescó un poco el ambiente y pudieron dormir unas horas.

A las siete se pusieron en marcha, precedidos por el brujo, que marchaba delante con su avestruz, y se dirigieron hacia la cadena de los montes Smith, que se extiende en forma de arco delante de los montes Bagot. Volvieron a pasar el Stevenson, que baña los contrafuertes septentrionales de las dos cordilleras, y recibe por la derecha al río Ross, y por la izquierda al Lindsay. Después se encaminaron hacia el este.

Los montes Bagot eran ya perfectamente visibles. Formaban un grupo de montañas poco elevadas, caprichosamente almenadas y áridas. Sin embargo, en algunas gargantas, se descubrían manchas oscuras que indicaban la existencia de bosques.

Hacía dos horas que caminaban bajo un sol ardiente cuando de un matorral salió otro australiano, más delgado que el brujo y aún más feo, embadurnado de amarillo, negro, blanco y azul y armado con la inseparable hacha de piedra y el boomerang.

Avanzó sin desconfianza hacia el dray, rozó enérgicamente la nariz contra la del brujo, luego saludó de igual modo al doctor, a Cardozo y a Diego, por más que éste protestase enérgicamente.

—Es compatriota mío —dijo el brujo al doctor—. Venía en mi busca para anunciarme que los novios me aguardan.

—¡Pobres narices mías! —Exclamó Diego—. Me pregunto qué sucedería si toda la tribu viniera a saludarnos. Yo de usted, doctor, pasaría de largo en vez de seguir a estos dos monos.

—Me interesa interrogar a esos salvajes, Diego —dijo el doctor—. Tal vez puedan damos informaciones valiosas sobre Herrera.

—Pero nuestras narices se pondrán como calabazas.

—No conocen otra manera de saludar.

—Pero ¿la usan todos los salvajes?

—No, Diego, este saludo se usa entre los indígenas australianos, en muchos pueblos de las islas del océano Pacífico y, cosa realmente extraña, entre algunas tribus de la América boreal.

—Éste es un hecho que merece ser estudiado —exclamó Cardozo—. ¿Es posible que los indios de la América boreal hubieran tenido contacto con los polinesios y los australianos?

—No puedo decírtelo, Cardozo, pero, según mi humilde parecer, supongo que los polinesios, que son excelentes marineros, viajaron en otros tiempos hasta las costas del mar de Bering o que los indios abandonaron el continente americano para habitar estas islas.

—Pero las dos razas son muy distintas, doctor.

—Es cierto, pero el clima, los diferentes productos del suelo y tal vez la fusión con otras razas procedentes de Malasia y otras causas que desconocemos pueden haberlas cambiado.

—¿Y es igual su manera de saludar? —preguntó Diego.

—Sí, Diego —respondió el doctor—. Es realmente extravagante el saludar frotándose las narices, pero otros pueblos tienen saludos más curiosos todavía. Los habitantes del Indostán, por ejemplo, se cogen de la barba y se la tiran recíprocamente; los isleños de Tonga y de las islas de la Sociedad apoyan mutuamente la nariz en la frente; en cambio, otros isleños se soplan con fuerza en el oído y se rozan el estómago suavemente.

—¡Oh! ¡Qué locos! —exclamó Diego, que se desternillaba de risa.

—Los habitantes de la isla de San Lorenzo, cuando quieren saludar a una persona escupen en la mano y se la pasan por la cara; los africanos se toman mutuamente los pulgares, apretándoselos, hasta hacerlos crujir; los fueguinos, de la Tierra del Fuego, se acuestan sobre el vientre y los de Socotora, en el golfo Arábigo, se besan en la espalda; los chinos mueven graciosamente las manos juntándolas sobre el pecho y murmurando ¡sin! ¡sin! y también se arrodillan y bajan la cabeza tres veces hasta el suelo; los indios de Luisiana saludan a sus jefes con agudos gritos; el europeo se descubre la cabeza; el oriental se la cubre.

—Pues sepa usted, doctor…

Un grito diabólico, surgido de cincuenta o sesenta gargantas, le cortó la frase.

—¡Cooo-mooo-hooo-eee!

—¿Qué sucede? —preguntó Diego, empuñando el fusil.

—Son los compatriotas del brujo —respondió el doctor.

10. EL PUÑO DE DIEGO

Cincuenta o sesenta salvajes, más feos que monos, desnudos como Adán, pero embadurnados de grasas y colores, y armados de hachas de piedra, azagayas adornadas con plumas de cacatúas y boomerangs, saltaban sobre las rocas con agilidad de cuadrumanos y rodearon el dray, lanzando gritos desaforados que parecían salir de las gargantas de una bandada de papagayos enfurecidos. Delante de ellos se pavoneaba el jefe, haciendo ondear la cola de pelo salvaje que pendía de su cinturón de piel de opossum, única vestidura que llevaba, si es que puede llamarse así, y agitando su azagaya de punta de hueso.

Todos eran de estatura superior a la media, entre uno sesenta y uno setenta centímetros, secos como bastones, posiblemente a causa de sus largos ayunos, de extremidades delgadísimas, vientre prominente, cabeza cubierta de cabellos negros, narices anchas, boca enorme, labios gruesos como los de los negros, rasgos de mono y piel aceitunada. Un olor nauseabundo de grasa corrompida y orines apestaba el aire en torno a aquellos «papagayos chillones» como los llamaba Diego.

Cuando vieron al brujo, su alegría no tuvo límites. Se golpearon el vientre, que resonaba como un tambor, abrieron las mandíbulas, enseñando unos dientes agudos y blancos como el marfil, estallaron en risas convulsas y se pusieron a saltar y gritar como si estuvieran locos.

Rendidos de fatiga y cubiertos de sudor por aquella extraña danza, se dejaron caer en el suelo mientras su jefe avanzaba solemnemente al encuentro del brujo. Cuando estuvo ante él, le frotó la nariz y luego cambió el mismo saludo con los tres blancos, que habían descendido del dray, lo que produjo a Diego la alegría que ya nos podemos imaginar.

El doctor, que pretendía domesticar a aquellas gentes para no correr ningún peligro, les arrojó un puñado de galletas, que se disputaron a puñetazos y patadas, y regaló al jefe una botella de ginebra, que en tres sorbos fue vaciada por éste, con gran desesperación de los demás.

—¡Qué estómagos! —Exclamó Diego—. Sería preciso una tonelada de galletas para saciarlos y una fuente de ginebra para contentarlos a todos. Pero ¡cuerpo de ballena! ¡Qué feos son estos papagayos chillones!

—¡Adelante! —ordenó el doctor, viendo que el brujo se ponía en marcha.

Coco hizo restallar su gigantesco látigo, y el dray avanzó en dirección a uno de los valles de las montañas Bagot rodeado por los australianos, que lanzaban miradas ansiosas a los caballos y a los bueyes. Pensaban sin duda que aquella carne sería un excelente manjar y se maravillaban de que los hombres blancos no hubiesen devorado unos animales tan gordos.

Después de media hora de marcha, el grupo llegó a un estrecho valle cubierto de árboles de goma de alto fuste, del género eucalyptus, que cuenta con varias especies. El doctor y los dos marineros descubrieron un grupo de chozas formadas por pedazos de cortezas de árbol, sostenidos por palos, abiertas por un lado y cerradas por el otro, que apenas eran capaces de defender a sus moradores de los rayos del sol, y completamente insuficientes para protegerles de la lluvia. De aquellos tugurios malolientes, donde se corrompían pedazos de carne y dormían juntos mujeres, hombres, niños y perros, salieron quince o veinte mujeres

miserables apenas cubiertas con una pequeña falda de piel de canguro, de facciones aún más feas que las de los hombres, y cubiertas de cicatrices producidas sin duda alguna por sus poco galantes maridos.

—¿Quiénes son esas gentes? —preguntó Diego.

—Las bellezas australianas —respondió riendo el doctor.

—¡Qué feas!

—Se vuelven así a causa de las fatigas que soportan, del hambre y de los malos tratos que sufren. Son las criaturas más desgraciadas que existen en la superficie de la tierra, mulas de carga obligadas a encargarse de todos los niños y todo el mobiliario, esclavas condenadas a servir a un marido brutal que las golpea incesantemente, siempre hambrientas, porque sus dueños no las admiten a su mesa, y les arrojan sólo los huesos que no pueden roer.

—¡Valiente raza de bribones! —exclamó Cardozo—. Pero parece que se ponen en marcha.

—Niro —exclamó el doctor—. ¿A dónde van?

—A casar a los novios —respondió el salvaje.

—¿Dónde está la novia?

—Allá, en el gran bosque —respondió Niro, señalando un bosque de eucaliptos que se alzaba en el fondo del valle.

—¿Han escondido a la novia en el bosque? —preguntó Diego.

—¡Escondida! Probablemente está allí porque no podrá caminar.

—¿Y por qué, doctor? —preguntó Cardozo.

—Porque su novio le habrá dado una buena paliza.

—¿Cómo es posible? —exclamó Diego.

—Me explicaré —dijo el doctor—. Cuando a un muchacho australiano le entra el deseo de buscar una compañera, no pierde el tiempo en declaraciones o serenatas, va al bosque donde acampa una tribu, amiga o enemiga, pues esto no importa. Está al acecho hasta que ve pasar por allí alguna muchacha. Y sin preámbulos le salta encima y se le declara con una serie de golpes que no terminan hasta que queda medio muerta. Entonces el brutal amante se la echa sobre los hombros, se la lleva, avisa al brujo de la tribu y la desgraciada queda unida al autor de la paliza.

—Pero ¡le odiará! —exclamó Cardozo.

—Te equivocas, muchacho. Por el contrario, se convierte en una mujer excelente, olvida a su tribu y se dedica por completo al cuidado de sus hijos, a la cocina y a su marido sin lamentarse.

—Si estas cosas me las contase otra persona le enviaría al manicomio, doctor, palabra de honor —dijo Diego—. ¡A fe mía! Desde el día que desembarqué aquí no dejo de preguntarme si estoy en la superficie de nuestro globo o en la luna. ¡Vaya un continente diabólico! Es para volverse loco.

—¿Y cómo se casan? —preguntó Cardozo.

—Dentro de poco lo verás —dijo el doctor—. ¡Adelante, Niro!

El jefe y su pequeña tribu se habían puesto en marcha, seguidos por el dray y las mujeres, que conducían un centenar de niños esqueléticos y feos como sus padres, pero traviesos y que no dejaban de dar saltos y de gritar.

Las mujeres iban cargadas como muías. La mayor parte llevaba un pequeñuelo en una especie de saco colgado a la escuálida espalda, otro mayor a caballo sobre los hombros, un saco conteniendo infinidad de objetos indispensables para la familia: goma xantorrea para pegar las piedras de las hachas de sus maridos, piedras de recambio, conchas para recoger el jugo de los animales asados, bolas de grasa para untarse, colores para pintarse el cuerpo de guerra o de luto, pedazos de corteza de árbol que sirven de vasos, piedras mágicas y medicinales, tendones de canguro utilizados para coser, espinas de peces de agua dulce utilizadas como agujas, huesos para adornarse las narices y otras cosas por el estilo. Algunas llevaban antorchas, que procuraban mantener encendidas, pues, para el australiano, encender el fuego es una operación bastante difícil y prefieren mantenerlo siempre encendido. De esto se encarga la mujer, siempre amenazada con recibir una lluvia de palos si deja que se apague.

Una vez atravesado el valle, el grupo se adentró bajo el bosque de árboles gigantes. El jefe, después de escuchar atentamente, lanzó su extraño grito:

—¡Cooo-mooo-hooo-eee!

Un grito semejante respondió, y poco después, detrás de una mata de mimosas salió un joven australiano de alta estatura, cubierto con un manto de piel abierto por los lados y con la cabeza adornada con tres plumas de cacatúa. Llevaba en sus brazos una muchacha, no fea, pero llena de contusiones y ensangrentada.

—¡He aquí el cretino del novio! —Exclamó Diego—. Con mucho gusto le daría unos cuantos puñetazos para enseñarle a respetar al sexo débil.

—¡Vaya un modo de hacer el amor! —dijo Cardozo.

—Costumbres de salvajes, amigos míos —dijo el doctor.

—De monos —corrigió Diego.

Mientras tanto, el novio había hecho arrodillar a su futura esposa, que parecía resignada a su suerte.

El kerredais se adelantó llevando en la mano un bastón curvado, de madera compacta y pesada, y abrió los labios de la muchacha.

—Atención —dijo el doctor a sus compañeros, que habían bajado de los caballos para ver mejor y se habían unido a los indígenas.

El brujo metió sus dedos en la boca de la novia como si buscase algo. De repente dio un paso atrás, alzó la especie de maza que empuñaba y golpeó con furia los incisivos de la novia, rompiéndolos.

La pobre mujer, vencida por el dolor, cayó hacia atrás lanzando un grito agudo, mientras un chorro de sangre salía de su boca.

A este grito respondió otro; pero era de furor, de indignación. Diego se había levantado rojo de cólera y su puño, fuerte y pesado como una maza, cayó con violencia sobre el cráneo del brujo, que resonó como una campana.

Estupefactos, los indígenas permanecieron unos instantes inmóviles; luego huyeron precipitadamente, dispersándose por el bosque, seguidos por sus mujeres, sus niños, la novia y el brujo, que se había levantado a pesar del terrible golpe.

—¡Imprudente! —Exclamó el doctor—. ¿Qué has hecho?

—¡Por mil millones de rayos! —Exclamó Diego, que todavía estaba rojo de cólera—. ¿Quería que dejase golpear a la muchacha?

—Cumplía la ceremonia.

—¿Destrozando el rostro de la novia?

—No, sólo le rompen los dientes incisivos.

—Es lo mismo. ¡Miserable brujo! Si lo alcanzo le retuerzo el pescuezo como a un pollo.

—Pues ahora nos has puesto en un apuro, Diego —dijo el doctor—. Dentro de poco los tendremos a todos aquí.

—¿Quién? ¿Esos monos? Ya ha visto cómo han huido.

—Pero volverán para hacernos pagar la injuria que has hecho a su brujo. Estoy seguro de que ahora están manipulando sus colores para ponerse la pintura de guerra.

—Los recibiremos con la ametralladora —dijo Cardozo, que no estaba menos indignado que Diego.

—¿Y las informaciones que pensábamos obtener acerca de nuestro compatriota?

—¡Diablos! —Exclamó Diego, rascándose furiosamente la cabeza—. He cometido una estupidez. Debía dejarles terminar en paz su ceremonia, pero no pude contener el deseo de romper aquella cabezota. ¿No habrá ningún medio de arreglar este asunto?

—Con algunas botellas de licor se podría obtener la paz —dijo Cardozo—. ¡Son tan golosos…!

—Intentemos enviar a Niro —dijo el doctor—. Oiremos sus proposiciones y entonces resolveremos.

—Con tal de que no lo pongan en el asador —dijo Cardozo.

—No se atreverán. Irá como embajador con la pintura de la paz.

Niro prometió ponerse en contacto con sus compatriotas, que no debían estar lejos, y tratar de conseguir la paz. En su opinión, se podía arreglar todo con unos cuantos regalos y un reparto de galletas y de ginebra.

Se pintó el cuerpo con ocre amarillo, la pintura de la paz, se armó con un revólver y partió después de haber recomendado a sus amos que se mantuviesen unidos y no dejasen el dray, que podía servirles de fortaleza.

Transcurrió media hora de angustiosa espera. Aunque se sabían valientes y bien armados, temían el ataque, no porque no estuviesen seguros de rechazar aquella horda poco numerosa, sino porque no ignoraban que si se extendía la alarma por el interior del continente, otras tribus más numerosas vendrían a atacarles durante el viaje para saquearles y vengar a sus compatriotas.

Finalmente apareció Niro. Iba acompañado del jefe de la tribu, pintado de guerra, o sea cubierto de pinturas blancas que le hacían semejarse a un esqueleto humano.

—Si antes era feo, ahora está espantoso —dijo Diego—. Supongo que no habrá tenido la idea de venir sólo para enseñarnos ese lúgubre disfraz. ¿Se habrán pintado de ese modo también todos sus súbditos?

—Seguro —respondió el doctor—. Os recomiendo que estéis en guardia y tengáis preparada la ametralladora, porque esos bribones son muy traidores.

—Si se acercan tendrán un buen recibimiento, doctor —respondió Diego.

Al llegar junto al carro, el jefe adoptó una actitud altiva, empuñando el hacha de guerra, y parecía esperar la respuesta de los extranjeros.

—¿Y bien, qué es lo que quiere? —preguntó el doctor a Niro.

—Cuatro de vuestros bueyes —respondió el guía.

—¡Valiente bribón! —Exclamó Diego—. Pues si cree que va a darse un banquete con nuestras bestias, se equivoca.

—El caso es que no podemos privamos de nuestros animales, que nos son necesarios para continuar el viaje —dijo el doctor—. Si se contenta con uno, de acuerdo, y tampoco le negaremos unas galletas y algunas botellas.

—No aceptará —dijo Niro—. Conozco a mis compatriotas y sé que no ceden en sus pretensiones.

—Entonces diles que vengan a tomarlos por la fuerza —dijo Diego—. Verás qué respuestas les damos a esos paganos.

—¿Qué nos aconsejas que hagamos? —preguntó el doctor al guía.

—Ceder —respondió el australiano sin vacilar.

—Pero no podemos comprometer el viaje.

—Ocho bueyes bastan para conducir el dray.

—¿Y si se mueren? —preguntó Cardozo.

—También pueden morir los doce —respondió Niro.

—Ve —dijo el doctor—, y di al jefe que si se contenta con un animal aceptamos la paz. Si se niega, dile que no somos gentes a las que se pueda robar impunemente y que tenemos armas para aniquilar a la tribu entera.

—Cuidado, mi amo, que podría usted arrepentirse de haber rechazado la paz.

—No me importa.

—Piense que el camino es largo y que las tribus del interior pueden ponemos en graves aprietos.

—Las combatiremos.

—Hace mal en pensar así.

—¡Eh, Coco! —Gritó Diego—. Me parece que estás demasiado de acuerdo con tus cofrades del hocico de mono… Se diría que tienes parte en la indemnización.

Niro miró a Diego sin responder, pero en sus ojos brilló un extraño fulgor.

—Ve —dijo el doctor.

—Ya voy, amo —respondió Niro.

Se acercó al jefe australiano, que aguardaba pacientemente la respuesta, sin abandonar su actitud belicosa, y habló con él largamente, pero en una lengua que ni el doctor ni los dos marineros entendían. ¿Estaba transmitiendo fielmente la respuesta de los viajeros e intentaba disuadir al jefe para que modificase sus pretensiones, o trataba de intimidarlo hablándole del poder de las armas de fuego de los hombres blancos? Nadie podía saberlo.

El coloquio duró media hora larga, después el jefe australiano arrojó en tierra su boomerang en señal de paz, borró su pintura de guerra frotándose el cuerpo con una especie de corteza húmeda y, acercándose al dray, de un terrible hachazo rompió el cráneo del buey más grande, exclamando:

—¡Este animal es mío!

Luego, volviéndose hacia el bosque, lanzó de nuevo el grito:

—¡Cooo-mooo-hooo-eee!

11. EL FINKE

A este grito, que podía interpretarse como un llamamiento para atacar el dray, los australianos, que se habían acercado arrastrándose entre la hierba como reptiles, saltaron de sus escondites llenando el aire de gritos salvajes, intraducibles, blandiendo sus hachas de piedra y sus azagayas y haciendo revolotear los boomerangs.

Temiendo una traición, Diego apuntó rápidamente la ametralladora sobre ellos mientras Cardozo y el doctor empuñaban sus carabinas; pero, a una señal del jefe, la tribu entera arrojó al suelo las armas, se quitaron las pinturas y se pusieron a danzar, mientras sus mujeres recogían leña y cavaban un agujero inmenso para colocar el monumental animal, que sería asado entero.

Para terminar de calmar a aquellos peligrosos vecinos, el doctor regaló unas botellas de ginebra, que fueron vaciadas en un instante por los danzarines y el jefe, y distribuyó unos kilos de galletas que en un segundo desaparecieron en aquellos estómagos sin fondo.

—¡Caramba! —Exclamó el charlatán de Diego—. Se van a dar un buen atracón.

—¿También nosotros comeremos algo, marinero? —dijo Cardozo.

—Os aconsejo que no dejéis el dray —dijo el doctor.

—¿Teme usted algo? —preguntó Cardozo.

—No me fío mucho. Dejémosles devorar su asado y vayámonos. Se dice que el apetito viene comiendo y no quisiera que estando aquí les vengan ganas de devorar otro buey.

—¿Y las informaciones que pensaba obtener de nuestro compatriota?

—He mandado a Niro que interrogue al jefe, amigo Cardozo —respondió el doctor—. Aquí viene; esperemos que nos traiga alguna buena noticia.

Efectivamente el guía regresaba después de haber mantenido un animado coloquio con el jefe.

—¿Buenas noticias? —preguntó Diego.

—Ha visto al hombre blanco —respondió Niro.

—¿Cuándo? —preguntaron con ansiedad el doctor y los dos marineros.

—Hace cuatro meses.

—¿Dónde? —preguntó el doctor.

—En las riberas del Finke.

—¿Estaba solo?

—Iba con cuatro hombres, un australiano y tres de piel amarilla.

—¿Tenía su dray?

—Dos, pero iban tirados con grandes animales que tenían jorobas.

—¿Qué bestias eran? —preguntó Diego.

—Eran camellos —respondió el doctor—. Dime, Niro, ¿qué camino seguían?

—Subían hacia el nordeste, en dirección a los montes James y Waternhousen.

—¿No lo ha vuelto a ver?

—No.

—¿Y no sabe qué ha sido de él?

—Teme que sea prisionero de las tribus del norte. Me ha hablado del lago Wood, al menos creo que pretendía hablar de eso, pero no sé lo que quería decir.

—¿Hay tribus feroces por aquel lago?

—Sí, señor —respondió Niro.

—¿No has visitado esos lagos con Wright?

—Nunca, mi amo.

—Pues iremos nosotros —dijo el doctor, después de reflexionar unos instantes—. Tal vez encontremos por allí sus huellas y podamos saber algo.

—¿Espera encontrarlo vivo? —preguntó Cardozo.

—Así lo espero, amigo mío —respondió Álvaro.

—¿Había partido con sólo cuatro compañeros?

—No, llevaba consigo cuatro birmanos y tres australianos. No entiendo por qué iba sólo con cuatro hombres cuando lo encontró el jefe de esta tribu.

—Lo habrán abandonado, o tal vez hayan muerto.

—Es posible, Cardozo.

—¿Estamos muy lejos de esa región?

—A seiscientas o setecientas millas.

—¡Vaya paseo! —Exclamó Diego—. ¡Y estos salvajes se nos querían comer los bueyes…!

Un terrible clamor ahogó sus palabras. Los australianos se habían precipitado como un solo hombre sobre el buey elegido por el jefe, y agarrándolo por las patas, por la cola, por los cuernos y por las orejas, lo arrastraron hacia el inmenso hoyo que debía servir de homo. El animal, a pesar de su peso, fue echado en las brasas sin ser degollado y sin ser siquiera destripado; luego lo cubrieron con cenizas calientes y encima encendieron un gigantesco fuego.

Aquellos hambrientos, que debían de estar en ayunas desde hacía varios días, no esperaron mucho. Antes de una hora destapaban el asado, que despedía un perfume no muy agradable, debido a las materias que contenía el vientre. Entonces, redoblaron los clamores; aquellos salvajes nunca habían tenido ante sí un manjar de tal categoría y nunca habían celebrado una orgía de carne semejante. Trataron de sacarlo fuera del hoyo, pero fue inútil. Hubiesen necesitado dos grúas para levantarlo.

No importaba. El jefe, con riesgo de abrasarse las plantas de los pies, saltó sobre el buey y a hachazos lo desventró; cogió el corazón y lo mordió con voracidad de lobo hambriento. Sus súbditos se precipitaron al hoyo ardiente y, sin preocuparse de las quemaduras, despedazaron el asado y se pusieron a devorarlo con un apetito nunca visto.

Sus dientes, sólidos como el acero, trabajaban sin cesar, y los enormes pedazos desaparecían en aquellos estómagos que parecían no llenarse nunca.

Las mujeres fueron detrás de los hombres, pero éstos las rechazaron. Estas desgraciadas tienen prohibido acercarse a la mesa del marido y deben contentarse con las sobras, si es que quedan. Mientras tanto roen los huesos que los hombres les echan.

El doctor, Cardozo y Diego, asistían desde lo alto del dray a aquella orgía de carne sin tomar parte. El jefe les ofreció el cerebro, el pedazo de honor, pero ellos lo rechazaron con gran placer del glotón, que hundió toda la cara dentro del cerebro medio crudo.

Asqueados e indignados de ver a aquellos brutos devorar como tigres y olvidar a sus mujeres, los dos marineros arrojaron a éstas puñados de galletas.

Algunos glotones hubiesen querido privarlas también de esto, pero Diego saltó del dray con el fusil en la mano, y con un gesto muy expresivo les dio a entender que si tocaban una sola galleta, les abriría las cabezas con una bala. Los glotones entendieron este lenguaje y volvieron a su asado. Estaban a punto de reventar, pero continuaban moviendo las mandíbulas; se golpeaban el vientre, que adquiría una redondez excepcional, para acelerar la digestión y luego volvían a sentarse y a seguir comiendo.

—¡Pero esos bribones van a reventar! —exclamó Cardozo.

—Se aprovechan de la abundancia, porque saben que mañana volverán a padecer hambre —dijo el doctor.

—¡Qué brutos! —Exclamó Diego—. ¡Nunca había visto seres tan repugnantes! ¡Fíjate cómo no se han dignado dar un pedazo de carne a sus mujeres e hijos! Son los salvajes peores que existen y estoy seguro de que nunca se podrán civilizar.

—Los intentos que se han hecho han dado resultados negativos —dijo el doctor.

—¿Pero se ha intentado civilizarlos? —preguntó Cardozo.

—Sí, los misioneros lo han probado, pero ha sido en vano. —Sin embargo, tal vez con paciencia…

—Sería inútil, Cardozo, porque no saben adaptarse al cultivo de la tierra ni a la cría de ganado. Algunas tribus habían empezado a cultivar y a sembrar pero así que despuntaban las primeras cosechas se apresuraban a devorarlas; otras, dedicadas a la cría del ganado, preferían devorarlo antes que guiarlo a los pastos.

—¡Glotones! —exclamó Diego.

—También se intentó convertirlos, pero fue inútil. Los salvajes acudían con gusto a oír los sermones de los misioneros, pero de repente interrumpían al predicador diciendo: «Todo eso que dices será verdad, pero nosotros tenemos hambre. ¿Quieres damos de comer? Si no nos das, nos vamos a cazar el canguro». Y plantaban al misionero. Si éste quería que regresaran, tenía primero que preparar comida para toda la tribu. No rehusaban ni siquiera ir a misa, pero no entendían nada y decían que el misionero se había divertido a su modo y que había hecho el jalan, una especie de danza religiosa. Después de estos fracasos, y pensando que los salvajes costaban grandes cantidades y que se bautizaban solamente para comer, dispuestos a dejar a los misioneros en cuanto les faltaran víveres, se abandonó el propósito de convertirlos.

—Fue una buena idea —dijo Diego—. Hubiese sido trabajo inútil.

—Sin embargo se han hecho algunos prosélitos, pero dejan mucho que desear. Uno de estos cristianos nuevos dijo un día a su misionero: «Cuando mueras, en tu honor mataré a ocho personas». ¡Como para ir a convertir a estos salvajes…!

Mientras los viajeros charlaban y los australianos comían, se puso el sol. Las mujeres improvisaron varias cabañas arrancando pedazos de corteza de los árboles que colocaban encima de bastones entrecruzados.

Sus maridos, que estaban tan llenos de carne que no podían ni moverse, se arrastraron bajo aquellas mezquinas chozas para digerir tranquilamente la copiosa comida, dispuestos sin embargo a continuar a la mañana siguiente con el mismo entusiasmo y apetito, de haber quedado otro asado para devorar.

Las mujeres aprovecharon el descanso de los maridos para lanzarse sobre el esqueleto, pero sólo encontraron los huesos y unos pocos pedazos de carne que se apresuraron a devorar, y por último se tendieron junto a las pequeñas cabañas, mientras sus indolentes y egoístas maridos roncaban sonoramente en el interior.

El doctor aguardó unos momentos; cuando estuvo seguro de que toda la tribu dormía profundamente dio orden a Niro para que subiera a la carreta con el fin de emprender la marcha. Con gran asombro de todos, el australiano se negó a obedecer por primera vez.

—Es una mala idea, mi amo —dijo—. Estos indígenas podrían considerar nuestra partida como una señal de desconfianza y seguirnos.

—¡Diablos! —Exclamó Diego—. ¿Acaso hemos de pedir permiso a estos monos para marchar? Me parece que deliras, Coco… ¿O acaso te has bebido a escondidas alguna botella de ginebra?

—Le digo que partir de esta manera es querer ofender a la tribu. Conozco a mis compatriotas y sé…

—Yo te digo que tus compatriotas son unos canallas.

—Pues tomen o no nuestra marcha como una ofensa, debemos partir —dijo el doctor—. No somos prisioneros y podemos marcharnos cuando y adonde nos plazca. Sube a la carreta y conduce los bueyes.

—Mañana nos atacarán, mi amo.

—No hay ningún motivo para que nos ataquen. Hemos pagado la paz, y basta.

—Pero es una ofensa y…

—¡Al diablo con tus ofensas! —exclamó Cardozo impaciente—. Se diría que te interesan mucho tus compatriotas.

—Coco ha recibido algún regalo de ellos —dijo Diego.

—¡A la carreta! —dijo el doctor con voz que no admitía réplica.

Al ver que nadie pensaba ceder, el australiano subió al dray de mala gana y azotó a los bueyes intentando producir con el látigo el mayor ruido posible. Parecía como si intentase despertar a sus compatriotas, pero éstos no se movieron y continuaron roncando plácidamente. La pesada máquina se puso en movimiento a través del bosque, en dirección hacia la salida del valle.

Temiendo un ataque inesperado, el doctor, Diego y Cardozo empuñaban sus fusiles, y mantenían los ojos y los oídos muy abiertos. Pero el bosque estaba desierto y no se oía ningún ruido. Ya habían avanzado medio kilómetro y estaban a punto de dejar los árboles gigantes, cuando vieron una sombra que se escondía detrás de un gran tronco.

—¡Oh! —exclamó Diego, mientras Niro detenía bruscamente bueyes y caballos.

—¿Un indígena? —preguntó el doctor.

—Sin duda —dijo Diego—. ¿Quién será?

—Ahora lo veremos —respondió Cardozo.

Saltó del dray y rodeó el tronco con el fusil preparado. La sombra estaba inclinada en tierra como si espiase algo.

—¿Quién eres? —preguntó Cardozo.

—El kerredais —respondió.

—¡Ah! ¡Eres el brujo! ¿Y qué haces aquí, viejo zorro?

El kerredais respondió algunas palabras que el joven marinero no entendió y le señaló el árbol varias veces.

—Tal vez esté invocando a los espíritus del bosque —se dijo Cardozo—. Dejemos que se divierta a su manera.

Volvió al dray e informó al doctor y a Diego del descubrimiento.

—Debe estar acechando algún animal —dijo el doctor—. ¡Adelante, Niro!

—¡Hum! —Murmuró Diego—. Este brujo debe guardarme rencor por el puñetazo que le he dado, pero si me lo encuentro solo le retuerzo el cuello como a un avestruz.

El dray dejó el bosque, atravesó el valle, volvió a cruzar el Stevenson cerca de la unión de sus dos afluentes, y prosiguió hacia el norte dirigiéndose a los montes Anderson, cuyas cimas destacaban nítidamente sobre el fondo del cielo iluminado por el astro nocturno.

Durante toda la noche los viajeros avanzaron a través de la árida llanura, quemada por el sol, y carente de vegetación. Al amanecer atravesaron el Adminga, breve curso de agua que se pierde en las llanuras arenosas del este, y a las ocho de la mañana acamparon en los últimos contrafuertes de los montes Anderson, que se extienden a lo largo del paralelo 26.

Pero la parada fue breve. Temiendo alguna mala pasada por parte del brujo y de su tribu se pusieron en marcha con el fin de agrandar las distancias entre el dray y los indígenas. A pesar de que el calor era tórrido, se dirigieron hacia el norte, aguzando a bueyes y caballos.

Atravesaron sucesivamente los ríos Will y Coglin, se acercaron al monte Daniel que se alza aislado como un cono inmenso, cruzaron el río Dufrie y, hacia las seis de la tarde, después de una marcha forzada de sesenta leguas, acamparon en las riberas del Finke.

12. LAS PRIMERAS SOSPECHAS

Por su longitud, el Finke es uno de los ríos más notables del interior del continente australiano, pero siempre va escaso de agua y hasta queda seco una buena parte del año.

Nace en las estribaciones de los montes James y Donnell, cerca del meridiano 134 y del paralelo 25, desciende con gran rapidez hacia el sudeste, recibiendo el Hugh por la izquierda y el Coglin por la derecha y se pierde al otro lado de los montes Anderson, en las grandes llanuras del este, pero todavía no ha sido explorado hasta su desembocadura. Sin embargo todo indica que termina perdiéndose en la arena, haciéndose cada vez más escaso en agua y menos rápido después de cruzar el paralelo 26.

En el momento en que lo alcanzaron los viajeros estaba casi seco. Pero a través de las plantas se veía brillar acá y allá un poco de agua que no debía tardar en desaparecer bajo el sol insoportable que reinaba en la región.

El doctor, que ya sabía que no iba a encontrar otros ríos, y que iban a padecer sed, hizo llenar unos barriles de agua, luego mandó a Niro que atravesase el río, con la intención de acampar en la orilla opuesta, donde se veían algunos grupos de árboles secos.

Sin examinar primero el terreno, el australiano condujo los bueyes a buena marcha por la orilla, que era bastante rocosa. El dray, tambaleándose sobre las piedras, inclinándose a un lado y a otro y crujiendo, descendió tirado por los animales, pero de repente se inclinó bruscamente hacia un lado, haciendo vacilar al doctor y a los dos marineros.

—¡Rayos y truenos! —gritó Diego con voz airada—. ¿Quieres matamos, Coco…?

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el doctor, incorporándose.

—Una desgracia —respondió Cardozo—. ¡Se ha roto una rueda!

—¡Sólo nos faltaba eso! —exclamó Diego.

El doctor saltó del dray y vio que una de las ruedas posteriores se había partido por la mitad a pesar de su solides.

—Estamos encallados como una nave que pierde sus mástiles —dijo Diego—. ¡Canalla de Coco! Pero ¿no tienes ojos para ver por dónde andas? ¡Vaya una situación! ¿Dónde encontrar un carpintero en este país?

—Los carpinteros seremos nosotros —dijo Cardozo—. Los instrumentos no faltan en el dray y allí hay árboles. —Perderemos dos días.

—¿Qué importa?

—Me gustaría encontrarme muy lejos, Cardozo.

—Tal vez me equivoque, pero creo que aquel maldito brujo y su banda de monos nos están siguiendo. ¿Qué opina usted, doctor?

—Que participo de tus sospechas, Diego. Los australianos son muy vengativos y el brujo no te ha perdonado el famoso puñetazo.

—¡Diablos! —Exclamó Diego, que estaba examinando la rueda—. Se diría que ha sido cortada por varios lugares recientemente.

—¡Oh! —murmuró Cardozo, mirando a Niro, que parecía inquieto—. ¿Qué dices, Coco?

—Nada —respondió el guía tranquilamente.

—¿Has visto a alguno de tus compañeros acercarse disimuladamente al dray?

—A nadie.

—Pues esta rueda tiene el aspecto de haber sido dañada recientemente, y lo que me sorprende es que estos cortes parecen producidos por una hoja de acero.

—Es imposible —respondió Niro—. Mis compatriotas sólo tienen hachas de piedra.

—¡Vaya misterio! —Exclamó Diego—. Aquí hay gato encerrado.

—El misterio tiene explicación —dijo el doctor—. Alguien tenía interés en que nos detuviésemos y ha dañado la rueda para inmovilizarnos.

—¿Pero quién? —preguntó Diego.

—El brujo o el jefe de la tribu.

—¿Pero cree de verdad que nos están siguiendo? —preguntó Cardozo.

—Ahora estoy seguro, pero no nos cogerán desprevenidos.

Luego condujo a los dos marineros junto al río, y les dijo:

—Desconfiad de Niro. Este salvaje ha cambiado y no sé qué va rumiando en su cabeza.

—También yo empiezo a sospechar de él —dijo Diego—. Me parece que está de acuerdo con sus compatriotas, pero en cuanto descubra algo lo cuelgo.

—Sin embargo, me habían dado buenos informes de él —dijo Cardozo.

—Es verdad —respondió el doctor—. ¿Pero quién puede entender a estos salvajes?

—No hay que fiarse de ellos aunque estén algo civilizados.

—Volvamos al dray, que no descubra que desconfiamos de él, pero tengamos los ojos bien abiertos, especialmente esta noche. Hemos avanzado un buen trecho, pero los australianos son grandes andarines y pueden alcanzamos antes del alba. Mañana intentaremos fabricar otra rueda, luego partiremos hacia el nordeste, haciendo breves paradas.

—Si le parece, yo voy mientras tanto a reconocer los alrededores —dijo Cardozo—. Regresaré para la cena.

—Ve, pero no te alejes demasiado del campamento.

Cardozo tomó el fusil y se alejó siguiendo la orilla, mientras Diego, ayudado por el australiano, encendía el fuego y el doctor examinaba la ametralladora, para tenerla preparada para el caso de un ataque repentino. Hacia las ocho regresó Cardozo con un par de magníficas palomas, un macropus fasciato, animal del tamaño de una ardilla, con las patas posteriores tres veces más largas que las anteriores, y una bolsa en el vientre como los canguros, y con un opossum que había matado en un árbol, animal que se asemeja al canguro y a la zorra y cuya piel es muy apreciada por los australianos.

El joven marinero se había adentrado una milla hacia el este y había regresado describiendo una amplia curva. Y no había encontrado a nadie ni había visto nada sospechoso. Como estaban cansados del largo viaje, después de cenar Cardozo y el doctor se tendieron bajo la lona del dray, mientras Diego, más resistente, montaba el primer cuarto de guardia. Niro se había tendido bajo el carro, durmiendo o fingiendo dormir.

La noche era bastante oscura. Un delgado velo de vapor se extendía en lo alto, ocultando por completo la débil luz de los astros, y del interior del continente soplaba un viento tan cálido que se diría salido de un homo.

Un profundo silencio reinaba en las riberas del río. Sólo de vez en cuando se oía el roce de las hojas casi secas de los árboles y a lo lejos el lúgubre ladrido de algún dingo en busca de presa. Diego trataba de combatir el sueño que, a su pesar, no podía resistir, masticando tabaco, abriendo los ojos con todas sus fuerzas o pellizcándose de vez en cuando, pero aquel aire caluroso, amodorrante, le aletargaba poco apoco.

Bajó del dray con la carabina en la mano y dio una vuelta alrededor del campamento. No vio nada sospechoso: la vasta llanura se ofrecía desierta y ningún rumor rompía el silencio reinante.

Miró bajo el dray y no pudo contener una exclamación de sorpresa. Niro, que poco antes estaba roncando, había desaparecido.

—¡Diablos! —Exclamó el marinero escudriñando los alrededores—. ¿A dónde habrá ido ese maldito papagayo? ¿se lo habrá comido algún animal de un solo bocado? Pero ¡el animal soy yo! En este país no he visto más que perros, animales de patas desiguales y con una bolsa bajo el vientre, grandes pájaros como hombres, gatos que vuelan, pero ni un solo tigre… ¡Hum! La madeja se embrolla y yo ya no sé por dónde ando.

Miró de nuevo debajo del dray, luego dio la vuelta al campamento, volvió a subir a la ribera, pero no vio al australiano. Escuchó atentamente, pero no oyó ningún ruido.

—Daré la voz de alarma —dijo—. Esta desaparición es muy misteriosa.

Se preparaba para regresar al dray, cuando, al pasar junto a un gran árbol de la goma que se alzaba solitario cerca del campamento, notó que le caía encima, entre los hombros y la cabeza una masa viscosa y fría de unos cinco o seis kilos de peso. Trató de librarse de ella sacudiendo los hombros, pero entonces sintió un agudo dolor en el cuello, como si cinco o seis lancetas le hubiesen penetrado en la carne.

Asustado, pero sin saber todavía de qué se trataba agarró al animal, si es que así podía llamarse, e intentó ahogarlo, pero sus dedos resbalaban sobre una piel viscosa. Entonces lanzó un grito de terror.

—¡Socorro, Cardozo! ¡Socorro, doctor!

Al oír aquella llamada desesperada, el joven marinero y Álvaro saltaron rápidamente con la convicción de que Diego había sido sorprendido por los australianos.

—¡Diego! —gritó Cardozo.

—¡Corre, hijo mío! —respondió Diego que saltaba como si hubiese enloquecido—. ¡Tengo una bestia agarrada al cuello!

Cardozo y el doctor salieron precipitadamente del dray y corrieron hacia él.

—¡Dios mío! —Exclamó el joven marinero—. ¿Qué animal es éste?

—¡Arráncamelo, Cardozo! —gritó Diego con voz ahogada.

El marinero lo agarró con las dos manos y, venciendo la repugnancia que le inspiraba aquella masa viscosa, tiró con todas sus fuerzas, pero fue inútil. Parecía que el animal estuviera pegado, o mejor dicho, clavado en los hombros de Diego.

—Déjame —dijo el doctor—. Así no podrás arrancarlo.

Abrió la navaja que llevaba en la cintura y lo cortó por la mitad, con prudencia para no herir el cuello de Diego, los dos pedazos cayeron en tierra con un ruido sordo.

—¡Cielo santo! —Exclamó Diego, sintiéndose el cuello bañado en sangre—. Ha acabado conmigo.

—No —dijo el doctor—. Sólo te ha hecho una sangría.

—Pero siento un ardor agudo.

—Te pasará pronto.

—Pero ¿qué clase de animal es éste que me ha atacado?

—Una sanguijuela —dijo el doctor.

—¡Una sanguijuela! No puedo creerlo.

—Mírala.

Cardozo se había dirigido al dray y regresaba llevando una rama de banksia encendida. Se pusieron a observar al animal, que el doctor llamaba sanguijuela. En conjunto medía unos setenta y cinco centímetros y constituía una masa blanda y viscosa, de veinticinco o treinta centímetros de ancho, pero sin forma. No tenía ni cabeza, ni cola, ni patas ni mucho menos alas; por todo su cuerpo se veían algunos pelos largos y de cierto espesor. Después de darle la vuelta, el doctor enseñó a los dos atónitos marineros tres líneas de ventosas de las que todavía manaba sangre. Contaron las ventosas y vieron que eran ochenta.

—¡Nunca había visto un animal semejante! —exclamó Cardozo con un gesto de repugnancia—. Y usted doctor, ¿dice que es una sanguijuela?

—Sí, pero de una rara especie que sólo se encuentra en este extraño continente —respondió Álvaro—. Estos chupadores de sangre viven pegados a la corteza de los árboles, nutriéndose de materias azucaradas, pero cuando oyen pasar algún ser viviente, hombre o animal, se dejan caer sobre la víctima y la desangran.

—¡Pero si no tienen ojos! —dijo Diego—. Por más que miro no los veo en ninguna parte del cuerpo.

—Es cierto, pero se cree que esos largos pelos que veis están dotados de una gran sensibilidad y advierten a la sanguijuela de la presencia de la víctima.

—¿Pueden matar también a un buey o a un caballo? —preguntó Cardozo.

—No, pero sacan una gran cantidad de sangre y no dejar al animal hasta que se hallan a punto de reventar. ¿Pero dónde está Niro, que no lo veo?

—¡Por mil rayos! ¿No sabéis lo que ha sucedido? —preguntó Diego.

—No —respondieron Cardozo y el doctor.

—Ha desaparecido.

—¡Ha huido!

—¿Quién dice que he huido? —preguntó una voz detrás de ellos.

Se volvieron los tres y se encontraron ante Niro, que tenía en la mano el revólver que le había regalado el doctor hacía dos días. Parecía tranquilo, pero su piel estaba brillante y exhalaba un olor desagradable, que indicaba que sudaba mucho.

Diego lo miró fijamente a los ojos, y le dijo:

—Querido Coco, ¿podrías decirme de dónde vienes y el motivo de tu misteriosa desaparición?

—Niro-Warranga tiene los oídos muy agudos —respondió.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el doctor.

—Que mis oídos habían oído ruidos sospechosos y he ido a hacer un reconocimiento —respondió el salvaje.

—¿Trotando como un caballo? —preguntó Diego irónicamente—. ¿Y por qué no me avisaste mientras yo estaba de guardia? Querido Coco, no veo nada claro todo esto; por el contrario, cada vez lo veo más oscuro y siento la imperiosa necesidad de decirte que, si estás maquinando alguna mala idea en tu cerebro de mico, te azotaré como a un perro. ¿Me comprendes?

Niro escuchó sin inmutarse aquellas palabras amenazadoras; luego, tendiendo el brazo hacia la oscura llanura, dijo con voz perfectamente tranquila:

—Se engaña, mi amo. ¡Oíd…!

El doctor y los dos marineros miraron en la dirección señalada, pero no oyeron nada.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó el doctor.

—Que Niro-Warranga velaba.

—¿Y bien?

—Que ha descubierto un peligro para los hombres blancos.

—¿Y cuál es ese peligro, señor salvaje? —preguntó Diego irónicamente.

Niro, en vez de responder, se inclinó, escuchando con profunda atención.

—¡Aquí están! —exclamó de repente.

Casi en el mismo instante resonó en la llanura tenebrosa el grito de reunión de los australianos:

Cooo-mooo-hooo-eee.

13. EL ATAQUE NOCTURNO

Niro no se había equivocado. Su oído, que debía ser de una agudeza extraordinaria, sus ojos, que debían estar dotados de una potencia visual poco común, y su olfato le habían permitido descubrir el peligro mucho antes de que éste se cerniese sobre el campamento.

Como todos sus compatriotas, que son excelentes perros de dos patas que perciben a distancias increíbles la proximidad de un enemigo o de una presa y que no tienen rival en seguir pistas, Niro había percibido los pasos de los salvajes, los cuales posiblemente seguían al dray desde hacía bastante tiempo para sorprender a sus propietarios durante el sueño, saquearlos y tal vez matarlos a hachazos o a golpes de boomerang.

Al oír el grito de los australianos, el doctor y los dos marineros se retiraron inmediatamente al carro, que podía proporcionarles una larga resistencia, aun cuando se hallase inclinado sobre un lado a causa de la rotura de la rueda. Niro no tardó en unirse a ellos, después de haber reavivado el fuego del campamento.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego apuntando la ametralladora hacia la llanura—. No entiendo nada. O yo soy un pedazo de bestia, o ese Niro es el tipo más astuto que vive bajo la capa del sol. Nunca llegaré a explicarme este asunto. ¡Eh, Cardozo!… ¿Ves a los monos?

—Todavía no, marinero, pero los oigo —respondió Cardozo con voz tranquila.

—Querrás decir que los hueles.

—Es cierto, Diego. El aire apesta a salvaje y a exhalaciones amoniacales.

—¿Es posible que se acerquen reptando como serpientes, doctor?

—Así lo creo —respondió el doctor, que escrutaba atentamente la vasta llanura.

—Tendremos que lanzarles estas peladillas a ras de suelo Afortunadamente, la pendiente sobre la que estamos permitirá esta maniobra a mi ametralladora.

—Dígame, doctor —preguntó Cardozo con visible preocupación—. ¿Cree usted que se trata de la tribu del brujo?

—Es probable, jovencito.

—¿Tal vez para vengarse?

—Para saqueamos y vaciar nuestras botellas.

—¡Esos tragones…!

—¡Alto! —exclamó Diego.

—¿Los ves? —preguntó el doctor.

—Sí, se arrastran como reptiles e intentan llegar a aquel grupo de rocas que está junto a la orilla.

En aquel momento silbó en el aire un zumbido agudo que se acercaba rápidamente y poco después un boomerang chocaba contra la extremidad de la ametralladora, y volvía hacia atrás describiendo una larga parábola. Cardozo, que había visto al hombre que lo había lanzado, apuntó con el fusil e hizo fuego.

Resonó en la orilla un grito de dolor y un salvaje rodó por tierra. Niro, que se había ocultado bajo el carro, le remató de dos tiros de revólver.

—¡Bravo, Coco! —Gritó Diego—. Te devuelvo mi estimación. En las tinieblas resonó un espantoso concierto de rugidos; poco después los australianos saltaron y corrieron entre las rocas dispersas por la llanura y lanzaron con impulso irresistible una lluvia de boomerangs y una nube de dardos.

—¡Adelante, Diego! —gritó el doctor.

El marinero, que se había agachado bruscamente para evitar que le partiese la cabeza aquella lluvia de bastones que revoloteaban en todas direcciones para regresar luego a las manos de sus propietarios, se alzó de pronto y puso en marcha la terrible máquina de guerra.

Los gritos de los asaltantes quedaron apagados por una serie de agudas detonaciones. Los proyectiles, disparados por los veinticinco cañones de la ametralladora, herían el aire con agudos silbidos e iban a dar de lleno en medio de aquella horda de abominables salvajes.

Los gritos de guerra se convirtieron en gritos de dolor, en lamentos, en gemidos, pero la ametralladora no se detenía y enviaba sin interrupción sus mensajeros de la muerte. Las filas se aclaraban con espantosa rapidez. Torrentes de sangre regaban la tierra y llegaban hasta el dray.

—¡Ahí va eso! —gritó Diego.

—¡Tomad caramelos! —gritó Cardozo, descargando su fusil en lo más espeso de la horda.

Asustados por el continuo tronar y por los estragos que hacían las balas de la máquina infernal, los salvajes se detuvieron un momento, luego retrocedieron, y finalmente adoptaron la decisión de ponerse a salvo y abandonar, al menos por el momento, la idea de embriagarse gratis con los licores de los blancos y de darse un colosal banquete pon sus bueyes y caballos.

—¡Al galope! —Gritó Diego, lanzando una nueva granizada de balas—. Espero que de momento tendréis bastante.

No hacía falta incitarlos a huir. En un santiamén, diezmados por aquel fuego infernal, se refugiaron detrás de las rocas que cubrían la parte alta de la ribera, y se escondieron, protegiéndose de manera que las balas no pudieran alcanzarlos.

—¡Rayos y truenos! —Gruñó Diego, masticando rabiosamente tabaco—. ¿No podremos desalojar de allí a esos papagayos?

—Será un poco difícil, marinero —respondió el doctor—. Me parece que quieren sitiamos.

—Pero el río está libre y podremos ganar la orilla opuesta —repuso Diego.

—¿Cómo? ¿Con una rueda rota?

—¡Diantre! ¡La cosa se pone seria!

—Pero ¿creen podemos vencer, doctor? —Preguntó Cardozo—. Después de la lección que les hemos dado, no de herían hacerse ilusiones.

—Piensan vencemos por hambre y sed.

—Pero repararemos la rueda.

—Intentarán impedimos la reparación a golpes de boomerang.

—¿Acaso han advertido que estamos inmovilizados?

—Eso creo.

—¿Es posible que alguien les haya informado de nuestra situación? —Preguntó Diego—. ¿Quién?

—¿Quién? La misteriosa ausencia de Coco me ha puesto en un mar de dudas, doctor.

—Nos habría dejado sorprender por los salvajes, en vez de advertimos de su presencia —dijo Cardozo.

—¡Hum! No veo claro este asunto, hijo mío, y temo que Coco no es tan estúpido como parece. Y si no, al tiempo,

—No hay que precipitarse en los juicios, Diego —dijo el doctor.

—Pronto lo veremos, doctor. ¡Bueno! ¿Y ahora qué hacemos?

—Esperar al alba —dijo el doctor.

—¿Y si aprovechásemos las tinieblas para atravesar el río y derribar uno de aquellos árboles para construir la rueda? —preguntó Diego.

—¿Y por qué no intentamos arreglar, de momento, la que se ha roto? —Dijo Cardozo—. Tenemos una caja de herramientas y, bien o mal, podemos hacer el trabajo sin exponemos a graves peligros. Esos monos aulladores no nos quitan los ojos de encima y caerán sobre nosotros o nos romperán la cabeza con sus boomerangs apenas nos asomemos.

—Probemos —dijo el doctor—. ¡Eh, Niro, sube la rueda al carro!

—Si me muestro al descubierto mis compatriotas me matarán, mi amo —respondió el guía.

—Procura mantenerte oculto detrás de los bueyes.

—Los boomerangs me alcanzarán igualmente.

—¡Cobarde! —Exclamó Cardozo—. ¡Mira!

Con un rápido impulso saltó sobre el parapeto del dray y cayó en tierra.

Dos boomerangs pasaron silbando sobre su cabeza, y, después de tocar tierra, volvieron con precisión matemática a las manos de sus propietarios. Diego y el doctor contestaron con dos disparos.

Aquellos instantes bastaron a Cardozo para echar al interior del carro los dos pedazos de la rueda y volver a subir.

—Al trabajo —dijo Diego—. Si esos bribones se dan cuenta de que tenemos intenciones de atravesar el río, son capaces de matamos los bueyes y los caballos e inmovilizamos para siempre. Usted, doctor, encárguese de la ametralladora, mientras Cardozo y yo nos cuidamos de la rueda.

Como si se hubiesen dado cuenta de las intenciones de los asediados, los australianos se pusieron a gritar enloquecidos y lanzaron una nueva granizada de boomerangs y de lanzas, agujereando la cubierta del dray y golpeando los parapetos.

Los pesados maderos silbaban sobre la cabeza del doctor y de los dos marineros, describiendo extrañas curvas, retrocediendo y elevándose en el aire verticalmente y regresando invariablemente a las manos de sus lanzadores.

El doctor y los dos marineros habían vuelto a tomar sus carabinas y miraban la manera de derribar a aquellos hábiles tiradores, procurando no exponer la cabeza, pero los salvajes no abandonaban su escondite.

Tampoco Niro estaba inactivo y de cuando en cuando se le oía disparar su revólver, aunque produciendo más ruido que daño.

De pronto, un alud de cuerpos se lanzó con ímpetu irresistible hacia el dray, emitiendo horribles aullidos.

—¡A la ametralladora! —gritó el doctor.

—Aquí estoy, señor —respondió Diego.

Apuntó la terrible arma y abrió un fuego infernal justo en medio de los atacantes. Varios hombres cayeron, pero los otros prosiguieron la carrera y alcanzaron el dray, intentando escalarlo por la parte inclinada. El doctor, Diego Cardozo se precipitaron contra los atacantes empuñando los revólveres.

Los salvajes, que eran unos ciento cincuenta, se agruparon junto al parapeto gritando y agitando sus lanzas y hachas de piedra, pero los primeros que subieron fueron a dar en tierra. Los otros, sin amedrentarse, intentaron también la escalada, pero los revólveres disparaban a quemarropa.

Habiéndose quedado sin municiones, Diego empuñó un hacha y descargó formidables golpes a diestro y siniestro. Un boomerang lo alcanzó en medio del pecho, pero sus costillas eran duras como el acero y aguantó. Una lanza lo hirió en el brazo izquierdo, pero su hacha, teñida de sangre, no cesó de golpear cabezas, espaldas y brazos, mientras que Cardozo y el doctor, empuñando las carabinas por el cañón, golpeaban furiosamente a sus atacantes a culatazos. Los salvajes, que habían sido diezmados por la primera descarga de la ametralladora y luego por los revólveres vacilaron ante tan vigorosa defensa.

Intentaron un último ataque, pero fueron de nuevo rechazados por el hacha de Diego y las carabinas del doctor y de Cardozo. En medio del griterío de los combatientes, los gemidos de los heridos y los lamentos de los moribundos, resonó una vez más el grito de reunión:

—¡Cooo-mooo-hooo-eee!

La banda retrocedió rápidamente, arrojó las últimas lanzas y los últimos boomerangs y luego se dispersó como una manada de ciervos asustados.

Diego se volvió entonces para saludar la retirada con una descarga de metralla y vio una sombra negra que desaparecía por detrás del parapeto del dray.

—¡Por mil rayos! —exclamó—. ¡Hasta en el carro había uno de esos monos!

—¡Fuego sobre los fugitivos, Diego! —gritó Cardozo.

—¡Estoy preparado!

Se lanzó hacia la ametralladora, pero de pronto se detuvo, lanzando una imprecación.

—¿Qué ocurre, marinero? —preguntó Cardozo, descargando su carabina sobre los fugitivos.

—Que la ametralladora está estropeada.

—¡Es imposible!

—Han robado el obturador.

—¿Pero quién? —preguntó el doctor palideciendo.

En vez de contestar, Diego se inclinó sobre el parapeto del carro, pero no vio huir a ningún salvaje.

—¡Cielos! —exclamó—. ¿Por dónde ha escapado el bribón que había subido al dray? Él debe de haber sido el ladrón… ¡Eh, Coco!

—¡Mi amo! —respondió una voz ahogada, que venía de debajo del dray.

—¿Has visto a alguien bajar del carro?

—A nadie —respondió el guía.

—Pues yo habré visto mal o acaso…

Saltó del carro y se introdujo debajo. Niro yacía en tierra, con la cara hinchada por un golpe de boomerang que lo había alcanzado de rebote, para suerte suya. Diego, sin decir palabra, lo agarró por las piernas y lo arrastró afuera. Luego se puso a mirar bajo el dray, pero no encontró lo que buscaba.

—¡Eh, marinero! —Gritó Cardozo—. ¿Qué haces?

—Se ha cometido una traición infame —respondió Diego.

Buscó por el suelo, hizo rodar a Niro por la pendiente, y luego subió al dray gruñendo y golpeándose la cabeza.

—¿Y bien? —le preguntó el doctor.

—La ametralladora ha quedado inutilizada —respondió Diego con voz ronca.

—Es una pérdida terrible, Diego.

—Lo sé, señor. Nos han robado el obturador.

—¿Pero quién?

—Eso es lo que ignoro. He visto un negro que descendía rápidamente del carro y desaparecía; sin duda era el ladrón.

—Podías haberle derribado de un tiro —dijo Cardozo.

—Desapareció al instante.

—¿Y dónde quieres que se haya escondido? —preguntó Cardozo.

—Pero ¿no le has visto salir corriendo? —preguntó a su vez Álvaro.

—No, doctor.

—¿Estará escondido bajo el dray?

—Ahí sólo he visto a Coco y… ¡Por mil…!

—¿Qué quieres decir?

—Que aquí, señor, hay un traidor.

—¿Todavía estamos con lo mismo?

—Sí, doctor, sospecho de Coco y apostaría a que ha aprovechado el momento en que estábamos rechazando el ataque, para subir disimuladamente al dray y averiarnos la ametralladora.

—No lo creo, Diego. No nos habría avisado cuando se acercaban los salvajes.

—Nadie podrá quitarme esta sospecha, doctor.

—¿Has mirado debajo del dray?

—Sí.

—¿Has registrado a Niro?

—Sí, doctor.

—Entonces el ladrón no era él, Diego. Si hubiese robado el obturador se lo habrías encontrado encima.

—¿Pero quién era aquella sombra que bajó del dray?

—Habrá sido uno de los asaltantes.

—Pero le repito que no le he visto huir.

—La noche es oscura y puede haberse alejado arrastrándose entre las rocas.

—Tal vez, pero no pienso perder de vista a Coco. Y si le descubro algo le estrangulo en un segundo, se lo juro.

—Esperemos al alba, Diego —dijo el doctor—. Podremos buscar mejor el obturador. Si no lo encontramos, será una pérdida desastrosa que tal vez más tarde tengamos que llorar amargamente. ¿Ves a los salvajes?

—Me parece que se han alejado —respondió Cardozo—. Parece que han tenido bastante con esta lección.

—No nos confiemos, amigos. Tal vez vuelvan con refuerzos. ¿Sabéis a quién he visto entre ellos?

—¿A quién?

—Al brujo. Le he distinguido perfectamente entre el resplandor de nuestras armas, cuando animaba a sus compañeros a escalar el dray.

—Lástima que no lo haya tenido delante —dijo Diego—. Le habría partido su horrible cabeza de un buen hachazo, pero confío en volver a verle, el corazón me lo dice, y entonces saldaremos cuentas. Al trabajo, Cardozo, mañana partimos.

—¿Están todavía vivos los animales, marinero?

—Sí, me parece que se han salvado. Ayúdame, Cardozo, y usted, doctor; carguemos las armas.

14. LOS GRANDES CALORES DE LA AUSTRALIA CENTRAL

Los australianos, que habían dejado unos treinta cadáveres en torno al dray, parecía que habían renunciado definitivamente a volver al ataque.

Después del último ataque y de la decidida defensa del doctor y de los dos marineros, se habían dispersado por la llanura, huyendo con rapidez de canguros y no se habían vuelto a dejar ver. Probablemente se habían ocultado a mucha distancia y tal vez estaban tramando la manera más adecuada de apoderarse de los licores que contenía el dray, así como de los animales, con los que esperaban regalarse con un asado colosal. Si es que no se habían puesto en busca de otra tribu para atacar a los blancos con nuevos refuerzos.

Después de haberse hecho vendar el brazo herido y el cuello, Diego se había puesto a trabajar febrilmente ayudado por Cardozo, mientras el doctor y Niro hacían guardia en las rocas de la ribera, para no dejarse sorprender por los atacantes.

Diego, que había sido carpintero, consiguió unir los pedazos de la rueda en menos de dos horas, juntándolos perfectamente con gruesas piezas de hierro, curvadas a fuerza de martillazos.

La colocación de la rueda requirió todos los brazos, pues el dray estaba inclinado hacia un lado, pero la operación concluyó de manera brillante.

—Esperemos que resista —dijo Diego—. Cuando haya ocasión cambiaremos la rueda.

—Partamos —dijo el doctor—. Tal vez los australianos no estén demasiado lejos.

—¿Teme que vuelvan al ataque? —preguntó Cardozo.

—Esos brutos son testarudos y harán lo imposible para apoderarse del dray. Nuestra salvación depende de la rapidez de nuestras bestias.

—Engancharemos también los caballos al dray —dijo Diego—. ¡Vamos, Coco, en marcha!

—¿Y el obturador de la ametralladora? —preguntó Cardozo.

—Tienes razón, muchacho. Busquémoslo —dijo Diego.

Mientras Niro enganchaba los bueyes, los dos marineros encendieron una antorcha y se pusieron a buscar cuidadosamente, examinando con atención las grietas abiertas en el suelo por el calor y registrando por entre la hierba aplastada. Pero fue inútil.

—¡Aquí está! —exclamó de pronto Cardozo con gesto triunfal—. ¡Gracias a Dios!

—¿Dónde estaba?

—Entre la arena del río.

—Pero ¿cómo ha ido a parar allí?

Se acercó a Cardozo y contemplo el dray.

—El carro se encuentra precisamente en nuestra línea —dijo—. El ladrón debe de haberlo arrojado después de robarlo.

—¿Qué quieres decir?

—Que mis sospechas aumentan.

—Sospechas… ¿de quién?

—De Coco.

—Eso es una manía, marinero.

—No, muchacho. Ese horrible mono trama algo contra nosotros y te digo que fue él quien robó el obturador.

—¿Con qué objeto?

—Para privamos de un terrible medio de defensa. Si el ladrón hubiese sido uno de los atacantes se lo habría llevado para hacerse un adorno extravagante.

—Tu razonamiento me convence, marinero. En adelante, tengamos los ojos bien abiertos. Y si descubro alguna traición, ¡juro que las pagará todas juntas!

Regresaron al dray e informaron al doctor del trascendental descubrimiento. La ametralladora, que temían tener que abandonar como un peso inútil, volvía a convertirse en un arma formidable contra los atacantes, en el caso de que éstos tuviesen intención de volver a las andadas.

—Partamos —dijo el doctor—. Avanzaremos a toda velocidad y con breves paradas.

Subieron al dray. Niro arreó a los animales y la pesada máquina descendió al río tambaleándose sobre su lecho pedregoso.

Una vez atravesado el Finke, sin encontrar obstáculos y sin que los australianos diesen señales de vida, el dray se dirigió hacia el noroeste, hacia el meridiano 134, pues el doctor deseaba pasar por las cadenas montañosas de James y Waternhousen que se alinean junto a las orillas del Hugh.

La inmensa llanura que se extendía ante los viajeros aparecía desierta y de una aridez aterradora. No había ni un árbol, ni una mata, ni una brizna de hierba; sólo piedras, masas de piedras, rocas de todas dimensiones. ¿Era el principio del terrible desierto de piedra que ocupa gran parte del interior del continente australiano y que constituye el gran obstáculo para las exploraciones? Esto era lo que sospechaba el doctor, y empezaba a sentirse inquieto, pues sabía que entre aquellas piedras y arenas no había de encontrar ni una brizna de hierba para las bestias, ni una gota de agua.

A las cuatro de la mañana apareció el sol bruscamente, inundando con sus rayos ardientes la inmensa llanura arenosa. De pronto, sin transición alguna, la atmósfera se hizo sofocante.

—¡Rayos! —Exclamó Diego, que era incapaz de estar callado un solo momento, al tiempo que se retiraba con toda presteza bajo la tela del carro—. ¡Cómo ataca el señor Febo! Se diría que ha provisto a sus rayos de agudos dientes. Dígame, doctor, ¿es que en este país el sol está más cerca que en los otros continentes?

—No, Diego —respondió Álvaro con una sonrisa—. La distancia es la misma.

—Unos millones de millas, probablemente.

—Un poco más, Diego. Su distancia media es de 23 307 semidiámetros de la Tierra.

—No le entiendo. Tengo la cabeza algo dura.

—148 670 000 kilómetros.

—¡Rayos y truenos! ¡Ciento cuarenta y ocho millones! Entonces, sus rayos deben tardar horas en llegar a nosotros.

—Siete minutos y cuarenta y ocho segundos.

—¡Qué velocidad! ¡Mayor que la de la bala de un cañón!

—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—. Para enviar a tanta distancia rayos tan ardientes, debe ser inmenso el calor del sol.

—Según las mediciones altimétricas de ciertos esforzados astrónomos, se ha podido comprobar que la masa de calor desarrollada en una hora por un pie cuadrado de la superficie solar equivale al calor que desarrollaría una masa de carbón del tamaño de nuestro globo durante treinta y seis horas de combustión.

—¡Por Júpiter! Quedaríamos bien asados si cayésemos sobre el Sol.

—Por supuesto, Cardozo.

—Ahora entiendo por qué sus rayos son tan calientes, especialmente ahora —dijo Diego.

—Pues no creáis que nuestra Tierra recibe todo el calor del Sol. Sólo recibe la 2250 millonésima parte; las otras partes son absorbidas por los componentes del sistema planetario, pero la más considerable se pierde en el espacio. Sin embargo, algunos astrónomos sostienen que tal abundancia de calor no se pierde sino que, de un modo u otro, regresa al Sol.

—¿Es muy grande, doctor, el Sol?

—Tiene 11 800 veces la superficie de la Tierra, 1 279 000 veces el volumen de nuestro globo y 600 veces el de todos los planetas juntos. Su masa es 319 500 veces la de la Tierra, y algo más de 700 veces la de todo el sistema planetario, pero su densidad media es de 0,233, apenas una cuarta parte de la de nuestro planeta.

—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—, ¿tiene el Sol alguna influencia sobre nuestro globo, además de iluminarlo y calentarlo?

—Según los últimos estudios realizados por los astrónomos parece que el señor Febo, como lo llama el guasón de Diego, influye en gran medida en los acontecimientos atmosféricos de nuestro globo. Se ha observado que, cuando la fotosfera solar está turbada, se producen siempre fenómenos magnéticos y frecuentes perturbaciones en la atmósfera terrestre.

—¿No es estable la fotosfera del sol?

—No, Cardozo. La masa gaseosa que circunda el núcleo solar se halla a menudo en movimiento. Llamas inmensas, de una altura de millares de metros, se prolongan hacia la bóveda celeste y de cuando en cuando la fotosfera se resquebraja acá y allá y muestra unos abismos de dimensiones enormes, que los científicos suelen llamar manchas solares. Cuanto más numerosas son estas manchas, mayor es el número de tormentas magnéticas que se producen en la Tierra.

—¿Sin interrupción?

—No, estas perturbaciones ocurren cuando las manchas están situadas en dirección a nuestro globo.

—Pero ¿cómo se forman?

—Se supone que se trata de cráteres gigantescos producidos en la masa incandescente por corrientes gaseosas que dejan entrever el núcleo solar en su inmensa profundidad.

—¿Y no se han podido explicar los motivos de las perturbaciones que el sol produce en nuestro globo?

—Todavía no. Tan sólo se ha observado que, a medida que aumentan, el eje magnético sufre fuertes alteraciones y se desplaza en el sentido de las manchas. Cuanto más se alejan de la Tierra más se tranquiliza su eje, cuanto más se aproximan más se turba, y cuando se sitúan enfrente de nosotros, el eje se pone a bailar como si estuviese loco. A estas locuras o convulsiones corresponden las apariciones de los grandes fenómenos terrestres, auroras boreales, terremotos y cosas por el estilo.

—Luego, según los astrónomos, el estado magnético de la Tierra se halla bajo la influencia inmediata de las manchas solares.

—¡Vaya misterio! ¿Se conseguirá explicarlo algún día?

—Esperemos que sí, Cardozo. Estas manchas solares que producen tantas perturbaciones, cuyas apariciones coinciden extrañamente con ciclones, con períodos de sequía, con las crecidas de los grandes ríos, merecen ser cuidadosamente estudiadas.

Charlando de esta suerte, los viajeros proseguían su marcha rápida hacia el noroeste, adentrándose cada vez más en la inmensa llanura árida, quemada por el sol, interrumpida por amplias zonas de arena blanquecina, que dañaban la vista, y sin un solo árbol ni una brizna de hierba.

El calor aumentaba por momentos y se temía que los animales cayesen fulminados por el sol. De los salvajes, no se veía ni rastro. De vez en cuando Diego y Cardozo sacaban la cabeza para lanzar una rápida ojeada hacia el sur, pero ninguna criatura humana aparecía en esa dirección. No había duda de que, después de la lección recibida, los australianos habían abandonado definitivamente la idea de saquear el dray, defendido por hombres tan intrépidos y con aquella poderosa arma que sembraba la tierra de cadáveres. A mediodía hicieron un alto junto al Finke, cuyo curso venían siguiendo a escasas millas de distancia, para evitar el amplio serpenteo que describe el río.

Diego y Cardozo bajaron al río para tratar de obtener un poco de agua de las cañas semisecas que crecían en el lecho. Mientras buscaban entre las cañas descubrieron algo de gran tamaño que intentaba huir hacia la otra orilla.

—¡Oh! —Exclamó Diego—. Aquí hay bistecs, por lo que veo.

—¿Has visto algún animal? —preguntó Cardozo.

—Sí, hijo mío. Prepara el fusil y adelante.

—¿Por dónde ha huido?

—Mira allá; las cañas se mueven.

—Adelante, marinero.

—Vamos, Cardozo.

Se lanzaron en persecución del animal, que huía hacia la orilla opuesta, abriéndose camino impetuosamente entre las cañas que caían como si fuesen abatidas a golpe de hoz. Atravesaron el lecho del río y subieron a la otra orilla, pero, de pronto, los dos se detuvieron lanzando un grito de asombro y de terror.

Un animal estaba delante de ellos, mirándoles. Pero ¡qué animal! Un cocodrilo, una tarántula, un monstruo cualquiera sería una belleza a su lado.

Era un saurio espantoso, o mejor dicho, un lagarto gigantesco, de piel opaca con manchas rojas orladas de negro y una coraza ósea nunca vista en ningún animal de la creación.

Estaba completamente cubierto de escamas de forma puntiaguda dirigidas en todas direcciones, que le daban el aspecto de un amasijo de cuernos. Tenía la frente acorazada, las patas cortas y replegadas y provistas también de protuberancias agudas extrañamente superpuestas; sus ojos, negros y pequeños, brillaban como si quisiesen hipnotizar a los dos cazadores.

Al llegar a aquel espacio abierto, se había detenido, volviéndose amenazadoramente hacia sus perseguidores, como si se preparase para defenderse.

—¡Por los cuernos de Belcebú! —exclamó Diego reaccionando—. ¿Qué clase de animal es éste?

—Nunca he visto nada semejante, marinero —respondió Cardozo.

—¿Será un dragón?

—Pronto lo sabremos, Diego.

Cardozo apuntó la carabina y disparó contra el horrible monstruo, pero la bala rebotó en las protuberancias óseas y se perdió Dios sabe dónde.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. ¡Este dragón está acorazado como un buque!

—¡Espera, marinero! —dijo Cardozo.

Volvió a cargar rápidamente el fusil y apuntó con sumo cuidado.

Sonó el disparo. Esta vez, el monstruo, herido en la conjunción de sus escamas, dio un salto, se alzó sobre las patas, movió furiosamente la cola, y se desplomó.

—¡Buen golpe! —Exclamó una voz detrás de ellos—. ¡He aquí un animal que los museos pagarían muy bien!

15. EL DESIERTO

Era el doctor. Al ver que los dos marineros atravesaban el curso del río y al oír después el primer disparo, había acudido en su busca creyendo que seguían a algún indígena descubierto entre las cañas.

—Llega usted en buen momento, doctor —dijo Diego—. Dígame, ¿ha visto alguna vez un animal tan horrible como éste?

—No, Diego —respondió Álvaro.

—Pero ¿sabe al menos de qué animal se trata?

—Es un molok, un saurio que hasta hace pocos años no se conocía. Se han matado algunos en el interior del continente.

—¿Sólo se encuentran en este país los moloks?

—Solamente aquí, Diego.

—¿Son peligrosos?

—No lo creo.

—Pues sus escamas son tan duras que rechazan las balas.

—Me extraña, pues sus protuberancias óseas son huecas —repuso el doctor.

—¿Es comestible?

—Creo que ni a los australianos se les ocurriría comérselo.

—Entonces, dejémoslo para los dingos. ¡Vamos, en retirada!

—Un momento, Diego. ¿Habéis encontrado agua?

—Ni una gota, doctor —respondió Cardozo.

—Feo asunto. Sólo nos quedan doscientos litros.

—¿No encontraremos otros ríos más al norte o al oeste?

—Están secos.

—¿Ni siquiera un lago?

—El de Wood, pero está muy lejos.

—Pues entonces ¿qué hacemos? —preguntó Diego.

—Seguiremos el Finke hasta el Hugh, luego ya veremos. Volvamos, amigos, estoy ansioso por dejar este lugar.

—¿Teme otro ataque?

—Tal vez, Cardozo —respondió el doctor.

Volvieron a cruzar el río y regresaron al dray Niro volvió a su puesto y la pequeña caravana reemprendió la marcha, a pesar del calor tórrido, siguiendo el curso del Finke para así poder abastecer de cañas a los animales hasta que fuese posible.

A las cuatro llegaban a orillas del Hugh, gran afluente del Finke que nace en la vertiente septentrional de los montes Waternhousen, pero estaba completamente seco.

Cardozo tuvo la suerte de abatir un cisne, que se dirigía del norte hacia el sur.

Al menos pesaba veinticinco kilos, pero en vez de tener las plumas blancas como sus congéneres de América del Norte o de Europa central, las tenía oscuras, casi negras. Ni los pájaros en aquel extraño continente eran iguales a los de los otros continentes.

Hacia la tarde, Niro detuvo el dray junto a un grupo de árboles escuálidos, árboles de hojas grises pertenecientes a la gran familia de los eucaliptos. De pronto, saltó a tierra y miró con mucha atención la corteza de aquellos vegetales casi secos, haciendo gestos de sorpresa y de temor.

—¡Eh, Coco! —Gritó Diego—. ¿Has descubierto algún fruto delicioso?

—Una señal terrible, querrá decir —respondió el australiano señalando unas flechas clavadas en la corteza de un árbol y que tenían extrañas incisiones.

—¿Qué es eso? —preguntó el doctor, que había descendido del dray.

—Una amenaza de guerra.

—¿Dirigida a nosotros?

—Sin duda.

—¿Por quién?

—Por los habitantes de la región.

—Pero, si no hemos visto a ninguno —dijo Cardozo.

—Nos habrán visto ellos.

—¿Qué cuento es ése, Coco? —preguntó Diego.

—Les digo que nos prohíben avanzar.

—Me río de las prohibiciones de esos tísicos ladradores.

—Tal vez se arrepienta.

—¡Ellos se arrepentirán cuando nuestra ametralladora acaricie sus espaldas!

—Les aconsejo que se detengan.

—Imposible, Niro —dijo el doctor—. Seguiremos adelante a pesar de estas señales de guerra.

—Les matarán a todos, mi amo.

—Venderemos cara nuestra vida.

—Y yo, ¿tengo que seguirles? —preguntó el salvaje.

—¡Por mil rayos! —Gritó Diego—. ¡Tú nos guiarás aunque sea a la fuerza!

—Pero mi vida…

—Sabremos defenderla nosotros, cobarde.

—Ya veremos.

—¿Qué opina usted, doctor? —preguntó Cardozo cuando Niro se hubo alejado.

—Que los salvajes intentan asustarnos.

—¿Seguiremos adelante?

—Siempre, amigos.

—Nosotros no le abandonaremos, doctor —dijo Diego.

—Os recomiendo que os esmeréis en la guardia.

—No tema, doctor, dormiremos de día y velaremos de noche.

Regresaron al campamento, donde Niro estaba preparando la cena. Diego, que cada vez se volvía más desconfiado, examinó con atención el rostro del australiano, pero le pareció que estaba tranquilo.

—Aquí ocurren cosas misteriosas que no consigo explicarme —murmuró.

Después de la cena, Diego hizo su primera guardia, pero no sucedió nada extraño, ni se vio ninguna sombra por las proximidades del campamento. Cardozo, que lo sustituyó, pasó también en perfecta calma su tumo de guardia; sin embargo, hacia las tres de la madrugada, entre el incierto clamor de los árboles, le pareció advertir una forma humana que se movía en la orilla del río y luego otra forma, como de animal o ave, de gigantescas dimensiones.

Pero la aparición fue tan rápida que luego no pudo precisar con certeza si había sido algo real o se trataba de una alucinación. Temiendo caer en una emboscada, se mantuvo junto al carro, armó la carabina y abrió bien los ojos.

Sus cuatro horas transcurrieron sin que la aparición volviese a mostrarse.

—Es extraño —murmuró—. Si no fuese porque hemos corrido tanto juraría que esas formas se parecían al brujo y su avestruz. ¡Bah! ¡Es una locura lo que estoy pensando! Aún deben estar junto a los montes Bagot o a orillas del Finke.

Tan convencido estaba de haberse engañado que no dijo nada ni al doctor ni a Diego para no alarmarlos inútilmente.

A las seis, el dray se puso en marcha siguiendo la dirección establecida. Una vez alcanzado el meridiano 134 junto al monte Carlotte, se dirigió hacia los montes James, cuyas cimas destacaban nítidamente hacia el norte.

El calor era cada vez más fuerte, y del interior soplaba sin cesar un viento de fuego que secaba las gargantas de los hombres y de los animales y que evaporaba rápidamente la escasa provisión de agua de la pequeña caravana.

La gran llanura que se extendía hasta los pies de las montañas era de una aridez espantosa; no se veía ni una brizna de hierba, sólo grandes rocas calcinadas por los potentes rayos solares y arenas que el viento levantaba y se metía en los ojos y bocas de los viajeros, produciéndoles fuertes ataques de tos.

Era una arena tan fina que penetraba a través de la blanca tela del dray y hasta se introducía en el interior de las cajas.

A mediodía, el termómetro alcanzó los sesenta grados… Los pobres viajeros tenían la impresión de hallarse dentro de un homo encendido. Sólo el salvaje resistía aquel horrible calor y desafiaba la lluvia de fuego con la cabeza descubierta.

A la una, un buey, derribado por el sol, caía en tierra para no levantarse más. Le fue arrancada la lengua, que debía servir de comida, y su cadáver fue abandonado a los dientes de los perros salvajes.

El dray siguió su camino, arrastrado por las pobres bestias que mugían sordamente. La pesada máquina crujía como si estuviese a punto de partirse, sus ruedas se hundían en el suelo arenoso y la madera estaba tan caliente que no se la podía tocar.

Aunque habituados a los calores ecuatoriales, el doctor y los dos marineros yacían tendidos sobre las cajas como atontados e incapaces de hacer cualquier movimiento. Les parecía que su cerebro iba a arder y sus pulmones funcionaban a toda marcha, pero sin llenarse nunca; el aire que entraba era tan ardiente que los desgraciados sentían como si se secasen.

A las dos el termómetro alcanzó los 65° y cayó otro buey, muerto de insolación.

—¡Por los cuernos de Belcebú! —Exclamó Diego con voz ronca—. Si continúa este calor dos horas más nos quedaremos sin bestias. ¡Extraño desierto…! ¡Sólo hay piedras y más piedras…! ¡Buen momento para que los salvajes se nos echen encima!

Afortunadamente, después de alcanzar los 65° la temperatura descendió lentamente hasta los cincuenta. Hombres y animales pudieron finalmente respirar y recuperar energías, pero el inmenso desierto continuaba ante ellos.

A las siete, el dray atravesó la cadena de los montes James, por una garganta abierta por el Hugh, cuyo cauce bajaba desde el norte dibujando amplios meandros, pero sin llevar una gota de agua.

Una vez hubieron pasado la garganta, descubrieron la cadena de los Waternhousen, que también era muy árida y no ofrecía el más leve rastro de vegetación. En aquel vasto territorio el sol lo había quemado todo e incluso había dado muerte a las grandes plantas, cuyos troncos, sin hojas ni cortezas, se alzaban como esqueletos en los flancos de las montañas.

Al día siguiente se reanudó la penosa marcha, dos horas antes de despuntar el día. La salvación dependía de su rapidez, pues los animales, faltos de alimentos, estaban a punto de caer para no levantarse más y la provisión de agua disminuía a simple vista. Si en dos días no encontraban un manantial o un bosque, tendrían que abandonar el dray en medio del desierto.

Aguijoneando a bueyes y caballos, llegaron hasta los montes Waternhousen, que atravesaron con increíbles dificultades, pasando el río Mueller, afluente del Hugh, y se dirigieron hacia la gran cordillera de los montes Mac-Donnell, en cuyos valles tenían la esperanza de encontrar algo de pastos y de agua.

A las once, Diego, que estaba examinando el paisaje, señaló al doctor unas masas oscuras que se distinguían al pie de los montes.

—Son árboles —dijo el doctor.

—¿Está seguro de no equivocarse?

—Seguro, Diego.

—¿Espera encontrar agua?

—La encontraremos.

—¡Adelante, Niro! Pero ¿qué significa esta tierra roja?

—Significa, amigo Diego, que nos encontramos sobre un gran yacimiento aurífero.

—Usted bromea, doctor.

—No, Diego. Bajo nuestros pies existe una fortuna.

—¡Qué lástima no poder detenemos aquí para cargarnos de oro! ¿Habrá también diamantes?

—No lo creo, en Australia no se han descubierto todavía.

—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—. ¿El oro es el metal más precioso?

—De ningún modo, amigo mío: hay otros metales que cuestan bastante más. Es un error creer que el oro es el más precioso.

—Esto sí que es una novedad para mí, doctor —exclamó Diego.

—Y para mucha gente, Diego —respondió Álvaro.

—¿Y cuáles son, si se puede saber, esos metales más preciosos?

—Te lo diré, curioso. El iridio, que es un metal descubierto en las minas de platino en 1803 por Tennant, cuesta casi el doble que el oro.

—¡Casi el doble…!

—Pues esto no es nada. Hay metales que cuestan bastante más.

—¿Pero qué es el iridio?

—Un metal blanco como el acero, que refleja los colores del arco iris y que es bastante raro. El osmio, que se encuentra también junto al platino y que tiene un color blanco azulado, se paga también a casi el doble que el oro. El bario, descubierto por Davy en 1808, que se encuentra en las tierras de barita y que es blanco como la plata, se paga diez veces más que el oro.

—¡Rayos y truenos! ¡Vaya metales tan raros!

—El columbio o niobio, descubierto por Rose en 1844 y el rodio descubierto por Wollaston en 1803 son también más valiosos que el oro.

—¡El bosque! —gritó en aquel momento Niro.

16. UNA HUELLA MISTERIOSA

¡Ya era hora! Los animales, agotados por un ayuno de casi cuarenta y ocho horas, y casi muertos de sed, apenas se aguantaban sobre sus patas y estaban a punto de caer para no levantarse más.

Al olfatear el pasto cercano, hicieron un último y desesperado esfuerzo y arrastraron el pesado carro hasta un valle que se adentraba en los flancos de la gran cordillera Mac-Donnell, cuyas cimas se perdían hacia el este o el oeste.

Llegados allí, caballos y bueyes cayeron unos sobre otros, agotados por aquel último esfuerzo.

El valle se prolongaba varios kilómetros por el interior de la cordillera, formando una especie de larga garganta, que se encaramaba suavemente por los flancos de aquellas enormes montañas. Mientras que por los alrededores todo era árido, allí dentro crecía gran cantidad de árboles y de hierbas. A derecha e izquierda se extendían grandes grupos de árboles de catorce a quince pies de alto, y en medio de ellos revoloteaban palomas blancas, bandadas de porphirio de plumas de un azul brillante, grupos de cacatúas blancas y rojas o ligeramente teñidas de rosa.

—¡Diantre! —Exclamó Diego, lleno de asombro—. ¿Dónde estamos? ¿Hemos llegado al paraíso terrenal?

—Es una especie de oasis —respondió el doctor.

—¡Extraño país…! ¡A cada paso presenta nuevas sorpresas…! ¡Allá un desierto calcinado y aquí un pedazo de paraíso…! ¿Quién lo entiende?

—¿Habrá un poco de agua fresca? —Preguntó Cardozo—. Daría dos años de mi vida por un cubo de líquido, de agua o cerveza, poco importa.

—Ahora te la proporcionaré —dijo el doctor.

—¿Ha descubierto alguna fuente?

—Toma un hacha y sígueme.

—¿Un hacha…? ¿Quiere partir la montaña?

—Sígueme y lo verás.

Bajaron los tres del dray y el doctor se dirigió hacia un grupo de eucaliptos que crecía a poca distancia, en un terreno que no ofrecía aspecto alguno de humedad.

—Corta las raíces de este árbol —dijo Álvaro a Cardozo.

—¿Qué pretende hacer? —preguntó el marinero, sorprendido.

—¿Acaso ocultan un depósito de hielo? —Preguntó Diego—. En este país no me sorprendería nada.

—Corta —ordenó el doctor.

Cardozo cortó las gruesas raíces del eucalipto, que sobresalían del suelo, e inmediatamente fluyeron por el corte chorros de agua límpida.

—Bebed, amigos —dijo el doctor.

Los dos marineros se precipitaron sobre las raíces, aplicando los labios en los cortes y se pusieron a beber ávidamente.

—¡Por Belcebú! —Exclamó Diego entre sorbo y sorbo—. ¡Es agua fresca y deliciosa…! ¡Extraño país donde los árboles sirven de pozo! Bebe, Cardozo, bebe, que hay para todos.

Cuando habían vaciado una raíz cortaban otra, y no se detuvieron hasta que hubieron calmado totalmente su enorme sed.

—Basta —dijo Diego—. Si sigo dos minutos más, reviento. Pensemos ahora en procurarnos algún manjar delicioso; aquí la caza no debe escasear.

En aquel momento Diego tropezó con una marra, especie de largo bejuco que se deslizaba por tierra, y cayó en medio de un arbusto de largas hojas.

Con gran sorpresa suya se sintió de pronto estrechamente oprimido por aquellas ramas sin hojas.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Se alzó de un salto y con un movimiento brusco se liberó de aquellas ramas que se le habían adherido al cuerpo.

Se miró las manos y lanzó un grito de horror: estaban completamente cubiertas de sangre.

—¡Sangre! —exclamó—. ¿Qué espantoso vegetal es éste?

—¡Sangre! —exclamaron Cardozo y el doctor.

—Mirad —dijo Diego—. Mis manos están rojas.

—¿Te duelen? —preguntó el doctor.

—Un ligero escozor —respondió Diego.

—Veamos esa extraña planta.

Se acercó al arbusto y lo examinó minuciosamente. Tenía unos dos metros de alto, las ramas finas, bastante flexibles, desprovistas de hojas y cubiertas por una capa densa de goma que de trecho en trecho presentaba agujeros casi invisibles.

Tocó una de las ramas e inmediatamente ésta se replegó y le aprisionó el brazo.

Poco después notó en la mano un ligero escozor, las venas se hincharon y a través de los poros de la piel vio saltar unas gotas de sangre.

—Es una planta carnívora —dijo desembarazándose bruscamente de ella.

—¡Una planta carnívora! —exclamaron Diego y Cardozo en el colmo del asombro.

—Sí, amigos, succiona la sangre por medio de ventosas invisibles.

—¿Cómo? —Exclamó Diego—. ¿Hay en este país plantas que se alimentan de sangre? ¡Pero qué continente es éste!

—Si cayese un animal entre esas ramas, ¿lo devorarían? —preguntó Cardozo.

—Lo desangrarían completamente, amigo mío —respondió el doctor.

—¡Qué horrible planta! —exclamó Diego.

—¿Te extraña? Pues existen bastantes de este tipo, aquí y en otros lugares. El ilustre Darwin ha descubierto que la drosura rotundifolia tiene la propiedad de devorar los insectos que se posan en sus hojas, y es una planta corriente en Europa. En este continente existe también una especie de ortiga gigante, que apresa a los pájaros y otros animales pequeños, los envuelve entre sus anchas hojas y los succiona por completo, reduciéndolos a esqueletos. De su presa sólo deja los huesos.

—Si todo esto me lo contase otra persona, le aseguro, doctor, que la haría encerrar en un manicomio.

—Lo creo, Diego —dijo el doctor sonriendo—. Todo esto es tan extravagante que cuesta mucho creerlo, aunque hay plantas con extravagancias aún mayores.

—¿Cuáles? —preguntó Cardozo.

—Existen también plantas animales.

—¿Plantas animales? —exclamó Diego mirando al doctor como si éste estuviese loco.

—Sí, Diego —dijo Álvaro—. Una planta animal es la convulvola Schultzii, muy común y que está formada por la asociación de un alga y un gusano, cuyo cuerpo está provisto de pestañas vibrátiles que le sirven para moverse. Es de color verde, coloración debida a una capa de células que contienen clorofila. Antes se creía que estas plantas animales respiraban de la misma manera que los otros vegetales, pero luego se ha comprobado que tienen un modo especial de respirar que consiste en absorber el ácido carbónico disuelto en las aguas donde viven pero que, en vez de expulsar el oxígeno, lo utilizan para prolongar su vida.

—¿Y dónde se encuentran estas algas-gusanos?

—En las aguas corrompidas, Cardozo —respondió el doctor.

—¿Y tienen ojos?

—Ojos precisamente, no, pero sí una especie de órganos de la vista; gustan de la luz y si se las coloca en una botella oscura, buscan instintivamente el punto más iluminado.

—Es algo sorprendente, doctor.

—Lo creo, Cardozo; también ha sorprendido a los naturalistas, los cuales han tenido que crear entre los reinos animal y vegetal una zona ambigua, una nueva especie. Pero basta de charlas, ocupémonos de nuestras bestias, que están muertas de sed.

Regresaron al dray, que estaba en la entrada del valle y enviaron a Niro a recoger agua de las raíces de los eucaliptos para saciar a las pobres bestias, que parecían moribundas. Mientras el australiano cumplía el encargo, Diego se puso a preparar la comida, poniendo a hervir la lengua del segundo buey muerto en el desierto, y Cardozo se dirigió hacia el bosque en busca de caza.

Apenas había pasado media hora, cuando el cocinero y el doctor vieron llegar a Cardozo sobresaltado. Éste tomó a sus compañeros por el brazo y los llevó detrás del carro, donde no pudiesen ser oídos por Niro.

—Doctor —dijo—. Nos están siguiendo.

—Estás soñando, hijo mío —dijo Diego.

—No, marinero, no sueño.

—¿Has visto a los australianos? —preguntó el doctor.

—He descubierto una huella muy extraña.

—¿Cuál? —preguntó de nuevo el doctor.

—En una zona arenosa he visto impresas perfectamente las huellas de dos pies desnudos y junto a éstas las de un emú.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Diego.

—Que por allí ha pasado un hombre con un avestruz.

—No veo el motivo de asustarse tanto.

—¿Y si ese hombre fuese el hechicero?

—¡Imposible! Todavía debe de estar a orillas del Finke.

—No, Diego, te equivocas —dijo Cardozo—. Hace unos días, mientras estábamos acampados junto al Hugh, vi dos formas confusas en la orilla, una humana y la otra de un ave, un emú sin duda.

—¿Y por qué no lo dijiste?

—Estaba tan seguro de que se trataba de una alucinación que no quise alarmar inútilmente.

—La cosa es grave —dijo el doctor, que se había quedado pensativo.

—¿Pero cómo es posible que ese hechicero nos haya tomado la delantera?

—Los australianos son grandes andadores, Diego, y recorren distancias increíbles.

—¿Pero y el desierto?

—No es obstáculo para ellos, pues están acostumbrados a los grandes calores y a las privaciones más duras.

—¿Querrá vengarse ese miserable? —preguntó Diego, mostrando los puños.

—Sé que los australianos son muy vengativos y que suelen esperar con paciencia increíble el momento preciso para arreglar cuentas.

—Pero si está solo, ¿qué pretende?

—¿Quién sabe? Todos obedecen al hechicero y tal vez esté intentando lanzar sobre nosotros a alguna tribu.

—¡Por Júpiter! Si lo cojo, palabra que lo cuelgo.

—¿Qué decide, doctor? —preguntó Cardozo.

—Marchar enseguida e intentar alcanzarlo. Presiento que ese hombre nos será fatal.

—Sí, alcancémosle —dijo Diego.

—¿Continúa el desierto al otro lado de esos montes? —preguntó Cardozo.

—Sí, pero no es tan árido como el que hemos atravesado. Bueno, id a cortar todas las raíces de esos eucaliptos para proveemos de agua y luego nos pondremos en marcha. Tal vez la salvación dependa de nuestra rapidez.

—Un bocado, y luego al trabajo —dijo Diego.

En pocos minutos dieron cuenta de la comida, luego se dirigieron al grupo de eucaliptos y recogieron el agua que brotaba de las raíces. La provisión que hicieron era tan abundante que podía bastar para tres o cuatro semanas.

Temiendo que los animales no encontrasen pastos abundantes al otro lado de los montes Mac-Donnell, los dos marineros, ayudados por Niro, cargaron el dray de hierbas suculentas.

A las cuatro de la tarde bueyes y caballos, alimentados y descansados, se pusieron en marcha adentrándose por una estrecha garganta, abierta entre los montes Mac-Donnell. Una vez atravesada en toda su longitud, el dray se dirigió hacia otra línea de montañas menos elevadas que cerraban el horizonte septentrional y que parecían de una aridez espantosa.

Cardozo, que no dejaba de examinar atentamente el terreno descubrió de nuevo, en una zona arenosa, las huellas de un hombre junto a las de una gran ave, seguramente una casuaria, a juzgar por su tamaño. Se dirigían hacia el norte pero con tendencia a desviarse hacia el monte Sir Charles, que se halla hacia el este.

—¡Son las huellas del miserable brujo! —exclamó Diego furioso.

—Eso creo yo —dijo el doctor.

—¡Pues a la caza! ¡Adelante, Coco, y no te pares, que te tuerzo el cuello!

Niro azotó a las bestias con gran vigor, pero, si en aquel momento el marinero le hubiese visto la cara, habría descubierto una sonrisa irónica en sus labios.

17. LAS PRADERAS VENENOSAS

En los siguientes días, el dray avanzó con una rapidez prodigiosa y con breves paradas. Después de atravesar los ríos Harry y Burt, que nacen en los flancos de la cordillera Strangways y que se pierden entre las arenas después de un breve curso, alcanzaron el Wiksteed que, como los otros, no llevaba agua; atravesaron los montes Reynold por el valle del Woodford, afluente del río antes citado, rodearon el monte Stuart, inmenso cono aislado que se eleva cerca del paralelo 21 y, después de llegar a la cordillera Forster sin haber descubierto las huellas del hechicero, se dirigieron hacia el este atravesando el meridiano 134 entre los montes Mann y Gwine, con la idea de encontrarlas en esa dirección.

Después de un descanso de veinticuatro horas, reanudaron la marcha dirigiéndose hacia los montes Crawford, pues habían visto huir unas casuarias en aquella dirección, luego tomaron hacia el norte atravesando sucesivamente el Woodford, afluente por la derecha del río Taylor, el Wycliffe, que va a desembocar a un lago que encontraron seco, y el Sutherland, que se pierde en la gran llanura arenosa.

Una vez alcanzada la cordillera Asaburton, sin haber encontrado las huellas, se dirigieron hacia el oeste, hacia el lago Wood, a cuyas orillas llegaron veintidós días después de su partida de los montes Mac-Donnell, agotados y con el dray casi destrozado por la larguísima marcha de cuatrocientas millas.

El Wood es uno de los lagos más importantes del interior del continente australiano. No es muy grande, pues mide unos cuarenta kilómetros de ancho por cincuenta de largo, pero debe su importancia a sus aguas, que nunca desaparecen por completo, ni durante los terribles calores del verano, y a la vegetación de sus orillas.

Puede decirse que constituye un gran oasis en medio del vasto desierto pedregoso, que ocupa gran parte del continente.

En efecto, en sus orillas y también en las del río Fergusson, que desemboca en el lago, crecían gigantescos eucaliptos, bosques de magnolias y de mimosas, de rododendros, de árboles de la goma, cedros australes y se veían magníficas praderas salpicadas de flores de todas clases.

En medio de aquellos bosques y aquellas praderas corrían manadas de canguros, emúes, grupos de perros salvajes y, saltando por las ramas, numerosos macropus de pelo gris, bandadas de cacatúas, de palomas, y otras aves de patas cortas y pico muy largo.

—¡Ya era hora de que encontrásemos una región menos árida! —Exclamó Diego—. ¡Qué abundancia de vegetales y, sobre todo, qué cantidad de animales de pelo y pluma! Cardozo, hijo mío, te prometo unos asados exquisitos. ¡Al diablo con el hechicero! No me moveré de aquí hasta haber descansado una semana. ¡Doctor, ya no puedo más!

—Nos detendremos hasta que tú quieras, Diego —dijo el doctor—. Aquí empezaremos nuestras investigaciones para saber dónde se encuentra nuestro desgraciado compatriota.

—¿Espera encontrar sus huellas, doctor? —preguntó Cardozo.

—Sí, marinero. Si es cierto que ha estado aquí, encontraremos sus huellas. Sin duda alguna debió de detenerse en este lugar para reponerse de las privaciones sufridas en la travesía del desierto.

—Recorreremos las orillas del lazo cazando —dijo Diego.

—Esto es lo que pensaba proponeros, Diego. Es posible que alguna familia de australianos se halle acampada en estas orillas y podría proporcionarnos importantes noticias.

—Al primer negro que encuentre, lo agarro por las orejas y se lo traigo, doctor.

—Gracias, Diego. Pero primero nos fortificaremos en algún lugar donde no podamos ser sorprendidos. Derribaremos unos árboles y construiremos una trinchera alrededor del dray.

—Yo me encargo de eso, doctor —dijo Diego—. Entiendo de trincheras y Cardozo me ayudará. Si el brujo lanza contra nosotros alguna tribu, encontrará un hueso duro de roer. Mientras tanto, podemos aprovechar las tres o cuatro horas de luz que aún quedan para dar una batida por el bosque. Con toda la caza que veo por ahí podemos cargar un dray. ¿Qué dices, Cardozo?

—Estoy de acuerdo —respondió el muchacho—. Unas costillas de canguro no nos las quita nadie.

—Pues vamos.

Mientras los dos marineros, armados con sus carabinas, se alejaban hacia los bosques que rodeaban el gran lago, Niro desenganchó bueyes y caballos y los llevó a una pradera cubierta de flores rojas.

Cuando vio que pastaban tranquilamente, el australiano se apresuró a volver al dray para acondicionar el campamento nocturno y hacer provisión de leña seca. Parecía algo inquieto y cuando el doctor, ocupado en sus cálculos astronómicos y en poner en orden sus notas de viaje, no lo observaba, dirigía extrañas miradas hacia los animales, que

se dispersaban como si buscasen hierbas mejores.

¿Temía que se alejasen demasiado del campamento y se perdiesen por el bosque, o que cayesen bajo los agudos dientes de los perros salvajes? Era difícil decirlo.

Pocos minutos antes de la puesta del sol, Diego y Cardozo regresaron al campamento llevando un animal que habían matado cerca de la orilla del lago y del que ignoraban la especie a que pertenecía, pues nunca habían visto nada igual.

Era una especie de lagarto de dos metros de largo, provisto a cada lado del cuello de unas expansiones cutáneas en forma de capa. Lo habían sorprendido en las ramas de un árbol y lo habían derribado de dos disparos mientras se disponía a dejarse caer desplegando las expansiones cutáneas que le servían de paracaídas.

—¿Podría decimos, doctor, qué animal es éste? —Preguntó Diego—. Le aseguro que nunca había visto nada igual.

—Es un reptil bastante raro —dijo Álvaro, examinando con vivo interés el extraño lagarto—. Fue descubierto hace unos años y se le dio el nombre de clamidosaurio, pues sus descubridores compararon esta especie de velos con la clámide de los antiguos griegos. Sólo sé que vive en los árboles, pero ignoro si su carne es comestible.

—Aunque lo fuese, doctor, le aseguro que no la probaría. ¡Diablos! ¡Bistec de lagarto! Este plato se lo dejo muy a gusto a los compatriotas de Niro.

—¿Habéis descubierto algún indicio del paso de Herrera?

—Ninguno, doctor —respondió Cardozo—. Sólo hemos recorrido unos cuantos kilómetros, pero mañana haremos una exploración en toda regla.

—Cuento con vosotros, amigos.

De nuevo en el dray, Diego montó la primera guardia sentado junto al fuego, mientras sus compañeros se echaban sobre los colchones y Niro se acurrucaba junto a unos arbustos.

Por la noche, varias manadas de perros salvajes atravesaron la pradera en busca de presa, pero se mantuvieron alejados del campamento. A las tres de la madrugada, Cardozo, que había relevado a Diego, vio que un tropel de dingos se acercaba a la pradera de flores rojas, donde dormían los caballos y los bueyes.

Temiendo que aquellos audaces bandidos de cuatro patas amenazasen a los animales, se dirigió hacia aquel lugar, acompañado por Niro, que iba armado con un hacha y un revólver, y disparó dos veces su carabina.

Los perros huyeron asustados, pero poco después regresaron lanzando lúgubres aullidos. Cardozo advirtió que ni los caballos ni los bueyes daban señales de estar aterrorizados, mientras que otras veces, en las mismas circunstancias, no dejarían de mugir y de relinchar.

—Deben dormir muy profundamente —murmuró.

No hizo caso y volvió a disparar contra los perros, que se mostraban cada vez más atrevidos, hasta que acudieron también Diego y el doctor.

—Llevemos los animales al dray —dijo Diego—. Esos bichos hambrientos son capaces de devorarlos en unos segundos.

Se dirigió a los animales, que se hallaban tendidos por el prado, y dio una patada al primero que encontró, pero no dio señales de vida. Se dirigió a un buey e hizo lo mismo, pero sin ningún resultado.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó—. Son duros estos animales.

Agarró a un buey por los cuernos y trató de despertarlo. Fue inútil. Entonces una idea terrible le cruzó por la mente.

—¿Estarán muertos? —exclamó lanzando en derredor una mirada desconfiada—. ¡Doctor, Cardozo!

—¿Qué has visto? ¿Caza? —preguntó Cardozo.

—No. Temo que han matado a nuestros bueyes.

—¿Qué dices? —exclamó el doctor palideciendo.

—No se mueven.

Preso de gran inquietud, el doctor se acercó a los animales y los sacudió con fuerza, pero éstos no dieron señales de vida. Caballos y bueyes parecían muertos.

—¡Dios mío! —Exclamó, secándose el sudor frío que le mojaba la frente—. ¿Quién puede haberlos matado?

—Pero yo no veo ninguna herida, doctor —dijo Cardozo que había regresado con unas ramas encendidas.

—Entonces, han sido envenenados.

—¡Envenenados! —Exclamaron los dos marineros a un tiempo—. ¿Y por quién, doctor?

—Niro —dijo el doctor dirigiéndose al australiano—, ¿existen plantas venenosas en Australia? He oído decir algo.

—Lo ignoro, mi amo —respondió el salvaje mirando en otra dirección.

—¿Lo ignoras tú, que procedes del interior del continente y que te has pasado media vida en estos bosques y llanuras? —No lo sé, mi amo.

—¡Eh, Coco! —exclamó Diego, visiblemente enfurecido—. Me parece que tu voz tiembla. Mis sospechas aumentan y voy…

—Espera, Diego —dijo el doctor.

Tomó una rama encendida y se inclinó sobre la hierba, observando atentamente.

—¡Flores rojas! —exclamó—. ¿Son tal vez éstas las praderas venenosas? Burke y otros exploradores han hablado de praderas venenosas. Niro, ¿nunca habías visto estas hierbas?

—No, mi amo —respondió el australiano—. He traído el ganado aquí porque me parecía que el pasto era excelente, pero desconocía las propiedades de estas flores.

—Pues yo creo que lo sabías muy bien, Coco —exclamó Diego—. Aquí se está tramando una traición y tú no debes ser ajeno a ella.

—Miente, señor Diego —respondió el australiano apretando los dientes—. Lo juro por Barimai.

—Al diablo con tu Barimai. Te voy a colgar del árbol más alto de este bosque.

—Basta, Diego —dijo el doctor—. Dentro de poco sabremos qué pensar con certeza de este hombre, que, por cierto, no es el mismo de antes. Nada de palabras inútiles. Se trata de salir de esta situación, que se ha vuelto muy peligrosa.

—¿Duda de mí, mi amo? —preguntó el australiano.

—Sí, tu conducta no me parece muy clara.

—¿Qué quiere decir?

—Que ya no te entiendo.

—Entonces, ¿sospecha de mí?

—Sí.

—Entonces dejo el campamento. Mi presencia aquí es inútil, pues ya no hay bestias que conducir.

—¿Y a dónde pretendes ir?

—Vuelvo al sur.

—¿Tú solo? ¿Sin víveres?

—Los australianos no tienen necesidad de carros ni de animales ni de víveres, y…

Se detuvo de repente, y lanzó una rápida mirada a su alrededor.

En el bosque vecino se había oído un grito ronco, como el de una ave nocturna.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Diego, que había advertido el grito y el brusco movimiento del australiano.

—Nada —respondió Niro—. Me pareció haber oído el silbido de un boomerang.

—¿O una señal? —le preguntó Cardozo, saltándole encima y agarrándole fuertemente por los brazos.

—¿Qué señal? —preguntó el australiano, apretando los dientes.

—¡Qué sé yo!

—Se equivocan. No tengo amigos en estas soledades.

—¿Y el brujo? ¿Podrías decirnos por qué va delante de nosotros?

Al oír estas palabras, Niro tembló de rabia y lanzó una mirada furiosa a Diego.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Con que ya lo sabes…? Pues, ¡toma!

Con un movimiento brusco se liberó de las manos de Cardozo, dio un salto atrás, sacó rápidamente el revólver y disparó dos veces contra Diego; luego, antes de que los dos marineros y el doctor pudiesen despertar de su asombro, se lanzó al bosque más próximo, desapareciendo entre los gigantescos árboles.

18. LAS PRIMERAS HUELLAS DE HERRERA

Diego, milagrosamente ileso gracias a la precipitación del traidor, que había disparado al azar, y Cardozo, sin pensar en los peligros que podían correr en el bosque, se precipitaron tras las huellas del fugitivo.

Fue inútil que el doctor, que temía que cayesen en una emboscada, tratase de retenerlos. Los dos marineros, furiosos por el intento asesino de aquel miserable que se había traicionado finalmente con sus últimas palabras, se lanzaron por el bosque vecino, el uno con el puñal y el otro con la carabina, vomitando un torrente de imprecaciones dedicadas al traidor.

—Si lo alcanzo, lo hago pedazos —gritaba el maestro—. ¡Horrible mono! ¡Traidor! ¡Corre, Cardozo, que quiero atrapar a ese bribón de Coco!

—Mira también si ves al brujo. Nos convendría cazar a los dos.

—Sí, Cardozo, a los dos. ¡Brujo canalla! ¿Quieres vengarte de mi puñetazo? Pues si te cojo, te daré mil, diez mil…

—¡Silencio!

—¿Ves algo?

—No. Pero ya no oigo a Coco huir.

—Se habrá escondido detrás de algún árbol.

—Cuidado, que no descargue encima de nosotros las cuatro balas que le quedan en el revólver.

—Espera.

Se tendió, apoyando un oído en el suelo y escuchó atentamente.

—¿Nada? —preguntó Cardozo.

—Ya no se oye nada.

—Tal vez se haya escondido en algún lugar.

—Eso creo, Cardozo.

—O tal vez ha encontrado al brujo.

—Pero ¿tú le has visto?

—No, pero aquella señal…

—¿Era en realidad una señal…?

—Sí, Diego. Estoy seguro.

—¿Y si esos bribones intentan sorprender al doctor ahora que se ha quedado solo?

—Es muy posible, Diego. Volvamos antes de que el doctor corra algún peligro. Tal vez el brujo ha preparado una emboscada y ha reunido a todos los salvajes.

—Volvamos, muchacho —dijo Diego—. Con esta oscuridad será difícil encontrar a Coco. Lo buscaremos otro rato.

La prudencia aconsejaba la retirada. El bosque podía ocultar una emboscada preparada por el brujo y en cualquier momento podían caer sobre el dray hordas de salvajes. Si Niro había esperado a aquella noche para inmovilizar el carro envenenando a los animales y para dar aquel golpe que por poco le costó la vida al valiente Diego, debía de tener sus razones.

Los dos marineros salieron silenciosamente del bosque y alcanzaron la pradera. Ya podían respirar, pues enseguida vieron al doctor de pie junto al fuego y empuñando la carabina.

—Empezaba a temer por él —dijo Diego—. Apresurémonos, Cardozo.

Llegaron corriendo junto al doctor, que estaba muy inquieto.

—¿Ha visto a alguien? —preguntó Diego.

—No —respondió Álvaro—. Y vosotros, ¿habéis dado con Niro?

—No, el bribón ha desaparecido, pero lo encontraremos, doctor, le juro que lo encontraremos —respondió Diego, plenamente convencido de lo que decía.

—¿Cuáles cree que eran las intenciones de Coco, doctor? —preguntó Cardozo.

—Ya lo entiendo todo, amigos —dijo Álvaro—. Niro se ha puesto de acuerdo con el brujo para robarnos. En realidad, desprecia nuestros víveres y nuestros licores, pero arde en deseos de apoderarse de nuestras armas, con las cuales piensa ser invencible. Con el trato con los blancos este salvaje se ha hecho ambicioso. Es posible que sueñe en convertirse en jefe de su tribu y conquistar las regiones vecinas con el poder de nuestras armas. Sí, amigos, ahora lo entiendo todo. Fue él quien nos mandó las tribus del monte Bagot, él quien intentó robarnos el obturador de la ametralladora para privarnos de nuestra mejor defensa, y él quien ha hecho hacer al brujo la señal de guerra en los árboles para que se reuniese la tribu. Luego nos ha hecho venir aquí para inmovilizarnos envenenando a nuestras bestias, y aquí será donde nos presentará batalla.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego dándose una fuerte palmada en la cabeza—. Y pensar que le he dejado escapar sin haberle podido retorcer su cuello de mono… ¿Quién nos había de decir que ese papagayo chillón nos había de engañar de esta manera…? Pero, no te preocupes, Coco, nuestra piel es más dura de lo que crees y siempre me quedará una bala para ti.

—Pero veamos, doctor —dijo Cardozo—, ¿de dónde ha salido ese Niro?

—Del interior del continente. Al igual que muchos de sus compatriotas abandonó su tribu para dirigirse a las ricas ciudades del sur y se estableció en Melbourne. Tomó parte en la expedición del desgraciado Burke junto con el comandante Wright y no dio ningún motivo de queja.

—¿Y usted cree que ha tramado un plan infernal contra nosotros?

—Los hechos así lo demuestran.

—¿Se encuentra su tribu cerca de este lago?

—Eso creo, Cardozo. El brujo debe de haber comunicado nuestra presencia a los compatriotas de Niro, les habrá dicho que llevamos licores y gran cantidad de víveres, y dentro de poco los tendremos aquí.

—Estaremos preparados para recibirlos —dijo Diego.

—¿Qué le parece si abandonásemos el dray, que ya no tiene ningún valor, y prosiguiésemos el camino? —preguntó Cardozo.

—¿Y cómo encontraremos las huellas de Herrera? —Preguntó el doctor—. Yo no dejo este lago hasta haber tenido alguna noticia de su paso y de la dirección que tomó.

—Tiene razón, doctor —respondió Cardozo—. Entonces, fortifiquemos el campo y después vendrán las investigaciones.

—Al trabajo —dijo Diego—. Antes del mediodía nuestro campamento será inexpugnable.

Sin perder tiempo, los tres se pusieron a trabajar febrilmente, pues temían ser atacados en cualquier momento. El dray ofrecía una buena defensa contra las lanzas y los boomerangs de los salvajes, pero como era bajo, no se podía impedir que lo escalasen; era preciso hacerlo inexpugnable, defenderlo por todos sus lados con una empalizada alta y sólida. Diego, que entendía en barricadas y trincheras, proveyó de hachas a sus compañeros y se dirigió al bosque, donde eligió una veintena de árboles jóvenes pero de tallo grueso y resistente.

—A cortar —dijo—. Éstos bastarán para nuestra trinchera.

Los tres se pusieron a derribar árboles, manejando las hachas con fuerza sobrehumana. En dos horas los tuvieron en tierra y les cortaron las ramas.

Una vez terminado lo primero y más difícil del trabajo, llevaron los palos al campamento, los cortaron por la mitad y empezaron a plantarlos alrededor del dray, después de haber practicado profundos agujeros.

Como los australianos no tenían armas de fuego, no era necesario que uniesen cuidadosamente las junturas de las tablas, se limitaron a clavar grandes ramas de trecho en trecho para impedir la entrada de las lanzas.

A las dos de la tarde el baluarte estaba terminado. El dray había quedado totalmente rodeado por una sólida empalizada de cuatro metros de altura, difícil de escalar y fácil de defender.

Delante del carro dejaron una amplia abertura, donde colocaron la ametralladora, la cual podía abarcar fácilmente el terreno de los atacantes, por muchos que fuesen. Pero Diego creyó que también sería conveniente abrir de trecho en trecho algunas rendijas para poder disparar en todas direcciones, y construir una especie de observatorio en el tronco más alto para que la guardia nocturna pudiese descubrir con tiempo la proximidad del enemigo.

—El bribón de Coco quedará muy sorprendido cuando vea este fortín —dijo Diego—. Ahora, doctor, si no le parece mal, Cardozo y yo nos llegaremos hasta la orilla del lago y empezaremos las investigaciones. A la primera señal de peligro, haga un disparo y acudiremos enseguida.

—Sois incansables, amigos míos.

—¡Bah! Estamos acostumbrados, doctor.

—Haced lo que queráis, pero sed prudentes y no os alejéis demasiado.

—Se lo prometemos.

Los dos marineros tomaron sus fusiles, se proveyeron además de un revólver y un hacha cada uno, llenaron sus bolsillos de cartuchos y partieron; mientras, el doctor subía al observatorio a fumar un cigarro sin separarse de su carabina.

Después que hubieron atravesado el bosque, los dos osados marineros se dirigieron hacia el lago y se detuvieron en sus orillas, levantando con su presencia grandes bandadas de bernicle jubate, aves acuáticas del tamaño de las palomas, de aspecto desagradable.

El lago aparecía desierto hasta donde alcanzaba la mirada. Sólo de vez en cuando se divisaban extensos grupos de cañas sobre las que revoloteaban grandes bandadas de aves acuáticas. Diego y Cardozo miraron atentamente por las orillas con la esperanza de descubrir alguna choza o algún fuego, pero fue en vano.

Parecía como si aquellos lugares no hubiesen estado nunca habitados por seres humanos.

—Si aquí acampase alguna tribu, veríamos humo por alguna parte —dijo Cardozo—. Creo que Coco se ha alejado.

—¡Hum! No lo creo, Cardozo —dijo Diego moviendo la cabeza—. Tal vez Coco nos esté espiando y más vale que tengamos bien abiertos los ojos si no queremos recibir un tiro por la espalda.

—¿A dónde vamos, marinero?

—Seguiremos la ribera. Si nuestro científico acampó aquí, encontraremos sus huellas.

—Y cazaremos alguna pieza para la cena, marinero. Aquí los canguros deben ser numerosos, lo mismo que los avestruces.

Se colocaron los fusiles bajo el brazo para tenerlos más al alcance de la mano y se encaminaron hacia el norte. Habían recorrido cerca de dos kilómetros sin encontrar nada, cuando Cardozo se inclinó bruscamente y recogió un objeto.

—¿Qué has encontrado? —preguntó Diego acercándose.

—Un objeto precioso, marinero —respondió el joven visiblemente emocionado.

—¿Una bolsa de oro, tal vez?

—No, un tornillo de hierro.

—¡Un tornillo aquí! ¡En un país salvaje!

—Mira.

Diego cogió el objeto. Era efectivamente un tornillo de hierro cubierto de orín.

—Debe pertenecer a la rueda de un dray —dijo—. ¡Quién sabe si de Herrera!

—Eso creo yo, Diego.

—Mira, ¿qué es eso que se ve entre esas hierbas?

—Una caja rota —respondió Cardozo precipitándose sobre el objeto.

—Y esto es la correa de una cartera —dijo Diego recogiendo un tercer objeto que parecía de gran importancia.

—Esto quiere decir que nuestro compatriota ha pasado por aquí —dijo Cardozo.

—¿Tiene algún nombre la caja?

—Ninguno, Diego. ¿Y la correa?

—Espera, aquí hay una palabra casi borrada…

Frotó vigorosamente la correa primero con la palma de la mano y luego con un poco de arena y aparecieron unas letras.

—B. Weddington-Sidney —leyó.

—Será la marca del fabricante —dijo Cardozo.

—Es lo que yo creo. El doctor nos dirá si Herrera partió de Sidney o de alguna otra ciudad de la costa. Guardemos esta correa y continuemos la exploración.

Reanudaron la marcha siguiendo la orilla del lago. Tenían los oídos atentos y los ojos bien abiertos, pues desconfiaban de Coco, que podía hallarse por aquellos lugares y tenderles una emboscada. Cuando llegaron al extremo de un pequeño prado, se detuvieron lanzando un grito de sorpresa y horror.

Dos grandes drays, sin ruedas, rotos y con las tablas astilladas y los hierros retorcidos yacían esparcidos, y alrededor gran número de esqueletos humanos, cajas y barriles rotos, botellas rotas, pedazos de vestidos y otros muchos objetos.

Una docena de halcones que revoloteaban por encima de los lúgubres despojos se alejaron lanzando chillidos agudos.

—Parece que aquí ha habido un combate encarnizado —exclamó Cardozo.

—Y que los defensores del dray han sido vencidos por el mayor número de los asaltantes —dijo Diego.

—Tal vez estos carros sean los de Herrera.

—Pronto lo sabremos, Cardozo —dijo Diego.

Avanzaron por entre los esqueletos y objetos, y se acercaron a los carros.

Se veía que las dos fortalezas habían sufrido un ataque terrible, pues sus maderos estaban poblados de puntas de lanzas y acribilladas de hachazos.

Miraron por arriba y por abajo esperando hallar algún nombre que revelase la procedencia de los viajeros en los drays, pero sin ningún resultado. Examinaron los objetos dispersos por el suelo, pero sólo pudieron leer un nombre impreso en un barril: Sidney.

—¿Quiénes serían los propietarios de estos carros? —preguntó Diego, pensativo—. ¿Y qué suerte sufrieron?

—¡Mira, marinero! —Exclamó en aquel momento Cardozo—. ¡Por allí huye nuestra cena!

19. PRISIONEROS EN EL TRONCO DE UN ÁRBOL

Un animal de piel grisácea, semejante al canguro pero mucho más pequeño de estatura, había atravesado la pequeña llanura saltando sobre sus patas desiguales como movido por un resorte de muelles, se había encaramado por el tronco de un árbol y con la velocidad del rayo había desaparecido entre un grupo de hojas antes de que Cardozo tuviese tiempo de apuntar con el fusil.

—¡Diablo! —Exclamó Diego—. ¡Un canguro que trepa por los árboles!

—Es una sariga —dijo Cardozo.

—Parecía un canguro.

—Pertenece a la misma familia.

—¿Es comestible?

—Dicen que de sabor excelente.

—Entonces es para nosotros. Pero ¿dónde se ha escondido, que no la veo?

—Estará en su madriguera.

—Pero ahora mismo estaba entre las hojas de ese árbol y parece que haya desaparecido como por encanto.

—Dicen que se esconden en el interior de los árboles.

—Entonces, ese eucalipto debe de estar hueco.

—Eso es, marinero.

—Vayamos a ver, Cardozo.

Se acercaron al árbol y lo observaron con curiosidad. Pertenecía a la familia de los eucaliptos, pero parecía muy viejo y casi moribundo. Su tronco era tan grueso que diez hombres no podrían abrazarlo. Seguramente la parte superior había sido dañada por algún rayo o por alguna enfermedad. Diego lo golpeó con el hacha y comprobó que estaba hueco.

—La sariga ha encontrado una madriguera muy escondida y muy cómoda —dijo—, pero la obligaremos a salir junto con toda su familia.

—¿Cómo? —Preguntó Cardozo—. Si piensas cortar el árbol, pierdes el tiempo, pues aunque la corteza superficial es débil, la interior es tan dura que desafía a cualquier hacha,

—Nos subiremos al árbol y la haremos salir echándole teas encendidas.

—¡Subir al árbol! Harían falta tentáculos de pulpo gigante para abarcar ese tronco.

—Imitaremos la maniobra de los australianos.

—No, Diego. Ya tengo escalera. Mira ese bejuco.

—Es una marra —dijo Diego—, y no cederá bajo nuestro peso.

Cardozo se agarró al bejuco, tiró con fuerza, y viendo que no cedía, empezó a subir con la agilidad de un gato hasta la cima del eucalipto; Diego lo siguió, aunque no tan ágilmente, y una vez arriba se sentaron a horcajadas sobre dos gruesas ramas.

Ante ellos había una abertura negra, una especie de pozo que se abría en el tronco del árbol.

—Está hueco —dijo Diego, inclinándose sobre la abertura—. Pero ¿dónde están las sarigas?

—¡Míralas! —dijo Cardozo, que también se había inclinado—. Hay seis, siete, ocho, toda una familia.

—Cuarenta kilos de carne fresca. ¡Buena caza, muchacho! Dispara.

Cardozo se descolgó el arma de la espalda, mientras Diego empuñaba el hacha. Y disparó en el interior del enorme árbol, pero no pudo ver el efecto de la descarga. Ya fuese porque el cartucho tenía demasiada carga o porque el fusil estaba estropeado, el caso es que recibió un golpe tan fuerte en el hombro que perdió el equilibrio.

Intentó asirse a la rama con la mano izquierda, pero no llegó a tiempo y se precipitó en el pozo de madera lanzando un grito. Rápido como una centella, Diego le asió la pierna, pero no resistió el peso, y los dos marineros fueron a parar al interior del árbol, aplastando en su caída a tres o cuatro animales.

—¡Rayos! —exclamó Diego alzándose rápidamente—. Tengo la nariz hecha polvo.

—Pues yo debo de haberme roto las costillas, o poco menos —respondió Cardozo.

—¡Sólo nos faltaba esto!

—¡Mira las sarigas!

—¡Al diablo con las sarigas! ¡Ya tengo bastante conmigo!

Los animales, asustados por la caída de aquellas dos masas, huyeron a toda velocidad trepando por la corteza interior del árbol. En dos segundos habían desaparecido.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. Por poco me rompo la crisma. ¿Cómo estás tú, muchacho?

—Estoy molido, pero creo que no me he roto ningún hueso —respondió Cardozo riendo—. ¿Sabes que esto es muy cómico, marinero?

—Mientras no se vuelva muy serio…

—¿Temes haberte roto la nariz?

—La nariz no es problema.

—¿Entonces?

—Me pregunto cómo nos las arreglaremos para salir de este pozo; sus paredes son tan lisas que ni con uñas de gato. ¡Malditas sarigas!

—Ha sido culpa del fusil, Diego. Me ha dado un golpe como para derribar a un granadero.

—El asado nos está resultando caro. Intentemos salir.

—Me parece que va a ser bastante difícil.

—Afortunadamente conservo el hacha.

—Rebotará en las duras fibras de este árbol.

—Si pudiésemos subir…

—Aunque me subiese sobre tus hombros no alcanzaría al borde del árbol. Al menos hay ocho metros de altura, y entre los dos medimos tres y medio.

—La cosa es grave —murmuró Diego algo inquieto—. Y el doctor se ha quedado solo.

—Y empieza a anochecer —dijo Cardozo.

—Probemos.

Diego empuñó con fuerza el hacha y dio unos golpes contra el tronco, pero el acero rebotaba como sobre un pedazo de hierro. Las fibras oponían una resistencia formidable.

—¡Henos aquí en un grave aprieto! —exclamó Diego secándose el sudor, más frío que caliente, que le resbalaba por la frente.

—Tengo una idea, marinero.

—Habla, muchacho.

—¿A qué distancia debe estar el doctor?

—A tres o cuatro millas.

—Hagamos fuego a intervalos de un minuto. Al oír estos disparos regulares comprenderá que estamos en algún peligro y acaso acuda en nuestra ayuda.

—Probemos.

Cardozo cargó la carabina e hizo fuego; un minuto después Diego hacía lo mismo, y luego Cardozo, y luego Diego, y así hasta seis disparos. Aguardaron un cuarto de hora, aguzando el oído, pero no oyeron absolutamente nada. Su inquietud ya no tenía límites, un miedo vago empezó a apoderarse de ellos.

—¿Lo habrán matado? —preguntó Diego, que se había quedado pálido—. Es imposible que no haya oído nuestros disparos y que no haya comprendido que esos tiros tan regulares indicaban algo especial.

—¿Y si el viento sopla del sur? —Dijo Cardozo—. En este caso nuestras detonaciones no pueden llegar hasta el campamento.

—No sé qué pensar, hijo mío. Empiezo a tener miedo. ¡Menuda imprudencia la nuestra! Y tal vez, mientras estamos aquí, el doctor va a ser atacado… ¿Qué pensará de nosotros…? Creerá que hemos caído en alguna emboscada… Y no hay manera de advertirle de nuestra situación. ¡Ah, Coco! Si te atrapo, ¡prepárate…!

—No hay que desesperar, marinero —dijo Cardozo, que también empezaba a temer una desgracia—. Esperemos a que se haga de noche. Entonces volveremos a disparar. En este rato el viento puede cambiar de dirección y además, por la noche el sonido se propaga mejor.

—Esperémoslo, hijo mío, pero no te oculto que mi ansiedad crece por momentos.

Se tendieron en el tronco desigual del árbol gigante y esperaron a que avanzase la noche para repetir las señales.

El sol se había puesto hacía unos minutos y las tinieblas caían con rapidez, espesándose en el hueco del árbol.

Por el orificio de aquella especie de pozo sólo se vislumbraba un pedazo de cielo oscuro punteado por unas cuantas estrellas.

Afuera el silencio era absoluto. Los pájaros del bosque, dormidos en sus nidos, ya no cantaban; el murmullo de los insectos había cesado; sólo se oía de vez en cuando el lastimero aullido de algún dingo en busca de presa.

Era inútil que los dos marineros aguzasen los oídos con la esperanza de oír una detonación lejana, un grito, una llamada. A cada aullido de los dingos se estremecían con la falsa impresión de que se trataba de un grito humano; a cada restallido del buftalmo y a cada tintineo del pájaro-campana creían oír los ruidos de un paso o un tiroteo lejano, pero enseguida se daban cuenta de su engaño.

Entonces les asaltaban tristes pensamientos y se veían condenados a morir en el fondo de aquel tronco de árbol, sin salida posible.

Hacia la medianoche les pareció oír unos pasos humanos en las proximidades del árbol.

—¿Has oído, Cardozo? —preguntó Diego.

—Sí —respondió el marinero con voz alterada—. Alguien anda cerca de nosotros.

—Tal vez sea el australiano.

—O el doctor, que nos busca.

—Habría anunciado su presencia con algún disparo.

—Tienes razón, Diego.

—Escucha.

Aplicaron los oídos contra el tronco del árbol y oyeron perfectamente unos pasos que se acercaban.

—Alguien camina cerca de aquí —dijo Cardozo.

—Llamemos.

—¿Y si son los australianos?

—Mejor dejarse coger que quedarse para siempre aquí; además, ¿no tenemos nuestros fusiles y revólveres?

—Es cierto.

Diego se acercó cuanto pudo hacia el orificio del pozo y gritó:

—¡Eh! ¡Socorro!

El ruido de pasos cesó enseguida, pero poco después los dos marineros oyeron un ligero golpe dado contra la corteza exterior del árbol, y luego otro, y hasta cinco.

—Es un australiano —dijo Cardozo.

—Sí —respondió Diego—. Está subiendo por el tronco.

—Prepara el fusil.

Oyeron que las hojas de lo alto se movían y, a la pálida luz de los astros, pudieron distinguir una forma redonda y negra que semejaba una cabeza humana.

—¿Quién eres? —preguntó Diego.

Al oír aquella voz que subía del interior del tronco, la sombra en forma de cabeza se retiró, lanzando un grito.

—Nos habrá tomado por genios malos —dijo Cardozo.

—Me parece que alguien habla ahí afuera.

En efecto, se oía un murmullo muy ligero que subía y bajaba. Poco después se oyeron otros golpes que parecían producidos por un cuerpo pesado, tal vez un hacha de piedra, y en el borde del orificio aparecieron dos cabezas, y luego una tercera.

—Bajad —dijo Diego—. Somos hombres como vosotros.

En vez de descender, los australianos desaparecieron. Cardozo disparó un tiro de revólver, pero obtuvo el efecto contrario, pues se oyeron gritos que parecían de terror y un rumor de pasos apresurados que se perdió en la distancia.

—¡Estúpidos! —exclamó Diego.

—Se han asustado —dijo Cardozo—. Tal vez esos salvajes no conozcan las armas de fuego y he hecho mal en disparar.

—No hubiesen bajado de ningún modo.

—¿Crees que volverán?

—Tal vez mañana, cuando salga el sol, vendrán a ver de qué se trata.

—¡Silencio!

—¿Vienen otra vez?

—¡Escucha, Diego! —exclamó Cardozo apretándole con fuerza el brazo.

En lontananza se oían gritos espantosos, aullidos diabólicos y vociferaciones de furor.

—¡Los salvajes! —exclamó Diego.

—Son gritos de guerra, Diego —dijo Cardozo.

—Tal vez estén atacando el campamento.

—Temo por el doctor, Diego.

En aquel momento se oyó una serie de detonaciones que crecían en intensidad, y que convirtieron aquellos gritos de guerra en gritos de furor y de dolor.

Diego lanzó un verdadero rugido.

—¡La ametralladora! —exclamó.

20. UNA NOCHE TERRIBLE

Ambos marineros se habían puesto en pie llenos de una angustia indescriptible, con los ojos extraviados y bañados de un sudor frío.

No había duda alguna; aquellos gritos feroces y aquellas detonaciones que continuaban resonando en las tinieblas con regularidad matemática, indicaban que los australianos atacaban el campamento y que el doctor había iniciado la defensa poniendo en marcha la ametralladora. ¿Cuál sería el resultado de aquella lucha? ¿Conseguiría la terrible arma rechazar las hordas asaltantes o sucumbiría el doctor bajo el aplastante número de los enemigos?

Al oír aquellas detonaciones continuadas, Diego y Cardozo se lanzaron como locos contra las paredes de su prisión, intentando trepar por sus fibras tenaces y lisas. Pero todos sus esfuerzos resultaron estériles. En vano trataban de herir el árbol a hachazos; en vano se subía el uno sobre las espaldas del otro con la esperanza de hallar alguna hendidura; en vano echaron una cuerda esperando que se enredase en alguna rama.

—¡Estamos perdidos! —gritó Diego.

—Todo se ha conjurado contra nosotros —dijo Cardozo con voz afligida, retorciéndose las manos desesperadamente.

—Acaso en este momento esos miserables lo están asesinando.

Presa de un furor imposible de describir, los dos marineros no cesaban de dar vueltas en su estrecha prisión como tigres enjaulados.

Mientras tanto, en lontananza, los gritos de los australianos eran cada vez más agudos, cada vez más terribles, y la ametralladora sonaba con furia creciente.

De pronto las detonaciones cesaron. Por unos minutos se oyeron todavía los gritos victoriosos de los asaltantes, los cuales posiblemente habían conseguido apoderarse del dray. Y luego no se oyó nada más.

—¡Todo acabó! —Rugió Diego tirándose de los cabellos—. ¡Y nosotros aquí!

—Los salvajes han vencido.

—Y tal vez lo han matado.

—O hecho prisionero.

—Peor que peor.

—No, Diego, si no lo han matado, nosotros lo salvaremos.

—¿Nosotros? ¿Y quién nos sacará de esta prisión? ¡Ah Cardozo, no espero salir con vida!

—Saldremos, Diego.

—¿Pero cómo? Hemos intentado todos los medios, y ha resultado inútil.

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué se te ocurre?

—Tal vez podamos romper esta pared.

—¿Te has vuelto loco, hijo mío?

—No, marinero.

—¡Habla, habla o me vuelvo loco!

—Pero nos expondremos a un grave peligro.

—Estoy dispuesto a exponerme a lo que sea con tal de no morir de hambre o de sed aquí dentro.

—Haremos una mina.

—¿Una mina? ¿Dónde? ¿Y la pólvora?

—¿Acaso no tenemos las cartucheras y los bolsillos llenos de municiones?

—Soy estúpido, Cardozo, no había pensado en eso.

—Haremos un agujero en el tronco, meteremos la pólvora dentro y la haremos estallar.

—¿Y dónde nos meteremos nosotros? Saltaremos junto con el árbol.

—Haremos pequeñas minas que colocaremos lo más alto posible mientras nosotros nos acurrucaremos, cubriéndonos con las sarigas muertas.

—Bien pensado, muchacho. Súbete por mis hombros, toma mi cuchillo e intenta abrir un agujero lo más profundo que puedas. Será un trabajo difícil pues esta madera es casi tan dura como el hierro, pero con un poco de paciencia lo conseguirás.

Cardozo estaba dispuesto a encaramarse sobre los hombros de Diego, cuando se oyeron voces humanas.

—¡Los australianos! —murmuró Diego, mientras en sus ojos brillaba un relámpago de ira.

—Sí —respondió Cardozo— y tal vez se preparan para atacarnos.

—¡Mejor! ¡Tengo unos deseos locos de matar!

—Los mataremos, marinero. ¡Ahora lo entiendo! Seguro que son los mismos de antes, que han ido en busca de ayuda. Pues bien, monos horribles, os desafío a que bajéis.

—Nos asediarán, Cardozo.

—Y nosotros les daremos batalla.

—¡Silencio…! ¿Oyes…?

Resonaron golpes en la parte exterior del árbol y cuchicheos en voz baja. Seguramente eran hombres que subían.

Los dos marineros se apoyaron en las paredes de su prisión, el uno frente al otro, empuñando los fusiles y con los ojos fijos en el orificio. Poco después apareció una cabeza y dejó caer en el interior una rama de banksia encendida. Al ver a los dos marineros, lanzó un grito de triunfo, grito que enseguida se transformó en un aullido de dolor.

Cardozo, rápido como el rayo, se había echado el fusil a la cara y le había enviado una bala. El salvaje desapareció y se oyó la caída de su cuerpo en tierra. Se oyeron entonces gritos espantosos que crecían en intensidad.

—Tenemos que vérnoslas con toda una tribu —dijo Diego—. Por suerte las balas abundan y tenemos para todos.

Sobre la boca de la prisión apareció otra cabeza y un brazo dejó caer un objeto que se hundió profundamente en tierra. Sonó un nuevo disparo y el segundo asaltante cayó en tierra lanzando un terrible aullido.

—¡Van dos! —Dijo Cardozo—. ¡A quién le toca ahora!

—¡Bravo! —Exclamó Diego con su voz de trueno—. ¡Duro con los monos!

Pero parecía que los salvajes tenían bastante con aquellos disparos, pues ninguna cabeza volvió a aparecer sobre el árbol, con gran disgusto de Diego, que esperaba poner fuera de combate a todos los sitiadores.

Algo debían estar haciendo los australianos, pues se les oía hablar animadamente. Seguramente estaban deliberando sobre la manera más adecuada de apoderarse de los dos esforzados defensores.

Pareció que había prevalecido la opinión de derribar el árbol, pues sonaron unos golpes terribles en la corteza externa. Las hachas de piedra trabajaban con furia, pero debían estrellarse contra las fibras interiores, resistentes a las hachas de acero.

—¡Buena diversión! —gritó Diego.

La tormenta de golpes continuó durante media hora, y luego cesó. Los australianos debían de haber quedado convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos.

Pero poco después, un objeto largo y rígido entró por la abertura del árbol y fue a caer delante mismo de Cardozo, Era una lanza de punta de piedra bastante aguda. Luego cayó otra, y otra, y otra.

—¡Demonio! —exclamó Diego, que saltaba de un lado para otro para no dejarse alcanzar—. ¿Qué clase de bombardeo es éste? Por suerte podemos ver las lanzas y esquivarlas a tiempo. Si no se os ocurre nada mejor, os aseguro que estáis perdiendo el tiempo y vuestro arsenal.

Durante diez minutos continuó aquella lluvia peligrosa, pero sin ningún resultado, pues los dos marineros, qué estaban atentos, iban esquivando los golpes. Luego, posiblemente por falta de lanzas, cesó el bombardeo.

—Veamos ahora con qué proyectiles nos vienen —dijo Diego.

—Me parece que alguien sube —dijo Cardozo.

—Peor para él. Seguramente creen que nos han matado.

—¿Escuchas?

—Sí, alguien sube. ¿Estás preparado?

—En cuanto lo vea lo tumbo como a un papagayo.

En el borde del orificio apareció una cabeza, que se inclinó mirando hacia el interior del árbol. Confiando en el silencio que reinaba en la oscura cavidad, el salvaje se dejó ver un poco más.

Sonó un disparo.

Alcanzado por la bala infalible de Cardozo, el negro cayó hacia adelante y fue a dar encima de Diego.

—¡Rayos! —exclamó éste—. ¿Hasta los muertos quieren aplastamos?

—¿Estás herido? —preguntó Cardozo.

—No, pero si no fuese porque tengo las espaldas fuertes este mono me habría roto la clavícula.

—¿Está muerto?

—No se mueve; le he clavado una bala en el cerebro. ¿Qué es eso?

—Son piedras —dijo Cardozo.

—¿Nos quieren lapidar ahora?

—No, ya no caen más.

—¿Qué estarán tramando esos micos?

—Nada bueno para nosotros.

—Si pudiese echar una mirada afuera…

—¡Calla!

—¿Qué ocurre?

—Me parece que se oye un ruido extraño.

—Pues yo creo que hay humo.

—¡Diantre!

—Van a tostarnos, marinero.

—¡Y sin poder salir! Si el árbol está seco nos asarán en pocos momentos.

—Pero no, el árbol está vivo y es enorme. No arderá fácilmente.

—Hay que actuar con rapidez, Cardozo.

—¿Qué quieres hacer?

—Poner en práctica tu plan. Toma mi cuchillo y súbete sobre mis hombros.

El joven marinero no se lo hizo repetir. Se encaramó sobre los hombros de Diego, empuñó el cuchillo con mano segura y empezó su trabajo. La madera era dura, pero la punta del arma era aguda y de buen temple. Con un poco de paciencia se podía hacer un agujero.

El peligro aumentaba. Se oía el crepitar de la corteza bajo las llamas; en lo alto, se alzaban nubes de humo y en el interior de la oscura prisión la temperatura se elevaba rápidamente.

Cardozo trabajaba con rabia. En un cuarto de hora había practicado un pequeño agujero de seis centímetros de profundidad y siete u ocho de circunferencia.

—Ya habrá bastante —dijo.

Tomó un cartucho, vació la bala y echó la pólvora en el agujero. Repitió la operación seis veces amontonando la peligrosa materia en aquella especie de nicho.

—¿Y la mecha? —preguntó.

—¡Rayos! —Exclamó Diego—. Vaya aprieto.

—No, espera. Tengo un pedazo de diario en el bolsillo que puede servimos.

—Bravo, muchacho. Primero pon unos cartuchos de revólver en medio de la pólvora: ayudarán a ensanchar el agujero; luego tapa la mina con un pedazo de lanza, dejando solamente un poco de espacio para la mecha.

Cardozo obedeció.

—¡A tierra! —dijo.

—¡Cubrámonos! —añadió Diego.

Se acurrucaron en el ángulo más lejano, colocaron encima el cadáver del australiano y los de las sarigas y aguardaron la explosión con gran ansiedad.

En lo alto, el papel ardía lentamente y los granos de pólvora empezaban a incendiarse. Diego y Cardozo, acurrucados bajo los cadáveres, no respiraban.

De pronto, una espantosa detonación resonó en lo alto y el árbol entero tembló como si fuese a desplomarse. Una densa nube de humo y un olor acre de pólvora llenaron la oscura prisión.

Afuera se oyeron gritos agudos de desesperación, luego una carrera precipitada y finalmente los gritos que se perdían en lontananza.

Diego y Cardozo no habían sufrido ningún daño.

—¡En pie! —gritó Diego.

Se levantó y miró hacia arriba. Las cargas de pólvora habían conseguido un auténtico milagro; las fibras de eucalipto, rotas por la violencia de la explosión, pendían acá y allá, y en el tronco se había abierto un agujero de treinta centímetros.

—¡Bravo! —Exclamó Diego—. Sube sobre mis hombros, Cardozo, y echa un vistazo afuera, pero cuidado con las lanzas y ten preparado el revólver.

En un instante el marinero subió sobre su compañero y se asomó a la abertura. Del suelo se alzaban reflejos rojizos y un humo denso, clara señal de que el árbol había empezado a arder, pero no se veía a nadie.

—¿Se habrán asustado? —se preguntó.

—¿Quiénes? —preguntó Diego.

—Los australianos. Ya no están.

—¿Estás seguro?

—Te digo que no veo a nadie.

—¿Puedes pasar?

—Soy demasiado grueso, pero puedo subir hasta la parte superior del árbol.

—Ni que fueses un mono.

—Déjame hacer.

Asiéndose fuertemente a los bordes de la abertura, el joven se dio un impulso y consiguió introducir un pie.

—Cuidado que no te aplaste, Diego —dijo—. Si fallo el golpe caeré encima tuyo.

Se incorporó bruscamente, apoyando ambos pies en el agujero, y dio un gran salto. Sus manos abiertas se agarraron al borde superior del árbol. Un mono no lo habría hecho mejor.

—¡Bravo, Cardozo! —exclamó Diego, maravillado.

—Estamos salvados, Diego —respondió el joven con voz sofocada.

Se izó sobre el árbol y echó una mirada a su alrededor.

—¿Ves a alguien? —preguntó Diego con gran ansiedad.

—Ni una mosca. Los australianos han desaparecido.

—¿Se quema el árbol? Aquí hace un calor sofocante.

—Una hora más y no lo contábamos.

—¿Y cómo me las arreglaré yo para salir?

—Con el bejuco que nos ha servido para subir en busca de la sariga.

Cardozo arrancó el bejuco y lo echó dentro del árbol.

—Coge una sariga, Diego. Nos servirá de comida.

—Excelente idea.

Diego se ató a la cintura la más gruesa, se agarró al bejuco y subió rápidamente.

—¡Uf! —exclamó, respirando a sus anchas—. ¡Ya era hora! Después, su rostro se turbó de ira, sus ojos se inflamaron y cerrando los puños, dijo:

—¡Ahora nos veremos, Coco!

21. LA DESAPARICIÓN DEL DOCTOR

Amanecía. Hacia oriente una luz indecisa empezaba a alzarse, haciendo palidecer a los astros y disolviendo las tinieblas. El pájaro-campana y el buftalmo empezaban a dormirse, mientras las cacatúas, los papagayos y las espléndidas aves liras se despertaban, y los halcones se cernían en lo alto describiendo círculos concéntricos.

Después de haberse asegurado de que en los alrededores no había ningún australiano y de haber cargado las carabinas y los revólveres, se dejaron deslizar por el bejuco hasta tocar en tierra.

—No se oye nada —dijo Cardozo—. Esos miserables han desaparecido.

—Mejor para nosotros —respondió Diego.

—¿Y adónde vamos, ahora?

—Al campamento. Hay que comprobar lo que ha ocurrido durante nuestra ausencia.

—Sólo encontraremos los restos del carro.

—Pero veremos las huellas de los atacantes y las seguiremos, aunque tuviésemos que atravesar todo el continente.

—¡En marcha, marinero! Estoy dispuesto a todo.

Temerosos de ser descubiertos, avanzaron por el bosque vecino con la mayor cautela. A cada momento se detenían, escuchaban con mucha atención para captar los ruidos más insignificantes y examinaban el terreno aguzando la vista. Pero no oyeron ninguna voz humana, no descubrieron ninguna huella, ni vieron a nadie.

Convencidos de que no eran seguidos ni precedidos, aceleraron el paso y media hora después llegaban a unos centenares de pasos del campamento.

—Despacio, Cardozo —dijo Diego—. Todavía puede haber salvajes ocupados en saquear el dray.

—No oigo ningún ruido, marinero.

—¿Y esos chillidos?

—Son gritos de halcones, marinero; veo grandes bandadas que revolotean sobre el campamento.

—Eso quiere decir que hay cadáveres; la ametralladora debe de haber derribado a muchos atacantes. ¿Ves el dray?

—Veo una masa oscura a través del follaje. Pronto sabremos si es nuestro carro.

—Adelante, pero con prudencia.

Continuaron avanzando entre los árboles gigantescos y los altos matorrales y llegaron al borde del bosque.

La pradera se extendía ante ellos, pero ¡qué espectáculo! En medio, se veía el dray medio volcado, roto por mil partes, reducido a un estado miserable; a su alrededor, unos cuantos palos rotos, quemados y amontonados unos sobre otros; más lejos, otros maderos que debían haber sido bruscamente arrancados para dejar paso a los asaltantes; y acá y allá, dispersados por los contornos y en todas las posturas imaginables, se veían montones de cadáveres acribillados de heridas, con los rostros alterados por el espasmo supremo o por un último acceso de furia bestial.

Un olor acre de sangre, de pólvora y de amoniaco se alzaba sobre aquel campo de muerte, sobre el que caían, ávidas de presa, numerosas bandadas de halcones y águilas.

—¡Qué carnicería! —exclamó Cardozo con un gesto de repulsión.

—¡Rayos! —Rugió Diego—. El doctor debe haberse defendido terriblemente.

—Pero es posible que lo hayan matado, Diego.

—Calla, Cardozo —dijo Diego con voz ahogada por la emoción—. Pronto lo sabremos.

Avanzaron entre los cadáveres y las armas que se amontonaban en el campamento y corrieron hacia el dray. Los australianos lo habían saqueado por completo, y no contentos con llevarse víveres, municiones, cajas y barriles, habían robado también la gran tela blanca que servía de cubierta y todos los hierros de las ruedas y de los parapetos.

—¡Ladrones! —exclamó Diego furioso—. Hasta la ametralladora ha desaparecido.

—Niro debe de haber dirigido el asalto. Es el único que conoce el arma y que puede manejarla. Pero ¿qué habrá sido del doctor?

—No se ve ni rastro de él —respondió Diego.

—¿Lo habrán hecho prisionero?

—Seguramente, Cardozo. Si lo hubiesen matado estaría aquí su cadáver o al menos se verían huellas de sangre en el carro.

—¿Y qué pretenderán hacer con él?

—Eso no lo sé.

—¿Se lo habrán llevado para comérselo?

—¿Crees que serían capaces? Me haces temblar, Cardozo.

—No, Diego, no lo creo; Niro no es un salvaje.

—Entonces…

—¡Mira allí, Diego! —dijo Cardozo, girando rápidamente sobre los talones y empuñando el fusil.

—¡Salvajes! —Exclamó Diego dando un salto—. ¡Rayos y truenos!

Cuatro personas medio desnudas habían aparecido de improviso en el extremo del bosque. Se detuvieron estupefactas, aunque sin demostrar ninguna intención hostil.

Era una familia de australianos formada por un hombre, delgado como un faquir indio y más feo que un chimpancé, de cabeza pequeña cubierta por una larga cabellera, con barba, y el cuerpo cubierto sólo por una piel de canguro; una mujer más pequeña, más fea todavía, esquelética y cubierta de cicatrices y de golpes y cargada con palos y con los sacos que contenían todo lo necesario para la familia, y dos niños completamente desnudos y enseñando las costillas.

—¡Menuda colección de esqueletos vivientes! —exclamó Diego—. ¿Esos son los sucios monos que querían atacarnos?

—No parece que tengan intenciones belicosas —dijo Cardozo—. Más parecen asombrados que animados por el deseo de atacar.

—Veamos qué es lo que quieren.

El australiano se había detenido en el borde del bosque y detrás de él se agrupaba la familia, indecisa entre avanzar o huir. El hombre empuñaba una lanza adornada con plumas de cacatúa y en la cintura llevaba un hacha de piedra, pero no parecía tener intención de utilizar las armas ni cuando vio a los dos blancos avanzar hacia él.

—Buenos días, señor negro —dijo Diego levantándose el sombrero—. Buenos días, señora mona y cachorros. ¿A qué se debe el honor de su aparición en este campo de batalla? ¿Acaso el deseo de darse un banquetazo con los bribones que duerman por ahí, con una onza de plomo en el cráneo?

Probablemente el australiano no comprendió ni jota de este discurso, pero dejó caer la lanza y, después de lanzar un grito gutural, fue a frotar su nariz contra la de Diego.

—Es amable el chico —dijo Diego—. ¿Pertenecerá a otra tribu?

—Eso creo, marinero —dijo Cardozo—. Si fuese uno de los que han asaltado el dray, hubiese ido corriendo a avisar a sus compañeros.

—Tengo una idea, Cardozo.

—¿Cuál?

—Me han dicho que los australianos son expertos en seguir la pista de un hombre, sea blanco o negro.

—Es cierto, marinero. La policía de Vitoria los entrena para seguir las pistas de los bushrangers.

—¿Y si les pusiésemos al corriente de nuestro caso? Podrían ayudarnos a encontrar al doctor.

—¡Mientras puedan entendernos! Yo no sé más de cincuenta palabras australianas.

—Y yo otras tantas, pero tal vez podamos hacerles entender algo. Mientras, podríamos invitarlos a comer. Tienen el aspecto de haber ayunado una semana entera.

—Aprobado, marinero.

Diego hizo señal al salvaje de que le siguiese al bosque junto con su familia, para no ser descubiertos en caso de que volviesen los asaltantes, y les echó a los pies una sariga mientras abría la boca y movía las mandíbulas de una manera muy expresiva. El salvaje entendió perfectamente aquel idioma, pues se lanzó rápidamente sobre la pieza, enseñando unos dientes que harían palidecer de envidia a un tiburón.

Mientras su mujer, que debía de tener un hambre extraordinaria, hacía un hoyo profundo sirviéndose de un bastón de punta afilada y endurecida al fuego y lo llenaba con ramas secas para preparar el horno, el australiano se dedicaba a quitarle las tripas y el pellejo.

Después de haber examinado los alrededores y de haber comprobado que no había ningún salvaje más en el bosque, se tendieron bajo un arbusto en espera del almuerzo. Hubiesen querido ponerse enseguida en busca de los raptores, pero sabían que un australiano no se mueve cuando tiene el vientre vacío y un asado delante de las narices. Habría sido más fácil mover uno de aquellos árboles gigantescos que conseguir que el hambriento dejase la sariga.

Pero la comida estuvo lista en poco tiempo. La deliciosa pieza, magníficamente asada en aquel horno improvisado, fue presentada a los dos marineros junto con unas raíces de warrang.

Después de elegir las partes mejores, abandonaron el resto a la familia, la cual se lanzó con avidez bestial sobre la carne apetitosa y perfumada, tragando, sin masticar, pedazos como puños. Contrariamente a las costumbres egoístas de los australianos, la mujer y los niños habían sido admitidos a la mesa (si es que se puede hablar de mesa), tal vez porque el marido y padre temía ser descortés con los blancos, o tal vez porque no se veía capaz de despacharse solo aquellos doce o catorce kilos de carne.

Cuando el salvaje quedó satisfecho y a punto de reventar, se puso el hueso que le servía de adorno en la nariz, se soltó el cinturón y se dispuso a tenderse para digerir tranquilamente la comida; pero Diego, cuyas intenciones eran otras, lo agarró por una oreja y lo levantó, dándole a entender que quería dar explicaciones y pedir aclaraciones. Comenzaron a hablarle los dos marineros al salvaje, que parecía de buen humor y en el fondo era un pobre diablo, pero la conversación fue muy difícil al principio. Por suerte el australiano conocía algunas palabras inglesas, pues había tenido relaciones con las colonias establecidas en la costa oriental y pudieron entenderse más fácilmente.

El australiano les fue dando a entender que pertenecía a una tribu establecida en las orillas de un río situado hacía donde se levanta el sol, y que había ido al lago vecino en busca de caza, pues su territorio era muy pobre. Mientras andaba por ahí había oído una serie de detonaciones y había acudido al prado empujado por la curiosidad.

Informado de lo que había sucedido, el salvaje manifestó primero cierto temor. La tribu que había atacado al doctor era numerosa y gozaba de pésima fama; se decía, incluso, que se comían a los prisioneros de guerra, y odiaba a su tribu, la cual había sido atacada varias veces. Sabía dónde acampaba y tendría mucho gusto en acompañar a sus amigos blancos hasta aquel lugar, con tal de que se comprometiesen a alimentarle a él y a su familia.

—Haremos que revientes —dijo Diego—. Nunca en tu vida habrás comido tanto asado. ¡Vaya gente, estos salvajes! ¡Sólo piensan en llenar la tripa!

—Partamos —dijo Cardozo—. Estoy impaciente por atrapar al miserable de Niro y liberar al doctor.

—¿Se lo habrán llevado para ponerlo en el asador? —preguntó Diego enfurecido.

—No lo creo, marinero —respondió Cardozo, que sin embargo había palidecido ante la sospecha atroz de su compañero—. Niro no puede odiar al doctor hasta ese extremo.

—Vayamos, pues, y que Dios nos proteja.

22. EL ATAQUE AL CAMPAMENTO

El doctor, una vez hubo quedado solo después de la partida de los marineros, se situó en el observatorio construido en la empalizada, y se puso a fumar un cigarro, aunque vigilando atentamente la pequeña pradera.

Intuía que Niro no debía de estar lejos y que volvería para cumplir su traición, pacientemente preparada. De momento, sin embargo, no le preocupaba estar solo, pues sabía que los australianos tienen la costumbre de atacar de noche para evitar con mayor facilidad los tiros de las armas de fuego.

Pasaron cuatro horas y, con gran sorpresa por su parte, no oyó ninguna detonación, ni vio regresar a sus fieles, compañeros, a los que, sin embargo, había recomendado que no se alejasen mucho y que no tardasen demasiado. Ni mucho menos sospechaba que los marineros se encontraban ya aprisionados en el árbol de los sarigas.

El sol se había puesto y las tinieblas habían caído con la rapidez propia de aquellas regiones, y los dos marineros no daban señales de vida. Presa de viva inquietud y acuciado por tristes pensamientos, el valiente doctor abandonó el observatorio y descendió a la pradera, dirigiéndose hacia el bosque vecino con la esperanza de escuchar algunos ruidos que indicasen su regreso, pero bajo los grandes vegetales reinaba el silencio más absoluto.

Disparó su carabina, pero sólo el lúgubre aullido de los dingos respondió a la detonación. Su inquietud entonces no tuvo límites.

—¿Les habrá ocurrido alguna desgracia o se habrán extraviado? —murmuró—. ¿Qué haré ahora? ¿Será prudente que vaya en su busca?

Volvió al dray más triste que nunca y con la frente cubierta de un sudor frío. Le asaltaban pensamientos lúgubres, y no conseguía apartar de su mente la idea de que aquellos dos valientes hubiesen caído en una emboscada.

Volvió a subir al observatorio llevando dos fusiles para poder responder rápidamente a cualquier señal y esperó, tratando de tranquilizarse. Tal vez los dos marineros estaban todavía libres y se habían perdido en el espeso bosque que cubría las riberas del lago.

La luna había salido por detrás de los montes Asaburton, pero era una luna pálida, casi sin brillo, en el cuarto creciente; los otros astros lucían en el fondo oscuro de los espacios celestes, reflejándose en las aguas del lago; se levantó un vientecillo ligero que hacía ondear las rígidas hojas de los colosales eucaliptos. Al otro lado de la pradera, una manada de dingos hambrientos aullaba, disputándose los huesos envenenados de los bueyes y caballos.

Pasaron otras dos horas, cuando el doctor oyó a lo lejos una detonación.

—¡Un disparo de fusil! —Exclamó poniéndose en pie—. Acaso estén ya de regreso.

Escuchó con la mayor atención, con la esperanza de oír otra detonación, pero en vano. Levantó el fusil y disparó al aire, luego escuchó un rato atentamente, pero no hubo respuesta.

Se humedeció el dedo pulgar y levantó el brazo para comprobar la dirección del viento.

—Sopla del norte —dijo—, mientras que hace poco soplaba del sur. ¡Y ahora vuelve a cambiar de dirección! Entonces tienen que oír mis señales.

Iba a disparar con el otro fusil, cuando vio a los dingos que roían las carroñas de los animales huir rápidamente hacia el este, lanzando aullidos prolongados.

El hecho, que hubiese pasado inadvertido para cualquier otra persona, fue observado por el doctor, que conocía los hábitos y la voracidad de aquellos animales. ¿Qué clase de peligro les había asustado hasta el extremo de obligarlos a abandonar la presa?

Con la mirada escudriñó minuciosamente la pradera. No vio nada sospechoso, pero a su nariz llegó un tufo cargado de exhalaciones amoniacales.

—¡Los australianos! —murmuró, palideciendo.

El doctor era valeroso. Acostumbrado a las largas y peligrosas incursiones por el interior del Paraguay, hecho a toda clase de aventuras, no era hombre que se asustase ante cualquier peligro; pero al encontrarse solo en el dray, de noche, rodeándole centenares de asaltantes feroces, tal vez devoradores de carne humana, se estremeció.

No obstante, abandonó precipitadamente el observatorio llevando consigo las armas y se colocó detrás de la ametralladora, decidido a vender cara su piel. La terrible máquina se llevaría por delante a muchos de los atacantes antes de que pudiesen llegar a él. Al poco rato vio el doctor los cuerpos bronceados de los salvajes que avanzaban deslizándose entre la hierba como serpientes. No podía precisar su número exacto, pero debían de ser muchísimos, pues buena parte de la pradera estaba cubierta con sus cuerpos y todavía continuaban saliendo del bosque vecino.

—Ha llegado mi hora —dijo el doctor—. ¿Qué habrá sido de Diego y del valiente Cardozo? Por lo menos intentaré vengarlos.

Los asaltantes se hallaban a menos de sesenta pasos y empezaban a incorporarse sobre las rodillas, empuñando las lanzas, los boomerangs y las hachas de piedra.

De pronto resonó el grito de reunión:

—¡Cooo-mooo-hooo-eee!

Los negros se alzaron como un solo hombre, lanzando gritos salvajes, y se arrojaron sobre la trinchera disparando sus boomerangs y sus lanzas.

El doctor esperaba aquel momento. Se inclinó sobre la ametralladora y, con sus agudas detonaciones, la terrible arma ahogó los gritos de guerra de los salvajes.

Las balas se dispersaban en todas direcciones, atravesando pechos, horadando cráneos, rompiendo brazos y piernas.

Los australianos, que se precipitaron hacia la abertura de la trinchera para saltar sobre el dray, sin intentar demoler o escalar la empalizada, cayeron a docenas, fulminados a quemarropa. El terreno, batido por aquella lluvia de proyectiles, se cubrió de muertos y moribundos que lo empaparon de sangre. Los aullidos de guerra se trocaron en gritos de dolor.

Sorprendidos ante aquella formidable resistencia, asustados por la lluvia de balas que parecía no iba a tener fin, se detuvieron y se dispersaron por la llanura, pero otra horda que entonces salió del bosque se lanzó al asalto del dray, alentándose con terribles gritos.

El doctor lanzó sus proyectiles mortales contra los nuevos asaltantes. Las balas derribaron docenas de hombres, aclarando las filas con rapidez espantosa, creando amplios vacíos, y otros muertos y heridos se amontonaron sobre la trinchera.

Pero de pronto el doctor oyó a sus espaldas gritos de triunfo. La primera horda que se había reunido en el bosque había cambiado de táctica. Comprendiendo que no podía asaltar al dray de frente, por donde estaba defendido por la ametralladora, se arrojó sobre las trincheras posteriores y se abrió paso a golpes de hacha.

El doctor estaba perdido. Solo como se hallaba, no podía hacer frente a los dos atacantes; de haber estado los dos valientes marineros la victoria sería segura, pero en aquel momento estaban lejos e imposibilitados para acudir en su ayuda.

En pocos momentos los negros derribaron la empalizada e irrumpieron en el carro.

Abandonada la ametralladora, el doctor descargó sobre los primeros asaltantes dos disparos con su carabina, luego vació las seis balas de su revólver, pero los atacantes se le echaron encima y lo derribaron e inmovilizaron.

Un boomerang le hirió en la cabeza, aturdiéndolo. Veinte hachas se alzaron contra él, pero una voz gritó:

—¡Este hombre es mío!

Luego perdió el sentido y cayó inerte en el fondo del dray.

Cuando volvió en sí, había amanecido.

Sorprendido por hallarse todavía vivo, lanzó una mirada a su alrededor, maravillado.

Se encontraba en una choza formada por estacas unidas estrechamente y cubierta por un techo de ramaje, que apenas resguardaba de los rayos del sol, y que parecía construida recientemente. Delante de él había un hombre acurrucado, un negro que le miraba silenciosamente, con ojos de fuego. Al descubrirlo, una oleada de sangre subió al rostro del doctor.

—¡Tú, miserable! —exclamó con odio.

—Yo, Niro-Warranga, mi amo —respondió el traidor con voz tranquila—. Estoy contento de verle todavía con vida; temía que mis súbditos le hubiesen lastimado.

—¡Infame!

—Tranquilícese, doctor, o volverá a abrírsele la herida. Nos ha costado bastante curarle.

El doctor se llevó la mano a la frente y sólo entonces se dio cuenta de que estaba vendada. Su estupor llegó al colmo.

—¡Me has curado en vez de matarme! —exclamó.

—He pensado que podría serme útil, mi amo. Y además, no tengo motivos para odiarle. Si se tratase de otro, de Diego por ejemplo, sería otra cosa. Pero aún no he podido atraparle.

—¿Así que no has hecho prisioneros a mis marineros?

—Todavía no.

—¿Dónde están? Tú debes saberlo.

—Mis súbditos los han descubierto en el interior de un árbol hueco, pero los cobardes han tenido miedo y han huido sin apresarlos.

—¡En el interior de un árbol! ¿Pero qué dices?

—Es la verdad, mi amo. No sé por qué circunstancias han ido a parar al fondo de un árbol hueco, pero espero encontrarlos todavía en su prisión.

—¿Esperas? ¡Canalla!

—Hay aquí un hombre que tiene una cuenta pendiente con Diego.

—¿Quién es ese hombre?

—El hechicero.

—Luego, Diego no se había equivocado.

—No, mi amo, el viejo marinero es bastante listo y sus sospechas eran exactas. Fracasado el asalto nocturno a orillas del Finke, el hechicero nos precedió a marchas forzadas por el desierto y llegó hasta aquí para anunciar a mi tribu mi regreso y preparar el segundo asalto.

—¿De modo que nos has guiado hasta aquí para que nos asaltasen?

—Sí, mi amo, quería ser jefe de la tribu a que pertenezco y procurarme vuestras armas terribles para ser poderoso, invencible. Tengo grandes proyectos. Los blancos han despertado en mí la ambición. Quiero convertirme en un gran jefe, someter a todas las tribus del interior y tal vez, un día, bajar al sur y saquear las ricas ciudades de la costa o de la frontera. Odio a vuestra raza. Esta tierra es de los negros y a los negros habrá de volver.

—¿Y qué pensáis hacer conmigo?

—Usted vale dinero, mi amo.

—¿Y qué piensas hacer con mi dinero?

—Comprar armas. Usted me firmará un cheque por cuatro mil libras al portador y yo enviaré al hechicero a Melbourne o a Sidney o a Adelaida, donde mejor le parezca, y le encargaré que regrese con un dray cargado de armas para mis súbditos.

—¡Ah, tú eres el nuevo jefe!

—El hechicero envenenó a mi antecesor y yo ocupo su puesto.

—¡Valientes canallas!

—Se hace lo que se puede.

—¿Y si me negase a firmar el cheque?

—Haría que mis súbditos se lo comiesen junto con el otro.

—¿Qué otro?

—Ahora lo verá. ¡Sígame!

—¿Adónde me llevas?

—Le preparo una sorpresa que le va a gustar mucho.

—Explícate.

—Sígame —dijo Niro con voz imperiosa.

Ayudó al doctor a levantarse, lo introdujo en una empalizada que comunicaba a otra choza semejante, y lo hizo entrar en aquel tugurio.

—Allí está —dijo Niro—. Si usted no le convence para que firme un cheque por cuatro mil libras antes de tres días, mis súbditos les devorarán a los dos. ¿Me ha entendido, mi amo? O firmar o morir. ¡Entre!

23. EL PRISIONERO BLANCO

Impulsado por una curiosidad irresistible, el doctor cruzó el umbral de la miserable choza, pero debido a la oscuridad, al principio no pudo ver nada. Cuando hubo acostumbrado algo la vista, descubrió en un rincón una forma humana, tendida sobre un montón de hojas secas y que parecía dormir.

Se acercó rápidamente y miró al desconocido, que estaba cubierto por unos harapos, que recordaban vagamente la forma de una casaca. Al ver que se trataba de un blanco lanzó un grito de sorpresa.

Tendría unos cuarenta años. Era alto, ancho de espaldas, tenía los brazos musculosos, el rostro ligeramente bronceado, cubierto por una espesa barba, y los rasgos enérgicos.

Dormía tranquilamente como si se encontrase en un cómodo lecho a mil millas de distancia de aquella tribu que tal vez dentro de poco iba a ponerlo en el asador como si se tratase de un cuarto de buey.

—¿Quién será? —Se preguntó el doctor con ansiedad—. ¿Algún desgraciado explorador caído en poder de estos bandidos?

Se acercó un poco más y lo movió con suavidad. El desconocido se frotó los ojos, se incorporó y no pudo contener su asombro al descubrir un nuevo prisionero.

—¿Un compañero de desgracia? —dijo en inglés, clavando en el doctor dos ojos negros y muy vivos.

—Desgraciadamente, señor —respondió Álvaro.

—Ha caído en manos de mala gente, señor —dijo el desconocido—. ¡Caramba! (en español en el original).

—¡Caramba! —Exclamó el doctor—. ¿Es usted español, señor?

—Casi. ¿Y usted?

—Hispanoamericano.

—¡Diablos! —Exclamó el prisionero en el colmo de la sorpresa—. ¿Cómo es que me encuentro aquí, en el interior del continente, a un hispanoamericano? La aventura es extraña, a fe mía.

El doctor no respondió. Miraba atentamente al desconocido como si quisiese leerle los pensamientos. Tuvo una idea, pero era tan absurda que en un primer momento la rechazó.

Sin embargo, no pudo contenerse más y con voz temblorosa por la emoción dijo:

—Pero… ¿Será usted…?

—Benito Herrera, a las órdenes de usted, señor.

El doctor lanzó un grito de alegría y se precipitó sobre el científico con los brazos abiertos; éste lo miró asombrado, preguntándose sin duda el motivo de aquella exclamación.

—¡Usted! —Exclamó el doctor fuera de sí de tanta alegría—. ¿Usted, el científico, el valiente explorador que todo el Paraguay lloraba como muerto?

—¡Oh! —Exclamó el explorador, que iba de sorpresa en sorpresa—. Parece que usted me conoce, señor…

—Álvaro Cristóbal, de Asunción, médico de la Armada del Paraguay.

—¡Un compatriota! —Gritó Herrera abriendo los brazos—. ¡Un abrazo, don Álvaro!

Los dos hombres se abrazaron con efusión, conmovidos por aquel encuentro que podía calificarse de milagroso.

—Por fin le he encontrado —dijo el doctor.

—¡Me ha encontrado! ¿Pero me buscaba?

—Sí, señor Herrera. Hace cuatro meses que ando por el interior del continente en su busca.

—¿Y quién le ha enviado en mi busca?

—Nuestro Gobierno, que estaba muy preocupado por su desaparición.

—¿Sabían que yo estaba prisionero?

—Se sospechaba, pues hacía cinco meses que no se tenían noticias suyas. El gobierno inglés había hecho indagaciones, pero sin ningún resultado; mientras, unos salvajes del interior dijeron haber encontrado un blanco cerca de los montes Davenport y otros, cerca de este lago. Decidí venir en su busca y doy gracias a Dios por haberle encontrado.

—Gracias, mi buen amigo —dijo el explorador, conmovido.

—Cuénteme algo de su viaje, señor Herrera.

—Fue un viaje bastante desgraciado, doctor; una serie ininterrumpida de desgracias, fatigas, privaciones y que terminó en un verdadero desastre. Parecía como si todo se hubiese conjurado en contra mía para no dejarme explorar este continente misterioso. He rechazado media docena de ataques de los salvajes, perdiendo la mitad de mis guías y los birmanos que traje de Asia; y luego me ocurrieron mil desgracias. Perdí los cuatro camellos que llevaba, abandoné uno de mis tres drays debido a la muerte de las bestias que lo tiraban, sufrí hambre y sed en el terrible desierto pedregoso y llegué a la región de este lago después de un viaje de cuatro meses, con tres australianos de mi escolta, un birmano y cuatro bueyes moribundos. Esto ocurrió hace dos meses. Un día fatal se me vino encima un alud de abominables antropófagos. Mataron a los cuatro hombres de la escolta, a las bestias, me aturdieron con un golpe de hacha y me trajeron aquí, después de haber saqueado mis drays y dispersado mis notas y mis preciosas colecciones. Creí que me reservaban para un banquete, pero con gran sorpresa mía me dejaron con vida. Temí entonces que me dejasen engordar para convertirme en un asado más sustancioso, pues me proporcionaban comida abundante, obligándome incluso a comer. Pero ahora parece que la situación ha cambiado. Hace dos días entró en esta choza un, salvaje que no había visto antes, acompañado de un avestruz; después de preguntarme si tenía parientes ricos en algún lugar del globo y si era conocido por las autoridades inglesas de Adelaida y después de haber recibido mis respuestas afirmativas, me dejó muy contento, diciendo: «Usted vale oro. Hay que esperar». ¿Entiende usted qué quiso decir? Yo no, se lo aseguro.

—Entiendo, y muy bien. Ese salvaje era el hechicero.

—¿Qué hechicero? Explíquese amigo mío.

El doctor no se lo hizo repetir y le explicó la trama infernal del miserable Niro y del hechicero.

—¿De modo que se trata de obtener un rescate? —Exclamó Herrera en el colmo de la sorpresa—. ¡Cuánta audacia y cuánta astucia la de ese salvaje! ¡Y luego dicen que los australianos son estúpidos!

—Sí, Herrera, un rescate —dijo el doctor—. Y hace un momento que Niro me ha dicho que si no firmamos dos cheques de cuatro mil libras cada uno hará que nos devoren sus súbditos.

—Son muy capaces, doctor. Se han comido a cuatro hombres de mi escolta.

—Pero, por ahora, nosotros no firmaremos.

—¿Espera alguna ayuda?

—Confío en mis dos marineros. Son hombres resueltos, valientes y hasta temerarios, y estoy seguro de que en estos momentos están haciendo lo imposible para ayudamos.

—Pero sólo son dos y estos negros son trescientos, doctor.

—Vendrán en nuestra ayuda y matarán al miserable Niro.

—Pero ¿dónde se encuentran ahora?

—Lo ignoro. Ayer tarde se hallaban prisioneros en el interior de un árbol hueco, pero no son hombres que se conformen con quedarse así para siempre.

—¿Están bien armados?

—Tienen fusiles, revólveres y hachas.

—Confiemos, amigo mío.

—¡Silencio!

Unos pasos se aproximaban a la choza. El doctor miró por una rendija y vio que se acercaba Niro.

El nuevo jefe de la tribu de abominables antropófagos se había puesto de gran gala. Llevaba una camisa larga de franela roja, encontrada en las cajas de un dray, se había puesto en la cabeza un sombrero del doctor, adornado con dos plumas de águila, y llevaba cuatro revólveres en el cinturón. ¿Pretendía asustar a los dos prisioneros o a sus súbditos con aquel imponente arsenal?

—¡Magnífico ejemplar de mono! —exclamó el doctor.

Niro entró, saludando irónicamente, a su examo y, tomando una actitud que quería ser altiva pero que resultó cómica, preguntó:

—¿La respuesta?

—¿Cuál? —preguntó el doctor.

—¿Consiente su compañero?

—Consentiría con mucho gusto, señor jefe de antropófagos —dijo el explorador—. Desgraciadamente mi firma es desconocida en los bancos australianos y en vez de darle dinero le meterían en la cárcel.

Los labios de Niro dibujaron una sonrisa.

—Si su firma es desconocida en los bancos, seguramente la conocerá su amigo sir Hunther, el famoso millonario de Adelaida.

—¿Quién es sir Hunther? —preguntó Herrera, fingiendo extrañeza, mientras el doctor hacía un esfuerzo para no saltar al cuello del miserable.

—El hombre que puso su yate a disposición de mi examo, que ahora debe cruzar el golfo de Carpentaria y que ha gastado muchas libras en hacerle buscar.

—¡Canalla! —Exclamó Álvaro—. ¿Sabías esto?

—¿Acaso creía que Niro no escuchaba la conversación que tenía con los marineros a orillas del lago Torrens?

—¡Haré que te cuelguen!

—¿Y por quién, mi buen amo?

—Por las autoridades inglesas.

—Están muy lejos.

—Pero Diego y Cardozo todavía están libres.

—Es cierto —dijo el australiano—, pero tarde o temprano caerán en mis manos y ese viejo lobo no saldrá vivo de las manos del hechicero.

—¡Infame!

—Bueno, terminemos de una vez. ¿Se deciden a firmar los cheques y a escribir dos cartas al rico inglés para que los haga efectivos? Necesito armas y tengo prisa por realizar mis grandiosos proyectos.

—¿Para matarnos después? ¿No es así, señor jefe de los antropófagos? —preguntó Herrera irónicamente.

—Niro hará que os lleven al golfo de Carpentaria; contad con su palabra.

—¡La palabra de un ladrón y de un traidor! —exclamó el doctor.

—¿Se niega usted?

—Nos negamos.

Niro lanzó un grito de rabia y sus manos se posaron en las culatas de los revólveres, pero luego, conteniéndose, dijo con acento amenazador:

—¡Está bien! ¡Dentro de tres días os comeremos!

24. LOS MARINEROS ENTRAN EN ACCIÓN

Mientras se desarrollaban estas escenas en el campamento de Niro, Diego y Cardozo no perdían el tiempo.

Los dos bravos marineros, dispuestos a todo y decididos a exponer sus vidas con tal de liberar al doctor y castigar a los dos traidores, avanzaban a marchas forzadas siguiendo las orillas del lago.

El australiano y su familia, que ya habían descubierto las huellas de los raptores, les guiaban sin vacilar lo más mínimo. Aquellos salvajes parecían tener mejor olfato que las más acreditadas razas de perros cazadores e incluso superaban a los pieles rojas de América del Norte.

Un simple hilo de hierba doblado, una piedrecilla movida, una ramita rota bastaban para guiarlos sin temor a equivocarse.

Manteniéndose siempre ocultos en el bosque, durmiendo de día y avanzando de noche para no dejarse sorprender, los dos marineros y sus nuevos amigos llegaron, dos días después, a las orillas del río Ferguson, cerca de su desembocadura.

Después de examinar atentamente el terreno y de encaramarse a un árbol de la goma, el australiano les dio a entender que se hallaban a corta distancia de la aldea de los raptores.

—¡Al fin! —Exclamó Diego—. ¡Por cien mil tiburones! ¡Vamos a arreglar cuentas con esos micos!

—Deliberemos, marinero —dijo Cardozo.

—Me parece muy bien. La cosa será algo difícil, pero estoy decidido a todo, aunque corra el riesgo de ver rota mi cabeza por veinte boomerangs.

—¿Tienes alguna idea?

—Sí, Cardozo. Esperaremos a que anochezca, prenderemos fuego a los bosques que rodean el campamento y aprovecharemos la confusión de los salvajes para liberar al doctor.

—¿Pero tú sabes dónde se encuentra don Álvaro?

—¡Diablos! —Murmuró Diego rascándose la cabeza—. Eso es algo que habríamos de saber para no quemar al prisionero en vez de salvarlo.

—Acerquémonos al campamento y permanezcamos ocultos. Al otro lado del río hay un gran bosque donde no podrán descubrirnos.

—¡Buena idea, hijo mío! Vayamos con nuestro amigo el salvaje.

El australiano se dedicaba a cazar pájaros y había derribado bastantes con su boomerang. Después de oír el plan de los dos blancos, lo aprobó, pero les hizo saber que tenía hambre y que antes quería llenar el vientre.

Sabiendo perfectamente que no habría manera de moverlo si primero no devoraba su ración, decidieron acomodarse a las pretensiones del hambriento; el mismo Cardozo mejoró la colación añadiendo una nidada de pequeños avestruces que había descubierto en el interior de un tronco de árbol. Podían haber abatido también de un disparo a la madre avestruz, que en aquel momento hizo su aparición, pero la detonación hubiese alarmado a los salvajes.

Concluida la comida, el australiano ordenó a su familia que se ocultasen entre unos espesos matorrales y atravesó el río, que estaba seco, junto con los dos marineros. Al llegar a la otra orilla se detuvo un momento y escuchó con profunda atención; luego se echó a tierra y empezó a arrastrarse en dirección al lago, sin producir el más leve ruido.

Diego y Cardozo, empuñando sus armas, lo siguieron en silencio.

A medida que iban avanzando por aquel bosque, formado por grandes árboles de la goma casi secos y grandes arbustos, llegaba a sus oídos un murmullo lejano que parecía producido por un numeroso grupo de gente en movimiento. De cuando en cuando, oían distintamente algún grito humano.

De pronto sonó una detonación, pero tan cerca que Diego y Cardozo se pusieron de pie de un salto y miraron a su alrededor recelosamente.

—¡Un disparo! —exclamó Diego.

—¡Otro! —Dijo Cardozo—. ¡Y otro!

—¿Será el doctor?

—Es imposible, marinero. Son tiros separados y disparados en distintas direcciones.

—Tal vez Coco esté entrenando a sus hombres en el tiro. ¿Dónde está el salvaje?

Cardozo se volvió y vio que el australiano hacía unas hendiduras largas y profundas en el tronco de un eucalipto de más de ciento cincuenta pies de alto. ¿Pretendía tal vez escalarlo?

No se equivocaba. El salvaje, que sabía que el campamento estaba muy cerca y que, de acercarse más, serían descubiertos, se disponía a subir a aquel observatorio, desde el que podía ver todo lo que hacían los enemigos sin correr el riesgo de ser descubierto.

Hecha la primera hendidura, cortó dos bejucos del grosor del dedo pulgar y de treinta metros de largo cada uno; los anudó sólidamente, se los ató a la cintura y empezó a trepar por el enorme tronco, haciendo cortes con su hacha de piedra, a medida que avanzaba, para poder apoyar manos y pies.

Esta difícil maniobra, que requería una agilidad sin igual, una vista extraordinaria y una seguridad a toda prueba, que sólo los australianos pueden conseguir, fue ejecutada en unos instantes. Al llegar a las ramas, el australiano se escondió entre el follaje, y luego dejó caer el bejuco, asegurando una extremidad al tronco del árbol.

—¡Bravo con el salvaje! —Exclamó Cardozo—. Nos echa una escala porque sabe muy bien que nunca conseguiríamos subir como él.

—¡Vaya bribón! —Dijo Diego, frotándose alegremente las manos—. ¡Para que vayas diciendo que los australianos son estúpidos!

—Lo decías tú —dijo Cardozo riendo.

—Pues les hago justicia: son más astutos que nosotros. ¡Arriba!

Se asió al bejuco y empezó a subir. A pesar de su edad, el marinero realizó la maniobra con mucha rapidez, llegando hasta donde estaba el salvaje, que parecía muy contento con aquel encuentro. Al cabo de unos instantes se les unió Cardozo.

Una vez instalados en su observatorio, los dos marineros no pudieron contener un grito de alegría y de sorpresa.

A unos cuatrocientos pasos del árbol, cerca de la orilla del lago se extendía un campamento compuesto por un centenar de chozas, construidas con cortezas del árbol de la goma apoyadas en unas estacas, y tres cabañas más altas y construidas con mayor esmero.

Unos doscientos australianos, entre hombres, mujeres y niños, pululaban por el campamento, unos dedicados a preparar la comida, otros adiestrándose con el boomerang, otros reparando sus míseros tugurios. Más lejos, junto a una de las tres cabañas, un grupo rodeaba a un hombre, cubierto por una camisa roja y con un fusil en la mano. Parecía que les estaba enseñando el mecanismo del arma.

Diego aguzó la vista sobre aquel hombre y lanzó una imprecación.

—¡Él! —Exclamó con odio—. ¡Ah, si cae en mis manos!

—Es Niro —dijo Cardozo—. El miserable está instruyendo a sus hombres.

—Pero ¿dónde estará el doctor?

—Seguramente en una de aquellas dos cabañas que parecen más protegidas. ¡Mira, marinero! Alguien sale de la cabaña.

—¡Rayos y truenos! ¡El brujo!

—Sí, es él.

—Conque está aquí… Es el demonio en persona. ¡Bravo! ¡Te retorceré el pescuezo! ¡Te lo juro!

—El doctor no iba equivocado, Diego.

—No. Y los dos canallas van a pagarlo caro. Mira. Mi proyecto es genial. El bosque rodea tres cuartas partes del perímetro del campamento y está formado por árboles de la goma. ¡Qué magnífico incendio…!

—¿Y luego…?

—Nos deslizaremos hasta las dos cabañas y nos ocultaremos entre aquellos matorrales; mientras, el australiano y su familia prenderán fuego al bosque. Cuando los salvajes, asustados por el incendio, salgan de sus chozas, entraremos en el campamento, dispararemos nuestras armas y nos lanzaremos sobre las tres cabañas. En una de ellas encontraremos al doctor…

Diego se detuvo de repente cuando vio, con ojos que echaban chispas, a Niro y sus compañeros que sacaban fuera de una de las cabañas una cosa pesada y brillante.

—¡La ametralladora! —exclamó con voz ahogada.

—Esa choza será el arsenal de la tribu.

—Cardozo, hijo mío.

—¿Qué ocurre?

—¡Rayos y centellas! ¡Qué sorpresa tan magnífica vamos a prepararles a esos monos!

—Explícate, Diego. Estoy impaciente.

—Nos apoderaremos de la ametralladora.

—¿Cómo?

—La cabaña está adosada al bosque. Esta noche la ocuparemos y, cuando el salvaje prenda fuego a los árboles, les obsequiaremos con una música diabólica.

—¿Y si la cabaña está vigilada?

—Lo comprobaremos. Ahora, silencio; veamos qué hacen esos canallas.

Niro se había puesto a manejar la ametralladora dándoselas de entendido. La cargaba, enseñando a sus asombrados súbditos cómo debían colocarse los cartuchos; luego disparaba contra los árboles del bosque vecino. Pero sus súbditos manifestaban un gran temor a cada descarga y tocaban con la mayor desconfianza aquella máquina de destrucción, cuyos efectos ya habían comprobado en el asalto al dray.

No debía de resultar fácil para el traidor obtener buenos artilleros, pues sus soldados preferían sin duda alguna sus boomerangs y sus lanzas a los fusiles y las ametralladoras.

Al caer la tarde, la terrible arma fue devuelta a la cabaña y los salvajes se dispersaron por el campamento.

Desde lo alto del observatorio, los dos marineros lo vieron todo, pero permanecieron allí hasta que los fuegos del campamento se apagaron, pues de este modo podían asegurar mejor la eficacia del plan. Completamente confiados, los australianos no habían tomado la precaución de poner centinelas en determinados puntos del campamento, ni siquiera en la cabaña de la ametralladora. Sólo junto a las otras dos cabañas había cuatro salvajes tendidos delante de sus entradas.

—Todo va bien —dijo Diego—. Allí está el prisionero. Descendamos y no perdamos tiempo.

Se asieron al bejuco y se deslizaron hasta el suelo. Avanzando siempre con la mayor cautela, salieron del bosque y atravesaron el Fergusson, en cuyas orillas encontraron a los dos niños con la madre. Diego y Cardozo explicaron el plan al australiano y le prometieron un vestido y un revólver si tenía éxito.

El salvaje, que ya conocía el poder de las armas de fuego de los blancos, manifestó una alegría inmensa ante aquella propuesta. Con semejante instrumento de guerra sería invencible y podría aspirar a un alto cargo en su tribu.

Dio a entender que tanto él como su familia estaban dispuestos a ayudarles, pero que exigía la inmediata entrega del arma para poder defenderse en caso de que fuesen atacados durante el incendio. Cardozo, que contaba con reponer su equipaje de armas en el arsenal de la tribu, le dio el revólver y un paquete de cartuchos, y le enseñó cómo manejarlo, enseñanza que el salvaje asimiló en unos minutos.

Hacia las 23 el pequeño pelotón se ponía en marcha. El salvaje, orgulloso de poseer una de aquellas armas que truenan y matan a cincuenta pasos de distancia, señalaba el camino sin vacilar.

Media hora después llegaba al eucalipto que les había servido de observatorio, y a los pocos minutos se detenía a treinta pasos de la cabaña-arsenal de la tribu enemiga.

25. EL INCENDIO DEL BOSQUE

Un silencio absoluto reinaba en el campamento de los antropófagos. Sólo se oía el leve rumor de las hojas agitadas por la ligera brisa que venía del lago y, de vez en cuando, el aullido de un dingo.

Parecía que los enemigos dormían profundamente, bajo sus miserables chozas de cortezas de árbol; sin duda estaban confiados pensando que nadie iba a asaltarlos, especialmente ahora que tenían las armas terribles de los hombres blancos.

—Duermen como marmotas —dijo Cardozo a Diego.

—Se creen muy seguros estos bribones —dijo Diego—. ¡Maldito Coco! ¡Ha sonado tu hora!

—No perdamos tiempo, marinero.

—Adelante.

Se deslizaron hacia la cabaña precedidos por el australiano, mientras la mujer y los niños se ocultaban en el tronco de un árbol de dimensiones colosales.

Una vez llegados a la choza, la abrieron con unas cuantas cuchilladas y entraron. La oscuridad era tan profunda que al principio no conseguían ver nada, pero no se atrevieron a alumbrarse. Temían que hubiese algún australiano durmiendo, pero pronto se dieron cuenta de que no había nadie.

Avanzaron con las manos extendidas y tocaron la ametralladora, y luego fusiles, cajas, hachas, lanzas.

—Nuestras armas —murmuró Diego, vivamente emocionado—. ¡Bandidos!

—Silencio, marinero. Puede haber alguien afuera vigilando.

—Ahora lo veremos.

Se acercó a la pared opuesta y miró a través de una rendija. Sólo un fuego ardía delante de las dos cabañas, protegidas por una empalizada, y junto al fuego había dos salvajes, tal vez para vigilar al doctor.

En cambio, junto a la choza que guardaba las armas no había nadie.

—Estamos de suerte —murmuró Diego.

Y señalando al australiano la abertura que acababan de hacer, dijo:

—Ve, e incendia el bosque.

Luego, mientras el salvaje desaparecía, se acercó a las cajas de las municiones y con ayuda de Cardozo abrió dos: una contenía los cartuchos de la ametralladora, la otra los de las carabinas.

—Esto marcha —murmuró—. Ayúdame, muchacho.

Cogieron la ametralladora y la situaron delante de la puerta, apuntando hacia el centro del campamento, y la cargaron con cuidado; luego, recogieron todos los fusiles, los cargaron y los apoyaron en la pared.

—Escúchame con atención, Cardozo —dijo Diego—. Cuando los salvajes salgan de sus chozas, asustados por el incendio, derríbame a hachazos esta pared para dejar campo de acción a la ametralladora. La pared es muy frágil y con pocos golpes podrás derribarla.

—Eso creo yo, marinero. Y luego, ¿qué tengo que hacer?

—Disparar contra la horda todos estos fusiles; después iremos juntos hacia la cabaña y liberaremos al doctor antes de que los salvajes puedan recuperarse y echársenos encima. Si levantan la cabeza, continuaremos el fuego y te aseguro que nadie se acercará a la ametralladora.

—Entendido.

—Una advertencia.

—Date prisa.

—No olvides llevarte un par de fusiles para armar al doctor y poder defendemos mejor. Mientras, llénate los bolsillos de cartuchos, que en los míos ya no caben más…

Se interrumpió bruscamente. Un grito resonó en el campamento de los antropófagos.

Se acercó a la pared y miró. Una luz rojiza se reflejaba en las cabañas de los salvajes e iba aumentando con gran rapidez, y se oía un ronco estertor al que se unía de vez en cuando sordas detonaciones.

—¡Cooo-mooo-hooo-eee! —se oyó gritar.

Tras aquel grito, emitido con voz asustada, los salvajes salieron corriendo de sus chozas, creyendo ser atacados por alguna tribu enemiga.

El campamento estaba casi completamente rodeado por las llamas. Los árboles de la goma ardían como si estuviesen empapados en petróleo, lanzando al aire enjambres de chispas que iban a caer al lago y nubes de humo negro y pesado.

El bosque entero estaba en llamas y amenazaba con destruir la aldea de los antropófagos, despidiendo un calor intensísimo que aumentaba por momentos.

Los salvajes, sorprendidos y asustados por aquel terrible incendio que amenazaba estrangularlos, corrían como enloquecidos por el campamento.

—¡Abajo la pared! —gritó Diego.

Con cuatro hachazos Cardozo rompió las estacas y de un empujón derribó la pared.

—¡Fuego! —gritó Diego.

La ametralladora empezó a descargar contra la multitud aterrorizada un huracán de proyectiles, mientras Cardozo disparaba los fusiles uno tras otro. En unos momentos cayeron quince o veinte personas entre gritos de dolor y de agonía.

Era demasiado para los salvajes. Se lanzaron hacia el lago atropellando en su loca huida a mujeres y niños, y se echaron al agua.

Pero unos cuantos, más audaces, empuñaron sus lanzas y se dirigieron hacia la cabaña. Entre ellos, Diego descubrió a Niro, que empuñaba dos revólveres.

—¡Ah, perro! —gritó—. ¡Al fin te tengo delante!

Descargó la ametralladora sobre aquel grupo de hombres. Cayeron diez o doce, los demás dieron media vuelta y huyeron entre las nubes de humo que invadían el campamento.

En medio del humo, Diego vio moverse la camisa roja de Niro, que enseguida desapareció. Agarró un fusil y se lanzó hacia los fugitivos, pero de pronto se detuvo.

—¡Están ardiendo las cabañas! —Gritaba Cardozo—. ¡Salvemos al doctor!

Se dirigieron corriendo hacia las cabañas. Un gran árbol, medio consumido por el fuego, había caído junto a una de ellas y sus ramas habían prendido fuego a la empalizada.

—¡Rápido, rápido! —gritó Cardozo.

En el momento que llegaron ante la entrada, salió un australiano. Dos gritos saltaron de las bocas de los marineros.

—¡El hechicero!

Era en efecto el hechicero. Al ver a los dos marineros dio un salto, empuñando con furia el hacha de piedra, pero Diego le alcanzó a tiempo.

—¡Muere, traidor! —rugió Diego.

La culata de su fusil fue a dar sobre el cráneo del brujo, que reventó como una calabaza. El traidor dio dos vueltas sobre sí mismo y cayó en tierra. Estaba muerto.

—Justicia cumplida —exclamó una voz que hizo estremecerse a los dos marineros.

Se volvieron y vieron ante ellos al doctor, que daba la mano a otro blanco.

—¡Doctor! —exclamaron Diego y Cardozo, precipitándose hacia él.

—Gracias, mis valientes —dijo—. Sabía que vendríais a liberarme.

—Y yo también os doy las gracias —dijo el desconocido.

—Pero ¿quién es usted? —preguntaron los dos marineros muy sorprendidos.

—El explorador que buscábamos, don Benito Herrera —dijo el doctor.

—¡Hurra! —gritó Diego.

—¡Huyamos! —Exclamó Cardozo, entregando al doctor y a Herrera los dos fusiles—. Ya vuelven los australianos.

—¡Rápido! —dijo Álvaro.

Se precipitaron en medio de la intensa humareda y desaparecieron en el bosque, mientras los árboles que rodeaban la aldea se derrumbaban con gran estrépito a sus espaldas.

26. LAS INMENSAS LLANURAS DEL ESTE

Los australianos, después de haberse precipitado hacia el lago sin intentar oponerse al enemigo, que creían muy numeroso y, después de haberse refugiado en los pantanos, se dieron cuenta de que sólo se trataba de dos hombres y regresaron furiosos al campamento, encabezados por Niro, que había escapado milagrosamente de la descarga de Diego.

Pero, por suerte para los fugitivos, el fuego había rodeado completamente el campamento, alzando una barrera infranqueable entre los antropófagos y los blancos. Las llamas se habían unido y habían destruido el semicírculo de árboles que rodeaba el campamento.

Atravesar descalzos y sin ninguna protección aquel mar de fuego era una locura. De modo que el impulso de los australianos se estrelló contra las primeras llamas.

Pero al ver Niro un espacio libre que conducía a la cabaña de las armas, lanzó a algunos hombres en esa dirección para salvar la ametralladora, que Diego había abandonado después de echarla en tierra. El traidor no quería perder el terrible medio de destrucción, con el que contaba para emprender la conquista del continente y someter a las tribus enemigas, pero unas ramas encendidas habían caído en el interior del arsenal. El fuego alcanzó a las cajas de municiones, que estallaron acabando con los australianos y destrozando las armas. Decididamente, la fortuna protegía a los blancos.

Los australianos que estaban afuera con Niro, temiendo que todo el campamento saltase por los aires, huyeron por segunda vez hacia el lago, permitiendo que los fugitivos ganasen terreno.

El doctor, el explorador y los dos marineros, al oír aquellas explosiones y ver saltar por los aires la cabaña, se detuvieron unos minutos a orillas de un arroyo que iba a desembocar al lago; enseguida prosiguieron su carrera, ocultándose en el bosque que se extendía hacia el norte.

Diego, desesperado por no haber podido matar al traidor Coco, se detenía a cada momento, esperando verle venir por detrás, pero el doctor le obligaba a continuar la carrera. Había que aprovechar el incendio para ganar terreno, pues en cuanto cesase, los salvajes se lanzarían sobre sus huellas para vengarse de la derrota, quitarles las armas y ponerlos en el asador. Niro no los iba a dejar tranquilos.

A la una de la madrugada, después de una carrera de casi dos horas se detuvieron en la orilla de un extenso lago, cubierto de cañas y rodeado por un bosque.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cardozo.

—En los lagos de New-Castle —respondió el doctor.

—Detengámonos —dijo Herrera, que parecía exhausto—. Esos miserables antropófagos me han estropeado las piernas al tenerme encerrado en aquella choza.

—No, amigo —dijo Álvaro—. Estamos demasiado cerca del lago Wood, que es tanto como decir de ese bribón de Niro. Hay que huir, ganar terreno, alejarse de esta región.

—El incendio se va extendiendo, doctor —dijo Cardozo—. Todo el horizonte sur está en llamas. Los salvajes ya no podrán seguimos.

—Lo sé, pero cuando el incendio se apague, seguirán nuestro rastro y son tan buenos caminadores que nos alcanzarían fácilmente.

—¿Cree que durará mucho el incendio?

—Tal vez un día, o dos, o incluso tres; mientras las llamas encuentren árboles que devorar no se apagará, pero los salvajes pueden ganar a nado cualquier punto de la costa, rodear el incendio y ponerse igualmente sobre nuestras huellas.

—¡Cierto! Nuestro australiano ha seguido sus huellas sin equivocarse ni un momento… Pero ¡diablos! ¡Hemos abandonado a nuestro amigo y su familia, Diego!

—¡Bah! No nos habrá esperado, Cardozo —dijo Diego—. Una vez incendiado el bosque se habrá apresurado a largarse para unirse a su tribu.

—¿Teníais un amigo? —preguntó el doctor sorprendido—. Espero que me contaréis vuestras aventuras y que me explicaréis cómo os las habéis arreglado para llegar al campamento de los antropófagos y apoderaros de la ametralladora y los fusiles. Amigos míos, os aseguro que valéis por dos compañías de marineros y que tenéis una audacia y un valor a toda prueba.

—Se lo contaremos todo en la primera parada y ya verá como no hay nada extraordinario —dijo Diego—. ¡Ah, si hubiese atrapado a Coco! Entonces sí que estaría contento, aunque hubiese tenido que dejar en la lucha una oreja, o las dos, pero algo me dice que aún no ha terminado todo entre nosotros y espero enviarlo a hacer compañía a su amigo el brujo.

—Lo encontraremos, Diego —dijo el doctor—. Nos seguirá, estoy seguro, e intentará llegar antes que nosotros a la costa.

—¿Pero sabe adónde vamos? —preguntó Cardozo.

—Sí, sabe que nos dirigimos hacia el golfo de Carpentaria y que allí nos espera el yate de sir Hunther.

—¿Nos está esperando ya el yate? —preguntó Diego.

—Desde hace unos quince o veinte días.

—¿Estamos lejos del golfo?

—Por lo menos, a trescientas o trescientas cincuenta millas —dijo Herrera.

—¡Diablo! ¡Vaya paseo!

—Así, que hemos de deliberar inmediatamente sobre el camino a seguir —dijo el doctor—. ¿Qué dice usted, Herrera?

—Les aconsejaría que primero subiésemos hacia el norte hasta el río Elsen o el Strangways, para evitar las áridas llanuras del este, que luego siguiésemos el paralelo 16 hasta dar con el río Kanguro o el Sterculia, que desembocan en el golfo de Carpentaria, frente a las islas Eduard Pellew, lugar de la cita con el yate.

—Apruebo su plan, Herrera. Creo que es el camino más corto para llegar al golfo de Carpentaria. En marcha, o antes de dos días tendremos encima a la banda de antropófagos.

En efecto, la prudencia aconsejaba alejarse cuanto antes de aquellos lugares. Aunque los bosques continuasen ardiendo, tiñendo el cielo con una luz rojiza, los salvajes de Niro podían haber construido balsas para atravesar el lago y desembarcar en la orilla opuesta del Wood. Es cierto que en este caso tendrían que dar una vuelta enorme, pero siendo grandes andadores tampoco tardarían mucho en alcanzar a los fugitivos.

El pequeño pelotón reanudó la marcha y fue costeando los grandes lagos dirigiéndose hacia los de Hower, que se extienden a ambos lados del paralelo 17, a lo largo de treinta y cinco o cuarenta millas. Durante siete horas, los fugitivos continuaron avanzando hacia el norte, adentrándose por llanuras estériles y arenosas, donde apenas crecían unos cuantos matorrales.

No se veía ninguna pieza de caza en aquella región

quemada por el sol; pero Diego tuvo la fortuna de derribar una pareja de perameles obesula, especie de ardillas blanquecinas, que estaban ocultas entre las ramas de un plátano silvestre, y Herrera encontró tres o cuatro de aquellas raíces bulbosas y suculentas llamadas warrang.

En las costas meridionales de los grandes lagos de Hower hicieron un alto para tomar unas horas de descanso, pues los cuatro estaban agotados y hambrientos. Aquella noche habían recorrido unas cuarenta millas y materialmente ya no podían más.

Para no dejarse sorprender por los australianos, que tal vez habían conseguido rodear el bosque incendiado, se ocultaron entre un espeso cañaveral que cubría una lengua de tierra fangosa y se adentraba en los lagos unos centenares de metros, y allí encendieron fuego y prepararon la comida.

Mientras comían, ningún australiano apareció por las áridas llanuras del sur, ni se oyó ningún grito lejano que anunciase la proximidad de los perseguidores. Diego empezaba a tranquilizarse y a pensar que los salvajes habían renunciado a la venganza; en cambio, el doctor empezaba a inquietarse. Temía al miserable Niro, pues le sabía capaz de todo.

—Nos esperará en algún lugar de la costa —dijo a sus compañeros—. Conoce el lugar de la cita con el yate y temo que nos prepare una sorpresa.

—¿Cree posible que nos adelante para llegar antes que nosotros? —preguntó Cardozo.

—Sí, jovencito —dijo el doctor—. A pesar de nuestros esfuerzos y de la ventaja que llevamos, no podemos competir con esos endiablados australianos.

—Son auténticos caballos —dijo Herrera—. En pocos días recorren distancias increíbles.

—Si Coco espera tendernos una emboscada, tanto mejor —dijo Diego—. No me gustaría abandonar este continente sin haber ajustado cuentas.

Permanecieron tres horas en aquel escondite; después reanudaron la marcha en dirección noreste. Estaban ansiosos por alcanzar las costas del golfo de Carpentaria; su misión estaba cumplida y nada tenían ya que hacer allí.

Por la tarde llegaron a orillas del Daly-Waters, río del que se ignora dónde nace y dónde muere, pero lo encontraron seco.

Diego y Cardozo buscaron entre los matorrales, pero no había nada. A falta de otros animales, se dedicaron a las cacatúas, que abundaban, y llevaron una buena provisión al campamento.

Por la noche hicieron guardia por tumos, pero no ocurrió nada. ¿Habían renunciado los australianos a perseguirlos? ¿O los habían ya adelantado y los esperaban en algún lugar? Esto se preguntaban continuamente el doctor y Herrera, quienes estaban cada vez más preocupados.

A la mañana siguiente reanudaron la marcha hacia el río Strangways, que tal vez llevase algo de agua. El territorio que atravesaron era de una aridez espantosa; parecía la continuación de aquel desierto pedregoso que habían superado a fuerza de fatigas.

Las llanuras sucedían a las llanuras, sin árboles ni arbustos; todo era piedra y arena, y ni un solo animal aprovechable. Aquellas tierras desconocidas, tal vez nunca holladas hasta entonces por el pie del blanco, llegaron a dar miedo a los fugitivos, los cuales, Diego incluido, estaban vivamente impresionados.

Hambrientos y sedientos, pues habían agotado los víveres y el agua, caminaban desfallecidos por las vastas llanuras silenciosas y calcinadas por el sol.

Durante tres días avanzaron hacia el norte, o mejor dicho, se arrastraron, pues sus piernas, debilitadas por las largas marchas y por el hambre se resistían a sostenerlos, y tenían que hacer esfuerzos sobrehumanos para no dejarse caer, pues sabían que en tal caso no volverían a levantarse. Al cuarto día, Cardozo, que precedía a sus compañeros, descubrió las copas de unos árboles.

—¡Un bosque! —gritó—. ¡Allí está el río!

Aquel grito tuvo la virtud de reanimar a todo el mundo. Haciendo un esfuerzo desesperado avanzaron tirando unos de otros, y dos horas después caían sobre la orilla del río Strangways, entre cuyas cañas brillaba todavía un poco de agua.

27. EL CASTIGO DEL TRAIDOR

El Strangways es un curso de agua cuyo nacimiento se desconoce y que sólo ha sido visitado por unos pocos exploradores, pero se cree que se halla por el paralelo 16. Este río es afluente del Roper, importante curso de agua que va a desembocar al golfo de Carpentaria, después de describir una amplia curva y de recibir por el oeste un importante afluente: el Elsen.

Aun cuando no había empezado la época de las lluvias, el Strangways llevaba todavía un poco de agua, a pesar de la estación ardiente y de los vientos cálidos que soplan de noviembre a marzo y que secan por completo casi todos los ríos del interior.

Aquel poco de agua fue la salvación de los fugitivos. Si el río hubiese estado seco como casi todos, no hubiesen podido llegar hasta el Elsen y habrían terminado sus días en aquel lugar.

Si había agua, no debía de faltar caza, de modo que los dos marineros, que habían sido nombrados proveedores de la pequeña caravana, se dedicaron a inspeccionar las riberas del río. Su búsqueda no resultó infructuosa, pues descubrieron un canguro gigante al que enviaron dos balas.

Aquella enorme pieza bastaría para unos cuantos días. Cocinaron una parte y el resto lo cortaron en finas lonjas, poniéndolo a secar al sol para que se conservase.

La parada a orillas del río duró dos días, y al tercero, después de cargar con las provisiones y de llenar de agua los recipientes de piel de canguro cosidos por Diego, que en sus catorce bolsillos tenía una infinidad de objetos indispensables para todo explorador, reanudaron la marcha camino del río Sterculia, que desemboca casi enfrente de las islas Eduard Pellew.

La región que debían atravesar era completamente desconocida. El mapa, que el doctor había podido salvar de la rapacidad de los australianos, no daba ninguna indicación, clara señal de que hasta entonces ningún europeo se había aventurado por las inmensas llanuras que se extienden hacia oriente, en dirección del golfo de Carpentaria.

Pero los cuatro hombres no se arredraron. Sabiendo que sólo los separaban del océano unas ciento setenta millas, se pusieron animosamente en marcha, esperando llegar antes que el traidor, en el caso de que éste hubiese conseguido conducir a sus huestes hasta aquel lugar.

Como carecían de los instrumentos necesarios para fijar la posición, los cuales les habían sido robados por los australianos en el dray, Diego tuvo que hacer de guía con la pequeña brújula que siempre llevaba colgada de la cadena del reloj.

Parecía como si toda aquella parte del continente fuese una inmensa llanura, pues en ninguna dirección se veía la mínima altura. Era una especie de desierto, lleno de arenas y piedra, raramente interrumpido por alguna mata de hierba, sin cursos de agua, sin animales de pelo y sin apenas volátiles. Se diría que la región estaba maldita.

Los fugitivos seguían avanzando. Cuando las piernas se negaban a sostenerlos, descansaban unas horas, y luego reemprendían el camino. Temían consumir las pocas provisiones que llevaban antes de llegar a la costa y, sobre todo, temían caer para no levantarse más en aquella llanura desierta y calcinada por el sol.

Durante seis días el pelotón avanzó, o mejor dicho, se arrastró sobre la arena, pero al séptimo se vieron obligados a detenerse. Hacía doce horas que habían liquidado el último bocado, y el día anterior habían bebido la última gota de agua.

—¡Dios santo! —dijo Diego con voz melancólica—. Está escrito que en este país los hombres deben estar en lucha siempre con el hambre. Con otro mes de estancia en este maldito continente, regresaré al Paraguay más seco que una galleta y más delgado que un arenque salado. Si yo fuese australiano se lo dejaría a los canguros y a los papagayos. ¿Qué dices tú, hijo mío?

—Que daría mi fusil por una jarra de cerveza.

—Y yo mi barba por un cubo de agua helada. ¡En qué situación nos tenemos que ver!

—Nuestras miserias terminarán en cuanto lleguemos al Sterculia —dijo el doctor—. Allí encontraremos agua y caza abundante.

—¡Por todos los diablos! ¿Dónde se encuentra ese río? Hace cuatro días que marchamos hacia el este y todavía no se le ve. Y sin embargo, doctor, al menos hemos hecho treinta millas por día.

—Entonces, nos habremos desviado.

—No, doctor, hemos ido siempre en línea recta, hacia el este; mi brújula va bien.

—Si hubiésemos ido en línea recta, deberíamos encontrarnos a orillas del golfo o a poca distancia, mientras que ni siquiera hemos dado con el río Kanguro ni con el Sterculia.

—Y sin embargo, doctor, mi brújula funciona; lo dice un viejo marinero. Ayer noche la punta de la lanceta coincidía exactamente con la cruz polar.

—No sé qué decirte, Diego. Lo único que sé es que estamos perdidos en estas llanuras, sin fuerzas, sin víveres y sin agua, y sin posibilidad de reponer de nada.

—El panorama no es atrayente.

—Eso creo yo, Diego. Y no sé cómo saldremos de esta situación.

—Si al menos encontrase una serpiente —murmuró Diego—. Creo que la comería sin repugnancia.

—No desesperemos —dijo Cardozo—. Tal vez el río no esté lejos; he visto hacia allí un punto negro que volaba hacia el este, tal vez se trate de un pájaro que va a beber.

—Pero los pájaros tienen alas, mientras que nosotros tenemos las piernas destrozadas —dijo Diego.

En aquel momento se oyó en lontananza una detonación sorda, que parecía producida por el estallido de una mina o por un disparo de una pieza de artillería.

A pesar de su gran debilidad, los cuatro hombres se pusieron rápidamente en pie.

La cosa era tan extraña que se miraron unos a otros, creyendo haber soñado.

—¡Una detonación! —exclamó Herrera, que había palidecido por la emoción—. ¡Una detonación aquí, en este desierto…!

—Tal vez la ametralladora —exclamó el doctor.

—¡No! —Exclamó Diego con voz ahogada—. La ametralladora la he inutilizado, quité el obturador… Ese disparo… es un cañonazo, doctor. ¡Doctor! ¡Señor Herrera! ¡Cardozo! ¡El mar está ahí! ¡Corramos!

Reforzados por la esperanza, aquellos hombres, que poco antes no se sostenían sobre sus piernas, recuperaron las fuerzas. Se lanzaron los cuatro hacia el este, empujándose unos a otros, sosteniéndose, animándose mutuamente con palabras entrecortadas y con gestos.

Ya no sentían ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio y no paraban de correr, anhelantes, y haciendo esfuerzos sobrehumanos para no caer, porque sabían que, si caían, no se volverían a levantar.

Oyeron dos detonaciones más. Sonaban lejos, pero ¡qué importaba! La salvación estaba allí y, vivos o moribundos, pensaban llegar al mar. ¿Dónde estaban? Lo ignoraban, pero no se preocupaban. ¿Qué barco era aquel que disparaba cañonazos? ¿El yate de sir Hunther o un buque de guerra? No importaba; en cualquier caso los recogerían.

Hacía quince minutos que corrían cuando Cardozo, que precedía a sus compañeros un centenar de pasos, se detuvo gritando:

—¡Un río!

—¡Hurra! —Gritó Diego—. ¡Estamos salvados!

Poco después llegaron los cuatro no a un río, sino a dos cursos de agua que se juntaban formando otro mayor, que se dirigía hacia el este. No había ninguna duda: el que venía del noroeste era el Kanguro y el que venía del sudoeste, el Sterculia.

Faltos de los instrumentos necesarios para determinar la posición exacta, los fugitivos habían ido a parar a aquellos dos ríos sin sospechar su proximidad.

Ahora ya podían considerarse a salvo; el océano, o mejor dicho, el golfo de Carpentaria no podía estar lejos.

Se echaron en el río, atravesaron las dos corrientes y confortados por el baño, se pusieron en camino siguiendo la orilla derecha. Habían avanzado media milla cuando oyeron otro cañonazo, después una nutrida descarga de fusilería y unos gritos agudos que parecían lanzados por muchas personas.

—¡Rayos y truenos! —exclamó Diego palideciendo—. ¿Qué ocurre ahí?

—Son gritos de australianos —dijo Herrera—. Y, si no me equivoco, gritos de guerra.

—Y esas detonaciones son producidas por blancos —dijo el doctor.

—¿Están atacando el yate de sir Hunther? —preguntó Cardozo.

—¡Son los antropófagos de Niro! —Gritó Diego—. El miserable nos esperaba en la costa del golfo.

—E intenta apoderarse del yate —dijo Cardozo—. ¡Corramos!

—¡Adelante! —gritaron todos.

Los cuatro se pusieron a correr hacia el mar, que todavía no se veía, pues el horizonte estaba cerrado por una línea de colinas, pero no debía de distar más de dos millas.

El cañón y los fusiles seguían sonando con furia creciente, y los gritos de los australianos eran cada vez más agudos. No había duda de que los antropófagos intentaban abordar el barco que debía recoger a los cuatro fugitivos.

¿Cómo se encontraban allí? ¿Qué otra traición había urdido Niro?

Empujándose unos a otros, animándose y ayudándose mutuamente, los dos marineros, Herrera y el doctor llegaron a las colinas y las subieron sin detenerse.

Cuando llegaron a la cima se presentó a sus ojos un terrible espectáculo.

Encallado cerca de la costa, se veía un pequeño velero, cuya tripulación se defendía desesperadamente a cañonazos y con los fusiles contra un grupo de salvajes que intentaban escalar los costados del navío.

A popa ondeaba la bandera inglesa y del palo de mesana colgaba un lúgubre trofeo: ¡un hombre ahorcado!

La playa estaba cubierta de muertos y moribundos, pero, a pesar de las tremendas descargas del cañón, que parecía vomitar metralla, y del nutrido fuego de los fusiles, los salvajes no abandonaban la partida y trataban de subir al puente.

—¡Adelante! —rugió Diego.

Los cuatro viajeros descendieron la colina y se lanzaron sobre los asaltantes por la espalda, disparando a quemarropa sobre los más próximos.

Los australianos, que ya comenzaban a ceder, al verse atacados por detrás y temiendo que se tratase de un importante refuerzo, se dispersaron en todas direcciones, saludados por una descarga de metralla que derribó a otros doce o quince.

—¡Hurra! —gritó Diego.

—¡Amigos! —Gritó una voz que salía del yate—. ¡Dios sea alabado!

Herrera y el doctor lanzaron dos gritos:

—¿Usted, sir Hunther?

—En persona.

—¡Rayos! —exclamó Diego, que se había detenido bruscamente con la mirada fija en el hombre colgado.

—¿Qué ocurre, marinero? —preguntó Cardozo.

—Mira al ahorcado.

Cardozo lanzó un grito: aquel hombre que colgaba con una sólida cuerda al cuello… ¡era Niro!

—Ha pagado sus crímenes —dijo Diego.

CONCLUSIÓN

Sir Hunther, el generoso propietario del yate, recibió con los brazos abiertos a sus dos amigos Herrera y Álvaro, a quienes creía no volver ya a ver más, y a los dos valerosos marineros.

Hacía un mes que recorría las costas del golfo de Carpentaria en espera de los osados viajeros, haciendo reconocimientos en distintos lugares de aquellas tierras desiertas, con la esperanza de obtener algunas noticias suyas de los salvajes de la región.

Tres días antes ancló junto a la isla del Centro, de las Eduard Pellew, punto fijado para el encuentro, y cerca de aquella isla había recogido a Niro, el cual sin duda espiaba la llegada del yate. Sabiendo que allí habían de acudir los exploradores, el miserable se había dirigido a aquel lugar después de haber acampado su tribu en la costa, oculta detrás de las dunas.

Se presentó a sir Hunther diciéndole que sus amos estaban por llegar, y rogándole que se dirigiese a la costa, a una pequeña cala que él conocía muy bien. El inglés, que conocía a Niro y que no sospechaba que fuese un bribón tan redomado, cayó en la trampa y dejó la isla para dirigirse a la cala, dejando el timón al australiano. Niro, que trataba de apoderarse de la nave, la dirigió hacia la costa, en la que aguardaban ocultos sus súbditos, y la encalló en un banco arenoso, a tres metros de la playa.

Dos horas después, los salvajes irrumpieron en el yate mientras la tripulación había descendido a la playa para tratar de poner a flote el barco. Apenas habían tenido tiempo sir Hunther y sus hombres de refugiarse en el puente, cuando sorprendieron a Niro mientras intentaba inutilizar la pequeña artillería, para privar a los marineros de su medio de defensa más poderoso.

Sólo entonces sir Hunther se dio cuenta de la clase de traidor con quien se las había tenido que ver, y su tripulación, furiosa por haber caído en la trampa, lo había ahorcado entre cañonazos y tiros de fusil. Así terminó sus días aquel audaz bandido, que soñaba con la conquista de la Australia central para saquear las ricas ciudades de las colonias inglesas.

Sir Hunther y su tripulación dispensaron a los agotados exploradores, llegados en tan buen momento, un cordial recibimiento; Diego pudo al fin saborear una deliciosa comida, y Cardozo, que había sufrido tanta sed, pudo vaciar varias botellas de exquisita cerveza. Después de haber sufrido tanto ayuno y tanta sed, tenían derecho a estas compensaciones.

Al día siguiente, el yate, que había encallado en marea baja, se puso a flote por sí mismo y por la tarde abandonaban la costa, deslizándose sobre las aguas del golfo, iluminadas por una espléndida fosforescencia marina, transportando a los héroes de aquel gran viaje hacia las ciudades del sur. Veintiséis días después, el yate atracaba en el puerto de Adelaida. Desde Brisbane, el teléfono ya había anunciado la llegada de los dos valerosos paraguayos y la población, conmovida por las increíbles peripecias sufridas por los exploradores, acudió en masa a recibirlos.

En su honor se dieron grandes fiestas y los periódicos de todas las ciudades de Australia publicaron los retratos de los exploradores y narraron detalladamente las aventuras de aquel viaje maravilloso, que sólo el infortunado Burke lograra realizar antes.

La Sociedad Geográfica de Melbourne concedió sendas medallas de oro a los cuatro exploradores y muchos ingleses y americanos ricos hicieron llegar a Diego y Cardozo una buena cantidad de billetes de banco.

Un mes después embarcaron hacia América, y cuarenta días más tarde llegaban a Asunción.

Don Benito Herrera ha vuelto a emprender sus exploraciones; el doctor Álvaro presta de nuevo sus servicios en uno de los cruceros más hermosos de la flota fluvial, y Diego y Cardozo, con el dinero de los ingleses, han comprado un brick y navegan por su cuenta. Tras las escalofriantes experiencias habidas, han preferido renunciar a las exploraciones y dedicarse a la explotación comercial de su nave, para el transporte de cargamentos y el acomodo de algunos pasajeros que aprovechan sus singladuras como crucero de placer.


Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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