El Hombre de Fuego

Emilio Salgari


Novela


PRIMERA PARTE. EN LA SELVA VIRGEN
CAPITULO I. EN LA COSTA DEL BRASIL
CAPITULO II. LOS ANTROPÓFAGOS
CAPITULO III. EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS
CAPITULO IV. EN LA COSTA
CAPITULO V. EN LAS SELVAS BRASILEÑAS
CAPITULO VI. LA CACERÍA EN LA LAGUNA
CAPITULO VII. EL ASALTO DEL «JACARÉ»
CAPITULO VIII. LA ALMADÍA VIVIENTE
CAPITULO IX. SITIADO POR LOS «PECARIS»
CAPITULO X. UN DRAMA EN LA SELVA
CAPITULO XI. EN LA SELVA VIRGEN
CAPITULO XII. EL MARINERO DE SOLÍS
CAPITULO XIII. LOS EIMUROS
CAPÍTULO XIV. LA CAZA DE LOS HOMBRES BLANCOS
CAPITULO XV. LAS ANGUILAS TEMBLADORAS
CAPITULO XVI. UNA SORPRESA DE LOS SALVAJES
CAPÍTULO XVII. LA SABANA SUMERGIDA
SEGUNDA PARTE. EL HOMBRE DE FUEGO
CAPÍTULO I. LOS PYAIES BLANCOS

Cuando Alvaro despertó se quedó atónito, al no encontrarse debajo del árbol a cuyo pie se había dormido, ni en la orilla de la sabana sumergida.

Hallábase tendido en un blanco y fresco lecho de hojas de palma y encerrado en una choza formada por gruesos troncos de árboles, sin ninguna abertura.

Sin embargo, entraba bastante luz para que pudiera verse el interior de aquella humilde morada a través de los huecos e intersticios de los troncos de que estaban hechas sus paredes.

Púsose en pie de un salto, preguntándose si era presa de una pesadilla, y no pudiendo creer que durante la noche el marinero solo hubiese podido construir aquella choza.

Exhaló un grito al descubrir en un ángulo al grumete echado en otro lecho semejante y con el rostro manchado de sangre.

—¡García! ¡García! —exclamó, corriendo hacia él—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? ¿Por qué tienes la cara manchada de sangre?

Al oír aquella voz, el muchacho abrió los ojos y se sentó, bostezando y desperezándose.

—¡Ah, buenos días! —dijo—. ¿Ha vuelto el marinero?

—Pero ¿qué marinero? —exclamó Alvaro—. ¡Mira dónde estamos!

—¡Oh! ¡En una casa! ¿Quién la ha construido? Pero ¡dios mío!, tenéis sangre detrás de la oreja derecha, y todo el hombro manchado. ¿Quién os ha herido?

—¿También estoy yo manchado de sangre? ¡Pues tú también!

Llevóse una mano detrás de la oreja, y la sacó toda manchada de sangre.

—¿Quién nos ha puesto de esta manera? —se preguntó.

—¿Será que nos habrá picado algún animal? ¿Quizá hormigas como las que nos comimos fritas?

—No lo sé. El hecho es que me siento muy débil. El animal que sea debe de haberme hecho perder mucha sangre.

—Yo también me siento muy flojo, señor —dijo el grumete—. ¿Y Díaz? ¿Quién nos ha traído a esta cabaña? ¿Habrá sido él mientras dormíamos?

Iba a contestar Alvaro, cuando llegó a sus oídos un griterío salvaje, espantoso.

Ya había oído gritos semejantes en la orilla del río cuando los eimuros interrumpieron bruscamente su almuerzo.

Palideció, y sintió que su frente se bañaba en sudor cálido primero y después frío.

—¡Estamos prisioneros! —exclamó con voz ahogada, mirando a García con espanto—. ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Estamos en manos de los eimuros!

En aquel momento se abrió la puerta de la cabaña y se presentó un indio armado de una enorme clava.

Aquel salvaje era un hombre de alta estatura, sin ningún vello en la cara, ni siquiera en las cejas; pero, en cambio, con cabellos larguísimos, negros, lacios y cerdosos.

Iba casi desnudo, llevaba el cuerpo pintado de rojo con rayas negras y azules alternadas, y en la cabeza y en las mejillas llevaba plumas de tucán, aplicadas con alguna materia pegajosa o con miel silvestre, y que le daban extraño aspecto.

En el labio inferior llevaba el barbote, formado por un pedazo de asperón verde, y en el cuello, cayéndole sobre el pecho, un collar formado por conchas blancas, distintivo de los jefes de tribu brasileños.

No bien hubo entrado en la cabaña se inclinó hasta casi tocar con el rostro en tierra, sacando la lengua y haciendo ademanes que, con toda evidencia, indicaban profundo respeto. Después se irguió, pronunciando con voz ronca algunas palabras totalmente incomprensibles, que más parecían sonidos salidos del pecho que modulados por la garganta.

Alvaro, que aún no se había repuesto de su espanto, se quedó inmóvil, mirando con inquietud la pesada maza del salvaje, que le parecía sentir ya de un momento a otro sobre su pobre cráneo.

El eimuro, que debía de haber formulado alguna pregunta, viendo al portugués permanecer silencioso, se volvió hacia García, que se había refugiado en un rincón, y pronunció otras palabras, no más inteligibles que las primeras.

Viendo que el grumete no abría tampoco la boca, hizo un gesto de impaciencia, y acercándose a la puerta, lanzó un grito que más bien parecía el aullido de una fiera.

Un momento después entró un muchacho indio que no debía de tener más edad que el grumete, y se puso delante del cacique.

Era un lindo reyezuelo de cara despierta, ojos negrísimos e inteligentes, y que parecía pertenecer a otra raza.

En efecto, tenía la piel de color más claro que el cacique; el perfil, más fino; los cabellos, más undosos, y las facciones, más regulares.

El cacique le dirigió algunas palabras frunciendo varias veces el ceño y haciendo ademanes amenazadores, y acabó señalándole a Alvaro.

Con gran estupor, el portugués oyó que el muchachuelo se dirigía a él diciéndole:

—¡Señor!

Alvaro y García se miraron, preguntándose una vez más si soñaban o si estaban verdaderamente despiertos.

Un salvaje brasileño hablando el castellano, cuando los castellanos nunca habían puesto el pie en aquel inmundo territorio, era cosa sorprendente, increíble.

—Señor —dijo el chicuelo—, el cacique de los eimuros os ha dirigido la palabra, y está airado porque no le habéis dado contestación.

—¿Quién te ha enseñado la lengua de los hombres blancos? —le preguntó Alvaro, que no había salido aún de su sorpresa.

—El pyaie de mi tribu.

—¿Díaz?

—Sí, así se llamaba mi amo —respondió el muchacho—. Recuerdo haberlo oído decir muchas veces: ¡Ah, pobre Díaz!

—¿Eres, pues, un tupinambá?

—Sí, señor.

—¿Te han hecho prisionero los eimuros?

—Y están cebándome para comerme —dijo el muchacho sin dar la menor señal de miedo.

—¿Y nosotros? ¿Qué harán de nosotros?

—¡Tenéis suerte, señor! Por ahora, los eimuros no tienen intención de devoraros.

—¿Sabea por qué perseguían a tu amo?

—Sí, para hacerle pyaie. El de los eimuros ha muerto y tienen que poner otro en su lugar. Una tribu sin pyaie es como un hombre sin cabeza. ¿Habéis visto a mi amo?

—Sí, ayer noche nos separamos de él.

Un ronco rugido del cacique le interrumpió.

El eimuro comenzaba a impacientarse con aquel largo coloquio, del que no entendía una palabra, y ya dirigía miradas amenazadoras al muchacho tupinambá.

Pronunció algunas palabras, dando al mismo tiempo fuertes golpes en el suelo con su pesadísima maza.

—El cacique desea saber si sois pyaies en vuestra tierra.

—Todos los hombres blancos lo son —contestó Alvaro.

—Os promete perdonaros la vida a condición de que seáis pyaies de su tribu. Si no queréis morir, aceptad la proposición.

—¡Nosotros hechiceros de los eimuros, de estos repugnantes salvajes! —exclamó Alvaro—. ¿Qué dices tú a eso, García?

—Que es mejor hacer ese oficio de hechicero que ser asados en la parrilla, señor Alvaro —contestó el grumete—. Por lo pronto, iremos ganando tiempo. Si el marinero consigue escapar de la persecución, estad seguro de que no nos abandonará.

—¡Tienes razón, García! —dijo el señor Correa después de reflexionar un momento—. Díaz no nos dejará en poder de estos antropófagos.

Y volviéndose entonces al muchacho, le dijo:

—Di al cacique que aceptamos.

Cuando el eimuro supo la decisión de sus prisioneros, se manifestó una alegría loca en su rostro. Llamearon relámpagos en sus ojos.

Arrojó lejos de sí la clava y pronunció algunas palabras, volviéndose primero hacia Alvaro y después hacia el grumete.

—¿Qué dice? —preguntó el primero al joven tupinambá.

—Que vos seréis el pyaie grande y vuestro compañero el pyaie pequeño, y que con hechiceros tan poderosos, su tribu será invencible y no carecerá de carne humana.

—¡Canalla! —exclamó Alvaro.

El cacique inclinó el cuerpo hasta tocar la tierra con la punta de la lengua, y salió en seguida, acompañado por el joven tupinambá.

—¿Qué tal, García? —dijo Alvaro cuando estuvieron solos—. ¿Te sientes en disposición de desempeñar el oficio de brujo?

—No sé lo que exigirán de nosotros estos salvajes; pero por ahora nos hemos librado de las parrillas, que es lo más importante. Os confieso que no podría resignarme a tener por sepultura el vientre de un salvaje de ésos.

—¡Ni yo tampoco, muchacho!

—¿Nos dejarán en esta cabaña, o nos trasladarán a otra mejor?

—No sé nada. Las costumbres de estos salvajes son poco conocidas. El mismo Díaz, que conoce muchísimas tribus, sabe muy poco de ellos.

—Me figuro que…

La frase fue interrumpida por la repentina vuelta del muchacho indio. Pero no iba solo; acompañábanle cuatro salvajes de aspecto horrible, con la piel toda cubierta de chafarrinones de colores y plumas de papagayos, y que llevaban dos cestas voluminosas.

—¿Qué quiere esta gente? —preguntó Alvaro.

—Os traen los trajes y ornamentos del difunto pyaie. Estaba muy bien provisto ese hechicero, y tenía mucha fama.

Tendréis que asistir a sus funerales, en los cuales una parte de su espíritu se transmitirá al vuestro.

—¡Cómo! Me han dicho que murió hace ocho días.

—Es que no podían descamarle antes de haberle encontrado sucesor.

—¡Descarnarle! ¿Qué es eso? ¡Vamos, ya caigo! Pero ¿será posible que estos salvajes lleven su adoración por el muerto hasta comérselo?

—¡Oh, no! Sólo se comen a los prisioneros de guerra, y únicamente en períodos de escasez se comen a sus parientes. ¡Vámonos pronto, señor, que el cacique está esperando!

Los cuatro indios abrieron las cestas, de las cuales fueron sacando sucesivamente diademas de plumas de ánade sostenidas en tejidos de fibras vegetales, adornados con pequeñas piezas de oro; collares y brazaletes formados por dientes de caimán y de jaguar y vértebras de serpiente, cinturones y otros adornos de piel de tapir, labrada con cierto gusto, infinidad de bolsitas que seguramente contenían preciosos amuletos y medicinas maravillosas.

A una señal del muchacho, los indios adornaron a nuestros nuevos hechiceros con los collares, brazaletes, plumas y demás distintivos de su nuevo cargo, y los invitaron a salir.

—¡Ponte muy serio! —dijo Alvaro al grumete—. ¡Un gran sacerdote no debe reírse; no lo olvides!

—Haré lo posible, señor —contestó el grumete.

Una plaza grandísima rodeada de cabañas, que debieron de pertenecer a alguna tribu vencida, se extendía delante de ellos.

Cuatrocientos o quinientos salvajes, todos varones, casi desnudos o desnudos del todo, pero armados con arcos, cerbatanas, mazas y hachas de piedra, estaban agrupados, sin orden alguno, unos de pie y otros agachados, como fieras en acecho.

Eran todos feísimos, de miembros secos, cabellera larguísima y cerdosa, y tenían cubierta la piel con horribles pinturas para infundir mayor terror al enemigo.

El gran cacique estaba en medio de la plaza, rodeado por algunos otros de segundo orden, que parecían formar una guardia de honor en torno de un bulto voluminoso y bastante largo.

Al presentarse los dos nuevos brujos de piel blanca resonó en la plaza un espantoso griterío que parecía producido por centenares de fieras; pero un gesto del cacique impuso pronto silencio.

—¡Qué buena compañía! —exclamó el grumete—. ¿Son hombres o animales? ¡Yo no me determino a creerlos seres humanos! ¡Aúllan como las fieras del desierto!

—Y caminan como los lobos —dijo Alvaro al verlos a todos apoyar las manos en el suelo.

—¡Señor Alvaro, tiemblo de miedo! ¿Irán a asarnos?

—¡No tengas miedo! ¡Ahora somos sagrados!

—¿Y qué custodian aquellos salvajes con penachos?

—Supongo que en ese bulto estará el cadáver del hechicero.

—¿Nos obligarán a comérnoslo para que su espíritu penetre mejor en nuestro cuerpo?

—¡No me revuelvas el estómago, García!

Adelantóse el cacique hacia los dos hechiceros, con demostraciones de profundo respeto, y con un gesto los invitó a seguirle.

Los caciques de segundo orden cargaron sobre los hombros con aquel bulto, que estaba cubierto por un tejido rojizo, probablemente hecho con la corteza de ciertos árboles, y se pusieron en camino, dirigiéndose hacia la selva.

Todos los guerreros comenzaron a moverse, unos marchando erguidos y otros a cuatro patas. Rugían como jaguares, y de cuando en cuando lanzaban exclamaciones guturales e inarticuladas, absolutamente incomprensibles, arrancándose puñados de cabellos y golpeándose el cuerpo con los puños.

—¿Irán a enterrar al muerto? —preguntó García.

—¡Enterrarle! —exclamó Alvaro—. Lo dudo, porque esta gente no tiene por costumbre enterrar a sus cadáveres.

Mugiendo, maullando y maltratándose de expreso intento, los eimuros se internaron en el bosque, marchando desordenadamente.

Un cuarto de hora después se detuvieron los subcaciques en la orilla de un río, que tenía por lo menos medio kilómetro de ancho en aquel lugar, y que parecía ser profundísimo.

Dirigióse el cacique hacia una peña que descendía casi a pico sobre el río, y miró al agua durante algunos minutos.

Alvaro y García, que le habían seguido, trataron de preguntarle.

—¡Caribes! —exclamó el eimuro.

—¡Caribes! —repitió Alvaro—. ¡Ah, deben de ser ciertos pececillos que por poco devoran a Díaz! ¿No te acuerdas, García?

—Sí, el marinero nos ha hablado de los caribes. ¿Habremos venido aquí para pescarlos?

—¡Ahora veremos! —respondió Alvaro.

Entretanto, el cacique sacaba de una canasta que le pusieron delante unos cuantos miembros humanos, al parecer recién cortados, porque aún chorreaban sangre.

Tomó un brazo que tenía un brazalete de conchas en la muñeca, y lo arrojó al río; después hizo lo mismo con una pierna y con una cabeza que parecía de muchacho.

—¡Bribones! —exclamó Alvaro haciendo un gesto de disgusto—. ¡Estos salvajes me horrorizan!

—¡Vámonos de aquí, señor! —dijo García—. ¡No puedo ver esto!…

—¡No te comprometas, muchacho! Tenemos que quedarnos aquí si queremos salvar el pellejo.

—¡Caribes! —volvió a decir el cacique señalando hacia el río y dirigiéndose a Alvaro.

El portugués se inclinó hacia el borde de la peña, y en el agua, que era clarísima y transparente, distinguió millares de pececillos del largo de la mano, con el dorso oscuro y el vientre plateado, que batallaban furiosamente unos con otros, disputándose la presa.

—Han acudido atraídos por la carne humana que el cacique les ha echado —dijo Alvaro a García.

—¿Y con qué objeto ha hecho eso?

En aquel momento un hedor horrible, nauseabundo, se esparció por la orilla del río.

Los subcaciques habían quitado la tela rojiza en que estaba envuelto el bulto misterioso que habían llevado consigo, apareciendo a la vista el cadáver putrefacto de un viejo indio.

—¡Qué hedor más insoportable! —exclamó García tapándose las narices—. ¡Al infierno todos estos eimuros y sus brujos!

Los subcaciques pasaron dos largos bejucos bien secos por debajo de los brazos del cadáver, le arrastraron hasta el borde de la peña y le descolgaron suavemente hasta el río, en el mismo lugar en que los caribes continuaban batallando.

—¡Se lo echan a los peces! —dijo Alvaro.

Los caribes se arrojaron furiosamente sobre el cadáver, atacándole por todas partes a un tiempo, con encarnizamiento imposible de describir.

Con sus dientes agudos, y duros como si fueran de acero, le arrancaban la piel y la carne a pedazos.

Algunos de ellos se habían introducido ya en el cuerpo y devoraban los pulmones, el corazón, el hígado y los intestinos del muerto.

La carne desaparecía con rapidez vertiginosa, devorada por aquellos miles de bocas, y empezaban a verse los huesos.

La destrucción de aquel pobre cuerpo no duró mucho: a los diez minutos no quedaba más que el esqueleto limpio.

Los subcaciques retiraron suavemente el esqueleto del brujo y lo envolvieron cuidadosamente en una amplia estera que amarraron con bejucos, colocándolo después sobre una especie de palanquín, construido toscamente con ramas entrelazadas.

—¡Ha acabado la ceremonia! —dijo una voz.

Volvióse Alvaro y vio al muchacho indio, que estaba a su lado.

—Los pyaies blancos pueden tomar posesión de la cabaña del difunto.

—¿Y qué van a hacer con los huesos del muerto? —preguntó Alvaro.

—Los cuelgan de un árbol, y allí los dejan hasta que se caigan.

Los eimuros se habían puesto en marcha sin dar señal alguna de dolor.

Al contrario, parecían contentísimos, y daban saltos volteando sus pesadas mazas, fingiendo combatir con enemigos invisibles.

Unas veces se precipitaban hacia delante con la violencia de un huracán, como si tuviesen delante alguna tribu enemiga, lanzando gritos espantosos y dando golpes furibundos; otros se detenían bruscamente y simulaban precipitada fuga.

El aspecto de su fisonomía era horrible cuando se entregaban a tales simulacros de combate. No tenían semblante humano, sino de animales felinos.

Sus ojos despedían relámpagos, movían las mandíbulas como si masticasen la carne de sus enemigos, y aullaban como lobos.

Cuando estuvieron de regreso en la aldea, los guerreros se dispersaron por la vecina selva, por no haber cabañas para todos. Sólo unas cuantas docenas de ellos se detuvieron alrededor de una habitación algo mayor que las otras, que se alzaba en el centro de la plaza, de cuyas paredes pendían pieles de serpientes, y cuya techumbre estaba adornada con cabezas de caimanes.

—¿Qué significa esa cabaña? —preguntó Alvaro al muchacho indio.

—Era la habitación del difunto pyaie —respondió—. Ahora será vuestra mientras permanezcan aquí los eimuros. He recibido orden para conduciros ahí dentro y ponerme a vuestra disposición hasta que hayáis aprendido la lengua de estos hombres.

—¿Y no podrán darnos algo de comer?

—Muy pronto será sacrificado un compatriota mío, que ya está bastante gordo, y vosotros tendréis la mejor parte.

—¡Te lo comerás tú, monstruo! —exclamó Alvaro, indignado.

El muchacho le miró asombrado, y dijo:

—¡Ah, sí! Ya sé que a los hombres blancos sólo les gusta la carne blanca; pero, por desgracia, aquí todos somos de color rojizo, y no nos sería fácil proporcionarnos carne blanca.

—Nosotros sólo comemos frutas y carne de animales. ¡La carne humana nos causa horror!

—Pues tendréis tapires, tortugas y mandioca. Entrad, y no salgáis hasta que recibáis órdenes del cacique: los pyaies no deben mostrarse ante el público con demasiada frecuencia.

Después de un momento de vacilación, Alvaro y García entraron en la cabaña del difunto hechicero y tomaron posesión de ella.

CAPÍTULO II. LAS VÍCTIMAS DE LA GUERRA
CAPÍTULO III. EL HOMBRE DE FUEGO
CAPÍTULO IV. LA FUGA
CAPÍTULO V. OTRA VEZ EL MARINERO DE SOLÍS
CAPÍTULO VI. VUELTA A LA SABANA SUMERGIDA
CAPÍTULO VII. EL ISLOTE
CAPÍTULO VIII. UN COMBATE ENTRE ANTROPÓFAGOS
CAPÍTULO IX. LA DESAPARICIÓN DEL GRUMETE
CAPÍTULO X. SAPO HINCHADO
CAPÍTULO XI. LA ALDEA DE LOS TUPYS
CAPÍTULO XII. ASEDIADOS EN EL CARBET DE LOS PRISIONEROS
CAPÍTULO XIII. LA RETIRADA DE DÍAZ
CAPÍTULO XIV. ENTRE EL FUEGO Y LAS FLECHAS
CAPÍTULO XV. EL ASALTO DE LOS TUPINAMBOS
CONCLUSIÓN

PRIMERA PARTE. EN LA SELVA VIRGEN

CAPITULO I. EN LA COSTA DEL BRASIL

¡Tierra a proa! ¡Arrecifes a babor!

Al oír estas exclamaciones lanzadas con voz tonante por un gaviero que había trepado a la cofa a pesar de los tremendos balances y cabeceos de la carabela, los marineros palidecieron.

Una costa en aquellos momentos en que gigantescas olas traían y llevaban en todas direcciones a la pequeña nave, lejos de ser señal de salvación, lo era de muerte segura.

Ninguna esperanza les quedaba a aquellos desgraciados. Aunque los hubieran perdonado las olas, la tierra en cuya proximidad se encontraban era más para huir de ella que para servir de refugio, porque en sus intrincados e inmensos bosques vivían formidables antropófagos que ya habían asesinado y devorado a las tripulaciones de muchos barcos.

Todos los marineros se habían lanzado como un solo hombre al alto castillo de proa, y desde allí procuraban penetrar con la vista en el tenebroso horizonte.

—¿Dónde está esa tierra que dices haber visto? —preguntó un viejo marinero levantando la cabeza y dirigiendo la vista al gaviero, que se sostenía fuertemente abrazado al palo trinquete aguantando los furiosos embates del viento.

—¡(Allí, a proa! ¡Una costa, islas, escollos!

—¡Camaradas! —dijo el viejo marinero con voz conmovida—, preparaos a comparecer ante Dios ¡La carabela ya no gobierna, y las velas están destrozadas!

—¿Se ha roto también el timón? —preguntó un joven alto y fornido, de perfil fino y señoril continente, cuyo aspecto hacía vivo contraste con las toscas figuras y bronceadas facciones de los marineros.

—¡Sí, señor Alvaro; una ola acaba de llevárselo!

—¿Y no puede sustituirse?

—¿Con este mar? ¡No, señor; sería trabajo perdido!

—¿Y cómo podemos ya estar enfrente de una costa?

—No lo sé. La tempestad viene empujándonos constantemente hacia el Sur desde hace tres días.

—¿No podríais por lo menos decirme qué tierra es esa en cuyas cercanías nos hallamos?

—Supongo que el Brasil.

El joven hizo un gesto harto significativo.

—No era esa la tierra a que me dirigía —dijo con bastante mal humor—. El Brasil no es Puerto Rico, ni San Salvador, ni Darien, señor piloto. Yo quería llegar al golfo de Méjico, y no aquí. No quiero tratar con estos salvajes, que tienen la mala costumbre de asar y comerse a los hombres de raza blanca.

—Temo, señor Alvaro Correa, que no volvamos a ver a los que nos esperaban.

—¡Bah! ¡Todavía no hemos naufragado ni nos han comido! A lo menos procurad que la carabela no se destroce del todo.

—Haremos lo que se pueda; aunque, a la verdad, con pocas esperanzas.

El viejo piloto tenía razón en desconfiar de la salvación de la pequeña nave.

Una mar espantosa se presentaba a la vista de los desgraciados, que desde hacía tres días parecían condenados a una muerte inevitable.

Montañas de agua se levantaban unas tras otras con rugidos ensordecedores, y amenazaban tragarse la nave, que parecía incapaz de resistir a sus terribles embates.

No se crea, por otra parte, que la nave fuese de poco tamaño; todo lo contrario.

En 1535, fecha en que ocurrían los verídicos hechos que estamos narrando, todas las naves mercantes, exceptuando los galeones, eran pequeñísimas.

El enorme tonelaje de los barcos modernos era completamente desconocido. El barco de trescientas toneladas era ya tenido por grande, y con los deciento no se titubeaba en emprender larguísimos viajes hasta América y las Indias Orientales.

El que estaba a punto de estrellarse en la costa del Brasil, tierra entonces poco concurrida, pues sólo hacía treinta y cinco años que la había descubierto Cabral por una verdadera casualidad, era una modestísima carabela portuguesa de 90 toneladas, con el castillo de proa y el alcázar muy altos, y el puente, en cambio, tan bajo, que lo barrían las olas a cada momento. Tenía dos palos armados de velas latinas y velas cuadradas, que había despedazado el viento hasta dejarlas completamente inútiles.

Hacía tres meses que había salido de la isla de Portugal dirigiéndose hacia las Indias Occidentales con 27 hombres de tripulación y uno de pasaje; pero, como sucedía con frecuencia en aquella lejana época, en que la navegación estaba muy atrasada, a pesar de la audacia de los marineros castellanos, portugueses e italianos, se había desviado mucho de su rumbo hacia el Sur, llegando hasta las costas brasileñas.

La suerte de la pobre nave no parecía ya dudosa, a pesar del optimismo del joven Alvaro Correa.

Sin timón, sin velas, con la cubierta rota ye; casco y la quilla resentidos, ya no podía resistir a la furia de las olas y del viento, que la empujaban inexorablemente hacia la costa señalada por el grumete, y que ningún otro de los tripulantes había visto, porque habían cesado los relámpagos, y reinaba profundísima oscuridad, que impedía descubrir el horizonte. Aunque el gaviero se hubiera empeñado, las horas de vida de la embarcación estaban contadas; y si no se estrellaba en los escollos, zozobraría entre las olas.

El piloto, viejo marinero que había atravesado varias veces el Atlántico, no se forjaba ninguna ilusión acerca del fin que esperaba al barco. Sin embargo, como hombre experimentado, se apresuró a adoptar las disposiciones convenientes para que el naufragio fuese menos desastroso.

Había hecho armar las dos chalupas proveyéndolas de víveres, y sobre todo de armas, pues no ignoraba que en aquella época las costas brasileñas estaban habitadas por tribus belicosas y antropófagas. Después hizo picar los dos mástiles para aligerar la carabela y para utilizar uno de ellos como timón, o, mejor dicho, como remo.

Todas estas maniobras se habían llevado a cabo precipitadamente, y en medio de la mayor confusión, porque todos parecían haber perdido la cabeza.

Decimos mal: no todos, pues Alvaro Correa, a pesar de su juventud, había conservado la calma, y con la mayor tranquilidad, sin que se manifestase alterada una sola línea de su rostro, contemplaba todos aquellos preparativos.

—¿Estamos listos, piloto? —preguntó con tono festivo cuando estuvieron dispuestas las dos chalupas.

—Sí, señor —contestó el viejo piloto, que arrimado a la amura trataba de descubrir la costa.

—¿Supongo que todavía no las echaréis al agua?

—No; todavía no hemos encallado.

—¿De modo que no hay modo de salvar la carabela?

—Ninguno, señor; está irremisiblemente perdida.

—¡Bonito porvenir! ¡Menos mal que tendremos que habérnoslas con los salvajes! ¡Será divertido!

—No os chanceéis, señor Alvaro —dijo el piloto—; el momento no es a propósito.

—¿Queréis que llore?

—¡Estamos luchando con la muerte, que se cierne sobre nuestra cabeza!

—¡Nos defenderemos de esa señora agarrándola por el cuello, y ahogándola antes de que nos ahogue ella a nosotros! —respondió el joven, riendo.

El viejo piloto le miró de soslayo.

—¡Vaya una chanza! —murmuró entre dientes—. ¡Veremos si te quedan ganas de reír cuando te trague el mar o te tuesten los salvajes!

Empujada por aquellas montañas de agua, la carabela avanzaba sin cesar hacia los escollos que el grumete había descubierto en la costa brasileña. Si embargo, la oscuridad era tan profunda, que nada podían distinguir los marineros, y esto contribuía a aumentar la ansiedad.

Nada era posible hacer ya para que el naufragio fuera menos peligroso. El mástil que se había amarrado a la popa para suplir la falta del timón fue arrebatado por un golpe de mar; como se había quitado la arboladura, no había ya velas, de modo que la carabela carecía de dirección y gobierno y era juguete de las olas, que la traían y llevaban como una pelota de goma, perdiendo en cada momento, ora un tablón del casco, ora uno de la cubierta.

Los marineros se agrupaban aterrados alrededor de los troncos de los mástiles o de los montones de cordaje, esperando con ansiedad el momento en que embarrancara el bajel.

Con los ojos dilatados por el espanto y el rostro alterado y lívido, hacían votos y promesas desesperadas. Ofrecían llevar velas a todos los santuarios de Portugal, ir en peregrinación a Tierra Santa, pelear contra los moros de África visitar a Roma haciendo el viaje descalzos. L1 impasible joven oía sonriendo todos esos votos, porque conocía demasiado a los marineros para saber el caso que había que hacer de sus palabras en trances como aquél.

Así transcurrió otra media hora, cuando un deslumbrador relámpago surcó el tenebroso cielo mostrando a aquellos desventurados todo el horror de su situación.

Aunque aquella luz lívida sólo duró cuatro o cinco segundos, fue bastante para demostrar que el grumete no se había engañado.

La carabela había sido empujada por el mar a una profunda bahía sembrada de islotes y rocas altísimas y bordeada por montañas cubiertas de espesísima vegetación. A derecha e izquierda se descubrían agudas peñas que sobresalían del agua, y que amenazaban destrozar la quilla en cuanto tocara en ellas..

A pesar de su valor, Alvaro Correa no pudo contener una exclamación de mal humor.

—¡Me parece, querido piloto! —dijo volviéndose hacia el viejo marino—, que de esta hecha estamos perdidos y que ninguno de nosotros peleará contra los moros de África, y mucho menos irá en peregrinación a los Santos Lugares ¡El viaje para que debemos prepararnos es el del otro mundo!

—¡Comenzad vos, señor!

—Me basta una moneda para pagar el pasaje a Caronte, y ya la llevo en el bolsillo. ¡Ojalá no sea falsa y tenga que quedarme del lado de acá de la laguna Estigia!

—Veo que seguís bromeando. ¡Ahí! ¿Habéis oído?

—¡Por Dios! ¡Todavía no estoy sordo! ¡Es el ruido de las olas al romper en las peñas!

—Es que hemos tocado fondo, señor. ¡Mal asunto! La pobre carabela está tan malparada, que a otro golpe como éste, se desbaratará en mil pedazos.

El piloto se lanzó al puente, gritando:

—¡Preparad las chalupas! ¡Estamos perdidos!

—¡El miedo le ha trastornado la cabeza! —dijo Alvaro—. ¡No podemos defendernos en la carabela, y pretende que nos salvemos en una barquilla! ¡No seré yo quien se meta en ella!

La confusión había llegado al colmo. Los veintisiete marineros, locos de terror, se precipitaron hacía la chalupa, disputándose ferozmente los puestos de ella, porque no había bastantes para todos.

Había también una canoa; pero era tan pequeña, que no podía pensarse en echarla al agua en medio del furioso oleaje que con aterradores rugidos invadía la ensenada.

El joven Correa se refugió en el alcázar de popa, que por su mucha altura estaba libre de las olas.

Desde allí trataba de darse cuenta de la situación y de encontrar un medio de salvarse, pues por más que se hubiera echado en el bolsillo la moneda para pagar a Caronte, no tenía ningún deseo de emprender el largo viaje, y estaba decidido a no entregar la vida sin defenderla.

Comenzaba a verse algo, porque el alba estaba próxima. Se descubrían vagamente los contornos de aquella amplia bahía, cuyas orillas tenían unas cuantas leguas de desarrollo. Estaba cubierta de multitud de islotes caprichosamente diseminados acá y allá, rodeando a uno algo mayor y cubierto de espeso bosque.

Entretanto los marineros habían conseguido echar al agua la chalupa y apartarla de la carabela, contra la cual corría peligro de estrellarse empujada por los golpes de mar.

Temiendo algunos que la nave se hundiera, de un salto se lanzaron desde la borda a la chalupa, sin pensar en las funestas consecuencias que aquel salto pudiera traerles, y más de uno desapareció entre las olas; lo que era una suerte para los otros, porque la chalupa no tenía cabida para todos ellos.

Descolgándose por cuerdas consiguieron embarcar los últimos. Apenas habían empuñado los remos, cuando una ola enorme levantó la chalupa y la lanzó contra una escollera. Alvaro, que contemplaba la escena desde el alcázar de popa, creyó que la pequeña embarcación desaparecía tragada por el mar o hecha añicos contra las agudas peñas; pero no fue así, sino que después de elevarse hasta la cresta de la ola descendió por la opuesta pendiente de ella, y fue a parar incólume al otro lado del arrecife.

—¡Señor Correa! —exclamó el piloto—. ¡El grumete se ha quedado a bordo! ¡Cuidad de él si podéis!

El joven entendió bien estas palabras, a pesar de los mugidos del mar y del viento.

—¡El grumete! —contestó, escudriñando la cubierta desde el lugar en que se hallaba—. ¡No le veo! ¿Se habrá escondido en alguna parte? ¡Ya le descubriré más tarde!

Tenía clavados los ojos en la chalupa, temiendo verla desaparecer de un momento a otro; pero la fortuna parecía protegerla, pues, a pesar de la furia del mar subía y bajaba por la superficie de las olas como si fuera un trozo de corcho.

Había pasado ya sin estrellarse por una segunda línea de escollos, y se acercaba a la ribera empujada por los remos y por el mismo oleaje. Todavía no podían considerarse salvados los marineros porque la orilla era muy escabrosa, cortada a pico y rodeada de arrecifes a flor de agua.

—¡Se hará pedazos! —murmuró el joven—. ¡Estoy más seguro aquí, en este leño, que dentro de esa chalupa! La carabela, aunque esté muy malparada, resiste maravillosamente, y, por lo pronto, me parece que no se hará pedazos. ¡Veamos cómo me las compongo para salir de este mal paso!

La luz aumentaba por momentos, permitiéndole no perder de vista la chalupa.

De cuando en cuando entre la masa de vapores se presentaba una clara, y por más que la lluvia no cesase, algún que otro rayo de sol iluminaba a ratos la ribera y la superficie del mar.

Con todo, el huracán no daba señales de apaciguarse. El viento seguía rugiendo terriblemente, levantando verdaderas cortinas de espuma, y el Atlántico continuaba empujando sus furiosas olas dentro de la bahía.

A pesar de todo, la chalupa avanzaba, y estaba ya muy cerca de la ribera. El joven Correa, que no había abandonado el altísimo alcázar, la seguía con la vista, preguntándose con creciente ansiedad si las olas no acabarían por aniquilar a todos aquellos desgraciados lanzándolos contra las peñas.

—¡He hecho mal en dejarlos embarcarse! —se decía—. Pero, por otra parte, no me hubiesen obedecido y se habrían salvado. ¡Esperemos al menos que alguno consiga salvarse!

En esto, la chalupa había llegado a unos treinta pasos de la orilla; pero por aquella parte no había ningún punto abordable. Los marineros hacían desesperados esfuerzos remando hacia atrás para atenuar la violencia del choque; pero todo era inútil, porque el oleaje que empujaba a la embarcación podía mucho más que ellos.

Alvaro, que no perdía de vista a la chalupa, la vio balancearse algunos momentos sobre la cresta de una enorme ola, y en seguida desaparecer tras una nube de espuma.

Entre los rugidos de la resaca y del vendaval, le pareció oír lejanos gritos de angustia; después divisó algunos cuerpos humanos en la superficie del mar luchando con el oleaje; pero ya no pudo ver más, porque precisamente en aquel momento la popa de la carabela hizo un brusco movimiento de bajada, como si toda la carena se hubiese roto en dos pedazos.

—¿Habrá llegado también para raí la última hora? —se dijo—. ¡Parece que también la nave quiere abandonarme! ¡Tratemos de refugiarnos en el arrecife!

Ya iba a bajar a la toldillo, cuando le pareció oír gemidos sofocados bajo el lugar donde se hallaba.

—¿Será el grumete? —se preguntó—. ¡Debe de estar medio muerto de miedo!

Bajó la escala agarrándose fuertemente a los travesaños de la balaustrada para no ser arrastrado por los golpes de mar que barrían de continuo el puente, y entró en la parte ya cubierta por el agua.

—¿Quién se queja? —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

—¡Abrid, señor! —contestó una voz.

—¿Dónde estáis?

—¡Encerrado en la cámara!

—¿Quién puede haberle encerrado ahí dentro? ¡Vaya una broma!

Y echando mano a un hacha que casualmente halló en el suelo, descargó dos violentos golpes sobre la puerta, logrando desquiciarla.

Un muchacho de catorce o quince años salió precipitadamente gritando:

—¡Nos hundimos! ¡Huid, señor! ¡Estaba a punto de ahogarme!

Era un lindo jovenzuelo, oscuro como un mestizo, de pelo crespo y muy negro, mirada inteligente, cutis finísimo, como suelen tenerlo los portugueses de las regiones meridionales, y estaba muy desarrollado para su edad.

No viendo más que al señor Alvaro Correa, se agarró a una de las columnillas que servían de soporte al alcázar.

—¿Y los demás? —preguntó, palideciendo.

—Se han ido, amiguito García —contestó Alvaro.

—¿Estamos solos?

—Completamente solos.

—¡Ahora comprendo por qué ese tunante de Pedro me encerró ahí dentro! ¡Temía sobrecargar la chalupa con el peso de mi cuerpo!

—En tal caso, rapazuelo, nada ha conseguido, porque le he visto romperse la cabeza contra; el arrecife.

—Pero ¿se han marchado todos?

—¡Ni uno solo ha quedado!

—¿Y han podido llegar a tierra, señor Correa?

—No lo sé; pero no cambiaría mi suerte pon la suya. Si han conseguido desembarcar, deben de haber sido muy maltratados por las olas.

—¡Cómo lo seremos también nosotros muy pronto, señor!

—¿Lo crees así, García?

—El agua sube; ya hay dos pies de ella en la: cámara.

—Todavía faltan doce para que llegue a lo alto del alcázar; y tampoco me perece que la carabela está tan próxima a hundirse. ¿Tienes miedo?

—Con vos, no, señor Correa.

—Entonces, vamos a ver cómo intentamos también nosotros la travesía.

—Debe de estar ahí la canoa pequeña.

—No contemos para nada con ella, rapaz; pos lo menos, mientras no se calmen las olas. Además, puede ser que ya no exista, pues deben de habérsela llevado las olas que de continuo barren la cubierta. ¡Ven, García, y, esperemos ser más afortunados que los otros!

CAPITULO II. LOS ANTROPÓFAGOS

Diego Alvarez de Viana y Correa., que tanta parte habría de tomar más adelante en la colonización del Brasil, y que por sus absurdas empresas tanto había de despertar la curiosidad en la corte de Portugal y en la de Enrique II de Francia, había nacido en Viana, en la época en que toda Europa estaba conmovida por los prodigiosos descubrimientos en América y por las audaces empresas de los portugueses en las Indias Orientales.

Hombre de genio aventurero, entusiasmado desde sus primeros años por las increíbles proezas de los conquistadores, comenzó por tomar parte en expediciones contra los moros africanos, y combatió valerosamente, aunque con varia fortuna, contra los piratas berberiscos, muy temibles en su época, pero soñando siempre con pasar a las Indias, ya Occidentales, ya Orientales, donde sus compatriotas conquistaban reinos, se cubrían de gloria y amontonaban fabulosas riquezas.

Presentósele al fin la ocasión que tanto tiempo había esperado. Una carabela, conducida por un experimentado piloto, se preparaba a zarpar para las Indias Occidentales, cargada de mercancías.

Era una embarcación de muy poco tonelaje; pero en aquel tiempo el tamaño de las naves y su armamento eran de poca importancia para el caso. Un viaje de cinco o seis meses no asustaba a los marinos protugueses ni a los castellanos, acostumbrados como estaban a hacer la travesía a Asia y a América en barquichuelos insignificantes, que hoy no se atreverían a salir siquiera del Mediterráneo.

Alvaro Correa, que tantas veces se había entusiasmado con los maravillosos relatos de los viejos navegantes que habían seguido a Alburquerque a la India y a Cabral al Brasil, se embarcó in dudar un momento que llegaría al punto a donde se dirigía, y soñando en conquistar reinos, como Cortés y Pizarro.

Por desgracia, y como entonces sucedía con harta frecuencia, las naves que se dirigían a América se inclinaban excesivamente hacia el Sur, para evitar las peligrosas calmas de la zona tórrida. Ya Cabral, treinta y cinco años antes, dirigiéndose a la India Oriental, había ido a dar en América, descubriendo por pura casualidad el Brasil, cuya existencia era entonces completamente ignorada.

La misma suerte cupo a la carabela de Correa. Empujada cada vez más hacia el Sur por los vientos alisios, se había desviado tanto de su rumbo, que perdió por completo el que debiera conducirla a las Antillas.

Por añadidura, le sorprendió una borrasca, y a pesar de los esfuerzos de la tripulación fue a estrellarse contra los escollos de aquella bahía desconocida.

Dejamos a Alvaro y al grumete en un momento muy crítico, que agravó todavía más un segundo movimiento de descenso de la nave, signo indudable de la proximidad de la catástrofe.

Ya la carabela, completamente desguazada, no era más que un leño que amenazaba desaparecer de un momento a otro, pues, a pesar de que había calmado algo el viento y de que el cielo tenía mejor cariz que hasta entonces, la mar seguía aguadísima. Sin embargo, Alvaro confiaba en que la nave podría resistir algún tiempo, por hallarse sujeta la quilla entre las peñas del arrecife.

—Quizá podamos esperar a que pase por completo el temporal —dijo a García, que le interrogaba con los ojos— y bien podrá suceder que quede de esta pobre nave algo que más adelante nos sirva para construir una almadía o cualquiera otra cosa parecida en que embarcarnos para atravesar esta ensenada.

—Yo soy un buen nadador, señor Correa —dijo el rapaz.

—Y yo también; pero no tengo malditas las ganas de que me coman los tiburones; a lo menos, por ahora. Me han dicho que hay muchas en las aguas del Brasil, y bien sabes la voracidad de esos animales.

—¿Y nuestros compañeros?

—Precisamente estoy buscándolos con la vista, y no descubro ninguno.

—¿Habrán muerto todos?

—No lo creo. Se habrán guarecido en aquella selva para no ser descubiertos por los salvajes.

—Que son muy crueles, según dicen; ¿es cierto, señor?

—Se comen a cuantos tienen la mala suerte de naufragar en sus riberas.

El grumete sintió un escalofrío que no pasó inadvertido para su interlocutor.

—¿Tienes miedo, rapazuelo?

—¡Sí, señor; mucho miedo! A un tío mío que iba de marinero con Cabral se lo comieron los indios de Puerto Seguro hace treinta y cinco años.

—Tienes razón para tener miedo, querido García; pero todavía no nos tienen en sus manos los salvajes. Además, no desembarcaremos sin armas. A bordo hay arcabuces, y también algunos barriles de pólvora. Pero veamos en qué lugar hemos naufragado.

Alvaro ascendió por la escala que conducía al alcázar, que las olas habían perdonado hasta entonces, y ya arriba, se subió en una caja para dominar mejor los alrededores.

Era tan maravilloso el espectáculo que se ofreció a sus ojos, que no pudo menos de proferir un grito de admiración. La tempestad había llevado a la carabela a una especie de golfo tan espléndido, que Correa no había visto en su vida nada semejante.

Era una inmensa ensenada de treinta millas o más de perímetro, bordeada por alturas cubiertas de soberbio arbolado, y en cuyas orillas se abrían acá y allá centenares de preciosas ensenadas, también cubiertas de vegetación.

A la derecha se extendía el continente; a la izquierda había una isla de gran tamaño, cubierta de palmas., y en el centro, multitud de islotes, a cual más pintoresco, verdaderos jardines diseminados por el golfo.

Cinco o seis ríos de ancha boca vertían en él sus aguas, luchando furiosamente contra el oleaje que trataba de contenerlas.

—¡Qué maravilloso país! —exclamó Alvaro entusiasmado—. Hasta ahora no me había fijado en él. ¡Lástima que esté habitado por esos feroces antropófagos, que tan particularmente estiman la carne de los hombres de raza blanca! Es un plato precioso que no abunda en el país, por ahora a lo menos. Subamos algo más, y veamos si algún marinero ha podido salvarse.

Había quedado en pie un trozo de palo mayor que sostenía la cofa.

El señor Correa trepó hasta ella por una de las cuerdas con agilidad que sorprendió al grumete.

Desde aquella altura se dominaba toda la bahía, y se distinguía perfectamente la costa más próxima, que sólo distaba entre setecientos y ochocientos pasos.

Veíase una hoguera, en torno de la cual unos cuantos hombres casi desnudos se ocupaban en secar sus ropas.

—¡Los marineros de la carabela! —exclamó Alvaro alegremente—. ¡Tanto más celebro que se hayan salvado esos desdichados, cuanto que los daba por muertos!

Haciendo portavoz con las manos las llevó a la boca, y lanzó por tres veces un «¡ohé!» prolongado.

Al oír aquel grito se levantaron los náufragos y se acercaron a la orilla, que las olas seguían batiendo con furia.

Eran como una docena, y varios de ellos cojeaban. Entre ellos estaba el viejo piloto, que parecía el menos maltratado de todos.

—¡Señor Correa! —gritó, esperando a que se deshiciese una ola enorme que se acercaba rápidamente—. ¿Sigue hundiéndose la nave?

—¡Ya no se mueve!

—¡Arrojáos al agua, y tratad de ganar la tierra a nado!

—Por ahora me encuentro bien aquí, y no pienso en desembarcar hasta que la mar esté tranquila —respondió el joven.

—¡Tened cuidado, no sea que el mar os lleve! ¡Está todavía furioso!

—¡Me guardaré de los golpes de mar!

—Si podéis, preparad por lo menos una almadía.

—Es precisamente lo que pienso hacer. ¡Adiós, piloto, y procurad que no os sorprendan los salvajes!

Descendió de la cofa, y dijo al grumete, que le esperaba ansiosamente en la cubierta:

—Hasta ahora todo va bien. Busca un hacha y construyamos una almadía. El huracán parece que pasará pronto, y quizá esta misma tarde podamos dirigirnos a tierra sin ningún peligro.

—Hay varias hachas en el camarote del piloto —respondió García.

—Y madera y cuerdas tampoco han de faltarnos. Pero me parece oportuno que tratemos de restaurar nuestras fuerzas tomando alguna cosa. Espero que encontraremos algo con qué lastrar el estómago.

—Sé dónde está la despensa, señor.

Mientras el muchacho bajaba al sollado, Alvaro se entretuvo en examinar la carabela todo en redondo para ver si se hallaba en estado de aguantar el embate de las olas que la asaltaban sin tregua.

Ya no se hundía. Parecía tan bien encallada, que no era posible que volviera a salir a flote. Lo dudoso es que pudiera resistir mucho tiempo sin hacerse pedazos.

Tenía los costados completamente desguazados, y a cada golpe de mar perdía algún madero.

El mar entraba por los anchos boquetes que había en la obra muerta, y salía en forma de cascada por otro boquete que se había abierto en la amura, después de remover toda la carga de la bodega.

—¡Está condenada a desaparecer! —dijo Alvaro—. Será cuestión de pocos días, como no sea de horas.

¡Qué lástima! ¡Con sus restos hubiera podido construirse una gran chalupa capaz de transportarnos a las Antillas!

¿Qué vamos a hacer en estas regiones, tan apartadas de las que ocupan los hombres de nuestra raza? ¡Quisiera saber cómo va a acabar todo esto!

Se encogió de hombros y compuso su rostro para tranquilizar al muchacho, que en aquel momento subía del sollado cargado con un canasto lleno de galleta y tocino.

—Es todo lo que he encontrado, señor Alvaro —dijo el rapaz.

—Tus camaradas se alegrarían mucho de tener a mano una cosa semejante; por más que en la costa brasileña abundan los árboles frutales.

Ya iba a tomar asiento en unos barriles, cuando oyeron la voz del viejo piloto:

—¡Señor Correa! ¡Señor Correa!

El tono de la voz era profundamente angustioso.

Alvaro se puso de un salto en la amura de babor, desde donde podía distinguir la orilla sin necesidad de subir a la cofa.

En aquel mismo instante salieron terribles alaridos del bosque que cubría la costa por aquella parle; parecían rugidos de fieras.

Pálido, y presa de la más viva emoción, Alvaro dirigió la vista hacia el lugar donde poco antes estaban los marineros náufragos.

Ya no estaban allí. Corrían desesperadamente por la orilla, gritando hasta desgañitarse:

—¡Socorro!

—¡Los salvajes!

—¡Señor Alvaro!

—¡Los tenemos encima!

Volaban por el aire flechas que iban a clavarse en la espalda y en los costados de los fugitivos.

—¡Señor —exclamó el mozo, que se había puesto pálido como la cera—, están matando a nuestros compañeros!

Una turba de hombres medio desnudos, con larga cabellera suelta sobre la espalda, y la cabeza adornada con plumas de varios colores, salían del bosque dando gritos espantosos.

Eran por lo menos cincuenta, de estatura superior a la media, robustos, con piel de color de ladrillo, surcada de rayas rojas y negras que les daban aspecto pavoroso. Llevaban también la cara adornada con plumas a modo de bigotes, sostenidas por alguna materia pegajosa. Unos iban armados con clavas de seis pies de largo y uno de ancho, con el filo dentado como sierras; arma formidable, muy bastante para matar a un hombre de un solo golpe. Otros llevaban bastones huecos, soplando por los cuales lanzaban unas a modo de flechas, seguramente emponzoñadas, porque el marinero a quien herían caía al suelo revolcándose desesperadamente para no volver a levantarse.

Al ver huir a los náufragos, los brasileños se habían precipitado a toda carrera tras ellos, temiendo, sin duda, que trataran de embarcarse.

Con un terrible golpe de maza rompían el cráneo del que había caído herido de flecha, y proseguían su desenfrenada carrera detrás de los otros.

Correa contemplaba horrorizado aquella matanza, sin que le fuera posible hacer nada por impedirla. Cierto es que había arcabuces a bordo; pero de nada servían, porque las armas de fuego tenían muy poco alcance en aquel tiempo.

Aunque se hubiera arrojado al agua, con riesgo de estrellarse en los arrecifes, su ayuda habría sido completamente inútil, y los brasileños hubieran contado con una víctima más.

En vano gritaba y amenazaba. Los aullidos de los salvajes y el fragor de las olas apagaban su voz.

—¡Deteneos, canalla! —gritaba—. ¡Deteneos, o en cuanto me acerque no dejaré uno de vosotros con vida!

Los brasileños no habían advertido siquiera la presencia del portugués y de su joven compañero; ni aun parecía que se hubieran dado cuerna de la cercanía de la carabela; tan embargados estaban por la cacería de los náufragos.

Aquella cacería no podía durar mucho, porque los salvajes corrían como gamos.

De los doce marineros sólo quedaban cinco, que se habían refugiado en la cima de una escollera y trataban de defenderse desde allí a pedradas. Entre ellos estaba el piloto, a quien la inminencia del peligro había puesto alas en los pies.

Una descarga de flechas hizo caer a tres de ellos. En seguida se precipitaron los salvajes con las mazas enarboladas sobre los dos que quedaban, y los tendieron a sus pies convertidos en un informe montón de carne sangrienta y huesos destrozados. Una gritería feroz saludó la caída de los dos últimos portugueses.

—¡Miserables! —exclamó Alvaro horrorizado—. ¡Son bestias feroces más que hombres!

—Señor —dijo el mozo con voz trémula—, ¿vendrán ahora a matarnos a nosotros?

—Me parece que ni siquiera nos han visto.

—¡Procuremos que no nos vean, señor!

—¡Quisiera que viniesen! —respondió Alvaro—. ¡Tenemos aquí arcabuces, y podríamos vengar a tus pobres compañeros!

—¡No los llaméis, señor Alvaro!

—¡Sin embargo, daría cualquier cosa por arcabucearlos!

¿Y qué harán ahora con los cadáveres de nuestros camaradas?

—Se los comerán. ¡Mira!

Los brasileños recogieron los cuerpos de los marineros, y los trasladaron al lugar donde aún ardía la hoguera que el piloto había encendido.

Mientras unos llevaban ramas secas y pencas de coco, otros iban disponiendo ordenadamente esos materiales combustibles en torno de las llamas.

Cerca de ellas habían alineado los doce cadáveres, después de quitarles las pocas ropas que llevaban encima y de depilarlos perfectamente, valiéndose para el caso de unos cuchillos de concha que debían de estar afiladísimos y cortar admirablemente.

Después los lavaron con agua del mar. Construyeron en seguida unas gigantescas parrillas con gruesas ramas verdes, y tendieron sobre ellas los doce cuerpos, alimentando y avivando el fuego.

Cuando vieron los cuerpos envueltos en llamas, aquellos feroces caníbales se agarraron de las manos y se entregaron a una danza desenfrenada.

Saltaban como cabras, con extravagante movimientos de cabeza y de hombros, y feroces aullidos, mientras dos o tres de ellos, puestos en cuclillas, soplaban furiosamente en una especie de pífanos hechos con tibias humanas, produciendo una música salvaje.

—¡Parecen demonios! —dijo el mozo arrimándose a Alvaro, que contemplaba con profundo disgusto aquella horrible escena.

—Sí, demonios que tendría mucho gusto en mandar al Infierno a cañonazos —respondió el joven—. ¡Nos tocará a nosotros la misma suerte!

—¿Desembarcaremos, señor?

—No tendremos otro remedio, si no queremos morir de hambre y de sed o ser hechos trizas por las olas.

—¿No podríamos cosí ar el Brasil hasta llegar al golfo de Méjico?

—¿En una almadía? ¡No llegaríamos nunca! Además, tendríamos que desembarcar de cuando en cuando, y siempre estaríamos expuestos a caer en manos de los antropófagos.

—Pero ¿son caníbales todos los habitantes de estas tierras?

—Casi todos, querido.

—¿Qué va a ser, pues, de nosotros?

—No lo sé de cierto —respondió Alvaro—. Lo que sí te digo es que, teniendo arcabuces, no nos dejaremos matar impunemente.

Sé que todos los salvajes tienen miedo a las armas de fuego, por no comprender la razón del estampido que producen: pudiera suceder que estos mismos se espantasen de ellas.

—No debemos desembarcar hasta que esos bárbaros se hayan ido bien lejos.

—No seré tan imbécil que me exponga a sus golpes. Supongo que no se quedarán acampados toda la vida en la playa, y que volverán a sus aldeas.

Terribles aullidos interrumpieron esta plática. Sin duda, los cocineros encargados de asar a los hombres blancos habían avisado a sus compañeros que el banquete estaba listo, porque la danza terminó de pronto, y todos volvieron hacia la hoguera, dando muestras de frenética alegría.

Sacaron a los marineros del medio chamuscado asador por medio de largas pértigas armadas de guijarros en las puntas, y los tendieron sobre lechos formados con hojas gigantescas.

Un indio viejo que llevaba adornado el pecho con varias sartas de dientes de animales feroces, y los brazos con pulseras de oro, después de pronunciar un discurso de ocasión, despedazó con un hacha de pedernal los miembros de los hombres asados, y repartió los trozos entre los comensales. A uno le entregaba una cabeza; a otro, una pierna; a otro, un muslo, y así sucesivamente.

—¡Canalla! —exclamó Alvaro, que no podía contemplar tranquilo aquel atroz espectáculo—. ¡Y no poder impedir semejante atrocidad! ¡No mires. García, porque vomitarías cuanto tienes en el cuerpo!

Volvióse a la banda de babor para ver las olas que seguían entrando por la boca de la bahía y azotando el casco del barco; pero, no pudiendo refrenar su curiosidad, de cuando en cuando dirigía la mirada hacia el grupo de los salvajes, por más que aquella escena de canibalismo le inspirase a él, tanto como a su compañero, invencible horror.

Habíanse arrojado los salvajes sobre los restos de los marineros con la avidez de fieras hambrientas que no han comido en una semana. Con tanta prisa hicieron trabajar las mandíbulas, que pocas horas después no quedaba de los pobres náufragos más que un montón de huesos y calaveras.

Ya hartos, se habían sentado a la sombra de las palmas para hacer la digestión de aquel copioso banquete.

Sólo dos o tres de ellos, por exceso de precaución, se habían encaramado en la cima de un peñasco para vigilar las cercanías; pero miraban más hacia el bosque que hacia la bahía. No era probable, sin embargo, que hubiera pasado inadvertida para ellos la carabela, que aún sobresalía de la superficie del agua lo bastante para ser vista claramente desde el lugar en que se hallaban, a pesar de que el mar la ocultara algunas veces tras nubes de espuma.

Aquella tranquilidad inquietaba más a Alvaro que un asalto. Muchos eran cincuenta; pero unas cuantas descargas pudieran ser bastantes para contenerlos, y hasta para infundirles tal pavor, que renunciaran para siempre a combatir con enemigos provistos de armas tan formidables.

También temía que esperasen refuerzos para asaltar el barco con mayores probabilidades de triunfo.

—¡Pobre muchacho! —dijo al mozo, que le dirigió una mirada interrogadora—. ¡Guardémonos de cerrar los ojos! ¡Esos tunantes no nos dejarán tranquilos!

—¿Acaso sabrán que hay gente en esta carabela?

—Creo que sí.

—¿Y a qué esperan para atacarnos?

—Probablemente, esperarán canoas. Sé, por el pobre piloto, que todos estos ribereños del Brasil usan canoas hechas con troncos socavados, y que se sirven de ellas con prodigiosa habilidad.

—¡Ay, señor! ¡Siento que se me hiela la sangre pensando que tenemos que pelear con esos salvajes!

—¡No es este momento para amilanarse, rapazuelo! —dijo Alvaro—. Si quieres salvar el pellejo, es preciso que me ayudes con todas tus fuerzas. ¿Sabes tirar con el arcabuz?

—Sí, señor; soy hijo de un soldado.

—Ve, pues; trae todas las armas que encuentres, y preparémonos para la defensa. Mientras no se tranquilice el mar, por bien que los brasileños sepan manejar las canoas, no se atreverán a acercársenos. Si el mar está bravo para nosotros, también lo está para ellos.

Algo animado por las palabras del valeroso joven, García registró toda la parte accesible del barco; pero, por desgracia, estaba muy mal provisto de armas. Quizás las hubiera en la cámara común de proa; pero no era posible buscarlas por aquel lado, que estaba completamente invadido por el agua.

Todo el armamento de que podían disponer se reducía a cinco arcabuces, de los cuales tres estaban inservibles, un par de espadones herrumbrosos y unas cuantas hachas. En cambio, abundaban las municiones; nuestros exploradores descubrieron cuatro barriles de pólvora, destinados quizás a algún cacique indiano, y muchos sacos de balas.

El mozo se echó a cuestas todas estas armas suficientes para dos personas, las trasladó a la cubierta, y las puso a los pies de Alvaro.

El joven examinó los arcabuces como inteligente que era en la materia, y echó a un lado los inservibles.

—Tenemos los necesarios —dijo—. Temía que se hubieran mojado las municiones; pero, ya que abundan, según me dices, daremos una buena lección a esos comedores de carne humana si se atreven a asaltar la carabela.

Cargó los dos arcabuces, y después miró a los salvajes.

Todo seguía en el mismo estado que antes. Los caníbales continuaban dormitando tranquilamente a la sombra de las palmas, sin hacer ningún caso de la carabela. Sólo sus centinelas habían mudado de sitio, encaramándose en un peñón más alto que el que antes ocupaban, y desde el cual podían dominar toda la bahía.

No miraban tampoco hacia la carabela, sino hacia la boca de uno de los ríos que desembocaban en la bahía, como si esperasen o temiesen algo por aquella parte.

—¡Esperan las piraguas; no tengo duda! —dijo Alvaro con acento que indicaba viva inquietud.

—¡No saldremos llanamente del paso! ¡Es imposible que se vayan sin visitar antes la carabela!

Y volviéndose al mozo añadió:

—¡Rapazuelo, no perdamos tiempo, y, alejémonos en cuanto se calmen las olas!

—¿Y qué debemos hacer?

—Construir una almadía.

—Estoy pronto a ayudaros, señor Alvaro.

—¡Pues manos a la obra! Ya que tenemos tiempo y que los salvajes nos conceden alguna tregua, aprovechémosla.

CAPITULO III. EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS

Con todos aquellos maderos y cordajes, la construcción de una balsa capaz para dos personas no era difícil ni requería mucho tiempo.

Lo peor era lanzarla al mar; pero Alvaro pensaba servirse para el caso del trozo que quedaba del palo mayor para izarla hasta la borda por medio de cualquier polea de la cofa, y descolgarla después al mar cuando se hubiera calmado lo suficiente.

Con las hachas que había a bordo los dos náufragos picaron la larguísima entena de la vela latina, y ligaron entre sí fuertemente los trozos para formar el esqueleto de la almadía. Después demolieron el castillo de popa y parte de la obra muerta para construir la plataforma. Para hacer más boyante la almadía, sujetaron firmemente en sus cuatro esquinas varias barricas vacías que hallaron en el sollado.

Apenas habían terminado la obra, que duró unas cuantas horas, pues ninguno de los dos era muy práctico en tales trabajos, oyóse lejana gritería.

—¿Serán más salvajes que vienen a reunirse con los otros? —preguntó Alvaro con cierta inquietud.

Miró hacia la orilla, y vio a los antropófagos todos en pie alrededor del peñón en cuya cima estaban los atalayas.

Gesticulaban animadamente y miraban hacia el Sur.

Alvaro dirigió hacia aquella parte la vista, y no sin profunda emoción descubrió unas cuantas largas piraguas que desembocaban por uno de los ríos.

Eran cuatro, excavadas en gigantescos troncos. Tenían unos treinta pies de largo y cuatro de ancho, con la proa elevada, figurando toscamente monstruosas cabezas de caimán. Cada una de ellas llevaba diez remeros casi enteramente desnudos.

Por más que las olas batiesen con gran violencia la costa por aquella parte, las piraguas consiguieron entrar en la bahía, y estaban maniobrando con evidente intención de seguir la línea de la costa y acercarse al lugar donde se hallaban los antropófagos.

—¡Querido García —dijo Alvaro—, mal van las cosas para nosotros! Aquellas piraguas les servirán a los salvajes para hacernos una visita. No tienen bastante con los marineros que se han comido, y quieren celebrar otro banquete con nuestras carnes.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Subiremos un par de barriles de pólvora sobre cubierta, y les pondremos dos buenas mechas.

—¿Y volaremos?

—¡Juntos con esos bribones, si no conseguimos rechazarlos!

—¡Ah, señor!

—Si prefieres que te asen, no me opongo. Yo, por mi parte, prefiero morir peleando. Se me ocurre que muy bien pudiéramos salvar el pellejo.

¡Ah, sí! ¡Una buena mina debajo del castillo de proa pudiera dar espléndidos resultados!

Midió con la vista la longitud de la carabela.

—¡Diez y ocho varas próximamente! —dijo hablando consigo mismo—. Podrá bastar esa distancia. Lo peor que puede pasarnos es ir a dar en el mar con nuestro cuerpo. ¿Dónde están los barriles?

—En el camarote del piloto; pero ¿qué queréis que haga, señor?

—¿No hay mechas a bordo?

—Una cuerda bien alquitranada puede sustituirla.

—¡Eres listo, rapaz! —dijo el joven sonriendo.

Descendió al entrepuente y se introdujo en el camarote del piloto, especie de covacha abarrotada de cajas, barriles y objetos de todas clases. No le fue difícil descubrir las municiones, que estaban encerradas en cuatro barriles con cerco de hierro, cubiertos de lona todavía húmeda para evitar el peligro de una explosión.

Cargó Alvaro con uno de ellos y lo subió a la cubierta, dirigiéndose acto seguido al castillo de proa, que habían perdonado las olas, a pesar de que el choque contra el escollo que había hecho encallar el barco lo hubiera desguazado.

También allí había cajas de diversos tamaños, pertenecientes a los tripulantes; carretes, montones de cuerdas y de cadenas y velas descosidas.

—Tengo todo lo que necesito para preparar la mina. La explosión desbaratará la proa; pero importa poco, porque, de todos modos, la carabela está inservible.

Vació una de las cajas que allí había y puso dentro de ella un cartucho, el cual llenó previamente con tres o cuatro libras de pólvora que, con grandes precauciones, sacó del barril.

—¡Es bastante! —dijo—. Para espantar a los salvajes cuento más con el ruido de la explosión que con el efecto que haga.

Tomó una cuerda alquitranada que muy bien podía hacer las veces de mecha, cortó un par de varas de ella, e introdujo en el cartucho uno de sus extremos, sujetándola después a él mediante una fuerte ligadura.

—¡Ya está lista la mina! —dijo, amontonando después sobre la caja en que había encerrado el cartucho barriles, cadenas, cuerdas y cuanto encontró a mano.

En seguida tapó el barril y volvió a llevarlo al camarote de donde lo había sacado, cubriéndolo con una lona previamente humedecida. Luego volvió a subir a la cubierta.

Las cuatro piraguas, hábilmente manejadas por los remeros, después de una empeñada lucha con el mar, habían logrado ponerse al socaire detrás de los arrecifes.

Todas las miradas de los salvajes se dirigían hacia la carabela. Debían de haber comprendido que en aquella gigantesca canoa habían llegado los hombres blancos a la bahía, y quizá hubiesen advertido también la presencia del portugués y del mozo.

Sin embargo, el mar estaba demasiado agitado para que se decidieran a emprender la travesía de la vasta extensión de agua que los separaba de la nave.

Por más que el viento hubiera amainado notablemente, el Atlántico seguía enviando a la bahía enormes olas, que chocando en los islotes y arrecifes de que estaba sembrada, mantenían la superficie del agua en tal estado de agitación, que la navegación por aquellos parajes hubiera sido peligrosa hasta para grandes chalupas.

Además, comenzaba a anochecer, y no era prudente aventurarse en la oscuridad por entre tantos escollos, arrecifes y bancos de arena.

—¿No se deciden todavía, señor? —preguntó García.

—¡Están seguros de apoderarse de nosotros! —contestó Viana—. Esperarán, pues, a que el mar se calme un poco. A pesar de todo, dormiremos por turno. Tú, que eres el más joven, dormirás primero. ¡Ya puedes echarte!

—Apenas sintáis sueño, llamadme.

—¡No temas, rapazuelo!

Alvaro subió al alcázar con los dos arcabuces. Allí, fuera del alcance de las olas, se sentó en un montón de cuerdas, con la vista fija en la ribera.

Rápidamente se echó la noche encima. Reinaban las más densas tinieblas.

Los salvajes habían encendido varias hogueras, y estaban agrupados alrededor de ellas.

Desde su observatorio los veta Alvaro gesticular y señalar al escollo en que estaba encallada la carabela.

Seguramente estaban haciendo planes para apoderarse de ella y saquearla. De cuando en cuando levantábase alguno, y dando grandes alaridos volteaba su maza en el aire y daba saltos adelante y atrás, como si estuviese combatiendo con algún enemigo invisible.

Hacia la media noche se restableció la calma, y poco a poco fueron extinguiéndoselas hogueras.

Entregado a tristes pensamientos, Correa no se atrevía a cerrar los ojos, ni tampoco a confiar la vigilancia de la carabela al mozo, temiendo que se durmiera.

De cuando en cuando se levantaba, subía al castillo de proa y exploraba atentamente con la vista la bahía, temiendo que de pronto se presentasen las cuatro piraguas. Después volvía a situarse en el alcázar para observar el Océano.

Había momentos en que se hubiera alegrado de que volviese el mal tiempo, por más que el casco de la carabela no estaba en condiciones de resistirlo.

Pero el mar iba calmándose y rompiéndose las nubes, que dejaban ver entre unas y otras algunos jirones de cielo estrellado.

Las olas eran cada vez menos gruesas, y mayores los intervalos entre unas y otras; señal inequívoca de que el huracán que había reinado en el Océano tocaba a su fin.

—¡Si pudiéramos echar al agua la almadía! —se dijo Alvaro para sí—. Pero no; mejor es esperar a que la calma se afirme completamente, no sea que se desbarate ante nuestros ojos. ¿Y adónde dirigirnos después? Las piraguas no tardarían en darnos caza, y ya, si tenemos que luchar, mejor es que lo hagamos aquí.

Transcurrió la noche en un estado de ansiedad constante. El mozo se había despertado y reunido con Alvaro poco después de la media noche, no siéndole posible reanudar el sueño.

A la salida del sol la situación no había cambiado; seguía el oleaje en la bahía, pero mucho menos violento que el día anterior.

Los indios se habían levantado ya, y observaban la carabela desde la cumbre del peñascal, mientras los remeros de las piraguas las trasladaban al agua, porque la baja marea las había dejado en seco.

—Se preparan a asaltarnos —dijo Alvaro al mozo—. No te asustes cuando los veas acercarse, y procura afinar la puntería.

—¡No soy mal tirador, señor! —respondió García—. Mi padre, que fue sargento en el regimiento de Castilla, me enseñó a manejar las armas.

—Entonces, todo irá bien. ¡Míralos cómo se reúnen! ¡Armémonos, y procuremos hacerles el mayor daño posible! ¡Ésos antropófagos no son dignos de piedad! ¡Además, se trata de salvar nuestros solomillos!

Los indios se habían apartado del peñón y estaban embarcándose confusamente con gran gritería en las cuatro largas piraguas.

Parecía que todos se habían vuelto locos repentinamente. Levantaban las mazas, las volteaban en el aire, mostrando tanto vigor como agilidad, y preparaban las cerbatanas para lanzar con ellas las flechas envenenadas con el curare, esa terrible mixtura confeccionada con los jugos de diversas plantas, y para cuyas heridas 110 se conocía entonces ningún remedio.

Ya embarcados y colocados los guerreros entre los bancos de las piraguas, dieron la vuelta al arrecife, que hasta entonces las habían resguardado de los embates de las olas, y se dirigieron hacia la carabela.

Según su costumbre, los salvajes aullaban como fieras, creyendo así espantar a los náufragos.

Correa conservaba toda su tranquilidad. Después de examinar la mecha embreada, que halló perfectamente seca, improvisó una barricada en el alcázar, utilizando algunas cajas y barriles, y se parapetó tras ella acompañado por el mozo, poniendo al alcance de la mano los arcabuces y los dos espadones herrumbrosos, que para el caso de una lucha cuerpo a cuerpo podían ser de gran utilidad.

—García —dijo Alvaro—; me parece que tenemos en el canasto algún vino de Oporto.

—Sí, señor.

—Bébete un trago antes de que comience la batalla. ¡Eso te animará!

El mozo no se hizo rogar y sacó la botella, que alargó primero a Alvaro.

—¡Así tendrán mejor gusto nuestros solomillos, si somos asados! —tuvo la audacia de decir el valeroso joven.

—¡Bebe un buen trago, García! ¡Los salvajes están a tiro!

Las cuatro piraguas, que avanzaban rápidamente ascendiendo y descendiendo por las olas, sólo distaban ya unos trescientos pasos del arrecife en que estaba encallada la carabela.

Alvaro empuñó uno de los arcabuces, lo apoyó sobre una caja, y dirigió la puntería a un gran diablo de salvaje que estaba de pie en la proa de la primera piragua dando terribles aullidos y volteando la clava en el aire.

Apenas hubo oprimido el gatillo, cayó el salvaje al agua, herido en medio del pecho por una bala de a onza.

Al oír el estampido del disparo, que debieron de tomar por un rayo, detuviéronse los remeros. Todos los salvajes dirigieron la vista hacia arriba en lugar de mirar a la carabela.

Ninguno de ellos parecía preocuparse de su compañero caído, que desapareció en las profundidades del golfo.

Otro arcabuzazo, disparado por el mozo, y que rompió un brazo a uno de los remeros, les hizo comprender que los misteriosos emisarios de la muerte no llegaban del cielo, completamente claro y diáfano, sino que salían de la nave.

Habían distinguido el fogonazo sobre el alcázar, y también la nuececilla de humo que aún no había disipado la brisa de la mañana.

Un estupor imposible de describir se apoderó de aquellos ingenuos y feroces hijos de las selvas vírgenes americanas.

Mudos de terror, miraban a la carabela sin atreverse a tocar los remos. ¿Qué bestia podía ser aquélla que vomitaba fuego y que a tan gran distancia mataba y mutilaba a los hombres?

A pesar de todo, no duró mucho el asombro de aquellos salvajes, habituados a la guerra continua entre unas y otras tribus. La codicia venció al miedo, y empujadas vigorosamente por los remos, las piraguas se acercaron rápidamente a la carabela.

Ya habían visto a los dos náufragos, y esperaban vencerlos fácilmente, y comérselos pronto.

—¡Señor Alvaro —dijo el mozo—, siguen avanzando! ¡El ruido de los disparos no basta para contenerlos, ni tampoco las balas!

—La mina está lista, y los hará saltar por el aire. ¡Espera a que lleguen debajo de la proa!

—¿Y nosotros?

—Nos refugiaremos en el entrepuente. La explosión no hará grandes estragos. ¿Has cargado ya el arcabuz?

—¡Sí, señor!

—¡Apunta a la segunda piragua; yo me encargo de la primera!

Resonaron otros dos disparos a muy poca distancia uno de otro, y dos salvajes cayeron: uno muerto y el otro herido.

Una horrible gritería respondió a aquella segunda descarga. Después una voz tonante se elevó sobre todas las otras, exclamando varias veces:

—¡Caramura! ¡Caramura!

¿Era una maldición lanzada contra los poseedores del fuego celeste, o significaba alguna otra cosa? Alvaro no tuvo tiempo de buscar la explicación de la palabra.

Las cuatro piraguas lograron llegar a la proa de la carabela merced a un último esfuerzo de los remeros. El abordaje era por allí más fácil que por la popa, por ser menor la altura de la borda.

Correa echó mano de un pedazo de cuerda embreada que había encendido antes de que comenzase el combate, y ardía lentamente sobre la borda.

—¡Al entrepuente, García! —exclamó.

—¡No, señor! —respondió el muchacho con voz resuelta—. ¡Aprovecharé este otro disparo de mi arcabuz, ya que lo tengo cargado!

—¡Gracias! —respondió Alvaro, empuñando uno de los dos espadones.

Mientras los indios, seguros de apoderarse fácilmente de la nave, trataban de penetrar en ella subiendo por las cuerdas del bauprés, el portugués atravesó la toldilla, cubriéndose con el castillo de proa.

De un tajo cortó parte de la cuerda que servía de mecha, prendió fuego al pedazo que iba a pasar a la caja, y en seguida escapó a toda carrera.

En aquel momento el primer salvaje lograba subir, encaramándose por la roda. Ya estaba a punto deponer el pie en el castillo, cuando el mozo le derribó de un disparo de arcabuz, haciéndole caer sobre los compañeros que inmediatamente le seguían.

—¡Bravo, García! —exclamó Alvaro, subiendo precipitadamente al alcázar—. ¡Pronto al entrepuente, que la mina va a reventar!

Los brasileños, que comenzaban a flaquear, no por las pérdidas que hubiesen experimentado, sino por el miedo que les causaban aquellos estampidos cuya causa no se explicaban, se habían refugiado en las canoas, no atreviéndose a seguir encaramándose por las cuerdas.

Seguían gritando con acento de terror:

¡Cararnura! ¡Caramura!

De repente una formidable detonación sofocó sus clamores.

Había estallado la mina, lanzado por el aire cajas, barriles, trozos de maderas, rollos de cuerda y mil otros objetos, y desarticulando toda la proa de la carabela.

Tan fuerte fue la sacudida, que Alvaro y el mozo fueron derribados en el suelo uno sobre otro, y todos los objetos que se hallaban suspendidos en las paredes cayeron con gran estrépito. Hasta las puertas de la cámara fueron arrancadas y echadas por el suelo.

—¡Pardiez, qué cañonazo! —exclamó Alvaro, levantándose y tentándose todo el cuerpo—. ¡Si llego a poner en la caja medio barril de pólvora, salimos danzando por el aire! Y tú, muchacho, ¿te has hecho daño?

—He sufrido un pequeño golpe en la nariz.

—¡Salgamos afuera!

Empuñaron los espadones y los arcabuces y subieron a la cubierta. Una espesa humareda se cernía aún sobre la destrozada proa, y grandes llamaradas salían de debajo del castillo. Las cuerdas embreadas, la ropa de los marineros y otras materias combustibles hacinadas en la proa habían sido incendiadas por la explosión.

—¡Diablo! —exclamó Alvaro, frunciendo el ceño—. ¡No había previsto ese peligro!

Se encaramó sobre la borda, agarrándose alas cuerdas que sujetaban todavía el trozo subsistente del palo mayor, y echó una ojeada hacia la proa.

La derrota de los indios había sido completa; de las cuatro piraguas una había zozobrado, y las otras tres se alejaban a toda prisa hacia tierra.

—¡Buen golpe, a fe mía! —dijo el bravo joven, riendo.

—¡Esos malditos antropófagos no volverán a atacarnos!

Dirigió la vista hacia el arrecife en que estaba encallada la carabela. Cadáveres horriblemente mutilados flotaban acá y allá, mezclados con pedazos de remos y de bancos.

—¿Se han marchado, señor Alvaro? —preguntó el mozo.

—Van hacia la costa con la rapidez del viento —respondió Correa—. ¡Juraría que no les queda una gota de sangre en las venas!

—¡Qué arrancada llevan! —exclamó el muchacho, que a su vez se había subido sobre la borda—. ¡Deben haber pasado un miedo espantoso!

—Varios de ellos han muerto.

—Y se los están comiendo los tiburones, señor. ¡Oh! ¡Qué feroces animales! ¡Mirad cuántos hay! ¡Qué dientes tienen! ¡De una sola dentellada parten a un hombre por la mitad del cuerpo!

Correa miró hacia la proa, y se estremeció. Siete u ocho escualos monstruosos, de esos que tienen la cabeza de figura de martillo, se agitaban cerca del arrecife enseñando su enorme boca semicircular armada de formidables dientes.

Volvíanse sobre el dorso, pues de otra maneras no pueden apoderarse de su presa, a causa de la disposición de su boca, que se abre debajo de las dos cabezas del martillo, y después, de una dentellada que hacía helar la sangre en las venas partían en dos los cadáveres y desaparecían, llevándose la mitad más suculenta, dejando tras sí una extensa mancha de sangre.

—¡Oh, qué horribles peces! —exclamó Correa—. Si la explosión nos hubiera lanzado al mar, ¡buen fin nos esperaba!

Una nube de humo negro y pestilente impregnado del olor del alquitrán les hizo comprender que a la sazón el peligro no estaba en los tiburones.

—¡Pardiez! —exclamó—. Nos habíamos olvidado de que la proa dé la carabela está ardiendo. No podemos considerarnos fuera de peligro aunque los salvajes se hayan marchado. Tenemos que marcharnos también nosotros, y sin perder tiempo.

—Es cierto, señor; pero ¿y los tiburones?

—En este momento están demasiado entretenidos para acordarse de nosotros. Además, tenemos armas, y si tratasen de atacarnos en nuestra almadía, sabríamos defendernos.

Dirigió una última mirada a la costa. Las tres piraguas habían embocado uno de los ríos que desaguan en la bahía, y en aquel momento desaparecían tras la masa de verdura de sus orillas.

—Embarquémonos, García —dijo—. Trae un barril de pólvora y plomo. ¿No nos quedan más víveres?

—La despensa está debajo del agua; ya os lo dije.

—Pues iremos a la costa en busca del almuerzo. Estoy viendo muchos pájaros que revolotean sobre los árboles, y no somos malos tiradores.

Trepó hasta la cofa del palo mayor, llevando consigo una cuerda, que pasó por una de las poleas; después amarró un cabo a una de las esquinas de la almadía y envolvió el otro en el cabrestante de popa, que el mozo ya había provisto de sus manivelas.

Tenían que darse prisa, porque las llamas, encontrando fácil pasto en el maderamen embreado de la carabela, cada vez iban adquiriendo más fuerza.

Largas lenguas de fuego salían del castillo de proa, y espesas nubes de humo envolvían toda la nave.

Correa y el mozo se agarraron a las palancas del cabrestante, y empleando todas sus fuerzas, lo pusieron en movimiento. Como la almadía era pequeña y no muy pesada, no les fue difícil izarla y empujarla fuera de la borda.

Por otra parte, el estado del mar favorecía la maniobra, que hubiera sido dificilísima con un fuerte oleaje.

El Atlántico se había calmado, y sólo de cuando en cuando alguna ola de poca altura entraba por la boca de la bahía e iba a deshacerse en los islotes y arrecifes de que estaba sembrada.

Apenas hubo llegado al agua la almadía se enderezó y quedó flotando y dando vaivenes y; golpes contra el costado de la nave.

Convencidos de que flotaba perfectamente, Correa y el mozo trasladaron a ella los dos barriles en que guardaban las municiones, alguna ropa de la que habían encontrado en el camarote del piloto, los espadones y los arcabuces, y en seguida cortaron las cuerdas y se separaron de la nave.

—¿Adónde nos dirigimos, señor? —preguntó el mozo, empuñando los remos.

Correa estuvo un momento explorándola línea de la costa, y señalando después hacia un río de los varios que desaguaban en la anchurosa bahía, dijo:

—Acerquémonos allá, pues está bastante lejos del que remontaron las piraguas de los brasileños.

CAPITULO IV. EN LA COSTA

La almadía flotaba perfectamente, contribuyendo a ello las barricas que llevaba en sus esquinas y que la mantenían muy boyante; la plataforma quedaba completamente fuera del agua, a pesar del oleaje que aún duraba.

El señor Correa y el muchacho bogaban vigorosamente después de haberse orientado, pero Sin perder un momento de vista la boca del río por donde habían desaparecido las tres piraguas de los brasileños.

Recelaban que aquellos bribones se hubieran escondido en los bosques que cubrían las orillas y que se presentasen de un momento a otro.

En la bahía sólo se veían ciertas aves marinas de una especie absolutamente desconocida para Alvaro y su compañero, los cuales, de cuando en cuando, se lanzaban rápidamente sobre la superficie del agua para apoderarse de algún pez que osara asomar fuera de ella la cabeza. Ninguna piragua surcaba aquel inmenso espejo de agua, sembrado de preciosos islotes cubiertos de varias clases de palmas que ofrecían el más pintoresco espectáculo.

Ningún mido sospechoso turbaba el silencio que reinaba en aquella especie de golfo, llamado a ser un día uno de los puertos más amplios y abrigados del mundo y asiento de una de las ciudades más opulentas de América.

Sólo se sentía el rumor de las olas al deshacerse en los islotes y arrecifes.

Meciéndose sobre las olas, la almadía se había alejado ya unos cien metros de la carabela, que seguía ardiendo, cuando la aparición de algunos objetos sobre la superficie del agua a babor y a estribor de la almadía arracaron un grito de terror al mozo.

—¡Señor Correa!

—¿Los indios? —preguntó Alvaro, que no había advertido todavía la presencia de otros enemigos no menos formidables que los comedores de carne humana de las selvas brasileñas.

—¡No; los tiburones, señor!

—¡Parece que en este maldito país todo conspira para devorarnos! ¡La cosa va siendo un poco pesada!

—¡Nos tienen sitiados, señor!

Alvaro recogió el remo y echó una mirada en torno suyo. El mozo no había exagerado el peligro.

Siete u ocho peces de cabeza de martillo enseñaban su horrible cabeza a pocos pasos de la almadía, abriendo y cerrando las mandíbulas con crujidos poco tranquilizadores.

Los ojos, de color azul obscuro, que tienen en los dos extremos del martillo, los clavaban obstinadamente en los náufragos como si quisieran fascinarlos.

—¡No son menos peligrosos que los indios! —dijo el joven portugués—. Con todo, no es cosa fácil para ellos subir a la almadía, porque, por fortuna, la Naturaleza no los ha dotado de garras. ¿Qué bocas? ¿No te causan escalofríos, rapazuelo?

—¡Me hacen perder la cabeza, señor! —contestó el mozo.

—¡Echa mano a uno de los espadones y da un pinchazo al que se acerque!

—Mejor sería tirarles con los arcabuces.

—¡Disparos! ¡No, García; no llamemos la atención de los indios! Muy bien puede ser que estén en aquel bosque.

Los tiburones daban vueltas en torno de la almadía a cierta distancia de ella, mostrando ora su robusto dorso, ora su cola, en la cual tienen tanta fuerza, que con un solo golpe pueden hacer zozobrar una canoa de mediano tamaño.

De cuando en cuando alguno de ellos se zambullía con gran estrépito y los dos náufragos sentían rozar su piel rugosa con el fondo de la almadía.

—Parece que quieren levantarla —dijo Correa, que estaba más tranquilo de lo que las circunstancias aconsejaban—; pero creo que no tienen fuerza para tanto. Además de la almadía tendrían que levantarnos a nosotros, que pesamos algo.

Empuñó su espadón, y con valor temerario se asomó al costado de estribor de la almadía, tirando varias cuchilladas que dieron en el vacío. Aquellos malditos escualos, astutos como peces, en cuanto notaban el ademán ofensivo se sumergían rápidamente y reaparecían poco después por el otro lado de la almadía.

Uno de ellos, más impaciente o más hambriento que los otros y seguro de su fuerza, pues tenía seis o siete metros de largo y una boca tan enorme que García hubiera cabido cómodamente sentado dentro de ella, se lanzó contra la almadía y le dio tan fuerte coletazo, que la hizo inclinarse más de un pie a estribor.

El encontronazo fue tan súbito e inesperado, que a Correa le faltó poco para caer entre las abiertas mandíbulas que le esperaban, y que se hubieran cerrado en cuanto hubiese caído en ellas.

—¡Diablo! —exclamó el portugués, recobrando al momento su admirable serenidad—. ¡La cosa va poniéndose seria! ¡Si todos se nos echan encima de golpe, nos harán pedazos!

Viendo al monstruo voraz volver al asalto, empuñó con ambas manos el espadón y le dio tan violenta cuchillada, que le cercenó en redondo una de las dos cabezas del martillo.

Tan atrozmente mutilado, el tiburón lanzó un resoplido que sonó como un lejano trueno, y se sumergió de pronto, dejando en la superficie del agua una extensa mancha de sangre y el trozo de cabeza cercenado por el golpe, en el cual estaba uno de los ojos, que parecía lanzar todavía una mirada terrible.

—¡Creo que ese bribón tiene bastante! —dijo el portugués.

—¡Y también este otro! —añadió el mozo, que, animado por el feliz éxito de su compañero, y viendo a otro tiburón pasar a su alcance, le hendió la cabeza de una cuchillada con sorprendente destreza.

Por desgracia, lograron lo contrario de lo que se proponían, porque los otros tiburones, en vez de asustarse, excitarlos quizá por la vista de la sangre, se enfurecieron hasta el delirio.

Acometían por todas partes a la almadía, dándole empujones y coletazos que tan pronto la inclinaban a un lado como a otro, y que muy bien podían destruir las barricas que llevaban en los ángulos, comprometiendo su estabilidad.

Aquella lucha amenazaba acabar trágicamente, a pesar de las cuchilladas que los náufragos daban a los tiburones, cuando de pronto estalló un ruido espantoso y una altísima oleada se echó encima de los combatientes, empujando a la almadía hacia la costa.

Era la carabela que reventaba. Las llamas habían llegado al camarote del piloto, donde estaban los barriles de pólvora, y la explosión había deshecho literalmente el pobre casco.

Aquel estallido había sido más eficaz que los tajos y mandobles de Alvaro y del mozo.

Aterrados los tiburones se zambulleron de pronto, y probablemente se refugiaron en las cuevas submarinas que de ordinario sirven de asilo a esos peligrosos habitantes de las ensenadas americanas.

Durante algunos minutos se extendió sobre la bahía una nube blanquecina que la obscureció por completo. Cuando se disipó, Correa y el mozo pudieron ver entre los escollos los restos humeantes y destrozados de la carabela.

—¡Pobre velero! —exclamó el portugués con cierta emoción—. ¡A qué desgraciado fin estabas condenado!

Una sacudida que por poco le arroja al agua le hizo volverse.

—¿Todavía los tiburones? —preguntó.

—No, señor —contestó García—; hemos tocado en un banco de arena, y la ribera no dista de aquí ni cincuenta pasos. La ola producida por la explosión nos ha empujado mejor que una vela con buen viento.

—¿Hay mucha agua?

—Apenas un pie.

—Pues desembarquemos, y vayamos en busca del almuerzo.

Cargaron con los dos barriles, que no pesaban más de veinte libras cada uno, recocieron la ropa y las armas, y sin dificultad atravesaron el banco de arena.

El bosque que se extendía en torno de la bahía acababa en la misma arena, de modo que algunas plantas bañaban sus raíces en el agua del mar.

Era aquel bosque el último extremo de la inmensa selva que todavía hoy cubre gran parte del interior del Brasil, a pesar de los continuos esfuerzos de los emigrantes y de los indígenas, y que aún se presenta con todos los caracteres de su estado primitivo, pues los árboles, los arbustos y los bejucos, lianas y plantas parásitas de toda especie, entrelazándose y multiplicando sus raíces, que muchas veces salen hasta de las mismas ramas, formando una intrincadísima e inaccesible espesura.

Ante los asombrados ojos de Correa y del muchacho se ostentaban abundantísimas, hasta donde alcanzaba la vista, plantas variadas y soberbias con el tronco envuelto en lianas que después de ascender hasta su copa caían en festones formando redes tan espesas en algunos parajes, que se hacía imposible el tránsito, no sólo a los hombres, sino también a los animales.

Era una indescriptible maraña de mirtos de corteza brillantísima, cocos más altos y más espléndidos que los de las Islas Orientales, arbolas cuyas frutas parecían balas de cañón por su tamaño, flores con cálices enormes y anchísimos pétalos de los más variados colores, acacias y palmas de toda especie.

Aves espléndidas de colores vivísimos y variados revoloteaban entre los árboles sin mostrar temor alguno por la presencia de aquellas dos personas.

Eran soberbios canindes, semejantes a las cacatúas australianas, grandes como papagayos, con la cola azul turquí brillante y plumas amarillas en el pecho; impongas blanquísimos, cuyo canto, semejante al tañido de una campana, se oye al alba, al medio día y a la puesta del sol a tres millas de distancia de la selva virgen; araes, de color rosado, que lanzan con fastidiosa insistencia su eterno grito de ¡ara! ¡ara! aracaros, tamaños como mirlos, de pico cartilaginoso y tan grueso como todo el cuerpo, que lanzan gritos estridentes, semejantes al chirrido de ruedas mal engrasadas.

—¿Qué me dices de todo esto, García? —preguntó Alvaro mirando con estupor todos aquellos volátiles, que hacían brillar a los rayos del sol los variados matices de sus plumas.

—Que debemos de haber desembarcado en el Paraíso terrenal —respondió el mozo.

—¡Buen paraíso, cuyos habitantes de dos pies son más feroces que los leones que viven en las selvas y en los desiertos de Asia y de África!

—Sin embargo, señor Alvaro, no podéis negar que esta selva es soberbia.

—Verdaderamente espléndida; pero lo que no veo es el almuerzo.

—Tenemos ahí los pájaros a centenares.

—Que me alegraría mucho trasladar a las parrillas si el miedo de llamar la atención de los salvajes no me contuviese.

—¡Ah, señor Alvaro!

—¿Qué has descubierto?

—¡Mirad aquellos árboles gigantescos cargados de frutas! ¿No podríamos probarlas?

Alvaro levantó los ojos y vió a corta distancia del lugar en que habían desembarcado varios árboles enormes y frondosísimos, cuyas frutas eran semejantes a peras, de figura algo alargada y de colores vivísimos.

Los troncos de aquellos árboles estaban literalmente cubiertos de gruesas gotas transparentes que parecían formadas de agua congelada, y exhalaban penetrante aroma.

Eran acalabas, quizá los árboles más hermosos y útiles de la América del Sur; tan estimados por las tribus indígenas, que sostenían encarnizadísimas guerras, en las cuales morían centenares de hombres, para disputarse la posesión de los terrenos en que crecían.

Alvaro, que no los conocía, pues nunca había estado en el Brasil hasta entonces, se quedó perplejo, dudando si tales frutas eran comestibles d sí contendrían algún veneno activo o jugo peligroso.

—Podríamos probar, García —dijo finalmente—. Son tan preciosas a la vista esas frutas, que harían caer en tentación hasta a personas menos hambrientas que nosotros. ¿Puedes trepar?

—Para un muchacho como yo, la cosa no es muy difícil —respondió García.

Ya iba a agarrarse a los bejucos que envolvían el tronco de uno de aquellos árboles, cuando se vio acometido por un fuerte ataque de risa.

—¡Ah, señor Alvaro! —exclamó—. ¡Qué rarísimos son! ¡Y qué flacos!

—¿Quiénes? —preguntó el portugués.

—¡Mirad allá arriba, entre el follaje! Esas frutas deben de ser exquisitas, según la avidez con que las devoran.

Alvaro se acercó al pie del árbol y miró hacia el follaje, que, efectivamente, era espesísimo.

Unos seres extraños se movían entre las ramas dando de cuando en cuando saltos prodigiosos para alcanzar los racimos de frutas, que devoraban con extraordinaria rapidez.

—¡Calla! —exclamó—. ¡Son monos!

—¿Monos? —dijo el mozo—. ¿Si parecen arañas grandísimas, señor?

Sin saberlo, el muchacho daba su verdadero nombre a aquellos simios, pues se trataba de una pequeña banda de áteles, más conocidos por el nombre de monos arañas.

Por su espantosa flacura y por la excesiva longitud de sus brazos y de sus piernas, aquellos habitantes de las selvas americanas, vistos a cierta distancia, parecían enormes arañas de cuerpo peludo.

Al ver a los dos náufragos se apoderó de aquellos simios una especie de pánico, y a toda carrera fueron a refugiarse en una gruesa rama que se prolongaba por encima de un riachuelo que por allí corría.

Daban gritos rabiosos, enseñando sus blancos dientes, y tenían el pelo erizado como si se preparasen a acometer furiosamente al mozo, que se había agarrado bravamente a un bejuco para trepar hasta un ramo del cual pendían muchas de aquellas hermosas frutas que tanto despertaban el apetito de nuestros náufragos.

—¡Ten cuidado, García! —dijo Alvaro preparando el arcabuz—. ¡Me parece que esos monos son belicosos!

—¡Tengo el hacha, señor! —respondió el muchacho, sin detenerse en su ascenso por el bejuco—. ¡No serán, por cierto, esos bichos quienes me hagan renunciar a mi empeño!

Los monos gritaban cada vez más furiosamente, pensando asustar al muchacho; pero en lugar de acometerle seguían retirándose por la rama, haciéndola cimbrearse tan violentamente, que parecía a punto de romperse bajo el peso de aquellos doce o quince cuerpos, a pesar de su extremada escualidez.

Pero viendo que el mozo no se detenía y que, habiendo ya soltado el bejuco, avanzaba por una de las ramas, su furiosa gritería se convirtió en una especie de llanto general, que provocó un acceso de risa en el señor Correa.

—¡No son muy valientes esos monos! —dijo.

—¡Señor Alvaro!

—¿Qué hay?

—¿Qué están haciendo esos monos? Parece que quieren dejarse caer al suelo.

Los áteles estaban en aquel momento ejecutando una maniobra misteriosa.

Llegado a la extremidad de la rama, uno de ellos se lanzó al espacio sostenido por uno de sus compañeros, que lo tenía agarrado por la cola.

Un segundo mono efectuó la misma maniobra, sostenido por el anterior. Siguió a aquél un tercero, y así sucesivamente, formándose una especie de cadena de monos suspendida en el aire, teniendo cada uno de ellos la cola en las manos del que inmediatamente la precedía.

Comenzó a columpiarse la cadena entre el tronco del árbol y la orilla del arroyo, como sí fuera un péndulo suspendido de la rama a que el primer mono estaba sujeto por la cola.

El balanceo iba siendo cada vez más violento, hasta que el último mono, que sólo distaba cinco o seis varas del suelo, aprovechó el momento en que se lo permitió uno de los vaivenes para agarrarse a la rama de un árbol que crecía en la otra orilla del riachuelo.

Así quedó formado un puente colgante del más extraño efecto.

—¡Ah, tunantes! —exclamó Alvaro—. ¡Ahora comprendo!

Las monas que, cargadas con sus hijuelos, se habían quedado en la rama esperando que estuviera armado el puente para pasar, fueron las primeras que lo atravesaron, lanzando alegres chillidos.

Así que hubo pasado la última de ellas izaron al mono último hasta la rama más alta, y entonces, sin romper la cadena, se soltó el primer mono, quedando todos ellos en la otra orilla del arroyo, donde celebraron su hazaña con grandes risas y brincos desordenados.

—¡Buen viaje! —gritó el muchacho al verlos alejarse hacia la espesura de la selva saltando de árbol en árbol.

Encaramóse a una rama que se doblaba al peso de las frutas, y cortó un racimo de ellas, que dejó caer al suelo. Alvaro se apoderó de una, y se la llevó a la nariz con cierto recelo, bu pulpa era diáfana, casi transparente, y exhalaba exquisito aroma.

—Cuando los monos comen estas frutas, no deben de ser venenosas —dijo dando un mordisco a la que tenía en la mano.

—¡Pardiez; es deliciosa! ¡Mejor que nuestras peras de Europa!

El muchacho, que estaba a horcajadas en la rama, devoraba una tras otra, participando de la opinión del señor Correa. Y verdaderamente no iban descaminados nuestros náufragos en su aprecio por tales frutas, pues los indios son aficionadísimos a ellas, sirviéndoles, entre otras cosas, para convertirlas en una harina con la cual fabrican grandes panes o tortas que nada tienen que envidiar a las del mejor trigo europeo; a este efecto hacen grandes provisiones de ellas, dejándolas secar para después machacarlas y reducirlas a harina.

Ya se habían dado un buen hartazgo, cuando Correa, que se había echado sobre la hierba para descansar, vio al muchacho soltar a toda prisa la rama en que se hallaba y deslizarse rápidamente al suelo agarrándose a los bejucos.

—¿Qué sucede, muchacho? —preguntó el portugués echando mano a los arcabuces.

—¡Silencio, señor! —respondió el mozo con voz alterada.

—¡Explícate! ¿Qué has visto?

—¡Los indios!

—¡Todavía esos bribones! —dijo para sí Alvaro echando una rápida mirada en torno suyo—. ¿Dónde están?

—¡Van hacia la playa!

—¿Son muchos?

—No he visto más que dos.

—¡Ven acá!

Y al decir esto corrió hacia un matorral que allí cerca había, y adonde le siguió rápidamente el muchacho. Desde aquel lugar podían ver una vasta extensión de la playa sin peligro de ser descubiertos.

Los indios debían de dirigirse hacia la boca del arroyuelo, porque si bien no se los veía, se oía cada vez más el rumor de su voz.

—No parece que sean muchos —dijo Alvaro, que escuchaba atentamente.

—¿Serán dos exploradores de los antropófagos? —preguntó García.

—Puede ser —respondió Correa—; pero si no son más que dos, no hay que temer nada.

—¿Y si nos descubren? Pueden guiarse por nuestras pisadas, que han quedado marcadas en la arena, y también pueden ver la almadía.

—Si se acercan, no los perdonaremos.

En aquel momento dos indios salieron de la espesura y avanzaron hacia la playa.

Ambos eran de alta estatura, delgados, de facciones regulares y piel de color rojo de ladrillo, e iban casi desnudos: no llevaban más que un ligero taparrabos de hojas groseramente entretejidas. Tenían pintado el cuerpo con rayas rojas y negras, llevaban plumas pegadas en los carrillos y otras sujetas en los largos y ásperos cabellos, que flotaban sobre su espalda.

Su boca tenía una figura feísima, debido a su costumbre de perforarse el labio inferior para introducirse en él un pedazo redondo de pedernal a guisa de adorno.

Este extraño ornamento, que todavía usan los indios de las regiones interiores del Brasil, da horrible aspecto a sus facciones.

Un adorno semejante llevaban en las orejas, que, estirándoseles poco a poco por el peso que colgaba de ellas, acababan por llegarles hasta los hombros.

Los dos indios, que iban armados con largos percas de palo de hierro y una especie de puñales como de dos pies de largo, de madera dura y aguzados por ambas puntas, se detuvieron en la playa, que en aquel paraje bajaba rápidamente, y fijaron atentamente la vista en el agua.

—Parece que no nos buscan a nosotros —dijo Alvaro al muchacho—. Creo que se disponen a pescar.

—¿Con los arcos?

—¡Veremos!

—Aún no han visto la almadía.

—La corriente la ha empujado detrás del arrecife.

Después de anclar un rato por la playa los dos indios volvieron hacia atrás y arrancaron unos bejucos, con los cuales, anudándolos por los extremos, hicieron una cuerda muy recia como de cien pies de largo.

Después se pusieron a la sombra de un palmar, sacaron de una concha un puñado de polvos negruzcos, y se colocaron uno enfrente a otro, teniendo en la mano un raro instrumento que parecía compuesto por dos huesos cruzados en forma de X.

—¿Qué hacen? —preguntó el muchacho asombrado.

—No lo sé mejor que tú —contestó Alvaro, que no perdía de vista un momento aquella singular operación, cuyo objeto no acertaba a explicarse.

Los dos indios echaron los polvos que habían sacado de la concha en los huesos, que sin duda estaban perforados a lo largo. Introdújose después cada uno de ellos una de las aspas del instrumento antes citado en la boca y la otra en la nariz, y después soplaron con fuerza, estornudando estrepitosamente.

Esta operación, inexplicable para los dos náufragos en una época en que el tabaco era casi desconocido en Europa, no podía ser, sin embargo, más sencilla.

Los dos indios aspiraban rapé, ni más ni menos que nuestros abuelos. Solamente que lo aspiraban de una manera algo distinta, soplándoselo los dos al mismo tiempo por medio de aquel extraño instrumento formado por dos huesos de ave.

Después de haber estornudado abundantemente hasta saltárseles las lágrimas, los dos salvajes, felicísimos por el buen resultado de aquella operación, se tendieron en la hierba, sin separar la mirada del agua, que parecía bastante profunda en aquel lugar. ¿Qué esperaban? La respuesta la tuvieron los náufragos antes de lo que creían.

Apenas habían pasado quince minutos, cuando los salvajes se pusieron rápidamente en pie, teniendo uno de ellos en la mano uno de aquellos puñales de madera dura aguzados por los dos extremos, y el otro la cuerda de bejuco.

El que estaba armado con el puñal, que parecía el más robusto y determinado de los dos, se situó sobre una pequeña roca que avanzaba algo mar adentro: miró con gran atención al agua, después se puso el puñal entre los dientes, y en seguida se zambulló de cabeza.

—Son pescadores —dijo Alvaro—. Pero tengo curiosidad por saber lo que van a pescar de esa rara manera.

—Dudo mucho que puedan pescar nada —dijo el muchacho—. Los peces son demasiado listos.

—¡Ah, diablo!

—¿Qué pasa, señor?

—¡Mira! ¡Qué valor tienen esos salvajes!

Un bulto enorme asomó sobre la superficie del agua a poca distancia del paraje donde el indio se había sumergido. Aquel bulto era la cabeza de figura de martillo de un tiburón formidable.

—¡El pescador está perdido! —exclamó García.

—Creo que te engañas —dijo Alvaro—. Precisamente se ha tirado al agua para pescar ese tiburón.

—¿Tan valientes son esos salvajes?

—¡Fíjate bien, García!

El pescador volvió a aparecer sobre el agua, teniendo siempre entre los dientes el largo puñal de madera, y se dirigió resueltamente hacia el tiburón, que jugueteaba entre la espuma.

El indio que estaba en tierra seguía atentamente aquella lucha emocionante, sin manifestar la menor inquietud por la suerte de su compañero. Tenía en la mano la cuerda de bejuco, dispuesto, al parecer, a arrojarla al agua.

Al advertir la presencia del hombre, el formidable tiburón se detuvo como asombrado de su audacia, y en seguida, con un rápido movimiento, se volvió sobre el dorso abriendo su enorme boca.

Con increíble valor, en vez de evitar el peligro, el indio lo arrostró resueltamente. Acercóse por medio de un vigoroso empuje al tiburón, le introdujo entre las mandíbulas la aguda estaca que llevaba en la mano, y en seguida se sumergió en el agua..

Seguro de cercenar de una dentellada el brazo de su adversario, el pez martillo había cerrado violentamente las quijadas; pero al hacerlo se clavó en ellas las dos puntas de la estaca, que penetraron a un tiempo, causándole profundas heridas que debían tener para él gravísimas consecuencias.

Alvaro y su compañero le vieron dar un tremendo salto, seguido de rabiosas contorsiones y desordenados movimientos, furiosos coletazos a diestro y siniestro, y tremendos resoplidos que teñían de sangre el agua que le rodeaba.

Sus feroces ojos, que despedían rayos de ira, parecían querer saltársele de las órbitas.

Nadando entre dos aguas el audaz pescador salió tranquilamente a la orilla, y poniéndose al lado de su compañero, contemplaba con visible satisfacción la agonía del monstruo, esperando que llegase el momento oportuno para apoderarse de él.

—Amigo García —dijo el señor Correa—, no sé cómo nos las compondríamos si tuviéramos que combatir con esos salvajes. Hombres que se exponen a tales peligros, son muy capaces de hacernos frente. ¿Has visto alguna vez a alguno de nuestros marineros pelear con un tiburón llevando por toda defensa un puñal, y sobre todo, un puñal de madera?

—¡Nunca, señor! —contestó el muchacho.

—Si Pizarro y Almagro hubieran desembarcado aquí en ver de en el Perú, no habrían conquistado tan fácilmente tantas regiones. Comparados con estos salvajes, los incas son verdaderas liebres o menos todavía. Pero ¿qué están haciendo esos dos pescadores?

—No lo sé. Mirando a la arena, señor.

Efectivamente; los dos indios miraban atentamente a la arena de la playa, y de cuando en cuando hacían gestos de asombro.

—¿Sabes lo que están mirando, García? —preguntó Alvaro con inquietud.

—No, señor.

—¡Nuestras pisadas! ¡Estoy seguro!

—Entonces, vendrán hacia aquí.

—Sí; seguirán el rastro. Deben de estar muy sorprendidos y confusos, porque nunca habrán visto huellas de zapatos.

—Se imaginarán que son pisadas de algún animal extraordinario, ¡ay! ¡Miran hacia acá, y están compulsando los arcos! ¡Señor, huyamos! —dijo el muchacho.

—Podemos derribarlos de una descarga.

—¿Y el ruido? Podría atraer a otros salvajes.

—¡Y Esos hombres no deben de estar solos!

—¡Pues alejémonos! —dijo Alvaro.

El matorral en que estaban ocultos les permitía alejarse sin ser vistos.

Echáronse a cuestas los dos barriles, sujetándoselos a la espalda con cuerdas, y con grandes precauciones para no llamar la atención se internaron en la selva.

Habrían andado unos veinte pasos, cuando detrás de ellos sintieron ruido de ramas, y poco después un ligero silbido. Una larguísima flecha se había clavado cerca de ellos, en el tronco de un árbol y a la altura de un hombre.

Alvaro se volvió súbitamente con el arcabuz preparado, decidido a vender cara su vida haciendo fuego, sucediera después lo que sucediese.

Los dos indios aparecieron súbitamente entre el ramaje del matorral que acababan de abandonar los náufragos, llevando en la mano izquierda el larguísimo arco armado, y en la derecha la; flecha, ya apoyada en la cuerda.

Al descubrir a los hombres blancos, que seguramente era la primera vez que veían, profirieron una exclamación de asombro.

Sin duda, se preguntaban si aquellos seres eran hombres o animales de una especie desconocida.

Ni siquiera se atrevían a tender los arcos, apuntando tan pronto hacia arriba como hacia abajo, cual si dudasen acerca del lugar del cuerpo adonde debían dirigir sus tiros.

De pronto, bien porque se apoderase de ellos un terror supersticioso, bien porque se sintieran amedrentados por el brillo de los cañones de I03 arcabuces, volvieron la espalda y echaron a correr con tal rapidez, que hasta a un caballo le hubiera costado trabajo seguirlos.

—Ya iba a disparar —dijo Alvaro—. ¡Mejor es que se hayan marchado!

—¡Huyamos, señor! —dijo García—. ¡Pueden volver en mayor número!

—¡Tienes razón, García! ¡Refugiémonos a todo escape en la selva!

Volvieron la espalda a la playa y echaron a correr internándose en la selva, que iba haciéndose cada vez más intrincada y, espesa.

CAPITULO V. EN LAS SELVAS BRASILEÑAS

Su carrera no duró más de un cuarto de hora, porque bien pronto se vieron obligados a andar más despacio a causa de las innumerables dificultades que se ofrecían a su marcha. En efecto; la selva era allí un verdadero laberinto de matorrales, ramas espinosas, troncos, bejucos y raíces de enorme tamaño.

Era la verdadera selva virgen que en aquel tiempo cubría la mayor parte del territorio del Brasil, extendiéndose casi sin interrupción desde el Atlántico hasta la gigantesca cadena de los Andes.

Graciosos bagaes, soberbias maximilianas regias, gigantescas palmas mauricias de anchas hojas en abanico, frondosísimos curbariles que, se encorvaban hacia el suelo casi cubriendo el tronco, y espinosos jabis se mezclaban en todos sentidos con los bejucos de variadísimas familias y otras plantas trepadoras que se enlazan a marañones, árboles del caucho, de la quina, etc., formando espesísimas redes a través de las cuales se hacía poco menos que imposible el paso a loo mismos indígenas.

Alvaro y el muchacho se detuvieron.

—¡Es imposible seguir! —dijo Alvaro—. ¡Nunca he visto espesura semejante!

—Sin embargo, aun estamos demasiado cerca de la costa para detenernos aquí —dijo García—. Imitemos, señor, a los monos, si no os parece mal. A lo menos, así no dejaremos rastro y no les será fácil a los indios seguirnos.

—¡Tu consejo es bueno, muchacho! ¡Imitemos, pues, a los monos!

Viendo que el avance por tierra era imposible, se agarraron a los festones de bejucos y emprendieron su marcha aérea, a pesar de lo mucho que les molestaban las municiones y las armas con que iban cargados.

Saltando y gateando de rama en rama y agarrándose a las plantas trepadoras habían ya avanzado un centenar de metros, cuando un ruido súbito los hizo detenerse.

Un espantoso griterío en que se percibían agudísimos chillidos resonó de pronto en medio de la selva, turbando el silencio que en ella reinaba momentos antes.

Los gritos eran atroces, angustiosos, como de gente a quien estuvieran degollando o sometiendo a terribles torturas.

—¡Señor! —exclamó el muchacho, que se había puesto a horcajadas en una rama—. ¡Están matando a alguno!

—¿A alguno, dices? ¡Me parece que a varios!

—¿Habrá alguna tribu de indios en esta selva?

—¡Me lo temo, García!

—¡Y estarán entreteniéndose en torturar a los prisioneros antes de asarlos!

—Pero ahora cantan los prisioneros —exclamó Alvaro, que escuchaba con gran atención.

Los lamentos habían cesado de repente, y en vez de ellos se oía una extraña salmodia, como si se hubiese refugiado en la selva una comunidad de frailes.

Alvaro dirigió una mirada al muchacho.

—¿Cantan, o es ilusión mía?

—Se diría, señor, que los indios están rezando.

—Ahora se oye otro ruido ¿Qué será?

Ya no era una salmodia, sino golpes sonoros, como los que haría una turba de leñadores cortando troncos de árboles, y a este ruido se mezclaba otro como de agua que se despeña.

—¡Es imposible que sean indios los que hacen esa bulla! —dijo Alvaro—. ¡Calla! ¡Ahora vuelven a oírse los lamentos y los cantos! ¡Quiero saber quiénes son esos concertistas!

—¿Quiénes os imagináis que son?

—No lo sé; pero de seguro no son hombres. ¡Vamos a verlo!

Persuadidos de que no iban a encontrarse con salvajes, volvieron a emprender su marcha aérea entre una espantosa algarabía de aullidos, lamentos, gritos, cantos y golpes sonoros que cada vez iban en aumento.

Los autores de tan extraño concierto no podían estar muy lejos.

Los náufragos avanzaban muy despacio y con grandes precauciones, ignorando aún si eran hombres o animales los que producían aquel estrépito.

Después de adelantar unos doscientos metros hicieron alto.

En la cima de un árbol enorme que crecía en medio de un pequeño claro del bosque estaban reunidos los coristas. Aquel árbol era una soberbia summameira, uno de los más colosales representantes del reino vegetal que se encuentran en las selvas brasileñas: de corteza blanquísima y ramas nudosas colocadas simétricamente respecto al tronco, el cual está rodeado en su base de gruesas raíces que arrancan de él a una altura de ocho o diez pies del suelo a modo de puntales o espuelas, formándose debajo de ellas una especie de huecos o compartimientos en cada uno de los cuales caben dos o más personas.

Una carcajada de Alvaro puso término a aquel extraño concierto. Asustados los músicos, habían desamparado el tronco del gigantesco vegetal y se habían guarecido en el ramaje.

—¡Monos! —exclamó el muchacho—. ¿Cómo tendrán la garganta esos bichos para imitar tan perfectamente a los frailes cuando rezan o a los judíos cuando cantan en sus sinagogas?

Los coristas, eran, efectivamente, monos; simios de los llamados guaribas, de pelaje oscuro, y con las manos, la cabeza y la cola negrísimas.

Al ver a los náufragos se dispersaron trepando alas ramas del árbol y manifestando su cólera por medio de roncos gruñidos. Después se agruparon alrededor de un viejo macho, el director dé la orquesta, y con sorprendente agilidad saltaron a otro árbol próximo y desaparecieron en la espesura.

—¡Pueden jactarse de habernos hecho pasar un mal cuarto de hora! —dijo García riendo—. ¡Buena manera tienen de asustar a la gente que pase por la selva! ¡Habría jurado que estaban martirizando a prisioneros!

—Y yo también, García —contestó Alvaro—. Si permanecemos mucho tiempo en esta selva, habremos de ver cosas muy notables. ¡Ah; mira los huecos que hay en ese árbol! Tomaremos posesión de uno de ellos para pasar la noche, pues ya se está poniendo el sol.

—¿Y la cena, señor? Aquellas peras eran exquisitas; pero ya tengo el estómago vacío.

—Buscaremos frutas.

—Yo preferiría una magras.

—¡Ah, glotón! ¡Eres un poco exigente, rapaz!!

—Pero estoy seguro de que no las despreciaríais, señor Correa.

—No me atrevo a asegurarte lo contrario; pero, por desgracia, esas chuletas que ambicionamos están muy lejos, y tendremos que contentarnos con cualquiera fruta. Desde aquí veo una planta que nos proporcionará con qué cenar —dijo.

Agarrándose a un bejuco descendió del árbol en que estaba. Ya había tocado el suelo, cuando García le vio dar un violento salto atrás haciendo un gesto de horror.

—¡Señor Alvaro! —gritó el muchacho—. ¡Oh!, ¡qué horroroso animal!

—¡Una serpiente!

—Parece un sapo. Pero ¡qué sapo!

Un bicho repugnante salió de entre las hojas secas dando saltos y huyendo de Alvaro. Era uno de esos sapos de mina tan abundantes en las húmedas selvas brasileñas, del tamaño de un sombrero, armado de cuernos y con la piel manchada de negro y amarillo.

—¡Qué animalucho! —exclamó García—. ¡No he visto nada más repugnante!

—Estoy conforme —contestó Alvaro dándole una patada para hacerle huir más aprisa.

—¿Y aquellos animales que saltan como si tuviesen resortes en las platas? ¿No los veis, señor? ¡Dios mío! ¡Nunca he visto ranas de esa clase!

—¿Ranas?

—Pero ¡señor Alvaro, qué saltos tan cómicos!

Era una bandada de ranas completamente negras, con las patas posteriores larguísimas, que dando brincos tremendos habían invadido el claro del bosque en que se hallaban nuestros náufragos. Constituyen una especie de ranas tan ágiles, que a veces penetran en las casas por las ventanas.

Dando saltos desordenados y tan altos como las ramas de la rummameira, la banda desapareció en las profundidades de la selva después de atravesar el claro donde estaban nuestros amigos.

—Por aquí cerca debe de haber alguna laguna —dijo Alvaro—. Mañana la buscaremos, y haremos por pescar algo. He traído anzuelo, y como pescador, no soy del todo malo.

Se dirigió hacia la planta en que antes había reparado, cuyas ramas se doblaban bajo el peso de ciertas frutas de color verde, semejantes a pinas. No había elegido mal, pues se trataba de una pina, planta preciosísima y muy estimada por los indios, que da en gran abundancia frutas exquisitas, quizá las mejores de las regiones ecuatoriales.

Estas frutas contienen en su interior una especie de crema blanquecina, delicadísima y que nada tiene que envidiar a la del durión de la Malasia.

A falta de más sólido alimento, los dos náufragos hicieron abundante consumo de aquellas frutas, y después se acomodaron en una de las celdas de las raíces, donde cabían perfectamente y estaban a cubierto de la humedad de la noche.

El sol se había puesto y las tinieblas se habían apoderado rápidamente de la selva, ya oscura de sí aun en las horas más claras del día, a causa de la impenetrable bóveda de verdura que la cubría.

Mil rumores extraños que hacían estremecerse al muchacho, y aun a Alvaro, se percibían bajo el verde follaje y entre los enmarañadísimos matojos que formaban como una segunda selva entre los grandes árboles.

Unas veces eran silbidos agudísimos, interminables, que rompían de pronto el solemne silencio que reinaba en la inmensa selva, como si contramaestres de barcos, estuvieran dirigiendo alguna maniobra; otras veces se sentían mugidos formidables, como si rebaños de toros pasasen bajo los árboles; otras eran gemidos prolongados, ruidos como toques de campana o entrechocar de armas o instrumentos de hierro.

A todos esos clamores misteriosos sucedían ratos de completo silencio; pero no tardaban en resonar de nuevo los silbidos, los mugidos y otros rumores extraños.

Alvaro y el muchacho, inquietos y alarmados por su completa ignorancia sobre la causa de muchos de aquellos ruidos, que lo mismo podían proceder de animales inofensivos que de fieras y reptiles venenosos, no podían cerrar los ojos, a pesar de lo muy cansados que estaban.

Habían oído hablar vagamente de pumas y jaguares y de otros feroces huéspedes de las selvas americanas, y, temiendo ser asaltados en el momento menos pensado por cualquiera de esos carnívoros, estaban muy sobre sí, con los arcabuces preparados para hacer fuego.

De cuando en cuando, multitud de puntos luminosos pasaban acá y allá por el claro de la selva, revoloteando sobre las altas hierbas o entre el follaje del bosque.

Eran bandadas de cocuyos o luciérnagas, de bastante mayor tamaño que las nuestras, y que parecen llevar la vivísima luz que despiden en el mismo vientre.

Esa luz es tan intensa, que con la que despide un solo insecto se puede ver perfectamente, y, hasta alumbrar una pequeña habitación. Así, los indios la utilizan todavía para pescar, sujetando uno de esos insectos en el extremo de un bastón que ponen en la proa de sus canoas cuando se entregan a la pesca nocturna.

Dos horas llevaban nuestros náufragos en el hueco del árbol, cuando a poca distancia oyeron un ruido extraño que parecía el de una ola al levantarse y romperse contra las peñas, seguido inmediatamente por un silbido agudísimo. El mozo, que sentía que le temblaban las piernas, se volvió al señor Correa, preguntándole:

—¿Será algún animal grande, señor?

—No puedo decírtelo, porque no veo absolutamente a un paso de distancia. Lo que sí te digo es que estoy hasta la punta de los pelos de las selvas brasileñas y que quisiera ver de cerca a esos animales que silban, tocan la campana y el tambor, cantan, gruñen, aúllan y hacen esos ruidos inexplicables. ¿Cómo podrán dormir con semejante bulla los habitantes de estas regiones?

—¿Oís, señor, ese silbido?

—Sí, García; puede que sea alguna gigantesca serpiente que ande por ahí cerca.

—¡Me dan un miedo horrible esos reptiles! ¡Preferiría encontrarme con una fiera, señor Alvaro!

—Tenemos que acostumbrarnos a ellos. El piloto me dijo que en las selvas americanas hay muchas de esas serpientes, y algunas de ellas verdaderamente monstruosas.

—¿Cuándo amanecerá? ¡La noche me parece interminable!

—Cierra los ojos y procura dormir —dijo Alvaro—: yo velaré.

—¿Dormir? ¡Ni pensarlo!

Apenas había cerrado los ojos el muchacho, cuando una orquesta infernal puso en conmoción la inmensa selva.

Como obedeciendo a una consigna, miles y miles de ranas se pusieron a cantar a coro, haciendo un ruido espantoso, capaz de despertar a un muerto.

De estos anfibios hay millones y millones en las húmedas selvas americanas. Hay muchas especies de ellas, y no todas se limitan a su acostumbrado canto, pues las hay que mugen como bueyes, otras que ladran como perros, otras que martillean como si tuvieran a su disposición miles de calderas, y otras que viven en los árboles, silban como locomotoras, o dan chirridos como ruedas de carretas mal engrasadas.

Ya puede imaginarse el infernal ruido que harían todos aquellos bichos: los tímpanos más recios hubieran sido incapaces de soportarlo.

—¡Señor! —exclamó García espantado—. ¿Qué pasa? ¡Esto es el fin del mundo!

—¡No te asustes; son ranas! —dijo Alvaro.

—¡Se diría que son perros, búfalos, caldereros y borrachos cantando a coro!

—También tendremos que habituarnos a este concierto, si queremos dormir.

—Espero que no estaremos mucho tiempo en esta tierra y que encontraremos alguna manera de salir de ella.

—Precisamente en eso estaba pensando hace un momento —dijo Alvaro.

—¿Adónde nos iremos, y cuándo podremos irnos? Supongo que no pensaréis que nos pasemos aquí la vida.

—Y mucho menos morir asados en un parrilla rodeados de plátanos y peras cocidas.

—¿No habrá establecimientos europeos en esta costa?

—¡Ni uno siquiera, García! Hasta ahora nadie ha pensado en ocupar el Brasil, por más que nos pertenezca desde que nuestro compatriota Cabiallo descubrió y tomó posesión de él.

—Sin embargo, he oído que los castellanos se han apoderado de inmensos territorios.

—Es verdad, García; pero esos territorios están muy lejos de aquí, y tendríamos que atravesar toda la América meridional para llegar al Perú.

—¿Es un viaje muy largo?

—De miles y miles de millas, a través de selvas vírgenes habitadas por antropófagos y por toda clase de fieras.

—¡La verdad, no me siento con fuerzas para emprender semejante viaje!

—En cambio he oído hablar de algunos establecimientos franceses que deben estar al Sur del Brasil, cerca de la boca de un río inmenso que se llama de la Plata. Podríamos intentar el viaje hasta allí.

—Estarán muy lejos de aquí esos establecimientos.

—Sé que ese río está hacia el Sur; pero no podría decirte a qué distancia del lugar donde nos encontramos —contestó Alvaro.

—¡Ah, señor! ¡Creo que nunca saldremos de esta selva ni volveremos a ver nuestro Tajo ni la cara de un hombre blanco! —dijo el muchacho lanzando un suspiro.

—¡No hay que perder la esperanza! Sé que algunas veces han llegado a estas costas del Brasil barcos de los comerciantes del Havre a cargar cierta madera de que se saca una tintura preciosa. ¡Quién sabe si la casualidad nos hará tropezamos con algunos de ellos por estas costas!

—Entonces, señor, no nos conviene internarnos mucho.

—Efectivamente, no debemos perder de vista la costa; y también nos conviene hacer excursiones al Sur y al Norte del magnífico puerto en que hemos desembarcado. Pero veo que las ranas se van cansando, ¡aprovechemos el momento para dormir un poco!

—¿Y si alguna fiera se nos echase encima mientras dormimos?

—Hasta ahora sólo ranas y pájaros hemos visto. Quizás los navegantes que han estado por estas costas hayan exagerado la ferocidad de los animales que viven en las selvas americanas. Tengamos los arcabuces entre las rodillas, los espadones al costado y tratemos de dormir.

Recogiéronse en el fondo del agujero en que se encontraban, y no tardaron en dormirse, a pesar de sus recelos.

Después de un par de horas de concierto, las ranas habían ido callándose. Aún se oía de cuando en cuando algún coro de silbidos o de mugidos; pero duraba poco, y volvía a establecerse el silencio.

Al amanecer, después de tres o cuatro horas de sueño, los dos náufragos se despertaron por el ruido de otro concierto menos estruendoso pero que partía de las ramas del mismo árbol a cuyo pie se encontraban.

Era una banda de pequeños papagayos de cabeza azul turquí y plumas verdes, charlatana incorregibles que se pasan horas enteras dando gritos escandalosos sin un momento de tregua y, como quien cumple una sagrada misión.

—¡Levantémonos, García! —dijo Alvaro estirando los brazos—. El sol está ya alto, y el almuerzo, lejano, mientras que el hambre aprieta.

—¡No olvidemos que el cocinero de la carabela está en el vientre de los salvajes!

—¿Y dónde iremos en busca del almuerzo, señor?

—Debe de haber alguna charca o laguna por estas cercanías —respondió Alvaro—. Exploremos hacia el lugar donde cantaban las ranas. A falta de caza nos proveeremos de pesca.

Comenzaron por comerse algunas pinas para romper el ayuno; cambiaron después la carga de los arcabuces por si la humedad de la noche había estropeado la pólvora, y cargando con los barriles, se internaron entre los árboles.

En aquel lugar no era tan espesa la selva como en el trayecto que el día anterior habían recorrido, pues estaba formada por árboles enormes que no podían crecer muy cerca unos de otros.

Eran palmas gigantescas de más de sesenta varas de alto, pertenecientes a la especie llamada de la cera, por extraerse de su tronco y hojas una materia grasa que sirve para hacer velas.

Abundan en las selvas del Brasil y en las del interior; pueden darse hasta en terrenos situados a 3000 metros de altura sobre el nivel del mar, y hasta en la gran cordillera.

En la época a que se refiere nuestra narración los indios sólo utilizaban sus frutas, o, mejor dicho, sus renuevos o botones, que son un alimento abundante y sano, de sabor delicioso, que recuerda el de las alcachofas y el de los espárragos. Los indios los machacaban y tostaban mezclándolos con el jugo de la planta conocida por el nombre de palo de vaca. Hoy constituye esa palma la riqueza de las tribus en cuyos territorios se encuentra, extrayéndose de ella multitud de productos Utilísimos. Puede decirse que no tiene desperdicio, pues se aprovechan el tronco, las hojas, los frutos y las raíces.

Sólo en la provincia de Ceara los hacendados que tienen plantíos de esas palmas sacan anualmente de su tronco y hojas unas noventa mil arrobas de cera.

Y, como hemos dicho, no es ese el único producto que obtienen de ellas, porque de sus hojas se hacen canastos, esteras, sombreros, cordaje, y hasta tejidos bastos; y quemándolas se obtiene cierta sal que sirve para la fabricación del jabón. De las raíces se saca una droga que se emplea con buen éxito en la cura de las enfermedades cutáneas.

Alvaro y el muchacho, a quienes ni les pasaba por las mientes el extraordinario mérito de aquellas palmas y sólo se ocupaban en asegurarse el almuerzo, que aún veían lejano y problemático, prosiguieron rápidamente su camino, y llegaron a un terreno bastante húmedo que cedía bajo los pies.

Cañas desmesuradas sustituían a las palmas, viéndose también entre ellas la planta llamada cipo chumbo, especie de convolvulácea de color amarillo, y la que lleva por nombre cumaru, de flores purpúreas, en cuyas vayas se esconde la llamada java tunca, que usan los indios para perfumar el tabaco.

Sinnúmero de pájaros revoloteaban entre aquellos vegetales, y cerca de las convolvuláceas millares de lindos pajarillos llamados beja flores, los famosos pájaros moscas o colibríes, de pintado plumaje en que resplandecían todos los colores del iris: verde, azul, turquí, púrpura yi amarillo con reflejos de oro.

—¡Podríamos hacer una fritada deliciosa! —dijo García, que observaba con vivo interés aquellos minúsculos volátiles, los cuales desaparecían por completo en los cálices purpurinos de los cumarus—. ¡Qué preciosos son, señor Alvaro! ¡Parecen cubiertos de piedras preciosas!

—Son admirables en verdad; pero prefiero un buen papagayo —contestó Alvaro—. Y aquí no faltan. ¡Mira cuántos hay en aquel árbol!

—También estoy viendo unos animaluchos horrorosos que huyen entre las ramas. ¡Oh; qué feos son!

Los que llamaban animaluchos eran lagartos de más de un metro de largo y color verde oscuro, pero cuya piel cambia frecuentemente de color, como los camaleones de África, especialmente cuando el animal está enfurecido; por lo general andan sobre los árboles.

Son venenosos, aunque no tanto como las serpientes de cascabel; y a pesar de ello su carne no sólo es comestible, sino estimadísima, blanca y sabrosa como la de las gallinas o la de las ancas de rana.

Pero aunque Alvaro lo hubiera sabido no es probable que hubiese tenido valor para comer la carne de uno de aquellos lagartos. Antes, temiendo que fueran peligrosos, se apresuró a alejarse haciendo un gesto de disgusto.

La laguna debía de estar muy cerca, porque el terreno parecía empapado y los cañaverales iban haciéndose cada vez más espesos y abundantes, mientras que escaseaban los árboles.

—Allá abajo está el agua —dijo García, que marchaba delante de Alvaro—. Por las trizas, nos acercamos a la orilla de un lago.

Apresuraron el paso, y se detuvieron ante una gran laguna llena de plantas lacustres y de hojas inmensas que semejaban pequeñas almadías, por las cuales se paseaban gravemente algunas aves zancudas.

Más que laguna, debía de ser alguna sabana sumergida, de fondo quizás peligrosísimo y sin ninguna solidez ni consistencia.

Tenía varias millas de perímetro, y a duras penas podían distinguirse las plantas que había en la orilla opuesta.

Acá y allá se veían minúsculos islotes cubiertos de palmas y habitados por infinitas aves que lanzaban lamentables gritos impregnados de cierta tristeza.

—¡Qué agua tan negra! —dijo el muchacho—. ¡Parece que han echado en ella cientos de botellas de tinta! ¿Cómo podrán vivir ahí los peces?

Alvaro no contestó: miraba con inquietud hacia un pequeño islote cubierto de cañas que se movía a flor de agua como si alguien lo empujase, y que parecía estar haciendo extrañas evoluciones.

—¡Una isla que se mueve! —dijo señalando hacia ella—. Sin embargo, el agua está inmóvil, y no sopla la menor ráfaga de aire.

—Cierto, señor —respondió García—. Yo también lo había observado.

—¿Qué podrá ser?

—¿Será algún indio, señor?

—¡Sí; con una cola que podría romperte las piernas! —dijo Alvaro—. Es otro animalucho bastante feo.

—¿Un animal?

—Sí; un caimán o un cocodrilo.

—¿Con todas aquellas plantas sobre la espalda?

—Sé que esos reptiles se entierran de cuando en cuando en el fango y que permanecen largo tiempo en una especie de sueño profundísimo, de modo que las plantas que hay en el fondo de la laguna crecen y se desarrollan también entre sus escamas.

—¿Son peligrosos?

—Algunas veces; pero no debemos asustarnos, García. ¿No ves que pasa de largo, sin hacer caso de nosotros?

—¡Qué hermosos pájaros! ¿Qué tal si les tirase?

—¿Y el ruido del disparo?

—No hemos visto más indios, y podríais hacer la prueba.

Una nube de ánades con pico tan grande como todo su cuerpo pasaba a cincuenta pasos de los náufragos.

Alvaro, que por la mañana había cargado el arcabuz con perdigones, apuntó al grupo y disparó.

Cinco o seis volátiles cayeron muertos o heridos en un islote que estaba a pocos pasos de la orillan El muchacho se lanzó resueltamente al agua, habiendo observado que había muy poco fondo.

Sentía demasiada hambre para perder aquella ocasión.

Apenas había avanzado diez metros dentro del agua, cuando lanzó un grito que aterró a Alvaro.

—¡Señor! ¡Socorro!

CAPITULO VI. LA CACERÍA EN LA LAGUNA

Las sabanas sumergidas de la América meridional son peligrosísimas. Los indios lo saben perfectamente, y antes de atravesarlas se aseguran de la naturaleza del fondo, para no hundirse y desaparecer para siempre.

Forma ese fondo un fango blandísimo, que cede al peso del hombre o del animal que tengan la desgracia de poner en él el pie. Y no se crea que sólo tenga unos pocos metros de espesor, pues hay sabanas sumergidas que puede decirse que no tienen fondo; no se encuentra tierra sólida por mucho que se ahonde en el fango.

Son verdaderos abismos que nada devuelven, ni siquiera los esqueletos de los animales o de los hombres, que quedan sepultados en ellos hasta que se consumen por completo en profundidades desconocidas.

El muchacho, que nada sabía de eso, puso el pie en uno de esos terrenos, y de repente se había hundido hasta la rodilla.

Creyendo Alvaro que había sido atacado por algún caimán, iba a arrojarse al agua; pero García le detuvo con un segundo grito.

—¡No; no sigáis adelante, señor, porque os hundiréis también!

Alvaro comprendió al momento el peligro al sentir que sus pies se hundían. Sin embargo, no quería abandonar al muchacho, que se sumergía cada vez más a su propia vista.

Con sus movimientos desesperados, el desgraciado apresuraba su hundimiento en vez de retardarlo.

—¡No te muevas, García! —le gritó.

Tenía rodeada a la cintura una de esas largas y sólidas fajas de lana encarnada que suelen usar los marineros. La desenvolvió rápidamente, trepó al lugar más alto que encontró en la orilla, y lanzó uno de los cabos al pobre muchacho, que ya se había hundido hasta el pecho, y gritó:

—¡Agárrate bien y tente firme!

El extremo de la faja, arrojada con segura mano, había caído sobre los hombros del muchacho. Este, que no había perdido la cabeza, se apoderó de ella; y como era bastante larga, se la envolvió alrededor del cuerpo y la anudó sólidamente.

—¡Déjate arrastrar! —exclamó Alvaro.

Y agarrado al otro cabo de la faja, tiró vigorosamente de ella, sacando al joven marinero de aquella horrible tumba que tan cerca estaba ya de tragárselo.

El muchacho no se atrevía a hacer ningún movimiento, por temor de que el fango volviera a abrirse bajo sus pies. Ya tocaba la orilla, cuando un aluvión de agua y de fango se levantó del fondo y le cubrió de pies a cabeza; al mismo tiempo resonaba un silbido agudísimo.

—¡Señor Alvaro! —exclamó limpiándose los ojos—. ¡El terremoto!

No era tal terremoto, sino una enorme serpiente, una boa constrictor de longitud desmesurada y gruesa como el cuerpo de un niño de diez años, que había salido repentinamente de entre las cañas y plantas acuáticas, levantando con la poderosa cola un huracán de fango y de agua.

Era uno de los reptiles más espantosos de las sabanas brasileñas, aunque no sea de los más peligrosos, por carecer de veneno, como el talo o la cobra capelo.

Interrumpido en su sueño por el muchacho, se había enderezado de repente, silbando con furia y lanzando a los náufragos una mirada fulminante y fascinadora.

Sin perder la serenidad, el señor Correa sacó a García a la orilla con un último impulso, y en seguida empuñó el arcabuz.

El reptil, que no sólo debía de estar irritado, sino hambriento, se lanzó sobre los náufragos azotando furiosamente el agua con la cola.

—¡Fuego, señor Alvaro! —gritó García arrojándose sobre su arcabuz—. ¡Va a devorarnos a los dos!

Alvaro apuntó un momento, y disparó.

El reptil recibió la descarga de perdigones en la garganta, y se detuvo un instante, haciendo terribles contorsiones y dando fieros resoplidos que le hacían vomitar una mezcla de buba y sangre. Al mismo tiempo agitaba violentamente la cola, echando fango líquido a diestro y siniestro. Después, haciendo un esfuerzo supremo, se lanzó hacia la orilla, cayendo a pocos pasos del portugués.

—¡Trae tu arcabuz, García! —exclamó Alvaro.

El muchacho lo tenía ya preparado, y se lo entregó inmediatamente.

El reptil, que se había replegado sobre sí mismo, se disponía a dar un coletazo al portugués con objeto de derribarle y envolverle entre sus poderosos anillos.

Pero Alvaro, que había advertido a tiempo el peligro, dio un rápido salto de costado, y en seguida le disparó a boca de jarro un segundó arcabuzazo que le rompió la cabeza.

Aquel segundo golpe era mortal.

Sin embargo, la boa se enderezó hasta tocar con el cráneo mutilado la copa de una palmera que había a muy poca distancia, y después cayó pesadamente, quedando inmóvil.

—¡Pardiez! —exclamó Alvaro, que se había puesto palidísimo—. ¡Creí que este animal iba a tragarnos como si fuéramos bizcochos! ¡Nunca hubiera creído que hubiese en la Tierra una serpiente tan enorme, tan espantosa!

Aquella boa, que realmente era de las de mayor tamaño que hay en las sabanas brasileñas, no tenía menos de doce metros de largo, y de cuerpo tan grueso como el de un hombre de mediana estatura.

Ya dijimos que el segundo arcabuzazo le había destrozado la cabeza; el primero le produjo una herida horrible, de la cual salía sangre en abundancia.

—¡Es enorme! —exclamó García, que aun no estaba repuesto de la emoción que le causó el doble peligro que acababa de pasar—. ¡Estos reptiles pueden tragarse a un hombre sin miedo de que se les indigeste! ¿Sería éste el que silbaba y revolvía el agua la noche pasada?

—¡No lo dudo! —contestó Alvaro—. Han sido dos buenos tiros; pero no me resarcen del almuerzo que hemos perdido.

—¡No me atrevo a ir a buscarlo, señor! —dijo el muchacho, que todavía temblaba—. ¡No sabía yo cómo era el fondo de ese pantano!

—Lo buscaremos por otro lado —dijo Alvaro—. ¡Ah! ¡Se me olvidaba que habíamos venido aquí para pescar!

—¡Mirad aquello, señor!

—¿Qué es?

—Si no me engaño, una canoa.

—Pero ¿dónde está?

—Allá abajo, abandonada en la orilla, junto a aquel grupo de plantas acuáticas.

—¿Habrá indios por las cercanías de esta laguna? —se preguntó Alvaro, dirigiendo una mirada recelosa hacia los cañaverales y hacia el bosque.

—Si hay una canoa, por lo menos es indicio de que de vez en cuando vienen por aquí a pescar.

—¿Qué dices, García?

—Que a pesar de vuestros razonamientos, debemos aprovecharnos de esa canoa para recoger los ánades que cazasteis.

—Para asarlos después, ¿no es verdad, García?

—Y en uno de esos islotes, para que no nos sorprendan los indios.

—¡Pues y la canoa! —dijo Alvaro, a quien agradaba la idea de atravesar aquella laguna para alejarse lo más posible de la orilla meridional de la bahía, en la cual sabía que habitaban los antropófagos.

Atravesaron cautelosamente la distancia que los separaba de aquel grupo de plantas lacustres en cuyas cercanías estaba la canoa, miranda con recelo a derecha e izquierda por si había salvajes escondidos entre los matorrales, y llegaron por fin a donde se encontraba.

Era un viejo barquichuelo casi inservible, hecho con un pequeño tronco de árbol ahuecado y de madera esponjosa. Estaba encallado en un banco de fango.

—¿Crees que podremos arreglar esta canoa? —preguntó Alvaro al muchacho.

—Está bastante averiada, señor. Necesitaríamos estopa y alquitrán. A lo que parece, el fondo está hecho una criba.

—En la selva encontraremos lo necesario para arreglarla —dijo Alvaro—. He visto plantas filamentosas, de las cuales podemos sacar algo que sustituya a la estopa.

—Pero para eso necesitaremos tiempo.

—¡Paciencia, tenemos de sobra!

—¿Y nuestro famoso almuerzo, señor? —preguntó el muchacho riendo.

—Por hoy nos contentaremos con frutas o cazaremos algunos papagayos. ¡Volveremos a la selva, García!

Estaban para alejarse de la ribera, cuando oyeron resonar a corta distancia una voz lastimera que repitió varias veces esta exclamación:

—¡A… y! ¡A… y!

—¿Quién se queja? —dijo Alvaro mirando en torno suyo.

—No veo a nadie, señor —contestó García.

—¿Será algún mono que se entretiene en asustarnos? No me sorprendería. ¡Lanzan unos gritos tan extraños los monos que habitan esta selva!

Se oyó un grito aún más lastimero, más lúgubre. Esta vez no parecía salir del suelo, sino del aire.

Alvaro y el mancebo alzaron los ojos y entre las ramas de un níspero que estaba completamente aislado, y al cual le habían sido arrancadas todas las frutas, que son gordas como manzanas, y bastante sabrosas, descubrieron un bulto informe de pelos largos y parduscos acurrucado en la extremidad de una rama, y cuya cola, que colgaba a plomo, tenía como media vara de largo.

—¡Ya tenemos chuletas! —exclamó Alvaro—. ¡Pertenezca este bicho a la especie que quiera, no le dejaremos escapar, y le ensartaremos en el asador! ¡Procuremos que no se nos vaya, García!

—No parece que piense en irse, señor.

Acercáronse al árbol con los arcabuces apuntados a aquel extraño animal, que seguía lanzando sus dolorosos gritos de ¡a… y!, cada vez más lúgubres.

Aunque veía acercarse a los cazadores, no hacía el menor movimiento para alejarse. Seguía tenazmente agarrado a la rama, moviendo apenas, y como trabajosamente, la cola.

—¿Tendrá las patas rotas? —preguntó el muchacho—. Un mono no se está tan quieto esperando a sus enemigos.

—¿Es, pues, un mono? —preguntó Alvaro.

—Sea o no un mono, parece dispuesto a dejarse matar con la mejor voluntad. ¡Quizás, sabiendo que tenemos hambre, tenga gusto en cedernos sus chuletas!

Ya habían llegado al pie del árbol, que era de muy poca altura, y aquel ser extraño no había intentado siquiera refugiarse en las ramas más altas.

Sorprendido Alvaro, le observaba con curiosidad, pensando que alguna grave herida le impedía moverse.

Parecía un mono; pero tenía mucho del tejón, y también algo del gato.

Su estatura no pasaba de media vara, y sus miembros eran desproporcionados; tenía la cabeza redonda; los ojos, pequeños, negros y de mirada melancólica, y el cuerpo, cubierto de pelaje lacio, largo, pardusco y áspero. Tenía en los pies tres uñas anchas y encorvadas como ganchos, y otras uñas iguales en las manos.

—No está herido, y, sin embargo, no huye —exclamó Alvaro—. ¡Vamos a ver si conseguimos hacerle caer al suelo!

Agarro el tronco del níspero, que no era más grueso que el brazo de un hombre, y lo sacudió con fuerza.

¡Trabajo inútil! El cuadrumano estaba tan bien agarrado a la rama, que no hizo el menor movimiento. Se contentó con manifestar su cólera lanzando su acostumbrado grito de ¡a… y!, con tono cada vez más triste y lastimero.

—Subiré al árbol para obligarle —respondió Alvaro—. ¡Este cuadrumano debe de ser un haragán de tomo y lomo!

—¡Tened cuidado con las uñas, que las tiene bastante largas!

—¡No le daré ocasión para hacer uso de ellas!

Alvaro trepó ligeramente al árbol, y fue acercándose al mono con el hacha en la mano. Al verle acercarse, el cuadrumano empezó a dar resoplidos como un gato irritado. Erizósele el pelo; pero no daba señales de defenderse.

Alvaro, que sentía el olor de las chuletas, le deshizo el cráneo de un hachazo, derribándole al suelo, y exclamando al mismo tiempo:

—¡Anda, holgazán!

Y estaba bien puesto el nombre, porque el tal cuadrumano es el holgazán más grande que hay en la Tierra.

Conócesele entre los brasileños por el nombre de Ay, que le han dado los indios por su grito habitual. A lo que parece, forma el último anillo del grupo de los verdaderos simios y el primero del de los tejones, y también del de los gatos, aunque esté muy lejos detener la agilidad de unos y de otros.

Por lo común, vive entre las ramas de la palma umbuiba, de cuyas hojas es muy goloso, y también entre los grupos de bambús cuya pulpa se alimenta; pero ¡qué trabajo le cuenta trepar a esas plantas! Emplea días enteros ca ejecutar esa maniobra, pues sólo mueve las manos y los pies después de largos ratos de descanso.

Una vez que ha logrado encaramarse en un árbol, no lo abandona hasta después de haber devorado todas sus hojas, y luego, para ahorrarse el trabajo de bajar de él, se deja caer al suelo desde cualquier rama en que se encuentre.

En el suelo también se mueve con increíble lentitud, pues cuando más, andan cuatro o cinco metros por hora.

Aunque Alvaro y el muchacho hubieran deseado mejor plato que un cuadrumano asado, se apresuraron a degollar al animal, que aún no estaba muerto, a pesar de la espantosa herida que había recibido, pues es de vida tenacísima; le ensartaron en la baqueta de hierro de uno de los arcabuces, el cual apoyaron por sus extremos en dos ramas en forma de horquetas, que hincaron en tierra, y encendieron debajo de él una pequeña hoguera, para ejecutar la sencilla operación culinaria de asarlo.

—Vigila tú el asado mientras voy en busca de frutas y estopa o algo que pueda suplirla —dijo el señor Correa—. ¿No tendrás miedo de quedarte solo?

—¡Ca; no, señor! —respondió el muchacho—. ¡Tengo el arcabuz cargado!

Alejóse Alvaro, dirigiéndose hacia la selva, cuyo lindero no distaba de allí más de cincuenta pasos.

Varios grupos de árboles hermosísimos que el portugués nunca había visto cubrían el espacio que separaba la laguna de la selva. Eran de figura esbelta, de no más de seis o siete metros de altura, con las hojas de hermoso color verde oscuro, y estaban cargados de frutas amarillas, gordas, lucientes como calabazas, y que, por una extraña irregularidad, en vez de colgar de las ramas salían directamente del tronco.

Eran jabuios cabeira, muy comunes en las selvas brasileñas y muy apreciados por sus frutos, que alrededor de un núcleo gruesísimo tienen una pulpa carnosa, delicada y de sabor bastante agradable.

Probó el portugués algunas que había por el suelo, y habiéndole parecido excelentes, hizo una buena provisión de ellas. Después siguió su camino, poniendo en fuga a numerosas bandadas de ticos ticos, especie de pájaros charlatanes como cotorras, y de azules, de hermoso plumaje del color que su mismo nombre dice. Sobre las hojas secas, aún cubiertas del rocío de la noche, veía Alvaro saltar aquellas feísimas parranccas de largas piernas que la pasada noche habían invadido el claro del bosque donde se hallaba la summameira, y no sin profundo horror vio también ciertas serpientes de color verde, delgadas como bejucos, a las cuales por eso mismo llaman los brasileños cobra-cipo, o sea serpiente bejuco, facilísimas de confundir con lianas entre la vegetación de las selvas vírgenes.

Ya había llegado Alvaro al sendero de la selva, mirando detenidamente cuantas plantas hallaba al alcance de su vista, por si encontraba alguna cuyas fibras pudieran sustituir a la estopa para componer la canoa, cuando le llamó la atención un ruido como de objetos pesados que cayeron al suelo con gran fuerza.

—¿Será que andan por aquí los indios? —se dijo, agazapándose en un matorral.

Miró atentamente hacia el lugar de donde partía aquel ruido, y de lo alto de un árbol colosal que se levantaba a veinte pasos delante de él vio caer enormes frutas que al reventarse lanzaban en torno suyo cierta especie de almendras.

—¿Quién hará caer esas frutas? —se preguntó—. Caen con demasiada fuerza, y no a plomo.

Dirigió la vista hacia la copa de aquel árbol enorme, y descubrió entre sus ramas unos feísimos monos que arrancaban las frutas y las arrojaban al suelo con todas sus fuerzas para que se reventasen.

Eran los cuadrumanos más feos que quizá haya en el mundo; con la cabeza completamente calva; la punta de la nariz roja como la de borrachos consuetudinarios e impenitentes, y el pelaje larguísimo y de color amarillo rojizo. Tenían cierto aspecto de decrepitud que contribuía a aumentar su fealdad.

Cuando hubieron arrojado al suelo gran cantidad de fruta descendieron rápidamente del árbol, y empezaron a devorar las almendras que habían salido de aquellas enormes nueces.

Un movimiento del portugués les advirtió la presencia de un enemigo. Recogieron atropelladamente las frutas que había por el suelo y huyeron con la rapidez del viento, desapareciendo entre las tupidísimas redes de bejucos.

Alvaro se adelantó hacia el árbol y recogió algunas de aquellas nueces enormes, por cuyas hendiduras se descubrían ciertos filamentos que no equivalían a la buena estopa, pero que podían ser de alguna utilidad.

—¡He hallado lo que me hacía falta! —dijo—. ¡Es singular que unos monos hayan enseñado a un hombre como yo dónde encontrar lo que estaba buscando!

Rompió una de aquellas nueces, y entre la cáscara y las almendras vio que había una capa de filamentos. Si hubiera conocido mejor el árbol, habría podido encontrar bastante mayor cantidad de ellos bajo la corteza; pero el portugués ignoraba absolutamente las riquezas de las plantas brasileñas.

Satisfecho de su descubrimiento, volvió hacia la laguna, llegando al lugar donde el muchacho le esperaba.

—¿Está a punto el asado? —preguntó Alvaro, cuyo olfato se sintió halagado por el exquisito perfume que se desprendía de aquella carne.

—El cocinero de la carabela no lo hubiera hecho mejor, modestia aparte —dijo García riéndose—. ¡He dirigido el asado como lo hubiera hecho un perfecto cocinero!

—¡Bravo, rapaz!

—Es que… —dijo el muchacho titubeando.

—¡Acaba! ¿Qué quieres decir?

—¿No os parece que este mono asado se parece bastante a un niño?

—Puede ser, García —contestó Alvaro, que comprendió la exactitud de la observación de su compañero—; pero como estamos en un país donde los hombres son materia comestible, no debemos ser muy escrupulosos. Además, a lo menos por ahora, no tenemos nada mejor que llevar a los dientes.

Separó la pieza del fuego, la colocó sobre una hoja de plátano salvaje, y la dividió en varios trozos con el hacha.

—La fragancia que despide es exquisita —dijo—. Veremos si el sabor corresponde con ella.

—¡Ay, señor! ¡Me parece que no es comparable con un papagayo! —dijo García, que se había apoderado de una costilla y hacía esfuerzos sobrehumanos para comérsela.

—¡Verdaderamente, es detestable! —contestó el portugués, peleando heroicamente con un trozo de carne—. ¡Esta carne es más correosa que la de un mulo viejo!

—Es carne holgazana, señor.

—Pero que, mal o bien, hay que tragarla.

El hambre de nuestros náufragos hizo verdaderos milagros, y el pobre ay, por más que estuviese tan duro como una suela de zapato y distara mucho de tener sabor agradable, pasó en gran parte a sus estómagos.

Satisfecha ya el hambre, Alvaro y García se dedicaron a componer la canoa en que pretendían atravesar la laguna y también pescar, dado caso que hubiera peces en sus oscuras aguas.

Ya habían tapado los agujeros del fondo de la canoa y botola al agua, cuando de repente oyeron un tremendo griterío por el lado del bosque. Esta vez no eran monos los que gritaban.

Parecía como si dos tribus rivales lucharan furiosamente bajo los árboles. Se oían golpes formidables, como de maza sobre escudos, silbidos de flechas y espantosos aullidos, harto conocidos ya de nuestros náufragos.

Alvaro se precipitó instintivamente hacia la canoa, temiendo que los combatientes se corrieran hacia la laguna.

—¿Y los remos, señor? —gritó García.

Alvaro echó una mirada en torno suyo, y habiendo visto a corta distancia un arbusto frondosísimo, lo derribó de unos cuantos hachazos.

—Creo que con esto tenemos bastante —dijo.

Cortó dos ramas y las llevó a toda carrera a la canoa, donde ya el muchacho estaba aguardándole.

—¡Adelante, García! —exclamó.

Sin cerciorarse de si la canoa estaba bien arreglada, se entraron por la laguna empujándose con las ramas a guisa de remos, y desaparecieron entre los islotes de que estaba cubierta.

CAPITULO VII. EL ASALTO DEL «JACARÉ»

Por más que la canoa estuviera en pésimo estado y empapada en agua la madera esponjosa de que estaba hecha, navegaba bastante bien, empujada por aquellos remos improvisados.

Los náufragos, que temían ver aparecer de un momento a otro a los combatientes, cuyo griterío seguían oyendo hacia los linderos de la selva, pasaron sin detenerse frente al islote en que habían caído los ánades, y se internaron resueltamente en el pantano.

Sin embargo, adelantaban con mucho trabajo a causa de las muchas plantas acuáticas que crecían en las aguas de la laguna, no pocas de las cuales oponían gran resistencia al avance de la canoa, y se veían obligados a cortarlas o separarlas para poder pasar 3 través de ellas.

Uno de los mayores obstáculos lo constituían ciertas hojas desmesuradas que oponían tenaz resistencia y que no se dejaban cortar sin grandísimo trabajo.

Pertenecían a la espléndida planta llamada victoria regia, abundantísima en los ríos y lagunas de la América meridional, cuyas hojas, de bordes realzados, no tienen menos de metro y medio en contorno.

Parecen almadías en que las aves acuáticas suelen hacer sus nidos, pues tienen fuerza y solidez bastante para sostener unas cuantas docenas de ellos.

Sobre todo, son admirables por sus flores, de contextura aterciopelada y color blanco ligeramente veteado de rosa y púrpura del más hermoso efecto, y por sus tallos espinosos, que suelen causar heridas incurables.

Abriéndose paso a golpes de remo y a cuchilladas con los espadones, no tardaron los dos náufragos en llegar a un islote de cincuenta o sesenta metros de circuito y cubierto de plátanos, de los cuales pendían enormes racimos de frutos, que ya conocía y apreciaba Alvaro desde que estuvo en África.

—Nos esconderemos debajo de aquellas hojas enormes —dijo al muchacho, que comenzaba a dar señales de cansancio.

—Creo que ya es tiempo de saltar a tierra —respondió García—. Sea que esté inservible la canoa, sea que la hayamos arreglado mal, lo cierto es que hace agua por todas partes, y tengo los pies enteramente empapados.

—La arreglaremos mejor con otra estopa. ¡Pardiez; este islote es un verdadero Paraíso, y vamos a darnos un buen hartazgo de plátanos! Supongo que los de América no serán menos sabrosos que los de Asia y África.

—Y también tenemos pájaros, si queremos regalarnos. Y con un asado mejor que el de esta mañana.

—Pero ¿te has olvidado de los indios? Si en este momento oyesen un disparo, tardarían muy poco en presentarse. ¡Tienen demasiada afición a la carne blanca!

—Se imaginarán que es carne de pollo —respondió el muchacho haciendo esfuerzos para reírse.

Amarraron la canoa a la orilla y desembarcaron, conduciendo las armas y las municiones.

El islote estaba cubierto de espesísima hierba y grupos de árboles que proyectaban una sombra deliciosa. Bandadas de preciosos trochilus minimus, los más pequeños de los pájaros moscas, revoloteaban alrededor de sus nidos, que tenían figura de cono invertido, trinando y batallando unos con otros con gran ardor, pues no por ser pequeños dejan de ser tan belicosos como los otros volátiles.

—Aquí estaremos bien —dijo Alvaro—, y podremos esperar, sin aburrirnos demasiado, a que se vayan los indios.

—Pero tenemos que resolver la eterna cuestión de la comida —dijo el mancebo—, cosa nada fácil en tan pequeño espacio de tierra.

—Pero ¿no sabes que tengo anzuelos?

—¡Ah! ¡Es verdad; lo había olvidado!

—Vamos a dar una vuelta a nuestra posesión, y después echaremos los anzuelos. Entre estas hierbas seguramente encontraremos gusanos.

Recorrieron la orilla del islote dando golpes en los matojos con las culatas de los arcabuces, para cerciorarse de que en ellos no había serpientes escondidas. Detuviéronse después cerra de un pequeño cañaveral mirando con atención al agua.

—He visto pasar ciertas sombras entre las hojas de las plantas acuáticas —dijo Alvaro—. Me parece que no faltan peces en esta laguna.

El muchacho había recogido ya algunos gusanos, y también había sacado un largo hilo del tejido del cinturón que llevaba para sujetarse los calzones. Cortaron dos cañas, prepararon los anzuelos y los lanzaron entre las anchas hojas de las victorias, que hacían en las profundidades del agua bastante sombra, para engañar a los peces.

Dos tirones les avisaron bien pronto que tenían segura la cena.

Fueron recogiendo poco a poco los hilos de los anzuelos, y sacaron dos gruesas irairas, peces que viven en las lagunas y que tienen boca grandísima armada de dientes muy agudos, y dorso negro.

Animados por el buen resultado, volvieron a echar los anzuelos, cuando fueron sorprendidos por un rugido extraño y prolongado que parecía salir del agua, y tan fuerte como el de un león.

—¿Habéis oído, señor Alvaro?

—¡Seguramente! ¡No estoy sordo!

—Ha sido un rugido; ¿no es verdad?

—Sí, García.

—¿Y ha sonado en el fondo del pantano?

—Positivamente, no ha sido en la superficie.

—¿Qué animal será?

—Quizá algún pez de nuevo género.

—Pues tiene que ser bien grande.

—Pequeño, seguramente no es.

—¿Quién sabe si será alguna enorme serpiente?

—Lo he sospechado.

—¿No será algún caimán?

—Habría salido a respirar, y no lo he visto.

En aquel momento experimentó el muchacho una sacudida tan violenta, que faltó poco para que cayese al agua.

Algún enorme pez debió de tragarse el anzuelo y dar aquel tirón fortísimo al huir.

Alvaro apenas tuvo tiempo para sujetar al muchacho.

—¡Deja correr el hilo! —le dijo.

El cordel y la caña desaparecieron de repente bajo el agua, al mismo tiempo que una verdadera tromba de agua y de fango salía de la laguna y se derramaba cerca de los náufragos, y se oía un rugido terrible, todavía más formidable que el de antes.

—¡Pardiez! —exclamó Alvaro dando un rápido salto atrás—. ¿Ha reventado una mina en el fondo de la laguna?

—No es una mina, señor —dijo García—. He visto moverse entre el fango una cola tan gruesa como el muslo. Es un animalucho como el que matasteis en la orilla, y que tan cerca estuvo de devorarme.

—¿Otra serpiente como aquélla?

—Sí, señor.

—¡Extraño país, donde las serpientes, en vez de andar entre la hierba, viven en el agua como las anguilas!

—Deben ser parientes cercanas de ellas.

—No molestemos más a esa señora, que debe de estar bastante irritada por haberse tragado tu anzuelo. Por lo demás, ya tenemos cena segura y abundante.

—¿Cuándo saldremos de este islote?

—Nos quedaremos en él esta noche. Estamos más seguros en medio del pantano que en el bosque.

—¿Habrán acabado los indios la batalla?

—Ya no se oye ruido alguno.

—Probablemente estarán entretenidos en asar a los muertos.

—Y también a los prisioneros, García —dijo Alvaro.

—¡Qué canallas! ¡Y, sin embargo, en sus selvas tienen frutas y caza en abundancia!

—¡Es cuestión de gustos, rapaz! Ahora ocupemonos de encender fuego y preparar la cena, porque el sol va a ponerse muy pronto.

Temiendo que los indios puliesen ver las llamas de la hoguera, pues no estaban seguros de que se hubieran ido de la selva, buscaron un lugar resguardado de la vista por los troncos y, hojas de las plantas.

Recogieron cañas y ramas secas y encendieron una pequeña hoguera, al lado de la cual se sentaron sobre la hierba y asaron los peces.

Comenzó a envolverse en tinieblas la laguna, de cuyas aguas emanaban vapores pestíferos, vehículos de enfermedades mortales, y también de la terrible fiebre amarilla. Nubes de mosquitos cubrían los cañaverales, y por encima de ellos revoloteaban describiendo caprichosas curvas y zig-zags muchos grandes murciélagos que tenían medio metro de envergadura; quizá esos peligrosísimos vampiros rojos que chupan la sangre de los animales y personas a quienes sorprenden dormidos.

En las anchas hojas de las victorias se posaban gravemente las piassocas, de patas larguísimas, dejándose llevar por el vientecillo que empujaba a aquellas verdes almadías por las aguas del pantano, mientras los bienteveos lanzaban desde las cañas su monótono y melancólico grito: bien-ti-vi, bien-ti-vi,… y los blancos uropongas, ocultos entre la vegetación de los islotes, daban al aire sus notas agudas, semejantes a campanadas o al ruido que hace el martillo al golpear sobre el yunque.

—¡Qué tétrica es esta laguna! —dijo Alvaro, que estaba ocupado en seguir la operación del asado de las irairas—. ¡Siento infinita tristeza!

—Y yo también, señor —respondió el muchacho—; preferiría estar en la orilla de la bahía.

—Pronto volveremos allá —dijo Alvaro—. Macana atravesaremos esta laguna, y caminaremos hacia Oriente hasta que lleguemos a ella. No debemos de estar a más de dos millas de distancia de la bahía. ¡Ah!

—¿Qué sucede, señor?

—¿Has probado el agua de esta laguna?

—Aun no.

—¿Estará en comunicación con el mar?

—Pronto lo sabremos. Mientras sacáis los peces del fuego voy a beber un sorbo por más quesea tan negra que la repugne hasta el más sediento.

El muchacho se levantó, se acercó a la orilla, se agachó e introdujo una mano en el agua, que después se llevó a los labios.

—Es salada —dijo—. No tengo duda de que esta laguna está en comunicación con el mar.

Iba ya a levantarse, cuando a diez o doce pasos de la orilla vio pasar un bulto oscuro que parecía formado por un montón de plantas acuáticas. Al mismo tiempo llegó a sus oídos un rumor vago que parecía un rugido.

—¡Un islote que anda solo y que llora como un niño! —exclamó.

Un ruido sordo, como el que hace una caja al cerrarse, le advirtió que tuviese cuidado con aquella isla semoviente.

—¿Será un caimán? —se preguntó estremeciéndose.

También Alvaro había percibido aquel ruido, y acudió presurosamente llevando en la mano los dos arcabuces.

—¿Qué estás haciendo, García? —le dijo, viéndole enteramente inmóvil.

—¡Ese horrible animal debe de estar escuchándonos, señor! —respondió el muchacho. Si es verdaderamente un animal, pues yo no veo más que un montón de cañas que anda por el agua.

—¡No quisiera encontrarme entre los dientes que se esconden debajo de esas plantas acuáticas! —dijo Alvaro—. Los caimanes no son tan grandes ni tan fieros como los cocodrilos africanos; pero siempre son de cuidado, y tampoco desprecian la carne humana.

Son dignos vecinos de los salvajes. ¡En esta tierra la carne humana tiene muchos aficionados! Una temporada en el Brasil no es muy agradable para los europeos.

—¡Ah! ¿Lo estás viendo? Trata de acercarse disimuladamente a nuestro islote.

Dejémosle que llegue, y vámonos a cenar antes de que se nos enfríe el asado.

—Estaré con los ojos muy abiertos, señor.

—Y yo, con los arcabuces preparados.

El señor Correa, que no parecía inquietarse gran cosa por la cercanía del peligroso reptil, el cual, por otra parte, se había detenido a unos cuarenta metros de la orilla, ocultándose entre las inmensas hojas de las victorias, volvió tranquilamente al campamento improvisado entre las plantas, y se sentó, por decirlo así, a la mesa, haciendo trozos las dos trairas.

Aunque careciesen de sal y no tuvieran nada con qué sustituir el pan, muy pronto despacharon los dos peces, que nuestros náufragos juzgaron exquisitos.

Apenas habían acabado cuando sintieron un ruido sospechoso entre las cañas de la orilla.

—Es el caimán, que trata de tomar tierra —dijo Alvaro en voz baja y montando a toda para su arcabuz.

Se escondió entre las hierbas, que eran bastante altas, y arrastras se acercó cautelosamente a la orilla, llevando a su lado al muchacho, que había empuñado el hacha.

El ruido continuaba, y las cañas se movían como si un bulto voluminoso tratara de abrirse paso a través de ellas.

—¿Será el caimán? ——preguntó García en voz baja.

—No tengo duda —le contestó Alvaro.

—¿Vais a hacerle frente?

—Voy a dispararle el arcabuz entre las quijadas. ¡Veremos si con una píldora de dos onzas de plomo dentro del cuerpo puede todavía volverse al agua!

Habían llegado cerca de la orilla; pero ya no se sentía ningún ruido. Sin embargo, el caimán no debía de estar lejos: la brisa nocturna llevaba hasta los náufragos el fuerte olor a almizcle propio de esos reptiles de las lagunas americanas.

—¿Se habrá vuelto a la laguna? —murmuró Alvaro para sus adentros.

Iba a levantarse sobre las rodillas, cuando las cañas que tenía delante se separaron bruscamente y dos enormes mandíbulas armadas con un verdadero arsenal de dientes de marfil, se abrieron, despidiendo ese hedor nauseabundo de carne corrompida que exhalan las sangrientas fauces de las fieras.

—¡Diablo! —exclamó Alvaro echándose a la cara el arcabuz y metiendo el cañón en la boca del reptil.

Resonó un sordo estampido, porque el caimán había cerrado repentinamente las mandíbulas al sentir el cañón entre ellas, con la intención de partirlo de una dentellada.

El disparo abrasó y destrozó la garganta del reptil, que se enderezó de golpe sobre la cola como una serpiente que se dispone a acometer a su presa, lanzó un profundo mugido y cayó sobre el dorso, agitando desesperadamente las anchas y palmeadas garras.

—Parece que no ha tragado bien el confite de plomo —dijo Alvaro—. Debe de habérsele quedado en la garganta. ¡Eres demasiado goloso, caro amigo! ¡Debías haberlo masticado mejor!

Se levantó para avanzar hacia el cuerpo del caimán; pero en aquel momento se sintió lanzado a diez pasos de distancia, y fue a caer en un matojo que atenuó la violencia del golpe.

El saurio no estaba muerto, a pesar de la espantosa herida que había recibido, y sacudió un furioso coletazo con la esperanza de vengarse de su enemigo. Si hubiera estado en toda la plenitud de su vida, aquel golpe habría costado a Alvaro la suya, porque esos reptiles tienen tal fuerza en la cola, que a veces destrozan una chalupa de un coletazo; pero, felizmente para Alvaro, el golpe había sido relativamente débil.

Al ver en tierra al portugués, y al caimán revolviéndose como si se preparase a acometer de nuevo, el muchacho le disparó un segundo arcabuzazo, sin ningún resultado.

Ignorando la increíble dureza de las escamar que cubren el dorso de esos reptiles, le había dirigido el tiro a la espalda, y la bala se había aplastado sin ocasionar ninguna lesión grave al animal.

—¡Señor Alvaro! —exclamó aterrado, viendo al saurio abrir otra vez las mandíbulas.

Aunque aturdido por la inesperada sacudida que había recibido, el señor Correa no había perdido su presencia de ánimo.

Al oír el segundo disparo, comprendió que el muchacho estaba en peligro. Mediante un enérgico esfuerzo se desembarazó de las ramas que en cierto modo le aprisionaban y, aunque cojeando, se adelantó hacia la orilla, interponiéndose entre el mozo y el caimán.

Este aún no había embestido al muchacho, y, por otra parte, no podía servirse de sus quijadas, por tener completamente partida la de arriba, cerca de la garganta, colgándole como una enorme suela de zapato.

Pero aun podía revolverse y sacudir su formidable cola.

—¡Ah, canalla! —exclamó Alvaro—. ¡Tienes duro el pellejo!

—¡Tomad, señor! —dijo García entregándole el hacha.

Con extraordinaria temeridad el portugués se precipitó sobre el reptil, y le descargó en el cráneo golpes terribles que resonaban como si los diera en un tambor.

Al tercer hachazo cedió la osamenta y el hacha quedó embutida en la masa cerebral del saurio, que esta vez quedó muerto de veras. Extendióse cuan largo era, bajó el hocico, escondiéndolo entre la hierba, dio una postrera acudida que conmovió todo su cuerpo, y lanzó un largo resoplido semejante a un murmullo sofocado.

—¡Son bien duros de matar estos animaluchos! —dijo Alvaro contemplando con curiosidad al reptil—. Tienen vitalidad increíble, casi tau grande como los peces-perros.

—¿No estáis herido, señor Correa? ¡Creí que aquel golpe os había matado!

—Me duelen todas las costillas; pero creo que la maquinaria no está descompuesta —respondió el portugués sonriendo—. Me ha hecho dar un magnífico salto; pero sin consecuencias. Si el caimán no hubiera estado gravemente herido cuando me dio el coletazo, no estaría vivo en este momento. ¿Sabes que tiene lo menos siete varas de largo ?

—Debe de ser de los más grandes, ¿verdad, señor?

—Lo supongo.

—¿Podrá comerse su carne?

—¡Puah! ¡Comer carne de caimán! ¿No notas cómo huele a almizcle?

—Entonces, no podemos sacar ningún partido de él.

—Podría utilizarse su piel para hacer zapatos; pero como los nuestros están todavía buenos, se lo dejaremos a las serpientes si lo quieren. ¡Vámonos a dormir, querido García!

—¿Y si nos acomete algún otro? —preguntó el muchacho.

—Velaremos por turno.

Con las hachas cortaron hierba y se arreglaron dos camas bastante cómodas, en las cuales se acostaron al lado del fuego, que poco a poco fue apagándose.

Alvaro se encargó del primer cuarto de guardia.

A pesar de sus temores, la noche transcurrió tranquilamente y sin alarmas: sólo hacia la media noche oyeron varias veces aquel mugido inexplicable que antes resonó en las negras aguas de la laguna, y, que tanto los había sorprendido.

CAPITULO VIII. LA ALMADÍA VIVIENTE

Una desagradable sorpresa, que podía tener muy graves consecuencias para los náufragos, les esperaba a la mañana siguiente. El muchacho, que se había dirigido a la orilla para volver a carenar la canoa, no la encontró en el sitio donde la había dejado.

Asustado por aquel inesperado acontecimiento, corrió al campamento, donde Alvaro, que había hecho el último cuarto, aún dormía.

—¡Señor! —exclamó con acento de terror—. ¿No habéis visto a nadie acercarse al islote por La noche?

—¿Por qué me preguntas eso, García? —preguntó el portugués, muy sorprendido por las palabras del muchacho.

—¡Porque nos han robado la canoa, señor!

—¿Robado? ¿Y quién?

—¿Qué sé yo? Quizá los indios.

—¡No es creíble! —respondió Alvaro—. Durante mis cuartos de guardia he dado varias veces la vuelta al islote, y seguramente hubiese visto a los indios si se hubieran acercado.

—Sin embargo, la canoa no está. Venid, y os convenceréis.

Muy impresionado por aquella mala noticia, el señor Correa se levantó inmediatamente y siguió al muchacho.

Llegados a la orilla se persuadió por sus propios ojos de que la canoa no estaba entre el grupo de cañas donde la habían dejado el día anterior.

—¡La cosa es grave! —dijo.

—¿La habrán robado?

—No lo creo. La orilla es fangosa en este sitio, y si hubiesen desembarcado hombres, habrían dejado marcadas sus huellas. Más bien creo que se haya hundido.

—Seguramente, señor. Hacía agua.

—¡Hemos cometido una gran imprudencia, García! —dijo Alvaro—. En vez de amarrar la canoa a las cañas, debimos sacarla a tierra.

—¿Cómo nos las compondremos ahora para salir de este islote y atravesar la laguna? Su orilla más próxima está lo menos a tres millas de aquí.

—¡Estamos prisioneros, muchacho!

—¿Y si probásemos a pasar a nado la laguna? ¡Tres millas no me asustan! —dijo el muchacho.

—A mí no me asustan ni cinco; pero no me atrevo a entregarme a esas aguas tan abundantes en caimanes y en serpientes gigantescas.

—¡Es verdad, señor! Olvidaba que estamos rodeados de comedores de hombres. Pero, de todas maneras, no podemos pasarnos aquí la vida; no tenemos víveres ni agua potable.

Alvaro no respondió. Miraba a los pocos árboles que había en el islote, y se preguntaba si serían bastantes para construir por lo menos una almadía suficiente para transportarlos hasta la orilla más próxima.

Había cinco o seis arbustos de unas seis o siete varas de alto, de tronco más bien delgado, cubierto de corteza muy oscura. También había muchos matojos y lianas; pero los primeros podían servirles de poco.

—¡Probemos! —dijo Alvaro, señalando a los arbustos.

—Queréis construir una almadía, ¿verdad, señor?

—No sé sí tendremos materiales suficientes —respondió Alvaro.

—Con que haya para construir el esqueleto, nos basta. La plataforma podemos hacerla de cañas.

—Es una idea que no se me había ocurrido —dijo Alvaro—. Dame el hacha, y vamos a destruir nuestro pequeño bosque.

Empuñó el hacha, y descargó un golpe vigoroso sobre el más alto de aquellos arbustos; pero su intento fue inútil, pues el filo del hacha se embotó sin haber podido siquiera penetrar en la corteza.

—¡Ah, diablo! —exclamó el portugués atónito—. ¿Cómo es esto? Sin embargo, todavía tengo fuerza en los brazos y el hacha está bien afilada.

—¿Qué clase de madera es ésta? —dijo para sí el muchacho, no menos sorprendido.

Alvaro dio un segundo golpe, y el hacha, en vez de entrar en la madera, rebotó como si hubiese dado en una roca de cuarzo o en una barra de hierro.

—¡Veamos! —dijo García.

—¡Es increíble! —exclamó Alvaro.

Sacó el cuchillo, y trató de clavarlo con toda su fuerza en el tronco del arbusto. La hoja larga y fina saltó hecha pedazos, como si hubiera sido de vidrio.

—¿Qué te parece, García? —dijo el portugués.

—Os digo, señor, que estos árboles son de hierro y que no lograremos cortarlos.

Alvaro ensayó cortar coa el hacha otro de aquellos árboles, dándole golpes furiosos; pero apenas consiguió arañar la corteza.

—He oído hablar vagamente de ciertos árboles de América duros como rocas —dijo, enjugándose el sudor, que le corría en abundancia por la frente a causa de los esfuerzos hercúleos que acababa de hacer—. ¿Serán estos árboles de esa especie?

No se había engañado: las pocas plantas que había en el islote eran de ese llamado palo de hierro que ha dado celebridad a ciertas selvas del Brasil y del Amazonas; duro como si sus fibras fuesen de hierro, impenetrables al hacha mejor afilada, y tan pesado, que se va a fondo en el agua.

Aunque los náufragos hubieran logrado derribarlos, sólo habrían conseguido perder miserablemente el tiempo.

—Señor —dijo el mancebo—, no conseguiremos nada. Es inútil que gastemos los filos de nuestras hachas y que desperdiciemos las fuerzas.

—¿Tendremos que quedar prisioneros para siempre en este pedazo de tierra? —preguntó Alvaro.

—¿No podríamos sacar del agua nuestra canoa?

—¿Y quién sabe adónde habrá ido a parar? Estas aguas no están completamente inmóviles.

—¿Qué vamos a hacer, señor Alvaro?

—No lo sé —respondió el portugués con ademán de desaliento.

Muy tristes y preocupados dieron la vuelta alrededor del islote, con la esperanza de hallar algún tronco de árbol encallado en las orillas, o cualquiera otra cosa que pudiera servirles para atravesar aquella maldita laguna; pero nada encontraron, y volvieron al campamento desanimados por la inutilidad de sus pasos. Ambos estaban muy abatidos, y con razón. ¿Cómo podrían salir de aquella situación embarazosa? Cierto que por el momento no los amenazaba ningún peligro; pero no se sentían dispuestos a acabar sus días en aquel pedazo de tierra, que no ofrecía recursos de ninguna clase.

Alvaro se devanaba en vano el cerebro, pues no hallaba salida alguna. Sin una barca o sin matera con que fabricar algo que flotase en el agua, no había manera de salir de aquella prisión.

Las horas pasaban, y la situación seguía siendo la misma. Un calor sofocante reinaba en la vasta laguna, cuyas aguas humeaban como si hirviesen. Los rayos del sol caían casi a plomo, reflejándose tan vivamente, que lastimaban los ojos.

De cuando en cuando el silencio que reinaba on la laguna era turbado por el vuelo de los gallinagos, especie de becasinas; por el de las pisocas, aves que tienen las alas provistas de largos dedos y que suelen posarse sobre las anchas hojas de las plantas lacustres, o por el de bandadas de gallinetas acuáticas, con plumas de color azul oscuro.

Otras veces era un caimán el que rompía el silencio de la sabana. Avanzaba perezosamente por entre las hojas de las victorias con el dorso cubierto de plantas, y después desaparecía detrás de los islotes en que probablemente saltaría para desperezarse a los rayos del sol.

Ya debía de haber pasado el mediodía, cuando García, que hasta entonces había permanecido echado a la sombra de uno de aquellos palos de hierro discutiendo inútilmente planes imposibles, se levantó diciendo:

—Señor Alvaro, no hemos pensado en un peligro que nos amenaza, todavía peor que el hambre. Tengo sed, señor, y no puedo resistirla.

El portugués se había levantado mirándole con angustia. Era cierto; hasta entonces había olvidado que el agua de la laguna no era potable.

—¡Pues, entonces, estamos perdidos! —exclamó.

—Sí, si no encontramos manera de marcharnos de aquí —contestó el muchacho.

—Pero ¿cuál? En vano busco una idea.

—¿Creéis, señor, que haya indios alrededor de este pantano?

—Puede ser.

—¿Y si hacemos señales quemando las cañas y las hierbas y disparando de cuando en cuando los arcabuces?

—¿Para hacer que acudan?

—Sí, señor Alvaro.

—¿Y que nos hagan prisioneros para asarnos después? ¡No, García; prefiero morir de hambre y de sed a que mi cuerpo sirva de alimento a esa canalla!

—¡Señor Alvaro!…

El portugués dio un salto sin esperar el fin de la frase, y se ocultó detrás de un cuadro de hierba mirando atentamente a la orilla.

—¿Otro caimán, señor? —le preguntó García, que se había apresurado a reunirse con él.

—¡Parece que esta vez se trata de algún otro animal! —contestó el portugués—. ¡He visto abrirse violentamente el cañaveral!

—¿Acaso una de aquellas grandes serpientes?

—¡Calla!

Un bulto, de forma aún vaga y de muy poco relieve trataba de abrirse paso por entre las cañas, rompiéndolas a diestro y siniestro.

—¿Qué animal será? —se preguntó el portugués—. ¡Juraría que se trata de una tortuga!

En efecto; era una tortuga de la especie mydas, que son las más gigantescas que habitan en los pantanos y ríos del Brasil. No son de erran precio, como las que producen el carey, de que tanto tráfico se hace; pero, en cambio, se las busca por el tamaño de sus conchas y por la abundancia de su carne.

Generalmente sus conchas, que son de color verduzco con escamas exagonales, tiene más de dos metros de largo y medio metro de ancho.

La que había saltado al islote era de las más gigantescas de la especie; tenía casi ocho pies de largo y por lo menos cuatro de ancho; era una verdadera almadía en miniatura.

—¡No te muevas, García! —dijo Alvaro rápidamente—. ¡Ahí tenemos para comer y cenar abundantemente una semana!

Después de abrirse paso por entre las cañas, la tortuga se había detenido en la orilla, que en aquel lugar era arenosa y estaba limpia de hierba, y se puso en acecho.

Después de un breve rato de quietud prosiguió su marcha rápidamente andando sobre la punta de las patas, y después empezó a cavar en la arena.

—Se prepara a poner un huevo —murmuró Alvaro—. ¡Aquí, García!

Ambos salieron del hierbatal, y se lanzaron sobre el reptil, que se había acurrucado en el fondo del agujero.

Apoderarse de él y volcarle sobre el dorso, fue cosa de un momento.

—¡Ya es nuestra! —exclamó el muchacho con voz triunfante—. ¡Dadle un hachazo, señor!

Alvaro había empuñado el hacha, y se disponía a dar un golpe con ella en la cabeza del reptil, cuando tuvo una idea repentina que detuvo su brazo.

—¡No! —exclamó—. ¡Iba a hacer una barbaridad!

—¿No la matáis, señor? —preguntó el muchacho.

—¿Matarla? ¡Creo que este reptil ha de sernos más útil vivo que muerto!

—¿Y de qué manera, señor?

—¡Conduciéndonos a la otra orilla!

—¡Cómo! ¿Este animal?

—¿Crees que no puede servir de almadía a uno de nosotros? ¡Mira el tamaño de su concha!

—¡Ah, señor! —exclamó García soltando una carcajada.

—¿Te ríes? ¡Bueno! Pues ya verás que no he dicho una simpleza.

—Pero, señor, si la echáis en el agua, se sumergirá de pronto y os dejará en la superficie.

—¿Lo crees así? Yo no, porque no la dejare sumergirse. Aquel caimán que ha venido a hacerse matar a nuestros pies tuvo una buena idea.

—No os entiendo, señor Alvaro.

—¡Ven conmigo!

—¿Y no se nos irá la tortuga?

—No tengas cuidado; cuando estos reptiles están volcados sobre el dorso no pueden ponerse derechos. La encontraremos, pues, como la dejamos.

García le siguió, preguntándose qué relación podía haber entre el caimán y la tortuga y la travesía de la laguna.

El cuerpo del jacaré —así llaman los indios a esos peligrosos habitantes de las lagunas y de los ríos— seguía extendido entre las cañas. El calor del sol, desarrollando los gases internos, le había hinchado tan extraordinariamente, que parecía que su vientre amarillento iba a estallar.

—¡Qué horrible es! —exclamó García—. ¡Antes era feo; pero ahora da miedo verle!

Alvaro descargó un hachazo sobre el costado del reptil, dando al mismo tiempo un salto hacia un lado. Los intestinos, empujados por los gases interiores, se esparcieron sobre la hierba.

—¡Ahí tienes lo que me hace falta! —dijo.

—¿Las tripas de este horroroso animalucho?

—Sí, García.

—¿Vais a hacer embutidos de tortuga, señor?

—No; embutidos de aire.

Esta respuesta fue una revelación para el inteligente muchacho.

—¡Ah! —exclamó—. ¡Ahora comprendo! ¡Señor, qué soberbia idea!

—Ya que me has comprendido, ayúdame.

De unas cuantas cuchilladas separó los intestinos, y los llevó a la orilla, donde los lavó y preparó con la eficaz ayuda del muchacho.

La operación no duró mucho.

—Ahora venga un pedazo de caña y un cordel.

—¡A un marinero nunca le faltan cuerdas! —dijo García.

Amarraron fuertemente un extremo de la tripa; después Alvaro introdujo un pedazo de caña perfectamente perforada en el otro extremo, y sopló con todas sus fuerzas.

Necesitó un buen cuarto de hora para llenar de aire el intestino, que tenía como doce metros de largo.

—Vamos ahora a sujetarlo alrededor de la tortuga —dijo Alvaro cuando hubo ligado el otro extremo—. ¡Viéremos si el reptil es capaz de irse al fondo!

Levantaron con precaución el intestino inflado para que no lo perforasen las ramas espinosas de los matorrales, y atravesaron el islote.

La pobre mydas, a pesar de sus desesperados esfuerzos para enderezarse, seguía volcada sobre el dorso. Movía perezosamente las patas y alargaba y acortaba cómicamente el cuello, sin conseguir siquiera mover lo más mínimo su pesado caparazón.

Alvaro y García la envolvieron en la tripa, que aseguraron sólidamente en los bordes de la coraza ósea. Además, para hacer más difícil la sumersión del reptil, y para defender al mismo tiempo las delicadas paredes de la vejiga de las espinas de las victorias con que pudiera tropezar, ligaron del mejor modo que se les alcanzó en derredor de él, unos haces de cañas formándole una especie de armadura.

—¡Qué incómoda va a encontrarse esta pobre tortuga cuando la echemos al agua! —exclamó García riéndose.

—Especialmente, cuando nos embarquemos en ella —añadió Alvaro.

—¿Y cómo haremos para guiarla?

—A bastonazos, que le aplicaré a derecha e izquierda.

—Sin embargo, habéis olvidado una cosa importantísima.

—¿Cuál, mi buen García?

—Que yo debo quedarme en el islote, porque dos personas pesan demasiado para ir en la tortuga.

—Debo ser yo —dijo Alvaro— quien espere tu regreso. Tú pesas mucho menos, y saldrás mejor de la empresa.

—Y vos, ¿ cómo atravesaréis el pantano?

—En una almadía que construirás. ¿Pretendes que la tortuga volviera sola a buscarme?

—¡Tenéis contestación para todo, señor!

—¿Tienes miedo?

—¡Sería capaz de montarme en una serpiente para pasar a la otra orilla! —respondió sin titubear el valeroso rapaz.

—Entonces, emprende el viaje. Lleva contigo el hacha y el arcabuz. Procura tener bien encogidas las piernas, y si ves acercarse algún caimán, dispara sin economizar pólvora ni balas. Por lo demás, creo que ninguno se atreverá a molestarte y que llegaras sin novedad a la otra orilla.

—¡Seré un jinete algo cómico, señor! ¡Cabalgar en una tortuga! ¡Nunca me lo hubiera imaginado!

—¡Démonos prisa, García! Estoy hambriento y sediento, y tú no debes de estarlo menos. Esta noche nos desquitaremos del ayuno.

—¿Comiéndonos a mi cabalgadura?

—¡En su misma concha! —respondió Alvaro riéndose.

Enderezaron con precaución a la tortuga y la empujaron hacia la orilla. El pobre bicho, embarazado en sus movimientos por las cañas que le pendían de los costados, estaba aturdido, y a cada momento trataba de girar sobre sí mismo; pero un vigoroso estacazo le obligaba a ir hacia adelante.

Apenas vió el agua, la tortuga se arrojó impetuosamente a ella, esperando librarse de las cañas que la oprimían, y sumergirse. García listo como un gato, se había encaramado en la espaciosa concha, sentándose sobre ella con las piernas dobladas y encogidas a la manera de los turcos.

Molesta por aquel peso que gravitaba sobre ella, y sintiéndose empujada al mismo tiempo hacia arriba, a pesar de sus esfuerzos para sumergirse, la tortuga parecía haber perdido el juicio. Daba vueltas sobre sí misma batiendo furiosamente el agua con las patas, alargaba el cuello desmesuradamente, y movía la cabeza y la cola en todas direcciones.

¡Esfuerzos vanos! La vejiga hinchada y las cañas la sostenían obstinadamente a flote.

—¡Ah! ¡Magnífica idea! —exclamaba el muchacho manejando vigorosamente el bastón que llevaba en la mano—. ¡Señor Alvaro, qué soberbia almadía! ¡Navegará como el mejor velero con viento en popa!

El portugués se reía a carcajadas viendo los inútiles esfuerzos del reptil para desembarazar de su extraño jinete. Alargó al muchacho el hacha y el arcabuz, y le dio la señal de la partida con un «¡Buen viaje, amigo!».

—Volveré tan pronto como pueda, señor —le dijo el muchacho—. ¡Arre, tortuga!

Convencido el crustáceo de la inutilidad de sus esfuerzos, se había apartado del islote y avanzaba velozmente por la laguna.

De cuando en cuando intentaba arrojarse en medio de las anchas hojas de las victorias o de los cañaverales; pero con dos o tres estacazos aplicados sin misericordia García la obligaba a nadar próximamente en línea recta.

Loca de miedo, la pobre tortuga nadaba con grandísima rapidez. Una buena chalupa con dos remeros no hubiera navegado más a prisa.

—¡La cosa va a las mil maravillas! —dijo para sí García después de haber echado una ojeada a la orilla más próxima, que, como ya hemos dicho, distaba unas tres millas del islote—. Si sigue con esta marcha, llegaré en media hora, o quizás en menos tiempo.

Recogió aún más las piernas, acomodándose lo mejor que pudo sobre el caparazón, se puso el arcabuz armado sobre las rodillas, el hacha delante y al alcance de la mano, y dirigió una mirada al islote.

Alvaro, de pie en la orilla y con el arcabuz en la mano, le seguía con la vista, muy satisfecho de su idea.

—¡Pronto volveré a buscarle! —se dijo el muchacho—. Una almadía no es difícil de construir cuando se dispone de madera en abundancia y de una buena hacha, y los árboles no faltan en las orillas de la laguna.

La tortuga seguía su marcha lanzando resoplidos. Ya no trataba de acercarse a las victorias ni a las cañas, temiendo provocar una tempestad de estacazos de parte de su extraño cabalgador.

Había avanzado como una milla larga, cuando García advirtió que le seguían un par de caimanes.

Los horribles reptiles nadaban casi completamente sumergidos, no descubriéndose de ellos más que el hocico y las plantas acuáticas que crecían sobre su dorso. Sin duda, tenían intenciones de acercarse sin ser notados; pero el muchacho, que también miraba hacia atrás, los descubrió por la estela que dejaban señalada en pos suyo.

Sin embargo, manteníanse a una distancia de cuarenta o cincuenta pasos, y no parecía que, a lo menos por el momento, tuviesen intención de acometerle. Probablemente, estaban sorprendidos, y quizás inquietos por el aspecto de aquel extraño jinete que parecía galopar sobre el agua.

—¡He ahí una escolta peligrosa, que despediría de muy buen grado! —dijo García, más inquieto que medroso—. ¿Pretenderán comerse a mi caballo? ¡Por fortuna, estoy yo aquí para defenderle!

Recogió las piernas cuanto pudo y montó el arcabuz, decidido a utilizarlo si los reptiles hubieran mostrado intenciones agresivas.

Como si hubiera comprendido el peligro, la tortuga redobló la velocidad de su marcha. De cuando en cuando volvía la cabeza hacia el muchacho como pidiéndole protección.

Los dos jacarés no parecían tener prisa para acometer. Limitábanse a seguir a la tortuga en su veloz carrera, mostrando de cuando en cuando sus quijadas armadas de formidables dientes. García comenzaba a inquietarse y a sentirse incómodo. La orilla distaba todavía más de milla y media, y en aquella parte de la laguna no había ningún islote donde refugiarse en el caso de que la tortuga fuera acometida y tuviese la desgracia de perder las patas.

—¿Cómo acabará esto? —se preguntaba el muchacho, que comenzaba a sentir miedo—. ¡Aquellos dos bichos no parecen dispuestos a dejarme! ¿Cómo me las compondría si me echasen al agua de un coletazo?

Volvióse, y vio con terror que uno de los dos jacarés, el más grande, comenzaba a apresurar la marcha y a mostrar el áspero dorso. Seguramente se disponía a atacarle.

—¡Trataré de detenerle! —se dijo García.

Empuñó el arcabuz, echó unos granos de pólvora en la cazoleta para asegurar el tiro, y poniéndose de rodillas, apuntó al caimán, que sólo distaba entonces unos quince pasos y tenía las quijadas abiertas.

—¡Imitare al señor Alvaro! —dijo para sí el animoso joven.

Y mandó la bala dentro de la boca abierta del monstruo.

Al sentir el disparo la tortuga hizo tan brusco movimiento, que García estuvo a punto de caer al agua. Apenas tuvo tiempo de apoyarse en las cañas y de empuñar de nuevo el arcabuz, que se le había escapado de las manos.

El jacaré, que había recibido la descarga en la garganta, dio un salto enorme, sacando casi todo el cuerpo fuera del agua. Después volvió a caer dando tremendas sacudidas y formidables coletazos a diestro y siniestro.

De la garganta, atravesada por la pesada bala, salíale un chorro de sangre que teñía la superficie del agua.

Su compañero, sin duda, asustado por el disparo, se había sumergido de repente, apareciendo después entre un grupo de victorias regias.

—¡Al galope! —exclamó el muchacho con voz alegre hostigando a la tortuga.

La mydas no necesitaba que la animasen. Loca de terror, huía apresuradamente hacia la ribera, que se veía ya claramente con sus altísimos árboles y su frondosa vegetación.

En menos de diez minutos atravesó el último trecho de la laguna y saltó a la orilla, deteniéndose completamente rendida delante de los primeros árboles.

CAPITULO IX. SITIADO POR LOS «PECARIS»

El lugar donde García había logrado desembarcar tan milagrosamente estaba lleno de árboles que con toda probabilidad formaban el lindero de la inmensa selva que se extendía basta la orilla de la bahía.

Palmas espléndidas con tronco esbeltísimo de quince y veinte metros de alto crecían al lado de las tocumas, de largas espinas; de las lacataras, que, aunque pertenecientes a la gran familia de las palmas, tienen carácter de lianas, pues se enroscan en los troncos de los árboles, mientras bajo aquella espesa cúpula de verdura que impedía a los rayos del sol llegar al suelo se entrelazaban en confusión indecible soberbias bromelias cuajadas de ramos de flores de color escarlata, maravillosas orquídeas, helechos gigantescos y otros mil representantes del reino vegetal cuya enumeración sería interminable.

Multitud de volátiles saltaban y revoloteaban entre el ramaje. Había entre ellos bellísimos cardenales de cabeza roja, y casaritos, especie de tordos que, en vez de anidar en los árboles como casi todos los pájaros, construyen en el suelo sus nidos en forma de cúpula con entradas laberínticas.

Después de sujetar la tortuga al tronco de un árbol, el muchacho entró en la selva, ante todo para buscar un poco de agua, o por lo menos alguna fruta que pudiera aplacar la ardiente sed que le devoraba.

Encontrar frutas seguramente era más fácil que hallar un riachuelo o un torrente, pues era bastante seco aquel terreno, por más que estuviera protegido por aquella maraña de hojas inmensas y de festones de lianas; así es que García, que no se atrevía a alejarse mucho y tenía prisa por construir la almadía, se puso a examinar las plantas.

Había andado doscientos o trescientos pasos, cuando se detuvo ante un árbol enorme, frondosísimo y cargado de frutas gordas como calabazas y de cáscara amarillenta, áspera y llena de protuberancias.

—¡Ojalá sean comestibles estas frutas! —murmuró el joven.

Habíase agarrado a una liana que pendía de una de las ramas, cuando un ruido extraño que partía de un espeso grupo de plantas herbáceas e hizo detenerse.

—¿Habrá indios por aquí? —se preguntó con ansiedad.

El ruido iba en aumento. Más que de un hombre, aquel ruido parecía provenir de algún animal que crujiese los dientes o que los golpease unos contra otros. Aunque, como ya hemos visto, García poseía un valor verdaderamente excepcional para un muchacho de su edad, sentía que le palpitaba violentamente el corazón, como si fuera a salírsele del pecho.

Y no es extraño que sintiese inquietud, pues hasta un hombre muy hecho que se hallara solo en aquella selva, donde podía haber mil peligros, no sólo de antropófagos, sino de animales dañinos y feroces, no habría estado tranquilo.

Con una mano agarrada a la liana, y con la otra empuñando el arcabuz, García escuchaba atentamente, tratando de descubrir la causa de aquellos ruidos.

De repente oyó gruñidos, y después movimiento de ramas.

—¿Habrá aquí jabalíes? —se preguntó, ya más tranquilo—. ¿Y por qué no? Los hay en nuestras selvas, y he oído decir que su carne es tan buena como la de los puercos cebados. ¡Qué agradable sorpresa daría al señor Correa si le llevase uno!

Algo tranquilizado ya, se ocultó detrás del tronco del árbol, con el dedo apoyado en el gatillo del arcabuz. No tuvo que esperar mucho: abriéndose paso por entre el ramaje se presentó un animal bastante semejante al jabalí en el tamaño y en la apariencia.

Si García hubiera tenido algún conocimiento acerca de los animales que pueblan las inmensas llanuras brasileñas, se habría guardado mucho de hacer frente a aquel jabalí.

Era un pécari iajasu, cerdo silvestre de los más peligrosos, que no temen atacar al hombre, aunque no le haya hecho nada.

Esos animales, abundantísimos en la época a que nuestra narración se refiere, y que ahora sólo se encuentran en las selvas del interior del país, nunca van solos, sino en bandas o piaras de cincuenta, y hasta de ciento, y embisten con ímpetu feroz contra quien se atreva a ofenderles, o siquiera se les atraviese en su camino, causando verdaderos destrozos con sus largos y afilados colmillos.

García, que creía habérselas con un jabalí ordinario, y que quería asegurarse una cena suculenta sin sacrificar a la tortuga, que podía constituir una preciosa reserva, no dudó un momento.

Apuntó el arcabuz y disparó contra el pécari, que se había detenido a unos quince pasos de él para desenterrar una raíz.

Atravesado de parte a parte por la bala, el animal cayó entre los matojos lanzando un gruñido agudísimo, cuyo sonido se difundió por los ámbitos de la selva.

Satisfecho el joven por el buen éxito de su proyecto, iba a arrojarse sobre él para rematarle a hachazos, cuando se promovió un alboroto endiablado. Las ramas de los arbustos caían tronchadas como si lloviesen hachazos sobre ellas, las hojas volaban por el aire, y una tempestad de gruñidos furiosos resonaban por doquiera.

—¿Habré hecho una tontería? —se preguntó el joven.

Echóse el arcabuz a la espalda, y se agarró prontamente a las lianas para refugiarse en las ramas del árbol.

Apenas se había elevado tres o cuatro varas sobre el suelo cuando una verdadera tromba formada por unos cincuenta jabalíes, furiosos, con las cerdas erizadas y los ojos llameantes de cólera invadió aquel lugar con rapidez increíble.

En un momento llegaron al árbol en que García se había refugiado y lo rodearon. Unos, de pie sobre las patas traseras, daban furiosas dentelladas al tronco y a las lianas por donde el joven había trepado; otros, descompasados saltos, como si estuvieran endemoniados, o se acercaban y apartaban del lugar en que yacía su compañero. Miraban al joven con ojos centelleantes de cólera y entrechocaban los colmillos, causando un ruido indescriptible.

García, que se hallaba en seguridad en una gruesa rama, y que había tenido tiempo de llevar consigo el arcabuz, comprendiendo que los jabalíes carecían de uñas para poder trepar adonde él estaba, se reía de su cólera.

—Cuando se hayan persuadido de la inutilidad de sus esfuerzos, se irán de aquí —decía el valeroso muchacho.

¡Cómo se engañaba! Si hay animales testarudos y vengativos hasta el exceso, son precisamente los pécaris brasileños.

Pasado el primer arrebato de ira, dejaron de herir con los colmillos el tronco del árbol, convencidos de que no conseguirían destruir su robustísima mole; pero se establecieron alrededor y a corta distancia de él, con la intención evidente de sitiar al muchacho.

—¡En buena me he metido! —murmuró García, que comenzaba a inquietarse—. ¿Qué dirá de mí el señor Alvaro viendo que no voy? ¿Qué haré si este asedio se prolonga? ¡Y pensar que el buen señor tiene tanta sed como yo! ¡Por Dios! ¡Tengo el arcabuz, y no me faltan municiones! ¡Trataré de destruir a estos enojosos bichos! Así que haya matado a cuatro o cinco de ellos, quizás se decidan a irse y, me dejen construir la almadía.

Cargó de nuevo el arcabuz, se puso a horcajadas sobre la rama, y disparó contra un viejo macho, que parecía el más furioso de todos, pues daba saltos alrededor del tronco, arrancando de cuando en cuando grandes trozos de corteza.

Al verle caer, toda la piara, en vez de huir espantada, se precipitó sobre el árbol con terribles gruñidos, embistiéndole a dentelladas.

El joven disparó un tercer tiro, que destrozó la cabeza a otro pécari, sin obtener más resultado que enfurecer a la piara.

Iba a continuar disparando, cuando se le ocurrió una idea.

—¿Y si oyen los salvajes estos tiros? ¡Prefiero sostener el asedio de estos jabalíes a tener que habérmelas con los antropófagos!

¡Pobre señor Alvaro! ¡Cómo se alarmará al oír este tiroteo! ¡En mala hora vinieron estos animales y se me ocurrió cazarlos! ¡No hay otro remedio que tener paciencia y esperar a la noche! Cuando estén dormidos, trataré de huir sigilosamente. ¡Entretanto, probemos estas frutas!

Acercóse al extremo de la rama, de donde pendían varias de ellas, del tamaño de la cabeza de un niño; tomó una, y la cortó con el hacha.

Contenía en su interior una pulpa amarillenta parecida a la de la calabaza, pero más blanda y algo acuosa.

—¡Si no son calabazas, son algo parecido! —dijo—. Espero que me apacigüe algo la sed, y aun el hambre.

Probó un bocado de aquella pulpa, y le pareció dulzona y nada desagradable. Si hubiese podido tostarla al fuego, le habría gustado más todavía, porque la casualidad le había llevado a un árbol del pan. Pero, ignorando qué fruta era aquélla, se contentó con darse un hartazgo de pulpa cruda, que calmó un punto la sed y el hambre que comenzaban a molestarle.

Durante ese tiempo no habían cesado las demostraciones hostiles de los pécaris, no sólo contra él, joven, sino también contra sus compañeros los cuales fueron hechos pedazos a dentelladas.

Habiendo desfogado un tanto su ira, volvieron a esparcirse, aunque sin alejarse mucho del árbol del pan, para impedir la fuga al asediado.

De cuando en cuando volvían furibundos, galopaban alrededor del árbol, daban gruñidos furiosos, y se alejaban de nuevo, dedicándose a buscar frutas y raíces.

El joven comenzaba a aburrirse de aquel asedio, que parecía prolongarse indefinidamente. No sólo se inquietaba por sí mismo, sino por el pobre Alvaro, que debía de estar cada vez más hambriento y sediento.

Dos o tres veces había intentado bajar del árbol, creyendo que los pécaris se habrían alejado; pero no bien se agarraba a las lianas, volvían a toda carrera. Aunque pareciesen entretenidos en buscar raíces y frutas, no dejaban de vigilarle atentamente.

El día pasó de esa manera en continuas ansias para el pobre muchacho, a quien se le hacían interminables las horas. No dejaba un momento de pensar en el señor Correa, que estaba impaciente por aquel retardo inexplicable, y hasta podría imaginar que había muerto su amigo.

Por último se puso el sol, y las tinieblas invadieron repentinamente la selva.

El joven vio con alegría que los pécaris se iban recogiendo entre los matojos que había alrededor del árbol. Sin embargo, aquellos tercos no querían levantar todavía el sitio, más resueltos que nunca a vengar a sus compañeros.

—¡Parece imposible! —exclamó el joven—. Si fuesen hombres, comprendería su tenacidad ¡pero animales! El señor Alvaro se resistirá a creer que he estado tanto tiempo asediado.

Esperó un par de horas antes de moverse, temiendo que aquellos malditos animales hubiesen puesto centinelas cerca del árbol: después cargó su arcabuz, se puso en la cintura el hacha y un par de frutas del árbol del pan, y soltó silenciosamente la rama, agarrándose a las lianas que llegaban cerca del suelo. Debajo del árbol reinaba el silencio: sólo en lontananza se oían los silbidos y gritos prolongados de las parranecas, que debían de ser abundantísimas en la inmensa laguna.

Se deslizó suavemente por la liana, deteniéndose de cuando en cuando para escuchar, hasta que llegó al suelo después de persuadirse de que todo estaba tranquilo.

Los jabalíes no se habían despertado, y seguían tranquilamente echados entre los matojos.

Empuñó el arcabuz por el cañón y se alejó poco a poco, dirigiéndose hacia el pantano. Apenas hubo andado dos o trescientos pasos prescindió de precauciones y se alejó a toda carrera.

En pocos minutos llegó al lugar en donde había dejado a la tortuga. También el reptil dormía con la cabeza escondida en su concha.

—Dejémosla por ahora, y después la embarcaré para impedir que la devoren las fieras, que seguramente no faltarán.

Temiendo estar todavía demasiado cerca de los pécaris, continuó corriendo un cuarto de hora, hasta que llegó a la orilla de una caleta rodeada de árboles, donde se detuvo.

—¡Apresurémonos! —dijo para sí el valiente muchacho—. Tengo madera en abundancia, y la luna comienza a elevarse en el horizonte.

Apoyó el arcabuz en el tronco de un árbol, y fue a buscar los bejucos que necesitaba para construir la almadía.

Podía elegir, porque todos los árboles estaban rodeados de sipos. Hizo buena provisión de ellos, y después, habiendo visto a corta distancia de la orilla un grupo de los altísimos bambúes llamados tacuaras por los brasileños, bambúes que tienen el grueso del muslo de un hombre y son ligerísimos, sumamente a propósito para construir cuerpos flotantes, echó abajo una docena de ellos.

Los materiales eran muy bastantes para construir una almadía capaz de llevar a dos personas.

Los trasladó fácilmente a la playa, y los echó al agua ligándolos entre sí con bejucos. Trabajaba tan diestra y rápidamente, que al cabo de media hora la almadía estaba lista para navegar.

Con dos largas ramas hizo sendos remos, y habiéndose embarcado en la almadía, remando con todas sus fuerzas, se dirigió hacia donde había dejado a la tortuga. La despertó con cuatro fuertes estacazos, y arrastrándola la obligó a embarcarse.

—¡El señor Alvaro apreciaba demasiado a este bicho, o mejor dicho, su carne, para dejárselo a las fieras o a los indios! ¡Aseguraremos así la comida para tres o cuatro días!

En seguida se alejó de la orilla, remando resueltamente con rumbo al islote.

La luna, que ya había salido y brillaba en un cirio purísimo, reflejando sus rayos en las aguas de la laguna, le permitía guiarse fácilmente.

Los islotes se destacaban muy bien sobre la superficie argentina del agua, formando grandes masas oscuras, que podían distinguirse sin necesidad de anteojos.

Aprovechando García la poca profundidad del agua, llegó hacia media noche al centro de la laguna.

En aquel momento vio brillar una luz en uno de los vecinos islotes, entre las plantas que lo cubrían.

—Debe de ser el señor Alvaro —pensó.

Pero de repente cesó de remar e hizo un gesto de sorpresa, y aun de espanto.

—¡No! —se dijo—. ¡Ese fuego no arde en el islote que nos ha servido de refugio, sino en otro! Nuestro islote queda allá abajo, más al Oeste, si no me engaño lo conozco muy bien: es el único que tiene forma alargada.

Un sudor frío le bañó el rostro, al mismo tiempo que sentía en el corazón profunda angustia.

—¿Se habrán juntado aquí los salvajes y habrán sorprendido al señor Alvaro? Esos islotes sólo estaban habitados por volátiles, y que yo sepa, los pájaros no han conseguido nunca encender fuego.

El terror del pobre rapaz estaba justificado. ¿Quiénes sino salvajes podían haber desembarcado en aquel islote? El señor Alvaro no podía haber salido del suyo, pues no tenía madera para construir una almadía, por pequeña que fuese.

—¿Se habrá ido a nado? —se preguntó García—. ¡No, no creo que se haya atrevido a cometer semejante imprudencia, sabiendo que la laguna está llena de caimanes y serpientes enormes!

Estuvo perplejo algunos minutos, y después tomó resueltamente su partido.

—¡Ante todo, vamos al islote! —dijo—. Si no encuentro en él al señor Alvaro, me acercaré cautelosamente al otro, y veré quién fea encendido ese fuego.

Con las debidas precauciones para no ser descubierto remó con rumbo al islote, que se encontraba como a quinientas varas del otro, algo hacia el Oeste.

En diez minutos atravesó la distancia, y se acercó prudentemente a la orilla. Estaba seguro de no haberse engañado, porque a la primera ojeada reconoció aquellos árboles durísimos que habían mellado el filo de las hachas.

Hincó una estaca en el fango, amarró la almadía, montó el arcabuz y saltó silenciosamente a la orilla, abriéndose paso por entre las cañas.

Llegó junto al palo de hierro donde el día anterior habían encendido el fuego para asar las trairas, y no vio a nadie.

El fuego se había apagado hacía tiempo, porque las cenizas estaban frías. García sintió que el corazón le daba un vuelco, y palideció.

—¿Qué le ha sucedido, pues, al señor Alvaro? —se preguntó con ansiedad—. ¡Ay, Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo solo perdido en las selvas americanas?

CAPITULO X. UN DRAMA EN LA SELVA

El pobre muchacho estaba a punto de entregarse a la desesperación, cuando le reanimó un pensamiento súbito.

¿Era posible que Alvaro, hombre valerosísimo, y harto vigoroso, fuerte y joven, se hubiera dejado aprisionar por los salvajes sin hacer resistencia? ¡No; García no podía creerlo!

Y en tal caso, debía de haber en el islote señales de un lucha desesperada, que no se veían por ninguna parte. Los matojos estaban intactos; los alrededores de la hoguera nada indicaban tampoco, ni había señales de flechazos en los árboles ni en las hojas.

Probablemente alarmado por la tardanza del muchacho, Alvaro debía de haber abandonado aquel refugio con la esperanza de poder atravesar felizmente la laguna, cosa que distaba mucho de ser imposible para un nadador como él.

Algo más tranquilizado, García atravesó el islote, y pronto tuvo una prueba de no haberse engañado en sus conjeturas.

En la orilla opuesta a aquella donde se habían apoderado de la tortuga vió derribadas muchas cañas que parecían recién cortadas, pues todavía destilaban un poco de jugo.

—Debe de haber construido una almadía con estas cañas, reforzándola quizá con esas hojas inmensas que constituyen por sí solas pequeñas almadías. Amenazado por los caimán o por las serpientes, se habrá detenido en esa isla donde antes vi aquella luz. ¡Vamos a verlo!

Completamente tranquilo, el muchacho volvió a la almadía, y emprendió la vuelta. Aunque se sintiese rendido, aniquilado por tantos esfuerzos harto violentos para un joven de su edad, y estuviera cayéndose de sueño, a fuerza de remos guió la almadía hacia el islote, entre cuyas plantas seguía viendo la hoguera, y una pequeña nube de humo sobre ella.

No tardó más de un cuarto de hora en atravesar las cuatrocientas o quinientas varas que mediaban entre uno y otro islote, y fue a encallar en un banco de arena cubierto en parte de cañas.

Allí cerca vio una pequeña balsa formada por haces de cañas y hojas de victorias bastantes para sostener a una persona.

—¡El señor Alvaro es el que la ha construido! —exclamó con voz gozosa.

Se arrojó al banco, y llegó al islote, espantando a algunas aves acuáticas que dormitaban entre las hierbas sosteniéndose en sus larguísimas zancas.

Entre un grupo de árboles vió sentado ante una hoguera, que estaba ya apagándose, un hombre que parecía dormir o meditar con la cabeza entre las manos.

Escapósele una exclamación de alegría:

—¡Señor Alvaro!

El portugués, que sin duda dormitaba, alzó la cabeza al oír aquella voz conocida, miró al muchacho con ojos soñolientos, y después, levantándose bruscamente, abrió los brazos y estrechó entre ellos al joven, exclamando:

—¡Ah, mi valiente rapaz! Pero di, por cien mil caimanes, ¿de dónde vienes? ¡Qué angustias y qué miedos me has hecho pasar en estas doce horas! ¡Tunante! ¡Puedes jactarte de haberme hecho temblar!

—¿Me creíais muerto, señor Alvaro?

—¡Y hasta comido y digerido! —contestó Alvaro—. ¿Crees que no he sentido tus arcabuzazos? ¿No te defendías de los indios?

—No, señor; me defendía de ciertos jabalíes ferocísimos que me tenían sitiado en un árbol.

—¿Supongo que me habrás traído siquiera uno? ¡Estoy muerto de hambre, ya que no de sed!

—Me ha sido imposible, señor; pero he traído la tortuga, cuya carne no será menos sabrosa que le de los jabalíes.

—¡Eres un muchacho previsor, mi buen García!

—Y traigo también frutas que aplacan en cierto modo la sed.

—No las necesito. En este islote he encontrado ciertas peras que ya conocemos, y que me han calmado la sed.

—Pero ¿por qué habéis abandonado la isla, señor?

—Para reunirme contigo y ayudarte. ¿No has oído mis tiros?

—No, señor.

—Pues he hecho más de diez disparos con mi arcabuz. Como no me contestabas, me decidí a intentar atravesar la laguna; y quizá hubiera logrado mi propósito si los caimanes no me hubieran obligado a refugiarme más que de prisa en este islote. Mi almadía, hecha sólo de cañas y hojas, apenas podía sostenerme, y llevaba siempre las piernas sumergidas en el agua.

—He visto vuestra almadía.

—¡Basta de conversación, García, y pensemos en la cena! ¡Así que hayamos lastrado el estómago me contarás tus aventuras!

Echó en el fuego, que estaba apagándose, ramas secas y cañas para reavivarlo, y se hizo conducir a la almadía, donde la tortuga, muy ajena de sospechar la triste suerte que la esperaba, dormía profundamente.

Levantáronla con gran trabajo, porque era pesadísima; la decapitaron para no hacerla padecer demasiado, y la echaron en las brasas, descansando sobre el dorso.

—¡Pobre animal! —dijo García, oyendo el ruido que hacía la carne al asarse—. ¡Qué ingratitud de nuestra parte!

—¡El estómago no razona, amiguito! —respondió Alvaro, que aspiraba con avidez el exquisito aroma que exhalaba el gigantesco asado.

—¡Ah! ¡Se me olvidaban las calabazas!

Fue a recoger las dos voluminosas frutas, y las arrojó a los pies de Alvaro.

—¿Y llamas a esto calabazas? —exclamó el portugués—. Son frutas del árbol del pan, que van a proporcionarnos las galletas que nos faltan. Ya las he probado, y puedo asegurarte que tostadas son exquisitas.

—¿Hay, pues, plantas que producen pan? —exclamó el muchacho—. ¡Dichosa tierra donde no hacen falta molinos ni hornos!

Alvaro descascaró las frutas y cortó la pulpa en anchas rebanadas, que puso sobre las ascuas.

La tortuga, que debía de estar bien gorda, hervía bulliciosamente en su concha, que iba carbonizándose poco a poco, sin que por eso se perdiera el jugo del animal, que es exquisito. También García, a pesar de su remordimiento, sentía despertársele el apetito al percibir el delicioso olor del asado.

Cuando Alvaro juzgó que estaba suficientemente cocida la tortuga, separó con unos cuantos hachazos, que descargó en el costado del carapacho, la mitad inferior de éste, que es casi plana, y ante los ojos estupefactos de García apareció el cuerpo del desgraciado reptil magníficamente asado y nadando en un jugo amarillento que despedía un olor exquisito.

—Ahora puedes comer sin miedo hasta hartarte —dijo Alvaro, sacando del fuego las tajadas de la fruta del pan—. ¡No habrás hecho en tu vida una comida más deliciosa; te lo aseguro!

—Señor —dijo García después de algunos bocados—, si esto no es verdaderamente pan no es inferior a él en bondad ni en gusto. Sabe a alcachofas y a calabaza marina.

—¿No crees que puede sustituir a la galleta?

—Sí, señor.

—Entonces, cuando lleguemos a la costa me llevarás al sitio donde está ese árbol, y haremos una buena provisión de esas frutas.

Cuando estuvieron satisfechos los dos náufragos se tendieron en la hierba con los pies vueltos hacia la hoguera, y sin preocuparse de caimanes ni de serpientes cerraron los ojos con el propósito de dormir unas cuantas horas, porque de sueño ninguno de los dos podía tenerse en pie.

Aquella segunda noche pasada en medio de la laguna transcurrió también sin alarmas. Durmieron doce horas de un tirón, y cuando se despertaron ya el sol estaba muy alto.

La almadía estaba donde había quedado la noche anterior. Embarcaron primero en ella a la tortuga, que aún podía darles de comer un par de días más, y volvieron al islote donde habían estado antes para recoger los barriles de municiones que Alvaro había escondido en un espeso matojo, por no haberse atrevido a embarcarlos en su frágil almadía.

Seguros de que no había ninguna piragua en la laguna, a las dos de la tarde embarcaron y emprendieron el viaje hacia la costa.

Ya habían pasado bastantes aventuras en aquellos islotes, y deseaban con ansia volver a las grandes selvas, donde, por lo menos, tenían la seguridad de encontrar agua y caza. Además, querían volver cuanto antes a la bahía, con la esperanza de que cualquier nave, bien llevada allí por las corrientes, bien dedicada a explorar las costas que se extendían hacia el Sur, hubiera fondeado durante su ausencia en aquella soberbia ensenada, que con el tiempo había de ser una de las primeras de la América meridional.

Dos horas emplearon en hacer la travesía de la laguna, porque fueron combatidos por vientos y corrientes contrarios. Desembarcaron en el punto mismo adonde fue conducido García el día anterior por la pobre tortuga.

—Llévame antes que nada a aquel árbol del pan de que me hablaste ayer —dijo Alvaro después de echarse a cuestas todos los objetos que solía llevar consigo y envolver en varias anchas hojas los restes de la tortuga.

—Y si estuviesen todavía allí los jabalíes, ¿qué haríamos? —preguntó García.

—Ahora somos dos para darles la batalla —contestó Alvaro—. ¡Veremos si se atreven a embestirnos!

Internáronse en la selva, y bien pronto llegaron bajo el árbol del pan. Ya no estaban los pécaris, que, habiendo advertido, sin duda, la fuga de su prisionero y juzgando inútil, por lo tanto, prolongar al asedio, se habían ido.

Sólo quedaban allí como recuerdo los tres esqueletos, completamente limpios de carne, de los animales muertos por el grumete. Algunos carnívoros debieron de pasar por allí después de la marcha de los pécaris y se entretendrían en roer aquellos despojos.

—¡Bah! ¡Por ahora nos contentaremos con la tortuga! —dijo Alvaro.

Se proveyeron de media docena de frutas del árbol del pan, porque llevarlas en mayor cantidad lea hubiese sido molestísimo por su gran tamaño y peso, y después de descansar un par de horas, se orientaron por el sol y se pusieron en marcha, buscando ante todo cualquier arroyo, charca u otro depósito de agua dulce, para seguir después hacia la bahía, de donde pensaban no hallarse muy lejos.

—Seguramente, mañana estaremos en ella —dijo Alvaro para animar al grumete.

La selva iba haciéndose cada vez más densa conforme adelantaban hacia Oriente. La marcha a través de ella se les hacía dificilísima, no sólo por los obstáculos que encontraban, sino por la imposibilidad de guiarse por el sol, que no podían ver de ningún modo a través de la espesa bóveda de ramas, verdura y follaje que los cubría.

Reinaba en la selva densísima oscuridad, y el calor era también sofocante por la falta de circulación del aire en aquellas espesuras.

Llegaron a una región cubierta de culeras, árboles enormes que dan frutos del tamaño de grandísimas calabazas, de cáscara brillante y color verde pálido, el cual encierra una pulpa blanda y blanquecina que no tiene ninguna aplicación. Sin embargo, esas frutas son muy estimadas por los indios, a causa de su cáscara, que emplean como vasija después de seca y vaciada.

Las anchas hojas de esos árboles se entrelazaban de mil maneras formando bóvedas absolutamente impenetrables, y sus troncos desaparecían bajo espesas capas de musgos y de otras plantas parásitas.

No eran los únicos representantes colosales del reino vegetal que se ofrecían a los ojos de los náufragos; otros no menos enormes surgían acá y allá entre los miles y miles de cueiras, obligandolos a detenerse en su marcha y a dar larguísimos rodeos para encontrar un paso.

Eran jupaios, de tronco cortísimo, pero con hojas de ocho o nueve varas de largo, y miritos, palmas soberbias de tamaño enorme, hojas dispuestas en abanico y recortadas en cintas, no menos colosales que las de los jupatos, pues una sola es bastante para abrumar con su peso a un hombre robusto.

Faltaban aves, que no se sentirían a su gusto en aquella semioscuridad; pero, en cambio, abundaban las espléndidas y voluminosas inorfas, que son las mariposas más lindas de la América meridional; y entre las hojas secas huían gran número de ciertas serpientes de color de tabaco, cabeza triangular, y también muy peligrosas; los tnapanaros, llamados malditos por los indios, tan venenosos son.

Tres horas llevaban nuestros náufragos marchando, o, mejor dicho, arrastrándose, y preguntándose ansiosamente cuándo llegarían a algún lugar más abierto que les permitiese respirar un poco de aire puro, cuando de repente se encontraron ante una corriente de agua como de veinte varas de ancho, que parecía dirigirse hacia el Sur más bien que hacia el Este, o sea hacia la bahía.

—¡Detengámonos, señor! —dijo García—. ¡No puedo más!

—Y yo no estoy en mejor estado, querido —respondió Alvaro—. ¡Pero ante todo, bebamos!

Ya iba a separar las plantas acuáticas que crecían copiosamente en la orilla, cuando el grumete le puso una mano en el hombro, diciéndole rápidamente:

—¡No, señor!

—¿Qué sucede? —preguntó Alvaro, volviéndose rápidamente.

—¡Tened cuidado! ¡Ved aquello!

—¿Dónde?

—¡En aquel árbol que se inclina hacia el arroyo!

Un silbido agudo que resonó en el aire le hizo levantar la cabeza.

—¡Calle! ¡Un mono! —exclamó.

—¡Pero el otro no es un mono!

Alvaro separó con precaución las plantas, y miró en la dirección que el grumete le indicaba.

A veinte pasos de donde estaba se extendía horizontalmente casi hasta el centro del lecho del riachuelo una de las plantas llamadas por los brasileños paivas, que tienen el tronco cubierto de excrecencias espinosas, y de cuyas frutas se extrae una especie de algodón finísimo muy bueno, aunque de fibras demasiado cortas para ser hilado.

En las ramas de aquel árbol se había refugiado un mono silbante, uno de los más feos del grupo, con las mejillas cubiertas de pelos blancos, la cara rodeada por una barba negra que le da un aspecto poco agradable, la cabeza adornada con dos largos moños que parecen cuernos, y el pelo del cuerpo pardo amarillento.

Debía de ser una hembra, porque tenía entre los brazos a un monito que gritaba desesperadamente, a pesar de las amorosas caricias de la madre.

Con graneles precauciones por el tronco, cuidando atentamente en dónde ponía las patas para no herírselas con las espinas, arrastrábase un soberbio animal que hizo palpitar fuertemente el corazón del portugués, pues creyó reconocer en él un tigre u otro animal semejante.

Si no era un verdadero tigre, podía comparársele ya por el tamaño, ya por la ferocidad y la fuerza.

Efectivamente; el jaguar americano no es menos audaz y sanguinario que el tigre de la India Oriental, y con razón se le considera como el más terrible carnívoro de la América del Sur, donde no hay ningún otro capaz de hacerle frente.

Aunque sea algo más pequeño que el tigre real, si bien no menor que el que vive en las islas de la Sonda, tiene dos metros de longitud, y es un animal rapaz temido por los mismos indios, que no se atreven con él sino yendo muchos juntos.

No tiene las elegantes líneas del tigre; pero sí una piel que todavía se paga hoy bastante cara. Su pelo es corto, fino, mórbido y de color amarillo rosado, con hermosísimas manchas negras y puntos orlados de rojo del más gracioso efecto.

También los hay negros con manchas todavía más obscuras, como las panteras negras de Java y de Sumatra, y a la vez más feroces que los otros; por fortuna, son raros.

El que gateaba por el árbol era de los más grandes de la familia, pues se acercaba a los dos metros de longitud, y también debía de ser de los formidables.

Sin duda había sorprendido a la pobre mona, separada quizá de sus compañeros para buscar frutas por el suelo, y con una habilísima maniobra la había obligado a refugiarse en aquel árbol, para impedirle volver a la selva, donde le hubiera sido mucho más difícil apode de ella, por ser los monos silbantes agilísimos para lanzarse de unas ramas a otras bastante distantes sin temor decaerse.

Comprendiendo la gravedad del peligro, la desgraciada madre silbaba desesperadamente para llamar la atención de sus compañeros, que no se hallarían muy lejos; pero ninguno respondía.

Por otra parte, como nada habrían podido hacer contra aquel terrible carnívoro, era muy probable que hubiesen huido para evitar caer también en sus garras.

—¡Qué hermoso animal! —murmuró Alvaro manteniéndose prudentemente escondido entre las plantas y acercándose al grumete, como si quisiera protegerle contra el jaguar.

—¿Es un tigre, señor? —preguntó García, que no parecía estar muy asustado.

—Se parece más a una pantera —contestó Alvaro, que hasta entonces no había visto jaguares, animales aún desconocidos para los europeos.

—¿Será peligroso?

—¡No quisiera probar sus uñas, querido!

—¿Devorará a esa pobre mona?

—¡Allá veremos! Pero me parece que la fiera no tardará en agarrarla, por más que se haya refugiado en las últimas ramas.

—¿Y no lo impediremos, señor?

—¿Te da lástima de la mona?

—Si, señor Alvaro.

—Por ahora, dejemos avanzar a la pantera, e intervendremos en el momento oportuno; por más que nada vayamos ganando con irritar a esa fiera, que tiene aspecto de ser bastante peligrosa.

El jaguar continuaba su avance sin mostrar demasiada prisa.

Aparte de que las espinas que cubrían el tronco de la paiva, que eran bastante agudas, le impedían proceder con mayor rapidez.

Levantaba con precaución las garras, miraba bien dónde las ponía, para no pincharse, manifestando su mal humor con sordos maullidos que terminaban en una especie de aullido ronco.

La mona, que le veía acercarse, aunque fuera con lentitud, redoblaba sus silbidos, seguía subiéndose a ramas cada vez más altas, y sostenía fuertemente sujeto con una mano al monito, que, conociendo el peligro que corría su madre, lanzaba gritos lastimeros.

Poco a poco había llegado a una de las últimas ramas; pero tuvo que detenerse, porque su peso era ya grande para la resistencia que ofrecía, y amenazaba romperse.

Estaba precisamente encima del lecho del riachuelo, y no tenía ninguna salida. Aunque se hubiese dejado caer en al agua, no habría escapado de las garras del jaguar, que es habilísimo nadador.

Llegado éste a la mitad del tronco, y deseoso de poner término a la cacería, se replegó sobre sí mismo, y dando un rápido salto, se puso sobre una de las ramas más gruesas, en la cual ya no había espinas.

—¡La mona está perdida! —dijo Alvaro, que observaba con viva curiosidad las maniobras del carnívoro.

En efecto; la suerte del simio estaba ya decidida; su vida terminaría pocos momentos después entre las garras y los dientes de su adversario.

El jaguar trepó rápidamente por la rama con la agilidad de un gato; pero llegó a un punto en que tuvo que detenerse; había sentido un crujido, y el prudente y astuto carnívoro comprendió que no podía avanzar más sin exponerse a caer en el río, caso que no habría dejado de aprovechar la mona para huir a la selva.

—Las cosas no van bien para la fiera —dijo Alvaro—, y voy creyendo que la mona puede escaparse de sus uñas.

El carnívoro daba resoplidos como un gato colérico, y desfogaba su mal humor arañando la corteza del árbol, de la cual sacaba gruesos pedazos.

Loca de terror y sintiéndose perdida la mona, .se balanceaba en la extremidad de la rama, a la cual se sostenía agarrada con la mano derecha, mientras que con la izquierda apretaba contra su cuerpo al monito que no quería abandonar.

En aquel momento, arrastradas por la corriente, pasaban bajo el árbol enormes hojas de victorias regias de contornos bastante realzados, muy bastantes para sostener cuerpos más pesados que el de una mona tan pequeña como aquélla.

—¡Ah, picara! —exclamó Alvaro.

En aquel momento se dejó caer a plomo la mona sobre una de las mayores de aquellas hojas, sin soltar al monito. Aquella pequeña almadía natural se hundió un poco por la violencia del choque; pero tornó a salir a flote, al mismo tiempo que la mona celebraba su victoria con un prolongado silbido.

La corriente, que era bastante rápida, la llevaba hacia la orilla opuesta.

Al ver huir su presa el jaguar lanzó un furioso maullido; sacó las garras de la corteza, y se arrojó al agua resueltamente.

Había calculado mal la distancia que le separaba de la mona. En lugar de ir a caer en la hoja flotante en que la mona se había refugiado, cayó unos dos pasos más atrás, y se sumergió levantando un montón de espuma.

—¡Se ha llevado chasco el glotón! —exclamó García, muy contento del resultado de aquella escena.

—¡Poco a poco, querido! —le contestó Alvaro—. Cuando ese animal se ha arrojado al agua, es señal de que es un buen nadador, y la mona no ha llegado todavía a la otra orilla.

En aquel momento se produjo en la superficie del agua un gran movimiento de espuma, y en seguida se oyeron los ahogados aullidos de la fiera mezclados con ruidos estridentes que parecían proceder de algún otro animal.

—Parece que la fiera está luchando con otro bicho —dijo Alvaro, inclinándose sobre la orilla para observar mejor lo que pasaba.

De repente una cola o, mejor dicho, un bulto negruzco de forma cilíndrica apareció sobre el agua, replegándose en seguida; después vio el jaguar, pero no libre.

Una enorme serpiente le había envuelto entre sus anillos tan fuertemente, que amenazaba ahogarle.

Era una sucuriú, llamada también boa anaconda, el más enorme de los reptiles brasileños, que no suele tener menos de trece o catorce metros de largo, y que hace su morada en el fondo de los ríos.

Aunque no es venenoso, lo mismo que las serpientes pitón tiene tal fuerza compresora, que fácilmente puede ahogar a un buey entre sus anillos.

Quizá al sentirse tocada por el jaguar, que al sumergirse con la fuerza de la caída debió de llegar hasta el fondo del río, se había apoderado de él.

El reptil y el carnívoro, a cual más formidables, luchaban con furor, tan pronto saliendo a flote como sumergiéndose.

El primero seguía estrechando a su presa y trataba de quebrantarle las costillas y el espinazo; el segundo, loco por el dolor, mordía y desgarraba ferozmente la piel de su adversario.

La sangre de la boa teñía el agua; pero ella, segura de su victoria final, no aflojaba sus anillos.

Durante algunos instantes se revolvieron juntos en la superficie del agua, oyéndose los desesperados maullidos del uno y los silbidos del otro. Después ambos desaparecieron en una ancha mancha de sangre, y no volvió a vérselos más.

—¡Pardiez! —exclamó Alvaro—. ¡He ahí unos enemigos de los cuales debemos guardarnos en adelante!

—¿Habrá muerto el tigre, señor? —preguntó García, que estaba bastante pálido.

—Me lo figuro y como la serpiente no debe de encontrarse nada bien, aun suponiendo que haya logrado ahogar a su adversario, debemos aprovechar el momento para atravesar el río.

—¿Y si hubiese otros animales de esa clase?

—Habrían acudido a tomar parte en la lucha.

—¡Ah! ¿Qué habrá sido de la mona?

—Ha tomado tierra, y se habrá refugiado en la selva.

—¡Apresurémonos, ya que la boa está entretenida devorando al carnívoro o muriéndose!

Cortaron apresuradamente algunos bambú, los juntaron por el medio, amarrándolos con bejucos, y media hora después estaban en la orilla opuesta del río, desembarcando en el mismo lugar donde la mona se había puesto en salvo.

CAPITULO XI. EN LA SELVA VIRGEN

En aquella otra orilla la selva no era menos espesa y tenebrosa que en la que acababan de dejar los náufragos, y que con tanto trabajo habían atravesado.

Hasta parecía más intrincada, por componerse de infinidad de plantas que crecían confusamente unas al lado de otras, rodeadas de desmesurados bejucos o de arbustos y raíces enormes que salían de todas partes, no encontrando lujar para desarrollarse en el subsuelo, convertido en una masa fibrosa que le daba consistencia de piedra.

Enlazadas unas plantas a otras por los sipos, las, jacitaras, las barbas de palo, o por esa entrañas aroideas cuyas raíces van por el aire desde el árbol hasta el suelo, había cedros brasileños de los que dan esa madera tan apreciada llamada jacaranda, palmas regias de altísimo tronco, tan perfecto, que parece hecho a torno; ficus de los que sudan por las heridas que se les hacen en el tronco, la preciosa gutapercha; bombonazas, con cuyas hojas se fabrican hoy los estimados sombreros llamados de Panamá, y palmas cuaresinas, de flores purpurinas que se entrelazaban con las lanazias.

Peinaba una humedad penetrante a la sombra de aquella vegetación, de la cual se desprendía un intenso olor de musgo que irritaba el olfato de nuestros náufragos.

—Esta es una selva virgen —dijo Alvaro, que hubiera preferido encontrase en una pradera—. ¿Cómo vamos a componérnoslas para guiarnos entre estas plantas, que no dejan pasar siquiera un rayo de sol? Voy creyendo que no va a sernos fácil volver a la bahía.

—¿Nos habremos extraviado? —preguntó el grumete.

—¡Me lo temo!

—¿Cubrirá todo el Brasil esta maldita selva?

—Parece que los indios no se toman el menor trabajo por aclararla. Para ellos no hay agricultura.

—Así lo creo. No la necesitan, porque se comen unos a otros. Además, las frutas abundan en estas selvas.

—Tampoco falta en ellas la caza. ¿No oyes ese estrépito?

De pronto había estallado un alboroto de ruidos agudísimos que hizo callar a una bancada de papagayos que charlaban entre las ramas de un cedro. El ruido era tan penetrante que el grumete tuvo que taparse los oídos.

—¿Quién arma ese terrible alboroto? —dijo—. ¿Serán quizá animales feroces?

—Deben de ser monos —contestó Alvaro—. ¡Qué garganta tienen! ¿Serán de latón o de cobre? ¡Diríase que llevan trombones y cornetines en el cuerpo!

—Forman toda una orquesta —dijo riendo el grumete.

El griterío había llegado a ser tan agudo, que resonaba en toda la selva. Parecía como si estuvieran desollando miles de cerdos.

—¡Vamos a hacer callar a esos importunos! —dijo Alvaro—. Si podemos, daremos algún buen golpe que nos proporcione un asado. El calor ha acabado con nuestras provisiones. La carne de la tortuga hiede atrozmente.

—¿Tendríais valor para comeros un mono?

—¿Y por qué no? Es una caza tan buena como cualquiera otra.

Guiándose por aquellos chillidos, que no cesaban un solo instante, los dos náufragos avanzaron por entre los árboles, llevando bajo el brazo los arcabuces. Desde su encuentro con el jaguar habían comprendido que toda prudencia era poca.

Andando en todos sentidos por la espesura, rodeando los árboles y tropezando en las redes formadas por los sipos y por las raíces, en una hora larga consiguieron recorrer unos quinientos o seiscientos pasos, que los llevaron al lugar donde los concertistas se desgañitaban dando gritos que habían llegado a ser completamente insoportables.

Como Alvaro se había imaginado, aquellos músicos rabiosos eran monos, y no pasaban de seis o siete, por más que alborotaban como si fuesen ciento.

Era un pequeña banda de carayas que ocupaban las ramas de una summameira. Esos cuadrumanos son de corta estatura, y sus órganos vocales tienen increíble resistencia, que les permite lanzar gritos capaces de destruir los tímpanos más recios. Hasta los sordos oirían sin trabajo sus terribles alaridos.

También se les llaman miquitos negros, por su oscuro pelaje de reflejos rojizos, que en las hembras es algo amarillento. Tienen barbas en los carrillos, y cola tan larga como todo el cuerpo, que generalmente no pasa de sesenta centímetros. Su garganta que pudiera compararse con un tambor, está dividida en seis compartimentos, lo que da a su voz tal intensidad, que se oye a grandísimas distancias.

Su grito habitual es una especie de rocu-rocu que varían a su gusto, y que se oye a unos cuantos kilómetros. Otras veces gruñen como los cochinos, rugen y maúllan como los jaguares, o aúllan y gritan como seres humanos a quienes se sometiese a tormento.

Sentados en círculo en la bifurcación de las ramas, e ignorantes de la presencia de los náufragos, aquellos seis o siete coristas inflaban enormemente la garganta y modulaban notas cada vez más agudas; después callaban bruscamente para esperar al director de orquesta, que estaba en medio de ellos, y que era el más flaco de todos, pero el que mejor voz tenía y el que daba la nota justa y precisa.

Cuando alguno se salía de tono, el director le suministraba una sonora bofetada, obligándole a callarse.

—¡Acabemos! —gritó el grumete, que ya había llegado debajo de árbol y estaba aturdido por aquel concierto endemoniado—. ¡Abajo el maestro!

No le hicieron caso. Los carayas estaban tan entretenidos con aquel coro infernal, que ni siquiera oyeron la voz del grumete.

—Perderás el tiempo inútilmente —le dijo Alvaro—. Tu voz no puede oírse en medio de este espantoso alboroto. Sería preciso un cañonazo para que lo oyeran.

—Un buen arcabuzazo tendrá buen éxito. ¡Vamos a derribar al maestro!

El señor Correa, que, como ya sabemos, era buen tirador, apuntó durante cortos instantes, y disparó.

El maestro, que estaba aullando con toda su fuerza no sé qué trozo de música simiesca, se quedó con la boca abierta y la voz ahogada; en seguida se irguió estirando los brazos, dio una vuelta sobre sí mismo y se desplomó al suelo, donde quedó muerto.

Espantados sus compañeros, treparon dando saltos a las ramas más altas del árbol aullando desesperadamente.

Ya iba Alvaro a arrojarse sobre el pobre caraya, cuando oyó una voz que exclamaba en lengua castellana:

—¡Caramba! ¡Qué buen tiro!

El portugués y el grumete se volvieron atónitos, creyendo haberse engañado. Ambos hablaban bastante correctamente el castellano, lengua muy difundida en aquella época, como lo es hoy la francesa, y comprendieron perfectamente aquella frase.

Un hombre con la sonrisa en los labios y los brazos cruzados sobre el pecho los contemplaba entre dos grupos de arbustos.

Tendría como cuarenta años, buena estatura, y llevaba larga barba y cabellos todavía más largos, le caían sobre la robusta espalda.

Aunque fuese bastante oscuro de color, su perfil muy regular, su talle y sus ojos, que no eran pequeños ni tenían la ligera oblicuidad que distingue a los de las razas indias, mostraban que no pertenecía a la raza brasileña.

Sin embargo, iba ataviado como los indígenas. Llevaba en la cabeza una diadema de plumas de ánade, un taparrabos hecho de fibras vegetales entrelazadas y relucientes como si fuesen de seda, collares y brazaletes formados con dientes de caimanes y de otros animales feroces, y en el pecho un raro trofeo que parecía compuesto de vértebras de serpientes.

—¿Indio o español? —preguntó Alvaro poniéndose a la defensiva y haciendo señas a García para que preparase el arcabuz.

El desconocido no se movió. Los miraba con profunda emoción, sin dejar de sonreírse y sin tocar la pesada clava que le pendía del costado, ni una especie de venablo que llevaba a la espalda.

—¿Amigo o enemigo? —preguntó al fin Alvaro en castellano, viendo que el desconocido seguía callando.

—¿Desde cuándo los hombres blancos extraviados en las selvas de tierras lejanas se han mirado como enemigos? —exclamó aquel indio con voz trémula—. Aunque os parezca un indio, soy tan blanco y tan europeo como vosotros.

Con no menos emoción que el desconocido, Alvaro se echó el arcabuz a la espalda y dio unos pasos hacia adelante.

—¿Sois también un náufrago?

—Un antiguo náufrago.

—¿Y qué hacéis en las costas del Brasil?

—Ésa misma pregunta me hacía yo hace un momento respecto a vosotros. ¿Sois también españoles?

—No; somos portugueses.

—Somos, pues, casi compatriotas. ¡No podéis imaginaros la emoción que me ha ocasionado este encuentro! ¡Ya me había resignado a no ver nunca a ningún hombre de mi raza!

—¿Lleváis aquí muchos años?

—Desde 1516.

—¿Con quién vinisteis?

—Vine en la expedición mandada por el fiorentino Americo Vespucio, por Juan Pinzón y por Díaz de Solís. Pertenecía a la tripulación de este último.

—Se sabe lo que le sucedió a la expedición organizada por el audaz florentino; pero nunca se ha sabido lo que fue de Solís.

—Fue muerto por los indios charrúas. ¡Qué historia tan triste, señor!

—¿Y escapasteis del estrago? —preguntó Alvaro.

—Fui el único.

—¿Y qué hacéis ahora?

El castellano se ruborizó y quedó confuso. Después murmuró como si hablase para sí:

—Soy el hechicero de la tribu de los tupinambás.

En cualquier otro caso Alvaro hubiera soltado una carcajada, pero viendo la confusión y la tristeza del pobre hombre, se contuvo.

—¿Será un buen oficio?

—¡Oh, señor!…

—Por lo menos, os habrá servido para salvar el pellejo, señor…

—Díaz Cartago —dijo nuestro hombre completando la frase—. Es cierto, señor…

—Alvaro Correa de Viana —dijo éste, completando a su vez la de su interlocutor—. ¿Tenéis hambre?

—Hoy hace catorce días que camino sin parar para evitar caer en manos de los eimuros, que han invadido el territorio, dispersando las tribus de los tupinambás y de los tamoyos.

—¿Están muy lejos?

—Por ahora, sí.

—¿Y no hay peligro de que nos sorprendan?

—Por el momento, no.

—Entonces, aprovechemos el momento para preparar el almuerzo, liemos matado un mono.

—Los carañas tienen carne delicada, señor Viana. No es la primera vez que los pruebo.

—¡Ayudadnos!

El castellano no esperó a que le repitiesen el ofrecimiento. Viendo que el grumete llevaba un cuchillo a la cintura, se lo pidió, y en un momento descuartizó al mono, lo limpió y le quitó la cabeza.

Alvaro y García encendieron fuego, ensartaron al cuadrumano en la baqueta de hierro de uno de los arcabuces, y lo pusieron al fuego.

Entretanto el castellano dio una vuelta por los matorrales y volvió llevando dos cartuchos de hojas de plátanos llenos de cierto líquido que parecía vino blanco.

Assahy —dijo invitando a Alvaro a probarlo—. ¡Bebed, que no nos hará daño!

—¿De dónde lo habéis sacado?

—De la palma assahy. Es un líquido que puede sustituir al vino.

—¡Asado y vino! ¡Lástima que no tengamos pan!

—Lo encontraremos; os lo prometo —dijo el marinero—. Si aquí no, en otro lugar encontraré plantas que nos lo proporcionen. La vida es fácil en el Brasil: basta encorvarse hacia el suelo para encontrar qué comer y qué beber. De los indios he aprendido cosas que antes ignoraba absolutamente.

—¡Dichosa tierra! —exclamó Alvaro.

—¿Hace poco que habéis naufragado?

—Muy pocos días, señor Díaz. Os contaré nuestra historia, espetando que en cambio nos contéis la vuestra, que debe ser maravillosa.

—Y muy triste también respondió el marinero.

Mientras cuidaba de la marcha del asado le refirió Alvaro sus aventuras después del naufragio de la carabela, y el peligro en que habían estado de sufrir la misma suerte de sus compañeros.

—Debían de ser eimuros los que han matado y se han comido a vuestros marineros —dijo Díaz—. Son los indios más feroces de cuantos viven en las selvas del Brasil, y a nadie perdonan de los que caen en sus manos.

—¡El asado está listo! —dijo García en aquel momento.

Separaron del fuego al mono, cuyo pellejo se había vuelto reluciente y tostado como el de un cabrito recién sacado del horno, y lo dividieron en trozos, que colocaron sobre una gran hoja de plátano.

Debemos confesar que los dos protugueses, por más que estuvieran hambrientos, titubearon antes de decidirse a comer de aquel plato, que tenía harta semejanza con un niño asado.

Pero el marinero, habituado a la vida salvaje, y que en su vida debía de haber devorado gran número de cuadrumanos, empezó a comer con el apetito de un caimán, invitándoles a imitarle.

El hambre pudo más que su repugnancia, y arremetieron con el asado, que era excelente.

Vaciaron los dos cucuruchos llenos de un vino agradabilísimo que se asemejaba un poco a la sidra, y después se tendieron bajo el árbol, poniendo las armas a un lado y al alcance de la mano.

—¿Podremos descansar un par de horas sin peligro de ser molestados? —preguntó Alvaro al castellano.

—Los eimuros no suelen andar en las horas de calor —contestó Díaz—. Además, he tomado mis precauciones para que pierdan mi rastro. ¡Muy hábiles han de ser para seguirlo!

—¿Luego os seguían?

—Desde hace cuatro días.

—Entonces, ¿venís de muy lejos?

—La aldea en que residía está a siete jornadas de aquí, en medio de la selva.

—¿Y no volveréis a ella?

—Si; pero esperaré a que los eimuros se hayan ido más hacia el Sur. Espero que me acompañéis vosotros. Los tupinambás os recibirán bien si os presento yo, que soy un pyaie, o sea el hechicero de la tribu. ¿Qué vais a hacer solos y abandonados en esta inmensa selva? Un día u otro iríais a para a las parrillas de los eimuros o de los tupys, no menos antropófagos que los eimuros.

—Y los tupinambás, ¿no se comen a sus semejantes?

—Lo mismo que los otros; pero yendo conmigo no os pasará nada.

—Contadme vuestra historia, señor Díaz; tengo gran curiosidad por conocerla.

—¡A vuestra disposición, señor Viana!

CAPITULO XII. EL MARINERO DE SOLÍS

Ahora hace trece años —dijo el marinero después de unos minutos de silencio, que dedicó, sin duda, a poner en orden sus recuerdos—, precisamente en 1516, el gobierno de Castilla, que ya en aquel tiempo tenía el propósito de arrebatar al de Portugal esta inmensa región que por legítimo derecho pertenecía a Cabral, el primero en descubrirla, envió una flota bajo el mando de Vespucio, de Pinzón y de Solís, con orden de fundar establecimientos en esta costa.

Ya desde el principio había gran rivalidad entre los capitanes, tocios los cuales se disputaban la dirección de la empresa.

Americo Vespucio, que ya había visitado el Brasil por cuenta de Portugal, y que tan importante parte había tenido en el descubrimiento del Continente americano, podía alegar mejores derechos que los otros dos; pero se desconfiaba algo de él por haber estado antes al servicio de la corte de Lisboa.

Como quiera que sea, se efectuó la travesía, y las flotillas fondearon con toda felicidad a los tres meses de navegación en la bahía en cuyas rocas naufragó vuestra carabela..

Después de renovar la provisión de agua y de hacer algunos trueques de objetos con los indios, que no se mostraron tan feroces como cuando el viaje de Cabral, el cual, como sabéis, perdió algunos marineros que fueron devorados, la flota se hizo a la vela con rumbo al Sur. Reconoció un largo trecho de costa, haciendo frecuentes desembarcos para plantar cruces en señal de la soberanía de Castilla, hasta que llegó a la desembocadura de un río inmenso, que al pronto tomamos todos por un brazo de mar.

Era el río de la Plata; pero cuando llegamos allí volvió a estallar la rivalidad entre los capitanes. Vespucio y Pinzón se negaron a acompañar a mi capitán, le abandonaron y se fueron a hacer otros descubrimientos.

Lo que fuera de ellos no lo he sabido nunca, porque desde entonces no he visto desembarcar aquí a ningún blanco.

—Estad tranquilo por ellos —dijo Alvaro—, pues volvieron felizmente a España.

—Solís —dijo el marinero reanudando su relato— no quería volver a atravesar el Atlántico sin haber realizado alguna empresa gloriosa, y embarcándose en una chalupa, entró audazmente en el inmenso río. Yo formaba parte de la expedición pues tenía fama de buen piloto, y también de buen arcabucero.

Por muchos días seguimos remontando el río, acompañados por muchedumbre de indios que iban por la orilla más próxima, y que nos invitaban a desembarcar.

Pero como todos estaban armados con arcos y cerbatanas, Solís, que a un gran valor unía cierta prudencia, se negaba a desembarcar; y hubiera hecho muy bien el no haber saltado a tierra.

Aquellos salvajes eran los charrúas, indios audacísimos y feroces, que sólo esperaban que desembarcásemos para devorarnos.

Habíamos explorado una buena parte del curso del río, cuando cierto día, habiéndose dispersado los indios, Solís tuvo la desgraciada idea de internarse en el país.

Saltó a tierra en las márgenes de una selva, dejándome a mí con otros seis para guardar la chalupa. Antes de que desapareciese tuve una sospecha.

«¡Señor Solís —le grité—, guardaos de las emboscadas!».

Él me hizo con la mano una señal de adiós, y se internó en la selva con su escasa gente.

Quedamos en la mayor inquietud. La mía, particularmente, era tan grande, que apenas podía sostenerme.

La dispersión de los salvajes, que hasta entonces nos habían acompañado constantemente, no me parecía natural. Presentía una traición y una catástrofe.

Ya era tarde para detener a Solís. Por olía parte, aquel hombre, que no tenía miedo de nada y que manejaba la espada admirablemente, me habría hecho caso y se hubiera reído de mis temores.

Poco faltaba para ponerse el sol, cuando de repente oímos el estampido de algunos arcabuzazos, seguido de un clamor tan espantoso, que varios días estuvo resonándome en los oídos.

Ningún rugido de fieras podría daros idea de los gritos de guerra de los salvajes de la América meridional.

De un salto me puse en pie, gritando a mis hombres:

«¡Están atacando al capitán! ¡Acudamos en su ayuda!».

Me miraron sin contestarme: estaban desmoralizados y fatigadísimos.

Comprendí que no podría decidirlos a hacer nada. Por otra parte, ¿qué hubiéramos podido hacer sin saber siquiera adónde dirigirnos? Durante algunos minutos seguimos oyendo los disparos de los arcabuces y el griterío de los charrúas; después siguió un profundo silencio.

Todo había terminado. Solís y su gente, sorprendidos en alguna emboscada hábilmente dispuesta por los indios, debían de haber perecido.

Mis compañeros me suplicaron que picase el cable del ancla y que cuanto antes fuéramos a reunimos con la nave que nos esperaba en la boca del río; pero me negué terminantemente a abandonar el puerto, por lo menos hasta la madrugada del día siguiente.

Tenía la esperanza de que siquiera alguno hubiera conseguido salvarse de la matanza y llegase de un momento a otro a la orilla.

Por la noche vimos el resplandor de gigantescas hogueras encendidas dentro del bosque.

Impaciente por saber algo de lo acontecido a mi desventurado capitán, me decidí a saltara tierra. Habiéndose negado mis compañeros a seguirme, desembarqué sólo, llevando conmigo un arcabuz y un espadón.

El mismo resplandor de las hogueras que ardían en la falda de una eminencia cubierta de bosque me sirvió de guía. Me interné en la espesura, y adelanté, en silencio y con precauciones, con el corazón palpitante, y temiendo ser a cualquier momento traspasado por un venablo o recibir en la cabeza el golpe de esas terribles porras de palo de hierro que había visto en las manos de los salvajes.

Creyendo haber acabado con todos nosotros, los charrúas estaban en el mismo lugar donde había caído Solís, así es que después de una hora de marcha entre indecibles angustias y terrores incesantes me fue posible acercarme a ciento cincuenta pasos del campamento de los salvajes.

Un espectáculo atroz que no olvidaré jamás, aunque viva mil años, se ofreció a mis ojos.

En un brasero inmenso, y sobre una especie de parrillas hechas de ramas verdes, yacían tostándose los cuerpos de nueve de mis desgraciados compañeros, cubiertos de sangre de pies a cabeza.

Casi todos tenían deshecho el cráneo, sin duda por las pesadas mazas de los indios.

—¡Canallas! —exclamó Alvaro, haciendo un gesto de disgusto.

—Entre aquellos míseros cuerpos, cuyas carnes crepitaban al contacto de las llamas esparciendo en torno un olor nauseabundo, distinguí el de Solís.

Tenía abierta la garganta y destrozada la cabeza.

Alrededor de la hoguera más de doscientos charrúas enteramente desnudos, pero adornados con collares de dientes de caribes, pequeños peces voraces de carne humana que infestan los ríos de estas tierras, parecía que esperaban algo. Todos estaban armados de venablos, mazas y arcos grandísimos.

De repente aquellos salvajes prorrumpieron en espantosos gritos.

«¡Perdón, perdón!».

Cuatro indios de estatura gigantesca arrastraban a un marinero que se resistía desesperadamente dando patadas en las piernas de los que le conducían.

Le habían apresado vivo; pero su suerte no había de ser mejor que la de los que habían caído combatiendo con las armas en la mano.

Vi a los charrúas arrastrarle hasta una enorme piedra en que habían abierto una especie de reguera o canal, y tenderle sobre ella después de haberle amarrado para impedirle todo movimiento.

Horrorizado, no me atrevía ni a respirar. Por lo demás, ¿qué hubiera podido hacer contra aquellos doscientos o más indios?

Cuando mi desgraciado camarada estuvo amarrado, vi salir del grupo de los charrúas a uno de ellos con la piel teñida la mitad de azul y la mitad de negro, adornado con collares y brazaletes de dientes de caimán y de jaguar y vertebras de serpiente, y con la cabeza cubierta por una enorme corona de plumas de papagayo.

En una mano llevaba una especie de cuchillo hecho con una afiladísima concha, y en la otra una vasija de barro cocido.

Se acercó a la víctima, que lanzaba desgarradores lamentos, y con un rápido golpe la degolló, recogiendo en la vasija la sangre que corría por la reguera abierta en la piedra.

Iba a llevársela a los labios, cuando rodó por el suelo.

Sin pensar en el peligro a que me exponía, le había disparado una bala con mi arcabuz.

Al oír el disparo y ver desplomarse al hechicero, los charrúas quedaron como atónitos.

—¿Y os aprovecharíais de su estupor para poneros en salvo? —dijo Alvaro.

—Sí, señor Viana. Eché a correr como un loco por la colina abajo; y cuando sentí los rabiosos aullidos de los indios y sus carreras para apoderarse de mí, ya estaba muy lejos de ellos.

En pocos minutos atravesé el espacio que me separaba del río; pero me esperaba una terrible sorpresa.

Creyéndome perdido, mis compañeros se habían marchado abandonándome en aquella selva y con los charrúas, que se me venían encima.

—¡Miserables! —exclamaron a un mismo tiempo Alvaro y García.

—Me di por perdido —prosiguió el castellano—, porque sentía cada vez más cerca el furioso griterío de los charrúas.

En aquel momento tuve una inspiración. No habiendo visto ninguna canoa india en el río, supuse que los charrúas no tendrían ninguna.

Siendo un buen nadador, decidí arrojarme al agua: era la única vía de salvación que me quedaba.

Si hubiera vuelto a la selva, aquellos demonios no habrían tardado en dar conmigo, y hubiese ido a parar a las parrillas en que estaban asándose el capitán y sus marineros.

Confiando en mi agilidad y en mi fuerza, me eché el arcabuz a la espalda, me desnudé rápidamente, y me lancé a las aguas del río de La Plata, que en aquel lugar no tiene menos de cuatro o cinco millas.

Cuando los charrúas llegaron a la orilla, ya estaba yo en la mitad del río.

Nadaba vigorosamente, mirando hacia atrás, por temor a que cualquiera de aquellos salvajes me fuera a los alcances.

Hacia la media noche estaba a doscientos o trescientos pasos de la otra orilla. Comenzaba a alegrarme, cuando sentí un dolor tan vivo en una pierna, que no piule menos de dar un grito.

Parecía como si algún pez me hubiese clavado una aguja en las piernas, o de un bocado me hubiera arrancado un pedazo de carne.

Espantado, sin saber a qué atribuir aquel dolor, apreté a nadar. Pero después, un segundo mordisco no menos doloroso que el primero me arrancaba un segundo grito. Después me sentí rodeado por millares de peces que por todas partes me atacaban a mordiscos.

—¿Qué peces eran? —preguntó Alvaro, interesadísimo en aquella emocionante relación.

—Había caído en medio de una bandada de caribes.

—No sé lo que son.

—Después os lo diré. Por fortuna, como os he dicho antes, estaba cerca de la orilla. Nadando desesperadamente pude llegar hasta ella, y encaramarme trabajosamente en tierra entre las plantas que allí abundantemente crecían.

¡En qué estado me habían puesto aquellos animalitos! La sangre me brotaba de cien heridas, y tenía la piel agujereada como un cedazo.

—¿Eran, pues, muy grandes esos peces? —preguntó Alvaro.

—Como la mano de vuestro grumete, o todo lo más, como la vuestra —respondió Díaz riendo—. Los caribes son peores que los jacarés, es decir, los caimanes; y tan ávidos de carne humana, que cuando caen sobre un nadador tardan pocos minutos en devorarle, no dejando de él más que el esqueleto.

Si alguna vez, como sin duda ocurrirá, llegáis a trabar conocimiento con ellos, veréis los dientes que tienen esos pececillos, considerados con razón como una verdadera plaga de los ríos sudamericanos.

—¡Se los dejo de buen grado a los indios! —dijo el portugués—. ¡Seguid vuestro relato, querido Díaz!

—Casi una semana estuve oculto en la selva antes de encontrarme en disposición de ponerme en marcha. Viví de frutas, de raíces y alguna que otra vez de la carne de los animales que cazaba. Después me preparé para realizar el gran plan que había meditado.

Sabía que los castellanos habían fundado establecimientos en Venezuela, y se me metió en la cabeza llegar hasta allí.

Se trataba de un viaje que podía durar años; pero era la única vía de salvación que se me presentaba.

Caminé semanas y semanas a través de bosques inmensos que no acaban nunca, evitando pasar por las aldeas de los indios para no acabar en la parrilla, e internándome cada vez más en el Brasil, hasta que un día fui a caer en medio de un campamento de tupinambás. Sea que el color de mi piel, o mis largas barbas, o mi traje hecho de piel de jaguar, impusieran no sé qué clase de respeto a aquellos salvajes, o sea por cualquiera otra causa, el hecho es que, en lugar de matarme y comerme, me recibieron como amigo. Habiendo muerto pocas semanas antes su hechicero, después de haber sido mutilado por un jacaré, me nombraron para sustituirle; y ahí tenéis explicado cómo vine a convertirme en un pyaie.

Después de transcurrir muchos años, y cuando ya había renunciado a la esperanza de volver a ver una cara europea, los eimuros cayeron sobre nuestro campo y dispersaron a la tribu.

Vencidos y deshechos, huimos sueltos y desbandados por la selva; y habiéndome extraviado, he llegado hasta este lugar. No me alegro de las devastaciones cometidas por los eimuros; pero no puedo menos de pensar que sin ellas no hubiera vuelto a ver a ningún hombre de mi raza. ¡Señor Viana, os aseguro que el día de hoy ha sido uno de los más afortunados de mi vida!

—¿Esperáis reuniros pronto con los tupinambás?

—Y espero que también vendréis vosotros. He comprendido que la pretensión de llegar hasta los establecimientos castellanos de Venezuela era una locura, y he renunciado a ese proyecto.

—Pues bien; vayamos a ver a esos tupinambás, con tal que no nos tuesten en las parrillas.

—¡Oh! ¿A los hermanos del hechicero? ¡Me tienen demasiado miedo para atreverse a tal cosa! Tengo fama de ser el pyaie más poderoso de la comarca.

—¿Cuándo partiremos?

—Es demasiado tarde para emprender el viaje, señor. Pasaremos aquí la noche, y mañana veremos si está franco el camino y nos dirigiremos hacia el Oeste. Los eimuros no acostumbran a detenerse mucho en ningún lugar, y pronto volverán a sus selvas.

—Entonces preparemos una buena cama y durmamos; pero nada más que con un ojo —dijo Alvaro.

—Sí, como los marineros cuando hacen la guardia —agregó el castellano.

CAPITULO XIII. LOS EIMUROS

Animados por la tranquilidad que a lo menos por el momento reinaba en la inmensa selva, Alvaro, el castellano y el grumete se durmieron.

Los tres estaban tan rendidos por el trajín de los días anteriores, que necesitaban un buen descanso para restaurar las fuerzas y prepararse para el largo viaje que pensaban emprender en busca de la tribu de los tupinambás, que sin duda habría regresado ya a su asiento.

Sin embargo, durmieron con un solo ojo, como los marineros de guardia, según había dicho el castellano, y siempre uno u otro permanecía despierto para evitar que los sorprendieran los eimuros, que andaban por todos los alrededores de la bahía. Durante varias horas no llegaron a sus oídos otros rumores que los estridentes silbidos de las parraneas y los roncos rugidos de los sapos; pero poco después de media noche el castellano, que tenía el oído más fino que sus compañeros, notó cierto ruido que no podía confundirse con la atroz cacofonía de los batracios.

Habituado durante tantos años a los ruidos de la selva, no podía engañarse. Con todo, no queriendo interrumpir por una falsa alarma el sueño de sus compañeros, que roncaban beatíficamente, se incorporo para escuchar mejor.

Sintió un ruido lejano, que habría pasado inadvertido para oído menos ejercitado que el suyo. Le pareció que era un numeroso grupo de hombres que atravesaban la selva.

Sacudió ligeramente con la mano la cabeza de Alvaro y le dijo:

—¡Despertaos, señor Viana!

El portugués, que no tenía el sueño muy pesado abrió repentinamente los ojos y se sentó, clavando la mirada en el marinero de Solís.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—¡Qué vienen!

—¿Quién?

—No sé si los eimuros o los que huyen de ellos. A lo que me parece son hombres, y muchos, los que atraviesan la selva, y no sería prudente seguir durmiendo.

—¡Ah, diablo! ¡Estaba durmiendo tan a gusto!

—En estas tierras hay que estar siempre dispuestos a huir. La tranquilidad no ha existido aquí nunca.

—¿Conviene que nos vayamos?

—No —respondió el castellano.

Alvaro le miró con asombro.

—Entonces, ¿ para qué me habéis despertado?

—Para buscar un refugio más seguro.

—¿Sin huir de aquí?

—No hace falta. Con frecuencia he engañado, andando muy pocos pasos, a los indios que me seguían los pasos para matarme y asarme. Aquí tenemos un árbol que nos será utilísimo, y que depistará a los indios que nos sigan el rastro. Despertad al grumete, y no perdamos tiempo.

Oyéndolos hablar, García se había despertado. Prevenido del peligro que corrían, se limitó a decir:

—¡Bah! ¡Tenemos los arcabuces, y sabremos hacer un buen recibimiento a esos antropófagos!

—¿Y los restos de la hoguera? —preguntó Alvaro mientras se disponían a trepar a la enorme summameira.

—Dejad sus cenizas, y hasta los tizones —respondió Díaz—. Más bien servirán para despistar y confundir a los salvajes.

Había allí bejucos, sipos, que pendían del árbol y que servían a maravilla para escalarlo, pues el tronco, que era enorme, no podía abarcarse.

Los dos portugueses y el castellano se aprovecharon de ellos para ascender hasta las ramas. Después los cortaron para impedir a los salvajes servirse de ellos; pero se guardaron de dejarlos caer al suelo para que no denunciaran su presencia.

—Veréis cómo no nos buscan aquí arriba —dijo el marinero de Solís—. Es increíble; pero a los salvajes, cuando son perseguidos, no se les ha ocurrido nunca refugiarse en los árboles.

Treparon adonde era mayor la espesura del ramaje, y con ansiedad fácil de comprender esperaron la llegada de aquella gente que marchaba a través de la selva.

Fuesen eimuros, tupis o cualesquiera otros salvajes, el peligro era el mismo, porque todos eran enemigos de los tupinambás, y todos terribles devoradores de carne humana.

Como decía el marinero de Solís, eran hombres cuyo encuentro era absolutamente preciso evitar para no correr el peligro de perecer y ser tostados.

El ruido que Díaz había advertido continuaba. Una banda, al parecer muy considerable, atravesaba la selva; y sea que siguiera algún rastro o que caminase al acaso, el hecho es que se dirigía precisamente hacia aquella clara cuyo centro ocupaba la summameira.

—¿Serán vuestros enemigos los que nos siguen? —preguntó Alvaro, que había preparado sus armas.

—Pronto lo sabremos —respondió Díaz, que escuchaba con atención.

—¿Pudieran ser los vuestros?

—¿Los tupinambás? ¡Imposible! Todavía ayer me seguían los eimuros, y mientras no vuelvan a sus selvas ningún indio de mi tribu se habrá atrevido a volver. Además, sé que han huido hacia el Oeste, y no hacia el mar.

—¿Tan terribles son esos eimuros?

—Son más semejantes a fieras que a hombres; todo lo destruyen a su paso.

—¿De dónde vienen?

—De las comarcas meridionales. Probablemente obligados por algún motivo que ignoro, de cuando en cuando emigran a tierras más ricas, destruyéndolo todo en su camino, y nadie ha podido contenerlos. Su solo nombre causa tal terror, que hasta las tribus más valerosas prefieren huir a hacerles frente, y dejan abandonadas sus aldeas y sus sembrados.

—Sin embargo, son hombres.

—¡Quién sabe! —respondió el marinero de Solís—. Sé que andan en cuatro patas como las fieras. No sé si son hombres o monos, señor Viana.

—Entonces, tos distinguiremos mejor si son ellos los que se acercan.

—No deben estar lejos.

—¡Ya están ahí sus exploradores! —murmuró Díaz—. ¿Los veis?

Aunque fuera grande la oscuridad que reinaba en el bosque por la espesura de la vegetación, el señor Viana y el grumete observaron la aproximación de los bultos más parecidos a animales que a hombres, que salían de los matorrales y avanzaban cautelosamente por la clara.

Andaban con las manos y con los pies como los animales, y no hacían el menor ruido.

—¿Eimuros? —preguntó Alvaro en voz baja.

—Sí —respondió el marinero.

—Los hubiera tomado por dos jaguares.

—Andan, efectivamente, como ellos.

—¿Se detendrán aquí o seguirán su camino?

—Si me siguen el rastro, se detendrán para buscarlo.

Los dos salvajes atravesaron la clara, y después se detuvieron lanzando un grito ronco.

—Han descubierto los restos de nuestra hoguera y de nuestra cena —dijo Díaz.

—¿Qué harán ahora?

—Esperarán a sus compañeros para aconsejarse.

—¡Con tal que no sospechen que estamos aquí arriba!

—¡No temáis! —respondió Díaz—. Además, estos antropófagos no han visto nunca armas de fuego, y un par de arcabuzazos no dejarían de causarles invencible terror.

Los dos salvajes estaban escudriñando entre las cenizas para ver si todavía quedaba alguna chispa que les indicara si hacía mucho o poco tiempo que había pasado por allí el hechicero de los tupinambás.

Murmuraron algunas palabras, y después uno de ellos volvió a atravesar la clara corriendo como un lobo rabioso a internarse de nuevo en la selva, mientras el otro se sentaba junto a la ceniza.

Pocos minutos después unos treinta salvajes entraban en la clara y se detenían cerca de la summameira.

—Son bastantes —dijo en voz bajísima Alvaro, que no se sentía muy tranquilo, a pesar de las continuas seguridades que le daba el marinero de Solís.

Sentáronse en círculo los salvajes, mientras tres o cuatro de ellos recogían ramas secas y procuraban encender fuego frotando entre sí pequeños pedazos de una madera especial empleada por los brasileños para el caso, pues el uso del eslabón y del pedernal les era completamente desconocido.

Bien pronto brilló una llama y comenzó a arder la leña seca, iluminándose la clara.

—¡Qué feos son! —no pudo menos de decir el grumete en voz bajísima.

Efectivamente; aquellos salvajes eran horrorosos. Su aspecto era más de monos que de hombres. Tenían perfil anguloso, frente deprimida, ojos pequeños y pitarrosos, cabellos negrísimos, lacios y cerdosos como crines, cuerpo flaquísimo, pintado en su mayor parte y cubierto de suciedad.

Por todo vestido llevaban unos pedazos de tela grosera y verdosa, sin duda robados a enemigos vencidos, o taparrabos de hojas.

Todos lucían el horrible barboto, trozo de madera seca más o menos redondeado, que les atravesaba el labio inferior.

Sus armas eran mazas pesadísimas de palo de hierro, bastones aguzados y endurecidos al fuego, y algún que otro arco para disparar largas flechas de caña de bambú provistas en la punta de una espina de acacia.

Después de disputarse encarnizadamente los restos de la cena y de devorar cruda la cabeza del mono que yacía allí cerca en el suelo, los salvajes tuvieron un breve consejo, después del cual se esparcieron por el claro examinando las hierbas. Como ya lo había observado Alvaro, en lugar de sostenerse en dos pies andaban a gatas como las fieras, postura que, por lo visto, preferían a la común de la especie humana.

¿De dónde procedían aquellos salvajes que de cuando en cuando, en períodos indeterminados y en grandísimo número, invadían las inmensas selvas del Brasil, devastando todos los lugares habitados y devorando a cuantos prisioneros caían en su poder?

Los historiadores de América no han llegado a averiguarlo de una manera precisa.

Los brasileños aseguraban que procedían de las regiones australes; los que quizás fuera cierto, porque aquellos formidables invasores eran de estatura mucho mayor que los otros indios, y, es posible que fueran los progenitores de los indios de las pampas y de los patagones.

Hasta por su modo de vivir tenían más semejanza con fieras que con seres humanos.

Su lengua, si tal nombre merece su manera de hablar, era un conjunto, de sonidos roncos y confusos que nadie comprendía, y que más parecía salir de la cavidad del pecho que de los órganos de la garganta.

Lo único que los distinguía de las fieras era su costumbre de arrancarse todo el vello del cuerpo, incluso el de las cejas, y cortarse de vez en cuando los cabellos.

Por lo demás, andaban completamente desnudos, no sabían construir cabañas, dormían en los bosques como los jaguares y otros animales de presa, limitándose a refugiarse bajo los árboles en los períodos de grandes lluvias. Caminaban a gatas, como ya hemos dicho, y corrían tan velozmente en esa postura, que hasta a caballo era difícil alcanzarlos.

Además eran terribles antropófagos. En general, los brasileños, se comían a sus enemigos más por venganza que por otra razón; pero los eimuros los devoraban por costumbre, como si se tratase de animales cualesquiera de los que cazaban, y, lo que es todavía más horrible, solían comerlos crudos.

Su modo de combatir los hacía extremadamente peligrosos. Nunca acometían, sino que esperaban a sus enemigos en la selva y los sorprendían a traición. No tenían miedo más que a una cosa; al agua. Un arroyuelo bastaba para detenerlos.

Cuando los portugueses se hubieron establecido sólidamente en el Brasil algunos años más tarde y fundaron opulentas ciudades, los eimuros siguieron efectuando sus invasiones periódicas, y hasta en un época llegaron a poner en grave peligro a las colonias, amenazando arruinar a Porto Seguro y Os Illeos.

Se presentaron en masas enormes, cayeron sobre las aldeas de los tupinambás y los tupiniquinas, y después se revolvieron contra las capitanías de Puerto Seguro y de Os Illeos, muy pobladas por portugueses, los cuales, no creyendo que aquellos salvajes tuvieran la audacia de atacar a las ciudades costeras, no les habían hecho gran caso; sólo el valeroso gobernador Men de Sa acudió prontamente con buen golpe de tropas, pensando dar pronto buena cuenta de aquellos salvajes.

En efecto; cayó sobre una de sus bandas mientras ésta intentaba construir un puente con troncos de árboles, y después de un reñido combate, en que muchos de los que las componían perdieron la vida, empujó hacia el mar a los otros, que se anegaron todos.

Creía haber contenido la invasión; pero pocos días después los portugueses vieron con verdadero estupor, y aun con miedo, cubrirse de salvajes las alturas que dominaban a Puerto Seguro.

Men de Sa salió valerosamente a su encuentro, y logró rechazarlos después de una serie de batallas muy sangrientas; pero la capitanía de Os Illeos ya había sido destruida por aquellos salvajes.

Transcurrieron unos cuantos años antes de que el Brasil quedase libre de los eimuros, los cuales fueron completamente exterminados.

Sólo sobrevivieron unos cuantos centenares de ellos, a quienes se confinó a setenta leguas de la costa, con la prohibición de acercarse a ella. Otros fueron reducidos a esclavitud; pero aquellos salvajes eran tan indomables y tan refractarios a la servidumbre, que casi todos se dejaron morir de hambre, prefiriendo la muerte a la pérdida de la libertad.

CAPÍTULO XIV. LA CAZA DE LOS HOMBRES BLANCOS

Los eimuros que habían invadido el claro del bosque en que estaban nuestros amigos debían de haber seguido el rastro del marinero castellano en su fuga a través de la selva.

Aquel encarnizamiento contra un hombre solo, ¿obedecía al deseo de probar la carne de un individuo de color tan distinto al de los salvaje brasileños, o era debido a alguna otra causa? Si se hubiese tratado de una tribu entera que hubiera podido proporcionar carne humana en abundancia, era explicable aquella tenaz persecución; pero, de otro modo, ni a Alvaro ni al mismo Díaz les parecía natural.

Los eimuros parecían furiosos por haber perdido el rastro del fugitivo, de quien hacía varios días que tenían decidido propósito de apoderarse, poniendo increíble constancia en realizarlo.

Después de haber recorrido en todos sentidos la pequeña clara, volvieron a reunirse alrededor del fuego, manifestando su mal humor con roncos aullidos que tenían muy poco de humanos.

La falta de huellas, que el suelo húmedo de la selva debiera haber hecho fácilmente visibles, los tenía confundidos y perplejos.

Gesticulaban animadamente al comunicarse sus ideas, y empuñaban sus pesadas mazas y las volteaban furiosamente en el aire.

Por fortuna, a ninguno de ellos se le ocurrió levantar los ojos hacia la summameira. La sospecha de que el hombre blanco pudiera haberse escondido entre las frondosas hojas del árbol no le había pasado a ninguno de ellos por las mientes.

Varias horas estuvieron discutiendo a su manera, y después Alvaro y sus compañeros los vieron echar mano a las armas y desaparecer en la selva divididos en varios grupos.

—Buscan mis huellas —dijo Díaz cuando los hubo perdido de vista y todo entró en silencio.

—¿Cómo se explica esta terquedad? —preguntó Alvaro—. ¿Será quizás el deseo de probar carne de piel blanca?

—No —respondió el marinero—. Creo que, aun cayendo en sus manos, mi vida no correría ningún peligro.

—Explicaos.

—He sabido por los tupinambás que han luchado con ellos que su pyaie fue muerto de un flechazo en un reñido combate.

Creo que me han perseguido tantos días para hacerme hechicero de su tribu.

Es probable que haya llegado hasta ellos la noticia de que los tupinambás tienen un hechicero de piel blanca, y que su obstinación en perseguirme obedezca al empeño en apoderarse de mí.

De otro modo no me explico esta cacería. Porque ¿qué significa para ellos un hombre? ¡Apenas unos cuantos bocados!

—Voy creyendo eso mismo, Díaz —respondió Alvaro—. ¿Volverán?

—No lo dudo. Cuando se persuadan de que no hay huellas mías en la selva, volverán a presentarse.

—¿Y si nos descubriesen?

—Nunca sospecharán que estamos tan cerca de ellos. ¡Ah, malditos! ¡No me había acordado de los carayas! ¡Esos son los que van a denunciar nuestra presencia!

Aunque hubiesen perdido a su director de orquesta, que ya habían digerido los europeos, los cuadrumanos habían comenzado de nuevo su concierto nocturno.

Al ver que nadie los molestaba se encaramaron en las ramas más altas del enorme vegetal y reanudaron su estrepitosa sinfonía, inflando enormemente el gaznate para gritar con mayor fuerza.

—¡Mil demonios! —exclamó Alvaro—. ¡No me acordaba ya de estos calamitosos monos!

—Que son un gravísimo peligro para nosotros, señor Alvaro —dijo Díaz.

—¿Por qué?

—Porque si vuelven los eimuros, al oír el alboroto de esos monos tratarán de cazarlos, y nos descubrirán. Debiéramos matar a esos charlatanes antes de que vuelvan los salvajes.

Necesitaríamos trepar hasta las ramas más altas y emprenderla con ellos a cuchilladas, empresa dificilísima y sumamente peligrosa. Yo no me atrevería a emplear los arcabuces.

—¿Y no contáis con mis armas? —preguntó Díaz.

—¡Vuestras armas! —exclamó Alvaro—. Sólo tenéis un canuto que ni siquiera puede servir de bastón.

—Ahora os demostraré cuán peligroso puede ser ese tubo, especialmente lanzando con él una flecha envenenada con el jugo del vulrari.

—¡Vulrari! ¿Qué es eso?

—Un veneno activísimo, que mata a un hombre en menos de la cuarta parte de un minuto, y a un mono, en el acto. ¿Queréis verlo?

—¿Y caerán al suelo los monos? Porque en tal caso nos delatarán igualmente.

—No —contestó el marinero—. Quedarán suspendidos de la cola. Los carayas no se caen ni aun después de muertos. ¡Ahora veréis!

Díaz se descolgó del hombro aquella especie de tubo que hasta entonces había tomado Alvaro por un bastón, o a lo menos por un venablo, por más que carecía de punto capaz de hacer heridas.

Era la famosa gravatana de los brasileños, o sea una cerbatana formada con dos pedazos de madera perfectamente ahuecados y unidos por una fibra de yacitura, instrumento bastante pesado y de unos dos metros de largo. En su extremo lleva una especie de boquilla formada por un tarugo de madera pegada con resina.

Díaz sopló dentro, después desenvolvió un trozo de piel que llevaba suspendida de la cintura, y sacó una diminuta flecha constituida por el nervio de una hoja, en uno de cuyos extremos llevaba una espina agudísima revestida por una sustancia parda, y en el otro una mota de algodón probablemente sacado del bombax coiba, árbol muy común en el Brasil.

—¿Está envenenada? —preguntó Alvaro.

—¡Y con qué veneno! —contestó el marinero—. Los tupinambás poseen el secreto del curare, o mejor todavía, del vulrari, por lo cual son muy temidos, pues no todas las tribus brasileñas saben obtenerlo.

—Pero los monos cazados de ese modo envenenarán a quien se los coma.

—No, señor —respondió el marinero—. El vulrari puede tomarse sin peligro por la boca.

Es completamente inofensivo por vía digestiva, y puede comerse tranquilamente la carne del animal cazado con estas flechas minúsculas.

Pero ya tenemos ahí a los carayas disponiéndose a comenzar su concierto. ¡Los haré callar!

Díaz introdujo en la cerbatana una de las flechas, cuidando de que el pequeño copo de algodón se ajustase perfectamente al tubo. Después aplicó los labios a la embocadura de la cerbatana, y apuntó a las ramas más altas de la summameira.

Se oyó un leve silbido apenas perceptible, y uno de los cantores hizo repentinamente un ademán como de rascarse.

La finísima flecha, lanzada con habilidad extraordinaria, se le había clavado en el dorso.

—¡Mirad con atención! —dijo Díaz mientras introducía una segunda flecha en la cerbatana.

El cuadrumano no cantaba ya, aunque tenía la boca abierta. La abrió todavía más, como si bostezase; después, cual si hubiera recibido una descarga eléctrica, se irguió, arrolló rápidamente la cola a una rama, y cayó columpiándose cómicamente a treinta metros del suelo.

—¡Mil demonios! —exclamó Alvaro—. ¡Ha sido una muerte fulminante!

—El vulrari no perdona —respondió el marinero—. Pero todavía quedan ahí arriba más monos, y tengo unas veinte flechas. ¡Despachemos antes de que vuelvan los eimuros!

Lanzó una segunda flecha, después una tercera, y sucesivamente tantas cuantos monos que daban sin errar una sola vez el tiro.

Dos minutos después habían callado los pobres cuadrumanos. Pendían de las ramas como frutas, sin dar la menor señal de vida.

—Y ahora, ¿qué decís de este tubo, que os parecía un sencillo bastón? —preguntó Díaz.

—Que vale más que nuestros arcabuces —contestó Alvaro, que aún no había salido de su asombro.

—Mata sin hacer ruido —dijo el marinero.

¡Lástima que me queden poquísimas flechas! Por más que conozco el secreto para fabricar el vulrari. Más adelante os proveeré también a vosotros de cerbatanas.

No es difícil destilar ese veneno, conociendo las plantas de donde se extrae.

—¿Quién os lo ha enseñado?

—Un viejo cacique de los tupinambás. Es un secreto que se transmite sólo a los pyaies, y que todos los demás ignoran. Allí tenéis par qué los indios no podrían hacer nada sin mí.

—Decidme, Díaz: ¿sabrían los eimuros que erais poseedor de ese secreto?

—Quizás —respondió el marinero—. ¡Ah, ya vuelven! ¡Los oigo atravesar la selva! ¡No quisiera que nos descubriesen!

—¡Bah! ¡Ni siquiera sospechan que estamos aquí!

—¿Y los monos? —preguntó García, que había bastante el castellano para entender lo que decían.

—Ninguno de ellos los descubrirá pendientes de las ramas, ocultos como están por el follaje —respondió el marinero.

Los eimuros volvían a la clara. Parecían furiosos por no haber hallado trazas del pyaie blanco.

Los grupos fueron llegando unos tras otros y se reunieron alrededor del fuego, que aún no se había apagado.

Mugían como fieras, y mostraban su rabia empuñando las mazas y volteándolas en el aire como si se preparasen para el combate.

—Están furiosos —dijo el marinero—. ¡Buscad, buscad, que no encontraréis mis huellas!

—¿Y no se decidirán a marcharse? —preguntó Alvaro.

—No estamos mal aquí arriba, señor. El follaje es espesísimo, y no pueden vernos.

—Con todo, preferiría que se fuesen antes de que amanezca —dijo Alvaro.

—No han de estar aquí eternamente.

Los eimuros tuvieron otro consejo; después se levantaron, y volvieron a la selva todos juntos.

El marinero esperó a que cesase todo ruido, y dijo Alvaro:

—Creo que ha llegado el momento de marcharnos: ya no volverán más por aquí.

—¿Buscarán nuestro rastro por la selva?

—Quizás; pero perderán inútilmente el tiempo, y nosotros lo aprovecharemos para dirigirnos al Oeste.

—¡Bajemos! —dijo Alvaro—. ¡Ya me canso de estar en este árbol!

—¡Esperad un instante! Pudieran volver de pronto con la idea de sorprendemos.

Permanecieron unos cuantos minutos inmóviles escuchando atentamente, hasta que, tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en la selva, colgaron de las ramas los bejucos que habían retirado después de subir por ellos, y se deslizaron hasta el suelo.

—Se han encaminado hacia el Norte —dijo el marinero—, y nosotros nos dirigiremos al Oeste. Las aldeas de los tupinambás están hacia el Sur; pero no nos conviene tomar esa dirección: encontraríamos en nuestro camino el grueso de los eimuros o su retaguardia. ¡Vamos, señor Viana, y movamos bien las piernas, como decimos los marineros!

Pocos instantes después los dos náufragos y el castellano desaparecían en la inmensa selva.

CAPITULO XV. LAS ANGUILAS TEMBLADORAS

Durante cinco horas largas marchó sin interrupción el pequeño grupo por aquel inmenso bosque, pasando de un matorral a otro sin detenerse más que brevísimos momentos para escuchar si eran seguidos por aquellos formidables antropófagos.

A las nueve de la mañana, rendidos y hambrientos, se detuvieron a la orilla de un río como de cuarenta metros de ancho, todo cubierto de plantas acuáticas, entre las cuales podían ocultarse anfibios y peces nada inofensivos.

—Hemos llegado a un buen sitio —dijo el marinero al mismo tiempo que descendía hacia la orilla—. Si pudiésemos encontrar un vado y nada nos impidiera él paso, ya no tendríamos que temer de parte de los eimuros que me persiguen. Esos salvajes tienen demasiado miedo al agua, y para construir un puente con troncos de árboles se necesita tiempo.

—Echémonos a nado —dijo Alvaro—. El agua no me parece profunda, y la corriente es poco rápida.

—¡Poco a poco! —respondió el marinero—. Los ríos del Brasil no son como los de vuestra tierra ni menos como los de la mía. Son quizás más peligrosos que las selvas.

—No veo ningún jacaré.

—Si no hubiera que temer más que a los caimanes, no me preocuparía tanto. Esos anfibios no siempre están hambrientos, y no siempre, tampoco, atacan al hombre.

—Entonces, ¿teméis a los caribes?

—No; aquí no debe de haberlos. Esos pececillos prefieren las aguas claras y profundas.

—¿A qué animal teméis, pues?

—Al sucuriú.

—¡Eh! ¿Qué decís?

—Ese animal es la boa de los ríos, reptil de enormes dimensiones. A veces llega a doce metros.

—¡Ah! También nosotros hemos visto esas boas, y hemos matado alguna.

—Ahora, antes de arrojarnos al agua nos enteraremos de si hay aquí alguno.

—¿De qué manera?

—Mirad, y sobre todo, oíd. Es Un método infalible que he sabido por los tupinambás.

Valiéndose de un bastón, Díaz atrajo hacia la orilla una hoja de victoria que bogaba lentamente a la deriva, y empezó a golpearla, mientras lanzaba roncos rugidos semejantes a los del jaguar cuando va a arrojarse sobre su presa.

Pasados unos instantes salió del fondo del río un ruido sordo que poco a poco iba aumentando en intensidad.

—Es el sucuriú que contesta —dijo Díaz alejándose rápidamente del agua—. ¡Hubiéramos hecho un buen negocio arrojándonos a nado!

—¿Está la boa en el fondo del río? —preguntó Alvaro.

—Está oculta entre las hierbas —respondió el marinero.

—¿Siempre contestan?

—Las serpientes contestan todas cuando se imita bien su silbido.

—¡Es increíble!

—Cuando los indios quieren apoderarse de los reptiles que infestan sus selvas, los llaman con silbidos más o menos suaves. Yo he hecho varias veces la prueba con buen éxito.

Una noche atraje hasta la puerta de mi cabaña a dos sucuriús que hacía algún tiempo se comían mis papagayos.

Señor Viana, remontemos el río, y busquemos algún paso menos peligroso.

—¿Y para cuándo dejamos el almuerzo? No olvidéis que llevamos cinco o seis horas caminando y que desde el medio día de ayer no hemos probado una tajada.

—Almorzaremos cuando hayamos pasado el río. En las selvas del Brasil no falta nunca caza para los hombres que llevan armas.

Remontaron el río, .mirando con atención dónde ponían los pies, porque había por allí varios troncos derribados que podían servir de asilo a los peligrosísimos jararacaes, serpientes de color de hoja seca, que se enroscan de repente en las piernas y matan en pocos minutos al hombre más robusto.

A lo largo de la orilla había hermosísimas palmeras de ocho y diez metros de altura que tenían en el tronco gruesos granos de una materia oscura que el marinero arrancaba y guardaba en el saquito de piel que llevaba pendiente de la cintura.

—¿Qué es eso que recogéis? —le preguntó Alvaro, que no comprendía para qué podían servir aquellas bolitas.

—Es el pan para el almuerzo —contestó el marinero sonriendo.

Las carnahubas son plantas preciosas, y si tuviésemos tiempo, nos proporcionarían hasta galleta.

No pudiendo detenernos aquí, me conformo por ahora con la goma que exuda su tronco, y que es un excelente comestible.

—Habría pasado mil veces por el lado de estos árboles sin ocurrírseme que pudieran dar nada que se comiera.

—¿Habéis oído hablar alguna vez de la planta del sagú?

—¿De esa que contiene dentro del tronco una excelente fécula, que sirve para hacer una especie de pan?

Sí, señor Viana. Pues estas carnahubas, lo mismo que esas otras preciosas plantas de las islas del Océano Indico, contienen una harina semejante y no menos nutritiva.

—¿De modo que podría prescindirse del trigo?

—El cual, por otra parte, crecería aquí enormemente —dijo Díaz—. Pero, además de la goma y de la fécula, la carnahuba da otra cosa.

—¿Quizá para vestirse?

—Para alumbrarse: da velas.

—¿Habláis de veras?

—Muy de veras. Yo las he fabricado. En las hojas de la planta, previamente secas, se halla una especie de cera, que junta con un poco de grasa animal sirve para alumbrarse.

Por último, también son útiles las raíces, pues se saca de ellas una tisana que sirve muy bien para purgar la sangre. ¡Ah! Aquí tenemos un vado mejor que el otro; no tiene ni un metro de agua.

—¿Y no habrá serpientes?

—Lo veremos.

Lo mismo que antes golpeó una hoja imitando el mugido del sucuriú, y no obtuvo respuesta.

—Por ahora —dijo— estamos en salvo. Los eimuros no se apoderarán de nosotros.

—Hablasteis antes de puentes.

—Es cierto: en ellos se atreven los salvajes a pasar ríos y hasta lagunas; pero su construcción requiere varios días, y no nos estaremos quietos esperando que los acaben.

Tanteó el fondo con la cerbatana, para cerciorarse de que no era de arena movediza, y comprobando su firmeza, se lanzó al agua, mirando con atención las plantas acuáticas que crecían a diestro y siniestro formando inmensos hierbatales.

Alvaro y el grumete le siguieron, apuntando con los arcabuces a uno y otro lado del vado para no ser sorprendidos por algún caimán.

Habían atravesado casi todo el cauce del río, y ya estaba Díaz para poner el pie en la orilla opuesta, cuando sus compañeros le vieron encogerse de pronto y caer después entre las hierbas lacustres lanzando gritos de dolor.

Un bulto oscuro y alargado pasó rápidamente delante de Alvaro, escondiéndose en el fango del fondo antes de que el portugués tuviese tiempo de disparar sobre él.

—¡Díaz! —exclamaron los dos náufragos, viendo que seguía revolcándose entre las hierbas de la orilla.

—¡Ah; no es nada! ¡Una descarga, una anguila tembladora que ha disparado contra mí, produciéndome una conmoción semejante a la de una descarga eléctrica! ¡No creía que hubiera aquí ninguna!

—¿No son, pues, sólo los caribes los que hacen peligrosos estos ríos?

—No, señor Viana —dijo Díaz esforzándose en sonreír—. Hay también ciertas anguilas, llamadas por los indios tembladoras., que lanzan descaigas eléctricas como los peces torpedos de nuestros mares de Europa. Por fortuna, había una sola.

—¿Pueden causar la muerte?

—No; pero pueden hacer mucho daño. ¡Bah!, ya se me ha pasado el dolor, y mis piernas van poco a poco recobrando su fuerza.

—He estado muy inquieto por vos… y también un poco por el almuerzo.

—¡Ah; lo había olvidado! Pero ¡qué buena suerte! ¡No tenemos más que bajarnos para recogerlo!

Ahí hay una clara que debe de haber estado cultivada en algún tiempo.

Alvaro miró alrededor suyo. Detrás de la primera hilera de palmas gomíferas se extendía un pequeño espacio limpio en que crecían ciertas plantas formadas por vástagos aislados de diez o doce metros de alto, terminadas por su extremo superior en unas pocas hojas palmeadas; pero del almuerzo prometido no se veían señales.

—Ven acá, García —dijo Alvaro—. Tú que tienes buena vista, hazme el favor de darme el almuerzo, que yo no acierto a descubrir. Y, sin embargo, no me he vuelto ciego, a lo que creo.

—¡Si no me dais unos anteojos, yo no lo veo tampoco, señor Alvaro! —respondió el grumete.

—Toma la cuchilla y cava la tierra alrededor de uno de esos tallos —dijo el marinero a García.

—¡Ah! ¿Está debajo de tierra? ¡Sin duda encontraremos caracoles!

—Algo mejor que caracoles —dijo Díaz—; haz la prueba.

Obedeció el grumete. Levantó la tierra, y pocos centímetros bajo la superficie encontró cinco tubérculos de forma irregular y como de cincuenta centímetros de largo.

—¿Qué es esto? —preguntó el muchacho.

—Una exquisita fruta de la tierra que te gustará mucho —contestó el marinero.

—Entonces, probémosla.

García se disponía ya a hincar el diente a uno de aquellos tubérculos, que previamente había limpiado con el filo de su cuchillo de la tierra que lo cubría, cuando un ademán imperioso del marinero le contuvo.

—¡Alto allá, imprudente! —exclamó el castellano—. ¿Quieres morir?

Los dos portugueses le miraron, creyendo que había perdido el juicio. Alababa la bondad de aquellos tubérculos, y después no les dejaba comerlos amenazándolos con una muerte inmediata.

—Es mandioca —dijo Díaz.

—¡Estamos como antes! —dijo Alvaro.

—¡Mandioca! ¿Qué es eso?

—¡Tonto de mí! —exclamó el marinero—. ¡Olvidaba que en Europa no se conoce ese precioso tubérculo! Ahora os enseñaré la manera de comerlo sin peligro; porque esta fruta de la tierra contiene un jugo extremadamente peligroso. Tú, García, saca otras cuantas mientras yo trabajo. Voy a haceros unas galletas que nada perderán comparadas con las del Gran Turco. Ya que por ahora nada tenemos que temer de los eimuros, haremos una pequeña provisión de ellas.

—Estoy impaciente por probar vuestras galletas —dijo Alvaro—. Hace ya muchos días que hemos olvidado a qué sabe el buen pan.

—Dispongo de escasos medios; pero nos bastarán —dijo el marinero—. Cuando nos hayamos reunido con los tupinambás os enseñaré la fabricación de las galletas en gran escala.

Sacó de su bolsa de viaje una espina de pescado dentada que hasta cierto punto se parecía a un rayo; después, una torta de barro cocido muy lustrosa y una especie de bolsa formada por un tejido hecho con venas de ciertas hojas.

—Señor Alvaro, encended entretanto el fuego. Colocaos detrás de aquel tronco, y así no se os descubrirá desde la otra orilla.

Puso en el suelo una gran hoja de plátano, y sobre ella fue rayando uno por uno todos los tubérculos, sirviéndose para el caso de la espina de pescado de que antes hicimos mención. Así obtuvo una pasta blanda empapada en un líquido lechoso.

—En este jugo está el veneno —dijo señalando a la papilla extendida sobre la hoja de plátano—. Es mortal; pero también sirve de antídoto contra la mordedura de ciertos reptiles, y pule muy bien el hierro. Es necesario, pues, eliminarlo.

Tomó la bolsa, de venas de hojas entretejidas a que atrás nos referimos, llamada tupi por los salvajes de Brasil, la llenó de aquella pasta farinácea, y la retorció con fuerza entre las manos hasta exprimir todo el jugo que contenía; y hecho esto, extrajo del tupi la materia exprimida y formó una hermosa hogaza, que coció al fuego sobre la torta de barro cocido.

—Ya está hecha —dijo.

Cuando vio que la hogaza tomaba un hermoso color dorado la separó del fuego, y se la ofreció a sus dos compañeros, diciéndoles:

—Podéis comerla sin miedo; el poco veneno que pudiera quedarle se ha ido con el calor.

—¡Exquisita! —exclamó Alvaro con la boca llena.

—¡Cien mil veces mejor que las galletas de mar! —exclamó el grumete, que comía a dos carrillos—. ¡Esto sí que es una torta! ¡Lástima que no tengamos vino de Oporto o de Málaga para acompañarla!

—Si tuviéramos tiempo y una vasija a mano, os proporcionaría, si no rosoli, por lo menos un licor fuerte y exquisito —dijo el marinero—. Sé hacer taroba sin necesidad de recurrir a dientes de viejas.

¿Taroba? —exclamó Alvaro.

—Extraído de estos tubérculos, señor. Por desgracia, no tengo vasija.

—¿Y a qué esos dientes de viejas?

Iba a contestar Díaz, cuando sintió un ruido que procedía del lado del río.

—¿Los eimuros? —preguntaron a una los dos portugueses disponiéndose a apagar el fuego.

—No —dijo el marinero—; he sentido un gruñido y algo que golpeaba en el agua.

—¿Será un caimán? —preguntó Alvaro.

El marinero hizo con la cabeza un signo negativo, y en seguida dijo muy quedo:

—¡Seguidme sin hacer ruido! ¡Quizás sea el acompañamiento para nuestras galletas!

Escondiéronse en el matorral que hallaron más cerca junto al río para no ser vistos, y se inclinaron sobre el agua separando las hierbas.

A treinta o cuarenta pasos de allí un animal parecido a un pequeño jabalí, y que pesaría cerca de cinco arrobas, andaba por el río gruñendo y buscando raíces de plantas acuáticas.

—¡Un carpincho.!— exclamó el marinero haciendo un gesto.

—¡Disparadle una flecha! —dijo Alvaro.

—¡No vale la pena! La carne de estos roedores es tan detestable, que no sólo los indios, sino hasta los jaguares, la desdeñan. ¡Buena compañía para las tortas!

Algo más lejos otro animal de figura extrañísima salía a la orilla después de haber atravesado el río sobre un grueso tronco de árbol arrastrado por la corriente, y que por una rara casualidad se había atravesado en el cauce, apoyando a un tiempo sus extremos en ambas orillas.

No se parecía en nada al primero.

Era un animal de figura muy rara, como hemos dicho; del tamaño de un perro de Terranova, pero de patas mucho más cortas y cuerpo más largo, que remataba en una cola hermosísima, en extremo peluda, como de un metro de largo, y que el animal llevaba levantada.

También tenía el cuerpo cubierto de pelos largos y sedosos, de color pardusco, y estaba adornado de una larga raya negra de bordes blancos que corría sobre la espina dorsal en toda su longitud.

Pero lo más curioso de aquel animal era la cabeza, de forma sutil acabada en punta, y, cosa rara, desprovista de boca. Verdaderamente no le faltaba la boca, porque en el lugar de ella tenía un pequeño agujero del cual pendía una lengua larguísima terminada en una aguda saeta, y que parecía formada por una materia extremadamente viscosa.

—¡Qué bicho más raro! —exclamó Alvaro a media voz—. Un animal que no tienen boca, no debe de tener tampoco dientes. ¿Cómo comerá ese desgraciado?

—Sin embargo, como veis, está bien gordo —contestó Díaz.

—¿Qué animal es ése?

—Un tamandúa..

—¿Y se come?

—Lo probaréis, y me daréis después vuestra opinión. Es un bocado de rey, señor, por más que tenga el sabor un poquito ácido, a causa de las sustancias de que se alimenta.

—¿Y qué come? No sería capaz de adivinarlo, porque no entiendo qué puede comer un animal sin boca.

—No la necesita: le basta con la lengua.

—¿Se mantendrá lamiendo las plantas? —preguntó García.

—Come tanto como nosotros. Pronto lo veréis.

—¿No le tiráis? —preguntó Alvaro.

—No, porque va a proporcionarnos una fritura soberbia.

—¿Cómo?

—Sí, de hormigas.

—¡Puah!

—¡Poco a poco, señor Viana! Veremos si hacéis ascos al plato que voy a presentaros de hormigas térmitas fritas en grasa de tamandúa. ¡Os chuparéis los dedos! Ahora, silencio y sigámosle.

CAPITULO XVI. UNA SORPRESA DE LOS SALVAJES

El tamandúa seguía entregado a la tarea de subir a la orilla, sin apresurarse; y como en aquel sitio era muy escarpada, ayudábase el animal con las patas posteriores, bastante más robustas que las anteriores y armadas además de uñas larguísimas y duras como el acero.

Era facilísimo seguirle, porque el tamandúa se mueve muy despacio, y le son desconocidas la carrera y la marcha rápida.

Después de observar la dirección que tomaba el animal, el marinero de Solís condujo a sus compañeros a través de un matorral, y llegó con ellos a la orilla en el momento en que el tamandúa iba a internarse ea la selva.

—Decidme, Díaz —dijo Alvaro deteniéndole—: ¿son peligrosos esos animales? El que tenemos delante no tiene boca, es verdad; pero sí unas uñas muy bastantes para despanzurrar a cualquiera.

—Si se los ataca, se defienden valerosamente, y no es raro que puedan hasta con los jaguares, que son sus peores enemigos, uniéndolos fuera de combate, o a lo menos, obligándolos a retirarse.

Contra un hombre, aunque sólo vaya armado de una maza, nada pueden. Podéis, pues, echaros vuestro arcabuz al hombro, porque no lo necesitaréis para nada.

—¿Y a dónde se dirigía ese bicho?

—En busca de un hormiguero. No tendrá que andar mucho, porque las térmitas abundan en las selvas del Brasil.

—¡Ah, mirad! ¡El tamandúa afloja el paso y ventea el aire! ¡Es que huele el hormiguero!

—¿Y le dejaremos que trabaje libremente?

—Esperaremos a que destruya la ciudadela de las térmitas. Oye, García: ¿quieres volver entretanto a nuestro campamento a prepararnos pan? Ya has visto cómo se hace. De paso puedes vigilar el río.

—Iré al momento. Aquí no hago falta —contestó el muchacho.

Mientras el grumete se alejaba, el tamandúa seguía avanzando con ciertas precauciones hacia un grupo de árboles bajo los cuales había varios montículos de tierra blanquecina de forma cónica, de poco más de un metro de altura y situados unos al lado de otros a modo de casas.

—¡El hormiguero! —exclamó Díaz, qué fue el primero en descubrirle.

—¡Ah! ¿Ahí dentro están las hormigas? —preguntó Alvaro—. ¡No le costará mucho trabajo a nuestro animal demolerlo!

—Esos montículos son duros como piedras —respondió el castellano—. Sin un buen pico, no es fácil destruirlos.

—¡Parece imposible que las hormigas puedan levantar semejantes ciudadelas!

—Hormigas grandes, y de la especie más terrible. Los habitantes de esos hormigueros deben de ser (aria/uras; estoy seguro.

—¿Son muy grandes?

—Tienen una pulgada y cuatro de largo.

—¡Casi cuatro centímetros! Son muy diferentes de nuestras hormigas de Europa.

¡Y cómo pinchan, o mejor, dicho, cómo muerden, y cuán voraces son de carne humana! El hombre a quien sorprenden dormido, no se despierta. Miles de mandíbulas le atacan por todas partes, y en diez minutos queda reducido a un esqueleto.

—¡Malvadas hormigas!

—¡Hormigas carniceras a las que casi podríamos llamar antropófagas, señor!

—¡Estamos en la tierra de ellos! —dijo Alvaro—. Ved al tamandúa atacando a la ciudadela.

El animal se había puesto de pie sobre las patas traseras y había comenzado a desbaratar el primer montículo.

Con sus uñas, más afiladas que las de los jaguares arrancaba pedazos de tierra gruesos como guijarros.

En poco tiempo había abierto en el montículo formado por las hormigas un agujero de figura casi circular.

Ya algunos hormigones, alarmados por aquel ruido sospechoso, comenzaban a salir, cuando el tamandúa interrumpió bruscamente su trabajo, y mirando en torno suyo, se cubrió con su magnífica cola a guisa de escudo.

—¡Se ha percatado de nuestra presencia! —murmuró Díaz al oído de Alvaro.

—¡Entonces, apresurémonos a cazarlo antes de que se nos vaya! —respondióle el portugués.

—Habéis visto que no es rápido en sus movimientos, y siempre podremos alcanzarle. Además no quiero renunciar a mi fritura, que es un plato exquisito; os lo aseguro. Esperemos, pues, un poco.

El tamandúa estuvo un rato escuchando y manifestando su inquietud con los incesantes movimientos de su magnífica cola; pero no viendo ningún enemigo, y creyendo haberse engañado, reanudó su trabajo de demolición, agrandando el agujero que ya había abierto.

Las térmitas, furiosas al verse molestadas, se presentaron amenazadoras en el agujero que el tamandúa había abierto, moviendo rápidamente sus tenazas y dispuestas a morder.

El tamandúa, nada miedoso, alargaba con rapidez su lengua viscosa y absorbía tranquilamente a sus enemigos, que desaparecían con rapidez por el extraño tubo que le servía de boca.

Aunque el animal procediese con velocidad sorprendente, no conseguía contener a la falange de combatientes que acudía a la defensa de la ciudadela.

Muchas tanajuras lograron huir, dispersándose por la selva.

—¡Este es el momento oportuno! —dijo el marinero.

Embocó la cerbatana, en la cual había introducido una flecha envenenada con el vulrari, apuntó un instante y después sopló con fuerza.

El sutilísimo proyectil atravesó el aire sin hacer ruido, y fue a clavarse en una de las patas del tamandúa, tan suavemente, que el glotón, completamente absorto en su tarea de tragar hormigas, ni siquiera se dio cuenta del golpe.

Pero no habían pasado cinco segundos, cuando alzó bruscamente la cabeza, sacudió un temblor todo su cuerpo, barrió dos o tres veces el suelo con la cola, y cayó como herido por el rayo entre la muchedumbre de térmitas que le rodeaban: tan rápido es el efecto de aquel poderoso veneno.

—¡Encargaos del tamandúa y huid con él a escape, si no queréis probar los mordiscos de las hormigas! —dijo el marinero.

Dio un rápido salto adelante llevando en una mano un pedazo de hoja seca de palma que podía servir de espátula, y se puso en medio de las térmitas.

Con pocos golpes recogió unas cuantas docenas de ellas, que echó en el saco, y en seguida se alejó a todo escape seguido por Alvaro, que llevaba a cuestas el tamandúa.

—¡Al campamento y pronto! —exclamó el marinero—. ¡Las tanajuras pudieran tomarla con nosotros y seguirnos!

Emprendieron una carrera desenfrenada a través de la selva, y un cuarto de hora después llegaban al campamento.

—¿Y las galletas? —preguntó Alvaro el ver al grumete muy ocupado delante de la hoguera.

—¡Van, señor, a las mil maravillas! ¡Soy, un panadero de primera fuerza; os lo aseguro! He hecho ya más de quince galletas exquisitas.

—¿Y los eimuros? —preguntó Díaz.

—Nadie se ha presentado en la orilla del río.

—Entonces preparémonos al almuerzo.

—¡Ah! ¿Y la vasija? Me había olvidado de que se nos rompió la que teníamos. ¡Bah! ¡Qué hacerle!… ¡La sustituiremos por alguna otra cosa!

—Señor Viana, desollad el tamandúa mientras voy en busca de una. ¡Mataré dos pájaros de una pedrada!

—¡Qué hombre tal hábil! —exclamó Alvaro al verle dirigirse al río—. ¡Ha aprovechado bien su estancia entre los salvajes! ¡Los salvajes! ¡Saben más que nosotros, y podemos llamarlos maestros de los europeos!

Había acabado de desollar al tamandúa, cuyo cuerpo estaba cubierto por una capa de grasa como un lechón o un osezno bien cebado, cuando vió al marinero que volvía cargado con una tortuga que tendría como medio metro de largo, con la concha de color pardusco cubierta de manchas rosadas e irregulares y formada de trece láminas superpuestas.

—Pero ¿no acabaréis nunca de proveer nuestra despensa? —le dijo Alvaro.

—Habría perdonado a esa tortuga si hubiera tenido vasija que nos sirviese para la fritura —respondió el marinero—. Ya le había echado el ojo cuando estuvimos a la orilla del río acechando al tamandúa.

—¿Y cómo podrá servirnos de vasija?

—La concha sustituirá a la que nos falta. ¡A trabajar, cocineros! ¡Ni los emperadores romanos se regalaron como vamos a regalarnos nosotros! ¡Muy pronto vais a verlo!

Mientras García seguía cociendo galletas de mandioca y Alvaro se ocupaba en asar una pierna del tamandúa, que poco a poco iba tomando color dorado, el marinero había conseguido matar a la tortuga, dándole varios golpes formidables.

Echó a un lado la carne del pobre crustáceo, que más tarde había de servirles para hacer otro asado sabrosísimo, limpió perfectamente la mitad superior de la concha, y la puso sobre las brasas, echando dentro de ella gruesos trozos de la grasa del tamandúa para que se derritiesen.

Durante algún tiempo esa concha resiste perfectamente las llamas sin quemarse.

El marinero, cuando vio que el asado estaba casi hecho y la grasa bien liquidada, dijo:

—Preparemos la fritura, que será el primer plato. El tamandúa vendrá después.

Abrió el saco, y lo vació en la concha. Las pobres térmitas, que eran unas hermosas hormigas de más de una pulgada de largo, cayeron en la grasa hirviente, revolcándose desesperadamente durante algunos instantes.

Esparcióse por el aire un olor muy agradable, como el del pescado frito.

Cuando creyó el marinero que habían hervido bastante, fue vaciándolas con una espátula de madera que había hecho para el caso, y poniéndolas en una hermosa hoja de palma.

—¡Aquí tenemos la fritura! —exclamó alegremente—. ¡Servios, señores!

Habíanse sentado los tres alrededor de la hoja; pero García y Alvaro vacilaban.

Aquella fritura de hormigas no les despertaba el apetito.

—¡Probadla, señor Viana! —dijo el marinero.

Alvaro se decidió al fin, estimulado por el buen olor que el plato despedía.

—¡Exquisitas! —exclamó, después de comer algunas—. ¡Son más delicadas y sabrosas que los cangrejos de mar!.. ¡Come, García, y aprende a estimar la cocina de los salvajes brasileños!

En pocos minutos desapareció la fritura.

—¡Venga el asado! —iba a decir el marinero; pero la última palabra de esa frase sólo pudo pronunciarla a medias.

Una flecha había cruzado silenciosamente la pequeña clara, yendo a clavarse en un árbol próximo adonde Alvaro estaba.

—¡Diablos! —exclamó el marinero, levantándose precipitadamente—. ¡Los eimuros! ¡Corramos!

Habíanse presentado de pronto en la orilla opuesta del río unos cuantos salvajes, en quienes al momento reconoció el marinero a sus encarnizados perseguidores.

Aquellos bribones, que por lo visto habían conseguido dar con la pista de los fugitivos, se disponían a asaetearlos desde la otra orilla.

Alvaro, que no quería abandonarlo todo, echó mano al asado y corrió tras el marinero, que parecía tener alas en las piernas, según el paso que llevaba. Poco detrás de ellos iba García, que se había apoderado de la carne de la tortuga.

Por fortuna para los náufragos, los eimuros no podían seguirlos.

Aquel río, por más que fuera vadeable, era para ellos un obstáculo enorme y no era fácil construir un puente en pocos minutos, especialmente para hombres que no tenían más que hachas imperfectas hechas con gruesas conchas o con pedernal.

—¡No corráis tanto! —dijo Alvaro al marinero, viendo que los eimuros no se atrevían a pasar el río—. ¿Queréis matarme con esta carrera? Contad, además, con que, gracias a Dios, no estamos desarmados ni nos faltan municiones.

—¡No nos detengamos, señor! —respondió Díaz—. Aprovechemos el tiempo que nos dejan para interponer entre ellos y nosotros el mayor, espacio posible. Corren como ciervos, y cuando hayan construido un puente nos seguirán sin darnos un momento de tregua.

—El puente no lo han construido todavía.

—Pero lo construirán, sin duda. Se han propuesto alcanzarme, y os aseguro que no me dejarán. ¡Corramos, pues, mientras tengamos fuerzas!

—¡Bandidos! —exclamó Alvaro, que estaba de muy mal humor—. ¡Podían siquiera haber esperado a que acabáramos de almorzar!

Emprendieron de nuevo la carrera, internándose más y más en la interminable selva, que iba haciéndose cada vez más fragosa y salvaje, y no pararon hasta que se sintieron impotentes para dar un paso más.

Los tres estaban rendidos, especialmente el grumete.

—Descansemos un poco, y pensemos en lo que hay que hacer —dijo Alvaro—. Hemos andado media docena de millas, y probablemente los eimuros no habrán logrado todavía construir el puente y pasar el río. ¡No deben de ser muy hábiles esos brutos en tales construcciones! ¿Qué decís de esto, Díaz?

—Que por el momento estamos seguros.

—El río es ancho, y un árbol de cuarenta o cincuenta metros no se derriba fácilmente con hachas de piedra o de concha; pero de seguro mañana estarán ya aquí, o quizás esta noche.

—¿Estamos lejos todavía de las aldeas de los tupinambás?

—A seis o siete jornadas; porque tenemos que dar un largo rodeo para evitar el encuentro con el grueso de los eimuros.

—¡Diablo! —exclamó Alvaro—. ¡Siete días de continua fuga! ¿Podremos resistirlos?

—Tendremos que resistirlos por fuerza, si no queremos ser devorados —dijo el marinero.

—¿No podríamos encontrar algún otro refugio?

—¿Un refugio? ¡Hum! ¡Un poco difícil será! Y, además, ¿estaríamos seguros? Estos malditos salvajes, cuando siguen una pista, no la dejan. Son más hábiles que los perros. Necesitaríamos encontrar otro río, o mejor, una laguna o una sabana sumergida. Yo no conozco el país que estamos recorriendo o, mejor dicho, la selva; pero bien puede ser que de un momento a otro encontremos agua. ¡Señor Viana, emprendamos de nuevo la marcha!

—¡Mil bombas! ¿Todavía?

—Llevo once días corriendo apenas sin descanso y siempre perseguido. Si mis piernas no hubieran resistido, a estas horas sería pyaie de los eimuros, o estaría ya digerido, después de más o menos tostado en la parrilla.

—¡Me hacéis estremecer! —exclamó Alvaro.

—¡Así tendréis fuerza para huir! —le contestó el marinero, sonriendo.

—A lo menos, probemos nuestro asado, y me quitaré de encima un peso inútil.

—¿Y mi tortuga? —preguntó el grumete.

—Nos servirá para mañana —contestó Díaz—. Ya no tendremos tiempo para cazar.

—¡Pues démonos prisa! La fritura de hormigas no es plato fuerte para hombres que tanto tienen que trabajar con las piernas.

Hambrientos como estaban por haberse visto obligados a interrumpir el almuerzo, no tardaron mucho en dar cuenta del asado y de las tres o cuatro galletas que habían podido llevarse.

Reconfortados por aquella sustanciosa y abundante, ya que no variada, comida, volvieron a emprender la marcha aguijoneados por el temor de ser seguidos por los eimuros, si habían logrado pasar el río.

La selva seguía siendo espesísima, formada por poca variedad de árboles, y éstos desprovistos en su mayor parte de frutas.

Agrupábanse en gruesos cuadros constituidos por insonandras, árboles de que se extrae hoy la gutapercha; por bombonax, con cuyas hojas se fabrican magníficos sombreros de paja que tienen poco que envidiar a los de Panamá; de laranjus, cuyas flores perfuman el aire, y perseas, árboles hermosísimos, de la talla de nuestros perales, que producen frutas del tamaño de limones, llenos de una pulpa verdosa que rodea al hueso y de sabor desagradable, parecida a la manteca, y que algunos comen condimentada con sal, azúcar y vino de Jerez.

Había pocos pájaros en aquel bosque, que la espesura hacía muy húmedo y tenebroso; tanagros de plumas azules y vientre anaranjado, unos pocos cardenales de cabeza roja, y algún que otro papagayo de gran tamaño, que con toda la fuerza de su gaznate emitía sus molestos chillidos.

El marinero, que sabía orientarse sin necesidad de brújula, y que tenía piernas robustas, marchaba velozmente, sin desviarse nunca de su rumbo, sin titubear, poniendo a prueba las fuerzas de sus compañeros.

—¡Avancemos constantemente y sin detenernos, si queremos librarnos de los eimuros! —decía a cada momento—. ¡De esta manera he conseguido hasta ahora salvarme de sus garras!

—¡Nosotros no tenemos jarretes de acero! —le contestaba Alvaro—. ¡No hemos vivido quince años, como vos, entre los salvajes!

—¡No hay más remedio! —les decía el marinero—. ¡El que se quede rezagado, dése por muerto!

Hostigados por el miedo, seguían marchando por la inmensa selva, saliendo de un matorral y entrando en otro; con frecuencia, arrastrándose como reptiles cuando no lograban encontrar paso a través de aquel inmenso laberinto de árboles, arbustos, matorrales y bejucos.

Por la tarde, rendidos y hambrientos, se detuvieron en la orilla de un torrente.

—¡Basta! —dijo el marinero—. Hemos caminado como salvajes brasileños. ¡Descansemos aquí! También los eimuros duermen; de modo que nosotros podemos hacer lo mismo.

Comieron algunos plátanos por vía de cena, y después se echaron en el suelo bajo un árbol inmenso que extendía sus ramas en todas direcciones.

—Dormid vosotros —dijo el marinero, que era el que estaba menos cansado—. Yo haré el primer cuarto de guardia.

CAPÍTULO XVII. LA SABANA SUMERGIDA

Fue una noche angustiosa para todos. La idea de que estaban cerca aquellos ferocísimos salvajes y de que podrían sorprenderlos y devorarlos en el momento menos pensado, no les cejaba conciliar el sueño.

Sus temores no se realizaron, y la noche pasó tranquilamente y sin alarmas. Alegráronse, sin embargo, con la salida de sol, que, por lo menos, les permitía ver a sus enemigos y no ser sorprendidos por ellos.

—Prefiero caminar, aun sin haber descansado lo necesario —dijo Alvaro—. ¡Esos endiablados salvajes me han infundido un miedo que no puedo desechar!

—¡Pues en marcha, señores! —dijo el marinero, que parecía haber perdido su buen humor habitual—. ¡Dejaremos para más tarde proporcionarnos almuerzo!

—Todavía tengo la tortuga —dijo el grumete.

—Que nada nos servirá; a menos que te decidas a comértela cruda, porque no tendremos tiempo para encender fuego.

Los salvajes ventean el humo a distancias increíbles, y el fuego nos delataría.

—¡En mal negocio estamos metidos! —dijo Alvaro—. ¿Tendremos que correr como caballos, y alimentarnos sólo con frutas? ¡No podremos resistir mucho tiempo esa vida, mi queridos marineros!

—Puede ser que encontremos algo mejor que frutas —dijo Díaz—. Las selvas brasileñas ofrecen recursos sorprendentes. ¡Ea; animémonos y echemos a andar!

—¿Estarán ya cerca esos malditos antropófagos?

—Seguramente, sobre nuestra pista.

—¿Cuándo encontraremos otro río que nos permita hacer un buen descanso?

—No lo sé —respondió el marinero—. No conozco esta selva. Sin embargo, los ríos no escasean en el Brasil; de modo que es fácil que de un momento a otro encontremos alguno.

Volvieron a emprender la marcha; al principio, con alguna lentitud; pero después, en juego ya las piernas, más a prisa, por más que con frecuencia se vieran obligados a detenerse ante monstruosos bosques de cipos chumbos, planta convulvulácea de color amarillo, semejante a los bejucos, que forma redes completamente impenetrables.

Como los árboles eran allí altísimos, bandadas de innumerables pájaros salían huyendo por, todas partes al acercarse nuestros fugitivos, haciendo un alboroto espantoso.

Tucanes de enorme pico rojo y amarillo y, plumas escarlata, grandes araes, pequeños maitacos de cabeza azul turquí, azuleas y japas que armaban endemoniado y desagradabilísimo griterío, se levantaban de los matorrales y aturdían la selva, con sus chillidos.

A veces saltaban de debajo de las sipos millares de esos asquerosos escarabajos de color pardo que son la desesperación de los pobres indios, porque cuando llegan a introducirse en alguna cabaña, en una sola noche devoran provisiones, ropas, pieles, hamacas y cuanto encuentran.

La selva se había vuelto muy húmeda. El suelo se hundía bajo los pies de los fugitivos, los cuales dejaban marcadas sus huellas, que los eimuros podían seguir fácilmente, y tonas las plantas destilaban agua. La marcha, ya muy fatigosa, iba haciéndose cada vez más difícil, poniendo a prueba la resistencia de Alvaro y del grumete, que a duras penas podían seguir al marinero, quien, acostumbrado a las largas y rapidísimas marchas de los indios, parecía infatigable.

Hacia las diez, comprendiendo Díaz el lamentable estado de sus compañeros, se decidió a concederles un rato de descanso. No podía abusar de sus fuerzas, ya casi agotadas. Además, el hambre tenía que molestarles después de la escasísima cena de la noche anterior.

—Den tengámonos aquí, y busquemos algo que comer —dijo.

—¡Ya era tiempo! —respondió Alvaro—. ¡Si seguimos andando un poco más, me hubiera caído al suelo! Además, con el estómago vacío no pueden hacerse milagros. ¡Si tuviéramos siquiera nuestras galletas!

—¡Ya las han digerido los eimuros; no penséis más en ellas! Cuando lleguemos a las aldeas de los tupinambás, si alguna vez llegamos volveréis a comerlas.

—¿Dudáis, pues, que logremos escapar de la persecución de los eimuros? —preguntó Alvaro con inquietud.

—Sí, lo dudo: a menos que encontremos algún refugio inaccesible o algún otro río que nos permita ganar gran ventaja sobre ellos. Ya. os lo he dicho: esos salvajes corren con mucha, velocidad, y no es posible que compitáis con ellos. Sin embargo, no hay que perder la esperanza, porque lleváis arcabuces, y las armas de fuego producen siempre mucha impresión en los indios. ¡Ah! ¡Nos olvidábamos del almuerzo!

Alzó la cabeza para mirar a un árbol de treinta y cinco o cuarenta metros de alto y cuyo tronco tenía la corteza cubierta de excrecencias espinosas.

Era una paiva, o árbol cotonífero de dimensiones enormes.

No eran las frutas de figura de huso de aquel árbol, las cuales no son comestibles, las que le llamaban la atención, sino una especie de plataforma de tres o cuatro metros de largo y casi otros tantos de ancho, construida en dos sólidas ramas, y sobre la cual revoloteaban charlando al mismo tiempo multitud de pájaros, tamaños, a lo sumo, como gorriones.

—Ahí tenemos con qué hacer una magnífica fritura si el miedo de encender fuego no nos obligase a renunciar a ella. Nos contentaremos con sorbernos los huevos, si no están demasiado pasados.

—¿Qué hay en esa plataforma? —preguntó Alvaro.

—Un nido de tordos tejedores —contestó el marinero—. Son pájaros muy singulares, a los cuales, lo mismo que a los gorriones republicanos, les gusta vivir en sociedad. Allá arriba podemos recoger unos cuantos cientos de huevos.

—¿Es sólido ese nido?

—Puede sostener hasta a un hombre. Esos pájaros son muy buenos constructores. Dime, García: ¿serías capaz de trepar a esa paiva? Las excrecencias del tronco pueden servir muy bien de apoyo, siempre que tengas cuidado con las espinas.

—¡Al momento, marinero! —contestó el grumete—. ¡Es cosa fácil!

—¡Poco a poco, querido! ¡No tanta prisa, y ten cuidado cuando estés allá arriba!

—¿Acaso me picarán los ojos esos pájaros?

—No; quienes te picarán, y atrozmente, son las avispas.

Los tordos tejedores fabrican sus nidos en los árboles donde las avispas establecen sus colmenas, para que los defiendan de los glotones que quieren apoderarse de sus huevos.

—¿Tienen concertada alguna alianza? —pregunto Alvaro.

—Sí ¡ofensiva y defensiva! —contestó el marinero—. Cuando las ratas palmistas u otras tratan de asaltar el nido de los tordos para apoderarse de los huevos, las avispas acuden a la defensa de sus aliados; y al revés: los tordos defienden alas avispas de los pájaros que tratan de comérselas.

—¡Qué raros!

—Ya lo sabes, García; ten cuidado, como te he dicho, con las avispas. En cuanto te llenes los bolsillos de huevos apresúrate a bajar.

El grumete, que sabía bien su oficio, tardó poco en trepar hasta el nido.

Al ver a aquel intruso, y sospechando quizá sus intenciones, los tordos comenzaron a gritar para llamar la atención de sus aliadas, y al mismo tiempo se arrojaron sobre el grumete, tratando de picarle. García, que sólo oía los gritos de su estómago, hizo un último esfuerzo y se puso sobre la plataforma, llena de agujeros, en cada uno de los cuales había un huevo.

Se llenó de ellos los bolsillos tan a prisa como pudo. De unas cuantas guantadas puso en fuga a la parlera bandada de tordos, y bajó deslizándose por las ramas.

Al oír los gritos de sus aliados, las avispas se reunieron en gran número para acudir en su ayuda; pero ya era tarde.

El grumete se había arrojado a la hierba, y tuvo la suerte de caer en pie.

Llevaba más de seis docenas de huevos en los bolsillos.

El marinero tomó uno, y lo examinó a través de un rayo de sol.

—Están frescos —dijo—. ¡García ha tenido buena mano para elegirlos!

Apresuráronse a sorberlos. Verdaderamente, no era un almuerzo muy abundante, porque los huevos eran pequeñísimos; pero tuvieron que contentarse con él. Calmaron la sed bebiendo agua en una charca que había allí cerca, y volvieron a emprender su interminable marcha, dirigiéndose constantemente hacia el Oeste.

De cuando en cuando hacían una cortísima parada para coger algunas frutas o descansar un momento, y en seguida proseguían su desenfrenada carrera, animados por la esperanza de encontrar algún otro río. Por otra parte, todo indicaba la proximidad de alguna corriente de agua o de alguna sabana sumergida; la humedad cada vez mayor del suelo y la presencia de algunas aves zancudas; de los gallinagos, parecidos a nuestras becasinas; de las pisocas, de patas larguísimas, y de las gallinetas acuáticas, de plumas azules y reflejos dorados.

También las plantas cambiaban poco a poco. Los grandes árboles iban desapareciendo, sustituidos por las cueiras, plantas que ocupan espacios inmensos, y por las iriartreas panzudas, plantas extrañas rodeadas de muchísimas raíces que salen varios metros del suelo.

Ya se acercaba la puesta del sol, cuando por entre los troncos de los árboles y los matorrales descubrieron una superficie brillante.

—¡Una sabana sumergida! —exclamó alegremente el marinero—. ¡Es una verdadera fortuna, señor Viana, porque ahora podremos descansar, y hasta cazar!

Apretaron el paso, y al poco tiempo llegaban a la orilla de una vasta laguna de aguas obscuras, toda llena de plantas lacustres y pequeños islotes, que debían de ser bancos, cenagosos cubiertos de espesos hierbatales.

A muy larga distancia la selva se extendía por la orilla opuesta.

—¿Qué pensáis hacer ahora? —preguntó Alvaro al marinero, el cual observaba atentamente los islotes que sobresalían de la superficie del agua.

—Refugiarnos en una de esas islas y esperar a que se hayan alejado los eimuros —contestó Díaz.

—¿Y cómo vamos a pasar? No veo ninguna barca.

—Una almadía se construye en poco tiempo. No es eso lo que me preocupa, sino que desconfío de la solidez de esos islotes. Temo que no tengan consistencia, y quisiera cerciorarme. Por lo pronto, construyamos una pequeña almadía capaz de sostenerme, y dejadme que vaya a explorar esa laguna. El sol está poniéndose los eimuros se habrán detenido y no podrán llegar aquí hasta mañana.

—¿Teméis que no haya ni un palmo de tierra firme? —preguntó Alvaro.

—Es un poco difícil descubrirla en las sabanas sumergidas. Sin embargo, hay ahí muchos islotes, y no desespero de encontrar alguno de ellos de suelo firme.

Si tardase en volver, no os inquietéis por mí. Dormid tranquilos. Conozco las sabanas, y los jacarés no me dan miedo.

—Os daremos uno de nuestros arcabuces y municiones suficientes —dijo Alvaro.

—¡Bueno; acepto el ofrecimiento!

Aprovechando el cortísimo crepúsculo, cortaron unas cuantas ramas gruesas y un par de arbustos, y atándolos con bejucos, construyeron una pequeña almadía suficiente para sostener a un hombre.

Antes de embarcarse el marinero, que era verdaderamente incansable, proveyó de comestibles a sus compañeros, recogiendo en la selva varios racimos de pupurias, fruta del tamaño de un melocotón, y de muy buen gusto, y de aracas, parecidas a las ciruelas y algo más ácidas.

—Mientras descansáis, yo buscaré un asilo —dijo en el momento de embarcarse. La exploración será larga; pero ya os he advertido que no temáis por mí, aunque no vuelva en toda la noche.

Tomó el arcabuz del grumete, saltó en su ligera almadía, y poco a poco fue alejándose hasta desaparecer en las tinieblas.

—¡Es un buen hombre! —dijo Alvaro al perderle de vista—. ¡Nos deja aquí descansando, mientras va a arriesgar el pellejo para ponernos en salvo! ¡Qué resistencia tiene!

—¡Dios quiera que acabe pronto! ¿Qué queréis? Al lado de ese hombre medio salvaje, que todo lo sabe y que todo lo adivina, me siento más seguro.

—Y yo, no menos que tú —contestó Alvaro—. ¡Ojalá no dure mucho su exploración y que encuentre pronto el islote que necesitamos!

—¿Le esperaremos despiertos?

—¡Al contrario! Aprovechemos su ausencia para dormir. Tú no debes de estar menos cansado que yo.

—¡Estoy cayéndome de sueño!

—Los eimuros no nos inquietarán, a lo menos por esta noche. Echate cerca de mí y duerme.

Alvaro iba a hacer lo mismo que aconsejaba al muchacho, cuando le llamaron la atención varios grandes volátiles que llegaron de la laguna y que empezaron a dar vueltas alrededor del árbol a cuyo pie se encontraban.

—¿Qué casta de bichos serán éstos? —se preguntó. Parecen murciélagos; pero nunca los he visto de tan gran tamaño.

Tenían, efectivamente, el aspecto de murciélagos; pero eran mucho más grandes que los europeos. Medían lo menos ochenta centímetros con las alas abiertas, y su cuerpo unos veinte.

Si el portugués hubiera conocido algo mejor el Brasil, se hubiera guardado de dormirse, a pesar de su cansancio.

Ignorando lo peligrosos que eran aquellos volátiles, no les hizo caso, y apoyándose en el tronco del árbol, cerró los ojos.

García roncaba a pierna suelta, señal evidente de que no se acordaba de los eimuros.

Alvaro luchó un rato con el sueño; pero, vencido por el cansancio, se quedó también dormido.

No habían pasado diez minutos, cuando uno de los grandes murciélagos que andaban alrededor del árbol descendió silenciosamente y empezó a revolotear sobre la cabeza de Alvaro.

No era un simple murciélago, sino un vampiro morugo de cabeza gruesa que terminaba en una especie de trompeta, y cubierta la piel de pelo liso y suave de color pardo.

Parecía buscar un buen sitio donde posarse.

De repente se apoyó dulcemente en un hombro del durmiente, agitando levemente las alas, y aplicó la extremidad del hocico detrás de la oreja derecha de Alvaro.

Chupaba suavemente, sin cesar de mover las alas para mantener un poco de frescura alrededor de la cabeza del pobre portugués, cuya sangre estaba bebiendo.

El repugnante volátil siguió algunos minutos en esa operación, aumentando su volumen a ojos vistas, hasta que, ya saciado, levantó el vuelo sin que Alvaro despertase.

De una picadura apenas perceptible hecha por los agudísimos dientes del morugo corría poco a poco un hilito de sangre.

Mientras aquel vampiro se alejaba, otro se había acercado al grumete, y comenzaba a chuparle la sangre, cuando un leve ruido que procedía de la parte de la selva le obligó a interrumpir bruscamente su sangría.

Un grupo de hombres avanzaba como lobos abriéndose paso suavemente por entre las ramas y las lianas, sin que las hojas secas crujiesen bajo sus pies.

Asustado el morugo, alzó el vuelo y desapareció en dirección de la sabana sumergida.

El grupo, que constaba de hombres enteramente desnudos y con la piel cubierta de pintura, avanzaba hacia el árbol a cuyo pie, muy ajenos al grave peligro que los amenazaba, dormían los dos náufragos.

Un aullido, que más parecía salir de gargantas de lobos que de hombres, estallo entre aquellos salvajes.

Al fin habían encontrado la presa que con tanta tenacidad perseguían.

Ninguno de ellos levantó la maza contra los durmientes; antes se detuvieron mirándolos con cierto respeto.

Rápidamente, entre sí, cambiaron algunas palabras; después improvisaron con ramas dos parihuelas, en las cuales colocaron a los náufragos, sin que estos, rendidos por el excesivo cansancio y por la perdida de sangre, se despertasen.

Recogieron las armas y el barril de las municiones, que colocaron en otra parihuela, y volvieron hacia la selva, corriendo como locos.

SEGUNDA PARTE. EL HOMBRE DE FUEGO

CAPÍTULO I. LOS PYAIES BLANCOS

Cuando Alvaro despertó se quedó atónito, al no encontrarse debajo del árbol a cuyo pie se había dormido, ni en la orilla de la sabana sumergida.

Hallábase tendido en un blanco y fresco lecho de hojas de palma y encerrado en una choza formada por gruesos troncos de árboles, sin ninguna abertura.

Sin embargo, entraba bastante luz para que pudiera verse el interior de aquella humilde morada a través de los huecos e intersticios de los troncos de que estaban hechas sus paredes.

Púsose en pie de un salto, preguntándose si era presa de una pesadilla, y no pudiendo creer que durante la noche el marinero solo hubiese podido construir aquella choza.

Exhaló un grito al descubrir en un ángulo al grumete echado en otro lecho semejante y con el rostro manchado de sangre.

—¡García! ¡García! —exclamó, corriendo hacia él—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? ¿Por qué tienes la cara manchada de sangre?

Al oír aquella voz, el muchacho abrió los ojos y se sentó, bostezando y desperezándose.

—¡Ah, buenos días! —dijo—. ¿Ha vuelto el marinero?

—Pero ¿qué marinero? —exclamó Alvaro—. ¡Mira dónde estamos!

—¡Oh! ¡En una casa! ¿Quién la ha construido? Pero ¡dios mío!, tenéis sangre detrás de la oreja derecha, y todo el hombro manchado. ¿Quién os ha herido?

—¿También estoy yo manchado de sangre? ¡Pues tú también!

Llevóse una mano detrás de la oreja, y la sacó toda manchada de sangre.

—¿Quién nos ha puesto de esta manera? —se preguntó.

—¿Será que nos habrá picado algún animal? ¿Quizá hormigas como las que nos comimos fritas?

—No lo sé. El hecho es que me siento muy débil. El animal que sea debe de haberme hecho perder mucha sangre.

—Yo también me siento muy flojo, señor —dijo el grumete—. ¿Y Díaz? ¿Quién nos ha traído a esta cabaña? ¿Habrá sido él mientras dormíamos?

Iba a contestar Alvaro, cuando llegó a sus oídos un griterío salvaje, espantoso.

Ya había oído gritos semejantes en la orilla del río cuando los eimuros interrumpieron bruscamente su almuerzo.

Palideció, y sintió que su frente se bañaba en sudor cálido primero y después frío.

—¡Estamos prisioneros! —exclamó con voz ahogada, mirando a García con espanto—. ¡Ahora lo comprendo todo! ¡Estamos en manos de los eimuros!

En aquel momento se abrió la puerta de la cabaña y se presentó un indio armado de una enorme clava.

Aquel salvaje era un hombre de alta estatura, sin ningún vello en la cara, ni siquiera en las cejas; pero, en cambio, con cabellos larguísimos, negros, lacios y cerdosos.

Iba casi desnudo, llevaba el cuerpo pintado de rojo con rayas negras y azules alternadas, y en la cabeza y en las mejillas llevaba plumas de tucán, aplicadas con alguna materia pegajosa o con miel silvestre, y que le daban extraño aspecto.

En el labio inferior llevaba el barbote, formado por un pedazo de asperón verde, y en el cuello, cayéndole sobre el pecho, un collar formado por conchas blancas, distintivo de los jefes de tribu brasileños.

No bien hubo entrado en la cabaña se inclinó hasta casi tocar con el rostro en tierra, sacando la lengua y haciendo ademanes que, con toda evidencia, indicaban profundo respeto. Después se irguió, pronunciando con voz ronca algunas palabras totalmente incomprensibles, que más parecían sonidos salidos del pecho que modulados por la garganta.

Alvaro, que aún no se había repuesto de su espanto, se quedó inmóvil, mirando con inquietud la pesada maza del salvaje, que le parecía sentir ya de un momento a otro sobre su pobre cráneo.

El eimuro, que debía de haber formulado alguna pregunta, viendo al portugués permanecer silencioso, se volvió hacia García, que se había refugiado en un rincón, y pronunció otras palabras, no más inteligibles que las primeras.

Viendo que el grumete no abría tampoco la boca, hizo un gesto de impaciencia, y acercándose a la puerta, lanzó un grito que más bien parecía el aullido de una fiera.

Un momento después entró un muchacho indio que no debía de tener más edad que el grumete, y se puso delante del cacique.

Era un lindo reyezuelo de cara despierta, ojos negrísimos e inteligentes, y que parecía pertenecer a otra raza.

En efecto, tenía la piel de color más claro que el cacique; el perfil, más fino; los cabellos, más undosos, y las facciones, más regulares.

El cacique le dirigió algunas palabras frunciendo varias veces el ceño y haciendo ademanes amenazadores, y acabó señalándole a Alvaro.

Con gran estupor, el portugués oyó que el muchachuelo se dirigía a él diciéndole:

—¡Señor!

Alvaro y García se miraron, preguntándose una vez más si soñaban o si estaban verdaderamente despiertos.

Un salvaje brasileño hablando el castellano, cuando los castellanos nunca habían puesto el pie en aquel inmundo territorio, era cosa sorprendente, increíble.

—Señor —dijo el chicuelo—, el cacique de los eimuros os ha dirigido la palabra, y está airado porque no le habéis dado contestación.

—¿Quién te ha enseñado la lengua de los hombres blancos? —le preguntó Alvaro, que no había salido aún de su sorpresa.

—El pyaie de mi tribu.

—¿Díaz?

—Sí, así se llamaba mi amo —respondió el muchacho—. Recuerdo haberlo oído decir muchas veces: ¡Ah, pobre Díaz!

—¿Eres, pues, un tupinambá?

—Sí, señor.

—¿Te han hecho prisionero los eimuros?

—Y están cebándome para comerme —dijo el muchacho sin dar la menor señal de miedo.

—¿Y nosotros? ¿Qué harán de nosotros?

—¡Tenéis suerte, señor! Por ahora, los eimuros no tienen intención de devoraros.

—¿Sabea por qué perseguían a tu amo?

—Sí, para hacerle pyaie. El de los eimuros ha muerto y tienen que poner otro en su lugar. Una tribu sin pyaie es como un hombre sin cabeza. ¿Habéis visto a mi amo?

—Sí, ayer noche nos separamos de él.

Un ronco rugido del cacique le interrumpió.

El eimuro comenzaba a impacientarse con aquel largo coloquio, del que no entendía una palabra, y ya dirigía miradas amenazadoras al muchacho tupinambá.

Pronunció algunas palabras, dando al mismo tiempo fuertes golpes en el suelo con su pesadísima maza.

—El cacique desea saber si sois pyaies en vuestra tierra.

—Todos los hombres blancos lo son —contestó Alvaro.

—Os promete perdonaros la vida a condición de que seáis pyaies de su tribu. Si no queréis morir, aceptad la proposición.

—¡Nosotros hechiceros de los eimuros, de estos repugnantes salvajes! —exclamó Alvaro—. ¿Qué dices tú a eso, García?

—Que es mejor hacer ese oficio de hechicero que ser asados en la parrilla, señor Alvaro —contestó el grumete—. Por lo pronto, iremos ganando tiempo. Si el marinero consigue escapar de la persecución, estad seguro de que no nos abandonará.

—¡Tienes razón, García! —dijo el señor Correa después de reflexionar un momento—. Díaz no nos dejará en poder de estos antropófagos.

Y volviéndose entonces al muchacho, le dijo:

—Di al cacique que aceptamos.

Cuando el eimuro supo la decisión de sus prisioneros, se manifestó una alegría loca en su rostro. Llamearon relámpagos en sus ojos.

Arrojó lejos de sí la clava y pronunció algunas palabras, volviéndose primero hacia Alvaro y después hacia el grumete.

—¿Qué dice? —preguntó el primero al joven tupinambá.

—Que vos seréis el pyaie grande y vuestro compañero el pyaie pequeño, y que con hechiceros tan poderosos, su tribu será invencible y no carecerá de carne humana.

—¡Canalla! —exclamó Alvaro.

El cacique inclinó el cuerpo hasta tocar la tierra con la punta de la lengua, y salió en seguida, acompañado por el joven tupinambá.

—¿Qué tal, García? —dijo Alvaro cuando estuvieron solos—. ¿Te sientes en disposición de desempeñar el oficio de brujo?

—No sé lo que exigirán de nosotros estos salvajes; pero por ahora nos hemos librado de las parrillas, que es lo más importante. Os confieso que no podría resignarme a tener por sepultura el vientre de un salvaje de ésos.

—¡Ni yo tampoco, muchacho!

—¿Nos dejarán en esta cabaña, o nos trasladarán a otra mejor?

—No sé nada. Las costumbres de estos salvajes son poco conocidas. El mismo Díaz, que conoce muchísimas tribus, sabe muy poco de ellos.

—Me figuro que…

La frase fue interrumpida por la repentina vuelta del muchacho indio. Pero no iba solo; acompañábanle cuatro salvajes de aspecto horrible, con la piel toda cubierta de chafarrinones de colores y plumas de papagayos, y que llevaban dos cestas voluminosas.

—¿Qué quiere esta gente? —preguntó Alvaro.

—Os traen los trajes y ornamentos del difunto pyaie. Estaba muy bien provisto ese hechicero, y tenía mucha fama.

Tendréis que asistir a sus funerales, en los cuales una parte de su espíritu se transmitirá al vuestro.

—¡Cómo! Me han dicho que murió hace ocho días.

—Es que no podían descamarle antes de haberle encontrado sucesor.

—¡Descarnarle! ¿Qué es eso? ¡Vamos, ya caigo! Pero ¿será posible que estos salvajes lleven su adoración por el muerto hasta comérselo?

—¡Oh, no! Sólo se comen a los prisioneros de guerra, y únicamente en períodos de escasez se comen a sus parientes. ¡Vámonos pronto, señor, que el cacique está esperando!

Los cuatro indios abrieron las cestas, de las cuales fueron sacando sucesivamente diademas de plumas de ánade sostenidas en tejidos de fibras vegetales, adornados con pequeñas piezas de oro; collares y brazaletes formados por dientes de caimán y de jaguar y vértebras de serpiente, cinturones y otros adornos de piel de tapir, labrada con cierto gusto, infinidad de bolsitas que seguramente contenían preciosos amuletos y medicinas maravillosas.

A una señal del muchacho, los indios adornaron a nuestros nuevos hechiceros con los collares, brazaletes, plumas y demás distintivos de su nuevo cargo, y los invitaron a salir.

—¡Ponte muy serio! —dijo Alvaro al grumete—. ¡Un gran sacerdote no debe reírse; no lo olvides!

—Haré lo posible, señor —contestó el grumete.

Una plaza grandísima rodeada de cabañas, que debieron de pertenecer a alguna tribu vencida, se extendía delante de ellos.

Cuatrocientos o quinientos salvajes, todos varones, casi desnudos o desnudos del todo, pero armados con arcos, cerbatanas, mazas y hachas de piedra, estaban agrupados, sin orden alguno, unos de pie y otros agachados, como fieras en acecho.

Eran todos feísimos, de miembros secos, cabellera larguísima y cerdosa, y tenían cubierta la piel con horribles pinturas para infundir mayor terror al enemigo.

El gran cacique estaba en medio de la plaza, rodeado por algunos otros de segundo orden, que parecían formar una guardia de honor en torno de un bulto voluminoso y bastante largo.

Al presentarse los dos nuevos brujos de piel blanca resonó en la plaza un espantoso griterío que parecía producido por centenares de fieras; pero un gesto del cacique impuso pronto silencio.

—¡Qué buena compañía! —exclamó el grumete—. ¿Son hombres o animales? ¡Yo no me determino a creerlos seres humanos! ¡Aúllan como las fieras del desierto!

—Y caminan como los lobos —dijo Alvaro al verlos a todos apoyar las manos en el suelo.

—¡Señor Alvaro, tiemblo de miedo! ¿Irán a asarnos?

—¡No tengas miedo! ¡Ahora somos sagrados!

—¿Y qué custodian aquellos salvajes con penachos?

—Supongo que en ese bulto estará el cadáver del hechicero.

—¿Nos obligarán a comérnoslo para que su espíritu penetre mejor en nuestro cuerpo?

—¡No me revuelvas el estómago, García!

Adelantóse el cacique hacia los dos hechiceros, con demostraciones de profundo respeto, y con un gesto los invitó a seguirle.

Los caciques de segundo orden cargaron sobre los hombros con aquel bulto, que estaba cubierto por un tejido rojizo, probablemente hecho con la corteza de ciertos árboles, y se pusieron en camino, dirigiéndose hacia la selva.

Todos los guerreros comenzaron a moverse, unos marchando erguidos y otros a cuatro patas. Rugían como jaguares, y de cuando en cuando lanzaban exclamaciones guturales e inarticuladas, absolutamente incomprensibles, arrancándose puñados de cabellos y golpeándose el cuerpo con los puños.

—¿Irán a enterrar al muerto? —preguntó García.

—¡Enterrarle! —exclamó Alvaro—. Lo dudo, porque esta gente no tiene por costumbre enterrar a sus cadáveres.

Mugiendo, maullando y maltratándose de expreso intento, los eimuros se internaron en el bosque, marchando desordenadamente.

Un cuarto de hora después se detuvieron los subcaciques en la orilla de un río, que tenía por lo menos medio kilómetro de ancho en aquel lugar, y que parecía ser profundísimo.

Dirigióse el cacique hacia una peña que descendía casi a pico sobre el río, y miró al agua durante algunos minutos.

Alvaro y García, que le habían seguido, trataron de preguntarle.

—¡Caribes! —exclamó el eimuro.

—¡Caribes! —repitió Alvaro—. ¡Ah, deben de ser ciertos pececillos que por poco devoran a Díaz! ¿No te acuerdas, García?

—Sí, el marinero nos ha hablado de los caribes. ¿Habremos venido aquí para pescarlos?

—¡Ahora veremos! —respondió Alvaro.

Entretanto, el cacique sacaba de una canasta que le pusieron delante unos cuantos miembros humanos, al parecer recién cortados, porque aún chorreaban sangre.

Tomó un brazo que tenía un brazalete de conchas en la muñeca, y lo arrojó al río; después hizo lo mismo con una pierna y con una cabeza que parecía de muchacho.

—¡Bribones! —exclamó Alvaro haciendo un gesto de disgusto—. ¡Estos salvajes me horrorizan!

—¡Vámonos de aquí, señor! —dijo García—. ¡No puedo ver esto!…

—¡No te comprometas, muchacho! Tenemos que quedarnos aquí si queremos salvar el pellejo.

—¡Caribes! —volvió a decir el cacique señalando hacia el río y dirigiéndose a Alvaro.

El portugués se inclinó hacia el borde de la peña, y en el agua, que era clarísima y transparente, distinguió millares de pececillos del largo de la mano, con el dorso oscuro y el vientre plateado, que batallaban furiosamente unos con otros, disputándose la presa.

—Han acudido atraídos por la carne humana que el cacique les ha echado —dijo Alvaro a García.

—¿Y con qué objeto ha hecho eso?

En aquel momento un hedor horrible, nauseabundo, se esparció por la orilla del río.

Los subcaciques habían quitado la tela rojiza en que estaba envuelto el bulto misterioso que habían llevado consigo, apareciendo a la vista el cadáver putrefacto de un viejo indio.

—¡Qué hedor más insoportable! —exclamó García tapándose las narices—. ¡Al infierno todos estos eimuros y sus brujos!

Los subcaciques pasaron dos largos bejucos bien secos por debajo de los brazos del cadáver, le arrastraron hasta el borde de la peña y le descolgaron suavemente hasta el río, en el mismo lugar en que los caribes continuaban batallando.

—¡Se lo echan a los peces! —dijo Alvaro.

Los caribes se arrojaron furiosamente sobre el cadáver, atacándole por todas partes a un tiempo, con encarnizamiento imposible de describir.

Con sus dientes agudos, y duros como si fueran de acero, le arrancaban la piel y la carne a pedazos.

Algunos de ellos se habían introducido ya en el cuerpo y devoraban los pulmones, el corazón, el hígado y los intestinos del muerto.

La carne desaparecía con rapidez vertiginosa, devorada por aquellos miles de bocas, y empezaban a verse los huesos.

La destrucción de aquel pobre cuerpo no duró mucho: a los diez minutos no quedaba más que el esqueleto limpio.

Los subcaciques retiraron suavemente el esqueleto del brujo y lo envolvieron cuidadosamente en una amplia estera que amarraron con bejucos, colocándolo después sobre una especie de palanquín, construido toscamente con ramas entrelazadas.

—¡Ha acabado la ceremonia! —dijo una voz.

Volvióse Alvaro y vio al muchacho indio, que estaba a su lado.

—Los pyaies blancos pueden tomar posesión de la cabaña del difunto.

—¿Y qué van a hacer con los huesos del muerto? —preguntó Alvaro.

—Los cuelgan de un árbol, y allí los dejan hasta que se caigan.

Los eimuros se habían puesto en marcha sin dar señal alguna de dolor.

Al contrario, parecían contentísimos, y daban saltos volteando sus pesadas mazas, fingiendo combatir con enemigos invisibles.

Unas veces se precipitaban hacia delante con la violencia de un huracán, como si tuviesen delante alguna tribu enemiga, lanzando gritos espantosos y dando golpes furibundos; otros se detenían bruscamente y simulaban precipitada fuga.

El aspecto de su fisonomía era horrible cuando se entregaban a tales simulacros de combate. No tenían semblante humano, sino de animales felinos.

Sus ojos despedían relámpagos, movían las mandíbulas como si masticasen la carne de sus enemigos, y aullaban como lobos.

Cuando estuvieron de regreso en la aldea, los guerreros se dispersaron por la vecina selva, por no haber cabañas para todos. Sólo unas cuantas docenas de ellos se detuvieron alrededor de una habitación algo mayor que las otras, que se alzaba en el centro de la plaza, de cuyas paredes pendían pieles de serpientes, y cuya techumbre estaba adornada con cabezas de caimanes.

—¿Qué significa esa cabaña? —preguntó Alvaro al muchacho indio.

—Era la habitación del difunto pyaie —respondió—. Ahora será vuestra mientras permanezcan aquí los eimuros. He recibido orden para conduciros ahí dentro y ponerme a vuestra disposición hasta que hayáis aprendido la lengua de estos hombres.

—¿Y no podrán darnos algo de comer?

—Muy pronto será sacrificado un compatriota mío, que ya está bastante gordo, y vosotros tendréis la mejor parte.

—¡Te lo comerás tú, monstruo! —exclamó Alvaro, indignado.

El muchacho le miró asombrado, y dijo:

—¡Ah, sí! Ya sé que a los hombres blancos sólo les gusta la carne blanca; pero, por desgracia, aquí todos somos de color rojizo, y no nos sería fácil proporcionarnos carne blanca.

—Nosotros sólo comemos frutas y carne de animales. ¡La carne humana nos causa horror!

—Pues tendréis tapires, tortugas y mandioca. Entrad, y no salgáis hasta que recibáis órdenes del cacique: los pyaies no deben mostrarse ante el público con demasiada frecuencia.

Después de un momento de vacilación, Alvaro y García entraron en la cabaña del difunto hechicero y tomaron posesión de ella.

CAPÍTULO II. LAS VÍCTIMAS DE LA GUERRA

Aquella habitación, que había servido de morada al pyaie de la tribu destruida o expulsada por los eimuros, era mucho más espaciosa que la otra y mucho más oscura, pues sólo recibía luz por una pequeña claraboya abierta en el techo, y no tenía hendiduras en las paredes.

También se comprendía a primera vista que debió de haber estado habitada por algún hechicero, según infinidad de amuletos que colgaban de las vigas del techo y los collares y adornos de toda clase de dientes de animales y vértebras de serpientes, que formaban extraños trofeos en las paredes.

Pero lo que sobre todo atrajo la atención de los náufragos fue una colección de cabezas humanas que adornaban la pared de enfrente de la puerta, y que estaban maravillosamente conservadas.

Lo mismo que los maoríes de Nueva Zelanda, los salvajes brasileños tenían a gala conservar la cabeza de los jefes enemigos muertos en el campo de batalla, cuyo cuerpo habían devorado.

Para conservarlas no empleaban, como los isleños del océano Pacífico, el fuego y el vapor de agua.

Sacábanles los sesos, que, como se comprenderá, no desperdiciaban, por ser bocado sobradamente exquisito. Después echaban la cabeza en una vasija llena de un aceite llamado antiroba, y la exponían al humo.

En seguida sacaban los ojos, que sustituían por dos colmillos de roedores; cosían los labios y adornaban las orejas con plumas amarillas o negras.

La colección del difunto pyaie era bastante buena, y se componía de unas veinte cabezas muy bien conservadas.

En cambio, la cabaña estaba bastante mal de muebles. Reducíanse a hamacas de algodón groseramente hilado, calabazas huecas, cáscaras de coco, también huecas, destinadas a servir de vasijas, y tres o cuatro tinajas que trasudaban agua en gran cantidad, dejándola depositarse en un recipiente de arcilla de enormes dimensiones.

Es digno de notarse el cuidado que casi todos los salvajes brasileños ponían en filtrar el agua, valiéndose para el caso de ciertos vasos porosos que cumplían perfectamente su objeto.

—¿Qué te parece nuestra casa? —preguntó Alvaro al grumete después de haberla examinado toda ella.

—Es algo oscura, señor; y además, estas cabezas, que parecen sonreímos, no contribuyen a alegrarla. ¿A quiénes habrán pertenecido?

—Supongo que a gente devorada.

—¡Podían habérselas comido también y no ponerlas aquí! Pero decidme, señor Alvaro: supongo que no pensaréis que dure mucho nuestro oficio de hechicero. Yo ya estoy harto de él; y quisiera volverme a la selva.

—¡Tú intenta marcharte, amigo! —respondió el portugués—. ¡Yo no te lo impediré!

—Si pudiese fugarme, no me lo haría decir dos veces, señor.

—Por ahora, conformémonos con ser pyaies, pobre García. Tampoco yo deseo, como comprenderás, quedarme entre estos antropófagos, que no me inspiran la menor confianza. Díaz no dejará de comunicarnos noticias suyas por cualquier medio. A estas horas debe de haber supuesto ya que estamos en manos de los eimuros y probablemente está sobre nuestra pista; tal vez no muy lejos de aquí.

—¿Nos vigilarán también estos salvajes por la noche?

—Indudablemente. No se fiarán de nosotros, y no nos perderán de vista ni un momento. Pero aunque consiguiéramos escaparnos, ¿qué podríamos hacer sin nuestros arcabuces?

—¡Si pudiese recobrar el mío y las municiones!

—¿Y por qué no?

—Aquí son desconocidas las armas de fuego, y quizá pudiéramos conseguir que nos devolvieran las nuestras, junto con las municiones.

—¡Ah! ¡Qué buena idea! Haremos creer a estos bestias que son amuletos poderosos para vencer a los enemigos.

En aquel momento se oyeron fuera sonidos agudos, como de pífanos, y un ruido extraño, como de millares de piedrezuelas golpeando contra las paredes sonoras de algún instrumento.

—¡Música! —exclamó García—. ¿Será que los eimuros quieren festejarnos con un concierto? ¡Verdaderamente hubiera preferido un banquete!

Asomáronse a la puerta y vieron una docena de salvajes que se acercaban a la cabaña, precedidos por el joven tupinambá que les servía de intérprete.

Cuatro de ellos tocaban unas flautas raras que parecían hechas con tibias humanas, y otros dos sacudían unas calabazas huecas rellenas de piedrecillas muy menudas.

Otro llevaba una especie de estuche de piel, adornado con granos de oro y conchitas menudas, y los demás iban cargados con cestos que parecían pesar bastante.

—¿Qué quiere esta gente? —preguntó Alvaro al muchacho indio.

—Ante todo, entregarte el tushana del cacique, confiándolo a tu vigilancia.

—¿Qué es eso?

—El cetro de la tribu. Los otros te traen la comida, y excelente taroba que había sido preparado expresamente para el difunto pyaie por las mujeres más viejas de los eimuros.

—Pon en cualquier lado el tushana, que por ahora no nos interesa, y trae la cena. Los hechiceros blancos no viven del aire.

El muchacho le miró con alguna sorpresa; después colocó debajo de las cabezas disecadas el estuche que contenía el cetro, y dispuso que dejaran las canastas en el suelo.

Alvaro despidió con un ademán a los músicos y a los portadores y fue sacando los manjares del pagará, temiendo hallar entre ellos algún plato compuesto con carne humana.

Los cocineros del cacique, prevenidos de que los hechiceros blancos no podían comer más que carne de hombres de su raza, habían sustituido la carne humana con una magnífica traira, pez muy abundante en las sabanas sumergidas, galletas de mandioca y plátanos asados en la ceniza.

Habían añadido dos grandes vasos llenos de un líquido lechoso que despedía fuerte olor a alcohol.

—¡A la mesa, García! —dijo Alvaro alegremente—. ¡El asado humano blanco, ni negro, ni rojo, no figura en la minuta!

Sin preocuparse lo más mínimo por la presencia del muchacho indio, pusiéronse a comer con envidiable apetito. Después, valiéndose de los cucuruchos hechos con hojas de palma, trataron de probar el taroba.

—¡No es malo! —dijo Alvaro—. ¡No creía capaces a estos antropófagos de fabricar licores! Pero, ahora que me acuerdo, había ya oído hablar del taroba

—Y también de los dientes de las viejas, señor —dijo García.

—¡Demonio! ¡Sí, de los dientes! —respondió Alvaro dejando caer el cuchillo—. ¡Eh, muchacho! ¿Se puede saber la receta para fabricar este licor?

—¿No os agrada? —preguntó el joven indio.

—Te pregunto con qué se hace.

—Con tubérculos de mandioca, señor —respondió el indio—. Se hierven primero, y después se los dan a mascar a las mujeres más viejas de la tribu.

—¿Eh? —exclamó Alvaro, que sintió revolvérsele el estómago.

—Después de bien triturados, se vuelven a hervir, se echan en vasos y se ponen a fermentar, enterrados en tierra húmeda.

—¡Puf! ¿Y bebéis esa porquería? ¡García, tira esos vasos! ¡Váyase al diablo el taroba! ¡Estos indios son unos puercos!

—¿Por qué lo decís? —preguntó el indio.

—¡Beber yo esa porquería mascada por las viejas!

—¡Pero, señor, si no se mascasen los tubérculos, el taroba no saldría bueno.!

—¡Llévate pronto esos vasos, o se los tiro a la cabeza al primer indio que pase! ¡Los pyaies blancos no beben esos licores! ¡Ya se me indigestó la comida!

—¡Señor —dijo el grumete, que reía a carcajadas—, no vale la pena de molestarse tanto! Después de todo, el licor no es malo.

Algo mortificado el indio por la mala acogida que había hecho el pyaie grande al más exquisito de los licores brasileños, se llevó los dos vasos, preguntándose qué bebidas espirituosas usarían aquellos hombres de piel blanca para despreciar aquel taroba tan bien preparado por las viejas de la tribu.

—Veamos ahora ese tushana que se ha encomendado a nuestra vigilancia —dijo Alvaro—. Debe de ser algo importante, como un sello real o cosa por el estilo.

Tomó en la mano el estuche, que era un grueso canuto de bambú como de un metro de largo, forrado de piel y adornado con conchitas y granos de oro, como hemos dicho, y lo abrió.

Contenía un bastón de madera pesadísima, probablemente palo de hierro, de unos sesenta centímetros de largo, adornado en los extremos con plumas de ánade y ara roja.

—Parece ser un bastón de mando —dijo Alvaro observándolo con curiosidad—. Si se nos confía el tushana de la tribu, quiere decir que hemos venido a ser aquí personajes importantísimos. Díaz me ha contado que esa insignia no se entregaba más que a gente muy principal. ¡Eso me tranquiliza!

—¿Y por qué, señor?

—Porque tenía miedo de que estos brutos esperasen a que estuviéramos bien gordos para comermos. La carne blanca podía tentar a estos antropófagos.

—¿Y tendremos que hacer mucho tiempo este papel de hechiceros?

¿De qué te quejas, ambicioso? Nos hemos convertido da pronto en altos dignatarios y grandes sacerdotes, en vez de ir a parar a una parrilla. ¿Todavía no estás contento?

—Preferiría la libertad en los bosques en compañía del marinero.

¡Paciencia por ahora, García! Tampoco yo tengo ganas de pasarme la vida entre estos salvajes. Por ahora seamos hechiceros; más adelante, veremos.

En aquel momento volvió a entrar el muchacho indio, diciendo:

—Gran pyaie, el cacique os ruega que asistáis a la muerte del prisionero que han de cenarse esta noche los subcaciques y los guerreros más valerosos. Dice que vuestras miradas darán mejor sabor a su carne.

¡Si nos dejasen en paz, estaríamos más contentos! ¡No me gusta ver asesinar a un poblé diablo, y mucho menos comerlo!

—Es la costumbre de la tribu, y no podéis sustraeros a las obligaciones del pyaie.

—¿Es compatriota tuyo el condenado?

—No, es un tupy.

—¿No podría tratar de salvarle?

—¡No lo hagáis, gran pyaie! También mi amo trató de hacerlo al principio, y poco faltó para que fuera comido junto con la víctima. No os opongáis a las costumbres de la tribu, si queréis escapar con el pellejo sano. Ya ha comenzado el prisionero su danza guerrera; ¿no oís? No temblará cuando le deshagan el cráneo de un buen porrazo, y se defenderá vigorosamente.

En la plaza sonaban ya los pífanos y las maracas con gran estrépito para aumentar la algazara, y de cuando en cuando una voz humana de alto timbre sobresalía sobre el ruido de los instrumentos.

—Pues que no nos queda otro remedio que presenciar esa escena, so pena de perder nuestro crédito, vamos allá —dijo Alvaro—. ¡También el oficio de pyaie, grande o chico, tiene sus espinas!

Salieron precedidos por el muchacho indio. Ya había en la plaza centenares de salvajes, entre ellos algunas mujeres, miserables criaturas tan repelentes como los hombres, de cabellos cerdosos, el horrible barbote y las orejas monstruosamente desfiguradas y adornadas con sartas de huesecillos blancos, probablemente falanges de dedos humanos, y piedrecillas de colores que les caían desde los hombros.

El tupy destinado a la cena del cacique y de sus tenientes había llegado ya a la plaza, y se adelantaba escoltado por un grupo de músicos. Iba bailando y cantando para demostrar su ánimo y desprecio a la muerte. Era un hermoso joven, como de veinticinco años, de miembros bien proporcionados y perfil más fino y más regular que el de los eimuros. Llevaba la piel tatuada en varios lugares.

Detrás de él una vieja feroz, horriblemente pintada, llevaba la liwara-pemme, terrible maza empleada por los brasileños para matar a sus prisioneros.

Era costumbre en todas las tribus brasileñas tratar a los prisioneros con los mayores miramientos y como seres casi sagrados hasta el día que los sacrificaban.

En lugar de tenerlos encerrados y amarrados, les daban libertad completa, sin dejar, no obstante, de acecharlos para evitar que huyesen.

Los nutrían bien para que hiciesen buen papel en la mesa de los caciques, y les daban licores y tabaco en abundancia.

Dos días antes del señalado para el suplicio acostumbraban celebrar fiestas y banquetes en honor de la víctima, la cual tomaba parte activa en esos festejos, esforzándose por mostrarse el mejor bailarín y el más alegre de lodos los convidados.

Entretanto las mujeres hilaban los cordeles con que había de ser amarrado, fabricaban las vasijas en que había de ser cocida su carne o la parrilla en que había de ser asado, y los licores que habían de beberse en el banquete.

El tupy mostraba todo el valor tradicional en sus compatriotas, que tenían fama de ser los guerreros más intrépidos del Brasil.

Bailaba cada vez con mayor aliento, riendo y bromeando con los eimuros que le rodeaban, fingiendo no oír el canto de muerte que entonaba la vieja feroz portadora de la maza fatal.

—¡Tenemos al pájaro sujeto por el cuello! —cantaba la vieja, al mismo tiempo que hacía por arrojar sobre el hombro del prisionero un lazo corredizo—. ¡Si hubieras sido un papagayo que hubiese venido a picar en nuestros campos habrías volado! ¡Pero te hemos cortado las alas, y te comeremos!

Entonces el guerrero, como si se enfureciese de repente, contestaba con voz tonante:

—¡Me comeréis, sí; pero yo maté al padre de aquel guerrero que está al lado del cacique, y devoré su corazón! ¡Maté también a un cacique vuestro, herí de muerte a su hijo, y a los dos los devoramos!

Así llegó al centro de la plaza, donde ardía una gran hoguera y estaba dispuesta una parrilla hecha con ramas del árbol de hierro.

El cacique de los eimuros, todo cubierto de collares y de plumas y seguido por una docena de guerreros, se adelantó hacia el prisionero y, según la costumbre, le invitó a mirar por última vez al Sol. Después empuñó la maza y la volteó varias veces en el aire para hacer gala de su habilidad y de su fuerza.

Mirando luego al tupy y con ojos feroces, le dijo:

—¡Niega que has devorado al padre de ese guerrero, al cacique y a su hijo!

—¡Suéltame y te comeré a ti y a todos los tuyos! —contestó fieramente el tupy.

—¡Nos las pagarás, pues voy a darte el golpe mortal, ya que afirmas haber matado a mis guerreros! ¡Hoy mismo serás devorado!

—¡Son peripecias de la vida! —respondió el prisionero encogiéndose de hombros—. Mis amigos son muchos y me vengarán algún día.

—¡Es valeroso ese joven! —dijo Alvaro al muchacho indio, que le había traducido las contestaciones del prisionero.

—Es un hombre intrépido, hijo de un gran guerrero.

—¡Lástima que no podamos hacer nada por salvarle!

—Los eimuros se pondrían furiosos si hicieseis tal cosa. ¡Dejadlos que hagan lo que quieran!

Dos salvajes amarraron al prisionero por las piernas, dejándole libres los brazos.

El tupy empezó entonces a mover los brazos como un desesperado, desafiándolos a todos, porque se concedía a los prisioneros el derecho de defenderse.

Al ver acercarse a los guerreros del cacique echó mano de cuantas piedras tenía a su alcance, y las lanzó contra sus enemigos. Rugía como una fiera, y aunque tenía amarradas las piernas, saltaba con la agilidad de un tigre.

Sin embargo, el círculo iba estrechándose a su alrededor, y el cacique ya había levantado la maza. Durante algunos momentos hizo frente a sus adversarios con los puños; después resonó un golpe seco.

La liwara-pemme del cacique le había destrozado el cráneo, haciéndole caer al suelo como herido por el rayo.

—¡Vámonos! —dijo Alvaro, asqueado, mientras los eimuros se arrojaban rugiendo como fieras sobre el cadáver caliente del tupy—. ¡Estas escenas son repugnantes!

Y tomando por la mano al grumete, le llevó hacia la cabaña, mientras los eimuros tostaban en las parrillas al desgraciado guerrero.

CAPÍTULO III. EL HOMBRE DE FUEGO

Nuestros amigos iban cansándose de su oficio de brutos, y sentían grandes deseos de verse libres. Ya hacía varios días que se encontraban en poder de aquellos salvajes odiosos, confinados en su cabaña, de la cual no podían salir más que para asistir a banquetes de carne humana, pues los eimuros, en sus últimas correrías, habían hecho muchos prisioneros tantos, tupys y tupinambás. Aquella existencia se les había hecho insufrible.

Al principio esperaban que el marinero hiciera algo por ellos; pero ninguna noticia suya habían tenido. ¿Había sido muerto y devorado por cualquiera otra partida de eimuros, o, sin esperanzas de poder hacer nada por salvarlos, había continuado su fuga para reunirse con los tupinambás? Lo ignoraban.

—¡Escapémonos, señor! —repetía el grumete desde la mañana hasta la noche.

—¡Sí, vámonos! —respondía Alvaro invariablemente. Pero el medio de escaparse no se les había aún presentado. Los salvajes, que debían de desconfiar de ellos, no les perdían un momento de vista, y todas las noches se acostaban unos cuantos guerreros alrededor de la cabaña para impedir su fuga.

No obstante, los dos náufragos estaban persuadidos de que aquella situación no podía durar mucho.

Ya estaban hartos del oficio de hechiceros, que no se acomodaba a su carácter.

Estaban en el séptimo día, no menos entretenidos que los anteriores, cuando hallándose el sol hacia la mitad de su carrera, de pronto vieron entrar al cacique acompañado por el muchacho que les servía de intérprete.

—¡Alguna novedad ocurre! —dijo Alvaro—. Desde la muerte del tupy es la primera vez que el cacique se digna visitarnos.

El cacique parecía angustiado y de mal humor. Sin embargo, saludó a los hechiceros, doblando el cuerpo hasta tocar con la cabeza en el suelo, y lamiendo la tierra con la punta de la lengua. En seguida hizo señas al muchacho para que hablase.

—¿Qué quiere el cacique? —preguntó Alvaro.

—Se queja de que los dos pyaies no protegen a la tribu como debieran —respondió el muchacho—. Me dice que os advierta que os comerá si no matáis a esa terrible serpiente.

—¡Diablo! —exclamó Alvaro algo alarmado—. ¿Será que le tienta la carne blanca? ¡Ya no me tengo por muy seguro, a pesar de la respetabilidad de mi cargo! ¿De qué se trata, pues?

—De una terrible serpiente que ha devorado a cinco guerreros de la tribu —le contestó el muchacho.

—¿Y qué quiere de nosotros?

—Que hagáis los conjuros necesarios para que el reptil se vuelva a la sabana de donde ha salido o que lo matéis en seguida.

—Es cosa muy fácil de hacer —respondió Alvaro—; pero el caso es que nos faltan nuestros amuletos.

—¿Cuáles? —preguntó el muchacho después de haber cruzado algunas palabras con el cacique.

—Cuando nos apresaron teníamos amuletos poderosos que los eimuros no nos han devuelto. Si nos los entregan, mataremos a esa terrible serpiente que amenaza destruir a toda la tribu.

—Los tendréis —contestó el muchacho—; el cacique los ha guardado y os los devolverá.

—¿Cuándo tenemos que ir a matar a la serpiente?

—Esta noche, porque no sale de día.

Di al cacique que los pyaies están dispuestos, y que la serpiente no devorará más hombres de su tribu.

Visiblemente satisfecho por aquella respuesta, el eimuro se retiró junto con el muchacho, haciendo un saludo todavía más profundo que a su llegada.

—¡García! —dijo Alvaro cuando estuvieron solos—, ha llegado la ocasión que esperábamos, y si no sabemos aprovecharla debemos renunciar para siempre a nuestra libertad ¡Estoy decidido a probar la suerte o a dar un gran golpe! ¡No será la serpiente la que caiga, sino el cacique de estos antropófagos, aunque después me persigan a través de todo el Brasil!

—¿Nos devolverán el arcabuz?

Me lo han prometido, sin sospechar, por cierto, que es un arma más terrible que sus mazas y sus flechas.

—¿Y la serpiente?

—¡Qué la maten ellos si se atreven!

—¿Y después?

—¡Huiremos!, y volveremos a nuestra vida vagabunda hasta que encontremos al marinero.

—¡Señor Alvaro, tengo un miedo terrible!

—Si seguimos aquí, estos salvajes acabarán por devorarnos un día u otro. Un asado de carne blanca es una tentación muy fuerte para ellos, y estoy asombrado de que todavía estemos vivos. ¡No nos forjemos ilusiones con nuestro oficio, que ninguna seguridad nos ofrece!

—¿Y qué tenéis intención de hacer?

—No lo sé todavía; pero el cacique no volverá vivo a reunirse con los suyos. Estoy decidido a todo o…

Una detonación repentina que resonó en la plaza le hizo dar un salto. Gritos salvajes de terror salían de todas partes. Alvaro y García se precipitaron hacia la puerta. Vieron guerreros que corrían desaforadamente para ir a esconderse en las cabañas o a refugiarse en la selva, mientras en medio de la plaza y rodeado de una nube de humo yacía un cadáver.

—¡Han disparado el arcabuz! —exclamó Alvaro—. ¡Allí abajo hay un hombre muerto!

—¿Nos echarán la culpa de esa desgracia, señor? —preguntó García.

—Estoy viendo el arcabuz al lado de aquel muerto, y también veo el barril de la pólvora y el saco de las balas. ¡Aprovechemos la fuga de los salvajes para apoderarnos de ellos! ¡Con un arma de fuego en las manos podremos hacer frente a estos salvajes!

Seguido por el grumete se dirigió al centro de la plaza, donde yacía el cadáver, y se apoderaron del arcabuz, que cargaron precipitadamente.

El indio que había provocado el disparo había muerto en el acto. La bala le había entrado por un ojo y le había salido por la nuca después de atravesarle el cráneo.

Al ver presentarse a los dos pyaies comenzaron algunos a asomar la cabeza; pero sin atreverse a salir.

Aquel disparo y la muerte fulminante del salvaje debieron de producir enorme impresión en los indios, que en la época a que nos referimos no conocían las armas de fuego y que, como todos los pueblos primitivos, temían mucho al trueno y al rayo.

—Señor Alvaro —dijo el grumete—, ¿por qué no nos aprovechamos del espanto de esos salvajes para escaparnos?

—No nos dejarían, amigo, y muy pronto los tendríamos encima a todos ellos. ¡No, éste no es momento oportuno para huir! ¡No cometamos imprudencias!

—¡Ah! ¡Ahí viene el joven indio! ¡No está menos aterrado que los otros el pobre diablo!

El intérprete salió de una cabaña y se acercó tímidamente a ellos, mientras detrás de él se oía la ronca voz del cacique al parecer asustado.

Estaba palidísimo y temblaba como una hoja agitada por el viento.

—¡No tengas miedo! —le dijo Alvaro sonriendo—. ¡Nadie le matará!

—¡Señor —balbució el joven tupinambá, que miraba con Indecible terror el arcabuz que Alvaro tenía en la mano—, el cacique me ha mandado que os pregunte quién y qué ha causado la muerte de ese guerrero!

Ese hombre ha querido tocar el poderoso amuleto que el gran Manitu ha dado a los pyaies blancos, y ha muerto. Los hombres rojos no poseen el fuego del cielo.

—¿Ese trueno y ese chorro de fuego estaban encerrados en la cerbatana que tenéis en la mano?

—Sí, están encerrados aquí dentro.

—¿Y matan?

—Ya lo has visto. ¿Qué fue lo que hizo aquel guerrero?

—Quiso ver lo que había dentro de vuestra cerbatana y de repente cayó entre una nube de polvo, al mismo tiempo que estallaba un trueno espantoso, semejante a los que se oyen en las tempestades.

—Fue un imprudente, y el gran Manitu le ha castigado. No debió curiosear lo que contenía el amuleto de los pyaies blancos. Di al cacique que venga, y le demostraré el poder de esta cerbatana, si quieres llamarla con ese nombre.

—¿No matará a nadie más?

—Sí, a la serpiente que ha devorado a los guerreros del cacique —contestó Alvaro.

El muchacho se dirigió corriendo a la cabaña de donde había salido, y volvió poco después seguido por el cacique y por varios guerreros. Todos ellos estaban muy aterrorizados; miraban recelosamente a los dos pyaies, y sobre todo a aquella terrible arma, que les inspiraba un terror supersticioso e invencible.

Sin embargo, animados por la tranquilidad y la sonrisa de Alvaro, formaron un círculo en torno suyo, aunque manteniéndose a respetuosa distancia.

—Di al cacique que haga traer aquí a cualquier animal, si tiene alguno a mano —dijo Alvaro al muchacho.

—¿Qué quieres hacer?

—Enseñarle al cacique cómo mata este amuleto.

El muchacho cruzó algunas palabras con el eimuro y dijo en seguida:

—El cacique os ofrece a uno de sus prisioneros. Tiene todavía una docena de ellos.

—Que traiga un animal o no verá nada. Los pyaies somos los que mandamos en este momento.

Algunos indios, a quienes el joven tupinambá comunicó la contestación del portugués, se dirigieron a la selva, donde seguramente tenían encerrados en algún corral van ríos animales destinados a sustituir a los prisioneros de guerra cuando carecían de ellos.

Pocos minutos después volvieron conduciendo a un animal extraño semejante a un puerco, aunque mucho más grueso, con la cabeza terminada en una pequeña trompa muy movible.

Si Alvaro hubiera estado más enterado acerca de las especies animales que viven en las selvas brasileñas, habría reconocido al momento en aquella especie de puerco al tapir, ser harto inofensivo, que suele vivir en las selvas húmedas o en las inmediaciones de las lagunas, por ser muy aficionado a las cañas verdes y a las raíces de las plantas acuáticas.

Como si presintiese la suerte que le esperaba, el pobre animal se resistía a seguir adelante; pero los indios, a palos y a pedradas le hicieron llegar hasta el tronco de una palmera, al cual le amarraron sólidamente con bejucos.

Alvaro hizo señas a los salvajes para que se retirasen, avanzó hasta ponerse a cincuenta pasos del árbol, y después de pronunciar algunas palabras misteriosas y de levantar varias veces las manos al cielo, como si invocase la ayuda del gran Manitu, señor de la tierra y del fuego, apuntó con cuidado el arcabuz.

Reinaba profundo silencio entre los eimuros, cuyo número se había triplicado, y se notaba viva ansiedad en su fisonomía.

También el cacique parecía profundamente impresionado y contemplaba con mirada de espanto, y al mismo tiempo de admiración supersticiosa, aquella arma que tronaba y que vomitaba fuego y humo.

De repente resonó un estampido, que arrancó un grito de terror a los salvajes.

Algunos echaron a correr atropelladamente, tapándose los oídos; otros se tiraron al suelo y se revolcaban en el polvo.

Sin embargo, el cacique y algunos otros más animosos se precipitaron sobre el árbol, a cuyo pie se revolcaba el desgraciado tapir en las últimas convulsiones de la muerte.

Al verle exhalar el último suspiro y convencerse de que no había sido herido por ninguna flecha, tendió los brazos de Alvaro, gritando a toda voz:

¡Caramura! ¡Caramura!

¡Caramura! —exclamó Alvaro—. ¡No es la primera vez que oigo ese grito!

Volvióse hacia el joven tupinambá, que estaba allí al lado y que le miraba con ojos extraviados en que se pintaba el terror.

—¿Qué significa caramura? —le preguntó.

—El hombre de fuego, señor —balbució el joven—. ¿Acaso no sois vos el amo del fuego?

—¡He aquí un título que me hará temible entre todas las tribus brasileñas! —dijo Alvaro riendo—. ¡Mi fama está asegurada! Ahora ve a decir al cacique que el señor caramura está dispuesto a matar a la serpiente que devora a sus guerreros, y que… —continuó diciendo, agachándose hacia García y bajando la voz— ¡piensa también escaparse!

El cacique, seguido de algunos guerreros, se había acercado poco a poco, muy humilde y trémulo, a Alvaro.

—¡Tú eres el pyaie más poderoso de cuantos existen! —le dijo por conducto del intérprete—. El que tenían los tupinambás, y a quien he hecho seguir para nombrarle mi pyaie, no es nada en comparación contigo. De aquí en adelante te quedarás siempre con nosotros, y mandarás como un cacique. ¡Con el hombre de fuego seremos invencibles y nunca nos faltarán prisioneros que devorar!

—¡Ese tunante! —dijo Alvaro a García cuando el joven indio le hubo traducido las palabras del cacique— ¡nos nombra sus proveedores de carne humana! ¡Qué espere a esta noche y veremos si mañana tiene todavía sus dos pyaies de piel blanca! Obraremos rápidamente.

—¿Nos escaparemos, pues, esta noche, señor?

—Estoy decidido. Hay que aprovechar el terror que ha infundido nuestro arcabuz.

—¿E iremos en busca del marinero?

—Ese hombre nos es más necesario que nunca, y, además, tiene tu arcabuz. Con dos armas de fuego seremos Invencibles, y podremos intentar hasta atravesar toda América y llegar a los establecimientos de los castellanos. ¡No tengo malditas las ganas de acabar mi vida entre estos odiosos antropófagos! Vamos a cenar ahora, y después pensaremos en el asunto de la serpiente. Despidióse con un arrogante ademán del cacique y de sus guerreros, que se inclinaron hasta el suelo, luego de haber advertido al muchacho indio que después de cenar emprenderían la cacería de la serpiente.

El respeto y el miedo habían hecho extraordinariamente generosos a los eimuros: peces de todas clases, papagayos y ánades asados y aromatizados con hierbas y especias, canastas llenas de galletas de mandioca, tubérculos cocidos al rescoldo y frutas muy variadas cubrieron bien pronto el suelo de la cabaña.

Todos los más famosos guerreros se apresuraron a regalar algo a los terribles pyaies poseedores del fuego celeste.

—¿Querrán engordarnos para comernos? —dijo Alvaro riendo—. ¡Esta repentina abundancia me da mala espina!

—No se atreverán, señor —contestó García—. Ahora deben estar convencidos de que somos dos verdaderos pyaies, y nos adoran como a dos divinidades.

—¡Sí! ¡Fíate de la adoración de esta gente! ¡No me sorprendería que la llevasen al extremo de antojárseles probar la carne de los dioses! ¡No, lo mejor es tomar el portante y renunciar a toda esta abundancia! ¡Ea, comamos y dediquémonos después a nuestro negocio! ¡Con la serpiente se la compondrán ellos!

CAPÍTULO IV. LA FUGA

Como una hora antes de ponerse el sol, los dos pyaies Mulleron de la aldea escoltados por el cacique, el muchacho indio y un grupo de diez guerreros escogidos entre más valientes, y se encaminaron a la selva para sorprender a la terrible serpiente.

Alvaro, que ya tenía trazado su plan, se había opuesto Son mucho calor al deseo del cacique de llevar gran número de sus súbditos para rodear toda la parte de la selva en que se sabía que habitaba el reptil, asegurándole que él solo hubiera sido bastante.

Sin embargo, el eimuro, que quizá no estaba aún completamente seguro de la fidelidad de sus pyaies, había llevado aquellos hombres, según decía, absolutamente indispensables para abrir camino a través de la selva, que por allí era intrincadísima. Hasta aquellos pocos eran obstáculo; pero Alvaro cedió a los deseos del cacique por no hacerse sospechoso.

Por otra parte, aquellos diez hombres no le inquietaban mucho. Con el arcabuz no tenía ningún miedo, pues estaba seguro de ponerlos en fuga con pocas descargas, la selva que se extendía al norte de la aldea era verdaderamente una de las más espesas que Alvaro había visto nunca.

Era un laberinto de palmeras de todas clases, de enormes jatolas, de summameiras colosales, de bombonasas, de masarandubas, etc., que crecían unas junto a otras envueltas en infinidad de bejucos que serpenteaban en todas direcciones.

Sin la ayuda de algunos indios, un hombre blanco no habría podido internarse mucho en aquellas espesuras.

Los guerreros del cacique habían puesto manos a la obra de abrir camino a los dos pyaies, que no estaban habituados a andar como los reptiles.

Manejando con vigor y destreza sus pesadas mazas de palo de hierro, derribaban ramas y arbustos y cortaba] los bejucos, haciéndolos caer en festones interminables, que después separaban a uno y a otro lado del camino.

—¡La serpiente ha buscado un buen refugio! —dijo Alvaro al muchacho indio, que marchaba delante de él—. ¿Estáis seguros de que se halla aquí?

—Ayer mismo la han visto, señor —respondió el intérprete.

—¿Es muy grande?

—Tiene el grueso de vuestro cuerpo.

—¿Y de largo?

—Doble que un sucuriú, y es extremadamente voraz. Ya se ha comido a seis indios.

—¿Qué clase de animal es?

—Una liboia, señor.

—¿Tiene alguna guarida en esta selva?

—Siempre está en los árboles; así es que, cuando hayamos llegado más adelante, os aconsejo que miréis hacia arriba. Tiene por costumbre enroscarse en alguna gruesa | rama y dejarse caer repentinamente sobre la presa.

—¡Estaré sobre aviso! —dijo Alvaro—. Y tú, García, no te apartes de mí, porque estoy convencido de que en el momento del peligro todos estos valientes huirán como liebres.

—¿Y nosotros nos aprovecharemos de la ocasión, señor Alvaro?

Para huir hacia el lado contrario —respondió el portugués—. ¡No dejaremos perder tan buena ocasión!

En aquel instante el cacique, que iba detrás de cuatro de los suyos encargados de abrir paso, hizo un signo con la mano levantada.

—¿Qué es eso? —preguntó Alvaro al joven indio.

El cacique nos advierte que hemos llegado al lugar donde ha sido visto el reptil, y nos aconseja que miremos atentamente a los árboles.

Tengo buena vista, y es difícil que me pase inadvertida una serpiente de ese tamaño.

No siempre se la distingue bien, señor, porque, como llana el dorso de color verde oscuro, fácilmente puede confundírsela con una rama.

Los indios habían acortado el paso, y ya no derribaban los bejucos, para que el reptil no se asustara con el ruido y huyese de árbol en árbol.

Los levantaban con precaución y no los dejaban caer Imita que habían pasado los pyaies.

Deteníanse a cada diez o doce pasos, mirando con atención a las enormes hojas de las plantas y poniéndose luego en acecho.

Su rostro expresaba profundo terror, y hasta la voz del cacique tenía un ligero temblor que indicaba el miedo del que estaba poseído.

Muy terrible debía de ser aquel reptil para causar tan hunda impresión en hombres que pasaban por ser los más audaces de todos los habitantes del Brasil.

—Tienen miedo, ¡y qué miedo! —dijo por lo bajo Alvaro, que se había acercado a ellos y que los veía caminar cada vez con mayor lentitud—. ¿Habrán perdido su fe en mí? Sin embargo, tengo el arcabuz en la mano, y ya han visto sus efectos. ¿Qué clase de animal será esa liboia que causa tal horror en estos hombres? ¡Yo mismo voy teniendo miedo!

Habían avanzado otros cincuenta pasos, cuando de entre las hojas de las palmas salió un grito estridente que impuso repentino silencio a los papagayos que charlaban en la copa de una paiva. Los indios se detuvieron, dirigiendo miradas en torno suyo, y dieron muestras de profunda agitación.

—¿Qué pasa? —preguntó Alvaro al chicuelo—. ¿Es el grito de la serpiente?

—No, señor; es el anhima.

—¿Un animal?

—Un pájaro que siempre se halla cerca de los sitios habitados por las serpientes, pues se nutre de su carne. Ese pájaro debe de haber visto a la liboia; pero no se atreverá a atacarla. Es demasiado pequeño para combatir con ella y llevaría la peor parte. Una liboia no es como un ibiboca.

—¿Tan valiente es ese pájaro que se atreve con las serpientes?

—Está bien armado, señor, y es valiente. Vedle allá arriba entre las hojas de aquella paiva.

Alvaro alzó los ojos, y vio sobre una hoja un lindo pájaro tamaño como una avutarda, con un agudo cuerno en la cabeza y dos especies de ganchos en los extremos de las alas.

Batía las alas y gritaba con toda su fuerza, como si quisiera llamar la atención de los indios y enseñarles el lugar donde se había escondido el formidable reptil.

—Si está cerca, vamos a buscarla —dijo Alvaro—. ¡Tengo curiosidad por ver esa serpiente!

Sin embargo, los indios parecían poco dispuestos a avanzar, y miraban a sus pyaies con visible inquietud.

—Diles que vayan delante de mí —dijo Alvaro al joven Indio—, y que vuelvan si no se sienten con ánimo para llevarme hasta el lugar donde la liboia se oculta. No hemos venido aquí para mirar a los árboles. ¿No poseo yo el fuego celeste y no soy caramura? Los pyaies de la piel blanca han prometido matar al reptil, y sostienen su palabra. Por lo demás, ¿qué temen?

Cuando el muchacho indio hubo traducido esas palabras al cacique, éste hizo una señal, y sus hombres se pusieron en marcha con las mazas en alto y las cerbatanas dispuestas.

Avanzaban con extremada lentitud, mirando tan pronto hada arriba como al suelo y moviendo con grandes precauciones las ramas y los bejucos, como si el reptil estuviera para presentarse de un momento a otro.

¿Habrán husmeado algo estos salvajes? —se preguntó Alvaro—. Si andan en cuatro patas como los animales, bien puede ser que tengan el olfato de los perros. ¡Estemos prontos para aprovecharnos de su espanto, García!

—¡Señor! —respondió el grumete.

—¿Tienes miedo?

En vuestra compañía, no, señor Alvaro.

Parece que el reptil está cerca. Permanece cerca de mi, y prepárate a huir si…

Un espantoso alarido interrumpió su frase. Una especie de cilindro, grueso como el cuerpo de un hombre y de quince metros de largo por lo menos, con la piel verdosa por el dorso y amarilla por la parte de abajo, formada de escamas irregulares, y con la cabeza casi amarilla, se había dejado caer repentinamente a plomo desde un árbol sobre la cabeza del cacique.

El desgraciado indio cayó derribado por el peso del reptil, y antes de que tuviera tiempo de levantarse fue envuelto por los anillos de la enorme liboia.

Obedeciendo a su propio valor, y olvidando que aquél era el mejor momento para huir, Alvaro se lanzó hacia adelante, mientras los guerreros huían a la desesperada en todas direcciones.

—¡Señor! —exclamó el grumete tratando de detenerle—, ¿qué vais a hacer? ¡Huyamos también nosotros!

—¡Sí, pero después! —respondió el animoso portugués, echándose el arcabuz a la cara.

La liboia era espantosa. Esa serpiente, la más enorme que se conoce, pues su tamaño supera con mucho al de todas las especies, había envuelto tan bien entre sus anillos al desgraciado cacique que ni siquiera se le veía.

Silbaba rabiosamente, moviendo sin tregua la lengua bífida, y arrojaba un chorro de baba de su ancha boca, provista de dos filas de agudos dientes. Sacudía la cola con violencia, rompiendo sarmientos y arbustos para impedir que alguien se acercase y tratara de arrebatarle su presa.

Alvaro le apuntaba a la cabeza, que se agitaba a veinte pies del suelo.

—¡Toma! —exclamó, disparando.

Cegado por el humo, el reptil se replegó sobre sí mismo, aflojando sus anillos y soltando al indio, que cayó sin dar señales de vida. Después comenzó a hacer furiosos y convulsivos movimientos.

La bala le había roto la cabeza; pero, a lo que parecía, no había sido bastante aquella herida para matarla.

—¡Huid, señor Alvaro! —dijo el grumete, que se había puesto pálido como un difunto—. ¡La serpiente va a embestirnos, y el cacique está muerto!

El portugués había dado ya tres o cuatro saltos para evitar los coletazos que el monstruo sacudía de continuo, destrozando las armas y los arbustos y levantando un montón de hojas y de fragmentos de ramas.

Miró en torno suyo y vio que todos habían huido, hasta el muchacho que le servía de intérprete.

—¡Bah! —dijo—. ¡Si el cacique no ha muerto, que se las componga como pueda! ¡Vámonos antes de que vuelvan los indios! ¡Corramos, García y haz por resistir cuanto puedas!

Sin preocuparse más del reptil, que seguía agitándose sin cesar, los dos náufragos siguieron adelante, corriendo ambos como liebres.

Por lo demás, la selva favorecía su fuga. No era ya tan espesa e intrincada como lo que hasta entonces habían recorrido.

Acá y allá quedaban entre los árboles espacios suficientes para permitir el paso de un hombre.

Además, el sol estaba próximo a ponerse, y la selva se oscurecía cada vez más, de modo que, por el momento al menos, no era de temer una persecución, dado el espanto que había invadido a los guerreros a consecuencia de Is muerte del cacique.

Sin embargo, los fugitivos no querían alejarse demasiado para no extraviarse en aquella selva inmensa por la cual nunca habían andado; así, después de recorrer unas cuantas millas, se detuvieron al pie de uno de aquellos arboles colosales que tan frecuentemente se encuentran en las selvas brasileñas. Tenía no menos de ochenta metros de alto, y sus raíces, que sobresalían de la tierra, formaban como una especie de trípode que sostenía el enorme tronco y que podía servir de armazón o esqueleto de una cabaña.

—¡No sigamos más allá! —dijo Alvaro con voz anhelosa—. Esta impenetrable bóveda de verdor que nos oculta las estrellas no nos deja orientarnos. Necesitamos marchar hacia poniente para llegar a la sabana sumergida. Nuestra salvación depende de Díaz, de modo que nos es preciso encontrarle:

—¿Vivirá?

—No lo dudo, García —contestó Alvaro—. Tiene tu arcabuz y municiones abundantes, y con tal arma se puede hasta con las fieras.

—¿No nos habrá abandonado?

—¡No, es imposible; nunca lo creería!

—¿Sabrá que los eimuros nos han sorprendido y apresado?

—Estoy persuadido de que lo sabe. Díaz nada tiene que envidiar a los salvajes, y hasta creo que sabe más que ellos. Apostaría a que está buscándonos o estudiando el modo de libertarnos.

—¿Y no nos perseguirán los eimuros? —preguntó el grumete, que no participaba del optimismo de su compañero.

—Probablemente nos creerán muertos como a su cacique.

—Decidme, señor Alvaro: ¿estaba verdaderamente muerto el cacique? Me parece que respiraba todavía.

—Iremos a cerciorarnos.

—¿Volveríais al lugar donde dejasteis muerto o herido a este terrible reptil?

—Seguramente, García. Me interesa mucho saber si el cacique vive o murió. Si la liboia le ha triturado, como creo, nada tendremos que temer de la tribu durante algún tiempo. Díaz me ha contado que cuando los salvajes pierden su cacique no emprenden nada hasta que nombran quien le suceda, y me ha dicho que la elección de un nuevo cacique es negocio largo. Si el eimuro ha salido incólume del lance, no es fácil que crean en nuestra muerte. Ese hombre era excepcionalmente desconfiado, y estaba demasiado satisfecho de tener dos pyaies blancos, y, sobre todo, al hombre de fuego.

—¿Cuándo volveremos?

—Esperemos a que salga la luna y a que haya un poco de claridad en la selva. Si no me engaño, debe de salir hacia medianoche; de modo que tenemos tiempo para descansar. Si quieres dormir, aprovecha esta ocasión. A tu edad se duerme mucho.

—¡Gracias, señor! —contestó García, echándose detrás de una de aquellas raíces—. Después os relevaré en la guardia.

Mientras el grumete dormía, Alvaro apoyó la espalda en otra raíz poniéndose el arcabuz entre las piernas.

Reinaba en la selva profundo silencio. No se oían ranas, ni parranecas, ni sapos. Entre las inmensas hojas de las palmeras revoloteaban millares de espléndidos y luminosos cocuyos, cuya luz es tan intensa que permite leer los más minúsculos caracteres sin ningún trabajo.

Parecía que no habitaba ningún animal en aquella parte del bosque, y ya Alvaro, tranquilizado por la calma, iba a cerrar los ojos cuando un ruido de hojas le hizo ponerse en pie de un salto, con el arcabuz en la mano.

—¡Calma traidora! —se dijo—. ¡Ya iba a dormirme! ¡Qué imprudencia!

Seguía el ruido, que procedía de un espesísimo grupo de jupatas, soberbias palmeras cuyo tronco es apenas perceptible, pero cuyas hojas tienen a veces cuarenta pies de longitud y más.

—¿Quién moverá esas hojas? —se preguntaba Álvaro.

Fue adelantándose hacía las palmeras por ver si descubría al ser misterioso que avanzaba cautelosamente; pero la oscuridad era aún muy grande, pues apenas comenzaba la luna a iluminar un tanto la bóveda celeste.

—¿Será algún eimuro que ande buscándonos? —volvió a preguntarse Alvaro.

—¿Quién moverá esas hojas? —se preguntaba Alvaro. Fue adelantándose hacia las palmeras por ver si descubría el ser misterioso que avanzaba cautelosamente; pero ya iba a despertar al grumete cuando distinguió dos puntos fosforescentes de luz verdosa que brillaban debajo de una de aquellas hojas enormes.

—¡Ah, diablo! —dijo Alvaro—. ¡Es un animal que tiene ojos de gato! Debe de ser algún felino. ¿Quién sabe si será como el que vimos a la orilla de aquel río? ¡Mal vecino si está hambriento!

Sin volverse y sin soltar el arcabuz, que dirigía a aquellos dos puntos luminosos, dio con el pie a García, diciéndole:

—¡Arriba, García! ¡Despiértate!

El grumete, que dormía con un solo ojo, como buen marino, se levantó rápidamente.

—¿Qué ocurre, señor? ¿Quizás otra liboia?

—Parece ser que es un gato grande —contestó Alvaro.

—¡Ah, qué ojos! ¡Y los tiene clavados en nosotros, señor!

—Pero no se atreve a avanzar.

—¡Vos, que sois buen tirador, enviadle una bala!

—¿Para llamar la atención de los eimuros? ¿Quién me asegura que no nos tienen rodeados? No tiraré a ese animal mientras no nos ataque.

La fiera —pues debía de serlo— estaba en absoluta inmovilidad, sin separar los ojos de los náufragos.

Así transcurrieron algunos minutos; después desaparecieron de pronto los dos puntos luminosos, y en el silenció de la noche se oyó un ronco maullido terminado en una especie de rugido que horrorizó al grumete.

Durante algunos momentos se oyó crujir de hojas y después volvió a reinar el silencio.

—¿Habrá tenido miedo a vuestro arcabuz? —preguntó García.

—Seguramente. ¡Alguien le ha dicho que yo soy el hombre de fuego! —contestó Alvaro riendo—. ¡Mi fama habrá llagado hasta los oídos de las fieras!

—El hecho es que el animal se ha ido.

¡Con tal que no quiera sorprendernos! No pasaremos cerca de aquel grupo de árboles, sino que lo dejaremos atrás. La luna va alumbrando. ¡Vamos, García! ¡Me urge averiguar lo que le ha pasado al cacique de los eimuros!

Estuvieron un rato en acecho, y no oyendo ningún rumor se dirigieron lentamente hacia el lugar donde habían dejado al cacique.

Deteníanse con frecuencia para mirar hacia atrás, temiendo que los siguiese aquella fiera, que podía ser peligrosísima.

Después de un cuarto de hora de marcha vieron algunas plantas grandes, como las que había cerca del lugar donde se había desarrollado el drama de la liboia.

—Si no me engaño, ya debemos de estar cerca —dijo Alvaro.

—Cierto es, señor —respondió García—. Aquí tenéis un Árbol cargado de calabazas, en el cual me fijé mucho.

—Sí, es una cueira, que con ese nombre se lo he oído designar al marinero. Hemos llegado, García. Adelantemos con cautela, porque los eimuros pueden haber vuelto.

—Nada oigo, señor.

Fueron avanzando, con el oído muy atento y mirando alrededor suyo por temor a una sorpresa, y llegaron a la sombra del bosque donde había ocurrido la escena de la serpiente. La luna, ya alta, iluminaba bastante aquel paraje.

De repente, extendido sobre un montón de ramas quebrantadas y arrancadas de cuajo, distinguieron un enorme reptil.

Estaba completamente inmóvil, y extendido a la larga parecía un voluminoso cilindro.

—Está muerto —dijo Alvaro, acercándose con precaución—, la bala debió de atravesarle la cabeza.

—Le falta, señor —dijo García—. Se la han cortado con algún hacha de piedra.

—Entonces, han vuelto los indios. ¿Y el cacique? ¿Se lo habrán llevado muerto o herido? ¡Diablo! ¡Estaría más contento si no perteneciese ya al mundo de los vivos! ¿Cómo podríamos saberlo? ¡He aquí un problema difícil!

Acababa de pronunciar estas palabras cuando a muy corta distancia se oyó el maullido y el rugido que habían oído poco antes de emprender la marcha, y en seguida una voz humana que exclamaba:

—¡Auxilio!

Alvaro dio un salto, diciendo:

—¡El marinero! ¡Sígueme, García! ¡La fiera debe habérsele echado encima!

CAPÍTULO V. OTRA VEZ EL MARINERO DE SOLÍS

Aquel grito había salido de un bosque de sapucayas, árboles que suelen formar grupos enormes, y a los cuales son aficionadísimos los monos.

Alvaro, que estaba seguro de no haberse engañado, se puso en cuatro saltos en el lugar de donde habían partido los gritos, atravesando impetuosamente los matorrales de hortensias que crecían entre los árboles.

Empuñaba el arcabuz por el cañón para usarlo a manera de maza, no atreviéndose a hacer fuego por miedo de llamar la atención de los eimuros, que muy bien podía ser los que estuvieran rondando por aquellas cercanías.

Entre dos árboles distinguió vagamente un hombre que luchaba desesperadamente con un animal del tamaño de una pantera y de color negrísimo.

Sin considerar el peligro a que se exponía, el portugués levantó el arcabuz y con la culata dio a la fiera un terrible golpe en la cabeza, que resonó como una campana cascada.

Tan violento fue el golpe, que la fiera quedó aturdida por un momento, apoyando la cabeza en el cuerpo del hombre que tenía entre las garras.

—¡Allá va otro! —exclamó Alvaro, preparándose a descargar un segundo culatazo con toda su fuerza.

Pero antes de recibir el tremendo porrazo, la fiera lo evitó mediante un salto de costado.

Ciega de dolor y de cólera, revolvióse contra su agresor rugiendo horriblemente y replegándose para acometerle.

—¡Disparad pronto, que os va despedazar! —exclamó el hombre que yacía en el suelo.

La fiera iba ya a arremeter; pero Alvaro, que no perdía la cabeza, se refugió detrás de un árbol para no ser derribado por el encontronazo, y dando la vuelta al arcabuz se lo echó a la cara y disparó.

El animal, que iba a lanzarse adelante, dio un salto en el aire, girando dos o tres veces sobre sí mismo, y cayó maullando y rugiendo espantosamente.

En aquel instante sonó otro disparo.

El hombre que yacía en tierra había hecho fuego a quemarropa contra la fiera, y le había destrozado el hocico.

—¡Díaz! —gritó Alvaro, precipitándose sobre el marinero, que había soltado el arcabuz.

—¡Señor Correa! —contestó el caballero con voz conmovida—. ¿Vos aquí en este momento tan oportuno? ¿Y García?

—¿Estáis herido?

—Me parece que tengo una pierna rota. Era un jaguar negro, una de las fieras más terribles de las selvas brasileñas, y me había embestido por la espalda. ¡Gracias! ¡Os debo la vida! ¡Ay, qué dolor! ¡Me ha destrozado medio muslo, estoy seguro!

—¡Ah! ¡Pobre señor Díaz! —exclamó García, que se había acercado—. ¡En qué estado os encontramos!

—¡Son cosas de la vida! —respondió el marinero de Solís, hiriendo un esfuerzo para sonreír—. ¡Diablo! ¡No puedo levantarme!

—Esperad que os traslade a la clara, mejor iluminada que esta espesura —dijo Alvaro—. Veremos vuestra herida y trataremos de curarla. Quizá no sea muy grave.

Cercioróse primero de que la fiera estaba bien muerta, y después levantó en sus brazos al marinero, que no pesaba mucho; le sacó de la maleza y en muy poco tiempo le llevó a la clara, donde la luna, que caía de lleno, permitía ver como si fuese de día.

Lo colocó en un lecho de hojas ya preparado por el grumete y se inclinó sobre él para examinarle.

Un gesto harto significativo se dibujó en sus labios.

—¡Diantre! —dijo a media voz—. ¡Qué zarpazo!

La herida del marinero era horrible. Las garras de la fiera le habían abierto un profundo surco en el muslo derecho, arrancando un gran pedazo de carne y dejando el hueso casi al descubierto.

De aquel arañazo, que no tenía menos de diez centímetros, brotaba tal cantidad de sangre que el marinero corría el riesgo de morir de hemorragia.

—¿Y qué? —preguntó Díaz, que conservaba una calma admirable y parecía no sentir ningún dolor.

—Hay que contener la sangre —dijo Alvaro.

—Nada más fácil —respondió el marinero—. Con los brasileños, que entienden muy bien de curar heridas, he aprendido a ser un buen médico. Cavad un poco de tierra, y a muy poca profundidad encontraréis arcilla. La selva es muy húmeda y no es posible que falte. Tomad mi cuchillo.

—García tiene el suyo.

—El mío os servirá para otra cosa. Ved allí un bambú tan grueso como mi muslo. Cortad un pedazo de veinte centímetros de largo, hendid por la mitad y cortad algunos bejucos. ¡Andad pronto, señor Correa, porque me estoy debilitando muchísimo por la pérdida de sangre!

Alvaro y García pudieron manos a la obra. El marinero, que conocía la selva y hasta el suelo de ella, no se había engañado. A pocos centímetros de profundidad el grumete encontró una gruesa capa de arcilla grasa y de colorí gris.

Amasó una gran pella y corrió adonde yacía el herido. Alvaro llegó casi al mismo tiempo con el bambú.

—Formad con esta tierra un amasijo, ponédmelo sobre la herida, aplicad después el bambú y ligadlo con el bejuco. La sangre se contendrá inmediatamente.

Alvaro y el grumete, que temían verle desmayarse, se apresuraron a obedecerle.

—¿Y ahora? —preguntó Alvaro.

—Necesitamos algodón y cáñamo para envolver la arcilla y el bambú. Allí, en la maleza, donde ha quedado el jaguar negro…, la sapucaya tiene debajo de la corteza… una especie de estopa… que servirá para el caso… ¡Señor Correa…, no os veo!… ¡Maldito animal! ¡No es nada!… La sangre que he perdido…

Vencido por la debilidad, el marinero cayó sin conocimiento sobre el lecho de hojas.

—¡Señor, ha muerto! —exclamó García con lágrimas en| los ojos.

—¡No te asustes! —dijo Alvaro—. La herida es grande, pero no peligrosa. Este hombre curará; no lo dudes. Vamos a buscar la estopa. Temo que la sangre pase a través de la capa de arcilla, entonces la cosa pudiera ser grave.

—Ha dicho que debajo de la corteza. Pero veamos antes si está vivo.

Inclinóse sobre el marinero y le puso una mano en el pecho.

—El corazón late bien y regularmente —dijo—. ¡Es buena señal! Por otra parte, es un hombre robusto.

Lo cubrió con una segunda capa de hojas y se dirigió hacia las sapucayas.

Había donde elegir, pues los árboles de esa clase se contaban por docenas.

Alvaro levantó la corteza de uno de ellos con la punta del cuchillo y, efectivamente, debajo de ella halló filamentos suaves y brillantes que podían sustituir perfectamente a la estopa.

—¡Cuántas cosas sabe ese hombre! —dijo—. Con estas hebras podrían hacerse tejidos sólidos.

Hizo abundante provisión de tales filamentos y volvió donde yacía el herido.

Díaz parecía haberse adormilado o caído en profundo sopor. Sin embargo, su respiración era tranquila y no parecía haber sobrevenido la fiebre. Alvaro aplicó nuevas ligaduras al bambú especialmente hacia los bordes de la batida, para impedir que filtrase la sangre, y después se sentó al lado del herido diciendo al grumete:

—¿Qué haremos ahora? ¿Qué sería de nosotros si se les ocurriese a los eimuros volver por el cuerpo de la liboia? Es el mayor peligro que corremos.

—Señor —dijo el grumete—, ¿por qué no trasladamos al herido a otra parte? Porque es fácil que vuelvan mañana los salvajes. Con ramas podríamos construir una parihuela.

—No podrías resistir mucho tiempo, pobre García.

—Sin embargo, no debemos permanecer aquí. Es preciso que vayamos a la sabana sumergida. Todavía no soy un hombre, pero no me falta fuerza.

—Probaremos —dijo Alvaro—. Caminaremos poco a poco y haremos frecuentes paradas para que descanses. Aquí no me creo seguro, por más que ahora tengamos los dos arcabuces.

Con algunas ramas que el reptil había roto con su poderosa cola, y amarrándolas con bejucos, construyeron un* especie de angarillas que cubrieron con un lecho de hojas de palma.

El marinero no había vuelto en sí, pero no había motivo para inquietarse, pues su sueño era bastante tranquilo.

Sin embargo, había sobrevenido la fiebre y tenía el rostro algo arrebatado.

Alvaro lo levantó suavemente, lo colocó en las parihuelas, y hecho esto emprendieron lentamente la marcha.

El grumete resistía tenazmente, dando pruebas de tener una fuerza poco común en un muchacho de su edad; bien que había templado sus músculos en el agua del mar en las maniobras propias de su oficio.

Anduvieron como media hora entre malezas, sin encontrar ningún animal. Después hicieron un breve alto, y de nuevo emprendieron el camino, tratando de dirigirse hacia el oeste, para llegar a la sabana sumergida.

Así continuaron toda la noche haciendo frecuentes paradas, y al amanecer, muy cansados, se detuvieron en 1$ orilla de un grupo de colosales árboles cargados de frutas gruesas como manzanas y de color verde oscuro, que ya otras veces habían visto y aun comido.

Acababan de dejar al herido en tierra y se disponían buscar algunas frutas cuando le oyeron decir con voz débil:

—¡Agua…, señor Correa!

—¿Cómo os sentís, Díaz? —le preguntó Alvaro, mientras el grumete entraba por la espesura en busca de algún manantial o corriente de agua.

—Tengo calentura bastante alta y me siento muy débil, ¡aquel jaguar me ha maltratado de veras!

Había abierto los ojos y miraba en derredor.

—¡Sapotas! —exclamó de repente, haciendo esfuerzos para incorporarse—. ¡Es un buen remedio para la fiebre!

—¿Qué es lo que decís? —preguntó Alvaro.

Es un árbol precioso. Su fruta es excelente y su savia un maravilloso febrífugo. ¡Es una verdadera suerte que os hayáis detenido aquí! Todos los indios conocen ese remedio. Cortad algunas ramas y traédmelas. Dentro de pocas horas habrá bajado notablemente la fiebre.

Mientras el grumete volvía con una hoja de palma arrollada en forma de cucurucho y llena de agua, Alvaro cortó tinas cuantas ramas del árbol que el marinero le había dicho.

De aquellas ramas recién cortadas salía una savia blanquecina y viscosa, que se apresuró a recoger en la hoja de una cueira.

Cuando reunió cantidad suficiente de líquido se lo llevó al herido, que lo bebió de un trago, no sin hacer un gesto da desagrado.

—No debe de ser muy agradable —dijo Alvaro.

—Pero me salvará la vida —contestó el marinero, que poco a poco iba recobrando alguna fuerza—. Aquí las fiebres suelen ser mortales.

—¿Os duele la herida?

—¡Bastante, señor Correa! Si pudiésemos encontrar una meseguera, cicatrizaría más pronto. Los indios no van nunca a la guerra ni a la caza sin llevar algunas hojas en la bolsa.

—¿Es otro árbol?

—Sí. Produce un jugo resinoso que da muy buen olor al quemarse, y es un excelente bálsamo para las heridas, ¡oh, ya lo encontraremos, porque no es árbol raro, sino muy común!

—¡No creía que estos antropófagos se ocupasen de cosas de medicina!

—Señor Alvaro —dijo el marinero, que había conseguido incorporarse—. ¿Me habéis traído lejos del lugar donde el cacique de los eimuros fue atacado por la liboia?

—¿Cómo sabéis eso, Díaz? —preguntó Alvaro estupefacto.

—He presenciado la escena desde la copa de un árbol y he admirado vuestro valor —contestó Díaz sonriendo—. Sin vos el cacique era hombre muerto.

—Pero vos, entonces…

—No os había abandonado, y buscaba ocasión para sacaros de las manos de los eimuros.

»No habiéndoos encontrado en la orilla de la laguna al volver de mi exploración, supuse que habíais sido sor* prendidos y capturados por los eimuros.

»Fácilmente logré descubrir las huellas de los salvajes, y les seguí la pista hasta cerca de la aldea; pero la ocasión de libraros no se presentaba.

»Me hallaba escondido entre las ramas de un árbol cuando os vi llegar con el cacique de los eimuros y con sus guerreros, y asistí a la terrible escena de la gigantesca liboia.

—¿Y ha muerto el cacique?

—No, gracias a vuestro arcabuzazo. Herido mortalmente, el reptil aflojó los anillos antes de tener tiempo de estrangularle y triturarle.

—¿Y pudo huir?

—Sí, después de cortar la cabeza a la liboia.

—Para nosotros hubiera sido mejor que hubiese muerto. Ese hombre se echará en busca de sus pyaies.

—Ahí está el peligro —dijo el marinero—. A toda costa debemos ir a la sabana sumergida y refugiarnos en el islote que descubrí en ella.

—Y esperar allá que estéis curado —dijo Alvaro—. Tenéis para un par de semanas, por lo menos. ¿Está lejos la sabana sumergida?

—En un par de horas podremos estar en ella —contestó el marinero.

—¡Entonces, partamos sin demora! ¡Quizás a estas horas hayan dado con nuestra pista los eimuros! ¿Tendréis fuerzas para resistir?

—García es más fuerte de lo que parece. Comamos unas mantas de aquellas frutas y pongámonos en camino.

El grumete volvía en aquel momento cargado con unas cuantas docenas de aquella especie de manzanas y un racimo de esos pequeños plátanos amarillos llamados de oro, bastante más sabrosos que los llamados de plata, que se suelen comer fritos.

Comieron unos cuantos y en seguida emprendieron la marcha, cargados con las parihuelas, obedeciendo a las Indicaciones que iba haciéndoles el marinero, el cual, lo mismo que los indios, sabía orientarse y dirigirse sin necesidad de brújula en las selvas más intrincadas.

Cuando hallaban árboles cargados de frutas comestibles se detenían para hacer provisión de ellas, pues por el momento no podían cazar animales, por no haberlos en aquella parte de la selva, o por no presentárseles a la vista, aunque mucho lo deseasen.

—Ya encontraremos algunos en la orilla de la laguna decía el marinero a Alvaro, viendo su contrariedad.

—No es tanto por mí como por vos por lo que deseo encontrar caza, pues con sólo frutas no es posible que os repongáis. Os convendría un poco de caldo.

—¿Olvidáis, señor, que no tenemos olla en que hacerlo? —dijo el grumete—. Tampoco nos vendría mal tomar algo cocido. Hace mucho tiempo que no lo probamos.

—También tendremos olla —dijo el marinero—. He visto en la orilla de la laguna dos árboles de las ollas.

—¡Cómo! —exclamó Alvaro—. ¿Hay en esta tierra árboles que producen platos y ollas? ¡Sería curioso!

—No, pero los hay que dan la materia para fabricarlos y que resisten al fuego más vivo.

—¡Maravilloso país!

En tales pláticas iban adelantando camino, pasando bajo árboles magníficos de hojas inmensas que no dejaban pasar los rayos del sol. Plátanos soberbios se sucedían sin cesar, alternados con grupos de palmas, pertenecientes en su mayor parte a la especie de las llamadas palmitos, altísimas y gallardas, que son peligrosas cuando se las derriba, por la curiosa circunstancia de hacer saltar al caer al suelo ciertas piedras que rebotan con gran violencia, siendo causa de frecuentes desgracias.

Otras veces encontraban grupos de árboles que producen frutos semejantes a balas de cañón, y que son bastante peligrosas cuando, ya maduras, caen al suelo, o verzinos, que dan el famoso palo del Brasil.

Estos árboles, de los cuales se hace hoy activo comerció de exportación, pues de su tronco se extrae un hermosísimo tinte rojo que sirve para la fabricación de la laca y del carmín, no son más altos que nuestros robles y no tienen tan hermoso aspecto, porque sus ramas carecen de simetría. Sus hojas son parecidas a las de los lirios, sus flores tienen un hermoso color rojo y su corteza es bastante áspera.

A las nueve de la mañana, después de varias paradas, llagaron nuestros fugitivos a la laguna, y precisamente al mismo lugar de la ribera donde el marinero había dejado abandonada la almadía que le había servido para efectuar su exploración.

CAPÍTULO VI. VUELTA A LA SABANA SUMERGIDA

La laguna estaba desierta; sólo algunas aves zancudas dormitaban en las hojas flotantes de las victorias, y grupos de papagayos alborotaban en la copa de los árboles que circundaban aquel inmenso pantano de aguas pútridas y cenagosas.

Ni siquiera se veía un jacaré, asiduo visitante de las la dunas y de las aguas estancadas.

—Los eimuros no deben de haber llegado aquí todavía —dijo Alvaro—. Tenemos tiempo para refugiamos en el islote.

—Pero antes debemos fabricar la olla de que nos ha hablado el señor Díaz —dijo el grumete.

—¡Ah, es verdad! —respondió el marinero sonriendo—. ¡Nos conviene tenerla!

—Pero no tenemos qué echar en ella —añadió Alvaro.

—Las aves zancudas abundan en el islote —dijo el marinero—. También he visto tatuejos, que si somos bastante listos para cazarlos pueden proporcionamos un caldo exquisito.

—¿Y las tortugas? —preguntó García.

—También creo haber visto algunos caretos. ¡Ah! ¡Mirad! ¡Ahí tenéis el árbol de las ollas!

El árbol que indicaba era magnífico; tenía más de treinta metros de alto, con el tronco recto y delgado.

La Moquilea utilis, nombre científico de esta planta, el bastante común en las selvas brasileñas y la aprecian mucho los indios por servirles para fabricar excelentes pucheros y cacerolas.

Siendo los terrenos del Brasil pobres en sílice, material necesario para dar consistencia a los vasos de tierra cocida, los indígenas recurren a la Moquilea.

Sin derribar el árbol, que, por otra parte, tiene fibra tenacísimas, en cuya composición entra en gran cantidad la sílice, y que mellan y desgastan las hachas mejor templadas, se limitan a quitarle la corteza.

La carbonizan, después la reducen a polvo machacándola con el mazo en un almirez de piedra, y, por último, la amasan con cierta cantidad de arcilla, materia allí muy abundante.

Rápidamente aleccionados por el marinero acerca de lo que tenían que hacer para fabricar la olla, Alvaro y García pusieron inmediatamente manos a la obra, temiendo que de un momento a otro llegasen los antropófagos.

Mientras el primero arrancaba varios trozos de corteza en busca de la sílice, la cual hacía rechinar la hoja del cuchillo, el segundo cavaba hasta encontrar el lecho arcilloso del subsuelo.

Obtenidas ambas materias, ya iban a encender el fuego cuando un ademán del marinero los contuvo.

—No —les dijo—; acabaremos la operación en el islote. En vez de hacer ese trabajo, construid la almadía, pues sería peligroso encender fuego.

—He estado por cometer una imprudencia imperdonable —dijo Alvaro—. ¡Sí, construyamos ante todo la almadía!

Habían cortado varios bambúes gruesos de los que crecían en la orilla, y ya tenían acoplada gran cantidad de bejucos, cuando resonó a cierta distancia un aullido lúgubre.

El marinero alzó la cabeza al oírlo.

—¿Alguna fiera? —preguntó Alvaro, disponiéndose a armar el arcabuz.

—Un guara —contestó el marinero.

—¿Qué animal es ése?

—Una especie de lobo.

—¿Peligroso?

—Para los hombres, no.

—Sin embargo, vuestro rostro revela inquietud.

—Es cierto. El guara sólo sale de noche de su guarida, y si huye es señal de que alguien viene persiguiéndole o ha espantado. ¡Vedle! ¡Huye a toda carrera!

Un animal del tamaño de un lobo de la Siberia, de cabeza larguísima, patas también muy largas, pelaje rojizo y con el dorso cubierto por una crin de tres o cuatro pulgadas de largo, salió de la selva dando grandísimos altos.

Al ver a aquellos tres hombres se detuvo un momento mirándoles con viva curiosidad, y después siguió su carrera, saltando como si tuviera resortes en las patas.

—¡No es nada bonito! —dijo Alvaro—. Nuestros lobos de Europa son más graciosos.

—¡Daos prisa, señor Correa! —dijo Díaz—. ¡Si ese guara no se ha atrevido a volverse a la selva es indicio de que hay bajo los árboles algún vecino peligroso!

¿No nos dejarán en paz los eimuros? ¡Ya me voy candando de esos antropófagos! ¡Es hora de acabar!

—Acordaos de que no puedo ayudaros, sino que más bien os sirvo de estorbo.

—¡Si no os hubiese herido aquel animalucho, demostraría a esa canalla que soy verdaderamente el hombre de fuego!

—¡Sí, caramura! —dijo el marinero sonriendo—. ¡Un nombre terrible, señor, que os hará ser respetado por todas las tribus brasileñas! ¡Ved otro animal que huye, y también nocturno! ¡Mala señal!

—¡Oh! ¡Qué hermoso gato! —exclamó Alvaro.

Otro animal salió de la selva, huyendo rápidamente.

Era un hermoso ejemplar, de cuerpo esbelto, pero amarilliento, manchado de rojo y blanco, cabeza bastante pequeña, y algo mayor que un gato común, pues tendría como medio metro de largo.

—Es un bermejo —dijo el marinero—, y también parece asustadísimo.

—¡Sólo cinco minutos y estará lista la almadía!

En aquel momento lanzó el grumete un grito de alegría que les hizo levantar la cabeza.

—¡Tunantes! —exclamó el muchacho—. ¡Y aún no la habíamos visto! ¡Hay aquí una canoa hundida en el agua, oculta entre las plantas acuáticas y amarrada al bambú que iba a cortar!

Alvaro en cuatro saltos se puso en la orilla.

Entre las inmensas hojas de las victorias, que la ocultaban casi completamente, había una hermosa chalupa sumergida hasta el borde superior y amarrada con un fuerza la bejuco.

—¡Acércala, García, que con dos hojas de plátano sacaremos el agua y la pondremos a flote!

—Y todavía mejor con un güira —dijo el marinero—. Ahí tenéis un árbol que os servirá para fabricar cubos.

A veinte metros de allí, casi en el lindero de la selva, se elevaba un árbol inmenso de hojas anchísimas y ramas cubiertas por multitud de plantas parásitas, que a duras penas podía sostener frutas de forma redonda y color verde pálido, grandes como melones.

—Acercad primero la piragua a la orilla, señor —dijo el marinero—, y después os ocuparéis en vaciarla. ¡Pero daos prisa!

Uniendo sus fuerzas, Alvaro y el grumete sacaron la piragua de entre las hojas, y como flotase, a pesar de estar llena de agua, por hallarse construida con un enorme tronco vaciado, no les fue difícil arrastrarla hasta un banco de arena.

—¡Tomad un par de esas frutas y partidlas por medio! —dijo Díaz.

El grumete había trepado al árbol agarrándose a las plantas parásitas que envolvían el tronco grueso y bajo de la güira, y echó al suelo media docena de aquellas frutas.

Alvaro clavó en una de ellas la punta de su cuchillo creyendo partirla por la mitad; pero la fruta se abrió en todas direcciones.

El mismo resultado obtuvo en un segundo ensayo.

—¡Oh! ¡No es así, señor! —dijo el marinero—. ¡No conseguiréis nada de esa manera! Tomad un bejuco delgado, amarradlo alrededor de la fruta y apretad fuerte. Así lo hacen los indios. Vuestro cuchillo no sirve para el caso.

—¡Oh maravilla! Aquellas frutas, aunque parecían durísimas, se partían por la mitad como si se las aserrase ea cuanto se apretaba el bejuco; el güiro, que así se llama la fruta de la güira (Crescentia cajeput), es apreciadísimo entre los indios. Bien seco sirve de vaso. En todas las cabañas brasileñas y venezolanas abundan tales vasos, que muchas veces están adornados por la parte de fuera con dibujos bastante originales.

Habiendo extraído de ellos la pulpa blanquecina que tienen dentro, Alvaro y el grumete vaciaron rápidamente la piragua y la pusieron a flote.

Era una hermosa canoa hecha de un tronco de cedro ahuecado, valiéndose más del fuego que del hacha de piedra. Tenía como diez metros de longitud y uno de anchura, y estaba provista de cuatro remos en forma de palas y con mango corto.

Es increíble la habilidad de los indios en la construcción de sus piraguas. Aunque absolutamente privados de herramientas, saben dar a sus embarcaciones formas admirables, sin perjuicio de su estabilidad; y no es raro que las adornen con esculturas que bien o mal representan cabezas de caimanes, de jaguares y de serpientes.

Alvaro y el grumete habían vaciado ya la canoa, limpiándola de los hierbajos acuáticos de que comenzaba a cubrirse, y que eran claro indicio del largo tiempo que llevaba sumergida, cuando salió corriendo de la selva otro lobo guara.

—¡Alguien está para llegar! —dijo Alvaro—. ¡Démonos prisa!

Tomó a Díaz en brazos y le transportó a la canoa, donde ya García había preparado una cama de hojas de palma.

Después de colocarle delicadamente en ella, Alvaro y el grumete embarcaron las frutas que habían recogido, la corteza del árbol de las ollas y la arcilla, empuñaron los remos, y pronto se alejaron de la orilla.

—En medio de la laguna, y algo hacia el mediodía, está el islote que descubrí, y en el cual debemos refugiarnos.

Se habían separado unos cincuenta o sesenta pasos de la orilla, cuando algunos salvajes, cubiertos de horribles pinturas y con la cabeza adornada de plumas, salieron de la selva dando gritos atronadores.

—¡Los cahetos! —exclamó Díaz palideciendo—. ¡Guardémonos de ellos, porque son bastante peores que los eimuros! ¡Id de prisa!

—¡Adelante, García! —gritó Alvaro.

Al ver alejarse la canoa, los salvajes dispararon sus cerbatanas contra los remeros, esperando cazarlos; pero ya se habían puesto fuera de tiro, por fortuna para ellos, pues aquellas Hechas debían de estar envenenadas con el mortal jugo del curare.

Viendo que la canoa seguía alejándose con rapidez, algunos salvajes se echaron valerosamente al agua; pero apenas habían avanzado diez metros, cuando se oyeron gritos terroríficos.

Dos enormes jacarés, que dormitaban debajo de las enormes hojas de las victorias, irritados al ver turbado su reposo, acometieron de pronto a los nadadores dirigiéndose contra uno de ellos.

Aterrorizados los otros, volvieron a toda prisa hacia la orilla, donde sus compañeros se desgañitaban gritando, pero sin atreverse a echarse al agua para defenderlos.

—¡Ya los tenemos sujetos por ahora! —dijo Díaz—. Donde hay jacarés, el indio no se atreve a nadar; y si no tienen canoas, no podrán atacarnos.

—¿Y si construyesen almadías? —dijo Alvaro, sin cesar de remar con todas sus fuerzas.

—No sé si saben construirlas; aunque los cahetos son habilísimos para construir piraguas.

—Me habéis dicho que esos salvajes son temibles.

—Son los más valientes de cuantos viven en las selvas brasileñas.

Díaz, que hacía muchos años que conocía las tribus brasileñas, decía la verdad. Si los eimuros eran temibles, los cahetos tenían fama de serlo todavía más.

Formaban por entonces una tribu poderosísima que habitaba en aldeas, bien en la orilla del mar, bien tierra adentro, y que disponía de canoas en algunas de las cuales cabían hasta quince personas.

Los portugueses tuvieron más adelante ocasiones de conocer la audacia de esos salvajes, los cuales se aliaron con los franceses, que aspiraban a hacerse dueños de una parte del Brasil y sobre todo de la magnífica bahía de Río de Janeiro.

En efecto, fue un verdadero milagro que Pereira, que puede ser considerado como fundador de las colonias portuguesas en el Brasil, lograra sustraerse a los ataques de esos valerosos salvajes, ya que le tenían rodeado y habían matado a un gran número de los hombres que le seguían.

Remando vigorosamente, nuestros amigos lograron llegar pronto al primer islote, el cual estaba cubierto de espesísima vegetación que los ocultaba a la vista de los salvajes, impidiendo a éstos conocer la dirección que llevaban.

—¡Manteneos siempre cubiertos por esa tierra! —dijo el marinero—. ¡Nos interesa mucho que los cahetos no vean dónde nos detenemos!

—¿Está todavía lejos el islote que habéis descubierto?

—Llegaremos a él en pocas horas.

—Por lo visto, esta laguna es muy grande.

—Inmensa, señor; no he logrado ver la orilla opuesta.

—¡Ánimo, pues, García! —dijo Alvaro—. ¡Después descansaremos a gusto!

A unos islotes sucedían otros, todos cubiertos de cañaverales y plantas acuáticas; pero en realidad eran bancos de fango que apenas sobresalían de la superficie del agua, y en los cuales ningún hombre hubiera podido poner el pie sin peligro de desaparecer para siempre.

Eran bancos traidores formados por suelo movedizo y sin fondo, pronto a tragarse al imprudente o ignorante que se atreviese a hollarlo.

Nubes de aves acuáticas se levantaban de los cañaverales al acercarse la piragua, y huían dando graznidos. Eran tanagros de plumaje azul y vientre de color naranja, gallinetas de color azul turquí, maripríetas, graciosos pajarillos negros de cabeza blanca, y también hermosísimas ciganas, faisanes de los pantanos y de los ríos.

Más de una hora continuaron remando los fugitivos, a pesar del intenso calor que reinaba en la inmensa laguna, y pasando por entre multitud de bancos y de plantas acuáticas, hasta que llegaron a una isla cubierta de árboles hermosísimos y variados que sólo podían crecer en suelo firme.

—¡Hemos llegado! —anunció el marinero.

—¡Ya nos íbamos cansando! —respondió Alvaro, que tenía la ropa empapada en sudor.

—¡Tampoco yo podía más! —dijo el grumete.

Atracaron la canoa a la orilla, y después de amarrarla a un árbol desembarcaron, conduciendo al herido.

CAPÍTULO VII. EL ISLOTE

Aquella isla, que quizá fuese la única de terreno firme de la laguna, era bastante más grande que la que había hervido de refugio a los dos portugueses después de la huida de la costa. Estaba cubierta de los hermosísimos árboles que tanta fama han dado al Brasil, y cuyas maderas han sido objeto de tan activo comercio.

Eran caobos, árboles de los que poco aprecio se hacía entonces, ni siquiera entre los indios, y que no habían de adquirir estimación hasta más de un siglo después, y eso por pura casualidad.

En efecto, hasta fines del siglo XVII no ocupó esa madera un lugar entre las más preciosas empleadas en ebanistería.

Un barco que volvía de América cargó varios troncos de este árbol como lastre, por no haber hallado ningún artículo que transportar a Europa.

Al llegar a Inglaterra se libró de aquel peso inútil arrojándolo a la playa, por ignorar el capitán que tuviese valor alguno.

Hacía ya unos cuantos meses que se encontraban allí abandonados aquellos troncos, cuando cierto día un carpintero que carecía de dinero para comprar madera tuvo la dichosa idea de utilizar uno de aquéllos para construid un arca.

Ya puede imaginarse su asombro cuando al labrar el tronco descubrió las preciosas vetas y extraños matices de la madera. Fue una revelación que dio celebridad a la caoba.

Al año siguiente fueron muchos barcos a América en busca de aquellos preciosos troncos, que a la finura y compacidad de sus fibras unían la belleza de sus matices.

Casi por el mismo tiempo, uno de los filibusteros más famosos, el francés Grammont, después de la empresa de Campeche, y para celebrar su victoria, quemaba todas las j vigas de caoba que había en los fuertes españoles, sin saber que aquellos maderos valían millones.

Al ver desembarcar a aquellos hombres, multitud de pájaros salieron de los cañaverales y árboles de la orilla volando en todas direcciones.

No eran sólo aves acuáticas. Había también, entre las becacinas y gallinetas, maitacos de cabeza azul turquí, araes rojos, canindes semejantes a las cacatúas australianas, aracaros, pequeños tucanes no mayores que nuestros mirlos y cuyo pico es tan grande como el cuerpo entero de esos extraños volátiles.

—¡Esto es un verdadero paraíso! —exclamó Alvaro entusiasmado—. ¡Aquí, querido Díaz, podréis completar tranquilamente vuestra curación!

—¡Si no vienen a molestarnos los cahetos! —contestó el marinero.

—Soy el hombre de fuego, y haré temblar a esos salvajes, como he hecho palidecer a los ferocísimos eimuros.

—Es cierto. Tenemos arcabuces, y los rechazaremos si nos atacan. Con todo, procuraremos que no nos sorprendan.

—Estaremos sobre aviso —dijo Alvaro—. ¡Eh, García, enciende fuego, y fabricaremos las ollas!

—¿Y qué hemos de cocer en ellas?

—¡Maldita tierra! ¡Hay que estar siempre discurriendo cómo se ha de comer!

—Todavía no hemos almorzado, señor.

—¡Ya me lo está recordando el estómago! Enciende el fuego mientras me ensayo en fabricar una vasija. Nunca he sido alfarero; pero algo conseguiré hacer.

—Si aquel maldito jaguar no me hubiera puesto en este estado, os enseñaría cómo hacen los indios sus vasijas —dijo Díaz.

—Más adelante fabricaréis otras —contestó Alvaro—. En cualquier cacharro se puede cocer un pedazo de carne, y no somos sujetos que den gran importancia a su forma más o menos artística.

El grumete había reunido ya leña seca e improvisado un hornillo con dos trozos de piedra arenisca que encontró entre los caobos. Hacinó las cortezas del árbol de las ollas, y después de no pocas tentativas logró hacerlas arder.

Alvaro, que comprendía que aunque tuvieran ollas faltaba qué cocer en ellas, salió con el arcabuz en busca de algún ara o de alguno de aquellos tatuejos que el marinero decía haber visto, aunque no supiera qué clase de animales fuesen, pues nunca los había oído mentar hasta entonces.

—Supongo que tendrán cuatro patas y pelos —había dicho Alvaro al esconderse entre la maleza—. Dispararé contra lo primero que se me presente. Ese pobre Díaz, después de perder tanta sangre, necesita un buen caldo para recobrar fuerzas.

La isla, que parecía tener algunas millas de perímetro, estaba toda cubierta de árboles y matorrales espesísimos, entre los cuales revoloteaban millares de los microscópicos pájaros llamados colibríes, de plumas doradas, azules, verdes y negras, y de Trenchlius minimus, los pájaros más pequeños que se conocen, pues no son mayores que tábanos.

Aquel pequeño bosque no estaba formado sólo por caobos. Varios otros árboles que podían proporcionar frutas exquisitas crecían en grupos acá y allá, y tampoco faltaban palmas ni bejucos. Había soberbios acalabas cargados de aquellas peras exquisitas que ya había probado Alvaro, y cuyo tronco estaba cubierto de gruesas lágrimas de goma olorosa; manzambas, árboles que pueden suplir a la vid, pues de sus frutos se extrae una especie de vino de muy buen sabor; maraningas, que dan un fruto bastante apreciado lleno de semillas rodeadas por una sustancia gelatinosa, y muchos otros que Alvaro no había visto nunca.

—No nos faltarán frutas —dijo el portugués—. De lo que parece que vamos a escasear es de caza, pues hasta ahora sólo he visto pájaros tan pequeños, que se necesitarían por lo menos doscientos para hacer una modestísima fritura apenas suficiente para una sola persona.

Entretenido en ese monólogo llegó casi hasta el centro de la isla, cuando vio salir huyendo delante de él unos extraños animales que hasta cierto punto podían confundirse con tortugas, por estar envueltos en una verdadera coraza ósea formada por gran número de placas.

—¿Serán tatuejos? —se preguntó—. Pero ¡séanlo o no lo sean, no se me escaparán!

Los animales comenzaron a cavar rápidamente, con evidente intención de abrir una galería subterránea. Trabajaban con tal velocidad, que cuando Alvaro, con la culata del arcabuz levantada, llegó a donde estaban excavando ya habían desaparecido casi todos ellos.

Con un par de culatazos bien dados consiguió matar dos, los últimos, que no habían tenido tiempo para abrir cuevas en que esconderse.

—¡Qué curiosos animales! —exclamó recogiéndolos—. ¡Nunca los he visto semejantes! ¿Se comerán?

Los tatuejos, pues efectivamente eran tales animales, son, en realidad, roedores singularísimos, tanto por sus hábitos como por su estructura. Ordinariamente no son mayores que conejos, y tienen encerrado el cuerpo en una envoltura ósea, formada por placas transversales en dirección de los costados y de la cabeza, la cual está defendida por una especie de visera escamosa y dura que les da un aspecto curiosísimo y extraño.

Al igual que los topos, suelen esconderse debajo de tierra, la cual excavan tan rápidamente con sus fuertes garras, que en un momento desaparecen de la vista del cazador. Tratar de perseguirlos en sus cuevas sería trabajo inútil, pues en pocos minutos abren galerías interminables.

—¡Volvamos! —se dijo Alvaro.

Arrancó una rama de un árbol, sujetó los tatuejos en el extremo de ella, y se dirigió hacia el campamento, contentísimo de poder proporcionar un poco de caldo al pobre marinero.

Al llegar vio al grumete junto al fuego, vigilando la cochura de las vasijas informes, colocadas entre las ascuas.

—¡Las ollas! —exclamó alegremente.

—No merecen ese nombre, señor —contestó el grumete—. Más parecen cazuelas que ollas.

—Servirán lo mismo para el caso —dijo el marinero, que estaba echado a la sombra de un plátano—. ¡Ah, señor Correa! ¡Habéis hecho una buena caza! Ya os dije que había visto tatuejos en esta isla.

—¡Ah! ¿De modo que estos bichos son vuestros tatuejos? ¿Sirven para hacer un buen estofado?

—Su carne es tan buena como la de las tortugas… ¡Ah!

—¿Qué pasa?

—¿De dónde habéis sacado esa rama?

—De un árbol que había cerca del lugar en que encontré a estos animales.

—Es mate.

—¿Mate? ¿Y qué es eso?

—Las hojas de ese árbol nos proporcionarán una bebida deliciosa, muy estimada por todos los indios. Si no os molesta, mientras se cuecen las ollas, id a recoger unas cuantas, y traedlas para que se sequen junto al fuego.

—Es un paseo de cinco minutos.

—Y tú, García, saca las entrañas y arranca las conchas a esos animales —dijo Díaz—. Tu cuchillo tiene la hoja bastante sólida para esta operación.

—¿Y las ollas?

—Déjalas cocer diez minutos más, y quedarán terminadas. Afloja el fuego para que no se rajen.

Un cuarto de hora después volvía Alvaro con una carga de ramas cubiertas de hojas. Había encontrado varios de aquellos árboles entre las palmeras y los caobos, y le había sido fácil hacer un buen cargamento.

El mate, bebida tan usada hoy en toda la América Meridional, sólo era conocida entonces por algunas tribus brasileñas y paraguayas. En Europa era completamente desconocida.

El árbol que produce esas hojas, no menos apreciadas que las del té, crece espontáneamente en las selvas americanas sin necesidad de cultivo. Tiene varios metros de altura, y sus hojas, siempre verdes, pueden cosecharse en todas las estaciones.

Secadas sencillamente al sol, o todavía mejor, a fuego lento, y puestas en infusión en agua hirviendo, dan una bebida alimenticia de primer orden, menos excitante que el té y el café, y sobre todo más barata, cuyo uso debiera extenderse entre todas las poblaciones y clases sociales, aún las menos acomodadas de Europa, porque una arroba de hierba mate, suficiente para una persona durante seis meses, aunque tome la infusión tres veces al día, no cuesta más de nueve pesetas, que viene a salir por veinte al año, mientras que el café, tomado en la misma medida, no costaría menos de ochenta, y el té doscientas y más aún.

Y adviértase que el mate contiene menos aceite esencial que el té, negro o verde; de modo que, aun abusando de él, no puede ser nocivo, y que, en cambio, contiene mayor cantidad de resina y es más diurético que el café, además de ser una bebida aromática de gusto agradable que calma la sed y engaña el hambre, sosteniendo las fuerzas varios días.

—Con esa carga que traéis tendremos para unas cuantas semanas —dijo el marinero de Solís, que estaba contentísimo con aquel hallazgo—. ¡No esperaba encontrar en esta isla tan preciosa planta! ¡Ah! ¡Si pudiéramos encontrar también tabaco! ¡Hace tiempo que no fumo!

—¿Qué es eso de fumar? —preguntó Alvaro.

—Había olvidado que en Europa no hay todavía esa costumbre. Cuando estemos entre los tupinambás os haré probar el humo aromático de esas hojas. Señor Correa, las ollas están ya frías, y sólo esperan que las llenen de agua.

—Y que se cuezan en ellas los tatuejos —contestó con alegría el grumete.

—Pues echadlos dentro —dijo Alvaro—. Un poco de caldo le vendrá bien a Díaz.

—Y todavía mejor me vendrá el mate —advirtió Díaz—. ¡Ah! Se necesita un güiro. ¿No habéis encontrado ninguno en vuestra excursión?

—Queréis decir calabazas, ¿no es eso? —preguntó Alvaro.

—Sí, y también se necesita un canuto de bambú.

—Puedo encontrar el güiro y también el bambú.

—¡Oh!

—¿Qué más queréis?

—¡Mirad aquellas hojas!

—Las veo.

—Cavad al pie de ellas, y arrancadlas.

—¿Qué hallaremos debajo?

—Excelentes tubérculos, que no son venenosos, como la mandioca. Los indios los llaman manihot. Son bonísimos, especialmente cuando se cuecen en caldo.

—¡Esta isla es un paraíso terrenal!

—Mejor para nosotros, señor Correa.

—¡Dichosa tierra, donde basta agacharse para recoger todo lo necesario para la vida! ¡Y yo que la llamaba ingrata!

García, que había oído lo que Alvaro y Díaz hablaban, se puso en cuatro saltos en el lugar donde estaban aquellas hojas, que apenas sobresalían de la tierra, y empezó a excavar el suelo con el cuchillo. No tardó en descubrir varios tubérculos del tamaño de nuestras patatas, que arrancó y llevó al fuego.

—Quítales el pellejo, échalos en la olla. El caldo será más sabroso —dijo el marinero.

Estaba hirviendo el líquido de la olla, y esparcía un olor exquisito que hubiera satisfecho aún más a nuestros náufragos si hubieran tenido un poco de sal a su disposición.

—¡Lástima que nos falte la sal! —dijo Alvaro, que seguía atentamente la marcha de la operación culinaria.

—Si tuviésemos a mano molte, podríamos sacar alguna de sus cenizas —dijo el marinero—. Pero todo no puede encontrarse en este islote, y seríamos muy descontentadizos si nos quejáramos. Tendréis que habituaros a la falta de este precioso ingrediente.

—¿Hay también árboles que proporcionan sal?

—Todo lo hay en las plantas de esta tierra afortunada: vino, leche, cera, bálsamo para curar heridas, jugos de todas clases y hasta venenos terribles. Las selvas brasileñas dan de todo; hasta armas para defenderse de las fieras.

—¡Y alimento todos los días! —dijo García.

—¡Y sin gran trabajo! —añadió el marinero.

—¡Es Jauja! —dijo Alvaro sonriendo.

—Sí, para los que saben explotarla, señor Correa.

—¡Y donde se corre también el peligro de ser comido como un pollo!

—¡Cuestión de costumbre, señor! —contestó Díaz—. Entre nosotros se comen bueyes y carneros; aquí se devoran hombres. ¡Ah, diablo! ¡Bromeamos y nos olvidamos de los eimuros y de los cahetos!

—¡A la mesa! —gritó en aquel momento el grumete, separando la olla del fuego—. Mientras los indios se comen a sus semejantes, nos comeremos nosotros los tatuejos; creo que son preferibles a la carne humana.

CAPÍTULO VIII. UN COMBATE ENTRE ANTROPÓFAGOS

Una semana había transcurrido desde el desembarco de nuestros viajeros en aquella isla, sin que ningún acontecimiento hubiera turbado su tranquilidad desde entonces.

La herida del marinero iba cicatrizándose rápidamente, gracias a las frecuentes unturas con el jugo resinoso de la almeseguera, planta que habían encontrado en un islote cercano. De los cahetos nada más habían sabido.

No habían hecho otra cosa que comer y dormir beatíficamente y beber grandes tragos de mate, que los dos portugueses habían encontrado muy de su gusto.

Alvaro, empero, comenzaba a aburrirse de aquella vida tan tranquila y monótona, echaba de menos la alimentación, que estaba reducida a aves acuáticas y frutas.

Tatuejos no pudieron encontrar más en aquella isla; no habían visto otros animales, habían dado fin de los tubérculos, y aunque algunas tortugas se habían dejado ver en las aguas cenagosas del pantano, de ninguna pudo apoderarse el grumete, a pesar de sus pacientes tentativas.

—Yo no he nacido para vivir eternamente en un islote —decía Alvaro de continuo—. ¡Me parece que soy un topo preso en una trampa! ¡Volvamos a la selva!

—Esperad a que esté completamente curado —le contestaba el marinero—. Después nos encaminaremos en busca de los tupinambás.

—¡Dejadme hacer una sola excursión para variar nuestra mesa!

—¡No cometáis imprudencias, señor! Los cahetos pudieran sorprenderos.

—Si no han vuelto a presentarse, es señal de que se han ido.

—¡No os fiéis! Conozco a esos salvajes, y sé la paciencia que tienen. Estoy seguro de que nos acechan.

Al día siguiente se cruzaban las mismas o parecidas razones entre ellos; pero todos los argumentos del marinero no bastaban para desarraigar del ánimo de Alvaro el deseo que le atormentaba de hacer una excursión por la selva.

Al octavo día el portugués, harto ya de aquella monótona existencia, armó la canoa, resuelto a hacer una excursión por la costa vecina para proveerse de víveres.

Hacía ya algunos días que los pájaros, asustados por los disparos de los arcabuces, se habían alejado de la isla, y la cena de la noche anterior había sido escasísima, por no haber podido encontrar más que un par de tubérculos y pocas frutas, ya casi pasadas.

—Volveré pronto —dijo Alvaro al marinero—; y si veo que se han alejado los cahetos, nos iremos todos a la selva mañana mismo. Ya este islote está agotado, y sólo puede darnos hojarasca y hambre.

—Llevaos al grumete —dijo Díaz—. Yo no necesito de cuidados, y hasta he podido ya esta mañana levantarme y dar una vuelta. Dos arcabuces valen más que uno solo.

—Me duele dejaros solo.

—No temáis por mí, señor Correa. Me entretendré en tejer dos sombreros de paja, que son preferibles a vuestras barretinas, ya inservibles. Pero tened prudencia y no saltéis a tierra sin tener seguridad de que está desierta.

—Os lo prometo. De todos modos, volveremos antes de la puesta del sol, y espero que traeremos alguna caza.

Tomaron los dos arcabuces, dejando al marinero su cerbatana, de que tan hábilmente sabía hacer uso, como hemos visto, y se embarcaron en la canoa.

—¡Prudencia! —les gritó Díaz por última vez desde el pie de un plátano, bajo cuya sombra se había echado al verlos alejarse.

Alvaro le contestó con un ademán, y la canoa se alejó rápidamente surcando las sombrías aguas de la sabana sumergida.

—¡Rememos con alma, García —dijo Alvaro—, y dentro de una hora estaremos en la selva!

—Yo también tengo ganas de verme en ella —dijo el grumete—. La isla iba haciéndose pequeña hasta para mí, y me aburría tanto como a vos.

—Dentro de pocos días nos pondremos en marcha en busca de los tupinambás, si es que han dejado alguno vivo los eimuros. Díaz no está tranquilo sobre la suerte que haya podido caberle a la tribu. Los eimuros primero, los cahetos después… ¡Tan consumidores son de carne humana los unos como los otros!

—Y si no encontramos vivo a ninguno, ¿qué haremos?

—Entonces nos dirigiremos hacia la costa, y embarcados en cualquier chalupa navegaremos hacia el norte hasta 1 llegar a los establecimientos castellanos de Venezuela, Díaz está también decidido a emprender ese largo viaje.

Aunque se entretuvieron en tales pláticas, no dejaban de remar vigorosamente, haciendo curvas para evitar los islotes y los bancos de que estaba llena la laguna, y espantando bandadas de volátiles, que se apresuraban a huir.

A las ocho de la mañana salía la canoa de aquel laberinto de islotes bajos y de aquellos bosques de cañaverales y entraba en aguas libres.

Hallábase la orilla a menos de una milla de distancia y cubierta de árboles majestuosos, entre los cuales descollaban las enormes summameiras y las ondulantes copas de las iriastreas, caprichosamente recortadas.

Alvaro soltó un momento los remos, y poniéndose la mano sobre los ojos a modo de visera, examinó atentamente la orilla.

—No veo ninguna canoa ni almadía, ni ninguna columna de humo entre los árboles. Los cahetos deben de haberse vuelto a sus cabañas —dijo Alvaro.

—Y nosotros aprovecharemos esa ocasión para dar una batida en la selva —replicó García.

—Y para hacer de paso una buena cosecha de frutas —agregó Alvaro—. Allá abajo veo, y por primera vez, palmas que me parecen de coco. Si no están demasiado maduros, nos regalaremos con un buen refresco de leche con crema. ¡Ánimo, García; diez minutos más, y estaremos en tierra!

Rápidamente atravesaron el espacio de agua que los separaba de la ribera, y fondearon en una pequeña caleta rodeada de hermosísimos árboles llamados pequiaes, y también marfiles, cuya madera es maravillosamente blanca y transparente.

Antes de desembarcar, los portugueses montaron sus arcabuces y estuvieron unos cuantos minutos en acecho, temiendo que los terribles cahetos salieran de entre los árboles.

Pero no habiendo llegado a sus oídos más que los monótonos chillidos de una bandada de araes rojos, se decidieron a desembarcar.

—Estamos solos —dijo Alvaro—. Ante todo, vamos a hacer una visita a aquellas palmas de coco. Me parece que están bien cargadas de fruto.

Apenas habían llegado a los pequiaes, cuando resonaron agudísimos gritos entre las palmeras que formaban la primera línea de árboles de la selva.

¡Eske! ¡Eske!

—¿Serán los indios? —dijo García disponiéndose a volver a la canoa.

—Me parece que esos gritos son de monos.

—Que estarán peleando unos con otros.

—¡Vamos a verlo, García! Ya sabes que la carne de mono no es mala.

Continuaba el griterío, cada vez más estridente, apagando el ruido de la charla de los papagayos y el de las notas de los araes, semejantes a campanadas.

—¡Eske! ¡Eske!

—Sí, son monos —dijo Alvaro, que había llegado ya al lindero de la selva—. Estoy viéndolos allá arriba, en aquel árbol de ramas horizontales.

—Yo también los veo.

—Sería curioso saber por qué gritan de esa manera. ¿No te parece que están como asustados?

—Sí, señor Alvaro. ¿No veis cómo miran hacia abajo y cómo tratan de trepar hasta las ramas más altas? Debe de haber ahí debajo alguna cosa que los amenace.

Entre las ramas de una masaranduba se agitaban frenéticamente cinco monos que daban saltos de una parte a otra, gritaban hasta desgañitarse y lanzaban frutas y hojas contra algún enemigo que aún no podían ver nuestros amigos por estar envuelto aquel árbol en un confuso enredijo de bejucos y otras plantas parélitas.

Aquellos monos eran de los llamados barrigudos, que nunca llegan a un metro de estatura y están cubiertos de pelo rizoso y lanudo, de color negruzco con rayas grises, y la cabeza, por una especie de crin que les llega hasta los hombros.

—¡Alto, García! —dijo en voz imperceptible Alvaro, que había dado algunos pasos más adelante a través de un espeso matorral—. ¡Ahí tienes al enemigo! ¿No lo ves subiendo por el tronco?

Un hermosísimo animal del tamaño de un perro de Terranova, pero mucho más ágil, trepaba por el árbol, agarrándose a los bejucos y a las otras plantas parásitas que lo envolvían, con los movimientos ligeros y prudentes que distinguen a los felinos.

Tenía el pelo espeso, corto y mórbido; rojo y amarillento en el dorso y blanco y erizado en los costados y en el vientre; la cabeza, redonda y con largos bigotes en el hocico; los ojos, centelleantes, verdaderos ojos de carnívoro; la cola, como de medio metro de longitud, y las patas, nerviosas y secas, armadas de largas garras, que se clavaban en los bejucos, hasta en los más duros.

Si Alvaro hubiera sido indígena, habría reconocido inmediatamente en aquel animal a la onza parda, llamada también puma, cuguar y león americano; fiera menos peligrosa que el jaguar, pero, sin embargo, muy temible.

En efecto, aunque sean relativamente pequeños, pues sólo tienen un metro y cuarto de largo, contando la cola, y setenta centímetros de alto, los cuguares son animales de fuerza extraordinaria y valor a toda prueba.

Por lo común viven en los bosques, donde persiguen encarnizadamente a los monos hasta las ramas más altas de los árboles, pues son agilísimos y pueden dar saltos hasta de cinco y seis metros; pero también se los encuentra en las praderas, especialmente en los lugares donde abundan las ovejas, entre las cuales hacen estragos cuando consiguen entrar en los ranchos o en los apriscos.

Por lo general huyen del hombre; pero si están hambrientos, con rapidez fulminante se lanzan sobre los indios, a cuyo cuello se tiran procurando degollarlos de un zarpazo.

Cuando son atacados se defienden valerosamente haciendo frente a los cazadores, que no siempre salen victoriosos del trance.

El puma, que debía de estar hambriento, y que no se había dado cuenta de la presencia de los náufragos, seguía gateando por el árbol; pero sin precipitación, ni deteniéndole los chillidos de los monos ni los trozos de ramas que le arrojaban.

De cuando en cuando se detenía y miraba hacia abajo, lanzando roncos y repetidos rugidos.

—¡No quisiera encontrarme en el lugar de esos monos! —dijo por lo bajo Alvaro inclinándose hacia el grumete, que contemplaba con vivo interés las maniobras de la fiera.

—¿Llegará a atraparlos?

—Trepa mejor que un gato. Muy pronto se habrá apoderado de su presa.

—¿Y le dejaremos cometer ese crimen?

—¿Te interesas por los monos? Le tiraremos, pero después, cuando tenga su presa entre las uñas: así, de un solo tiro, tendremos el mono y el gato.

El puma había llegado a lo más alto del tronco, y de un enorme salto se lanzó entre las ramas, cayendo tan suavemente en una de ellas, que apenas hizo oscilar las hojas más cercanas.

Al verle tan cerca de ellos los monos se dieron a la fuga, tratando de encaramarse en las ramas más altas; pero el puma, que no podía subir mucho más, se apresuró a dar un segundo salto, y apoderándose del menos listo, de un zarpazo le rompió la columna vertebral y después le destrozó la garganta.

Le sujetó con una garra contra la rama para impedir que cayera al suelo, y en seguida aplicó los labios a la herida de la garganta, chupando ávidamente la sangre que salía copiosamente de ella.

—¡Ahora me toca a mí! —dijo Alvaro echándose a la cara el arcabuz y apuntando; pero en aquel momento se oyó un leve silbido y atravesó el aire una sutilísima cánula que se clavó en el costado izquierdo del puma.

Éste interrumpió bruscamente lo que estaba haciendo y miró en torno.

Al ver la cánula que tenía clavada, la despedazó con los dientes y volvió a chupar la sangre del mono como si le hubiese picado una mosca importuna.

Alvaro retiró pronto el arcabuz que tenía apuntado.

—¡Una flecha! —dijo en voz levísima al oído del grumete.

—¡Ya lo he visto, señor!

—¿Quién puede haberla disparado? De seguro, un indio.

—¡Huyamos!

—No, el hombre que la ha arrojado pudiera sentirnos, y no sabemos si está solo o si son muchos. Quedémonos aquí, y no nos movamos. El matorral es espeso y nadie puede advertir nuestra presencia. ¡Y yo que iba a disparar!

En aquel momento se oyó ruido de ramas que se rompían, al cual siguió un rugido de rabia.

El puma, que sin duda fue herido por una flecha envenenada, se había derrumbado aplastando con su peso las ramas y los bejucos.

—¡No te muevas! —dijo Alvaro sujetando a García, que, llevado de una imprudente curiosidad, iba a adelantar el cuerpo para ver mejor—. ¡Agazápate a mi lado, y no respires siquiera!

Separó con muchísimo cuidado el ramaje, y trató de descubrir el cuerpo del puma. Logró verle, en efecto, a unos diez metros de distancia delante de él, tendido al pie del árbol junto al mono.

—¡Veremos quién viene a recogerle! —dijo Alvaro.

No habían pasado unos minutos, cuando se oyó ruido de hojas y ramas que se rompían. Una o más personas se abrían paso a través de la maleza, que formaba como una segunda selva dentro de la otra, constituida por matorrales y arbustos en vez de palmas y summameiras.

De repente salieron dos personas de entre el follaje y se dirigieron hacia el puma, que no daba señales de vida.

Alvaro se contuvo para no dejar escapar un grito de sorpresa.

En aquellos dos salvajes había reconocido al cacique de los eimuros y al chicuelo indio que le había servido de intérprete.

¿Cómo estaba allí aquel maldito antropófago? ¿Había seguido la pista de los fugitivos deseoso de vengarse de la burla de que había sido objeto, o estaba por pura casualidad dirigiendo alguna partida de caza?

—¡No te muevas, García! —dijo Alvaro—. ¡Corremos peligro de ser devorados!

—¿Quiénes son?

—¡Los eimuros!

—¿Todavía?

—¡Silencio, si aprecias la vida!

El cacique y el joven indio arrancaron al puma la punta de la flecha, y en seguida lanzó el primero un agudo silbido.

Un momento después cuatro indios más, armados de cerbatanas, que hasta entonces debieron de permanecer emboscados en las cercanías, se aproximaron y cargaron con el puma y con el mono. El cacique dio una vuelta alrededor del árbol como si buscase más piezas que cazar; pero los monos que poco antes estaban en su copa habían huido, saltando de árbol en árbol.

Un momento después desaparecía la pequeña banda entre la maleza.

Durante algunos instantes se sintió ruido de hojas que se movían; después cesó todo rumor; los araes, ya tranquilos, volvieron a su monótona cantinela, y a su charla estrepitosa los papagayos.

—Por milagro hemos escapado de un gravísimo peligro —dijo Alvaro, que aún no había recobrado el color—. Si no me hubiera detenido un poco para hacer fuego, en este instante tendríamos encima Dios sabe cuántos eimuros.

—¿Era positivamente el cacique?

—Le reconocí al momento.

—¿Será que nos busque o que esté dedicado a la caza?

—No me parece natural que esté cazando a tanta distancia de la aldea.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Por ahora, quedarnos aquí escondidos, y volvernos después a la isla. No me atrevo a embarcarme inmediatamente, porque podrían descubrirnos los eimuros.

—¡El marinero desconfiaba con razón! —dijo el grumete.

—¡Todavía no nos han apresado los salvajes! —dijo Alvaro.

—Pero volveremos con las manos vacías.

—Atravesaremos la laguna e iremos a cazar a cualquiera otra parte de la ribera. Esa laguna no puede ser un océano. ¡Calla!

Un formidable griterío que resonaba cada vez con más fuerza, acompañado por sonidos estridentes, al parecer producidos por aquella especie de flautas hechas con tibias humanas que en aquella época usaban esos terribles antropófagos, había interrumpido el silencio.

—¿Serán las tribus que están peleándose? —dijo Alvaro.

—Señor, acordaos de los cahetos que nos persiguieron cuando nos embarcamos para atravesar la laguna.

—Vamos a ver lo que sucede. Si es un combate, ninguno de los contendientes tendrá humor para cuidarse de nosotros.

Salieron de la maleza y avanzaron hacia el lugar de donde salían aquellos gritos; pero procurando cubrirse con los árboles más frondosos y con el follaje.

No habrían andado doscientos metros, cuando vieron una extensa clara donde sólo crecían algunos rarísimos grupos de palmeras.

Alvaro no se había engañado: dos tribus, ambas numerosas, estaban para acometerse.

—¡Los eimuros en combate contra una tribu enemiga! —exclamó el portugués, escondiéndose en un matorral.

Seiscientos o setecientos indios, horriblemente pintados de negro, de azul, de rojo, con cara adornada con plumas de papagayo dispuestas de manera que imitasen bigotes, barbas y cuernos, avanzaban lentamente divididos en dos columnas, volteando furiosamente mazas, cerbatanas, venablos y hachas de concha.

La batalla, que bien pronto sería encarnizadísima, porque los salvajes brasileños son todos valerosos hasta el extremo, no había comenzado todavía.

Antes de acometerse, los brasileños tenían la costumbre de provocarse de lejos para animarse y enfurecerse.

Aproximábanse unos a otros con paso cadencioso, deteniéndose de cuando en cuando para oír las fogosas arengas de los caciques, que producían en ellos increíble furor.

Tocaban pífanos y flautas, extendían los brazos mostrando los arcos, las mazas y las cerbatanas, se insultaban lanzando espantables aullidos, y a guisa de gloriosos trofeos llevaban en la punta de las picas, armadas de espinas o guijarros aguzados, los huesos de los prisioneros que habían devorado.

Los eimuros eran bastante superiores en número; pero sus adversarios parecían mejor armados, y eran también de mayor estatura y más robustos.

—¡Sería un bien que se destruyesen recíprocamente! —dijo Alvaro, que consideraba con atención aquella escena, procurando mantenerse oculto al lado de García—. ¡Estos indios son demonios, más que criaturas humanas!

—¿Quién vencerá? —preguntó García.

—Pronto lo sabremos —contestó Alvaro—. Batallas como estas en que se combate cuerpo a cuerpo no pueden ser largas.

Las dos tribus, que avanzaban sin orden alguno, pero en filas apretadas, cuando llegaron a cien metros una de otra comenzaron a asaetearse con los arcos y las cerbatanas.

Era un hermoso espectáculo el de tantas flechas provistas de plumas de todos colores que, heridas por los rayos del sol, reflejaban sus múltiples matices, surcando en todas direcciones el espacio.

Los guerreros a quienes alcanzaba alguna flecha se la arrancaban de la herida, la mordían y la hacían pedazos, sin dar un paso atrás ni volver la espalda, y contestaban disparando otras contra sus contrarios, hasta que el curare, ese veneno que no perdona, causaba sus naturales efectos.

Agotadas las flechas, las dos tribus se arrojaron una contra otra con las mazas levantadas y prorrumpiendo en atronador griterío.

CAPÍTULO IX. LA DESAPARICIÓN DEL GRUMETE

Empeñóse una lucha terrible entre los eimuros y sus adversarios.

Aquellos salvajes, de quienes con razón había dicho Alvaro que más que criaturas humanas parecían fieras, combatían con extraordinario furor a mazazos que rara vez daban al aire.

La habilidad con que manejaban esta arma terrible, preferida por los guerreros a las cerbatanas, que lanzaban flechas mortales, y hasta a las hachas de concha, que se rompían fácilmente, era extraordinaria.

Aunque aquellas mazas hechas de palo de hierro tuvieran a veces dos metros de longitud y fueran tan pesadas que a los europeos les costaba trabajo levantarlas y manejarlas con una sola mano, ellos las volteaban en el aire con velocidad prodigiosa.

Cada golpe de maza significaba un hombre muerto, porque siempre iba dirigido a la cabeza, que, por lo común, quedaba dividida en dos pedazos, porque tales armas tenían agudos filos por ambos lados.

Durante algunos minutos Alvaro y el grumete no vieron más que una confusa mezcla de cuerpos desnudos y ensangrentados revolcándose entre espantosos aullidos; y después se formaron varios grupos que combatían con redoblada furia.

Gran número de guerreros yacían en el suelo con el cráneo destrozado y el pecho hundido por los formidables golpes de las mazas; pero los otros, impávidos, no cedían terreno, estimulados por el deseo de hacer prisioneros, porque, Dios sabe por qué causa, los brasileños no solían devorar a los que morían en el campo de batalla.

Los eimuros, más en número, aunque peor armados, tuvieron de pronto una notable ventaja sobre sus contrarios, cuyas filas diezmaron cruelmente.

Su cacique, que rugía como un jaguar, y cuya maza estaba ensangrentada hasta el mango, trataba de reconcentrar su gente para el golpe decisivo.

Sus adversarios comenzaban a flaquear, aunque siguieron resistiendo obstinadamente. También su cacique hacía esfuerzos sobrehumanos, aunque infructuosos, para reanimarlos y reorganizarlos.

De repente, con la maza enarbolada, cerró contra el cacique de los eimuros.

Era un arrogante salvaje, de alta estatura, adornado con colores y plumas multicolores y con huesos, probablemente humanos, pendientes de los costados.

El eimuro, que quizás esperaba aquella furiosa arremetida, se revolvió de repente y le lanzó una flecha con la cerbatana, que con precisión matemática se clavó en medio de la garganta.

Aunque no ignoraba que estaba mortalmente herido, se arrojó sobre su adversario, esperando todavía poder deshacerle el cráneo de un mazazo; pero le faltaron las fuerzas.

El curare había producido sus mortíferos efectos con rapidez y violencia, y le había envenenado la sangre.

Escapósele de la mano el arma que empuñaba, y cayó de rodillas. Entonces un terrible golpe del eimuro le tendió muerto, con el cráneo destrozado.

Al ver caer a su cacique y a los eimuros acometerlos con nuevos bríos, ya desanimados y con la mitad de la gente perdida, los guerreros volvieron la espalda y se dirigieron hacia la laguna, precisamente hacia el lugar donde Alvaro y el grumete estaban ocultos.

—¡Maldición! —exclamó Correa, levantándose precipitadamente—. ¡Corramos, García!

Los indios fugitivos, que corrían como gamos, estaban demasiado cerca de nuestros náufragos para que éstos pudieran refugiarse en la espesura de la selva antes de ser descubiertos.

En aquel momento crítico recordó Alvaro que él era el temido hombre de fuego, y disparó su arcabuz contra los salvajes, que ya distaban pocos pasos de él.

El efecto que produjo fue increíble: vencedores y vencidos se detuvieron y se dejaron caer al suelo presa de súbito terror, como si hubieran sido heridos por el rayo.

—¡Huye, García! ¡A la canoa! —exclamó Alvaro, corriendo desesperadamente hacia la laguna.

Más allá de los árboles resonaban gritos de ¡Caramura! ¡Caramura!

Debían de ser los eimuros que seguramente habrían reconocido a su pyaie.

Alvaro, que volaba más que corría, creyendo que el grumete iba detrás de él, llegó en menos de cinco minutos a la caleta donde habían dejado la canoa.

Volvióse gritando:

—¡Pronto, García!

Pero el grumete no estaba allí.

En aquel momento se oyó un disparo de arcabuz seguido de un grito:

—¡Señor Alvaro!

Después vio Alvaro un grupo de salvajes pasar por entre los árboles como un huracán, y desaparecer con fantástica rapidez entre la maleza.

Eran los vencidos que huían.

—¡Socorro, señor! —oyó otra vez a lo lejos.

Pero los salvajes vencidos se habían ya dispersado, y entonces eran los eimuros los que se acercaban a toda carrera, precedidos por su cacique.

Alvaro lanzó un gemido.

—¡Pobre muchacho! —dijo.

Por un momento, obedeciendo a los impulsos de su valor y de su generosidad, tuvo la idea de volver atrás y lanzarse detrás de los fugitivos.

Pero, por fortuna, comprendió que de ninguna manera hubiera conseguido alcanzar a aquellos hombres, que corrían como caballos, y que habría tenido que hacer frente a toda la tribu vencedora. Además, el arcabuz estaba descargado y no tenía tiempo de volver a cargarlo.

Saltó a la canoa, empuñó los remos, y conteniendo las lágrimas se alejó rápidamente de la orilla, saludado por una nube de flechas, algunas de las cuales se clavaron en la popa de la canoa, a pesar de la distancia.

En lugar de dirigirse hacia el centro de la laguna, viró al sur, manteniéndose bastante lejos de la orilla para que no le alcanzasen los tiros de las cerbatanas ni de los arcos, por cierto muy bien dirigidos.

Los salvajes vencidos habían tomado aquella dirección y esperaba encontrarlos más allá de una larga península que avanzaba unos cuantos cientos de metros en la laguna.

Oíanse gritos por aquella parte, y se veía a los eimuros correr velozmente en la misma dirección. Parecía haberse empeñado otra batalla bajo unos altos y frondosos árboles que a lo lejos se divisaban, porque se percibía el sonido de los pífanos de guerra y el entrechocar de las armas.

—¡Pobre García! —repetía Alvaro, sin dejar de remar con todas sus fuerzas—. ¡Está perdido!

El griterío iba alejándose; no seguía la orilla de la laguna, sino hacia dentro de la selva, y parecía extinguirse rápidamente.

Seguramente, después de una tentativa de resistencia, los vencidos se habían dado de nuevo a la fuga, buscando en la espesura de la selva mejor refugio que el que podían brindarle los cañaverales de la ribera.

Alvaro se detuvo, porque consideró inútil continuar navegando en aquella dirección; era mejor volver cuanto antes al islote e informar al marinero de lo sucedido, pues era el único que podía darle algún consejo útil en aquellas circunstancias.

—No abandonaremos a ese pobre muchacho —decía Alvaro, volviendo a empuñar los remos—. Como aún ha tenido tiempo de disparar su arcabuz, le considerarán como un hombre superior, quizá le nombrarán pyaie, y no se lo comerán. Esos salvajes vencidos no serán más feroces que los eimuros.

Un tanto tranquilizado por estas reflexiones, redobló sus esfuerzos para llegar pronto al islote.

La batalla debía de haber acabado ya, pues nada se oía. En caso de continuar, tenía que ser muy dentro de tierra y a gran distancia de la laguna.

Era casi mediodía cuando Alvaro, decaído, triste, atracaba en el islote.

El marinero, cansado quizá de esperarlos, y no creyendo que volvieran hasta la noche, dormitaba a la sombra de un árbol, con la cerbatana al alcance de la mano.

Al oír la voz de Alvaro abrió de pronto los ojos y se sentó.

—¿Solo? —exclamó palideciendo al no ver al grumete—. ¡Gran Dios! ¿Qué os ha pasado, señor Correa? ¡Tenéis demudado el semblante!

—¡Perdido! —contestó Alvaro con acento desgarrador.

—¡García!

—¡Apresado por los salvajes!

—¿Por los cahetos?

—No sé, porque había allí también eimuros; estaban peleando unos contra otros.

—¡Calmaos, señor Correa, y contádmelo todo!

Aunque desconsolado por aquella desgracia, Alvaro le puso al corriente de cuanto había sucedido.

—Decidme, Díaz: ¿lograremos salvarle? —preguntó Alvaro.

El marinero había oído el relato sin desplegar los labios y frunciendo varias veces el ceño.

—¿Estáis seguro de que no han sido los eimuros los que se lo han llevado?

—No habrían llegado todavía a alcanzar a los fugitivos en aquel momento.

—¿Luego le han apresado los otros?

—Sí, Díaz.

—Decidme cómo eran esos indios.

—Eran de más estatura que los eimuros; tenían los cabellos negros y largos, y el color pardo azulado.

—¿Habéis reparado si tenían incisiones en los brazos y en las piernas?

—Sí, incisiones bastante profundas, a modo de antiguas cicatrices.

—¿Y plumas pegadas en los ángulos de los ojos?

—Sí.

—Pues eran indios tupys: los enemigos más formidables y encarnizados de los tupinambás. Prefiero que hayan sido ellos los que le hayan apresado, por más que en lo crueles allá se van unos y otros.

—¿Podremos encontrarle?

—Sé dónde tienen su aldea principal, y supongo que habrán llevado a García ante su gran cacique Piragibe, nombre que significa Brazo de pez.

—¿Y se lo comerán?

—Es probable, a menos que prefieran nombrarle hechicero. Pero no se darán prisa, por estar García, afortunadamente para él, demasiado flaco para ser asado, y necesitarán semanas, y hasta meses, para cebarle.

—¿No desesperáis, pues, de rescatarle?

—La cosa no es fácil; pero probaremos. Si vemos que la empresa se dificulta mucho, acudiremos a los tupinambás para que nos ayuden. Es seguro que a estas horas ya están de vuelta en sus aldeas.

—¿Os sentís con fuerza para caminar?

—En un par de días estaré completamente restablecido.

—¡Dos días! ¡Es mucho! —contestó Alvaro.

—Tampoco perderemos el tiempo —dijo el marinero—, pues saldremos de aquí en seguida. He observado atentamente esta laguna, y estoy seguro de que dirigiéndonos hacia el sur nos acercaremos mucho al territorio de los tupys. Aprovecharemos la canoa.

—También es indispensable alejarnos de esta isla, si no queremos morirnos de hambre —dijo Alvaro—; porque, como veis, no he podido cazar nada en la selva.

—¡Sí, hay que marcharse de aquí! —dijo el marinero.

Se levantó sin ayuda de Alvaro, y con paso bastante firme se dirigió a la canoa.

—Ya muevo perfectamente la pierna —dijo—. En este clima las curaciones son más rápidas que en otras partes.

Se embarcaron, llevando consigo la cerbatana y el arcabuz, y empuñaron los remos.

—Vamos primero al lugar donde se libró el combate —dijo el marinero—. Quiero convencerme por mis propios ojos de que los adversarios de los eimuros eran verdaderamente tupys.

—¿Estarán allí todavía los eimuros?

—Ahora andarán ocupados en perseguir a sus contrarios. Además, no desembarcaremos hasta que se haya puesto el sol.

Remaban sin darse prisa, porque tenían más de tres horas por delante, y procuraban navegar ocultos por los islotes para no ser descubiertos desde la ribera, dado caso de que todavía hubiese gente en ella.

Ya se ponía el sol tras de los grandes árboles de la orilla de occidente cuando llegaron a la caleta.

Reinaba profundo silencio en la ribera; sólo en el interior de la selva se oían los agudos y tristísimos gritos del guara.

—¡Buena señal! —dijo el marinero al poner el pie en tierra.

—¿Por qué? —preguntó Alvaro.

—Porque si los lobos rojos están devorando los cadáveres de los que han caído en la batalla, es señal de que se han alejado los combatientes. Esos animales andan siempre lejos de los hombres. ¿Seríais capaz de conducirme al campo de batalla?

—Me acuerdo perfectamente del camino que recorrimos —contestó Alvaro.

Tomaron las armas y se internaron en el bosque, recogiendo algunas frutas cuando las hallaban en su camino, porque se habían pasado el día en ayunas.

Los aullidos de los guaras o lobos rojos eran cada vez más agudos. Aquellos voraces animales se habían arrojado ávidamente sobre los cadáveres y estaban dejándolos en los huesos.

Un cuarto de hora después, Alvaro y el marinero llegaban al lindero de la extensa sabana.

Allí yacían, diseminados o agrupados, no menos de doscientos cadáveres de guerreros, entre tupys y eimuros, unos atravesados por las flechas y otros con el cráneo roto por los brutales golpes de sus mazas.

Multitud de guaras daban vueltas alrededor de los cadáveres aullando y gruñendo, y bandadas de caricaros, que son una especie de buitres, y de urubues, insaciables devoradores de carne corrompida, tomaban parte en aquel repulsivo festín.

Sin preocuparse por los lobos rojos, Díaz se acercó a un grupo de cadáveres y los observó algunos instantes.

Tupys y eimuros estaban mezclados y estrechamente abrazados, como si todavía quisieran seguir peleando.

—Sí —dijo—; tupys son los vencidos por los eimuros. Los reconozco perfectamente por sus collares y por sus cicatrices. ¿No veis ese indio que tiene hondas cicatrices en los brazos? ¡Siete nada menos! Debía de ser un famoso guerrero.

—¿Por qué? —inquirió Alvaro.

—Porque cada cicatriz significa un enemigo muerto.

—¿Son, pues, terribles estos indios?

—Son guerreros formidables.

—¡Pobre García! —dijo Alvaro, lanzando un suspiro—. ¿Podremos llegar a tiempo para salvarle?

—Ya os he dicho que hasta que le hayan engordado no correrá ningún peligro. Volvamos a la canoa, señor Correa: todavía no estoy bastante fuerte para hacer largas caminatas.

—¿Dónde pasaremos la noche?

—En la canoa. Allí, al menos, estaremos seguros de no ser sorprendidos.

Volvieron lentamente hacia la laguna, recogiendo plátanos y cocos; se embarcaron, y siguieron con rumbo al sur.

Hacia medianoche encallaron la canoa en un banco que había a cincuenta metros de la orilla, distancia suficiente para evitar una sorpresa, y se entregaron al sueño, a pesar de los mugidos, de los silbidos, de los martillazos y de los ladridos de los sapos, de las parranecas, de los sapos mineros y demás batracios que poblaban los islotes.

Al día siguiente, después de vaciar dos o tres cocos, siguieron su viaje, manteniéndose constantemente a prudente distancia de la orilla.

Aquella inmensa laguna no se estrechaba ni acababa nunca; ni la ribera meridional ni la occidental se distinguían siquiera a lo lejos.

Debía de ser extensa y hasta quizás estaba en comunicación con el mar, porque sus aguas eran algo salobres.

El marinero y Alvaro remaron hasta mediodía sin descansar un momento. Después, viendo que no había señales de seres humanos en la orilla, atracaron a tierra para proporcionarse alimentos.

Toda la ribera estaba cubierta de hermosísimos jabuticaberas, árboles de seis o siete metros de altura, frondosísimos y cargados de una fruta del tamaño de nuestras naranjas mandarinas, de color amarillo brillante, unidas inmediatamente a la corteza del vegetal, y que tienen una pulpa bastante delicada y muy estimada por los indios.

Bandadas de anos, pájaros de color blanco y negro del tamaño de los mirlos y con cola larguísima, que se llevan perfectamente con todos los animales, hasta los más feroces, por la extraña costumbre que tienen de librarlos de pulgas y demás bichos parásitos, revoloteaban entre las ramas bajas, mientras en las altas chillaban sin tregua los japues, los más molestos de todos los volátiles, por lo desagradable de su canto.

—¿Vamos a hacer un asado de pájaro? —preguntó Alvaro, viendo que el marinero introducía una flecha envenenada en su cerbatana.

—Pienso proporcionaros algo mejor —le contestó Díaz, que tenía clavada la vista en los grupos de hortensias que había alrededor de las jabuticaberas.— ¿No veis ese animal que trata de sorprender a los anos?

El animal a que el marinero se refería era algo parecido al gato. Tenía el cuerpo esbelto y como de medio metro de largo, pelo espeso negro o pardo, cabeza gruesa, ojos grandes y orejas colgantes. Había trepado silenciosamente por el tronco de un árbol, y trataba de llegar a las ramas donde varios anos estaban dando chillidos.

—¿Qué bicho es ése?

—Un tayra, un bandolero destructor de pájaros y de roedores, que no teme atacar hasta al mismo capibara, que es el mayor de los roedores conocidos. ¡Ah! ¡Ahí tenemos otro competidor!

—¡Qué hermosísimo gato! —exclamó Alvaro.

Otro animal que hasta aquel momento había estado oculto entre las hortensias, y que, lo mismo que el primero, acechaba a los anos con la esperanza de sorprenderlos, se lanzó sobre el mismo tronco.

Era un gato leopardillo, animal muy común en las selvas brasileñas, que, lo mismo que el tayra, hace terribles estragos en los pájaros, y lleva su audacia hasta atacar a los monos, a los cuales vence fácilmente, por estar armado de solidísimas garras y ser extraordinariamente ágil.

Es un hermoso gato, casi de un metro de largo y la mitad de alto, cuerpo robusto cubierto de pelo espesísimo y mórbido, con manchas y rayas blancas, pardas, amarillas, grises o bien negras.

—Parece un tigre pequeño —dijo Alvaro, que se había escondido detrás del tronco de un árbol.

—Y que si es atacado hace frente hasta a los hombres —contestó el marinero—. Es el mayor y el más atrevido de todos los gatos salvajes. Veréis cómo ataca hasta al tayra si consigue sorprenderle.

No obstante hallarse ya en ramas bastante altas, el tayra había advertido la presencia de su peligroso vecino, y apresuradamente abandonó el puesto, lanzándose de un salto enorme a un árbol cercano, y desde allí se internó en la espesura.

—¡Al menos que no se nos vaya este otro! —dijo para sí el marinero, que no había previsto aquella rápida fuga.

Sopló en la cerbatana, y su infalible flecha fue a clavarse en el costado del leopardillo, tan delicadamente, que el animal ni siquiera pareció darse cuenta de su herida, pues continuó encaramándose suavemente por el tronco, manteniéndose oculto entre los festones de bejucos.

Ya había llegado cerca de la rama donde estaban los anos, que no se habían dado cuenta del peligro que corrían, y se preparaba a dar un salto sobre ellos, cuando repentinamente se desplomó en el suelo.

—¡Mi vulrari es de primera calidad! —dijo Díaz, riendo.

Recogieron el gato y volvieron a la canoa con el propósito de asarlo en un islote que se divisaba a doscientos o trescientos metros de la orilla, donde no corrían peligro de ser molestados.

Rápidamente atravesaron el brazo de agua que los separaba de aquel pequeño claro de tierra, y atracaron la canoa a la orilla.

—Traed una olla —dijo el marinero—; lo haremos estofado.

—¿Será bueno de comer? —preguntó Alvaro—. Nunca he tenido confianza en la carne de gato.

—Todos los indios lo comen. Por otra parte, no tenemos otra cosa mejor y…

Detúvose, mirando con cierta inquietud hacia las plantas de que estaba cubierto el islote.

—¿Qué pasa? —le preguntó Alvaro al verle introducir rápidamente una flecha en su cerbatana.

—Veo la cúspide de una choza.

—¿Estará habitado este islote?

—En tal caso, habría alguna piragua, y no he visto ninguna. Armad el arcabuz, y vamos a explorar.

Abriéronse paso a través de la hojarasca, y no tardaron en llegar a una especie de cobertizo formado por varias ramas cruzadas cubiertas por una techumbre de hojas de plátano.

—No veo a nadie —dijo el marinero.

Avanzó con la cerbatana a la altura de la boca, para en caso de necesidad poder dispararla más pronto, y se escondió bajo el cobertizo.

Nadie había allí; pero no debía de hacer mucho que había salido su dueño, porque en un rincón había sobre dos piedras una olla que contenía unos tubérculos casi frescos, y poco más allá unos güiros, o sea vasos de calabazas secos que parecían de factura reciente.

Suspendida de unos travesaños había una hamaca hecha con gruesos hilos de algodón de varios colores, y en otro rincón del aposento vasos de tierra porosa para filtrar el agua. Había, además, otros varios objetos de aplicación desconocida para Alvaro.

—¡Tomemos posesión de esta cabaña! —dijo el marinero, que parecía contentísimo del hallazgo.

—¿Dónde estará el propietario? —preguntó Alvaro.

—Probablemente cazando por la ribera.

—¿Quién puede ser?

—Seguramente, un tupinambá. Sólo los indios de esa tribu son capaces de hilar hamacas tan hermosas y cómodas como ésta.

—¿De modo que será amigo vuestro?

—Por lo menos, así lo creo.

—¿Qué se habrá refugiado aquí huyendo de los eimuros?

—Es posible. Si el habitante de esta choza es verdaderamente un tupinambá, es una gran suerte para nosotros. Nos servirá de guía para ir a la aldea de los tupys, y podrá prestarnos otros excelentes servicios. Aquí tenemos laña y hogar donde quemarla. Preparemos el almuerzo agregando al gato estos tubérculos, que son muy buen alimento.

Encendieron el fuego y colocaron sobre él la olla, dentro de la cual echaron el gato, que ya habían desollado, limpiado y descuartizado.

—¡El indio se trata bien! —exclamó el marinero, que andaba registrando los güiros, que eran muchos, cuidadosamente tapados con hojas.

—¿Qué habéis descubierto? —Un güiro lleno de parica.

—¿Y qué es eso?

—Unos polvos para sorber, que extraen los indios de las semillas de una planta leguminosa llamada inga.

—¿Y para qué sirven esos polvos?

—Alegran como el buen vino.

De pronto lanzó un grito de triunfo.

—¡Tabaco! ¡Ya hacía tiempo que no fumaba!

—¿Tabaco habéis dicho? —preguntó Alvaro, que no sabía lo que era.

—¡Ah! ¡Había olvidado que aún es desconocido en Europa! Después que acabemos de almorzar echaremos una buena fumada, ya que, por lo que he visto, el dueño de esta choza tiene unas cuantas pipas.

CAPÍTULO X. SAPO HINCHADO

No hay que sorprenderse de que Alvaro no supiese lo que era el tabaco, pues en aquella época no era conocido por los europeos ni por los asiáticos.

A Cristóbal Colón le chocó tanto ver a los indios de las tierras que él había descubierto echar humo por la boca que creyó al principio que aquellos hombres comían fuego.

Aunque sus marineros y los otros navegantes españoles que prosiguieron sus descubrimientos viesen muchas veces fumar a los indios, y también fumasen ellos mismos, el tabaco siguió sin ser conocido en Europa hasta 1580, en que lo popularizó Jean Nicot, embajador que había sido de Francia en Lisboa, llevándolo a la corte de Francia, donde se le concedió gran estimación, tanto para aspirarlo por las narices como para fumarlo.

La reina de Francia, Catalina de Médicis, fue la que primero contribuyó a dar celebridad a esa hoja aromática, que pronto había de extenderse por todo el mundo.

Sir Walter Raleigh, el explorador del Orinoco, ya la había dado a conocer en Inglaterra.

Al ver a los indios aspirar el humo de esas hojas, trató de imitarlos, y no tardó en adquirir la misma costumbre.

Se cuenta una graciosa anécdota que demuestra la sorpresa que experimentaron los primeros europeos que vieron a un hombre echar humo por la boca.

Vuelto Raleigh a Inglaterra, y hallándose cierto día sentado en su comedor fumando en una pipa que le había regalado un cacique indio, entró un antiguo y fiel criado suyo.

En su vida había visto aquel buen hombre cosa semejante, y atribuyendo el humo que salía de la boca de su amo a algún fuego interno, corrió a la habitación inmediata, y echando mano de un jarro de plata, lleno de agua, lo volcó encima de su amo, gritando: «¡Fuego! ¡Fuego!».

¿Quién hubiera creído entonces que cien años después aquella planta, sólo conocida por los indios de América del Sur, habría efectuado una verdadera revolución en las costumbres de millones y millones de hombres y que de ella se aprovecharían los Gobiernos para aumentar considerablemente los ingresos del Estado con sus famosos monopolios?

Alvaro y Díaz habían acabado ya de comer y estaban fumando el tabaco del indio, cuando oyeron hacia la ribera un ruido como de dos barcas que chocaran entre sí.

Ambos se levantaron y se precipitaron a sus armas.

—¿Será el dueño de la choza que vuelve? —preguntó Alvaro, armando el arcabuz por si acaso.

—Debe de ser él —contestó el marinero—. Esperad: si responde a la llamada que voy a hacer, es un tupinambá.

Aproximóse a la boca un trozo de hoja doblada por la mitad; lanzó dos o tres silbidos estridentes que tenían que oírse desde muy lejos, y esperó.

Un momento después tres silbidos semejantes resonaron bajo las palmas enanas de la orilla.

—¡Es amigo! —dijo el marinero.

Oíase entre el ramaje un ruido que crecía rápidamente. Poco después se separaron las hojas de un plátano, y un indio apareció en la pequeña plazoleta que ocupaba la choza.

Era un hombre de mediana edad, alto, esbelto, de perfil algo anguloso, ojos pequeños, negros y vivísimos, y cabellos muy largos y algo bastos.

Tenía la piel no rojiza, sino verduzca, como todos los hombres de su tribu, por el abuso que hacían del aceite de coco y de la grasa para tatuarse, dibujándose los brazos y el pecho con horribles figuras de ranas y otros batracios con la boca abierta.

Iba enteramente desnudo, llevando por todo adorno un collar de dientes humanos, arrancados probablemente a enemigos vencidos. En la mano empuñaba una cerbatana.

—¿Me reconoces, Cururupebo? (Sapo Hinchado) —le preguntó el marinero, dando unos pasos adelante.

—¡El gran pyaie de Zoma! —exclamó el indio atónito. Después, mirando con viva curiosidad a Alvaro, dijo—: ¿Es tu hijo?

—A quien he encontrado después de muchos años. ¿Dónde están los tupinambás y qué haces tú aquí?

—Me he refugiado en este islote después de la destrucción de mi aldea —respondió el indio.

—¿Sigue la tribu dispersa y en fuga?

—Lo ignoro; pero sé que los eimuros, después de devastar las aldeas de los tupys, se retiran en todas direcciones perseguidos por los cahetos, los tamoyos y los guaitacazos. Dentro de pocos días habrán sido rechazados esos bandidos a sus desiertos. Todas sus partidas están en fuga, y ya no pueden resistir.

—Sin embargo, ayer han sostenido una batalla con los tupys.

—Lo sé; pero cuando iban persiguiéndolos han sido sorprendidos y desbaratados. Pero ¿qué hace aquí el gran pyaie de Zoma?

—Iba de viaje en busca del otro hijo mío, que ha sido apresado por los tupys.

Los ojos del indio relampaguearon de ira.

—¡Siempre esos lobos inmundos! —dijo—. Son peores que los eimuros, y no respetan ni a nuestros pyaies de piel blanca. ¿Le han devorado?

—Todavía no.

—¿Por qué te has detenido aquí?

—Zoma, el padre de los vientos y de las aguas, de la tierra y el sol, el que enseñó a los rojos hijos de las selvas a cultivar la mandioca, me ha sugerido la idea de venir a buscar a Sapo Hinchado para que me ayude a libertar a mi hijo.

El indio se irguió y tomó una actitud fiera.

—¿De modo que Zoma me estima como un gran guerrero? —preguntó.

—Sí, y te lo prueba el hecho de haberme guiado hasta aquí.

—¡Mi carne, mi sangre y mi cerbatana están a la disposición del gran pyaie blanco! —dijo el indio—. ¿Qué tengo que hacer?

—Conducirme a la aldea de los tupys, y ayudar a libertar a mi hijo.

—Cururupebo está dispuesto a emprender la marcha. Es un gran guerrero, y no teme a esos lobos malditos.

—Toma lo que puedas necesitar, y partamos.

Mientras el indio entraba en su choza para recoger su hamaca y sacar sus vasijas, el marinero, que estaba contentísimo del buen éxito de aquel coloquio, condujo a Alvaro hacia la ribera, diciéndole:

—Todo va bien. Sapo Hinchado nos llevará al territorio de los tupys, y nos ayudará con todas sus fuerzas a llevar a cabo nuestra empresa. Será un compañero valiosísimo.

—¿Es un valiente guerrero?

—Uno de los más endemoniados. Ha matado más de catorce enemigos, y se ha comido no sé cuántos.

Como la canoa del indio era demasiado pequeña y además estaba muy averiada, acordaron embarcarse en la otra, que era mejor y más cómoda.

—¿Adónde tenemos que dirigirnos?

—Hacía un río al sur, que pasa por el territorio de los tupys. Si se puede, lo remontaremos.

—¿Está muy lejos?

Sapo Hinchado miró al cielo y habló así:

—Llegaremos después de la puesta del sol.

Como disponían de tres pares de remos y el indio era un batelero incansable, como muchos de sus compatriotas, la canoa iba con grandísima rapidez, manteniéndose a medio kilómetro de la costa.

La laguna seguía abundando en bancos y en islotes; cubiertos unas veces de cañaverales y otras de extensos bosques de tacuaras, enormes bambúes de donde suelen los indios hacer sus flechas. Miles y miles de aves acuáticas pasaban por encima de nuestros viajeros, sin asustarse apenas al ver la canoa.

Sin dejar de remar, sin embargo, no desperdiciaba ocasión de lanzar alguna flecha con habilidad prodigiosa a los manitancos o canindes que alborotaban en los cañaverales, cuando se le presentaban a tiro. A fuer de hombre previsor, pensaba en la cena de aquella noche y hasta en la comida del día siguiente.

También a veces disparaba sus flechas a flor de agua contra alguna traira, grueso pez que mora en las lagunas, o contra algún rascudo, cuyas durísimas escamas no bastaban para defenderlo de las sutilísimas puntas de aquellos proyectiles.

—¡Qué diestros son estos salvajes! —decía Alvaro, asombrado de la habilidad de Sapo Hinchado.— Si mis compatriotas quieren apoderarse de esta tierra por la fuerza, ya tienen qué hacer para defenderse de estos indios.

Hacia la tarde la canoa, que no había cesado de avanzar impulsada vigorosamente por los remos, llegó a la boca de un río que tenía como cien metros de anchura, y que parecía una enorme hendidura abierta en la espesura de la selva, a juzgar por el caudal de sus aguas.

—El Ibira —dijo Sapo Hinchado volviéndose al marinero—. Remontándolo llegaremos en un par de días a la tierra de los tupys.

—¿Hay habitantes en sus riberas?

—Lo sospecho —contestó el indio.

—¿Tupys acaso?

—Sí.

—Entonces, nos descubrirán.

—No navegaremos más que de noche.

—Si advierten nuestra presencia, nos cerrarán el paso.

—Ya lo sé; y a los tupys no les faltan canoas. Remontaremos el río mientras podamos, y después nos entraremos en la selva. En ella, por lo menos, estaremos seguros y nos será más fácil acércanos a las aldeas de los tupys. Tomemos ahora un pequeño descanso y cenemos.

Dirigiéndose hacia la orilla izquierda, que estaba cubierta de enormes plantas mauricias, árbol preciosísimo, porque antes de florecer puede extraerse de su tronco cierta sustancia farinácea que, seca y amasada, puede sustituir a las galletas de mandioca, y porque con el jugo que se encuentra en su corteza puede obtenerse un licor dulce y embriagador, bastante agradable, al que también son muy aficionados los indios.

Sapo Hinchado reconoció la orilla hasta una distancia de quinientos o seiscientos metros para cerciorarse de que no había habitaciones, y después encendió el fuego y preparó rápidamente la cena asando una hermosa traira y cociendo en la olla un par de aves acuáticas y otros tantos tubérculos dulcísimos, de cerca de un pie de largo y tan gruesos como la pierna de un hombre, que había recogido durante su rápida exploración.

Cuando todo estuvo listo se apartó, por no ser costumbre entre los indios del Brasil comer unos juntos a otros, ni siquiera en familia, y despachó su olla llena de caldo, sirviéndose, no de cuchara, sino del dedo índice y el de en medio, con tal destreza y rapidez, que acabó antes que sus compañeros.

También devoró la traira sin perder tiempo en quitarle las escamas ni las espinas. Entre bocado y bocado separaba unas y otras con la lengua, al igual que los monos, recogiéndolas en un rincón de la boca y arrojándolas todas juntas al acabar de comer.

No acostumbran los indios hablar ni beber mientras comen; pero después de acabada la comida charlan como papagayos durante horas enteras y beben en abundancia, hasta embriagarse, casciri y otros licores fuertes.

Pero como no los tenía a mano, Sapo Hinchado hubo de conformarse con agua del río y con parica, que aspiró por un doble tubo formado por dos huesos del ala de un buitre, con lo que consiguió alegrarse, por tener ese polvo propiedades embriagadoras.

Hasta medianoche se prolongó aquel descanso, que les era indispensable para reponer sus fuerzas, y después volvieron a embarcarse para aprovechar la oscuridad adelantando camino sin peligro de ser vistos ni molestados por los habitantes de las riberas.

Una y otra orilla estaban cubiertas de soberbias palmas, las cuales proyectaban una sombra tan oscura, que la canoa se hacía apenas visible.

Eran palmas de la cera, las más hermosas y esbeltas de la numerosísima familia de las palmas, de tronco altísimo, fino, blanco y coronado por una elegante copa de hojas de cinco o seis metros de largo.

De cuando en cuando, entre la espesa maleza que había alrededor de los troncos de las palmas, vagaban sombras, lucían puntos amarillo-verdosos, y se oían maullidos sofocados y rugidos roncos que repercutían en las bóvedas de verdor.

Eran jaguares, pumas, lobos rojos y grandes gatos leopardillos que recorrían las riberas en busca de presas que devorar.

Apenas advirtió la presencia de tales vecinos, Sapo Hinchado se apresuró a alejarse de la orilla, navegando más hacia el centro del río; conocía demasiado la audacia de los jaguares y de los pumas para no adoptar sus precauciones.

—¡Qué abundancia de fieras! —dijo Alvaro viendo dos grandes sombras avanzar rápidamente por una lengua de tierra que llegaba casi hasta el medio del río.

—Todas las orillas de las corrientes de agua están pobladas de animales carnívoros —contestó Díaz—. Los tapires, los monos, los pécaris y los capibaras, que son las víctimas de los jaguares y de los pumas, escasean en la gran selva, por haber en ella pocos arroyos y lagunas.

—¡Silencio, gran pyaie! —dijo en aquel momento Sapo Hinchado recogiendo los remos.

—¿Qué ocurre? —preguntó el marinero.

—¡Una aldea!

—¿Dónde?

—¡Allá arriba, hacia aquella punta!

—¿De los tupys?

—¡De seguro! —respondió el indio.

—¿Podremos pasar delante de ella sin que nos vean? En este momento deben de estar durmiendo los habitantes, como los sucuriús en tiempo de sequía.

—Si los eimuros no han sido completamente expulsados del territorio, velarán en la aldea.

—Es verdad. ¿Y qué creéis que debemos hacer?

—Dejar la canoa y meternos en la selva. Iremos con mayor seguridad, y podremos acercarnos a la gran aldea de los tupys sin ser descubiertos. Tu hijo debe de estar allí: estoy seguro.

—No me gusta abandonar la canoa.

—La sumergiremos, y así podremos recobrarla a nuestro regreso y volver a la sabana sumergida.

—¿Qué le pasa al indio? —preguntó Alvaro, que se impacientaba.

—Tenemos ahí delante una aldea de los tupys —respondió Díaz—. Sapo Hinchado no se atreve a pasar delante de ella, y nos aconseja que sigamos nuestro viaje por la gran selva.

—¿Podemos fiarnos de él?

—Por completo.

—Entonces, vayamos a la orilla.

Atravesaron el río acercándose a la orilla derecha, a la cual atracaron, desembarcando después.

El indio amarró la canoa al tronco de un árbol con un largo bejuco, sacó a tierra sus provisiones, su hamaca y un par de ollas, y después anegó la canoa entre un grupo de enormes hojas de victorias regias, donde no era fácil descubrirla.

Ya iban a ascender por la orilla y a echarse bajo las palmas, cuando el indio, señalando hacia arriba del curso del río, dijo al marinero:

—¿Estáis viendo, gran pyaie?

Un bulto negro y largo se había separado de la pequeña península en que estaba la aldea, y descendía muy de prisa por el río.

—¡Una canoa! —dijo Díaz.

—Vigilaban desde su cabaña —contestó el indio—; y vienen a ver si hemos desembarcado.

—Sí, nos habían visto. ¡Pronto, a la selva, y apretemos el paso a toda prisa!

Ocultándose entre las palmas y los helechos arborescentes, que entrelazados con bejucos, orquídeas y otras plantas cubrían la ribera, emprendieron la marcha a toda prisa, temiendo ser perseguidos por los bateleros de la piragua.

El indio, cuyos sentidos, y especialmente el del oído, eran sutilísimos, se detenía de cuando en cuando a escuchar, y después seguía caminando con rapidez creciente, internándose cada vez más en la tenebrosa selva.

El marinero, habituado a las rapidísimas marchas de los indios, que en una sola noche andaban distancias increíbles, no tenía dificultad en seguirle, pero Alvaro hacía esfuerzos desesperados para no quedarse rezagado.

Además, desde que hubo desembarcado, sentía dolores agudísimos en los dedos de los pies, como si llevase espinas clavadas en ellos.

Después de dos horas de carrera desenfrenada, tuvo que confesarse vencido.

—Detengámonos, Díaz —dijo—. No puedo seguiros más, y por otra parte, me parece que ningún peligro nos amenaza.

—Sí, detengámonos —respondió el marinero—. No estáis habituado a las rápidas marchas de los salvajes brasileños.

—Además, no sé qué me pasa, pero tengo los dedos de los pies en muy mal estado.

—¡Ah! —dijo Díaz riendo—. ¡Sé lo que tenéis! Os está comiendo el animal maligno. Hay que libraros de él, si no queréis quedaros sin pies.

—¿Un animal?

—Sí, una especie de pulga: la nigua.. Sapo Hinchado os las quitará. Esperad al amanecer, porque si la bolsa no sale entera y se rompe, se os desarrollará una úlcera maligna que os destruirá los pies en unas cuantas semanas.

—¿Una pulga, habéis dicho?

—Que es aquí muy común, y no perdona ni a los indios. No se sabe por qué, se oculta con preferencia en los dedos; y si es una hembra, anida dentro de la carne formando una pequeña bolsita en la cual deposita los huevos. ¡Y ay si no se extrae a tiempo, porque se corre el peligro de perder el pie! Acampemos bajo este árbol, y esperemos a que salga el sol.

—¿Y si nos persiguen los de la piragua?

—Cuando Sapo Hinchado está tranquilo, es señal de que no corremos peligro.

En efecto, el indio no parecía inquieto. Apoyado en el tronco de una palma, aspiraba tranquilamente un poco de polvo de parica, contemplando con aire distraído a los espléndidos cocuyos que revoloteaban alrededor de ellos, ora descendiendo hasta el suelo, ora levantándose hasta la impenetrable bóveda de verdor que les rodeaba.

Cuando comenzó a clarear, Sapo Hinchado, a quien ya había prevenido el marinero de lo que le pasaba a Alvaro, fue en busca de unas cuantas espinas de la palmacera, escogiendo cuidadosamente las más agudas.

El marinero hizo que Alvaro se descalzase.

—La operación será rápida y nada molesta —le dijo—. En cuanto os haya extraído el nido de niguas podéis emprender el camino sin ningún inconveniente.

El indio examinó los pies de Alvaro, y descubrió en ellos dos minúsculos bultos, de los cuales, con una de las espinas que había recogido, extrajo con destreza maravillosa sendos globulitos del tamaño de cabezas gruesas de alfiler.

—A las niguas les habían parecido vuestros pies muy a propósito para depositar sus huevos —dijo Díaz sonriendo—. La sangre de los blancos les agrada. Ya estáis libre de esos peligrosos huéspedes.

El indio cubrió las ligerísimas incisiones que había hecho para extraer las niguas con un poco de polvo de carica, y dijo al marinero:

—¡Echemos a andar!

—¿Acaso nos siguen? —preguntó Díaz.

Sapo Hinchado no ha oído ningún ruido sospechoso, pero es mejor alejarse pronto del río.

—¿Cuándo llegaremos a la aldea de los tupys?

—Esta noche, si vamos de prisa.

Se orientó por el sol, y se puso en marcha siguiendo un sendero que parecía haber sido abierto por algún animal grande, a juzgar por las ramas rotas que en él había.

—Es el camino de un tapir —dijo el marinero a Alvaro.

—¿De uno de esos animales parecidos a los puercos, que tienen una especie de trompa movible en el hocico? —preguntó el portugués.

—Sí, señor Correa; y esta senda indica que estamos cerca de algún pantano, porque esos animales no pueden vivir lejos del agua, pues se alimentan con raíces de las plantas lacustres.

—¿Y por qué abren estos senderos que parecen obras de hombres?

—Porque tienen por costumbre seguir siempre el mismo camino para ir desde sus guaridas a los pantanos. Así, poco a poco, abren estos caminos hasta en las selvas más espesas.

—¡Uhau! —exclamó Sapo Hinchado, deteniéndose de pronto.

—¿Qué hay? —preguntó Díaz, acercándose a él.

—Por aquí han pasado tupys, y corrían —contestó el salvaje.

En aquel lugar se veían matorrales hollados, helechos arborescentes derribados, bejucos cortados, orquídeas pisoteadas, como si un torrente humano hubiera atravesado la selva como un huracán.

Distinguíanse en el suelo húmedo de la selva muchas huellas de pies desnudos y en el tronco de los árboles flechas clavadas en la corteza.

El indio arrancó una y la miró atentamente.

—Es una flecha de los tupys —dijo.

—¿En qué lo has conocido? —le preguntó Díaz.

—En que tiene la punta en forma de gancho. Esta otra es de los eimuros —prosiguió, refiriéndose a otra que arrancó después—. Tiene la punta de espina de palma.

—¿Habrán pasado por aquí los tupys vencidos en la orilla de la sabana sumergida?

—Sí —contestó Sapo Hinchado.

De repente levantó la cabeza, husmeando varias veces el ardoroso aire.

—¡Vamos, gran pyaie!

—¿Qué hay de nuevo?

—Muertos allá abajo.

—¿Habrán sido alcanzados los tupys por los eimuros y muertos todos ellos hasta el último? —preguntó el marinero con angustia—. ¡En tal caso, García habrá muerto también!

Siguió detrás del indio con el corazón oprimido, sin decir nada a Alvaro, y después de andar trescientos o cuatrocientos pasos llegaron al borde de un gran pantano, cuyas orillas estaban cubiertas de árboles.

Un terrible combate debió de haberse librado en aquel lugar.

Varios cientos de cadáveres, ya próximos a corromperse, yacían alrededor del pantano, entre confusos montones de arcos, cerbatanas y mazas.

Había abundantes charcos de sangre coagulada en las depresiones del suelo.

—¡Eimuros! —dijo Sapo Hinchado con una sonrisa de cruel satisfacción—. ¡Los tupinambás están vengados!

—¿Habrán sido vencidos a su vez por los tupys? —preguntó Díaz.

—Sí, y han caído todos o casi todos. ¡Mira la cabeza de su cacique!

En medio de un montón de cadáveres, clavada en una pértiga, se erguía un cabeza humana medio deshecha por un terrible mazazo, con los ojos arrancados y todavía adornada con una corona de plumas tintas en sangre.

Al verla, Alvaro lanzó un grito.

—¡El cacique de los eimuros! Le reconozco, a pesar de lo horriblemente desfigurado que está.

—¡Ganga para nosotros! —contestó Díaz—. ¡A lo mejor no nos molestará más!

El indio, que daba vueltas por el campo de batalla reconociendo los cadáveres como si buscase algo, se bajó de repente y recogió alguna cosa.

—El hijo del gran pyaie blanco ha pasado por aquí —dijo—. Ahora estamos seguros de que está en poder de los tupys.

—¿Qué has encontrado?

—El polvo que truena.

Al decir esto, Sapo Hinchado mostraba una bolsa de piel, de la que había sacado unos granitos que recogió en la palma de la mano.

—¡Aún me acuerdo! —dijo—. El gran pyaie producía con esto el relámpago y el trueno.

Díaz se precipitó sobre él, quitándole la bolsa que llevaba en la mano.

—¿La conocéis? —preguntó, enseñándosela a Alvaro.

—¡La bolsa de municiones de García! —exclamó el portugués vivamente emocionado.

—Sí, la suya —dijo Díaz.

—¿Creéis que…?

—Que esto es una prueba de que García está en poder de los tupys.

—¿Vivo?

—No lo dudo.

—¡Ah! ¡Pobre muchacho!

—Le rescataremos, aunque tengamos que poner en movimiento a toda la tribu de los tupinambás para caer sobre sus raptores.

—Señor Correa, esta pólvora puede ser de gran valor para nosotros.

—¡Y no se la dejaremos a estos muertos! —contestó Alvaro—. Mis municiones comienzan a escasear.

—¡Qué me siga el gran pyaie blanco! —dijo en aquel momento Sapo Hinchado,— Ahora ya estamos sobre la pista de los guerreros tupys, y la seguiremos hasta la gran aldea donde está prisionero su hijo.

CAPÍTULO XI. LA ALDEA DE LOS TUPYS

Al caer la tarde, después de una marcha larguísima a través de selvas casi vírgenes, los dos europeos y el indio llegaron a la orilla de otro vasto pantano, otra sabana sumergida, que no tenía, sin embargo, las dimensiones de la que había atravesado dos días antes y en cuyos islotes habían permanecido tantos días.

A los últimos rayos del sol poniente habían podido ver en la ribera opuesta grandes construcciones rodeadas de empalizadas altísimas, que eran verdaderos baluartes, nada fáciles de expugnar, aun contando con mucha gente.

Casi todos los indios del Brasil, que vivían en continua guerra para proporcionarse prisioneros que devorar, construían sus aldeas de modo que no pudieran ser sorprendidos por sus enemigos.

A diferencia de los negros de África, no acostumbraban erigir cabañas sólo suficientes para una familia, sino casas inmensas, construidas con troncos de árboles. Esas casas, llamadas carbets, que tenían más de cien metros de longitud, cinco de anchura y otros cinco de alto, y estaban cubiertas de hojas de plátano, tenían tres puertas, una de las cuales daba a la plaza destinada al suplicio de los prisioneros de guerra.

En cada casa solían alojarse veinte familias, sin tabiques ni divisiones que las separasen unas de otras, de modo que hacían vida en común.

Como hemos dicho, toda aldea, fuera pequeña o grande, estaba circunvalada por una doble estacada en que se exponían las cabezas de los enemigos devorados, de las cuales se habían sacado previamente los sesos y disecándolas después, sumergiéndolas en el aceite vegetal del andiroba, que las ponía en disposición de conservarse por mucho tiempo.

Cada aldea sólo duraba cinco o seis años, o sea el tiempo necesario para explotar los árboles y la tierra circunvecinos. Después se les prendía fuego y los habitantes se trasladaban a otra localidad más abundante en frutas y caza, donde fundaban otra aldea, destinada a sufrir algunos años después la misma suerte.

La aldea descubierta por Sapo Hinchado debía de ser una de las más importantes de la tribu, a juzgar por su vasto recinto y por el gran número de casas que en él se contenían.

—Ahí reside el gran cacique de los tupys —dijo el indio—. Es una verdadera fortaleza que los guerreros de mi tribu no se han atrevido nunca a asaltar.

—¿Y nosotros? —preguntó Díaz.

—Nosotros… ¡Tres hombres pueden pasar por donde no lograrían abrirse paso por la fuerza centenares de guerreros!

—Pero no sabemos dónde tienen encerrado a mi hijo los tupys —dijo el marinero—. ¿Conoces tú la disposición interior de la aldea?

—No.

—Ahí reside el gran cacique de los tupys.

—¿Se te ocurre algún plan?

—Sí.

—Habla, pues.

—Necesitamos un prisionero.

—¿Para preguntarle?

—Y para que nos guíe al carbet de los prisioneros destinados a los banquetes de los guerreros.

—¿Y dónde encontrarle?

—Todas las mañanas, las mujeres y los muchachos de la tribu salen de la aldea para surtirse de agua.

—Busquemos la fuente o la charca que proporciona a los habitantes de la aldea el agua potable. No nos será muy difícil dar con ella.

—Y al primero que llegue le echamos mano.

—El gran pyaie blanco sabe leer en mi pensamiento —dijo Sapo Hinchado.

—Busquemos, pues, el estanque o el manantial y un sitio bueno para emboscarnos.

—¡Seguidme, pyaies blancos!

Guiado por su maravilloso instinto, el indio se internó otra vez en la selva, volviendo la espalda a la aldea de los tupys, y se puso a buscar la fuente o el arroyo, porque los brasileños tienen la costumbre de fundar sus aldeas cerca de alguna laguna o corriente de agua.

Vagó unas cuantas horas por la selva, deteniéndose de cuando en cuando para observar el terreno, hasta que llegó a la orilla de una charca de figura casi circular que se hallaba en la parte opuesta de la aldea.

Como estaba rodeada por bosques inmensos de bambúes y espesos matorrales era fácil esconderse.

—¿Será aquí donde se proveen de agua los tupys? —preguntó el marinero.

—Sí —contestó el indio—. Hay muchísimas señales de pisadas humanas en el suelo.

—Pues acampemos aquí y esperemos a que pase la noche —dijo el marinero.

No atreviéndose a encender fuego por temor de ser descubiertos por los tupys, se contentaron para cenar con maraningas, frutas exquisitas semejantes a las uvas, y después se escondieron entre los bambúes, echándose en un lecho de hojas de jupatas que recogió el indio. Tranquilizados por el silencio que reinanaba en la selva y seguros de no correr ningún peligro, no tardaron en dormirse.

Alvaro y el marinero podían confiar enteramente en la agudeza de los sentidos del indio. Aquel hombre, aun dormido, no se dejaría sorprender, y al momento advertiría la vecindad de un enemigo.

Su sueño sólo fue interrumpido por algún que otro aullido de los guaras que rondaban alrededor de la aldea. No se oyeron jaguares ni pumas, que eran entonces muy abundantes y tan audaces que a veces saltaban por encima de las empalizadas y entraban en los carbets para apoderarse de los chiquillos indios. Apenas despertaron cuando oyeron a lo lejos una voz que cantaba y que iba acercándose cada vez más.

Sapo Hinchado se levantó con la cerbatana en la mano, diciendo al marinero:

—Vienen a buscar agua.

—Y por la voz se conoce que es un muchacho —dijo Díaz, que escuchaba atentamente.

—Y no es un tupy —dijo el indio con el asombro pintado en el semblante—. Esa canción es de los tupinambás: «Tenemos el pájaro por el cuello; y si tú fueses un tucán que hubiera venido a picotear en nuestros campos, habrías levantado el vuelo». Así cantan nuestros guerreros cuando amarran a los prisioneros destinados al suplicio. ¿No lo oyes, gran pyaie blanco?

—Y agregaré que he oído alguna otra vez esa voz —dijo el marinero, que no estaba menos asombrado que el indio—. Sí, es la voz de Japy. ¡No puedo engañarme!

—¿El muchacho que te habíamos encomendado para que le instruyeras en los secretos de los pyaies? —preguntó Sapo Hinchado.

—Y que los eimuros nos apresaron.

Alvaro no comprendía lo que hablaban el marinero y el indio; pero también estaba seguro de conocer aquella voz, y pensando sobre ello y haciendo esfuerzos de memoria, vino a caer en que era la del muchacho que le había servido de intérprete durante su estancia entre los eimuros.

Había cesado el canto, pero a poca distancia se oía el crujido de las hojas secas al ser holladas y el ruido que hace un cuerpo al tropezar con las grandes hojas de los árboles bajos.

El que llegaba a proveerse de agua debía de estar muy cerca.

Sapo Hinchado se había plegado sobre sí mismo como un tigre, pronto a saltar sobre su presa.

Apareció un muchacho llevando en la cabeza uno de esos vasos de tierra porosa que usaban los indios para filtrar el agua.

Sapo Hinchado se disponía a dispararle con la cerbatana, no para matarle, sino para aturdirle, cuando Alvaro y Díaz se interpusieron entre ambos.

—¡El intérprete del cacique de los eimuros! —exclamó el primero con admiración.

—¡Japy! —dijo el último.

El joven indio se detuvo sorprendido mirando al uno y al otro, y en seguida se precipitó sobre Díaz, exclamando:

—¡El amo! ¡El pyaie de los eimuros! ¡Cuánto me alegro de encontraros!

—¿Estás solo? —preguntó Díaz.

—Me siguen las mujeres, que vienen a proveérse de agua. Huid o vais a ser descubiertos.

—¡Síguenos!

El muchacho arrojó el cántaro en el estanque y siguió a los tres hombres, que huían a toda carrera a través de la selva.

No se detuvieron hasta un kilómetro más allá, entre unos plátanos, cuyas inmensas hojas eran más que suficientes para ocultarlos por completo.

—¡Habla, Japy! —dijo el marinero cuando hubo recobrado el aliento—. ¿Está el muchacho blanco en la aldea de los tupys?

—Sí —respondió el joven—. Le han traído preso hace dos días, antes de la segunda batalla contra los eimuros.

—Temía que se lo hubiesen comido.

—No; están engordándole.

—¿Te has acercado a él? —preguntó Alvaro, dominado por una profunda emoción.

—No se permite a nadie entrar en el carbet que le han destinado.

—Pero, al menos, le habrás visto.

—Sí, ayer tarde. Me pareció resignado con su triste suerte.

—Hemos venido para salvarle —dijo Díaz—. ¿Crees posible libertarle sin que los tupys lo adviertan?

—Los tupys son muchos y ejercen extremada vigilancia —contestó Japy.

—Tú puedes ayudarnos. ¿Por qué te han perdonado, sabiendo que eres un tupinambá?

—Un cacique me ha adoptado porque sabe que había estado al servicio del gran pyaie blanco.

—¿Gozas, pues, de cierta libertad?

—Sí, mi amo.

—¿Puedes salir por la noche de tu carbet?

—Es posible.

—¿Serías capaz de abrir una puerta de la empalizada?

—Basta levantar los travesaños de dentro, operación que puede hacer hasta un niño —contestó Japy.

—¿Cuántos indios guardan en el carbet al prisionero?

—Una docena.

—¿Duermen por la noche?

—Sí, alrededor de la hoguera que se enciende delante de la puerta del carbet —contestó Japy.

—¿Tendrías valor para abrirnos esta noche una puerta antes de que salga la luna y guiarnos al carbet? No te inquietes por lo demás; nosotros sabremos entrar en la cabaña y sacar al muchacho.

—Soy tupinambá, no tupy —contestó el joven indio con altivez—, y tú eres mi amo. Haré todo lo que quieras, gran pyaie, con tal que me lleves a mi tribu.

—¿Cuál es la puerta más próxima al carbet del prisionero?

—La que da hacia donde el sol se pone.

—Allí estaremos —dijo el marinero—. Cuando oigas el silbido de la cobra cipo (serpiente bejuco) ábrela y entraremos en la aldea.

—¿Puedes acercarte a García y avisarle que esté prevenido? —preguntó Alvaro.

—Se lo gritaré cuando pase delante del carbet. Los tupys no saben la lengua de los hombres blancos, y el pequeño pyaie me comprenderá.

—Vuélvete al estanque, no sea que a las mujeres les choque tu desaparición y despierten los recelos de los tupys —dijo el marinero.

—Cuando se ponga la luna —dijo el joven indio— estaré en mi puesto y esperaré vuestra señal.

Y partió rápido como una flecha, desapareciendo entre los árboles.

—¿Tenéis esperanza? —preguntó Alvaro al marinero, cuya frente se había oscurecido.

—¡O le liberaremos o nos devorarán a todos! —contestó Díaz—. ¡Ah! ¡Si pudiera avisar a los tupinambás! Pero están muy lejos y quizá llegaríamos tarde.

Informaron a Sapo Hinchado, que no había entendido una palabra de lo que hablaron, del atrevido plan que habían combinado, y pareció quedar satisfecho.

—Mañana a estas horas —dijo— estarán los tupys muy descontentos o muy contentos.

Se encogió de hombros y fue a buscar algo que comer, removiendo los árboles y matorrales cercanos, con la esperanza de sorprender a algún coatí o tatú. Parecía no importarle gran cosa el peligro a que iba a exponerse.

Alvaro y Díaz pasaron el día muy intranquilos. Aunque estuvieran decididos a hacer toda clase de esfuerzos y a afrontar los mayores peligros para librar a aquel valiente muchacho de la horrible suerte que le esperaba, no podían menos que temblar ante la idea de caer en manos de aquellos abominables antropófagos y servirles de alimento en el caso, harto probable, de que les saliera mal el proyecto que tenían concebido.

Estaban acostumbrados a desafiar la muerte; pero acabar devorados por aquellos feroces salvajes, tener su estómago por tumba les producía una impresión a que no podían sobreponerse.

Al llegar la tarde, Sapo Hinchado, que durante aquellas doce horas no había desmentido un solo instante su serenidad, pues no tuvo otra preocupación que buscar qué comer, hizo a los dos blancos señas para que le siguieran.

Hallábanse hacia el lado meridional de la aldea y tenían que colocarse frente a la puerta que daba a poniente.

El indio los llevó dando un largo rodeo al otro lado de la aldea, caminando siempre por la selva, y hacia la medianoche llegaron al lindero de la llanura donde estaba fundada la gran aldea de los tupys.

Untó una por una todas sus flechas con el jugo mortal del vulrari para estar más seguro de su eficacia, introdujo una en la cerbatana, y dijo con voz tranquila:

—¡Vamos! ¡Sapo Hinchado está dispuesto!

La noche era tenebrosa por estar el cielo muy nublado. Sólo los cocuyos y los perilampos lucían en la oscuridad de la selva y de la llanura.

Las parraneas, los sapos mineros y otros batracios mugían, silbaban y alborotaban con endemoniado estrépito, que se sobreponía y dominaba a toda otra suerte de ruidos.

Los tres hombres avanzaban cautelosamente, con los ojos clavados en la empalizada de la aldea, que se delineaba vagamente en la oscuridad.

El indio se detenía de cuando en cuando, empinándose todo lo posible para explorar los contornos; después se ponía de nuevo en movimiento, arrastrándose como una serpiente.

Al cabo de un cuarto de hora el pequeño grupo llegaba a la empalizada sin haber sido descubierto.

Al parecer, todos dormían en la aldea de los tupys, pues no se sentía el menor ruido, y hasta la hoguera que ardía delante del carbet de los prisioneros debía de haberse apagado.

Rodearon el recinto andando a gatas hasta llegar a la puerta donde Japy debía de estar esperándolos.

—¿Estará aquí? —preguntó Alvaro por lo bajo al marinero.

—Conozco a ese muchacho desde hace unos cuantos años y sé lo que vale —dijo Díaz.

Arrancó un trozo de hoja, se lo puso entre los labios e imitó el silbido de la serpiente bejuco con tanta perfección que Sapo Hinchado miró en torno suyo creyendo que, efectivamente, andaba por allí cerca uno de esos peligrosísimos reptiles.

Un silbido igual contestó poco después desde el otro lado de la estacada. Otros ruidos como de maderos que se mueven se oyeron después, levantándose un cincho tablón, que dejó un hueco apenas suficiente para dar paso a un hombre.

Sapo Hinchado entró el primero, con la cerbatana apoyada en los labios; siguióle Alvaro, con el dedo apoyado en el gatillo del arcabuz, y por último entró el marinero.

Japy, que estaba en la sombra, dio un paso adelante y cruzó unas cuantas palabras con Díaz.

—¿Nada han advertido?

—Nada.

—¿Duermen todos?

—Todos.

—¿También duermen los guerreros que guardan el carbet de García?

—Han dejado apagar la hoguera.

—¿Sabe García que estamos aquí?

—Se lo he avisado.

—¡Perfectamente! ¡Pues vamos adelante! —dijo el marinero.

A derecha e izquierda de la puerta se alzaban enormes habitaciones rectangulares que proyectaban sombra oscurísima.

Los tres hombres, precedidos por el joven indio, con el corazón palpitante y bañada en sudor la frente, avanzaban paso a paso, marchando de puntillas y arrimados a las paredes del carbet.

A través de las paredes de los edificios, cuyas tablas no solían ajustar bien entre sí, o que a veces estaban sustituidas por simples esteras de hojas de palma, se oían los ronquidos de los durmientes.

Ya habían pasado por cuatro o cinco carbets, e iban a llegar a la plaza donde se mataba y asaba a los prisioneros, cuando Japy se detuvo, pegándose como una lapa a la pared y encogiéndose lo más posible.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Díaz aproximándosele.

—Me ha parecido ver la sombra de un hombre que daba la vuelta a la esquina del carbet que tenemos enfrente.

—¡Hola! ¿Te habrán seguido?

—Sin embargo, cuando salí de mi carbet todos dormían.

—¿Has dejado abierta la puerta de la estacada?

—Sí, mi amo.

Estuvieron unos cuantos minutos arrimados a la pared, escuchando atentamente y escudriñando alrededor suyo en todas direcciones, y después se levantaron.

—Debes haberte engañado —le dijo el marinero.

Éste interrogó a Sapo Hinchado, que seguía escuchando:

—¿No has visto nada?

—No —contestó el indio—; pero Sapo Hinchado ha oído.

—¿Qué?

—Pisadas en la arena.

—Yo no he oído nada.

—El indio de la selva oye hasta los ruidos más leves: ni el de la serpiente que se arrastra se le escapa.

—¿Qué debemos hacer?

—No hemos venido a pasear —dijo el indio—. Mi cerbatana tiene dentro su flecha emponzoñada, que volará en silencio contra el tupy que nos acecha.

Con un ademán imperioso indicó al marinero que no se moviera y se adelantó sin hacer el menor ruido.

Atravesó el espacio que mediaba entre los dos carbets y desapareció detrás de una esquina.

Transcurrieron algunos instantes de suprema angustia, y poco después un grito ronco y salvaje turbó de pronto el profundo silencio que reinaba en la aldea de los tupys.

Un hombre, un indio, llegó corriendo hasta el centro de la plaza, apretándose el cuello con ambas manos. Se tambaleó y en seguida cayó desplomado, mientras de los carbets vecinos salían voceando espantosamente los guerreros de la aldea.

—¡Huyamos! —gritó el marinero.

Sapo Hinchado volvía hacia ellos corriendo como un gamo. Varios tupys le perseguían con las mazas en alto.

—¡Le herí demasiado bajo! —tuvo apenas tiempo de decir a Díaz.

Los tres echaron a correr, precedidos por el joven indio; pero los tupys acudían desde la plaza, desde las cabañas que había alrededor del recinto y desde todas partes.

—¡Señor Correa, disparad o estamos perdidos! —gritó Díaz angustiado.

Sí; sólo un arcabuzado podría contener a la muchedumbre que ya tenían encima y que amenazaba aplastarlos.

Volvióse Alvaro y disparó el arcabuz contra los tupys que invadían la plaza.

Al ver aquel relámpago y al sentir aquel estampido se detuvieron los salvajes; después, presa de un terror pánico, se dispersaron lanzando espantosos gritos.

Por desgracia, los guerreros que llegaban del lado del recinto, y que sólo habían oído el ruido del tiro, sin ver al que lo había disparado, en su carrera desordenada se habían arrojado entre Sapo Hinchado, Díaz y Japy, separando de ellos a Alvaro, que quedó como preso entre los fugitivos.

Comprendiendo el peligro que corría de caer prisionero, y hasta quizá de ser muerto de un mazazo, y en vista de la imposibilidad de volver a reunirse con sus compañeros, instintivamente se dirigió a la plaza, con la esperanza de atravesar la aldea y poder salir de ella por cualquier otra puerta.

Aprovechándose del espanto y de la confusión de los tupys y de la oscuridad que reinaba, logró, efectivamente, llegar a la plaza, en cuyo centro se alzaba el carbet de los prisioneros; pero allí vio con terror que los guerreros que acudían desde el lado opuesto del recinto le cerraban el paso.

Por un momento tuvo la idea de empuñar el arcabuz por el cañón y abrirse camino a golpes a través de la masa de indios; pero comprendió que habría sido una locura empeñar semejante lucha con hombres tan hábiles en el manejo de sus terribles mazas.

—¡Estoy preso! —dijo angustiado.

Hallábase cerca del carbet de los prisioneros, y los guardias que custodiaban la puerta, que se reducía a una simple estera, habían huido.

Entonces tuvo una idea luminosa.

—García está aquí dentro —pensó.

Entró en el carbet andando a tientas; tan grande era la oscuridad que había en su interior.

—¡García! ¡García! —gritó.

Un bulto se levantó dando traspiés y andando a tientas en las tinieblas.

—¿Quién me llama?

—¿Eres tú, García?

—¡Sí, señor Alvaro! —exclamó el grumete.

—¡Silencio! ¡Todo está perdido! ¡Hemos sido sorprendidos! Nos cogerán.

—¿Y el marinero? —preguntó el grumete con acento conmovido.

—No lo sé; ha huido. Quizá haya muerto o esté prisionero. Voy a cargar al arcabuz. ¡Maldición! ¡El corazón me dice que todo esto acabará mal!

Los salvajes seguían aullando espantosamente por la parte de afuera.

Multitud de hombres con teas encendidas corrían en todas direcciones blandiendo las mazas y metiéndose en las callejuelas que separaban los carbets.

Parecían furiosos por no encontrar a los enemigos que tan audazmente los habían sorprendido.

También se oían gritos lejanos que poco a poco iban desvaneciéndose.

—¿Habrán logrado Díaz y Sapo Hinchado ponerse a salvo? —preguntaba Alvaro angustiado.

Después de cargar el arcabuz se situó detrás de la puerta, decidido a vender cara su vida y a hacer fuego sobre cuantos tupys osaran acercarse.

García, que tenía libres las manos y los pies, por no ser costumbre entre los brasileños amarrar a los prisioneros, se colocó detrás de él, armado con un bastón que había hallado en un rincón del aposento, decidido a ayudarle.

Quizá habían advertido los tupys que el terrible hombre de fuego se había refugiado en el carbet del prisionero, pero no se atrevían a acercarse.

Seguramente, la fama de aquel caramura que disponía del fuego celeste había llegado a sus oídos, y no se sentían con valor bastante para hacerle frente.

Discurrían por la vasta plaza formando grupos, hablando sigilosamente unos con otros y haciendo ademanes amenazadores con sus mazas, pero sin atreverse a dar un paso adelante, verdaderamente acobardados.

—Ya saben que estamos aquí —dijo Alvaro.

—Y tienen miedo, señor —dijo García—. El muchacho indio debe de haber dicho a esos tupys que habéis robado el fuego celeste y que matáis mejor que con sus flechas.

—¿Les durará mucho el miedo?

—¿Tenéis muchas municiones?

—Por lo menos para cincuenta tiros.

—Entonces podéis sostener un largo asedio.

—¿Es sólido el edificio?

—Está formado por gruesos troncos.

—¿Se puede subir al techo?

—He visto unas pértigas en un rincón, y ahí arriba hay un agujero para dar luz al aposento.

—¿Podríamos cerrar la puerta con un parapeto?

—Hay aquí algunas vasijas enormes, destinadas quizás a cocer a los prisioneros, que podrían servir para el caso.

—Toma el arcabuz y haz fuego en cuanto veas acercarse a alguien; mientras tanto voy a buscarlas.

—En aquel rincón están, señor Alvaro. Hay doce por lo menos, y son grandísimas. ¡Quién sabe cuántos pobres diablos habrán sido cocidos en ellas!

Alvaro se dirigió al rincón que García le había indicado, y a la luz de las antorchas de los salvajes, que pasaba a través de las hendiduras de los muros, distinguió, efectivamente, unas diez grandes vasijas de tierra, de metro y medio de altura, en cada una de las cuales cabían bien dos hombres.

—Las ollas de los antropófagos —dijo para sus adentros—. ¡Canallas! ¡Y quizás estemos destinados a dar en ellas con nuestro cuerpo, cocidos como pollos o cabritos!

Con no poco trabajo pudo llevar una de aquellas vasijas hasta la puerta, y después, una a una, todas las demás, formando con ellas un doble parapeto que no era fácil de derribar, habida cuenta del gran peso y considerable espesor de aquellas tinajas tan enormes.

Los salvajes no los habían molestado durante aquella maniobra, tenidos a raya por el cañón del arcabuz que el grumete dejaba asomar de cuando en cuando por encima del parapeto.

—Ahora veamos cómo subimos al techo —dijo Alvaro—. Desde ahí arriba podremos observar mejor los movimientos de los sitiadores y tirarles con mayor ventaja.

—Señor, tened cuidado con las flechas. También los tupys conocen el vulrari.

—Tendremos cuidado —contestó Alvaro—. Pero tenemos en nuestro favor la gran extensión de la plaza y el corto alcance de las cerbatanas, mientras que con el arcabuz podemos derribar a un hombre a quinientos metros de distancia.

Registrando por los rincones de la inmensa habitación, muy pronto lograron descubrir varias gruesas pértigas que tenían profundas entalladuras de pie en pie de distancia.

—¿Serán éstas las escalas de los brasileños?

—Sean lo que se quiera, pueden servirnos para subir hasta el techo.

En el centro del techo del carbet había una claraboya circular para dar luz a la habitación. Apoyaron dos pértigas en los bordes y sin trabajo lograron subir al techo, formado por robustas alfardas cubiertas de una espesa capa de hojas de plátano.

Los salvajes no habían abandonado la plaza. Ocupaban un extenso círculo alrededor del carbet, si bien a respetable distancia, y acá y allá habían encendido hogueras para vigilar mejor a los sitiados.

—Lo menos son doscientos —dijo Alvaro—, sin contar los que han salido detrás de Díaz y Sapo Hinchado. ¡Si pudiéramos resistir siquiera hasta que llegaran los tupinambás!

—¿Vendrán esos salvajes a socorrernos, señor? —le preguntó el grumete.

—No lo dudo, si Díaz y Sapo Hinchado logran escapar. No; el marinero no dejará que nos devoren estos antropófagos, y le veremos venir al frente de los tupinambás. ¡Ah, si tuviéramos tu arcabuz!

—Me han dicho que está en la cabaña del pyaie de la tribu.

—¿Quién te lo ha dicho?

—El muchacho indio.

—¿Cómo caíste en las manos de estos bribones? Si me hubieras seguido no te hallarías ahora en esta mala situación, ni yo tampoco.

—Bien traté de huir hacia la laguna, señor Alvaro —contestó García—; pero se me echaron encima los fugitivos. Disparé, por ver si los detenía; pero, por mi desgracia, erré el golpe. Un indio gigantesco me tomó entre sus brazos y, sin detenerse, me llevó consigo en una desenfrenada carrera. Después me metieron en una red y me trasladaron a la selva. Los eimuros nos perseguían encarnizadamente con objeto de hacer prisioneros para devorarlos. Ya se creían los tupys perdidos, cuando una partida de sus compatriotas, los habitantes de esta aldea, cayeron de repente sobre los vencedores e hicieron en ellos horroroso estrago. Creo que no escapó ni un eimuro.

—Hemos visto sus cadáveres —dijo Alvaro—. ¿Y qué pasó después?

—Me encerraron en este edificio, haciéndome comprender que me devorarían.

—¿Te trataban mal?

—Muy al contrario. Hasta me enviaban muchachas para bailar y distraerme, y me daban de comer bocados escogidos.

—¡Querían que engordases pronto!

—Cuando estaba harto y no podía tragar más me obligaban por la fuerza a comer raíces dulces. ¡No sé cómo no he reventado!

—¡Pobre García! —dijo Alvaro, sin poder contener una sonrisa—. ¡Te trataban como a un pato de Estrasburgo! Sin embargo, no me parece que has hecho grandes progresos.

—Si hubiera seguido unos meses sometido a semejante régimen me habrían convertido en un tonel.

—¡Ah!

—¿Qué os pasa, señor?

—¿Cómo estamos de víveres?

—Debe de quedar algún tubérculo sobrante de la cena o alguna galleta de mandioca.

—Bien poca cosa es eso —dijo Alvaro, que se había quedado pensativo—. ¿Cómo resistir con una galleta hasta que lleguen los tupinambás?

—Pero tenemos varios vasos porosos y agua filtrada.

—¡Bah, no desesperemos! —dijo Alvaro—. ¡Nos conformaremos con lo que haya!

CAPÍTULO XII. ASEDIADOS EN EL CARBET DE LOS PRISIONEROS

Recomenzaba a clarear. El horizonte iba tiñéndose de color de rosa por la parte de oriente.

Los salvajes no sólo no habían levantado el cerco, sino que se habían sentado en el suelo junto a los carbets y tenían fija la mirada en el techo de la prisión.

¿A qué esperaban para romper las hostilidades? Sin embargo, eran más que suficientes para intentar el asalto.

De cuando en cuando levantábase alguno de ellos y, extendiendo el puño hacia Alvaro, gritaba con toda su fuerza:

—¡Caramura! ¡Caramura!

—¡Sí! —contestaba Alvaro, enseñando el arcabuz—. ¡Soy el hombre de fuego y estoy dispuesto a abrasaros!

—¡Caramura! ¡Caramura! —contestaban a coro los salvajes, levantando las mazas con ademán amenazador y moviendo las mandíbulas, dando a entender a los sitiados que esperaban a que se rindiesen para comérselos.

Sin embargo, ninguno de ellos se atrevía a moverse; tenían miedo al arcabuz que brillaba en las manos del hombre de fuego.

Al contrario, cada vez que veían descender el cañón y tomar la posición horizontal se apresuraban a esconderse en los carbets, donde las mujeres y los chiquillos de la tribu chillaban hasta desgañitarse, como si aquella terrible arma de fuego fuera capaz de destruir de un solo golpe la aldea entera.

Algún guerrero más temerario que los otros se arriesgaba a lanzar alguna que otra flecha, que si por rareza llegaba al techo, no podía hacer daño alguno a los sitiados, y huía después como una gallina ante el temor de que el hombre de fuego fulminase contra él sus rayos, y se refugiaba en los carbets sin atreverse a volver a salir de su recinto.

Aquel asedio pacífico comenzaba a inquietar a Alvaro, que hubiera preferido un ataque abierto para juzgar del efecto que en aquellos hombres supersticiosos producían los tiros de su arcabuz.

Tampoco quería ser él el primero en romper las hostilidades, por no exasperar a aquellos formidables antropófagos.

—¡Voy cansándome! —dijo a García, que se había echado cerca de él para no exponerse a las flechas de los salvajes—. ¿Cuándo acabará este bloqueo?

—Tengo una sospecha, señor —dijo el grumete.

—¿Cuál?

—Que estos salvajes esperan a que vuelvan sus compañeros para darnos el asalto.

—No los veo llegar. Deben de estar en persecución de Sapo Hinchado y de Díaz, con la esperanza de capturarlos.

—Si lo consiguen estamos perdidos, señor, porque ya no podremos contar con la ayuda de los tupinambás.

—El marinero es muy astuto, y habiendo logrado burlar tantos días la persecución de los eimuros, no se dejará apresar por los tupys. Además, va acompañado por Sapo Hinchado, uno de los guerreros más valientes de la tribu.

—¿Cuánto tiempo tardarán en volver? Todo depende de eso.

—Los indios son andarines infatigables —contestó Alvaro.

—Pero tenemos muy pocos víveres, señor; no sé si nos alcanzarán siquiera para el almuerzo.

—Guardaremos una parte de ellos para la cena.

—¿Y mañana?

—¡Mañana…, Dios dirá! Baja, y haz una exploración por la despensa.

—¡Ah! ¡Si hubiera sabido lo que iba a pasarnos, habría procurado ahorrar provisiones!

—¡Ya no tiene remedio, pobre García! Ahora baja, mientras yo vigilo a esos bribones aspirantes a nuestros solomillos.

El grumete descendió por la pértiga que hacía de escala. Su ausencia fue muy breve. Cuando compareció de nuevo ante Alvaro manifestaba en su semblante una preocupación mayor que de costumbre.

—¿Qué tenemos? —le preguntó Alvaro.

—Nuestra despensa, señor, es harto miserable.

—¿Qué has encontrado?

—Tres galletas de mandioca y dos tubérculos.

—¿Siquiera serán grandes?

—Como la cabeza de un niño.

—Tendremos bastante para tres comidas. ¡Oh! ¡Japy! ¿De dónde sale? Creí que se había ido con Díaz y Sapo Hinchado.

El joven indio apareció en el umbral de la puerta de un carbet que caía frente por frente de la prisión.

Parecía estar bastante triste, pues se le saltaban las lágrimas. Hizo disimuladamente algunas señales a los sitiados, y después desapareció en el interior del carbet.

—Me alegro de haberle visto —dijo Alvaro al grumete.

—Nada podrá hacer por nosotros, señor —contestó García—. Si tratara de ayudarnos, se lo comerían sin escrúpulos, a pesar de haber sido adoptado por la tribu.

—¿Quién sabe? —dijo Alvaro—. ¡Eh, mira, parece que los indios intentan algo!

El cerco parecía haberse deshecho, y los guerreros entraban unos tras otros en un inmenso carbet, el mayor de los que había en el pueblo, donde ya poco antes Alvaro había visto entrar a los caciques y subcaciques, a quienes era fácil reconocer por las diademas de plumas de ánade con que se adornaban.

—Se reúnen en consejo —declaró Alvaro al grumete—. ¡Pronto tendremos novedades!

—¿Se decidirán a atacarnos?

—Quizá lo intenten.

—¡Pues evitadlo, señor!

—Sí, disparando sobre el carbet —contestó Alvaro—. Cuando conozcan mejor el poder de mi arcabuz, quizá desistan de atacarnos.

El carbet donde estaban reunidos los caciques y los guerreros se hallaba en el fondo de la plaza, como a trescientos pasos de distancia de ellos.

Alvaro, que quería asustar a aquellos salvajes persuadiéndoles de que el hombre de fuego era invencible y que poseía realmente el fuego celeste, apuntó a la puerta de la cabaña y disparó.

Un espantoso griterío estalló en todos los ámbitos de la aldea.

Hombres, mujeres y niños salían precipitadamente de las cabañas, huyendo como locos en dirección al recinto, como si la aldea fuese a arder o a saltar por el aire.

En el carbet donde estaban reunidos los guerreros era espantoso el tumulto; todos parecían haberse convertido en bestias feroces, porque aullaban como lobos y rugían como jaguares.

—¿Habré matado a alguno? —se preguntaba Alvaro mientras cargaba el arcabuz a toda prisa.

Diez o doce guerreros salieron del carbet lanzando gritos de «¡Caramura! ¡Caramura! ¡Paraguazu!».

Estaban frenéticos; golpeaban como demonios el suelo con las mazas, saltaban como tigres, daban vueltas sobre sí mismos como poseídos de un vértigo y se arañaban la cara hasta saltarles la sangre, gritando siempre.

—¡Caramura! ¡Paraguazu! ¡Paraguazu!

—¿Qué significará paraguazu? —se preguntaba Alvaro.

—Oí pronunciar esa misma palabra cuando me trajeron aquí —dijo García—, debe de ser alguna imprecación de sus favoritas, pues la usan mucho.

Otros guerreros salieron del carbet conduciendo sobre las mazas, cruzadas a guisa de angarillas, a un hombre que no daba señales de vida, y que todavía llevaba adornada la cabeza con plumas de ánade.

—He matado a algún cacique —dijo Alvaro.

Los guerreros dejaron en tierra el cadáver y después se entregaron en torno de él a una fantasía infernal aullando como guaras.

Daban saltos furiosos, golpeaban las mazas unas contra otras con terrible estrépito, tocaban las flautas de guerra hechas con tibias humanas y extendían los brazos con los puños crispados hacia Alvaro en ademán amenazador.

Acudieron otros guerreros, todos armados con mazas, cerbatanas, arcos de casi dos metros de largo y hachas de piedra y de concha.

De repente atravesó el aire un tremendo huracán de flechas. Partían con prodigiosa rapidez de los arcos y las cerbatanas contra el techo y las paredes de la prisión y contra las vasijas que obstruían la entrada.

—¡Nos atacan! —dijo Alvaro tendiéndose en el suelo.

García hizo lo mismo.

Sin embargo, las flechas no llegaban hasta ellos por la prudente distancia a que se habían situado los agresores. Aunque había doble número de ellos que pocos minutos antes, seguían dominados por el terror.

Eran cuatrocientos por lo menos, y nuestros amigos lo habrían pasado muy mal si todos juntos se hubieran lanzado al asalto.

Alvaro bien poco daño hubiera podido causarles con un solo arcabuz, que además requería cierto tiempo para ser recargado. ¡Si hubieran tenido siquiera el del grumete!

Aquella lluvia de flechas, probablemente envenenadas, duró algunos minutos, en medio de espantoso griterío, porque para animarse, los salvajes no cesaban de aullar y golpear unas contra otras las mazas. Por último, unos cuantos guerreros de los más animosos de la tribu se separaron del grupo de los flecheros y avanzaron hacia la puerta del carbet.

—¡Señor Alvaro —dijo el grumete, que comenzaba a perder la serenidad que hasta entonces había tenido—, tratan de destruir el parapeto que defiende la entrada!

—¡Lo veremos! —contestó Correa incorporándose.

Un cacique marchaba delante del grupo, volteando la maza con vertiginosa rapidez.

—¡Voy a ver si se la rompo entre las manos! —dijo para sí Alvaro—. ¡Si lo consigo, se persuadirá de que nada resiste al fuego del caramura!

Se arrodilló, apoyando el codo izquierdo en el muslo y apuntó con mucho cuidado a la maza, que en aquel momento había dejado de voltear el salvaje, llevándola alzada y derecha como si fuese una bandera.

Sonó un disparo, y la maza, partida por la mitad, cayó sobre la cabeza del salvaje, que se dobló bajo el golpe.

Es imposible describir el efecto que produjo aquel tiro, que habría sorprendido a los más hábiles cazadores de Europa.

Instantáneamente cesaron los gritos, como el terror hubiera paralizado todas aquellas gargantas. Después el terror llegó a su colmo. Todos los salvajes a una, como movidos por un resorte, volvieron la espalda y echaron a correr desesperadamente por las calles de la aldea, yendo unos a guarecerse en los carbets y otros en el recinto, donde ya se habían refugiado antes que ellos las mujeres y los niños de la tribu.

El cacique se había desplomado en el suelo, como si la bala del hombre de fuego le hubiese herido a él al mismo tiempo que a la maza.

—¿Habrá muerto de miedo, o le habré matado de veras? —dijo Alvaro, que se reía hasta desencajársele las mandíbulas al ver la desesperada fuga de los salvajes.

—No ha muerto, señor, porque le veo mover las piernas —contestó García, que se había asomado al borde del techo.

En efecto; el indio seguía moviendo brazos y piernas.

De repente se puso en pie, como movido por un resorte, y con la velocidad del rayo se precipitó en la cabaña más cercana, sin atreverse siquiera a recoger los pedazos de su maza.

—Creo que tienen bastante por ahora, y que dejarán en paz al hombre de fuego —dijo Alvaro—. ¡No se atreverán a volver!

—Y nosotros nos aprovecharemos de la ocasión para almorzar —dijo García—. ¡Creí que se me iba a disipar el apetito!

—¡Poco a poco en eso de comer, muchacho! ¡No es permitido atracarse, glotón! Debes contentarte con media galleta y un pedazo de tubérculo. Tenemos que ser muy económicos.

Sentáronse al borde de la claraboya, con las piernas pendientes en el vacío, y, seguros de no ser molestados por nadie por el momento al menos, se repartieron fraternalmente una de las galletas y un tubérculo.

Un buen trago de agua filtrada completó el banquete, sustituyendo al vino de palma, de que carecían.

Los salvajes se habían alejado y se contentaban con vigilarlos para impedir que huyesen, cosa, por otra parte, imposible de intentar, dada la altura de la estacada que rodeaba al pueblo y teniendo que pasar a través de tantos enemigos provistos de flechas, envenenadas por añadidura.

Alvaro no pensaba siquiera en la fuga, pues ninguna gana tenía de probar los efectos de aquel veneno que mataba en tan poco tiempo a los más feroces animales. Prefería seguir sitiado y esperar la llegada de los tupinambás.

El día transcurrió tan tranquilo y tan sin alarmas, que Alvaro pudo dormir un par de horas, mientras velaba el grumete, previendo que la noche no podrían pasarla con tanta tranquilidad.

Poco antes de ponerse el sol distinguieron desde lo alto de su observatorio numerosos grupos de salvajes cubiertos de fango de pies a cabeza, que entraban en el pueblo.

—Deben de ser los que salieron en persecución de nuestros compañeros —dijo Álvaro, que los observaba atentamente.

—¿Veis a Díaz entre ellos? —preguntó García.

—No, ni tampoco a Sapo Hinchado.

—Entonces han logrado salvarse.

—Ya te he dicho que son muy astutos.

—¿Habrán ido en busca de los tupinambás?

—No lo dudo —contestó Álvaro—. El marinero hará cuanto pueda por libertarnos.

—¿Y si los tupinambás se negaran a seguirlos?

—Entonces, querido García, seremos asados y comidos sin remisión.

—¡Me mataré de un arcabuzazo, señor! —dijo el grumete.

—Ni aun así evitarás el ir a parar a la olla o a las parrillas; de modo que lo mejor será que te metas dentro de una de estas vasijas, y así ahorrarás a los salvajes el trabajo de echarte en ellas.

—¡Ah, señor, no gastéis esas bromas!

—¡Bah, lo mismo da morir riendo que llorando! —dijo Alvaro—, pero no hay que desesperarse; todavía estamos vivos.

—Y también ha llegado el momento de combatir, señor, porque estoy viendo a los salvajes salir del recinto y deslizarse a lo largo de las paredes de los carbets.

—Estrecharán el cerco para impedirnos la fuga. Estemos sobre aviso para que no nos sorprendan. Cenemos, García, ya que tenemos tiempo. El almuerzo ha sido bien malo, y el hambre aprieta desaforadamente.

—¿Y mañana?

—Aún nos queda una galleta, y nos contentaremos con ella.

La cena desapareció en pocos minutos, sin aplacar el hambre que los atormentaba, a Alvaro especialmente.

Lo mismo que la noche anterior, se había nublado poco a poco el cielo, y la oscuridad era profundísima. Además, caían gruesas gotas de agua, casi tibia, produciendo un sordo ruido al golpear sobre las techumbres.

Los indios parecían haber desaparecido todos o haberse refugiado en las cabañas; tampoco se veía fuego alguno por todos aquellos contornos.

Aquella calma y aquella oscuridad no eran nada tranquilizadoras para Alvaro.

—¿Tratarán de sorprendernos aprovechándose de las tinieblas? —se preguntaba a cada instante.

—Señor Alvaro —dijo García—, ¿no podríamos intentar escaparnos? No veo salvajes por ninguna parte.

—¡No te fíes mucho! Estoy seguro de que nos acechan, y de que, probablemente, estarán esperando una ocasión para atacarnos. Échate a mi lado, y preparémonos a resistir.

Encaramáronse en lo más alto del carbet, uno al lado del otro, ocultándose detrás de algunas hojas de enormes dimensiones que habían quitado del techo.

Seguían cayendo gruesas gotas, y de cuando en cuando se oía tronar a lo lejos. Sin embargo, ningún relámpago rompía las espesas tinieblas en que estaban sumidos el pueblo y los campos circunvecinos.

Alvaro, que tenía la cazoleta del arcabuz cubierta con la ropa para que no se mojase la pólvora del cebo, escuchaba conteniendo la respiración.

Le parecía oír rumores extraños, y hasta sentía temblar el edificio como si estuvieran escalándolo.

Así pasaron tres o cuatro horas, cuando a corta distancia sintió un golpe seco, como el que hubiera producido un dardo o cosa semejante al clavarse en una de las vigas del techo.

—¿Habéis oído, señor? —le dijo García, que velaba a costa de grandes esfuerzos para vencer el sueño.

—Sí —contestó Alvaro.

—Deben de habernos disparado una flecha.

—Pero no es de cerbatana —contestó Alvaro—, porque las flechas de las cerbatanas no hacen tanto ruido.

—Me parece que estoy viendo un asta clavada en el borde del techo.

—¡Vamos a ver lo que es, García!

—¡Tened cuidado, señor! Podríais recibir un flechazo, y sabéis que el vulrari no tiene antídoto.

—Con esta oscuridad no pueden apuntarnos.

Se echó boca abajo, y fue arrastrándose hacia el borde del techo. Sus ojos, acostumbrados ya a las tinieblas, descubrieron un asta que no era de flecha como las comunes.

Fue acercándose a ella, y de repente lanzó un grito de asombro.

Era una caña de bambú como de un metro de largo, semejante a un flecha en la forma, que debió de haber sido disparada por uno de aquellos grandes arcos que había visto en las manos de los salvajes. Llevaba amarrada hacia la mitad de su longitud una cuerda muy sutil, que parecía hecha de nervios.

La cuerda colgaba fuera del borde del techo. Alvaro trató de tirar de ella, y halló cierta resistencia, como si llevara algún objeto pesado sujeto en el extremo opuesto.

—¿Qué será? —se preguntó—. ¿A qué habrán tirado esta flecha?

Tiró hacia sí de la cuerda con toda su fuerza, y sintió que alguna cosa daba un golpe contra la parte inferior del carbet.

—¿Qué estáis izando? —le preguntó García, que le había seguido en su viaje de exploración por la techumbre.

—¡No lo sé!

Alvaro siguió tirando de la cuerda, hasta que una pagara, especie de canasto que usaban los indios para llevar sus provisiones, fue a parar a sus manos.

Lo asió por el asa, y lo trajo hacia sí con la ayuda de García.

—¿Qué misterio es ése? ¡Ah, García! ¡Tu arcabuz!

Aunque la cosa parecía inverosímil, Alvaro estaba en lo cierto. Aquel pagara, que tenía casi dos metros de largo, contenía debajo de las hojas que le servían de tapa el arcabuz que los tupys habían quitado al grumete, y que habían entregado al pyaie de la tribu.

Pero aún había más. Aquel misterioso protector de nuestros amigos, no contento con proporcionarles un excelente instrumento de combate, les enviaba también víveres para que pudieran prolongar la defensa.

Además de aquella arma preciosísima había en el cesto dos docenas de galletas de mandioca, varios tubérculos semejantes a los que habían comido por la mañana, un pájaro del tamaño de un pavo, ya asado, y hasta una calabaza llena de un líquido fuerte; probablemente casciri.

—Señor, ¿quién puede habernos mandado todas estas cosas, que tan útiles son en este momento para nosotros?

—¿Quién?

—¡Ah, no puede ser otro que aquel valiente muchacho!

—Sí, García —dijo Alvaro—. ¡Japy, el fiel amigo del marinero! ¡Ahora sí que desafío a los tupys a que nos apresen! ¡Con dos arcabuces y con víveres para una semana, podemos esperar tranquilos la llegada de los tupinambás!

CAPÍTULO XIII. LA RETIRADA DE DÍAZ

Si, sólo Japy, aquel valiente muchacho que había dado tantas pruebas de amistad a los pyaies blancos cuando estaban en poder de los eimuros, había podido interesarse por ellos de aquella manera.

Aprovechándose de la confusión que había en la aldea y de la oscuridad de la noche, debió de robar el arcabuz que custodiaba el hechicero de la tribu, y hacer además provisión de víveres, pues no ignoraba la escasez que reinaba en el carbet.

Aquel socorro inesperado había reanimado a los sitiados, que ya iban desesperando de poder prolongar la defensa. Dueños entonces de dos arcabuces, bien provistos de municiones y de víveres, se sentían con fuerzas para contener cualquier asalto, y para esperar sin inquietarse el fin de aquella aventura.

Quizás en aquel momento estaban ya en camino los tupinambás y se acercaban a marchas forzadas a la aldea de los tupys, sus seculares enemigos, que sostenían guerra constante con ellos para proveerse de carne humana.

—¡Ahora somos invencibles! —dijo Alvaro después de cerciorarse de que el arcabuz de García estaba en buen uso—. Cuando vean los tupys que los dos estamos armados, no tendrán valor para volver a atacarnos… ¡Nunca creí que fuéramos tan afortunados! ¡Decididamente, hemos nacido con buena estrella, y voy creyendo que los brasileños no lograrán hincarnos el diente!

—¡Qué sorpresa para esos salvajes cuando vean que el arcabuz ha desaparecido de la cabaña de su brujo y que ha venido volando hasta nuestras manos! —dijo el grumete.

—Nos granjearemos fama de pyaies insuperables, y no me sorprendería que se comiesen a su pyaie por inútil.

—¡Pobre diablo!

—Pero ¿en qué piensan estos salvajes? Me parece imposible que no aprovechen esta oscuridad para hacer algo. ¡Esta calma no me gusta!

—Sin embargo, señor, no veo ni oigo nada.

—Con todo, no nos conviene dormirnos; al contrario, debemos extremar la vigilancia. ¡Calla! ¿No has oído un ruido sordo? ¡Se diría que han derribado un árbol!

—Habrán cerrado la puerta de algún carbet o del vallado.

—¡Hum! ¡Te digo que los salvajes no se duermen!

—Tenemos dos arcabuces, señor.

—¡Y los haremos trabajar, García! Vigila tú por este lado mientras yo lo hago por este otro. A la primera alarma, dispara, sin esperar a que te lo mande. No tiras mal del todo.

Descendieron por ambas vertientes de la techumbre, acercándose a los aleros para dominar mejor la plaza, y esperaron pacientemente a que clarease.

Los tupys debían estar entregados a alguna operación misteriosa.

De cuando en cuando, los sitiados oían ciertos ruidos sordos, como de troncos de árboles que rodasen por el suelo, y también murmullos de conversaciones sostenidas en voz baja.

A veces se distinguían vagamente bultos que atravesaban en silencio la plaza, y que desaparecían detrás de los carbets que la rodeaban.

Alvaro no acertaba a comprender lo que hacían los sitiadores. La oscuridad, y la misma lluvia, que no había cesado de caer en toda la noche, no les permitía distinguir lo que pasaba en el fondo de la plaza.

—¿Tratarán de estrechar el bloqueo? —se préguntaba—. De todas maneras, sabremos resistir hasta que llegue Díaz.

Al fin aclaró y cesó la lluvia.

Sus temores no eran vanos.

Para defenderse de los tiros de los sitiados, los tupys habían rodeado la plaza con gruesos troncos redondeados y sin ramas, que sin gran esfuerzo podían empujar rodando hacia el carbet.

Detrás de aquellas barreras movibles se habían escondido ya muchos guerreros armados con arcos y cerbatanas para asaetear a los sitiados.

—¡Es un sitio en toda regla! —dijo Alvaro retirándose precipitadamente hacia la claraboya para evitar aquellas peligrosas flechas—. ¡Querido García, si nos atacan cubriéndose con esos troncos rodándolos hacia acá, nos obligarán a abandonar el puesto! ¡No creía que fueran tan astutos estos salvajes!

—¿Acabarán por apresarnos, señor? —preguntó algo inquieto el grumete.

—Podemos resistir bastante tiempo dentro del carbet. Abriremos aspilleras en los muros y ahorraremos municiones.

—Tenemos buena provisión de ellas.

—Entretanto, guarda los víveres.

—¡Qué hermoso pavo, señor!

—Si no es precisamente un pavo, porque no los he visto por esta selva, es un pajarraco bien gordo, que nos dará de comer un par de días.

—¿Desalojamos el puesto?

—No, más bien haremos algunas descargas para que sepan que tenemos dos arcabuces en vez de uno. Eso hará impresión en esos caníbales.

Los tupys, que parecían decididos a acabar de una vez con los sitiados, habían comenzado a acercarse rodando los troncos y cubriéndose bastante bien con ellos para no exponerse a los arcabuzados de Alvaro.

—¡Sube, García! —gritó Correa, que comenzaba a inquietarse—. ¡No los dejemos llegar hasta los muros!

El grumete, que había puesto ya a buen recaudo las provisiones, subió precipitadamente.

—¡Un tiro a la derecha y otro a la izquierda! —indicó Alvaro—, ¡apunta a la cabeza, si puedes!

Aunque todavía no estuvieran a distancia de tiro eficaz, los salvajes habían comenzado ya a lanzar flechas con los arcos, algunas de las cuales se clavaron en los muros del carbet.

García y Alvaro hicieron fuego uno tras otro.

Al oír aquellas dos detonaciones se levantó gran clamoreo entre los tupys, que precipitadamente abandonaron sus reparos, refugiándose en las barracas próximas.

Debió de ser muy grande su sorpresa, al ver a los dos sitiados provistos de aquellos terribles instrumentos de destrucción, cuando sólo uno de ellos lo estaba el día antes.

¿Qué poder tenían, pues, aquellos pyaies de piel blanca para robar tan fácilmente el fuego del cielo?

Ninguno de los dos tiros hizo blanco; pero el terror de los salvajes era tan grande como si hubieran causado estragos.

Con todo, la cólera no debía de tardar en sobreponerse al terror.

En efecto; no habían pasado diez minutos, cuando los salvajes se precipitaron sobre los troncos que poco antes abandonaron, lanzando espantosos aullidos y disparando una lluvia de flechas. Sus caciques les dirigían fogosas arengas para enfurecerlos y animarlos a la pelea.

Dos hombres solos, que llevaban veinticuatro horas combatiendo y teniendo a raya a toda una tribu que tenía fama de invencible, era cosa inaudita, y hasta vergonzosa.

—García —dijo Alvaro—, no nos amilanemos, o caeremos en poder de esa gente. Los salvajes se preparan para dar un golpe decisivo. Si no conseguimos rechazarlos, nos devorarán mañana mismo.

—¡Ah, señor; voy teniendo miedo!

—¡Pues fuego, y no perdones a ninguno!

Los troncos avanzaban rodando, empujados por docenas de hombres, mientras multitud de arqueros lanzaban una nube de flechas sobre la techumbre.

Alvaro y García, arrodillados uno al lado del otro, rompieron el fuego, matando a dos arqueros que habían cometido la imprudencia de descubrirse.

Aquel golpe doble contuvo por un momento el ímpetu de los asaltantes. Los estampidos producían siempre en ellos una impresión a que no podían sobreponerse.

—García —dijo Alvaro, que no tenía gran confianza en la habilidad del grumete—, dedícate tú a cargar los arcabuces, y déjame a mí la tarea de acabar con esa canalla. No puedes ser siempre certero en tus tiros.

—Decís bien, señor; porque, además, me tiemblan las manos.

—¡Pues no temas; lograremos rechazarlos!

Y volvió a romper el fuego, mientras el grumete cargaba precipitadamente los arcabuces que Alvaro le entregaba descargados.

Menudeaban los tiros, con gran daño para los asaltantes. Cada arcabuzazo era un hombre muerto, a la derecha, a la izquierda, delante o detrás, porque los indios avanzaban por todas partes a un mismo tiempo.

A cada indio que caía se detenían un momento sus compañeros vociferando espantosamente; pero en seguida volvían a emprender el avance.

Comenzaban a caer las flechas alrededor de Alvaro, y su posición iba haciéndose insostenible, cuando un suceso afortunado detuvo la marcha de los asaltantes.

Ya desde algunos minutos antes había advertido el portugués la presencia entre ellos de un indio de alta estatura que llevaba en la cabeza una diadema de plumas de ánade y el pecho y los brazos adornados con collares y brazaletes formados por granillos de oro y ciertas piedras que eran quizá diamantes..

Imaginando que pudiera ser el cacique de la tribu, por ser el mejor ataviado de todos, le hizo fuego tres veces, sin acertarle ninguna de ellas.

Pero al verle encaramado en uno de aquellos troncos, quizá para observar mejor la posición de los sitiados o para dispararle algún flechazo, Alvaro, que le acechaba y que acababa de recibir un arcabuz cargado de manos de García, volvió a tirarle precipitadamente.

Esta vez fue más afortunado, porque el cacique, herido en mitad del pecho, cayó detrás del tronco después de dar un salto en el aire.

La muerte de aquel guerrero causó en los indios indecible pánico.

Todos huyeron a la carrera, como si una ametralladora hubiera sembrado la muerte, y los arcos, las cerbatanas y las mazas fueron arrojados al suelo para correr más velozmente.

Nunca se vio fuga más rápida y completa.

—¡Señor —dijo el grumete, sorprendido de aquella desbandada—, debéis de haber dado un golpe maestro!

—Creo que he matado al cacique de la tribu —contestó Alvaro—; hacía ya un rato que estaba acechándole para mandarle al otro mundo de un balazo en el pecho o en la cabeza.

—¿Y no tendrán ya bastante?

—¡Allá veremos, querido García!

—No veo a ninguno.

—Si el que he matado es verdaderamente un cacique, no dejarán ahí su cadáver. ¡Ah, míralos cómo se deslizan arrastrándose detrás de los troncos! ¡Van a recogerle!

—Los estoy viendo. Ese salvaje debía de ser un personaje importantísimo.

Varios indios habían salido del carbet más próximo, y arrastrándose por entre los troncos iban acercándose al lugar donde yacía el cadáver del cacique.

Alvaro hubiera podido tirarles muy fácilmente, porque los descubría perfectamente desde el elevado lugar en que se encontraba; pero prefirió dejarlos. No quería exasperarlos demasiado después del furioso asalto que tan cerca estuvo de ser para él de funestas consecuencias. Vio recoger el cadáver del guerrero y transportarlo a una de las barracas más próximas.

—Sí —dijo al grumete, que le interrogaba—; debo de haber matado a uno de los guerreros más famosos.

—Me sorprende que no traten de vengarle —contestó García.

—Aplazarán la venganza para momento más oportuno. Tenemos que defendernos a la desesperada, porque si caemos vivos en manos de esos antropófagos, Dios sabe a qué espantosos tormentos nos condenarán antes de llevarnos a las parrillas.

—¡Voy perdiendo la esperanza, señor Alvaro!

—Yo no la he perdido todavía —contestó Correa—. Mientras tengamos balas, pólvora y víveres, no debemos perder el ánimo en ningún momento.

—¿Tenéis todavía esperanza en los tupinambás?

—Sí, García.

—¡Si llegasen antes de mañana!

—Dejemos a los salvajes y vamos a tomar un bocado, ya que nos han dejado tranquilos.

Todos los tupys se habían retirado, llevándose el cadáver del jefe y los demás caídos en aquel breve pero terrible combate, sin acordarse más de sus parapetos.

Sólo algunos guerreros quedaron ocultos detrás de la esquina de las barracas para impedir la fuga de los sitiados.

Oíanse lamentos y gritos de dolor en las últimas cabañas del recinto.

Parecía que la tribu entera lloraba la muerte del cacique.

Profundamente emocionado, Alvaro comió muy poco y de mala gana, y se puso en observación en el techo del carbet.

Presentía algún gravísimo suceso; porque no era posible que aquellos salvajes dejaran sin venganza la muerte del valeroso guerrero y de sus compañeros.

García, por su parte, estaba asustadísimo, y miraba con horror las gigantes ollas que obstruían la puerta de la barraca, en alguna de las cuales temía ser cocido más pronto o más tarde.

Sin embargo, el resto del día transcurrió sin alarmas. Los indios no cesaron en sus lúgubres lamentaciones, que llegaban a oídos de nuestros amigos mezcladas con los sonidos de los pífanos de guerra.

Cuando el sol se hundió en el horizonte y las tinieblas envolvieron la aldea, cesaron todos los ruidos y lamentos.

Alvaro, bastante angustiado, fijó la vista en el grumete, que de cuando en cuando se sentía sacudido por un temblor nervioso.

—¿Tienes miedo, pobre García? —le preguntó.

—¡Me parece que tengo la muerte cerca! —replicó el muchacho—. ¿Viviremos mañana a estas horas?

Alvaro no tuvo valor par responder a esta pregunta. Levantóse, se encaramó hasta la cumbre de la techumbre, y desde allí examinó el horizonte, dirigiendo la mirada hacia poniente, todavía iluminado por el crepúsculo.

—¡Nada todavía! —dijo para sí—. ¿Llegarán demasiado tarde?

Las tinieblas iban haciéndose cada vez más densas, desapareciendo con extraordinaria rapidez la poca claridad que aún quedaba. Reinaba en la aldea el más profundo silencio; hubiérase creído que la aldea estaba desierta.

—¿Qué hacen? ¿Qué planes fraguan? —se preguntaba Alvaro con angustia—. ¡Me da miedo este silencio!

De repente un punto luminoso atravesó velozmente la plaza y cayó sobre el techo.

Alvaro se puso en pie de un salto, lanzando un grito de terror.

—¡Estamos perdidos!

Había comprendido el proyecto infernal de los tupys. Perdida la esperanza de apoderarse de sus adversarios vivos, aquellos terribles antropófagos habían acordado quemarlos en su fortaleza, como si fueran bestias feroces.

Renunciaban a comérselos, con tal de vengar a su cacique.

—¡García —exclamó Alvaro—, no ceses de hacer fuego, y prepárate a seguirme en cuanto dé la señal!

—¡Señor —balbuceó el pobre muchacho—, nos asarán!

—¡Sí, quieren vencer con el fuego al hombre de fuego! —dijo Alvaro con ira—. ¡Pues bien, daremos la batalla y resistiremos mientras nos quede una bala y un grano de pólvora!

Las flechas incendiarias, que llevaban en la punta un copo de algodón impregnado en resina, salían de todas partes describiendo un surco luminoso en el aire, e iban a caer sobre el techo y contra las paredes de la casa.

Las capas de hojas comenzaban a humear; no habían ardido hasta entonces por estar algo húmedas; pero ya serpenteaba alguna llama en los bordes del techo.

Alvaro y García disparaban sin tino a diestro y siniestro, confundiéndose los estampidos de los arcabuces con la furibunda gritería de los salvajes.

Los disparos menudeaban, pero con poco resultado, porque los que lanzaban las flechas incendiarias estaban en la oscuridad más completa. Sólo se veían las flechas, pero no a los arqueros que las lanzaban, que permanecían perfectamente cubiertos por los troncos.

Ya el humo iba envolviendo a los portugueses, y las llamas seguían cebándose en el borde de la techumbre, esparciendo siniestra luz en torno suyo.

El hombre de fuego, de pie en la techumbre del carbet, seguía disparando, sordo a los ruegos de García, que le aconsejaba abandonar aquel puesto peligroso, completamente al alcance de las flechas incendiarias.

—¡Tomad! —decía con acento iracundo cada vez que descargaba el arcabuz—. ¡Ahí os mando la respuesta de Caramura! ¡Venid a prenderme si os atrevéis!

Tan pronto desaparecía entre los torbellinos de humo que el viento empujaba hacia poniente, como volvía a presentarse a la luz de las llamas, como un dios de la guerra, fulminando rayos contra aquellos centenares y centenares de enemigos. Pero el fuego crecía rápidamente; las vigas comenzaban a desplomarse, y los techos de hojas estaban por todas partes envueltos en llamas; la cubierta amenazaba derrumbarse sepultando consigo a los defensores.

—¡En retirada, García! —exclamó de repente Alvaro, que al fin comprendió él peligro en que se encontraban.

Dirigióse a la claraboya entre torbellinos de humo y se deslizó hasta el interior del carbet.

También comenzaban a arder las paredes, y un calor insoportable, semejante al de un horno, reinaba en el interior de la barraca.

Alvaro echó una mirada de desesperación en torno suyo.

—¡Se acabó! —dijo lanzando un rugido—. ¡Bueno! ¡Pues será! ¡Moriremos con las armas en la mano!

Apartó algunas de las vasijas con que había obstruido la puerta y se precipitó en la plaza, gritando a García:

—¡Carguemos a fondo! ¡Mostremos a esos antropófagos cómo mueren los hombres de piel blanca!

CAPÍTULO XIV. ENTRE EL FUEGO Y LAS FLECHAS

Más dichosos que Alvaro, el marinero y Sapo Hinchado se aprovecharon del terror que había invadido a los tupys al sonar el primer arcabuzazo.

Mientras los salvajes se desbandaban en todas direcciones, ellos se metieron en una callejuela que serpenteaba entre los carbets y se dirigieron precipitadamente al recinto, creyendo de muy buena fe que Alvaro los seguía.

Llegados a la estacada, cerca de la puerta, que Japy había dejado abierta, echaron de ver con asombro que estaban solos.

—¡El desgraciado se ha extraviado! —exclamó Díaz con acento de desesperación—. ¡En vez de huir hacia el recinto, se ha dirigido hacia el centro de la aldea! ¡Sapo Hinchado, volvamos y salvémosle!

Pero el tupinambá le agarró por un brazo y le dijo:

—¿Acaso le estorba la piel al pyaie blanco? Ya están ahí los tupys. ¡Huye, si quieres salvar la vida! ¡Los tupinambás vengarán la muerte de los hombres de piel blanca!

Repuestos los tupys de su terror y de su sorpresa, reanudaron la interrumpida persecución.

Habiendo visto a aquellos dos hombres huir hacia el recinto, se imaginaron que eran o podían ser enemigos, y les siguieron la pista, blandiendo furiosamente las armas.

Eran lo menos cien. Hacerles frente habría sido ir a una muerte segura, y con mayor motivo estando tan pobremente armados como lo estaban Díaz y el indio.

Con arcabuces, quizá habrían podido tener alguna esperanza de detenerlos, y hasta de desbaratarlos; pero sólo con cerbatanas nada podían hacer.

Díaz comprendió desde luego que la partida estaba irremisiblemente perdida y que no era momento oportuno para pensar en socorrer al desgraciado Alvaro.

Siguió, pues, a Sapo Hinchado, que ya había salido por la puerta y corría como un gamo por la tenebrosa pradera dirigiéndose hacia la selva, cuya fronda espesa destacábase cincuenta pasos delante de ellos.

Lograron llegar hasta allí haciendo un esfuerzo desesperado, mientras los tupys se dispersaban por la llanura lanzando feroces aullidos.

—Dirijámonos hacia el río —indicó Díaz—, es preciso que nos embarquemos en la canoa, si todavía podemos contar con ella a esta horas.

—¡Sí, al río! —contestó Sapo Hinchado—. ¡Nuestra salvación está en llegar pronto a la sabana sumergida!

Hallábanse en la inmensa selva. El tupinambá tardó muy poco en orientarse y en echar de nuevo a correr seguido por Díaz, que, habituado ya a las largas marchas de los indios, era extraordinariamente ágil.

Los tupys continuaban persiguiéndolos encarnizadamente; pero obligados a buscar su rastro, tenían que detenerse con frecuencia, dando tiempo a los fugitivos para ganarles terreno.

Sapo Hinchado seguía una dirección casi recta, por predominar en aquella parte de la selva las palmas de la cera, árboles que no están nunca juntos y que, siendo altísimos, obligan a elevarse también a los bejucos y demás plantas parásitas que tanto abundan en las selvas del Brasil. Cada media hora concedía Sapo Hinchado un instante de reposo a su compañero, y en seguida volvía a emprender la marcha, hostigado por los gritos de los tupys, que seguían oyéndose a lo lejos.

Hacia las tres de la madrugada llegaban ambos a la orilla del río casi rendidos.

Sapo Hinchado echó una ojeada a la orilla y descubriendo hacia Levante el promontorio donde se alzaba la aldea que ya conocía de vista, se encaminó hacia poniente.

Después de andar setecientos u ochocientos pasos se detuvo bajo un árbol que tenía las raíces en el agua, exclamando con acento de júbilo:

—¡La canoa! ¡Ayúdame, gran pyaie blanco!

El bejuco que sujetaba la canoa no había sido visto por los salvajes de la aldea.

Ayudándose mutuamente, Díaz y el indio lograron poner la canoa a flote, utilizando para vaciarla las dos vasijas que había dentro de ella.

—¡A la sabana sumergida! —dijo Sapo Hinchado empuñando los remos.

La corriente era rápida, y contribuía a acelerar su marcha todavía más que el vigoroso impulso que imprimían a la canoa los cuatro remos que nuestros hombres manejaban. En menos de tres horas llegaban a la sabana sumergida sin obstáculo alguno.

Ya hacía tiempo que no se oían los gritos de los tupys. Debían de haberse detenido en la selva, imaginando que los fugitivos hubieran hallado en ella algún lugar en que ocultarse.

—¿Dónde podremos encontrar a los tupinambás? —preguntó Díaz cuando ya habían desembocado en la laguna.

—Vamos a la gran aldea de Tulipa —contestó Sapo Hinchado.— Allí estoy seguro de encontrar a mis compatriotas. Los eimuros se retiraron ya, y, además, han sido destruidos.

—¿Cuándo podremos llegar?

—Antes de la puesta de sol.

—Necesitaremos, pues, dos días por lo menos para volver a la aldea de los tupys. ¿Podrá resistir tanto tiempo Alvaro, suponiendo que haya podido refugiarse en alguna cabaña?

—Tampoco, en el caso de que le hayan apresado, se lo comerán inmediatamente —contestó Sapo Hinchado.— Los prisioneros los guardan para las grandes solemnidades; bien lo sabes pues conoces sus costumbres.

—¿Vendrán tus compatriotas?

—El hombre de fuego es demasiado precioso para que le dejen en manos de los tupys. ¡Figúrate el poder que alcanzará nuestra tribu con un pyaie tan potente, que posee el fuego del cielo, que truena y mata a gran distancia!

—Es cierto —dijo Díaz.

—Todos estaremos orgullosos de poseer a tal hombre. Estoy casi seguro de que ni siquiera sus enemigos se atreverán a comérselo.

—Sin embargo, no estoy del todo tranquilo por su suerte, y quisiera…

Díaz se levantó bruscamente soltando los remos y dirigió la vista hacia la vecina orilla, surcada por un pequeño curso de agua sembrado de islotes.

—¿Qué miras? —le preguntó Sapo Hinchado.

—He oído un silbido allá abajo, entre aquellas cañas.

—Será algún tapir —dijo Sapo Hinchado.— Esos animales abundan en las orillas de las lagunas.

—A mí me ha parecido el silbido de una flecha.

—¿Será que los tupys, imaginándose que nos hemos refugiado en la laguna, hayan bajado por ese riachuelo? —se preguntó algo inquieto el tupinambá—. Verdad es que teniendo la canoa no seremos tan necios que los dejemos acercarse.

—Tú sabes que también ellos tienen canoas —dijo Díaz.

El indio echó una rápida ojeada a la laguna, y se fijó en un grupo de islotes cubiertos de bosque que había a cierta distancia.

—¿Te parece que nos detengamos ahí a pasar la noche? —dijo—. Antes de emprender la travesía quisiera saber si los tupys tratan de perseguirnos por la laguna.

—Estoy conforme contigo —contestó el marinero—. Estaremos más seguros ocultos entre esos árboles que en esta canoa, donde podemos ser vistos desde todas partes.

—¡Pues vamos allá!

Desviáronse de la ribera y a toda prisa se dirigieron a la mayor de aquellas islas, que estaba cubierta de vegetación espesísima, y atracaron en ella.

Como la orilla se hallaba cubierta de plantas lacustres, ocultaron la canoa debajo de las ramas de una de ellas, que avanzaban muy dentro del agua, y después, pasando de tronco en tronco, llegaron a tierra.

—Espérame —dijo Sapo Hinchado, acercándose a una altísima palma de tronco recto y esbelto—. Desde arriba podré ver si los tupys nos han seguido hasta la laguna.

Trepó rápidamente hasta la copa de la palma, formada por inmensas hojas semejantes a plumas; pero apenas hubo llegado hasta aquella altura, cuando el marinero le vio descender aún con mayor rapidez de la que había empleado en subir.

—¿Se acercan? —le preguntó.

—No —respondió el indio.

—Entonces, ¿por qué has bajado tan aprisa?

—Porque he visto una hoguera encendida en la orilla.

—¿Hacia la boca de aquel riachuelo?

—Sí, y he visto también sombras de hombres moverse cerca de la laguna.

—¿Quiénes crees que son? —preguntó Díaz después de unos instantes de silencio.

—No ciertamente tus amigos.

—¿Tupys?

—O acaso otros indios no menos peligrosos para nosotros. Los cahetos se han internado, y no son mejores que los tupys.

—¡Ahí tienes una gente que va a hacernos perder un tiempo precioso! ¿No haríamos bien en seguir nuestro viaje?

—No te lo aconsejaría. La noche está todavía muy oscura y podríamos encontrar canoas en nuestro rumbo. Atravesemos la isla, y veamos si se ven canoas por el otro lado. ¡No estoy nada tranquilo!

—¡Vamos! —dijo Díaz.

Tomaron las cerbatanas y se internaron en la isla, pasando a través de la maleza y apartando con precaución los bejucos, pues no ignoraban que las islas próximas a las lagunas suelen ser refugio de animales peligrosos.

Después de un cuarto de hora de marcha llegaron a la orilla opuesta de la isla. Examinaron atentamente la laguna por aquella parte, sin descubrir nada sospechoso.

—Hasta ahora no veo ninguna cosa —dijo Sapo Hinchado.— Podríamos marcharnos por este lado.

—Volvamos, pues, a la canoa —dijo el marinero—. Es mejor que cuando aclare estemos ya lejos de la boca de este riachuelo.

Ya iban a meterse por debajo de los árboles cuando Díaz se detuvo preparando la cerbatana.

—¿Has visto algo? —le preguntó Sapo Hinchado, que iba detrás de él.

—Un bulto que se deslizaba en silencio hacia aquel grupo de palmas —contestó el marinero.

—¿Un hombre?

—Me ha parecido más bien un animal.

—¿Grande?

—Como un jaguar.

—¡Mal encuentro! —dijo el indio haciendo un gesto de contrariedad.

En aquel momento oyeron detrás un maullido ronco que acabó en un fuerte resoplido.

—Estamos amenazados por el frente y por la espalda —dijo algo intranquilo el marinero—, ¿abundan las fieras en esta isla? ¿No ha sido el jaguar el que ha maullado?

—Sí —contestó Sapo Hinchado.

—¡Qué mala idea tuvimos de dejar la canoa! ¿Qué haremos ahora?

—Quédate aquí y hazte cargo del animal que has visto deslizarse por aquel palmar —dijo el indio—. No tengas cuidado por mí.

—¿Adónde vas?

—A ver si hay peligro por la espalda.

—¡Mira que puedes pasarlo mal!

—La flecha de Sapo Hinchado está impregnada de vulrari y no yerro nunca el tiro. ¡Además, no soplaré por la cerbatana hasta que esté a buena distancia! ¡Volveré pronto!

Hizo una señal a Díaz para que no perdiese de vista el palmar y no se dejara sorprender por el animal que antes había visto, y que también podía muy bien ser un jaguar, y se alejó silenciosamente, procurando ocultarse tras los troncos y matorrales, que eran por allí espesísimos.

La fiera que había lanzado aquel aullido amenazador debía de estar escondida entre los cañaverales que cubrían la orilla del islote.

Sapo Hinchado introdujo una flecha en su cerbatana antes de salir de la maleza. Avanzó valerosamente hacia el lugar donde se había oído el maullido y no se detuvo hasta unos treinta pasos del cañaveral.

Como entre los últimos matorrales y el cañaveral de la orilla había un espacio limpio de vegetación, el animal no podía abandonar su refugio sin ser visto por el indio, que estaba muy prevenido.

Pasaron algunos instantes en el mayor silencio.

Sólo de cuando en cuando se sentía el ruido monótono que hacía el agua, agitada por la brisa matutina al chocar con la orilla.

Un soplo de aire hizo llegar hasta el indio ese olor especial que despiden los animales felinos, y que a veces trasciende a gran distancia.

—¡Está ahí mismo, delante de mí! —dijo entre dientes.

Se volvió, echó una rápida ojeada a la maleza, y vio al marinero agazapado detrás de un tronco de simaruba y con la cerbatana pegada a los labios.

—Deben de ser dos jaguares —pensó—; quizá macho y hembra, y han hecho por pillarnos en medio. ¡Esto no puede durar mucho porque la paciencia no es la cualidad distintiva de esas fieras, y menos si están hambrientas!

Dio algunos pasos adelante para provocar al jaguar a salir; pero no habiendo logrado su objeto y temiendo por su compañero, iba ya a retroceder hacia la maleza, cuando con un salto fulminante la fiera salió del cañaveral.

Era un jaguar soberbio, del tamaño de un tigre malayo, de hermosa piel y formas a la vez elegantes y vigorosas.

Sus ojos, que despedían fulgores fosforescentes, se fijaban en el indio. Durante algunos instantes se miraron el hombre y el animal, como sorprendidos de hallarse uno enfrente del otro a tan corta distancia. Después la fiera abrió las mandíbulas, formidablemente armadas, y prorrumpió en un ronco murmullo, no, por cierto, de buen agüero.

Parecía que se preparaba a acometer. Un momento de vacilación, y el hombre estaba perdido.

Pero no era la primera vez que Sapo Hinchado se las había con uno de tan peligrosos felinos.

Rápidamente aplicó a la boca la cerbatana y sopló con fuerza. La sutil aguja salió silbando suavemente, y fue a clavarse en la garganta del animal.

Al sentirse herido dio un salto de costado, mordiendo rabiosamente la flecha y despedazándola, y en seguida se replegó para arrojarse sobre el indio, que se había guarecido prudentemente detrás del tronco de un árbol; pero de pronto le faltaron las fuerzas, y cayó moviendo perezosamente las patas.

En aquel mismo momento se oyó la voz del marinero que gritaba:

—¡Socorro!

Sin preocuparse ya de la fiera, que se revolcaba en la hierba y en las hojas secas, Sapo Hinchado corrió hacia la maleza, introduciendo rápidamente una flecha en la cerbatana.

Otros dos jaguares, no menos grandes que el primero, rugían, maullaban y daban saltos entre los matojos delante del asustado Díaz.

Durante algunos instantes fueron desatinadamente de acá para allá, y desaparecieron de nuevo sin que Sapo Hinchado hubiese podido lanzar otra flecha contra ellos.

Oyéronse todavía algunos rugidos roncos, y poco después todo volvió a quedar en silencio.

—¿Has herido a alguno? —preguntó Sapo Hinchado.

—¡Lo dudo! —contestó Díaz—. ¡Saltaban como si tuviesen resortes en las patas! ¿Y el tuyo?

—Lo maté.

—¿Volverán los otros?

—Estoy seguro de que están acechándonos. Deben de estar hambrientos, pues aquí no abunda la caza.

—¡Si se me echan los dos encima, no sé cómo lo hubiera pasado! Pero ¿cómo se habrán reunido tantas fieras en esta lengua de tierra?

—Es que las inundaciones las han traído, hasta aquí desde la ribera —contestó el indio.

—¡Vámonos a la canoa!

—No me atrevo a volver a atravesar la maleza.

—Pues sigamos la orilla.

—¡Sea! —contestó Sapo Hinchado.

Apenas habían andado treinta pasos, cuando volvieron a oír los maullidos de las fieras. No parecían estar juntas, porque los maullidos procedían de distintas direcciones.

—¿Oyes? —preguntó Díaz—. ¿Llamarán al compañero?

—¡Temo que sean otros! —contestó el indio—. ¡Parece que los jaguares abundan aquí como los jacarés en los pantanos! ¡Salir de los tupys para ir a dar en las garras de los carnívoros! ¡Es una verdadera desgracia, hombre blanco!

—¿Y este otro aullido?

—¿Son tres, pues?

—¡Apretemos el paso, o no llegaremos seguramente con vida a la canoa!

Emprendieron de nuevo el camino, siguiendo el espacio libre entre las malezas y los cañaverales de la orilla.

De trecho en trecho se detenían para explorar los matorrales, y en seguida echaban a andar a toda carrera. Iba invadiéndolos el miedo, a pesar de que tenían bastantes flechas impregnadas de vulrari.

Ya no marchaban, sino que corrían, porque se sentían muy intranquilos. Cada vez que se detenían sentían crujidos de ramas y movimiento en la hojarasca. Los dos o tres jaguares debían de seguir acechándolos, esperando, sin duda, una ocasión segura para lanzarse sobre ellos.

El no haber sido atacados ya quizá fuera debido a lo descubierto del espacio por donde caminaban, que no permitía a las fieras caer sobre ellos por sorpresa. Llevaban veinte minutos corriendo cuando de repente Sapo Hinchado se metió en el cañaveral, gritando:

—¡Sígueme sin demora!

—¿Vas a arrojarte al agua?

—¡No, la canoa está oculta aquí mismo!

—¿Estás seguro de que es aquí?

—¡Un indio no se engaña nunca!

Llegaron a las ramas que avanzaban dentro del agua, e iban pasando de una en otra, cuando un bulto oscuro cayó a pocos pasos de ellos, aplastando las hojas.

—¡Cuidado! —exclamó Sapo Hinchado.

—¡Diablos! —gritó Díaz—. ¡Si cae un momento antes me pilla debajo!

Recostóse entre dos ramas, y se volvió con la cerbatana pegada a la boca.

El jaguar que había intentado aquel salto no parecía hallarse muy a gusto entre las plantas acuáticas, que no podían prestarle el apoyo que necesitaba.

Se revolvía y gruñía, levantábase y volvía a caer. Probablemente no le agradaba mojarse la cola y la patas traseras.

Díaz esperó a que levantase la cabeza a la altura de las hojas, y entonces le lanzó una flecha, que se clavó entre los dos ojos.

El animal no pareció darse cuenta de la herida, y haciendo un supremo esfuerzo, se encaramó en una rama más sólida que las otras. Ya iba a lanzarse sobre su presa, que se le escapaba, cuando, habiendo hecho su efecto el terrible veneno, lanzó un maullido ahogado y se desplomó en el agua, desapareciendo en las ondas.

—¡Muerto! —exclamó Díaz, que había introducido otra flecha en la cerbatana.

—¿Y los otros? —preguntó Sapo Hinchado, que seguía gateando por las ramas.

—No los veo.

—Pues yo estoy ya cerca de la piragua.

—¡Allá voy! —dijo Díaz.

De repente el indio lanzó una imprecación sorda.

—¡Ahí tienes lo que yo temía!

—¿Qué pasa?

—¡Vienen!

—¿Quiénes?

—¡No lo sé, los tamoyos o los cahetos! ¡Canallas! ¡No han perdido el tiempo! ¡Mira, hombre blanco!

CAPÍTULO XV. EL ASALTO DE LOS TUPINAMBOS

Díaz se volvió rápidamente, dirigiendo la vista hacia la sabana sumergida.

Si el indio, que no era hombre que se alterase fácilmente, había proferido aquellas palabras, la cosa debía de ser muy grave; y verdaderamente lo era.

Cuatro puntos brillantes, quizá luces, se deslizaban silenciosamente por las negras aguas de la laguna, y, lo que era peor, parecían dirigirse hacia el islote donde Díaz y el indio habían encontrado momentáneo refugio.

Se distinguía perfectamente la proa de cuatro canoas, al parecer bastante mayores que la de los fugitivos; y se veían también formas humanas desnudas moviéndose en ellas.

—¡Bonita noche! —dijo Díaz entre dientes—. ¡Primero, los jaguares, y ahora, los tupys o los cahetos! ¿Cómo acabará?

—¿Los ves? —preguntó Sapo Hinchado.

—¡No estoy ciego!

—Vienen para acá.

—¡Ya lo he notado!

—Nos acechaban desde la boca del riachuelo. No te engañaste cuando creíste oír el silbido de una flecha.

—Quisiera saber quiénes son.

—Tupinambás no, seguramente —contestó el indio—. Los míos no deben de haberse reunido en las riberas de esta laguna.

—Entonces, son tupys.

—O quizá son otros no menos peligrosos.

—¿Qué crees que debemos hacer?

—Por ahora, quedarnos escondidos en la canoa —dijo el indio.

—En caso de peligro, ¿querrías volver a tierra? ¿No sería entonces peor nuestra situación?

—Es verdad; y tendríamos que habérnoslas también con los jaguares.

—¡Piensa algo mejor!

—Dejémoslos desembarcar, y después dirijámonos a toda fuerza de remo hacia el sur. Hasta dentro de dos horas no lucirá el alba, y protegidos por la oscuridad podremos ponernos fuera del alcance de nuestros enemigos. Échate cerca de mí y esperemos.

Se tendieron en el fondo de la canoa apoyando en la proa las cerbatanas, prontos a disparar sus terribles flechas.

Las cuatro canoas iban acercándose con cautela. Iban formadas en línea, a treinta o cuarenta pasos una de otra.

Eran más largas y anchas que la de nuestros fugitivos, y en cada una iban lo menos una docena de salvajes armados con cerbatanas y mazas de guerra.

—¿Qué gente son? —preguntó Díaz por lo bajo.

—Tupys —contestó Sapo Hinchado.

—¿Cómo pueden encontrarse aquí esos perros?

—Nos han seguido por el río sin que lo advirtiéramos.

—¡Son bien astutos esos bribones!

—¡Veremos si son capaces de apresarnos!

—No me dejaré devorar sin haber consumido antes todas mis flechas, y tengo por lo menos quince.

—Y yo, otras tantas —contestó el indio.

Las canoas llegaron a la faja de plantas acuáticas que, a modo de cinturón, rodeaba el islote, y se reunieron a unos sesenta pasos del lugar donde estaban escondidos los fugitivos.

—¿Desembarcamos? —preguntó un indio.

—Sí —respondió el otro, que debía de ser el jefe de la expedición, a juzgar por la diadema de plumas de ánade que llevaba en la cabeza—. Deben de haber saltado a tierra en este islote. Dividámonos en dos grupos y quédese uno para guardar las canoas.

Amarraron las canoas al tronco de una de aquellas plantas, y después, saltando de rama en rama, desembarcaron en el islote cuarenta o cincuenta guerreros.

—¡Voy a hacerles una buena jugada! —dijo por lo bajo Sapo Hinchado, acercando los labios al oído de Díaz.

—¿Qué vas a hacer?

—Impedirles que nos sigan.

—¿De qué manera?

—¡Ya lo verás!

El indio se levantó separando con grandes precauciones las ramas y las hojas que cubrían la canoa.

Los dos grupos, precedidos por algunos hombres que llevaban teas de resina encendidas, desaparecían entre los matorrales.

—¡Ya se han alejado! —dijo para sí.

Con un remo sondeó el agua.

—Hay aquí bastante fondo —dijo—, y no doy con la arena.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó el marinero, algo impacientado.

—Voy a matar al hombre que se ha quedado guardando las canoas —contestó el indio—. Un soplo por la cerbatana y le despacho en un momento.

—¿Y con qué objeto? Si el hombre llega a dar un grito, acudirán sus compañeros y los tendremos a todos encima.

—Sí, pero no andan por el agua.

—No entiendo…

—Cuando haya matado al hombre hundo las canoas. ¿Cómo podrán seguirme?

—¡Eres más astuto que ellos!

—¡Espérame!

—¿Y los jacarés? ¿Crees que aquí no los habrá?

—¡Sapo Hinchado no les tiene miedo! —dijo el indio sacando del cinturón un bastoncito de un pie de largo aguzado por ambos extremos—. Es de palo de hierro —añadió—. Ya sabes para qué sirve.

Metióse silenciosamente en el agua con la cerbatana sujeta entre los dientes y se puso a nadar poco a poco por debajo de las arqueadas ramas de los árboles de la fiebre.

Nadaba tan diestramente, que no hacía el menor ruido. Más que nadar, parecía deslizarse por las oscuras aguas como un verdadero pez.

Como hemos dicho, las cuatro canoas habían fondeado a sesenta pasos de allí.

En la más próxima estaba el indio encargado de guardarlas, sentado en la proa al lado de una rama resinosa encendida y apoyado en su maza de guerra.

Sapo Hinchado se detuvo como a quince pasos de distancia fuera del círculo luminoso proyectado por la tea de resina.

Se agarró con una mano a una de las raíces acuáticas que tanto abundaban en aquel lugar, se acercó la cerbatana a la boca, apuntó durante algunos instantes con mucha atención, y en seguida sopló. Oyóse un silbido apenas perceptible.

El tupy se levantó bruscamente llevándose las manos a la garganta; la terrible flecha se le había clavado en medio de ella con precisión matemática.

Se la arrancó de la herida dando un grito ronco, y después se bajó tratando de empuñar la maza; pero no tuvo tiempo. Se tambaleó, alzó los brazos como si quisiera sujetarse a alguna cosa, y se desplomó en el agua, haciendo un ruido lúgubre con su cuerpo al sumergirse.

—¡Buen banquete para los jacarés! —dijo Sapo Hinchado.

De nuevo se puso la cerbatana entre los dientes, nadó hasta llegar a la primera canoa, la asió por la borda, y de una sacudida violenta la volcó, dejándola llenarse de agua; repitió la misma operación con las otras, y cuando todas ellas quedaron anegadas el valeroso indio se encaramó sobre la rama de uno de aquellos árboles acuáticos y echó una mirada a la ribera.

Los dos grupos se habían internado y no se los veía.

—¡No han visto nada! —dijo Sapo Hinchado, poniéndose la cerbatana a la bandolera—. ¡Ahora podemos irnos sin miedo de que nos sigan!

Volvió a echarse al agua sin hacer ruido, y se dirigió a nado hacia la canoa.

Sólo distaba ya diez pasos de ella, cuando tropezó con un cuerpo rugoso que le empujó hacia un lado. Casi en el mismo instante se esparció un fuerte olor a almizcle sobre la superficie del agua.

—¡Un jacaré! —exclamó dando unas cuantas brazadas para alejarse—, ¿le habré despertado?

Echóse de espaldas en el agua y miró a su alrededor, empuñando con la mano derecha aquella estaca de palo de hierro aguzada por ambos extremos que había enseñado a Díaz.

Un ligero ruido le advirtió que el caimán le había seguido nadando debajo del agua.

Recobró la calma, llevando las manos adelante. Con un grito hubiera podido llamar a Díaz en su ayuda; pero no se atrevió, por temor de atraer la atención de los salvajes, que quizá se hallasen más próximos de lo que pensaba.

Prefirió afrontar él solo el peligro. Por otra parte, no era la primera vez que luchaba con aquellos monstruos acuáticos, y sabía cómo defenderse de ellos.

Antes de que transcurrieran cinco segundos el jacaré subió a la superficie.

El reptil abrió sus formidables quijadas erizadas de dientes triangulares y agudísimos, y se acercaba a su presa con la idea de partirla por la mitad de una dentellada.

Sapo Hinchado no se movió; limitóse a hacer con las piernas un ligero movimiento para sostenerse a flote y conservar la posición horizontal.

Mediante un último impulso el reptil se le echó encima. Con la rapidez del relámpago el indio le introdujo entre las mandíbulas el brazo armado con la estaca aguzada, de tal manera que una de las puntas de ella se apoyase en la lengua y la otra en el paladar.

Pensando partirle el brazo, el caimán cerró bruscamente las mandíbulas; pero las dos puntas de la estaca de palo de hierro se le clavaron profundamente en ella, impidiéndole acabar de cerrarlas y volver a abrirlas.

Lanzó un sordo mugido, dio un salto hacia atrás, y se entregó a los más violentos y desordenados movimientos, dando saltos, sacudidas y coletazos a diestro y siniestro.

Sapo Hinchado se había alejado ya precipitadamente nadando entre dos aguas para evitar cualquier golpe o coletazo.

Describió un gran círculo alrededor del reptil, que no cesaba de revolverse y dar sacudidas, y se escondió bajo las plantas, donde Díaz, que no sabía a qué atribuir aquel estrépito, le esperaba con angustia.

—¡Vámonos cuantos antes! —le dijo el indio.

—¿Y las canoas?

—¡Anegadas!

—¿Y el tupy?

—¡Muerto!

—¿Cuál es el motivo de este estrépito?

—Un jacaré que me acometió, y que está acabando el resuello.

—¡Eres un valiente!

El indio se sonrió y empuñó los remos, repitiendo:

—¡Vámonos cuanto antes!

—¿No nos descubrirán los otros? —preguntó Díaz.

—No pueden perseguimos, porque no tienen canoas.

Salieron de su refugio y empujaron hacia fuera la canoa, sin alejarla demasiado de la orilla, sin embargo.

—Nos apartaremos de la isla cuando lleguemos a su punta meridional —dijo el indio—. Estas plantas nos ocultan, y también nos defienden más o menos de los flechazos.

—¿Dónde nos buscan?

—Seguramente, por los matorrales.

—¡No creí que acabase tan bien esta aventura!

Continuaron costeando la isla a muy poca distancia de la orilla, de la cual sólo los separaba el cinturón de plantas acuáticas a que varias veces nos hemos referido. Hacían el menor ruido posible. Por último, con toda felicidad, llegaron a la punta extrema de la isla.

Ya habían pasado como sesenta o setenta varas más allá de ella, cuando llegó a sus oídos una voz que gritaba:

—¡Por allá! ¡Por allá! ¡Qué huyen!

—¡Maldición! —exclamó Díaz.

Algunos bultos de hombres salieron corriendo de la maleza y se precipitaron hacia la orilla.

—¡Bájate! —exclamó Sapo Hinchado, sintiendo las flechas que pasaban silbando por el aire.

El marinero de Solís se había arrojado ya en el fondo de la canoa, cuando se oyó ruido de chapuzones en el agua.

—¡Vienen a atacamos a nado! —exclamó.

—¡Tengo la maza! —contestó Sapo Hinchado.

—¡Empuña los remos!

—Las flechas pasan por alrededor nuestro, y deben de estar envenenadas con vulrari.

A riesgo de ser herido por alguna de ellas, Díaz levantó la cabeza, resguardándola tras la pala del remo, que hasta cierto punto podía servir de escudo, y miró hada la ribera.

Ocho o diez indios saltaban como energúmenos, lanzando de cuando en cuando flechas que se clavaban en las bordas de la canoa, por más que la distancia fuera ya considerable.

Otros seis o siete se habían echado al agua y trataban de atacar la canoa a nado.

Nadaban con una sola mano, porque la otra la llevaban ocupada con la maza.

—¡Ah, canallas! —gritó Díaz.

—¿Se acercan? —preguntó Sapo Hinchado.

—¡Sí, ya los tenemos encima!

—¡Huyamos!

Empuñaron los remos, y aprovechando el momento en que los indios que habían quedado en la orilla se abrían camino por entre los árboles acuáticos para tirar desde más afuera y aprovechar mejor sus flechas, se alejaron unos treinta pasos, distancia suficiente para ponerlos fuera de alcance.

Sin embargo, tres tupys más listos que los otros los habían seguido de cerca, y uno de ellos, haciendo un último esfuerzo, pudo poner una mano sobre la popa y tratar de entrar en la canoa. Al verle Díaz empuñó la maza de su compañero y dio tal porrazo en el cráneo que le hizo sumergirse para siempre.

Al mismo tiempo Sapo Hinchado lanzaba al segundo una flecha que se le clavó en medio del pecho.

El tercero desistió de seguirlos y dio la vuelta, siendo imitado por los que iban más rezagados.

—¡Boga, boga! —gritó el marinero—. Ahora ya estamos a salvo.

Sin hacer caso de los furibundos gritos de los indios que habían quedado en tierra, y que habían presenciado sin poder remediarlo la derrota de sus compañeros, nuestros fugitivos se alejaron hacia el sudeste remando con redoblado vigor.

Ya comenzaba a clarear. Disipábanse rápidamente las tinieblas y el cielo se teñía de color rojo vivísimo, que anunciaba la próxima salida del sol.

El agua de la laguna, poco antes negra como tinta, centelleaba con dorados resplandores, mientras la brisa matutina rizaba su superficie.

Empujada por los remos, la canoa surcaba rápidamente la superficie del agua, dejando en pos de sí blanca estela.

Iban despertándose las aves acuáticas y levantando el vuelo desde los islotes y los bancos pantanosos, saludando con alegres chillidos al astro del día.

Sapo Hinchado —dijo el marinero de Solís—, ¿vamos por buen rumbo?

—¡No temas, hombre blanco! —le contestó el indio.

—¿Nos seguirán todavía?

—¿Con qué canoas? Las anegué todas. ¡Qué el espíritu maligno sumerja a aquellos tupys en la noche eterna! ¡Boga y calla! Aún estamos lejos, y tus compañeros quizá se hallan en peligro. Cada golpe de remo que demos aumentará la probabilidad de que se salven.

Sapo Hinchado, pues conocía la laguna y sabía orientarse sin dificultad, puso proa al sur y remó con mayor coraje.

A mediodía llegaron a la extremidad meridional de la laguna, enfrente de un segundo río más caudaloso que el primero, que parecía traer su curso desde levante.

Descansaron un rato y comieron algunas frutas que recogieron de los árboles de la ribera, y después entraren por el río, remontando su corriente.

Díaz comenzó a reconocer aquellos lugares, los cuales había recorrido muchas veces. Hallábanse en el territorio de los tupinambás, que él no había pensado que estuviese tan cercano, porque en su fuga a través dé la selva había perdido toda orientación.

Hacia la caída de la tarde llegó la canoa a una gran aldea formada por varios centenares de carbets vastísimos, capaz cualquiera de ellos para veinte familias. Era la gran aldea de Tulipa, la mayor de las tupinambás, que podía poner en armas unos quinientos guerreros.

En la época de que estamos tratando, los tupinambás eran aún poderosísimos, extendiéndose su territorio hasta la orilla del mar, hacia la parte en que está hoy fundada la ciudad de Bahía.

Tenían muchas aldeas muy pobladas, y pasaban por ser valerosísimos. En efecto, su nombre equivalía a bravos o valientes, y en verdad que lo eran. Casi siempre estaban en guerra con todas las tribus vecinas, especialmente con los tupys, sus seculares enemigos.

La repentina emigración de los ferocísimos eimuros, que formaban muchedumbres inmensas, los obligó, después de sangrientos combates y obstinada resistencia, a abandonar sus aldeas y buscar refugio en los bosques.

Pero después de pasada aquella tremenda borrasca que había acabado con otras tribus menos resistentes, poco a poco fueron volviendo a sus aldeas y reedificaron las que habían sido destruidas; pero volvieron diezmados por los combates y, por añadidura, sin cacique, pues el suyo había sido herido, apresado y devorado por los eimuros.

Puede imaginarse el asombro de los habitantes de la aldea y su júbilo al ver desembarcar al gran pyaie blanco, que era el personaje más importante de la tribu después del cacique, y a quien ya daban por muerto.

Durante los muchos años que había vivido entre aquellos feroces salvajes el marinero se había hecho querer en gran manera de ellos, enseñándoles muchas cosas utilísimas.

Fue recibido, pues, con una verdadera explosión de alegría, tanto por parte de los caciques de segundo orden y demás gente principal, como de la población entera.

Fue trasladado en un palanquín a su habitación, una casita de estilo español, que hacía gran figura entre las de la aldea.

Díaz, que no olvidaba un momento a Alvaro, convocó a los subcaciques y a los ancianos de su tribu y les expuso los motivos que le habían inducido a traer precipitadamente consigo a Sapo Hinchado.

Entonces supo con asombro que Caramura no era desconocido entre los tupinambás. Todos ellos, y también las tribus sus aliadas habituales al norte de su territorio, habían oído hablar de aquel terrible hombre de fuego, poseedor del fuego celeste, que hacía retumbar truenos y lanzaba rayos. El deseo de poseer un pyaie tan poderoso, tan invencible, venció todos sus escrúpulos y ganó toda la voluntad de los subcaciques y de los ancianos.

Con el hombre de fuego los tupinambás adquirían extraordinaria fuerza y serían poco menos que invencibles.

En el acto se decidió la expedición; y tanto más calurosamente cuanto que se trataba de dar un golpe mortal al poder de los tupys, aquellos insaciables devoradores de carne humana, que tan dañinos eran para la tribu.

Aquella misma noche cincuenta canoas, que conducían quinientos guerreros armados de mazas, hachas de piedra, arcos y cerbatanas, y bien provistos de flechas envenenadas con vulrari, descendieron rápidamente por $1 río.

Díaz tomó el mando de la expedición, llevando de secretario, a modo de ayudante de campo, a Sapo Hinchado. Hasta la noche siguiente no llegó la flotilla a la embocadura del segundo río, donde el marinero y Sapo Hinchado habían sacado su canoa a flote.

Dejaron cincuenta hombres para custodiarlas canoas, y el grueso de los combatientes, guiados por Sapo Hinchado, se dirigieron a través de la selva hacia la aldea de los tupys, con el propósito de entrar en ella por sorpresa.

Ya habían llegado al lindero de la gran selva, cuando Díaz, que iba en cabeza de la partida, rodeado por los subcaciques, oyó a lo lejos los estampidos de los arcabuzazos.

—¡Es el hombre de fuego! —exclamó Sapo Hinchado—. ¡Todavía se defiende! ¡Al arma, y apretemos el paso!

A través de los árboles veíase una claridad que iba haciéndose más viva y más marcada cuanto más se acercaban los expedicionarios al fin de su viaje. Por encima de ella se distinguía una nube de humo con bordes rojizos.

Cuando los expedicionarios estuvieron próximos a la aldea, llegaron distintamente a sus oídos los alaridos de los tupys y los estampidos de los arcabuzazos. Era el preciso momento en que Alvaro se decidía a abandonar el carbet envuelto en llamas.

Con la angustia en el alma, Díaz incitaba a los tupinambás a apresurar la marcha.

Corrían como gamos, con las mazas empuñadas y sedientos de sangre. Su enemigo secular estaba quizá próximo a sobreponerse a aquel terrible hombre de fuego, a aquel semidiós que poseía el fuego celeste.

Atravesaron la llanura con irresistible ímpetu y llegaron a las puertas de la estacada, que nadie defendía, porque todos los tupys estaban en la plaza de la aldea combatiendo contra los pyaies blancos que habían matado al cacique de la tribu.

Quebrantadas y arrancadas de quicio las puertas por las pesadas mazas de los tupinambás, éstos penetraron en la aldea lanzando gritos terribles. Díaz iba al frente de los primeros escuadrones.

La acometida fue tan rápida y tan inesperada, que cuando los tupys se dieron cuenta de ella, estaban ya sus enemigos dentro de la aldea.

Un combate furioso se empeñó en las calles. Los tupys acudían desde todas partes a la defensa de sus barracas, mientras otros hacían frente al hombre de fuego y al grumete, fuera ya del carbet, que estaba envuelto en llamas; disparaban los arcabuces a la desesperada sobre sus enemigos.

En todas partes se peleaba a mazazos y hachazos en medio de infernal griterío. Los tupys, aunque inferiores en número y desmoralizados por los disparos del hombre de fuego, se defendían con el valor de la desesperación; pero iban perdiendo terreno ante las violentas arremetidas de los tupinambás.

Notando Díaz que los estampidos resonaban en la plaza, reunió un puñado de valientes, entre los cuales estaba Sapo Hinchado, y se lanzó en aquella dirección guiándose por el carbet de los prisioneros, que, semejante a una antorcha colosal, iluminaba todos los alrededores con resplandores sangrientos.

Rompió las líneas de los tupys, ya harto quebrantadas, y atropellando y derribando cuantos obstáculos se oponían a su violenta acometida, llegó a la plaza.

Un hombre y un muchacho, rodeados de humo y de tizones inflamados que caían por todas partes, disparaban en aquel momento sus arcabuces.

—¡Alvaro! —gritó Díaz—, ¡los tupinambás!

Correa, con el rostro ennegrecido por el humo y por la pólvora, soltó el arcabuz y se arrojó en bracos de Díaz.

En aquel momento sintió el marinero que una flecha sutilísima se le clavaba en el costado.

—¡Soy muerto! —exclamó—. ¡Es vulrari!

Se arrancó furiosamente la flecha; pero se desplomó repentinamente en los brazos del portugués y de Sapo Hinchado.

—¡Pobre amigo! —exclamó Alvaro con los ojos llenos de lágrimas.

El marinero hizo un ademán de adiós y dijo con voz débil:

—¡Subcaciques! ¡A mí! ¡Caramura!

Los tupinambás acudían desde todas partes. Los tupys, completamente desbaratados, habían evacuado la aldea huyendo en todas direcciones hacia los bosques.

Un grito de furor estalló entre los tupinambás al ver en tierra al gran pyaie blanco de la tribu. El desgraciado tenía bañados los labios en una espuma sanguinolenta, y miraba a Alvaro con ojos casi apagados.

Hizo una seña con la mano a los subcaciques para que se acercasen, y señalando a Alvaro, que estaba a su lado y que lloraba como un niño, dijo con voz balbuciente:

—¡El hombre de fuego,… el cacique de los tupinambás…, el invencible!

Asió la mano de Alvaro y la de García y trató de sonreír por última vez.

—¡Adiós! —dijo con voz imperceptible—. ¡El vulrari no perdona jamás!

Hizo un esfuerzo para incorporarse, pero volvió a caer.

Díaz, el gran pyaie de piel blanca, había muerto.

CONCLUSIÓN

Diez días después, Caramura era nombrado gran cacique de los tupinambás y fundaba una nueva aldea en la extremidad de la bahía de Recóncavo, en el lugar mismo en que se asienta ahora la ciudad de Bahía.

Durante muchos años vivió entre los salvajes, que llegaron a tenerle en grandísima estimación, pues los defendió contra los ataques de todas las tribus indias, haciéndose temible en toda la región meridional del Brasil.

Casado con las hijas de varios caciques célebres, tenía ya muchos descendientes, y estaba resignado a acabar sus días en las selvas brasileñas, cuando una nave normanda fondeó en la bahía de Recóncavo.

El deseo de volver a visitar su país y ver a hombres de su raza le obligó a aceptar la oferta que le hizo el capitán del barco de transportarle a Europa.

Después de prometer solemnemente a su tribu regresar algún día, se embarcó, llevando consigo a Paraguazu, la favorita de sus mujeres, no atreviéndose a presentarse entre los suyos con una familia tan numerosa.

Se cuenta que al verle alejarse del Brasil sus otras mujeres se arrojaron al agua suplicándole que las llevase consigo, y que varias de ellas prefirieron ahogarse a abandonar al hombre de fuego, a quien miraban como a un semidiós.

En vez de conducirle a Lisboa, como habían convenido, el capitán normando le llevó a Normandía, y desde allí le mandó a la corte de Francia, donde Paraguazu, la hermosa brasileña, encontró calurosísima acogida, señaladamente de parte de Enrique II y de su madre, Catalina de Médicis.

Bautizáronla allí, habiendo sido sus padrinos el rey y la reina, que la colmaron de valiosos regalos.

Mucho halagaban a Caramura aquellos honores; pero, con todo, sentía grandes deseos de volver a su patria, lo que no era muy del agrado de los franceses, los cuales habían concebido el proyecto de servirse de él para apoderarse del Brasil.

Sin embargo, habiendo hallado manera de ponerse en comunicación con el rey Don Juan de Portugal y de entenderse con un rico armador francés, algunos meses después logró salir en secreto de la corte de Francia y trasladarse a Lisboa.

Algunos años después, Caramura, que no había olvidado a su tribu ni quería faltar a la promesa que había hecho al embarcarse, volvía al Brasil al frente de una numerosa expedición mandada por Francisco Pereira Coutiño, a quien el rey Don Juan había concedido en feudo la provincia marítima comprendida entre el río San Francisco y la Punta Padram, de Bahía.

Este Coutiño era un aventurero sin escrúpulos, que habiendo pasado muchos años en las Indias Orientales había adquirido el orgullo del mando y la crueldad del conquistador.

Llegado al Brasil, en vez de seguir los consejos de Caramura, se entregó a crueldades y desafueros hasta con los mismos tupinambás, sin pensar que aquellos indios eran los guerreros más formidables del Brasil.

¿Qué más?

Llevó su audacia hasta aprisionar al hombre de fuego y encerrarle en una nave para mortificar a los salvajes.

Corrióse la voz de que Caramura había sido asesinado.

Paraguazu, la hermosa brasileña, armó a sus súbditos y llamó también en su ayuda a los tamoyos, que eran otros formidables guerreros.

Los brasileños hicieron una guerra a sangre y fuego.

Quemaron las aldeas portuguesas y los ingenios de azúcar, mataron a los colonos y hasta al mismo hijo de Coutiño, y con la mayor intrepidez hicieron frente a todos aquellos aventureros europeos.

Aquella guerra duró algunos años, hasta que, perdida la esperanza de vencer a los brasileños y destruidas todas sus fortalezas, Coutiño tuvo que refugiarse en sus naves y huir vergonzosamente a la vecina capitanía de Os Illeos, que comenzaba a prosperar bajo la sabia administración del portugués Figueredo.

Sin embargo, llevóse a Alvaro consigo.

Fuese por influencia de este último o por el deseo de poner fin a aquella prolongada guerra, entre los emisarios de Coutiño y algunos caciques de los tupinambás se celebró un acuerdo en que se procuraba conciliar los intereses de ambas partes.

Ya estaba para firmarse el pacto cuando, habiendo recibido refuerzos el irascible Coutiño, rompió las negociaciones y se dirigió de nuevo a Bahía con el propósito de castigar a los tupinambás.

Había embocado la bahía cuando le sorprendió una terrible tempestad, que estrelló su nave en los escollos de Itaporica.

Los tupinambás, sabedores de que Caramura estaba a bordo, se armaron y acometieron con sus piraguas a la nave del almirante y a las otras carabelas.

Coutiño fue muerto en el combate, y su cuerpo, sin cabeza, llevado por los salvajes como trofeo.

Los portugueses que cayeron en manos de aquellos fieros y vengativos salvajes fueron devorados para celebrar la victoria, sin que fuese bastante a evitarlo la presencia de Caramura.

Aquélla fue la última batalla.

Alvaro, otra vez cacique de la tribu de los tupinambás, no tardó en establecer con sus compatriotas buenas relaciones, que no volvieron a romperse ni aun a la llegada de Tomás de Sousa, que fue, puede decirse, el más importante colonizador del Brasil.

Caramura murió en edad muy avanzada, habiendo dejado muchísimos hijos.

Las familias de Bahía se enorgullecen hoy de contar entre sus ascendientes a ese afortunado aventurero.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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