El Corsario Negro

Emilio Salgari


Novela



1. Los filibusteros de la tortuga

Una recia voz, que tenía una especie de vibración metálica, se alzó del mar y resonó en las tinieblas lanzando estas amenazadoras palabras:

—¡Eh, los de la canoa! ¡Deteneos si no queréis que os eche a pique!

La pequeña embarcación, tripulada solo por dos hombres, avanzaba trabajosamente sobre las olas color de tinta. Sin duda huía del alto acantilado que se delineaba confusamente sobre la línea del horizonte, como si temiese un gran peligro de aquella parte; pero, ante aquel grito conminatorio, se había detenido de manera brusca. Los dos marineros recogieron los remos y se pusieron en pie al mismo tiempo, mirando con inquietud ante ellos y fijando sus ojos sobre una gran sombra que parecía haber emergido súbitamente de las aguas.

Ambos hombres contarían alrededor de cuarenta años, y sus facciones rectas y angulosas se acentuaban aún más con unas espesas e hirsutas barbas que seguramente no habían conocido nunca el uso de un peine o de un cepillo.

Llevaban calados amplios sombreros de fieltro, agujereados por todas partes y con las alas hechas jirones, y sus robustos pechos quedaban apenas cubiertos por unas camisas de franela, desgarradas, descoloridas y sin mangas, que iban ceñidas a sus cinturas con unas fajas rojas reducidas igualmente a un estado miserable y que sujetaban sendos pares de aquellas grandes y pesadas pistolas que se usaban a finales del siglo dieciséis. También sus cortos calzones aparecían destrozados, y las desnudas piernas y los descalzos pies estaban completamente rebozados en un bar ro negruzco.

Aquellos dos hombres, a los que cualquiera habría podido tomar por dos evadidos de alguna de las penitenciarías del golfo de México si en aquel tiempo ya hubieran existido los penales de las Guayanas, al ver aquella sombra que se destacaba sobre el tenebroso azul del horizonte entre el centelleo de las estrellas, se miraron con gran inquietud.

—Mira, Carmaux —dijo el que parecía más joven—. Fíjate bien, tú que tienes mejor vista. Hemos de saber inmediatamente qué es lo que tenemos ahí delante. Es cuestión de vida o muerte.

—Es un barco, y aunque no está a más de tres tiros de pistola, no podría decirte si viene de La Tortuga o de las colonias españolas.

—¿Serán amigos…? ¡Hum! ¡Atreverse a venir hasta aquí, al alcance de los cañones de los fuertes y corriendo el peligro de encontrarse con alguna poderosa escuadra de las que escoltan a los galeones cargados de oro!

—Quienesquiera que sean, ya nos han visto, Wan Stiller, y puedes estar seguro de que no nos dejarán escapar. Si lo intentásemos no tardarían en mandarnos a hacer compañía a Belcebú con una buena ración de metralla en el cuerpo.

La misma voz, sonora y potente, volvió a resonar en la oscuridad y su eco fue apagándose sobre las aguas del gran golfo.

—¿Quién vive?

—¡El diablo! —masculló el llamado Wan Stiller.

El otro marinero se subió en uno de los bancos de la canoa y a su vez gritó con todas sus fuerzas:

—¿Quién es ese tipo tan audaz que quiere saber de dónde venimos? Si tanto le quema la curiosidad, que venga aquí. Nosotros se la calmaremos a fuerza de plomo.

Aquel desafío, en lugar de irritar al hombre que les interrogaba desde la cubierta del velero, pareció divertirle, porque contestó:

—¡Venid a dar un abrazo a los Hermanos de la Costa!

Los dos hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.

—¡Los Hermanos de la Costa! —exclamaron.

Luego, Carmaux añadió:

—¡Que el mar me engulla si no conozco la voz que nos ha hecho tan amable invitación!

—¿Quién crees que sea? —preguntó Wan Stiller, que había vuelto a tomar el remo y lo movía con gran brío.

—Solo uno entre los valerosos hombres de La Tortuga puede atreverse a llegar hasta los fuertes españoles.

—¡Por mil demonios! ¿De quién estás hablando?

—Del Corsario Negro.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismísimo Corsario Negro!

—Sí, y tenemos tristes noticias para ese audaz marino —murmuró Carmaux suspirando—. ¡Su hermano ha muerto!

—¡Y quizá él esperaba llegar a tiempo para rescatarle vivo de las manos de los españoles! ¿No crees, amigo?

—Sí, Wan Stiller.

—¡Es el segundo que le ahorcan!

—El segundo, sí. ¡Dos hermanos, y los dos colgando de la misma horca infame!

—¡Serán vengados, Carmaux!

—El Corsario Negro les vengará. Y nosotros estaremos con él. El día en que vea estrangular a ese maldito gobernador de Maracaibo será el más feliz de mi vida. Ese día venderé hasta las dos esmeraldas que llevo cosidas en los calzones y con el dinero que obtenga, que seguramente serán más de mil pesos, lo celebraremos en un gran banquete con nuestros camaradas.

—Ahí está el barco. ¡Lo que suponía! ¡Es el del Corsario Negro!

El barco, que poco antes apenas podía distinguirse en la oscuridad, no estaba ya a más de medio cable de la canoa.

Era uno de aquellos veloces veleros usados por los filibusteros de La Tortuga para dar caza a los grandes galeones españoles que llevaban a Europa los tesoros de América Central, de México y de las regiones ecuatoriales.

Magníficos navíos, de alta arboladura, que sacaban el máximo provecho hasta de las más suaves brisas. Su proa y su popa eran altísimas, como en la mayor parte de los barcos de aquella época, y estaban formidablemente armados.

Doce piezas de artillería, doce espléndidas carronadas, mostraban sus amenazadoras bocachas a babor y a estribor, y en el alto alcázar estaban emplazados dos grandes cañones de caza, sin duda destinados a destrozar a golpes de metralla los puentes de los navíos enemigos.

El buque corsario se había puesto al pairo y esperaba la llegada de la canoa. A la luz del fanal de proa se distinguían diez o doce hombres armados de mosquetes y que parecían dispuestos a abrir fuego a la más leve sospecha.

Al llegar al costado del velero, los dos marineros cogieron un cabo que les fue echado desde cubierta con una escala de cuerda, retiraron los remos, aseguraron la canoa y treparon hasta la borda con sorprendente agilidad.

Una vez en el barco, dos de los hombres armados les apuntaron con sus mosquetes mientras un tercero se acercaba hasta ellos con un farol en la mano.

—¿Quiénes sois?

—¡Por Belcebú, señor! —exclamó Carmaux—. ¿No os acordáis de los amigos?

—¡Que un tiburón me devore si este no es el vasco Carmaux! —gritó el hombre del farol—. En La Tortuga se te creía muerto. ¡Rayos! ¡Otro resucitado! ¿No eres tú el hamburgués Wan Stiller?

—En carne y hueso —repuso este.

—De modo que también has conseguido escapar de la soga…

—La muerte me ha rechazado. Además, creo que es mejor seguir con vida unos años más.

—¿Y vuestro capitán?

—Silencio —dijo Carmaux.

—Puedes hablar. ¿Ha muerto?

—¡Bandada de cuervos! ¿Dejaréis ya de graznar? —gritó la misma voz que poco antes había amenazado a los hombres de la canoa.

—¡Truenos de Hamburgo! El Corsario Negro —masculló Wan Stiller al tiempo que un escalofrío sacudía su cuerpo.

Carmaux, levantando la voz, respondió:

—¡Aquí nos tenéis, comandante!

Un hombre había descendido del puente de mando y se dirigía hacia ellos con una mano apoyada en la culata de la pistola que llevaba en el cinto.

Vestía completamente de negro, con una elegancia poco frecuente entre los filibusteros del golfo de México, hombres que se conformaban con unos calzones y que cuidaban mucho más de sus armas que de su indumentaria.

Llevaba una rica casaca de seda negra adornada con blondas del mismo color y con vueltas de piel, y calzones también de seda negra ceñidos a la cintura por una ancha faja listada. Calzaba altas botas y su cabeza estaba cubierta por un gran chambergo de fieltro adornado con una gran pluma igualmente negra que caía sobre sus hombros.

Lo mismo que en su indumentaria, en el aspecto de aquel hombre había algo de fúnebre. Su cara pálida, casi marmórea, resaltaba entre las negras blondas que rodeaban su cuello y las anchas alas del sombrero, y quedaba oculta en parte bajo una espesa barba negra, corta y algo rizada.

Sin embargo, sus facciones eran bellísimas. La nariz, regular; los labios, pequeños y rojos como el coral; la frente, ancha y surcada por una ligera arruga que daba a su rostro cierta expresión melancólica; los ojos, perfectos, negros como el carbón y coronados por espesas cejas, brillaban de tal forma que podrían turbar hasta a los más intrépidos filibusteros que navegaban en las aguas del gran golfo.

Era alto, esbelto, de porte elegante. Al ver sus aristocráticas manos se podía asegurar que se trataba de una persona de alta condición social y, sobre todo, de un hombre hecho al mando.

Al verle acercarse, los dos marineros de la canoa se miraron murmurando:

—¡El Corsario Negro!

—¿Quiénes sois y de dónde venís? —preguntó el corsario, deteniéndose ante ellos con la mano aún apoyada en la culata de la pistola.

—Somos filibusteros de La Tortuga, dos de los Hermanos de la Costa —repuso Carmaux.

—¿De dónde venís?

—De Maracaibo.

—¿Habéis escapado de manos de los españoles?

—Sí, comandante.

—¿A qué barco pertenecíais?

—Al del Corsario Rojo.

Al oír estas palabras, el Corsario Negro se sobresaltó. Luego permaneció silencioso durante unos momentos, con los ojos fijos en los dos filibusteros como si quisiera abrasarlos con la mirada.

—¡Al barco de mi hermano! —dijo luego con voz temblorosa.

Agarró bruscamente por un brazo a Carmaux y, casi a rastras, le llevó hasta la popa.

Al llegar bajo el puente de mando, levantó la cabeza y miró a uno de sus hombres, que estaba de pie en el puente como si esperara órdenes de su capitán, y le dijo:

—Mantén la posición, Morgan. Que los hombres no se separen de sus armas y que los artilleros mantengan encendidas las mechas. Quiero estar enterado de todo cuanto suceda.

—Sí, comandante —repuso Morgan—. Ninguna embarcación se acercará sin que seáis advertido.

El Corsario Negro, sujetando aún a Carmaux, descendió por una escalerilla situada bajo el espejo de popa y entró en un pequeño camarote amueblado elegantemente e iluminado por una lámpara dorada, a pesar de que en las embarcaciones corsarias estaba prohibido mantener luces encendidas después de las nueve de la noche. Luego, señalando una silla, se limitó a decir:

—Habla.

—Estoy a vuestras órdenes, comandante.

En lugar de interrogarle, el corsario se limitó a mirar a Carmaux fijamente mientras mantenía los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba aún más pálido que lo que era costumbre en él y suspiraba una y otra vez.

Dos veces abrió los labios como si quisiera hablar, cerrándolos inmediatamente. Parecía vacilar en hacer alguna pregunta cuya respuesta, sin duda, había de ser terrible. Por fin, haciendo un esfuerzo, preguntó:

—Le han matado, ¿verdad?

—¿A quién?

—A mi hermano, al Corsario Rojo.

—Sí, comandante —repuso Carmaux suspirando—. Le han matado, igual que a vuestro otro hermano el Corsario Verde.

Un ronco rugido, que tenía a la vez algo de salvaje y de desgarrador, surgió de los labios del corsario.

Carmaux vio cómo palidecía horriblemente, llevándose una mano al corazón y cayendo sobre una silla mientras se tapaba el rostro con las anchas alas del chambergo.

El Corsario Negro permaneció en esta postura unos minutos. El marinero le oía sollozar. Luego, el corsario se puso en pie, como avergonzándose de aquel momento de debilidad.

La tremenda emoción de que había sido presa no se reflejaba ya en su rostro. Su expresión volvía a ser tranquila y el color no más pálido que antes. No obstante, sus ojos brillaban como tétricas hogueras.

Dio dos vueltas alrededor del camarote, quizá para tranquilizarse completamente antes de continuar la conversación, y enseguida volvió a sentarse diciendo:

—Sospechaba que iba a llegar demasiado tarde. Pero me queda la oportunidad de vengarme. ¿Le han fusilado?

—Ahorcado, señor.

—¿Ahorcado? ¿Estás seguro?

—Yo mismo le vi balanceándose en la horca levantada en la plaza de Granada.

—¿Cuándo le han matado?

—Hoy, algo después del mediodía.

—¿Cómo ha sido su muerte?

—Ha muerto valientemente, señor. El Corsario Rojo no podía morir de otra forma. Incluso…

—¡Continúa!

—Cuando el lazo empezaba a estrangularle, sacó fuerzas de flaqueza para escupir al gobernador en la cara.

—¿A ese perro de Van Guld?

—Sí, al duque flamenco.

—¡Otra vez él! ¡Siempre él…! ¿Qué odio feroz le impulsa contra mí? ¡Un hermano asesinado a traición y otros dos ahorcados!

—Eran los corsarios más audaces del golfo, señor. Es lógico que les odiara.

—¡Pero yo les vengaré! —gritó el filibustero con voz terrible—. ¡No, no moriré sin acabar antes con Van Guld y con toda su familia y entregar a las llamas la ciudad que gobierna! ¡Mal te has portado conmigo, Maracaibo, pero yo te llevaré la desgracia! ¡Aunque tenga que pedir ayuda a todos los filibusteros de La Tortuga y a todos los bucaneros de Santo Domingo y Cuba, no dejaré piedra sobre piedra!

El corsario estaba excitadísimo. Luego, serenándose, dijo:

—Ahora, amigo, dime cuanto sepas. ¿Cómo han conseguido apresaros?

—No lo han conseguido con las armas, nos sorprendieron a traición cuando estábamos inermes, comandante. Ya sabéis que vuestro hermano había llegado a Maracaibo para vengar la muerte del Corsario Verde. Había jurado, como vos, acabar con el duque flamenco. Éramos ochenta hombres dispuestos a afrontar cualquier peligro, incluso a todos los soldados del gobernador. Pero no contamos con los elementos. En la embocadura del golfo de Maracaibo nos sorprendió un tremendo huracán que destrozó casi totalmente nuestro barco. Solo veintiséis, tras grandes fatigas, conseguimos llegar a la costa. Estábamos todos en condiciones deplorables, desarmados, imposibilitados para oponer la menor resistencia a cualquier ataque. Vuestro hermano nos dio ánimos y nos guió lentamente a través de los pantanos, temiendo que los españoles nos descubriesen y empezaran a seguir nuestros pasos. Creíamos que sería fácil encontrar un refugio seguro en los espesos bosques, pero caímos en una emboscada. Trescientos españoles, mandados por el propio Van Guld, cayeron sobre nosotros encerrándonos en un cerco de hierro, matando a los que oponían resistencia y conduciéndonos a los demás a Maracaibo en calidad de prisioneros.

—¿Mi hermano se encontraba entre estos últimos?

—Sí, comandante. Aunque solo iba armado de un puñal, se defendió como un feroz león. Prefería morir luchando que ser trasladado a la ciudad y acabar en la horca. Pero el flamenco le reconoció y, en lugar de ordenar que le matasen de un disparo o de una estocada, le hizo trasladar a Maracaibo junto con los demás. Llegamos a la ciudad y, después de ser maltratados por los soldados e injuriados por toda la población, fuimos condenados a la horca. Sin embargo, ayer por la mañana mi amigo Wan Stiller y yo, más afortunados que nuestros compañeros, conseguimos huir tras estrangular a nuestro centinela. Nos refugiamos en la cabaña de un indio y desde allí pudimos presenciar la ejecución de vuestro hermano y de sus valientes filibusteros. Luego, por la noche y ayudados por un negro, nos embarcamos en una canoa decididos a atravesar el golfo de México y llegar a La Tortuga. Eso es todo, comandante.

—¡Y mi hermano está muerto…! —dijo el corsario con calma terrible.

—Le vi como os estoy viendo a vos ahora.

—¿Estará aún su cuerpo en la horca?

—Permanecerá en ella tres días.

—Y luego será arrojado a cualquier estercolero…

—Es lo más probable, comandante.

El corsario se levantó bruscamente dirigiéndose hacia el filibustero.

—¿Tienes miedo?

—Ni siquiera de Belcebú, comandante.

—Entonces, ¿no temerás a la muerte?

—No, señor.

—¿Me seguirás?

—¿Adónde?

—A Maracaibo.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Vamos a asaltar la ciudad?

—No, aún no somos suficientes. Van Guld recibirá mis noticias más tarde. Por ahora, solo iremos nosotros dos y tu compañero.

—¿Solos? —preguntó Carmaux estupefacto.

—Solos.

—¿Qué queréis hacer?

—Rescatar los restos de mi hermano.

—¡Cuidado, comandante! Corréis el riesgo de caer prisionero vos también.

—¿Tú sabes quién es el Corsario Negro?

—¡Por Belcebú! Ni en La Tortuga, ni en todas las islas próximas, nadie, filibustero o no, puede comparársele en valentía, audacia y decisión.

—Di que vamos a utilizar la chalupa.

—Mejor en mi canoa.

—Prefiero la chalupa, pero sea como tú quieres.

2. Una expedición audaz

Carmaux se apresuró a obedecer la orden del capitán del buque. Sabía que con el Corsario Negro era peligroso cualquier titubeo.

Wan Stiller le esperaba junto a la escotilla, en compañía del contramaestre y algunos filibusteros que le hacían preguntas acerca del desgraciado fin del Corsario Rojo y de su tripulación, al tiempo que manifestaban terribles propósitos de venganza contra los españoles de Maracaibo y, sobre todo, contra su gobernador.

Cuando el hamburgués supo que era preciso preparar la canoa para regresar a la costa, de la que habían huido precipitadamente, salvándose de puro milagro, no pudo disimular un gesto de estupor y manifestó sus recelos.

—¡Volver otra vez a la costa! —exclamó—. ¡Esta vez vamos a dejar allí la piel, Carmaux!

—No lo creas. Esta vez no iremos solos.

—¿Quién nos acompañará, si puede saberse?

—El Corsario Negro.

—Entonces nada hay que temer. ¡Ese demonio de hombre vale por cien filibusteros!

—Pero no vendrá nadie más.

—No importa, Carmaux; con él es más que suficiente. ¿Vamos a entrar en la ciudad?

—Sí, amigo mío. Y podremos considerarnos unos héroes si conseguimos llevar la empresa a buen fin. Contramaestre, haz poner en la canoa tres fusiles, las municiones necesarias, un par de sables de abordaje para nosotros dos y algo de comida. No sabemos lo que puede suceder ni cuándo volveremos.

—Todo está dispuesto —repuso el contramaestre—. No he olvidado ni siquiera el tabaco.

—Gracias, amigo; eres la perla de los contramaestres.

—¡Ahí está! —dijo en aquel momento Wan Stiller.

El Corsario Negro apareció en la cubierta. Vestía aún su fúnebre traje, pero se había ceñido una espada y un cinturón en el que iban sujetas dos grandes pistolas, así como uno de aquellos puñales que los españoles llamaban misericordia, y llevaba terciado en el brazo un ferreruelo tan negro como el resto de sus ropas.

Se acercó al hombre que estaba en el puente de mando, que debía de ser el segundo de a bordo, e intercambió con él algunas palabras. Luego, volviéndose hacia los filibusteros, les dijo simplemente:

—¡En marcha!

—Estamos dispuestos —repuso Carmaux.

Bajaron los tres a la canoa, que había sido trasladada hasta la popa y provista de municiones, armas y víveres. El corsario se envolvió en su ferreruelo y se sentó en el carel de proa mientras los filibusteros empezaban a remar poderosamente.

El velero apagó las luces de posición, orientó sus velas y se dispuso a seguir a la canoa, dando bordadas para no adelantarla. Probablemente el segundo de a bordo quería escoltar a su capitán hasta la costa para protegerle en caso de un ataque repentino.

El Corsario Negro, casi tendido en la proa de la canoa y con la cabeza apoyada en un brazo, permanecía en silencio. Sin embargo, su mirada, aguda como la de un águila, recorría el oscuro horizonte como tratando de distinguir la costa americana escondida en las tinieblas. De vez en cuando volvía la cabeza hacia su barco, que le seguía siempre a una distancia de siete u ocho cables. Luego volvía a mirar hacia Maracaibo.

Wan Stiller y Carmaux remaban con brío haciendo volar sobre la negra superficie de las aguas la ligera y esbelta embarcación. Ni uno ni otro parecían estar preocupados por su regreso hacia aquella costa en la que vivían sus más implacables enemigos. Tal era la confianza que tenían en la audacia y valentía del formidable corsario, cuyo solo nombre bastaba para desatar el terror en todas las ciudades marítimas del gran golfo mexicano.

El mar interior de Maracaibo, cuya superficie estaba tan inmóvil que parecía de aceite, permitía a la veloz embarcación avanzar sin dificultad y sin exigir un gran esfuerzo a los remeros. La costa no era rocosa en aquel sector y estaba flanqueada por dos cabos que la protegían del oleaje del gran golfo, por lo que en raras ocasiones las aguas se encrespaban.

Llevaban una hora remando los dos filibusteros cuando el Corsario Negro, que hasta entonces había permanecido completamente inmóvil, se puso de repente en pie y miró detenidamente la costa, como si quisiera abarcarla en su totalidad.

Una luz, que no podía confundirse con la de una estrella, brillaba a flor de agua despidiendo destellos intermitentes a intervalos de un minuto.

—Maracaibo —dijo el corsario con sombrío acento y haciendo patente un extraño furor.

—Sí —repuso Carmaux volviéndose.

—¿A qué distancia estamos?

—A unas tres millas, capitán.

—Entonces, llegaremos a medianoche.

—Sí.

—¿Hay vigilancia por los alrededores?

—Los aduaneros, capitán.

—Es preciso evitarlos.

—Conocemos un lugar en el que podremos desembarcar tranquilamente y esconder la canoa entre las plantas.

—¡Adelante!

—Quisiera sugeriros algo, capitán.

—Habla.

—Sería mejor que vuestro barco no se acercase más a la costa.

—Ya ha virado a babor. Nos esperará en alta mar.

Permaneció en silencio unos instantes. Luego añadió:

—¿Es cierto que hay una escuadra en el lago?

—Sí, comandante; la del almirante Toledo, que tiene a su cargo la vigilancia de Maracaibo y Gibraltar.

—¡Ah! ¿Tienen miedo? ¡Pero el Olonés está en La Tortuga y entre los dos la echaremos a pique! Tendremos que esperar algunos días, tened paciencia. Luego, ese maldito Van Guld sabrá de lo que somos capaces.

Se envolvió de nuevo en el ferreruelo, se caló el chambergo hasta los ojos y volvió a sentarse, con la mirada siempre fija en los destellos del faro del puerto.

La canoa reemprendió la marcha, cambiando la derrota para salirse de la embocadura de Maracaibo. Sus tripulantes querían evitar el encuentro con los aduaneros, que no habrían dudado en detenerles inmediatamente.

Media hora después podían divisar perfectamente la costa del golfo, que no distaba más de tres o cuatro cables. La playa descendía suavemente hasta las aguas y en ella abundaban los mangles, plantas que crecen en las desembocaduras de los ríos y que producen terribles fiebres, como el vómito negro, más conocido con el nombre de fiebre amarilla. Más allá, sobre el estrellado fondo del firmamento, se recortaba una vegetación compacta y oscura formada por plumosas hojas de gigantescas dimensiones.

Carmaux y Wan Stiller disminuyeron el ritmo de la boga y se volvieron para mirar hacia la costa. Avanzaban con grandes precauciones, procurando no hacer ruido alguno y mirando atentamente en todas direcciones, como si temieran alguna sorpresa.

El Corsario Negro, en cambio, permanecía inmóvil. Sin embargo, había colocado ante sí los fusiles que el contramaestre embarcara en la canoa, dispuesto a saludar con una descarga a la primera chalupa que hubiera intentado acercarse.

Sería medianoche cuando la canoa embarrancó en la manigua, ocultándose entre la maleza y las retorcidas raíces.

El Corsario Negro se levantó e inspeccionó rápidamente la costa. Luego saltó a tierra ágilmente y amarró la canoa a una rama.

—Dejad los fusiles —dijo a Wan Stiller y Carmaux—. ¿Tenéis pistolas?

—Sí, capitán —repuso el hamburgués.

—¿Conocéis este lugar?

—Sí, estamos a diez o doce millas de Maracaibo.

—¿La ciudad está tras este bosque?

—En su misma orilla.

—¿Podremos entrar en ella esta noche?

—Imposible, capitán. El bosque es espesísimo y no conseguiremos atravesarlo antes de mañana por la mañana.

—¿De modo que tendremos que esperar hasta mañana por la noche?

—Si no queréis entrar en Maracaibo a la luz del sol, será preciso esperar.

—Dejarnos ver en la ciudad de día sería una imprudencia —repuso el corsario como si hablara consigo mismo—. Si estuviese aquí mi barco dispuesto a ayudarnos y recogernos, lo intentaría. Pero el Rayo sigue surto en las aguas del golfo.

Permaneció algunos instantes inmóvil y silencioso, como inmerso en profundas reflexiones. Luego añadió:

—Mañana por la noche, ¿podremos recoger todavía a mi hermano?

—Ya os dije que permanecerá en la horca tres días —repuso Carmaux.

—Entonces tenemos tiempo. ¿Conocéis a alguien en Maracaibo?

—Sí, al negro que nos proporcionó la canoa para escapar. Vive en la linde del bosque, en una cabaña aislada.

—¿No nos traicionará?

—Nosotros respondemos por él.

—En marcha.

Subieron hasta el bosque, Carmaux delante, el Corsario Negro en medio y Wan Stiller detrás, y se adentraron en la espesura marchando con extrema cautela, aguzando el oído y con las manos apoyadas en las pistolas para prever cualquier emboscada repentina.

El bosque se extendía ante ellos, tan tenebroso como una inmensa caverna. Troncos de todas las formas y dimensiones se alzaban majestuosos, coronados por enormes hojas que ocultaban completamente el cielo.

Los bejucos colgaban por todas partes, formando inmensos manojos que se entrecruzaban de mil modos, subiendo por los troncos y recorriéndolos en todas direcciones, mientras que por el suelo, retorcidas unas junto a otras, se abrían grandes raíces que dificultaban no poco la marcha de los tres filibusteros, obligándoles a dar grandes rodeos para encontrar un sendero y a echar mano de los sables de abordaje para cortarlas.

Varios puntos luminosos resplandecientes proyectaban de vez en cuando verdaderos haces de luz mientras cambiaban de posición entre los miles y miles de troncos, agitándose unas veces entre las raíces y otras entre el espeso follaje. Se apagaban bruscamente, luego volvían a brillar, formando de este modo extrañas ondas de luz, de incomparable belleza, que rayaban en lo fantástico.

Eran las grandes luciérnagas de la América meridional, las vaga lume, que despedían una luz tan potente que permitía la lectura de la escritura más menuda a varios metros de distancia. Tres o cuatro de estos animales, metidos en un vaso de cristal, bastarían para iluminar una habitación.

También abundaban los Lamppris occidentalis, los cocuyos o noctilucas, bellísimos insectos fosforescentes que se encuentran en grandes cantidades en los bosques de la Guayana y del Ecuador.

Los tres filibusteros, guardando siempre el más absoluto silencio, proseguían la marcha sin abandonar sus precauciones. Además de contar con los españoles, habían de hacerlo con los habitantes de los bosques: los sanguinarios jaguares y, sobre todo, las serpientes, especialmente las jaracarás, reptiles venenosísimos muy difíciles de ver incluso en pleno día, pues tienen la piel del color de las hojas secas y se mimetizan perfectamente.

Habrían recorrido unas dos millas cuando Carmaux, que marchaba siempre en cabeza por ser el que mejor conocía aquellos parajes, se detuvo bruscamente montando una de sus pistolas.

—¿Un jaguar o un hombre? —preguntó el Corsario Negro sin mostrar la menor preocupación.

—Puede haber sido un jaguar, pero también un espía —repuso Carmaux—. ¡En este país nunca se puede estar seguro de ver nacer un nuevo día!

—¿Por dónde ha pasado?

—A unos veinte pasos de mí.

El corsario se inclinó hasta el suelo y escuchó atentamente al tiempo que contenía la respiración. A sus oídos llegó un ligero crujir de hojas, pero tan débil que únicamente un oído muy fino podía percibirlo.

—Es posible que sea un animal —dijo levantándose—. ¡Bah! ¡No somos hombres miedosos! Empuñad los sables y seguidme.

Dio una vuelta en torno al tronco de un enorme árbol que se erguía entre las palmeras y se detuvo entre un grupo de gigantescas hojas, escudriñando en la oscuridad.

Pronto cesó el crujir de hojas. Entonces pudo escuchar un ligero tintineo metálico seguido de un golpe seco, como si alguien estuviese amartillando un fusil.

—¡Quietos! —susurró dirigiéndose a sus compañeros—. Por aquí hay alguien que nos espía y que espera el momento oportuno para hacer fuego sobre nosotros.

—¿Nos habrán visto desembarcar? —murmuró Carmaux con gran inquietud—. Estos españoles tienen espías por todas partes.

El corsario empuñó el sable con la mano derecha y dio una vuelta alrededor del macizo de hojas procurando no hacer ruido. De repente, Carmaux y Wan Stiller le vieron lanzarse hacia delante y caer sobre una forma humana que se había alzado repentinamente de entre la maleza.

El salto del Corsario Negro fue tan rápido e impetuoso que el hombre que estaba emboscado rodó con las piernas en alto tras recibir en plena cara un tremendo golpe con la empuñadura del sable.

Carmaux y Wan Stiller se lanzaron también sobre él, y mientras el primero se apresuraba a hacerse con el fusil que el hombre emboscado había dejado caer, sin haber tenido tiempo de descargarlo, el hamburgués le apuntaba con la pistola diciendo:

—Si te mueves, ¡eres hombre muerto!

—Es uno de nuestros enemigos —dijo el corsario inclinándose.

—Uno de los soldados de ese maldito gobernador —añadió Wan Stiller—. ¿Qué haría emboscado en este lugar? ¡Tengo curiosidad por saberlo!

El español, que había quedado aturdido por el golpe, empezaba a recobrar el sentido y trataba de levantarse.

—¡Caray! —masculló con voz temblorosa—. ¿Habré caído en las manos del diablo?

—¡Precisamente! —dijo Carmaux—. Vosotros soléis llamar así a los filibusteros, ¿no es cierto?

El español se estremeció visiblemente, y Carmaux lo advirtió en el acto.

—¡No debes tener tanto miedo por el momento! —le dijo el filibustero riendo—. Déjalo para más tarde, cuando bailes un fandango en el vacío, con un buen pedazo de cuerda de cáñamo anudado al cuello.

Luego, volviéndose al Corsario Negro, que miraba al prisionero en silencio, le dijo:

—¿Le mato de un pistoletazo?

—No —se limitó a responder el capitán.

—¿Preferís colgarlo de las ramas de este árbol?

—Tampoco.

—Quizá es uno de los que colgaron a los Hermanos de la Costa y al Corsario Rojo, capitán.

Ante este recuerdo, brilló en los ojos del Corsario Negro una luz terrible, pero esta no tardó en desaparecer.

—No quiero que muera —murmuró—. Nos será más útil vivo que ahorcado.

—Por lo menos le ataremos bien —dijeron los dos filibusteros.

Se quitaron las fajas de lana roja que llevaban ceñidas a la cintura y sujetaron fuertemente los brazos del prisionero, sin que este, lleno de espanto, opusiera la menor resistencia.

—¡Vamos a ver quién eres! —exclamó Carmaux.

Encendió un pedazo de mecha de cañón que tenía en el bolsillo y lo acercó a la cara del español. Aquel pobre diablo que había caído en manos de los formidables corsarios de La Tortuga era un hombre de apenas treinta años, alto y magro como su «compatriota» Don Quijote, de rostro anguloso y cubierto por una barba rojiza, y ojos grises dilatados por el miedo.

Vestía casaca de piel amarilla con arabescos, y calzones cortos y amplios a rayas negras y rojas. Calzaba altas botas de cuero negro. En la cabeza llevaba un casco de hierro adornado con una vieja pluma casi totalmente desbarbada, y de la cintura le colgaba una larga espada cuya vaina estaba bastante deteriorada.

—¡Por Belcebú, señor! —exclamó Carmaux riendo—. Si el gobernador de Maracaibo tiene valientes como este, es de suponer que no les alimenta a base de capones, porque está más seco que un arenque ahumado. Tenéis razón, capitán; no vale la pena ahorcarle.

—Ya he dicho que no es esa mi intención —repuso el Corsario Negro.

Luego, tocando al prisionero con la punta de la espada, le dijo:

—Si aprecias tu pellejo, habla.

—La piel ya la he perdido —repuso el español—. Nadie sale con vida de vuestras manos. Si os contara lo que deseáis saber acabaríais igualmente conmigo. Haga lo que haga, no voy a ver la luz del nuevo día.

—El español tiene valor —dijo Wan Stiller.

—Su respuesta bien vale el perdón —añadió el corsario—. ¿Vas a hablar?

—No —repuso el prisionero.

—He prometido perdonarte la vida.

—¿Y yo he de creeros?

—¡Cómo! Pero ¿no sabes quién soy?

—Un filibustero, supongo.

—Un filibustero que se llama el Corsario Negro.

—¡Por mil centellas! —exclamó el español palideciendo—. ¡El Corsario Negro aquí! ¡Habéis venido para exterminarnos a todos y vengar la muerte de vuestro hermano el Corsario Rojo!

—Eso será lo que haré si no hablas —dijo el filibustero con voz sombría—. Exterminaré a toda la población de Maracaibo y no dejaré piedra sobre piedra en la ciudad.

—¡Por todos los santos! ¡Vos aquí…! —repitió el prisionero, que no salía de su asombro.

—¡Habla!

—Es inútil, ¡me doy por muerto!

—Has de saber que el Corsario Negro es un gentilhombre. Y un gentilhombre no falta nunca a su palabra —replicó solemnemente el capitán.

—Entonces, interrogadme.

3. El prisionero

A una señal del capitán, Wan Stiller y Carmaux levantaron al prisionero y le obligaron a sentarse al pie de un árbol. Aunque estaban seguros de que no cometería la locura de intentar fugarse, no le desataron las manos.

El Corsario Negro se sentó frente a él, sobre una enorme raíz que brotaba del suelo como una gigantesca serpiente, mientras los filibusteros montaban guardia a algunos pasos, pues no estaban completamente seguros de que el prisionero estuviera solo.

—Dime —dijo el corsario al prisionero tras unos momentos de silencio—, ¿sigue mi hermano expuesto en la horca?

—Sí —repuso el español—. El gobernador ha ordenado que los cadáveres permanezcan colgados en la horca durante tres días y tres noches antes de arrojarlos al bosque para que sean pasto de las fieras.

—¿Crees que será posible rescatar el cadáver?

—Quizá. Durante la noche no hay más que un centinela de guardia en la plaza de Granada. Los quince ahorcados ya no pueden escapar.

—¡Quince! —exclamó el Corsario Negro con acento sombrío—. ¿De modo que el feroz Van Guld no ha respetado a ninguno?

—A ninguno.

—¿Y no teme la venganza de los filibusteros de La Tortuga?

—En Maracaibo no faltan tropas ni cañones.

Una sonrisa de desprecio se dibujó en los labios del fiero corsario.

—¿Qué son los cañones para nosotros? —dijo—. Nuestros sables valen más que todos vuestros cañones. Lo habéis podido comprobar en los asaltos de San Francisco de Campeche, en San Agustín de La Florida y en otros combates.

—Sin embargo, Van Guld se siente seguro en Maracaibo.

—¿Sí? Está bien… ¡Ya lo veremos cuando me presente en la ciudad con el Olonés!

—¡Con el Olonés! —exclamó el español, que temblaba aterrorizado.

El Corsario Negro no debió de percatarse del temor del prisionero, porque continuó:

—¿Qué es lo que estabas haciendo en el bosque?

—Vigilaba la playa.

—¿Solo?

—Sí, solo.

—¿Temíais que atacáramos por sorpresa?

—Sí, habían visto una nave anclada en el golfo, una nave sospechosa.

—¿La mía?

—Si estáis vos aquí, seguramente sería vuestro barco.

—Y el gobernador se habrá apresurado a tomar las debidas precauciones…

—Aún ha hecho más: ha enviado mensajes a Gibraltar para prevenir al almirante Toledo.

Esta vez fue el corsario quien se estremeció; no de miedo, pero sí con gran inquietud.

—¡Ah! —exclamó, mientras su ya pálida tez se ponía aún más lívida—. ¿Corre algún peligro mi barco?

Pero no le dio tiempo a que el español le contestara y, encogiéndose de hombros, añadió:

—¡Bah! Cuando el almirante llegue a Maracaibo, yo ya estaré a bordo del Rayo.

Se levantó bruscamente, llamó a los dos filibusteros con un silbido y ordenó:

—¡En marcha!

—¿Qué hacemos con este hombre? —preguntó Carmaux.

—Vendrá con nosotros. Si se os escapa, responderéis de él con vuestra vida.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. Le sujetaré por el cinto para evitar que ponga pies en polvorosa.

Se pusieron en camino. Carmaux marchaba a la cabeza. Tras él, y precedido por el prisionero, iba Wan Stiller, que no perdía de vista a aquel ni un solo momento.

Comenzaba a alborear. Las tinieblas desaparecían rápidamente, expulsadas por la rosada luz que empezaba a invadir el cielo y que penetraba débilmente en el bosque a través del espeso follaje.

Los monos, tan abundantes en la América meridional, y especialmente en Venezuela, se despertaban e inundaban el bosque con sus extraños gritos.

En las copas de las espléndidas palmeras de tronco sutil y elegante, entre el verde follaje de los enormes eriodendron, en los gruesos bejucos que rodeaban los árboles, asidos a las raíces aéreas de las aroideas o colgados en las ramas de las bromelias de flores color escarlata, se agitaban como enloquecidos cuadrumanos de toda especie.

Allí se veía una pequeña familia de titís, los monos más graciosos y, al mismo tiempo, los más esbeltos e inteligentes, aun cuando son tan pequeños que caben en un bolsillo de la chaqueta. Más lejos podía verse un grupo de sagüís rojos, algo más grandes que las ardillas y cuya cabeza está rodeada por una pequeña melena que les confiere cierto aspecto de leones. No faltaban los pregos, cuadrumanos que todo lo arrasan y que son el terror de los plantadores, ni tampoco unos monos de brazos y piernas tan largos que parecen arañas de enormes dimensiones.

También había una gran abundancia de aves de todas clases, que mezclaban su algarabía con la de los simios. Entre las grandes hojas de los bombonajes, de las cuales se obtiene el jipijapa con el que se fabrican los sombreros de Panamá; en medio de los macizos de laransias, cuyas flores exhalan un fortísimo perfume, o entre las cuaresmillas, espléndidas palmas de flores purpúreas, parloteaban a pleno pulmón bandadas de maitacas, papagayos con la cabeza de color azul turquesa, y de aras, guacamayos rojos de grandes dimensiones, que pasan el día emitiendo constantemente su grito: «¡Ará, ará!». Abundaban también las curujas, llamadas también aves lloronas porque parece que lloran siempre como si tuviesen algo de que lamentarse.

Los filibusteros y el español, acostumbrados a recorrer las grandes selvas del continente americano y de las islas del golfo de México, no se entretenían contemplando los árboles, los monos y los pájaros. Caminaban lo más rápidamente que les era posible, en busca de los senderos abiertos por las fieras o por los indios. Estaban ansiosos por salir de aquel caos vegetal y llegar a Maracaibo.

El Corsario Negro se había sumido en una profunda meditación y su aspecto, como de costumbre, era tétrico. Su semblante no cambiaba nunca, ni siquiera a bordo de un barco o en los festines a que solían entregarse los filibusteros de La Tortuga.

Envuelto en su ferreruelo negro, con el chambergo calado hasta los ojos, la mano izquierda apoyada en la guarda de la espada y la cabeza inclinada sobre el pecho, caminaba tras Carmaux sin mirar a sus compañeros o al prisionero. Era como si anduviese solo por el bosque.

Los dos filibusteros, que conocían bien sus costumbres, se guardaron de hacerle alguna pregunta y sacarle de su meditación. Únicamente se dirigían entre ellos algunas palabras con las que pretendían indicar, indirectamente, al Corsario Negro el camino que debían seguir. Luego, acelerando la marcha, continuaban adentrándose entre aquellas redes gigantescas formadas por los sipós, los troncos de palma, los jacarandás y los masarandubas, espantando con su presencia a verdaderas bandadas de pájaros mosca, que levantaban el vuelo mostrando su espléndido plumaje de brillante color azul y su pico rojo como el fuego.

Llevaban dos horas de marcha cuando Carmaux, tras unos momentos de excitación y después de mirar detenidamente los árboles y el suelo, se detuvo señalando a Wan Stiller un macizo de cujueiros, plantas de hojas coriáceas que producen agradables sonidos cuando son agitadas por el viento.

—¿Es aquí, Wan Stiller? —preguntó—. Creo que no me engaño.

En aquel mismo instante surgieron de entre la maleza unos melodiosos sonidos que parecían emitidos por una flauta.

—¿Qué es eso? —preguntó el Corsario Negro levantando bruscamente la cabeza y desembozándose.

—Es la flauta de Moko —repuso Carmaux con una sonrisa.

—¿Y quién es Moko?

—El negro que nos ayudó a huir de la ciudad. Su cabaña está entre las plantas.

—¿Y por qué toca esa flauta?

—Estará amaestrando a sus serpientes.

—¿Es encantador?

—Sí, capitán.

—Esa flauta puede traicionarnos.

—Se la quitaremos.

—¿Y las serpientes?

—Las mandaremos a pasear por el bosque.

El corsario hizo una señal para que siguieran la marcha mientras desenvainaba el sable como si temiera alguna desagradable sorpresa.

Carmaux, por su parte, se había adentrado entre la maleza y avanzaba por un sendero apenas visible. De repente volvió a detenerse, lanzando un grito de estupor al tiempo que un escalofrío recorría su cuerpo.

Ante una casucha de ramas entretejidas, con el techo cubierto por grandes hojas de palma y semioculta tras una enorme cujera, planta azucarera que sombrea casi siempre las cabañas de los indios, estaba sentado un negro de formas hercúleas.

Era un digno representante de la raza africana. Su estatura era elevada, sus hombros anchos y robustos, el pecho amplio y fuerte, igual que las espaldas, y los brazos y las piernas tan musculosos que a buen seguro desarrollaban una fuerza descomunal.

Su rostro, a pesar de los labios gruesos, la ancha nariz y los pómulos salientes, era de agradables facciones y reflejaba bondad, ingenio e ingenuidad. No había de él la menor traza de esa expresión feroz que suele ser atributo de muchas razas africanas.

Sentado en el tronco de un árbol, tocaba una flauta hecha con una delgada caña de bambú de la que conseguía extraer dulces y prolongados sonidos que producían una agradable sensación de molicie. Mientras tanto, ocho o diez de los más peligrosos reptiles de la América meridional se deslizaban suavemente ante el negro. Entre ellos había algunas jaracarás, pequeñas serpientes de color tabaco, cabeza aplastada y triangular, cuello estrechísimo y tan venenosas que los indios las llaman «las malditas»; najas, cobras de cuello negro, llamadas ay-ay y que inyectan un veneno de efecto fulminante; serpientes de cascabel y algunos urutús, cuya mordedura produce parálisis en el miembro afectado.

El negro, al oír el grito de Carmaux, levantó la cabeza y fijó en él sus grandes ojos, que parecían de porcelana. Luego, quitándose la flauta de los labios, le dijo con cierto asombro:

—¿Aún aquí? Os creía en el golfo, lejos del alcance de los españoles.

—Allí estábamos, pero… ¡Que el diablo me lleve consigo si doy un solo paso entre esos reptiles!

—Mis animales no hacen daño a los amigos —repuso el negro con una sonrisa—. Espera un momento, amigo blanco. Voy a mandarlos a dormir.

Tomó un cesto de hojas entretejidas, puso en su interior las serpientes sin que estas opusieran la menor resistencia, lo cerró, colocó encima una gran piedra para mayor seguridad, y dijo:

—Ahora ya puedes entrar sin temor en mi cabaña, amigo blanco. ¿Vienes solo?

—Viene conmigo el capitán de mi barco, el hermano del Corsario Rojo.

—¿El Corsario Negro? ¿Aquí? Sin duda la ciudad va a temblar.

—Necesitamos que pongas tu cabaña a nuestra disposición. No te arrepentirás.

En aquel momento llegaba el corsario, junto con el prisionero y Wan Stiller. Saludó con un gesto al negro, que le esperaba en la puerta de la cabaña, y entró en esta tras Carmaux diciendo:

—¿Es este el hombre que os ayudó en vuestra huida?

—Sí, capitán.

—¿Acaso odia a los españoles?

—Tanto como nosotros.

—¿Conoce bien Maracaibo?

—Tan bien como nosotros conocemos La Tortuga.

El Corsario Negro se volvió hacia Moko, admirando la poderosa musculatura de aquel hijo de África. Luego, como hablando para sí, dijo:

—Este hombre podrá serme muy útil.

Echó una ojeada a la cabaña y, viendo en uno de sus ángulos una tosca silla hecha con ramas entretejidas, se sentó en ella y se sumergió nuevamente en una profunda reflexión.

Mientras tanto, el negro se apresuró a llevar algunas hogazas de harina de mandioca, piñas y una docena de dorados plátanos.

Luego ofreció a los recién llegados una calabaza llena de pulque, bebida que se obtiene fermentando el jugo extraído de la pita, y que los españoles llamaban aguamiel.

Los tres filibusteros, que no habían probado bocado en toda la noche, hicieron honor a la comida, sin olvidarse del prisionero. Y luego, acomodándose como mejor pudieron sobre unos haces de hojas frescas que el negro había llevado a la cabaña, no tardaron en quedar profundamente dormidos, como si no tuvieran ninguna preocupación.

Moko, por su parte, permaneció de centinela al cuidado del prisionero, al que ató fuertemente siguiendo las instrucciones de su amigo blanco.

Ninguno de los filibusteros se movió en todo el día. Apenas empezó a anochecer, el Corsario Negro se levantó bruscamente.

Estaba más pálido que de costumbre y sus ojos negros tenían un brillo siniestro.

Dio dos o tres vueltas por la cabaña con paso agitado. Y, parándose ante el prisionero, le dijo:

—Te he perdonado la vida aun teniendo pleno derecho a colgarte de cualquier árbol en cuanto se me hubiera antojado. A cambio, tienes que decirme si es posible entrar sin ser advertido en el palacio del gobernador.

—Queréis asesinarle para vengar la muerte del Corsario Rojo, ¿no es así?

—¡Asesinarlo! —exclamó el corsario enfurecido—. Soy un gentilhombre. Por lo tanto, no tengo la costumbre de matar a nadie a traición. Yo me bato, como caballero que soy, y si es preciso me batiré en duelo con él, pero no le asesinaré.

—De todas formas, jugáis con ventaja. El gobernador es casi un anciano, mientras que vos sois joven. Por otra parte, os será imposible introduciros en sus habitaciones sin ser apresado por alguno de los numerosos soldados que le protegen.

—Dicen que a pesar de su edad es un hombre muy valiente.

—Como un león.

—Estupendo, espero encontrarle dispuesto.

Se volvió hacia los dos filibusteros, que ya se habían levantado, y dijo a Wan Stiller:

—Tú permanecerás aquí vigilando a este hombre.

—Con el negro sería suficiente, capitán.

—La fuerza hercúlea de ese hombre me será de gran ayuda para transportar los restos de mi hermano.

Luego añadió:

—Ven, Carmaux; vamos a beber una botella de vino español a Maracaibo.

—¡Por mil tiburones hambrientos! ¿A estas horas, capitán? —exclamó Carmaux.

—¿Acaso tienes miedo?

—Con vos iría incluso al infierno a coger por las narices al mismísimo señor Belcebú, pero temo que seamos descubiertos.

Una sonrisa burlona contrajo los labios del Corsario Negro.

—No hay nada que temer —dijo después—. Vamos.

4. Un duelo entre cuatro paredes

Aun cuando Maracaibo no tuviese una población superior a diez mil almas, por aquella época era una de las más importantes ciudades con que contaba el Imperio español en el golfo de México.

Situada en una posición privilegiada, en el extremo meridional del golfo de Maracaibo, ante el estrecho que comunica con el gran lago homónimo que se adentra muchas leguas en el continente, se convirtió rápidamente en un puerto de gran importancia.

Los españoles la habían provisto de un poderoso fuerte artillado con un gran número de cañones y, en las dos islas que la protegían por el lado del golfo, se encontraban poderosas guarniciones siempre dispuestas a rechazar los repentinos ataques de los formidables filibusteros de La Tortuga.

Los primeros aventureros que pusieron el pie en aquellas tierras levantaron hermosas casas y bastantes palacios construidos por arquitectos que, procedentes de España, llegaban al Nuevo Mundo en busca de fortuna. Entre las casas y los palacios abundaban los establecimientos públicos, donde se reunían los ricos propietarios de minas y en los que siempre había motivos para bailar un fandango o un bolero.

Cuando el Corsario Negro, Carmaux y Moko entraron en Maracaibo, las calles estaban aún muy concurridas y las tabernas en las que se despachaban los vinos del otro lado del Atlántico, abarrotadas. Ni siquiera en las colonias renunciaban los españoles a beber unos vasos de los excelentes caldos de sus viñas malagueñas y jerezanas.

El corsario aminoraba el paso. Con el chambergo calado, embozado en su ferreruelo aunque la noche era templada, y con la mano izquierda apoyada en la guarnición de su espada, miraba las calles y las casas como si quisiera retener la imagen en su mente.

Al llegar a la plaza de Granada, que era el centro de la ciudad, se detuvo junto a la esquina de una casa y se apoyó en la pared. Parecía como si una súbita debilidad se hubiera apoderado del temible merodeador del golfo.

La plaza ofrecía un aspecto tan lúgubre que hubiera hecho temblar al más impávido de los hombres.

De las quince horcas dispuestas en semicírculo ante un palacio sobre el que ondeaba la bandera española, pendían quince cadáveres.

Estaban todos descalzos y con las ropas hechas jirones. Solo uno de ellos conservaba intacto su traje, una casaca color del fuego, y estaba calzado con altas botas.

Sobre aquellas quince horcas revoloteaban bandadas de zopilotes y urubúes, aves rapaces que entonces eran los únicos encargados de la limpieza de las ciudades en la América Central y que esperaban ansiosamente a que los cuerpos de aquellos desgraciados se descompusieran para lanzarse sobre ellos.

Carmaux se acercó al Corsario Negro y le dijo en voz baja:

—Ahí están nuestros compañeros.

—Sí —repuso el corsario con un gesto sombrío—. Están clamando venganza y pronto la tendrán.

Se separó de la pared haciendo un violento esfuerzo, inclinó la cabeza sobre el pecho, como si quisiera ocultar la terrible emoción que descomponía sus facciones, y se alejó a grandes pasos. Poco después estaba en una de aquellas posadas en las que solían reunirse los noctámbulos para charlar cómodamente mientras bebían algunos vasos de buen vino.

Encontraron una mesa vacía y el Corsario Negro se dejó caer en un taburete, sin levantar la cabeza, mientras Carmaux gritaba:

—¡Posadero! ¡Trae aquí enseguida una jarra del mejor jerez que tengas! ¡Y que sea legítimo, porque si no lo es, posadero de los demonios, no respondo de tus orejas…! ¡Ah, el aire del golfo me ha producido tanta sed que sería capaz de dejar secas tus bodegas!

Estas palabras, dichas en perfecto vascuence, hicieron acudir más que aprisa al tabernero, que llevaba una jarra de excelente vino.

Carmaux llenó tres vasos. Pero el Corsario Negro estaba tan absorto en sus tétricas meditaciones que ni siquiera se molestó en mirar el suyo.

—¡Por mil tiburones! —masculló Carmaux dando un codazo al negro—. El patrón está en plena tempestad. ¡No me gustaría encontrarme en el pellejo de los españoles! ¡Vive Dios que sigo creyendo que ha sido una gran temeridad venir hasta aquí, pero ya no tengo miedo!

Miró a su alrededor, no sin cierto temor, y sus ojos se encontraron con los de cinco o seis individuos armados con descomunales navajas y que le miraban con particular atención.

—Creo que me estaban escuchando —dijo al negro—. ¿Quiénes son esos tipos?

—Vascos al servicio del gobernador.

—¡Vascos…! Compatriotas que militan bajo otra bandera. ¡Bah! Si creen que van a asustarme con sus navajas están muy equivocados.

Aquellos individuos habían tirado los cigarros que estaban fumando y, tras remojarse el gaznate con unos vasos de málaga, se pusieron a hablar entre ellos, en voz muy alta para que Carmaux les oyese perfectamente.

—¿Habéis visto a los ahorcados? —preguntó uno de ellos.

—He ido a verlos esta tarde —respondió otro—. ¡Es un hermoso espectáculo el que ofrecen esos canallas! No hay ni uno de ellos que no cause risa, con más de medio palmo de lengua colgando… ¡Sí, un bello espectáculo!

—¿Y el Corsario Rojo? —añadió un tercero—. Para ridiculizarle aún más le han puesto entre los labios un cigarro.

—Y yo quiero ponerle un quitasol en una de sus manos. Así podrá resguardarse del ardiente sol de la mañana. Veréis como… Un terrible puñetazo dado en la mesa que hizo bailar vasos y botellas interrumpió las palabras del vasco.

Carmaux, no pudiendo contenerse ante tanta palabrería, y antes de que el Corsario Negro pudiera detenerle, se había levantado con la rapidez del rayo y dio en la mesa vecina aquel formidable golpe.

—¡Rayos de Dios! —exclamó—. ¡Es una bonita proeza la de reírse de los muertos, pero es mucho más honrado burlarse de los vivos, caballeros!

Los vascos, asombrados ante aquel repentino estallido de ira del desconocido, se levantaron precipitadamente esgrimiendo sus navajas. Luego uno de ellos, sin duda el más atrevido, preguntó a Carmaux frunciendo el ceño:

—¿Y vos quién sois, caballero?

—Un vasco que no duda en atravesar el vientre a los vivos cuando es preciso, pero que respeta a los muertos.

Ante aquella respuesta, que podía tomarse como una simple bravata, los cinco bebedores estallaron en risotadas al tiempo que mandaban al filibustero a freír espárragos.

—¿Tendré, además, que soportar vuestras impertinencias? —exclamó Carmaux pálido de ira.

Miró al corsario, que per manecía inmóvil, como si todo aquello nada tuviera que ver con él, y enseguida, alargando el brazo hacia el que le había interrogado, le empujó furiosamente gritando:

—¡El lobo de mar va a merendarse al lobezno de tierra!

El vasco cayó sobre una mesa, pero inmediatamente volvió a ponerse en pie, sacó la navaja que llevaba en el cinto y la abrió con un golpe seco.

Iba a caer sin más preámbulos sobre Carmaux para atravesarle de parte a parte, cuando el negro, que hasta entonces había permanecido a la expectativa, a una seña del corsario se colocó de un salto entre los dos contendientes blandiendo una pesada silla de madera.

—¡Quieto o te aplasto! —gritó al hombre de la navaja.

Al ver a aquel gigante de piel tan negra como el carbón, y cuya poderosa musculatura parecía que iba a estallar de un momento a otro, los vascos retrocedieron para evitar ser aplastados por la silla que Moko hacía girar vertiginosamente sobre su cabeza.

Al oír aquel estrépito, quince o veinte clientes que se encontraban en una sala contigua hicieron acto de presencia precedidos por un gigantesco individuo armado con un espadón, tocado con un amplio chambergo adornado con plumas y ligeramente inclinado y con el pecho cubierto por una vieja coraza de piel de Córdoba.

—¿Qué ocurre aquí? —dijo rudamente aquel hombre, desenvainando la espada.

—Sucede, caballero —repuso Carmaux inclinándose ante él con aire burlesco—, algo que a vos no os importa. No tenéis por qué meter vuestras narices en asuntos que no son de vuestra incumbencia.

—¡Por todos los diablos! —gritó el espadachín frunciendo el ceño—. Es evidente que no conocéis al señor de Gamara y Miranda, conde de Badajoz, marqués de Camargua y duque de…

—De los infiernos —dijo flemáticamente el Corsario Negro, levantándose y mirando fijamente al recién llegado—. ¿Sois algo más, caballero, aparte de conde, marqués y duque?

El señor de Gamara y tantos lugares más se puso tan rojo como una peonía. Luego palideció y dijo con voz ronca:

—¡Por todas las brujas infernales! Creo que voy a mandaros al otro mundo a hacer compañía a ese perro del Corsario Rojo que está colgado con sus catorce bribones en la plaza de Granada.

Al oír estas palabras, fue el Corsario Negro el que palideció horriblemente. Con un gesto contuvo a Carmaux, que se disponía a lanzarse sobre el señor de Gamara; se quitó el ferreruelo y el chambergo y, con un rápido movimiento, desnudó el acero diciendo enfurecido:

—El perro sois vos, y vuestra alma va a ir a hacer compañía a los ahorcados, maldito granuja.

Hizo una seña a los presentes para que le hicieran sitio y se colocó frente al señor de Gamara —cuyo aspecto, más que de noble, era el de un vulgar aventurero— poniéndose en guardia con una elegancia y seguridad que desconcertaron a su adversario.

—¡En guardia, vizconde de los infiernos! —dijo entre dientes—. ¡Dentro de poco habrá aquí un muerto!

El aventurero se puso en guardia. Pero, casi inmediatamente, depuso el arma diciendo:

—Un momento, caballero. Cuando un hombre se bate tiene derecho a conocer el nombre del adversario.

—Soy más noble que vos. ¿Os basta?

—No. Es el nombre lo que quiero saber.

—¿Queréis saberlo? Sea. Pero peor para vos. No puedo permitir que sigáis con vida después de saber mi nombre. Comprendedlo, nadie más lo debe saber.

Se acercó al aventurero y murmuró a su oído algunas palabras.

El señor de Gamara, lanzando un grito de asombro y espanto, retrocedió algunos pasos como queriendo refugiarse entre los presentes y confiarles el nombre que tan secretamente le había dicho el corsario. Pero este inició vivamente su ataque, obligándole a defenderse.

El duelo tenía lugar dentro del círculo que los espectadores formaban alrededor de los contendientes. En primera línea estaban Carmaux y el negro Moko, que no parecían muy preocupados por el desenlace de aquella pelea, sobre todo Carmaux, que sabía sobradamente de lo que era capaz el temible corsario.

Tras detener los primeros golpes, el aventurero comprendió que tenía ante él a un formidable adversario, un hombre dispuesto a matarle a la primera oportunidad, y recurría a todos los recursos de la esgrima para frenar la lluvia de estocadas que le caía encima.

El adversario del Corsario Negro, sin embargo, no era un espadachín cualquiera. Alto, grueso y muy robusto, de pulso firme y brazo vigoroso, opondría una gran resistencia y no sería presa fácil.

El corsario, por su parte, no le daba ni un momento de respiro. Había comprobado la perfecta esgrima de su contrincante y no se tomaba el más mínimo descanso.

Su espada amenazaba continuamente al aventurero, obligándole a efectuar continuas paradas. La brillante punta describía un gran número de líneas, batía el acero del contrincante arrancándole chispas y tiraba a fondo con tan gran velocidad que desconcertaba a los espectadores.

Al cabo de dos minutos, y a pesar de su poco menos que hercúlea fuerza, el aventurero empezó a dar muestras de cansancio. Se sentía casi imposibilitado para contener las acometidas de su adversario y había perdido su primitiva calma. Comprendía que su piel corría un serio peligro y que, efectivamente, era muy posible que fuera a hacer compañía a los ahorcados en la plaza de Granada.

El Corsario Negro, en cambio, parecía que acababa de desenvainar la espada.

Saltaba hacia delante con la agilidad de un jaguar, acometiendo cada vez con más vigor a su adversario. La cólera que le dominaba solo quedaba reflejada en su mirada, animada por un lóbrego fuego.

No apartaba ni un solo momento sus ojos de los del aventurero, como si pretendiera turbarle. El círculo formado por los espectadores se había abierto para dejar más espacio al señor de Gamara, que seguía retrocediendo y acercándose a la pared. Carmaux, siempre en primera línea, empezaba a reír y preveía ya el final de aquel terrible duelo.

De pronto el aventurero chocó con la pared. Palideció y gruesas gotas de sudor frío corrieron por su frente.

—¡Basta! —dijo con voz anhelante.

—No —repuso el Corsario Negro con siniestro acento—. Mi secreto ha de morir con vos.

Su adversario intentó un ataque desesperado. Se agachó cuanto pudo y lanzándose contra el corsario intentó tres o cuatro estocadas, una tras otra.

El Corsario Negro, firme como una roca, las detuvo con prodigiosa habilidad.

—¡Ahora te voy a clavar en la pared! —le dijo.

Enloquecido de terror y comprendiendo que no tenía posibilidades de salvación, empezó a gritar:

—¡Socorro! ¡Ayudadme, es el…!

No pudo concluir la frase. La espada del corsario atravesó su pecho y fue a clavarse en la pared.

Un chorro de sangre manó de sus labios y cayó en la coraza de piel, que no había sido lo bastante resistente para resguardarle de aquella terrible estocada. Abrió desmesuradamente los ojos como para mirar aterrorizado a su adversario por última vez; y luego cayó al suelo, rompiendo la hoja de la espada que le mantenía clavado en la pared.

—¡Buen viaje! —dijo Carmaux con sorna.

Se inclinó sobre el cadáver, le quitó de la mano la espada y alargándosela al Corsario Negro, que miraba fijamente el cuerpo del aventurero, le dijo:

—Ya que el señor de Gamara os ha roto vuestra espada, tomad la suya. ¡Rayos! ¡Es legítimo acero de Toledo! ¡Os lo aseguro, señor!

El corsario aceptó la espada del aventurero sin decir ni una palabra, tomó su chambergo y el ferreruelo, dejó en la mesa un doblón de oro y salió de la posada seguido por Carmaux y el negro sin que ninguno de los presentes se atreviera a detenerlos.

5. El ahorcado

Cuando el corsario y sus dos compañeros llegaron a la plaza de Granada era tal la oscuridad reinante que no se podía distinguir a una persona situada a veinte pasos.

En la plaza reinaba un profundo silencio, únicamente roto por los macabros graznidos de algunos urubúes que seguían con la mirada fija en las horcas de los quince filibusteros. Ni siquiera se oían los pasos del centinela que montaba guardia ante el palacio del gobernador, que se alzaba majestuoso frente a las quince horcas.

Andando siempre pegados a las paredes de las casas o tras los troncos de las palmeras, el Corsario Negro, Carmaux y Moko avanzaban lentamente, aguzando la vista y el oído y con las manos sobre las armas, intentando llegar hasta los ajusticiados sin que nadie pudiera verles.

De vez en cuando, cuando algún rumor rompía la quietud de la vasta explanada, se detenían bajo algún árbol o en el umbral de alguna puerta, esperando con gran ansiedad que el silencio se restableciera.

Estaban ya a pocos pasos de la primera horca, en la que se balanceaba movido por la brisa nocturna el cuerpo casi desnudo de un pobre diablo, cuando el corsario indicó con la mano a sus compañeros una sombra humana que se movía junto a una de las esquinas del palacio del gobernador.

—¡Por mil tiburones hambrientos! —masculló Carmaux—. ¡Ese es el centinela…! Va a estropear nuestra empresa.

—Pero Moko es fuerte —dijo el negro—. ¡Yo me encargo de degollar a ese tipo!

—¡Y lo más probable es que te agujereen el vientre, amigo!

El negro esbozó una sonrisa, mostrando dos filas de dientes blancos como el marfil y tan afilados que hubieran podido causar envidia a un tiburón, mientras decía:

—Moko es astuto y sabe deslizarse tan sigilosamente como las serpientes que encanta, amigo blanco.

—Si es así, hazlo —le dijo el Corsario Negro—. Antes de ofrecerte un lugar entre mis hombres quiero tener una prueba de tu audacia.

—La tendréis, señor. Cogeré a ese hombre de la misma forma que cogía en otros tiempos los caimanes de la laguna.

Se desenrolló de la cintura una cuerda muy fina de cuero trenzado, un verdadero lazo que, igual que los usados por los vaqueros mexicanos para derribar a los toros, tenía en uno de sus extremos un anillo. Luego se alejó silenciosamente, procurando incluso contener la respiración.

El Corsario Negro, oculto tras el tronco de una palmera, le miraba atentamente, quizá admirando la resolución de aquel negro que, casi inerme, iba a hacer frente a un hombre bien armado y seguramente tan resuelto como él.

—¡Tiene agallas ese negro! —dijo Carmaux.

El corsario hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no pronunció ni una sola palabra. Seguía mirando al africano, que, deslizándose por el suelo como una serpiente, se acercaba poco a poco al palacio del gobernador.

El soldado se alejaba de la esquina, dirigiéndose hacia el portalón. Estaba armado con una alabarda y una espada que colgaba de su cinto.

Al ver que el español le volvía la espalda, Moko empezó a deslizarse con mayor rapidez, siempre con el lazo en una mano. Cuando ya solo le separaban del centinela diez o doce pasos se y lo lanzó con mano firme.

Se oyó un ligero silbido, luego un grito sofocado. El soldado rodó por el suelo, dejando caer la alabarda y moviendo enloquecidamente los brazos y las piernas.

Con un salto digno de un león, Moko se echó sobre él. Amordazarle fuertemente con la faja roja que llevaba ceñida a la cintura, atarle bien y cargar con él como si de un chiquillo se tratara, fue cosa de pocos segundos.

—¡Aquí le tenéis! —dijo echándolo a los pies del capitán como si fuera un fardo.

—Eres un valiente —repuso el Corsario Negro—. Átale a ese árbol y sígueme.

Ayudado por Carmaux, el negro cumplió la orden. Luego se reunieron ambos con su capitán, el cual examinaba detenidamente a los ahorcados que se balanceaban impulsados por la brisa nocturna.

Ya en el centro de la gran plaza, el Corsario Negro se detuvo ante uno de los ajusticiados, que estaba vestido de rojo y al que, como siniestra burla, le habían colocado entre los labios un cigarro.

Al verle, el corsario lanzó un grito de horror.

—¡Malditos! —exclamó—. Tenían que completar su vil obra con este escarnio.

Su voz, que parecía el ronco rugido de una fiera, quedó ahogada por un sollozo desgarrador.

—Señor —dijo Carmaux con voz conmovida—, sed fuerte.

El corsario se limitó a hacer un gesto con la mano indicando el cadáver a Carmaux.

—Enseguida, mi capitán —repuso Carmaux.

El negro trepó por el madero, llevando sujeto entre los dientes un cuchillo de filibustero. De un solo golpe cortó la cuerda e hizo descender lentamente el cadáver hacia el suelo.

Carmaux se colocó debajo. A pesar de que la putrefacción había empezado a descomponer las carnes del Corsario Rojo, el filibustero tomó el cuerpo en sus brazos con gran delicadeza y lo cubrió con el ferreruelo que le había alargado el capitán.

—Vámonos —dijo el corsario, al tiempo que suspiraba profundamente—. Nuestra misión ha terminado y el mar está esperando los restos del valeroso Corsario Rojo.

El negro tomó el cadáver y lo envolvió perfectamente en la capa. Los tres hombres no tardaron en abandonar la plaza.

Al llegar al extremo de ella, el Corsario Negro se volvió mirando por última vez a los catorce ahorcados, cuyos cuerpos se recortaban lúgubremente en las tinieblas, y dijo roncamente:

—Adiós, infortunados valientes. Adiós, compañeros del Corsario Rojo. ¡Los filibusteros no tardarán en vengar vuestra muerte!

Y, mirando fijamente al palacio del gobernador, añadió sombríamente:

—¡Entre tú y yo, Van Guld, está la muerte!

Se pusieron en camino, apresurándose a salir de Maracaibo para llegar hasta el mar y volver a bordo del barco corsario. Ya no tenían nada que hacer en aquella ciudad, en cuyas calles, tras los incidentes de la posada, no podían sentirse seguros.

Habían recorrido tres o cuatro callejas desiertas cuando Carmaux, que iba a la cabeza como siempre, creyó distinguir algunas sombras humanas semiocultas bajo las oscuras arcadas de una de las casas.

—Despacio —murmuró volviéndose hacia sus compañeros—. Creo que alguien nos está esperando.

—¿Dónde? —preguntó el corsario.

—Allí debajo.

—¿Serán los hombres de la posada?

—¡Rayos! ¿Otra vez esos vascos con sus navajas?

—Cinco no son demasiados para nosotros. Les haremos pagar cara esta sorpresa —dijo el Corsario Negro desenvainando decididamente la espada.

—Mi sable de abordaje opondrá una digna resistencia a sus navajas —dijo Carmaux.

Tres hombres envueltos en amplias mantas, sarapes al parecer, se pararon ante un portalón obstruyendo la acera de la derecha mientras los otros dos, que se habían ocultado tras un carro abandonado, cerraban la salida de la izquierda.

—Son ellos, los cinco vascos —dijo Carmaux—. Veo relucir las navajas en sus cintos.

—Tú encárgate de los dos de la izquierda, yo lo haré de los tres de la derecha —dijo el Corsario Negro—. Tú, Moko, sigue andando con el cadáver y espéranos en las lindes del bosque.

Los cinco vascos se quitaron las mantas y, plegándolas en cuatro dobleces, se las pusieron sobre el brazo izquierdo. Luego abrieron sus largas navajas, cuyas puntas eran tan afiladas como las de las espadas.

—¡Ah! —dijo el que había sido empujado por Carmaux—. ¡Por lo visto no nos hemos equivocado!

—¡Paso! —gritó enfurecido el Corsario Negro, que se había colocado delante de sus compañeros.

—¡Sin prisas, caballero! —dijo el vasco adelantando algunos pasos.

—¿Qué es lo que quieres?

—Satisfacer mi curiosidad, lo mismo que mis compañeros.

—¿Qué quieres saber?

—Quiero saber quién sois, caballero.

—Soy un hombre que elimina a quien le molesta —repuso el corsario avanzando con la espada desnuda.

—Entonces, caballero, he de deciros que nosotros no tenemos miedo a nadie y que nos dejaremos matar como ese pobre diablo al que habéis clavado en la pared de la posada. ¡Vuestro nombre, vuestros títulos! ¡Dádnoslos o no saldréis de Maracaibo! Estamos al servicio del señor gobernador y tenemos que dar cuenta de las personas que andan por las calles de la ciudad a estas horas de la noche.

—Si queréis saber mi nombre, venid aquí a preguntármelo —repuso el Corsario Negro poniéndose rápidamente en guardia—. Carmaux, para ti los dos de la izquierda.

El filibustero desenvainó el sable de abordaje y se dirigió resueltamente hacia los dos hombres que les cerraban el paso por el lado izquierdo.

Los cinco vascos no se movieron; esperaban el ataque de los filibusteros. Firmes sobre sus piernas, que tenían ligeramente separadas para poder moverse más fácilmente cuando fuera necesario, con la mano izquierda apoyada en la cadera y la derecha en el mango de la navaja, con el dedo pulgar puesto sobre la parte más ancha de la hoja, esperaban el momento oportuno para defenderse con sus temibles armas del ataque de los forasteros.

Debían de ser cinco diestros, cinco de esos valentones que no desconocen los golpes más terribles, como el jabeque, herida de navaja que desfigura el rostro, o el terrible desjarretazo, que se da por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la columna vertebral.

Ante la inmovilidad de los cinco hombres, el Corsario Negro, ansioso por abandonar la ciudad, cayó sobre los tres de su diestra lanzando estocadas a derecha e izquierda con una velocidad asombrosa. Por su parte, Carmaux cargaba sobre los otros dos blandiendo enloquecidamente su sable de abordaje.

Los cinco vascos, sin embargo, no se asustaron lo más mínimo. Dotados de una prodigiosa agilidad, saltaban hacia atrás deteniendo las acometidas, unas veces con las largas hojas de sus navajas y otras con los sarapes que tenían arrollados en el brazo izquierdo.

Los dos filibusteros atacaron con prudencia, comprendiendo que se estaban enfrentando a peligrosos adversarios.

Sin embargo, cuando vieron que Moko se alejaba con el cadáver del Corsario Rojo, volvieron a cargar con furia deseosos de acabar con aquellos hombres antes de que la ronda nocturna de la guardia del gobernador pudiese llegar en ayuda de los vascos.

El corsario, cuya espada era mucho más larga que las navajas de sus adversarios y cuya habilidad en la esgrima era extraordinaria, podía arreglárselas bien. Por el contrario, Carmaux se veía obligado a estar siempre en guardia, ya que su sable de abordaje era demasiado corto.

Los siete hombres luchaban con furor, pero en silencio, preocupados, ante todo, de detener las acometidas de los adversarios. El movimiento era continuo: avanzaban, retrocedían, saltaban a la izquierda, a la derecha, siempre batiendo vigorosamente el acero.

De pronto el Corsario Negro, al ver que uno de sus tres adversarios daba un paso en falso, perdía el equilibrio y dejaba su pecho al descubierto, se tiró a fondo con un movimiento fulmíneo.

La punta de la espada dio en el blanco y el hombre cayó al suelo sin lanzar ni un solo gemido.

—¡El primero! —dijo el Corsario Negro revolviéndose entre los otros vascos—. ¡No tardaré en tener también vuestra piel!

Los dos hombres, a los que lo sucedido no había impresionado en absoluto, siguieron firmes haciendo frente al corsario sin retroceder ni un solo paso.

De improviso, el más ágil de ellos hizo ademán de echarse sobre el corsario, inclinándose hasta tocar el suelo y adelantando el brazo que llevaba envuelto en el sarape como si quisiera poner en práctica el golpe que los españoles llamaban de la parte baja, con el que sin duda pretendería abrir el vientre de su adversario. Sin embargo, no tardó en levantarse de un salto. Luego, con un rapidísimo movimiento, intentó el desjarretazo.

Con la misma rapidez, el Corsario Negro se hizo a un lado y tiró a fondo sin perder un instante. Desgraciadamente para él, la hoja de su espada toledana topó con el sarape del español.

Procuró ponerse en guardia lo antes posible para poder parar los golpes del otro vasco, pero una expresión de contrariedad se dibujó en su rostro al tiempo que lanzaba un grito de rabia.

La hoja de su espada, tras el encontronazo con el brazo del vasco, había quedado partida en dos. El Corsario Negro estaba totalmente inerme.

Dio un salto atrás agitando el pedazo de espada que aún conservaba en la mano y gritando:

—¡A mí, Carmaux!

El filibustero, que aún no había podido deshacerse de sus dos adversarios, a pesar de que les había obligado a retroceder hasta el final de la calle, llegó inmediatamente hasta el lugar en que se encontraba su capitán.

—¡Por mil tiburones! —exclamó—. ¡Os encontráis en un buen aprieto! Podremos considerarnos unos héroes si conseguimos quitarnos de encima a esta jauría de perros.

—En nuestras manos tenemos las vidas de dos de esos bribones —repuso el Corsario Negro amartillando precipitadamente la pistola que llevaba sujeta al cinto.

Se disponía a abrir fuego sobre el más cercano de los hombres cuando vio precipitarse sobre los cuatro vascos, que se habían reunido y estaban seguros de su victoria final, una sombra gigantesca.

Era un hombre, y llegaba en el momento oportuno. Tenía entre las manos un enorme garrote.

—¡Moko! —exclamaron el Corsario Negro y Carmaux.

En lugar de responder, el negro levantó el palo y empezó a descargar golpes sobre los adversarios. Y con tal furia lo hizo que, en un abrir y cerrar de ojos, los infelices se vieron rodando por tierra, unos con la cabeza abierta y otros con las costillas hundidas.

—¡Gracias, amigo! —gritó Carmaux—. ¡Rayos! ¡Has hecho un buen trabajo!

—¡Huyamos! —dijo el corsario—. Aquí ya no nos necesitan para nada.

Algunos vecinos, que se habían despertado con los quejidos de los cuatro vascos, abrían las ventanas para ver qué sucedía en la calle.

Los dos filibusteros y el negro, desembarazados ya de los cinco asaltantes, no tardaron en desaparecer tras una esquina.

—¿Dónde has dejado el cadáver? —preguntó el Corsario Negro al africano.

—Fuera de la ciudad —repuso Moko.

—Gracias por tu ayuda.

—Pensé que quizá podría ser necesario y me apresuré a volver hasta aquí.

—¿Has visto a alguien en los arrabales?

—Todo está completamente desierto.

—Tenemos que abandonar la ciudad antes de que alguien acuda en ayuda de esos perros —dijo el corsario.

Iban a reemprender la retirada cuando Carmaux, que se había adelantado y examinaba una de las calles laterales, retrocedió rápidamente diciendo:

—Capitán, por ahí viene la ronda.

—¿Por dónde?

—Por esa calleja.

—Huiremos por otra. ¡Las armas en la mano, valientes, y adelante!

—¡Pero vos estáis desarmado, capitán!

—Ve a buscar el arma del vasco al que he matado. A falta de una espada, buena es una navaja.

—Con vuestro permiso os ofrezco mi sable, capitán. Yo sé manejar bien esos cuchillos.

El valiente marinero alargó su sable al Corsario Negro. Luego volvió al escenario de la pelea para recoger la navaja del vasco, que en sus manos era también una terrible arma.

Mientras tanto, la ronda se acercaba rápidamente. Sin duda había oído los gritos de los vascos y el chocar del acero, y sus soldados querrían llegar cuanto antes al lugar de la lucha.

Los filibusteros, precedidos por Moko, echaron a correr, arrimados siempre a las paredes de las casas. Apenas habían recorrido ciento cincuenta pasos cuando oyeron el rítmico paso de otra patrulla nocturna.

—¡Rayos y truenos! —exclamó Carmaux—. ¡Van a cogernos en medio!

El Corsario Negro se detuvo, empuñando el corto sable de abordaje del filibustero.

—¿Nos habrán traicionado? —murmuró.

—Capitán —dijo el africano—. Veo a ocho hombres armados de alabardas y mosquetes que avanzan rápidamente hacia nosotros.

—Amigos —repuso el Corsario Negro—, ahora ya se trata de vender cara nuestra piel.

—Ordenad lo que creáis oportuno, estamos dispuestos a todo —repusieron el filibustero y el negro decididamente.

—¡Moko!

—¿Señor?

—A ti te confío la misión de llevar el cadáver a bordo de mi barco. ¿Serás capaz de hacerlo? En la playa encontrarás el bote.

¡Ponte a salvo, junto con Wan Stiller!

—¡A vuestras órdenes!

—Nosotros haremos lo posible para desembarazarnos de nuestros enemigos. Si al final nos vencieran, Morgan sabrá qué hacer. ¡Anda! Lleva el cadáver de mi hermano al barco y luego vuelve aquí, a ver si estamos vivos o muertos.

—Preferiría quedarme con vos, capitán. Soy fuerte y creo que podría seros útil.

—Para mí, ahora lo más importante es que mi hermano pueda ser entregado a las aguas del mar como el Corsario Verde. Además, estoy seguro de que puedes ser más útil en el barco que aquí.

—¡Volveré con refuerzos, señor!

—De lo que no me cabe ninguna duda es de que Morgan vendrá. ¡Vete, ya está ahí la ronda!

El negro no se hizo repetir la orden dos veces. Pero, como las dos rondas obstruían completamente la calle, se escondió en un callejón que quedaba oculto tras la tapia de un jardín.

Así que el corsario vio desaparecer a Moko, se volvió hacia el filibustero diciendo:

—Preparémonos para caer sobre la patrulla que tenemos delante. Si con un ataque repentino conseguimos abrirnos paso, quizá podamos llegar pronto a las afueras y, enseguida, al bosque.

Estaban en aquellos momentos en la esquina de la calle. La segunda patrulla, que el negro había descubierto, no estaba ya a más de treinta pasos, mientras que la primera, que quizá se había detenido, no se divisaba aún.

—¡Preparados! —exclamó el corsario.

—Yo ya lo estoy —dijo el filibustero, que se había escondido en la esquina de una casa.

Los ocho alabarderos habían aminorado la marcha, como si temiesen alguna sorpresa. Uno de ellos, probablemente el comandante de la ronda, les dijo:

—¡Despacio, muchachos! Esos bribones no deben de andar lejos de aquí.

—Somos ocho, señor Elváez —repuso uno de los soldados—, y el posadero ha asegurado que los filibusteros no eran más que tres. No podrán oponer mucha resistencia.

—¡Qué tunante ese posadero! —murmuró Carmaux—. ¡Ha sido él quien nos ha delatado! ¡Como caiga en mis manos alguna vez juro que le abriré en el vientre un boquete tan grande que en pocos segundos saldrá por él todo el vino que haya podido beber en una semana!

El Corsario Negro levantó el sable, dispuesto a lanzarse al ataque.

—¡Adelante! —gritó.

Los dos filibusteros cayeron con irresistible ímpetu sobre los hombres de la ronda, que se disponían a doblar la esquina, esgrimiendo enfurecidos sus armas y dando golpes a diestro y siniestro con la velocidad del rayo.

Los alabarderos, sorprendidos por el repentino ataque, no pudieron resistir la furia de los atacantes y se dispersaron en todas direcciones para ponerse a salvo de aquella lluvia de estocadas.

Cuando se repusieron de su estupor, el Corsario Negro y su compañero se hallaban ya muy lejos. Pero advirtiendo que no eran más que dos los hombres que les habían atacado, se lanzaron tras ellos lanzando gritos desaforadamente:

—¡Detenedlos! ¡Detenedlos! ¡Son los filibusteros!

El corsario y Carmaux corrían desesperadamente, pero sin saber adónde se dirigían. Se habían metido en un laberinto de callejas y daban vueltas y vueltas, doblando esquinas sin conseguir encontrar un camino que les condujera a las afueras de la ciudad.

El vecindario, despertado por los gritos de la ronda y alarmados por la presencia de los temibles filibusteros, tan temidos en todas las ciudades españolas de América, se asomaba a las ventanas, abriéndolas y cerrándolas estrepitosamente mientras resonaba algún disparo de fusil.

La situación de los fugitivos era cada vez más desesperada; los gritos y los disparos podían hacer llegar la alarma al centro de la ciudad y poner en movimiento a la totalidad de la guarnición militar.

—¡Por todos los demonios! —exclamaba Carmaux mientras corría furiosamente—. ¡Estos gritos de pato asustado van a ser nuestra perdición! Si no encontramos la forma de llegar hasta las afueras acabaremos balanceándonos de un madero con un buen pedazo de soga al cuello.

Sin dejar de correr llegaron al extremo de una callejuela que parecía no tener salida alguna.

—¡Capitán! —gritó Carmaux, que iba a la cabeza—. ¡Nos hemos metido en la boca del lobo!

—¿Qué estás diciendo? —preguntó el Corsario Negro.

—Que estamos en un callejón sin salida.

—¿No hay ninguna pared que podamos escalar?

—Las únicas paredes que hay son las de las casas, y resultan demasiado altas.

—¡Volvámonos, Carmaux! Los soldados deben de estar aún bastante lejos y podemos encontrar otra calle que nos lleve hasta las afueras de la ciudad.

Se disponía a emprender la carrera cuando se detuvo bruscamente y dijo:

—¡No, Carmaux! Se me ha ocurrido una idea mejor. Creo que, si somos lo suficientemente astutos, podemos conseguir que pierdan nuestra pista.

Tras decir estas palabras, se dirigió hacia la casa que cerraba el callejón.

Era una modesta vivienda de dos plantas, construida con mampostería y con madera, y en su parte más alta tenía una pequeña terraza llena de tiestos de hermosas plantas y flores.

—Carmaux —dijo el corsario—, abre esa puerta.

—¿Vamos a escondernos en esta casa?

—Creo que es el único modo de conseguir que esos perros pierdan nuestra pista.

—Muy bien, capitán. Vamos a ser propietarios sin pagar ni un solo doblón.

Tomó la navaja, la abrió e introduciéndola por entre las tablas hizo saltar el pestillo.

Los dos filibusteros se apresuraron a entrar y a cerrar inmediatamente la puerta, mientras por el otro extremo de la calleja pasaba la ronda, cuyos soldados no cesaban de gritar como energúmenos:

—¡Detenedlos! ¡Detenedlos!

A tientas por aquella oscuridad, los dos filibusteros no tardaron en llegar al pie de una escalera, que empezaron a subir en el acto sin la menor vacilación.

Únicamente se detuvieron cuando llegaron al último rellano.

—Es preciso saber adónde nos dirigimos —dijo Carmaux— y qué clase de inquilinos hay en esta casa. ¡Qué sorpresa se van a llevar esos pobres diablos!

Sacó del bolsillo un eslabón, un pedernal y un trozo de mecha de cañón, y encendió esta soplando hasta conseguir llama.

—¡Mira! Una puerta abierta —dijo.

—Y tras ella alguien que ronca —añadió el Corsario Negro.

—¡Buena señal! El que está durmiendo debe de ser una persona pacífica.

Mientras tanto, el corsario empujó la puerta, procurando no hacer el menor ruido, y entró en una habitación amueblada modestamente y en la que podía distinguirse una cama que parecía ocupada por una persona.

Con la mecha encendió una vela que vio sobre una caja que sin duda hacía las veces de baúl o de cómoda, se acercó a la cama y levantó resueltamente la colcha.

Era un hombre el que allí dormía. Un viejo ya calvo, arrugado, de piel apergaminada y del color del barro cocido, con barba de chivo y lacios bigotes. Dormía tan profundamente que ni siquiera se percató de que alguien había iluminado su habitación.

—¡No ha de ser este infeliz el que nos produzca molestias! —dijo el corsario.

Le tomó por un brazo y le sacudió bruscamente, sin lograr despertarle.

—Este hombre no se despierta si no se dispara un cañonazo al lado de su oreja —dijo Carmaux.

A la tercera sacudida, más vigorosa que las anteriores, el viejo abrió los ojos. Al ver a los hombres armados se incorporó hasta quedar sentado en la cama y les miró con ojos espantados y exclamando con voz ahogada por el terror:

—¡Muerto soy!

—¡Eh, amigo! ¡Tiempo hay para morirse! —exclamó Carmaux—. Creo que ahora estás más vivo que hace un momento.

—¿Quién eres? —preguntó el corsario.

—Un pobre hombre que nunca ha hecho daño a nadie —contestó el viejo, al que le castañeteaban los dientes.

—Nosotros tampoco tenemos intenciones de hacerte daño alguno si nos dices lo que queremos saber.

—Entonces… ¿Su excelencia no es un ladrón?

—No. Soy un filibustero de La Tortuga.

—¡Un… fili… bustero…! Entonces… ¿para qué dudarlo? ¡Soy hombre muerto!

—Ya te he dicho que no te haremos daño alguno.

—¿Qué es lo que queréis de un pobre hombre como yo?

—Ante todo, saber si estás solo en la casa.

—Solo, señor.

—¿Y qué clase de gente son tus vecinos?

—Honrados burgueses.

—¿A qué te dedicas?

—Soy un pobre hombre.

—Un pobre hombre que posee una casa, mientras que yo no tengo ni siquiera una triste cama donde caerme muerto —dijo Carmaux—. Viejo zorro… ¡Tú tienes miedo de quedarte sin tu dinero!

—¡Excelencia, yo no tengo dinero!

Carmaux se echó a reír.

—¡Un filibustero que se convierte en excelentísimo señor…! ¡Este hombre es el tipo más divertido que me he encontrado en toda mi vida!

El viejo le miró de reojo, pero se guardó bien de mostrarse ofendido.

—¡Acabemos de una vez! —dijo el Corsario Negro en tono amenazador—. ¿Qué haces en Maracaibo?

—Soy un pobre notario, señor.

—Está bien. Vamos a alojarnos en tu casa hasta que llegue el momento oportuno para desaparecer de la ciudad. Te repito que no vamos a hacerte ningún daño. ¡Pero ándate con cuidado! Si nos delatas, tu cabeza no volverá a saber más de tu cuello. ¿Me has comprendido?

—Pero ¿qué es lo que queréis de mí? —preguntó casi llorando el pobre notario.

—Por ahora nada. Vístete y no abras la boca o cumpliremos nuestra amenaza.

El notario se apresuró a obedecer, pero estaba tan asustado y temblaba tanto que Carmaux tuvo que ayudarlo.

—Ahora ata a este hombre —dijo el Corsario Negro—. Ten cuidado de que no se escape.

—Respondo de él con mi cabeza, capitán. Le ataré tan fuertemente que no va a poder hacer el menor movimiento.

Mientras el filibustero reducía a la impotencia al viejo notario, el Corsario Negro abrió la ventana y echó una ojeada a la callejuela tratando de ver lo que sucedía allí fuera.

Al parecer, las patrullas de las rondas nocturnas se habían alejado definitivamente. Sin embargo, los vecinos que se habían despertado con el rumor de la pelea y los gritos de los soldados se asomaban a las ventanas y hablaban en voz alta.

—¿Oís? —gritaba un hombretón armado con un largo arcabuz—. Parece ser que los filibusteros han intentado un golpe de mano en la ciudad.

—Es imposible —respondían algunas voces.

—Pues yo he oído gritar a los soldados.

—¿Y les habrán hecho huir?

—Seguramente. Hace ya rato que no se oye nada.

—¡Qué atrevimiento! ¡Entrar en la ciudad con la cantidad de soldados que hay!

—Quizá querían salvar al Corsario Rojo.

—Pues no habrá sido pequeña la sorpresa que se llevarían al encontrarle ahorcado.

—Es lo menos que esos ladrones se merecen.

—Confiemos en que los soldados echen mano a algunos más de esos filibusteros y les ahorquen también —dijo el hombre del arcabuz—. Hay madera más que de sobra para levantar horcas en las que colgar a todos esos bandidos. ¡Buenas noches, amigos! ¡Hasta mañana!

—Sí —murmuró el Corsario Negro—. Seguramente todavía tendréis madera para levantar horcas, pero en nuestro barco tenemos también las balas necesarias para destruir todo Maracaibo. No tardará en llegar la hora en que tengáis noticias mías.

Cerró cuidadosamente la ventana y volvió a la habitación del viejo notario.

Carmaux había registrado toda la casa y hecho una buena limpieza en la despensa.

El valiente filibustero recordó que la noche anterior no habían tenido tiempo de cenar. Y como encontrara un ave y un magnífico pescado frito, que probablemente el pobre viejo había guardado para comer al día siguiente, se apresuró a ponerlos a disposición del capitán.

Además de aquellos alimentos, en el fondo de una alacena descubrió algunas botellas cubiertas por una gruesa capa de polvo y que llevaban las marcas de los mejores vinos de España: jerez, málaga, alicante, y también algunas de oporto y madeira.

—Señor —dijo Carmaux dirigiéndose al Corsario Negro—. Mientras los españoles corren tras nuestras sombras, hincad el diente a este magnífico pescado, que es una exquisita tenca de lago, y probad este pedazo de pato salvaje. He encontrado también algunas botellas que nuestro amigo el notario debía de guardar para las grandes solemnidades y que nos harán recuperar nuestro buen humor. ¡Ah, ese viejo zorro es aficionado a los caldos del otro lado del Atlántico! Vamos a ver si tiene buen gusto.

—Gracias —repuso el Corsario Negro, que volvió a su lúgubre recogimiento.

Se sentó, pero no hizo gran honor a la comida. Estaba tan silencioso y triste como casi siempre le veían los filibusteros. Probó el pescado, bebió algunos vasos de vino y luego se levantó bruscamente poniéndose a pasear por la habitación.

Carmaux, por su parte, no se contentó con acabar la comida, sino que, además, y con gran dolor por parte del viejo notario, vació un par de botellas haciendo caso omiso de la desesperación del pobre hombre, al que se le saltaban las lágrimas viendo cómo se consumían tan rápidamente aquellos vinos que había hecho traer de la lejana patria y que sus buenos dineros le habrían costado. Sin embargo, el marinero, al que la bebida puso de excelente humor, tuvo la gentileza de ofrecer a su «anfitrión» un vaso para que ahogara la pena que experimentaba y la rabia que le roía.

—¡Rayos! —exclamó—. ¡No sospechaba que iba a pasar una noche tan alegre! Encontrarse uno entre dos fuegos, a punto de morir con una cuerda rodeándole el cuello y, de pronto, verse entre estas botellas de deliciosos vinos… ¿Cómo lo iba a imaginar siquiera?

—Pero el peligro no ha pasado aún, amigo mío —dijo el Corsario Negro—. ¿Quién nos asegura que, tras buscar toda la noche, los soldados españoles no vendrán mañana a sacarnos de este refugio? Sí, se está bien aquí, pero preferiría encontrarme a bordo del Rayo.

—Estando con vos, capitán, nada temo. Vos solo valéis más que cien hombres juntos.

—Quizá has olvidado que el gobernador de Maracaibo es un viejo zor ro que sería capaz de cualquier cosa con tal de poder echar me la mano encima. Ya sabes que entre ese perro de Van Guld y yo se ha entablado un duelo a muerte.

—Pero nadie sabe que estáis aquí.

—Podrían sospecharlo. Además, ¿has olvidado a los vascos? Estoy seguro de que saben que el hombre que ha matado a aquel conde bravucón es el hermano del Corsario Rojo y del Corsario Verde.

—Quizá tengáis razón, señor. ¿Creéis que Morgan nos enviará refuerzos?

—¡Mi lugarteniente no sería capaz de abandonar a su comandante en manos de los españoles! Es un hombre valiente. No me extrañaría que intentase cualquier cosa con tal de sacarnos de aquí, incluso desencadenar sobre Maracaibo una tempestad de balas y pólvora.

—Eso sería una locura que podría costarnos cara, señor.

—¡Ah! ¡Cuántas no habremos cometido todos! Y siempre, o casi siempre, con buen éxito.

—Eso es verdad, señor.

El Corsario Negro se sentó y tomó unos sorbos de vino. Luego volvió a levantarse y se dirigió hacia una ventana que se abría sobre el rellano de la escalera y desde la cual podía dominarse toda la callejuela.

Haría una media hora que estaba allí observando la calle cuando Carmaux le vio entrar precipitadamente en la habitación diciendo:

—¿Es de confianza el negro?

—Es un hombre fiel, señor.

—¿Incapaz de vendernos?

—Por él pondría la mano en el fuego.

—Pues está aquí.

—¿Le habéis visto?

—Está rondando por la callejuela.

—Es preciso hacerle subir, capitán.

—¿Qué habrá hecho del cadáver de mi hermano? —se preguntó el corsario frunciendo el ceño.

—En cuanto suba lo sabremos.

—Ve a llamarle, pero sé prudente. Si os descubren no respondo de nuestras vidas.

—Dejadme a mí, señor —dijo Carmaux con una sonrisa—. Solo os pido diez minutos para convertirme en el notario de Maracaibo.

6.Se agrava la situación de los filibusteros

No habían transcurrido aún los diez minutos cuando Carmaux dejaba la casa del notario para ir en busca del negro, a quien el Corsario Negro había visto rondar por la callejuela.

En aquel brevísimo tiempo, el valiente filibustero se había transformado completamente; tanto, que resultaba irreconocible.

Con unos cuantos tijeretazos se había recortado la inculta barba y los largos y lacios cabellos; se había puesto, además, un traje español, que el notario guardaba quizá para los días festivos y que le quedaba como hecho a la medida, pues ambos eran de la misma estatura.

Así vestido, el terrible filibustero podía pasar por un tranquilo y honrado burgués gibraltareño, si no por el mismo notario. Como era un hombre de gran prudencia, colocó una pistola en cada uno de los amplios y cómodos bolsillos, por si acaso el disfraz no causaba la impresión apetecida.

Transformado de aquel modo, el filibustero dejó la habitación como si fuera un honrado ciudadano que sale a respirar un poco de aire puro de la mañana, mirando a lo alto para ver si el alba, ya cercana, se decidía a ahuyentar a las tinieblas.

La callejuela estaba desierta; pero si el corsario había visto a Moko, este no debía de andar muy lejos.

—Le encontraré por aquí cerca —murmuró Carmaux—. Si el amigo Saco de Carbón ha decidido volver significa que graves motivos le han impedido abandonar Maracaibo. ¿Se habrá enterado ese maldito Van Guld de que ha sido el Corsario Negro el autor del audaz golpe? ¿Querrá el destino que los tres hermanos caigan, uno tras otro, en poder de ese siniestro viejo? ¡Ah, vive Dios que saldremos de aquí con vida y que podremos volver un día para cobrárselo todo, ojo por ojo y diente por diente!

Con este monólogo llegó a la callejuela. Se disponía a doblar la esquina de una de las casas cuando un soldado armado con un arcabuz y que sin duda había estado oculto bajo la arcada de un portón le cortó repentinamente el paso al tiempo que exclamaba con voz amenazadora:

—¡Alto ahí!

—¡Muerte y condenación! —masculló Carmaux metiendo una mano en el bolsillo y empuñando una de las pistolas—. ¡Buen comienzo he tenido! ¡Ya estoy otra vez metido en el fregado!

Luego, simulando el aspecto de un pacífico burgués, dijo:

—¿Qué deseáis, señor soldado?

—Saber quién sois.

—¡Cómo! ¿No me conocéis? —Carmaux se mostraba asombrado—. Soy el notario del distrito.

—Disculpadme, señor notario. Hace poco tiempo que he llegado a Maracaibo. Pero ¿se puede saber adónde vais?

—Voy a casa de un pobre moribundo. Ya sabéis que cuando uno se da cuenta de que va a dejar este mundo de un momento a otro ha de empezar a pensar en sus herederos.

—Cierto, señor notario. Pero andad con cuidado; podríais encontraros con los filibusteros.

—¡Dios mío! —exclamó Carmaux fingiéndose aterrorizado—. ¿Los filibusteros están en la ciudad? ¿Cómo se han atrevido esos canallas a desembarcar en Maracaibo, ciudad tan bien guardada y gobernada por ese gran soldado que es su excelencia Van Guld?

—No se sabe cómo han conseguido desembarcar, pues no ha sido descubierta ninguna nave filibustera ni cerca de las islas ni en el golfo de Coro. Pero no cabe la menor duda de que están aquí. Os bastará saber que han matado a cuatro o cinco de nuestros hombres y que han tenido la audacia de rescatar el cadáver del Corsario Rojo, que estaba colgado ante el palacio del gobernador junto con los de toda su tripulación.

—¡Qué bribones! ¿Y dónde están?

—Se cree que han salido de la ciudad, hacia el campo. Ya se han enviado tropas a distintos puntos con la esperanza de capturarlos y hacerles ocupar el lugar que ha dejado vacío el Corsario Rojo en la horca.

—Quizá se hayan escondido en la ciudad…

—No es posible, les han visto huir hacia las afueras.

Carmaux ya sabía bastante y creía llegado el momento de emprender la búsqueda del negro Moko.

—Andaré con los ojos bien abiertos, no me gustaría encontrarme con esos perros —dijo—. Buena guardia, señor soldado. Me voy o llegaré demasiado tarde junto a mi moribundo cliente.

—¡Suerte, señor notario!

El filibustero se caló el sombrero hasta los ojos y se alejó apresuradamente, moviendo la cabeza a ambos lados para fingir un miedo que, naturalmente, no sentía.

—¡Extraordinario! —exclamó en cuanto se hubo alejado—. Están seguros de que hemos salido de la ciudad. ¡Perfecto, amigos! Estaremos alojados en casa del notario hasta que los soldados regresen de su exploración por las afueras. Luego pondremos pies en polvorosa. ¡Qué gran idea ha tenido el capitán! El Olonés, al que todos consideran el más astuto filibustero de La Tortuga, no la habría tenido mejor.

Había doblado ya la esquina de la calle y embocaba otra más ancha, flanqueada por elegantes casas rodeadas de hermosas barandas de madera pintada, cuando vio una inmóvil y gigantesca sombra bajo una palmera que se levantaba junto a un hermoso palacete.

—Ese debe de ser Saco de Carbón —murmuró el filibustero—. Esta vez nuestra suerte ha sido extraordinaria. Ya se sabe que nos protege el diablo; por lo menos, eso aseguran los españoles.

El hombre que estaba medio escondido tras el tronco de la palmera, al ver acercarse a Carmaux procuró ocultarse bajo el pórtico del palacete, sin duda creyendo que se trataba de cualquier soldado. Luego, no encontrándose seguro ni siquiera allí, dobló rápidamente la esquina del edificio, sin duda con la intención de desaparecer por alguna de las innumerables callejuelas de la ciudad.

El filibustero había tenido tiempo de cerciorarse de que se trataba efectivamente del negro Moko.

Apretó el paso y se apresuró a llegar hasta el palacete. Luego dobló también la esquina y, adentrándose en la callejuela, gritó a media voz:

—¡Eh, amigo! ¡Amigo!

El negro se detuvo inmediatamente. Después, tras algunos instantes de excitación, retrocedió. Al reconocer a Carmaux, aunque este estaba bien disfrazado de burgués español, lanzó una exclamación de estupor y de alegría:

—¡Amigo blanco! ¿Eres tú?

—¡No tienes mala vista, Saco de Carbón! —dijo riendo el filibustero.

—¿Y el capitán?

—Por ahora no te preocupes de él; está a salvo, y eso es suficiente. ¿Por qué has vuelto? El capitán te ordenó llevar el cadáver a bordo del Rayo.

—Ha sido imposible, amigo. El bosque está lleno de pelotones de soldados. Y, seguramente, vigilan también la costa.

—Entonces es que conocen nuestro desembarco.

—Temo que sí, amigo blanco.

—¿Dónde has escondido el cadáver?

—En mi cabaña, bajo un montón de hojas frescas.

—¿No lo encontrarán los españoles?

—He tenido la precaución de dejar sueltas a todas mis serpientes. Si los soldados quieren entrar en mi cabaña, al ver a los reptiles desistirán de su intención.

—Eres astuto, Saco de Carbón.

—Hago lo que buenamente puedo.

—¿Crees que, por ahora, no podremos llegar hasta el barco?

—Ya te he dicho que el bosque está muy vigilado.

—La situación es grave. Morgan, el segundo del Rayo, si no llegamos pronto es capaz de cometer alguna imprudencia —murmuró el filibustero—. Ya veremos como terminará esta aventura.

—¿Te conoce alguien en Maracaibo? —preguntó Carmaux tras unos instantes de silencio.

—Todo el mundo. Vengo muy a menudo a la ciudad a vender hierbas para curar las heridas.

—¿Nadie sospechará de ti?

—En absoluto.

—Sígueme, vamos a ver al capitán.

—Un momento, amigo.

—¿Qué quieres?

—He traído conmigo a tu compañero.

—¿A Wan Stiller?

—Corría el peligro de ser prendido y he pensado que podía ser más útil aquí que en mi cabaña.

—¿Y el prisionero?

—Le hemos atado. Con un poco de suerte sus camaradas no le encontrarán y al regresar le encontraremos en el mismo lugar.

—¿Y dónde está Wan Stiller?

—Espera un momento.

El negro se llevó los dedos a los labios y lanzó un ligero silbido que podía confundirse con el de un vampiro, esos grandes murciélagos tan abundantes en toda América del Sur.

Instantes después, un hombre aparecía en lo alto de la tapia de un jardín. Dio un salto y cayó junto a Carmaux diciendo:

—¡Cuánto me alegro de verte aún con vida, Carmaux!

—Yo me alegro aún más que tú, amigo Wan Stiller —repuso el otro filibustero.

—¿Crees que el capitán desaprobará que haya venido hasta aquí? Sabiendo que os encontrabais en peligro no podía permanecer cruzado de brazos en la cabaña del bosque. Allí lo único que podía hacer era mirar los árboles.

—El Corsario Negro se alegrará de verte, amigo. Un hombre valeroso como tú es algo preciso en estos momentos.

—¡Vamos, pues!

Empezaba a alborear. Las estrellas palidecían rápidamente. En aquellas regiones, la aurora no existe prácticamente. La noche es sucedida inmediatamente por el día. El sol despunta casi de improviso y, con la potencia de sus rayos, diluye completamente la oscuridad. Las tinieblas desaparecen en un abrir y cerrar de ojos.

Los habitantes de Maracaibo, casi todos muy madrugadores, empezaban a despertar. Las ventanas se abrían y en ellas hacía su aparición alguna cabeza. Se oían toses y bostezos, y el sonoro trajín de las viviendas llegaba hasta la calle.

Lo más probable era que los vecinos comentaran los sucesos de la noche anterior, que habían sembrado en todos ellos una gran inquietud, pues los filibusteros eran los hombres más temidos en todas las colonias españolas del inmenso golfo de México.

Carmaux, que no quería tener encuentros por temor de que le reconociera alguno de los clientes de la taberna, aceleraba el paso seguido por el negro Moko y por su compañero Wan Stiller.

Llegados a la callejuela sin salida, volvió a encontrar al soldado, que paseaba de un lado a otro con su alabarda apoyada en el hombro.

—¿De vuelta ya, señor notario? —preguntó al ver a Carmaux.

—¿Qué queréis, amigo? —repuso el filibustero—. Mi cliente tenía prisa por abandonar este valle de lágrimas y no ha desaprovechado la primera ocasión que se le presentaba.

—Y ese negro… ¿os lo ha dejado quizá como herencia? —preguntó señalando al encantador de serpientes—. ¡Caramba! Ese coloso ha de valer miles de pesos.

—Sí, eso es lo que me ha regalado. ¡Buenos días, señor soldado!

Se apresuraron a desaparecer tras la esquina, se adentraron en la callejuela y entraron en la casa del notario, cerrando la puerta y echando todos sus cerrojos.

El Corsario Negro esperaba en el último rellano de la escalera invadido por una impaciencia que, a pesar de los evidentes esfuerzos que hacía, no conseguía disimular.

—¿Qué nuevas traéis? —preguntó—. ¿Por qué ha vuelto el negro? ¿Y el cadáver de mi hermano? ¿También tú aquí, Wan Stiller?

En pocas palabras Carmaux informó al corsario de los motivos que obligaron a Moko a volver a Maracaibo, y a Wan Stiller a abandonar la cabaña y acudir a la ciudad en busca de sus compañeros. Luego, el filibustero trasladó al capitán la información que había podido obtener del soldado que montaba guardia en la callejuela.

—¡Graves noticias son las que me traes! —dijo el corsario, al tiempo que se volvía hacia el negro—. Si los españoles están dando batidas por el bosque y las costas, va a sernos difícil regresar al Rayo. Y no tengo estos temores por mí mismo, sino por mi barco, que en cualquier momento puede ser sorprendido por la escuadra del almirante Toledo.

—¡Rayos! —exclamó Carmaux—. ¡Eso sería lo único que nos faltaba!

—Empiezo a temer que esta aventura termine mal —murmuró Wan Stiller—. Pero, en realidad, hace dos días que podíamos haber sido ahorcados. Hemos de estar contentos por haber vivido cuarenta y ocho horas más.

El Corsario Negro paseaba por la habitación, dando vueltas alrededor de la caja que les había servido de mesa poco antes. Se mostraba preocupado y nervioso. De vez en cuando interrumpía sus paseos y se detenía bruscamente ante sus hombres; luego reanudaba sus movimientos en torno a la caja e inclinaba la cabeza sobre el pecho.

De pronto se detuvo ante el notario, que yacía en la cama fuertemente atado, y mirándole con ojos amenazadores le dijo:

—¿Tú conoces los alrededores de Maracaibo?

—Sí, excelencia —contestó el pobre viejo con voz temblorosa.

—¿Podrías hacernos salir de la ciudad sin que tus compatriotas nos descubriesen y llevarnos a un lugar bien seguro?

—¿Cómo podría hacer eso, señor? Apenas salierais de mi casa os reconocerían y, además de prenderos a vos, me prenderían a mí también. Me acusarían de intentar ayudaros a escapar de la justicia, y el gobernador, que es un hombre que desconoce la benevolencia, ordenaría que me ahorcasen.

—Comprendo… Tienes miedo de Van Guld —dijo el corsario entre dientes, mientras la ira producía un intenso brillo en sus ojos—. Sí, ese hombre es enérgico, orgulloso y también despiadado; sabe hacerse temer por todo el mundo. ¡Pero hay alguien que no le tiene el más mínimo temor! ¡Algún día seré yo el que vea temblar a ese perro de Van Guld!

El corsario permaneció unos momentos silencioso. Luego añadió:

—Entonces ¡pagará con su miserable vida la muerte de mis hermanos!

—¿Queréis matar al gobernador? —preguntó el notario dando a sus palabras un tono de incredulidad.

—Si aprecias algo tu piel, viejo, será mejor que te calles —repuso Carmaux.

Pareció como si el Corsario Negro no hubiese oído las palabras de uno ni de otro.

Salió de la habitación y se dirigió hacia la ventana del corredor contiguo, desde donde, como ya se ha dicho, se divisaba perfectamente toda la calle.

—Esta vez sí que estamos en un buen aprieto —murmuró Wan Stiller volviéndose hacia el negro—. ¿Nuestro amigo Saco de Carbón no conoce ningún medio ni tiene alguna idea para sacarnos de esta situación tan poco alegre? Porque yo no me siento muy seguro en esta casa.

—Quizá haya un medio —repuso el negro.

—Explícate, amigo —dijo Carmaux—. Si tu idea puede llevarse a cabo, te prometo que yo, que en mi vida he estrechado la mano de un negro, amarillo o encarnado, te daré un abrazo.

—Es preciso esperar hasta la noche.

—Por ahora no tenemos prisa.

—Vestíos de españoles y podréis salir tranquilamente de la ciudad.

—¿Acaso yo no estoy vestido con las ropas del notario?

—Con eso no es suficiente.

—¿Pues qué más se necesita?

—Un magnífico traje de mosquetero o de alabardero. Si salís de la ciudad vestidos de paisano, los soldados que recorren las afueras no tardarán en apresaros.

—¡Rayos! —exclamó Carmaux—. ¡Qué magnífica idea! Tienes razón, amigo Saco de Carbón. Vestidos de soldados, a nadie se le ocurrirá la estupidez de detenernos y de preguntarnos adónde vamos, especialmente por la noche. Nos tomarán por una patrulla que efectúa su ronda nocturna. Así podremos desaparecer rápidamente.

—¿Y se puede saber de dónde vamos a sacar las ropas? —preguntó Wan Stiller.

—¿De dónde? ¡Cogeremos a un par de soldados y les desnudaremos! —repuso Carmaux con aire resuelto—. ¡Somos hombres de manos rápidas!

—No es necesario correr tanto peligro —dijo el negro Moko—. Yo soy muy conocido en la ciudad, nadie sospecha de mí. Puedo ir a comprar los trajes e incluso las armas.

—Saco de Carbón, eres un gran hombre y quiero darte un abrazo de hermano.

Al tiempo que decía estas palabras, el filibustero abrió los brazos para abrazar al negro. Pero no tuvo tiempo. Un golpe dado en la puerta de la calle resonó en la escalera.

—¡Por mil demonios! —exclamó Carmaux—. ¡Alguien está llamando a la puerta!

En aquel momento entró el Corsario Negro diciendo:

—Notario, ahí hay un hombre que seguramente viene en tu busca.

—Será alguno de mis clientes, señor —repuso el prisionero con un suspiro—. Algún cliente que quizá me habría proporcionado un buen jornal si yo hubiese estado libre.

—¡Basta ya de palabrería! —dijo Carmaux—. ¡Ya sabemos bastante, charlatán!

Un segundo golpe, más violento que el primero, hizo temblar la puerta. Luego se oyeron unas palabras:

—¡Abrid, señor notario! ¡No tengo tiempo que perder!

—Carmaux —dijo el corsario, que había tomado ya una resolución—. Si nos obstinamos en no abrir, ese hombre puede sospechar, temer que al notario le haya sucedido algo e ir a prevenir al alcalde del barrio.

—¿Qué queréis que haga, capitán?

—Abrir, atar bien fuerte a ese importuno y enviarle a hacer compañía al notario.

No había terminado de hablar el Corsario Negro cuando Carmaux estaba ya en la escalera seguido por el gigantesco negro.

Al oír resonar un tercer golpe, tan violento que parecieron peligrar las bisagras de la puerta, Carmaux se apresuró a abrir diciendo:

—¡Caray! ¡Qué furia, señor!

Un joven de unos dieciocho años, vestido señorialmente y armado de un elegante puñal que llevaba colgado en el cinto, entró precipitadamente diciendo:

—¿Tenéis por costumbre hacer esperar tanto tiempo a todas las personas que tienen prisa? ¡Dem…!

Al ver a Carmaux y al negro, se detuvo mirándoles con estupor y con no poca inquietud. Luego trató de retroceder unos pasos, pero la puerta estaba cerrada tras de sí.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

—Dos criados del señor notario —respondió Carmaux haciendo una burlesca reverencia.

—¡Ah! —exclamó el joven—. ¿Acaso don Turillo se ha enriquecido repentinamente? ¿Desde cuándo puede permitirse el lujo de tener dos criados?

—Ha sido el único heredero de un tío suyo que ha fallecido en el Perú —dijo el filibustero riendo.

—Conducidme inmediatamente a su presencia. —La irritación del muchacho aumentaba por momentos—. ¡Ya le advertí que hoy había de contraer matrimonio con la señorita Carmen de Vasconcellos! ¿Acaso le gusta ahora hacerse de rogar? ¡Maldito…!

Una de las enormes manazas del negro, cayéndole entre los hombros, le cortó la palabra. El muchacho, medio estrangulado por la fuerte presión que ejercía el negro, cayó de rodillas. Sus ojos estaban completamente desorbitados y su piel adquirió un tono amoratado.

—¡Tranquilo, Saco de Carbón! —dijo Carmaux—. Si aprietas un poco más vas a romperle el cuello. ¡Hay que ser más amables y correctos con los buenos clientes del señor notario!

—No temas, amigo blanco —repuso el encantador de serpientes.

El joven, que estaba tan asustado que ni siquiera se le había ocurrido oponer la menor resistencia, fue despojado de su magnífico puñal y conducido a la habitación de la planta superior, donde se le obligó a tenderse en la cama y fue atado fuertemente junto al notario.

—¡Hecho, capitán! —dijo Carmaux.

El Corsario Negro aprobó con un movimiento de cabeza el proceder del filibustero. Luego, acercándose al joven, que le miraba con ojos extraviados, le preguntó:

—¿Quién sois?

—Es uno de mis mejores clientes, señor —dijo el notario—. Con este muchacho habría ganado hoy por lo menos…

—¡Cállate, viejo! —exclamó el Corsario Negro con sequedad.

—Este notario es un verdadero papagayo —exclamó Carmaux—. ¡Si continúa así será preciso cortarle un buen pedazo de lengua!

El apuesto joven se había vuelto hacia el Corsario Negro. Después de mirarle durante unos instantes con cierto estupor, respondió:

—Soy el hijo del juez de Maracaibo, don Alonso de Conxevio. Espero que podréis explicarme a qué se debe este secuestro.

—No adelantaríais nada sabiéndolo. Pero podéis estar tranquilo, nada os ha de suceder. Mañana, salvo acontecimientos imprevistos, seréis nuevamente un hombre libre.

—¡Mañana! —exclamó el joven con doloroso estupor—. ¡Es hoy cuando debo casarme con la hija del capitán Vasconcellos!

—Lo haréis mañana.

—¡Tened cuidado! Mi padre es amigo del gobernador. Podríais pagar muy caro vuestro misterioso proceder con mi persona. En Maracaibo hay muchos soldados, y no faltan tampoco los cañones.

Una sonrisa de desdén se dibujó en los labios del lobo de mar.

—No temo ni a uno ni a otros —dijo—. ¡Yo tengo hombres más temibles que los que componen la guarnición de Maracaibo, y mis cañones pueden competir perfectamente con los de vuestro gobernador!

—Pero ¿quién sois vos?

—No os preocupéis por eso.

Tras estas palabras, el corsario le volvió bruscamente la espalda y salió de la habitación, dirigiéndose nuevamente a la ventana del pasillo contiguo, mientras Carmaux y el negro registraban la casa, desde la bodega al tejado, en busca de algo de comida, y Wan Stiller se situaba cerca de los prisioneros para impedir cualquier tentativa de fuga.

El filibustero y Moko, tras haber revuelto todas las habitaciones de la casa, descubrieron cecina ahumada y una especie de queso algo picante que sin duda habría de resultar gustoso al paladar y ponerle en condiciones óptimas para catar el excelente vino del notario; por lo menos, eso era lo que pensaba Carmaux.

Advertían al Corsario Negro de que el almuerzo estaba dispuesto y que habían descorchado algunas botellas del mejor vino cuando oyeron de nuevo golpes en la puerta.

—¿Quién será ahora? —se preguntó Carmaux—. ¿Otro cliente que desea hacer compañía al notario?

—Ve a ver —dijo el Corsario Negro, que ya se había sentado a la improvisada mesa.

El marinero no se hizo repetir la orden. Se dirigió rápidamente a la ventana, por la que echó una ojeada a la calle, aunque teniendo cuidado de no levantar ni mover la persiana. Ante la puerta vio a un hombre que parecía un criado o un alguacil del juzgado.

—¡Demonios! —murmuró—. Seguro que este viene a buscar a ese condenado jovenzuelo. La desaparición del novio habrá preocupado a la novia, a los padrinos y a los invitados. ¡Hum! Este asunto empieza a embrollarse demasiado.

Mientras tanto el criado, al no recibir respuesta, continuaba aporreando la puerta, produciendo tal ruido que hizo asomarse a las ventanas al vecindario en pleno.

Era preciso abrir la puerta y apoderarse también de aquel tipo antes de que los vecinos empezaran a sospechar algo y echasen la puerta abajo o llamasen a los soldados del gobernador.

Carmaux y Moko se apresuraron a bajar hasta la puerta y a abrirla. Apenas el criado o alguacil estuvo en el pasillo, quedó sujeto por el cuello de tal forma que ni siquiera podía intentar lanzar un grito. Enseguida fue atado, amordazado y conducido a la habitación de la planta superior, donde quedó en compañía de su joven amo y del infortunado notario.

—¡El demonio se los lleve a todos! —exclamó Carmaux—. Si esto continúa así no tardaremos en tener aquí prisioneros a todos los habitantes de esta maldita ciudad.

7. Un duelo entre gentilhombres

El almuerzo, contrariamente a las previsiones de Carmaux, fue poco alegre y el buen humor no abundó, a pesar del excelente vino, la magnífica cecina y el queso picante del desgraciado notario.

Todos empezaban a mostrarse inquietos ante el mal cariz que estaban tomando las cosas a causa del infeliz joven y de su matrimonio.

Su desaparición misteriosa, igual que la de su criado, habrían alarmado sin duda a los familiares. Por eso eran de esperar las visitas de criados y amigos, o, aún peor, de soldados, jueces y alguaciles.

Aquel estado de cosas no podía mantenerse mucho tiempo. Los filibusteros podían hacer aún algunos prisioneros más, pero los soldados del gobernador no tardarían en llegar, y no precisamente de uno en uno para dejarse prender.

El Corsario Negro y sus dos filibusteros expusieron y discutieron algunos proyectos, pero ninguno de ellos acababa de convencerles. La fuga, por el momento, era absolutamente imposible. No les cabía la menor duda de que serían reconocidos, apresados y colgados sin contemplaciones, como el pobre Corsario Rojo y sus desventurados filibusteros. Era preciso esperar la llegada de la noche, aunque en verdad era poco probable que los familiares del joven español les dejasen tranquilos hasta ese momento.

Los tres filibusteros, por lo general tan fecundos en astucias como todos sus compañeros de La Tortuga, se encontraban en aquel momento en un buen atolladero.

Carmaux había propuesto cambiar sus ropas por las de los prisioneros y salir sigilosamente de la ciudad, pero se percató inmediatamente de la imposibilidad de poner en práctica su idea. Ninguno de ellos hubiera podido vestir las ropas del joven, cuya talla y complexión eran tan distintas a las de los filibusteros. Además, no había que olvidar que los bosques y las costas estaban vigilados por un buen número de soldados.

Por su parte, Moko seguía insistiendo en su primera idea: conseguir por cualquier medio ropas de mosquetero o alabardero. Pero también este proyecto hubo de ser descartado en principio; habría que esperar hasta la noche para ponerlo en práctica con alguna probabilidad de éxito.

No dejaban de pensar en distintos proyectos que pudieran sacarles de aquella ratonera. La situación se hacía cada vez más embarazosa y arriesgada cuando una tercera persona llamó a la puerta.

Esta vez no se trataba de un criado, sino de un gentilhombre castellano, armado con una magnífica espada y un puñal. Probablemente era un pariente del joven o algún testigo de la boda.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. ¡Es como si hubieran organizado una procesión a esta condenada casa…! Primero ese jovenzuelo, luego un criado, ahora un caballero, más tarde será el padre del novio, luego los padrinos, los testigos y estoy seguro de que los invitados no se harán esperar demasiado. ¡Acabarán por celebrar aquí la boda!

Viendo que nadie se decidía a abrir, el castellano redoblaba los golpes sobre la puerta, levantando y dejando caer sin interrupción el pesado aldabón de hierro. Aquel hombre debía de ser bastante impaciente y, probablemente, bastante más peligroso que el joven, el notario y el criado juntos.

—Abre, Carmaux —dijo el Corsario Negro.

—Creo, capitán, que a este no va a ser tan fácil golpearle y sujetarle. Es un hombre fuerte, y a buen seguro que no será poca la resistencia que oponga.

—Iré yo mismo contigo. Así contaremos con cuatro brazos poderosos, además de la descomunal fuerza de nuestro amigo el negro.

El corsario, al ver que en uno de los rincones de la habitación había una espada, quizá una antigua arma de familia que el notario conservaba, la tomó y, tras comprobar la elasticidad de su hoja, la colgó de su cinto murmurando:

—¡Acero de Toledo…! Dará trabajo al castellano.

Mientras tanto, Carmaux y el negro habían abierto la puerta, que parecía venirse abajo a causa de los furiosos golpes del caballero. Este entró con la mirada amenazante, el ceño fruncido y la mano izquierda en la guarda de la espada, diciendo con voz colérica:

—¿Es que hay que venir con cañones a esta casa para que le abran a uno la puerta?

El recién llegado era un hombre arrogante, de unos cuarenta años, alto, robusto, varonil y altivo, con ojos negrísimos y una espesa barba también negra.

Vestía un elegante traje español de seda negra y calzaba botas de piel amarilla, con cañas dentelladas y espuelas.

—Disculpad, señor, si hemos tardado en abrir —repuso Carmaux inclinándose grotescamente ante él—, pero estábamos muy ocupados.

—¿Ocupados? —preguntó el castellano—. ¿Y se puede saber qué es lo que hacíais?

—Estábamos curando al señor notario.

—¿Acaso está enfermo?

—Tiene una fiebre altísima, señor.

—¡Llámame conde, tunante!

—Excusad, señor conde; no tenía el honor de conoceros hasta ahora.

—¡Vete al infierno…! ¿Dónde está mi sobrino? Hace ya dos horas que vino hacia aquí.

—Vos sois el primero en llegar hoy a esta casa, señor conde.

—¿Quieres burlarte de mí, bribón? ¿Dónde está el notario?

—Ya os he dicho que está en cama.

—Quiero verle inmediatamente.

Carmaux, que quería llevar al castellano hasta el fondo del corredor para que fuera allí donde el negro usase su poderosa fuerza, echó a andar delante del conde. Luego, apenas llegados al pie de la escalera, se volvió bruscamente diciendo:

—¡Tu turno, amigo!

El negro se lanzó rápidamente sobre el castellano. Pero este, que probablemente estaba en guardia desde su entrada en la casa y que poseía una agilidad capaz de competir con la de un gran marinero, de un solo brinco saltó los tres primeros escalones, apartando a Carmaux con un violento empujón, y empuñó resueltamente la espada diciendo:

—¡Ah, bribones! ¡Bellacos! ¿Qué significa este ataque…? ¡Voy a cortaros las orejas!

—Si queréis saber a qué obedece este ataque, señor, yo os lo explicaré —dijo una voz.

El Corsario Negro había aparecido repentinamente en el rellano, con la espada en la mano, y descendía ya lentamente los primeros escalones.

El castellano se había vuelto, pero sin perder de vista a Carmaux y al negro, que habían retrocedido hasta el fondo del pasillo, poniéndose en guardia y obstruyendo la salida de la casa.

El primero empuñaba la navaja que tomara del cadáver del vasco muerto por el Corsario Negro; el segundo, una tranca de madera que en sus manos podía ser una poderosísima arma.

—¿Y vos quién sois, señor? —preguntó el castellano sin manifestar temor, ni siquiera sorpresa—. Por el traje se os podría tomar por un noble. Pero el hábito no hace al monje, y no sería de extrañar que también vos fuerais un vulgar bandolero.

—Esas palabras podrían costaros caras, noble señor —repuso fríamente el Corsario Negro.

—¡Bah…! ¡Eso está por ver!

—Parecéis valiente, señor. ¡Me alegro! Sin embargo, os aconsejo que arrojéis vuestra espada y os rindáis.

—¿Y a quién he de rendirme?

—A mí.

—¿A un bandido que tiene por costumbre asesinar a la gente a traición?

—No. Al caballero Emilio di Roccanera, señor de Ventimiglia.

—¡Ah! ¿Sois noble? Entonces me gustaría saber las razones que tenéis para ordenar a vuestros criados que me asesinen, señor de Ventimiglia.

—Tenéis una prodigiosa imaginación, caballero. Nadie ha pensado jamás en asesinaros. Lo único que pretendían era desarmaros y reteneros prisionero durante algunos días. Eso es todo.

—¿Puedo saber el motivo?

—Para impediros que advirtáis a las autoridades de Maracaibo de que yo estoy en la ciudad —repuso el Corsario Negro.

—¿Quizá el señor de Ventimiglia tiene cuentas que saldar con las autoridades de Maracaibo?

—Van Guld no me tiene, precisamente, en gran estima. Se sentiría muy feliz si consiguiera tenerme entre sus manos. Y yo también me alegraré cuando consiga tenerle en mi poder.

—No os comprendo, señor —dijo el castellano.

—En realidad, tampoco os interesa. ¡Pero basta ya de palabras! ¿Os entregáis de buen grado o no?

—¡Cómo! ¿Tenéis dudas al respecto? Un caballero que ciñe espada no se rinde, ¡vence o muere!

—Me estáis obligando a mataros. No puedo consentir que salgáis ahora de la casa. Iríais a delatarnos a mis compañeros y a mí.

—Pero, bueno, ¿se puede saber quién sois?

—¡Oh, creí que ya lo habríais adivinado! Somos filibusteros de La Tortuga. Y ahora, defendeos mientras podáis, porque voy a mataros.

—No será muy difícil que vuestras palabras se cumplan si hede hacer frente a tres adversarios.

—No os preocupéis de ellos —dijo el corsario señalando a Carmaux y al negro—. Cuando su capitán se bate tienen por costumbre no intervenir en la lucha.

—En ese caso os he de confiar que no creo tardar mucho en poneros fuera de combate. Todavía no conocéis el brazo del conde de Lerma.

—En efecto. Pero tampoco vos conocéis el del señor de Ventimiglia. ¡Defendeos, conde!

—Permitidme antes una pregunta. ¿Qué habéis hecho de mi criado y de mi sobrino?

—Los tengo prisioneros, junto con el notario. Pero no os inquietéis por ellos. Mañana estarán libres y vuestro sobrino podrá desposar, al fin, a la hija de ese capitán.

—¡Gracias, caballero!

El Corsario Negro hizo una leve inclinación. Luego bajó rápidamente los escalones e inició un ataque tan furioso contra el castellano que este se vio obligado a retroceder algunos pasos.

Durante algunos momentos no se oyó en el largo y estrecho corredor más ruido que el del chocar del acero. Carmaux y el negro, apoyados en la puerta, con los brazos cruzados, asistían al duelo enmudecidos y pretendían, inútilmente, seguir con la mirada el vertiginoso movimiento de las espadas.

El castellano se batía de forma impecable, con una esgrima digna del más audaz de los espadachines. Detenía las más peligrosas estocadas de su adversario con una sangre fría admirable, y sus ataques llevaban veneno. Sin embargo, estaba convencido de que se encontraba ante un enemigo terrible, quizá el más peligroso de los que le habían tocado en suerte en toda su vida y que tenía unos músculos que en nada podían envidiar al mejor acero.

El Corsario Negro, por su parte, no tardó en recobrar su habitual calma. Sus ataques no se dejaban sentir más que de tarde en tarde; se limitaba a defenderse, como si quisiera cansar a su adversario y estudiar su táctica. Firme sobre sus nerviosas piernas, con el torso erguido, el brazo izquierdo en posición horizontal y los ojos resplandecientes, más que estar defendiendo su vida parecía entregado a un apacible e inocente juego de chiquillos.

El castellano había tratado de empujarle hacia la escalera, con la secreta intención de hacerle tropezar en los escalones. Pero a pesar de la verdadera lluvia de estocadas que desencadenaba sobre el Corsario Negro, este no había retrocedido ni un solo paso. Sus pies parecían estar clavados en el suelo, rechazando todos y cada uno de los golpes del castellano con prodigiosa rapidez y sin perder un palmo de terreno.

De pronto se lanzó a fondo. Batir en tercera con un golpe seco la hoja de su adversario, arrastrarla en segunda y hacerla caer al suelo fue trabajo de unos pocos segundos.

Al verse desarmado, el castellano palideció y lanzó un grito de sorpresa. La brillante punta de la hoja de la espada del Corsario Negro permaneció durante unos momentos amenazadora ante su pecho; luego se alzó.

—Sois un hombre valiente —dijo el corsario saludando ceremoniosamente a su adversario—. No queríais ceder vuestra arma; ahora yo la tomo, pero voy a respetar vuestra vida.

El castellano estaba inmóvil y en su rostro se reflejaba el más profundo estupor. Seguramente le parecía imposible seguir perteneciendo al mundo de los vivos.

De repente adelantó dos pasos hacia el Corsario Negro y, tendiéndole la mano derecha, le dijo:

—Mis compatriotas dicen que los filibusteros son unos hombres sin fe y sin ley, que se dedican únicamente al pillaje en el mar. Ahora yo ya puedo decir que entre esos hombres también se encuentran algunos valientes que, en lo que respecta a caballerosidad y aun a generosidad, no tienen nada que envidiar a la mayoría de los caballeros y los nobles europeos. Es más, aseguraría que podrían dar ejemplo a muchos de ellos. ¡Señor, esta es mi mano! ¡Gracias!

El Corsario Negro le estrechó cordialmente la mano. Luego, tomando la espada caída en el suelo y alargándosela al conde, repuso:

—Conservad vuestra arma, señor. Tendré suficiente con que me deis vuestra palabra de que no la vais a emplear contra ninguno de nosotros antes de mañana.

—Os lo prometo, caballero. Tenéis mi palabra de honor.

—Ahora os dejaréis atar sin oponer resistencia. Me disgusta en extremo tomar esta medida, pero es la única solución que me queda.

—Os comprendo perfectamente, caballero.

A una seña del Corsario Negro, Carmaux se acercó al castellano, le ató las manos y se lo confió al negro, que se apresuró a conducirle al piso superior y dejarle en compañía de su sobrino, del criado y del notario.

—Esperemos que la procesión a esta casa haya concluido —dijo Carmaux volviéndose hacia su capitán.

—Pues yo creo que no tardarán en venir a importunarnos otras personas —repuso el corsario—. Todas estas misteriosas desapariciones no tardarán en levantar graves sospechas entre los parientes del conde y del novio. Por otra parte, estoy seguro de que las autoridades de Maracaibo no dudarán en tomar cartas en el asunto. Por todo ello, creo que sería prudente levantar una barricada tras la puerta y organizar meticulosamente nuestra defensa. ¿Has visto algún arma de fuego en la casa, Carmaux?

—En el granero he encontrado un arcabuz y algunas municiones, además de una vieja alabarda oxidada y una coraza.

—El arcabuz puede sernos útil.

—Pero, comandante, ¿cómo podemos resistir si los soldados se deciden a tomar la casa por asalto?

—Como mejor podamos. ¡Pero te aseguro que Van Guld no me cogerá vivo, si es que consigue hacerlo…! Ahora vamos a prepararnos para la defensa; después, si hay tiempo, pensaremos en comer algo.

El negro había vuelto, después de dejar a Wan Stiller la vigilancia de los prisioneros. Puesto al corriente de lo que se tenía que hacer, se dispuso a trabajar rápidamente.

Ayudado por Carmaux, llevó hasta el pasillo que empezaba tras el portal de la casa todos los muebles pesados que en ella había, no sin que el notario, aunque inútilmente, protestara con gran energía.

Cajas, armarios y macizas mesas fueron amontonados tras la puerta, obstruyéndola completamente.

No contentos con esto, los filibusteros levantaron una segunda barricada en la base de la escalera, para lo que se sirvieron del resto de los muebles de la casa. Con ella pretendían detener a los soldados en el caso de que estos consiguieran franquear la puerta y la primera de las barricadas.

Apenas habían terminado sus preparativos de defensa cuando vieron que Wan Stiller descendía precipitadamente la escalera.

—Comandante —dijo—, se han congregado en la calleja varios vecinos que miran detenidamente hacia esta casa. Creo que ya se han dado cuenta de lo que aquí está sucediendo.

—¡Ah! —exclamó el Corsario Negro sin que se alterara ni uno solo de los músculos de su cara.

Subió tranquilamente la escalera y, ocultándose tras la celosía, se asomó con cautela a la ventana que daba a la calleja.

Wan Stiller no se había equivocado. Medio centenar de personas, formando varios grupos, se habían congregado en el otro extremo de la calle.

Todos ellos hablaban animadamente y señalaban con insistencia la casa del notario, mientras que en las casas vecinas hombres y mujeres aparecían y desaparecían continuamente en ventanas y terrazas.

—¡Va a suceder lo que me temía! —murmuró el Corsario Negro frunciendo el ceño—. Por lo visto está escrito que yo he de morir en Maracaibo. ¡Pobres hermanos míos, asesinados y con pocas probabilidades de que yo pueda vengarlos! ¡Pero la muerte aún no está tan cercana y la fortuna protege siempre a los filibusteros de La Tortuga…! ¡Carmaux!

Al oír la voz del Corsario Negro, el marinero se apresuró a acudir junto a él.

—¡Aquí estoy, comandante!

—¿Has dicho que habías encontrado municiones?

—Sí, capitán. Un barrilete de pólvora de ocho o diez libras.

—Colócalo tras la puerta y ponle una mecha.

—¡Rayos…! ¿Vamos a volar la casa?

—Si es preciso, lo haremos.

—¿Y los prisioneros?

—Si los soldados quieren prendernos, peor para ellos. Ellos también saldrán perjudicados por la actuación de sus compatriotas. Nosotros tenemos derecho a defendernos; y haremos uso de ese derecho sin dudarlo ni un solo instante.

—¡Ah…! ¡Ahí están! —exclamó Carmaux, que tenía los ojos fijos en la calle.

—¿Quiénes?

—Los soldados, comandante.

—Ve por el barril y vuelve a reunirte conmigo junto con Wan Stiller. No te olvides del arcabuz.

En el extremo de la calle apareció entonces un pelotón de arcabuceros mandado por un teniente y seguidos por un gran grupo de curiosos. Estaba formado por una docena de soldados perfectamente equipados, como si se dispusieran a ir a la guerra, con arcabuces, espadas y esos puñales que los españoles llaman misericordias.

Al lado del teniente, vio el Corsario Negro a un anciano caballero de blanca barba y armado con una magnífica espada. Supuso que se trataba de algún pariente del conde o del joven que él retenía prisioneros.

El pelotón se abrió camino entre los vecinos que abarrotaban la callejuela y se detuvo a diez o doce pasos de la casa del notario, poniéndose en triple línea y preparando los arcabuces como si se dispusieran a abrir fuego sin más preámbulos.

El teniente miró durante unos instantes a las ventanas, cambió algunas palabras con el anciano caballero, que seguía a su lado, se acercó resueltamente a la puerta y dejó caer el pesado aldabón al tiempo que gritaba:

—¡Abrid, en nombre del gobernador!

—¿Están dispuestos mis valientes? —preguntó el Corsario Negro a sus hombres.

—¡Sí, comandante! —respondieron Carmaux, Wan Stiller y el negro Moko.

—Vosotros dos, Carmaux y Wan Stiller, permaneceréis conmigo. Tú, mi valiente africano, subirás al piso alto y buscarás algún agujero que nos permita escapar por el tejado.

Dicho esto, retiró la persiana e, inclinándose sobre el alféizar, preguntó:

—¿Qué deseáis, señor?

Al ver aparecer en la ventana, en lugar del notario, a aquel hombre de enérgicas facciones y con la cabeza cubierta por un amplio chambergo negro adornado con una pluma del mismo color, el teniente se quedó inmóvil mirando al corsario con gran estupor.

—¿Y vos quién sois? —preguntó después de unos instantes de silencio—. Yo he venido a buscar al notario que vive en esta casa.

—Yo os atenderé en su lugar. El señor notario no puede moverse en estos momentos.

—¡Entonces, abrid vos la puerta! ¡Es una orden del gobernador!

—¿Y si no quiero abrir?

—No respondería de las consecuencias. En esta casa han sucedido cosas realmente extrañas, caballero. Y he recibido órdenes de averiguar lo que les ha sucedido al señor don Pedro de Conxevio, a su criado y a su tío, el conde de Lerma.

—Si tan interesado estáis en saberlo, os diré que todos ellos están en esta casa, vivos e incluso de muy buen humor.

—¡Hacedles bajar!

—Eso es imposible, señor —contestó fríamente el Corsario Negro.

—Os advierto que si no facilitáis el cumplimiento de las órdenes dadas por el gobernador os arrepentiréis. ¡Abrid o echo la puerta abajo!

—Hacedlo; pero antes he de haceros una recomendación. He ordenado colocar tras esa puerta un barril lleno de pólvora. En cuanto intentéis forzar la puerta encenderé la mecha y haré volar la casa y, con ella, al señor de Conxevio, al criado, al notario y al conde de Lerma. ¡Ahora, ya podéis hacer lo que os plazca!

Al oír las tranquilas palabras del corsario, dichas en un tono frío y cortante que no dejaba lugar a dudas acerca de la sinceridad de sus terribles amenazas de volar la casa y acabar con todos los prisioneros, un escalofrío de terror estremeció a los soldados y a los curiosos allí congregados, algunos de los cuales se apresuraron a marcharse temiendo que la casa saltara por los aires de un momento a otro. El propio teniente retrocedió algunos pasos.

El Corsario Negro permanecía tranquilamente en la ventana, como si fuese un simple espectador y sin perder de vista ni un momento los arcabuces de los soldados. Mientras tanto, Carmaux y Wan Stiller, que estaban tras él, espiaban los movimientos de los moradores de las casas cercanas, que corrían en dirección a las terrazas.

—Pero ¿quién sois vos? —preguntó por fin el teniente.

—Un hombre que no quiere ser molestado por nadie, sea quien sea, y mucho menos por los oficiales del gobernador —contestó el corsario.

—¡En nombre del gobernador, os ordeno que me digáis vuestro nombre!

—Pues ya veis, no me apetece decíroslo.

—Os obligaré, ¡os lo aseguro!

—Como queráis. En ese caso haré saltar la casa.

—¿Acaso estáis loco?

—Tan loco como vos.

—Además, os permitís insultarme…

—Nada de eso, señor oficial, me limito a responder a vuestras preguntas.

—¡Acabemos! ¡La broma ya ha durado demasiado!

—¿Eso es lo que queréis? ¡Carmaux, enciende la mecha de ese barril!

8.Una fuga prodigiosa

Al oír las palabras del Corsario Negro, un murmullo de terror se alzó, no solo entre los numerosos curiosos, sino incluso entre los soldados del gobernador. Los vecinos, sobre todo, gritaban enloquecidos. Y con razón, porque se veían volando por los aires, pues al hacerlo la casa del notario se podía afirmar con toda seguridad que las suyas lo harían también.

Curiosos y soldados se apresuraron a abandonar la callejuela poniéndose a salvo en el extremo de esta, mientras los vecinos bajaban precipitadamente las escaleras de sus casas llevando consigo los objetos más valiosos que poseían.

Nadie dudaba ya de que aquel hombre, un loco según algunos, cumpliese su amenaza.

Solo el teniente, haciendo gala de un gran valor, permaneció inmóvil en su sitio, aunque las miradas de ansiedad que dirigía a la casa hacían comprender que si hubiese estado solo o si no fuera el comandante de aquel pelotón de soldados enviados por el gobernador también habría abandonado a toda prisa la callejuela.

—¡No! ¡Deteneos, señor! —gritó—. ¿Estáis loco?

—¿Deseáis algo? —le preguntó el Corsario Negro, con su habitual tranquilidad.

—Os ruego que no llevéis a cabo vuestros propósitos.

—Y yo estaré encantado de complaceros. Pero con una condición: dejadme tranquilo.

—Poned en libertad al conde de Lerma y a los demás prisioneros y os prometo no molestaros.

—Es lo que haré si aceptáis algunas otras condiciones.

—¿Qué clase de condiciones?

—La primera es que retiréis vuestras tropas.

—¿Y las otras?

—Proporcionar a mis hombres y a mí un salvoconducto, firmado por el gobernador, que nos permita abandonar la ciudad sin que nos molesten los soldados que están dando batidas por los campos y las costas.

—Pero ¿quién sois vos para tener necesidad de un salvoconducto? —dijo el teniente, cuyo asombro aumentaba, al igual que sus sospechas sobre la identidad de aquellos hombres que se hacían fuertes en casa del notario.

—Un noble caballero de ultramar —contestó el Corsario Negro con arrogancia.

—En ese caso no creo que os haga falta un salvoconducto para abandonar la ciudad.

—Al contrario.

—Entonces debo creer que sobre vuestra conciencia pesa algún grave delito… Decidme vuestro nombre, señor.

En aquel momento se acercó al teniente un hombre con la cabeza vendada con un trozo de lienzo manchado de sangre en algunos puntos. Andaba con gran trabajo, como si, además, tuviera herida alguna de sus piernas.

Carmaux, que seguía tras el Corsario Negro sin dejar de mirar a los soldados, al ver al recién llegado lanzó un grito:

—¡Rayos! —exclamó.

—¿Qué ocurre, valiente? —le preguntó el corsario volviéndose rápidamente.

—No tardaremos en ser descubiertos, capitán. ¡Ese hombre es uno de los vascos que nos asaltaron con las navajas!

—¡Ah! —dijo el Corsario Negro encogiéndose de hombros.

El vasco, pues aquel hombre era en efecto uno de los que habían asistido a la pelea de la taberna y que luego acometieron contra los filibusteros en plena calle, se dirigió al teniente diciendo:

—Queréis saber quién es ese caballero del chambergo negro, ¿no es así?

—Sí —contestó el teniente—. ¿Es que tú le conoces?

—¡Y bien, señor! Como que uno de sus hombres es el responsable de mi lamentable estado. ¡Señor teniente, que no se os escape ese hombre! ¡Es uno de los filibusteros!

Esta vez no fueron gritos de espanto, sino de furor, los que resonaron por todas partes. Un disparo y un gemido doloroso pusieron punto final al clamor de los presentes en la callejuela.

Carmaux, a una seña de su capitán, había levantado rápidamente el arcabuz y con una certera descarga abatió al vasco.

Aquello ya era demasiado. Veinte arcabuces se levantaron apuntando a la ventana donde se encontraba el Corsario Negro, mientras la multitud gritaba enfurecida:

—¡Acabad con esos perros!

—¡No…! ¡Prendedlos y que sean ahorcados en la plaza!

—¡Quemadlos vivos!

—¡Matadles! ¡Matadles!

Con un rápido gesto, el teniente ordenó a sus hombres que bajaran los arcabuces. Luego, acercándose hasta la casa y deteniéndose al llegar bajo la ventana, se dirigió al Corsario Negro, que permanecía inmóvil en ella como si los gritos y las amenazas de toda aquella gente no le hubieran impresionado, y le dijo:

—Caballero, la comedia ha terminado. ¡Rendíos!

El Corsario Negro contestó con un encogimiento de hombros.

—¿No me habéis oído? —gritó el teniente, rojo por la cólera.

—Os he entendido perfectamente, señor.

—Si no os rendís ordenaré que echen abajo la puerta.

—Pues ordenadlo —se limitó a contestar el corsario—. Pero permitidme antes que os recuerde la existencia de un barril de pólvora que hará saltar la casa en pedazos… junto con los ilustres caballeros que en ella están prisioneros.

—¡También volaréis vos!

—¡Bah! Es preferible morir entre el estruendo de la pólvora y rodeado por ruinas humeantes que sufrir las ignominiosas penas que me haríais sufrir tan pronto como me rindiese.

—¡Os prometo que respetaré vuestra vida!

—De poco me sirven vuestras promesas. No sé lo que pueden valer. Señor, son las seis de la tarde y aún no he comido nada. Mientras decidís lo que debéis hacer, voy a tomar un bocado con el conde de Lerma y con su sobrino. Si antes no vuela la casa, os aseguro que tomaremos un vaso de vino a vuestra salud.

Dicho esto, el corsario se quitó su chambergo, saludando al teniente con perfecta cortesía, y se retiró de la ventana, dejando a los soldados y a la multitud más asombrados y confusos que antes.

—¡Vamos, valientes! —dijo el Corsario Negro a Carmaux y Wan Stiller—. Creo que tendremos tiempo suficiente para comer algo e intercambiar unas palabras.

—Pero… ¿y los soldados? —preguntó Carmaux, que no estaba menos asombrado que los españoles por la sangre fría y la osadía de su comandante.

—Dejémosles que griten cuanto quieran.

—¡Me parece que vamos a celebrar nuestra última cena!

—¡Oh, no! Nuestra última hora está aún muy lejana, más de lo que crees —repuso el corsario—. Espera que caiga la noche y verás qué milagros hace ese pequeño barril de pólvora.

Entró en la habitación y, sin más explicaciones, rompió las ligaduras que mantenían sujetos al conde de Lerma y a su sobrino, el joven novio, y les invitó a tomar asiento a la improvisada mesa diciéndoles:

—Hacedme compañía, señor conde. También vos, joven. Pero tendréis que darme vuestra palabra de no intentar nada contra nosotros.

—Sería imposible intentar cualquier cosa, señor —repuso el conde sonriendo—. Mi sobrino no tiene armas y yo sé bien lo que vale vuestra espada. Pero… ¿qué es lo que hacen mis compatriotas? He oído un clamor ensordecedor…

—Por ahora se limitan a poner sitio a la casa.

—Siento decíroslo, caballero, pero estoy convencido de que terminarán por echar abajo la puerta.

—Sin embargo, yo, señor conde, creo todo lo contrario.

—Si no derrumban la puerta, mantendrán el sitio y tarde o temprano forzarán vuestra rendición. ¡Vive Dios! Os aseguro que no me gustaría ver a un hombre tan generoso y gentil como vos caer en manos del gobernador. Ese hombre no perdona a los filibusteros, podéis estar seguro.

—Van Guld no me cogerá. Necesito seguir con vida para saldar una vieja cuenta que tengo pendiente con ese flamenco.

—¿Conocéis al gobernador?

—¡Para desgracia mía, sí, le he conocido! —dijo el corsario lanzando un suspiro—. Ese hombre ha llevado la desgracia a mi familia. Si soy un filibustero, solo a él se lo debo. ¡Pero no hablemos más de eso! Siempre que pienso en él siento que mi sangre se satura de un implacable odio y que mi tristeza alcanza límites insospechados… ¡Bebed, conde! Carmaux, ¿qué hacen los españoles?

—Hablan entre ellos, capitán —contestó el filibustero, que venía de la ventana—. Parece ser que no se deciden a asaltar la casa.

—¡Lo harán más tarde! Pero, cuando se decidan, lo más probable es que ya no nos encuentren aquí. ¿Sigue vigilando el negro?

—Está en el desván.

—Wan Stiller, llévale algo de beber.

Tras estas palabras, el corsario pareció sumergirse en profundos pensamientos, aunque seguía comiendo. Estaba más triste que nunca, tan preocupado que ni siquiera prestaba atención a las palabras que le dirigía el conde de Lerma.

La cena terminó sin que nadie rompiera el silencio que involuntariamente había impuesto el Corsario Negro. Los soldados, a pesar de la ira que les dominaba y del vivísimo deseo que tenían de ahorcar o quemar vivos a los filibusteros, no habían tomado aún decisión alguna. No les faltaba el valor, todo lo contrario, ni les asustaba el posible estallido del barril, pues les importaba bien poco que la casa saltase hecha pedazos por los aires; pero temían por el conde de Lerma y por su sobrino, dos de las personas más respetables y respetadas de la ciudad, a quienes había que salvar a toda costa.

Ya había caído la noche cuando Carmaux advirtió al corsario que un pelotón de arcabuceros, reforzado con una docena de alabarderos, ocupaba la bocacalle.

—Eso significa que se disponen a intentar alguna cosa —contestó el Corsario Negro—. ¡Llama a Moko!

Al cabo de unos minutos el africano estaba en su presencia.

—¿Has reconocido cuidadosamente todo el desván? —le preguntó.

—Sí, patrón.

—¿Hay algún tragaluz?

—Ninguno. Pero he hundido una parte del techo; por allí podremos pasar.

—¿No hay enemigos?

—Ni uno siquiera, capitán.

—Y una vez en el tejado, ¿sabes por dónde podremos descender?

—Sí, y no tendremos que andar mucho.

En aquel momento resonó en la callejuela una descarga tan formidable que hizo temblar todos los cristales.

Algunas balas atravesaron las celosías de las ventanas, entraron en la casa y fueron a incrustarse en las paredes o en los techos de las habitaciones.

De un salto, el corsario se puso en pie y con un movimiento fulmíneo desenvainó la espada. Aquel hombre, tan tranquilo y abatido pocos momentos antes, se había transfigurado al sentir el olor de la pólvora. Sus ojos se iluminaron y en sus pálidas mejillas apareció un ligero tinte rosado.

—¡Oh! ¡Ha empezado la fiesta! —exclamó burlonamente.

Inmediatamente, volviéndose hacia el conde y su sobrino, exclamó:

—He prometido salvaros la vida, caballeros, y suceda lo que suceda mantendré mi palabra. Pero tenéis que obedecerme y jurar que no os rebelaréis.

—¡Hablad, caballero! —dijo el conde—. Siento en verdad que sean mis compatriotas los que acometan contra vos. Si no lo fuesen os aseguro que tendría un gran placer en pelear a vuestro lado.

—Si no queréis saltar por los aires hechos pedazos, tendréis que seguirme.

—¿Es que va a volar la casa?

—Dentro de poco no quedará en pie ni una sola pared.

—¿Queréis arruinarme? —gritó el notario.

—¡Cierra la boca, avaro! —gritó Carmaux, al tiempo que desataba al pobre viejo—. ¿No te basta con que salvemos tu pellejo?

—¡Pero yo no quiero quedarme sin mi casa!

—El gobernador os indemnizará.

Una segunda descarga resonó en la calleja y algunas balas atravesaron la habitación, haciendo pedazos la lámpara que pendía del techo.

—¡Adelante, lobos de mar! —gritó el Corsario Negro—. ¡Carmaux, ve a encender la mecha!

—¡Al momento, capitán!

—Procura que el barril no estalle antes de que hayamos podido abandonar la casa.

—La mecha es lo suficientemente larga, señor —contestó el filibustero bajando rápidamente la escalera.

El Corsario Negro, seguido por los cuatro prisioneros, Wan Stiller y el negro Moko, subió al desván, mientras los arcabuceros del gobernador seguían disparando sus armas, especialmente en dirección a las ventanas, y daban gritos intimando a los filibusteros para que se rindieran sin condiciones.

Las balas entraban por todas partes y, zumbando de tal forma que hacían estremecerse al pobre notario, desconchaban grandes trozos de pared y rebotaban en los ladrillos. Pero ni los filibusteros ni el conde de Lerma, hombre aguerrido a fin de cuentas, mostraban la más mínima preocupación.

Ya en el desván, el africano mostró al Corsario Negro una abertura ancha e irregular que comunicaba con el tejado y que había conseguido hacer con una traviesa arrancada del maderamen del techo.

—¡Adelante! —dijo el corsario.

Envainó momentáneamente la espada, se asió a los bordes del boquete y subió al tejado, echando una rápida ojeada a su alrededor.

No tardó en descubrir tres o cuatro tejados inmediatos, así como grandes árboles y palmeras, una de las cuales crecía junto a una de las paredes y extendía su espléndido e inmenso follaje sobre las tejas.

—¿Hemos de descender por ahí? —preguntó al negro, que acababa de llegar junto a él.

—Sí, capitán.

—¿Podremos salir de ese jardín?

—Espero que sí.

El conde de Lerma, su sobrino, el criado y también el notario, empujados por los robustos brazos de Wan Stiller, habían llegado ya al tejado cuando apareció Carmaux diciendo:

—¡Apresuraos! Dentro de dos minutos la casa se hundirá bajo nuestros pies.

—¡Es mi ruina! —dijo el notario sollozando—. ¿Quién va a resarcirme de…?

Wan Stiller le cortó la frase empujándole rudamente.

—¡Andad, si no queréis ir a los infiernos con algunos pedazos de vuestra casa incrustados en el cuerpo! —le dijo.

Seguro de que ningún enemigo estaba al acecho, el Corsario Negro había saltado a otro tejado, seguido por el conde de Lerma y su sobrino.

Unas descargas sucedían a otras y enormes nubes de humo se levantaban por encima de la callejuela e iban a deshacerse sobre los tejados de las casas vecinas. Parecía que los arcabuceros habían decidido acribillar la casa del notario antes de echar abajo la puerta, quizá con la esperanza de convencer a los filibusteros para que se rindieran.

Probablemente temían que el corsario cumpliese su promesa de volar la casa aun sabiendo que entre los escombros quedarían sepultados él y sus hombres, además de los cuatro prisioneros. Ese temor era lo único que les detenía y les hacía desistir de intentar un asalto total a la casa.

A pesar de tener que cargar con el notario, que no podía moverse pues el terror le había paralizado, los filibusteros no tardaron en llegar al borde del último tejado, al lado de la gran palmera.

Abajo se extendía un gran jardín, rodeado por un muro muy alto que parecía alargarse en dirección a los campos de las afueras de Maracaibo.

—Conozco este jardín —dijo el conde—. Es el de la casa de mi buen amigo Morales.

—Supongo que no nos delataréis —dijo el corsario.

—Al contrario, caballero. Aún no he olvidado que os debo la vida.

—¡Pronto, bajemos! —dijo Carmaux—. La explosión puede lanzarnos al vacío.

Apenas había terminado estas palabras cuando un espectacular relámpago rasgó la noche y dio paso a un horrible estampido. Los filibusteros y sus acompañantes sintieron temblar el tejado bajo los pies e inmediatamente cayeron unos encima de otros, mientras llovían sobre ellos pedazos de madera, muebles destrozados y trozos de tela ardiendo.

Una enorme nube de humo se extendió sobre los tejados oscureciéndolo todo durante unos instantes. Mientras tanto, en la callejuela, junto con los crujidos y golpes sordos que producían las paredes al derrumbarse, se oían gritos de terror y maldiciones.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux, que había ido a parar hasta el mismo borde del alero—. ¡Un metro más allá y caigo en el jardín como un saco de andrajos!

El Corsario Negro se había apresurado a levantarse y se tambaleaba entre el espeso humo que le envolvía.

—¿Todos vivos? —preguntó.

—Creo que sí —contestó Wan Stiller.

—Pero ahí hay alguien inmóvil —dijo el conde—. ¿Le habrá alcanzado algún cascote?

—Es ese notario haragán —repuso Wan Stiller—. No os preocupéis. Solo se trata de un desvanecimiento producido por el susto.

—Dejémosle ahí —dijo Carmaux—. Ya se las arreglará como mejor pueda, si es que el dolor de haber perdido su casa no le produce la muerte.

—¡No! —replicó el Corsario Negro—. Estoy viendo llamas que se levantan entre el humo. Si le dejásemos aquí no cabe duda de que moriría abrasado. La explosión ha incendiado las casas contiguas.

—Es verdad —dijo el conde—. Allí veo una que está empezando a arder.

—¡Amigos! Aprovechemos la confusión para huir —dijo el corsario—. Tú, Moko, te encargarás del notario.

Se acercó al alero del tejado, se agarró al tronco de la palmera y se dejó resbalar por él hasta llegar al jardín. Los demás le siguieron.

Iba a echar a andar por un sendero que llegaba hasta el muro que cercaba el jardín cuando vio a algunos hombres, armados con arcabuces, que salían de entre la maleza gritando:

—¡Deteneos o hacemos fuego!

El Corsario Negro empuñó la espada con la diestra y con la otra mano tomó la pistola que llevaba en el cinto, decidido a abrirse paso. El conde le detuvo con un gesto diciéndole:

—Dejadme a mí, caballero.

Luego, acercándose hasta aquellos hombres, les dijo:

—¿Es que no conocéis a los amigos de vuestro señor?

—¡El señor conde de Lerma! —exclamaron aquellos hombres, atónitos.

—¡Deponed las armas o contaré a vuestro amo los modales que empleáis con sus amigos!

—Perdonad, señor conde —dijo uno de ellos—. No os habíamos reconocido. Hemos oído una espantosa detonación y, como sabíamos que los soldados perseguían por los alrededores a unos filibusteros, hemos acudido rápidamente para impedir que huyeran.

—Los filibusteros han sido más rápidos que vosotros y ya han huido, de modo que podéis ir a dormir. ¿Hay alguna puerta en la tapia del jardín?

—Sí, señor conde.

—Pues abridla para que podamos salir mis amigos y yo. Eso es todo lo que tenéis que hacer.

El hombre que había hablado con el conde de Lerma despidió con un gesto a los arcabuceros y, tomando un sendero, llegó hasta una puerta de hierro y la abrió.

Los tres filibusteros y el negro salieron, precedidos por el conde y su sobrino. Moko, sosteniendo aún al notario desvanecido, se detuvo junto al arcabucero que abrió la puerta del jardín.

El conde guió a los filibusteros durante unos doscientos pasos, adentrándose por un desierto callejón flanqueado únicamente por altas murallas. Luego dijo:

—Caballero, vos me habéis perdonado la vida y yo soy feliz por haberos prestado este pequeño servicio. Los hombres tan valerosos como vos no deben morir en la horca. Y os aseguro que ese hubiera sido el fin que os reservara el gobernador de haber caído en sus manos. Seguid por esa calleja, que os conducirá hasta el campo, y volved enseguida a bordo de vuestro barco.

—Gracias, conde —repuso el Corsario Negro.

Los dos nobles caballeros se estrecharon cordialmente la mano y se separaron, saludándose con los sombreros en las manos.

—Eso es lo que yo llamo un hombre valiente —dijo Carmaux—. Si algún día volvemos a Maracaibo no podemos dejar de ir a saludarle.

El Corsario Negro reemprendió rápidamente la marcha, precedido por el negro, que conocía mejor que los propios españoles los alrededores de la ciudad.

Diez minutos después, sin contratiempo alguno, estaban los filibusteros fuera de Maracaibo y se adentraban en el bosque, donde el negro Moko tenía su cabaña.

Miraron atrás y vieron levantarse sobre las últimas casas de la ciudad una nube de humo rojizo coronada por un penacho de chispas que el aire empujaba hacia el lago. Sin duda las llamas acababan de consumir la casa del notario y quizá alguna otra de la vecindad.

—¡Pobre diablo! —dijo Carmaux—. Se morirá del disgusto. ¡Su casa y su bodega! ¡Es un golpe demasiado duro para un viejo avaro como él!

Se detuvieron durante algunos instantes bajo una gigantesca simaruba falsa, temiendo ser sorprendidos por algún pelotón de los soldados españoles que vigilaban las afueras de la ciudad. Luego, cuando el profundo silencio reinante en el bosque les tranquilizó totalmente, se adentraron entre la maleza caminando con gran rapidez.

Bastaron veinte minutos para que recorrieran la distancia que les separaba de la cabaña del encantador de serpientes. Solo distaban de ella unos pasos cuando oyeron un gemido.

El Corsario Negro se detuvo, tratando de distinguir alguna cosa entre las altas y espesas plantas.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Es el prisionero que dejamos atado al árbol. ¡Ya me había olvidado de ese pobre soldado!

—¡Es verdad! —murmuró el corsario.

Siguió acercándose a la cabaña y no tardó en distinguir al español, que permanecía atado.

—¿Queréis hacerme morir de hambre? —preguntó el desventurado soldado—. Si es así, prefiero que ordenéis que se me ahorque inmediatamente.

—¿Ha venido alguien por estos contornos? —le preguntó el Corsario Negro.

—No he visto más que vampiros, señor.

—Ve a buscar el cadáver de mi hermano —dijo el corsario dirigiéndose al negro Moko.

Luego, acercándose al soldado, que había empezado a temblar temiendo que hubiese sonado su última hora, le liberó de las ligaduras diciéndole con voz solemne:

—Eres el primer hombre en quien yo podría vengar la muerte del que ahora voy a sepultar en las aguas del océano y de sus desgraciados compañeros, que aún están colgados en la plaza de esta maldita ciudad. Pero he prometido perdonarte la vida y el Corsario Negro nunca falta a sus promesas. Eres libre, pero has de darme tu palabra de que apenas llegues a Maracaibo irás a ver al gobernador y le dirás de mi parte que esta noche, junto con todos mis hombres, a bordo del Rayo y ante el cadáver del Corsario Rojo, haré un juramento que a buen seguro le haría temblar si lo oyese. Él ha matado a mis hermanos y yo voy a acabar con él y con todos aquellos que lleven el nombre de Van Guld. Le dirás que eso es lo que he jurado sobre el mar, por Dios y por el infierno. Y que no tardaremos en vernos.

Luego, cogiendo al prisionero, que estaba estupefacto a consecuencia de sus palabras, y empujándole por la espalda, el corsario añadió:

—¡Corre! Y no vuelvas atrás, porque podría arrepentirme de haberte perdonado la vida.

—¡Gracias, señor! —dijo el español, al tiempo que iniciaba su precipitada huida, pues temía no salir vivo del bosque.

El corsario contempló cómo el soldado se alejaba, y así que le vio desaparecer entre la oscuridad se volvió hacia sus hombres diciendo:

—¡Vámonos, el tiempo apremia!

9. Un juramento terrible

El pequeño grupo, guiado por el negro, que conocía el bosque como la palma de su mano, caminaba rápidamente con objeto de llegar lo antes posible a la orilla del golfo y huir hacia el barco del corsario antes de que amaneciese.

Todos los hombres estaban inquietos por la suerte del Rayo, pues recordaban la advertencia del soldado prisionero de que el gobernador de Maracaibo había enviado varios mensajeros a Gibraltar pidiendo ayuda al almirante Toledo.

Temían que las naves del almirante, que formaban una extraordinaria escuadra formidablemente armada y tripulada por varios centenares de los más valerosos marineros, vascos en su mayor parte, hubieran atravesado ya el lago para caer sobre el Rayo y destruirlo.

El Corsario Negro permanecía silencioso, pero no podía disimular su gran inquietud. De vez en cuando hacía una seña a sus hombres para que se detuviesen y aguzaba el oído, temiendo oír alguna detonación en la lejanía. Luego, apretaba el paso forzando a sus compañeros a marchar casi a la carrera.

Otras veces, en cambio, hacía movimientos de impaciencia, sobre todo cuando se encontraban ante uno de aquellos gigantescos árboles de la selva, que, caídos, obstruían el paso, o ante charcas o estanques, obstáculos que les obligaban a dar largos rodeos y les hacían perder un tiempo que en aquellos momentos era precioso y aun vital.

Por fortuna, el conocimiento que Moko tenía del bosque era extraordinario y, ante la imposibilidad de continuar por los senderos más cortos, les guiaba por aquellos que hacían más corto el rodeo y permitían una menor pérdida de tiempo.

A las dos de la madrugada Carmaux, que se había colocado en cabeza, oyó un rumor lejano que indicaba la proximidad del mar. Su finísimo oído había distinguido el ruido que producían las olas al romper contra los manglares de la costa.

—Si todo va bien, señor, dentro de una hora estaremos en nuestro barco —dijo dirigiéndose al Corsario Negro, que le había alcanzado.

Este hizo una seña con la cabeza, sin pronunciar una sola palabra.

Carmaux no se había engañado. El romper de las olas se oía cada vez más claramente, igual que los gritos de las bernaclas, una especie de ocas salvajes, muy madrugadoras, que tienen la cabeza blanca y el cuerpo listado de negro y que viven en las orillas del golfo.

El corsario hizo una seña para que sus hombres apretaran aún más el paso. Poco después llegaron a una playa, baja y llena de mangles, que se extendía de norte a sur describiendo caprichosas curvas.

La oscuridad era muy grande, pues el cielo estaba cubierto por una densa niebla que se elevaba sobre las marismas que rodeaban el lago; pero el mar estaba interrumpido acá y allá por unas líneas que parecían de fuego y que se entrecruzaban en todas direcciones.

Las crestas de las olas parecían despedir fuego, y su espuma, que besaba la playa y se extendía sobre ella formando una franja, estaba salpicada de una infinidad de soberbios puntos fosforescentes.

En algunos momentos, grandes extensiones de agua, que momentos antes parecían negras como la tinta, se iluminaban repentinamente, como si en el fondo del mar se hubiera encendido una potentísima lámpara.

—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.

—¡El diablo se la lleve! —repuso Carmaux—. ¡Es como si los peces se hubieran aliado con los españoles para impedirnos la retirada!

—No —dijo Wan Stiller con tono misterioso y señalando el cadáver que llevaba el negro—. Las aguas se iluminan para recibir el cuerpo del Corsario Rojo.

—¡Claro! —murmuró Carmaux.

El Corsario Negro, entretanto, miraba al mar, dirigiendo su vista hacia la lejanía. Antes de embarcar en su nave quería saber si la escuadra del almirante Toledo navegaba en las aguas del lago.

Al no distinguir nada, miró hacia el norte y vio sobre el mar llameante una gran sombra negra que se recortaba en medio de la fosforescencia.

—¡Ahí está el Rayo! —exclamó—. Buscad la canoa y apresurémonos a llegar hasta él.

Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor que pudieron, pues no sabían con exactitud en qué parte de la playa se encontraban. Luego se alejaron rápidamente, dirigiéndose hacia el norte y mirando atentamente entre los manglares, cuyas raíces, medio enterradas en el suelo, y sus grandes hojas estaban bañadas por las ondas luminosas que llegaban desde las aguas.

Después de recorrer un kilómetro lograron descubrir la embarcación, que la marea había llevado hacia el interior y depositado entre la maleza. Se embarcaron en ella con presteza y se dirigieron hacia el lugar donde les esperaban el corsario y Moko.

Colocaron el cadáver entre los dos banquillos, envuelto en el ferreruelo negro del corsario de modo que le cubriera el rostro, y se hicieron a la mar de inmediato, bogando vigorosamente.

El negro se había sentado en la proa, con el fusil del prisionero español entre las rodillas; el Corsario Negro en la popa, frente al cuerpo de su hermano.

Nuevamente había vuelto a sumergirse en su lóbrega melancolía. Con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas, no apartaba ni un instante los ojos del cadáver del Corsario Rojo, cuyas formas se dibujaban bajo el fúnebre ferreruelo.

Inmerso en sus tristes pensamientos, parecía haberse olvidado de todo: de sus compañeros, de su barco, que cada vez se destacaba más netamente sobre el chispeante océano y que parecía un enorme cetáceo flotando en un mar de oro fundido, y de la escuadra del almirante Toledo.

Permanecía tan inmóvil que se hubiera podido creer que ni siquiera respiraba.

Mientras tanto, la canoa se deslizaba ágilmente sobre las ondas, alejándose de la playa. El agua parecía arder a su alrededor y los remos arrancaban de su superficie montones de espuma que parecían verdaderos chorros de chispas.

Bajo las olas, extraños organismos se agitaban en gran número, jugueteando entre aquella orgía de luz. Se advertían grandes medusas, pelagios semejantes a globos luminosos que danzasen bajo el soplo de la brisa nocturna; graciosas maltesas, desprendiendo fulgores de lava ardiente y mostrando sus extraños apéndices en forma de cruz de Malta; acalefos tan refulgentes como si llevasen incrustados verdaderos diamantes; velellas que surgían de una especie de cáscara, de la cual salía una delicada luz azul, y verdaderos ejércitos de erizos, con sus cuerpos redondos y sus afiladas púas, que irradiaban verdosos reflejos.

Peces de todas las especies aparecían y desaparecían, dejando tras de sí luminosos surcos, y pólipos de las más variadas formas se entrecruzaban en todas direcciones mezclando sus variopintos reflejos, mientras a flor de agua nadaban grandes manatíes, en aquel tiempo bastante numerosos todavía, alzando ondas refulgentes con sus largas colas y sus aletas.

La canoa, impulsada por los fuertes brazos de los dos filibusteros, que bogaban vigorosamente, surcaba majestuosa las resplandecientes aguas, provocando a su paso y con el impulso de los re una maravillosa lluvia de puntos luminosos.

Su negra silueta se destacaba, como la del Rayo, de un modo preciso y neto entre aquellos resplandores, ofreciendo un óptimo blanco a los cañones de la escuadra del almirante Toledo si esta se hubiera encontrado en aquellas aguas.

Los filibusteros, sin disminuir ni un solo momento el ritmo de la boga, miraban a su alrededor como si temieran ver aparecer de un momento a otro la tan temida escuadra de navíos españoles.

Se apresuraban cada vez más porque sentían cómo les invadía una vaga superstición. Aquel mar llameante, el cadáver que llevaban en la canoa, la presencia del Corsario Negro, aquel tétrico y melancólico personaje a quien siempre habían visto vestido con el fúnebre manto que ahora cubría a su hermano, les infundían un desconocido y extraño temor y ni siquiera podían pensar en el momento de encontrarse a bordo del Rayo entre sus compañeros.

No distaban ya más de una milla del barco, que venía a su encuentro dando bordadas, cuando llegó hasta ellos un extraño grito, que primero parecía un lamento y terminó en un sollozo sofocado.

Los dos remeros detuvieron inmediatamente la boga y miraron a su alrededor con el terror dibujado en los ojos.

—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, que sentía correr por su frente un sudor frío.

—Sí —repuso Carmaux con voz temblorosa.

—¿Habrá sido algún pez?

—Jamás he oído a un pez lanzar un grito semejante a ese.

—Entonces, ¿qué crees que ha sido?

—No lo sé, pero te aseguro que no estoy nada tranquilo.

—¿Habrá sido el hermano del muerto?

—¡Calla!

Los dos filibusteros miraron al Corsario Negro. Pero este seguía inmóvil, con la cabeza entre las manos y mirando fijamente el cadáver del Corsario Rojo.

—¡Sigamos! ¡Y que Dios nos asista! —masculló Carmaux haciendo un gesto a Wan Stiller para que volviera a tomar el remo.

Luego, inclinándose hacia el negro, le preguntó:

—¿Has oído ese grito, amigo?

—Sí —contestó el africano.

—¿Qué puede haber sido?

—Posiblemente un manatí.

—¡Hum! —murmuró Carmaux—. Habrá sido un manatí, pero…

De pronto, interrumpió bruscamente su frase y palideció. En aquel mismo momento, tras la popa de la canoa y entre un círculo de espuma luminosa, surgió una forma oscura e imprecisa que se hundió rápidamente en las tenebrosas aguas del golfo.

—¿Has visto? —preguntó con voz quebrada Wan Stiller.

—Sí —contestó Carmaux castañeteando los dientes.

—Una cabeza, ¿verdad?

—Sí, Carmaux.

—¿De un muerto?

—Es el Corsario Verde, que nos sigue y espera que le entreguemos el cuerpo de su hermano.

—¡Me das miedo, Carmaux!

—¿El Corsario Negro no habrá visto ni oído nada?

—Es el hermano de los muertos…

—¿Y tú tampoco has visto nada? —preguntó al negro.

—Sí, una cabeza —se limitó a responder el africano.

—¿Qué clase de cabeza?

—La de un manatí.

—¡Que el diablo os lleve a ti y a tus malditos manatíes! —masculló Carmaux—. ¡Era una cabeza de muerto! ¿No tienes ojos, negro?

Entonces llegó de la nave una voz que resonó en el mar:

—¡Eh! ¡Los de la canoa! ¿Quién vive?

—¡El Corsario Negro! —gritó Carmaux.

—¡Arrímate!

El Rayo avanzaba con la velocidad de una gaviota, rompiendo la fulgurante superficie de las aguas con su aguda roda. Negro como era, parecía el barco del holandés errante, o la nave-féretro navegando por un mar incandescente.

A lo largo de las amuras podían verse, escalonados, inmóviles como estatuas y armados con fusiles, a los filibusteros que formaban su tripulación. En el castillete de popa, tras los cañones, estaban los artilleros con las mechas encendidas en la mano. En el palo mayor ondeaba la gran bandera del corsario, sobre cuyo fondo negro se recortaban dos letras cruzadas bordadas en oro.

La canoa abordó al Rayo por el costado de babor, mientras que la nave corsaria se situaba de través frente al viento, amarrando mediante un cabo que arrojaron desde la cubierta los marineros.

—¡Arriad el aparejo! —gritó una voz ronca.

Dos cables, de cuyos extremos pendían unos arpones, descendieron del penol del palo mayor. Carmaux y Wan Stiller los aseguraron a los bancos y, a un silbido del contramaestre de a bordo, la canoa fue izada junto con las personas que la tripulaban.

Cuando el Corsario Negro advirtió que la quilla de la canoa golpeaba contra la cubierta del Rayo hizo un rápido movimiento. Era como si despertase de un largo y profundo sueño, y abandonase sus tétricas reflexiones.

Miró a su alrededor como si estuviera asombrado por encontrarse en su propio barco. Luego se inclinó sobre el cadáver, lo tomó en sus brazos y fue a depositarlo al pie del palo mayor.

Al ver el cuerpo del Corsario Rojo, toda la tripulación, dispuesta a lo largo de las amuras, se descubrió.

El segundo de a bordo, Morgan, descendió del puente de mando y fue al encuentro del Corsario Negro.

—¡A vuestras órdenes, señor! —le dijo.

—Haz lo que sabes —le ordenó el corsario sacudiendo la cabeza, mientras su semblante adquiría una expresión grave y triste.

Atravesó lentamente la tolda, subió al puente de mando y se detuvo, tan inmóvil como una estatua, con los brazos cruzados.

Empezaba a alborear. Por oriente, allá donde el cielo se confundía con el mar, surgía una pálida luz que teñía las aguas con reflejos del color del acero. Aquella luz, sin embargo, tenía algo de tétrica: no era rosada como de costumbre, sino casi gris, pero de un gris férreo y casi opaco.

Mientras tanto, la gran bandera del Corsario Negro había sido arriada hasta media asta en señal de luto y todas las vergas de los papahígos y los contrapapahígos que no llevaban velas tendidas habían sido colocadas en cruz.

La tripulación en pleno había acudido a cubierta, distribuyéndose a lo largo de las amuras. Aquellos hombres de rostro bronceado por el viento marino y por el humo de cientos de abordajes estaban tristes y miraban con vago terror el cadáver del Corsario Rojo, que el contramaestre había envuelto en una gruesa hamaca junto con dos balas de cañón.

La claridad aumentaba y el mar seguía fulgurando alrededor del barco mientras las aguas rompían contra los negros costados y en la saliente y alta proa.

El oleaje parecía producir en aquellos momentos extraños susurros: unas veces parecían gemidos de ánimas en pena; otras, roncos suspiros o débiles lamentos.

De repente, una campana resonó en la toldilla de popa.

Toda la tripulación se arrodilló, mientras el contramaestre, ayudado por tres marineros, izó el cadáver y fue a colocarlo en la amura de babor.

Un fúnebre silencio reinaba ahora en el puente de la nave, que permanecía inmóvil sobre las luminosas aguas. Hasta el mar parecía haber cesado en sus murmullos.

Todas las miradas estaban fijas en el Corsario Negro, cuya oscura silueta se recortaba extrañamente sobre el fondo grisáceo del horizonte.

En aquellos momentos era como si la figura del terrible corsario del gran golfo hubiera tomado dimensiones gigantescas. Erguido en el puente de mando, con la gran pluma negra de su chambergo agitada por la brisa matutina y uno de sus brazos extendidos hacia el cadáver del Corsario Rojo, parecía haber escogido aquel lugar del barco para pronunciar alguna terrible amenaza.

Su voz, metálica y robusta, rompió el fúnebre silencio que reinaba a bordo del Rayo.

—¡Hombres del mar! —gritó—. ¡Oídme…! ¡Sobre estas aguas, que han sido siempre nuestras más fieles compañeras, juro por Dios y por mi alma que no gozaré de bien material alguno sobre la tierra hasta que no haya vengado a mis hermanos, asesinados por Van Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco, que las aguas me engullan junto con todos vosotros, que los dos corsarios que descansan en las profundidades de las aguas del gran golfo me maldigan, que mi alma encuentre la condenación eterna si no mato a Van Guld y extermino a toda su familia como él ha destruido la mía…! ¡Hombres del mar! ¿Me habéis oído?

—¡Sí! —contestaron los filibusteros como un solo hombre, mientras un escalofrío de terror sacudía sus cuerpos.

El Corsario Negro se había inclinado sobre la barandilla y miraba fijamente las luminosas aguas.

—¡Al agua con el cadáver! —gritó con voz sombría.

El contramaestre y los tres marineros levantaron uno de los extremos del saco que contenía el cuerpo del Corsario Rojo y lo dejaron caer.

Los despojos mortales se precipitaron entre las olas, levantando una cortina de espuma que parecía una llama. Todos los filibusteros se habían inclinado sobre las amuras.

A través de las fosforescentes aguas podía verse cómo el cadáver descendía hasta el fondo de los misteriosos abismos marinos describiendo anchas ondulaciones hasta desaparecer por completo.

En aquel instante, se oyó a lo lejos el misterioso grito que tanto asustara a Carmaux y a Wan Stiller poco antes.

Los dos filibusteros, que se encontraban bajo el puente de mando, se miraron. Estaban tan pálidos como el cadáver que acababan de arrojar al mar.

—¡Es el Corsario Verde que llama al Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.

—¡Sí! —repuso Wan Stiller—. ¡Los dos hermanos se han encontrado en el fondo del mar!

Un silbido interrumpió bruscamente la conversación de los dos filibusteros.

—¡A babor! —gritó el contramaestre—. ¡Orzando!

El Rayo cambió el rumbo e inició la navegación entre los islotes del lago, huyendo hacia el gran golfo, cuyas aguas se teñían ya bajo los primeros rayos del sol, que extinguían la fosforescencia.

10. A bordo del «Rayo»">A BORDO DEL RAYO

Una vez que hubo salido de entre los islotes y sobrepasado el largo promontorio formado por los últimos contrafuertes de la sierra de Santa Marta, el Rayo se adentró en las aguas del mar Caribe, navegando con rumbo norte, hacia las Grandes Antillas. El mar estaba en calma. Apenas rompía su superficie una ligerísima brisa matutina del sur-sudoeste, que levantaba aquí y allá minúsculas ondas que rompían contra los costados del rápido velero del Corsario Negro.

Sobre las aguas revoloteaban multitud de aves que llegaban de las costas. Bandadas de cuervos marinos, aves rapaces del tamaño de un gallo, sobrevolaban las playas dispuestos a lanzarse sobre la más pequeña presa y hacerla pedazos aún viva. Rozando las aguas pasaban verdaderos batallones de rincopos de cola ahorquillada, con las plumas del dorso negras y las del vientre blancas, y cuyos picos tienen una forma tal que les obligan a sufrir prolongados ayunos, ya que si los peces no se introducen en ellos de forma espontánea estos desdichados volátiles difícilmente pueden llegar a pescar alguno, pues tienen la mandíbula inferior bastante más larga que la superior. No faltaban tampoco los rabijuncos, tan comunes en las aguas del golfo de México. Se les veía explorar entre el oleaje formando largas columnas y dejando colgar sobre la superficie las largas plumas de sus colas mientras imprimían a sus negras alas una vibración convulsiva no exenta de cierta gracia. Seguían atentos las evoluciones de los peces voladores, que saltaban repentinamente fuera del agua surcando el aire por espacio de cincuenta o sesenta brazas para volver luego a sumergirse e iniciar nuevamente su juego.

Por el contrario, las naves no abundaban por aquella zona. Los marineros que montaban guardia en la cubierta del Rayo, a pesar de estar todos ellos dotados de excelente vista, no veían asomar velero alguno por el horizonte.

El temor de encontrarse con los fieros corsarios de La Tortuga mantenía a los buques españoles en los puertos del Yucatán, de Venezuela y de las Antillas en espera de poder formar una gran escuadra capaz de hacer frente al temible enemigo.

Solo los barcos bien armados y con numerosa tripulación se atrevían a atravesar el Caribe y el golfo de México, pues en todas partes se sabía cuánta era la astucia de aquellos intrépidos hombres que habían desplegado sus banderas en la isla de La Tortuga.

Durante el día que siguió al singular funeral del pobre Corsario Rojo, nada acaeció a bordo de la nave filibustera.

El comandante no había hecho acto de presencia ni en cubierta ni en el puente de mando, confiando el gobierno del Rayo al segundo de a bordo. Se había encerrado en su camarote y nadie tenía noticias suyas, ni siquiera Carmaux o Wan Stiller.

Lo que sí se sabía era que el africano estaba junto a él. Por lo menos eso era lo que sospechaba toda la tripulación, pues no se había vuelto a ver a Moko en parte alguna del buque, ni siquiera en la bodega.

Nadie hubiera podido decir qué es lo que hacían ambos en el camarote del Corsario Negro, cerrado con llave por dentro. Ni siquiera el contramaestre, porque Carmaux, que había querido hacerle alguna pregunta al respecto, recibió por toda contestación un gesto amenazador que significaba más o menos estas palabras: «¡No te ocupes de lo que no te importa si es que en algo aprecias tu pellejo!».

Llegada la noche, mientras el Rayo recogía velas por temor a alguno de esos repentinos golpes de viento tan frecuentes en aquellos mares y causantes de tantas desgracias, Carmaux y Wan Stiller, que rondaban por los alrededores del espejo de popa, vieron salir por una de las escotillas la rizada cabeza del negro Moko.

—¡Ahí está Saco de Carbón! —exclamó Carmaux—. Supongo que por fin sabremos si el capitán sigue aún a bordo o si ha ido a reunirse con sus hermanos en el fondo del mar. ¡Ese hombre siniestro es capaz de cualquier cosa!

—¡Ya lo creo! —repuso Wan Stiller, que no podía disimular sus supersticiosos temores—. Yo le tengo más por un espíritu de los mares que por un hombre de carne y hueso como nosotros.

—¡Eh, amigo! —dijo Carmaux al negro—. Ya creíamos que no volverías nunca a saludar a tus amigos blancos.

—El patrón me ha retenido a su lado —repuso el africano.

—¿Hay alguna novedad importante? ¿Qué hace el capitán?

—Está más triste que nunca.

—Jamás le he visto alegre, ni siquiera en La Tortuga. Nunca le he visto sonreír.

—En todo este tiempo no ha hecho más que hablar de sus hermanos y de terribles venganzas.

—Venganzas que cumplirá, amigo. El Corsario Negro es un hombre que seguirá al pie de la letra su terrible juramento. No quisiera yo encontrarme en la piel del gobernador de Maracaibo o de alguno de sus parientes. Ha de ser muy grande el odio que el gobernador de Maracaibo siente por nuestro capitán; pero él va a ser la próxima víctima de esa enemistad.

—¿Y no sabes cuál es el motivo de ese odio, amigo blanco?

—Se dice que es muy antiguo y que Van Guld había jurado acabar con los tres corsarios antes de venir a América en calidad de gobernador.

—¿Cuando estaba aún en Europa?

—Sí.

—¿Ya se conocían entonces?

—Eso es lo que se dice. Además, mientras Van Guld lograba que le nombrasen gobernador de Maracaibo aparecían ante La Tortuga tres magníficas naves mandadas por los corsarios Negro, Rojo y Verde. Los tres eran hombres apuestos, valientes como leones, astutos e intrépidos marineros. El Corsario Verde era el más joven, el Negro el mayor. Pero en valor ninguno era inferior al otro, y manejando las armas no tenían rival entre todos los filibusteros de La Tortuga. Los tres valientes harían temblar bien pronto a todos los españoles del golfo de México. Eran incontables los barcos asaltados por ellos y las ciudades expugnadas. Nadie podía resistir a aquellos tres barcos, los más hermosos, veloces y mejor armados de todos los que servían al filibusterismo.

—No lo pongo en duda —repuso el africano—. Basta con ver esta nave.

—Pero también ellos tuvieron días tristes —prosiguió Carmaux—. El Corsario Verde, que había zarpado de La Tortuga con rumbo desconocido, fue sorprendido por una escuadra española y, tras una titánica lucha, cayó en manos del enemigo. Luego fue trasladado a Maracaibo, donde Van Guld le hizo ahorcar.

—Lo recuerdo —dijo el negro—. Sin embargo, su cadáver desapareció.

—Sí, porque el Corsario Negro, acompañado por unos cuantos de sus fieles hombres, logró entrar por la noche en Maracaibo, rescatar el cadáver y sepultarlo luego en el mar.

—Y cuando Van Guld lo supo, lleno de rabia por no haber podido apresar también al hermano, mandó fusilar a los cuatro centinelas encargados de montar guardia cerca de los ahorcados, en la plaza de Granada.

—Ahora le ha tocado el turno al Corsario Rojo, pero también este ha podido ser sepultado en el Caribe. El tercero de los hermanos es el más formidable y acabará por exterminar a todos los Van Guld de la tierra.

—Pronto va a ir a Maracaibo, amigo. Me ha pedido información y datos precisos para poder situar ante la ciudad una numerosa flota.

—Pietro Nau, el Olonés, es amigo del Corsario Negro y aún está en La Tortuga. ¿Quién podrá resistir a esos dos hombres juntos? Además…

Carmaux se interrumpió y, dando con el codo a Moko y a Wan Stiller, que estaba a su lado escuchándole en silencio, les dijo:

—¡Miradle! ¿No os da miedo ese hombre? ¡Parece el dios del mar!

Wan Stiller y el africano levantaron los ojos hacia el puente de mando.

Allí estaba el corsario, vestido como siempre de negro, con el gran chambergo calado hasta los ojos y la enorme pluma ondeando al viento.

Con la cabeza inclinada sobre el pecho y los brazos cruzados, paseaba lentamente por el puente, solo y sin hacer el menor ruido.

Su lugarteniente, Morgan, vigilaba en el extremo del puente sin atreverse a dirigir la palabra a su capitán.

—Parece un espectro —murmuró en voz baja Wan Stiller.

—Y Morgan no tiene nada que envidiarle —añadió Carmaux—. Si uno es tétrico como la noche, el otro no es mucho más alegre. ¡Ah! ¡Son tal para cual!

De repente, un grito resonó en la oscuridad.

Venía de lo alto de la cruceta del palo mayor, donde podía verse una forma humana.

La voz se había dejado oír dos veces:

—¡Barco a la vista por sotavento!

El Corsario Negro interrumpió bruscamente su deambular por el puente. Permaneció unos instantes mirando fijamente hacia sotavento, pero como se hallaba en un puente excesivamente bajo era difícil que pudiera divisar desde allí a una nave que debía de navegar a seis o siete millas de distancia.

Se volvió hacia Morgan, que se había inclinado sobre la borda, y le dijo:

—¡Que se apaguen todas las luces!

Apenas recibida la orden, los marineros de proa se apresuraron a cubrir los dos grandes fanales, encendidos uno a babor y otro a estribor.

—Gaviero —siguió el Corsario Negro tan pronto como se hizo la oscuridad a bordo—, ¿por dónde navega ese barco?

—Hacia el sur, capitán.

—¿Hacia las costas de Venezuela?

—Eso parece.

—¿A qué distancia está?

—A unas seis millas.

—¿Estás seguro?

—Sí, capitán. Distingo perfectamente sus fanales.

El corsario se inclinó sobre la pasarela y gritó:

—¡Hombres a cubierta!

En menos de medio minuto los ciento veinte hombres que componían la tripulación del Rayo estaban en sus puestos de combate. Los marineros de maniobra en las vergas; los gavieros en lo alto de la arboladura; los mejores fusileros en las cofas; los artilleros detrás de las piezas con las mechas encendidas, y el resto a lo largo de las amuras y en el castillo de popa.

Tales eran el orden y la disciplina que reinaban a bordo de las naves filibusteras. A cualquier hora del día o de la noche, en cuanto las circunstancias lo requerían, cada uno de los filibusteros se situaba en su puesto con una rapidez prodigiosa, desconocida incluso entre las tripulaciones de los navíos de guerra de las más fuertes potencias marineras.

Aquellos lobos de mar, que habían llegado al golfo de México procedentes de todos los rincones de Europa tras haber sido reclutados de entre la peor canalla de los puertos marítimos de Francia, Italia, Holanda, Alemania e Inglaterra, dados a todos los vicios, pero que despreciaban la muerte y eran capaces de las más grandes gestas y de increíbles audacias, cuando estaban a bordo de las naves filibusteras se transformaban en los más obedientes corderos, sin perjuicio no obstante de convertirse en feroces tigres a la hora del combate.

Sabían perfectamente que sus jefes no acostumbraban a dejar impune ninguna negligencia y que la mínima falta de disciplina era castigada con un certero disparo en la cabeza o, en el mejor de los casos, con el abandono en alguna isla desierta.

Cuando el Corsario Negro comprobó que todos los filibusteros estaban en sus puestos, se volvió hacia Morgan, que esperaba órdenes.

—¿Crees que ese barco es…?

—Español, señor —contestó el lugarteniente.

—¡Españoles…! —exclamó el corsario sombríamente—. Para muchos de ellos esta va a ser una noche fatal, pues no volverán a ver el sol.

—¿Vamos a atacar hoy, señor?

—Sí, les echaremos a pique. En el fondo de estas aguas duermen mis hermanos. Yo te aseguro que desde ahora no estarán solos.

—Así será si vos lo deseáis, señor.

Saltó por la amura, asiéndose a una escalerilla, y miró hacia sotavento.

Entre las tinieblas que cubrían las rumorosas aguas se deslizaban, casi sobre la misma superficie del mar, dos puntos luminosos que no podían ser confundidos con las estrellas que brillaban en el horizonte.

—Les tenemos a unas cuatro millas —dijo.

—¿Se dirigen hacia el sur? —preguntó el corsario.

—Hacia Maracaibo.

—¡Desgraciados de ellos! Ordena cambiar de rumbo e intercepta el camino a ese buque.

—¿Y luego, señor?

—Harás que traigan a cubierta cien granadas de mano. Después cuidarás de que se asegure todo perfectamente en la estiba y en los camarotes.

—¿Abordaremos con el espolón?

—Sí, si es posible.

—Perderemos a los prisioneros, señor.

—¿Qué me importan a mí los prisioneros?

—¡Ese barco puede ir cargado de riquezas!

—No las necesito. En mi tierra aún me quedan varios castillos y posesiones.

—Lo decía por nuestros hombres.

—También para ellos tengo suficiente oro. Cambia el rumbo.

A la orden del corsario, resonó a bordo un silbido lanzado por el contramaestre. Los hombres de maniobra largaron velas con la rapidez del rayo y con una exactitud matemática, al tiempo que el timonel hacía orzar la nave.

El Rayo viró casi sin avanzar y, luego, empujado por una ligera brisa que soplaba del sudeste, se dispuso a cruzarse en la ruta que seguía el velero español, dejando a popa una ancha y rumorosa estela.

Avanzaba entre la oscuridad ligero como un pájaro, sin producir apenas ruido, igual que si se tratase del legendario buque fantasma.

A lo largo de las amuras, los fusileros, mudos e inmóviles como estatuas, mantenían la mirada fija en el barco enemigo empuñando sus largos fusiles de gran calibre, formidables armas en las manos de aquellos filibusteros. Sobre las piezas, los artilleros soplaban en las mechas dispuestos a desencadenar una tempestad de metralla.

El Corsario Negro y Morgan seguían en el puente de mando. Apoyados en los travesaños del puente, no quitaban ojo a los dos puntos luminosos que surcaban las tinieblas a tres millas escasas del Rayo.

Carmaux, Wan Stiller y el negro, los tres en el castillo de proa del buque, charlaban en voz baja mirando alternativamente al velero enemigo, que seguía tranquilamente su rumbo, y al Corsario Negro.

—Va a ser una mala noche para esa gente —decía Carmaux—. Me temo que el capitán, con el odio que guarda en su corazón, no va a dejar vivo ni a un solo español.

—Me parece que ese barco es muy alto de bordo —repuso Wan Stiller midiendo la distancia que había desde el nivel del agua hasta los fanales—. ¡No me gustaría que fuese un barco de línea que va a reunirse con la escuadra del almirante Toledo!

—¡Bah…! ¡No será eso lo que asuste al Corsario Negro! Jamás nave alguna ha podido oponer resistencia al Rayo. Además, ya has oído que el capitán piensa abordar con el espolón…

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Algún día el Rayo se quedará sin proa!

—La proa del Rayo está hecha a prueba de escollos, amigo.

—Incluso los escollos se parten a veces…

—¡Chitón!

La voz del Corsario Negro rompió de repente el silencio que reinaba a bordo de la nave, ordenando en tono imperioso:

—¡Hombres de maniobra…! ¡Largad las alas! ¡Izad las bonetas! Las velas suplementarias colocadas en las extremidades de los penoles del palo de mesana, del trinquete, de los papahígos y de los contrapapahígos, quedaron desplegadas en un abrir y cerrar de ojos.

—¡A la caza! —exclamó Carmaux—. Por lo visto la nave española boga bien para obligar al Rayo a largar todas las alas.

—¡Ya sospechaba yo que tendríamos que vérnoslas con una nave de línea! —insistió Wan Stiller—. ¡No hay más que ver lo alta que es su arboladura!

—¡Tanto mejor…! Se caldeará más el ambiente en los dos barcos.

En aquel instante una potente voz resonó en el mar. Procedía de la nave enemiga y el viento favoreció su llegada hasta la nave filibustera.

—¡Barco sospechoso a babor!

Sobre el puente de mando del Rayo se pudo ver al corsario inclinarse sobre Morgan como si le estuviera diciendo algo en voz muy baja. Enseguida subió sobre la cubierta de cámara gritando:

—¡Toda la caña…! ¡Hombres del mar, a la caza!

Solo una milla separaba a los dos buques, pero la velocidad de ambos debía de ser muy grande porque la distancia no parecía acortarse.

Había transcurrido una media hora cuando sobre la nave española, o por lo menos considerada como tal, apareció una luz que iluminó la cubierta y parte de la arboladura. Al momento, el fragor de una detonación se propagó sobre las aguas, yendo a perderse en la lejanía retumbando de un modo ensordecedor, sombrío y prolongado.

Inmediatamente, un silbido bien conocido de todos los filibusteros se oyó en el aire. Poco después una verdadera montaña de agua se levantó a unas veinte brazas de la nave corsaria.

Ni una sola voz se alzó entre la tripulación. Únicamente una sonrisa desdeñosa se dibujó en los labios del Corsario Negro; era como un saludo despreciativo para aquel mensajero de la muerte.

Después de disparar aquel cañonazo, que pretendía ser una advertencia para que no le siguieran, el barco enemigo cambió su rumbo, dirigiendo su proa hacia el sur y navegando resueltamente hacia el golfo de Maracaibo.

Percatándose de las intenciones que movían al navío enemigo a cambiar su rumbo, el Corsario Negro se volvió a su lugarteniente, que seguía junto a la amura entre el cordaje de popa, y le dijo:

—¡A proa, Morgan!

—¿Ordeno abrir fuego, señor?

—Todavía no, está demasiado oscuro. Ve a disponerlo todo para el abordaje.

—¿Abordaremos?

—Es posible.

Morgan bajó de la toldilla de popa, llamó al contramaestre y se dirigió hacia el castillo de proa, donde había unos cuarenta hombres con sus fusiles en la mano y los sables de abordaje dispuestos.

—¡En pie! —ordenó—. ¡Preparad los anclotes de lanzamiento!

Luego, volviéndose hacia los que estaban en las amuras, añadió:

—¡Encargaos de las barricadas y poned los coyes en la cabecera de banda!

Los cuarenta hombres del castillo de proa empezaron silenciosamente su trabajo, en perfecta coordinación y bajo la atenta mirada del segundo de a bordo.

Aquellos filibusteros temían tanto al lugarteniente Morgan como al propio Corsario Negro, pues era un hombre inflexible, tan audaz como el capitán, valeroso y decidido a todo.

De origen inglés, emigró a América y no tardó en hacerse notar por su espíritu emprendedor, energía e intrepidez. Se había iniciado en el filibusterismo bajo las órdenes del famoso corsario Mansfield, aunque pronto hizo gala de sus cualidades y buen aprendizaje superando a los más famosos filibusteros de La Tortuga, a los que se adelantó llevando a cabo la célebre expedición de Panamá y la expugnación, hasta entonces considerada como imposible, de aquella ciudad, reina de todas las del océano Pacífico.

Excepcionalmente robusto y de una fuerza portentosa, apuesto y de generoso ánimo, con mirada penetrante que producía una misteriosa fascinación, igual que la del Corsario Negro, sabía imponerse a los rudos hombres de mar y hacerse obedecer con un simple gesto de la mano.

Bajo su dirección, en menos de veinte minutos fueron levantadas dos soberbias barricadas, una a babor y otra a estribor, la primera junto al trinquete y la segunda junto al palo mayor, compuestas ambas de maderos y de barriles llenos de chatarra y con las cuales se quería proteger los camarotes y el castillo en el caso de que el enemigo consiguiera poner el pie en la cubierta del Rayo.

Tras las barricadas fueron colocadas cincuenta granadas de mano, mientras los anclotes de abordaje se disponían en las amuras y sobre los coyes que habían de servir de protección a los fusileros.

Cuando todo estuvo dispuesto, Morgan ordenó a los hombres que se reunieran en el castillo de proa, y él se dedicó a observar cerca del bauprés, con una mano en la empuñadura de su sable de abordaje y la otra sobre la culata de una de las pistolas que llevaba en la faja.

El buque enemigo no estaba ya a más de seiscientos o setecientos metros. El Rayo, haciendo honor a su nombre, había acortado distancias y se disponía a echarse sobre el velero español con un encontronazo tremendo, irresistible.

Aunque la noche era oscura, el barco adversario podía distinguirse perfectamente.

Como Wan Stiller había sospechado, se trataba de un buque de línea, de muy alto bordo, con una elevadísima cubierta de cámara y tres palos cubiertos de velas hasta los contrapapahígos.

Era un verdadero navío de guerra, formidablemente armado y sin duda dotado de una numerosa y aguerrida tripulación decidida a emplear cualquier defensa.

Cualquier otro corsario de La Tortuga se habría guardado bien de acometerlo, ya que, aun venciendo, poco sería lo que tras la batalla podría saquear. Lo más interesante para aquellos formidables piratas eran los barcos mercantes o los galeones cargados con tesoros procedentes de las minas de México, del Yucatán o de Venezuela. Pero el Corsario Negro, a quien las riquezas tenían sin cuidado, no pensaba de la misma forma.

En aquella nave quizá venía un poderoso aliado del gobernador de Maracaibo, Van Guld, que más tarde podría obstaculizar sus proyectos. Así pues, se disponía a atacarla antes de que pudiera acudir a reforzar la escuadra del almirante Toledo o a defender la ciudad de Maracaibo.

Cuando la distancia entre los dos barcos no era mayor de quinientos metros, la nave española, percatándose de la obstinada persecución de que era objeto y no dudando ya de las siniestras intenciones del corsario, disparó otro cañonazo con una de sus grandes piezas de proa.

Esta vez la bala no se perdió entre las aguas del mar, sino que pasó entre los juanetes y las gavias y chocó contra el extremo de la cangreja, partiéndolo y haciendo caer la bandera del corsario.

Los dos contramaestres de artillería de la toldilla de popa se volvieron hacia el Corsario Negro, que seguía junto al timón, y le preguntaron:

—¿Empezamos, capitán?

—Aún no —contestó el corsario.

Un tercer cañonazo resonó sobre las aguas con más intensidad que los anteriores y la bala pasó silbando entre el cordaje del buque corsario, hundiendo la amura de popa a unos tres pasos del timón.

De nuevo una sardónica sonrisa se dibujó en los labios del audaz filibustero. Sin embargo, tampoco esta vez dio ninguna orden.

El Rayo incrementaba su velocidad mostrando a la nave enemiga su alto espolón, que parecía volar sobre la superficie del mar como si fuese un pajarraco impaciente por abrir un gran boquete en el vientre del barco enemigo; parecía, en efecto, una enorme ave negra armada de colosal pico.

La visión de aquel buque, que parecía haber surgido de improviso de las aguas y que avanzaba silenciosamente sin contestar a las provocaciones como si careciera de tripulación, debía de producir un siniestro efecto entre los supersticiosos marineros españoles.

Repentinamente, un inmenso clamor resonó en la oscuridad.

En el buque enemigo se oían aullidos de terror o voces que daban órdenes precipitadamente.

—¡Todo a babor…! ¡Toda la caña…!

—¡Fuego de costado!

Era una voz imperiosa la que apagó por unos momentos aquel tumulto; probablemente la de algún comandante del buque.

Pero tras estas palabras un estruendo espantoso estalló a bordo del barco de línea y varios relámpagos simultáneos iluminaron la oscura noche.

Las siete piezas de estribor y los dos cañones de la cubierta de proa vomitaron sobre la nave corsaria sus proyectiles. Las balas pasaron silbando entre los filibusteros, atravesaron velas, cortaron cuerdas, se incrustaron en el casco y hundieron las amuras; pero no consiguieron detener el empuje del Rayo.

Guiado por el robusto brazo del Corsario Negro, cayó impetuosamente sobre el gran velero enemigo. Afortunadamente para este, un movimiento de la caña del timón, hecho a tiempo por el piloto, lo salvó de una espantosa catástrofe. Apartado bruscamente de su rumbo, oblicuo a babor, pudo escapar milagrosamente del espolonazo que lo habría enviado al fondo del mar con el costado hecho trizas.

El Rayo pasó por el lugar donde pocos momentos antes estaba la popa de la nave adversaria. A pesar de su rápida maniobra, el barco corsario aún tuvo tiempo de tocarla con uno de sus costados. El brusco golpe produjo un sordo retumbar, resonó en el fondo de la estiba y rompió el botalón de la cangreja y parte del coronamiento. Pero eso fue todo.

Fallado el golpe, la nave corsaria prosiguió su veloz carrera y desapareció entre las tinieblas sin haber dado muestras de estar tripulada por un gran número de hombres y formidablemente armada.

—¡Rayos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, que había contenido la respiración en espera del terrible encontronazo—. ¡Esos españoles! ¡A eso le llamo yo tener suerte!

—No habría dado ni un puñado de tabaco por la suerte de cuantos tripulaban ese barco —añadió Carmaux—. Ya les estaba viendo descender hasta el fondo del gran golfo.

—Los españoles ya estarán en guardia; ahora nos presentarán la proa.

—¡Y nos van a enviar una bonita lluvia de balas! Si los disparos que han hecho hasta ahora los hubieran efectuado de día, podría habernos costado la vida.

—Sí, pero no nos ha costado más que averías insignificantes.

—¡Silencio, Carmaux!

—¿Qué sucede?

El Corsario Negro había tomado un portavoz y gritaba:

—¡Dispuestos para virar de bordo!

—¿Regresamos? —preguntó Wan Stiller.

—¡Por Baco! ¡Parece que no quiere dejar que se vaya el barco español! —añadió Carmaux.

—¡A mí me parece que tampoco ellos tienen muchas intenciones de marcharse!

Estaba en lo cierto. En lugar de proseguir su marcha, el barco español se había detenido, poniéndose al pairo, como decidido a aceptar la batalla.

Pero viraba lentamente de bordo para evitar, presentando el espolón, una nueva embestida.

También el Rayo había virado de bordo a dos millas de distancia. Pero, en lugar de lanzarse sobre el adversario, describía a su alrededor un círculo lo suficientemente grande como para mantenerse fuera del alcance de los cañones españoles.

—Comprendo —dijo Carmaux—. Nuestro capitán quiere esperar a que amanezca antes de empezar la lucha y lanzarse al abordaje.

—¡E impedir a los españoles que continúen su viaje a Maracaibo! —añadió Wan Stiller.

—¡Precisamente, amigo! Hemos de prepararnos para una desesperada lucha. Como es costumbre entre nosotros los filibusteros, si una bala de cañón me partiera en dos o muriera en el puente del barco enemigo, te nombro heredero de mi modesta fortuna.

—¿A cuánto asciende? —preguntó Wan Stiller riendo.

—A dos esmeraldas, que deben de tener un buen precio y que llevo cosidas en el forro de mi casaca.

—Con eso hay suficiente para divertirse una semana en La Tortuga. Yo también te nombro mi heredero, pero he de advertirte que no poseo más que tres doblones cosidos en el cinto.

—Suficientes para vaciar seis botellas de buen vino español en tu memoria, amigo.

—¡Gracias, Carmaux! Ahora ya estoy más tranquilo y puedo esperar la muerte con toda serenidad.

Entretanto, el Rayo continuaba su carrera en torno a su adversario, que se mantenía siempre en el mismo lugar, limitándose a presentar la proa al navío del Corsario Negro. Este giraba cada vez con mayor velocidad y semejaba un pájaro fantástico, pero sin hacer sonar su artillería.

El corsario no había abandonado la barra del timón. Sus ojos, luminosos como los de las fieras nocturnas, no se apartaban ni un solo momento del barco español como si trataran de adivinar lo que en él sucedía mientras esperaba una falsa maniobra para descargar sobre él un mortal espolonazo.

Su tripulación le miraba con supersticioso terror. Aquel hombre que manejaba el Rayo como si quisiera transmitirle su espíritu, haciéndolo girar alrededor de la presa sin apenas cambiar la disposición del velamen, con su tétrico aspecto y su cadavérica inmovilidad, inspiraba cierto espanto a aquellos terribles filibusteros.

Durante toda la noche estuvo el Rayo dando vueltas alrededor del navío adversario, sin responder a los cañonazos que de vez en cuando este le disparaba, aunque sin buen éxito. Cuando las estrellas empezaron a palidecer y los primeros reflejos del alba tiñeron las aguas del golfo, la voz del Corsario Negro volvió a dejarse oír.

—¡Hombres del mar! —gritó—. ¡A vuestros puestos de combate! ¡Izad mi bandera!

El Rayo dejó de girar en torno al buque de línea y empezó a navegar resueltamente hacia él, decidido a abordarlo.

La gran bandera negra del corsario había sido izada por encima de la cangreja y clavada en el palo para que nadie pudiera arriarla, lo que significaba vencer a cualquier precio o morir, pero sin rendirse.

Los artilleros de la toldilla habían apuntado los dos cañones de proa. Y el resto de los filibusteros sacaron sus fusiles por los huecos que dejaban libres los coyes colocados tras las amuras. Todos estaban dispuestos a acabar con el enemigo.

Cuando el Corsario Negro se aseguró de que cada hombre estaba en su puesto de combate y de que los gavieros habían tomado posiciones en las cofas, las crucetas y los penoles, gritó:

—¡Hombres del mar…! ¡Ha llegado el momento! ¡Vivan los filibusteros!

Tres «¡Hurra!» formidables resonaron a bordo de la nave corsaria, apoyados al mismo tiempo por las detonaciones de los dos cañones de proa.

El buque de línea había vuelto a ponerse en la dirección del viento y navegaba hacia la nave filibustera. Debía de estar tripulado por hombres valerosos y decididos, porque generalmente las naves españolas trataban de huir de los ataques de los corsarios de La Tortuga, ya que sabían perfectamente con qué clase de hombres se las tenían que ver.

A unos mil pasos, empezó con gran furia el cañoneo. El navío español, dando bordadas, descargaba ora los cañones de estribor, ora los de babor, quedando enseguida oculto tras una cortina de humo y llamas.

Era un gran barco de tres puentes, gran arboladura y borda altísima. Estaba armado con catorce bocas de fuego. En fin, una verdadera nave de guerra, seguramente destacada por algún asunto urgente de la escuadra del almirante Toledo.

Sobre el puente de mando de popa se veía al comandante, vestido de gran gala, con el sable en la mano y rodeado de sus oficiales. En la toldilla, una multitud de marineros.

Aquel poderoso navío, con el pabellón español izado en el mastelero de gavia, avanzaba rápidamente hacia el Rayo cañoneándolo terriblemente.

Aun siendo bastante más pequeño, el barco corsario no se dejaba intimidar por aquella lluvia de balas. Aumentaba su velocidad, contestando con los dos cañones de proa en espera del momento oportuno para abrir fuego con las doce piezas de costado.

Sobre el puente, la lluvia de balas era intensísima. Hundía las amuras, penetraba en la estiba y en las baterías, destrozaba el cordaje y acababa con algunos de los filibusteros de proa. Pero no por eso aminoraba el buque su velocidad; se dirigía, con una audacia sin par, al abordaje.

A cuatrocientos metros, los fusileros acudieron en ayuda de los cañones de proa y acribillaron la cubierta de la nave enemiga.

Aquel fuego no tardaría en ser desastroso para los españoles, pues, como ya se ha dicho, los filibusteros rara vez fallaban un disparo. Por algo habían sido con anterioridad bucaneros, o sea, cazadores de bueyes salvajes.

Las balas de gran calibre de los fusiles filibusteros hacían más destrozos que las de los cañones. Los hombres de la nave española caían por docenas a lo largo de las bordas, tanto artilleros como oficiales de los que se encontraban en el puente de mando.

Diez minutos fueron suficientes para que ni uno solo de ellos quedara vivo. Incluso el comandante cayó entre sus oficiales antes de que los dos barcos iniciaran el abordaje.

Pero quedaban aún los hombres de las baterías, bastante más numerosos que los marineros de cubierta. La victoria final todavía tenía que ser disputada.

Cuando la separación entre los dos buques no era más que de veinte metros, ambos viraron bruscamente. Casi en el acto, la voz del Corsario Negro resonó entre el estruendo de la artillería.

—¡Cargad la mayor y la gavia! ¡Halad el trinquete, tensad la cangreja!

El Rayo se desplazó de repente bajo el impulso de un violento golpe de barra del timón, y fue a meter el bauprés por entre las escalas y el cordaje de mesana del navío español.

El Corsario Negro saltó desde lo alto de la cubierta de cámara, con la espada en una mano y una pistola en la otra.

—¡Hombres del mar! —gritó—. ¡Al abordaje!

11. La duquesa flamenca

Al ver a su capitán y a Morgan lanzarse al abordaje del barco enemigo, que ya no podía huir, los filibusteros se precipitaron tras ellos como un solo hombre.

Habían dejado los fusiles, armas inútiles en el combate cuerpo a cuerpo, y empuñando los sables de abordaje y sus pistolas se lanzaron como un impetuoso torrente gritando a pleno pulmón para atemorizar aún más a los españoles.

Los anclotes de abordaje fueron echados rápidamente para acercar mejor los dos buques, y los primeros filibusteros, llegados hasta el bauprés impacientes por poner pie en el barco enemigo, se precipitaron sobre las trincas y, agarrándose a los foques y descendiendo por la delfinera, se dejaron caer sobre cubierta.

Pero allí encontraron una resistencia inesperada. Por las escotillas salían furiosos los españoles que habían permanecido hasta entonces en las baterías, empuñando espadas y sables de abordaje.

Eran por lo menos cien hombres, mandados por algunos oficiales y por maestres y contramaestres de artillería, dispuestos a ofrecer dura resistencia.

En un abrir y cerrar de ojos se repartieron por el puente, subieron al castillo de proa y se arrojaron sobre los filibusteros, mientras algunos de ellos se precipitaban por la toldilla de cámara y abrían fuego a quemarropa con los dos cañones de proa, descargando sobre la cubierta de la nave corsaria un verdadero huracán de metralla.

El Corsario Negro no vaciló. Las dos naves se encontraban en aquellos momentos costado contra costado, unidas fuertemente por los anclotes de abordaje.

De un salto traspasó la amura y se lanzó sobre la cubierta del navío español gritando:

—¡A mí, filibusteros!

Morgan le siguió, y a él los filibusteros, mientras los gavieros, desde las cofas, crucetas, penoles y flechastes, arrojaban granadas a los españoles al tiempo que abrían fuego desesperadamente con sus fusiles y pistolas.

La lucha se hizo terrible, espantosa.

Tres veces condujo el Corsario Negro a sus hombres al asalto de la cubierta de cámara, en la que se habían reunido sesenta o setenta españoles que disparaban con los cañones de proa sobre la toldilla, y tres veces fueron rechazados. Morgan, por su parte, tampoco conseguía llegar hasta el castillo de proa.

Las dos partes combatían con igual furor. A pesar de las grandes pérdidas sufridas por el fuego de los fusileros y de su inferioridad numérica, los españoles resistían heroicamente, decididos a morir antes que rendirse.

Las granadas de mano que arrojaban los corsarios desde las gavias de su buque causaban estragos entre sus filas. Pero ni ante esos ataques retrocedían. Los muertos y los heridos se hacinaban en torno a ellos, mas el gran estandarte de España ondeaba majestuoso en lo alto del palo mayor, cuya cruz llameaba con los primeros rayos del sol. Sin embargo, aquella resistencia no podía durar mucho; los filibusteros, cuya ferocidad aumentaba con la resistencia del enemigo, se lanzaron, en un decisivo intento, al asalto del castillo y de la toldilla, guiados por sus jefes, que combatían en primera línea.

Treparon por los flechastes para luego dejarse caer por el cordaje del palo de mesana o a través de los obenques de popa. Una vez en las amuras, corrieron por ellas y cayeron por todas partes sobre los últimos defensores de aquel desgraciado navío.

El Corsario Negro rompió aquella muralla de cuerpos humanos y se introdujo entre el último grupo de combatientes. Había tirado el sable de abordaje y empuñaba una espada.

La hoja silbaba como una serpiente, batiendo y rechazando cada acero que intentaba alcanzarle en el pecho al tiempo que hería a sus adversarios a diestro y siniestro. Nadie podía oponer resistencia a aquel brazo ni detener sus estocadas. A su alrededor se abrió un hueco y se encontró en medio de un montón de cadáveres, con los pies bañados en la sangre que corría como un torrente por el plano inclinado de la cubierta.

Morgan acudió con un grupo de filibusteros. Ya había conseguido expugnar el castillo de proa y se disponía a acabar con los pocos supervivientes que defendían con furor y desesperación el estandarte del barco, que seguía ondeando en el palo mayor.

—¡A la carga sobre los últimos! —gritó.

Pero el Corsario Negro le detuvo, gritando a su vez:

—¡Filibusteros! ¡El Corsario Negro vence en la lucha, pero no asesina!

El empuje de los hombres del Rayo se contuvo y las armas, dispuestas a poner fin a la vida de los últimos defensores del navío español, se bajaron.

—¡Rendíos! —gritó el corsario acercándose hacia los españoles que se agrupaban alrededor de la barra del timón—. ¡Quede a salvo la vida de los valientes!

Un contramaestre, único superviviente entre los marinos con graduación, se adelantó arrojando su sable de abordaje teñido en sangre.

—¡Hemos sido vencidos! —gritó con voz ronca—. ¡Haced con nosotros lo que creáis oportuno!

—Tomad vuestro sable, contramaestre —repuso el corsario noblemente—. Hombres tan valerosos y que con tanto encarnizamiento defienden la bandera de su lejana patria merecen toda mi estimación.

Luego miró a los supervivientes, sin reparar en el estupor del contramaestre español, muy natural ya que en aquella clase de luchas era muy raro que los filibusteros concediesen cuartel a los vencidos, y aún más extraño libertad sin rescate.

De los defensores del navío español solo quedaban con vida dieciocho marineros, casi todos ellos heridos. Todos habían arrojado sus armas y esperaban con resignación a que se decidiera su suerte.

—Morgan —dijo el corsario—. Que boten al agua la chalupa grande con víveres para una semana.

—¿Vais a dejar libres a estos hombres? —preguntó el lugarteniente del corsario con cierta desilusión.

—Exactamente. Me gusta premiar el valor sin fortuna.

Al oír estas palabras, el contramaestre avanzó unos pasos y dijo:

—Gracias, comandante. Siempre recordaremos la generosidad del Corsario Negro.

—Guardaos vuestros agradecimientos y respondedme a unas preguntas.

—Hablad, comandante.

—¿De dónde venís?

—De Veracruz.

—¿A qué lugar os dirigíais?

—A Maracaibo.

—¿Os esperaba el gobernador? —preguntó el Corsario Negro frunciendo el ceño.

—Lo ignoro, señor. Solo nuestro capitán habría podido responder a esa pregunta.

—Tenéis razón. ¿A qué escuadra pertenece este barco?

—A la del almirante Toledo.

—¿Lleváis algún cargamento en la estiba?

—Balas y pólvora.

—Bien. Marchad, sois libres.

En lugar de obedecer, el contramaestre miró al Corsario Negro con cierto embarazo.

—¿Queréis decirme algo? —preguntó este.

—Que hay otras personas a bordo, señor.

—¿Prisioneros, quizá?

—No, mujeres y pajes.

—¿Dónde están?

—En el camarote de popa.

—¿Quiénes son esas mujeres?

—El capitán no dijo nada al respecto, pero creo que entre ellas viene una dama de la nobleza.

—¿Quién es esa dama?

—Una duquesa, según creo.

—¡En un barco de guerra! —exclamó el corsario con estupor—. ¿Y dónde ha embarcado?

—En Veracruz.

—Está bien. Vendrá con nosotros a La Tortuga, y si quiere la libertad pagará el rescate que fije mi tripulación. Ahora marchaos, valientes defensores de vuestra patria y de su bandera. Os deseo que lleguéis felizmente a la costa.

—Gracias, señor.

Había sido lanzada al agua una gran chalupa provista de víveres para ocho días, fusiles y cierto número de balas.

El contramaestre y sus dieciocho marineros descendieron a la embarcación mientras era arriado el pabellón español y en su lugar se izaba la negra bandera del Corsario Negro, a la que saludaron con dos cañonazos.

El corsario había subido hasta la proa y miraba la gran chalupa, que se alejaba rápidamente dirigiéndose hacia el sur, es decir, hacia la gran bahía de Maracaibo.

Cuando la embarcación estuvo muy lejos, descendió lentamente hasta la cubierta murmurando:

—¡Y estos hombres son los que manda ese traidor…!

Miró a los miembros de su tripulación, ocupados en transportar a los heridos a la enfermería del barco y en disponer en las lonas los cadáveres para arrojarlos después a las aguas, e hizo una seña a Morgan para que se acercase.

—Haz saber a mis hombres que renuncio en su favor a la parte que me corresponda de la venta de este barco.

—¡Señor! —exclamó el lugarteniente estupefacto—. ¡Este barco vale mucho dinero, y vos lo sabéis!

—¿Y qué me importa a mí el dinero? —contestó el corsario despectivamente—. Si hago la guerra es por motivos puramente personales, no por avidez de riquezas. Además, yo ya he cobrado mi parte.

—Eso no es cierto, señor.

—Lo es. Podría haber llevado a La Tortuga a los diecinueve prisioneros, que habrían tenido que pagar un rescate para quedar en libertad.

—Entre todos ellos quizá no habrían podido pagar ni siquiera mil pesos.

—Suficiente para mí. Di a mis hombres que fijen el rescate de la duquesa que se encuentra a bordo de este barco. El gobernador de Veracruz tendrá que pagar si quiere verla de nuevo… ¡Y también el de Maracaibo!

—Los hombres son aficionados al dinero, pero aprecian aún más a su capitán y os cederán gustosos los prisioneros que hay en el camarote.

Se dirigía hacia popa cuando la puerta del camarote se abrió y en ella apareció una joven, seguida por otras dos mujeres y por dos pajes opulentamente vestidos.

Era una mujercita encantadora, alta, esbelta, elegante, con una piel delicadísima de color blanco ligeramente sonrosado, ese color que solo tienen las muchachas de los países septentrionales, sobre todo las de raza anglosajona o nórdica.

Sus largos cabellos eran del color del oro pálido y le caían por la espalda recogidos en una gran trenza atada con un espléndido lazo azul adornado con perlas. Sus ojos, de corte perfecto y color indefinible con reflejos de acero bruñido, estaban coronados por unas cejas finísimas y, cosa extraña, negras en lugar de rubias como su cabello.

Aquella niña, ya que eso debía de ser puesto que no se apreciaba en ella el desarrollo normal de una mujer, vestía un elegante traje de seda azul con un gran cuello de blonda, pero sencillísimo, sin adorno alguno de oro ni de plata; su garganta, sin embargo, estaba rodeada de varias sartas de gruesas perlas cuyo precio debía de ascender a algunos miles de pesos. Sus pendientes eran dos gruesas esmeraldas, unas piedras rarísimas en aquel entonces y muy apreciadas.

Las dos mujeres que la seguían, camareras sin duda, eran mulatas, muy bellas las dos, de piel ligeramente bronceada, lo que les confería un extraño tono y ciertos reflejos cobrizos. Igualmente mulatos eran los dos pajes que iban tras ellas.

Al ver la cubierta del barco llena de muertos y heridos, de armas y aparejos hechos añicos, de balas de cañón y grandes charcos de sangre, la joven hizo un gesto de horror ante tan espantoso espectáculo, como si quisiera volver al camarote para evitar lo que le parecía una siniestra pesadilla. Pero, viendo al Corsario Negro, que se había detenido a cuatro pasos, le preguntó con aire de enfado y frunciendo el ceño:

—¿Qué es lo que ha sucedido aquí, caballero?

—Creo que es fácil de comprender, señora —repuso el corsario a la vez que se inclinaba respetuosamente—. Una tremenda batalla que ha acabado mal para los españoles.

—¿Y quién sois vos?

El corsario arrojó lejos de sí la ensangrentada espada y, quitándose galantemente el amplio chambergo, dijo cortésmente:

—Señora, soy un noble de ultramar.

—Eso no responde a mi pregunta —dijo la joven, evidentemente complacida por la galantería del Corsario Negro.

—Entonces añadiré que soy el caballero Emilio di Roccanera, señor de Valpenta y de Ventimiglia… aunque normalmente uso un nombre bien distinto.

—¿Cuál es ese nombre, caballero?

—Soy el Corsario Negro.

Al oír estas palabras, un gesto de terror contrajo el rostro de la bella joven y su tez rosada quedó tan blanca como el alabastro.

—¡El Corsario Negro! —murmuró estupefacta—. ¡El terrible corsario de La Tortuga, el peor enemigo de los españoles!

—Quizá os equivocáis, señora… Puedo combatir a los españoles, pero no tengo motivos para odiarlos. Acabo de dar una prueba de ello a los supervivientes de la batalla. ¿Veis el lugar donde el mar se confunde con el cielo, aquel punto negro que parece estar perdido en el espacio? Es una chalupa tripulada por diecinueve marineros españoles que he dejado en libertad, cuando, por derecho de guerra, habría podido matarlos o retenerlos como prisioneros.

—Entonces, ¿mienten los que aseguran que sois el más cruel corsario de La Tortuga?

—Quizá —respondió el filibustero.

—¿Y qué pensáis hacer conmigo, caballero?

—Ante todo he de haceros una pregunta.

—Hacedla.

—¿De dónde sois?

—Flamenca.

—Duquesa, según tengo entendido.

—Cierto, caballero —repuso la muchacha haciendo patente su mal humor, como si le hubiera desagradado que el corsario conociera ya su alto rango social.

—¿Tenéis inconveniente en decirme cuál es vuestro nombre?

—¿Es preciso?

—Es necesario que lo sepa si queréis obtener vuestra libertad.

—¿Mi libertad…? ¡Ah…! ¡Sí…! Olvidaba que soy vuestra prisionera.

—No sois mi prisionera, señora, sino de los filibusteros. Si de mí dependiese pondría a vuestra disposición la mejor de mis chalupas y a mis más fieles marineros para que os acompañasen hasta el puerto más cercano. Pero no puedo sustraerme a las leyes de los Hermanos de la Costa.

—Gracias —dijo ella con una adorable sonrisa—. Me parecía muy extraño que un caballero del noble ducado de Saboya se hubiera convertido en un vulgar ladrón del mar.

—La palabra puede ser dura para los filibusteros —dijo el corsario frunciendo el ceño—. ¡Ladrones del mar! ¡Cuántos vengadores hay entre ellos! ¿Acaso Montbars, el Exterminador, no hacía la guerra para vengar a los pobres indios, destruidos por la insaciable sed de riquezas de los aventureros españoles? Quizá algún día podáis saber el motivo por el que un noble súbdito de los duques de Saboya ha venido a causar estragos en las aguas del gran golfo americano… Decidme vuestro nombre, señora.

—Honorata Willerman, duquesa de Weltendrem.

—Bien, señora. Retiraos a vuestro camarote. Nosotros tenemos que cumplir una triste misión, la de sepultar a los héroes que han perecido en la lucha. Esta tarde os espero para comer a bordo de mi barco.

—Gracias, caballero —respondió la joven duquesa ofreciendo al corsario una cándida mano, pequeña como la de una chiquilla y de afilados dedos.

Hizo una ligera inclinación y se retiró lentamente. Pero antes de entrar en el camarote se volvió y, viendo que el Corsario Negro permanecía inmóvil, con el chambergo aún en la mano, le sonrió por última vez.

El filibustero no había hecho el más mínimo movimiento. Sus ojos, más lóbregos que de costumbre, estaban fijos en la puerta del camarote y en su frente se dibujaban unas arrugas que denotaban cierta preocupación.

Así permaneció durante unos minutos, como absorto en un pensamiento atormentador y como si su mirada siguiera a una huidiza visión. Luego pareció despertar y, moviendo la cabeza, murmuró:

—¡Locuras…!

12. La primera llama

El terrible combate entre la nave corsaria y el navío de línea había sido desastroso para ambas tripulaciones. Más de doscientos cadáveres se hacinaban en la cubierta, en el castillo de proa y en la toldilla de cámara del barco vencido, muchos de ellos caídos bajo las mortíferas explosiones de las granadas lanzadas por los gavieros desde lo alto de las cofas y de los penoles, otros fulminados por las descargas a quemarropa de los fusiles y pistolas, y el resto caídos en los últimos asaltos cuerpo a cuerpo y con arma blanca.

Ciento sesenta hombres perdió la nave española y cuarenta y ocho el Rayo, además de los veintisiete heridos que habían sido trasladados a la enfermería del barco corsario.

También los dos barcos habían sufrido grandes destrozos bajo el fuego de los cañones. El Rayo, gracias a la rapidez de su ataque y a la perfección de su maniobra, no había perdido más que varios penoles de fácil sustitución, pues estaba bien provisto de recambios, algunos fragmentos de las amuras y daños sin excesiva importancia en el cordaje y el velamen. Por su parte, el navío español había quedado reducido a un espectacular montón de cascotes, por lo que le resultaría casi imposible navegar de nuevo.

Su timón estaba partido en dos por una bala de cañón; el palo mayor, destrozado en su base por la explosión de una bomba, amenazaba con venirse abajo al menor movimiento de las velas; al palo de mesana no le quedó ni una sola cuerda y poquísimas burdas; y, de la misma forma, las amuras habían sufrido daños casi irreparables.

Era, con todo, una hermosa nave que, en caso de que fuera posible su reparación, podría venderse provechosamente en La Tortuga, pues disponía de un gran número de bocas de fuego y no pocas municiones, ambas cosas muy apreciadas por los filibusteros, que generalmente carecían de ellas.

En cuanto el Corsario Negro hizo un cálculo de las pérdidas sufridas y de los destrozos de ambos buques, ordenó que los cadáveres fueran retirados de la cubierta y que se procediera inmediatamente a las reparaciones más urgentes, pues tenía prisa por alejarse de aquellas aguas antes de verse acometido por la escuadra del almirante Toledo. No olvidaba que se hallaba muy cercano a Maracaibo.

La triste ceremonia de limpieza de la cubierta se concluyó rápidamente. Los cadáveres, dispuestos por parejas en los coyes y con una bala de cañón en los pies, fueron lanzados a las aguas del gran golfo, después de ser despojados de cuantos objetos de valor llevaban encima, pues como decía Carmaux a Wan Stiller, escapados ambos milagrosamente de la muerte, los peces no tienen necesidad alguna de riquezas.

Fue necesario echar abajo el palo mayor del navío español, reforzar el de mesana y colocar, en el lugar del timón, un remo de enormes dimensiones, pues no se encontró ninguno de repuesto en el almacén de los carpinteros.

A pesar de todo, el barco no se encontraba aún en condiciones de navegar por sí mismo, por lo que fue preciso que el Rayo lo remolcara. Además, el Corsario Negro no quería repartir en dos barcos su ya escasa tripulación.

Desde la popa del barco filibustero se lanzó una gran gúmena que se aseguró en la proa de la nave de línea. Hacia el crepúsculo las velas fueron desplegadas y el Rayo inició rápidamente su travesía hacia el norte. Todos estaban ansiosos por llegar cuanto antes a La Tortuga, único lugar donde en aquellos momentos podían ponerse a seguro.

Dadas las últimas órdenes para la noche, el Corsario Negro recomendó que se doblaran las guardias, pues no estaba tranquilo, dada la proximidad de las costas venezolanas, que podían estar alertadas tras el cañoneo mantenido aquella mañana, y ordenó al negro Moko y a Carmaux que pasasen al buque español en busca de la duquesa flamenca.

Mientras los dos hombres bajaban al bote lanzado poco antes al agua y se dirigían a la nave que remolcaba el Rayo, el corsario paseaba por la cubierta moviéndose rápidamente, como si de repente le hubiera asaltado una viva agitación o preocupación.

Contrariamente a su habitual forma de ser, estaba nervioso e inquieto. Interrumpía bruscamente sus paseos y se detenía, permaneciendo inmóvil, como si algún funesto pensamiento le atormentara. Se acercaba a Morgan, que vigilaba desde el castillo de proa, como con intenciones de decirle algo; pero no tardaba en volverle la espalda y dirigirse de nuevo hacia popa.

Sin embargo, su fúnebre aspecto era el de siempre, quizá aún más acentuado. Por tres veces subió hasta el castillo de popa y miró hacia el buque español, haciendo gestos de gran impaciencia; y por tres veces se alejó precipitadamente hacia el castillo de proa, desde donde dirigió distraídas miradas a la luna, que en aquellos momentos aparecía por el horizonte esparciendo sobre el mar su lluvia de plateada luz.

En cuanto oyó en el castillo del buque el sonoro choque del bote que regresaba del navío español, abandonó precipitadamente el castillo de proa y se detuvo junto a la escala que los marineros habían lanzado por el costado de babor.

Ligera como un pajarillo, Honorata subía sin apoyarse apenas en los tramos de la escalera. Lucía el mismo vestido que por la mañana, pero en la cabeza llevaba un gran velo de seda multicolor recamado en oro y adornado con flecos, al estilo de los sarapes mexicanos.

El corsario la esperaba con el chambergo en la mano derecha, mientras la izquierda se apoyaba en la guarda de la espada.

—Señora, os estoy agradecido por haber aceptado mi invitación —le dijo al tiempo que hacía una leve inclinación.

—Y yo os doy las gracias por recibirme a bordo de vuestra nave —respondió ella con un gracioso movimiento de cabeza—. No olvido que soy una prisionera.

—La galantería no es desconocida entre los «ladrones del mar» —repuso el Corsario Negro con cierta ironía.

—Veo que me guardáis rencor por mis palabras de esta mañana.

El corsario no respondió. Hizo un gesto con la mano invitando a la duquesa a que le siguiera.

—Antes quiero haceros una pregunta, caballero —dijo la joven deteniéndole.

—Hablad.

—¿No os importa que me haya acompañado una de mis camareras?

—No, señora. Estaba seguro de que os acompañarían las dos.

Le ofreció galantemente el brazo y la condujo a popa invitándola a entrar en el pequeño salón del camarote.

Aquella pequeña habitación, situada bajo el castillo de popa a nivel de la cubierta, estaba decorada con una elegancia tal que dejó estupefacta a la duquesa, a pesar de que estaba acostumbrada a frecuentar los mejores ambientes y a vivir en medio del mayor de los lujos.

No cabía duda de que aquel corsario, a pesar de su oficio, no había renunciado a la fastuosidad y elegancia de sus castillos europeos.

Las paredes del salón estaban tapizadas de acolchada seda azul con pespuntes de oro, y sobre ella se repartían algunos espejos venecianos. El suelo quedaba oculto bajo una soberbia alfombra oriental y las amplias ventanas que se abrían sobre las aguas estaban divididas por elegantes columnas acanaladas y parcialmente cubiertas por ligeras cortinas de muselina.

En las esquinas se veían cuatro vitrinas llenas de objetos de plata. En el centro se advertía una rica mesa cubierta por un magnífico mantel de Flandes y rodeada por cómodos sillones tapizados de terciopelo azul y guarnecidos con gruesas placas de metal.

Dos grandes y artísticos candelabros de plata iluminaban el salón y su luz se reflejaba en los espejos para incidir sobre un grupo de armas entrecruzadas sobre la puerta.

El Corsario Negro invitó a la joven duquesa, y a la camarera mulata que con ella había llevado, a tomar asiento. Luego se sentó frente a ellas mientras Moko, el hercúleo negro, servía la cena en una vajilla de plata cuyas piezas llevaban grabado en el centro un extraño escudo de armas, probablemente el del corsario, pues representaba una roca coronada por cuatro águilas y una inscripción indescifrable.

La comida, compuesta en su mayor parte por pescado fresco exquisitamente condimentado de distintas formas por el cocinero de a bordo, carne en conserva, dulces y frutas tropicales, y regado todo ello con los mejores vinos de Italia y España, transcurrió en silencio. Ni una sola palabra brotó de los labios del Corsario Negro, y la joven flamenca no se atrevió a sacarle de sus meditaciones.

Después de servirse el chocolate, según la costumbre española, en minúsculas tazas de porcelana, el corsario se decidió a romper el silencio casi sombrío que reinaba en el salón.

—Disculpad, señora —dijo mirando a la joven duquesa—. Perdonad si me he mostrado tan preocupado en el transcurso de la cena y mi compañía no ha sido agradable; pero, al caer la noche, una gran tristeza se apodera siempre de mi alma y mi pensamiento me lleva hasta las profundidades del gran golfo y me hace volar hasta los lejanos países bañados por las aguas del mar del Norte. ¿Qué queréis? ¡Son tan siniestros los recuerdos que atormentan mi corazón y mi cerebro…!

—¿A vos? ¿Al más valiente de los corsarios? —exclamó la joven con asombro—. ¿A vos, que batís los mares y que tenéis una nave capaz de acabar con los mejores barcos enemigos, además de hombres audaces y valientes que a una orden vuestra se dejarían matar, que contáis con riquezas sin fin y que sois uno de los principales jefes del filibusterismo? ¿Vos estáis triste?

—Mirad mi traje y pensad en el nombre que uso. ¿Acaso todo esto no es bastante fúnebre?

—Cierto —repuso la joven flamenca, a quien llamaron profundamente la atención aquellas palabras—. Vestís un traje sombrío como la misma muerte y vuestros filibusteros os han puesto un nombre que atemoriza con solo pensar en él. En Veracruz, donde he pasado algún tiempo en casa del marqués de Heredia, he oído contar de vos cosas tan extrañas que sentía el cuerpo recorrido por escalofríos de muerte.

—¿Qué historias son esas, señora? —preguntó el corsario en tono de mofa, mientras sus ojos, iluminados por una extraña luz, se clavaban en la joven flamenca como si quisieran leer en lo más profundo de su alma.

—He oído decir que el Corsario Negro había atravesado el Atlántico acompañado por dos de sus hermanos, uno de los cuales vestía traje verde y el otro traje rojo, para llevar a cabo una terrible venganza.

—¡Ah…! —exclamó el corsario visiblemente emocionado.

—Me han dicho también que erais un hombre sombrío y taciturno, y que cuando la tempestad arreciaba en el mar de las Antillas vos salíais despreciando las olas y el viento y todas las iras de la naturaleza, pero seguro porque sabíais que estabais protegido por los espíritus infernales.

—¿Alguna cosa más? —preguntó el Corsario Negro con voz casi estridente.

—Sí, que a los hombres de los trajes rojo y verde les había hecho ahorcar un hombre que era vuestro mortal enemigo y que…

—Continuad —dijo el corsario con voz cada vez más sombría.

En vez de terminar la frase, la joven duquesa permaneció en silencio aunque mirándole con cierta inquietud y vago terror.

—Y bien… ¿Por qué os interrumpís? —le preguntó él—. ¡Continuad!

—No me atrevo… —repuso la joven vacilando.

—¿Es que os causo miedo? Decidme, señora, ¿es eso?

—No, pero…

Y levantándose le preguntó repentinamente:

—¿Es cierto que vos invocáis a los muertos?

En aquel momento se oyó en el costado de babor del Rayo el choque de una gran ola. El golpe resonó sordamente en la profundidad de la estiba al mismo tiempo que algunos copos de espuma llegaban hasta las ventanas del salón bañando las cortinas.

El Corsario Negro se levantó precipitadamente y, pálido como un cadáver, miró a la joven. Sus ojos brillaban como dos carbones encendidos y en ellos se reflejaba una profunda emoción. Abrió una de las ventanas e inclinándose se asomó al exterior.

El mar estaba tranquilo y brillaba bajo los pálidos rayos del astro nocturno. La suave brisa que empujaba las velas del Rayo solo formaba sobre la superficie del mar algunas pequeñas ondas.

Sin embargo, por el costado de babor podía verse aún el agua espumante que chocaba contra el costado del buque, como si fuera una inmensa ola impulsada por una fuerza misteriosa o por algún fenómeno inexplicable.

Inmóvil ante la ventana y con los brazos cruzados sobre el pecho, el Corsario Negro seguía mirando el mar sin hacer el menor movimiento y sin despegar los labios. Parecía que sus fulgurantes ojos querían sondear y recorrer las profundidades del Caribe.

La duquesa, que se había acercado sigilosamente, estaba pálida y era presa de un supersticioso terror.

—¿Qué miráis? —le dijo dulcemente.

El corsario no pareció oírla, porque ni siquiera hizo el más leve gesto.

—¿En qué pensáis? —insistió la duquesa.

Una sacudida recorrió el cuerpo del Corsario Negro.

—Me preguntaba —respondió lúgubremente— si será posible que los muertos sepultados en el fondo del mar puedan abandonar las profundidades donde reposan y subir hasta la superficie.

La joven sintió su cuerpo recorrido por un intenso escalofrío.

—¿De qué muertos estáis hablando? —le preguntó tras algunos instantes de silencio.

—De los que perdieron la vida… sin ser vengados.

—¿De vuestros hermanos, quizá?

—Quizá —repuso el corsario con voz apenas audible.

Enseguida, volviendo a la mesa y llenando dos vasos con vino blanco, dijo con una sonrisa forzada que contrastaba con la palidez de su rostro:

—¡A vuestra salud, señora! Hace rato que ha anochecido y tenéis que regresar a vuestro barco.

—La noche está tranquila, caballero. Ningún peligro amenaza al bote que ha de llevarme a bordo de mi barco.

La mirada del corsario, sombría hasta entonces, pareció serenarse de repente.

—¿Queréis seguir haciéndome compañía, señora? —le preguntó.

—Si no os molesta…

—Por supuesto que no, señora. La vida es dura en el mar y disfrutar de una compañía como la vuestra es un placer del que muy pocas veces puede gozar un marino. Pero, si vuestra mirada no me engaña, creo que debéis de tener algún motivo para desear quedaros aquí.

—Es posible…

—Hablad. La tristeza que se había apoderado de mí ya se ha desvanecido.

—Decidme, caballero, ¿es cierto que habéis abandonado vuestro país para llevar a cabo una terrible venganza?

—Así es, señora. Y debo añadir que no gozaré de paz ni en el mar ni en la tierra hasta que no cumpla esa venganza.

—¿Tanto odiáis a ese hombre?

—Tanto que, si para acabar con él tuviera que dar hasta la última gota de mi sangre, lo haría gustoso.

—¿Tan grave es lo que os ha hecho?

—Ha destruido a mi familia, señora. Pero hace dos noches hice un juramento que mantendré aunque tenga que recorrer el mundo entero o adentrarme en el interior de la tierra para dar con mi enemigo y con todos los que tienen la desgracia de llevar su nombre.

—¿Y ese hombre está aquí, en América?

—Sí, en una ciudad del gran golfo.

—¿Y cuál es su nombre? —preguntó la joven con gran ansiedad—. ¿Puedo saberlo?

En lugar de responder, el Corsario Negro la miró a los ojos.

—¿Os interesa saberlo? —le preguntó tras unos instantes de silencio—. Vos no pertenecéis al mundo de los filibusteros y sería peligroso que lo supierais.

—¡Oh…! ¡Caballero! —exclamó ella palideciendo.

El corsario movió la cabeza como si quisiera sacudirse un pensamiento inoportuno y, empezando a pasear muy agitado, le dijo:

—Se ha hecho tarde, señora. Es necesario que volváis a vuestro barco.

Se volvió hacia el negro, que permanecía inmóvil junto a la puerta como si fuese una estatua de negro basalto, y le preguntó:

—¿Está dispuesto el bote?

—Sí, patrón —repuso el africano.

—¿Quiénes lo tripulan?

—Mi amigo blanco y su compañero.

—¡Vamos, señora!

La joven flamenca se cubrió la cabeza con el velo de seda y se levantó.

El corsario, sin pronunciar palabra, le ofreció su brazo y la acompañó a cubierta. En el transcurso de aquel breve recorrido se detuvo dos veces, mirando el rostro de la joven y ahogando un leve suspiro.

—Adiós, señora —le dijo al llegar junto a la escalera.

Ella le alargó la mano. Se estremeció al sentir temblar la del corsario.

—Gracias por vuestra hospitalidad, caballero —murmuró la joven.

Él se inclinó en silencio y señaló a Carmaux y Wan Stiller, que esperaban al pie de la escalera. La joven descendió, seguida por la mulata. Pero al llegar al bote levantó la cabeza y vio en lo alto al Corsario Negro, que, inclinado sobre la amura, la seguía con la mirada.

Se acomodó en el bote, sentándose en la popa al lado de la mulata, mientras Carmaux y Wan Stiller tomaban los remos e iniciaban la boga.

No tardaron en llegar al buque español, que marchaba lentamente siguiendo la estela dejada por el Rayo, que lo remolcaba.

Al llegar a bordo, la joven flamenca, en lugar de dirigirse hacia su camarote, subió al castillo de proa y miró atentamente el navío filibustero.

En la popa, cerca del timón, vio delinearse a la luz de la luna la negra figura del corsario, de la que destacaba la gran pluma del chambergo ondeando por el impulso de la brisa nocturna.

Allí estaba, inmóvil, con un pie sobre la amura, la mano izquierda en la guarda de su espada, la derecha en la cadera y la mirada fija en la proa de la nave española.

—¡Mírale! ¡Es él! —murmuró la joven inclinándose hacia la mulata, que la había seguido—. ¡El fúnebre caballero de ultramar! ¡Extraño hombre!

13. Misteriosas fascinaciones

El Rayo navegaba lentamente hacia el norte con objeto de llegar hasta las costas de Santo Domingo para, una vez en ellas, abocar el canal que se abría entre aquella isla y la de Cuba.

El Rayo navegaba trabajosamente con el escasísimo impulso que le proporcionaba la ligera brisa. Retrasaban su marcha el navío español que remolcaba y la gran corriente equinoccial del Golfo, que, después de atravesar el Atlántico, entra impetuosamente en el mar de las Antillas y corre luego hacia las playas de América Central para llegar al fin, después de describir un gran giro, al golfo de México, entre las islas Bahamas y las costas meridionales de Florida.

Afortunadamente, el mar se mantenía en calma. De otro modo, el barco corsario se habría visto obligado a abandonar a la furia de las olas la presa que cobrara a tan alto precio, pues los huracanes que suelen desencadenarse en el mar de las Antillas son tan violentos que es imposible hacerse una idea de su furia.

Aquellas regiones, que parecen haber recibido todas las bendiciones de la naturaleza, aquellas opulentas islas de prodigiosa fertilidad, favorecidas por un clima sin par y que se extienden bajo un cielo que nada tiene que envidiar en su pureza al de Italia, gracias a los vientos dominantes del este y a la corriente equinoccial, se ven sometidas a menudo a espantosos cataclismos que las trastornan en pocas horas.

De vez en cuando son azotadas por horribles huracanes que destruyen las ricas plantaciones, arrancan de cuajo bosques enteros y derriban ciudades y aldeas. Cuando esto ocurre, oleadas gigantescas se levantan del mar y se precipitan con irresistible ímpetu sobre las costas, llevándose por delante cuanto encuentran en su camino y arrastrando los barcos anclados en los puertos hasta las devastadas tierras del interior. Es entonces cuando el suelo se ve sacudido por formidables convulsiones que cambian su fisonomía y sepultan a miles y miles de personas.

Sin embargo, la buena estrella seguía sonriendo a los filibusteros del Corsario Negro. Porque, como hemos dicho, el tiempo se mantenía espléndido y todo parecía prometer una tranquila navegación hasta la isla de La Tortuga.

El Rayo surcaba plácidamente las aguas de color esmeralda, que formaban una superficie tan lisa como la de un cristal y tan transparente que permitía distinguir el blanco lecho del golfo que, a una profundidad de cien brazas, estaba sembrado de arrecifes coralinos.

La luz, reflejándose en aquellas blanquísimas arenas, hacía aún más nítida y transparente el agua, no sin producir vértigo a quien, sin estar acostumbrado, quisiera mirarla.

En aquellas maravillosas aguas podían verse nadar en todas direcciones extraños peces que se perseguían o se devoraban. A menudo subían hasta la superficie con el impulso de vigorosos coletazos, esos terribles peces devoradores de hombres llamados zigdenas, escualos muy parecidos a los tiburones y no menos feroces, algunos de los cuales alcanzan una longitud de hasta veinte pies. Su forma es la de un martillo; sus ojos, redondos y enormes, son como cristales incrustados en los extremos de la boca, y esta, además de tener enormes proporciones, está armada de poderosos dientes triangulares.

Dos días después de la victoria sobre el navío español, el Rayo, gracias a un viento fuerte y favorable, navegaba por las aguas comprendidas entre Jamaica y el extremo occidental de Haití, dirigiéndose rápidamente hacia las costas meridionales de Cuba.

El Corsario Negro, que había permanecido encerrado en su camarote casi la totalidad de aquellos dos días, al oír que el piloto anunciaba que había avistado las altas montañas de Jamaica subió al puente.

Todavía estaba bajo los efectos de aquella inexplicable inquietud que le invadiera la noche en que invitó a la bella joven flamenca a cenar en su camarote.

No estaba quieto ni un solo momento. Andaba nervioso por la pasarela, visiblemente preocupado y sin dirigir la palabra a nadie, ni siquiera a su lugarteniente Morgan.

Media hora estuvo en el puente, mirando de vez en cuando, pero distraídamente, las montañas de Jamaica, que se dibujaban claramente sobre el luminoso horizonte y cuyas laderas parecían quedar sumergidas en el fondo del mar. Luego volvió a bajar hasta la cubierta y prosiguió sus paseos entre los palos trinquete y mayor, con la amplia ala de su chambergo caída sobre los ojos.

De repente, como sacudido por algún extraño pensamiento y obedeciendo a una irresistible tentación, volvió al puente y bajó de nuevo hasta el castillo, deteniéndose junto a la amura.

Inmediatamente su mirada quedó fija en la proa del navío español, que les seguía a una distancia de sesenta metros, longitud que tenía la gúmena de remolque.

Se estremeció e hizo ademán de retirarse. Pero inmediatamente se detuvo mientras su rostro, siempre sombrío, se iluminaba y su palidez dejaba paso a un ligero tinte rosado que, no obstante, solo duró unos instantes.

En la proa del barco español había visto una blanca silueta apoyada en el cabrestante. Era la joven duquesa, envuelta en un amplio manto blanco, con los rubios cabellos cayendo sobre la espalda en gracioso desorden y agitándose al impulso de la brisa marina.

Tenía la cabeza vuelta hacia el buque filibustero y los ojos fijos en la popa; mejor dicho, en el Corsario Negro. Su inmovilidad era absoluta y tenía la barbilla apoyada en las manos, cruzadas en actitud meditabunda.

El Corsario Negro no hizo el menor gesto, ni siquiera para saludarla. Se asió a la amura con las dos manos, como si tuviese miedo de que le arrancasen de allí, y fijó sus ojos en los de la joven.

Parecía completamente fascinado por aquellas pupilas que brillaban como hierro fundido. Se podía haber creído que ni siquiera respiraba.

Semejante encantamiento, muy extraño en un hombre del temple del corsario, duró un minuto. Luego pareció romperse bruscamente.

El Corsario Negro, casi arrepentido de haberse dejado vencer por los ojos de la joven, quitó rápidamente las manos de la amura y retrocedió un paso.

Miró al timonel, que estaba a dos pasos; luego al mar, y enseguida a la arboladura del Rayo; pero siempre terminaba con los ojos fijos en la proa de la nave española, como si no se decidiera a perderla de vista. Luego volvió a mirar a la joven duquesa.

Ella permanecía inmóvil. Seguía apoyada en el cordaje, con el mentón apoyado en la mano derecha y la rubia cabeza inclinada hacia delante, mirando sin pestañear al Corsario Negro. Una viva luz, irresistible, se escapaba de sus grandes ojos, cuyas pupilas parecían haber quedado petrificadas.

El capitán del Rayo seguía retrocediendo, pero lentamente, como incapaz de sustraerse a aquella fascinación. Estaba más pálido que nunca y un ligero temblor sacudía su cuerpo.

Siempre retrocediendo por el puente de mando, llegó hasta el castillo, donde se detuvo algunos instantes. Luego prosiguió su marcha hasta tropezar con Morgan, que estaba terminando su turno de guardia.

—¡Oh…! ¡Perdona! —le dijo algo confuso, mientras un extraño rubor coloreaba sus mejillas.

—¿También estabais vos mirando el color del sol, señor? —le preguntó el lugarteniente.

—¿Qué le pasa al sol?

—Miradlo.

El corsario levantó los ojos y vio que el astro diurno, poco antes fulgurante, adquiría un tinte rojizo que le confería el aspecto de una plancha de hierro incandescente.

Se volvió hacia los montes jamaiquinos y vio que sus cumbres destacaban con mayor nitidez sobre el fondo del cielo, como si estuvieran iluminadas por una luz mucho más viva que antes.

Una cierta inquietud se manifestó inmediatamente en el rostro del corsario y su mirada se dirigió hacia el navío español, volviendo a fijarse en la joven flamenca, que seguía inmóvil en el mismo lugar.

—¡Vamos a tener huracán! —dijo al fin con voz sorda.

—Todo lo indica, capitán —respondió el lugarteniente—. ¿No percibís ese olor nauseabundo que se levanta del mar?

—Sí. Y veo también que la atmósfera empieza a enturbiarse. No cabe duda, son los síntomas de los terribles huracanes que suelen azotar las Antillas.

—Cierto, capitán.

—¿Queréis un consejo, señor?

—Habla, Morgan.

—Dotad a ese barco con la mitad de la tripulación del Rayo.

—Creo que tienes razón. Sentiría, por mis hombres, que ese hermoso navío fuera a parar al fondo del mar.

—¿Vais a dejar en él a la duquesa?

—¡La joven flamenca! —dijo el corsario arrugando la frente.

—Creo que estará mucho más segura a bordo del Rayo.

—¿Os disgustaría que se ahogase? —preguntó el capitán volviéndose bruscamente hacia Morgan y mirándole fijamente.

—Lo que pienso es que esa duquesa puede valer algunos miles de pesos…

—¡Ah…! Es cierto… Tendrán que pagar su rescate.

—¿Queréis que ordene que la transborden antes de que las olas lo impidan?

El corsario no respondió. Se había puesto a pasear por el puente como si de nuevo le ocupasen graves problemas.

Así permaneció durante algunos minutos. De repente se detuvo ante Morgan y le preguntó bruscamente:

—¿Crees que algunas mujeres pueden ser fatales?

—¿Qué os puedo decir yo? —repuso el lugarteniente con estupor.

—¿Serías capaz de amar a una mujer sin sentir cierto temor?

—¿Por qué no?

—¿Acaso no crees que es más peligrosa una hermosa joven que un sangriento abordaje?

—Quizá sí. Pero ¿sabéis lo que dicen los filibusteros y bucaneros de La Tortuga antes de escoger una compañera entre las mujeres que envían allí los gobiernos de Francia e Inglaterra para que encuentren marido?

—Jamás me he preocupado de los matrimonios de los filibusteros. Ni, por supuesto, tampoco de los de los bucaneros.

—Pues dicen exactamente estas palabras: «De lo que has hecho hasta ahora no te pido cuentas, y si algo reprobable hay en ello te absuelvo. Pero de ahora en adelante tendrás que darme explicaciones de todos tus movimientos». Y, señalando el cañón de su fusil, añaden: «Si tú me fallas, este no lo hará, y será el arma de mi venganza».

El Corsario Negro se encogió de hombros diciendo:

—¡Bah! Yo me refería a mujeres bien distintas de las que envían aquí a la fuerza los gobiernos de ultramar.

Se detuvo un instante y, señalando a la joven duquesa, que permanecía aún en el mismo lugar, continuó:

—¿Qué te parece esa joven, Morgan?

—Que es una de las criaturas más hermosas que jamás han podido verse en estos mares de las Antillas.

—¿Y no te da algo de miedo?

—¿Esa muchacha? ¡Por supuesto que no!

—Pues a mí sí, Morgan.

—¿A vos? ¿Al que llaman el Corsario Negro? ¡Estáis bromeando, capitán!

—No —repuso el filibustero—. A veces leo en mi destino. También lo han hecho otras personas: una zíngara de mi país me predijo que la primera mujer a la que amara me sería fatal.

—¡No tenéis por qué hacer caso de esas palabras, señor!

—Pero ¿sabes lo que aquella zíngara predijo a mis tres hermanos? ¿Qué opinarías si te dijera que les aseguró que uno de ellos moriría en un asalto a causa de una traición, y que los otros dos acabarían en la horca? Sabes muy bien que esa profecía desgraciadamente se ha cumplido.

—¿Y qué es lo que os predijo exactamente a vos?

—Que moriría en el mar, lejos de mi patria, a causa de la mujer amada.

—¡Por todos los demonios! —murmuró Morgan estremeciéndose—. ¡Pero esa zíngara puede haberse equivocado respecto a vos!

—Lo dudo —dijo el corsario con voz tétrica.

Movió la cabeza y, tras permanecer unos instantes en silencio, añadió:

—¡Sea!

Bajó del puente de mando, fue hacia la proa, donde había visto al africano hablando con Carmaux y Wan Stiller, y les dijo:

—¡Echad al agua la chalupa grande! Traed a bordo del Rayo a la duquesa de Weltendrem y a su séquito.

Mientras los dos filibusteros y el africano se apresuraban a cumplir la orden del corsario, Morgan escogía a treinta marineros para enviarlos como refuerzo de los que ya se encontraban a bordo del navío español, previendo que muy pronto sería necesario cortar la gúmena de remolque.

Un cuarto de hora después, Carmaux y sus compañeros estaban de regreso. La duquesa flamenca, sus camareras y sus pajes subieron a bordo del Rayo. En lo alto de la escala les esperaba el Corsario Negro.

—¿Tenéis que darme alguna noticia urgente, caballero? —preguntó la joven mirándole a los ojos.

—Sí, señora —repuso el corsario inclinándose ante la duquesa.

—¿Puedo saber ahora mismo de qué se trata, si no tenéis inconveniente?

—Por supuesto. Nos vemos obligados a abandonar vuestro barco a su suerte.

—¿Qué motivos tenéis para ello? ¿Acaso nos persiguen?

—No. Nos amenaza un huracán y voy a tener que cortar el cable de remolque. Quizá vos ya conozcáis la furia de las aguas del gran golfo cuando el viento se cierne sobre ellas.

—Y os interesa conservar a vuestra prisionera, ¿no es así? —dijo la joven sonriendo.

—Mi Rayo ofrece en estos momentos mayor seguridad que vuestro barco.

—Gracias por vuestra gentileza, caballero.

—No me deis las gracias, señora —repuso el corsario con aire meditabundo—. Este huracán puede ser fatal para alguno de nosotros.

—¡Fatal! —exclamó la joven con sorpresa—. ¿Para quién?

—Habrá que esperar para saberlo.

—¿Qué creéis que puede ocurrir?

—No lo sé… Todo está en manos del destino.

—¿Acaso teméis por vuestra nave?

Una sonrisa se dibujó en los labios del corsario.

—El Rayo es un barco capaz de desafiar a los furores del cielo y las iras de las aguas. Y yo soy un hombre muy capaz para conducirlo a través de las olas y los vientos.

—No me cabe la menor duda, pero…

—Es inútil que insistáis para que os dé más explicaciones, señora.

Le indicó el camarote de popa y, quitándose el chambergo, le dijo:

—Aceptad la hospitalidad que os ofrezco, señora. Yo voy a desafiar a la muerte y a mi destino.

Volvió a cubrirse y subió al puente de mando. Mientras tanto, la calma que hasta entonces había reinado en el mar se rompió bruscamente, como si desde las Pequeñas Antillas llegasen cien trombas de viento.

Las chalupas que habían conducido a bordo del navío español a los treinta marineros habían regresado y la tripulación las estaba izando hasta la borda del Rayo.

El Corsario Negro subió al puente, adonde poco antes había llegado Morgan, y se puso a observar el horizonte por la parte de levante.

Una gran nube, muy oscura y con los bordes teñidos de un color rojo encendido, se levantaba rápidamente por encima de la línea del horizonte, empujada sin duda por un viento irresistible, mientras el sol, próximo a su ocaso, se oscurecía por momentos como si una espesa niebla se interpusiera entre él y la tierra.

—En Haití ya se ha desencadenado el huracán —dijo el corsario a Morgan.

—Y a estas horas, las Pequeñas Antillas seguramente estarán ya devastadas —añadió el lugarteniente—. Dentro de una hora el estado de estas aguas será espantoso.

—¿Qué harías en mi caso?

—Buscaría refugio en Jamaica.

—¿Pretendes insinuar que mi barco ha de huir ante un huracán? —exclamó el corsario enfurecido—. ¡Oh…! ¡Jamás!

—¡Pero, señor! ¡Vos conocéis los huracanes de las Antillas!

—¡Lo sé, y a pesar de ello lo desafiaré! Será el buque de línea el que irá a buscar refugio en las costas de Jamaica, pero no mi Rayo. ¿Quién manda a nuestros hombres de la nave española?

—El maestre Wan Horn.

—Un hombre valiente que algún día llegará a ser un famoso filibustero. ¡Sabrá salir del apuro sin perder el botín!

Descendió hasta la toldilla de cámara con el tornavoz en la mano y, subiéndose en la amura de popa, gritó enérgicamente:

—¡Soltad la gúmena de remolque! ¡Eh! ¡Maestre Wan Horn, refugiaos en Jamaica!

Y muy seguro de sus palabras añadió:

—¡Nosotros os esperaremos en La Tortuga!

—¡A vuestras órdenes, comandante! —respondió el maestre, que permanecía en la proa de la nave española a la espera de instrucciones.

Se armó de un hacha y de un solo tajo cortó el cable de remolque. Luego, volviéndose hacia sus marineros y descubriéndose la cabeza, gritó:

—¡Sea la voluntad de Dios!

El barco desplegó las velas de trinquete y mesana, pues la mayor estaba inutilizada; cambió de rumbo y se alejó hacia las costas de Jamaica, mientras el Rayo se adentraba atrevidamente en las aguas comprendidas entre las costas occidentales de Haití y las meridionales de Cuba.

El huracán se acercaba rápidamente. A la calma sucedieron de repente bruscos y furiosos golpes de viento procedentes de las Pequeñas Antillas, mientras se formaban gigantescas olas que ofrecían un aspecto pavoroso.

Parecía que el fondo del mar hubiera entrado en ebullición, pues se veían en su superficie espumantes burbujas y grandes remolinos, mientras enormes columnas líquidas se levantaban de la superficie y volvían a caer produciendo gran estrépito.

Entretanto, la gran nube negra invadía completamente el cielo, interceptando la luz crepuscular, y las tinieblas caían sobre el enfurecido mar tiñendo las aguas de un siniestro color negruzco que las hacía semejantes a un gran torrente de alquitrán.

El corsario, siempre tranquilo y sereno, no parecía preocupado por la amenaza del huracán. Su mirada seguía al navío español, que aún podía verse entre las grandes olas, a punto de desaparecer por el horizonte en dirección a Jamaica.

Quizá era aquel barco lo único que le inquietaba, pues sabía muy bien que se encontraba en pésimas condiciones para hacer frente a las primeras embestidas del huracán.

En cuanto el navío español desapareció de su vista, descendió hasta la toldilla de popa y despidió al piloto diciendo:

—¡Dame la barra! ¡Quiero ser yo el que conduzca al Rayo!

14. Los huracanes de las antillas

Tras devastar las Pequeñas Antillas, que son las primeras en recibir sus terribles golpes, el huracán recorría ahora el canal de sotavento, con esa violencia tan bien conocida por los navegantes del golfo de México y del mar Caribe.

A la clara y brillante luz de la zona ecuatorial había seguido una oscurísima noche que todavía no se veía atenuada por el resplandor de los relámpagos. Se trataba de una de esas noches que infunden miedo a los más audaces navegantes. No se podía ver más que la espuma de las olas, que parecían haberse vuelto fosforescentes.

Ráfagas de agua y viento azotaban el mar con irresistible ímpetu. Sus furiosos golpes se sucedían, produciendo silbidos y rugidos pavorosos, haciendo crepitar el velamen del barco corsario y doblando incluso la sólida arboladura.

Se oía resonar en el aire un extraño murmullo que crecía por momentos. Era como si miles de carros cargados de chatarra corriesen por el cielo en una desenfrenada carrera o como si pesados convoyes cruzasen a extraordinaria velocidad por puentes metálicos.

El estado del mar era horrible. Las olas, altas como montañas, se trasladaban de levante a poniente lanzándose unas sobre otras con sordos rumores y estallidos formidables y levantando cortinas de espuma fosforescente. Se alzaban tumultuosamente, como empujadas por una misteriosa fuerza, y volvían a caer abriendo simas tan enormes que parecían llegar hasta el mismo fondo del océano.

El Rayo, con el velamen reducido al máximo, había empezado valerosamente la lucha. No llevaba tendidos más que los foques y las velas de trinquete y del mayor.

Parecía un pájaro fantástico que volase a ras de las olas. Ya subía rápidamente aquellas montañas en movimiento, deslizándose sobre las aguas como tratando de clavar su espolón en las nubes, ya descendía entre aquellos muros líquidos como si fuera a precipitarse en el fondo del abismo.

Navegaba desesperadamente, sumergiendo a veces en la espuma las extremidades de los penoles del trinquete y del mayor, pero sus formidables costados no cedían ante el empuje formidable de las olas.

Alrededor del barco, e incluso sobre la cubierta, caían a intervalos ramas de árboles, frutas de todas clases, cañas de azúcar y amasijos de hojas que revoloteaban en los torbellinos y que habían sido arrancados en los bosques y plantaciones de la cercana isla de Haití, mientras verdaderos torrentes de agua se precipitaban con un ensordecedor estrépito desde las nubes, corriendo furiosos por la cubierta y saliendo a duras penas por los imbornales.

A la noche oscura no tardó en suceder una noche de fuego. Relámpagos cegadores rasgaban las tinieblas iluminando el mar y la nave con una lívida luz, mientras entre las nubes resonaban tremendos truenos, como si allá arriba se hubiera establecido un feroz duelo entre centenares de piezas de artillería.

El aire estaba saturado de electricidad, hasta el extremo de que centenares de chispas saltaban y brillaban en las vergas y jarcias del Rayo, mientras en lo alto de los palos refulgía siniestramente el fuego de San Telmo.

En aquellos momentos el huracán alcanzaba su máxima intensidad.

El viento había adquirido una espantosa velocidad y rugía tremendamente, formando colosales remolinos y levantando enormes cortinas de agua pulverizada.

Los foques del Rayo, arrancados y desgarrados por el viento, habían sido arrastrados hasta las aguas, y la vela de trinquete acababa de hacerse jirones. Pero la del palo mayor seguía resistiendo tenazmente.

Debatiéndose entre las olas y las ráfagas de viento, la nave huía velozmente entre los relámpagos y las trombas marinas.

En algunos momentos parecía que iba a desaparecer en los abismos. Pero no tardaba en emerger de nuevo, sacudiéndose las olas que la golpeaban y la espuma que la cubría casi totalmente.

El Corsario Negro, siempre erguido en la popa y con la barra en la mano, guiaba el buque con seguridad y firmeza. Inconmovible ante las furias del viento, impasible bajo el agua que le bañaba, desafiaba intrépidamente la cólera de la naturaleza con los ojos encendidos y una sonrisa en los labios. Su negra figura destacaba entre el resplandor de los relámpagos adquiriendo a veces proporciones fantásticas.

Los rayos serpenteaban a su alrededor trazando deslumbrantes líneas de fuego. El viento le embestía, arrancándole, pedazo a pedazo, la larga pluma de su chambergo. La espuma le cubría de cuando en cuando como si quisiera derribarlo. Los truenos, cada vez más formidables, le ensordecían. Pero él se mantenía en su puesto, conduciendo con firmeza la nave a través de aquellas infernales aguas.

Parecía un genio del mar surgido de las profundidades del golfo para medir sus fuerzas con las que desencadenaba la naturaleza.

Sus marineros, igual que en la noche del abordaje, cuando el corsario lanzaba el Rayo sobre el buque español, le miraban con supersticioso terror y se preguntaban si aquel hombre era verdaderamente un mortal como ellos o, por el contrario, un ser sobrenatural que ni la metralla, ni las espadas, ni siquiera los huracanes podían abatir. De repente, cuando las olas rompían con mayor furia en los costados del velero, se pudo ver cómo el corsario se apartaba un instante de la barra del timón tratando de precipitarse hacia la escalera de babor del castillo de popa, mientras hacía un gesto de sorpresa y terror.

Una mujer había salido del camarote y subía al castillo, agarrándose enérgicamente al pasamanos de la escalera para evitar ser despedida por uno de los desordenados bandazos de la nave.

Iba completamente envuelta en un pesado capote de paño catalán, pero tenía la cabeza descubierta y el viento hacía ondear su soberbia cabellera rubia.

—¡Señora! —gritó el corsario, que había reconocido inmediatamente a la joven flamenca—. ¿No os dais cuenta del peligro que corréis aquí? ¡Es como si salierais en busca de la muerte!

La duquesa no respondió. Se limitó a hacer un gesto con la mano como si quisiera decir: «No tengo miedo».

—Retiraos, señora —dijo el corsario, cuyo rostro llegó al límite de la palidez.

En lugar de obedecer, la valerosa joven subió hasta el castillo, lo atravesó sujetándose a la amura y se detuvo entre esta y la popa de la chalupa grande, sujeta firmemente al cabrestante para impedir que se la llevaran las olas.

El corsario insistió nuevamente para que se retirara, pero ella se negó nuevamente con un gesto similar al anterior.

—¡Estáis tentando a la muerte! —repitió el corsario—. ¡Volved a vuestro camarote!

—¡No! —repuso secamente la duquesa.

—Pero… ¿qué habéis venido a hacer aquí?

—He venido a admirar al Corsario Negro.

—Y a dejar que las olas os arrastren.

—Y eso, ¿qué os puede importar a vos?

—¡Pero yo no deseo vuestra muerte, señora! ¿Me comprendéis? —gritó el corsario con un tono de voz en el que se reflejaba por vez primera un ímpetu apasionado.

La joven sonrió, pero permaneció inmóvil. Refugiada entre la amura y la popa de la chalupa, con las manos asidas al pesado capote, dejaba que el agua que caía sobre la toldilla la bañase, sin apartar los ojos del corsario.

Este, comprendiendo que era inútil insistir y alegrándose en el fondo de tener tan cerca a la valerosa joven, que, desafiando a la muerte, había ido hasta allí para admirar su audacia, no volvió a insistir para que se retirase. Cuando el huracán dio a la nave un momento de tregua, volvió los ojos hacia la duquesa y, casi involuntariamente, le sonrió. No cabía ya la menor duda de que la admiración era mutua.

Cuantas veces la miraba, sus ojos se encontraban con los de ella, que adquirían la misma expresión que tenía por la mañana en la proa del navío español.

Pero aquellos ojos, de los que fluía una misteriosa fascinación, producían en el intrépido filibustero una turbación que ni él mismo podía explicarse. Aun cuando no la miraba, sentía que ella no le perdía de vista un solo instante y no podía resistir el deseo de volverse hacia el lugar que ocupaba la bella joven.

Hubo un momento en el que las olas cayeron sobre el Rayo con mayor ímpetu. Tuvo miedo de sentirse trastornado por aquella mirada y gritó:

—¡No me miréis así, señora! ¡Nos jugamos la vida!

Aquella inexplicable fascinación cesó en el acto. La joven bajó la cabeza y se tapó el rostro con las manos.

El Rayo se encontraba entonces cerca de las costas de Haití, que a la luz de los relámpagos se delineaban ya en el horizonte, flanqueadas por peligrosas escolleras contra las que la nave podía hacerse añicos.

La voz del corsario resonó entre los mugidos de las olas y el viento:

—¡Una vela de recambio en el trinquete! ¡Plegad los foques! ¡Atentos a la virada!

El mar, aun cuando el viento lo empujase hacia las costas meridionales de Cuba, también dejaba sentir su furia cerca de las de Haití. Oleadas de fondo de quince o dieciséis metros de altura se formaban en torno a las escolleras, produciendo terribles contraoleajes.

Pero el Rayo no cedía en su lucha. La vela de recambio había sido desplegada en el trinquete, y los foques, recogidos en el bauprés. El navío surcaba las aguas a una velocidad vertiginosa.

De vez en cuando las oleadas se volcaban sobre él impetuosamente, ya sobre babor, ya sobre estribor, pero con vigorosos movimientos de la barra del timón el Corsario Negro lo mantenía siempre seguro.

Afortunadamente, el huracán, tras haber llegado a su mayor intensidad, empezaba a amainar y su violencia se iba aplacando poco a poco. Por lo general, esas tremendas tempestades duran pocas horas.

Los nubarrones empezaban a romperse en varios puntos dejando entrever alguna estrella, y el viento no soplaba ya con su primitivo furor. A pesar de ello, el mar seguía dando muestras de bravura. Tendrían que transcurrir aún muchas horas antes de que muriesen definitivamente las gigantescas olas lanzadas por el Atlántico contra el gran golfo.

Durante toda la noche la nave corsaria siguió luchando desesperadamente contra las aguas que la acometían por doquier. Pero al fin consiguió superar victoriosamente el canal de sotavento y abocar el brazo de mar que separaba las Grandes Antillas de las islas Bahamas.

Al amanecer, cuando el viento cambió su dirección de levante por la de septentrión, el Rayo se encontraba casi frente al cabo Haití.

El Corsario Negro, que debía de hallarse rendido por tan larga lucha y cuyas ropas estaban completamente empapadas, en cuanto vio lucir en el cabo el pequeño faro de la ciudadela, entregó la barra del timón a Morgan. Luego se dirigió hacia la chalupa, cerca de la cual estaba acurrucada la joven flamenca, y le dijo a esta:

—¡Venid, señora! Yo también os he admirado y creo que ninguna mujer se hubiera atrevido, como vos, a afrontar la muerte por ver cómo mi barco luchaba contra el huracán.

La joven se levantó, sacudiéndose el agua que durante horas había caído sobre ella, miró al corsario a los ojos sonriendo y le dijo:

—Es posible que ninguna mujer se hubiera atrevido a subir a cubierta. Eso me servirá para decir que solo yo he podido ver al Corsario Negro conducir su nave en medio del más terrible huracán y admirar su fuerza y su audacia.

El filibustero no respondió. Permaneció ante ella mirándola con ojos brillantes, mientras en su frente se dibujaba cierta preocupación.

—Sois una mujer valerosa —respondió al fin, pero en voz tan queda que solo él pudo oírla.

Luego, suspirando, añadió:

—¡Lástima que, según la profecía, tengáis que ser vos la mujer que ha de resultar fatal para mi vida!

—¿De qué profecía estáis hablando? —preguntó la joven estupefacta.

En lugar de responder, el corsario movió tristemente la cabeza murmurando:

—¡Locuras!

—¿Sois supersticioso, caballero?

—Quizá.

—¿Vos?

—Quizá lo sea, pero lo cierto es que, hasta ahora, las predicciones de la zíngara se han cumplido puntualmente.

Miró las olas que se estrellaban contra el costado de la nave envueltas en sordos mugidos y, mostrándoselas a la joven, añadió tristemente:

—¡Preguntádselo a ellas, si podéis…! ¡Ambos eran hermosos, jóvenes, fuertes y audaces! Y ahora duermen bajo esas aguas, en el fondo del mar. La fúnebre profecía se ha cumplido y lo más probable es que también se cumpla en lo que a mí respecta, porque siento que aquí, en el corazón, se levanta una llama gigantesca que no soy capaz de apagar. ¡Sea! ¡Que se cumpla el destino fatal, si eso es lo que está escrito! No me da miedo el mar, y donde duermen mis hermanos allí también yo encontraré un sitio. ¡Pero eso sucederá después de que ese traidor me haya precedido!

Se encogió de hombros, hizo con ambas manos un gesto amenazador y descendió al camarote, dejando a la joven flamenca más asombrada que nunca con aquellas palabras que no podía comprender.

Tres días después, cuando el mar ya se había tranquilizado, el Rayo, empujado por un viento favorable, avistaba La Tortuga, nido de los formidables filibusteros del gran golfo.

15. El filibusterismo

En 1625, mientras Francia e Inglaterra intentaban con guerras continuas acabar con el formidable poderío de España, dos navíos, francés el uno e inglés el otro, tripulados por intrépidos corsarios llegados al mar de las Antillas para dificultar el floreciente comercio de las colonias españolas, anclaban casi al mismo tiempo ante una isla llamada San Cristóbal, habitada únicamente por tribus de caribes.

Los franceses estaban capitaneados por un caballero normando llamado señor de Enanbue; los ingleses, por el caballero Thomas Warner.

Hallada la fértil isla de pacíficos y dóciles habitantes, los corsarios se establecieron tranquilamente en ella, dividiéndose como hermanos aquel pedazo de tierra y fundando dos pequeñas colonias.

Durante cinco años, aquellos hombres vivieron tranquilos cultivando el suelo, pues habían renunciado ya a sus aventuras en el mar. Hasta que un mal día apareció de improviso una escuadra española que acabó con un gran número de colonos juntamente con sus viviendas. Los españoles creían tener un perfecto derecho a actuar de esta manera, pues consideraban que todas las islas del golfo de México eran de su absoluta propiedad.

Algunos de los colonos consiguieron huir de las iras españolas y llegaron hasta otra isla, llamada de La Tortuga porque vista a cierta distancia tiene cierto parecido con ese reptil, y situada al norte de Santo Domingo, casi frente a la península de Samana, y con un puerto que facilitaba su defensa.

Aquel puñado de corsarios fueron los creadores de una formidable raza de filibusteros que no tardaría en asombrar al mundo entero con sus extraordinarias e increíbles empresas.

Mientras algunos se dedicaban al cultivo del tabaco, que tan buenos resultados daba en aquellos terrenos vírgenes, otros, deseosos de vengarse de la destrucción de las pequeñas colonias de San Cristóbal, merodeaban por el mar, tripulando simples botes, con la intención de acosar a los españoles.

La Tortuga no tardó en convertirse en un verdadero país de promisión para cientos de aventureros franceses e ingleses, procedentes de las cercanas tierras de Santo Domingo e incluso de la lejana Europa, y que eran mandados generalmente por armadores normandos.

Aquella muchedumbre, compuesta en su mayoría por fugitivos, soldados y marineros ávidos de riquezas y fáciles botines, y llegada hasta allí con el único y ferviente deseo de hacer fortuna y de poner las manos en las riquezas mineras de las que España obtenía verdaderos ríos de oro, al encontrar en aquella pequeña isla haitiana lo que esperaban decidieron obtenerlo directamente de los españoles, considerando además que prestaban un gran servicio a sus naciones, que mantenían una continua guerra con el coloso ibérico.

Los colonos españoles de Santo Domingo, viendo que su comercio peligraba, pensaron en desembarazarse cuanto antes de aquellos ladrones y, en una de las ocasiones en que La Tortuga quedaba con la mínima guarnición, enviaron un gran contingente de tropas a asaltarla. La presa fue fácil, y cuantos filibusteros cayeron en las manos de los españoles fueron ahorcados o asesinados cruelmente por diversos sistemas.

Los filibusteros que se encontraban en el mar, apenas se percataron de la matanza, juraron vengarse. Bajo el mando de Willes, tras una lucha desesperada, reconquistaron La Tortuga y aniquilaron a cuantos españoles se encontraban en ella.

Pero no tardaron en surgir ásperas diferencias entre los colonos de la isla, debidas todas ellas a la diferencia numérica de franceses e ingleses, los primeros más numerosos. Estos roces fueron aprovechados por los españoles para caer nuevamente sobre La Tortuga dispuestos a acabar con sus habitantes, que fueron obligados a retirarse a los bosques dominicanos.

De esta suerte, y así como los primeros pobladores de la isla de San Cristóbal fueron los creadores del filibusterismo, los colonos huidos de La Tortuga fueron los fundadores de los bucaneros.

El acto de secar y ahumar las pieles de los animales capturados se conocía entre los caribes con el nombre de bucan, y de ahí el nombre que recibieron aquellos piratas.

Los hombres que más tarde habían de ser los más valerosos aliados de los filibusteros vivían como salvajes en miserables cabañas improvisadas con ramas y hojarasca.

Por vestido solo usaban una camisa de tela basta, teñida siempre en sangre; calzones del mismo género, un largo cinto del que siempre pendían un corto sable y dos cuchillos, zapatos de piel de cerdo y amplios chambergos.

No tenían más que una ambición: poseer un buen fusil y una numerosa jauría de grandes perros.

En parejas, para poder ayudarse mutuamente en caso de peligro, pues no tenían familia, partían de caza con las primeras luces del alba, haciendo frente con gran valor a los bueyes salvajes, numerosísimos en la isla de Santo Domingo. No volvían a sus bosques hasta la noche, no sin antes cobrar una buena pieza, ya fuera por su piel, ya por un buen pedazo de carne para la comida.

Unidos en una especie de confederación, empezaban a incomodar a los españoles, que volvieron a perseguirles como a animales feroces con ánimo de acabar con ellos de una vez por todas. La persecución dio resultados; dando grandes batidas, los españoles exterminaron a todos los bueyes salvajes, dejando a aquellos pobres cazadores en la imposibilidad de vivir.

Fue entonces cuando filibusteros y bucaneros se unieron bajo el nombre de Hermanos de la Costa, y regresaron a La Tortuga ávidos de una sed insaciable de venganza contra los españoles.

Aquellos valientes hombres, que jamás fallaban un disparo, pues eran magníficos cazadores, representaron una potente ayuda para los filibusteros, cuyo movimiento había alcanzado ya un considerable desarrollo.

La Tortuga prosperó rápidamente y llegó a ser la guarida de todos los aventureros de Francia, Holanda, Inglaterra y algunas otras naciones, todos ellos bajo las órdenes de Beltrán d’Ogeron, a quien el gobierno francés había enviado a aquellas tierras como gobernador.

Estando aún en su fase más encarnizada la guerra contra España, los filibusteros dieron comienzo a sus audaces empresas asaltando a cuantas naves españolas podían sorprender.

En principio no poseían más que miserables chalupas en las que ni siquiera podían moverse, pero no tardarían en disponer de los magníficos veleros que arrebataban a sus eternos enemigos.

Al no poseer cañones, los bucaneros eran los encargados de suplir las funciones de la artillería, y siendo como ya se ha dicho magníficos cazadores, les bastaban pocos disparos para abatir a las tripulaciones españolas.

Su audacia era tal que osaban hacer frente a los más grandes veleros, a los que abordaban con extraordinario furor. Ni la metralla, ni las balas, ni la más obstinada resistencia les hacían desistir de sus propósitos. Eran hombres desesperados que despreciaban el peligro e incluso la muerte; verdaderos demonios, y como tales les consideraban los españoles.

Rara vez daban cuartel a los vencidos, imitando la actitud de sus adversarios. Solo conservaban la vida a las personas distinguidas, nobles o famosos marinos, por los que pedían fabulosos rescates. El resto de las tripulaciones eran inmediatamente arrojados a las aguas, o simplemente asesinados. La lucha era por ambas partes una guerra de exterminio, sin la menor generosidad.

Aquellos ladrones del mar, como todos les llamaban, tenían no obstante leyes propias que respetaban rigurosamente, quizá mejores que las que dictaban sus propias naciones. Todos tenían iguales derechos; solamente en la distribución de los botines tenían los jefes una mayor parte.

Apenas vendido el fruto de sus piraterías retiraban una cantidad para las recompensas destinadas a los hombres más valerosos y a los heridos. De esta forma podían premiar a los que saltaban los primeros sobre el barco abordado y a aquellos otros que conseguían arrancar de él la bandera española. Tenían también recompensa aquellos que en circunstancias peligrosas, arriesgando incluso su propia vida, conseguían información o noticias acerca de los movimientos de las fuerzas españolas. Algunas de las recompensas estaban establecidas. Así, se concedían seiscientos pesos a los hombres que en el transcurso de una batalla perdían el brazo derecho; el izquierdo se valoraba en quinientos; cuatrocientos pesos valía una pierna, y a los heridos se les asignaba un peso diario durante dos meses.

De esta suerte, a bordo de las naves corsarias podían tener validez las severas leyes que regían la vida de aquellos aventureros.

Aquellos que abandonaban su puesto durante el combate pagaban su cobardía con la muerte. Estaba prohibido beber vino o cualquier clase de licor después de las ocho de la noche, hora fijada para el toque de silencio. No se permitían los duelos, los altercados, los juegos de cualquier tipo, y pagaban con su vida los que se atrevieran a llevar a bordo de sus naves a alguna mujer, aunque fuese su propia esposa.

Los traidores eran abandonados en islas desiertas, igual que aquellos que, antes de la distribución del botín, se apropiasen de cualquier objeto, por pequeño que fuera. Sin embargo, se dice que fueron raros estos últimos casos, pues los corsarios eran hombres de una honradez a toda prueba.

Cuando fueron dueños de algunos navíos, los filibusteros se hicieron más audaces, y no encontrando más veleros de los que apoderarse, pues los españoles habían puesto fin al comercio entre sus islas, empezaron a llevar a cabo sus grandes empresas.

Montbars fue el primer caudillo que alcanzó gran fama. Este caballero del Languedoc llegó a América para vengar a los pobres indios exterminados por los primeros conquistadores españoles, presa, como otros muchos, de un odio violento contra España por las atrocidades cometidas por algunos de los colonizadores.

Ya a la cabeza de los filibusteros, ya al frente de los bucaneros, causó estragos en las costas de Santo Domingo y de Cuba, acabando con un buen número de españoles.

Después de él, alcanzó la fama Pierre le Grand, un francés de Dieppe. Este audaz marinero, avistando un barco español que navegaba cerca del cabo Tiburón, y a pesar de no tener consigo más que veintiocho hombres, lo asaltó tras hundir su propio barco, con lo que pretendía dar a entender a sus hombres que se trataba de vencer o quedar sepultados para siempre bajo las aguas del mar.

Fue tal la sorpresa de los españoles al ver surgir de las aguas a aquellos hombres, que se rindieron tras una breve resistencia, creyendo que se trataba de espíritus marinos contra los que nada podían sus sables y sus espadas.

Lewis Scott, con un puñado de filibusteros, asaltó San Francisco de Campeche, ciudad bien guarnecida que él tomó y saqueó; John Davis, con solo noventa hombres, tomó Nicaragua y más tarde San Agustín de la Florida; Brazo de Hierro, un normando que perdió su nave cerca de la desembocadura del Orinoco a causa de un rayo que incendió la santabárbara, resistió fieramente los asaltos de los salvajes y, tras un día de encarnizada lucha, viendo que se acercaba una nave española con pocos hombres a bordo, la atacó por sorpresa. A estos hombres siguió un buen número de valientes filibusteros que alcanzaron la fama.

Pietro Nau, llamado el Olonés, sembró el pánico entre los españoles y, después de cien victorias sobre ellos, acabaría miserablemente su larga carrera en los estómagos de los salvajes del golfo de Darién, en la desembocadura del Atrato, tras haber sido pasado por la parrilla.

Grammont, caballero francés, fue el que le sucedió en la celebridad asaltando con filibusteros y bucaneros Maracaibo y Puerto Cabello, donde resistió con solo cuarenta hombres el ataque de trescientos españoles; luego, en compañía de Wan Horn y Laurent, tomó Veracruz.

Sin embargo, el más famoso de todos iba a ser Morgan, el lugarteniente del Corsario Negro. A la cabeza de un buen número de filibusteros ingleses empezó su carrera tomando Puerto Príncipe, en la isla de Haití. Más tarde asaltó y saqueó Portobelo, a pesar de la terrible resistencia de los españoles y del fuego infernal de su artillería, y luego Maracaibo. Finalmente, atravesando el istmo y tras grandes peripecias y sangrientas luchas, asaltó Panamá y la incendió después de haber obtenido un botín de cuatrocientas cuarenta y cuatro mil libras de plata maciza.

Sharp, Harris y Sawkins, otros tres hombres audaces que formaban una sociedad, saquearon Santa María y, luego, en memoria de la célebre expedición de Morgan, atravesaron el istmo llevando a cabo innumerables gestas y acabando con las fuerzas españolas, cuatro veces superiores en número, hasta llegar al océano Pacífico, donde se posesionaron de algunos navíos y destruyeron tras largas horas de encarnizada lucha la flota española, que se defendía con el valor que da la desesperación. Hicieron temblar Panamá, saquearon las costas occidentales de México y Perú tomando por asalto ciudades como La Serena y alguna otra de las costas de Chile, y volvieron a las Antillas por el estrecho de Magallanes.

Aún les sucedieron otros, igualmente audaces aunque quizá menos afortunados, como Montabon, el Vasco, Jonqué, Michel, Dronage, Grogner, Davis, Tusley y Wilmet, que continuaron la maravillosa empresa de los primeros filibusteros, actuando en las Antillas y en el océano Pacífico hasta que La Tortuga, perdida su importancia, decayó como sede del filibusterismo. De este modo se originó la separación, en infinidad de pequeños grupos, de aquellos audaces piratas.

16. En la tortuga

Cuando el Rayo echó el ancla en aquel seguro puerto, al lado del estrecho canal que lo mantenía a cubierto de cualquier ataque por sorpresa de la escuadra española, los filibusteros de La Tortuga estaban en pleno jolgorio, pues la mayor parte de ellos acababan de regresar de sus andanzas por las costas dominicanas y de Cuba, donde habían conseguido importantes botines al mando del Olonés y de Michele el Vasco.

Ante el fondeadero y en la playa, bajo amplias tiendas y a la sombra de grandes palmeras, los terribles piratas comían alegremente, dando fin a la parte que les correspondía del botín.

Tigres del mar, aquellos hombres se convertían, cuando estaban en tierra firme, en los más alegres habitantes de las Antillas y, cosa extraña, quizá hasta en los más corteses, pues nunca se olvidaban de invitar a sus fiestas a los españoles que habían hecho prisioneros con la esperanza de obtener un buen rescate, y a las prisioneras, con las que se comportaban como verdaderos caballeros ingeniándoselas, con toda especie de cortesías, para hacerles olvidar su triste condición de cautivas. Y decimos triste porque los filibusteros, si no llegaba el rescate pedido, recurrían frecuentemente a métodos crueles para obtenerlo, tales como enviar a los gobernadores españoles alguna de las cabezas de los prisioneros para hacerles entrar en razón.

Anclado el buque, los filibusteros interrumpieron su banquete, sus bailes y sus juegos para saludar con ruidosos vítores el retorno del Corsario Negro, que gozaba entre ellos de una popularidad que corría pareja con la del famoso Olonés.

Nadie ignoraba lo arriesgado de su empresa para acabar con el gobernador de Maracaibo, para hacerse con él vivo o muerto. Y como conocían la audacia del Corsario Negro, acariciaban siempre la ilusión de ver regresar algún día al filibustero con la cabeza de Van Guld.

Mas al ver que la bandera ondeaba a media asta, todas las manifestaciones ruidosas cesaron como por encanto y aquellos hombres se reunieron silenciosamente en el fondeadero ansiosos de tener noticias del Corsario Negro y de su expedición.

Desde lo alto del puente de mando, el caballero de Roccanera lo había visto todo. Llamó a Morgan, que en aquellos momentos estaba ordenando que fueran echadas al agua algunas chalupas, y, señalando a los filibusteros que se habían congregado en la playa, le dijo:

—Ve a decirles que el Corsario Rojo ha recibido honrosa sepultura en las aguas del gran golfo y que su hermano ha regresado con vida para preparar la venganza que…

Se interrumpió durante unos instantes. Luego, cambiando de tono, añadió:

—Haz que avisen al Olonés de que esta tarde iré a verle y luego ve a presentar mis respetos al gobernador. Más tarde iré yo mismo.

Tras estas palabras, esperó a que fuesen recogidas las velas y llevados a tierra los cables de amarre. Luego, media hora después, descendió hasta el camarote donde se encontraba la joven flamenca, ya dispuesta para desembarcar.

—Señora —le dijo—, una chalupa os espera para llevaros a tierra.

—Estoy dispuesta, caballero —repuso ella—. Soy vuestra prisionera y acataré todas vuestras órdenes.

—No, señora, vos ya no sois mi prisionera.

—¿Por qué, caballero…? Aún no se os ha pagado mi rescate.

—El rescate ya ha sido entregado a mis hombres.

—¿Y quién se lo ha entregado? —preguntó la duquesa estupefacta—. Todavía no he advertido al marqués de Heredia ni al gobernador de Maracaibo de mi situación.

—Es cierto, pero alguien se ha encargado de pagar vuestro rescate —repuso el corsario sonriendo.

—¿No habréis sido vos?

—Bien, ¿y si fuera así? —contestó el corsario.

La joven flamenca permaneció en silencio durante unos momentos. Luego añadió con voz conmovida:

—Es un rasgo de generosidad que no creía encontrar entre los filibusteros de La Tortuga, pero que no me sorprende si el que lo ha realizado es el Corsario Negro.

—¿Por qué, señora?

—Porque vos sois distinto de los otros. En estos pocos días que he permanecido a bordo de vuestro barco he podido apreciar la gentileza, la generosidad y la audacia del caballero de Roccanera, señor de Ventimiglia y de Valpenta. Sin embargo, os ruego que me digáis en cuánto se ha fijado mi rescate.

—¿Tenéis mucho interés en pagarlo vos misma? Quizá estéis ansiosa por dejar La Tortuga…

—No, os engañáis. Cuando llegue el momento de abandonar esta isla quizá lo haga con más sentimiento del que podéis imaginar, caballero. Y creedme, guardaré un gran reconocimiento al Corsario Negro… Quizá no pueda olvidarle jamás.

—¡Señora! —exclamó el corsario mientras una vivísima luz iluminaba sus ojos.

Se había adelantado rápidamente hacia la joven, pero se detuvo de repente diciendo con voz entristecida:

—¡Quizá para entonces ya me haya convertido en el peor enemigo de los que dicen ser vuestros amigos y habré hecho nacer en vuestro corazón un tremendo odio hacia mí!

Dio una vuelta por el salón y, de pronto, deteniéndose bruscamente ante la joven, le preguntó resueltamente:

—¿Conocéis al gobernador de Maracaibo?

Al oír aquellas palabras la duquesa se estremeció. Luego palideció, mientras en su mirada quedaba reflejada una gran ansiedad.

—Sí —respondió con voz temblorosa—. ¿Por qué me hacéis esa pregunta?

—Suponed que os la he hecho por curiosidad…

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué os ocurre, señora?

El corsario hizo esta pregunta profundamente extrañado.

En lugar de responder, la joven flamenca volvió a preguntarle con cierta insistencia:

—¿Por qué esa pregunta?

El Corsario Negro se disponía a responder cuando se oyeron unos pasos en la escalinata. Era Morgan, que descendía al camarote para informar del cumplimiento de las órdenes dadas por el corsario.

—Capitán —dijo el lugarteniente mientras entraba en el salón—. Pietro Nau os espera en sus aposentos para daros noticias urgentes. Tengo entendido que durante vuestra ausencia ha madurado los proyectos que le propusisteis y está todo dispuesto para la expedición.

—¡Ah! —exclamó el corsario mientras su semblante se oscurecía visiblemente—. ¿Ya? No creía que estuviera tan próxima la venganza.

Se volvió hacia la joven, que aún parecía presa de aquella extraña agitación, y le dijo:

—Señora, permitidme que os ofrezca hospitalidad en mi casa, que desde ahora está completamente a vuestra disposición. Moko, Carmaux y Wan Stiller os conducirán hasta ella y permanecerán allí a vuestras órdenes.

—Una pregunta aún… —balbució la duquesa.

—Sí, os comprendo, pero del rescate hablaremos más tarde.

Y sin escuchar más salió apresuradamente seguido por Morgan. Atravesó la cubierta y bajó hasta una chalupa tripulada por seis marineros y que le esperaba en el costado de babor del Rayo.

Se sentó en la popa asiendo la barra del timón. Pero en lugar de dirigir la embarcación hacia el fondeadero, donde los filibusteros habían reanudado ya sus orgías, puso proa hacia una pequeña rada que se adentraba en un bosque de palmeras de hojas gigantescas y de alto y esbelto tronco.

Descendió a la playa, hizo una señal a sus hombres para que regresaran a bordo y se internó en la maleza por un sendero apenas visible.

Estaba pensativo, como de costumbre, sobre todo cuando se encontraba solo. Pero sus pensamientos debían de ser tormentosos, porque de vez en cuando se detenía o hacía con las manos un gesto de impaciencia y agitaba los labios como si estuviera hablando consigo mismo.

Se había internado ya bastante en el bosque cuando una voz alegre y que tenía un acento ligeramente burlón le sacó de sus meditaciones.

—¡Que me coman los caribes si no tenía la seguridad de encontrarte, caballero! ¿Tanto te asusta la alegría que reina en La Tortuga que has decidido venir a mi casa por el bosque?

El corsario había levantado la cabeza mientras, con un reflejo involuntario, llevaba su mano derecha a la espada.

Un hombre de estatura más bien baja, vigoroso, de rudas facciones y mirada penetrante, vestido como un simple marinero y armado con un par de pistolas y un sable de abordaje, salió de entre unos bananos cerrándole el paso.

—¡Ah! ¿Eres tú, Pietro? —preguntó el corsario.

—Soy el Olonés en carne y hueso.

En efecto, aquel hombre era el famoso filibustero, el más formidable pirata del Caribe y el más despiadado enemigo de los españoles.

Este temible corsario que, como ya se ha dicho, acabaría sus días entre los dientes de los antropófagos del golfo de Darién y que tanta sangre española derramó, no tenía entonces más de treinta y cinco años, pero ya era un hombre famoso.

Nacido en el valle de Olonne, en el Poitou, había sido marinero contrabandista y merodeado por las costas españolas. Sorprendido una noche por los aduaneros, perdió su barca. Su hermano resultó muerto bajo los disparos de fusil de los carabineros y él mismo, gravemente herido, permaneció largo tiempo luchando entre la vida y la muerte.

Curado al fin, pero sumido en la más espantosa de las miserias, se vendió como esclavo a Montbars por cuarenta escudos, que le sirvieron para ayudar a su anciana madre.

Primero fue bucanero en calidad de enrolado, o sea, como siervo; luego fue filibustero y, habiendo dado muestras de poseer un valor excepcional y una fuerza de ánimo extraordinaria, había podido obtener, al fin, un pequeño navío que le entregó el gobernador de La Tortuga.

Con aquel barco, el audaz filibustero obró prodigios, causando enormes estragos en las colonias españolas vigorosamente apoyado por los corsarios Negro, Verde y Rojo.

Pero un mal día naufragó y, empujado por la tempestad, fue a parar a las costas de Campeche, casi al pie mismo de la guarnición española. Todos sus compañeros perecieron, pero él estaba resuelto a salvar la piel. Se vio obligado a meterse en un cenagal, con el barro hasta el cuello, para evitar ser descubierto.

Salió vivo de aquella ciénaga. Otro cualquiera se habría guardado de volver a tentar la suerte, pero él aún tuvo la audacia de acercarse a la ciudad de Campeche disfrazado de soldado español, de entrar en ella para estudiarla mejor y, después de conseguir un puñado de esclavos, de volver a La Tortuga en una barca robada, apareciendo entre sus compañeros cuando ya todos le creían muerto.

Aún volvió a intentar el asalto a la ciudad, para lo cual se hizo al mar con solo dos pequeñas embarcaciones tripuladas por veintiocho hombres. Sin embargo, cambió sus propósitos y se dirigió a Los Cayos, en Cuba, una de las plazas de más floreciente comercio.

Algunos pescadores españoles, al percatarse de su presencia, advirtieron de ello al gobernador de la plaza, y este mandó contra las dos embarcaciones una fragata tripulada por noventa hombres y cuatro veleros más pequeños tripulados por valerosos marineros y un negro que debía encargarse de ahorcar a los corsarios.

Ante aquella demostración de fuerza, el Olonés no se desanimó. Esperó al alba, abordó por ambos costados a la fragata y sus veintiocho hombres, a pesar del gran valor de los españoles, subieron a bordo y acabaron con toda la tripulación, incluido el negro.

Hecho esto se lanzó contra las restantes embarcaciones españolas y las conquistó todas, echando al agua a los hombres que las tripulaban.

Ese era el hombre que más tarde debía llevar a cabo extraordinarias empresas, como la que estaba a punto de emprender con el Corsario Negro.

—Ven a mi casa —dijo el Olonés tras estrechar la mano al capitán del Rayo—. Esperaba impacientemente tu regreso.

—Y yo tenía grandes deseos de verte —repuso el Corsario Negro—. ¿Sabes que he entrado en Maracaibo?

—¿Tú? —exclamó estupefacto el Olonés.

—¿Cómo querías que rescatara el cadáver de mi hermano?

—Creía que te servirías de intermediarios.

—No. Tú sabes bien que prefiero resolver yo mismo mis problemas.

—¡Ten cuidado, no vayan a costarte la vida tus audacias! Ya has visto cómo han terminado tus hermanos.

—¡Calla, Pietro!

—¡Ah…! ¡Pero les vengaremos, y no será muy tarde!

—¿Te has decidido al fin? —preguntó el Corsario Negro.

—He hecho algo más. Lo he dispuesto todo para la expedición.

—¿Es cierto lo que estás diciendo?

—¡Por mi fe de ladrón, como me llaman los españoles! —repuso sonriendo el Olonés.

—¿De cuántos barcos dispones?

—De ocho, contando con tu Rayo, y de seiscientos hombres entre filibusteros y bucaneros. Nosotros mandaremos a los primeros, y Michel el Vasco a los segundos.

—¿Vendrá también el Vasco?

—Me ha pedido que le dejase formar parte de la expedición y yo me he apresurado a aceptarle. Es un soldado, lo sabes; ha guerreado frente a los mejores ejércitos europeos y puede prestarnos un gran servicio. Además, es rico.

—¿Necesitas dinero?

—Ya he agotado todo lo que conseguí con la venta del último barco que tomé como botín cerca de Maracaibo y cuando volvía de la expedición de Los Cayos.

—Por mi parte, puedes contar con diez mil pesos.

—¡Por las arenas de Olonne! ¿Tienes una mina inagotable en tus tierras de ultramar?

—Te daría más si no hubiese tenido que pagar esta mañana un importante rescate.

—¿Un rescate? ¿Tú…? ¿Por qué?

—Por una gran dama que ha caído en mis manos. El rescate correspondía a mi tripulación y se lo he dado.

—¿Y quién es esa dama? ¿Alguna española, quizá?

—No. Es una duquesa flamenca. Aunque seguramente está emparentada con el gobernador de Veracruz.

—¡Flamenca! —exclamó el Olonés, quedándose pensativo—. ¡Tu mortal enemigo también es flamenco!

—¿Qué quieres decir? —preguntó el caballero de Roccanera palideciendo.

—Estaba pensando que podría estar emparentada con el gobernador de Maracaibo, con Van Guld.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó el Corsario Negro con voz casi ininteligible—. ¡No lo quiera Dios…! ¡No puede ser!

El Olonés se detuvo bajo un grupo de maots, árboles parecidos a las plantas de algodón y cuyas hojas son enormes, y se puso a mirar fijamente a su compañero.

—¿Por qué me miras así? —dijo el Corsario Negro.

—Pensaba en tu duquesa flamenca y trataba de adivinar los motivos de tu repentina agitación. ¿Sabes que te has quedado lívido?

—Tu sospecha ha hecho que toda la sangre se concentrara en mi corazón.

—¿Qué sospecha?

—La de que la joven flamenca pudiera estar emparentada con ese maldito gobernador.

—¿Y qué te importaría, si así fuese?

—He jurado exterminar a todos los Van Guld de la tierra y a todos sus parientes.

—Magnífico. Pues, con matarla, lo único que pasa es que tu tarea se ve aligerada…

—¿A ella…? ¡Oh, no! —exclamó el Corsario Negro con terror.

—Entonces… ¿eso quiere decir…? —dijo vacilante el Olonés.

—¿Qué?

—¡Por las arenas de Olonne…! ¡Quiere decir que amas a tu prisionera!

—Calla, Pietro.

—¿Por qué he de callar? ¿Acaso es vergonzoso para los filibusteros amar a una mujer?

—No, pero mi instinto me dice que esa chiquilla ha de ser fatal para mí.

—En ese caso, abandónala a su suerte.

—Es demasiado tarde.

—¿Tanto la amas?

—Con locura.

—Y ella, ¿también te ama a ti?

—Creo que sí.

—¡Una hermosa pareja, a fe mía! ¡El señor de Roccanera no podía casarse más que con una mujer de tan alto bordo! Eso es una suerte muy rara en América, sobre todo para un filibustero. ¡Vamos a beber una copa a la salud de la duquesa, amigo!

17. La casa del Corsario Negro

La vivienda del célebre filibustero consistía en una modesta casa de madera, construida de cualquier manera, con el techo formado por grandes hojas secas a la usanza de los indios de las Grandes Antillas. Sin embargo, era bastante cómoda y estaba amueblada con cierto lujo, pues, a pesar de todo, aquellos rudos hombres de mar gustaban de la elegancia y del lujo.

Se encontraba a media milla de la ciudadela, al borde de un bosque, un lugar tranquilo entre la sombra de las grandes palmeras que conservaban deliciosamente fresco el ambiente.

El Olonés introdujo al Corsario Negro en una habitación de la planta baja cuyas ventanas estaban resguardadas por esteras de nipa, y le rogó que se acomodara en un sillón de bambú. Luego hizo traer a uno de sus siervos algunas botellas de vino español, sin duda procedentes del saqueo de alguna nave enemiga; descorchó una y llenó con el caldo dos grandes vasos.

—¡A tu salud y por los bellos ojos de tu dama! —dijo iniciando un brindis.

—Prefiero beber este vino por el buen éxito de nuestra expedición —repuso el corsario.

—El éxito será completo, amigo mío. Te prometo poner en tus manos al asesino de tus dos hermanos.

—Tres, Pietro, tres.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el Olonés—. Yo sabía, al igual que los demás filibusteros, que Van Guld había asesinado a dos de tus hermanos, pero no conozco la historia de un tercero.

—Pues eran tres —repitió el Corsario Negro.

—¡Por toda la arena de Olonne! ¿Y ese hombre sigue con vida?

—No tardará en morir, Pietro.

—Eso espero. Y yo estaré dispuesto a ayudarte con todas mis fuerzas. ¿Conoces bien a Van Guld?

—Le conozco mejor que los españoles a los que ahora sirve.

—¿Qué clase de hombre es?

—Un viejo soldado que durante mucho tiempo ha guerreado en Flandes y que lleva uno de los apellidos más ilustres de la nobleza flamenca. En otro tiempo fue un valeroso capitán, y quizá hubiera podido añadir algún otro título a los que ahora lleva si el oro español no le hubiera empujado a la traición.

—¿Es viejo?

—Tendrá unos cincuenta años.

—Entonces estará aún en plena forma. Se dice que es el más valeroso de los gobernadores que España tiene en estas tierras.

—Es astuto como un zorro, enérgico como nuestro amigo Montbars y muy valeroso.

—Entonces, encontraremos en Maracaibo una poderosísima resistencia.

—Seguro, Pietro. Pero ¿quién podría resistir el ataque de seiscientos filibusteros? Todos sabemos lo mucho que valen nuestros hombres.

—¡Por la arena de Olonne! —exclamó el filibustero—. Yo mismo pude comprobar cómo se batían los veintiocho hombres que hicieron frente conmigo a la escuadra de Los Cayos. Además, tú ya conoces Maracaibo y a buen seguro que sabrás cuál es el punto flaco de la plaza.

—Sí. Yo os guiaré.

—¿Te retiene aquí algún asunto?

—Ninguno.

—¿Ni siquiera tu bella flamenca?

—Me esperará, estoy seguro —dijo el corsario sonriendo.

—¿Dónde la has alojado?

—En mi casa.

—Y tú, ¿dónde te quedarás?

—Contigo.

—¡Esto es un honor con el que no contaba! Así comentaremos mejor los detalles de la expedición con Michel el Vasco, que va a venir a comer conmigo.

—¡Gracias, Pietro! Entonces, ¿cuándo partimos?

—Al amanecer. ¿Está completa tu tripulación?

—Me faltan sesenta hombres, pues me he visto obligado a prescindir de treinta para que tripularan el buque de línea que hemos capturado cerca de Maracaibo. Además, perdí otros tantos en el combate.

—¡Bah! ¡Será fácil reponer ese número! Todos están deseosos de navegar contigo y de formar parte de la tripulación del Rayo.

—Sí, a pesar de que gozo fama de ser un espíritu del mar.

—¡Demonios, es que siempre estás tan fúnebre como un aparecido! Supongo que no serás así con tu duquesa flamenca…

—¡Quizá! —contestó el corsario.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Ya te vas? —preguntó el Olonés.

—Sí. Tengo que despachar algunos asuntos. Pero esta noche estaré aquí.

—Adiós. ¡Y ten mucho cuidado de que no te hechicen los ojos de tu duquesa!

El corsario estaba ya lejos cuando el Olonés terminó de pronunciar estas palabras. Había tomado otro sendero y se internaba en el bosque que se extendía por detrás de la ciudadela y que ocupaba una buena parte de la isla. Soberbias palmeras de las llamadas maximilianas y gigantescos mauricios de grandes hojas dentadas y dispuestas en abanico se entrelazaban con otras plantas cuyas hojas eran tan rígidas como el cinc. En el suelo crecían salvajemente las pitas o ágaves, que dan ese líquido picante y dulzón que en las orillas del gran golfo mexicano se conoce con el nombre de aguamiel, o mezcal si está fermentado. Y junto a ellas, la vainilla silvestre, de largas pepitas, y el pimentero.

Pero el Corsario Negro, absorto en sus meditaciones, no se preocupaba de aquella espléndida vegetación. Aceleraba continuamente el paso, como si se sintiera impaciente por llegar al final de su camino.

Media hora después se detenía bruscamente en la orilla de una plantación de altas cañas de color amarillo rojizo que, bajo los rayos del sol, próximo ya a ocultarse, adquirían reflejos purpúreos. Las hojas eran enormes y caían hasta el suelo ceñidas al sutil tronco coronado por un penacho de color blanco con una franja central cuyo color variaba entre el de la cera y el del oro.

Era una plantación de caña de azúcar, llegada a su completa maduración.

El corsario se detuvo un instante. Luego se adentró entre las cañas atravesando un trecho de terreno cultivado y volvió a detenerse, esta vez ante una hermosa casa levantada entre algunos palmerales que la cubrían completamente con su sombra.

La casa era de dos plantas, parecida a las que construyen hoy los labradores mexicanos, con las paredes pintadas de rojo y decoradas con azulejos dispuestos formando dibujos. Tenía una terraza llena de macetas con flores.

Una enorme planta de largas hojas y relucientes frutos de color verde pálido y forma esférica, con los que los más pobres confeccionaban sus vasos, rodeaba completamente la casa cubriendo la terraza y las ventanas: era una cujera, planta que utilizan los indios para que les dé sombra junto a sus viviendas.

Ante la puerta de la casa, Moko, el colosal africano, estaba sentado fumando en una vieja pipa, seguramente regalo de su amigo blanco.

El Corsario Negro permaneció inmóvil unos momentos, mirando primero a la ventana y luego a la terraza. Hizo un gesto de impaciencia y se dirigió al africano, que se apresuró a levantarse.

—¿Dónde están Carmaux y Wan Stiller? —le preguntó.

—Han ido al puerto a ver si habíais dejado allí alguna orden.

—¿Qué hace la duquesa?

—Está en el jardín.

—¿Sola?

—Con sus dos camareras y los pajes.

—¿Qué está haciendo?

—Disponiendo la mesa para vos.

—¿Para mí? —preguntó el Corsario Negro, cuya frente se aclaró rápidamente, como si un vendaval hubiera arrastrado las negras preocupaciones que la ensombrecían.

—Estaba segura de que cenaríais con ella.

—La verdad es que me están esperando… Pero prefiero mi casa y su compañía a la de los filibusteros —murmuró.

Se adentró en el edificio a través de una especie de corredor adornado con tiestos llenos de flores que despedían delicados perfumes y llegó hasta la otra ala de la casa, entrando en un espacioso jardín rodeado por un sólido y alto muro que no hubiera permitido cualquier escalada.

Si hermosa era la casa, el jardín era verdaderamente pintoresco. Preciosos senderos flanqueados por dobles filas de plátanos, cuyas grandes hojas de color verde oscuro producían una agradable y fresca sombra, y cargados ya de relucientes frutos arracimados, se extendían por doquier dividiendo el terreno en varios espacios de forma cuadrada en los que crecían las más bellas flores del trópico.

En las esquinas se alzaban magníficos árboles cargados de unos frutos verdes del tamaño de un limón y cuya pulpa, regada con jerez y espolvoreada con azúcar, es exquisita; pasionarias, plantas trepadoras de quince o veinte metros, flores olorosas y frutos del tamaño de un huevo de paloma que contienen una sustancia gelatinosa de sabor agradabilísimo; graciosos cumarúes, cuyos frutos del tamaño de una almendra exhalan un perfume delicadísimo y de los que se extrae un licor embriagador, y palmitos, carentes ya de sus cogollos, que alcanzan grandes dimensiones.

El Corsario Negro recorrió uno de los senderos y se detuvo junto a una especie de cenador formado por una cujera tan grande como la que sombreaba la casa y situada junto a un jupatí del Orinoco, maravillosa palmera cuyas hojas alcanzan la increíble longitud de once metros o más.

A través de las hojas de la cujera se filtraban los rayos de luz y se oían sonoras risas.

El corsario se había detenido a poca distancia y miraba por entre la espesura del follaje.

En aquel pintoresco rincón había una mesa cubierta por un blanquísimo mantel de Flandes.

Grandes manojos de flores de delicioso perfume estaban dispuestas alrededor de dos candelabros y en torno a pirámides de exquisitos frutos, como piñas, plátanos y nueces verdes de coco. La joven flamenca preparaba la mesa con ayuda de sus dos camareras.

Vestía un traje de color azul celeste, con blondas de Bruselas que hacían resaltar aún más la blancura de su piel y el delicado matiz de sus rubios cabellos, recogidos en una trenza que caía sobre su espalda. No lucía joya alguna, contrariamente a la costumbre hispanoamericana; pero su cuello estaba adornado por dos hileras de perlas que se cerraban con una gran esmeralda.

El Corsario Negro estaba extasiado contemplando a la joven. Sus ojos, animados por una viva llama, la miraban atentamente siguiendo sus más pequeños movimientos. Parecía deslumbrado por aquella belleza nórdica, pues ni siquiera se atrevía a respirar como por temor a romper algún extraño encanto.

De repente, al hacer un movimiento, golpeó las hojas de una pequeña palmera que crecía junto al cenador.

Al oír el ruido, la joven duquesa se volvió y vio al corsario.

Un ligero tinte rosáceo cubrió su rostro, y en sus labios se dibujó una sonrisa que dejó al descubierto los pequeños dientes, tan brillantes como las perlas que adornaban su cuello.

—¡Ah…! ¡Sois vos, caballero! —exclamó alegremente.

Luego, mientras el corsario se quitaba galantemente el sombrero haciendo una ligera inclinación, añadió:

—Os esperaba… Mirad: la mesa ya está dispuesta para la cena.

—¿Me esperabais, Honorata? —preguntó el corsario poniendo su brazo bajo la mano que ella le tendía.

—Ya lo veis, caballero. Aquí hay un pedazo de manatí y una cacerola repleta de aves y pescados de mar que no esperan más que ser comidos. Yo misma he cuidado de su condimentación, ¿sabéis?

—¿Vos, duquesa?

—Sí, caballero. ¿Por qué esa sorpresa? Las mujeres flamencas acostumbran a preparar ellas mismas la comida para su marido y también para los huéspedes.

—¿Y me esperabais?

—Sí.

—Sin embargo, yo no os había comunicado que tendría la inmensa fortuna de cenar con vos.

—Cierto. Pero el corazón de las mujeres suele adivinar las intenciones de los hombres. El mío me había advertido que hoy vendríais a cenar conmigo —dijo ella volviendo a ruborizarse.

—Señora —dijo el Corsario Negro—, había prometido a uno de mis amigos que iría a cenar con él. Pero ¡vive Dios que no me importa que espere en vano porque no voy a renunciar al placer de pasar con vos esta velada! ¿Quién sabe? Quizá sea esta la última vez que nos veamos.

—¿Qué decís, caballero? —preguntó la duquesa con gran sobresalto—. ¿Acaso el Corsario Negro tiene prisa por volver de nuevo al mar…? ¿Acaba de regresar de una peligrosa expedición y ya está pensando en nuevas aventuras? ¿No sabe acaso el corsario que en el mar puede estar esperándole la muerte?

—Lo sé, señora. Pero el destino me empuja aún más lejos: he de seguir navegando.

—¿Nada podrá deteneros?

—Nada, señora —repuso él suspirando.

—¿Ningún afecto?

—No.

—¿Alguna amistad? —preguntó la duquesa con ansiedad.

El Corsario Negro, que se había quedado muy serio, iba a contestar con una negativa, pero se contuvo y, ofreciendo una silla a la joven, dijo:

—Sentaos, señora. La cena va a enfriarse y sentiría mucho no poder hacer los honores a estos platos que han preparado vuestras propias manos.

Se sentaron uno frente al otro mientras las mestizas empezaban a servir la cena. La amabilidad del corsario era extrema y hablaba haciendo gala de un gran ingenio y con mucha cortesía. Se dirigía a la joven duquesa con la gentileza de un perfecto caballero. Le daba informes acerca de los usos y costumbres de los filibusteros y bucaneros, y de sus prodigiosas aventuras. Le describía batallas, abordajes, naufragios, encuentros con antropófagos…

Sin embargo, se cuidaba mucho de no aludir ni en lo más mínimo a la nueva expedición que iba a emprender en compañía del Olonés y de Michel el Vasco.

La joven flamenca le escuchaba sonriente, admirando su exquisitez, su insólita locuacidad y su amabilidad, sin quitarle los ojos de encima. Pero una idea fija seguía preocupándola. Era como una extraña curiosidad, pues no cesaba de hacer preguntas acerca de la nueva expedición.

Hacía dos horas que había oscurecido y la luna se elevaba por encima de la arboleda cuando el corsario se levantó. Solo en aquel momento recordó que el Olonés y el Vasco le esperaban y que antes de que amaneciera debía completar la tripulación del Rayo.

—¡Cómo pasa el tiempo a vuestro lado, señora! —dijo—. ¿Qué misteriosa fascinación es la que poseéis para conseguir que me olvidara de algunos graves asuntos que aún he de resolver? Creía que no serían más de las ocho y son las diez.

—Creo, caballero, que más que nada habrá sido el placer de descansar en vuestra propia casa después de tantas aventuras en el mar —dijo la duquesa.

—O vuestros ojos y vuestra amable compañía…

—También he de deciros que vuestra compañía me ha hecho pasar unas horas deliciosas… ¿Y quién sabe si podremos volver a gozar juntos en este poético jardín, lejos del mar y de los hombres, de momentos tan maravillosos…?

—La guerra mata, a veces; pero también da la fortuna en algunas ocasiones.

—¡La guerra! Y el mar, ¿no contáis con él? Llegará un momento en que vuestro Rayo no pueda vencer a las olas del gran golfo.

—Mi nave no teme a las tempestades cuando soy yo el que la manda.

—¿De modo que volveréis pronto al mar?

—Al amanecer, señora.

—Acabáis de desembarcar y ya pensáis en haceros de nuevo a la mar. Se diría que la tierra firme os produce miedo.

—Amo el mar, duquesa. Y no será permaneciendo aquí la forma más oportuna para hallar a mi mortal enemigo.

—No pensáis más que en ese hombre, por lo visto.

—¡Siempre! No dejaré de pensar en él hasta que uno de los dos haya muerto.

—¿Y ahora os marcháis para combatir contra él?

—Quizá.

—¿Y adónde vais? —preguntó la joven con una ansiedad que el Corsario Negro percibió inmediatamente.

—No os lo puedo decir, señora. No debo traicionar los secretos del filibusterismo. No puedo olvidar que durante mucho tiempo habéis sido huésped de los españoles de Veracruz y que en Maracaibo tendréis muchos conocidos.

La joven flamenca arrugó la frente mirando al Corsario Negro.

—¿Desconfiáis de mí? —preguntó la joven en un tono de dulce reproche.

—No, señora. Dios me libre de sospechar de vos. Pero he de obedecer las leyes de los filibusteros.

—¡Me disgustaría mucho que el Corsario Negro hubiera desconfiado de mí! ¡He conocido un Corsario Negro muy leal y muy caballero!

—Gracias por vuestra favorable opinión, señora.

Se caló el chambergo y terció en su brazo el ferreruelo negro, pero parecía no encontrar el momento oportuno para despedirse de la joven duquesa. Permanecía en pie ante ella, mirándola fijamente.

—Tenéis algo que decirme, caballero, ¿no es cierto? —preguntó la duquesa.

—Sí, señora.

—¿Tan grave es que puede producir en vos ese embarazo?

—Quizá.

—Hablad, caballero.

—Quería preguntaros si pensáis permanecer en la isla durante mi ausencia.

—¿Y si la abandonara? —preguntó la joven.

—Sentiría mucho no veros a mi regreso.

—¿Y por qué, caballero? —preguntó ella sonriendo y ruborizándose.

—No sé por qué, pero creo que sería muy feliz si pudiera pasar otra velada como esta con vos. Sin duda me compensaría de los sufrimientos que desde los países de ultramar he arrastrado hasta estos mares americanos.

—Pues bien, caballero. Si para vos sería una pena no encontrarme a vuestro regreso, quiero que sepáis que tampoco yo me sentiría feliz si algún día supiera que nunca más volvería a ver al Corsario Negro —dijo la joven duquesa inclinando la cabeza sobre el pecho y cerrando los ojos.

—Entonces, ¿me esperaréis?

—Haré más, si me lo permitís.

—Hablad, señora.

—Os suplico que volváis a ofrecerme vuestra hospitalidad a bordo del Rayo.

El corsario no pudo reprimir un movimiento de alegría. Pero, de improviso, se entristeció visiblemente.

—No… Es imposible —dijo luego con firmeza.

—¿Os causaría molestias mi presencia?

—No, pero en una expedición los filibusteros no pueden llevar mujer alguna consigo. Es muy rigurosa la ley en este aspecto. Es cierto que el Rayo es mi barco y que a bordo solo yo soy el señor absoluto, pero…

—Continuad —dijo tristemente la joven duquesa.

—No sé… Tendría miedo si os viese a bordo de mi buque, señora. ¿Será el presentimiento de alguna desgracia que me va a suceder, o algo peor? ¡No lo sé…! Mi corazón, cuando me habéis hecho esa petición, ha sentido un dolor cruel. Creo que incluso estoy más pálido que de ordinario…

—¡Cierto! —exclamó la duquesa asustada—. ¡Dios mío! ¿Será tan fatal para vos esta expedición?

—¿Quién puede leer en el porvenir…? Señora, dejadme partir. En estos momentos sufro sin poder adivinar el motivo. Adiós, señora. Y si pereciese con mi nave en las aguas del gran golfo o cayese abatido por un disparo o una estocada en el pecho, no os olvidéis de mí. Recordad siempre al Corsario Negro.

Tras estas palabras, se alejó rápidamente sin volver el rostro, como si le atemorizara perder más tiempo allí. Atravesó el jardín, se internó en el bosque y se dirigió hacia la casa de Pietro Nau, el Olonés.

18. El odio del Corsario Negro

Al día siguiente, con las primeras luces del alba y aprovechando la marea alta, zarpaban los navíos componentes de la expedición mandada por el Olonés, el Corsario Negro y Michel el Vasco. Iniciaban la navegación entre el redoble de los tambores, los disparos de fusil de los bucaneros y los estrepitosos «¡Hurra!» de los filibusteros que quedaban a bordo de los buques anclados en el puerto de La Tortuga.

La pequeña flota estaba compuesta por ocho navíos armados con ochenta y seis cañones, dieciséis de los cuales se habían emplazado en el barco del Olonés y doce en el Rayo. La tripulación constaba de seiscientos cincuenta hombres entre filibusteros y bucaneros.

Por ser el más veloz de todos los veleros que componían la expedición, el Rayo navegaba a la cabeza de la escuadra, actuando de explorador.

En lo alto del palo mayor ondeaba la bandera negra con inscripciones doradas de su comandante. Sobre el mastelero se agitaba el gallardete rojo usado como distintivo por los buques de combate.

Tras el Rayo navegaban los demás barcos dispuestos en doble línea, pero lo suficientemente separados para poder maniobrar libremente sin peligro de estorbarse mutuamente.

Una vez en mar abierto, la escuadra se dirigió hacia occidente para llegar al canal de sotavento y desembocar por él en el mar Caribe.

El tiempo era espléndido, el mar estaba tranquilo y el viento soplaba favorablemente en dirección nordeste. Todo hacía esperar una navegación rápida y tranquila hasta Maracaibo, tanto más cuanto que los filibusteros habían sido advertidos de que la flota del almirante Toledo navegaba por las costas de Yucatán con rumbo a los puertos de México.

Tras dos días de tranquila navegación sin haber tenido encuentro alguno y cuando la escuadra se disponía a doblar el cabo del Engaño, los vigías del Rayo, que seguía navegando a la cabeza, avistaron un navío enemigo que surcaba las aguas en dirección a Santo Domingo.

El Olonés, que había sido nombrado comandante de la expedición, dio órdenes de ponerse al pairo a todos los buques y se emparejó con el navío del Corsario Negro, que ya se disponía a emprender la persecución del barco avistado.

Más allá del cabo y cerca de la costa, el barco enemigo, que llevaba en el extremo de la cangreja el gran estandarte español y en el mastelero del mayor el largo gallardete de los buques de guerra, parecía buscar un refugio seguro. Quizá ya se había percatado de la presencia de las naves filibusteras.

El Olonés podría haberlo rodeado con sus ocho naves y obligarlo a rendirse bajo la amenaza de echarlo a pique con una sola descarga. Pero aquellos filibusteros, aun siendo piratas, a veces resultaban personas de una incomprensible magnanimidad.

Acometer a un adversario que se encontraba en inferioridad numérica era considerado por ellos como una bellaquería indigna de hombres fuertes y valerosos. Por eso no solían abusar de su poder.

El Olonés indicó al Corsario Negro que se pusiera al pairo, mientras él se dirigía atrevidamente hacia el velero español intimándolo a la rendición incondicional o a la lucha, y haciendo saber a los hombres que lo tripulaban que, cualquiera que fuese el resultado de la contienda, su escuadra no se movería lo más mínimo.

El barco, que se veía ya perdido, pues no podía albergar la menor esperanza de salir victorioso en una lucha contra fuerzas tan numerosas, no se hizo repetir dos veces la oferta. Sin embargo, en lugar de arriar el pendón español, lo cual hubiera sido una muestra de rendición incondicional, el comandante ordenó que fuera clavado en el mástil, al mismo tiempo que, como respuesta, hacía descargar contra el buque filibustero los ocho cañones de estribor. De este modo hacía comprender al Olonés que no se entregaría antes de quemar las fuerzas de todos sus hombres en una obstinada resistencia.

La batalla se inició con gran vigor por ambas partes. La nave española disponía de dieciséis cañones, pero solo llevaba a bordo sesenta tripulantes. El Olonés tenía el mismo número de bocas de fuego, pero también el doble de hombres, entre los cuales se encontraban muchos bucaneros, formidables cazadores que no podían tardar en desequilibrar el resultado de la batalla haciendo uso de sus magníficos y casi siempre infalibles fusiles.

Mientras tanto, la escuadra corsaria se había puesto al pairo obedeciendo las órdenes del osado filibustero. Desde las cubiertas, las tripulaciones asistían tranquilamente al espectáculo que para ellos suponía la lucha entre ambos barcos. Su tranquilidad se debía sin duda a la seguridad que tenían de la victoria final de la nave filibustera, pues no ignoraban la desproporción de fuerzas que había entre ella y el navío español.

No obstante, aun cuando inferiores en número, los españoles se defendían bravamente. Su artillería vomitaba fuego con gran furia intentando desarbolar a la nave corsaria, que se preparaba para el abordaje.

Las descargas de bala y metralla se alternaban mientras los españoles viraban continuamente tratando de presentar su proa y evitar así ser embestidos por el espolón de los corsarios, a la vez que retrasaban lo más posible el abordaje. Habiéndose hecho cargo de la superioridad numérica del enemigo sabían que nada podían hacer en una lucha cuerpo a cuerpo.

El Olonés, enfurecido por aquella resistencia e impaciente por concluir la batalla, realizaba toda clase de maniobras para conseguir el abordaje. Pero no encontraba el momento oportuno y se veía obligado a retroceder continuamente para evitar que la lluvia de metralla enviada por el navío español terminase por dejarle sin tripulación.

El formidable duelo entre las artillerías de los dos buques duró tres largas horas, con el consiguiente daño para sus arboladuras y sus velas. Pero el pabellón español no fue arriado. Seis veces intentaron los filibusteros el abordaje, y otras tantas fueron rechazados por aquellos sesenta valientes españoles. Hasta la séptima no lograron poner pie en la toldilla del navío enemigo y arriar, por fin, su bandera.

Aquella victoria, feliz augurio para la empresa que querían llevar a cabo el Olonés y el Corsario Negro, fue saludada por los filibusteros de las restantes naves de la escuadra con ruidosos «¡Hurra!».

Pero los vítores no solo iban dirigidos al Olonés y a sus hombres. Durante aquel combate, el Rayo, que era el único barco que no había permanecido en su lugar, se alejó hasta una pequeña ensenada y descubrió allí a otro barco español, armado este con ocho cañones, pero que apenas pudo ofrecer resistencia al navío del Corsario Negro.

Inspeccionadas las dos naves capturadas, se comprobó que la mayor de ellas llevaba un precioso cargamento en géneros de gran valor y en lingotes de plata, más la pólvora y los fusiles que iban destinados a la guarnición española de Santo Domingo.

Desembarcadas en la costa las tripulaciones de los barcos españoles, porque los filibusteros no querían llevar prisioneros a bordo, y una vez reparados los desperfectos sufridos en las arboladuras, la escuadra filibustera reemprendió, al caer el día, la navegación hacia Jamaica.

El Rayo había vuelto a su puesto de vanguardia y se mantenía a una distancia de cuatro o cinco millas.

El Corsario Negro quería explorar grandes extensiones de mar, pues temía que cualquier barco español pudiera averiguar el rumbo seguido por aquella poderosa escuadra y corriese luego a informar al gobernador de Maracaibo o al almirante Toledo.

Para estar más seguro, no abandonaba ni un momento el puente de mando. Incluso dormía en cubierta, envuelto en un ferreruelo o tendido en una silla de bambú.

Tres días después de la captura de los dos barcos españoles, el Rayo avistó las costas jamaicanas y encontró allí al buque de línea que había sido abordado por él cerca de Maracaibo y que, huyendo de la tempestad, se había podido refugiar en aquellas aguas.

Carecía aún del palo mayor, pero la tripulación había reforzado los de mesana y trinquete, desplegando todas las velas de recambio que encontraron, dispuestos a ganar La Tortuga antes de que algún barco español les sorprendiera.

Después de informarse del estado de los heridos que habían sido acomodados en la crujía del buque, prosiguió su ruta hacia el sur, ansioso por llegar a la entrada del golfo de Maracaibo.

La travesía del mar Caribe se efectuó sin incidentes, porque las aguas seguían manteniéndose en completa calma. La noche del decimocuarto día después de que la escuadra abandonara La Tortuga, el Corsario Negro avistó la punta de Paraguana, señalada con un faro que advertía a los navegantes de la proximidad del pequeño golfo.

—¡Por fin! —exclamó el filibustero mientras sus ojos brillaban animados por una extraña luz—. Quizá mañana el asesino de mis hermanos no se cuente ya entre los vivos.

Llamó a Morgan, que había subido a cubierta para hacer su turno de guardia, y le dijo:

—Que esta noche no se encienda a bordo luz alguna. Son órdenes del Olonés. Si los españoles advierten la presencia de nuestra escuadra, mañana no encontraremos en Maracaibo ni un solo peso.

—¿Desembarcarán nuestros hombres?

—Sí, junto con los bucaneros del Olonés. Mientras la escuadra bombardea los fuertes de la costa nosotros avanzaremos por tierra para impedir que el gobernador pueda huir a Gibraltar. Al amanecer, todas las chalupas de desembarco deberán estar dispuestas y armadas con espingardas.

—¡A vuestras órdenes, señor!

—Yo permaneceré en el puente —añadió el Corsario Negro—. Voy a bajar a ponerme la coraza de combate.

Dejó el puente y descendió hasta su camarote. Se disponía ya a abrir la puerta que comunicaba el pequeño salón con sus aposentos cuando llegó hasta él un delicadísimo perfume que conocía muy bien.

—¡Qué extraño! —exclamó deteniéndose estupefacto—. Si no estuviera tan seguro de haber dejado a la duquesa en La Tortuga juraría que está aquí, a bordo del Rayo.

Miró a su alrededor, pero, como no había ninguna luz encendida, la oscuridad era completa. Sin embargo, le pareció ver en uno de los ángulos del salón una silueta blanca que se apoyaba en una de las ventanas que se abrían sobre el mar.

El corsario era un hombre valiente. Pero, como todas las personas de su época, también era un poco supersticioso. Por eso, ante la visión de aquella forma blanca, inmóvil en el ángulo del salón, sintió que un sudor frío bañaba su frente.

—¿Será el espíritu del Corsario Rojo? —murmuró retrocediendo hacia la pared opuesta—. ¿Vendrá a recordarme el juramento que hice aquella noche sobre estas mismas aguas? ¿Habrá abandonado su alma los profundos abismos del golfo donde descansaba?

Pero enseguida se repuso, como avergonzado de haber tenido aquel momento de supersticioso temor. Luego, desenvainando una misericordia que llevaba sujeta al cinturón, avanzó diciendo:

—¿Quién sois vos…? Contestad, o acabo con vos aquí mismo.

—Soy yo, caballero —repuso una dulcísima voz que hizo estremecer el corazón del corsario.

—¡Vos! —exclamó el Corsario Negro, haciendo un gesto que denotaba estupor y alegría al mismo tiempo—. ¿Vos, señora? ¿Vos aquí, en mi Rayo, cuando os creía en La Tortuga…? ¿Acaso estoy soñando?

—No, no soñáis, caballero —repuso la joven flamenca.

El corsario se precipitó hacia delante, dejando caer el puñal y abriendo los brazos a la duquesa.

—¡Vos! —repitió con voz temblorosa—. Pero ¿cómo habéis conseguido llegar hasta aquí? ¿Qué significa vuestra presencia en el Rayo?

—No lo sé —contestó la joven flamenca, visiblemente incomodada.

—¡Vamos! ¡Hablad, señora!

—¡Pues bien! ¡Me niego a separarme de vos!

—Entonces, ¡me amáis! Decídmelo, señora. ¿Me amáis?

—Sí, sí, os amo —repuso ella con voz apagada.

—¡Gracias! Ahora ya puedo desafiar a la muerte sin temor.

Sacó la yesca y el eslabón y, encendiendo un candelabro, lo colocó en uno de los rincones del salón de modo que su luz no se reflejase en las aguas del mar.

La joven no había abandonado la ventana. Envuelta en un gran manto blanco adornado de encajes, con los brazos apretados sobre el pecho, como si quisiera apagar los acelerados latidos de su corazón, y la cabeza inclinada sobre un hombro, miraba al Corsario Negro con sus hermosos y brillantes ojos. Él seguía frente a ella, y la palidez y su aspecto sombrío y meditabundo habían desaparecido de su rostro, en el que ahora se dibujaba una sonrisa de felicidad.

Durante unos instantes se miraron en silencio, como si aún estuvieran asombrados de la confesión de mutuo afecto que se acababan de hacer. Luego el corsario, tomando a la joven por una mano y rogándole que se sentara en una silla próxima a la luz, dijo:

—Ahora, señora, espero que me digáis cómo habéis conseguido llegar hasta aquí cuando yo os creía en mi casa de La Tortuga. Aún me resisto a creer que tanta felicidad sea cierta y no el producto de un maravilloso sueño.

—Os lo diré, caballero. Pero antes tenéis que darme vuestra palabra de honor de que perdonaréis a mis cómplices.

—¿A vuestros cómplices?

—Comprenderéis que yo sola no habría podido embarcar a escondidas en el Rayo y permanecer catorce días en este camarote.

—No puedo negarme a vuestros deseos. Y, ya que los que han desobedecido mis órdenes me han proporcionado tan deliciosa sorpresa, están perdonados de antemano. ¿Quiénes son?

—Carmaux, Wan Stiller y el negro.

—¡Ah! ¡Ellos…! Debí de haberlo imaginado —exclamó el corsario—. Pero ¿cómo habéis conseguido que cooperaran con vos? Ellos saben que el filibustero que desobedece las órdenes de su capitán es fusilado inmediatamente.

—Estaban convencidos de que no os disgustarían. Habían adivinado que me amabais en secreto.

—¿Y cómo se las han arreglado para embarcaros?

—Haciendo que me vistiera de marinero y llevándome junto a ellos para que nadie pudiera advertir mi presencia.

—¿Y os ocultaron en un camarote? —preguntó el Corsario Negro sonriendo.

—En el contiguo al vuestro.

—¿Dónde están esos bribones?

—Han permanecido escondidos en la estiba, aunque de vez en cuando venían a verme para traerme algo de comida que tomaban de la despensa.

—¡Los muy zorros! ¡Cuánto afecto se encierra en esos hombres aparentemente tan rudos! Desafían la muerte para ver feliz a su capitán. Y, sin embargo, ¡quién sabe lo que podrá durar esta dicha! —añadió luego con triste acento.

—¿Por qué, caballero? —preguntó la joven llena de inquietud.

—Porque dentro de dos horas amanecerá y yo tendré que dejaros.

—¿Tan pronto? Apenas nos acabamos de encontrar y ya estáis pensando en alejaros de mí —exclamó la duquesa con doloroso estupor.

—Apenas salga el sol por el horizonte, tendrá lugar en este golfo una de las más terribles batallas que hayan librado nunca los filibusteros de La Tortuga. Ochenta bocas de fuego vomitarán sin tregua sus balas sobre los fuertes que defienden a mi mortal enemigo, y seiscientos hombres se lanzarán al asalto decididos a vencer o morir. Como podéis imaginar, yo he de estar a la cabeza para guiarlos a la victoria final.

—¡Y para desafiar a la muerte! —exclamó la joven flamenca aterrorizada—. ¿Y si sois alcanzado por alguna bala?

—La vida de los hombres solo depende de la voluntad de Dios, señora.

—¡Tenéis que jurarme que seréis prudente!

—¡Eso es imposible! Pensad que hace diez años que estoy esperando este momento para hacer pagar todas sus fechorías a ese perro maldito.

—Pero ¿qué os ha hecho ese hombre para que alberguéis contra él un odio tan implacable?

—Ha asesinado a mis tres hermanos y cometido una infame traición.

—¿Qué traición?

El Corsario Negro no respondió. Empezó a pasear por el pequeño salón con el ceño fruncido, la mirada torva y los labios contraídos. De repente se detuvo, volvió hacia donde estaba la joven duquesa, que lo observaba con gran angustia, y se sentó a su lado diciéndole:

—Escuchadme y comprobaréis que todo mi odio está justificado, señora.

»Han transcurrido diez años desde los acontecimientos a que voy a referirme, pero lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer mismo. Había estallado la guerra de mil seiscientos ochenta y seis, entre Francia y España, por la posesión de Flandes. Luis Catorce, sediento de gloria, en la cumbre de su poderío, y queriendo aplastar a su formidable adversario que tantas victorias había obtenido ya sobre las tropas francesas, invadió audazmente las provincias que el terrible duque de Alba había conseguido pacificar a hierro y fuego.

»Por aquel entonces ejercía Luis Catorce una gran influencia en el Piamonte y pidió ayuda al duque Víctor Amadeo Segundo, que no pudo negarse a enviarle a tres de sus más aguerridos regimientos: el de Aosta, el de Niza y el de Marina.

»En este último servíamos, en calidad de oficiales, mis tres hermanos y yo. El mayor de ellos tendría entonces unos treinta y dos años, y el menor, que más tarde sería conocido como el Corsario Verde, solo veinte.

»Ya en Flandes, nuestros regimientos se habían batido valerosamente en Gante y Tournay, al cruzar el Escalda, cubriéndose de gloria.

»Los ejércitos aliados habían triunfado ya en todos los frentes, obligando a los españoles a retirarse hacia Amberes, cuando un mal día una parte de nuestro regimiento, que había avanzado hacia las bocas del Escalda para ocupar una fortaleza abandonada por el enemigo, fue atacada de improviso por tal cantidad de soldados españoles que se vio obligada a ampararse rápidamente tras las murallas, salvando con gran trabajo la artillería.

»Entre los defensores nos encontrábamos mis tres hermanos y yo.

»Totalmente aislados del ejército francés, asediados por todas partes por un enemigo más numeroso y resuelto a reconquistar la posición, que tenía gran importancia para ellos pues desde allá se dominaba totalmente uno de los principales brazos del Escalda, no teníamos otra alternativa que rendirnos o morir. Pero nadie hablaba de rendición. Por el contrario, jurábamos sepultarnos bajo las ruinas antes que arriar la gloriosa bandera del ducado de Saboya.

»Luis Catorce, no sé por qué motivo, había dado el mando del regimiento a un viejo duque flamenco que tenía fama de hombre valiente y de experimentado guerrero. Comoquiera que se encontraba en nuestra compañía el día del ataque por sorpresa, tomó a su cargo la dirección de la defensa.

»La lucha comenzó con gran furor por ambas partes.

»La artillería enemiga desmoronaba cada día nuestros bastiones. Pero todas las mañanas nos decidíamos a resistir, pues empleábamos las noches en reparar los daños sufridos.

»Durante quince días con sus quince noches los asaltos se sucedieron con importantes pérdidas para ambos bandos. A cada ofrecimiento de rendición que nos hacían los soldados españoles respondíamos con una lluvia de disparos de cañón.

»Mi hermano mayor se convirtió en el alma de la defensa de nuestra posición. Heroico, gallardo, diestro en el manejo de las armas, dirigía la artillería y la infantería, siendo siempre el primer hombre en atacar y el último en iniciar la retirada. El valor de aquel apuesto guerrero hizo nacer en el corazón del comandante flamenco una vergonzosa envidia que más tarde tendría para nosotros trágicas consecuencias.

»Aquel miserable, olvidando que había jurado fidelidad a la bandera del duque y que manchaba uno de los apellidos más ilustres de la aristocracia flamenca, negoció secretamente con los españoles y les facilitó la entrada a la fortaleza. Un cargo de gobernador en las colonias españolas de América y una importante cantidad de dinero fueron el precio ofrecido por tan ignominioso pacto, precio que aquel miserable aceptó por todos nosotros.

»Una noche, seguido por algunos parientes suyos, flamencos también, abrió uno de los portones y dejó libre paso al ejército enemigo, que se había acercado sigilosamente a la fortaleza.

»Mi hermano mayor, que efectuaba la ronda con algunos de sus soldados, se percató de la entrada de los españoles y se precipitó sobre ellos a la vez que daba la voz de alarma. Pero el traidor le esperaba tras una esquina del bastión con dos pistolas en las manos.

»El valiente cayó herido de muerte y los enemigos entraron furiosamente en la ciudad.

»Nos batimos en las calles, en las casas. Pero todo fue inútil. La fortaleza cayó en poder de los españoles y nosotros pudimos salvarnos a duras penas emprendiendo la retirada hacia Courtray con los pocos soldados fieles que habían conseguido salvarse.

»Decidme, señora, ¿habríais perdonado vos a ese hombre?

—¡No! —repuso la duquesa.

—Nosotros tampoco le perdonamos. Juramos matar al traidor y vengar a nuestro hermano. Y, en cuanto terminó la guerra, le buscamos, primero en Flandes y luego en España. En cuanto supimos que había sido nombrado gobernador de una de las más importantes ciudades de las colonias americanas, mis hermanos y yo armamos tres buques y zarpamos hacia el gran golfo devorados por un deseo inextinguible de castigar al traidor a la primera oportunidad.

El semblante del Corsario Negro, a medida que avanzaba en la conversación, iba adquiriendo un aire tan tétrico que hubiera asustado al más osado de los filibusteros de La Tortuga.

—Así fue como nos convertimos en corsarios —continuó el filibustero—. El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto, quiso tentar la suerte, pero cayó en manos de nuestro mortal enemigo y fue ignominiosamente ahorcado, como un vulgar ladrón. Luego fue el Corsario Rojo el que se aventuró, pero no tuvo mejor fortuna. Ambos, cuyos cuerpos fueron arrancados de la horca por mí, duermen ahora bajo las aguas esperando ser vengados por su hermano… Si Dios me ayuda, dentro de dos horas el traidor caerá en mis manos.

—¿Y qué haréis con él?

—Le colgaré, señora —repuso fríamente el Corsario Negro—. Y exterminaré a todos aquellos que tienen la desgracia de llevar su apellido. Él ha destruido a mi familia; yo destruiré la suya. Lo juré la noche en que sepulté bajo las aguas al Corsario Rojo. Y mantendré mi juramento.

—Pero ¿dónde estamos? ¿Qué ciudad es la que gobierna ese hombre?

—No tardaréis en saberlo.

—¿Y cuál es su nombre? —preguntó la duquesa con angustia.

—¿Tenéis prisa por saberlo?

La joven se llevó a la frente su pañuelo de seda. Aquella hermosa frente estaba cubierta de frío sudor.

—¡No sé! —dijo con voz trémula—. Creo que, en mi infancia, oí contar a algunos hombres de armas que conocían a mi padre una historia muy parecida a la que acabáis de relatarme.

—Es imposible —repuso el Corsario Negro—. Vos no habéis estado jamás en el Piamonte.

—No, eso es cierto. Os ruego que me digáis el nombre de vuestro enemigo.

—Pues bien, os lo diré. Es el duque Van Guld, gobernador de Maracaibo, el más ruin de todos los traidores.

En aquel mismo instante un cañonazo retumbó fragorosamente sobre el mar.

La joven duquesa, al oír aquel nombre, sintió que sus ilusiones se venían abajo, pero no profirió la exclamación de disgusto que pugnaba por escapar de su garganta y permitió al Corsario Negro salir del salón gritando:

—¡Amanece!

La subida a cubierta del Corsario Negro coincidió con el desvanecimiento de la muchacha, que cayó al suelo lanzando un suspiro.

19. El asalto a Maracaibo

Aquel cañonazo había sido disparado desde el barco del Olonés, que había pasado a la vanguardia poniéndose al pairo a dos millas de Maracaibo, ante un fuerte situado en una colina y que, juntamente con dos islas, defendía la entrada de la ciudad.

Algunos filibusteros, que ya habían estado en el golfo de Maracaibo con los corsarios Verde y Rojo, habían aconsejado al Olonés que desembarcase allí a los bucaneros para coger entre dos fuegos el fuerte que defendía la entrada del lago. El filibustero había dado ya las órdenes para empezar la operación.

Con una rapidez prodigiosa, todas las chalupas de las diez naves fueron echadas al agua y los bucaneros y filibusteros designados para efectuar el desembarco se habían agolpado en ellas llevando consigo sus fusiles y sables de abordaje.

Cuando el Corsario Negro llegó al puente, Morgan ya había ordenado a sesenta de sus hombres más intrépidos que descendieran a las chalupas.

—Capitán —dijo volviéndose hacia el Corsario Negro—. No podemos perder ni un solo instante. Dentro de pocos minutos los hombres de las chalupas iniciarán el ataque del fuerte y los nuestros han de ser los primeros en el asalto.

—¿Ha dado alguna orden el Olonés?

—Sí, señor. Ha dado instrucciones para que la flota no se exponga al fuego del fuerte.

—Está bien. Te confío el mando del Rayo.

Se puso inmediatamente la coraza de combate, que un maestre le había llevado, y descendió a la gran chalupa que le esperaba al pie de la escala de babor tripulada por treinta hombres y armada de un pedrero.

Estaba amaneciendo y era preciso, por tanto, acelerar el desembarco con objeto de que los españoles no tuvieran tiempo suficiente para aumentar el número de las tropas que les iban a hacer frente.

Todas las chalupas, abarrotadas de bucaneros, surcaban velozmente las aguas poniendo proa hacia una playa boscosa de acentuada pendiente que terminaba en una pequeña colina sobre cuya cima se levantaba, gigantesco, el fuerte, una sólida posición dotada con dieciséis cañones de gran calibre y probablemente guarnecida por un gran número de esforzados defensores.

Los españoles, alertados por el primer cañonazo efectuado desde el barco del Olonés, se apresuraron a enviar algunos pelotones de soldados a la ladera de la colina para tratar de impedir el paso de los filibusteros, a la vez que abrían fuego con toda su artillería.

Las bombas caían como el granizo, batiendo la zona ocupada por las chalupas y levantando enormes crestas de espuma.

Mediante rápidas maniobras y viradas vertiginosas, los filibusteros impedían que los soldados españoles hiciesen buena puntería.

Las tres chalupas en las que iban el Olonés, el Corsario Negro y Michel el Vasco habían pasado a primera línea y, como estaban tripuladas por los remeros más robustos, surcaban las aguas a una velocidad extraordinaria. Los filibusteros querían llegar a tierra antes de que los pelotones españoles pudieran atravesar los bosques y tomar posiciones en la colina.

Las naves corsarias habían quedado alejadas para no exponerse al fuego de los dieciséis grandes cañones de que disponía el fuerte de la ciudad, pero el Rayo, ahora mandado por Morgan, avanzó hasta unos mil metros de la playa para apoyar el desembarco disparando con los dos cañones de proa.

A pesar del furioso cañoneo, las chalupas solo tardaron quince minutos en llegar a la orilla. Los filibusteros y bucaneros que las tripulaban desembarcaron rápidamente y se lanzaron a través de la espesura, con sus jefes al frente, dispuestos a desembarazarse de los españoles que se emboscaban en la ladera de la colina.

—¡Al asalto, valientes! —vociferó el Olonés.

—¡Arriba, marineros! —gritó el Corsario Negro, que avanzaba con la espada en la mano derecha y una pistola en la izquierda.

La respuesta de los españoles consistió en una lluvia de balas que hicieron caer sobre los filibusteros, aunque con poco provecho a causa de los árboles y de lo espeso de la maleza que cubría la ladera de la colina.

También los cañones del fuerte tronaban con un fragor ensordecedor, lanzando en todas direcciones sus grandes proyectiles. Los árboles se tronchaban y caían al suelo entre un gran estrépito, sus ramas parecían llover del cielo y la metralla arrastraba hasta los asaltantes una increíble cantidad de hojas y frutos. Pero nada de ello era suficiente para frenar el empuje de los valientes hombres de La Tortuga.

Avanzaban a la carrera como una tromba devastadora, y caían sobre los soldados españoles golpeando implacablemente con sus sables de abordaje y haciéndoles pedazos a pesar de su obstinada resistencia.

Pocos fueron los hombres que escaparon de la matanza. Algunos de ellos incluso habían preferido responder a las acometidas de los filibusteros con espíritu suicida y caer sin vida con las armas en la mano antes que rendirse.

—¡Asaltemos el fuerte! —aulló el Olonés.

Encorajinados por el éxito de su primer enfrentamiento con las tropas españolas, los filibusteros treparon por la ladera de la colina procurando permanecer ocultos entre la espesura.

Aunque eran más de quinientos, la empresa no se presentaba fácil, pues carecían de escalas. Por otra parte, la guarnición española, compuesta por doscientos cincuenta soldados cuyo valor había sido probado en muchísimas ocasiones, se defendía con gran tesón y nada parecía indicar que estuviera dispuesta a entregarse.

El fuerte estaba emplazado en un punto muy elevado y sus cañones disponían de un magnífico campo para dirigir los disparos. Vomitaban sin cesar sus proyectiles sobre el bosque, destrozándolo e intentando no dejar con vida ni a uno solo de los asaltantes.

El Olonés y el Corsario Negro, previendo una resistencia desesperada, se habían detenido para cambiar impresiones.

—Perderemos demasiados hombres —dijo el Olonés—. ¡Es preciso encontrar algún modo de abrir una buena brecha! ¡De lo contrario nos aplastarán a todos!

—No hay más que un medio —repuso el Corsario Negro.

—Explícate.

—Colocar una mina en la base de los bastiones.

—Quizá sea la mejor idea. Pero ¿quién se atreverá a afrontar semejante peligro?

De repente se oyó detrás de ellos una voz que dijo:

—¡Yo!

Se volvieron y vieron a Carmaux, seguido por Wan Stiller y el negro Moko.

—¡Ah! ¿Eres tú, bribón? —dijo el corsario—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Os he seguido, comandante. Vos me habéis perdonado. Ahora estoy seguro de que no me fusilarán.

—No, no serás fusilado… ¡Pero irás a colocar esa mina!

—¡A vuestras órdenes, señor! Dentro de un cuarto de hora todo habrá terminado. Abriremos una buena brecha.

Luego, volviéndose hacia Wan Stiller y el negro, añadió:

—¡Wan Stiller! ¡Ven…! Y tú, Moko, ve a buscar treinta libras de pólvora y una buena mecha.

—Espero volver a verte vivo —dijo el corsario con voz conmovida.

—Gracias, señor —contestó Carmaux alejándose precipitadamente.

Mientras tanto, filibusteros y bucaneros continuaban la marcha a través de la vegetación, intentando con certeros disparos alejar a los españoles de las almenas y abatir a los guerrilleros.

Sin embargo, la guarnición resistía con admirable obstinación abriendo fuego endiabladamente.

El fuerte parecía el cráter de un volcán en plena erupción. De todos los bastiones se levantaban gigantescas nubes de humo que eran perforadas por los chorros de fuego que lanzaban incansablemente los dieciséis grandes cañones.

Balas y metralla caían sobre el bosque destruyendo unos árboles y arrancando de cuajo otros, rasgando la maleza y arrastrando numerosas plantas. Pero los filibusteros no retrocedían y esperaban el momento oportuno para iniciar el asalto.

De repente se oyó en lo alto de la colina una explosión formidable que resonó estruendosamente en el bosque y en el mar. Una gigantesca hoguera surgió de uno de los flancos de la fortaleza y una lluvia de cascotes cayó sobre los árboles, causando más bajas entre los asaltantes que los disparos de los defensores del fuerte.

Entre los gritos de los españoles, el estruendo de la artillería y los incesantes disparos de fusil, se oyó la metálica voz del Corsario Negro:

—¡Al ataque!

Al ver cómo el corsario avanzaba por terreno descubierto, filibusteros y bucaneros se lanzaron tras él junto con el Olonés. Una vez que hubieron llegado al punto más alto de la colina, atravesaron la explanada a la carrera y se dirigieron al fuerte.

La carga que Carmaux y sus dos amigos habían hecho estallar había abierto una gran brecha en uno de los principales bastiones.

El Corsario Negro entró por ella, saltando sobre los montones de cascotes y los cañones derribados por la explosión mientras su formidable espada rechazaba a los primeros adversarios que acudían para impedir la entrada de los filibusteros.

Sus hombres se lanzaron tras él blandiendo sus sables de abordaje y dando grandes voces con intención de producir aún más terror entre los defensores de la posición.

Ante el irresistible empuje de los filibusteros cayeron al suelo los primeros españoles, dejando el camino libre para que los hombres de la escuadra corsaria penetraran en el fuerte con el ímpetu de un torrente desbordado.

Los doscientos cincuenta españoles no podían hacer frente a tanta furia. Procuraban atrincherarse en los glacis, pero los filibusteros no se lo permitían. Intentaron agruparse en el patio de armas para impedir que la gran bandera española fuera arriada, pero volvió a vencer la fuerza marinera. Los soldados españoles, en pequeños grupos, recorrían la fortaleza por todas partes tratando de oponer la mayor resistencia que podían. Pero todo fue inútil; los valientes defensores, que se negaron a rendirse, murieron tratando de defender los últimos palmos de terreno.

En cuanto el Corsario Negro comprobó que la bandera española había sido arriada, se apresuró a iniciar la marcha hacia la ciudad, ya completamente indefensa. Reunió cien hombres, descendió por la ladera de la colina a la carrera e irrumpió en las desiertas calles de Maracaibo.

Era como una ciudad muerta. Hombres, mujeres y niños habían huido a los bosques llevándose consigo sus pertenencias más valiosas. Pero ¿qué le importaba eso al Corsario Negro? No había organizado aquella expedición para saquear la ciudad, sino para encontrarse frente a frente con aquel traidor que había acabado con su familia.

Arrastraba tras de sí a sus hombres a una velocidad vertiginosa, aguijoneado por el loco deseo de hallar a Van Guld en el palacio.

También la plaza de Granada estaba desierta y el portón del palacio del gobernador, sin vigilancia, abierto de par en par.

«¿Se me habrá escapado? —se preguntó el corsario apretando los dientes—. ¡Es posible! Pero aunque tenga que atravesar el continente entero daré con él.»

Al ver el portón abierto, los filibusteros que seguían al corsario se detuvieron temiendo alguna traición. Por su parte, el Corsario Negro no descartaba la posibilidad de una sorpresa y avanzaba con toda clase de precauciones hacia el palacio.

Ya se disponía a cruzar el umbral para entrar en el zaguán cuando notó que una mano le detenía, sujetándole por un hombro mientras una voz le decía:

—Vos no, capitán. Si me lo permitís, yo entraré primero.

El corsario se volvió con el ceño fruncido y se encontró ante Carmaux, que tras la explosión había quedado completamente negro, con las ropas desgarradas y el rostro bañado en sangre.

—¡Tú otra vez! —exclamó—. Por un momento creí que la mina no había respetado tu vida.

—Tengo la piel dura, capitán. Y también Wan Stiller y Moko deben de ser huesos duros de roer. Miradles, ahí vienen.

—Bien, entrad.

Carmaux, junto con Wan Stiller y el negro, que presentaban el mismo aspecto que su compañero, se adentraron en el zaguán empuñando sus sables y sus pistolas. El Corsario Negro y el resto de los filibusteros entraron tras ellos.

No había nadie. Soldados, escuderos, criados, esclavos… todos habían huido con los habitantes de la ciudad buscando un refugio seguro en los espesos bosques de la costa. Los filibusteros solo encontraron un caballo tendido en el suelo, con una pata rota.

—Bien… ¡se han trasladado a otra vivienda! —bromeó Carmaux—. Tendremos que colocar en la puerta un cartel que diga: «Se arrenda este palacio…».

—¡Subamos! —exclamó el corsario.

Ascendieron todos a los pisos superiores. También allí estaban abiertas todas las puertas, las habitaciones completamente vacías, los muebles revueltos y gran cantidad de cofres abiertos y abandonados en el suelo. Todo denotaba una fuga precipitada.

De pronto se oyeron gritos en una habitación. El Corsario Negro, que iba recorriendo todas las estancias, se dirigió hacia la puerta de la que salían los gritos y vio a Carmaux y a Wan Stiller que conducían a la fuerza a un español alto y delgado.

—¿Le conocéis, capitán? —gritó Carmaux empujando violentamente al soldado.

Este, al verse ante el corsario, se quitó el casco de acero adornado con una desbarbada pluma, e inclinando su largo y magro torso dijo tranquilamente:

—Os esperaba, señor, y me alegro de volver a veros.

—¡Cómo! —exclamó el corsario—. ¡Tú!

—Sí, el español del bosque… —dijo el soldado sonriendo—. No quisisteis ahorcarme y por eso estoy aún vivo.

—¡Pues vas a pagar por todos tus compatriotas, bribón! —gritó el corsario.

—¿Me habré equivocado esperándoos, señor? Creo que hubiera sido mejor seguir los pasos de los demás…

—¿Dices que me esperabas?

—¿Creéis que alguien me hubiera podido impedir que huyera?

—No, ciertamente… ¿Y por qué te has quedado?

—Porque quería ver de nuevo al hombre que tan generosamente me salvó la vida la noche que caí en sus manos.

—¡Vamos, habla!

—Y…

—¡No tengo mucho tiempo! ¿Hablarás?

—¡Porque quiero hacer un pequeño servicio al Corsario Negro!

—¡Tú…! ¡Tú prestarme un servicio!

—¡Sí, sí! Tal como lo oís —respondió el español esbozando una sonrisa—. ¿Tanto os extraña?

—Confieso que sí.

—Tenéis que saber que el gobernador, cuando supo que yo había caído en vuestras manos y que vos no me habíais colgado de la rama de un árbol, me recompensó. La recompensa consistió en veinticinco palos, veinticinco. ¡Ah, creo que aún los siento en mis espaldas…! ¡Apalearme a mí, a don Bartolomé de las Barbosas y de Camargo, descendiente de la más antigua nobleza de Castilla! ¡Voto a…!

—¡Abrevia!

—He jurado vengarme de ese flamenco que trata a los soldados españoles como si fueran perros y a los nobles como esclavos indios. Por eso os he esperado. Vos habéis venido a matarle. Él, al ver que el fuerte no podía oponer resistencia a vuestras fuerzas, ha huido.

—¡Ha escapado!

—Pero yo sé adónde y os conduciré hasta él.

—¡No me estarás engañando! Ten cuidado, porque si me mientes haré que te dejen como una estera.

—¿Acaso no estoy en vuestras manos?

—¡Tienes razón!

—Pues estando como estoy en vuestro poder no os faltarán oportunidades para hacer conmigo lo que queráis.

—Entonces, ¡habla! ¿Hacia dónde se ha dirigido Van Guld?

—A los bosques.

—¿Y adónde se propone llegar?

—A Gibraltar.

—¿Siguiendo la costa?

—Sí, capitán.

—¿Conoces el camino?

—Mejor que los hombres que acompañan a ese condenado gobernador.

—¿Cuántos van con él?

—Un capitán y siete soldados que le son muy fieles. Para poder caminar por bosques tan espesos es preciso ser pocos.

—Y los otros soldados, ¿dónde están?

—Se han dispersado.

—¡Está bien! —dijo el Corsario Negro—. Nos pondremos en marcha. Seguiremos a ese perro de Van Guld y no le daremos tregua ni de noche ni de día. ¿Lleva caballos consigo?

—Sí, pero se verán obligados a abandonarlos porque no les servirán de nada.

—Esperadme aquí.

El corsario se acercó a un pupitre sobre el que había algunas hojas de papel, plumas y un valioso tintero de bronce.

Tomó una hoja y escribió rápidamente estas líneas:


Querido Pietro:

Sigo a Van Guld a través de los bosques, con Carmaux, Wan Stiller y el africano. Dispón de mi barco y de mis hombres y, cuando hayáis terminado el saqueo, ven a reunirte conmigo a Gibraltar. Allí se pueden conseguir tesoros más grandes que los que podáis encontrar en Maracaibo.

EL CORSARIO NEGRO
 

Cerró la carta y se la entregó a un maestre. Luego despidió a los filibusteros que le habían seguido diciéndoles:

—Volveremos a vernos en Gibraltar, valientes.

Y enseguida, volviéndose hacia Carmaux, Wan Stiller, el africano y el prisionero, añadió:

—Nosotros nos vamos a la caza de mi mortal enemigo.

—He traído conmigo una cuerda nueva para ahorcar a ese maldito, capitán —repuso Carmaux—. La probé ayer por la noche y puedo aseguraros que cumplirá maravillosamente su cometido. No se romperá, respondo de ello.

20. A la caza del gobernador de Maracaibo

Mientras los filibusteros y bucaneros del Vasco y el Olonés, que habían entrado en Maracaibo sin encontrar la menor resistencia, se dedicaban al más desenfrenado saqueo con intenciones de acudir después a los bosques cercanos en busca de los pobladores de la ciudad para despojarles también de los objetos que se hubieran podido llevar, el Corsario Negro y sus compañeros, después de hacerse con unos buenos fusiles y de proveerse de víveres, habían iniciado una implacable caza. La presa era un hombre: Van Guld.

Tras abandonar la ciudad, se internaron en las espesuras que rodeaban la laguna de Maracaibo, tomando un sendero apenas transitable. Según el vengativo castellano, aquel era el mejor camino para alcanzar cuanto antes al gobernador.

Los filibusteros no tardaron en descubrir las primeras pistas. Eran las huellas que ocho caballos y dos pies humanos habían impreso en el húmedo terreno de aquellos bosques. Se trataba, pues, de ocho caballeros y un hombre a pie, sin duda un guía. Exactamente lo que había dicho el español.

—¿Lo veis? —dijo este con aire triunfante—. Por aquí ha pasado el gobernador con el capitán de su guardia y siete soldados. Uno de ellos puede ser un guía o, simplemente, el dueño del caballo que encontramos en el patio del palacio con una pata rota, seguramente herido al emprender la huida.

—Parece lo más lógico —dijo el corsario—. ¿Crees que nos llevan mucha ventaja?

—Unas cinco horas.

—No podemos negar que juegan con ventaja… ¡Pero nosotros tenemos buenas piernas!

—No lo dudo. Sin embargo, hay que pensar que será imposible alcanzarlos antes de tres días. Vos no conocéis los bosques venezolanos; os asombraréis ante las sorpresas que en ellos nos aguardan.

El castellano permaneció silencioso durante unos momentos. Luego añadió:

—Pero no será la naturaleza la que nos proporcione esas sorpresas: estarán preparadas especialmente para nosotros…

—¿Y quién va a prepararlas?

—Las fieras y los salvajes.

—Jamás he tenido miedo de unas ni de otros.

—Los caribes son temibles…

—¿Acaso no lo serán también con el gobernador?

—Son sus aliados. A vos ni siquiera os conocen.

—¿Estás pensando que ese maldito se hará cubrir la retirada por esos salvajes?

—Es muy probable, señor.

—¡No importa! Jamás he temido a ningún hombre.

—Os aseguro que vuestras palabras me infunden nuevas fuerzas. ¡Adelante, caballeros! Ahí está la gran selva.

El sendero, en aquel punto, desaparecía bruscamente en una enorme espesura, verdadera muralla vegetal formada por troncos formidables que no permitían el paso de hombres a caballo.

Es difícil hacerse una idea de las características de la lujuriosa vegetación que produce el cálido y húmedo suelo de las regiones sudamericanas, sobre todo en las tierras próximas a las grandes cuencas fluviales.

Aquel terreno virgen, continuamente abonado por las hojas y los frutos que se acumulan sobre él, está siempre cubierto por tal cantidad de plantas que posiblemente en ninguna otra parte del mundo sea posible contemplar tal monumento de verdor alzándose desafiante al cielo. La tierra parecía cobrar vida, transformándose en un cuerpo gigantesco que alzaba sus manos, formadas por inmensos árboles, como queriendo protegerse de los ardientes rayos del sol.

El Corsario Negro y el castellano se detuvieron y aguzaron el oído, mientras los dos filibusteros y el negro, que miraban hacia el tupido follaje de los cercanos árboles, mostraban un extraño gesto de temor en sus rostros.

—¿Por dónde habrán pasado? —preguntó el corsario al español—. No veo ningún claro entre esta masa de troncos y lianas.

—¡Demonios! —exclamó el soldado—. Espero que no se los haya tragado la tierra. ¡Lo sentiría por los veinticinco palos con que me obsequió tan gentilmente ese perro…! ¡Aún me escuecen en las costillas!

—¡Pues no creo que sus caballos tuviesen alas! —añadió el corsario.

—El gobernador es un hombre extremadamente astuto. Habrá procurado hacer desaparecer cualquier rastro que nos facilite dar con su paradero.

Luego, dirigiéndose a Carmaux, añadió:

—¿Se oye algún rumor tras la arboleda?

—Sí —repuso Carmaux—. Creo que estamos cerca de una corriente de agua.

—Entonces ya lo hemos encontrado.

—¿Qué es lo que hemos encontrado?

—Síganme, caballeros.

El castellano retrocedió, mirando fijamente al suelo. En cuanto encontró de nuevo las huellas de los caballos sus ojos brillaron extraordinariamente. Y comenzó a seguir aquel rastro hasta internarse entre unos grupos de carís, palmeras de tronco espinoso que producen una fruta parecida a las castañas y que está dispuesta en espléndidos racimos.

Procediendo siempre con precaución para no dejar sus ropas y su piel entre las agudas y largas espinas, llegó hasta el lugar donde Carmaux había creído oír el rumor de un río. Observó insistentemente el suelo, tratando de encontrar entre la hojarasca las huellas de los cuadrúpedos, y luego, alargando el paso, se detuvo junto a la orilla de un riachuelo de dos o tres metros de anchura cuyas aguas tenían un desagradable color negruzco.

—¡Ajá! —exclamó alegremente—. No hay duda, el gobernador es un viejo zorro. Lástima que no sepa que somos especialistas en el rastreo de esa clase de animales.

—¡Explícate! —dijo el Corsario Negro, que empezaba a impacientarse.

—Para ocultarse en la selva sin dejar pistas ha pensado que lo mejor era descender por ese riachuelo.

—¿Es muy hondo?

El castellano introdujo su espada en el agua y tocó el fondo.

—Dos o tres palmos.

—¿Habrá serpientes?

—No. De eso estoy seguro.

—Entonces sigamos también nosotros el curso de este río. Y apretemos el paso. Veremos cuánto tiempo podemos seguir con nuestros caballos; los abandonaremos en el mismo lugar en que lo hayan hecho ellos.

Entraron en el agua, el español a la cabeza y el negro el último, pues su misión era la de vigilar la retaguardia, y se pusieron en camino removiendo aquellas aguas negruzcas y fangosas, ocultas bajo un manto de hojas secas y que despedían peligrosos miasmas producidos por tantos residuos vegetales en estado de descomposición.

Aquel pequeño curso de agua estaba obstruido por toda clase de plantas acuáticas, que se veían pisadas y quebradas en algunos lugares. Había matas de mucumucú, ligera planta aroidea que se corta fácilmente, pues todo su tronco está formado por una masa esponjosa; grupos de arbustos de los que los indígenas llamaban de madera de cañón, con un tronco liso de reflejos plateados, que sirve para construir ligerísimas embarcaciones; hierbas productoras de un jugo lechoso que tiene la sorprendente propiedad de embriagar a los peces si estos lo ingieren mezclado con el légamo de los riachuelos o de los pequeños lagos, y otras muchas especies de plantas y arbustos que hacían penosísimo el camino.

Un silencio casi sepulcral reinaba bajo la oscura bóveda formada por los majestuosos árboles, que inclinaban sus ramas hasta rozar las rumorosas aguas del riachuelo. Solo de vez en cuando, y a intervalos regulares, se oía algo así como el sonido de una campana. Entonces, Carmaux y Wan Stiller levantaban la cabeza, como esperando encontrar ante ellos algo sorprendente.

Pero aquel sonido de argentina vibración y que se extendía con gran nitidez despertando multitud de ecos en la selva virgen, no provenía de una campana. Era emitido por un pájaro escondido en lo más espeso de las ramas de los árboles. Se trataba de un ave que los españoles llaman pájaro campanero, que tiene el tamaño de la paloma y es totalmente blanca. Su extraño canto se oye perfectamente a una distancia de dos o tres millas.

La pequeña columna, siempre silenciosa, continuaba la marcha con toda la rapidez posible, y sus hombres eran presas de una gran curiosidad. Esperaban ansiosamente el momento de encontrar el lugar en el que el gobernador y sus fieles se habían desembarazado de sus caballos.

Seguían su camino bajo el impresionante techo de verdor, formado por ramas tan estrechamente entrelazadas que interceptaban por completo la luz del sol. De pronto, por la orilla izquierda resonó una detonación bastante fuerte a la que siguió una lluvia de pequeños proyectiles que, al caer sobre las aguas, produjeron un ruido semejante al que produce el rebotar del granizo en los tejados de la ciudad.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller, que se había inclinado instintivamente—. ¡Nos están ametrallando!

También el Corsario Negro se había agazapado, montando en el acto su fusil, mientras sus filibusteros retrocedían precipitadamente. El único que permaneció en su lugar fue el español, que miraba tranquilamente las plantas que crecían en ambas orillas.

—¿Nos asaltan? —preguntó el corsario.

—No veo a nadie —dijo el castellano con una enigmática sonrisa en los labios.

—¿Y esas detonaciones? ¡No me digas que no las has oído!

—Las he oído perfectamente, señor.

—¿A qué se debe esa tranquilidad?

—Vos mismo podéis ver que me río mientras vuestros hombres retroceden.

Una segunda detonación, más fuerte que la primera, resonó sobre las copas de los árboles, a la vez que una nueva lluvia de proyectiles se precipitaba sobre el riachuelo.

—¡Es una bomba! —exclamó Carmaux mientras retrocedía.

—Efectivamente, es una bomba, caballeros. Pero una bomba vegetal —contestó el castellano flemáticamente—. No es nada extraño en estos parajes.

Se dirigió hacia la orilla derecha y mostró a sus compañeros una planta que, según dijo haciendo gala de unos conocimientos botánicos nada desdeñables, pertenecía a la familia de las euforbiáceas. Tenía una altura de veinticinco o treinta metros y sus ramas espinosas sostenían grandes hojas de cuyos extremos pendían unos frutos redondos envueltos en una corteza leñosa.

—Fijaos —dijo a los filibusteros—. Este fruto ya está marchito y…

No había terminado de hablar cuando uno de aquellos globos estalló ruidosamente lanzando a su alrededor una gran nube de minúsculas bolas.

—No os lastimarán —dijo el español a Carmaux y Wan Stiller, que habían dado un salto hacia atrás—. Son las semillas. Cuando el fruto está maduro y empieza a pasarse, la corteza leñosa adquiere una gran resistencia. Al cabo de un tiempo empieza a fermentar y estalla, lanzando a gran distancia las semillas contenidas en los departamentos en que está dividida interiormente.

—¿Esos frutos son comestibles?

—Contienen una sustancia lechosa que únicamente comen los monos —respondió el castellano.

—Entonces, ¡al diablo esos árboles bomba! —exclamó Carmaux—. Por un momento creí que los soldados del gobernador abrían fuego contra nosotros.

—¡Adelante! —dijo el corsario—. No olvidemos que les estamos persiguiendo.

Reemprendieron la marcha por el riachuelo y, tras recorrer unos doscientos metros, se encontraron ante una masa negruzca medio oculta entre las aguas que ofrecía resistencia a la corriente.

—¡Oh! —exclamó el castellano.

—¿Qué es ahora? ¿Un árbol granada? —preguntó irónicamente Carmaux.

—¡Algo mejor! ¡O mucho me equivoco o eso son los caballos del gobernador y de su escolta!

—¡Atención! ¡Los jinetes pueden haberse ocultado por los alrededores!

—¡Lo dudo! —repuso el castellano—. El gobernador no ignora que tiene que vérselas con vos. ¡Estoy seguro de que no os ha de esperar!

—De todas formas hemos de actuar con prudencia.

Montaron sus fusiles, se colocaron uno tras otro con objeto de no resultar todos heridos en caso de una descarga repentina, y siguieron avanzando en silencio, muy encorvados y procurando mantenerse ocultos entre las ramas bajas de los árboles, que se entrecruzaban sobre el curso de las aguas.

Cada diez o doce pasos, el castellano se detenía para escuchar con gran atención y tratar de ver por entre las hojas y las lianas que cubrían completamente las márgenes del río.

De este modo siguieron marchando, extremando todas las precauciones, hasta llegar a la extraña mancha negra. No se había equivocado el español: eran los cadáveres de los ocho caballos, caídos unos junto a otros y medio sumergidos en las aguas del riachuelo.

Ayudado por Moko, el español movió uno de ellos y comprobó que los animales habían muerto a causa de las heridas de navaja que les habían producido los hombres del gobernador.

—Sí, son los caballos de Van Guld —dijo después.

—¿Hacia dónde se habrán dirigido los jinetes? —preguntó el corsario.

—No cabe duda de que se han internado en el bosque.

—¿Ves algún claro?

—No, pero… ¡Ah…! ¡Bribones!

—¿Qué ocurre?

—¿Veis esa rama tronchada de la que aún gotea la savia?

—¿Qué tiene eso de particular?

—Mirad ahí arriba; hay otras dos ramas partidas.

—Sí, las veo.

—Pues eso indica que los muy tunantes se han subido a esas ramas y han llegado hasta el otro lado de este grupo de árboles. Bien, no tenemos más que imitarles.

—¡Vive Dios que no hay nada más fácil para la gente de mar! —dijo Carmaux—. ¡Ea, subamos!

El castellano alargó los brazos, largos y magros como patas de araña, y subió con un impulso hasta una rama muy gruesa. Los demás no tardaron en seguirle.

De aquella primera rama saltó a una segunda que se extendía horizontalmente, y después a una tercera, que pertenecía ya a otro árbol. De esta forma continuó su avance por la arboleda hasta recorrer treinta o cuarenta metros, observando siempre con gran atención las pequeñas ramas y las hojas cercanas.

Al llegar al centro de una espesa red de lianas, se dejó caer al suelo, lanzando un grito de triunfo.

—¡Eh, castellano! —exclamó Carmaux—. ¿Es que has encontrado algún filón de oro? Se dice que son muy abundantes en este país…

—Lo que he encontrado puede tener para nosotros mucho más valor que una mina de ese oro que dices… ¡Es una misericordia!

—Pues me gustaría usarla lo antes posible. Y el corazón del maldito gobernador no sería mal lugar para deshacerse de ese puñal.

El Corsario Negro, que también había saltado al suelo, recogió el puñal, que tenía la hoja corta, adornada con arabescos, y la punta afiladísima.

—Seguramente lo ha perdido el capitán que acompaña al gobernador —dijo el español—. Lo he visto en su cinturón.

—No cabe duda de que han descendido aquí —repuso el corsario.

—Ahí está el sendero que han abierto en la maleza con sus espadas. Sé que todos ellos llevaban una sujeta a la silla del caballo.

—Perfecto —dijo Carmaux—. De esta forma nos ahorraremos fatigas innecesarias y podremos marchar con más facilidad.

—¡Silencio! —exclamó el Corsario Negro—. ¿No oís nada?

—Absolutamente nada —repuso el español después de haber escuchado atentamente durante unos instantes.

—Eso quiere decir que están muy lejos. Si anduvieran cerca de nosotros podríamos oír el ruido de sus hachas al chocar contra los tallos de las plantas.

—Calculo que nos llevarán una ventaja de cuatro o cinco horas.

—Es demasiado. Pero confío en que podremos alcanzarles.

Se habían adentrado ya en la vegetación siguiendo el sendero abierto por los fugitivos. No era posible equivocarse, pues las ramas cortadas estaban aún frescas y esparcidas por el suelo.

El español y los cuatro filibusteros echaron a correr tratando de ganar tiempo. Pero, de repente, la rápida marcha se vio detenida por un obstáculo imprevisto que el negro, que iba descalzo, y Wan Stiller y Carmaux, que no llevaban botas altas, no podían afrontar si no era tomando grandes precauciones.

El obstáculo consistía en una vasta zona poblada de plantas espinosas de las llamadas ansaras, que crecían unas junto a otras entre los troncos de los árboles formando una muralla casi imposible de franquear.

Estos arbustos crecen en gran cantidad y con una rapidez prodigiosa en las selvas vírgenes de Venezuela y de la Guayana, haciendo imposible el camino a quienes no tengan las piernas bien protegidas con gruesas botas o polainas de cuero, pues sus espinas son tan poderosas que atraviesan no solo los más resistentes paños, sino incluso las suelas de un zapato normal.

—¡Maldición! —exclamó Wan Stiller, que fue el primero en encontrarse rodeado por aquellos arbustos—. ¡Parece que estamos en el camino del infierno! ¡Vamos a salir de aquí tan desollados como san Bartolomé! ¡Que él nos proteja!

—¡Por todos los demonios! —aulló Carmaux dando un salto atrás—. ¡Quedaremos todos cojos si hemos de atravesar esa rosaleda…! Los gnomos del bosque deberían poner ahí un cartel que dijera: «Se prohíbe el paso».

—¡Bah! ¡Encontraremos otro camino mejor! —repuso el español.

—¿Hemos de detenernos? —preguntó el Corsario Negro, que se acercaba entonces al lugar donde estaban los filibusteros.

—¡Mirad!

La luz iba desapareciendo lentamente hasta que, de pronto, una profunda oscuridad se precipitó sobre la selva envolviéndolo todo.

—¿Se detendrán también ellos? —volvió a preguntar el corsario.

—Seguro. Por lo menos hasta que salga la luna.

—¿Cuánto falta para eso?

—Sucederá a medianoche.

—Bien, acamparemos.

21. En la selva virgen

El lugar elegido por los cinco hombres para esperar la salida de la luna fue un claro invadido únicamente por las raíces de una summameira, árbol colosal que se alzaba poderoso sobre todas las demás plantas de la selva.

Estos árboles, que a menudo alcanzan alturas de sesenta y hasta setenta metros, se sujetan al suelo por medio de unos puntales naturales formados por raíces de extraordinario espesor, muy nudosas y dispuestas en perfecta simetría, que, desviándose de la base, forman una serie de arcadas bajo las cuales pueden refugiarse cómodamente veinte personas.

Constituía aquel curioso árbol una especie de refugio fortificado en el que el corsario y sus hombres podían ponerse a cubierto de un ataque imprevisto, posible en cualquier momento, ya fuese por parte de las fieras, ya por parte de los hombres del gobernador.

Acomodados bajo aquel gigante y después de comer un poco de galleta con jamón, decidieron dormir hasta el momento de reemprender la marcha tras los españoles.

Como no podían abandonar las precauciones, dividieron las cuatro horas que habían de estar allí en otros tantos turnos de guardia, evitando así que las amenazas que se cernían sobre sus cabezas les sorprendieran durmiendo.

Después de revistar los alrededores, prestando especial atención a las hierbas y a la hojarasca por temor a que entre ellas se ocultaran algunos de los reptiles venenosos que tanto abundan en las selvas venezolanas, los hombres libres de guardia se tumbaron bajo el enorme árbol, mientras Moko y Carmaux se disponían a velar su sueño.

La luz crepuscular, que en aquellas regiones dura tan solo unos pocos minutos, desapareció y la más profunda oscuridad que imaginarse pueda se abatió sobre la enorme selva acallando la algarabía de las aves y los estridentes chillidos de los monos.

Un silencio absoluto y atemorizador se constituyó en rey de aquellos parajes durante unos momentos. Era como si todos los seres de pluma y pelo hubiesen sido exterminados.

Pero, de repente, un extraño y endiablado concierto resquebrajó el silencio y pareció estallar en aquel océano de tinieblas haciendo saltar a Carmaux, que no estaba acostumbrado a pasar la noche en lugares semejantes. Se hubiera dicho que una furiosa jauría había tomado posiciones entre los troncos de los árboles o que la naturaleza había dado suelta a extraños animales fabulosos. Tales eran los endemoniados ladridos, los prolongados aullidos y los cacareos dignos de gallinas monstruosas.

—¡Voto a la ballena de Jonás! —exclamó Carmaux alzando la vista—. ¿Qué demonios sucede ahí arriba? ¿Acaso estamos rodeados de perros alados? ¿Cómo han podido gatear por los troncos…? ¿Lo sabes tú, Saco de Carbón?

En lugar de responder, el negro esbozó una maliciosa sonrisa.

—¿Y qué es ese nuevo rumor? —añadió Carmaux—. ¡Estoy seguro de que son los marineros de las naves infernales que hacen rechinar todos los cabrestantes de sus naves para no sé qué endiablada maniobra! ¿O son monos?

—No, no amigo —respondió el negro—. Son ranas.

—Todo ese ruido… ¿Ranas?

—Sí, eso he dicho.

—Y esos otros, ¿qué son? ¿Oyes? Parecen millares de herreros batiendo cobre para las calderas de Belcebú.

—Son ranas, simplemente ranas.

—¡Por los podridos dientes de Satanás! Si me lo dijese otro creería que se estaba burlando de mí o que se estaba volviendo loco. Y dime, Moko, ¿cuándo ha surgido esta nueva especie de ranas?

Carmaux daba a sus palabras un tono irónico que hacía patente su desconfianza hacia las palabras del negro.

De repente resonó en la inmensa selva una especie de potente maullido, seguido de un rugido escalofriante que puso punto final al enloquecido concierto que las ranas ofrecían a los centinelas.

Moko levantó inmediatamente la cabeza y echó mano del fusil que tenía al lado con un movimiento tan precipitado que denotaba un gran temor.

—¡No te preocupes! —dijo Carmaux—. ¡No es más que una rana crecidita!

—¡Oh, no! ¡No lo es! —exclamó el africano con voz temblorosa.

—¡Bah! —repuso Carmaux, que seguía bromeando—. Entonces será un grillo que…

—¡Es un jaguar!

—Ja… ¡Un jaguar! ¿El terrible carnicero?

—Exactamente.

—¡Centellas de Vizcaya! ¡Preferiría encontrarme frente a tres alabarderos dispuestos a hacerme trizas que tener que vérmelas con esa fiera! Dicen que es tan temible como los tigres de la India.

—No tienen nada que envidiarles. Ni tampoco a los leones africanos, amigo.

—¡Por cien mil tiburones hambrientos!

—¿Qué ocurre?

—¿No te has dado cuenta?

—¿De qué?

—Si ese demonio nos acomete no podremos hacer uso de nuestras armas de fuego.

—Explícate.

—Al oír los disparos, el gobernador y sus hombres se percatarán inmediatamente de que les seguimos de cerca y se apresurarán a dejar pistas falsas y a acelerar la huida.

—Pues espero que me des instrucciones para hacer frente a un jaguar con cuchillos.

—Emplearemos los sables.

—Me gustaría verte haciendo la prueba.

—No seas pájaro de mal agüero, Saco de Carbón.

Un segundo rugido, más potente que el primero, y más cercano, resonó en la tenebrosa espesura consiguiendo que también el negro se estremeciera.

—¡Por toda la corte infernal! —masculló Carmaux, cuya inquietud aumentaba por momentos—. ¡La cosa se pone seria!

En aquel momento vieron que el Corsario Negro retiraba ligeramente el ferreruelo con que se cubría y trataba de levantarse.

—¿Un jaguar? —preguntó con una tranquilidad pasmosa.

—Sí, capitán.

—¿Está lejos?

—No, y lo peor es que parece tener intenciones de dirigirse directamente hacia nosotros.

—Bien; suceda lo que suceda, no hagáis uso de las armas de fuego.

—Será una bonita muerte la nuestra…

—Carmaux, ¡eso está por ver!

Retiró completamente el ferreruelo, lo dobló, desenvainó la espada y se irguió.

—¿Por qué parte lo habéis oído? —preguntó.

—Por allí, comandante.

—Seremos galantes y lo esperaremos.

—¿Queréis que despierte al castellano y a Wan Stiller?

—No les necesitamos, de momento. Nosotros nos apañaremos perfectamente. Ahora, guardad el más completo silencio y avivad el fuego.

Si se escuchaba atentamente podía oírse entre los árboles ese ronroneo particular que emiten los jaguares y, de vez en cuando, el crujir de las hojas secas. La fiera debía de haberse percatado ya de la presencia de aquellos hombres y se acercaba cautelosamente, sin duda con la intención de caer de improviso sobre alguno de ellos y darse un gran banquete.

El corsario, inmóvil junto al fuego y con la espada en la mano, escuchaba atentamente y mantenía los ojos fijos sobre las plantas cercanas, dispuesto a no dejarse sorprender por un posible ataque fulminante de la fiera. Carmaux y el negro se habían colocado detrás, uno armado con un gran sable de abordaje y el otro con un fusil que tenía sujeto por el cañón para poder servirse de él como si fuera una maza.

Por la zona en donde la maleza era más espesa seguía oyéndose el crujir de hojas y el ronroneo, que seguían acercándose. Era evidente que el jaguar avanzaba con gran prudencia.

De repente cesó todo rumor. El corsario se inclinó hacia delante para escuchar mejor, pero hasta sus oídos no llegó ni el más ligero murmullo. Al reincorporarse, su mirada topó con dos puntos luminosos que relucían entre unas plantas cercanas. Permanecían inmóviles y tenían un reflejo verdoso y fosforescente.

—¡Ahí está, capitán! —murmuró Carmaux.

—¡Ya lo veo! —repuso el corsario.

—Se dispone a acometernos.

—Le estoy esperando.

—¡Demonio de hombre! —masculló el filibustero—. ¡No teme ni al mismísimo Belcebú con todos sus secuaces!

El jaguar se había detenido a treinta pasos del lugar que el corsario y sus hombres habían elegido para acampar. Era una distancia realmente corta para aquellos carnívoros, dotados de una poderosa elasticidad muscular, igual o superior a la de los tigres. Sin embargo, no se decidía a atacar. ¿Le inquietaría el fuego que ardía al pie del árbol? ¿O era acaso la resuelta actitud del corsario lo que frenaba el empuje del jaguar?

Sea lo que fuera, permaneció bajo aquella espesísima mata más de un minuto sin apartar los ojos del adversario y manteniendo una amenazadora inmovilidad.

De pronto, los dos puntos luminosos desaparecieron en la oscuridad.

Durante algunos instantes se oyó el rumor de las plantas, que se agitaban al paso del animal, y el crujir de las hojas secas en el suelo. Este ruido tampoco tardó en cesar.

—¡Se ha ido! —dijo Carmaux suspirando—. ¡Ojalá los caimanes se lo merienden en dos bocados!

—Es más fácil que sea él el que se zampe a los caimanes —repuso el negro.

El Corsario Negro permaneció algunos momentos inmóvil, sin bajar la espada. Luego, no oyendo nada, la envainó tranquilamente, extendió el ferreruelo, se envolvió en él y volvió a echarse junto al árbol diciendo simplemente:

—Si vuelve, me llamáis.

Carmaux y el africano se colocaron tras el fuego y continuaron su guardia. Se mantenían bien despiertos, aguzando el oído y la vista, pues no estaban aún muy convencidos de que la feroz alimaña se hubiese alejado definitivamente desperdiciando una presa que ya tenía al alcance de la mano.

A las diez entregaron la guardia a Wan Stiller y al español, advirtiéndoles de la proximidad del carnívoro. Luego se tendieron junto al Corsario Negro, que dormía tan plácidamente como si se encontrara en el camarote del Rayo.

El segundo turno de guardia fue más tranquilo, aunque también Wan Stiller y el castellano oyeron varias veces entre la maleza el jadeo apagado del jaguar.

A medianoche, en cuanto la luna hizo su aparición, el Corsario Negro, que ya se había levantado, dio la orden de partida, confiando en que nada impediría una marcha rápida que les permitiese alcanzar al gobernador de Maracaibo al día siguiente.

El astro nocturno lucía espléndidamente en un cielo purísimo, derramando su pálida luz sobre la inmensa selva, aunque bien pocos de sus rayos conseguían atravesar el tupido velo que formaban las copas de los árboles, cuyas hojas parecían fundirse y soldarse unas con otras.

Sin embargo, la oscuridad ya no era tan absoluta bajo la espesura, por lo que los filibusteros podían marchar con toda la rapidez que sus piernas les permitían y superar mejor los obstáculos que se interponían en su camino.

El sendero abierto por la escolta del gobernador desapareció como por encantamiento, pero no por eso crecieron las preocupaciones de aquellos valerosos hombres. Estaban seguros de que los españoles se dirigían hacia el sur, con dirección a Gibraltar, y ellos seguían la misma ruta orientándose por medio de una brújula. Tenían un convencimiento total de que no tardarían en alcanzar al asesino de la familia del corsario.

Llevaban caminando unas cuatro horas, abriéndose paso fatigosamente entre las ramas, las lianas y las enormes raíces que en algunos puntos cubrían totalmente el suelo, cuando el español, que marchaba a la cabeza del pelotón, se detuvo bruscamente.

—¿Qué sucede? —preguntó el Corsario Negro.

—Sucede que, en solo veinte pasos, es ya la tercera vez que oigo un ruido bastante sospechoso.

—¿Qué clase de ruido?

—El de ramas que se rompen y hojas secas pisoteadas.

—¿Nos seguirá alguien?

—¿Quién podría ser? Nadie se atrevería a marchar de noche por esta selva, y mucho menos a estas horas —repuso el español.

—Quizá sea alguno de los hombres de la escolta del gobernador…

—¡Hum! ¡Esos deben de estar muy lejos!

—Entonces será algún indio.

—Permitidme que lo dude. ¡Eh! ¿No habéis oído eso?

—Sí —confirmaron los filibusteros y el negro.

—Alguien ha tronchado una rama a pocos pasos de nosotros —dijo el castellano.

—Si esta zona no fuera tan tupida podríamos ver quién es el que nos sigue —dijo el Corsario Negro desenvainando resueltamente su espada.

—¿Lo intentamos, señor?

—Dejaríamos nuestros vestidos y quizá nuestra piel entre esos espinos. Pero admiro tu bravura…

—Gracias, señor —repuso el español—. Esas palabras dichas por vos tienen para mí un extraordinario valor. ¿Qué debemos hacer?

—Continuar la marcha con las espadas preparadas. Ya sabéis que no quiero que se utilicen los fusiles.

—Entonces, ¡adelante!

El pelotón reemprendió la marcha, procediendo con cautela y sin apresurarse.

Habían llegado a un estrecho paso abierto entre altísimas palmeras unidas unas a otras por una caprichosa red de lianas, cuando de repente cayó sobre el español una pesada masa que le hizo rodar por los suelos.

La acometida fue tan rápida que los filibusteros creyeron en un principio que sobre el desgraciado prisionero había caído una gran rama desgajada de alguna palmera. Pero un rugido les hizo comprender que se trataba de una fiera.

El castellano, mientras caía, había lanzado un grito de terror y desesperación. Pero luego se revolvió rápidamente intentando desembarazarse del animal, que le mantenía como clavado en el suelo impidiendo que se levantara.

—¡Ayuda! —gritó—. ¡Esta fiera me destroza!

Pasado el primer momento de estupor, el corsario se lanzó con la espada en alto en socorro de aquel desdichado. Alargó el brazo armado con la rapidez del rayo y clavó la hoja en el cuerpo de la fiera. Esta, sintiéndose herida, abandonó al castellano y se volvió hacia su nuevo adversario con la intención de echársele encima.

Pero el Corsario Negro se había apresurado a retirarse, mientras mostraba la brillante hoja de su espada y, con un rápido movimiento, se cubrió el brazo izquierdo con el ferreruelo.

El animal vaciló momentáneamente. Luego, saltó hacia delante con rabia desesperada. En su empuje tropezó con Wan Stiller, al que derribó; luego arremetió contra Carmaux, que estaba junto a su compañero, e intentó destrozarle con un impresionante zarpazo.

Por fortuna, el Corsario Negro no estaba ocioso. Viendo a sus filibusteros en peligro, se echó por segunda vez sobre la fiera hiriéndola sin piedad una y otra vez, aunque sin atreverse a acercarse demasiado, pues acababa de ver lo poderosas que eran sus zarpas.

La fiera retrocedió, rugiendo e intentando ganar un espacio que le permitiera adquirir impulso para lanzarse sobre el corsario. Pero este sabía mantener la distancia.

Asustado, o quizá herido gravemente, el animal se hizo a un lado y luego se encaramó a las ramas de un árbol cercano, entre cuyas hojas se ocultó lanzando prolongados rugidos.

—¡Atrás! —gritó el corsario temiendo una nueva embestida del animal.

—¡Rayos y centellas! —gritó Wan Stiller después de incorporarse y comprobar que no había sufrido el menor rasguño—. ¡Va a ser preciso fusilarla para calmarle el hambre!

—¡De ninguna manera! ¡Ya os he dicho que no quiero disparos! —contestó el Corsario Negro.

—¡Me gustaría partirle en dos esa cabezota! —exclamó una voz tras él.

—¡Estás vivo aún! —gritó el corsario.

—Y debo daros las gracias a vos y a la coraza de cuero de búfalo que llevo bajo la casaca —dijo el español—. Sin ella, ese demonio me hubiera abierto el pecho de un solo zarpazo.

—¡Cuidado! —gritó en aquel momento Carmaux—. Esa fiera se dispone a lanzarse nuevamente.

No había terminado de pronunciar estas palabras cuando la fiera se precipitó sobre ellos describiendo una parábola de seis o siete metros y yendo a caer a los pies del corsario.

Pero no tuvo tiempo suficiente para iniciar un nuevo asalto.

La espada del formidable corsario le entró en el pecho. El animal cayó al suelo y el africano se apresuró a descargar sobre su cabeza un impresionante culatazo que acabó con la poca vida que quedaba ya en aquel poderoso cuerpo.

—¡Vete al diablo! —gritó Carmaux descargando sobre el animal un nuevo culatazo con el que quería cerciorarse de que no se levantaría más—. ¿Con qué clase de bicho nos hemos enfrentado? ¿Será de alguna raza infernal?

—¡Ahora lo sabremos! —dijo el castellano cogiendo al animal por la cola y arrastrándolo hasta un pequeño claro iluminado por la luna—. No es pesada, ¡pero qué empuje y qué garras! ¡En cuanto lleguemos a Gibraltar recordadme que he de ir a poner una vela a la Virgen de Guadalupe por haber salido de esta con vida!

22. El tremedal

El animal que con tanta audacia había atacado a los hombres del Corsario Negro recordaba por su forma a las leonas africanas, pero era algo más pequeño, pues no tendría más de un metro y veinte centímetros de longitud y unos cincuenta de altura hasta la cruz.

Su cabeza era redonda, el cuerpo alargado pero robusto, y la cola mediría medio metro. Tenía garras largas y afiladísimas, el pelaje corto, muy espeso, de color rojizo, más oscuro en el lomo que en el vientre, en algunos puntos del cual era casi totalmente blanco, y grisáceo en la cabeza.

El castellano y el corsario, con una sola ojeada, comprendieron inmediatamente que se trataba de uno de aquellos animales que los hispanoamericanos llaman mizgli, o leones americanos, y que los españoles conocen como puma.

Estas fieras, que aún hoy son abundantes en la América meridional y no faltan en la septentrional aun cuando su tamaño sea relativamente pequeño, son formidables por su ferocidad y su valor.

Ordinariamente viven en los bosques, donde hacen grandes matanzas de simios, pues tienen una impresionante facilidad para trepar a los árboles más elevados. Otras veces llegan hasta las aldeas y poblados, donde causan grandes estragos, matando cuantas ovejas, bueyes y caballos encuentran a su paso.

Su voracidad es tal que en una sola noche son capaces de acabar con cincuenta cabezas de ganado, limitándose luego a beber la sangre aún caliente de sus víctimas, a las que hieren en las venas del cuello.

Cuando no están hambrientas, huyen del hombre, pues saben por experiencia que frente a él no son siempre victorias lo que consiguen. Solo cuando la necesidad y el hambre las acucian, asaltan con desesperado coraje al ser humano.

Cuando están heridas, su ferocidad llega a límites extremos: se revuelven contra sus adversarios furiosamente, sin tener en cuenta el número de estos.

A veces merodean en parejas, para poder cazar con mayor facilidad a los animales de los bosques, pero por lo general actúan independientemente, pues ni las hembras tienen la menor confianza en sus machos, temiendo siempre que estos devoren a sus cachorros.

Cierto es que las mismas hembras se comen a sus primeros hijos; pero no es menos cierto que, con el tiempo, se convierten en madres amorosas capaces de entregar su propia vida por defender encarnizadamente a su prole.

—¡Por los dientes de un tiburón! —exclamó Carmaux—. Serán pequeños estos animales, pero tienen más valor que algunos leones.

—¡Aún me cuesta creer que no me haya destrozado el cuello! —añadió el español—. Se dice que tienen gran habilidad para seccionar la yugular y beber por ella la totalidad de la sangre que hay en los cuerpos de sus víctimas.

—Bien, en otro momento discutiremos la habilidad de los pumas —dijo el Corsario Negro—. Ahora partamos. Esta bestia nos ha hecho perder un tiempo precioso.

—¡Nuestras piernas son ligeras, capitán!

—Lo sé, Carmaux, pero no podemos olvidar que Van Guld nos lleva todavía una ventaja de varias horas. ¡En marcha, amigos!

Dejaron el cadáver del puma y reemprendieron la marcha.

Se habían internado en un terreno completamente empapado de agua y en el que hasta los árboles más pequeños alcanzaban colosales dimensiones. Parecía que caminaban sobre una inmensa esponja. A la más mínima presión de los pies surgían, por numerosos e invisibles poros, pequeños chorros de agua.

Sin duda se abría en medio de la selva alguna sabana, o quizá alguno de esos traidores parajes llamados tremedales, cuyo fondo está constituido por arenas movedizas que engullen a cualquiera que se atreva a pisar en ellas.

El español, que conocía perfectamente aquellas tierras, actuaba con extremada prudencia. De cuando en cuando tanteaba el suelo con una larga rama que había cortado de un árbol, miraba hacia delante para asegurarse de que la selva continuaba y daba enigmáticos bastonazos al aire.

Temía la existencia de arenas movedizas, pero también miraba insistentemente a su alrededor como si quisiera comprobar con el olfato la presencia de reptiles, muy numerosos en los terrenos húmedos de las selvas vírgenes.

En realidad, todas las precauciones que tomaba el español eran necesarias. En aquella oscuridad era muy posible poner el pie encima de algún urutú, terrible serpiente cuya mordedura produce la parálisis inmediata del miembro afectado; o sobre alguna serpiente liana, así llamada por su color verde y porque se mimetiza perfectamente sobre los árboles. Tampoco olvidaba el soldado español a la serpiente coral, cuya mordedura es mortal de necesidad.

De pronto el castellano se detuvo.

—¿Otro puma? —preguntó Carmaux, que iba tras él.

—No me atrevo a adentrarme por ahí hasta que salga el sol —repuso el español.

—¿Qué temes? —preguntó el Corsario Negro.

—Noto que el terreno se mueve bajo mis pies. Creo que estamos cerca de algún tremedal.

—¿Estás seguro?

—Temo no equivocarme.

—Eso va a suponernos la pérdida de un tiempo precioso.

—Dentro de media hora será de día. Además, ¿creéis que los fugitivos no tropezarán con los mismos obstáculos que nosotros?

—No lo niego… Bien, esperaremos a que salga el sol.

Se tendieron al pie de un árbol y, llenos de impaciencia, esperaron a que las tinieblas empezaran a desvanecerse.

La gran selva, poco antes silenciosa, se llenó de extraños rumores. Miles y miles de sapos, ranas y parranecas dejaban oír sus voces, produciendo una algarabía ensordecedora.

Se oían ladridos, mugidos interminables, prolongadas estridencias que parecían provenir de cientos de misteriosas carretas ocultas tras la espesura. Luego era un martilleo furioso, y más tarde extraños golpes que hubieran hecho creer a cualquiera que cientos de miles de leñadores estaban talando la selva.

De vez en cuando sonaban entre los árboles verdaderos estallidos y silbidos agudos que obligaban a los filibusteros a levantar la cabeza.

Eran ciertos lagartos de pequeñas dimensiones los que producían aquel fragor. A pesar de su exiguo tamaño, estaban dotados de tan poderosos pulmones que hasta los árboles parecían temblar al recibir el sonido que emitían.

Las estrellas comenzaban a palidecer y la luz del día resquebrajaba la oscura cortina de la noche cuando en la lejanía se oyó una débil detonación.

Esta vez el ruido no podía achacarse a las ranas, y el corsario se levantó rápidamente.

—¿Un disparo? —preguntó mirando al castellano, que también se había puesto en pie.

—Eso parece —repuso este.

—¿Lo habrán hecho los fugitivos?

—Todo parece indicarlo.

—Entonces no han de estar lejos.

—Ese estampido podría confundirnos. Bajo las bóvedas que forman estos árboles el eco llega hasta distancias increíbles.

—Empieza a clarear. Si no estáis cansados, creo que lo mejor sería reemprender inmediatamente la marcha.

—¡Ya tendremos mejores ocasiones para descansar! —dijo Carmaux.

La luz del alba empezaba a filtrarse entre las gigantescas hojas de los árboles, diluyendo rápidamente las tinieblas y despertando a los moradores de la selva.

Los tucanes, con su enorme pico, tan grueso como todo el resto de su cuerpo y tan frágil que obliga a estas pobres aves a arrojar su comida al aire esperando luego su caída para engullirla, empezaban a revolotear sobre las copas de los árboles emitiendo desagradables sonidos parecidos al chirriar de una vieja puerta. Los honoratos, escondidos en lo más espeso del ramaje, lanzaban a pleno pulmón notas de barítono: do… mi… sol… do… Los caciques, de roja rabadilla, piaban mientras se mecían en sus nidos en forma de bolsa suspendidos de las flexibles ramas de los mangos o en los bordes de las grandes hojas del maot.

Aquella explosión de vida animal se completó enseguida con la presencia de enormes nubes de pájaros mosca que, semejantes a joyas aladas, revoloteaban bajo las primeras luces del día haciendo brillar sus plumas multicolores.

Luego, poco a poco, fueron iniciando su actividad las restantes especies selváticas. Algunas parejas de monos salían desperezándose de su escondrijo nocturno y volvían el hocico hacia el sol.

En su mayor parte eran simios de los llamados barrigudos, cuadrúmanos de sesenta a ochenta centímetros de altura, de cola más larga que el cuerpo, con el pelo suave y de color negro muy intenso en el lomo, grisáceo en el vientre y con una especie de cabellera de crines entre los hombros.

Algunos de ellos se mecían suspendidos por la cola y gritaban furiosamente; otros, al ver pasar a los expedicionarios, les daban la bienvenida arrojándoles con imprudente malignidad toda clase de hojas y frutos.

Entre las ramas de las palmeras podían verse algunas familias de titíes, los más graciosos de los monos, tan pequeños que caben perfectamente en el bolsillo de una chaqueta. Se movían nerviosamente entre las hojas en busca de los insectos que constituyen su alimento. Pero, en cuanto veían a los hombres, se apresuraban a ponerse a salvo encaramándose hasta el punto más alto de los árboles, desde donde les miraban con sus inexpresivos ojos, que denotan cierta inteligencia.

A medida que los filibusteros avanzaban, la selva iba haciéndose menos tupida. Los árboles y las plantas crecían más distanciados, como si aquellos terrenos saturados de agua, probablemente de naturaleza arcillosa, no fueran de su agrado.

Quedaban ya atrás las espléndidas palmeras y solo se veían algunos de esos pequeños sauces llamados imbaubas, que mueren durante la estación de las lluvias para volver a hacer su aparición en los períodos de sequía.

Pero tampoco estos árboles tardaron en desaparecer para ser sustituidos por unos extraños ejemplares, llamados arecíneas ventrudas, de gran altura y cuyo tronco se ensancha en la parte más cercana al suelo. A su vez, estas plantas cedieron el lugar a grandes grupos de calupos, cuya fruta, cortada en pedazos y fermentada, produce una bebida refrescante.

Más tarde hicieron acto de presencia unos bambúes gigantescos, de quince a veinte metros de alto y tan gruesos que un hombre no puede abarcarlos.

El español se disponía a internarse entre la vegetación cuando, volviéndose hacia los filibusteros, les dijo:

—Supongo que, antes de dejar la selva, a nadie le desagradaría la idea de beber un buen vaso de leche.

—¡Hola! —exclamó Carmaux desenfadadamente—. Si has descubierto alguna vaca creo que también podrías ofrecernos un buen filete…

—Ni vamos a comer filete ni disponemos de vaca…

—¿Puedes explicarme entonces de dónde va a salir la leche?

—Del árbol de la leche.

—¡Pues vamos a ordeñar ese árbol!

El español pidió un frasco a Carmaux y se acercó a un árbol de grueso tronco y hojas anchas, de unos veinte metros de altura, que estaba sostenido por fortísimas raíces que, como si les faltara espacio bajo tierra, emergían poderosas en la superficie. Dio un tajo en el tronco e introdujo en él su espada.

Un instante después salía por aquella herida un líquido blanquecino, denso, que, en efecto, parecía leche. No tardaron en comprobar que, además de parecerse en su aspecto, tenía el mismo gusto que aquella.

Después de paladear el sabroso líquido, los filibusteros reemprendieron la marcha internándose entre los bambúes, aturdidos por los silbidos taladrantes de los lagartos.

El terreno era cada vez menos consistente. El agua rezumaba constantemente bajo los pies de los filibusteros formando charcos que se iban ensanchando a cada paso.

Bandadas de aves acuáticas indicaban la proximidad de una marisma o de un tremedal. Se veían grandes grupos de becadas, becasinas y anhingos, llamados también pájaros serpiente por la extraordinaria longitud de su cuello y por su pequeñísima cabeza armada de un pico recto y agudo que destaca sobre sus plumas sedosas de reflejos plateados. Entre ellos volaban también algunos aníes de la sabana, más pequeños que las garzas y cuyas plumas son verdes y ribeteadas por una línea violácea.

El español empezaba a aminorar el ritmo de la marcha temiendo que el terreno cediera bajo sus pies. De pronto, un grito ronco y prolongado, seguido por un rumor de agua en movimiento, llamó su atención.

—¡Agua! —exclamó.

—Además del agua me parece que por ahí hay algún animal —dijo Carmaux—. ¿No habéis oído?

—Juraría que se trata de un jaguar.

—¡Vaya un encuentro! —masculló Carmaux.

Se detuvieron, poniendo los pies sobre algunos bambúes caídos para no hundirse en el fango, y echaron mano de las espadas.

El rugido de aquella fiera no volvió a oírse. Pero hasta los filibusteros llegaban apagados gruñidos que indicaban que el jaguar no estaba muy satisfecho por su situación.

—Quizá el animal está pescando —dijo el castellano.

—¿Pescando? —repuso Carmaux con tono incrédulo.

—¿Te sorprende?

—Que yo sepa, los jaguares no disponen de anzuelos…

—Sin embargo, poseen unas poderosas uñas y una magnífica cola.

—¿Uñas y cola? ¿Y de qué les pueden servir sus uñas y su cola?

—Para atraer a los peces.

—¡Me gustaría saber de qué modo! ¿O es que me vas a decir que ponen gusanos en la punta de su cola?

—Por supuesto que no. Se limitan a dejarla colgando para que los largos pelos de la punta rocen la superficie del agua.

—¿Y después?

—Los peces, creyendo que tienen a su alcance una buena presa, acuden al lugar donde se ha apostado el jaguar, y este, mediante un zarpazo, se apodera del pez curioso que osa subir hasta la superficie. Te puedo asegurar que es rara la vez que fallan un golpe.

—Lo estoy viendo —dijo el africano.

—¿Qué? —preguntó el corsario.

—Al jaguar —contestó Moko.

—¿Qué está haciendo?

—Permanece inmóvil junto a la orilla.

—¿Nada más?

—Es como si estuviera espiando algo.

—¿Está muy lejos?

—A unos sesenta o setenta metros.

—¡Vamos a presentarle nuestros respetos! —dijo el corsario con resolución.

—¡Sed prudente, señor! —le aconsejó el castellano.

—Si nos cierra el paso nos veremos obligados a atacarlo. Acerquémonos en silencio.

Se bajaron de los bambúes y, marchando ocultos por entre los troncos de un grupo de árboles de madera de cañón, avanzaron con las espadas desenvainadas.

Recorrieron unos veinte pasos y llegaron hasta la orilla de una gran laguna que debía de adentrarse bastante en el bosque.

Las aguas, saturadas del fango formado con las filtraciones y desagües de toda la selva, estaban casi totalmente negras por la putrefacción de miles y miles de vegetales que exhalaban miasmas deletéreos, muy peligrosos para los hombres porque producen terribles fiebres.

En toda la extensión de la laguna crecían plantas acuáticas de las más variadas especies. Abundaban las matas de mucumucú, cuyas largas y estrechas hojas flotaban en las sucias aguas; grupos de arum, cuyas hojas en forma de corazón surgen de lo alto de un pedúnculo; espléndidas victorias regias, las más grandes de las plantas acuáticas, puesto que sus hojas llegan a alcanzar metro y medio de circunferencia y cuyo borde está realzado y protegido por una armadura de largas y agudas espinas. En medio de aquellas gigantescas hojas destacaban sus soberbias flores, que parecen de terciopelo blanco, con estrías purpúreas y matices rosáceos de belleza, más que rara, única.

Apenas los filibusteros habían dado una ojeada a la charca cuando ante ellos, y a muy poca distancia, oyeron un sordo rugido.

—¡El jaguar! —exclamó el español.

—¿Dónde? —preguntaron todos a un tiempo.

—Allí, junto a la orilla. Está al acecho.

Las miradas de todos los hombres se dirigieron hacia el lugar que indicaba el castellano con una gran ansiedad reflejada en las pupilas.

Y así era: el jaguar, altivo y majestuoso, esperaba pacientemente.

23. El ataque del jaguar

A cincuenta pasos, entre un grupo de arbustos de madera de cañón, junto a la orilla de la laguna y en esa actitud que adoptan los gatos cuando acechan a los ratones, aparecía un magnífico animal, extraordinariamente parecido a un tigre.

Medía casi dos metros de longitud, por lo que debía de ser uno de los más grandes ejemplares de su especie. Su cola tendría unos ochenta centímetros. El cuello era corto y tan grueso como el de un novillo. Sus patas, robustas y musculosas, estaban armadas de formidables garras.

Su piel era de una belleza extraordinaria, espesa y suave, de color amarillo rojizo con manchas negras ribeteadas de rojo, más pequeñas en los costados y mayores y más abundantes en el lomo, donde formaban largas y anchas franjas.

No tuvieron mucho trabajo los filibusteros para darse cuenta de que se encontraban frente a un jaguar, el animal más peligroso que se puede encontrar en las selvas de las dos Américas, quizá incluso más voraz que los terribles osos grises de las montañas Rocosas.

Estas fieras, que se encuentran por doquier, desde Estados Unidos hasta las tierras de la Patagonia, son el equivalente americano de los tigres. Resultan tan feroces como ellos y poseen su misma agilidad, su fuerza y su elegancia.

Generalmente viven en las selvas húmedas y en las orillas de las lagunas y de los grandes ríos, especialmente en el Amazonas y el Orinoco. Precisamente se diferencian de los otros felinos por la gran satisfacción que les produce encontrarse en las cercanías del agua.

Los estragos que causan estas fieras son terribles. Dotadas de un fenomenal apetito, atacan a cualquier ser vivo que se interponga en su camino. Ni los monos consiguen escapar a su acometida, pues los jaguares trepan por los troncos de los árboles como si su peso no superara al de los gatos. Las reses vacunas y los caballos de los establos se defienden de ellos como pueden, a cornadas o a fuerza de coces; pero no tardan en sucumbir, pues los sanguinarios felinos se lanzan sobre su lomo con la velocidad del rayo y les destrozan de un solo zarpazo la columna vertebral.

Ni siquiera las tortugas pueden sentirse tranquilas ante su proximidad, a pesar de la coraza que las protege y que los jaguares perforan mediante sus garras para extraer por el orificio practicado la totalidad del cuerpo de los infortunados quelonios.

Pero estos monstruos concentran todo su odio en un animal que se desenvuelve en un medio totalmente diferente al suyo: los perros.

El jaguar no gusta de la carne de estos animales. Sin embargo, solo por el placer de capturarlos y de acabar con ellos, se atreve a entrar en las aldeas en pleno día.

Pero si el perro es el principal blanco de sus iras, el hombre tampoco goza de un gran favor ante el jaguar. Todos los años perecen entre las garras de esos asesinos carniceros centenares de pobres indios que, aunque solo resulten heridos, sucumben casi siempre a consecuencia de los desgarros producidos por las siniestras uñas romas de los terribles reyes de la selva americana.

El jaguar apostado junto a la orilla de la laguna no parecía haberse percatado de la presencia de los hombres, pues no hizo el menor movimiento de inquietud. Miraba fijamente hacia las aguas negruzcas, como si espiara alguna presa escondida entre las grandes hojas de las victorias regias.

Sus erizados bigotes se movían ligeramente, indicando impaciencia y cólera, y su larga cola rozaba con suavidad las hojas sin producir rumor alguno.

—¿Qué está esperando? —preguntó el Corsario Negro, que parecía haberse olvidado por completo de Van Guld y su escolta.

—Que la presa se coloque en una posición favorable —repuso el español.

—¿Alguna tortuga quizá?

—No, no —dijo el africano—. Es un adversario digno de él el que está esperando. Mirad allá, bajo las hojas de esa victoria regia. ¿No veis un hocico?

—¡Eh! —exclamó Carmaux—. ¡El compadre Saco de Carbón tiene razón! Bajo las hojas veo algo que se mueve.

—Es el hocico de un reptil —aclaró el negro.

—¿Un caimán? —preguntó de nuevo el corsario.

—Sí, señor.

—¿Incluso se atreven a atacar a esos formidables animales?

—Sí, señor —dijo el castellano—. Si permanecemos en silencio podremos presenciar una lucha terrible y sanguinaria.

—Esperemos que no dure mucho.

—Son dos adversarios poco pacientes. En cuanto se encuentren frente a frente no economizarán energías ni se concederán tregua. ¡Ya sale el caimán!

Las hojas de la victoria regia se separaron bruscamente y dos enormes mandíbulas, armadas de grandes dientes triangulares, aparecieron lanzándose hacia la orilla.

Al ver que el caimán se acercaba, el jaguar se incorporó y retrocedió un poco. No lo hacía por temor a aquellas mandíbulas, sino con la evidente intención de atraer a tierra firme a su enemigo y privarle de ese modo de uno de sus principales medios de defensa, pues los caimanes se mueven con dificultad fuera del agua.

Engañado por aquel movimiento y creyendo que el jaguar se sentía amedrentado ante la posibilidad de recibir un tremendo coletazo como el que poco antes había tronchado las ramas de la victoria regia levantando además una gran oleada, se adelantó hasta la orilla, en la cual se detuvo mostrando su terrible boca abierta de par en par.

Era un tremendo saurio de unos cinco metros de longitud, con el lomo cubierto de plantas acuáticas que crecían entre el fango que poco a poco se había ido incrustando entre las escamas óseas.

Se sacudió el agua provocando a su alrededor una verdadera lluvia formada por centenares de gotas de agua, y enseguida se apoyó sobre sus patas posteriores lanzando un gemido que parecía el llanto de un niño y que sin duda era su grito de guerra.

En lugar de atacarle, el jaguar retrocedió aún más y quedó tumbado en el suelo aguardando el momento oportuno para iniciar el ataque.

El rey de la selva y el soberano de las aguas se miraron silenciosamente durante unos instantes. Sus ojos relampagueaban siniestramente.

Al cabo de unos momentos, el primero rugió, haciendo patente su impaciencia, y se incorporó resoplando como un gato furioso.

Sin mostrar el menor espanto, seguro de su propia fuerza y de la solidez de sus dientes, el caimán subió decididamente a tierra firme moviendo a diestro y siniestro su poderosa cola.

Este era el momento esperado ansiosamente por el astuto jaguar. Al ver a su adversario lejos del agua, dio un gran salto y cayó encima de él. Pero sus garras, aun siendo fuertes como el acero, se encontraron con las férreas escamas del reptil, tan duras y resistentes que no sufren el menor daño ni siquiera con el impacto de las balas.

Furioso por el poco éxito de su primera embestida, el jaguar retrocedió con prodigiosa rapidez, pero no sin propinar a su enemigo un terrible zarpazo en la cabeza arrancándole uno de los ojos. Cuando se encontró a unos diez pasos de distancia, se dispuso a esperar pacientemente la oportunidad de atacar de nuevo.

El reptil lanzó un sordo lamento de rabia y dolor. Privado de un ojo, ya no podía hacer frente con ventaja a su poderoso enemigo, por lo que trataba de volver a la laguna dando furiosos coletazos que levantaban a su alrededor enormes cantidades de fango.

El jaguar, siempre en guardia, se lanzó por segunda vez sobre el caimán. Pero su intención no era ahora la de clavar las garras en la impenetrable coraza del reptil.

Se inclinó hacia delante y, por medio de un zarpazo perfectamente dirigido, abrió el costado derecho del mutilado animal, arrancándole grandes tiras de carne.

La herida debía de ser mortal; pero el caimán tenía aún suficiente vitalidad para no darse por vencido.

Con una sacudida irresistible se desembarazó de su enemigo haciéndole rodar violentamente hasta los troncos de los árboles. Inmediatamente se dirigió hacia él para partirlo en dos con un buen mordisco.

Desgraciadamente para él, como no disponía más que de un ojo no pudo calcular con precisión el espacio que les separaba y, en lugar de triturar a su adversario entre las mandíbulas, cosa que en otras condiciones le hubiera sido facilísimo, no le alcanzó más que la cola.

Un rugido feroz del jaguar advirtió a los filibusteros que la fiera había perdido su integridad.

—¡Pobre bicho! —exclamó Carmaux—. ¡Qué ridículo ha de verse sin su espléndida cola!

—¡No tardará en tomarse el desquite! —aseguró el español.

En efecto, el sanguinario jaguar se revolvió contra el reptil con todo el furor que da la desesperación.

Lo agarró por el hocico, destrozándoselo ferozmente y arriesgándose a perder alguna de sus zarpas.

El maltrecho caimán, chorreando sangre, horriblemente mutilado y ciego, retrocedía con intención de sumergirse de nuevo en la laguna.

Daba tremendos golpes con la cola y cerraba y abría furiosamente las mandíbulas sin lograr desembarazarse del jaguar, que seguía ensañándose con él.

Por fin, ambos cayeron al agua. Durante algunos instantes se les vio debatirse entre montañas de espuma teñida de rojo por la sangre. Poco después, uno de ellos aparecía victorioso en la orilla.

Era el jaguar, pero en un lastimoso estado. De su cuerpo goteaba sangre mezclada con agua. Su cola había quedado entre los dientes del reptil y tenía desollado el lomo y una pata rota.

Subió hasta tierra fatigosamente, deteniéndose de vez en cuando para mirar las negras aguas de la laguna con aquellos ojos que despedían feroces destellos. Consiguió llegar hasta la arboleda y desapareció de la mirada de los filibusteros lanzando su último rugido amenazador.

—¡El vencedor no ha quedado en muy buen estado! —dijo Carmaux.

—No, pero el caimán ha muerto. Cuando mañana aparezca flotando servirá de almuerzo al jaguar —repuso el castellano.

—Caro le ha costado ese almuerzo.

—¡Bah! Estas fieras tienen la piel muy dura. Sanará.

—Pero seguro que la cola no le volverá a salir.

—A él le basta con sus garras y sus dientes.

—De todas formas su carrera de pescador ha terminado.

—Eso es cierto.

Entretanto, el Corsario Negro había reemprendido la marcha bordeando la orilla. Al pasar por la zona donde tuviera lugar la feroz lucha entre el rey de la selva americana y el soberano de los ríos y las lagunas, Carmaux vio en el suelo uno de los ojos del reptil.

—¡Puaf! —exclamó—. ¡Qué asco! Está ya sin vida y, sin embargo, aún conserva la feroz expresión de odio y de ansia por devorar a otros animales.

Los filibusteros apretaron el paso. El camino que seguían bordeaba la orilla de la laguna, y solo estaba interceptado por algunos troncos de mucumucú, plantas fáciles de cortar, por lo que la marcha resultaba más rápida que a través de la selva.

Sin embargo, debían tener cuidado con los reptiles que infestaban aquellos parajes, especialmente con los jaracarás, serpientes cuya mordedura es mortal y que, gracias a su piel, coloreada en el mismo tono que las hojas secas, se mimetizan perfectamente entre la maleza pasando inadvertidas para cualquier mirada.

Afortunadamente, parecía que no eran frecuentes por allí estos animales. En su lugar, abundaban de modo extraordinario los volátiles, que revoloteaban formando enormes bandadas sobre las plantas acuáticas y los árboles de madera de cañón.

Además de las aves propias de las lagunas de la selva, podían verse lindísimos pájaros llamados ciganas, de plumaje rizado y larga cola; papagayos, verdes unos, amarillos y rojos otros; soberbios canindés, parecidos a las cacatúas, con las alas azules y el pecho amarillo, que volaban mezclados con pequeños pajarillos llamados tico-tico.

También aparecieron en la laguna algunos grupos de monos procedentes de la selva. Eran cébidos de barba blanca, con un pelaje largo y tan suave como la seda, de color gris negruzco, y que tienen una larga barba blanca que les confiere el aspecto de apacibles ancianos y que les ha valido el sobrenombre de capuchinos.

Las hembras seguían a los machos, llevando a las espaldas a sus crías. Pero en cuanto veían acercarse a los filibusteros emprendían la fuga, dejando a los machos a la retaguardia para que se encargasen de defender la retirada.

Al mediodía, el Corsario Negro, viendo que sus hombres estaban extenuados a causa de la larga marcha de diez horas, dio la señal de hacer alto, concediéndoles unos momentos de reposo que tan bien se habían ganado.

Era preciso economizar los pocos alimentos que habían llevado consigo y que podían serles útiles en la gran selva, por lo que se pusieron en el acto a buscar.

El hamburgués y el negro fueron los encargados de la búsqueda por los árboles. Y tuvieron tanta suerte que, cerca de la orilla de la laguna, encontraron una bacaba, bellísima palmera que da unas flores de color crema y cuyo tronco produce un líquido parecido al vino, y un jabutí, árbol de unos seis o siete metros de altura, con hojas de color verde oscuro entre las que nacen unos frutos de soberbio color amarillo, parecidos a nuestras naranjas en su forma y constituidos por un enorme hueso rodeado de una pulpa muy delicada y sabrosísima.

Por su parte, Carmaux y el español, tras el buen éxito del paseo de sus compañeros, decidieron emprender una pequeña expedición por la gran selva, pues en los alrededores de la laguna solo se veían pequeños pájaros que los filibusteros no podían cazar por no disponer de perdigones.

Así pues, se adentraron en la maleza en busca de algún kariakú, animal parecido a la cabra salvaje, y con la esperanza de cobrar también algún pecarí, de excelente carne y parecido al jabalí.

Habían rogado a sus compañeros que encendieran una buena fogata, pues sabían que el corsario no esperaría mucho tiempo en aquel lugar porque estaba ansioso por alcanzar a Van Guld y a los hombres de su escolta.

En quince minutos atravesaron las espesas matas de mucumucú y se encontraron en plena selva virgen, entre una aglomeración de enormes cedros, de palmeras de toda especie, de cactus espinosos, de grandes heliantos y de espléndidas salvias cargadas de flores de un colorido indescriptible.

El español se detuvo y escuchó con atención, esperando percibir el rumor de algún animal que deambulara por allí. Pero un silencio absoluto reinaba bajo las colosales bóvedas vegetales.

—Me temo que no vamos a tener más remedio que echar mano de nuestras provisiones —dijo moviendo la cabeza—. No me extrañaría que nos hubiéramos internado en los dominios del jaguar y que la caza haya huido a un lugar más tranquilo.

—¡Parece imposible que en esta condenada selva no se pueda encontrar ni siquiera un miserable gato!

—¡No exageres! Ya has visto que no son precisamente gatos los que escasean. Los hay. ¡Y enormes!

—Como encuentre un jaguar, me lo como.

—Pues te aseguro que la carne de ese animal no es del todo mala. Asada a la parrilla, incluso está gustosa.

—Entonces, está decidido… ¡Nos lo comeremos!

—¡Hola! —exclamó el español levantando vivamente la cabeza—. ¡Creo que podremos comer algo mucho mejor!

—¿Has visto algún cabrito, castellano de mi corazón?

—Mira allá arriba. ¿No ves volar un gran pájaro?

Carmaux alzó los ojos y vio, efectivamente, una gran ave negra que revoloteaba entre las hojas y las ramas de los árboles.

—¿Y quieres comparar a ese inmundo bicho con el cabrito que me habías prometido?

—Es un gule-gule. ¡Y hay muchos! ¡Mira!

—¡Pégale un balazo, si eres capaz! —dijo Carmaux irónicamente—. Además, ¡no me inspiran confianza tus gule-gule!

—No tengo intención de matarlos. Por si te interesa, te diré que esos pájaros van a indicarnos con toda exactitud el lugar donde podremos encontrar caza abundante.

—¿Qué clase de caza? ¿Cocodrilos, quizá?

—¿Te gusta el jabalí?

—¡Oh, no me hagas sufrir! ¡Cómo agradecería ahora una buena chuleta y un poco de jamón de jabalí…! Pero, vayamos por partes, querido español. Explícame qué tienen que ver esos gule-gule del demonio con los simpáticos jabalíes.

—Los gule-gule están dotados de una vista excepcional. Desde increíbles distancias pueden ver a cualquier clase de animal. Los jabalíes son sus preferidos y, en cuanto los distinguen, acuden a hacerles compañía para llenarse el buche.

—¿Comen carne de jabalí esos bichos?

—No. Esperan a que los jabalíes hocen la tierra en busca de las raíces y tubérculos que les sirven de alimento. Naturalmente, los jabalíes dejan al descubierto una gran cantidad de gusanos y escolopendras.

—¿Se comen los ciempiés?

—¡Ya lo creo! ¡Y con buen apetito!

—¿No revientan?

—Los gule-gule son inmunes a cualquier clase de sustancias y a muchos de los más poderosos venenos.

—Sencillamente repugnante… Pero sigamos a esos pajarracos antes de que desaparezcan, y preparemos los fusiles. ¡Demonios!

¿Y si nos oyen los españoles?

—¿Te parece bien tener en ayunas al Corsario Negro?

—Hablas como un libro abierto, amigo mío. Mejor será que nos oigan y que llenemos la tripa. De otro modo, podríamos quedarnos sin fuerzas para continuar la persecución.

—¡Silencio!

—¿Los jabalíes?

—No sé. Pero lo que sí es seguro es que algún animal se acerca hacia nosotros. ¿No oyes cómo se mueven las hojas frente a nosotros?

—Sí, lo oigo.

—Esperemos y dispongámonos a abrir fuego en el momento preciso.

24. Las desventuras de Carmaux

A unos cuarenta pasos de los cazadores, las hojas se movían ligeramente. Carmaux y el castellano se apresuraron a esconderse tras el tronco de una gran simaruba.

Las ramas crujían por todas partes, como si el animal que se acercaba no estuviera aún decidido a tomar un camino determinado.

De repente, Carmaux vio abrirse la maleza. Un pequeño animal de pelaje negro y rojizo surgía de ella, saltando hasta llegar a un pequeño claro.

Carmaux ignoraba qué clase de animal era aquel, incluso si sería comestible. Pero, al verlo tan quieto a unos treinta pasos, se echó a la cara el fusil e hizo fuego.

El animal cayó, pero se incorporó en el acto y con tanta agilidad que parecía indudable que no estaba herido de gravedad. Después de mirar fijamente a los cazadores durante unos instantes, dio media vuelta y se alejó, metiéndose entre la maleza y las raíces.

—¡Maldita sea! —exclamó el filibustero—. ¡He fallado…! Pero… ¡no creo que pueda llegar muy lejos!

Corrió hacia el claro en que había saltado el animal y, sin detenerse a cargar de nuevo el fusil, emprendió animosamente la persecución haciendo caso omiso del español, que corría tras él gritando:

—¡Cuidado con las narices!

El animal corría desesperado, probablemente en busca de su madriguera. Carmaux, sin embargo, tenía buenas piernas y lo seguía de cerca, con el sable de abordaje en la mano y dispuesto a partirlo en dos.

—¡Ah, bribón! —gritaba—. Puedes estar seguro de que, aunque te escondas en el mismísimo infierno, yo daré contigo.

El pobre animal no cesaba en su loca carrera. Pero sus fuerzas lo abandonaban por momentos. Sobre la hierba iba dejando un rastro de sangre, claro indicio de que Carmaux había errado el tiro por muy poco.

Al cabo de unos instantes, fatigado por la carrera y con su resistencia menguada a causa de la pérdida de sangre, el animal se detuvo junto al tronco de un árbol. Carmaux, creyendo que ya lo tenía en sus manos, se le echó encima. Pero, de pronto, se sintió sofocado por un olor tan desagradable que cayó de espaldas tan violentamente como si hubiese sido víctima de una asfixia repentina.

—¡Por los dientes de cien mil tiburones! —se le oyó gritar—. ¡Que el diablo se lleve a los infiernos a esta maldita carroña!

Inmediatamente prorrumpió en una serie de estornudos que le impidieron proseguir con sus maldiciones.

El castellano corrió en su ayuda, pero cuando se encontraba a unos diez pasos de Carmaux se detuvo también, tapándose las narices con las dos manos.

—¡Ya has conseguido lo que querías! —dijo—. Te advertí que sería mejor que te detuvieses. ¡Has quedado perfumado para una semana…! Bien, perdona pero voy a tener que mantenerme prudentemente alejado de ti.

—¡Eh! —gritó Carmaux—. ¿Es que tengo la peste, acaso? Pero creo que me estoy poniendo malísimo. Siento mareos y una sensación extraña, como si fuera a reventar.

—Aléjate de ahí rápidamente.

—Pero… ¿qué ha sucedido?

—No hagas preguntas y aléjate de ahí. ¡Muévete, demonios!

Carmaux se incorporó, no sin cierta dificultad, con intención de dirigirse hacia el lugar donde se encontraba el español, pero este, al darse cuenta de ello, se apresuró a retroceder.

—¿Es que tienes miedo? —exclamó Carmaux—. Eso quiere decir que me ha sucedido algo muy grave. Entonces es que… ¡tengo el cólera!

—¡No digas tonterías! Simplemente es que no quiero participar también de ese delicado perfume.

—¿Y cómo voy a volver al campamento? ¡Todos huirán de mí, hasta el Corsario Negro!

—Será preciso ahumarte —repuso el español, que hacía enormes esfuerzos para contener la risa.

—¿Ahumarme a mí como a un arenque?

—Ni más ni menos, señor mío.

—Pero ¿quieres explicarme de una condenada vez qué es lo que me ha sucedido? —Carmaux perdía los estribos por momentos—. ¿Ha sido ese animal el que me ha obsequiado con este maldito olor a ajos podridos que me revuelve el estómago?

Intentó calmarse y añadió:

—A ti te hará mucha gracia, pero creo que la cabeza me va a estallar.

—Lo creo.

—¡Lo creo, lo creo…! Pero dime: ¿ha sido o no ha sido ese animal?

—Sí.

—¿Y se puede saber qué clase de fiera es esa?

—En estas tierras lo llaman zorrillo. En mi país lo conocemos como mofeta. Es una especie de marta, pertenece a su misma familia y estoy seguro de que es el peor de sus miembros. Nadie es capaz de aguantar su olor, ni siquiera los perros.

—¿Y cómo producen ese aroma del demonio?

—Lo almacenan en unas glándulas que tienen bajo la cola. ¿Te ha alcanzado alguna gota de líquido?

—No. Estaba bastante separado del bicho ese.

—En realidad, has tenido suerte.

—¡Suerte! ¡Oh…! ¿Quieres burlarte?

—Si te hubiese caído en la ropa una sola gota de ese líquido apestoso no habrías tenido más remedio que continuar el camino tan desnudo como nuestro padre Adán.

—De todas formas, huelo peor que cien letrinas juntas.

—Ya te he dicho que habrá que ahumarte.

—¡Condenación para todos los zorrillos de la tierra! ¡No podría haberme sucedido nada peor…! ¡Vaya un papel que voy a hacer al regresar al campamento…! Estarán esperando las piezas cobradas y en su lugar van a tener que conformarse con este cargamento de olor infernal.

El español no podía responder. Se reía con todas sus fuerzas mientras el filibustero seguía lamentándose al ver que su compañero procuraba mantenerse a distancia esperando que el aire puro orease algo al desdichado cazador.

Cerca del campamento encontraron a Wan Stiller, que había salido a su encuentro creyendo que su tardanza se debía a que estarían atareados en acarrear alguna pieza demasiado pesada para sus fuerzas. Al notar el olor que despedía Carmaux, dio media vuelta y echó a correr con todas sus fuerzas tapándose la nariz.

—¡Huyen de mí como de un leproso! —exclamó Carmaux—. ¡Ah! ¡Acabaré por echarme a la laguna!

—Ni siquiera así conseguirás quitarte de encima ese olor —dijo el español tratando de contener sus risotadas—. Quédate ahí y no te muevas hasta que yo vuelva o acabarás por perfumarnos a todos.

Carmaux hizo un gesto de resignación y se sentó junto a un árbol lanzando un suspiro.

Después de haber informado al corsario de la cómica aventura que habían vivido en la selva, el castellano se adentró por la maleza, acompañado por el africano, y cogió algunos manojos de hierbas verdes parecidas a las de la pimienta. Luego fue hasta donde aguardaba Carmaux, depositó las hierbas a unos veinte pasos y les prendió fuego.

—Déjate ahumar bien —dijo mientras retrocedía riendo—. ¡Te esperamos para comer!

Carmaux fue a exponerse a la acción del densísimo humo que despedían aquellas hierbas, y resuelto a no alejarse de allí hasta que desapareciera completamente el nauseabundo olor.

Las hierbas, al arder, despedían un olor tan acre que el pobre filibustero no podía evitar que se le saltasen las lágrimas. Era como si el castellano las hubiera mezclado con ramas de pimienta. A pesar de todo, Carmaux resistía pacientemente y trataba de ahumarse a conciencia.

Al cabo de media hora, cuando ya solo advertía ligeramente el olor del zorrillo, decidió poner fin a la operación y se dirigió hacia el campamento, donde sus compañeros estaban ocupados repartiéndose una gran tortuga que habían sorprendido en la orilla de la laguna.

—¿Puedo acercarme? —preguntó—. Creo que estoy lo suficientemente ahumado.

—¡Adelante! —respondió el Corsario Negro—. Habituados como estamos al olor del alquitrán, creo que podremos resistir el que tú despides. De todas formas, deja que te aconseje que, en lo sucesivo, no trates de cazar zorrillos.

—Os aseguro que en cuanto vea uno de ellos me alejaré a tres millas de distancia. ¡Prefiero vérmelas con un puma o con un jaguar que con esas pestilentes alimañas!

—Espero que, por lo menos, hayas disparado en la zona más espesa de la selva…

—Creo que la detonación no se habrá oído a una gran distancia —repuso el español.

—Sentiría que los fugitivos tuvieran conciencia de la ventaja exacta que nos llevan.

—Si no saben exactamente qué distancia les separa de nosotros, sabrán por lo menos que les perseguimos. De eso estoy seguro.

—¿Por qué supones eso?

—Por la rapidez de su marcha. En estos momentos ya tendríamos que haberles alcanzado.

—Puede ser que Van Guld tenga algún otro motivo para alejarse tan precipitadamente.

—¿Y cuál suponéis que es, señor?

—El temor a que el Olonés caiga sobre Gibraltar.

—¿Acaso el Olonés pretende tomar esa plaza? —preguntó con inquietud el castellano.

—¡Quizá! ¡Ya veremos! —repuso, evasivo, el Corsario Negro.

—Comprenderéis que si así fuera, señor, yo no podría combatir jamás contra mis compatriotas —dijo el español con cierta emoción—. Un soldado no puede levantar sus armas contra una ciudad sobre cuyos muros ondea la bandera de su propio país. En lo que respecta a Van Guld, que es flamenco, estoy dispuesto a ponerme totalmente a vuestro servicio. Pero no me pidáis que me convierta en un traidor; preferiría que me ahorcarais.

—Admiro la lealtad y la devoción que sientes por tu patria —contestó el Corsario Negro—. En cuanto hayamos alcanzado a Van Guld te dejaré libre. Y, si ese es tu deseo, podrás integrarte a las tropas que defienden la ciudad.

—Gracias, caballero. Pero no adelantemos los acontecimientos… Por el momento estoy a vuestro servicio y podéis contar conmigo para lo que creáis oportuno.

—Ahora hemos de partir de nuevo si queremos alcanzar al gobernador.

Recogieron las armas y los pocos víveres que les quedaban y reemprendieron la marcha siguiendo la orilla de la laguna, que seguía desprovista de grandes árboles.

El calor era intensísimo, y se hacía sentir mucho más a causa de la falta de sombra. Sin embargo, los filibusteros, acostumbrados a las elevadas temperaturas del golfo de México y del mar Caribe, no se sentían molestos, aunque eso no impedía que humearan como yacimientos de azufre y sudaran de forma tan copiosa que llevaban las ropas completamente empapadas.

Además, las aguas de la laguna, heridas por los ardientes rayos del sol, producían cegadores reflejos que incidían dolorosamente en los ojos de los filibusteros, mientras se alzaban peligrosos miasmas formando nubecillas que podían resultar fatales, pues son los causantes de las temidas fiebres tropicales.

Afortunadamente, hacia las cuatro de la tarde distinguieron la orilla opuesta de la laguna, la cual se adentraba en la zona selvática formando un alargado cuello de botella.

Los filibusteros y el español, que seguían caminando con gran brío a pesar de estar extraordinariamente fatigados, se disponían a internarse en la selva cuando el negro, que iba en la retaguardia, señaló una extraña mancha roja que se alzaba en el centro de la zona pantanosa abierta junto a la laguna.

—¿Un pájaro? —preguntó el corsario.

—Creo más bien que se trata de un sombrero español —dijo el castellano—. Desde aquí se puede distinguir también un penacho de plumas negras.

—¿Quién puede haberlo arrojado a ese pantano? —preguntó nuevamente el Corsario Negro.

—No quisiera equivocarme, pero creo que nadie ha lanzado ese sombrero. Ese fango debe de estar formado por cierta arena movediza que no perdona a nadie que ose pisar en ella.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que quizá debajo de ese sombrero haya algún desgraciado que ha sido engullido vivo por el fango.

—Vamos a ver.

Se desviaron del camino que seguían y se dirigieron hacia la zona pantanosa, que tendría unos trescientos o cuatrocientos metros de anchura y que parecía una laguna medio seca. Allí vieron que, efectivamente, se trataba de uno de aquellos sombreros de seda roja y amarilla adornados con una pluma que usaban los españoles.

Había quedado sobre el barro, en el centro de un hoyo que tenía forma de embudo. Junto a él podían verse como cinco puntas, de un color que hizo estremecer a los filibusteros:

—¡Los dedos de una mano! —exclamaron Carmaux y Wan Stiller.

—Como suponía, debajo de ese sombrero hay un cadáver —dijo tristemente el español.

—¿Quién podrá ser ese desgraciado? —preguntó el Corsario Negro.

—Uno de los soldados de la escolta del gobernador —repuso el castellano—. He visto ese sombrero en varias ocasiones sobre la cabeza de Juan Barrera…

—De modo que Van Guld ha pasado por aquí…

—Aquí tenéis una triste pista, señor.

—Quizá también haya caído en la arena…

—Es muy posible.

—¡Horrible muerte!

—¡La más horrible, señor! ¡Verse absorbido vivo por ese fango tenaz y nauseabundo debe de ser un fin espantoso!

—Dejemos a los muertos y pensemos en los vivos —dijo el corsario dirigiéndose hacia la espesura—. Ahora ya estamos seguros de que nos encontramos sobre la pista de los fugitivos.

Iba a decir a sus hombres que se apresurasen cuando un prolongado silbido de extrañas modulaciones resonó en la parte más espesa de la selva.

—¿Qué es eso? —preguntó volviéndose hacia el español.

—Lo ignoro, señor —repuso este mirando con inquietud entre los grandes árboles.

—¿Será algún ave la que canta de ese extraño modo?

—Jamás he oído un silbido parecido a ese, señor.

—¿Tú tampoco, Moko?

—No, capitán.

—¿Será alguna señal?

—Eso temo, señor —contestó el castellano.

—¿De tus compatriotas?

—¡Hum! —exclamó el español moviendo la cabeza.

—¿No lo crees así?

—No, señor. Lo que temo es que no tardaremos en vérnoslas con los indígenas.

—¿Son vuestros aliados esos indígenas? —preguntó el Corsario Negro frunciendo el ceño.

—Son nuestros aliados. Y temo que el gobernador nos los eche encima.

—Entonces debe de saber que le seguimos…

—Puede haberlo sospechado…

—¡Bah! Si se trata de indígenas les haremos huir fácilmente.

—En la selva virgen son más peligrosos que cualquier blanco. Es difícil evitar sus emboscadas.

—Procuraremos no dejarnos sorprender. Montad vuestros fusiles y no economicéis disparos. Ahora que el gobernador ya sabe que vamos pisándole los talones, poco puede importarnos que oiga los disparos de nuestros fusiles.

—¡Vamos a ver cómo son los indios de este país! —dijo Carmaux—. Estoy seguro de que no serán más hermosos que los que ya conocemos. Ni más malos tampoco.

—¡Debéis tener cuidado, amigos! —dijo el castellano—. Los indios venezolanos son antropófagos y les agradaría muchísimo doraros en sus enormes parrillas.

—¡Por las glándulas del zorrillo! —exclamó Carmaux—. ¡Vamos a tener que defender nuestras propias chuletas!

25. Los antropófagos de la selva virgen

Se internaron en la selva caminando entre inmensos palmerales y grandes grupos de bacabás y de ceropias, llamadas también árboles candelabro a causa de la extraña disposición de su ramaje.

El lugar estaba poblado también de carís, especie de palmeras de tronco espinoso, lo que hace difícil y peligrosa la marcha entre ellos; mirites, de dimensiones enormes y hojas dispuestas en abanico, y sipós, gruesos bejucos que los indios emplean en la construcción de sus cabañas.

Temiendo una sorpresa, avanzaban prudentemente, aguzando el oído y mirando atentamente la maleza por si entre ella se encontraban escondidos los indios.

La extraña señal no había vuelto a oírse, aunque todo parecía indicar que por allí habían pasado otros hombres.

Desaparecieron las aves y los monos, asustados sin duda por la presencia de sus eternos enemigos los indios, que aprecian mucho su carne y les hacen objeto de encarnizada persecución.

Por algunas partes se veían ramas recién tronchadas, hojas pisoteadas y bejucos quebrados que dejaban caer aún algunas gotas de savia.

Hacía dos horas que caminaban, siempre con extremada precaución y tratando de orientarse hacia el sur, cuando de pronto oyeron a cierta distancia unas modulaciones que parecían producidas por una de esas flautas de caña que usan los indios.

El Corsario Negro detuvo a sus hombres con un gesto.

—Eso es una señal, ¿verdad? —preguntó al castellano.

—Lo es —contestó este—. Es inconfundible.

—Los indígenas deben de andar cerca.

—Quizá más de lo que creéis. Estamos entre una vegetación espesísima, muy apta para una emboscada.

—¿Qué me aconsejas? ¿Esperar a que aparezcan o seguir la marcha?

—Si ven que nos detenemos pueden creer que es por miedo. Sigamos, señor. Y no perdonemos a los primeros que nos hagan frente.

El sonido de la flauta se oyó aún más cerca. Parecía salir de un grupo de carís que oponían a los expedicionarios un muro infranqueable con sus troncos sembrados de largas y agudísimas espinas.

—¡Wan Stiller! —dijo el corsario volviéndose hacia el hamburgués—. Procura hacer callar a ese misterioso músico.

El filibustero, que era un magnífico tirador, pues no en balde había sido bucanero durante muchos años, apuntó el fusil en dirección al grupo de palmeras carís, procurando descubrir algún lugar donde se moviesen las hojas. Al fin disparó, pero al azar.

La estrepitosa detonación fue seguida de un grito al que inmediatamente sustituyó una carcajada.

—¡Demonios! ¡Has fallado el disparo! —exclamó Carmaux.

—¡Rayos, truenos y tempestades de Hamburgo! —gritó Wan Stiller con rabia—. No se reiría tanto si hubiera podido verle un pelo de la cabeza.

—No importa —dijo el corsario—. Ahora ya saben que llevamos armas de fuego. Serán más prudentes. ¡Adelante!

La selva se había hecho más sombría y salvaje. Un verdadero caos de árboles de gigantescas hojas, bejucos y monstruosas raíces aparecía ante la mirada de los filibusteros. Tal era la espesura de aquella vegetación que ni siquiera los rayos solares conseguían atravesar la imponente bóveda vegetal.

A pesar de ello, el calor era agobiante, denso y húmedo, como de invernadero, y hacía sudar copiosamente a los valerosos expedicionarios que intentaban atravesar la selva.

Con los dedos en los gatillos, los ojos bien abiertos y el oído aguzado, el castellano, los filibusteros y el Corsario Negro se internaban en la maleza uno tras otro.

Miraban detenidamente los grupos de árboles, las inmensas hojas, los bejucos, los amasijos de raíces e incluso las más pequeñas plantas, dispuestos a vaciar sus armas sobre el primer indígena que osara presentarse ante ellos.

Después de las señales, nada había vuelto a turbar el pavoroso silencio que reinaba en la selva. Pero tanto el Corsario Negro como sus hombres esperaban un ataque repentino. Sabían instintivamente que aquel enemigo que tanto cuidado ponía en no dejarse ver no podía andar muy lejos.

Llegaban a un paso extremadamente intrincado y muy oscuro cuando los filibusteros vieron que el español se agachaba precipitadamente y se dejaba caer tras el tronco de un árbol.

El aire y el siniestro silencio fueron rasgados por un silbido, y una delgada cañita, después de atravesar las hojas, fue a clavarse en una rama que sobresalía a la altura de un hombre.

—¡Una flecha! —gritó el español—. ¡Cuidado!

Carmaux, que estaba tras él, disparó su fusil.

Aún no se había extinguido el eco de la detonación cuando surgió un grito de dolor de entre las espesas matas.

—¡Ah, tunante! ¡Te he dado! —gritó Carmaux.

—¡Cuidado! —exclamó en aquel momento el español.

Cuatro o cinco flechas de algo más de un metro cruzaron el aire sobre los filibusteros, que se echaron inmediatamente al suelo.

—¡Entre aquellos árboles! —gritó Carmaux.

Wan Stiller, el negro y el castellano descargaron sus armas produciendo una sola detonación. Pero ningún otro grito se oyó. Únicamente el rumor de ramas que se rompían y el crujir de hojas secas. Luego volvió a reinar el más absoluto silencio.

—Parece que con eso han tenido suficiente —dijo Wan Stiller.

—¡Silencio! —exclamó el español—. ¡Todos tras los árboles!

—¿Temes un nuevo asalto? —preguntó el corsario.

—He oído moverse las hojas a nuestra derecha.

—Entonces, ¿esto es una verdadera emboscada?

—Me temo que sí, señor.

—¡Si Van Guld cree que los indios van a lograr detenernos está muy equivocado! ¡Seguiremos nuestro camino a pesar de todos los obstáculos!

—¡No abandonemos por el momento este lugar, señor! Quizá esas flechas estén envenenadas…

—¿Es eso posible?

—Suelen hacerlo, igual que los salvajes del Orinoco y el Amazonas.

—Pero no podemos permanecer aquí eternamente…

—Lo sé. Pero tampoco podemos exponernos a las flechas. Si seguimos vivos siempre tendremos tiempo de arreglar cuentas con ese perro… ¿No creéis que es una tontería morir a manos de esos salvajes?

—Señor —dijo entonces el negro—. ¿Queréis que eche un vistazo entre los árboles?

—Ya has oído que eso sería un verdadero suicidio.

—¿No oís eso, capitán? —dijo Carmaux.

En lo más espeso de la selva resonaron unas notas de flauta. Era un sonido muy triste, agudo y monótono, que debía de oírse a gran distancia.

—¿Qué significará esa música? —preguntó el corsario, que empezaba a impacientarse—. Me gustaría saber si es la señal de retirada o si por el contrario se disponen a atacar.

—Capitán —dijo Carmaux—, ¿me permitís una sugerencia?

—Habla.

—¡Hagamos salir de su escondite a esos malditos indios! ¡Incendiemos la selva!

—¡Magnífico! ¡Y así también nosotros pereceremos abrasados! —repuso el corsario—. ¿Quién crees que apagaría luego el fuego?

—Creo que lo mejor sería seguir avanzando y disparando nuestras armas a diestro y siniestro —sugirió Wan Stiller.

—Esa idea ya me parece menos descabellada —dijo el Corsario Negro—. ¡Marcharemos con la música a la cabeza! ¡Fuego a discreción, valientes! Y dejadme a mí la misión de abrir paso.

El Corsario Negro se puso en vanguardia, con la espada en una mano y una pistola en la otra. Tras él, en parejas y guardando cierta distancia, se colocaron los filibusteros, el español y el negro Moko.

Apenas abandonaron los troncos protectores, Carmaux y Moko dispararon sus fusiles, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Después de un pequeño intervalo, el español y Wan Stiller echaron mano de sus armas y ofrecieron la continuación de aquel infernal concierto. Lo único que no preocupaba a los expedicionarios en aquellos momentos era economizar municiones.

Mientras tanto, el Corsario Negro iba abriendo el camino, cortando ramas, apartando hojas y arrancando bejucos, lo cual no le impediría hacer certeras punterías sobre los indios que pudiesen aparecer de un momento a otro.

Las ensordecedoras detonaciones parecieron producir un gran efecto a los misteriosos enemigos, porque ninguno de ellos osó aparecer ante los filibusteros.

Sin embargo, alguna que otra flecha cruzó silbando sobre el grupo expedicionario y fue a clavarse a cierta distancia sin herir a ninguno de ellos. Se creían ya a salvo, convencidos de haber burlado la emboscada, cuando con un horrible estrépito cayó ante ellos un enorme árbol que les cortó el paso.

—¡Malditos! —masculló Wan Stiller—. Si llega a caer medio segundo más tarde estaríamos convertidos en una magnífica tortilla. ¡Solo de pensarlo me dan escalofríos!

No había terminado el hamburgués de decir estas palabras cuando estalló un gran vocerío entre la espesura mientras un gran número de flechas surcó el aire y fue a clavarse en los troncos de los árboles.

El corsario y sus hombres se echaron inmediatamente a tierra tras el árbol caído, que hasta cierto punto podía servirles de trinchera.

—Esperemos que esos condenados se dejen ver esta vez —dijo Carmaux—. Aún no he tenido el placer de contemplar la cara de uno de esos indios.

—¡Manteneos separados! —ordenó el corsario—. Si nos ven juntos harán caer sobre nosotros una verdadera lluvia de flechas.

Iban a tomar posiciones tras el árbol siguiendo las órdenes del corsario cuando a poca distancia de ellos se oyó de nuevo el sonido de la flauta.

—¡Los indios se acercan! —exclamó Wan Stiller.

—Disponeos a recibirles con una buena carga de plomo —ordenó el corsario.

—¡No! —gritó el español.

—¿Cómo te atreves a…? —dijo el corsario asombrado.

—Disculpad, señor —repuso el español interrumpiéndole—. Por las tristes notas que salen de ese instrumento deduzco que no se trata de una marcha guerrera…

Esta vez fue el Corsario Negro quien interrumpió las palabras del soldado español.

—¡Explícate! —ordenó.

—Un momento, señor.

El español se incorporó para mirar al otro lado del árbol.

—¿Comprendéis, señor? —preguntó—. Es un parlamentario el que se acerca… ¡Caramba! ¡Es el mismísimo piaye de la tribu el que se dirige hacia nosotros!

—¿El piaye?

—El brujo, señor —aclaró el español.

Los filibusteros se incorporaron rápidamente, con los fusiles dispuestos para responder al menor signo de traición, pues aquellos antropófagos no les inspiraban la más mínima confianza.

De entre un gran grupo de árboles, salió un indio seguido por dos flautistas.

Era un hombre de cierta edad, mediana estatura como casi todos los indios de las selvas venezolanas, anchas espaldas, potentes músculos y piel de color amarillo rojizo, tal vez a consecuencia de la costumbre que tienen esos salvajes de frotarse el cuerpo con grasa de pescado o aceite de nuez de coco para protegerse de las dolorosas picaduras de los mosquitos.

Su rostro, redondeado y de expresión más melancólica que feroz, estaba desprovisto de barba (la depilación del rostro es una antiquísima costumbre de los pueblos aborígenes americanos). Pero en la cabeza, en cambio, lucía una larga cabellera negrísima, de reflejos azulados.

En su calidad de brujo de la tribu usaba como distintivo una verdadera carga de ornamentos que destacaban vivamente sobre sus azules ropas. Collares de minúsculas conchas, anillos de espinas de pescado pacientemente trabajadas, brazaletes confeccionados con huesos, garras y dientes de jaguar y puma, picos de tucán, pedazos de cuarzo cristalizado y aros de oro macizo.

Tenía la cabeza adornada con una diadema de la que surgían largas plumas de papagayo y, atravesándole la ternilla de la nariz, llevaba una gran espina de pescado de tres o cuatro pulgadas de longitud.

Sus dos acompañantes lucían camisas parecidas a las del brujo, pero una cantidad mucho menor de ornamentos y joyas. En cambio, iban armados de grandes arcos de madera, un haz de flechas cuyas puntas eran de hueso o de sílex y una formidable maza de más de un metro de longitud pintada con colores muy vivos.

El brujo avanzó hasta llegar a unos cincuenta pasos del árbol que servía de protección a los filibusteros e hizo una seña a los flautistas para que pusieran punto final a su monótono concierto.

Después, en pésimo castellano y con voz estentórea, gritó:

—¡Quiero que los hombres blancos me escuchen!

—Los hombres blancos prestarán atención a tus palabras —repuso el español.

—Este es el territorio de los arauacos —exclamó el brujo—. ¿Quién ha dado permiso a los hombres blancos para entrar en nuestras posesiones?

—Nosotros no tenemos ningún deseo de molestaros —repuso el español—. Ni siquiera pensamos permanecer en vuestras tierras. Únicamente necesitamos atravesarlas para dirigirnos al territorio de los hombres blancos que se encuentra al sur de la laguna de Maracaibo. Te aseguro que no es nuestra intención hacer la guerra a los arauacos, los hombres de piel roja que son nuestros amigos.

—¡La amistad del hombre blanco no se ha hecho para nosotros! ¡Esa amistad ya ha resultado fatal para los arauacos de la costa! Estas selvas nos pertenecen. Podéis elegir entre dos opciones: volveros a vuestro país o servir de alimento a nuestro pueblo…

—¡Demonios! —exclamó Carmaux—. Si no he comprendido mal, creo que quiere emplearnos como sustitutivo de los cerdos y las vacas.

—Nosotros no somos de los hombres blancos que han conquistado la costa reduciendo a la esclavitud a los caribes. Somos vuestros amigos. Y atravesamos estos bosques persiguiendo a algunos de vuestros enemigos, que han escapado —dijo el Corsario Negro al tiempo que se dejaba ver por el brujo arauaco.

—¿Eres tú el jefe? —preguntó este.

—Sí, soy el jefe de los hombres blancos que me acompañan.

—¿Y perseguís a otros blancos?

—Hasta que no les matemos no estaremos satisfechos… ¿Han pasado por aquí?

—Sí, nosotros les hemos visto… ¡Pero no irán muy lejos, porque nos los comeremos!

—¡Y yo os ayudaré a matarlos!

—¿Es que les odias?

—Son mis enemigos.

—¡Pues id a matarlos en la costa, si queréis, pero no en territorio arauaco…! Os lo advierto: volveos, o en caso contrario os haremos la guerra.

—Ya te he dicho que no somos enemigos vuestros. Te doy mi palabra de que respetaremos tu tribu, tus cabañas y tus graneros.

—¡Volveos! —insistió rudamente el brujo.

—¡Escúchame!

—¡He dicho que os volváis! ¡Regresad a vuestras tierras o acabaremos con vosotros!

—¡Con tu permiso o sin él, atravesaremos vuestras tierras!

—¡Os lo impediremos!

—Tenemos terribles armas que despiden truenos y rayos…

—Y nosotros poderosas flechas…

—Hachas que son capaces de cortar el tronco de este árbol y espadas que pueden ensartar dos cuerpos humanos a la vez…

—Nosotros tenemos butús, con los que podemos hacer pedazos el cráneo más resistente…

—Sospecho que eres aliado de los hombres a los que perseguimos.

—Te equivocas. ¡También a ellos nos los comeremos!

—¿De modo que estás resuelto a hacernos la guerra?

—¡Sí!

—¿Es tu última palabra?

—La última. Y no me volveré atrás.

—¡Marineros! —gritó el corsario saltando sobre el árbol y empuñando la espada—. ¡Demostremos a estos indios que no tememos a nadie! ¡Adelante!

Al ver avanzar a los filibusteros con sus fusiles apuntados, el brujo se alejó precipitadamente, seguido por los dos flautistas, y fue a ocultarse entre la maleza.

El Corsario Negro impidió a sus hombres que hicieran fuego, pues no quería ser el primero en provocar la lucha. Pero conducía al grupo rápidamente a través de la selva, dispuesto a detener el ataque de la salvaje horda arauaca.

Otra vez estaba en acción el formidable filibustero de La Tortuga, aquel hombre que tantas pruebas de extraordinario valor había dado.

Empuñando la espada y una pistola, guiaba al pequeño pelotón abriéndose paso a través de la espesura y dispuesto a entablar una encarnizada batalla.

Las primeras flechas no tardaron en rasgar el aire silbando entre el follaje. Wan Stiller y Carmaux respondieron enseguida con dos disparos de fusil efectuados a ciegas, pues los indígenas, a pesar de las bravatas del brujo, no se dejaban ver.

Haciendo fuego a diestro y siniestro, con intervalos de un minuto, el pelotón atravesó felizmente la zona más tupida de la selva sin que los arauacos les arrojasen más que unas cuantas flechas y alguna que otra jabalina. Por fin llegaron a un pequeño claro en cuyo centro se abría una laguna.

Como el sol estaba poniéndose y los indios seguían ocultos e inactivos, el Corsario Negro ordenó montar allí mismo el campamento.

—Si quieren atacarnos, que lo hagan aquí —dijo—. Les estaremos esperando. El claro es lo suficientemente grande como para que les podamos ver apenas hagan acto de presencia.

—No podríamos haber encontrado un sitio mejor —dijo el español—. Los indios arauacos son temibles en las zonas más espesas e intrincadas de la selva, pero no se atreven a atacar en terreno descubierto. Además, podemos disponer el campamento de forma que les sea imposible forzarlo.

—¡No me digas que quieres construir una trinchera! —exclamó Carmaux—. ¿No crees que sería una operación bastante larga y laboriosa, amigo mío?

—Será suficiente con una barrera de fuego.

—¡Siempre les queda la opción de saltarla! No son precisamente jaguares ni pumas para tener miedo de unos cuantos maderos ardiendo.

—¿Y qué me dices de esto? —replicó el español mostrando a Carmaux unos frutos redondos.

—¿Qué es?

—Pimienta, y de la más fuerte. Durante la marcha me he entretenido en recogerla y tengo los bolsillos llenos.

—Es muy buena para comerla con la carne, aunque quema un poco en el gaznate.

—¡Pues esto es lo que nos defenderá de los indios!

—Nuevamente necesito que me aclares tus intenciones.

—Echaremos la pimienta al fuego.

—¿Es que tienen miedo al estallido de esas bayas?

—Lo que temen es el humo que despiden. Si quisieran saltar la barrera de fuego el humo atacaría sus ojos y se quedarían ciegos durante un par de horas.

—¡Rayos! ¡Sabes más artimañas que el mismísimo Satanás!

—Han sido precisamente los caribes los que me han enseñado todos estos trucos para mantener lejos al enemigo. Estoy seguro de que producirá el efecto deseado sobre los arauacos si intentan atacarnos. ¡Busquemos leña y esperémosles tranquilamente!

26. La emboscada de los arauacos

La rápida cena consistió en un pedazo de tortuga que habían guardado por la mañana y algo de galleta. Luego los filibusteros inspeccionaron los alrededores para ver si encontraban indios emboscados. Golpearon las plantas para hacer huir a las serpientes y enseguida encendieron alrededor del campamento unas grandes hogueras en las que echaron algunos puñados de pimienta, cuyo humo constituía, además, un excelente remedio contra los mosquitos.

Temiendo, con razón, que la noche no fuese muy tranquila, decidieron establecer dos turnos de guardia. El primero corrió a cargo de los dos marineros y el negro Moko; el segundo se lo reservó el Corsario Negro, a quien acompañaría el español.

Estos últimos se acostaron tras haber cambiado las cargas de sus fusiles para asegurarse de que no fallarían en el momento preciso, mientras Carmaux y sus amigos se disponían a iniciar su ronda por el interior del cerco de fuego.

La enorme selva quedó sumida en un majestuoso silencio, aunque aquella calma era poco tranquilizadora para los centinelas, que sabían por experiencia que los indios prefieren los ataques nocturnos a los diurnos.

Sobre todo Carmaux hubiera preferido oír los rugidos de los jaguares y los pumas. La presencia de aquellos carnívoros hubiera sido, al menos, un seguro indicio de la ausencia de sus terribles enemigos de piel roja.

Habían transcurrido dos horas desde el comienzo de la guardia cuando los centinelas, que mantenían los ojos fijos en los vecinos árboles y que echaban de vez en cuando algunos puñados de pimienta a las fogatas, advertidos por Moko, que debía de tener un oído muy fino, percibieron un ligero rumor de hojas en movimiento.

—¿Habéis oído? —murmuró el negro inclinándose hacia Carmaux, que estaba muy ocupado en saborear un trozo de tabaco que encontró en uno de sus bolsillos.

—No he oído nada, Saco de Carbón —respondió el filibustero—. Esta noche no hay ranas que ladren ni lombrices que hagan más ruido que cien fraguas juntas.

—Pues allá abajo se ha movido una rama.

—¿Insinúas que tu amigo blanco está sordo?

—¿Oyes? Ahora se ha roto la rama…

—Sigo sordo… —bromeaba Carmaux—. ¡Vamos a ver! Si eso es cierto, es que alguien viene hacia nosotros.

—Naturalmente.

—¿Quién será? ¡Ah! Es una lástima que además de tener ese maravilloso oído no tengas también ojos de gato. ¡Una lástima!

—No puedo ver nada, pero creo que alguien se acerca.

—Mi fusil está dispuesto. ¡Calla y escuchemos!

—¡Échate al suelo, amigo blanco, o te herirán con sus flechas!

—Acepto tu consejo. No me gustaría que me llenaran la tripa con su maldito veneno.

Ambos hombres se tendieron sobre la hierba e hicieron una seña a Wan Stiller, que estaba en el otro lado, para que les imitase. Luego se pusieron a escuchar sin abandonar un solo momento sus fusiles.

Uno o más hombres se acercaban. En medio de una espesísima mata que se encontraba a unos cincuenta pasos se podía ver cómo se movía algo, y algunas veces se oían crujir las ramas.

Ya no cabía la menor duda de que el enemigo tomaba posiciones a una distancia idónea para lanzar sus flechas sin ser descubierto.

El negro y los filibusteros, casi totalmente cubiertos por la hierba, permanecían inmóviles, esperando a que los arauacos aparecieran para abrir fuego sobre ellos. De pronto, a Carmaux se le ocurrió una idea.

—¡Eh, Saco de Carbón! —dijo—. ¿Crees que están lejos todavía?

—¿Los indios?

—Sí, ¡habla!

—Aún están entre los árboles. Pero si continúan avanzando no tardarán ni un minuto en llegar hasta las lindes de la selva.

—Tengo tiempo más que suficiente. ¡Wan Stiller! ¡Échame tu casaca y tu sombrero!

El hamburgués hizo lo que su amigo le pedía. Pensaba que si Carmaux le pedía aquello sus razones debía de tener.

Por su parte, Carmaux se había incorporado para despojarse también de su casaca. Alargó la mano, cogió algunas ramas, las entrelazó como pudo y las cubrió con su chaqueta, coronándolas finalmente con los sombreros.

—¡Hecho! —dijo mientras volvía a tumbarse.

—¡El amigo blanco es un bribón! —dijo Moko riendo.

—Si no hubiera improvisado esos dos muñecos, los indios podrían haber dirigido sus flechas hacia el Corsario Negro y el español. De esta forma ya no corren peligro alguno.

—¡Silencio, ya llegan!

—¡Estoy preparado! ¡Wan Stiller! ¡Otro puñado de pimienta!

El hamburgués iba a incorporarse, pero advirtió algo extraño y permaneció tendido. Se oyeron unos silbidos. Luego unas flechas fueron a clavarse en los grotescos fantoches.

—¡Veneno desperdiciado que no causará efecto alguno, mis queridos arauacos! —murmuró Carmaux—. Ahora espero que os dejéis ver para que pueda corresponder a vuestra gentileza obsequiándoos con unos riquísimos confites de plomo…

Al ver que nadie daba ya señales de vida, los indios lanzaron sobre el campamento una nueva lluvia de flechas que también fueron a clavarse en los muñecos. Inmediatamente uno de ellos, el más audaz sin duda, salió de entre la espesura blandiendo una colosal maza.

Carmaux se disponía a disparar sobre el arauaco cuando, en medio de la inmensa selva, resonaron repentinamente cuatro disparos, a los que siguieron unos formidables alaridos.

El indio deshizo el camino andado y fue a ocultarse de nuevo en la espesura antes de que Carmaux tuviera tiempo de volver a apuntarle.

El Corsario Negro y el español, despertados por aquel enorme alboroto, se levantaron precipitadamente creyendo que el campamento había sido asaltado por los arauacos.

—¿Dónde están? —preguntó el corsario empuñando su espada.

—¿Quiénes, señor? —preguntó a su vez Carmaux.

—¡Los indios!

—¡Se han esfumado, capitán! ¡Antes de que tuviera tiempo de disparar mi fusil!

—¿Y esos gritos? ¿Y esos disparos? ¿No oyes? Otras tres detonaciones.

—Se está combatiendo en medio de la selva —dijo el español—. Los indios han asaltado a otro grupo de hombres blancos, señor.

—¿Se tratará del gobernador y su escolta?

—Posiblemente.

—Sentiría que fuesen esos indios los que acabasen con ellos…

—También yo. No podría devolver los palos a un muerto. Pero…

—¡Silencio!

Otros tres disparos, seguidos de furibundos gritos lanzados sin duda por una numerosa tribu de indios, resonaron en la selva. Luego, el más absoluto silencio.

—¡La lucha ha terminado! —exclamó el español, que había estado escuchando con cierto temor—. Por el gobernador no movería un dedo… Pero por los otros, que son compatriotas míos…

—Querrías ver qué es lo que les ha sucedido, ¿no? —preguntó el corsario.

—Sí, señor.

—Y yo necesito saber urgentemente si mi enemigo está vivo o muerto —repuso el corsario con voz sombría—. ¿Serías capaz de guiarnos?

—La noche está muy oscura, señor, pero…

—Sigue.

—Podríamos encender algunas ramas resinosas.

—¿Y atraer sobre nosotros la atención de los arauacos?

—Tenéis razón, señor.

—Sin embargo, creo que podremos orientarnos con nuestras brújulas.

—Es imposible afrontar los cien mil obstáculos que ofrece esta selva tan espesa. Sin embargo…

Nuevamente interrumpió el español sus palabras, lo que aumentó la impaciencia del Corsario Negro. Por fin, continuó:

—Allá abajo hay cocuyos, y pueden sernos útiles. Concededme cinco minutos. ¡Moko, ven conmigo!

Se quitó el casco y, junto con el negro, se dirigió hacia un grupo de árboles entre los cuales se veían brillar grandes puntos luminosos, luces verdosas que se movían vertiginosamente en la oscuridad.

—¿Qué intenciones tendrá ahora ese endemoniado castellano? —se preguntó Carmaux, que no conseguía comprender los propósitos del español—. ¡Cocuyos! ¿Qué será eso…? ¡Eh, Wan Stiller! Ten dispuesto el fusil, no sea que caigamos en alguna emboscada.

En cuanto llegaron junto al grupo de árboles que el español había señalado, este empezó a dar saltos como si quisiera cazar aquellos puntos luminosos.

Dos minutos después estaba de regreso en el campamento. Llevaba el casco en una mano y lo tenía cubierto con la otra.

—Ahora ya podemos ponernos en marcha, señor —dijo al Corsario Negro.

—¿Qué te propones? —preguntó este.

El castellano metió una mano en el casco y sacó de él un insecto que irradiaba una maravillosa luz verde que se expandía hasta una considerable distancia.

—Nos ataremos dos de estos cocuyos a las piernas, como hacen los indios. Con su luz podremos ver no solo los bejucos y las raíces que obstaculicen nuestro camino, sino también las peligrosas serpientes que se esconden entre el follaje. ¿Quién tiene un poco de hilo?

—Un marinero siempre tiene hilo consigo —dijo Carmaux—. Yo me encargo de atar esos cocuyos.

—No vayas a apretarlos demasiado…

—No temas, amigo. Además, hay muchos en tu casco, ¿no?

El filibustero, ayudado por Wan Stiller, tomó cuidadosamente los insectos y los ató a las hebillas de los zapatos de sus compañeros. Esta operación, aparentemente fácil, requirió alrededor de media hora. Por fin, todos quedaron provistos de aquellos farolillos vivientes.

—Ingeniosa idea —dijo el Corsario Negro.

—Se la debemos a los indios —repuso el español—. Ya veréis como estas luces nos ayudan a superar los obstáculos que podamos encontrar en la selva.

—¿Dispuestos?

—¡Todos! —respondió Carmaux.

—¡Adelante! Y procurad hacer el menor ruido posible.

Se pusieron en marcha uno tras otro, a buen paso y con la mirada fija en el suelo para ver dónde pisaban.

Los cocuyos desempeñaban maravillosamente la función que les había destinado el español, pues permitían distinguir los serpenteantes bejucos y las raíces que se retorcían entre los árboles. Incluso podían apreciarse claramente muchos insectos nocturnos.

Estas luciérnagas, que son las más hermosas de su especie y también las más grandes, despiden una luz tan potente que con ella se puede leer cómodamente a una distancia de treinta o treinta y cinco centímetros; tal es la potencia de sus órganos luminosos.

Cuando son pequeñas, irradian una luz azulada; pero, al llegar a su máximo desarrollo, este color es sustituido por un verde pálido de muy bello efecto. También son luminosos los huevos que depositan entre las hojas las hembras de esta extraña especie animal.

Con estos Pyrophorus noctilucus, como los llaman los naturalistas, se han hecho curiosísimos estudios para conocer cuáles son los órganos que producen su extraordinaria luz. Se ha averiguado que el aparato productor consiste, esencialmente, en tres placas, situadas dos de ellas en la parte anterior del tórax y la otra en el abdomen. Y que la sustancia generadora es un albuminoide soluble en agua que se coagula por la acción del calor.

Aun arrancados del insecto, estos órganos conservan durante algún tiempo su propiedad luminosa. Y lo mismo sucede si se trituran o pulverizan; siguen conservando esa cualidad a condición de que se bañen en un poco de agua pura.

Los filibusteros proseguían su rápida marcha, internándose entre la maleza y pasando bajo los tupidos velos que formaban los bejucos, deslizándose entre las raíces que tejían gigantescas redes y saltando sobre los troncos de árboles caídos por vejez o por los rayos.

Los disparos habían cesado. Sin embargo, se oían a lo lejos gritos, que debía de lanzar alguna tribu de indios. De repente cesaban. Luego volvían a dejarse oír, más agudos aún que antes, para extinguirse de nuevo.

A intervalos se oía también el sonido de flautas, y unos sordos rumores que debían de ser producidos por algún tambor.

Era como si hubiera terminado una monstruosa batalla y la tribu vencedora se hubiera reunido en algún lugar de la intrincada selva para celebrar el triunfo o para entregarse a alguno de los macabros banquetes a que estaban acostumbrados por aquel entonces los indios de las tribus venezolanas, especialmente los caribes y arauacos, que devoraban a los caídos en el combate y a los prisioneros.

El español apretaba el paso deseoso de saber la suerte que habían corrido sus compatriotas. Por el gobernador no se preocupaba, aunque en el fondo de su corazón no le hubiera disgustado encontrárselo muerto o, mejor aún, asado. Así pues, aceleraba el ritmo de la marcha con la esperanza de llegar a tiempo para socorrer a algún soldado español que hubiera caído vivo en manos de aquellos salvajes devoradores de hombres.

Se oían ya los gritos a poca distancia cuando Carmaux, que caminaba al lado del español, al levantar la vista para evitar quedar enredado en algún bejuco tropezó con una masa inerte y cayó al suelo de tan mala manera que aplastó los cocuyos atados a las hebillas de sus botas.

—¡Truenos! —exclamó incorporándose a toda prisa—. ¿Qué es esto…? ¡Relámpagos! ¡Un muerto!

—¡Un muerto! —exclamaron al mismo tiempo el Corsario Negro y el español inclinándose hacia el suelo.

—¡Mirad, señor!

Entre la hojarasca y el laberinto de raíces yacía un indio de elevada estatura, con la cabeza adornada de plumas de ará y vestido con una túnica de color azul oscuro. Tenía la cabeza destrozada por un tajo de espada y el pecho agujereado por un balazo. Debía de hacer poco tiempo que lo habían matado, pues aún manaba abundante sangre de ambas heridas.

—Por lo visto la lucha ha tenido lugar aquí —dijo el español.

—Seguro —confirmó Wan Stiller—. Veo algunas mazas, y en los troncos hay clavadas multitud de flechas.

—¡Veamos si yace por aquí alguno de mis compatriotas! —dijo el español con cierta emoción.

—Pierdes el tiempo —dijo Carmaux—. Si alguno de ellos ha caído bajo las flechas arauacas a estas horas ya lo deben de estar condimentando.

—Algún herido puede haberse ocultado entre la maleza…

—¡Buscad! —dijo el Corsario Negro.

El español, el negro Moko y Wan Stiller registraron las matas más cercanas, llamando en voz baja, pero sin obtener respuesta. Sin embargo, hallaron a otro indio que había recibido dos balazos en pleno corazón. Y a su lado, algunas mazas, arcos y un haz de flechas.

Convencidos de que allí no había ser viviente alguno, reemprendieron la marcha. Los gritos de los arauacos se oían ahora muy cercanos, por lo que los filibusteros calcularon que llegarían al campamento de los antropófagos en menos de un cuarto de hora.

Por lo que se oía, los arauacos debían de estar celebrando, efectivamente, su gran victoria, pues mezcladas con los gritos llegaban hasta los filibusteros las notas alegres de algunas flautas.

Los filibusteros habían atravesado la parte más espesa de la selva cuando, a través de las hojas, vieron una vivísima luz que proyectaba un potentísimo haz hacia las alturas.

—¿Los indios? —preguntó el corsario deteniéndose.

—Sí —dijo el español.

—¿Están acampados alrededor del fuego?

—Sí. Pero ¿qué será lo que están guisando en él? —repuso el español visiblemente emocionado.

—¿Algún prisionero, quizá?

—Mucho me temo que sí, señor.

—¡Canallas! —murmuró el Corsario Negro, que experimentó un vivo estremecimiento—. Amigos, vamos a ver si Van Guld ha conseguido escapar de la muerte o ha encontrado aquí el castigo a todos sus delitos.

27. Entre garras y flechas

Cuando los filibusteros llegaron hasta los árboles que rodeaban el campamento arauaco, se ofreció a sus ojos una escena aterradora.

Dos docenas de indios, sentados alrededor de una gigantesca hoguera, esperaban ansiosos el momento de llenarse el estómago con la carne que estaba acabando de hacerse en un gran asador.

Si se hubiera tratado de un gran pedazo de cualquier clase de animal salvaje, de un tapir entero o de un jaguar, los filibusteros no hubieran reaccionado de igual forma. Pero lo que vieron hizo que sus cabellos se erizasen y que una sensación indescriptible les subiera hasta la boca haciéndoles sentir náuseas.

El asado consistía en dos cadáveres humanos, dos hombres blancos, probablemente miembros de la escolta del gobernador de Maracaibo.

Los dos desgraciados que iban a ser digeridos en los intestinos de aquellos abominables salvajes estaban ya asados y sus carnes empezaban a crepitar despidiendo un olor nauseabundo que hacía dilatarse las narices de aquellos monstruosos comensales.

—¡Rayos infernales! —exclamó Carmaux estremeciéndose—. ¿Es posible que haya seres humanos que se alimenten de sus semejantes? ¡Puaf! ¡Creo que empiezo a sentirme mal!

—¿Puedes reconocer a esos dos infelices? —preguntó el corsario al español.

—Sí, señor. Les conozco —contestó este ahogando un sollozo.

—¿Pertenecían a la escolta de Van Guld?

—Sí, son dos soldados de su escolta. Estoy seguro de no equivocarme, a pesar de que el fuego ha quemado sus barbas.

—¿Qué me aconsejas hacer?

—Señor… —murmuró el español mirando al Corsario Negro con ojos suplicantes.

—¿Querrías arrebatar los cadáveres a esos monstruos para darles honrosa sepultura?

—Os crearíais una situación peligrosa, señor. Los arauacos no tardarían en cazarnos a nosotros también.

—¡No temo a esos miserables! —dijo el corsario con cierta ferocidad.

Y tras unos instantes de silencio añadió:

—Además, no son más que dos docenas…

—Es probable que estén esperando a los demás, señor. Me parece imposible que ellos solos sean capaces de comerse a dos hombres.

—Pues bien, antes de que lleguen sus compañeros nosotros habremos dado sepultura a tus dos compatriotas. ¡Eh! ¡Carmaux! ¡Wan Stiller! Vosotros que sois magníficos tiradores no erraréis el tiro.

—Yo abatiré a aquel gigantón que desparrama hierbas aromáticas sobre el asado —repuso Carmaux.

—Y yo —dijo el hamburgués— atravesaré la cabeza al que tiene en la mano aquella especie de horquilla con la que da vueltas a los cadáveres.

—¡Fuego! —ordenó el Corsario Negro.

Dos tiros rompieron el majestuoso silencio que en aquellos momentos reinaba en la selva. El gigantesco indio cayó sobre el asado y el que blandía la horquilla se desplomó hacia atrás con la cabeza hecha pedazos.

Sus compañeros se pusieron en pie precipitadamente, con las mazas y los arcos en la mano. Estaban tan asombrados por aquella inesperada descarga que en principio no supieron cómo reaccionar y permanecieron inmóviles. El español y Moko se aprovecharon de ello y descargaron también sus fusiles sobre los siniestros invitados.

Al ver caer a otros dos compañeros, los arauacos no quisieron continuar en un lugar donde peligraba su pellejo y emprendieron la huida, abandonando su asado y ocultándose en la espesura.

Iban los filibusteros a precipitarse tras ellos cuando se oyeron en la lejanía unas furibundas exclamaciones.

—¡Por mil tiburones hambrientos! —exclamó Carmaux—. ¡Sus compañeros ya están de regreso!

—¡Pronto! —gritó el corsario—. ¡Arrojad los cadáveres en la maleza si no tenéis tiempo suficiente para sepultarlos! ¡Ya pensaremos más tarde en eso!

—Los descubrirán por el olor a carne quemada —repuso Wan Stiller.

—¡Haremos todo lo que podamos para evitar que los dientes de esos salvajes se hundan en esos cuerpos!

El español se había lanzado hacia la hoguera y con un vigoroso empujón volcó el asador, mientras Wan Stiller esparcía los tizones a fuerza de puntapiés.

Moko y Carmaux, entretanto, se habían apoderado de dos de las mazas arauacas, que, como ya se ha dicho, terminaban en afiladísimas puntas, y abrían una fosa en la tierra húmeda y blanda de la selva. El Corsario Negro, actuando de centinela, se mantenía en la linde de la espesura.

Los gritos de los indios se acercaban rápidamente.

La tribu, que debía de haberse lanzado en persecución de Van Guld, al oír resonar a sus espaldas aquellos disparos, corría en ayuda de los compañeros que habían quedado encargados de preparar la macabra cena.

El corsario, que se había adelantado temiendo alguna sorpresa por parte de los fugitivos, al oír que se quebraban algunas ramas a poca distancia volvió hacia atrás rápidamente y dijo a sus hombres:

—¡Si no huimos ahora, dentro de cuatro o cinco minutos tendremos encima a toda la tribu arauaca!

—¡Esto ya está listo, capitán! —dijo Carmaux, que empujaba la tierra con los pies para tapar completamente los dos cadáveres.

—Señor —dijo el español volviéndose hacia el Corsario Negro—. Si huimos, nos perseguirán.

—¿Y qué quieres hacer?

—Escondernos ahí arriba —repuso señalando un enorme árbol que formaba por sí solo un pequeño bosquecillo—. ¡Ahí no nos descubrirán!

—¡Eres astuto, amigo! —dijo Carmaux—. ¡Arriba los gavieros!

El castellano y los filibusteros, precedidos por Moko, se dirigieron hacia aquel coloso de la flora tropical, ayudándose unos a otros para llegar a las ramas cuanto antes. Aquel árbol era una summameira (Eriodendron summauma), uno de los más grandes que crecen en las selvas de la Guayana y Venezuela. Tienen una gran cantidad de ramas largas, nudosas y cubiertas por una corteza blanquecina y por un espeso follaje. Como este árbol está sostenido por un gran número de troncos más pequeños formados por raíces, los filibusteros pudieron llegar sin grandes dificultades hasta las primeras ramas e iniciar desde ellas una pequeña escalada hasta cincuenta metros del suelo.

Estaba Carmaux acomodándose en la bifurcación de una rama cuando notó que esta oscilaba violentamente, como si alguien se hubiera colocado en el otro extremo.

—¿Eres tú, Wan Stiller? —preguntó—. ¿Es que quieres hacerme caer? ¡Si me caigo desde esta altura no quedaré muy entero, seguro!

—¿Con quién estás hablando? —preguntó el Corsario Negro, que estaba bajo él—. Wan Stiller está frente a mí.

—Entonces, ¿quién está moviendo mi rama? ¿Se habrá refugiado aquí algún arauaco?

Miró a su alrededor y a unos diez pasos de distancia, entre un entrecruzamiento de hojas, casi en el extremo de la misma rama en que él se encontraba, vio brillar dos puntos luminosos de color amarillo verdoso.

—¡Por los arenales de Olonne, como dice Nau! —exclamó Carmaux—. ¿En compañía de qué animal me encuentro…? ¡Eh, castellano! Mira hacia aquí y dime de quién son esos ojos que me miran tan fijamente.

—¿Ojos? —exclamó el español—. ¿Es que hay alguna alimaña en el árbol?

—Sí —dijo el corsario—. Creo que no nos encontramos en muy buena compañía…

—¡Y los indios ya están llegando! —añadió Wan Stiller.

—¡Ahora ya veo esos ojos! —dijo el español, que se había incorporado—. Pero no puedo decir si son de puma o de jaguar.

—¡Un jaguar! —exclamó Carmaux estremeciéndose—. Lo único que me faltaba es que se me echase encima y me hiciera caer en las mismísimas narices de los arauacos.

—¡Silencio! —dijo el corsario—. ¡Ya vienen!

Los indios se aproximaban gritando como posesos. Serían alrededor de ochenta hombres, quizá más, todos ellos armados de mazas, arcos y jabalinas.

Se lanzaron como una bandada de fieras salvajes hacia el espacio descubierto donde ardían los tizones que había dispersado Wan Stiller.

Cuando en lugar de los dos cadáveres hallaron a los dos indios muertos, empezaron a vociferar.

Gritaban como endemoniados, golpeaban furiosamente los troncos de los árboles con sus formidables mazas produciendo un ruido ensordecedor y, no sabiendo con quién emprenderla, lanzaban flechas en todas direcciones, asaeteando la maleza y las grandes hojas de las palmeras con gran peligro para los filibusteros, que estaban muy cerca.

Apagado el primer acceso de cólera, los indios empezaron a dispersarse para registrar la maleza, con la esperanza de descubrir a los que habían acabado con sus hermanos y suplir con ellos el desaparecido asado.

Escondidos entre el follaje de la summameira, los filibusteros ni siquiera respiraban y dejaban que los antropófagos dieran rienda suelta a su mal humor. Toda su preocupación se centraba en el maldito animal que había buscado refugio en las ramas del gigantesco árbol. Carmaux era el que estaba más inquieto, pues veía brillar frente a él aquellos dos siniestros ojos de un amarillo verdoso.

Aquel puma, o jaguar, o lo que fuese, no se había movido hasta entonces. Pero no había que confiar, pues de un momento a otro podía precipitarse sobre el desgraciado filibustero y atraer, al mismo tiempo, la atención de los indios.

—¡Condenado animal! —masculló Carmaux, que se agitaba en la rama—. ¡No me quita los ojos de encima ni un solo instante…! ¡Eh, castellano! Antes de que salte sobre mí, dime al menos en qué clase de intestinos voy a ir a parar…

—¡Calla, si no quieres que nos oigan los indios! —se limitó a responder el español.

—¡También podría haberse ido al demonio el asado humano! Era mejor dejar que se les indigestara a esos salvajes. De todas formas… ¡por muy sepultados que estén, ya no volverán a masticar un buen bistec! ¡Ni siquiera un trozo de tabaco!

Un crujido procedente del extremo de la rama le cortó la frase.

Mientras Carmaux miraba al animal, sus ojos reflejaban un tremendo temor. Veía cómo el jaguar empezaba a moverse como si estuviera ya cansado de su no muy cómoda posición.

—Capitán —murmuró el filibustero—. Creo que se dispone a comerse una buena ración de filibustero…

—No te muevas —repuso el corsario—. Tengo la espada en la mano.

—Estoy seguro de que no fallaréis el golpe, pero…

—Cállate… Veo dos indios rondando debajo del árbol.

—¡De buena gana les echaría encima este pegajoso animal!

Miró hacia el extremo de la rama y vio a la terrible fiera. Estaba erguida sobre las cuatro patas, como si se dispusiera a saltar sobre ellos.

—¡Que se vaya! —pensó respirando profundamente—. ¡Lleva ya demasiado tiempo aquí!

Miró entonces hacia abajo y vio confusamente dos sombras que merodeaban alrededor del árbol, deteniéndose de vez en cuando para registrar las arcadas que formaban las raíces en la base del tronco, y bajo las cuales podían ocultarse perfectamente varias personas.

—¡Esto no puede terminar bien! —murmuró.

La revisión de los indios duró algunos minutos, transcurridos los cuales se alejaron, internándose entre la maleza. Sus compañeros debían de estar ya muy lejos, pues sus gritos llegaban muy amortiguados hasta los filibusteros.

El Corsario Negro esperó algunos minutos más. Luego, al no oír el menor rumor y convencido de que los arauacos se habían alejado definitivamente, dijo a Carmaux:

—Intenta sacudir la rama.

—¿Qué pensáis hacer, comandante?

—Desembarazarme de esa peligrosa compañía. ¡Eh, Wan Stiller! ¡Prepárate para golpearla con tu sable!

—¡Aquí estoy yo también, señor! —dijo Moko, que se había puesto en pie sobre la rama y tenía el fusil asido por el cañón—. ¡Intentaré alejar a esa bestia con un buen culatazo!

Completamente tranquilizado al verse rodeado por tantos defensores, Carmaux siguió las instrucciones del corsario y comenzó a saltar furiosamente sacudiendo la rama.

El animal, comprendiendo que aquellos hombres tenían algo contra él, lanzó un sordo rugido y comenzó a resoplar como un gato enfurecido.

—¡Más fuerte, Carmaux! ¡Más fuerte! —dijo el español—. Si no se mueve quiere decir que te tiene miedo… ¡Sacude la rama y échalo abajo!

El filibustero se sujetó a una rama superior y duplicó la fuerza de sus golpes. El animal, refugiado en el otro extremo, medio oculto entre el follaje oscilaba a izquierda y derecha manifestando con rugidos cada vez más fuertes su descontento por aquel nuevo género de danza.

Se afianzaba con las garras a la rama, buscando un punto de apoyo más seguro, y sus ojos se dilataban extraordinariamente, quizá por el miedo.

De repente, temiendo quizá una caída, tomó una decisión desesperada. Se recogió sobre sí mismo y saltó a una rama más baja pasando junto a la cabeza del español y tratando de encontrar el tronco para deslizarse por él hasta el suelo.

Al verlo pasar, el africano le asestó un culatazo que le dio de lleno haciéndole caer al suelo sin vida.

—¿Muerto? —preguntó Carmaux.

—Ni siquiera ha tenido tiempo de rugir —contestó Moko riendo.

—¿Seguro que era un jaguar? Me parece algo pequeño para ser uno de esos sanguinarios animales.

—Tu miedo no estaba justificado, amigo —dijo el africano—. Ha bastado con un garrotazo para acabar con él.

—Pero ¿qué clase de animal era?

—Un maracayá.

—Bien, ahora explícame qué animal era…

—Se trata de un animal parecido al jaguar, pero que solo es un gato grande —dijo el español—. Suele perseguir a los monos y a los pájaros, pero no se atreve a atacar al hombre.

—¡Rayos! Si lo hubiese sabido antes le hubiera cogido por la cola —exclamó Carmaux—. ¡Pero me vengaré del miedo que me ha hecho pasar…! ¡Después de todo el gato asado no sabe tan mal!

—Entonces, ¡tendremos que llamarte el comegatos! ¿De verdad lo has comido alguna vez? ¡Qué asco!

—¡Ya tendrás ocasión de probarlo, castellano de mi corazón! ¡Y veremos si entonces le haces ascos!

—Es posible que no, teniendo en cuenta que estamos faltos de víveres y que la selva que aún tenemos que cruzar no es muy rica en caza…

—¿Por qué? —preguntó el corsario.

—Es la selva pantanosa, señor. La más difícil de atravesar.

—¿Es muy grande?

—Se extiende hasta Gibraltar.

—¿Tardaremos mucho en cruzarla…? No quisiera llegar a Gibraltar después que el Olonés.

—Creo que lo conseguiremos en tres o cuatro días.

—Si es así, llegaremos a tiempo —dijo el corsario, que parecía hablar consigo mismo.

Permaneció unos momentos silencioso y pensativo, luego añadió:

—¿Qué te parece? ¿Crees que debemos emprender la marcha?

—Los indios no están aún lo suficientemente lejos, señor. Mi opinión es que lo más prudente sería pasar la noche en este árbol.

—Sí, es posible que sea la mejor solución. Pero, mientras tanto, Van Guld nos va sacando una sustanciosa ventaja…

—Estoy seguro de que le daremos alcance en los pantanos, señor; estoy seguro.

—Temo que pueda llegar a Gibraltar antes que yo. Si fuera así tendría la oportunidad de burlarme por segunda vez.

—También yo estaré en Gibraltar, señor. Y podéis estar seguro de que no le perderé de vista. Jamás podré olvidar los veinticinco palos que me hizo dar.

—¿Tú en Gibraltar? ¿Qué quieres decir?

—Llegaré a la ciudad antes que vos. No dudéis de que mantendré al gobernador bajo una estrechísima vigilancia…

—Un momento —repuso el Corsario Negro interrumpiendo las palabras del español—. ¿Por qué razón has de llegar a Gibraltar antes que nosotros?

—Soy español, señor —dijo el castellano gravemente.

—Continúa.

—Espero que me permitiréis morir luchando al lado de mis compatriotas y que no me obligaréis a batirme en vuestras filas contra la bandera de mi país.

—¡Ah! ¿Quieres defender Gibraltar?

—Únicamente colaborar en la defensa de la ciudad, señor.

—¡Debes de estar loco! —El Corsario Negro no salía de su asombro—. ¿Es que tienes prisa por abandonar este mundo? Te advierto que ni uno solo de los habitantes de Gibraltar va a quedar con vida…

—¡Aunque así sea! Moriremos con las armas en la mano y rodeando la gloriosa bandera de España —dijo el castellano profundamente conmovido.

—Es verdad, no sé cómo había podido pensar otra cosa de ti… —repuso el corsario—. ¡Eres un valiente…! Sí, irás antes que nosotros para poder luchar al lado de tus compatriotas. Van Guld es flamenco, pero Gibraltar es una plaza española.

28. Los vampiros

La noche transcurrió tranquilamente, con tanta calma que los filibusteros pudieron dormir algunas horas recostados en las bifurcaciones de las enormes ramas de la summameira.

No hubo más que una pequeña alarma, causada por el paso de un grupo de arauacos que debían de constituir la retaguardia de la tribu y que ni siquiera advirtieron la presencia de los filibusteros, por lo que siguieron hacia el norte.

Apenas apuntó el sol, el Corsario Negro, tranquilizado por el profundo silencio que reinaba en la selva, dio la orden de descender del árbol para reanudar el camino.

Lo primero que hizo Carmaux al poner el pie en el suelo fue acercarse al maracayá que tan mal cuarto de hora le había hecho pasar entre las ramas del gigantesco árbol. Lo encontró cerca de una mata, totalmente descoyuntado por la caída y por el golpe que le propinara Moko con la culata de su fusil.

Era un animal de pelaje muy parecido al de los jaguares, con los que además guardaba cierta semejanza en las formas. Su cabeza, sin embargo, era más pequeña, la cola más corta y su cuerpo no pasaba de los ochenta centímetros de longitud.

—¡Demonios! —exclamó cogiéndolo por la cola y echándoselo a las espaldas—. Si llego a saber que era tan pequeño le habría propinado un puntapié que lo habría hecho volar. ¡Bah! Me vengaré asándolo y saboreando su carne.

—¡Apresurémonos! —dijo el corsario—. Esos salvajes ya nos han hecho perder demasiado tiempo.

El español consultó la brújula y se puso en camino, abriéndose paso entre los bejucos, las retorcidas raíces y la maleza.

La selva virgen seguía siendo muy espesa, y estaba compuesta en su mayor parte por palmeras carís, con enormes troncos sembrados de largas y afiladas espinas que desgarraban las ropas de los filibusteros, y de cecropias, conocidas también como árboles candelabro.

De vez en cuando también se veía algún que otro espléndido jupatí, también de la familia de las palmeras, que tiene unas hojas lobuladas y gigantescas que llegan a medir hasta quince metros, mientras que su tronco es tan pequeño que apenas puede distinguirse entre el follaje. Más allá hacían su aparición las mandicarias, de hojas dentadas, muy grandes y tan rígidas que parecían de cinc, y los pupumbes, hermosas plantas cubiertas con grandes racimos de exquisitos frutos. Era un verdadero océano de verdor.

Por el contrario, escaseaban los pájaros y la ausencia de simios era total. Todo lo más se lograba ver alguna pareja de papagayos de plumaje multicolor o algún tucán solitario, de pico rojo y amarillo y con el pecho cubierto por una pelusilla de un rojo intensísimo. También se oían los silbidos de las lanagras, extrañas avecillas de plumaje azul y anaranjado.

Después de tres horas de rapidísima marcha sin haber encontrado rastro humano alguno, vieron los filibusteros que la selva empezaba a cambiar de aspecto. Las palmeras cedían su lugar a las panzudas, plantas que se desarrollan perfectamente en ambientes húmedos. Los bosquecillos de madera de cañón eran sustituidos por los bombax, árboles de madera porosa, blanda y blanca, muy parecida al queso, por lo que también se conocen con el nombre de queseros; por grupos de mangos, que producen unos frutos jugosos cuyo sabor es parecido al de la trementina, y por grandes macizos de orquídeas, pasionarias, helechos y aroideas, cuyas aéreas raíces caían perpendicularmente entre las bromelias, rozando sus ramas cargadas de flores escarlata.

El terreno, hasta entonces seco, aparecía cada vez más empapado, al mismo tiempo que el aire se saturaba de humedad. La selva se iba convirtiendo en un lugar tremendamente peligroso, pues bajo las plantas la humedad favorece el desarrollo de los virus causantes de una maligna fiebre, fatal incluso para los indios, aunque estos ya han sufrido un largo período de aclimatación.

Un profundo silencio reinaba bajo los árboles. Era como si la humedad hubiese hecho desaparecer de los alrededores a las aves y a los cuadrúpedos, pues ni siquiera se oía el canto de un pájaro, el rugido de un puma o el maullido de un jaguar.

Era algo más que triste aquel silencio: producía una sensación de pavor que incluso hacía mella en los recios ánimos de los temibles filibusteros de La Tortuga.

—¡Tengo la desagradable sensación de ir paseando por un inmenso cementerio! —exclamó Carmaux.

—¡Un cementerio marino, diría yo! —añadió Wan Stiller—. ¡Esta humedad penetra hasta los mismos huesos! ¡Me dan unos extraños escalofríos!

—¿Serán los síntomas de la fiebre palúdica?

—¡Era lo único que nos faltaba! —repuso el español—. No creo que sea eso, pero podéis estar seguros de que quien se siente atacado por esas fiebres no sale vivo de la selva.

—¡Bah! ¡Tengo la piel dura! —replicó el hamburgués—. Ya he sufrido los inconvenientes de estas marchas en las marismas del Yucatán. Y tú sabes que allí se da la fiebre amarilla… ¡Te aseguro que no es la fiebre lo que me da miedo, sino la falta de víveres!

—¡Especialmente ahora, cuando tan escasa es la caza por estos parajes! —añadió el africano.

—¡Eh, Saco de Carbón! —exclamó Carmaux—. ¿Acaso te has olvidado de mi gato? ¡Abulta bastante!

—Sí, pero no durará eternamente —repuso el negro—. Además, si no nos lo comemos hoy, la humedad lo habrá reducido mañana a tal estado de putrefacción que tendremos que tirarlo.

—¡Ya encontraremos alguna otra cosa para poder hincar los dientes!

—¡Tú no conoces bien estas selvas húmedas!

—Podemos matar algunos pájaros…

—No los hay.

—Cuadrúpedos.

—Tampoco.

—Buscaremos frutos.

—¡Todos estos árboles carecen de ellos!

—¿Habrá por lo menos algún caimán?

—Ni siquiera hay lagunas. No verás más que serpientes.

—¡Pues comeremos serpientes!

—¡Vamos…!

—¡Por mil tiburones! A falta de otra cosa, ¿qué mal hay en asarlas y creernos que son anguilas?

—¡Puaf!

—¡Mira! ¡El negro remilgado! —exclamó Carmaux—. ¡Ya veremos lo que haces cuando ya no puedas soportar el hambre!

Charlando de este modo continuaban la marcha por aquellos húmedos terrenos, sobre los cuales se levantaba frecuentemente una ligera neblina cargada de peligrosísimos miasmas.

Incluso bajo los árboles, el calor era agobiante; un calor enervante que hacía sudar copiosamente a los filibusteros.

El sudor manaba por la totalidad de sus poros empapando sus ropas y deteriorando de tal modo sus armas que Carmaux no contaba ya con la carga de su fusil en el caso de tener que defenderse.

El camino se veía interrumpido muchas veces por grandes estanques llenos de agua negruzca y apestosa y cubiertos por gran cantidad de plantas acuáticas. Otras veces, los expedicionarios se veían obligados a detenerse ante algún igarapé (nombre que los colonos españoles daban a los canales naturales que comunican con algún curso fluvial) y perdían mucho tiempo buscando algún vado, pues las arenas que constituían el fondo no les inspiraban ninguna confianza. Sabían perfectamente que en el momento menos pensado podían deslizarse y engullir a cuantos hombres las estuvieran pisando en aquellos momentos.

Si las aves escaseaban, los reptiles, por el contrario, se encontraban en abundancia. Calentándose al sol, enroscados bajo la maleza o extendidos entre la hojarasca, se podía ver a los venenosísimos jaracarás, de cabeza pequeña y aplastada; a los pequeños cobracipos; a las canianas, voraces bebedoras de leche, que suelen introducirse en las cabañas para mamar la leche del pecho de las indias, y un sinnúmero de serpientes coral, que producen una muerte casi instantánea y contra cuya mordedura no se conoce ningún remedio efectivo, siendo completamente inútil incluso la infusión del calupo diablo, que casi siempre es muy eficaz contra el veneno de los demás reptiles.

Los filibusteros, que, sin excluir a Carmaux, sentían una invencible repugnancia por los reptiles, tenían buen cuidado de no molestarlos y se fijaban bien en qué lugar ponían los pies para evitar una mordedura mortal.

Al mediodía, extenuados por la larga caminata, se detuvieron sin haber encontrado el menor rastro de Van Guld y de los hombres de su escolta.

Como no les quedaba ya más que algo de galleta, decidieron asar el maracayá, que, aunque resultaba un poco coriáceo y despedía un desagradable olor a salvajina, pasó por las gargantas de todos los filibusteros. Sin embargo, fue Carmaux el único que, contra el parecer de todos los demás, opinó que la carne de aquel animal era excelente, digna de ser servida en las más suntuosas mesas europeas. Ni que decir tiene que pudo darse un atracón sin que le disputasen la más pequeña tajada.

A las tres, habiendo aflojado un poco el calor infernal que reinaba en la selva, reemprendieron la marcha a través de los pantanos, infestados ahora por millares de mosquitos que se lanzaban contra los filibusteros con verdadero furor haciéndoles sangrar, sobre todo a Carmaux y Wan Stiller.

En medio de aquellas aguas estancadas, llenas de plantas acuáticas de amarillentas hojas que se corrompían bajo la acción de los rayos solares exhalando insoportables hedores, se veía surgir de vez en cuando la cabeza de alguna serpiente de agua, o aparecer para esconderse rápidamente alguna tortuga de concha oscura salpicada de manchas rojas de forma irregular.

Seguían faltando sin embargo las aves, seguramente porque no podían soportar aquellas terribles emanaciones.

Hundiéndose a veces en terrenos pantanosos, pasando por encima de los árboles caídos o abriéndose paso a través de bosquecillos de madera de cañón que servían de refugio a grandes nubes de insectos, los filibusteros, guiados por el incansable español, proseguían la marcha impulsados por el deseo de cruzar cuanto antes la selva.

Con frecuencia se detenían y aguzaban el oído, con la esperanza de percibir algún rumor que indicase la proximidad de Van Guld y de su escolta. Pero el resultado era siempre negativo.

Un silencio profundo reinaba bajo aquellos árboles y entre los bosquecillos.

Al caer la tarde hicieron un descubrimiento que, si en parte les entristeció, desde otro punto de vista les produjo cierta satisfacción, pues era una prueba evidente de que estaban sobre la pista de los fugitivos.

Estaban buscando un lugar para acampar cuando vieron que el africano, que se había alejado con la esperanza de encontrar algún árbol frutal, regresó apresuradamente con los ojos extraviados.

—¿Qué ocurre, Saco de Carbón? —preguntó Carmaux montando rápidamente su fusil—. ¿Te persigue algún jaguar?

—¡No…! ¡Allí…! ¡Allí hay un hombre blanco…! ¡Está muerto! —respondió el negro.

—¡Un blanco! —exclamó el corsario—. ¿Un español?

—Lo es, señor. He caído sobre él y lo he encontrado frío como una serpiente.

—¿Será alguien de esa gentuza de Van Guld? —se preguntó Carmaux.

—¡Ahora mismo lo sabremos! —repuso el Corsario Negro—. Llévanos hasta él, Moko.

El africano se metió por entre un grupo de calupos, plantas cuyos frutos, al ser troceados, producen una bebida refrescante. Al cabo de unos veinte o treinta pasos se detuvo junto al tronco de un simaruba, que se erguía solitario mostrando al cielo su magnífico cargamento de flores.

No sin un estremecimiento de horror, los filibusteros vieron allí a un hombre tendido de espaldas, con los brazos apretados sobre el pecho, las piernas semidesnudas y los pies medio roídos por alguna serpiente o tal vez por las hormigas.

Su rostro era del color de la cera y estaba empapado en la sangre que le había brotado de una pequeña herida abierta junto al temporal derecho. Tenía la barba larga y rizada, y los labios tan contraídos que dejaban los dientes al descubierto. Le faltaban los ojos y, en su lugar, solo podían verse dos agujeros sanguinolentos.

Nadie podía engañarse acerca de su persona pues llevaba un peto de cuero cordobés con arabescos, calzón corto rayado a la moda española, y sobre la hierba descansaban una espada y un yelmo de acero adornado con una pluma blanca.

El castellano se inclinó sobre el cadáver. Luego se incorporó bruscamente mientras exclamaba:

—¡Pobre Herrera…! ¡Pobre hombre…! ¡En qué estado te encuentro!

—¿Era uno de los que iban con Van Guld? —preguntó el corsario.

—Sí, señor. Un valiente soldado y un magnífico compañero.

—¿Le habrán matado los indios?

—Al menos le hirieron, porque le veo un agujero en el costado derecho… Pero creo que el que ha acabado con él ha sido un vampiro. Seguro.

—¿Qué quieres decir?

—Que este pobre soldado ha sido desangrado por un voraz vampiro. ¿No veis esa señal que tiene cerca del temporal y de la que ha manado tanta sangre?

—Sí, la veo.

—Seguramente Herrera fue abandonado por sus compañeros a causa de la herida que le impedía seguir con ellos, y un vampiro, aprovechando su quietud o algún desvanecimiento, le ha desangrado.

—Entonces, ¿Van Guld ha pasado por aquí?

—Esta es una triste prueba de ello…

—¿Cuánto tiempo crees que lleva muerto este soldado?

—Quizá desde esta mañana. Si hubiese muerto anoche, las hormigas ya le habrían devorado por completo.

—¡Ah…! ¡Están cerca! —exclamó el corsario—. A medianoche reemprenderemos la marcha y mañana tú habrás devuelto a Van Guld los palos y yo habré librado al mundo de ese infame traidor y vengado a mis hermanos.

—Eso espero, señor.

—Ahora tratad de descansar lo mejor que podáis, porque ya no nos detendremos hasta que no alcancemos a Van Guld.

—¡Rayos! —murmuró Carmaux—. ¡El capitán quiere hacernos trotar como caballos!

—¡Tiene prisa por vengarse, amigo! —repuso Wan Stiller.

—¡Y supongo que estará ansioso por ver de nuevo su Rayo!

—¡Y a la joven duquesa!

—Es probable, Wan Stiller.

—¡Durmamos, Carmaux!

—¿Dormir? ¿No has oído al castellano hablar de esos animales que desangran a las personas…? ¿Y si a medianoche nos encontramos todos desangrados? ¡Oh, no seré yo el que pueda dormir tranquilo hoy!

—¡El castellano ha querido burlarse de nosotros, Carmaux!

—No, Wan Stiller. También yo he oído hablar de los vampiros.

—¿Qué clase de animales son?

—Según dicen, unos pajarracos muy feos… ¡Eh, castellano! ¿Ves algo por el aire?

—Sí, las estrellas —contestó el español.

—Te estoy preguntando si ves vampiros.

—Es muy pronto aún. Solo salen de sus escondrijos cuando están seguros de que sus víctimas duermen.

—¿Qué clase de animales son? —preguntó Wan Stiller.

—Son grandes murciélagos que tienen el hocico muy grande y saliente, enormes orejas y piel muy suave, de color rojo oscuro en el lomo y amarillo en el vientre. Sus alas miden cuarenta centímetros o más.

—¿Y es cierto que chupan la sangre a sus víctimas?

—Sí, y lo hacen con tal delicadeza que no te darías cuenta. Tienen una especie de trompa muy fina que perfora la piel sin producir dolor alguno.

—¿Habrá vampiros por aquí?

—Es muy probable.

—¿Y si vienen por nosotros?

—¡Bah…! En una sola noche no podrían desangrarnos. Como máximo se limitarían a practicarnos una ligera sangría. Y eso, con este clima, es más beneficioso que perjudicial. Sin embargo, lo que sí es cierto es que las heridas que producen tardan mucho en cicatrizar.

—¡Sangría…! —dijo Carmaux—. ¡Tu amigo se ha ido al otro mundo con una de esas sangrías!

—No sabemos cuánta sangre había perdido ya antes de que el vampiro le atacase. Buenas noches. Que a medianoche reemprendemos la marcha…

Carmaux se dejó caer entre las hierbas. Pero, antes de cerrar los ojos, miró atentamente por entre las ramas del simaruba para asegurarse de que no se escondía en ellas ninguno de aquellos voraces chupadores de sangre.

29. La huida del traidor

Apenas apareció la luna sobre los árboles de la selva, el Corsario Negro se puso en pie dispuesto a reemprender nuevamente la persecución de Van Guld y su escolta.

Sacudió al español, al negro y a los filibusteros y se puso en marcha sin haber dicho ni una sola palabra. Su paso era tan rápido que sus hombres apenas podían seguirle.

Parecía que, en efecto, estuviera decidido a no descansar hasta encontrar a su mortal enemigo. Pero nuevos obstáculos no tardaron en obligarle a buscar nuevos caminos y a aminorar la velocidad de aquella endiablada marcha, e incluso a detenerse.

Se encontraban a cada momento con lagunas, charcas que recogían todas las aguas de la selva, extensos brezales y riachuelos que les obligaban a dar grandes rodeos.

Los expedicionarios hacían esfuerzos sobrehumanos para superar todas las dificultades que surgían en su camino, pero empezaban a estar exhaustos por tan larga y penosa caminata, que duraba ya diez días que habían representado otras tantas noches en vela, así como por lo escaso de la alimentación.

Al amanecer, las fuerzas les abandonaron por completo y se vieron obligados a pedir al corsario que les concediera un descanso.

Emplearon las pocas fuerzas que les restaban en buscar caza y árboles frutales. Pero aquella selva no tenía aspecto de poder proporcionarles ni una cosa ni otra. Ni siquiera se oía el parloteo de los papagayos o los gritos de los simios. Únicamente en sueños podían verse árboles cargados de frutos comestibles.

Sin embargo, el español, que juntamente con Moko se había dirigido a un cenagal cercano, fue tan afortunado que pudo apoderarse de una prairia, pez muy abundante en las aguas estancadas, con lomo negro y boca armada de afiladísimos dientes, aunque no sin recibir crueles mordeduras. Por su parte, Moko se apoderó de otro pez, un cascudo, de un pie de largo y totalmente cubierto de durísimas escamas, negras en el lomo y rojizas en el vientre.

Aquella ligerísima comida, absolutamente insuficiente para saciarlos a todos, fue engullida en un abrir y cerrar de ojos. Después, tras algunas horas de sueño, volvieron a reemprender la marcha a través de aquella obsesionante selva que parecía no tener fin.

Procuraban no desviarse de la dirección sudeste, que les había de conducir hasta el extremo de la laguna de Maracaibo, donde se hallaba la ciudadela de Gibraltar. Pero constantemente se veían obligados a abandonar el camino a causa del gran número de charcas que obstaculizaban su paso y del terreno extraordinariamente fangoso.

Siguieron andando así hasta el mediodía sin descubrir ningún nuevo rastro de los fugitivos ni oír detonación o grito alguno. Hacia las cuatro de la tarde, después de reposar un par de horas, descubrieron en la orilla de un riachuelo los restos de una hoguera cuyas cenizas estaban aún calientes.

¿La habría encendido algún cazador indio? ¿O los fugitivos? Era imposible saberlo, pues como el terreno era muy seco y en su mayor parte estaba cubierto de hojarasca no pudieron encontrar la menor huella de pisadas humanas. A pesar de ello, este descubrimiento les infundió nuevos ánimos y les dejó casi totalmente convencidos de que en aquel lugar había estado Van Guld.

La noche les sorprendió sin que hubieran logrado ningún otro hallazgo. Únicamente su instinto les decía que no debían de estar muy lejos del grupo que perseguían.

Aquella noche, los filibusteros y el castellano se vieron obligados a acostarse sin cenar, tal era la escasez de alimentos en aquellos parajes.

—¡Por todos los tiburones de la tierra! —exclamó Carmaux, que procuraba engañar el hambre masticando algunas hojas de sabor dulzón—. ¡Si esto sigue así llegaremos a Gibraltar en tal estado que quien nos recoja se verá obligado a internarnos en un hospital!

Fue aquella la peor de las noches que hubieron de pasar en los bosques que rodeaban la laguna de Maracaibo. A los sufrimientos que causaba el hambre se añadía la tortura de las picaduras propinadas por enormes enjambres de feroces zanzaras, que les impedían pegar ojo.

Cuando reemprendieron la marcha hacia el mediodía siguiente estaban más cansados que la tarde anterior. Carmaux afirmaba que no podría resistir ni dos horas más si no encontraba al menos un gato silvestre al que asar o media docena de sapos. Wan Stiller prefería una buena cazuela de papagayos o un mono, pero ni una ni otra cosa se veían en aquella maldita selva.

Hacía ya cuatro horas que caminaban, aunque mejor sería decir que se arrastraban, siguiendo al corsario, que, como si poseyera un vigor sobrehumano, seguía marchando a toda prisa, cuando oyeron un disparo a poca distancia.

El corsario se detuvo inmediatamente lanzando un grito.

—¡Por fin! —exclamó desenvainando resueltamente su espada.

—¡Truenos de Hamburgo! —gritó Wan Stiller—. ¡Esta vez parece que están cerca!

—Supongo que ahora no se nos escaparán —añadió Carmaux—. ¡Les ataremos de manera que no puedan mover ni un solo pelo! No tengo ningún deseo de volver a andar vagando otra semana por esta condenada selva.

—El disparo ha sido hecho a una media milla de aquí —aseguró el español.

—Efectivamente… —respondió el Corsario Negro con aire pensativo—. ¡Dentro de un cuarto de hora espero tener en mis manos a ese maldito asesino!

—¿Puedo daros un consejo, señor? —repuso el castellano.

—¿Qué consejo?

—Tendámosles una emboscada.

—¿Cómo?

—Esperándoles escondidos en la maleza. Así podremos obligarles a rendirse sin empeñarnos en una lucha sangrienta. A lo sumo pueden ser siete u ocho, de acuerdo. Pero nosotros no somos más que cinco y hace rato que las fuerzas nos han abandonado…

—Puedes estar seguro de que no estarán más descansados que nosotros… ¡Pero acepto tu consejo! Caeremos de improviso sobre ellos de modo que no tengan ni siquiera el tiempo necesario para ponerse a la defensiva. ¡Preparad las armas y seguidme sin hacer el menor ruido!

Cambiaron las cargas de sus fusiles y pistolas para estar seguros de no fallar el tiro en caso de que tuvieran necesidad de luchar, y enseguida se deslizaron por entre las raíces y los bejucos procurando no hacer crujir la seca hojarasca ni romper las ramas más bajas de los árboles.

En aquel punto terminaba la selva húmeda y de nuevo hacían acto de presencia los viejos árboles, de aspecto magnífico y adornados de enormes hojas entre las cuales resplandecían bellísimas flores y deliciosos frutos.

Empezaban también a dejarse ver algunos pájaros, sobre todo papagayos y tucanes, y de vez en cuando se oían los formidables gritos de alguna familia de monos aulladores que hacían andar a Carmaux con ojos encandilados y una indescriptible expresión de pena en su semblante, seguramente porque lamentaba no poder aprovecharse de la abundante caza que le ofrecía la selva cuando ya era demasiado tarde.

El Corsario Negro les había prohibido terminantemente efectuar un solo disparo, con objeto de no poner sobre aviso al gobernador y a su escolta.

«¡Más tarde me desquitaré! —pensaba el vasco—. ¡Mataré tantas fieras que estaré comiendo doce horas sin parar!»

Quien no parecía haber advertido aquel cambio en la vegetación era el Corsario Negro, obsesionado por su enorme deseo de vengarse del gobernador de Maracaibo. Se deslizaba como una serpiente, salvaba los obstáculos como un tigre y no apartaba los ojos de la lejanía para ver el primero, tan pronto como apareciera, a su mortal enemigo.

Ni siquiera se volvía para comprobar si le seguían sus hombres. Cualquiera hubiera pensado que estaba dispuesto a empeñarse en una sangrienta lucha en la que él solo acabaría con el gobernador y con toda su escolta.

No producía el menor ruido. Pasaba sobre la hojarasca sin hacerla crujir, separaba las ramas bajas sin inclinarse, cruzaba las verdes cataratas de bejucos sin rozarlas y se escurría como un reptil entre las enormes raíces. Ni las largas caminatas ni tantas privaciones de todo tipo habían conseguido quebrantar aquel maravilloso organismo.

De repente se detuvo, con la mano izquierda armada de una pistola y terciada hacia delante, y la derecha con la espada en alto. Parecía dispuesto a arrojarse sobre alguien con todo su ímpetu.

En medio de un bosquecillo se oían dos voces.

—¡Diego! —decía la primera, amortiguada y como si fuera a extinguirse—. ¡Otro sorbo de agua! ¡Uno solo, antes de que cierre los ojos!

—¡No puedo! —contestaba la otra voz—. ¡Sabes que no puedo, Pedro!

—¿Y esos? ¿Están lejos?

—¡Para nosotros todo ha terminado, Pedro…! ¡Esos perros indios me han herido de muerte!

—¡Y yo… con esta fiebre…! ¡Esta fiebre me mata…!

—Cuando vuelvan, ya… ya no nos encontrarán… vivos…

—El lago está cerca… y el indio… el indio sabe dónde hay una barca… ¡Ah! ¿Quién vive?

El Corsario Negro se había lanzado hasta el centro de la espesura con la espada en alto y dispuesto a acabar con el primero que se interpusiera en su camino.

Dos soldados, pálidos, deshechos y cubiertos de harapos, estaban tendidos al pie de un gran árbol. Al ver aparecer a aquel hombre armado, hicieron un esfuerzo supremo y se levantaron intentando tomar los arcabuces, que descansaban en el suelo a unos pasos de ellos. Pero no tardaron en desplomarse nuevamente.

—¡El que se mueva es hombre muerto! —gritó el corsario con voz amenazadora.

Uno de los soldados volvió a incorporarse sobre las rodillas diciendo con forzada sonrisa:

—¡Caballero…! ¡No seréis capaz de matar a… a dos moribundos…!

En aquel momento el español, seguido por el negro y los dos filibusteros, llegó hasta el centro del grupo de árboles.

Dos nombres salieron de su garganta:

—¡Pedro! ¡Diego! ¡Mis pobres compañeros!

—¡El castellano! —exclamaron los dos soldados.

—¡Sí, amigos, soy yo, y…!

—¡Silencio! —ordenó el corsario—. ¡Decidme! ¿Dónde está el gobernador Van Guld?

—¿El gobernador? —respondió el que se llamaba Pedro—. Hace dos horas que se ha marchado.

—¿Solo?

—Con un indio que nos ha servido de guía y con dos oficiales.

—¿Estará muy lejos ya? ¡Hablad pronto, si no queréis que acelere vuestra muerte!

—Lo más probable es que no puedan mantener una marcha rápida…

—¿Esperan al gobernador en la orilla de la laguna?

—No… pero el indio sabe dónde hay una barca.

—Amigos —dijo el corsario dirigiéndose a sus hombres—, es necesario reemprender la persecución si no queremos que Van Guld huya de nuevo.

—¡Señor! —repuso el español—. ¿Me obligaréis a abandonar a mis compañeros? El lago está ya cerca. Por tanto, mi misión ha terminado… ¡Por no abandonar a estos dos infelices renuncio a mi venganza!

—Te comprendo —dijo el corsario—. Puedes hacer lo que creas oportuno. Pero me parece que tus socorros van a ser completamente inútiles…

—Quizá aún esté a tiempo de salvarlos, señor.

—Que Moko se quede contigo. Mis dos filibusteros y yo bastamos para dar caza a Van Guld.

—¡Es suficiente! —repuso Carmaux.

—Os prometo que volveremos a vernos en Gibraltar, señor —dijo el español—. Tenemos leche —añadió tras echar una ojeada al árbol bajo el cual yacían los dos soldados de la escolta—. ¿Qué más se puede pedir en estos momentos?

Con una navaja, el castellano hizo una profunda incisión en el tronco del árbol, que no era precisamente un árbol de la leche, sino una masaranduba, especie parecida pero que destila una linfa blanca, densa y nutritiva, de la que sin embargo no se puede abusar, pues suele producir trastornos de cierta gravedad.

Llenó las cantimploras de los filibusteros, les dio algunos bizcochos y dijo:

—¡Partid, caballeros, o Van Guld conseguirá escapar definitivamente…! Confío en que nos veremos de nuevo en Gibraltar…

—¡Adiós! —repuso el corsario iniciando la marcha—. ¡Allí te espero!

Wan Stiller y Carmaux, que se habían reconfortado vaciando hasta la mitad sus cantimploras y devorando apresuradamente algunos bizcochos, se lanzaron tras él llamándole con todas sus fuerzas por temor a quedarse rezagados.

El Corsario Negro apretaba el paso. Quería ganar las tres horas de ventaja que les llevaban los fugitivos y llegar a la orilla de la laguna de Maracaibo antes de que cayera la noche. Eran ya las cinco y, por tanto, le quedaba muy poco tiempo.

Afortunadamente, la vegetación era cada vez menos espesa. Los árboles no estaban ya unidos por cortinas de bejucos, sino que formaban grandes grupos aislados entre los que los filibusteros podían marchar con cierta comodidad sin verse obligados a perder tiempo abriéndose camino entre las ramas de las plantas.

Ya se adivinaba la proximidad del lago. El aire era más fresco y estaba saturado de un vaho salino. Se veían bandadas de pájaros acuáticos y el ambiente adquiría de nuevo cierta humedad.

Temeroso de llegar tarde a la cita que tenía con el gobernador para cumplir su venganza, el corsario apretaba cada vez más el paso. No andaba sino que corría, sometiendo a una dura prueba las piernas de Carmaux y Wan Stiller.

A las siete, cuando el sol ya estaba ocultándose, viendo que sus hombres quedaban notablemente rezagados, les concedió un cuarto de hora de descanso, durante el cual acabaron de vaciar sus cantimploras y poner fin a las provisiones que les habían entregado los soldados españoles.

El corsario no permanecía quieto ni un solo instante. Mientras Carmaux y Wan Stiller descansaban, se alejó hacia el sur creyendo que oiría algún rumor o quizá un disparo que le indicase la proximidad del traidor.

—¡Partamos, amigos! Un último esfuerzo y Van Guld caerá por fin en mis manos —dijo apenas estuvo de nuevo junto a sus hombres—. Mañana podréis descansar cuanto queráis.

—¡Vamos! —repuso Carmaux levantándose con gran trabajo—. No debemos de estar muy lejos de la orilla de la laguna.

Volvieron a ponerse en marcha internándose entre los grupos de árboles. Las sombras de la noche empezaban a caer y de las zonas más espesas de la selva les llegaban los rugidos de algunas fieras.

Hacía unos veinte minutos que habían reemprendido la marcha y se sentían completamente rendidos cuando frente a ellos se oyeron unos sordos rumores que parecían producidos por las olas rompiendo en la orilla de la laguna. De repente, entre los árboles, vieron brillar una luz.

—¡El golfo! —exclamó Carmaux.

—¡Y aquella luz nos indica el campamento de los fugitivos! —añadió el corsario—. ¡Preparad vuestras armas, hombres del mar! ¡Por fin es mío el asesino de mis hermanos!

Corrieron hacia la hoguera, que parecía arder en las lindes del bosque. El corsario llegó hasta el espacio iluminado con la formidable espada en la mano y dispuesto a acabar con el primero que saliera a su encuentro. Pero, en lugar de acometer, se detuvo mientras un grito de rabia salía de sus labios.

Alrededor de aquel fuego no había nadie. Había, eso sí, señales de que los fugitivos se habían detenido allí: restos de un mono asado, pedazos de bizcocho y un frasco roto. Pero eso era todo; ni rastro de los hombres del gobernador.

—¡Rayos del infierno…! ¡Demasiado tarde! —gritó el Corsario Negro con voz terrible.

—¡Quizá estén aún al alcance de nuestras balas, señor…! ¡Mirad! ¡Allí! ¡Allí! ¡En la playa!

El corsario volvió los ojos hacia el lugar que le indicaba Carmaux. A unos doscientos metros el bosque desaparecía bruscamente y daba lugar a una playa baja sobre la que rodaban, rumorosas, las olas de la laguna.

A los últimos resplandores del crepúsculo, Carmaux distinguió una canoa india que empezaba a surcar las aguas apresuradamente, virando hacia el sur en dirección a Gibraltar.

Los filibusteros se dirigieron rápidamente hacia la playa montando sus fusiles.

—¡Van Guld! —gritó el corsario—. ¡Detente, cobarde!

Uno de los cuatro hombres que tripulaban la embarcación se incorporó y un fogonazo resplandeció ante él.

El corsario pudo oír el silbido de una bala que fue a perderse entre las ramas de los árboles más cercanos.

—¡Ah, traidor! —vociferó el corsario, mientras sentía que una tremenda rabia ardía en sus entrañas—. ¡Fuego sobre ellos!

Carmaux y Wan Stiller se arrodillaron sobre la arena, se echaron los fusiles al hombro e inmediatamente hicieron resonar dos detonaciones.

A lo lejos se oyó un grito y pudo verse cómo alguien caía. Pero, en lugar de detenerse, la canoa avanzó aún más rápidamente, dirigiéndose hacia la costa meridional de la laguna y perdiéndose en las tinieblas, que descendían sobre las aguas con la característica rapidez de las regiones ecuatoriales.

Ebrio de furor, el corsario se disponía a lanzarse a la carrera a lo largo de la playa con la esperanza de encontrar una barca cuando Carmaux le detuvo diciéndole:

—¡Capitán!

—¿Qué quieres? —preguntó el corsario.

—En la arena de la playa hay otra canoa.

—¡Ah! ¡Vive Dios que Van Guld es mío esta vez!

A unos veinte pasos de ellos, en el centro de una pequeña cala que la marea baja había dejado seca, estaba varada una de esas canoas indias construidas con el tronco de un cedro. A primera vista, esas embarcaciones parecen pesadas; pero bien manejadas son capaces de dejar atrás a las mejores chalupas.

El Corsario Negro y sus compañeros se precipitaron hacia la pequeña playa y con un vigoroso empujón botaron la canoa al agua.

—¿Hay remos? —preguntó el corsario.

—¡Sí, capitán! —repuso Carmaux.

—¡A la caza, valientes! ¡Ya no se me escapa Van Guld!

—¡Ánimo, Wan Stiller! —gritó el vasco—. ¡Los filibusteros no tienen rival cuando llega la hora de remar!

—¡Ohé! ¡Uno…! ¡Dos! —gritó el filibustero inclinándose sobre el remo.

La canoa salió de la cala y se adentró en las aguas del golfo siguiendo a la embarcación del gobernador de Maracaibo con la velocidad de una flecha.

30. La carabela española

La canoa que transportaba a Van Guld se hallaba por lo menos a unos mil pasos, pero los filibusteros no eran hombres que perdieran fácilmente el ánimo. Además, eran conscientes de que solo uno de los remeros de aquella embarcación era capaz de combatir con ellos: el indio. Los dos oficiales y el gobernador, acostumbrados únicamente a manejar las armas, no debían de resultar una gran ayuda para el indígena.

A pesar de que estaban hambrientos y totalmente extenuados a consecuencia de las largas marchas, Wan Stiller y Carmaux habían puesto en movimiento su extraordinaria musculatura e imprimían a la pequeña embarcación una velocidad prodigiosa. El Corsario Negro, sentado en la proa con el fusil entre los brazos, les animaba sin cesar al tiempo que gritaba:

—¡Ánimo, valientes…! ¡A Van Guld va a llegarle su hora, que es la de mi venganza! ¡Acordaos del Corsario Verde y del Corsario Rojo!

La canoa volaba sobre las agitadas aguas del lago, rompiendo impetuosamente con su aguda proa las crestas espumantes.

Carmaux y Wan Stiller remaban con furia sin perder el ritmo de la boga, tensando los músculos e impulsándose con los pies. Estaban seguros de alcanzar a la otra canoa, pero no aminoraban su esfuerzo, pues temían que algún acontecimiento imprevisto permitiese al gobernador escapar una vez más de aquella encarnizada persecución.

Hacía unos cinco minutos que remaban cuando la proa de la canoa chocó con un cuerpo extraño que flotaba en las aguas.

El corsario se inclinó y, descubriendo una masa negra, alargó la mano para asirla antes de que desapareciese bajo la quilla.

—¡Un cadáver! —exclamó.

Haciendo un gran esfuerzo, izó a bordo aquel cuerpo humano. Era el de un capitán español. Tenía completamente deshecha la cabeza por el certero disparo del filibustero.

—¡Es uno de los hombres de Van Guld! —exclamó dejándole caer nuevamente al agua.

—Le han arrojado por la borda para aligerar el peso de la canoa —añadió Carmaux sin abandonar el remo—. ¡Ánimo, Wan Stiller, esos tunantes no pueden estar muy lejos!

—¡Allí van! —gritó en aquel instante el corsario.

A unos seiscientos o setecientos metros se veía brillar una estela luminosa que en algunos momentos adquiría una majestuosidad impresionante. Seguramente era producida por la canoa del gobernador al cruzar por una zona saturada de huevas de pescado o de noctilucas.

—¿Se les distingue, capitán? —preguntaron a un tiempo Carmaux y Wan Stiller.

—Sí, veo la chalupa en el extremo de la estela luminosa —respondió el corsario.

—¿Ganamos terreno?

—Lo ganamos.

—¡Ánimo, Wan Stiller!

—¡A por ellos, Carmaux!

—¡Alarga la palada! ¡Nos fatigaremos menos y adelantaremos más!

—¡Silencio! —ordenó el corsario—. ¡No desperdiciéis vuestras fuerzas hablando! ¡Adelante, valientes! Ya veo a mi enemigo… Se había levantado con el fusil en la mano y procuraba distinguir en la oscuridad y entre las tres sombras que tripulaban la canoa la odiada figura del gobernador.

Apuntó el arma y se tendió sobre la proa tratando de encontrar un buen punto de apoyo. Después de mirar durante unos instantes, hizo fuego.

La detonación resonó sobre las aguas, pero no se oyó ni siquiera un grito que indicase que la bala había dado en el blanco.

—¿Habéis errado el tiro, señor? —preguntó Carmaux.

—Eso creo —repuso el Corsario Negro apretando los dientes.

—¡Es imposible hacer buena puntería desde una chalupa…!

—¡Adelante! No estamos a más de quinientos pasos.

—¡Alarga la palada, Wan Stiller!

—¡Se me parten los músculos, Carmaux! —exclamó el hamburgués resoplando como una foca.

La canoa de Van Guld seguía perdiendo espacio a pesar de los prodigiosos esfuerzos del indio. Si este hubiera tenido por compañero a un remero de su misma raza, a buen seguro que habría logrado mantener la distancia hasta que amaneciese, pues los indígenas de la América meridional son insuperables remeros. Sin embargo, mal secundado por el oficial español y por el gobernador, tenía forzosamente que ir perdiendo terreno a cada momento.

La chalupa se distinguía ya perfectamente, pues además de estar más cerca atravesaba una zona de aguas luminosas.

El indio iba a popa y maniobraba con dos remos. El gobernador y el oficial español le secundaban lo mejor que podían, uno a babor y a estribor el otro.

A cuatrocientos pasos, el Corsario Negro se incorporó por segunda vez, montó el fusil y con voz tonante gritó:

—¡Rendíos o hago fuego!

No obtuvo respuesta. En cambio, la canoa enemiga viró de bordo bruscamente y se dirigió hacia las lagunas pantanosas de la orilla. Sin duda buscaba refugio en el río Catatumbo, que no debía de estar lejos.

—¡Ríndete, asesino de mis hermanos! —gritó por segunda vez el Corsario Negro.

De nuevo el silencio fue la respuesta.

—Entonces, ¡muere, perro! —vociferó el corsario.

Apuntó el fusil y miró a Van Guld, que se encontraba a trescientos cincuenta pasos. Pero, a causa de la potente remada, las aguas estaban extraordinariamente agitadas y le impedían apuntar con posibilidades de obtener un buen resultado.

Tres veces bajó el arma y otras tantas la levantó, apuntando a la chalupa. A la cuarta hizo fuego.

A la detonación siguió un grito y un hombre cayó al agua.

—¿Alcanzado? —preguntaron Carmaux y Wan Stiller.

El corsario respondió con una imprecación.

El hombre que había caído al agua no era el gobernador, sino el indio.

—¡Es como si el infierno protegiera a ese maldito! —gritó el corsario furioso—. ¡Adelante, hay que cogerle vivo!

La chalupa del gobernador no se había detenido, pero sin el indio era muy poco probable que siguiera navegando mucho tiempo.

Todo era cuestión de unos minutos más, pues Carmaux y Wan Stiller todavía estaban dispuestos a remar varias horas antes de ceder.

El gobernador y su compañero, comprendiendo que no podían hacer frente a los filibusteros, se dirigieron hacia un islote muy alto que surgía de entre las aguas a una distancia de quinientos o seiscientos metros, quizá con la intención de desembarcar en él o tal vez para rodearlo y ponerse a cubierto de los disparos de aquel terrible enemigo que era el Corsario Negro.

—¡Carmaux! —gritó el corsario—, ¡viran hacia el islote!

—¿Querrán desembarcar?

—Sospecho que así es…

—En ese caso no tienen escapatoria posible…

—¡Rayos! —gritó Wan Stiller.

—¿Qué ocurre?

En aquel instante se oyó una voz que gritaba:

—¡Alto! ¿Quién vive?

—¡España! —gritaron el gobernador y el oficial español.

El corsario se volvió. Una enorme masa había aparecido de improviso tras el islote que se alzaba en las aguas de la laguna de Maracaibo. Era un navío de grandes dimensiones que salía, con las velas desplegadas, al encuentro de las canoas.

—¡Maldición! —exclamó el corsario.

—¿Será una de nuestras naves? —preguntó Carmaux.

El corsario no respondió. Se inclinó sobre la proa de la canoa, con las manos crispadas alrededor del fusil y las facciones alteradas por una cólera espantosa. Sus ojos, brillantes como los de un tigre, miraban fijamente a la gran nave, que ya había alcanzado la canoa del gobernador.

—¡Es una carabela española! —rugió de pronto—. ¡Maldito sea ese perro, que también esta vez consigue escaparse de entre mis manos!

—¡Y que no tardará en ahorcarnos! —añadió Carmaux.

—¡Aún no, mis valientes! —repuso el corsario—. ¡Pronto! Hacia el islote, antes de que ese barco haga vomitar sus cañones sobre nosotros y nos eche a pique la canoa.

—¡Relámpagos!

—¡Y truenos! —añadió el hamburgués inclinándose sobre el remo.

La canoa viró en redondo y se dirigió hacia el islote, que no distaba más de trescientos o cuatrocientos pasos. Viendo ante su proa una línea de escollos, Carmaux y Wan Stiller maniobraron de modo que pudieran ponerse a cubierto de una posible lluvia de metralla.

Mientras tanto, el gobernador y su compañero habían subido a bordo de la carabela y, posiblemente, informado al comandante del peligro que habían corrido. Poco después, los filibusteros vieron cómo la tripulación española recogía velas a toda prisa.

—¡Pronto, valientes! —gritó el Corsario Negro, a quien nada se le había escapado—. ¡Los españoles se disponen a darnos caza!

—No estamos más que a cien pasos de la playa —repuso Carmaux.

En aquel preciso instante relampagueó una llamarada y los tres filibusteros oyeron silbar en el aire una nube de metralla cuyos proyectiles fueron a chocar contra los escollos.

—¡Rápido! ¡Rápido! —exclamó el corsario.

La carabela remontó la lengua de tierra y se dispuso a virar, mientras sus marineros arrojaban al agua tres o cuatro chalupas con ánimo de emprender la persecución de los filibusteros.

Carmaux y Wan Stiller, siempre resguardados tras los escollos, redoblaron sus esfuerzos. Pocos momentos después la canoa llegaba a la arena de la playa.

El corsario se apresuró a abandonar la embarcación llevando consigo los fusiles, y se internó enseguida entre un grupo de árboles para resguardarse de la descarga que temía. Carmaux y Wan Stiller, al ver brillar una mecha a bordo de la carabela, se dejaron caer tras la chalupa y se tendieron en la arena.

Aquel rápido movimiento les salvó, porque un momento después otra nube de metralla barrió la playa segando la maleza y las hojas de las palmeras. Una bala de tres libras, disparada por una pequeña pieza de artillería emplazada en lo alto de la cámara, hizo pedazos la proa de la canoa.

—¡Aprovechad el momento! —gritó el corsario.

Los dos filibusteros, que habían escapado milagrosamente de aquella doble descarga, superaron rápidamente la playa y se internaron entre los árboles esquivando como pudieron media docena de descargas de fusil con las que les saludaron los marineros españoles.

—¿Estáis heridos, valientes? —preguntó el corsario.

—¡Esos no son filibusteros, y por lo tanto tienen mala puntería! —repuso Carmaux.

—Seguidme sin perder tiempo.

Los tres hombres, sin preocuparse de los disparos que hacían los marineros de las chalupas españolas, se adentraron rápidamente entre el tupido ramaje de los árboles buscando un refugio.

Aquel islote, que debía de encontrarse ante la desembocadura del río Catatumbo, que desagua en la laguna de Maracaibo un poco más abajo que el Suana y discurre por una región rica en lagos y lagunas pantanosas, tendría un perímetro de unos mil metros.

Se levantaba en forma de cono y alcanzaba una altura de trescientos o cuatrocientos metros. Estaba cubierto por una espesísima vegetación, compuesta en su mayor parte por bellísimos cedros, plantas algodoneras, euforbias erizadas de espinas y palmeras de diversas especies.

En cuanto los filibusteros llegaron a la falda del islote, sin haber encontrado ser viviente alguno, se detuvieron unos instantes para respirar, pues estaban completamente rendidos. Enseguida se internaron entre la maleza decididos a llegar a la cumbre para tener conocimiento de los movimientos del enemigo y poder deliberar sin ser sorprendidos acerca de lo que debían hacer para escapar de aquella enojosa situación.

Se vieron obligados a abrirse paso con sus sables de abordaje, y necesitaron dos horas de rudo trabajo para atravesar la exuberante vegetación y llegar a la cima, que aparecía casi totalmente desnuda, salpicada tan solo por pequeños matorrales y por algunas rocas. Como la luna brillaba ya en lo alto, a su luz pudieron distinguir la carabela, anclada a unos trescientos pasos de la paya, y a las tres chalupas, que se habían detenido en el mismo lugar donde había quedado destrozada la canoa india.

Los marineros españoles ya habían desembarcado, pero no se atrevían a internarse en la espesura por temor a caer en alguna emboscada. Acamparon en la orilla, alrededor de unas cuantas hogueras que seguramente habían encendido para protegerse de los voraces mosquitos que revoloteaban formando gigantescas nubes sobre toda la costa de la laguna.

—Estarán esperando al alba para darnos caza… —dijo Carmaux.

—¡Seguro! —contestó el Corsario Negro con un extraño acento.

—¡Rayos! ¡Creo que ya es demasiada la protección que la fortuna ofrece a ese tunante!

—¿La fortuna…? ¡El demonio, diría yo!

—¡Sea quien sea, es la segunda vez que consigue escapársenos de las manos!

—Pero no se ha contentado con eso… ¡Está a punto de atraparnos entre las suyas! —añadió el hamburgués.

—¡Eso aún está por ver…! —repuso Carmaux—. Todavía estamos libres y conservamos nuestras armas.

—¿Y qué esperas hacer en el caso de que toda la tripulación de esa carabela se lance al asalto de este islote? —inquirió Wan Stiller.

—También en Maracaibo los españoles asaltaron la casa de aquel infeliz notario… Nos encontrábamos en una situación apurada, no me lo negarás… Y… ¡qué demonios! ¿No conseguimos escapar sin que nadie nos molestase lo más mínimo?

—Eso es cierto —repuso el Corsario Negro—. Sin embargo, debes tener en cuenta que esto no es la casa del notario y que aquí no hay ningún conde de Lerma que acuda en nuestra ayuda…

—¿Suponéis entonces que estamos predestinados a acabar nuestros días en la horca…? ¡Oh, cómo necesitaríamos que el Olonés viniera en nuestra ayuda…!

—Supongo que aún estará ocupado en saquear Maracaibo —dijo el corsario—. Por el momento, creo que no debemos esperar nada de él.

—¿Y qué ganaremos aguardando aquí?

—Para esa pregunta, Carmaux, ni siquiera tengo una sugerencia.

—Señor, ¿creéis que el Olonés se demorará aún mucho tiempo en Maracaibo?

—Ya debería estar aquí. Pero tú sabes el odio que siente por los españoles. No me cabe la menor duda de que no abandonará la ciudad sin dar con el último español que haya buscado refugio en los bosques.

—¿Os citasteis con él en algún lugar concreto?

—Sí, convinimos en encontrarnos junto a la desembocadura del Suana o del Catatumbo —repuso el corsario.

—Entonces podemos tener esperanzas de que llegue de un momento a otro…

—Pero ¿cuándo?

—¡Rayos! No creo que vaya a permanecer en Maracaibo eternamente…

—Por supuesto…

—Tiene que venir, y lo hará pronto.

—¿Y quién sabe cómo estaremos nosotros cuando eso suceda? ¿Quién nos puede asegurar que todavía estaremos vivos o al menos libres? ¿O es que crees que Van Guld va a permitir que permanezcamos tranquilamente en este islote…? ¡No, amigo mío! Nos acosará por todas partes e intentará todo lo que esté en su mano para que caigamos en su poder antes de que lleguen los filibusteros. Es demasiado grande el odio que me profesa para que pueda dejarme en paz. Probablemente a estas horas estará ordenando colgar de algún penol de la carabela la cuerda que haya de ceñirse a mi garganta…

—¡No ha tenido suficiente con las muertes del Corsario Rojo y del Corsario Verde! ¡Qué maldito perro es ese carcamal miserable…!

—En efecto, no ha tenido suficiente —repuso el corsario con voz sombría—. Quiere, necesita, la completa destrucción de mi familia… ¡Pero aún no me tiene en su poder! Y espero poder vengar de alguna manera a mis hermanos.

—Quizá el Olonés no se halle lejos… ¡Si pudiéramos resistir algunos días…!

—¡Quién sabe…! A lo mejor algún acontecimiento imprevisto nos ayuda a hacer pagar a Van Guld todas sus traiciones y canalladas.

—¿Qué podemos hacer, comandante?

—Resistir todo lo que podamos.

—¿Aquí? —preguntó Carmaux.

—Sí, aquí, en esta cumbre.

—Tendremos que atrincherarnos…

—Y nadie nos lo podrá impedir. Hasta la salida del sol disponemos de cuatro horas.

—¡Truenos! ¡No hay que perder ni un minuto, Wan Stiller! Apenas salga el sol, los españoles vendrán dispuestos a echarnos de aquí sea como sea.

—Pues ¿a qué esperamos? —contestó el hamburgués.

—¡Manos a la obra, amigo! —dijo Carmaux—. Mientras vos vigiláis, capitán, nosotros levantaremos unas barricadas que pondrán a prueba las manos y las costillas de nuestros adversarios. ¡Vamos, hamburgués!

La cima del islote estaba sembrada de grandes pedruscos, seguramente desgajados de una gran roca que se erguía en el punto más elevado y que constituía un excelente lugar de observación.

Los dos filibusteros hicieron rodar las piedras más grandes para formar con ellas una especie de trinchera baja y circular, suficiente para proteger a algunos hombres tendidos o arrodillados. La fatigosa labor duró alrededor de dos horas, pero los resultados fueron magníficos, pues detrás de aquella muralla, pequeña pero resistente, podían permanecer tranquilamente los filibusteros sin temor a ser alcanzados por las balas españolas.

Pero Carmaux y Wan Stiller aún no estaban satisfechos. Si bien aquel muro parecía capaz de ofrecerles una buena protección, no podía librarles de un ataque repentino. Así pues, para redondear su obra, descendieron hasta el bosque y con algunas ramas improvisaron una especie de angarillas en las que transportaron hasta la cumbre grandes haces de plantas espinosas con las que formaron una segunda muralla, muy peligrosa para los españoles.

—¡He aquí una fortaleza que, aunque es pequeña, dará que hacer a Van Guld si es que se decide a venir por nosotros! —dijo Carmaux frotándose las manos alegremente.

—Pero falta una cosa que es del todo imprescindible en cualquier guarnición, aunque esta sea más bien poco numerosa —advirtió el hamburgués.

—¿Qué es?

—¿No te has dado cuenta? ¡Oh…! ¡Aquí no disponemos de la magnífica despensa del notario de Maracaibo…!

—¡Mil rayos! ¡Había olvidado por completo que no tenemos ni un miserable hueso que roer!

—Y, como podrás suponer, no somos magos para convertir todas estas piedras en otros tantos panecillos…

—¡Vamos a dar una batida por el bosque, Wan Stiller! Si los españoles nos dejan tranquilos, te aseguro que volveremos con provisiones.

Levantó la cabeza hacia la roca que el Corsario Negro había elegido como observatorio para vigilar los movimientos de los marineros españoles y le preguntó:

—¿Están intranquilos, capitán?

—No mueven ni los ojos…

—Pues vamos a aprovechar el momento para ir de caza.

—Id. Yo vigilaré.

—En caso de peligro, sería conveniente que nos avisarais con un disparo de fusil.

—¡Así lo haré!

—¡Vamos, Wan Stiller! —dijo Carmaux—. Primero saquearemos los árboles. Luego veremos si podemos abatir alguna buena pieza.

Los filibusteros tomaron las angarillas que les habían servido para transportar los espinos y se internaron en la espesura.

Su ausencia se prolongó hasta el amanecer, pero volvieron tan cargados que parecían mozos de cuerda.

Habían encontrado un pedazo de tierra roturada, quizá por algún indio de las vecinas riberas, y saquearon los árboles frutales que en él crecían.

El cargamento que transportaban estaba constituido por cocos, naranjas, dátiles, que podían suplir perfectamente al pan, y una gran tortuga a la que habían sorprendido en la orilla de una laguna pantanosa. Si hacían economía de provisiones, tendrían víveres suficientes para cuatro días por lo menos.

Pero, además de la fruta y de la tortuga, habían hecho un importante descubrimiento que les podía ser muy útil para desembarazarse durante algún tiempo de sus adversarios y que hizo exclamar al buen Carmaux:

—¡Ah…! Querido hamburgués, ¡vive Dios que si al gobernador y a sus hombres se les ocurre ponernos cerco les obligaremos a hacer las muecas y contorsiones más desagradables que imaginarse puedan! En estos climas la sed es un terrible enemigo.

—Te estás volviendo tan enigmático como el castellano y Moko juntos… ¡Acaba de una vez, hombre!

—Estoy seguro —continuó Carmaux— de que los españoles no pensarán ir a la carabela cada vez que quieran apagar su sed. Y no traen cantimploras consigo… ¡Son astutos los indios…! El nikú hará milagros.

—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Wan Stiller—. Yo no tengo gran confianza en tu plan…

—¡Demonios! ¡Si lo he experimentado yo mismo! El que no reventara de dolor fue un verdadero milagro, ¡no pudo ser otra cosa!

—Dudo mucho que los españoles vengan a beber aquí…

—¿Es que has visto algún otro lago en estos parajes?

—No, no lo he visto.

—Entonces convendrás conmigo en que han de venir a beber forzosamente en el que nosotros hemos descubierto.

—Si tú lo dices… ¡Tengo curiosidad por saber qué efectos produce el nikú!

—A su debido tiempo te ofreceré ese espectáculo. Verás a un gran número de hombres acometidos por los más terribles dolores de vientre que puedas imaginar.

—¿Cuándo piensas emponzoñar el agua?

—En cuanto tenga la certeza de que nuestros enemigos se disponen a asaltar la colina.

En aquel momento el corsario abandonó la roca que le servía de observatorio y descendió hasta el pequeño campamento atrincherado diciendo:

—Las chalupas han rodeado la isla.

—¿Se disponen a cercarnos? —preguntó Carmaux.

—Sí, y de un modo riguroso.

—Pues nosotros estamos dispuestos a defender la posición, capitán. Tras las rocas y los espinos podremos resistir bastante tiempo. Quizá hasta que llegue el Olonés con los filibusteros.

—No estoy muy seguro de que los españoles nos concedan tanto tiempo. He visto desembarcar a cuarenta hombres por lo menos.

—¡Son demasiados, en efecto! —repuso Carmaux—. ¡Pero cuento con el nikú!

—¿Y qué es el nikú? —preguntó el Corsario Negro.

—¿Queréis venir conmigo, capitán? Antes de que los españoles lleguen hasta aquí transcurrirán cuatro o cinco horas. Pero a nosotros nos basta con una.

—¿Cuáles son tus proyectos?

—Ya lo veréis, capitán. Venid conmigo. Wan Stiller permanecerá de guardia en la roca.

Tomaron sus fusiles, descendieron por la ladera de la colina y se adentraron en los bosques de cedros, palmeras, simarubas y algodoneros, abriéndose paso con gran dificultad a través de centenares y centenares de bejucos.

De este modo bajaron como unos cincuenta metros, espantando con su presencia a grandes bandadas de papagayos habladores, a algunas parejas de monos rojos y a otros animales de muy variadas especies. Enseguida llegaron a lo que pomposamente llamaban pequeño lago y que solo era un simple estanque, cuya circunferencia no tendría más de unos trescientos pasos.

Parecía ser un depósito natural poco profundo y cubierto casi totalmente por plantas acuáticas.

Carmaux hizo notar al corsario que en las orillas del estanque crecían ciertas ramas sarmentosas, de corteza oscura y parecidas a los bejucos.

Había un gran número de ellas, enroscadas unas en otras como serpientes o plantas de pimienta privadas de apoyo.

—Estos vegetales van a proporcionar a los españoles terribles cólicos —dijo el filibustero.

—¿Y cómo va a suceder eso? —preguntó con cierta ansiedad el corsario.

—Ya lo veréis, capitán.

Mientras decía estas palabras el marinero había desenvainado su espada y cortado algunas de aquellas ramas sarmentosas, a las que llaman nikú los aborígenes de Venezuela y de la Guayana, y Robinia los naturalistas. Luego formó varios haces, que dejó en una peña que asomaba por encima de la laguna.

Cuando hubo reunido unos cuarenta haces, cortó algunas de las ramas más fuertes y le alargó una al corsario diciendo:

—Golpead las plantas con este palo, capitán.

—Pero ¿puedes explicarme qué es lo que vas a hacer?

—Envenenar las aguas de este estanque, señor.

—¿Con esos bejucos?

—Sí, con ellos.

—¡Tú estás loco, Carmaux!

—Os aseguro que no, capitán. El nikú embriaga a los peces y a los hombres, produciéndoles tremendos cólicos.

—¿Que emborracha a los peces? ¡Vamos! ¿Qué clase de cuento es el que me estás contando?

—¿No sabéis cómo se las arreglan los caribes cuando quieren obtener una abundante pesca?

—Se servirán de redes, digo yo…

—No, capitán. Dejan que se destile en los pequeños lagos el jugo de estas plantas y los peces no tardan en subir a la superficie retorciéndose desesperadamente y ansiando que los indios les cojan cuanto antes.

—¿Y dices que a los hombres les produce cólicos?

—Así es, capitán. Y como en este islote no hay más estanque ni charco que el que estáis viendo aquí, los españoles que quieran sitiarnos se verán obligados a beber de estas aguas.

—¡No se puede negar que eres listo, Carmaux! ¡Vamos a intoxicar el agua de este estanque!

Empuñaron los bastones que cortara Carmaux y empezaron a golpear las plantas vigorosamente, aplastándolas y sacando de ellas un abundante jugo que iba cayendo al agua.

Pronto se coloreó esta, primero de un tono blanco, como si hubiera sido mezclada con leche, y luego de un bellísimo color nacarado que no tardó en desaparecer. Concluida la operación, el estanque recobró toda su transparencia, y algunos segundos después era tal su limpidez que nadie podría suponer que contuviera una sustancia nociva.

El corsario y Carmaux arrojaron al agua los restos de las plantas sarmentosas. Y ya se disponían a retirarse cuando vieron una gran cantidad de peces que subían hasta el nivel del agua haciendo grandes contorsiones.

Los pobrecillos, embriagados con el nikú, se debatían desesperadamente tratando de huir de su propio elemento. Algunos se dirigían a las orillas, quizá prefiriendo una lenta asfixia en la arena a los dolorosos espasmos que les producía el jugo de aquella extraña planta.

Carmaux, que quería aumentar la cantidad de provisiones para asegurarse de que no pasarían hambre fuera cual fuese el tiempo que permanecieran en aquel islote, se lanzó hacia la orilla y, con ayuda de unos cuantos palos, pudo apoderarse de dos rayas espinosas, un piraja y un pemecrú.

—¡Esto es cuanto necesitaba! —gritó dirigiéndose hacia el corsario, que se había internado en la arboleda.

—¡Y esto también! —gritó otra voz.

Casi instantáneamente resonó un disparo.

Carmaux no dio ni un grito ni un gemido. Cayó en medio de una mata de madera de cañón como si alguna bala le hubiera alcanzado de lleno.

31. El asalto al islote

Al oír aquel disparo, el Corsario Negro retrocedió rápidamente creyendo que el marinero había hecho fuego sobre algún animal, pues ni siquiera sospechaba que los españoles de la carabela hubiesen llegado ya a la falda de la colina.

—¡Carmaux! ¡Carmaux! ¿Dónde estás? —gritaba.

Un ligerísimo silbido, que parecía producido por alguna serpiente, pero que él conocía muy bien, fue todo lo que obtuvo por respuesta.

En lugar de seguir avanzando se ocultó precipitadamente tras el grueso tronco de un enorme árbol y miró con atención a su alrededor.

Fue entonces cuando se percató de que, junto a un espeso grupo de palmeras, ondulaba aún una nubecilla de humo que se diluía lentamente en su ascensión, pues no corría en aquel claro del bosque la más ligera ráfaga de aire.

—¡Han disparado desde allí! —murmuró—. Pero ¿dónde se habrá escondido Carmaux? ¡No debe de andar muy lejos cuando he podido oír su silbido…! ¡Ah! ¿De modo que los españoles ya han llegado hasta aquí? ¡Pues bien, amigos míos, vamos a vernos las caras!

Siempre escondido tras el grueso tronco, que le ponía a cubierto de las balas enemigas, se arrodilló y miró con gran precaución entre las matas, que en aquel lugar eran muy altas. Por aquella parte del bosque desde donde se había disparado no vio absolutamente nada. Sin embargo, en dirección al grupo de arbustos advirtió un ligero movimiento entre la maleza, como a unos quince pasos del tronco que le cobijaba.

—Alguien viene arrastrándose hacia mí —murmuró—. ¿Será Carmaux, o algún español que trata de sorprenderme…? ¡Da lo mismo! Tengo montado el fusil y muy pocas veces fallo un disparo.

Permaneció inmóvil durante unos momentos, con el oído pegado al suelo, y oyó un ligero roce que la tierra transmitía con extraordinaria nitidez.

Seguro de no equivocarse, se incorporó pegado al tronco y lanzó una rápida mirada hacia la maleza.

—¡Ah! —murmuró mientras respiraba satisfecho.

Carmaux se encontraba ya a solo quince pasos del árbol y avanzaba con mil precauciones deslizándose por entre la maleza. Ni siquiera una serpiente hubiera producido menos ruido ni se hubiera deslizado con tanta astucia para huir de un peligro o atrapar alguna presa.

—¡El muy tunante! —dijo el Corsario Negro—. ¡He aquí un hombre que siempre sabrá salir de cualquier apuro y salvar el pellejo…! Pero ¿y el español que realizó el disparo? ¿Se lo habrá tragado la tierra?

Mientras tanto, Carmaux seguía avanzando en dirección al árbol mientras procuraba no quedar al descubierto y servir nuevamente de blanco. El valeroso filibustero no se había separado de su fusil, ni siquiera de los pescados, con los que contaba para su comida. ¡Qué diablos! ¿Por qué iba él a fatigarse en vano?

Al ver al corsario, dejó a un lado toda prudencia incorporándose de pronto, se reunió con él en solo dos saltos y buscó refugio tras el mismo tronco que protegía a su capitán.

—¿Estás herido? —le preguntó el corsario.

—Tanto como vos —contestó mientras reía de buena gana.

—¡No te han tocado ni un pelo!

—Pero ellos habrán creído todo lo contrario al verme caer entre la maleza como si me hubiesen atravesado el corazón o hecho añicos esta hermosa cabeza. Pero, como vos mismo podéis ver, estoy tan vivo como antes. ¡Ah…! Los bribones pensaban que iban a mandarme al otro barrio. ¿Es que creen que soy un pobre indio? Tendré que explicarles lo ladino que es su amigo Carmaux…

—¿Y el que disparó sobre ti?

—Seguramente ha escapado al oír vuestra voz.

—¿Estaba solo?

—Sí.

—¿Español?

—Sí; marinero.

—¿Crees que nos estará espiando?

—Es muy probable. Pero dudo que se atreva a aparecer, ahora que sabe que somos dos.

—Volvamos a la cumbre. Estoy inquieto por Wan Stiller.

—¿Y si nos atacan por la espalda? ¡Ese individuo puede tener compañeros escondidos en el bosque!

—Abriremos bien los ojos y no separaremos ni un momento nuestros dedos de los gatillos. ¡Vamos, valiente!

Abandonaron el árbol y retrocedieron rápidamente empuñando los fusiles y apuntando hacia las lindes del bosque. De este modo llegaron hasta unos espesos matorrales, entre los cuales se escondieron para comprobar si los enemigos se decidían a aparecer.

Como no asomara ninguno de ellos ni se oyese ruido de ninguna especie, siguieron marchando rápidamente y ascendiendo por la ladera del montecillo.

En veinte minutos salvaron la distancia que les separaba de su pequeño campamento atrincherado. Wan Stiller, que seguía de guardia en lo alto de la roca, descendió corriendo a su encuentro diciéndoles:

—¿Habéis disparado vos, capitán? He oído un tiro de fusil.

—No —repuso el corsario—. ¿Has visto a alguien?

—Ni a un mosquito, señor. Pero he podido distinguir a un grupo de marineros que saltaban a la costa y desaparecían bajo los árboles.

—¿Sigue anclada la carabela?

—Permanece en el mismo lugar.

—¿Y las chalupas?

—Están rodeando la isla.

—En ese grupo del que me has hablado…

—Decid, capitán.

—¿… Iba Van Guld?

—He visto a un viejo de barba blanca.

—¡Él! —exclamó el corsario entre dientes—. ¡Que venga ese miserable! ¡Veremos si la suerte le protege otra vez de las balas de mi fusil!

—¿Creéis que llegarán pronto aquí? —preguntó Carmaux, que se había dedicado a recoger ramas secas.

—Quizá no se atrevan a atacarnos de día y esperen a que oscurezca.

—En ese caso podemos preparar algo de comida para recobrar fuerzas. Os confieso que no sé dónde ha ido a parar mi estómago. ¡Eh, Wan Stiller, prepara estas dos rayas! Asadas estarán tan apetitosas que nos chuparemos los dedos.

—¿Y si llegan los españoles? —preguntó el hamburgués, que no estaba muy tranquilo.

—¡Bah! Comeremos con una mano y nos batiremos con la otra. Para nosotros las rayas y para ellos el plomo. Es un reparto justo, ¿no?

Mientras el corsario volvía a situarse en observación sobre la roca, los dos marineros encendieron un fuego y asaron en él los pescados, después de haberles despojado de sus largas y peligrosas espinas.

Un cuarto de hora después, Carmaux anunciaba en tono triunfal que la comida estaba dispuesta. Los españoles aún no habían hecho acto de presencia.

Apenas habían tomado asiento los tres filibusteros y se disponían a comer el primer bocado cuando retumbó sobre el mar un formidable disparo.

—¡El cañón! —exclamó Carmaux.

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando la parte superior de la peña que les había servido de puesto de observación saltó con un terrible estrépito, hecha pedazos por una bala de gran calibre.

—¡Rayos! —exclamó de nuevo el filibustero poniéndose de pie precipitadamente.

—¡Y truenos! —añadió Wan Stiller.

El corsario había corrido ya hacia el borde de la cumbre para averiguar de dónde había salido aquel disparo.

—¡Por mil antropófagos! —volvió a gritar Carmaux—. ¿Es que no se puede comer tranquilamente en este condenado golfo de Maracaibo? ¡Que el demonio se lleve consigo a ese maldito Van Guld y a todos los perros que le obedecen! ¡Ya nos ha aguado la fiesta…! ¡Oh, dos rayas tan deliciosas aplastadas por completo!

—¡Aún te queda la tortuga, Carmaux! Luego podrás comértela.

—Eso será si los españoles nos dan tiempo para ello —repuso el corsario mientras se acercaba a los dos filibusteros—. Se dirigen hacia aquí a través del bosque y la carabela se dispone a bombardearnos.

—¡Están decididos a hacernos polvo! —exclamó Carmaux.

—Y nos van a aplastar como a las rayas —añadió Wan Stiller.

—Por fortuna somos más peligrosos que esos pobres animales —repuso Carmaux—. ¿Están a la vista ya los españoles, capitán?

—Están a quinientos o seiscientos pasos.

—¡Hola!

—¿Qué ocurre?

—¡Tengo una idea, capitán!

—¡Vomítala, vamos!

—Ya que se disponen a bombardearnos, les devolveremos ojo por ojo y diente por diente. Les bombardearemos nosotros a ellos.

—¿Acabas de encontrar algún cañón o es que se te ha averiado repentinamente el cerebro?

—Ni una cosa ni otra, capitán. Se trata, simplemente, de hacer rodar estos peñascos a través del bosque. La pendiente es muy elevada y a buen seguro que estos gigantescos proyectiles no han de quedarse a la mitad del camino.

—La idea no me parece mala… ¡y la pondremos en práctica en el momento oportuno! Ahora, dividámonos y vigilemos cada uno por un sector. Manteneos separados de la roca si no queréis que algún pedazo os abra vuestras bonitas cabezas.

—¡Ya he tenido suficiente con los que han llovido sobre mis costillas! —dijo Carmaux mientras se metía en el bolsillo un par de mangos—. Vamos a asomarnos para ver qué hacen esos insoportables aguafiestas. Os aseguro que han de pagar caras mis rayas.

Se separaron y fueron a emboscarse tras las últimas matas que rodeaban la cumbre, esperando que el enemigo hiciera su aparición para abrir fuego contra él.

Los hombres de la carabela, estimulados quizá por el gobernador con la promesa de alguna sustanciosa recompensa, trepaban animosamente por las laderas del montículo abriéndose paso a través de la tupida maleza. Los filibusteros aún no podían verles, pero les oían hablar y apreciaban claramente el ruido que producían al cortar los bejucos y las raíces que les interceptaban el paso.

Al parecer se habían distribuido únicamente en dos grupos, que seguían distintos caminos con la intención de dividir mínimamente sus fuerzas para poder hacer frente a cualquier desagradable sorpresa. Uno de los pelotones parecía haber alcanzado ya el estanque; el otro, en cambio, debía de haberse internado por un pequeño y angosto valle, un cañón, como dicen los españoles.

Una vez que se hubo asegurado el Corsario Negro de las direcciones que seguían los marineros, decidió poner en práctica inmediatamente el proyecto de Carmaux para rechazar a los hombres que avanzaban por la garganta.

—¡Vamos, valientes! —dijo el corsario a sus dos filibusteros—. Preocupémonos ahora de los hombres que nos acosan por la espalda. Luego ya decidiremos qué vamos a hacer con los que han tomado el camino del lago.

—Estoy seguro de que a esos se encargará el nikú de ponerlos fuera de combate —repuso Carmaux—. Solo necesitamos que les entre un poco de sed para ver cómo se alejan con el rabo entre las piernas y apretándose el vientre.

—Habrá que empezar el bombardeo, ¿no? —dijo Wan Stiller, que se entretenía en hacer rodar una piedra de más de medio quintal.

—Por lo visto tienes ganas de que empiece la fiesta, ¿verdad? —repuso el corsario—. ¡Pues puedes iniciarla dejando caer ese pedrusco! ¡Tíralo!

Ni Carmaux ni Wan Stiller se hicieron repetir la orden y empujaron hacia el borde, con una rapidez prodigiosa, una docena de grandes rocas procurando que tomasen la dirección de la garganta.

Aquel formidable alud se despeñó entre los bosquecillos produciendo el fragor de un huracán, botando y destrozando a su paso los árboles y aplastando la maleza.

No habían transcurrido cinco segundos cuando en el fondo del pequeño valle se oyeron resonar gritos de espanto, a los que siguieron algunos disparos de fusil.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó Carmaux con voz triunfante—. ¡Por lo visto esas piedrecillas han alcanzado a alguien!

—¡Por allí veo retirarse precipitadamente a varios hombres! —dijo Wan Stiller, que se había encaramado a una gran roca—. ¡Creo que ya es suficiente! —añadió tras unos instantes de silencio.

—¡Otra descarga aún, hamburgués!

—¡Sea como dices, Carmaux!

De nuevo, por las laderas del monte rodaron una tras otra diez o doce piedras enormes. Aquella segunda oleada de proyectiles produjo en el cañón los mismos efectos y algo más de ruido que la primera.

Los marineros de la carabela española trepaban por las paredes de la estrecha garganta procurando evitar ser aplastados por aquella tempestad de peñascos que se les venía encima. Convencidos de que un nuevo intento de aproximación a los filibusteros tendría desastrosas consecuencias, decidieron desaparecer entre la espesura.

—¡No creo que esos nos vuelvan a importunar por el momento! —dijo Carmaux frotándose las manos alegremente—. ¡Ha habido una buena ración para cada uno!

—¡Ahora, a por los otros! —añadió el corsario.

—¡Si es que los dolores les dejan moverse! —repuso Wan Stiller—. ¡No se ve subir a ninguno!

—¡Silencio!

El corsario se dirigió hacia el borde de la explanada que coronaba la cima del monte y escuchó durante unos minutos.

—¿Nada? —preguntó Carmaux impaciente.

—Se diría que ni siquiera respiran —respondió el Corsario Negro.

—¿Habrán bebido el nikú?

—Si no lo han bebido y avanzan hacia nosotros, lo hacen arrastrándose como serpientes —dijo Wan Stiller—. ¡Habrá que tener cuidado, no sea que nos abrasen con una descarga a quemarropa!

—Quizá se han percatado del poder de nuestra artillería y se resistan a avanzar por temor a ser aplastados —dijo Carmaux—. ¡Estos cañones son más peligrosos que los de la carabela! ¿Y quién puede negarme que también son mucho más económicos?

—¡Prueba a disparar entre aquellas plantas! —sugirió el Corsario Negro—. Si contestan, ya sabremos cómo hemos de arreglárnoslas…

Wan Stiller se dirigió hacia el borde de la explanada, se acurrucó tras una mata y efectuó un disparo hacia el centro de la pequeña selva.

La detonación resonó profundamente entre los árboles. Pero ese fue el único efecto que causó.

Los tres filibusteros esperaron durante algunos minutos, aguzando el oído y escudriñando minuciosamente la maleza. Luego hicieron una descarga general apuntando a diversos lugares.

Tampoco esta vez obtuvieron respuesta. ¿Qué le habría ocurrido al segundo pelotón, al que poco antes había visto subir bordeando el estanque?

—¡Preferiría oír una furiosa descarga! —exclamó Carmaux—. Este silencio es irritante; me preocupa y me hace temer una desagradable sorpresa. ¿Qué hacemos, capitán?

—¡Bajemos, Carmaux! —respondió el corsario, que, igual que el filibustero vasco, empezaba a dar muestras de viva inquietud.

—¿Y si los españoles están emboscados y aprovechan nuestros movimientos para tomar al asalto nuestro pequeño campamento?

—Wan Stiller permanecerá aquí. Tengo necesidad de saber qué es lo que hacen nuestros enemigos.

—¿Queréis saberlo, capitán? —dijo el hamburgués, que se había adelantado.

—¿Puedes ver algo?

—Veo a siete u ocho españoles que se debaten como si estuviesen locos o delirasen.

—¿Dónde?

—Allá abajo, cerca del estanque.

—¡Por fin! —exclamó Carmaux esbozando una sonrisa—. Ya se han hartado de nikú. ¡No estaría de más enviarles algún calmante!

—En forma de bala, ¿verdad? —preguntó Wan Stiller.

—¡No! —ordenó el corsario—. ¡Dejadles tranquilos! Reservemos las municiones para el momento decisivo. Por otra parte, es absurdo matar a personas que no están en condiciones de hacernos daño alguno. Ya que el primer ataque no les ha salido tan bien como seguramente esperaban, aprovechemos esta tregua para reforzar nuestro campamento. Os repito de nuevo que nuestra seguridad ha de basarse en mantener la mayor capacidad de resistencia que tengamos.

—Supongo que también podremos emplear esta tregua para comer algo, ¿no? —dijo Carmaux—. Aún nos queda la tortuga y algunos pescados.

—Tenemos que economizar las provisiones, Carmaux. El sitio puede durar un par de semanas. Quizá más. No sabemos todavía el tiempo que el Olonés permanecerá en Maracaibo. Por ahora no podemos contar con su ayuda para escapar de esta difícil situación.

—¡Tendremos que contentarnos con un pescado!

—¡Pues venga ese pescado!

Mientras Carmaux volvía a encender el fuego ayudado por el hamburgués, el Corsario Negro trepó a la roca para observar lo que sucedía en las playas del islote.

La carabela no se había apartado de su sitio, si bien en la cubierta podía advertirse un ajetreo inusitado. Los tripulantes se movían alrededor de un cañón emplazado sobre la toldilla y lo dirigían hacia arriba, como si se dispusieran a reanudar el fuego sobre la cumbre del monte.

Las cuatro chalupas fondeadas alrededor de la isla pocos momentos antes empezaban a navegar lentamente a lo largo de la playa para impedir a los sitiados cualquier intento de fuga. En realidad era un temor infundado, pues los filibusteros no disponían de embarcación alguna ni estaban en condiciones de recorrer a nado la enorme distancia que les separaba de la embocadura del río Catatumbo.

Los dos grupos que habían intentado el asalto al islote no debían de haber regresado aún junto a sus camaradas, pues en la playa no se veía ningún grupo de marineros.

—¿Habrán acampado en los bosques esperando el momento propicio para lanzarse al ataque? —murmuró el corsario—. ¡Mucho me temo que el nikú y las piedras no han producido un resultado totalmente feliz!

El Corsario Negro permaneció unos momentos pensativo; luego añadió:

—¡Y Pietro sin venir! Si no llega antes de un par de días creo que nadie podrá salvarnos de caer en manos de ese condenado viejo…

Bajó lentamente de su observatorio y se acercó a sus dos hombres, a los que dio cuenta detallada de sus preocupaciones y temores.

—¡La cosa empieza a ponerse seria! —dijo Carmaux—. Capitán, ¿creéis que esta noche intentarán un asalto general?

—Es lo que estoy temiendo —repuso el corsario.

—¿Y cómo vamos a hacer frente a tantos hombres?

—No lo sé; esa es la verdad, Carmaux.

—Podríamos intentar algo… Apoderarnos de alguna de sus chalupas, por ejemplo…

—No es una idea tan descabellada. Incluso diría que es una genial sugerencia —contestó el corsario después de reflexionar unos instantes—. Tu plan no es de fácil realización, pero tampoco se puede considerar como imposible.

—¿Cuándo lo intentaremos?

—Esta noche, antes de que salga la luna.

—¿Qué distancia creéis que habrá entre la isla y la desembocadura del Catatumbo?

—Unas seis millas.

—Que suponen una hora, quizá algo menos, de buen andar.

—¿Y no nos perseguirá la carabela? —preguntó Wan Stiller, demostrando cierta desconfianza por tan arriesgado plan.

—Puedes estar seguro de que no lo hará —repuso el corsario—. En la desembocadura del Catatumbo hay muchos bancos de arena y si quiere avanzar demasiado correrá el peligro de embarrancar.

—¡No se hable más, será esta noche! —dijo animadamente Carmaux.

—Si es que antes no nos han apresado o asesinado…

—Capitán, el pescado ya está listo. Creo que necesita que alguien le dé un bocado.

32. En poder de Van Guld

Durante aquella larguísima jornada, ni Van Guld ni sus marineros dieron señales de vida. Parecía como si estuviesen tan seguros de dar caza a los filibusteros refugiados en la cima del monte que consideraban innecesario molestarse en precipitar el ataque.

Lo más probable era que quisieran obligarles a rendirse cuando se vieran atacados por el hambre y la sed. De esta forma, el gobernador lograría su propósito, que era el de coger vivos a los filibusteros para ahorcarles, como había hecho en tantas ocasiones, en la plaza de Granada de la ciudad de Maracaibo.

Sin embargo, Carmaux y Wan Stiller se habían hecho cargo de la presencia de los marineros. Tomando mil precauciones se aventuraron bajo la espesura y pudieron distinguir entre las hojas a numerosos grupos de hombres acampados en la falda del monte. Pero no vieron ni a un solo marinero español en las proximidades del estanque, señal evidente de que los sitiadores habían experimentado ya la toxicidad de aquellas aguas saturadas de nikú.

Llegada la noche, los tres filibusteros hicieron sus preparativos, resueltos a forzar la línea enemiga antes que tener que esperar en el campamento una muerte lenta provocada por el hambre y la sed.

Hacia las once de la noche, después de haber inspeccionado meticulosamente los bordes de la plataforma que coronaba el islote y de haberse asegurado de que sus poderosos enemigos no habían abandonado sus campamentos, repartieron los pocos víveres y municiones que aún conservaban y salieron silenciosamente del recinto fortificado para descender con dirección al estanque.

Antes de ponerse en camino determinaron con exactitud las posiciones ocupadas por las tropas españolas, con objeto de no aparecer de repente en cualquiera de aquellos pequeños campamentos y producir la alarma, cosa que había que evitar a todo trance si no querían malograr ellos mismos su temerario proyecto, por otra parte el único medio de que disponían para escapar de las manos asesinas del gobernador de Maracaibo. Sabían que podía haber centinelas montando guardia en puestos avanzados, pero, contando con la ayuda de la oscuridad reinante en la selva, esperaban poder evitar el encuentro con ellos a fuerza de astucia y prudencia.

Como reptiles, arrastrándose muy lentamente para no hacer rodar ni el más pequeño canto, tardaron diez minutos en llegar bajo los grandes árboles, donde la oscuridad era absoluta. Durante algunos instantes permanecieron escuchando en aquel lugar y, como no oyeran ruido alguno y vieran brillar aún en la falda del monte las hogueras de los acampados, reemprendieron lentamente la marcha, siempre tanteando el terreno con las manos para no hacer crujir las hojas y evitar una caída fatal en cualquier hendidura o sima.

Ya habían descendido unos trescientos metros cuando Carmaux, que iba delante, se detuvo de repente y se ocultó tras el tronco de un árbol.

—¿Qué ocurre? —le preguntó en voz muy baja el Corsario Negro, que se había reunido con él.

—He oído romperse una rama —murmuró el filibustero.

—¿Cerca de nosotros?

—Sí, muy cerca.

—¿Habrá sido algún animal?

—No lo sé.

—¿Algún centinela, quizá?

—La oscuridad es demasiado grande para poder distinguir nada, capitán.

—Detengámonos aquí unos minutos.

Al cabo de unos instantes de angustiosa espera oyeron hablar muy quedo a dos personas.

—Ya se acerca la hora —decía una voz.

—¿Están dispuestos todos? —preguntaba la otra.

—Quizá ya han abandonado los campamentos, Diego.

—¿Crees que lograremos prenderles?

—Les sorprenderemos, te lo aseguro.

—¡Pero se defenderán desesperadamente! ¡Solo el Corsario Negro vale por veinte hombres, Sebastián!

—Pero nosotros somos sesenta y, además, la espada del conde es formidable.

—Eso no es suficiente para ese endiablado corsario… ¡Estoy seguro de que muchos de nosotros iremos al otro mundo!

—Pero los que sobrevivan tendrán su premio… ¡Ya hay diez mil pesos para beber y comer!

—¡Vive Dios que es una bonita cantidad, Sebastián! ¡Demonios, está visto que el gobernador quiere coger a ese hombre de la forma que sea!

—No, Diego. ¡Le quiere vivo!

—¿Para ahorcarle después?

—Eso no se puede ni dudar… ¡Eh! ¿No has oído, Diego?

—Sí, nuestros compañeros se han puesto en movimiento.

—¡Pues adelante nosotros también! ¡Los diez mil pesos están aguardándonos!

El Corsario Negro y los dos filibusteros no se habían movido. Confundidos en la maleza, ocultos entre las raíces y los bejucos, conservaban una absoluta inmovilidad, aunque mantenían levantados los fusiles dispuestos a descargarlos en cuanto fuese preciso.

Aguzando la vista, vieron confusamente cómo los dos marineros españoles avanzaban con lentitud, apartando ramas y bejucos para abrirse paso.

Ya se habían alejado unos cuantos metros cuando uno de los dos se detuvo diciendo:

—¿No has oído nada, Diego?

—En absoluto.

—A mí me ha parecido oír un suspiro.

—Algún insecto…

—¡O alguna serpiente!

—¡Razón de más para que nos alejemos de este lugar! Vamos, Sebastián. No quiero ser de los últimos en tomar parte en la lucha.

Tras este breve diálogo los dos marineros continuaron la marcha y desaparecieron bajo la negra bóveda del bosque.

Los filibusteros esperaron aún unos minutos más temiendo que los españoles volvieran atrás o se detuvieran. Por fin, el corsario se incorporó y miró a su alrededor.

—¡Truenos! —murmuró Carmaux respirando libremente—. ¡Empiezo a creer que nos sonríe la fortuna!

—¡Yo ya no daba ni un peso por nuestro pellejo! —añadió Wan Stiller—. ¡Uno ha pasado tan cerca de mí que por poco me pisa!

—¡Hemos hecho bien dejando nuestro campamento…! ¡Sesenta hombres! ¿Quién hubiera podido hacer frente a semejante acometida?

—¡Vaya una sorpresa desagradable para ellos! ¿Qué crees que harán cuando lleguen a la cumbre y solo encuentren piedras y espinos, Carmaux?

—Yo les sugeriría que se las llevasen al gobernador…

—¡Adelante! —ordenó el corsario en aquel momento—. ¡Es preciso llegar a la playa antes de que los españoles se den cuenta de nuestra huida! Si dan la voz de alarma antes de que estemos en la orilla, nos será imposible apoderarnos de la chalupa.

Seguros de que no habían de encontrar más obstáculos ni correr peligro de que les descubrieran, los filibusteros descendieron en dirección al lago, internándose por la garganta sobre la que habían arrojado poco antes los peñascos. Su propósito era llegar hasta la playa meridional del islote con objeto de alejarse todo lo posible de la carabela española.

El descenso tuvo lugar sin incidente alguno, y antes de la medianoche llegaron a la playa.

Ante ellos, medio varada en el extremo de un pequeño promontorio, estaba una de las cuatro chalupas. La tripulación solo se componía de dos hombres, los cuales habían saltado a tierra y dormían tranquilamente junto a una hoguera ya apagada. Estaban seguros de que nadie les molestaría, pues sabían que sus compañeros de la carabela rodeaban la colina y que los filibusteros se hallaban sitiados en la cima.

—¡Creo que la cosa va a resultar fácil! —murmuró el corsario—. Si estos no se despiertan desapareceremos de aquí sin dar ocasión a que cunda la alarma entre los españoles y podremos llegar tranquilamente hasta la boca del Catatumbo.

—¿Tenemos que matar a esos dos hombres? —preguntó Carmaux.

—No es preciso —repuso el Corsario Negro—. Supongo que no nos importunarán.

—¿Dónde están las otras chalupas? —preguntó con cierta inquietud el hamburgués Wan Stiller.

—Veo una varada a quinientos metros de nosotros, cerca de aquel escollo —contestó Carmaux.

—¡Pronto, embarquemos! —ordenó el corsario—. Dentro de unos minutos los españoles se habrán dado cuenta de nuestra huida.

Subieron por el promontorio y pasaron de puntillas junto a los dos españoles, que roncaban plácidamente. Con un ligero esfuerzo empujaron hasta el agua la chalupa, saltaron dentro de ella y empuñaron los remos.

Se habían alejado ya unos cincuenta o sesenta pasos y empezaban a albergar esperanzas de alcanzar fácilmente el mar abierto, cuando de improviso retumbaron en la cima del monte varias descargas seguidas de algunos gritos.

Al llegar a la explanada, los españoles debían de haberse lanzado ya al ataque de la pequeña fortificación, convencidos de que iban a apresar a los filibusteros.

Al oír aquellas descargas en la cumbre, los dos marineros se despertaron y, viendo que su chalupa se alejaba tripulada por hombres a los que no conocían, corrieron hacia la playa fusil en mano y gritando:

—¡Deteneos! ¿Quiénes sois?

En lugar de responder, Carmaux y Wan Stiller se inclinaron sobre los remos y pusieron la chalupa en movimiento con gran furia.

—¡A las armas! —vocearon los marineros, que, aun cuando demasiado tarde, se habían dado cuenta de la fuga de los filibusteros.

Dos tiros resonaron.

—¡Al diablo! —gritó Carmaux al ver que una de las balas había destrozado el remo a solo tres pulgadas de la borda de la chalupa.

—¡Coge otro remo, Carmaux! —dijo el corsario.

—¡Rayos! —gritó Wan Stiller.

—¿Qué sucede?

—¡Que la chalupa que estaba varada en el escollo viene dándonos caza, capitán!

—¡Ocupaos vosotros de remar! ¡Dejad que yo me encargue de mantenerla a distancia a fuerza de balas!

En la cima del monte seguían resonando los disparos. Probablemente, al encontrarse ante aquella doble trinchera de pedruscos y espinos, los españoles habían hecho un alto y abierto fuego desde las barricadas.

Gracias al impulso de los cuatro remos, manejados vigorosamente por los dos filibusteros, la chalupa se alejaba rápidamente de la isla, dirigiéndose hacia la desembocadura del Catatumbo. La distancia era considerable, pero si los hombres que habían quedado de guardia en la carabela no se daban cuenta de lo que estaba sucediendo en la playa meridional del islote, cabía la posibilidad de librarse de la persecución.

La chalupa de los españoles se había detenido cerca del pequeño promontorio para embarcar a los dos marineros, que gritaban como energúmenos. Aquel momentáneo retraso fue aprovechado por los filibusteros para ganar otros cien metros.

Por desgracia para ellos, las voces de alarma llegaron hasta las orillas meridionales de la isla. Los disparos de los dos marineros burlados en la playa no habían sido confundidos con los que resonaban en la cumbre del monte y muy pronto todos los españoles se dieron cuenta de lo que había sucedido.

Aún no se habían alejado mil metros los filibusteros cuando las otras dos chalupas, una de las cuales era bastante grande e iba armada con una pequeña culebrina, se lanzaron tras ellos.

—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntariamente el corsario—. ¡Preparémonos para vender cara nuestra piel, amigos!

—¡Mil truenos! —exclamó Carmaux—. ¿Tan pronto se ha cansado la buena suerte de favorecernos? ¡Pues bien, antes de morir enviaremos a algunos delante de nosotros al otro mundo!

Diciendo estas palabras, soltó los remos y empuñó el fusil. Las chalupas, precedidas por la más grande, que contaba con una tripulación de doce hombres, se encontraban ya a unos trescientos pasos y avanzaban con furia.

—¡Rendíos u os echamos a pique!

—¡No! —contestó resueltamente el corsario—. Los hombres del mar, sobre todo si son Hermanos de la Costa, no se rinden. ¡Mueren!

—El gobernador promete respetar vuestra vida…

—¡He aquí mi respuesta!

El corsario apuntó rápidamente su fusil e hizo fuego. Uno de los remeros españoles cayó al agua.

Las tripulaciones de las tres chalupas estallaron en un grito de furor.

—¡Fuego! —se oyó gritar.

La culebrina relampagueó. Unos segundos después, la chalupa de los filibusteros se inclinaba por la proa y el agua entraba en ella a raudales.

—¡A nado! —gritó el corsario dejando caer el fusil.

Los dos filibusteros descargaron sus armas contra la chalupa grande y se lanzaron al agua enseguida, mientras su embarcación, con la proa hecha pedazos por el impacto de la bala de la culebrina, mostraba la quilla al aire.

—¡Los sables entre los dientes y dispuestos para el abordaje! —gritó el corsario—. Si es necesario, ¡moriremos en la cubierta de esa chalupa!

Sosteniéndose a flote con grandes esfuerzos, los tres filibusteros nadaron desesperadamente dirigiéndose hacia la embarcación y decididos a entablar una lucha suprema para morir matando antes que rendirse.

Los españoles, que seguramente tenían un gran interés en atraparles vivos, pues de no ser así les hubiera sido fácil enviarlos al fondo de las aguas a hacer compañía a los peces con una sola descarga, llegaron hasta ellos con unas cuantas remadas, golpeando a los filibusteros con la proa de la chalupa tan violentamente que estos quedaron completamente aturdidos.

Veinte manos sujetaron en el acto a los nadadores, les izaron a bordo y, tras desarmarles, les ataron antes de que se hubieran recobrado de los golpes recibidos.

Cuando el corsario se percató de lo que había sucedido, se encontró tendido en la popa de la chalupa con las manos estrechamente atadas a la espalda y vio que sus dos hombres estaban tendidos bajo los bancos de proa. A su lado estaba un hombre que vestía un elegante traje de caballero castellano y que era quien manejaba la barra del timón. Al verle, el Corsario Negro lanzó una exclamación de estupor.

—¡Vos, conde!

—¡Yo, caballero! —contestó el castellano sonriendo.

—Nunca hubiera supuesto que el conde de Lerma olvidara tan pronto que había sido respetado por mí cuando tuve la oportunidad de matarle en casa del notario de Maracaibo… —dijo el corsario amargamente.

—¿Y qué es lo que le induce al señor de Ventimiglia a pensar que yo haya olvidado el día en que tuve el placer de conocerle? —preguntó el conde en voz baja.

—Si no me engaño, creo que habéis sido vos quien me ha hecho prisionero.

—¿Y bien?

—Que me lleváis ante el duque flamenco.

—¿Y qué importa eso?

—¿Habéis olvidado que fue Van Guld quien ordenó ahorcar a mis dos hermanos?

—No lo he olvidado, caballero.

—¿Ignoráis acaso la corriente de odio que hay entre ese maldito viejo y yo?

—No, no lo ignoro.

—Sabréis que pretende ahorcarme a mí también…

—¡Bah!

—¿Lo dudáis?

—Que el duque tenga ese deseo, lo creo. Pero habéis olvidado que yo también estoy aquí. Y añadiré, por si lo ignoráis, que la carabela es mía y que los marineros que la tripulan solamente me obedecen a mí.

—Pero Van Guld es el gobernador de Maracaibo y todos los españoles han de obedecerle.

—Como veis, le he complacido haciendo que os prendiesen. Por lo demás… —dijo el conde bajando aún más la voz y sonriendo de un modo misterioso.

Luego, inclinándose hacia el corsario, murmuró a su oído:

—Gibraltar y Maracaibo están muy lejos, caballero. Pronto os daré una prueba del respeto y admiración que el conde de Lerma siente por ese gobernador extranjero. ¡Ahora, silencio!

En aquel instante la chalupa, escoltada por las otras dos embarcaciones, llegó al costado de la carabela.

A una señal del conde, sus marineros cogieron a los tres filibusteros y les transportaron a bordo de la nave mientras se oía una voz que decía con aire triunfante:

—¡Por fin ha caído en mis manos el último de ellos!

33. La promesa de un caballero castellano

Desde lo alto de la cámara de popa descendió rápidamente un hombre que se detuvo ante el corsario, a quien ya habían liberado de sus ligaduras.

Era un viejo de imponente aspecto, con larga barba blanca, anchas espaldas y amplio pecho, dotado de una excepcional robustez a pesar de sus cincuenta y cinco o sesenta años.

Tenía todo el aspecto de aquellos viejos nobles de la República veneciana que guiaban victoriosamente las galeras de la reina de los mares contra los formidables piratas de la media luna.

Como aquellos valientes ancianos, vestía una magnífica coraza de acero cincelado, de la que pendía una larga espada que aún manejaba con supremo vigor, y en su cinturón llevaba una daga de dorado puño.

El resto de su indumentaria era puramente español: amplias mangas con bullones de seda negra, mallas de seda de igual color y altas botas de piel amarillenta en las que lucían unas espuelas de plata.

Durante algunos instantes miró silenciosamente al Corsario Negro. En sus ojos relucía una siniestra luz. Al cabo de un rato dijo con voz lenta, como si quisiera escucharse a sí mismo:

—Como veis, caballero, la fortuna sigue estando de mi parte. ¡Había jurado ahorcaros a todos y ahora voy a cumplir mi juramento!

Al oír estas palabras, el corsario levantó la cabeza y lanzó al duque una mirada de profundo desprecio, diciendo:

—Los traidores tienen gran fortuna en este mundo, pero habrá que verles en el otro. ¡Asesino de mis hermanos, concluye tu canallesca obra! ¡La muerte no atemoriza a los señores de Ventimiglia!

—Habéis querido mediros conmigo —prosiguió el viejo fríamente—. Habéis perdido la partida y os toca pagar. Eso es todo.

—¡Pues bien, traidor, perro flamenco, manda que me ahorquen!

—Veo que el temor a la muerte hace que no os acordéis de los modales que debe tener un caballero…

—¡Tú no eres un caballero…!

—Bien, me habéis pedido que acabe con vos de una vez. Yo os respondo que no tengo ninguna prisa de momento.

—¿A qué esperas?

—Hubiera preferido ahorcaros en Maracaibo. Comoquiera que vuestros hombres están ahora en Gibraltar, esperaré un poco y ofreceré ese espectáculo a los habitantes de la ciudad… ¡y también a vuestros filibusteros!

—¡Miserable! ¿No has tenido suficiente con la muerte de mis hermanos?

Una espantosa luz relampagueó en la mirada del viejo duque.

—¡No! —dijo a media voz tras unos instantes de silencio—. Sois un testigo demasiado peligroso de lo sucedido en Flandes para que yo pueda dejaros con vida. Por otra parte, ¿quién me asegura que si os perdono la vida no intentaréis matarme mañana? Quizá no os odie tanto como creéis. Simplemente me deshago de un adversario que no me dejaría vivir tranquilo.

—Entonces, ¡mátame! Porque, si consigo escapar, mañana mismo reanudaré la persecución hasta que pueda acabar contigo, «caballero».

—Lo sé —repuso el duque tras un momento de reflexión—. Sin embargo, podíais muy bien libraros de la ignominiosa muerte que os espera por ser filibustero.

—Te repito que la muerte no me asusta —dijo firmemente el corsario.

—Conozco el valor de los señores de Ventimiglia —repuso el duque al tiempo que su semblante se ensombrecía—. ¡Sí…! He tenido varias ocasiones para apreciar vuestro ánimo indomable y vuestro desprecio a la muerte…

Dio algunos pasos por la cubierta de la carabela con la mirada sombría y la cabeza inclinada sobre el pecho y, enseguida, volviéndose de repente hacia el corsario, añadió:

—Vos, caballero, no lo creeréis, pero estoy ya cansado de la terrible lucha que ambos libramos. Sería muy feliz si cesara de una vez por todas.

—Y para terminar esa lucha yo he de morir ahorcado… —repuso el Corsario Negro irónicamente—. ¡Tienes cualidades para ser bufón!

El duque levantó vivamente la cabeza y, mirando al corsario fijamente, le preguntó de sopetón:

—¿Qué haríais si os dejase libre?

—Reemprender la lucha de un modo aún más encarnizado para vengar a mis hermanos, a quienes sacrificaste inútilmente —respondió el señor de Ventimiglia.

—En ese caso, me obligáis a que os mate. Os hubiera perdonado la vida para calmar los remordimientos que en algunas ocasiones roen mi corazón. Pero para ello sería preciso que renunciarais a la venganza y que volvierais a Europa. Como sé que no aceptaríais nunca esas condiciones, tendré que hacer con vos lo mismo que hice con vuestros hermanos, los corsarios Rojo y Verde.

—Y de la misma forma que asesinaste en Flandes a mi hermano mayor…

—¡Callad! —gritó el duque con voz angustiada—. ¿Para qué recordar el pasado? ¡Dejemos que duerma para siempre!

—¡Concluye tu triste obra de traición y asesinato! —añadió el corsario—. ¡Acaba también con el último señor de Ventimiglia! Aunque te advierto que no por eso habrá concluido la lucha, porque alguien más formidable y audaz que yo recogerá el juramento del Corsario Negro y el día que caigas en sus manos no te perdonará.

—¿Y quién será ese fenomenal vengador? —preguntó el duque con un acento lleno de terror.

—¡Pietro Nau, el Olonés!

—Bien. Le ahorcaré también a él.

—Eso, si no es él quien te ahorque a ti… ¡Pietro se dirige a Gibraltar y, dentro de pocos días, te tendrá en su poder!

—¿Eso creéis? —preguntó el duque con gran ironía—. Gibraltar no es Maracaibo, y el valor de los filibusteros quedará maltrecho en cuanto choquen con las poderosas e invictas fuerzas españolas. ¡Que venga el Olonés y también recibirá su parte!

Luego, volviéndose a los marineros, añadió:

—Conducid a los prisioneros a la bodega… ¡Y que sean vigilados estrechamente! En cuanto a vosotros, habéis ganado la recompensa que os ofrecí; la recibiréis en cuanto lleguemos a Gibraltar.

Dicho esto, volvió la espalda al Corsario Negro y descendió a su camarote. Estaba ya junto a la escalera cuando el conde de Lerma le detuvo diciéndole:

—¿Estáis decidido a acabar con el Corsario Negro?

—Sí —repuso el duque resueltamente—. Es un enemigo de la corona española y, junto con el Olonés, dirigió la expedición filibustera contra Maracaibo. Está decidido. ¡Morirá!

—Es un caballero noble y valiente, señor duque…

—¿Y a mí qué me importa eso?

—Que siempre es penoso ver morir a hombres de su valía.

—¡Por lo visto estáis olvidando que se trata de un enemigo de vuestro país, conde!

—Sea lo que sea, yo no le mataría…

—¿Podríais explicarme por qué?

—No ignoráis, señor duque, que corre la voz de que vuestra hija ha sido capturada por los filibusteros de La Tortuga…

—¡Cierto! —dijo el viejo suspirando—. Pero nadie ha confirmado todavía que el barco en que viajaba haya sido capturado por esos piratas.

—¿Y si es cierto el rumor?

El anciano dirigió al conde una mirada de angustia.

—¿Habéis sabido vos alguna cosa? —preguntó con indescriptible ansiedad.

—No, señor duque. Pero pienso que, si realmente ha caído en manos de los filibusteros, bien podríais canjearla por el Corsario Negro…

—¡Nunca! —contestó, decidido, el viejo duque—. A mi hija puedo rescatarla pagando una buena cantidad. Tenéis que saber, además, que pagaría el rescate siempre y cuando tuviese la seguridad de que es a ella a quien han capturado en La Tortuga, pues mi hija viajaba de incógnito. ¡Dudo mucho de que esté prisionera!

Luego añadió:

—La larga lucha que he tenido que sostener contra el Corsario Negro y sus hermanos me ha quebrantado notablemente. ¡Ya es hora de poner punto final a todo esto…! Señor conde, ordenad embarcar a la tripulación y poned rumbo hacia Gibraltar.

El conde de Lerma se inclinó sin contestar y se dirigió hacia proa murmurando:

—¡El noble castellano mantendrá su promesa!

Las chalupas empezaban a transportar a bordo de la carabela a los marineros que habían tomado parte en el ataque al islote.

En cuanto hubo embarcado el último marinero, el conde ordenó desplegar el velamen, pero antes de ordenar que fuera levada el ancla transcurrieron algunas horas, lo que hizo creer al duque, impaciente por aquel retraso, que la carabela había embarrancado en un banco de arena y que era preciso esperar la marea alta para ponerse en movimiento.

Hasta las cuatro de la tarde no pudo el velero alejarse del lugar donde fondeara.

Después de haber bordeado la playa del islote, la carabela maniobró de forma que fue acercándose a la boca del Catatumbo, ante la cual permaneció al pairo a unas tres millas de la costa.

El duque, que había subido varias veces a cubierta haciendo patentes sus deseos de llegar cuanto antes a Gibraltar, ordenó al conde que volviera a poner en movimiento la carabela o, al menos, que la hiciera remolcar por algunas de las chalupas.

Pero el flamenco nada pudo conseguir. Le respondieron que la tripulación estaba agotadísima y que los bancos de arena impedían maniobrar con libertad.

Finalmente, a las siete de la tarde, la brisa empezó a soplar y el velero pudo reanudar la marcha, aunque sin alejarse demasiado de la costa.

Después de cenar con el duque, el conde de Lerma se puso al timón, junto al piloto, y sostuvo con él en voz muy baja una larga conversación. Daba la impresión de que le estaba dando al marinero las instrucciones pertinentes para maniobrar de noche con objeto de no chocar con los muchos bancos que se extienden desde la boca del Catatumbo hasta Santa Rosa, pequeña localidad no muy distante de Gibraltar.

Aquella conversación, un tanto misteriosa, duró hasta las diez de la noche, hora en la que el duque se retiró a su camarote para descansar. Enseguida el conde dejó la barra y, aprovechando la oscuridad reinante, descendió hasta el entrepuente en el que tenían acomodo los marineros y, sin ser visto por la tripulación, pasó a la bodega.

—¡Ahora me toca a mí! —murmuró—. El conde de Lerma pagará su deuda. Y después veremos lo que sucede.

Encendió una tea que llevaba escondida en su bota y caminó por debajo de la cámara, enfocando con la luz a algunas personas que, por lo visto, dormían plácidamente.

—¡Caballero! —dijo en voz baja.

Uno de aquellos hombres se incorporó y consiguió sentarse, a pesar de tener los brazos fuertemente atados.

—¿Quién viene a importunarnos? —preguntó con mal humor.

—Soy yo, señor.

—¿Vos, conde? —dijo el corsario—. ¿Es que venís a hacerme compañía?

—Vengo para algo más importante, caballero —repuso el castellano.

—¿Qué queréis decir?

—Vengo a pagar una deuda.

—No os comprendo.

—¡Diablos! —exclamó el conde sonriendo—. ¿Habéis olvidado nuestra alegre aventura en casa del notario?

—No, conde.

—Entonces recordaréis que aquel día me salvasteis la vida…

—Cierto.

—Pues vengo a cumplir mi deuda de gratitud. Hoy no soy yo el que está en peligro, sino vos. Por lo tanto, me corresponde el turno de hacer el favor. Un favor que a buen seguro sabréis apreciar.

—Explicaos, conde.

—Vengo a salvaros, señor.

—¡A salvarme! —exclamó estupefacto el Corsario Negro—. ¿Es que no habéis pensado en el duque?

—Duerme como un tronco, caballero.

—Muy bien, pero mañana estará despierto…

—¿Y qué? —atajó el conde de Lerma con pasmosa tranquilidad.

—Que os prenderá y ahorcará a vos en mi lugar. ¿No habéis pensado en eso? ¡Vos sabéis que Van Guld no suele bromear!

—¿Y creéis que puede sospechar de mí? Sé bien que el flamenco es astuto, pero creo que no se atreverá a culparme. Además, la carabela es mía, la tripulación me tiene gran afecto y si quiere intentar algo contra mí perderá el tiempo y el esfuerzo. Creedme: aquí no quieren gran cosa a ese duque por su altivez y por su crueldad. Mis compatriotas le soportan de mala gana. Quizá yo haga mal en dejaros libre ahora, precisamente en el momento en que el Olonés se dirige a Gibraltar… ¡Pero yo soy un caballero y debo cumplir un deber de conciencia! Vos respetasteis mi vida en una ocasión. Ahora seré yo quien salvará la vuestra y quedaremos en las mismas condiciones. Si luego nos encontramos en Gibraltar, vos cumpliréis vuestras obligaciones de corsario y yo mis deberes de español. Nos batiremos encarnizadamente, como enemigos que seremos.

—¡No, conde! No nos batiremos como enemigos.

—¡Pues entonces lo haremos como caballeros que militan en distintos bandos! —dijo noblemente el castellano.

—¡Así será, conde!

—Ahora tenéis que marcharos. Tomad un hacha, con la que podréis romper las traviesas de madera de cualquiera de las divisiones de las bodegas, y dos puñales para que os defendáis con vuestros compañeros de las fieras cuando os halléis en tierra. Estamos remolcando a una de las chalupas. La tendréis que alcanzar. Cortad la cuerda y dirigíos hacia la costa. Ni el piloto ni yo veremos nada. ¡Adiós, caballero! Espero volver a veros junto a las murallas de Gibraltar para cruzar mi espada con la vuestra.

Dicho esto, el conde le cortó las ligaduras, le entregó las armas, estrechó su mano y se alejó rápidamente por la escalera.

El Corsario Negro permaneció inmóvil durante unos instantes, como sumergido en profundos pensamientos o tal vez asombrado de lo magnánimo del acto realizado por el noble conde de Lerma. Luego, como a sus oídos llegasen algunos rumores, despertó a Carmaux y Wan Stiller diciéndoles:

—Amigos, ¡en marcha!

—¿Nos vamos? —exclamó Carmaux abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Cómo lo haremos? Estamos atados como chorizos. ¿Cómo queréis que demos ni un solo paso?

El Corsario Negro tomó un puñal y, sin grandes esfuerzos, cortó las ataduras que mantenían inmóviles a sus dos hombres.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux.

—¡Y relámpagos! —añadió Wan Stiller.

—¿Estamos libres? ¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Tan generoso se ha vuelto ese gobernador de los demonios que nos deja escapar de buenas a primeras?

—¡Silencio y seguidme!

El corsario empuñó el hacha y se dirigió hacia una de las troneras, la más ancha de todas, que se hallaba protegida con gruesas trancas de madera.

Aprovechando un momento en el que los marineros que montaban guardia hacían mucho ruido, pues había que virar de bordo, derribó de unos cuantos hachazos las traviesas abriendo un boquete lo suficientemente amplio para que por él pasara holgadamente un hombre.

—¡No podemos dejarnos sorprender! —dijo a ambos filibusteros—. Si en algo estimáis vuestra piel, debéis extremar la prudencia.

Se deslizó a través de la tronera, quedando suspendido en el vacío y sujeto a las trancas inferiores. La borda era tan baja que se encontró sumergido en el agua hasta los muslos.

Aguardó a que una ola fuese a romper contra el costado del navío, se dejó caer y comenzó a nadar muy próximo a la borda para que no le viesen los marineros que montaban guardia en cubierta. Un momento después, Carmaux y Wan Stiller se reunían con él. Llevaban entre los dientes los puñales que tan generosamente les había entregado el castellano.

Esperaron a que la carabela les dejase atrás y, viendo enseguida la chalupa que iba atada a la popa con una larga maroma, la alcanzaron en cuatro brazadas.

Ayudándose unos a otros para mantenerla en equilibrio, se metieron dentro. Iban a coger los remos cuando la cuerda que unía la chalupa con la carabela cayó sobre las aguas cortada por una mano amiga.

El corsario levantó la mirada hacia la borda de la nave y vio una sombra que le hacía una señal de despedida.

—¡Noble corazón! —murmuró al reconocer al castellano—. ¡Que Dios le proteja de la cólera de Van Guld!

Con todas las velas desplegadas, la carabela seguía navegando rumbo a Gibraltar sin que un solo grito de alarma hubiera salido de los centinelas. Durante cierto tiempo aún se la vio ir haciendo bordadas; poco después desapareció de la vista de los filibusteros.

—¡Truenos! —exclamó Carmaux rompiendo el silencio que reinaba a bordo de la chalupa—. ¡Aún no sé si estoy despierto o si un mal sueño está jugando conmigo! Encontrarse atado en una bodega, seguro de acabar ahorcado al salir el sol, y ahora, sin saber cómo ni por qué, verse libre… ¡Esto no lo creerá nadie fácilmente! ¿Qué es lo que ha sucedido, capitán? ¿Quién os ha proporcionado los medios para poder escapar del furor de ese maldito antropófago?

—El conde de Lerma —respondió el Corsario Negro.

—¿El valiente y noble caballero? ¡Si le encontramos en Gibraltar, le respetaremos! ¿Verdad, Wan Stiller?

—¡Le trataremos como a un Hermano de la Costa!

El Corsario Negro no contestó. Se había levantado repentinamente y miraba hacia el norte escrutando la línea del horizonte.

—Amigos —dijo visiblemente emocionado—, ¿no distinguís nada allá arriba?

Los dos filibusteros se pusieron en pie y miraron hacia la dirección que les indicaba el corsario. Allí donde la línea del horizonte parecía confundirse con las aguas del amplio lago, brillaban dos puntos luminosos. Alguien que no hubiera estado habituado al mar los hubiese tomado por estrellas próximas a ocultarse, pero un marino no podía engañarse.

—¡Allá brillan dos luces! —exclamó Carmaux.

—¡Son los fanales de un navío! —añadió el hamburgués.

—¿Será Pietro, que va rumbo a Gibraltar? —se preguntó el corsario, en cuyos ojos relampagueaba una intensa luz—. ¡Ah, si fuese así…! ¡Aún podría vengarme del asesino de mis hermanos!

—Sí, capitán —dijo Carmaux—. Aquellos dos puntos luminosos son los fanales de un gran buque. ¡Estoy seguro de que se trata del Olonés!

—¡Pronto! Vamos a la playa y encendamos una hoguera para que vengan a recogernos.

Carmaux y Wan Stiller cogieron los remos y bogaron con ahínco dirigiendo la chalupa hacia la orilla, que ya no distaba más de tres o cuatro kilómetros.

Media hora después los tres filibusteros saltaban a tierra, poniendo el pie en una especie de amplia bahía, lo suficientemente grande como para poder contener media docena de veleros de medianas proporciones. La bahía se hallaba a unas treinta millas de Gibraltar.

Cercanos ya los puntos luminosos, los filibusteros vieron que avanzaban con más rapidez.

—¡Amigos! —gritó el Corsario Negro, que se había encaramado a una peña—. ¡Es la flotilla del Olonés!

34. El Olonés

Atraídas por la hoguera que el Corsario Negro, Carmaux y Wan Stiller habían encendido, alrededor de las dos de la madrugada entraron en la bahía cuatro grandes embarcaciones que no tardaron en echar el ancla.

Sus tripulantes, en total ciento veinte filibusteros mandados por el Olonés, componían la vanguardia de la flota encargada de tomar Gibraltar.

El famoso Pietro Nau quedó extraordinariamente sorprendido al ver aparecer tan de improviso a su amigo el Corsario Negro. No esperaba encontrarle tan pronto, pues le creía en medio de las grandes selvas y marismas del interior, ocupado en perseguir a Van Guld, y había perdido ya todas las esperanzas de contar con tan formidable compañero para la toma de la poderosa ciudadela de Gibraltar.

En cuanto estuvo al corriente de las extraordinarias aventuras que habían acaecido a su amigo, dijo:

—¡Pobre caballero! ¡No tienes suerte con ese condenado viejo! Pero ¡por los arenales de Olonne que esta vez lograremos capturarle! Cercaremos Gibraltar de tal modo que le será imposible escapar. ¡Te prometo que hemos de ahorcarle en uno de los palos de tu Rayo!

—Pietro, dudo de que podamos encontrarle en Gibraltar —repuso el corsario—. Ya sabe que nos dirigimos a la ciudad y que estamos decididos a tomarla. Sabe también que he de buscarle casa por casa para vengar la muerte de mis desventurados hermanos. Por esa razón temo no encontrarle allí.

—¿No dices que le has visto dirigirse a Gibraltar a bordo de la carabela del conde?

—Sí, pero bien sabes cuán astuto es. Más adelante ha podido cambiar de rumbo para no volverse a ver amenazado entre las murallas de la ciudad.

—Tienes razón —dijo el Olonés, que se había quedado pensativo—. Ese maldito duque es más listo que nosotros y quizá se haya apartado de Gibraltar para ponerse a salvo en las costas orientales del lago. Me he enterado de que tiene parientes en Honduras y en Puerto Cabello. No sería extraño que tratase de huir del lago para refugiarse allí.

—¿Te das cuenta de cómo protege la suerte a ese condenado viejo?

—¡Eso también se le acabará! ¡Ah…! Si llego a tener la certeza de que se ha refugiado en Puerto Cabello, ¡no vacilaré ni un momento en ir a buscarle! Esa ciudad merece una visita, y estoy seguro de que todos los filibusteros de La Tortuga me seguirán con gusto para sacar tajada de las incalculables riquezas que hay allí. Si no le encontramos en Gibraltar, ya pensaremos lo que debemos hacer. He prometido ayudarte y ya sabes que el Olonés no ha faltado jamás a su palabra.

—Gracias, Pietro. ¡Cuento contigo! ¿Dónde está mi Rayo?

—Lo he enviado a la salida del golfo, con los barcos de Harris, para impedir que nos molesten los buques de guerra españoles.

—¿Cuántos hombres traes contigo?

—Ciento veinte. Pero esta misma noche llegará el Vasco con cuatrocientos más. Y mañana, a primera hora, asaltaremos Gibraltar.

—¿Esperas conseguirlo?

—Estoy convencido de ello, aun cuando he sabido que los españoles han reunido ochocientos hombres decididos, que han dejado intransitables los caminos montañosos que conducen a la ciudad y que han emplazado varias baterías. ¡Será un hueso duro de roer! Perderemos mucha gente, ¡pero venceremos, amigo!

—Estoy dispuesto a seguirte, Pietro.

—Contaba con tu poderoso brazo y con tu valor. ¡Vamos a cenar a bordo de mi barco! Luego te acostarás. Seguro que lo necesitas.

El Corsario Negro, que se sostenía en pie por puro milagro, le siguió, mientras los filibusteros desembarcaban en la playa para acampar en las lindes del bosque hasta que el Vasco llegara con sus compañeros.

Aquella jornada, sin embargo, no se perdió inútilmente. Una buena parte de aquellos incansables hombres se pusieron inmediatamente en marcha para explorar los alrededores y asegurarse de las posibilidades que tenían de caer con éxito, por sorpresa, sobre la ciudadela española.

Los más atrevidos de los exploradores incluso llegaron a divisar los poderosos fuertes gibraltareños, con lo que consiguieron hacerse una clara idea de las medidas defensivas que estaba adoptando el enemigo. Otros se atrevieron a interrogar a los colonos, fingiéndose pescadores náufragos.

Todas estas audaces investigaciones dieron un resultado que no sirvió precisamente para animar a tan intrépidos merodeadores del mar, a pesar de que estaban acostumbrados a vencer los más insuperables obstáculos.

Encontraban cortados los caminos por doquier, bloqueados los senderos con trincheras coronadas por cañones y con empalizadas repletas de espinos. Supieron, además, que el comandante de la ciudadela, uno de los más valientes y animosos soldados que por aquel entonces tenía España en América, había hecho jurar a sus soldados que verterían hasta la última gota de su sangre antes que permitir que fuera arriada la bandera española.

Todo esto produjo cierta ansiedad en el espíritu de los más fieros corsarios, que empezaban a temer un desastroso fin de la expedición.

Informado en el acto el Olonés de cuanto habían contado los espías, demostró que su ánimo no vacilaba fácilmente. Y cuando llegó la noche y todos los jefes se encontraban reunidos, pronunció unas legendarias palabras que dan idea de la confianza que tenía en sí mismo y de cuánto contaba con el valor de sus subordinados.

—¡Es preciso, valientes del mar, que mañana nos batamos temerariamente! —dijo—. ¡Si sucumbimos, además de la vida perderemos nuestros tesoros, que tanta sangre filibustera han costado! Hemos vencido a enemigos mucho más formidables que los que se hallan reunidos en Gibraltar. ¡Y os aseguro que va a ser allí donde ganemos mayores riquezas! ¡Mirad siempre a vuestros jefes y seguid su ejemplo!

Llegada la medianoche, arribaron a la playa las barcazas de Michel el Vasco, que iban tripuladas por unos cuatrocientos filibusteros.

Los hombres del Olonés levantaron el campamento y se dispusieron a partir hacia Gibraltar, ante cuyas murallas esperaban llegar por la mañana, pues no querían arriesgarse a efectuar un asalto nocturno.

Apenas hubieron desembarcado los cuatrocientos hombres del Vasco, se ordenaron en columnas y el pequeño ejército, conducido por sus jefes, inició la marcha a través de los bosques, dejando a unos veinte hombres para que montasen guardia junto a las chalupas.

Carmaux y Wan Stiller, bien descansados y mejor comidos, se colocaron detrás del Corsario Negro. No querían faltar al asalto, deseosos como estaban de coger por fin al gobernador Van Guld.

—¡Amigo Wan Stiller! —decía Carmaux—. Espero que en esta ocasión podamos echar el guante a ese condenado gobernador para entregárselo al capitán.

—Apenas hayamos asaltado los fuertes, Carmaux, iremos corriendo a la ciudad para impedir que el amigo Van Guld consiga escapar de nuevo. No será difícil. Sé que el capitán ha ordenado a cincuenta hombres que permanezcan emboscados en la espesura para cortar la retirada a los fugitivos.

—Además, estoy seguro de que nuestro amigo el español no le perderá de vista.

—¿Crees que ya habrá llegado a Gibraltar?

—Estoy seguro…

El filibustero interrumpió su frase al notar que alguien le tocaba en la espalda mientras una voz conocida le decía:

—Cierto, amigo.

Carmaux y Wan Stiller se volvieron rápidamente y vieron al africano.

—¿Tú, Saco de Carbón? —exclamó Carmaux—. Pero ¿de dónde has salido?

—Hace más de diez horas que ando buscándoos a lo largo de la costa, corriendo como un caballo. ¿Es cierto que habíais caído en manos del gobernador?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Se lo he oído contar a los filibusteros.

—Pues es cierto, amigo. Pero, como puedes ver, hemos escapado de sus garras con la ayuda del valiente conde de Lerma.

—¿Aquel noble castellano que hicimos prisionero en casa del notario de Maracaibo?

—El mismo. ¿Qué fue de los dos heridos que os encomendamos?

—Murieron ayer por la mañana.

—¡Pobres diablos…! ¿Y el español?

—A estas horas debe de encontrarse ya en Gibraltar.

—¿Opondrá mucha resistencia la ciudad?

—Temo que un buen número de los nuestros no cenen esta noche. El comandante de la plaza es un hombre que se defenderá con furor. Ha cortado todos los caminos y levantado trincheras y barricadas.

—Confío en que no estaremos entre los muertos y en que podamos ahorcar a Van Guld.

Mientras tanto, las cuatro grandes columnas se adentraban con la mayor cautela en los bosques que rodeaban Gibraltar. Iban precedidas por pequeños grupos de exploradores, compuestos casi totalmente de bucaneros.

Todos sabían que los españoles, prevenidos de la proximidad de sus implacables enemigos, les estaban esperando y que el viejo comandante de la ciudadela había preparado emboscadas con el fin de diezmarlos antes de que iniciaran el ataque a la fortaleza.

Algunos disparos de fusil sobre los primeros pelotones advirtieron a los filibusteros de que ya se encontraban bastante cerca de la ciudad.

El Olonés, el Corsario Negro y el Vasco, creyendo que se trataba de una emboscada, se apresuraron a dar alcance a los exploradores llevándose consigo a unos cien hombres. Pero pronto supieron que no era un verdadero ataque de los españoles, sino un simple intercambio de disparos entre las avanzadillas.

Viendo el Olonés que ya habían sido descubiertos, ordenó que las columnas hicieran un alto hasta que apuntara el día. Ante todo, quería comprobar los medios defensivos de que disponían los españoles y la clase de terreno que iban a pisar. Sospechaba que tendrían que desenvolverse en un terreno pantanoso.

Como a su derecha se levantaba una colina cubierta totalmente de maleza, se apresuró a subir a ella, acompañado del Corsario Negro, seguro de que desde allí podría dominar una buena parte de los alrededores.

Cuando llegaron a la cumbre empezaba a clarear.

Una luz blanca, que se volvía rápidamente roja, invadía el cielo y teñía las aguas de reflejos anaranjados que anunciaban un día magnífico.

El Olonés y el corsario dirigieron la mirada hacia una montaña que se alzaba frente a ellos y en la que podían verse dos grandes fuertes almenados y coronados por la bandera española. Tras estos fuertes se extendían grandes grupos de viviendas de blancas paredes, coronadas por una informe aglomeración de tejados y azoteas.

El Olonés frunció el ceño.

—¡Por todos los demonios! —exclamó—. ¡No va a ser fácil asaltar esos fuertes sin disponer de artillería y careciendo de escalas! Habrá que echar el resto o nos darán tal zurra que nos quitarán por mucho tiempo las ganas de importunar a los españoles…

—Y nuestros problemas no acaban ahí. Los caminos de la montaña están intransitables, Pietro —dijo el Corsario Negro.

—Desde ahí veo las trincheras y empalizadas que tendremos que superar bajo el fuego de la artillería española.

—Además, el pantano nos corta el paso. Nos vamos a ver obligados a construir puentes elevados. ¿Lo ves?

—Sí, Pietro.

—Si fuera posible evitarlo y avanzar por la llanura… ¡Pero… si la llanura también está inundada…! ¡Mira con qué rapidez avanzan las aguas!

—Nos las tendremos que ver con un soldado que conoce todas las artes y los trucos de la guerra, Pietro…

—Eso es evidente.

—¿Qué piensas hacer?

—Tentar la suerte. En Gibraltar hay mayores tesoros que en Maracaibo y podemos obtener una buena ganancia. ¿Qué se diría de nosotros si retrocediéramos? Después de una retirada, ¿quién mantendría la confianza puesta en el Olonés, el Corsario Negro y Michel el Vasco?

—Tienes razón, Pietro. Nuestra fama de corsarios audaces, temerarios e invencibles se eclipsaría. Además, ¡he de pensar que tras esos fuertes se esconde mi mortal enemigo!

—Sí. Y yo quiero hacerle prisionero. La dirección de la mayor parte de los filibusteros os la confío a ti y al Vasco. Os encargaréis de hacerles atravesar los pantanos para forzar el camino de la montaña. Yo rodearé la margen extrema y, marchando al amparo de los árboles, procuraré llegar sin ser visto hasta los muros del primer fuerte.

—¿Y las escalas, Pietro?

—¡Ya tengo un plan! Vosotros encargaos de distraer a los españoles y dejadme a mí lo demás. Si dentro de tres horas Gibraltar no está en mi poder, ¡dejaré de ser el Olonés! ¡Un abrazo, por si no nos volvemos a ver en esta vida!

Los dos formidables hombres se abrazaron afectuosamente y, con los primeros rayos del sol, descendieron por la colina.

Los filibusteros habían acampado momentáneamente en las lindes del bosque, ante las lagunas que les habían impedido avanzar y en cuyo extremo, sobre un montículo aislado, vieron un pequeño reducto defendido por dos cañones.

Carmaux, Wan Stiller y algunos otros quisieron comprobar la solidez que ofrecía aquel fango. No tardaron en hacerse cargo de que no era posible confiar, pues cedía con la presión de los pies amenazando con engullir a cuantos se hubieran atrevido a caminar sobre él.

Aquel imprevisto obstáculo, que los filibusteros contemplaban como insuperable, además de los que se tendrían que afrontar en la llanura y en la montaña antes de llegar al pie de los fuertes, enfrió el entusiasmo de muchos de los hombres. Sin embargo, ninguno de ellos se aventuró a hablar de retirada.

El regreso de los dos famosos corsarios y su decisión de empeñar la batalla lo más rápidamente posible, volvió a enardecer a la mayoría, que tenían una fe ciega en sus jefes.

—¡Ánimo, hombres del mar! —gritó el Olonés—. ¡Tras aquellos fuertes hay mayores tesoros que los conseguidos en Maracaibo! ¡Demostremos a nuestros implacables enemigos que seguimos siendo invencibles!

Ordenó que formaran dos columnas, recomendó a todos que no retrocedieran ante ningún obstáculo y dio la orden de avance.

El Corsario Negro se puso a la cabeza del mayor grupo de tropa en compañía del Vasco, mientras que el Olonés avanzaba con sus hombres bordeando la linde del bosque con objeto de rebasar la llanura inundada y llegar inadvertido bajo las almenas de las fortalezas.

35. La toma de Gibraltar

La columna que el Corsario Negro y el Vasco debían conducir a través del pantano defendido por las baterías enemigas estaba compuesta por trescientos ochenta hombres, armados de sables cortos y algunas pistolas dotadas solo con treinta cargas. No habían creído conveniente llevar consigo los fusiles, porque estas armas de nada servían contra los fuertes y, en cambio, les embarazarían demasiado en un combate cuerpo a cuerpo como había de ser aquel.

Aun sin fusiles, aquellos hombres eran otros tantos demonios decididos a todo y dispuestos a precipitarse con irresistible furor sobre cualquier clase de obstáculo que encontraran. Nada les detenía y siempre estaban seguros de resultar vencedores.

A la orden de sus jefes se pusieron en marcha, llevando cada uno un haz de leña y gruesas ramas que pensaban arrojar sobre el fango para poder caminar sobre él.

Apenas llegaron a la orilla de aquel vasto pantano, la batería española, emplazada en el otro extremo, lanzó por entre las cañas un verdadero huracán de metralla.

Era una advertencia peligrosa, pero no suficiente para detener a aquellos fieros luchadores del mar. El Corsario Negro y el Vasco lanzaron el formidable grito filibustero de guerra:

—¡Hombres del mar! ¡Adelante!

Los filibusteros se lanzaron sobre el pantano, arrojando haces de leña y ramas de árboles para preparar el camino sin preocuparse lo más mínimo del fuego de la batería española, que de minuto en minuto era más intenso y levantaba grandes columnas de agua y fango y producía una incesante lluvia de metralla.

La marcha a través de aquel terreno se hacía más peligrosa a medida que los filibusteros se alejaban de las lindes del bosque.

El vado formado por los troncos y las cañas era a todas luces insuficiente para que pasaran por él todos los atacantes.

A derecha e izquierda caían hombres en el fango. Se sumergían hasta la cintura y no podían salir de él sin el socorro de sus compañeros. Para colmo de desgracia, los materiales que habían llevado consigo para hacer el camino más transitable no daban de sí para cubrir por completo el pantano.

Aquellos valientes se veían obligados, de trecho en trecho y siempre bajo el fuego de las piezas de artillería enemigas, a sumergirse en el lodo para levantar los troncos y llevarlos hacia delante. Era una labor en extremo fatigosa y peligrosísima, dada la naturaleza del suelo.

Mientras tanto, el fuego de los españoles seguía arreciando. La metralla pasaba silbando por entre las cañas, levantando grandes nubes de agua cenagosa e hiriendo a los hombres que marchaban a la vanguardia sin que estos pudieran contestar a aquellas descargas mortales, puesto que solo disponían de pistolas.

En medio de aquel infierno, el Corsario Negro y el Vasco conservaban una sangre fría admirable. Animaban a todos con su voz y con su ejemplo y daban aliento a los heridos. Tan pronto se adelantaban como volvían a la retaguardia para ordenar a los filibusteros cuáles eran los lugares mejor cubiertos por las ramas para que no se expusieran al incesante fuego de la artillería enemiga.

Aun cuando los filibusteros empezaban a dudar del éxito de aquella empresa, que ya consideraban como una verdadera locura, no perdían ni un ápice de su valor y trabajaban infatigablemente, seguros de que si conseguían cruzar el pantano vencerían fácilmente a los defensores de la batería española.

Sin embargo, la metralla seguía causando estragos en las primeras filas. Más de doce filibusteros heridos de muerte habían desaparecido bajo las fangosas aguas del pantano y otros veinte heridos se debatían entre los troncos y los haces sobre los que marchaban sus compañeros. Pero aquellos valientes no se quejaban. Al contrario, arengaban a sus compañeros más afortunados y rechazaban todo socorro para evitar que la columna perdiese tiempo.

—¡Adelante, compañeros! —gritaban animosamente—. ¡Vosotros nos vengaréis!

Tanta tenacidad, tanta audacia, añadidas al valor de sus jefes, debían triunfar al fin sobre todos los obstáculos y sobre la resistencia de los españoles.

Rebasado el último tramo pantanoso, y después de grandes e inmensas fatigas, consiguieron poner pie en tierra firme. Organizarse precipitadamente y lanzarse al ataque de la batería fue cuestión de pocos minutos.

Nadie hubiera podido resistir el empuje de aquellos terribles hombres sedientos de venganza. Ninguna batería, por formidable que fuera y por desesperadamente que hubiera sido defendida, habría podido rechazarles. Con los sables y las pistolas en la mano, los filibusteros irrumpieron al fin en los terraplenes del pequeño reducto.

Una lluvia de metralla abatió a los primeros asaltantes, mientras los demás subían al asalto, como furias desatadas, matando a los artilleros sobre las mismas piezas, fulminando a los soldados que se mantenían en sus puestos, venciendo, en fin, y conquistando la posición a pesar de la vigorosa resistencia española.

Un formidable «¡Hurra!» anunció a la columna del Olonés que el primero y quizá el más difícil de los obstáculos que tenían que salvar solo era ya un recuerdo.

Pero no duraría mucho aquella alegría. El Corsario Negro y el Vasco, que se habían apresurado a bajar a la llanura para estudiar el camino que habían de seguir, vieron que otro obstáculo les cerraba el camino hacia la montaña.

Junto a un pequeño bosquecillo habían distinguido una bandera española que ondeaba al viento indicando la presencia de otro fuerte, del que hasta entonces no habían tenido noticia.

—¡Por la muerte de todos los vascos! —exclamó Michel—. ¡He ahí otro hueso duro de roer! ¡Ese maldito y condenado comandante de Gibraltar quiere exterminarnos! ¿Qué opinas?

—Que este no es el momento oportuno para retroceder…

—¡Hemos sufrido ya muchas pérdidas!

—Lo sé.

—¡Y nuestros hombres están agotados!

—Les podemos conceder un pequeño descanso. Pero enseguida iremos a tomar también esa posición. Parece un fuerte, pero no creo que sea un reducto más importante que el primero.

—¿Crees que solo se trata de una batería?

—Estoy casi seguro de ello.

—¿Habrá llegado el Olonés junto a los fuertes?

—No se ha oído disparo alguno. Por lo tanto, debe de haber llegado felizmente a los bosques sin encontrar obstáculos de consideración.

—¡El Olonés y la suerte son una misma cosa!

—Confiemos en que también nos ayude a nosotros, Michel…

—¿Qué haremos ahora?

—Enviar algunos exploradores al bosque.

—¡Sea! ¡Vamos, no hay que dejar que a nuestros hombres se les enfríen los ánimos!

Subieron nuevamente al promontorio y escogieron algunos de los hombres más atrevidos para que fuesen a examinar de cerca la posición española.

Mientras los exploradores se alejaban apresuradamente, seguidos a poca distancia por un pelotón de bucaneros encargados de protegerles de cualquier emboscada, el Corsario Negro y el Vasco ordenaron transportar a los heridos al otro lado de la laguna para ponerles a salvo en caso de una precipitada retirada. Dispusieron también que se echaran más ramas y leña sobre el fango para tener un buen camino a sus espaldas.

Cuando acabaron de realizar esta última operación, vieron llegar a los exploradores y a los bucaneros con caras largas.

No eran buenas noticias las que traían. En el bosque no había españoles, pero en la llanura se habían encontrado con una posición formidablemente defendida por un gran número de bocas de fuego y un buen contingente de hombres. Así pues, no había más remedio que asaltar también aquella batería si querían tomar el camino de la montaña.

Seguían sin noticias del Olonés, pues ningún disparo se había dejado oír en la dirección que él había tomado.

—¡En marcha, hombres del mar! —gritó el corsario desenvainando la espada—. ¡Hemos tomado la primera batería! ¡No vamos a retroceder ante esta!

Deseosos de llegar a las murallas de Gibraltar, los filibusteros no se hicieron repetir la orden. Dejaron unos cuantos hombres al cuidado de los heridos y se lanzaron resueltamente bajo la arboleda. Marchaban con gran rapidez, esperando sorprender al enemigo.

La posición no era una simple trinchera, sino un verdadero fortín defendido con fosos, empalizadas y muros por los que asomaban ocho cañones, que seguramente vomitarían toneladas de metralla.

El Corsario Negro y el Vasco titubearon.

—¡Y creíamos que era una simple batería! —dijo el Vasco al Corsario—. ¡No va a ser nada fácil atravesar la llanura bajo el fuego de esas piezas!

—Sin embargo, no podemos volver atrás precisamente ahora, cuando el Olonés estará ya cerca de los fuertes… Pero ¿qué estamos diciendo? ¡Cualquiera pensaría que tenemos miedo!

—¡Si por lo menos dispusiésemos de algunos cañones…!

—¡Imposible! Los españoles han fijado en el suelo los de la batería que acabamos de tomar. ¡Al asalto!

Sin mirar siquiera si le seguían o no los demás, el corsario se lanzó por la llanura con la espada en la mano en dirección hacia el fortín.

Los filibusteros vacilaron. Pero viendo que tras el corsario se había lanzado también el Vasco, acompañado por Carmaux, Wan Stiller y el negro, se precipitaron a su vez en pos de ellos animándose con ensordecedores gritos.

Los españoles del fortín dejaron que se acercasen hasta mil pasos. Enseguida, acercaron las mechas a las piezas cargadas de metralla.

Los efectos de la descarga fueron desastrosos. Las primeras filas filibusteras rodaron por los suelos, mientras que las demás, aterradas, retrocedían precipitadamente a pesar de los gritos de sus jefes, que les estimulaban a avanzar.

Algunos pelotones trataron de organizarse, pero una segunda descarga les obligó a seguir al grueso de la tropa, que se replegaba desordenadamente hacia el bosque para cruzar de nuevo la laguna.

Pero el Corsario Negro no les siguió. Reunió a su alrededor a diez o doce hombres, entre los cuales se encontraban Carmaux, Wan Stiller y el negro, y se internó por la espesura que flanqueaba el llano.

Con una rápida marcha, pudo rebasar el campo de tiro del fortín y llegó felizmente al pie de la montaña.

Apenas había desaparecido en el bosque cuando oyó retumbar en la cumbre la artillería de los fuertes españoles y resonar los gritos de los filibusteros.

—¡Amigos! —gritó—. ¡El Olonés se dispone a asaltar la ciudad! ¡Adelante, valientes!

—¡Vamos a tomar parte en esa fiesta! —gritó Carmaux—. Es de esperar que sea más animada y también más afortunada.

Aun hallándose agotados, todos emprendieron briosamente la ascensión de la montaña, abriéndose paso con gran trabajo por entre la maleza y las raíces de los árboles.

La artillería seguía retumbando en la cumbre. Los españoles debían de haber descubierto la columna del Olonés y se preparaban para una defensa desesperada.

Los filibusteros del famoso Pietro respondían al fuego de los cañones con un terrible griterío, quizá para hacer creer al enemigo que era mayor el número de asaltantes.

Por todas partes, hasta el pie de la montaña, llegaban las gruesas balas de los cañones. Aquellos grandes proyectiles de hierro señalaban su paso con fragorosos crujidos, derribando árboles seculares que caían al suelo con un fenomenal estrépito.

El Corsario Negro y sus hombres se apresuraban para reunirse con el Olonés antes de que este iniciara el ataque contra los fuertes. Como encontraron un sendero abierto entre los árboles, en menos de media hora llegaron casi a la cumbre, donde ya se hallaban los hombres de la retaguardia de la columna de Pietro Nau.

—¿Dónde está el jefe? —preguntó el corsario.

—En las lindes del bosque.

—¿Ha comenzado el asalto?

—Estamos esperando el momento oportuno para no exponernos demasiado.

—¡Llevadme hasta él!

Del grupo se separaron dos filibusteros que le condujeron por entre la maleza hasta el lugar donde se encontraba el Olonés con otros segundos jefes de tropa.

—¡Por las arenas de Olonne! —exclamó el Olonés con alegría—. ¡He aquí un refuerzo que llega a tiempo!

—¡Un refuerzo bien pobre, Pietro! —repuso el corsario—. ¡Doce hombres es todo lo que te traigo!

—¿Doce? ¿Dónde están los demás? —preguntó el Olonés palideciendo.

—Se han retirado hacia la laguna después de que una batería con la que no contábamos nos causara graves pérdidas.

—¡Mil rayos! ¡Esos hombres eran totalmente necesarios!

—Es posible que hayan vuelto a intentar el asalto a esa batería o encontrado otro camino para llegar hasta aquí. Hace poco oí retumbar un cañonazo en la llanura.

—¡Bien…! ¡Mientras tanto asaltaremos el más grande de los fuertes!

—¿Cómo vamos a subir por sus muros? No tenemos escalas…

—Cierto, pero espero hacer salir a los españoles.

—¿Cómo lo conseguirás?

—Simulando una huida precipitada. Mis hombres ya están advertidos.

—Pues entonces, ¡ataquemos!

—¡Filibusteros de La Tortuga! —gritó el Olonés—. ¡Al asalto!

El grupo de hombres, que hasta entonces había permanecido oculto bajo los árboles para guarecerse de las tremendas descargas de los fuertes, se precipitó hacia la explanada al oír la voz de mando de sus jefes.

El Olonés y el Corsario Negro se situaron a la cabeza y avanzaron corriendo para evitar unas pérdidas demasiado graves.

Los españoles del fuerte próximo, que era el más importante y el mejor armado, al verles aparecer efectuaron una descarga de metralla con la que trataban de barrer la explanada. Pero ya era demasiado tarde. A pesar de que muchos de los asaltantes cayeron bajo el fuego enemigo, el grueso de la columna llegó junto a las murallas y treparon por ellas, alejando a los defensores con disparos de pistola.

De pronto se oyó la tronante voz del Olonés:

—¡Hombres del mar! —gritó—. ¡Retirada! ¡Retirada!

Los filibusteros, que se encontraban imposibilitados para subir a las torres, no solo por falta de escalas sino también por la desesperada resistencia que oponían los españoles, se apresuraron a abandonar la empresa y huyeron atropelladamente hacia el vecino bosque, aunque sin desprenderse de sus armas.

Los defensores del fuerte, que creyeron poder exterminarlos con facilidad, en lugar de hacer uso de los cañones emplazados en los bastiones bajaron en el acto los puentes levadizos y se lanzaron imprudentemente a la explanada para caer sobre los fugitivos.

Y eso era precisamente lo que esperaba el Olonés.

Al verse perseguidos, los filibusteros retrocedieron a un tiempo y acometieron con furioso denuedo contra sus enemigos.

Los españoles, que no habían pensado en aquel vertiginoso contraataque, y sorprendidos por tanta furia, retrocedieron sin orden ni concierto, deteniéndose luego para evitar que los asaltantes entraran en el fuerte.

Una encarnizada y sangrienta batalla se entabló en la explanada y ante los bastiones. Filibusteros y españoles luchaban con igual furor empleando toda clase de armas, mientras que los soldados que permanecían en las almenas disparaban torrentes de metralla que diezmaban tanto a los asaltantes como a los defensores.

Los españoles, muy superiores en número, estaban ya a punto de salir victoriosos del combate cuando apareció en el campo de batalla la columna de Michel el Vasco, que había logrado abrirse camino a través del bosque y la montaña.

Aquellos trescientos filibusteros, llegados tan oportunamente, decidieron la suerte de la contienda.

Atacados por todas partes, los españoles se vieron rechazados al interior de la fortificación. Pero a la vez que ellos entraron también sus enemigos, con el Corsario Negro y el Vasco a la cabeza.

Sin embargo, aun cuando rechazados, los españoles oponían una feroz resistencia y estaban decididos a dejarse matar antes que permitir que la bandera de su patria fuera arriada.

El Corsario Negro había llegado al centro de un amplio patio donde doscientos españoles combatían encarnizadamente procurando rechazar a los filibusteros y abrirse paso a través de sus filas para correr en defensa de Gibraltar.

Ya había caído más de un arcabucero bajo la terrible espada del corsario cuando este vio que se le echaba encima un hombre ricamente vestido y con la cabeza cubierta por un amplio sombrero de fieltro adornado con una pluma de avestruz.

—¡Guardaos, caballero! —gritó—. ¡Voy a mataros!

El corsario, que acababa de desembarazarse de un capitán de arcabuceros que yacía a sus pies, se volvió rápidamente y lanzó un grito de estupor.

—¡Vos, conde!

—¡Yo, caballero! —respondió el castellano saludándole con la espada—. Defendeos, señor, porque ya no se interpone la amistad entre nosotros. Vos combatís por el filibusterismo y yo por la bandera de la vieja Castilla.

—¡Dejadme pasar, conde! —repuso el corsario tratando de arrojarse sobre unos españoles que se enfrentaban a sus hombres.

—¡No, señor mío! —dijo el castellano—. ¡Os mato yo a vos o vos acabáis conmigo!

—Conde, ¡os ruego que me dejéis pasar! ¡No me obliguéis a cruzar mi acero con el vuestro! Si queréis batiros, ahí tenéis muchos filibusteros. ¡Yo tengo con vos una deuda de reconocimiento!

—No, caballero, no tenéis ninguna deuda conmigo. Estamos en paz. ¡Antes de que la bandera de mi patria sea arriada, el conde de Lerma habrá muerto, igual que el gobernador de este fuerte y todos sus valientes oficiales!

Dicho esto, se arrojó sobre el corsario atacándole con furia.

El señor de Ventimiglia, que se daba cuenta de su superioridad sobre el castellano y a quien le resultaba muy doloroso tener que matar a tan leal y generoso caballero, retrocedió gritando:

—¡Os ruego que no me obliguéis a mataros!

—¡Está decidido! —exclamó el conde esbozando una sonrisa—. ¡En guardia, señor de Ventimiglia!

Mientras a su alrededor tenía lugar una lucha encarnizada, entre gritos, imprecaciones, gemidos de heridos y detonaciones de fusiles y arcabuces, los dos caballeros se acometieron mutuamente dispuestos a vencer o a morir.

El conde de Lerma atacaba con ímpetu, redoblando las estocadas y abrumando al corsario con un furioso centelleo de golpes que este detenía perfectamente.

Además de la espada, ambos hacían uso de sus puñales, con el fin de detener mejor las más peligrosas estocadas. Avanzaban, retrocedían, les costaba trabajo sostenerse en pie, pues resbalaban en la sangre que cubría casi totalmente el suelo, y se atacaban otra vez con nuevo aliento.

De repente el corsario, que nunca había tenido intención de matar al noble castellano, hizo saltar la espada de este gracias a un golpe en tercia seguido de un rápido desarrollo en semicírculo, juego que ya le había salido bien en casa del notario.

Por desgracia para el castellano, el cadáver del capitán de arcabuceros que poco antes había abatido el corsario estaba a sus pies. Precipitarse sobre él, arrancarle la espada que aún oprimía entre los dedos contraídos por la muerte y arrojarse nuevamente sobre su adversario fue cosa de un instante.

Al mismo tiempo, un soldado español corrió en su ayuda.

Obligado el Corsario Negro a hacer frente a los dos enemigos, no dudó más. Con una magistral estocada acabó con el soldado. Luego, volviéndose hacia el conde, que le acosaba por un costado, tiró a fondo.

El castellano, que no esperaba aquel doble golpe, recibió la estocada en pleno pecho y la espada del corsario le atravesó de parte a parte.

—¡Conde! —gritó el señor de Ventimiglia tomando por los brazos al caballero antes de que cayese—. ¡Triste victoria es esta para mí! Pero vos lo habéis querido…

El castellano, que se había puesto pálido como un difunto y que había cerrado los ojos, volvió a abrirlos para mirar al Corsario Negro, al que dijo sonriendo tristemente:

—¡Así estaba escrito, caballero! ¡Al menos muero con el consuelo de no ver arriada la bandera de Castilla…!

—¡Carmaux…! ¡Wan Stiller…! ¡Ayuda! —gritó el corsario.

—¡Es inútil, caballero! —respondió el conde ya exánime—. ¡Soy hombre muerto! ¡Adiós, caballero! Ya veis… que…

Una bocanada de sangre le cortó la palabra. Cerró los ojos, quiso sonreír de nuevo y, enseguida, exhaló su último suspiro.

El Corsario Negro, más conmovido de lo que él mismo podía creer, depositó en el suelo el cadáver del noble y valeroso castellano, le besó en la frente aún tibia, recogió suspirando la ensangrentada espada y se lanzó en medio de la lucha gritando con voz casi sollozante:

—¡A mí, hombres del mar!

El combate hervía con terrible furor dentro del fuerte.

En los bastiones, en los torreones, en los corredores, hasta en las casamatas, los españoles se batían rabiosamente, con ese valor que infunde la desesperación.

El comandante de la plaza había perecido, lo mismo que todos sus oficiales. Pero los demás no se rendían.

La matanza duró una hora, durante la cual casi todos los defensores cayeron alrededor de la bandera de su patria sin entregar las armas.

Mientras los hombres del Olonés ocupaban el fuerte, el Vasco, con otro numeroso pelotón, atacaba el segundo fuerte, que se hallaba relativamente cercano, obligando a la rendición a todos sus defensores después de haberles prometido que respetaría sus vidas.

La batalla, que había empezado por la mañana, concluyó a las dos. Cuatrocientos españoles y ciento veinte filibusteros yacían muertos; unos en el bosque, otros alrededor del fuerte tan obstinadamente defendido por el viejo gobernador de Gibraltar.

36. El juramento del Corsario Negro

Mientras los filibusteros, ávidos de riquezas, se desbordaban como un impetuoso torrente por la ciudad ya indefensa con objeto de impedir que los habitantes huyeran hacia los bosques llevándose consigo los objetos más preciosos que poseían, el Corsario Negro, Carmaux, Wan Stiller y el negro Moko removían los cadáveres amontonados en el patio interior del fuerte con la esperanza de encontrar entre ellos al odiado Van Guld.

Por todas partes se ofrecían escenas espantosas: montañas de cadáveres, horriblemente deformados por las estocadas o los disparos, con los brazos cortados o el pecho abierto, con el cráneo hundido o con la cabeza hecha pedazos con terribles heridas de las que aún manaba una abundante sangre que corría por el suelo y por las escaleras de las casamatas formando charcos que despedían un acre y macabro olor.

Algunos conservaban clavadas las armas con las que les habían matado. Otros estaban estrechamente abrazados a sus adversarios. Los más empuñaban aún la espada o el fusil que les había vengado. De entre tantos cadáveres surgía de vez en cuando un gemido de algún herido que se removía con gran esfuerzo entre la inerte masa, mostrando el pálido rostro bañado en sangre y pidiendo con apagada voz un sorbo de agua.

El Corsario Negro, que no sentía ningún odio hacia los españoles, cada vez que veía a algún herido se apresuraba a rescatarle del montón de cadáveres y, ayudado por Moko y los dos filibusteros, le transportaba a otro lugar, encargando luego al negro o a alguno de sus hombres que le dispensasen los máximos cuidados.

Había examinado detenidamente a cada uno de aquellos desgraciados soldados cuando, junto al ángulo del patio interior, en el que había un apilamiento de cadáveres de españoles y filibusteros, oyó una voz que le pareció familiar.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux—. Esa voz me es conocida.

—¡A mí también! —añadió Wan Stiller.

—¿Será la de mi compatriota Darlas?

—No —repuso el corsario—. Es la voz de un español.

—¡Agua, caballeros, agua! —pedía alguien bajo los cadáveres.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. ¡Es la voz del castellano!

El Corsario Negro y Carmaux se abalanzaron hacia el ángulo del patio y apartaron rápidamente los cuerpos sin vida amontonados. Una cabeza ensangrentada y después unos largos y delgados brazos aparecieron, seguidos de un larguísimo cuerpo cubierto de una coraza de acero, también manchada de sangre y de salpicaduras de masa encefálica.

—¡Nuestra Señora de Guadalupe! —exclamó el hombre al ver al corsario y a Carmaux—. ¡Esta es una suerte que no esperaba!

—¡Tú! —exclamó el corsario.

—¡Eh, castellano de mi corazón! —gritó alegremente Carmaux—. ¡Cuánto me alegro de volver a verte vivo! ¿Te han dejado algún hueso sano?

—¿Estás herido? —le preguntó el corsario ayudándole a levantarse.

—Me han propinado una buena estocada en el hombro y otra en la cara —repuso el castellano—. Pero, dicho sea sin ánimo de ofenderos, al corsario que me puso así le ensarté como si fuera un cabrito. ¡En fin, caballeros! De verdad que me produce una gran alegría volver a verles…

—¿Crees que serán graves tus heridas?

—¡No! Solo que me produjeron un dolor tan intenso que me hicieron caer al suelo sin sentido. ¿Puedo beber algo?

—¡Toma! —dijo Carmaux alargándole una botella llena de aguardiente—. ¡Eso te dará fuerzas!

El español, que se sentía invadido por la fiebre, vació el contenido ávidamente y, mirando al corsario, dijo:

—Buscabais al gobernador de Maracaibo, ¿verdad?

—Sí —respondió el Corsario Negro—. ¿Le has visto?

—¡Ah, señor! ¡Habéis perdido la oportunidad de ahorcarle, y yo la de devolverle los veinticinco palos…!

—¿Qué quieres decir?

—Que ese bribón, previendo que vos vendríais, no ha desembarcado aquí.

—¿Adónde ha ido?

—Uno de los hombres que le acompañaban y que se quedó en Gibraltar me dijo que el gobernador de Maracaibo hizo que la carabela del conde de Lerma le llevase hasta las costas occidentales del lago para huir de los barcos filibusteros y para embarcarse luego en Coro, donde estaba anclado un velero español.

—¿Hacia dónde piensa dirigirse?

—A Puerto Cabello. Allí están sus parientes y sus posesiones.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo, señor.

—¡Muerte y condenación! —exclamó el corsario con voz terrible—. ¡Se me ha vuelto a escapar cuando ya creía tenerle entre las manos! Pero aunque se esconda en el infierno, el Corsario Negro irá a encontrarle allí. ¡Aunque tenga que emplear todas mis riquezas, juro a Dios que hasta en las costas de Honduras he de buscarle!

—¡Y yo os acompañaré, señor, si no tenéis inconveniente! —dijo el español.

—¡Sí! Tú vendrás, ya que los dos odiamos a ese hombre… Otra pregunta…

—Decidme, señor.

—¿Podremos emprender inmediatamente la persecución?

—A estas horas ya se habrá embarcado. Antes de que vos podáis llegar a Maracaibo, su barco estará ya en las costas de Nicaragua.

—¡Bien! En cuanto lleguemos a La Tortuga organizaré una expedición como no se ha visto otra igual en el golfo de México. ¡Carmaux, Wan Stiller! Encargaos de este hombre. Lo confío a vuestros cuidados. ¡Moko, sígueme a la ciudad! Es preciso que hable con el Olonés.

Seguido por el africano, el corsario salió del fuerte y se dirigió a Gibraltar. La ciudad, invadida por los filibusteros sin que estos apenas encontrasen resistencia, ofrecía un espectáculo no menos desolador que el del interior del fuerte.

Todas las casas habían sido saqueadas y por todas partes se oían desgarradores lamentos de hombres, llantos de mujer, gritos de niño y disparos de armas de fuego. En todas las calles, tratando de poner a salvo los objetos más preciados, se veían grupos de vecinos perseguidos por filibusteros y bucaneros. Por doquier estallaban encarnizadas luchas entre saqueadores y saqueados, y desde las ventanas caían a la calle cadáveres que se estrellaban contra el suelo.

A veces se oían gemidos, acaso lanzados por los notables de la ciudad que eran sometidos a duros tormentos para que confesaran dónde habían escondido sus bienes. Los terribles piratas, con tal de obtener buenos sacos de oro, no se detenían ante nada.

Algunas casas que ya habían sido saqueadas ardían por los cuatro costados, despidiendo nubes de chispas que amenazaban con incendiar toda la ciudad, a la vez que imponentes llamas iluminaban la siniestra escena.

El Corsario Negro, acostumbrado a semejantes espectáculos desde su bautismo de fuego en Flandes, no se impresionaba en absoluto por ellos. Pero apretaba el paso, haciendo un gesto de disgusto.

Al llegar a la plaza central vio al Olonés en medio de un grupo de filibusteros que habían reunido allí a un gran número de vecinos y pesaban el oro procedente de toda la ciudad que otros hombres seguían acumulando.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Pietro Nau al ver al corsario—. ¡Te creía lejos de Gibraltar u ocupado en colgar a Van Guld! ¡Ah, pero no pareces muy contento…!

—En absoluto.

—¿Qué ocurre?

—Que, a estas horas, Van Guld navega hacia las costas de Nicaragua.

—¡Se te ha escapado otra vez! ¿Es el diablo ese viejo? ¿O es que estás bromeando…? ¿Es cierto?

—Sí, Pietro, lo es. Va a refugiarse a Honduras.

—¿Qué piensas hacer?

—Vengo a comunicarte que me vuelvo a La Tortuga para organizar otra expedición.

—¿Sin mí?

—¿Vendrás?

—¡Por supuesto! Dentro de unos días marcharemos y, apenas hayamos llegado a La Tortuga, reuniremos una nueva flota para perseguir a ese bribón.

—¡Gracias, Pietro! Cuento contigo.

Tres días después, terminado el saqueo, los filibusteros se embarcaron en las chalupas que les envió la escuadra anclada en la embocadura del lago.

Llevaban consigo trescientos prisioneros, de los cuales esperaban obtener sustanciosos rescates, gran cantidad de víveres, mercaderías y oro por valor total de doscientos sesenta mil pesos, que luego pensaban dilapidar en pocas semanas organizando fiestas y banquetes en la isla de La Tortuga.

La travesía del lago se efectuó sin incidentes. A la mañana siguiente, los filibusteros embarcaban en sus naves para dirigirse a Maracaibo. Tenían la intención de volver a aquella ciudad para saquearla nuevamente, si ello era posible.

El Corsario Negro y sus hombres subieron a bordo del barco del Olonés, porque el Rayo había sido enviado a la salida del lago para impedir un ataque por sorpresa de las escuadras españolas que navegaban a lo largo de las costas del gran golfo para proteger las plazas marítimas de México, Yucatán, Honduras, Nicaragua y Costa Rica.

Carmaux y Wan Stiller no se habían olvidado de llevar consigo al castellano, cuyas heridas no revestían gravedad alguna.

Como sospecharon los filibusteros, los habitantes de Maracaibo habían regresado a la ciudad confiando en que los buques filibusteros no volverían a acercarse por allí en algún tiempo. Aquellos desgraciados, que habían sufrido un completo saqueo y que se encontraban imposibilitados para oponer la menor resistencia, se vieron en la necesidad de entregar treinta mil pesos bajo amenaza de nuevas rapiñas e incendio general.

Los corsarios, no contentos todavía, aprovecharon la nueva visita para saquear la iglesia, de la cual sacaron los vasos sagrados, los cuadros, los crucifijos e incluso las campanas. Todo esto iba destinado a ornamentar una capilla que pensaban levantar en su cuartel general de La Tortuga.

A las doce de aquel mismo día la escuadra filibustera se alejó definitivamente de aquellos parajes y se dirigió con presura hacia la salida del golfo.

El tiempo se mostraba amenazador, y todos tenían prisa por alejarse de aquellas peligrosísimas costas.

Por la sierra de Santa María se levantaban negros nubarrones que amenazaban con ocultar el sol, próximo a ponerse. Hasta la brisa se estaba convirtiendo en un poderoso viento de mal presagio.

Las olas crecían lentamente y terminaban por estrellarse con violencia en los costados de las naves.

A las ocho de la noche, cuando ya en el horizonte se apreciaban los relámpagos y el mar se volvía fosforescente, la escuadra avistó el Rayo, que daba bordadas ante Punta Espada.

El Olonés ordenó disparar un cohete para indicarle que se acercara. Al mismo tiempo echaba al agua la chalupa grande, que llevaba a bordo al Corsario Negro, a Carmaux, a Wan Stiller, al español y a Moko.

Al ver la señal y distinguir las luces de la escuadra, Morgan puso proa hacia la entrada del golfo.

La rápida nave del Corsario Negro se acercó en cuatro bordadas y embarcó al comandante y sus amigos.

En cuanto el corsario puso pie en cubierta, fue acogido con un inmenso griterío:

—¡Viva nuestro comandante!

Seguido de Carmaux y Wan Stiller, que sostenían al castellano, el corsario atravesó su buque entre dos filas de marineros y se dirigió rápidamente hacia una blanca figura que había aparecido en la escala de la cámara. Una exclamación de alegría surgió de entre los labios de aquel hombre temible:

—¡Vos, Honorata!

—¡Yo, caballero! —contestó la joven flamenca saliendo con presteza a su encuentro.

Entonces, un relámpago rasgó las densas tinieblas que reinaban sobre el mar. Luego llegó un retumbar lejano.

La rápida claridad iluminó el adorable semblante de la joven, mientras de los labios del castellano surgía un grito:

—¡Ella! ¡La hija de Van Guld aquí…! ¡Gran Dios!

El corsario, que iba a precipitarse al encuentro de la joven duquesa, se detuvo. Enseguida, volviéndose impetuosamente hacia el español, que miraba a la joven con ojos enfurecidos, le preguntó con una voz que no tenía nada de humana:

—¿Qué has dicho? ¡Habla o te mato!

El castellano no respondió. Inclinado hacia delante miraba en silencio a la joven, que retrocedía lentamente, vacilando como si hubiese recibido una estocada en el corazón.

Durante algunos instantes, en la cubierta del buque reinó un sombrío silencio, tan solo roto por los sordos rumores del oleaje. Los ciento veinte hombres que componían la tripulación ni siquiera respiraban. Concentraban toda su atención en la joven, que seguía retrocediendo, y en el Corsario Negro, que tenía el puño extendido hacia el español.

Todos presentían una cercana tragedia.

—¡Habla! —insistió el corsario con voz ahogada—. ¡Habla!

—¡Es la hija de Van Guld! —dijo el castellano rompiendo el silencio que reinaba a bordo.

—¿La conocías?

—Sí.

—¿Juras que es ella?

—Lo juro.

Un verdadero rugido surgió de la garganta del corsario al oír aquella afirmación.

Se retorció como si hubiera recibido un mazazo, casi hasta ponerse en cuclillas. Pero, de pronto, se irguió dando un salto digno del más ágil tigre.

Entre el fragor de las olas resonó una voz ronca y enfurecida:

—¡La noche que yo surcaba estas aguas con el cadáver del Corsario Rojo, juré…! ¡Maldita sea aquella noche fatal en que condené a la mujer que amo!

—¡Comandante! —dijo Morgan acercándose.

—¡Silencio!

El Corsario Negro estalló en un amargo llanto.

—¡Aquí mandan mis hermanos! —añadió.

Un estremecimiento de supersticioso terror sacudió a la tripulación. Todas las miradas se habían vuelto hacia el mar, que brillaba de la misma forma que la noche en que el Corsario Negro pronunció aquel terrible juramento, en cuyos abismos estaban sepultados los cadáveres de sus dos hermanos, el Corsario Verde y el Corsario Rojo.

Los filibusteros habían quedado enmudecidos, inmovilizados. Ni siquiera Morgan se atrevía a acercarse a su capitán.

La joven se encontraba al borde de la escalera que conducía a su camarote. Se detuvo un instante e hizo con las manos un gesto de muda desesperación. Luego, descendió los peldaños de espaldas, seguida muy de cerca por el Corsario Negro.

Cuando llegaron al pequeño salón la joven se detuvo de nuevo. La energía que hasta entonces la había sostenido le faltó de repente y se desplomó sobre una silla.

El Corsario Negro, cerrando la puerta, gritó con voz ahogada por los sollozos:

—¡Desgraciada!

—¡Sí! —murmuró la joven con voz apenas inteligible—. ¡Desgraciada!

Durante algunos instantes reinó un breve silencio, solo interrumpido por los sollozos de la joven duquesa.

—¡Maldito sea mi juramento! —repitió el corsario desesperadamente—. ¡Vos, hija de Van Guld, de ese abominable hombre a quien he jurado odio eterno! ¡Hija del traidor que asesinó a todos mis hermanos! ¡Oh, Dios, esto es espantoso!

Guardó de nuevo silencio, y luego añadió:

—Pero ¿no sabéis, señora, que he jurado sacrificar a cuantos tengan la desventura de pertenecer a la familia de ese maldito? ¡Lo juré la noche en que arrojaba al torbellino de las aguas el cadáver de mi tercer hermano muerto por vuestro padre! Y Dios, el mar y mis hombres fueron testigos de aquel fatal juramento, que ahora va a costar la vida a la única mujer a quien he querido de verdad. Porque vos, señora… ¡vais a morir!

Al oír aquellas amenazadoras palabras, la joven se levantó.

—Pues bien —dijo—, ¡matadme! El destino ha querido que mi padre se convirtiera en traidor y asesino… ¡Matadme! Pero hacedlo vos, con vuestras propias manos… ¡Moriré feliz a manos del hombre al que tanto amo!

—¿Yo? —exclamó el corsario retrocediendo—. ¡No, no! ¡Yo no os mataré!

Tomó a la joven por un brazo y la arrastró hacia el gran ventanal que se abría en el costado de estribor.

El mar brillaba como si corriesen por las olas torrentes de bronce fundido o de azufre líquido. El horizonte, cargado de nubes, relampagueaba de vez en cuando.

—¡Mirad! —dijo el corsario en el colmo de su exaltación—. ¡Brilla el mar igual que la noche en que dejé caer al fondo de estas aguas los cadáveres de mis hermanos, víctimas inocentes de vuestro padre!

Daba la impresión de que hablaba solo.

—Ellos están allá abajo. Me espían. Miran mi barco. Veo sus ojos clavados en mí pidiendo venganza. Sus cadáveres se agitan entre las olas. ¡Vuelven a flote porque quieren que dé cumplimiento a mi promesa! ¡Hermanos míos! ¡Quedaréis vengados! ¡Pero sabed que yo he amado mucho a esta mujer! Velad por ella…

Un acceso de llanto cortó estas palabras. Su voz, que momentos antes parecía la de un loco delirante, quedó totalmente apagada.

Se inclinó sobre el ventanal y miró otra vez las olas, que chocaban contra el Rayo con incesante fragor.

En su desesperación, el corsario creía ver surgir de entre las aguas los cadáveres de sus hermanos.

Se volvió hacia la joven, que se había apartado de su lado. De su rostro desapareció todo rastro de dolor. Ahora era un ser despiadado, lleno de un odio implacable.

—¡Disponeos a morir, señora! —dijo con lúgubre voz—. ¡Rogad a Dios y a mis hermanos que os protejan!

Abandonó el pequeño salón con paso firme y, sin volver la cabeza, atravesó la cubierta hasta el puente de mando. Los tripulantes no se habían movido. Únicamente el timonel, erguido en la cubierta de la cámara, guiaba al Rayo hacia el norte, siguiendo a las naves filibusteras, cuyas luces brillaban en lontananza.

—Ordena que preparen un bote para echarlo al agua —dijo el Corsario Negro a su lugarteniente Morgan.

—¿Qué queréis hacer, comandante? —preguntó el segundo.

—¡Cumplir mi juramento! —repuso el corsario con voz casi apagada.

—¿Quién va a bajar al bote?

—¡La hija del traidor!

—¡Señor!

—¡Silencio! ¡Mis hermanos nos están mirando! ¡Obedece! ¡En este barco manda el Corsario Negro!

Nadie se movió para cumplir sus órdenes. Aquellos hombres, tan fieros como su jefe y que se habían batido cien veces con valor desesperado, se sentían como clavados a las tablas de la cubierta.

La voz del corsario resonó de nuevo en el puente de mando con acento amenazador:

—¡Hombres del mar, obedeced!

El contramaestre de la tripulación salió de las filas, hizo señas a algunos de los hombres para que le siguieran y, por la escala de estribor, echó al mar un bote en el que ordenó poner algunos víveres. Comprendía perfectamente las intenciones de su capitán.

Apenas habían terminado esta operación cuando vieron subir a cubierta a la hija de Van Guld.

Llevaba aún el vestido blanco y sus cabellos caían en gracioso desorden sobre sus hombros y su espalda.

La duquesa atravesó la cubierta del buque sin pronunciar una palabra. Caminaba erguida, resuelta, sin vacilaciones. Cuando llegó junto a la escala, desde la cual el contramaestre le señalaba el bote que el oleaje hacía chocar contra los costados del buque, se detuvo un instante, se volvió hacia la popa y miró al corsario, cuya negra figura se dibujaba siniestramente sobre el cielo, iluminada por los intensísimos relámpagos.

Durante algunos instantes contempló al feroz enemigo de su padre, que permanecía inmóvil en el puente de mando con los brazos estrechamente cruzados sobre el pecho. Le hizo una señal de despedida, descendió apresuradamente por la escala y saltó a la chalupa.

El contramaestre retiró la cuerda sin que el Corsario Negro hiciera gesto alguno para detenerle.

De los labios de toda la tripulación surgió un grito:

—¡Salvadla!

El Corsario Negro no contestó. Se inclinó sobre la amura y miró la chalupa, que, empujada por las olas, navegaba mar adentro balanceándose de un modo espantoso.

El viento soplaba fuertemente y el cielo se encendía a cada instante con los relámpagos, seguidos de terribles truenos que se confundían con el fragor del oleaje.

La chalupa continuaba alejándose. En la proa se destacaba la blanca figura de la joven flamenca. Tenía los brazos extendidos hacia el Rayo y sus ojos parecían clavados en el Corsario Negro.

La tripulación en pleno se precipitó hacia estribor siguiéndola con la vista. Nadie hablaba. Todos comprendían que sería inútil cualquier tentativa para conmover al vengador.

La chalupa navegaba sin cesar. Sobre las fosforescentes olas y entre los resplandores que hacían cabrillear las aguas, se destacaba como un punto perdido en la inmensidad de los mares…

Unas veces se levantaba sobre las espumantes crestas; otras, se sumergía en los negros abismos. Luego volvía a aparecer, como si estuviera protegida por un misterioso genio.

Aún la vieron durante algunos minutos. Luego desapareció en el tenebroso horizonte, entre los negros nubarrones que parecían estar cargados de tinta.

Cuando los desolados filibusteros volvieron los ojos hacia el puente, vieron que el corsario se doblaba sobre sí mismo, se dejaba caer sobre un montón de cuerdas y escondía el rostro entre las manos.

En medio de los gemidos del viento y del fragor del oleaje, lanzaba a intervalos desgarradores sollozos.

Carmaux se acercó a Wan Stiller y, señalándole el puente de mando, le dijo con voz triste:

—Mira allí arriba: el Corsario Negro llora…


Publicado el 24 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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