El Rey de la Montaña

Emilio Salgari


Novela



I. EL VIEJO MIRZA

Al norte de Persia, paralela a la orilla meridional del mar Caspio, se yergue una larga cadena de montañas que, con los diversos nombres de Alburs, Albours o Elburz, se prolonga hacia el este hasta el Korassan.

Se trata de un amontonamiento gigantesco de altiplanos, que se remontan suavemente hacia el Caspio, ricos en bosques soberbios y prados verdeantes, picos de todas formas y dimensiones, algunos extrañamente recortados en tijera y cubiertos de matorrales espesos, redondeados otros y estériles los más, como puestos allí para impedir cualquier salida; separados los unos de los otros por abismos de vértigo, por cuyo fondo corren torrentes impetuosos, por estrechas gargantas, guaridas de ladrones, de minúsculos caminillos accesibles sólo a los montañeros, junto con algunos pasos practicables llamados las «puertas caspias».

Entre todos los picachos, el Alburs se levanta como una torre y da nombre a toda la sierra, con sus anchos flancos y su aguda cima, reputado como uno de los más formidables volcanes de Asia, despidiendo continuamente humo negro, incluso a veces columnas de fuego y materias volcánicas en tan gran cantidad, que todos los moradores del altiplano van siempre cubiertos de residuos de lava.

Pero el Alburs no está solo. Otro monte domina, señorial, a sólo diez leguas, hacia el oriente, de Teherán, la capital de Persia.

Se trata del Demavend, llamado también Elvind, un cono gigantesco de más de 5000 metros, simplemente rodeado de bellísimos altiplanos, de valles profundos, de abismos y barrancos.

La vegetación es densa en su base, pero a medida que se remonta, los árboles se vuelven secos, aparecen las rocas desnudas, apenas cubiertas por matorrales casi secos, vienen luego las nieves perennes, que cubren la cima del cono, que, de vez en cuando, escupe cortinas de llamas de tinta color sangre y extraños ruidos subterráneos, que sacuden de pies a cabeza aquella enorme masa de rocas.

El hecho de estar próximo a la capital de Persia, ha permitido que numerosas tribus se hayan instalado en las laderas del Demavend. Incluso surge, casi de repente, a media altura, un pueblo floreciente, llamado como el monte; en los valles próximos, además, se levantan numerosas tiendas y moradas.

Sin embargo, más arriba, detrás de los bosques, los habitantes son cada vez más raros y las tiendas todavía más escasas y miserables. Tan sólo unos pocos cazadores, por lo general expulsados de la capital por razones muy diversas, que viven en tugurios miserables o dentro de las cuevas, o entre las ruinas de viejas torres levantadas en tiempos inmemoriales, soportan las borrascas de nieve que tienen lugar de vez en cuando así como los huracanes espantosos que en las estaciones cálidas se abaten con furia increíble, destruyendo a la vez árboles y rocas, y se alimentan mediante la caza de ágiles onagros e incluso de águilas.

La tarde del 30 de diciembre de 1796, aquel cono gigantesco ofrecía un espectáculo espantoso. Nubes inmensas, negras como la pez, empujadas por un viento feroz que venía del Caspio, corrían desorbitadas sobre los bosques tupidos, cabalgando una sobre otra, mientras que el trueno anunciaba la tempestad que se avecinaba.

Huían aterrados los onagros de robustas pezuñas; vociferaban los halcones y los merops, impotentes para luchar contra las alas poderosas de la borrasca; caían en bandadas, hacia los valles profundos, las águilas de vuelo poderoso; se apretujaban en las cavernas los bandidos y los cazadores se encerraban en sus casitas miserables; gemían y se doblaban como haces de paja las vigorosas hayas, los esbeltos álamos, los plátanos gigantescos de follaje espeso; gemía el viento allí en los abismos escalofriantes y en torno a las cumbres más altas, y allá, en lo alto, entre las nubes desenfrenadas, silbaba y rugía estruendosamente el trueno.

Era una noche infernal, que infundía terror a hombres y animales, y hacía huir a unos y otros.

Un solo hombre, vigoroso y de mediana estatura, un poco encorvado, con un casquete de piel de carnero en la cabeza y una larga zamarra de gruesa lana turca, recogida a la cintura con un hermoso cinturón de cachemir, subía impertérrito la montaña, aunque pesaran sobre sus espaldas más de sesenta años.

Estaba de pie junto a un precipicio respetable, cuando la borrasca reventó con una furia terrible.

La lluvia empezó a caer con tal violencia y en tales cantidades, que en un instante el viejo quedó empapado. Descendían desde lo alto, rugiendo y rebotando impetuosísimos torrentes, arrastrando piedras enormes y árboles arrancados.

Parecía como si de golpe la montaña gigantesca, que durante siglos había desafiado sin temblar a los huracanes, fuese a saltar hecha añicos, arrastrando a la ruina al hombre que tenía la osadía de desafiarla.

Se grietaban los macizos y rodaban botando de roca en roca, retumbando al hundirse en los abismos profundos; se precipitaban las avalanchas de nieve desde las cimas, destruyéndolo todo a su paso fulminante; se partían los gruesos plátanos, las hayas, los abedules y los álamos; se levantaban espumeantes las aguas; rugía el viento y se abatían estruendosamente los rayos, partiendo las murallas graníticas. De forma intermitente y progresiva, los fulgores de los rayos rompían las negras tinieblas.

Y esto no era todo. De los elevados cráteres, salían gruesas llamas sanguíneas y se elevaban columnas de humo que se confundían con las tinieblas.

El viejo se había escondido bajo una roca, indeciso entre la posibilidad de seguir o de enfrentarse con los elementos desencadenados.

—Se diría que el alma atormentada del rey (es leyenda entre los persas que en el Demavend vaga el alma irritada de uno de sus reyes cautivos) haya salido de la montaña —murmuró—. Necesito, al menos, llegar a la torre. Hace tres días que Nadir no me ve. ¡Pobrecillo!

Se caló hasta las orejas el casquete, se sacudió el agua y, haciendo acopio de todas sus fuerzas, se puso en camino.

Andaba despacio, agarrándose a los salientes de las rocas y a los arbustos, encogiéndose cuando se acercaba una racha de viento. Un pedrisco enorme le pasó a poca distancia, rodando con estruendo indescriptible hasta el fondo de un barranco; una avalancha de nieve, pasando frente a sus ojos, le quitó la respiración; muy cerca, estalló un rayo. Y, sin embargo, el viejo continuaba avanzando.

De repente, paró. Al calor de un rayo había adivinado, plantados sobre una roca gigantesca, algunos torreones almenados.

—Ya falta poco —dijo—. Un último esfuerzo, Mirza, y descansarás.

Se detuvo todavía algunos instantes, se metió luego por un pequeño sendero entre las rocas y, tras algunos minutos, alcanzó una vasta plataforma, en medio de la cual, entre colosales plátanos que el viento doblaba, surgían las torres.

Eran cuatro, bastante grandes, de ladrillo, con estrechas aspilleras y aberturas que pretendían ser ventanas. Sobre la cima se alzaban almenas de formas extrañas, en torno a las cuales se oían los chillidos de los halcones y de las águilas.

El viejo se guareció bajo una pequeña puerta, cerrada con una piedra enorme. De un golpe vigoroso, retiró el obstáculo y se halló en un largo pasadizo, por el que el viento ululaba.

«¿Qué estará haciendo Nadir a esta hora?», se preguntó. «El pobrecillo estará verdaderamente aburrido».

Arrancó de un hueco excavado en la pared una pequeña lámpara de plata, la encendió, tras haber golpeado varias veces el pedernal, y se encaramó por una escalera de caracol en muy mal estado. A la altura del primer piso, encontró un segundo corredor. Las paredes estaban agrietadas, los ventanucos abiertos, el embaldosado roto, el techo inseguro. Con los truenos, caían desde lo alto enormes piezas de cemento.

Tras un segundo tramo de escalera no mejor que el primero y de dos otros zaguanes flanqueados por aposentos desiertos, el viejo llegó a una puerta que dejaba filtrar por sus resquicios una luz vivísima. La abrió sin hacer ruido y se detuvo en su umbral.

Estaba de pie en una gran sala, sostenida por dos columnas de granito, iluminada por una enorme lámpara de plata colocada en el techo y por unos haces de leña que ardían en una pequeña chimenea.

Bellísimos lienzos de Kerman, bordados en oro y plata, cubrían las paredes, así como mullidas alfombras, de grueso fieltro, cubrían el suelo. Ni sillones, ni divanes, ni mesas en el centro; y sí, en cambio, ricos cojines de seda carmesí con bordados fantásticos, manteles, chales de cachemir de gran valor, escudos antiguos y petos de malla, dagas de damasco esculpidas, kandjar con empuñadura de jaspe, fusiles de pedernal con incrustaciones de madreperlas, diversas pipas persas llamadas nargul, de cristal unas, de porcelana otras, y algunos elegantes jarrones con rosas de China.

Además de esto, en un ángulo, colocados sobre un travesaño, había cuatro o cinco halcones encapuchados, asegurados con ligeras cadenillas de plata.

—¿Dónde estará el muchacho? —se preguntó el anciano, avanzando por la lujosa sala tan curiosamente ornamentada y mirando perplejo a su alrededor.

Repentinamente, saliendo de detrás de una columna, apareció ante sus ojos un extraordinario joven, esbelto y agraciado que, sacudiendo su negra caballera, le contemplaba sonriente.

—¡Ah!, ¿estás aquí? Qué susto me has dado, Nadir —dijo el viejo con sorpresa, pero trasluciendo un gran cariño en sus palabras.

El joven hizo una pirueta y, saltando alegremente, se acercó con aire juguetón.

II. EL REY DE LA MONTAÑA

La fantasía del más inspirado de entre los poetas orientales no habría podido crear un ser tan bello, tan noble y valiente como Nadir, llamado, y sin equivocarse demasiado, por los bandidos y cazadores del Demavend, el Rey de la Montaña.

A juzgar por su aspecto, no tenía más de veinte años. Era alto, esbelto de formas, que denotaban agilidad de felino y una fuerza extraordinaria. Sus manos eran pequeñas, sutiles, aristocráticas, habituadas desde la infancia a manejar el kandjar y el mosquetón; su carne era rosada como la de una niña; los labios algo abultados y rojos como el coral, bajo la sombra de un bigote negrísimo; sutil la nariz; los ojos resplandecientes como diamantes encendidos; las cejas bien arqueadas, la frente espaciosa, abundante su cabellera de azabache.

Con aquellos riquísimos tejidos, con los valiosos vestidos que llevaba y con las armas relucientes, claveteadas de zafiros, con las perlas que colgaban de su cintura, Nadir parecía más un príncipe que un cazador y se explica por qué sus compañeros le habían impuesto el sobrenombre de Rey de la Montaña, apelativo que merecía también por su fuerza, por su generosidad y sobre todo por su extraordinaria audacia…

Al oír la voz del viejo, había corrido a su encuentro.

—¡Mirza! —exclamó—. Mi buen Mirza…

El viejo lo recibió entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho.

—Parece como si hiciese un año que no te veo… y son sólo cuatro días. ¿Te has aburrido, Nadir mío?

—Un poco, lo confieso —dijo Nadir—. ¡Pero si estás empapado! Parece mentira, ¡salir con un tiempo así! ¡Si podíais haber muerto!

—Habría muerto un pobre viejo —dijo Mirza con una triste sonrisa.

—¿Y tu Nadir?

—Tienes razón, hijo mío. Soy tu único amigo.

—Siéntate junto al fuego, Mirza, y explícame detalles sobre tu misteriosa excursión al llano.

El viejo se desembarazó del ancho abrigo y se sentó junto al hogar, que difundía un calor agradable.

—Vamos, Mirza —volvió a insistir Nadir, tras algunos instantes de silencio—. ¿Dónde has estado?

—Lo sabes ya, en el llano.

—No basta.

—En Teherán —afirmó el viejo, tras algún titubeo.

Un rayó fulguró en los ojos negros de Nadir.

—Teherán… —murmuró, quedando pensativo.

—¿Te molesta?

—No, pero quisiera saber qué haces en aquella ciudad.

—Tengo un amigo —respondió el viejo—. Me acerco a visitarlo dos veces al año solamente.

—¿Quién es?

—No te lo puedo decir, hijito.

—¿Por qué?

Mirza no contestó. De repente, su rostro se había ensombrecido y sus ojos se humedecían.

—Mirza —dijo el jovenzuelo tras algunos minutos.

—¿Qué quieres, Nadir?

—¿Me llevarás alguna vez a Teherán?

—¡A Teherán! —exclamó el viejo con acento de terror—. ¿Qué quieres hacer en Teherán?

—¿Qué quiero hacer? ¿Crees que a los veinte años una montaña basta?

—¿Por qué hablas así, Nadir? —con un acento de dulce reproche—. ¿Acaso no es bella, la montaña? ¿No son acaso soberbias y pintorescas las rocas que cruzan diariamente los ágiles onagros? ¿Acaso no es bello compartir con las águilas el dominio de las alturas y desde allí contemplar toda Persia y el Caspio azul? ¿Qué quieres hacer en Teherán? Allá abajo no hay más que corrupción, esclavitud, despotismo. Aquí, en cambio, existe la libertad, ¿sabes Nadir?, la libertad.

El viejo se detuvo un instante mirando fijamente a Nadir, que no movía ni una pestaña, y siguió:

—¿Qué te falta aquí? Tienes el poder, porque los cazadores y los bandidos te aman y te obedecen. ¿Te faltan las riquezas? Dímelo, y te daré lo que quieras. ¿Quieres todavía ir a Teherán?

Nadir no contestó. Miraba al viejo con ojos tristes y la frente arrugada.

—Habla, Nadir —dijo Mirza—. ¿Qué quieres?

El joven se agitó.

—Mirza —empezó a decir lentamente—, la montaña es bella, los bosques son soberbios, dulce el fragor de la cascada, delicioso el viento que ruge sobre las cumbres, pero a los veinte años todo esto no es suficiente.

—¿No es suficiente?

—No, Mirza. Para mí, no es suficiente. Me parece que cuanto mayor me hago, más y más la montaña me resbala, me falta el aire, y en torno a mí se hace el vacío. Dices que aquí está la libertad, y a mí me da la sensación de que la libertad se derrite día a día. Siento en mí una especie de ansia furiosa de lanzarme al mundo; siento un deseo desmesurado de…

Se detuvo indeciso y casi asustado, mirando al viejo que se tomaba pálido.

—Continúa —dijo el viejo.

—Mirza —volvió a decir el joven—, cuando tenías veinte años, ¿no sentías nunca como una llama que serpentea en las venas? Mira, cuando desde lo alto de las cumbres nevadas contemplo los brillantes minaretes de Teherán, siento una sacudida en la sangre. ¿De qué se trata? Lo ignoro. Cuando oigo tronar los cañones y resonar las trompetas, cuando desde lo alto de las rocas veo en la llanura a los caballeros del rey, siento un estremecimiento de entusiasmo, ¿de qué se trata? No lo sé, pero envidio a aquellos soldados. Cuando el viento murmura dulcemente bajo los bosques, cuando el aire está embalsamado con el perfume de las flores, cuando el sol brilla, siento en mi interior una sensación extraña, el corazón me palpita precipitadamente y una voz misteriosa me susurra: «Nadir, ve a Teherán, que la montaña ya no es bastante para ti».

—¿Pero es que acaso sueñas, mi buen Nadir? —gritó el viejo con voz desencajada y temblorosa.

—No, Mirza. No sueño.

—¿Es que no sabes que en Teherán te aguarda un peligro?

—¡En Teherán… me aguarda… un peligro! —exclamó el joven—*. ¿Y cuál, Mirza?

—Nadir —dijo el viejo con voz conmovida—, ¿tienes algún recuerdo de tu infancia?

—¿A qué viene esta pregunta?

—Retrocede hasta cuando tenías doce años, Nadir. ¿Estabas entonces en esta montaña?

—No —dijo el joven.

—¿Era el viejo Mirza el que te susurraba al oído dulces cantinelas para que te durmieses, el que te besaba y te mecía en la cuna? Responde, Nadir, responde, amigo mío.

—No —repitió el joven con un suspiro—. Sí… Sí… Me acuerdo de un palacio grandioso, con grandes cúpulas doradas y jardines soberbios…, me acuerdo de una mujer joven y bella que me cantaba dulces canciones, que me llevaba en brazos, que me besaba… e incluso a veces me llenaba de lágrimas… Me acuerdo de un joven guerrero que venía a vigilarme cuando estaba en mi camita y que me hacía saltar sobre sus rodillas. Era alto, era hermoso, era fiero; llevaba armas de oro… Y me acuerdo de tantos y tantos soldados bellos y caballeros soberbios que se inclinaban ante él y le obedecían como esclavos… Mirza, ¿quién era aquella mujer? ¿Quién era aquel guerrero que tanto me quería? ¿Qué les ha sucedido? ¿Viven aún?

Un arrebato de llanto fue la única respuesta. El viejo Mirza había ocultado la cara entre las manos y lloraba.

—¡Mirza! —exclamó Nadir con la voz rota—. ¿Por qué lloras?

—No lo sé, Nadir —balbució el viejo, secándose las lágrimas.

—Dime, sin embargo, ¿está todavía viva aquella mujer?

—Está muerta.

—¿Muerta?

—Sí, muerta junto al hombre al que amaba.

—¿Asesinada?

—Ambos fueron traicionados por un hombre que era pariente suyo y asesinados por uno que hoy es el hombre más poderoso de Persia y que, si supiese que has nacido en aquel palacio y que fuiste acariciado por aquella mujer y por aquel guerrero, no vacilaría ni un instante en matarte.

Nadir, al oír estas palabras, se puso en pie de un salto, con los ojos refulgentes y el rostro pálido.

—¿Pero quiénes son? —exclamó—. Mirza, ¿quiénes son? ¿Por qué sienten tanto odio contra mí?

—No puedo decírtelo.

—¿Pero por qué?

—No ha llegado todavía el instante propicio.

—Odio a aquellos hombres, Mirza. Y los encontraré, te lo juro, aunque me vea obligado a recorrer toda Persia.

—Son potentes, Nadir.

—El Rey de la Montaña nunca ha temblado —dijo el joven con rabia—. Mañana iré a Teherán y empezaré la búsqueda.

—¡Nadir! —exclamó el viejo, tendiendo hacia él las manos—. Es en Teherán donde te aguarda el peligro.

—Y es en Teherán donde yo me enfrentaré con él.

—¡Nadir!… ¡Nadir!…

—Silencio, Mirza —dijo el joven—. ¿Has oído?

Entre los silbidos del viento, se había escuchado una nota aguda, que parecía emitida por el cuerno de un montañero.

—¿Quién pide asilo a esta hora? —se preguntó Mirza, inquieto.

—Tal vez un amigo —respondió Nadir.

Descolgó de la pared una espada pesadísima con incrustaciones de madreperlas, apagó la lámpara de Mirza y salió, metiéndose en el corredor.

Llegado al otro extremo, se acercó hasta un ventanuco, ahuyentando a los halcones que se habían refugiado allí, y miró hacia afuera.

El huracán amainaba, aunque el vendaval continuase aullando. En la parte de levante, entre las nubes desgarradas, brillaba el astro nocturno, derramando a su alrededor una luz pálida.

—¿Quién se acerca? —gritó.

—Irak —respondió la voz.

—¿Qué quieres?

—Ayuda del Rey de la Montaña.

—Aparta la piedra y entra.

Al pie del torreón se oyó un golpe sordo, y luego en los pasadizos un rumor de pasos. Nadir se acercó a la escalera y encendió la lámpara.

Un hombre alto, barbudo, envuelto en una especie de manto de piel de cordero negro, con gruesas botas de montar claveteadas, entró. En una mano llevaba un bastón tosco y en la cintura un largo puñal.

—Irak te saluda, Rey de la Montaña —le dijo él.

—Nadir te dice lo mismo, amigo —repuso el joven—. ¿Qué motivo te mueve a venir aquí a estas horas?

—Una desgracia.

—¿Te ha ocurrido a ti?

—A uno de los hermanos de la Montaña.

—¿A quién?

—Al valiente Harum.

—¿Qué desgracia?

—Escúchame, Rey de la Montaña. Sabes que voy a menudo a Teherán para hacer provisión y a la vez vender los frutos de nuestras cacerías. Ayer por la mañana Harum, juntamente con Festhali, se acercó a la ciudad y se puso a discutir con un guardia del rey. Harum es atrevido y tiene la sangre caliente. Ofendido, se sacó el kandjar y traspasó el corazón del ofensor.

—Ha hecho bien. Los hermanos de la Montaña tienen que ser respetados.

—Sí, pero Harum no tuvo suerte. Treinta o cuarenta guardias del rey, que estaban presentes en la discusión, se echaron encima de él y lo arrestaron, aun a pesar de su resistencia desesperada.

—¡Le han hecho prisionero! —exclamó Nadir con dolor.

—Sí, y mañana al atardecer será ajusticiado en la plaza de Meidam.

—¿Estás seguro?

—Seguro, Nadir, y por ello he subido hasta aquí.

—¿Y qué quieres, por tanto?

—Nadir, los hermanos de la Montaña han jurado salvarlo y solicitan la ayuda de tu brazo potente.

—Jamás niego mi ayuda —respondió Nadir—. Pero nunca he estado en Teherán.

—¿Y qué importa? Eres el más valiente de los hermanos, el más ágil y el más fuerte, y por esta razón piden tu ayuda.

—Mirza no quiere que yo vaya a Teherán.

—Mirza es un hermano de la Montaña y no puede dejar que muera otro hermano.

—¿Cuántos hombres irán con nosotros? —preguntó Nadir.

—Esperamos ser doscientos en la ciudad.

—Son pocos.

—Se puede pedir ayuda a los kurdos, y son muchos.

—¿Cuándo deberemos partir?

—Esta misma noche. En Demavend nos esperan los caballos.

—Aguárdame un instante.

Nadir dejó en el suelo la lámpara y volvió a entrar en el salón. Mirza, al verlo, fue a su encuentro.

—Mirza, amigo mío —dijo Nadir— me voy.

—¿Te vas? —exclamó el viejo con terror—. ¿Y hacia adónde?

—Hacia Teherán. Es mi destino.

Mirza lo miró asustado. Durante algunos instantes ni siquiera fue capaz de pronunciar una sílaba.

—A Teherán… —balbució al fin—. ¡Tú a Teherán!…

—Mirza, es necesario. Un hermano de la Montaña está en peligro.

—¿Pero es que no sabes que allí hay enemigos que darían todas sus riquezas para hacerte matar?

—¿De quiénes se trata? Háblame de ellos y procuraré evitarlos.

—No puedo, Nadir…, no puedo. Mira: soy viejo, pero todavía sé manejar el kandjar… Deja que vaya yo en tu lugar.

—Jamás, jamás… —exclamó Nadir.

—¿Estás totalmente decidido?

—Totalmente.

—¿Y si te lo impidiese?

—No te obedecería.

—¿Y si te lo pidiese por favor?

—Mirza —dijo Nadir—, ¿por qué tanta obstinación? ¿No tengo acaso veinte años? ¿No soy fuerte? ¿No he dado pruebas bastantes de coraje?

—Pero es que allí existen peligros tremendos.

—Los evitaré. Y apenas habré salvado a Harum, volveré a ti.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—¡Júralo!

—Te lo juro.

—Entonces, vete. Pero recuerda que te espero ahogado en mil angustias.

Nadir descolgó de un clavo un magnífico kandjar con empuñadura de oro y la vaina recubierta de gruesas perlas, y se lo colocó en la cintura; luego se cubrió la cabeza con un pesado casquete de piel negra

—Adiós, Mirza —dijo—. Seré prudente.

El viejo se le acercó con las lágrimas en los ojos, y lo atrajo tiernamente contra su pecho.

—Nadir, si no quieres que muera de dolor, vuelve pronto.

—Apenas habré salvado a Harum, volveré.

—Vete, pues, y que Alá te proteja.

III. UN SUPLICIO PERSA

Teherán, capital del reino y cabeza de distrito del begler-beglik que lleva el mismo nombre, es una de las más bellas y populosas ciudades de Persia. Si por el número de habitantes es inferior a Ispahán, que durante años fue la capital, la supera en esplendor, en magnificencia de construcción e incluso por los importantes medios de defensa que la circundan.

Se asienta en la provincia de Ilark-Adjem, a 38° 41' de latitud norte y a 48° 31' de longitud oriental, en una vasta llanura arenosa, poco fértil, malsana durante los grandes calores del estío, y que recibe el nombre de llano de Sultanieh. Frente a la ciudad, pero a una distancia de diez leguas, se alza el gigantesco Demavend.

Forma un cuadrado de cerca de cuatro kilómetros de lado, defendido por gruesas murallas capaces de resistir un bombardeo desde lejos, y por otra parte difíciles de escalar gracias a un enorme foso que las rodea, reforzadas además por grandes torres.

Cuatro anchas carreteras, que llevan a las cuatro puertas de la ciudad procedentes de oriente, de occidente, del septentrión y del mediodía, la cortan y se reúnen en una ancha plaza llamada, como la de Ispahán, Meidam.

Sólo la mitad del espacio encerrado entre las murallas está ocupado por las casas; el resto está cubierto de jardines hermosísimos, en donde se alzan plátanos ya seculares, cerezos y granados, que ofrecen frutos de riebas, especie de ruibarbo, y uvas, que no son aprovechadas para hacer vino, porque la religión musulmana prohíbe los zumos fermentados.

Entre las maravillas que allí se pueden contemplar está el palacio real, que ocupa con sus jardines una cuarta parte de la ciudad, espléndido por su arquitectura verdaderamente oriental, soberbio por la riqueza de sus adornos y de sus mármoles, único tal vez en el mundo por el lujo de sus salones.

Sobresalen los jardines reales, las mezquitas con sus altas cúpulas doradas y los atrevidos minaretes que lanzan a alturas de vértigo sus finas columnas, desde cuyas cimas, al amanecer y al atardecer, los muellah, con el rostro vuelto hacia La Meca, la ciudad santa del pueblo musulmán, recitan a los creyentes los primeros versículos del libro sagrado, el Corán:

Bismülahir rahmanir rahim (Que resuene mi palabra en nombre del Dios santo e inexorable).

¡La illah il allah! Mohamed rassoul allah. (No hay otro Dios fuera de Dios, y Mahoma es su profeta).

El alba empezaba a iluminar las altas cimas del Demavend, cuya masa se recortaba sobre el fondo azul y transparente del cielo; los muellah todavía no habían dejado oír su voz desde lo alto de los minaretes, cuando un grupo de caballeros, armados de largas espadas y de centelleantes kandjar, penetraba en Teherán.

Eran siete hombres, que por sus vestidos parecían montañeros, capitaneados por un joven de aspecto feroz, vestido como si fuese un príncipe.

Al encontrar abierta la puerta oriental, habían penetrado sin vacilar bajo el torreón defendido por vistosas piezas de artillería; pasaron por delante de los guardias, lanzando sobre ellos una mirada despectiva, y galopaban ahora hacia la plaza de Meidam sin preocuparse de los raros transeúntes que los contemplaban llenos de curiosidad.

Llegados a la plaza, el joven jefe detuvo su caballo, y sus grandes ojos negros, que refulgían como diamantes, se quedaron fijos, ardientemente, sobre el palacio real, sin cansarse ni desviarse. Un color rojo vivo apareció en sus mejillas. Se podría jurar que su corazón, en aquel instante, batía con fuerza.

—¡Cuánto esplendor aquí…! —murmuró—. ¡Y Mirza no quería que bajase a contemplar tales maravillas…! Es cierto que la montaña es bella… ¡pero esta ciudad es todavía más bella! ¡Es extraño! ¿De dónde viene esta emoción que me invade? ¿Por qué mi sangre corre más rápidamente por mis venas? ¿Por qué siento en mí un deseo vehemente de pasar bajo aquellas puertas?…

Se volvió a los caballeros que permanecían firmes detrás de él y gritó con una cierta emoción:

—¿Quién vive en aquél maravilloso palacio, Irak?

—El sha —respondió el montaraz.

—¡El rey! —murmuró Nadir.

Permaneció algunos instantes en silencio, contemplando aquella soberbia construcción, y luego preguntó:

—¿Y es en esta plaza en donde van a ajusticiar a Harum?

—Mira hacia allí, Rey de la Montaña. ¿No ves el cadalso y sobre él un enorme cañón?

—Sí —dijo Nadir.

—Aquél es el instrumento de muerte.

—Me habían dicho que el rey hacía empalar a los condenados.

—Es cierto, pero en ocasiones prefiere hacerles atar a la boca de un cañón ya cargado, para ver saltar por los aires los miembros destrozados del condenado.

—¿Tan feroz es el sha?

—Mehemet es el más despiadado de los reyes persas.

—Sin embargo, el rey no verá a Harum saltar por los aires. Se lo impediremos, Irak.

—Así lo espero.

—¿Dónde están los otros hermanos de la Montaña?

—En un tschaparkhanc (una especie de cuadra en donde se cambian los caballos; generalmente, junto a la misma hay una posada) dirigido por un montañés fiel.

—¿Han sido avisados los kurdos de la llanura?

—Desde ayer. Y estarán aquí a la hora exacta.

—¿Para cuándo ha sido fijada la ejecución?

—Para esta tarde, una hora antes de la puesta del sol.

—Vayamos a juntarnos con los amigos, Irak.

Los montañeses dieron marcha atrás con sus caballos, abandonaron la plaza y tomaron un camino estrecho que se internaba por entre los espaciosos jardines, perdiéndose hacia los bastiones de la ciudad. Después de haber recorrido aproximadamente un kilómetro, llegaron frente a una vieja casa en un lugar desierto, situada entre dos altas murallas almenadas que parecían encerrar amplios corrales.

Bajaron de los caballos, dejándolos al cuidado de un joven persa que había acudido rápidamente, y penetraron en una sala vastísima, que tenía las paredes agrietadas, el techo sucio de humo y el suelo recubierto de viejas alfombras raídas.

Una docena de hombres de aspecto poco tranquilizador, con la cabeza cubierta por inmensos turbantes, vestidos de largas zamarras recogidas en la cintura con anchos cinturones repletos de pistolones y de káme (especie de puñales de hoja larga) y con los pies calzados de gruesas alpargatas rojas puntiagudas, estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas al estilo turco. Algunos, silenciosos, fumaban su nargul, inmensas pipas cargadas con un tabaco muy fuerte llamado tumbak; otros estaban ocupados en el ejercicio de atusarse la barba, operación importante entre los persas que se preocupan mucho de ella, mientras que otros se entretenían tocando la pandereta o la mandolina.

—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó Nadir a Irak.

—Kurdos amigos nuestros —respondió el montañés—. Ven, Rey de la Montaña.

Lo llevó por un pasillo oscuro y lo introdujo en un ancho patio, cercado por altas murallas almenadas. Allí, doscientos montañeses del nevado Demavend, armados con largos rifles, pistolas, kandjar y sables estaban sentados en círculos, discutiendo en voz baja.

Viendo entrar a Nadir, se levantaron todos como un solo hombre y se inclinaron murmurando:

—Salud al joven Rey de la Montaña.

—Gracias, amigos —dijo Nadir—. Estoy entre vosotros para conduciros contra los asesinos del valeroso Harum.

—Estamos dispuestos a seguirte —respondieron los hombres de la montaña—. No nos dan miedo las tropas del sha.

—Conozco vuestro coraje, mis valientes, procuraré ser digno de vosotros y de mi buen Mirza.

—Sabemos cuál es la audacia del joven Rey de la Montaña —dijo un montañés corpulento y atlético.

—Gracias, amigo —dijo Nadir—. Ahora esperemos a que llegue la hora de la ejecución; cuando se ponga el sol tras las cimas de nuestro Demavend, marcharemos a rodear la horca y a enfrentarnos con las tropas del sha.

Se sentó entre los montañeses y se puso a hacer planes con los jefes, siempre con la mirada fija en las cimas nevadas de la gigantesca montaña.

Durante el día, ni un solo montañés se atrevió a abandonar el patio. Aquella concentración hubiese podido ser descubierta por la policía del sha, la cual, no ignorando que Harum era un montañés de pura razaf no habría dejado de tomar tantas precauciones que hubiese hecho imposible el atrevido intento.

Cuando el sol se escondió tras la cima más alta del Demavend, Nadir se puso en pie. Se aseguró de que su kandjar se deslizaba sin estorbos por la vaina dorada y de que las pistolas estaban cargadas, y salió, acompañado de Irak y de algunos de los más valientes y robustos hombres de la montaña.

Los otros le siguieron a corta distancia, en grupitos de ocho o diez, para no llamar la atención.

Las calles de la ciudad se habían llenado de gente casi como por encanto.

La voz de que en la plaza de Meidam iba a tener lugar la ejecución de un hombre se había esparcido por doquier y la multitud corría en masa compacta hacia el palacio real.

Allí había personas de todas las razas y religiones, llegadas de todos los rincones de la ciudad, del llano, de los pueblecitos vecinos, del Demavend, de Ask e incluso de Kend.

Se veían por la calle a grandes señores, precedidos de sus djelodar que conducían los caballos y seguidos de haljand-jij que hacían sonar sus panderos para invitar a la multitud a acercarse; numerosos pueblerinos; hombres de negocios; bandas de kurdos con rostro feroz y barbudos; árabes; armenios; ilirios, tribus nómadas de la llanura, e incluso no pocos lucios, nómadas de muy mala fama, tan rapaces como los kurdos.

Tampoco faltaba, entre aquella multitud, un gran número de mujeres, todas envueltas en su rubend, finos velos que ocultan la cara, dejando sólo libres los ojos. Vestían largos pantalones de seda y escarpines puntiagudos.

—Buen botín para los kurdos —dijo Irak a Nadir, que marchaba a su lado—. Esos ladrones se aprovecharán de la confusión para robarles a las mujeres sus joyas.

—¡Y son nuestros aliados! —dijo Nadir, arrugando la frente.

—Son necesarios, Rey de la Montaña. Mientras nosotros asaltemos la tribuna, ellos provocarán alrededor nuestro una enorme confusión y dispersarán a los caballeros del sha.

—Preferiría combatir sin ellos, Irak.

—Somos valientes, pero somos pocos, Nadir, y los guardias del rey darían fácilmente cuenta de nosotros. Apresurémonos, que oigo repiquetear los tamborileros de la guardia.

Apresurando el paso por entre la muchedumbre a golpes de espuela, llegaron en un momento a la plaza de Meidam.

Los guardias del sha ya habían rodeado la tribuna, sobre la cual se levantaba el largo cañón. Cuatro filas de soldados, con los fusiles en la mano y los kandjar entre los dientes, rodeaban por entero la tribuna. Otros ghoulam (guardias a caballo) se estaban, con los caballos encabritados, frente al palacio real, mientras que una docena de camellos, llevando sobre su espalda pequeños cañones, estaban situados en los ángulos de la plaza, resguardados por algunos pelotones de zembourehthi (artilleros del ejército de los camellos) que parecían dispuestos a dispersar a la muchedumbre con descargas de ametralladora.

Al ver todos aquellos soldados, una arruga profunda surcó la frente de Nadir, que desapareció inmediatamente cuando descubrió a los montañeses que le habían precedido y a una inmensa turba de kurdos.

—Lo salvaremos igualmente —murmuró—. Nuestros kandjar les igualan en número.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando se oyeron los redobles de los tambores. En seguida, entre las filas de los kurdos se produjo un movimiento envolvente que tenía por objeto rodear a las mujeres. Nadir e Irak, arrastrados por la masa, se encontraron a pocos pasos del patíbulo, detrás de las filas de los montañeses.

—Atención —murmuró el joven jefe al montañés.

Un temblor agitó a la multitud, y aquí y allá relucieron los káme, los kandjar y las cimitarras.

Los tambores redoblaron con fuerza y se acercaban más. Un enorme aullido resonó de un extremo a otro de la plaza.

—¡Harum!… ¡Harum!… —gritaban todos.

La multitud comenzó a agitarse y a hacer olas, como un mar en plena tempestad. Era un continuo subir y bajar de brazos y de holá, un apoyarse en las espaldas de los vecinos; apretándose las filas de los kurdos dispuestos a ocupar los principales puntos de la plaza, junto con los nómadas lucios y los bakthyari. Todos vociferaban, aullaban o aplaudían con estrépito.

El condenado apareció por el fondo de la plaza rodeado de una triple vigilancia de soldados y escoltado por un pelotón de caballeros del Korassán, armados con largas lanzas. Harum era un hombre que rozaba la cuarentena, de anchas espaldas, musculatura potente, tez morena y ojos de fuego. Sólidamente atado, andaba tranquilamente, echando agudas miradas hacia la multitud, como si estuviese buscando rostros amigos.

—¡Ah, el bravo montañés! —exclamó Nadir.

Acercó un silbato a sus labios y emitió el primer silbido. El condenado lo oyó y sintió una sacudida en su interior, mientras volvía a escrutar con sus ojos interrogativamente hacia la multitud. Montañeses y kurdos, de repente, envolvieron como en una red a los guardias del rey.

El condenado fue obligado a saltar sobre la tribuna. Los soldados y los caballeros rodearon a su vez el patíbulo y el verdugo, una vez sujetado Harum, empezó a atarlo a la boca del cañón.

—¡Esperad, esperad! —tronó una voz.

Los soldados se dieron la vuelta y los caballeros intentaron hacer frente a la multitud, pero no tuvieron tiempo.

Nadir se había lanzado hacia adelante, gritando:

—¡Al ataque, montañeses!…

Un clamor terrible resonó en la plaza.

—¡Viva Harum! —aullaron los montañeses, arrojándose sobre los soldados con el kandjar en la mano.

El verdugo, que ya había encendido la mecha, cayó del patíbulo bajo una descarga de las pistolas. La primera línea de soldados se desmoronó y cayó al suelo, bajo los puñales de los montañeses.

En menos tiempo del que se emplea para contarlo, una horrible confusión se produjo en aquella multitud apretujada. Los hombres de la montaña cargaban con furia contra las tropas apiñadas junto al cadalso, intentando abrirse paso a golpes de kandjar y de chechir, estrechándolos en una red de acero y fuego. Los soldados, sin poder servirse de los fusiles por lo restringido del espacio, acosados por todas partes, caían abatidos tras una defensa inútil.

Guardias y caballeros, moviendo desesperadamente las manos, sucumbían. Los caballos, despanzurrados o heridos, rodaban sobre los caídos destrozándoles con su propio peso.

Por todas partes se veían brazos alzados que empuñaban armas rojas de sangre, un ondear de cabezas, un caer de hombres, mientras se oía el aullido, el gemido, las maldiciones, el tronar de los arcabuces y de las pistolas.

Los kurdos, para hacer más trágica todavía la tremenda escena, mientras los montañeses se batían con los soldados, se habían lanzado como tigres sobre la población inerme. Hacían estragos, despojando a los caídos de sus joyas y vestidos. Una banda de aquellos ladrones, más atrevidos y más rapaces, aprovechándose de la confusión, se encaramaba por los balcones, hundía las puertas y entraba en las casas para saquearlas.

Por dos veces la artillería de los camellos descargó metralla contra la multitud cubriendo la plaza de muertos y heridos. Luego, enmudecieron. Camellos y artilleros fueron cayendo, uno tras otro, bajo los kandjar de los kurdos.

La contienda, cada vez más tremenda, se concentró bajo la tribuna, donde los soldados se defendían valerosamente, tratando de zafarse del cerco al que los montañeses les sometían por todas partes. Tres veces se lanzaron con furia contra la banda del Rey de la Montaña. Pero fue en vano.

Nadir, que combatía como un veterano a la cabeza de su aguerrido grupo, arrastrando una última vez a los compañeros a la carga, consiguió llegar muy cerca del lugar del suplicio.

Y entonces, con un salto de león, se lanzó hasta la tribuna, y sin preocuparse de los fusiles que le apuntaban, con dos golpes de kandjar cortó las ataduras de Harum.

—Te debo la vida, joven Rey de la Montaña —le dijo Harum.

—Vete, huye —respondió Nadir, saltando a tierra.

¡El aviso llegaba a tiempo! Del palacio real, irrumpían a la plaza, al galope, los guardias a caballo del sha. Los kurdos y los montañeses se dispersaron en todas las direcciones, metiéndose en las callejuelas y en las plazas, escalando las paredes de los jardines o refugiándose en las casas.

Nadir, separado de sus compañeros, arrastrado por la multitud, enfiló una callejuela desierta. Un ghoulam lo persiguió, pero al joven le quedaba todavía una pistola cargada, Hizo fuego sobre el caballero y lo derrumbó. Seguidamente, después de arrojar el arma que ya no le servía para nada, se agarró a los salientes de una alta y vieja muralla, atravesó las almenas y se dejó caer al otro lado desde una altura de siete metros.

IV. FÁTIMA

Cualquier otro mortal, cayendo desde aquella muralla se habría partido el cráneo o por lo menos se habría roto las piernas. Pero no es lo mismo para un ágil montañés, acostumbrado desde niño a estos saltos peligrosos. Enderezándose rápidamente, se puso a contemplar con viva curiosidad y una cierta ansiedad el lugar donde se hallaba.

Se trataba de un jardín grandioso y soberbio, rodeado de murallones sólidos y altísimos. Gigantescos plátanos de denso follaje, hayas bellísimas, granados, membrillos, cerezos y nísperos, muy bien alineados, proyectaban una sombra fresca sobre los pasillos lisos y limpios, mientras que las flores blancas, rojas, azuladas y amarillas perfumaban delicadamente el ambiente.

Aquí y allá, entre el verdor de las hojas, se entreveían glorietas graciosísimas y pequeñas terrazas, surtidores de agua que saltaban a gran altura, esparciendo a su alrededor miríadas de gotitas de agua, además de otros lagos limpísimos, entre los cuales revoloteaban cándidos pajarillos y bebían elegantes gacelas.

No se oía voz humana alguna ni bajo los árboles ni a la orilla de los lagos. Sin embargo, cuando el viento no susurraba, llegaban lejanas notas delicadas, dulces, que parecían emitidas por una mandolina.

«¿Dónde estoy?», se preguntaba Nadir, después de haber permanecido a la escucha durante algún tiempo. «¿Quién debe vivir en un lugar así? ¿Estaré en una nueva emboscada?».

Dio algunos pasos por uno de los caminos con los ojos atentos y una mano en la empuñadura del kandjar. Y luego se paró. Involuntariamente se estremeció.

—¡Está ahí dentro! —había gritado una voz—. Lo he visto abalanzarse contra el muro. Mira, ahí están las huellas de la escalada.

—¿Quién lo perseguía? —preguntó una voz clueca, que parecía la de un esclavo.

—El caballero del rey que hemos visto caer.

—¿O sea que se trata de un rebelde?

—Si le iban persiguiendo los soldados, no puede tratarse de un hombre de bien.

—Recoge cuantos hombres puedas y entremos en el jardín. Si nuestro amo se entera de que un rebelde se ha refugiado aquí, se vengará de forma sangrienta.

—Voy en seguida.

—Todavía una advertencia, retira a todas las mujeres y mételas en el harén para que no se asusten.

—Lo haré. Y tú quédate ahí; si el bribón intenta escapar, dispara en seguida. El sha pagará su cabeza a buen precio.

—No tengas miedo: estoy cargando mis pistolas.

—Estoy perdido —murmuró Nadir cuando ya no oyó nada más—. Mirza me ha dicho que algunos hombres me odian y que me matarían si tuviese la mala suerte de caer en sus manos. ¿Dónde podría esconderme?

Contempló las paredes, pero eran altas y lisas, imposibles de escalar. Miró los árboles, pero no había ni uno lo bastante tupido como para poderse esconder en él. Afortunadamente, una idea pasó por su cerebro.

—Recuerdo que Mirza me decía que los harenes servían de casa a las mujeres de los hombres ricos —murmuró—. ¿Y si le pidiese protección a una de ellas? Una mujer no puede ser mala.

Volvió a colocar el kandjar en su cintura y anduvo por un camino flanqueado de enormes plátanos que proyectaban una profunda oscuridad y que parecía conducir a un lugar habitado. El vientecillo había dejado de susurrar entre los árboles: sólo se oía el suave murmullo de las fuentes y los lejanos sonidos de un instrumento de cuerda.

Había avanzado doscientos pasos, cuando una mancha blanca y dilatada le hirió a los ojos. No sabiendo qué hacer, se paró, indeciso.

—Si hago marcha atrás me detendrán —dijo tras algunos instantes—. Más vale que siga avanzando.

Anduvo otros veinte pasos, y volvió a detenerse, estupefacto.

Frente a él, entre cuatro árboles altísimos, se alzaba un magnífico palacio de mármol blanco, adornado con columnas y arabescos, y coronado por una cúpula dorada que refulgía a los rayos del sol en su ocaso.

Preciosos balcones, recubiertos de ligerísimas cortinas rosadas y sostenidos por elegantes columnillas de mármol jaspeado; esbeltas y delicadamente esculpidas las galerías situadas a su alrededor, cubiertas con cristales azules. Las ventanas eran graciosísimas. Muchas de ellas parecían sembradas de rejillas doradas. El recinto que resguardaba la entrada era maravilloso, todo él de mármol y porcelana, con una pequeña cúpula en su parte superior y con dos amplias fuentes de alabastro a los lados, en donde se deslizaban pececillos de mil colores.

Nadir, que no había visto más que las torres agrestes de su montaña, se había detenido lleno de estupor frente a aquel palacio, verdadera obra maestra de la arquitectura persa.

«¿Dónde estoy?», se preguntó. «¿Quién vive en este lugar? ¿Es hoy acaso el día de las sorpresas? ¡Ah, si Mirza pudiese ver esto!».

Repentinamente recordó la conversación que había escuchado tras las paredes del jardín.

—Por más vueltas que le dé, no acabo de creerme que estén dispuestos a matarme —murmuró—. Tal vez en este lugar esté mi salvación.

Aguzó los oídos. En el palacio se oían, de vez en cuando, estallidos de risa argentina y sonaban, todavía con mayor claridad, los arpegios delicados de la mandolina.

Miró hacia las galerías y balcones, bajo las ventanas y pabellones, pero no vio a ningún soldado ni a mujer alguna. Se decidió rápidamente.

Atravesó la distancia en cuatro saltos, se aferró a las columnillas de las galerías y, con la ayuda de las manos y los pies, llegó hasta la cupulilla. Todo ello en un abrir y cerrar de ojos. Miró a su alrededor, levantó la cabeza y con una alegría inexpresable vio una ventana a unos tres metros de donde estaba.

—Si consigo llegar hasta el alféizar, estoy salvado —murmuró.

Se levantó lo más que pudo, poniéndose de puntillas, pero el alféizar estaba demasiado alto. Entonces se encogió, como hace el tigre cuando está a punto de lanzarse sobre su presa, y dio un salto. Sus manos encontraron el alféizar y se agarraron a él con una energía sobrehumana.

En aquel preciso instante oyó una voz bajo el pabellón que decía:

—¡Prudencia y adelante!

Nadir no dudó más. Con un gran esfuerzo se levantó, alcanzó el alféizar y cayó en el interior de una sala que, por suerte, estaba desierta.

Aquella estancia estaba amueblada principescamente. No era excesivamente grande. Tenía las paredes y el suelo cubiertos con hermosísimos tapices de mil colores. No había pesados muebles como los que se ven en las mansiones europeas, sino largos divanes forrados de rojo, que rodeaban toda la habitación, elegantes taburetes de mosaico, sobre los cuales estaban colocadas pequeñas vasijas, grandes brazaletes de oro, anillos de todos los tipos y collares de gruesas perlas.

—Esto es el santuario de una mujer —balbució Nadir—. ¿Me traicionará?

Dio algunos pasos por la estancia, respirando aquel aire impregnado de un perfume indefinible, que sugería una vida muelle y fastuosa, y se acercó a un biombo de seda azulada, que parecía encerrar una nueva estancia.

—Si dentro estuviese… —murmuró.

Levantó, temblando, la cortina del biombo y miró hacia su interior. Allí había otra pequeña habitación con un pequeño diván en el centro, sobre el cual, en gracioso desorden, había vestidos de brocado de oro y plata, que exhalaban un perfume delicadísimo de violeta.

Rastreando el suelo, Nadir vio en tierra dos babuchas de piel roja, tan pequeñitas que parecían de una muchachita y, sobre un estante de laca y en el interior de una vasija de porcelana china, una rosa apenas entreabierta.

—¿Quién podrá llegar a ser la afortunada habitante de este nido? —se dijo Nadir, dejando caer la cortina.

Un grito ensordecedor, procedente del jardín, lo atrajo muy pronto a la ventana.

—¡Helo ahí! —gritaba una voz.

—¡A él, a él!

—¡Adelante, valientes!

—¡Fuego!

Un golpe de arcabuz resonó haciendo temblar los cristales.

—Si hubiese permanecido en el jardín, a esta hora el buen Mirza habría perdido a su hijo adoptivo —dijo Nadir—. Pero…

No terminó. En la habitación contigua había oído un suave ruido de pasos e inmediatamente después girar la manecilla de una puerta. De un solo salto, se metió en la alcoba, desenvainando el kandjar, decidido a que le asesinasen con el arma en la mano antes que rendirse.

Pasó un minuto, que le pareció un siglo. Luego, la puerta se abrió y, a la luz de los últimos albores del crepúsculo, vio entrar a una mujer envuelta en un amplio velo de muselina que le cubría de pies a cabeza.

Ella se detuvo un instante, girando la cabeza alrededor como si presintiese que alguien había entrado, se acercó luego a la ventana, sin producir el más leve rumor, apoyándose sobre el alféizar.

Los gritos que momentos antes habían atraído a Nadir hacia la ventana, se volvieron a oír en el jardín.

—¡Allí está!

—¡A él, a él!

—¡Adelante, vosotros!

—¡Fuego!

Seguidamente, sonó un segundo disparo de arcabuz.

Ante aquel disparo la mujer se echó con fuerza hacia adentro, esbozando un gesto de terror.

—¡Infeliz! —le oyó esclamar Nadir con voz temblorosa—. Estos malvados son capaces de haberlo matado.

Volvió a inclinarse por la ventana, transida de viva emoción, traicionada por el temblor de su ligerísima muselina. Luego, no oyendo nada más, bajó la cortina de seda azulada y volvió al centro de la estancia para encender una gran lámpara dorada, colgada del techo.

Una fulguración deslumbrante la envolvió. De las florecillas de la muselina se derramaban vivos rayos como si debajo hubiese oro, perlas, zafiros y diamantes. Nadir, sin saber por qué, experimentó un vago temor.

«¿Quién es esta mujer?», se preguntó. «¿Por qué estoy temblando? Y tal vez…».

Se paró. La desconocida, con un movimiento gracioso, había dejado caer los cordones de la muselina y ésta se había deslizado a sus pies, exponiendo a los rayos de la lámpara su rico vestido oriental, recamado de oro y plata, y bordado con perlas y diamantes de un valor inapreciable. Un perfume suavísimo, el perfume de la violeta, se espació súbitamente por la estancia, penetrando hasta la alcoba.

Un nuevo temor, más intenso que el primero, sacudió a Nadir hasta sus últimas fibras. Sin pensar que iba a ser descubierto, alzó la cortina con una mano temblorosa y miró de frente a la desconocida.

Era muy joven y elegantísima en su porte.

Alta, delgada, delicadísima, de un talle esbelto, esbelto… Sus manos eran blanquísimas, casi diáfanas; bellísimo y levemente rosado su rostro, ensombrecido por un velo de melancolía; los labios rojos como el coral y algo abultados; oscuros los ojos, aunque dulces, lánguidos; las cejas ligeramente arqueadas, y los cabellos casi rubios, con reflejos de oro, finos como hilos de seda, desparramados sobre su nivea frente.

Nada en ella recordaba la clásica belleza de los artistas, pero de toda su elegante persona se desprendía una ingenuidad infantil, una ternura, una dulzura verdaderamente femenina, que la hacían agradable y sencilla.

Un oriental habría dicho, en su curioso lenguaje, que la jovencita se asemejaba a una de aquellas flores delicadísimas que se abren soberbias con los primeros rayos del sol primaveral y que se vuelven mustias al primer soplo de la tormenta.

V. EL PRIMER LATIDO

Después de dejar caer la muselina, se había quedado de pie junto a la lámpara, con la cabeza levemente inclinada sobre su hombro izquierdo y con los ojos fijos sobre las cortinas ligeras de la ventana que el fresco vientecillo de la tarde mecía lentamente. Parecía como si intentase recoger algún nuevo grito o algún nuevo disparo de arcabuz de aquéllos que rastreaban por el jardín.

—Nada —dijo tras algunos instantes, estremeciéndose—. ¿Será que lo habrán matado? ¡Infeliz!…

De improviso se sobresaltó, poniéndose más pálida todavía. Le parecía que la cortina de la alcoba se había movido.

Dio un paso hacia atrás, apoyándose con una mano en un taburete, y miró hacia el lugar en donde Nadir se escondía. Miró luego hacia la cortina de la ventana, que en aquel momento se había hinchado.

—Es el viento —dijo, esbozando en sus labios una sonrisa, que se le heló de repente en los mismos labios.

Levantando la cortina de la alcoba, apareció Nadir.

—Silencio —le dijo, con un tono que en nada se parecía a una amenaza—. Silencio o estoy perdido.

Se acercó hasta el centro de la habitación y puso una rodilla en tierra, frente a la muchacha, que se echó hacia atrás aterrorizada.

—¿Por qué tanto miedo? —preguntó Nadir con voz dulce.

La desconocida no contestó. Ella le contemplaba asustada, pálida, temblorosa, sin ser ni siquiera capaz de esbozar un gesto.

—¿Por qué tanto miedo? —repitió Nadir con más dulzura todavía.

Se levantó y dio otro paso hacia adelante. La muchacha emitió un grito sofocado.

—¡Auxilio…! —murmuró con voz apenas perceptible.

—¡Ah! ¿O sea que hasta tú me odias? —dijo Nadir—. ¡Pues que me asesinen!

Con un gesto rápido desenvainó el kandjar y se lanzó hacia la ventana, dispuesto a saltar al jardín. Había ya levantado la cortina cuando la desconocida exclamó:

—¡Párate!… ¡Allí te matarán!…

Nadir se detuvo, volviendo la cabeza hacia atrás. A tres pasos estaba la joven, pálida aún, que le tendía las manos.

—¡Detente! —le repitió ella—. ¡Allí… morirás!

—¿No temes ya, entonces?

—No…, no…

—¿O sea que tú no quieres perderme?

—Quiero salvarte.

—¿Pero sabes quién soy?

—Un joven sincero.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me has dado tú mismo una prueba de lo que digo.

—¿Y ya no me tienes miedo?

—No.

—Y sin embargo estamos solos.

—Pero tú eres leal.

Un breve silencio reinó en la estancia, roto apenas por el ondear de la cortina, agitada por el viento y por el lejano murmullo de las fuentes.

Los dos jóvenes, a tres pasos de distancia el uno del otro, ambos bellos, se miraban fijamente. Se podría jurar que en aquel instante el corazón de ambos palpitaba, y quién sabe si por primera vez.

—Eres buena —dijo finalmente Nadir, acercándose.

Ella inclinó la cabeza sobre su pecho, y sonrió.

—Quisiera hacer algo por ti —añadió Nadir,

—Hablas de mí y deberías pensar en ti —dijo la jovencita.

—¿Por qué?

—¿Has olvidado a los hombres que te rodean?

—Me han dicho que la estancia de una mujer es inviolable.

—Es cierto, pero todos están asustadísimos ante las iras del dueño y serían capaces de penetrar en esta estancia si sospechasen que hay alguien escondido aquí.

—Pues bien, me defenderé.

—Pero ellos son muchos y tú, solo.

—Tengo mi kandjar.

—No temas: te salvaré aunque tenga que afrontar la ira del príncipe.

—No lo permitiré jamás —dijo Nadir firmemente—. Moriré, pero comprometerte… ¡jamás!

—Eres leal y valiente. Creía tener ante mí a un bandido, pero me doy cuenta de que estaba engañada. ¿Cuál es tu nombre?

—Nadir.

—¿Y de dónde vienes?

—Del Demavend.

—Ah, eres montañés…

—Sí, soy cazador de montaña.

—Y sin embargo llevas vestidos de príncipe.

—Tengo un castillo entre aquellos riscos.

—¿Por qué lo has dejado?

—Tenía que salvar a un compañero.

Hizo un gesto de sorpresa.

—¿Eres tú el que ha salvado al hombre que tenía que morir en la plaza de Meidam?

—Sí.

—Por tanto no eres solamente leal y valiente, sino que además eres bueno.

—El Rey de la Montaña no podía dejar a un hermano en peligro.

—¿Es ese tu título?

—Sí.

—Los montañeses tienen razón. Te lo mereces.

Un breve silencio reinó en la estancia. Luego la muchacha, acercándose a Nadir, le preguntó:

—¿Tienes padre?

—No —respondió con acento de tristeza.

—¿Y madre?

—Tampoco. Están bajo tierra.

—¿Han muerto? —preguntó ella llena de emoción.

—Muerto, o tal vez han sido asesinados.

—¡Infeliz! —murmuró la bella jovencita mirándolo con profunda ternura. De repente, palideció. Muy cerca, en el jardín, se oían voces.

—Silencio —dijo ella en un susurro.

Se acercó a la ventana y levantó la cortina. Al pie del pabellón, conversaban dos hombres armados con fusiles.

—No puede haber escapado —decía uno.

—Tal vez no lo hayamos visto —respondía el otro.

—¿Y si se ha escondido en el interior del palacio?

—Lo registraremos.

—Pero las mujeres duermen.

—Mañana no dormirán.

—Y el bribón aprovechará la noche para escapar.

—He colocado a diez hombres alrededor de la muralla y pondré a otros tantos rodeando el palacio. Te aseguro, Abassi, que no escapará.

—No olvides que el sha nos lo pagará a precio de oro. Es un rebelde y sabe que los rebeldes se pagan bien.

—Confía en mí.

La muchacha ya sabía bastante. Dejó caer de nuevo la cortina y se volvió hacia Nadir que había empuñado el kandjar.

—Esconde esa arma, Nadir —dijo ella—. Me da miedo.

—Como tú quieras —le respondió, volviendo a envainar el arma—. Pero estás pálida y tiemblas. ¿Por qué?

—Nadir… —murmuró ella.

—Habla sin miedo. El Rey de la Montaña es fuerte.

—Corres un gran peligro, amigo mío.

—¿Qué has oído? —preguntó Nadir con cierto desasosiego.

—Han rodeado él jardín y el palacio.

—¿Quiénes?

—Los hombres que te seguían.

—Saldré de aquí de todas formas. La noche es oscura y…

—¡No, no! —exclamó la joven con terror—. ¿Y si te matasen?

—Estoy solo en este mundo —dijo Nadir—. Nadie me llorará… ¡Ah!… ¡Pobre Mirza!…

—¿Quién es este Mirza? ¿Entonces no estás solo?

—Es cierto, no estoy solo. He dejado en la montaña a un viejo amigo de mi difunto padre, que me ama más que si fuese su hijo. ¡Quién sabe el ansia con que estará esperando a su Nadir!

—Ya ves que no puedes aceptar la muerte.

—¿Y qué quieres que haga aquí? Se trata de la habitación de una mujer…

—Tienes razón.

—Por tanto, deja que me vaya. Si muero en la lucha, mi último pensamiento será para la mujer que, sin saber quién soy, se ha ofrecido generosamente a salvarme.

Tomó a desenfundar el kandjar, miró detenidamente a la desconocida, y se dirigió hacia la ventana. Estaba ya a punto de saltar sobre el alféizar, cuando notó una mano apoyada suavemente sobre su hombro.

Se volvió rápidamente. La muchacha se le había acercado y lo tenía cogido. En sus ojos brillaban dos lágrimas como dos perlas.

—¡Lloras! —exclamó él.

—¡Nadir, no mueras…, no mueras! —exclamó ella con voz sofocada—. ¡No, no lo quiero!…

—¿Pero a ti qué te importa que viva o muera? —preguntó Nadir con una especie de exaltación—. ¿Qué soy para ti? Hace algunos minutos, ni siquiera sabías que existía. Deja, por tanto, que salga de aquí; abandóname a mi destino, ya has hecho demasiado por mí.

—¡No quiero! —exclamó la joven—. Te lo prohíbo.

—No, déjame.

—No, no quiero.

Había pronunciado estas palabras con una energía que nadie habría creído posible en aquellos labios y, como para dar mayor fuerza a sus palabras, había agarrado a Nadir por el brazo.

El montañés se detuvo, sorprendido por aquella extraña resistencia, que podía costarle a la muchacha amargos sinsabores.

—De acuerdo —dijo—. El Rey de la Montaña no desobedecerá a la primera mujer que conoce en su vida.

Se volvió luego hacia la desconocida, que lo mantenía en todo momento cogido por el brazo como si temiese su huida, y mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Fátima.

—Los vestidos que vistes y el palacio en donde habitas indican que tu padre debe de ser un príncipe.

—¡Mi padre! —murmuró ella con acento doloroso—. Mi padre no es el señor de esta morada, es un potentado que goza de la amistad del sha.

—Fátima —volvió a decir Nadir tras algunos instantes de silencio y con la voz conmovida—, lo que has hecho por mí es grande y no lo podré olvidar. Habito allá arriba, en la montaña, en un castillo formado por cuatro grandes torres en gran parte derruidas. Si un día tienes necesidad de ayuda, por grande que fuese, aunque tuviese que costarme la vida, manda un mensajero al castillo. Tengo tanto oro que puedo comprar una provincia entera, tengo hombres fuer tes, resueltos, fieles al joven Rey de la Montaña, y armas suficientes para equipar a una banda capaz de asaltar Teherán. Lo pondré todo a tu disposición, incluida mi vida. Acuérdate de lo que te he dicho, Fátima: porque Nadir sabrá mantener siempre su palabra.

—¡O sea que eres rico y poderoso! —exclamó la muchacha, mirándolo con admiración—. ¿Acaso eres un príncipe expulsado de Teherán?

—En tomo a mí existe un misterio y yo mismo ignoro la verdad.

Inclinó luego la cabeza y pareció sumergirse en profundos pensamientos que Fátima no se atrevió a interrumpir; pero algunos minutos después, volvió en sí, diciendo:

—Y ahora, ¿qué tengo que hacer?

—Quedarte aquí, ya te lo he dicho —dijo ella, turbándose.

—¿Y tú?

—Me quedaré contigo. Si saliese podría parecer sospechoso y perderte.

—¿Y dormirás aquí?

—Allí, en mi alcoba, y tú permanecerás ahí. Los divanes son suficientes y puedes ponerte cómodo.

—¿Y no tendrás miedo, sabiendo que estoy tan cerca de ti?

—Te he dicho que sé que eres demasiado leal como para que pueda tener miedo. Ahora dime, ¿necesitas algo? Tal vez desde hace muchas horas no bebes ni un vaso de agua.

—No te preocupes por mí, Fátima. En la montaña estamos habituados a todo tipo de privaciones,

—Adiós, Nadir —dijo ella extendiéndole la mano—. No temas nada, puesto que, hasta que las tinieblas desaparezcan, nadie se atreverá a entrar.

—Adiós, Fátima —respondió él, agarrando con vivacidad aquella mano pequeña y apretándola con fuerza—. Descansa tranquila.

La gentil muchacha se dirigió a la alcoba con paso ligero, se volvió por última vez hacia Nadir, que se había quedado clavado, lo miró de nuevo fijamente, y penetró en la alcoba.

El joven permaneció algunos minutos más en el mismo sitio, con los ojos fijos en la alcoba, reteniendo la respiración, como si temiese turbar el silencio que reinaba en la estancia. Luego se sonrojó, mirando a su alrededor con una especie de sorpresa mezclada de curiosidad.

Se pasó una mano por la frente que le ardía y la retiró, húmeda de sudor.

—Es extraño —murmuró con un hilillo de voz—. Se diría que hasta ahora había estado soñando.

Volvió de nuevo sus ojos hacia la alcoba, con mirada conmovida; las cortinas estaban totalmente inmóviles; aguzó el oído, pero no oyó nada.

«¿Tal vez duerme?», se preguntó. «¿Y no tiene miedo de mi presencia? ¿Y si yo fuese un mentiroso miserable? Pero Nadir es el Rey de la Montaña. Nadir es leal y sabrá mantener la palabra dada. Duerme, Fátima, que nada tienes que temer de mi parte. ¿Pero qué siento ahora? ¿Qué significa ese latir precipitado de mi corazón? ¿Qué es este estremecimiento que me corre por las venas?».

Se dirigió de puntillas hacia la ventana, levantó la cortina de seda azulada y expuso su ardiente frente a la fresca brisa nocturna.

La noche era espléndida. En el cielo brillaban soberbias las estrellas y la luna iluminaba la ciudad, haciendo resplandecer los minaretes y las terrazas, las redondeadas cúpulas de las mezquitas y las copas de los árboles.

Un vientecillo fresco se acercaba desde la punta del Demavend, pasando por encima de aquellas casas y de aquellos árboles cargados de un perfume enervante.

Nadir apoyó la cabeza sobre las manos y permaneció inmóvil, aspirando aquellos perfumes penetrantes.

De repente, se estremeció. Su pensamiento había corrido hacia la montaña, en la cual le esperaba, quién sabe con qué ansia, el viejo Mirza.

—¡Pobre viejo! —murmuró—. Cómo se desesperará cuando vea que no vuelvo con mis compañeros. Me creerá muerto o herido, o, lo que es peor, prisionero de aquellos hombres a los que él tanto temía. Pobre Mirza, ¡cómo llorará! Me adora, y por mí habría aceptado la muerte. ¡Ah! ¿Y si dejase este lugar e intentase pasar por entre los centinelas? Ahorraría a aquel viejo mil angustias… ¿Y por qué no? Soy ágil, soy fuerte, tengo mi kandjar y los enemigos, que me rodean, no me están esperando…

Se levantó como si acabase de tomar una súbita decisión, pero su pensamiento se había trasladado, en el momento en que se disponía a saltar al jardín, a Fátima, y su corazón había sentido sensaciones extrañas.

—Huir así, sin decirle nada a esta muchacha, que tanto ha hecho para salvarme —murmuró—. Y tal vez, para no volverla a ver jamás…, ¡jamás!… No…, no, Nadir…

Se pasó la mano por los cabellos y miró a su alrededor, maravillado por las últimas palabras que se le habían escapado de los labios…

—No… tal vez no volverla a ver —repitió—. ¿Por qué este temor de no volverla a ver? ¿Y por qué estos latidos en el corazón cuando pienso en ella? ¿Qué siento? Ah, ésta era la extraña sensación que experimentaba en la montaña, cuando el viento murmuraba dulcemente bajo los bosques, cuando el aire parecía embalsamado con el perfume de las flores, cuando el sol se ponía. Sí, siento en mi interior, como sentía entonces, una voz misteriosa que me susurra: «Nadir, ¡la montaña sola no te basta!».

El joven se recostó en un diván. El cansancio y la emoción le hicieron, muy pronto, conciliar el sueño.

VI. LA VISITA DE LOS GUARDIANES

A los primeros albores, Nadir entreabrió los ojos. La primera cosa que vio fue a Fátima, con su espléndido vestido del día anterior, que estaba frente a él con los brazos cruzados sobre su pecho, la boca sonriente, el rostro animado con un ligero tinte rojizo y los ojos fijos en los suyos.

—Tú…, tú —exclamó, poniéndose en pie de un salto.

—Te he oído hablar mientras dormías —dijo ella con voz baja— y he venido a verte temerosa de que tuvieses un mal sueño.

—¿Hablaba?… ¿Y qué decía?…

—Hablabas de tus montañas, de tu castillo, de un viejo que has dejado allí y pronunciabas un nombre.

—¿Qué nombre?

Fátima enrojeció y no contestó.

—¿Tu nombre, tal vez? —le preguntó con animación—. Ah, sí, ya me acuerdo…, me acuerdo…, he soñado en mis montes, en mis torres, en el viejo Mirza y además en ti…, sí, sí, sin duda es tu nombre el que he pronunciado… Me había dormido con una extraña agitación y he soñado en ti.

—¿Y por qué esta agitación? —preguntó la muchacha—. ¿No estabas aquí suficientemente seguro?

—No era miedo, sino el hecho de encontrarme furtivamente en casa de una mujer. Hubo un momento en que, olvidándolo todo, me acerqué a tu alcoba dispuesto a despedirme de ti y a marchar…

—¡Tú!… —exclamó ella—. ¿Tú, Nadir?

—Sí, estaba como poseído.

Fátima se acercó a Nadir y le estrechó la mano.

—Esperaba que me serías leal —dijo— y me habría disgustado mucho si me hubieses engañado.

—¿Por qué? —preguntó él con fuego en los ojos—. ¿Tal vez tú también has soñado en mí? ¿Acaso también tu corazón latía con más fuerza?

La joven puso un dedo sobre sus labios, murmurando:

—Calla, Nadir. Calla y escucha.

En el jardín se habían oído pasos apresurados.

—¿Los enemigos? —preguntó el Rey de la Montaña, llevando rápidamente su mano derecha a la empuñadura de su fiel kandjar.

—No hagas ruido, Nadir —dijo ella con voz suplicante—. No quiero que aquellos hombres te descubran.

—¿Y si me descubriesen, me encarcelasen, me matasen?

—No hables así, Nadir. No y no. Estas palabras me hacen daño.

—¿Por qué?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho, sin responder.

—¡Ah! —exclamó Nadir, sofocando apenas un grito de alegría—. Me protejes…

—Calla, Nadir, calla… Tus enemigos están en el jardín.

—Ahora ya no les temo; me parece como si me hubiese vuelto tan fuerte, que sería capaz de dispersarlos a todos con un solo golpe de mi kandjar.

En aquel preciso instante se oyó una voz en el jardín que gritaba:

—¿Le habéis visto?

—No —respondió otra voz.

—¿Estáis seguros?

—Segurísimos.

—Ahora registraremos las estancias de las mujeres. Vosotros, mientras, no os mováis del sitio y vigilad atentamente.

—¿Has oído, Nadir? —preguntó Fátima que se había puesto muy pálida.

—Todo —respondió el joven—. Pero el Rey de la Montaña no tiene miedo, mientras dispone de su kandjar.

—¿Pero y si te descubriesen?

—Me abriría paso con mi arma.

—¿Pero cómo atravesarás las paredes del jardín?

—Soy ágil y rápido como un onagro.

—¿Y si consigues huir ya no nos volveremos a ver?

—Sí, volveré para verte, aunque para ello tuviese que perder mi vida —dijo Nadir con vehemencia—. No sabría resignarme a no volverte a ver, mi buena Fátima.

—¿Oyes, Nadir? —dijo ella agarrándolo por los brazos.

—Sí, suben las escaleras.

—Ve, escóndete en la alcoba. Haré lo posible para que no penetren en ella.

Nadir desenfundó su kandjar, saludó afectuosamente a la muchacha y se precipitó en la alcoba, dejando caer la cortina tras él.

Casi en el mismo instante, se oyó llamar a la puerta.

La muchacha, que se había acercado a la ventana intentando hacer desaparecer la viva emoción que le embargaba en el rostro, se volvió preguntando con voz trémula:

—¿Quién llama?

—Aliabad, el jefe de los guardianes —respondió una voz profunda.

—Entra.

La puerta se abrió y un hombre robusto y barbudo, ricamente vestido, armado con una pistola con incrustaciones de madreperlas y un kandjar, entró, seguido de otros dos hombres, otros dos guardianes, también ricamente vestidos e igualmente armados.

—¿Qué queréis? —preguntó la joven, procurando que su voz fuese tranquila y mostrándose de mal humor.

—¡Salud a la bella Fátima! —respondió Aliabad, inclinándose hasta el suelo—. Ahora lo sabrás.

—Abreviad, que hoy no estoy de buen humor.

—¿Oíste ayer algunos disparos de fusil en el jardín?

—Sí. ¿Qué significaban? ¿Contra quién se disparaba? ¿Tal vez contra alguno de vosotros que se atreve a matar mis gacelas? No os distraigáis, porque mi señor es capaz de mandaros azotar.

—Tus gacelas no han sido tocadas, señora. Disparamos contra un hombre que había penetrado en el jardín.

—¡Un hombre que había penetrado en el jardín! —exclamó ella, afectando la más viva de las sorpresas—. ¿Pero quién era?

—Creo que debe ser uno de los rebeldes que ayer libraron al condenado a muerte en la misma plaza de Meidam.

—¿Y lo habéis matado?

—¡Que Alá lo hubiese querido así!

—¿Está todavía en el jardín?

—No, se ha escondido en el palacio.

—¿Dónde?

—Creemos que en el harén.

—No he visto a hombre alguno.

—Pero tal vez esté escondido aquí.

—¿En qué sitio?

—No lo sé, pero lo sabremos.

—Tú eres estúpido, Aliabad. Si hubiese entrado aquí lo habría visto. Dedícate a mirar en las otras habitaciones del harén.

—Si no lo encuentro aquí, registraré una por una las habitaciones, y si es necesario, incluso el palacio entero. Deja que ahora penetremos en tu habitación.

—Te repito que eres estúpido, que aquí no hay nadie.

—No importa, yo cumplo con mi deber —dijo el guardián.

—¿Y si te lo prohibiese?

—No te obedecería. Soy el jefe de la guardia y tengo el deber de registrar todas las habitaciones del harén.

—Pues bien: la mía no la registrarás —dijo con una energía suprema—. Vete de aquí.

—No, señora.

—Vete de aquí, esclavo.

—Saldré cuando esté seguro de que el rebelde no se esconde aquí.

—¿No sabes que soy la hija de tu señor?

—Lo sé, pero tengo que cumplir con mi deber. Ya te lo he dicho, señora.

—Te haré desollar vivo, si te atreves a llevarme la contraria.

—Luego me harás empalar, si quieres. Pero antes registraré tus habitaciones.

Una llama de ira cruzó por el rostro de la jovencita, que quizá por vez primera se veía contrariada por un esclavo.

—Aliabad, sal de ahí —ordenó con los dientes apretados.

—No puedo, señora. Antes que tú manda el señor, y si le desobedezco es capaz de hacerme empalar. Cumplid las órdenes —dijo volviéndose hacia sus subordinados.

Sacó el kandjar y avanzó con los otros dos, pero la muchacha había recogido un escudo que estaba sobre un diván y se puso frente a ellos.

—¡Atrás, esclavos! —mandó, con un extraordinario desdén.

—Señora —dijo Aliabad, mirándola fijamente—, ¿por qué tanta obstinación? ¿Es acaso la primera vez que penetro en tu estancia?

—¡Atrás, repito!

—No, señora.

Fátima levantó el escudo, dudó un instante, y luego lo dejó caer con toda su fuerza sobre el rostro de Aliabad, dejando en él un surco rojo.

Aliabad dio un aullido pero no retrocedió.

La jovencita, excitada de rabia, decidida a todo para salvar a Nadir, al que ahora amaba, volvió a levantar el escudo, pero en aquel mismo momento se oyó una voz estentórea que gritaba:

—¿Quién se atreve a provocar el enfado de Fátima?

Un viejo, de luenga barba blanca, enérgica a pesar de la edad, con ojos crueles, penetró lentamente con la frente fruncida y la mano derecha apoyada en la empuñadura de una pistola, que tenía el cañón artísticamente trabajado y con incrustaciones de perlas y esmeraldas.

—¡El señor! —exclamaron a un tiempo Aliabad y los dos siervos, inclinándose humildes hasta el suelo y dejándole pasar.

—¡Vos, señor! —exclamó Fátima palideciendo y dejando caer al suelo el escudo.

—¿Qué pasa? —preguntó el viejo con acento terrible y echando sobre los guardias miradas cargadas de fuego.

—Príncipe —balcució el jefe de los esclavos sin atreverse a mirarle cara a cara—, buscábamos a un rebelde que se había escondido en vuestro jardín.

—¿Un rebelde? ¿En mi jardín?…

—Sí, príncipe.

—¿Y quién era?

—Un montañés, uno de los que provocaron la rebelión en la plaza de Meidam y que salvaron a un tal Harum.

—¿Y se ha refugiado aquí?

—Sí, príncipe.

—¿Lo habéis visto?

—Sí, hemos visto cómo trepaba por las paredes del jardín.

—¿Y venís a buscarlo en la habitación de Fátima?

—No lo hemos visto salir del jardín; por tanto, es necesario buscarlo por el palacio.

—Fátima —dijo el viejo volviéndose hacia la joven que permanecía silenciosa, con el corazón trepidante, pero dispuesta a todo—, ¿conoces y sabes dónde está este rebelde?

—No, señor —respondió ella, enrojeciendo pero sin dudar.

—Salid por tanto, estúpidos canallas —dijo el príncipe con acento amenazador—, y ¡ay del que vuelva a entrar!

Los tres guardianes se inclinaron profundamente y salieron más rápidamente que un grupo de gacelas asustadas.

—Señor —dijo Fátima respirando profundamente—, ¿qué te ha traído por aquí?

El viejo no contestó. Se había puesto a pasear por la estancia con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si le turbase un grave presentimiento.

La muchacha permaneció silenciosa; sólo se le iban los ojos hacia la alcoba, en donde a intervalos temblaban suavemente las cortinas.

—Escúchame —dijo al fin el viejo príncipe, sentándose sobre un diván.

—Habla, señor.

—Tengo algo importante que comunicarte y que espero te hará feliz.

—¿De qué se trata?

—Me han pedido tu mano.

La joven, que estaba sentada a los pies del príncipe, se arrugó como si la hubiesen accionado con un muelle.

—¡Mi mano…! —exclamó palideciendo y sonrojándose al mismo tiempo.

—¿Qué encuentras de extraño en ello? —preguntó el viejo, mirándola fijamente, como si quisiera leer en lo más profundo de su corazón—. ¿Sabes que estás a punto de cumplir los quince años?

—Lo sé, pero prefiero vivir a tu lado.

—¿Rehusarás acceder? —preguntó el viejo frunciendo el ceño.

—Soy todavía muy joven, señor.

—No importa: así es mejor.

—Pero podría ser infeliz; mientras que…

—¿Sabes quién es el hombre que te pide?

—Lo ignoro.

—Es poderoso.

—¿Algún khan (general)?

—Más todavía.

—¿Un sadri-azem (ministro)?

—Más respetable todavía.

—¿Pues quién?

—El sha.

—¡El rey!…

Fátima se había puesto pálida y agitada.

—¡El rey! —repitió con voz temblorosa—. ¡Yo esposa del rey…!

—¿No te esperabas un honor semejante?

—No.

—Eres la fortuna de mi casa.

—Pero…

—¿Pero qué? —preguntó el viejo con acento duro.

—Yo no quiero al sha.

—¿Y qué importa?

—Podría ser infeliz, señor.

—¡Infeliz! Tú que podrías tener todo aquello que la fantasía de una mujer puede llegar a imaginar, que tendrías para ti cientos de miles de esclavos y que…

—Basta, señor —murmuró la muchacha—. No he nacido para vivir junto a estos señores poderosísimos, ni junto a otras mujeres.

—¿Qué pretendes insinuar?… ¿Qué mujer se negaría a aceptar tanta grandeza y tantos honores?

—¡Pero te digo que no podré amarlo!

—¿Por qué motivo?

—¡Porque me encuentro bien cerca de ti, señor! Yo no aspiro a tales grandezas; prefiero la tranquilidad de tu casa.

—Pero puedo obligarte.

—No tienes autoridad para ello, señor.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No eres mi padre —dijo la joven con energía.

El viejo príncipe palideció, luego enrojeció y durante algunos instantes pareció como si su voz terrible se hubiese extinguido.

De un golpe, se levantó del asiento y, con el ceño fruncido y con un grito estridente, vociferó:

—¿Quién eres tú, pues?… ¿Quién eres que te atreves a discutir mis decisiones, que te atreves a desobedecerme?… ¿Sabes que si no te hubiese recogido en mi casa, a esta hora te arrastrarías por toda Persia y tal vez estarías muerta como tus ambiciosos padres?… ¿Quién soy, pues, para ti?…

—Pero, señor…

—¡Basta! —explotó el viejo—. ¿Te niegas? ¿Te crees, desgraciada, que voy a decirle al sha que tú no quieres?… ¿No sabes todavía que él es señor de toda Persia y que con un solo signo puede arruinar mi casa y confiscar mis bienes?

—¡Pero yo no puedo amarlo! —exclamó Fátima estallando en sollozos—. ¡Prefiero que tú me mates!

El viejo se le acercó, clavando sobre ella una mirada dura.

—¿Amas a alguno? —le preguntó con la voz ronca—. ¿A quién?… Va…, dilo… Pero es imposible, ¡en mi casa no penetra el ojo extraño!

Parecía como si aquella sospecha le preocupase y se fuese concretando en su espíritu. Salió a la puerta gritando:

—¡Aliabad!…

El siervo, que le esperaba fuera, volvió a entrar inclinándose ante él profundamente.

—Incorpórate —le dijo el viejo con voz brusca—. A ti te incumbe la vigilancia de mi casa.

—Es verdad, señor.

—¿No ha entrado aquí jamás hombre alguno?

—Jamás, señor.

—¡Júralo!

—Te lo juro, señor.

—¿Ha salido alguna vez sola Fátima?

—Jamás.

—Piénsalo bien antes de contestar, porque podría hacerte empalar, después de apalearte hasta llenar de sangre tu vieja piel, esclavo maldito.

—Te repito que Fátima jamás ha salido sola.

—¿Ningún hombre extraño ha penetrado en esta casa?

—Ninguno, señor.

—Responderás de ello con tu cabeza.

—Es tuya, señor, y si te he mentido, te la entrego.

—¡Vete!

Luego, mientras Aliabad salía anonadado, pálido por el miedo experimentado, el príncipe, volviéndose a dirigir a Fátima que había caído en un diván, volvió a decir:

—¡Está determinado que te convertirás en la cuarta mujer del sha!

—¡Jamás! —exclamó ella con desesperación.

—Lo quiero, y sabes que nadie se me resiste.

—Me suicidaré antes de que llegue el día.

—Insensata.

—Te lo juro.

—Habrá quien te lo impedirá.

—Pero ten compasión de mí, señor. Nunca me has amado, es cierto: pero me has respetado y hecho respetar y has tolerado mis caprichos de muchacha. ¿Por qué quieres hacer de mí ahora una infeliz?

—Es para mí un honor emparentar con el hombre más poderoso de Persia y estoy orgulloso de este honor, que todos me envidian.

—¿Emparentar?… —preguntó Fátima mordaz—. ¿Pero quién eres entonces? ¿Acaso no soy una extraña para ti?

—Eso no te importa. Basta ya: mañana empezarán las fiestas por el martirio de Hussein. Apenas terminen, el sha te recibirá en su palacio. He dicho, ¡y ay del que intente contradecirme!

El príncipe salió, pálido de ira, cerrando furiosamente la puerta, mientras Fátima estallaba en llanto.

VII. UNA SITUACIÓN TERRIBLE

Nadir, escondido tras la cortina de la alcoba, con el arma empuñada y dispuesto siempre a vender muy cara su vida, y para defender la de su protectora, no había perdido ni una sílaba de aquel diálogo peligrosísimo.

Apenas oyó que la puerta se cerraba tras el terrible viejo, se adelantó hacia la joven, pálido por la emoción y con los rasgos desencajados por el dolor y la frente perlada de un sudor frío. Parecía como si un tremendo huracán hubiese devastado en pocos minutos aquella belleza varonil.

Se quedó mirando a Fátima como ensoñado, preguntándose si estaba frente a un sueño o si se hallaba delante de un hecho real.

—¡Perdida…! —murmuró finalmente, haciendo un esfuerzo supremo y turbándose—. Perdida…

La muchacha, oyéndolo, se levantó y exclamó entre sollozo y sollozo:

—¡Oh, mi Nadir!… ¡Oh, mi Nadir!…

—Fátima —murmuró el muchacho con un suspiro—, ¡soy un maldito! ¡Tenía razón el viejo Mirza!…

—Nadir, ¡sálvame!…

—¡Si pudiese hacerlo, Fátima! —le respondió con rabia.

—Nadir, llévame contigo; te amaré toda la vida.

—¡Amarme!… —respondió él con voz triste—. ¿Acaso es posible que una mujer llegue a amar alguna vez al Rey de la Montaña?… ¡Extraño destino!… ¡Ah, si jamás hubiese dejado las rocas salvajes de mis refugios! ¡Al menos allí habría ignorado que en el mundo hay tantas mujeres infelices, esclavas de hombres corrompidos y despreciables!

El joven, amordazado por una negra desesperación que, en lugar de calmarse con las palabras afectuosas de Fátima parecía que crecía sin cesar, se cubrió la cara con las manos, secándose con desprecio dos lágrimas, las primeras tal vez que derramaba desde que se había entregado a la vida libre de los montes.

—¡No llores, Nadir, que yo te amo! —exclamó Fátima.

—¡Estás perdida para el pobre Nadir, oh Fátima!

—¡No!…

—¿No?… Pero si te niegas a obedecer a aquel viejo, te doblegará y la ruina caerá terrible sobre tu casa, porque me han dicho que el rey es el señor de toda Persia.

—¡Pero puedo huir!…

—¡Huir!…

—Sí, contigo…

—¡Fátima!…

—¿Me amas?…

—¿Si te amo? —exclamó Nadir—. ¿Y todavía me lo preguntas? Te amo con un amor sin límites, te amo como las flores aman al sol, como las águilas las altas cumbres y los espacios luminosos, como el león ama su presa, como el mar la tempestad…

—¡Ah, qué felicidad, mi valeroso Nadir!…

Nadir se le acercó:

—¡Mía, mía!… —exclamó, apoyando sobre su corazón la cabeza de Fátima—. ¿Serás de verdad mía?

—Sí, tuya para siempre.

—¿Y huirás conmigo?

—Huiré contigo, Nadir.

—¿A mi montaña?

—A donde quieras, donde podamos encontrar un muellah que nos una para siempre.

—Por tanto, me amas y confías en mi lealtad.

—Sí, porque eres valiente y generoso.

—¿Y abandonarás esta casa?…

—Sin dudarlo.

—¿Y el viejo?…

—Nunca me ha amado, Nadir.

—¿O sea que no es tu padre?

—Mi padre —dijo ella dando un suspiro— está muerto desde hace años.

—¿Y tu madre?

—También ella murió; están bajo la tierra, como los tuyos.

—Es el destino el que nos une, Fátima; estamos solos en el mundo.

—Es cierto, Nadir.

—¿Pero quién es ese viejo?

—Lo ignoro.

—¿Un pariente tuyo, tal vez?

—Puede, aunque podría ser también un extraño, porque nunca me ha querido.

—¿Pero has crecido siempre en esta casa?

—No; veo todavía, a través de los recuerdos de mi infancia, un gran mar, rodeado de cadenas de montañas; veo todavía tiendas negras, camellos, hombres con anchos turbantes y vestidos blancos. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se llamaba aquel mar? ¿Cuál era el nombre de aquella región? Lo ignoro todavía, Nadir. Recuerdo confusamente que un día un pelotón de caballeros irrumpió en el campo para destrozar las tiendas con el ímpetu de sus indómitos caballos y asesinar sin piedad, con sus brillantes cimitarras, a aquellos hombres de los anchos turbantes; me parece estar oyendo todavía el crepitar de los mosquetones, los alaridos desesperados de los heridos, de las mujeres, de las muchachas. ¿Qué sucedió luego? Parece como si un velo se extendiese entre mí y aquellos lejanos recuerdos. Me encontraba aquí, en este palacio, servida por una legión de mujeres y de esclavos, pero no amada. Alguna vez el hombre de la barba blanca me venía a ver, me hablaba con una voz que me daba miedo, y al dejarme me decía siempre: «Si no hubiese sido por mí, estarías muerta como todas las demás». ¿Qué misterio rodea mi existencia? ¿Quiénes eran mi padre y mi madre? No lo sé, Nadir.

—¿Lo amas, a aquel viejo?

Un relámpago fugaz, que revelaba un profundo desprecio, fulguró en los ojos de la joven.

—No —respondió—. No sé por qué, pero cada vez que lo veo siento un escozor en las venas y experimento una inexplicable repulsión. Una voz interior me susurra siempre: «Cuidado, Fátima: que este hombre es sanguinario». ¡Y aquí se dice que es él quien asesinó a mi familia!…

—¡Qué misterio!… —murmuró Nadir—. ¡Tal vez más tremendo que el mío!… ¡Extraño destino!… No importa, Fátima: si has perdido a tu padre, te daré a otro que te adorará; será el buen Mirza. ¡Ah!…

—¡Silencio!

Se habían oído pasos que se acercaban lentamente. Fátima palideció; el valiente muchacho, por su parte, se dispuso a desenvainar su kandjar. Pasaron unos segundos, tras los cuales se oyó la voz del jefe de guardia.

—¡Otra vez él! —exclamó Fátima hastiada—. Rápido, en la alcoba, Nadir.

El joven, aunque sentía deseos irresistibles de matar a aquel hombre que parecía sospechar algo, obedeció y se escondió tras un diván, situado en el fondo de la alcoba.

Fátima abrió seguidamente la puerta y el jefe de la guardia entró, inclinándose hasta el suelo.

—¿Qué quieres? —preguntó ella, lanzando sobre él una mirada terrible.

—Es el señor quien me envía —repuso humildemente el siervo, volviendo a inclinarse.

—¿Qué queréis de mí?

—Perdona, señora.

—Habla.

—El señor me ha ordenado vigilar en tu habitación.

Fátima palideció y enrojeció sucesivamente, y en un ataque de rabia, recogió el escudo que aún estaba en el suelo.

—¡Detente, señora! —dijo Aliabad, echándose hacia atrás—. Es el señor quien lo ordena.

—Ve y dile que no necesito espías.

—Es el rey quien así lo quiere.

—¡El rey!…

—Tu futuro marido.

Fátima se sintió desfallecer, al oír el nombre del hombre poderoso, contra quien nadie osaba rebelarse en Persia. Se dejó caer en un diván con la cabeza apretada entre sus manos y con los ojos fijos en la alcoba, en cuyo fondo se veían vibrarlas cortinas de seda.

Por un instante pensó en hacer matar a aquel espía por medio de Nadir, pero el miedo de comprometer al joven la detuvo.

Consideró más prudente poner buena cara a la mala suerte, al menos por el momento, esperando que Aliabad la dejase sola unos instantes, o que terminase por cansarse de hacer de carcelero.

Sin embargo, había calculado mal, porque Aliabad parecía decidido a quedarse indefinidamente en aquella estancia.

Al cabo de poco tiempo, entraron dos esclavos arrastrando una mesa ricamente adornada con una de aquellas grandes pipas llamadas nargul.

Al ver aquello, Fátima volvió a empalidecer y de nuevo la cólera apareció en sus ojos.

Ahora ya no había duda: el príncipe, inseguro, temiendo que ella, en un arranque de desesperación, prefiriese la muerte a convertirse en la esposa del rey, le había asignado aquel guardián, con la orden expresa de no dejarla sola ni un instante.

Pensó en Nadir, que quizá sufriese hambre y sed, y al que ella no podía ni ver ni consolar, y en la fuga que se hacía cada vez más imposible con la presencia de aquel espía, de aquel carcelero sencillo, humilde, sí, pero incorruptible.

Dos veces se dirigió hacia la alcoba para intentar ver a Nadir, el cual, siempre oculto tras el diván, no se atrevía a hacer ni el menor movimiento por miedo a traicionarla, y las dos veces tuvo que retroceder, al sentirse perseguida por los ojos agudos de Aliabad.

Súbitamente, un pensamiento, que le vino de improviso, le devolvió la calma que estaba a punto de perder, lo cual hubiese provocado tal vez una catástrofe irreparable.

—¡Vil esclavo! —murmuró—. Dormirás para siempre.

Aliabad estaba sentado frente a la mesa, en la cual había

manjares abundantes, fruta y, en gran número, dulces y helados.

—Señora —le dijo—, si quieres, la mesa te espera.

—Esclavo, ¿desde cuando tu señora come contigo?

—Es orden del señor, señora.

—¿Qué teme?

—No lo sé.

—¿Y sin embargo está tan irritado contra mí que me encierra en mi habitación?

—Sí, mucho, señora.

—¿Y pretendes tú imponerme su voluntad?

—Él es el señor.

—Lo veremos.

—Atención, señora, ¡detrás del señor está el sha!

—¡No le temo!

—Te diré también, «lo veremos».

—La muerte no me asusta.

El guardia la miró fijamente y un relámpago atravesó sus pupilas.

—Dime, señora —preguntó—, ¿amas tal vez a alguien?

Fátima lo fulminó con la mirada.

—Intentas descubrir algún secreto que no existe en mi corazón —dijo—. ¿Es un espía lo que mi padre pone junto a mí?

—No, señora; un fiel servidor y nada más.

—Mejor así, y ya veremos luego —dijo Fátima con una sonrisa irónica—. Comamos, señor espía.

Se sentó frente a Aliabad, que parecía parapetado contra los más sanguinarios insultos, y probó los distintos manjares, mostrándose tranquila en apariencia. Sus ojos, sin embargo, cuando el siervo giraba la cabeza, quedaban fijos en la alcoba y un ligero suspiro le brotaba del pecho.

Aliabad parecía ocupada tan sólo en comer, devoraba con gula los delicados manjares, los frutos deliciosos y bebía enormes cantidades de agua azucarada, puesto que el vino estaba prohibido bajo pena de muerte, de acuerdo con los preceptos de Mahoma; pero ni un solo instante perdía de vista a Fátima. Aquel hombre, suspicaz como en general acostumbran a serlo todos los desgraciados siervos orientales, presentía alguna cosa y estaba en guardia, no fiándose de la aparente calma de la muchacha. Las miradas que ella lanzaba continuamente hacia la alcoba, su agitación nerviosa, aquéllos suspiros reprimidos, no se le escapaban.

Sus sospechas aumentaron cuando se oyó en la alcoba un ligero rumor que parecía producido por la caída de una vasija o por el frotamiento de un vestido de seda.

Levantó con viveza los ojos, dejando caer una estupenda granada que estaba a punto de tragarse.

—¿Qué pasa? —le preguntó Fátima, la cual, al oír aquel ruido se había puesto muy pálida.

—¿Has oído algo, señora?

—No.

—Me parecía como si se hubiese caído algo en la alcoba.

—Te engañas.

Aliabad la miró fijamente.

—Pero estás pálida —dijo.

—De cólera.

—¿Qué quizá hay alguien allí dentro?

—¿Quién puede haber?

—¿Has dormido en aquella estancia la noche pasada?

—En mi cama. Pero ¿a qué viene esta pregunta? —preguntó Fátima haciendo un esfuerzo supremo para no traicionar su angustia interior.

—¿Sabes que hemos visto a un rebelde en el jardín?

—Lo sé, Aliabad.

—Me había pasado por la cabeza la sospecha de que el rebelde se podría haber escondido en la alcoba.

—Eres estúpido.

—Tienes razón, señora; tú lo hubieses visto y no habría podido huir.

El siervo, tal vez tranquilizado, se puso a comerse la granada, aunque de vez en cuando sus ojos se dirigían obstinados hacia la cortina de la alcoba. Fátima no se había atrevido a volver a mirar hacia aquella parte por miedo a aumentar sus sospechas; pero su ansiedad aumentaba y en vano buscaba la manera de salir de aquella situación desesperada, que podía causarle la muerte al valiente y leal Nadir. Ella se preguntaba asustada qué pasaría si el astuto guardián se hubiese dado cuenta de la presencia del joven, y de cómo se podría salvar éste, si la prisión continuaba.

Primero había pensado alejar a aquel incorruptible guardián con un pretexto cualquiera, pero pronto se convenció de que el guardián, suspicaz como era, no se movería por ningún motivo. Había pensado también en embriagarlo introduciendo en el recipiente del agua azucarada uno o dos granitos de opio, pero él no la perdía de vista. Y, sin embargo, necesitaba encontrar una solución.

Mientras almacenaba proyecto sobre proyecto, Aliabad, que se encontraba muy bien en aquella habitación, había acariciado su nargul cargado con aquel excelente tabaco llamado tumbak, y se había puesto a fumar don una beatitud que envidiaría el mejor de los pachás.

—Aliabad —dijo de repente Fátima—, ¿dónde está el señor?

—En sus habitaciones.

—Ve a llamarlo, que debo hablarle.

Aliabad tomó un pequeño martillo e intentó golpear una plancha de bronce que colgaba del muro.

—¿Qué haces? —preguntó Fátima con los labios apretados contra los dientes.

—Llamo a los siervos para que avisen al señor.

—¡No les llames!

—Como gustes, señora.

En aquel mismo instante, detrás de la cortina de la alcoba, se oyó un suspiro y un crujido. El siervo se puso en pie echando una mirada sospechosa sobre la muchacha y otra sobre la cortina.

—Ahí dentro hay alguien —dijo.

—Nadie —respondió Fátima colocándose frente a él.

—He oído un suspiro.

—El tumbak se te ha subido al cerebro.

—No, señora; mi cerebro está sereno.

—¿Y entonces? —preguntó Fátima cruzando los brazos y asaeteándole con los ojos.

—Iré a ver quién se esconde en tu alcoba.

—Tú no entrarás en mi santuario.

—¡Cumplo órdenes del señor y del sha!

—¡Miserable!…

Aliabad, resuelto a todo, fortalecido por el derecho que le venía de las órdenes del señor, apartó bruscamente a Fátima, echándola a un lado, y se lanzó hacia la alcoba.

Estaba a punto de retirar la cortina, cuando ésta se abrió y apareció Nadir con su formidable kandjar levantado, diciendo con voz llena de amenazas:

—¡Si pronuncias una sola palabra o haces un solo gesto te mato! ¡De rodillas! ¡De rodillas, desdichado!

VIII. LA FUGA

Aliabad, al ver delante de él a aquel joven con el arma levantada, con los ojos llameantes, decidido a llevar a cabo la amenaza, se quedó aterrorizado, tanto más cuanto que en aquel instante no llevaba encima arma alguna.

Es cierto que podía dar un grito y hacer llegar a un regimiento de siervos y soldados, pero aquel grito habría sido su sentencia de muerte, porque aquel joven parecía audaz y decidido a llevar a cabo cualquier acción.

—¡De rodillas, te repito! —dijo Nadir, haciendo relucir en el aire la centelleante hoja del kandjar.

Aliabad, que no era valiente y que se veía perdido, cayó de rodillas, murmurando con voz trémula:

—No me mates, señor.

—¡Nadir! —exclamó Fátima, echándose hacia el joven.

—No temas —respondió éste—; a su primer grito, empezará a correr la sangre.

—¿Y qué harás de este desgraciado?

—Lo reduciré a la impotencia.

—¿Cómo?

—Ahora lo verás.

—Pero nos pueden sorprender, Nadir, y tú…

—No temas por mí, mi adorada; el Rey de la Montaña no tiene miedo.

Luego, volviéndose hacia Aliabad que no se atrevía ni a moverse y acercándose a la cortina, le dijo:

—Entra en la alcoba.

—¿Quieres asesinarme? —preguntó Aliabad, al que los dientes le castañeaban de terror.

—Entra o te mato como a un perro.

El infeliz dudaba de si obedecer o no y miraba a Fátima como si quisiera implorar su ayuda, pero la muchacha permanecía impasible.

Viendo que no había esperanza alguna y que Nadir acercaba peligrosamente el arma, el desgraciado obedeció y entró en la alcoba emitiendo un gemido.

Entonces el montañés arrancó de un diván un cordón de seda y le ató los brazos y las piernas, luego con un pañuelo le amordazó fuertemente, diciéndole:

—Si permaneces tranquilo, nadie te tocará ni un solo cabello, pero si intentas librarte, juro por Alá que mi kandjar te destrozará la cabeza.

Aliabad se dejó caer sobre las alfombras, medio muerto de espanto y Nadir, después de haberle vuelto a amenazar, se volvió junto a la jovencita.

—Heme aquí, mi bella Fátima —dijo atrayéndola hacia sí y clavando sobre ella una mirada triunfante—. Heme aquí dispuesto a hacer lo que tú quieras.

—Nadir mío —murmuró la jovencita—, ¡cuánto debes haber sufrido en estas largas horas!

—No, dulce criatura —respondió el joven estrechándola contra su pecho—. No he sufrido porque te tenía siempre cerca de mí y te veía luchar para quitarme de encima a estas bestias miserables. Dime ahora, mi flor preferida, ¿vendrás a mi montaña? ¿Dirás adiós a este palacio, a esta ciudad, en donde para nosotros reinará un peligro perenne? ¿Renunciarás a ver al príncipe, a tus amigas, a todo?

—Sí, a todo, a todo, para no tener que separarme ya nunca más de ti —repuso ella reclinando su ligera cabecita en el pecho robusto del montañés.

—¿Estás decidida a todo?

—A todo, Nadir.

En aquel período de tiempo, la noche había caído lentamente. El crepúsculo luchaba con las primeras tinieblas, que descendían rápidas como una bandada de cuervos. El ruido de la ciudad se desvanecía poco a poco y por el aire sólo se oía resonar la voz nasal de los muellah.

Nadir y la muchacha, acercándose a una ventana estrechamente abrazados, escondidos por las cortinas, esperaban ansiosos el instante propicio para llevar a cabo la fuga.

No pensaban más que en su felicidad y ya no se acordaban ni del guardián que estaba a punto de reventar de cólera y que, creyéndose solo, hacía esfuerzos poderosos para librarse de las cuerdas y de la mordaza que le sofocaba, ni se acordaban del terrible viejo que podía entrar de un momento a otro, ni de los mil peligros que tenían que afrontar.

Un golpe seco en la puerta les separó bruscamente de aquel amoroso abrazo. Fátima y Nadir se soltaron rápidamente y palidecieron.

—¿Quién puede ser? —dijo la muchacha temblando.

—¿Tal vez el príncipe? —preguntó el montañés.

—Ala alcoba, Nadir, o estamos perdidos.

El joven, de un salto, se metió detrás de la cortina, empuñando el kandjar contra Aliabad que estaba extendido sobre la alfombra.

Fátima se llevó una mano al pecho, como si quisiera reprimir los latidos de su corazón, y luego, haciendo acopio de todo su coraje, salió a abrir.

Un siervo entró, trayendo la cena sobre una gran fuente de plata. No viendo a Aliabad, miró a la joven estupefacto.

—¿Qué buscas? —le preguntó ésta.

—¿No está aquí Aliabad? —preguntó—. El señor le había prohibido dejarte un solo instante.

—Duerme en la alcoba.

—¿A esta hora?

—¡Fuera de aquí! —ordenó ella con gesto altivo.

El siervo salió inclinándose y deseando las buenas noches. Fátima cerró la puerta, pero permaneció un rato junto a ella para cerciorarse de si volvía a la estancia de la servidumbre o si iba en dirección a la del príncipe. Una palidez mortal le transformó el rostro.

—¿Qué tienes, Fátima? —preguntó Nadir, que se le había acercado—. Estás pálida.

—Estamos perdidos, Nadir.

—¿Por qué?

—Temo que el siervo haya ido a la habitación del príncipe.

—¿Con qué fin?

—Para advertirle de que Aliabad no estaba en su puesto.

—Huyamos, Fátima.

—Sí, huyamos, Nadir.

—¿Estás decidida?

—A todo, mi valiente amigo.

—Fátima, tal vez fuera de aquí te espera la muerte.

—A tu lado, no tengo miedo.

—¿Serás mía, por tanto?

—Tuya para siempre.

—Júralo.

—¡Por Alá! —exclamó la jovencita volviendo sus brazos extendidos hacia La Meca.

—¡Vente pues a mi montaña y que Dios nos proteja!

Fátima levantó un colchón y extrajo de él dos pistolas con el cañón adornado con arabescos, láminas de oro y madreperlas incrustadas.

—Pueden servirte, Nadir —dijo ella ofreciéndoselas.

—Gracias, Fátima. Ven o será demasiado tarde.

Lanzó una mirada hacia Aliabad, que parecía que se hubiese adormecido, y se inclinó por la ventana, mirando atentamente hacia el jardín.

La noche era oscura, porque el cielo estaba cubierto de una larga fila de nubes, y entre los árboles del parque no se oía rumor alguno, excepto el de los surtidores. También en la ciudad reinaba el silencio más absoluto

—Vea —dijo Nadir.

—¿Me harás feliz, verdad? —murmuró ella sofocando un gemido.

—Sí, feliz como jamás lo ha sido mujer alguna en la tierra, porque te amo —exclamó Nadir.

—¡Huyamos!

Nadir cargó a la muchacha en sus potentes brazos y subió hasta el alféizar, dejándose caer luego sobre una pequeña cúpula. Se detuvo un instante, reteniendo la respiración, para asegurarse de que nadie les había visto, luego se agarró con un brazo a una de las columnas, sosteniendo con el otro a Fátima, y se dejó caer hasta el suelo.

Echó una rápida mirada bajo la pequeña cúpula y vio que la puerta del imponente palacio estaba cerrada. Respiró como si se hubiese quitado un gran peso de encima y se limpió algunas gotas de sudor frío que perlaban su frente.

—¿Oyes algo, Nadir? —preguntó Fátima, soltándose de sus brazos y poniendo pie en tierra.

Todo es silencio.

—No temas, querida mía. Mañana estaremos en mi montaña, entre los brazos del viejo Mirza. Allí desafió a los soldados del sha.

—¿Pero cómo haremos para salir de la ciudad?

¿Están cerradas las puertas, durante la noche?

—Sí, Nadir, y sólo se abren a la hora del alba.

—¿Pero mañana no se celebra el martirio de Hussein?

—Es verdad, Nadir.

—Por tanto, esta noche las puertas de la ciudad estarán abiertas.

—No, de eso estoy segura. Permanecen siempre cerradas en el espacio de tiempo que va desde el atardecer hasta el alba.

Veremos qué podemos hacer, Fátima. Mientras, huyamos o nos detendrán.

Conversando de esta forma, se habían internado bajo los árboles. Andaban despacio por miedo a ser descubiertos por algún hombre emboscado.

Por fortuna, el amplio jardín parecía desierto.

Nadir, cogiendo de la mano a su joven amiga, mientras que con la derecha empuñaba una pistola, se había escondido en una espesura sembrada de flores que exhalaban un perfume penetrante, y movía los pies con precaución.

De vez en cuando, se volvía hacia Fátima y, sintiéndola temblar, le susurraba:

No ternas, querida mía; el Rey de la Montaña te protege.

Después de andar durante unos diez minutos, llegaron al pie de la muralla. Nadir la midió con la vista, pero en aquel lugar era tan alta que escalarla parecía imposible.

—No es por aquí por donde he descendido dijo.

—¿Pero podré subir yo? —preguntó la muchacha—. Lo que para un hombre es posible, es difícil para una mujer, Nadir.

—He traído conmigo una cuerda de seda —le respondió—. Tú eres ligera y te levantaré hasta arriba.

—Cállate, Nadir mío.

—¿Qué has oído, mi amor? —preguntó él poniéndose pálido.

—Me pareció como si allí arriba se rompiese una rama.

—¿Detrás de aquellos rosales?

—Sí, Nadir —respondió ella estremeciéndose.

—No te muevas y quédate muy cerca de mí…

—Pero ¿y si vienen?

—Los mataré —repuso fríamente el montañés.

—Temo por ti, Nadir.

—Mientras tenga mi kandjar, nadie se atreverá a acercarse para arrancarte de mí.

Se ocultaron en el centro de un brancal y se quedaron a la escucha, llenos de una viva ansiedad.

Pasaron algunos minutos, pero no llegó a sus oídos rumor alguno ni compareció ningún hombre.

—Te lo debes haber imaginado —dijo Nadir—. Apresurémonos, antes de que Aliabad consiga desatarse.

Se pusieron en camino siguiendo la alta muralla que se levantaba recta, sin entrantes, de más de ocho metros de altura, y llegaron a un punto en donde descendía, mostrando aquí y allá viejas hendiduras. Faltaban algunas almenas y parecía como si aquella parte de la muralla hubiese tenido que sostener, en épocas lejanas, un duro asalto.

—Quédate aquí, Fátima —dijo Nadir—. Voy a probar la escalada.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le espiaba, escuchó por última vez, se agarró luego a los salientes y a las enredaderas que caían desde lo alto y se puso a escalar con una agilidad extraordinaria, procurando no hacer ruido.

La empresa no era fácil, pero Leí montañés, habituado a escalar las rocas del gigantesco Demavend, saltaba rápidamente, apoyando los pies en las pequeñas asperezas y metiendo los nervudos dedos en las hendiduras.

En dos minutos superó la distancia y se encontró a caballo en la parte superior de la muralla, que por la otra parte desembocaba en una callejuela desierta, encerrada entre las altas paredes que rodeaban al jardín.

—No hay nadie —murmuró—. Alá nos proteje.

Soltó el cordón de seda y lo lanzó hacia el jardín diciendo:

—Rápido, Fátima mía, átatelo bajo las axilas y fíate de mis brazos.

La joven fue rápida en atárselo a las extremidades.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Nadir.

—No; contigo no tengo miedo.

Estaba a punto de tirar del cordón cuando el profundo silencio que reinaba en el inmenso jardín del viejo príncipe fue roto por los gritos agudos que procedían del palacio y la oscuridad de la noche se vio tachonada por las luces de los haces de fuego.

—Nadir —exclamó la muchacha con inexpresable angustia—, ¡nuestra fuga ha sido descubierta!…

—No les temo ya…

En el fondo del jardín se veía correr a los siervos y se oían las voces que se acercaban.

Nadir agarró el cordón y, haciendo acopio de sus propias fuerzas y apoyándose contra la pared con sus robustas piernas, levantó, casi sin esfuerzo, a la jovencita.

—De prisa, querida mía, bajemos —dijo—. Los siervos se acercan.

Agarró a la muchacha que se había medio desmayado y la dejó en la callejuela; casi no había tocado al suelo, cuando se oyó una voz que gritaba:

—Miradlos, allí, sobre la muralla.

—¡Fuego, Abbassi…! —gritó una voz chillona, que parecía de Aliabad.

Sonó un tiro de fusil. Fátima emitió un grito.

—¡Oh, mi Nadir!…

—¡Ven hacia mí! —gritó el montañés con voz de trueno.

Descargó las pistolas contra los hombres que le acosaban, derribando a dos. Luego, de un salto, se lanzó a la callejuela.

Fátima había caído al suelo desvanecida, pensando que habían asesinado a Nadir. Éste, que no había sido tocado por los tiros de Abbassi, la aferró con sus brazos robustos, la apretó contra su pecho y se lanzó por la callejuela con la velocidad de una flecha.

En pocos instantes la recorrió toda y, siguiendo en su carrera desenfrenada, se encontró en el centro de un cruce de caminillos oscuros y fangosos, rodeados de altas casas.

Se detuvo anhelante y atento, tendiendo los oídos.

No se oía rumor alguno; solamente, en la lejanía, algunos ladridos de perro vagabundo rompían el silencio de la noche.

—Fátima mía, estamos libres —murmuró.

—Nadir —respondió la jovencita echándosele al cuello—. ¿En dónde estamos?

—No lo sé, pero ya no oigo a los siervos del príncipe.

—Me gustaría saber adonde quieres llevarme, siguiendo por esas callejuelas.

—No lo sé, me he perdido.

—¿Pero es que nunca habías estado en Teherán?

—No. Nunca hasta ahora.

—¿Debe ser ya muy tarde?

—No debe faltar demasiado para la medianoche.

—A esta hora, todo el mundo duerme en Teherán.

—¡Ah, si pudiésemos llegar hasta las puertas de la ciudad! —Te he dicho que deben estar cerradas.

—¿Adónde iremos, pues?… Si fuese de día… ¡pero pasar toda la noche a la intemperie…!

—Contigo no tengo miedo, Nadir mío.

—¡Calla!

—¿Todavía gritos?

—No. Oigo un rumor lejano como de muchas voces. —¡Ah…!

—¿Qué te pasa?

—Mañana es el día del martirio: vayamos a la plaza de Meidam y encontraremos a una gran multitud que se está preparando para celebrar el histórico aniversario.

—¿Por qué?

—Tienen que pintar las tiendas para la ceremonia. —¿Encontraremos incluso mujeres?

—Ciertamente, Nadir.

—En este caso, no llamarás la atención.

—No lo creo; pero me bajaré el velo, que es muy tupido, y así nadie me adivinará el rostro.

—Vamos allá.

—Pero…

—¿Qué sucede todavía?

—¿No te reconocerán?

—¡Bah!… ¿Quién se acuerda ya de mí ahora? Ven, Fátima, y no temas nada, que yo te protegeré.

IX. HARUM

La fiesta del martirio, el ed-i-yatí, o también raúz tygh, como la llaman los pueblos del Irán, es una de las más grandes y a la vez de las más originales que se celebran en Persia.

Cae en los primeros días del maharram, o sea del primer mes del año, y dura diez días sin interrupción, tanto en Teherán como en Ispahán, en Tabriz, en Hamadan, Kasbin, Sultanabab, Koum, Chir y Kachau, que son las principales ciudades del reino.

La de la capital es la más grandiosa, puesto que en las fiestas interviene el mismo sha con toda su corte.

Su origen se remonta al asesinato de Hussein y de sus secuaces.

Hussein, uno de los sucesores de Mahoma, fue el fundador de la religión persa.

El rey de Siria Ayzid, cuentan en parte la historia y en parte la leyenda, había jurado odio mortal a la familia de Hussein.

Tras haber envenenado al padre, que era califa de Arabia, buscaba la ocasión de matarle también a él para apoderarse del reino.

Hussein, que lo sabía, se mantenía en guardia y había mandado a su primo Muslin a la ciudad de Kufa para estar seguro de que encontraría entre aquellos habitantes hombres que le fuesen fieles; pero el rey de Siria amenazó con destruir a la población que se hubiese mostrado partidaria de su enemigo.

Asustados, los kufanos escondieron al primo de Hussein y a sus dos hijos, pero el gobernador de la ciudad los descubrió y los hizo encarcelar a todos.

El carcelero dejó en libertad a los dos muchachos, y los escondió junto a cierta Shura, que, por miedo, los escondió en un bosque, en espera de una caravana.

Los dos pequeños desgraciadamente se perdieron, pero, encontrados gracias a una mujer, fueron llevados a casa de un cierto Haris, enemigo acérrimo de Hussein y de Muslin.

La mujer les acogió muy bien y, tras haberles alimentado, los escondió en una habitación oscura; por la noche, el marido les oyó llorar y, descubiertos, los agarró por los cabellos, hirió a la esposa y a la hija que trataban de defenderlos, los decapitó junto a la ribera de un río y llevó las cabezas al gobernador con el fin de recibir la recompensa conveniente. Éste, por el contrario, al ver las sanguinolentas cabezas de los dos chiquillos, se puso a llorar e hizo degollar al inhumano Haris.

Cuando las cabezas de los pequeños fueron echadas al río, los cuerpos salieron a la superficie y se reconstruyeron en su ser.

Mientras tanto Hussein, que se había escondido en Kufa con sólo sesenta y dos compañeros, se vio súbitamente asediado por tres mil sirios. Resistieron durante algunos días, pero al fin, al quedar solo, fue rodeado, herido y derribado de su caballo.

Se dio a los soldados la orden de decapitarlo, pero ninguno de ellos se atrevía a mancharse con la sangre de un descendiente de Mahoma. Dos hombres, unos tales Sinau y Shamar-Zil, convencidos con oro, se acercaron al herido; el segundo llevaba el rostro oculto por un velo para no ser reconocido.

—¿Quién eres? —gritó Hussein a Shamar—. Levántate el velo.

El soldado obedeció.

—Espérate un momento —volvió a decir Hussein con voz intensa—. Hoy es viernes, el día festivo de los musulmanes, y es la hora de la plegaria. Déjame vivir todavía un instante para que pueda rezar.

Se postró, y los dos soldados cayeron sobre él, separándole la cabeza del tronco con dos golpes de cimitarra.

La cabeza sanguinolenta del califa fue llevada por la ciudad clavada en una lanza, y por todas partes hacía milagros sorprendentes.

Finalmente, la cabeza fue colocada en una mezquita y los soldados sirios, que estaban de guardia, con gran sorpresa vieron acudir gran número de personas, que se acercaban a besarla.

Un soldado, más valiente que los otros, quiso acercarse, pero recibió una bofetada, mientras se oía una voz que gritaba:

—Los profetas, los antepasados y la familia del difunto han venido para hacer a la cabeza del califa una visita matutina. ¿Por qué vienes ahora tú a turbar su dolor?

Los persas han tomado esta historia, en gran parte legendaria, por pura verdad, y, como decimos, todos los años celebran con gran pompa el martirio de Hussein.

En aquella época, se hacen grandes preparativos en las principales ciudades persas y en todas partes se levantan barracas y tiendas de tela negra con signos de luto, se prepara luminarias, se yerguen palcos a expansas del sha, de los principales y de los personajes más ricos.

Cuando Nadir y Fátima llegaron a la plaza de Meidam, aunque era medianoche y los persas tienen la costumbre de retirarse a sus casas poco después de ponerse el sol, una multitud inmensa se paseaba en los alrededores del espléndido palacio real, para asistir a los preparativos de la fiesta.

Un verdadero ejército de obreros trabajaba febrilmente para levantar las tiendas y los palacios para los nobles, los púlpitos para los muellah, los pendones con banderas, y se ocupaban de que todo estuviese dispuesto para la gran procesión del día siguiente. Muchas tiendas ya habían sido abiertas de nuevo, y los kahvékahné, donde se sirven deliciosas bebidas y sobre todo el excelente moka, y se reúnen los ricos y los potentados, bullían de personas.

—Ven, Fátima —dijo Nadir penetrando atrevidamente entre la multitud, mientras la muchacha se cubría con el espeso velo—. Entre tantas personas, nadie nos reconocerá.

—¿A dónde me llevas, Nadir? —le preguntó ella con voz temblorosa—. Tengo miedo.

—Estáte tranquila, querida mía; Nadir es leal.

—No es de ti de quien tengo miedo.

—Nadie me conoce y tu rostro está cubierto.

—¿Pero y si algún soldado te reconociese?

—Ninguno se acuerda de mi cara. La lucha ha sido tan rápida y eran tantos que los guardias del rey no pueden haberme visto.

De repente se vio violentamente abordado. Se volvió con la mano derecha sobre la empuñadura del kandjar. Un hombre de gran estatura, muy moreno, con un inmenso turbante sobre la cabeza que le cubría medio rostro y una larga zamarra que le llegaba hasta los pies, recogida a la cintura con un viejo cinturón de Kerman, en cuya piel llevaba clavado un kard (especie de puñal), estaba frente a él, mirándole con profunda atención y con un dedo en los labios para obligarle a callar.

—¿Quién eres? —le preguntó por su parte Nadir, mientras Fátima se apretaba contra él.

—Sígueme, Rey de la Montaña —respondió aquel hombre.

Luego, sin esperar una nueva pregunta, empujó bruscamente a las personas que le cerraban el paso, y se puso a andar rápidamente para llegar pronto a un ángulo de la ancha plaza que estaba casi desierta.

Nadir, salió muy inquieto, llevando consigo a la jovencita y tratando de adivinar quién podía ser. Sin embargo, aquel título de Rey de la Montaña, que sólo los montañeses del Demavend conocían, y que aquel hombre le había aplicado, le tranquilizaba.

—¿Es quizás un amigo? —le preguntó Fátima.

—Lo espero —respondió Nadir—. Aquí nadie conoce mi nombre ni mi título.

—¿Será quizás un montañés?

—Así lo creo, Fátima.

—¿O tal vez un traidor? Tengo miedo, Nadir.

—Si se trata de un traidor, se arrepentirá. Se dirige hacia allí, a aquel ángulo desierto de la plaza, y me será fácil alejarme de él, si pretende apoderarse de mí.

Mientras tanto el desconocido, que continuaba avanzando y redoblaba los empujones y los golpes de hombro, como si estuviese ansioso por encontrarse fuera de aquella multitud, llegó hasta el ángulo oscuro de un soportal, deteniéndose detrás de una columna. Nadir y Fátima, al cabo de poco, estuvieron junto a él.

—¿Quién eres? —preguntó el joven montañés.

—¿Acaso el Rey de la Montaña ya no me conoce? —respondió el desconocido, quitándose el turbante y mostrando la cara.

—¡Harum! —exclamó Nadir, en el colmo de su estupor—. ¿Tú aquí…?

—Sí, Rey de la Montaña. Soy yo.

—¡Pero eres estúpido!…

—El turbante me hace irreconocible, Nadir.

—¿Pero por qué no has huido a la montaña?

—Tú no estabas entre nosotros. ¿Acaso podía yo abandonar a mi salvador, al que había expuesto su vida por mí?

—Gracias, Harum. Pero ¿y los demás?

—Se han refugiado en la montaña. Las tropas del sha los seguían.

—¿Y los kurdos?

—Se han dispersado.

—¿Han asaltado mis torres? —preguntó Nadir.

—No, porque las tropas regresaron ayer por la tarde. Tú sabes que el Demavend resulta inaccesible para los soldados, cuando los bandidos defienden los senderillos.

—O sea que Mirza está vivo.

—Seguro, Nadir.

—¿Qué habrá pensado al ver que no volvía allí arriba junto con los demás compañeros? ¡Pobre viejo!…

—Él sabe, a esta hora, que te estamos buscando por Teherán y que no somos hombres capaces de volver sin ti.

—¡O sea que no estás solo!

—No, seis hemos conseguido eludir la vigilancia de las tropas y volver a penetrar en la ciudad.

—Te ruego que me digas dónde se hallan los demás.

—Te están buscando. Pero tenemos un punto de reunión.

—¿Dónde?

—Cerca de aquí, en una casa habitada por un pariente mío.

—Aquí no estoy seguro, Harum, y esta muchacha tiene necesidad de descansar.

—¿La llevarás también a ella a la montaña?

—Sí, Harum, ella es mía —dijo Nadir con vehemencia.

—Quienquiera que sea, será nuestra hermana.

—Ella corre tanto peligro como yo.

—Los cazadores del Demavend la defenderemos. Sígueme, Nadir.

—¿Estás seguro de que no hay espías cerca de la casa?

—Está guardada por dos de los nuestros.

—Adelante, pues, Harum.

El montañés lanzó a su alrededor una mirada aguda, para cerciorarse de que no había nadie por allí, se metió luego con paso rápido por una callejuela oscura y desierta, flanqueada por casas y murallas. Nadir y Fátima le seguían a escasa distancia.

Recorridos trescientos metros, desembocó en una gran calle enteramente desierta que llegaba al extremo opuesto a la plaza de Meidam. Se detuvo unos instantes escrutando las tinieblas, y luego emitió un silbido. Le respondieron con un sonido igual.

—Nada tenemos que temer —dijo, volviéndose hacia Nadir—. Los compañeros vigilan.

Avanzó rápidamente y se paró frente a una puerta baja, como son en general las puertas de las casas habitadas por los burgueses, precaución necesaria para evitar que los señores entren por sorpresa sin descender del caballo, para cometer felonías.

Harum la empujó e introdujo a Nadir y a Fátima en un oscuro pasillo, haciéndoles pasar luego a una amplia estancia situada en el piso bsyo, iluminada con una gran lámpara. Estaba adornada como todas las estancias de las casas persas, es decir, con divanes que se extendían a lo largo de las paredes y con alfombras de grueso fieltro extendidas sobre el pavimento; en los ángulos, se veían diversas armas, fusiles de chispa, pistolas y kandjar.

Un viejo, de barba blanca, con la cabeza cubierta con un ábba, enorme turbante de tejido a rayas marrones y blancas, utilizado por los kurdos, y con el cuerpo envuelto con una gran zamarra de grueso paño oscuro, se levantó del suelo y se fue al encuentro de Harum, pronunciando una frase de saludo, a la que respondió Harum con todo el respeto debido a la edad venerable. Después de lo cual, el montañés preguntó:

—¿Están todavía ausentes mis compañeros?

—Todavía —respondió el viejo.

—El amigo al que ves es el que buscábamos, el Rey de la Montaña.

—Bienvenido seas a mi humilde morada —dijo el viejo con acento de admiración.

—Gracias —respondió Nadir.

—¿Nadie se ha dado cuenta de nuestra presencia? —preguntó de nuevo Harum.

—No. Los amigos vigilan siempre.

—¿Podremos abandonar Teherán esta noche?

—No te lo puedo garantizar. Lo que yo sé es que las puertas están cerradas y ya no tienen que ser abiertas de nuevo hasta después de la procesión de Hussein.

El montañés hizo un gesto de cólera.

—¿Pero qué temen estos habitantes? —preguntó.

—A los kurdos —dijo el viejo—. Todavía el pasado año provocaron un inmenso pánico entre la multitud para saquear un barrio y despojar a las mujeres de sus joyas y adornos.

—¿O sea que no hay forma de salir? —preguntó Nadir.

—Es difícil, porque, como te he dicho, las puertas están cerradas y bien guardadas.

—Esperemos —dijo Harum—. Tú, mientras, ejercita tus deberes de hospitalidad y lleva a esta muchacha a una habitación segura. Nadir y yo nos acomodaremos en este diván.

El viejo encendió una lámpara e invitó a Fátima a seguirlo.

—Ve, querida mía —le dijo Nadir—. Aquí estás segura, porque Harum y yo estaremos vigilando.

—La joven le dirigió una mirada profunda y se alejó con el dueño de la casa.

—¿Quieres dormir, Rey de la Montaña? —preguntó Harum—. Es mejor que aprovechemos estas pocas horas de la noche.

—Pero ¿y nuestros compañeros?

—Volverán cuando salga el sol.

—¿Cuándo podremos salir de Teherán? Ardo en deseos de volver a la montaña para abrazar a mi querido viejo Mirza que debe estar ansioso por mí.

—A mediodía la ceremonia habrá terminado, y al atardecer estaremos en el Demavend.

—¿Pero no nos reconocerán los guardias de la puerta?

—Saldrá mucha gente.

—Pero Fátima puede ser descubierta.

—¿Es la muchacha que va contigo, la que se llama así?

—Si, Harum; y es posible que vigilen las salidas de la ciudad para que ella no se escape.

—¿Es una muchacha de alta posición?

—Pariente de un príncipe y destinada a ser la cuarta esposa del sha.

Harum lo miró asustado.

—¿Pero qué has hecho, Rey de la Montaña? —exclamó—. ¿Quieres que te asesinen?

—Me ama y se convertirá en mi mujer.

—¿Pero crees tú que el sha te la va a dejar?

—La llevo a la montaña.

—Pero el sha es poderoso, Nadir, y te perseguirá donde quiera que estés.

—¡No tengo miedo de él! —exclamó el joven con una ferocidad extraordinaria.

—Gon un solo fruncir de párpados, lanzará contra ti a ejércitos enteros.

—Me hallará dispuesto para la lucha.

—Caerás, Nadir.

—No me importa.

—Es decir, ¿la amas profundamente, no?

—Tanto que sin ella la vida me resultaría ahora insoportable.

—Pero todas las puertas de la ciudad estarán vigiladas y no podremos pasar.

—Es necesario que la lleve a la montaña, Harum —dijo Nadir con voz resuelta.

—Dime; ese príncipe, ¿sabe que la has raptado?

—Sí, porque sus servidores me han estado persiguiendo.

—¡Por tanto, el sha estará informado de la fuga de la joven!

—Lo temo.

—Todas las mujeres que salgan de Teherán serán examinadas.

—Sin duda.

—Pues bien; pasaremos igualmente —dijo Harum, tras algunos instantes de reflexión.

—¿De qué forma? —preguntó el joven montañés con ansiedad.

—La vestiremos de kurdo.

—¿De kurdo?…

—Sí, Nadir, y de esa manera parecerá un muchacho joven.

—Nos procuraréis dos caballos rápidos. ¿Tienes dinero?

—Mis verdugos me han tomado hasta la última moneda y no tengo ni un tomano.

Nadir extrajo el rico kandjar, cuya empuñadura estaba adornada con joyas de gran valor y arrancó un diamante grande como una nuez.

—Lo haces vender —dijo—. Y con esto puedes comprar veinte caballos.

—Hasta mañana, Nadir. Acuéstate, que tienes que estar fatigado, y duerme tranquilo, que Harum y sus amigos velan por ti y por tu prometida.

El joven no se lo hizo repetir y, recostándose sobre el diván, cerró los ojos soñando en su Fátima, en los torreones de su castillo, en el viejo Mirza y en el gigantesco Demavend.

X. LA FIESTA DEL MARTIRIO DE HUSSEIN

Un lejano griterío que se aproximaba, creciendo en intensidad, despertó a Nadir, que había dormido profunda y plácidamente. No acordándose en el primer momento de que tenía lugar la fiesta del martirio y creyendo que las tropas del sha se apresuraban a asaltar la casa y llevarse a su prometida, se puso en pie; pero frente a él, se encontró a Harum, tranquilo y sonriente.

—¿Qué pasa, Harum? —preguntó Nadir.

—Es la fiesta que empieza —respondió el montañés.

—¡Ah!… Creía que asaltaban la casa.

—Nadie sospecha que se esconda aquí la muchacha en la que tú soñabas.

—¿Qué sabes tú de ella? —preguntó el muchacho enrojeciendo.

—Que la llamabás en sueños.

—La amo, Harum.

—Ya me doy cuenta —respondió el montañés sonriendo.

—¿Duerme todavía Fátima?

—No; se está vistiendo con los vestidos que le he comprado yo.

—¿Has salido tú, mientras dormía?

—No; he hecho vender tu diamante por 500 tomones y comprar los vestidos y dos caballos que deben correr como el kamsin del desierto.

En aquel instante, apareció en el umbral un joven kurdo, con un gran turbante en la cabeza, que le ocultaba gran parte del rostro, una rica arkalib, o sea una túnica de seda, cerrada a los costados con una faja de seda rayada, y un par de largos zirdjamé, especie de pantalones sujetos en los tobillos.

Nadir al verlo no pudo reprimir un gesto de sorpresa, volviendo la mirada hacia Harum para preguntarle qué pretendía aquel jovenzuelo, pero inmediatamente dejó escapar un grito de alegría.

—¡Fátima! —exclamó corriendo a su encuentro.

—¿O sea que el Rey de la Montaña ya no me reconocía? —preguntó ella sonriendo dulcemente.

—Si no te hubiese mirado a los ojos, no te habría reconocido bajo estos vestidos.

—¿Crees que van a descubrirme, Nadir?

—No, Fátima; confío plenamente en que no.

—¿Estás seguro, Nadir? —preguntó Harum.

—Sí, amigo.

—Entonces podemos asistir a la fiesta. Los amigos nos esperan en un lugar que conozco bien; allí encontraremos los caballos preparados para partir. Una permanencia prolongada aquí es peligrosa para todos.

—Adelante, Harum —dijo Nadir.

—Toma primero estas pistolas —dijo el montañés—. Y luego ve tú también a vestirte de kurdo.

—Gracias, Harum. La prudencia nunca está de más.

Nadir pasó a la habitación contigua y pocos minutos después volvía. Bajo aquel nuevo vestido era tan irreconocible como la muchacha y podía incluso afrontar el encuentro con el guardián Aliabad.

—Vamos —dijo Harum.

Se aseguraron de que las pistolas estuviesen cargadas, y luego salieron a la calle, mezclándose con el gentío que se dirigía hacia la inmensa plaza de Meidam.

Toda la población de Teherán se juntaba para asistir a la fiesta del martirio. Pasaban hombres en tropel, mujeres cuidadosamente veladas, muchachas; grupillos de kurdos, que habían conseguido entrar en la ciudad escalando quizá las murallas, dispuestos a aprovecharse del primer desorden para entregarse a sus instintos rapaces; bandas de iliatos, de kadjar, de jakaroubak, de ereholou y de montañeses llegados de la gran cadena del Elburs antes del cierre de las puertas.

A ratos se levantaban gritos ensordecedores; la multitud se apiñaba precipitadamente porque avanzaba algún gran señor, cubierto con espléndidos vestidos, seguido de una numerosa escolta y precedido por los abdar, que portaban las alfombras que tenían que servir de asiento al señor, bolsas repletas de víveres y todo lo necesario para cocinar.

De vez en cuando, de nuevo el gentío se concentraba para admirar a algún dervis, mendicante vagabundo, en general viejo y con larga barba blanca, quien, sentado en medio de la calle, ofrecía pedacitos de papel en los que estaba escrito un versículo del Corán. Éstos encuentran siempre compradores, porque en general los mahometanos creen que estos versículos escritos tienen propiedades curativas en todas las enfermedades presentes y futuras.

Siguiendo con la multitud, ahora apiñándose, ahora retrocediendo, o bien abriéndose paso a codazos, Nadir y los montañeses, llevando en medio a la joven Fátima para protegerla de los empujones, llegaron a la plaza, apiñándose junto al portalón del palacio del sha.

La fiesta del martirio de Hussein estaba a punto de comenzar.

Gran número de tiendas de tela negra, con los adornos de luto, rodeadas de miríadas de lamparillas, llenaban parte de la plaza, que había sido dividida por una larga empalizada. Por una parte, se levantaban cabañas de paja que debían representar Kerbela, cindadela junto a la cual había sido asesinado Hussein; el otro lado estaba ocupado por una inmensa plataforma cubierta de tapices, sobre la cual debía tener lugar la representación del martirio.

Un gran número de muellah, montados sobre extraños púlpitos, recitaban los versículos del Corán o recordaban a la muchedumbre cuán preciosa era aquel día una lágrima derramada en memoria del califa asesinado: mientras que frente al palacio real, un piquete de cagiaros, hombres pertenecientes a la tribu del sha, con los pies desnudos, medio vestidos, se golpeaban el pecho cantando canciones tristes.

De repente, se abrió la gran puerta del palacio real, defendida por seis escuadrones de artillería. Los soldados, hieráticos, presentaron armas, y apareció el sha Mehemet, el déspota, vestido con un tejido azul, con los botones de diamante y un alto sombrero de fieltro, coronado con un gran penacho tachonado de piedras preciosas.

Como único distintivo, llevaba los dos brazaletes Damados koh-i-noor, o sea montaña de luz, y deriai-noor, o sea océano de luz, que los monarcas persas conservan desde hace siglos y que se dice que cuestan sumas fabulosas, puesto que están recubiertos de diamantes gruesos como nueces y de zafiros de un esplendor extraordinario.

Le seguían un gran número de khan, jefes militares de las tribus, príncipes, gobernadores de provincias, kahim, jefes de las ciudades más notables, oficiales de todas las armas. El sadri-azem, que es el primer ministro, estaba a su derecha, y el nasak-tchibasú, que es un gran mariscal, pero a la vez su justiciero y ejecutor, estaba a su izquierda.

Fátima, agazapada cerca de una columna, entre los dos montañeses, a la vista de aquel hombre poderoso, frente al cual los grandes dignatarios del pueblo se inclinaban temblorosos, palideció y se sobresaltó, murmurando con voz sofocada:

—¡Él!…

—Fíjate en el poder que podría darte aquel hombre —dijo Nadir.

—Te amo a ti, Nadir mío, y no seré suya jamás.

—¡Gracias, Fátima!…

—Callaos, imprudentes —dijo Harum, mirando con temor a su alrededor—. Puede haber oídos a la escucha.

—Es verdad —murmuró Nadir, estremeciéndose.

El sha se había colocado en un espléndido palco adornado con ricos tapetes de Kerman, fulgurante de oro, de tapices, de banderas y de estandartes oriflama.

Cuatro filas de soldados armados y la guardia le habían rodeado, colocando en batería dieciocho cañones cargados con metralla, situados en las grupas de otros tantos camellos.

A la señal del monarca, dio comienzo la fiesta.

Mientras la multitud se apretujaba contra los ángulos de la plaza, brutalmente acorralada por las tropas, se adelantó un hombre robustísimo, desnudo desde la cintura a la cabeza, haciendo oscilar un gran gallardete de colores, que llevaba clavados en su parte superior adornos de estaño que contenían versículos del Corán.

Detrás de él avanzaron otros dos hombres, también robustísimos y semidesnudos, uno de los cuales llevaba un gallardete más corto y un niño, el otro un enorme saco de cuero lleno de agua y cuatro niños. Se representaba, con ello, la sed ardiente que Hussein sufrió en el desierto.

Seguía luego un sarcófago, con una gran estela de diamantes delante, cubierto de chales de cachemir y de un gran turbante; luego, dos hombres sosteniendo gallardetes adornados con otros chales y dos manos cubiertas de diamantes, que representaban las de Mahoma, el fundador de la religión musulmana; venían luego cuatro soberbios caballos del Korassán cubiertos de ricas gualdrapas, con las cabezas adornadas con placas de oro, con diamantes incrustados; y al fin, sesenta y dos hombres cubiertos con un largo lienzo, que sostenían en sus manos cimitarras manchadas de sangre.

Aquellos fanáticos, que pretendían representar a los sesenta y dos guerreros caídos en tomo a Hussein antes de que éste fuese hecho prisionero, con un coraje feroz se mutilaban horrendamente la frente, dejando correr la sangre sobre los blancos vestidos, excitando la admiración de la multitud, que les llamaba santos.

Aquella extraña procesión se cerraba con un caballo blanco, que pretendía ser el de Hussein, erizado de flechas clavadas en su grupa, y con otros sesenta y dos hombres que cortaban furiosos pedazos de madera, produciendo un ruido ensordecedor.

El cortejo empezó la representación de la muerte de Hussein.

Un hombre espléndidamente vestido, a la grupa de un caballo blanco, seguido de sesenta y dos guerreros armados de cimitarras y lanzas, acampó alrededor de las cabañas que simulaban ser el pueblecito de Kerbela: representaban el asesinato del califa y de sus sesenta y dos compañeros, muertos en su defensa.

Un pelotón de soldados, que debían ser sirios, invadió el campo, y entre los dos partidos se declaró un combate furioso.

Los sesenta y dos guerreros, dominados por la cantidad de enemigos, cayeron y fueron rápidamente sepultados en otros tantos agujeros, dejando fuera sólo su cabeza.

Entonces, dos enemigos, escogidos de ordinario de entre los condenados a muerte, o de entre los prisioneros rusos, se acercaron al caballero, que parecía estar herido, para decapitarlo; pero de repente, un rugido inmenso, feroz, se levantó de entre la muchedumbre que atestaba la anchurosa plaza, y una granizada de piedras cayó sobre los dos supuestos asesinos de Hussein, obligándoles a una fuga desesperada.

La representación estaba a punto de terminar. Se incendiaron las cabañas y sobre el gran palco apareció la sepultura de Hussein, cubierta de un paño negro, y sobre la cual se veía a un tigre embalsamado.

Poco después, un disparo de cañón disparado desde la terraza del palacio real anunciaba a la población de Teherán que el ed-i-yatl había terminado.

—De prisa —dijo Harum, tomando a Nadir por el brazo—. Las puertas de la ciudad están a punto de ser abiertas.

—¿Dónde están tus compañeros?

—A pocos pasos de aquí.

—Ven, Fátima —dijo Nadir.

La multitud se abalanzaba hacia las calles adyacentes, a empellones, pero los dos montañeses, a golpes de codos y de hombros, la atravesaron y desembocaron a una callejuela casi desierta.

Harum, que caminaba delante, mirando a menudo hacia atrás para ver si era seguido por algún espía, iba indicando el camino.

Tras haber recorrido unos doscientos metros, se paró frente a un corral cerrado con un candado y guardado por hombres vestidos de kurdo.

—Apresurémonos —dijo Harum.

En un abrir y cerrar de ojos, aquellos hombres sacaron ocho caballos esbeltos, de fuerte cruz, la cabeza ligera, el vientre estrecho, verdaderos «bebedores de aire», como dicen los orientales para describir a los caballos veloces como el viento.

—¿Sabes montar a caballo, Fátima? —preguntó Nadir.

—Como una persa —respondió la jovencita.

El montañés la tomó delicadamente en brazos y la colocó sobre el caballo más bello, y ensilló luego de un salto el que Harum le indicaba.

—Partamos —dijo Nadir.

—¿Dónde están los fusiles? —preguntó Nadir a sus compañeros.

—Están escondidos bajo las grupas —respondieron.

—¿Y las pistolas?

—En el fondo de las sillas.

—Adelante, pues, ¡y que Alá nos proteja!

Los ocho caballos, excitados por las bridas, partieron al galope. Harum abría la marcha, le seguían Nadir y Fátima y detrás de ellos los otros cinco montañeses, con la mano izquierda apoyada en la empuñadura de los mosquetones, dispuestos a defender al Rey de la Montaña y a su prometida.

Después de haber atravesado distintas calles, llegaron a la puerta oriental, que da a los senderos que llevan al Demavend. Estaba ya abierta y entraban por ella numerosos caballeros, en su mayor parte kurdos, iliatos y kadjar; pero estaban haciendo guardia un pelotón de soldados más numeroso que de costumbre.

Harum arrugó el entrecejo.

—¡Audacia y sangre fría! —dijo volviéndose hacia Nadir.

—¿Vigilan a los que salen? —preguntó éste, mirando intensamente a Fátima.

—Me temo que sí.

—De todas maneras, pasaremos igualmente —dijo Nadir—. Protejamos bien a Fátima y estemos prontos para caer sobre los soldados con los kandjar empuñados.

—¡Estamos preparados! —respondieron los montañeses.

—A la primera señal lanzad los caballos hacia delante y hundid la primera línea. Pasaremos al galope sobre los caídos.

—Dejadme a mí el encargo de responder a los soldados —dijo Harum—. Tú, mientras, Nadir, pasa con Fátima.

El montañés se puso a la cabeza del grupo, encogió las rodillas y avanzó audazmente hacia la guardia, con la mano derecha en la empuñadura del kandjar.

—¿A dónde vais? —preguntó un soldado cerrando el paso.

—A Kend —respondió el montañés sin excitarse.

—Kend está en lamparte occidental de la ciudad.

—La puerta del occidente está todavía cerrada; daremos la vuelta por la parte exterior de las murallas.

—¿Quién eres?

—Un kurdo, como muy bien ves.

—¿Y tus compañeros?

—Kurdos como yo.

—¿Y aquel jovencito?

—Mi hijo. ¿Qué se sospecha, para que se hagan tantas preguntas a unos tranquilos paseantes?

—Eso no te importa —respondió el soldado.

—Pero, bueno, ¿se ptesa o no?

—Pasad.

—¡Que Alá sea contigo!

Los ocho caballeros se adelantaron hacia debajo de la torre y salieron a campo abierto. Cuando Nadir se vio al fin fuera de la ciudad, emitió un suspiro.

—¡Eres mía, Fátima! —exclamó.

—Sí, tuya, viva o muerta —respondió la joven.

Los ocho caballos, incitados por las voces, bridas y espuelas, partieron a gran velocidad hacia el norte, dirigiéndose al pueblecito del Demavend. La comitiva tenía la intención de pernoctar en Ask, localidad a medio camino entre la capital persa y la gigantesca cadena de los Albours.

La vasta llanura arenosa que se extiende desde los muros de Teherán hasta los primeros contrafuertes de los montes, en una longitud de cerca de diez leguas, estaba casi enteramente desierta. Se veía solamente algún raro grupillo de kurdos, galopando hacia la ciudad, y algunas bandas de iliatos nómadas haciendo pastar a sus camellos, su principal riqueza, o tejiendo aquellos espléndidos tapices de fama mundial.

Nadir y Fátima callaban, pero de vez en cuando se miraban amorosamente, y mientras que él señalaba con el dedo el Demavend, que se alzaba frente a ellos como si fuese un gigante, con sus tupidos bosques y sus rocas inmensas, ella señalaba la gran mezquita de Teherán, cuya cúpula, revestida de láminas de oro brillaba bajo los rayos del sol.

Los caballeros estaban a punto de empezar a bordear las primeras estribaciones, cuando, de improviso, se oyó un cañonazo procedente de Teherán.

Harum detuvo su caballo.

—¿El cañón? —exclamó—. ¿Qué significa?…

—¿Alguna señal? —preguntó Nadir sobresaltado.

—Es posible —respondió el montañés arrugando la frente.

—¿No ha terminado ya la fiesta?

—Sí, Nadir.

—¿Qué puede significar?

—El cierre de las puertas —respondió un montañés.

—¿De las puertas?

—Sí, para impedir que los habitantes puedan salir de la ciudad.

—¿Qué temen?

—Algo muy grave tiene que haber sucedido en Teherán.

—¿Con respecto a nosotros? —preguntó Nadir volviéndose hacia Harum, que miraba fijamente la ciudad con mucha atención.

—Temo que sí —respondió el montañés—. Me has dicho que la muchacha tenía que convertirse en esposa del sha.

—Es cierto.

—El rey habrá sido informado de la fuga y habrá mandado cerrar las puertas.

—¿Acaso los guardias habrán sospechado de nosotros?

—Es posible, Nadir.

—Entonces, vayamos de prisa y alcancemos pronto la montaña.

—Y evitemos los poblados —añadió el montañés.

—¿No nos detendremos ni en Demavend ni en Kend?

—Ni en uno ni en otro. Una sola huella puede perdernos. Y… ¡mira!… ¡Lo sospechaba!…

—¿Qué sucede?

—Veo a unos caballeros que salen por las puertas de la ciudad; son los caballeros del rey.

—¿Nos buscan?

—Pero les llevamos diez millas de ventaja y no nos alcanzarán.

—¿Conoces todos los senderos de la montaña?

—Sí, Nadir. ¡Adelante, al galope!…

XI. EN LA MONTAÑA

Los ocho caballos, espoleados hasta la sangre, volvieron a partir a la velocidad del rayo. Superado el primer repecho giraron hacia la vertiente opuesta sin disminuir la velocidad, dejando a un lado el sendero que conducía al pueblecito de Demavend, del que se adivinaban ya a lo lejos la silueta de la mezquita y su alta torre, que sirve de alminar a los muellah.

Era necesario mantener la distancia con respecto a los caballeros, que podían obtener noticias acerca de la dirección que habían tomado los que huían gracias a los iliatos acampados en la llanura arenosa. Si conseguían llegar al pie de la montaña antes de ser descubiertos, podían considerarse a salvo, puesto que aquellos parajes sólo los conocían los bandidos y los cazadores de la montaña.

Allí arriba, entre los picachos nevados de aquel monte grandioso, entre las torres del viejo castillo, ya nada tendrían que temer.

Harum se había colocado en cabeza del grupo e incitaba sin parar a su caballo pardo, lanzándolo por entre los valles estrechos y ensombrecidos de los tupidos bosques de enormes plátanos, de encinas y cedros. Nadir y Fátima lo seguían de cerca y tras ellos galopaban otros cinco montañeses, los cuales habían ya extraído los arcabuces de los arzones, para estar preparados y poder utilizarlos.

Tras haber atravesado diversos valles y llanuras salvajes, malsanas, casi sin vegetación, los caballeros escalaron al galope la primera cadena de colinas sobre las cuales aparece el pueblecito de Demavend.

Una vez ya todos en lo alto de la colina, se pararon para dar un poco de reposo a los caballos que llevaban tres horas galopando sin apenas descansar.

La vasta llanura se extendía frente a sus ojos hasta la capital, apenas visible ya, puesto que quedaba a una distancia de más de treinta y cinco millas.

La mirada penetrante de Nadir distinguió de repente un pelotón de veinte o treinta caballeros que galopaba hacia el pueblecito de Demavend, mientras que otros, mucho más lejos, recorrían la llanura en varias direcciones.

—Nos siguen, Harum —dijo.

—Lo veo —respondió el montañés—, y estoy contento de haber evitado el pueblecito. Nos habrían descubierto.

—¿Nos han descubierto ya?

—No, porque no se dirigen hacia nosotros.

—¿Dónde queda Ask?

—Allí arriba —respondió el montañés, señalando un grupo de casas apiñadas en el fondo de un valle.

—Hay que evitarlo.

—Pasaremos lejos de allí, Nadir.

—¿Se habrán dado cuenta los guardias, cuando salíamos de la ciudad, de que Fátima iba con nosotros?

—No lo creo.

—Entonces, ¿por qué nos siguen?

—Para saber quiénes somos.

—¿O sea que van a seguir a todas las personas que han salido de Teherán?

—Seguro, Nadir.

—¿Qué ventaja llevamos sobre aquellos caballeros?

—Al menos doce millas.

—Ya no nos alcanzarán.

—Así lo espero.

—¿Tienes miedo, Fátima?

—Cerca de ti, nada temo, Nadir —respondió.

—Mira, Fátima; allá arriba, entre los precipicios de la montana nevada, hay un viejo castillo; allá abajo está Teherán, la capital de toda Persia. Allí arriba no oirás más que el silbido del viento, los chillidos de las águilas, y sólo me verás a mí, al viejo Mirza y a los bandidos de la montaña; allá abajo está la grandeza, el esplendor, el poderío, el boato de una corte, como no existe otra en toda Asia. ¡Escoge!…

—Escojo tu amor, Nadir, y tu montaña —respondió la muchacha.

—No volverás a ver Teherán, Fátima.

—No me importa.

—La montaña es bella, pero allí arriba no hay lujos.

—Me basta tu castillo.

—Es fría la montaña, Fátima.

—Quiero vivir contigo, mi leal y valiente Nadir.

—Ven, pues, y te haré la más feliz de las mujeres.

—Adelante —dijo Harum.

Los caballos reemprendieron la marcha, ascendieron hacia las colinas que, sucediéndose las unas a las otras, formaban el primer repecho de la cadena de los Albours.

Dejaron a su izquierda a Ask y prosiguieron camino hacia el Demavend, que ahora quedaba a pocas millas y al que esperaban llegar en pocas horas.

Harum, buen conocedor del terreno, escogía los senderos

menos conocidos, procurando mantenerse en la parte interior de los bosques, oculto a los ojos de los pastores que podían hallarse en aquellos parajes y llevar a los pueblos la noticia de su paso.

Caía la noche cuando llegaron al pie de la enorme montaña, cuyas cimas aparecían doradas por los últimos rayos del sol.

Sin dar reposo a los caballos, con afán de llegar al derrocado castillo aquella misma noche, escalaron los difíciles y rocosos flancos de la montaña, bordeando abismos y precipicios, en el fondo de los cuales rugían los torrentes.

Un viento helado, que ululaba en las gargantas, hacía susurrarlas hojas frondosas de los enormes chopos.

Nadir se había quitado la chaqueta, la había puesto sobre los hombros de Fátima que temblaba de frío, puesto que no estaba habituada al extremado clima de la montaña nevada, y la animaba con sonrisas.

Los caballos, agotados tras la larga carrera, marchaban al paso, y se arrastraban fatigosamente subiendo por los escarpados senderos.

La oscuridad crecía de minuto en minuto. Los densos bosques proyectaban una sombra oscura sobre el grupo, y Harum se veía obligado a detenerse de vez en cuando para no extraviarse.

A los senderos sucedían nuevos senderos, cada vez más angostos, siempre más pedregosos, compuestos de fragmentos de lava negra, densa, pesada, mezclada de trozos de trapo de un color gris azulado; a las gargantas sucedían nuevas gargantas, cada vez más profundas, más oscuras, más salvajes, y a los bosques nuevos bosques, siempre más densos y oscuros. De vez en cuando, llegaba a oídos de los caballeros el mugir de los torrentes al caer sobre los flancos de la montaña o el rebuzno sonoro de un onagro que pasaba asustado, rápido como un rayo.

Este tipo de asnos son muy abundantes en la gran cadena de los Albours, pero viven también en los desiertos, en las llanuras del Sciuristan, del Faristan, del Segestan y del Kerman, donde viven en manadas numerosas. Son selváticos e indomesticables, pero a los persas les gusta su carne sabrosa y excelente, mejor todavía que la carne de buey.

A las once de la noche, el grupo llegaba a lo alto de la montaña, en el momento mismo en que el astro nocturno surgía en el horizonte, esparciendo sobre aquella inmensa aglomeración de picos, de rocas, de abismos y de selvas, sus rayos azulados, de una dulzura infinita. Nadir extendió la mano hacia lo alto, señalando con los dedos a la muchacha un grupo de torres, encaramadas en la cima de una montaña erguida.

—¿Lo ves? —preguntó.

—¿Un castillo? —preguntó a su vez Fátima.

—El mío.

—¿Llegaremos tarde?

—Dentro de una hora, amor mío.

—¿Nos esperará Mirza?

—No, pero veo allí arriba un punto luminoso: está velando todavía. Apresurémonos, Fátima: hace frío en el Demavend, pero allí encontraremos un buen fuego.

Los caballos, haciendo un último esfuerzo, se volvieron a poner en camino. Los pobres animales ya no podían más por la cuesta extremadamente fatigosa y por el frío, estando como estaban habituados al clima cálido de la llanura.

Incitados por los caballeros, superaron las últimas cumbres y a medianoche llegaron frente al viejo castillo, cuyas torres semiderruidas se alzaban como gigantescos fantasmas. Nadir saltó ágil a tierra y levantó de su silla a la joven.

—Ven, Fátima —le dijo—. Ahora ya no tienes que temer nada.

Luego, volviéndose hacia Harum, dijo:

—Lleva los caballos a la cuadra y ven a reunirte con nosotros junto con tus compañeros.

—No tenemos necesidad ni de fuego ni de comida —respondió el montañés—. El frío es nuestro amigo, y nos basta la cuadra como lecho. Sabes que estamos acostumbrados a todo.

—Pero tendréis hambre.

—Llevamos las alforjas llenas de víveres. Ve, Nadir, y duerme tranquilamente, que nosotros velaremos.

—Gracias, amigos: hasta mañana.

Los montañeses se quitaron cortésmente los turbantes, saludando a la joven fugitiva, y se alejaron con los caballos, siguiendo las murallas del viejo castillo.

—Ven, querida Fátima —dijo Nadir, tomándola de la mano.

—¿Y Mirza? —preguntó ella.

—Vela todavía.

—¿Qué dirá al verme?

—Será feliz de ver a su Nadir radiante de alegría y te recibirá como a la reina de la montaña.

El joven montañés se acercó al pie de una alta torre y retiró la piedra que cerraba la entrada. Llevando siempre a la muchacha de la mano, atravesó un largo corredor y se detuvo frente a una puerta maciza, cubierta de gruesas láminas de hierro, por entre cuyas hendiduras se colaban unos hilillos de luz.

Se sacó el kandjar y golpeó repetidamente con la empuñadura.

—¿Quién busca asilo a esta hora tan tardía? —preguntó una voz desde dentro.

—El Rey de la Montaña —respondió Nadir—. Abre, Mirza.

El viejo soltó un grito de alegría inexpresable; poco después la puerta se abría y una onda de luz iluminó el oscuro corredor.

—¡Eres tú, Nadir! —exclamó el viejo—. ¿Estoy soñando?

—Soy yo, buen Mirza —respondió el joven riendo.

El viejo lo estrechó contra su corazón, sollozando y riendo a un tiempo.

—¡Tú…!, ¡tú…! —repitió4arrastrándolo hacia el interior de la sala, mientras que los halcones, volviendo a ver a su señor, agitaban y abrían las alas, haciendo tintinear las cadenillas de plata.

—Sí, yo, mi buen Mirza —respondió Nadir.

—¿Quién es aquel joven kurdo? —preguntó el viejo, al descubrir a Fátima que se hallaba junto a una columna.

—Lo sabrás en seguida —respondió Nadir, sonriendo y enrojeciendo al mismo tiempo—. Lleva a aquel joven junto al fuego, porque debe tener frío.

La muchacha, que llevaba el rostro oculto bajo el turbante, se acercó a la gran chimenea, en la que ardía un enorme tronco de árbol que daba un calor benéfico, y se sentó silenciosamente en un almohadón de seda.

El viejo Mirza, que contemplaba a su Nadir, manteniéndolo siempre apretado junto a su pecho y acariciándolo, continuó con la voz rota por la alegría:

—He llorado tanto, ¿sabes?, mi Nadir.

—¿Y por qué, mi buen Mirza?

—Porque Teherán es fatal para ti.

—Y sin embargo he vuelto sano y salvo.

—Pero cuando he visto llegar a los montañeses sin ti, creí morir de angustia. ¡Ah! ¡No me dejes más, Nadir, si quieres que yo viva! ¿Por qué no has vuelto con ellos? ¿No pensabas acaso en tu viejo amigo?

—Si hubiese estado libre, hubiese volado hacia aquí, Mirza; pero cuando las tropas del sha nos acosaron para rechazamos, fui separado de mis compañeros y obligado a salvarme en la casa de un príncipe.

—¿Y no te han herido? —preguntó Mirza con angustia.

—No, aunque me han disparado varios tiros de fusil.

—¡A cuántos peligros te has expuesto, Nadir!

—Ya era hora de que el Rey de la Montaña supiese lo que es el fuego.

—¿Pero, y si te hubiesen asesinado? ¿Crees que habría sobrevivido a tu muerte?

—He vuelto vivo, Mirza.

—Pero jamás te dejaré volver a bajar a Teherán.

—Ya no tendré necesidad de ello.

—¡Ah, al fin!… ¿Es verdad que es más bella nuestra montaña?

—Ahora sí —dijo Nadir—. Más bella que Teherán, que el palacio del sha, que Persia entera, que…

Se calló, mirando fijamente alritjo Mirza, que estaba radiante de alegría y, pasándole las manos sobre sus hombros robustos que los años no habían logrado curvar, le preguntó:

—Mirza, ¿crees que a los veinte años la montaña basta?

—¿A qué viene esta pregunta, Nadir? —preguntó el viejo con inquietud.

—Es bella la montaña, Mirza, horribles sus abismos, soberbios los bosques, dulce el fragor de las cascadas, delicioso el viento en su ulular sobre las cimas nevadas; pero a un joven de veinte años… todo esto no le basta.

—Ya me lo has dicho, Nadir.

—Cuando el vientecillo de la tarde murmuraba dulcemente entre los bosques, cuando el aire estaba lleno del perfume de las flores, cuando el sol se levantaba dulcemente sobre el horizonte de color de fuego, había dentro de mí una sensación desconocida, extraña; el corazón me batía fuertemente y una voz interna me susurraba: «Adelante, Nadir, que la montaña ya no te basta».

—Me lo has dicho.

—¿Sabes qué significa esa extraña sensación, Mirza?

El viejo no respondió y sus ojos se clavaron en Nadir con creciente inquietud.

—Al principio yo lo ignoraba, pero desde que he bajado a Teherán, ya sé de qué se trata.

—¿Qué quieres decir, hijito mío?

El joven se le acercó todavía más y le preguntó:

—Mirza, ¿has amado alguna vez tú?…

—¿A qué viene esta pregunta, Nadir?

—Porque esta sensación desconocida que experimentaba, era ¡sed de amor!…

—¡Nadir!… ¿Qué sabes tú?… ¿Qué has hecho en Teherán?

—He sentido que mi corazón palpitaba.

—¿Por quién?

—Por una mujer bella como un rayo de sol, como una diosa caída del cielo.

—¿TÚ?

—Yo, Mirza,

—¿Pero sabes quién eres?

—Un hijo del nevado Demavend.

—No, Nadir.

—¿Quién soy, pues?

—Un hombre que podría un día llegar a ser poderoso como el rey que domina toda Persia.

—¿Un príncipe?

—Más que un príncipe.

—¿Pero qué dices, Mirza?

—Tú eres el hijo del sha.

—¡Yo, hijo del rey!… —exclamó Nadir, mirando al viejo con una cierta expresión que quería decir: «Pero tú estás loco».

—Nadir —dijo Mirza con voz grave—, ¿recuerdas a aquel guerrero cubierto de gemas que venía a contemplarte cuando estabas en la cuna?

—Sí —murmuró el joven poniéndose meditabundo.

—Aquel hombre era tu padre.

—Me lo has dicho.

—Era poderoso como el rey que señorea en toda Persia, porque también él era sha.

—¿Pero por qué estoy aquí mientras tendría que estar en el palacio real de Teherán?… ¿Qué le ha sucedido a mi padre?

—Lo han asesinado.

—¿Quién? —preguntó Nadir, mientras un rayo de cólera brillaba en sus ojos—. ¡Habla de una vez, Mirza!…

—No puedo, Nadir.

—¿Por qué motivo?… ¿Quién soy?… ¿No soy acaso un hombre? Tengo veinte años y siento correr por mis venas sangre de guerrero.

—No puedo, te lo repito. Si lo supieses, te matarían.

—¡Matarme! —exclamó Nadir, irguiéndose con violencia—. ¡No temo a ninguno, los desafío a todos!… ¡Habla, Mirza, lo quiero!…

—Te lo diré cuando me habrás dicho quién es la mujer a quien amas. Tendrá que ser digna de ti, del hijo de un sha.

—Es digna de sentarse en un trono, porque tenía que casarse con el sha.

—¡Desgraciado!… ¿Qué has hecho?…

—Me ama, la amo y se la he arrebatado al rey.

—Te matarán.

—No se mata tan fácilmente al Rey de la Montaña, Mirza. Este es mi castillo y aquí afrontaré el furor de mis rivales.

—Pero el sha es poderoso, Nadir.

—Lo sé.

—Te enfrentarás contra un ejército.

—No lo temo.

—¿Sabe quién eres?

—No me ha visto jamás.

—¿No sabe quién eres?

—No, e incluso ignora que la muchacha a la que amo está aquí arriba.

—¿Pero dónde?

—Nadir se acercó a Fátima que lo había escuchado todo y, quitándole el gran turbante y levantándola, dijo:

—¡Mírala!… ¿Es digna de mí?

XII. UNA HISTORIA TERRIBLE

Mirza, viendo el rostro de la jovencita que hasta aquel momento había creído un muchacho kurdo, se había quedado extraordinariamente sorprendido.

Inmóvil, a tres pasos de Fátima, con sus ojos fijos en los de ella, la miraba sin hablar. Parecía como si en aquel instante el recuerdo le atormentase.

—¡Mírala!… —repitió Nadir—. ¿Es digna de mí?

El viejo no respondió. Seguía mirándola con creciente atención, estudiando las delicadas líneas de su rostro, los ojos, la opulenta cabellera rubia, que se había desatado, cayéndole sobre los hombros como una lluvia de oro.

—¿Y bien, Mirza? —preguntó Nadir, sorprendido ante aquel silencio incomprensible—. ¿Por qué callas?

—Sueño… ¿O es que los años han nublado mi memoria?

—¿Qué murmuras? —preguntó Nadir—. Me pareces muy sorprendido, Mirza.

—Es cierto.

—¿Es que no es bella esta muchacha?

—Sí, como un rayo de sol.

—¿No es digna de mí?

—Sí, Nadir, pero…

—Continúa.

—¿Dónde la has encontrado?

—En Teherán, y a ella debo mi salvación. Sin ella, a esta hora tu Nadir ya estaría muerto.

—¿Sabes Nadir que veo en sus ojos el mismo brillo fiero que descubro en los tuyos?

—Es extraño, Mirza.

—¿Y sabes que en sus rasgos descubro trazos que he visto en el rostro de otra persona?

—¿De cuál? —preguntó el joven con estupor.

—De una mujer que tenía la cabellera totalmente rubia y los ojos negros.

—¿Quién era?

—Tu madre, Nadir.

—¡Miradme!… ¿Estás soñando, Mirza?

—No, no sueño.

—¡Es imposible!

—Y, sin embargo, es verdad, Nadir.

Se acercó bruscamente a la muchacha, que no estaba menos estupefacta que Nadir, y le preguntó:

—¿Cuál es tu nombre?

—Fátima —respondió ella.

—¿Y el de tu padre?

—No lo he sabido jamás.

—¡Pero habrás tenido un padre!

—Jamás lo he visto.

—¿Lo han asesinado, tal vez? —preguntó Mirza con voz agitada.

—Lo ignoro.

—Pero ¿y tu madre?

—Jamás la he conocido.

—¿Estabas sola en el palacio?

—No, estaba en el palacio de un príncipe.

—¿Cómo se llama?

—Hadgi Ibrahim.

Mirza emitió un grito. Se echó atrás, pálido como un muerto y cayó sobre un cojín, como si repentinamente le faltasen las fuerzas. Un rayo feroz atravesó su rostro y sus rasgos, tan dulces, asumieron, en aquel momento, una expresión salvaje que asustaba.

—¡Él! —exclamó con intraducible acento de odio—. ¡Él!…

—¡Mirza! —gritó Nadir precipitándose sobre él—. ¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?… Habla de una vez.

Mirza se incorporó; aquel acceso inexplicable de furor parecía como si de repente se hubiese calmado. Se acercó a Nadir y a Fátima, y, uniendo sus manos, dijo:

—Dios ha hecho un milagro, hijos míos; ha reunido a dos víctimas de la infamia de un pariente vuestro común, nacidas ambas en las gradas de un trono. Vuestros progenitores pueden bendeciros y ayudaros desde allá arriba.

Luego, estalló en un llanto incontenible.

—Mi buen Mirza —dijo Nadir—, ¿por qué lloras?

—¿Acaso no somos hijos tuyos? —dijo Fátima.

—El llanto es beneficioso tal vez —respondió el viejo—. He amado tanto a vuestros padres, que cada vez que pienso en ellos, el corazón se me oscurece.

—¿Pero quiénes somos? —preguntaron Nadir y Fátima.

—Ambos hijos del sha.

—¿Por tanto somos parientes?

—Sí, hijos míos.

—Pero ¿de qué forma? —preguntó Nadir.

—Lo sabréis en seguida.

—¿Y nuestros padres han muerto? —preguntó Fátima.

—Sí, muchacha: han sido asesinados.

—Pero ¿por quién? —preguntó Nadir—. Dímelo, Mirza, para que pueda arrancarle el corazón.

—Por un hombre que es casi tan poderoso como el sha y que es pariente vuestro.

—¿Por el príncipe Ibrahim?

—Por él, Nadir.

El joven montañés soltó un alarido de rabia, mientras que Fátima escondía horrorizada su rostro entre las manos.

De un salto, Nadir agarró un arcabuz que estaba en un extremo de la sala y se precipitó hacia la puerta, gritando con voz atronadora:

—¡A mí, montañeses!…

Mirza corrió detrás suyo y, aferrándole por el brazo, le preguntó:

—¿Adónde vas, desgraciado?

—¡A vengar a mi padre y a mi madre! —respondió el joven con ferocidad.

—¿Quieres que te asesinen?

—El Rey de la Montaña no teme la muerte.

—¿Y tu, Fátima?… ¿O es que ya no la quieres?

—¡Nadir!… ¡Oh, mi valiente Nadir! —exclamó la jovencita, extendiendo sus manos hacia él.

En aquel mismo instante apareció en la puerta Harum, seguido de diversos montañeses. Llevaban en la mano fusiles y habían saltado, creyendo que el joven Rey de la Montaña corría un serio peligro.

—¿Qué deseas, Rey de la Montaña? —preguntó Harum.

—Nada —dijo Mirza, anticipándose a la respuesta de Nadir.

—¡Mirza! —exclamó el joven.

—¡Silencio, Nadir!… Te he amado siempre como si fueses mi hijo y tu padre te ha confiado a mí.

—Te obedezco, Mirza.

—Dime, hijito mío, ¿quieres a esta muchacha?

—Más que a mi vida.

—¿Quieres hacerla tuya? Es digna de ti.

—Sí, Mirza.

—Harum —dijo el viejo—. Marcha a Ask sin perder tiempo y busca al muellah de la mezquita: quiero que mañana se celebre el matrimonio.

—Estamos dispuestos a marchar, Mirza —respondió el montañés.

—Tomad caballos descansados en la cuadra del castillo.

—Está bien.

—Id, amigos, y procurad no caer en una emboscada.

—Llevamos nuestros fusiles.

Harum y los montañeses salieron. Fátima se echó en brazos de Nadir, murmurando:

—¡Cuánto te quiero!… ¡Soy demasiado feliz!…

—¡Mía, mía para siempre! —exclamó el joven apretándola en su pecho—. ¡Ah, ahora sí! ¡La montaña es hermosa!

—Hijos míos —dijo Mirza—, sentaos junto al fuego y escuchadme. Ya es hora de que sepáis quiénes sois.

Estuvo algunos instantes silencioso, como si le viniesen a la memoria lejanos recuerdos, y luego empezó a decir con voz grave y vivamente conmovida:

—Reinaba sobre Persia un sha leal, valiente, magnánimo, bueno, el mejor de cuantos reyes han gobernado nuestra patria. No temía a sus enemigos; era fiero como tú, Nadir, hermoso como tú, terrible para con los ambiciosos, y por ello se había creado formidables rivales que conspiraban para abatirlo. Biznieto del famoso Nadir sha, tan valeroso como él, había dominado a las tropas de los numerosos pre: tendientes que se disputaban el trono del sha Zaki.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Nadir.

—Luft-Ali.

—¿Mi padre, tal vez?

—Sí, tu padre, Nadir.

—¡Ah! ¡Sentía que por mis venas corre sangre guerrera! Continúa, Mirza.

—Contrariamente a las costumbres de otros sha, que se casan con cuatro mujeres y que en su palacio tienen a centenares de esclavos, joven todavía, se había casado con una sola mujer, la hija del valiente khan de Samarcanda, hermosa, rubia como tu Fátima, con los ojos negros, los rasgos delicados, un amor de muchacha, una perla que constituía el orgullo de la corte de Teherán; y de su unión, naciste tú. Persia, entre tanto, andaba muy revuelta; los pretendientes luchaban entre sí por todas partes y tu padre, a pesar de tantas victorias conseguidas y del amor de sus soldados y de su pueblo, no estaba seguro. Temiendo que un día fuese asaltado en Teherán por el feroz Mehemet, que le disputaba tenazmente el poder con un ejército numeroso, te dejó a mi cuidado, y yo te conduje a este castillo, en donde creciste ignorando siempre de quién eres hijo. Así lo había dictaminado tu padre para sustraerte a la crueldad de Mehemet. Tu madre tenía un tío, el príncipe Ibrahim, un ambicioso que aspiraba a llegar a ser poderoso. Sabiendo a qué precio habría pagado Mehemet una traición que le cerrase el camino al trono de Persia, éste conjuró contra tu padre y cayó una noche sobre Teherán, despertando a la población con el fragor de la artillería. Parte de las tropas, corrompidas con el oro, habían abrazado la causa de Mehemet y del traidor, y habían penetrado inesperadamente en la capital. No olvidaré jamás aquella noche tremenda, aunque viviese cien años. Se habían juntado aquel día en el palacio real la hermana de tu madre y su esposo, el khan de Irak-Adje-mi, llevando con ella a su hija, una niña rubia de pocos meses, con los ojos negros, bella como el corazón de una rosa.

—¿Quién era? —preguntó Nadir.

—Mírala —respondió Mirza—. Tu Fátima.

—Pero entonces nosotros somos…

—Primos, Nadir.

—¡Ah!… ¡Fátima!…

—¡Nadir mío! —exclamó la muchacha.

—¡O sea que la sangre no se equivocaba!

—No, no se ha equivocado —dijo Mirza—. Desde entonces han transcurrido quince años, pero en esta muchacha, en cuanto se ha quitado el turbante, he creído revivir a la pequeña que yo había visto en el palacio real de Teherán.

—Continúa tu historia, Mirza. A su tiempo el miserable pagará la infame traición.

—Tu padre —prosiguió el viejo, con voz cada vez más conmovida— ignoraba la conjura. En el palacio real todos dormían. Oyendo sonar inesperadamente el cañón, se despertó y se abalanzó de la cama empuñando las armas. Tu madre, aterrada, intentó retenerlo, pero él se lanzó a la sala del trono, gritando: «¡Guardias, a mí!…».

Era demasiado tarde. Los rebeldes, después de haber penetrado en la plaza de Meidam, habían sorprendido a los centinelas e invadido el palacio, pronunciando gritos de «¡muera!» y pidiendo la cabeza del rey. La población, aterrorizada, no se atrevía ni a salir de sus propias casas. Los guardias escapados a la masacre, los siervos, los criados, los guardianes huían por las salas, oponiendo una débil resistencia. Tu padre, en medio de tanto tumulto, no perdió la serenidad. Consiguió juntar consigo a un centenar de hombres, hizo bajar a tu madre y a los parientes con la pequeña y llegaron al jardín, haciéndose fuertes en un pabellón, cuyos macizos muros podían oponer una resistencia tenaz. Los asaltantes, cada vez más numerosos, ebrios de matanza, azuzados por los traidores, embistieron furiosamente contra el pabellón, hundiendo sus puertas y ventanas. Se inició una lucha tremenda. Se batían con fusiles, con las pistolas, con los kandjar, con los puñales, y entre los disparos, se oía la voz de tu padre que gritaba con voz de trueno:

«¡Matad a los traidores! ¡Ánimo, mis valientes!».

—¡Ah! —exclamó Nadir, poniéndose de pie con los ojos en llamas—. ¿Por qué yo no podría correr en su ayuda? ¡Infames!… ¡Y yo estoy vivo!…

Un sollozo sofocó su voz. También Fátima lloraba.

—Continúa, Mirza —dijo Nadir, secándose las lágrimas.

—Por tres veces los traidores fueron rechazados gracias a aquel puñado de valientes, pero al fin irrumpieron en el pabellón como una nube de humo. Me acuerdo cuando oí los aullidos feroces, porque estaba en el jardín, y desgarradores gritos de mujeres; luego vi volar por la ventana cabezas humanas y levantarse llamas abundantes. En medio del humo, entre los restos de los troncos ardientes, oí todavía disparos y vi a hombres que combatían tenazmente entre las paredes sacudidas; luego, el pabellón se hundió con un inmenso ruido, sepultando bajo sus cenizas a amigos y enemigos. Uno, sin embargo, pudo ser sacado vivo de entre las ruinas humeantes, y aquel desgraciado era tu padre.

—¡Infames! —repitió Nadir—. ¿Y no quieres que yo me vengue?

—A su tiempo los traidores de Luft-Ali morirán —respondió Mirza.

—Prosigue —dijo Nadir.

—Tu padre, encadenado como si fuese un malhechor, fue llevado por tu propio tío a Chiras y conducido al feroz Mehemet, el cual mandó que le arrancasen los ojos, y luego, cuando entró en la capital, lo arrastró en su séquito, haciéndole objeto de burla por parte del populacho.

—¿Y vive todavía este hombre vil? —gritó Nadir llorando de rabia.

—Es el sha que reina en Teherán.

—¡Y yo, que lo he visto y no lo he matado!…

—Tu desventurado padre, encerrado en un calabozo, vivió algunos meses, y luego Mehemet lo hizo asesinar junto con todos sus parientes.

—¡Y no me lo habías dicho! ¡Yo habría podido salvarle!

—Te habrías hecho matar inútilmente, Nadir, puesto que Mehemet es poderoso. Te oculté el horrible fin de tu padre, te impedí bajar a Teherán, temiendo que te descubriesen. Hice que los cazadores de la montaña te adoptasen, porque entre los cazadores se ocultan ricos señores caídos en desgracia por el sha actual y bandidos de Teherán, y éstos te proclamaron rey. Sentían, como por instinto, que llevas en las venas sangre real. Y no se engañaban. Eres hijo del rey. Tienes pocos súbditos, Nadir, pero en estos subterráneos se esconden tesoros inmensos, montañas de oro y cofres llenos de diamantes, con los cuales será posible juntar un ejército poderoso y hacer la guerra a los traidores. Todavía no ha llegado el momento, Nadir, pero hoy se está conspirando en favor tuyo en Teherán y los fieles amigos de tu padre sólo esperan que tú te presentes para empuñar las armas. Hoy son todavía pocos, porque se teme al sha. ¿Cuántos serán dentro de algunos meses? Muchos, hijo mío, y la tempestad que ruge sordamente en el interior de la capital persa estallará un día con una fuerza tremenda.

—¿Pero y Fátima? —preguntó Nadir—. ¿Por qué los asesinos no la han matado?

—En el furor de la refriega, un soldado enemigo la vio y le faltaron las fuerzas para matar a una niña pequeña. La recogió; la salvó de entre los muros que se derrumbaban y de entre las llamas del incendio y se la confío a una tribu de iliatas del mar Caspio. Supe más tarde que el traidor, horrorizado tal vez por aquella matanza, la hizo buscar y la acogió en su casa.

—¡Ah! —exclamó Fátima—. Yo ya sentía que aquel hombre era un traidor; me daba miedo.

—La sangre no se engaña, Fátima —dijo Mirza—. Ahora ya basta; hijos míos, dentro de dos horas surgirá el alba; tenéis que estar cansados. Dormid tranquilos que mañana el muellah os unirá para siempre.

Nadir encendió un candelabro y, conduciendo a la jovencita hacia una puerta lateral, le dijo:

—Es tu habitación. Sueña en mí como yo soñaré en ti, amor mío.

—Hasta mañana, Nadir mío —dijo ella radiante.

Cuando la puerta fue cerrada, Nadir se acercó a Mirza con los ojos brillantes y el rostro alterado por una tremenda emoción:

—Mirza —dijo con voz silbante—, quiero vengar los muertos de aquella noche terrible.

—Los vengarás, Nadir.

—¿Me lo prometes?

—Lo juro por tu padre y por tu madre —contestó el viejo.

—Está bien. ¡Ay de los asesinos el día en que el Rey de la Montaña vuelva a bajar a Teherán!

XIII. LA TRAICIÓN

Los matrimonios persas son tan singulares, que merecen que nos detengamos un momento en ellos.

Tanto si el pueblo es mahometano o turco, puesto que no hay entre sus religiones más que ligeras diferencias, sin embargo el adge (que así se llama la ceremonia del matrimonio) es muy distinta de la de los musulmanes de Europa y del Asia Menor.

El amor sólo cuenta en muy raras ocasiones. Los padres, en general dos amigos, se entienden entre ellos, tratan de la dote que deben asignar a los hijos y, cuando han llegado a un acuerdo, determinan el día para el adge. De esta manera, ocurre a menudo que los esposos se unen sin haberse visto jamás, porque los persas no toleran que los jóvenes hablen o vean a sus hijas.

Determinado el día, el padre de él y el de ella anuncian a los parientes y a los amigos que tienen que tomar parte en la fiesta, que suele durar media semana e incluso una semana entera.

El primer día está destinado a recibir a los amigos y a los parientes. El padre del esposo convoca a su casa a unos cuantos músicos y bailarines, invita luego a las personas que deben tomar parte en el adge, los cuales intercambian saludos, mientras les son servidos helados y dulces. Se charla, se oye música, se baila, se come y se bebe, y esta primera fiesta se alarga hasta muy tarde.

El segundo día, hacia el atardecer, los músicos van solemnemente, seguidos por los siervos de la esposa portando antorchas, a casa del esposo, al que ofrecen el henné, especie de polvos amarillentos, muy usados por los persas y que sirven para teñirse las manos y los pies de un amarillo oscuro.

El tercer día, el esposo se dirige al baño, acompañado de dos parientes o amigos, que tienen que ayudarlo, y que por esta razón reciben los nombres de «mano derecha» uno, y de «mano izquierda» el otro; el esposo se viste el vestido nuevo que le ha regalado la esposa y es conducido de nuevo a su casa acompañado por una legión de músicos. El mismo baño hace la prometida, que es acompañada a su casa por un séquito parecido.

Se espera al atardecer, para que la ceremonia resulte más imponente y, apenas han descendido las tinieblas, el prometido envía a la muchacha un caballo blanco, elegido de entre los más bellos de la cuadra y que debe llevarla a su casa, o bien un espléndido tartaravan, especie de carroza tirada por dos muías blancas. Los parientes y los amigos conducen a uno y otro, llevando gran número de fuegos artificiales y de antorchas encendidas.

La prometida, vestida con su vestido más lujoso, pero enteramente cubierta con un velo blanco y llevando un espejo en la mano, sale montada a caballo o en la carroza y se dirige a la casa del futuro esposo, precedida por una multitud de músicos y seguida y ‘flanqueada por todos los invitados, que van lanzando fuegos artificiales.

A treinta pasos de la casa, todos se detienen. El esposo, que ya la está esperando en la puerta, se adelanta llevando en la mano una naranja que arroja hacia la mujer, y luego huye; los parientes y los amigos le siguen, le detienen antes de que penetre por la puerta, lo agarran, y a pesar de la resistencia que él tiene que hacer, le arrebatan el sombrero y se lo llevan a la esposa, que sólo con este sombrero puede entrar.

Los persas, que son supersticiosos, más probablemente que otros pueblos, se fijan con atención en el acto de lanzar la naranja y observan si el esposo opone mucha resistencia a los amigos que le quitan el sombrero; si el fruto ha ido demasiado lejos y si la lucha ha sido ensañada, ¡deducen que el matrimonio será muy feliz!…

La esposa, llevando en la mano el sombrero, seguida por los invitados, desciende del caballo, entra en la casa y sube hasta el segundo piso, en donde el esposo tiene que esperarla, para demostrar que el señor de la casa es únicamente él.

Ambos son llevados luego a la estancia nupcial, en medio de la cual ha sido preparado una especie de diván formado con un gran almohadón de seda y un tapiz.

Sobre el diván se coloca el espejo que llevaba la esposa, y a los lados se colocan dos grandes candelabros adornados con flores y con cintas, y el muellah une frente al espejo las manos derechas de los esposos; el esposo debe pisar con el pie derecho el de la esposa, en señal de señorío.

Es pronunciada luego la frase: «Alá esté con vosotros» y los dos prometidos son ya esposos.

Empiezan luego la música, los bailes, los cantos, y las fiestas suceden a las fiestas.

Aunque en el viejo castillo del Rey de la Montaña todas estas ceremonias resultasen imposibles, porque los prometidos no tenían allí parientes ni una casa propia, Mirza había tenido gran cuidado en que la fiesta resultase imponente, tal como lo merecían el grado y la dignidad de los esposos.

Desde la mañana, había reunido en el castillo a una treintena de sus esforzados cazadores, para que le ayudasen en los preparativos.

Las ricas alfombras fulgurantes de oro y piedras preciosas, los espléndidos tapices que un día habían adornado las paredes del palacio real de Teherán habían sido rescatados del polvoriento desván en donde dormían después de tantos años y habían sido colocados en los amplios salones del castillo, mientras que las banderas y gallardetes en medio de los cuales campeaba el sol brillante, emblema del sha, habían sido desplegados en los torreones.

La estancia nupcial, adornada espléndidamente, no esperaba más que a los esposos.

Mirza, que trabajaba como cuatro a pesar de su avanzada edad, la había embellecido con grandes jarrones de porcelana china, regalos del embajador del Celeste Imperio a su rey, que contenían hermosos ramilletes de rosas silvestres, que derramaban a su alrededor un intenso perfume.

El diván destinado a la ceremonia estaba ya preparado, con las almohadas vueltas hacia Zebla, o sea la Meca, y a ambos lados habían sido colocados dos inmensos candelabros de plata.

Nadir y Fátima, cada uno en su propia habitación, esperaban ansiosamente la llegada del muellah que debía bendecir su unión y la puesta del sol, ya que no estaba permitido el matrimonio más que tras la desaparición del astro diurno.

El joven se había puesto los vestidos más lujosos, los largos calzones de seda sujetos a la cintura con una larga faja azul, la camisa blanca de seda pura, un espléndido coulidje, especie, de chaqueta corta, en brocado rojo recamado en oro y adornada con diamantes, y en la cintura un chal de cachemir de gran valor, que sostenía un kandjar con la empuñadura de alabastro oriental empedrada de diamantes, que valía por lo menos veinte mil piastras.

Lleno de una inquietud y de una angustia que no sabía explicarse, paseaba nervioso por la estancia.

Siniestros presagios le asaltaban y prestaba oído atento a los rumores que el viento traía de la montaña.

A cada momento se asomaba a la ventana del torreón y aguzaba la vista hacia la montaña, escrutando ansiosamente los bosques, los valles, los abismos.

Mirza, que se le había acercado tras dar las últimas órdenes, lo miraba buscando las causas de aquella inquietud suya.

—¿Estás suspirando para que llegue el instante? —preguntó al fin.

—¿De desposar a la mujer que amo? —preguntó a su vez Nadir—. ¡Oh, sí, Mirza!…

—Pero estás inquieto, Nadir. ¡Y sin embargo todo está preparado! Fátima arde en deseos de convertirse en tu mujer, y dentro de poco Harum estará aquí con el muellah.

—Quisiera que estuviese ya aquí, mi buen Mirza.

—El sol no se ha puesto todavía, y el camino es largo. Sabes que el camino por la montaña es áspero y difícil.

—Pero te repito que ya quisiera verlo ahí.

—¿Qué temes? Harum es un hombre de palabra y te traerá el muellah.

—Tengo vagos recelos, Mirza —dijo el joven, plantándose frente a él—. No sé por qué razón, pero mi corazón me dice que una tremenda desventura se acerca.

—Tonterías de enamorado, Nadir.

—¡No, Mirza!

Era tal el acento de angustia en aquellas palabras que el viejo experimentó un escalofrío.

—¿Qué temes? —le preguntó de nuevo.

—No lo sé.

—Tu Fátima te ama y te espera.

—Sé que me ama mucho, Mirza.

—Los montañeses son todos amigos tuyos y estarían dispuestos a morir por ti.

—Sé que me son fieles.

—La montaña es tranquila y Teherán queda lejos.

—Es cierto, ¡pero tengo miedo, Mirza!…

En aquel instante, en los valles de la gran montaña, soñó una fragorosa detonación.

Nadir emitió un grito.

—¡Un disparo de fusil! —exclamó.

—¿Te descompones por esto? —preguntó el viejo, que sin embargo se había puesto ligeramente pálido.

—¿Disparos de fusil a esta hora?

—Será algún cazador que ha hecho fuego sobre un onagro o sobre un águila.

Nadir, cada vez más inquieto, se acercó a la ventana y miró hacia aquella vertiente de la montaña. Algunos cazadores habían salido del castillo y escrutaban atentamente hacia los bosques que empezaban a volverse muy oscuros.

—¿Véis a alguien? —preguntó Nadir.

—Oigo voces en el valle —respondió un montañés.

—Y caballos que relinchan —añadió el otro.

—¿Será Harum? —preguntó Mirza.

—Me ha parecido oír su voz —dijo otro—. Pero siento curiosidad por saber contra quién ha disparado.

Allí en el valle, que los bosques ocultaban, se oían voces humanas y herraduras de caballos que golpeaban las rocas de los senderos.

De improviso, resonó otra detonación y se oyó una voz que gritaba:

—Se diría que el espíritu del rey, que arde en el volcán, está enfurecido.

—¡Harum! —gritó Nadir.

Un hombre a caballo apareció en la revuelta del sendero y, levantando la cabeza hacia el castillo, respondió:

—Estamos aquí, Rey de la Montaña.

—¿Y el muellah viene contigo? —gritó Mirza.

—Lo llevamos nosotros —respondió el montañés—. Apresuraos, que ya se ha puesto el sol.

Las tinieblas lo penetraban todo rápidamente. Los picachos nevados de las altas cimas aparecían todavía dorados por los últimos rayos del sol muriente, aunque estaban ya coloreados de un tinte grisáceo.

Los bosques se habían vuelto ahora totalmente oscuros y ya no se distinguían los troncos de los árboles.

Los onagros se apresuraban a regresar a sus guaridas nocturnas y las águilas y los halcones volaban en bandadas, ocultándose entre las altas rocas o entre las almenas de las viejas torres.

Un viento helado descendía de las cumbres, haciendo murmurar las frondas de los árboles, mientras que en el cielo comenzaban a aparecer los primeros astros.

Harum, el muellah y la escolta apresuraron la marcha, superando casi a galope los últimos repechos del valle, y llegaron frente al castillo, en donde les esperaban los montañeses invitados a la fiesta.

Mirza, tras haber dado orden de que se encendiesen todas las lámparas de las salas, bajó a recibir en la puerta mayor del castillo, que se abría por vez primera después de tantos años, al muellah, dándole la bienvenida; le ayudó luego a descender del caballo y lo introdujo en la grandiosa sala de la planta baja, en donde mandó que le ofreciesen helados y dulces.

Mientras que el sacerdote musulmán, un buen viejo de luenga barba blanca, cubierto con un manto que le llegaba hasta las sandalias y con un gran turbante calado hasta los ojos, saboreaba los dulces, Harum entraba en la estancia de Nadir.

—Todo está dispuesto, Rey de la Montaña —le dijo entrando—. El muellah espera a los contrayentes, apresurémonos.

—Pero antes, una pregunta, mi fiel Harum —dijo el joven—. ¿Contra quién has disparado las dos veces?

—No lo sé, Rey de la Montaña —respondió el montañés.

—¿Has visto a alguien que se movía por el valle? ¿Enemigos tal vez? Harum, no sé por qué, pero tengo miedo.

—¿Temes algo?

—No lo sé. ¿Has visto a alguien?

—Pues… —dijo Harum, dudando.

—¡Habla!

—Entonces te diré que mientras atravesábamos el valle, me ha parecido descubrir una sombra en una esquina del bosque.

—¿Era quizás un montañés?

En el Demavend todos nos conocemos: bandidos y cazadores, todos somos amigos.

—¿A qué conclusión pretendes llegar?

—Que, si se hubiese tratado de un montañés, me habría venido al encuentro.

—¿Y por el contrario?

—Se escondió en el bosque, tras mi disparo de fusil. Si no hubiese llevado conmigo al muellah y no hubiese sabido que me esperabas con impaciencia, hubiese explorado en aquel bosque.

—¿Has vuelto a ver aquella sombra?

—Sí, pero mucho más allá, cerca de la salida del valle.

—¿Era la misma o era otra?

—Las tinieblas se habían vuelto más oscuras, no he podido distinguirla.

—¿Tal vez se trata de un espía?

—No sé qué decirte.

—¿Tal vez los soldados del sha se han enterado de que nos hemos escapado hacia aquí?

—¿Quién sabe que aquí existe un castillo? Los hombres de la llanura temen los vientos helados del Demavend y jamás han subido hasta estos picachos.

—Es verdad —dijo Nadir—. Tal vez mis temores son exagerados y hago mal al pensar en peligros probablemente imaginarios. ¡Ea, que la ceremonia tenga lugar!

En aquel instante, se abrió la puerta y compareció Mirza.

—Nadir mío —dijo—, la esposa te espera.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó el joven suspirando.

—El espejo ha sido ya puesto sobre el lecho de la cámara nupcial.

—¡Oh mi Fátima!… —murmuró—. ¡Mía, mía!… Que puedas serlo para siempre y que sea una mentira esta misteriosa angustia que me atraviesa el corazón. Ven, Harum; ven, Mirza.

Salió de la estancia y entró en la cámara nupcial, que era la más amplia y la más bella del antiguo castillo.

Muchas lámparas doradas, suspendidas del techo, la iluminaban como si fuese de día, haciendo brillar los oros de las ricas alfombras de Kerman que cubrían el pavimento y los tapices de las paredes.

Sesenta montañeses, formados en círculo, con sus kandjar y sus pistolas en el cinto, esperaban a los esposos, mientras el muellah se había colocado frente al lecho nupcial, sobre el cual había sido puesto un espejo magnífico, con los bordes incrustados de zafiros y de rubíes de gran valor.

Cuando Nadir compareció, bello como nunca lo había estado, con la mirada fiera, el rostro ligeramente pálido que hacía resaltar vivamente sus bigotes negros y sus rasgos enérgicos, un grito resonó en la sala:

—¡Viva nuestro queridísimo Rey de la Montaña! ¡Viva el hijo del sha Luft-Alí!

—¡Que se acerque la esposa!… —indicó Mirza radiante de alegría.

Pronto se abrió la gran puerta y apareció Fátima, bella como el sol.

Apenas penetró, la envolvió un esplendor brillante: parecía que se zambullese en una nube de luz.

Jamás una mujer persa se había puesto un vestido tan espléndido, todo él de perlas y diamantes. Los tesoros de los famosos nababs indios podían palidecer frente a los del asesinado sha y su esposa.

El viejo Mirza, fiel guardián de las fabulosas riquezas del infeliz sha, había puesto a disposición de la muchacha los grandes cofres que desde hacía años reposaban en los sótanos del viejo castillo y había volcado sobre ella a manos llenas las joyas más preciosas del tesoro real.

Los amplios pantalones, el largo vestido de brocado tejido en oro, el ancho cinturón, el vaporoso velo blanco tejido en plata, los pequeños escarpines de piel rosada y puntiagudos, que en otro tiempo habían pertenecido a la esposa del sha, estaban cargados con las perlas más hermosas de Barhein, los más gruesos diamantes, los rubíes más resplandecientes, los zafiros más espléndidos.

Una diadema de oro coronada con un gran penacho atestado de piedras preciosas, múltiples hileras de gruesas perlas y brazaletes soberbios que suelen usar los reyes persas, completaban el vestido de la joven esposa.

Nadir, al verla, dejó escapar un grito de estupor y tuvo intención de correr a su encuentro con los brazos extendidos, exclamando:

—¡Fátima! ¡Luz de mis ojos!…

Sin embargo, Mirza lo detuvo, mientras el muellah, erguido ante el lecho nupcial, impartía la bendición de Alá a todos los presentes.

—¡Que se adelante la esposa! —gritó Mirza.

Fátima se adelantó, sonriendo a Nadir que la devoraba con los ojos, como si quisiera absorberla con la potencia de sus miradas, rojo de emoción y de alegría.

El muellah colocó a los esposos frente al espejo, puso la mano de Nadir en la mano de Fátima, el pie derecho de Nadir sobre el pie de Fátima, y luego, levantando las manos hacia el cielo y volviendo la cabeza hacia La Meca, la ciudad santa de Mahoma, gritó con voz de hombre inspirado:

—Que Alá sea…

No terminó.

Una descarga violenta explotó en el exterior y una lluvia de lanzas entró por la ventana, mientras que en los abismos de la montaña resonaban clamores feroces.

Un instante después un montañés ensangrentado, con las dos manos apretadas contra el pecho, se lanzaba en medio de la sala y caía a los pies de los horrorizados esposos, agonizando:

—¡Traición!… ¡Nos asaltan los guardias del rey!…

XIV. EL ASALTO AL CASTILLO

Al oír aquella descarga y el rugido de los asaltantes, los montañeses, con gritos de furor, habían empuñado las pistolas y sus formidables kandjar, dispuestos a luchar.

Nadir, pasado el primer instante de estupor, se desembarazó rápidamente de los brazos de la joven que se había cogido a él como para protegerlo de las lanzas de los asaltantes, se precipitó hacia la puerta, apartando al muellah y a Mirza, que habían tratado de retenerlo; y, tras desenfundar su kandjar, gritó:

—¡A mí, montañeses!…

Ya no era un joven: parecía un gigante. Con los ojos en llamas, el rostro transfigurado por una inmensa cólera, el robusto brazo levantado desafiante, daba~miedo verlo.

A su llamada, todos los montañeses, con Harum a la cabeza, se precipitaron a través del zaguán, por las escaleras.

Eran hombres que no le tenían miedo a la muerte, que sabían manejar tanto el kandjar como el fusil, y que alimentaban todos, aunque por distintos motivos, un odio profundo hacia las tropas del sha.

Los enemigos, tras herir de muerte al centinela y hecha la primera descarga, hallando la gran puerta del torreón principal abierta, habían invadido las salas de la planta baja.

¿Cuántos eran? Muchos, sin duda, porque llenaban las salas y fuera se oía el griterío de los que no podían entrar.

Afortunadamente, si bien las estancias del viejo castillo eran espaciosas, las escaleras eran estrechas y en forma de caracol, y por tanto fáciles de defender.

Viendo precipitarse contra ellos con tanta vehemencia a los terribles montañeses con las armas en el puño, aquellos mercenarios, que quizá no esperaban encontrar excesiva resistencia ni tantos defensores, retrocedieron asustados, empujando a sus compañeros que se apiñaban junto a la puerta para entrar.

Nadir, situado en el fondo de la escalinata, gritó con voz de trueno:

—¿Qué queréis?… ¿Quién os ha autorizado a invadir el castillo del Rey de la Montaña?…

Un bin-bachi (coronel) del cuerpo de los kechikdji, o sea de la guardia real, se adelantó gritando:

—Nos ha autorizado el sha, el poderoso señor de Persia, de las montañas, de las llanuras, de los ríos y de los desiertos del Irán.

—¿Y qué quiere el sha, mi señor, de mí?

—La muchacha que le has arrebatado al príncipe Ibrahim.

—Ve a decirle al sha que esta muchacha me ama, que si no llega a ser por vuestro asalto brutal a esta hora sería ya mi mujer y que el Rey de la Montaña la defiende.

—El sha la quiere.

—¡A tu sha yo le desprecio!…

Un alarido de rabia acogió la frase atrevida del fiero joven.

Los soldados apuntaron las armas hacia él, pero los montañeses se abalanzaron furiosamente en medio de la sala cubriendo sus cabezas con los escudos y atacaron a los soldados con ímpetu desesperado, repartiendo sin misericordia golpes de sable y descargando sus largas pistolas.

Una contienda horrible se trabó entre las tropas del rey y los hijos del nevado Demavend. Las lámparas, destruidas por las lanzas o a golpes de kandjar, se habían apagado desde el primer asalto, y una profunda oscuridad reinaba en la sala, más densa todavía por el humo de las armas de fuego.

Nadir, desde el primer asalto, con dos golpes de kandjar había descuartizado el pecho del bin-bachi y ahora luchaba como un león en el centro mismo de los enemigos, abatiendo a diestro y siniestro.

Sus valerosos compañeros, en modo alguno asustados por el número de guardias que habían sido reforzados por muchos konohouni-akakari o soldados de infantería, luchaban con un furor inigualable, gritando hasta enronquecer para aumentar el terror y el tumulto.

Entre los disparos de los fusiles y las pistolas, entre el griterío de los combatientes, entre los gemidos de los heridos, se oía la voz de Harum que gritaba:

—¡Adelante, valientes hijos del Demavend, aniquilad a estos canallas!… ¡Viva el Rey de la Montaña!…

El ataque de los montañeses había sido tan impetuoso que los soldados, tras una breve resistencia, se habían precipitado confusamente hacia fuera de la sala.

Incapaces de servirse de sus fusiles, en la lucha cuerpo a cuerpo y en aquella densa oscuridad, habían salido al umbral del palacio, en donde se amontonaban tumultuosamente sus compañeros, que ahora habían rodeado todos los torreones.

Nadir, milagrosamente ileso, con su kandjar manchado de sangre hasta la empuñadura, no viendo ya a su alrededor a enemigo alguno, retrocedió hasta la escalera, ordenando la retirada.

Los guardias del rey, furiosos por el súbito fracaso, viendo que la presa se les escapaba, irrumpieron por segunda vez en la sala sembrada de muertos y moribundos, haciendo un fuego infernal.

No era posible ya volver a repelerles por segunda vez. Los montañeses, diezmados, con las pistolas cargadas, se refugiaron en las salas superiores, cerrando tras de sí las macizas puertas de hierro, que podían oponer una larga resistencia.

Haciendo balance de muertos y heridos, vieron que quedaban en pie treinta y siete: veintitrés habían quedado en el campo de batalla.

—¡Mirza! —gritó Nadir precipitándose en la estancia nupcial—. ¿Dónde está mi Fátima?…

—¡Hijo mío! —gritó el viejo corriendo a su encuentro más pálido que un lienzo recién lavado—. ¿Te han herido?

—No, mi buen Mirza, pero nos destruirán a causa del número.

—O sea que Harum no se había engañado.

—No; los traidores se ocultaban ya en los bosques.

En aquel instante, Fátima, a la que sostenía el muellah, compareció, temblando de horror. Se echó en brazos de su prometido, exclamando con una voz sofocada por los sollozos:

—¡Oh, no me dejes, mi Nadir!…

Una descarga violenta, que hizo temblar las paredes del castillo y el techo, retumbó fuera, seguida de un alarido feroz. Nadir apretó contra su pecho a la muchacha.

—¡Me la robarán! —exclamó con acento desesperado—. ¡He aquí la secreta angustia que me destrozaba el corazón!

De repente, se incorporó con los ojos llameantes y los rasgos contrahechos por un tremendo acceso de furor.

—¡No! —gritó—. ¡El sha no me la arrebatará!… ¡A las armas, mis valientes montañeses! ¡Dios está con nosotros!

Los guardias del sha volvieron a la carga, dispuestos a expugnar el viejo castillo y a acabar con aquel puñado de defensores. Veinte veces más numerosos, bien armados y disciplinados, no se tenían que cansar demasiado, aunque las torres fuesen altas, las puertas robustas y bien conocido el valor de los hijos de la montaña.

Aprovechándose de su superioridad numérica, asaltaron el viejo edificio desde todas partes. Mientras que unos, armados con troncos de árboles y con estacas sacadas de la cuadra, hundían las puertas desquiciándolas; otros hacían cargas terribles contra las ventanas para impedir que los defensores subiesen a ellas y desde allí disparasen con las pistolas y arcabuces; otros todavía, más ágiles, se encaramaban por las paredes, agarrándose a los salientes de las torres, en las hendiduras, en las rejas, procurando alcanzar las ventanas para irrumpir en las salas superiores.

Nadir, Harum y Mirza habían organizado muy pronto la defensa. Impotentes para repeler a los enemigos en todos los puntos, dada la escasez de defensores, se habían acuartelado en la habitación nupcial, después de haber puesto barricadas en las puertas con divanes y de haber cerrado las ventanas. Puesta a salvo la muchacha, acostándola sobre una montaña de almohadas y de alfombras enrolladas para defenderla de las flechas que penetraban en la sala, animaba a los montañeses, que corrían de un lado para otro, a donde el peligro parecía mayor.

Algunos hombres habían caído; otros resistían valientemente y a las descargas respondían con nuevas descargas, al grito de:

—¡Viva el Rey de la Montaña!

De repente, fuera se oyeron gritos de terror. Nadir y Harum, sin hacer caso de las flechas que penetraban agujereando las ventanas, se precipitaron hacia la ventana. Abierta la contrapuerta, retrocedieron entre gritos de angustia.

—¡Arde el castillo!

Una luz rojiza iluminaba una torre, que los soldados del rey habían ocupado, y se proyectaba sobre los bosques vecinos, rompiendo las tinieblas. Las brasas escapaban por entre las almenas y, transportadas por un viento frío, erraban caprichosamente por entre los precipicios, cayendo en los valles de la parte inferior.

De las ventanas hundidas de los torreones salían lenguas de fuego y caía una lluvia de tizones ardientes, mientras que los soldados, aterrados, salían precipitadamente, agarrándose a las murallas, a los salientes, a los vanos, dando alaridos por entre las pesadas nubes de humo que les envolvían.

¿El fuego había sido provocado por una mano enemiga para obligar a los defensores a rendirse, o la estopa encendida de un arcabuz, penetrando por una ventana, había incendiado tapices y divanes de las habitaciones superiores? En cualquier caso, el torreón ardía y los montañeses corrían el peligro de morir asados vivos.

—¡Mirza! —gritó Nadir—. ¡El castillo arde! ¡Salva a mi Fátima!

La respuesta del viejo se perdió entre un clamor ensordecedor. A través de una puerta hundida bajo los golpes irresistibles de una viga manejada por treinta hombres, los guardias del sha penetraron en la sala con el kandjar en el puño. Eran treinta, cuarenta, cien hombres furiosos, sedientos de sangre y ebrios de venganza; otros se les juntaban, precipitándose en el zaguán y subiendo los escalones de cuatro en cuatro.

Para mayor desgracia, también una ventana había cedido y varios hombres, que habían escalado hasta el alféizar agarrándose a las rejas, irrumpieron en la sala nupcial.

Nadir, el viejo Mirza, Harum y los montañeses se lanzaron como toros heridos contra los asaltantes, para impedirles el paso.

Entre las lámparas despedazadas, los tapices, las alfombras, los espejos estrellados, detrás de las columnas, a lo largo de las paredes, en torno al lecho nupcial, cargado de sangre, los valientes hijos de la montaña combatían con furia suprema, como hombres ya destinados a la muerte, arremetían contra pelotones de enemigos, los repelían, a golpes de sable, los apuñalaban; pero a los caídos seguían otros hombres, que de nuevo irrumpían a través de la puerta o que entraban por las ventanas ahora indefensas, saltando por el alféizar.

La sangre corre a torrentes, los heridos se multiplican y los muertos se amontonan por doquier, pero la lucha continúa con furor creciente mientras que el incendio se propaga de torre en torre y el viejo castillo arde, iluminando la montaña como si fuese una antorcha.

Entre los aullidos de los combatientes, las paredes y las enormes murallas caen con un zumbido seco, pero no por ello se detiene la lucha.

La sala está llena de soldados y de guardias que intentan detener aquel puñado de valientes, cuando resuena un aullido de triunfo, seguido de un grito escalofriante de mujer:

—¡Socorro, Nadir!…

El Rey de la Montaña, que se bate al frente de sus montañeses, lanza un verdadero rugido. Los soldados del sha, precipitándose por entre las almohadas y las alfombras, detienen con un esfuerzo supremo a los montañeses, aferrando a su prometida y llevándosela.

Ebrio de dolor, no haciendo caso del peligro, Nadir persigue a los raptores. Un pendiah bachi (sargento) le cierra el paso; el kandjar del joven lo hunde a tierra sin vida; pero un ghoubam de estatura gigantesca cae sobre Nadir con la rapidez de un rayo.

La larga cimitarra del caballero del rey se hunde en el pecho del joven, que cae al suelo murmurando:

—¡Mi adorada Fátima!…

Un viejo de barba blanca, con la mirada ardiente como un tigre, vestido lujosamente, se le echa encima para rematarlo con un golpe de kemchir (lanza); pero Mirza, que había seguido a Nadir, se le pone delante, gritando con un acento terrible:

—¿Me reconoces, traidor?…

—¡Mirza! —exclamó el viejo retrocediendo—. ¿Tú todavía vivo?

—¡Sí, para castigarte, maldito!…

Mirza cayó encima de él con el kandjar empuñado; pero los guardias del rey, que huían desordenadamente a través del humo y las brasas, lo vieron y se lo llevaron consigo.

Cuando Mirza, que había caído al suelo, se incorporó, la amplia sala estaba llena de cadáveres y de heridos, que se arrastraban por las alfombras, emitiendo alaridos escalofriantes, desesperados.

En medio de aquel mar de humo, descubrió a un hombre alto que llevaba entre sus brazos robustos el cuerpo inanimado de Nadir.

—¡Harum! —gritó con voz sofocada.

—Huyamos, Mirza —respondió el montañés—. El castillo está a punto de hundirse.

—¿Ha muerto? —preguntó el pobre viejo ahogado en sollozos.

—No lo sé. ¡Huyamos o será demasiado tarde!…

Los dos montañeses, pasando por encima de los cadáveres y de los heridos, atravesaron corriendo la sala, bajaron precipitadamente las escaleras, se parapetaron en el humo que se hacía cada vez más denso en el corredor y salieron a campo abierto.

A la luz del inmenso incendio, vieron a los soldados del sha descender a la carrera los abismos de la gran montaña.

—¡Malditos para siempre!… —vociferó Mirza, mostrando los puños.

—Ven, viejo amigo —dijo Harum—. Allí arriba, entre las nieves, encontraremos mi tugurio.

Se encaramaron por las rocas y entraron en el bosque en el momento mismo en que el viejo castillo se hundía con inmenso fragor entre el torbellino del incendio.

XV. EL HERIDO

Las estrellas comenzaban a palidecer y una luz blancuzca se elevaba sobre las llanuras de levante, cuando los dos montañeses, llevando al Rey de la Montaña, cuidadosamente envuelto en un manto, llegaban frente a una humilde cabaña construida en la cima de una roca aislada, a pocos centenares de pasos de la zona nevada.

Reinaba un silencio absoluto. Los rumores de la llanura, en medio de la cual blanqueaba la capital del poderoso sha, no llegaban hasta aquellas cimas.

Los dos montañeses se detuvieron un instante, esparciendo miradas recelosas hacia los flancos de la montaña.

Allí abajo, en el fondo del valle, una masa negra avanzaba cautelosamente, desapareciendo bajo los tupidos bosques y apareciendo poco después en los senderos; eran los raptores que llevaban a Teherán a la muchacha.

Más arriba, entre los bosques y las rocas, un nubarrón de humo, que de vez en cuando se teñía de rojo y se levantaba vomitando olas de chispas, indicaba el lugar en donde habían estado enclavadas las grandes torres.

Más lejos, hacia el noreste, una superficie azulada, con reflejos de madreperlas, indicaba el mar Caspio.

El viejo Mirza, secándose las lágrimas que le regaban las mejillas, murmuró:

—¡Pobre muchacha! ¡Mi pobre Nadir! ¡Qué golpe tan duro para ambos!

—Entremos, viejo amigo —dijo Harum—. Me parece que al fin Nadir está volviendo en sí.

—¡Gracias a Dios! —dijo Mirza—. ¡Ojalá podamos salvarle!

Entraron en el tugurio.

Era una especie de cabaña construida con troncos de árbol, traídos desde abajo con grandes trabajos, con dos techos colgantes cubiertos de hojas y de piedras enormes, para poder hacer frente a la furia del viento.

Había en el interior dos viejos divanes, pieles de onagro, algunos halcones encapuchados colocados sobre palos y atados con cadenas de acero, un mosquetón y algunos kandjar.

Los dos montañeses colocaron con infinitas precauciones a Nadir sobre uno de los divanes; luego, encendiendo una lámpara, lo examinaron con ansiedad.

El joven Rey de la Montaña respiraba afanosamente; su rostro tenía una palidez mortal, sus ojos estaban hundidos, sus rasgos aparecían alterados por un intenso dolor.

Su espléndido manto, los calzones y la larga faja que le ceñía los costados estaban teñidos de sangre.

Mirza le extrajo la venda que le había puesto durante la huida para detener el flujo de la sangre y puso la herida al descubierto.

Era horrible: la larga lanza del caballero del rey le había descuartizado el pecho en sentido vertical en una longitud de veinte centímetros. La sangre, apenas frenada, surgió con violencia.

—Dame un poco de agua —dijo el viejo a Harum.

El montañés le alargó una taza de agua y un trozo de seda arrancado de la camisa del joven. Mirza lavó cuidadosamente la herida, volvió a unir con manos hábiles la carne descuartizada, buscó en la cintura y extrajo un estuche de oro adornado de zafiros.

—¿Qué haces? —preguntó Harum.

—Tengo un remedio precioso que sólo los sha poseen —le respondió.

—¿Qué es?

Mumia.

—No te entiendo.

—Luego te lo explicaré.

Abrió el estuche, sacó de él una materia negra, parecida al betún, y la esparció por encima de la herida que en seguida se cerró lentamente, sin que de ella saliese ya ni una gota de sangre.

—¿Sanará? —preguntó Harum.

—Así lo espero —dijo Mirza, volviendo a cubrir al joven con el manto—. La herida ha sido tremenda, pero el arma de aquel miserable caballero no ha atacado a ningún órgano importante. Temía que le hubiese lesionado el pulmón; ahora estoy tranquilo y la mumia hará en breve su obra milagrosa.

—¿Pero de qué materia está compuesta?

—Es un fármaco muy eficaz para cicatrizar heridas. Se encuentra en ciertas cavernas de los montes Albours, cavernas que los sha hacen custodiar rigurosamente y guardan para ellos y para los príncipes amigos suyos. He encontrado este estuche entre los tesoros del sha, mi señor, y lo conservo celosamente.

—¿Qué hará Nadir en cuanto esté curado? ¡Pobre joven!… ¡Sería mejor que nunca hubiese bajado a Teherán para salvarme la vida!

—Cuando esté curado, Fátima ya no será suya —dijo el viejo llorando—. Reventará de dolor este desgraciado muchacho. ¡Qué terrible fatalidad pesa sobre su familia!… ¡Sus padres asesinados, el trono ocupado por un usurpador, y él aquí, herido, vencido, con el corazón despedazado! ¡Malditos!… ¡Un día Dios os castigará!…

—Son muy poderosos, Mirza. ¿Qué puede hacer ahora, Nadir?

—Allá, entre los tesoros del castillo, han quedado sepultados los tesoros de mi amo y señor. ¡Reuniremos un día a todos los montañeses y una noche nosotros, junto con los kurdos que contrataremos, todas las tribus de los iliatas que armaremos, nos lanzaremos sobre Teherán y morirán los traidores!…

—¿O sea que hay fabulosos tesoros enterrados bajo el castillo?

—El tesoro del sha asesinado: oro a montañas y cofres repletos de diamantes. Bastaría uno solo, la «luna de la montaña», para comprar a kurdos e iliatas, y no solamente a ellos, sino también a las tribus guerreras de los jaka-roubach y de los kadjar.

En aquel instante, el herido dejó escapar un gemido. Mirza y Harum se inclinaron sobre él. Nadir había abierto los ojos y los clavaba fijamente sobre ellos; luego extendió los brazos y agarró sus manos, apretándolas.

Dos lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas.

—Fátima —murmuró con un hilo de voz.

—Calla, hijo mío —dijo Mirza sollozando.

Nadir emitió un profundo suspiro y una negra llama le iluminó la mirada.

—¡Me… la han arrebatado! —murmuró.

Un espasmo supremo alteró su rostro, y se llevó las manos al pecho, rastreando los dedos sobre las heridas sanguinolentas.

—Raptada —continuó con voz sorda—. ¿Dónde… estará… mi… Fátima?…

—Calla, Nadir —repitió Mirza.

—Fatalidad —sollozó el desventurado—. ¿Qué les hice yo… para que me la… arrebatasen? Y me han incendiado el castillo…, me han herido…, me han despedazado el corazón… ¡Si al menos… me hubiesen matado! Teherán…, ciudad fatal…, ¡ojalá no te hubiese… visto jamás…, ahora no estaría destruida… mi felicidad!

—¡Nadir!… —exclamó Harum, que lloraba como Mirza—. ¡Sí, es culpa mía, pero ignoraba el destino tremendo que te tenía que golpear! ¡Si no hubiese sido por mí, jamás habrías abandonado esta montaña!

Pero Nadir no le escuchaba. Su pensamiento volaba lejos.

—Te veo —repitió con voz mortecina—. Te vuelvo a ver…, mi querida y adorada muchacha…, en la estancia…, con las cortinas de seda azul…, bella como una diosa bajada del cielo…, como un rayo de sol… Me mirabas…, me llamabas leal…, me decías que era tu Nadir… ¡Y te han raptado!… ¡Ciudad fatal que me has seducido!… ¡La montaña no me bastaba a los veinte años!…

Un sollozo le sofocó la voz.

—Basta, Nadir —dijo Mirza—. ¿Quieres matarme de dolor, desgraciado? ¿Pretendes que este pobre viejo, que ha soportado tantas afrentas, que ha visto morir a su alrededor a cuantas personas amaba y que conoce a los traidores, a los asesinos, muera antes de vengarte?

—¿Vengarme?… —exclamó Nadir con voz ronca—. ¿Quién habla de vengarme? ¿De qué sirve la venganza… cuando he perdido a la mujer… a la que amaba…, para siempre? ¡Maldito destino! ¡Dejadme morir…, aquí…, en la montaña!…

—No, Nadir, tienes que vivir —dijo Mirza—. Un día volveremos a Teherán, pero ya no vencidos sino vencedores.

—¡Allí abajo…, en Teherán! —exclamó Nadir con una sonrisa triste—. ¡Teherán!… ¡Teherán!… ¡Qué cara me costó la visita que te hice!… Mejor habría sido… no abandonar jamás la montaña… Si jamás hubiese visto a los caballeros del rey… ni hubiese admirado los resplandores de tus cúpulas doradas… ni oído aquella voz… que me susurraba, misteriosamente, que la montaña ya no me bastaba…

Luego se llenó de desesperación, intentó arrancarse las vendas que le cubrían la herida, pero Mirza y Harum se lo impidieron. El desventurado muchacho, presa del delirio, ni siquiera reconocía a sus amigos.

Se debatía como un loco, intentando saltar de la cama e invocando con voz desesperada a la adorada muchacha. Aquel acceso, sin embargo, duró poco; y al poco rato se adormeció.

Cuando se despertó, parecía más tranquilo. Sonrió tristemente a Mirza y a Harum, que no lo habían abandonado ni un solo instante, y luego se encerró en un tétrico silencio y ya no habló ni de la muchacha, ni de Teherán, ni de los raptores, ni de su castillo.

Por la tarde, los supervivientes de la terrible batalla llegaron a la cabaña.

Eran dieciséis, en su mayor parte heridos: se habían salvado saltando por las ventanas del castillo en llamas y, habiendo descubierto las huellas de Harum y Mirza, las habían seguido, llegando hasta allí.

Fueron interrogados por el viejo, que temía que algunos de los guardias del rey siguiesen espiando todavía por los alrededores del castillo; pero no habían visto a nadie. Las tropas habían descendido a la llanura y las habían visto, durante el alba, entrar en Teherán. En el lugar en donde antes se levantaban las viejas torres no quedaban más que restos inmensos de maderas humeantes.

Oyendo que Nadir estaba todavía vivo, la alegría de aquellos valientes montañeses fue inmensa, y, ante el temor de que las tropas del rey intentasen otro golpe de mano, se escalonaron entre las rocas de la montaña, velando atentamente toda la noche, insensibles ante los vientos helados y los dolores de las heridas.

La noticia de la destrucción del castillo, del asalto de las tropas del rey, del rapto de la muchacha a la que el joven Nadir amaba se habían esparcido por la montaña, y cazadores y bandidos corrían para velar al herido.

La voz de que aquel joven era de sangre real y que debería haberse sentado en el trono de los sha persas, se había difundido y todos corrían a alistarse bajo su bandera para impedir, por parte del usurpador y del traidor, un nuevo atropello.

Ahora el Demavend se había vuelto inexpugnable. Cuatrocientos montañeses, avezados a todas las fatigas, resueltos incluso a hacerse matar por su joven rey, se habían esparcido por las laderas de la montaña, ocupando los bosques oscuros, vigilando los senderos, impidiendo el paso a todos. Conocedores como eran del lugar, no habría bastado un ejército para aniquiladles.

Los más atrevidos habían descendido hasta el mismo pie de la montaña y desde allí avisaban a todos los pueblecitos del Demavend, de Ask y de Karü, a fin de que ningún soldado pudiese acercarse, ningún espía infiltrarse.

Se podía decir que una red de acero y de fuego envolvió a toda la montaña, desde las cimas más altas hasta las primeras estribaciones.

La curación de Nadir, entretanto, gracias al milagroso fármaco de Mirza, avanzaba rápidamente; la herida, más dolorosa que peligrosa, aunque tan extensa, se cicatrizaba con una rapidez increíble.

No obstante, el desventurado joven, no estaba satisfecho. No hablaba nunca, ya no invocaba el nombre de su Fátima, sonreía tristemente al viejo Mirza y a Harum, cuando proyectaban arrebatar a la muchacha de las garras del sha.

El décimo día se levantó y por vez primera salió de la cabaña, acompañado de Mirza y Harum, y se sentó en una roca.

Al descubrir allí abajo, en la inmensa llanura, las centelleantes cúpulas doradas de Teherán, que el sol hacía brillar, lágrimas ardientes cubrieron sus párpados.

—Nadir mío —dijo Mirza con una dulce reprobación—, no llores.

El joven no respondió; con la cabeza entre las manos, miraba hacia la ciudad fatal y lloraba en silencio.

—Sé fuerte Nadir —continuó Mirza—. No lloran los hijos del sha, ni los montañeses del Demavend.

—Déjame que llore, mi buen Mirza —dijo el joven con rabia—. ¡Tengo el corazón despedazado!…

—Te vengaremos, Nadir.

—¿Pero quién me devolverá a la muchacha a la que tanto he amado? ¡Ah, Mirza! Soy el ser más desventurado de Persia entera.

—Basta, oh Rey de la Montaña —dijo Harum—. ¿Quieres volver a abrir una herida que todavía no ha cicatrizado del todo?

—¡Qué me importa! —exclamó el joven—. ¿O es que puedo vivir sin ella? ¿En qué se convertirá mi vida sin la sonrisa de aquella criatura suave? ¿Crees, Harum, que podrá soportar por mucho tiempo este martirio?… ¡Ah, el pensamiento horrible que me persigue día y noche!… ¡Yo aquí, vencido, con el corazón destrozado, y ella allí abajo, esclava envilecida de mi rival!… ¡Mirza, Harum; quiero descender a Teherán!…

—Todavía no, hijo mío —dijo el viejo.

—¿Pero a qué esperamos? ¿Qué tiene que suceder…?

—¿Qué espero? —dijo Mirza con voz grave—. Devolverte la felicidad perdida, Nadir.

—Quieres burlarte de mí, Mirza.

—No, Nadir —respondió el viejo, con voz todavía más solemne.

—¡Pero ella está allí abajo, entre los guardias del rey!

—Pasaremos por entre los guardias.

—¿Pero y si está en las estancias reales?

—Destruiremos las murallas del palacio real.

—Tú estás loco, Mirza.

—No, hijo mío.

—¿A qué esperas, pues?

El viejo se levantó y, mostrándole al joven la ciudad blancuzca en la gran llanura, dijo:

—Nadir, dentro de poco dominarás allí abajo y ocuparás el trono.

—¡Es imposible, Mirza!…

El viejo continuó:

—Allí late el corazón de toda Persia, Nadir. Mudo tras tantos años, ahora late por el hijo de Luft-Ali.

—¡Sueñas, Mirza!

—Mira: las llanuras que se extienden a tus pies habían pertenecido a tu antepasado Njir sha. Dentro de poco serán tuyas,

—¿Pero y mi Fátima?

—Volverá a ser tuya.

—¿Y el sha?

—¡Todos los traidores morirán!

—¿Y quién destruirá su poder?…

—¿Quién?… Las riquezas de tu padre —dijo—. El oro.

—No te comprendo, Mirza.

—En Teherán se está conspirando, Nadir. Tu nombre corre ya en los labios de la población y de las tribus guerreras de las llanuras. Los kurdos están con nosotros y han jurado por el Corán que lucharán por ti; los jakaroubach están afilando las armas; los erechlon están dispuestos a caer sobre la capital, y siete khan y tres begler-beg (gobernadores de provincia) han abrazado ya tu causa.

—¿Pero quién ha podido hacer este milagro?

—¿Quién?… Las inmensas riquezas de tu padre —dijo—. El oro ha vencido a tribus, príncipes, jefes. Y no sólo a ellos, sino también a los mismos soldados que vigilan las puertas de la ciudad.

—¿Y nosotros caeremos sobre Teherán?

—Con nuestros montañeses, los kurdos y los kadjar.

—¿Y volveré a tener a la muchacha?

—Y el trono. ¡Calla, Nadir!

—¡Ah, Mirza!…

—Silencio; ¡mira!…

XVI. LA CONSPIRACIÓN

Nadir, empujado por una irresistible curiosidad y de un secreto presentimiento, se había levantado y miraba hacia las laderas de las montañas.

Una larga hilera de caballeros serpenteaba por los senderos, mientras que los cazadores y los bandidos, escalonados en los densos bosques, se juntaban rápidamente en los pasos y a la salida de las bocas, dispuestos a cerrar todos los pasos.

—Son éstos —dijo Harum que miraba atentamente a aquellos caballeros que subían a galope.

—¿Quiénes son? —preguntó Nadir sorprendido.

—Los khan de los kurdos, de los kadjary de las tribus militares, los beglerbeg y los jefes conspiradores de la capital —dijo Mirza.

—¿Y qué vienen a hacer?

—A prestar juramento de fidelidad a su futuro señor —respondió el viejo—. Esta noche se decidirá el asalto a la capital.

—¡Ah, mi buen Mirza!… ¡Cuánto te debo!…

—Tu padre te había confiado a mí, Nadir —prosiguió el viejo—. Hace muchos años que preparo la revolución, y las bajadas misteriosas que de vez en cuando realizaba a Teherán no tenían otra finalidad que mantener vivo, en el corazón de los viejos amigos de Luft-Alí el afecto hacia tu dinastía y el odio contra el traidor y usurpador. Tu desventura ha hecho precipitar los acontecimientos y ahora casi toda la población de la capital sabe que el heredero del sha Luft-Alí está vivo. Y la gente desea proclamarlo rey de Persia.

—¿Cuándo descenderemos a Teherán?… Temo por mi Fátima.

—Lo sabremos dentro de poco.

—¿Es posible que el sha ya la haya desposado?

—¿Has oído retumbar los cañones en las escarpas de Teherán?

—No, Mirza.

—Las fiestas no han comenzado, porque el sha no se casa sin mucha pompa.

—¿Volverá a ser mía, Mirza?

—Sí, Nadir.

—¿Y no temes que la mate?

—¿Por qué motivo? El sha desconocerá el objetivo del asalto.

—Pero tal vez sepa que estoy vivo.

—¿A través de quién?

—Del príncipe Ibrahim. Cuando he caído, lo he visto abalanzarse contra mí para matarme.

—Sí, pero para suprimir al rival del sha, el prometido de Fátima, no para matar al hijo del sha Luft-Alí, que cree que murió en el incendio del pabellón.

—¿Y si alguien me hubiese traicionado?

—En Teherán correría ya la sangre y el suplicio de los rebeldes habría empezado; por el contrario, la ciudad está tranquila.

—¡He aquí a los khanes! —dijo Harum.

En aquel momento los caballeros, escoltados por doscientos montañeses, los otros doscientos se habían quedado para vigilar los pasos y los bosques, llegaban a lo alto del altiplano, en cuyo extremo se levantaba, adosada a la roca de la montaña, la modesta vivienda de Harum.

Eran unos cuarenta: algunos vestían los humildes trajes de los dervis y hubiesen pasado por peregrinos, aunque por debajo de los largos mantos despuntasen las extremidades de los kandjar o de los kemkir y de las cinturas los mangos de los kard (puñales) o los cañones de las pistolas; otros estaban vestidos de kurdos nómadas y algunos de bacáls, o sea de mercaderes, o de loutis, amaestradores de animales.

De rasgos aguerridos, de gestos gallardos se adivinaba que era gente habituada a mandar y a empuñar armas.

Llegados al altiplano, descendieron de los caballos y formaron en espera de que llegase su futuro señor, mientras que los montañeses se colocaban detrás de ellos en semicírculo, apuntándoles con sus largos fusiles.

Nadir fue a su encuentro y dio la tradicional bienvenida:

—Alá esté con vosotros.

Entonces Mirza, adelantándose e indicando al joven rey, dijo, mientras Harum izaba sobre la cabaña una bandera real con el sol llameante en medio y un león rampante:

—He aquí vuestro señor, el legítimo sha de Persia, el dueño de Irán, de los montes y de las llanuras, de los ríos, de la ciudad y de los pueblos comprendidos en nuestros confines.

Los cuarenta caballeros se arrodillaron, tocando el suelo con la frente, y un heraldo de ellos dijo:

—Deponemos nuestras vidas en manos del poderosísimo señor del Azerbaidján, del Chilant, del Masenderand, del Dabistán, del Taberistán, del Kumis, del Korassán, del Kouhistán, del Kermán, del Farsistán, del Irak, del Laristán y del Kurdistán: juramos fidelidad por el sagrado Corán del Profeta, y que Alá maldiga a quien infrinja el juramento.

Luego, cuatro de entre ellos se levantaron y se acercaron a Nadir.

Uno dijo:

—Soy el khan de los kurdos. Manda.

—Yo —dijo el segundo— soy el khan de las tribus reunidas de los jakaroubach y de los erechlon bajo el nombre de kadjar; mis hombres son tuyos.

—Y yo —dijo el tercero— soy el más anciano de los begler-beg: juro fidelidad al nuevo sha del Irán, por parte de nuestras ciudades.

—Y yo —añadió el último— soy el khan de las tribus militares y respondo de la fidelidad de mis caballeros.

—Gracias, mis valientes —dijo Nadir—. Sabré recompensaros vuestra fidelidad, cuando ocupe el trono de mi padre.

Entonces, los cuarenta caballeros se levantaron y, unidos a los montañeses, gritaron:

—¡Viva Nadir sha!

—Que los khan y los begler-beg más ancianos nos sigan —dijo Mirza—. Por el momento ejerzo la función de sadri-azem (primer ministro) del futuro sha.

—No encontraréis a ninguno ni mejor ni más fiel —dijo Nadir—. A ti mi primer reconocimiento, mi viejo Mirza, y a ti te nombro, sin más, mi primer ministro efectivo.

—Soy demasiado viejo; me basta velar sobre ti.

—Te lo impongo, Mirza; es el sha quien empieza a mandar.

—Me rebelo, Nadir.

—Silencio, Mirza; a tu puesto.

Entraron en la cabaña de Harum, seguidos de los tres khan y del begler-beg más anciano, y se sentaron en sus divanes, mientras el montañés encendía su lámpara.

Mirza, que se había sentado junto al futuro sha, volviéndose hacia el khan de los kurdos, preguntó:

—¿De cuántos hombres disponen tus tribus?

—De tres mil —respondió.

—¿Y las tuyas? —preguntó, dirigiéndose al khan de los kadjar.

—De cuatro mil —respondió éste.

—¿Y las tuyas? —preguntó al khan de las tribus militares.

—De cinco mil —dijo el jefe.

—¿Están todos preparados?

—No esperan más que abalanzarse sobre la capital —respondió el khan.

—¿Cuántos soldados defienden la ciudad? —preguntó el viejo al begler-beg.

—Siete mil entre guardias reales y guardias del mir-i-ah-das (jefe de la guardia de la policía). Todas las demás tropas están en Georgia en guerra contra Rusia.

—Pero los artilleros del cuerpo de camellos, ¿están con nosotros?

—Sí, y dispongo de treinta y cuatro piezas y mil quinientos hombres.

—¿Son fíeles?

—Han jurado fidelidad sobre el Corán.

—¿Es posible contar con la población de la ciudad?

—Gran parte se pondrá a nuestro lado.

—¿Para cuándo son las fiestas para el matrimonio?

—Temo que para mañana por la tarde —respondió el be-gler-beg.

—No quiero que tengan lugar —exclamó Nadir.

—Y no lo tendrán —dijo Mirza.

Una detonación retumbó en la parte de Teherán.

Un begler-beg se levantó y salió precipitadamente; en la oscuridad vio un fogonazo, y luego se oyó una segunda detonación.

—Es el anuncio del adge —les dijo volviendo a entrar, pálido y agitado—. Mañana empezarán las fiestas.

Nadir emitió un suspiro escalofriante.

—¡Mi Fátima! —exclamó—. ¡Está perdida!

—Todavía no —dijo el viejo con una calma admirable.

Y dirigiéndose a los tres khan preguntó:

—¿Están preparados vuestros hombres?

—Sí —respondieron ellos.

—Está bien; tú, khan de los kurdos, mañana concentrarás a tus fuerzas frente a la puerta de occidente y esperarás la señal para entrar en la ciudad; tú concentrarás a las tribus frente a la puerta oriental; tú y tus kadjar en la del mediodía; y nuestros montañeses se ocuparán de la del septentrión.

—¿Y yo? —preguntó el begler-beg.

—Vendrás con nosotros para introducimos un la ciudad y mandarás a tus emisarios a agitar a los habitantes de los barrios que han abrazado nuestra causa.

—¿La hora dél ataque? —preguntaron los khan.

—Medianoche.

—¿La señal?

—Os la darán los treinta y cuatro cañones. Entrad en la ciudad y reuníos en la plaza de Meidam, desbaratando las tropas reales que os encontréis por el camino.

—Está bien —respondieron los khan.

—Marchad —dijo Mirza.

Los khan salieron, tras haberse inclinado tres veces frente a Nadir, montaron en sus caballos, y, con sus secuaces, se alejaron al galope por los senderos. En poco tiempo, desaparecieron entre los bosques de los valles inferiores.

—Harum —dijo Mirza, volviéndose hacia el montañés—, reúne a nuestros fíeles, y mañana les haces bajar a la llanura.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En la plaza de Meidam. Dejarás veinte hombres para la escolta.

—¡Que Alá vele sobre nuestro sha! —les dijo saliendo.

Habiendo quedado solos, el viejo se volvió hacia el begler-beg que esperaba sus órdenes.

—¿Tu palacio es seguro? —le preguntó.

—Sí, sadri-azem.

—¿Puede hospedamos sin temor de ser descubiertos?

—Está defendido por cincuenta guardias devotos a la causa y ninguno de ellos conoce los subterráneos del palacio.

—¿En dónde te espera la escolta?

—En Ask.

—¿Tienes caballos y vestidos para nosotros?

—Todo está preparado, sadri-azem; tus órdenes han sido cumplidas.

—Ve a esperarnos en Ask.

—¿Cuándo llegaréis?

—Mañana al amanecer; mientras tanto, mandarás a tus emisarios a la ciudad para que nos adviertan en caso de emboscada.

—Confiad en mí; he jurado fidelidad al nuevo sha.

Se inclinó frente a Nadir, se juntó con su pequeña escolta, montó a caballo y se puso en marcha, descendiendo de la montaña.

—Mirza —preguntó Nadir con voz extremadamente conmovida—, ¿qué puedo hacer por ti?

—Nada, hijo mío; a mí me basta la felicidad de verte rey de Persia.

—Es grande lo que has hecho por mí.

—Es justo, Nadir, y un siervo fiel de tu padre no podía actuar de otra manera. ¿Y tu herida? ¿Podrás resistir una marcha por la llanura y tal vez un combate? Temo por ti.

—Me siento fuerte, Mirza, y lo seré todavía más mañana, cuando lucharé por el trono y por la mujer que amo.

—Vete a descansar, hijo mío. Mañana por la noche la capital saludará en ti a Nadir sha.

XVII. ¡VIVA NADIR «SHA»!

Teherán, la ciudad real de los sha persas, estaba en fiestas.

La voz de que el poderoso monarca estaba a punto de casarse con su cuarta mujer se había esparcido por doquier y de todas partes habían acudido, en gran número, los más altos dignatarios, los gobernadores de las provincias, los comandantes militares, los príncipes, los regentes de las ciudades y los jefes de tribu.

Las calles de la ciudad real y especialmente los alrededores del palacio y la anchurosa plaza de Meidam rebosaban de gente, de soldados y de caballeros.

Se veía pasar a los khan erguidos en sus magníficos caballos escogidos de entre los más bellos y los más valiosos del Korassán, cubiertos de cabalgaduras de gran valor. Pasaban luego los príncipes, que vestían lujosos vestidos, cargados de joyas, luego los begler-beg con sus birretas tapizadas de piedras preciosas, acompañados de grupos de valerosos caballeros; luego los kakim o alcaldes de ciudades notables, zabit o alcaldes de pequeñas ciudades, ke-lanter o síndicos de la ciudad, ketkhonda o síndicos de los pueblecitos, luego los jefes de tribu, kurdos, iliatas, kadjar y grandes señores que se divertían echándole al pueblo en fiestas puñados de poul (monedas que valen poco más de cinco céntimos).

La multitud afluía como en torrentes a la plaza de Meidam, aun a pesar de los esfuerzos de los daroga (lugartenientes de la policía) y de los mir-i-adhas (jefes de policía) que intentaban regular el flujo de gente.

Todos corrían a admirar a los guardias del rey vestidos de gala, o a los zembourecktchi, que desde lo alto de las terrazas hacían sonar los cañones, o bien las danzas de las bailarinas que aquel día, por orden del Sha interpretaban sus danzas en la plaza real, entonando los cantos poéticos de Valmichi, el poeta más popular de Persia.

El palacio real refulgía; miríadas de luces de mil colores iluminaban las terrazas, bajo los espléndidos pórticos, sobre las cúpulas, en las torrecitas, haces de luces de todos los colores.

Los palacios de los ricos, de los príncipes, las mezquitas, los minaretes estaban totalmente iluminados y de las terrazas salían de entre las tinieblas, silbando y tronando, los cohetes y las serpentinas, daban vueltas las ruedas de fuegos, explotaban los petardos.

En medio de aquel gentío, dos hombres vestidos de kurdos, con un amplio turbante sobre la cabeza, seguidos a poca distancia por otros cuatro hombres armados, daban silenciosamente la vuelta a la plaza.

Tan sólo se paraban para mirar atentamente a los caballeros del rey, que continuaban dando vueltas frente al palacio real, y a los que parecían vigilar con particular atención; luego observaban a los guardias formados bajo los pórticos, en equipo de guerra, y los ocho cañones apostados a los lados de la puerta principal, con las bocas vueltas hacia la población. Ambos parecían inquietos y se miraban el uno al otro a los ojos, como si quisieran comunicarse con los ojos sus propias aprensiones.

—Dime —murmuró al oído de su compañero el más alto de los dos—. ¿No te parece que esta noche se toman precauciones insólitas?

—Calla —respondió el otro echando una rápida ojeada a su alrededor—. Observa y escucha.

Se habían acercado a dos daroga apoyados en una columna, que hablaban en voz baja, pero no tanto que no se les pudiese oír si se prestaba atención a sus palabras.

—¿Has notado algo? —preguntó uno.

—No —respondió el otro—. Me parece que la población sólo piensa en divertirse.

—¿Nos habrán engañado?

—No sé qué decirte, pero no hay indicios que hagan sospechar.

—Sin embargo, el mir-i-adhas ha dicho que la conjura existe.

—La población está casi inerme, y no sé cómo podría resistir a una descarga de los cañones.

—¿Están los guardias en la puerta?

—¿Qué temes?

—Una insurrección en el exterior.

—Los kurdos de la llanura ocupaban esta mañana sus tiendas y estaban tranquilos. Por otra parte, los artilleros del cuerpo de los camelleros vigilan y los artefactos están dispuestos en la explanada.

—¿Es verdad lo que se dice?

—¿Qué?

—Que las tropas del Masenderán, que guerrean en las costas del Caspio contra los rusos, se pondrán en marcha dentro de veinticuatro horas.

—No lo sé.

—¿Y que el sha está a punto de ir a reunirse con ellas?

—Lo ignoro; pero esto indicaría que el sha no se cree seguro en la capital y que desconfía de su guardia.

—Es imposible: los guardias son fíeles. ¡Atención!… ¡Ahí viene Hadji!…

Un lugarteniente de la policía se acercaba a ellos.

Dijo rápidamente algunas palabras, que los dos kurdos no consiguieron entender, y luego se alejaron rápidamente los tres. El kurdo de alta estatura hizo un gesto violento y murmuró:

—¡Nos han traicionado!

—Silencio, imprudente —dijo su compañero.

Lo tomó de la mano, cruzó por entre la multitud y lo condujo al fondo de la plaza, bajo un oscuro soportal que el pueblo todavía no había invadido. Los otros cuatro kurdos les habían seguido.

—Mirza —dijo el kurdo de alta estatura que era Nadir—, ¡alguno nos ha traicionado!

—Pero demasiado tarde, hijito mío —respondió el viejo—. Dentro de una hora, nuestros partidarios irrumpirán en la ciudad.

—Mirza, temo por mi Fátima.

—No temas, que ahora la insurrección está a punto.

—¿Y si el sha huyese? ¿No has oído lo que decían aquellos hombres? Las tropas del Masenderán partirán dentro de veinticuatro horas.

—El camino es largo y cuando lleguen aquí, la ciudad estará en nuestras manos. Aquí palpita el corazón de Persia y todos saludarán a Nadir como shaf cuando sepan que te sientas en el trono de tu padre.

—¿Pero y si escapase llevando consigo a Fátima?

—Él tal vez ignora que la muchacha es la causa de la insurrección, porque esto sólo lo sabemos nosotros dos y Harum; no tiene, por tanto, motivos para hacerla huir. Creo, sin embargo, que sí tiene intención de unirse a las tropas de Georgia, que han sido vencidas por los rusos.

—¿Y si lo hubiese sospechado? Mirza, tengo miedo de que el usurpador me la arrebate.

—Le faltará tiempo para huir. No pueden salir del palacio, sin llamar la atención, setecientos u ochocientos hombres y doscientas o trescientas mujeres.

—¿Dónde está el begler-beg?

—Nos espera en su palacio.

—¿Ya han descendido los montañeses?

—Están acampados en la llanura desde las tres de hoy.

—¿Habrán sido descubiertos?

—Están escondidos en el jardín de la villa del begler-beg.

—¿Y los kurdos?

—Han levantado su campamento esta mañana y han plantado sus tiendas a dos millas de la puerta de occidente.

—¿Y los kadjar?

—A esta hora se acercan, aprovechándose de la oscuridad.

—¿Y los artilleros del cuerpo de camellos?

—Son fíeles, Nadir. Lo he comprobado esta mañana cuando el begler-beg ha pasado.

—Pero la población me parece inerme, Mirza.

—¿Quién te dice que entre esta gente están nuestros partidarios? No, Nadir: esos siguen en sus casas, y cuando las armas de los zembourektchi estallen, los verás precipitarse hacia la calle con el arma en la mano, gritando: «¡Viva Nadir sha!».

—¡Silencio! ¡Atención! Se cierran las puertas del palacio real.

—¿Significa que ha terminado el recibimiento?

Mirza no respondió. Con la frente arrugada, la mirada inquieta, miraba las puertas del palacio real que se cerraban con una cierta precipitación.

—¿Qué sucede? —murmuró—. ¿Se están tomando precauciones o bien se prepara alguna sorpresa?

—¿Temes algo, Mirza? —preguntó Nadir con aprensión.

—Sí.

—Pero los guardias permanecen en la plaza.

—Es cierto, pero… vayamos con el begler-beg.

Dejaron los soportales y, siempre acompañados por los cuatro taciturnos kurdos, que les seguían como sombras, se volvieron a mezclar con la multitud y se detuvieron poco después frente a un hermoso palacio.

Entraron en él, tras haber intercambiado algunas palabras con los siervos que vigilaban frente al portalón y que iban armados, y se dirigieron hacia el patio cuadrado, rodeado de pórticos.

Un hombre oculto detrás de una columna se adelantó.

—¿Y bien, señor? —preguntó dirigiéndose a Nadir.

—Suceden graves cosas en el palacio real —respondió en su lugar Mirza.

—¿Cuáles, sadri-azem?

—El palacio real ha cerrado las puertas.

—¿En esta noche de fiestas?

—Sí, begler-beg —dijo Nadir—. Y los lugartenientes de la policía hablan de una inminente insurrección.

—¿Nos han traicionado?

—¡A ti te lo pregunto! —dijo Nadir.

—¿Tal vez se ha filtrado algo? Tú sabes, señor, que nuestros partidarios son muchos y tal vez alguno ha dejado escapar una palabra imprudente.

—¿Están dispuestos los conjurados? —preguntó Nadir.

—Sólo esperan el retumbar de los cañones —respondió el begler-beg—. Mis fieles acaban de visitar ahora los barrios, por eso sé que todos están dispuestos a apoyar las tropas que nos son fieles.

—¿Crees que el sha podría escapar?

—Es imposible —respondió el begler-beg. La corte es demasiado numerosa para huir durante el tumulto de un asalto; y además rodearían en seguida los jardines reales.

—¿Comunican con los bastiones de la ciudad?

—Sí —dijo el begler-beg.

—¡Silencio! —dijo Mirza—. ¿No oís?

—¿Qué? —preguntó Nadir.

—¿No oyes un lejano griterío?

—¿Tal vez los kurdos que avanzan?

—Es medianoche, Nadir —dijo Mirza.

En aquel instante, sobre los bastiones de la ciudad se oyeron varios cañonazos y, al cabo de poco rato, otros todavía.

Luego, un profundo silencio. Después, por la parte de la plaza de Meidam se oyeron nuevos cañonazos, seguidos de un aullido terrible, y a través de la larga calle se vio pasar, desenfrenadamente, a la gente que gritaba.

—Los guardias del rey ametrallan al pueblo —dijo el begler-beg. Que traigan el caballo del sha.

Un corcel blanco, un soberbio animal del Korassán, espléndidamente enjaezado, con una larga gualdrapa de seda carmesí tachonada y adornada con piedras preciosas, fue llevado al centro de la cuadra.

—¡A caballo, Nadir! —gritó Mirza mientras otros veinte caballos salían de los soportales.

El joven Rey de la Montaña se desembarazó del largo manto kurdo, que cubría un traje de sha fulgurante de joyas, y desenvainada la cimitarra, espoleó al corcel saliendo a la calle, seguido de Mirza, del begler-beg, de los cuatro montañeses, que habían desplegado la bandera real del futuro rey, y de veinte caballeros, que con el kandjar empuñado vociferaban hasta enronquecer:

¡Viva Nadir sha!…

XVIII. LA INSURRECCIÓN

El griterío de alegría de la multitud, que celebraba el próximo matrimonio del rey, se había transformado en alaridos de dolor y de miedo.

La ciudad, hacía poco en fiestas, estaba a punto de quedar inundada en sangre y transformarse en un vasto campo de batalla.

A las primeras descargas de los veinticuatro cañones situados en las puertas de la ciudad, había respondido como un eco la artillería del palacio real.

Los guardias del rey y los artilleros que vigilaban las terrazas y bajo los pórticos, obedeciendo sin duda a una orden secreta, habían abierto un fuego infernal contra la muchedumbre inerme que se concentraba en la plaza aplaudiendo los movimientos de las bailarinas y escuchando las canciones populares de Valmichi.

Aquel huracán de metralla, seguido poco después de una terrible descarga de mosquetería, había producido una terrible matanza. La multitud, aterrorizada, se había ido hacia los estrados adyacentes, pasando por encima de muertos y heridos que ocupaban toda la plaza, ocultándose bajo los pórticos, en las casas, en los jardines, aglomerándose en cualquier parte.

Todos parecían locos; chocaban entre sí, se empujaban furiosamente, llenando el aire de aullidos desesperados.

Los guardias del rey continuaban implacablemente el fuego: no quedando ya gente en la plaza disparaban contra las entradas de las calles en donde la muchedumbre todavía se empujaba, mientras que la artillería de las terrazas disparaba contra las casas de frente, triturando las ventanas, despedazando los patios de columnas, destruyendo los balcones, hundiendo las paredes; y los guardias policías remataban a golpes de kandjar a los heridos que se debatían sobre las piedras ensangrentadas de la plaza.

Parecía que quisieran aterrorizar a la población.

Pero ahora, en la parte alta de la ciudad rugían vientos de revuelta. De oriente, de occidente, del mediodía y del septentrión se oían estallidos de cargas formidables, acompañadas de un griterío creciente.

Por las cuatro anchas calles que conducían a la plaza real, avanzaban densas columnas de hombres armados: eran los valientes hijos del nevado Demavend, guiados por Harum, eran los kurdos, las tribus militares y las de los kadjar, que corrían a combatir contra las tropas del usurpador y a castigar a los traidores.

Los artilleros del cuerpo de camellos, fieles a la palabra dada, habían abierto sus puertas y los partidarios del joven Rey de la Montaña avanzaban animosamente hacia el palacio real, gritando:

—¡Viva Nadir sha!

Dispersada la multitud aterrorizada, otra había ocupado las calles, pero ésta no estaba inerme ni aterrorizada.

El sector de la población que se había adherido a la conjura, todos los partidarios del asesinado Luft-Alí, oyendo disparar a la artillería y resonar los «vivas» para el joven rey, habían descendido a las calles con los mosquetones y con sus kandjar empuñados, para apoyar al movimiento de los cuatro puntos cardinales que penetraba, compacta y ordenadamente, hacia el corazón de la ciudad.

Reunidos en los barrios centrales, habían ocupado rápidamente las casas que están frente al palacio real y los jardines, dispersándose hasta en los tejados, y desde allí disparaban desde las ventanas, los balcones, las claraboyas, procurando mermar las tropas reales, que invadían la plaza, colocando la artillería en los cruces de las calles.

Aquellos guardias, escogidos de entre las tribus más belicosas y organizadas, podían oponer una larga resistencia.

Eran seis mil, mandados por el khan y los ministros del rey, y a ellos se habían unido todos los siervos del sha, incluso los richsfid, o sea los llamados «barbas blancas», dignatarios del harén de las mujeres, y los guardianes, los kalionondars, los portapipas del rey, y los kahoedjibachi, los que sirven el café, personajes importantes en la corte persa.

Aquel pequeño ejército, parte situado en la plaza, parte escalonado bajo los espaciosos pórticos, o bajo las amplias terrazas del palacio, a las descargas de los partidarios del joven shaf respondían con un fuego tremendo, llenando las casas cercanas y cubriendo todas las calles de plomo y de metralla.

El fuego no detenía a las cuatro columnas que avanzaban a paso de carga, impacientes por llegar al cuerpo a cuerpo.

La población que no formaba parte de la conjura no había opuesto resistencia; de esta forma, viendo pasar a aquel joven fiero seguido del grupo de caballeros que no dejaban de gritar: «Viva Nadir sha», en un acceso súbito de entusiasmo, lo aclamaba y unía sus gritos a los de la escolta.

Cuando Nadir se juntó con los montañeses, seguidos de dos mil kadjar, un alarido inmenso estalló, ahogando los ruidos de las descargas de los mosquetones y de la artillería:

—¡Viva nuestro sha!

—¡Adelante, mis valientes! —gritó Nadir—. ¡Al palacio!…

Los fieros montañeses, con el fusil en la mano, apresuraron el paso, seguidos siempre por los kadjar, que emitían, según su costumbre, gritos salvajes. De la parte de la plaza, los disparos de fusil eran cada vez más intensos. Sin duda los kurdos y las tribus militares se enfrentaban ya con los guardias reales.

Los montañeses se lanzaron a la carrera hacia la plaza. La desembocadura de la calle estaba cerrada por diversas compañías de guardias y por dos cañones, pero en un arranque aquellos soldados consiguieron despejar la calle, arrebatar los cañones, y los valerosos hijos del nevado Demavend, guiados por su joven rey, irrumpieron furiosamente en la plaza.

Las tropas del rey, concentradas bajo los pórticos, les acogieron con una descarga cerrada, pero los montañeses, apoyados por las tribus de los kadjar, se lanzaron contra los defensores, mientras los kurdos, las tribus militares, los jakareubach y los erechlon trituraban a los soldados que ocupaban las desembocaduras de las calles, muy ayudados por la población, que ahora, pasada la sorpresa, corría en defensa de su legítimo soberano.

Un combate horrible se desencadenó en la vasta plaza real. Los guardias, asaltados por todas partes, se defendían con un valor desesperado, pero no pudieron dominar largo tiempo la situación.

Los khan, los siervos de la corte y los guardias de la policía, que habían sostenido el primer embate, yacían sobre las piedras de la plaza, inundada de sangre, y ahora caían sobre ellos los soldados. Los caballeros kechikdji, que se dice son los de más confianza y que escoltan al sha, después de haber intentado tres cargas desesperadas, habían sido casi todos ellos abatidos, y sus caballos, destripados con los kandjar de los montañeses o con los kard de los kurdos o con las espadas de las tribus militares, gemían junto a los pórticos o se arrastraban penosamente por la plaza. Cualquier resistencia ahora era inútil; la toma del palacio real era sólo cuestión de minutos.

Nadir, Mirza, el begler-beg y el khan se enfrentaban ahora con las tropas reales y sus secuaces, los cuales, si eran rechazados, volvían a la carga con mayor aliento, decididos a terminar con los defensores del sha.

Las cuatro columnas, unidas de nuevo, irrumpieron una última vez contra el palacio real, con los kandjar en alto.

Este ataque irresistible fue decisivo. Los guardias reales, ya diezmados, no resistieron al poderoso empuje y se dispersaron en todas las direcciones, intentando llegar a las calles que llevan a las puertas.

Reunidos en el fondo de la plaza se abrían paso a través de las líneas de los kurdos y, en número de cuatro mil, se dirigieron corriendo hacia la puerta oriental, seguidos de los habitantes, que se echaban contra ellos incluso desde las ventanas y volcaban sobre sus cabezas los muebles de las casas.

Nadir, Mirza, el begler-beg y el khan entraron en el palacio real, cuyas puertas ya habían sido hundidas. Harum y unos cincuenta montañeses les seguían para defenderles.

Los amplios salones que conducían a las estancias reales estaban todavía iluminados, pero ningún guardia vigilaba y no se oía rumor alguno en los pisos superiores.

Aquel silencio extraño causó profunda impresión en Nadir.

—¡Mirza! —exclamó—. Mi Fátima ya no está ahí, el corazón me lo dice.

—¿Habrán huido todos? —se preguntó el viejo con ansiedad—. Este silencio me asusta.

—¿Pero por dónde? —preguntó Harum—. Tres o cuatrocientas personas no pueden desaparecer.

—Adelante —dijo Nadir, que se había puesto muy pálido—. Tú, begler-beg, ordena registrar jardines y cuadras.

Subieron por la escalera real que conducía a la sala del trono y hallaron la puerta abierta. Un hombre, ricamente vestido, estaba en medio del salón, frente al trono de oro esmaltado de diamantes. Nadir se precipitó contra él con el kandjar levantado, gritando:

—¿Dónde está el sha?

—Lo ignoro —respondió aquel hombre.

—¡Habla o te mato!…

—Puedes matarme, pero no puedo decirte lo que no sé.

—Hace pocas horas el sha estaba aquí —dijo Mirza.

—Es cierto.

—¿Dónde se ha escondido?

—Ha bajado a los jardines hace una hora, seguido de algunos de sus principales servidores.

—¿Y no ha vuelto a entrar?

—No.

—¿Y la muchacha de cabellera rubia con la que hoy se tenía que casar?

—He visto cómo dos hombres la llevaban al jardín.

—¡Mientes! —gritó Nadir con desesperación.

—Mi vida está en tus manos: ¿por qué voy a mentirte?

—¿O sea que el sha ha huido?

—Lo temo.

—¿Adónde?

—No lo sé.

—¿Dónde están las mujeres de la casa?

—En sus habitaciones.

—¿Y los siervos, y los príncipes?

—Han huido.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Mirza.

—El nasak-tchi-bachi (gran mariscal y justiciero) del sha —respondió.

—¡Mirza! —gritó Nadir—. ¡La he perdido!…

—Todavía no —respondió el viejo—. A la buena Fátima, te juro que la encontraremos.

—¿Pero hacia dónde habrá huido mi enemigo?

—Pronto lo sabremos. Harum, registra todas las habitaciones, todos los escondrijos, y procura que…

No terminó. En lo alto de la escalera se oía un tumulto y un griterío ensordecedor, mientras que sobre la plaza retumbaban aullidos feroces.

Nadir estaba a punto de precipitarse fuera de la sala, cuando compareció el begler-beg seguido de unos cuantos montañeses. En la derecha llevaba una cimitarra ensangrentada y en la izquierda una cabeza humana.

-Sadri-azem —dijo dirigiéndose hacia Mirza—. ¿Conoces esta cabeza?

—¡El traidor, el asesino de mi señor! —exclamó el viejo.

—Sí, es del príncipe Ibrahim.

—¿Lo has matado tú?

—Sí, en el lugar en donde este despreciable había asesinado a la madre de nuestro joven sha.

—¡Inicuo!… —murmuró Nadir, con voz sorda—. Es la justicia de Dios.

Apartó la mirada y se dirigió hacia la puerta, pero el begler-beg lo detuvo con un gesto.

—Mi señor —dijo—, el sha ha huido con sus esposas, la prometida y los príncipes.

—¿Por dónde?

—Sé que han huido por una puerta que lleva de los bastiones a la llanura.

—Ahora comprendo —dijo Mirza—. Las tropas lo sabían y han prolongado la resistencia para darle tiempo a huir.

—¡He perdido a mi mujer! —exclamó Nadir con voz oscura—. ¿Qué me importa el trono y Teherán sin ella? ¡Ah, Mirza, qué desventurado soy!…

El desgraciado joven, vencido por el dolor, se dejó caer en un diván, escondiendo la cabeza entre las manos.

Mirza se le acercó.

—Nadir, hijito mío —le dijo en tono de dulce reprobación—, eres sha de Persia, ahora, y no debes mostrarte así delante de tus súbditos.

Nadir se levantó al instante, con los ojos en llamas, y el rostro transfigurado.

—Sí —dijo—, soy sha, y tengo que ser fuerte. ¡A caballo, mis valientes!…

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mirza asustado.

—Alcanzar al usurpador antes de que se ponga a salvo entre las tropas del Masenderán.

—No todos pueden seguirte, Nadir.

—Me bastan quinientos hombres.

—¿Y si el sha alcanza a las tropas del Masenderán?

—Al frente de mis caballeros atacaré a aquellas bandas indisciplinadas y las dispersaré. No perdamos minutos preciosos, Mirza.

El viejo se volvió hacia el khan de los kurdos:

—¿De cuántos caballeros dispones? —le preguntó.

—De cuatrocientos —respondió el khan.

—¿Todos ellos valientes?

—De probado coraje, sadri-azem.

—¿Y tú cuántos caballeros puedes proporcionar? —preguntó, volviéndose hacia el jefe de las tribus militares.

—Trescientos.

—Y yo quinientos —dijo el khan de los kadjar.

—Re unidlos, rápidamente, en la puerta oriental.

Los khan salieron presurosos a cumplir lo ordenado.

—Harum —dijo Mirza—, nuestros montañeses son los jinetes más expertos del mundo. Baja a las cuadras reales y haz montar a nuestros fieles amigos en cuantos caballos encuentres.

—Cuenta conmigo, Mirza —respondió el montañés.

—Adelante, Nadir —respondió el viejo—. No todo está perdido, hijo mío, y encontraremos a tu Fátima. Las tropas del Masenderán no deben ser numerosas y no resistirán a la carga de mil doscientos o mil trescientos caballeros, ya ebrios de victoria. Teherán ahora está en nuestra mano y cuando las otras ciudades sepan que la capital ha abrazado tu causa, se apuntarán a tu bandera.

—¡Pobre Fátima! —suspiró el joven.

—La salvaremos, Nadir. ¡Vamos!

Diez minutos más tarde, el joven sha, seguido de cien cazadores del Demavend que montaban los veloces caballos del usurpador, atravesaba al galope la ciudad, entre una multitud que le aplaudía y vociferaba:

—¡Viva Nadir sha!

XIX. NADIR Y FÁTIMA

Fuera de la puerta de oriente, el khan de los kurdos, de las tribus militares y de los kadjar se habían reunido con sus caballeros, y no deseaban más que precipitarse sobre las tropas del Masenderán, en marcha contra la capital. Ebrios de la primera victoria, electrizados por la figura valiente del joven sha, cuya causa acababan de abrazar con entusiasmo, estaban dispuestos a ganar la segunda batalla y a derrotar para siempre al usurpador.

Cuando vieron llegar al joven soberano, seguido de su fiel Mirza, del begler-beg y de Harum que conducía a los valientes montañeses, un aullido estalló entre las filas de los mil trescientos caballeros:

—¡Viva Nadir sha! ¡Que muera Mehemet!

Nadir, Mirza y los jefes de tribu celebraron un breve consejo, para decidir el camino que convenía tomar. Acordaron dirigirse hacia la cadena del Albours, montes que dividen la provincia de Teherán de la de Masenderán.

El begler-beg sabía que entre aquellos pasos montañosos se hallaba un kala-i-espid, o sea una fortaleza inaccesible, que durante un tiempo había sido suya, y pensaba que era muy probable que el sha se dirigiese hacia allí, para esperar a las tropas.

Nadir dio la señal de partida y los escuadrones kurdos, kadjar y los de las tribus militares y de los montañeses, partieron veloces hacia, la llanura del Sultanieh.

Los caballos, aun sin ser espoleados, resistían maravillosamente aquel rápido galope. Habituados a las carreras desenfrenadas por las llanuras arenosas y por los desiertos, eran capaces de resistir hasta el alba, sin tomar ni un sorbo de agua ni un manojo de hierba.

Ningún pueblo cuida tanto a sus caballos como el persa. Con paciencia inaudita, poco a poco, habitúa a sus corceles a soportar marchas larguísimas y ayunos increíbles.

Especialmente los usbequios, los farsistanios y los soldados del Irak-Adjemi del Korassán y del Azerbeidján los someten a pruebas que a menudo los matan. Para mantenerlos delgados, es decir para que no disminuyan en velocidad, y para mantenerlos sobrios, disminuyen poco a poco su alimentación hasta el punto de no darles más que un puñado de cebada al día. De esta manera, obtienen que los caballos puedan recorrer sesenta e incluso ochenta millas, sin detenerse ni para descansar ni para comer.

Marchando a tal velocidad, a las dos de la madrugada los mil trescientos caballeros que seguían a Nadir habían atravesado ya la llanura de Sultanieh, que se extiende desde la capital persa hasta el pie de la cadena del Albours.

La imponente cordillera de montañas estaba ahora frente a ellos. Si los fugitivos no habían iniciado ya su escalada hacia el mar Caspio, podían esperar alcanzarlos antes de que entrasen en contacto con las tropas del Masenderán, que todavía debían estar muy lejos.

Antes de aventurarse por los montes, los khan mandaron delante a algunos kurdos, que son expertos en huellas, a fin de que descubriesen las de los fugitivos. Aquella investigación dio resultados inesperados, porque los caballeros volvieron al cabo de muy poco rato para informar que a través de un paso rocoso, habían descubierto las pisadas recientes de una tropa.

—Mis previsiones no me han engañado —dijo el begler-beg—. Aquel paso conduce al kala-i-espid, y les alcanzaremos antes de que se junten con las tropas del Masenderán.

—¡Ojalá vuelva a tener a mi Fátima! —dijo Nadir.

—Ya no huirá más, Nadir —dijo Mirza—. Haremos del usurpador pan de hogaza; asaltó nuestro castillo y asaltaremos el suyo.

—¡Adelante, mis fieles! —gritó Nadir—. Con el alba de mañana, saludaremos una nueva victoria.

Los caballeros rompieron los escuadrones, porque era estrecho y peligroso el camino que conducía hacia las cimas de las grandes cadenas, y se apiñaron tras el joven soberano y el begler-beg que marcaba el paso y abría la marcha.

Aquellas montañas eran tan ásperas y salvajes como el Demavend. Gargantas profundas, que las tinieblas hacían oscurísimas, hendían sus flancos y una vegetación tupida trepaba por sus rocas y abismos. Pero los caballeros del joven rey marchaban con paso seguro y rápido, ansiosos de estar ya frente a los muros de la fortaleza.

Cuanto más se remontaba, más Nadir sentía a su corazón latir con violencia y experimentaba una sensación extraña, la misma que había experimentado la primera vez que se le apareció la dulce muchachita de sus sueños. Una voz interior le decía que por aquellos senderos había pasado su prometida, y que ella se hallaba allí arriba, entre la—’ cimar de aquella montaña. Una fuerza misteriosa, irresistible, lo empujaba hacia arriba, y azuzaba al corcel para que apresurase el paso. De vez en cuando se volvía hacia el begler-beg al que preguntaba: * —¿Está lejos, todavía?

—Más arriba, más arriba —respondía el gobernador.

—Temo llegar demasiado tarde.

—Llegaremos a tiempo, señor mío.

A las tres de la madrugada, después de haber superado una cresta de bosque, la vanguardia, que andaba en silencio, llegaba frente a una explanada, en medio de la cual aparecía una gigantesca construcción maciza. Era una especie de castillo, rodeado de un muro, defendido con un ancho foso y formado de siete enormes torres.

—El kala-i-espid —dijo el begler-beg a Nadir—. ¡El sha es nuestro!

—¿Es sólida la roca?

—Inaccesible, pero entraremos —dijo el begler-beg con una sonrisa misteriosa.

—Este kala-i-espid perteneció mucho tiempo a mi familia y yo conozco un pasaje secreto que probablemente el mismo sha desconoce.

—¿Pero ya habrá llegado el sha?

—Veo algunas sombras que se pasean por entre las almenas de las torres, y si allí vigilan, es señal de que el sha está aquí.

—¿Habrán llegado ya las tropas del Masenderán?

—No. Estarían acampadas aquí, en este altiplano.

—Guíame por el pasaje secreto.

—Un momento, mi señor. Ordenad a los caballeros que rodeen el castillo, ocultándose en los bosques, para impedir que los enemigos huyan. Aquí ha venido el sha usurpador, y aquí morirá.

Los khan fueron avisados inmediatamente. Los mil trescientos caballeros, que estaban a punto de subir al altiplano, se dividieron muy pronto y, a derecha y a izquierda, ocuparon los bosques, rodeando completamente la roca.

Cuando el begler-beg supo que ya nadie podía salir de la fortaleza, saltó del caballo y se metió, agarrándose en los zarzales, por una profunda zanja. Nadir, Mirza, Harum, dos khan y veinte montañeses le siguieron en silencio.

De las rocas no llegaba rumor alguno. Sobre las altas torres, a la luz incierta de los astros, se veían, de vez en cuando, brillar los fusiles de los centinelas y alguna ventana que se iluminaba débilmente.

El begler-beg, cuando llegó junto al foso, se dejó deslizar hasta el fondo, luego siguió las macizas murallas de la roca, hasta que encontró una gran piedra, semioculta entre enredaderas salvajes.

Hurgó tras la hojarasca, luego apretó un saliente; inmediatamente, la piedra giró sobre sí misma, mostrando una abertura estrecha y oscura.

—Adelante —dijo el begler-beg—. Dentro de pocos minutos seremos, ciertamente, victoriosos.

—¿A dónde va a parar este pasadizo? —preguntó Nadir.

—A una estancia del castillo.

—¿Habitada?

—Lo ignoro, mi señor.

—Preparad las armas —dijo Mirza, volviéndose hacia los montañeses.

—Estamos preparados —respondió Harum.

Uno a uno, los veintiséis hombres penetraron y subieron por una estrecha escalera, que parecía construida en el espesor mismo de las enormes murallas del fuerte. El begler-beg, que conocía el camino, abría la marcha y andaba sin dudas, a pesar de la densa oscuridad.

Escalados sesenta peldaños, se detuvo un instante, colocando el oído sobre el muro. Luego, seguro del profundo silencio, avanzó por un estrecho corredor y se detuvo frente a un obstáculo que le cerraba el paso.

—¡Ya hemos llegado! —susurró el begler-beg.

—¿En qué consiste este obstáculo?

—Basta apretar el botón que tengo debajo de la mano para hacerlo caer. Es el fondo de un gran cuadro.

—¿No oyes ningún rumor?

El begler-beg acercó el oído al cuadro y escuchó con profunda atención, sin respirar apenas.

—Hay alguien en la estancia —dijo con voz alterada.

—¿Qué has oído?

—Como un lamento o un sollozo sofocado.

—¡Gran Alá! —murmuró Nadir—. ¡Tengo el corazón despedazado!…

—¿Qué queréis decir, señor mío?

—Abre —dijo Nadir.

—Pero nos van a descubrir.

—Tenemos nuestras armas, y a los primeros disparos nuestros caballeros se lanzarán al asalto. ¡Abre, te lo mando!…

El begler-beg ya no vaciló. Apretó lentamente el botón, el obstáculo cedió, dejando una abertura, y frente a Nadir apareció una estancia de espléndidos tapices y con el pavimento recubierto de soberbias alfombras. Estaba débilmente iluminada por una lámpara dorada suspendida del techo. Sus ojos se posaron sobre una joven medio echada sobre un diván y que mantenía el rostro oculto entre las manos.

Palideció, luego la sangre le afluyó a la cabeza.

Se lanzó con un salto al interior de la estancia y, precipitándose hacia la mujer, exclamó:

—¡Fátima!… ¡Mira a tu Nadir!…

La muchacha se sobresaltó, y se puso en pie de un salto, mirando con los ojos llenos de lágrimas al joven amado, y dejó escapar un grito sofocado.

—¡Tú… aquí!… —balbució al fin.

Luego vaciló, como si de repente le faltasen las fuerzas; pero Nadir la recibió entre sus brazos, apretándola contra su pecho.

—¡Aquí, sobre mi corazón, mi rayo de sol! —exclamó.

—¡Oh, gran Hussein! —murmuró ella llorando y riendo a un tiempo—. Haz que no sea sólo un dulce sueño.

—No, Fátima adorada, no, mi flor predilecta de Teherán, no se trata de un sueño; estás en brazos de tu Nadir, que tanto te ama y que te ha llorado tanto.

—¡Estás vivo!

—Sí, Fátima, estoy vivo y soy poderoso.

—¡Ah, no, no… es un sueño! —exclamó ella—. ¡Tanta felicidad sería demasiado!…

—Soy tu leal Nadir, adorada muchacha —dijo el joven sha.

—¿Pero cómo has llegado hasta aquí, valiente mío? —preguntó ella, abalanzándose sobre su cuello—. ¿O sea, que no te mataron, aquella noche fatal? Yo te vi caer… ¡Ah, qué noche tan horrible! ¡Y he visto a un hombre que te hería en el pecho!…

—No, no te abandonaré jamás, Fátima, y serás mía para siempre. Y los traidores han sido muertos o dispersados, y hoy Teherán y el palacio real son míos.

—¡Teherán tuya! —exclamó ella.

—Sí, Fátima, Teherán es nuestra.

—¿Qué has hecho, pues?

—He combatido y he vencido.

—¿Entonces tú eres…?

—Ya no el Rey de la Montaña sino Nadir sha.

Ella se separó de él, exclamando:

—¡Mi señor!…

—No, Fátima, tu prometido; reinaremos juntos en el trono de mi padre.

—¡Nadir, es demasiada alegría!…

Luego hizo un gesto de miedo y su rostro palideció.

—Desgraciado —murmuró—. ¿Pero acaso no sabes que aquí está el usurpador?… ¿Y si te sorprende?…

—Ya no le temo —respondió Nadir fieramente.

—¿No estás solo?

—Allí —dijo el joven sha mostrándole la abertura— están Mirza, Harum y veintitrés fieles amigos, resueltos incluso a hacerse matar por mí, y en torno al castillo están apostados mil trescientos caballeros.

—Pero en cuanto amanezca las tropas del Masenderán estarán aquí —exclamó ella con angustia.

—Llegan demasiado tarde.

—Son muchos, Nadir. Se habla de diez mil hombres.

—Los dispersaremos, y luego… al amanecer el usurpador será muerto.

Fátima lo tomó de la mano y lo llevó hacia la ventana.

Ella le mostró con el dedo el horizonte que se teñía con los primeros reflejos de la aurora.

—Dentro de pocos minutos, las tropas estarán aquí —dijo ella—. Los correos del rey, llegados ayer por la tarde, los encontraron a dieciséis millas de los montes.

—Cuando lleguen, la fortaleza estará en poder nuestro. Una palabra todavía, Fátima. ¿El adge tuvo lugar?

—No, mi Nadir. El sha esperaba primero la llegada de las tropas.

—¡Gracias a Alá! Mañana tú serás…

Se interrumpió bruscamente y se giró para escuchar.

—Alguien se acerca —murmuró.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se abrió de improviso la puerta de la estancia y un hombre semivestido, empuñando una cimitarra de empuñadura centelleante, se precipitó hacia Nadir, gritando:

—¡Ah, traidor!

La jovencita emitió un quejido agudo.

—¡El sha! —exclamó.

Nadir, abandonando a la jovencita, había desenvainado rápidamente su kandjar, gritando con voz de trueno:

—¡Asesino de mis padres! ¡Al fin te tengo!

Un hombre se metió rápidamente entre los dos rivales.

—¡Elsha es mío! —gritó.

Era Harum. Su mano derecha, armada con un puñal, fue rápida como un rayo, y la hoja penetró en el corazón del usurpador.

El sha permaneció un instante derecho, luego cayó pesadamente contra el suelo, llevando todavía clavada en el pecho el arma mortífera.

El montañés, volviéndose hacia Nadir y todos los demás, que se habían lanzado al interior de la estancia con las armas empuñadas, dijo:

—Aquel hombre quería asesinarme con el cañón; yo lo he matado con el puñal de los hijos del Demavend. ¡El sha ha muerto; viva Nadir sha!…

En aquel instante, una descarga terrible retumbó en las gargantas de la montaña.

—¡Las tropas del Masenderán! —gritó Mirza.

—Salvemos a nuestros caballeros —dijo Nadir—. ¡Que se abran las puertas del castillo!

Los montañeses, conducidos por Harum, el begler-beg y los khan, se lanzaron fuera de la estancia, irrumpiendo en las salas.

Los príncipes del séquito del sha y la pequeña guarnición, sorprendidos por aquel pelotón de hombres que hacían un ruido extraordinario para hacer creer que eran muchos más, no opusieron resistencia. En un momento fueron desarmados, atados, encerrados en una única sala bajo la vigilancia de cuatro montañeses. Luego fueron abiertas las puertas de la fortaleza y bajados los puentes.

En el extremo del altiplano, los caballeros, si bien casi diez veces inferiores en número, habían iniciado con mucho coraje la lucha contra las tropas del Masenderán, ocupando todas las gargantas.

Fue ordenada la retirada y los mil trescientos caballeros se dirigieron a la fortaleza, levantando tras su paso los puentes y cerrando las puertas, mientras que el begler-beg mandaba cerrar el corredor secreto.

Las tropas del Masenderán, que creían haber sido atacadas por unas cuantas bandas de ladrones, no encontrando más resistencia remontaron los últimos repechos y se dirigieron hacia la fortaleza; sin embargo, hallando los puentes levantados, las puertas cerradas y las puertas y las altas murallas vacías de defensores, se quedaron en el altiplano.

Un caballero espléndidamente vestido y que llevaba la insignia de khan, se adelantó hasta el pie de la fortaleza rocosa, gritando:

—¿Dónde está el sha? Soy el gobernador de las tropas del Masenderán.

El begler-beg, que se encontraba en el bastión junto a Nadir, Mirza, Harum y los khan, se inclinó por el parapeto y con voz potente gritó:

—El sha, usurpador del trono de Luft-Alí, ha sido asesinado. Teherán ha saludado como sha al legítimo sucesor, el valiente Nadir. Quien no le reconoce, es enemigo de la capital, y si no le acatáis, mañana las tribus de la llanura de Sultanieh, y los kurdos y los kadjar os presentarán batalla…

Un profundo silencio acogió las palabras del begler-beg pero de repente las tropas que estaban formadas en orden de batalla en el altiplano, sobrecogidas por un súbito entusiasmo, gritaron a una sola voz:

—¡Viva el heredero de Luft-Alí! ¡Viva Nadir sha!…

Poco después, los puentes eran bajados y las tropas del Masenderán, que no habían olvidado todavía a su antiguo señor vilmente asesinado por Mehemet, se unieron a los mil trescientos caballeros del joven rey.

Nadir, que desde lo alto del bastión había oído el griterío de las tropas y había visto a los propios fíeles abrazar a los camaradas del Masenderán, se volvió hacia la joven que se apoyaba contra su brazo y, besándola en la mejilla, le dijo:

—Eres mía, Fátima adorada; te ofrezco mi corazón y la mitad de mi trono.

—¡Y yo mi vida, Nadir! —dijo ella.

—Ven, mi rayo de sol; dentro de algunos días, Teherán te saludará como reina de Persia; pero a ti sola, porque tu Nadir no podría amar a ninguna otra mujer.

CONCLUSIÓN

Dos días después, Nadir y sus caballeros, seguidos de las tropas del Masenderán, volvieron a entrar triunfantes en la capital persa, entre los aplausos entusiastas de toda la población.

Las ciudades del reino, informadas de la insurrección en la capital y de la muerte del usurpador, habían abrazado en seguida la causa del nuevo rey, y en todas partes, en las llanuras, en los montes y hasta en los desiertos, la población había saludado a Nadir como sha, el sucesor legítimo de Luft-Alí.

Diez días más tarde, en el palacio real, mientras la capital estaba en fiestas, entre descargas de artillería, el Rey de la Montaña era investido por los grandes dignatarios de la suprema autoridad, bajo el nombre de Nadir-Sadek, y el mismo día se casaba con la bella Fátima.

El joven soberano se mantuvo fiel a la palabra dada; ninguna otra mujer fue llamada al palacio real y jamás disminuyó el amor hacia la buena Fátima.

Mantuvo al viejo Mirza en el cargo de primer ministro, nombró a Harum jefe de su guardia, compuesta en su mayor parte por los fieles montañeses, y elevó a la categoría de príncipe al begler-beg y a los khan que le habían ayudado a reconquistar el trono de su padre.

Narran las historias persas que jamás durante aquel reinado, hasta entonces tan perturbado, había habido un sha tan magnánimo, más justo y más valeroso, ni se gozó de tanta prosperidad y tanta tranquilidad como bajo el dominio del leal Nadir-Sadek.


Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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