El Falso Brahmán

Emilio Salgari


Novela



1. El asesinato de un ministro

Señor Yáñez, si no me engaño, sufriremos un ataque formidable, espantoso.

—¡Ah, bribón!… ¿Cuándo te decidirás a llamarme alteza? ¿Cuando te haya hecho cortar la punta de la lengua por el verdugo de mi imperio?

—Vos no haréis eso jamás.

—Estoy muy convencido de ello, mi bravo Kammamuri; para ti soy siempre el señor Yáñez o el Tigre blanco; como también Sandokan es para ti siempre el Tigre de la Malasia.

—¡Dos grandes hombres, señor!…

—El diablo te lleve. Algo hemos hecho, ciertamente, en la Malasia y en la India, pero no más de lo que bastó para no dejar que se enmoheciesen nuestras espléndidas carabinas inglesas.

—Nada de eso, alteza…

—Alto allá, Kammamuri; te prohíbo darme ese título mientras no estemos en la Corte; y me parece que ahora, si no estoy ciego, nos hallamos en mitad de una selva magnífica, sin ministros inoportunos ni grandes mariscales de no sé qué título.

—Es una orden que habéis instituido vos, señor Yáñez.

—¡Bien está! Pero mira: a estos de la India es menester darles grandes cargos y títulos rimbombantes. ¡Mariscales de Assam.!… ¡Por Júpiter! Razón tienen para mostrarse soberbios, aunque estoy bien persuadido de que ninguno de esos poltrones que saquean las arcas del Estado se habría atrevido a tomar parte en esta cacería. ¿Conque decías, mi bravo Kammamuri?…

—Que los búfalos se acercan.

—Tienes el oído muy fino.

—Señor, soy de la India y nací cazador.

—Es verdad; mientras que yo soy europeo, hijo de la alegre Portugal y que no tiene…

—Alto ahí, señor. Vos habéis matado más tigres que yo.

—No lo recuerdo —respondió riendo el que se hacía llamar señor Yáñez—. ¿Conque vienen los búfalos?

—Estoy segurísimo.

—¿Y son muchos?

—Bien sabéis, señor Yáñez, que estas fieras, casi tan fuertes como los rinocerontes, van siempre formando grandes manadas.

—Es verdad.

—Nuestro carro es muy pesado, señor Yáñez, y espero que no podrán romperlo o derrocarlo.

—Y yo espero que serán ellos los que se rompan los cuernos contra el carro —respondió el señor Yáñez—. Pero siento inquietud por nuestro elefante, al cual no ha llevado bastante lejos el cornac., deseoso de asistir él también a la cacería. ¡Qué bribones son todos esos hindúes!

—¿También yo, alteza?

—¡Por todos los rayos de Júpiter, cállate, Kammamuri! ¿Quieres hacerme montar en cólera, ahora que necesito tener sangre y nervios tranquilos?

—He terminado, alteza.

—Que un thug. te estrangule, bribón; sin duda quieres hacerme rabiar.

—Nada de eso, señor Yáñez.

—Ahora estamos aquí y no protesto. ¡Ah, te decía que siento alguna inquietud por Sahur! Si los búfalos le descubren, le despanzurrarán, sin que los detengan los golpes de su trompa.

Sahur es un coomareah. y no un merghee., señor Yáñez. Es macizo como un escollo y fuerte como cien cuteras.

—¿Como cien gigantes indostanos? ¡Tenían bien poca fuerza esos señores espantapájaros! Nosotros en Europa no hemos tenido más que dos gigantes, que se llamaban Sansón y Hércules, pero con sólo una quijada de asno podían hacer polvo a quinientos gigantes indostaneses y quizá… ¡Oh…, también oigo yo un ruido!… ¡Por Júpiter! Cualquiera diría que esos colosos están arrasando el bosque. Veremos si son capaces de lanzarnos también a nosotros por los aires.

Después, alzando la voz, mandó secamente.

—¡Preparad las carabinas!…

Un enorme carro, compuesto de pesadas vigas unidas por arpones de hierro y con ruedas altísimas, todo macizo, hallábase inmóvil, un poco atascado en la tierra gruesa y en medio de un espléndido bosque erizado de gigantescos taras., tamarindos, cocoteros y mangos.

Ocho hombres montaban sobre aquella extraña fortaleza, que un vigoroso elefante había arrastrado hasta allí, para correr inmediatamente a emboscarse en medio de un grupo espesísimo de mangos. El personaje que estaba al frente de todos, y que se hacía llamar a su capricho alteza o señor Yáñez, era un hermoso tipo europeo, de unos cincuenta y cinco años, con la espesa barba encanecida y la piel un poco bronceada por haber vivido largo tiempo en aquellas regiones ecuatoriales.

No vestía, en verdad, el traje de los príncipes indostánicos, cubierto de bordados de oro. Llevaba un simple vestido de franela blanca, bastante holgado, para que no le impidiese ningún movimiento, y ceñido solamente a la cintura por una ancha faja de seda azul, sobre la cual se veía resplandecer una de gran tamaño. Dentro de aquella especie de cinturón había dos grandes pistolones indostánicos de largo cañón, armas que equivalían a los modernos revólveres.

El segundo personaje, que se obstinaba en llamar señor Yáñez al anterior, era un purísimo tipo de indostanés que frisaría también en los cincuenta años, pero con los cabellos y la barba negrísimos.

Cualquier indostano que le hubiese visto, no habría dudado un solo momento en exclamar:

—¡He aquí un soberbio maharato.!

Los otros seis hombres que estaban detrás del marajá. no eran más que sikaris., esto es, cazadores, asaz valientes, así en los junglares o bosques, infestados de tigres, enormes serpientes pitón y cocodrilos, como contra los monstruos de la floresta: búfalos, elefantes y rinocerontes.

Llevaban por todo vestido unos calzones de tela rayada, y descubierta la cabeza, que tenían cuidadosamente rapada; pero en su cinturón de piel amarilla conducían un verdadero arsenal, compuesto de pistolones de dos cañones y unos pequeños alfanjes, llamados tarwar., que servían para cortar la lengua a los búfalos.

Al recibir la orden dada por el marajá, los sikaris habían cargado precipitadamente sus carabinas y ocupado la parte delantera del carro.

Mostrábanse completamente tranquilos, aunque no ignoraban con qué enemigo tan formidable iban a habérselas.

—¿Se acercan, verdad, mi bravo Kammamuri? —preguntó el señor Yáñez.

—Sí, alteza —respondió el maharato, empuñando rápidamente una gruesa carabina.

—¡Hola, apea el tratamiento, cargante!… ¡Aquí no hay ministros ni grandes mariscales! ¿Quieres quemarme la sangre? Si lo has jurado, haré, como te he dicho, que te corte la punta de la lengua el primer verdugo del imperio.

—No sentiría dar un poco de trabajo a ese bribón. Bien que le pagáis…

—Mil rupias. al año para no hacer nada, pues yo soy un príncipe humanitario. Y, además, Surama no querría que se le cortase el cuello a ninguno de sus súbditos.

—¡Hum!… ¡Malos súbditos, señor Yáñez!

—Lo sé mejor que tú, mi bravo Kammamuri —respondió el portugués—. Mientras se pueda ir adelante, sigamos a todo vapor. A última hora, soltaremos a los montañeses de Shindia. Esos son verdaderamente adictos a la rhani. y por conservarle el trono, minado por una misteriosa carcoma, serían capaces hasta de arrojarse sobre Bengala.

—¡Si tuviesen a su cabeza a algunos de los tigres de Mompracem!…

—Los tendrán.

—¿Cómo? ¿Todavía volveremos a ver aquí a aquellos terribles guerreros de los bosques?

—No te sorprenda esto, Kammamuri. Hace un rato que lo estoy pensando. Nombré primer ministro mío a un buen hombre, y me lo envenenaron misteriosamente; nombré a otro, y se encontró en su lecho una serpiente diminuta que, a la primera picadura, le quitó la vida en cincuenta y cinco minutos justos. Mañana introducirán una cobra capelo. entre las ropas de mi cama, o entre la túnica de seda de mi esposa Surama o de mi pequeño Soárez… ¡Ira de Dios!… ¡Si matasen a mi mujer o a mi hijo!…

Interrumpióse bruscamente y gritó por segunda vez:

—¡Preparad las carabinas!

Aunque reinaba una calma completa, el bosque que se extendía delante del gigantesco carro empezábase a agitar, como si lo azotasen bruscos ramalazos de viento.

Todas las plantas, excepto los gruesos taras, incapaces de ser movidos ni aun por los más poderosos elefantes, se agitaban con violencia, sacudiendo sus inmensas copas y haciendo caer una verdadera granizada de frutos.

Si hay algún animal terrible, es, indudablemente, el búfalo indostánico. Mientras los bisontes americanos huyen casi siempre y se dejan matar a centenares, estos indostánicos, cuya vista es muy defectuosa, pero cuyo oído y olfato son agudísimos, venden ferozmente su vida.

El señor Yáñez no hacía por primera vez esta cacería. Conocía a los pollos del bosque, como él los llamaba, y había tomado sus precauciones, haciéndose construir un carro monumental, que no podrían derrocar ni aun los más fuertes elefantes en sus tremendas embestidas.

Tenía, además, consigo al maharato, cazador de nacimiento, y a los seis sikaris, de pulso firme y nada asustadizos.

Los bisontes, olfateando quizá a sus enemigos, continuaban su carrera a través del bosque, destrozando matorrales y haciendo oscilar los árboles.

Mugían furiosamente, como si estuviesen impacientes por trabar batalla.

—¿Estáis preparados? —preguntó Yáñez, que aguzaba la vista y el oído.

—Todos, alteza —respondieron los siete hombres, empuñando las carabinas.

—¡Por Júpiter!… Quiero ver la danza de los bisontes. Hace algún tiempo que no mato ninguno; pero ya que vienen a devastar mis selvas y destripar a mis vasallos, les haré yo también algunas bajas.

—¡Atención, que ya llegan!

La manada irrumpía con la violencia de una tromba. Eran cincuenta o sesenta animales enormes, casi todos machos, que embestían con la cabeza baja y los cuernos amenazadores.

—Verdaderamente, dan miedo —dijo Yáñez con su voz tranquila de costumbre—. Siento que no esté aquí Tremal-Naik.

—Está velando por vuestro hijo, el pequeño Soárez —tuvo apenas tiempo de responder el maharato.

Y de súbito resonó una descarga seca, terrible. Los bisontes, sorprendidos por el fragor de las armas, se habían detenido repentinamente ante dos de sus compañeros, que no daban señales de vida, mientras un tercero se retorcía desesperado en las últimas convulsiones de la agonía, lanzando mugidos formidables.

—¡Las carabinas de recambio! —gritó prontamente Yáñez.

Todos se habían vuelto a armar con presteza, y colocándose en posición de disparar.

Los búfalos tuvieron un momento de vacilación, pero presto se reveló su extraordinaria fiereza, y se lanzaron en derechura contra el carro con la esperanza de romperlo a los golpes de sus cuernos, o por lo menos de volcarlo.

—¡Fuego! —ordenó por segunda vez Yáñez.

Y retumbaron otros ocho disparos, formando casi una sola detonación y rompiendo violentamente los ecos de la selva.

Tres animales cayeron muertos o heridos, mientras los demás continuaban la endemoniada carga, mugiendo espantosamente y precipitándose al ataque.

Estaban casi a punto de embestir al carro, cuando de un espeso matorral salió corriendo y bramando un gigantesco elefante, montado por un cornac o conductor indostanés, casi desnudo.

¡Sahur!… —gritó Kammamuri, empuñando otra carabina de recambio—. ¿A qué vendrá aquí ese estúpido? ¿A hacerse destripar?

—Aquí estamos nosotros preparados a protegerle —dijo Yáñez—. Esperemos un poco a ver lo que sucede. No me importa por el elefante, pues demasiados me quedan en mis cuadras, sino por ese pobre diablo de cornac, que corre peligro, si no acierta a domar a Sahur, de ver sus tripas colgando de la punta de algún cuerno. No hagáis fuego por ahora. Que uno de vosotros vuelva a cargar las armas.

El elefante, excitado por los mugidos, verdaderamente espantosos, de los búfalos, había abandonado su escondite, lanzándose aturdidamente en medio de aquel bosque de cuernos.

Es verdad que se trataba de un poderoso coomareah, inconmovible como una roca, dotado de una fuerza más que prodigiosa, y armado de una trompa que debía de hacer verdaderos milagros en el caso de un ataque directo.

El cornac, armado de la aguijada, se esforzaba en vano por conducirlo de nuevo a la espesura. Pero él se obstinaba en hacer sonar su grito de guerra y se preparaba también a la lucha.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¡Qué valor tiene esa bestia! ¿Vendrá solamente a protegemos?

—No me sorprendería —respondió Kammamuri—. Sahur tiene una inteligencia maravillosa.

—Estad siempre prontos a hacer fuego.

Los búfalos se habían detenido por segunda vez, pateando rabiosamente el suelo y sacudiendo desatinadamente sus grandes testuces. Parecía que dudaban si embestirían al carro o al elefante, el cual avanzaba siempre bramando a pleno pulmón.

Por fin parecieron decidirse. Debían de haberse convencido de que era más fácil derribar al proboscidio que al gigantesco carro, el cual ofrecía la resistencia de un pequeño baluarte.

Se extendieron, formando un semicírculo de cerca de cien metros, y después tornaron a moverse en dirección al elefante.

Iban a atacarle a fondo, cuando súbitamente sonó un relincho a algunos centenares de pasos del carro.

—¡Un caballo! —exclamó Yáñez, poniéndose ligeramente pálido—. ¿Habrá estallado la revolución en mi capital? ¿Están cargadas todas las carabinas?

—Sí, alteza —respondió Kammamuri—; tenemos treinta y cuatro balas para regalar a los búfalos.

—Bien pocas son.

—Las municiones abundan.

—Pero no sé, mi bravo maharato, si nos darán siempre tiempo para volver a cargar las armas. ¡Pronto!… ¡Por todos los rayos de Júpiter!… ¡Bindar!…

Un hermosísimo caballo negro había desembocado de la espesura, corriendo en dirección al carro. Un indostano, delgado como un faquir, pero joven aún, lo montaba, llevando bien sujetas las bridas y las puntas de los pies dentro de los estribos, que no eran como los largos y de bordes cortantes usados por los musulmanes de la India.

El caballo, al ver a los búfalos, había vuelto grupas como un rayo, preparándose a escapar con todas sus fuerzas. Por instinto, conocía demasiado el poder de aquellas bestias.

—¡Bindar! —gritó Yáñez—. ¿A qué vienes aquí?

—¡Señor —respondió el jinete a grandes voces—, han envenenado a vuestro tercer ministro! Acaba de morir hace un par de horas.

—¡Cuerpo de Júpiter! ¿Qué es lo que me cuentas?

—La verdad, alteza.

—¿Y Surama, y mi hijo, mi pequeño Soárez?

—Todos vivos. Volved pronto. Tremal-Naik os espera.

—Huye tú entre tanto. Nos van a dar mucho que hacer estos animales. ¡Escapa, escapa! ¡Saluda de mi parte a mi mujer! ¡Vela por mi hijo!

—¡Sí, marajá! Que Visnú te proteja.

El caballo había ya emprendido una carrera desenfrenada, desapareciendo casi de pronto bajo la espesa vegetación.

Los búfalos, siempre malignos y muy inteligentes, habían dejado en paz al carro y aun al elefante, de cuya trompa y colmillos tenían mucho que temer, y se habían lanzado en derechura sobre el jinete, como más débil para resistir a un ataque poderoso.

Bajo la inmensa bóveda de verdura retumbaron dos disparos que parecían de pistola; después, la feroz manada lanzóse a gran velocidad sobre las huellas del jinete.

—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yáñez con voz alterada—. ¡También envenenaron a mi tercer ministro! Mi corte, pues, está llena de traidores. Mañana me envenenarán a mí; después, a la rhani, mi mujer; luego, a mi hijo, y aun a todos vosotros, mis fieles amigos. ¡Ira de Dios! ¡Estoy ya harto de esta corona, que pesa como si fuese de plomo! Este imperio, como lo llaman pomposamente, no vale todo él lo que mi pequeña isla de Mompracem, ¡por cien mil cuernos de todos los diablos conocidos y por conocer!

—La noticia que os ha traído Bindar es realmente inquietante, señor. No parece sino que en vuestra corte se han establecido algunos de aquellos dacoitas. que envenenaron a media población del Bundelkund..

—Otra es mi opinión —dijo Yáñez, apretando el gatillo de su carabina—. Y no es hoy sólo cuando me persigue este terrible pensamiento.

—Decid, señor Yáñez.

—¿Se habrá escapado Shindia de la casa de locos de Calcuta?

—¡Ca! Ese borrachín sempiterno no sabrá nunca hacer nada aunque esté libre, señor Yáñez.

—No comparto del todo tu confianza, mi bravo Kammamuri —respondió el príncipe—. Alrededor de nosotros reina la traición, y la traición indostánica es la más terrible.

—Señor, regresemos inmediatamente.

—Esto será si los búfalos nos dejan libre el paso. Volverán, ya lo verás, y todavía nos han de dar muy mal rato.

Después, alzando la voz, gritó al cornac, que montaba al elefante y había logrado dominar a la enorme bestia:

—¡Pon a salvo a Sahur!… Lo necesitamos para volver a la capital. Aprovecha este momento de tregua.

—Ahora, marajá, domino ya a mi bestia —respondió el cornac—. Voy a conducirlo a lugar seguro, y si quiere hacer de nuevo su capricho, esgrimiré mi aguijada sin mirar dónde le hiero.

—Llévatelo, pues.

—Bien, señor.

El elefante, no viendo ya a los búfalos, se había calmado, y obedecía a su conductor con bastante docilidad.

Primero intentó aproximarse al carro, quizá con la idea fija de defender a los cazadores o de ponerse bajo su protección; después, habiendo sacudido muchas veces el dorso gigantesco y las enormes orejas, volvió a trote corto a introducirse en la espesura.

—Regresar inmediatamente —dijo Yáñez—, eso se dice muy pronto, pero querría yo ver en nuestra situación a otros cazadores. Mientras no hayamos destruido buena parte de esos perversos animales, estaremos forzados a permanecer aquí.

—¿Habrán alcanzado a Bindar? —preguntó Kammamuri.

—No; es muy hábil jinete y, además, montaba uno de mis caballos más veloces. Los búfalos embisten con ímpetu, pero a los pocos minutos comienzan a cansarse y a aflojar en la carrera.

—¿Volverán?

—¿Y aún me lo preguntas? Ya me parece vérmelos delante. Esas bestias no abandonan nunca el campo de batalla sin intentar desquites que pondrían siempre pavor no sólo en los cazadores de Asia, sino en los que de Europa vienen alguna vez entre nosotros a probar sus carabinas… ¡Envenenado! ¡Y es el tercero!… ¡Esto es para volverse loco!

—Por lo menos para inquietarse, señor Yáñez.

—Esta vez quiero descubrir bien el delito, y el perro que lo haya cometido, no escapará a la cuchilla de mi verdugo. Cuento también con Timul. Este hombre es un maravilloso rastreador. Si encuentra la pista del asesino, la seguirá hasta las grandes montañas del Himalaya, y aun más allá, aunque sea en el corazón del Tibet.

»Pero no comprendo el motivo de estos crímenes. Yo soy popularísimo: la rhani, mi mujer, lo es aún más que yo; todos nos aman y… nos envenenan a traición. Desde esta tarde no comeré más que huevos, que abriré y limpiaré yo mismo.

—¡Y haréis bien, señor Yáñez! No hay que fiarse de nadie. Yo amasaré el pan para vos, para la rhani, para el pequeño Soárez y para mi amo.

—¡He aquí a mi viejo cazador convertido en panadero!… —dijo el portugués en chanza.

—Nosotros, los maharatos, lo mismo sabemos matar un tigre o un elefante, que amasar y cocer un panecillo. Yo me pondré al frente de las cocinas reales, y si sorprendo a un cocinero echando polvos venenosos en las viandas, lo mato de un solo golpe de mi tarwar.

—Y después arrojaré yo su cuerpo a los tigres de mi parque.

—Haréis bien, señor. Debemos aterrar profundamente a estos traidores que amenazan enviamos a todos al seno de Parvali, la diosa de la muerte.

—Primero hay que sorprenderlos.

—¡Bah! ¡Quién sabe!

—Veremos qué se debe hacer cuando hayamos regresado a nuestra capital. Entre tanto, y puesto que te has ofrecido como cocinero para mí y para los míos, nos prepararás los huevos.

—Señor, os vais a cansar de comer siempre huevos —dijo, riendo, Kammamuri.

—También comeremos frutas cogidas por nosotros mismos.

—No me fiaría yo de las frutas, señor Yáñez. Es muy fácil envenenar un plátano, inyectando con una sutil jeringuilla debajo de su corteza un poco de baba del cobra capelo.

—Me haces sentir frío, Kammamuri, a pesar de que el termómetro marca cuarenta grados, sin dejar de subir. Estas cosas no sucedían en Mompracem. ¡Qué! ¿Vuelven?

—Me parece que sí —respondió Kammamuri—. Estarán más furiosos que nunca, e intentarán volcar el carro.

—No son elefantes —contestó Yáñez—. ¿Están cargadas todas las carabinas?

—Sí —respondieron a una voz todos los sikaris.

—Daremos otra lección terrible a esas bestias que amenazan tenernos aquí prisioneros, mientras suceden en mi capital cosas tan graves.

—¿Oís, señor? —gritó en aquel momento Kammamuri—. Están invadiendo el bosque y procurando echarse encima de nosotros por otro lado.

—Mira a ver si alguna de estas bestias lleva colgando de los cuernos las tripas del caballo.

—No lo permita Siva.; porque eso significaría que también Bindar había sido destrozado.

—Pudiera haberse salvado subiéndose a un árbol. ¡Atención!

—¡Duro con ellos! —dijo Yáñez, que comenzaba a hartarse de la obstinación de aquellos animales.

Salieron ocho disparos, uno tras otro, y una lluvia de balas cónicas, envueltas en ramas, cayó de lleno nuevamente sobre los gigantes de los bosques.

Cayeron tres o cuatro con la espina dorsal rota, pues los cazadores no apuntaban ni a la cabeza ni al pecho; pero los otros, cada vez más enfurecidos, se lanzaron como una tromba, con los cuernos bien asestados y decididos a no retirarse a la espesura sin haber vengado a sus compañeros.

El momento era terrible. El carro era pesadísimo y muy fuerte; pero, así y todo, llegó Yáñez a ponerse un tanto pálido.

—¡No los dejemos acercarse! —gritó—. ¡Fuego!… ¡Fuego!… ¡Fuego!

2. El veneno del «Bis Cobra»

Disparaban los sikaris fríamente, como viejos cazadores, lanzando sus balas cónicas en todas direcciones, pues el ataque se había hecho envolvente. Pero los terribles animales, poseídos por el demonio de la venganza, no habían interrumpido su espantosa embestida.

Tres veces pasaron en desenfrenada carrera alrededor del carro, dejándose siempre detrás muertos o moribundos, pues Yáñez y Kammamuri, que eran viejos cazadores, no erraban jamás un tiro.

Aún quedaban cuarenta, y quizá más, y todos de mucha corpulencia. El choque fue tan formidable, que el carro, a pesar de su mole y de tener las altas ruedas hundidas en el blando suelo de la selva, retrocedió con un crujido espantoso.

Diez o doce búfalos yacían ya por el suelo, unos muertos y otros gravemente heridos por aquellas balas revestidas de ramas, cuando de súbito sonó un bramido formidable en los límites del claro.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, matando de un pistoletazo a un viejo toro que había encajado sus cuernos en las maderas tan profundamente que no podía desasirse—. ¿Se ha vuelto loco ese animal? ¿O es que le pesa tener sus tripas dentro del vientre? ¿Qué hace el cornac? ¡Por júpiter!… No sé qué vamos a hacer, si también el elefante se deja despanzurrar. ¿Quién arrastrará este castillo hasta nuestra capital?

Así hablaba, pero disparando a un tiempo, ya con las gruesas carabinas de caza, ya con las pistolas, y maldiciendo terriblemente a aquellas testarudas bestias del bosque.

—No, señor Yáñez —dijo Kammamuri, levantando la carabina humeante con que acababa de derribar un búfalo—. Por segunda vez acude Sahur en vuestro auxilio. ¡Oh! ¡Qué inteligencia tienen nuestros elefantes! Mirad; el cornac lo guía como si fuese un corderillo.

En aquel momento salía Sahur de la espesura, pero no parecía ciertamente un corderillo. También él se lanzaba a la lucha con la trompa enhiesta, amenazadores los colmillos, haciendo resonar un verdadero clarín de guerra.

El cornac lo excitaba siempre diciéndole:

—¡Adelante, hijo de Visnú! ¡Animo, terror de los bosques! ¡Mata, destruye y extermina para salvar a tus dueños!

Y el elefante respondía con otros ataques a los ataques de los búfalos, lanzándolos siempre por los aires, para patearlos después rabiosamente bajo sus grandes patas, haciendo crujir los huesos.

—¡Rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, que apenas había tenido que disparar ahora dos tiros de pistola—. ¡Este elefante es realmente maravilloso! ¡Bien por Sahur!

El elefante, como si hubiese conocido la voz de su señor, se arrojó en medio de los búfalos agrupados inútilmente alrededor del carro, y esgrimió su trompa con vigor extremado.

Rompía costillas, despanzurraba gibas, aplastaba cabezas, sirviéndose también, de cuando en cuando, de sus larguísimos y bien afilados colmillos para clavar contra el suelo a algún adversario que amenazaba hundirle los cuernos en el vientre.

—¡Animo, Sahur! —gritaba el cornac, sosteniéndose detrás de las enormes orejas del coloso—. ¡Mata, destruye como Brahama, Sivah y Visnú! Pero guárdate de los cuernos, corderito mío.

El elefante, enardecido también por los gritos de los sikaris, que conocía muy bien, y un poco borracho por el olor de la pólvora, pues los disparos continuaban desde el carro haciendo gran estrago entre los búfalos, aumentaba más y más en cólera, Embestía y volvía a embestir a la desesperada, esgrimiendo siempre su trompa, que caía sobre los robustos lomos de los búfalos con fragor de tiros de espingarda.

Los testarudos hijos de las húmedas selvas, más que diezmados por el fuego de las carabinas y pistolas, y por los tremendos golpes de la trompa, intentaron un nuevo ataque desesperado, y al cabo volvieron grupas y huyeron, internándose en la espesura.

Quince o dieciséis de ellos habían quedado sobre el terreno. Otros tres o cuatro estaban expirando, mugiendo desesperadamente y tirando coces.

—¡Hemos terminado! —exclamó Yáñez, después de disparar por última vez la carabina sobre la manada fugitiva y ya del todo desorganizada—. ¡Buenas municiones hemos gastado para dar de comer a los tigres y a los chacales!

—¿Cómo, señor? —preguntó Kammamuri—. ¿No haréis por lo menos cortar la lengua a los muertos? Bien sabéis que son exquisitas.

—Tengo prisa por regresar a la capital.

—Al menos algunas lenguas, para demostrar que hemos matado realmente a estos búfalos, ante los cuales tanto pavor sienten aun los más audaces cazadores.

—Te concedo un cuarto de hora, el tiempo necesario para enganchar a Sahur al carro. Sírvete de los sikaris, y hazlo pronto.

Los siete hombres saltaron a tierra, armados de hachas y cuchillos, mientras Yáñez ofrecía al elefante un puñado de terrones de azúcar.

—¿Sabes, cornac —dijo—, que tenemos un elefante maravilloso? No creía yo que estos coornareahs fuesen tan capaces de atacar a los bisontes. Un merghee no se habría, ciertamente, atrevido.

—Así lo creo yo también, alteza —respondió el indostano, acariciando al coloso, al cual continuaba Yáñez dándole azúcar y panecillos con manteca—. Tengo para mí que es éste el mejor elefante que poseemos.

—Basta; engancha y regresemos a escape a la capital. Tengo mucha prisa, cornac.

Sahur estará pronto dispuesto, y correrá como un caballo.

—A tierra, pues, y examina primero las cadenas del tiro, porque el carro es pesadísimo.

—Dentro de cinco minutos estaremos andando, alteza.

Yáñez se apartó del carro y se reunió con Kammamuri y los sikaris. Estos trabajaban con gran vigor, y cortando y destrozando, habían ya puesto aparte quince o dieciséis lenguas de dimensiones extraordinarias y que prometían bocados exquisitos.

—Guardaré una para mí, Kammamuri, para la cena de esta noche; pero sólo tú te has de encargar de aderezarla.

—¡Oh!… ¿Habéis ya renunciado a los huevos, señor Yáñez? —dijo el maharato con acento un tanto burlón.

—Comenzaré mañana —respondió con gran seriedad Yáñez—. Dejad ya a los búfalos.

—Es lástima dejar toda esta carne a los chacales. Esta noche acudirán centenares, y mañana no habrán dejado más que los huesos.

—No tenemos tiempo para más, mi bravo Kammamuri. Partamos en seguida.

Sahur estaba ya enganchado al poderoso carro por medio de robustas cadenas, y comenzaba a dar señales de impaciencia, resoplando ruidosamente y golpeando una y otra vez el suelo con sus enormes patas.

—¿Estamos listos, cornac? —preguntó Yáñez.

—Cuando queráis, alteza.

Los sikaris y Kammamuri subieron al vehículo, llevando las lenguas de los búfalos, que amontonaron en un ángulo, cubriéndolas con un trozo de tela, para preservarlas de las moscas, que en los bosques indostánicos son muy grandes y voracísimas.

Después, y mientras Yáñez encendía su inseparable cigarrillo, el elefante, a un grito de su conductor, recogió todas sus fuerzas y dio un tirón violento que hizo poner en tensión las cadenas.

El enorme carro, que tenía sus cuatro ruedas medio hundidas en la tierra blanda y esponjosa, permaneció inmóvil un momento; pero al tercer empujón del bravo elefante saltó como si hubiese sido arrancado, y se puso en camino a través del espeso bosque, que comenzaba a oscurecerse por la cercana puesta del sol.

—No creí que íbamos a detenernos tanto —dijo Yáñez, que continuaba fumando sentado sobre una caja llena de víveres y botellas—. Y, sin embargo, salimos muy de mañana. ¿No es verdad, Kammamuri?

—Apenas se veía, alteza.

—¡Que el diablo se lleve en sus infernales alforjas a ti y a todas las altezas que reinan en la India!

—No soy aún muy viejo, señor Yáñez —dijo, riendo, el maharato—. Antes de irme al otro mundo quisiera volver a ver los bosques de Sunderbund y la isla de Mompracem.

—¿Y qué vas a buscar en el Sunderbund? A los thugs los hemos exterminado.

—¡Hum! —exclamó el maharato—. Muchos hemos cogido en las galerías subterráneas, que no habrán vuelto a cobijar a ninguno. Pero que los hayamos destruido a todos, no lo aseguraré.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó el portugués, arrojando el cigarrillo para encender en seguida otro—. Me estás metiendo el corazón en un puño.

—Explicaos.

—¿Quieres, acaso, decir que Shindia ha ido a buscar apoyo en los estranguladores?

—Todo es posible en este país, señor Yáñez —dijo Kammamuri, que se mostraba asaz preocupado.

El príncipe permaneció un momento en silencio, fumando con mayor furia; después dijo:

—No lo creo. Aquí se trata de envenenamientos y no de estrangulaciones. Los thugs no deben de intervenir para nada en este asunto; y, además, están ahora dispersos, y los persigue la policía inglesa como a perros rabiosos, fusilándolos sin proceso. Los que aquí intervienen son los dacoitas, estoy seguro. Tú, que eres de la India, dime algo acerca de quiénes son estos personajes.

—Parecidos a los thugs, señor Yáñez —respondió Kammamuri—. Y quizá sean aún más peligrosos.

—Serán una canalla…

—¡Y qué canalla! Constituyen verdaderas bandas de ladrones y bandidos, astutos, audacísimos y más listos que el cobra capelo en envenenar a sus víctimas. Operan principalmente en el Bundelkund.; pero no me sorprendería que un grupo de esos bandidos se hubiese puesto a sueldo de Shindia.

—¡Shindia! —exclamó Yáñez, tirando el segundo cigarrillo y arrugando la frente—. Tú, pues, ¿crees que ha huido del manicomio de Calcuta, donde Surama le había instalado con un lujo más que principesco? ¿Querrá reconquistar su imperio? ¡Ah! No soy hombre para dejar caer la corona que brilla en la hermosa frente de mi esposa.

—¡Por la muerte de Visnú!… ¿No hemos recobrado a Mompracem, a pesar de todos los cruceros ingleses? Por eso debíais llamar, señor Yáñez, a nuestra corte una cincuentena de aquellos tremendos e incorruptibles malayos.

—¿Y por qué no los hemos de traer? —dijo Yáñez, que se había quedado pensativo—. Entre Calcuta y Labuán hay hoy un buen cable submarino. Un despacho tardará lo más una hora; los malayos apenas tardarán en llegar aquí quince días, pues ahora Sandokan, aunque conserve sus paraos, ha dado la preferencia al vapor. ¡Por Júpiter! Estoy más inquieto de lo que tú imaginas. ¡Los dacoitas en mi imperio! ¡A todos los que coja los haré fusilar! ¿Fusilarlos?… ¡Tampoco! Los haré poner a la boca de los cañones y lanzaré por los aires los pedazos de su carne mezclados con sus huesos.

—¡Señor Yáñez, os volvéis feroz, como el Tigre de la Malasia!…

—Debo defender a mi mujer y a mi hijo —respondió el portugués con voz grave—. No escatimaré castigo alguno contra los envenenadores. ¡Tres ministros en un mes!… ¡Rayos de Júpiter, son demasiados! ¿Cómo estoy yo aún vivo?

—No os han envenenado, porque les inspiráis mucho terror; y, además, sabéis que Tremal-Naik vigila cuidadosamente.

—Un poco de veneno de cobra capelo dejado caer en una botella o heladora, sería más que suficiente para quitarme para siempre el vicio de fumar. ¡Por Júpiter! Quiero descubrir por completo este misterio. Si son los dacoitas, que obran por cuenta de Shindia, no tendrán cuartel. Gastaremos la pólvora en destrozar cuerpos humanos indignos de vivir. Primero, los thugs; ahora, los dacoitas. ¡No es mala guerra! Esto me divertirá más que la caza de búfalos y tigres. Cornac, si puedes, apresura el paso.

—Bien, alteza. Ya aguijoneo a Sahur. Pero la selva es muy espesa y el carro demasiado grande. El primer camino se ha perdido; mejor dicho, lo han borrado los jungli-kudgias.

—Los bisontes, querrás decir.

—Sí, alteza.

—Llegaremos a la ciudad ya de noche.

—Apenas salgamos del bosque, haré lo posible para llevar a Sahur, si no a la carrera, por lo menos a buen paso —respondió el cornac.

El enorme carro avanzaba crujiendo y oscilando como una nave embestida por fuertes olas. Al violento empuje del elefante, constreñido a abrirse un nuevo camino a través de la espesa vegetación, los maderos, aunque bien clavados, amenazaban desunirse y dar al traste con todo aquel castillo rodante.

Anochecía rápidamente bajo el boscaje, y hasta allá arriba, en la inmensa cúpula de hojas, la luz iba extinguiéndose.

Los vampiros, tan numerosos en la India y especialmente en el Estado de Assam, salían a bandadas de los huecos troncos que les servían de asilo durante el día, y volaban alrededor del carro, desplegando sus grandes alas, que medían más de un metro.

Al bosque de taras y platanares sucedió bien pronto otro bosque magnífico, por donde el elefante parecía avanzar sin grandes esfuerzos. Estaba formado todo de palash., plantas que no crecen, superpuestas las unas a las otras, aunque sus tallos nudosos, coronados por una especie de pabellón de aterciopeladas hojas, estén siempre unidos entre sí por madejas de bejucos, que pueden fácilmente desbaratar un golpe de trompa.

Sahur se lanzó en una carrera desenfrenada, amenazando destrozar el carro, de manera que el cornac se vio obligado a moderar su ímpetu para que no sucediese alguna desgracia al príncipe y a sus cazadores, que saltaban botando sobre sus blandos colchones.

Dejada también atrás la selva de palash, apareció una vasta llanura, donde se erguían gigantescos kalam., de más de quince pies de altura, y en medio de la cual volaban bandadas de magníficos pavones, aves que todos respetaban por representar para los indostanos a la diosa Saravasti, que preside los nacimientos y matrimonios.

Al final de aquella llanura, cubierta casi toda de maleza, y con poquísimas huertas y plantaciones de senapa., apareció, a la luz del crepúsculo, Gahuati, capital del Estado de Assam, que encerraba dentro de sus viejas murallas más de trescientas mil almas.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Yáñez, respirando con fuerza—. Ahora, cornac, puedes aguijonear al elefante, que, aunque pase por terrenos cultivados, ya pagaré los daños a los pobres agricultores.

—Puede romperse el carro, alteza —respondió el conductor.

—No te preocupes por eso. Caeremos en los colchones.

Carro y elefante partieron con un fragor infernal, abriendo un inmenso surco entre las altísimas hierbas; y al cabo de media hora, y sin haber causado grandes daños en ningún terreno cultivado, penetraron en la capital por una de sus veinte puertas.

Un destacamento de soldados, vestidos con el pintoresco traje de los cipayos., todo resplandeciente de plata, presentó armas a Yáñez, que respondió afablemente con un «buenas noches, muchachos».

En seguida fueron sacados de una casamata ocho caballos enjaezados a la turca, con los estribos cortos y las gualdrapas flamantes.

Yáñez y sus hombres abandonaron el carro, montaron a caballo y partieron a todo galope, gritando a sus cabalgaduras: «¡Vivo, vivo!».

Las calles estaban aún iluminadas, pues la rhani o princesa de Assam había regalado a sus súbditos una especie de alumbrado nocturno formado por melancólicos y pintorescos farolillos chinos.

Al paso del príncipe, todos se hacían a un lado, saludándole respetuosamente, de manera que en menos de cinco minutos llegó el grupo de jinetes ante el palacio real, un edificio todo de mármol, de dimensiones gigantescas, y con cúpulas, terrazas y vastísimos parques.

Yáñez saltó ágilmente a tierra y subió a toda prisa la escalinata, seguido de Kammamuri.

AI primero que vio fue a Bindar, el valeroso jinete, que con sus evoluciones divirtió la atención de los búfalos y los alejó por un momento del carro.

Sin duda se había salvado milagrosamente de aquel grave peligro, pues no presentaba herida alguna.

Detrás de él aparecieron al punto tres indostaneses de larguísimas barbas blancas, con gigantescos turbantes y anchas túnicas de seda, que llegaban hasta sus botas de punta retorcida.

Todos iban armados de un tarwar, cuya empuñadura de oro estaba maravillosamente cincelada.

Eran los tres ministros que empuñaban las riendas del Gobierno. Yáñez, sin responder a sus cortesías, se acercó al más anciano, preguntándole de pronto con voz un poco alterada:

—Veamos, Bharawi. ¿Conque se ha cometido un nuevo crimen?

—Sí, alteza; tu primer ministro ha sido envenenado.

—¿Dónde se esconden esos envenenadores? ¡Por Júpiter!, un día u otro nos envenenarán también a nosotros. ¿Y mi mujer y mi hijo?

—Están perfectamente, alteza.

—He temblado por ellos. ¿Dónde está el muerto? Veamos si se puede descubrir de qué modo lo han envenenado.

—El muerto está en la sala de las esmeraldas.

—Vamos, pues, allá, y no dejéis entrar a ninguno fuera de Kammamuri y Bindar, que son fieles a toda prueba.

Atravesaron un inmenso patio, circundado de arcos moriscos, y entraron en un vasto salón, cuyas paredes de mármol verde resplandecían como enormes esmeraldas.

En medio y sobre un lecho bajo, cubierto por una fina colcha de seda azul, yacía un hombre muy viejo.

Su semblante estaba espantosamente alterado. Sus ojos grises, como los de un viejo tigre, parecía que iban a saltar de un momento a otro de las órbitas.

La boca, torcida por el último espasmo, dejaba ver los dientes ennegrecidos por el largo uso del betel..

—Basta mirar a este hombre para comprender que ha sido envenenado —dijo Yáñez enjugándose con un pañuelillo de seda las gotas de frío sudor que corrían por su frente.

—¿Qué ha bebido?

Bharawi se acercó a un pequeño mueble de forma semejante a un pavón, y, cogiendo una botella y un vaso de cristal limpísimo, alargó una y otro al príncipe.

En la botella, que olía fuertemente a naranja, quedaban aún como tres dedos de agua enrojecida por un tinte viscoso.

Yáñez la olió desde lejos; después, sacudiendo la cabeza, murmuró para sí: «Manejan muy hábilmente los venenos estos indostanos para descubrir en seguida este negocio». Tomó una silla, encendió el cigarrillo que había dejado apagar, y dijo a Bharawi:

—Ahora cuéntamelo todo.

—Tú sabes, alteza, que hace tres días se presentó aquí un brahman. a solicitar una gracia.

—¡Vaya si me acuerdo, por Júpiter! —respondió Yáñez—. Quería que se le adjudicase una mina de diamantes sin pagarme una rupia; ésa era la gracia. Era un descarado ladrón, y le mandé en hora buena a hacer oración a su pagoda. Ahora, prosigue.

—Esta mañana —continuó el viejo ministro—, tres horas después de que tú partieras, volvió a presentarse insistiendo en hablar con tu primer ministro, que estaba a la sazón reposando en este lecho.

—¿También venía por el negocio de la mina?

—No se sabe, porque el ministro y el brahman se quedaron completamente solos.

—Eso ha sido una grande imprudencia, señores míos.

—Es verdad, alteza; una imprudencia que le ha costado la vida.

Yáñez se levantó, arrojando con un movimiento rabioso el cigarrillo, y se puso a pasear por la ancha sala con las manos metidas en los bolsillos.

Mostrábase asaz preocupado y aun abatido, pero tenía valor y sangre fría para repartir entre todos sus súbditos.

Se acercó a la botella, volvió a olería y no percibió más que un ligero olor acre muy atenuado por el de naranja.

—¿Qué veneno crees tú que es éste, Bharawi? Tú eres de la India, más viejo que yo, y sabrás más.

—Yo creo, señor, que dentro de esta botella han dejado caer algunas gotas del veneno del bis cobra.

—¿Ningún hombre podría resistirlo?

—Ninguno, alteza. El veneno destilado del bis es veinte veces más activo que el del cobra capelo.

—¿Es verdad, Kammamuri? —preguntó Yáñez al maharato—. Tú fuiste hace tiempo un famoso cazador de reptiles de la terrible Selva Negra, infestada por los thugs de Raimangal.

—Es certísimo, señor. Ese gran lagarto es mucho más venenoso que las serpientes y que todas las cobras. No se ha podido descubrir remedio alguno contra su veneno.

—¿Mataste tú alguno de estos lagartos?

—A centenares, señor. Mi patrón y yo hacíamos en ellos verdaderos estragos.

—¿Crees que de sus dientes se puede extraer el veneno?

—Fácilmente, señor.

—¿De qué color es ese veneno?

—Es de color diáfano, parecido al de la madreperla.

—¿Probaste alguna vez a mezclarlo con un poco de agua?

—Nunca, señor. Teníamos entonces demasiadas ocupaciones en la Selva Negra para entretenernos con tales experimentos.

—¡Cuerpo de todos los rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, reanudando sus paseos con más furor que antes, para no detenerse sino algún momento bajo las cuatro gigantescas lámparas chinas que proyectaban una luz dulcísima semejante a la de la luna.

Ardía en cólera el valiente portugués, y no teniendo con quién desfogarse, la emprendía con su centésimo cigarrillo.

Al cabo de un rato, se volvió hacia el viejo ministro y le preguntó:

—¿Y crees tú que ese sujeto era realmente un sacerdote brahman?

—Yo no lo sé, pero tengo mis dudas, alteza —respondió Bharawi—. Su rostro no me pareció el de un hombre perteneciente a la alta casta de la India.

—¿Dónde está Tremal-Naik?

—Salió media hora después de descubrirse el crimen, en compañía de Timul, el famoso rastreador.

—¿Han encontrado, pues, alguna pista?

—Así parece. El Tigrecillo de Borneo no habría abandonado el palacio, a no haber tenido gravísimos motivos.

—¡Quién sabe!… Si lleva consigo a Timul, podemos tener alguna esperanza. Ese jovencillo, cuando encuentra una pista, no la pierde jamás, y sabe volver a hallarla aun en medio de un camino polvoriento y de la espesa selva. ¿Qué pensáis vosotros de este nuevo crimen?

—Poco bueno —respondió Bharawi por todos.

—Mañana o dentro de ocho días podría sucedemos a nosotros también lo mismo.

—Vuestros misteriosos enemigos han emprendido una lucha a muerte con vuestros ministros.

—¿Quiénes son esos enemigos? Querría saberlo.

—Hemos lanzado toda nuestra policía por las calles de la ciudad.

—¿Y no ha regresado todavía nadie?

—No, alteza.

—Haced guardia al cadáver y, si sucede algo, venidme a avisar al punto a mi gabinete. Esta noche yo no dormiré.

—¿Queréis dar caza al asesino, señor? —preguntó Kammamuri.

—Esperemos primero a que regrese Tremal-Naik. Quédate tú también aquí de guardia, y si ese brahman vuelve, agárralo por el cuello y tráemelo de cualquier manera, aunque sea medio estrangulado.

—¡Hum!… Dudo que se deje ver, señor —respondió el maharato moviendo la cabeza.

—Te engañas, amigo. Los asesinos sienten casi siempre una imperiosa necesidad de volver a ver el sitio donde cometieron su crimen.

Yáñez dio a sus tres ministros las buenas noches, y salió de la estancia precedido de dos mussalchi. o criados, que llevaban linternas monumentales.

Atravesó varias galerías, todas resplandecientes de armas dispuestas en grandes grupos muy artísticos, después otras salas inmensas, débilmente iluminadas, y se detuvo delante de una puerta, diciendo a los portadores de las linternas:

—Retiraos. No tengo ya necesidad de vosotros.

Los dos mussalchi hicieron una profunda reverencia, tocando casi con sus frentes las brillantes y bien pulidas baldosas, y Yáñez, haciendo girar bruscamente el picaporte, penetró en un elegante saloncito, a lo largo de cuyas paredes, cubiertas de seda azul, había numerosos divanes, e iluminado por una lámpara que esparcía en torno de sí como una luz lunar.

Se acercó a otra puerta, en cuyo umbral se hallaba colgado un gong, especie de instrumento musical usado por los asiáticos, tomó un martíllito de madera e hizo resonar tres veces el instrumento, que produjo un fragor infernal.

Un momento después, se abrió casi violentamente la gruesa puerta, y apareció la rhani, su mujer, presa de vivísima agitación, gritando:

—¡Oh, esposo de mi alma! ¡He temblado por ti!

La princesa de Assam era una espléndida mujer, que apenas contaba veinticinco años, de piel ligeramente bronceada, de facciones dulces y finas, ojos profundos y negrísimos, y cabellos aún más negros, muy abundantes, y entretejidos con rojas flores de mussenda., y con sartas de perlas de los bancos de Manahar.

Yáñez abrió sus robustos brazos y estrechó contra su pecho a la hermosísima princesa.

—¡Oh, dueño mío! —exclamó Surama, dejándose casi llevar hasta una otomana de poca altura, toda resplandeciente de oro y con grandes bordados almohadones de varios colores.

—Cuando tú, virgencita mía, me ves coger el fusil, te pones inquieta —dijo Yáñez riendo—. Pero nunca voy solo y, además, bien sabes que los tigres más feroces, aun los solitarios, no han tenido jamás buena suerte conmigo.

—Descuidas, dueño mío, los asuntos de nuestro Estado.

—¿No ves que tenemos ministros que devoran mil rupias al año para dejarse después envenenar estúpidamente? Y además, bien sabes que tengo la sangre ardiente como los tigres de la Malasia. ¿Y Soárez?

—Está durmiendo.

—¿Quién lo vela?

—Su ama. La puerta de su habitación está atrancada, y por fuera hacen centinela dos guardias nobles con dos molosos del Tibet. Nadie osará acercarse.

—Lo creo. Esos perros del Tibet son tan fuertes que espantan hasta a los osos. Vamos a ver a nuestro hijo.

—No hagas ruido; duerme.

—Descuida, que le dejaré dormir tranquilo —respondió Yáñez.

Levantáronse, continuando casi abrazados, y abrieron la puerta, oculta, en parte, por una cortina de pesado brocado.

Halláronse en una estancia apenas iluminada, con las paredes cubiertas de seda blanca y el pavimento de ricos tapices de delicadas tintas, originarios de Cachemira, y con divanes que la rodeaban en todo su ámbito.

En el medio, en un cama de hilo de plata, de forma parecida a un pez, y cubierto por una levísima muselina, dormía el hijo de los soberanos de Assam.

Yáñez alzó la muselina y contempló al niño, que dormía plácidamente con un brazo extendido como si empuñase algún arma.

No tenía más que dos años, pero estaba ya muy desarrollado para su edad. Su piel era ligeramente traslúcida, con los reflejos de madreperla que suelen hallarse en los semblantes de los criollos americanos de Cuba y Puerto Rico, a causa del cruzamiento de la sangre.

Sus cabellos eran negrísimos, como los de su madre, todos anillados y ya muy largos.

—Diríase que sueña en futuras batallas —dijo Yáñez, dejando caer blandamente la muselina.

Su manecita temblaba como si empuñase una carabina.

—Tu hijo, dueño mío, llegará a ser algún día un gran guerrero —dijo Surama—. Nosotros no sabremos domar los ímpetus de su sangre.

—Se lo mandaremos a Sandokan, si este valiente vive todavía. ¡Hasta los tigres de la Malasia envejecen! —dijo Yáñez con un suspiro.

—Ese vivirá cien años.

—Dios te oiga, Surama.

Ciñó con un brazo su delgado talle y la condujo a su despacho. Habíase tomado muy serio.

—¿Sabes, mujercita mía, que nuestro Estado comienza a caminar mal? Alguna rueda tiene dañada, que es preciso arreglar muy pronto, o moriremos todos envenenados.

—Estoy aterrada, Yáñez; no dejo nunca de temblar por ti y por nuestro hijo.

—Y yo por ti, Surama. Ahora es a nuestros ministros a los que se les manda a pasear por ese paraíso de donde no se vuelve nunca; pero mañana, o dentro de un mes, ¿no nos tocará la vez a nosotros? Estos crímenes me han impresionado hondamente.

—Y, sin embargo, el pueblo nos ama, Yáñez.

—No te digo lo contrario, pero el pueblo nada tiene que ver con esos misteriosos envenenadores.

—Tú tienes una sospecha, señor. Lo leo en tus ojos.

—Sí; sospecho que Shindia ha huido de Calcuta después de haber recobrado la razón, y ahora intenta, a su vez, arrebatamos la corona.

—También ese nombre ha acudido muchas veces a mis labios. Shindia debe de ser tan pérfido como su hermano, el que, por divertirse, fusilaba a sus parientes.

—¿Y qué me aconsejas hacer?

—Manda a Kammamuri a Calcuta a averiguar si Shindia se encuentra allí todavía o si se ha escapado.

—Bien; y demás, le daré otro encargo —dijo Yáñez, que se había levantado bruscamente y comenzado a pasear por la estancia—. Le haré expedir un despacho cifrado a Labuán, para que acudan aquí, cuanto antes, Sandokan y sus invencibles guerreros. Con ellos y con los montañeses de Shadia, que siempre te son fidelísimos, obligaremos a tascar el freno a ese loco sanguinario.

—¿Quieres hacer venir a Sandokan?

—Creo que es necesario, mujercita mía. Nuestro trono se bambolea demasiado. Dentro de veinticinco días los tigres de Mompracem podrán estar aquí con su jefe.

—¿Pero vendrá Sandokan?

—¿Y qué quieres que haga en Mompracem, ahora que allí está todo tranquilo? Debe de aburrirse mortalmente. Bien sabes que ese hombre no vive más que para esgrimir sus brazos y disparar carabinas y pistolas. Zarpará en seguida en un pequeño crucero, que atravesará el océano Indico a todo vapor.

En aquel momento llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Yáñez, sin dejar de poner instintivamente su mano en la pistola que llevaba atravesada en el cinturón.

—Soy yo —exclamó una voz fuerte y sonora.

Surama y el portugués lanzaron dos gritos de alegría:

—¡Tremal-Naik!

3. El cazador de ratas

Un momento después, entraba en el saloncillo el famoso cazador de la Selva Negra y exterminador de los thugs del Sunderbund.

Era un bizarrísimo tipo de indio de Bengala, que contaba ya más de cuarenta y cinco años, de cuerpo esbelto y flexible, sin ser flaco, de piernas finas y enérgicas y con la piel levemente bronceada, como los hindúes de las altas castas, no contaminadas por la impureza de los parias.

Vestía como los indígenas modernizados de la Nueva India inglesa, los cuales han abandonado el dootèe. y la dugbah. por el traje angloindio, mucho más cómodo: de tela blanca, con alamares de seda rosa, faja recamada y muy ancha, sosteniendo dos largas pistolas, calzones ajustados de tela blanca, y en la cabeza un pequeño turbante adornado de varias maneras.

—¿De dónde vienes? —preguntó Yáñez, tendiéndole la mano, mientras hacía lo mismo Surama—. Creí que también a ti te habían envenenado.

Por la frente del indostano pasó como una nube y un destello lució en sus ojos negrísimos.

—Como veis, amigos míos, aún estoy vivo y en perfecta salud —respondió el cazador—. Me he guardado muy bien de detenerme en ningún mesón para apurar una botella de cerveza inglesa. ¡Por Sivah! La cosa es grave.

—¿Y me lo dices a mí? —respondió Yáñez—. Digamos mejor, gravísima. ¿Dónde has estado?

—Dando caza, en compañía de Timul, al envenenador de tu primer ministro. Ese Timul sabe hallar un rastro entre mil, de un modo perfectamente asombroso.

—¿Y lo has descubierto? —preguntaron a un tiempo la princesa y el portugués.

—Os digo que aquí, en vuestra capital, que parece tan tranquila, se conspira para arrebataros probablemente la corona.

—¿Pero dónde están los conspiradores? —gritó Yáñez. Dímelo y los haré prender inmediatamente.

—Será una empresa algo difícil —respondió el indostano, tomando asiento en una butaca—. ¿Conoces tú el subsuelo de tu capital? Apostaría mil rupias contra una a que no lo conoces.

—Yo sé que el terreno que sostiene nuestros palacios, pagodas y monumentos está compuesto de buena tierra mezclada con sillares de piedra.

—¿Y no has oído nunca hablar de inmensas cloacas que se cruzan y extienden bajo esta ciudad?

—Sí; pero me he guardado bien de meterme en esos intestinos llenos de peligrosos microbios. ¡Oh, los cuidados del Gobierno!… ¡No me dejan jamás un momento de tregua!

—¡Ya! —dijo el cazador—. ¡Tú diriges el carro del Gobierno cazando y matando casi todos los días búfalos, tigres, osos y elefantes!

—Un príncipe debe distraerse —respondió con gran seriedad el portugués—. Y además limpio mis bosques de animales peligrosos que devoran o despanzurran a mis súbditos. Surama firma los decretos en mi nombre, y yo hago retumbar mi carabina. Pero tú me hablabas de las cloacas.

—Sí, amigo. La pista que Timul ha seguido se ha detenido ante un gigantesco albañal, construido quizá por los mogoles hace doscientos o trescientos años.

—¿Y no podrá haberse engañado? —preguntó Surama, que se había puesto muy pálida.

—Cuando ese diablo de Timul se pone sobre un rastro, lo sigue siempre, sin engañarse jamás: él ha estudiado atentamente las huellas del brahman que huyó después de envenenar al ministro.

—¿Será, pues, algún brahman? —preguntó Yáñez—. ¿No será más bien un dacoita?

—Ahí está el misterio, pero no desconfío en descifrarlo. ¿Te acuerdas, Yáñez, cuando junto con Sandokan y sus guerreros dimos caza a los últimos thugs, que se ocultaban en los subterráneos del Raimangal?

—Como si hubiese sido ayer. Recuerdo muy bien que estuvieron a punto de ahogarse como ratas, sorprendidos en su agujero por un repentino huracán. ¡Cuántas veces pasó y repasó la muerte ante nosotros y!…

Interrumpióse, alzándose bruscamente.

—¿Quién es?

—Yo, señor. He llamado ya tres veces, y sólo me habéis oído a la tercera.

—Para ti, Kammamuri, está siempre franca la entrada a nuestras habitaciones privadas. Pasa, que aquí está también tu amo.

—Lo sé ya, señor; lo he visto antes que vos.

La puerta quedó franqueada y el maharato entró, seguido de cuatro criados que llevaban sobre inmensos platos de oro, maravillosamente cincelados, dos enormes lenguas humeantes de búfalo.

—¿Te has convertido ahora en cocinero? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí, mientras no hayamos descubierto y colgado o fusilado a los envenenadores —respondió el maharato—. En la cocina mando yo ahora, y no perderé de vista a los cocineros. Vos, señor Yáñez, os habíais olvidado de la cena.

—Casi, casi —respondió el portugués—. Pero con todo eso, la saludo con gusto, tanto mayor cuanto que no correré peligro de sorberme yo también algunas gotas de veneno del bis cobra..

—Estas lenguas, señor, y aun la salsa que las rodea, están preparadas por mí solo, pues no he querido que nadie me ayudase, para que así estéis más seguro.

Entretanto habían entrado otros cuatro cocineros, llevando platillos de plata, cubiertos, botellas, servilletas y manteles.

Una mesa redonda, de ébano incrustado de madreperla, y con artísticos dibujos de oro, fue puesta en medio de la estampida.

Los criados prepararon todo rápidamente, y después, a una señal de Yáñez, se retiraron, andando sobre la punta de los pies, sin haber pronunciado una palabra.

—¿Continúan los ministros velando siempre al muerto? —preguntó el portugués a Kammamuri.

—Sí, señor, y también bebiendo de firme.

—Déjalos. Aquí no ha de entrar ninguno, fuera de Timul, que será llamado oportunamente.

Cerró la puerta con llave, y se sentó a la mesa, al lado de la bellísima princesa, y Tremal-Naik enfrente.

Kammamuri se convirtió de cocinero en servidor, o mejor dicho, en camarero, y cortaba las lenguas con gran habilidad, cubriendo las grandes tajadas con una salsa rojiza, que exhalaba un fuerte aroma a pimentón, la especia preferida por los indostánicos.

A pesar de sus preocupaciones, los dos hombres y la princesa hicieron honor a la cena, no habiéndose atrevido a probar bocado desde la muerte del ministro.

Antes de abrir las botellas de cerveza, Yáñez examinó con atención si estaban perfectamente selladas, y, satisfecho de su examen, llenó los altos y estrechos vasos de cristal azulado.

—Ahora podemos reanudar nuestra plática —dijo, ofreciendo cigarrillos a Tremal-Naik—. Me decías que las huellas del envenenador se detenían delante de la cloaca.

—Se detenían hasta cierto punto; porque ni Timul ni yo nos atrevimos a meternos en esas gigantescas alcantarillas, de las que no se sabe cuántos canales tienen, ni dónde comienzan, ni dónde acaban. Y ahora te digo que allí abajo, en medio de aquella atmósfera pestilente, viven cientos y cientos de personas que no tienen otro albergue. ¿Serán parias.? ¿Serán conspiradores? Me he informado por un hindú que conoce admirablemente esas cloacas acerca de si en un principio estaban ocupadas por todos esos desesperados, y me ha dicho que no. Sólo hace algunos meses que, al cerrar la noche, se reúnen esos misteriosos individuos en sus fétidos albergues. ¿Qué van a hacer allí abajo en la ciudad subterránea? ¿Cazar ratones? Yo, en verdad, no lo creo.

—Ni yo tampoco —respondió Yáñez envolviéndose en una nube de aromático humo.

—¿Quién era ese hindú, que conoce tan bien las cloacas?

—Un viejo, un soberbio tipo, que parece más bien un baniano..

Los banianos han sido siempre demasiado poltrones para conspirar. Será preciso volver a hallar a ese hombre.

—No he dejado que se me escape, Yáñez; y ya está aquí, guardado por Timul.

—Hazle venir al punto. Ese hombre puede sernos muy útil.

—Así lo he pensado también yo, porque es muy fácil extraviarse entre aquellas inmensas cloacas.

Tremal-Naik apuró un vaso de cerveza, tiró el cigarrillo, abrió la puerta y salió, mientras Kammamuri retiraba los platos, dejando, sin embargo, las botellas.

No había transcurrido un minuto, cuando el primero volvió a entrar, seguido de un viejo de luenga barba blanca y ojos fulgurantes como los de las serpientes.

Era muy flaco, y se envolvía majestuosamente en un viejo dugbah, que en otro tiempo debió de ser amarillo, pero que a la sazón sólo mostraba grandes manchas blancas y numerosos agujeros.

En la cabeza llevaba un pequeño turbante, también asaz viejo y usado.

Apenas entró hizo tres profundas reverencias a la princesa y otras tantas a Yáñez; y después esperó a ser interrogado, fijando en ellos sus vivísimos ojos, que parecían fosforescentes como las pupilas de las ratas y los tigres.

—¿De qué parte de la India eres? —le preguntó Yáñez, señalándole una silla y haciendo que Kammamuri le llevase un vaso de cerveza.

—Soy baniano, alteza —respondió el viejo.

—Todos tus compatriotas son comerciantes muy hábiles y afortunados. ¿Y qué haces en mi capital? ¿Qué vendes?

—Pieles de rata que envío a Calcuta a una casa inglesa, y que sirven para hacer excelentes guantes.

—¡Cuerpo de Júpiter! ¿Eres cazador de roedores?

—Sí, alteza.

—¿Y ganas mucho?

—Tanto que no puedo comprarme otro dugbah —dijo, suspirando, el viejo.

—De eso me ocuparé yo. ¿Es verdad que conoces todas las alcantarillas de la ciudad?

—Sí, alteza, y puedo recorrerlas todas sin temor a extraviarme.

—¿Hay allí peligro de perderse?

—Mucho; pues allá abajo, entre todos aquellos canales que se cruzan y cortan unos a otros, que suben y bajan, descargando sus aguas fangosas en la gran cloaca, se desorienta uno en seguida —respondió el baniano—. ¡Cuántos desgraciados sin albergue he encontrado allí abajo muertos de hambre y esqueletizados por las ratas! ¡Buen número de esqueletos he visto!

—¿Tan gigantesca es, pues, la alcantarilla? —preguntó la rhani.

—Inmensa, señora; es un trabajo que merece ser visitado. ¡Cuántos estanques, cuántos canales de desagüe, cuántos saltos de agua ocasionados por las lluvias repentinas!

—¿Hasta dónde se extiende? —preguntó Yáñez, haciendo una seña a Kammamuri para que llevase al desgraciado cazador de ratas una enorme tajada de lengua y varios panecillos.

—No la he medido nunca, alteza; pero puedo deciros que abarca muchísimas millas inglesas, y que se prolonga mucho más allá del recinto de la ciudad.

Yáñez le dejó comer cuatro enormes bocados, rociados en seguida por un vaso de cerveza; luego le preguntó:

—¿Serás, pues, capaz de guiarnos a través de la ciudad subterránea?

—Y podré deciros, alteza, cada cien o doscientos metros, qué calle, pagoda o monumento se halla sobre nosotros.

—¿Pero cuánto tiempo has vivido en ese infierno? —interrogó Tremal-Naik.

—Tres años, señor. Mis negocios andaban mal; un inglés me propuso que le proporcionase a millares pieles de ratones, y me fui a cazarlos allí dentro, obrando al principio con grandísimas precauciones, pues hay lugares muy difíciles de atravesar. Esta extraña industria me daba al menos para comer. Pero cuando esos desconocidos invadieron la alcantarilla me hallé en pocos días sin trabajo.

—¿Por qué? —preguntó Yáñez.

—Porque las ratas, o huyeron, o fueron devoradas.

—¿Devoradas? ¿Y por quién?

—Por los intrusos —respondió el baniano.

—¡Oh!… —exclamó la princesa, con un gesto de horror.

—No son las ratas tan repugnantes como se cree, señora.

He comido cientos de ellas asadas, y hasta con salsa picante.

—Y estarían tan sabrosas como la lengua que estás comiendo —dijo riendo Kammamuri.

—¡Oh, no! Las ratas viejas son muy correosas y además despiden un tufillo que no siempre agrada. Pero las crías jóvenes son exquisitas.

—¡Que el diablo te lleve! —dijo Yáñez, soltando una carcajada—. Pero a pesar de tanto asado de ratón te has quedado flaco como un faquir.

—No todos los días los comía, alteza —respondió el viejo—. Habían conocido al enemigo que los exterminaba a estacazos y huían hacia las bóvedas superiores de la cloaca, que son muy difíciles de recorrer por tener el piso en pendiente, y ¡qué pendiente! Algunas veces es preciso arrastrarse sobre el vientre para avanzar algunos pasos.

—¿Y cuándo invadieron esos desconocidos las alcantarillas?

—Hará cerca de un mes, alteza.

—¿Eran muchos?

—No he podido contarlos, porque una noche, mientras cazaba en una cloaca lateral, me dispararon dos tiros de pistola; y advierto que yo nunca llevo conmigo luz, porque veo como los gatos y los tigres.

—Bien se echa de ver por el brillo fosforescente de tus ojos, que tan pronto son negros como verdes. ¿Y desde entonces no osaste bajar más a las cloacas?

—No, alteza. Si le hieren a uno y cae en alguno de aquellos canales pútridos y fangosos, no se salva nunca y la muerte es horrible.

—¿Has espiado a esos hombres?

—Muchísimas noches.

—¿Qué crees que son?

—Parias.

—¿No has distinguido entre ellos a algún brahman fingido o verdadero?

El baniano soltó bruscamente el vaso de cerveza, que Kammamuri había vuelto a llenarle, y lanzó un grito de estupor.

—Sí —dijo—. Allí, entre ellos, iba un hombre que vestía como un brahman. No sé ni puedo explicar cómo un sacerdote se junta con esa canalla, de cuyo contacto huyen todos.

—¿Era joven o viejo? —intervino preguntando Tremal-Naik.

—Viejo —respondió el cazador de ratas—. Tiene la barba casi blanca.

—Pues no es el envenenador. El que aquí se me presentó era joven aún, como de unos treinta años —dijo Yáñez.

—Así era también el que volvió después —afirmó Tremal-Naik—. ¿No has visto acaso a otro brahman?

El viejo se pasó varias veces la mano por su ancha frente, y luego dijo, aunque con alguna vacilación:

—Sí, ciertamente; una noche me pareció ver a otro bajar a las cloacas.

—¿Sabrías reconocerlo?

—Señor, no lo sé. Pero quizá hallándome ante él podría decíroslo. Creo que no he olvidado completamente su tipo.

—¿Y era también éste un brahman? —preguntó Yáñez.

—Por lo menos vestía como tal.

—¿Qué opinión has formado tú de esos hombres que viven entre tinieblas, ratas, miasmas y todo género de fiebres?

—Que no son conciudadanos vuestros —respondió el viejo—. Esa gente me ha arruinado; y ya no puedo volver a bajar a las cloacas para cazar una sola rata. ¡Por Visnú y Brahma! Disparan pistoletazos sin decir siquiera ¡allá va!

—¿Quieres pasar a nuestro servicio? —preguntó Yáñez—. Te daremos cincuenta rupias al mes.

—Me haré demasiado rico, alteza —contestó el baniano—. Yo no gasto más que dos rupias en todo ese tiempo.

—Podrás hacer ahorros. Come, bebe, déjanos tranquilos, y haz como si fueses sordo.

—Si queréis, alteza, me corto las orejas.

—No exijo tanto. Procura solamente olvidar cuanto oigas aquí dentro.

El baniano lo prometió así levantando sus manos y extendiendo la diestra. Después reanudó su harto interrumpido banquete, esgrimiendo bravamente sus dientes, como las ratas que cazaba.

Yáñez arrojó su cigarrillo, bebió un vaso de cerveza y, después, mirando a la princesa, le preguntó:

—¿Qué piensas tú de todo esto, mujercita mía? Tú estás al frente del carro del Estado, y hasta eres su timón, mientras que yo no soy más que uno de sus frenos.

—Digo que la cosa me parece grave —respondió Surama—. Debíamos hacer salir y aprisionar a esos hombres misteriosos.

—Tengo ya formado mi plan —dijo Yáñez, acariciándose la hermosa barba—. Mañana por la tarde, apenas se ponga el sol, yo, Tremal-Naik, Kammamuri y mis seis fidelísimos sikaris, vamos a explorar esas cloacas, pero precedidos por el baniano y por nuestros dos molosos del Tibet.

—¿Y por qué quieres ir tú? ¿No están ahí mis guardias nobles?

—Déjalos descansar. Nunca he tenido confianza en esos mercenarios, aunque sean muy valientes guerreros. Se dejan comprar con demasiada facilidad.

—¿Quieres que haga venir doscientos o trescientos montañeses de Shadia? Bien sabes la devoción que me tienen y cuánto es su valor.

—Como que sin ellos no habríamos podido destronar a ese loco de Shindia. Mas por ahora, déjalos también tranquilos: si las cosas se ponen peor, haremos venir a Khampur con dos o tres mil hombres, y al Tigre de la Malasia con sus tremendos piratas. Daremos mucho que hacer al ex príncipe, si intenta reconquistar la corona.

—Tú tienes siempre la idea fija de que Shindia ha escapado de Calcuta. ¿No es cierto, señor?

—¿Pero qué hace tu Policía?

—Come, bebe, fuma, masca betel y duerme más de lo que puede, asegurando siempre que el Estado descansa sobre bases de granito, y que nadie lo amenaza.

—Yo me pondré al frente de tus policías y daré caza a esos hombres misteriosos.

—Mis bravos agentes recorrerían treinta o cuarenta metros en las cloacas, y después me vendrían a decir que el baniano ha soñado.

—No; iremos nosotros, sin estruendo, sin fuerte escolta; y verás como obtenemos buen resultado.

—Pero quizá, señor, te expongas a un grave peligro —dijo Surama—. ¿No has oído que dispararon dos tiros de pistola sobre el baniano?

—¿Y qué valen las pistolas contra nosotros? Somos gente habituada a la ronca música de los cañones y a los metrallazos de las espingardas. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—Sí, amigo —respondió el indostano—. Esas niñerías nada pueden contra nosotros.

—Pero también puede matar una bala de pistola si se la dispara en el momento oportuno —insistió Surama con angustia—. Pensadlo bien, señor.

—Lo que pienso es que durante más de veinte años he combatido bajo la roja bandera del Tigre de la Malasia, sin recibir jamás un arañazo. Y no escatimaba la metralla ni los barcos de James Brooke ni los cruceros ingleses. Bien se echa de ver que alguna buena divinidad me protege siempre que me lanzo a la batalla.

—Sin embargo, tengo miedo, señor.

—¿Miedo de esos miserables? Pronto sabremos de ellos, te lo aseguro; sobre todo si nos acompañan los dos molosos.

—Déjame ir ahora contigo.

Yáñez arrugó la frente.

—La soberana de Assam debe dormir en su palacio —dijo después—. Si durante mi ausencia sucediese todavía algo grave, ¿quién mandaría aquí?

—Ahí están los ministros.

—No son gente de guerra; y más les interesa el crecido sueldo que tú les has asignado, que todo lo demás.

—Quizá tengas razón, señor.

—Y, además, aquí está Soárez, nuestro hijo, que de un momento a otro puede correr un grave peligro.

—¿Quieres aterrarme, dueño mío?

—No; creo que nadie tendría osadía para entrar en nuestras habitaciones privadas. Me parece que están bien custodiadas.

—Haz como quieras.

Yáñez bebió otro vaso de cerveza, y volviéndose al cazador de ratas, que ya había terminado su cena, le preguntó:

—¿Conociste tú al rajá Shindia?

—Sí, alteza. Reinó inmediatamente antes que vos y la princesa, poniendo a dura prueba la paciencia de su pueblo con sus locuras.

—¿Y crees tú que ese malvado, que ha asesinado a tanta gente, podrá tener aún partidarios?

—Ha sido demasiado perverso para tenerlos. Si viviese su hermano, el que exterminó a todos sus deudos en un banquete, ¡quién sabe! Las rupias en la India hacen con frecuencia verdaderos milagros. He oído contar que tiene una fortuna fabulosa, puesta a salvo antes que le destronaran.

—También nosotros lo hemos oído —dijo Surama—, pero no lo hemos creído nunca; y yo pagaba al príncipe destronado mil rupias al mes.

—Señora —dijo el cazador de ratas—, yo he presenciado desde lo alto de una terraza la destrucción de todos vuestros parientes, y no sé por qué milagro habéis escapado vos a los tiros de carabina que aquel alcoholizado disparaba.

—¡Tú! —exclamó Surama con viva emoción.

—Sí, señora; porque entonces era criado del rajá.

—Cuéntanos esa escena espantosa —dijo Yáñez—. La conozco, pero prefiero oírla de tus labios.

—Al rajá se le había metido en la cabeza que todos sus parientes se habían coaligado para arrebatarle el trono. Sobre todo, odiaba a su hermano, ese Shindia, que salió tan malo como él, y a un tío suyo, jefe de una tribu de kotteros o guerreros, hombres valientes entre los más valientes y que muchas veces habían defendido las fronteras del Estado contra las correrías de los birmanos, haciendo sufrir tremendas derrotas a estos pueblos semisalvajes. Por esta razón gozaba de una gran popularidad en todo el Assam, y ello molestaba al rajá.

—Se llamaba Mahur, ¿verdad? —dijo la princesa, con triste gemido.

—Sí —respondió el cazador de ratas.

—Era mi padre.

—Ya lo sabía.

—Prosigue —dijo Yáñez.

—Había sobrevenido en Assam una gran escasez a causa de una larga sequía. Durante muchos meses no cayó una sola gota de agua, y el sol lo abrasaba todo en los campos.

»Los brahmanes y los gurus. aconsejaron al rajá que celebrase grandes funciones religiosas para aplacar la ira de los dioses.

»El malvado esperaba sólo una ocasión propicia para exterminar a todos sus parientes.

»Celebráronse fiestas magníficas que el pueblo debe de recordar aún, lo mismo que yo. Después, en el patio mayor de este palacio se preparó un gran banquete, al cual habían sido invitados los parientes del rajá que vivían esparcidos por las diversas provincias del reino.

»El primero que llegó fue el héroe de las fronteras birmanas, el cual venía con su esposa, dos hijos varones y una niña.

—Era yo —dijo Surama, por cuyas pupilas pasó un húmedo relámpago.

—Todos los parientes fueron recibidos con grandes honores y agasajos, y alojados aquí. ¿Lo recordáis, señora?

—Sí —respondió Surama.

—A punto estaba de terminar el banquete, cuando el rajá, que había bebido una cantidad enorme de licores, desapareció con sus ministros, para aparecer poco después en una terraza, armado de carabina.

»Hizo un disparo, y el jefe de los kotteros fue el primero en caer, con la cabeza atravesada por un balazo.

»No había cesado aún el estupor producido por este asesinato, que a todos los invitados parecía inexplicable, cuando resonó un segundo disparo, y otro invitado se desplomó sobre la mesa, manchando los manteles con sangre y masa encefálica. El rajá parecía un demonio. Tenía los ojos desorbitados y llameantes como los de una pantera, las facciones espantosamente torcidas, y reía a carcajadas el malvado.

«Alrededor de él, sus ministros se hallaban prontos a renovarle las carabinas, y servirle nuevos licores para excitarle más y más.

»Los infelices invitados, hombres, mujeres y niños, habían echado a correr por el patio buscando en vano una salida, mientras el rajá, aullando como una fiera o como un loco, continuaba sus disparos, haciendo sin cesar nuevas víctimas.

»La matanza duró una media hora; sólo dos escaparon milagrosamente del exterminio: el hermano del rajá y vuestra esposa.

»Treinta y siete eran los parientes del príncipe, y treinta y cinco cayeron para no levantarse más, entre ellos muchos niños y mujeres.

—¡Oh! ¡Cómo recuerdo aquella trágica escena! —dijo Surama—. Aquel día perdí a mi padre, a mi madre y a dos hermanos.

—¿Y después? —preguntó Yáñez.

—Shindia, el joven hermano del rajá, había sido objeto de tres disparos, ninguno de los cuales hizo blanco, porque no había cesado de dar verdaderos saltos de tigre, haciendo casi imposible la puntería, y más para un hombre entonces ya completamente borracho. Preso de un loco terror, le había gritado muchas veces a su hermano: «¡Hazme gracia de la vida, y abandonaré para siempre Assam! ¡Soy hijo de tu padre; no tienes derecho a asesinarme!». El rajá continuaba riendo a carcajadas, y amenazándole con otra carabina; pero después, tocado quizá de un tardío arrepentimiento, gritó al desgraciado, que seguía dando saltos desesperados:

—Si es cierto que abandonarás para siempre mis dominios, te concedo la vida; pero con una condición.

»—Estoy dispuesto a aceptar todas las que quieras —respondió al punto Shindia.

»—Yo tiraré al aire una rupia, y si la agujereas de un balazo, te dejaré partir para Bengala, sin hacerte daño alguno.

»—Acepto.

»—Pero te advierto —aulló el rajá— que si yerras el tiro, sufrirás la misma suerte que los otros.

»—¡Tira la moneda! —gritó Shindia.

»Se le entregó una carabina, y en seguida el rajá arrojó al aire una rupia. Se oyó al punto un disparo; pero no fue agujereada la moneda, sino el pecho del tirano. El joven príncipe había vuelto rápidamente el arma contra su hermano y con su admirable puntería le había metido una bala en el corazón. Inmediatamente, los ministros y oficiales se apresuraron a bajar al patio, enrojecido con tanta sangre, y se postraron ante el príncipe, jurándole fidelidad. ¿Lo recordáis, señora?

—Sí; como también recuerdo que aquel nuevo monstruo, en vez de permitirme regresar a mis montañas, entre mis fieles kotteros, me hizo prender al punto, para venderme después secretamente a una banda de thugs que recorrían el Assam —dijo la princesa—, entre los cuales quizá me hallaría aún a no haber sido por ti, esposo mío.

—Todo concluyó bien —dijo Yáñez—. Te arrebaté a los estranguladores, te traje aquí y emprendí resueltamente la lucha con Shindia, a quien ya empezaba el pueblo a aborrecer por su crueldad, y con la ayuda de los tigres de Mompracem y de tus fieles montañeses, te di la mitad de la corona, pues creo que dejarás otra mitad brillar sobre mi frente.

—¡Toda es tuya, dueño mío! —exclamó Surama, estrechando entre sus brazos las vigorosas espaldas del portugués.

—Es verdad que nunca me he ocupado de los asuntos del Estado. Prefiero irme a cazar tigres y elefantes. ¡Hete aquí a Yáñez gran príncipe supremo! Soy ya marajá y demasiado tengo con ese título, que me obliga, siempre que salgo de aquí, a saludar a cincuenta o sesenta mil personas. La corona entera la recogerá nuestro pequeñín, si es que el diablo no lo impide; pues como te he dicho antes, parece que no anda muy bien el carro del Gobierno. En fin, allá veremos. Tú tienes a tus fidelísimos kotteros; yo tendré de nuevo conmigo a los tigres de Mompracem, dispuestos siempre a acudir a mi primera llamada con su invencible Sandokan; y si es verdad que Shindia se ha escapado, e intenta reconquistar el trono, yo le aseguro que habrá de manejar los dientes y las uñas como una bestia fiera.

Sacó de un bolsillo un reloj y miró la hora.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Ya es la medianoche. ¡Qué pronto se pasa el tiempo conspirando!, porque ahora tenemos algo de conspiradores. Kammamuri, conduce al baniano a un aposento, dale un traje nuevo, pero ponle también dos centinelas.

—¡Alteza! —exclamó el viejo—. ¿Dudáis de mí?

—Nada de eso; no hago sino tomar las precauciones necesarias. Comprende que aquí se envenena demasiado.

—¡Tenéis razón, alteza!

—Después harás que el tesorero de la princesa le dé cincuenta rupias.

—Son demasiadas, señor; ya os lo he dicho.

—Ponías en sitio seguro para cuando ya no puedas cazar ratas.

—¿Hasta mañana por la tarde? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí; apenas se ponga el sol. Lleva linternas y no te olvides de los dos perros del Tibet.

—Mira lo que haces, señor —dijo Surama.

—Espero pasar una gran noche —respondió Yáñez—. ¡Una caza de hombres bajo tierra, entre aguas pútridas y legiones de ratas! Debe de ser muy interesante. Además es absolutamente preciso descubrir a estos envenenadores. Verás cómo nos dejan tranquilos cuando hayamos cortado el cuello a quince o veinte.

Púsose en pie.

Tremal-Naik y Kammamuri salieron en seguida, llevando consigo al viejo baniano, aunque estuviesen bien seguros de su fidelidad.

Yáñez bebió el último vaso de cerveza, y se retiró en compañía de la princesa a sus habitaciones particulares, cuyas puertas estaban atrancadas y custodiadas por guardias nobles armados hasta los dientes.

4. La caza de los envenenadores

La tarde siguiente, apenas los batintines instalados en los diversos barrios de la capital dieron la señal de queda, salía misteriosamente del palacio imperial un grupo de diez hombres.

Precedían los dos molosos del Tibet, soberbios animales de cuerpo robusto y vigoroso, y de labios colgantes, cuyos repliegues les dan un aspecto verdaderamente terrible. Son casi tan grandes como terneros, y poseen tal fuerza muscular, que luchan ventajosamente con los osos y los derriban. Y ¡ay si muerden! Despedazan siempre y producen heridas espantosas.

El grupo lo formaban Yáñez, Tremal-Naik, Kammamuri, el baniano y seis sikaris, que conocían a los perros y podían azuzarlos en el momento oportuno.

Todos iban armados de carabinas y pistolas de dos cañones y de largo alcance, y llevaban bajo un medio capote impermeable pequeñas lámparas chinas para encenderlas más tarde.

Los habitantes de la ciudad se habían retirado ya, dejando solitarias las calles, nada preocupados, al parecer, por el nuevo crimen que había conmovido al palacio imperial. Verdad es que había otras tres o cuatro personas dispuestas a sustituir al muerto.

Aquella calma o, mejor, aquella indiferencia había impresionado un poco a Yáñez, a cuya observación nada se escapaba.

—No parece sino que también el pueblo conspira —dijo a Tremal-Naik, que caminaba a su lado.

—Avanzas demasiado, amigo. Ya sabes que el pueblo no acostumbra ocuparse de lo que sucede en los palacios de la princesa. A él le basta con vivir tranquilo.

—¡Hum!… ¡Hum! —murmuró Yáñez, apretando un poco los dientes—. Esta calma no me inspira, en verdad, ninguna confianza.

—¿Te vuelves pesimista?

—¿Qué quieres que te diga? Mientras no esté seguro de que Shindia se halla todavía en Calcuta, en el manicomio donde nosotros le encerramos, no me hallaré un momento tranquilo.

—De ese asunto se ocupará Kammamuri. Bien conoces su valor y su astucia.

—En verdad, es un hombre insustituible —respondió Yáñez—. Demos primero esta batida, y después veremos lo que conviene hacer.

—¿Esperas tú descubrir a ese maldito brahman?

—Sí —contestó el portugués—. El corazón me anuncia que el asesino que maneja la baba venenosa del bis cobra caerá pronto en nuestras manos. El baniano lo ha visto, y nosotros lo sorprenderemos dentro de las cloacas.

—Procuraremos cogerlo vivo.

—Ciertamente —dijo Yáñez—. Le haremos después hablar.

—Kammamuri se encargará de desatarle la lengua. Para esto es famoso el maharato.

—Lo sé —dijo Yáñez, sonriendo—. Hacía hablar hasta a los tkugs.

—¡Y qué bien cantaban!

—Pero… ¿Dónde nos hallamos, baniano?

—A poca distancia de la cloaca. ¿Veis aquella vieja mezquita sin cúpula? Pues debajo de ella pasa, o mejor dicho, comienza la alcantarilla mayor.

—¿Se habrán escondido ya esos misteriosos sujetos?

—A esta hora, sí, alteza. Parece que no se atreven a andar por la ciudad después de ponerse el sol.

—¿Dónde se ocultarán de día?

—¿Quién lo sabe? Yo no he osado nunca seguirlos desde aquellos dos tiros de pistola.

—Y aunque eres muy viejo, aún tienes apego a la vida, ¿verdad?

—Pienso, alteza, que siempre hay tiempo para morir.

En esta plática, los dos hombres y su escolta llegaron ante la vieja mezquita, monumento grande y pesado, construido sin duda por los mogoles hacía más de trescientos años, y al cual los indostaneses, que no creen más que en sus dioses, habían dejado arruinarse.

El baniano rodeó la enorme mole, y mostró a Yáñez una gigantesca abertura, que exhalaba miasmas y olores insoportables.

—¡Por Júpiter! —dijo Yáñez—. Debíamos haber traído también algunas botellas de esencia de rosas. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—Nos perfumaremos más tarde.

—Encended las linternas —apuntó el baniano—. Que nadie, por ningún motivo, se me adelante, porque podría hallar una muerte horrenda.

—¡Hermosa perspectiva! —exclamó Yáñez.

Encendiéronse las lámparas, y en seguida los diez hombres penetraron en aquel inmenso albañal, donde debían desaguar todas las demás cloacas.

Por el centro corría un agua corrompida y fétida, deslizándose silenciosamente entre dos largos bancos de piedra, todavía bien conservados. Nadie habría podido decir adónde iba a parar.

—Lo que es si uno se cae en esa papilla formada por todas las basuras de la ciudad, no saldrá ciertamente vivo —dijo Yáñez.

—Lo creo —afirmó Tremal-Naik, que se mantenía arrimado prudentemente a la pared, donde se sostenía la gran bóveda del túnel.

—Lo que no sé es cómo se arreglarán esos conspiradores, llamémoslos así, para resistir esta atmósfera sofocante, impregnada de olores tan nauseabundos. ¿Será que no tienen narices?

—Eso lo veremos cuando los hayamos capturado.

—¡Eh, baniano!

—¿Qué mandáis, alteza?

—¿Hay que caminar mucho?

—Tenemos que llegar a los conductos de enlace —respondió el cazador de ratas.

—¿A otros canales?

—Sí, alteza; pero redondos y estrechísimos, con pendientes vertiginosas, que habremos de salvar arrastrándonos sobre el vientre y con la espalda en la pared, y que terminan en un vasto nicho prolongado bajo las bóvedas de la gran alcantarilla. Para llegar a este refugio nos veremos obligados a hacer una gimnasia terrible y siempre peligrosa, porque si cae una de las piedras salientes que sirven para el escalo, iremos rodando sin parar hasta el fondo del fango.

—Tenemos músculos de acero, mi buen cazador de ratas, y hemos nacido gimnastas. Mira más bien por ti mismo.

—¡Oh, no hay cuidado, alteza! —respondió el viejo—. Estoy muy práctico en estas cloacas, y mis brazos todavía son bastante elásticos.

—Te preguntaba hace poco si esos refugios están todavía muy lejos.

—A algunas millas, alteza.

—Si sé esto, traigo aquí a mi elefante favorito —dijo Yáñez—. Otra vez será. Habríamos podido avanzar tranquilamente por aquí.

En efecto, la margen de aquel hediondo río continuaba siendo siempre de seis o siete metros de ancha, y ofrecía lugar hasta para un paquidermo.

Además, la bóveda del canal era tan alta que no había miedo de que estos animales pudiesen chocar en ella con su robusto cráneo, y ni siquiera hubieran podido alcanzar a ella con su trompa.

—Los mogoles sabían construir mejor que los indostanos de hoy —dijo Yáñez, que se aburría de estar callado—. Jamás hubiera sospechado que por debajo de mi capital se extendiesen estas grandiosas construcciones. ¡Lástima que carezca de aire y luz!

En aquel momento, Kammamuri, que llevaba atraillados a los dos perros del Tibet, de los que era guardián, se detuvo bruscamente, levantando la linterna china.

También el baniano había hecho un movimiento, poniendo al punto su mano en una larga pistola de dos cañones.

—¿Qué sucede? —preguntó Yáñez, empuñando su enorme carabina, cargada de metralla, hasta la mitad del cañón, y poniéndose en guardia.

—Los perros, señor —respondió el maharato—, comienzan a dar señales de inquietud. Sin embargo, no se ve nada.

—Es que no tenemos ni la vista ni el olfato de estos animales.

—¿Estás bien seguro? —preguntó riendo el portugués—. Yo he olfateado, cuando no he visto, a mis enemigos, y desde muy lejos.

—¡Oh! Lo mismo nos sucedía a nosotros cuando habitábamos en la Selva Negra. ¿No es verdad, patrón? Con tantos enemigos que amenazaban día y noche nuestra vida dispuestos siempre a estrangularnos con un buen lazo o con un simple cordoncillo de seda diestramente lanzado, llegamos a adquirir una vista que desafiaba a los anteojos de marina, y un oído capaz de rivalizar con el de los tigres.

—Os creo —respondió Yáñez—. Pero observemos un poco.

Acercóse a los dos terribles perros, que reconocieron en él a su amo, y los observó atentamente proyectando sobre ellos la luz azulada de su lámpara, que en lugar de vidrios tenía papel aceitoso, y en él dibujadas ligeramente dos medias lunas.

Los perros parecían realmente inquietos, y fruncían el hocico y sacudían sus largas orejas, aunque sin emitir ningún sonido.

—¿Tú crees que estamos cerca de esos dificultosos refugios? —preguntó al cazador de ratas, que seguía empuñando su pistolón.

—No, alteza.

—Y, sin embargo, ya ves que los perros están inquietos.

—¿Creéis que esos hombres misteriosos no tendrán centinelas? Alguno de éstos habrá atravesado el canal, y los perros le habrán olfateado.

—¿Atravesando la corriente de fango? ¿Y de qué manera? ¿Con qué medios? Sería curioso saberlo.

—Con una simple escala de bambú tendida sobre ambas márgenes.

—Y nosotros, ¿cómo pasaremos? Retirarán todas las escalas para impedirnos avanzar.

—No os preocupéis por eso, alteza. Yo también tengo aquí mi nido o, mejor dicho, lo tenía antes que llegasen esos intrusos, ninguno de los cuales debe haberlo descubierto. En él encontraremos escalas de todas las medidas, de las cuales me servía para atravesar los canales y aproximarme a las ratas.

—Nido será ése que más bien deberías llamar tu cueva de tigre —dijo Yáñez.

—Como queráis, alteza.

—¿No te lo habrán saqueado?

—No; está muy bien escondido mi albergue y, además, la salida es muy difícil.

—¡Kammamuri, suelta los perros! —gritó en aquel momento Tremal-Naik.

Los dos animales, libres de las cadenas de acero, delgadas pero fortísimas, dieron dos saltos hacia delante, rugiendo como panteras, y emprendieron carrera desenfrenada a lo largo de la orilla del hediondo río. Detrás de ellos se lanzó a su vez el grupo de hombres preparando rápidamente sus carabinas.

El dique era siempre ancho, y todos podían correr por él cómodamente, favorecidos por lo bien nivelado de las piedras.

Apenas habían transcurrido dos minutos, cuando se oyó a los perros rugir ferozmente, y poco después resonaron dos disparos.

—¡Adelante! ¡Listos! —gritó el portugués—. ¡Esos bandidos asesinan a nuestros perros!

Los dos hombres precipitaron la carrera, manteniéndose siempre algo alejados del corrompido arroyo, que les inspiraba un espanto invencible, y al cabo se juntaron a los perros, que se habían detenido a unos trescientos metros de distancia.

Clavados sobre sus robustas garras, los poderosos animales continuaban rechinando sordamente los dientes, mientras agitaban sus grandes colas y mostraban viva irritación.

Miraban hacia el otro lado del canal, olfateando ruidosamente el aire y contrayendo los pliegues de sus mandíbulas hasta poner al descubierto sus dos filas de dientes, dignos de hallarse en la boca de un oso del Himalaya.

Tremal-Naik, exponiéndose a recibir un tiro de pistola, pues ya era evidente que aquellos misteriosos habitantes del subsuelo poseían armas de fuego, avanzó hacia la orilla, levantó la linterna y proyectó su luz lo más lejos que pudo.

—¡Ah, los bribones! —exclamó.

—¿Han derribado algún trozo de galería? —preguntó Yáñez, que se acercaba, empuñando su enorme carabina y dispuesto a lanzar un huracán de metralla.

—Han escapado por la otra orilla, sirviéndose de una escala de bambú que no han podido retirar del todo. ¿La veis?

—Sí —contestó Yáñez—. Han sido más listos que nuestros perros.

Una escala, de unos diez metros de largo y de una solidez realmente a toda prueba, hallábase apoyada por un extremo en la orilla opuesta, mientras el otro permanecía hundido en el fétido río.

—¿Qué dices tú a esto, baniano? —preguntó Yáñez.

—Que aquí detrás de nosotros se encuentra mi albergue, donde hallaremos escalas para atravesar el río —respondió el cazador—. Ahora esos bandidos se han refugiado en la orilla opuesta, retirando la escala.

—¿Se habrán escapado o estarán espiándonos? Merced a nuestras lámparas, ofrecemos nosotros magníficos blancos, mientras que ellos están protegidos por la oscuridad. ¡Lástima que no poseamos los ojos de los gatos o de los tigres!

—¿Tú ves algo, baniano?

—La luz de las linternas me ha quitado la vista. Bastaría-me un cuarto de hora de oscuridad para recobrarla de nuevo.

—¿Disparo? Hemos sido ya descubiertos, y es inútil tomar precauciones. La sorpresa ha fracasado.

—Por culpa de las linternas, alteza.

—¡Bien lo sé, por Júpiter! Pero nosotros no somos cazadores de ratas y sin un poco de luz no habríamos acertado a dar un paso aquí dentro.

—Y a estas horas estaríamos probablemente dentro de este fragante río, pescando, quizá, sabe Dios qué peces o crustáceos —dijo Tremal-Naik.

—¡Puf! —exclamó el portugués.

Después, levantando su enorme carabina, dijo:

—Voy a disparar y a barrer con un turbión de metralla la orilla opuesta. Así verán esos misteriosos sujetos que poseemos armas formidables. Poneos todos en posición de hacer fuego, y si esos canallas tiran, responded en seguida sin un momento de vacilación si queréis cogerlos. Apuntad hacia el extremo de la escala que se apoya en la orilla y oprimid el gatillo.

Más que un disparo de carabina, pareció aquél un verdadero cañonazo. La detonación, centuplicada por los ecos de todas las cloacas, se extendía retumbando continuamente.

Cuando parecía haberse apagado, algún eco lejano respondía todavía, aunque muy débilmente.

—Esto ha sido un verdadero cañonazo —dijo Tremal-Naik—. Si vuelves a hacer ladrar a esa enorme bestia, se nos van a caer encima las bóvedas de la cloaca, que deben ser algo viejas.

—Callad, señores —dijo el baniano.

Ningún grito había resonado en la orilla opuesta, señal evidente de que los bandidos se habían puesto por el momento a salvo, por lo menos, arrojándose simplemente a tierra.

Pero apenas hubo cesado todo aquel estruendo, el oído agudísimo del cazador de ratas percibió una serie de silbidos estridentes, que sin duda debían ser señales.

—Tocan a retirada —dijo Kammamuri, que había vuelto a cargar la carabina del portugués, y también había oído.

—Ahora deben de estar lejos —añadió el cazador de ratas—. No han aceptado la lucha a cara descubierta, y procurarán tendernos alguna celada.

—La descubrirán al punto nuestros perros —dijo Yáñez, volviendo a empuñar su arma—. Ve a buscar una escala bastante larga para atravesar el canal.

—En seguida, alteza.

—¿Necesitas que te ayuden?

—El bambú pesa poco y, además, mi cueva está situada en un lugar adonde es muy difícil que llegue quien no esté práctico en estas cloacas.

—Yo te escoltaré hasta la entrada con un perro —dijo Kammamuri—. Nunca se sabe lo que puede suceder con la oscuridad que nos rodea, y que en vano intentan las lámparas romper.

Yáñez, Tremal-Naik y su escolta se sentaron en tierra, poniendo sobre sus rodillas las carabinas. Pero antes tuvieron la precaución de llevar las linternas unos veinte pasos más lejos, a fin de que sólo ellas pudiesen servir de blanco, en el caso de que los habitantes del subsuelo se decidiesen a usar sus armas de fuego.

Mil extraños rumores henchían la gigantesca alcantarilla. Allá, a lo lejos, por otros canales, debían verterse con grande furia en el soñoliento río de inmundicias las aguas que bajaban de la ciudad. Era una extraña música que repercutía bruscamente en la inmensa concavidad del canal, cuyas bóvedas debían ser extremadamente sonoras. Aquellas aguas tan pronto parecían rugir como reír a carcajadas, o aullar como una manada de hambrientos lobos.

Sin embargo, el río no se agitaba. Se deslizaba siempre, poco a poco, con un ruido monótono, empujando fatigosamente hacia delante todas las inmundicias de la ciudad, y exhalando sin cesar miasmas pestilentes y casi sofocantes.

—Buenas fiebres vamos a coger, si nos detenemos mucho aquí abajo —dijo Yáñez—. Esta expedición es quizá más peligrosa que la que emprendimos contra los thugs del Raimangal. Allí al menos las aguas eran limpias y procedían del mar. ¿Te acuerdas, Tremal-Naik?

—Como si fuese ayer —respondió el indostanés.

—Pero aquí espero que no nos aneguemos.

—Eso pregúntaselo al cazador de ratas.

—¡Eh, buen hombre! —dijo Tremal-Naik—. ¿Hay inundaciones en estas cloacas?

—Nunca, señor —respondió el baniano—. Antes al contrario, el nivel de las aguas es tan bajo en esta estación, que ni siquiera cubren los canales pequeños ni los recintos circulares, que siempre están secos.

En aquel momento volvía el baniano llevando, con ayuda de Kammamuri, una larga escala de bambú muy fuerte y ligerísima.

—¿Teméis alguna inundación repentina? —preguntó—. No ha estallado ninguna tormenta. De ser así, los truenos retumbarían aquí como cañonazos. La noche está serena, y por ahora no debemos temer ningún aguacero inesperado.

Ayudado siempre por el maharato, tomó la escala, que medía unos doce metros, y la colocó sobre la fangosa corriente, apoyándose en ambas márgenes.

Los primeros que pasaron, saltando y gruñendo, fueron los perros del Tibet.

No tardaron en seguirlos los diez hombres, segurísimos de la solidez de la escala, y en menos de medio minuto se hallaron todos reunidos en la otra orilla del canal.

—Despacio —dijo Yáñez—. Ahora es cuando empiezan las sorpresas. Cierto que tenemos unos perros capaces de hacer trizas a un hombre como si fuese un lechoncillo, pero, con todo eso, estemos en guardia.

—Nunca está de más la prudencia —confirmó el baniano—. Aquí se puede matar a traición a una persona y hacerla caer en esas aguas pútridas.

—¿Conoces los últimos refugios?

—Sí, alteza.

—Vamos, pues, a descubrir a esos bandidos. Al que yo quiero encontrar es a ese brahman, fingido o verdadero.

—Lo encontraremos, señor. Los refugios no tienen salida alguna. O esos misteriosos sujetos nos presentarán batalla o se rendirán ante vuestras carabinas cargadas de plomo.

—Si sólo tienen pistolas, aunque sean de cañón largo, bien poco podrán hacer contra nosotros —respondió Yáñez—. ¡Pobrecillos!

—Guardémonos de las sorpresas, Yáñez —dijo Tremal-Naik.

—Ya te he dicho que con los perros no son posibles; y, además, aquí no estamos en los canales misteriosos de Raimangal. Allí bastaba agujerear una bóveda para que se precipitase un río en las galerías. Estábamos a veinte metros debajo del mar, y las mareas, que subían con gran furia del Océano Indico, las hacían peligrosísimas.

—Seamos prudentes —respondió Tremal-Naik—. Por eso no pareceremos cobardes. Mostrémonos siempre, sobre todo tú, un poco tigres de Mompracem.

Nadie se había presentado a disputarles el paso. Los misteriosos individuos, juzgándose acaso perseguidos, debían de haberse refugiado en las últimas cuevas, que sólo el cazador de ratas podía descubrir.

—No son muy valientes estos sujetos —dijo el portugués, llevando siempre empuñada su descomunal carabina—. ¡Cuerpo de Júpiter! A ver si logramos prender a ese brahman; suponiendo que sea brahman, sobre lo cual tengo siempre mis dudas.

—Os aseguro, alteza, que le prenderemos —respondió el cazador de ratas—. Nadie más que nosotros podría penetrar en su escondite. Conozco todos los parajes de las cloacas, tanto los secos como los húmedos, donde nadie podría, en estos últimos tiempos, habitar más de una noche. Y menos mal que yo he destruido millares y millares de ratas dispuestas siempre a devorar la nariz o las orejas de los que aquí durmiesen.

Un túnel estrechísimo habíase presentado ante el grupo de los expedicionarios, precedidos siempre por los perros.

—¿Adonde vamos a parar, baniano? —preguntó Yáñez.

—Vamos a sorprender en sus últimos escondites a los misteriosos incógnitos —respondió el cazador de ratas, con su voz tranquila de costumbre.

—¿No nos escarmentarán?

—¿Llevando vos vuestra carabina y vuestros sikaris? Yo creo que no opondrán resistencia alguna.

—¿Qué piensas tú, Tremal-Naik, de la confianza de este hombre?

—Pienso que debe de saberlo mejor que nosotros —respondió el indostano.

—Vamos, pues, adelante, sin miedo —dijo Yáñez—. Una sola cosa me desagrada.

—¿Cuál?

—El no poder fumar un cigarrillo. Llevo las manos ocupadas por la carabina, como si estuviesen sujetas por la cadena de un polizonte. Pero ya me tomaré después un buen desquite.

—Así ganará un poco tu salud —dijo Tremal-Naik sonriendo.

—En efecto, estoy flaco como un faquir que pese la friolera de ochenta y cinco kilos; y todo por culpa de los cigarrillos.

—¡Anda, burlón!

Habíanse detenido ante la entrada del túnel observando entretanto el aspecto de los perros. Los bravos animales no dejaban de mostrarse inquietos, y hacían rechinar sus formidables dientes, como si de un momento a otro fuese a aparecer algún enemigo.

—No están tranquilos —dijo Kammamuri, que refrenaba con la cadena sus poderosos empujes—. Debemos de estar sobre buena pista.

—No hay otro camino que éste para llegar a esos escondites —afirmó el baniano—. Os aseguro que por aquí han pasado los fugitivos.

Antes de emprender nuevamente la marcha, pusiéronse a escuchar; pero no oyeron más que un lejano bullir de agua, que corría quizá por alguno de aquellos fétidos canales.

—Calma completa —dijo Yáñez—. Cuando el enemigo duerme, se le busca para sorprenderle.

—¡Hum! —exclamó Tremal-Naik—. Me parece que debe de tener bien abiertos los ojos para interrogar, con más o menos angustia, a las tinieblas.

—También lo creo yo así. ¡Adelante!

Kammamuri recogió con la mano izquierda las cadenas de los dos molosos, y empuñó con la diestra una larga pistola de dos cañones, dejando a los demás al cuidado de alumbrar bien el camino.

Hombre avezado a todo linaje de aventuras y a las más fuertes emociones, aguerrido en la lucha de exterminio contra los thugs o estranguladores de la Selva Negra, no era capaz de quedarse detrás tan fácilmente.

5. El falso brahman

No habían recorrido cincuenta o sesenta metros, cuando vieron venir hacia ellos a los dos molosos.

Proyectaron sobre éstos la luz de las linternas, y con gran estupor de todos vieron que aquellos perros, tan poderosos y tan feroces, aparecían presa de un verdadero espanto.

Al mismo tiempo, un olor ingratísimo hirió el olfato de los diez hombres, obligándoles a alejarse un poco de los bravos animales, que se habían acurrucado en el suelo con el pelo erizado y agitando rabiosamente la cola.

—¡Eh, baniano! —dijo Yáñez—. Parece que han perfumado a nuestros perros, y con un perfume que no me atrevería a llevar a la princesa.

—¡Ah, bribones! —exclamó el cazador de ratas—. Han arrojado sobre estas bestias unos cuantos cubos de almizcle. Bien sabéis, alteza, que todos los perros sienten grandísimo terror hacia las serpientes boas y cocodrilos.

“—¡Vaya si lo sé, por Júpiter! —exclamó Yáñez, que comenzaba a perder su flema acostumbrada—. Ahora comprendo por qué han huido nuestros perros. Creyeron hallarse frente a esos gigantescos reptiles, que tan terribles son para devorar a los fieles amigos del hombre, cuando sólo tenían delante una turba de canallas.

—Los canallas no son mancos, amigo —dijo Tremal-Naik—. Han sido más astutos que nosotros.

—¿Pero cómo poseen almizcle esos vagabundos? ¿Adonde van a buscarlo?

—¿Sabes tú qué oficio tendrá esa gente? ¿Y si se dedican a la caza del cocodrilo? Todo es posible.

—¿Y tú qué dices, baniano?

—Que los perros no entrarán, ciertamente, en los últimos refugios por miedo a ser presa de los reptiles, pero que dentro de poco entraremos nosotros.

—¿Has notado aquí alguna vez olor a almizcle?

—No, alteza.

—¿Serán estos hombres cazadores de cocodrilos?

—Es posible, señor. Algún oficio tendrán para ganarse por lo menos la vida, pues en estas cloacas no nacen los plátanos.

—¿Insistes en asegurarme que no podrán escapar?

—Os lo aseguro, alteza. Ahora andarán por las rotondas construidas bajo la inmensa bóveda del canal para dar mejor salida al agua durante los grandes huracanes. Están encerrados allí, como en otras tantas trampas de paredes y bóvedas de piedra. No podrán abrirse salida alguna, ni aun con una bomba.

—¡Que el diablo te lleve! —dijo Yáñez—. Ninguno de nosotros pensaba en las bombas, y ahora nos has traído a la memoria ese nuevo espantajo. ¡Buena la hacíamos si alguna de esas máquinas infernales cayese sobre nuestras cabezas!

—No creo que las posean, alteza. A mi parecer, no son más que unos infelices conspiradores mal armados.

—¿Se mueven los perros, Kammamuri?

—No, señor Yáñez.

—¿Estarán realmente asustados?

—Es increíble.

—¿Has visto si tienen heridas de arma blanca o de fuego?

—No tienen herida alguna, señor.

—Pues, entonces, vamos nosotros adelante, o acabaremos con tanto charlar por volvernos papagayos.

Cogieron las linternas y se pusieron de nuevo en marcha, sin apresurarse demasiado, temiendo que los sorprendiese una repentina descarga de pistoletazos.

Los perros se habían quedado acurrucados con las orejas y la cola agachadas, como si estuviesen poseídos de un grande abatimiento. A todas las palabras que les dirigió el maharato permanecieron completamente sordos, como si ya no reconociesen su voz.

Durante otros veinte o treinta minutos continuó el grupo avanzando, recorriendo siempre aquella galería que parecía interminable. Después, comenzaron a detenerse. A un lado y a otro abríanse en las paredes grandes agujeros, que parecían ser la entrada de seguros escondites.

—Hemos llegado al campo de batalla —dijo Yáñez—. Quizá estén observándonos esos bribones.

—Registremos primero todas estas cuevas, donde puede haber gente escondida —dijo Tremal-Naik.

—Miradlo, sikaris; y si os hacen fuego, responded en seguida.

Los seis cazadores, precedidos siempre por el baniano, se abalanzaron a aquellas aberturas, unos por la derecha y otros por la izquierda, arrastrándose sobre el vientre.

Habían dejado las carabinas, que los embarazaban demasiado, y empuñaban las pistolas. Su ausencia fue brevísima.

Yáñez y sus compañeros los vieron salir uno a uno, muy cariacontecidos y lanzando maldiciones. Aquellos valientes estaban ansiosos de luchar.

—¿Nada? —preguntó el portugués, que comenzaba a perder su flema extraordinaria.

—Yo he encontrado ratas desolladas y media cola de cocodrilo-dijo un sikari.

—Yo —dijo otro—, sólo he hallado alfombras viejas y pucheros de hierro colocados sobre las piedras y dispuestos a cocer, pues no les faltaba leña.

—¡Se han escapado! —dijo Yáñez, haciendo un gesto de cólera.

—Nada de eso, alteza —respondió el baniano—. Conozco esos escondrijos y sé que no tienen salida. Pero os puedo asegurar que el enemigo no está lejos.

—Vamos, pues, a él.

—Estoy listo, señor.

—Y nosotros también —afirmaron los sikaris, volviendo a empuñar sus carabinas.

—¡Y que no nos hayan seguido los gandules de los perros! —exclamó Kammamuri, golpeando las paredes con las cadenillas de acero—. No parece sino que los han embrujado.

—Silencio, sahib. —dijo el baniano—. Los desconocidos vuelven a silbar, y se les oye muy cerca.

—Allí, enfrente de nosotros, a treinta pasos de distancia, hay una cavidad de abertura tan ancha, que se la puede asaltar en regla.

—¿Cuántas personas puede contener esa caverna? —preguntó Yáñez.

—Casi cincuenta.

—¡Por Júpiter! Ya son bastantes. Pero ahora veremos.

Escupió el cigarrillo apagado, empuñó su carabina y avanzó intrépidamente, diciendo a grandes voces:

—¡Daos presos! Rendíos a mí, que soy el marajá de Assam, o de lo contrario os haré despedazar por mis perros.

Un gran estallido de carcajadas fue la respuesta.

—¡Miserables! —gritó el portugués, que comenzaba a amoscarse—. Tenemos otros perros y, además, tenemos éste…

Una fragorosa detonación sacudió la galería, haciéndola temblar como si la hubiese bamboleado un terremoto. Yáñez había ametrallado a los indostaneses que se atrevían a reírse de él.

En seguida dispararon Tremal-Naik y Kammamuri. Los sikaris habían permanecido en guardia, prontos a secundarlos.

Hacia el extremo de la galería se oyeron gritos sofocados, y después algunos disparos de pistola, que hicieron más ruido que daño.

—¿Oís, bandidos? —gritó Yáñez, volviendo a empuñar la carabina que Kammamuri le había otra vez cargado—. Os he dicho quién soy. ¿Quiénes sois vosotros que invadís el subsuelo de mi capital sin mi permiso? No os olvidéis que la rhani conserva todavía en su cargo al verdugo. Deponed las armas y rendíos. Quiero veros la cara.

Siguió un breve silencio. Después, una voz muy próxima respondió:

—Nosotros no somos más que unos pobres parias, que no tienen techo, ni patria, ni sustento.

—Entregad las armas y os daré de comer hasta que reventéis. Y daos prisa, porque se ha acabado mi paciencia y mis soldados están dispuestos a acuchillaros en vuestra guarida.

—Y una vez entregadas las armas, ¿no nos mataréis? —preguntó el paria.

—Te doy mi palabra de príncipe de que no se os hará el menor daño, exceptuando a uno que debe de hallarse en vuestra compañía.

—Decidme cómo se llama ese hombre.

Yáñez soltó una maldición.

—¡Miserable! —exclamó—. Estás perdido, tienes ante ti cincuenta carabinas y una docena de molosos, y todavía osas tratar conmigo de igual a igual. El nombre de ese sujeto lo sabrás cuando yo haya puesto las manos sobre él.

—Esperad que pregunte a mis compañeros, príncipe.

—Sólo te concedo cinco minutos. Después os atacaremos y hablará la metralla. Es inútil que tratéis de huir. Conocemos perfectamente todos los canales y escondrijos de las cloacas, y no adelantaréis nada.

—Ese hombre que buscáis, ¿es un paria? —preguntó el desconocido, que se guardaba muy bien de acercarse a las linternas colocadas en el suelo en forma de semicírculo.

—Te lo diré después, señor curioso —respondió Yáñez—. Entretanto, te advierto que han transcurrido ya veinte segundos, y que cinco minutos pasan muy pronto Conque aprisa.

Dentro del escondrijo se oyeron rápidos diálogos. No levantaban ciertamente la voz, pero las bóvedas eran siempre muy sonoras y devolvían los más leves rumores.

—¿Tú crees que se rendirán? —preguntó el portugués al cazador de ratas, que estaba a su vera, apoyado en la carabina.

—Sí, alteza; porque no tienen ningún canal o galería por donde escapar.

—¿Y serán muchos?

—De fijo, muchos más que nosotros. Pero los parias no han tenido jamás un adarme de valor.

—Sin embargo, estemos alerta —dijo Tremal-Naik.

—Los haremos desfilar uno a uno ante nosotros, y si entre ellos encuentro, como espero, al envenenador de tus ministros, lo agarraré por el cuello y no habrá miedo de que escape.

—¿Sabrías reconocer a ese misterioso brahman?

—Sin vacilación alguna.

—Y yo también —dijo Yáñez—. Ese bandido no se escapará.

Como aún debía esperar cuatro minutos, encendió un cigarro, y habiendo hallado una gran piedra, caída probablemente de la bóveda, se sentó sobre ella, aunque dando señales de impaciencia.

Los sikaris, Tremal-Naik y Kammamuri conservaban, como verdaderos indostanos, una tranquilidad absoluta. No tenían prisa alguna, y mucho menos el cazador de ratas, habituado a esperar a estos animales de las cloacas durante largas horas y sumido en oscuridad profundísima.

Yáñez había sacado desde un principio su cronómetro de oro, y observaba las manecillas, contando los segundos y minutos.

Maldecía el bravo portugués y arrojaba humo de su cigarro, como si fuese una locomotora, llegando casi a oscurecer la luz de las linternas.

A punto estaban de cumplirse los cinco minutos, cuando la voz del desconocido volvió a interrumpir el silencio de la galería.

—Mis hombres han decidido.

—¡Gracias a Dios! —exclamó el portugués, arrojando precipitadamente el cigarro y empuñando su inseparable carabina—. ¿Y qué han resuelto?

—Rendirse al marajá, si les promete no fusilarlos, ni arrojarlos a las aguas de las cloacas.

—¿Cuántos sois entre todos?

—Treinta y cinco.

—¿Todos parias?

—Sí, príncipe.

—Os prometo respetaros la vida. Pero desfilaréis uno a uno por delante de nosotros, y en medio de la luz de las linternas. No penséis en huir por medio de nosotros, porque somos muchos y tenemos armas suficientes para exterminaros a todos. Ahora quiero saber qué oficio tenéis.

—Me parece haberos dicho que somos unos pobres cazadores de cocodrilos. Vamos a pescarlos a la laguna de Monor, que está siempre llena de ellos.

—Está bien. Ahora id pasando uno a uno, llevando las armas en alto.

Y volviéndose rápidamente hacia Tremal-Naik y Kammamuri, les dijo:

—Contadlos cuidadosamente. Deben ser treinta y cinco, pero creo que serán más bien treinta y seis. Que se pongan tres soldados a la derecha y otros tres a la izquierda, levantando las linternas y con las carabinas preparadas. Por ahora, dejad en paz las carabinas.

—Y observemos atentamente a estos sinvergüenzas —dijo el maharato.

En aquel momento se oyó una voz que gritaba:

—No hagáis fuego. Soy el primero.

No tardó en divisarse una sombra, que tomó bien pronto consistencia, y se manifestó del todo a la luz de las diez linternas.

Era un joven indostano, muy raquítico y flaco, que tenía las caderas cubiertas por un andrajo de color indefinible, y que hedía horrorosamente a almizcle.

Llevaba bien levantado el brazo derecho, y en la mano un cuchillejo de hoja cuadrada, arma muy usada por los cazadores de cocodrilos y gaviales., el cual dejó caer con gran estruendo a los pies de Yáñez, haciendo rebotar dos o tres ve ces la hoja, que debía de ser de purísimo acero.

—Pasa —le dijo el portugués, después de haberlo examinado atentamente—, y no te detengas en las cloacas, si estimas tu vida.

El paria se inclinó casi hasta el suelo y se alejó arrastrando los pies.

Siguióle al momento otro, y en seguida una larga procesión de ellos, unos armados de viejas pistolas, que descargaban al aire antes de entregarlas, y otros de armas blancas, de todas formas y dimensiones.

Eran casi todos jóvenes, sin patria ni techo, y asaz flacos, a pesar de darse grandes hartazgos, como sus vecinos los birmanos y arracaneses, con las colas de los reptiles de las lagunas.

—Yo soy el último —dijo por fin un hombre que parecía ser el jefe de aquella pequeña tribu, y que ostentaba una gran barba—. Detrás de mí ya no queda ninguno.

Yáñez se apresuró a detenerle.

—¿Dices la verdad? —le preguntó, apuntándole con su pistola.

—Sí, príncipe; lo juro por todos los gigantes de mi patria.

—Deja ahora en paz a esos gigantes, que probablemente sólo han existido en vuestra fantasía, y dime cuántos erais.

—Ya os he dicho el número.

—Entonces, alguno de vosotros ha quedado en el escondrijo.

—Es imposible, príncipe. Yo he sido el último en salir.

Y, sin embargo, no han pasado más que treinta y cuatro personas, y debían de ser treinta y cinco.

—Quizá hayáis contado mal, príncipe —dijo el paria, con voz completamente tranquila.

—Sólo han salido treinta y cuatro —dijo Tremal-Naik, interviniendo—. Yo los he contado cuidadosamente, y lo mismo dicen los sikaris.

—Nada sé. Debéis estar todos confundidos.

—Kammamuri —dijo Yáñez—, sujeta a este hombre, mientras Tremal-Naik y yo vamos a registrar la cueva. Estos perros tratan de engañarnos, pero nosotros no somos tontos. Mantén reunidos a los cazadores, y si hay allí algún peligro, no economicéis el plomo. Guíame, baniano.

—Estoy a vuestras órdenes, alteza —respondió el cazador de ratas—. Veréis cómo descubrimos al paria que ha quedado escondido en algún rincón.

—Cuando no se ha atrevido a salir, debe de tener la conciencia muy sucia —dijo Tremal-Naik.

—Una conciencia cargada de veneno —afirmó Yáñez—. Pero no se escapará por esta vez el bandido.

Esperaron a que Kammamuri atase al paria, que por su parte no opuso la menor resistencia, y en seguida avanzaron decididos, llevando bien levantadas las linternas y desconfiando de aquella oscuridad, muy propicia a las celadas.

Apenas habían caminado durante un minuto, cuando los tres hombres se hallaron ante una vasta abertura semicircular, tan alta que podía dar paso a un elefante.

—¿Es éste el último escondrijo de la alcantarilla que hemos recorrido? —preguntó Yáñez.

—Sí, alteza.

—Pues vamos a ver si se ha olvidado alguien de salir.

Pasó bajo la arcada, y se encontró dentro de una especie de sala circular, cuyas paredes tenían numerosos agujeros, y cuyo piso estaba cubierto de abundante arena.

Allí dentro habrían podido refugiarse cómodamente más de cincuenta personas, y estar muy a su gusto, pues no se advertía humedad alguna.

—¡Hermosa bodega, que ni yo mismo poseo! —dijo Yáñez—. Entre esta arena finísima se conservaría admirablemente la cerveza durante muchos meses, sin echarse a perder por el calor.

—Y estaría atrozmente perfumada, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Aquí huele todo a caimán.

—Ahora estoy ya casi habituado a ese desagradable olor. ¡Hola! Allí veo un montón de alfombras viejas, donde podría esconderse algún pillo.

—Y también dos, amigo. La verdad es que los parias no se contentan con la arena por colchón.

El baniano, después de haber lanzado alrededor de sí una rápida ojeada, y de haberse puesto a escuchar, abandonó la linterna y comenzó a arrojar a un lado todas aquellas alfombras impregnadas de almizcle, mugrientas y llenas de agujeros.

No debían de proceder ciertamente de las célebres fábricas de Penjab o Cachemira.

—Busca, busca sin miedo —decía Yáñez—. Tenemos la pistola en la mano, y aquí se ve bastante bien.

El cazador de ratas continuaba apartando esteras mezcladas con andrajos, sudando y resollando, y saltando frecuentemente hacia atrás como si temiese que le atacase de pronto alguna gigantesca serpiente pitón, o alguna venenosísima cobra.

Había ya casi desembarazado el suelo, cuando bajo las tres o cuatro últimas alfombras se descubrió un bulto sospechoso.

—Alteza —dijo, saltando de través para no llevarse algún pistoletazo—. El hombre que faltaba está ahí debajo; le oigo respirar.

—Déjame a mí, Yáñez —dijo Tremal-Naik, separando rápidamente al portugués—; yo no tengo mujer.

—Pero tienes a tu hija Damna.

—Está muy lejos.

El valeroso indostano hizo volar al punto por los aires las tres últimas alfombras, y puso al descubierto a un hombre que se hallaba encogido, y que vestía, ¡gravísima coincidencia!, la larga túnica amarilla de los brahmanes.

Yáñez observó cuidadosamente si aparecía entre ella alguna pistola; después, viendo que el desconocido continuaba inmóvil, le dijo:

—¿Esperas que venga Visnú a echarte una mano?

El hombre no se movió, antes se mantuvo más encogido que nunca.

—¿Te has vuelto sordo? No será porque haya caído aquí dentro ningún rayo —continuó Yáñez, con su voz burlona de costumbre.

—Te engañas, amigo —dijo Tremal-Naik—. Lo que ése espera para levantarse es un buen puntapié.

—Pues voy a dárselo, y ¡pardiez!, que no será flojo. No querría yo recibirlo.

A punto estaba de alargar la pierna, cuando el brahman saltó en pie con la agilidad de un tigre, hincando sobre los tres hombres sus miradas fosforescentes, A juzgar por su aspecto, no debía de tener más de treinta años. Sus facciones eran marcadamente angulosas, y su estrecha frente, como la de todos los parias de la India, la raza maldita sin culpa ni pecado por todas las divinidades indostánicas.

Yáñez lanzó súbitamente un grito.

—¡Te reconozco, querido! ¡Ah, tú querías que te cediese unas minas no sé si de rubíes o de esmeraldas, y entretanto envenenabas a mis ministros! ¿Verdad?

El brahman o, mejor dicho, el falso brahman, puesto que todos los sacerdotes indostánicos presentan las facciones puras de las altas castas, apretó los dientes y los labios, sin emitir sonido alguno.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez—. Ahora debe de ser Sivah quien te ha paralizado de repente la lengua. Pero nosotros estamos en muy buenas relaciones con todos los dioses del Indostán, y te la haremos desatar muy pronto.

El paria arrugó la frente; de sus ojos negrísimos saltaron como flechas dos relámpagos de odio, pero continuó silencioso.

—Aquí hace falta Kammamuri —dijo Tremal-Naik—. Se pinta solo para hacer hablar a los prisioneros.

—Llamémosle, pues iba a aproximarse al paria, que aparentaba una calma absoluta, cuando se sintió retirar violentamente hacia atrás, mientras Tremal-Naik gritaba: —¡Cuidado! ¡Una serpiente diminuta!

La túnica del falso brahman se había abierto de improviso, y una pequeña serpiente, que hasta entonces debía de haber tenido escondida en el pecho, no más larga de veinte centímetros, delgada como un mimbre, y con la piel negra jaspeada de manchas amarillas muy brillantes, se había lanzado sobre el portugués, emitiendo un agudo silbido.

Pero Tremal-Naik, el viejo cazador de serpientes de la Selva Negra, se había interpuesto en su embestida.

Resonó un disparo, y el terrible y pequeño reptil, que en noventa segundos hace morir hasta a los toros, cayó al suelo hecho un guiñapo.

Sólo la pólvora, al inflamarse sobre él, lo había matado. Sin embargo, el baniano, para mayor seguridad, se apresuró a romperle la espina dorsal con un fuerte taconazo.

—¡Ah, bandido! —gritó el portugués, que se había puesto muy pálido—. ¿También llevas encima serpientes? ¿Eres algún encantador?

El paria se limitó a levantar los hombros.

—¡Canalla! —continuó el portugués, apuntándole con la pistola—. Merecías que te rompiese el cráneo; y ya no estarías vivo si no esperase arrancarte noticias que me interesan. ¡Quítate la túnica y queda desnudo!

—No tengo serpiente encima —dijo el paria—. No sé cómo se hallaba escondida ésa y no me mordió.

—¡Fuera, fuera esas ropas, perro! ¡Basta de traiciones!

El paria, viendo a los tres hombres avanzar amenazadores, empuñando las pistolas, tuvo una breve vacilación, pero en seguida abrió con ira su larga túnica, haciendo saltar no pocos botones, y se mostró desnudo.

—¿Cómo tenías esa serpiente? —preguntó Yáñez, haciéndale señas para que se vistiese de nuevo—. ¿Eres un sapwallah.?

—No; soy un brahman —respondió el prisionero.

—¿Que ha recibido el encargo de envenenar a mis ministros, y quizá también a mí? ¿Por cuenta de qué secta secreta obras?

—Yo no he recibido ningún encargo de nadie, alteza.

—¿Has querido acaso vengarte porque no te he concedido las minas de piedras preciosas?

—No sé lo que queréis decir, alteza. Un brahman no posee minas.

—Tan brahman eres tú como yo —dijo Tremal-Naik—. Llevas en tu rostro las señales indelebles de los parias.

—Os engañáis todos —contestó el prisionero—. Me habéis confundido con algún otro.

—¿Cómo, bandido? ¿Negarás que te has presentado ante mí en mi palacio hace dos días? —preguntó Yáñez.

—Yo no he osado nunca traspasar los umbrales del palacio real.

—Te hemos reconocido perfectamente, avechucho, y ahí hay otra persona que te reconocerá dentro de poco. ¿Has terminado con tus botones?

—Sí, alteza.

El baniano y Tremal-Naik lo agarraron de improviso fuertemente por las muñecas y lo arrastraron hacia la galería.

—¿Qué queréis hacer conmigo? —gritaba el paria, intentando resistirse—. Advertir que soy un brahman, y que por tanto nadie, ni siquiera un rey, puede tocarme.

—Yo no soy indostano, y me importa muy poco de todas las espantosas penas que vuestros dioses han inventado en vuestro exclusivo beneficio. Bien está; pasaré después de muerto al cuerpo de un escarabajo, para convertirme después en algún bicho asqueroso, como una pulga o un piojo. ¡Ah, querido! Me río yo de Brahma, de Sivah, de Visnú, de Parvati, la negra diosa de la muerte, y aun de la sanguinaria Kali.. Yo no adoro más que a un solo Dios, que no tiene nada que ver con los vuestros.

—Navegaréis durante diez mil años por un mar de leche antes de convertiros en mono u otra cosa peor. Nosotros, los brahmanes, podemos condenar y absolver.

—Condena como quieras y echa los siglos que se te antojen —dijo Yáñez, al ver que intentaba hacer resistencia—. Nosotros seremos, bandido, los que te condenaremos a ti.

—Nadie se atreverá; soy un brahman.

—Lo que eres tú es un bandido que debes de formar parte de alguna banda de bribones o conspiradores organizados por ese insensato de Shindia.

Al oír aquel nombre, el paria se detuvo bruscamente, volviéndose hacia el portugués, que trataba de empujarlo.

—¿Quién es ese Shindia? —dijo.

—¡Pedazo de asno! —contestó Tremal-Naik—. Shindia fue el marajá que reinó antes en el Estado de Assam. Lo saben hasta los troncos, y tú, hombre instruido, ¿finges ignorarlo? ¿No aprenden los brahmanes la historia de su patria?

—Tienen mucho que rezar —respondió secamente el prisionero—. Nosotros sólo tenemos que ver con los dioses, y no con los reyes, que nada pueden sobre nosotros.

—Espera un poco, y verás si puedo yo algo —dijo Yáñez—. Marcha aprisa, o te rompo las costillas con la culata de la carabina; y que vengan después todos tus dioses a curarte.

Comenzaban a divisarse las linternas de los sikaris y de Kammamuri, que no había abandonado su puesto, por temor a que los parias volviesen sobre sus pasos e intentasen un ataque.

El brahman, viéndose ya perdido, y confiando muy poco en las tres grandes divinidades de la India, se había puesto a caminar desembarazadamente, con la esperanza quizá de reunirse a sus compañeros.

Yáñez, con no pequeño estupor, halló a los dos molosos echados a los pies de Kammamuri y bastante tranquilos.

—Ya podemos contar otra vez con ellos —dijo el maharato—. Han perdido el temor a los cocodrilos.

—Deja a los perros, y examina atentamente a este hombre —le dijo el portugués, empujándole hacia el prisionero—. Mírale bien.

—¡Por la trinidad indostánica! —exclamó el maharato, que había levantado su linterna—. ¿Me preguntáis si le reconozco, señor Yáñez?

—Ni más ni menos; Tremal-Naik y yo no hemos tenido duda alguna al reconocerlo.

—Este, señor, es el brahman, fingido o verdadero, que se introdujo en el palacio real. Lo recuerdo perfectísimamente. ¡Oh!… No es fácil olvidar esos ojos.

—Ojos de encantador de serpientes; ¿no es verdad, Kammamuri?

—Sí, de sapwallah. Hasta me sorprende no verle encima el tomrill..

—Este bribón no lo necesita, te lo aseguro. Maneja a esos terribles reptiles con una facilidad extraordinaria, y nosotros hemos visto la prueba; ¿no es cierto, Tremal-Naik?

—Si llegamos a tener un momento de vacilación, puede ser que a estas horas la hermosa Surama hubiese perdido a su esposo —respondió el indostanés.

—¿Y todavía vive este infame?

—Sí; no tenemos prisa por hacerle emprender el último viaje —respondió Yáñez—. Tú ya sabes por qué.

—Lo he comprendido, señor.

—Te advierto que a este sinvergüenza le gusta poco hablar.

—Ya me ocuparé yo de eso. ¿Por ventura no soy un maharato, y no hay, acaso, arghilahs. en los alrededores de la ciudad?

El portugués le miró con cierta sorpresa.

—Ya veréis, patrón, cómo estos roñosos pajarracos me sirven de perlas para hacer cantar a este brahman.

—Veremos. Ea, pues; volvamos a palacio. Surama estará muy inquieta. Siempre estoy temiendo una nueva traición.

Con una de las cadenillas de acero de los perros ataron al prisionero por detrás de su espalda, y después de haberlo colocado para mayor precaución en medio de los sikaris, emprendieron el camino de regreso, para atravesar de nuevo el hediondo río de la cloaca.

Los dos molosos, que habían recobrado ánimo, precedían al grupo, gruñendo y olfateando continuamente el aire.

De los parias, dejados en libertad, no se encontró rastro ninguno; juzgándose muy dichosos con haber salvado la piel a tan poca costa, debían de haberse alejado a la carrera, ansiosos de abandonar las cloacas.

También el grupo de nuestros hombres se puso a caminar rápidamente, sin dejar de observar en todas direcciones, aunque ninguno creía que los fugitivos pudiesen volver sobre ellos, y menos ahora, que no tenían ya armas, y habían sido privados de su jefe.

Al cabo de veinte minutos, llegaron al sitio donde el baniano había colocado la escala a través del río de inmundicias. Un grito de rabia se escapó de todos los pechos.

Los parias, en su huida, habían quitado la escala, arrojándola sobre la margen opuesta.

—¡Rayo de Dios! —exclamó Yáñez—. ¡Nos han cortado la retirada! ¿Quién osará lanzarse en medio de esas aguas traidoras, y envenenadas Dios sabe con qué miasmas? Tú, cazador de ratas, ¿nunca probaste a atravesarlas para ganar la otra orilla?

—Jamás lo intenté, alteza —respondió el baniano—, porque estoy seguro de que no hubiese llegado nunca a conseguirlo. Sin embargo, no os apuréis. Esta orilla tiene también conductos que desembocan cerca de la mezquita.

—Esos canallas nos han hecho una mala pasada —dijo Tremal-Naik—. Casi me recelaba una traición por el estilo.

Persuadidos de que ninguno de ellos podría ir a recobrar la escala, descansaron un momento, y emprendieron de nuevo la marcha a lo largo del dique, costeando la corrompida corriente.

El cazador de ratas se había vuelto a poner a la cabeza del grupo, y alargaba el paso como si temiese un nuevo peligro.

En efecto, de cuando en cuando se detenía, y después de haber observado los muros y las bóvedas, se le veía hacer gestos de inquietud durante un rato bastante largo.

Sin embargo, los dos perros marchaban tranquilos, sin mostrarse irritados ni aun por la presencia del paria, o brahman, o lo que fuese.

Aquella segunda caminata duró otra media hora, al cabo de la cual el cazador de ratas se detuvo delante de un arco, lanzando un grito de desesperación.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez—. ¿Todavía sigues asustándome?

—El conducto ha sido derrumbado y por esta orilla no es posible salir, alteza —respondió el baniano.

—¿Derrumbado? ¿Y desde cuándo? Nosotros no hemos oído rumor alguno de tierras que cayesen desde lo alto.

—Quizá desde hace varios días, para impedir a vuestros soldados que intentasen alguna expedición por estos sitios.

—¿Y no existen otros conductos?

—Sí, pero en la otra orilla. Aquí no hay más que uno, estrecho como el cañón de una chimenea, que desemboca a flor de tierra, y que está cerrado por una pesada reja de bronce que ninguno de nosotros podría romper. Un día encontré con la cabeza metida entre las barras a un joven indostano, que debía de haberse extraviado, y al cabo murió de hambre, pues parece que nadie oyó sus gritos de agonía y sus últimos gemidos.

—De manera que estamos enterrados vivos —dijo Tremal-Naik—. Tú conoces estas cloacas; mira a ver si recuerdas haber visto alguna otra salida.

El baniano movió la cabeza con un gesto desolado.

—Si no atravesamos la corriente y volvemos a colocar en su lugar la escala, a saber cuándo saldremos de este infierno.

—¡Diablo! La cosa se agrava extraordinariamente —dijo Yáñez—. No me esperaba esta sorpresa.

Después, dirigiendo una mirada terrible al prisionero, le preguntó:

—¿Y tú no sabes dónde hay otra salida?

—No, sahib; yo conozco muy poco esta ciudad subterránea. Habéis dejado escapar al que guiaba toda la tropa, y a estas horas estará muy lejos.

—De todas maneras, tú tratas de engañarnos.

—¿Con qué fin? Tampoco a mí me complacería morir entre estas hediondas tinieblas.

Yáñez, presa de una sorda cólera, se había puesto a pasear rabiosamente, maldiciendo y agitando los brazos.

Miró al cazador de ratas y lo vio inmóvil sobre la margen del fétido río, todo ocupado en contemplar las lentas aguas, que parecían tan densas como la pez.

—¿Quieres darte un baño, ahí dentro? —le preguntó.

—Un baño, no; pero yo os prometo atravesar este albañal frente a la escala abandonada por los parias.

—¿Te has vuelto loco?

—No, alteza. Dadme cuatro sikaris para que me acompañen a la cueva.

—¿Intentas horadar las paredes? —preguntó Tremal-Naik, que lo había oído todo.

—Perdería el tiempo inútilmente, sahib. Necesitaríamos bombas y no las tenemos.

—Tenemos pólvora y podríamos preparar un buen barreno —dijo el portugués.

El cazador de ratas movió la cabeza. Después dijo:

—Un barreno no bastaría. Dejadme hacer a mí, alteza. Tengo mi proyecto, peligroso quizá para mí, pero no desespero. Las aguas son densas y no ceden al punto.

—¿Qué quieres decir?

—Id a esperarme frente a la escala; volveremos muy pronto.

Tomó cuatro sikaris, y se alejó corriendo, sin dar más explicaciones.

—¿Se habrá vuelto loco? —preguntó Tremal-Naik.

—No lo creo. Dejémosle hacer.

Confiaron a los otros dos sikaris y a Kammamuri la custodia del prisionero, y remontaron de nuevo todos juntos la orilla del albañal, sobre el cual flotaba una ligera niebla cargada de venenosos miasmas.

6. El magnetizador

Una hora llevaban esperando, pues el escondrijo de los parias se hallaba bastante lejos, cuando vieron volver al baniano y a los sikaris, todos cargados como mulos de viejas alfombras.

—Alteza —dijo el cazador de ratas, que precedía a los sikaris—, he aquí nuestra salvación.

—¿Es éste el puente que vas a echar sobre el río?

—Sí, alteza. He observado que las aguas son extremadamente densas, por hallarse impregnadas de lodo y de las inmundicias de todo género que las pequeñas cloacas conducen hasta aquí.

—¿Y qué pretendes?

—Que arrojando delante de mí las alfombras una a una, y corriendo siempre sobre ellas, podré llegar hasta la escala y volverla a echar sobre las dos orillas. Yo peso muy poco, y aunque ya no soy muy joven, conservo todavía una extraordinaria agilidad.

—¿Y si las aguas te absorben?

El baniano se pasó una mano por la frente, como para enjugar algunas gotas de frío sudor; después, levantando los hombros, dijo:

—O intentarlo o morir todos. ¿Saben en palacio que habéis venido aquí?

—Sí —respondió Yáñez—, y tienen orden de mandar soldados en mi socorro si tardo en regresar.

—Podrían extraviarse, alteza. Sin un guía no se puede caminar por aquí con plena seguridad.

—Prueba a echar una alfombra.

El baniano tomó una de las más ligeras, y la arrojó sobre las negras aguas. Como había previsto, hubiera podido servir al menos durante un momento de tabla para pasar, pues la tierra y los detritus de todo género la sostenían como si fuese casi un barquichuelo.

—No se me hubiera ocurrido jamás semejante idea —dijo Yáñez—. Ahora creo que no es imposible que atraviese el canal quien deba tendernos la escala.

—Yo seré ése, alteza, pues soy el que menos pesa de todos y saltaré sobre las alfombras. Será necesario que vuestros hombres me ayuden.

—Echando alfombras delante de ti mientras puedan, ¿verdad?

—Sí, alteza; después las arrojaré yo.

—Eres un valiente y yo te daré el premio.

—¿Queréis hacer de mí un pequeño rajá?

—Es posible, veremos.

Los sikaris, con Kammamuri y Tremal-Naik, se alinearon sobre el dique, dispuestos a ayudar al valeroso viejo, que por salvarlos a todos se exponía a un gravísimo peligro. No era cosa que todos intentasen vadear aquellas aguas; quizá fueran tan profundas como densas.

El cazador de ratas, siempre tranquilo, se echó sobre las espaldas siete u ocho alfombras de las más ligeras para servirse de ellas más adelante, y después se acercó a la orilla y observó nuevamente las aguas.

Sólo en aquel momento la alfombra arrojada medio minuto antes comenzaba a hundirse a pocos metros de distancia.

—¿Te sientes con valor? —le preguntó Yáñez.

—Sí, alteza. Estoy seguro de llegar a la escala y subir a la otra orilla. ¿Están preparados los sikaris?

Tres o cuatro alfombras cayeron delante del baniano, sosteniéndose blandamente sobre las turbias aguas.

—¡Ya! —gritó Yáñez, proponiéndose ayudar a sus hombres.

El cazador de ratas saltó sobre la primera alfombra y se mantuvo perfectamente en equilibrio.

Los sikaris continuaban arrojando nuevos trozos de alfombra con una habilidad realmente prodigiosa. Sabido es que los indostanes son todos más o menos hábiles acróbatas y poseen un tino pasmoso. Los thugs lo demuestran.

El baniano continuaba saltando como una gigantesca rata, procurando caer con la mayor ligereza que le era posible.

Cuando ya no pudieron los sikaris arrojarle nuevas alfombras, empezó a emplear las que había llevado consigo, y que, como habíamos dicho, eran las más ligeras.

La escala, dejada caer por los parias en su precipitada fuga, no distaba ya más que unos tres o cuatro metros, bien poca cosa para aquel saltarín inimitable.

Lanzó, una después de otra, sus alfombras, procurando que cayesen bien extendidas, para que opusiesen breve resistencia a las aguas fangosas, y continuó nuevamente saltando como un verdadero canguro.

Con un postrero y más impetuoso salto, cayó sobre la escala, uno de cuyos extremos había quedado apoyado sobre el dique, respiró libremente, contempló los trozos de alfombras que comenzaban a hundirse y salió de allí con la agilidad de un mono.

—¡Bravo! —gritaron Yáñez y Tremal-Naik. Los sikaris y Kammamuri, no menos entusiasmados que sus patronos, lanzaron gritos de júbilo, haciendo retumbar las bóvedas de la cloaca, y hasta los perros, por hacer también algo, gruñían contra el prisionero, vigilándole para que no se alejase.

El baniano, apenas alcanzó la orilla, retiró la escala, la izó toda, cosa facilísima, por ser de ligero bambú, y la colocó de través sobre el río de inmundicias.

El puente quedaba lanzado en el momento mismo que la última alfombra desaparecía en aquel cieno pestilente, arrollándose sobre sí misma.

También esta vez fueron los molosos los que pasaron primero.

—Kammamuri, ten cuidado del brahman —gritó Yáñez—. No lo dejes caer.

—Estamos aquí siete hombres preparados para sostenerlo —respondió el maharato.

El primero tuvo un movimiento de rebeldía al sentirse empujado hacia delante, y sujeto fuertemente por la cadenilla de acero.

—¡Vosotros queréis que me ahogue dentro de ese canal hediondo! —gritó, tratando de retroceder.

—Nada de eso, querido; queremos llevarte al palacio real —respondió el portugués—. Eres un hombre demasiado útil para dejarte morir. ¡Pasa o disparo!

—Prefiero un tiro de pistola.

—Te digo que no. Los muertos ya no pueden hablar y tú tienes que contarnos muchas cosas más o menos interesantes.

—¡Mátame! —aulló el paria, rechinando los dientes—. Deseo morir.

—Pues entonces, arrójate a ese canal de lodo.

—¡Oh, no, alteza!… Creo que nadie tendría valor para eso.

—Y, sin embargo, ya has visto cómo ese simple cazador de ratas ha desafiado la corriente.

—Yo no soy un baniano.

—Eres peor, eres un paria —gritó Yáñez impaciente, sujetándole por la faja de seda que ceñía su larga túnica.

—No. ¡Soy un brahman! —protestó el prisionero.

—Sí, como yo. Sígueme o hago que te lleven mis sikaris.

El miserable, viéndose perdido, avanzó sobre la escala, precedido del portugués y seguido de Kammamuri, que llevaba bien sujeta la cadena.

Cuando se hallaban en medio del río pestilente, el paria, aunque tenía los brazos bien atados por detrás de la espalda, intentó soltarse para llegar el primero a la otra orilla, sin pensar que allí estaban ya el baniano y los perros.

Un tremendo puñetazo, que por poco le hace perder el equilibrio y que le propinó el maharato en mitad de la espalda, le persuadió de la inutilidad de sus esfuerzos.

Púsose, pues, a saltar los travesaños, mirando bien dónde sentaba los pies, por miedo a seguir el mismo camino que las alfombras, y cayó por fin entre los brazos del cazador de ratas, bien alargados para cogerlo.

—He aquí un hombre que nos dará mucho que hacer si queremos que hable —dijo Yáñez a Kammamuri.

—No lo creáis, señor. Yo lo pondré más dócil que un corderillo, os lo aseguro.

—¡Hum!…

—Ya lo veréis. Lo enterraré medio cuerpo en un agujero y buscadme dos arghilah. Con eso me basta.

—¿Y hablará este tunante?

—Más que un lorito amaestrado, señor Yáñez. Ya sabéis que nosotros, los maharatos, somos famosos por torturar a los prisioneros de guerra.

—Quizá sois demasiado feroces.

—No; si hablan, se les deja en libertad. ¿Qué más pueden desear?…

Los sikaris habían llegado, guiados por Tremal-Naik. Arrojaron la escala al inmundo río, cogieron en medio al paria y emprendieron el camino que debía conducirlos a la luz y al aire puro.

Habían andado durante cinco o seis minutos, empujando sin cesar al prisionero, que trataba de oponer continua resistencia, cuando vieron que avanzaban hacia ellos otras linternas.

Eran veinte o veinticinco hombres ordenados en dos filas.

—¿Quién va allá? —gritó Yáñez con su voz sonora.

—Soldados del marajá —respondieron varias voces—. ¡No hagáis fuego!

—Yo soy el marajá en persona.

Un grito de alegría resonó entre aquellos hombres que se aproximaban y que debían de haber sido enviados, sin duda alguna, por la princesa para que le llevasen a su esposo.

Estos salvadores, ya inútiles, eran veinticinco rajaputos. o guardias nobles, guiados por un oficial, magníficos tipos de soldados, de facciones fieras y muy características, y con los rostros muy barbudos.

Aseméjanse a los cosacos de Rusia y, como ellos, son habilísimos jinetes, sin que nadie les aventaje en el manejo de la lanza.

—Alteza —dijo el oficial, saludando con su cimitarra—. La rhani está inquieta y nos ha mandado a buscaros. Temía que os hubiese sucedido alguna desgracia.

—Nadie ha querido el trabajo de llevarse mi pellejo —dijo Yáñez—. ¿Ha ocurrido algún nuevo envenenamiento? Espero que no.

—El palacio está muy bien custodiado y nadie osará acercarse a intentar nada malo.

—Vamos, pues, a cenar. Todos tenemos un hambre terrible después de tantas marchas y contramarchas.

—Junto a la salida de la cloaca hay cuatro ratts, tirados por cebús, que os llevarán en un momento al palacio real.

—No esperábamos tanto. En marcha y ojo siempre con el brahman.

Recorrieron velozmente el último trozo de alcantarilla y desembocaron junto a la vieja mezquita arruinada.

Cuatro ricas carrozas, llamadas ratt por los indostanes, elegantísimas, cubiertas por ligeras cúpulas doradas, forradas por dentro de seda azul y tiradas cada una por cuatro pequeños bueyes de carrera, todos blancos, gibosos y con los cuernos dorados, esperaban a Yáñez y a sus compañeros.

Eran las dos de la mañana y la ciudad dormía profundamente. Los faroles de aceite, un gran lujo para los habitantes de Assam, que hasta entonces nunca habían podido apreciar las ventajas del alumbrado nocturno, estaban a punto de apagarse.

Yáñez y Tremal-Naik saltaron a la primera carroza; los otros se acomodaron en las que venían detrás, y en seguida partieron los cebús a carrera desenfrenada, sin necesitar que los aguijoneasen sus conductores.

La travesía por la populosa ciudad se hizo en cortísimo espacio de tiempo, y hacia las dos y media de la madrugada deteníanse los cuatro carruajes ante el imponente palacio del marajá de Assam.

Yáñez dejó a los sikaris en el cuerpo de guardia, y entró en su gabinete en compañía de Tremal-Naik, Kammamuri, el cazador de ratas y el prisionero.

Allí estaba ya Surama, cubierta con una larga bata de seda blanca con delicados bordados de plata.

—¡Oh, dueño mío! —gritó, saliendo solícitamente al encuentro del portugués—. Tú has jurado tenerme siempre temblando.

—Querida mía —respondió Yáñez—, esta vez no se trataba de una partida de caza, sino de negocios de Estado. ¿Sabes que hemos ido a prender al envenenador de nuestros ministros? Aquí lo tienes, fíjate un poco en este avechucho que se quiere hacer pasar por un brahman, aunque, a mi juicio, no debe ser más que un paria.

—¿Es el criminal, Yáñez?

—Le hemos reconocido. Ahora nos dirá por cuenta de quién obraba. Aquí hay un misterio que debemos esclarecer.

Surama fijó los ojos en los del brahman y se sintió de improviso presa de un extraño malestar.

Bajó los párpados; pero le pareció que aún seguía viendo los ojos fosforescentes del prisionero, cargados sin duda alguna de un potente fluido magnético.

Entonces se levantó, y acercándose a Yáñez, le dijo:

—Permíteme que me retire, señor. Este hombre me da mucho miedo.

—¿Miedo de qué, si estás con nosotros, princesita mía?

—De sus ojos.

El portugués miró al miserable y vio que sus miradas, siempre fosforescentes, como las de un tigre, seguían obstinadamente a Surama.

—¡Alto allá, bandido! —gritó precipitándose hacia él con los puños crispados—. Respeta a mi mujer o te rompo los huesos.

Después, volviéndose a Surama, que parecía como poseída de un vago espanto, le dijo:

—Ve a descansar, paloma mía, y déjanos a mí y a mis hombres despachar este oscuro asunto.

Apenas se retiró Surama, se hizo traer por dos pajes carne fría, caza asada, frutas y un pudding de dimensiones gigantescas y se sentó a la mesa.

Kammamuri, entretanto, había atado perfectamente al prisionero a la butaca sobre la cual se le obligó a dejarse casi caer, y para mayor precaución le había puesto a los lados a los perros del Tibet, que no cesaban de gruñir con pésimo humor.

El cazador de ratas, que no osaba cenar con el marajá, se sentó sobre otra butaca situada detrás de la del brahman.

Los cuatro hombres, pues tampoco se olvidó al valiente baniano, comieron aprisa unos cuantos bocados, guardando un profundo silencio y poseídos de muchas precauciones. Después el portugués, que no ofreció al prisionero ni un vaso de cerveza, encendió un cigarro, se acomodó en su butaca, cruzó una pierna sobre otra y dijo:

—Ahora vamos a jugar a cartas vistas, señor sacerdote de no sé qué divinidad. Advierte que ya no estamos en las cloacas y no te podrán ayudar tus compañeros, esos cazadores de cocodrilos tan sospechosos, que quizá mañana serán todos presos por mis soldados en la laguna.

El rostro del prisionero permaneció completamente impasible, y solamente pareció más intensa la extraña hoguera magnética que fosforescía en sus ojos.

—Así, pues —prosiguió Yáñez, que soportaba tranquilamente aquellas miradas, causa de tanto espanto para la rhani—, ¿te obstinarás todavía en querernos persuadir de que eres un brahman y no un miserable paria?

—Mi padre poseía una pagoda —respondió el prisionero.

—¿Dónde?

—A orillas del terrible lago de Jeupore, siempre infestado de cocodrilos.

—¿Y por qué has venido a mi capital?

—Quería visitar toda la India, sahib.

—¿Y para eso te metiste entre treinta o cuarenta hombres impuros, a los cuales ningún brahman osaría acercarse ni aun en peligro de muerte?

—Quizá os engañéis sobre la verdadera condición de esos hombres, sahib. A un paria se le conoce a una legua de distancia y además tienen unas caras que no se parecen a las de ningún indostano aunque sea de casta inferior, como el sudra.

—No intentes jugar conmigo. Gobierno un buen trozo de la India y conozco muy bien sus distintos pueblos, y te repito que un brahman jamás hubiera osado comer en compañía de un paria. Antes se dejaría morir de hambre. ¿Qué tienes que responder?

—Que los hombres escondidos en las cloacas no eran parias, eso es todo —respondió el prisionero, insistiendo en lanzar sobre Yáñez miradas cada vez más cargadas de magnetismo.

—Cierra esos ojos, y si quieres mirar, mira al suelo o a lo alto —dijo el portugués, que comenzaba a alarmarse—. Si piensas hipnotizarme para ordenarme después que te haga desatar y abrir las puertas, te engañas, envenenador de mis ministros.

El brahman encogió los hombros y miró a otro lado, mordiéndose fuertemente los labios, quizá contrariado por la inutilidad de sus terribles miradas.

—Continúa, Yáñez —dijo Tremal-Naik, que había encendido una gran pipa de narguilé—. Veamos hasta dónde quiere llevar la farsa este hombre.

—Nada le haremos decir si no empleamos los grandes medios de Kammamuri —respondió el portugués—. Hagamos la prueba. Desátalo y condúcelo a la sala donde aún yace su víctima.

—¿Qué víctima? —preguntó el brahman, con una sonrisa casi insolente.

—¿Lo mato de un botellazo? —gritó el maharato.

—¿Y después? Adiós su secreto, mi buen Kammamuri. No; este hombre debe vivir y confesar, y de esto debes encargarte tú.

—Era yo muy joven, señor Yáñez, y, sin embargo, todavía recuerdo cómo trataban sus compatriotas a los espías de los ingleses. Ninguno podía resistirse, y ya veréis cómo tampoco está mucho tiempo callado este tuno, venido quién sabe de donde. Con una bodega y dos arghilahs, estaremos al cabo de la calle.

—Debajo de mi palacio hay muchos subterráneos. No tienes más que escoger.

El brahman se había dejado quitar la cadena, pero por vez primera pareció un poco amedrentado y un temblor extraño recorrió su siniestro semblante.

Cogiéronle por las muñecas y le arrastraron hasta el salón donde dormía el sueño eterno el primer ministro, custodiado por medía compañía de arrogantísimos soldados.

El veneno comenzaba a producir sus efectos.

Los ojos del desgraciado, horriblemente torcidos e inyectados de sangre, parecían querer saltarse de un momento a otro de sus órbitas.

Las facciones estaban espantosamente alteradas, aunque las carnes conservaban todavía una relativa frescura.

—He aquí al hombre que tú has envenenado —dijo Yáñez, cogiendo por el cuello al brahman y obligándole a inclinarse sobre el cadáver—. He aquí los efectos del bis cobra. ¡Qué terrible veneno encierran esos asquerosos lagartos! Jamás lo hubiese creído.

—¿Y quién es el que ha propinado a este hombre el veneno? Es preciso buscarlo antes de acusarme a mí. Y, además, ¿quién es el que dice que el veneno del bis cobra es mortal?

—Aquí tienes la prueba.

Tremal-Naik se acercó al pequeño y elegante mueble sobre el cual se hallaba todavía la botella de limonada, la cogió y volvió hacia el brahman, que conservaba una calma extraordinaria e increíble.

—¿Beberías tú ese veneno? —le preguntó—. Advierte que es baba de bis cobra.

—¿Y la he vertido yo ahí dentro?

—Sí —afirmó Yáñez—. Te han visto vaciar un frasquito.

—¿Quiénes?

—Lo sabemos nosotros y basta.

—¿Y esto es veneno?

—Ha matado al hombre que tienes ante los ojos.

—¿Quién lo ha dicho, sahib?

—Mis ministros.

—Se han engañado, esto no es veneno.

Y al decir esto, arrebató con insolencia la botella de manos de Tremal-Naik, e intentó beber el líquido rojizo para sustraerse a las torturas que le esperaban, pero Yáñez y Kammamuri se lo impidieron con rapidez.

—Déjate de bromas —dijo el primero, estrellando la botella contra el muro—. Por ahora, basta con un muerto en mi palacio; no quiero tener dos.

—Yo os habría demostrado que eso no era veneno —dijo el brahman—, y que mañana estaría tan vivo como ahora.

—Luego tú eres encantador de serpientes, un sapwallah, y no un brahman —dijo Yáñez—. Es sabido que estos sujetos pueden desafiar impunemente las mordeduras de los cobras, y hasta beber veneno sin morir. ¿Por ventura no llevabas escondida en el pecho una serpiente diminuta, una de las más peligrosas que existen, y que no perdona a nadie?

—Yo no la puse —respondió el testarudo.

—Estás perdiendo inútilmente el tiempo, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Este hombre es más fuerte de lo que creíamos, y si ha sido Shindia quien lo ha escogido, no se ha equivocado ese loco borracho. Este tuno vale tanto como aquel griego que tanto nos dio que hacer aquí y después en Borneo, y que era su mano derecha. ¿Te acuerdas de Teotokris?

—¡Pardiez! Todavía me parece verlo reventar como una rana henchida de tabaco. Ese Shindia tiene suerte para buscarse sus agentes.

—Bueno, pero ¿qué hacemos aquí delante de este cadáver?

—Ordena; nosotros estamos dispuestos a obedecer.

—Que Kammamuri y el baniano vayan a escoger un subterráneo y se lleven consigo al prisionero. Para mayor seguridad los acompañarán un par de sikaris y un moloso. Y que procedan a arrancar alguna confesión preciosa a este brahman que jamás ha sido sacerdote.

—Dejadme hacer a mí, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

—Y también a mí, que tengo muy buenas relaciones con las ratas, alteza —dijo el baniano.

El portugués lo miró con un poco de recelo.

—No quiero que muera —dijo—. No lo olvidéis.

—Os aseguro que todavía vivirá más de cuarenta años —dijo el maharato—. Os prometo no hacerle mucho daño.

—Os mandaré dos sikaris.

—Son inútiles; este pillo está en nuestras manos y no se escapará, os lo aseguro. ¿No es verdad, cazador de ratas?

—Sí, nosotros bastamos —respondió el baniano.

—Debo advertiros una cosa.

—Decid, señor Yáñez —contestó Kammamuri.

—Guardaos de sus ojos.

—Nosotros estaremos en lo oscuro, y él será el alumbrado. Ya he advertido la potencia magnética de sus ojos; pero si cree adormecernos, se engaña. Además, estará bien atado con las cadenas de acero de los perros.

Mandó a los soldados que custodiaban al muerto que le diesen dos linternas y se alejó con el baniano y el prisionero, el cual no opuso ninguna resistencia, comprendiendo que sería inútil.

Iba a buscar el subterráneo destinado para dar tormento en silencio, y sin ser interrumpido, al envenenador.

Yáñez y Tremal-Naik se habían levantado precipitadamente, contemplando con viva sorpresa la presencia de Surama.

—Calla —dijo en seguida el primero al indostano—. No parece sino que es presa de alguna pesadilla. ¿Ves? Ni siquiera ha reparado en nuestra presencia. Dejémosla hacer.

—Aquí interviene la mirada magnética del brahman —dijo Tremal-Naik.

—Eso es lo que temo. Veamos.

Retiráronse a un lado del saloncillo y se sentaron sobre un diván.

Surama permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el vacío y cargados de extraños resplandores, y las manos caídas a lo largo del cuerpo.

Un temblor vivísimo agitaba sus miembros y hasta descomponía su soberbia cabellera.

Avanzaba como un autómata, hollando ligeramente y sin producir el más leve rumor las alfombras espesísimas que cubrían el pavimento.

Detúvose un instante, haciendo un gesto vago, como de indecisión; después se acercó rápidamente a la butaca en la cual había estado el brahman. Sus manos palparon detenidamente los brazos del asiento y en seguida exhaló un grito:

—¡Me has llamado y no estás aquí!

Yáñez se había levantado bruscamente, presa de una agitación vivísima.

—¡Ese perro me la ha hipnotizado!

Se acercó a la princesa sin hacer ruido y se detuvo a un paso de distancia, con los brazos extendidos, dispuestos a recibirla en ellos si caía.

Tremal-Naik se había levantado también, uniéndose a su fiel amigo. Surama continuaba pasando una y otra vez sus pequeñas manos por los brazos del asiento, y parecía como si quisiese deshacer algunos nudos. Quizá buscaba las cadenas de acero que sujetaban las muñecas del brahman.

—Empiezo a tener miedo de ese hombre —dijo Yáñez en voz alta a Tremal-Naik—. Ese malvado es más terrible que el griego y va a traer la ruina a mi corona.

—Hazlo fusilar al salir el sol.

—No; antes debe hablar. No estoy todavía seguro de si es que Shindia intenta reconquistar su corona, y…

Interrumpióse bruscamente y cogió entre sus brazos a Surama, que había perdido de pronto el equilibrio.

La estrechó con pasión contra su pecho, besando sus cabellos espesísimos; pero ella le rechazó.

—No eres tú quien me ha llamado —dijo la princesa con voz ronca—. No he encontrado las cadenas…, no sé hallar el camino para ver otra vez tu fatal mirada.

—No la despiertes —dijo Tremal-Naik—. Llévala al lecho y confíala al cuidado del ama de Soárez.

Yáñez levantó a la rhani en sus robustos brazos y la condujo a su cuarto. El indostano se quedó en el saloncillo, paseando nerviosamente. Su ancha frente aparecía surcada de profundas arrugas y sus ojos lanzaban intensos relámpagos.

La ausencia del portugués duró solamente dos o tres minutos.

—¿Qué hay? —preguntó el indostano con cierta ansiedad.

—Se ha dormido tranquilamente oyendo mi voz, que le mandaba cerrar los ojos.

—¿Será ese hombre un demonio?

—No sé qué decirte, mas espero que lo sabremos bien pronto. Cuento con Kammamuri.

—Será implacable, te lo aseguro. ¡Ay de ese infame si no confiesa! Puede decirse que todos los máharatos nacen verdugos, y bien lo han comprendido los ingleses al conquistar la India, más que por las armas, a fuerza de engaños.

—Te confieso, sin embargo, Tremal-Naik, que estoy muy trastornado por lo que acabamos de ver.

—No lo estoy yo menos, Yáñez. Ese miserable apenas vio a la princesa y la encontró, sin duda, menos fuerte que nosotros, la hipnotizó, ordenándole desatar las cadenas que le tenían prisionero a la butaca.

—¿Bajará también Surama a la bodega, donde están nuestros hombres?

—Procuraremos impedirlo. El caso no es tan extraordinario como tú crees.

»Entre los hombres de nuestra raza hay hipnotizadores de una fuerza increíble, que imponen fácilmente su voluntad a los que le están sujetos.

»Una vez, y no hace mucho tiempo, un paria hipnotizó a un muchacho de apenas quince años, ordenándole ir a matar a un viejo inglés que habitaba solo en un pequeño bungalow..

»El delito se cometió, el blanco fue degollado y, al ser apresado el asesino, declaró no acordarse de nada.

»Pero algunas personas habían visto al paria hipnotizarlo, y aunque el muchacho se libró de la horca, no pudo librarse el otro, que murió maldiciendo a todos los dioses de nuestro país.

—Un canalla menos —dijo Yáñez—. Yo también oí hablar en Malasia de hipnotizadores extraordinarios, sobre todo en la tribu de los dayakis, pero no creí nunca en el poder de su mirada.

—Ya lo estás viendo ahora.

—Demasiado.

Sacó el reloj y miró la hora.

—Dentro de poco amanecerá —dijo—: Son ya las tres y media. Hemos perdido la noche y no vale la pena de acostarse. ¡Oh, los negocios de Estado!…

—¿Te inquietan?

—Antes, no; ahora, sí. Estos envenenamientos no me auguran nada bueno. El carro del Gobierno comienza a caminar de través, como los cangrejos de mar.

—Lo enderezaremos y untaremos bien sus trescientas o cuatrocientas ruedas.

—Demasiadas, Tremal-Naik. ¿Quieres que bajemos a los subterráneos? Deja primero que vaya a ver si Surama duerme tranquila. Tengo que decir dos palabritas al hipnotizador.

—Te espero —respondió el indostanés, encendiendo un cigarrillo que le había dado el portugués.

Apuró otro vaso de cerveza que le llevó un criado y se puso a pasear por el saloncillo.

Hasta el famoso cazador de serpientes de la Selva Negra, el enemigo terrible de los thugs del Raimangal, parecía muy inquieto. Murmuraba y hacía gestos de cólera.

De allí a poco reapareció Yáñez.

—Duerme, pero sueña y pregunta por ese hombre.

—¿Todavía?

—He logrado, sin embargo, tranquilizarla, pasándole varias veces la mano por la frente, como me ha indicado el ama del niño, y ordenándole que duerma.

—¿Y se ha dormido?

—En seguida. Vamos, pues, a buscar a Kammamuri y al cazador de ratas. Tengo curiosidad por saber qué están haciendo con ese gran canalla de brahman.

—No es brahman, sino paria, Yáñez. Yo soy de la India y no puedo engañarme.

—Yo también creo eso —respondió el portugués.

—Pero llamémosle así por ahora.

Cogió dos linternas chicas que había sobre un mueble, las encendió y salió seguido del indostano, que había revisado antes sus armas. Uno de los soldados que velaban al ministro difunto, los guió por los inmensos subterráneos del gigantesco palacio. Bajaron varias escaleras y se detuvieron un tanto asombrados al hallarse delante de ocho grandes y roñosos pajarracos de los llamados pájaros lobos, que tenían los pies atados y gritaban con todas sus fuerzas:

—¡Kra!… ¡Kra!… ¡Kra!…

Eran ocho arghilahs, llamados también, no se sabe por qué, filósofos; extraños volátiles, altos como un hombre, con la cabeza calva, roñosa, perforada por dos ojillos de un negro intenso en una orla rojiza y armados de un pico enorme en forma de embudo, capaz de tragarse medio cordero o media docena de cuervos y de metérselos a la fuerza en una bolsa violácea que sirve de vestíbulo a un poderoso estómago, tan grande como el de los avestruces africanos.

—¿Qué harán aquí estos pajarracos? —se preguntó Yáñez, mientras los volátiles le ensordecieron con sus graznidos.

—Kammamuri lo sabrá —le respondió Tremal-Naik—. Ese es un zorro, que va a darle que hacer al paria.

—¡Pardiez! ¿Querrá dárselo a comer a estos tremendos tragaldabas?

—No sé nada; se lo preguntaremos a él.

Bajaron la escalera, rechazando a los pájaros, que intentaban esgrimir su pico, y abrieron una pesada puerta de bronce, a través de cuyas rendijas se veía luz.

Un soldado de los llamados rajaputos o guardias nobles, armado de lanza y con la faja llena de pistolas, estaba de guardia en el último escalón.

—¡Eh, Kammamuri! ¿Estás dormido? —gritó Yáñez, abriendo impetuosamente la puerta y penetrando en una especie de bodega muy vasta, que hedía a moho y se hallaba alumbrada por dos linternas chicas.

El maharato corrió al encuentro del marajá, seguido del cazador de ratas.

—¿Qué se hace por aquí? —preguntó el portugués.

—Mirad, ahí tenéis a ese tuno.

El brahman había sido arrojado sobre un viejo colchón enmohecido, con las piernas y los brazos sólidamente atados con cadenillas de acero.

—¿Ha hablado?

—Es mudo como un pez —respondió Kammamuri—. No parece sino que, para no hablar, se ha cortado la lengua con los dientes.

—¿No se la habrá también comido? —dijo Tremal-Naik.

—No sale sangre de su boca y, por tanto, la lengua debe de encontrarse todavía en excelente estado. Es que, por ahora, no quiere moverse.

—Se la habrá paralizado el miedo.

—No lo creo, señor. Este hombre es, quizá, más fuerte y más astuto que aquel famoso griego que fue primer ministro de Shindia.

—¿Y qué intentas hacer? —preguntó Yáñez—. Al bajar por la escalera he visto seis filósofos, que me han parecido demasiado enfurecidos. ¿Qué quieres hacer con esos pajarracos?

—Esos avechuchos serán los que me den la victoria sobre el baniano. Este confía en las ratas, que no deben faltar aquí, ciertamente; pero yo creo que no conseguirán nada… Las miradas de este pillo las ahuyentarán, os lo aseguro.

—A propósito de las miradas de este infame. ¿Sabes que ha hipnotizado a Surama?

—No me sorprendería —respondió Kammamuri—. Soy hombre, y muy fuerte, y, sin embargo, hay momentos en que necesito esquivar sus ojos. Si yo estuviese en vuestro lugar, señor Yáñez, se los mandaría sacar.

—Vas muy de prisa, amigo —respondió riendo el portugués—. ¡Cuidado que son feroces estos maharatos Son terriblemente listos de manos!

—En el fondo continúan siendo un poco salvajes, a pesar de su antigua civilización —observó Tremal-Naik.

—Quizá tengáis razón, patrón —dijo Kammamuri, que no se ofendía fácilmente.

—Como te he dicho —prosiguió Yáñez—, mi mujer ha sido hipnotizada, y no me extrañaría que viniese aquí a libertar al prisionero.

—Aquí estaremos nosotros, señor, y además hay un soldado de guardia a la puerta, y no la dejará entrar.

—Al contrario, debes dejarla hacer lo que quiera, porque puede ser peligroso despertarla de repente, ¿no es verdad, Tremal-Naik?

—Así es —respondió el indostanés—. Si librase al brahman, volveríamos a atarlo más fuertemente que antes.

—Señores —dijo Kammamuri—, ¿queréis dejarnos en nuestras ocupaciones? Si hay alguna novedad, iremos en seguida a avisaros.

—Arréglate como quieras —dijo Yáñez—. Nosotros nos volvemos con la princesa.

—Será lo mejor, porque las ratas no vendrán en manera alguna si oyen hablar a tantas personas.

—¿Pero qué quieres hacer?

—Yo confío en los pájaros y no en los roedores; creo que el baniano se engaña.

Yáñez y Tremal-Naik, que debían dar las últimas disposiciones para el entierro del desgraciado ministro, abandonaron el subterráneo, no sin haber lanzado antes sobre el paria una mirada ahíta de amenazas.

7. Las iras de los «filosofos»

Apenas habían salido, cuando el baniano sacó de un saco un corderillo muerto y ya algo corrompido, a juzgar por el desagradable olor que exhalaba, y lo colocó junto al colchón ocupado por el paria y a los pies de éste.

—Acudirán a millares —dijo el cazador de ratas—. Quiero ver si este hombre es capaz de resistir al temor de ser devorado vivo por las ratas sin poderse defender.

—¡Hum! —exclamó Kammamuri—. Yo tengo más confianza en mis pajarracos.

—Veremos, sahib. Allí hay dos puertas que conducen, sin duda, a otros subterráneos mucho mayores. Abrámoslas, retirémonos y contemplemos la escena. Si los roedores tienen mucha hambre y muerden con demasiado furor las carnes de este tuno, intervendremos.

—¿Debemos apagar las linternas?

—No es necesario. Las ratas hambrientas no tienen miedo a la luz.

Abrieron las dos puertas de bronce que conducían a los grandes subterráneos y en seguida se retiraron hacia la escalera, uniéndose al rajaputos.

Unos escalones más arriba hallábanse los seis arghilahs, o filósofos, como también se les llama, los cuales continuaban alborotando y aguzando sus gigantescos picos sobre las piedras. Parecían furiosos, quizá no habían cenado ni bebido, pero Kammamuri debía de tener sus motivos para dejarlos en ayunas.

—Dentro de pocos minutos, sahib —dijo el cazador de ratas—, veremos llegar a oleadas a esos interesantes animalitos.

—¿Interesantes?

—Tú, sahib, no los has visto nunca trabajar. Son dignos de estudio, y, además, yo debo estar muy reconocido a estas bestiecillas, que durante tantos años me han servido para comer.

—¿Tú has comido ratas?

—Sí, sahib. En las cloacas no había bodegones que pudiesen aderezarme una mísera cena, y así tenía que arreglármelas yo solo.

—Harías tus asados de ratas.

—Tenía siempre conmigo una especie de asador, que me servía divinamente para ello. No me faltaba leña, porque antes que bajasen allí todos aquellos parias, había hecho provisiones de combustible, que después…

El baniano se interrumpió bruscamente y se acercó a la puerta de bronce, que había quedado un poco entreabierta.

—¿Intenta desatarse el paria? —preguntó Kammamuri.

—No; es que oigo a las ratas.

—Yo no oigo nada.

—Tú, sahib, no has vivido en medio de ellas años y años. Te aseguro que ya empiezan a acudir. ¡Mira!…

El maharato aplicó el ojo a la rendija y no pudo contener un gesto de horror.

De las profundidades inmensas de los subterráneos que tenía el palacio del marajá, acudían las ratas a cientos y cientos, atraídas por el olor del cordero, que comenzaba a corromperse.

Eran grandes ratas grises, con largos bigotes y terribles dientes amarillos, y las acompañaban otras más oscuras, de piel un poco más espesa y de formas mucho menos robustas.

Avanzaban saltando, intentando adelantarse unas a otras para llegar antes al banquete, y lanzando agudos chillidos.

El paria, al ver que se aproximaban y comprender con qué enemigos tan despiadados iba a habérselas, levantó la cabeza, arrojando en torno suyo miradas fosforescentes.

Las ratas, cuya hambre debía quizá estar excitada por largos ayunos, pues nada había en aquellos subterráneos que pudiesen roer, se amontonaron furiosamente sobre el cordero, emitiendo agudísimos chillidos.

Cien, doscientas, quizá trescientas mandíbulas, armadas de dientes pequeños, pero muy afilados, se pusieron a trabajar, triturando los huesos como si fuesen terroncillos de azúcar.

Sólo un minuto bastó para que no quedase rastro del cordero.

Pero las ratas, engolosinado su apetito y reparando en que allí había un hombre que descarnar, se agruparon ante el colchón donde yacía el prisionero, formando cinco o seis filas apretadísimas.

—¿Has visto, sahib? —preguntó el baniano a Kammamuri.

—No me he quedado aún ciego, ni espero estarlo nunca —contestó Kammamuri—. ¿Y crees tú que él paria se asustará y os llamará?

—Así lo creo.

—¡Hum!… ¡Hum!…

—Pues las ratas amedrentan a todos, y harto lo sé yo, que en las cloacas he tenido muchas veces que sostener verdaderas batallas.

—¡Oh!… Mira, mira qué potencia tienen los ojos de ese malvado.

Las ratas, como hemos dicho, habían estrechado sus filas, disponiéndose a lanzarse sobre aquel buen bocado y descarnarlo en pocos minutos.

Ya parecía que se preparaban a embestirle, cuando sucedió una cosa extraordinaria, casi increíble.

El paria había levantado la cabeza cuanto se lo permitían las ligaduras y no parecía sino que había encendido dos hogueras en sus ojos. Una luz extraña y fosforescente, cuyo matiz variaba entre el verde y el amarillo intenso, brotaba a raudales de las pupilas del prisionero.

Las ratas, aunque excitadas en su apetito por la presa, que habían devorado en menos de dos minutos, al verse delante de aquellos grandes ojos, que fulguraban como pequeños faros, habían comenzado a retroceder, en completo desorden.

—¿Qué dices ahora de tus roedores? —preguntó Kammamuri, que continuaba atisbando por la rendija de la puerta.

—Que las ratas de las cloacas son más valientes —respondió el baniano—. Si hubiesen encontrado a un hombre atado e imposibilitado para defenderse, no lo habrían, ciertamente, respetado.

—¡Bah! Tan valientes son estas ratas como aquéllas.

—¿Pues por qué retroceden?

—¿No ves cómo brillan los ojos del prisionero?

—Parecen ojos de tigre.

—Ese bandido ha hipnotizado también a las ratas y les ordena que se vayan. Veremos si hace lo mismo con mis filósofos.

—Los hipnotizará también.

—Tienen los nervios demasiado fuertes para rendirse ante una mirada.

—Las ratas se van. No quieren atacarle.

—Deja que se vayan. Supongo que no iremos a detenerlas por el rabo.

Los roedores, ante las miradas cada vez más fosforescentes del paria, continuaban retirándose. De cuando en cuando se detenían e intentaban estrechar sus filas para lanzarse al ataque, pero en seguida volvían a huir, saltando como si alguien las apalease y chillando con todas sus fuerzas.

Llegado que hubieron a las dos puertas, hicieron una postrera tentativa; pero después, como poseídas de un temor invencible, se lanzaron a través de los oscuros subterráneos, desapareciendo en pocos instantes.

—Me he engañado al contar con las ratas, sahib —dijo el baniano—. Jamás he visto cosa parecida.

—Ni yo tampoco.

—¿Y qué vas a hacer con tus filósofos? Todavía no me lo has dicho.

—Impedir al paria que duerma —dijo Kammamuri—. No hay suplicio más espantoso y ningún hombre, por fuerte que sea, lo resiste largo tiempo.

—Vamos, pues, a buscar a tus pájaros, sahib. Tengo curiosidad de ver cómo se portan ante los ojos fosforescentes del paria.

—Se pondrán mucho más furiosos y harán un estruendo capaz de desvelar a un muerto. Ven a ayudarme.

Subieron la escalera y se acercaron a los arghilahs, que, atormentados por el hambre, se picoteaban furiosamente, causándose profundas heridas, de donde salía mucha sangre.

No fue tarea fácil hacerlos bajar al subterráneo, y para ello hubo de ayudar el rajaputo a los guardianes del prisionero.

Los seis animales fueron atados con cadenas de acero a una pesada viga, situada a pocos metros del colchón, y se los separó entre sí lo suficiente para que no se destruyesen unos a otros.

El paria, al ver aquella extraña compañía, se había puesto a reír groseramente.

Sahib —dijo volviéndose hacia Kammamuri, que continuaba atando los pájaros—. ¿Te has creído que soy un cuervo o un gato para hacer que me coman los filósofos?

—Sus picos son bastante agudos para vaciar tus ojos fosforescentes —respondió el maharato.

—¿Quieres acaso dejarme ciego, sahib? —preguntó el prisionero con voz alterada—. ¿Serías capaz de quitarme la vista?

—Eso lo veremos después. Ahora mira a ver si puedes dormir un rato, pero te advierto que estaré siempre alerta para despertarte.

—¡Ah, el suplicio del sueño!

—No sé nada. Como te libraste de las ratas, procura también librarte de estos bichos, hipnotizándolos, si puedes. ¡Ah, querido! Tienen los ojos demasiado fuertes y el cráneo muy duro.

Sacó un viejo reloj de plata y miró la hora.

—Las cuatro y media —dijo—. Es bastante tarde y yo me voy a echar un sueñecito.

—¡Espera! —gritó el paria, que parecía aterrorizado.

—Supongo que no querrás que te hagamos nosotros compañía.

—No; quiero decirte solamente que soy un brahman auténtico.

—¡Ah! —exclamó Kammamuri—. No tienes facha de ello.

—¿Y si lo jurase por Yama, el juez de los muertos?

—No te creeré.

—Ni yo tampoco —dijo el cazador de ratas.

—Os podríais arrepentir demasiado tarde. Sabed que los brahmanes gozamos de la protección de los dioses, porque somos seres puros, y nadie puede tocarnos sin incurrir en penas espantosas.

—¡Y va de cuento! —exclamó Kammamuri, encendiendo un cigarrillo que le había quedado en el fondo de un bolsillo.

—Sabed que no sólo es un crimen tocarnos a nosotros, sino que también a los animales que nos pertenecen. —Prosigue con el cuento. Los filósofos empiezan a enfadarse y a armar barullo.

—Sabed también que si un hombre mata a una ternera perteneciente a uno de nuestra casta, irá cuando muera al infierno, donde será sin cesar mordido por serpientes y atormentado por el hambre y la sed.

—Hará calor allá abajo —dijo Kammamuri, encogiéndose de hombros—. ¡Cuenta, cuenta!

—Tú no puedes figurarte qué penas tan enormes caerán sobre el hombre que haya matado a un brahman, cualquiera que sea la causa, porque es un pecado cuatro veces más grave que matar a una vaca.

—Para ser un paria, estás bastante instruido —dijo el malabar.

—¡No soy paria, sino brahman! —gritó el prisionero, lanzando sobre ellos una inmensa mirada que no obtuvo resultado alguno.

—¿Has terminado? —preguntó Kammamuri bostezando.

—Te advierto que todo el que mate a uno de nosotros, los protegidos por los dioses, será condenado después de muerto a renacer bajo la forma de un insecto que se alimenta de inmundicias. Por medio de nuevos nacimientos, llegará a ser paria, estará ciego durante muchísimos años y será afligido por la lepra. ¿Tendrás tú ahora valor para matar a un brahman?

—Yo no soy torpe del todo —dijo el maharato— y sé que si vosotros matáis a un hombre perteneciente a otra casta, os excusáis rezando una especie de plegaria, que si no me equivoco se llama gaiaky.

—¿Y qué? —preguntó el paria.

—Que yo también rezaré una plegaria parecida, y todo está arreglado.

—Pero tú no eres brahman.

—Soy un hombre como tú.

—Tu alma no es pura.

—¿Qué sabes tú? No has visto lo que hay dentro de mi cuerpo —respondió Kammamuri, volviendo a bostezar.

Entretanto, los seis filósofos intentaban picotearse unos a otros, y proseguían con sus tremendos graznidos.

—Vamos, cazador de ratas —dijo el maharato, arrojando la última bocanada de humo—. Ya estoy harto de esta música. Me ataca terriblemente a los nervios. Dejémosla aquí para que la disfrute a solas el paria.

—¡Paria, no; sino brahman! —protestó el prisionero.

—Como quieras. Si tienes sueño, mira a ver si puedes cerrar los ojos.

—Brahama te maldecirá.

—Nada malo he hecho; ¿y por qué, pues, me va a maldecir?

—Pero estás maltratando a uno de sus sacerdotes.

—Valiente sacerdote… que ha envenenado a tres ministros del marajá. ¿Quién lo ha ordenado? Si hablas te dejaremos descansar y te traeremos comida y cerveza fresquísima.

—Nada tengo que decir.

—Entonces, mira a ver si puedes hipnotizar a los filósofos. Tendrán los sesos algo embotados para sentir los rayos de tus pupilas, Nosotros nos vamos a descansar no muy lejos de aquí, y te advierto que ahí fuera hace guardia un soldado incorruptible que te vigilará.

—Que la lepra caiga sobre ti en la hora de la muerte, antes que alcances el nirvana.

—Yo no iré nunca a ese paraíso, y así no me importa —respondió Kammamuri.

Miró atentamente si las cadenas de acero de los filósofos estaban bien sujetas a las vigas, y se alejó con el cazador de ratas.

Recomendaron al rajaputo que hiciese con cuidado la guardia; subieron otra escalera y se hallaron en un pequeño subterráneo donde se habían hecho llevar previamente dos camas de campaña.

—El trabajo ha sido un poco pesado —dijo Kammamuri—. Tomémonos un par de horas de sueño.

—He pasado muchas noches en las alcantarillas sin pegar los ojos —dijo el baniano—. Prefiero estar en vela.

—¿Temes que el paria huya?

—Quiero ver lo que sucede.

—Que los filósofos continuarán su música ensordecedora, y nada más.

—Preveo una gran batalla.

—¿Entre quiénes?

—Entre tus pájaros y las ratas.

—¿Crees que volverán los roedores?

—Sin duda alguna. Si no se atrevieron a atacar al hombre, atacarán ahora a los filósofos.

—Si eso sucede, despiértame, y sobre todo, procura que no baje la princesa.

—Puedes confiar en mi vigilancia, sahib —respondió el baniano.

Kammamuri bostezó tres o cuatro veces como un oso que acaba de pasar el invierno bajo la nieve, y se echó sobre uno de los lechos, poniendo junto a sí sus largas pistolas de dos cañones.

El baniano a su vez encendió una vieja y podrida pipa, y sentándose sobre el borde del otro lecho, se puso a fumar, escuchando los graznidos de los filósofos.

Aquella música no podía en manera alguna dejar dormir al paria, pues las bóvedas del subterráneo eran tan sonoras como las de las cloacas.

Era un estruendo verdaderamente infernal el que subía por la escalera. Había momentos en que los gigantescos pajarracos mugían como si se hubiesen convertido en elefantes marinos, y al punto volvían a repetir sus enojosos graznidos.

Habían transcurrido un par de horas, cuando el baniano se levantó de su cama de campaña, diciendo:

—Las siento venir. ¿A quién atacarán, al paria o a los filósofos? Tienen el pico muy duro estos pajarracos, y un estómago… ¡Se tragan las ratas vivas a centenares!

Dirigió una mirada a Kammamuri, que dormía tranquilamente, aunque siempre con los puños apretados, y bajó en silencio la escalera.

El rajaputo, firme como una estatua de bronce, continuaba haciendo guardia junto a la maciza puerta, apoyado sobre su larga lanza.

—¿Sigue en su sitio el prisionero? —le preguntó el baniano.

—Sí, sahib.

—¿Qué hace?

—Encender y apagar sus ojos, con la esperanza quizá de aterrar a los arghilahs y hacerlos callar, pero me parece que pierde inútilmente el tiempo. Cada vez gritan más fuerte.

—¿No ha tratado de desatarse?

—Nada de eso; ha permanecido siempre inmóvil. Sólo sus ojos han trabajado, y, como te dije, no han conseguido sino poner más furiosos que nunca a los volátiles. Si pudiesen romper sus cadenillas de acero, estoy seguro de que se lanzarían sobre él para comérselo vivo. Deben de tener mucha hambre.

—Y también mucha sed —dijo el baniano—. Pero comida no les faltará dentro de muy poco, aunque yo procuraré impedirlo.

—¿Y quién se la traerá? —preguntó el soldado, mirando en torno suyo.

—Las ratas, que vendrán a echar a perder nuestro trabajo, ahora que ya no nos son necesarias, después de lo mal que se han conducido.

—No tienen la resistencia de los filósofos. No hay más que cerrar las dos puertas de bronce que conducen a los grandes subterráneos.

—A estas horas deben de haber venido ya los roedores.

—Nosotros los echaremos.

—Necesitamos para ello dos garrotes. Las pistolas no sirven contra esos animales.

El rajaputo apoyó la lanza contra un escalón, y después, saltando sobre ella con todas sus fuerzas, la partió en dos pedazos.

—He aquí dos buenas armas para atacar a las ratas, sahib —dijo—. Escoge la que más te convenga.

—Quédate tú con la punta; sabrás emplearla mejor que yo.

Empuñó cada uno su trozo de bambú ligero y de una solidez a toda prueba y entraron en el subterráneo, donde resonaban extraños clamores.

Los batallones de ratas grises o negras se habían vuelto con la secreta esperanza de conseguir tal vez devorar al prisionero, pero viendo luego los arghilahs, se lanzaron a embestir a los gigantescos volátiles, intentando morderles en las patas y hacerles caer al suelo.

Pero habían hallado adversarios dignos de ellas. Aunque los seis filósofos estaban atados, combatían, sin embargo, con furor extremado, lanzando gritos espantosos.

Sus picos descomunales se abrían sin cesar y en ellos caían las ratas, vivas aún, para ir a parar al inmenso saco de su estómago, dotado de tales jugos gástricos, que deshacen hasta los huesos.

El baniano, no queriendo que los pájaros comiesen demasiado, cayó en medio de la multitud de roedores, repartiendo furiosos garrotazos.

El soldado ensartaba media docena de ratas en la punta de su lanza y las estrellaba después contra las paredes de piedra, donde quedaban grandes manchas de sangre.

La batalla fue breve. Los pequeños habitantes de las tinieblas y subsuelos desistieron por completo de su ataque, y escaparon por las dos puertas de bronce de los grandes subterráneos, las cuales fueron sólidamente cerradas.

—Podían haberse quedado en sus madrigueras —dijo el baniano, agitando el trozo de bambú que goteaba sangre—. Algunas veces son terribles.

El prisionero levantó en aquel momento su cabeza y dirigió sobre los dos hombres una de sus extrañas miradas fosforescentes.

—Es inútil que me mires así —dijo el viejo cazador de las cloacas—. No soy una rata ni una mujer.

—Y, sin embargo, tú también caerás —dijo el paria, rechinando los dientes.

—¿En el infierno destinado a los enemigos de los brahmanes?

—Te digo que caerás como han caído las ratas y vendrás a libertarme.

—¿Para qué? ¿Para que después me haga cortar la cabeza el marajá? Aunque ya es algo vieja, sin embargo, procuraré tenerla sobre los hombros el mayor tiempo posible.

—¿Luego tampoco tú tienes respeto a los brahmanes?

—¡Pero si tú eres un paria!

—¿Qué dice tu compañero?

—Que ha ensartado lo menos seis docenas de ratas —respondió el baniano—. Vuélvete a acostar.

—¿Me dejaréis dormir? Cuando me sorprendisteis en las cloacas, llevaba dos noches sin pegar los ojos.

—Nadie te lo impide ahora.

—Llévate de aquí a esos arghilahs. Arman demasiado estruendo.

—Así lo haré, si te decides a confesar.

—¿El qué? —aulló el paria.

—El marajá vendrá a decírtelo.

—Yo no sé nada. He sido siempre un desgraciado, maldito por los dioses.

—Eres, pues, un miserable paria —dijo el baniano—. Si fueses realmente un brahman, no hubiera dejado el dios más poderoso de protegerte.

—También los dioses se olvidan algunas veces de sus fieles adoradores.

—Quédate, pues, aquí a oír día y noche la música deliciosa de los filósofos.

—Vosotros no sabéis todavía quién soy yo —aulló el prisionero.

—Ya te lo he dicho: un paria.

Esto dicho, le volvió la espalda, y seguido del soldado que llevaba todavía ensartada en su media lanza siete u ocho ratas con las tripas fuera, salió del subterráneo, mientras los filósofos, algo satisfecha su hambre, pero faltos de una gota de agua, volvían a emprender su música infernal, haciendo sonar cada vez más las cadenas de acero.

Kammamuri acababa de despertarse, y se hallaba sentado ante una enorme cesta que contenía carne fría, legumbres, pan y cerveza: era la tiffine o almuerzo matutino, al cual estaba metiendo mano.

—Aquí hay también para vosotros —dijo al baniano y al rajaputo—. El gran cocinero del marajá está acostumbrado a cortar en grande y a tener abundancia de todo.

—¿Quién se habrá cuidado de mandamos este regalo?

—Me figuro que habrá sido mi patrón. Aunque estaba ocupado con el marajá en los funerales del ministro, no se ha olvidado de nosotros.

—¿Queréis que vayamos a almorzar al otro subterráneo?

—Para hacer rabiar al prisionero, ¿verdad? Lo peor es que tendremos que sufrir también un concierto nada agradable.

—Nuestros oídos son fuertes, sahib, y, además, no nos detendremos mucho junto al paria.

El soldado, que era de formas hercúleas, cogió el enorme cesto, se lo puso sobre la cabeza y volvió a bajar al segundo subterráneo, donde había batallado con los ratas.

Kammamuri y el baniano, que tenían apetito, se apresuraron a seguirle.

Los tres hombres se sentaron a corta distancia del paria sobre trozos de vigas, y se pusieron a esgrimir sus mandíbulas. Los filósofos, que estaban siempre hambrientos, al percibir el olor de la carne, empezaron a alborotar más que nunca y a agitar sus alas con tal rabia que hacían caer numerosas plumas.

—Parecen tigres —dijo el rajaputo, que comía por dos y bebía por cuatro—. Si llegasen a romper las cadenas, se arrojarían sobre el prisionero y lo harían pedazos en pocos instantes.

—Para beberle quizá la sangre —dijo el baniano—, porque todavía no están vacíos sus buches pelados y roñosos. Aún les quedan ratas de reserva.

—Yo creo que lo que quieren es nuestra carne —dijo el maharato—. No es para vosotros, queridos; y aunque os volváis hidrófobos, no os daremos más de comer, y menos una gota de agua.

—Eso es lo que más desean, sahib.

—Quizá tengas razón; porque yo he advertido que siempre que estos pajarracos limpian una calle de inmundicias, se van en seguida a inflarse de agua a las orillas de los ríos.

—¡Agua! —exclamó en aquel momento una voz.

El prisionero había levantado la cabeza y dirigía miradas terribles a los tres hombres, aunque sin lograr interrumpir su banquete.

—¡Agua! —repitió una voz ronca.

—¿Quieres tomar un baño? —preguntó Kammamuri con ironía.

—¡Quiero beber! No me importa el sueño, y lo resistiré mucho tiempo; pero me estoy muriendo de sed. Dadme un sorbo de agua.

—Sólo tenemos excelente cerveza inglesa.

—¡Dádmela!

—En cuanto hables.

El rostro del paria se contrajo espantosamente y sus ojos adquirieron mayor fulgor.

—¡Vosotros no sois nada más que unos asesinos, que os habéis empeñado en que yo soy un envenenador!

—¿Ahora sales con eso? Amigo, olvidas que te han reconocido varias personas, incluso yo.

—Quizá se parecía a mí el brahman que envenenó a los ministros del marajá.

—Tienes una cara que no se olvida fácilmente ni puede semejarse a otra alguna; y hasta tienes en la frente una cicatriz como la tenía el envenenador.

—Es una herida que me causó un tigre una noche, cuando me dirigía a asistir a un moribundo de mi casta.

—Nosotros no somos arghilahs —dijo el maharato—. Esas historias ve a contárselas a ellos. A ver si con ellas los apaciguas.

—¡Dadme de beber! —rugió el paria.

—Un tonel de cerveza te traeremos si quieres; pero, querido, antes es preciso que hables. Es inútil que insistas en negar: hay demasiadas pruebas contra ti. Cuando hayas dicho por cuenta de quién obrabas, entonces podrás comer y beber hasta reventar.

—¡Maldito sea el dios que te hizo nacer!

—Está Sivah muy ocupado para hacer caso de tus insolencias. También él tiene sus negocios como Brahama y Visnú.

—¡Dadme, pues, la muerte!

—Nada de eso. Los muertos se quedan mudos para siempre, y resultaría estéril nuestra peligrosa expedición a las cloacas.

En aquel punto pareció temblar el palacio entero. Oyéronse alaridos de trompetas, tañidos de campanas, redobles de tambores y millares infinitas de voces que, con una unión maravillosa, invocaban la protección de los dioses.

—¿Qué sucede? —preguntó el paria, sorprendido.

—Se están celebrando los funerales de tu víctima —respondió Kammamuri.

—¿De día? Siempre se hacen al ponerse el sol.

—El marajá lo habrá dispuesto así. Le importan poco nuestros usos, aunque respeta todas las religiones.

—¿Y en dónde van a enterrar al muerto?

—En alguna pagoda. Ya ves que se trata de un gran personaje.

El estruendo entretanto había llegado a ser tan extraordinario, que nuestros hombres no podían oírse entre sí.

Especialmente los hank, enormes tambores que no pueden hacerse sonar sin permiso del príncipe, y los tumburá, todavía más grandes y llenos de dorados y pinturas, al ser golpeados con furia, retumbaban terriblemente, ahogando los agudos sonidos de los demás instrumentos, tales como los bannk, los bansi y los ramsinga.

El cortejo, compuesto de varios millares de personas, debía de haberse puesto ya en marcha escoltado por las tropas y seguido de danzarinas y sacerdotes.

El maharato esperó a que se fuese alejando todo aquel estruendo; y después, volviéndose al paria, con una botella de cerveza en la mano, le dijo:

—Aquí hay de beber; pero, como te he dicho, primero es preciso que hables.

—Mátame, ya que no puedo defenderme —tomó a decir el paria.

—Amigos, nuestro almuerzo ha terminado; podemos, pues, volvemos a nuestros puestos de guardia en el subterráneo de arriba.

—¿Me dejáis otra vez solo? —preguntó el prisionero, que parecía un poco trastornado.

—Nada tenemos que hacer aquí —dijo Kammamuri—. Hemos comido y bebido, y ahora nos vamos a encender nuestras pipas.

—¿Y si vuelven las ratas?

—Compóntelas como puedas.

—¿Y dejaréis que me devoren vivo?

—Allá veremos. Nos contentaremos por ahora con dejar que te roan la nariz y las orejas. Si puedes dormir, cierra los ojos. Te concedemos cinco minutos.

—Haz que saquen fuera a los arghilahs. ¿Cómo quieres que pueda yo dormir con el estruendo que hacen? Dales al menos de comer y beber.

—Se dormirían tranquilamente sobre una sola pata y con la cabeza escondida bajo un ala, y no volverían a chillar, y esto no es lo que yo quiero.

—¿Tanto te agrada, pues, la música de estas bestias asquerosas?

—No seré yo quien la oiga, ni tampoco mis compañeros. ¡Ea! Por última vez: ¿quieres decirme por qué envenenaste a los tres ministros del marajá?

—¡Ah! Ya son tres los que yo he envenenado —dijo el paria con acento feroz—. Mañana serán diez, para tener un pretexto cualquiera para arrancarme el pellejo.

—Así como envenenaste, y no puedes negarlo, al que están ahora enterrando, así también debiste de ser tú quien asesinó a los otros dos ministros.

—Tú estás loco.

—Lo veremos —dijo Kammamuri, haciendo señal a sus compañeros de que le siguiesen al subterráneo superior, donde el furioso graznido de los filósofos llegaba muy apagado, merced a las dos espesas puertas de bronce, una de las cuales se hallaba a mitad de la escalera.

—Esperemos —dijo el maharato, abriendo un paquete de cigarrillos de hoja de palma y tabaco rojo—. Acabará por ceder, por muy fuertes que tenga los nervios.

A punto estaba de echarse sobre uno de los lechos, cuando percibió hacia la tercera puerta de bronce que conducía a las habitaciones reales un sordo aullido, acompañado de cierto tintineo, como de una cadena de metal.

Miró al anciano y al rajaputo, que habían amartillado al punto sus pistolas, y les interrogó con la mirada.

—Quizá sea uno de los molosos, que viene a hacemos compañía —dijo el cazador de ratas—. Esos pobres animales deben de estar aturdidos con tanta música funeraria.

—Sí —confirmó el soldado—; es uno de nuestros molosos.

En aquel momento, la puerta de bronce, que estaba sólo entornada, se abrió con violencia, y los tres hombres vieron con inmenso estupor aparecer a Surama, envuelta toda en una graciosa túnica de seda azul con pantalones de seda blanca que caían sobre menudas babuchas de terciopelo rojo y punta retorcida.

Seguíala un moloso, gruñendo sordamente y arrastrando sobre las losas del pavimento su larga cadenilla de acero.

—¡Quietos todos! —dijo al punto el maharato—. No debemos despertarla: es la orden del marajá.

—La princesa está aún hipnotizada —dijo el baniano—. ¿Por qué no han cuidado de ella?

—El palacio estará casi desierto —respondió Kammamuri—. Todos, incluso el señor Yáñez y Tremal-Naik, se hallarán en los funerales del ministro. Sigámosla y dejémosla obrar.

—¡Perro del paria! —murmuró el baniano—. ¿Qué maldito fluido magnético tendrá acumulado en sus ojos? Espanta a las ratas e hipnotiza a las personas.

Surama, una vez abierta la puerta, se había detenido, agitando los brazos y haciendo con los dedos rápidos movimientos. Sus ojos estaban dilatados, y casi con tanto brillo fosforescente como los del paria, aunque no parecía haber descubierto a los tres hombres.

El moloso, llevado de su instinto, había intentado detenerla asiéndola de la ropa; pero Surama, sin volver en sí, se puso a bajar la escalera que conducía al segundo subterráneo.

Hablaba como si fuese presa de una pesadilla, con voz débil y cansada.

—Tú lo quieres… y yo siento que debo obedecerte…, porque has lanzado dentro de mí no sé qué hechizo… ¿Y seré yo capaz de libertarte? ¿Qué dirá después el marajá, mi esposo adorado?

Volvióse a detener, tratando de resistir a la atracción misteriosa del paria; retorcióse las manos, sacudió desesperadamente su hermosa cabeza haciendo ondear sus larguísimos cabellos, y después continuó bajando, diciendo con voz desgarradora:

—Es inútil…, debo obedecer…, debo libertarlo.

El maharato hizo señal al perro de retroceder; después, con sus dos compañeros, se puso a seguir en silencio a la princesa, que avanzaba sin vacilar ni equivocar un solo escalón.

Abrió la segunda puerta de la escalera, se detuvo todavía un instante como para recobrar fuerzas, y en seguida descendió rápidamente y abrió la última puerta, que cerraba el subterráneo del prisionero.

—Quedemos aquí fuera y atisbemos —dijo Kammamuri a sus compañeros—. Siempre estaremos prontos a intervenir para impedir la fuga del envenenador.

La rhani se había detenido en el último escalón, y sus ojos se fijaron de improviso en los del paria.

Hubo como un cambio de fosfóricos relámpagos entre la princesa, que no podía resistirlos, y el envenenador, el cual, habiéndola de súbito descubierto, había levantado la cabeza, y la miraba cada vez con mayor fijeza.

Los seis filósofos, nuevamente hambrientos, y, sobre todo, irritados por la sed, hacían en aquel momento un estruendo imposible de describir. Había ocasiones en que mugían, como si se hubiesen convertido en toros.

Poseídos de un increíble furor, tiraban rabiosamente de las cadenillas, y las golpeaban con sus robustos picos; pero el acero indostánico resistía a todos sus esfuerzos.

Surama pasó entre los rabiosos animales, manteniéndose a prudente distancia para no perder un ojo, y se dirigió solícita hacia el paria, deteniéndose junto al colchón.

—Me has llamado, ¿verdad? —le preguntó con voz temblorosa.

—Sí, alteza, y te esperaba —respondió el paria.

—¿Qué quieres de mí?

—¿Dónde está el marajá?

—En los funerales del ministro.

—¿Estás, pues, sola?

—Así lo creo. ¿Qué quieres de mí?

—¿Quién te ha seguido?

—Un perro.

—No lo veo.

—Se habrá vuelto. ¿Qué quieres?

—Tengo sed. Sube al subterráneo superior, y encontrarás una cesta donde hay tres botellas de cerveza. Tráeme una, y esta noche te dejaré dormir tranquila.

—¿Cómo sabes tú todo eso?

—Lo veo.

—¿A través de los muros?

—Sí, princesa —respondió el bribón.

—¿Debo ir?

—¡Lo quiero! —ordenó el prisionero, con voz imperiosa.

Surama bajó la cabeza y pareció reflexionar un momento; después giró sobre sí misma, y volvió a pasar, con precisión matemática, entre los filósofos, cada vez más enfurecidos, esquivando sus picos monstruosos.

Kammamuri había escuchado la orden dada a la princesa.

—Esperadme aquí —dijo a sus dos compañeros.

Subió apresuradamente, llegóse a la cesta y rompió con rapidez las tres botellas de cerveza, arrojando los pedazos en pequeños compartimientos de mimbre.

Habiendo hallado también un poco de carne y algunos panecillos, se lo arrojó todo al perro, que había vuelto a presentarse y tendíase ante la tercera puerta de bronce, como si se obstinase en velar por la princesa.

—Ahora veremos lo que sucede —dijo Kammamuri, mientras la cerveza corría espumosa por los escalones—. Debíamos despertar a la rhani; y el envenenador, o confiesa, o muere de hambre y sed, o de sueño.

Miró a sus compañeros. Habíanse arrimado a la pared para no estorbar el paso, y se mantenían inmóviles como estatuas.

En aquel momento se abrió la puerta y volvió a aparecer la princesa de Assam, con sus ojos siempre dilatados, mirando fijos hacia delante y como perdidos en una lontananza infinita. Dirigióse sin vacilar hacia la enorme cesta y la cogió en seguida con sus manos.

Había obedecido a la orden del paria, pero el maharato había sido más listo que éste.

—Vamos a ver —dijo a sus compañeros—. No hagáis ruido ni pronunciéis una palabra.

8. Hambre, sed y puñetazos

Aunque la cesta debía de ser un poco pesada, sobre todo teniendo dentro las botellas vacías y los cascos de las rotas, sin embargo, Surama, la delicada princesita, como si hubiese adquirido de repente una fuerza extraordinaria, casi igual a la del hercúleo rajaputo, cogió la cesta y tornó a bajar la escalera, con la misma seguridad que antes.

No debía de ver, pues de lo contrario habría descubierto fácilmente a Kammamuri y a sus dos compañeros.

Por tercera vez pasó entre los filósofos, que continuaban alborotando ferozmente, atormentados sobre todo por la sed, ya que no habían sido pocas las ratas que habían injerido en sus pelados buches, y se detuvo nuevamente ante el colchón donde yacía el prisionero, diciéndole:

—Aquí me tienes.

—Demasiado tarde —dijo el paria, con voz ronca—. Sin moverme de aquí, lo he visto todo.

—Bebe; aquí están las botellas.

—Están todas vacías, y las que estaban llenas, han sido rotas. Estoy viendo la cerveza bajar por la escalera del subterráneo, y no puedo bebería.

—¿Tienes, pues, mucha sed?

—Creo que me va a hacer morir de un momento a otro. No puedo ya resistir el suplicio que me ha impuesto ese chacal de maharato.

—Ve a beber la cerveza vertida.

—¿No ves, princesa, que estoy atado con cadenas de acero?

—¿Qué quieres, pues, de mí? Yo estoy cansada; no puedo sostenerme, y me parece que tengo la cabeza vacía y llena de niebla.

—Todo pasará si tú, alteza, continúas obedeciéndome.

—¡Estoy cansada! —gimió Surama, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo—. ¡No tengo ya fuerzas!

—Yo te las daré con una mirada de mis ojos. Abre bien los tuyos, y mírame fijamente.

—¡No; tengo miedo! —gritó Surama, agitando desesperadamente los brazos—. Me estás haciendo daño.

—No; quiero solamente que me obedezcas, alteza. Abre los ojos.

La rhani, por el contrario, se había tapado la cara con sus menudas manos, cubiertas de riquísimos anillos. Jadeaba y sudaba como si la hubiera asaltado una fiebre repentina, o como si brillase sobre su cabeza el sol ardorosísimo de la India.

Parecía que iba a desplomarse de un momento a otro; pero esto no sucedería, pues le infundió nuevas fuerzas el potente fluido magnético que el paria no cesaba de transmitirle.

Pasaron algunos minutos, durante los cuales la rhani continuó vacilando y sudando copiosamente, hasta tal punto que toda su hermosa túnica azul quedó manchada de grandes gotas. Después retiró las manos que le cubrían el semblante.

—¡Abajo! —había dicho simplemente el paria—. Soy yo el más fuerte.

Después ardió en sus ojos un relámpago fosforescente que asestó contra la princesa, incapaz ya de defenderse.

—Aproxímate —dijo el malvado cuando creyó llegado el momento oportuno.

—¿No me harás daño?

—No, alteza. Eres demasiado bella para hacerte sufrir, pero debes obedecerme.

El paria, medio muerto de sed, hablaba con voz ronca, como un rugido: más que un hombre, parecía hablar una fiera.

—Manda —dijo Surama.

—Rompe las cadenas que me tienen sujeto.

—No podré nunca.

—Posees la fuerza de un tigre, alteza. Te lo digo yo, te lo mando. ¿No es verdad que te sientes más fuerte?

—Sí, pero mi cabeza está vacía y mis ojos no ven. Estoy como alucinada.

—No digas locuras, alteza. Acércate más a mí y procura romper estas malditas cadenas.

—Mis dedos son muy pequeños.

—Serán fuertes como tenazas.

Surama se inclinó sobre el prisionero, cogió las cadenas y les dio tal sacudida que, por el momento, el maharato y sus dos compañeros, que continuaban observando, creyeron que se habían roto.

—Más fuerte —dijo el paria.

—No puedo.

—Yo te libraré de la niebla que ensombrece tu pensamiento, y esta noche podrás ir a descansar tranquilamente al lado de tu esposo.

Surama dio una segunda sacudida, más poderosa que la primera, y tan violenta, que levantó al prisionero, pero las cadenas no se quebraron.

Un aullido de furor se escapó de los labios del magnetizador.

—¡Oh!… Yo no puedo infundirte la fuerza de un elefante —gritó—. Sin embargo, me seguirás obedeciendo.

—¿Qué quieres? Dilo pronto…, déjame ir…, estoy cansada…, cansada, y dentro de poco regresará mi esposo.

—Aprovecha el tiempo que te queda antes que él vuelva, ¿me oyes?

—Sí; tu voz retumba como un trueno en mis oídos.

—Sube a tu habitación. Coge cerveza y tráeme una botella. Después coge a tu hijo y dáselo a comer a los arghilahs. Cuando hayan comido, me dejarán dormir.

—¿A mi hijo? —dijo Surama, como si no hubiese comprendido.

—Sí, a tu Soárez; creo que así se llama.

—¿Y quieres hacerlo morir?

—Quiero dormir; ve, ¡te lo mando!

Surama atravesó el subterráneo, andando como una sonámbula; se detuvo un momento a contemplar los terribles picos de los arghilahs, a través de los cuales debían pasar los tiernos miembros de su hijito, y subió la escalera.

—Síguela —dijo Kammamuri al baniano— y da la voz de alarma. Después cierra en seguida las puertas de bronce, para que la princesa no pueda bajar aquí otra vez.

Esto dicho, penetró en el segundo subterráneo como una fiera rabiosa, y cayó sobre el paria, cubriéndole de tremendos puñetazos.

El rajaputo iba esgrimiendo su media lanza, cuya punta aún llevaba ensartadas las ratas, y se preparaba a descuartizar al miserable.

—No me lo mates —dijo rápidamente el maharato, que seguía golpeando con furor y arrancando al prisionero aullidos agudísimos—. La muerte será demasiado dulce para este canalla, y, además, debe hablar y juro por mi vida que acabará por confesar.

—Bien lo estás tú aporreando, sahib —observó el rajaputos.

—Tienes razón. Si continúo más tiempo dándole, acabaré por romperle las costillas. Mira qué hinchada tiene la cara.

—Robustos son tus puños, sahib.

—Aún son más los tuyos. No te dejaría yo aporrearle.

—Ha habido vez que de un solo puñetazo he derribado a un buey.

—Lo creo.

Después, volviéndose al paria, cuyo rostro estaba cubierto de cardenales, le dijo:

—¿Tienes bastante o vuelvo a empezar?

—¡Que Brahama te maldiga! —aulló el miserable, recogiendo todas sus fuerzas para ver si rompía las cadenillas.

—No conozco a ese dios —respondió Kammamuri—, y el que yo adoro, no es de temer que maldiga.

—También te maldecirá.

—¿Por qué?

—Porque te has atrevido a maltratar a un brahman.

—Fuera farsas, bandido. ¿O habré de repetirte cada cinco minutos que no eres más que un paria? Ya va esto pasando de la raya.

—¡Todos estáis engañados!…

—¡Oh! Los hombres de tu raza se conocen en seguida. ¿Te decidirás por fin a hablar? Si esperas a la princesa, estás divertido; hemos hecho cerrar todas las puertas de bronce.

—No me importa. Ya sabes lo que debe hacerse si quiere descansar.

—¿Quieres aún más puñetazos, canalla? —gritó el maharato, levantando sus brazos y dispuesto a comenzar de nuevo.

—Sí; de ese modo acabarás de matarme.

—No, no. Ya reventarás, si quieres, cuando lo hayas confesado todo. ¡Miserable! ¿Conque has mandado a la princesa que traiga a su hijo y se lo arroje a los arghilahs para calmar su hambre y hacerlos callar? Tienes un corazón más feroz que los tigres rojos y que los mismos antropófagos.

—Tengo sueño.

—Duerme.

—Llévate fuera a los filósofos; acabaré por volverme loco.

—Esos buenos avechuchos estarán aquí hasta que tú no puedas resistir el hambre, la sed y el sueño, y te decidas a confesar.

—Tú quieres asesinarme.

—Y tú has envenenado a tres ministros. No lo niegues, porque es inútil.

Y diciendo esto, le volvió la espalda, pasó por delante de los arghilahs, que cada vez armaban más espantoso estruendo, intentando herirle con sus poderosos picos, y subió al subterráneo superior.

—Quédate aquí vigilando al paria —le dijo el rajaputo—. No te molestará el estruendo de los filósofos.

—Tengo los oídos a prueba de cañonazos, sahib —respondió el guerrero—. No sentiré molestia alguna.

—Pase lo que pase, no matéis a ese hombre. Recordad que el marajá no quiere, al menos por ahora, que muera.

—Entonces pondré a un lado mi lanza, no sea que me entre tentación de envainársela toda en el cuerpo.

—Procura también tener quietos los puños; pesan como mazas de fragua.

—Así lo haré, sahib —dijo el soldado, sonriendo.

—Atiende sólo a que no huya y procura no dejarte magnetizar.

—Yo no soy la princesa, y perdería inútilmente el tiempo.

—Estamos de acuerdo. Yo voy a ver si ha vuelto el marajá de los funerales y a velar también por su mujer, para que no obedezca la orden infame que le ha dado el paria. Abre los ojos y procura taparte las orejas.

Cerró con doble llave la puerta de bronce, abrió fácilmente la que el cazador de ratas había cerrado para impedir que bajase de nuevo la princesa, y subió a las habitaciones superiores en el momento mismo en que volvían las tropas, los ministros y otros muchísimos personajes.

Kammamuri se dirigió al saloncito de Yáñez, y encontró al portugués, que estaba hablando con Tremal-Naik y con e) cazador de ratas.

Debía haber acabado de llegar, precediendo al cortejo, en la magnífica ratt o carroza tirada por seis cebús blancos, con los cuernos dorados y adornados de lazos de seda multicolores.

—Lo sé todo —dijo Yáñez, avanzando hacia el maharato—. Voy a acabar por hacer atar a ese hombre a la boca de un cañón y esparcir por el aire sus miembros sanguinolentos.

—Vos no haréis eso, señor —respondió Kammamuri—. Ese hombre debe hablar y os aseguro que hablará. Ya no puede resistir.

—Y continúa hipnotizando a mi mujer hasta desde allá abajo, en el subterráneo.

—No; debió de ser magnetizada la primera vez que la vio —dijo Tremal-Naik—. El malvado comprendió que encontraba un sujeto muy a propósito, impotente para reaccionar contra el poder magnético de sus ojos, y se aprovechó en seguida.

—¿Qué hace ahora la princesa? —preguntó Kammamuri.

—Yace sobre su lecho completamente desfallecida. Empiezo a sentir verdadero terror.

—¿No ha intentado coger al niño para dárselo a comer a los filósofos, como quería el paria?

—El baniano y yo la detuvimos a tiempo, cuando ya tenía en brazos a mi hijo, y se desplomó de pronto ante mí, como presa de un desmayo repentino. ¡Dar de comer a mi hijo a los arghilahs! ¡Oh, qué alma tan negra tiene ese bandido!

—El alma de la diosa Kali, señor Yáñez.

—Empiezo también a sospecharlo. ¿Y no ha confesado nada hasta ahora?

—No, y continúa obstinado en hacerse pasar por un brahman.

—¿Qué hacer? —preguntó el portugués, paseando furiosamente por la estancia, con las manos metidas en los bolsillos y los ojos relampagueantes de ira.

—¿Queréis oírme un consejo? —dijo Tremal-Naik.

—Habla, dime lo que quieras, si no, voy a bajar al subterráneo y a degollar a ese miserable.

—Yo también creo, como Kammamuri, que no debemos matarlo por ahora. Ese bandido trabaja en favor de alguien, quizá de Shindia, y es tu trono el que peligra. Además, llevemos abajo a la princesa y obliguemos al paria a que la libre del hipnotismo.

—¿Y si no obedece?

—Esperaremos. Lo único que tu mujer sufrirá es una gran debilidad y nada más.

—Quisiera ver si obedece aún a la orden del paria.

—¿Qué intentas hacer?

—Procurar despertarla y dejarla obrar. Tengo curiosidad por saber cómo acabará toda esta historia.

—La despertaré yo —dijo Tremal-Naik—. No tengo en manera alguna el poder magnético del paria, y la princesa continuará sujeta a él; pero, con todo eso, estoy seguro de despertarla. Hubo un tiempo en que yo también me dediqué un poco al magnetismo.

—Pero querías hipnotizar a los tigres de la Selva Negra —dijo Kammamuri.

—Alguno hubo que se detuvo ante mi mirada y me dio tiempo para matarle.

—Seguidme —dijo Yáñez, bruscamente—. Procurad no hacer ruido.

Atravesaron tres salas, todas maravillosamente decoradas y adornadas con riquísimos muebles, y entraron en otra un poco más vasta que las demás, y que tenía las paredes cubiertas de seda azul, de ese azul que los chinos, tan expertos en distinguir los colores, aunque tan poco diestros en pintura, han llamado «azul del cielo después de la lluvia».

Alrededor del salón había divanes de seda también azul, con grandes almohadones recamados de oro, y preciosos muebles de palo de rosa. artísticamente trabajados.

En medio, y bajo una de aquellas grandes lámparas doradas que usaban los mogoles, hallábase el lecho de la princesa, muy poco elevado del suelo, y con ricos almohadones, pero sin pabellón ni cortinas.

El ama de Soárez, una indostana de las altas montañas, todavía joven y muy bella, velaba a la señora, meciendo en sus brazos al niño.

—¿No se ha despertado aún? —preguntó Yáñez.

—No, alteza; pero mira cómo suda. No parece sino que un fuego interno la devora.

—No durará mucho, mi buena Mitana. El hombre que la hace padecer está en nuestras manos y podemos matarlo cuando se nos antoje.

Surama se había echado sobre el lecho sin desnudarse, y sus cabellos se hallaban esparcidos alrededor de su cabeza. Sudaba como si un verdadero río de fuego corriese por sus venas, y se estremecía, haciendo de cuando en cuando, con las manos, movimiento como para alejar algo de sí.

—Surama —dijo Yáñez, con voz imperiosa—. ¿Me oyes?

La hermosa princesa, al oír aquella voz que le era tan conocida, experimentó una especie de sobresalto, pero sus ojos continuaron obstinadamente cerrados.

—Déjame probar a mí —dijo Tremal-Naik—. No desconfío de despertarla.

Se inclinó sobre la linda indostana, y primero comprimió sus sienes, después pasó rápidamente sobre ella los dedos como si trazase signos misteriosos.

Yáñez profirió un grito.

Surama había abierto sus ojos negros y profundos y lanzaba en torno suyo miradas extrañas.

—¿Me ves a mí, Surama? —preguntó el portugués.

La rhani, en vez de responderle, dijo, con voz debilísima:

—¿Por qué quieres que lleve a mi hijo a los arghilahs para que lo devoren? Ya lo sé… Tú me lo has mandado y debo obedecerte.

El portugués descargó en el aire un puñetazo, que si hubiese caído sobre el rostro del infame paria habría resonado como un disparo de carabina.

—¿Qué dices tú a esto, Tremal-Naik? Es inútil que vaya a pedir consejo a mis ministros, ocupados siempre en vaciar mis bodegas.

—Te lo he dicho antes. Déjala obrar. ¿No estamos aquí nosotros?

—¡El muy perro!… ¡Querer que el cuerpo de mi hijito vaya a parar a los buches roñosos de los filósofos! Ese hombre es un demonio.

Surama, como si en aquel momento hubiese percibido una orden lejana, bajó del lecho, se recogió los cabellos, y en seguida se dirigió en derechura hacia el ama, que la miraba aterrada, y le arrancó de los brazos al niño.

—¡Por todos los rayos de Júpiter! —exclamó Yáñez, rompiendo de un puñetazo una antigua vasija china que valía tanto oro como pesaba—. Jamás he visto una cosa semejante. Ese hombre debe morir, pero antes le haré arrancar los ojos.

—Esperemos un poco, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Una revelación de ese hombre puede ponemos sobre la pista de alguna vasta conspiración que nosotros ni siquiera sospechamos. Se trata de vuestra corona y de la corona de la princesa.

—¡Bien está! Esperaré. Sigámosla.

La rhani había cogido entre sus brazos al niño, que dormía con la boquita entreabierta y los dedos muy apretados, como si empuñase ya las armas de su valeroso padre; lo cubrió con un ligero velo de seda amarilla y en seguida echó a andar, sin dudas, sin vacilaciones, con los ojos siempre dilatados, hacia el subterráneo.

Todos la siguieron, andando sobre las puntas de los pies, aunque estaban bien seguros que no lograrían despertarla del todo.

Surama obedecía a una voluntad extraña que la dominaba por completo. Abría las puertas de bronce, sin esfuerzo aparente, y bajaba los escalones con absoluta seguridad, sin detenerse nunca, sin vacilar jamás.

Sentía el avasallador influjo del paria.

Al llegar ante la última puerta, que conducía al subterráneo del prisionero, pareció como que hacía o intentaba un esfuerzo supremo para retroceder; pero la orden se imponía, cada vez más imperiosa.

Estrechó entre sus brazos al niño, que continuaba durmiendo, acariciado sin duda por el intenso calor que despedía su madre, y en seguida entró resueltamente, pasando junto al rajaputo sin tropezar con él.

—¡Por vida de Júpiter, de Neptuno, de Urano, de Marte y de todos los planetas! ¡Esto es espantoso! ¡No sentiría más terror delante de diez tigres!

—Todo acabará, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. El paria tiene mucho miedo a los puñetazos, sobre todo si son fuertes y seguidos.

—Le romperé, una a una, las costillas.

—Entonces me lo mataréis.

—Le daré los puñetazos en los ojos y se los haré cerrar para siempre.

—Eso ya es otra cosa, señor Yáñez. Sólo os aconsejo que no me lo matéis.

—Te lo prometo.

La princesa había entretanto penetrado en el subterráneo donde los filósofos alborotaban terriblemente. ¡Quién sabe la disputa que sostenían entre sí! Quizá pensaban o se preguntaban unos a otros cómo era que los ríos se habían quedado tan secos que les dejaban a ellos morir de sed.

—Voy a cortar el cuello a todos estos repugnantes avechuchos —dijo Yáñez, desenvainando rápidamente un afiladísimo tarwar con empuñadura de oro.

—No hagáis eso, señor; no vayáis a destruir mi obra —dijo Kammamuri, sujetándole en seguida el brazo—. Estos volátiles harán maravillas.

—¿Pero, cómo?

—Después lo sabréis; mirad a la princesa.

Surama bajaba lentamente los últimos escalones, llevando siempre muy apretado contra su pecho al niño, que todavía no se había despertado, a pesar de todo aquel estruendo.

Yáñez le cortó rápidamente el paso casi delante de los filósofos, los cuales, como si obedeciesen a la poderosa voluntad del paria, volvían las cabezas y abrían sus hediondos y gigantescos picos como si reclamasen la tierna presa.

En aquel momento despertóse el niño, mientras la rhani se hallaba detenida bruscamente ante Yáñez, que le impedía seguir adelante.

Al ver el pequeño a aquellos furiosos pajarracos, y oír sus horribles graznidos, se enlazó al cuello de su madre gritando:

—¡Mamá!… ¡Mamá!… ¿Dónde me traes?

Después, habiendo visto a Yáñez, le dijo:

—¡Oh! ¡Papá! ¡Llévame fuera de aquí, o dame al menos mi pistola!

El marajá lo cogió dulcemente de brazos de su mujer, y se lo entregó a Tremal-Naik, su futuro maestro.

Al oír Surama los gritos del niño, pareció recobrar de pronto su voluntad, pero esto sólo duró un instante. La orden del paria la dominaba, cada vez con mayor imperio.

Como ya no tenía al niño para poder ofrecerlo a los animales, y no pudiendo acaso descubrirlo, tomó la cubierta de seda amarilla y se la arrojó a los volátiles.

Uno de ellos, más listo que los otros, la arrebató, y tragándosela como si fuese algo vivo, cayó de repente como ahogado.

Los demás hicieron esfuerzos terribles para lanzarse sobre la joven y hacerla pedazos. Pero Kammamuri y Yáñez vigilaban, y los rechazaron a puntapiés, arrancándoles espantosos graznidos.

Surama se había detenido, y desistía de seguir adelante. Sin duda el paria, temiendo por su propia vida, le había ordenado que no se aproximase.

—¡Tremal-Naik! —ordenó Yáñez, que parecía poseído de una vivísima excitación—. Entrega el niño al rajaputo y atiende a mi mujer.

Y al punto se precipitó, con el ímpetu de un tigre, sobre el colchón donde yacía el prisionero. Kammamuri echó a correr detrás de él, gritándole:

—¡No me lo matéis! ¡Que no ha hablado todavía!

El paria, al ver que el portugués se le echaba encima con los puños levantados, clavó sobre él sus ojos, intentando quizá, con un supremo esfuerzo, hipnotizarlo.

—¡Ah, perro! —gritó Yáñez, sobre el cual no hizo mella alguna la terrible y misteriosa mirada—. ¿Conque querías que los arghilahs devorasen a mi hijo? ¡Te voy a matar, vil chacal!

—¡Yo no temo a la muerte!

—¿Pero qué hombre eres tú?

—Nada más que un brahman.

—¡Paria!… ¡Paria!… ¡Paria! —le gritó por tres veces Yáñez, con voz terrible—. Y ahora me toca a mí. Tú has hipnotizado a mi mujer, que sólo obedece a tu voluntad y a tus imperiosos mandatos.

—No, alteza. Mis ojos son iguales a los de los demás.

—¡Ah, insolente! —gritó Kammamuri, adelantándose con los puños alzados, dispuesto a golpearle de nuevo—. ¿Conque no son tus ojos los que han hecho retroceder a las ratas, a pesar de que estaban hambrientas y te habrían despedazado en pocos instantes?

—No; han huido por el ruido de mis cadenas.

—Nada de engaños. En aquel momento tus ojos fulguraban como los de los tigres, y aun a mí mismo me costaba trabajo resistir a tus miradas o, mejor dicho, a tus mandatos.

—Tú has visto mal, sahib —respondió el paria, con voz humilde.

—¡Ea, terminemos esta infame comedia! —gritó Yáñez, exasperado por la desvergüenza del prisionero—. Te he dicho que libres a mi mujer del fluido magnético que lanzaste sobre ella apenas la viste.

—Yo nada puedo hacer, alteza.

—¿Te niegas?

—¡Pero si yo no tengo la culpa!

—¡A fe que faltan pruebas!… Mándala que retroceda y se vuelva a su estancia.

—Yo no poseo tal poder, alteza.

—¡Mándaselo! —gritó Yáñez, alzando los puños.

—Podéis matarme, pero yo no soy capaz de hacer lo que pedís. La princesa debe de haber sido hipnotizada por algún enemigo vuestro.

—¿Por cuál?

—Quizá por los que han envenenado a los ministros.

Era demasiado. El puño del portugués, tan robusto casi como el del rajaputo, cayó con rapidez, golpeando al miserable en medio del rostro. Cuando la mano se retiró, vióse que el paria había perdido uno de sus ojos.

—¡Me pagaréis ese puñetazo, alteza! —aulló el paria, que vertía abundante sangre por la órbita vacía y siniestramente dilatada—. ¡Alguien me vengará, y quizá más pronto de lo que pensáis!

—¿Quién? ¿Shindia? —gritó Yáñez, a quien había detenido rápidamente Kammamuri, a fin de que no acabase de matar al prisionero.

—No lo he visto nunca. Sólo sé de él que reinó antes que vos.

—Kammamuri —dijo Yáñez—, ocúpate de este miserable.

—En seguida, señor Yáñez. La sangre corre demasiado. ¡Vaya un puñetazo! Este hombre está ya muy quebrantado, y yo no quiero que muera antes de tiempo.

Mientras Yáñez se alejaba empujando con dulzura delante de sí a la princesa, que proseguía hipnotizada, y seguido de Tremal-Naik, que llevaba al niño, Kammamuri desgarró un pañuelo, pidió al soldado su frasco de taifa, bebida alcohólica tan fuerte como el aguardiente español, y empapó abundantemente los pedazos, que introdujo después, sin contemplaciones, en la órbita del paria.

—¡Cállate, tigre! —dijo, oyendo los aullidos de dolor del miserable—. Esto quema, pero cauteriza y detiene la sangre.

—¡Que Brahama os maldiga a ti y al marajá!…

—Nos tienen sin cuidado tus maldiciones —dijo Kammamuri—. Más vale que dejes en paz a ese pobre dios, en quien ni tú mismo crees.

—¡Yo soy brahman! —rugió el prisionero, recogiendo sus últimas fuerzas.

—Continúa, pues, la comedia; nosotros continuaremos propinándote puñetazos cada vez más terribles. Y hasta el ojo que te queda acabará, más tarde o más temprano, por pasar al buche de algún filósofo.

—¡Oh, no; mátame antes!

En el subterráneo no habían quedado más que el soldado y el cazador de ratas, los cuales se habían sentado junto al colchón y miraban tranquilamente al prisionero, que rugía como un león.

Kammamuri encendió un cigarrillo de palma, se sentó también sobre sus talones, y contemplando al paria, que parecía haber concentrado en su único ojo toda su extraña fosforescencia, le dijo:

—Por fin he descubierto tu punto flaco. No quieres perder del todo la vista.

—¡Déjame en paz! Tu pañuelo me está haciendo sufrir atrozmente.

—Pero te curará. Dentro de poco no saldrá ni una gota de sangre de la órbita que te ha vaciado el marajá.

—Aunque me vaciases tú la otra, y arrojases el ojo que me queda a los filósofos, no me importaría. La princesa sabe ya lo que tiene que hacer.

—¡A ver si te explicas, bandido! Son demasiado siniestras tus palabras.

El prisionero, que debía de poseer una fuerza de ánimo más que extraordinaria, lo cual es además común a todos los indostaneses, se apoyó sobre sus espaldas y exclamó, con voz ronca:

—¡El que viva, lo verá!…

Kammamuri, el cazador de ratas y el guerrero se pusieron en pie, como tigres, gritando:

—¡Vas a morir!

—¡Matadme! —rugió el paria, mirándoles con el único ojo que le quedaba y que aún podía ser peligroso.

Alzábanse ya los puños sobre su cabeza, cuando el maharato recordó que no debía acabar de matar, al menos por entonces, al miserable.

—Dejadlo —dijo—. Está ya bastante estropeado. Con otro puñetazo que reciba, acabará de llevárselo Parvali, la diosa de la muerte.

—Este hombre es extraordinario. ¿Quién le habrá vomitado? ¿El infierno?

—Brahama —respondió el prisionero.

—Eso se lo cuentas a la diosa Kali y no a nosotros.

—Dadme de beber. No puedo ya hablar…

—Yo te daré de beber toda el agua que llevan los ríos de la India; pero sólo cuando hayas confesado.

—Dejadme morir… No puedo más… Sacad fuera esos pájaros siniestros, que parecen contemplar mi cadáver para hundir sus picos en mi vientre.

—¿Quieres hablar? ¿Por qué has envenenado a los ministros? ¿Quién te lo ha encargado?

—No… sé, nada… Agua… agua… ¡Me bebería toda el agua del Ganges!

—Esperaremos un poco.

El maharato sacó un viejo reloj de plata, del tamaño casi de una cebolla, contó con alguna torpeza las horas, y dijo:

—Son ya las doce: la hora de comer. Dejémosle descansar tranquilo y vayámonos a apurar un buen número de botellas.

—¡Cerveza!…

—Sí, cerveza; y si queremos vaciaremos también un barril. Las bodegas del marajá están siempre muy bien provistas.

El desgraciado agitó los labios, como si quisiese pronunciar algunas palabras, y en seguida desfalleció, como si le hubiese asaltado un síncope.

—¿Morirá? —preguntó el rajaputos.

—¡Ca!… Pronto le harán volver en sí los gritos horribles de estos malditos pajarracos. ¿Oís? Ahora mugen como si fuesen toros. ¡Ah, qué extraños volátiles!

—Están furiosos, sahib —dijo el cazador de ratas—. Dales de beber y se tranquilizarán.

—¿Agua? Ni para el paria ni para los filósofos —dijo el cruel maharato.

—Acabarán por devorarse unos a otros, para beber al menos su sangre.

—Que rompan, si pueden, las cadenas. Son las de los perros, y ya te puedes imaginar cuán fuertes serán.

Abrió la boca, mostrando dos filas de dientes que envidiarían un cocodrilo, y dijo:

—Siento el estómago vacío. Vamos a llenarlo.

—¿Y este hombre? —preguntó el rajaputo, al ver que el paria volvía a abrir el ojo.

—Déjalo que platique con Brahama, o discuta con los filósofos —respondió, riendo, Kammamuri—. ¡Oh, hablará! Sí, debe hablar, lo quiero, y si no confesase, dejaría de ser yo un maharato. ¡Ea, a comer!

Atravesaron el subterráneo, descargando algunos puñetazos sobre las calvas cabezas de los arghilahs, que intentaban morderlos, y subieron a donde se hallaban los pequeños catres de campo.

Dos criados habían llevado allí dos grandes canastas llenas de aves asadas, carne fría, botellas de cerveza, plátanos y nueces de coco llenas de fresca leche.

—Mandémosle una al paria —dijo el cazador de ratas, con ironía—. Debe de estar muy hambriento y se tragará un coco casi entero.

—Las vaciaremos nosotros —contestó Kammamuri, sentándose junto a los cestos—. Déjalo padecer para que se decida a hablar.

—¿Y tú sigues confiando, sahib, en que de un momento a otro hablará?

—Ya lo verás.

—Un suplicio así no lo resistiría ni yo mismo —dijo el rajaputo—. Esos condenados filósofos me han roto el tímpano, que resistió los estampidos de los grandes cañones ingleses.

—Pues parece que aún oyes —dijo Kammamuri, preparándose a asaltar la comida.

Hallábase trinchando un gran ánade que había descubierto debajo de los panes, cuando se presentó Tremal-Naik, seguido de un joven indostano, que mostraba tener como unos veinte años, robusto como un batelero del Ganges, y de ojos inteligentísimos.

—¡Timul, el rastreador!… —exclamó al punto el maharato.

Miró a Tremal-Naik con algo de ansiedad, preguntándole:

—¿Hay novedades, patrón? ¿Y la rhani?

—Duerme tranquilamente al lado del niño —respondió el viejo cazador de fieras de la Selva Negra—. Pero Yáñez sigue muy alarmado por ese prolongado sueño hipnótico.

—No lo estoy yo menos, patrón, —exclamó Kammamuri—. El miserable paria me ha dicho que ahora la princesa sabe ya lo que debe hacer y que él no necesita más de sus ojos.

—¡Oh, qué malvado es ese traidor, o, mejor dicho, ese envenenador, que está tramando nuestra desgracia!

—¿Queréis, patrón, que arroje el ojo que le queda a un arghilah? Se lo tragaría como si fuese el huevo de un pájaro.

—No; todavía no.

»Yáñez a estas horas le habría ya hecho atar a la boca de un cañón, y saltar bien alto en más de cien pedazos; pero yo no he querido.

»Este paria nos dará la clave de las terribles venganzas que se vienen ejecutando, sin duda alguna, en nombre de Shindia. Este debe de haberse escapado de Calcuta para intentar la reconquista de la corona del Assam, sobre la cual hizo correr no menos sangre que su hermano.

»Mucho me engaño si bajo nuestros pies no hay minas terribles dispuestas a estallar. Nuestra raza no sabrá nunca apreciar los beneficios de la civilización.

»Aquí solamente prosperan el hambre, el cólera y las ejecuciones en masa.

—Ese es nuestro mal —dijo Kammamuri, convidando a su patrón y al rastreador.

—¿Por qué has traído a Timul? —preguntó después de hacer las particiones.

—Tengo un proyecto.

—¿Cuál, patrón?

—El de dirigirme a la laguna de los cocodrilos con media compañía de soldados y hacer una redada de todos aquellos parias que hallamos en las cloacas.

—Esos hombres no sabrán nada, patrón —dijo Kammamuri—. Es el brahman el que los dirigía y el que lo sabe todo.

—Sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez logremos algún éxito.

Se habían puesto a comer, servidos por dos pajes, ambos de bellísimas formas y de facciones finas que revelaban su descendencia de las altas castas. Pero los comensales mostraban más afición a las botellas de fresca cerveza y a los plátanos que a todo lo demás.

El clima de la India no es a propósito para los aficionados a comer fuerte; permaneciendo en ella tienen que renunciar muy pronto a las carnes. En cambio, han de beber mucho para resarcir la enorme pérdida que produce el sudor continuo.

—¿Conque decías, patrón —continuó Kammamuri, encendiendo uno de sus acostumbrados cigarrillos de palma de tabaco rojo—, que quieres sorprender a esos misteriosos cazadores de cocodrilos?

—Sí, Kammamuri, y quisiera llevarte en mi compañía. Durante tu ausencia, el rajaputo y el baniano vigilarán al prisionero.

—Es que desconfío muchísimo de ese hombre y no querría apartarme de él ni cinco minutos.

—¡Si está medio muerto! Vamos. El elefante favorito de Yáñez, el bravo Sahur, nos espera a la puerta del palacio. Los soldados han partido ya, y los encontraremos a orillas de la laguna.

—Como quieras, patrón.

—Además, volveremos en seguida.

—¿Al oscurecer?

—Creo que sí.

—Vamos, pues. Realmente, yo también tengo curiosidad por sorprender a esos misteriosos individuos, convertidos en cazadores de cocodrilos quizá para no ser inquietados, pues es un oficio benemérito.

—Ya veremos si realmente lo tienen —dijo Tremal-Naik.

Habíanse levantado, después de vaciar el último vaso de cerveza.

—No perdáis de vista ni un solo instante al prisionero —dijo Kammamuri al cazador de ratas y al rajaputos.

—Confía en nosotros, sahib —respondieron los dos valientes.

—Sobre todo, no le deis en manera alguna comida ni bebida. Y, además, procurad por ahora tener quietos los puños.

Cogió sus pistolas y siguió a Tremal-Naik a través de los inmensos salones del palacio. Timul, el rastreador, les acompañaba.

Ante el gran pórtico, sostenido por doce colosales columnas de piedra verde, el bravo elefante Sahur comenzaba a dar señales de impaciencia, lanzando de cuando en cuando un formidable barrito que resonaba como un trueno en las espaciosas salas del palacio.

El cornac, o conductor del animal, había echado la escala de cuerda, colocándose después en su puesto, entre las orejas del paquidermo.

Los tres hombres subieron al castillete, cubierto por una elegante cúpula dorada, y envuelto entre grandes hojas de plátano para amortiguar el calor, que en aquel momento era intensivo, por ser poco después de mediodía.

—¿Cuándo han partido los soldados? —preguntó Tremal-Naik al cornac.

—Hará cerca de una hora.

—Bien, llegaremos a punto. Aguijonea a Sahur.

9. El incendio del palacio real

El elefante, al oír el acostumbrado silbido del conductor, trompeteó alegremente y se lanzó a medio trote por las calles de la capital.

Por ser mediodía, hallábanse muy pocas personas a las puertas de sus casas, y casi ninguna en medio de la calle, por no coger una insolación. Sahur, pues, podía correr cuanto quisiese sin peligro de aplastar bajo sus enormes patas a algún desgraciado.

Tremal-Naik, Kammamuri y el joven rastreador se habían acomodado a su placer dentro del haudah. o castillete, encendiendo sus cigarrillos y haciéndose aire con grandes abanicos de hojas de mango artísticamente entrelazadas.

La campiña iba rápidamente apareciendo desierta, pues alrededor de la capital sólo se extendían anchas acequias, alimentadas por un canal desviado del Brahamaputra, y llenas de formidables cocodrilos de corto hocico y mandíbula triangular, que hacen que se les clasifique entre los aligátores, avidísimos de la carne del hombre y del perro.

Al cabo de un rato, el cornac detuvo con un grito estridente a Sahur.

—¿Por qué nos detenemos aquí? —preguntó Tremal-Naik.

—Estoy viendo a los rajaputras, sahib.

—¡Qué piernas tienen esos hombres! Buenos jinetes son, pero también buenos infantes. ¿Dónde están?

—Míralos, sahib: están paseando por la orilla del pantano.

Tremal-Naik, Kammamuri y Timul se pusieron en pie rápidamente. Delante de ellos se extendía una charca fangosa, muy maloliente, llena de hierbas acuáticas, y muy vasta.

Nubes infinitas de aves revoloteaban sobre ella, lanzando largos chillidos. Eran ocas, más grandes que las nuestras, y con el cuello mucho más largo, y ánades silvestres, cuya carne es exquisita.

Sahib —dijo el cornac—. El dique termina aquí, y deberías bajar. No me atrevo a echar a Sahur a través del pantano, que puede esconder fondos blandos, donde se hunda con nosotros.

—¿Ves hombres ocupados en pescar, Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik al maharato.

—Sí, patrón; unas treinta o cuarenta personas están hurgando audazmente las plantas de los jihl, no sé si es en busca de los tubérculos o a la caza de cocodrilos.

—¿No hay aquí un dique que vaya sobre tierra firme?

—Sí, patrón, el que acaba aquí.

—Timul, echa la escala.

El rastreador obedeció prontamente, y todos, menos el cornac, bajaron a la orilla de la laguna.

Habían cogido sus grandes carabinas y sus pistolas de dos cañones, y también algunas botellas de cerveza, pues no podían fiarse de beber en las charcas, envenenadas por cadáveres que los indostaneses abandonaban allí con la vaga esperanza de que vayan a pasar al sagrado Ganges, y desde él, al nirvana o paraíso indostánico.

Cincuenta guerreros o rajaputos, todos bien barbudos y de formas atléticas, armados, aunque iban a pie, de lanza y de muchas armas de fuego, habían cercado poco a poco el pantano, cortando completamente la retirada a los misteriosos individuos que habitaban las cloacas y cazaban cocodrilos.

—Están cogidos en la ratonera —dijo Kammamuri a Tremal-Naik—. O habrán de quedarse a dormir en pie sobre las aguas fangosas y con los caimanes al hombro, o no tendrán más remedio que rendirse.

—Ya ves que he hecho bien en dar esta batida.

—Sí, patrón; pero yo no dejo de pensar en el prisionero. Es mi pesadilla, te lo aseguro. No parece sino que ha logrado magnetizarme a mí también.

—¿A un maharato?

—Tengo miedo de sus ojos.

—Ya no tiene más que uno.

—Y quizá sea ahora más terrible.

—Tampoco te diré, Kammamuri, que yo esté tranquilo. Me parece que andamos sobre una mina de pólvora pronto a estallar.

—Yo no sé, patrón; pero desde hace algún tiempo se me antoja que los habitantes de la capital no guardan el mismo respeto que antes hacia el marajá y la princesa.

—Yo también lo he advertido —contestó Tremal-Naik, cuya frente se había arrugado—. En todo esto anda la mano de Shindia. ¿Qué quieres? Los indostanos preferimos un tirano a un príncipe bueno y leal. Sentimos la fuerza de los rajás.

Habíanse adelantado por el último trazo del dique, y reunido a los rajaputos, los cuales, como si fuesen verdaderas salamandras, desafiaban intrépidos la lluvia de fuego, fumando cigarrillos e impregnándose de los miasmas que exhalaban las aguas muertas, y que debían de estar cargados de fiebres, y aun tal vez de gérmenes del cólera.

Tremal-Naik se acercó al comandante de la media compañía y le dijo:

—Tú y tus hombres recibiréis doble paga con tal que no me dejéis escapar a los cazadores de cocodrilos.

—Ninguno pasará entre nuestras filas, sahib —respondió el guerrero—. Tenemos tomados todos los pasos, y si quieren volver a la ciudad, los prenderemos.

—¿Crees que se defenderán?

—Sólo tienen arpones, sahib; las armas más a propósito para cazar a los reptiles.

—¿Han cogido algunos?

—Me parece que esos sujetos vienen aquí a tomar un baño y a cazar bien pocos cocodrilos —respondió el rajaputo—. Se me hacen personas muy sospechosas, te lo digo francamente, sahib.

—Son los mismos individuos que encontramos en las cloacas de la ciudad —dijo Tremal-Naik.

—¿Y qué debemos hacer? ¿Abrir fuego sobre esa gente?

—Vas muy de prisa, querido; aquí no estamos en la guerra. Primero, invitémosles a presentarse ante mí. Si se niegan, emplearemos otro procedimiento.

—Si quieres, mandaré que algunos hombres penetren entre las hierbas acuáticas.

—Debe de haber aquí muchos cocodrilos dispuestos a zamparse una pierna. Verás cómo los parias, pues tales son sin duda, se deciden a venir a la orilla. Haz callar a tus hombres.

En seguida hizo con ambas manos una especie de portavoz, y dirigiéndose a los cazadores y quizá también pescadores, pues además de los arpones tenían pequeñas redes, les gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—Venid en seguida a tierra; es orden de la rhani y del marajá.

Los parias, que hasta entonces habían fingido no advertir la presencia de los soldados, y continuaban hurgando las altas hierbas acuáticas, al oír aquella orden se echaron a la espalda redes y arpones, y se reunieron alrededor de un viejo, flaco como un esqueleto, y vestido con un simple andrajo todo roto y mugriento.

—Responded, o mando a mis hombres abrir fuego.

A aquella amenaza, el viejo se destacó rápidamente de sus compañeros, subió a una lengua de tierra que conducía a la ribera, y acercándose lo suficiente para alcanzar con la voz de sus estropeados pulmones, dijo:

—¿Qué quieres de nosotros, sahib?

—Prenderos a todos —contestó Tremal-Naik, resueltamente.

—No somos más que unos pobres pescadores que no han hecho mal a nadie —respondió el viejo.

—Sois los mismos que nosotros hemos perseguido en las cloacas. ¿Te atreverás a negarlo?

El viejo permaneció silencioso mirando a sus pescadores, los cuales, aterrados ante la amenaza de sufrir una descarga, se iban acercando poco a poco a la lengua de tierra.

—Vamos, espero tu respuesta —gritó Tremal-Naik, haciendo con la carabina un movimiento amenazador.

—No te has engañado, sahib —respondió por fin el viejo—. Nosotros no sabíamos adónde ir a dormir, y durante la noche, por miedo a los tigres, nos refugiábamos en las cloacas, llevando los productos de nuestra caza y nuestra pesca.

—Acércate con tus hombres antes que mande hacer fuego. El marajá está resuelto a saber quiénes sois y de dónde venís.

—Obedecemos, sahib.

Los parias se pusieron en columna, conduciendo un enorme cocodrilo, de más de siete metros de largo, que había sido muerto a arponazos.

El viejo fue el que llegó antes a la orilla, y lo primero que hizo fue ofrecer a Tremal-Naik su red, que estaba llena de una especie de peces realmente muy singulares, con la piel negra y viscosa, la cabeza cuadrada, casi como la de un sapo, y con dos largas membranas que corren a ambas partes del cuerpo.

Estos peces extraños, muy parecidos por su aspecto a los llamados ascolott, que pueblan los lagos mejicanos, son muy numerosos en las aguas estancadas de la India, y se les busca con gran codicia por su carne sabrosa y delicadísima.

—Quédate con ellos, anciano —dijo Tremal-Naik—. No quiero despojarte del producto de tus fatigas.

—Eres demasiado generoso, sahib. Otro cualquiera en tu lugar nos habría cogido también el cocodrilo y las cebollas de jkil, que a nosotros nos sirven de pan, por no tener medios para comprarlo.

—Que guarden también tus hombres los productos de la caza y de la pesca; pero deben venir con nosotros, en medio de los soldados, al palacio del marajá.

—¿Todos presos?

—Por ahora, sí.

El viejo hizo un gesto de terror y miró con fijeza a Tremal-Naik.

—¿No nos llevaréis a la muerte? —preguntó después.

—El marajá no ha mandado aún dar muerte a ninguno.

—¿Y el brahman? No le hemos visto volver entre nosotros, y, por tanto, no nos faltan buenas razones para creer en su muerte.

—Te engañas, viejo. Ese hombre está aún vivo.

—¿Y no ha hablado?

Las palabras se le habían escapado de la boca y todos las oyeron distintamente.

Tremal-Naik le puso una mano sobre el hombro, y sacudiéndole con rudeza, le preguntó:

—¿Y por qué debe haber hablado?

—No lo sé —contestó el paria, mordiéndose los labios—. Pensé si tendría algo que revelar al marajá; mas, por lo visto, me he engañado.

—No, querido —intervino Kammamuri, echándosele encima—. Tú te has vendido, y nosotros, por esta vez, vamos a lograr saber algo acerca de ese famoso brahman que se divierte en envenenar a los ministros del marajá.

—¿Qué quieres decir, sahib? —preguntó el viejo, con voz trémula y angustiosa.

—Que los rajaputos van a levantar un cocodrilo, y a hacerlo venir hacia aquí con sus lanzas y vuestros arpones; y que nosotros vamos a ver si les gusta a esos reptiles la carne del paria.

—¿Quieres hacerme devorar vivo? Yo soy un pobre viejo que sólo tiene la piel sobre los huesos.

—Los cocodrilos se contentan con menos cuando tienen hambre, lo cual les sucede todos los días del año.

Después, volviéndose hacia Tremal-Naik, añadió:

—Patrón, haz que me echen hacia aquí a uno de esos reptiles, pero vivo y bien grande.

—Mandaré a estos parias a buscártelo. Tienen más práctica que los rajaputos en estas cosas.

—¿Pero irán?

Tremal-Naik hizo alinear la media Compañía ante los pescadores, y dijo, en voz alta:

—Si dentro de diez minutos no nos traen estos miserables un caimán vivo, os autorizo para fusilarlos como a personas peligrosas.

El viejo hizo un gesto.

—Es inútil —dijo—. En estas aguas no hay más cocodrilos. Nosotros los hemos destruido todos, y al último, que era el más grande y el más peligroso, no le hemos cogido hasta esta mañana, cuando aún estaba dormido. Además, si quieres saber algo de mí, estoy dispuesto a hablar, aunque yo estimo en bien poco mi flaco esqueleto.

—Ven, pues, con nosotros sobre nuestro elefante, y manda a tus hombres que no intenten huir. Ya sabes que los rajaputos son muy buenos tiradores.

—¿Pero tú, sahib, me prometes no hacer matar a los míos en algún patio del palacio?

—Te doy mi palabra.

Introdújose entre sus hombres, que fueron estrechamente rodeados por los barbudos guerreros, les dijo algunas palabras, y en seguida se unió a Tremal-Naik, a Kammamuri y al rastreador, que estaban impacientes por volver a montar sobre Sahur y regresar a la capital. No parecía sino que presentían algún desastre.

El cornac había ya dado de comer abundantemente al gigantesco animal, echándole delante muchos haces de ramas de bar y de pipal., mezclados con ciertas hierbas lacustres, del tamaño de una hoja de sable, y llamados por los botánicos typha elephantina.

—¿Estamos dispuestos? —preguntó Tremal-Naik.

—Mi elefante sólo desea marchar, sahib —respondió el cornac, echando la escala.

Kammamuri hizo pasar delante al viejo paria, después de haberle desarmado de un viejo pistolón lleno de herrumbre, que difícilmente habría podido disparar un tiro, y le hizo sentarse a su lado, sujetándole de una mano.

Tremal-Naik y Timul se sentaron frente al prisionero.

Los rajaputos comenzaron a andar a paso gimnástico, rodeando estrechamente a los pescadores; mas, según era la distancia, no llegarían a la capital hasta muy entrada la noche.

Sahur aspiró fuertemente el aire, que comenzaba a refrescar, introdujo todo el que pudo en sus gigantescos pulmones, y lanzando su acostumbrado barrito, partió a medio trote, desandando con exactitud el camino anterior.

—Ahora que estamos solos, amigo —dijo Tremal-Naik al viejo, ofreciéndole un vaso de cerveza para que moviese mejor la lengua—, espero que dirás algo sobre ese misterioso brahman. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Por qué se ha puesto al frente de vosotros? ¿Qué órdenes os ha dado? ¿La de preparar otro veneno para dárselo a la princesa?

—Te has engañado, sahib —dijo el viejo—. Ese hombre es un paria, como yo.

—¡Acabáramos! —exclamaron a la vez Tremal-Naik y Kammamuri.

—Nosotros venimos de Bengala, y no somos más que unos pobres vendidos.

—Explícate mejor —dijo Tremal-Naik, mientras botaba en su asiento.

—Un hombre pagó sin regatear al falso brahman para que nos guiase hasta la capital del Assam.

—No querrás decirme que os mandó a exterminar ratas de las cloacas y cocodrilos de los pantanos.

Por la frente arrugada del paria pasó como una nube; después, dijo:

—Guardaos de ese hombre; es el magnetizador más potente que yo he conocido. Sus ojos poseen una fuerza increíble, espantosa.

—¿Quién lo ha mandado aquí?

—Sólo él lo sabe. Nosotros no vimos al hombre que nos ajustó.

—¿No sería Shindia, el ex rajá del Assam, que se hallaba recluido en un manicomio de Calcuta, a expensas de la rhani?

—Una noche oí este nombre escaparse de los labios del brahman, o mejor dicho, de nuestro jefe. Había bebido mucho vino de palma y charlaba como un loro.

—¿Y decía?…

—Que dentro de poco la princesa y el marajá habrían perdido la corona.

—¡Pero si no sois más que cuarenta, mientras la rhani puede lanzar contra vosotros mil guerreros!

—¿Y sabes tú, sahib, los que hay detrás de nosotros, que vienen en pequeños grupos hacia este país, y se mantienen siempre escondidos en los bosques, viviendo quizá solamente de cebada cruda y plátanos? Yo no sé, pero temo que la rhani habrá de pasar por una situación muy crítica.

—¡Con tal que la población le sea fiel!

Una sonrisa enigmática apareció en los labios del viejo.

—¿Y quién puede asegurarlo? —dijo después.

—¡Por Júpiter, como dice Yáñez! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Es acaso una insurrección lo que prepara Shindia bajo cuerda?

—Yo no lo sé, porque no he hablado nunca con el ex rajá.

—He aquí una jornada provechosa, patrón —dijo Kammamuri.

—Así lo creo. Si esperamos a que hablase el paria, habríamos perdido la paciencia sin ningún fruto.

—Poco a poco, patrón. Yo cuento siempre con ese hombre y te aseguro que por él sabremos mucho más.

—Antes se dejará morir de hambre, de sed y de sueño —dijo Tremal-Naik—. Estos hombres, sumidos siempre en la miseria y despreciados por todos, no tienen empeño alguno en prolongar su existencia, porque esperan que después de muertos experimentarán una nueva y mejor transformación.

—Te digo que cederá.

—Veremos; pero si quieres, apuesto dos mohr (monedas de oro, cada una de las cuales vale cuarenta liras, o sea dieciséis rupias) nuevecitas.

—¿A que no hablará?

—A que no sabremos nada por él.

—Acepto, patrón y perderás.

—Poco me importa —dijo Tremal-Naik, sonriendo—. Perdería con gusto quinientas con tal de saber qué clase de volcán es el que está a punto de abrirse bajo nuestros pies.

El sol había traspuesto el horizonte en medio de una gran nube resplandeciente, y las tinieblas caían sobre el paisaje con la rapidez del rayo, como una bandada de cuervos. La luna comenzaba a mostrarse entre las altísimas plantas, preparándose a iluminar la campiña, con gran regocijo de los grillos, ranas y perros.

Un fresco viento empezaba a soplar desde las altas montañas del Septentrión, arrastrando rápidamente la intensa calina acumulada por el astro diurno.

Sahur corría lanzando de cuando en cuando un largo barrito y moviendo de un lado a otro su gigantesca testa.

Aspiraba el aire con fragor de trueno y lo proyectaba después sobre el conductor para refrescarlo.

Hacía tiempo que habían desaparecido los rajaputos y sus prisioneros. Por mucho que corriesen, no podían en manera alguna competir con la rapidez de un elefante.

Ya la capital, iluminada por los primeros rayos de la luna, comenzaba a descubrirse, cuando sobre uno de los baluartes retumbó de pronto un cañonazo.

Levantáronse a un tiempo Tremal-Naik y Kammamuri, mirándose el uno al otro con viva inquietud.

—¿Habrá estallado ya la revolución? —se preguntó el primero.

—Es muy pronto, patrón. Yo no creo que los mercenarios de Shindia estén ya reunidos.

—Muy mala policía tenemos; mas con todo eso, no hubiera dejado de advertirse la llegada de tanta gente, venida no se sabe de dónde, y probablemente armada sólo de redes y arpones.

—¿Oyes? ¡Otro cañonazo!

—Sin embargo, no oigo ningún fragor de fusilería ni de…

Interrumpióse bruscamente, y en seguida lanzó un gran grito.

—¡Está ardiendo algún palacio o pagoda en la ciudad! Son señales en demanda de auxilio.

—¿Dónde? —preguntó Tremal-Naik, herido de un siniestro pensamiento.

—Creo que cerca del palacio de la rhani. ¡Mira, patrón, mira!…

Hacia el centro mismo de la capital, donde se alzaban los grandiosos palacios de los dignatarios y las magníficas pagodas, había surgido una inmensa nube de humo, surcada por haces inmensos de chispas que el viento de la noche desparramaba por el cielo como si fuesen estrellas.

¡Cornac! —gritó Tremal-Naik—. ¡Lanza a todo galope a Sahur! Ha ocurrido un desastre en la ciudad, y queremos tomar parte, al menos, en la salvación de las víctimas.

—Ya lo he visto, sahib —dijo el conductor, con voz algo alterada—. Y yo bien sé lo que arde. Mis ojos no me engañan.

—¿Qué arde? Responde pronto.

—El palacio del marajá.

—¿No te equivocarás?

—No, sahib. El cornac no se engaña —dijo el joven rastreador Timul, que se había también puesto en pie y miraba con extrema atención.

—¡Otra traición! —gritó Tremal-Naik, palideciendo.

—¡Aprisa, aprisa!…

—No quiera Sivah que arda también el prisionero —dijo Kammamuri—. Me lanzaré dentro del fuego, y vivo o moribundo lo sacaré fuera. ¡Pronto, cornac, pronto!

Sahur, herido repetidas veces y demasiado brutalmente por la aguijada de acero, se había lanzado en carrera desenfrenada, zarandeando horriblemente a los hombres que ocupaban el castillete.

Corría más que un caballo a todo galope, alargando sus enormes zancas para abarcar más terreno, y respirando fragorosamente.

Ya no distaba más que algunos kilómetros del baluarte meridional donde se hallaba el gran puente levadizo.

Tremal-Naik, Kammamuri y aun Timul, poseídos de verdadera angustia, tenían los ojos fijos en la gran nube de humo, que empezaba a teñirse de rojo.

La brisa nocturna, bastante fuerte, la alargaba y encogía bruscamente, como si fuese una inmensa vela, haciendo subir a lo alto continuos surtidores de chispas.

Una luz siniestra iluminaba ya el cielo, disipando las tinieblas. La luna, ante aquella claridad intensa, parecía haberse escondido como si tuviese miedo de abrasarse sus famosos ojos, su no menos famosa nariz y su vasta boca.

En pocos minutos Sahur, que aceleraba cada vez más su carrera, obediente a las excitaciones del conductor, llegó al puente levadizo y lo atravesó de un vuelo, a riesgo de arrollar a los soldados que custodiaban el baluarte.

Del centro de la ciudad se levantaba un griterío ensordecedor, mezclado con redobles de tambores y rebato de campanas.

La gente pasaba a la carrera junto al elefante, moviendo desesperadamente los brazos e invocando a grandes voces las tres supremas divinidades de la India.

—¿Qué es lo que arde? —preguntaron Tremal-Naik y Kammamuri.

—El palacio de la rhani —respondieron aquellos hombres, quedándose al punto rezagados.

—Una horrible traición se ha cometido durante nuestra ausencia. No debimos en estos momentos abandonar a Yáñez.

—Y quizá anda en esto también la mano del brahman —dijo Kammamuri, rechinando los dientes.

—¡Si está atado allá abajo en el subterráneo!

—Yo sé lo que quiero decir, patrón.

El incendio entretanto parecía aumentar espantosamente. Ya no era humo lo que subía hasta el cielo, sino terribles lenguas de fuego de muchos metros de altura, que se retorcían con salvajes contracciones de serpientes enfurecidas.

Sahur corría cada vez más de prisa, obligando a la gente agolpada en las calles a apretarse contra los muros de las casas, y a refugiarse en los portales.

—¡Paso! —gritaba sin cesar el cornac—. ¡Servicio de la rhani!

Y todos obedecían prontamente, dejando paso libre al gigantesco proboscidio lanzado a un galope aterrador.

Había ya llegado al centro de la ciudad y amenazaba hacer un verdadero estrago entre la gente, pues todas las anchas vías que conducían al palacio real estaban henchidas de soldados, guardias de policía y vecinos que acudían al salvamento.

El palacio de la princesa ardía, pero como estaba construido enteramente de piedra, las llamas sólo hallaban pasto en los muebles, que devoraban con rapidez espantosa.

Por todas las ventanas salían columnas de humo y chispas, y resplandores cada vez más intensos. Los pisos altos, que eran de madera, y contenían las provisiones de la Corte, debían de haber empezado a arder, amenazando a la techumbre.

De cuando en cuando se oían estampidos causados sin duda por las vasijas llenas de licores que el fuego hacía estallar como si fuesen bombas.

Sahur se había detenido ante el palacio llameante, en torno del cual trabajaban ya febrilmente, aunque con escaso éxito por la imperfección de las viejas bombas de hacía veinte años, bomberos, soldados de la guardia del marajá y vecinos de la capital.

—¡Paso! —gritó por última vez el cornac con voz poderosa—. ¡Servicio de la rhani!

Así pudo abrirse paso entre el gentío que ya comenzaba a retroceder ante los torrentes cada vez mayores de chispas que abrasaban las carnes.

¿Dónde estaba Yáñez? ¿Dónde la princesa y el niño? Imposible era saberlo por entonces entre aquella enorme confusión y aquel oleaje de la muchedumbre.

Kammamuri, sin ocuparse de su patrón, se echó la escala de cuerda, la bajó como un rayo, hendió impetuosamente el gentío, aullando como un condenado, y se metió por el vasto portal del cual salía un huracán de nubes de humo.

—¡El prisionero! ¡Mi prisionero! —gritaba.

Comenzaban a caer las techumbres con fragor inmenso, amenazando arruinar también el piso inferior, pero Kammamuri estaba decidido a todo. Además, estaba seguro de que el fuego no habría llegado aún al subterráneo, aunque acaso sí el humo.

Habíase lanzado a la carrera, tapándose la boca con un pañuelo de seda para no respirar aquel aire inflamado, y estaba ya a punto de bajar la escalera cuando tropezó impetuosamente con dos hombres.

El uno era el cazador de ratas, y el hercúleo rajaputo; el otro, el cual llevaba sobre sus robustas espaldas al paria, ya medio asfixiado por el humo que había llegado hasta los subterráneos.

—Llegas a tiempo, sahib —gritó el baniano—. Si tardamos un cuarto de hora en salir, morimos todos juntos con los filósofos.

—¿Vive aún el prisionero? —preguntó ansiosamente el maharato.

—El, sí; pero tus condenados pajarracos, sahib, han muerto todos.

—¡Ya encontraremos otros a millares! Vamos fuera, antes que el palacio se nos caiga encima.

Las llamas eran ya dueñas del inmenso edificio, y no pudiendo ser combatidas sino con pocos y débiles chorros de agua, comenzaban por fin a calcinar los mármoles. Allá en lo alto se oían caer las paredes sobre los pisos con un estruendo infernal.

Kammamuri, el cazador de ratas y el rajaputo, que seguían llevando al prisionero, teniéndolo bien sujeto por las muñecas, atravesaron en carrera desenfrenada una gran tempestad de chispas, y bajaron la escalinata ante la cual Sahur mugía espantosamente, intentando huir a pesar de las dulces palabras del conductor.

—Lleva a este paria al castillete, junto al viejo vigilado por Timul, y que es otro paria —dijo Kammamuri al soldado.

—Eso no cuesta nada —respondió el hércules encaramándose a la escala, mientras el baniano le empujaba.

—No lo dejéis escapar.

—Antes lo mato de un pistoletazo.

—¿Y qué voy a hacer yo con un muerto? Retiraos a la gran plaza del Mogol, y esperadme allí. Yo debo buscar a mi patrón, y al marajá con la princesa y su hijo.

No tuvo necesidad de gritar para que le abriesen paso, pues el maharato era conocido por todos, y hasta gozaba de una gran popularidad entre los vecinos.

Viendo un gran grupo de soldados que se afanaban en hacer funcionar las estropeadas bombas, se dirigió hacia aquel lado, viniendo a chocar con Tremal-Naik que andaba en busca del elefante.

—¿Y el señor Yáñez, patrón? —le preguntó con voz ahogada el maharato.

—A salvo —respondió Tremal-Naik.

—¿Y su hijo?

—A salvo también con el ama, pero la princesa ha desaparecido misteriosamente.

—¿Quieres aterrarme, patrón?

—No es ocasión de ello.

—¿Habrá sido devorada por el fuego?

—No, no; porque ha sido la primera en abandonar el palacio; muchas personas la han visto.

—¿Y adonde ha ido? ¿Quién la ha raptado?

—Vamos a buscar a Yáñez. Ya es inútil querer salvar el palacio. Dentro de un par de horas, todo habrá acabado.

10. En busca de la princesa

El incendio habíase enseñoreado por completo del imponente y magnífico palacio de los rajás del Assam; y mal combatido por aquellas diez bombas destrozadas (que a cada paso se entorpecían por tener todos los tubos acribillados sin duda por los dientes de las ratas, plaga de la India), crecía más y más en fuerza, favorecido por el viento que bajaba de las vecinas montañas.

Aunque los robustos muros de piedra y los dos pisos inferiores resistían, las techumbres, las galerías, hechas todas de madera de palosanto, y los pisos superiores construidos con palorrosa, ardían completamente, lanzando hasta el cielo llamas espantosas.

Ya los soldados, la policía y el vecindario habían renunciado a luchar con ellas, abatidos por la inutilidad de sus esfuerzos y atemorizados por los continuos turbiones de chispas que salían por las ventanas y caían sobre la calle, abrasando las carnes desnudas de los indostaneses.

Solamente hacia una esquina del palacio, donde se hallaban las habitaciones de la rhani, seguían aún funcionando como podían las bombas, y los rajaputos, colocados en largas filas, continuaban pasándose unos a otros grandes cubos de agua, que eran después vaciados en la gigantesca hoguera.

Tremal-Naik y Kammamuri encontraron al portugués entre las bombas, con su inseparable cigarrillo en los labios.

Ni aun la destrucción de su palacio le había impedido mezclar algunas bocanadas de humo perfumado con el negro y hediondo que vomitaban sin cesar las ventanas.

Mostrábase, sin embargo, extremadamente nervioso. Iba y venía dando órdenes, pero después se detenía como si se hubiese derrumbado toda su extraordinaria energía.

—¡Hola, Yáñez, amigo mío! —le dijo Tremal-Naik—. Nunca te había visto tan agitado, ni siquiera cuando luchabas en tremendas batallas con la muerte ante los ojos.

El portugués tiró rabiosamente el cigarrillo y dijo:

—Ya sabrás que se trata de mi mujer.

—¿No quedó dentro del palacio?

—Ya te he dicho que no; la han visto salir pocos minutos antes de estallar el incendio.

—¿Pero no cuidabas tú de ella?

—Me habían llamado los ministros para importantes asuntos de Estado. ¡Que el diablo se lleve todos los Estados con todos sus organismos, que ya no funcionarán nunca como quieren los pueblos!

—¿Habrá sido robada, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri, mientras se derrumbaba con inmenso estruendo un soberbio salón, levantando nubes de chispas.

—No; yo creo que ha obedecido a alguna orden del hombre que la tenía hipnotizada.

—Nosotros sabremos encontrar sus huellas, señor Yáñez.

—Ya lo sé, y por eso no desmayo —respondió el portugués—. Es inútil ya que permanezcamos aquí. Dejemos que el fuego devore todo lo que quiera, y vámonos al palacete de Rampur, donde ya se ha refugiado el ama con el niño, defendidos por una buena escolta para impedir cualquier sorpresa desagradable. Parece, amigos, que navegamos entre mil escollos traidores.

—Lo sabemos mejor que tú —dijo Tremal-Naik—. Hemos capturado al jefe de los parias que habitaban las cloacas, y éste ha empezado ya a hacer revelaciones.

—¿Y el brahman? ¿Ha muerto abrasado?

—¡Oh, no, señor Yáñez! —dijo Kammamuri—. Hemos conseguido salvarlo. Sólo han muerto los filósofos.

—¿Todavía vive? ¿Dónde está ese canalla? Necesito matarlo.

—Ahora menos que antes, si es que quieres saber quiénes son los que envenenan a tus ministros y se preparan a arrebatar el trono a la rhani —Kammamuri, conduce a los dos prisioneros al palacio de Rampur. Vamos a asistir a un careo interesante.

—Según veo, se ha salvado un ratt con sus cebús, y no tardaremos en reunimos.

—Bien, patrón —respondió el valiente maharato, alejándose a la carrera para encontrar a Sahur.

Una carroza con cupulilla de oro, tirada por cuatro bueyes de carrera, había sido puesta a salvo, con un gran número de elefantes que ocupaban el parque, y cuyos conductores habíanse apresurado a retirarlos al ver las primeras chispas.

Tratábase de veinte proboscidios, entre coomareahs y merghees, amaestrados para la caza y aun para la guerra, cada uno de los cuales, una vez lanzado a la batalla, valía más por sí solo que un regimiento de rajaputos.

Yáñez miró por última vez aquel palacio que continuaba ardiendo, y donde tan felices días había pasado con la princesa, y subió a la carroza en compañía de Tremal-Naik.

—¡Al palacete de Rampur! —gritó al conductor.

—¡Al galope!…

Nunca era menester decírselo. Los cebús, pinchados hasta brotar sangre por la larga aguijada, emprendieron una carrera infernal, tratando de alcanzar a Sahur, el cual, con sus inmensas zancas, había tomado tal portante, que ya no se le descubría. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos sus barritos, que se iban debilitando rápidamente.

La muchedumbre, que llenaba todavía las calles, abría prontamente paso a la rica carroza del marajá, saludando a éste con respeto; pero estos saludos ya no le parecían a Tremal-Naik los mismos de otro tiempo. La población, que había saludado con grandes fiestas la coronación de la rhani, y la prisión de aquel loco alcoholizado de Shindia, debía de haber sido soliviantada quién sabe por qué traidores, salidos de las cloacas o de otros escondites lejanos.

Sin duda había conjurados que tramaban la destrucción del Imperio assamés, como Yáñez quiso llamarlo para infundir más respeto a las naciones vecinas, siempre dispuestas a rebelarse.

En menos de un cuarto de hora recorrió el carruaje su camino y se detuvo ante la quinta o palacete de Rampur, donde ya se hallaba Sahur devorando un buen pienso de cañas de azúcar y hojas de ficus religiosa..

Rampur era más que otra cosa un bungalow, no muy elegante, pero acomodado a las exigencias del clima, con alta techumbre en forma de pirámide y muchas oangas riparate cubiertas de día por bellísimas persianas de variados matices para mantener cierta frescura.

A los dos lados de la construcción principal se extendían varios cobertizos, donde se hallaban ya a salvo los elefantes sustraídos al fuego. Alrededor había por todas partes bellísimos jardines, con árboles muy altos y frondosos.

Kammamuri, que había llegado el primero, esperaba a Yáñez y a Tremal-Naik, junto al rastreador y al cazador de ratas.

—¿Están en lugar seguro esos bribones? —preguntó el cazador de serpientes de la Selva Negra.

—Ya lo creo, patrón —respondió el maharato—. Está con ellos el rajaputo, que vigila a su lado, y este hombre mete demasiado miedo con sus puños, semejantes a martillos.

—¿Están juntos?

—Sí, patrón.

—Pues vamos a ver a esos canallas. Como no me llegue a decir en dónde está la rhani, los voy a hacer atar a la boca de un cañón. El brahman ha vivido ya demasiado —dijo Yáñez, que parecía haber perdido su flema acostumbrada.

Saltaron a tierra, y entraron en el bungalow precedidos de Kammamuri, penetrando en un saloncito al nivel del suelo, con el pavimento de piedra, y amueblado según el gusto inglés, con una gran mesa de caoba, un piano, muebles ligeros conteniendo vasos y licores, y sillones enormes de alto respaldo, de más de dos metros de ancho y construidos con madera de rotang.

Sobre dos de aquellos sillones se hallaban tendidos y bien atados el viejo paria, preso en la laguna de los cocodrilos, y el famoso brahman, ya medio muerto, pues parecía estar agonizando.

—¿Es este hombre el que ha hablado? —preguntó el portugués señalando al viejo.

—Sí, amigo —respondió Tremal-Naik—. Por él sabremos mucho más que por ese perro, que se obstina en venderse por brahman.

—Pero nuestro primer prisionero está casi moribundo. Hazle beber algo, Kammamuri.

—No será cerveza, señor. Se alegraría mucho el pobrecillo, pero no yo, que he velado tanto tiempo por él.

Aproximóse a un elegante mueble de diversos compartimientos, llenos todos de botellas polvorientas y de vasos, y se puso a leer los rótulos.

Whisky —dijo de allí a poco, apoderándose rápidamente de una botella de cuello larguísimo—. He aquí lo más a propósito para resucitar a un moribundo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Quieres matar a ese hombre? Para eso lo mismo daba que lo hubieses dejado abrasarse en el subterráneo con los filósofos.

—Nada de eso, patrón —respondió el maharato, destapando una botella—. Este chacal debe de tener intestinos de cocodrilo. Verás qué pronto se despierta.

—Quizá para dormirse después para siempre —dijo Yáñez—. Dale una botella de cerveza, que aunque no esté fresca, la beberá como si fuese el más delicioso refresco.

El maharato sacudió la cabeza.

—No, no —dijo después—. Nada de agua ni cerveza, sino fuego. Dejadme a mí, señor Yáñez, y os aseguro que este hombre, aunque esté casi ciego de vuestro terrible puñetazo, no morirá.

—¡Oh, los parias tienen la piel muy dura; son los más resistentes de todos los indostanos!

Diciendo esto, llenó un largo y finísimo vaso de cristal amarillo y se lo acercó al paria, que se obstinaba en tener cerrado el único ojo que le quedaba.

—Bebe, amigo —le dijo—. Debes de tener mucha sed.

—¡Agua…, agua…, cerveza! —rugió el miserable, abriendo la boca.

—¡Toma, bébete esto!

El brahman, devorado por la sed, apuró de un trago el contenido del vaso, tomándolo por otra cosa.

De pronto, y a pesar de que las cuerdas le tenían bien sujeto a los brazos del sillón, dio un salto, acompañado de un gesto espantoso.

—¡Me abraso! —exclamó con voz ahogada—. ¡Agua!

—Sí, en seguida, un cubo entero, con tal que te decidas por fin a hablar.

—Nada sé… Nada…

—Entonces toma otro vaso de este licor delicioso —dijo el implacable maharato, tratando de acercárselo a los labios.

El prisionero lanzó un aullido espantoso, un verdadero aullido de fiera, y se echó violentamente hacia atrás, forzando las cuerdas hasta hacerlas penetrar en sus muñecas.

—¡No…, no! —rugió el desgraciado.

—Ahora, miserable, me dirás dónde se halla la rhani —gritó Yáñez, acercándose amenazador—. Sin duda ha obedecido a alguna orden tuya, pues debe de estar aún sujeta a tu influencia.

—La rhani…, la rhani… ¿Quién es?… ¿Dónde está?…

¡Ah!… ¡Me parece estar viéndola!

—Apura este otro vaso y la verás mejor —le dijo Kammamuri, acercándole la ligera copa a los labios. El prisionero la cogió con los dientes y la hizo pedazos, derramándose encima todo el contenido.

—No parece sino que este hombre tiene realmente alma de brahman —dijo Tremal-Naik—. Semejante resistencia asombra.

Y hace ya dos días y dos noches que no ha bebido nada, con el calor tan intenso que hace.

—¿Qué hacer? —se preguntó Yáñez, mesándose los cabellos—. Yo quiero que este miserable me diga dónde ha enviado a la rhani.

—Este hombre se dejará morir antes que decir nada, alteza.

—¿Pero tú crees que la habrá mandado pegar fuego al palacio, y después marcharse?

—Tal creo, señor; porque vuestra mujer continúa siempre bajo la influencia del magnetismo.

—¿Adónde la habrá mandado ir? ¿Adónde?

—Nosotros lo sabremos muy pronto, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Quedaos aquí con mi patrón y el rajaputo, e interrogad entretanto al viejo paria de la barba blanca. El os revelará, sin duda, muchas cosas interesantes.

—¿Y tú, adonde vas?

—Me vuelvo con Timul y el cazador de ratas al palacio para seguir las huellas de la rhani. Antes del alba tendréis alguna noticia o habréis recobrado quizá a vuestra mujer. Vigilad a estos hombres y velad por vuestro hijo. Tengo mucho miedo a las traiciones.

—El palacete está cercado por un escuadrón de rajaputos —dijo Tremal-Naik, que se había acercado a una ventana—. Nadie osará acercarse, al menos por ahora.

—Si se trata de Shindia, no puede haber reunido ya las tropas suficientes para atacar la capital.

—Id —dijo Yáñez, que se mesaba la barba y paseaba furiosamente por el saloncillo, lanzando de vez en cuando miradas terribles al brahman, el cual parecía haberse aletargado—. ¡Devolvedme a la rhani! ¡Traedme a mi mujer!

—Yo seguiré sus huellas, alteza —dijo Timul—. Ya sabéis que jamás me he equivocado.

Los tres hombres se proveyeron de lámparas, y en seguida abandonaron rápidamente el bungalow, montando sobre el ratt y no sobre el elefante.

Cincuenta o sesenta rajaputos y varios guardias de policía rodeaban por fuera el edificio, armados de carabinas y pistolas.

El marajá podía estar allí tranquilo, pues nadie, fuera de sus ministros, atravesaría la vigilante guardia que le cercaba.

Los cebúes partieron en seguida a buen trote hacia el palacio real, que se hallaba ya en tinieblas por haberse estrellado el incendio contra los macizos muros de piedra.

El vecindario se retiraba rápidamente comentando la grave desgracia acaecida al marajá y a la rhani; así, pues, los bueyes de carrera podían avanzar con rapidez, sin peligro de arrollar a nadie.

—¿Qué piensas tú, sahib? —preguntó el cazador de ratas a Kammamuri—. ¿Conseguiremos encontrar a la princesa?

—Yendo con Timul, sí —contestó el maharato—. Este muchacho posee acaso un sentido que a nosotros nos falta, y ya verás cómo nos conduce a buen término.

—Algo difícil me parece encontrar una huella en medio de las calles polvorientas holladas largo tiempo por centenares de personas.

—Timul ha seguido el rastro de muchos malhechores peligrosos, sin perderlo nunca, y a veces por centenares de millas, logrando siempre encontrarlos y hacerlos prender. Cómo lo hace, no lo sé; como tampoco sé explicarme por qué ciertas personas privilegiadas perciben desde muy lejos el ruido de las aguas que corren bajo la corteza terrestre. ¿Sabrías descubrir tú esas abundantes corrientes subterráneas, que más tarde suministran agua abundante a los pozos?

—Yo, no —respondió el baniano.

—Ni yo tampoco.

—¿Tienes, pues, confianza, sahib?

—Mucha, y hasta abrigo una sospecha —dijo Kammamuri.

—¿Cuál?

—Que la princesa no ha salido de la ciudad, sino que se halla más próxima a nosotros de lo que imaginamos. Tengo una idea fija, que, por ahora, quiero reservarme.

—¿Qué increíble poder tienen los ojos de ese hombre?

—Ya viste que hasta hizo retroceder a las ratas hambrientas.

—Bien me acuerdo, sahib.

—Hemos llegado —dijo en aquel momento el joven rastreador.

El ratt se había detenido ante la gigantesca fachada del palacio real, toda ennegrecida por el humo, pero siempre sólida sobre sus numerosas y magníficas columnas.

El incendio se había extinguido, no ya por los esfuerzos de los bomberos, sino por la falta de materias combustibles. Todos los pisos superiores, las galerías y las techumbres habían sido destruidos, pero el piso bajo se salvó del fuego, merced a sus paredes y pavimentos de piedra.

Numerosos guardias y rajaputos rodeaban el palacio alejando a los últimos curiosos, entre los cuales podían hallarse famosos ladrones dispuestos a aprovecharse del siniestro.

Kammamuri hizo llamar a un jefe de policía, y después de sostener con él un breve y rapidísimo diálogo, entró con Timul en el vasto vestíbulo inundado de agua por los últimos chorros de las bombas.

—Sólo una babucha, sahib —había dicho el rastreador.

—El fuego no ha llegado a la habitación particular de la rhani, donde encontraremos no una, sino cien babuchas.

Atravesaron corriendo dos inmensos salones y llegaron a la puerta del saloncillo de Yáñez.

Las bóvedas de piedra no habían cedido ni aun bajo el enorme peso de los pisos superiores, pero los tapices de los muros, las magníficas cortinas y hasta las alfombras se habían ennegrecido, y parecían como carbonizados por un lento fuego.

Kammamuri se precipitó a través de las habitaciones privadas de la rhani y del marajá, en las cuales reinaba todavía una temperatura de horno, y llegó al gabinete blanco.

También allí se habían ennegrecido y estaban a punto de caer todos los tapices, bordados de oro y sedas.

Kammamuri abrió un gran cofre de nogal incrustado de plata y madreperla, hurgó en su interior por algunos instantes, y después alargó al rastreador una linda babucha de terciopelo amarillo y punta retorcida, con bordados de varios colores, y preguntó a su compañero:

—¿Te basta?

—Sí, sahib.

—Ahora vámonos pronto o quedaremos cocidos como tortas. No parece sino que estamos dentro de un horno gigantesco.

Emprendieron la vuelta, pero, al llegar a cierto sitio, detúvose el maharato. Hallábase junto a la escalera que conduce a los subterráneos que habían servido de prisión al brahman.

—Quiero ver lo que les ha sucedido a los arghilahs —dijo—. Todavía podremos resistir medio minuto, ¿verdad, Timul?

—Y aunque sean cinco, sahib —respondió el joven indostano, metiendo en un saquito de cuero el pequeño zapato de la rhani.

Lanzáronse escalera abajo, abriendo a puntapiés las puertas de bronce, que irradiaban un calor intentísimo, aunque no las habían tocado las llamas, y se asomaron al segundo subterráneo.

Timul continuaba entretanto avanzando, siempre a gatas, y sosteniendo en una mano la linterna. Dos o tres veces se detuvo como indeciso, pero después pareció haber descubierto la pista, pues comenzó a avanzar con mayor rapidez.

¿Estaba acaso dotado aquel joven de un sexto sentido que le permitía seguir el rastro aun a través de las calles polvorientas?

Andaba como los perros, oliendo con frecuencia la babucha y el suelo.

—¿Qué piensas tú de este hombre? —preguntó el maharato al cazador de ratas.

—Que no es menos extraordinario que el brahman, sahib.

—Has dicho la verdad.

—¿Y tú crees que ha descubierto ya la pista de la rhani?

—Estoy segurísimo. Escucha: hace algunos meses, un terrible thug, venido sin duda de las montañas del Bundelkund, donde se hallan aún escondidos algunos adoradores de la sanguinaria Kali, apareció aquí cometiendo atroces delitos, estrangulando cada noche buen número de personas y desapareciendo como si fuese un espíritu.

»En vano el marajá puso a precio elevadísimo la cabeza de aquel asesino, y en vano la policía y aun los rajaputos recorrieron un gran número de calles, sobre todo de noche, con la esperanza de sorprenderlo.

»Habían sido ya estrangulados veinticuatro o veinticinco pacíficos vecinos, y entre ellos dos mujeres, cuando el miserable fue sorprendido por dos soldados junto a una pagoda mientras se disponía a acabar con su última víctima, pues debía de ser verdaderamente la última.

»Listo como un tigre, huyó, pero perdió uno de sus zapatos, que fue llevado en seguida a Timul.

»A la mañana siguiente sabíamos ya que el thug había abandonado la capital y se dirigía hacia Goalpara, con la esperanza de continuar también en esta populosa ciudad sus delitos.

»Timul, no sé cómo, había descubierto la pista, y seguía muy de cerca, acompañado por cuatro valerosos sikaris, y al cabo de dos días y dos noches conseguía descubrirlo dentro de un bosque de palas y prenderlo.

—Así lo creo también.

—¿Y el preso era el mismo thug que había cometido tantos crímenes?

—Llevaba tatuada en el pecho una serpiente azul con cabeza de mujer, y, por tanto, no cabía duda de que era un secuaz de la maldita diosa, que sólo ordena crímenes a sus adoradores. Además, llevaba todavía encima un pañuelito de seda negra con una pequeña bola de plomo cosida a una punta, y amén de esto, un verdadero lazo que le servía de cinturón. ¡Oh! No negó sus delitos; antes bien, se jactó de ellos, lamentándose sólo de haber sido perturbado en sus negocios.

—Sería ahorcado.

—Se le ató a la boca de un cañón y fue lanzado en pedazos por los aires en presencia de cien mil personas.

—Bien hecho —dijo el cazador de ratas—. Esos miserables no merecen misericordia.

—Si yo fuera el marajá, a estas horas habría yo hecho otro tanto con ese falso brahman.

—¿También tú? ¡No, no! Primero debe hablar y después morir. Si quiere le daremos a escoger entre la horca, el fusilamiento o la boca de un cañón.

—¡Oh, no!

—No me fiaría de la cólera del marajá, sahib.

—Pues tiene muchísima sangre fría… ¿Qué es eso? Timul se ha detenido.

El rastreador, que había ya recorrido más de quinientos metros, apartando siempre el polvo y olfateando como un verdadero podenco, se había levantado, y dejando la linterna, hallábase con las manos en las caderas mirando en derechura hacia delante.

Kammamuri, que precedía andando al ratt, se reunió con aquél, y dándole un leve empujón, le dijo:

—¿Estarás tú también hipnotizado?

—No, sahib —respondió el joven sonriendo—. Aquí no veo los ojos de aquel hombre, y, además, no tiene ya más que uno.

—¿Qué buscas, pues?

—Creo haber descubierto ya la dirección exacta tomada por la princesa; te aseguro, sahib, que ha salido de la ciudad.

—¿Ha dejado la capital? —preguntó Kammamuri, sobresaltado—. Entonces la han robado.

—No; si tal hubiere sucedido, habría descubierto otras huellas sospechosas; mientras que, al contrario, en torno a las de la rhani, sólo he advertido las de los pies vulgares del vecindario.

—¿No te engañarás?

—No, sahib.

—En ese caso, ¿adónde habrá ido? —preguntó el cazador de ratas, no menos inquieto que el maharato—. ¿Le habrá ordenado ese bandido que se esconda en algún bosque?

—No dejaré de encontrar su rastro —respondió Timul—. Seguidme; ahora ya no necesito olfatear el polvo del camino. Estoy orientado.

—¿Tienes alguna brújula en la cabeza? —dijo Kammamuri.

—No conozco ese animal, sahib —respondió el joven rastreador—. Sé bien que es el que guía las naves que surcan el Océano Indico, pero no he visto nunca ninguno. ¿Quién sabe? Es posible que yo tenga dentro del cráneo alguno de esos bichos. Venid; estoy seguro de no equivocarme.

—¡Qué hombre más extraordinario! —exclamó el cazador de ratas—. Vale tanto como el brahman, o paria, o lo que sea.

Timul recogió su linterna y avanzó con bastante velocidad a lo largo de una calle inmensa que conducía hacia los baluartes meridionales de la capital.

El coche tirado por los cebús seguía al pequeño grupo, iluminado solamente por dos grandes lámparas chinas que proyectaban sobre la calle extraños fulgores sanguinolentos.

Durante veinte minutos largos, el rastreador continuó andando sin inclinarse más que alguna vez para remover el polvo, y llegó por fin a los alrededores de la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba la gran cloaca.

—¡Mis sospechas se han confirmado! —gritó Kammamuri—. Aunque me hubiese faltado este incomparable rastreador, habría yo logrado encontrar a la princesa.

—No te entiendo, sahib —dijo el cazador de ratas.

—Estoy casi seguro que el brahman ha ordenado a la rhani irse a esconder $n algún lugar de las cloacas, desconocido quizá de ti mismo.

—¿Desconocido de mí? ¡Oh, no, sahib! Yo he estado cazando ratas durante diez años y conozco todos los conductos y rotondas que sirven para el desagüe de las cloacas. Si se halla allí dentro, la encontraremos; puedes estar seguro.

—¿Y si el brahman la ha mandado que se arroje dentro del río de inmundicias?

—No me aterréis, señor —dijo el baniano, que se había puesto lívido—. No; no es posible.

—Nosotros no retiramos todas las escalas, ¿verdad?

—No; todavía habrá pasadizos entre las dos orillas.

—¿Y si se ha caído?

—Las personas hipnotizadas caminan como nosotros y sin correr peligro alguno.

Timul se había detenido ante la vieja pagoda, junto a la cual desembocaba el río de fango y basuras.

Sahib —dijo, mirando a Kammamuri con ojos extraños—. Esta inmensa abertura que arroja aguas sucias, ¿adónde conduce?

—A las cloacas.

—¿Las conoces tú?

—Las conoce palmo a palmo el baniano, que ha pasado aquí las noches durante muchos años.

—Pues bien; la princesa ha penetrado bajo esta bóveda tenebrosa.

—Aquí ya no hay polvo. ¿Cómo lo sabes?

—Lo presiento —respondió lacónicamente el joven.

—Hemos sido unos imbéciles —dijo Kammamuri, dando un puñetazo en el aire.

—¿Por qué sahib?

—Debimos haber traído dos perros del Tibet.

—¿Acaso no basto yo? Quizá olfateo mejor que ellos.

Atizaron las linternas y se introdujeron bajo la inmensa bóveda cargada de miasmas, siguiendo la orilla izquierda de la corriente fangosa.

Timul avanzaba ahora con mayor precaución. Inclinábase con más frecuencia sobre la larga margen de piedra y parecía reflexionar con cuidado.

¿Dudaba? Quizá no, pero en medio de aquella intensa oscuridad, sentíase como extraviado.

—Y bien, Timul —preguntó el maharato, viéndole detenerse por décima vez—. ¿Has perdido la pista?

—No, sahib —respondió el joven—. Llevo conmigo el zapato de la rhani.

—¿Y la sigues olfateando?

—Sí, sahib.

—Eres un perro humano completamente extraordinario. Es preciso admirarte.

Habían ya recorrido casi un kilómetro, siempre a lo largo del hediondo río, cuando se hallaron ante la escala que el cazador de ratas había echado sobre ambas orillas después de saltar sobre las alfombras.

Timul se detuvo de nuevo haciendo grandes gestos.

—¿Qué hay, pues, de nuevo? —preguntó Kammamuri, amartillando por precaución sus pistolas de dos cañones larguísimos—. ¿Has perdido acaso el rastro?

—Aquí hay un paso de la escala roto —respondió Timul, que parecía muy preocupado.

—¿En la escala?

—Sí, sahib.

Iba Kammamuri a responder, cuando resonó el estallido de un trueno, que retumbó siniestramente bajo las numerosas galerías.

—Va a estallar una tormenta —dijo el cazador de ratas—. Hay que tener prudencia. Apresurémonos, pues, si la rhani se encuentra aquí, correrá peligro de morir ahogada.

—Pero, ¿dónde está? ¿Dónde? —gritó Kammamuri, haciendo un gesto de desesperación—. ¡Oh, pobre marajá, qué noche tan triste! ¡Cuánta razón tenía al suspirar por su Mompracem!

—Pasemos, no perdamos tiempo —dijo el baniano, a punto que estallaba un segundo trueno, seguido de extraños rumores, producidos quizá por el viento al desencadenarse sobre la ciudad.

Timul se puso sobre la escala y la sacudió vigorosamente para ver si cedía. Después, tranquilamente, avanzó hasta el sitio donde el bambú había sido roto o cortado.

Los tres hombres pusiéronse a observarle, poseídos de creciente ansiedad.

—Ha sido cortado —dijo por fin el rastreador.

—¿Y por quién? —preguntó Kammamuri, que sintió correr por su frente gruesas gotas de frío sudor—. ¿Habrá vuelto aquí después de nuestra retirada alguno de aquellos miserables?

—Tal vez se quedase aquí.

—¿Para qué?

—Para tomar quizá provisiones abandonadas por los otros.

—¿Sabes que comienzo a tener miedo?

—Tampoco yo estoy tranquilo, sobre todo porque esta tormenta va a hacer muy difícil nuestra exploración. Cuando caen aguaceros, el río crece, y todos los pequeños conductos, aun los que se encuentran sobre la alcantarilla principal, vomitan agua con furia increíble. ¡Pobre del que no conozca los escondrijos!

—Pero tú lo conoces:

—Sí, sahib.

—¿Estaremos allí seguros?

—Lo espero.

—Eso es una promesa muy vaga, amigo.

—Yo me he refugiado muchas veces y ya ves que estoy aún vivo, aunque viejo.

Atravesaron la escala y Timul se echó de nuevo a tierra después de oler otra vez la babucha de la rhani.

—Sí —dijo al poco tiempo con resolución—. La princesa ha pasado por aquí.

—¿Adonde se dirigía?

—Pregúntaselo a aquel perro de brahman, paria o lo que quiera que sea —respondió el maharato con voz airada.

—¡Hacerla venir aquí! ¿Querría que se perdiese entre estos canales, para morir de hambre y de sed?

—De seguro. Como él sufría hambre y sed, trató de vengarse en la princesa el malvado. ¡Oh, aún no está muerto y yo le prometo que deplorará amargamente sus maldades y el poder de sus ojos fosforescentes!

Habíanse puesto a caminar sobre la larga margen, poniendo oído a los grandes fragores que resonaban a flor de tierra y que los canales reproducían con mayor intensidad.

Había momentos en que parecía que toda la artillería de la capital disparaba a un tiempo; tan grande era el estruendo.

—Tened cuidado que no os caiga algún peñasco en la cabeza —dijo el cazador de ratas a sus compañeros—. Cuando por fuera truena, las viejas bóvedas ceden en un sitio o en otro, y yo mismo me he librado muchas veces por milagro de una muerte segura.

—¿No están, pues, seguras? —preguntó Kammamuri, que comenzaba ya a mirar a lo alto.

—Son algo viejas, sahib. Pero resistirán todavía muchísimos años. Los mogoles sabían construir.

—¿No te parece que Timul nos guía hacia la rotonda donde sorprendimos a los parias y cogimos preso al brahman? Yo me había figurado que la rhani se encontraría allí.

—¿Nos falta mucho?

—Un cuarto de hora. Ahora el rastreador corre.

—Tendrá miedo también de las peñas que caen de lo alto y de las aguas que de un momento a otro pueden venírsenos encima.

—Eso me preocupa a mí también —dijo el cazador de ratas—. La rotonda será sin duda la última que se inunde, pues se encuentra sobre el canal central, ¿no lo recuerdas, sahib?

—Yo no vi más que tinieblas, y por eso no pude observar nada —respondió el maharato—. Si lo dices tú, que has habitado aquí tantos años, te creo.

Timul, entretanto, continuaba apretando el paso, asustado también por los truenos que retumbaban dentro de las galerías como cañonazos de marina.

En algunas galerías, que bajaban hasta el conducto central, oíase ya el rumor de las aguas.

Recogíanse allí para caer después con violencia en el negro y pestilente río y darle un poco de movimiento.

De las bóvedas caían de cuando en cuando piedras, que se rompían en pedazos, como si fuesen bombas cargadas de pólvora.

Habían transcurrido otros diez minutos y los tres hombres continuaban corriendo, cuando el canal fue inundado de pronto por un torrente de agua amarillenta cargada de arenas arrojadas por los pequeños conductos.

—¡Aprisa! —gritó el cazador de ratas—. Estamos a punto de ser arrastrados al río de inmundicias.

Púsose a la cabeza del grupo. El rastreador era ya inútil, pues las huellas de la rhani habrían sido borradas por las aguas que irrumpían con creciente furia.

Todos corrían como nilgò. o antílopes indostánicos, dando tremendos saltos cuando algún torrente venía sobre ellos.

La inmensa ciudad subterránea era un espantoso hervidero. Las aguas, bajando de los conductos y rotondas, buscaban salida en el canal del centro.

—No nos perdamos unos a otros de vista o estamos perdidos —gritó el baniano levantando la linterna cuanto podía—. La rhani no puede hallarse más que en la rotonda. Ahora estoy seguro.

Y corrían, corrían, con el agua unas veces hasta las rodillas, otras hasta la cintura, procurando no dejarse arrastrar hacia la corriente fangosa, de la cual no hubieran ciertamente salido con vida.

11. Noche de angustia

El huracán seguía rugiendo sobre la ciudad en un crescendo espantoso. La India sufre a veces largas sequías, pero en ella, como en todas las regiones ecuatoriales, se desencadenan de cuando en cuando, y sin que nadie los anuncie, ciclones espantosos, que nada tienen que envidiar en violencia a los tan tristemente famosos de las Antillas.

—Más hubiera valido que esta tormenta estallase antes, y habría extinguido con su gran masa de agua el incendio que devoraba el palacio del marajá —murmuraba Kammamuri, mientras seguía saltando sobre torrentes amarillentos que brotaban de todas partes, cayendo con estruendo infernal sobre el río de inmundicias, convertido ya en rápida corriente.

Bajo las bóvedas se esparcían olores pestilentes, a causa de haberse removido el fondo del conducto central, en cuyas aguas se corrompían las basuras de toda la ciudad. Allí estaba el peligro de coger el cólera.

—¡Infelices de aquellos tres hombres, si no hubieran sido indostanos! No habrían podido ir muy lejos entre aquellos miasmas asfixiantes.

Entretanto, sobre la superficie de la tierra continuaban estallando los truenos, que retumbaban en las cloacas con tal intensidad, que los tres hombres no podían oírse unos a otros.

—¡La última! —gritó de allí a poco, con voz altísima, el cazador de ratas, recogiéndose sobre sí mismo como un tigre para saltar sobre un furioso torrente, que salía rugiendo siniestramente por una gran abertura.

—¿La última qué? —preguntó Kammamuri, preparándose también al gran salto.

—Ya no hay más corrientes de agua a nuestro paso, sahib.

—Pues el canal está anegado, y esta agua parece venir de un lugar mucho más alto. ¿Estará inundado el refugio de los parias?

El cazador de ratas, en vez de responder, saltó por encima del torrente con la misma agilidad que si tuviese veinte años, y cayó sano y salvo a la otra parte.

Kammamuri y el rastreador, mucho más jóvenes, le siguieron al punto, pero se hallaron con el agua hasta las rodillas, y aquella agua salía del último escondrijo de los parias y del famoso brahman.

—Tú me has dicho que en la rotonda desemboca un conducto, ¿verdad? —preguntó Kammamuri, cuyo corazón latía fuertemente.

—Sí —dijo el cazador de ratas.

—¿Pero esta agua no viene del refugio? Mira cómo baja.

—No te asustes, sahib. La rotonda está en cuesta y se bajará en seguida.

—El huracán no aparenta ceder. Ha sido un verdadero ciclón.

—Quizá es más el estruendo que la fuerza —respondió el cazador de ratas.

—¡Pobre señor Yáñez! ¡Qué noche tan terrible para él!

Habíanse cogido de la mano para resistir mejor las aguas que venían cada vez con más furia de la rotonda, distante apenas unos centenares de pasos.

Evitaron con gran fatiga otra corriente de agua que bajaba de una tenebrosa galería, y avanzaron rápidamente, llevando bien altas las linternas, para que las salpicaduras no apagasen las luces.

—¡Hemos llegado! —gritó el cazador de ratas—. Otro esfuerzo y, si el rastreador no se ha engañado, encontraremos a la princesa.

Empujándose recíprocamente, luchando furiosos con las aguas, que amenazaban siempre arrastrarlos y hundirlos en el río fangoso, entraron por fin en la vasta rotonda.

Del pecho de Timul brotó de repente un grito.

—¡La princesa!… ¡No me equivoqué!

—¿Vive aún? —preguntó Kammamuri, saltando hacia delante.

—Pero… ¿dónde descansa? Sobre una enorme tortuga terrestre, semejante a las que viven en las cavernas de las altas montañas del Himalaya.

—¿De dónde ha salido ese animal?

—¡Oh, yo he cazado muchos! —dijo el cazador de ratas.

Todos se habían precipitado hacia delante, sin cuidarse de las aguas que les rodeaban y que producían dentro de la rotonda un ruido ensordecedor; y habían descubierto a la princesa, encaramada sobre una tortuga tan grande como un barquichuelo y que pesaba varios quintales..

—¡Señora, señora! —gritó Kammamuri, sosteniéndola con los brazos para que no se mojase—. ¿Cómo habéis venido aquí?

La princesa le dirigió una mirada todavía incierta, y pareció hacer un esfuerzo supremo para recoger sus ideas.

—Aquel hombre —dijo, por fin— lo ha querido.

—¿El miserable magnetizador?

—Sí, el mismo.

—¿Y ha sido también él quien os ha mandado prender fuego al palacio real?

—Sí, él; siempre él —respondió Surama, con voz débil—. ¡Oh, tengo miedo de ese hombre!

—¿Y no pensasteis, alteza, que podíais abrasar a vuestro hijo, y aun al señor Yáñez, vuestro esposo?

—No sé…, no sé… Yo debía obedecer y obedecí.

—¿Y después el infame os mandó que vinieseis aquí a esconderos?

—Sí.

—¿Cómo habéis llegado sin caer al agua?

—Parecíame que alguien me guiaba y tal vez me sostenía.

—¿Qué maleficio tiene, pues, aquel perro en sus ojos? —aulló Kammamuri, rechinando los dientes—. Pero esto va a acabar, porque el otro ojo se lo sacaré yo con un punzón.

La rhani se había abandonado entre sus brazos como si estuviese sumida en una especie de letargo, pero sus párpados permanecían levantados.

—¿Podemos irnos? —preguntó Kammamuri, volviéndose hacia el cazador de ratas, que se había sentado tranquilamente, al lado de Timul, sobre el enorme caparazón de la tortuga.

—Es demasiado tarde, sahib —respondió el baniano—. Tenemos que esperar a que toda esta agua halle salida; de lo contrario, seremos arrastrados hacia el río de basura, sin esperanza alguna de salvarnos.

—¡Y el huracán continúa!

—Demasiado, sahib —respondieron los dos hombres, abandonando sus puestos y volviendo a sumergirse en el agua hasta los muslos.

—¿Será un ciclón?

—Es extraño, sahib —dijo el baniano—. Suelen durar poco, pero éste no parece acabar.

—Subid sobre la tortuga, y colocad mejor a la princesa. Este buen animal no ha de moverse.

Kammamuri subió sobre el dorso del enorme reptil, y apoyó sobre sus rodillas a la rhani, que continuaba aletargada.

Por el pequeño conducto que apenas tenía medio metro en cuadro, seguían saliendo las aguas amarillentas y comenzaban a no encontrar paso a la salida, por chocar quizá con otros torrentes que se dirigían al conducto central.

El baniano, conocedor de las cloacas, comenzaba a alarmarse al ver que las aguas de la rotonda subían poco a poco, y el ciclón no cesaba. Truenos espantosos resonaban dentro de los canales, sacudiendo las viejas bóvedas, que venían resistiendo desde hacía dos o tres siglos.

A lo largo del canal debían de haber ocurrido enormes derrumbamientos.

Transcurrió una media hora, durante la cual no cesó de retumbar el trueno. Después el nivel de las aguas, tan alto ya que amenazaba ahogar al enorme reptil, descendió bruscamente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el maharato, que advirtió en seguida el descenso de las aguas.

—Yo creo que el agua que sale de esta rotonda no encuentra ya el torrente que quizá le cortaba el paso —respondió el baniano—. Comienzo a esperar que saldremos pronto de aquí sahib. Ved, también los truenos han cesado.

—Debe de haberse terminado el ciclón —dijo Timul, que cuidaba de que las salpicaduras del agua no apagasen las linternas.

—¿Irá crecido el río de inmundicias? —preguntó Kammamuri.

—Sin duda alguna —respondió el cazador de ratas descabezando a un par de roedores que había intentado saltar sobre el dorso de la tortuga.

—¿Podremos atravesarlo?

—¿No está allí la escala?

—Puede haber sido arrastrada. Debemos pensar en todo.

—No lo creo; las orillas del canal son bastante altas, sahib.

—El agua sigue bajando más y más —gritó entonces Timul.

—Ya casi no sale del conducto.

También la tortuga se había apresurado a huir del peligro de ahogarse, pues afirmando sus robustas patas, procuró dirigirse hacia la salida; pero tuvo muy pronto que ceder. La carga que sostenía era demasiado enorme.

—Después te irás, querida —dijo el baniano—. Ningún mal te haremos, pues te estamos muy agradecidos.

Bajó del caparazón y comprobó con viva alegría que el agua le llegaba ya sólo hasta las rodillas.

—Me parece que ha llegado la hora de que volvamos a la superficie del suelo. ¿Quieres que te ayude, sahib, a conducir a la rhani?

—No es necesario —respondió Kammamuri, bajando a su vez con gran cuidado—. Encargaos solamente de mi linterna, que no puedo llevar yo.

Miraron por última vez al gigantesco reptil, que se había puesto en movimiento y giraba en tomo a la rotonda, y atravesaron el canal de descarga, penetrando en el principal.

Dentro de la cloaca oíase un estruendo enorme de aguas. El río central, extraordinariamente engrosado, había abandonado su pereza y corría agitado, estrellándose una y otra vez rabiosamente contra las márgenes.

Olores pestilentes, casi asfixiantes, se alzaban invadiendo todas las cloacas.

Los tres indostanos apretaron el paso, ansiosos de llegar al sitio donde habían dejado la escala; pero de cuando en cuando tenían que aflojar a causa de pequeñas piedras, caídas de la vieja bóveda, que embarazaban el camino.

Los canales de desagüe continuaban arrojando torrentes de agua fangosa, pero no con el ímpetu furioso que al principio, de manera que podían salvarlos fácilmente los fugitivos, los cuales se mantenían siempre alejados del río central, y uno detrás de otro.

Como de costumbre, el cazador de ratas iba a la cabeza, y antes de avanzar escuchaba el ruido de las aguas, temiendo alguna nueva y más violenta inundación.

Kammamuri venía después con la rhani, que aún no se había despertado.

El último era el rastreador, que ya no tenía nada que rastrear.

Caminaron, descansando a veces, durante una media hora, y llegaron por fin al sitio donde se hallaba la escala.

Las aguas del canal no habían llegado a subir hasta el punto de poderla arrastrar.

—Hemos sido afortunados —dijo el cazador de ratas—. Si nos llega a faltar esta pasarela, estaríamos perdidos.

—Hará falta mucho valor para atravesar esa hedionda corriente que exhala olores tan sofocantes —dijo Kammamuri—. Da miedo ver estas aguas alborotadas.

—¿Quieres darme por un momento a la rhani? Yo estoy más avezado que tú a estas travesías.

—No; yo sólo la llevaré y se la entregaré al marajá.

—Entonces, déjame que te preceda con la linterna. No olvides que falta un paso.

—No lo he olvidado, y eso es lo que me preocupaba.

—Estaré yo pronto a ayudarte.

El cazador de ratas cogió las dos linternas y avanzó intrépidamente sobre la escala, sin preocuparse del terrible estruendo de las aguas lanzadas en carrera desenfrenada.

¡Cuántas inundaciones había visto él en aquellas cloacas, y cuántas veces se había salvado por sólo un milagro!

La peligrosa travesía se hizo en menos de un minuto, y los tres hombres, con la princesa, se hallaron en la otra orilla, que conducía a la salida del gran canal, junto a la vieja mezquita en ruinas.

—Nos hemos salvado por fin —gritó el baniano.

—Escapemos antes de que el río se desborde.

Lanzáronse a toda carrera, saltando algunas veces sobre peñascos enormes caídos de la bóveda a consecuencia de aquel retumbar de truenos, y descubrieron una luz tenue.

Por fuera alboreaba, y el ciclón, con la misma rapidez que había estallado, habíase deshecho, no sin haber causado graves daños en los barrios pobres, cuyas cabañas habían sido arrastradas como si fuesen hacecillos de paja.

—¡El ratt, el ratt! —gritó el baniano.

En efecto, el bravo conductor de los cebús no se había alejado. Habíase refugiado con su coche y sus bueyes bajo un pórtico y esperaba pacientemente a los salvadores de la princesa.

—Os creía muertos —dijo, sacando en seguida fuera su carruaje—. He temido mucho por vosotros.

—Pues, como ves, hemos vuelto con la rhani —respondió Kammamuri, subiendo al lindo vehículo y acomodándose bajo su cúpula—. Vamos.

Los cebús partieron a galope desenfrenado, bufando y mugiendo, mientras las tinieblas comenzaban a disiparse rápidamente.

Fue una carrera fulmínea, pues el conductor, no contento con pinchar a los pobres animales, retorcía cruelmente las colas a los dos más cercanos.

—Hemos llegado —dijo Timul, mientras varios soldados se precipitaron sobre ellos apuntando sus carabinas.

—¡Paso! —gritó Kammamuri—. Os traigo a la rhani. ¿Dónde está el marajá?

—Junto a los prisioneros, sahib —respondió el jefe de la compañía, ordenando a sus hombres que abriesen filas.

—¿Debemos seguirte, sahib? —preguntó el cazador de ratas.

—Por ahora, no; si necesito de vosotros, os mandaré llamar.

Apretó bien entre sus brazos a la rhani y se precipitó en el bungalow, penetrando al punto en la sala baja, donde se hallaban los dos prisioneros, y que estaba aún alumbrada.

Yáñez, que interrogaba, ayudado de Tremal-Naik, al viejo paria, al oír abrirse la puerta con estruendo, se volvió y lanzó un grito intensísimo.

—¡Mi mujer!… ¡Mi Surama!… ¡Oh, gracias, Kammamuri! Ya comenzaba a desesperar.

La cogió entre sus brazos, la apretó contra su pecho y estampó un beso en su frente.

Al contacto de aquellos labios, la princesa abrió los ojos, y los fijó en su esposo.

—¡Surama! ¡Surama mía! —exclamó el marajá, estrechándola contra su corazón—. ¿Dónde has estado? ¿Qué te ha ocurrido, que vienes toda empapada de agua? ¿Has querido desafiar el ciclón?

La rhani no respondió. Miró alrededor, y atraída por una fuerza misteriosa, clavó sus ojos en el lecho donde jadeaba el brahman, sujeto siempre por robustos cordeles.

—¡Por todos los dioses de la India, habla, Surama! —gritó el portugués, con voz casi imperiosa.

La princesa le rodeó el cuello con sus brazos y dijo con voz ronca:

—¡Oh, qué horrible sueño! ¿Verdad que he soñado, dueño mío?

Kammamuri hizo al portugués un signo negativo. No había soñado, por desgracia, la pobre soberana del Assam.

—¡Oh, qué horrible sueño! —repitió Surama, estremeciéndose toda, y estrechando el cuello del portugués—. ¡Cuánta agua he visto correr! Y después pasé por una escala, y encontré un enorme reptil, una tortuga.

—¿Has soñado? —dijo Yáñez.

—Creo que sí, señor. ¿Cómo podría, si no, encontrarme aquí?

—¿Y no has visto en sueños también a Kammamuri? —preguntó Tremal-Naik.

—No…, no…, no lo he visto, pero me parecía oírle de lejos amenazar al reptil para que no me hiciese daño.

—¿Estás cansada, verdad, mi pobre Surama? —preguntó Yáñez.

—Sí, esposo mío, y quisiera descansar un rato junto a mi hijo.

—El ama del niño te cambiará la ropa, pues estás toda mojada, y te dormirá cantándote alguna de tus canciones favoritas. Vamos, princesita mía, nosotros tenemos aún que hacer aquí.

Llevándola siempre muy abrazada, salió por otra puerta que conducía a las habitaciones reales, mientras Kammamuri informaba rápidamente a su patrón de cuanto había acontecido.

Un minuto después volvía el marajá. Su semblante estaba alterado por concentrada cólera, y sus ojos, ordinariamente serenos, despedían relámpagos.

—¿No ha soñado, verdad, Kammamuri? —preguntó.

—No, señor Yáñez. La hemos encontrado en la rotonda que ocupaban los parias, asida a una gigantesca tortuga.

—¿Entonces ese perro de brahman sigue imponiéndole su voluntad?

—Sin duda alguna.

—¿Qué hacer? —preguntó Yáñez, mirando a Tremal-Naik, que parecía muy preocupado.

—Yo, en tu caso, dejaría completamente ciego al miserable —respondió el indostano—. Sácale los ojos, y el fluido misterioso cesará de obrar.

—Pero yo no quiero que muera ese hombre —dijo Kammamuri.

—Se puede vivir sin ojos —respondió fríamente Tremal-Naik—. Además, el viejo paria nos ha revelado bastante, aunque aún nos falta saber el nombre del desconocido que se dispone a levantar aquí una insurrección.

—Ese nombre lo conocía sólo el brahman, ¿verdad, patrón?

—Sí, Kammamuri.

—Entonces es preciso que viva. En cuanto a la pérdida de la vista, nada me importa. Puede hablar sin ver.

—¡Ah, no! —dijo Yáñez—. Primero tiene que despertar a Surama. Me espanta que mi mujer tenga que estar siempre magnetizada y sujeta a mandatos incomprensibles.

—Tienes razón, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Primero debe liberarla del fluido magnético.

—Entonces, dejadme obrar a mí —dijo Kammamuri.

Aproximóse al lecho sobre el cual yacía el brahman o paria, como queramos llamarlo. El desgraciado, rendido de sueño, de hambre y sobre todo de sed, se hallaba en un estado deplorable. Pero su único ojo lanzaba todavía destellos misteriosos, intentando fascinar a los tres hombres. Kammamuri cogió de una mesilla una botella de cerveza y un gran vaso, y destapó aquélla delante del prisionero, diciéndole:

—Si mandas despertar a la rhani, te daré a beber este vaso de cerveza.

Un ronco silbido salió del pecho del prisionero, y pareció crecer la extraña luz de su mirada.

—¿Me has entendido?

El brahman, que no podía resistir por más tiempo su espantosa sed, hizo un signo afirmativo.

—Ordena, pues, a la rhani que vuelva al estado lúcido.

—Ya… está… hecho —dijo con voz ronca.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, id a comprobarlo. No quiero dejarme engañar por este hombre.

El portugués salió casi corriendo, y poco después volvía con alegre semblante.

—El encanto se ha desvanecido —dijo—. Surama está ya en pie y no recuerda nada. Da de beber a este miserable.

Kammamuri acercó a los labios del prisionero, ya negros y agrietados, el vaso de cerveza, y se lo vació en la garganta.

Un verdadero aullido de fiera satisfecha sacudió el pecho del brahman.

—¿Estás mejor ahora? —preguntó Kammamuri.

—¡Más…, más…!

—Bien; pero nos dirás por cuenta de quién obran los parias.

—No… lo… sé…

—Sabemos que tú eres su jefe.

—¿Quién… lo… ha… dicho…?

—Ese viejo cazador de cocodrilos que se halla atado sobre otro lecho, y a quien tú debes conocer muy bien.

—Ese… perro…

—Y nos ha dicho también que tú estás a sueldo de Shindia, el ex rajá.

El brahman lanzó un verdadero rugido, y volviéndose hacia el viejo, que presenciaba impasible aquella escena, recogió todas sus fuerzas y dijo bramando:

—¡Traidor!…

—¡Ah, por fin te has rendido! —gritó Yáñez, echándose casi encima del miserable—. Ahora no negarás ya que fuiste tú quien envenenaste a mis ministros. Mójale la garganta para que pueda hablar mejor, mi buen Kammamuri.

El maharato le obedeció prontamente, y el prisionero, devorado por una sed que había llegado a ser casi inextinguible, apuró un nuevo vaso de cerveza.

—¿Confesarás ahora? —le preguntó Yáñez, empuñando una pistola.

—¡Me han… hecho… traición…, los muy perros! —aulló el brahman, con un tono de voz que no tenía nada de humano—. Es ya inútil… que lo niegue… Trabajo en favor de Shindia… y yo fui el que envenené a tus ministros con baba de bis cobra. Ahora mátame, si quieres… No puedo ya resistir…, tengo sueño.

—Apura primero toda la botella —dijo Kammamuri—. Más tarde te daremos de comer cuanto quieras y más cerveza.

—Y después me mataréis…, ¿verdad?

—Ni la princesa ni yo hemos decidido aún tu suerte —dijo Yáñez, con voz grave, volviendo a poner el arma en su ancha faja de seda—. Tú quizá puedas vivir, aunque sólo te quede un ojo, y hasta llegar a ser rico, porque yo sabré pagarte mejor que el rajá, te lo aseguro. Las cajas del Estado están harto colmadas de rupias y de mohrs..

—No cumplirás tus promesas, alteza… Además, la vida no me importa.

—Confiesa que eres un paria y no un brahman.

—Sí, soy un paria, pero hijo de un famoso capitán.

—Que debió de ser tan bribón como tú, si no más —dijo Tremal-Naik, que había sujetado al viejo para impedirle hablar, disculpándose de aquella traición que no había cometido.

—Era un gran capitán.

—¡De ladrones! —gritó el viejo, que no pudo guardar por más tiempo silencio.

—Los ladrones constituyen también una casta en la India —dijo Yáñez—, y por eso no se los considera como famosos bribones. Por lo demás, esto no nos interesa. Ahora sabemos ya lo suficiente, y, por el momento, sólo nos falta hacer una visita a la pagoda en Kalikó con un buen golpe de rajaputos.

—¿Kalikó? —preguntó Kammamuri.

—Durante tu ausencia el viejo nos ha revelado datos preciosos, y sabemos dónde podremos sorprender a los capitanes de Shindia.

—¿Ha venido, pues, el rajá?

—Esto lo debes comprobar tú. Antes de que el sol se ponga, partirás, y te dirigirás a aquella ciudad. Necesito también que vayas allí para que le pongas a Sandokan un telegrama cifrado, diciéndole que venga aquí lo más pronto posible con algunos centenares de malayos. Sólo cuando vea a ese hombre me consideraré algo seguro.

—Sin embargo, todo el país parece tranquilo, señor Yáñez.

—Sí, muy tranquilo. Hace dos horas hemos recibido un telegrama de Silkar, avisándonos que los habitantes se habían insurreccionado ayer de repente, con el pretexto de no pagar los impuestos, y habían abatido las banderas de la rhani, aunque sin atreverse hasta ahora a enarbolar las de Shindia.

—¿Y la guarnición?

—Pasada toda a cuchillo. Allí abajo no nos queda ya ni un soldado para hacer respetar nuestro Gobierno.

Yáñez sacó un cigarrillo, lo encendió con su flema acostumbrada y, aspirando rápidamente un par de bocanadas de humo, dijo:

—Shindia quiere medir sus fuerzas conmigo y encender nuevamente la guerra entre estas gentes que yo he tratado, por todos los medios posibles, de civilizar. ¡Bien está! Veremos si me quedo aquí victorioso, junto a mi hijo, o me obligan a volverme a Malasia. En verdad, allí estaba mucho más contento que aquí.

Pasóse una mano por la frente y pareció reflexionar.

—No queda otra cosa que hacer —dijo, después—. Tenemos veinte elefantes y muchos guerreros dispuestos a dejarse matar por nosotros, y, además, vendrán también los montañeses de Sadhia, que con tanto valor me ayudaron a ganar para la rhani la corona que le pertenecía.

Kammamuri le señaló al prisionero, con un gesto amenazador.

—No —dijo Yáñez—, el ojo que le queda puede sernos útil. Creo que este hombre se decidirá, mediante una buena paga, a ponerse a nuestro servicio. Deja, pues, quieto tu tarwar, tigrecillo. ¿Están contigo el cazador de ratas y Timul?

—Sí, señor Yáñez. Creo que se hallan en compañía del rajaputo que nos mandaste.

—Que vengan a cuidar de estos hombres, y tú sube a mi cuarto, donde ya debe de estar preparado el almuerzo. A pesar del ciclón, los cocineros no han estado ociosos. ¡Por Júpiter! Hacía tres meses que no guisaban para mí ni para la rhani.

—Pues bien: ¿quieres un consejo? —dijo Tremal-Naik—. Bebe de botellas que estén selladas y no comas más que huevos. No me fío de todos estos envenenadores.

—Dejaremos entonces que se coman la tiffine. los dos perros del Tibet. Había olvidado el peligro. Vamos; ya es de día y la noche ha sido muy larga y penosa. Preparemos entre huevo y huevo nuestro plan de batalla.

12. La pagoda de Kaliko

Diez minutos después, Yáñez, Tremal-Naik, la princesa, que tenía al niño en los brazos, y que parecía no haber sufrido jamás aquel misterioso fluido magnético, y finalmente Kammamuri, hallábanse reunidos en una cómoda salita amueblada a la inglesa.

Los dos cocineros del palacete, informados ya de que el marajá y sus compañeros deseaban almorzar, habían preparado la mesa, adornándola con muchas flores.

De las cocinas salían excitantes olores esparciéndose hasta la sala, con gran contrariedad de Yáñez, que, por miedo a sufrir la muerte de sus ministros, se había jurado no comer más que huevos abiertos por sus propias manos y cocos partidos en su presencia.

—Mirad a qué extremos está reducido un marajá —exclamó, dando un puñetazo sobre la mesa—. Ni siquiera puede satisfacer su hambre.

—¿Pero temes que nos envenenen también a nosotros? No se atreverán, señor —dijo Surama.

—La traición nos rodea por todas partes, querida, y no se sabe lo que nos preparan los mercenarios de Shindia, que parecen ser todos parias. Conocen demasiado bien los venenos.

—Te repito que no se atreverán.

—Y yo te digo, reinecita mía, que lo mejor es no fiarse.

Además, se puede vivir perfectamente con sólo huevos, leche de cocos y algún plátano que iremos nosotros mismos a coger al jardín.

—Haces bien, Yáñez —dijo Tremal-Naik.

—¿Conque Shindia se ha escapado? —preguntó Surama, palideciendo.

—Así parece; pero mandaremos a Kammamuri a Calcuta a informarse mejor. Ese bribón, a quien tú pasabas cincuenta mil rupias al mes para que no nos molestase más y siguiese emborrachándose, amenaza nada menos que declaramos la guerra.

—¿No tienes confianza en nuestro pueblo?

—Ninguna, Surama. Tu pueblo necesita un tirano que fusile a sus vasallos para probar sus armas, como hacía Shindia desde las ventanas de palacio, y no dos buenas personas, como tú y yo.

—Me aterráis, señor.

—Tú eres la verdadera soberana, pues yo no soy más que un príncipe consorte, y debemos enterarte bien de todo.

—¿También vos creéis, Tremal-Naik, que va a estallar una insurrección a favor de Shindia? —preguntó Surama.

—Tenemos ya las pruebas —respondió el famoso cazador de la Selva Negra.

—¿Y tendremos acaso…?

—Silencio ahora, Surama —dijo Yáñez—. Después reanudaremos esta interesante conversación.

Habíase abierto la puerta, y los dos cocineros, seguidos de cuatro criados y de los dos perros del Tibet que habían sido salvados del incendio con los elefantes, entraron, llevando sobre grandes fuentes de plata toda suerte de viandas.

—Lo siento por vosotros —dijo Yáñez—, pero todos estos manjares deben volver a la cocina excepto un pudding que quiero dar a los perros. Traednos solamente huevos y nueces de coco. Aquí hay botellas de vino bien lacradas y nos las serviremos nosotros.

Tal fue el estupor de los dos pobres cocineros, los cuales durante una hora larga se habían estado asando ante los hornillos para preparar las viandas, que por poco dejan caer al suelo todo su trabajo culinario.

—Alteza —dijo por fin, reponiéndose, el más viejo—. No parece sino que teméis alguna traición de nosotros.

—No, de vosotros no —respondió en seguida Yáñez—. Ya sabemos que sois dos fieles vasallos; pero no me atrevo a comer vuestros condumios, si no los he visto guisar en mi presencia.

—No tenéis razón, alteza; pues aquí no ha entrado ningún envenenador. Bien sabéis que el palacete está cercado de rajaputos.

—¿Queréis que probemos? —dijo Tremal-Naik—. Kammamuri, saca fuera a uno de los perros y echaremos al otro ese pudding.

—Lo he preparado yo, sahib —dijo el segundo cocinero, con voz trémula—. ¿Por qué dudáis?

—Sentaos allá y probaremos. Que nadie salga —gritó en seguida, al ver que uno de los cuatro criados, un muchachuelo de apenas doce años, de aire astuto y de ojos inteligentes, trataba de ganar disimuladamente la puerta.

—¿Qué te pasa, Tremal-Naik? —preguntó Yáñez—. No parece sino que quieres dar muerte a alguien, según estás de agitado.

—Espera un poco, amigo. Creo haberte dado antes un buen consejo al recomendarte que no te fiases ni aun de tus cocinas.

Después, volviéndose hacia el primer cocinero, le preguntó:

—¿Quién es ese muchacho?

—Es un pinche, sahib.

—¿Cuánto tiempo hace que está a tu servicio?

—Sólo tres días.

—¿Y los otros?

—¡Oh, muchos años! Puede decirse que han crecido en las cocinas del bungalow.

—Está bien. Kammamuri, cierra la puerta y retira al moloso más grande.

—Ya está, patrón —respondió el maharato, que ejecutó la orden con rapidez, ansioso de ver lo que iba a suceder.

Tremal-Naik cogió dos platos, uno de los cuales contenía un asado bañado en vino de Madera, y el otro un magnífico pudding de hermosa corteza dorada, de olor exquisito, y lo puso delante del perro que había quedado en la salita.

—¿Crees que tienen veneno esas viandas? —preguntó Yáñez, enjugándose una gota de frío sudor.

—Esperemos —respondió Tremal-Naik, que no apartaba la vista del mozo sospechoso—. Hagamos una prueba.

El enorme can se había puesto a comer casi con furia, mordiendo ya un pedazo de asado, ya un trozo de pudding. Su larga cola de lanas abundantes se movía frenéticamente.

—¿Adviertes algo, Yáñez? —preguntó Tremal-Naik.

—Que el moloso padece una extraña agitación, aunque todavía no ha comido muchos bocados.

—Mira ahora ese muchacho que intentaba irse sin ser visto.

—¡Me parece que tiembla!

—¡Por Sivah!… —exclamó Kammamuri, dirigiéndose al pinche con los puños crispados.

—Déjalo ahora —dijo Tremal-Naik—. Veremos lo que hace el perro.

En aquel momento, Yáñez se alzó de su asiento gritando:

—¡El perro ha muerto de repente!…

En efecto, el pobre animal, después de haber encogido bruscamente la cola y bostezado largo tiempo, mostrando su terrible dentadura, se desplomó de golpe sobre un costado, y quedó completamente inmóvil.

—¡El pudding estaba envenenado! —gritó Yáñez, apuntando a los dos cocineros con sus pistolas—. ¿Quién ha sido?

—Alteza —dijo el primer cocinero, que temblaba como la hoja en el árbol y sudaba como si acabase de salir de un horno—. No puede haber sido más que ese muchacho.

—Lo llevaré a los elefantes —dijo Kammamuri—, para que se entretengan un rato en jugar con él a la pelota.

—Nada de eso —dijo Tremal-Naik—. Antes debemos averiguar con qué enemigos nos las habernos. Parece que se han introducido aquí también.

—Tremal-Naik, te debemos la vida —dijo el portugués.

Después se acercó al mozo, fijando sobre él una mirada.

—¡Ahora vas a hablar, bribón! —dijo—. Tú has entrado aquí hace sólo tres días. ¿Quién te ha enviado?

El muchacho se estremeció y su lengua pareció quedar paralizada; agitaba los ojos llenos de espanto, y se retorcía las manos.

Kammamuri le hizo beber una copa de ginebra, que pareció galvanizarle.

—Yo hablaré —dijo con voz trémula— para que no me hagáis daño—. Yo no sabía que el frasquito que me entregaron contuviese veneno.

Todos le habían rodeado mirándole con vivísimo enojo. Especialmente los cocineros y los otros criados parecían terriblemente exasperados.

Si se les hubiese entregado aquel mozo, lo habrían sin duda arrojado dentro de los grandes hornillos de la cocina, como si fuese una simple chuleta.

—Tú has hablado de un frasco —dijo Yáñez, haciendo a todos señal de que no hablasen.

—Sí, sahib —respondió el pinche castañeteando los dientes.

—¿Y dices que no sabías lo que contenía?

—No, señor; porque yo hubiera probado en seguida el pudding. Os lo juro por Sivah.

—¿Quién te lo dio?

—Un faquir que encontré hace cuatro días, que me sugirió la idea de presentarme a vuestros cocineros para trabajar con ellos.

—¿Y para qué te dio ese frasco? —continuó Yáñez, en medio del silencio de todos.

—Porque decía que haría los manjares destinados al marajá y a la rhani mucho más sabrosos.

—¿Y qué te aconsejó?

—Que echase cinco gotas dentro de algún dulce, pero sin que me viesen los cocineros, para que no robasen el secreto de hacer las viandas mucho más delicadas.

—¡En efecto!… —dijo Yáñez, con ironía—. Tan delicadas, que el que las come, sea hombre o animal, revienta.

—¿Tienes aún el frasco?

—Sí, sahib —balbuceó el muchacho.

Buscó entre la faja blanca que le ceñía la cintura y entregó al portugués un pequeñísimo frasquito de cristal blanco que contenía un líquido rojizo de aspecto repugnante.

—Es inútil que lo destapes —dijo Tremal-Naik a Yáñez—. Ahí dentro hay baba del bis cobra.

—¿Lo crees así?

—Verás.

En un ángulo de la salita dormitaba un magnífico pavo real, ave que se halla también en todas las casas de los indostaneses, donde se les trata con todo cuidado porque representan a la diosa Sarasvati, que protege los nacimientos y matrimonios.

Tremal-Naik quitó al ama del niño un sutilísimo alfiler, destapó la botellita y humedeció en el líquido la punta, y acercándose al pavo le pinchó ligeramente en el cuello.

—Ahora veremos los efectos —dijo—. Nuestros enemigos saben que el veneno del bis cobra, lo mismo que el del cobra y el de la serpiente diminuta, no tienen antídotos posibles, y procuran envenenarnos a todos. ¡Valientes canallas!

El pavo se había despertado bruscamente y estiraba su abundante cola para recogerla después como un gigantesco abanico resplandeciente de oro y tornasoles.

Miró con aire estúpido a las personas que le rodeaban, lanzó dos veces su estridente y desagradable graznido, y al punto comenzó el gran abanico a oscilar como si le sacudiese una fuerte corriente de aire, mientras las alas se alargaban hacia el suelo con un fuerte temblor.

—¿Lo ves, Yáñez? —dijo Tremal-Naik—. Este pobre pájaro está agonizando.

—Ya lo veo —respondió el marajá con voz profunda—. La baba del bis cobra no perdona.

En aquel punto, el soberbio pavo se recogió todo sobre sí mismo, agitó por última vez la cola, mostrando sus matices, y en seguida cayó como herido por un rayo, lo mismo que el moloso.

—¿Te atreverás tú ahora —dijo Tremal-Naik volviéndose al pinche— a tragar una sola gota del líquido contenido en el frasco?

—Ahora, no, señor —balbució el muchacho, cerrando los ojos y poniéndose intensamente pálido—; pero antes, sí; porque yo creía de buena fe que el líquido debía dar mejor sabor a las viandas.

—¿Y no has concebido nunca la menor sospecha de que el frasco podía contener veneno? —preguntó Yáñez.

—No, marajá.

—¿Te dio aquel faquir algo para que tú le obedecieses?

—Sí, un mohr, de oro, que aún conservo y que estoy dispuesto a entregaros.

—¿Has vuelto a ver a aquel hombre?

—Nunca.

—¿Sabrías reconocerlo?

—Si lo encontrase, sí; porque su fisonomía se me quedó profundamente grabada.

—O eres un gran zorro, como me inclino a creer —dijo Tremal-Naik—, o el mayor imbécil que se halla no sólo en todo el Assam, sino en toda la India.

—Y, sin embargo, he dicho la verdad, sahib.

—¿Pero antes no habías visto nunca a ese faquir? —preguntó Yáñez.

—Nunca, marajá.

—¿Tienes familia?

—No tengo a nadie. El hambre del año pasado hizo morir a mi padre, a mi madre y a mis tres hermanos.

—¿No tienes siquiera una cabaña?

—Ninguna; dormía en las que hallaba desiertas o en los jardines, y vivía de frutas robadas.

—¿Qué debo hacer con este muchacho? —preguntó Kammamuri, impaciente.

—Tampoco debe morir —dijo Yáñez—. Irá con nosotros a la pagoda de Kalikó. Quizá podamos hallar también a este segundo envenenador.

—¡Oh, sí encontráramos también a Shindia! —exclamó Tremal-Naik—. La insurrección estaría terminada de un solo cañonazo, disparado sobre la espalda de un solo hombre.

—No creo que Shindia sea tan imbécil que se aproxime tanto a la capital. Ahora estará en la frontera, ocupado en reunir sus parias, sus thugs, sus ladrones y todos los aventureros que acuden siempre adondequiera que haya esperanza de un gran saqueo.

Permaneció un instante en silencio, acercóse después a un escritorio y escribió algunas líneas sobre un pliego de papel.

—Tú, Kammamuri, partirás al momento en uno de mis elefantes hasta la estación ferroviaria de la frontera y mandarás a Sandokan este despacho.

—¿Me voy sin almorzar? —preguntó el maharato sonriendo.

—Almorzarás en la primera aldea que encuentres, y de fijo con menor riesgo que aquí.

—Alteza —dijo el primer cocinero con voz casi llorosa—, ¿no os fiáis ya de nosotros? Si queréis, os prepararemos en pocos minutos un nuevo almuerzo.

—¿Sin veneno de bis cobra? —preguntó Yáñez en chanza.

—Os lo juro, alteza.

—Ve, pues, buen hombre. Me fío de ti, y, además, Kammamuri y sus compañeros tendrán también hambre.

—No podrán sostenerse en pie después de una noche tan pesada, señor Yáñez —dijo el maharato.

—Sin embargo, tú irás a vigilar a los cocineros.

—No era menester que me lo dijeseis, aunque tengo confianza absoluta en estos buenos hombres.

En espera del almuerzo, que por poco les manda a todos al otro mundo si llegan a probar el primero, descorcharon algunas botellas de cerveza cuidadosamente selladas y que llevaban impreso en los lacres el escudo del Assam.

Los fieles cocineros cumplieron su palabra. No había transcurrido aún media hora, cuando volvieron corriendo con otros platos aderezados bajo la vigilancia de Kammamuri.

Comieron con presteza y sin aprensión, no olvidándose de los dos prisioneros, ni del rajaputo, que no los perdía de vista, ni tampoco del cazador de ratas ni del joven rastreador.

Como apenas eran las nueve y Yáñez dio orden de que los elefantes estuvieran preparados para las cinco, montados por cien rajaputos escogidos, determinaron descansar un poco.

Sólo Kammamuri, siempre infatigable, se apresuró a ponerse en marcha para no perder el tren que desde Agen, última villa de la frontera, debía conducirle a Calcuta.

Según dijimos, Timul debía acompañarle, mientras los demás se quedaban, junto con cuatro viejos guerreros fidelísimos, para custodiar al brahman y velar por la rhani y por el niño.

Yáñez había resuelto llevarse consigo al paria de la barba blanca y al pinche envenenador. Ayudado por éste, confiaba encontrar al faquir.

A mediodía, cuando todos descansaban, Kammamuri abandonó el palacete con el rastreador y dos rajaputos. Montaba uno de los mejores elefantes del marajá, tan bueno casi como el insuperable Sahur.

A las cinco partieron a su vez Yáñez y Tremal-Naik, acompañados del paria viejo y del mozo de cocina.

Todos los elefantes del parque real, que quizá pasaban de veinte, guiados por sus cornacs y con Sahur a la cabeza, habíanse reunido ante el bungalow, ofreciendo un espectáculo extraordinario, especialmente porque todos los houdahs. o castilletes estaban llenos de rajaputos formidablemente armados y escogidos entre los montañeses de Sadhia, todos antiguos vasallos del padre de la princesa.

El vecindario, que había reparado lo mejor que pudo los daños producidos en sus casas por el ciclón de la noche anterior, había acudido en masa a recrearse con aquel espectáculo; pero Yáñez advirtió, no sin cierta amargura, que ya no le tributaban los entusiastas aplausos de otro tiempo.

—¿Lo ves? —dijo a Tremal-Naik, que se sentaba delante—. Parece que ya no reconocen en mí al marido de la princesa. ¡Oh, qué ingratos son estos indostaneses!

—Sin embargo, no todos —dijo el famoso cazador de tigres y serpientes de la Selva Negra—. Ya te convencerás, mi querido príncipe.

—Sólo me quedan dos con los cuales puedo en absoluto contar, y se llaman Tremal-Naik y Kammamuri.

—Nosotros somos amigos antiguos, y, además, yo soy ya más europeo que indostano.

—La Nueva India te ha prendido un tanto entre sus anillos.

—Es posible, Yáñez. Ya es tiempo de que también los indostanos hagamos una buena poda en nuestras tradiciones y sacrifiquemos un buen número de dioses completamente inútiles. La insurrección vendrá, te lo aseguro, y entonces los indostanos, conscientes de su propia fuerza, arrojarán al Océano Indico a todos esos vampiros que se llaman ingleses y que nos explotan chupando a nuestro pueblo hasta la última gota de su sangre.

—Espantosa insurrección será ésa, que nosotros acaso no veamos, porque estaremos ya bajo tierra. Tal vez mi hijo, si vuelve.

—¿Por qué has dicho, Yáñez, si vuelve aquí? —preguntó Tremal-Naik, conmovido por aquellas palabras que había pronunciado el portugués con melancólico acento.

—¿Qué quieres que te diga, amigo? Presiento que la corona del Assam, un día u otro, me la arrancarán de las sienes.

—¡Qué tristes ideas tienes!

—No muy alegres, en verdad —respondió Yáñez—. Pero mi corona costará muy cara, y chorreará sangre. Perderé, quizá, el Imperio, pues veo que la traición nos rodea por todas partes, pero la lucha será terrible.

—Yo estoy presto para luchar.

—Espera a que llegue Sandokan con sus tigres y a que suelte yo a mis montañeses de Sadhia, y después veremos lo que hace Shindia con sus bandidos y sus parias.

—Empleará los venenos —dijo Tremal-Naik, mientras se ensombrecía su semblante.

—Y pondré a la boca de mis cañones a cuantos envenenadores encuentre. ¡Basta ya de excesivas generosidades! —dijo Yáñez con un gesto de ira—. Con este pueblo debía ser cruel como el ex rajá. Sin duda sólo estará contento cuando lo recobre, y se dejará matar por las calles para divertirlo y hacerle pasar las borracheras. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—Tienes razón, amigo; ciertos pueblos deben ser gobernados por tiranos sanguinarios y sin escrúpulos, y uno de éstos es nuestro Shindia. Pero como te decía, la insurrección vendrá; quizá algo tarde, pero vendrá, y ese día no quisiera encontrarme en la piel de uno de esos príncipes, como tampoco querría encontrarme en la piel de un inglés. Algo tardío, pero espantoso, sucederá, que hará palidecer a la insurrección de Delhi.

—¡Bah! Al fin y al cabo, como te he dicho siempre, yo no he nacido para guiar un Imperio, sobre todo cuando el carro tiene demasiadas ruedas, que de cuando en cuando rechinan las malditas, como si les faltase aceite. Esperemos a Sandokan, y veremos después lo que debemos hacer.

—¿Crees que partirá al momento?

—No tardará una hora. Siempre ha gozado ese diablo de hombre en batirse en la India. Figúrate si no correrá al saber que estamos en peligro.

—Pero no podrá estar aquí antes de veinte o veinticinco días; quizá nosotros hayamos tardado un poco en avisarle de cuanto aquí sucede.

—Entretanto, proveeremos nosotros. Apenas se me antoje, bajarán a la llanura todos los montañeses de Sadhia, conducidos por el viejo Khampur, que tanto nos ayudó a echar de aquí a ese borracho de Shindia.

—Yo me encargaré de ese asunto —dijo Tremal-Naik.

—Por ahora, esperemos y procuremos sorprender a los conjurados.

Después, volviéndose hacia el viejo paria, le preguntó:

—¿Cuándo llegaremos a la pagoda de Kalikó?

—Si los elefantes apresuran el paso, hacia las dos o las tres de la mañana —respondió el prisionero.

—Guárdate de engañamos, porque no somos hombres capaces de perdonar un delito, y mucho menos una traición.

—Aunque soy viejo, todavía tengo cariño a mi pelleja, marajá. Además, estoy en vuestras manos y ninguno de vosotros me ayudaría ciertamente a huir. Dejadme ir junto al cornac para mostrarle el camino más breve y mejor que nos conducirá a la pagoda.

—Puedes ir —dijo Yáñez, sacándose de la faja una pistola de dos cañones y poniéndola ante sí sobre un pequeño almohadón—. Te advierto que las balas de estos cañones te entrarán por la espalda en cuanto intentes huir.

—Os prometo, alteza, que os seré fiel. No tendréis queja de mí, para que no os mostréis demasiado riguroso con mis compañeros presos en la laguna de los cocodrilos.

—Ni siquiera pensaba en ellos —respondió el marajá—. Cuando termine la guerra, si la hay, quedarán todos libres.

—Os doy las gracias, alteza, en nombre de mis compañeros, los cuales os aseguro que jamás han sabido la verdadera causa de haberlos contratado.

Habían llegado al baluarte de Batur que miraba hacia la inmensa llanura del Sur, cubierta de maravillosa y policroma vegetación.

Los veinte elefantes, uno a uno, por ser demasiado enorme su peso, atravesaron el largo puente levadizo echado sobre un profundo foso erizado de agudas puntas, y en seguida, aguijados por los cornacs, comenzaron a trotar, llegando muy pronto a los espesos boscajes que habían invadido los arrozales, reduciéndose a estrechos límites.

En la India, las plantas se desarrollan rapidísimamente, aunque falten las lluvias. Quizá sus raíces, al profundizar en la tierra, encuentran corrientes de agua encajonadas entre capas arcillosas.

Los veinte elefantes, guiados siempre por Sahur, que les servía de piloto, atravesaban a trote corto innumerables boscajes, haciendo temblar el suelo bajo sus poderosas piernas y estremecerse el follaje con sus formidables barritos.

Delante de ellos huían, poseídos de loco espanto, grupos de nilgò, bandadas de pavones y millares de bulliciosos papagayos.

Realmente, no había por allí sendero alguno; pero aquellos colosos, dotados de una fuerza terrible, abríanse paso fácilmente, rompiendo, tronchando y derribando plantas parásitas y árboles.

Hacia la caída de la tarde llegó la imponente caravana a las orillas de un pequeño lago infestado de cocodrilos, que se mantenían medio ocultos entre las plantas acuáticas, nada dispuestos a habérselas con aquellos gigantes, cuyas fuerzas debían de tener bien conocidas.

—Alteza —dijo, volviéndose hacia Yáñez el viejo paria, que se mantenía a horcajadas detrás del cornac—. Estamos ya a mitad de camino. Vuestros elefantes han trotado mejor que caballos al galope.

—¿Podemos detenernos aquí a cenar?

—Sí, alteza; de lo contrario, llegaremos demasiado pronto. Es mejor sorprender durmiendo a los mercenarios de Shindia.

—Confío en ti; hagamos, pues, un breve alto —respondió Yáñez, volviéndose a poner la pistola en el cinto para evitar una desagradable sorpresa, pues en el fondo no confiaba del todo en su guía.

Sahur rodeó primero el lago para ver si había por allí animales peligrosos escondidos entre los altísimos kalams, cuyas copas se levantaban a lo alto y cuyo follaje suele servir de refugio a los tigres.

Sahur, que no tenía miedo alguno a los tigres, aunque muchos elefantes los temen y rehúsan obstinamente atacarlos, acabó de dar la vuelta al lago y se reunió a sus compañeros, que estaban ya cenando grandes tortas amasadas con ghi. o azúcar clarificada.

No era alimento suficiente para aquellos gigantes, pero el lago estaba circundado por grandes grupos de bar, cuyas hojas son muy apreciadas por ellos.

—¿Hay algo sospechoso? —preguntó Yáñez al viejo paria.

—No, alteza. Estamos aún muy lejos de la pagoda.

—Ya que están cenando los rajaputos y los elefantes, podremos nosotros comer también un bocado. ¿No es verdad, Tremal-Naik?

—A estas horas estará cenando también Kammamuri, sentado cómodamente en un vagón restaurante.

—¡Ah! —exclamó el portugués—. Precisamente estaba pensando ahora en él.

—¿Y qué pensabas?

—¡Que le pueden envenenar durante el viaje!

—Será imposible; le he recomendado que coma solamente huevos y pan servido en las mesas de los demás viajeros.

—Además, ¿quién quieres que le haya servido, si montaban un elefante?

—¿Qué quieres que te diga? Yo desconfío ahora de todo.

—Verás cómo llega a Calcuta sano y salvo, y mañana recibiremos un parte suyo. ¡Bah! Demos de mano a tristes pensamientos y ocupémonos de la cena.

Los rajaputos, reunidos en grupos, vivaqueaban alegremente, aunque sin encender fuego, no fuese que prendiéndose en los kalams, que estaban demasiado resecos, estallase un espantoso incendio. Pero no tenían necesidad de fuego, pues todos iban provistos de carne fría y otros alimentos que no hacía falta calentar.

Aquellos formidables guerreros, a pesar de que sabían que iban a desafiar a un enemigo acaso peligrosísimo, pues era desconocido, y que podría causar la muerte de muchos, hallábanse tendidos alrededor de los elefantes con las carabinas sobre las rodillas, esgrimiendo animosamente las mandíbulas y bromeando y riendo con estrépito.

Todas las bestias feroces de los contornos, y no debía de haber pocas entre aquellos boscajes, habían callado y se guardaban muy bien de descubrirse. Hasta los cocodrilos del lago, espantados por la presencia de tanta gente y de tan enormes colosos, no hacían oír el más leve ruido.

El marajá y sus hombres descansaron hasta cerca de las diez, en que, por consejo del viejo paria, volvieron a subir sobre los elefantes, ya bien nutridos y dispuestos con placer a hacer una larga carrera.

Volvióse a poner Sahur a la cabeza de la imponente expedición, y la guió a paso velocísimo, sin lanzar ningún barrito, pues su cornac se lo había prohibido.

Los bosques se sucedían unos a otros interrumpidos sólo de cuando en cuando por algunos charcos, donde los elefantes se hundían hasta el pecho.

Nadie hablaba ya, pues en tomo a la pagoda de los conspiradores podía haber centinelas, dispuestos a dar la voz de alarma.

Sería ya la una menos cuarto, cuando el viejo paria dijo a Yáñez, que no le perdía un solo instante de vista:

—Alteza, haz detener aquí a los elefantes.

—¿Hemos llegado?

—La pagoda dista apenas media milla. Si los mercenarios de Shindia oyen a los elefantes, escaparán todos, más listos que antílopes. Además, traéis fuerzas bastantes para caer de improviso sobre ellos.

—¿Y si la pagoda está atrincherada por dentro? —dijo Yáñez—. Las pagodas me han dado con frecuencia muy malas sorpresas. Sin embargo, estoy dispuesto a obedecerte.

—Pero ten cuidado con tu cabeza —dijo Tremal-Naik—, porque cuando el marajá dispara contra un traidor, lo mata siempre.

—Bien lo sé —respondió el viejo—. Además, no tengo armas para rebelarme.

—No te conviene.

—Estoy convencido de ello, sahib.

A una orden de los cornacs, todos los rajaputos abandonaron por segunda vez los elefantes, llevando consigo sus carabinas, sus pistolas y sus tarwars, y se alinearon en dos filas.

Una debía ir mandada por Yáñez; la otra, por Tremal-Naik.

Dióse la señal de avanzar, y las dos pequeñas columnas se pusieron en marcha, disponiéndose a cercar la pagoda y prender a todos los conjurados, o mejor dicho, a los mercenarios de Shindia.

Veinte minutos después habían atravesado un espesísimo bosque y detenídose ante un imponente edificio.

Era la pagoda de Kalikó.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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