El Hijo del Corsario Rojo

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE

Capítulo I. La Marquesa de Montelimar

—¡El señor conde de Miranda!

Este nombre, pronunciado en alta voz por un esclavo galoneado, vestido de seda azul con grandes flores amarillas, y de piel negra como el carbón, produjo impresión profunda entre los innumerables invitados que llenaban las magníficas estancias de la marquesa de Montelimar, la bella, celebrada por todos los aventureros y por todos los oficiales de mar y de tierra de Santo Domingo.

El baile, animadísimo hasta aquel momento, interrumpióse de pronto, porque caballeros y damas precipitáronse casi hacia la puerta del salón grande, como atraídos por irresistible curiosidad de ver de cerca a aquel conde, que según decían había hecho volver la cabeza a mucha gente en las pocas horas que se dejó ver en las calles de la capital de Santo Domingo.

Apenas el criado negro levantó la rica cortina de damasco con ancha franja de oro, apareció el personaje anunciado.

Era un arrogante joven de veintiocho a treinta años, de estatura más bien alta, continente elegantísimo, que denunciaba al gran señor, ojos negros y ardientes, bigotes negros rizados hacia arriba, y piel blanquísima, cosa bastante extraña en un comandante de fragata, acostumbrado a navegar bajo el sol abrasador del Golfo de México.

Aquel extraño e interesante personaje, tal vez por capricho, iba vestido todo de seda roja.

Roja era la casaca, rojos los alamares, rojos los calzones, rojo el amplio fieltro, adornado con larga pluma, y también los encajes, los guantes y aun las altas botas de campaña; ¿qué más? Hasta la vaina de la espada era de cuero rojo.

Al verse en presencia de todas aquellas personas que lo contemplaban con fijeza, el Conde arrugó un poco la frente, mirando con altivez a los hombres, como enojado por tal curiosidad; luego levantóse cortésmente el sombrero, rozando, con un movimiento gracioso, la alfombra con la larguísima pluma, e hizo un ligero saludo, teniendo siempre la diestra en la empuñadura de la espada.

La marquesa de Montelimar, abrióse paso entre los invitados, acercándose apresuradamente al conde.

No sin razón la llamaban la bella viuda de Santo Domingo.

Era una bellísima hija de Andalucía, la tierra célebre de las mujeres hermosas de España, joven aún, porque tal vez no contaba veinticinco primaveras, alta, esbelta, con talle flexible, ojos fulgurantes y al mismo tiempo húmedos, cabellos negrísimos y piel alabastrina, el color característico de las criollas del Golfo mexicano.

Aunque viuda apenas hacía un año de un viejo marqués, muerto combatiendo contra los filibusteros de la isla Tortuga, lucía soberbio vestido de damasco de seda blanco, adornado por delante con pequeñas esmeraldas reunidas en artísticos grupos, y alrededor del níveo cuello llevaba una doble hilera de perlas de California, de inestimable valor. Detúvose ante el conde, haciendo una graciosa reverencia, acompañada de deliciosa sonrisa, luego tendiéndole la diestra, le dijo:

—Agradezco mucho, señor conde, que hayáis aceptado mi invitación.

—Los hombres de mar son rudos, marquesa; pero no rehúsan jamás invitación alguna, especialmente cuando la hace una señora tan bella como vos…

Estas palabras fueron causa de que se contrajera más de una frente y de que se levantaran algunos murmullos entre los adoradores de la marquesa.

El conde de Miranda volvióse al punto, con la siniestra apoyada orgullosamente en la empuñadura de la espada y la derecha en la cadera, diciendo con voz clara:

—Parece que mis palabras han desagradado a alguien; sépase que nosotros, hijos del Océano, somos capaces de guiar un barco y de regalar además una buena estocada.

—Os engañáis, señor conde —dijo la marquesa—. Aquí todos sienten gran afecto por los hombres que, desafiando tempestades y peligros, nos defienden de los filibusteros de la Tortuga.

Nadie osaba respirar, y las frentes serenáronse. Únicamente la de un capitán de alabarderos de Granada, un hombretón tres palmos más alto que el joven conde, permanecía contraída.

—Señor conde —dijo la marquesa de Montelimar—, ¿queréis ofrecerme el brazo? Me sentiré orgullosa de apoyarme en un fuerte hombre de mar.

—Que pondrá siempre su espada y su vida a vuestra disposición, marquesa —respondió el arrogante joven, atusándose una de las guías del bigote y mirando con cierta insolencia a los invitados, que manifestaban cierto descontento por la preferencia que la bella viuda concedía a aquel capitán, desconocido de todos.

—No pido tanto, conde. ¿Bailáis?

—Sí, señora; pero a la francesa, porque he sido educado en Provenza.

—¿Es posible?… Sin embargo, vos sois español. Los Mirandas, si no me engaño, son castellanos.

—Pura sangre; más mi padre casó con una francesa, y, a poco de nacer, me confió a los cuidados de los parientes de mi madre.

—Noto, en efecto, que tenéis acento distinto del nuestro.

—Los hombres de mar, visitando muchos países, pierden el acento de su propio idioma; además, he vivido largas temporadas en Italia.

—Por eso habláis tan dulcemente. ¡Ah, Italia! También yo la he visitado en mi juventud. ¿Y venís ahora?…

—De Veracruz, marquesa.

—¿Después de haber corrido tal vez algunas aventuras?

—No, marquesa: una tempestad y un par de abordajes con dos barcos filibusteros.

—Que habréis echado a pique, supongo.

—Los he remolcado, marquesa, con las tripulaciones colgadas de los mástiles.

—Y ahora, ¿adónde vais?

—Me detengo aquí para defender a Santo Domingo.

—¿Estamos amenazados?

—Se dice que los bucaneros, de acuerdo con los filibusteros, preparan un golpe de mano contra esta ciudad; pero se encontrarán en el camino con los cincuenta cañones de mi «Nueva Castilla», y os aseguro, marquesa, que les haré…

El conde se detuvo bruscamente, volviéndose de espaldas.

Un capitán de alabarderos, el mismo que poco antes había murmurado más que el resto de los invitados, un hombre arrogante que representaba cuarenta años, casi tan alto como un granadero, con bigotes inmensos caídos a estilo chinesco, se hallaba muy cerca, cual si tratase de sorprender sus palabras.

Ante la interrupción repentina del joven capitán, giró rápidamente sobre los talones, golpeando lleno de impaciencia con la siniestra la empuñadura de su larga espada y abordó a una señora que en aquel momento atravesaba la sala.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó el conde, frunciendo el entrecejo.

—El conde de Santiago, capitán de alabarderos del regimiento de Granada —respondió la marquesa del Montelimar sonriendo—. ¿Os interesa?

—Absolutamente nada, señora. Se me antoja que nos seguía para escuchar lo que hablábamos.

—Es un pretendiente a mi mano.

A una dama tan bella no deben faltarle adoradores —repuso el conde—. Apostaría cualquier cosa a que el diablo mismo perdería la cabeza en presencia vuestra.

—¡Oh, conde!… —exclamó la marquesa, golpeándole en una mano con su soberbio abanico de varillaje de oro.

—¿Os ama?

—Con locura. La semana anterior mató de una estocada terrible a un alférez de marina, porque supo que yo mostraba cierta preferencia por aquel desgraciado.

—¡Ah! ¿Es celoso el capitán?…

—Y buen espadachín, según dicen.

—Querría poner a prueba su habilidad —dijo el conde con acento ligeramente irónico.

—Guardaos bien de ello, señor de Miranda.

—¿Por qué? ¿Me suponéis, marquesa, hombre capaz de sentir miedo del capitán?

—No, conde; pero lamentaría…

—¿Qué?

—Que os ocurriese alguna desgracia —repuso la marquesa, cuyo acento pareció alterado de pronto por viva emoción.

El joven capitán separóse del brazo y la contempló con sorpresa.

—¿A vos… que apenas hace cinco minutos que me conocéis?… —preguntó—. ¿Vos sentiríais que me sucediese una desgracia?

—Admiro a los hidalgos valientes y amables como vos, conde.

El joven ahogó un suspiro; luego dijo a media voz:

—Es extraño: también mi tío…

En el acto, se detuvo, cerrando fuertemente los labios.

—¿Qué decíais, conde? —preguntó la marquesa de Montelimar.

—Que la orquesta es excelente y que podríamos bailar.

—Eso mismo pensaba proponeros.

—A vuestras órdenes, marquesa.

El baile se reanudó.

Damas y caballeros giraban vertiginosamente en los espléndidos salones del palacio de Montelimar, electrizados por una docena de citaristas y de bandolinistas, ocultos tras una especie de jardincillo formado por una doble hilera de soberbios bananos.

El conde abrazó a la marquesa y se lanzó agilísimo en medio del torbellino de bailarines.

Algunas parejas detuviéronse para contemplar al apuesto joven y a su bellísima compañera, admirando su ligereza y su gracia. Hasta entonces no habían visto nunca danzar de aquel modo a un marino.

Apenas terminó la orquesta y el conde condujo de nuevo a la marquesa a su puesto, cuando oyó una voz que le decía:

—Caballero, vos que bailáis tan bien, ¿sabríais jugar del mismo modo?

El joven capitán de la «Nueva Castilla» volvióse instantáneamente, y no pudo refrenar un movimiento de sorpresa al hallarse con el capitán de alabarderos.

El conde lo miró un instante, luego respondió con cierta ironía:

—Un hidalgo debe saber danzar, jugar y dar estocadas cuando se presenta la ocasión.

—Por ahora os propongo únicamente jugar —dijo el capitán de alabarderos.

—Si esto os agrada, estoy a vuestras órdenes, señor conde de Santiago.

—¡Cómo! ¿Me conocéis? —exclamó el capitán, haciendo un gesto de asombro.

—Sí… por casualidad.

La marquesa de Montelimar, un poco pálida se puso en pie.

—¿Qué deseáis, conde de Santiago del conde de Miranda? —preguntó.

—Solamente proponerle una partida de monte, señora. Los hombres de mar prefieren el juego a la danza, ¿no es verdad, conde?

—Algunas veces —contestó secamente el señor de Miranda.

—Y además, ya habéis bailado una vez con la reina de la fiesta.

—No obstante, si la marquesa desea dar otra vuelta, renuncio en el acto a la partida que me proponéis.

—La noche no ha terminado aún y tendréis tiempo de mover las piernas cuando os plazca —dijo el capitán con sutil ironía.

—No juguéis, conde —interrumpió la marquesa.

—¡Oh, una sola partida! —repuso el joven—. Son distracciones que agradan a la gente que navega. Vamos, caballero.

Besó galantemente la mano a la marquesa de Montelimar y siguió al rudo capitán de alabarderos, no sin hacer antes una ligera seña a la bella viuda, como para decirle:

—No os preocupéis por mí.

Atravesaron la amplia sala, fulgurante de luces, donde militares y marinos danzaban alegremente con las señoras y señoritas más distinguidas de Santo Domingo, y entraron en un saloncito en el que una docena de oficiales, ancianos en su mayoría, jugaban y fumaban grandes cigarros habanos, sin ocuparse lo más mínimo de la fiesta.

Los doblones centelleaban en las mesitas de juego, y cartas y dados eran arrojados con cierta indiferencia, más afectada que real, por los jugadores.

—Señor conde —dijo el capitán de alabarderos—, ¿preferís los dados, o las cartas?

El joven pareció pensar un momento, luego respondió:

—Se me figura que los dados producen una emoción más violenta que las cartas, y esto sienta bien a los hombres de guerra, acostumbrados a las estocadas y a los cañonazos. ¿No opináis del mismo modo, caballero? No somos pacíficos cultivadores de caña de azúcar o de índigo.

—Tenéis ingenio, conde.

—De mar, condimentado con mucha sal —repuso el joven sonriendo—. Somos hombres muy salados.

—En cambio, nosotros estamos muy perfumados —replicó el capitán de alabarderos.

—¿Por qué?

—Vivimos siempre en los bosques, dando caza a los bucaneros.

—¿Y matáis muchos de esos pillos?

—¡Uf! En ocasiones alguno cae bajo nuestros arcabuces, pero casi nunca bajo las alabardas de nuestros numerosos soldados. Apenas los bribones oyen un arcabuzazo, en vez de atacar, escapan como liebres.

—¿Quiénes? ¿Los bucaneros o los nuestros?

—Los nuestros, conde.

—¿Tanto miedo sienten?

—Basta a veces un bucanero bien emboscado para derrotar a nuestros alabarderos; y tened en cuenta que nunca se ponen en campaña menos de cincuenta soldados.

—¡Qué valientes! —exclamó el conde de Miranda, con sonrisa sarcástica.

—¡Oh! ¡Querría veros en el lugar de ellos!…

—Atacaría al enemigo de frente, a la cabeza de mis marineros.

—Ya sabemos todos qué figura tan bonita hacen los marinos que tripulan nuestros galeones —dijo el capitán burlonamente—. Al oír los primeros cañonazos, arrían la bandera española y entregan a los bandidos de la Tortuga las barras de oro que llevan en la bodega.

—Los míos, sin embargo…

El conde de Miranda se detuvo, mordiéndose los labios como arrepentido de haber dejado escapar aquella frase.

—Capitán —dijo—, ¿queréis que juguemos?

—Para esto os había invitado. Veremos si el amor os trae fortuna o desgracia.

—¿Qué pretendéis decir?

El conde de Santiago, en vez de responder, hizo señas a un esclavo negro galoneado y vestido de seda, y le ordenó:

—Los dados: vamos a jugar.

—En seguida, señor conde.

Momentos después, el esclavo llevaba en una bandeja de plata, primorosamente cincelada, una tacita de oro con los dados de marfil.

—¿Qué jugamos, señor conde de Miranda?

—Lo que queráis.

—Mucho cuidado con lo que decís.

—¿Por qué capitán? —preguntó el joven con afecta indiferencia.

—¡Mil rayos!

—¡Mil truenos! Juráis, señor conde.

—Me parece que vos hacéis lo mismo.

—¡Oh, soy hombre de mar! Además, nadie os prohíbe jurar. La gente de tierra y la de mar, en ocasiones, se hallan perfectamente de acuerdo… en este terreno.

—Sois gracioso, conde.

—Algunas veces.

—¿Qué jugamos? —repitió el capitán.

—Ya os lo he dicho: lo que queráis.

—¿Una piel viva?…

El joven miró al capitán con sorpresa.

—No os comprendo. ¿Qué pretendéis decir al proponer que juguemos una piel viva? ¿La de un tiburón acaso?

El capitán de alabarderos llevóse la mano a la cadera en actitud provocativa; luego dijo con voz grave:

—Entre militares se acostumbra a jugar la piel cuando se cansan de arrojar oro sobre la mesa.

—¿Y bien?… —preguntó tranquilamente el conde de Miranda.

—El que pierde se salta los sesos de un pistoletazo.

—¡Bárbaro juego!

—Pero resulta interesantísimo, porque se arriesga la vida de un hombre.

—Prefiero apostar doblones —repuso el joven—. Lo encuentro más cómodo.

—¿Y cuando no queda dinero?

—Se deja la mesa de juego y se marcha uno a dormir a su camarote; al menos así se acostumbra a hacer entre la gente de mar.

—Pero no entre nosotros.

—¡Qué diablo! ¿Seréis hombre distinto de los demás, señor conde?

—Pudiera ser —respondió secamente el capitán.

—Tenéis gustos malísimos.

—¿Pretendéis ofenderme?

—¡Yo! Nada de eso, capitán. He venido aquí para jugar, no para enfadarme o para provocar un escándalo. ¿Qué dirían de mí?

—Acaso tengáis razón.

—Dejad, pues, en paz a las pieles vivas o muertas y juguémonos nuestros doblones o nuestras piastras. Estos al menos no tienen pieles que se vendan.

—¿Apuntáis?

—Cien piastras —contestó el joven hidalgo.

—¿Intentáis arruinarme?

—No, porque soy un jugador pésimo, señor conde de Santiago, y además, nunca tengo suerte, ni en las cartas, ni en los dados.

—La tendréis con las bellas damas, con la marquesa sobre todo —dijo el capitán, casi con rabia.

—En el mar jamás he encontrado sino naves tripuladas por corsarios, y estos no me han recibido con besos, os lo aseguro. Por el contrario, a mi saludo contestaban con balas de grueso calibre que provocaban sudor helado a mi gente.

—Sin embargo, en tierra es otra cosa.

—No por cierto, al menos hasta ahora.

—Supongo que no intentaréis hacerme creer que la marquesa os desagrada.

—Caballero, he venido a este saloncito para jugar algunos miles de piastras y no para charlar. Debierais saber que los marineros no son aficionados a hablar mucho. ¿Cien piastras?

—Sea —contestó el conde de Santiago con cierto aire de indiferencia.

—¿Queréis ser el primero?

El capitán, en vez de responder, cogió el cubilete de oro, agitó los dados y los arrojó sobre la mesa.

—¡Trece! —exclamó—. He aquí un número que me traerá la desgracia.

—¿Sois supersticioso?

—No, sin embargo, este trece ha hecho que mi corazón experimente una sacudida.

—Entonces moriréis muy pronto —dijo el conde de Miranda, sonriendo.

—¿Por mano de quién?

—No soy zahorí.

—¿De algún rival?

—Pudiera ser.

—No lo creo, porque la semana pasada he dado muerte a uno por el sencillo motivo de que me hacía sombra.

—Tenéis la mano muy ligera, capitán.

—Pero que perfora siempre cuando oprime la espada.

—Realmente tampoco la mía es tarda —dijo el joven.

El capitán de alabarderos miró al conde fijamente, como si tratase de comprender bien el significado de aquellas palabras; luego dijo:

—Ahora os toca a vos.

El conde de Miranda cogió a su vez el cubilete e hizo rodar los dados sobre la mesa.

—Catorce —dijo—. ¡Diantre! Un trece y un catorce; ¿qué querrán dar a entender estos dos números tan cerca el uno del otro?…

El capitán de alabarderos pasóse una mano por su frente contraída. Su rostro revelaba honda preocupación.

—¡Que me habéis ganado cien piastras!

—Eso no importa: me refiero a los dos números.

—Tampoco soy zahorí.

—¿Seguimos?

—Sí; quiero ver cómo se combinan los nuevos números. Os propongo tres golpes de quinientas piastras cada uno.

—Conforme: vos echáis.

El capitán cogió de nuevo el cubilete y después de agitar nerviosamente los dados, les hizo colar sobre el tapete.

En el acto dejó escapar una blasfemia mal reprimida, en tanto que su frente se cubría de sudor.

—¡Otra vez trece! —exclamó—. ¿Estoy jugando con el diablo?

—Realmente, voy vestido como él —dijo el conde de Miranda, siempre burlón.

—¡Jugad, vive Dios!

—¡Doce! —exclamó el joven.

El capitán se estremeció.

—El trece encerrado entre el doce y el catorce —dijo asestando un puñetazo sobre la mesa—. ¿No encontráis raro todo esto, conde?

—En efecto, es cosa que hace pensar.

—¡Y el número fatal lo tengo yo!

—Pero me habéis ganado quinientas piastras, suma que puede consolar incluso a un capitán de alabarderos.

—Habría preferido perderlos, con tal de que hubiese salido otro número.

—Ni vos ni yo mandamos en los dados. Continuemos.

La partida prosiguió y el conde de Miranda ganó las mil piastras, con un quince y un diecisiete contra un catorce y un dieciséis.

El capitán púsose en pie de mal humor, en el momento en que los esclavos anunciaban que era media noche y que la fiesta había terminado.

—Os enviaré mañana a bordo las mil cien piastras que me habéis ganado, conde —dijo secamente el capitán de alabarderos.

—No tengáis prisa —contestó el joven.

—Confío en que me concederéis el desquite.

—Cuando queráis.

—Pero no aquí.

—¿Por qué?

—No tengo suerte en esta casa.

—Y es imposible litigar libremente, ¿es verdad, capitán? —preguntó el conde de Miranda con ironía.

—Puede ser —replicó el capitán—. Buenas noches, conde.

Dicho esto, salió del saloncito, y entró en la sala del baile, donde damas y caballeros se agolpaban en torno de la marquesa de Montelimar, despidiéndose.

El comandante de la «Nueva Castilla» se detuvo, apoyándose en el quicio de la puerta. Esperaba seguramente a que los invitados se retirasen.

Por la expresión de su rostro, se comprendía que no se hallaba menos preocupado que el conde de Santiago. Atormentaba con la siniestra las guardas de su espada y se retorcía nerviosamente el bigote. Cuando la espléndida sala estuvo casi vacía, dirigióse hacia la marquesa, la cual parecía que le buscaba con la mirada.

—Señora —le dijo inclinándose—, me perdonaréis que no haya vuelto a bailar con vos pero me había empeñado en una grave partida de juego.

—¿Con el capitán de alabarderos? —preguntó la hermosa viuda, con cierta ansiedad.

—Sí, marquesa.

—¿No habéis cuestionado?

—No por cierto.

La marquesa respiró.

—Guardaos de él, señor conde —dijo luego. Es hombre peligroso.

El joven golpeó con una mano la empuñadura de la espada.

—Mientras lleve al costado este acero, no temo a todos los capitanes de alabarderos de España, de Francia o de Italia —dijo—. Marquesa, ¿cuándo podré veros? Tengo que pediros una información que me interesa.

—¿A mí? —preguntó la bella viuda, estupefacta.

—Sí, marquesa.

—Os invito a comer mañana.

—Mañana… —dijo el conde, en tanto que por su frente pasaba como una sombra—. Podría ser demasiado tarde.

—¿Vais a partir tan pronto? Solamente lleváis aquí un día.

—Es verdad, marquesa, pero hay ocasiones en que no se dispone del tiempo propio. Podría permanecer como podría partir de un momento a otro. No querría marcharme sin haber celebrado con vos una conferencia.

—¿No habéis venido para defender a Santo Domingo de un ataque de los corsarios de la Tortuga y de los bucaneros?

—Me es imposible responderos, marquesa.

—Sin embargo, no debéis alejaros tan pronto. ¿Montáis a caballo, conde?

—Sí, marquesa.

—Mañana se celebrará una carrera de caballos y me agradaría que tomaseis parte en ella.

—¿Por qué?

—El premio es un beso que daré y recibiré del vencedor.

El conde de Miranda experimentó un ligero estremecimiento.

—Suceda lo que quiera —dijo luego—, tomaré parte en la carrera. Buenas noches, marquesa; volveremos a vernos, porque es necesario…

Besó la mano a la linda viuda y salió, acompañado por un esclavo mulato que con gran esfuerzo sostenía un pesado candelabro de plata.

En aquel mismo instante los últimos invitados abandonaban el suntuoso palacio de Montelimar.

Capítulo II. Un duelo terrible

—El capitán tarda esta noche.

—Carga la pipa, mi querido Mendoza. Yo he llenado dos veces la mía y tira admirablemente; ¿qué diferencia encontráis entre las gradas de esta iglesia y las del castillo de proa?

—En la «Nueva Castilla» al menos hay qué beber, Martín.

—Pero también llueven bombas, Mendoza, y las de los españoles no son menos terribles que las nuestras.

—No digo lo contrario, amigo; sin embargo, me encuentro mucho mejor allí. Después de todo, hay cañones para responder.

—¿Y no cuentas para nada con tu escopeta? Y tus pistolas, ¿están acaso cargadas con tabaco? Siempre refunfuñas, Mendoza, como un marinero viejo.

—No obstante, Martín, reconocerás que si hablo, sé también manejar la espada y el sable.

—Si así no fuese, el señor de Ventimiglia, sobrino del famoso Corsario Negro, no te habría elegido para que lo acompañases.

—Siempre tienes razón, Martín. ¿Ha terminado ya la música?

—Ahora no la oigo.

—Entonces el capitán no tardará en llegar.

—Carga otra vez la pipa.

—Tira como una chimenea.

—Échate aquí, y si tienes sueño, duérmete. Yo quedaré de centinela.

—¿Pretendes burlarte de mí? ¿Un viejo marinero del «Rayo», que ha servido al Corsario Negro, dormirse cuando el joven conde de Ventimiglia corre peligro? Estás loco, Martín.

—Pon tres cargas de tabaco en la pipa.

—Diez, si tú quieres, con tal de tener siempre abiertos los ojos para defender al hijo del pobre Corsario Rojo.

—Calla, Mendoza. Alguien se acerca…

Los dos hombres, que estaban sentados en la escalinata de una vieja iglesia, pusiéronse en pie de un brinco, apoyando las manos en las pistolas medio ocultas en las anchas fajas de lana roja ceñidas a la cintura.

Eran dos hombres robustísimos, de edad muy diferente. En tanto que aquel que se llamaba Mendoza contaba al menos cincuenta años, el otro apenas tenía la mitad. Ambos eran robustos, de mediana estatura y tenían brazos y pecho enormes y espaldas de bisonte.

Solo diferían un poco en el color de la piel. Mientras la del primero era ligeramente bronceada, la del segundo era negra y no tenía un pelo ni en la barba ni en los labios.

—¿Viene? —preguntó el anciano—. Tú tienes mejores ojos que yo. No soy un salvaje como tú, querido Martín.

—No esperaba yo que me infirieses semejante ofensa.

—Niega que eres compadre o por lo menos pariente de Belcebú. Según dicen, el diablo es negro.

—Tú no lo has visto nunca, Mendoza.

—Ni tengo prisa por conocerle —respondió el viejo—. ¿Lo ves?

—Un hombre se dirige hacia nosotros.

—¿Será acaso el señor de Ventimiglia?

—No soy leopardo.

—Sin embargo, tu padre y tu abuelo conocían a estas hermosísimas fieras, porque vivían en su país…

En aquel momento oyóse un ligero silbido, luego un hombre se dirigió rápidamente hacia la escalinata de la vieja iglesia.

—¡El señor de Ventimiglia! —exclamaron los dos marineros, levantándose.

Era, en efecto, el conde de Miranda, o mejor de Ventimiglia, sobrino del famoso Corsario Negro, quien se acercaba, volviendo de vez en cuando la cabeza, como si temiera que alguien le siguiese.

—Buenas noches, valientes —dijo—. ¿Qué hay de nuevo, Mendoza?

—Nada, señor conde —repuso el viejo filibustero.

—¿No habéis sabido del señor de Robles?

—Hemos interrogado a más de veinte personas y hemos emborrachado a otras tantas; pero nadie ha podido decirnos dónde se encuentra el secretario del marqués.

—Y, sin embargo, me han afirmado que se encuentra aquí —afirmó el señor de Ventimiglia—. Él únicamente puede decirnos los nombres de los que han pronunciado la infame sentencia contra el Corsario Rojo y el Verde y los han hecho ahorcar.

—¿No habrá olido ese tunante el peligro y escapado? Ya sabéis que los españoles cuentan con muchos espías.

—¡Imposible! Todo el mundo cree que nuestra fragata es una nave española, dispuesta a proteger la ciudad contra una sorpresa de parte de los bucaneros y de los filibusteros —respondió el conde—. Si hubiesen concebido alguna sospecha, los galeones y las carabelas que se encuentran aquí nos habrían atacado. ¿Habéis notado algo extraño en el puerto?

—No, señor conde. Las naves mercantes han cargado azúcar y café y las de guerra no han levado el ancla —respondió Mendoza.

—Con todo, no me siento tranquilo. Bastaría la más pequeña imprudencia para que nos bombardeasen los fuertes y la flota.

—Nadie la cometerá, señor conde, la tripulación permanece constantemente a bordo y he hecho colocar centinelas al pie de las dos escaleras y hasta dentro de las chalupas.

—A pesar de esto, querría marcharme lo más pronto posible. Esta comedia no debe durar mucho tiempo, y mi empresa podría acabar aquí. ¡Ah! Si lograse ver a la marquesa durante diez minutos siquiera, me ahorraría la molestia de buscar a ese invisible caballero. Debe saber algo de la infamia cometida por su cuñado.

Detúvose un momento; luego añadió:

—Aún no se habrá acostado; probemos. Valientes, tened preparadas las espadas y las pistolas.

—Hace tres horas, capitán, que aguardamos una buena ocasión para mover las manos —dijo Martín.

—Seguidme…

Después de asegurarse de que la calle estaba desierta, la atravesaron sin hacer ruido y se dirigieron al palacio de Montelimar, que se encontraba a corta distancia.

El conde, en vez de acercarse al portal, dio la vuelta al magnífico jardín, rodeado por una verja de hierro, que se extendía hasta los muros del edificio.

Miró hacia arriba y vio dos ventanas iluminadas todavía.

—Aún están despiertos —murmuró.

De repente se estremeció.

Por las ventanas abiertas salían notas dulcísimas.

Alguien tocaba un bandolín en el palacio. ¿Quién? Seguramente no era un esclavo ni una doncella. No se habrían atrevido a tal cosa si la marquesa se hubiese acostado.

—¿Será ella? —se preguntó.

Volvióse hacia los dos marineros, que habían desenvainado sus largas espadas para prevenirse contra una posible sorpresa.

—Tenemos que saltar la verja —les dijo.

—Eso resulta un juego de niños para dos marineros —respondió Mendoza.

—Lancémonos al abordaje —añadió Martín.

El conde trepó por los barrotes de hierro, llegó hasta lo alto con la agilidad de una ardilla y se dejó caer al otro lado sobre un macizo de hermosas flores.

Los dos marineros saltaron al jardín casi al mismo tiempo.

—¿Hay que pelear aquí? —preguntó Mendoza.

—Deja en paz, por ahora, a tu espada —contestó el conde de Ventimiglia—. Más tarde veremos si hace falta un buen trozo de acero. Seguidme sin producir ruido.

Atravesaron el jardín y con cuidado para que no crujiese la arena de los paseos, llegaron hasta las dos ventanas iluminadas.

El bandolín continuaba ejecutando una dulcísima seguidilla.

—No puede ser más que la marquesa —murmuró el conde—. Esta noche, durante la fiesta, han tocado esa seguidilla y la marquesa intenta repetirla. ¿Será posible que yo tenga tanta fortuna?…

Un «bombax» gigantesco, que medía más de treinta metros de alto, con el tronco cubierto de retoños espinosos, alzábase junto a uno de los muros del palacio, extendiendo sus ramas hasta casi tocar las ventanas iluminadas.

—Esto es lo que buscaba —murmuró el conde—. Quedaos aquí y no tengáis cuidado —dijo a sus hombres—. Mi ausencia no será larga.

Agarróse con precaución a los vástagos del árbol para no herirse las manos y comenzó a subir, en tanto que Mendoza y Martín se tendían junto al tronco, ocultándose casi enteramente entre las altas hierbas que crecían alrededor.

Bastaron pocos segundos al robusto y agilísimo caballero para alcanzar una gruesa rama que se apoyaba en una de las dos ventanas iluminadas.

Miró a través de los cristales.

La ventana correspondía a un elegante gabinete, con las paredes cubiertas de ricos tapices y amueblado con suntuosidad, aunque todos los muebles eran pesadísimos, según la moda de la época.

Una araña de plata, con multitud de candeleros, lo iluminaba vivamente.

Sin embargo, no se veía a nadie, aunque el bandolín no cesaba de tocar.

Un objeto atrajo al punto la atención del conde. El vestido de seda, guarnecido de esmeraldas, que la marquesa había lucido en la fiesta y que aparecía sobre un divancito morisco centelleante con los bordados de oro y plata.

Disponíase a saltar, cuando oyó a Mendoza, que preguntaba:

—¿Quién vive?

—Eso os pregunto: ¿qué hacéis aquí bribones?

—¿Bribones nosotros? —gritó Martín.

—¡El conde de Santiago! —murmuró el hijo del Corsario Rojo rechinando los dientes—. ¡Ah! ¿Vienes a desbaratarme mis proyectos? El catorce matará al trece…

Como la altura en que se encontraban no excedía de cuatro metros, el ágil joven se dejó caer al suelo.

Mendoza y Martín hallábanse, espada en mano, frente al capitán de alabarderos, que también había desnudado el acero.

—¡Oh! —exclamó el militar con burlón acento—. ¡El conde Miranda que cae de lo alto! ¿Estabais haciendo provisiones de fruta de «bombax»? Os advierto que son malísimos y que solo sirven para fabricar un algodón pésimo.

—Y vos habéis venido para coger flores, ¿verdad? —preguntó el conde de Ventimiglia, rojo de cólera.

—También pudiera ser; pero al menos yo las corto en tierra, mientras que vos buscáis las frutas junto a las ventanas, sin pensar en que si perdéis pie quedaréis cojo para toda la vida, lo que constituiría una verdadera desgracia para un joven tan gallardo.

—Me parece que os burláis —dijo el conde de Ventimiglia.

—¿Y si fuera así? —preguntó el capitán.

—Pienso que no sería este el lugar a propósito. Las ventanas están iluminadas y me desagradaría que nos viesen.

—¿Quién?

—Alguna persona.

—¿La marquesa de Montelimar? —preguntó el capitán irónicamente—. Si es esa señora quien puede impresionarnos, busquemos sitio donde nadie irá a molestarnos. ¡Oh! Conozco este jardín y sé de un bellísimo prado que parece hecho de encargo para cruzar dos espadas.

—¿Es un desafío, si no me engaño, lo que me proponéis?

—Entendedlo como queráis, poco me importa.

—¿Dónde está ese prado? —preguntó el conde de Ventimiglia con ira—. Tengo prisa por resolver este asunto.

—¿Prisa por morir?

—Aún estoy vivo, caballero, y si vuestra mano es ligera, también lo es la mía.

—Así el acuerdo será perfecto —respondió el capitán, siempre irónico—. Os advierto, sin embargo, que la semana última he enviado al otro mundo a un rival que me hacía sombra.

—Ya me lo habéis dicho y no me produce efecto alguno. ¡Oh! Yo he dado muerte a más de uno y de dos capitanes, y eran españoles como vos.

—¿Qué cosa habéis dicho? —preguntó el conde.

El hijo del Corsario Rojo mordióse los labios, arrepentido de haber dejado escapar estas palabras.

—Señor conde —dijo el capitán— ¿queréis seguirme hasta el prado? Allí podremos charlar tranquilamente y además divertirnos.

—Estoy a vuestra disposición —contestó el hijo del Corsario Rojo.

—¿Y esos hombres —preguntó el conde de Santiago, señalando a Mendoza y a Martín—, no nos proporcionarán alguna molestia, si no a vos, al menos a mí?

—Suceda lo que suceda, esos marineros no nos molestarán a ninguno; os doy mi palabra de honor.

—Me basta; venid, caballero. Tal vez servirán de algo —añadió luego con su habitual acento burlón.

El capitán internóse en un bosquecillo de palmeras, lo atravesó seguido siempre del Corsario y de los dos marineros, y desembocó en una minúscula pradera cubierta de espesa hierba y rodeada por todas partes de árboles frondosos.

—He aquí un lugar magnífico para platicar libremente —dijo, volviéndose hacia el conde de Ventimiglia.

—Y también para matarse sin que nadie intervenga, ¿verdad, capitán? —preguntó el hijo del Corsario Rojo.

—En este sitio pueden solazarse dos personas sin correr el peligro de que nadie las moleste —replicó el capitán.

El conde de Ventimiglia cruzó los brazos, y mirando al conde de Santiago, iluminado por los rayos de la luna que en aquel momento se elevaba en el horizonte, le preguntó con voz breve:

—¿Qué deseáis ahora? Decídmelo pronto, porque tengo mucha prisa.

—¡Diantre! Corréis muy apresurado en busca de la muerte.

—Por lo visto os habéis olvidado de una cosa.

—¿Cuál?

—Que el catorce ha vencido al trece.

—¿Tratáis de asustarme?

—No por cierto; me han asegurado que sois valiente.

—Abreviemos, conde.

—¿Qué deseáis?

—Daros una buena estocada —contestó el capitán con ronco acento—. Cuando un rival se me atraviesa en el camino, o me hace sombra, lo envío a descansar en el cementerio de Santo Domingo.

—Sois terrible.

—Lo probaré en seguida; no escaparéis.

—¿Qué decís, capitán? ¿Huir yo ante vuestra espada? Soy caballero y militar, mi querido fanfarrón.

—¡Mil rayos! ¡Me estáis insultando! —gritó el conde de Santiago.

—Y vos a mí.

—¡Os mataré al primer asalto!

—O al vigésimo.

—¿Os burláis?

—Eso parece —respondió el hijo del Corsario Rojo, desnudando la espada y poniéndose rápidamente en guardia.

—¡Rayos y truenos!

—¡Truenos y rayos!

—¡Es demasiado, conde de Miranda!

—¡Qué luna tan espléndida! Nos batiremos admirablemente, sin necesidad de antorchas ni de fanales. Señor capitán de alabarderos, os aguar…

El conde de Santiago, a su vez, había desenvainado la larga espada; sin embargo, de pronto bajó el acero, diciendo:

—Os habéis hecho anunciar con el título de conde de Miranda —dijo—. ¿Lo sois de veras?

—Soy un caballero y eso basta.

—¿Español?

—Que yo sea o no español, es cosa que nada debe interesaros. Si tenéis empeño en saber mi nombre, lo encontraréis grabado en la hoja de mi espada. Y basta ya, capitán, siento prisa.

—También yo estoy impaciente por enviaros al cementerio —repuso el conde de Santiago con rabia.

Ambos pusiéronse en guardia, en tanto que Mendoza y Martín se alejaban un poco para dejar a los dos rivales la mayor libertad posible. El conde de Ventimiglia volvía las espaldas a la luna, que aparecía majestuosamente sobre una de las elevadas palmeras del jardín; el capitán, en cambio, estaba iluminado por completo.

Miráronse atentamente, con rabia extrema; luego el capitán, que parecía el más impaciente, a pesar de su edad, amenazó dos o tres veces para ver si el adversario se descubría o revelaba su juego.

El joven capitán de la «Nueva Castilla» no se movió. Permanecía firme como una roca, con la espada en línea y la mirada atenta.

—¡Diantre! —exclamó el alabardero—. Os considero una buena espada, pero ahora veremos si paráis esta estocada que parece fingida.

El señor de Ventimiglia no respondió. A juzgar por su calma, no hacía seguramente en aquella ocasión sus primeras armas.

—Derribaré ese muro de acero y de carne —dijo el capitán, que iba perdiendo la serenidad—. ¡He aquí una buena estocada! ¡Paradla…!

Y se tiró a fondo con la velocidad del rayo. El conde, con un movimiento rápido, desvió el acero del capitán.

—¡Rayos y truenos! ¡Qué brazo tan sólido, señor de Miranda! No esperaba semejante resistencia. El juego apenas ha comenzado y la luna no se ocultará hasta el alba.

El hijo del Corsario Rojo tampoco respondió.

Miraba con atención la punta de la espada del capitán, que el astro nocturno hacía centellear siniestramente.

—No sois cortés, conde —dijo el alabardero, poniéndose de nuevo en guardia—. Sabed que ahora los duelos se efectúan cambiando frases amables.

Una estocada, difícilmente parada en tercia, con solo un segundo de ventaja, fue la respuesta del conde de Ventimiglia.

—¡Diablo! —masculló el capitán—. Aquí no se debe charlar. Se arriesga una fosa en el cementerio.

Retrocedió un paso, tanteando antes el terreno con el pie izquierdo para no resbalar, luego se puso en guardia, diciendo:

—¡Os espero, conde!

El hijo del Corsario Rojo, desconfiando de aquel movimiento sospechoso, se abstuvo bien de atacar, y permaneció firme, con la espada siempre en línea, dirigida al pecho del capitán.

—¿No comenzáis el asalto, conde?

—No tengo prisa.

—Hace medio minuto que os aguardo.

—Podéis aguardarme medio siglo, si os place.

—¡Ah! ¡Cuernos del diablo!

—¡Oh! ¡Vientre de una ballena!

—¡Siempre burlón!

Por tercera vez el conde de Ventimiglia permaneció callado. Con la rapidez de un relámpago irguióse, dio dos saltos y cayó sobre el adversario, asestándole un golpe en mitad del pecho.

Fue un verdadero milagro que el capitán español lograse parar aquella estocada; la casaca de seda verde con flores rojas quedó desgarrada.

—¡Demonio! Os tiráis, señor conde, y tratáis además de sorprenderme, en tanto que os dirijo palabras lisonjeras. Dos centímetros más y me alcanzáis. Otra vez tened en cuenta que hay que alargar un poco el brazo…

Un grito le cortó la frase. La espada del señor de Ventimiglia hundióse más de la mitad en el pecho del capitán.

—Ahí tenéis la respuesta a vuestro consejo —dijo el conde.

El capitán permaneció de pie, sujetando la espada del conde con la mano izquierda; luego cayó al suelo pesadamente, partiendo la hoja en dos mitades.

Cinco pulgadas de acero le habían penetrado en el pecho, a la altura de la cuarta costilla del lado izquierdo.

—¡Muerto! —exclamaron a la vez Mendoza y Martín, adelantándose.

El conde arrojó a tierra el trozo de espada que conservaba en la mano y se inclinó sobre el capitán, que se agitaba con los espasmos de una agonía atroz.

—Tal vez no estéis herido gravemente, caballero —le dijo—. Aún podremos salvaros.

—Creo que ya tengo lo necesario —contestó el capitán—. ¡Por Baco! ¡Vuestra mano es más lista que la mía! Moriré pronto y solo lo siento por una cosa.

—¿Cuál?

—Por no haber tenido tiempo de enviaros a bordo las mil cien piastras que me habéis ganado.

—No os preocupéis de eso; decidme: ¿qué podemos hacer por vos?

—Llamad a los criados de la marquesa de Montelimar. Al menos moriré bajo el techo de la mujer a quien amo y por la cual muero.

—Antes de eso, permitid que intente arrancaros el trozo de acero que tenéis clavado en el pecho.

—Me mataríais más pronto. No… no… los criados… llamad… corred…

—¡Mendoza… Martín! Avisad a la gente del palacio.

Los dos marineros echaron a correr, en tanto que el conde de Ventimiglia, más conmovido de lo que pudiera suponerse, sostenía levantada la cabeza del herido, a fin de que la sangre no lo ahogase.

Apenas había transcurrido un minuto, cuando se vieron luces y hombres que avanzaban a través de los paseos.

—Señor conde —dijo el hijo del Corsario Rojo—, me veo obligado a abandonaros. No quiero que sepan que yo he sido quien os ha herido.

—Os lo agradezco —contestó el conde de Santiago con voz sofocada—. Si llego a curar, espero que me ofreceréis el desquite.

—Cuando queráis…

Incorporóse y se alejó rápidamente, dirigiéndose hacia la verja.

Mendoza y Martín, después de avisar a los criados de la marquesa, se marcharon también, saltando la verja de hierro.

Cuando los esclavos llegaron al prado, el capitán se había desmayado; pero entre las manos sujetaba fuertemente el trozo de acero.

—¡El capitán de alabarderos! —exclamó el mayordomo de la marquesa, que iba a la cabeza de la servidumbre—. ¡Es amigo de la señora! ¡Pronto, llevémoslo al palacio!

Cuatro esclavos levantaron con precaución al herido y lo condujeron a una habitación del piso bajo, acostándolo en una cama, en tanto que otro corría a buscar al médico de la familia.

La bella marquesa de Montelimar, vestida con un sencillo peinador de seda azul, bajó apresuradamente, preguntando al mayordomo con voz angustiada:

—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido, Pedro?

—Han herido gravemente…

—¿Al conde Miranda? —gritó la marquesa palideciendo.

—No, señora, al conde de Santiago.

—¿Al capitán de alabarderos?

—Precisamente.

—¿De un pistoletazo?

—De una estocada terrible; aún tiene clavada en el pecho la mitad de la espada.

—¿Un duelo?

—Eso parece.

—¿Y el adversario?

—Ha desaparecido, señora.

—¿Dónde se han batido?

—En vuestro jardín.

—Ese hombre era muy pendenciero y ha encontrado su merecido. ¿Quién puede haber vencido a la mejor espada del regimiento de Granada? ¿Quién?… No ha muerto, ¿verdad?

—Está desmayado; pero creo que no salvará la vida.

—Deja que lo vea.

El mayordomo se apartó a un lado y entró en la habitación, donde se encontraban varios esclavos, ocupados en humedecer con vinagre los labios y la nariz del herido para hacerle volver en sí.

El capitán yacía en el lecho con los brazos abiertos, el rostro cadavérico y la frente contraída. De su entreabierta boca escapábase un silbido entrecortado.

Conservaba el trozo de acero clavado en el pecho, junto al corazón; ninguno de los presentes se atrevía a arrancárselo, por miedo a provocar una violenta hemorragia.

El jubón de seda con listas azules y rojas aparecía desgarrado en una extensión de varias pulgadas; pero en la camisa no se observaba ni una gota de sangre.

El mismo acero taponaba la herida.

—¡Desgraciado! —murmuró la marquesa con voz conmovida—. El adversario que le ha causado una herida tan terrible no puede ser de Santo Domingo, porque aquí todos temían a la espada de este hombre. ¿Has mandado venir al médico, Pedro?

—Sí, señora marquesa —contestó el mayordomo—. No tardará en llegar.

—Si no viene enseguida, este infortunado conde morirá.

—Ahí está; oigo entrar gente…

La puerta se abrió y un anciano, vestido todo de seda negra, seguido de un joven, cubierto por un traje igual, que llevaba en la mano una cajita, aparecieron en el umbral.

Eran el médico y su ayudante.

—Señor Escobedo —dijo la marquesa saliendo al encuentro del anciano—. Os recomiendo que cuidéis con gran interés a este caballero: es el conde de Santiago. Haced lo posible por librarlo de la muerte.

—¡Oh! ¡Es el terrible espadachín, marquesa! —respondió el médico—. Cuando se trata de heridas de acero, el asunto es siempre grave. ¡Veamos!…

Acercóse al lecho, en tanto que el ayudante abría la cajita que encerraba varios instrumentos quirúrgicos, y miró con atención al herido, qua aún seguía sin recobrar el sentido.

—Herida grave, ¿es verdad, señor Escobedo? —preguntó la marquesa.

—Una estocada terrible, señora —contestó el doctor, haciendo una mueca y meneando la cabeza—. Su adversario debe de tener un puño muy sólido.

—¿Esperáis salvarlo?

—No puedo daros una respuesta segura, marquesa. Retiraos todos y dejadme solo con mi ayudante… Hay que operar en seguida…

La marquesa, el mayordomo y los esclavos se apresuraron a salir.

—Una pinza fuerte, Mauricio —dijo el doctor cuando se quedaron solos, dirigiéndose a su ayudante.

—¿Intentáis extraer la hoja, doctor?

—No es posible dejársela clavada eternamente en el pecho.

—Pero ¿no expirará en seguida?

—Mucho me lo temo. La punta debe de haber interesado gravemente el pulmón…

En aquel momento el conde lanzó un profundo suspiro y levantó los brazos, apoyando las manos en el pedazo de espada que le salía del pecho.

—Va a volver en sí —dijo el médico, que se había inclinado sobre el herido.

—¿Por mucho tiempo o por poco? —preguntó el ayudante.

—No le doy una hora de vida —contestó el doctor en voz baja.

El capitán dejó escapar otro suspiro, más largo que el primero y que terminó en una especie de ronquido; luego alzó lentamente los párpados y fijó en el doctor una mirada turbia.

—Vos… —balbuceó.

—No habléis, caballero.

Una sonrisa contrajo los labios del conde.

—Soy… militar… —dijo con voz entrecortada—. Me muero… ¿verdad?

El doctor movió la cabeza, sin responder.

—¿Cuántos minutos… me restan… de vida? Hablad… quiero saberlo…

—Todavía podréis vivir un par de horas si no os extraigo el trozo de espada.

—¿Y extrayéndolo?… decid…

—Pocos minutos tal vez, señor conde.

—Me bastarán… para tomar venganza… Oídme.

—Si habláis demasiado, os mataréis más pronto…

Otra sonrisa apareció en los descoloridos labios del capitán.

—Oídme… —repitió con suprema energía—. En la hoja de acero… hay grabado… un nombre… el de mi adversario… Quiero… conocerlo… antes… de morir…

—Habría que arrancároslo del pecho.

El conde hizo una señal afirmativa.

—¿Lo queréis, pues? —preguntó el doctor.

—He… de morir… igualmente…

—Mauricio, las pinzas.

El ayudante le presentó dos tenacillas, un paquete de hilas y vendas, para contener en el acto la sangre que había de salir de la herida.

—Pronto… —murmuró el conde.

El médico sujeto el trozo de acero y lo extrajo, con pequeñas sacudidas del cuerpo.

El conde se mordió los labios para no gritar. Por la alteración del rostro y por el sudor viscoso que le cubría la frente, comprendíase cuánto sufría.

Afortunadamente, aquella operación dolorosísima no duró más que pocos segundos. De la herida brotó al punto un chorro de sangre, que el ayudante cortó con las hilas y las vendas.

—El nombre… el nombre… —balbuceó el capitán, con voz apagada—, pronto… muero…

El doctor limpió la hoja llena de sangre con una toalla, y en el acto vio aparecer, grabadas en el acero, varias letras bajo una pequeña corona de conde.

—Enrique de Ventimiglia —leyó.

El capitán, a pesar de la extrema debilidad y de los dolores que le atormentaban, incorporóse y exclamó con voz ronca:

—¡Ventimiglia!… El nombre de los corsarios… el Rojo… el Verde… el Negro… ¡Un Ventimiglia!… ¡Traición!…

—¡Conde, os matáis! —gritó el médico.

—Escuchad… escuchad… La fragata… que ayer fondeó… es corsaria… la manda… ese hombre… vestido de rojo… corred en busca… del gobernador… advertídselo… que la aborden… en seguida… la ciudad está en peligro… Yo muero… pero vengarán… mi muerte… ¡Ah!…

El capitán volvió a caer sobre las almohadas. Respiraba con dificultad y palidecía visiblemente.

La sangre se escapaba a través de las hilas y vendajes, enrojeciendo la camisa y el jubón.

De repente los labios del desgraciado se cubrieron de purpúrea espuma, luego bajó lentamente los párpados sobre los ojos ya apagados.

El capitán de alabarderos había muerto.

—Maestro —dijo el ayudante al médico, que aún conservaba en la mano el trozo de espada—. ¿Qué hacemos ahora?

—Iré a avisar al gobernador. Los Ventimiglia han sido los más tremendos corsarios del Golfo de México. Algún hijo o algún pariente de ellos ha aparecido en estos mares. ¡Ay de nosotros si no lo apresan! No hablarás de esto a nadie, ni aun a la marquesa.

—Seré mudo, maestro.

—Correrás a participar al coronel del regimiento todo lo que ha sucedido, para que se lleven en una camilla a este pobre conde.

—¿Y vos?

—Voy en busca del gobernador.

Envolvió el acero en la toalla, luego abrió la puerta.

La marquesa de Montelimar, presa de visible emoción, aguardaba en la sala inmediata, acompañada del mayordomo y de la doncella.

—¿Cómo está, doctor? —preguntó.

—Ha muerto, marquesa. La herida era terrible.

—¿Y no ha dicho quién le ha matado?

—No ha podido hablar; seguramente habrá tenido un duelo, porque no llevaba la espada en su vaina.

—¿Y ahora?

—Ya he pensado en todo. Antes del alba se llevarán el cadáver del capitán al cuartel o a su casa. Si lo dejásemos aquí, los maliciosos forjarían historias desfavorables para vos.

—Eso es lo que temo.

—Buenas noches, marquesa. Yo me encargo de todo…

Capítulo III. La carrera de gallos

Al siguiente día, una multitud alegre, vestida con trajes variados y de múltiples colores, agolpábase en torno del soberbio palacio de Montelimar.

Veíanse oficiales del ejército, soldados, colonos, marineros y aldeanos, y no faltaban tampoco señoras y señoritas elegantísimas, con la graciosa mantilla y la alta peineta, aun cuando el espectáculo que iba a comenzar no debía de interesarles gran cosa.

Iba a celebrarse la carrera de gallos, ya anunciada por la marquesa al conde de Miranda, o mejor dicho, el conde de Ventimiglia.

Los colonos españoles han tenido siempre dos grandes pasiones: los toros y los gallos. Extraño contraste, entre una fiera enorme y temible y un pobre e inocente plumífero.

No les importaba gastar el dinero en adquirir buenos gallos, especialmente en los de pelea, y apostaban en este bárbaro juego sumas enormes.

Pero una de sus diversiones favoritas eran las carreras de gallos, inventadas acaso con el propósito de formar habilísimos jinetes, que hacían gran falta para dar caza a los bucaneros, los formidables aliados de los filibusteros, que amenazaban sin tregua a las ciudades del interior, en tanto que los otros se ocupaban de las marítimas.

El juego era sencillísimo; sin embargo, no dejaba de despertar vivo interés entre los numerosos espectadores, dispuestos siempre a apostar lo mismo un doblón que mil.

En un paseo recto abrían cuatro o cinco hoyos, y en ellos enterraban otros tantos gallos, de modo que solo asomasen la cabeza y el cuello, asegurando a los infelices animales con arena y con piedras, en forma tal, sin embargo, que no sufriesen mucho.

Los jinetes que tomaban parte en tan extraña diversión habían de pasar a galope tendido, inclinarse hasta tocar en tierra y cogerlos.

Ya puede comprenderse que la operación no resultaba fácil, porque exponía al jinete a una caída, acaso de funestas consecuencias, y saludada además por una carcajada estrepitosa de los espectadores.

Ordinariamente, el premio consistía en un beso, en la mano o en la mejilla, a la señora más bella que asistía al espectáculo, galantería española que los rudos yanquis del siglo XVIII habían de imitar más tarde.

Catorce caballeros, montando todos pequeños y nerviosos potros andaluces, presentáronse para tomar parte en la fiesta, y se alinearon ante el palacio de Montelimar.

Casi todos eran jóvenes, hijos de colonos, ansiosos de besar en la mejilla a la más bella viuda de Santo Domingo.

Entre todos descollaba el conde de Miranda, siempre vestido de rojo, elegantísimo, que montaba un corcel andaluz, negro y de ojos ardientes, adquirido aquella misma mañana sin reparar en el precio. Al ver aparecer a la marquesa en la escalinata de mármol del palacio, el conde levantóse el fieltro rojo adornado con larga pluma e inclinóse sobre el caballo.

La hermosa viuda contestó con una sonrisa y una ligera seña con la mano, luego se sentó en una especie de tribuna levantada ante el palacio, en compañía de su mayordomo y de las doncellas de la casa.

Cuatro gallos habían sido enterrados a distancia de veinte metros uno de otro. Las pobres aves hacían esfuerzos desesperados por librarse de tan incómoda prisión, alargando el cuello y cantando con toda la fuerza de sus pulmones; pero las piedras les sujetaban, impidiéndoles huir.

Los jueces de campo, dos viejos militares retirados, colocáronse junto a los jinetes para regular la carrera.

El público, cada vez más numeroso, apostaba en tanto con verdadero furor, y ya por simpatía, ya por su atrevida figura, apuntaba preferentemente por el hijo del Corsario Rojo.

¡Qué sorpresa tan terrible si hubieran sabido que jugaban por uno de sus enemigos más encarnizados, por uno de aquellos tremendos filibusteros que habían jurado la destrucción de las colonias españolas de la América Central!…

Los dos jueces de campo, después de examinar atentamente las monturas de los caballos, para evitar una desgracia, acercáronse al palco donde se encontraba la marquesa.

—¿Preparados? —preguntó uno de ellos.

—Preparados —respondieron al mismo tiempo los catorce jinetes, dirigiendo una mirada a la marquesa de Montelimar.

Los caballos, vivamente espoleados, dieron un salto, luego lanzáronse con ímpetu irrefrenable.

El hijo del Corsario Rojo colocóse en seguida a la cabeza del grupo, apoyando solamente el pie izquierdo en el estribo, para poderse inclinar con más facilidad hasta el suelo.

Su cabalgadura, un caballo cuidadosamente elegido, devoraba la distancia, dejando atrás a los adversarios.

Montaba el conde con tanta gallardía, que produjo verdadero entusiasmo entre los espectadores. Hombres y mujeres aplaudieron fragorosamente cuando pasó ante ellos inclinado sobre el cuello del corcel, haciendo ondear su larguísima pluma roja. El joven caballero llegó hasta el primer gallo con la velocidad del huracán, inclinóse hasta tocar en tierra, sujetándose con una mano al cuello del potro, y, ágil como un jinete árabe, cogió al primer volátil, arrancándolo del agujero y levantándolo triunfalmente.

Un grito de entusiasmo, salido de la multitud, saludó aquel golpe maestro. Hombres y mujeres agitaban pañuelos, bastones y sombrillas, como si asistiesen a una corrida de toros.

El conde estranguló el gallo y lo arrojó en medio de un grupo de mendigos; luego al llegar al extremo de la pista, donde se levantaba una empalizada, revolvió el caballo sobre las piernas y emprendió de nuevo la carrera.

Los jinetes que le habían seguido llegaban en aquel momento, casi en grupo compacto; pero todos con las manos vacías. Ninguno había sido afortunado en la primera carrera, y los pobres gallos continuaban aprisionados.

—¡Qué malos jinetes! —murmuró el conde—. ¿Tendré yo que coger todos los volátiles? El trabajo sería enojoso, si la victoria no valiese un beso a la dama más hermosa de Santo Domingo.

Aflojó las bridas y reanudó la carrera, espoleando con el pie derecho a su cabalgadura, y teniendo, como antes, libre el izquierdo, para poder inclinarse con más comodidad.

Como les llevaba a sus adversarios una ventaja de más de treinta metros y marchaba solo, en tanto que los demás galopaban en grupo, llegó en un instante junto al segundo gallo y lo sacó de tierra.

No fue grito, fue una verdadera aclamación frenética lo que escuchó el bravo caballero.

—¡Viva el conde rojo! —exclamaba la multitud, aplaudiendo locamente.

Los demás corredores tuvieron más fortuna: dos de ellos cogieron un gallo cada uno. La victoria, sin embargo era del conde, que había dado un golpe doble.

Bajó del caballo y se acercó a la marquesa, que lo contemplaba sonriendo, y le puso el gallo sobre las rodillas, diciéndole:

—Conservadlo como recuerdo mío; así, cuando haya partido, os acordaréis alguna vez de mí.

—¿Pensáis partir? —preguntó la bella viuda.

—Es probable que esta noche no me encuentre en Santo Domingo.

—Entonces os invito a comer conmigo, y luego ya sabéis la recompensa del vencedor.

—No evito nunca la compañía de una señora, sobre todo cuando es guapa y amable como vos.

—¡Ah, conde!…

—Púsose en pie. Hizo con la mano una señal de despedida a los caballeros, que, descubiertos, estaban alineados ante el palco, y subió rápidamente la escalinata de mármol, en tanto que la multitud se dispersaba.

El conde de Ventimiglia la siguió, en unión del mayordomo y de las doncellas de la casa.

La marquesa le hizo atravesar varias salas elegantemente amuebladas, luego lo introdujo en el comedor, no muy amplio, con las paredes cubiertas de cuero rojo de Córdoba y el techo artesonado.

En el centro veíase la mesa, llena de bandejas y platos de oro, que contenían las frutas más variadas de los climas tropicales.

No había más que dos asientos, el uno junto al otro.

—Señor conde —dijo la marquesa—, os advierto que no tengo hoy invitados, así podremos charlar libremente, como dos buenos amigos.

—Os agradezco, señora, esta delicada atención.

—Además, tengo que haceros algunas preguntas.

—¿A mí? —exclamó el corsario con estupor.

—A vos —contestó la marquesa de Montelimar, en cuya hermosa frente se había dibujado una ligera arruga.

—¿Y qué diríais si os manifestase que también yo deseaba volver a veros antes de zarpar para haceros algunas preguntas?

La marquesa, a su vez, no pudo contener un gesto de asombro.

—¿A mí? —exclamó—. ¿Me conocíais, conde, antes de anclar en este puerto?

—No: únicamente había oído hablar de los Montelimar.

—¿De mi marido?

—No, de vuestro cuñado, que hace algunos años desempeñaba el cargo de gobernador de Maracaibo.

—En efecto, mi marido tenía un hermano gobernador.

—¿No habéis visto nunca a ese Montelimar?

—Sí, hace dos años lo conocí en Puerto Rico.

La entrada de cuatro esclavos negros, que llevaban manjares en fuentes de plata cincelada y cestos con botellas cubiertas de polvo, fue causa de que la conversación se interrumpiera.

—Ahora, comamos —dijo la marquesa al conde—. Los hombres de mar deben estar dotados de buen apetito, y espero, señor de Miranda, que haréis los honores a mi cocina.

—Cuando suena la campana del mediodía, nuestros estómagos se hallan siempre dispuestos, marquesa. ¡Si vieseis a mis marineros qué asalto tan terrible dan a la mesa!

—Me agradaría presenciar la escena.

—Si continuase algunos días más en el puerto, me consideraría muy honrado en recibiros a bordo. Desgraciadamente, dudo mucho que mañana me encuentre aquí.

—Pero me dijisteis que os habían enviado para defender a la ciudad de un ataque combinado entre filibusteros y bucaneros.

—El peligro ya no existe —replicó el conde, con cierto aire de embarazo—. Me aseguraron que algunos barcos sospechosos se habían dejado ver en estas aguas con rumbo al sur; pero esta mañana he recibido aviso de que se alejaban con dirección a la Tortuga. Voy a inspeccionar estos parajes con objeto de asegurarme de los informes.

—¿Para echar a pique las naves?

—Sí, suponiendo que sea posible.

—¿Son formidables los filibusteros?

—Se lanzan al abordaje como demonios, y cuando hacen una descarga, matan siempre…

Cogió una botella, que los esclavos habían ya descorchado, y llenó dos vasos, diciendo:

—Por vuestra hermosura, marquesa.

—Por vuestro barco, capitán —contestó la señora de Montelimar.

El conde vació su vaso de un trago, hizo seña a los criados negros para que saliesen y luego, contemplando fijamente a la marquesa, siguió diciendo:

—Y ahora, si os place, reanudaremos la conversación. Me habéis dicho que conocisteis a vuestro cuñado en Puerto Rico.

—Es verdad, conde.

—¿Cuándo?

—Hace dos años.

—¿Sabéis dónde se encuentra ahora?

—En Pueblo Viejo, según mis noticias. Sé que en los alrededores de esta población posee vastísimas plantaciones de caña de azúcar.

—¡Ah! —exclamó el conde, frunciendo el entrecejo—. ¿No os habló nunca, por casualidad, vuestro marido de la ejecución llevada a efecto por orden de vuestro cuñado, de dos famosos corsarios que se hacían llamar el uno el Corsario Rojo y el otro el Verde, y que eran dos hidalgos italianos?

La marquesa miró al conde con cierta ansiedad; luego dijo:

—Sí, me habló de esos corsarios, y también de otro que desapareció con la hija del duque de Wan Guld.

—Ese se llamaba el Corsario Negro —interrumpió el conde—. Y no fue ahorcado como sus hermanos. ¿No sabríais decirme quiénes fueron los que decretaron y aplicaron la pena de muerte a los dos caballeros?

—No, pero os podrá informar mi cuñado. Yo era entonces una niña y no vivía en Maracaibo. Desearía saber por qué os interesa este suceso. ¿Habéis conocido a los terribles filibusteros que hicieron temblar durante tantos años a nuestras colonias del Golfo de México?

—Es un secreto que no puedo revelar, marquesa —respondió el hijo del Corsario Rojo, con aire sombrío—. Me habéis dicho que vuestro cuñado se encuentra en Pueblo Viejo; esto me basta por ahora. Vuestro cuñado posee bienes, luego tendrá un administrador y un secretario.

—¿Os referís al señor de Robles?

—Precisamente, marquesa.

—Aquí se encuentra, en efecto —contestó la dama—. Pero de un momento a otro partirá a bordo del galeón «Santa María», que se dirige a México. Lleva, según creo, las cantidades recaudadas en las haciendas de mi cuñado.

—¿En el «Santa María» habéis dicho? —exclamó el conde, en tanto que vivísimo relámpago iluminaba sus ojos.

—Eso me aseguró él mismo hace tres días.

—Ya sé todo lo que deseaba, marquesa; os agradezco la preciosa información que me habéis facilitado.

—¿Preciosa?

—Más de cuanto suponéis —respondió el conde.

—Ahora espero que me pagaréis en la misma moneda.

—Contad con ello; me habéis dicho que queríais saber algo de mí. Hablad, señora, haré lo posible por complaceros…

La marquesa permaneció un momento silenciosa, contemplando a su vez con gran atención al conde; luego, señalando con el dedo a la espada que el corsario llevaba al costado, le dijo:

—Anoche, durante el baile, no ceñíais esa espada. La empuñadura es muy distinta. ¿Por qué la habéis cambiado?

—Porque la otra la perdí cuando embarqué en la chalupa que debía conducirme a bordo de mi fragata —contestó el corsario, poniéndose colorado como una chiquilla.

—¿No la habréis dejado en el pecho de alguien que os desagradase? —preguntó la marquesa con voz grave.

El conde de Ventimiglia no pudo dominar una sacudida nerviosa.

—Señora —dijo con acento solemne—. Un caballero no puede mentir y confieso francamente que he dejado la punta de mi espada en el pecho del conde de Santiago. Juro, sin embargo, por mi honor que no he provocado yo la contienda.

—Os creo, conde; el capitán era hombre muy violento y gran espadachín y por eso temía que os esperase afuera para daros una estocada. Me asombra extraordinariamente que la haya recibido.

—¿Por qué marquesa?

—Todos le temían, sabedores de que era una espada casi invencible.

—Señora, pertenezco a una familia de tiradores formidables, y muchas personas han sido enviadas al otro mundo por los condes de Miranda, también por puntillos de honor.

—¿Y le habéis dado muerte?

—Tenía que defender mi vida.

—¿Solo?

—¿Por qué me hacéis esta pregunta?

—Porque me han dicho que os acompañaban dos hombres.

—Sí, dos de mis marineros, los cuales, cumpliendo mis órdenes, han asistido impasibles al duelo. No se habrían atrevido a mezclarse en un asunto que me afectaba a mí solo. El capitán era un caballero y no un bandido, para que se le atacase con tres espadas o se le asesinase a pistoletazos.

—¡Sois un héroe! —exclamó la marquesa, contemplándole con profunda admiración—. Ningún espadachín habría osado batirse con el conde de Santiago.

—De Santo Domingo tal vez —repuso el conde—. Yo no he nacido en la isla del gran Golfo y he tenido por maestros a tiradores de España, de Francia y sobre todo de Italia.

—¿Sabéis que se sospecha de vos?

—¿Como autor de la muerte del capitán?

—Sí, conde.

—¿Y qué queréis decir con esto? ¿Tal vez que en Santo Domingo no está permitido a dos caballeros dirimir una querella a estocadas? En nuestra España a nadie le habría parecido mal, marquesa.

—No digo lo contrario; pero el duelo se ha verificado sin testigos, y además…

—Perdonad, marquesa, lo presenciaron mis dos marineros. Y ahora seguid.

—Deseaba preguntaros dónde habéis adquirido la espada con que atravesasteis al capitán.

El conde se puso en pie y miró a la marquesa con inquietud.

—Me hacéis una pregunta que podría tener…

Interrumpióse bruscamente al ver entrar al mayordomo de la marquesa.

—¿Qué quieres? —preguntó la señora de Montelimar, algo extrañada por aquella repentina aparición.

—Perdonad, señora —respondió el mayordomo—. En la estancia inmediata se hallan dos marineros que insisten en comunicar al señor conde una grave noticia.

—¿Un blanco y un mulato? —preguntó el capitán de la «Nueva Castilla», con emoción.

—Sí, señor conde, y además…

—Prosigue —dijo la marquesa.

—Hay también un capitán de alabarderos, acompañado de veinte hombres y que solicita visitar el palacio.

—¿Por qué motivo? —preguntó la bella viuda prontamente.

—Trae una orden de arresto.

—¿Para quién?

—Para el señor conde —contestó el mayordomo, después de un instante de vacilación.

El corsario dio un salto y se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—Han debido hacer cuenta de este acero —gritó—. Decid al capitán que espere diez minutos, para que la marquesa de Montelimar pueda acabar de comer tranquilamente, y si insiste, haced que le apaleen los esclavos… ¡Mendoza! ¡Martín!

Los dos marineros, al oír que los llamaban, precipitáronse en el saloncito, empujando a un lado al pobre mayordomo y desenvainando las espadas.

—¡Conde! —exclamó la marquesa intensamente pálida—. ¿Qué significa esto?

—Os lo diré en seguida, señora —respondió el corsario—. Permitidme; primero que interrogue a mi gente. ¡Es para mí cuestión de vida o muerte!

—¡Dios mío! ¿Qué decís?

—Un minuto, marquesa. Habla tú, Mendoza.

—Señor conde, parece que se disponen a prenderos o a abordarnos —contestó el viejo marino—. Desde hace algunas horas todos los galeones y carabelas toman posiciones a la salida del puerto, como si abrigasen el propósito de no dejarnos zarpar. Alguien ha traicionado nuestro secreto.

—¿Qué ha dispuesto mi teniente?

—El señor Verra ha hecho cargar los cañones para ametrallar si es preciso a los galeones y carabelas, y ha ordenado que se armen todos los marineros. No tenemos echada más que un ancla.

—Perfectamente; es un bravo que no se dejará coger de sorpresa. ¡Ah! Nadie puede igualar a los marinos genoveses.

—¡Conde! —gritó la marquesa—. ¿Qué decís?

—Un momento más, señora —contestó el intrépido joven—. Mendoza, ¿se hallan a bordo mis hombres?

—Todos, capitán.

—Somos ochenta, y les daremos un mal rato a los que intentan impedir que nos hagamos a la vela… Y ahora vos, marquesa. He vencido en la carrera de gallos, y me debéis un beso. Permitid que sea yo quien lo deposite en vuestra bella mano. Será seguramente el primero y el último, porque, a menos que se realice un milagro, dentro de pocos minutos desaparecerá también el último conde de Ventimiglia, de Roccabruna y de Valpenta.

—¿De Ventimiglia habéis dicho? —exclamó la marquesa.

—Sí, señora. Soy el hijo de aquel Corsario Rojo a quien vuestros compatriotas ahorcaron.

La marquesa permaneció muda algunos instantes, presa de vivísima emoción.

—Señor conde —dijo finalmente—. No consentiré que a mi vista, en mi palacio, apresen a un caballero como vos.

—¿Qué intentáis, señora?

—¡Salvaros! —exclamó la marquesa, en un arranque de entusiasmo.

—¿De qué modo?

—Seguidme todos al punto. El capitán de alabarderos estará irritado por tan larga espera.

Abrió la puerta del comedor e introdujo a los tres corsarios en una alcoba, la suya probablemente, a juzgar por la riqueza del mobiliario, y se dirigió a una chimenea cerrada por una chapa de bronce cincelado. Puso la mano en una de las muchas flores que la adornaban e hizo presión.

La hoja de bronce levantóse en el acto, dejando ver una escalerilla.

—Es una salida secreta, abierta en el espesor del muro —dijo la marquesa—; nadie la conoce. Conduce a una de las torrecillas que se elevan sobre el techo. Subid y esperadme.

—El beso, marquesa —dijo el conde.

La bella dama le tendió la mano.

El corsario depositó en ella un beso, luego subió la escalera, seguido de Mendoza y de Martín.

La marquesa cerró la puertecilla de bronce, murmurando:

—¡Pobre joven! ¿Matar a un caballero tan valiente? ¡No, no quiero! Aunque sea un enemigo de mi país le salvaré, suceda lo que suceda. No quiero que se diga que una Montelimar ha traicionado a su huésped.

Volvió al comedor y se sirvió una taza de café, esforzándose por aparecer completamente tranquila.

Un momento después entraba el mayordomo, anunciando al capitán Pinzón.

—Que pase —contestó la marquesa, y continuó saboreando el café.

El capitán de alabarderos, un tipo acabado de soldadote, con enormes bigotes grises y ojos vivísimos, entró, quitándose el sombrero.

—¿A qué debo el honor de vuestra visita, capitán? —preguntó la marquesa, siempre tranquila, señalándole con el dedo una butaca—. Espero que aceptaréis una taza de café.

El capitán quedóse un tanto sorprendido. Luego dijo:

—Perdonad, señora, que os moleste, pero vengo por orden del gobernador de la ciudad.

—¿Para prenderme? —preguntó la hermosa viuda riendo.

—A vos, no; pero sí a una persona que ha comido con vos.

—¡Eh! ¿Qué decís, capitán? —exclamó la marquesa frunciendo el entrecejo y levantándose de un brinco—. ¿Prender a quién?

—Al conde aficionado a vestirse todo de rojo.

—¿A él? ¿A un caballero?

—A un bandido, señora.

—¡Imposible!

—Es un Ventimiglia, un pariente de los terribles corsarios que con Pedro el Grande, Laurent, Wan Horn y el Olonés han destruido tantas ciudades del Golfo de México.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la marquesa, dejándose caer en la butaca—. ¿No estaréis equivocado?

—Tenemos la prueba de que es realmente un Ventimiglia.

—¿Cómo habéis podido adquirirla?

—El trozo de acero clavado en el pecho del conde de Santiago llevaba grabado el nombre del matador.

—¿Entonces habréis destruido ya su fragata?

—Aún no, marquesa —respondió el capitán—. Esperamos a que sea de noche para abordarla. ¿Dónde está ese hombre?

—Ya ha partido.

—¿Partido? —exclamó el capitán, quedándose lívido.

—Me ha dejado hace media hora, después de haber almorzado conmigo, diciéndome que iba a pasear por el jardín.

El capitán se dio un puñetazo en la coraza.

—¿Me habrá visto atravesar la cancela del jardín? —se preguntó, tirándose furiosamente de los bigotes—. ¡Huido! Pero ¿a dónde? Es probable que esté oculto aquí en algún rincón. ¡Díaz!…

Un sargento de alabarderos, al oír la llamada, entró en el comedor.

—Elige diez hombres y reconoce el jardín del palacio. Acaso se encuentre allí todavía el corsario.

—En seguida, mi capitán —contestó el sargento, saliendo apresuradamente.

—Señora marquesa —continuó diciendo el jefe de la tropa, cuando se hallaron de nuevo solos—. He recibido la orden de visitar minuciosamente esta casa.

—Hacedlo, pues, capitán —contestó la hermosa dama—. Tengo, sin embargo, la seguridad de que no lo encontraréis en mi palacio.

—Y yo abrigo la certeza, señora, de poderlo descubrir en algún rincón —repuso el capitán—. De la ciudad no puede salir, porque todas las puertas están tomadas; embarcar, tampoco, porque los soldados vigilan el muelle y su barco se halla sitiado por galeones y carabelas. Ya es hora de acabar con los Ventimiglia, y ¡vive Dios! Nosotros los acabaremos. Señora, voy a visitar el palacio…

Capítulo IV. En busca del Conde de Ventimiglia

El hijo del Corsario Rojo, siempre seguido de Mendoza y del mulato, que no parecían muy asombrados del mal aspecto que tomaba la aventura, subió apresuradamente los peldaños.

Como dijo la marquesa, aquella escalera había sido construida en el espeso del muro y probablemente debió servir para ocultar los tesoros del palacio sustrayéndolos a las ávidas pesquisas de los filibusteros y bucaneros, que ya más de una vez habían saqueado a Santo Domingo.

Era, sin embargo, tan estrecha, que en ocasiones Mendoza, el más grueso de los tres, se vio apurado para subir.

La ascensión duró cerca de dos minutos; luego los tres corsarios encontráronse en una pequeña estancia, o mejor dicho, en una especie de bohardilla, iluminada por una sola ventana, bastante grande para que pudiese pasar por ella un hombre.

—¿Dónde nos hallamos? —preguntóse el conde.

—En algún nido de búhos —contestó Mendoza—. Desde aquí se ven todos los tejados.

—Esta debe de ser una de las cuatro torrecillas que coronaban el palacio —observó Martín.

—Nos hemos convertido en aguiluchos, camarada.

—Preferible es esto a que nos cuelguen, amigo Mendoza —repuso el conde.

—No digo lo contrario, señor. A los vascongados como yo, no nos agrada la cuerda, especialmente cuando ha sido tejida por españoles, porque es la más peligrosa, al menos para las personas de nuestra religión.

—Sin embargo, por tus venas corre sangre española.

—Es cierto, capitán, pero nunca he andado de acuerdo con ellos.

—Y acaso esto sea un mal —replicó el conde—. Al menos habrías podido rogarles que nos dejasen paso libre hasta llegar a la fragata.

—¡Hum! —exclamó Mendoza, arrancándose tres o cuatro pelos—. Los españoles no son tan cándidos. Sin andarse con rodeos, me habrían cogido y colgado del palo más alto de sus galeones, como a un pirata cualquiera.

—De modo que tendremos que permanecer en este nido de buitres o de búhos, como tú has dicho, hasta que la marquesa nos proporcione el medio de escapar.

—No habéis pensado, señor conde, en que a tres metros bajo nosotros hay techos.

—¿Qué quieres decir, Mendoza? —preguntó el hijo del Corsario Rojo, sorprendido por aquella contestación.

—Que podríamos dar un salto y marchamos tranquilamente, antes de que veamos los cascos de esos malditos alabarderos.

—¿Escapar como ladrones, sin avisar siquiera a la generosa dama que ha tratado de salvarnos? ¿Dónde está la galantería, Mendoza?

—Cuando se trata de salvar la piel, señor conde, no me acuerdo para nada de la galantería. Yo no soy más que un marinero.

—Entonces deja tus tejados para luego —replicó el hijo del Corsario Rojo.

—Martín y yo esperamos cuanto queráis, mi capitán. Bien sabéis que somos gente de guerra y que nunca nos desagrada mover las manos. ¡Cuántas estocadas he dado mientras navegué a las órdenes de vuestro padre!

—¡Calla, Mendoza! —gritó el conde con voz alterada.

—Tenéis razón, capitán; soy un animal tan grande como una ballena —contestó el viejo marino.

El conde, apoyado en el alféizar de la ventana, miraba ansiosamente a lo lejos, a través de la inmensa selva de campanarios y de torrecillas, tratando de descubrir su fragata, anclada en el puerto.

Inquietud indescriptible se había apoderado de él y prestaba atención, temiendo a cada instante oír una descarga de artillería, anunciadora del principio de la lucha contra su barco. Llevaba en observación cerca de media hora, cuando oyó decir a Mendoza:

—¡La señora marquesa!…

El hijo del Corsario Rojo volvióse bruscamente. La bella viuda entró en la bohardilla, pálida y agitada.

—¡Vos, marquesa! —exclamó el conde—, ¿qué venís a anunciarnos?

—¡Que estáis presos! —contestó la señora de Montelimar, con voz entrecortada.

—¿Han descubierto nuestro refugio? —preguntó el conde desenvainando la espada.

—Me acaba de decir mi mayordomo que el capitán de alabarderos ha ordenado a su gente que visite los tejados y hasta las torrecillas. ¿Si os encontrasen?

—No es fácil, señora —contestó el corsario con tranquilo acento.

—No me comprendéis, conde.

—Os he comprendido perfectamente.

—¿Y pensáis trabar combate en un tejado, contra veinte alabarderos y un capitán que goza fama de intrépido?

—No, marquesa. Para luchar siempre es tiempo.

—¿Entonces?… —preguntó la bella viuda con extremada ansiedad.

—Huiremos antes de que lleguen —repuso el conde.

—¿A dónde?

—Es cosa sencillísima, marquesa. Se salta al lado del palacio, se busca el primer zaquizamí y no hay más que bajar.

—¿Vestido de ese modo?

—Cambiaré de traje —replicó el corsario, sonriendo—. Momentáneamente me convertiré en colono, en aldeano, en cargador del puerto, en marinero o en cualquier cosa por el estilo.

—¿Y adónde iréis?

—¡Qué sé yo! Seguramente no me dirigiré a mi fragata. Sería meterme en la boca del lobo.

—¿Hacéis cuenta de poder salir de la ciudad?

—Por supuesto.

—Poseo una finca en San José, a seis leguas de la población.

—Perfectamente.

—Mandaré inmediatamente al mayordomo, para que ordene a mi intendente que os reciba.

—¿Queréis hospedarnos en vuestra villa?

—Quiero salvaros —dijo la marquesa, emocionada.

—Y nosotros, señora, puesto que nos invitáis a vuestra quinta, aceptamos —contestó tranquilamente el hijo del Corsario Rojo—. Así descansaremos de las fatigas del mar.

—¿Y vuestro barco?

—Escapará mejor de lo que imagináis, marquesa. Tengo a bordo un teniente que no se asusta de afrontar el fuego. ¿Volveremos a vernos, señora, aun cuando solo sea para daros las gracias por todo lo que habéis hecho por nosotros?

—Os lo prometo.

—¿En San José?

—Sí, conde.

—Adiós, señora; nosotros huimos…

El conde se quitó el sombrero, saludándola; luego inclinóse sobre el alféizar y saltó resueltamente, rompiendo tres o cuatro tejas.

—¡Cuidado, amigos! —exclamó el conde, saludando por segunda vez a la marquesa, que se había asomado a la ventana—. Sobre todo, no hagáis ruido.

Desenvainaron las espadas y pusiéronse en marcha, con el cuerpo inclinado, para no hacerse muy visibles a las personas que pudieran asomarse a las ventanas de las casas. Afortunadamente, el palacio hallábase unido por la parte posterior a una larga serie de edificios, por eso los fugitivos pudieron recorrer seiscientos o setecientos metros.

—¡Bah! —exclamó en cierto momento el conde, deteniéndose—. Me han contado varias veces que también mi tío, el Corsario Negro, se vio en el caso de tener que huir por tejados en una ocasión, y que logró escapar sin tropiezo. ¿Por qué no ha de tener la misma fortuna el sobrino? ¡Ea, ya veremos!…

Descendieron al tejado de otra casa y continuaron la marcha. Así anduvieron cerca de quinientos metros sin sufrir el menor contratiempo; luego se detuvieron ante una bohardilla cuya ventana estaba cerrada solo por unos travesaños de madera.

—He aquí un escondrijo magnífico —dijo el conde.

—No vaya a resultarnos una ratonera —observó Mendoza—. Además, no sabemos adónde conduce, capitán.

—A una casa, sin duda.

—Lo creo ciegamente, señor conde; pero la casa estará habitada y no sé cómo nos recibirán los moradores.

—Al verme vestido de rojo, me tomarán por el diablo en persona —respondió el osado joven, riendo— y de fijo echarán a correr.

—Y armarán una zamba formidable y acudirán soldados.

—Y nosotros los esperaremos, mi querido Mendoza. ¿Tienes empeño en acabar tus días en medio de estas tejas? Yo no siento el menor deseo. Martín, arranca esos travesaños.

—En seguida, capitán —contestó el robusto mulato—. No será tarea larga ni difícil.

Cogió con ambas manos el madero central, apoyó las rodillas en el muro y tiró con violencia.

Fue un verdadero milagro que no rodase por el tejado al mismo tiempo que el travesaño. Afortunadamente, Mendoza estaba detrás y en el acto lo sujetó.

—¿Queréis dar un brinco a la calle, camarada? —le preguntó—. Tienes muy mal gusto, amigo.

—¡Silencio! —ordenó el conde, que había metido la cabeza en la bohardilla.

—¿Habéis visto brujas, señor conde?

—Me parece que alguien ronca —contestó el corsario en voz baja.

—¡Ah, diablo! —refunfuñó Mendoza, rascándose la cabeza—. El asunto comienza a ponerse feo.

—Seguidme.

—No capitán, dejadme pasar a mí primero.

Era demasiado tarde. El corsario había ya penetrado en un cuartito casi oscuro, amueblado miserablemente, porque no se veía más que una cama, una mesita desvencijada y dos sillas, sobre las cuales había una coraza y un uniforme.

—Habría preferido que habitase en este desván una mujer guapa —murmuró Mendoza.

El conde se acercó al lecho con la espada en alto, dispuesto a herir. El inquilino de aquella estancia roncaba como un bendito, casi cubierto por la colcha.

—¡Si pudiésemos salir sin despertarlo! —dijo el conde—. Mendoza, ¿está la llave en la cerradura?

—No la veo.

—¿Echo la puerta abajo? —preguntó Martín, avanzando de puntillas.

—Entonces se despertará.

En aquel momento el propietario del zaquizamí, que tal vez como buen soldado tenía el sueño ligero, incorporóse de repente; luego, al ver los intrusos, se arrojó al otro lado del lecho, empuñando un mosquete y gritando:

—¡Ah! ¡Bribones! ¡Robar a un militar! ¡Nunca!…

Iba a lanzarse valerosamente sobre los corsarios, cuando una exclamación de espanto se escapó de sus labios.

—¡El diablo! ¿Sueño o estoy despierto?

Había descubierto al hijo del Corsario Rojo y viéndole vestido de aquel modo no era extraño que le tomase por un demonio, mucho menos en aquella época en que la superstición era tan general, sobre todo entre los españoles.

—No soy el diablo —dijo el conde—, pero sí un pariente próximo.

—Entonces sois un hombre como yo, que ha entrado aquí para asustarme y robarme —exclamó el soldado, esgrimiendo amenazadoramente la escopeta—. Largo de aquí u os mato a todos como pollos.

—¡Eh, no gritéis tanto, porque podríais quedaros mudo! —exclamó el conde—. Os advierto ante todo que no soy un ladrón, sino un caballero, y que maldita la falta que me hacen vuestros guiñapos.

—Entonces, ¿qué queréis?

—Nada más que vuestro uniforme, mediante pago. ¿En cuánto lo estimáis?

—¿Para qué os va a servir?

—Alto, amigo; no tengo por costumbre referir mis secretos al primero que encuentro.

—¿Y después? ¿Necesitáis alguna otra cosa?

—Que me entreguéis la llave de la puerta, para que podamos salir de aquí.

—Marchaos por donde habéis venido, señor pariente del diablo —replicó el soldado—. No consiento que os burléis.

—Aún no he terminado —prosiguió el conde con su calma habitual.

—¡Ah! ¿Deseáis otra cosa? ¡Sois insaciable, mi querido señor!

—Cínicamente quiero que os dejéis atar y amordazar, para impedir que nos sigáis y que gritéis.

—¡Por todos los tiburones de Vizcaya, esto es demasiado! —rugió el soldado—. Ahora os enseñaré cómo un gascón despacha a los ladrones.

—¡Ah, sois, gascón! —exclamó el conde—. Según cuentan, vuestros compatriotas son muy valientes y también muy exagerados.

—¡Yo os enseñaré cómo rompen las cabezas! —gritó el soldado, furioso.

—¡Poneos primero las calzas! —dijo el corsario—. ¿No veis que estáis en paños menores?

—También en camisa saben matar los gascones.

Con la agilidad de una pantera, saltó del lecho y cayó sobre el corsario con ímpetu terrible; pero de repente se detuvo al ver que los compañeros del conde apuntaban con pistolas.

—¿Pretendéis asesinarme? —preguntó, retrocediendo dos pasos.

—Amigo —dijo el corsario—, en otros momentos os habría propuesto que salieseis, que diéramos un paseo hasta el cementerio y que midieseis las armas conmigo. Desgraciadamente, o, mejor, afortunadamente para vos no tengo tiempo que perder. O me vendéis vuestro traje o por mi honor os mato de un pistoletazo. Así, pues, pongámonos de acuerdo y seamos buenos amigos. Os ofrezco veinte doblones.

El soldado dio un brinco.

—¿Sois algún príncipe para pagar con tal esplendidez un miserable vestido, o habéis hecho fortuna en México?

—No soy más que un conde, y jamás he visto las minas de ese país. ¿Aceptáis o rehusáis?

—¡Mil truenos! Sería un imbécil si renunciase a semejante suma. Con veinte doblones compraré dos uniformes nuevos y haré que revienten de envidia mis camaradas.

El conde sacó una bolsa bien repleta y depositó en el borde de la mesa veinte monedas de oro.

—Una pequeña fortuna —dijo el gascón, que parecía querer devorar el dinero con los ojos—. Os regalo también mi escopeta, señor conde.

—Prefiero mi espada.

—Obsequiadnos en cambio con alguna botella, si tenéis —dijo Mendoza.

—Tengo un aguardiente que no se bebe ni en Veracruz.

—Sacadla en seguida, camarada. Nosotros tenemos el pícaro vicio de sentir siempre sed, tal vez porque respiramos a toda hora aire salado.

—También yo participo de ese vicio; vamos a ver…

Dejó caer en un viejo arcón los veinte doblones, haciéndolos chocar a uno sobre otro para oír mejor el sonido del oro; luego sacó una botella y dos vasos.

Mientras escanciaba el líquido, el conde, que tenía casi la misma estatura que el gascón, se desnudó rápidamente y se puso el uniforme del soldado, incluso la coraza.

Había comprendido la imposibilidad de pasar sin llamar la atención con su rico traje rojo, y sentía prisa por desembarazarse de él.

Cuando acabó de vestirse, vació una copa de aguardiente; luego, volviéndose hacia el gascón, le dijo:

—Y ahora, dejad que os ate y amordace. Al bajar advertiré al primero que encuentre que os ha ocurrido un accidente, y en seguida vendrán a soltaros.

—Sois muy amable, señor conde, mas preferiría no sentir un pañuelo sobre el bigote.

—Las tentaciones son peligrosas para todos. Podríais arrepentiros del trato hecho y empezar a gritar detrás de nosotros: ¡al ladrón!

El militar negó con su gesto arrogante; luego se volvió para dejarse atar.

Mendoza y Martín, que como todos los marineros, no se olvidaban nunca de llevar cuerdas, en pocos momentos redujeron al gascón a la impotencia, atándolo con fuerza y arrojándolo al lecho.

—Buena suerte, camarada —dijo el vascongado, con ironía.

El gascón se revolvió un poco, intentando responder, luego quedóse inmóvil, como si se hubiese dormido repentinamente.

El hijo del Corsario Rojo calóse el casco para que no lo reconociesen, abrió la puerta con la llave que el gascón le había dado y bajó tranquilamente una escalera larguísima, seguido por sus dos compañeros.

Se hallaban en una vieja casa de tres pisos, negrecidos, seguramente habitada por gente de ínfima condición social.

Iban a salir a la calle, cuando en la puerta encontraron a una anciana negra, que llevaba en la lanuda cabeza un gran cesto lleno de plátanos.

—Buenos días, señor Barrejo —dijo al ver al corsario.

—Os equivocáis, buena mujer —respondió el conde—. Soy un amigo suyo. Tan pronto como podáis, subid a su desván, porque ese pobre hombre no se encuentra muy bien.

Dicho esto, atravesó el umbral y se alejó velozmente, siempre acompañado de los dos filibusteros, a quienes podría tomárseles por marinos, que marchaban apresuradamente a embarcarse.

La calle se hallaba casi desierta, porque los habitantes de todas las ciudades españolas del Golfo de México tenían la costumbre de suspender sus negocios al medio día para dormir la siesta.

—Martín, tú que conoces la población palmo a palmo, guíanos al puerto —dijo el conde cuando se encontraron en mitad de la calle.

—No distamos más que dos tiros de arcabuz —contestó el mulato.

—Estoy impaciente por ver cómo han sitiado a mi fragata.

—No podremos llegar hasta ella sin despertar graves sospechas —observó el prudente Mendoza.

—Lo sé y por esto me preocupa. ¿Cómo podré ponerme en comunicación con mi lugarteniente? He aquí el gran problema. No dudo que conseguirá abrirse paso por medio de los galeones y las carabelas, y que logrará refugiarse tranquilamente en la Tortuga. Sin embargo, es necesario que yo embarque antes de que el secretario del señor de Montelimar llegue a México.

—Tal vez lo consiga yo —dijo Martín—. Un mulato no puede infundir gran desconfianza, y además, ya sabéis que nado como un pez y que recorro grandes distancias bajo el agua.

—Ciertamente —replicó el conde—. Y por esto mismo te he tomado a mi servicio.

—No resultará para mí empresa difícil la de zambullirme sin que me vean y llegar hasta la fragata.

—Podrían descubrirte y matarte. Han dado órdenes severísimas para que yo no consiga poner el pie en la fragata ni enviar mensaje alguno.

—No os preocupéis por eso, capitán —contestó el mulato—. Los españoles son astutos, pero yo no soy menos astuto que ellos.

—Veremos —dijo el señor de Ventimiglia muy pensativo por el mal aspecto que tomaba el asunto.

Pusiéronse en marcha apresuradamente atravesando jardines y pequeños plantíos de bananos y manteniéndose alejados de las pocas casas que de trecho en trecho se descubrían.

Un cuarto de hora después se hallaron a la vista de la rada, en lugar casi desierto.

El conde se detuvo bruscamente, maldiciendo y apretando los puños.

—Asunto serio —dijo Mendoza.

Y el asunto era serio en realidad.

Cuatro galeones, aquellas grandes naves destinadas principalmente a transportar los productos de las ricas minas de México y de la América Central a Europa, y cinco carabelas, después de levar anclas habían ido a reunirse en la desembocadura del puerto, formando doble hilera; los primeros delante, las segundas, mucho más débiles y con tripulación menor, detrás.

En medio de la bahía, completamente aislada, hallábase la fragata del conde, un magnífico barco de tres palos, largo y estrecho, armado de veinticuatro piezas de artillería en los costados y de dos muy gruesas sobre el alcázar.

Por el muelle, lleno de mercancías, paseaban muchos alabarderos, y vigilando atentamente los buques de comercio y las barcas de pesca, que de seguro habían recibido la orden de no levar anclas.

—¿Cómo se las arreglará mí lugarteniente? —se preguntó el conde, que de una ojeada abarcó la situación—. ¿Qué dices tú, Mendoza?

—Digo, señor conde, que el señor Verra saldrá con honor del aprieto y dará una lección terrible a los galeones y a las carabelas —respondió el viejo filibustero—. Dispone de gran número de bocas de fuego y de gente intrépida.

—Es cierto, pero… —murmuró el hijo del Corsario Rojo, moviendo la cabeza.

—Vos sabéis, señor conde, el miedo que los filibusteros infunden. Se les supone hijos del diablo.

—No digo lo contrario, Mendoza.

—Y ahora veréis los milagros que realizará vuestra tripulación dirigida por el señor Verra. ¿Acaso los ligures no han sido siempre los primeros marinos del mundo?

—Pero una bala de cañón puede acabar con el hombre más valiente.

—Mas no con un filibustero —replicó Mendoza—, sobre todo cuando se tiene a mano un buen arcabuz o se encuentra tras una pieza de artillería.

El corsario sonrió, aunque sin mostrarse muy persuadido por las palabras del veterano filibustero.

—Busquemos la sombra —dijo al cabo de un momento—. El sol calienta demasiado.

A cincuenta pasos de ellos alzábanse majestuosos plátanos de hojas enormes y que crecían junto a una escollera que descendía en rápida pendiente hacia la rada.

Llegaron hasta allí y se tendieron bajo los gigantescos árboles, cargados de inmensos racimos.

—Armémonos de paciencia y aguardemos —dijo el conde—. Estoy seguro de que apenas anochezca los galeones y las carabelas atacarán a mi barco.

—Yo, sin embargo, confío en llegar a la fragata antes de que suene el primer cañonazo —indicó el mulato—. Dadme vuestras instrucciones, señor conde.

—No tienes que decir a mi teniente más que una cosa: que nos espere en el cabo Tiburón y que vigile atentamente el paso del «Santa María».

—Permitidme, capitán, que añada dos palabras —dijo Mendoza.

—Habla, amigo.

—Supongo, Martín, que aguardarás a que el sol se oculte para arrojarte al mar.

—No es necesario —contestó el mulato—. Nadaré bajo el agua.

—¿Y cómo averiguaremos nosotros que has llegado a la fragata? Se halla muy lejos para que pueda distinguirse un hombre.

—¿Qué propones? —preguntó el conde.

—Que nos haga señas si ha logrado comunicar al lugarteniente vuestras instrucciones.

—Tú siempre tan astuto. Dirás, Martín, al señor Verra que encienda cuatro fanales verdes dispuestos en fila sobre el alcázar.

—Perfectamente, capitán —contestó el mulato.

—Quitóse la casaca, los pantalones, y dejó en tierra las pistolas y la espada. Como no usaba ropa blanca, quedóse completamente desnudo.

—Que Dios os ayude, señor conde —dijo—. No me olvidaré de vuestras instrucciones.

—Amigo mío, guárdate de las balas españolas —respondió el señor de Ventimiglia.

—Abur, camarada —dijo Mendoza—. Guárdate también de los tiburones.

—De estos me río yo —respondió el mulato.

Dio dos o tres saltos, como para probar la elasticidad de sus miembros, luego se deslizó lo mismo que una serpiente por las rocas que descendían hasta la rada.

En pocos instantes llegó al fondo, y arrojándose de cabeza, desapareció bajo el agua.

—Es un verdadero diablo —murmuró el conde—. No he conocido a ningún nadador más hábil que él.

—Apostaría mi espada contra una pipa de tabaco —añadió el marinero—, a que logra burlar la vigilancia de los españoles, y a que pasará bajo las mismas narices de estos sin que lo descubran. ¡Mirad! ¿Lo veis? Ahora sale a flote…

A doscientos metros de la orilla había aparecido un punto obscuro en la superficie del agua y casi en seguida se ocultó.

El mulato hizo provisión de aire, sacando fuera únicamente la nariz; luego se zambulló y siguió nadando bajo el agua.

Era imposible que los soldados que vigilaban desde el muelle y se encontraban algo alejados de los dos corsarios, hubiesen descubierto la menor cosa. Y además, aquel bulto obscuro podía confundirse fácilmente con la cabeza de un pez.

Otras dos veces el conde y Mendoza, que espiaban ansiosamente la superficie de la bahía vieron asomar la nariz del mulato; luego, nada.

La distancia era ya muy considerable y luego la obscuridad comenzaba a reemplazar a la luz.

—¿Llegará? —preguntábase el conde lleno de zozobra.

—No penséis en él, capitán —dijo Mendoza—. Ocupémonos de la fragata. No sé qué esperan los galeones y las carabelas.

—A que sea de noche.

—Yo, si fuese el comandante de la escuadra, atacaría en el acto.

—No tardará en empeñarse el combate. ¿Ves las lanchas llenas de soldados que se alejan del muelle?

—Mala maniobra, señor conde. Ni una escapará a las descargas de la fragata…

El conde se puso en pie y comenzó a pasear nervioso alrededor de los plátanos. Mendoza llenó la pipa y empezó a fumar plácidamente.

Aquella calma del viejo marino era más aparente que real, porque de vez en cuando olvidábase de chupar y la pipa se apagaba.

Entretanto las tinieblas descendían rápidamente, envolviendo la ciudad, el puerto y los barcos.

La fragata, que se hallaba junto a la desembocadura, apenas se distinguía.

De pronto el corsario lanzó un grito.

—¡La señal! ¡Ah! ¡Bravo, Martín!

Cuatro fanales verdes, que brillaban vivamente en medio de la profunda obscuridad, colocados el uno tras el otro, aparecían en el elevadísimo alcázar de la fragata.

—Ya aseguraba yo, capitán, que ese diablo se saldría con la suya —dijo Mendoza vaciando la pipa—. Ahora podremos saborear los vinos de San José. Afirman que son exquisitos.

—Poco a poco, Mendoza. La fragata no está todavía fuera del puerto.

—Si esto es todo, vuelvo a encender la pipa, tan seguro estoy de que pasará por medio de los galeones y las carabelas. Una vez lejos del puerto, que le den caza si se atreven.

—Si consigue abrirse paso, me tranquilizaré por completo. Nadie podrá alcanzarla, y menos…

Un cañonazo le interrumpió la continuación de su discurso.

La «Nueva Castilla» abría el fuego, desafiando a los buques españoles.

Aquel siniestro estampido, que repercutió fragorosamente en las casas de la ciudad, fue seguido de un breve silencio, luego se oyó un segundo cañonazo.

El corsario y Mendoza subieron rápidamente a lo alto de las rocas, para ver mejor las diversas fases del combate.

Uno y otro, aunque tenían plena confianza en la resistencia y en el armamento de la nave, lo mismo que en el valor de la tripulación, formada en su totalidad por intrépidos filibusteros reclutados en la Tortuga, eran víctimas de profunda angustia.

Sabían que España contaba también con osados marinos, capaces de disputar encarnizadamente la victoria.

Transcurrió otro medio minuto, luego descargas terribles partieron de los galeones y de las carabelas.

La batalla comenzaba.

Capítulo V. La fuga de la fragata

«La Nueva Castilla», levadas las anclas y desplegadas las velas, aprovechando la fresca brisa que soplaba de tierra, púsose atrevidamente en marcha, moviéndose hacia la entrada del puerto, sin intimidarse por la presencia de galeones y las carabelas.

Sus fusileros, aquellos terribles piratas que casi nunca erraban un golpe, armados de arcabuces de gran calibre, colocáronse en un instante tras las bordas, sobre las cuales amontonaron cuerdas; en seguida abrieron un fuego infernal sobre los puentes de los buques enemigos, para dejar fuera de combate a los timoneles y a los oficiales.

Otros treparon en seguida a las cofas, con el fin de lanzar bombas, de las que aquellos formidables corredores del mar hacían gran uso y con buen éxito.

Los barcos españoles, fiados en su superioridad, aceptaron resueltamente la lucha, apretándose unos contra otros, con el fin de impedir el paso a la nave enemiga, oponiéndole una barrera infranqueable.

Por desgracia para ellos, tenían que entendérselas con un marino muy ducho, acostumbrado a toda clase de estratagemas, y para colmo, con un velero manejable en extremo y que corría velozmente.

Durante algunos minutos, fragata y galeones cambiaron continuos cañonazos, sin causarse graves daños. Toda la población de Santo Domingo se hallaba reunida en el muelle. Luego siguióse un momento de calma, porque la «Nueva Castilla», con una hábil maniobra, colocóse en forma tal, que hizo converger el fuego de los españoles hacia las casas del puerto.

Cierto que de este modo ofrecíase como blanco a los disparos de la artillería de los fuertes, que podían hacer fuego sin dañar a la ciudad; pero el lugarteniente del conde no era hombre que expusiese mucho tiempo su nave a las balas enemigas.

Con dos viradas rápidas, la «Nueva Castilla» replegóse hacia el centro de la rada, desencadenando de parte de los fuertes una tempestad de cañonazos; luego se encaminó hacia la boca del puerto, amenazando pasar ora a babor, ora a estribor de la escuadra.

Sus veintidós cañones tronaban furiosamente, sobre todo contra las carabelas, en tanto que los arcabuceros batían a tiros los elevadísimos puentes de los galeones, derribando, con precisión matemática, a los oficiales.

Feroz gritería alzábase en las toldillas, mezclándose y confundiéndose con el estruendo de los cañones y de los arcabuces.

También la multitud que se agolpaba en el muelle, aunque expuesta al fuego de la artillería, gritaba furiosa:

—¡Mueran los filibusteros! ¡Destruidlos! ¡Despedazadlos!

La «Nueva Castilla» continuaba intrépidamente su marcha, cubriendo con balas y bombas a las naves enemigas y amenazando abordarlas.

De casco sólido, bien armada y conducida por hombres acostumbrados a batirse casi a diario, no vacilaba en sus movimientos.

Devolvía golpe por golpe a los galeones y a las carabelas, en tanto que los dos cañones del alcázar vomitaban de tiempo en tiempo granizadas de metralla.

Al llegar a cien pasos de los galeones, cruzó gallardamente ante ellos, con todos sus formidables arcabuceros a babor; luego, con un movimiento inesperado, giró a la derecha de la escuadra, donde aún quedaba el espacio necesario para navegar a lo largo de la costa.

Una carabela pequeña intentó cerrarle el paso, colocándose ante la proa, para dar tiempo a que los galeones se movieran.

Era un ratoncillo que pretendía detener a un león.

La «Nueva Castilla» chocó contra ella con su solidísimo tajamar y la deshizo completamente, pasando por medio de sus restos; luego, después de disparar todos los cañones a un tiempo, se lanzó fuera del puerto.

—¿Qué decís ahora, señor conde? —preguntó Mendoza, que fumaba furiosamente.

—Que con semejantes hombres se podría conquistar el mundo —contestó el señor de Ventimiglia—. Pero además hace falta tener mucha fortuna. No sé de ningún otro barco que haya escapado tan bien, amigo.

—Ahora los galeones van a darle caza. ¿Qué esperarán? ¿Alcanzar nuestra nave? ¡Eh queridos, no conocéis aún a la «Nueva Castilla»!

—Me parece que ya lo han comprendido.

—El señor Verra les hará correr.

—Pues entonces corramos también nosotros y procuremos dejar a Santo Domingo antes de que salga el sol. Los españoles descargarán toda su rabia sobre nosotros y nos perseguirán sin descanso.

—Y si nos cogen, nos cuelgan, señor conde —respondió Mendoza.

—Acaso esas dos cuerdas no se hayan tejido todavía. ¿Conoces tú la ciudad?

—Lo bastante para guiaros a la «Puerta del Sol».

—¿Nos dejarán salir a esta hora?

—¡Oh! No lo esperéis, capitán —contestó el filibustero.

—Entonces, ¿para qué ir hasta allí?

—Porque la muralla próxima está destruida en parte y ya encontraremos el medio de bajar al foso, y luego…

Se detuvo, con la boca abierta y mirando al conde.

—¿Qué?… —respondió el corsario.

—Soy un verdadero estúpido, capitán.

—¿Por qué?

—No podemos pasar por la «Puerta del Sol» sin correr el riesgo de rompernos la crisma en el fondo del foso. No hay duda de que voy envejeciendo muy de prisa.

—¿Estás loco, Mendoza?

—No, señor conde; soy medio idiota. ¿No estáis vestido de alabardero?

—Creo que sí.

—Nos presentaremos a la guardia de la puerta; vos diréis que habéis recibido la orden de acompañarme y de hacerme salir. Podéis añadir, si no os parece mal, que soy un espía que va a vigilar a los bucaneros. A un soldado se le da siempre crédito.

—¿Y hace poco asegurabas que eras medio idiota? —dijo el conde riendo—. Se me figura, por el contrario, que cada día te vas volviendo más astuto, viejo escualo. En marcha; no quiero encontrarme en Santo Domingo cuando despunte el alba…

Arrojaron los vestidos y la espada de Martín en medio de un espeso matorral, volvieron la espalda al puerto y siguieron por una veredita que serpeaba entre espléndidos bananos y palmeras.

Habiéndose reunido toda la población en el muelle, no se veía alma viviente por los alrededores; así es que pudieron atravesar sin dificultad la ciudad y llegar hasta la «Puerta del Sol», que era en aquella época una de las principales de Santo Domingo, y que conducía a campo abierto.

Dos alabarderos, armados de largas picas, paseaban a corta distancia, fumando y charlando.

Al ver al conde y al marinero, se detuvieron para cortarles el paso; luego uno de ellos, observando que se trataba de un soldado, preguntó:

—¡Hola, camarada! ¿A dónde se va?

—Tengo orden de acompañar a este hombre hasta las afueras de la ciudad —respondió con aire de franqueza el señor de Ventimiglia.

—¿Quién es?

—Un correo del gobernador.

—¿Sin caballo?

—Ya sabe dónde ha de encontrarlo. Abrid la puerta. Llevamos mucha prisa.

—¿Y no os han dado ninguna carta?

—¿No soy soldado?

—Ciertamente; pero he recibido la consigna de no dejar salir a nadie.

—Eso no reza más que con los paisanos.

—Esperad a que llame a un compañero; no quiero asumir esta responsabilidad.

Entró en una barraca próxima y salió en seguida con otro soldado provisto de una linterna y que arrastraba, con gran estrépito, un enorme espadón.

—Mirad a esos hombres, Barrejo —dijo el centinela.

—¡Rayos y truenos! —murmuró Mendoza—. ¡El gascón!… ¡Ahora sí que la hemos hecho buena!…

El conde se estremeció y empuñó rápidamente la pistola de Martín, dispuesto a trabar una lucha desesperada.

Acercóse el gascón y no pudo ocultar un gesto de estupor al reconocer su propia coraza y el uniforme que el conde llevaba.

—¡Hola, camarada! —exclamó, abriendo desmesuradamente los ojos. Luego volviéndose hacia los dos centinelas les dijo:

—Continuad vuestra ronda; yo conozco a estos individuos.

Aguardó a que se hubiesen alejado; entonces, después de alzar por segunda vez la linterna para contemplar bien el rostro del conde y el de su compañero, preguntó:

—¿Qué hacéis aún con mi traje, señor? ¡Vos sois quien me ha dado veinte doblones!

—Sí, Barrejo —respondió el señor de Ventimiglia.

—¿Y a qué habéis venido aquí?

—A ofreceros otros diez doblones, si no lo lleváis a mal.

—¡Por todos los demonios del infierno! ¿Queréis hacerme millonario?

—No, quiero engordaros, porque estáis muy flaco.

—Todos los gascones son flaquísimos, señor conde. Sin embargo, ¡qué músculos de acero los que tenemos!

—¡Ojalá que no los vea algún día dedicados al trabajo! Ahora bien, ¿deseáis ganar otros diez doblones?

—¿Qué hay que hacer?

—Una cosa sencillísima. Abrirnos la puerta y dejarnos salir al campo.

—¿Y nada más? —preguntó el gascón estupefacto.

—Nada más. Os advierto que he dicho a vuestros compañeros que somos correos del gobernador.

—¿Y no teméis un encuentro con los bucaneros? Asegúrase que se están organizando para intentar un golpe de mano sobre la ciudad.

—No os ocupéis de esto, Barrejo. Abridnos la puerta y otras diez monedas de oro irán a engrosar vuestro pequeño tesoro.

—Estoy dispuesto a abriros todas las de la población —respondió el gascón—. Venid, señor conde. No nos molestarán mis camaradas.

Cogió una enorme llave que estaba colgada de un clavo, abrió la pesada puerta chapeada de hierro y condujo al conde y a Mendoza a través de un robusto bastión, perforado en la mitad por una estrecha galería.

—Ya estamos en el campo —dijo, después de abrir otra puerta—. ¿Me permitís que os acompañe un rato?

—Ya os he asegurado que no sentimos miedo —dijo el conde.

—No lo dudo, señor. Pero ¡qué queréis! Me agrada extraordinariamente vuestra compañía.

—Supongo que no será para vigilarnos —dijo Mendoza.

—¡Oh! ¡Un gascón! Nunca acostumbramos a mentir.

—Entonces, venid —dijo el conde—. Podréis darnos informaciones preciosas.

—Estoy completamente a vuestra disposición, señor conde —respondió el gascón.

—Podréis, por ejemplo, decirnos dónde encontraremos caballos.

—A media milla de aquí hay una caballeriza que forma parte de un gran rancho Si disponéis de buenos doblones, podréis adquirir cuantas potros os plazcan.

—Nuestras bolsas están aún bastante repletas, a pesar de la sangría que ha sufrido la mía.

—Yo os guiaré.

—¿No se alarmarán vuestros camaradas al ver que no volvéis?

—¡Que vayan al diablo! —exclamó Barrejo encogiéndose de hombros—. ¿No soy dueño de dar un paseo nocturno y de escoltar a las personas recomendadas por Su Excelencia el gobernador?

—¡Oh! Es cierto —dijo el conde riendo—. Somos personajes importantísimos.

—Que viajan, no obstante, sin pasaporte —añadió maliciosamente el gascón.

—Lo llevamos siempre en la punta de nuestra espada.

El soldado comprendió lo que el conde quería decir y, aunque gascón, juzgó oportuno callar.

Internáronse en una senda rodeada de bellísimos agaves, plantas textiles que dan hilos elásticos y finos y de cuyas hojas los indios obtienen una bebida fermentada llamada pulque, muy espumosa y agradable. Detrás de esta valla natural extendíanse inmensas plantaciones de caña de azúcar y de café, las mayores fuentes de riqueza de aquella isla fertilísima.

Surcaban el tenebroso espacio enjambres de moscas de luz, insectos que despiden una claridad mucho más viva que las luciérnagas, y en los surcos de los plantíos y alrededor de las charcas cantaban grandes sapos amarillos y negros, con cuernos, y millares de ranas.

Los tres hombres caminaron en silencio durante un cuarto de hora alumbrándose con la linterna; luego, al llegar a un sitio donde el camino se bifurcaba, el gascón se detuvo.

—¿Nos dejáis? —preguntó el conde.

—Eso depende de vos, señor —contestó el soldado.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Señor conde, soy un hombre de honor y segundón de una familia noble de Gascuña. Ya sabéis que, más o menos, en mi país todos somos nobles, pero pobres, porque nuestros padres solo nos dejan por herencia una larga espada y grandes lecciones de picardía.

—¿A dónde vais a parar con todo eso, Barrejo?

—Desearía saber quiénes sois y por qué habéis huido de Santo Domingo cuando estaba prohibido salir a todos los habitantes.

El conde quedóse un momento mudo, mirando al soldado, luego dijo:

—Apostaría a que ya lo sabéis.

—Tal vez.

—Soy el capitán de la fragata que entró en la rada ayer por la mañana y que hace dos horas fue cañoneada por los españoles.

—Filibusteros… ¿verdad?

—Sois muy perspicaz, Barrejo. Ahora seguramente iréis a dar aviso al gobernador.

—¡Yo! —exclamó el gascón—. ¡Traicionaros yo! ¡Nunca!… En mi país somos hombres de honor.

—Entonces he satisfecho vuestra curiosidad.

—Señor conde, ¿puedo haceros una proposición?

—Decid.

—Nosotros los gascones somos gente de guerra y no nos gusta dejar que se enmohezca inútilmente nuestra espada. La mía duerme hace dos años en Santo Domingo, y está amenazada de no volver a salir de la vaina. ¿Queréis tomarme a vuestro servicio? Con los filibusteros siempre hay ocasión de mover las manos.

—Y también de morir fácilmente —dijo Mendoza.

—Tengo treinta y dos años y ya he vivido bastante —dijo el gascón—. ¿Os convengo, señor conde? Os juro que adquirís una buena espada.

—Y además, lo libraréis de muchos ratos de fastidio —añadió el marinero, a quien no desagradaba aquel fanfarrón.

—Sea —dijo el señor de Ventimiglia—. Un valiente más a bordo de mi fragata no servirá de estorbo.

—No sois español, de modo que podéis pasaros al enemigo —dijo Mendoza.

—Soy un aventurero y nada más; como tal, tengo derecho a ofrecer mi brazo y mi espada a quien mejor me plazca.

—¿Conocéis San José?

—Conozco a medio Santo Domingo.

—¿Sois capaz de guiarnos a la finca de la marquesa de Montelimar?

—Aunque sea con los ojos vendados.

—Vamos, ante todo, a proporcionarnos caballos. No dudo que los españoles nos darán caza.

—Creo que estáis en lo cierto, señor conde —contestó el gascón—. Lanzarán también sobre nosotros alguna traílla de sus terribles perros.

—En marcha, entonces, Barrejo —dijo el conde—. No tengo el menor deseo de que me muerdan los talones esos animalitos.

—Debemos seguir el camino de los bosques, señor conde. Los soldados patrullan por las sendas y podrían detenernos.

—¿Hay muchos fuera de la ciudad?

—¡Oh, muchos!

—Vamos a visitar los bosques.

El gascón arrojó al suelo la linterna, cuya luz podía traicionarlos y atraer alguna ronda que fuese en persecución de bucaneros.

Aquellas bandas de soldados, formadas por cincuenta hombres cada una, tenía la misión de impedir a los bucaneros, aliados de los filibusteros, dar caza a los numerosos toros salvajes que en aquella época vagaban libremente por las selvas de la isla.

No osando los dominadores afrontar a los terribles cazadores, que no erraban jamás un golpe, decidieron matarlos de hambre, y para esto instituyeron las compañías volantes. Al principio las proveyeron de armas de fuego, pero como no les agradaba batirse con los bucaneros ni encontrarse con ellos, cuando notaban su proximidad, preferían descargar al aire sus arcabuces.

Advertidos del peligro, los cazadores se marchaban tranquilamente a otra parte.

Los gobernadores de las diversas ciudades, noticiosos de la estratagema, quitaron a las rondas los arcabuces, armándolas solamente con alabardas, pero sin obtener, como puede comprenderse con facilidad ningún resultado práctico.

Si antes eran los bucaneros los que escapaban, ahora eran los alabarderos los que echaban a correr tan pronto como oían un tiro, así es que los combates escaseaban tanto como las moscas blancas, porque los perseguidores no sentían el menor deseo de jugarse la piel inútilmente.

Tales eran las famosas rondas llamadas cincuentenas, con las cuales los gobernadores esperaban destruir a todos los bucaneros —y eran muchos— que infestaban las inmensas selvas de la isla, siempre dispuestos a prestar auxilio a los filibusteros de la Tortuga cuando se proyectaba algún golpe de mano.

El gascón hizo atravesar a sus compañeros un extenso plantío de caña de azúcar, luego se internó resueltamente en la espesura, formada por enormes algodoneros silvestres, cuyos troncos, labrados, los empleaban indios y negros para canoas, capaces de contener hasta cien hombres.

—Encontraremos la caballeriza al otro lado del bosque —dijo el soldado al conde—. Ahorremos tiempo y no corramos el peligro de tropezar con alguna cincuentena. Procurad no hacer ruido, porque en estos matorrales abundan los toros, que son muy peligrosos cuando se enfurecen o se les molesta.

La marcha no tardó en hacerse dificilísima, con poca satisfacción por parte de Mendoza, acostumbrado únicamente a pasear por las toldillas de los barcos y a trepar por los mástiles.

En aquellos tiempos, Santo Domingo, lo mismo que la vecina Cuba y que Jamaica, tenía bosques, antiguos como el mundo, los cuales, acumulando hojas sobre hojas y pudriendo ramas y raíces, preparaban aquel maravilloso terreno, que más tarde habían de aprovechar tan útilmente los emprendedores colonos.

Los algodoneros silvestres alzábanse por todas partes, mezclados y confundidos con gigantescas palmeras, sin más punto de sostén que un banco de tierra de dos pies de alto a lo sumo, al parecer insuficiente para sus desmesuradas raíces.

Veíanse sobre todo espesísimos matorrales, armados de agudas espinas que hacían proferir maldiciones a Mendoza.

El gascón, que había formado muchas veces parte de la cincuentena, no vaciló en elegir el camino, aunque bajo aquellas inmensas arcadas de verdura reinase oscuridad casi completa.

—Llevo la brújula en la cabeza —repetía, destrozando con el espadón los matorrales para abrir paso al conde.

Y parecía, en efecto, que aquel diablo de hombre, que caminaba con tal seguridad, sin detenerse un momento, tenía la facultad de orientarse como las palomas mensajeras. Quien dudaba, y no poco, era Mendoza, que a pesar de ser hombre de mar, no ignoraba cuán fácil es extraviarse en medio de los bosques.

Aquella marcha fatigosísima duró tres horas; luego el pequeño grupo se encontró ante una vasta llanura, cortada por gran número de charcas.

Un estrépito infernal se alzaba de las altas hierbas y de los cañaverales que allí crecían. Cantaban millones de sapos y de ranas, y, de vez en cuando, a semejante estruendo uníanse gritos roncos, análogos al eco de tambores o de cañonazos.

El gascón se detuvo, blasfemando en francés y en español.

—¡Eh, camarada! ¿Habréis acaso perdido la brújula que afirmabais llevar en el cerebro? —preguntó Mendoza.

El gascón permaneció un momento callado; luego golpeándose furiosamente la coraza, respondió:

—Parece que se ha descompuesto.

—¿El qué?

—Mi brújula.

—Eso es cosa seria para la gente de mar.

—Y a veces también para la de tierra —respondió el aventurero, que parecía desconcertado—. ¿Cómo la habré perdido? Sin embargo, este bosque lo he visitado en más de una ocasión.

—Espero, Barrejo, que no tendréis intención de hacernos devorar por los caimanes —dijo el señor de Ventimiglia.

—Estimo mis piernas tanto como estiméis las vuestras —respondió el gascón—. ¿Queréis un consejo, señor conde? Esperemos a que amanezca.

—Y mientras descabecemos un sueñecillo —añadió Mendoza—. En la hierba fresca y mullida dormiremos mejor que en una hamaca de la «Nueva Castilla».

—Entre tanto los caimanes se cenarán vuestros pies —dijo el gascón—. No cerréis los ojos, os lo ruego. Yo sé cuán peligrosas son estas charcas.

—¿Tenéis un cigarro, Barrejo? —preguntó el conde.

—Estoy bien provisto de tabaco de Cuba, el mejor que se cultiva en todo el Golfo de México.

—Dadme uno y aguardaremos a que apunte el sol. Espero que entonces no os extraviaréis en medio de los bosques de Santo Domingo.

—¡Silencio, señor!

—¿Qué ocurre? Si es algún caimán, lo dividimos por mitad. Todavía no os he visto manejar la espada.

—¡Que caimán! Es una cincuentena que se acerca. ¡Chitón!

Todos se pusieron en acecho, ocultos tras el enorme tronco de un algodonero silvestre.

Parecía que una tropa numerosa salía del bosque. Oíanse pasos lentos y acompasados de hombres acostumbrados a marchar en columna.

—Si nos descubren, nos prenden —murmuró Mendoza—. ¡Qué paseo nocturno tan agradable! Era mucho mejor que nos hubiésemos quedado en Santo Domingo.

—Silencio, eterno charlatán —susurró el conde—. Ya sabes que las cincuentenas desean más que escapar sin contratiempo. No te muevas y verás cómo nadie viene a buscarnos tras este árbol.

—Bien dicho, señor conde —interrumpió el gascón—. En último caso bastaría disparar un pistoletazo para hacer que huyesen esos pobres diablos. Desde que los gobernadores han tenido la mala idea de privarlos de armas de fuego, no se sienten muy animados ni con ganas de librar batallas.

—Acaso traigan perros —dijo Mendoza.

—Eso es lo que temo —contestó el gascón—. Pero vos tenéis cuatros pistolas. Dadme una y los veréis escapar como liebres, a pesar de que no les falta valor, os lo aseguro. El español ha sido siempre buen soldado, y yo mismo, aun llevando espada al cinto, si me encontrase con un bucanero armado de arcabuz, le volvería la espalda, y eso que soy gascón.

—¡Buena gasconada! —dijo Mendoza con ironía.

—Ya me veréis mover las manos, camarada —contestó el militar un poco amostazado—. Silencio, se acercan…

Un grueso pelotón de soldados había aparecido entre los cañaverales y avanzaba bajo la selva.

Era, en efecto, una de aquellas famosas cincuentenas, armada exclusivamente con espadas y alabardas.

Componíase de soldados cubiertos con casco y coraza, defensas insuficientes contra las gruesas balas de los bucaneros.

Como Mendoza había sospechado, iba la tropa precedida por un dogo de Cuba, perro ferocísimo, muy gordo y muy robusto, de un valor a toda prueba, y que los españoles empleaban especialmente contra los indios, los cuales sentían un miedo terrible hacia esta raza de animales.

El perro, cuando llegó junto al enorme algodonero, se detuvo, venteando ruidosamente; la cincuentena, mandada por un oficial, formó en seguida en línea de cuatro en fondo, con las alabardas bajas.

—Camarada —susurró Barrejo dirigiéndose a Mendoza—. Ocupaos del chucho y cuidado con errar el tiro porque os saltará a la garganta.

—Me ocuparé de eso rápidamente —respondió el filibustero.

—En la cincuentena pensaremos el señor conde y yo.

Los tres amartillaron las pistolas y permanecieron unidos, dispuestos a desenvainar las espadas.

El dogo cubano seguía venteando, vuelta la cabezota hacia el algodonero y gruñendo sordamente. De seguro olfateaba a los enemigos.

Un grito se alzó de la vanguardia de la cincuentena:

—¡Busca! ¡Busca!…

El dogo, al oír aquella voz, revolvióse furioso, en busca de los misteriosos adversarios que no se atrevían a mostrarse.

Mendoza, que ya lo tenía encañonado, disparó, destrozándole el cráneo, en tanto que el conde y el gascón hacían fuego sobre la cincuentena, tirando a bulto.

La cincuentena, creyendo tener que habérselas con una banda numerosa de aquellos terribles bucaneros que jamás erraban la puntería, echaron a correr por medio de los cañaverales de los pantanos.

—Ya desapareció la cincuentena —dijo el gascón, riendo—. Sin embargo, marchémonos cuanto antes, porque mañana a primera hora volverá, y si descubre por nuestras huellas que no éramos más que tres hombres, nos perseguirán encarnizadamente. En marcha, señor conde. Si traen otro dogo, os aseguro que no tendremos un solo instante de tregua.

—¡Y estos son los deliciosos paseos que se disfrutan en Santo Domingo! —exclamó Mendoza—. Prefiero la toldilla de la fragata.

Echaron a correr como si una traílla entera los persiguiese.

El gascón, que tenía las piernas más largas que sus compañeros, marchaba a través del bosque, ocultándose tras los árboles, temeroso de que la cincuentena, repuesta de la sorpresa, volviera a la carga.

—Esos pícaros se han propuesto no dejarnos tomar resuello —murmuraba Mendoza, que respiraba como un búfalo—. ¿Cuánto durará esto?…

El gascón demostraba una resistencia increíble y parecía poseer músculos de acero, porque no daba señal de detenerse.

Energías no menores revelaba el hijo del Corsario Rojo, habituado a largas caminatas.

Aquella carrera furiosa duró más de una hora; luego el gascón se detuvo.

—Ya es bastante —dijo—. La cincuentena ha tenido miedo de nosotros y no ha osado darnos caza.

—Antes de que se reúna con otra o se provea de perros, pasará algún tiempo y podremos llegar a la villa de la marquesa sin que vuelvan a molestarnos.

—¿Se sabe al menos dónde nos encontramos? —dijo Mendoza, que aspiraba como el fuelle de una fragua la fresca brisa nocturna.

—Caminando siempre, se llega a París —contestó Barrejo.

—En mi tierra se dice que por todas partes se va a Roma —repuso el conde.

—Pero no a la villa de Montelimar —replicó Mendoza, que estaba también de pésimo humor.

—Vos, camarada, murmuráis siempre de vuestro capitán —dijo el gascón—. Ese es un feo vicio.

—Ya me corregiré con el tiempo, compañero.

—Sois demasiado viejo para enmendaros.

—Los filibusteros son siempre jóvenes, camarada. Bien lo saben los enemigos.

—¡Oh! No lo niego, amigo mío; lleváis el fuego en el pecho.

—Y vos en las piernas.

—Bien, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó el conde.

—Por mi voto, cenar —dijo Mendoza—. Esta carrera me ha despertado un hambre de tiburón.

—Conténtate por el momento con encender la pipa —respondió el conde—. Si no basta eso, apriétate bien el cinturón.

—Gran consejo —sentenció gravemente el gascón.

—Que no será provechoso para nadie —murmuró Mendoza—. Ponedlo en práctica vos.

—¿No se os ocurre nada. Barrejo? —preguntó el conde.

—Sí, que nos acostemos en medio de esta fresca hierba y que descansemos hasta el alba.

—¿Y los animales? —preguntó Mendoza—. Antes teníais gran miedo a esos animales.

—Están lejos, y además no cerraremos los ojos.

—Toda vez que no hay cosa mejor que hacer, pongo en práctica la idea —dijo el conde, dejándose caer sobre la hierba y estirándose con visible satisfacción. Hace dos días que ni este murmurador sempiterno, ni yo, descansamos. ¿No es cierto, Mendoza?

—Tal vez hará más tiempo —contestó el filibustero, imitándolo.

El gascón miró atentamente en todas direcciones, se tendió, aplicando el oído a tierra y escuchando un rato; luego, a su vez, se extendió en la mullida alfombra, diciendo:

—Nada; podemos descansar.

Sin embargo, no era muy fácil conciliar el sueño.

Los sapos seguían cantando, con más estrépito a cada instante; los caimanes hacían lo posible por imitarlos y las ranas los coreaban con verdadera furia, como si se hubiesen puesto de acuerdo para impedir que Mendoza durmiese ni un cuarto de hora.

Era ya muy tarde y el alba no tardaría en despuntar. En el Golfo de México el sol trasmonta temprano y sale también muy pronto.

A las tres y media, durante el estío, el cielo se tiñe con los primeros reflejos de la aurora y las estrellas se apagan.

Los tres filibusteros, porque el gascón podía considerarse como tal, habían descansado un par de horas, siempre con el oído alerta, temerosos de que los perros de las cincuentenas los sorprendiesen, cuando las tinieblas comenzaron a desvanecerse.

—En marcha, señor conde —dijo el gascón, levantándose de un brinco—. Tratemos de orientarnos.

—¿Está ya compuesta la brújula que lleváis en el cerebro? —preguntó Mendoza, con socarronería.

—El sol se encargará de arreglarla —contestó el aventurero.

—Pues confiemos en mecánico tan hábil.

—Lo veréis, camarada…

Iban a ponerse en camino, cuando oyeron a corta distancia un disparo.

—¡La cincuentena! —gritó Mendoza; dando un salto.

—Sí, que dispara con las alabardas —contestó el gascón—. Apuesto en cambio a que es la señal del desayuno. Señor conde, ¿sois conocido de los bucaneros?

—Si no me conocen a mí, conocieron mucho a los tres corsarios: el Rojo, el Negro y el Verde.

—Ese disparo seguramente lo ha hecho un bucanero.

—Vamos a buscarlo —contestó el señor de Ventimiglia.

Atravesaron a la carrera un matorral, y al llegar al otro lado, descubrieron en medio de un grupo de plantas, a un hombre mal vestido, con una especie de delantal de piel y amplio fieltro en la cabeza, de pie frente a un gigantesco toro salvaje, que estaba expirando. Al ver a los tres filibusteros, el cazador retrocedió algunos pasos, gritando con voz amenazadora:

—¿Quién sois? ¡Responded u os mato antes de que lleguéis hasta mí!

—Filibusteros perseguidos por los españoles —contestó el conde en francés correctísimo, por haber sido hecha la intimación en este idioma—. Soy hijo del Corsario Rojo y sobrino del Verde y del Negro.

—¡Del Corsario Negro! —gritó el bucanero, dejando caer el arcabuz y avanzando al punto—. ¡De aquel que con Grammont, Laurent y Wan-Horn ha saqueado a Veracruz! ¡Yo he combatido a sus órdenes! ¡«Tonnerre de Brest»! Señor, estoy a vuestras órdenes. ¡Mandad!

Capítulo VI. El bucanero

Secar y ahumar, bajo sencillas cabañas formadas de hojas mal entrelazadas, las pieles y las carnes de los animales muertos en la caza, designábase por los indios de las grandes islas del Golfo de México con el vocablo «bucán», de donde viene el nombre de bucanero.

Estos formidables cazadores, que más tarde habían de dar tanta gente a los filibusteros de la isla Tortuga y tantos disgustos a los españoles, se habían establecido principalmente en la isla de Santo Domingo, por ser la más rica en animales salvajes.

En su mayoría eran aventureros franceses, ingleses y flamencos, alejados de su patria por la miseria o por los delitos cometidos.

Una camisa de tela gruesa, siempre manchada de sangre, calzoncillos de la misma tela, muy sucios, cinturón de piel sin curtir, del cual pendía un sable corto, un par de cuchillos y dos bolsas para pólvora y balas, un sombrero informe y zapatos de piel de jabalí, constituían la indumentaria de los bucaneros.

Su gran ambición consistía en poseer un buen arcabuz que lanzase proyectiles del peso de una onza y una traílla de veinticinco o treinta perros «blood-hound», destinados a la caza de toros salvajes; entonces, como ya se ha dicho, abundantísimos en Santo Domingo.

La carne de buey o de jabalí, ligeramente asada, o a lo sumo sazonada con pimienta o con zumo de limón, porque no siempre disponían de sal, constituía su alimento diario; como bebida solo empleaban agua, a veces no muy pura, por tener que habitar en los alrededores de los pantanos, más frecuentados por los grandes animales salvajes de los inmensos bosques que ocupaban todo el centro de la anchurosa isla.

En cuanto a comodidades, aquellos intrépidos cazadores no disfrutaban más que de una choza casi igual a las que construyen los polinesios o los negros de África, apenas suficiente para resguardarles de las abundantes lluvias y de los ardientes rayos del sol.

Como en un principio no tuvieron mujeres ni hijos, adoptaron la costumbre de vivir dos a dos o de tomar un novicio, a quien no siempre trataban muy bien, para ayudarse mutuamente.

En aquella extraña sociedad todo era común, y el que sobrevivía a su compañero le heredaba en su fortuna.

Había entre todos cierta comunidad de bienes, así que lo que faltaba a uno iba a tomarlo de su camarada, sin pedirle siquiera permiso, y el acto de negarlo era considerado como injuria grave.

Difícilmente se promovían cuestiones entre ellos por esta causa, y si surgían, los amigos estaban prontos a apaciguarlos, si los querellantes se obstinaban en no hacer las paces, termina el conflicto a tiros; pero ¡ay si alguno era herido en el costado o en la espalda!

Cogían al reo y de un mazazo en el cráneo lo enviaban en el acto al otro mundo; porque aquellos aventureros, aunque procedentes en su mayoría de la hez de las grandes capitales de Europa occidental, juzgábanse hombres de honor.

Huelga advertir que prescindían de las leyes de su país nativo, porque se consideraban completamente libres después de pasar al trópico y de recibir el bautismo de los marinos, ceremonia muy en uso para los que por vez primera atravesaban la línea ecuatorial.

Acaso por esto, abandonando sus nombres verdaderos, adoptaban otros tomados a capricho.

No olvidaban totalmente su religión primitiva, fuesen franceses, ingleses u holandeses; pero esta consistía solo en nombrar a Dios y en formarse de Él una idea adecuada a sus costumbres.

Resultaba muy extraña la forma en que contraían matrimonio en ocasiones con mujeres indias en su mayoría o prisioneras europeas, compradas como esclavas en la Tortuga.

—Tendrás desde ahora que darme cuenta de todo lo que hagas —decían aquellos hombres fieros.

Luego, golpeando el cañón del arcabuz, añadían con voz amenazadora:

—¡He aquí quien me vengará si no me obedeces!…

Los bucaneros partían ordinariamente para la caza al rayar el día, precedidos de los perros y seguidos de su criado.

Un mastín marchaba ante la jauría, y descubierto el toro o el jabalí, daba la señal a los demás que corriendo y ladrando rodeaban a la víctima, hasta que llegaba el amo.

El tiro casi nunca fallaba, y lo primero que hacía el cazador si lograba derribar a la pieza, era cortarle los jarretes.

Si la herida era ligera y la bestia, enfurecida, atacaba, el bucanero, agilísimo, sabía ponerse a salvo trepando a un árbol. Desde allí acababa fácilmente a tiros con el animal, que no tenía ya tiempo de escapar.

En seguida el bucanero y su criado lo desollaban, partían uno de los huesos mayores y chupaban el tuétano, caliente aún; este era su desayuno habitual.

Mientras el novicio se encargaba de cortar los pedazos mejores y de transportarlos a la choza, el bucanero seguía la cacería, auxiliado por los perros, y no descansaba hasta que la noche caía.

Cuando reunía suficiente número de pieles, las llevaba a la isla Tortuga o a cualquier otro puerto de filibusteros.

Una existencia consagrada a semejantes ejercicios y sostenida con la clase de alimentos ya dichos, salvaba a aquellos terribles cazadores de innumerables enfermedades que atacaban a los demás habitantes.

A lo sumo sufrían a veces una fiebre ligera, que desaparecía enseguida con hojas de tabaco.

Las fatigas excesivas y la intemperie acababan, sin embargo, por extenuarlos.

Inquietos los españoles con la presencia de tantos cazadores extranjeros, los dejaron durante algún tiempo campar por sus respetos; pero cuando les vieron fundar establecimientos en Savaná, en el puerto de Margot, en Gonaves, en el embarcadero de Mirfolais y en la isla Avaches, tomaron el partido de arrojarlos del territorio, declarando a aquellos desgraciados una verdadera guerra de exterminio.

La lucha fue ferocísima.

Los españoles se habían forjado la ilusión de acabar fácilmente con aquellos miserables, de quienes, después de todo, no habían recibido ofensa alguna.

Seguramente los bucaneros habrían desaparecido, poco a poco, víctimas de las cincuentenas que recorrían los bosques, si con mejor consejo los cazadores no hubiesen al fin resuelto reunirse en grupo, para defenderse.

Las exigencias de la caza les obligaba a desbandarse durante el día, pero por la tarde reuníanse todos en un lugar convenido, y si alguno faltaba, sospechando que lo hubiesen asesinado, suspendían sus cacerías hasta que lo encontraban o lo vengaban.

Y comenzó entonces una lucha despiadada. Los bucaneros, hasta aquel momento, se habían dejado matar, pero a partir de aquella hora, empezaron a tomar tan espantosos desquites, que toda la isla se vio inundada de sangre y aún hoy muchos lugares recuerdan con sus nombres los horrores que presenciaron.

Temerosos los bucaneros de no poder resistir a las innumerables cincuentenas españolas, decidieron trasladar, tras una larga lucha, sus establecimientos a las isletas que rodeaban Santo Domingo.

No volvieron ya a las cacerías más que en numerosas partidas, y combatían fieramente cuando encontraban al enemigo.

Algunos de sus establecimientos adquirieron gran renombre, como el de Bayaba, que tenía un puerto vastísimo, muy frecuentado por los barcos franceses, ingleses y holandeses.

Del mismo Bayaba faltaron cierto día cuatro bucaneros; sus camaradas organizaron una expedición para ponerlos en libertad o para vengarlos.

Al saber en el camino que habían sido llevados a Santiago y ahorcados, dieron muerte a los que les proporcionaron estos informes, que eran españoles; luego atacaron furiosamente a la ciudad, tomándola por asalto y exterminaron a cuantos hombres encontraron en el recinto.

No dejaban, sin embargo; los españoles de tomar desquite de las derrotas que sufrían, pero resultaba muy difícil localizar, como deseaban, a todos los bucaneros que merodeaban las islas.

Con el tiempo, no obstante, lo lograron, destruyendo todos los toros y todos los jabalíes que infectaban las selvas y los pantanos; y el golpe resultó tan fatal para los bucaneros, que los decidió a lanzarse al mar para encontrar nuevos alimentos y a la tierra para obtener productos con qué especular.

Pero los españoles vieron frustradas sus esperanzas, porque los bucaneros, de cazadores de tierra que eran, transformáronse en corredores del mar, convirtiéndose en aquellos terribles filibusteros que tantos daños habían de ocasionar a las colonias españolas del Golfo de México y del Océano Pacífico.

***

El bucanero, como ya se ha dicho, al oír las palabras del Corsario Rojo, dejó caer el arcabuz y avanzó algunos pasos, sombrero en mano, saludando respetuosamente con una profunda inclinación.

—Señor —dijo—, ¿qué deseáis de mí? Recibiré grandísimo honor en poder ser útil en algo al sobrino del gran Corsario Negro.

—No os pido más que un asilo seguro donde poder reposar algunas horas, y comida, si podéis proporcionárnosla —contestó el conde.

—Os ofrezco cuantas chuletas queráis y una magnífica lengua de buey —replicó el bucanero—. Tengo guardada una botella de aguardiente para las visitas inesperadas, y os la ofrezco con mucho gusto.

—No pido tanto de…

—Botafuego —dijo el bucanero, sonriendo.

—El nombre de batalla, ¿no es cierto?

—He olvidado el mío —repuso el cazador, frunciendo el entrecejo—. Al atravesar el Océano perdemos nuestros nombres, mas puedo aseguraros que soy hijo de una ilustre familia del Languedoc. ¿Qué os voy a decir? La juventud algunas veces obliga a cometer malas acciones. Pero no hablemos de esto. Es un secreto mío.

—Que no deseo conocer —replicó el conde.

El bucanero pasóse tres o cuatro veces la mano, callosa y manchada de sangre, por la frente, como si tratase de desechar lejanos y dolorosos recuerdos; luego dijo:

—Me habéis pedido un refugio y comida; me siento orgulloso de ofrecer el uno y la otra al sobrino del valiente corsario.

Llevóse dos dedos a la boca y lanzó un silbido prolongado.

Pocos momentos después, un muchachote de veinte a veintidós años, rubio, flaco, con ojos azules y acompañado de siete u ocho grandes perros, salió de la espesura.

—Quítale la piel a ese animal —le ordenó bruscamente Botafuego—, y córtale en seguida la lengua y algunas chuletas. Las comeremos esta tarde.

Luego, volviéndose al corsario, con afabilidad extraña en un hombre de apariencia tan ruda, le dijo:

—Seguidme, señor. Mi pobre cabaña y mi mísera despensa están a vuestra disposición…

—No pido otra cosa —contestó el conde.

El bucanero recogió su arcabuz de grueso calibre y se puso en marcha, observando atentamente los matorrales, acaso más por hábito que por previsión, porque los perros no mostraban inquietud alguna.

—Y el búfalo que habéis muerto, ¿lo dejáis ahí? —preguntó el conde.

—No debe andar muy lejos mi criado —repuso el bucanero—. Ya le encargué que lo descuartice y que le corte los trozos mejores.

—¿Y el resto?

—Lo dejamos a las serpientes y a los buitres, señor. Lo que nos importa son las pieles, que se venden ventajosamente en Puerto Bayaba a los ingleses o a los franceses que llegan en buen número dos veces al año.

—¿No os molestan los españoles?

—¡Ay de ellos si se atrevieran! Somos astutos, y además estamos protegidos por los filibusteros de la Tortuga, nuestros fieles aliados.

—¿Tenéis amigos en la isla Tortuga?

—Muchos, señor conde.

—¿Hace mucho tiempo que no habéis estado allí?

—Cerca de tres meses.

—¿Siguen aún en la isla Grogner y Davis? Tengo cartas de recomendación para ellos y también para Tusley. Son los filibusteros más célebres en la actualidad, ¿no es cierto?

—Sí, señor conde; pero tendréis que correr un poco antes de entregárselas.

—¿Por qué?

—Porque en este momento operan en el continente, o mejor dicho, en el istmo de Panamá, hacia el Pacífico. Las últimas noticias, traídas por un grupo de filibusteros, eran que habían llegado a la isla de San Juan. Según parece se han establecido allí para dar caza a los galeones que de vez en cuando salen del Perú para Panamá.

—¿De modo que habré de atravesar el istmo para encontrarlos? —preguntó el conde, que no parecía muy satisfecho por aquellas noticias.

—Capitán —dijo Mendoza, observando el mal humor del corsario. Pueblo-Viejo se halla en el istmo y no podremos llegar hasta allí con nuestra fragata. Visitaremos la linda ciudad para estrecharle la mano al marqués de Montelimar, luego iremos en busca de los tres famosos filibusteros, sin los cuales nada podríamos hacer.

—Tú siempre tienes razón, amigo —dijo el conde, tranquilizándose un poco.

—He aquí mi cabaña —interrumpió en aquel momento el bucanero, mientras los perros corrían, ladrando alegremente.

Bajo un grupo de altísimas palmeras elevábase una mísera habitación, formada con ramas mal entrelazadas y cubierta con pieles para resguardar mejor al dueño y a su criado de las lluvias torrenciales que de vez en cuando caen sobre la isla con verdadera furia.

En un cobertizo construido a pocos metros de distancia, encontrábase la cocina, constituida por tres o cuatro piedras que debían servir de chimenea, por dos asadores y por una vasija de barro llena de agua.

Alrededor veíanse pieles de búfalo puestas a secar y trozos de carne ahumada, cubiertos con gigantescas hojas de plátano.

—Mi palacio —dijo el bucanero riendo—. Necesita muchas reparaciones, pero no tengo tiempo de convertirme en arquitecto. Entrad, señor conde.

El interior de la choza no valía más que el exterior. Un montón de hojas secas servía de lecho y era todo el mobiliario del cazador, el cual tal vez en otro tiempo estuvo acostumbrado al lujo refinado de la capital de Francia.

Suspendidos de palos, había cuchillos manchados de sangre hasta la empuñadura. Cuernos inmensos conteniendo probablemente pólvora; sacos de cuero con proyectiles grandes y pequeños y calabazas que servían de frascos.

—Una habitación de indios —dijo el conde.

—Mucho peor —replicó el bucanero—. Esos salvajes saben fabricar cabañas bastante más cómodas que las nuestras. Descansad mientras preparo la comida. Aquí está ya mi criado, que trae una carga regular.

El joven, cubierto de sangre desde los pies a la cabeza, avanzaba penosamente, llevando a cuestas grandes trozos de carne del búfalo y una magnífica lengua.

—Date prisa, Cortal —dijo el bucanero, con tono áspero—. Tenemos invitados y hay que ofrecerles una buena comida. ¿Queda jabalí fiambre?

—Sí —respondió el joven—. ¿Y la piel del búfalo?

—Más tarde irás a recogerla. Nadie se la llevará.

El siervo arrojó la carga en medio de la hierba, dirigió de soslayo una mirada a los huéspedes, llevóse la diestra manchada en sangre al ala de su sombrero descolorido y agujereado en diez sitios por lo menos, luego alimentó el fuego, en tanto que el amo preparaba la lengua y la colocaba en el asador.

—No envidio la existencia de ese pobre muchacho —dijo el gascón, señalando al novicio—. Acaso también perteneció en otro tiempo a una familia distinguida.

—¿Cuánto dura el aprendizaje? —preguntó el conde.

—Tres años ordinariamente —contestó Mendoza—. Después pasan a su vez a bucaneros; pero son tres años de tribulaciones, porque reciben el mismo trato que los esclavos, y no les ahorran fatigas ni sufrimientos de toda clase. Los bucaneros, habituados a vivir siempre en medio de sangre, se hacen en seguida brutales, y para ellos matar a un toro o a un hombre es lo mismo. Solo tienen una cualidad buena: son leales y hospitalarios. Cuando el novicio se convierte en bucanero, no tratará mejor al muchacho que tome a su servicio. Cualquiera diría que intentan a su vez vengarse de los golpes sufridos durante la esclavitud.

Mientras charlaban, Botafuego y su criado se afanaban por preparar cuanto antes la comida muy abundante, es cierto, pero muy modesta, porque solo consistía en un trozo de jabalí fiambre, en la lengua de búfalo asada y en algunos tubérculos que mal o bien podían substituir al pan que faltaba en absoluto, porque aquellos cazadores rara vez lograban encontrar un poco de trigo, y entonces celebraban un verdadero festín.

El asado pronto estuvo listo, y fue servido por el novicio en una hoja de plátano, con algunos huesos ya partidos para que se pudiese sorber; con más comodidad el tuétano crudo y tibio aún.

—Siento mucho, señor conde, no tener otra cosa que ofreceros —dijo Botafuego, que hacia esfuerzos por aparecer amable—. Si aún poseyese mi castillo de Normandía, otra acogida hubiera dispensado al sobrino del gran Corsario Negro… ¡Bah! —añadió luego, mientras su frente se contraía y en su bronceado rostro se pintaba viva emoción—, no hay para qué despertar lejanos recuerdos. El pasado ha muerto para mí después de atravesar el Océano. Comamos, señores…

Cortó con un cuchillo enorme un trozo de lengua y otro de jabalí, partió en varios pedazos uno de los tubérculos con movimientos de ira que revelaban profunda agitación y con el gesto hizo seña a los invitados de que se sirviesen.

Comieron en silencio. El conde, de vez en cuando, miraba al bucanero; este, cual si temiera que adivinasen la causa de su honda emoción, bajaba los ojos y volvía constantemente el rostro, con el pretexto de comunicar algunas órdenes al criado. Cuando terminó la comida, Botafuego ofreció a sus huéspedes gruesos cigarros hechos por él mismo con tabaco probablemente robado en las plantaciones españolas; luego dijo a Cortal, que había devorado su ración fuera de la cabaña, junto al fuego:

—El frasco reservado para las grandes solemnidades: tenemos aquí a un conde, amigo.

El criado buscó en el tronco de un plátano y sacó una calabaza enorme y varios vasos de cuerno de búfalo y en seguida llevó una y otros a la choza.

—Señor conde —dijo el bucanero con cierta amargura—, no puedo ofreceros champaña, ni Borgoña, ni Medoc, porque no estamos en Francia. Aquí solo disponemos de mezquino aguardiente, lo único que da la isla. A veces busco mis provisiones de este licor y jugándome la vida… provisiones que algunas noches me son necesarias para olvidar el pasado, para no llorar… Aceptad, señor conde.

—Estáis muy conmovido, Botafuego —dijo el señor de Ventimiglia.

—Hay que ser fuerte, señor conde —replicó el bucanero—. Después de atravesar la línea ecuatorial; después de haber jurado olvidar mi Normandía… mi castillo… una hermana querida que para mí ha muerto para siempre… un noble padre que reposa allí junto a mi madre en la cripta de la abadía… ¡Mil truenos! ¡Bebed, señor conde… yo también beberé!…

Cogió con rabia el vaso de cuerno y lo vació de un trago, gritando luego:

—¡Más, Cortal! ¡Más! ¡Es necesario ahogar los recuerdos lejanos! ¡Ah! ¡Qué suerte tan triste la mía!

El rostro del feroz bucanero aparecía alterado de un modo espantoso. No lloraba, pero adivinábase que hacía esfuerzos supremos por contener las lágrimas, avergonzado acaso por revelar el secreto de sus penas.

—Bebed, señor conde —siguió diciendo al cabo de algunos instantes, vaciando otra copa—. Nunca esperé hospedar en esta miserable cabaña a un hidalgo de la lejana Europa. Aguardaba que un día… era seguramente una locura… llegase a buscarme un hombre por casualidad o por combinaciones…

—Continuad, Botafuego —dijo el conde—. Estáis entre amigos.

El bucanero bebió un tercer vaso de aguardiente; luego, dominado por ira terrible, siguió con voz entrecortada:

—¡París maldito! ¡Sirena infame que me has envuelto en tus espiras! ¡Más valiera no haberte visto! Tus miles y miles de seducciones me han convertido en un bucanero, en un salteador de las selvas de Santo Domingo… ¡Maldito juego! ¡Tú has sido mi ruina!

—Pero ¿quién sois? —preguntó el conde, profundamente conmovido por el inmenso dolor que revelaba el rostro del bucanero.

—Ya lo veis —contestó Botafuego, riendo nerviosamente—. Un cazador de toros… un miserable aventurero. Desde que atravesé la línea ecuatorial, no tengo patria, no tengo familia, no tengo nobleza, no tengo más que mi arcabuz que todos los días mata para no matar mi corazón…

Por cuarta vez vació la copa que el siervo le había llenado.

—Han pasado los años —prosiguió el desgraciado, comprimiéndose la frente con ambas manos, como si tratase de aplastar los pensamientos que le atormentaban— y, sin embargo, veo a mi castillo, allá, en la orilla del lago, erguirse soberbio con sus almenas y sus torres; veo aún, algunas noches, pasear por la terraza a aquella hermosa niña que era mi hermana y por la que habría dado la vida… Un barón de la Bretaña la hizo su esposa… ¡que sea feliz y que ignore siempre lo que ahora es su infortunado hermano, devorado por París!… Cortal, dame más de beber. ¡Tengo sed! ¡Una sed terrible!…

Permaneció algunos instantes silencioso, contemplando, con los ojos muy dilatados, sombrío, tembloroso, el vaso lleno hasta los bordes; luego dijo:

—¡Oh; así es muchas veces la vida! ¡Acaso estaba escrito por un genio maléfico! Y, sin embargo, ¡cuán terrible ha sido la caída! ¡Cuánto mejor que a los veinte años una estocada hubiese acabado con mi vida en los vergeles de Normandía! Al menos nunca habría visto París, al menos nunca habría descendido, escalón por escalón, hasta el fango de una cárcel… no habría manchado el blasón de mis antepasados… no habría renegado de mi Francia… no habría cambiado de nombre… ni habría huido como un ladrón… ¡pobre criatura!…

—¡Botafuego! —gritó el conde.

El bucanero, presa de verdadera exaltación, levantóse de un salto, con los ojos dilatados y el rostro inundado de sudor. Descolgó su arcabuz y salió rápidamente de la choza, desapareciendo entre los árboles.

—¿Es así siempre tu amo? —preguntó el conde al criado, que permanecía de pie en el umbral de la cabaña.

—Nunca lo he visto sonreír —contestó Cortal—. A toda hora está triste.

—Y no será él solo —dijo el gascón—. ¡Cuántos hombres en otros tiempos ricos y estimados se hallarán entre estos bucaneros!

—¡Y a cuántos nobles ha empujado Europa hacia América! —respondió el corsario.

—Es cierto, señor conde —afirmó el gascón con un suspiro—. Yo, sin embargo, he olvidado pronto a Pau y a mi castillete medio derruido. Yo no he visto a París ni probado sus seducciones fatales.

—¡La ruina de muchos hombres de bien! —dijo el conde—. Vale más la Provenza.

A su vez alzóse y salió de la choza en busca del bucanero.

El cazador había desaparecido, pero oyó algunos arcabuzazos en la espesura.

Apenas terminó el cigarro, cuando se disponía a entrar de nuevo en la choza, vio llegar a Botafuego, más tétrico que antes. Observándolo atentamente, descubrió que el fiero cazador tenía los ojos enrojecidos como si hubiera llorado largo rato.

—¿Pasó ya la tempestad? —le preguntó el señor de Ventimiglia con dulzura.

—Los huracanes duran poco en Santo Domingo —contestó el bucanero con sonrisa triste—. ¡Bah! Ya pasó todo. He matado dos jabalíes, allí, en la orilla de los pantanos… Es mi oficio…

El conde le alargó la diestra.

—Estrechadla —dijo.

—No, señor, ya no soy digno de dar la mano a un hombre hidalgo. No estamos en Normandía.

—Estrechadla os digo.

—Sí, pero más tarde. Cuando nos separemos para siempre, os diré lo que fui en otro tiempo… y acaso entonces… Señor conde, dentro de cuatro horas se ocultará el sol, y la villa de la marquesa de Montelimar está lejana. ¿Queréis que nos pongamos en marcha? No llegaremos a San José antes del alba, y en este país es mejor andar de noche.

—Estoy dispuesto a seguiros y a obedeceros —contestó el corsario.

—¿Tenéis seguridad absoluta de que la marquesa no os hará traición? Conozco a esa bella señora por haberla encontrado una vez en las inmediaciones de su finca.

—Es una noble dama que me ha salvado la vida.

—Entonces basta —repuso el bucanero—. Llamad a vuestros amigos, señor conde, y decidles que se armen con arcabuces. Tengo aquí siempre tres o cuatro de reserva y todos de buen calibre, con balas de a onza.

Mendoza y el gascón, al oír la orden del conde, acudieron presurosos, seguidos del criado, el cual, como si adivinase el pensamiento de su amo, llevaba fusiles y municiones.

—En marcha, amigos —dijo el señor de Ventimiglia—. Botafuego nos servirá de guía.

El bucanero se dirigió a su criado, que le interrogaba con la mirada.

—Te quedarás aquí —le ordenó con cierta aspereza— y esperarás mi regreso. No te preocupes si tardo una semana o un mes. En el caso de que los españoles te amenacen, refúgiate en la colonia del cabo Tiburón y allí nos encontraremos. ¡Guárdate de las cincuentenas y ten cuidado de mis perros! ¡Adiós!

Llamó con un silbido estridente a su mastín favorito y se puso en marcha, acompañado del conde y seguido del gascón y de Mendoza, calándose el sombrero para resguardarse de los ardientes rayos del sol. Atravesó el matorral que ocultaba a su cabaña y después de orientarse por el astro del día internóse resueltamente en el bosque, que se prolongaba hacia occidente.

El mastín precedía, venteando y volviendo la cabeza como para preguntar si iba por buen camino.

—¿Dónde tenéis vuestro barco, señor conde? —preguntó el bucanero, después de haber andado una milla.

—Debe esperarme en el cabo Tiburón —contestó el corsario.

—La villa de la marquesa de Montelimar se encuentra a breve distancia de la rada. Podréis descubrirla desde las ventanas de la finca.

—¿No irán a buscarnos allá las cincuentenas?

—¿Quién sabe? Recorren la isla de un extremo a otro y nunca se sabe dónde se detienen. Sin embargo, la marquesa es muy poderosa en Santo Domingo y os protegerá.

—Tengo pruebas de ello.

—Entonces podréis aguardar tranquilamente a vuestro buque, sin correr el riesgo de caer prisionero —contestó Botafuego sonriendo—. Sé todo lo que vale esa señora.

—¿La conocéis?

—Solo una vez la he visto, cuando atravesaba a caballo una selva, y en aquella ocasión le presté un pequeño servicio. Si no se hubiese encontrado conmigo y no le hubiera yo matado el caballo con un certero arcabuzazo, es probable que la señora de Montelimar no viviese…

El bucanero se detuvo bruscamente, al ver que el mastín se paraba moviendo las orejas.

—¿Qué ocurre? —preguntó el corsario.

—Por ahora nada —respondió Botafuego, frunciendo el entrecejo.

—Me parecéis inquieto.

—Puedo haberme engañado.

—¿Y también vuestro perro?

El bucanero permaneció un momento silencioso, observando con atención al mastín, que seguía parado y no cesaba de levantar y bajar las orejas.

—Creo haber oído un ladrido lejano —dijo finalmente.

—¿De alguna cincuentena que nos persigue?

—Pudiera ser, señor conde. Dejemos el terreno descubierto e internémonos en la selva. Ahí estaremos más seguros.

Capítulo VII. La caza humana

A la derecha tendíase la inmensa selva, formada por palmas gigantescas, algodoneros, tamarindos, y multitud de trepadoras que constituían matorrales tan espesos que podrían ocultar hasta a cien hombres.

Botafuego, que seguramente conocía aquellos parajes mucho mejor que el gascón, el cual, a pesar de la brújula que llevaba en el cerebro, no había logrado descubrir el rancho donde encontrarían caballos, púsose a la cabeza de la pequeña tropa, abriendo paso con dos cuchillos que había sacado de la cabaña.

El mastín le auxiliaba maravillosamente guiándole con seguridad perfecta a través del laberinto del bosque.

De vez en cuando el amo y el perro deteníanse para escuchar, en seguida reanudaban la marcha, manifestando ambos cierta inquietud que no pasaba inadvertida para el conde.

El sol se había ocultado y los expedicionarios seguían su marcha a través de aquella interminable selva, cuando el bucanero, por décima vez, se detuvo ante un enorme tamarindo, diciendo:

—Es inútil ocultároslo, señor conde; nos siguen.

—¿Quién? —preguntó el corsario.

—Una o más cincuentenas, seguramente.

—¿Cómo lo sabéis?

—Viviendo siempre en medio de las selvas, nuestros oídos se afinan de una manera increíble y notan en seguida los rumores más lejanos. Os repito que nos siguen y que acaso nuestros enemigos no se hallen muy lejos.

—Yo no he oído nada. ¿Y tú, Mendoza?

—Solamente oigo cantar a las ranas y a los sapos —contestó el filibustero.

—Y yo caer las hojas y las frutas —añadió el gascón.

—Pues yo sigo escuchando ladridos lejanos —afirmó el bucanero—. ¿Os ha visto alguien atravesar la selva?

—Hemos hecho huir a una cincuentena y matado al perro que la precedía —respondió el conde.

—Ahora comprendo —dijo Botafuego—. Esa cincuentena habrá encontrado a otra acompañada de perros, y en este momento nos siguen cien hombres, y no descansarán hasta que nos den alcance. ¡Mal negocio!

—Procuraremos llegar lo antes posible a la finca de la marquesa de Montelimar —dijo el conde.

—Aún está muy lejana —respondió el bucanero—. Apretando el paso, no nos hallaremos allí antes de la salida del sol.

—¿Andan muy cerca los españoles?

—Tal vez no; pero los perros sí, y esos animales son más peligrosos que los hombres. Yo les conozco perfectamente, y con razón les llaman perros estranguladores. Guardaos de ellos, señor conde.

—¿Qué decidís? ¿Esperamos su ataque o continuamos la marcha?

En vez de contestar, Botafuego observó atentamente la selva, espesísima en aquel lugar a causa del infinito número de lianas que se entrelazaban de mil maneras en torno de los árboles, formando preciosas guirnaldas.

—Intentemos hacer que pierdan nuestra pista los dogos —dijo luego—. Acaso lo logremos con una marcha aérea. Lo importante es obrar con rapidez.

Echóse a la espalda el arcabuz, se agarró a una madeja de lianas que pendía del tamarindo y se izó a fuerza de puños, diciendo:

—Tratad de imitarme.

—Lancémonos al abordaje —dijo Mendoza—. Prefiero esta maniobra marítima a la marcha interminable. Amigo Barrejo, figuraos que estáis a bordo de un navío de tres puentes.

El conde, comprendiendo bien los propósitos del bucanero, trepó en seguida por otra madeja de lianas, como habilísimo gimnasta.

Botafuego llegó hasta las ramas gruesas del tamarindo, y sirviéndose siempre de aquellas resistentes cuerdas vegetales, pasó a un enorme algodonero y luego a una palma, continuando atrevidamente su marcha aérea.

Saltar de una planta a otra no era difícil, porque los árboles crecían tan próximos, que sus ramas se entrelazaban. Aun sin lianas, aquella maniobra, para hombres ágiles, habría resultado sencilla. El mastín, destinado a caer bajo los dientes de los feroces y robustos canes cubanos, seguía por tierra a su amo, aullando de un modo lastimero.

—Ese estúpido nos va a delatar —dijo Mendoza al bucanero, aprovechando un momento de descanso.

—Es cierto —añadió Botafuego, preparando el arcabuz—. Me duele mucho, pero su muerte es necesaria.

Apenas pronunció estas palabras, el pobre mastín caía al suelo, herido por la infalible bala del cazador.

—Es extraño —dijo el bucanero, pasándose una mano por la frente—. Se me figura haber cometido un delito. ¡Bah! La necesidad carece de ley en la selva.

Volvió a cargar el arcabuz y se puso en acecho.

Ladridos lejanos saludaron aquel tiro.

—Los españoles han reunido una jauría —dijo luego—. Afortunadamente, podrán sitiarnos pero no cogernos.

—¿Y la cincuentena que va detrás? —preguntó el conde.

Botafuego encogióse de hombros.

—Las alabardas nada podrán contra los arcabuces —dijo—. Eso no me preocupa. Continuemos nuestra marcha. Los dogos han descubierto nuestras huellas y las siguen obstinadamente; no debemos detenernos aquí, tan cerca del mastín muerto.

Prosiguieron su gimnástica expedición, deslizándose entre las ramas y las lianas, ora levantándose o bajando hasta tocar en tierra casi, guardándose bien, sin embargo, de llegar hasta ella, para no dejar la menor huella.

Así recorrieron quinientos metros; de pronto oyeron, a no mucha distancia, furiosos ladridos.

Los dogos, no encontrando la pista de los fugitivos, desahogaban su rabia ladrando de una manera amenazadora.

—Seguramente han descubierto el cadáver de mi mastín —dijo el bucanero, montado a horcajadas en una gruesa rama, junto al conde.

—¿Nos encontrarán? —preguntó este.

—No me atrevo a asegurarlo, señor —respondió Botafuego—. Esos malditos perros tienen un olfato maravilloso.

—Este árbol es bastante alto.

—Ya lo veo —contestó el bucanero sonriendo—. Sin embargo, no estoy tranquilo. Os repito que esos animales son terribles.

—No hagamos ruido.

—Eso es lo mejor.

Los dogos seguían ladrando furiosamente, a menos de cincuenta pasos. Como Botafuego había dicho, descubrieron el cadáver del mastín y recorrían la selva buscando las huellas de los fugitivos.

De repente dejóse oír un ladrido sonoro, más agudo que los anteriores; luego sintióse crujido de hojas.

—Se acercan —dijo el bucanero—. Que nadie hable.

Mendoza y el gascón se encogieron en sus ramas, con los arcabuces preparados.

Botafuego y el conde les imitaron, procurando hacerse invisibles.

A través de la tenebrosa selva sentíase un estrépito de ladridos agudos que muy pronto se perdieron en lontananza.

—Ya han pasado —dijo el bucanero al conde—. Ahora cuidado con la cincuentena. De seguro no se hallará muy lejos.

—¿Viene detrás? —preguntó el conde en voz baja.

—Sigue siempre a los perros. Escuchad atentamente. ¿Oís?

—Sí, un ligero crujido.

—Son los españoles que marchan a través del bosque.

—¿Nos descubrirán?

—¡Por Baco! No tienen ojos de lince —respondió Botafuego—. Además, el follaje nos cubre por completo.

—¿Y si fueran arcabuceros?

—No los hay en las cincuentenas —contestó el bucanero—. Nadie disparará sobre nosotros, os lo aseguro.

—¡Silencio todos! La vanguardia de la cincuentena.

El rumor aumentaba, en tanto que los ladridos de los perros eran cada vez más débiles. Probablemente los terribles alanos habían encontrado huellas antiguas y las seguían con su habitual obstinación.

Momentos después, cinco hombres, armados de alabardas, abríanse paso por medio de los espesos matorrales y se detenían cerca del árbol donde se ocultaban los fugitivos.

—¡Diantre! —exclamó uno—. ¿A dónde se habrán ido esos malditos perros?

—Correrán tras de los enemigos, Alonso —contestó el otro.

—¡Ojalá acaben con ellos a dentelladas! Eran tres, ¿verdad?

—Yo no vi más cuando mataron a nuestro Cid.

—¡Qué piernas tendrán esos hombres para recorrer tal distancia! Apostaría a que son bucaneros.

—Te engañas, Díaz. Son los hombres que salieron de Santo Domingo y que asesinaron al pobre Barrejo.

—Ya lo vengaremos.

—¡Calla! Los perros vuelven.

En efecto, los ladridos, que poco antes resonaban muy débiles, se escucharon con más claridad.

La feroz traílla, al ver que corría tras una pista antigua, retornaba a carrera desenfrenada, ladrando rabiosamente.

Pasando un minuto, veinticinco o treinta perros, enormes, de pelo encrespado, cabeza grande y mandíbulas salientes, muy parecidos a los perros americanos llamados «blood-hound» por los colonos de Virginia y de la Luisiana, cayeron sobre los cinco hombres con tal ímpetu, que a poco más los derriban.

—Una carrera inútil, ¿verdad, chiquitos? —dijo el que se llama Díaz—. No hay que desanimarse. Esos bribones no tienen alas y ya los encontraremos.

—Bien dicho —interrumpió otro soldado—. Lo único que nos hace falta es encontrarlos.

—Tú eres un verdadero imbécil que no conoces a los perros cubanos.

—Seré todo lo imbécil que quiera, Díaz, pero entretanto los animalitos han vuelto con las orejas gachas y sin presa.

Una carcajada estalló al oír aquella respuesta.

—¡Eres tres veces estúpido! —gritó Díaz, furioso—. No sabes dónde tienes la mano derecha.

—¡Vaya! —exclamó Alonso—. Estamos delante del enemigo y armáis más ruido que nuestra jauría. ¿Es así como preparáis la emboscada? Os denunciaré al gobernador de Santo Domingo, que os desarmará a todos. Aquí el sargento soy yo.

—Ofrezcámosle aguardiente y no se volverá a acordar de sus galones —dijo otro soldado, con voz irónica.

—¡Si vuelves a levantar la voz, te mato, miserable!

Siguió profundo silencio, luego, el sargento dirigiéndose a los perros, añadió:

—¡Buscad, chiquitos! Esos pícaros no estarán muy lejos.

Los dogos, al oír la orden, lanzáronse en todas direcciones.

Avanzaron y retrocedieron, venteando ruidosamente, luego, se volvieron hacia la tropa, lanzando sordos aullidos.

—Nos olfatean —dijo Botafuego, acercando los labios al oído del señor de Ventimiglia.

—¿Lograrán descubrirnos? —preguntó el conde.

—Es algo difícil. Sin embargo, dispongámonos a derribar con una descarga la vanguardia de la cincuentena —respondió el bucanero—. Mi arcabuz está listo.

—Y también el mío.

—No hagáis, sin embargo, fuego hasta que yo avise.

Las pesquisas de los perros duraron más de un cuarto de hora; luego emprendieron de nuevo su carrera, siguiendo la pista primitiva. No encontrando otra más reciente, obstinábanse en marchar tras aquella dejada probablemente por algún negro cimarrón.

La vanguardia de la cincuentena, después de breve discusión, adoptó el partido de seguir a la jauría, y desapareció al punto de la espesura.

—Al fin podemos respirar libremente —dijo el gascón—. Ya creía sentir en las pantorrillas los dientes de esos chuchos.

—Poco habrían tenido que roer, amigo —dijo irónicamente Mendoza—. Y acaso por esto no se hayan detenido, para correr en busca de pantorrillas más llenas.

A pesar de la gravedad de la situación, todos, incluso Botafuego, soltaron la carcajada.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el conde—. ¿Descendemos?

—Constituiría grave imprudencia —contestó el bucanero—. Los canes pueden volver y dar con nuestras huellas. ¿Tenéis prisa por llegar a San José?

—Ninguna; mi fragata no abandonará las inmediaciones del cabo Tiburón si no me presento, y mi lugarteniente es sobrado astuto para dejarse sorprender por los galeones españoles.

—Entonces os aconsejo que pasemos la noche aquí.

—Así nos convertiremos en pájaros —dijo Mendoza—. ¡Con tal que no vengan los cazadores!

—Repito que las cincuentenas no disponen de armas de fuego —afirmó Botafuego—. No hablemos de cazadores con alabardas. ¿Aceptáis, señor conde?

—Puesto que no se nos ocurre cosa mejor y la prudencia lo exige, pasemos la noche aquí —repuso el señor de Ventimiglia.

—¿Encontrarán a vuestro criado? La cabaña no está muy lejos.

—No se dejará sorprender, yo os lo aseguro. Tiene buenos perros que le avisarán de la proximidad de la cincuentena. Por esta parte me hallo completamente tranquilo. ¡Ah! ¡Lo había imaginado! ¡Mal negocio hubiéramos hecho dejando este asilo! ¿Veis, señor conde?

—¿Qué?…

—Las cincuentenas, ahora salen del bosque y avanzan en doble fila. Los españoles os conceptúan personas peligrosísimas, porque os dispensan el honor de enviar dos columnas tras de vosotros.

—Podían haberse ahorrado tal honor —murmuró Mendoza—. Yo, maldito si lo deseaba.

El conde se incorporó en la rama que le sostenía y miró atentamente en la dirección indicada por el bucanero.

El árbol que les servía de asilo encontrábase a pocos metros de los linderos del bosque, y siendo la noche bastante clara, los filibusteros podían descubrir perfectamente a las personas que avanzasen por la próxima llanura.

Sin gran dificultad, el conde, que ocupaba una rama muy alta, vio a las dos cincuentenas avanzar cautelosamente por medio de las altas hierbas, con las alabardas en ristre y precedidas de media docena de perros.

—¿Nos pondrán sitio? —preguntó al bucanero.

—Aún no nos han descubierto —repuso Botafuego.

—¿Lograremos también ahora evitar el riesgo que nos amenaza?

El bucanero no contestó. Seguía con la vista a la maniobra un tanto complicada de las dos columnas.

De repente dejó escapar una sorda blasfemia.

—Nos rodean y exploran la espesura —dijo, haciendo un movimiento de cólera—. Escapemos antes de que lleguen los perros o nos cogerán.

Iban a dejarse caer de las ramas, cuando a breve distancia oyeron furiosos ladridos; momentos después los dogos, que poco antes se habían alejado, agrupáronse en torno del árbol, dando saltos inverosímiles.

—¡Ah, malditos! —gritó Botafuego—. Han conseguido descubrirnos. Vaya, preparaos a vender cara la vida y, sobre todo, asegurad bien la puntería antes de gastar una carga de pólvora.

La vanguardia corría, azuzando con gritos a la feroz traílla, en la creencia de que aquellos que buscaban permanecían ocultos en la espesura y no entre las ramas del árbol gigantesco.

—Que uno solo de vosotros se ocupe de los cinco que siguen a los perros —dijo el bucanero—. Los demás, que hagan fuego conmigo sobre las cincuentenas.

—Yo me encargo de lo primero —interrumpió Barrejo—. Antes de un minuto los cinco soldados rodarán por tierra.

—¡Hum! —murmuró Mendoza—. ¡Cuánta gasconada!

Las dos cincuentenas, al oír los ladridos de los perros, reuniéronse, temerosos de un ataque imprevisto; luego volvieron a dividirse, acercándose con precaución a la espesura, resueltas a sitiarla.

Un arcabuzazo fue la señal de la ruptura de las hostilidades. El gascón había descargado su arcabuz sobre la vanguardia, que cometió la imprudencia de avanzar a la descubierta, y la bala no se perdió.

Los supervivientes desaparecieron en el acto, convencidos de la imposibilidad de luchar con alabardas y espadas, buenas solamente para un combate cuerpo a cuerpo.

—Muy bien —dijo el bucanero, viendo a un soldado en tierra—. Ya nos hemos librado de la vanguardia, que de seguro no intentará otro golpe. Ocupémonos de las cincuentenas y no les dejemos tiempo para que se acerquen.

—¿Y los perros? —preguntó Mendoza.

—Que ladren lo que quieran; después pensaremos en deshacernos de ellos.

Montó a horcajadas en la rama, apoyando el cuerpo en el tronco del árbol, y disparó.

Un gritó le advirtió que la bala, como siempre, había llegado a su destino.

El corsario y Mendoza hicieron también fuego.

Las cincuentenas detuviéronse al punto en su movimiento envolvente y se arrojaron en medio de las altas hierbas, procurando hacerse invisibles.

—¿Qué intentarán ahora? —preguntóse con inquietud el señor de Ventimiglia.

—Se proponen sitiarnos —contestó el bucanero, que aparecía completamente tranquilo—. ¡Bah! Mientras tengamos pólvora y balas, continuaremos siendo dueños de la situación. ¡Magnífica idea han tenido los gobernadores al sustituir los arcabuces por alabardas! Nos hacen maravillosamente el juego. ¿Estamos listos?

—Apuntad principalmente a los lugares donde se agita la hierba. Si nuestros disparos son certeros, las alabardas desaparecerán sin atreverse a atacarnos.

Los tres hombres reanudaron el fuego, mientras el gascón no sabiendo qué hacer, la emprendía con los perros, descargando sobre ellos una tempestad de ramas secas, por no atreverse a consumir las municiones, preciosas en aquellos momentos.

¡Y cómo trabajaba el intrépido soldado! Seguro de no correr el riesgo de que le derribase un arcabuzazo de las cincuentenas, cogía brazadas de leña y las descargaba sobre los animales, que aullaban de dolor.

Botafuego, el conde y Mendoza, seguían disparando con grandes intervalos, manteniendo a raya a los perseguidores.

De vez en cuando resonaba un grito entre la hierba, anunciando que un hombre caía herido. El bucanero, sobre todo, hacía disparos maravillosos.

Antes de oprimir el gatillo cambiaba más de diez veces de posición, bajando y subiendo el pesado arcabuz, y cuando al fin tiraba, la detonación iba casi siempre seguida de un lamento o de una blasfemia.

Si no mataba, hería seguramente.

—¡Qué hombres! —murmuraba Mendoza, que contemplaba aturdido aquellos disparos—. Elogian a los filibusteros, pero estos bucaneros son incomparables. Ahora comprendo cómo han logrado saquear a Veracruz y a Panamá, bajo la dirección de ese diablo de Morgan.

Por su parte, los españoles, dignos descendientes de aquellos formidables conquistadores que con un puñado de hombres derribaron los dos imperios más poderosos de América, el de México y el del Perú, aunque desprovistos de armas de fuego, manteníanse animosamente en su puesto, afrontando con audacia las balas de los enemigos, seguros acaso de poder acabar con aquel pequeño grupo de adversarios.

Arrastrándose sin cesar entre la hierba, animosos de encontrarse cara a cara con los sitiados o de llegar hasta el árbol.

Semejante tenacidad parecía desconcertar a Botafuego.

—Sin duda tienen algún proyecto —dijo el bucanero al conde.

—¿Cuál será? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—No puedo adivinarlo; sin embargo, no estoy tranquilo.

—¿Contarán con los perros?

Botafuego movió la cabeza.

—Tal vez más tarde —dijo luego—. ¿Veis ahora a los españoles?

—Yo no.

—¿Y vos, Mendoza?

—No veo sino la hierba que continúa moviéndose —respondió el marinero.

—Y yo, que tengo los ojos de un verdadero gascón, veo algo —dijo Barrejo, que había subido más alto, con la esperanza de hacer un buen blanco en la vanguardia.

—Hablad.

—Están preparando haces.

—¿De leña?

—Y probablemente bien secas —repuso el gascón.

—Si logran llegar hasta aquí, nos quemarán vivos, o por lo menos nos tostarán un poco —dijo Botafuego—. Maniobra vieja que no siempre produce resultados satisfactorios. ¿Están listas las espadas?

—Y que cortan como navajas de afeitar —contestó Mendoza—. No querría probarlas en mi cuello, os lo aseguro.

—¿Qué pensáis hacer con las espadas? —preguntó el señor de Ventimiglia—. ¿Cortar las alabardas? Sería mal negocio.

—No, para emplearlas contra esos malditos perros —respondió el bucanero.

—Si es por eso, no nos inquietéis; yo me encargo de ello —dijo el gascón.

—¡Siempre tan fanfarrón! —murmuró Mendoza—. Estos hombres son incorregibles.

—Continuad el fuego —dijo el bucanero—. Se me figura que la vanguardia quiere pincharnos las piernas con las alabardas.

—A las mías no alcanzarán —replicó el gascón—. Necesitarían una escalera. Ahora voy a derribar a un enemigo cada segundo.

Los cuatro hombres reanudaron el fuego con creciente rabia. El bucanero, que calculaba bien sus disparos, hacía blancos maravillosos; sin embargo, los españoles no dejaban de ganar terreno a pesar de las enormes pérdidas que sufrían. Algunos caían muertos o heridos, pero los demás se acercaban al árbol con asombrosa obstinación, arrastrándose entre la hierba.

¿Qué se proponían? Si hubieran tenido arcabuces seguramente se habrían desembarazado, con pocas descargas, de aquel pequeño grupo de enemigos.

Probablemente meditaban un asalto desesperado con arma blanca.

Botafuego enfurecíase, blasfemando y disparando sin tregua.

En vano silbaban las balas entre la hierba.

Las dos cincuentenas, resueltas a poner fin al combate que tantas pérdidas les costaba, avanzaron sin cesar.

—Y bien, Botafuego, ¿qué pensáis? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—¿Qué queréis que os diga, señor conde? —respondió el bucanero—. Estoy maravillado. En mi vida he visto hombres tan valientes. Esas dos cincuentenas me llenan de asombro. En el puesto de ellos, yo habría ya escapado.

—¡Con tal que no nos causen asombro a nosotros también!… —refunfuñó Mendoza.

—Mucho me lo temo —respondió el bucanero—. Semejante obstinación me da mucho que pensar.

—¿Qué teméis Botafuego? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—No lo sé, pero no estoy tranquilo.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Barrejo—. Parece que el asunto comienza a embrollarse.

—Vos que sois gascón debierais desembrollarlo en seguida —dijo Mendoza.

—Están los perros debajo de nosotros.

—Para los gascones valen menos que los lobos.

—Callad y haced fuego —ordenó el bucanero—. Charlando no se ganan las batallas.

—¡Bah! ¡Llama a esto una batalla! —murmuró Mendoza—. Yo lo llamaría una mísera escaramuza.

Cuatro arcabuzazos retumbaron uno tras otro, haciendo huir a media docena de españoles; los demás, sin embargo, amparados por la hierba, llegaron audazmente hasta la selva.

—¡Mil truenos! —exclamó Botafuego arrojando al suelo el sombrero—. Ahora no se detendrán.

—¿Los españoles? —preguntó el conde.

—Si se internan en la espesura, no hay ojo que pueda descubrirlos ni bala que les alcance. ¿Qué propósitos abrigarán? ¿Quemarnos?

Volvióse hacia el gascón, que había descendido a una de las ramas más bajas.

—Amigo mío —le dijo—, tomaos ahora la molestia de destruir a la jauría que aúlla bajo nuestros pies. Aún os quedarán sesenta tiros.

—Creo disponer de más —respondió el gascón, que conservaba su admirable sangre fría.

—Ya que la vanguardia no os da qué hacer, matad a esos malditos perros.

—Preferiría hombres —contestó Barrejo.

—Estos son menos peligrosos. Os confío un encargo más difícil.

—Un puesto de honor —observó Mendoza riendo.

—Sea —dijo el gascón—. Si esos perros son tan temibles como los hombres, voy a hacer de ellos una tortilla gigante.

Montó el arcabuz, que ya tenía cargado, y con un disparo certero mató al dogo más grande, atravesándole la cabeza con una de aquellas balas de a onza que usaban los bucaneros para la caza mayor.

—¡Uno! —exclamó—. Ese no me comerá las pantorrillas.

Mientras el gascón se las entendía con los dogos que ladraban con toda su fuerza en torno del árbol, impacientes por clavar en los fugitivos sus formidables colmillos, Botafuego, el conde y Mendoza no cesaban de disparar a bulto sobre las cincuentenas que habían desaparecido en el bosque. Los heroicos soldados de la vieja España, sin aterrarse por los continuos arcabuzazos que ponían a dura prueba su valor, no cejaban, resueltos a llegar hasta el enorme algodonero y a luchar cuerpo a cuerpo, seguros de la victoria.

Pero tenían que habérselas con hombres resueltos a vender cara la piel.

En tanto que Barrejo seguía fusilando a los canes, Botafuego mantenía una breve conversación con el conde, interrumpida frecuentemente por los arcabuzazos de Mendoza.

—Es necesario escapar de aquí y buscar refugio en los pantanos —decía el bucanero.

—¿Podremos romper el cinturón de acero que nos rodea? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—Con una descarga repentina abriremos una brecha suficiente para pasar.

—¿Y luego?

—Nos refugiamos en los pantanos.

—Me han asegurado que hay en ellos bancos de arenas movedizas.

—Los conozco.

—¿Y los perros?

—Vuestro compañero está fusilándolos con rara maestría. Aguardemos algunos minutos y no quedará un dogo bajo nuestros pies. ¡Ah! ¡Eso es lo que temía!…

A breve distancia del árbol veíase un resplandor siniestro; luego un haz de leña encendida cayó junto al tronco del algodonero, haciendo huir a los cinco o seis perros que habían escapado a las balas del gascón.

En seguida elevóse una columna de humo denso, sofocante, que produjo a los sitiados tos violentísima y les arrancó lágrimas.

—¡Leña de pimentero! —gritó Botafuego—. A tierra, compañeros, o no podremos resistir más tiempo. Dejemos los arcabuces y preparémonos a manejar las espadas. ¡Otro!

Un segundo haz de leña, también encendido, cayó muy cerca. Como el primero, era de ramas de pimentero rojo de Cayena, que desprenden un humo infernal que parece quemar los ojos.

—¿Están cargados los arcabuces? —preguntó Botafuego, disponiéndose a saltar.

—Sí —contestaron todos, con voz entrecortada.

—Pues abajo y mano a las espadas.

Los cuatro hombres se dejaron caer.

Un dogo precipitóse sobre el bucanero, intentando saltarle a la garganta y estrangularlo.

El cazador que ya esperaba aquel ataque, retrocedió con agilidad pasmosa y cogiendo el arcabuz por el cañón, le abrió el cráneo de un terrible culatazo.

Otros dos que se arrojaron sobre el conde y sobre el gascón no tuvieron mejor fortuna.

Dos estocadas rápidas les hicieron caer al uno sobre el otro, con la garganta atravesada.

—¡Fuego sobre las cincuentenas! —gritó entonces el bucanero.

Los españoles corrían, alabarda en ristre, lanzando vivas exclamaciones:

—¡Rendíos! ¡Daos presos!

La respuesta fue cuatro arcabuzazos; luego el bucanero y sus camaradas, aprovechando la confusión que la descarga produjo entre los enemigos, echaron a correr desesperadamente por los confines de la selva para ganar los pantanos.

El gascón, que tenía las piernas más largas que sus compañeros y que era todo músculo y nervios, iba con la velocidad de un proyectil; el que no marchaba muy a gusto era Mendoza, pero no se quedaba atrás.

Los españoles lanzáronse en pos de ellos, gritando ferozmente y azuzando a los dos únicos perros que quedaban con vida.

Parecía, sin embargo, que los pobres animales, impresionados por la suerte de sus compañeros, no sentían grandes deseos de trabar conocimiento con los arcabuces ni con las espadas de los formidables adversarios, porque no se aventuraban a correr mucho.

En menos de cinco minutos los fugitivos atravesaron la pequeña llanura y llegaron a la orilla de los pantanos.

—¡Deteneos! —gritó Botafuego—. Puede haber bancos de arena movediza. Haced fuego a los españoles durante algunos minutos, mientras encuentro el paso.

Los españoles, viendo a aquellos cuatro hombres hacer alto y cargar precipitadamente los arcabuces, detuviéronse sin osar exponerse a las balas de aquellos terribles tiradores.

Botafuego, descubriendo una lengua de tierra casi oculta por cañas y plantas acuáticas, dirigióse resueltamente hacia ella para buscar un paso que los condujese a lugar seguro.

El conde y sus compañeros refugiáronse entretanto detrás del tronco de un árbol derribado por el tiempo o por el rayo, y continuaron disparando, hiriendo a los dos oficiales que marchaban a la cabeza de las cincuentenas.

Espantados los alabarderos de la precisión de aquellos certeros arcabuzazos, ocultáronse de nuevo entre la hierba, sin saber cómo iniciar el ataque.

De seguro que en aquel momento no bendecían a los gobernadores que les habían privado de las armas de fuego.

Mientras que el conde y sus camaradas sostenían vivísimo tiroteo, el bucanero continuaba explorando el pantano, que parecía de inmensa extensión.

Su miedo consistía en encontrar alguno de esos terribles bancos de arena movediza, que cuando cogen una presa, sea hombre o animal, no la sueltan.

Cortó una caña y avanzó por el agua, tanteando el fondo.

De repente el conde le vio retroceder con el rostro alegre.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el señor de Ventimiglia, disparando arcabuzazos allí donde veía brillar el casco de un alabardero.

—He encontrado el paso —respondió el bucanero—. Probablemente no será muy ancho, pero nos bastará.

—¿Y los caimanes?

—No os preocupéis de esos estúpidos animales. Nos ocasionarán pocas molestias. Cargad los arcabuces y seguidme todos. ¡Cuidado con los perros!…

El conde y sus compañeros cargaron apresuradamente las armas y marcharon tras del bucanero que corría a lo largo de la pequeña lengua de tierra que había descubierto.

Los dos perros, al verles huir, cobraron nuevos bríos, en tanto que los españoles, comprendiendo que los enemigos se les escapaban de entre las manos, levantáronse, agitando furiosamente las alabardas.

En menos de medio minuto, los fugitivos llegaron al extremo de la lengua de tierra.

—¡Fuera las espadas y ahorremos pólvora! —gritó Botafuego.

Azuzados por sus amos, los perros estaban a punto de alcanzarlos.

El conde, que conservaba su admirable sangre fría, metió la espada entre las abiertas mandíbulas del primer dogo y la hundió hasta el pomo, mientras Mendoza y el gascón atacaban resueltamente al segundo y lo atravesaban de parte a parte.

Dos aullidos penetrantes advirtieron a Botafuego que los dos peligrosísimos adversarios habían dejado de existir.

—Al agua todos —dijo—, y procurad seguirme atentamente, porque a derecha y a izquierda hay arenas movedizas y el que caiga no vuelve a salir. Si los españoles nos siguen disparad uno a uno. Yo me ocuparé de los caimanes.

Todos penetraron en la fangosa agua del pantano, sumergiéndose hasta la cintura, sin preocuparse de los alabarderos, que avanzaban por la lengua de tierra con la esperanza de verlos desaparecer entre las arenas traidoras.

Botafuego tanteaba el fondo con la caña y procuraba apresurar el paso, aunque tropezase a cada momento con las plantas acuáticas, no menos pérfidas que las arenas.

Advertidos del peligro, el conde y sus compañeros marchaban tras él, guardándose bien de desviarse a un lado o a otro, por miedo a desaparecer.

Así llevaban recorridos cerca de quinientos pasos, cuando descubrieron a breve distancia un islote de extensión considerable, al parecer lleno de vegetación.

—He aquí un refugio magnífico —dijo Botafuego—. Si el fondo sigue siendo bueno bajo esas plantas, podremos desafiar, no a dos, sino a diez cincuentenas.

—Se me figura que los españoles no tienen, al menos por ahora, intenciones de meterse en el agua. ¡Diantre! ¡Las arenas movedizas imponen miedo a todos!…

Tanteando multitud de pasionarias trepadoras, que en aquellos países se multiplican rápidamente formando bellísimas guirnaldas de flores purpúreas con pistilos y estambres blancos, con martillo, clavos, lanza y todos los instrumentos de la Pasión, que luego se convierten en frutas amarillas, ovoidales, tan grandes como melones, muy apreciadas por los indígenas, sobre todo cocidas con vino y azúcar.

—Esto debe de ser un pequeño paraíso —murmuró Botafuego—. Ahora probablemente nos sitiarán los españoles, pero no creo que consigan matarnos de hambre si tal es su propósito. Conozco los recursos de que puede disponerse en estos islotes.

—¿Hemos llegado al fin a casa? —preguntó Mendoza.

—Eso parece —contestó Botafuego.

—¿Vendrán nuestros enemigos a molestarnos hasta aquí?

—Me figuro que por hoy, mejor dicho, por esta noche, renunciarán a ello.

—Es gente bien educada —observó el gascón.

—Si hubiesen logrado echarnos mano, amigo mío, sospecho que no mostraríais tan buen humor —respondió el bucanero riendo.

—¿A mí me lo decís? ¡Ah, conozco bien a esos señores! ¡Diablo! No gastan bromas con los bucaneros.

—Ni tampoco los bucaneros con ellos —replicó Botafuego—. Pero, nosotros somos todavía cuatro y dudo mucho que ellos sean aún ciento. Señor conde, ¿queréis dormir algunas horas? Por el momento ningún peligro nos amenaza.

—La gente de mar está acostumbrada a las fatigas, y no siento la necesidad de reposo —contestó el señor de Ventimiglia.

—Yo prefería una cena regular —dijo Mendoza—. La lengua de búfalo y el trozo de jabalí no sé dónde estará ya. Probablemente habrán ido a parar a los talones, después de una carrera tan larga.

—No tengo menos hambre que vos —observó el bucanero—. Sin embargo, os veréis obligado, lo mismo que yo, a esperar hasta el alba. No podemos matar aves por la noche, y aquí no hay más que aves.

—Y ya es bastante —dijo el conde sonriendo.

—Los pantanos de Santo Domingo sirven de refugio a multitud de animales de pluma, y no nos faltará una comida regular, con tal que los españoles nos dejen tranquilos.

—¿Aguardáis un nuevo asalto?

—Ahora que no tienen perros, que son los que constituyen la verdadera fuerza de la cincuentena, no se atreverán a atacarnos. Sin embargo, es posible que envíen por refuerzos para ponernos sitio en regla. Pero esto me importa muy poco.

—¿Y si rodeasen el pantano? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—¡Oh! Se necesitarían más de cien cincuentenas, y el gobernador de Santo Domingo no dispone de tantas. Lo mismo que ya he descubierto un paso, no desespero de encontrar otro, y antes de que lleguen los refuerzos, nos encontraremos en San José, en la finca de la marquesa. Allí no corremos peligro alguno, porque conozco mucho al administrador.

—Este hombre es maravilloso —dijo Mendoza—. Decididamente los filibusteros tienen una suerte extraordinaria. Por esto los españoles nos creen hijos, primos o sobrinos del compadre Belcebú. También eso vale algo…

El bucanero y el conde, ocultos tras las pasionarias, observaron atentamente las columnas españolas, columnas completamente inofensivas, porque no se atrevían a abandonar la pequeña península que avanzaba en el pantano.

Miraba las aguas, sobre todo los sitios cubiertos de hierba, temerosos de que apareciese algún caimán.

Estos animales no faltaban en aquellos pantanos, pero no se dejaban ver. Probablemente no habían notado la presencia de aquel grupo de hombres. Cuando las tinieblas comenzaron a desvanecerse, el bucanero y el conde, después de asegurarse de que los españoles continuaban firmes en la pequeña península, hicieron una rápida excursión a través de la isla, para buscar un paso que les permitiese huir de la vigilancia de sus adversarios. Aquel trozo de tierra estaba cubierto de bellísimos céspedes de hojas verdes y flores azuladas y de aristoloquias de hojas ovaladas, flores lívidas en forma de sifones, troncos muy gruesos y raíces gigantescas que salían fuera de tierra como desmesuradas serpientes.

No faltaban tampoco árboles grandes. Aquí y allá veíanse grupos de magnolias cargados de ciertas frutas semejantes a los limones, de brillante color rojo, y que se emplean con gran éxito para curar las fiebres intermitentes, y también, nogales negros, de dimensiones gigantescas y muy frondosos.

Infinidad de aves huían ante el corsario y el bucanero. Eran cuervos de mar, más grandes que los gallos, ferocísimos, porque se atreven a atacar hasta a las personas heridas impotentes para defenderse; flamencos, tántalos verdes y blanco ibis.

—Busquemos primero el paso —dijo el bucanero al conde, que se disponía a hacer algunos disparos para procurarse una buena comida—. Ya tendremos tiempo de matar a esos volátiles, que no parecen muy espantados de nuestra presencia.

—¿Esperáis encontrarlo?

—¡Eh!… Los pantanos de esta isla son muy difíciles de atravesar a causa de las arenas movedizas que constituyen el fondo. Pero no desconfío de encontrar algún vado que nos permitirá dejar burlados a los españoles. ¿Tenéis la seguridad completa de que vuestro barco os espera en el cabo Tiburón?

—No desplegará las velas sin recibir mis órdenes —contestó el conde.

—Entonces pensemos en la finca de la marquesa. Sin el auxilio de esta señora, difícilmente podréis salir de Santo Domingo. A estas horas se habrán movilizado todas las cincuentenas para capturarnos. Aún no han olvidado a los tres famosos corsarios, y los españoles se quedarán aterrados al saber que existe un cuarto que recorre las aguas del gran golfo y cuyos propósitos se ignoran.

—Acaso esto aumentará la fiebre de ellos —dijo el conde—, desconocer lo que aquí me trae. Ciertamente que no he atravesado el Atlántico para continuar las proezas de mi padre y de mis tíos…

El bucanero volvióse rápidamente, contemplando con fijeza al hijo del Corsario Rojo.

—¿Alguna venganza? —preguntó.

—Ya lo veréis más tarde —contestó el señor de Ventimiglia, con voz grave—. Antes tengo otras cosas que hacer.

Detúvose, contemplando cara a cara al bucanero.

—¿Habéis estado en Darién? —le preguntó de repente.

—Sí, con Wan-Horn —respondió Botafuego.

—¿Entonces, conocéis el país?

—Bastante bien; tratábase en aquella ocasión de atravesarlo con ayuda de un gran cacique, enemigo encarnizado de los españoles, para saquear a Granada.

—¿Cómo se llamaba el cacique?

—Hara.

—Tenía hijas, ¿verdad?

—Sí, señor conde.

—¿Dadas por esposas a filibusteros notables?

—Eso lo ignoro —contestó Botafuego.

—¿Y él?

—¿Quién?

El conde, en vez de contestar, fijó los ojos en el pantano, que se extendía ante él hasta perderse de vista, interrumpido solo aquí y allá por islotes o por bancos cubiertos de vegetación exuberante.

—¿Tendremos que atravesarlo? —preguntó después de largo silencio.

—Sí, señor conde —contestó Botafuego—. No podemos retroceder; perderíamos la vida, porque seguramente los españoles han enviado correos en demanda de auxilio, y las cincuentenas que lleguen no vendrán armadas únicamente de alabardas.

—¿Cuándo partiremos?

—Esta misma noche, con el fin de que nuestros enemigos no vean la dirección que tomamos.

—¿Se halla muy lejos la finca de la marquesa?

—Más cerca de lo que suponéis —contestó Botafuego—. A buen paso, podremos llegar a ella en cinco o seis horas.

—Entonces busquemos comida.

—Un momento, señor conde: hay que descubrir el paso. Si no consigo encontrarlo, no podremos alejarnos del islote.

Cortó una caña, montó el arcabuz para estar pronto a hacer fuego sobre los caimanes, y se entró en el agua tanteando el fondo.

Apenas llevaba recorridos quince pasos, cuando el conde le vio volver.

—Tenemos una fortuna maravillosa —dijo—. El fondo es bueno y no hay arenas. Señores españoles, esperad un poco y cuando queráis darnos caza, no encontraréis más que caimanes. Vaya, ocupémonos de la comida. No será tarea larga. Derribemos media docena de ardillas volantes y tendremos un asado exquisito.

Retrocedieron el camino recorrido, costeando los nogales negros, y casi en seguida, abrieron el fuego. Entre las ramas de los grandes árboles saltaron locamente, mejor dicho, volaban graciosos animalitos, algo mayores que ratones, con piel gris perla por la parte superior y blanca plata por la inferior, orejas pequeñas y negras, hocico sonrosado y soberbia cola semejante a una magnífica pluma de avestruz.

Eran ardillas volantes, que espantadas por la presencia de aquellos dos desconocidos, trataban de ponerse a salvo, como si ya adivinasen las malévolas intenciones del bucanero.

Aunque algo semejantes a las que se encuentran en las selvas de Europa, difieren en una membrana cubierta de pelo que une las patas posteriores a las anteriores, permitiéndoles dar verdaderos vuelos que llegan a veces basta cincuenta pasos.

Tenían sin embargo que habérselas con un tirador maravilloso, así que, en menos de cinco minutos, siete u ocho de aquellos graciosos roedores, heridos por el bucanero, cayeron al suelo junto con gran número de nueces, que podían servir como postre.

Mendoza y el gascón, que ya contaban como segura la comida tratándose de un cazador tan famoso, encendieron entretanto alegre fuego y recogieron hierbas aromáticas para que el asado resultase más sabroso.

Los cuatro hombres desollaron en breves instantes a las ardillas, las ensartaron en la baqueta del hierro de uno de los arcabuces y las colocaron sobre los carbones, haciendo girar aquel asador primitivo sobre dos pies derechos clavados en el suelo.

Como el gascón declaró solemnemente que solo sabía devorar, Mendoza tuvo que desempeñar los oficios de cocinero.

Sin protestas, sin murmurar, contemplaba a aquel tragón formidable, preguntándose por qué causa, engullendo tanto los gascones, no engordaban.

Inútil es asegurar que la pregunta no tenía contestación, porque el mismo Barrejo no habría sabido explicar satisfactoriamente un caso tan extraño.

El hecho es que todas las ardillas desaparecieron, y la mayor parte fue a parar al estómago del gascón.

Terminada la comida, los cuatro hombres ocupáronse en seguida de los españoles, temerosos de un golpe de mano imprevisto.

Sin embargo, los enemigos no parecían por el momento ocuparse la menor cosa de los fugitivos. Habían encendido fuego en el extremo de la pequeña península y devoraban con la mayor tranquilidad su comida, compuesta probablemente de tortugas, porque estos preciados reptiles abundan en torno de los pantanos de Santo Domingo.

—Aguardan refuerzos —dijo Botafuego al conde—. Si no nos apresuramos a escapar, rodearán el pantano, y entonces no habrá quien pueda salir. Sin embargo, las cincuentenas no estarán muy cerca y podrán pasar varios días antes de que lleguen. Pero no esperaremos al último momento y atravesaremos el charco aunque sea entre las arenas movedizas. Luego la marquesa nos auxiliará en la huida, señor conde.

—Será la segunda vez —contestó el corsario.

—Para ella todo resulta fácil —afirmó Botafuego.

Abrió una bolsa de cuero que llevaba al cinto y ofreció al conde un grueso cigarro, diciéndole:

—Con esto podréis engañar el tiempo. Es tabaco cubano que he conseguido obtener de los filibusteros de la Tortuga, y no encontraréis mejor, os lo aseguro…

El conde iba a tomar el cigarro, cuando resonó un arcabuzazo, y una bala le pasó silbando sobre la cabeza.

Botafuego levantóse precipitadamente, empuñando el arcabuz.

—Señor conde —dijo con voz alterada—, han llegado refuerzos a los españoles y se disponen a fusilarnos.

Luego, alzando la voz, añadió, dirigiéndose a Mendoza y al gascón:

—Se empeña la batalla: ¡Cuidado con las balas!

Capítulo VIII. A través del pantano

El bucanero y sus camaradas se ocultaron en la espesura, refugiándose tras los enormes troncos de los nogales negros, los cuales formaban un baluarte inexpugnable, al menos por el momento.

Una columna constituida por dos cincuentenas, armadas de arcabuces, avanzaba a lo largo de la pequeña península, disparando de vez en cuando, y acompañada de grandes perros.

Era una fuerza imponente, que podía dar mucho que hacer a los fugitivos, aun cuando se hallasen separados por un largo espacio de pantano y tuviesen asegurada la retirada.

—Están decididos a echarnos mano —dijo Botafuego, que espiaba con atención los movimientos de los perseguidores.

—¿Emprenderán en seguida el ataque? —preguntó el conde.

—Ahora mismo no —contestó el bucanero—. Ante todo comenzarán por buscar el paso que hemos utilizado nosotros, y este no será tan ancho que les permita a todos avanzar al mismo tiempo. Se verán obligados a marchar en fila india, y podremos fusilarlos sin dificultad.

—Bien dicho —exclamó Mendoza.

—Y nosotros somos hombres incapaces de sentir miedo ni del mismo diablo —añadió el gascón—. Si se presentase, le cortaría las narices con mi espada…

Las cincuentenas, entretanto, se habían reunido, ocupando toda la extremidad de la península.

Suspendieron el fuego, juzgándolo inútil; los oficiales discutían animadamente, señalando con el dedo el pantano, mientras algunos soldados, armados de largas cañas, comenzaban a explorar el fondo, para buscar el paso entre las peligrosísimas arenas movedizas.

Los perros corrían a lo largo de la orilla, ladrando ferozmente al islote, ansiosos de comenzar el ataque. Algunos se habían ya arrojado al agua y nadaban, avanzando y retrocediendo.

Acostumbrados a cazar hombres, no aguardaban más que una señal de sus amos para lanzarse resueltamente sobre sus adversarios, y la señal no tardó mucho en dejarse oír.

Unos cuantos silbidos de los soldados encargados de amaestrarlos y todos los canes se arrojaron al agua, nadando en grupo compacto.

—Amigo Barrejo, cuidado con las piernas —dijo Mendoza, montando el arcabuz—. Esos animalitos sienten unas ganas terribles de merendarse vuestras pantorrillas.

—Ocupaos de las vuestras —contestó el gascón—. Yo no me asusto de los perros ni de los leones. Soy del mar de Vizcaya.

—También yo.

—Callad y atended a los dogos —ordenó el bucanero—. Tan pronto como se pongan a tiro, haced fuego.

La jauría nadaba vigorosamente, dirigiéndose hacia el islote. Sus amos no cesaban de azuzarlos con fuertes gritos.

No distaban ya más que cincuenta metros de la orilla, cuando una agitación imprevista se apoderó de los nadadores.

Ya no avanzaban y ladraban furiosamente, volviendo la cabeza hacia los soldados, como para pedirles algún auxilio.

—¡Ja ja!… —exclamó el gascón, soltando una risotada—. No tienen ganas de seguir nadando.

—¿Qué sucede? —preguntó el conde.

—Una cosa sencillísima —contestó Barrejo—. Se van a quedar sin patas. A los caimanes les gustan mucho los perros. ¡Ya veréis qué magnífico ataque!

—Sí, son los caimanes que llegan —confirmó Botafuego—. Ahorremos nuestras municiones.

Los dogos comenzaron a aullar de un modo siniestro y volvieron la espalda al islote, nadando desesperadamente hacia la pequeña península.

Al cabo de algunos segundos, una cabeza horrible, armada de dos mandíbulas formidables, surgió bruscamente y se arrojó sobre el último perro, dividiéndolo de un golpe en dos mitades.

Era un monstruoso caimán que había hecho una presa.

Las charcas de Santo Domingo, más aún que las otras grandes islas del Golfo de México, se hallan infestadas de saurios enormes y ferocísimos, que intimidan a los cazadores más intrépidos.

Poseen resistencia tan extraordinaria, que no mueren aun cuando los grandes calores sequen toda el agua de los pantanos.

Se entierran en el légano, sobre todo allí donde la hierba crece más espesa, y esperan durmiendo a la estación de las grandes lluvias.

Entonces inflan los pulmones y se dejan llevar a los lugares donde el agua es más profunda. En esta época son todavía más terribles, porque impulsados por el hambre, se arrojan sobre los hombres y los animales.

Son muy aficionados a la carne de cerdo y a la de perro. Por estos bocados son capaces de afrontar los peligros.

Los dogos que los españoles habían azuzado sobre el islote, al ver desaparecer a su compañero, batiéronse precipitadamente en retirada, perseguidos por un enjambre de saurios.

De vez en cuando desaparecía un can, aullando de un modo lastimero; no desaparecía de golpe, porque a los caimanes les gusta ahogar a los perros poco a poco, como si gozasen en su lenta agonía. Después, aunque se hallen hambrientos, no los devoran en seguida; los sepultan en el fango y aguardan a que se pudran.

Los españoles, al ver a la traílla en peligro, rompieron fuego vivísimo contra aquellos feroces enemigos, que se lanzaban al ataque con grandes saltos, haciendo resonar de siniestra manera sus enormes mandíbulas armadas de formidables dientes.

Botafuego se puso en pie.

—Aprovechemos la ocasión —dijo—, ya que los caimanes corren todos hacia allí y nuestros enemigos están ahora distraídos. Seguidme siempre y no abandonéis el vado.

—¿De modo que cambiamos de casa? —preguntó Mendoza—. Resueltamente no podemos habitar en ningún lugar de la tierra más de una semana.

—¡Cuidado! —exclamó el gascón, oyendo silbar sobre su cabeza alguna bala perdida.

Ocultándose tras los enormes troncos de los nogales, llegaron a la orilla y penetraron en el agua.

Botafuego marchaba delante, sin dejar de explorar el fondo.

Nadie había observado su fuga. Los españoles libraban una verdadera batalla con los caimanes, que acudían de todos los parajes del pantano, atraídos por los lastimeros aullidos de los dogos.

Oíase pasar a veces tres o cuatro, rápidos como flechas, con los rugosos dorsos cubiertos de plantas acuáticas.

Botafuego marchaba rápidamente, siguiendo el vado, que parecía tener una anchura de dos metros. Aunque el agua no alcanzaba allí más de tres o cuatro pies de profundidad, la travesía resultaba bastante dificultosa.

Multitud de aves volaban ante los fugitivos, amenazando descubrir la dirección que seguían.

Eran en su mayoría bandadas de tringas, pájaros del tamaño de las alondras, de larguísimas patas y carne exquisita, y ánades muy pequeños con la cabeza negra y ojos azulados.

—Esta laguna es un paraíso —murmuraba Mendoza, siguiendo con atenta mirada el vuelo de aquellas aves—. ¡Qué lástima no permanecer aquí una semana siquiera! Apostaría a que las flacas piernas de este gascón engordarían para regalo de los perros de los españoles. ¡Bah! ¡Ya volveremos más tarde si nos dejan un momento de tregua!

La retirada continuaba efectuándose con gran rapidez, porque el bucanero temía que los españoles descubrieran la fuga de sus adversarios y que desembarazados de los caimanes, se lanzasen a la conquista del islote.

Afortunadamente, el paso se prolongaba a través del pantano y el bucanero, ya práctico en aquellas vastas charcas, no se equivocaba respecto a la solidez del fondo.

Hundía continuamente la caña a derecha y a izquierda y andando con paso firme, diciendo a sus compañeros:

—No os desviéis ni una línea; seguidme. Tenemos la muerte a un lado y a otro.

La marcha duró veinte minutos; luego el grupo llegó a un segundo islote mucho más pequeño que el primero y más fangoso, que se hallaba cubierto de nidos de caimanes.

En la orilla elevábanse minúsculos conos, de un pie de alto a lo sumo, compuestos de lodo y de ramas mal entrelazadas que contenían capas de huevos semejantes a los de ocas, pero más blancos, con el cascarón rugoso y en él multitud de jeroglíficos.

A pesar de su sabor a almizcle, los negros los comen con satisfacción.

La yema es pequeñísima y casi incolora y la albúmina azulada; cocidos, se endurecen de tal modo, que hay que partirlos con cuchillo.

Que estos huevos sean excelentes en realidad, como afirman los negros, hay que ponerlo en tela de juicio; pero los hijos del África son muy distintos de nosotros.

Un pedazo de trompa de elefante o una tortilla de lombrices de tierra o de langostas, es igual para ellos. En esto se parecen a los chinos y a los malayos.

—¡Qué lástima no poseer el estómago de los negros! —exclamó Mendoza—. Aquí hay elementos para hacer una tortilla gigantesca.

—No nos queda tiempo —respondió el bucanero—. Los españoles se han dado cuenta de nuestra fuga, y apostaría a que ahora marchan por el vado. Si los perros ya no ladran, es porque la lucha con los caimanes ha terminado, y esos señores se ocupan de nosotros. Pronto, atravesaremos este islote y llegaremos cuanto antes a tierra firme.

—¿Sin tomar siquiera un momento de reposo? —preguntó Mendoza.

—Ni un momento —contestó Botafuego—. Nos jugamos la piel.

—¡Ah! ¡Si el amigo Barrejo pudiera prestarme algo de lo que le sobra de piernas!

—En estos instantes querría tenerlas más largas —contestó el gascón.

—¡Oh, qué soberbio saltamontes!

Y bromeando, aquellos hombres valerosos reanudaron la carrera, pasando como flechas bajo las innumerables plantas que cubrían el segundo islote.

Hermosos rododendros, de diez pies de altura, crecían por todas partes, mostrando sus gruesas ramas y los ramilletes de flores purpúreas, mezclados con soberbias y elegantes palmeras, de las que pendían racimos de frutas tan gruesas como manzanas verdes.

En menos de cinco minutos los fugitivos cruzaron el islote, y, con un verdadero grito de alegría, saludaron la tierra firme que distaba solo quinientos metros, coronada por espesa selva formada por colosales plátanos.

—Allí está nuestra salvación —dijo Botafuego—. Aunque los españoles den la vuelta al pantano, no llegarán a la villa de la marquesa de Montelimar antes que nosotros.

—¿Nos permitirá el fondo vadear esta última parte de la charca? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—Creo que sí —respondió el bucanero.

Examinó rápidamente la orilla, tanteando siempre la arena y se metió otra vez en el agua. La fortuna acompañaba a los fugitivos, porque el bravo bucanero había encontrado sin dificultad otro paso más firme y seguro que el primero.

Los cuatro hombres con los arcabuces a la espalda, se dirigieron apresuradamente a tierra, en tanto que en lontananza se oían disparos incesantes.

Ya iban a tocar en tierra firme, cuando de pronto el bucanero se hundió hasta el pecho.

—¡Alto! —gritó—. ¡Las arenas movedizas!

Aquel cazador intrépido que se burlaba de la muerte y que se sentía capaz de hacer cara él solo a una cincuentena de alabarderos, palideció intensamente.

—¡Una cuerda!… ¡una cuerda!… —gritó tras breves instantes de angustioso silencio—. ¡Si no tenéis una cuerda, estoy perdido!…

—Siempre llevo una en el bolsillo —respondió Mendoza, sacando un cabo embreado, del grueso del dedo meñique.

—No adelantéis un paso —dijo precipitadamente el bucanero, al ver que el imprudente Mendoza iba a abandonar el vado.

—Arrojad la cuerda y sacadme de esta terrible ratonera.

El conde, que marchaba delante del gascón y del marinero, se lanzó con gran habilidad, sujetándola por uno de los extremos.

Botafuego hundíase lenta, pero continuamente, en el fondo traidor; cogió la cuerda y se ató por debajo de los brazos, diciendo:

—Sacadme de esta tumba y cuidad de no caer en ella. Debajo de vosotros y a vuestro alrededor está la muerte.

Los tres hombres, después de comprobar que el cabo era de una solidez a toda prueba, unieron sus esfuerzos, cuidando bien de no perder el equilibrio, porque el paso no tenía más que medio metro de anchura a lo sumo.

Con ligeras sacudidas, perfectamente calculadas, arrancaron al prisionero de las arenas, que ya se abrían para tragárselo.

—No esperaba esto —dijo Botafuego—. ¿Se habrá acabado el paso? Sería nuestra ruina.

—¿No continuará?

—En seguida lo sabremos, señor conde.

En el acto recobró su sangre fría. Cogió de nuevo la caña, que había quedado profundamente clavada en el légamo, y anduvo primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, con grandes precauciones.

Un grito de triunfo advirtió al conde que la buena vía había sido encontrada.

—¡Nos hemos salvado! —exclamó Botafuego.

El vado, en aquel punto, describía una curva y se extendía luego hacia la orilla. El bucanero, después de asegurarse bien de la dirección, reanudó la marcha y llegó felizmente a tierra firme, seguido de sus compañeros.

—¿Estamos seguros aquí? —preguntó Mendoza.

—Por ahora nada tenemos que temer —contestó Botafuego—. Únicamente los perros podrían ocasionarnos algunas molestias; pero como no somos indios, debemos preocuparnos poco de ellos.

—Entonces dejadme estirar las piernas —dijo el marinero—. No soy ya joven ni mucho menos.

—Y esperemos la comida —añadió el gascón—. No sé dónde habrán ido a parar las ardillas volantes. Seguramente se han perdido a través de mis intestinos.

—Tenéis muy malas costumbres —observó el bucanero riendo—. No pensáis más que en comer, cuando la muerte nos amenaza.

—Este buen Barrejo siempre tiene hambre.

—Naturalmente… ¡Un gascón!

—Puede permanecer en ayunas hasta dos semanas —dijo el señor de Ventimiglia, en tono de burla.

—Exacto, señor conde —replicó gravemente el aventurero.

—En ese caso asistirá a nuestra comida sin probar bocado —dijo Mendoza.

—¡Qué espíritus tan envidiables! —murmuró Botafuego—. Al lado de esta gente es imposible envejecer.

Lanzó un profundo suspiro; luego, alzando la voz, añadió:

—Señor conde, podemos dar un paseo por la selva. Exploraremos los alrededores y dispararemos algunos arcabuzazos.

Después, volviéndose hacia el gascón, que estaba saqueando los frutales, y hacia Mendoza, que se divertía observando a una pareja de roedores devorar ávidamente la corteza de un tronco, continuó:

—Vigilad atentamente, y si los españoles se aproximan, avisadnos con un disparo.

—Nuestros arcabuces tronarán con más estrépito que bombardas —contestó el gascón. El amigo Mendoza y yo nos bastamos para tener a raya a todas las cincuentenas de Santo Domingo.

Botafuego se encogió de hombros ante aquella balandronada y se internó en la espesura, acompañado del conde, temeroso de que alguna otra tropa de españoles, rodeando sigilosamente la ciénega, les hubiese cortado la retirada.

Árboles grandísimos crecían los unos junto a los otros, unidos por festones de coreopodeas amarillas con cáliz purpurino y de cobeas que formaban verdaderas guirnaldas de flores violáceas.

Infinidad de conejos, de pelo rojizo claro y cola larga, especie intermedia entre los conejos y las liebres de Europa, huían ante los exploradores, mientras en las ramas revoloteaban bellísimos francolines, con plumaje purpúreo, una lista blanca a los lados de la cabeza y pico agudo y duro como hoja de acero, que emplean para defenderse, no solo de los perros, sino también de los hombres.

Botafuego describió en el bosque un arco de dos o tres kilómetros; luego persuadido de que los enemigos no habían llegado hasta allí, se decidió a hacer algunos disparos, derribando cuatro gallos de collar y una pareja de garzas, en tanto que el corsario, que había también cargado el arcabuz con munición, mataba algunas perdices americanas, algo más pequeñas que las europeas y de una fecundidad prodigiosa, porque ponen hasta cuarenta huevos.

Recogieron todos aquellos volátiles y volvieron al campamento improvisado por Mendoza y por el terrible gascón.

Multitud de hongos, semejantes a sombrillas, con reflejos argentinos, rodeaban los gruesos troncos de las encinas.

No faltaban animales salvajes, sobre todo de pluma, pero el bucanero se guardaba bien de hacer fuego, hasta asegurarse de si había o no enemigos emboscados en los contornos.

—¿Y los españoles? —preguntó en seguida Botafuego.

—Creo que están cenando tranquilamente —contestó Barrejo, que en el acto se fijó en la abundante caza.

—Lo que queréis dar a entender es que podemos imitarlos —dijo el bucanero, sonriendo.

—Cuando alguien duerme o come, tengo siempre la costumbre de hacer lo mismo —repuso Barrejo.

—Los gascones son ingeniosos —dijo.

—¡Y cómo se jactan de ello! —repuso el aventurero.

—Dignaos preparar la cena.

—En eso estoy pensando.

—Y yo os ayudaré —añadió Mendoza.

Mientras los dos camaradas, que parecían marchar perfectamente de acuerdo, aunque no escatimaban las puyas ni los alfilerazos, se ocupaban de la cena, el conde y Botafuego dirigiéronse a la orilla del pantano para evitar una sorpresa.

Tanto uno como otro, juzgaban imposible que los españoles permanecieran inmóviles en la estrecha península sin intentar la travesía del pantano.

Tal vez aguardaban a que anocheciera para ponerse en marcha y caer sobre ellos.

Sin embargo, no era hombre el bucanero que se dejase coger con tan burda estratagema.

Habituado a las sorpresas y a la vida en los bosques, conocía sobradamente a sus eternos enemigos con los cuales ya muchas veces había tenido que entendérselas.

—Nos queda tiempo para comer y para descansar una hora —dijo al señor de Ventimiglia—. Será la última vez que pasemos por medio de estas lagunas y con enemigos a retaguardia. La marquesa se encargará luego de hacernos llevar al cabo Tiburón.

Permanecieron un rato en acecho junto a la orilla de la charca, después regresaron paso a paso al campamento, atraídos por el exquisito perfume que llegaba hasta ellos.

Mendoza y el gascón habían hecho verdaderos milagros: gallos de collar, garzas y perdices asados concienzudamente, no aguardaban otra cosa que buenas dentelladas.

—Señor conde —dijo Botafuego—, tenéis dos cocineros insuperables. Mi criado, a pesar de toda su buena voluntad, no vale lo que ellos.

—Si me fuera posible, os cedería uno —contestó el señor de Ventimiglia.

Un ¡hum! feroz fue la respuesta de los dos camaradas, que ya comprendían que congeniaban completamente.

—Estos hombres no serán nunca buenos aprendices de bucaneros —dijo el cazador moviendo la cabeza.

Comieron apresuradamente, por haber oído en lontananza ladridos que podían anunciar la proximidad de los encarnizados enemigos.

—¡Bah! —exclamó Botafuego—. Descansaremos en la villa de la marquesa. Este sitio no es a propósito para cerrar los ojos. Ea, un esfuerzo, que espero sea el último.

—Esto no es vivir —dijo Mendoza.

—Lo mismo pienso, compadre —contestó el gascón.

—Entonces quedaos aquí —murmuró el bucanero—, y acabad vuestra digestión con un kilogramo o dos de plomo español.

—¡Oh, de ningún modo! —dijo Mendoza—. Yo no abandonaré a mi amo.

—Ni yo —añadió el gascón—. Mi espada es indispensable en estos momentos al señor conde.

—En ese caso poneos en pie —dijo el bucanero—. Pensad en que no dormiremos hasta que lleguemos a la villa, y si vuestro jefe no se queja, tampoco tenéis derecho vosotros a quejaros.

—Yo estoy dispuesto a recorrer, si es preciso, cien millas, sin tomar alimento ni lanzar un suspiro —afirmó Barrejo—. No soy un gascón de pan mascado.

El bucanero permaneció algunos momentos en acecho, moviendo la cabeza; luego, volviéndose hacia el conde, dijo:

—Si no llegan los españoles, se acercan los perros. Marchemos, sin hablar.

La noche caía. Aunque llevaban cuarenta horas huyendo, pusiéronse otra vez en camino a través de la obscura selva, cruzando las anchas ciénegas, en cuyas aguas fangosas se oían los vagidos de los caimanes.

En lontananza los perros seguían ladrando y aullando.

¿Guiaban a las cincuentenas por el vado o comenzaban a darles caza por su cuenta? Esto último era lo más probable, porque había que rechazar la idea de que los españoles se aventurasen entre las arenas movedizas, sobre todo de noche.

Botafuego, de vez en cuando, se detenía para escuchar, enseguida reanudaba la marcha con más rapidez. Parecía muy intranquilo.

—¿Qué teméis? —preguntó de repente el conde, que iba a su lado.

—No lo sé —contestó evasivamente el bucanero—. Solo os aconsejo que hagáis un esfuerzo supremo para ganar terreno.

—¿Estamos muy lejos aún?

—Creo que no. Desconozco este bosque, pero tengo por seguro que nos hallamos en buen camino. Si supiese dónde se encuentran las cincuentenas, no me inquietaría mucho.

—¡Bah! Ya sabremos defendernos…

Internáronse nuevamente en malísimos terrenos pantanosos, cubiertos de nenúfares rojos y de cañaverales; la marcha no podía ser muy rápida, a pesar de la buena voluntad de los fugitivos.

Botafuego seguía mostrando señales de inquietud, y el conde le oía alguna vez murmurar.

A pesar de que los perros continuaban ladrando en lontananza, ningún peligro parecía amenazarles.

Cerca de una hora llevaban corriendo entre cañaverales, cuando de pronto se detuvo el bucanero, diciendo rápidamente:

—¡A tierra!…

El conde, Barrejo y Mendoza, se apresuraron a obedecer.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor de Ventimiglia, después de algunos instantes de espera.

—Permaneced aquí —contestó Botafuego—. Nos hallamos más cerca de lo que creíamos de la villa de la marquesa; sin embargo, no sé si podremos llegar hasta ella fácilmente. Me pregunto si los españoles habrán adivinado nuestras intenciones.

—¿Por qué decís eso, Botafuego?

—Me explicaré cuando vuelva.

—¿Os alejáis?

—Es preciso, señor conde. No obstante, mi ausencia no será larga. Quiero asegurarme completamente antes de caer en alguna emboscada.

Os recomiendo que no os mováis, suceda lo que suceda, y si os atacan resistid hasta mi regreso; de otro modo, no podríamos volvernos a encontrar en medio de estas cañas y de estas plantas acuáticas. Y además, podríais caer en el pantano, que debe hallarse a vuestra derecha, y no volveríais a salir de esas arenas.

—¿Estamos pues seriamente amenazados? —preguntó el señor de Ventimiglia, algo preocupado por el mal sesgo que tomaba el asunto.

—No sé nada por ahora, señor conde. Adiós, y si no me deshacen el cráneo de un balazo, nos veremos muy pronto.

Dicho esto, el bucanero deslizóse entre las cañas, sin hacer el más ligero ruido, y se alejó velozmente.

—¿No acabará nunca esta persecución? —preguntó Barrejo—. Señor conde, hicisteis muy mal en dejar a Santo Domingo.

—Pero si querían atraparnos —dijo Mendoza.

—Porque os tomaron por dos ladrones —repuso el gascón—. Si hubiesen sabido de qué clase de personas se trataba, no habría tenido yo que desenvainar el acero. Confiemos en que todo acabará bien. No es la piel lo que me desagradaría perder, sino mis doblones.

—¿Tantos tenéis?

—Un gascón siempre dispone de doblones —respondió el aventurero con gravedad.

—Pues yo estimo en más la piel —contestó Mendoza.

—Silencio —ordenó el señor de Ventimiglia—. No son estos momentos de discutir con la lengua, sino con el arcabuz.

Apartó con precaución un grupo de cañas que les servía de escondrijo y observó atentamente.

—¿Vienen? —preguntó Mendoza.

—No veo nada; sin embargo, si me hallase a bordo de mi fragata, estaría más a gusto que aquí, aunque tuviese a popa dos galeones.

En aquel momento dejóse oír un ligero crujido; luego apareció el bucanero.

—Partamos en seguida —dijo, o no llegaremos nunca a la finca de la marquesa. Estamos a punto de ser sitiados.

—¡Cómo! —exclamó el conde—. ¿Han llegado ya?… Sin embargo, los perros continúan ladrando junto a la ciénaga.

—Yo no sé cuántas cincuentenas se habrán puesto en movimiento para capturarnos. Por lo visto los españoles están resueltos a prendernos. Después de todo, tienen razón. Los tres corsarios han dejado muchos recuerdos en el Golfo de México. Vamos. Cada momento perdido supone un peligro más para todos.

—¿Lograremos pasar inadvertidos?

—Sí, a través del pantano —respondió Botafuego.

Guiados por el bucanero, reanudaron la marcha, ocultándose entre las cañas.

No se oía rumor alguno. Hasta los batracios y los caimanes permanecían mudos, como asustados por la presencia de tantas personas.

De vez en cuando deteníase Botafuego y aplicaba el oído al suelo; luego levantábase y echaba a correr con nuevos bríos.

Después de andar quinientos o seiscientos metros, los fugitivos llegaron a la orilla de otro pantano.

—Este es el momento terrible —dijo Botafuego—. Las cincuentenas se hallan a nuestra izquierda. Os concedo cinco minutos de reposo, porque, probablemente tendréis que someter vuestras piernas a dura prueba.

—Acabaremos por convertirnos en podencos —observó Mendoza, moviendo la cabeza.

El bucanero dejó transcurrir los cinco minutos; luego se levantó, diciendo:

—¡Preparad los arcabuces! ¡Que vienen!…

—¡Ah! ¡Pobres doblones míos! —murmuró Barrejo.

Botafuego echó a correr desesperadamente. Parecía que un terror repentino se había apoderado de aquel hombre que revelaba poseer un corazón de bronce.

Al cabo de un rato oyéronse algunos disparos, acompañados de agudos gritos y de furiosos ladridos.

Las cincuentenas, descubierta la pista de los fugitivos, habían roto el fuego.

—¡Mil truenos!… ¡Llueve plomo!… —exclamó el gascón, que abría cuanto era posible sus largas y flaquísimas piernas.

Los españoles, precedidos por algunos perros, salieron de los cañaverales, gritando con toda la fuerza de sus pulmones.

—¡Alto!… ¡Alto!…

—¡Disparad primero sobre los perros! —gritó Botafuego—. ¡Es necesario!…

Apoyóse en el tronco de una palmera y se echó a la cara el arcabuz. Siete dogos llegaban, uno tras otro, con la boca abierta y aullando como lobos famélicos.

Botafuego disparó sobre el primero, el más grande, y probablemente el más feroz y peligroso.

El animal, huelga decirlo, cayó como herido por el rayo.

El conde y sus compañeros hicieron a su vez fuego, derribando a otros; luego, apoyados en el tronco de la palmera, desenvainaron las espadas.

No eran indios, y por eso no huían ante aquellos feroces animales, que infundían terror y pánico a los sencillos hijos de la América Central, poco acostumbrados a verse atacados por bestias tan grandes.

Siete u ocho tajos asestados con fuerza espantosa, y los animales quedaron en tierra abierto el vientre o decapitados.

Los españoles, que habían contado con el asalto de los alanos, al verlos caer uno tras otro, comenzaron de nuevo a disparar. Pero obligados a hacer fuego corriendo, sus balas no daban en el blanco, a causa también de los cañaverales, tras los cuales se refugiaban los sitiados.

El bucanero y sus camaradas escaparon velozmente, porque no sentían el menor deseo de empeñar una batalla que no les ofrecía probabilidades algunas de éxito favorable, dado el número de los adversarios.

Desembarazados de los perros, que eran los únicos enemigos, que podían darles que hacer, confiáronse en las propias piernas, porque en su resistencia estaba la salvación.

Botafuego, acostumbrado ya a las fugas precipitadas, corría con una rapidez envidiable. Aquel hombre, aunque de edad madura, volaba como un gamo perseguido por una furiosa jauría.

El que no se encontraba muy a gusto era Mendoza, que no dejaba de murmurar, asegurando que después de tantas carreras estaba reventado.

En cambio el gascón abría cada vez más sus desmesuradas piernas y parecía reírse de aquella carrera endiablada.

Botafuego, de tarde en tarde, deteníase breves momentos a disparar un arcabuzazo, más para conceder a sus compañeros medio minuto de reposo, que con la esperanza de derribar a un enemigo.

Aquella carrera furiosa duraba ya cerca de media hora, y los españoles habían quedado tan atrás, que no se les veía, cuando Botafuego tropezó con una empalizada.

—¡Nos hemos salvado! —gritó—. ¡He aquí la finca de la marquesa!…

Capítulo IX. La villa de la Marquesa de Montelimar

Aunque agotados por tan larga carrera, los cuatro hombres, con un supremo esfuerzo, saltaron la cerca y cayeron en medio de un soberbio plantío de bananos, los cuales, con sus inmensas hojas, podían ocultarlos a las miradas de los perseguidores.

Botafuego, después de dirigir una mirada rápida a su alrededor y de tomar aliento, hizo señas a sus compañeros para que les siguiesen sin tardanza.

Ocultándose entre los árboles, recorrió cuatrocientos o quinientos metros y se detuvo ante un pabellón construido todo de piedra y coronado por vasta terraza.

—Ocultémonos aquí por el momento —dijo—. Los españoles, no se atreverán, al menos por esta noche a importunar a los criados de la marquesa.

—¿Y cómo nos recibirá el administrador de la señora? —preguntó el conde.

—Ya me conoce —respondió el bucanero—. Muchas veces he venido aquí a proveerme de pólvora y de balas después del servicio prestado a la marquesa. Me recibirá como a un amigo.

—Eso es una fortuna —dijo Mendoza—. Si no fuese así, podría tomarnos por filibusteros y obsequiarnos con una buena granizada de plomo en vez de la comida que esperamos.

—Probablemente la marquesa habrá enviado ya algún correo para avisar al administrador de nuestra llegada —contestó el conde.

—O habrá venido en persona —añadió Botafuego—. No me extrañaría. Entremos y yo haré llamar al administrador, si todavía no se ha acostado. Por ahora nada tenemos que temer.

Con un poderoso empujón, el bucanero derribó la puerta e introdujo luego a sus compañeros en una anchurosa estancia llena de enormes vasos que contenían plantas raras.

—Esperadme aquí —dijo—. Acaso encontraréis fruta que podrá serviros de cena. Siento el perfume de bananas.

—Excelentes, después de un buen asado —observó Mendoza.

—Contentaos ahora con la fruta —respondió el bucanero riendo—. Os servirá de aperitivo.

Cogió el arcabuz, saludó al conde y salió cautelosamente desapareciendo entre las tinieblas.

—¡Qué diablo de hombre! —murmuró Mendoza.

—Si hubiese en Santo Domingo cien bucaneros como él, no sé cómo acabarían las cincuentenas —dijo el gascón—. No querría encontrarme en el pellejo de los españoles.

—Y sin embargo, sois medio español.

—Tengo solamente la coraza española, amigo Mendoza —contestó Barrejo—, y cuando me halle a bordo de la fragata del señor conde, me desembarazaré también de ella.

—¿Pero llegará ese momento?

—¿Lo dudas, Mendoza? —preguntó el señor de Ventimiglia un tanto sorprendido por el pesimismo del marinero.

—¡Qué queréis! No veo el fin de esta aventura.

—De esto se encargará la marquesa de Montelimar.

—No digo que no sea una dama prodigiosa. Lo mismo que nos ha salvado una vez, podría hacerlo otra.

—Silencio, señor conde —dijo en aquel momento el gascón—. Me parece que hablan afuera.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó Mendoza, poniéndose en pie de un brinco—. ¿Estarán ya aquí los españoles?

El conde se dirigió a la puerta desquiciada, arcabuz en mano.

Oíase el crujido de los guijarros en la calle que conducía al pabellón.

—¿Quién vive? —gritó el conde con acento amenazador.

—Bajad el arcabuz, señor conde —respondió Botafuego—. No asustéis a la marquesa.

—¡La marquesa!

—Sí, yo soy, señor de Ventimiglia —contestó una voz bien timbrada.

La marquesa de Montelimar, provista de una antorcha, apareció en el umbral, siempre alegre y siempre sonriente, con la cabeza envuelta en un riquísimo chal de seda blanca, que hacía resaltar más vivamente su tez morena.

—¡Vos, marquesa! —exclamó el conde.

—No creíais encontrarme aquí, ¿verdad, señor de Ventimiglia?

—No, marquesa.

—Tenía que salvaros otra vez y por esto he abandonado a Santo Domingo. Mis huéspedes aunque se trate de enemigos de mi patria a la que adoro con entusiasmo, son sagrados.

—¿Habéis sabido, pues, que nos perseguían?

—Os diré también que han puesto en movimiento a todas las cincuentenas disponibles para capturaros, antes de que podáis dejar la isla, porque ya todos están enterados de que sois hijo del corsario Rojo y sobrino de aquellos dos formidables corsarios que se llamaron el Negro y el Verde.

—¿Cómo han podido adivinarlo? —preguntó el conde, que parecía preocupado.

—No lo sé —respondió la marquesa—. Lo mismo que os salvé en Santo Domingo, os salvaré aquí. Además, esta cacería humana me divierte, y ya veremos quién revela más astucia, si el gobernador de Santo Domingo, o la marquesa de Montelimar.

—Corréis, sin embargo, el peligro de comprometeros.

La bella andaluza se encogió de hombros; luego, mostrando sus lindos dientes, que brillaban como perlas, dijo con encantadora sonrisa:

—Una Montelimar será siempre una Montelimar, en cualquier lugar donde se encuentre. Así pues, me admirarán más y más cuando sepan que he favorecido vuestra fuga. Ya conocéis cuán caballerosos son los españoles.

—Es cierto —dijo el conde—. Hay, no obstante, una cosa que me preocupa mucho.

—¿Cuál? Hablad, conde.

—¿Estará libre el camino que conduce al cabo Tiburón? Mi fragata me espera allí.

—Traigo conmigo hombres adictos y los enviaré para que exploren el terreno. Aparte de esto, ya encontraré algún medio para que atraveséis tranquilamente por medio de las cincuentenas. Señor conde, la cena debe de estar preparada; sé por este bravo bucanero que no habéis tomado alimento desde esta mañana. Como habéis aceptado una comida, aceptad también esta.

—Botafuego es un hombre verdaderamente maravilloso —murmuró Mendoza—. Está en todo.

La dama salió acompañada del conde y de los otros dos hombres.

El bucanero permanecía de guardia en la puerta.

—¿Ocurre algo? —le preguntó la marquesa.

—Nada, señora —contestó Botafuego—. Los españoles no han llegado aún. Tal vez esperan a que amanezca para hacernos una visita.

—Que vengan cuando gusten; tengo bien provista la bodega y daré de beber a todos los soldados. Señor conde, seguidme.

El conde de Ventimiglia ofreció el brazo a la marquesa y atravesaron el plantío de bananos, pasando luego a un bellísimo jardín.

En medio se elevaba un palacete de estilo morisco, con amplias galerías y minaretes y un vasto patio interior, donde murmuraban dos surtidores de agua que mantenían una frescura deliciosa durante las abrasadoras tardes estivales.

Bajo una galería cubierta brillaban luces colocadas en candeleros de plata e iluminaban una mesa ricamente provista.

—Sois un hada, marquesa —dijo el conde.

—Sí, un hada del bosque —respondió la bella viuda, riendo— o mejor, de los plátanos, porque aquí no se cultiva más que esta fruta deliciosa. Botafuego, ¿queréis dispensarnos el honor de cenar con nosotros? He dispuesto que sirvan la mesa a vuestros compañeros en la terraza de poniente; desde allí podrán vigilar mejor los movimientos de las cincuentenas y animar, con su presencia, a mi gente.

El gascón saludó con una profunda y correcta inclinación, en tanto que Mendoza se retorcía cómicamente no sabiendo hacerlo mejor.

Ni era un hidalgüelo de la Gascuña, ni en su vida había puesto los pies en los salones de un castillo.

A una señal de la marquesa aparecieron dos esclavos africanos para guiar al aventurero y al viejo lobo de mar al sitio indicado.

—Cenemos, conde —dijo la marquesa, que parecía de excelente humor a pesar de la proximidad de las circunstancias—. Ya es tarde.

El hijo del Corsario Rojo y Botafuego no se hicieron repetir la invitación y atacaron vigorosamente las diversas viandas, fiambres condimentados con mucha pimienta y muy sabrosos.

La marquesa contentóse con clavar sus menudos dientes en pastitas de maíz, cubiertas con espesa capa de azúcar.

—Pensaréis que somos indiscretos señora —dijo Botafuego—, pero durante estos dos días de persecución obstinada no hemos tenido tiempo de hacer una comida regular.

—Dos días, barón de…

—¡Barón! —exclamó el señor de Ventimiglia, poniéndose en pie, en tanto que el bucanero hacía un gesto rápido a la marquesa.

—Perdonad, Botafuego —dijo la bella andaluza—. Os confundí en un momento de distracción con el barón del Puerto.

El conde contempló atentamente al bucanero, que aparecía palidísimo.

—¿Quién sois, pues? —le preguntó.

—Botafuego —respondió el aventurero, con amargura tan profunda, que no pasó inadvertida para el corsario.

—Me ocultáis vuestro verdadero nombre.

—Lo sepulté en el Océano, bajo la línea ecuatorial —dijo el bucanero con voz sorda, pasándose varias veces la mano por la frente, como para limpiarse gotas de sudor frío—. ¿Decíase, señora marquesa?…

—No recuerdo… ¡ah… sí!… me contabais que durante dos días las cincuentenas os han dado caza.

—Y con muchos perros además.

—¿Lograsteis burlar siempre sus asechanzas?

—Ya desesperábamos de poder llegar a vuestra villa, marquesa —dijo el corsario—, por culpa de las cincuentenas.

La hermosa viuda permaneció algunos instantes sumergida en profundos pensamientos; luego, mirando al conde, le preguntó:

—No sé cuánto daría por conocer el imperioso motivo que ha traído hasta aquí, después de tantos años, al hijo y sobrino de los tres formidables corsarios. ¿Un capricho, o alguna venganza? No se hace un viaje desde Europa, no se juega audazmente la vida, como os la jugáis vos, conde, sin un motivo muy grave. Creo haberos dado ya bastante pruebas de amistad para que no me consideréis mujer capaz de traicionar uno de vuestros secretos y de perderos.

—¡Oh… marquesa!… —exclamó en tono de protesta el señor de Ventimiglia.

—Acaso dentro de cuatro horas volveréis a embarcar en vuestra fragata —prosiguió la hermosa andaluza, lanzando un suspiro—. Probablemente no tornaremos a encontrarnos y el dulce sueño… se desvanecerá. Hablad; os halláis en presencia de una dama noble y de un caballero no menos noble.

—¿Botafuego?

—Yo sé quién es —dijo la marquesa.

—¿Deseáis conocer las razones que he tenido para dejar a Europa y recorrer América? No por sed de aventuras; no por sed de riquezas, que desprecio profundamente; he dejado allá en las playas ligures tierras y castillos… sino por pedir cuentas a vuestro cuñado, el exgobernador de Maracaibo, de lo que ha hecho de mi hermana, la sobrina del gran cacique de Darién.

—¡De Darién! —exclamaron al mismo tiempo la marquesa y el bucanero.

—Mi padre, antes de embarcar con rumbo a América en unión de sus hermanos el Corsario Negro y el Verde, para tomar venganza, casó con una duquesa del Brabante, que murió muy joven, después de haberme dado a luz; yo no llegué a conocerla —dijo el conde de Ventimiglia, con triste acento—. En una de sus correrías a través del golfo mexicano, mi padre naufragó y encontró seguro asilo cerca del gran cacique de Darién, enemigo encarnizado de vuestros compatriotas, señora marquesa. Recibió auxilios, honores y le fue ofrecida por esposa una princesa del país, de la cual tuvo una hija. Cuando mi padre se vio sorprendido en los arrecifes de Maracaibo, cuando lo prendieron y lo ahorcaron, no como a un valeroso marino que luchaba por una causa santa, sino como a un malhechor vulgar llevaba consigo a la niña. ¿Qué hizo de ella vuestro cuñado, el marqués de Montelimar, exgobernador de Maracaibo? Lo ignoro. He venido aquí para pedirle estrecha cuenta de mi hermana, y si le ha dado muerte, os juro, señora, que el acero de los Ventimiglia, no perdonará a nadie. Educado en la corte de los duques de Saboya ignoré siempre que mi padre hubiese dejado una hija. Informado hace un año por Morgan, el famoso conquistador de Panamá, y ahora gobernador de Jamaica, de este hecho, que él conocía probablemente por su esposa Yolanda, la hija del Corsario Negro, he venido a buscar a mi hermana. Corre por sus venas sangre india, pero es hermana mía y la encontraré o ¡vive Dios! renovaré las hazañas de los tres corsarios y no volveré a Europa sin haber realizado terribles venganzas.

—Entonces, ¿queréis también vengar la muerte de vuestro padre? —preguntó la marquesa, que le escuchaba con vivísimo interés.

—Acerca de esto, marquesa, no puedo hablar por el momento —contestó el conde, casi con ira.

—Lo leo en vuestros ojos.

—Es posible.

—¿Y dónde vais a buscar a vuestra hermana? —preguntó Botafuego, que hasta entonces había permanecido silencioso.

—El marqués de Montelimar me lo dirá —respondió el conde—. Ahora sé ya dónde se encuentra él; además, confío en que dentro de algunos días tendré entre mis manos a su secretario. Si no fuese por esto, no me aguardaría mi fragata en el cabo Tiburón, expuesta a ser capturada por las carabelas o por los galeones españoles. ¿Qué opináis, Botafuego?

El bucanero aprobó con un movimiento de cabeza.

—¿Estáis satisfecha, marquesa? —preguntó el conde.

—En parte nada más —repuso la bella viuda—. No creo que solo por buscar a vuestra hermana hayáis dejado la Italia para venir a estos mares lejanos.

—Mi padre y sus hermanos convirtiéronse en corsarios para realizar una venganza —dijo el conde con voz ronca—. Es probable que también yo tenga que ejecutar otra; pero esto, señora, debe quedar entre Dios y yo…

El bucanero llenó la copa del conde, diciendo:

—Bebed, señor; el aguardiente adormece o ahoga, en mí, más de lo que podáis suponer, los recuerdos terribles; este delicioso vino de España calmará los vuestros…

En el momento mismo en que el conde, convencido acaso por las razones del misterioso aventurero, iba a vaciar el vaso, un negro entró precipitadamente, desencajado el rostro, la piel amarillenta, los ojos de porcelana muy dilatados, diciendo:

—Aquí está, señora…

—¿Quién? —preguntó la marquesa, frunciendo el entrecejo.

—Una cincuentena entera.

—¿Con qué derecho?

—Orden del gobernador de Santo Domingo.

—Ese caballero empieza a resultarme un poco enojoso… —dijo la marquesa, levantándose—. Amigos míos no me parece prudente que permanezcáis aquí. Nos han interrumpido una cena deliciosa, pero yo no tengo la culpa. Marto, avisa en seguida a los dos hombres que comen en la terraza.

—¿Qué intentáis hacer, marquesa? —preguntó el bucanero.

—Ocultaros.

—¿En esta casa? Con una orden del gobernador la registrarán, desde la cueva hasta los desvanes.

La señora de Montelimar sonrió.

—Dejadme hacer —dijo.

—¿Tenéis aquí también algún escondrijo secreto?

—Os ocultaré en la bodega.

—Magnífico lugar —dijo Mendoza, que entraba en aquel momento, seguido del gascón.

—Marto, acompaña a estos señores a la última bodega, a la que está llena de toneles. Los españoles no llegarán hasta allí, yo respondo de ello, conde.

Los cuatro hombres siguieron al esclavo negro, que llevaba varias antorchas y un cesto donde había guardado los restos de la cena.

Al llegar al extremo del anchuroso patio. Marto abrió una puertecilla y descendió por una escalera estrecha y húmeda; luego atravesó una espaciosa cueva llena de toneles grandísimos.

—Compadre —dijo el gascón, dando a Mendoza algunos golpes en la espalda—, aquí tenemos para beber hasta reventar.

—Y beberemos —respondió el filibustero—. Cataremos de todos estos barriles. La marquesa no probará más que vino de Málaga o de Alicante…

Atravesaron varias cuevas y llegaron al fin a la última, que era muy larga y estrecha y se hallaba también llena de barriles y de botas.

—Esto es un paraíso algo obscuro; pero, con todo, un paraíso —dijo Mendoza relamiéndose.

—Pasad, señores —exclamó el negro—. Tengo que obstruir la entrada con toneles.

—Espero que no nos sepultarás vivos —dijo el gascón.

—No tengáis ese temor —contestó el africano, sonriendo.

El conde, Botafuego y los dos aventureros se apresuraron a refugiarse en la cueva, llevando las antorchas, los arcabuces y el cesto con las provisiones, en tanto que Marto arrastraba hasta la puerta, baja y estrecha, un gran tonel, obstruyendo y ocultando el paso completamente.

—Confiemos en que esta sea la última aventura —murmuró el conde, clavando en tierra una antorcha—. ¿Qué decís, Botafuego?

—¡Hum! —exclamó el bucanero, que no parecía muy tranquilo—. No sé si la marquesa se atreverá a desobedecer una orden escrita del gobernador de Santo Domingo.

—¿Llegarán hasta aquí?

—No sé tampoco qué contestar a vuestra pregunta, señor conde.

—Si vienen, nos defenderemos —afirmó Mendoza—. En este lugar nos hallamos lo mismo que en una trinchera.

—Pero sin salida —añadió el gascón—. Estamos como lobos encerrados en la madriguera, con los cazadores alrededor.

—En tanto que los cazadores se presentan o se retiran me parece oportuna una cosa.

—¿Cuál?

—Terminar la cena, ya que ese negro previsor ha tenido la buena idea de llenar este cesto; luego sangraremos un tonel. Siento curiosidad grandísima por saber qué vinos agradan a la marquesa y cuáles ofrece a sus huéspedes. ¿Qué os parece, amigo Barrejo?

—Un gascón no rehúsa nunca batirse ni beber —respondió el aventurero tranquilamente.

—Señor conde —preguntó Botafuego, sin poder sofocar una carcajada—. ¿Dónde habéis encontrado a estos dos diablos?

—A uno lo he pescado en el mar de Vizcaya —contestó el señor de Ventimiglia.

—Y a mí bajo los bosques de Santo Domingo, junto a la «Puerta del Sol» —añadió el gascón—. Pero también yo he respirado el aire salubre del mar de Vizcaya. Compadre, acabemos la cena, si el señor conde nos lo permite. Yo no he tenido tiempo más que para probar una chuleta de jabalí, dura como la carne de un mulo centenario.

—Que aproveche —dijo el señor de Ventimiglia—. Yo prefiero, mientras los españoles nos dejan un momento de tranquilidad, cerrar los ojos.

—Y yo lo mismo —observó el bucanero—. Si hay que reanudar la lucha, nos cogerá descansados. Os confiamos la guardia.

—Un gascón no se duerme jamás en presencia del enemigo —aseguró Barrejo.

—Tampoco un vizcaíno —añadió Mendoza.

—Hacen buena pareja —murmuró el bucanero.

El conde se tumbó entre dos toneles y cerró los ojos. Botafuego no tardó en imitarle, en tanto que el filibustero y su digno camarada acomodándose junto al cesto engullían el contenido sin preocuparse del inminente peligro que les amenazaba.

—Amigo Barrejo, resistís maravillosamente al sueño —insinuó Mendoza, cuando ya no quedó nada que poner entre los dientes.

—¡Bah!… ¡Un gascón!…

—Entonces, ¿son máquinas los gascones?

—Casi, casi.

—¿Y si probásemos nuestra resistencia al vino?

—He aquí lo que quería proponeros. Ese negro feísimo se ha olvidado de poner botellas en el cesto. Pero no valía la pena de que se incomodase; ¿acaso no nos hallamos en una bodega bien provista? En ocasiones soy un estúpido, compadre —dijo el aventurero—. ¡A pesar de haber nacido en Gascuña!

—¡Oh, algunas veces discurrimos como acémilas!… pero lo remediaré se seguida.

—Mirad qué panza tan hermosa la de ese tonel… Apostaría que contiene Jerez.

—No, Alicante.

—Yo entiendo de vinos de España.

—¿Sin catarlos?… ¡Compadre!… Sois un hombre maravilloso. ¿Apostáis uno de vuestros doblones?

—Vaya el doblón —repuso Barrejo—. Mejor estará en vuestro bolsillo que en el de los españoles. Escanciad, compadre. Veremos quién tiene razón.

Mendoza, que ya se había provisto de un jarro de ancha boca oculto bajo una viga, y que servía probablemente a los criados para beber el vino de la marquesa sin conocimiento del mayordomo, abrió la espita del panzudo recipiente, haciendo salir un hermoso chorro de color de ámbar.

—¡Diantre! —exclamó el marinero—. Tenéis una suerte endiablada, amigo Barrejo. ¡Esto es Jerez legítimo! ¿También los gascones poseen un olfato extraordinario?

—No nos falta nada, querido compadre. Habéis perdido el doblón.

—Ya os pagaré cuando estemos a bordo de la fragata, si es que logramos…

El gascón hizo una mueca; luego se encogió de hombros.

—¡Bah! —exclamó—. Me consolaré con este delicioso Jerez. ¿No notáis qué perfume, compadre? La señora marquesa de Montelimar sabe hacer provisiones. Vaya, bebed y dadme el jarro. ¿Queréis matarme de sed?

—No, primero el vencedor —replicó muy serio Mendoza, alargándole el jarro.

El gascón lo cogió, abrió bien las piernas y empezó a beber a chorro sin tomar aliento.

—¡Caracoles! —exclamó el filibustero, haciendo un gesto de espanto—. ¿Queréis emborracharos, Barrejo?

—¡Bah!… ¡Un gascón!… —respondió el soldado, cerrando un momento los labios.

—¡Al diablo todos los gascones! Me agarraré a una bota y ya veremos quién bebe más.

El digno lobo de mar abrazóse a la bota, y durante algunos minutos, no se oyó en la cueva otro rumor que el del vino al atravesar la garganta de los dos formidables bebedores.

Seguramente aquel ligero ruido habría continuado, si un repentino murmullo de voces no lo hubiese interrumpido.

El gascón dejó caer el jarro, sin verle el fondo, en tanto que Mendoza cerraba precipitadamente la bota, diciendo a su compañero:

—¡Apagad la antorcha!…

El gascón, huelga decirlo, se apresuró a obedecer.

—¿Nos descubrirán? —preguntó el viejo lobo de mar.

—Gente se acerca —respondió Barrejo, acercándose a los toneles que obstruían la entrada—. Veo brillar luces.

—¡Nos aguaron la fiesta!… ¿Nos traerá la desgracia este vino de Jerez? Era Jerez auténtico, ¿verdad, camarada?

—¡Diantre!… Y del más exquisito —contestó el aventurero—. ¡Lástima que nos hayan interrumpido!… Ya podían haber esperado un poco. ¿Despertamos al conde?

—No creo que por el momento sea necesario —replicó Mendoza—. Aguardemos a ver lo que sucede. Acaso tengamos aún ocasión de reanudar nuestras libaciones sin testigos molestos. ¡Mil truenos!… Son los españoles. Mirad, compadre.

Acercáronse ambos a la entrada y observaron a través de los espacios que dejaban los grandes toneles arrastrados por Marto hasta allí.

Cuatro criados de la marquesa, esclavos negros todos, conducidos por Marto en persona, habían entrado en la bodega, seguidos por una docena de arcabuceros españoles que llevaban antorchas.

—Compadre —dijo Barrejo—, se me figura que el asunto comienza a ponerse feo.

—Tal vez menos de lo que imagináis —contestó Mendoza—. ¿No veis que en lugar de reconocer la bodega, se ocupan de los toneles? Apostaría medio doblón contra ciento a que esos valientes soldados tienen más sed que nosotros.

—Entonces les imitaremos.

—Poco a poco, señor gascón. No hay que gastar bromas con este delicioso Jerez, sobre todo ahora. Podrían turbar nuestras libaciones y no sé lo que nos sucedería con demasiado vino en el cuerpo.

—Admiro vuestra prudencia.

—Callemos y veamos lo que sucede.

Los arcabuceros del gobernador de Santo Domingo parecía que, en efecto, se habían olvidado del objeto principal de su excursión a la bodega de la marquesa.

Los esclavos, guiados siempre por Marto, buscaron bajo las vigas que sostenían las botas monumentales, grandes jarros, y se apresuraron a llenarlos; los soldados, que acaso en su vida se habían encontrado en medio de tanta abundancia, bebieron furiosamente Oporto, Alicante, Jerez y Madera.

Hasta el sargento que los mandaba cogió un cántaro y comenzó a trasegar a grandes tragos el contenido.

—Compadre —dijo el gascón, que llevaba algunos instantes revolviéndose como si tuviera el diablo en el cuerpo—, ¿y asistiremos como dos estatuas a semejante fiesta?

—Tenéis razón —contestó Mendoza—. Esa gente no se ocupa más que de los toneles, y como nosotros no somos barricas que saquear, seguramente no vendrán a importunarnos.

—Seguid vos con el Jerez; yo daré un asalto a cualquier otro recipiente. Veremos quién es más afortunado.

—Yo, seguramente.

—Un doblón a que no.

—Apostado —dijo Mendoza—. No pagaré…

Los dos camaradas, ligados ya por profunda amistad, iban a continuar sus libaciones, cuando les detuvo el eco de sordos juramentos.

Botafuego, que poseía un oído finísimo y que estaba acostumbrado a dormir con un solo ojo, incorporóse, preguntando en voz baja:

—¿Qué sucede? ¿Por qué habéis apagado la antorcha?

—Los españoles se acercan —contestó Mendoza.

—¿Han bajado ya?

—Sí, pero según parece se ocupan más de los toneles que de nosotros —observó el gascón—. Podéis continuar vuestro sueño. Además, ¿no velamos nosotros?

—Hablabais de dar también vosotros un asalto al buen vino.

—Para matar el aburrimiento y la humedad —contestó Mendoza.

—Pues por el momento dejad en paz a los toneles —ordenó el bucanero—. En ciertas ocasiones son demasiado peligrosos. Ya os desquitaréis más tarde.

—Eso es hablar sabiamente, capitán —dijo el astuto gascón.

Botafuego acercóse a la puertecita y observó atentamente:

—La marquesa sabe bien lo que hace —dijo al fin—. Podemos aguardar tranquilamente a que los soldados empinen el codo. La bebida de los arcabuceros del gobernador de Santo Domingo durará media hora larga; luego se marcharán todos con las piernas más o menos seguras y la bodega volverá a quedar en el silencio y en la obscuridad.

—Entonces, ¿podemos atacar? —preguntó Mendoza.

—¿A quién? —interrogó Botafuego.

—A los toneles.

—¡Idos al diablo!… Yo reanudo mi sueño.

—Y nosotros la guardia —dijo el gascón.

—Pero cuidad de no dormiros frente al enemigo.

—¡Oh!… ¡nunca!…

Y en tanto que el bucanero, completamente seguro de que los españoles se alejarían, continuaba su interrumpido sueño, los dos camaradas, no menos tranquilos de no correr peligro alguno, reemprendían el ataque a los vinos de la marquesa de Montelimar.

Capítulo X. El cabo Tiburón

Dos horas después, Marto, acompañado de dos vigorosos negros, quitaba los toneles que obstruían la entrada y aparecía ante los filibusteros, diciendo:

—Señores, mi ama os aguarda; sois libres…

El conde, que ya se había despertado y que estaba discutiendo con Botafuego sentado junto a la antorcha encendida de nuevo por Mendoza, alzóse prontamente, preguntando con alegría:

—¿De modo que se han ido los españoles?

—Sí, señor conde.

—¿Cómo se las ha arreglado tu señora para desembarazarse de ellos?

—Ella misma os lo dirá. Os espera para tomar el café.

—Vamos, Botafuego. Hoy por la tarde quiero hallarme a bordo de la fragata. Mi ausencia ha sido demasiado larga.

—En el caso de que las cincuentenas nos dejen pasar… —contestó el bucanero, que aparecía siempre pesimista.

—Acabaremos con todas —afirmó el gascón con gesto trágico.

Atravesaron la bodega precedidos de los negros y subieron al patio en el momento en que el cielo se teñía con los primeros reflejos de la aurora.

La marquesa, sentada plácidamente ante la mesa colocada en la amplia galería cubierta, llenaba algunas tazas de café, en tanto que una negra conducía bandejas de plata con pastas y bizcochos.

—Buenos días, conde… Buenos días, Botafuego —exclamó alegremente—. ¿Cómo habéis pasado la noche?

—Durmiendo, marquesa —contestó el señor de Ventimiglia.

—Y yo bebiendo —murmuró Mendoza.

—¿Dónde?

—Entre toneles —contestó Botafuego.

—¡Qué hombres!

—¡Oh, marquesa! Tenemos adquirido el hábito de descansar donde podemos —dijo el conde—. ¡Cuántas noches he dormido en la toldilla de mi fragata, envuelto en una manta!

—¡Y cuántas noches he pasado en medio de las selvas, expuestos a las lluvias torrenciales y a los vientos desencadenados! —añadió Botafuego.

—Así es la vida de los aventureros, señora. ¿Estarán convencidos ya los españoles de que no nos hemos refugiado en vuestra villa?

—Poco a poco, Botafuego —contestó la bella andaluza—. Se han ido, pero dudo mucho que hayan abandonado los alrededores.

—¿Nos impedirán partir? —preguntó el conde—. La fragata me espera en el cabo Tiburón, y permaneciendo anclada allí mucho tiempo, podría verse en grave aprieto.

—¿Sentís prisa por abandonarme? —preguntó la marquesa con voz triste.

—Querría permanecer aquí semanas y aún meses —contestó el conde vivamente. Por desgracia tengo muchas obligaciones que cumplir, y debo defender la vida de mis ochenta hombres.

—Os estimo, conde; espero que no será esta la última vez que nos encontremos en el golfo de México.

—Me consideraré el más feliz de los hombres el día en que pueda volver a veros —replicó el hidalgo con acento grave—. Las deudas de gratitud que he contraído con vos no las olvidaré nunca… ¿me comprendéis, señora?… ¡nunca!…

—Me acompañaréis hasta los baños del cabo Tiburón; tengo allí en la playa, un pabelloncito…

—¡Acompañaros! —exclamó el conde, sorprendido.

—Es preciso, si queréis pasar por medio de las cincuentenas y salvar vuestra nave.

—¿Qué decís, marquesa?

—Que por los jefes de las tropas he averiguado que conocen el lugar donde se encuentra vuestra fragata y que el gobernador ha dado orden de hacer grandes preparativos para atacarla si es posible por sorpresa.

El conde palideció intensamente.

—¡Atacar la «Nueva Castilla», o mejor, el «Rayo», porque este es su verdadero nombre!… ¡Vive Dios!… Me hallaré a bordo antes de que el ataque comience, aunque tenga que desafiar mil veces la muerte.

—Y por esto, conde, me escoltaréis, os lo repito. Sin embargo, lo mismo que vuestros compañeros, tendréis que vestiros la librea de mi casa y pasar por un criado.

—En caso necesario, hasta me dejaré pintar como un negro.

—No hará falta… ¡Marto!

El africano, que en aquel momento desempeñaba las funciones del administrador, ausente, acudió en el acto a la llamada de la marquesa.

—¿Está todo al corriente?

—Sí señora.

—¿Y la hamaca y los esclavos?

—También.

—¿La escolta?…

—Ya está armada.

—¿Numerosa?

—Doce hombres, entre negros y blancos.

—Acompaña a estos señores y que se vistan.

Luego, volviéndose hacia el señor de Ventimiglia, que tomaba una taza de café, añadió:

—Daos prisa, conde. Temo que el ataque a vuestra fragata esté acordado para la puesta del sol.

—Sí, señora.

—Vaya, señor gascón —dijo Mendoza a Barrejo, tendremos necesidad de utilizar vuestro acero.

—Esta tarde cortará veinte cabezas por lo menos.

En tanto que Marto guiaba a los cuatro hombres a una habitación del piso bajo para que eligiesen vestidos con los colores de la casa de Montelimar, la marquesa volvióse hacia un hombre de tez bastante obscura, que hasta entonces había permanecido aparte, apoyado en una columna del pórtico.

—¿Has hecho explorar cuidadosamente el camino que conduce al cabo Tiburón, Acebedo? Lo recorren las cincuentenas, ¿verdad?

—Hay por lo menos doscientos hombres al otro lado del poblado de San José.

—¿Los mismos que han venido aquí?

—Los he reconocido muy bien.

—Perfectamente, Acebedo. Veremos si se atreven a detener a una Montelimar, sobrina de un almirante y nieta de un exgobernador.

Púsose en pie y echóse sobre la negra cabellera una riquísima mantilla de seda, en tanto que bajaban al patio cuatro robustos africanos, lujosamente ataviados. Estos sostenían, por medio de un palo larguísimo, una hamaca coronada por amplia sombrilla roja y provista de un blando almohadón para apoyar la cabeza.

Ocho hombres, cuatro blancos y cuatro negros, armados de espadas y de arcabuces, la seguían.

Poco después aparecieron el conde, Botafuego, el gascón y Mendoza, ostentando la divisa de la casa, blanca y azul, y un escudo recamado en mitad del pecho, que representaba una montaña saliendo del mar con un león rampante.

Al verles, la marquesa no pudo contener una carcajada.

—Parece que no hacemos muy buena figura —refunfuñó Mendoza.

—De criados —respondió en voz baja el gascón, atusándose el bigote y apoyando fieramente la mano izquierda en la empuñadura de su acero, para hacer comprender a los demás que a pesar de aquel traje era un hombre de espada.

—Resultamos bufos, ¿verdad, marquesa?

—Nada de eso; sin embargo, preferiría que me escoltaseis con vuestras vestiduras.

—¿O con mi traje rojo?

—Mejor aún —contestó la marquesa sofocando un suspiro.

—Me lo pondré cuando me halle a bordo y oiga tronar el cañón.

La marquesa clavó los ojos en el atrevido corsario.

Luego, moviendo la cabeza, dijo bruscamente:

—Partamos…

Ayudada por el conde, subió a la hamaca, reclinó la cabeza en el almohadón de seda color rosa y el grupo se puso en marcha precedido por Botafuego y el señor de Ventimiglia, que no se habían separado de sus arcabuces.

Atravesaron el plantío de bananos sin encontrar cincuentena alguna y siguieron un sendero abierto entre los bosques, evitando el poblado de San José, que se encontraba a breve distancia de la villa de la marquesa.

Llevaban dos horas de marcha a través de una veredita que cruzaba bajo soberbias palmeras, cuando algunos soldados, que estaban ocultos en la espesura, salieron, gritando:

—¡Alto!…

Botafuego se adelantó, diciendo:

—Es la señora marquesa de Montelimar, que se dirige a los baños del cabo Tiburón. ¿Qué queréis?

—Adelante —contestó el jefe del pelotón, inclinándose.

El pequeño grupo continuó la marcha, la marquesa saludó a los arcabuceros con un gracioso gesto.

—He aquí un hombre prodigioso, que se abrirá camino hasta en el puente de la fragata —dijo Mendoza al gascón.

—Yo preferiría que nos abriese paso hasta la bodega —contestó Barrejo, con un profundo suspiro—. ¡Oh, aquel Jerez!

—¡Callad o me despertaréis una sed rabiosa!

—Yo ya la tengo.

—¡Y pensar que no volvemos a poner los pies allí!

—¿Queréis hacerme llorar? Sois cruel…

Otro «¡alto!», más amenazador que el primero, interrumpió bruscamente su diálogo.

—¡Paso a la marquesa de Montelimar! —gritó otra vez Botafuego, con acento enérgico.

Muchos arcabuceros salieron de los matorrales que bordeaban el camino.

Al oír a Botafuego, a quien confundieron probablemente con el administrador de la marquesa, contestar en aquel tono apresuráronse a desaparecer, después de un cordial saludo.

—Marquesa —exclamó el conde, que caminaba junto a la hamaca—, os debemos la vida. Sin vuestra audacia, seguramente no habríamos logrado llegar al cabo Tiburón.

—Señor conde, consideraba deber mío poner en salvo a mis huéspedes —contestó la marquesa—. Además, no es la vez primera que hago una jugarreta a mis compatriotas. ¿Qué queréis? Me divierte el hacer rabiar al gobernador de Santo Domingo.

—El cual probablemente será un caníbal o poco menos —murmuró Mendoza, que caminaba al otro lado de la hamaca.

La marcha continuó sin más tropiezos, pero todos se hallaban persuadidos de que bajo los bosques que bordeaban la senda, habían más arcabuceros o alabarderos en acecho, con la esperanza de sorprender al hijo del Corsario Rojo.

Al mediar el día, los expedicionarios, que avanzaban con gran rapidez, dieron vista al mar.

El cabo Tiburón, que formaba una especie de península cubierta de bosques espesísimos hasta la punta extrema casi, prolongábase hacia el sur, en semicírculo, constituyendo una dársena bastante segura.

En medio de ella balanceábase gallardamente la «Nueva Castilla», sujeta por dos anclas arrojadas a popa y a proa y con las velas medio desplegadas, para estar pronta a hacerse al mar, en caso de peligro.

—¡Mi fragata! —exclamó el conde—. ¡Al fin! ¡Vuelvo a ser dueño del golfo!

—Callad, señor de Ventimiglia —murmuró la marquesa—. No sabéis dónde se hallan emboscados los españoles que han recibido órdenes de atacar a vuestra nave. No os fieis de esta calma, que puede ser más aparente que real, y obrad con prudencia. Acaso centenares de ojos espían todos nuestros movimientos.

Luego volviéndose hacia los negros que sostenían el largo palo de donde pendía la hamaca, añadió:

—¡Al pabellón de los baños! Daos prisa…

Los cuatro esclavos partieron a la carrera y después de subir una pequeña altura, descendieron hacia la arenosa playa, cubierta de infinidad de conchas.

En medio de un grupo de palmas y cocoteros, a doscientos pasos del mar, elevábase un gracioso pabellón de madera, de estilo morisco, rematado por elegante torrecilla sobre la cual ondeaba la bandera de los Montelimar y rodeado de un jardincito.

Dos jóvenes mestizas, al oír las voces de los portadores de la hamaca y de los individuos de la escolta, salieron en seguida para ayudar a la marquesa; pero el conde Ventimiglia se adelantó.

—¿Ha llegado el correo que envié? —preguntó la bella andaluza a las dos mujeres.

—Sí, señora.

—Entrad, amigos. Yo os precedo.

Atravesó el jardincillo y condujo al conde, a Botafuego y a los dos aventureros a una salita, adornada con algunos muebles sencillos y ligeros, de bambú casi todos, y de multitud de macetas con rosas de pasión, que extendían por todas partes un perfume delicioso.

La marquesa sentóse ante una mesa de caoba, fileteada de plata y esculpida con arte, e hizo seña a Botafuego y a sus amigos para que la imitasen; luego, volviéndose hacia las dos mestizas, que la habían seguido, les dijo:

—Que venga el correo.

Momentos después un mulato, alto, de tez bronceada, formas musculosas y fiero aspecto, entró, saludando respetuosamente.

—¿Has hecho lo que te dije? —preguntó la marquesa.

—Sí, señora.

—¿Lograste acercarte a la fragata sin infundir sospechas?

—Fui a bordo a ofrecer el pescado que cogí esta mañana.

—¿Conferenciaste con el lugarteniente?

—Sí, señora.

—¿Le advertiste del peligro que corre y que el conde iba a llegar?

—El lugarteniente está prevenido y aguarda a su jefe. Ha tomado todas las medidas necesarias para no dejarse sorprender.

—Puedes retirarte.

—Señora —dijo el conde, vivamente conmovido—, no esperaba semejante protección por parte de una dama que debe de ser enemiga acérrima de los filibusteros.

—Defiendo y protejo a mis huéspedes —contestó la marquesa, sonriendo. En mi lugar, seguramente habríais hecho otro tanto.

—Me dejaría matar por vos —repuso el conde, con un entusiasmo que hizo nuevamente sonreír y suspirar además a la bella española.

—No lo dudo —contestó la joven viuda, pasándose una mano por la frente—. ¿Cuándo embarcáis, conde?

—En seguida, si es posible.

—Tengo una chalupa en la playa. Está a vuestra disposición. Comprendo la impaciencia que os domina. Fingiréis que vais a pescar en compañía de mis negros; y en el momento oportuno abordaréis la fragata. Procurad que no os vean mis compatriotas. Tengo por seguro que vigilan atentamente y que bajo la selva del cabo Tiburón han emplazado la artillería.

Levantóse, presa de visible emoción, y mientras Mendoza, Botafuego, y el gascón vaciaban algunas jícaras de chocolate servidas por las dos mestizas, condujo al conde al jardincillo.

—¿No volveremos a vernos? —preguntó, atrayéndole bajo la sombra de una soberbia palmera.

La voz de la marquesa aparecía tan alterada, que el señor de Ventimiglia se quedó profundamente sorprendido.

—Espero, señora —contestó—, que nos encontraremos de nuevo, antes de que yo abandone el golfo de México. No es posible que olvide a la mujer a quien debo dos veces la vida.

—¿Y cuándo?

—¿Quién puede decirlo, marquesa? Hasta que no cumpla mi misión, no volveré a Santo Domingo.

—¿A dónde vais ahora?

—A buscar a vuestro cuñado y a los filibusteros que aún imperan en el istmo de Panamá.

La marquesa permaneció un momento silenciosa, mirando al suelo; luego, arrancando con un movimiento nervioso una orquídea, se la ofreció al conde, diciéndole:

—Conservadla como recuerdo.

—Cuando la muerte me amenace, marquesa, esta flor vuestra se encontrará siempre sobre mi corazón —respondió el corsario—. Será para mí como precioso talismán.

La dama levantó la cabeza. El conde observó que los ojos negros y profundos de la bella andaluza aparecían húmedos.

En aquel momento se acercó Botafuego.

—Señor conde —dijo—, la chalupa está lista y ha llegado el momento de separarnos.

—¿Me dejáis? —preguntó el señor de Ventimiglia con dolorosa sorpresa—. Creí que me seguiríais.

—Allá en mi pobre choza queda mi criado, que acaso corre graves peligros —respondió el cazador—. Tal vez volvamos a vernos algún día en cualquier ciudad de la América central. He combatido entre los filibusteros de vuestro tío, el Corsario Negro, y no me desagradaría desafiar el fuego al lado del sobrino.

Salieron del jardín, seguidos por Mendoza, el gascón y los cuatro negros, que iban cargados con redes, para hacer creer a las cincuentenas españolas, probablemente emboscadas, que se dirigían a la pesca.

Al llegar a la cancela, la bella andaluza se detuvo, mirando al conde con ojos húmedos.

—Adiós, señor —susurró, estrechándole la mano—. Pediré al cielo que os preserve de los cañones y de los arcabuces de mis compatriotas. Acordaos de mí y no olvidéis que en cualquier momento en que os haga falta protección, estoy dispuesta a salvaros otra vez.

El conde, que aparecía no menos conmovido, le besó galantemente la mano.

Botafuego, apoyado en su arcabuz, le contemplaba con atención.

—Amigo —le dijo el señor de Ventimiglia, alargándole la diestra—, gracias por cuanto habéis hecho en mi favor… y ahora decidme vuestro verdadero nombre. Me lo habéis prometido.

Una sacudida brusca alteró el semblante del intrépido bucanero.

—¿Para qué? —preguntó con voz ronca—. Lo he dejado caer, y para siempre, en los abismos del Océano, en el momento de atravesar la línea ecuatorial. ¿Quién se acordará de mí en Francia? He muerto para mi patria… y también para mi hermana y para…

Un sollozo apagó su voz, en tanto que dos lágrimas ardientes corrían a lo largo de sus mejillas.

—Todo acabó —dijo luego.

—No, señor.

—Barón de Rouvres —añadió la marquesa.

—¿Por qué reveláis mi secreto, señora? —preguntó Botafuego—. Ya no soy más que un miserable bucanero; no tengo derecho a ostentar el blasón de mi casa, que he deshonrado.

—Para mí seréis siempre un caballero —contestó el señor de Ventimiglia, conmovido por el intenso dolor que se reflejaba en su bronceado rostro—. Dadme la mano, señor barón de Rouvres.

El bucanero vaciló todavía; luego, con movimiento rápido, se la alargó diciendo:

—Señor conde; cuando tengáis necesidad de la vida de un hombre, acordaos que la del barón de Rouvres se halla siempre a vuestra disposición.

—No de vuestra vida, pero sí de vuestro brazo y de vuestro arcabuz tendré necesidad —replicó el conde—. No será la última vez que nos veamos. Adiós, marquesa, adiós, barón, voy a ejecutar mi empresa.

Descendió rápidamente a la playa y saltó a la chalupa.

Los cuatro negros empuñaron los remos, en tanto que Mendoza, se apoderaba de la caña del timón.

—Primero hacia el cabo —ordenó el conde—. Procuremos engañar a los españoles para no comprometer a la marquesa, demasiado sospechosa ya de protegernos.

En tanto que la chalupa, impulsada por los hercúleos brazos de los africanos, partía rápida como una flecha, el conde se puso en pie y clavó los ojos en la playa.

Junto a la cancela del pabellón estaba la bellísima andaluza, apoyada en una pilastra, teniendo en la mano un pañuelo, que de vez en cuando agitaba en señal de despedida; a pocos pasos veíase el bucanero, cruzados los brazos y apoyado en el cañón de su arcabuz. Ambos parecían profundamente conmovidos, y de seguro una y otro tendrían los ojos llenos de lágrimas.

—¿Volveré a verlos? —se preguntó el conde con un suspiro—. Seguramente, si las balas españolas no acaban con mi vida.

Saludó brevemente con la diestra, luego sentóse junto al gascón, que contaba y recontaba sus doblones.

—¿Qué hacéis, amigo Barrejo? —le preguntó el conde.

—Estaba calculando cuánto aguardiente habrían podido comprar los españoles con este pequeño tesoro si me hubiesen quitado la vida —contestó el gascón, muy serio.

—¡Idos al diablo! —exclamó el conde.

—No, porque nunca me ha querido y creo que ha hecho bien; los gascones no se encuentran a gusto en el infierno y podrían cortar la cola a los hijos de Belcebú. Somos gente peligrosa.

—Y yo me alegro —dijo Mendoza, soltando una carcajada—, porque así seremos nosotros los que nos beberemos esos doblones.

—¡Eh, compadre! Me debéis uno; recordadlo.

—Ya se lo cobraréis a los españoles.

—Da lo mismo —replicó el gascón, siempre serio.

El conde no se ocupaba de los dos burlones, contemplaba, ora el pabellón de la marquesa, que desaparecía a lo lejos y ante el cual se dibujaban aún dos sombras obscuras, ora la soberbia fragata que se balanceaba graciosamente en la rada, tirando de las cadenas de las dos anclas, como impaciente por hacerse a la mar después de tan largo reposo.

La chalupa, al llegar junto al cabo Tiburón, que estaba cubierto de árboles, bajo los cuales continuarían probablemente ocultos los españoles aguardando la señal de ataque, viró hacia poniente, y los cuatro negros soltaron los remos y echaron las redes.

—¿Nos tomarán por pescadores auténticos? —preguntó Mendoza al conde—. Pasemos de largo, capitán, antes de que nazca alguna sospecha en el ánimo de los españoles y nos saluden con un cañonazo. ¿No oísteis decir a la marquesa que supone que hay artillería oculta en esta espesura?

—Sí —contestó el conde, que revelaba cierta inquietud—. Hay algo más Mendoza.

—¿Qué, capitán?

—Veo grandes chalupas medio ocultas en los repliegues de la costa. Imagino que no pertenecen a pescadores, porque no se levanta ahí ninguna aldea.

—¡Mil truenos! —exclamó el lobo de mar—. ¿Tendrán intenciones de abordar a la fragata?

—Mucho lo temo, Mendoza.

—Las echaremos a pique —dijo el gascón, que no cesaba de contar y recontar sus doblones.

—¿Se habrá dado cuenta el lugarteniente de que le preparan una asechanza? —preguntó Mendoza.

—Verra es hombre que no se duerme, cuando sabe que navega por aguas peligrosas —contestó el conde—. Apostaría cien piastras contra una a que ya ha hecho los preparativos de combate.

—¿Cuándo abordamos la fragata?

—Aguardemos a que el sol se oculte. No quiero comprometer a la marquesa. Pesquemos y finjamos no ocuparnos de la nave, aunque enarbola la bandera de España.

Los cuatro negros sacaban en aquel momento las redes, llenas de multitud de peces.

Poco después la chalupa continuó la marcha, bajo la dirección de Mendoza, alejándose cada vez más del cabo Tiburón, para evitar alguna sorpresa desagradable, y describiendo un amplio semicírculo ante la proa de la fragata.

Otras dos veces echaron y recogieron las redes llenas de pescado; luego, cuando el sol comenzaba a ocultarse en el mar, la chalupa dirigióse lentamente hacia la fragata, que había encendido en su elevado alcázar los dos grandes fanales.

Mendoza, sin apartarse del timón, maniobraba con astucia para hacer creer a los españoles que intentaba pasar de largo, con el fin de echar las redes por última vez antes de volver al pabellón de baños de la marquesa.

El hijo del Corsario Rojo observaba atentamente al barco velero, que las sombras comenzaban a envolver.

A bordo parecía reinar calma absoluta. Por breves instantes oyóse el eco del tambor, que llamaba a los hombres a cenar en el entrepuente.

—Señor conde —dijo el gascón cuando se extinguió el último rayo de luz—, ¿abordamos?

—Esperad un poco —contestó el señor de Ventimiglia—. ¿Tenéis prisa por mover las manos?

—Dejaría de ser aventurero si no sintiese impaciencia; además, mi espada está harta de permanecer ociosa. Todas las mañanas me pide que abra a alguien en canal, y nunca encuentro ocasión de complacerla.

—Ya llegará la hora, os lo aseguro.

—Sabéis que nosotros los gascones…

—Sí, matáis siempre —contestó el señor de Ventimiglia, con sonrisa un tanto irónica.

—Exactamente —dijo Barrejo.

—¡Mendoza!

—¿Capitán?

—En línea recta hacia la fragata. Los españoles no pueden ya descubrirnos.

—¡Dad de firme a los remos, tumbones! —gritó el lobo de mar, dirigiéndose a los africanos.

La obscuridad había caído casi repentinamente sobre la pequeña rada, envolviendo las aguas y el cabo Tiburón.

Velozmente atravesó la chalupa la distancia que la separaba de la fragata y la abordó por el lado opuesto a tierra para no exponerse a recibir algún cañonazo disparado a bulto por los españoles.

Los centinelas no dieron la voz de alarma, con profundo asombro del conde, aun cuando la proa de la embarcación había chocado sonoramente con el costado del velero.

—¿Qué hará mi gente? —se preguntó, frunciendo el entrecejo—. ¿Se dejan abordar sin enterarse?

—Creo, capitán, que os quejáis injustamente —dijo Mendoza—, son demasiado astutos vuestros marineros. Si fuéramos españoles, apostaría a que a esta hora recibiríamos en la cabeza una granizada de balas. El señor Verra no es hombre capaz de dejarse sorprender.

La escala tocaba el agua, permitiendo una ascensión fácil. El conde se asió a ella y elevóse hasta el puente de la fragata, gritando:

—¿Se duerme aquí?

—No, capitán, se vela atentamente y se os aguarda —respondió una voz.

De improviso apareció un hombre, descubriendo una linterna que hasta entonces seguramente había tenido cubierta con un trozo de vela.

Era un arrogante joven que apenas contaría treinta años, alto y delgado, con semblante algo duro y barba y bigote muy negros.

—¡Vos, teniente! —exclamó el conde con asombro.

—Os aguardaba desde hace algunas horas, capitán —contestó el joven—. Os vi con el anteojo e imaginaba que no tardaríais en arribar a vuestra nave. Además, supe por un esclavo de la marquesa de Montelimar que os hallabais en los alrededores del cabo Tiburón y que los españoles nos preparaban una emboscada.

—Todo ello es ciertísimo, señor Verra —replicó el conde—. Aguardan a que levemos anclas para acometernos.

—Y nosotros estamos dispuestos a recibirlos —afirmó el lugarteniente—. Vuestros hombres se hallan en sus puestos de combate y los artilleros solo desean recibir la orden de hacer fuego.

—Bien —dijo el conde—. ¿Ha salido algún galeón de Santo Domingo?

—Uno ha cruzado ante nosotros hace cuatro o cinco horas. No me ha sido posible distinguirlo, capitán; pero Martín me ha asegurado que debía de ser el «Santa María».

—¿A dónde se dirigía?

—Hacia poniente.

—Procuraremos darle alcance. Son demasiado pesados estos galeones para poder competir con una fragata, sobre todo con la nuestra. Antes de que amanezca lo abordaremos y caerá en nuestro poder el secretario del exgobernador de Maracaibo.

—¿Entonces levamos el ancla y largamos las velas, señor conde?

—Esperad un momento —contestó el señor de Ventimiglia, con voz breve.

Inclinóse sobre la borda y gritó a los negros de la chalupa:

—Volved en seguida al pabellón de los baños. Os va en ello la vida. Llevad a la marquesa vuestra ama y al bucanero, mis últimos saludos. ¡Martín!

El mestizo, que se hallaba sentado en una barrica, charlando con Mendoza y con el terrible gascón, acudió al punto.

—Mi vestido rojo —ordenó el conde—. El hijo del Corsario no pelea con un traje de pescador. Mi espada de combate y mi coraza. Señor Verra, desplegad las velas y mandad a los artilleros que prodiguen la metralla. Veremos si logran detenernos en el cabo Tiburón y si el «Santa María» consigue escapar a nuestra persecución. ¡Pronto!…

Mientras el silbato de Mendoza llamaba a los marineros a los órganos para recoger las anclas y a los gavieros para desplegar todas las velas, y el teniente daba las últimas instrucciones para el próximo combate, el corsario descendió a la cámara de popa seguido del gascón y de Martín. La ausencia fue brevísima.

Cuando de nuevo se dejó ver, hallábase vestido todo de rojo, como apareció en los espléndidos salones de la marquesa de Montelimar, con nuevo acero al costado y en el cinto pistolas de gran calibre.

Subió al puente, y llevándose la bocina a los labios, gritó:

—¡A la vela! ¡Todos a sus puestos de combate! ¡El hijo y sobrino de tres grandes corsarios os guía y os protege!…

Capítulo XI. La caza al «Santa María»

La fragata, que por aquel entonces se llamaba la «Nueva Castilla» para no despertar sospechas en los puertos españoles pero que debajo de un pedazo de lona pintado en la popa llevaba el nombre glorioso del «Rayo» en memoria de la famosa nave del Corsario Negro, hízose a la vela con todos los artilleros reunidos tras las veinte piezas de las baterías y de los dos grandes cañones emplazados en el alcázar.

Como ya se ha dicho, era una magnífica nave de combate, capaz de hacer frente a dos galeones españoles, sólida y ligera al mismo tiempo, con inmensa arboladura para poder aprovecharse de la más ligera brisa.

Seguramente ni los filibusteros de la Tortuga ni los españoles habían visto jamás otro barco de batalla tan soberbio surcar las aguas del Golfo de México.

Al «Santa Trinidad» de la Gran Armada tenía poco que envidiarle, ni en bocas de fuego, ni en número de hombres, ni en velocidad.

Levadas las anclas, el «Rayo» —porque ya podemos llamarla así—, giró sobre sí mismo para recoger el viento de popa; luego se puso en marcha hacia el cabo Tiburón para pasar de largo.

El hijo del Corsario Rojo, despreciando todos los peligros, no dio orden siquiera de que apagasen los dos grandes fanales que brillaban a babor y estribor del alcázar, ni el fanalón de proa instalado sobre el castillo.

No quería dejar en la obscuridad a los artilleros de los cañones con los cuales contaba para ametrallar a las chalupas españolas, probablemente puestas ya en movimiento para intentar un abordaje furioso.

En pocos instantes la fragata atravesó la rada; en seguida se dirigió audazmente hacia el cabo; en tanto que los artilleros soplaban las mechas y los arcabuceros trepaban a las cofas, donde habían ya acumulado no pocas granadas para lanzarlas a mano, como acostumbraban a hacer los filibusteros en aquel tiempo.

Avanzaba majestuosa la fuerte nave, segura de pasar tranquila junto a los arcabuceros y a las cincuentenas del gobernador de Santo Domingo.

Bajo la claridad deslumbradora de los dos grandes faroles de popa, brillaba, como una mancha de sangre, el hijo del Corsario Rojo, señor de Ventimiglia, de Valpenta y de Roccabruna, el descendiente de los tres formidables corsarios que un día llevaron el espanto a todas las colonias españolas del gran Golfo de México.

Con la bocina en la diestra y la siniestra apoyada en la empuñadura de su espada de combate, una hoja larga y pesada como la que usaba el gascón, el intrépido joven, fijos los ojos en las velas de la hermosa nave, aguardaba serenamente el ataque.

Una sonrisa sardónica, aquella sonrisa despreciativa que hizo tan célebre al famoso Corsario Negro, erraba por sus labios sutiles.

—Me río de todos vosotros —parecía decir—. Soy hijo del terrible Corsario Rojo, que os ha hecho temblar, y sobrino del formidable Corsario Negro. ¿Quién osará atacarme?

El «Rayo», no encontrando en la rada viento suficiente, avanzaba poco a poco hacia el cabo, deseoso de probar las vigorosas caricias del Gran Golfo.

Toda ella aparecía cubierta de velas.

Aunque algunas olas, rugiendo sordamente, estrellábanse de vez en cuando sobre sus costados, el choque solo producía un ligero cabeceo; tan bien equilibrado se hallaba.

—¿Me observará la marquesa? —se preguntaba el conde—. ¡Ojalá pueda ver cómo se bate el señor de Ventimiglia!

Un cañonazo, que repercutió sordamente bajo la selva que cubría al promontorio, le interrumpió la frase.

—¡Ah! —exclamó, volviéndose hacia el gascón, que estaba junto a él haciendo sonar en el bolsillo sus doblones—. Parece que los españoles han caído en la cuenta de que tratamos de escapar, ¿verdad, amigo Barrejo?

—No soy sordo, señor conde —contestó el aventurero.

—Cuidad de que alguna bala no os lleve la cabeza.

—Ya os he dicho que el compadre Belcebú no sabe qué hacer en su casa con los gascones. Hasta en el infierno somos gente demasiado peligrosa.

—Sois un tipo notable.

—¿Suponéis que va a llevarse a otros diablos capaces de cortar la cola y las alas a sus hijos? Yo creo que el demonio no será tan estúpido.

—¡Señor conde! —gritó Mendoza, que estaba tras ellos, en la caña del timón—. Guardaos de ese individuo, debe de ser primo o sobrino de Lucifer. Os traerá seguramente la desgracia; lo juro.

—Sobre un tonel de Jerez —replicó el bravo gascón, soltando una sonora carcajada.

Cuatro o cinco cañonazos, disparados desde la extremidad del cabo, resonaron en aquel momento, lanzando sus proyectiles a través del velamen de la fragata.

—Parece que no tiran con azucarillos —dijo el gascón, inclinándose hacia el cabo y desenvainando con gesto trágico su famosa espada—. Que se lancen al abordaje y ya les demostraré cómo se baten los hijos de la Gascuña.

—¡Que el diablo os lleve! —exclamó el corsario.

—¿A dónde? Si él mismo no lo sabe.

—Entonces, que os lleve al paraíso —dijo Mendoza.

—Allí no habrá Alicante de la marquesa de Montelimar…

La voz metálica del hijo del Corsario Rojo sofocó sus últimas palabras:

—¡Fuego! ¡Doblemos el cabo! ¡Ametrallad las chalupas! ¡Fuego!…

Cinco barcazas, tripuladas cada una por veinticinco hombres entre remeros y arcabuceros, avanzaban con furia extendiéndose en abanico para recoger en medio a la fragata y abordarla por los dos lados.

Los arcabuceros iniciaron un fuego vivísimo, apuntando al puente.

Los cañones del alcázar, montados en grandes pernos giratorios, descargaron sobre las dos barcas más próximas una terrible granizada de metralla, en tanto que las diez piezas de estribor lanzaban proyectiles a la espesura, en medio de la cual se ocultaba la artillería española.

Una de las cinco chalupas, la segunda, acribillada por los proyectiles, se hundió repentinamente. Las demás no interrumpieron por esto su marcha y continuaron avanzando, mientras que los arcabuceros redoblaban el fuego.

El hijo del Corsario Rojo, comprendiendo que tenía que habérselas con gente decidida, llevóse la bocina a los labios y gritó:

—¡Todos los bucaneros sobre cubierta!…

Los buques corsarios llevaban siempre a bordo un gran número de aquellos maravillosos tiradores. Puede asegurarse que constituían la verdadera fuerza, porque, como ya se ha dicho, aquellos intrépidos cazadores no erraban jamás el tiro.

A la voz de mando lanzada por el conde treinta hombres de rostros bronceados y muy barbudos, salieron rápidamente a la cubierta, armados con pesados arcabuces de cañón larguísimo y se extendieron a lo largo de la banda de estribor y por el altísimo alcázar.

—¡Vosotros a las chalupas! —gritó el señor de Ventimiglia—. Nosotros a las cincuentenas y a la artillería española.

La batalla se había empeñado con gran ardor de una y otra parte.

Tronaban furiosamente los veintidós cañones de la fragata, y las baterías españolas, que debían hallarse bien emplazadas tras las altas rocas del cabo y en la espesura, respondían con igual rabia.

Era casi golpe por golpe.

Las chalupas, en tanto, no cesaban de avanzar, estrechando el cerco, sin cuidarse del peligro de ser volcadas por la proa de la fragata.

Los bucaneros, sin embargo, detuvieron en seguida su avance. Una lluvia terrible de plomo cayó sobre ellas, causando estragos tremendos.

Serenos, impasibles, disparaban a golpe seguro, matando o inutilizando a un hombre cada vez que hacían fuego.

El «Rayo», guiado por Mendoza, que era el mejor piloto que había a bordo, como también el más seguro artillero, viró de bordo cerca del cabo para recibir el viento de popa y, después de disparar la última andanada, reanudó la marcha, vuelta la proa hacia poniente.

Los artilleros españoles continuaron un rato haciendo fuego, perforando algunas velas, luego lo suspendieron, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos.

—Y bien, amigo Barrejo, ¿qué decís? —preguntó el conde al gascón, que permanecía a su lado, sin revelar la más ligera turbación.

—Digo, señor, que estos filibusteros tienen en mitad del pecho un trozo de cola del compadre Belcebú —contestó el soldado—. He asistido a varios combates en Francia y en España, y nunca he visto hombres tan intrépidos. Uno de vuestros arcabuceros disparaba y fumaba al mismo tiempo.

—Pronto presenciaréis el segundo acto de la función.

—¿Volveremos a batirnos?

—Estamos siguiendo una pista.

—¿A qué pieza?

—Al «Santa María».

—Lo conozco, es un magnífico galeón muy bien armado, señor conde. Por el momento no llevará un maravedí a bordo, porque parte de Santo Domingo. Es probable que vaya a cargar barras de oro en Veracruz, y, por tanto, os aconsejaría que aguardaseis al regreso.

—No es dinero lo que busco —contestó el señor de Ventimiglia encogiéndose de hombros—. Soy un corsario algo distinto de los demás, y no es la sed de oro o de conquistar lo que me ha hecho abandonar a Europa.

Luego, como hablando consigo mismo, añadió:

—¡Cinco o seis horas de ventaja! Será necesario desplegar más lona…

Y en el acto dio una orden a los marineros.

—¿No os parece, amigo Barrejo —prosiguió—, que ha llegado el momento de descansar? En tres días no hemos dormido seis horas.

—Estoy conforme, señor —repuso el aventurero, que bostezaba como un galgo—. Los gascones pueden pasarse sin dormir, según afirman en mi país, pero yo creo que se engañan.

—Entonces buenas noches —dijo el conde, riendo—. Que Mendoza os acompañe a un camarote.

Descendió al puente, cambió algunas palabras con el segundo de a bordo y desapareció bajo el alcázar.

—No se me ocurre nada mejor que imitarlo —murmuró el gascón—. Aquí no hay toneles que saquear…

La fragata, en tanto, seguía con rumbo a poniente, apresurando la marcha. Hallábase cubierta de velas y hacía cara al mar, subiendo y bajando graciosamente a impulso de las olas del Golfo de México.

Los daños causados por el combate, daños casi insignificantes, fueron reparados muy pronto por la marinería; los pocos heridos quedaron confiados al médico de a bordo.

En la toldilla permanecieron veinticinco hombres para el servicio de las velas y algunos artilleros.

Siete u ocho gavieros treparon a las cofas para dar aviso en el caso probable de que el «Santa María» se mostrase, porque los galeones nunca fueron grandes veleros, a causa de su extremada pesadez.

La noche pasó sin novedad. El «Rayo» avanzaba rápido, ora hacia el Sur, ora hacia la costa de Santo Domingo, sin lograr descubrir al galeón.

Apenas comenzó a clarear, el Corsario Rojo apareció sobre cubierta, dispuesto a empeñar la lucha con el «Santa María». El gascón, huelga decirlo estaba allí al lado de Mendoza.

Tenía empeño en demostrar que los naturales de su país no eran dormilones, y que él no cedía a los marineros, acostumbrados a largas vigilias.

—¿No hay necesidad de mover las manos? —preguntó al conde, que observaba atentamente el horizonte con un buen anteojo—. Mi acero se cansa de estar siempre ocioso; ya tiene media pulgada de orín. Al embarcar en una nave filibustera, imaginé que tendría mucho trabajo.

—Y los cañonazos de anoche, amigo Barrejo, ¿los habéis olvidado?

—Los oí solamente, señor conde.

—Debisteis detener las balas con vuestra famosa espada.

El soldado hizo una mueca.

—Tened por seguro que no os faltarán ocasiones para demostrar que los gascones no son menos que los filibusteros —añadió poco después el conde—. Aguardad a que se presente el «Santa María».

—¿Lo abordaremos?

—Los galeones no se rinden sin combatir. No son carabelas, amigo. Ya lo veréis…

Un grito que resonó en lo alto le cortó la frase.

—Vela a babor, frente al trinquete.

—Ya veis cómo os quejabais sin fundamento, amigo Barrejo —afirmó el conde, apuntando con el anteojo en la dirección indicada por el gaviero.

Mendoza llevóse el silbato a los labios. Llamaba a la guardia franca y a los artilleros.

El lugarteniente, que poco antes se había acostado, apareció en el acto sobre cubierta, en tanto que en las baterías se gritaba:

—¡A las armas!… ¡El «Santa María»!…

Que fuese en realidad el galeón que el hijo del Corsario Rojo aguardaba con tanta impaciencia para apoderarse del secretario del marqués de Montelimar, nadie habría podido afirmarlo con plena seguridad, dada la distancia y la débil claridad que alumbraba las aguas del espléndido y grandioso golfo mexicano. Podía ser algún velero corsario, salido de la Tortuga para dar caza a las pequeñas naves costeras españolas que traficaban con Puerto Príncipe o con la isla de Gonave.

El joven capitán seguía atentamente con el anteojo la ruta de la nave señalada. Hasta que la claridad fuese más intensa no se atrevía a aventurar juicio alguno.

—Barco de alto bordo —exclamó al fin, volviéndose hacia su lugarteniente y el gascón, que estaba detrás—. La arboladura es imponente.

—¿Será el «Santa María»? —preguntó el señor Verra.

—Las pequeñas embarcaciones de cabotaje no se atreven a alejarse mucho de tierra cuando se encuentran en aguas surcadas por los filibusteros de la Tortuga, vos lo sabéis como yo. Si no fuese un barco capaz de defenderse, no navegaría tan lejos de la costa.

—¿Doy la orden de que se preparen para la lucha, señor conde?

—Si es un galeón no se rendirá a las primeras intimaciones. Los marinos españoles son valientes. Adoptemos algunas precauciones, porque si se trata en realidad del «Santa María» no le daré tregua hasta que tenga en mi poder a Robles. Este hombre me es absolutamente necesario, ¿me comprendéis, Verra?

—Ya lo cogeremos —repitió el lugarteniente, bajando la escala del puente.

El conde miraba de nuevo con su anteojo. El sol elevábase majestuoso, lanzando oblicuamente sus rayos sobre las aguas, tiñéndolas con mil reflejos de púrpura y oro.

Las velas señaladas destacábanse vivamente sobre la superficie azul del golfo.

Su elevada arboladura distinguíase con claridad en los confines del horizonte visible.

—No puede ser más que el «Santa María» —insistió el conde, bajando el instrumento—. Creo, amigo Barrejo, que tendréis ocasión de dar gusto a las manos, y esta vez demostraréis a mis marineros el valor de los gascones.

—Espero, señor conde, que no me inferiréis la ofensa de dudar de la intrepidez de mis compatriotas —contestó el aventurero—. ¡Mil rayos! Seré el primero en saltar al «Santa María».

—Después que yo —contestó el corsario—. Nadie debe pasar antes que yo.

—Pues bien, seré el segundo —replicó el terrible gascón.

—Y yo el tercero —añadió una voz.

Era Mendoza, que había subido al puente sin que lo viesen.

—¡Ah!… ¿Sois vos, compadre? —dijo el gascón, mientras el conde se dirigía a la toldilla para asegurarse de que los hombres se hallaban en sus puestos de combate.

—No me apartaré de vuestro lado, compañero —aseguró el lobo de mar.

—¿Para vigilarme? —preguntó el aventurero; frunciendo el entrecejo.

—Nada de eso. Para apoderarme de los doblones que lleváis en el bolsillo y evitar que caigan en manos de los españoles; luego haré celebrar un centenar de misas —dijo el vizcaíno, riendo.

—¿Me auguráis la muerte, acaso?

—¡A un gascón! ¡No os parte ni un rayo!

—Estáis en lo cierto, compadre.

—Nadie quiere a vuestros compatriotas; son demasiado peligrosos.

—Exactamente —contestó Barrejo, muy serio.

El conde subía en aquel momento la escala, seguido del segundo de a bordo.

—Es el «Santa María» —dijo a Mendoza, que le interrogaba con la mirada—. No hay posibilidad de engañarse. Encárgate del timón hasta que llegue el momento de disparar un buen cañonazo. Deseo un mástil del galeón.

—Lo tendréis, señor conde —contestó el lobo de mar.

—Cincuenta doblones de regalo si lo consigues.

—¡Rayos y truenos! —exclamó el gascón, mordiéndose los labios—. En mi país, por semejante premio, serían capaces de matar a diez personas. ¿Por qué mi padre no me haría artillero? Así el compadre Mendoza me pagaría el doblón que ha perdido en la bodega de la marquesa. No lo he olvidado. Los gascones tienen buena memoria.

Vivísima agitación reinaba en la fragata.

La noticia de que se trataba de abordar a un galeón español se había esparcido por todas partes y la tripulación entera se preparaba animosamente al ataque, segura de tener no poco que hacer, porque aquellos grandes veleros estaban bien armados y tripulados por marineros escogidos.

El «Rayo» redobló la marcha para alcanzarlo. Todas las velas habían sido desplegadas. Mendoza empuñaba la caña del timón.

El barco español, al descubrir hacia popa una nave corsaria, dirigióse en seguida hacia la costa dominicana, para buscar refugio en cualquiera de los numerosos puertos o radas de la isla, al abrigo de algún fortín.

Descubriendo a tiempo sus intenciones, el conde dirigió al «Rayo» hacia la playa, para impedir que el galeón escapase al abordaje.

Pronto se halló a la altura de la nave enemiga; entonces avanzó resueltamente en línea recta, haciendo comprender a los españoles que no les quedaba más recurso que rendirse a discreción o luchar hasta morir.

—¡A mí, Mendoza! —gritó el conde—. Ha llegado el momento.

El galeón se hallaba solo a una milla de distancia y se movía pesadamente.

Era uno de aquellos grandes barcos que los españoles empleaban para transportar a Europa los tesoros arrancados a las minas, entonces inagotables de México, de Guatemala y de Costa Rica, anchos de costados con dos puentes, pero demasiado pesados para poder competir con las esbeltas naves filibusteras, las cuales, fuertes con el apoyo de los bucaneros, atendían más a la velocidad que al número de cañones.

—¡Mendoza! —gritó el conde—. Derriba el palo mayor de ese galeón y detenlo en mitad de su carrera.

—Si con mi espada pudiera hacerlo, no vacilaría un solo instante —murmuró el gascón—. Mi camarada tiene una suerte loca, pero ya me pagará el doblón.

La nave española, al verse perseguida por un barco de gran porte, capaz de disputarle y hasta de hacerle pagar cara la victoria, cambió bruscamente la ruta acaso con la esperanza de refugiarse en el pequeño puerto de Jacmel y de colocarse bajo la protección de los fortines allí levantados.

Pero tenía que habérselas con audaces hombres de mar, que conocían perfectamente las costas de la isla.

El conde, tan pronto como adivinó las intenciones de sus adversarios, encaminóse hacia tierra para cortarles el paso e impedir que buscasen refugio.

El «Rayo», que conservaba todo su inmenso velamen desplegado, puesto que el viento se le mostraba favorabilísimo, acercábase con la velocidad de una golondrina de mar.

Cuando se halló a quinientos metros del enemigo, disparó un cañonazo con pólvora sola, pero el adversario no hizo caso de la intimación.

Comprendiendo que era imposible alcanzar el pequeño puerto, viró nuevamente, en tanto que la tripulación se disponía a trabar la batalla.

—¡Ah! No quiere detenerse —dijo el conde—. Entérate, Mendoza.

El lobo de mar saltó hacia el cañón de estribor y apuntó al galeón, que a su vez había añadido nuevas velas a las ya desplegadas, para distanciarse lo más posible de la fragata.

—¡Que los demás no hagan fuego! —gritó el conde con la bocina—. Reservad la pólvora para el momento del abordaje. Mendoza, ¿tienes seguridad en tu puntería?

—Concededme siquiera tres balas —contestó el vizcaíno.

—Aunque sean seis, si tú quieres.

—Entonces algún palo caerá; que nadie hable.

—¿Ni yo tampoco? —preguntó Barrejo con socarronería.

—Vos menos que nadie, señor gascón.

Silencio profundo reinaba a bordo de la fragata, interrumpido solo por los golpes de las velas y por los silbidos del viento, que hacía vibrar las cuerdas.

Todos los ojos se hallaban fijos en el galeón, que continuaba su fuga hacia poniente, dispuesto siempre a virar hacia la playa, que aparecía visible y distante solo seis o siete millas.

Mendoza rectificaba la puntería, murmurado y resoplando como una foca.

Sabido es que los tiros en el mar sobre un cuerpo visible y con las bruscas sacudidas que experimenta la nave, resultaban siempre dificilísimos, sobre todo desde los veleros, que no tienen estabilidad absoluta a causa de las ráfagas de viento. La empresa del vizcaíno no era, pues, cosa digna de risa.

Una violenta detonación hizo estremecerse al alcázar del «Rayo»; el cañón, al fin, había hecho fuego.

Mendoza y Barrejo, que estaban cerca, saltaron en medio de la densa nube de humo, en tanto que el conde y Verra se inclinaban sobre el puente, como si tratasen de seguir la trayectoria del proyectil.

El vizcaíno lanzó un grito de cólera. No había caído el palo mayor, sino el mástil de la inmensa vela de gavia, tronchando algunos metros solo por bajo de la cofa.

—¡Ah, lobo mío! —exclamó el conde—, no has arrancado al pájaro más que una pluma. Era un ala lo que yo quería.

—Aún tengo cinco balas a mi disposición, capitán —contestó el filibustero.

—No te desesperes; una pluma ya es algo, y el galeón no correrá como antes.

Un estampido formidable ahogó sus últimas palabras.

El galeón había disparado al mismo tiempo todos sus cañones de babor; pero como el alcance de la artillería antigua era muy corto, los proyectiles no llegaron hasta la fragata.

—Esa gente tiene hierro y pólvora de sobra —dijo el conde—. ¿Habrán querido asustarnos? ¡Oh! Estamos familiarizados con esta música, ¿no es verdad, amigo Verra?

—Sobre nosotros no produce el menor efecto —contestó el oficial, que estaba llenando tranquilamente su pipa. Antes de que las balas lleguen hasta nosotros, habré acabado de fumar.

Entre tanto, Mendoza, auxiliado por algunos filibusteros, había vuelto a cargar la pieza de artillería, no pudiendo por el momento servirse de la otra a causa de la posición que ocupaba la nave española.

Por segunda vez había corregido la puntería.

Los españoles aprovecháronse en seguida de aquella tregua para asegurar la vela y clavar un trozo de madera en la cofa, dada la imposibilidad de sustituir el mástil.

—Compadre —dijo el gascón a Mendoza—, cuidad de ganar los doblones, o no podréis pagarme el que habéis perdido en la bodega de la marquesa.

El filibustero no respondió; seguía observando, moviendo lentamente la boca de la pieza de artillería para mantenerla en la línea del galeón.

El tiro salió; un segundo después estallaron un ¡viva! fragoroso y gritos de:

—¡Bravo, Mendoza!

No era otra pluma lo que el vizcaíno había arrancado a la nave adversaria. El palo mayor, tronchado por abajo de la cofa, había caído sobre el galeón, inclinándose violentamente del lado de babor.

En la caída arrastró la gran vela latina y la cuadrada, que cubrieron parte de la tripulación.

—¡He aquí un tiro maravilloso! —exclamó Barrejo—. Mi doblón está seguro.

—¿Estáis satisfecho, señor conde? —preguntó Mendoza, con aire de triunfo.

El señor de Ventimiglia, en vez de responder, desenvainó la espada, gritando con voz tonante:

—¡Al abordaje, muchachos!… ¡Dentro de diez minutos el galeón será nuestro!…

Capítulo XII. El secretario del Marqués de Montelimar

El galeón detenido en mitad de su carrera, no podía ya evitar el ataque de la fragata.

Los españoles, pasado el primer momento de terror, emprendieron la tarea de desembarazar al barco del palo, que podía impedirles los movimientos al ocurrir el abordaje.

Atacáronlo con hachas y sierras, en tanto que los hombres adscritos a las baterías iniciaban un fuego infernal, con la esperanza de mantener alejada a la nave corsaria. El «Rayo», a su vez, comenzó a responder con gran valor, y no solamente con la artillería. Los bucaneros habían subido a cubierta y viendo al galeón a tiro, prodigaron las balas, apuntando sobre todo a los oficiales.

La distancia desaparecía rápidamente, porque la fragata forzaba su marcha para impedir que los españoles se rehicieran.

Los cañonazos sucedíanse a los cañonazos, ora a lo alto para derribar la arboladura, ora hacia abajo, casi a nivel del agua para agujerear el casco.

Los hombres encargados de tapar las brechas abiertas por las balas, no se daban punto de reposo y caían en gran número sobre los bancos.

También en la cubierta los estragos eran grandes, especialmente en el galeón, que no tenía cañones emplazados en el alcázar; además, sus arcabuceros no podían competir en la precisión de los tiros con los formidables bucaneros.

No habían transcurrido diez minutos, cuando el «Rayo» envuelto en una nube de humo, cayó sobre el «Santa María».

El lugarteniente, que empuñaba la barra del timón, abordó al barco enemigo por la popa, enredando el bauprés en los obenques del artimón, en tanto que los gavieros de proa hacían esfuerzos para atenuar el choque.

La sacudida, sin embargo, fue tal, que las dos naves se inclinaron de una manera espantosa, la una a babor y a estribor la otra.

La voz del hijo del Corsario Rojo vibró como el eco de un clarín.

—¡A mí los bucaneros!… ¡Al puente los hombres de baterías!…

Precipitóse hacia el castillo de proa, seguido del gascón que hacía con su acero terribles molinetes, de Mendoza, que esgrimía un hacha, y de los bucaneros, que habían vuelto a cargar sus arcabuces.

Treinta o cuarenta españoles invadieron el alcázar para cerrar el paso a los invasores, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Mueran los corsarios!… ¡Al agua con ellos!…

El conde de Ventimiglia, el gascón y Mendoza fueron los primeros, corriendo por el bauprés, en caer sobre la nave española, descargando las pistolas, y en asaltar el alcázar.

Precisamente en aquel instante la fragata que no estaba sujetada todavía al galeón con los garfios, retrocedió dejando a los tres valientes.

El momento era trágico, porque los bucaneros no podían lanzarse al abordaje; hubieran tenido que salvar, de un salto media docena de metros, cosa absolutamente imposible aun para aquellos intrépidos cazadores, por ágiles que fuesen.

Un grito resonó a borda de la fragata.

—¡Salvemos al conde!…

Los españoles, armados con espadas, hachas y alabardas, arrojáronse sobre los tres audaces invasores, seguros de vencerlos con facilidad. Tenían, sin embargo, que habérselas con tiradores formidables.

El señor de Ventimiglia, sin aterrarse ante lo crítico de la situación, trabó resueltamente la lucha, esperando a que bucaneros y filibusteros corriesen en su auxilio.

Digno sobrino del Corsario Negro, el tirador más famoso del Golfo de México, lanzóse sobre los enemigos con ímpetu feroz, trabando un combate homérico.

El gascón, como si quisiera demostrar que si los hijos de su tierra eran fanfarrones, poseían brazos robustos y corazones intrépidos, le seguía, asestando golpes furiosos y gritando como un energúmeno:

—¡Paso a los gascones!…

Mendoza, por su parte, descargaba hachazos tremendos, dividiendo yelmos y corazas y rompiendo espadas y alabardas.

Parecían tres diablos desencadenados.

Silbaba la espada del conde y chocaban de una manera formidable el acero del gascón y el hacha del vizcaíno.

Sin embargo, la lucha de tres contra ciento, porque las escotillas del galeón no dejaban de vomitar hombres, no podía durar mucho tiempo sin auxilio de los bucaneros.

Viendo al conde en peligro, aquellos maravillosos tiradores abrieron un tiroteo vivísimo, que los gavieros, desde las cofas, dejaban caer cogiendo de costado a los españoles, en tanto lanzaban granadas de las que entonces se utilizaban para ser lanzadas con la mano, sin preocuparse del peligro de que estallasen bajo sus ojos.

Entre tanto los marineros de la fragata no permanecían ociosos. Con increíble rapidez arrojaron los garfios de abordaje, para unir a los dos barcos en estrecho y peligroso abrazo.

Ya el conde y sus compañeros iban a ceder ante los españoles, que los rodeaban por todas partes, cuando los bucaneros saltaron sobre el alcázar del galeón, sin esperar a que estuviesen unidos los dos grandes barcos.

Una descarga terrible, que produjo verdaderos estragos, obligó a replegarse a los invasores entre el trinquete y el mástil del artimón, donde rápidamente habían levantado una barricada con fardos, toneles, palos de recambio y cañones fuera de uso, que ya solo servían como lastre.

Toda la defensa del galeón debía concentrarse en aquel lugar.

El hijo del Corsario Rojo, que había escapado incólume del primer encuentro, reorganizó rápidamente a sus bucaneros, que abandonaron los arcabuces para empuñar los cortos y pesados sables de abordaje, y emprendieron con ímpetu el ataque, en tanto que los filibusteros asaltaban el alcázar del galeón, en medio de feroz gritería.

En seguida dirigióse el conde hacia la barricada, pero tuvo que retroceder ante la encarnizada resistencia de los españoles, que se defendían con las alabardas.

No se desanimó sin embargo, por este primer fracaso.

Aguardó a que los filibusteros se reconcentrasen, y por segunda vez se lanzó al asalto, mientras que las dos piezas de artillería disparaban metralla sobre el castillo de proa del galeón, donde se habían reunido veinte arcabuceros que sostenían un fuego vivísimo y mortal.

Entre tanto, los artilleros de las dos naves cambiaban desde las baterías pistoletazos y algunos tiros de cañón, produciendo gigantescas llamaradas que podían originar un terrible incendio.

Ante la barricada combatíase con ciego furor.

Los españoles oponían resistencia desesperadamente y no cedían el campo, aunque los bucaneros, que habían vuelto a empuñar los arcabuces —mucho más útiles que los sables en aquel momento—, los fusilaban casi a quemaropa y los gavieros continuaban lanzando granadas.

El hijo del Corsario Rojo, seguido del gascón, subió tres veces a la barricada, y otras tantas tuvo que bajar, para no caer bajo los golpes de las picas y de las alabardas.

—¡Amigos! —gritó, volviéndose un instante hacia los filibusteros, que parecían vacilar—. ¡Un último esfuerzo y el galeón es nuestro!…

Por cuarta vez la tripulación de la fragata intentó el asalto con rabia feroz; después de un sangriento combate cuerpo a cuerpo, logró apoderarse de la barricada, no sin sufrir pérdidas considerables.

Los españoles, que no pudieron resistir aquel choque tan tremendo, replegáronse en masa hacia el castillo de proa, tal vez con el propósito de intentar la última resistencia.

El señor de Ventimiglia, de pie en lo alto de la barricada, levantó el acero tinto en sangre, gritando:

—¡La rendición o la muerte!… ¡Elegid!…

Los españoles permanecieron silenciosos, empuñando siempre las armas. De seguro que aquellos valientes sentían el deseo de reanudar la lucha; pero después de contarse y de comprobar que sus pérdidas eran enormes y sus fuerzas escasas para reconquistar el terreno perdido, decidieron arrojar sus aceros sobre el puente.

El capitán del galeón, un anciano de luenga barba blanca, que se había batido heroicamente en primera fila, bajó la escala del castillo de proa y avanzó solo hacia la barricada tras la cual estaban los bucaneros con los arcabuces cargados.

—¿Qué intentáis hacer ahora con nosotros? —preguntó mirando al conde con ira—. ¿Arrojarnos al mar acaso?

El señor de Ventimiglia hizo con la cabeza un signo negativo; luego, avanzando unos pasos, con el sombrero en la mano, contestó:

—El hijo del Corsario Rojo, conde Ventimiglia y señor de Roccabruna y de Valpenta, sabe estimar el valor desgraciado, señor.

—¡El hijo del Corsario Rojo! —exclamó el capitán del galeón—. ¡El sobrino del famoso Corsario Negro! Los tripulantes de mi barco nada tienen que temer de un caballero. Señor conde, os saludo, ¿qué deseáis?

—Que me sea entregada una persona que se encuentra a bordo de vuestra nave —contestó el señor de Ventimiglia.

—¿Quién es?

—El secretario del marqués de Montelimar.

Un grito se dejó oír en medio de la tripulación; luego, un hombre que representaba cuarenta años, de mediana estatura, con barba y bigote negro y ojos penetrantes, abrióse paso entre los marineros y bajó rápidamente la escala.

—¿Me buscáis? —preguntó, avanzando hacia el conde.

—Sí, señor Robles —contestó el corsario.

—¿Qué deseáis?

—Que paséis a mi fragata.

—¿Prisionero?

—¿Suponéis que he asaltado el galeón por el capricho de saquearlo o de causar estragos en sus tripulantes? Soy un filibustero muy distinto de los demás.

—Y del resto de la tripulación, ¿qué haréis?

—Dejarla en libertad —contestó el señor de Ventimiglia.

—¿Qué decís?

—Que queda en libertad, repito.

—Y entonces, ¿este furioso combate no tenía más objeto que el de hacerme prisionero? —preguntó el secretario del marqués de Montelimar, estupefacto.

—Precisamente.

—Pero ¿qué es lo que de mí deseáis?

—No puedo decíroslo ahora mismo. Pasad a mi fragata y que el galeón continúe su viaje.

—¿Sin saquearlo? —preguntó el capitán, adelantándose.

El conde le contempló algunos instantes, sonriendo de su sorpresa; luego dijo:

—¿En cuánto estimáis las riquezas que contiene vuestro barco capitán?

—En diez mil doblones.

—¿No lleváis barras de oro?

—Ninguna.

—Pagaré a mi gente los doblones que hubiera podido saquear en vuestra nave —contestó el conde.

—¿Y la bandera de España?

—Continuará ondeando en el asta de popa —respondió el conde—. El pabellón español no se humilla ante el hijo del Corsario Rojo, mejor dicho, ante el conde de Ventimiglia. Vaya, todos sois libres, con excepción del secretario del marqués de Montelimar.

El capitán del galeón, que conservaba en la mano la espada, tinta en la sangre de los filibusteros, hizo ademán de arrojarla a tierra, pero el conde le detuvo con un gesto rápido, diciéndole:

—Conservadla, señor, para otras batallas más afortunadas; yo no soy, como la mayoría de los filibusteros enemigo jurado de vuestra raza. Me basta con cumplir mi misión.

—¿Cuál es?

—Constituye un secreto que no puedo confiaros. Señor de Robles, ¿queréis seguirme, o no? De vuestra respuesta depende la salvación de este barco. Si os negáis, juro que no quedará del galeón ni una tabla flotante, que daré a mi gente la orden de saqueo y mandaré arriar la bandera española. Os concedo un solo minuto, nada más.

El secretario del marqués de Montelimar vaciló breves instantes; luego dijo:

—Antes que ver humillada a la bandera de mi patria, me entrego, señor conde. Confío mi vida a vuestra lealtad…

El señor de Ventimiglia no contestó.

Entonces el secretario avanzó algunos pasos.

—Aquí me tenéis conde —dijo.

—A bordo, amigos míos —ordenó el corsario.

Filibusteros y bucaneros abandonaron la barricada y se dirigieron lentamente hacia la fragata, sin dejar de apuntar con los arcabuces a los españoles, por miedo a una sorpresa.

El secretario del marqués de Montelimar, intensamente pálido, los seguía.

Cuando el hijo del Corsario Rojo los vio atravesar el bauprés y poner el pie en el castillo de proa del «Rayo», gritó con voz tonante.

—Retirad los garfios de abordaje y desplegad las velas.

La maniobra fue ejecutada por los marineros de servicio, en tanto que los artilleros, temerosos de una sorpresa, permanecían inmóviles en las baterías.

El conde, de pie en la elevada proa de la fragata, quitóse el sombrero, y después de levantar la espada, la bajó, gritando a sus subordinados:

—¡Saludad la insignia de la vieja España! ¡Os lo ordena el sobrino del Corsario Negro y del Verde! ¡Saludad a los valientes!

En tanto que la fragata, libre de los garfios de abordaje, retrocedía lentamente, los bucaneros hicieron una descarga con los arcabuces, apuntando hacia arriba, con no poco asombro de los españoles, que continuaban agrupados en el castillo de proa del galeón.

Los hijos de la hidalga tierra española no quisieron ser menos que los filibusteros y disparaban también al aire, gritando:

—¡Buen viaje!

La fragata emprendió de nuevo su ruta hacia el poniente, mientras el galeón, que había salido mal parado de la refriega, ponía la proa hacia la costa dominicana para buscar refugio en cualquier puerto.

—¡Mil truenos! —exclamó el gascón, cuando los dos barcos se hallaron distanciados trescientos o cuatrocientos metros—. ¡Estos son combates!… Pero el caso es que después de tantas fatigas, no he sacado un maravedí. Si hubiese estado en el puesto del señor de Ventimiglia, de seguro que no dejo un doblón siquiera en aquel maldito buque. ¡Veinte muertos por apoderarse de un mísero secretario! ¡Esto no valía una pipa de tabaco!

Volvióse hacia Mendoza, que no menos avaro que él, contaba el dinero que el conde, como hombre de palabra, había hecho distribuir en compensación de los diez mil doblones que llevaba a bordo el barco español.

—¡Hola, compadre! —exclamó—. Por lo visto os han pagado.

—El conde es un perfecto caballero —dijo Mendoza—. Tiene palabra de rey.

—Pues no os olvidéis de aquel doblón que apostamos en la bodega de la marquesa. ¿Era Jerez o Alicante?

—Jerez.

—Los vizcaínos son menos atentos que los gascones. ¡Vive Dios!… Era Alicante. De vinos españoles entiendo mucho.

—Los vizcaínos son muy atentos —contestó gravemente Mendoza—. Reconozco mi error; mas por ahora, amigo Barrejo, no cobraréis vuestro doblón, porque habiéndolo apostado en una bodega, en otra bodega debemos beberlo. ¿Qué os parece?

—En mi vida he visto una persona más astuta —refunfuñó Barrejo. Yo creía que los gascones eran los más astutos del orbe, pero ahora descubro, que los vizcaínos son…

—¿Qué?… —preguntó Mendoza riendo.

—La flor de la truhanería.

—¿Queréis provocarme, amigo Barrejo? Ya sabía que los gascones son espadachines y además camorristas.

—¿Y los vizcaínos?

—Testarudos.

—Una palabra muy sonora que nada dice —replicó el gascón.

—¡Caracoles!… Quiere decir que cuando un vizcaíno afirma una cosa, vivo o muerto será siempre aquello.

—¡Ah!… ¡Ya comprendo!… Aludís a lo de beber el doblón —dijo el aventurero, riendo.

—Veo que sois perspicaz.

—¡Que el diablo os lleve!

—Tened por seguro que nos beberemos el dinero en cualquier taberna de la América Central —replicó Mendoza.

En tanto que los dos camaradas discutían acerca del doblón y la fragata proseguía su rumbo hacia poniente, reparando lo mejor posible los daños sufridos en el encarnizado combate, el señor de Ventimiglia rogó cortésmente al secretario del marqués de Montelimar que le siguiese a su camarote.

—Sentaos, caballero —dijo el conde, después de cerrar la puerta, indicándole una silla—. Tenemos mucho que hablar.

—Me asombra extraordinariamente —contestó el señor Robles, que aparecía pálido y muy agitado—. Creo, señor, que nos vemos por vez primera.

—No es así, porque desde hace algunos meses me encuentro en aguas del golfo de México.

—¿Con qué objeto?

—Ante todo con el de encontraros —contestó el conde, tomando asiento frente al secretario.

—¿Sois, pues, un hombre notable?

—Ahora lo sabréis. Por teneros entre mis manos, he puesto en peligro mi fragata, mi vida y la de mis valientes subordinados. ¿Sabéis quién soy?

—El hijo del Corsario Rojo…

—¿Habéis conocido a mi padre?

El secretario del marqués de Montelimar se puso lívido, pero no respondió.

—Caballero —observó el conde con acento áspero—, no olvidéis que os halláis completamente a merced mía y que si soy noble, llevo también en las venas sangre de los formidables corsarios que devastaron las colonias españolas del golfo mexicano. Responded a mi pregunta.

—Pues bien, sí lo he conocido —contestó el señor de Robles.

—¿Dónde?

—En Maracaibo.

—¿Cuándo?

—El día anterior a su suplicio.

Esta vez fue el conde quien se puso intensamente pálido, en tanto que un relámpago de ira le iluminaba los ojos.

—¿Sabían que ahorcaban a un noble? —preguntó con voz sorda, apretando los dientes.

—Creo que sí.

—¿Quién pronunció la sentencia de muerte de mi padre y de todos los marineros que se salvaron del naufragio?

—No lo sé.

—Es inútil que tratéis de engañarme —exclamó el señor de Ventimiglia, poniéndose en pie—. Fue el marqués de Montelimar.

—¿Por qué me lo preguntáis entonces?

—Porque deseaba adquirir completa seguridad.

El conde avanzó algunos pasos; luego, deteniéndose bruscamente ante el secretario del marqués de Montelimar, le dijo:

—Mi padre y mis dos tíos, el corsario Negro y el Verde, habían venido a América para vengar a un hermano mayor, muerto a traición por el duque de Wan Guld y no para robar y saquear como los filibusteros de la Tortuga.

—Ya lo sabía por vuestro embajador acreditado en la corte del duque de Saboya —contestó el señor de Robles.

El conde hizo un ademán con la diestra, como para alejar algún lejano recuerdo; luego dijo:

—Volvamos a nuestro tema, señor. Mi padre, antes de partir para América en compañía de sus hermanos el Corsario Negro y el Verde, casó con una princesa del Brabante, que murió al darme a luz. No sé en qué época contrajo aquí segundas nupcias con la hija del gran cacique Hara, rey de Darién, de la cual tuvo una hija. ¿No habéis oído hablar de esto?

—Sí, vagamente.

—Cuando el buque de mi padre naufragó en las costas de Maracaibo, la niña pudo salvarse, ¿no es verdad?

—¿Quién os lo ha dicho?

—Cierto día, revolviendo las cartas de mi padre, supe que tenía una hermanita en América. Morgan, que en la actualidad es gobernador de Jamaica y está casado con Yolanda, la hija del Corsario Negro, me ha confirmado recientemente la exactitud de la noticia. ¿Qué hizo el marqués de Montelimar con aquella niña? ¡Hablad, vive Dios! Porque si cometió alguna infamia, ¡ay del marqués!… ¡Un Ventimiglia no perdona!…

El hijo del Corsario Rojo, al expresarse de esta manera, aparecía terrible.

Su rostro, alterado, tomaba un aspecto salvaje y sus ojos despedían relámpagos siniestros.

—¿Me habéis comprendido? —gritó con furia—. ¿Qué ha sido de mi hermana? He venido expresamente a América para buscarla, y estoy resuelto a asolar el Continente entero. Os repito que llevo en las venas sangre de gente de guerra y de corsarios, y haré ver a vuestros compatriotas de lo que es capaz un Ventimiglia.

—Calmaos, señor conde —dijo el secretario.

—¿Vive mi hermana, o ha muerto?

—Vive.

—¿Me lo juráis?

—Por mi honor.

—Con esta afirmación habéis salvado la vida del marqués.

—¿Pensabais matarlo?

—Sí, con una buena estocada —repuso el conde—. Un noble no rehúsa batirse cuando otro noble lo desafía. ¿Dónde está mi hermana?

—¡Oh!… No lo sé, señor conde; os lo juro por mi honor.

—¿Habrá que poner vuestro honor en duda? —preguntó el señor de Ventimiglia con un gesto de amenaza—. ¿Tendré necesidad de ir en busca del marqués para pedirle noticias de mi hermana? Contestadme.

El secretario palideció, luego enrojeció vivamente.

—Señor conde —dijo con voz temblorosa—, cuando un español jura por su honor, no hay noble en Europa capaz de desmentirle. Si dudáis, estoy dispuesto a cruzar mi espada con la vuestra.

El señor de Ventimiglia lo contemplaba con profunda sorpresa. Durante algunos segundos oprimió la empuñadura de su acero; luego dijo:

—No, señor; no hay motivo para que nos matemos. Os he ofendido injustamente, y como caballero, os pido mil perdones. ¿Ignoráis, pues, dónde se encuentra mi hermana?

—Oí decir una noche al marqués de Montelimar que la había confiado a un mayoral de la costa del Pacífico.

—¿De Panamá, o de dónde?

—Esto no lo sé, os aseguro solemnemente, señor de Ventimiglia.

—¿A un mayoral? ¿Qué es? No conozco a fondo vuestra lengua.

—Es una especie de mayordomo —contestó el señor de Robles.

—¿No lo conocéis?

—No.

—Entonces será preciso que yo vaya a buscar al marqués.

—En el supuesto de que logréis averiguar dónde se encuentra.

—Ya lo sé —repuso el conde.

—¡Imposible!…

—En ese caso os diré que el marqués se halla actualmente en Pueblo Viejo.

El señor de Robles dio un brinco e hizo un gesto de ira.

—¿Quién os lo ha dicho? —preguntó con los dientes apretados—. La marquesa de Montelimar, ¿no es cierto? ¡Oh!… sé que siempre ha odiado a su cuñado, como sé también que ha favorecido vuestra fuga de Santiago.

—Os engañáis, señor —repuso el conde—. Lo sabía con anterioridad por mi primo Morgan.

—¿El hombre funesto que saqueó a Panamá y que se ha casado con Yolanda, la hija del Corsario Negro?

—Precisamente señor de Robles.

El secretario del marqués de Montelimar se mordió los labios hasta hacerse sangre.

—¿Y vais a ver al marqués?

—Ya os he dicho que he venido a América, ante todo, para buscar a mi hermana.

—¿Y luego?

—¡Ah!… Lo demás no os interesa, señor.

—Pero se adivina: habéis emprendido el viaje para vengar a vuestro padre.

—Yo no he dicho tal cosa. ¿Conocéis el lugar donde se encuentra la sobrina del gran cacique del Darién?

—Os repito que no. Fue confiada a un mayoral, he aquí todo cuanto sé.

—Me lo dirá el marqués —replicó el conde, levantándose impetuosamente—. Entretanto, os advierto que sois mi prisionero hasta que haya cumplido mi misión, y que dos hombres os vigilarán noche y día. No contéis, pues, con una tentativa imposible de fuga, porque mis filibusteros son de una fidelidad a toda prueba y no vacilarán un solo instante en mataros. Además, haré cuanto está a mi alcance para que os resulte menos dura la prisión, porque comeréis en mi mesa y seréis tratado con todas las consideraciones que se merece un caballero español. Y hasta la vista; podéis retiraros a descansar a vuestro camarote, que está enfrente; sois mi huésped.

Dicho esto, salió el conde y subió a cubierta, donde le aguardaban con viva impaciencia su lugarteniente, Mendoza y el terrible gascón.

—¿Sabéis algo? —le preguntó Verra.

—He adquirido al fin la certeza de que mi hermana vive —contestó el señor de Ventimiglia—. No podéis imaginar el deseo que tengo de ver a esa niña de color obscuro. Será muy celebrada en la corte del duque de Saboya, donde no se ignora la historia de los tres formidables corsarios.

Luego, volviéndose hacia Mendoza, le preguntó:

—Tú que eres uno de los más viejos filibusteros y que combatiste con mi padre y con mis tíos, ¿crees que me bastaré solo para llevar mi empresa hasta el fin?

—No, señor conde —contestó el marinero—. No se repite dos veces la fortuna de Morgan, y los españoles son muy fuertes en la América Central. ¿Quién negará auxilio al hijo del Corsario Rojo y al sobrino de los corsarios Verde y Negro? ¿Acaso no operan los más famosos filibusteros al otro lado del istmo? David, Pusley y Grogner están allá. Vamos en su busca y ninguno de ellos rehusará poner sus naves, su gente, sus espadas y sus piezas de artillería a la disposición de un conde de Ventimiglia.

—¿Lograremos encontrarlos?

—Sé positivamente que después de la desastrosa expedición hacia el estrecho de Magallanes han conquistado la isla de San Juan, y allí meditan algún golpe audaz contra los españoles.

—¿San Juan has dicho?

—Sí, un islote que no dista más que cinco leguas del continente. Vamos en busca de esos bravos, señor conde, y cogeremos al marqués de Montelimar, a la vez que saqueamos de nuevo Panamá. Los filibusteros no conocen el miedo, siempre los encontraréis dispuestos a acometer cualquier empresa.

—Son los modernos gascones —dijo Barrejo—. ¡Qué gente tan maravillosa!

El conde permaneció un instante sumergido en su pensamiento; luego exclamó:

—Creo también que no es posible obrar de otra manera. El auxilio de esos terribles filibusteros me es indispensable para combatir con el marqués de Montelimar. ¿Será cierto, Mendoza, que se encuentran en las costas del Pacífico? Morgan me aseguró que habían partido hacia el Sur para doblar la Tierra de Fuego y volver al golfo.

—Exacto, señor conde, pero la empresa les salió mal y la mayoría de los expedicionarios volvió hacia el Septentrión. Se dice que suman más de ochocientos hombres y que se proponen saquear toda la América Central.

—¡Oh!… Con semejante fuerza no me asombraría. Sé bien cuánto valen esos hombres. ¿Y dónde dejaremos la fragata?

—En la isla Tortuga, señor —contestó el lugarteniente—. Ya sabéis que los españoles no se atreven a atacar la roca de los filibusteros. ¿Queréis confiarme el encargo? Dejadme treinta hombres y de mi cuenta corre burlar a las carabelas y a los galeones españoles.

—Además, ¿no contáis con vuestro primo? —dijo Mendoza—. La Jamaica tiene puertos seguros y el señor Morgan es hombre capaz de defender vuestra fragata de todos los ataques de los españoles y de cubrirla con la bandera inglesa.

—Mejor será —replicó el señor de Ventimiglia—. Verra, indicad la ruta a los pilotos y vamos, ante todo, a Pueblo Viejo, en busca del marqués de Montelimar. ¡Ay de él si no me revela dónde se encuentra mi hermana!… ¡Seré implacable como mi tío, el Corsario Negro!…

SEGUNDA PARTE

Capítulo I. Dos filibusteros fanfarrones

—¿Y esto es Jerez, o Alicante?

—Os juro por mi vida que ya no lo distingo, compadre.

—¿Habéis bebido demasiado?

—¡Un gascón! ¿Qué estáis diciendo, amigo Mendoza?… ¿Queréis ofenderme?

—No, por cierto, camarada.

—Los gascones no toleran ofensas.

—De sobra lo sé, amigo Barrejo —contestó el compañero—. ¿Acaso no somos del mar de Vizcaya?

—Vos sois de la otra orilla.

—Pero en cambio, vos no sois marinero, y por tanto no sabéis orientaros.

—¡Un gascón!…

—Lo dicho… No sabéis orientaros en cuestiones de vinos. ¿Deseáis una prueba? Pues ignoráis si en este momento bebemos Jerez o Alicante.

El aventurero rascóse la cabeza, haciendo algunas muecas, luego cogió el vaso que tenía delante y con gran solemnidad bebió el líquido que contenía.

—Os advierto, compadre, que no pago lo que estáis consumiendo, porque el famoso doblón que apostamos en la bodega de la marquesa de Montelimar nos lo hemos ya bebido.

—¿Todo el doblón? —gritó Barrejo.

—Acaba de decírmelo el tabernero.

—Ese individuo es un ladronzuelo… ¡Qué nos hemos bebido un doblón! ¿A cuánto cobra la botella?

—¡Qué sé yo! La aritmética nunca ha sido mi fuerte.

—Os repito que es un ladronzuelo.

—Es probable; sin embargo, no iré a decírselo en su cara.

—Porque no sois gascón.

—¿Tenéis ganas de pendencia? Ya sabéis que el señor conde nos ha recomendado gran prudencia, advirtiendo que nos encontramos en medio de enemigos.

—Un gascón no siente nunca miedo. Voy a romper la cabeza a ese truhan, que cobra por cualquier botella varios doblones.

—Uno… uno solo, compadre —dijo Mendoza.

—En Gascuña, con un solo doblón, se bebe un año entero.

—Aquí estamos en América.

El gascón, que había bebido demasiado se puso en pie de un salto.

—¡Ladrones taberneros! —gritó, rompiendo el vaso que acababan de servirle—. ¡Eso es vaciar los bolsillos!…

Esta escena cómica, que según todas las probabilidades podía convertirse en trágica de un momento a otro, ocurría en una de las numerosas tabernas de Pueblo Viejo, ciudad española, distante a lo sumo diez leguas de la costa del Océano Pacífico, bien defendida por fuertes y artillería, y que comenzaba en aquella época a adquirir cierta importancia a pesar de la vecindad de Nueva Granada.

La taberna era una de las más respetables de la ciudad, frecuentada asiduamente por los vecinos del Golfo de México, cargados de oro y dispuestos siempre a promover alborotos; y todo ello, porque el tabernero ofrecía a su distinguida clientela Jerez y Alicante auténticos, que habían atravesado el Atlántico.

Ante la injuria del gascón, de entre los treinta o cuarenta bebedores que ocupaban en aquel momento la sala de la taberna vaciando sus vasos y charlando amistosamente de mesa a mesa, elevóse un grito de indignación:

—¿Quién nos ofende?

—¡Arrojad a ese borrachón!

—¡Acogotad a ese mamarracho!…

—¡Fuera!… ¡Fuera!…

El gascón púsose en pie, rojo como un cangrejo cocido, apoyada la siniestra fieramente en su terrible acero.

—Parece que se grita contra mí —dijo, clavando en los concurrentes sus ojillos negros.

—¡Fuera, mentecato! —voceó un hombre muy barbudo, que llevaba al cinto una espada no menos larga que la del gascón.

Barrejo volvióse hacia el vizcaíno, que seguía bebiendo tranquilamente, como si la cuestión no le interesase.

—Compadre, ¿habéis visto qué gente más descarada? —le preguntó.

—Cuando paladeo vino bueno, me vuelvo sordo —contestó el vizcaíno, que se mordía los labios para no reír.

—Yo hago una tortilla con todos estos papagayos…

—Cuidado con esos papagayos que tienen pico y garras y son capaces de despedazar a un gascón —repuso Mendoza—. Pican fuerte y no les falta valor cuando llega el caso, yo os lo aseguro.

Los aventureros se habían agrupado en un ángulo de la sala, gritando sin cesar:

—¡Fuera!… ¡Fuera!…

—¿A quién decís fuera? —rugió el gascón, con voz de trueno.

—A ti, que eres un borracho —respondió el hombre de las barbas.

—¡A un gascón!…

En aquel momento apareció el tabernero, armado con una pesada cacerola y seguido de cuatro pinches que se habían provisto de asadores tan apresuradamente que uno de ellos llevaba ensartado un ánade medio tostado.

—¿Qué quiere esta gente? —preguntó Barrejo.

Luego, al ver el ánade clavado en el asador, exclamó con voz ronca:

—¡Ese muerto para mí, tabernero ladrón!… Nos servirá de cena, yo pago ahora; ¿os conviene Mendoza?

—¡Te rompo las narices, idiota! —chilló el tabernero—. Y después te abriré la cabeza con la cacerola.

Una carcajada estrepitosa resonó al oír la respuesta del tabernero; pero el terrible gascón no se rio.

—¡Mil truenos! —gritó—. ¿Desde cuándo se ataca a los gascones a cacerolazos?… Tabernero bribón, deja al menos el puesto de sus ayudantes. Estos tienen asadores, y los asadores son armas en todos los países del mundo.

Todos riéronse de la respuesta de Barrejo; pero acaso con más ganas que nadie, rio el vizcaíno, aunque le desagradaba aquel tumulto tan comprometedor, después de las recomendaciones del hijo del Corsario Rojo.

—Este hombre es peligroso —repetía el bravo marinero—. Mi doblón se le ha subido al cerebro y no sé lo que acabará haciendo este pariente próximo del diablo. Es probable que nuestra misión termine aquí.

El tabernero, irritado por la risa burlona de los concurrentes, levantaba la cacerola vociferando furiosamente:

—¡Fuera de aquí borrachón, o te rompo los hocicos! ¡Ea… pronto!… ¡No quiero escándalos en mi casa!…

Barrejo, de rojo que estaba, se puso pálido.

—¡Miserable! —exclamó—. Los animales como tú son los que tienen hocico. Te sacaré la sangre y la daré a beber a esta digna compañía.

Un grito de indignación se alzó entre los presentes.

—¡Bébela tú!…

—¡Vive Dios! —gritó el gascón—. Entonces la beberá mi espada.

—Si tiene sed —dijo Mendoza, que no cesaba de reír.

El tabernero avanzó algunos pasos más, empuñando siempre la terrible cacerola.

Era un hombre alto y muy grueso, capaz de dar una lección solemne al aventurero, si en las manos hubiese tenido algo mejor que una vasija de cocina.

Seguro del eficaz auxilio de sus ayudantes y de los clientes, dirigióse con aire resuelto hacia el gascón, exclamando:

—¿Sales o no, borracho? A mi taberna viene gente honrada, poco amiga de que la molesten.

—Y que se deja robar a mansalva —contestó Barrejo—, porque eres el ladrón mayor que he conocido.

—¡Yo ladrón! —chilló el tabernero enfurecido—. ¡Ahora verás!…

Y avanzó algunos pasos, amenazando hacer uso de la cacerola.

El aventurero, perturbado por el exceso de bebida, sacó con aire majestuoso la espada y se puso arrogantemente en guardia, diciendo a Mendoza:

—¡Adelante los gascones!

El lobo de mar permaneció tranquilamente sentado ante su vaso, todavía casi lleno, diciendo:

—¡Dejaos de camorras, compadre!

Barrejo hizo una mueca, luego lanzóse como un toro furioso contra el tabernero, vociferando igual que un loco:

—¡Paso a los gascones!…

Su acero cayó con estrépito ensordecedor sobre la cacerola, haciéndola volar al otro lado de la sala; luego se dirigió contra el ayudante, que aún tenía ensartado el ánade en el asado.

Pinchar al ave con una estocada maravillosa y arrojarla sobre la mesa, precisamente ante Mendoza, fue obra de un segundo.

—Para la cena, compadre —dijo—. El Jerez me ha despertado un apetito asombroso. Nos comeremos ese animal después que reparta unos cuantos cintarazos entre esta gente. ¡He aquí lo que saben hacer los gascones!…

Los pinches y el tabernero, asustados por el terrible aspecto del valentón, echaron a correr hacia la cocina, tirando los asadores; pero no huyó el hombre barbudo, verdadero tipo del aventurero recién llegado de México o del Perú.

—Señor —dijo adelantándose y desenvainando a su vez la espada—. Contra los pinches del tabernero lucháis maravillosamente y hasta hacéis volar a las cacerolas. ¿Y a las espadas? Querría ver si sois capaz de otro tanto. Nos hicisteis reír al principio, y ahora empezáis a fastidiarnos. O salís de aquí u os atravieso de parte a parte.

Mendoza, que hasta entonces había reído, alzóse, desenvainando rápidamente su acero.

Barrejo volvióse hacia él, diciéndole:

—Compadre, dejad a los gascones, que no necesitan auxilio.

—Habéis bebido demasiado y una estocada nadie puede evitarla.

—Yo os daré, camarada, un solemne mentís…

El hombre de las barbas golpeó el suelo con la espada y dijo con ira:

—Me parece que habláis demasiado. Voy creyendo que sois papagayos.

—Si no soy sordo, habéis llamado a un gascón papagayo —gritó Barrejo.

—Gascón o no gascón, os digo que si no sois un papagayo, seréis seguramente una mona roja —aulló el aventurero, cada vez más furioso.

—Compadre, ¿habéis oído? —preguntó el gascón, volviéndose hacia Mendoza, que a duras penas podía contener la risa—. Nos ha llamado monas rojas.

—A vos solo —contestó el filibustero.

—También lo digo a vos —replicó el aventurero, irritado.

—¿Qué contestáis a esto, compadre? —preguntó el gascón.

Mendoza dejó la espada sobre la mesa y abrió una navaja, que sacó del bolsillo.

En medio del profundo silencio que reinaba en la sala, dijo con voz grave:

—Si mi camarada no acaba con vos, este acero, que equivale a un tercio de vuestra espada, os atravesará la garganta.

—¡Uf! ¡Qué par de fanfarrones! —exclamó el aventurero.

—Compadre, aguardad un poco a que le haga la barba —dijo el gascón—. Podría desviarse la hoja.

—Antes te tragarás mi espada.

—No me agradan esos bocados —contestó Barrejo.

—¡Acércate, bribón!

—¿Bribón yo?

—¡Mentecato!… ¡Cobarde!…

—¡Un gascón!

—¡Avanzad, tunantes!

—¡Te corto las orejas!

El gascón dio algunos pasos, con la espada extendida, amenazando atravesar al aventurero.

Este saltó bruscamente hacia atrás y se puso en guardia.

—No sabes tirar —dijo el gascón—. Crees que tienes delante a un indio y no a un maestro de armas. Saca un poco la pierna izquierda, ¡por Baco!… Así se pondría en guardia un principiante.

—¿Sí?… ¡Pues toma!… —rugió el aventurero, asestándole un golpe furioso.

El gascón lo paró con rapidez.

—No es así como se ataca —dijo el soldado—. Tu maestro no valía nada; era un verdadero asno.

—¿Pretendes enseñarme la esgrima? —rugió el adversario, resoplando con fuerza.

—Un gascón es capaz de dar lecciones de esgrima a todos los tiradores del mundo, salvo a los italianos… ¡Ah!… Estos son verdaderamente terribles y hacen sudar.

—¡Atacad en vez de charlar tanto, mona roja!…

Los bebedores, que se habían pegado a las paredes por temor de recibir alguna estocada, por tercera vez dejaron escapar una carcajada estrepitosa.

El gascón los miró de reojo.

—Silencio o después me las entenderé con vosotros —advirtió—. Las monas rojas, en ocasiones, son peligrosísimas.

—Basta ya, charlatán —gritó el aventurero—. Tira o mando que te traigan de beber.

—Has lo que quieras, pero te advierto que vaciaré la copa después de hacerte la barba y una ligera sangría. Esa pierna continúa fuera de su sitio… Sácala un poco más…

—Ya está bien.

—Aún es poco; levanta la mano izquierda. ¡Qué diablo! Tu maestro no valía un higo seco.

La respuesta fue una terrible estocada, que habría indudablemente atravesado al gascón de parte a parte si no hubiese estado listo en pararla.

—¡Muy bien! —exclamó Barrejo—. Vuestro maestro no era muy asno.

—Era del Brabante —dijo el aventurero.

—Escuela flamenca… ¿Habéis estado en Brabante?

—Sí.

—¡Oh!… ¡Y yo que os había tomado por un español auténtico!

—No, soy flamenco.

—Me complace saberlo —contestó Barrejo, siempre tranquilo—. No conocía esa escuela hasta ahora. Tiradme otra estocada.

—¿Creéis estar en una sala de esgrima? Os advierto que tengo el propósito de mataros.

—Pues a ello, y no os preocupéis por mi persona —dijo Barrejo.

—Entonces parad esta…

El gascón dio un salto atrás, mirando con cierto estupor a su adversario.

—Estos son golpes maestros —murmuró—. El asunto comienza a ponerse un poco serio. ¡Cuidado, gascón!

El aventurero volvió a la carga, deseoso de acabar cuanto antes con aquel endiablado charlatán.

Le asestó, una tras otra, cuatro o cinco estocadas con rapidez vertiginosa; luego, al ver que no lograba su intento, pasóse la espada de la mano derecha a la izquierda, diciendo al gascón, que siempre había parado los golpes con habilidad extraordinaria:

—Ahora te obsequiaré con la estocada secreta que me enseñó aquel asno, como tú has llamado a mi maestro.

—Y, volviéndose hacia el tabernero y los pinches, que permanecían como clavados en la puerta de la cocina, añadió:

—Preparad las velas para este hombre; antes de medio minuto será cadáver…

El gascón no pudo contener un movimiento de cólera.

¡Tonnerre! —exclamó—. ¿Quieres asustarme? Si no fuese gascón, te confieso que tus lúgubres palabras me habrían impresionado siniestramente.

Luego, mirando al tabernero, que ya había vuelto llevando en la mano dos velas, dijo:

—Deja por ahora las luces en la cocina; ¡rayos del infierno!, aún estoy vivo y no es muy probable que me dividan por mitad. No soy de merengue, y aquí dentro tengo huesos, y huesos gascones.

—¡Fanfarrón! —exclamaron los concurrentes.

Mendoza empuñó la espada y dirigiéndose hacia ellos, dijo con voz grave:

—¡Silencio!… Aquí se juega la vida de dos hombres y no debéis hablar. Amigo Barrejo, en guardia.

—Dejadme a mí, compadre —contestó el gascón—. Siento curiosidad grandísima por conocer esa famosa estocada secreta de los maestros flamencos. Cuando vuelva a mi patria, se la enseñaré a los amigos.

La calma asombrosa de aquel terrible espadachín impresionaba a los bebedores.

En la taberna reinó profundo silencio. Habríase dicho que todos retenían el aliento para no turbar a los dos adversarios.

El hombre de las barbas púsose en guardia, doblando una rodilla y replegándose sobre sí mismo, acaso para no ofrecer demasiado blanco al gascón.

Su acero permanecía extendido en línea recta sin la más ligera oscilación. Seguramente estudiaba su golpe misterioso.

Barrejo le contemplaba atentamente, como si tratase de leer en sus ojos la estocada que estaba meditando.

Habíase descubierto por completo.

—Debe de estar muy seguro de sí mismo —murmuró Mendoza, que era también diestro en la esgrima—, para exponerse de tal modo.

El flamenco seguía inclinándose cada vez más; apoyó la mano izquierda en el entarimado y avanzó, teniendo siempre la espada en línea.

Barrejo observaba todos aquellos movimientos misteriosos, preguntándose, no sin cierta inquietud, qué meditaría su adversario.

Seguramente habría preferido un ataque furioso, acompañado de gritos y de estocadas aparatosas. A pesar de todo, el hombre conservaba una calma admirable y no apartaba un solo instante sus ojos de los del flamenco. Parecía que trataba de fascinarlo como las serpientes fascinan a los pajarillos.

En la sala seguía reinando silencio absoluto. Todos esperaban con ansiedad aquella terrible estocada, que probablemente enviaría al otro mundo a uno de los dos adversarios.

De pronto el flamenco, que no había cesado de inclinarse cada vez más, arrastrándose como una serpiente, saltó con ímpetu terrible.

Su acero centelleó un solo instante, y la punta se dirigió, no hacia el corazón, sino hacia el bajo vientre del adversario.

Oyóse un golpe seco, y con inmenso estupor de todos, la espada del flamenco, en vez de desgarrar los intestinos de Barrejo saltó hacia el fondo de la sala, rompiendo algunas botellas que se encontraban sobre una mesa.

El aventurero levantóse en el acto, mirando con espanto al gascón, que se desternillaba de risa, en tanto que los espectadores prorrumpían en un aplauso fragoroso, gritando:

—¡Bien parada!…

—¡Admirablemente!…

—¡Sois un maestro!…

—¡Ofrezcámosle de beber, diantre!…

El hombre de las barbas, rojo de cólera, acercóse al gascón, diciéndole:

—Me has vencido… ¡mátame!

—¡Yo!… Soy incapaz de matar ni a los mosquitos, y eso que algunas veces no me dejan dormir. ¿Qué voy a hacer con tu piel? Si fuese de un tigre o de una pantera, valdría alguna cosa, pero la de un hombre solo podría aprovechar a los antropófagos del Darién, y esos están muy lejos.

—¿Eres una plaza inexpugnable?

—Soy una roca gascona —contestó Barrejo.

—¿Qué debo hacer ahora? ¿Coger la espada y comenzar de nuevo el duelo?

—Poco a poco —dijo el tabernero adelantándose—. No os devolveré la espada si antes no me paga ese señor las cuatro botellas de aguardiente y las dos de Málaga auténtico que ha hecho pedazos.

—¿Quién las ha roto?

—Vos.

—¿Y pretendéis que pague?…

—Diez piastras.

—¡Miserable!… —rugió Barrejo—. Antes me has robado un doblón dándome a beber veneno y ahora quieres robarme diez piastras.

—¡Basta! —vociferó el tabernero—. ¡Fuera de aquí, tunante!

—¡Cuerpo de Satanás! —exclamó el flamenco—. El tabernero se ha vuelto loco. Dame la espada o echo a rodar todas las botellas que hay en la tienda.

—Págame las diez piastras —vociferó el tabernero.

El gascón hizo con su acero un terrible molinete, gritando:

—¡Adelante los gascones, los vizcaínos y los flamencos!… ¡Acabemos con este idiota!…

El idiota, sin embargo, aunque no era hombre de espada, no carecía de valor, porque arrojó sobre los dos filibusteros y el flamenco, que se había unido a ellos, una cacerola, en tanto que sus ayudantes, no menos enfurecidos que él, hacían volar platos y botellas, produciendo un estrépito infernal.

Los bebedores, espantados, temiendo volver a sus casas con la cabeza rota, echaron la puerta abajo y huyeron precipitadamente.

Barrejo, Mendoza y el flamenco hacían cara con denuedo al ataque del tabernero y de sus cuatro criados, arrojando sillas y escabeles en todas direcciones y rompiendo frascos y botellas.

Jerez, Málaga, Alicante, Oporto y aguardiente corrían por los bancos y las mesas, en tanto que platos, botellas, cacerolas, asadores y espumaderas seguían volando por la sala en todas direcciones, aumentando los daños.

—¡Acabemos con esos pillos! —gritaba el gascón, que se revolvía furiosamente entre la granizada de proyectiles, asestando terribles estocadas.

El flamenco derribó una mesa y se parapetó tras ella, empezando a tirar vasos y botellas con rapidez prodigiosa, en tanto que el vizcaíno no cesaba de lanzar escabeles.

Aquella batalla duraba ya algunos minutos, cuando uno de los bebedores, que acababa de salir, volvió a entrar, gritando:

—¡La ronda!… ¡Escapad!…

Barrejo cogió la mesa tras la cual se parapetaba el flamenco y la arrojó sobre el tabernero y sus ayudantes, haciendo añicos más de cincuenta botellas alineadas en el mostrador.

Los cinco hombres, asustados del estrépito producido por los vidrios, enfilaron a la puerta, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡A nosotros, guardias!… ¡Que nos matan!…

—Escapemos —dijo el flamenco—. Hay otra salida por la cocina.

—Guiadnos —repuso el gascón.

—¿Y mi espada?

—Se la ha llevado ese tabernero del diablo.

—¡Tunante!

—Ya os dije que era un solemne ladronzuelo —aseguró Barrejo—. Nos ha robado un doblón.

—¡Huyamos! —gritó Mendoza.

Los tres aventureros precipitáronse hacia la cocina, saltando por encima de las mesas y banquetas que cubrían el suelo.

—¡Cuernos de Satanás! —exclamó el hombre barbudo—. Han cerrado la puerta.

—Nos escabulliremos por las ventanas —dijo el gascón—. Hay dos, si no me engaño. Señor vizcaíno, abrid una de ellas.

—Dejadme a mí el encargo —respondió el flamenco—. Soy fuerte como un toro.

—En efecto, tenéis buenas espaldas, mucha carne y mucho hueso —asintió Barrejo.

El flamenco, viendo colgada de la pared una maza de madera, que seguramente servía a los pinches del tabernero para golpear las chuletas, la cogió y la descargó con furia sobre la ventana, hasta que la hizo caer a la calle, con formidable estrépito.

Cuatro o cinco voces se dejaron oír en seguida:

—¡Hola!… ¿Queréis acabar con todo el mundo?

—¿Qué sucede en esta taberna?

—¿Ha estallado una revolución?

Barrejo trepó hasta el alféizar y se dejó caer a la calle, en medio de un grupo de curiosos.

—¿Quién sois? —gritaron a coro.

—¡Escapad! —dijo el gascón—. Un jaguar ha roto los barrotes de la jaula y está devorando al tabernero.

Los curiosos, al oír aquellas palabras, echaron a correr velozmente a través de las callejuelas de la población.

—Sois un hombre de genio —dijo el flamenco, que a su vez había saltado a la calle—. ¡Cualquiera entra ahí, sabiendo que hay un jaguar! ¡Oh!… ¡Excelente idea!…

El vizcaíno saltó también.

—Dejaos de jaguares y moved los pies —murmuró—. ¿Queréis que nos coja la ronda?

—¡Viento en popa! —gritó el gascón, estirando sus largas y flaquísimas piernas—. Hagamos correr a la ronda. Señor flamenco, tened presente que los gascones son tan ágiles como ciervos.

—Lo sé —contestó el hombre barbudo.

Echaron los tres a correr, siguiendo la orilla de un riachuelo que dividía en dos mitades a Pueblo Viejo.

Llevaban andados doscientos o trescientos pasos, cuando desembocaron en una calle transversal, que estaba llena de gente.

Confusa gritería se dejó oír al aparecer los tres fugitivos.

—¡Esos son los ladrones!…

—¡Detenedlos!… ¡Detenedlos!…

—¡Llamad a la ronda!…

—¡Maldito tabernero! —exclamó el gascón, desenvainando la espada—. ¡Siempre se interpone en mi camino! Ahora le retuerzo el pescuezo como a un pollo.

—¡Abridnos paso! —gritó el flamenco, que se encontraba inerme.

El gascón se lanzó sobre un grupo de curiosos, dando puntapiés a derecha y a izquierda, en tanto que Mendoza pinchaba con su espada a los que estaban más próximos, vociferando:

—¡Paso!… ¡Paso!… Nos persigue un jaguar rabioso.

La huida fue general. Pero el tabernero, que sabía que en su tienda no había ningún animal carnicero, se apartó a un lado y siguió gritando:

—¡Auxilio!… ¡Ladrones!… ¡Llamad a la ronda!…

El gascón y sus compañeros echaron a correr de nuevo, en tanto que de la taberna próxima salían cuatro soldados.

—¡Cogedlos! —gritó el tabernero—. Son filibusteros.

No hacía falta más para poner alas en los pies a los que formaban la ronda.

Los filibusteros eran enemigos demasiado temibles para dejarlos escapar impunes; por eso los cuatro militares lanzáronse tras los fugitivos, gritando:

—¡Alto!… ¡Alto!… ¡A las armas!…

¡Tonnerre! —exclamó el gascón—. El asunto se pone cada vez peor. Camaradas, hay que apretar el paso.

—Yo no tengo las piernas de los gascones ni de los vizcaínos —murmuró el flamenco, que resoplaba como un fuelle—. Mis compatriotas no son perros de caza.

Bien o mal, tropezando y jadeando, tuvo que huir al sentir los pasos de los enemigos.

Aquella segunda carrera no duró mucho, porque el gascón, que iba delante, se detuvo de pronto y retrocedió unos cuantos pasos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mendoza, que marchaba tras él.

—La calle no tiene salida.

—¿No hay por dónde escapar?

—No, compadre.

—Escalad la casa que cierra el paso. Para los gascones no hay cosa imposible.

—No soy gato.

—Entonces estamos cogidos. Tenemos la ronda a la espalda —dijo el flamenco—. Dadme una espada.

—¿Qué queréis hacer? —preguntó el vizcaíno.

—Atacar a los que nos persiguen.

—¿Y hacer que nos fusilen? Contra los arcabuces no valen las armas blancas.

—Creo —dijo Barrejo, envainando su acero—, que la divertidísima escena acaba precisamente en el fondo de esta calle sin salida. La culpa es vuestra —añadió dirigiéndose al flamenco—. Si os hubieseis callado, habría dado unos cuantos cintarazos al ladrón del tabernero, sin más consecuencias.

—Si lo sé antes, me corto la lengua —contestó el flamenco.

—Aquí está la ronda —dijo Mendoza, envainando también la espada—. Nos atraparon.

—Todavía no, compadre —respondió el gascón—. Dejadme hacer y ya veréis cómo doy un golpe maestro en Pueblo Viejo. Estoy seguro de matar dos pájaros de un tiro. Señor flamenco, ¿tenéis cigarros?

—Cubanos y de los mejores.

—Dejadme uno y encended vos otro. Bien podemos fumar un rato a la luz de la luna.

En aquel momento los cuatro soldados entraron en la calle sin salida, gritando con voz amenazadora:

—¡Rendíos o hacemos fuego!…

Capítulo II. El Conde de Alcalá

Ni Barrejo ni sus compañeros contestaron a la intimación.

Encendieron sus cigarros y comenzaron a fumar tranquilamente, como si fuesen tres pacíficos burgueses que esperasen el toque de queda para irse a dormir.

—¡Rendíos o hacemos fuego! —gritó por segunda vez el que hacía de jefe de la ronda.

El gascón se volvió, lanzando al aire una bocanada de humo.

—Señores —dijo—, ¿os dirigís a nosotros?

—¿No sois los ladrones que han saqueado la taberna del Moro? —preguntó el jefe de la ronda.

—¿Qué estáis diciendo? —contestó el gascón, fingiéndose indignado—. ¿Suponerme ladrón? ¿No sabéis que soy don Alonso Rodríguez Osorio y Alburquerque?…

—Entonces hemos perdido la huella de esos bribones —dijo el jefe de la ronda, confuso—. ¿No habéis visto pasar a las personas que corrían?

—Hemos sentido pasos precipitados en el extremo opuesto de esta calle —contestó Mendoza.

—¿Vivís aquí?

—En la casa de enfrente —dijo el flamenco.

—Camaradas, sigamos nuestra ronda —ordenó el jefe, volviéndose hacia los soldados. Buenas noches, señores.

Fue un verdadero milagro que los tres aventureros no soltasen una estrepitosa carcajada.

—Sois un hombre de ingenio —repitió el flamenco, contemplando con profunda admiración a Barrejo—. Antes fue un jaguar que hacía huir a la gente y ahora un nombre sonoro ha hecho que la ronda se vaya por otro lado, señor don Alonso Rodríguez Osorio y Alburquerque…

—Y conde de Alcalá —añadió el gascón, riendo con todas sus ganas.

—Y grande de España —observó Mendoza.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó el flamenco—. ¿Es cierto que habitáis ahí?

—Eso lo habéis dicho vos, que no yo —repuso el gascón.

—Exacto: ya no me acordaba. Sin embargo, supongo que tendréis domicilio.

—Y yo imagino que vos no pensaréis dormir en medio de la calle —observó Mendoza—. En alguna parte viviréis.

—He llegado esta mañana y contaba con alojarme en la taberna del Moro.

—Lo malo es que nuestra casa se halla un poco lejana —dijo el gascón.

—Tengo buenas piernas.

—Se encuentra fuera de la ciudad, hacia la costa del Pacífico…

El flamenco miró a Mendoza y al gascón con cierto recelo.

—Gente de tantas agallas —dijo— no puede menos de ser…

—¿Qué queréis dar a entender? —preguntó el gascón frunciendo el entrecejo.

—Gente aventurera como yo. No ejerzo otro oficio que el de mover las manos cuando se presenta la ocasión.

—Entonces… ¿tendréis mucho dinero?

—¡Bah!… He hecho alguna fortuna en las minas de oro de Costa Rica.

El gascón miró a Mendoza.

—Una buena adquisición —contestó el vizcaíno.

—¿Queréis venir con nosotros? —preguntó Barrejo.

—Estoy siempre dispuesto a seguir a la gente de espada, amiga de aventuras arriesgadas —repuso el flamenco.

—¿Aunque se tratase de… filibusteros, por ejemplo?

—Mi sueño dorado ha sido el de unirme a esos terribles corredores del mar. Wan-Horn era del Brabante.

—Y yo he combatido a las órdenes de Wan-Horn —dijo Mendoza.

—¡Vos!…

—En Veracruz.

—¡Qué fortuna!… Proyectaba dirigirme a la isla de Tortuga y alistarme.

—No es preciso que emprendáis tan largo y peligroso viaje —dijo el vizcaíno—. Los filibusteros están más cerca de lo que suponéis. Dentro de algunos días los veréis vaciar botellas y toneles en la taberna del Moro.

—¿Y los españoles?

—Confío en que no lo sabrán por conducto vuestro.

—Un flamenco es incapaz de traicionar.

—Entonces, seguidme —dijo el gascón—. Procuraremos salir de la ciudad antes de que apunte el sol. Nuestra misión ha terminado y el conde estará impaciente.

—Mucho cuidado con caer de nuevo en manos de la ronda —advirtió Mendoza—. Si se ha esparcido la voz de que somos filibusteros, el marqués de Montelimar habrá puesto sobre nuestras huellas a sus mejores soldados.

—Eso me temo —contestó el gascón—. Sin embargo, no podemos permanecer aquí toda la noche, delante de esta casa que no es la nuestra, mirando la luna y fumando cigarrillos.

—En marcha —dijo Mendoza resueltamente—. Tratemos de ganar la selva.

—El caso es —observó el gascón—, que no encontraremos a otro Barrejo de guardia en la puerta de poniente.

—Descenderemos por los bastiones, camarada.

Permanecieron algunos instantes en acecho, y no oyendo rumor alguno, emprendieron la marcha, temerosos de dejarse coger en aquella especie de ratonera que estuvo a punto de serles fatal.

Ya habían recorrido casi toda la calle, cuando el gascón, que marchaba delante de todos, se detuvo de pronto al volver la última esquina, y echó mano a la espada.

—Amigos —dijo—, parece que la fortuna no se nos muestra esta noche muy propicia.

—¿La ronda? —preguntaron al mismo tiempo Mendoza y el flamenco, con inquietud.

—Se acercan personas provistas de antorchas y veo centellear cascos, corazas y arcabuces.

—¡Diantre! —exclamó Mendoza.

—¿Nos prenderán?

Avanzó algunos pasos hasta llegar a la última casa de la derecha.

El gascón no se engañaba. Acercábanse siete u ocho personas, iluminando la calle con antorchas. Eran todos soldados, pero tras ellos el vizcaíno descubrió a un hombre vestido de blanco, que llevaba una linterna.

—No me olvidaré de añadir a todos mis apellidos el título de conde de Alcalá —dijo el gascón—. Acaso la ronda no nos deje escapar por segunda vez.

—¡Si va el tabernero con la guardia!

—Hemos cometido una imprudencia grave al no despanzurrarle cuando quería robarnos las diez piastras.

—Es verdad —afirmó el flamenco.

—Paguémosle y que nos deje en paz —insinuó Mendoza.

—Veremos si es posible arreglar este negocio —contestó Barrejo—. Volvamos ante la casa que debe figurar como nuestra y reanudemos la conversación de buenos burgueses que tienen poco deseo de irse a dormir mientras brilla la luna.

Recorrieron apresuradamente la calle y se detuvieron en el extremo opuesto, fumando y charlando tranquilamente.

En aquel mismo momento apareció la ronda, reforzada por otros dos arcabuceros y seguida siempre por el maldito tabernero. Al ver a los tres hombres, el jefe gritó:

—¡Ahí están!… ¡Veremos si son ellos!…

—¡Estoy seguro de no engañarme! —dijo el tabernero en alta voz. No pueden haber escapado tan pronto. Mis ayudantes vigilan todas las calles. Son filibusteros; yo os lo aseguro.

—Que el diablo te lleve al infierno —murmuró Barrejo haciendo una mueca—. Este bribón nos va a fastidiar. Si pudiera cogerte, ya liquidaríamos nuestras cuentas; palabra de gascón.

El jefe de la ronda se detuvo, con el acero desenvainado en la diestra y una antorcha en la siniestra.

—¡Cómo! —exclamó—. ¿Aún estáis aquí, señor Rodríguez Osorio?

—Y conde de Alcalá —añadió el gascón, volviéndose con aire de gran señor ofendido—. ¿Os desagrada?

—¿Por qué no os habéis retirado a dormir?

—Porque estábamos discutiendo acerca de la luna. ¿Sabríais decirnos si está habitada o no?

—¿Qué queréis que sepa yo, señor?

—Conde de Alcalá, ¡por Baco!

—¡Conde del cuerno! —exclamó el tabernero, que llegaba en aquel momento, enjugándose el sudor que le inundaba el rostro con la servilleta destinada a secar tazas y vasos—. Este es…

El gascón volvióse hacia el villano, y le preguntó con rabia reconcentrada:

—¿Quién sois vos?

—El tabernero. No disimuléis, señor mío. Os he reconocido a vos, lo mismo que a vuestros compañeros.

—¿No existe en esta población algún asilo para los locos? —preguntó el gascón, fingiendo asombro y dirigiéndose al jefe de la ronda—. Si lo hay, llevaos a este imbécil y ponedle camisa de fuerza.

—Os repito que es él —gritó el tabernero—. Quería abrir en canal a ese hombre de las barbas que ahora se ha convertido en amigo suyo. Son filibusteros. No os quepa duda.

—¡Por Satanás! —exclamó Mendoza, avanzando, espada en mano—. ¿Quién eres tú, mamarracho, que te atreves a insultar al señor conde de Alcalá? ¿De dónde has salido tú?

—Sí, este hombre está loco de remate —confirmó el flamenco.

—¡Tramposos! Habéis bebido cuanto os ha dado la gana y no queréis pagar —chilló el tabernero.

El jefe de la ronda no sabía qué partido tomar. ¿Debía dar crédito a aquel personaje que ostentaba tales títulos o al tabernero?

—Señor conde —dijo—. Seguidme a la cárcel. Hay que poner en claro este asunto. Conozco al tabernero del Moro y sé que siempre ha sido un hombre honrado.

—¿Y qué? —gritó el gascón—. ¿Intentáis aprisionar al señor don Alonso Rodríguez Osorio y Alburquerque, conde de Alcalá? Me quejaré a mi amigo el marqués de Montelimar, que os impondrá un correctivo.

—Mi deber es no dejaros en libertad, al menos por el momento —contestó el soldado—. Aquí hay un hombre, conocido en toda la población, que os acusa.

—Y además, mis cuatro dependientes —dijo el tabernero.

El gascón cambió una rápida mirada con sus compañeros, luego, comprendiendo perfectamente que una lucha sería muy peligrosa, sobre todo con un hombre inerme como el flamenco, dijo con acento desdeñoso.

—Un conde de Alcalá no consiente que se le lleve a la cárcel. Si queréis detenerme, conducidme al palacio del gobernador. Supongo que habrá alguna habitación para encerrar, aunque sea con treinta barras de hierro, a las personas honradas. Mañana sabrás, tabernero bribón, quién soy yo y quiénes son los que me acompañan. Cuidado con tu cabeza.

—No beberéis más vino de mis toneles —respondió el tabernero, siempre colérico.

—Ya veremos —replicó el conde.

Y dirigiéndose al jefe de la ronda, añadió:

—Estamos a vuestras órdenes. Os advierto, sin embargo, que si tratáis de llevarnos a la cárcel, apelaremos a nuestras espadas.

—Puesto que según afirmáis sois amigo del gobernador de la ciudad, os acompañaré hasta el palacio —repuso el soldado—. No tengo deseos de mezclarme en este asunto.

—Amigo —dijo el gascón volviéndose hacia el flamenco—, ¿habéis hecho, como os ordené, abundantes provisiones de cigarros?

—Sí, señor conde —contestó el hombre barbudo—. Ya sabéis que nunca me olvido de vuestras órdenes.

—Dad cigarros a la ronda.

El flamenco sacó del bolsillo un puñado de habanos legítimos y los repartió a los soldados, los cuales no se hicieron rogar para aceptar el ofrecimiento.

—No deis al tabernero —dijo el falso conde—. Lo que merece es una cuerda al cuello. Y ahora, señores míos, vamos a dormir a casa del gobernador. Mañana se habrá resuelto este asunto y ese tunante me ofrecerá sus excusas. En marcha.

—Retiraos a vuestra morada —ordenó el jefe de la ronda al tabernero—. Por el momento no necesitamos vuestro auxilio.

—No les quitéis la vista de encima, porque esos tres señores son capaces de jugaros una mala pasada. Os repito una vez más que son aventureros de mala especie.

—Cierra el pico, papagayo —murmuró el conde, con acento amenazador—. Vete en seguida o te enseñaré, aunque sea en presencia de estos bravos militares, lo que puede costar una ofensa inferida al conde de Alcalá.

—Vaya, vaya, hasta mañana —habló el jefe de la ronda, cogiendo al tabernero por el brazo y empujándolo con violencia—. Por ahora maldita la falta que hacéis. Podéis haberos engañado.

—¿Yo?… ¡Son ladrones!…

—¡Basta, diantre! Marchaos u os detengo también a vos.

—Y entonces yo me encargaré de acogotarlo —interrumpió el flamenco—. ¡Esto es ya demasiado!…

—Señores —exclamó el jefe de la ronda, que saboreaba el cigarro regalado por el aventurero—, os ruego que me sigáis. Confío en que el asunto se resolverá a gusto de todos vosotros.

Tres soldados se colocaron delante de los aventureros, otros tres se pusieron detrás y emprendieron la marcha, en tanto que el tabernero, poco satisfecho, se retiraba refunfuñando.

Mendoza tocó al gascón con el codo.

—¿Y ahora? —le preguntó en voz baja.

—No os inquietéis compadre —contestó Barrejo—. Son ya las doce de la noche y Su Excelencia el gobernador no tomará el chocolate antes de las nueve o de las diez de la mañana. En nueve horas un gascón valiente puede, si se le antoja, revolver el mundo.

El marinero movió la cabeza, como hombre poco convencido de semejante fanfarronada, pero se guardó muy bien de responder, para no infundir sospechas a los militares de la ronda, aunque todos marchaban distraídos fumando los cigarros, excelentes en realidad, del hombre barbudo.

Después de recorrer cuatro o cinco calles, el pelotón desembocó en una anchurosa plaza, en medio de la cual se elevaba una magnífica iglesia de enormes dimensiones: la iglesia que más tarde había de hacer pasar un momento terrible a los habitantes de la pequeña ciudad.

Enfrente levantábase un palacio, coronado de almenas y de minúsculas torrecillas y con amplio portal que conducía a un espacioso patio: era la morada del marqués de Montelimar, gobernador de Pueblo Viejo.

Una gran lámpara encerrada en un enorme globo de vidrio amarillo, iluminaba la entrada que guardaban dos alabarderos.

—Su Excelencia duerme —dijo el jefe de la ronda después de mirar a las ventanas que aparecían cerradas.

—No siento prisa —respondió el gascón—. Mañana, cuando se levante, me ofrecerá el desayuno. ¡Oh! Somos antiguos conocidos.

—Pediré para vos y vuestros compañeros una habitación buena y camas…

—Y botellas de vino y cena —interrumpió Barrejo—. Dispongo de excelentes doblones que no saben qué hacer en el fondo de mi bolsillo. Probablemente se aburrirán como su dueño. Aquí tenéis uno para que nos den de comer y de beber. Estoy de muy mal humor para dormir.

—Haré lo posible por complaceros —respondió el jefe de la ronda, que en el fondo debía ser un buen hombre—. Su Excelencia tiene una cocina magnífica y un cocinero superior, según dicen; voy a buscar todo lo que haya quedado de la cena…

Cambió algunas palabras con los alabarderos de guardia y condujo a los prisioneros a una habitación del primer piso, cuya puerta estaba abierta de par en par.

—Aguardadme aquí en tanto que voy a avisar al mayordomo de Su Excelencia.

El gascón y sus compañeros entraron; la ronda se quedó de guardia en la parte exterior.

Aunque era ya más de media noche, aquella estancia aparecía iluminada por dos lámparas.

Era una sala, amueblada, sin lujo, porque no contenía más que una larga mesa cubierta con tapete verde, una docena de sillas y dos estantes llenos de libros polvorientos.

—¿Estamos en la biblioteca de Su Excelencia? —preguntó el gascón.

—Eso parece —contestó Mendoza, que miraba atentamente a todos los rincones, esperando encontrar alguna salida ignorada por el jefe de la ronda.

—¿Tienen rejas de hierro las ventanas? —interrogó el gascón.

El flamenco levantó la pesada cortina e hizo una mueca.

—Señores míos, esto es una prisión —dijo—. Ese jefe de la ronda, a pesar de su aspecto inocente, debe de ser un bribón redomado.

—¿Cómo os arreglaréis ahora, amigo Barrejo? —preguntó Mendoza, que inspeccionaba inútilmente la habitación—. ¿Os reconocerá vuestro amigo el gobernador?…

—¿Mi amigo?… En la vida he visto al marqués. Pero no os preocupéis demasiado compadre. La comedia no ha terminado aún.

El flamenco le contempló con estupor.

—¿Sois el diablo? —le preguntó.

El gascón volvió la cabeza y se miró la espalda.

—No tengo cola —respondió luego—. ¿Cómo puedo ser el diablo sin ese apéndice negro o rojo? Si no lo tengo, es indudable que soy un hombre lo mismo que vos, señor flamenco.

—Ya que no Belcebú en persona, sois de seguro algún pariente muy próximo —insinuó Mendoza, riendo.

En aquel momento abrióse la puerta y entró el jefe de la ronda, seguido de dos esclavos africanos que llevaban cestos cubiertos con servilletas.

—Señor conde de Alcalá —dijo volviéndose hacia el gascón—, siento mucho tener que participaros que no hay más estancias disponibles en el palacio de Su Excelencia, y que tendréis que pasar aquí la noche. Si lo deseáis, os traerán camas.

—Es inútil —contestó Barrejo—. Tengo más hambre que sueño, más sed que ganas de descansar y me bastará con una silla. Soy hombre de guerra, y mis criados están acostumbrados a dormir en el suelo cuando se hallan en campaña.

—Debo advertiros también, señor conde que he recibido la orden de permanecer aquí.

—¡Eh! —exclamó el gascón frunciendo el entrecejo—. ¿No habéis dicho que soy el conde de Alcalá?

—Y he añadido todos vuestros apellidos, que aún conservo en la memoria, porque son muy sonoros…

El jefe de la ronda pronunció estas palabras con ligero acento de ironía, que no pasó inadvertido para el terrible aventurero.

—Me desagrada —observó finalmente el gascón, después de dar algunos pasos—. Es una prueba de poca confianza.

—Yo, señor conde, no soy más que un pobre soldado, y tengo que obedecer.

—¿Habréis traído al menos algo que comer y qué beber?

—Todo lo que he encontrado en la cocina de Su Excelencia.

—Debisteis añadir una baraja y dados.

—Un soldado lleva siempre en el bolsillo una y otros para matar el tiempo, cuando no está de guardia.

—Bueno, bueno —replicó el gascón—. Cenaréis con nosotros. Despedid a esos dos negros. Cuando como no me agrada ver a mi alrededor caras negras.

El jefe de la ronda cogió los dos grandes cestos y los colocó sobre la mesa; después hizo una seña a los dos esclavos, los cuales salieron en seguida, haciendo una profunda reverencia.

Mendoza y el flamenco, que debían de pasar a los ojos del soldado por criados del conde, vaciaron en el acto los cestos, colocando sobre la mesa carne fría, dos ánades, queso salado y dulce, aparte de una docena de botellas de vino de Francia, a juzgar por los dorados marbetes.

—Cenemos —dijo el gascón con cierta aspereza—. Con un doblón para el cocinero de Su Excelencia podían habernos dado algo mejor.

—Las comidas no se improvisan, señor conde —contestó el jefe de la ronda—. Ya han sonado las doce y todas las tiendas están cerradas.

—Perfectamente; comamos.

Los tres aventureros, que tenían apetito a cualquier hora del día, comenzaron a devorar los restos de la cena del gobernador, restos sobrado abundantes para cuatro hombres.

El jefe de la ronda, que acaso no se había encontrado nunca en presencia de dos ánades tan bien asados, hizo todo lo posible por competir con el conde de Alcalá, y atacó con el mismo ímpetu a las botellas que el vizcaíno iba descorchando.

Cuando todas las provisiones desaparecieron, el jefe de la ronda, que mostraba excelente humor bajo la influencia de los vinos de Francia y de España, sacó la baraja, y los cuatro hombres empezaron una partida de monte, apostando buen número de doblones.

Los tres prisioneros, sobre todo, revelaban una calma maravillosa, más aparente que real sin embargo, porque entre jugada y jugada no cesaban de mirar hacia las dos ventanas, temiendo la salida del sol.

Acaso el que menos inquietud demostraba era el gascón. Probablemente aquel diablo de hombre tenía proyectado algo extraordinario para librarse y librar a sus compañeros de la ratonera en que estaban metidos, y en el fondo de la cual podían ocultarse tres buenas cuerdas para ahorcarlos.

Los españoles no eran muy compasivos, y con razón, con los filibusteros; rara vez los dejaban escapar cuando se presentaba ocasión de apretar el cuello a alguno de aquellos formidables corredores de los mares americanos.

La mañana llegó y la luz comenzó a filtrarse a través de las cortinas. Mendoza y el flamenco miraban con ansiedad al gascón, que seguía jugando con el jefe de la ronda.

Barrejo no parecía preocupado. Una arruga profunda que le surcaba la frente era el único indicio que revelaba su inquietud.

Terminó la partida, embolsándose el dinero que había ganado, se levantó, diciendo:

—Ha llegado el momento de ir a tomar el chocolate con Su Excelencia el marqués de Montelimar. ¿Se levanta temprano?

—Madruga mucho, porque siempre ha sido aficionado a la caza —repuso el jefe de la ronda.

—Entonces estará ya en pie.

—Eso creo.

—¿Tenéis la bondad de participarle que el conde de Alcalá desea tener el gusto de saludarle?

—Tendré que explicarle también el motivo de vuestro arresto, para evitarme un castigo.

—Id, pues.

Iba a levantarse el jefe de la ronda, cuando la puerta se abrió para dar paso a un caballero de edad madura, correctamente vestido.

—El señor intendente de Su Excelencia —dijo el soldado inclinándose.

—¿Quién es el conde de Alcalá? —preguntó el recién llegado.

—Yo, señor —contestó el gascón, haciendo un ligero saludo con la diestra.

—Su Excelencia os espera.

—¿Sabe por qué me han detenido?

—Le he contado vuestro desgraciado caso, señor conde, y creo que todo se arreglará.

—Estoy dispuesto a seguiros.

—¿Y nosotros, señor conde? —preguntaron Mendoza y el flamenco.

—Me esperaréis aquí. No tengo la mala costumbre de conducir a mis criados a la presencia de las personas ilustres. Señor intendente, a vuestras órdenes.

—Este demonio de hombre hará que nos pongan en libertad o que nos cuelguen —murmuró el vizcaíno.

El fingido conde salió, siguiendo al intendente; el jefe de la ronda quedose dando guardia al flamenco y a Mendoza.

Después de atravesar varios corredores, que en vez de ventanas tenían troneras, porque los palacios de los gobernadores en las colonias españolas debían servir de fortaleza en caso de peligro, el gascón fue introducido en un elegante gabinete, amueblado con divanes y butacas de seda amarilla.

Un hombre que representaba cuarenta años, de aspecto distinguido, con barba y bigote entrecanos, ojos negrísimos y muy vivos, hallábase sentado ante un lindo bufete de caoba cubierto con tapete de rica seda azul.

—¡Oh!… ¡Excelencia!… Siento grandísima satisfacción al volver a veros después de tantos años —dijo el gascón, avanzando audazmente, con la diestra extendida.

El gobernador de Pueblo Viejo no pudo menos de levantarse, mirando fijamente al aventurero.

—Me recordaréis sin gran esfuerzo —dijo el gascón, que se jugaba desesperadamente la última carta.

—¿Dónde me habéis visto, señor conde?

—En el palacio de vuestra cuñada, la bellísima marquesa de Montelimar. Hemos tomado juntos chocolate. Excelencia, en una mesa de juego o en el salón; ahora no lo recuerdo bien porque han pasado muchos años.

—Puede ser —replicó el gobernador—. He habitado, en efecto, durante algún tiempo en el palacio de mi difunto hermano.

—Me acuerdo como si fuese ayer —prosiguió el gascón—. Celebrábase un concierto aquella noche en la mansión de la marquesa. ¡Ah!… ¡Qué velada tan deliciosa!

—¿Conocéis, pues, a mi cuñada?

—¿A la marquesa de Montelimar?… Es la más bella de las españolas…

—¿Y cómo, señor conde, os encontráis aquí, en clase de prisionero?

—Hace dos meses que salí con dirección a Panamá, donde tengo que recoger una pequeña herencia de cien mil doblones que me ha dejado mi tío materno el duque de Barraquez.

—¿Y a eso llamáis una pequeña herencia?

—¡Bah!… ¡Una miseria!… —contestó el falso conde.

—¿Y por qué habéis interrumpido vuestro viaje y dado ocasión a que os detenga una ronda nocturna? Me han asegurado que habéis promovido fuerte escándalo en una taberna de la ciudad.

—En el camino, Excelencia, a pocas leguas de aquí, me asaltó una turba de indios, los cuales asesinaron a la mitad de mi escolta, me mataron los caballos y se llevaron todas las armas de fuego. Por un verdadero milagro pude salvar la espada y librar de la muerte a dos de mis criados. Los demás, ¡pobres diablos!, ¡habrán sido ya devorados!

—¡Estos indios comienzan a crecerse demasiado! —exclamó el marqués—. Será preciso darles una buena lección.

—Eso mismo pensaba yo cuando entré en esta ciudad a pie como un mendigo y sin arcabuz —dijo el gascón.

—Y ahora, ¿qué pensáis hacer?

—Dirigirme cuanto antes a Panamá para recoger esos míseros doblones —contestó Barrejo.

—¿Habéis adquirido ya caballos y armas?

—No, Excelencia, y esto me preocupa bastante, porque no me quedan más que algunos ducados. Los indios se llevaron todo cuanto poseía, incluso dos mil doblones destinados a los gastos del viaje.

El gascón pronunció estas palabras con acento tan conmovido que el gobernador se sintió profundamente emocionado.

—Señor conde —dijo—, entre nobles es cosa corriente prestarse mutuo auxilio. En la cuadra tengo excelentes caballos de pura raza española y en las panoplias arcabuces y pistolas en gran cantidad. Podéis, sin reparo, aprovecharos de cuanto os haga falta; cuando lleguéis a Panamá devolvedme los caballos.

—¿Y qué puedo hacer por vos, Excelencia? —preguntó el gascón, que parecía vivamente conmovido.

—Saludaréis en mi nombre al gobernador de Panamá.

—Haré algo más, Excelencia. Un hombre que hereda cien mil doblones en dinero contante…

—No habléis de eso, señor conde. ¡Ah!… ¿Y vuestro asunto?

—¿Cuál?

—Explicadme por qué os detuvo la ronda.

El gascón se echó a reír.

—Por causa de una aventura cómica, Excelencia —contestó—. No conociendo la ciudad, me refugié, con mis dos criados, en una taberna, para tomar un bocadillo y reponerme de la emoción experimentada. El dueño, enterado no sé cómo de que yo era conde, quiso cobrarme por un ánade y por una miserable botella de vino la bagatela de un doblón. Protesté; aquel villano protestó también, lanzó sobre mí a cuatro pinches armados de asadores, y entonces desenvainé la espada y puse a todos en dispersión. Creo que cualquier caballero, en mi lugar, habría hecho otro tanto.

—Tal vez más —dijo el marqués riendo—. Seguramente habría ensartado a alguno.

—Yo no los ensarté, porque escaparon todos como liebres.

—Mejor es que la aventura haya terminado sin derramamiento de sangre, conde. ¿Cuándo pensáis partir?

—En seguida, si fuese posible —contestó el gascón, que temía, no sin razón, que de un momento a otro llegasen el tabernero del Moro y sus ayudantes.

El gobernador tocó una campanilla, y en el acto se presentó el intendente, seguido de dos esclavos negros, que llevaban en bandejas de plata jícaras de chocolate y pastas.

El marqués cambió con el intendente algunas palabras a media voz; luego, volviéndose hacia el gascón, le dijo amablemente:

—Espero, señor conde, que no rehusaréis una jícara de chocolate. En América, como sabéis, lo usamos mucho.

—Yo lo tomo siempre al acostarme y al levantarme —contestó el gascón, cogiendo una taza y sorbiéndola apresuradamente.

—Excelencia —prosiguió luego—, a mi regreso, si no lo lleváis a mal, vendré a saludaros.

—Mi casa está siempre abierta a todos los nobles del otro lado del Atlántico —repuso cortésmente el gobernador alargando la diestra al falso conde.

Barrejo la estrechó calurosamente, saludó por tres veces y salió del gabinete, haciendo antes de trasponer el umbral, otros tres saludos más profundos.

En la antesala le aguardaba el intendente.

—Ya tenéis preparados caballos y armas —le dijo.

—El marqués es una excelente persona —contestó Barrejo—. Cuando perciba la herencia me acordaré de él y de vos.

Bajó la escalera, sin apresurarse demasiado, aun cuando sentía deseos de recorrer de un salto la distancia que le separaba de la muralla, temiendo que de un momento a otro llegase el maldito tabernero y echase a perder un asunto que tan bien marchaba.

En la puerta, sujetos por dos negros piafaban tres soberbios corceles de pura sangre española.

El gascón los examinó largo rato, como hombre inteligente; luego se frotó con alegría las manos, diciendo:

—¡Diantre!… El señor marqués de Montelimar posee caballos magníficos. Cuando haga efectivos los cien mil doblones le rogaré que me venda algunos. Nada falta: cabalgadura excelente, arcabuz colgado de la silla y pistolas en su funda. El gobernador es muy bondadoso.

Estas palabras las pronunció en voz alta, para que las oyesen los criados que sujetabanlos caballos y los dos alabarderos que estaban de guardia a la entrada del palacio.

En aquel momento aparecieron Mendoza y el flamenco, acompañados del jefe de la ronda, que no podía ocultar su turbación por la plancha que había hecho.

—A caballo —ordenó el gascón, montando de un brinco—. Os advierto que tengo prisa y que marcharemos buen rato al trote.

El flamenco y el vizcaíno se quedaron inmóviles, como si soñasen, mirando con profundo estupor a aquel diablo de hombre.

Hacían ya cuenta de verse conducidos a una prisión menos cómoda que la del palacio del gobernador, probablemente para ser ahorcados, y se encontraban en cambio con armas y con magníficos caballos.

—¿Me comprendéis? —gritó Barrejo, haciendo un gesto de impaciencia—. Su Excelencia ha reconocido el error cometido por la ronda y me ha puesto en libertad. ¡Diantre!… No podía mantener el arresto de un conde de Alcalá…

Luego, volviéndose hacia el jefe de la ronda, le advirtió con voz severa:

—Y otra vez mirad bien lo que hacéis…

—Mil perdones, señor conde —contestó el pobre soldado.

—¡En marcha! —ordenó el gascón.

Aflojó la brida al caballo y se alejó, seguido del flamenco y de Mendoza, en tanto que los alabarderos de guardia presentaban armas y los esclavos negros se inclinaban hasta el suelo.

El gascón, que tenía un miedo terrible al tabernero, atravesó la ciudad al trote largo, cruzó el puente levadizo y lanzó el caballo al galope, murmurando:

—Tampoco ahora han tenido tiempo de tejer la cuerda con qué ahorcarme…

Capítulo III. La persecución

Durante una hora los tres jinetes galoparon a rienda suelta en dirección a la costa del Pacífico, volviendo con frecuencia la cabeza, temerosos de ver aparecer a los soldados; después se lanzaron a través de las selvas que cubrían las ásperas colinas del istmo y que debían extenderse hasta el Chagres.

—Ahora podemos conceder algún descanso a estos nobles brutos —dijo el gascón, que fumaba el último cigarro regalado por el flamenco—. No es prudente abusar demasiado de sus fuerzas.

—¿Teméis que nos persigan? —preguntó Mendoza.

—En este momento ese tabernero bribón estará hablando lo que no debe, y mi amigo el gobernador lanzará tras de nosotros una escolta de honor, con el encargo de cogernos por el pescuezo y de conducirnos otra vez a Pueblo Viejo.

—¿Le llamáis todavía vuestro amigo? —preguntó el flamenco. Si caéis de nuevo en sus manos, seguramente no os perdonará que le hayáis engañado con tanta habilidad. Ya decía yo que sois pariente del diablo.

—La idea ha sido magnífica —afirmó Mendoza riendo.

—Yo hacía cuenta ya de balancearme bajo la rama de un árbol con una corbata de cáñamo al cuello.

—Y en cambio nos ha dado caballos y armas.

—Que, por supuesto, no restituiremos al señor gobernador —observó el flamenco.

—Los hombres honrados escasean en América —sentenció gravemente Barrejo—. La gratitud es aquí un mito, y Su Excelencia podría recompensar nuestra buena fe con la cuerda, de la que no quiero tener noticias, porque siempre me ha inspirado un profundo disgusto.

—¡Burlón!…

—Hablo en serio, amigo Mendoza.

—El hecho es que hemos tenido una fortuna extraordinaria.

—¡Ay de los aventureros si no tuvieran siempre una buena estrella que les protegiese!

—El conde se alegrará mucho de vernos volver al campamento, bien armados y llevando un recluta.

—Y sobre todo le satisfarán las noticias que le llevamos —añadió el gascón.

—Ahora ya sabe dónde se encuentra el marqués, y no tardará en ir a buscarlo. No dudo que atacará a Pueblo Viejo, aunque no disponga de muchos hombres.

—Sé que ha enviado un correo a la isla de San Juan para que le manden refuerzos. Es probable que a esta hora haya llegado al campamento alguna partida de filibusteros. Nadie puede negar auxilios al hijo del Corsario Rojo.

—Y además, ¿no estamos aquí nosotros? —dijo el gascón—. Los tres somos capaces de tomar por asalto un castillo defendido por piezas de artillería.

—Sin apearnos de los caballos —añadió el flamenco.

—Precisamente…

Habían puesto las cabalgaduras al paso y trepaban por una colina cubierta por algunas palmeras y por matorrales; tras ella debía de correr el Chagres, el único río de alguna importancia que surca el istmo de Panamá.

Iban ya a alcanzar la cima para descender luego por un amplio valle, cuando detuvieron bruscamente los caballos, mirándose unos a otros con cierta ansiedad.

—¿Será el río la causa de ese ruido? —preguntó el gascón, después de haber escuchado algunos instantes.

—A mí me parece el galope de varios caballos —respondió Mendoza.

—¿Qué decís, vos, señor flamenco?

—Que nos persiguen —contestó el aventurero.

—¿Habrán ya descubierto nuestras huellas? —se preguntó Barrejo—. Pronto, subamos a la cumbre y veamos quién tiene razón.

Aflojaron la brida a los caballos y los talonearon con violencia, porque no tenían espuelas. Los tres corceles partieron al trote largo, aunque la colina era bastante escarpada. En pocos minutos llegaron a la cumbre y se detuvieron ante un anchuroso valle cubierto de matorrales, que descendía hasta el Chagres.

Desde allí los tres aventureros podían dominar una extensión inmensa de terreno y descubrir con facilidad a los perseguidores.

—No veo más que el río —dijo el gascón.

—Y esto, ¿lo oís? —preguntó el vizcaíno bajando rápidamente la cabeza.

Retumbó un arcabuzazo y una bala pasó sobre los aventureros, silbando siniestramente.

—¡Que nos matan a traición! —gritó Barrejo.

En aquel momento media docena de hombres, montados en magníficos caballos, salieron de un grupo de palmeras.

Eran soldados españoles, enviados seguramente tras de los audaces aventureros por el marqués de Montelimar.

—¡Al galope! —gritó el gascón; en tanto que resonaba una segunda descarga.

—No aguardaba semejante sorpresa —refunfuñó Mendoza—. Han debido esperar siquiera a que hubiésemos dado aviso al campamento.

Los tres caballos lanzáronse al galope tendido, saltando ágilmente brezos y matorrales, sin que los jinetes tuvieran necesidad de hostigarlos.

El terreno no era muy a propósito para una carrera abierta, porque estaba lleno de obstáculos, pero los aventureros, seguros de la resistencia y de la agilidad de sus corceles, confiaban en mantener a los perseguidores a gran distancia.

Los españoles, llegados a la cumbre, lanzáronse a su vez hacia el valle, gritando y disparando para intimidar a los fugitivos.

Si sudaban los corceles de los tres aventureros, no se fatigaban menos los de los enemigos.

La carrera era cada vez más veloz y cada vez más peligrosa. El vizcaíno, el gascón y el flamenco, buenos jinetes, porque Mendoza, antes de alistarse como filibustero, sirvió en un regimiento de caballería, tenían que hacer grandes esfuerzos para evitar los obstáculos.

Cada diez o doce pasos veíanse obligados a detener bruscamente las cabalgaduras y a ceñirle las piernas para obligarlas a saltar profundos barrancos.

—¡Recoged las bridas! —gritaba de vez en cuando Barrejo, que marchaba delante siempre—. ¡El que caiga es hombre perdido!

Los españoles hacían esfuerzos prodigiosos por colocarse a tiro de arcabuz.

Espoleaban sin piedad a los caballos y gritaban hasta desgañitarse para animarlos, pero no lograban ganar un palmo de terreno a los fugitivos.

La carrera duraba ya más de media hora, siempre a través de aquel áspero y salvaje valle que parecía no tener fin, cuando el gascón lanzó un grito de rabia.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Mendoza asustado—. ¿Se rinde vuestro caballo?

—Que el camino está cortado —respondió el gascón.

—¡No es posible!… Hace seis o siete días que pasamos por aquí.

—¡Pues ahora no se puede seguir, sangre de Belcebú!… ¡Alto, amigos!… Refrenad las cabalgaduras antes de que nos deshagan el cráneo.

Habían llegado a un repliegue del valle y ante ellos se erguía una roca colosal, que obstruía completamente el paso. Detrás amontonábase una cantidad enorme de tierra y de piedras, formando una especie de colina.

—Estamos presos —dijo el flamenco.

—No, señor —contestó el gascón, que no perdía nunca su presencia de ánimo—. Lleváis un arcabuz pendiente de la silla y pistolas en sus fundas. Tomemos posiciones e intentemos defendernos.

—¿Y por dónde pasamos? —preguntó Mendoza—. ¿No veis que la roca está cortada a pico?

—Hagamos que los caballos se tiendan y ocultémonos tras ellos. ¡Cuidado con levantar la cabeza! Pronto… Los españoles llegan…

Apeáronse en un instante, cogieron los arcabuces y las pistolas y obligaron a los animales que se echasen.

Los seis jinetes llegaban a galope tendido, rojos de cólera, espada en mano.

Al ver a los tres caballos tendidos, detuviéronse, envainando las espadas y empuñaron los arcabuces.

Se hallaban a menos de doscientos pasos de los fugitivos; en seguida comprendieron la causa de aquella parada repentina.

El jefe de la tropa avanzó solo, para ver dónde se ocultaban los tres aventureros, que se guardaban bien de mostrarse.

—¡Hola! —gritó, al observar el brillo del cañón de un arcabuz detrás de uno de los caballos—. Estáis cogidos. Espero que no sentiréis el menor deseo de empeñar una lucha con nosotros, que somos más numerosos y que estamos resueltos a conduciros de nuevo a presencia del gobernador de Pueblo Viejo. ¿Os rendís o no?

—El conde de Alcalá no se rinde, y siempre está dispuesto a batirse —contestó el gascón, dejándose ver.

—¡Ah!… ¿Sois vos quien se hizo pasar por amigo de Su Excelencia?

—En persona.

—No lo dudaba. ¿Os rendís, pues?

—El conde de Alcalá no ha respondido jamás afirmativamente a esa pregunta. Sin embargo, podríamos entendernos sin malgastar pólvora y balas y sin hacernos daño unos a otros.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Que con algunos doblones se podría arreglar este asunto.

El jefe de la tropa hizo un gesto de cólera.

—Los soldados españoles no se venden, miserable —gritó—. Y además, el gobernador pagaría vuestra captura a precio más elevado.

—Me figuro que no os han dicho que me dirijo a Panamá, donde voy a recoger una herencia de cien mil doblones. En vez de arremeter contra nosotros, tened la bondad de escoltarnos y os pagaré regiamente todos vuestros servicios —dijo el gascón.

—Prefiero fusilaros.

—Entonces os haré otra proposición.

—Parece que tenéis muchas ganas de charlar, bandido.

—No; soy título de Castilla.

—Y grande de España, ya lo sabíamos —añadió el jefe de la tropa, irónicamente.

—Sí, grande de España —replicó el gascón, siempre con calma.

—¡Acabad!…

—Os propongo un duelo.

—¿A quién?

—A vos.

—¿Estáis loco?

—Nada de eso, porque os ofrezco excelentes condiciones. Si me matáis, os doy palabra de honor de que mis dos compañeros se rendirán; en cambio, si yo tengo la fortuna de agujeraros la piel, nos dejaréis marchar tranquilamente.

—¿Después de muerto?

—Nos dejarán marchar vuestros compañeros.

—Prefiero fusilaros si no os entregáis.

—Haced la prueba. Os advierto que me acompaña un terrible filibustero que no yerra jamás un tiro. Figuraos que a doscientos metros atraviesa una nuez y apaga con la bala una luz.

—¡Fanfarrón!… Contádselo a vuestra abuela si vive todavía.

—Murió hace ya veinte años.

El jefe de la tropa, harto de tanta conversación, le volvió la espalda y se reunió a los soldados, que habían echado pie a tierra y permanecían ocultos tras de los caballos.

—Compadre —dijo el gascón volviéndose hacia Mendoza—, yo no soy mal tirador y confío además en que el flamenco no malgastará el plomo; pero confío especialmente en vos. Me habéis asegurado que fuisteis bucanero antes de filibustero.

—He derribado más de un millar de búfalos en las selvas de Cuba y de Santo Domingo.

—Entonces desmontad a esos soldados. Cuando no tengan caballos se alejarán seguramente. Disparad el primero.

Mendoza, que se había tendido completamente para ponerse a cubierto de las balas, arrodillóse, resguardado siempre tras el caballo, y apuntó.

En aquel momento los soldados españoles montaban de nuevo para intentar una carga desesperada.

Mendoza encañonó a la cabalgadura del jefe del escuadrón, un soberbio potro blanco, e hizo fuego.

Un rugido de cólera, seguido de un coro de blasfemia, acompañó al disparo.

El noble corcel cayó. Herido en el corazón, alzóse sobre las patas durante un segundo y en seguida rodó por tierra, arrastrando al jinete en la caída.

Los cinco soldados, al ver en el suelo a su jefe, cargaron furiosamente, aun cuando el terreno se hallaba cubierto de fragmentos enormes de rocas, caídos de lo alto.

—¡A nosotros, compañero! —gritó el gascón, dirigiéndose al flamenco.

Dos disparos resonaron casi simultáneamente; en seguida dejáronse oír sonoros relinchos y maldiciones.

Otros dos caballos habían caído en medio de las rocas, arrastrando a los jinetes.

Los tres que aún quedaban se detuvieron; luego echaron a correr hacia el lugar donde había caído el jefe.

—Si somos terribles espada en mano, somos también formidables con el arcabuz —dijo el gascón—. Señor flamenco, sois un hombre que no tiene precio, a pesar de vuestra inmensa barba.

—¿Acaso no soy del Brabante? —dijo el flamenco, con solemne gravedad.

—¡Cuernos del diablo!… Hasta hoy no sabía yo que los naturales del Brabante fuesen habilísimos arcabuceros.

—¡Y esto no es nada!

—Entonces estamos seguros de desmontar a todos.

Los dos soldados que habían caído al suelo, ocultándose tras las rocas y los matorrales, se alejaron rápidamente, arrastrándose como culebras y abandonando sus caballos moribundos.

Sus compañeros, imposibilitados de volver a la carga y temerosos de correr la misma suerte, se atrincheraron tras una peña, disparando algunos arcabuzazos.

No debían de ser malos tiradores, porque a la tercer descarga, el caballo del flamenco se levantó de pronto, lanzando un agudo relincho, dio algunos saltos y cayó de costado.

—Es una verdadera desgracia —dijo el gascón—. Este animal valía muchos doblones y no podré devolverlo al marqués de Montelimar. Ciertamente que no abrigaba tal propósito. Sus caballerizas están mejor provistas que las mías. ¡Eh, amigo Mendoza! ¿Os dormís sobre los laureles?

—Esperad un poco y ya veréis lo que saben hacer los filibusteros. Voy a ver si derribo a un hombre y a un caballo al mismo tiempo.

—Aquel jinete tiene el propósito de agujerarme la cabeza —dijo el gascón, arrojándose precipitadamente a tierra, en tanto que su sombrero, atravesado por una bala, iba a parar a algunos pasos de distancia. Esto es una verdadera batalla.

—Los gascones han sido siempre gente batalladora, por eso no os desagradará la refriega.

—Prefiero sin embargo, un combate cuerpo a cuerpo, a estocada limpia.

—Pues por ahora contentaos con cambiar balas.

—Son demasiado traidoras, porque matan sin decir siquiera: ¡eh, cuidado, que te envío a visitar el otro mundo!

—Sí, es un mal negocio.

Un disparo de arcabuz interrumpió el diálogo. El filibustero había hecho fuego, y cumpliendo lo prometido, mató otro caballo y al hombre que estaba detrás.

—Amigo Mendoza —dijo el incorregible charlatán—, sois un tirador verdaderamente tremendo.

—Soy filibustero —contestó Mendoza.

—¿Tenéis aún municiones?

—Solo para tres disparos. Su Excelencia el gobernador no se ha mostrado espléndido en surtirnos de pólvora y balas.

—Acaso presentía que las íbamos a emplear contra su gente —replicó el gascón.

En aquel momento resonó una descarga, y otro caballo, después de dar un bote, cayó como herido por una chispa eléctrica.

—Es el mío —dijo el gascón, lanzando una blasfemia—. No valía la pena de que el gobernador nos regalase caballos tan magníficos para que luego los mataran sus subordinados. Lo mismo sería que nos hubiesen dado mulos viejos y flacos. Señor flamenco, reserváis demasiado vuestro arcabuz… ¿Son tan lentos vuestros paisanos cuando tienen que disparar?

—Espero que llegue la ocasión —contestó el aventurero.

—Tiremos al mismo tiempo; apuesto un doblón, que nos beberemos en la taberna del Moro, a que derribo un hombre y dos caballos.

—¡Hum! —exclamó Mendoza—. Ni que fuerais bucanero.

—Aceptado —respondió el flamenco.

Dispararon simultáneamente y el flamenco derribó otro caballo.

—¡Por cien mil diablos! —exclamó Barrejo—. Se ve que los gascones no saben tirar más que estocadas.

—Señor flamenco, guardaré el doblón para beberlo a vuestra salud. ¡Cuerpo de Belcebú!… El asunto comienza a ponerse serio…

Los españoles, furiosos de verse tenidos a raya por aquellos tres terribles aventureros, disparaban sin tregua, ocultos tras los salientes del terreno.

No tenían, sin embargo, gran fortuna. Ya porque el pánico cundiese entre ellos, ya porque el alcance de sus arcabuces fuera menor, sus balas no causaban daño alguno a los aventureros.

El gascón y sus camaradas, protegidos siempre por los caballos, dos de los cuales no daban ya señal de vida, resistían con tenacidad admirable.

Pero al cabo de un cuarto de hora encontráronse sin municiones. No disponían más que de las espadas y las pistolas.

—¡Miserable gobernador! —murmuró Barrejo—. Ya podía haber sido más generoso. Nos ha dado caballos de gran valor y en cambio ha escatimado las municiones.

Luego, volviéndose hacia sus dos compañeros, añadió:

—No utilicéis las pistolas hasta el último momento y atacad con la espada.

Los españoles, en tanto, no se detenían en su movimiento de avance. Resueltos a apoderarse de los tres aventureros, tomaban sin embargo sus precauciones, sabiendo que tenían que habérselas con personas decididas a arrostrar toda clase de peligros.

Así recorrieron una distancia de veinte metros, cuando oyeron dos silbidos agudos.

Todos levantaron la cabeza.

—Son flechas —exclamó el gascón—. ¡Perfectamente!… Tenemos delante a los españoles y encima a los indios.

Siete u ocho hombres de piel cobriza, casi desnudos, adornada la cabeza con plumas de varios colores y armados con grandes arcos, habían aparecido en lo alto de las rocas que limitaban el valle.

No acudían en auxilio de los españoles ni de los aventureros, porque lanzaban sus peligrosos dardos lo mismo sobre unos que sobre los otros.

Para ellos el hombre blanco representaba al enemigo, fuera de la nación que fuese.

—¿Qué hacemos, amigo Barrejo? —preguntó Mendoza, que enseguida se refugió tras un saliente de la enorme roca, en compañía del flamenco.

—Ataquemos a los españoles, que son por ahora los más peligrosos —contestó el gascón.

Los soldados, expuestos a la lluvia de dardos, no avanzaban un paso; corrían a derecha y a izquierda para evitar que los hiriesen.

—Aprovechemos la ocasión, amigos —dijo Barrejo.

Y los tres aventureros se adelantaron, haciendo un disparo de pistola cada uno; después, el gascón y el vizcaíno echaron mano a las espadas.

Los españoles aterrados con la lluvia de flechas que sobre ellos caía y por la muerte de otro compañero herido en mitad del pecho de un pistoletazo, huyeron precipitadamente por el valle, llevándose a los caballos que aún quedaban con vida.

—Espero no volverlos a ver —gruñó el gascón, refugiándose enseguida tras la roca, para evitar que le atravesase alguna flecha.

—Pero será fácil dispersarlos. Tendríamos necesidad de dar la vuelta al valle.

—Me parece que se han dividido —indicó Mendoza—. Algunos de ellos persiguen a los españoles; desde aquí veo los dardos que les arrojan.

—Así se alejarán más de prisa, compadre.

—Y los otros nos sitiarán, camarada.

—Aguardemos la noche.

—Y mientras nos matarán el último caballo —observó el flamenco.

En efecto, el corcel que quedaba, herido por cinco o seis flechas, cayó junto a los otros dos, lanzando un relincho lastimero.

—¡Ah, bribones! —gritó Barrejo—. ¿No teníais bastante carne aquí, sin necesidad de matar esta pobre bestia?

—Nos cortan la retirada —observó Mendoza.

—¡Cuánto dinero perdido!…

—Algunos doblones, amigo Barrejo.

—Ya nos desquitaremos en el saqueo de Pueblo Viejo… ¡Por Baco! Se me ocurre una buena idea.

—Decid.

—Hacer que pague estos tres caballos el truhan del tabernero. Si logro dar con él, le obligaré a chillar un rato.

Mientras cambiaban estas palabras tranquilamente como si se hallasen en una fortaleza, los indios no cesaban de disparar flechas y de lanzar de vez en cuando, sus agudos gritos de guerra.

Pero derrochaban inútilmente los dardos, porque los tres aventureros se guardaban bien de abandonar el ángulo de la roca.

—Supongo que no dispondrán de millares de flechas —dijo el gascón, después de un breve silencio—. Ya habrán gastado algunas docenas.

—¡Ah, si tuviésemos un poco de pólvora!…

—No nos queda más que para tres disparos —dijo Mendoza.

—Y de pistola.

—Un tiro de corto alcance.

—Lo sé, compadre. Estoy atormentándome el cerebro por encontrar algún medio que nos permita escapar, y no se me ocurre nada. Esto me inquieta.

—Aquí no nos amenaza ningún peligro —interrumpió el flamenco.

—No me preocupan los indios —contestó el gascón.

—¿El sol, acaso?

—Tampoco; los españoles.

—Si han huido…

—Pero volverán con refuerzos y nos encontrarán aquí.

—¡Bah! —exclamó Mendoza—. Afortunadamente, Pueblo Viejo no está muy cerca y la mayor parte de nuestros enemigos se encuentran desmontados.

—Pero los que disponen de cabalgaduras pueden correr y regresar a la cabeza de un escuadrón.

—¡Ah, diablo! —refunfuñó Mendoza, rascándose furiosamente la cabeza—. Tenéis razón. Hay que tomar una resolución heroica. ¿Creéis que esta roca es inaccesible?

—No la he examinado aún atentamente —contestó el gascón—. Veamos.

—¿No corremos el peligro de que nos atraviesen las flechas de los indios? —preguntó el flamenco.

—Creo que no, porque el ángulo de la roca se prolonga.

—Problemas —dijo Mendoza resueltamente—. Cuidado con las flechas…

Cogieron los arcabuces, armas demasiado preciosas, aunque por el momento se hallasen descargadas, para dejarlas en manos de los enemigos, empuñaron las tres pistolas y se deslizaron a lo largo de la enorme roca.

Los indios no podían observar aquella retirada desde la altura en que se hallaban. Marchando cautelosamente y en medio del más profundo silencio, los fugitivos llegaron al fin al ángulo opuesto.

Por un caso verdaderamente extraordinario, la gigantesca roca, al precipitarse desde la altura, se había desmoronado por la base, dejando una abertura entre el ángulo y la pared cortada a pico.

—Siempre he dicho yo que a los aventureros acompaña una buena estrella —exclamó el gascón con aire de triunfo—. Un caballo no podría pasar por aquí, pero un hombre sí.

—En efecto, tenemos una fortuna realmente asombrosa —dijo Mendoza—. ¿Quién habría podido suponer que existiese este paso?

—Adelante, amigo —ordenó Barrejo—. Démonos prisa, ya que los indios no se han enterado aún de nuestra desaparición. Sigo oyendo el silbido de las flechas.

Inclinóse y se deslizó bajo la roca, acompañado de Mendoza y del flamenco.

Aquella especie de galería se prolongaba más de quince metros.

Los tres aventureros la atravesaron rápidamente y se hallaron en la parte opuesta.

—Hacia allí muge el Chagres —dijo el gascón—. ¿Debemos atacar por la espalda a los indios o huimos? Verdaderamente a los gascones les desagrada apelar a la fuga.

—Yo opino que debemos hacerles cara —observó Mendoza—. Si se dan cuenta de nuestra huida no dejarán de perseguirnos. Yo sé lo testarudos que son esos malditos indios.

—Merecéis que os nombren general.

—¿Por qué amigo Barrejo?

A los hombres se les conoce en los momentos difíciles. ¿Escaparán esos salvajes cuando huelan la pólvora?

—Lo mismo que conejos.

—Entonces tratemos de sorprenderlos. ¿Qué decís vos, señor flamenco?

—Que también conozco a esa gente de piel cobriza, y aseguro que es preferible atacarlos.

—¿Lograremos cogerlos desprevenidos?

—Basta trepar a la roca —replicó Mendoza—. Por aquí es más accesible que por ningún otro lado.

—Tenemos una suerte loca —murmuró el gascón—. Si los indios no descubren nuestras intenciones, daremos una carga magnífica. Compadre Mendoza, enseñadnos el camino. Ciertamente que no sois ya joven, pero podéis competir con un gato salvaje. Estos filibusteros son verdaderamente maravillosos.

—Ahora os probaré de lo que son capaces los moradores de la isla de Tortuga —respondió el vizcaíno—. Que me devore un jaguar si no pongo en precipitada fuga a los indios.

—Mala apuesta —dijo el gascón, moviendo la cabeza.

El filibustero observó atentamente la enorme roca; luego, descubriendo una especie de escalerilla, comenzó a subirla.

Los peldaños no resultaban muy cómodos, pero el viejo lobo de mar lanzóse resueltamente al asalto, ansioso de sorprender por la espalda a los indios, los cuales no cesaban de disparar flechas hacia el valle, para impedir la fuga a los sitiados.

Barrejo y el flamenco quedáronse atrás, dispuestos a ayudarle en su temeraria empresa.

Apoyando los pies en los salientes de la roca y agarrándose a los musgos el lobo de mar llegó sin gran fatiga a la cumbre y se deslizó sin que lo viesen, tras los árboles que crecían en aquel sitio.

—Ha llegado el momento de demostrar a ese terrible gascón que también los vizcaínos valen algo —murmuró—. Ya empieza a fastidiarme con sus fanfarronadas. ¡Diantre! También nosotros sabemos mover las manos y manejar la navaja.

Barrejo y el flemático flamenco llegaron sin que los indios los descubriesen.

—Amigo Mendoza —dijo el gascón—. ¿Es ya hora de que mostréis vuestras habilidades?

—¿Qué queréis decir? —preguntó el filibustero.

—Los indios se hallan a veinte pasos de distancia y nos vuelven la espalda; he oído hacer grandes elogios de la destreza de los vizcaínos.

—¿Con la espada?

—Con las armas que gustéis —contestó Barrejo—. Lo importante es ahorrar una carga de pólvora.

—Perfectamente —dijo el vizcaíno, sonriendo.

—¿Lleváis navaja?

—Por supuesto.

—Pues empleadla ahora. Veremos si la piel de los indios es más dura que la de los hombres de raza blanca. Si arrojándola desde aquí lográis clavarla en alguno, produciríais un efecto extraordinario.

—Procuraré complaceros —contestó Mendoza—. Ahorraremos una bala. Deteneos aquí y no hagáis ruido.

Los indios se encontraban a treinta o cuarenta pasos de distancia, ocultos tras las enormes rocas del precipicio. En la creencia de que los aventureros se mantenían aún amparados por el ángulo de la peña colosal, no cesaban de lanzar flechas, sin guardar las espaldas.

—¡Pronto, Mendoza! —exclamó el gascón.

—Dejadme a mí —contestó el vizcaíno—. Disponeos a emplear la espada, si no queréis consumir nuestras últimas municiones. ¡Silencio!

Echóse al suelo y arrastrándose, después de haberse desembarazado del arcabuz, que no podía prestarle utilidad alguna.

En la diestra empuñaba una navaja, vuelta la punta hacia arriba.

Deslizóse como una serpiente, sin producir el rumor más leve.

El gascón y el flamenco le seguían a corta distancia, montadas las pistolas, dispuestos a prestarle auxilio en caso necesario.

De repente Mendoza se detuvo tras el tronco de una gruesa palmera.

Los indios no distaban más que diez o doce pasos y le volvían la espalda, ocupados en lanzar sin interrupción flechas.

Oyóse un ligero silbido y algo centelleó en el espacio.

La navaja del vizcaíno cayó sobre la espalda de uno de los salvajes, y con tanta violencia que le rompió la columna vertebral.

Sus compañeros, al verle caer, dieron varios saltos hacia adelante, gritando de una manera espantosa.

El gascón disparó un pistoletazo, luego atacó con su terrible espada.

Fue una carga inútil, porque los hijos de la selva, aterrados al verse en presencia de tres hombres blancos, precipitáronse en la espesura, huyendo como liebres.

Casi en el mismo instante oyéronse retumbar en el valle algunos arcabuzazos.

—¡Los españoles! —gritó el gascón, en tanto que el vizcaíno volvía a guardarse la navaja—. ¡Corramos, amigos!…

Capítulo IV. El ataque a Pueblo Viejo

Algunos minutos de retraso y la estrella benéfica que hasta entonces parecía proteger a los terribles filibusteros, se habría ocultado y probablemente para siempre, porque de seguro que el marqués de Montelimar no los perdonaría después de la jugarreta del gascón.

Los arcabuzazos que retumbaron en el valle habrían sido disparados por los españoles, para desembarazarse de alguna pequeña partida de indios.

Probablemente el jefe de la tropa y sus compañeros encontraron a no mucha distancia algún pelotón de soldados, enviados para explorar los alrededores, y unidos todos, corrían con la esperanza de encontrar aún ante la enorme roca a los tres aventureros, con intención de obligarles a que aceptasen un nuevo combate o se rindiesen.

—Creo que Belcebú siente gran simpatía por nosotros —dijo el gascón, que corría como un gamo por alcanzar la orilla del Chagres y buscar refugio en medio de las inmensas selvas que cubrían las márgenes del río.

—O algún santo nos protege de seguro —contestó el vizcaíno—. Si lograse saber cuál es, palabra de honor que le ofrecía dos velas de diez libras.

Cambiando algunas palabras, marchaban velozmente a través del valle, que parecía acabar allí.

En efecto, hasta sus oídos llegaba clara y distintamente el fragor producido por las aguas del río, que se estrellaban contra las peñas que cubrían su lecho.

A lo lejos seguían resonando los arcabuzazos de los españoles. Parecía que los indios, acaso ahora en número mayor, les hacían resueltamente cara.

Después de veinte minutos de marcha, los tres aventureros se internaron en las selvas que bordeaban al Chagres.

El sol comenzaba a declinar en aquel momento y la obscuridad iba extendiéndose bajo las majestuosas palmeras.

—Descansemos un poco —propuso el gascón—. No somos caballos de carrera. Ya no nos alcanzarán los españoles.

—¿Nos hallamos todavía muy lejos del campamento? —preguntó el flamenco.

—Dentro de tres o cuatro horas llegaremos —contestó Mendoza.

—¿Nos extraviaremos en estas selvas?

—No tenemos más que seguir la corriente del Chagres.

—Siento impaciencia por ver al hijo del Corsario Rojo. También yo he oído hablar muchísimo de los tres hermanos filibusteros.

—Basta de conversación —interrumpió Barrejo—. En marcha, amigos. Me han asegurado que las selvas del Chagres están pobladas de animales feroces, y no tengo deseo de encontrarme con ellos. He preferido siempre a los hombres, porque al menos no saltan como los gatos rabiosos.

Pusiéronse de nuevo en marcha, siguiendo a corta distancia la orilla del río.

Mil rumores extraños se alzaban de la tenebrosa selva.

El vizcaíno, práctico en aquellos lugares, porque había seguido a Morgan a Panamá, púsose a la cabeza de sus compañeros, espada en mano.

Barrejo marchaba detrás con su larga tizona desenvainada; el flamenco empuñaba una pistola.

Los tres procuraban hacer el menor ruido posible; no ya por miedo u encontrarse con los españoles, sino para evitar a las bestias feroces que vagaban por la selva.

En aquella época eran numerosísimos los jaguares en el istmo, y no vacilaban en arrojarse sobre las personas que osaban atravesar los bosques.

Hacía dos horas que los aventureros marchaban sin descanso, siguiendo siempre la orilla del Chagres, cuyas aguas mugían sordamente en su lecho rocoso, cuando Mendoza, se detuvo de pronto, extendiendo la espada y empuñando la pistola cargada.

—¿Otra vez los indios? —preguntó el gascón, levantando su acero.

—En mi vida he visto indios con ojos fosforescentes —contestó el vizcaíno.

—Entonces será algún gato montés.

—Pero un gatazo terrible.

—Vaya, compadre, echad mano de la navaja.

—¡Qué ojos tiene el bicho!

—Yo creo que es un jaguar hambriento —indicó el flamenco.

—No sé lo que es un jaguar hambriento, porque en Gascuña no he visto más que gatos y lobos.

En medio de la tenebrosa espesura veíanse centellear dos puntos luminosos, que tenían extraños resplandores verdosos y amarillentos.

Era indudablemente un jaguar en acecho de su presa.

—¿En qué quedamos, camarada? —preguntó el gascón, al observar que el vizcaíno no se movía—. Sería ridículo que un gato, aunque fuese tan grande como un toro, tuviera a raya a tres aventureros famosos.

—¿No veis que nos cierra el paso, amigo Barrejo? —contestó Mendoza.

—Dadle un puntapié. Los gatos gascones, cuando ven una pierna levantada, echan a correr.

—En seguida, pero dadme una pistola cargada, porque la mía está vacía… ¡Qué diantres! No va a detener ese animalucho a tres hombres como nosotros.

—Dejadme a mí —replicó el gascón, resueltamente.

—Mucho cuidado con el gato, como os obstináis en llamarle —observó el vizcaíno—. Podría sacaros los ojos.

—¡Hum!… No recuerdo que esos animales hicieran tal cosa en Gascuña, cuando yo era niño.

—Aquellos gatos eran distintos de los que por aquí se crían.

—Ahora lo veremos…

El aventurero empuñó la pistola y la espada y avanzó con loca temeridad hacia los dos puntos fosforescentes, que no cesaban de brillar en las tinieblas.

Mendoza y el flamenco marchaban detrás, dispuestos a prestarle auxilio en aquella empresa peligrosa.

No había recorrido diez pasos el gascón, cuando se dejó oír un maullido terrible y un mugido ahogado.

—El gato resopla —dijo Barrejo—. Estará rabioso… Ahora lo amansaré.

No se trataba de un gato. Era un verdadero jaguar, uno de los más peligrosos animales que se encuentran en las selvas americanas, y que en fuerza y en ferocidad no ceden a los osos grises.

Llámanse los tigres de América y pueden rivalizar con los tigres reales de la India, aunque no son tan corpulentos. Poseen, sin embargo, tal fuerza, que arrastran sin dificultad a un toro.

El gascón, un tanto impresionado por los maullidos de la fiera, se detuvo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Mendoza, que se reía entre dientes—. ¿No es un gato, gascón?

—Me parece que resopla algo más fuerte —contestó el aventurero.

—¡Dadle un puntapié!…

—¡Eh, diantre!… Se me figura que es un tanto difícil.

—Disparadle un pistoletazo.

—O atravesadlo con la espada.

—Espero a que me ataque.

Aguardó con la pistola en una mano y la espada en la otra.

El animal seguía resoplando y rugiendo sordamente, sin moverse.

Barrejo entonces, avanzó algunos pasos, gritando:

—¡Eh, animalucho, acércate!…

El jaguar se replegó, dispuesto a saltar.

Mendoza colocóse al lado del gascón, temiendo que le ocurriese alguna grave desgracia, en tanto que el flamenco empuñaba la pistola.

—El gato tiene miedo —dijo Barrejo—. ¡Diablo!… se huele a un matagatos.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando el jaguar se arrojó sobre él con tal ímpetu, que lo hizo caer con las piernas por alto.

Mendoza, que estaba al lado, extendió el brazo y hundió la espada en las carnes del animal, en tanto que el flamenco, disparaba a quemarropa.

—¡Mil truenos! —exclamó el gascón, levantándose en seguida, y por fortuna suya, incólume. ¿Qué gatos hay por estas tierras? No eran así los que yo perseguía cuando muchacho. ¿Le habéis dado muerte, Mendoza?

—No lo sé —contestó el vizcaíno—. Sin embargo, mi acero está ensangrentado.

—Y mi bala debe habérsele alojado en el cuerpo —añadió el flamenco—. Apostaría a que lo he dejado ciego.

—He aquí un hombre maravilloso —dijo Barrejo—. Yo apenas he visto al gato y él le ha saltado los ojos.

—Es flamenco —observó Mendoza.

—¿Y qué queréis decir con eso? —preguntó.

—Que es medio gascón, ya que no lo sea del todo.

Barrejo y el flamenco soltaron una estrepitosa carcajada.

—Y Mendoza es vizcaíno —dijo el primero.

—Sí, vizcaíno —repitió el segundo con voz grave.

—Que trabaja con las piernas para no dejarse sorprender nuevamente por el gato ciego —contestó Mendoza, reanudando la carrera.

Sus dos camaradas le siguieron sin vacilar, porque no estaban completamente seguros de que el jaguar hubiera quedado ciego.

Aquella segunda marcha duró cerca de veinte minutos; luego, Mendoza, que observaba atentamente la orilla del Chagres, se detuvo, señalando a sus compañeros algunas hogueras, que brillaban bajo los árboles.

—¿Otra vez los indios? —preguntó el gascón.

—Es el campamento del conde —contestó el vizcaíno—. Estoy seguro de que no me engaño.

En aquel instante una voz ronca gritó con tono amenazador:

—¿Quién vive? ¡Responded o hago fuego!

—Mendoza —contestó el vizcaíno.

—¡Adelante!…

Cuatro hombres armados de arcabuces y de pistolas salieron de la espesura, seguidos de otro que llevaba una antorcha.

—¡El lobo de mar! —exclamó uno de los centinelas—. Mucho habéis tardado en dar señales de vida, compañero. ¿Hay buen vino en Pueblo Viejo?

—Superior —contestó el gascón. Ya os haremos probar cierto Alicante que hemos descubierto; mejor no se bebe ni en España.

—¿Cuándo?

—Cuando tomemos la ciudad por asalto —replicó Barrejo.

—¿Es cierto eso, camarada? —preguntó el filibustero a Mendoza.

—Ya lo veréis —se limitó a contestar el vizcaíno, alejándose rápidamente en busca del conde de Ventimiglia.

Al atravesar el campamento observó que los filibusteros eran numerosísimos. Grupos de hombres que hasta entonces no había visto, charlaban o fumaban alrededor de las hogueras, teniendo los arcabuces entre las piernas.

—El señor conde ha recibido auxilios —murmuró—. Tomar a Pueblo Viejo resultará para nosotros un juego.

La tienda del conde levantábase en mitad del campamento.

Mendoza entró sin vacilar, diciendo:

—Aquí estoy, mi capitán.

—¡Al fin! —exclamó el señor de Ventimiglia, que sentado en el viejo tronco de un árbol examinaba, a la luz de una antorcha, una especie de carta geográfica de los alrededores—. Comenzaba a temer que te hubiesen cogido preso o ahorcado.

—Nada de eso, señor conde —contestó el lobo de mar—. Cuando me acompaña ese diablo de gascón no corro peligro alguno.

—¿Habéis estado, pues…?

—Sí, el marqués de Montelimar se encuentra en Pueblo Viejo. Barrejo ha hablado con él y hasta tomado el chocolate. Él mismo os lo explicará más tarde.

—Y mi hermana, ¿está allí?

—Eso nos ha sido imposible averiguarlo. Hemos sabido, sin embargo, que hasta hace poco tiempo vivía con el marqués una bellísima mestiza, llegada no se sabe de dónde; después desapareció misteriosamente…

El conde levantó la cabeza; en su rostro se reflejaba emoción profunda.

—¿Será mi hermana?

—Es probable.

—Necesito que el marqués caiga en mis manos.

—Lo mismo creo, señor conde.

—¿Sabéis cuántos soldados hay en la ciudad?

—Doscientos o trescientos jinetes y una compañía de arcabuceros.

—¿Y artillería?

—Pocas piezas.

—La tomaremos por asalto antes de medianoche —contestó el conde resueltamente. ¿Sabes que he recibido refuerzos?

—He observado la presencia de hombres que no conocía.

—Los correos que envié a las playas del Pacífico para pedir auxilios a Grogner y a Tusley, encontraron una partida de filibusteros, compuesta de setenta y cinco hombres, mandada por un caballero francés, el señor Raveneau de Lussan.

—Y cincuenta que tenéis a vuestras órdenes, hacen un buen total —dijo Mendoza.

—¿Conocéis ya el camino?

—Sí, señor conde.

—¿Podemos llegar a Pueblo Viejo al amanecer?

—Y aún antes.

El conde salió de la tienda y disparó al aire un pistoletazo.

Aquella era la señal de reunión.

Los hombres que se hallaban sentados en torno de las hogueras o de centinelas en los cuatro ángulos del campamento, se levantaron al punto y se dirigieron en masa hacia la tienda, precedidos de un caballero de baja estatura, que llevaba una coraza de acero en medio de la cual brillaba un escudo dorado: era Raveneau de Lussan.

—¿Partimos, conde? —preguntó con voz nasal.

—Sí, señor de Lussan —contestó el hijo del Corsario Rojo—. Se trata de tomar por asalto a Pueblo Viejo.

—Y lo tomaremos —contestó tranquilamente el filibustero—. Mi gente empezaba ya a aburrirse.

—Apagad las hogueras y en marcha, sin perder tiempo. Mi propósito es sorprender al marqués en su palacio.

Diez minutos después los filibusteros abandonaban al campamento y se internaban en la espesura de la selva, precedidos por Mendoza, el gascón y el flamenco.

El conde de Ventimiglia marchaba inmediatamente detrás de los tres aventureros, con Raveneau de Lussan.

La tropa llegó felizmente a la orilla del Chagres y a las dos de la mañana puso el pie en el valle donde había tenido lugar el encuentro entre los aventureros y los soldados españoles.

Temiendo una sorpresa, el conde mandó que se destacase una numerosa vanguardia. Si los enemigos se hubiesen encontrado todavía allí, de seguro que, ocupando las dos faldas del valle, habrían dado mucho que hacer a los filibusteros.

Afortunadamente, después de derrotar a los indios, regresaron a Pueblo Viejo, sin sospechar siquiera la proximidad de tan gran número de adversarios.

Media hora antes de que apuntase el sol, los filibusteros, sin tropezar con ninguna de las cincuentenas encargadas de recorrer durante toda la noche las selvas próximas a la ciudad, se hallaba a pocos tiros de arcabuz de Pueblo Viejo.

Como la mayor parte de las pequeñas ciudades levantadas en el istmo de Panamá, esta, no muy populosa y distante de los dos océanos, no tenía más que algunas viejas murallas y un foso facilísimo de saltar con auxilio de haces de leña.

Para los filibusteros, acostumbrados a escalar altísimos fuertes defendidos por formidables piezas de artillería, aquello resultaba un juego.

El hijo del Corsario Rojo dividió a sus hombres en dos columnas, confiando el mando de la menos numerosa al caballero francés, y apenas despuntó el primer rayo del sol, lanzóse resueltamente al ataque.

Los centinelas españoles, que vigilaban desde la muralla, al descubrir aquellos grupos de hombres que avanzaban a través de las plantaciones de azúcar y café, no vacilaron en dar la voz de alarma y disparar algunos arcabuzazos.

No se cuidaron de responder los filibusteros. Dirigidos por el conde, por Mendoza y por el gascón, atravesaron rápidamente el foso, llenándolo de leña; en seguida rompieron el fuego contra las primeras casas, haciendo escapar a los moradores medio desnudos.

Tan repentino fue el ataque, que nadie opuso resistencia. Los filibusteros invadieron las calles de la ciudad a paso de carga, en tanto que Raveneau de Lussan se apoderaba, con no menor fortuna, del viejo bastión, haciendo clavar en seguida los pocos cañones que lo guarnecían, más a propósito para espantar a los tica-tica que saqueaban las plantaciones, que a hombres tan resueltos y formidables como eran los corsarios del Golfo de México y del Océano Pacífico.

Los habitantes despertáronse sobresaltados al oír aquellas descargas, y corrieron hacia la plaza mayor, donde se levantaba la iglesia, que podía servir de fortaleza, y al palacio del gobernador.

Hombres, mujeres y niños atropellábanse al huir, cargados con los objetos preciosos que encontraban a mano.

Ya creían los filibusteros ser dueños de la ciudad, cuando descubrieron ante la iglesia dos escuadrones de caballería, espada en mano.

Eran cerca de ciento cincuenta hombres, bien montados y mejor armados; mucho habrían dado que hacer a los invasores si estos no hubiesen sido considerados como invencibles, por suponérseles hijos del infierno.

El conde de Ventimiglia avanzó resueltamente hacia la iglesia, gritando:

—¡Fuego, valientes!…

Los filibusteros, que ya contaban con el terror que su presencia infundía, después de las ruidosas victorias conseguidas en el istmo, hicieron una carga cerrada.

Los jinetes intentaron defenderse.

Algunos, arrojados de la silla, yacían muertos o moribundos ante las gradas de la iglesia.

—Ahora me las entenderé con aquel maldito tabernero —dijo el gascón—. ¡Ay de él si lo encuentro!

El conde de Ventimiglia eligió una docena de hombres y se dirigió al palacio del gobernador, de cuyas ventanas no había partido un solo disparo de arcabuz, en tanto que otros, provistos de vigas, intentaban echar abajo la puerta de la iglesia para hacer salir a los habitantes de la ciudad, que se habían refugiado en ella.

El gascón, Mendoza y el flamenco acompañaban al conde, prontos a sacrificarse por defenderlo.

—¡Por cien mil demonios! —exclamó Barrejo, cuando subió la escalinata—. Las palomas han escapado en compañía del halcón. Señor conde, no será aquí donde encontraréis al marqués de Montelimar, mi queridísimo amigo. Apuesto cualquier cosa a que no tenéis el honor de probar su exquisito chocolate…

El conde y sus compañeros precipitáronse hacia las habitaciones, derribando puertas y muebles.

Solo encontraron a siete u ocho alabarderos ocultos en un zaquizamí, bajo un montón de cañas de azúcar. Entre ellos había un hombre conocido de Mendoza y del gascón.

—¡Mil bombas! —exclamó Barrejo—. ¡El jefe de la tropa! ¡Eh, camarada! El conde Alcalá os ruega que dejéis oír vuestra voz armoniosa. Ya os dije, si no recuerdo mal, que muy pronto me volveríais a ver…

El jefe de la tropa, desconcertado al encontrarse en presencia del exprisionero, salió del zaquizamí, murmurando y oprimiendo amenazadoramente la espada.

—Interroguemos a este hombre —dijo el gascón—. Es un antiguo conocido nuestro.

—¿Dónde está el marqués? —preguntó el señor de Ventimiglia, que parecía desesperado.

—Desde anoche, señores, galopa por el camino que conduce a Nueva Granada —contestó el soldado—. Vuestros compañeros, que se hacían pasar por condes y grandes de España, no han sido muy astutos.

—¡Burlón! —exclamó Barrejo.

—¿Cuándo partió? —preguntó el conde.

—Antes de medianoche. Su Excelencia no es hombre que cae fácilmente en la trampa y se puso a tiempo en salvo. Nueva Granada no es Pueblo Viejo; de seguro que no lo tomaréis con unos cuantos arcabuzazos, señor mío.

—¿Quién le acompaña? Hablad si queréis salvar la piel. Ya sabéis que los filibusteros no son muy generosos.

—Una escolta de ocho hombres.

—¿Y una joven?

—Sí, señor.

—Una mestiza, ¿no es cierto?

—¿Cómo lo sabéis?

—Contestad y no interroguéis —repuso el señor de Ventimiglia, con acento amenazador.

—Sí, una mestiza —respondió el soldado.

—¿Qué lugar ocupaba esa mestiza en la casa del gobernador?

—Era tratada como de la familia de Su Excelencia.

—¿Cuántos años podrá tener?

—Quince o dieciséis.

El conde hizo mentalmente un cálculo rápido.

Luego, alzando la voz, prosiguió:

—No puede ser más que ella —murmuró.

—¿Está muy fortificada Nueva Granada?

—Eso cuentan.

—¿No habéis estado allí?

—Nunca, señor.

El hijo del Corsario Rojo hizo un gesto de despecho.

—Si me hubiese adelantado algunas horas, uno y otra habrían caído en mis manos —dijo.

Después, volviéndose hacia uno de sus oficiales, añadió:

—Encargaos de la custodia de estos hombres. Pueden sernos muy útiles más tarde.

Abandonó la sala y volvió a la plaza, seguido de Mendoza, del gascón, del flamenco y de media docena de filibusteros.

Los corsarios de Lussan no habían logrado aún penetrar a la iglesia.

Los habitantes que estaban dentro defendían con furia las riquezas que habían recogido apresuradamente, y a cada intimación respondían con una descarga de arcabuces.

—Señor de Ventimiglia —dijo el caballero francés, al verle aparecer—, esta gente no tiene intención de salir. ¿Queréis que vuele la iglesia con media docena de barriles de pólvora?

—Sería una matanza inútil —contestó el conde.

—Pero si se quedan dentro, no tendremos ni un doblón.

—Yo renuncio a mi parte.

—Mas no renunciarán a la suya ni mis hombres ni los vuestros.

—¿Habéis cogido prisioneros?

—Dos docenas escasas.

—Enviad uno a la iglesia para que anuncie a los que en ella se han refugiado que si no capitulan degollaremos a los que están en nuestras manos.

En tanto que Lussan cumplía la orden, Mendoza acercóse al gascón y al flamenco.

—Amigos —exclamó—, mientras esta gente se las entiende con los que están encerrados en la iglesia, vámonos a dar un tiento al vino de aquel pícaro tabernero. Si empieza el saqueo general de la ciudad, no encontraremos más que toneles vacíos. Yo conozco bien la sed insaciable de los filibusteros. Además, nuestra presencia aquí no es necesaria. El conde y el caballero francés disponen de hombres suficientes para obligar a que se rindan los sitiados.

¡Tonnerre! —exclamó Barrejo—. Me había olvidado de ese amigo… ¿Dónde se habrá metido?

—Tengo la esperanza de encontrarlo en medio de sus toneles —contestó Mendoza.

—En marcha, camarada —concluyó el gascón.

Aprovechando la confusión que reinaba en la plaza, los tres aventureros, sin que los viesen, se internaron en una callejuela que debía conducirlos en pocos minutos a la taberna del Moro.

Como habían supuesto, la puerta estaba cerrada, y en el interior no se percibía el ruido más ligero.

—¿Se habrá refugiado en la iglesia nuestro amigo con sus ayudantes? —se preguntó el gascón, después de apoyar un oído en la cerradura—. Ni siquiera oigo maullar al gato negro.

—Echemos la puerta abajo —dijo el flamenco, que habiendo descubierto a corta distancia un montón de maderas destinadas a la construcción de un edificio, se apoderó de una viga.

—He aquí el hombre fuerte de la partida —afirmó Barrejo, al ver que el flamenco no se inclinaba bajo el peso de la carga—. Y desde ahora, ya que no ha querido decirnos su nombre, le llamaremos Don Hércules.

El flamenco tomó carrera, y con un solo golpe derribó la puerta de la taberna, con tal estrépito, que dentro resonó como si hubiesen disparado un cañonazo.

—Don Hércules, sois el héroe de la jornada, el rey de la taberna —dijo el gascón—. ¡Diantre! ¡Qué músculos! Seríais capaz de derribar una fortaleza.

—Soy flamenco —contestó muy serio el aventurero.

Desenvainaron las espadas, temerosos de un ataque con asadores o cacerolas, y entraron.

Solo vieron al negro gato que huía. El pobre animal, espantado al escuchar aquel golpe formidable, saltaba por bancos y mesas, como si se hubiera vuelto loco, derribando vasos y botellas.

—Ese bicho debe poseer el alma de aquel gatazo que encontramos en las orillas del Chagres —dijo el gascón.

—¿Sabéis dónde se halla la bodega? —preguntó Mendoza al flamenco.

—La puerta está debajo de ese banco.

—Encendamos antes una antorcha —observó Barrejo.

—No hace falta —contestó Mendoza.

—Subió a una mesa y descolgó un farol que servía para iluminar la sala. Lo encendió, no sin alguna dificultad, y se dirigió hacia la puerta de la cueva.

Bastó un puntapié para que las tablas cedieran y cayeran rodando por la escalerilla.

—¡Aquí está!… —exclamó Mendoza, levantando el farol.

—¿Quién? —preguntó Barrejo.

—He oído un grito en la bodega.

—¡Qué fortuna!… ¡Ah, pobre tabernero! ¡En qué manos va a caer!… —exclamó el gascón—. Alumbrad, Mendoza.

Bajaron la escalera con precaución y llegaron a un amplio sótano, en cuyos muros se apoyaban doce o catorce toneles respetables y muy panzudos.

—¿Dónde se habrá escondido ese bribón? —preguntó Barrejo.

Una voz se dejó oír tras la fila de toneles de la derecha, gritando:

—¿Quién se atreve a llamarme bribón?

¡Tonnerre!… ¡El tabernero!…

—¡Ah, tunante! —chilló el dueño de la taberna—. ¡Me voy a beber tu sangre!

—¡Camaradas, fuera las pistolas! —ordenó el gascón.

El tabernero, salió de su escondrijo, blandiendo amenazadoramente un asador, y tras él aparecieron, uno a uno, los cuatro pinches, armados de la misma manera.

—¿Otra vez aquí, bribón? —gritó el dueño, furioso.

—Adonde se bebe buen vino, se vuelve siempre —dijo el gascón amenazándole con la espada y la pistola.

—Ya había yo imaginado que debíais ser filibusteros —dijo el tabernero, que no se atrevía a dar un paso al ver que le apuntaban tres bocas de fuego.

—Hemos venido además para advertiros que la ciudad ha caído en nuestras manos y que toda resistencia es inútil. Somos más de mil.

—¿Y qué queréis de mí?

—Catar de nuevo vuestro Alicante y vuestro Jerez.

—¡Mis vinos!

—¿Deseáis que os mate primero? —preguntó el gascón, cambiando de tono—. En ese caso nos quedaremos por dueños absolutos de la taberna y no nos fastidiarán vuestras protestas. ¿Queréis un consejo de amigo? Id a sentaros en aquellos travesaños, en compañía de vuestros pinches; dejad en paz los asadores, buenos para ensartar ánades, y pollos, pero no a los hombres como nosotros, y no nos molestéis más porque os meteremos una onza de plomo en la cabeza.

—¿Os proponéis arruinarme?

—Ya hemos arruinado a la ciudad entera; de modo que podéis consolaros.

—No os daré un real.

—¡Qué reales!… Vuestro vino es lo que queremos. ¿Nos tomáis por ladrones? Vaya, arrojad los asadores y retiraos al fondo. Tenemos sed, ¡tonnerre!

El pobre tabernero y los pinches, espantados del acento terrible del gascón y juzgando inútil toda resistencia, arrojaron al suelo los asadores y fueron a sentarse en la viga indicada, que se encontraba en el extremo opuesto de la bodega.

Mendoza dejó en tierra el farol, en tanto que Barrejo y el flamenco se apoderaban de grandes jarros.

—Probemos primero el Jerez —dijo el vizcaíno—. Aquel del famoso doblón.

—Y, además, cataremos todos los otros —añadió el flamenco.

—Cuidad de no emborracharos —advirtió el gascón—. No nos encontramos solos, y esos gatitos que están en el fondo podrían saltarnos a la cara.

En tanto que trasegaban Jerez, Oporto y Alicante, el desgraciado tabernero, se arrancaba los cabellos, chillando:

—¡Esos canallas me arruinan!

Ni Barrejo ni sus compañeros prestaron atención a los lamentos ni a las injurias que les dirigían. Continuaban bebiendo tranquilamente, paladeando el contenido de todos los toneles.

De repente, el gascón, que acaso sentía vacilar la cabeza y flaquearle las piernas, arrojó el jarro que tenía en la mano, casi lleno de Oporto, diciendo:

—¡Basta, camaradas!… No somos cubas. Ahora llega el castigo solemne del tabernero.

—¿Qué os proponéis? —gritó el dueño, más furioso que nunca—. ¿No estáis contentos todavía?

—Os dejamos los doblones cuando debéis tener una hucha bien repleta, y aún os lamentáis. ¿No sabéis que cuando los filibusteros caen sobre una ciudad lo arrasan todo? Debéis mostraros agradecido a nuestra generosidad.

—¿Pensáis darme muerte?

—Nada de eso. Los toneles pagarán vuestra pérfida conducta. Mendoza, ¿cuáles creéis que son los mejores toneles? ¿Habéis probado el contenido de ellos?

—De todos —contestó el vizcaíno.

—¿Y vos, Don Hércules?

—También —afirmó el flamenco.

—¿Cuáles son?

Los dos aventureros, después de maduro examen, indicaron dos recipientes enormes que contenían, el uno Jerez y el otro Málaga añejo.

El gascón empuñó dos pistolas y dijo con gran seriedad:

—Yo, en clase de Presidente del Consejo de Guerra, decreto la muerte de estos dos toneles.

Y, diciendo esto, disparó las pistolas sobre las barricas atravesándolas.

En el acto surgieron dos chorros de vino, que corrieron por el pavimento.

El tabernero lanzó un grito como si le hubiesen herido en mitad del corazón y dio un salto con intención de arrojarse sobre aquellos tres demonios desencadenados. Pero en el acto el gascón puso un pie sobre los asadores y extendió su terrible acero, gritando:

—¡Alto, buen hombre! Esta espada tiene siempre sed de sangre humana y bebe cuando encuentra ocasión.

—¡Miserables, bebéis hasta hartaros de mis toneles y además derramáis el contenido de los mejores!…

—Nos agrada ofrecer siempre a la tierra vino de primera calidad para que produzca de lo más exquisito. También la tierra bebe a veces con gusto.

Mendoza y el flamenco se destornillaban de risa, sin que les impresionase la desesperación del tabernero.

Barrejo dejó que el Jerez y el Málaga corriesen durante algunos minutos; luego dijo a sus compañeros:

—Y ahora, vámonos. Si continuamos aquí un cuarto de hora, saldremos más borrachos que cubas. ¡Tabernero, adiós!

En tanto que el pobre dueño chillaba como si le desollasen vivo y los cuatro pinches proferían una sarta de maldiciones, los tres aventureros recogieron el farol y subieron la escalera, sin cuidarse de responder.

—Vamos a ver lo que ha ocurrido en la iglesia —dijo el gascón, cuando se hallaron fuera de la taberna.

Llegaban tarde. Los habitantes se habían rendido y los filibusteros, después de saquear la ciudad y de llevarse cuanto encontraron, se disponían a partir.

—¡Cómo!… ¿En marcha ya, señor conde? —preguntó Mendoza, que había logrado encontrar al señor de Ventimiglia.

—Vamos a reunirnos con los filibusteros que se hallan en la isla de San Juan —contestó el hijo del Corsario Rojo—. Sin Grogner y Tusley no podríamos atacar una plaza fuerte como Nueva Granada. Es necesario que el marqués caiga ahora en mis manos. Hay que reunir a nuestra gente y marchar hacia el Océano Pacífico.

Capítulo V. Audaces empresas de los filibusteros

La paz firmada en los últimos días del siglo XVIII entre las diversas naciones marítimas, especialmente entre España, Francia, Inglaterra y Holanda, puso en grave aprieto a los filibusteros establecidos en la isla Tortuga.

Abandonados a sí mismos, faltos de protección de las naciones enemigas de España, privados de las patentes de corso que les concedían el derecho de beligerantes, gran número de ellos decidieron llevar la guerra al Océano Pacífico, recordando la famosa conquista de Panamá realizada algunos años antes por Morgan.

En las costas del Golfo de México habían arrasado todas las ciudades españolas más importantes y reducido a la miseria a sus moradores. En cambio, sobre las costas del Pacífico, Panamá surgía más floreciente que nunca, y numerosas poblaciones vivían de los ríos de oro que las inagotables minas de México y del Perú arrojaban a la América Central.

Conocían ya el Océano Pacífico y sabían, por la experiencia adquirida en algunas expediciones, que los españoles allí no vivían muy prevenidos y que no eran muchas las fuerzas que defendían a las ciudades de la costa.

Y así, al comenzar el año de 1684, los filibusteros de la Tortuga comenzaron a abandonar el Golfo de México, impacientes por echar mano a los galeones procedentes de Chile, del Perú y de California.

La primera partida componíase de ochocientos ingleses, luego otra de doscientos franceses, y más tarde otras pequeñas, que acaso no lograron ver las olas del océano, porque jamás se volvió a oír hablar de estas últimas.

Aquellos filibusteros, como se ha dicho, eran ingleses, daneses, franceses y no faltaban entre ellos, aventureros de Génova y de Venecia.

Los primeros tripulaban nueve barcos y los franceses y los demás uno solo y marchaban bajo la dirección de un famoso corsario inglés llamado Davis.

Cuando leemos la historia de los navegantes en 1700 —Cook, Bougainville, La Perouse, Krusenster y tantos otros— y las grandes dificultades con que tropezaban al dirigirse del Atlántico al Pacífico, no es posible dejar de sentir la más profunda admiración ante la audacia de aquellos corsarios que, con escasísimas noticias geográficas, con pocos medios, con barcos tan miserables que un marino prudente de nuestros días, por muy osado que fuese, no se atrevería a intentar una navegación de doscientas leguas, llevaban a la práctica el proyecto de doblar el cabo de Hornos para penetrar en el Pacífico.

Y, sin embargo, es la historia verdadera. Después de inmensas tribulaciones, después de tempestades espantosas, en marzo de 1685, aquella pequeña escuadra doblaba la Tierra del Fuego y ponía audazmente la proa hacia las costas del Perú, ansiosa de abordajes y de presas españolas.

El primer encuentro de aquellos mil cien hombres, que tripulaban dos fragatas, una de treinta y seis cañones, y la otra de dieciséis, cinco embarcaciones menores sin artillería gruesa y tres miserables barcas, fue con un velero español, echado pronto a pique.

Enterados por algunos buques prisioneros que todos los buques mercantes habían recibido del virrey del Perú la orden de no abandonar los puertos hasta tanto que una escuadra limpiase de filibusteros el océano —orden que revelaba que era ya conocido su propósito de trasladarse a las costas occidentales— dirigieron su flota hacia el septentrión, haciendo de tarde en tarde algunas presas.

Terror, pánico cundió entre todos los habitantes de la América Central cuando vieron aparecer de improviso a los barcos corsarios frente a Panamá, ya reedificada y más floreciente después de la destrucción de Morgan.

La presencia de aquellos hombres despertó en seguida el recuerdo de los desastres sufridos años atrás. Davis no se atrevió a ordenar el ataque a la ciudad y fue a echar el ancla en la isla de Taroga, después de recorrer la bahía durante cuatro semanas, aguardando a que los barcos saliesen.

El virrey pidió auxilio al Perú y a México, formó una escuadra y la envió a la isla para exterminar a aquellos terribles bandidos.

Componíase de siete buques de guerra, dos de ellos armados con setenta cañones cada uno.

No existía proporción entre las fuerzas. Además, los filibusteros no conocían los mares en que navegaban ni disponían de la artillería necesaria para hacer frente a la de los españoles.

Sin embargo, no debían estos últimos forjarse la ilusión de aniquilar en un solo encuentro a tan terribles piratas.

Ya habían rodeado a una de las fragatas y hacían sobre ella un fuego terrible cuando los otros barcos corsarios, que marchaban delante, volvieron la proa y corrieron en auxilio de su compañero.

El peligro parecía comunicar a los filibusteros de Davis una fuerza sobrehumana.

Embistieron con ímpetu a las fragatas y a los galeones españoles, y aun cuando por la superioridad de las fuerzas enemigas, no pudieron en aquel combate encarnizado y sangriento obtener la victoria, la disputaron con tal intrepidez que por el valor merecían la palma.

Lo más asombroso es que en la refriega no perdieron más que una barcaza de prisioneros españoles.

Aquella barca estaba tan acribillada por las balas españolas, que encontrándose los filibusteros a punto de ahogarse, la abandonaron con los prisioneros que contenía.

Estos últimos, al verse libres, empuñaron los remos y se dirigieron hacia sus compatriotas.

Pero el almirante español, tomándolos por enemigos, les salió al encuentro y echó la embarcación a pique; y así resultó, sin saberlo, el exterminador de aquellos desgraciados.

Habiendo aumentado durante el combate la furia del viento y de las olas, dispersóse en pocos minutos la flotilla de los filibusteros.

Varios barcos desaparecieron y no se volvió a saber de ellos. Los demás, reunidos al fin, refugiáronse en la isla de San Juan, separada solo cinco leguas del continente.

Pero la discordia, después de aquel desastre, no tardó en nacer, sobre todo entre los ingleses y franceses, por ser los primeros protestantes y los segundos católicos.

Resulta muy extraño y, sin embargo, aquellos ladrones de mar tenían su religión, singularmente los ingleses, cuyo país estaba entonces dividido por el furor de las distintas sectas. Llevaban muy a mal que sus camaradas salvasen en los saqueos, los símbolos de la iglesia romana.

En la isla de San Juan estableciéronse ciento treinta franceses, número que aumentó más tarde con otros doscientos que mandaba un capitán llamado Grogner, el cual había doblado también el cabo de Hornos; los ingleses, en cambio cruzaron en dirección opuesta al estrecho para volver al Golfo de México.

Eran pocos, pero resueltos y más audaces que nunca. Desde la isla lanzaban sus barcos en todas direcciones, apoderándose de cuantos veleros encontraban; luego llevaron la guerra al istmo.

Tomaron por asalto la pequeña ciudad de León y quemaron a Relejo, sembrando por todas partes terror inmenso.

Como en aquellos parajes no se habían visto nunca ladrones de tal especie, los moradores huían espantados, creyendo de buena fe que eran demonios en carne humana.

En vez de combatirlos, los sacerdotes lanzaban contra ellos exorcismos, como si se tratase de luchar con el infierno.

Los españoles, víctimas de tantos desastres, trataron de poner remedio, enviando a Grogner una carta del vicario general de Costa Rica, en la cual le notificaban la paz celebrada entre España, Francia e Inglaterra y le advertían que el virrey de Panamá ponía a su disposición varias naves para que los piratas volvieran a Europa.

Por toda respuesta, los filibusteros —que no eran tan ingenuos que aceptasen una proposición que les entregaba atados de pies y manos al enemigo—, tomaron por asalto la ciudad de Nicoya, la saquearon y la incendiaron, sin que se salvasen de la destrucción más que la iglesia y los objetos de culto católico.

***

A tal extremo habían llegado las cosas, cuando una mañana, en tanto que los filibusteros armaban algunas barcas viejas para emprender otras audaces aventuras, atacaron a la isla que se había convertido en una pequeña Tortuga, siete chalupas tripuladas con ciento cincuenta hombres.

Eran los corsarios del conde de Ventimiglia y de Raveneau de Lussan.

Estos valientes, después de haber conquistado y saqueado a Pueblo Viejo, emprendieron una marcha rapidísima hacia el Océano Pacífico para llegar a la isla donde seguramente habían de encontrar socorros.

Evitando con cuidado ciudades y aldeas, atravesando selvas para no tropezar con las columnas españolas que el virrey de Panamá, alarmado por los continuos ataques había enviado en todas direcciones para acabar con tan peligrosos enemigos, llegaron felizmente a las playas del Grande Océano, y se apoderaron por sorpresa de un número considerable de embarcaciones destinadas a la pesca.

No llegaron, sin embargo, a San Juan en momento muy oportuno. Pocos días antes, una flota, compuesta de quince barcos españoles, había hecho su aparición en aquellas aguas, obligando a Grogner y a su gente a quemar más que de prisa la fragata y los esquifes que poseían, para que no cayesen en manos de sus enemigos.

Afortunadamente, los españoles contentáronse con destruir lo que de los barcos quedaba, pero no se atrevieron a internarse en la isla.

La noticia de la llegada del hijo del Corsario Rojo con Raveneau de Lussan, después de la toma de Pueblo Viejo, no dejó de producir impresión profunda aparte de levantar el espíritu de los filibusteros, los cuales, una vez destruida su flotilla, no se encontraban en disposición de reanudar las correrías por el continente.

Grogner, enterado del arribo del sobrino del famoso Corsario Negro, se apresuró a salir a su encuentro. La noticia de que un pariente de uno de los filibusteros más célebres del Golfo de México recorría aquellas aguas, llegó hasta la isla.

Grogner no era noble como Raveneau de Lussan; pero gozaba fama de ser uno de los corsarios más audaces de su época. Como la mayoría de los filibusteros, alistóse cuando era mozo; combatió en Francia, en Inglaterra y en Holanda; luego deseoso de hacer una fortuna rápida pasó a América.

Sin embargo, llegó demasiado tarde, porque las ciudades del Golfo de México habían sido completamente destruidas por el Olonés, Montbar, los tres corsarios, Grammont, Wan-Horn, Morgan y tantos otros no menos famosos.

Entonces siguió las huellas de Davis, doblando el cabo de Hornos, y aún tuvo tiempo de arrasar algunas poblaciones de la América Central, auxiliado por trescientos desesperados que no sentían miedo de los arcabuces ni de los cañones españoles ni de sus mismas escuadras.

Refieren las crónicas de aquel tiempo, que se parecía bastante a Morgan, y aunque de estatura mediana, poseía una fuerza muscular extraordinaria y era de un valor a toda prueba.

Como queda dicho, al saber que el jefe de los filibusteros que había desembarcado en San Juan era el hijo del Corsario Rojo, salió en el acto a su encuentro, diciéndole:

—Os esperábamos, señor conde. Todos los viejos filibusteros han combatido a las órdenes de los tres corsarios que asestaron, sea por una venganza privada, o por la causa que fuese, un golpe terrible a la soberanía española en el Golfo de México. He aquí mi mano y he aquí mis hombres dispuestos a seguiros donde queráis.

—Es precisamente lo que necesito —contestó el corsario—. He venido aquí para proponeros una empresa terrible.

—Ya sabéis, señor conde, que no hay empresa que asuste a los Hermanos de la Costa, como nos han llamado durante tantos lustros. ¿Qué queréis de nosotros?

—La conquista de Nueva Granada —repuso el señor de Ventimiglia.

—¡Diantre! —exclamó Grogner—. Es lo mismo que pedir la cabeza del gobernador de Panamá o la toma de México o de Cuzco. Nueva Granada es una de las ciudades mejor fortificadas de Nicaragua, señor conde.

—¿Sentís miedo? La tomaremos el señor de Lussan y yo.

—¡Mil rayos! No corráis tanto, señor conde. Allí hay tesoros inmensos que coger…

—Y que estoy dispuesto a renunciar en beneficio de vuestros hombres y de los que manda Raveneau de Lussan.

—Se sabe que los tres famosos corsarios eran riquísimos —replicó Grogner—. ¿Qué exigís por vuestra parte?

—Un hombre.

—¿Un prisionero? —preguntó estupefacto Grogner.

—Nada más.

—¡Qué diablo!… Un hombre que vale mucho, sin duda.

—El marqués de Montelimar.

—¿El gobernador de Pueblo Viejo?

—Precisamente.

—¿Se os ha escapado? Me han dicho que habéis tomado por asalto aquella ciudad, señor conde.

—Tuve la desgracia de llegar demasiado tarde.

—¿De cuántos hombres disponéis?

—De ciento cincuenta, contando con los de Raveneau de Lussan.

—Y yo de otros tantos —replicó Grogner—. Si Pedro el Olonés, con la tercera parte de nuestras fuerzas ha atacado a Maracaibo y luego a Gibraltar, no me sorprenderá que tomemos por asalto a Nueva Granada, que nos apoderemos del marqués y de otros muchos españoles y que cojamos algunos millares de doblones. Me han asegurado que tenéis siete esquifes.

—Ciertamente.

—¿Estáis seguro de que el marqués se halla en aquella ciudad?

—Segurísimo.

—¡Bien! —exclamó el filibustero después de algunos instantes de silencio—. Vamos a ver si los cañones que defienden a Nueva Granada están cargados con fierro o con azucarillos. Un filibustero que se estima en algo no puede negar nada al hijo del Corsario Rojo. Señor conde, os ofrezco hospitalidad en mi pobre tienda y mañana marcharemos.

—He aquí un hombre —dijo el gascón, que había asistido al coloquio, tendido en la playa, volviéndose hacia sus dos amigos inseparables: el flamenco y Mendoza.

—Un filibustero completo —contestó el vizcaíno.

—¿No habéis estado nunca en Nueva Granada, compadre?

—Como no he sentido jamás prisa por tomar el pasaporte para el otro mundo, me he guardado siempre bien de poner los pies en ciudad defendida por muchos cañones.

—Yo espero que encontraremos tabernas…

—De seguro que los granadinos no beben agua —añadió el flamenco.

—Tampoco yo, compadre —agregó Mendoza—. Tal vez allí encontremos toneles mejores que los que hemos catado en Pueblo Viejo. Nueva Granada surte de vinos a Panamá, y así como en Panamá se encuentran un virrey y elevados funcionarios, es más que seguro que encontraremos bodegas maravillosamente provistas.

—Pero me asombra una cosa, camarada.

—¿Cuál? —preguntó Barrejo.

—Diríase que os habéis hecho filibustero más por el deseo de probar los vinos españoles, que por el dinero. Sin embargo, me parece que los doblones no os desagradan.

—Esos vendrán más tarde —replicó el gascón. Busquemos un lugar donde se pueda comer y beber. Todavía se me pasea algún doblón por los bolsillos, y nada mejor que comerlos y beberlos. ¡Diantre!… Los gascones son siempre generosos.

No era difícil en la isla de San Juan gastar dinero, porque los corsarios refugiados en ella la habían convertido, como hemos dicho, en una pequeña Tortuga.

A pesar de las continuas amenazas de los españoles, aquellos formidables corredores del mar se divertían alegremente, derrochando las riquezas cogidas en los saqueos con una prodigalidad de príncipes.

Los mulatos, llegados del Continente con víveres y sobre todo con vinos y licores, levantaron barracas, donde expendían sus géneros a precios exorbitantes.

Los filibusteros, como verdaderos ladrones, no regateaban. ¿Qué les importaba el dinero?

Barrejo y sus camaradas penetraron en una inmensa tienda donde muchos hombres bebían alegremente y jugaban o bailaban con algunas prisioneras españolas al son de guitarras rasgueadas por negros.

—Este país es la tierra de Jauja —dijo el gascón, sentándose al extremo de una mesa larguísima—. Apuesto cualquier cosa a que las mujeres españolas no se divierten nunca más que cuando tropiezan con estos truhanes.

—Poco a poco, compadre —contestó el vizcaíno—. A veces estas diversiones cuestan caras a prisioneras y a prisioneros.

—¿Por qué? ¿No los respetan?

—Sí los respetan, y desgraciado del corsario que se atreviera a cometer una villanía con los prisioneros. A veces, sin embargo, llegan días tristísimos, y las sonrisas de esos infelices se truecan en lágrimas de sangre.

—¿Qué queréis decir?

—Que cuando sus parientes o los gobernadores no los rescatan, los filibusteros, sin titubear, sacan a suerte a los prisioneros, sean hombres o mujeres.

—¿Y luego?

—Aquel que ha tenido la desgracia de que le toque una bola negra, es decapitado, y la cabeza se envía al gobernador para obligarle a que pague.

—Eso es una crueldad.

—¡Qué queréis! Así es la guerra. Por su parte, los españoles no son más generosos, y cuando cogen a alguno de los nuestros lo ahorcan sin misericordia.

—Cuidemos, pues, de que no nos echen el guante —dijo el flamenco.

Pidieron dos botellas de vino, jamón salado, y empezaron a comer y a beber.

Apenas habían vaciado algunas copas, cuando un estampido ensordecedor les hizo ponerse en pie de un salto.

—¡El cañón! —gritó Barrejo.

Todos los filibusteros que se encontraban en la barraca salieron precipitadamente, empuñando los arcabuces, en tanto que las mujeres chillaban y los guitarristas huían, arrojando al suelo los instrumentos.

—¿Qué sucede? —preguntó el gascón, desnudando el acero.

—Que truena el cañón español —contestó Mendoza.

También ellos echaron a correr, dirigiéndose hacia la pequeña bahía donde estaba anclada la flotilla filibustera, que se componía de un buque y de media docena de barcazas.

Confusión espantosa reinaba en la playa, donde se habían reunido todos los piratas de la isla. Entre ellos estaban el conde de Ventimiglia, Grogner y Lussan.

El cañón seguía tronando en lontananza.

Quince buques, dispuestos en dos columnas, dirigíanse lentamente hacia la isla. Era la escuadra española del Pacífico, encargada de cortar el paso a los corsarios procedentes del Cabo de Hornos y del estrecho de Magallanes, escuadra imponente que habría podido purgar para siempre aquellos mares de los audaces ladrones, si hubiera querido.

—Señor conde —dijo Grogner al hijo del Corsario Rojo, con voz un tanto alterada—. Habéis llegado en mala hora.

—Creo que no —contestó el señor de Ventimiglia—, porque traigo refuerzos.

—No podemos resistir a una escuadra tan poderosa. Solo dispongo de un buque y de las barcazas.

—Sacad a tierra las barcas y los esquifes y ocultadlos en la selva.

—¿Y el buque?

—Incendiadlo para que no caiga en poder de los españoles. Daos prisa, y luego retirémonos al interior de la isla. Si nos atacan, ya sabremos defendernos.

En el acto se dieron las órdenes necesarias. En tanto que algunos corsarios subían a bordo del buque y prendían fuego al alquitrán depositado en la cala, los demás se afanaban por poner a salvo las embarcaciones menores, para no quedar privados en absoluto de medios de transporte que les permitieran más tarde llegar al continente.

La escuadra española, segura de su fuerza, había entretanto comenzado a disparar con furia, especialmente sobre el buque, al cual desarboló en seguida.

—¡Diantre! —exclamó el gascón—. Esta vez los españoles dan de firme. Compadre, ya que nuestros camaradas corren, trabajemos también nosotros con las piernas. Con mucho gusto recibo estocadas, pero no siento el menor cariño hacia las balas de grueso calibre que dividen por medio a una persona sin decirle siquiera: ¡que te mato, imbécil!

Los filibusteros, en efecto, una vez a salvo las embarcaciones huían por todas partes, mientras que los dueños de las barracas, auxiliados por los criados negros, cargaban con las mercancías de más valor, para que no fuesen a poder de los españoles.

El cañoneo, entretanto, no cesaba. Las balas caían como espesa granizada sobre la plaza y sobre el buque, que ardía rápidamente, vomitando por las abiertas escotillas nubarrones de humo.

Era una escuadra imponente en realidad, compuesta de galeones, de fragatas y de grandes carabelas y tripuladas por dos mil hombres.

Los filibusteros, dirigidos por el señor de Ventimiglia, por Grogner y por Raveneau de Lussan, apresuráronse a ponerse a salvo en una colina que se levantaba casi en medio de la isla, y por tanto, fuera del alcance de la artillería que, como ya se ha dicho, hallábase reducida en aquellos tiempos a un campo de acción muy limitado.

Sin embargo, sentían gran inquietud, temiendo un vigoroso asalto de los tripulantes.

Por fortuna, nada grave ocurrió. La escuadra, después de cañonear las barracas, desembarcó un centenar de hombres para recoger algunos restos del buque corsario destruido por el incendio, y pocas horas después emprendía de nuevo la marcha con rumbo a Panamá.

—¡Mil truenos! —exclamó el gascón, que observaba a aquellas majestuosas naves desde lo alto de la colina—. Han podido destruirnos, y en vez de hacerlo, se marchan.

—Buen viaje, señores, y que Dios os libre de tempestades.

Quitóse el sombrero y saludó a la escuadra, haciendo al mismo tiempo una inclinación tan profunda, que no solamente el vizcaíno, sino el conde de Ventimiglia y Grogner tuvieron que soltar la carcajada.

Capítulo VI. La captura del Marqués

Aquella misma noche, antes de las doce, los filibusteros, temiendo que volviese la escuadra española, abandonaban la isla de San Juan y se refugiaban en el continente, tomando tierra en la bahía de Caldeira.

Desembarcaron, sin embargo, reforzados por el famoso filibustero Tusley, que navegaba con Davis y que se habían separado de los franceses, por cuestiones religiosas, en compañía de ciento veinte ingleses.

Estos últimos fueron encontrados a pocas leguas del continente, a bordo de un buque que se hallaba en buen estado. A pesar de que los reconocieron como corsarios, los filibusteros del conde de Ventimiglia y de Grogner los atacaron furiosamente para darle una lección a su jefe, y aunque tripulaban simples esquifes y barcas desprovistas de artillería, lanzáronse llenos de audacia al abordaje y se apoderaron con gran facilidad del navío.

Es cierto que los ingleses de Tusley, reconociendo en los que atacaban a sus antiguos compañeros, opusieron una resistencia muy débil.

Los filibusteros del conde, de Grogner y de Lussan, después de tenerlos prisioneros durante algunas horas en el fondo de la cala y de regañarles un poco, no tardaron en ponerlos en libertad; impresionados por aquel rasgo generoso, los ingleses uniéronse a la partida, prometiendo hacer causa común y no separarse nunca de sus antiguos compañeros, con los cuales habían realizado la travesía del Estrecho de Magallanes.

Después de veinticuatro horas de reposo, los filibusteros, resueltos a auxiliar al conde de Ventimiglia en su empresa, dejaban la bahía de Caldeira, ansiosos de tomar por asalto a Nueva Granada y de sorprender al marqués de Montelimar antes de que tuviese tiempo de huir.

Nueva Granada era una de las mejores ciudades que los españoles poseían en la América Central, y gozaba fama de encerrar tesoros inmensos, porque absorbía los riquísimos productos de las minas de oro de Nicaragua.

Elevábase en las orillas del lago del mismo nombre, a veinte leguas del Océano Pacífico, y se hallaba defendida en el centro por un fuerte de forma cuadrada, situado sobre una altura y provisto de la artillería suficiente para rechazar a un ejército.

En sus alrededores levantábanse multitud de fábricas de azúcar, que formaban grandes arrabales.

Además, estaba rodeada de murallas y de bastiones bien provistos de artillería; uno solo tenía veinte piezas.

De la defensa de la plaza cuidaban seis escuadrones de caballería y otras tantas compañías de artillería.

El 17 de abril de 1687 los filibusteros, después de atravesar pantanos y bosques, tan antiguos casi como la creación del mundo, aparecieron en las inmediaciones de la formidable plaza.

No sumaban más que trescientos cuarenta y cinco, entre los corsarios del conde de Ventimiglia y los hombres de Tusley, Grogner y Raveneau de Lussan.

En el camino averiguaron que los españoles, informados por algunos espías, se apercibían a la defensa, y que el marqués de Montelimar asumía el mando del fuerte central; pero aquellos terribles combatientes no se amedrentaron y prosiguieron la marcha, seguros de tomar por asalto la ciudad, a pesar de la formidable artillería.

La primera hazaña de los filibusteros fue el incendio de los arrabales. Las inmensas fábricas de azúcar ardieron como yesca ante la vista de moradores y de soldados, los cuales no osaban exponerse a un combate en campo abierto contra aquellos hombres a quienes creían, de buena fe, salidos del infierno.

Al mediar el día, después de comer, los asaltantes, divididos en cuatro columnas, mandada cada una de ellas por su jefe, emprendieron el ataque a la ciudad, sin asustarse de los cañonazos que desde todas partes disparaban, principalmente del fuerte defendido por el marqués de Montelimar.

Los Hermanos de la Costa —como seguían llamándose aquellos terribles corsarios—, parecían furias infernales; a pesar de la formidable artillería española, lanzáronse intrépidamente a la muralla, valiéndose de toscas escalas que habían construido en la selva.

Inútiles resultaron los esfuerzos de los habitantes que se habían unido a los soldados para defender el muro, y que combatían con gran denuedo, resueltos a hacerse matar antes que rendirse.

A las tres, los filibusteros eran dueños de la ciudad.

Solo habían perdido doce hombres, y en cambio, causaron horrible estrago entre los defensores. Además cayó en sus manos una batería de veinte piezas.

Pero si la ciudad había sido conquistada, el fuerte, defendido por el marqués de Montelimar, seguía resistiendo.

Como ya se ha dicho era una construcción solidísima, protegida con excelente artillería y bien provista de arcabuceros.

A cada intimación para que se rindiese contestaba con una descarga, que destruía algunas casas de la ciudad.

El conde de Ventimiglia, que había combatido siempre en primera fila en compañía de Mendoza, del gascón y del flamenco, reuniéronse a los tres jefes corsarios detrás de uno de los bastiones, en tanto que los viejos bucaneros se esforzaban, sin resultado alguno, por diezmar a los artilleros de la fortaleza, que permanecían ocultos tras las robustas almenas, confiando ametrallar a los invasores.

—Señor conde —dijo Grogner, que parecía preocupado—, ¿es grande vuestro empeño en coger prisionero al marqués?

—Nada me importan las riquezas de Nueva Granada —contestó el hijo del Corsario Rojo—. Lo que deseo es tener en mis manos a ese hombre, y esa será mi parte del botín.

—Del mismo modo obraba vuestro padre —observó Tusley—. Vosotros habéis sido siempre corsarios por afición, ¡pero!, ¡qué aficionados tan terribles!

—Entonces tomemos por asalto la fortaleza —propuso Raveneau de Lussan, que nunca vacilaba—. Caerá en nuestras manos lo mismo que ha caído la ciudad.

—Os aconsejo que aguardemos a la noche —replicó Grogner—. Recuerdo que en una ocasión los filibusteros emplearon, con gran éxito, balas de algodón ensartadas en las baquetas de los arcabuces.

—Y yo —dijo una voz—, tengo presente que en cierta ocasión algunos hombres audaces hicieron saltar un fortín con varios barriles de pólvora.

Todos se volvieron. Era Barrejo quien había pronunciado aquellas palabras.

—Si os agrada dejaros ametrallar, sois muy dueño de hacerlo —dijo Grogner con cierta ironía.

—Soy gascón.

—Y yo bordelés.

—Tengo mucho gusto en saberlo, pero debo advertiros que los bordeleses no valen tanto como los gascones.

Dicho esto, el espadachín volvió la espalda, y se dirigió en busca de Mendoza y del flamenco.

La batalla, entretanto, continuaba cada vez más encarnizada entre los filibusteros y la fortaleza.

Todos los viejos bucaneros, famosos por la exactitud de sus disparos, se habían agrupado para diezmar a los artilleros españoles, y al principio no consiguieron otro resultado que el de provocar un formidable y peligrosísimo cañoneo.

Parecía que el marqués había jurado hacerse sepultar bajo las ruinas de la fortaleza, antes que rendir la bandera española, que ondeaba orgullosamente sobre la batería central.

El gascón, sin cuidarse de las balas que llovían de todas partes, arrasando las casas de la ciudad, acabó por encontrar a sus dos camaradas, los cuales, esperando la decisión que adoptasen los cuatro jefes, se habían sentado en el borde de un foso, empinando tranquilamente una gran bota de vino descubierta entre las ruinas de una casa.

—¡Cómo! —exclamó Barrejo, aparentando indignación—. ¿Bebéis sin contar conmigo?

—Os suponíamos durmiendo en alguna bodega, lleno el cuerpo de Jerez —contestó Mendoza—. ¿No habéis descubierto ninguna taberna?

—Con esta granizada de bombas que lanzan los artilleros del marqués de Montelimar, resulta un poco expuesto. Esperad siquiera a que acaben.

—Ya acabarán —dijo el flamenco.

—Y nosotros, ¿qué hacemos aquí? —preguntó el gascón, después de dar un largo beso a la bota—. ¿Somos o no hombres de guerra? Nos están esperando, porque los jefes no saben hacer que callen esos bronces.

—¿Qué queréis decir, amigo Barrejo? —preguntó Mendoza.

—Que tres hombres de nuestros bríos no debieran detenerse ante una fortaleza. ¡Qué diantre!… ¿Servimos o no servimos para el oficio? Yo no he solicitado el honor de convertirme en filibustero solo para fumar y pasearme por el mar o bajo los bosques.

—Este camarada tiene de seguro alguna idea magnífica —murmuró el flamenco, que a cada cañonazo se echaba un trago larguísimo de vino.

—Soberbia, amigos —replicó el gascón—. Os propongo nada más que volar el fuerte.

—¿Y nosotros al mismo tiempo? —preguntó Mendoza.

—Nada de eso, camarada. No tengo todavía el menor deseo de tomar mi pasaporte para el otro mundo.

—Explicaos mejor, compadre —demandó Mendoza.

—Puesto que el fuerte no se rinde, lo haremos saltar.

—¿Todo de un golpe?

—No tengo esa pretensión; bastará un ángulo.

—Y por ese ángulo subiremos al ataque —dijo el flamenco.

—Exactamente, don Hércules —repuso el gascón.

—¿Cuándo damos el golpe? —preguntó Mendoza.

—Esta noche, y tengo la seguridad de que nos veremos favorecidos por un buen huracán. En el horizonte se amontonan densas nubes, y de fijo caerá un furioso aguacero.

—¿Y pólvora? —preguntó el marinero.

—He aquí quien nos la puede proporcionar —replicó Barrejo.

Un hombre avanzaba a lo largo del borde del foso, silbando tranquilamente, a pesar del gran número de balas que caían de la muralla. Era Raveneau de Lussan.

Al ver a los tres hombres sentados alrededor de la bota, se detuvo, diciendo:

—¿Es así como combatís?

—Señor de Lussan —dijo el gascón—, buscamos en el fondo de esta bota la solución de un gran problema. El de poneros en las manos la fortaleza.

Raveneau de Lussan miró fijamente al aventurero, luego exclamó riendo:

—¡Ah!… ¡El famoso gascón!… Creí que estarías ya dentro de los muros del fuerte.

—Poco a poco, mi querido señor —contestó Barrejo, algo amostazado—. Yo no os he dicho que vaya a capitular en diez minutos. ¿De dónde sois?

—De Turena.

—Yo de Gascuña; dos departamentos que han dado siempre bravos soldados.

—No digo lo contrario, señor de…

—Para vos soy Gastón de Lussac, para los demás, Barrejo.

—¡Un caballero de la Gascuña! —exclamó Raveneau, algo sorprendido, tendiéndole la diestra.

—Ya sabéis que en la costa del mar de Vizcaya abunda la sangre azul —contestó el aventurero—. ¿Puedo ofreceros un sorbo?…

—El buen vino nunca hace daño, y sé que los gascones beben excelente.

Cogió la bota que Barrejo le alargaba y bebió algunos tragos.

—Ahora, señor de Lussan, debéis poner a nuestra disposición dos barriles de pólvora —dijo el gascón.

—¿Qué pensáis hacer?

—¿No os lo he dicho?… Queremos, esta noche, volar siquiera una parte de la fortaleza.

—¿Estáis locos?

—Nada de eso, señor de Lussan —replicó Mendoza—. Otras empresas semejantes hemos realizado los tres juntos.

—Y os aseguro que mañana el marqués estará en las manos del conde de Ventimiglia —añadió Barrejo—. Sabéis bien que lo necesita.

—Sois brava gente —afirmó el caballero turenés—. Antes de que el sol se ponga, si la fortaleza no se ha rendido, tendréis los barriles de pólvora. Hasta muy pronto, señor de Lussac, y tened cuidado, porque las balas no respetan ni a los gascones, yo os lo aseguro.

Dicho esto, se alejó, en tanto que los tres camaradas volvían a sus libaciones, sin ocuparse de la batalla que se libraba en el centro de la ciudad.

Mientras una gruesa partida de corsarios, elegida de entre los antiguos bucaneros distraía a la guarnición del fuerte, los demás, después de arrojar de la ciudad a los moradores, porque no necesitaban hacer prisioneros que podían originarles graves dificultades, entregábanse al saqueo.

Sin embargo, en su mayoría viéronse defraudados, porque los habitantes, advertidos de la proximidad de aquellos temibles ladrones, tuvieron tiempo de enterrar casi todos los objetos preciosos.

Durante el día, el cañón no cesó de tronar, derribando gran número de casas y poniendo a dura prueba el valor y la obstinación de los bucaneros.

El marqués de Montelimar, enterado acaso de la presencia del hijo del Corsario Rojo entre los filibusteros, defendía tenazmente el fuerte, sin cuidarse de responder a las continuas intimaciones de rendición.

Ni las terribles amenazas de Grogner de pasar a cuchillo a toda la guarnición en el caso de que los filibusteros lograsen apoderarse de la fortaleza, le hicieron cambiar de parecer.

Cuando el sol se ocultó, la artillería española tronaba con más furia que durante la mañana, alternando balas rasas con disparos de metralla.

El cielo aparecía oscurísimo y enormes nubarrones corrían impulsados por un viento muy fuerte de poniente.

A lo lejos relampagueaba y sentíase el fragor del trueno.

Los tres aventureros, que durante muchas horas habían permanecido en el borde del foso, se levantaron.

Raveneau de Lussan cumplió fielmente su palabra, enviándoles dos barriles de pólvora de treinta libras cada uno.

—Camaradas —dijo el gascón—, ha llegado el momento de dar el golpe. ¿Tenéis mechas, Mendoza?

—Me han entregado media docena —contestó el vizcaíno.

—Don Hércules, ¿sentís miedo?

—¡Un flamenco!… ¿Qué decís, señor mío?

—Perfectamente. Vamos a ver si logramos derribar un trozo de esa maldita roca.

—Y si además podemos coger al marqués.

—¡Oh, don Hércules! Camináis muy de prisa. Dentro de la fortaleza hay doscientos hombres, y no será cosa fácil acabar con ellos, aunque seamos gascones, vizcaínos o flamencos. Si los españoles no tiran como los filibusteros, saben manejar perfectamente la espada y la alabarda, señor mío.

—¿Quién se encarga de los barriles?

—Yo —contestó en el acto el flamenco.

—Don Hércules debe ser siempre un Hércules —dijo Mendoza gravemente.

Comenzaba a llover cuando abandonaron el foso de la muralla.

Gotas enormes caían con rumor extraño.

Los filibusteros apresuráronse a buscar refugio en una casa, mientras los veinte cañones de la fortaleza no cesaban de tronar, como si quisiesen competir con los rayos que de vez en cuando desgarraban las tempestuosas nubes.

Después de atravesar el bastión, los tres aventureros se encaminaron al fuerte, siguiendo callejuelas tortuosas para librarse de algún disparo de metralla.

Un cuarto de hora más tarde, llegaron a la explanada.

Llovía a cántaros y los filibusteros tuvieron que suspender el fuego. Los españoles tampoco disparaban más que de tarde en tarde, seguros de que los enemigos no se atreverían a intentar un ataque en una noche tan mala.

Hacían fuego alguna vez para advertir que velaban y que no estaban dispuestos a dejarse sorprender.

—Seamos prudentes —dijo el gascón a sus dos compañeros—. Colocaremos los barriles en el ángulo poniente de la fortaleza, que me parece menos robusto que los otros. Os recomiendo que no hagáis ruido.

—Los españoles están fumando tras las almenas —murmuró el flamenco—. Solamente locos como nosotros se atreverían a salir con este aguacero endiablado.

—¿Os molesta?

—No por cierto, es un baño delicioso. El día ha sido calurosísimo.

Protegidos por las tinieblas, atravesaron felizmente la explanada y comenzaron a trepar por la pendiente, casi arrastrándose.

Cada cuatro o cinco minutos, el cañón retumbaba sobre sus cabezas; momentos después percibíase el estrépito de una casa que se desplomaba.

Los tres aventureros se encontraron al fin en lugar seguro. Solamente podían alcanzarles allí las balas de arcabuz, pero los españoles, ocultos tras las grandes almenas, no los habían descubierto aún.

Trepando como cabras, el gascón y sus compañeros lograron llegar al ángulo del fuerte y ocultarse bajo una especie de arcada que servía de punto de apoyo a una terraza armada con dos cañones.

—He aquí un lugar a propósito —dijo el gascón en voz baja—. Esta arcada no podrá resistir la explosión de sesenta libras de pólvora. La terraza caerá, a la vez que los cañones. Después será posible el asalto, al menos por esta parte. Amigo Mendoza, preparad las mechas.

—¿No nos delatará su brillo? —preguntó el marinero.

Barrejo, sin pensar en que una bala de arcabuz podía atravesarle el cráneo, abandonó la arcada y se puso a observar las almenas que protegían a la terraza.

—¡Bah! —exclamó—. ¿Quién se ocupa de nosotros? Cuando llueve, gusta más estar bajo techado. Terminaremos nuestros asuntos sin que nadie venga a molestarnos.

Volvió a la arcada, donde Mendoza y el flamenco estaban preparando las mechas.

—Pongámonos a cubierto —les dijo—, hasta que los barriles hagan explosión. ¿Estáis bien seguro de las mechas, compadre?

—¿Y se lo preguntáis a un viejo filibustero?

—Pues prended fuego y escapemos…

El vizcaíno encendió yesca y la acercó a dos cuerdecillas embreadas y cubiertas de pólvora.

Barrejo, después de asegurarse de que todo estaba bien dispuesto, se retiró, diciendo:

—¡Alejémonos!… No vayamos a volar a la vez que la fortaleza.

Abandonaron la arcada y echaron a correr por la pendiente.

Apenas habían andado algunos metros, oyóse a una voz gritar:

—¡A las armas!… ¡Los filibusteros!

En seguida resonó un arcabuzazo.

—Pies, ¿para qué os quiero? —gritó el gascón, que daba saltos extraordinarios.

Se escucharon siete u ocho detonaciones. Los españoles de seguro disparaban a bulto, porque la obscuridad era siempre profundísima.

En un instante los tres aventureros bajaron la pendiente, atravesaron la explanada y se precipitaron por la primera callejuela que encontraron al paso, refugiándose en una casa deshabitada.

Los españoles, creyendo que los filibusteros intentaban una sorpresa, disparaban furiosamente en todas direcciones.

Artilleros y arcabuceros hacían fuego al mismo tiempo, bombardeando los barrios de la ciudad.

Relámpagos vivísimos iluminaban la noche, en tanto que una inmensa nube rojiza se elevaba sobre la fortaleza.

Los demás corsarios, que a la claridad de los disparos habían visto a los tres aventureros bajar la pendiente, salieron de los lugares que les servían de refugio, empeñando resueltamente la lucha a arcabuzazos, hasta que llegase el momento de lanzarse al asalto.

Reuniéronse tras la catedral, que se alzaba en la plaza mayor, preparados para formar las columnas de ataque a las órdenes de sus respectivos jefes.

El gascón, desde una ventana de la casa, miraba atentamente dos puntitos luminosos que brillaban bajo la arcada.

Eran las mechas de los dos barriles.

—Medio minuto más y volará la terraza —dijo el vizcaíno, que estaba tras él—. La arcada protege a las mechas de la lluvia…

La batería central seguía el cañoneo, cada vez con más furia. Los filibusteros, sin cuidarse de la lluvia que azotaba con gran violencia a la ciudad, formaron las columnas de ataque y avanzaron por las estrechas callejuelas, empuñando los sables de abordaje y tratando de resguardar las pistolas de aquel diluvio.

De repente, un relámpago vivísimo brilló en el ángulo de la fortaleza y en seguida se dejó oír un estampido formidable.

Los dos barriles de pólvora, explotando casi simultáneamente, lanzaron al aire la arcada e hicieron que la terraza entera se desplomase.

Un grito fragoroso, proferido por centenares de bocas, repercutió en medio de las tinieblas.

—¡Al asalto!…

Las cuatro columnas, mandadas por Raveneau de Lussan, Grogner, Tusley y el señor de Ventimiglia, treparon por el escape, vociferando ferozmente.

En seguida los tres aventureros se unieron a su capitán para ser los primeros en el asalto.

La fortaleza tronaba con estrépito horrendo.

La columna del hijo del Corsario Rojo, formada por sesenta hombres de la fragata y por los tres aventureros, fue la primera en llegar ante las ruinas de la terraza.

Tusley y Raveneau de Lussan emprendieron el ataque por el lado opuesto, para distraer una parte de las fuerzas españolas, y, según costumbre, comenzaron a arrojar bombas a las almenas, con poco éxito sin embargo, a causa de la lluvia, que seguía cayendo con gran violencia.

El conde, que marchaba a la cabeza de su columna, lanzóse sobre las ruinas de la terraza, gritando con voz tonante:

—¡Al asalto, muchachos!

Iba a poner el pie en la fortaleza, cuando un hombre se colocó delante, diciéndole:

—Permitidme que os sirva de escudo, señor conde.

Era el gascón.

—Gracias —contestó el señor de Ventimiglia—, pero primero debo ser yo. Vos entraréis después…

Separó con la mano izquierda al intrépido aventurero, y penetró en el fuerte, disparando dos pistoletazos y empuñando en seguida la espada.

Barrejo, Mendoza, el flamenco y los corsarios del «Rayo» le siguieron, empujados por los filibusteros de Grogner.

Media compañía de alabarderos defendía el ángulo del fuerte.

El conde se metió entre las alabardas y se abrió paso a estocadas, apoyado vigorosamente por sus hombres.

Con gran dificultad combatían españoles y filibusteros en aquel lugar tan estrecho además, ni unos ni otros podían hacer uso de los arcabuces, porque la lluvia, que seguía cayendo, había empapado la pólvora.

El conde, que luchaba desesperadamente en medio de una multitud de alabardas, logró al fin abrir paso a los corsarios.

Aunque desanimados, los españoles, resistieron aún algunos minutos, disputando el terreno palmo a palmo luego, aplastados por el número, porque también los filibusteros de Grogner habían seguido al conde, replegáronse hacia la amplia plaza del fuerte, intentando detener aquel torrente humano, a cañonazos.

También los soldados que defendían las almenas de poniente contra los infructuosos ataques de Tusley y de Raveneau de Lussan, corrieron para tomar parte en la refriega, animados por la presencia del marqués de Montelimar.

Una lucha sangrienta empeñóse delante del castillo central, con pérdidas muy grandes para ambas partes, lucha que solo duró breves instantes, porque los filibusteros de las otras dos columnas supieron aprovechar el tiempo para escalar las almenas e invadir la plaza.

Cogidos de frente y por la espalda, los españoles, juzgando ya inútil toda resistencia, arrojaron las armas al suelo.

Los filibusteros, enfurecidos por tanta resistencia, iban a precipitarse sobre, aquellos desgraciados para pasarlos a cuchillo, cuando el conde de Ventimiglia intervino.

—¡Envainad las espadas y los sables de abordaje! —gritó con voz tonante—. Donde combate un Ventimiglia no se asesina a gente inerme. ¡Abajo las armas!… ¡El hijo del Corsario Rojo os lo ordena!…

—¡Obedeced! —gritó Raveneau de Lussan a sus subordinados.

Un español cuyo traje aparecía cubierto todo de sangre, abrióse paso entre los soldados y avanzó hacia el conde, seguido de otro que llevaba una linterna.

—Me habéis cogido, señor de Ventimiglia —dijo con tono áspero—. ¿Qué queréis ahora de mí?

—¿Quién sois? —preguntó el hijo del Corsario Rojo.

—El marqués de Montelimar.

El conde lanzó un grito y se quedó mirando fijamente al caballero.

—¿Qué queréis ahora de mí? —repitió el marqués, cruzándose de brazos—. He sabido que me buscáis.

—No son estos lugares ni momentos oportunos —contestó el conde.

—¿Tenéis la bondad de pasar a mi gabinete?

—Estoy dispuesto a seguiros.

Grogner se acercó al conde, diciéndole:

—No os fieis de esta gente.

—Soy un caballero —respondió el marqués con orgullo.

—Y además, nosotros lo acompañaremos —dijo el gascón.

—Ocupaos de los prisioneros —dijo el conde, dirigiéndose a Grogner—, y saquead cuanto creáis que puede ser útil a vuestra gente.

—Como ordenéis, señor conde —contestó el filibustero.

—Estoy a vuestra disposición, marqués —dijo el señor de Ventimiglia.

El caballero español sonrió tristemente; luego, precedido del soldado que llevaba la linterna, entró en el torreón central, seguido del hijo del Corsario Rojo y de los tres aventureros.

Después de atravesar varias estancias llenas de barriles de pólvora y de pirámides de balas, el marqués abrió una puerta, diciendo:

—Entrad, señor conde, aquí no tenéis nada que temer.

Capítulo VII. La vuelta al Océano Pacífico

No vaciló el señor de Ventimiglia en aceptar la invitación; aquella cortesía, demasiado espontánea en un enemigo sin duda acérrimo, porque podía poner en riesgo su existencia, hizo fruncir el entrecejo al suspicaz gascón y también a Mendoza.

El gabinete del marqués era una pequeña estancia amueblada con sencillez e iluminada por dos candelabros colocados en una gran mesa cubierta con un tapete verde sobre el cual se amontonaba una multitud de cartas.

El marqués de Montelimar ofreció una silla al conde; luego, sentándose frente a él, le dijo:

—Ahora sabré lo que queréis de mí. Me habéis buscado en Pueblo Viejo, acaso también en Santo Domingo, y me cogéis al fin en Nueva Granada.

—Preguntaros, lo primero, si ante mí vuestra conciencia está completamente tranquila —contestó el señor de Ventimiglia.

El marqués entornó los ojos, luego, tras breve silencio, repuso:

—Vuestra pregunta me asombra.

—¡Ah! —exclamó el conde—. Me diréis entonces quién era, hace aproximadamente quince años, gobernador de Maracaibo.

—Yo —replicó el marqués.

—En ese caso vos ordenasteis la muerte de mi padre —gritó el conde, poniéndose en pie de un brinco.

—No puedo negarlo.

—¿Sabíais que era noble?

—Sí.

—¿Que no combatía por la idea de lucro, porque los Ventimiglia poseen tantas tierras y castillo como los duques de Saboya?

—Estaba enterado de que eran riquísimos.

—¿Sabéis por qué motivo mi padre y mis tíos, el Corsario Negro y el Verde, vinieron a América?

—Para vengarse del duque de Wan Guld, según me han contado —contestó el marqués, siempre tranquilo.

—¿Sabéis lo que había hecho el duque?

—No, señor. La América Central está muy lejos de Europa, y ciertas informaciones se pierden durante la travesía del Atlántico.

El conde sintióse presa de vivísima agitación.

—Francia y el Piamonte combatían contra España en los canales de Holanda y en el Escalda —dijo—. El general de las tropas italianas era un flamenco: el duque de Wan Guld.

—He oído hablar de esto, pero vagamente —interrumpió el marqués.

—Los condes de Ventimiglia eran cuatro hermanos, bravos jefes, que gozaban de la absoluta confianza del duque de Saboya. Encerrados en una fortaleza con dos regimientos, defendíanse heroicamente, cuando cierta noche el enemigo entró por una puerta que un traidor le abrió, a cambio de una suma enorme de dinero. El primogénito de los Ventimiglia murió, mejor dicho, fue asesinado a traición, por un sicario del duque cuando intentó oponerse a aquella invasión. Era Wan Guld, que se había vendido al enemigo para ser, poco después, gobernador de una de las colonias españolas del Golfo de México.

—En efecto, lo recuerdo —afirmó el marqués de Montelimar—. Los tres condes de Ventimiglia atravesaron entonces el Atlántico para matar al traidor, y bajo el nombre del Corsario Rojo, el Negro y el Verde, con el auxilio de Pedro el Olonés, de Wan Horn, de Laurent, de Grammont y de otros célebres filibusteros, arruinaron nuestras colonias y saquearon todas las ciudades marítimas del Golfo de México.

—Y los españoles ahorcaron a mi padre, ¿es cierto?

El marqués palideció intensamente y no pudo dominar un estremecimiento.

—¿Es cierto? —repitió el conde.

—No puedo negarlo.

—Si vuestro padre hubiese muerto en la horca, y vos un día lograseis tener en las manos al que pronunció la terrible sentencia, ¿qué haríais?

—Mi padre era un noble español, y no un filibustero —contestó el marqués de Montelimar.

—Y el mío no era un ladrón de los mares —interrumpió el conde—. Los Ventimiglia no se han llevado de América ni un doblón.

—Pero no hacían lo mismo los filibusteros que le acompañaban —replicó el marqués con violencia—. Para nosotros, vuestro padre no era más que un corsario peligrosísimo que arruinaba nuestras colonias y arrasaba nuestras ciudades. Teníamos, pues, derecho a castigarlo.

—Como a un ladrón vulgar, ¿verdad? —dijo el conde, irónicamente.

El marqués no respondió.

El señor de Ventimiglia dio tres o cuatro vueltas por el gabinete; luego, deteniéndose bruscamente ante el exgobernador de Maracaibo, que le seguía con mirada inquieta, dijo:

—De este asunto hablaremos más tarde, señor marqués. Me interesa teneros en mi poder para otra cosa.

—Hablad.

—Mi padre, que había quedado viudo antes de embarcar para América en unión de sus hermanos, casó aquí con la hija de Hara, el gran Cacique del Darién. Cuando mi padre, segunda vez viudo, fue preso por vuestros compatriotas y conducido a Maracaibo, llevaba consigo a su hija. ¿Qué ha sido de ella? Vos lo sabéis seguramente.

—¿Yo?…

—¡Oh, señor marqués, no tratéis de engañarme! Aquella pequeñuela, que es hermana mía, ha sido recogida por vos, lo sé. Además, en Pueblo Viejo me confirmaron la noticia y vuestro secretario, el señor Robles, estrechado por mí, no ha podido negarlo.

—¿Mi secretario está en vuestras manos? —gritó el marqués.

—Estuvo; como ya no me servía de nada, lo dejé en libertad. Me fastidian mucho los prisioneros.

—¡Y reveló el secreto!…

—O hablar o morir, señor marqués —dijo el conde—. Ante tal dilema prefirió abrir la boca.

El marqués hizo un gesto de cólera y se levantó impetuosamente, dirigiendo al hijo del Corsario Rojo una mirada feroz.

—Entonces ¿qué es lo que queréis? —le preguntó con los dientes apretados.

—Que me entreguéis a mi hermana.

—¿Y para esto habéis venido hasta América?

—Sí.

—¿Y si me negara a devolvérosla?

—¡Vive Dios! —gritó el conde—. No tendré consideración alguna con el hombre que pronunció la sentencia que condenó a mi padre a morir en la horca…

—Vuestra hermana no está aquí.

—¿Que no está aquí?

—No.

—¿Dónde la habéis enviado?

—A Panamá.

—¡Rayos y centellas! —gritó el conde desesperado.

—Aquí no estaba segura.

—Entonces, ¿sabíais que la buscaba?

—Sabía que una partida de filibusteros se acercaba a esta ciudad, y temiendo que en el asalto matasen a esa niña, me apresuré a enviarla a Panamá.

—¿Por qué tantos miramientos con la hija de un filibustero?

—La he educado como si fuera mía —respondió el marqués—. Ya que los demás han hablado, os habrán dicho que vuestra hermana, aunque mestiza, fue tratada siempre en mi casa como una señorita, y no como una esclava.

—En efecto, eso me han referido. ¿Y ahora?

—Espero, señor de Ventimiglia, que vayáis a buscarla.

—¿A Panamá? ¿Os burláis, marqués? Ya han pasado los tiempos de Morgan, y hoy nadie se atrevería, ni aún mi tío, el Corsario Negro, si viviese, a intentar semejante empresa.

Una sonrisa irónica se dibujó en los labios del marqués de Montelimar.

—No sé qué aconsejaros, señor conde —dijo luego.

—¿A quién la confiasteis?

—A don Juan de Zabala, mi amigo y consejero del virreinato.

—Me han asegurado que vivía con un mayoral.

—Mientras fue pequeña, estuvo encargado de ella. Ahora tiene ya quince años y no debe tratarse más que con familias distinguidas.

—¿Y no podré recobrarla de ningún modo?

—Sí, trasladándome con vos a Panamá, porque he dado orden al señor de Zabala de que no la entregue a nadie.

—Habéis tomado excesivas precauciones.

—La considero ya como si fuese hija mía, señor conde.

—Sin embargo, yo no me marcharé de América sin ella —dijo el conde de Ventimiglia—. Es mi hermana.

—Nadie os discutirá tal derecho, señor conde —dijo el marqués. Y añadió con acento un tanto irónico—. Temo, sin embargo, que en Panamá no soplen vientos muy favorables para vos.

—Ya lo veremos. Entretanto, sois mi prisionero.

—Los prisioneros pueden rescatarse, fijad el precio.

—Un Ventimiglia no tiene necesidad de cincuenta ni de cien mil doblones, señor de Montelimar. Para vos no existe precio.

Luego, volviéndose hacia los tres aventureros que habían asistido al diálogo inmóviles y mudos como estatuas, pero espada en mano, dispuestos a evitar cualquier sorpresa, les dijo:

—Os encargo la vigilancia de este caballero.

Tocóse el ala del amplio fieltro y salió, bajando rápidamente la escala del castillo.

Comenzaba a clarear y la lluvia había cesado. La explanada del fuerte estaba llena de filibusteros ocupados en elevar los cañones y en recoger toda la pólvora que encontraban.

Tusley, Grogner y Raveneau de Lussan, sentados en una balaustrada del fuerte, fumaban y charlaban.

Al ver al conde pusiéronse todos en pie.

—¿Qué novedades hay? —le preguntó el caballero francés, no sin cierta ansiedad.

—Otra carta mal jugada —contestó el señor de Ventimiglia—. He apresado al águila, pero no he podido coger a la alondrita.

—¿Vuestra hermana?…

—Ya no está aquí.

—¡Voto a cien mil legiones de diablos! —gritó Raveneau de Lussan—. ¿Es acaso brujo el marqués para adivinar siempre vuestros proyectos?

—Así parece —contestó el conde.

—¿Y cogeremos la alondrita?

—En Panamá, si queremos intentarlo.

—Asunto muy serio —dijo Grogner haciendo una mueca—. Panamá no es Pueblo Viejo ni Nueva Granada. Si fuésemos mil el asunto no resultaría muy difícil. Con las fuerzas de que disponemos, ningún filibustero, ni el mismo Morgan, intentaría semejante aventura.

—Vamos a la isla Tortuga —interrumpió Tusley, que hasta entonces había permanecido silencioso—. Tengo noticias de que una partida de filibusteros, tripulando dos fragatas, debe llegar de un momento a otro para bloquear a Panamá. Si logramos encontrarla, haremos temblar una vez más a los moradores de la ciudad. Más por el momento me preocupa una cosa.

—Hablad, Tusley —dijo el conde.

—Un prisionero me ha confesado que numerosas columnas españolas se han puesto en movimiento para cortarnos la retirada hacia el Océano Pacífico. Os aconsejo, pues, en interés común, que abandonemos cuanto antes a Nueva Granada y nos dirijamos a la playa. Todo lo que nos era dado tomar, ha caído en nuestras manos.

—Poca cosa en realidad —dijo Raveneau de Lussan—. El saqueo no ha producido más que ochenta mil doblones.

—Algo más cogeremos durante la retirada —insinuó Grogner—. En nuestro camino incendiaremos ciudades, villas y aldeas.

—Estoy dispuesto a marchar —dijo el conde—. Por mi parte, solo conservaré un prisionero: el marqués de Montelimar.

—Nosotros guardamos a treinta peces gordos de la población que nos valdrán a su tiempo un buen rescate —repuso Grogner—. Nos serán utilísimos en el caso de que intentemos hacer una demostración naval contra Panamá. Señor de Lussan, dad la orden de retirada. Debemos llegar a las selvas antes de que las cincuentenas españolas, que ya estarán en marcha, caigan sobre nosotros.

No había transcurrido media hora cuando los filibusteros, que en medio de tantos combates solo perdieron doce hombres, e hicieron verdaderos estragos entre los habitantes, hallábanse dispuestos a abandonar la ciudad.

Aparte de los prisioneros, habíanse apoderado de un cañón, para defenderse de los ataques que esperaban durante su retirada al Océano Pacífico.

Con el objeto de engañar mejor a las tropas lanzadas tras sus huellas, decidieron marchar hacia el septentrión, país más fértil y que podía ofrecerles mayores recursos.

A las ocho de la mañana, los cuatro minúsculos cuerpos de ejército, después de volar otra ala de la fortaleza, salieron de la ciudad, refugiándose bajo las inmensas selvas que entonces cubrían gran parte de la América Central y que se hallaban ocupadas por algunas tribus de indios, libres milagrosamente de la dura esclavitud.

Hombres acostumbrados a guerrear continuamente, presentían al enemigo.

En efecto, a diez millas de Nueva Granada, una columna compuesta de dos mil quinientos soldados, procedente de Panamá, les asaltó en campo raso, tratando de rodearlos.

Algunos cañonazos bastaron para que los españoles se retirasen.

Dos horas más tarde, cerca del pueblecillo de León, distante pocas leguas de Nueva Granada, intentaron detenerlos quinientos lanceros; un ataque furioso, dirigido por el conde de Ventimiglia y por Raveneau de Lussan, los dispersó.

No acabaron aquí los contratiempos de los filibusteros. Los indios, por orden del gobernador de Panamá, incendiaron bosques y plantaciones, para hacerles morir de hambre; además les atacaban a flechazos.

Cerca de Ginandejo, los españoles, ocultos en un desfiladero, enviaron a unos cuantos habitantes con el encargo de que invitasen a los filibusteros a descansar en sus factorías, ofreciéndoles víveres y vino en abundancia.

La estratagema no dio resultado. Los filibusteros, furiosos, causaron grandes estragos en las cincuentenas, saquearon el pueblo y luego lo incendiaron, para castigar a los moradores por su complicidad en la asechanza.

Después de catorce días de marchas continuas, de combates incesantes, llegaron al fin los filibusteros, hambrientos y medio desnudos, a las playas del Océano Pacífico, frente a la isla de Taroga, en la cual esperaban encontrar a otros compañeros llegados del Atlántico.

Capítulo VIII. Terrible battala naval

Fuerza es reconocer que una fortuna extraordinaria protegía a aquellos audaces ladrones de mar y que un triste destino perseguía con obstinación increíble a los descendientes de los famosos conquistadores que, con pocos arcabuces, pero con mucho valor, habían derribado los imperios más poderosos de la América del Norte, del Sur y del Centro.

Tomar por asalto una ciudad reputada como una de las plazas más fuertes de Nicaragua, burlar a dos mil quinientos soldados, evitar numerosas asechanzas y llegar al fin sanos y salvos, a través de un país infestado de indios hostiles, resulta una cosa estupenda, casi inverosímil; y sin embargo, el relato de aquella expedición, trazado por mano de los hombres consérvase aún para probar la exactitud de un hecho tan extraordinario.

La fortuna no parecía dispuesta a desamparar a aquellos formidables ladrones del mar, porque veinticuatro horas después de su llegada a las costas del Pacífico, encontrábanse seguros en la isla de Taroga, en medio de los demás filibusteros, que habían llegado a los mares del sur en dos buenos buques de combate.

Las cuatro columnas, que durante la expedición habían sufrido algunas pérdidas sensibles, encontrábanse en seguida reforzadas con otros doscientos hombres, entre ingleses y franceses, resueltos a mover las manos y sedientos también más que de conquistas, del oro español.

Poseyendo, como hemos dicho, dos buques de guerra, los cuatro jefes decidieron, en consejo celebrado algunos días después, intentar primeramente una expedición a Villia, población que apenas distaba veinte leguas de Panamá, para proveerse de víveres, porque el islote, con pocos árboles, y en su mayoría infructíferos, era incapaz de mantener a tanta gente.

Los dos barcos, llegados de los mares del sur, habían consumido todas sus provisiones, y los filibusteros que tomaron por asalto a Nueva Granada, solo se llevaron doblones, tan inútiles por el momento como los granos de arena amontonados alrededor del desierto islote.

Antes de intentar un golpe de mano sobre Panamá, querían estar bien provistos de municiones de boca y de guerra.

Tusley se encargó de la empresa. Embarcóse con doscientos hombres en las dos naves, y fondeó no muy lejos de la ciudad; luego emprendió resueltamente el ataque, y en pocas horas se hizo dueño de la plaza, a pesar de la fiera resistencia de los españoles.

Apoderóse de trescientos prisioneros, de quince mil doblones en metálico y más de cien mil en géneros, y no satisfecho aún con tanta riqueza, envió un mensaje al alcalde de la ciudad, que se había refugiado en los bosques, para proponerle el rescate de los prisioneros en la suma de cincuenta mil doblones.

El alcalde contestó que no podía ofrecer a semejantes ladrones más que pólvora y balas, que tenía dispuestas una y otras, y que en cuanto a los prisioneros, los abandonaba a su suerte; finalmente, advertía a los filibusteros que estaba reclutando hombres, para arrojarlos del Océano Pacífico.

Al oír tal respuesta, Tusley incendió la ciudad, cargó el botín en dos chalupas, que encontró en el próximo río y ordenó la retirada.

Pero entonces comenzaron los primeros desastres.

Trescientos españoles, emboscados en una curva del río, se apoderaron de las dos chalupas y mataron a los tripulantes.

Los filibusteros, que se retiraban por los bosques, al saber la noticia, enviaron nuevos mensajes al alcalde, amenazando con asesinar a los prisioneros si no les restituía el botín y les pagaba el rescate.

Como la respuesta tardase en llegar, Tusley mandó fusilar a unos cincuenta españoles y envió sus cabezas a Villia.

El alcalde, aterrado, devolvió el botín y las dos barcas y añadió diez mil doblones para salvar la vida a los demás desgraciados que se encontraban en poder de los corsarios.

No debían, sin embargo, los españoles tardar mucho tiempo en tomar soberbios desquites.

Sorprendieron una partida de filibusteros, compuesta de treinta y siete hombres, que se dirigía a Bocachica para pasar a las costas orientales del continente, y la aniquilaron, a excepción de un solo individuo, que fue conducido prisionero a Panamá.

Casi al mismo tiempo, coparon a otras dos pequeñas columnas de corsarios ingleses, formadas por cuarenta hombres cada una y las destrozaron completamente en medio de las enmarañadas selvas del istmo.

Tusley, aunque perseguido por todas partes, condujo a su tropa hasta las costas del océano y llegó felizmente a Taroga, con sus veinticuatro mil doblones intactos, sus mercaderías, sus víveres y sus dos buques.

Aquella expedición no duró más que quince días, durante los cuales tuvieron que mantenerse con tortugas de mar y con algunas frutas, para martirio del gascón y de sus dos compañeros, que no cesaban de lamentarse de las malas cualidades del agua y de la ausencia completa de Jerez.

Bien provistos de víveres y sobre todo de municiones, los filibusteros, tras nuevo consejo, decidieron el bloqueo de Panamá, para exigir del virrey el canje de la hermana del señor de Ventimiglia y de algunos prisioneros.

A los cuatro días del retorno de Tusley, los filibusteros embarcaron.

No eran tan numerosos como antes, porque ciento cuarenta y ocho franceses se habían separado de sus compañeros, a causa de las consabidas cuestiones religiosas, y se dirigieron hacia el septentrión, con el propósito de saquear las costas de California.

Todavía, sin embargo, les quedaban fuerzas suficientes para hacerse temer por los españoles, tanto más cuando que les mandaban cuatro jefes valerosísimos.

Enterados por un prisionero de que en Panamá aguardaban a dos grandes veleros españoles, procedentes de Lima, con cargamento de harina y con dinero, los corsarios decidieron abordarlos antes de que llegasen al puerto de destino.

La falta de víveres constituía siempre la preocupación más grave de aquellos hombres, puesto que, aparte de los saqueos, no tenían medio de proporcionárselos, toda vez que las costas estaban bien guardadas y las plantaciones habían sido destruidas en muchas leguas de extensión.

Guiaban el primer barco el señor de Ventimiglia y Raveneau de Lussan; el otro, Tusley y Grogner.

Huelga decir que los tres terribles aventureros habían embarcado en la nave del conde, ansiosos de tener ocasión de esgrimir los formidables aceros.

—Taroga es una isla de tortugas —afirmó Barrejo al poner el pie en el puente del buque—. No he venido a América para probar el filo de la espada en la concha de esos animaluchos.

—¡Ni yo he venido para mirar las arenas y escuchar el rumor de las mareas! —añadió Mendoza.

—Ni yo he dejado al Brabante para estar con los brazos cruzados —agregó el flamenco.

Y los tres se prometían realizar maravillosas empresas y no perder de vista un solo instante al marqués de Montelimar, de cuya custodia estaban encargados.

El primer día transcurrió sin incidentes. Las dos naves, que no eran muy grandes, ni estaban muy armadas, navegaron a la vista del islote, con la esperanza de sorprender a los dos veleros procedentes de Lima.

Al segundo día pusieron la proa hacia Panamá, pero no se atrevieron a acercarse mucho al puerto, porque estaban seguros de que el virrey podía, en pocas horas, reunir una escuadra considerable.

En la mañana del tercer día, los gavieros de guardia en las cofas lanzaron el primer grito de alarma:

—¡Velas hacia levante!

El señor de Ventimiglia y Raveneau de Lussan fueron los primeros en correr al castillo de proa.

Aquel grito de «velas hacia levante» no dejó de producir en aquellos cierta sorpresa, porque no era de allí de donde aguardaban a los dos buques procedentes de los mares del sur.

—¿Serán barcos de Panamá? —se preguntó el conde.

—Mucho lo temo —contestó Raveneau de Lussan—. Los españoles estarán ya cansados de nosotros y habrán organizado alguna flotilla.

—Que tomaremos por asalto y echaremos a pique —dijo Mendoza, que se había unido al jefe, con sus otros dos compañeros.

—Señor de Lussan, preparémonos para el combate —dijo el señor de Ventimiglia—. Contamos con hombres decididos a todo y con artillería en regular estado. Mostraremos una vez más a los españoles cómo saben luchar y morir los valientes Hermanos de la Costa.

Sonaron las bocinas.

—¡Todo el mundo a cubierta!…

Los filibusteros, siempre dispuestos a afrontar el peligro, corrieron a sus puestos de combate, los viejos bucaneros a las bandas, los corsarios a las baterías.

La nave de Tusley y de Grogner unióse en seguida a la del señor de Ventimiglia, que se dirigía audazmente al encuentro de las velas señaladas.

—Amigo Barrejo —dijo el vizcaíno, que probaba el filo de su espada—, temo que esta vez el asunto sea más grave que en Pueblo Viejo y en Nueva Granada. Esos barcos vienen de Panamá; os lo asegura un marino viejo que conoce los vientos mejor que el propio Eolo.

—¿Sabéis si los capitanes de fragata llevan buen surtido de botellas de vino? —preguntó el gascón, examinando también su espada.

—¿Qué diablos de cosas decís? —interrogó el vizcaíno, con cierto estupor.

—El señor gascón habla muy bien —aseguró el flamenco, con su acostumbrada gravedad—. Responded a su pregunta.

—Yo creo que encontraremos más balas que botellas —dijo el vizcaíno—. No niego, sin embargo, que lleven vino en la bodega.

—Me basta con saber eso —contestó el gascón—. Cataremos ese líquido, y veremos si es mejor el que sirven en las tabernas o el que navega…

Un grito que resonó en aquel momento en la cofa del palo mayor, interrumpió la conversación.

—¡Fragata a la vista!…

—¿No os lo aseguraba yo? —dijo Mendoza—. En vez de las naves cargadas de harina procedentes de Lima, encontraremos hierro y plomo.

—Pero también una bodega.

Por tercera vez dejóse oír la voz del gaviero de guardia:

—¡Y dos barcos grandes de refuerzo!…

—Esos seguramente no llevan botellas —dijo el vizcaíno—, pero en vez de eso, conducirán buen número de cuerdas para ahorcarnos.

—¡Ahorcarnos! —gritó el gascón esgrimiendo la espada—. ¡Oh!… ¡Como si no hubiera más que colgar a gente de nuestros bríos!

Los filibusteros se preparaban animosamente para la batalla, tratando de alcanzar a la fragata antes que los barcos auxiliares, pésimos veleros, pudiesen correr en su ayuda.

El conde de Ventimiglia, desde el alcázar, comunicaba órdenes con voz vibrante, en tanto que Grogner, a bordo del segundo barco, hacía lo mismo.

La fragata de gran tonelaje, y armada con treinta cañones, avanzaba también resueltamente sobre los corsarios, segura de aniquilarlos con unas cuantas andanadas.

El señor de Ventimiglia, comprendiendo que los españoles se lanzaban con ánimo decidido al abordaje, ordenó que los dos buques se separasen, para coger en medio a la fragata, antes de que llegasen las barcas, que llevaban a bordo numerosos combatientes y algunas piezas de artillería gruesa.

A mil pasos de distancia empeñóse el combate, con gran fragor por ambas partes.

La fragata tronaba y avanzaba, intentando desarbolar a los dos buques corsarios; estos que solo disponían de algunos cañones, contestaban lo mejor posible.

A quinientos pasos, los españoles, segurísimos de acabar con aquella turba de ladrones de mar, recogieron parte de las velas para maniobrar con más facilidad y abordar al barco más próximo, que era el que mandaba el conde de Ventimiglia.

Los tambores resonaban con fragor en los altísimos puentes y el pabellón español ondeaba al viento.

Arcabuceros y alabarderos estaban preparados para lanzarse al abordaje, en tanto que de las dos barcazas partían descargas furiosas pero casi ineficaces, a causa de la distancia.

—Dentro de un rato se sentirá aquí calor —dijo Mendoza, que no perdía de vista a la fragata—. Si los españoles se dirigen hacia nosotros tan decididos, es señal de que están resueltos a exterminarnos. Compadre Barrejo, se me figura que os va a costar un poco de trabajo coger las botellas del capitán.

—Tengo por costumbre respetar todas las opiniones, pero os aseguro que el conde trepará al abordaje antes que los españoles. Tengo sed, ¿por qué no he de beber?

—Muy bien hablado —dijo el flamenco—. Beberemos vino de Panamá…

Los dos buques corsarios maniobraban con rapidez extraordinaria, respondiendo vigorosamente con su artillería. Sufrían graves daños con aquel continuo cañoneo, pero no desesperaban de dar al enemigo una dura lección.

La fragata, que precedía algunas brazas a los dos barcos auxiliares, arrojóse de improviso entre los buques corsarios, alternando los disparos de metralla con los de bala rasa.

Era aquel el momento aguardado por los cuatro jefes filibusteros para intentar un ataque desesperado.

Los dos veleros, en pocos instantes, cayeron sobre el buque enemigo, y, según costumbre, arrojaron sobre los puentes un número tan enorme de granadas, que en breves segundo pusieron fuera de combate a la mayor parte de los arcabuceros y alabarderos; en seguida, aprovechando la confusión producida por las explosiones, se lanzaron resueltamente al abordaje, con griterío ensordecedor.

El conde de Ventimiglia y Raveneau de Lussan, en unión de los tres aventureros, fueron los primeros en subir a la fragata.

Empeñóse un combate homérico.

También los hombres de Tusley y de Grogner abordaron la nave y se esparcieron, con ímpetu irresistible, por los puentes, luchando como leones desencadenados.

Los españoles, replegados a proa, cruzaron a la carrera la toldilla y se refugiaron en el alcázar, pero la lluvia de bombas lanzadas por los filibusteros y gavieros desde las cofas de los dos buques, llegó hasta allí causando pánico indescriptible.

Nada pudo el valor de los españoles contra aquel diluvio de fuego y contra el choque formidable de los corsarios familiarizados con las victorias estrepitosas; la bandera fue arriada entre las aclamaciones de los filibusteros, a quienes la fortuna sonreía una vez más.

De ciento veinte hombres que tripulaban la fragata, ochenta habían caído muertos o gravemente heridos.

Una vez desembarazados del enemigo más peligroso, los filibusteros, después de dejar algunos centinelas en la fragata, volvieron a sus buques, los cuales, durante aquel formidable cañoneo, solo habían sufrido pequeños daños, y emprendieron la caza de los dos barcos auxiliares, tripulados por numerosos adversarios.

Con un ataque repentino, apoderáronse del barco mayor, a pesar de la encarnizada resistencia de la tripulación, compuesta de setenta hombres, de los cuales solo diecinueve escaparon a la muerte; el otro barco, viéndose perdido, desplegó todas las velas y trató de ganar la costa; pero chocó con un arrecife y se partió por mitad, perdiendo la mayor parte de su gente.

La estrella que protegía a aquellos formidables corredores de los mares, no se habían eclipsado aún.

Apenas lograron desembarazar a la fragata de los muertos que la cubrían, y reparar los daños causados en sus buques por la artillería enemiga, cuando otros dos barcos tripulados por españoles, aparecieron en el horizonte.

Los filibusteros, inquietos, interrogaron a los supervivientes de la fragata, y con amenazas de muerte consiguieron averiguar que aquellos barcos habían recibido la orden de acudir lo más pronto posible en auxilio de la flotilla.

Aunque agotados por tantas horas de combate, los corsarios no se desanimaron. Comprendiendo que en Panamá se ignoraba aún la derrota sufrida, embarcaron en la fragata, y en la otra navecilla capturada, izaron el pabellón español y se dirigieron en busca de los otros enemigos, que confiadamente los dejaron que se acercaran, suponiéndolos compañeros.

—Amigo Barrejo —dijo Mendoza, que como uno de los mejores artilleros, estaba encargado del cañón del alcázar—, creo que no os quejaréis ahora de no mover bastante las manos.

—¡Diantre! —exclamó el gascón arreglándose la casaca, desgarrada por la punta de una alabarda—. No sospechaba que iba a tener tanto trabajo. Mi espada se ha convertido en una sierra, a fuerza de golpear yelmos y corazas. Tendré que buscar a un afilador, o acabará por no cortar siquiera el cuello de una botella.

—Cambiadla por otra; hay muchas de sobra en la fragata.

—¡Cómo!… ¡Dejar yo la espada de mi padre!… ¿No sabéis que este acero ha tomado parte en más de cien combates? Es una tizona histórica en la familia de los Lussac.

—Siento que corte ahora poco.

—¿Por qué?

—Me han dicho que esos barcos que se acercan están tripulados por lo más selecto de la marinería española.

—No importa.

—Cuidad que trabaje bien, porque aseguran que traen buena provisión de cuerdas.

—¿Para qué están destinadas?

—Para colgarnos, si nos cogen vivos.

—¿Habláis en serio?

—Lo han confirmado los prisioneros de la fragata —respondió Mendoza.

—¡Ah!… ¡Bribones!…

—El virrey de Panamá está cansado de nosotros, y ha jurado hacernos bailar la última danza, suspendidos en las antenas.

—Mal baile —dijo el flamenco, que se encontraba presente.

—En efecto, no debe de ser muy agradable —respondió el gascón—. Me encomendaré a mi espada.

—¿Sabéis lo que los filibusteros han decidido?

—¿Colgar a los prisioneros como si fuesen chorizos?

—Nada de eso; hacer que bailen en las vergas, mejor dicho, bajo las vergas, los tripulantes de esos dos barcos.

—Aún no los hemos cogido.

—¡Oh!… ¡Aguardad un poco!…

La fragata hallábase entonces a tiro de los dos barcos, que engañados por el pabellón que ondeaba en el asta del artimón, no habían cesado de avanzar.

Una orden breve, seca, se dejó oír en el puente de la nave tripulada por los corsarios.

—¡Fuego!

En un instante la bandera española fue arriada y substituida por los estandartes de Francia y de Inglaterra; una tempestad de balas cayó sobre los dos barcos, desarbolándolos y arrasándolos como si fueran dos pontones.

Uno de ellos incendióse lo mismo que un trozo de leña seca; las cajas de pólvora estallaron con horrible estrépito, volando la cubierta, destrozando la popa y haciendo astillas las bandas de babor y de estribor.

El otro hizo frente al ataque, disparando con los dos únicos cañones que llevaba a bordo.

Sin embargo, la lucha no duró más que algunos minutos, porque en auxilio de los filibusteros corrieron las otras dos navecillas, que abrieron un fuego infernal sobre el desgraciado barco.

El que se incendió, fuese a pique, sin que pudiera salvarse ninguno de los tripulantes; el otro quedó en poder del enemigo, tras breve combate.

Veintidós filibusteros cayeron gravemente heridos, entre ellos Tusley, que murió algunos días después por haber recibido una bala envenenada.

Furiosos por las graves pérdidas experimentadas y por haber encontrado multitud de cuerdas destinadas a colgarlos, los filibusteros, a pesar de las protestas del conde de Ventimiglia, no dejaron vivo ni a uno solo de los tripulantes del segundo barco.

Envanecidos con tantos triunfos, el mismo día se retiraron a Taroga para deliberar, noticiosos de que cinco compañeros se encontraban presos en Panamá, sujetos a durísima esclavitud.

Sus propósitos eran dirigirse inmediatamente a la rica ciudad e intentar el asalto. Pero enterados de que una escuadra poderosa había dejado los puertos del Perú y se dirigía en busca de ellos para asestarles un golpe mortal, decidieron enviar un mensajero a Panamá e intimar al Presidente de la Real Audiencia la pronta restitución de los cinco prisioneros y de la hija del Corsario Rojo, amenazando, en caso de que se negase, a matar, por cada uno de ellos, a cuatro españoles de los muchos que tenían en su poder.

El Presidente envió a los filibusteros un oficio para decirles que nada podía hacer, y al mismo tiempo acudió al obispo de Panamá para ver si algo conseguía, al menos de los franceses que se jactaban a toda hora de ser católicos.

El obispo escribió, en efecto, diciendo que la negativa del Presidente no reconocía otra causa que la obediencia debida a la orden de sus soberanos, los cuales le prohibían tal género de canjes; a la par les advertía que cuatro prisioneros ingleses se habían convertido al catolicismo y que estaban decididos a quedarse entre los españoles.

La respuesta, como puede comprenderse, no logró persuadir a aquellos formidables corsarios.

En nuevo consejo decidieron enviar otro prisionero a Panamá para que notificase de palabra al Presidente que estaban decididos a dar muerte a los trescientos españoles que tenían en sus manos, con objeto de vengarse además de las balas envenenadas usadas por los arcabuceros de la fragata, las cuales habían costado la vida de Tusley y a veintidós heridos.

Para causar mayor impresión, decapitaron a veinte prisioneros sacados a la suerte y enviaron las cabezas a Panamá.

Semejante atrocidad obligó al Presidente a poner en libertad a los prisioneros y a pagar diez mil doblones.

En el número de aquellos faltaba, sin embargo, la hija del Corsario Rojo.

El hecho originó una explosión de cólera terrible, porque los filibusteros, que consideraban ya al conde de Ventimiglia como a uno de sus verdaderos jefes, deseaban rescatar a la joven a todo trance.

Por el momento triunfó el proyecto de asesinar a todos los prisioneros españoles, incluso al marqués de Montelimar.

—Enviemos la cabeza del exgobernador de Maracaibo al Presidente de la Real Audiencia de Panamá —dijeron Grogner y Raveneau de Lussan, que parecían los más enfurecidos—. Demos una lección terrible a esos hombres que emplean contra nosotros balas envenenadas, cosa contraria a todas las leyes de la guerra.

—No —contestó el conde con firmeza—. Os dejo en libertad e iré a buscar a mi hermana a Panamá. Si tengo necesidad de vosotros, no dudo que correréis todos en mi auxilio. Poned a mi disposición una barca para que pueda acercarme a la costa y un esquife para entrar en el puerto. La cabeza del marqués de Montelimar responderá de mi vida…

Capítulo IX. La reina del Océano Pacífico

Las tinieblas descendían rápidamente sobre el Océano Pacífico y millones de estrellas brillaban como diamantes en el purísimo cielo.

Un esquife deslizábase lentamente, con pequeños golpes de remo, hacia el amplio puerto de Panamá.

Cuatro hombres lo tripulaban: el conde de Ventimiglia, que empuñaba la barra del timón, Mendoza, Barrejo y Don Hércules, que manejaban los remos.

El esquife, ligero como una ballenera moderna, corría dulcemente sobre las negras aguas, dejando a popa, de vez en cuando, una estela fosforescente.

—¡Alto!

El conde de Ventimiglia se puso en pie.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Una carabela nos sigue y trata de adelantársenos.

—Ocultémonos tras los galeones.

—Eso mismo iba a proponeros, señor conde.

—Dad fuerte a los remos.

—Preferiría dar a la espada —refunfuñó Barrejo, que nunca sintió gran afición a remar.

El esquife deslizóse rápidamente entre los grandes galeones y se acercó a la orilla.

Una gran sombra proyectóse en aquel momento sobre la bahía: era una de las carabelas encargadas de vigilar la entrada del puerto.

Seguramente había descubierto al esquife y lo buscaba. No pudiendo, sin embargo, pasar por medio de las naves ancladas, acechaba el momento de sorprenderlo.

—Demasiado tarde, amigos míos —murmuró el conde—. Cuando lleguéis, encontraréis la chalupa vacía.

Con un golpe de barra dirigió el esquife a la orilla, en tanto que los tres aventureros abandonaban silenciosamente los remos.

—¡Pronto! —dijo el conde—. Una embarcación se ha separado de la carabela, y probablemente nos encontraremos con los tripulantes.

El gascón dejó pasar al señor de Ventimiglia, luego saltó a tierra, seguido del vizcaíno y del silencioso flamenco.

—Apretemos el paso —dijo el conde—. Si nos cogen, pagaremos con la vida esta aventura.

—¿Y a dónde vamos? —preguntó el gascón.

—Dejadme a mí —contestó Mendoza—. Conozco bastante bien la ciudad, y os conduciré, si el diablo no lo enreda, a una taberna que vende vino de Oporto.

—Cualquiera se atrevería a asegurar, compadre, que sabéis dónde están todas las tabernas de la América descubierta y por descubrir —dijo el gascón—. Sois verdaderamente un hombre maravilloso.

—Callad y estirad las piernas —ordenó el conde—. Tengo por seguro que nos siguen.

—¿Los hombres de la carabela? —preguntó el gascón.

—Sí, amigo Barrejo.

—Pero estos españoles poseen un olfato extraordinario. Ventean a un filibustero a cualquier distancia. ¿Estarán impregnadas nuestras carnes de algún olor especial?

—Sí, de pólvora —respondió Mendoza riendo—. ¿Es verdad, señor conde?

—No bromees, Mendoza —contestó el señor de Ventimiglia, deteniéndose bruscamente—. El momento es poco oportuno. ¡Silencio todos!…

Hicieron alto en un ángulo de la estrecha calle, formada por casuchas de miserable aspecto, y se pusieron en acecho.

En el profundo silencio de la noche, interrumpido de vez en cuando por algunos ladridos, oíanse distintamente, a no mucha distancia, los pesados pasos de una ronda.

—Ya os aseguré que nos perseguían —dijo el conde—. Vaya, Mendoza, condúcenos lo más pronto posible a la taberna que conoces. ¿Dista mucho de aquí?

—Menos de lo que suponéis, señor conde.

—Pues afuera las espadas, y dejemos en paz a las pistolas.

Los cuatro corsarios, corriendo velozmente, se internaron en un dédalo de callejuelas estrechas, fangosas y, sobre todo, oscurísimas.

Mendoza marchaba delante y no parecía titubear respecto al camino que debía seguir.

Al cabo de veinte minutos se detuvo ante una casa de modesta apariencia, flanqueada a derecha y a izquierda por jardines.

—He aquí la posada de Panchita —dijo—. Lleva un nombre fúnebre, pero el vino, al menos en otro tiempo, era superior.

—¿Cómo se llama? —preguntó el gascón.

—La posada del muerto.

¡Tonnerre!… Confiemos en no encontrarlo ahí dentro…

—Manda que abran —dijo el conde—. Se me figura oír siempre los pasos de la ronda detrás de nosotros.

El vizcaíno golpeó la puerta con el pomo de la espada.

Momentos después abrióse discretamente una ventana, y una voz fresca y bien timbrada, dijo:

—La posada no se abre de noche, buscad otro albergue.

—Os traigo a un conde que pagará generosamente la hospitalidad, Panchita.

—¿Quién sois vos que me conocéis de nombre?

—Un viejo aventurero. Abrid pronto, o echo la puerta abajo.

—Aguardad un momento.

—Si se tarda un poco, la ronda nos coge por la espalda —dijo el gascón—. Señor conde, ¿queréis que vaya con el flamenco a detenerla? Si nos ven entrar aquí, mañana vendrán a buscarnos la cincuentena…

El señor de Ventimiglia vaciló un instante.

—¿Estás bien seguro de vuestra espada? —preguntó.

—Respondo también de la de Don Hércules.

—Si no lográis poner en dispersión a la ronda, replegaos y correremos en vuestro auxilio.

—Venid, Don Hércules —dijo el gascón—. Detendremos a esos curiosos que no quieren dejar en paz a honrados burgueses como nosotros.

En tanto que Mendoza golpeaba la puerta, los dos espadachines echaron a correr, dirigiéndose hacia el extremo de la calle.

Oíanse en aquella dirección pasos precipitados y chocar de espadas.

Podían ser noctámbulos que volvieran a sus casas algo alegres, pero podía ser también que se tratase en realidad de aquella patrulla que había intentado sorprender a los corsarios antes de que desembarcasen.

—Si son en efecto los guardias, procuremos distraerlos hasta que estemos seguros de que el conde y Mendoza se han puesto a salvo; luego arremeteremos contra ellos y les haremos huir.

Doblaron la esquina de la calle y descubrieron a tres hombres, que marchaban apresuradamente, espada en mano.

No costó gran trabajo a los dos aventureros reconocer a los tres soldados de la Capitanía encargados de la vigilancia del puerto.

—¡Buen golpe! —exclamó el gascón. Encargaos vos del de la derecha, yo me las entenderé con el de la izquierda y con el que va en medio. Pero no nos apresuremos, Don Hércules. Aún no han abierto la puerta de la posada. Es indudable que la tabernera se está componiendo para recibir dignamente al conde.

—¡Aquí están! —gritó en aquel momento uno de los tres guardias.

El gascón dio un salto atrás y se colocó bajo la ventana de una casa, en seguida comenzó a cantar a media voz una canción amorosa.

—¿Qué hacéis? —le preguntó el flamenco, estupefacto.

—Dejadme —contestó el gascón, riendo.

Los tres guardias de la Capitanía cayeron sobre los aventureros, levantadas las espadas, gritando:

—¡Rendíos, o sois muertos!…

El gascón volvióse tranquilamente hacia ellos, en tanto que Don Hércules se recostaba en la pared, para que no le sorprendiesen por la espalda.

—Buenas noches, señores —dijo con voz meliflua.

—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó uno de los tres guardias.

—Dar una serenata a mi novia —contestó Barrejo—. Una mujer preciosa, con dos ojos que brillan como estrellas, y una boquita, mis queridos señores, capaz de volver loco al lucero del alba.

—¿Quién sois?

—Alto allá, señor guardia. No hay que mostrar mucha curiosidad cuando se trata de una mujer tan guapa como mi novia. ¡Si vieseis los cabellos que adornan sus linda cabecita!… De seguro que si Velázquez resucitara, se enamoraría ciertamente y pintaría algún cuadro inmortal. ¡Y la tez de mi dama!… ¡Ya quisieran parecérsele las criollas cubanas! ¡Y sus manos! ¡Y sus dientecillos!… Son tan pequeños como granos de arroz, os lo juro por el espadón enmohecido de mi difunto padre…

Mientras el flamenco hacía esfuerzos desesperados para no soltar la carcajada, los tres soldados de la Capitanía miraban estupefactos al gascón, que no daba señales de acabar con los elogios a la maravillosa belleza de su dama.

—Pero… —empezó a decir al fin el guardia más anciano, que iba ya perdiendo la paciencia.

—¿Pero qué?… ¿queréis poner en duda la belleza de mi dama? Mucho cuidado, porque cuando se trata de defender a mi dama, no tengo miedo ni de las cincuentenas.

—No intento contradeciros, aunque me parece imposible que tan maravillosa belleza habite en esta casucha.

—¡Oh!… ¡No ofendáis el palacio de mi amada! —exclamó el gascón con voz amenazadora.

—¡Este hombre está loco! —interrumpió otro soldado.

Barrejo dirigió una mirada rápida al fondo de la calle, y no descubriendo ya al conde ni a Mendoza en la puerta de la posada, retrocedió dos pasos, gritando colérico:

—¡Loco yo!… ¡Ahora me las pagaréis, bribones!…

Desenvainó la espada y cayó sobre los tres guardias, en tanto que el flamenco hacía lo mismo.

Los tres soldados retrocedieron hasta la esquina de la calle, y allí, amenazándolos con las espadas, les gritaron:

—¡Rendíos a la fuerza!…

—¡He aquí la fuerza! —contestó Barrejo—. Para vos el más flaco, Don Hércules… Yo enseñaré a esta gente a respetar a la dama de mis pensamientos…

No bromeaba aquel diablo de gascón. Asestaba tajos con furia increíble, eficazmente apoyado por el flamenco, que hablaba poco y hacía mucho.

Durante algunos minutos resonaron en la calle golpes fragorosos, porque si los aventureros daban de firme, los soldados de la Capitanía no se quedaban atrás. Al fin, estos últimos, incapaces de hacer frente a aquella serie de rabiosas estocadas, temerosos de que los ensartasen, estimaron lo más oportuno volver las espaldas y escapar a la carrera.

El gascón y el flamenco les persiguieron doscientos o trescientos pasos, amenazando causar verdaderos estragos en aquellos guardias tan importunos para los enamorados; luego, al ver que continuaban corriendo como si llevaran detrás una jauría, retrocedieron rápidamente para refugiarse en la posada.

La puerta estaba cerrada, pero por el quicio se filtraba un hilo de luz.

A los primeros aldabonazos del gascón, abrióse de par en par, y los dos espadachines se encontraron en una anchurosa estancia, baja de techo, con muros algo ennegrecidos por el humo e iluminada por un gran farol.

Ante una mesa cubierta de fiambres y de buen número de botellas polvorientas, estaban sentados tranquilamente el conde, Mendoza, y una arrogante mujer que contaría treinta años, de cabellos negrísimos, adornados con flores, y ojos centelleantes.

El gascón, al verla, quitóse el sombrero y se inclinó galantemente, con un ¡tonnerre! formidable; en seguida añadió:

—Buenas noches, señora… Os asemejáis a la dama de mis pensamientos, bajo cuya ventana entonaba hace poco una canción de amor.

—¿De veras? —preguntó el flamenco, soltando una carcajada estrepitosa—. Vos cantabais bajo la ventana de una miserable casucha donde probablemente habitará alguna negra horrorosa.

—Callad, Don Hércules —contestó muy serio el gascón—. Vos no conocéis mis secretos.

—¿Y los soldados? —preguntó el conde.

—Huyeron, señor. Ahora podemos cenar tranquilamente.

—¿Eran muchos?

—¡Oh! Nada más que tres —contestó con indiferencia el aventurero—. ¡Qué lástima que la dama de mis pensamientos no haya presenciado los actos de valor de su adorador!

—Estáis loco, amigo Barrejo —dijo el conde.

—Eso mismo aseguraban los soldados. Sin embargo, yo no creo que mi cerebro ande descompuesto. He dado en firme, señor conde, y les he hecho correr. En Gascuña no hay locos, ni aun en los manicomios.

—¡Qué país tan maravilloso! —exclamó Mendoza—. Si volviera a nacer, querría ver allí la luz.

—Y haríais bien; mas por ahora creo preferible mostrar a esa linda posadera cómo saben trabajar con los dientes los gascones y los flamencos, ¿verdad, Don Hércules? Por supuesto, si el conde lo permite…

—Podéis empezar cuanto antes —contestó el señor de Ventimiglia.

—Siento que falte aquí un aperitivo. ¡Ah! ¡Cómo devoraría en su lugar los ojos de esa bellísima catalana!

—No, sevillana —dijo Mendoza.

—Es lo mismo —contestó el gascón, lanzando un suspiro, mientras se colocaba delante dos platos bien llenos de pescado frito y empinaba el vaso.

—Don Hércules, dignaos imitarme. Y vos, señora, si no habéis cenado con el conde.

La linda tabernera dejó escapar una carcajada argentina.

—Yo no soy señora —dijo, mostrando dos magníficas hileras de dientes—. Soy la dueña de una pobre posada.

—Para los gascones, una mujer es siempre una señora —replicó Barrejo, que a pesar de la charla devoraba como un lobo y trasegaba vasos de exquisito Oporto, secundado vigorosamente por el taciturno flamenco—. Además, por vuestros divinos ojos, se dejaría matar cualquier compatriota mío.

—¿Qué son los gascones? —preguntó la hermosa castellana.

—Parientes próximos del diablo —respondió Mendoza, haciendo guiños a la graciosa tabernera.

—¡Misericordia! —exclamó Panchita, haciendo la señal de la cruz.

—Compadre —dijo el gascón, mirando con algún enojo al vizcaíno—, también en mi tierra aseguran que vuestros paisanos son hijos o sobrinos de Belcebú. ¿Estaréis celoso?

—Amigo Barrejo —dijo el conde, ¿no tenéis sueño?

—No, señor; en este momento prefiero entendérmelas con las botellas de esta linda tabernera. ¡Tonnerre!… Huelen a ámbar, ¿verdad Don Hércules?

—A gloria —contestó el flamenco.

—Señora, espero que tendréis muchas más de esta clase en la cueva.

—Mi marido, antes de morir, la dejó bien surtida.

—¡Ah!… ¿Vuestro marido ha muerto?

—En una reyerta que tuvo cierta noche con un filibustero.

—Mala clase de gente —dijo el gascón—. Matan por cualquier cosa… Esos sí que son verdaderos hijos de Belcebú… ¡Oh!… Ya la pagarán… Señora, otra botella de Oporto. La beberé a vuestra salud, palabra de caballero.

—Vos, amigo Barrejo, sois una esponja —dijo el conde.

—Don Hércules y yo hemos luchado contra los guardias de la Capitanía del puerto, señor de Ventimiglia, y cuando se combate, se siente sed; así al menos le ocurre a los gascones.

—Y también a los flamencos, por lo visto —observó Mendoza.

Don Hércules, en vez de responder, contentóse con empinar el último vaso que quedaba en la mesa.

La tabernera llegaba en aquel momento con un cesto de botellas. El conde, antes de que entrasen los dos aventureros, había dejado en el extremo de la mesa un puñado de piastras, con el fin de que les diese de beber abundantemente, y al mismo tiempo tuviera buena ganancia.

—Y ahora, Panchita, hablemos —dijo el señor de Ventimiglia, en tanto que Mendoza y el gascón continuaban descorchando botellas—. He venido aquí para haceros algunas preguntas.

—¿A mí, señor conde? —exclamó la tabernera estupefacta.

—¿Conocéis a mucha gente en la ciudad?

—A casi todos los vecinos.

—¿Habéis oído nombrar a don Juan de Zabala, consejero de la Real Audiencia de Panamá?

La dueña de la posada meditó un momento, luego respondió:

—Sí, algunas veces he despachado vino para ese señor.

—Debe de tener paladar delicado —interrumpió el gascón—. Sabe dónde venden buen vino.

—Entonces, Panchita, conoceréis la casa en que vive —prosiguió el conde.

—En la calle de Merinas.

—¿Estáis segura de no engañaros?

—Segurísima, señor conde. Estuve, con dos criados míos, a llevarle un centenar de botellas.

¡Tonnerre!… ¡Y cómo beben los consejeros de la Real Audiencia de Panamá! —murmuró Barrejo—. ¡Que me llamen a mí esponja!…

—¿Está lejos su casa? —siguió diciendo el señor de Ventimiglia.

—Frente al palacio del Virrey.

—¿Sabes tú dónde es, Mendoza?

—La encontraré.

—¿Qué clase de hombre es don Juan de Zabala? —preguntó el corsario a la tabernera.

—Goza fama de valiente. El rey, según cuentan, le distingue mucho.

—¿Podéis decirme algo más?

—Nada, señor conde.

—Cobraréis cincuenta piastras por vuestros servicios.

—Sois muy generoso. ¿Qué más puedo hacer por vos?

—Darme una habitación o dos para descansar algunas horas —contestó el señor de Ventimiglia.

—No tengo más que una con seis camas vacías todas en este momento.

—No necesito más.

El conde se puso en pie. Los tres aventureros, que habían dado fin a otras cuantas botellas, levantáronse también.

La dueña del mesón encendió una vela y acompañó a sus huéspedes a una habitación muy espaciosa, ocupada por gran número de lechos vacíos.

Apenas entraron, sintieron un ruido extraño en la parte exterior.

—¿Qué es eso? —preguntó el conde.

—El río que pasa junto a la posada —contestó la dueña.

—Y que nos cantará la nana —añadió el gascón—. Así nos dormiremos más pronto.

—Cuidad de no dormir con los dos ojos cerrados —dijo el conde.

—¿Qué teméis, señor?

—¿Quién me asegura que los hombres que formaban la ronda no volverán a buscarnos?

—Tanto peor para ellos, señor conde. Don Hércules y yo nos hemos contentado con hacerlos huir; si se presentan otra vez, los mataremos, ¿no es cierto, señor flamenco?

—Seguramente.

—¿Y si viniesen muchos? —preguntó Mendoza.

—¿Acaso no están aquí reunidas las cuatro espadas filibusteras más formidables? —replicó Barrejo.

—Acostémonos —dijo el conde—. Dormiremos con un ojo abierto.

—Buenas noches, señores —dijo la linda sevillana.

El gascón se inclinó galantemente y replicó:

—Otro tanto os deseo, bella señora, y procuraré soñar con vuestros divinos ojos. Tratad vos de soñar siquiera con mis bigotes.

La dueña de la posada escapó, riendo, en tanto que los cuatro aventureros se echaban en la cama vestidos; pero seguros de no pasar la noche tranquilamente, colocáronse a la cabecera la espada y las pistolas.

Llevaban durmiendo un par de horas, cuando fueron bruscamente despertados por algunos golpes que sonaban en la puerta de la posada.

El conde y el gascón fueron los primeros en arrojarse del lecho.

¡Tonnerre! —exclamó el último, empuñando la espada—. ¿No será posible dormir cinco minutos seguidos en Panamá?

—Esos son los soldados —aseguró el conde, frunciendo el entrecejo.

En aquel momento abrióse la puerta de la habitación y apareció la dueña de la taberna, a medio vestir, presa del mayor espanto.

—Señores —dijo con voz entrecortada—, ahí están diez o doce soldados del puerto, que se empeñan en registrar la casa.

—¿Es profundo el río? —preguntó el conde.

—Profundísimo, señor.

—¿Podréis entretener a esos hombres durante algunos minutos?

—Les pediré que siquiera me dejen tiempo para vestirme.

—¿Cae esta ventana al río?

—Sí, señor.

—Escaparemos por ella. ¿Podré volver a veros?

—Mi posada está siempre abierta para vos, señor conde.

—Vendremos mañana por la noche.

Sacó un bolsillo bien repleto y se lo puso en las manos, diciendo:

—Adiós, linda tabernera; cuento con vuestra astucia.

Los golpes resonaban cada vez más fuertes. Los soldados aporreaban furiosamente la puerta con la culata de los arcabuces y con la empuñadura de las espadas, gritando:

—¡Abrid o echamos la puerta abajo!… ¡Orden del virrey!

Mientras la tabernera salía corriendo para responder, el gascón abrió de par en par la ventana que daba al río.

Una corriente impetuosa lamía los muros de la taberna.

El conde se asomó y dirigió una mirada rápida.

—Lo que siento —dijo—, es que se mojen las pistolas. ¡Bah!… Nos quedan las espadas, ¿verdad Barrejo?

—En ocasiones son preferibles a las armas de fuego, porque al menos resultan más seguras —contestó el gascón.

—¿Sabéis nadar todos?

—¡Todos! —contestaron al mismo tiempo los tres aventureros.

—Saltemos, antes de que los soldados echen la puerta abajo.

—Yo primero, señor conde —dijo el gascón.

Subió al alféizar, se aseguró bien la espada y saltó resueltamente al río, que se deslizaba cuatro metros más abajo.

—¿Tiene mucha profundidad? —preguntó el conde, cuando lo vio salir a flote.

—Se nada perfectamente —replicó el gascón.

—Pues allá vamos…

Uno tras otro, saltaron todos, y en seguida, sin tocar el lecho del río, salieron a la superficie.

La corriente, velocísima, los arrastró muy lejos. Eran hábiles nadadores, y aunque los remolinos los envolvían de vez en cuando en sus giros vertiginosos, tomaron tierra sin novedad a trescientos o cuatrocientos metros de distancia.

—En realidad, no sienta mal un baño en noche tan calurosa —dijo Mendoza.

—Sobre todo cuando se salva la piel —añadió el gascón, estrujándose las ropas.

Encontrábanse en la orilla de un plantío de azúcar; las altísimas cañas podían servirles de refugio seguro.

Era muy difícil que los soldados fuesen a buscarlos hasta allí; nada, pues, tenían que temer por el momento.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el gascón—. Por aquí no veo taberna ni cosa que se le parezca.

—¿Tenéis aún ganas de beber, Barrejo? —preguntó el conde.

—¡Eh!… Si fuera posible, desocuparía una botella de Jerez para secarme más pronto —contestó el gascón.

—Chupad una caña de azúcar. Aquí las tenéis por millares.

—Las dejo a los chiquillos, señor conde.

—Entonces esperad a que el sol os enjugue. No podemos entrar en la ciudad empapados como sopas. Y además, no os olvidéis de que hoy por la mañana o por la tarde tenemos que hacer una visita.

—¿A alguna taberna?

—A don Juan de Zabala.

—¿Tenéis empeño en verle?

—Si el marqués de Montelimar no me ha engañado, mi hermana se encuentra en la casa de ese señor consejero.

—Pues entonces vamos a cogerlos por el cuello, y si resiste, apretaremos con fuerza. Pero, entretanto, ¿qué hacemos?

—Procurad imitarme —dijo Mendoza.

Tiró de la espada y comenzó a derribar cañas hasta formar un montón.

—Señor conde —dijo luego—, ahora podéis acostaros y terminar el sueño interrumpido por los soldados. Seguramente nadie vendrá a importunaros.

El gascón y el flamenco no tardaron en imitarle, y en pocos minutos se prepararon un lecho, si no muy cómodo, por lo menos seco.

—Durmamos hasta que el sol seque nuestros vestidos y los deje más presentables.

Tumbáronse en la cama de cañas, uno junto a otro, y aunque con los trajes empapados, no tardaron en dormirse.

Cuando despertaron, sus ropas estaban completamente secas y el sol muy alto.

El plantío de cañas seguía desierto, porque no había llegado aún el momento de empezar la recolección.

—Vamos, ante todo, a explorar la ciudad —dijo el conde—. Quiero asegurarme de que el consejero habita en la casa indicada por la linda tabernera. Seamos prudentes y no cometamos ningún disparate; lo digo especialmente por vos, amigo Barrejo.

—Prometo ser más tranquilo que un borrego.

—No, que un carnero —dijo Mendoza.

—Bueno, pues como un carnero.

Capítulo X. El consejero de la Real Audiencia

Después de arreglarse un poco, para que no los tomasen por mendigos, el conde y los tres aventureros dejaron la plantación de caña de azúcar, siguiendo la orilla derecha del impetuoso riachuelo que les había servido para huir de los soldados de la Capitanía.

Panamá extendíase ante ellos hasta perderse de vista, con sus soberbias iglesias y sus suntuosos palacios formando gigantesco semicírculo en torno de la maravillosa bahía.

Destruida por Morgan, la ciudad no tardó mucho en surgir de entre sus ruinas, más bella y más espaciosa que antes. Fue reconstruida algunas leguas más al sur, en una llanura infinitamente más saludable y espaciosa; su puerto adquirió en poco tiempo tal prosperidad, que todas las poblaciones de Centro América, del Perú, de Bolivia y de Chile, lo envidiaban.

Aunque amenazada continuamente por los filibusteros, siempre en acecho en el Océano Pacífico, escuadras de veleros y de galeones llegaban de los puertos del sur, llevando riquezas incalculables, y sobre todo, los productos de las riquísimas minas del Perú, de México y de California.

Los tres aventureros y el conde, después de comer en una posada, se dirigieron al barrio aristocrático de la población, como pacíficos burgueses que salen de paseo.

Mendoza, conocedor de la ciudad, los guiaba como siempre.

Al obscurecer, no atreviéndose a acercarse aún a la posada de la bella castellana, porque podían encontrar a algunos soldados, marcharon hacia la anchurosa plaza donde se elevaban la mansión del virrey, la catedral y los palacios de los consejeros de la Audiencia.

—Señor conde —dijo el gascón, mientras se acercaban a la casa de don Juan de Zabala—, ¿nos recibirá ese caballero? Un funcionario de su categoría, será muy ceremonioso.

—Lo mismo pensaba en este momento —contestó el hijo del Corsario Rojo.

Supongo que no se os ocurrirá haceros anunciar con los títulos de conde Ventimiglia, señor de Roccabruna y de Valpenta.

—Sería como ponerme la cuerda al cuello.

—Es necesario encontrar alguna excusa.

—Veo que sois gascón y que encontráis salidas para todo, buscad ahora una.

—Ya la tengo —contestó Barrejo.

—Explicaos.

El gascón quedose un momento mirando al conde. Luego le dijo:

—¿Y por qué no hemos de anunciarnos como enviados del Ilustrísimo señor Presidente de la Real Audiencia, encargados de hacer a los consejeros gravísimas revelaciones?

—¿Sobre qué?

—Sobre proyectos de los filibusteros, por ejemplo.

—Tenéis una fantasía maravillosa.

—Eso mismo decía mi padre, asegurándome que haría gran fortuna. Creo, sin embargo, que hasta hoy he dado más estocadas que ganado doblones.

—Aún no habéis terminado vuestra carrera —observó Mendoza—. En vez de poner vuestra espada al servicio de los españoles en Santo Domingo, debisteis correr el mar con los filibusteros del Golfo de México.

—Tenéis razón, compadre. He sido un imbécil, pero prometo enmendarme.

Llegaron a la inmensa plaza de la catedral. En uno de los lados veíase el marmóreo palacio del virrey; en el otro elevábase una larga serie de suntuosos edificios, habitados por altos funcionarios; ante las puertas, guardadas por alabarderos negros, brillaban grandes faroles.

El gascón sujetó por un brazo al primer soldado que atravesó la plaza y le preguntó dónde vivía el consejero don Juan de Zabala.

—Allí frente —contestó el español—. ¿De dónde venís que ignoráis la casa que habita un personaje tan importante?

—Venimos de México —contestó el gascón.

El militar encogióse de hombros y prosiguió su camino, murmurando:

—Estos aventureros son idiotas; beben mucho mezcal…

Afortunadamente, el terrible gascón no lo oyó.

El conde y sus compañeros dirigiéronse al palacio indicado.

—¿Está vuestro amo en casa? —preguntó el conde a los dos negros que paseaban ante la puerta.

—Se encuentra en su despacho trabajando —contestó uno de los centinelas.

—Pues ve a decirle que tengo que hacerle una revelación importante, de parte del Ilustrísimo señor Presidente de la Real Audiencia. Diez piastras si desempeñas pronto la comisión.

El negro subió los escalones de cuatro en cuatro, espoleado por la ganancia de aquella recompensa.

No había pasado un minuto, cuando bajaba corriendo, con peligro de romperse la cabeza.

—Seguidme, señor —dijo—. Mi amo os espera…

El conde le entregó la suma ofrecida y subió los escalones, seguido siempre de los aventureros.

Después de atravesar varios salones, fueron introducidos en un gabinete iluminado por dos gigantescos candelabros de plata y amueblado con severa elegancia.

Un hombre de aspecto distinguido, que frisaba en los cuarenta años, con barba negrísima, que formaba vivo contraste con el blanco coleto usado en aquella época, paseaba por el gabinete, golpeando nerviosamente el suelo con la vaina de la espada.

El conde quitóse el sombrero e hizo al mismo tiempo una ligera inclinación. Los tres espadachines le imitaron y después se apoyaron en la puerta para evitar que entrasen importunos.

—¿Sois don Juan de Zabala? —preguntó el conde.

—En persona —respondió el consejero—. Me han dicho que teníais que comunicarme noticias preciosas de parte del Presidente de la Real Audiencia.

—Es verdad, señor.

—Hablad; pero… —dijo señalando a los tres aventureros.

—Luego os enteraré de quiénes son —repuso el conde—. Pueden asistir a nuestra conferencia.

—Empezad, pues.

—¿Sabéis que el marqués de Montelimar ha sido hecho prisionero por los corsarios del Pacífico?

—¿Qué decís? —gritó el consejero, palideciendo.

—Que lo han cogido prisionero en Nueva Granada.

—¿Ha sido tomada por asalto la ciudad?

—Después de seis horas de combate.

—¿A pesar de sus robustas fortificaciones?

—Ya sabéis que nada resiste a los filibusteros.

—Sí, son en realidad hijos del infierno —dijo el consejero, con cólera.

—Otro tanto creo, señor de Zabala.

—¿Y ahora?

—He venido a advertiros para que pongáis en lugar seguro a la nieta del gran cacique del Darién.

—¿Por orden de quién?

—Del marqués, señor de Zabala —replicó el conde.

—¿Habéis visto a mi desgraciado amigo? —preguntó el consejero, presa de vivísima emoción.

—Me he separado de él hace veinticuatro horas…

—¿Dónde?

—En la isla Taroga.

—¿Caísteis vos también entre las garras de esos ladrones?

—Sí, señor consejero.

—¿Y habéis logrado huir?

—He tenido esa fortuna, y estos tres hombres me han prestado su valioso auxilio. Sin ellos, no estaría aquí.

—¿Cayeron también prisioneros?

—Sí señor, son tres nobles de Nueva Granada.

—¿Y cómo el marqués no ha podido seguiros?

—Está cuidadosamente vigilado.

—Pudo ofrecer dinero. Yo habría pagado a esos miserables hasta cincuenta mil piastras, si lo hubieran exigido.

—Y habrían aceptado indudablemente si un hombre no se hubiese opuesto.

—¿Quién?

—El hijo del Corsario Rojo, el conde Ventimiglia.

Don Juan de Zabala lanzó un grito.

—¿El hijo del famoso corsario ha llegado a América?

—Sí, señor consejero.

—¿Qué viene a hacer aquí?

—A buscar a su hermana, la nieta del gran cacique, que os ha sido confiada.

—¿Cómo lo sabéis vos?

—Me lo ha dicho el marqués.

—¿Y qué exige el conde por devolver la libertad a mi infortunado amigo?

—La restitución de su hermana.

—¿Y si no se encontrase a mi lado?

El señor de Ventimiglia palideció intensamente.

—¿Es posible? —dijo luego—. El marqués me aseguró que se encontraba aquí.

—En efecto, estaba.

—¿Y ahora?

En vez de contestar, el consejero preguntó:

—¿Creéis posible, señor, la liberación del marqués?

—¿Y cómo?

—Vos conocéis la isla Taroga, puesto que acabáis de decirme que habéis estado prisionero.

—Exacto —contestó el conde, que permanecía en guardia, ignorando dónde iba a parar el consejero.

—¿No podríais contratar, por mi cuenta, una docena de aventureros, personas que abundan en Panamá, e intentar devolver la libertad al marqués?

—Lo que me proponéis, señor, es asunto muy serio. Los filibusteros vigilan, y si nos sorprenden, no escaparemos con vida.

—Me importa poco la cantidad.

—No me atrevo a deciros que sí, ni que no, señor consejero —repuso el corsario—. Ahora bien, tratándose de semejante aventura, desearía que me concedieseis al menos veinticuatro horas para reflexionar.

—Aunque sean cuarenta y ocho —replicó don Juan de Zabala.

—Volveré, si os place, mañana por la noche, y os daré una respuesta afirmativa o negativa. En el caso de que aceptase y lograse la libertad del marqués, ¿qué debo decir de la joven que tenéis a vuestro cargo?

—Que se halla en lugar seguro.

—Pero ¿dónde? —insistió el conde.

—No se lo comunicaré sino al marqués.

A duras penas logró el señor de Ventimiglia refrenar un gesto de cólera.

—Nos veremos de nuevo mañana por la noche —dijo después.

—¿Dónde habitáis?

—En una modesta posada de los suburbios; no sé siquiera cómo se llama.

—¿Necesitáis dinero?

—Por el momento no, señor. Ya me lo daréis si acepto vuestra proposición.

Don Juan de Zabala púsose en pie, lo que quería significar que la audiencia había terminado.

El conde hizo una profunda reverencia y salió con los tres espadachines, no muy satisfecho del diálogo.

Aún no había puesto el pie en la calle, cuando un esclavo entró en el gabinete, diciendo:

—Señor ahí está un caballero que desea veros.

—¿Quién es?

—El señor marqués de Montelimar.

El consejero dio un salto.

—Seguramente has oído mal.

—No, señor —contestó el negro.

—Es imposible que sea mi amigo.

—Ha dicho que es el marqués de Montelimar.

El esclavo salió, y un momento después penetraba de nuevo en la estancia acompañado del marqués.

—¡Vos! —exclamó el consejero, corriendo a su encuentro y abrazándole.

—¿No sueño?

—No, amigo —contestó el exgobernador de Maracaibo—. También es posible a veces escapar de entre las manos de los filibusteros.

—¿Y habéis llegado solo de la isla Taroga?

—En compañía de una docena de prisioneros.

—¡Y yo que me había puesto de acuerdo con un aventurero para libertaros!

—¿Quién es?

—El que me enviasteis para adquirir noticias de la nieta del gran cacique del Darién.

—¡Yo! —exclamó el marqués—. ¿Qué me contáis, don Juan?

—¡Cómo!… ¿No lo habéis enviado vos?

—Yo no he dado a nadie semejante encargo —replicó el marqués.

—¿Quién será entonces ese aventurero?

—Solo hay un hombre a quien interese saber dónde se oculta la nieta del gran cacique del Darién. ¿La conserváis siempre a vuestro lado?

—No —contestó el consejero.

—¿A dónde la habéis enviado?

—Hace algunas semanas corrió por aquí la voz de que los filibusteros preparaban un audaz golpe de mano sobre la ciudad, y sabiendo yo, que me encontré en Panamá cuando lo tomaron por asalto, de lo que son capaces esos terribles ladrones del mar, la hice conducir, con buena escolta, a Guayaquil, población no muy fácil de conquistar.

—Y habéis obrado cuerdamente —respondió el marqués—, porque esa joven tendrá algún día millones de piastras que pasarán a mi poder. Si el hijo del Corsario Rojo la ve, se la llevará aunque no tenga fortuna.

—¿Qué me contáis, amigo mío?

—Es la única heredera de las fabulosas riquezas del gran cacique, y cuando el anciano muera, será dueña de montañas de oro que, según afirman, se encuentra oculto en una caverna conocida únicamente por los íntimos del monarca salvaje.

—¿Vive aún el gran cacique?

—Y goza de excelente salud a pesar de sus ochenta o noventa años.

—¿Entonces vos creéis que el aventurero…?

—No es otro que el señor de Ventimiglia —respondió el marqués—. Un hombre joven aún, verdadero tipo, italiano, con cabello y bigote negros, tez ligeramente bronceada.

—¡Sí, él es! —exclamó el consejero.

—¿Venía acompañado de tres hombres?

—Sí, los tres con aspecto de espadachines.

—¿Volverá aquí?

—Mañana por la noche.

—¿Qué haríais en mi lugar, don Juan?

—Prenderlo y ahorcarlo cuanto antes.

El marqués movió la cabeza.

—No —dijo luego—. Se averiguaría que la bella india a quien yo he adoptado es hija del Corsario Rojo; se sabría también que tengo un motivo para conservarla a mi lado y se conocerían otras muchas cosas. No, hay que terminar este asunto sin ruido.

—¿Qué queréis decir, amigo mío?

—¿No tenéis a vuestras órdenes algún espadachín notable? Alguno famoso, porque se dice que el conde es un tirador terrible. Una asechanza, una disputa, una buena estocada, y nos veremos libres de ese importuno.

El consejero meditó un momento; luego dijo:

—Ya lo he encontrado.

—¿Quién es?

—Un individuo apodado el Valiente. Creo que es un aventurero de la Europa central, porque destroza nuestro idioma de un modo horrible. Me he servido de él una vez, y no puedo quejarme de su habilidad.

—¿Espada selecta?

—Terrible.

—¿Costosa?

—Unas cincuenta piastras.

—Daría mil con tal que arrancase la vida al hijo del Corsario Rojo.

—Os olvidáis de una cosa.

—¿Cuál?

—¿Y los tres aventureros que acompañan al conde?

—Ya encontraremos algún pretexto para detenerlos aquí. ¿Es posible ver al Valiente?

—¿Ahora mismo?

—Cuanto antes, mejor.

—Sé dónde vive; enviaré un hombre a caballo para avisarle que venga en seguida.

Miró el reloj de pared, uno de aquellos relojes altísimos, encerrado en una caja de madera, y dijo:

—No son más que las nueve. Dentro de diez minutos puede estar aquí; esperad…

El consejero salió para dar las órdenes necesarias; muy pronto volvió, diciendo:

—Ya ha partido a galope el mensajero; entre tanto cenaremos, porque imagino que tendréis hambre, mi querido amigo.

—Desde anoche no he probado alimento —contestó el marqués.

Pasaron a un saloncito próximo, amueblado con mucho gusto; la mesa estaba servida con riquísima vajilla de plata finamente cincelada.

Cuando llegaban a los postres, entró un esclavo negro, que dijo al consejero:

—Señor, ahí está el Valiente.

—¿Dónde lo has encontrado?

—En una taberna próxima a la casucha que habita.

—Que pase en seguida.

El negro salió, y un momento después, el Valiente encontrábase en presencia del marqués y del consejero de la Real Audiencia.

Era el tipo perfecto del aventurero y del espadachín: alto, grueso, fuerte como un toro, cabellos rubios, barba rojiza, nariz semejante al pico de un loro y ojos grises que despedían reflejos metálicos.

En el cinto llevaba espada francesa, larga y sutil, y un puñal.

—¿Me habéis llamado, Excelencia? —preguntó, haciendo una inclinación grotesca y quitándose el sombrero adornado con una larga pluma de avestruz, ya deslucida por la acción del tiempo.

—Sí, porque os necesito —contestó el consejero.

—¿Hay alguna otra persona que os molesta?

—Precisamente.

—Pues se la envía al infierno —dijo el aventurero—. Allí sobra sitio para todos.

—Y también para vos —insinuó el marqués.

—Puede ser, Excelencia, pero creo que todavía tardaré en ir.

—Sin embargo, tened cuidado, porque el hombre con quien habéis de entenderos es una buena espada.

Una sonrisa de desprecio contrajo los labios del asesino.

—He enviado al otro mundo a no pocos caballeros, Excelencia, y con más facilidad de lo que suponéis. Todos ellos alardeaban de tiradores famosos, y no eran sino malos aficionados, incapaces de dar una estocada en regla o de parar el golpe de las cien pistolas.

—Un golpe notable, según cuentan —dijo el marqués.

—Terrible, Excelencia. Si no se para, y es muy difícil de parar, se va derecho al otro barrio, sin perder un minuto. ¿Dónde está el hombre que hay que quitar de en medio?

—Corréis demasiado, Valiente —dijo el consejero.

—Cuando se trata de dar estocadas siempre tengo prisa —repuso el bandido.

—No mataréis hasta mañana por la noche —dijo el marqués.

—Tendré paciencia durante veinte horas; así podré ejercitarme en el golpe de las cien pistolas.

—¿Dará resultado?

—Pocos lo conocen, Excelencia. Únicamente saben algo de él los tiradores notables.

—Se trata de uno de los buenos.

El bandido encogióse de hombros.

—¡Bah!… Yo le daré quehacer.

—¿Cuál es el precio?

—Cincuenta piastras por alma; es mi tarifa. No trabajo por menos. Los tiempos están muy malos y se gana poco matando personas —replicó el Valiente.

—Os ofrezco mil, con tal que el caballero muera mañana.

El Valiente frunció el entrecejo, como si presintiese un peligro terrible.

—¿Me traerá la desgracia este caballero? —se preguntó—. Para pagarme mil piastras, de seguro que tendré que entendérmelas con un tirador formidable.

—Ya os dije antes que no se trataba de un aficionado —replicó el marqués.

—He matado a veinte. No creo que el vigésimo primero me envíe a hacerle compañía al diablo. ¿Cuándo debo venir aquí?

—Mañana por la noche, antes del Ave María. Os daré las instrucciones necesarias.

—Está bien —dijo el bandido.

Hizo un nuevo saludo, tan grotesco como el primero, echóse al hombro una vieja manta que hasta entonces había tenido en el brazo izquierdo, y se marchó tranquilamente, como si acabase de hacer una sencilla operación de comercio.

—¿Cuándo lo mandaréis ahorcar? —preguntó el marqués a don Juan de Zabala—. Ese bribón merece veinte cuerdas y muy sólidas.

—Cuando no necesite de él lo enviaré a que haga compañía a los muchos infelices a quienes ha despachado para el otro mundo —contestó el consejero.

—A veces estos miserables son necesarios.

—Amigo mío, podemos retirarnos a descansar.

Capítulo XI. La emboscada del «Valiente»

Los veintisiete campanarios de Panamá tocaban el Ave María, cuando el conde de Ventimiglia, seguido de los tres espadachines, se presentó en el palacio del Consejero de la Real Audiencia.

Asegurar que el corsario aparecía tranquilo fuera faltar a la verdad. Habríase dicho que por instinto presentía una asechanza.

Resuelto, sin embargo, a conocer a su hermana y seguro de tener a la espalda tres famosas espadas, capaces de luchar sin pavor con una cincuentena de alabarderos, no vaciló en acudir a la peligrosa cita.

Antes de entrar en el palacio del consejero, detúvose para interrogar a Mendoza.

—¿Qué haríais en mi puesto? —le preguntó.

—Yo no pondría los pies ahí dentro —contestó el viejo marino.

—¿Y si don Juan de Zabala fuese un caballero?

—¡Hum! —exclamó el gascón—. Temo, señor conde, que bajo todo esto se oculte una emboscada.

—Llevamos espadas —replicó el señor de Ventimiglia—. Entremos…

Los dos negros que guardaban la puerta, armados de alabardas, les dejaron libre el paso, después de haber llamado a una especie de mayordomo que se hallaba al pie de la escalera.

El conde y sus amigos fueron introducidos en el acto en el gabinete de trabajo del Consejero.

Don Juan de Zabala estaba sentado ante la mesa escribiendo, aparentando examinar algunos pergaminos.

—¡Ah!… ¿sois vos, caballero? —dijo, alzando la cabeza y fijando en el conde una mirada penetrante—. ¿Habéis, pues, tomado una resolución?

—Sí, señor Consejero —contestó el corsario.

—¿Aceptáis mi propuesta de intentar la liberación del marqués de Montelimar?

—Cuando queráis, partiré pero con una condición.

—¿Cuál?

—Algunos amigos míos me han asegurado que la nieta del gran cacique del Darién continúa en Panamá.

—Seguid…

—No partiré sin haberla visto.

—¿Por qué os interesa tanto esa joven?

—Tengo que decirle algo de parte del marqués.

—No me hablasteis de eso anoche. En otro caso, no os habría contestado con evasivas.

—¿Es cierto, pues, que la joven está aquí?

—No lo niego —respondió el consejero.

—¿Podré verla antes de embarcar?

—No hay dificultad; sin embargo, teniendo esa joven, no sé por qué motivo, numerosos enemigos que más de una vez han intentado raptarla, debéis emplear las mayores precauciones. La he ocultado en una casita aislada que se encuentra cerca de Punta Blanca. Así pues, no concederé permiso más que a vos.

—Mis compañeros son fieles y discretos, señor.

—No me fío más que de vos —contestó el consejero con firme acento—. Os daré, como guía, a un hombre honrado y de puños sólidos que velará por vos.

—¿Y estos compañeros?

—Irán mientras a preparar la chalupa. ¿Tenéis más auxiliares para la empresa?

—No, señor —contestó el corsario—. He pensado que para semejante aventura, valen más pocos y resueltos, que muchos. Los filibusteros vigilan atentamente, y una barca grande no podría pasar inadvertida.

—Tenéis razón y estimo mucho vuestra prudencia. ¿Cuándo partiréis?

—A media noche, si es posible.

—¿Habéis alquilado la chalupa?

—Aún no.

—Junto al faro de Granada hay un hombre que posee muchas. Con algunas piastras, diciendo además que vais en nombre mío, os dará lo que creáis mejor para vuestra empresa. Allí mismo podrán esperaros vuestros compañeros.

El conde se volvió hacia Mendoza.

—¿Conocéis el sitio?

—Sí, señor —contestó el vizcaíno.

—Pues allí nos reuniremos lo más pronto posible.

El consejero sacó de uno de los cajones una bolsa bien repleta y la depositó sobre el escritorio, diciendo:

—Os anticipo cuarenta doblones para los primeros gastos. El resto lo cobraréis cuando hayáis libertado al marqués.

El gascón en el acto se apoderó del pequeño tesoro.

—Y ahora, marchaos a esperar a vuestro jefe —dijo el consejero.

—Permaneced en guardia, señor conde —murmuró el gascón al oído del corsario.

El señor de Ventimiglia encogióse ligeramente de hombros y dijo en voz alta:

—Me habéis comprendido: en el faro de Granada, a las doce en punto. Que la chalupa esté lista.

Los tres aventureros, algo más tranquilos ante la serenidad que el conde revelaba, salieron, acompañados por un esclavo que les aguardaba en la estancia inmediata.

El consejero esperó a que cesase el rumor de los pasos, fingiendo examinar un pergamino; luego tocó una campanilla.

Entró otro esclavo.

—Di a mi escudero que venga en seguida y que no se olvide de armarse.

Medio minuto después, el Valiente hacía su aparición, saludando como de costumbre.

—Manuel —dijo el consejero, señalando al conde—, acompaña a este caballero a mi casa de Punta Blanca, y lo dejarás hablar con la señorita. Velarás por su vida.

—Perfectamente, Excelencia —respondió el bandido, que observaba de reojo al conde.

—Me responderás con tu cabeza de la existencia de este señor.

—Sabré defenderlo, Excelencia.

—Podéis marchar —dijo el consejero al conde—. Os deseo feliz éxito en vuestra empresa y espero volveros a ver pronto en compañía del marqués de Montelimar.

—Dentro de tres o cuatro días creo que regresaré con él —contestó el señor de Ventimiglia.

Saludó y salió, seguido del Valiente, que hizo un guiño al señor de Zabala, como para decirle:

—Contad a este hombre entre los difuntos.

Bajaron la escalera, atravesaron la amplia plaza y se encaminaron hacia el mar.

Ninguno de los dos hablaba, y ambos parecían preocupados. El conde no mostraba desconfianza alguna hacia el supuesto escudero.

Al llegar a los suburbios, que se extendían en torno de la bahía, el señor de Ventimiglia preguntó al bandido:

—¿Hay que andar mucho aún?

—Ya se ve que sois poco práctico en Panamá, señor.

—He desembarcado hace pocos días.

—¡Ah! ¿Sois marino?

—Lo habéis adivinado.

—¿Qué hacen ahora esos perros filibusteros?

—No lo sé.

—Se asegura que proyectan un golpe de mano sobre la ciudad.

—Puede ser.

—No sois muy locuaz, señor.

—La gente de mar habla poco.

—Y además desconfiáis un poco de mí.

—¡Yo!

—Creo que sí.

—No por cierto.

Siguieron caminando a través de las obscuras y tortuosas callejuelas de los suburbios y llegaron a la playa de poniente, una playa arenosa, abierta a todos los vientos y a las olas, destinada a la demolición de las viejas carabelas que no podían prestar servicio.

—¿Dónde está la casa? —preguntó el conde, después de bordear durante un rato las dunas, contra las cuales se estrechaban, rugiendo sordamente, las olas del Pacífico—. Aquí no veo más que cascos de buques medio destruidos.

—Más allá —contestó el bandido—. ¿Dudáis de mí, señor?

—Ya os he dicho que no, aunque me habéis traído a un lugar completamente desierto y muy a propósito para una emboscada.

—¡Mil truenos! —gritó el bandido—. ¿Queréis ofenderme? Mucho cuidado, que aunque hoy no sea más que un simple escudero, llevo en las venas sangre hidalga.

—Cosa que no me interesa —contestó el conde.

—¿Que no os interesa? —gritó el miserable deteniéndose frente a una elevada duna, con la siniestra apoyada en el puño de la espada—. Por lo visto buscáis cuestión conmigo.

—¿No la tenéis ya preparada? —preguntó el corsario, haciendo ademán de desnudar la espada.

—¡Rayos y centellas! ¡Sois muy insolente, señor mío!

—Tomadlo como queráis, no me importa, señor bandido.

—¡Bandido yo!

—Sí, porque me habéis traído aquí, no para llevarme a la casita habitada por la joven mestiza, sino para asesinarme. ¿Cuánto os ha pagado don Juan de Zabala?

—Os lo diré así que os atreviese con mi espada.

—¿Estáis muy seguro de conseguirlo? —preguntó el conde, con calma.

—Nadie se ha atrevido jamás a hacer cara al Valiente.

—¿Es vuestro nombre de guerra?

—Sí señor mío.

—Entonces os enseñaré una cosa extraordinaria.

—¿Cuál?

—Ver al Valiente arrodillado ante mí pidiéndome perdón.

El bandido soltó una estrepitosa carcajada, mientras el conde, que comenzaba a impacientarse y a temer que otros asesinos acudiesen en auxilio del miserable, desenvainaba el acero.

—¡Mil bombas!… Sois valiente, señor mío. Otro en vuestro lugar, arrojaría en seguida la espada y me entregaría la bolsa.

—Yo no tengo esas malas costumbres —replicó el señor de Ventimiglia—. Así, pues, acabemos cuanto antes, canalla. Os daré la lección que merecéis.

El bandido se quitó la manta nueva que llevaba, comprada seguramente con el dinero de don Juan de Zabala, y se la echó al brazo izquierdo, para estar más libre en sus movimientos; dio dos saltos hacia la duna para no exponerse al peligro de caer al mar en el caso de tener que retroceder, y sacó la espada, diciendo:

—Me bastará una estocada para acabar con vos.

—¿Alguna estocada secreta?

—La más famosa de todas.

—Es inútil, bribón, que tratéis de asustarme. También yo entiendo de estocadas secretas.

—La mía no podéis conocerla.

—Basta ya, charlatán —pasemos a los hechos.

El conde se puso rápidamente en guardia y avanzó un paso, fingiendo atacar. Ante todo quería asegurarse de la fuerza del adversario.

Sabiendo que era muy diestro en las armas, contaba como seguro que no le habrían enviado a un mediano tirador. En efecto, el Valiente paró sin descomponerse.

—Ya veo que sois fuerte —dijo el conde.

—Esto no es nada todavía —contestó el bandido—. Ya os iréis enterando. Querría daros un consejo para que no os marchéis al otro mundo como un musulmán.

—¿Qué intentáis dar a entender?

—Que en vuestro lugar, para no perder el tiempo, aprovecharía estos breves instantes para rezar un Padre Nuestro.

—Comenzad vos —contestó el conde, que atacaba vivamente.

—No tengo necesidad.

—Pronto os arrepentiréis.

—Ciertamente que sois duro de pelar, señor mío —dijo el bandido, que continuaba retrocediendo y acercándose cada vez más a la duna—. Sin embargo, confío en acabar con vos cuando vuestro brazo comience a dar señales de cansancio.

—Entonces tendréis que aguardar algunas horas.

—¡Ah! ¡Mil truenos!…

El conde le tiró una estocada en mitad del pecho, desgarrándole el jubón. El bandido salvóse por milagro, parando en tercia y dando un salto atrás.

—He aquí una estocada magnífica que no aguardaba —dijo el Valiente—. No vale, sin embargo, lo que la de las cien pistolas. ¿Quién puede habérsela enseñado?

—Un famoso maestro italiano.

—Los italianos son formidables espadachines. ¡Oh, los conozco bien!…

—En ese caso, parad esta…

El conde parecía olvidado del peligro y comenzaba a divertirse con aquella terrible partida.

Asestó otra estocada al Valiente, que apenas tuvo tiempo de pararla.

—¡Mil bombas! —murmuró—. El asunto no marcha como yo creía. Este hombre es más duro de lo que imaginaba. Permanezcamos en guardia.

El conde volvió a la carga, impaciente por consolarlo antes de intentar un golpe decisivo. El bandido seguía retrocediendo hacia la duna.

—Os escapáis —gritó el conde encolerizado—. Mostradme vuestra valentía permaneciendo en vuestro puesto.

El Valiente no respondió. Parecía que con la mano izquierda, tendida hacia atrás, buscaba alguna cosa.

Durante algunos instantes, el señor de Ventimiglia descargó sobre su adversario una granizada de golpes; el bandido, dando un nuevo salto atrás, llegó hasta la duna.

—Ahora no escaparéis —gritó el conde—. Rezad el Padre Nuestro.

—¡Así! —contestó el Valiente.

Volvióse con la velocidad del rayo, cogió un puñado de arena y lo lanzó al rostro del corsario, con el propósito de cegarle.

—¡Bandido! —rugió el conde, que adivinando la intención del miserable se había tapado los ojos con el amplio fieltro—. No tendré compasión de ti.

Y atacó de nuevo con más furia.

El Valiente logró evitar los golpes, saltando de costado; luego se agachó, replegándose sobre sí mismo.

—El golpe de las cien pistolas —dijo el conde, poniéndose en guardia—. Lo conozco, miserable, y no será tu espada la que me atraviese el pecho.

El Valiente lanzó un verdadero rugido.

—Y sin embargo, es preciso que os mate —dijo luego, con ronco acento—. Lo he prometido a don Juan de Zabala y al marqués de Montelimar. Si no cumpliese mi palabra, serían capaces de ahorcarme.

—¡El marqués de Montelimar! —gritó el conde—. ¿Tú lo has visto?

—Como os veo ahora.

—¿Dónde?

—En casa del consejero.

—¡Mientes!

—Seré un bribón pero no soy embustero. El marqués está aquí porque ha escapado de Taroga. ¡Tened cuidado!…

Y a su vez atacó furiosamente, asestando cuatro estocadas, unas tras otras. Iba a tirar la quinta, cuando cayó, lanzando un grito.

La espada del conde le había penetrado algunos centímetros en la garganta. Permaneció un momento de pie, con los brazos abiertos; luego se desplomó pesadamente sobre la arena, murmurando:

—Esto se acabó…

El conde retiró en el acto la espada.

—Tú lo has querido —le dijo.

—Soy… muerto —murmuró el miserable—. Levantadme… la cabeza… la sangre… me ahoga… ¡por favor!…

El conde se inclinó sobre el moribundo para librarle de sufrimiento, pero en aquel momento sintióse sujeto con gran fuerza por una mano y herido. El bandido, con el puñal, le había asestado un golpe al corazón, desgarrándole la casaca e hiriéndole en el pecho.

—¡Canalla! —gritó el conde, al verse algunas gotas de sangre en la mano.

Empuñó la espada y la clavó por dos veces en el pecho del Valiente.

Fueron estocadas inútiles, porque el bandido había muerto.

—¡Traidor! —murmuró el conde—. Marqués de Montelimar y también vos, don Juan de Zabala, ¡me las pagaréis!

Abrióse el jubón, desgarró la camisa y miróse la herida. Como la luna brillaba espléndida en el firmamento, pudo ver, sin necesidad de antorcha, la herida causada por el miserable asesino.

—¡Bah! —exclamó—. No creo que sea cosa grave. Trataré de reunirme a los tres compañeros, si es que no han sido también atacados. Sé dónde se encuentra el faro, veremos si están allí…

Anudóse un pañuelo en la herida para detener la sangre, se abrochó el jubón, armó las pistolas que llevaba ocultas en la faja, y después de orientarse, se alejó bordeando la duna, sin dirigir siquiera una mirada al bandido.

La noche era magnífica. El océano centelleaba, reflejando los dulcísimos rayos del astro nocturno; la resaca mugía sordamente y una brisa suave y vivificadora refrescaba el ambiente.

El corsario, temeroso de que el bandido tuviese cómplices ocultos tras la duna, apresuraba el paso, espada en mano, dispuesto a rechazar cualquier repentino ataque. El faro de Granada, destinado a indicar a los navegantes la entrada del puerto, despedía vivos reflejos; el conde no podía equivocarse en la dirección que había de seguir.

Inquietábale, sin embargo, profundamente, la duda de que también sus compañeros hubieran sido atacados por alguna banda de asesinos.

Caminó durante media hora a lo largo de la duna, y llegó finalmente a una elevada construcción, semejante a una torre, coronada por el gran fanal.

Vio en seguida tres sombras de pie en la playa, ocupados, al parecer, en recoger mariscos.

—¡Mendoza! —exclamó levantando la voz.

Un triple grito respondió.

—¡El señor conde!

—¿No habéis sido atacados? —preguntó el conde, con gran asombro.

—No, señor —contestó el gascón.

—¡Me parece imposible!

—Hemos pasado el rato devorando mariscos, sin que nadie nos moleste. ¿Habéis encontrado a vuestra hermana?

—Sí, bajo la forma de una puñalada que por poco me parte el corazón. ¡Mirad!

Desabrochóse el jubón y mostró el pañuelo empapado en sangre.

—¡Voto al infierno! —gritó el gascón—. Ya imaginaba yo que os preparaban una emboscada.

—Señor conde —dijo Mendoza, con voz entrecortada—, ¿es grave la herida?

—Creo que no.

—Pero hay que curaros en seguida —dijo el gascón.

—La posada está demasiado lejos —observó el flamenco.

—Pero aquí tenemos el faro —replicó Barrejo—. Vamos a pedir hospitalidad al torrero. Si se niega, lo echamos de su casa. Venid, don Hércules…

En tanto que Mendoza se desgarraba una manga de la camisa para detener la sangre de la herida, que no cesaba de manar, los dos aventureros corrieron hacia la puerta de la torre y la golpearon estrepitosamente con la empuñadura de las espadas.

Una voz ronca resonó en la parte alta.

—¿Quién sois y qué queréis?

—Abrid en seguida —contestó el gascón—. Hemos recogido a un náufrago, moribundo al parecer.

—Llevadlo a Panamá. Aquí no hay médicos.

—Yo haré de médico. Abrid al punto o echamos la puerta abajo.

—Aguardad un momento.

Medio minuto después apareció el torrero, llevando en la mano una antorcha. Era un viejo marino, muy robusto a pesar de los años, con luenga barba blanca y rostro casi ennegrecido por los vientos del mar y los grandes calores ecuatoriales.

—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó con acento brusco.

—Vuestro lecho —contestó el gascón.

—¿Y yo?

—Os vais a dormir al infierno. En cambio, pagaremos espléndidamente.

Al oír hablar de dinero, la frente contraída del torrero se serenó.

El conde llegó en aquel instante, apoyado en el brazo de Mendoza.

—¿Dónde está el náufrago? —preguntó el guardián del faro.

—Aquí lo tenéis —contestó Barrejo señalando al conde.

—¡Pero si sus vestidos están más secos que los míos!

—Debajo, sin embargo, se hallan empañados en sangre.

—Entonces se trata de un herido.

—Basta, encended lumbre y guiadnos a vuestro dormitorio.

El guardián subió la escalera, refunfuñando, y se detuvo en el segundo piso; después penetró en una pequeña estancia que no contenía más que un lecho y dos cómodas viejas.

—Dejad esa antorcha y volved a vuestro faro —dijo el gascón—. Ya os llamaré si hacéis falta; vos, don Hércules, id con él.

Mendoza y Barrejo quitaron al conde la casaca, el jubón y la camisa y observaron atentamente la herida.

En aquella época tan fecunda en guerras, todos los espadachines entendían algo de medicina y sabían vendar y curar perfectamente las heridas.

Una simple ojeada bastó al gascón y al vizcaíno para comprender que el daño causado por el puñal no era muy grande. La punta, sin embargo, había desgarrado las carnes en una longitud de cinco o de seis centímetros cerca del corazón.

El golpe iba bien dirigido; si la mano del bandido hubiese estado más firme, es seguro que habría arrancado la vida al conde.

—Es cosa leve, ¿verdad, amigo? —preguntó el señor de Ventimiglia—. Mucha sangre, pero nada más.

—Ciertamente, señor —contestó Mendoza—. Pero esto es una puñalada.

—Sí, me la dio el asesino cuando cayó al suelo herido.

—¿Quién suponéis que ha preparado la emboscada?

—El marqués de Montelimar, de acuerdo con el consejero.

—Pero si el marqués está en Taroga —observó el gascón.

—Estaba, queréis decir, porque ahora se encuentra aquí.

¡Tonnerre!

—Se ha escapado.

—¿Quién os lo ha dicho?

—El asesino, antes de morir.

—¿No os habrá engañado? —preguntó Mendoza, mientras vendaba la herida con un trozo de lienzo encontrado en una de las cómodas.

—No lo creo, porque no tenía motivo alguno para engañarme.

—Entonces hay que volver a cogerlo —indicó el gascón.

—Sin él no podré averiguar jamás dónde esos malditos han ocultado a mi hermana. Es necesario que el marqués o el consejero caigan en nuestras manos. Me han preparado una emboscada y nosotros les prepararemos otra a ellos.

—Por nuestra parte siempre estamos dispuestos, ¿verdad, Mendoza? —dijo el gascón.

—Aunque sea a prender fuego a Panamá —contestó el vizcaíno, anudando el vendaje.

—Hay que obrar, sin embargo, con la mayor cautela —dijo el conde—. Mañana, puesto que mi herida no ofrece peligro alguno, volveremos a la posada de Panchita y discutiremos lo que se debe hacer. Cuento especialmente con voz, amigo Barrejo, que poseéis una imaginación tan fértil en recursos.

—Ya pensaré en esto, señor conde.

—Entretanto, ocupémonos de algo más urgente —dijo el flamenco.

—¿Qué ocurre? —preguntó el conde.

—Siento, señores, tener que daros una mala noticia —contestó el flamenco.

—¿Se ha caído el torrero de lo alto del faro? —preguntó el gascón.

—Un grupo numeroso de soldados se acerca a través de las dunas.

¡Tonnerre! —exclamó Barrejo.

—Esos vienen en busca vuestra —dijo el conde—. Me parecía imposible que el marqués de Montelimar y el consejero os dejasen tranquilos. Para mí el asesino, para vosotros los soldados.

—Huyamos —dijo Mendoza.

—No podemos —contestó don Hércules—. El pelotón se ha dividido y avanza en direcciones opuestas para cogernos en medio.

—Además, el señor conde está débil y no podrá resistir una carrera larga —añadió el gascón—. Pero se me ocurre una idea. Don Hércules, ¿están lejos todavía?

—A un millar de pasos, y creo que no sienten gran prisa por adelantar.

—¡Diantre!… ¡Qué ojos tienen los flamencos! —exclamó Barrejo—. Casi me atrevería a asegurar que mejores que los de los gascones.

—Veamos vuestra idea, amigo —dijo el conde—. No tenemos tiempo que perder.

—Vos, Mendoza, id a ver si la puerta está bien cerrada; vos, señor conde, permaneced aquí acostado un rato, y vos, don Hércules, acompañadme al faro. Yo respondo de todo.

Subieron la escalera que en forma de espiral daba vuelta a la alta torre por la parte exterior y llegaron a lo más alto donde brillaba un gran fanal.

El torrero hallábase sentado en un ángulo de la terraza, fumando.

—¿Dónde están? —preguntó el gascón a don Hércules.

—Allá a lo lejos se ve el primer pelotón.

Barrejo miró a ochocientos pasos del faro una pequeña columna compuesta por unos veinticuatro hombres.

Marchaba por la playa, a lo largo de las dunas.

No era posible engañarse, porque a la claridad de la luna, los cascos, las corazas, los arcabuces y las alabardas chispeaban vivamente.

—Siguen la duna del septentrión.

—Se proponen cogernos en medio. ¡Ah!… ¡Lo veremos! Cuando se tiene un poco de astucia, es fácil escapar de los peligros.

Montó una pistola, sacó del bolsillo un puñado de monedas y se acercó al torrero, que, entretenido en chupar una pipa, no se dignó siquiera volver la cabeza, aunque los sintió aproximarse.

—Amigo mío, elegid —le dijo el gascón, mostrándole el arma de fuego y el dinero—. ¿Queréis plomo, o plata?

—¿Qué intentáis? —preguntó el anciano poniéndose en pie y dejando caer la pipa—. ¿Asesinarme acaso?

—Nada de eso; os ofrezco unos cuantos doblones; pero tenéis que obedecerme sin perder un instante. Si rehusáis, no respondo de vuestra vida.

—Hablad —dijo el pobre hombre, asustado.

—Ante todo, despojaos de vuestro traje, que me es absolutamente necesario.

—¿Y luego?

—Dejadme que os ate bajo vuestra cama.

—¿Queréis destrozar el faro, o llevároslo?

—No sabríamos qué hacer con ese farol tan grande. Decidid pronto: las piastras o una bala en el cráneo.

—Opto por las piastras —contestó el torrero, después de meditarlo algunos momentos.

—Sois un hombre razonable —replicó Barrejo—. He aquí las piastras; venga el vestido.

El torrero, que estimaba más la plata que el plomo, obedeció al punto.

Barrejo se puso los calzones, luego la gruesa casaca de paño gris con botones de metal dorado y cubrióse la cabeza con la gorra de hule.

—¿Parezco un torrero? —preguntó a don Hércules, que estaba atando y amordazando al infeliz guardián.

—Podéis dejar la espada por la linterna —contestó el flamenco, sonriendo.

—Cuando sea viejo, camarada. Ahora acompañad, o mejor dicho, llevad a este hombre a la habitación del conde y dejadlo bajo la cama.

—Prefiero llevarlo.

—Y ahora nosotros, señores soldados —murmuró el gascón, cuando se quedó solo.

Recogió la pipa del torrero, humeante aún, y se sentó en uno de los peldaños de la escalera interior, poniéndose a su vez en observación.

Capítulo XII. Otra idea del gascón

Las dos pequeñas columnas, enviadas seguramente por don Juan de Zabala para capturar a los tres compañeros del conde, se hallaban ya a pocos centenares de pasos y procuraban ocultarse tras las dunas.

Probablemente sabían que los enemigos eran zorros viejos, capaces de hacer frente a una cincuentena de alabarderos.

El gascón las miraba atentamente, fingiendo observar el Océano, y de vez en cuando alzaba la cabeza para decir a Mendoza, que se encontraba oculto tras el faro, siempre encendido:

—Se acercan… no distan más que trescientos pasos… doscientos cincuenta… van a encontrarse.

Como hemos dicho, las dos columnas marchaban en sentido contrario, para coger en medio a los aventureros e impedirles la fuga.

Avanzaban, sin embargo, cautelosamente, con los arcabuces montados y las alabardas en ristre.

No tardaron en encontrarse; una discusión vivísima pareció seguirse entre los jefes de las columnas, porque hasta el gascón, que poseía un oído finísimo, llegaron algunas maldiciones.

—¡Mendoza! —llamó.

—¿Qué deseáis?

—Encended una antorcha. Tengo empeño en que esa gente vea bien que soy el torrero.

—¿Y si alguno conoce al viejo a quien hemos atacado y amordazado?

—¡Bah!… Encended y no os ocupéis de otra cosa.

Subió lentamente la escalera, siempre con la pipa en la boca, y se colocó en la terraza, junto al faro.

Los soldados, mientras, habían formado un amplio semicírculo, alternando en una sola fila arcabuceros y alabarderos, y avanzaban hacia la playa, con la esperanza de sorprender a los enemigos ocupados en preparar la chalupa.

Algunos gritos de rabia llegaron hasta el gascón.

—Deben de estar furiosos —murmuró Mendoza.

—Se desacreditan —contestó Barrejo riendo—. Blasfeman como paganos.

—¡Hola, torrero! —gritaron.

El gascón cogió la antorcha y desde la terraza contestó con voz robusta:

—¿Quién me llama?

—Un capitán de arcabuceros.

—¿En qué puedo seros útil?

—¿No habéis visto aquí, hace poco a tres hombres?

—No, señor.

—¿Habéis vigilado constantemente?

—No debo dejar que se apague la luz. Mi guardia dura doce horas.

—Y sin embargo, habrán llegado aquí con una chalupa.

—Os repito, señor capitán, que no he visto hombres ni embarcaciones. Desde aquí no podían pasar inadvertidos, porque el faro mide veintidós metros de altura.

—¿Estáis solo?

—Completamente solo. No me relevarán hasta las ocho de la mañana.

El capitán dejó escapar una blasfemia; luego, volviéndose hacia los soldados, les dijo:

—Se han burlado de nosotros. Esos bribones se han olido algo y habrán embarcado en otro lugar.

Hemos cumplido con nuestro deber. Buenas noches, torrero.

—Buenas noches, señor capitán.

Los soldados formaron una sola columna y se alejaron, por medio de las dunas con dirección a Panamá.

—¿Qué os parece, compadre? —preguntó el gascón, volviéndose hacia Mendoza.

—Vos habéis hecho algún pacto con el diablo —repuso el vizcaíno, riendo.

—Vamos en busca del conde y huyamos antes de que surja alguna duda en el cerebro del capitán. No sabemos lo que puede ocurrir.

—El señor de Ventimiglia estará un poco débil.

—Don Hércules es robusto como el Hércules de la antigüedad, y si hace falta, lo cargará a cuestas.

Bajaron a la estancia donde se encontraba el conde, quien charlaba tranquilamente con el torrero auténtico, al que había quitado la mordaza.

—Señor —le dijo el gascón—, cuando queráis podemos reanudar nuestra marcha. Los pícaros que intentaban prenderos, se han alejado.

—¿Podéis andar bien, señor conde? —preguntó Mendoza.

—Me bastará con un brazo en qué apoyarme —contestó el conde.

—Entonces será mejor que apresuremos la partida —dijo el gascón, que ya se había despojado de sus insignias de torrero.

—Pues en marcha.

—¡Eh!… Ahora que lo pienso, este guardián del faro debe poseer alguna chalupa, ¿es verdad, buen hombre?

—Sí —contestó el torrero—, pero no soy dueño de ella. Pertenece a la Capitanía.

—Diréis que el mar se la ha llevado y os embolsaréis otro puñado de piastras. Así podremos volver a Panamá sin tropezar con esos malvados que se disponían a echarnos el guante. ¿Por cuánto la cedéis?

—Os advierto que en estos días el mar ha estado constantemente tranquilo.

—Pues le contáis a vuestros jefes que hacía agua y que se fue a pique —replicó el gascón—. Ya sabéis que estoy acostumbrado a ofrecer plomo o plata.

—Ciertamente.

—¿Os parece mal la proposición?

—Tendré que sufrir algunas molestias.

—Os ofrezco veinte piastras por la chalupa. Es un simple botecillo. ¡Bah!… Nosotros somos muy generosos.

Luego, mientras contaba las piastras, murmuró entre dientes:

—Para algo habían de servir los dineros del ilustrísimo señor don Juan de Zabala, consejero de la Real Audiencia de Panamá.

Cuando acabó de contar el monto escrupulosamente, porque, en el fondo, el gascón era muy avaro como todos sus compañeros, dijo:

—Y ahora, señor torrero, acompañadnos.

Los cinco hombres abandonaron el faro y se dirigieron hacia una elevada escollera que servía para proteger a la torre del ímpetu de las olas.

Suspendido por dos fortísimas grúas de hierro encontraron un botecillo, suficiente para seis u ocho hombres, y provisto de remos y de un pequeño mástil con vela triangular.

El torrero, que parecía muy satisfecho de la generosidad de aquellos misteriosos personajes, auxiliado por don Hércules, lo botó al agua.

Mostrándose el viento propicio, Mendoza izó el mástil y desplegó la vela, en tanto que el conde, sentándose a popa, empuñaba la barra del timón.

—¡Adiós, torrero! —gritó el gascón, cogiendo un remo—. Bebeos a nuestra salud esas piastras.

El botecillo se alejó de la escollera, mientras el guardián del faro, quitándose la gorra, gritaba:

—¡Buen viaje, señores!…

El Pacífico aparecía tranquilo.

Únicamente la resaca mugía con sordo rumor en torno de la escollera.

Mendoza encargóse de la vela, don Hércules y el gascón colocáronse a proa.

La brisa un tanto fresca, impulsaba velozmente al barquichuelo, que seguía bordeando la playa a la distancia de un centenar de metros, con rumbo hacia el puerto.

Comenzaba a alborear cuando los cuatro corsarios doblaron el faro de Punta Blanca.

Panamá, la opulenta ciudad del Océano Pacífico, el emporio de todas las riquezas de México, de Perú y de Chile, presentábase ante sus ojos.

Podían entrar libremente en la bahía, sin correr peligro alguno, porque las carabelas españolas no vigilaban más que desde la puesta del sol hasta el alba, para evitar una sorpresa nocturna de los filibusteros de la isla Taroga.

El bote deslizóse sobre las tranquilas aguas de la bahía, entre gran número de naves, y tomó tierra en la extremidad meridional.

—¿Qué hacemos ahora con esa pequeña embarcación? —preguntó Barrejo, poniendo el pie en la arena.

—¿Queréis llevarla a la posada de la linda sevillana? —interrogó Mendoza—. Si esto os agrada, echáosla a cuestas.

—Vale veinte piastras.

—¡Avaricioso!

—Soy gascón.

—Cargad entonces con ella.

—Si don Hércules se la pusiese en la cabeza.

—Resulta un sombrero algo molesto. Os lo cedo —contestó el flamenco—. Os lo cedo.

No pudiendo llevársela sin llamar la atención de los numerosos mercaderes y cargadores que llenaban el muelle, la abandonaron.

Mendoza ofreció el brazo al conde, y los cuatro corsarios se dirigieron a la posada de la bella castellana, caminando lentamente y charlando con gran animación como ricos hacendados.

Media hora después llegaban ante el figón, que en aquel momento estaba vacío.

Panchita, la graciosa viuda, enjuagaba vasos y botellas.

Al ver al conde y a sus compañeros, estuvo a punto de dejar caer una fuente llena de copas que iba a colocar en una mesa.

—¡Vos, señor conde! —exclamó.

—No gritéis así, Panchita —dijo Mendoza—. ¿Queréis perdernos?

—Estamos solos.

—¿No han vuelto los soldados del puerto? —preguntó el corsario.

—No los he visto, señor conde, desde aquella noche.

—¿Ha venido por estos alrededores alguna persona sospechosa?

—Solo han venido bebedores —contestó la bella sevillana.

—Señora —dijo el gascón—, ¿tendríais la bondad de obsequiarnos con un buen almuerzo en la habitación alta? Sobre todo, cuidad de que no falten botellas excelentes.

—Os ofrezco lo mejor que poseo. Sois gente honrada y generosa.

—Si alguien viene a espiar, advertidnos…

—Estad tranquilo…

Subieron a la habitación que servía de dormitorio, y, en tanto que Mendoza renovaba el vendaje al conde, Barrejo y don Hércules preparaban la mesa, para que no se fatigara la bella viuda.

La tabernera no tardó en llegar, llevando en los robustos brazos cestos llenos de viandas y sobre todo de botellas elegidas entre las mejores que tenía en la cueva.

—Esta sevillana es verdaderamente una tabernera modelo —dijo el gascón—. En pocas horas que hemos estado aquí, ha adivinado nuestros gustos, ¿es verdad, compadre? Esta posada hará, dentro de pocos años, la fortuna de esta señora.

—¡Oh!… Llamadme simplemente Panchita —replicó la viuda.

—Nunca, señora; soy caballero, y para mí, una mujer, de cualquier condición que sea, es siempre una señora.

—Compadre, ¿os habéis enamorado de esta linda posadera? —preguntó Mendoza, burlonamente.

—Sí, de sus botellas —contestó muy serio el gascón.

El conde dio la señal de ataque al almuerzo; todos sentían la necesidad de lastrar el estómago en previsión de graves acontecimientos posibles.

—Ahora, señor de Ventimiglia —dijo el gascón, después de calmar el hambre—, hablemos de nuestros asuntos. Cuando como y bebo se me aguza extraordinariamente la imaginación, y las ideas más maravillosas brotan en ella como hongos.

—Confiemos en que brote un hongo muy grande —contestó el conde, que a pesar de la herida, que le producía bastantes molestias, hacía los honores a la comida.

—Eso depende de vos, señor conde —replicó, el gascón, después de empinar un vaso de excelente Burdeos—. Ante todo deseo preguntaros si sería mejor capturar al marqués de Montelimar, a don Juan de Zabala o a alguno de sus criados. Sorprender a esos dos peces gordos se me antoja empresa algo difícil, porque viven en el centro de la ciudad.

—¿Entonces?… —preguntó el señor de Ventimiglia.

—¿Y si Hércules y yo os trajésemos un criado de esos señores? Los esclavos generalmente conocen los secretos de sus amos. Creo que el asunto resultaría así más fácil.

—Os dejo entera libertad de acción —contestó el señor de Ventimiglia—. Ya me habéis dado pruebas suficientes de ser astuto como pocos, capaz de hacer prisionero al propio virrey de Panamá.

—Si pudiera sorprenderlo y conducirlo a Taroga, es seguro que encontraríais a vuestra hermana antes de veinticuatro horas —repuso el gascón. Don Hércules, ¿queréis acompañarme?

—Estoy siempre a vuestra disposición —contestó el flamenco, que bebía como una cuba.

—Vos, Mendoza, quedaos aquí haciendo compañía al señor conde. Si tardamos, no os preocupéis. La empresa no será fácil; sin embargo, no desespero de lograr mi intento. Una cabeza gascona vale más que cualquiera otra; al menos así lo afirma en mi país un viejo proverbio.

Vació otro vaso; luego, después de saludar al señor de Ventimiglia, que auxiliado por Mendoza iba a acostarse en una de las camas de la estancia, salió en compañía del flamenco, que resoplaba como un fuelle.

La bella castellana seguía poniendo en orden la taberna.

—Señora —dijo el gascón retorciéndose los bigotes—, confío en que esta tarde encontraremos alguna otra botella de ese famoso Burdeos. ¿No será la última de vuestra bodega?

—Buscaré lo que deseáis, caballero —contestó la viuda.

Quitóse pausadamente el sombrero con pluma, como si se encontrase en presencia de una gran dama, le envió en la punta de los dedos un beso y se marchó seguido del silencioso flamenco.

—Amigo —dijo el gascón—, vamos a dar un paseo por la calle de Merinas. En realidad no sé hacia dónde cae; pero ya la encontraremos. Debe estar a la espalda del palacio que habita ese tunante consejero. En la plaza mayor podemos tropezar con don Juan de Zabala o con el marqués, y entonces la hacemos buena. Busquemos una travesía.

—¿Qué os proponéis?

—Llevarme al menos algún criado del marqués.

—¿En pleno día?

El gascón se detuvo, mirando con cierto estupor a don Hércules.

¡Tonnerre! —exclamó—. ¿Tendrán los flamencos el cerebro obtuso? El de los gascones está siempre despejado.

—Vuestro lenguaje es obscuro.

—Acaso tengáis razón, don Hércules; más tarde me explicaré mejor.

Encendieron sendos cigarros que les había proporcionado la posadera, y continuaron su camino, preguntando de vez en cuando a los transeúntes dónde se encontraba la calle de Merinas.

Eran las doce del día cuando los dos aventureros llegaban a espaldas del palacio de don Juan de Zabala.

Echáronse por precaución los sombreros a la cara y se acercaron a una puertecilla, ante la cual paseaba gravemente un joven mestizo armado de alabarda.

—He aquí mi hombre —dijo el gascón—. Prefiero un medio blanco a un negro completo. Los mulatos son más inteligentes y menos astutos que los salvajes hijos del África. Don Hércules, aguardadme aquí. Este asunto lo arreglaré yo solo.

Dirigióse resueltamente hacia el mulato, y después de tocarse el sombrero, le preguntó con voz casi plañidera:

—¿Está por ventura en su casa el ilustrísimo señor don Juan de Zabala?

El mulato se detuvo, cuadróse militarmente y, después de apoyar la pesada alabarda en el quicio de la puerta, colocadas las manos en las caderas, preguntó con altivez:

—¿Quién sois?

—Un desgraciado aventurero que llega de México, pobre hasta cierto punto, porque llevo en el bolsillo unas cuantas piastras que podrían pasar al vuestro.

El mestizo, al oír hablar de piastras que podía ganar y acaso sin gran trabajo, mostróse menos altivo.

—¿Qué queréis del señor consejero de la Real Audiencia de Panamá?

—Dirigirle una súplica para que me haga justicia. Vengo de México con tal objeto, y estoy dispuesto a entregar mis últimos recursos a quien me ayude en la empresa.

—No me habéis dicho de qué se trata.

—¡Ah!… La historia es larga de contar y no os la he de referir aquí, en medio de la calle. Si queréis seguirme a la posada donde vivo, podremos beber algunas botellas de lo bueno.

El mulato, que veía brillar ya ante sus ojos buen número de piastras, llamaba al negro que fumaba al pie de la escalera y le entregó la alabarda, diciéndole:

—Colócate en mi puesto, y esta tarde te convidaré aguardiente. Tengo necesidad de acompañar a estos señores.

Luego volviéndose hacia el gascón y el flamenco, añadió:

—Estoy a vuestras órdenes.

—Venid y pasaremos la tarde alegremente —contestó Bermejo.

Los tres se pusieron en marcha. El gascón miraba atentamente a derecha y a izquierda buscando una taberna; por precaución no quería llevar al mulato a la posada de la bella castellana.

Después de recorrer algunas calles, encontró al fin una especie de hostería, frecuentada por personas sospechosas.

—He aquí un buen sitio —dijo el gascón—. Sirven en esta taberna vinos legítimos de España.

Entraron pisando fuerte, como personas de confianza, y se sentaron en una mesa situada en el ángulo más obscuro de la tienda.

El tabernero, hombre alto, grueso, moreno y muy barbudo, acudió presuroso a la estrepitosa llamada del gascón.

—¿Qué deseáis, señores? —preguntó.

—Cuatro botellas de lo mejor que tengáis en vuestra bodega —contestó Barrejo—. Cuidado, que si no es vino de España o de Francia, os corto las orejas.

El hotelero, habituado a las fanfarronadas de los aventureros procedentes de Panamá, de México y del Perú, echó a correr riendo y volvió en seguida con unas botellas de venerable antigüedad, a juzgar por el polvo que las cubría.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el gascón al mulato.

—Alonso.

—Pues bien, mi querido Alonso, bebed libremente, porque yo pago. Luego veréis las piastras.

—Sois generoso —respondió el mestizo—; más que mi amo.

Llenaron los vasos, los vaciaron de un trago y así siguieron hasta que dieron fin a dos botellas.

—Ahora que hemos remojado un poco la lengua, hablemos —dijo el gascón, el cual parecía que había bebido agua, en tanto que el mulato, poco acostumbrado a los vinos generosos, comenzaba a sentir que la cabeza le daba vueltas.

—Debéis saber, pues, mi querido Alonso… permitidme que os llame así…

—Como gustéis —contestó el mulato, que poco seguro en el escabel, habíase recostado en el muro.

—Os decía —prosiguió el gascón descorchando una tercera botella—, que he combatido en México contra los indios rebeldes. Creo que he dado muerte por lo menos a quinientos o seiscientos y que habré quemado sesenta caciques paganos.

—Os aseguro que es un terrible guerrero —confirmó el flamenco, que a duras penas podía contener la risa.

—¡Misericordia! —exclamó el mulato, aterrado.

—Silencio y dejadme hablar, amigo Alonso. El virrey de México me prometió, por tan heroicas empresas, la bagatela de mil quinientos doblones. Pues bien, el tunante, en vez de pagarme, ordenó que me cogieran preso, y luego me expulsó de México.

—Mal hecho —dijo el mestizo.

—Sin duda alguna… Ya comprenderéis, mi pobre amigo, que no me resigno a perder mis doblones, y por eso he venido a Panamá para que se me haga justicia.

—Bien pensado.

—He escrito una solicitud para presentarla al ilustrísimo consejero don Juan de Zabala, vuestro amo, para que la entregue al Presidente de la Real Audiencia.

—De eso me encargo yo —interrumpió el mestizo—. ¿Queréis dármela?

—No tengáis tanta prisa, amigo. Todavía tenemos que beber… ¡Tonnerre!… ¡Ah! ¿Es cierto que vuestro amo hospeda al marqués de Montelimar?

—Sí, señor. ¿Lo conocéis?

—Alguna vez en México hemos bebido juntos y comido alegremente. ¡Qué buena persona es el marqués! Le considero el primer soldado de la América Central.

—Eso aseguran todos —repuso el mulato.

—Me contaron que había caído en las manos de los filibusteros del Pacífico.

—Es cierto, pero ha logrado escapar.

—¡Ah! Decidme querido amigo, ¿sabéis si el marqués tiene alguna hija? En México se murmuraba que estaba casado secretamente con una indiana de regia estirpe, pero a mí no me lo ha confesado nunca.

—En efecto, tiene una hija.

—¿Es bella?

—Bellísima.

—¿Y dónde la oculta que nunca la he visto?

—Últimamente la había confiado a mi amo.

—¿Sigue en su compañía?

—No, señor, la envió a Guayaquil, porque corrió la voz de que se proponía raptarla un famoso corsario.

—¿No estaba segura en Panamá?

—Se decía que los filibusteros proyectaban un golpe de mano sobre la ciudad y, por precaución, mi amo la envió fuera. Yo formé parte de la escolta.

—¿Es plaza fuerte Guayaquil?

—Muy fuerte —repuso el mulato.

—Otro vaso, amigo. Sois un mal bebedor. ¡Eh, tabernero condenado!… Traed más botellas y peces salados. Tenemos hambre y sed, ¿verdad, amigo Alonso?

El mulato no podía responder. Recostado en la pared, contemplaba a Barrejo con ojos entreabiertos y sin expresión.

—Esto acabó —murmuró don Hércules al oído del gascón.

—Lo mismo creo.

—¿Y la instancia?

—Aguardad a que cierre los ojos; por ahora sé cuanto necesito.

El hostelero sirvió los peces salados y nuevas botellas.

Alonso comió, bebió otro vaso y en seguida se dejó caer contra la pared, roncando.

El gascón y el flamenco, terminaron tranquilamente su segunda comida, apuraron las botellas y, después de pagar el gasto, se marcharon, no sin recomendar al hostelero que dejase al pobre mulato digerir el vino.

Hasta las ocho de la noche abrió los ojos el esclavo de don Juan de Zabala.

Miró a su alrededor y quedó aturdido al encontrarse solo.

—¡Eh, tabernero! —gritó—. ¿A dónde se han ido esos señores que me acompañaban?

—Salieron hace ya cinco o seis horas —contestó el dueño de la taberna.

—¿Sin dejaros ninguna carta?

—Ninguna.

—¿Y un puñado de piastras para mí?

—Han pagado el consumo, pero nada más.

Aunque anublado su cerebro aún por los vapores del vino, el infeliz tuvo un momento de lucidez.

—¡Qué es lo que he hecho, desgraciado de mí! —exclamó—. Esos individuos eran seguramente dos enemigos de mi amo y me han traído aquí para que les facilite noticias que les interesaban. ¡Y yo, estúpido, he caído en la trampa! Correré y le contaré todo a mi amo. Aún recuerdo lo que me han preguntado, a pesar del vino que he bebido ¡Canallas!… Me habéis escamoteado las piastras ofrecidas, pero ya me la pagaréis.

Salió de la hostería como loco y diez minutos después don Juan de Zabala, enterábase de todo lo ocurrido al infeliz mestizo. El marqués de Montelimar se halló presente durante el relato.

—¡Eres un miserable! —gritó el consejero, cuando el mulato acabó de referir la conversación tenida en la hostería—. ¡Mereces morir a latigazos, infame!

—Matadme —contestó el esclavo, que se arrancaba puñados de los lanudos cabellos—. Sí, soy un miserable.

—¡Un asno!… ¡Un buey!…

—Sí, un asno señor.

—Este hombre nos ha traicionado —dijo el consejero, volviéndose hacia el marqués de Montelimar, que fumaba tranquilamente un cigarro, tendido en mullida poltrona de cuero de Córdoba.

—Poco a poco, amigo —contestó el exgobernador de Maracaibo—. Este hecho puede resultar favorable.

—¿Vos imagináis?…

—Veamos, Alonso —siguió diciendo el marqués, sin contestar al consejero—. Uno de esos hombres era alto, flaco, muy moreno, con bigotes negros y rizados hacia arriba y ojos pequeños y chispeantes, ¿verdad?

—Sí Excelencia.

—Y lleva un espadón formidable.

—Exactísimo.

—¿Lo conocéis? —preguntó el consejero.

—Es el brazo derecho del conde de Ventimiglia —respondió el marqués—. Son muy audaces estos bribones. Nada se ha perdido, y creo que las circunstancias se nos muestran propicias. Ya que ese imbécil apodado el Valiente, con toda su fanfarronería se ha dejado matar de un modo tan estúpido, organizaremos una verdadera campaña contra el conde de Ventimiglia.

—Es más fácil cogerlo en campo abierto que en Panamá, donde puede encontrar mil refugios. Poned a mi disposición cincuenta jinetes escogidos, y ya veréis si atrapo a esos corsarios antes de que vean los muros de Guayaquil.

—Y también ciento si queréis.

—No muchos; prefiero pocos y animosos; los filibusteros no son más que cuatro, y por valerosos que sean, no podrán hacer frente a medio escuadrón bien montado y bien armado.

—¿Quién mandará la expedición?

—Yo —contestó el marqués—. Quiero acabar de una vez con ese conde, que turba constantemente mis sueños. Como no sea el diablo en persona, yo os aseguro que no escapará.

—¿Creéis que van ya camino de Guayaquil?

—Seguramente.

—¿Cuándo pensáis partir?

—Antes de medianoche. Mandad que se armen los hombres que me son necesarios y cuidad sobre todo que los caballos sean buenos y estén descansados.

—Antes de media hora formaré el medio escuadrón a la puerta de este palacio —replicó el consejero, levantándose.

Capítulo XIII. La caza del Conde de Ventimiglia

Comenzaba a obscurecer cuando cuatro filibusteros, que montaban magníficos potros andaluces de corta alzada, pero robustos y nerviosos, salían por la puerta de Sevilla, la más bella de las seis que entonces tenía Panamá.

Eran el conde y sus tres compañeros, los cuales, después de proveerse de caballos, y de armas de fuego, abandonaron precipitadamente la posada de la linda Panchita y se lanzaron por el camino de Guayaquil, antes de que el marqués y don Juan de Zabala les preparasen alguna nueva emboscada.

Atravesaron el puente levadizo sin despertar sospechas en los centinelas, aflojaron las bridas a las cabalgaduras y galoparon a través de la silenciosa campiña.

Mendoza, que conocía perfectamente casi todo el istmo de Panamá por haberlo atravesado con Morgan algunos años antes, colocóse a la cabeza de los expedicionarios, que ignoraban el camino de Guayaquil.

—Señor conde —dijo el gascón, que no podía permanecer callado cinco minutos—, ¿lograremos al fin nuestro propósito? Vuestra hermana nos ha hecho correr un poco.

—Espero no volver a tropezar en el camino con el marqués de Montelimar ni con don Juan de Zabala —contestó el señor de Ventimiglia, que a pesar de las molestias que le proporcionaba su herida, se mantenía perfectamente en la silla.

—En cambio, os agradaría tropezar con la linda marquesa —dijo el gascón.

—¡Ah!, con mucho gusto —repuso el conde—. No la he olvidado.

—¿La volveréis a ver antes de partir de América?

—No me embarcaré para Europa sin saludarla.

—Y sin exponeros a un nuevo peligro.

—¿A cuál, amigo Barrejo?

—Al del matrimonio.

—¡Diablo de hombre! —exclamó el conde riendo—. Cazáis muy largo.

—Sería un partido magnífico.

—Dejadme en paz y ocupaos por ahora del marqués. En este momento constituye el mayor de los peligros. Sabed que una duda me atormenta desde que hemos montado a caballo.

—¿Que me engañase el mulato? No lo creo, señor conde; hablaba seriamente, y además, ya se sabe que el vino hace decir siempre la verdad.

—No es esa la duda que me atormenta, estoy segurísimo de que mi hermana se encuentra en Guayaquil. Como Grogner y Raveneau de Lussan amenazan a Panamá, creo firmemente que han enviado a mi hermana lejos para sustraerla a los peligros del saqueo.

—¿Qué teméis entonces?

—Que el mulato, para vengarse de la jugada, haya contado lo ocurrido al marqués y al consejero.

¡Tonnerre!… Me ponéis sobre ascuas, señor conde. No había pensado en esto.

—En tal caso, es probable que nos persigan.

—Sin embargo, les llevamos buena ventaja y disponemos de magníficos caballos, cuidadosamente elegidos. No es posible que aquel estúpido, con la cantidad de vino que ha bebido, se despierte muy pronto. Tal vez duerme aún, en tanto que nosotros galopamos.

—Y correremos más. Debemos estar en Guayaquil antes que el marqués.

—¿Cuándo llegaremos?

—Mañana por la noche, según asegura Mendoza.

—Y acaso antes, señor conde —observó el vizcaíno, que marchaba siempre delante, mientras don Hércules caminaba a la retaguardia.

—Pues apresurad el paso.

—Y vuestra herida, ¿no os molestará?

—No pienses en eso —repuso el conde—. Ya nos ocuparemos de ella después.

Los cuatro jinetes corrían a rienda suelta; el camino era bueno y muy amplio.

A derecha y a izquierda elevábanse palmeras gigantescas, y de vez en cuando veíanse soberbias plantaciones de índigo o de caña de azúcar.

Al mediar la noche, el conde ordenó que pusieran las cabalgaduras al paso, para no cansarlas demasiado; luego continuaron al galope corto, en tanto que la luna aparecía tras los árboles que coronaban una colina.

Así llevaban recorridas dos leguas, sin encontrar alma viviente, cuando Mendoza, que tenía el oído más fino que sus compañeros, se detuvo bruscamente, diciendo:

—¡Alto!

—¿Habéis visto algún gatazo? —preguntó el gascón.

—No hay que bromear, compadre; el momento es poco oportuno.

Prestaron todos atención y hasta sus oídos llegó un ruido lejano.

—¿Galopar de caballos? —interrogó el conde, con cierta inquietud.

—O el estrépito de una cascada —insinuó Barrejo.

—Yo creo que son caballos —dijo Mendoza.

—¿Nos dará caza el marqués? —preguntó el conde.

—¿Tan pronto? —dijo el gascón—. Ya podían aguardar a que amaneciese.

Volvieron a escuchar y muy pronto se convencieron de que el ruido lo producía, no una cascada, sino un pelotón de jinetes que galopaba por el camino de Guayaquil.

—¿Hay que luchar, señor conde? —preguntó el gascón, dispuesto siempre a mover las manos y disparar arcabuzazos.

—Preferiría buscar un refugio y dejar que se alejase el marqués —contestó el señor de Ventimiglia.

—¿Y luego? Si entra en Guayaquil antes que nosotros, no es fácil que podamos hacer otro tanto. Os aconsejo que preparemos una emboscada y que fusilemos a nuestros perseguidores.

—Es la manera de que nos cojan —observó Mendoza—. Seguramente, el marqués no traerá solo cuatro o cinco hombres de escolta. Cualquiera diría, a juzgar por el estrépito que llega hasta nosotros, que se acerca un escuadrón entero al galope.

—Ocultémonos en medio de las plantaciones de caña —propuso Don Hércules.

—No son los cañaverales lo bastante altos para cubrirnos, y además, la luna se eleva en el firmamento —dijo el conde—. Si hubiese matorrales…

—¡Ah!… ¡El puente del diablo! —exclamó en aquel momento Mendoza—. Señor conde, corramos.

Sin pedir explicación alguna al vizcaíno, los jinetes lanzaron los caballos al galope tendido, devorando el espacio con fantástica rapidez.

Aquella carrera furiosa duró cerca de media hora; luego Mendoza recogió las bridas a su cabalgadura, diciendo:

—¡Hemos llegado!

Cincuenta pasos más allá veíase un puente de piedra, de regular anchura, tendido sobre un río de escasísima corriente.

Mendoza saltó a tierra, cogió al caballo de las riendas, y se encaminó hacia la orilla, diciendo:

—Seguidme, señor conde.

—¿Pero qué quieres hacer en el río? —preguntó el corsario—. Al menos en la otra ribera hay matorrales donde podríamos ocultarnos.

—¿No contáis con la bóveda del puente? Los jinetes pasarán sobre nosotros sin sospechar que aquellos a quienes buscan están debajo.

—¡Eh, compadre! También vos, por lo visto, sois astuto —dijo el gascón.

—Es que he nacido junto al mar de Vizcaya. Apresurémonos, que los españoles habrán oído el galope de nuestros caballos.

Bajaron al río llevando a las cabalgaduras de la brida, y se metieron en agua hasta las rodillas.

A cada momento se escuchaban con más claridad el galope de los caballos de los perseguidores.

Seguramente los españoles habían oído a los fugitivos y se lanzaban tras ellos a rienda suelta.

El conde y Mendoza ocultáronse tras los pilares del puente; el gascón y el flamenco sujetaban con mano sólida a los cuatro corceles.

—Ahora distarán a lo sumo media milla —dijo el señor de Ventimiglia al fiel vizcaíno. ¿Crees tú que sea el marqués de Montelimar quien nos persigue?

—Apostaría diez doblones contra una piastra, señor. Barrejo ha hecho mal en dejar al mulato en libertad.

—¿Querías que le retorciese el pescuezo en pleno día?

—Pudo aguardar a la noche y llevárselo preso…

—No es posible pensar en todo… ¡Aquí están ya!… Cuidado con dejarte ver.

El medio escuadrón del marqués de Montelimar llegaba a carrera desenfrenada, con estrépito infernal.

El señor de Ventimiglia oyó claramente gritar al marqués:

—¡Espolead con fuerza! ¡No deben de estar lejos!

Los cincuenta jinetes cruzaron el puente como un huracán y desaparecieron en medio de una espesa nube de polvo.

—Gracias, Mendoza —dijo el conde, golpeando suavemente la espalda del vizcaíno—. Nos has salvado.

—Pero sin dar siquiera una estocada ni disparar un pistoletazo —murmuró el filibustero—. Algunos esfuerzos he tenido que hacer para contenerme.

—Mas sin tu idea, a esta hora estaríamos en las manos del marqués, y probablemente me habría condenado a la misma pena que sufrió mi padre. Por mucho valor que se posea, no es posible hacer frente a medio escuadrón.

—Señor conde —interrumpió Barrejo, acercándose con los caballos—, ¿montamos?

—Prefiero continuar aquí un rato, así nuestras cabalgaduras descansarán. Dejemos al marqués que corra tras de nuestras sombras.

—¿Teméis que vuelvan?

—¿Quién puede asegurarlo? No encontrándonos en el camino, es fácil que ordene a unos cuantos jinetes que retrocedan y exploren los plantíos.

—Pues yo no perderé el tiempo inútilmente, señor. ¿Os gustan los cangrejos?

—¿Estáis loco, amigo Barrejo?

—No, por cierto, señor conde. He cogido uno que se me había agarrado a los calzones; preguntadle a Don Hércules que se lo ha comido vivo, sin partirlo conmigo.

El flamenco soltó una carcajada.

—Aquí veréis que hasta los taciturnos hijos de los Países Bajos se vuelven en nuestra compañía alegres y burlones —añadió el gascón.

—Pero ¿qué es lo que corre por vuestras venas? —preguntó el conde—. Apenas hemos escapado de un peligro gravísimo y bromeáis.

—¿Qué queréis, señor conde? La sangre gascona es así. Don Hércules, atad los caballos y preparémonos un delicioso desayuno para mañana. Yo adoro a los cangrejos… pero cuando están en mi estómago.

A las dos de la mañana, el conde no oyendo rumor alguno, dio la señal de marcha.

Subieron al camino no sin trabajo, y pusieron los caballos al galope corto, temerosos siempre de ver aparecer de un momento a otro la tropa mandada por el marqués.

La noche era espléndida; la luna brillaba en el cielo, iluminando las plantaciones de caña y permitiendo a los aventureros descubrir desde lejos a sus enemigos.

A las cuatro de la mañana comenzaron a subir algunas colinas cubiertas de vegetación, tras las cuales, a tres o cuatro leguas de distancia, debían de encontrarse las fortificaciones de Guayaquil.

Poco después llegaron a la cumbre de la primera colina e hicieron alto.

Base del desayuno, huelga decirlo, fueron los cangrejos cogidos por el gascón y el flamenco; aunque mal asados, a los fugitivos les parecieron excelentes.

Disponíanse a ir en busca de un arroyo para calmar la sed, cuando los cuatro caballos lanzaron sonoros relinchos y comenzaron a piafar.

—¡Amigos, en guardia! —gritó el conde, corriendo hacia su corcel y descolgando el arcabuz—. Nuestras cabalgaduras han venteado algo.

—Los caballos españoles olfatean como los perros de caza —observó el gascón.

—¡Montemos en seguida! —ordenó en aquel momento el vizcaíno.

—Saltaron a las sillas y echaron a correr a galope tendido.

—¿Qué has visto, Mendoza, para aconsejarnos que escapemos? —preguntó el conde, cuando estuvieron lejos del bosquecillo que les había servido de refugio.

—He visto a varios hombres que trepaban sigilosamente por la colina. No hay duda de que se proponían sorprendernos.

—¿Eran muchos?

—No he tenido tiempo de contarlos. He visto yelmos y cañones de arcabuz, pero nada más.

—Amigos —dijo el conde—, preparémonos.

—¿Nos habrán traído la desgracia los cangrejos? —se preguntó el gascón—. Si es así, prometo no volverlos a comer en mi vida.

De repente sintióse un arcabuzazo a la derecha del camino. El caballo de Mendoza se encabritó, luego rodó por tierra.

En el mismo instante una descarga cerrada que partió del lado opuesto del camino derribó las cabalgaduras del conde y de Don Hércules.

La del gascón salvóse milagrosamente de aquella tempestad de balas.

—¡Amigo Barrejo, escapad! —gritó el conde, que se puso en seguida en pie empuñando las pistolas—. Yo os lo ordeno… Nos han cogido.

El gascón revolvió al caballo sobre las piernas, y aunque disgustado por no poder prestar auxilio a sus compañeros, huyó a galope tendido hacia Panamá, pensando cuerdamente que más útil les sería en libertad que prisionero.

En un segundo formó su proyecto el audaz Barrejo. Correr a Panamá, dirigirse a Taroga y avisar a Grogner y a Raveneau de Lussan.

El conde esperaba a pie firme a los españoles, Mendoza y Don Hércules se colocaron a su lado, espada en mano.

Un hombre se dejó ver a la derecha del camino, en tanto que a la izquierda aparecían treinta jinetes con los arcabuces montados.

—Por lo visto estáis preso, señor conde —dijo el recién llegado con ironía—. La resistencia, además de resultar inútil, podría costaros la vida.

—¡Ah!… ¿Sois vos, señor marqués?… —contestó el corsario, con voz un tanto alterada.

—Se han trocado los papeles; antes fui yo vuestro prisionero; ahora estáis en mi poder. Arrojad la espada y las pistolas.

El conde vacilaba. Si su corcel no hubiera muerto, de seguro se habría arrojado con furia sobre los jinetes españoles, secundado vigorosamente por el vizcaíno y el flamenco.

—Antes de rendirme —dijo—, quiero saber, marqués, lo que pensáis hacer conmigo y con mis compañeros. Si tenéis el propósito de ahorcarnos como ahorcasteis a mi padre, os advierto que nos defenderemos, y que el primer hombre que caerá seréis vos, porque estáis al alcance de mis pistolas.

—No abrigo la intención de causaros daño alguno, conde —repuso el marqués, que temía a aquellos terribles corsarios—. Os conduciré prisionero a Guayaquil y aguardaré la decisión de la Real Audiencia.

—Que será indudablemente mi muerte y la de mis compañeros —interrumpió con burlón acento el señor de Ventimiglia.

—No, porque mi autoridad pesa sobre las resoluciones de la Audiencia, y será posible lograr para vos un decreto de expulsión de las colonias españolas de la América Central.

—Pero os olvidáis del motivo que me ha traído a este país. No por sed de riquezas he abandonado en mi patria tierras y castillos. He atravesado el Atlántico para buscar a mi hermana, la hija del Corsario Rojo.

La frente del marqués de Montelimar se nubló.

—¿Sabéis dónde se encuentra? —preguntó, después de algunos momentos de vacilación.

—Sí, en Guayaquil.

—¿Por qué os interesa tanto esa joven mestiza?

—¡Por Baco!… ¡Es mi hermana! —gritó el conde.

—¿Ignoráis que yo la he considerado siempre como una hija y que ella me ama como si fuese su padre?

—Porque no sabe que su padre era un conde de Ventimiglia y que tiene un hermano.

—Es cierto —repuso el marqués.

—¿Qué decís?

—Prefiero que no la veáis.

—Entonces lucharemos y os mataré —replicó el conde, con tono resuelto.

—No tengáis tanta prisa, señor conde. Creo que lograremos entendernos en este asunto.

—Dejemos a la joven que decida entre vos y yo.

—¿Empeñáis vuestra palabra de caballero?

—Lo juro por el honor de los Montelimar.

—Eso me basta —dijo el conde.

Arrojó al suelo la espada y las pistolas. Don Hércules y Mendoza le imitaron en el acto.

El marqués volvióse hacia sus subordinados.

—Dad tres caballos a estos señores —ordenó.

Los soldados se apresuraron a obedecer. El conde y sus camaradas montaron, en tanto que por el lado opuesto aparecían veinte jinetes perfectamente armados.

—Señor conde —dijo el marqués, poniendo el pie en el estribo—, tened la bondad de seguirme.

—Cuento con vuestra palabra —repuso el señor de Ventimiglia.

—Os probaré la lealtad de los caballeros españoles. Además, no siento odio alguno hacia vos.

—Lo que no ha sido obstáculo para que intentaseis asesinarme —replicó el conde, con ironía.

—Entonces tenía mis motivos para obrar así.

—¿Habéis cambiado ahora de idea?

—No puedo decirlo. Habéis tratado como se merecía a aquel espadachín que se vanagloriaba de ser invulnerable. Es verdad que los Ventimiglia han gozado siempre fama de ser maestros en las armas.

En aquel momento oyéronse en lontananza algunos arcabuzazos.

—¿Quién dispara? —preguntó el corsario, algo preocupado.

—Serán cazadores —respondió el marqués.

Mentía. Era una partida de jinetes que daba caza al bravo gascón.

El marqués espoleó su caballo hasta colocarse en el centro del escuadrón, disminuido en media docena de soldados, y continuó al trote corto hacia Guayaquil, vigilando atentamente a los prisioneros.

Al cabo de cuatro horas la tropa llegó a la ciudad y fue a detenerse ante un lindo palacio rodeado de pintorescos jardines; palmeras altísimas y plátanos gigantescos proyectaban fresca y deliciosa sombra.

Guayaquil se situaba a unas diez leguas del Océano Pacífico y era famosa por la singularidad de sus construcciones, ya que sus casas eran en mayor parte construidas sobre una especie de puente para salvarlas de las frecuentes inundaciones. Se estimaba que su riqueza era una de las más grandes de América Central, ya que estaba a la cabeza de un vasto distrito que poseía preciosas minas de oro, plata y especialmente de esmeraldas.

No contaba más que con unas pocas decenas de miles de habitantes, sin embargo, era defendida por tres fuertes juzgados impenetrables, con una guarnición de cincuenta hombres cada uno.

El marqués, cuando llegó al palacio, echó pie a tierra e invitó al conde a que le imitase, luego entró en el jardín.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó el conde.

—A ver a vuestra hermana —replicó el marqués—, ya que deseáis conocerla. Seguramente se hallará en el jardín, porque le agrada mucho el aire libre.

Los dulcísimos ecos de una mandolina llegaban en aquel momento a sus oídos.

—Debe de ser Neala —dijo el marqués.

—¿Es ese el nombre de mi hermana? —preguntó el señor de Ventimiglia.

—Sí, conde.

El marqués se dirigió hacia un pabelloncito de estilo árabe, levantado en un ángulo del jardín, y mostró al conde una joven de dieciséis o diecisiete años, que tocaba una mandolina.

Era una linda criatura, alta, esbelta, de tez algo bronceada, ojos negros de mirada profunda y salvaje, cabellos larguísimos y también negros, entrelazados graciosamente con flores rojas.

Al ver al marqués dejó a un lado la mandolina y entreabrió los labios con graciosa sonrisa.

—Hija mía —dijo el marqués—, seguramente no esperabas verme tan pronto…

—No —contestó la joven, mirando con gran fijeza al hijo del Corsario Rojo.

—Te traigo aquí a un señor que pretende ser tu hermano y que…

El conde le interrumpió bruscamente.

—No digáis que pretendo, marqués, porque de sobra os consta que mi padre casó con la hija del gran cacique del Darién y que esta joven es realmente mi hermana. Yo he nacido de madre y de padre blancos; pero la segunda mujer de mi padre fue una india de regia estirpe.

La joven mestiza seguía contemplando al corsario con creciente ansiedad y avanzó un paso, como atraída por fuerza irresistible.

Era de seguro la sangre, que secretamente hablaba.

—Hija mía —dijo el marqués—, este señor, que es el conde de Ventimiglia, quiere arrancarte de mi lado y conducirte muy lejos de aquí a Europa.

—A mis castillos, a un mar aún más azul que el Océano Pacífico, donde el aire es más puro —interrumpió el corsario—. Yo soy blanco y tú bronceada y, sin embargo, eres mi hermana, porque hemos, tenido el mismo padre: el Corsario Rojo, conde de Ventimiglia señor de Roccabruna y de Valpenta. ¿Qué dice tu corazón, Neala? ¿Qué dice tu sangre? ¿Qué piensa tu cerebro? He abandonado Europa para venir a buscarte, he desafiado mil peligros, he combatido a un lado y a otro del istmo de Panamá para encontrarte y decirte que eres mi hermana. ¿A quién prefieres, al marqués de Montelimar, que te considera como a una hija, o a tu hermano? Elige…

Neala permaneció algunos instantes silenciosa; luego, con arranque impetuoso se dirigió hacia el corsario y le echó los brazos al cuello, diciendo:

—El corazón y la sangre han hablado; ¡soy tu hermana y tú eres mi hermano!…

Capítulo XIV. La toma de Guayaquil

En tanto que el marqués de Montelimar conducía prisioneros a Guayaquil al conde de Ventimiglia, al vizcaíno y al flamenco, Barrejo huía a galope tendido hacia Panamá, perseguido por media docena de jinetes españoles.

El gascón, que observó en seguida que corrían tras él, metióse entre los plantíos de caña con el propósito de alcanzar otro grupo de colinas que se elevaban hacia la parte septentrional, donde esperaba encontrar refugio momentáneo.

Había tenido la fortuna de elegir un caballo robusto al par que agilísimo, y contaba con cansar muy pronto a sus perseguidores.

Salvóse milagrosamente de tres o cuatro arcabuzazos y logró alcanzar la falda de la colina, llevándoles a sus perseguidores más de cuatrocientos metros de ventaja.

—¡Ánimo, caballo mío! —gritó el gascón—. Cuando llegue el momento oportuno, fusilaremos a los que te hacen sudar. No te pido más que un esfuerzo supremo para salvar esta colina; luego volveremos al camino llano.

El noble alazán, como si lo comprendiese, relinchó y lanzóse resueltamente hacia la altura, en tanto que los jinetes españoles gritaban hasta desgañitarse:

—¡Alto!… ¡Alto!…

—Sí, esperad un poco —respondió el gascón, que animaba sin cesar a su cabalgadura—. Confío en haceros correr inútilmente…

El potro andaluz que era sin duda un corredor extraordinario, subió al galope la colina, atravesó la pequeña explanada de la cumbre y descendió por la opuesta vertiente.

Los jinetes españoles, que contaban también con briosos corceles, no se detuvieron ante el obstáculo y subieron a su vez al galope tendido la colina, gritando siempre:

—¡Ríndete, bribón!…

—Si no fueseis tantos, ya os mostraría quién soy —murmuraba Barrejo, rojo de cólera—. Este insulto os costará caro. Aguardad a que toque en la llanura y veréis el fuego que abro sobre vosotros…

El alazán refrenado por el gascón bajaba la pendiente, en tanto que los españoles, una vez que cruzaron la pequeña meseta, se disponían a perseguirlo sin descanso.

De repente Barrejo dejó escapar una blasfemia.

Había descubierto una anchísima hendidura que medía más de cuatro metros y que cortaba la colina de un extremo a otro.

¡Tonnerre!… —gritó. ¿La logrará saltar mi caballo negro? Afortunadamente no está completamente cansado.

Refrenó la marcha; luego, cuando llegó al borde de la grieta, recogió las bridas y encogió las piernas, gritando:

—¡Ay, caballito mío!…

El animal se levantó sobre el cuarto trasero, lanzó un sonoro relincho y dio un salto verdaderamente prodigioso.

Había salvado la hendidura.

El gascón acarició al noble bruto echó pie a tierra y lo condujo tras un grupo de árboles que crecían algunos metros más allá; en seguida descolgó el arcabuz de la silla y del arzón las dos pistolas, diciendo:

—¡Ahora veremos!…

Los seis jinetes, rojos de cólera, bajaban también a escape la colina, espada en mano, dispuestos a saltar la hendidura lo mismo que el fugitivo.

Barrejo echóse al suelo, y oculto tras un matorral, montó el arcabuz.

Un jinete que precedía a sus compañeros, al llegar ante el obstáculo lanzó un grito.

Barrejo había hecho fuego a veinte pasos de distancia.

La detonación fue seguida de un relincho y de un grito de angustia.

Caballo y caballero cayeron en la sima y ambos quedaron muertos.

El gascón arrojó el arcabuz, humeante todavía, y se puso en pie empuñando dos pistolas de grueso calibre.

Una bala le silbó en el oído izquierdo, hiriéndole en la oreja. Medio milímetro más y las hazañas del gascón habrían terminado allí.

Otro jinete llegaba al galope, dispuesto a salvar el obstáculo.

El gascón disparó dos pistoletazos, y caballo y jinete se precipitaron en la hendidura, estrellándose contra el fondo de piedra.

Los otros cuatro españoles, aterrados, volvieron las espaldas y subieron de nuevo la colina a rienda suelta creyendo de buena fe tener que habérselas con uno de aquellos terribles filibusteros invencibles por la protección del diablo.

El gascón aguardó a que llegasen a la cumbre de la colina; después montó a caballo y emprendió la marcha al trote corto, a través de los plantíos de caña, prometiéndose alcanzar más tarde el camino que conducía a Panamá.

—Por ahora me dejarán tranquilo —se dijo—. Si se arrepienten y quieren perseguirme otra vez, llegarán demasiado tarde. Vamos a buscar cuanto antes a Grogner y Raveneau de Lussan. Les tentará la conquista de Guayaquil; además, se trata de salvar al hijo del Corsario Rojo, y todos los filibusteros tomarán las armas. Marqués de Montelimar, aún no has vencido, ¡cuernos del diablo!

Forzó a su cabalgadura a que avivase el paso y después de cargar las armas de fuego, encendió un cigarro, el último que le quedaba, seguro de que nadie le molestaría.

El sol iba a desaparecer cuando el fugitivo entraba en Panamá y se dirigía a la posada de la linda castellana.

Aquella tarde había gran concurrencia en la taberna, barqueros y cargadores, en su mayoría.

Barrejo hizo una seña a la hostelera y fue a sentarse en un gabinetito que estaba vacío.

La dueña, después de servir a algunos aventureros, corrió en busca del gascón, llevándole dos botellas.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó la linda viuda sin ocultar su asombro—. ¿Dónde están vuestros compañeros?

—Han caído prisioneros —contestó Barrejo, descorchando rápidamente una botella—. He corrido seis leguas al galope y me muero de sed.

—¡Prisioneros! —exclamó la tabernera, con dolor—. ¿También el conde?

—Sí, señora —respondió el gascón, descargando sobre la mesa un puñetazo formidable—. Pero aún queda el rabo por desollar. Necesito una chalupa, cueste lo que cueste.

—Aquí hay marineros que podrán proporcionárosla.

—Buscadme una, provista de vela, Panchita, y os quedaré muy agradecido. Se trata de salvar al conde.

—Aguardad mi respuesta —contestó la tabernera.

El gascón devoró los fiambres que le había llevado a la vez que las botellas murmurando y renegando tras cada vaso de vino que vaciaba.

Al fin se presentó la tabernera.

—¿Qué noticias me traes? —preguntó el gascón.

—La chalupa es vuestra —repuso Panchita—. Un pescador ha consentido en venderla.

—¿Dónde está?

—A la entrada del puerto.

—¿Cuánto?…

—No os ocupéis de eso, caballero —interrumpió Panchita con cara sonriente.

—Sois una mujer incomparable —dijo Barrejo, cogiéndole un pellizco—. Si escapo de la muerte, palabra de gascón, os hago la señora de Lussac, si aceptáis mi mano.

—¿Y por qué no? —repuso la bella viuda—. Un de vale tanto como un título de nobleza.

—Y los de Lussac son de la nobleza rancia de Gascuña… Abur, linda sevillana, tengo prisa en este momento, pero que Dios me confunda si no vuelvo a buscaros. ¿Dónde está el pescador?

—Venid caballero —contestó la dueña de la taberna.

En la puerta de la calle encontraron a un marinero.

—He aquí al señor que ha adquirido vuestra barca —dijo Panchita—. Ya está satisfecho su importe.

El pescador miró atentamente al gascón; luego, satisfecho del examen, encasquetóse el sombrero de paja, diciendo:

—Seguidme, señor; encontraréis la chalupa lista…

Barrejo cambió con la tabernera una mirada rápida y salió tras el pescador.

De la parte del mar soplaba fuerte viento y a lo lejos resonaba el trueno. Sin embargo, no había otros indicios de temporal, aunque esto no es cosa rara en aquellos ardientes climas.

El pescador se detuvo a la entrada del puerto, diciendo:

—Ahí tenéis la chalupa, caballero. Está completamente armada.

El aventurero le puso en las manos algunas monedas, saltó a la embarcación, izó la vela y despidióse del pescador.

Al salir de Panamá no había que temer molestia alguna de las carabelas encargadas del servicio de vigilancia.

Eran los barcos que llegaban desde el exterior los que podían detenerlo, ya que siempre temían una irrupción repentina de filibusteros que desde hacía tiempo amenazaban.

El gascón no era un mal marinero, ya que había nacido en las orillas del Mar de Vizcaya, izó la vela a favor del viento, ató la escota y se sentó al timón, enfilando hacia la isla de Taroga, a la cual confiaba llegar antes del alba.

A pesar de que soplaba un viento fresco el océano, afortunadamente, se mantuvo tranquilo.

La chalupa, hábilmente guiada, se deslizaba ligera y veloz, siguiendo las costas del istmo a menos de cincuenta pasos.

A la medianoche el gascón puso la proa resueltamente al largo, segurísimo de encontrarse a la altura de la isla de Taroga.

Durante toda la noche luchó con las olas, que poco a poco se habían hecho grandes y a la primera luz del alba, como había previsto, entró en la pequeña bahía donde se hallaba anclada la flotilla de los filibusteros, compuesta de dos docenas de embarcaciones, habiendo perdido el navío de línea durante una noche de tormenta.

Pero eso bastaba para transportar al continente a trescientos cincuenta hombres que todavía permanecían bajo las órdenes de Raveneau de Lussan y Grogner.

El gascón, conocidísimo entre aquellos formidables ladrones del mar, fue recibido como un viejo camarada, e inmediatamente entró en la tienda que ocupaban los dos jefes de la filibustería.

—Aquí tenemos al señor de Lussac, un gascón auténtico, al cual debemos la toma de Nueva Granada —exclamó Raveneau al verle entrar—. ¿De dónde venís, mi querido señor?

—Del mar —contestó Barrejo—, y traigo malas noticias.

—¿Del conde acaso? —preguntó Grogner, poniéndose en pie.

—Ha caído prisionero, señores.

—¿En poder de quién está? ¡Hablad pronto! —exclamaron al mismo tiempo los dos filibusteros.

—Del marqués de Montelimar, al cual dejasteis huir.

—¡Ya lo imaginaba! —gritó Raveneau de Lussan, dando un puntapié a la silla que tenía delante. Cuando me contaron que aprovechando una noche oscurísima había huido, en seguida pensé en el conde de Ventimiglia, ¿no es cierto, Grogner?

—Sí, me lo habéis dicho. ¿A dónde lo han conducido, señor de Lussac? Donde quiera que esté, palabra de filibustero, iremos a liberarlo. Los españoles no le colgarán como colgaron a su padre, aunque tengamos que quemar Panamá hasta la última casa.

—Le han llevado a Guayaquil —dijo el gascón.

—¡A Guayaquil! —exclamó Raveneau de Lussan—. Precisamente planeábamos ayer por la noche hacer una incursión en esa ciudad que se dice contiene riquezas incalculables… ¡Esta es una verdadera fortuna, señor de Lussac!… Todos nuestros hombres ya habían aprobado esta empresa.

Grogner sacó de su bolsillo un hermoso reloj de oro, sin duda el resultado de algún saqueo, y luego dijo:

—Aún no son las siete; a las nueve podemos estar en el continente, y antes de que obscurezca nos hallaremos delante de Guayaquil. Diez leguas son para nosotros un simple paseo. Voy a avisar a mi gente para que se ponga en camino sin un segundo de retraso.

No habían transcurrido cinco minutos cuando los filibusteros habían abandonado la isla, montados en su flotilla de piraguas y de chalupas.

A las nueve, como había previsto Grogner, los trescientos cincuenta filibusteros, ya que no eran más, desembarcaron en la playa del istmo de Panamá, a solo diez millas de esta última ciudad.

Sumergieron las embarcaciones a fin de que los españoles no advirtieran su nueva empresa, e iniciaron la caminata bajo los grandes bosques, dirigidos por un prisionero nativo del país, al cual habían prometido la libertad, o la muerte si los traicionaba.

A pesar de que los filibusteros eran hombres de mar eran también muy buenos caminantes, habiendo sido en su mayor parte bucaneros. Diez largas leguas, por lo tanto, no era distancia que les asustase.

En efecto, antes de que el sol se ocultase, se hallaban a pocas millas de la ciudad.

Su marcha, sin embargo, no pasó inadvertida. Los indios que habitaban las inmensas selvas del istmo no tardaron en descubrir el paso de aquella fuerte columna y se apresuraron a avisar al gobernador de la ciudad de la tempestad que se avecinaba.

Un cuerpo de setecientos hombres salió apresuradamente para dar la batalla a aquellos terribles corredores del Océano Pacífico; pero, como siempre, el miedo que inspiraban los filibusteros causó más efecto que las armas.

Cambiados algunos arcabuzazos, los españoles volvieron la espalda, y fueron a encerrarse en los tres fortines que defendían a la ciudad, y que, como hemos dicho, se consideraban inexpugnables.

Las estrellas comenzaban a aparecer en el cielo cuando los filibusteros, divididos en dos columnas, se encontraban frente a la ciudad, resueltos no solo a expugnarla, sino también a saquearla, a sabiendas de que contenía grandes riquezas.

La toma de la ciudad, sin embargo, no era tarea fácil debido a que la defendían tres fuertes, cada uno con una guarnición de cincuenta hombres, y armados con un buen número de cañones, mientras que los filibusteros no tenían ni siquiera una espingarda.

Pero esto no desanimó a los asaltantes en lo absoluto y, mientras que los habitantes salvaban buena parte de su riqueza cargando unos esquifes que mantenían en el río, intentaron valientemente el asalto a los fuertes.

Para evitar que las guarniciones se prestasen mutua ayuda, dividiéronse en tres columnas: una la mandaba Grogner, la segunda Raveneau de Lussan y la tercera el gascón.

Defendiéronse los fuertes gallardamente, respondiendo con cañonazos a los disparos de arcabuz de los filibusteros. Parecía que los españoles estaban decididos a sepultarse entre las ruinas antes que rendirse a aquellos odiados ladrones del mar.

Toda la noche fue una batalla furiosa. En vano los filibusteros se habían lanzado al asalto varias veces y en vano habían apoyado las escaleras para superar las almenas.

A cada intimación, los españoles siempre habían respondido con un fuego infernal, aunque no muy eficaz.

Por la mañana los tres fuertes aún no habían caído, mientras que la población, aprovechando la oscuridad, había evacuado la ciudad, refugiándose en los bosques de las colinas cercanas junto con las riquezas que no habían sido capaces de salvar en los esquifes.

Ya los filibusteros comenzaban a dudar del buen éxito de la empresa, cuando a las ocho de la mañana corrió la voz de que Grogner había sido herido mortalmente y estaba a punto de expirar.

Ante aquel anuncio salió un grito de los pechos de los filibusteros:

—¡Venguemos a nuestro jefe!…

Llevaban ya diez horas luchando furiosamente. El hambre y la sed les atormentaba; sin embargo, duros como el acero, sin cuidarse de los cañonazos del enemigo, aquellos valientes intentaron, acaso por décima vez el asalto de los fuertes.

Arrojadas las escalas, a pesar del fuego incesante de los españoles, subieron con ímpetu irrefrenable, llegaron a las almenas, clavaron las piezas de artillería y empeñaron una lucha desesperada con las guarniciones.

Dieron el ataque únicamente a dos fuertes, reservándose hacerse dueños más tarde del tercero, que era el mejor armado y defendido por el marqués de Montelimar, hombre que, como repetidas veces hemos dicho, gozaba de gran fama como guerrero.

Si la historia de la filibustería no hubiese sido narrada por Raveneau de Lussan y otros corsarios británicos y franceses que estuvieron allí para experimentar el heroísmo de aquellos terribles ladrones del Océano Pacífico, se podría poner en duda el éxito de aquella empresa formidable.

Trescientos eran los filibusteros, ya que en diez horas de combate habían perdido cincuenta hombres, sin embargo los españoles habían perdido mil y mucho de su artillería pesada, aun cuando aventajaban en gran número a los primeros.

Tras un combate feroz, las dos guarniciones fueron aniquiladas y solamente lograron salvarse algunos españoles que se refugiaron en la selva.

Continuaba resistiendo el fuerte defendido por el marqués de Montelimar, donde estaban encerrados el conde de Ventimiglia, Mendoza, el flamenco y la nieta del gran cacique del Darién.

Los artilleros, furiosos, disparaban sobre las dos fortalezas ya conquistadas y sobre las casas de la ciudad; los arcabuceros, en tanto, no permanecían ociosos; los invasores se veían envueltos en una verdadera lluvia de balas.

A las once, a pesar de las continuas tentativas de los filibusteros, el fuerte seguía defendiéndose.

Raveneau de Lussan, que asumió el mando de la columna de Grogner al ver a este moribundo, hizo llamar al gascón.

—Señor de Lussac —le dijo—, seguramente acabaremos por triunfar en esta dura empresa, porque mis soldados no retrocederán un paso. Pero como son pocos y no tenemos medio alguno de sustituir a los que caen, quería haceros una proposición.

—Hablad, señor de Lussan —contestó Barrejo—. ¿Queréis que vaya a minar algún ángulo del fuerte?

—Sentiría mucho perder a un valiente como vos. El conde de Ventimiglia no me perdonaría nunca que os hubiese sacrificado.

—Entonces, ¿qué puedo hacer?

—Ir en busca del marqués de Montelimar e intimarle a que se rinda, prometiéndole la vida a él y a su guarnición.

—No creo que acepte; es testarudo y hombre de guerra…

Un destello de ira se vio en los ojos del caballero.

—Si se niega no dejaremos con vida a uno solo —dijo.

—Vamos a ver si se puede combinar esta oferta sin necesidad de enviar a tanta gente a hacer compañía a Belcebú —respondió el gascón, después de pensar un momento—. Recuperamos al conde, a la hija del gran cacique de Darién, a mis dos amigos y, después vamos derecho a hacerle compañía a su excelencia el consejero de la Audiencia Real de Panamá.

Dio la orden a los filibusteros y bucaneros de cesar el fuego, ató a una pica una camisa blanca que encontró en una casa y se dirigió resueltamente hacia la fortaleza.

Los españoles, que no tenían ningún deseo de irritar a estos formidables asaltantes del Pacífico, habían cesado el fuego y habían hecho retirar a los arcabuceros de las almenas.

Barrejo, que portaba la pica, se detuvo ante el foso del fuerte, plantando el asta en una masa de tierra.

Un oficial apareció entre dos almenas, gritando:

—¿Qué queréis? Sed breves, porque solo os concedemos una tregua de cinco minutos.

—Quiero hablar al marqués de Montelimar —contestó el gascón—. Al mismo tiempo os advierto que si alguno de vosotros hace fuego sobre mí, pasaremos a cuchillo a la guarnición entera.

Un instante después el marqués de Montelimar aparecía en una terraza, con la espada desnuda bajo el brazo.

—¿Quién os envía? —preguntó dirigiéndose al gascón, que continuaba junto a la extraña y ridícula bandera.

—Raveneau de Lussan, capitán de los filibusteros del Océano Pacífico —dijo Barrejo.

—¿Y Grogner?

El señor Grogner en este momento está ocupado fumando su pipa y, por lo tanto, ha renunciado al comando hasta esta tarde.

El marqués frunció el ceño y, después de haber mirado cuidadosamente al gascón, dijo:

—¡Ah! Eres uno de los tres espadachines del conde de Ventimiglia.

—No os engañáis, Excelencia. De hecho también estoy aquí para preguntar acerca de ese valiente caballero.

—Está bajo mi protección. ¿Qué queréis entonces? Daos prisa: mis hombres están dispuestos a luchar.

—Vengo a proponer la rendición.

—¿A quién?

—A vos.

—¿Acaso no sabéis que cuento con quinientos hombres, veintidós piezas de artillería, y suficientes municiones como para arrasar toda la ciudad?

—¿Y acaso no habéis visto que ya hemos conquistado dos de los tres fuertes que estaban bien defendidos por quinientos hombres y cuarenta cañones cada uno? Todos lo hemos visto. ¿Os rendís, sí o no? Raveneau de Lussan os promete respetar vuestras vidas, a condición de que sean inmediatamente entregados el conde de Ventimiglia, sus aventureros y la hija del gran cacique de Darién. Os damos cinco minutos para tener vuestra respuesta: después de eso nos lanzaremos al asalto y os aseguro que de la misma forma en que hemos conquistado los otros dos fuertes, también conquistaremos este.

—Dejadme que celebre consejo con mis oficiales —respondió el marqués.

El gascón sacó un cigarro, lo encendió con una pajuela que humeaba en el borde del foso y sentóse junto a la bandera blanca.

Mientras tanto los filibusteros, no muy seguros de que el Marqués de Montelimar decidiera rendirse, se preparaban bajo la dirección de Raveneau de Lussan para un furioso asalto.

Habían puesto en primera fila cincuenta hombres con granadas y detrás un centenar de bucaneros para exterminar en primer lugar a todos los artilleros.

Otros mantenían listas las escalas, tomadas de las iglesias, para montar el asalto.

La respuesta del marqués de Montelimar no se hizo esperar.

—Decid al señor de Lussan que mientras me quede un hombre y una onza de plomo, defenderé la fortaleza. Marchaos si no queréis que os fusilen.

—Recordaré tan grato ofrecimiento —dijo el gascón, cogiendo la pica—. Espero que pronto nos volveremos a ver.

Atravesó la explanada sin gran prisa, a pesar de la amenaza del comandante español, y transmitió a Raveneau de Lussan la contestación recibida.

—Como nos hemos apoderado de estos dos fuertes, nos apoderaremos también del tercero —afirmó el caballero francés.

Y dio la orden de emprender el ataque.

Los filibusteros, impacientes por hacerse dueños al fin de la fortaleza y por saquear la ciudad antes de que los moradores acabasen de llevarse todos los objetos preciosos, lanzáronse al asalto, a pesar del terrible cañoneo de los españoles.

En un instante llegaron al pie de los muros y se vieron libres de las descargas de la artillería; entonces lanzaron una granizada de bombas por encima de las almenas, en tanto que los bucaneros fusilaban a los arcabuceros enemigos que se hallaban en los reductos y en las terrazas.

Derrotados los soldados que servían las baterías, que en vano intentaban resistir aquel diluvio de granadas, los filibusteros comenzaron a trepar por las escalas.

En un instante subieron a las almenas y, empuñando las pistolas y los sables de abordaje, se lanzaron sobre los alabarderos.

El gascón, uno de los primeros que entraron, arrojóse sobre el marqués, esgrimiendo la espada y gritando:

—¡Rendíos u os mato!

El marqués, en el acto, hizo cara al gascón. Defendióse desesperadamente, oponiendo una resistencia que llenó de asombro al terrible espadachín.

Los filibusteros, en tanto, con rabia extrema, mataban a los que se oponían a entregar las armas.

—Señor marqués —dijo el gascón después de asestar dos docenas de estocadas hábilmente paradas por el comandante español—, esto no puede durar mucho. Soy más joven que vos; rendíos o me veré obligado a mataros, cosa que, francamente, me desagradaría. La fortaleza ya es nuestra y resulta inútil toda resistencia. Arrojad la espada y devolvedme al conde, a mis compañeros y a la hija del gran cacique del Darién.

El marqués retrocedió un paso, limpiándose con la mano izquierda el sudor que le cubría la frente, y dirigió a su alrededor una mirada rápida.

Sus soldados, después de haber opuesto una defensa encarnizada, entregábanse en grupos; los filibusteros, en tanto, elevaban los cañones y los arrojaban a los fosos.

—¡Esto se acabó! —exclamó con voz triste.

Luego, animándose un poco murmuró:

—Aún puedo tomar el desquite…

Arrojó al suelo la espada en el momento en que Raveneau de Lussan, seguido de media docena de filibusteros, corría en auxilio del gascón.

—El señor marqués se rinde —dijo Barrejo—, y se rinde a un de Lussac. Señor de Lussan, nada tenéis que hacer aquí; este caballero está bajo mi protección.

Raveneau se quitó el sombrero y saludó cortésmente al defensor del fuerte, diciéndole:

—El señor de Lussac, un perfecto caballero, os perdona la vida, y no será yo quien os la quite, porque los filibusteros saben apreciar el valor, y vos habéis demostrado que poseéis mucho. Pero nos diréis en seguida dónde se encuentra el conde de Ventimiglia.

—Venid —contestó en seguida, sacando una llave del bolsillo.

Penetró en la torre central del fuerte, abrió la puerta y exclamó:

—¡Entrad, aquí están todos!

Un instante después, el conde se hallaba en los brazos de Raveneau de Lussan, en tanto que el gascón descargaba cuatro golpes formidables sobre las espaldas de Mendoza y de Don Hércules.

La hija del gran cacique del Darién siguió al punto a su hermano, sin dignarse dirigir una mirada al marqués de Montelimar.

—Señor conde —dijo el jefe de los filibusteros, porque como tal fue aclamado a la muerte de Grogner—, al fin sois libre y habéis encontrado a vuestra hermana. ¿Qué más podemos hacer por vos?

—Dadme un guía para atravesar el istmo. Mi fragata se halla en aguas del Golfo de México y solo tengo un deseo. Llegar a Cuba lo antes posible.

—¿Y luego?

—Volver a Europa, a mi Liguria. Mi misión está cumplida, señor de Lussan.

—¿Y qué hacemos con el marqués de Montelimar? —preguntó el nuevo jefe filibustero.

—Proporcionadle un caballo y dejadle que vuelva a Panamá.

De Lussan lo miró con asombro.

—¿Qué habéis dicho? —le dijo.

El hijo del Corsario Rojo se le acercó y murmuró algo en sus oídos.

—Entiendo —dijo el caballero francés, sonriendo—. No se hable más. Señor conde, cuento con desayunar con vos, vuestra hermana y el señor marqués. Nos lo hemos ganado, os lo aseguro.

Mientras Raveneau y sus compañeros buscaban asilo en una casa abandonada, los filibusteros se apoderaban del último fuerte y se entregaban a un saqueo furioso.

Pero no podemos pasar por alto la extraña peculiaridad de que, en aquella empresa, los filibusteros franceses dieron espectáculo, lo cual muestra mejor que cualquier cosa la extraña naturaleza de aquella raza de ladrones.

Mientras que sus compañeros ingleses corrían detrás de los habitantes que se habían refugiado en los bosques con sus riquezas, logrando setecientos prisioneros, los franceses entraban en la catedral para cantar el Te Deum, en la creencia de que así cumplían su parte como buenos católicos y respetaban de tal modo la religión.

Inmenso fue el botín recogido, consistente en cantidad extraordinaria de perlas y de esmeraldas, en barras de plata y en setenta mil piastras.

Agréguese a esto un cañón de plata macizo, valorado en veintidós mil piastras, y un águila de oro y esmeraldas que pesaba setenta y ocho libras, destinada a las poblaciones en la iglesia mayor de la ciudad y descubierta en los esquifes que descendían por el río.

Además cogieron setecientos prisioneros, aparte del gobernador de la ciudad, y no juzgando prudente llevarse tal número de personas, tanto más cuanto que supieron que de Panamá habían salido tropas escogidas con el propósito de exterminarlos antes de que regresasen al Océano Pacífico, enviaron un mensaje al Presidente de la Real Audiencia, a fin de que rescatase a todos a cambio de un millón de piastras y de cuatrocientos sacos de maíz.

Iniciadas las negociaciones, hallábanse seguros de recibir el precio del rescate, cuando la tercera noche después de la toma de los fuertes, prodújose un terrible incendio próximo al lugar donde los filibusteros habían acumulado las riquezas procedentes del saqueo.

Pero, afrontando el peligro, lograron salvar todos los objetos; después dirigieron sus esfuerzos a extinguir el incendio en la ciudad; una tercera parte de ella quedó destruida y perecieron entre sus ruinas muchísimos habitantes.

Infestado el aire por los numerosos cadáveres insepultos, las enfermedades hicieron terribles estragos. Entonces aquellos formidables ladrones del mar, después de clavar los cañones que aún quedaban útiles en las fortalezas, emprendieron la marcha hacia el Océano Pacífico, llevándose cincuenta prisioneros de ambos sexos para que respondiesen del rescate, y se dirigieron hacia la isla de Puna, donde permanecieron un mes.

Fue un mes de fiestas y era una cosa increíble ver a aquellos aventureros, convertidos en improvisados caballeros, organizar bailes y banquetes que no tenían fin. Había entre los prisioneros muchos músicos, que tocaban guitarras y mandolinas, y las mujeres más bellas de Guayaquil, las cuales no veían en sus captores a los saqueadores de su ciudad y de las riquezas de sus familias, sino más bien a hombres corteses y respetuosos, compensando así por los horrores sufridos ya que podían disfrutar de la libertad que en su hogar, en virtud de maridos celosos, el orgullo y la severidad españolas, no se le permitía a las mujeres.

La belleza de la isla, además, le dio a aquello más aires de aventura que de prisión, especialmente para los prisioneros, los cuales se divertían.

Hacia el final del mes, sin embargo, la alegría se vio gravemente perturbada, debido a la falta de pago del rescate.

El Presidente de la Real Audiencia de Panamá continuaba dando largas al asunto; los filibusteros, sospechando que la tardanza obedecía, no a la dificultad de encontrar dinero, sino al secreto propósito de defraudarlos y de ganar tiempo para reunir fuerzas suficientes y combatirlos, adoptaron una resolución extrema, a pesar de las protestas de Raveneau de Lussan, quien, lo mismo que Grogner, aborrecía las crueldades.

Llamaron a los prisioneros y les obligaron a sacar a la suerte cuatro nombres; tenían resuelto enviar las cabezas de aquellos cuatro infelices al oficial español que había llegado para pedir una demora en el pago.

Los desgraciados tuvieron que someterse a tan dura prueba y las cuatro cabezas fueron entregadas al oficial, con la advertencia de que si antes de cuatro días no satisfacían totalmente el rescate, enviarían nuevos recordatorios de aquella especie al Presidente de la Real Audiencia de Panamá.

No carecían de fundamento las sospechas de los filibusteros, porque al día siguiente detuvieron a un correo que se dirigía de Guayaquil a Lima y le cogieron cartas en las cuales se decía claramente que mientras llegaban los socorros esperados, se enviarían algunas cantidades a Puna para entretener a los corsarios, añadiendo que el exterminio de estos importaba mucho más que la muerte de cincuenta prisioneros.

Entre estos se encontraba el gobernador de Guayaquil, que bien hallado con su cabeza, encargó a un fraile que se dirigiese al continente con plenos poderes y reuniese todo lo necesario para satisfacer el rescate.

En el momento de partir el fraile, arribaba a la isla un esquife que llevaba a los filibusteros cien mil doblones y veinte sacos de harina. El oficial que lo tripulaba solicitó al mismo tiempo un nuevo plazo de tres días para pagar el resto.

Accedieron los filibusteros, declarando sin embargo, que si los españoles faltaban a lo prometido, harían una nueva visita a Guayaquil y no dejarían piedra sobre piedra.

La contestación que recibieron no podía ser más terminante.

Un nuevo mensaje del sustituto del gobernador de Guayaquil llegó algunos días después, diciendo que por todo lo que quedaba a deber, ofrecía solamente veintidós mil piastras, y que si los filibusteros querían atacar otra vez la ciudad, se encontrarían con cinco mil hombres aguerridos, dispuestos a recibirlos.

Al enterarse de tal mensaje, algunos corsarios de Raveneau de Lussan propusieron cortar la cabeza a todos los prisioneros, incluso a las mujeres; sin embargo, desaprobaron la idea sosteniendo que semejante crueldad sería completamente inútil; aceptadas las veintidós mil piastras y puestos en libertad los desgraciados a quienes conservaban de rehenes, lanzáronse otra vez al mar para acometer nuevas y asombrosas empresas.

Conclusión

Dos días después de la toma de Guayaquil, el conde de Ventimiglia, su hermana y los tres espadachines, abandonaron la ciudad con una escolta de treinta corsarios y diez filibusteros, los cuales habían decidido volver a Europa, por tener reunidas riquezas suficientes para vivir con holgura en sus respectivos países.

El marqués de Montelimar había partido el día antes, no sin pronunciar palabras de venganza contra la joven mestiza y contra el conde.

La travesía del istmo de Panamá fue realizada en jornadas cortas, para no cansar demasiado a la hermana del conde, y doce días después, la pequeña caravana llegaba felizmente al minúsculo puerto de Riva, donde se encontraba anclada desde hacía tres meses, la fragata, enarbolando el pabellón español, para hacer creer a los pocos habitantes de la costa que era un buque encargado de ahuyentar a los filibusteros procedentes de la Tortuga.

Una chalupa hallábase amarrada a la orilla, y ya se disponía a embarcar, cuando el gascón, que durante todo el viaje parecía haber perdido su buen humor, llamó aparte al conde y a Mendoza y les dijo:

—Señores, debo declararos que no siento el menor deseo de regresar a Europa. Para mí esto supone un gran golpe; sin embargo, con el tiempo creo que me consolaré. A pesar de todo, no os olvidéis, señor conde, de que mi espada estará a vuestra disposición en el momento en que la necesitéis.

—¡Qué decís, señor de Lussac! —exclamó el hijo del Corsario Rojo, vivamente sorprendido—. Ya sois lo bastante rico para reedificar vuestro castillejo de Gascuña y cultivar en paz vuestras vides.

—¡Qué queréis, señor conde! Cuento cuarenta años y siento deseos irresistibles de constituir una familia.

—¡Ah, bribón!… —gritó Mendoza, en tanto que Don Hércules, que se había acercado al grupo, soltaba una carcajada—. Se ha enamorado de la bella sevillana.

—Lo habéis adivinado, compadre —repuso Barrejo—. De esa graciosa viuda haré la señora de Lussac y venderemos vinos de España y de Francia en una taberna que se llamará «La Espada Gascona».

A la mañana siguiente, en tanto que Barrejo, mejor dicho, el señor de Lussac, tras conmovedora despedida emprendía de nuevo el camino de Panamá para unirse a su prometida, la fragata desplegaba las velas para dirigirse al cabo Tiburón.

También el hijo del Corsario Rojo había dejado, lo mismo que Barrejo, una parte de su corazón en América, pero quería llevárselo a Europa en compañía de otro que desde larga fecha palpitaba a la par que el suyo: el de la marquesa de Montelimar.

Y así lo hizo, en efecto.

Veinte días después la magnífica fragata del conde abandonaba, durante una noche oscurísima, para evitar encuentros con los barcos españoles, la isla de Santo Domingo, llevando a bordo a una mujer más y a tres hombres menos.

La bellísima marquesa dio sin pena un adiós a la isla, después de confiar sus inmensas propiedades a Botafuego, a Mendoza y al flamenco, tres amigos que, como el gascón, no se habrían encontrado a gusto en medio de la civilización europea.

¿Volveremos algún día a encontrarnos con estos valientes? Es probable, porque la historia de los filibusteros no ha terminado aún.


Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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