El Tesoro de la Montaña Azul

Emilio Salgari


Novela



CAPITULO I. EL HURACÁN

—¡Eh, muchachos! ¡Eso no son ballenas! Son los ribbon-fish que salen a la superficie. ¡Mala señal, amigos!

—Usted siempre gruñendo, bosmano —dijo la voz casi infantil de un grumete.

—¿Qué sabes tú del Océano Pacífico y de sus islas, chiquillo, si apenas hace unos meses que has dejado de mamar?

—No, bosmano, tengo dieciséis años cumplidos, y soy hijo de un marinero.

—Sí; acaso de agua dulce. Apostaría que nunca has salido del puerto de Valdivia y que ni siquiera, sabe guiar tu padre una balsa.

—Era chileno como usted, bosmano y…

—Pero no marinero como yo, que hace cuarenta y siete años que navego.

—Os digo que…

—¡Rayo de sol basta! —gritó el bosmano—. ¿Te quieres burlar de mí, Manuel? ¿Sabes tú cómo pesan mis manos? ¿No? Si continúas ya te las haré probar.

—Sois demasiado irascible, bosmano.

—Échate afuera, mozo cocido (chico cobarde).

—¡Oh! Bosmano, eso es demasiado. Os equivocáis al tratarme así.

—¡Chiquiyo!

—¡Oh, no! Yo soy un mozo cruo.

Quién sabe lo que habría durado, continuando en aquel tono, la disputa, con gran contentamiento de la tripulación que asistía riendo a aquel cambio de cumplimientos, cuando la aparición imprevista del comandante hizo cerrar de golpe todas las bocas.

El capitán del «Andalucía» era un hermoso tipo de chileno, con tres cuartos de sangre española en las venas y el otro cuarto de araucano, moreno; como: uno de los indómitos guerreros de los Andes, con ojos negrísimos y aterciopelados y todavía ardientes, aunque ya pesaran sobre las espaldas de aquel hombre de mar, más de cincuenta primaveras.

Su estatura era casi gigantesca, más de americano del Norte, que meridional, con poderosa espalda y cuello de puma

Su perfil era también bellísimo, aunque la larga barba que le encuadraba el rostro, todavía negra a pesar de la edad, le daba cierto aspecto de bandolero.

Debía haber oído las últimas palabras, cruzadas entre aquel eterno descontento y el joven marinero Manuel, un pilluelo de tres suelas, que tenía gusto en ver al lobo dé mar incomodado, porque se volvió de repente al primero, diciéndole de manera bondadosa:

—¿Qué pasa, Retón? Siempre te estoy oyendo, gruñir, viejo mío.

—Siempre me están contradiciendo, don José —respondió el bosmano—. ¿Pues qué? ¿He nacido yo acaso ayer? No es la primera vez que veo el ribbon.

—¿El ribbon decís?

—Sí, capitán.

—¿Salen a flote?

—A docenas.

La frente del capitán se había ensombrecido. Alzó la cabeza y la giró a su alrededor, mirando el cielo en todas direcciones.

—Sin embargo, no se divisa una nube y el viento es moderado —murmuró—. Verdad es que estamos en la región de los saltos repentinos de viento y que la Nueva Caledonia sólo está de aquí a un centenar y medio de millas.

Después, volviéndose hacia el bosmano, que esperaba ser interrogado, le dijo:

—Enséñame esos ribbon-fish.

—No tiene usted más que acercarse a la borda, don José; aparecen por todas partes.

El capitán sacudió varias veces la cabeza y se acercó a la mura de babor, inclinándose sobre la borda.

—Es cierto —murmuró—. Salen; mala señal. Tendremos algún terrible salto dé viento, de los que soplan por esta parte. ¡Pobre señorita Mina! ¡Ella que tiene tanto miedo a las borrascas!

Alrededor del magnífico velero, que una fresca brisa de Levante empujaba hacia Nueva Caledonia, surgían por grupos, de las profundidades del Pacífico, peces largos de unos dos o tres metros, semejantes a gruesas anguilas, aplanados por los lados, cubiertos de pequeñas escamas, con las aletas poco desarrolladas y el hocico alargado, con la boca medianamente abierta.

Eran los llamados peces-tinta que se encuentran en gran número en las aguas del Grande Océano.

Su carne es pésima, tanto, que únicamente la comen los habitantes de Nueva Caledonia, y es una verdadera desgracia, porque aquellas anguilas pesan con frecuencia hasta ciento cincuenta kilogramos.

Ordinariamente están siempre a grandes profundidades, pero al avecinarse alguna terrible borrasca salen en gran número a la superficie como para avisar al navegante del peligro que le amenaza.

Los ribbon se deslizaban agilísimos a lo largo dé los costados de la nave, siguiéndola en su carrera, encontrándose a menudo los unos con los otros, lo que causaba la pérdida de las colas, que son muy frágiles.

—¿Me había engañado, capitán Ulloa? —preguntó el bosmano, acercándose a la borda.

—No, viejo Retón, y tenias razón para murmurar —respondió el comandante, que parecía preocupado.

—¿Qué anunciarán estos peces?

—Seguramente algún gran salto, de viento. Apostaría que a estas horas soplan sobre las montañas dé la Nueva Caledonia aquellas malditas ráfagas que nosotros llamamos williwawns y que son el terror de los navegantes.

—Sin embargo, mirando al cielo no se diría —respondió el bosmano, metiéndose en la boca un trozo de tabaco—. No se ve en el cielo ni siquiera un cirrus.

—No nos burlemos de esa calma, Retón. Esconde acaso una traición que puede ser terrible.

Nos hallamos en malos parajes, y sabes, como yo, que aquí las olas se elevan más que en ninguna región del mundo.

—¡Mil diablos! Lo he comprobado por tantos años, que si me permitís, capitán, os daría un consejo.

—Di, pues, Retén.

—Renunciar por el momento a lograr la bahía de Bualabea y ponemos en seguro detrás de la barrera de rompientes que corre paralelamente a las costas de la isla. Allí dentro, don José, podríamos esperar, sin correr gran peligro, a que el huracán se calme.

—¡Las rompientes! Esas son las que me dan miedo, bosmano, y son precisamente las que me preocupo por evitar —respondió el capitán—. Los saltos de viento de Nueva Caledonia son demasiado peligrosos y las rocas no bastan a detenerles. Si la «Andalucía» tuviese en el vientre calderas y una buena hélice bajo la popa, podría seguir tu consejo. Aprisionarme allí dentro de aquellas escolleras con un velero que no siempre obedece a los esfuerzos de su tripulación, no, verdaderamente no es para mí. Yo; no soy un Cook, ni un Tasman, ni un Mendana.

—¡Oh! Valéis tanto como aquellos famosos capitanes.

—Sea como quieras, prefiero dirigirme hacia la bahía de Bualabea. Además, aquella es nuestra meta, porque allí está la embocadura del Diao.

La «Andalucía» es sólida y vencerá siempre bien al Océano con tal que las rompientes no la acechen. ¡Válgame Dios! He aquí la nube que avanza. Son los saltos de viento que la empujan sobre nosotros.

Los ojos penetrantes del capitán se habían fijado en una mancha negruzca que tenía los bordes teñidos de fuego y surgía en aquel momento por el horizonte de Levante.

—¿La ves, Retén? —le preguntó.

Un sonoro mil diablos salió de los labios del viejo bosmano.

—Aquella nube traerá una tromba —dijo después—. Tomemos algunos rizos, capitán.

—Y haz que al momento amainen los juanetes, los sobrejuanetes y las gavias —respondió el comandante—. Antes de ponerse el sol, aquella fea nube nos habrá alcanzado y la «Andalucía» comenzará un baile que no le hará tanta gracia a la señorita Mina.

Un largo silbido resonó de pronto sobre la cubierta del velero.

Los catorce marineros que formaban la tripulación y que en aquel momento, no teniendo nada que hacer, estaban observando los saltos del ribbon-fish, se habían dispuesto para la maniobra, creyendo que había que virar de bordo al Sur o al Norte.

Siguieron rápidamente algunas voces de mando, secas, cortantes, lanzadas por el bosmano, y aquellos jóvenes demonios del mar treparon con la agilidad de verdaderos simios por las escalas, parándose unos sobre los penoles de las gavias y otros sobre los masteleros de juanete o en los de sobre juanete.

La «Andalucía», que marchaba con velocidad de seis a siete nudos por hora, siempre empujada por un buen viento largo de Levante, sucesivamente, según se arrollaban o cerraban las velas iba acortando la marcha.

El «Andalucía» era un hermoso velero, seguramente el más bello de los que poseía Chile en 1867, en cuya época no había aún desarrollado su potencia marítima y no daba gran sombra ni siquiera al vecino Perú que, por su parte, tampoco era demasiado fuerte sobre los mares. Era una lindísima fragata de mil cuatrocientas toneladas de desplazamiento, de cuatro, palos, con velas cuadradas sobre el trinquete y mesana y cangrejas dé un desarrollo extraordinario sobre los otros dos, sin contar los foques del bauprés.

Había sido botada al agua cinco años antes desde los astilleros de San Francisco de California, y contaba en su activo un buen número de viajes efectuados no sólo en el Océano Pacífico, sino también en el Indico. Durante las más terribles tempestades se había portado como valiente, oponiendo a los asaltos de las olas sus poderosos costados de encina californiana.

Parecía, no obstante, que los días felices iban a terminar allí para aquella espléndida nave que constituía la admiración de todos los marinos de Valparaíso, porque el huracán se presentaba espantoso aun para las cercanías de Nueva Caledonia, tristemente famosa por la violencia terrible de sus traidores saltos de viento, temidísimos por todos los navegantes del Océano Pacífico.

Cerrados los juanetes y sobrejuanetes y parte de las velas del trinquete, don José, junto con el bosmano, quien ejercía a la vez funciones de contramaestre y de segundo, se habían puesto en observación sobre el castillo de proa, espiando ansiosamente la nube negra que continuaba agrandándose en el cielo con velocidad extraordinaria. Se hubiera dicho que en su húmedo seno se escondía Eolo en persona.

—¡Qué feo color! —había exclamado Retén, que de nubes y ciclones entendía no menos que el capitán—. Lloverá sobre nosotros con ensordecedor acompañamiento de truenos y rayos, y Dios sabe qué racha de ráfagas nos azotará los costados. Allí dentro hay ciento de aquellos golpes de viente que los marineros de Chile y de las islas del Sur llamamos williwawns; apostaría una piastra contra mi vieja pipa, llorosa dé nicotina.

—¡Williwawns! —exclamó una voz detrás de ellos.

El capitán se volvió con viveza, diciendo:

—¡Oh! ¿Es usted don Pedro? ¿También usted, señorita Mina?

Un hermoso joven de veinticuatro a veinticinco años, de estatura no demasiado alta, todo músculos y nervios, con la piel morena y los ojos llenos de fuego, y que vestía un elegante traje de franela blanca, el clásico vestido de los viajeros, se había acercado a ellos, dando el brazo a una muchacha de dieciséis o diecisiete años, de perfiles finos y lindísimos, con el cabello largo y acaso; más negro que las alas del cuervo y la piel blanca, con aquellos reflejos alabastrinos indefinibles que se observan sobre la piel de las criollas sudamericanas.

—¡Los williwawns! —había repetido don Pedro—. Pero ¿no estamos ya entre las islas del archipiélago magallánico?

—Sin embargo, los saltos dé viento que soplan en esta parte del Océano Pacífico no son menos peligrosos que los que descienden de la Cordillera, mi querido don Pedro —respondió el comandante—. No le harán mucha gracia a su hermana, ¿no es verdad, señorita?

El rostro de la jovencita se había obscurecido y sus bellísimos ojos, profundos y negros como los de las castellanas y de las catalanas, se habían ofuscado.

—No amo ni vuestras olas ni vuestros vientos —dijo después, esforzándose por sonreír.

—Estamos casi al término del viaje, señorita.

Un brusco salto de la nave, acompañado de silbidos violentísimos, interrumpió su conversación.

Una oleada monstruosa que parecía salir de las profundidades del Océano, se había arrojado bruscamente sobre la «Andalucía», sacudiéndola como si fuese una cáscara dé nuez.

Los rostros del capitán, de don Pedro y del bosmano se habían ensombrecido, mientras el de Mina se ponía en aquel momento palidísimo.

Entre los silbidos del viento se oyó en aquel momento la voz siempre alegre de Manuel, el grumete, que se divertía en hacer rabiar al viejo lobo de mar y que gritaban:

—¡Hierva la olla grande! ¡Adelante la música! ¡Yo ya estoy dispuesto a bailar la zarabanda! ¡Ya está aquí la fiera!

Después, aquel demonio de muchacho, que estaba de pie sobre la cofa, cantó frente a las ráfagas que comenzaban a sacudir furiosamente la alta arboladura, con magnífica voz de tenor.

que muchos van a la feria
a ver y no compran nada.

—Alonso, alcánzame el bandolín para hacer el acompañamiento.

—¡Largo de ahí arriba! ¡Calla, necio! —gritó el bosmano.

—No, no calla necio —respondió Manuel, riendo—; para usted soy un mozo cocido.

El capitán y don Pedro, que parecían preocupadísimos, no habían prestado ninguna atención a aquél cambio de insolencias. Sólo Mina había sonreído y había mirado con admiración a su grumete, como solía llamarle, que bromeaba de aquel modo ante los primeros golpes de la tempestad.

Un diálogo rápido se había empeñado en voz baja entre don José y don Pedro.

—¡Terrible huracán! Un verdadero tornado —había dicho el primero.

—No es preciso ser marino para comprenderlo así —respondió el segundo.

—Usted, que es hijo de un hombre de mar y que entendéis de ello, tomad el mando de proa y a los primeros soplos haced tomar los rizos a las velas bajas. Yo vigilaré los timoneles.

—¿Tornasteis la altura a mediodía?

—Sí, don Pedro.

—¿A cuánto estamos de la costa?

—A ciento cincuenta millas de la bahía de Bualabea.

—¿Si pudiéramos encontrar un refugio antes de que estalle el huracán?

—No hay refugios por aquí —respondió el capitán—; además, que nos faltaría el tiempo.

Vuelva usted a llevar a su hermana al camarote y después en seguida a su puesto.

—Ese extraño hervidero del mar me hace sospechar la formación de alguna terrible tromba marina. Aprisa, don José, y no perdamos la cabeza.

Mientras el capitán se preparaba fríamente para la lucha, el Océano hacía también sus preparativos de combate.

Aunque después de aquellas primeras ráfagas y aquella oleada formada así como así sin que antes la hiciera sospechar ningún indicio, hubiera sucedido una calma relativa, de ningún modo convencía a nadie de la tripulación.

La tempestad estaba formándose y recogía todas sus fuerzas antes de lanzarse al campo y medirse con el Océano.

El sol, que estaba próximo a su ocaso, había empalidecido, como si estuviera enfermo; el aire se hacía fosco: y la gran nube negra se dilataba avanzando: hacia Levante. Tropeles de pájaros marinos pasaban sobre la «Andalucía», lanzando largos chillidos y huyendo rápidos como saetas en dirección a la Nueva Caledonia a buscar un refugio entre las escolleras, antes de que el viento las envolviese. Unas veces eran picazas u ostreros completamente blancos con tintas rosadas en la extremidad de las plumas, otras streptoceryle stellati, los más grandes de los alcedinos y formidables pescadores, que saludaban a la tripulación con roncos gritos, o eran prion turtur, graciosas aves marinas del tamaño de una tórtola, con plumas gris azulado encima y blancas debajo, que volaban en bandadas numerosas. De cuando en cuando, algún espléndido albatros, tan grande como un águila, pasaba con extraño rumbo, sacudiendo sus inmensas alas, seguido de algunas parejas de quebranta-huesos, especie de procelaria gigante, toda obscura, con la cabeza armada de un pico lo bastante robusto para poder romper el cráneo a un hombre.

Todos aquellos volátiles, aunque acostumbrados a desafiar las formidables tempestades del Océano Pacífico y los furores del Indico, manifestaban, con su fuga desordenada y vertiginosa, un verdadero pánico.

—Escapan demasiado aprisa —había murmurado el bosmano, sacudiendo la cabeza—. La noche será una de las más terribles, y mejor querría encontrarme al seguro de mi casita de Asunción.

Eran las siete de la tarde y el sol apenas se había sumergido en el mar, cuando la voz del capitán retumbó como una tromba sobre el banco dé cuarto.

—¡Al puesto dé maniobra! ¡La guardia franca que deje las hamacas! ¡Ya está aquí el huracán!

Casi al mismo, tiempo, se dejó oír la voz seca y enérgica de don Pedro.

—¡Dos manos dé rizos sobre el trinquete y sobre el mesana! ¡Abajo el gran foque!

El mar se había puesto a bullir y rebullir, lanzando en todas direcciones oleadas blanquecinas y vertiginosas que se coloreaban dé modo extraño con los últimos reflejos dé la luz crepuscular; su espuma a veces se teñía dé rojo, como si millares dé invisibles prismas condensasen allí el último rayo de sol vibrante todavía a través de los espacios celestes.

En tanto, la enorme nube ahora ennegrecida como si estuviera impregnada de tinta, avanzaba y avanzaba, más amenazadora, más terrible, sin que un relámpago, la iluminase. Si faltaban también los truenos, se oían, sin embargo, salir alguna vez de su seno fragores extraños como si una granizada furiosa se abatiese sobre alguna ciudad invisible.

La «Andalucía», con el velamen reducido, huía hacia el Norte, habiendo ahora girado el viento de Levante a Poniente, rompiendo de cuando en cuando su rumbó para correr una larga bordada hacia el Noroeste para no derivar demasiado y venir a encontrarse en medio del Pacífico meridional.

La obscuridad se hacía más densa de un momento a otro, porque también la luz crepuscular había desaparecido, aumentando así los horrores de la tempestad. Una vaga inquietud se había apoderado de todos, desde el capitán al último marinero. Sólo Manuel, que acaso no preveía la violencia de aquel ciclón, parecía tranquilo, porque de rato en rato, cuando los williwawns disminuían de intensidad, se oía descender de la cofa del trinquete su voz sonora que cantaba siempre: «Muchos van a la feria…» lo que hacía darse a los diablos al valiente bosmano.

La verdad es que el endiablado muchacho quería demostrar al viejo lobo que era verdaderamente hijo de un buen marinero y que no era de ninguna manera un mozo cocido.

Retón estaba, sin embargo, ocupado en mirar a los timoneles en compañía del capitán y en observar el estado del mar. No cesaba de sacudir a diestra y siniestra su gruesa cabeza, todavía con hirsutos cabellos, no enteramente grises y ásperos como los de una fiera enfurecida. Parecía un verdadero oso blanco.

—Esto va malo —murmuraba constantemente—. Estos saltos de viento no me satisfacen de ninguna manera. Son los tiroteos de la vanguardia.

No se engañaba el viejo Retón. A las nueve, cuando la nube negra comenzaba a teñirse de luces extrañas, producidas sin duda por relámpagos intensísimos que daban a las olas lívido aspecto, los grandes williwawns comenzaron a alcanzarles, descendiendo con furia extrema desde las montañas de la Nueva Caledonia.

Se anunciaban con una especie de estremecimiento sonoro que se agigantaba rápidamente hasta llegar a ser un largo rugido, y después se abatían sobre el Océano, machacando, por decirlo así, las olas, las cuales, una vez pasado aquel soplo poderoso, se enfurecían con mayor rabia como para vengarse de haber estado por un momento dominadas por Eolo.

Quien se resentía de aquellas tremendas explosiones de ira del Pacífico, era la «Andalucía».

Aunque estuviera construida a prueba de escollos, como dicen los americanos del Norte, la pobre velera sufría sacudidas terribles que hacían desfondarse hasta los estómagos de los más viejos marineros.

Se alzaba sobre las crestas como una ballenera vacía, tan bien equilibrada estaba su carga, envolviendo las altísimas puntas de su arboladura en los estratos inferiores de la inmensa nube negra; después se desplomaba en, el báratro con una velocidad tan fulmínea, que parecía, más que un descenso, verdadera caída, y tal era la sensación que experimentaba la tripulación entera.

Y no era cosa de asombrarse por ello, porque las olas más gigantescas solamente se encuentran en el Océano Pacífico, ecuatorial y meridional.

En ninguna otra parte del mundo, ni siquiera en las proximidades del Cabo de Buena Esperanza o en las costas meridionales de Australia, las tempestades son tan tremendas como las que se abaten sobre las costas de Nueva Caledonia.

Acaso encontrásemos algo parecido en los ciclones que de cuando en cuando devastan las islas antillanas, pero aún son aquéllas menos traidoras y más breves.

En los parajes de la Nueva Caledonia, los vientos alcanzan una velocidad espantosa y no tienen dirección constante, porque soplan de todos los puntos del horizonte. Cuando comienza la danza, es un verdadero desastre para aquellos desgraciados habitantes, porque les levanta y desfonda los techos de las cabañas, derriban las plantas más colosales, y, cosa extraña, secan la mayor parte de las ramas de los árboles, comprometiendo gravemente las cosechas del año. De pronto, con gran estupor de la tripulación, pero no del capitán, una calma imprevista se manifestó en aquel espacio batido por el ciclón.

Las ráfagas, poco antes furiosas, habían cesado casi de repente y no se oían más que los profundos mugidos de las olas y el rumor del trueno en el interior de la gran nube negra.

Pedro, no menos sorprendido que los otros por el extraño cambio, había abandonado el castillo de proa, reuniéndose a don José, que se encontraba siempre sobre el castillete, con el bosmano.

—¿Qué se nos prepara, señor Ulloa? —le preguntó—. Esta calma repentina me produce más temor que cien golpes de viento.

—Tenéis razón, don Pedro —respondió el capitán, cuya frente se había aún obscurecido más—; afortunadamente conozco demasiado bien estos mares para dejarme engañar. Otro, acaso se aprovecharía para desplegar más tela y huir; yo no cometeré semejante imprudencia. Esta es la traición del gran salto de viento.

—¿A cuánto ha descendido el barómetro?

—A 718 —respondió uno de los timoneles, que salía en aquel momento del cuarto de derrota.

—Es la cifra terrible —dijo el capitán—. ¡Otro colmo la calma!

Comenzaba a llover, o mejor a diluviar, y la gran nube negra se desgarraba, mostrando aquí y allá alguna estrella. No era lluvia, era una verdadera tromba de agua que se derrumbaba sobre la «Andalucía»; los imbornales no bastaban a desembarcarla, aunque había un gran número bajo las muras.

Otro cualquiera, no práctico en aquellos lugares, se hubiera convencido que la tormenta estaba para terminar. Hasta la luna comenzaba a asomar la cabeza entre los jirones de la gran nube.

Sin embargo, las preocupaciones de don José y; también las del bosmano aumentaban.

La «Andalucía» había quedado casi inmóvil porque, como hemos dicho, no soplaba viento. Sólo las ondas siempre altísimas la sacudían fuertemente, golpeándole con furia y con estallidos ensordecedores, los sólidos costados. A bordo todos callaban como si hubieran tenido temor de que el eco de sus voces turbase aquella catea.

De improviso la voz vibrante de don José se hizo oír, dominando por un momento el fragor del Océano.

—¡Atención al golpe del viento! ¡Abajo todos los foques!

Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando la tripulación vio la nube recoger con fantástica rapidez todos sus jirones, replegándose sobre si misma, mientras siniestros relámpagos, casi no interrumpidos, cruzaban en todas direcciones, iluminando la noche con lívidos reflejos, Casi repentinamente se oyó en lontananza extrañó rumor estridente que avanzaba con espantosa rapidez. Era la gran ráfaga que caía sobre la «Andalucía».

Los marineros apenas habían tenido tiempo de amainar los foques. La terrible oleada de viento se abatió con mil aullidos sobre la nave, sacudiéndola como una pluma. Los cuatro palos, aunque sólo el trinquete tuviese las tíos velas bajas, se plegaron crujiendo bajo el inmenso encontronazo, perdiendo algunas jarcias y vergas, pero, contra todas las previsiones, resistieron al ímpetu del ciclón. Las velas del trinquete y las gavias fueron arranciadas de golpe y sus pedazos desaparecieron a lo lejos como; grandes gaviotas.

—¡Iza una vela! —gritó don José, mientras la nave amenazaba sumergirse.

La «Andalucía», que ya había perdido su estabilidad, rodaba y cabeceaba espantosamente como si el lastre se hubiera, en aquel momento, desplazado de su lugar. Afortunadamente se componía, en vez de la acostumbrada arena, de gruesas planchas de metal superpuestas de modo: que no pudieran moverse.

Don Pedro, un poco pálido, se había nuevamente acercado al capitán.

—¿Se nos va el tesoro del antiguo jefe de los kanakas?

—Esperemos que no —había contestado don José.

—¿Qué sucederá ahora?

—Sólo Dios lo sabe, don Pedro.

—Dudo de poder recoger la famosa herencia.

—¡Eh! Los ciclones no razonan.

—¿Cuánto podremos emplear en lograr la bahía?

—¿Quién puede saberlo? Podemos aún vemos obligados a seguir al largo.

—¡Qué fortuna para Ramírez!

—¡No nos ocupemos de él en este momento! El tesoro de la Montaña Azul no está aun en su mano.

—¿Y si hubiera ya llegado?

El capitán no respondió, miraba atentamente el Océano que se extendía ante la nave.

—¡Válgame Dios! —murmuró, retorciéndose nerviosamente el bigote—. Está formándose, estoy seguro de ello.

—¿El qué, don José?

—Una tromba —respondió el capitán con voz ronca— mirad allí, ante nosotros, donde las olas en vez de alzarse se bajan. Esta fea sorpresa no me la esperaba.

Después, alzando la voz, mandó:

—¡El cañón de señales, a cubierta! ¡Pronto! ¡Cargarle!

A doscientos pasos de la «Andalucía», el agua comenzaba a girar vertiginosamente como si el mar estuviera agitado por una convulsión interna. Era la tromba marina que estaba formándose.

CAPITULO II. EL TESORO DE LA MONTAÑA AZUL

Siete semanas antes de los sucesos narrados, durante una mañana límpida y tranquila, un joven, acompañado de una bellísima muchacha, subía a bordo de la «Andalucía», que se encontraba fondeada en el Callao en espera de encontrar carga para los puertos de la China o del Japón, pidiendo ver en seguida al capitán José Ulloa, propietario de la hermosa fragata que constituía la admiración de todos los marinos de la costa chilena.

Eran Pedro de Belgrano y su hermana Mina, hijos de uno de los más conocidos armadores y hombres de mar de Valparaíso, que había misteriosamente desaparecido hacía cuatro años en el Océano Pacífico, no sin haber creado antes una fortuna suficiente para mantener a sus herederos más que cómodamente.

Don José de Ulloa estaba en aquel momento fumando: una pipa en el pequeño saloncito del, puente, sentado ante una botella de vieja caña regalada por un amigo argentino, y contaba con tragársela tranquilamente antes de la noche.

Cuando supo por el grumete de a bordo, el único: que en aquel momento hacía la guardia en la fragata, que había allí una señorita con un joven desconocido dio orden de hacerles bajar en el acto al camarote y prepararles un buen café.

Don Pedro y Mina habían entrado, no sin titubear, en el cómodo saloncito del comandante, siendo acogidos con la ruda pero franca cordialidad de los hombres de mar.

—Considérense como en su casa —había dicho don José, levantándose—; y usted, señorita, hágame el favor de sentarse.

—Usted es don José de Ulloa, ¿no es cierto? —preguntó en seguida el joven.

—En persona, señor.

—¿Y usted no nos conoce a nosotros?

El lobo de mar miró atentamente al joven, luego a la señorita y después sacudió la cabeza.

—No me parece haberles visto nunca —dijo después—. Además, yo toco raramente en el Callao, y como mi buque está siempre empleado en largas navegaciones…

—Oh, de nombre —dijo el joven—; nuestro padre era el hombre de mar más conocido en las costas chilenas y peruanas.

—Nombrádmele.

—Femando de Belgrano.

El capitán dio un puñetazo formidable sobre la mesa; después vació de un solo trago un vaso de caña que no contendría menos de medio cuartillo de líquido.

—¡Rayo de Dios! —exclamó después, tirando la gorrilla que le cubría la cabeza—. ¿Y por qué no me lo ha dicho usted antes, joven? Yo he viajado a través del Pacífico como segundo de a bordo, sobre su buque «Sarmiento». ¡Gran marino, el capitán Fernando! Ningún hombre de mar dirigía una nave mejor que él. ¿Y usted es hijo suyo?

—Sí, capitán —respondió don Pedro.

—¡Pobres muchachos! ¡Mares traidores que siempre acechan a los navegantes honrados! Fue devorado por los isleños de la Polinesia, ¿no es cierto?

—No lo es, capitán.

Otro puñetazo formidable que hizo oscilar a la botella de caña y saltar al vaso, cayó sobre la mesilla. Otro como aquél, descargado por aquel gigante que debía poseer una fuerza más que extraordinaria, y las patas hubieran cedido indudablemente.

—¡Mil diablos! —exclamó—. ¿No fue devorado por los neozelandeses o por los kanakas de Nueva Caledonia o de las islas Salomón? Sin embargo, así se aseguraba por todos.

—¿En qué documentos se fundaban? —preguntó don Pedro, sorbiendo una taza de excelente café que el grumete Manuel había servido en aquel momento.

Señor —dijo el capitán—, parece que usted se ha propuesto agotarme la paciencia. Le ruego que se explique. Aquel bravo capitán, ¿vive aún, o ha muerto ya? No olvide usted que era mi mejor amigo.

—A estas horas debe haber entregado a Dios su alma —respondió el joven con voz triste—. Al menos así parece resultar de un escrito encontrado en un barril por el capitán Ramírez.

—¡Ramírez! —exclamó el lobo de mar, arrugando el entrecejo—. Un malvado que se enriqueció sacrificando o dejando morir de hambre a los desgraciados chinos que se dejan contratar para venir aquí a cavar en las minas de guano. Conozco a aquel pirata que deshonra a los marinos honrados. Adelante, señor. Me ha hablado usted de un barril y de un documento, ¿qué quiere decir eso?

—Que mi padre ha enviado noticias suyas después de cuatro años —respondió don Pedro.

—¿Cuáles son? —gritó el capitán.

—Haced el favor de escucharme, don José Ulloa —dijo el joven.

—Estoy a su disposición, señor —replicó el comandante de la «Andalucía», volviendo a cargar y a encender la pipa—. Puedo perder todo el tiempo que necesitéis.

Esta historia que se refiere a uno de mis mejores amigos y que pueda ser que aclare un misterio que en su tiempo impresionó vivamente a todos los marinos chilenos, me interesa extraordinariamente.

—Hace quince o veinte días, el capitán Ramírez, que regresaba de Cantón con un cargamento de chinos contratados…

—Los esclavos suyos, que aquel miserable se divierte en atormentar —le interrumpió el comandante de la «Andalucía», con desprecio profunda—. Le ruego, don Pedro de Belgrano, que continúe.

—… Encontraba a la altura de la isla Lifu, una de las mayores de Nueva Caledonia, como sabe usted bien, un barrilito flotando sobre el mar.

—¿Y qué contenía?

—Dos copias de un documento escritas respectivamente en inglés y en español, y dos pedazos de corteza de árbol sobre los cuales hay signos misteriosos que en vano he intentadlo descifrar.

—¿Tendría usted aquí las cortezas?

—Sí, capitán.

—Déjemelas ver, ante todo. Conozco la Nueva Caledonia, a la que he arribado cuatro o cinco veces. Mala isla, donde no se puede dar un paseo ni hacer una partida de caza sin correr el peligro de ser comido con un acompañamiento más o menos abundante de magnagnes.

Don Pedro buscó: en uno de los amplios bolsillos de su sobretodo y sacó un paquete que mediría lo más treinta centímetros de largo por veinte de ancho.

—He aquí, capitán —dijo—; examine usted ahora esta corteza; después continuaré mi relación.

Desenvolvió el papel que guardaba el talismán y puso ante el capitán un pedazo de corteza blanquecina que tenía grabadas y coloreadas de rojo vivísimo tres figuras que parecían, bien o mal, grandes pichones.

—¡Los notús! —exclamó el capitán—. Aunque grabados de mala manera, los conozco perfectamente.

—¿Qué son? —preguntaron a una don Pedro y Mina, con cierta ansiedad.

—Estos son —dijo el capitán— los notú que yo he cazado más de dos veces en las costas de Nueva Caledonia, bellísimas palomas y puedo añadir que excelente manjar, grandes como una de nuestras gallinas, con plumas del color de bronce antiguo, que viven con preferencia en lo más oculto de los bosques, de modo que es muy difícil distinguirlas. Su chillido es tan fuerte, que semeja al mugido del búfalo.

Lo que puedo decirles, hijos míos, es que son muy considerados por los kanakas de Nueva Caledonia, no sé deciros si por la belleza de sus plumas, por la delicadeza de su carne o por otro motivo que yo ignoro.

—¿Y esta corteza? —preguntó don Pedro.

—Es un pedazo de niaulis —respondió el capitán, después de observarla atentamente.

—¿O sea…?

—La corteza dé un árbol que se desprende fácilmente en largas tiras.

—En resumen, no hay nada extraordinario en todo esto —dijo Mina.

—Poco a poco, señorita —respondió el comandante—; este dibujo que representa tres notús, puede tener un valor extraordinario. Decidme, antes de que dé mi opinión definitiva, qué decía el documento contenido en el barril encontrado por el bribón de Ramírez.

—¿Quiere usted leerlo?

—¿Tiene usted ahí el documento?

—Sí; el ejemplar escrito en español.

—¿Y el escrito en inglés?

—Está en las manos del capitán Ramírez.

—¿Con qué derecho? —preguntó don José.

—Lea usted primero el documento —respondió don Pedro.

El capitán de la «Andalucía» dejó la pipa, sorbió otro vaso de caña, después tomó los papeles amarillentos, un poco corroídos por la humedad, que el joven había sacado de una cartera de piel de caimán.


«Fechado hoy, 24 marzo de 1866 —leyó el capitán—. En el momento de comparecer ante Dios, confío a las olas del Océano Pacífico los siete barriles que he podido salvar del naufragio de mi barco “Sarmiento”, matriculado en el departamento marítimo del Callao, naufragado el 27 de enero de 1862 en las escolleras de la bahía de Bualabea. Pie dejado en Valparaíso dos hijos, Pedro y Mina, que podrán llegar a ser un día riquísimos siguiendo mis instrucciones.

»Acogido por la tribu de Krahoa, indígenas antropófagos que me han considerado como hijo de las olas y me han nombrado su jefe, he encontrado una mina de oro que durante cuatro años ha dado un producto de millones y millones de piastras.

»Me es imposible calcular la riqueza del depósito que he hecho encerrar en los flancos de la Montaña Azul y después de haberla tabuado.

»Uno al documento un pedazo de corteza con tres notas, insignia de la tribu, hecho en doble ejemplar para el caso de que mis hijos se decidan a venir a recoger el tesoro.

»Dentro de pocos días habré muerto, porque una flecha probablemente envenenada, se me ha clavado profundamente en el pecho durante la fiesta del pilú-pilú.

»Cualquier navegante que recoja uno de los barriles que he hecho arrojar al mar en las bocas del Diao, consígnelo a mis hijos, en Valparaíso, calle de Alcalá.

»Capitán Fernando de Belgrano.»
 

Una vez leído el documento, el comandante de la «Andalucía» permaneció silencioso mirando ora a don Pedro ora a Mina.

—¿Qué decís, señor Ulloa? —preguntó el jo Vencí lio, impaciente por romper aquel silencio.

—Digo que esto es un rayo que querría fuese a mí al que le hubiera caído —respondió el lobo de mar—. Se habla de millones. ¡Válgame Dios! Es para hacer perder la cabeza al hombre más flemático de la América del Sur.

—¿Qué haría usted, capitán?

—Desplegaría inmediatamente todas las velas, hasta los rascacielos y monterillas, y marcharía lo más pronto posible a Nueva Caledonia, aunque me hubieran de devorar aquellos caníbales una pierna o un brazo.

—Pues bien, señor Ulloa, precisamente yo he venido a proponerle eso —dijo el joven—, seguro de que usted, antiguo amigo de mi padre, no me había de negar su ayuda y que aceptaría el interesarse en la empresa.

El capitán de la «Andalucía» dio un salto, arrojando al suelo la pipa.

¡Señor! ¿Usted había venido para hacerme esa proposición? —exclamó.

—Y para ofrecerle la tercera parte del tesoro, si míe ayuda a conquistarlo. Usted no perderá nada, porque yo le ruego que me flete por seis meses su buque al precio que usted mismo fije. Usted ya sabe que mi padre ha dejado a sus hijos una fortuna considerable, sin contar el tesoro de la Montaña Azul.

—¿Habla usted seriamente, señor de Belgrano? —gritó el comandante de la «Andalucía», saltando.

—Sí, capitán: dígame cuánto he de desembolsar por esta campaña que supongo no durará menos de seis o siete meses.

—¡Rayo de sol! ¿Cuándo quiere usted partir, señor de Belgrano?

—Lo más pronto posible —dijo el joven—, porque tendremos a Ramírez a la espalda.

—¿Qué quiere aquel bribón?

—Creo que ya he dicho a usted que en el barril había dos ejemplares del documento y dos de aquellos emblemas que supongo han de servir para hacerse reconocer por la tribu de los krahoas.

—Continúe usted.

—La otra copia y el otro pedazo de niaulis están en poder del capitán Ramírez.

—¿Y no quiere entregárselo a usted?

—Sí, si le cedo la mitad del tesoro.

—¿Ha partido aquel bandido?

—Todavía no.

—Esté usted seguro que le encontraremos en las aguas de Nueva Caledonia. Tenemos necesidad absoluta de precederle. Sé que posee una buena goleta.

Quedó un momento silencioso como sumergido en profundos pensamientos; después sacó el reloj y miró las agujas.

—Son las diez menos siete minutos —dijo—. Tengo el tiempo necesario para embarcar víveres, objetos de cambio, armas y municiones.

A media noche podemos desplegar las velas y afrontar al señor poco Pacífico. ¡Manuel!

El grumete, que se debía encontrar en el camarote próximo o en la escalera del puente, acudió prontamente, preguntando:

—¿Qué desea usted, comandante?

—¿Dónde están los marineros?

—En la taberna del Toro.

—Ve a reunirlos y condúceles inmediatamente a bordo… Esta noche se zarpa.

El muchacho salió corriendo, atravesó la plancha tendida entre el barco y el muelle y se lanzó a tierra. Pero no había andado diez pasos, cuando cayó en los brazos de un hombre rollizo, musculoso, barbudo y colorado, casi como un indio de la Cordillera, el cual le estrujó tan violentamente, que le hizo arrancar un grito dé dolor.

—¡Calla! —le dijo el desconocido—, y tendrás diez, ciento y hasta mil piastras si quieres. Vente conmigo y harás tu fortuna. No te necesito más que un cuarto de hora.

Tú eres el grumete de la «Andalucía», ¿no es eso?

—Sí, señor

—Llámame capitán. Sígueme aprisa. No quiera que aquel jovencillo y aquella señorita me vean…

CAPITULO III. EN LAS ROMPIENTES

Las trombas marinas que barren tan a menudo los glandes Océanos, porque difícilmente se forman en los mares pequeños, son el terror de los navegantes.

Se sabe ya que son columnas de agua que unen el mar con las nubes y que un viento rotatorio impetuoso eleva. Tremendas son las que de vez en cuando recorren el Sahara y que se componen exclusivamente de arenas que al caer sepultan a veces caravanas enteras; sin embargo, las que recorren los Océanos son más terribles y produce más terror el presenciarlas.

¡Ay de la nave que se encuentra en su caprichoso camino! Es aspirada, destrozada por las olas, elevada en alto por la columna rotatoria y después sumergida al deshacerse la tromba.

La que iba a levantarse ante la «Andalucía» tendría proporciones gigantescas, a juzgar por el movimiento rotatorio de las aguas.

El mar se hallaba en un estado de continua ebullición, cernió bajo la acción de un gran número de volcanes submarinos, y desprendía inmensas nubes de vapor que formaban una multitud de columnas grisáceas prontas a fundirse y coligarse con la gran nube negra que gradualmente se bajaba impaciente de reunirse con las olas.

Un gran abombamiento que semejaba el aspecto de una colina, se elevaba ante la proa de la goleta, aumentando de un momento a otro de volumen.

No tenía nada de espantable, en cambio, impresionaban los siniestros rumores que salían de ella de cuando en cuando y que semejaban a los bramidos de un cráter.

Don José, don Pedro y el bosmano habían subido al castillo de proa para observar aquel fenómeno que podía resultar fatal para la nave.

—¡Sí, una tromba y el viento ha cesado! —exclamó el comandante con ira—. Si nos alcanzara al menos otro golpe de viento, aunque se me llevara media arboladura.

—¿No hay modo de evitarla? —preguntó don Pedro, que pensaba en su hermana Mina.

—Probaremos a romperla con un tiro de nuestra pequeña pieza de artillería.

—¿Lo lograremos?

—Tal vez se rompa, aunque no se me oculta que será un medio a la desesperada.

—¿Por qué, comandante?

—La tromba, al caer, levantará tales olas, que pondrá en peligro mi barco.

—A grandes males, grandes remedios —sentenció el bosmano, metiéndose en la boca otro pedazo de cigarro—; si el desastre ha de ocurrir, hundámonos con el enemigo.

En aquel instante, del seno de la colina movible surgió elevándose y rodando vertiginosamente, una columna líquida que fue a unirse con la nube negra.

Mar y cielo se unían para la destrucción de todo lo que encontraran en su camino.

Un clamor ensordecedor se elevó desde la toldilla de la «Andalucía».

—¡La tromba, la tromba! —habían gritado todos.

Después, como paralizados por un súbito, terror que les hubiera quitado las fuerzas, habían enmudecido, mirando con dilatados ojos aquel monstruo acuático que ya se movía turbinando.

El espectáculo que ofrecía aquella columna que parecía de cristal y a la que sin cesar iluminaban los relámpagos, era terrorífico y era también sublime.

El agua, como si hubiera sido aspirada por una bomba de enormes dimensiones, era absorbida con mil pavorosos silbidos por la negra nube, cambiando a cada instante de color, según la violencia y el tinte de los relámpagos.

Ora se veía interiormente por completo iluminada, como si brillara dentro una poderosa lámpara eléctrica, ora aparecía con tinte verdoso del más bello efecto, mientras la espuma que coronaba su base aparecía rojiza. Otras veces se reflejaban en ella todos los tintes del arco iris, y entonces el zócalo se coloreaba de un soberbio azul-violáceo.

El viento, que se había hecho rotatorio y que saltaba con increíble velocidad del Norte al Sur, del Este al Oeste, la hacía oscilar, unas veces empujándola adelante y otras hacia atrás.

El capitán Ulloa, que había visto otras como aquélla durante sus numerosos viajes y que no ignoraba cuán peligrosas eran aquellas terribles columnas de agua, aun para los barcos de mucho tonelaje como el suyo, aunque presa de un profundo terror, no había perdido completamente la serenidad.

—¡Traiga a cubierta a la señorita Mina, don Pedro! —gritó.

Después, volviéndose hacia sus marineros que no se atrevían a moverse, añadió:

—¡A la pieza el mejor apuntador!

—Un momento, comandante —dijo de repente el bosmano—, yo desharé la tromba.

—¿Qué vas a hacer?

—La cruz de Salomón.

—Vete al diablo, viejo Retón.

Se lanzó hacia el castillo de proa donde se hallaba colocada la pequeña pieza de artillería, mientras el bosmano que creía, como todos los marineros, en los signos cabalísticos, con su cuchillo de maniobra trazaba rápidamente sobre un barril la famosa cruz de Salomón, que creen que basta para hacer reventar una tromba.

La pieza se había cargado y apuntado hacia la columna que continuaba girando sobre ella misma, desplazándose ora en un sentido ora en otro, aunque sin alejarse del lugar donde se había formado.

No esperaba más que el terrible salto de viento para lanzarse impaciente a través del Océano, trastornándolo todo en su carrera desastrosa.

—¡Apunta bien! —mandó el comandante al artillero—. Si marras, no sé si tendremos tiempo de repetir el tiro.

—¡Ya se anuncia el salto por aquel lado! Seguramente viene de la bahía de Ultoe.

El marinero se había inclinado sobre la pieza, un cañoncito dispuesto más como aparato de señales que como arma de guerra, aunque, a ser preciso, hubiera podido servir para ametrallar salvajes. En seguida hizo fuego.

No se había aún extinguido la detonación, cuando un grito de desilusión y de cólera se le escapó al apuntador.

Una oleada gigantesca, que se había precipitado sobre la «Andalucía» en el momento en que el tiro partía, inclinándola hacia estribor, había desviado la bala. Casi al mismo tiempo, el fragor oído poco antes y que anunciaba el salto de viento, se repitió, adquiriendo rápidamente una intensidad espantosa.

La tromba, atacada por las ráfagas que ahora soplaban claramente dé Poniente, comenzó su marcha, primero con lentitud, luego rápidamente moviéndose en dirección a la fragata.

Don Pedro y su hermana, cogidos de la mano, se habían unido al capitán. El primero ostentaba cierta calma; en cambio, Mina parecía presa de viva agitación y estaba densamente pálida.

—Todo está para acabar, ¿no es cierto, don José? —dijo el joven.

El capitán permaneció algún tiempo silencioso, retorciéndose nerviosamente la larga barba.

—Quizá —dijo después—, acaso podamos huir también del radio de acción de la espiral de la tromba.

—¿No ve usted, don José, que precisamente se mueve hacia nosotros? —dijo Mina, con voz temblorosa.

—No digo que no.

—¿Y no se puede intentar nada más?

—No es posible desplegar más tela… ¡atención!, ¡sujetarse a las jarcias!, ¡el salto… el salto…!

Un golpe de viento de una violencia inaudita atacó por segunda vez a la «Andalucía», abatiéndola de golpe el árbol del trinquete, cuyos penoles aún sostenían algunos jirones de tela.

Cortado por encima dé la cofa, el enorme tronco cayó al mar, después de haber destrozado dos metros de la mura de babor. Fue una gran fortuna, porque si hubiera caído a través del castillo de proa, hubiese matado al capitán, a don Pedro, a Mina y a cinco o seis marineros que estaban con ellos.

Caído el árbol, la «Andalucía» fue casi levantada fuera de las olas por el ímpetu irrefrenable de la gran ráfaga, pero no habiendo trapo sobre las otras vergas porque todas las mesanas, las gavias y los juanetes, como hemos dicho, habían sido arriados antes de estallar la tormenta, pudo huir, al menos por aquel momento, del desastre.

¡Ay si el golpe de viento la hubiera sorprendido con las velas desplegadas! La hubiera hundido en las aguas de golpe por la proa.

Pasada la ráfaga, tres o cuatro enormes montañas de agua barrieron por algunos minutos la toldilla, precipitándose como inmenso torrente sobre el castillo de proa y huyendo con fragor horroroso por encima de la popa.

Don José, que se había sostenido estrechamente atado con una trinca al mesana, pasada aquella furia lanzó una rápida ojeada sobre la cubierta y respiró con fuerza, viendo a pocos pasos de sí a don Pedro y a la muchacha abrazados al árbol del trinquete.

—Temí que las olas hubieran arrastrado a ustedes —murmuró—. La prueba ha sido dura y me temo que no sea la última.

En efecto, la «Andalucía» aún tenía que habérselas con la tromba que avanzaba girando y mugiendo ávidamente.

Una gigantesca corona de espuma circundaba su base, recayendo en soberbia cascada todo alrededor, mientras la columna superior, que había adquirido una circunferencia de más de un centenar de metros, continuaba tiñéndose de luces lívidas.

Hacia la cima, clavada, por así decirlo, en la inmensa nube, el trueno estallaba incesantemente y los relámpagos surgían de todo alrededor describiendo zig-zags flameantes.

—¡Don José! —gritó don Pedro, estrechando entre sus brazos a Mina, que parecía medio desvanecida—. ¿Va a sonar para todos nosotros la última hora? Le ruego que me lo diga con franqueza. La muerte no ha de aterrorizar al hijo de un valiente capitán; por mi hermana es por quien temo.

—Nada puedo decir por ahora —respondió el capitán, que seguía con atención la marcha de la columna giratoria—; estamos inmovilizados, mientras la tromba camina.

—¿Se nos desplomará encima?

—¿Quién puede decirlo? A pesar del salto de viento, aún no ha tomado su dirección. Puede pasar próxima sin tocarnos, como puede desviarse al Norte o al Sur. Las ráfagas saltan en todas direcciones y empiezo a no comprender nada.

—¿Es el final?

—No digo aún eso, don Pedro. Miren; la tromba vuelve a desplazarse, unas veces a mediodía y otras a septentrión, y ese juego, por angustioso que sea para nosotros, puede durar mucho.

—Y en tanto; Ramírez acaso llegue antes que nosotros.

—Si el huracán nos atribula, no será más clemente con él, si se encuentra ya en estos parajes. Este huracán debe haberse desencadenado a lo largo de toda la costa oriental de la isla Kunie, que es la tierra más meridional, hasta la de Bualabea, que es la más septentrional.

Llevad a Mina a la cámara de popa; la pobre niña está sin sentido.

Dos marineros tomaron por debajo de los brazos a la chilena, porque las olas, que continuaban rompiendo contra las muras, no la arrollaran, y la condujeron a cubierto, en la caseta situada ante la rueda del timón.

Don Pedro continuó al lado del comandante, aunque preparado para correr en auxilio de su hermana.

La furia del mar no cesaba. Las olas, esparcidas por los sobresaltos y giros turbinantes de la tromba, se desencadenaban contra la nave, rugiendo en torno de ella y sacudiendo sus costados sin cesar, como si quisieran tomar venganza en ella.

Saltaban a bordo mostrando sus amenazadoras crestas; después se abrían, dejándola caer en los profundos abismos. Los balanceos y cabeceos habían llegado a ser tan tremendos, que a la tripulación le era difícil sostenerse en pie.

¡Y nada se podía hacer, nada intentar! Desplegar Velas hubiera sido una verdadera locura en aquel momento, tanto más cuanto que no quedaban sino las cangrejas, las cuales podían ofrecer una presa demasiado buena a un nuevo salto de viento.

Don José se arrancaba los pelos de la barba, furioso por encontrarse impotente contra el huracán y contra la tromba. Por un momento había pensado en intentar de nuevo la prueba del cañón, pero después había renunciado a ello.

Hacer blanco en la columna líquida, que no cesaba de cambiar de lugar, en tanto que el buque sufría sobresaltos desordenados, era cosa absolutamente imposible.

—Confiémonos al destino —había murmurado con resignación—. No hay que hacer sino prepararse a morir.

Un poco fatalista, como casi todos los hombres de mar, se había agarrado al argano de proa esperando con maravillosa frialdad de ánimo el golpe mortal que debía sufrir la «Andalucía» y todos los que la tripulaban.

Aquel golpe, desgraciadamente, no estaba lejano.

No habían transcurrido veinte minutos del segundo salto de viento, cuando sobrevino el tercero, el más temido, porque es casi siempre el más violento.

La columna de agua, atacada por aquella ráfaga formidable, filó derecha hacia la «Andalucía», que en aquel momento le presentaba el costado de estribor.

Se oyó un crujido horrendo, como si toda la trabazón hubiera cedido, seguido de gritos de espanto; después el barco fue levantado y preso entre las espiras de la gigantesca columna giratoria.

Don Pedro cerró los ojos para no ver, llamando angustiosamente a Mina.

El capitán, creyendo que todo había terminado, sacó una pistola para saltarse los sesos sobre el puente de su navío.

Su última hora, sin embargo, no había sonado aún. El barco seguía el movimiento rotatorio de la tromba, ahora casi completamente fuera del agua, zarandeado entre la espuma que formaba como, el zócalo de la columna.

Fragor ensordecedor salía del cruel monstruo marino. Parecía que en su interior disparasen centenares de cañones o que millares de obreros golpeaban con pesados martillos, láminas de metal.

De pronto la nave sufrió una espantosa sacudida como un espolonazo, y se paró, mientras la tromba volvía a caer en el mar, levantando olas tan altas como casas.

La gran nube, cansada de absorberla, la había abandonado, restituyéndola al Océano que la había creado.

Por algunos minutos la «Andalucía» fue anegada por un diluvio dé agua tal, que la tripulación no sabía si aún flotaba o si estaban hundiéndose en los abismos profundos del Pacífico. Después, como por encanto, las ondas se aplacaron y una calma imprevista, inexplicable, sucedió al ciclón.

—¡Vivos! ¡Todavía vivos! —gritó don Pedro.

—Vivos para perdernos más tarde —respondió el capitán, que se aferraba todavía al argano, porque las olas no cesaban de romper contra el castillo, aunque el viento hubiera, como hemos dicho, cesado: completamente.

—Pero ¿qué ha ocurrido, don José?

—Que la base dé la tromba ha encontrado en su camino alguna escollera que, por el momento, no podemos ver, y se ha deshecho contra ella.

—Una verdadera suerte.

—¡Ah! ¿Usted la llama así? ¿No ha oído aquel crujido?

—Me parece que sí.

—Era la carena de mi barco que se desfondaba.

—¿Qué decís, don José? —exclamó don Pedro, que de nuevo había palidecido.

—Que el tesoro de la Montaña Azul puede ser perdido para usted.

—Nunca lo creeré.

—¿Y cómo vamos a cogerlo si mi barco se ha rotó las piernas? Haga usted caminar a un hombre con las piernas amputadas —respondió el capitán—. Yo no sería capaz de hacerlo.

—Usted aun no está seguro de que la «Andalucía» esté completamente inservible.

—Un viejo marino difícilmente se engaña.

—Puede habérsele abierto una sencilla vía de agua, fácilmente reparable.

—¡Hum! —hizo el capitán, sacudiendo la cabeza—. Si el casco no se mueve a pesar de estos golpes de mar, quiere decir que las rocas de la escollera han penetrado bien dentro de la estiba y que le retienen.

—¡Qué boquete deben haber abierto! Esperemos a que las olas producidas por el destrozo de la tromba se calmen un poco y veremos de aseguramos del daño. Sin embargo, don Pedro, no me hago ilusiones. Nosotros no tocaremos las costas de Nueva Caledonia, con la «Andalucía».

—¿Y las chalupas?

—El mar se las ha llevado todas al parecer, porque no veo ni una colgada de sus pescantes.

—¿Y vamos a esperar aquí hasta que venga alguien a recogernos? Sería la pérdida del tesoro, porque entretanto Ramírez se aprovecharía para ir a cogerlo.

—Si se encuentra en estos parajes, como ya le he dicho a usted, el huracán se habrá llevado también su buque —respondió el capitán—. Además, que vuestro negocio me ha interesado demasiado para que yo me resigne a esperar aquí un socorro muy problemático.

Los barcos no se atreven a llegar hasta aquí no habiendo comercio por estos lugares.

—¡Mil diablos…! Al desembarcar solamente encontrarían antropófagos dispuestos a devorar, con un apetito extraordinario, a sus tripulaciones.

—¡Pero si no tenemos embarcaciones!

—Bah, la madera no falta aquí, don Pedro, y una almadía se puede construir con mar tranquila.

Esperemos; los saltos de viento parece que han cesado, los huracanes que devastan estas regiones son terribles, pero su duración ordinariamente es breve.

El capitán Ulloa no se equivocaba. Despedazada la tromba y cesadas las ráfagas, el mar se calmaba rápidamente.

Las ondulaciones eran siempre fortísimas en torno del obstáculo que había detenido a la «Andalucía», el cual debía ser algún escollo coralífero aún en formación y, por tanto, aún no salía completamente del agua. Pero aquello tampoco había de tardar en concluir.

Los gruesos caballones ya no se sentían. Debían haberse alejado hacia Poniente empujados por las últimas ráfagas que los arrojaban hacia las costas australianas.

Tres horas después, mientras el sol aparecía majestuoso elevándose en un cielo purísimo, desaparecía la gran nube negra, cesando también la fuerte marejada, dejando ver una serie de aguzados escollos de naturaleza coralífera que se extendían en semicírculo en torno de la «Andalucía».

Eran doscientos o trescientos puntos negruzcos que parecían separados unos de otros sobre los cuales debían encarnizarse los microscópicos trabajadores del mar, aquellos pólipos infatigables que sin tregua construyen en el inmenso Océano Pacífico islitas que más tarde serán verdaderas islas ricas en espléndida vegetación.

—Me lo había imaginado —dijo el capitán a don Pedro, después de haber recorrido todo el recinto: del barco, observando atentamente la escollera—. Y, sin embargo, estas rompientes, que deben haber desfondado la «Andalucía», nos han salvado la vida.

—¿Lo creéis así, capitán? —preguntó el joven.

—Si la tromba no se hubiese destrozado contra ese obstáculo, hubiera continuado su vertiginosa carrera sin soltarnos y hubiéramos terminado por dar una zambullida en el fondo, del Océano.

—Sin embargo, no nos encontramos en demasiadas buenas condiciones.

—Mejor es vivir que estar muertos respondió el capitán. —Venga usted, don Pedro, y también tú, bosmano. Vamos a ver qué clase de herida han hecho estas escolleras en el vientre de mi pobre navío. Creo que ningún cirujano podría coserla.

Las visita a la bodega sólo duró unos momentos, porque el agua había entrado en tan enorme cantidad por los boquetes abiertos en la quilla, que llegaba al entrepuente. Hubieran sido necesarias dos bombas de vapor para achicarla y, después de todo, ¿para qué habría servido? Aún no había en aquella época astilleros en las islas del Océano Pacífico.

—La «Andalucía» ha terminado aquí su historia —dijo el capitán, cuando volvió a cubierta, a los marineros agrupados en torno a la escotilla maestra, y que esperaban angustiosamente.

—¿Ha terminado todo? —preguntaron.

—El barco está lleno de agua y el casco debe estar destrozado en diversos sitios. No hay ya nada que hacer sobre estos restos.

—Le han acuchillado —añadió el bosmano, que no parecía muy impresionado por aquel desastre.

—¿Y ahora, capitán? —preguntó Mina, que se encontraba entre los presentes.

—Se construye una almadía y se fila hacia Bualabea —respondió el capitán—. Cien millas no nos asustarán, y dentro de tres días podremos saludar las costas de Nueva Caledonia y ponernos en busca de los krahoas de la Montaña Azul, señorita.

—¿Y si nos coge otra tempestad?

—Ya querrá Dios sacarnos dé apuros por segunda vez y enviamos…

Se interrumpió de repente, golpeándose la frente.

—¡Retón! —exclamó.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó el bosmano.

—¿Habrá el agua invadido el depósito de los víveres?

—¡Mil diablos!

Después se lanzó como un loco por la escotilla de popa, descendiendo precipitadamente la escala que conducía bajo el puente.

Cuando volvió a cubierta estaba palidísimo.

—¡Todo se ha perdido! —exclamó extendiendo los puños—. ¡Hay lo menos dos metros de agua en la gambusa!

Un profundo silencio siguió; el capitán, don Pedro y los marineros parecían aterrados por aquella noticia inesperada. El capitán fue el primero en hablar.

—¿No hay nada, ni siquiera en la cámara común? —preguntó angustiosamente mirando a los marineros.

—Yo tengo reservadas dos libras de galleta —respondió uno.

—Yo tengo mi ración de jamón salado —respondió otro.

—Y yo una cajita de anchoas —dijo un tercero.

El capitán esperó en vano la contestación de los demás.

—¿Es eso todo? —dijo finalmente, secándose el sudor que le bañaba la frente.

Nuevo silencio.

—Amigos —dijo después de algunos instantes— no perdamos ni un solo segundo y comencemos la construcción de la balsa.

Afortunadamente la armería está detrás de mi camarote y, cuando se tienen armas de fuego, siempre se puede esperar.

CAPITULO IV. LA BALSA

Apenas hubo dado las órdenes, ya toda la tripulación, bajo la dirección del bosmano y del carpintero de a bordo, armados de hachas y sierras, asaltaba la arboladura y la obra muerta para preparar los materiales necesarios para la construcción dé la balsa.

Trabajaban con verdadero furor, espoleados por el temor de verse obligados a probar los terribles apuros del hambre antes de arribar a Nueva Caledonia.

Cien millas no son una gran cosa, pero sobre una balsa podían hacerse enormemente largas aun siendo aquel flotador provisto de alguna vela, extremadamente pesado y dificilísimo de dirigir.

Además podía sobrevenir un nuevo huracán. El sol se había elevado espléndido, el cielo no estaba aún del todo: despejado hacia Poniente y el viento soplaba todavía irregularmente.

Tampoco el barómetro estaba muy seguro y sólo subía con gran fatiga, haciendo grandes paradas.

A mediodía, las bases de los mástiles, lo único que de ellos había respetado la tromba, caía en el mar, junto con enorme cantidad de madera arrancada a la obra muerta, a la caseta dé popa, a los camarotes del puente y a cierto número de barricas y botas destinadas a hacer la balsa más ligera.

Pronto se había apoderado de aquellos materiales la mitad de la tripulación y juntos con el carpintero formaron el esqueleto del flotador.

Afortunadamente el mar estaba bastante tranquilo, lo que permitía proceder rápidamente a la construcción.

A las tres de la tarde, la primera plataforma estaba concluida y a las cinco estaba también en su sitio la segunda, formada con las puertas de los camarotes y los tableros de las escotillas.

—Este es el momento de tomar el largo —dijo don José, que observaba, no sin cierta inquietud, el cielo—. Esta calma no me persuade del todo, y digo que aún tendremos golpes de viento antes de divisar las costas de Nueva Caledonia.

—¿Qué dices tú, bosmano, que aseguras tener un barómetro en la cabeza?

—¡Eh! —dijo el viejo, haciendo un gesto ambiguo—. Me parece a mí que no todo debe haber terminado.

Embarquémonos a escape, capitán. Estaremos más seguros en la balsa que en esta carcasa que tan estúpidamente se ha inmovilizado.

—¡Abajo las provisiones! —mandó don José.

—Las tenemos en los bolsillos —respondieron los marineros.

—¿Y agua?

—Ya hemos alijado tres barriles de cien litros cada uno.

—En primer lugar, ahora, la señorita.

Mina se aferró firmemente a una jarcia y se dejó deslizar sobre la balsa, en la cual se encontraban ya reunidos algunos marineros ocupados en levantar una verga que había de servir para izar una vela.

Pedro fue en segundo lugar, y después, a su vez, se deslizaron los marineros llevando las cartas marítimas y los instrumentos de a bordo.

No quedaban sobre la «Andalucía» más que el capitán y Manuel.

—Despacha —dijo el primero—. ¿Qué esperas?

—Si usted me lo permite, capitán —dijo el muchacho astuto e inteligente—, me gustaría quedarme aquí guardando vuestro barco.

—Tú eres loco, chiquillo.

—Acaso menos de lo que usted cree, capitán. Mi padre naufragó una vez sobre no sé qué escollera dé la Tierra del Fuego y se salvó sólo porque se quedó a bordo del barco, mientras de sus compañeros, que se confiaron a una balsa, no se ha vuelto jamás a oír hablar.

—Cuestión de suerte.

—Déjeme entonces probarla.

—Yo no tengo excesiva fe en la fortuna y por eso no cometeré la tontería de abandonar aquí a mi grumete.

Tú no eres aún un hombre y debo responder de tu vida; baja a la balsa o te cogeré y te tiraré desde arriba.

—¡Capitán! —exclamó Manuel—. Tengo diecisiete años.

—Aunque tuvieras veinte no te dejaría aquí. ¡Abajo!; ¡aquí miando yo!

El grumete masticó alguna palabra entre sus dientes; después, viendo que don José avanzaba para aferrarle, se agarró al calabrote, deslizándose rápidamente sobre la almadía, la cual se balanceaba fuertemente, golpeando y volviendo a golpear contra el costado de estribor de la «Andalucía».

—Encontrarán las señales —murmuró, a tiempo que un relámpago de malicia brillaba en sus ojos negrísimos.

El capitán, después de recorrer toda la toldilla de su pobre barco, condenado ya a una destrucción completa a la primera borrasca, se deslizó a su vez sobre el flotador, murmurando varias veces:

—Adiós, mi pobre «Andalucía».

Cuando puso el pie sobre la balsa, estaba muy conmovido.

Todos los marinos aman a su barco con cariño intenso, y don José Ulloa no era menos marino; que los demás y sentía toda la amargura de aquella separación.

Era, sin embargo, hombre demasiado enérgico para permanecer mucho tiempo impresionado, especialmente en aquellos momentos en que necesitaba todo su valor para librar de las asechanzas del mar a su tripulación y, sobre todo, a don Pedro y a Mina a quienes amaba como a sus propios hijos.

Dió, pues, con voz firme la orden de cortar el calabrote, último lazo que aún le unía a la «Andalucía».

El mástil formado por un robusto mastelero; de gavia, había sido izado, desplegándose en él una vela de sobrejuanete, la única encontrada a bordó. La balsa, empujada por un viento fresco del Sudeste, se separó del buque, rolando fuertemente y dejando tras de sí una ancha estela espumeante.

Avanzaba, no obstante, con lentitud, siendo aquel flotador, como hemos dicho, poco manejable y pésimo; andador, aunque se le sobrecargase de velas.

El bosmano la dirigía con un largo remo que, bien o mal, podía hasta cierto punto servir de timón.

El capitán, después de dar el rumbo, habiendo llevado consigo su brújula y algunos otros instrumentos necesarios para las observaciones, se dirigió hacia la popa, donde el carpintero había levantado un pedazo de la mura para poner al menos al timonel a cubierto dé las olas. Mina y don Pedro también se encontraban allí uno junto a otro, mirando con ojos llenos de tristeza a la «Andalucía», siempre clavada en la escollera que la había desfondado.

—Valor, muchachos —dijo don José, poniéndoles las manos en la espalda—; la bahía y la isla de Bualabea no están lejos: si Dios lo permite, dentro de tres o cuatro días desembarcaremos en la boca del Diao.

Y la tribu de Krahoa y la Montaña Azul, ¿no se encuentran precisamente junto a las fuentes de aquel río?

—Sí, don José —respondió el joven.

—¿Conserva usted el talismán?

—Lo llevo sobre mi pecho.

—Todo puede usted perderlo menos eso, pues de otro modo, en vez de conquistar el tesoro acumulado por su padre de usted, sólo lograríamos una buena parrilla de leña para asarnos.

—Ya sé que a los kanakas les gusta la carne humana.

—Posible es, don Pedro, por eso he hecho embarcar en la balsa media docena de carabinas y más de treinta libras de pólvora, plomó y balines.

—Con tal que no llegue primero Ramírez —dijo don Pedro, que se había quedado pensativo—, es un hombre que tiene valor de sobra y no tiene escrúpulos.

—Lo sé —repuso el capitán.

—Como usted comprende, don José, debemos desembarcar lo más pronto posible.

—Si aquel maldito huracán no nos hubiera sorprendido, esta noche hubiéramos podido dormir tranquilamente en la bahía de Bualabea, al seguro entre la isla de ese nombre y la costa de Nueva Caledonia.

—No es cuestión, sin embargo, dé quemamos la sangre por ahora. Acaso aquel «presidiario» de Ramírez esté aún lejano.

¿Me ha dicho usted que posee una buena goleta?

—La Mejor de todas las que navegan entre Iquique y Valparaíso.

También mi «Andalucía» filaba como una golondrina marina. Ya ha visto usted la prueba. Dejemos por ahora al tesoro dé la Montaña Azul y a Ramírez y ocupémonos de la balsa.

Verdaderamente no había necesidad de ello, porque el flotador navegaba discretamente bien, no obstante tener que remolcar detrás una docena de barricas bastante grandes. Sin embargo, se iba a la deriva hacia septentrión a pesar de los esfuerzos del bosmano, a causa del velamen tan imperfecto y de su mole.

Afortunadamente el mar estaba tranquilo; sólo de cuando en cuando una larga oleada violenta llegaba de Levante, o sea de hacia donde el ciclón se había alejado, y sacudía brutalmente al flotador, haciéndole crujir amenazadoramente, echando los pies por el aire a los marineros, especialmente a aquéllos que estaban en sus bordas con la esperanza de sorprender algún pez, provistos de pequeños arpones que podían servir perfectamente contra los sword-fish (pez-espada) que abundan en aquellos mares.

Ninguna tierra ni ninguna nave aparecían a la vista, ni siquiera una de aquellas piraguas dobles de que se sirven los isleños del Pacífico y que a menudo se alejan de las islas algunos centenares de millas.

Por último hasta los peces faltaban. Solamente algunas aves marinas volaban rapidísimas pasando bien alejadas del flotador, como si estuvieran convencidas de que su vida corría peligro.

Eran siempre los acostumbrados picazas, fragatas y rompehuesos y alguna vez el albatros.

Habiéndose hecho el calor intensísimo, don José, que no se había olvidado de hacer embarcar algunas vergas pequeñas, espeques, estays, cordaje y velachos, hizo levantar hacia popa una pequeña tienda de campaña destinada a Mina.

La valiente niña no parecía preocuparse gran cosa dé los graves riesgos que corrían los náufragos. Acaso no había aún comprendido bien la gravedad de la situación y creía que se trataba sencillamente de un corto paseo sobre aquel flotador que para ella no se diferenciaba mucho de la toldilla de la «Andalucía», especialmente porque se veía rodeada de las mismas personas.

Sentada delante de la tienda, charlaba tranquilamente con el grumete, por el cual siempre había tenido predilección especial por su inalterable buen humor y su carácter picaresco.

A mediodía, don José, después de haber tomado la altura y haber comprobado que la balsa había ganado en la mañana once millas hacia Poniente, marcha suficiente si se tiene en cuenta la fuerte deriva, procedió a la primera distribución de víveres: doce galletas entre diecisiete personas, con unos pocos gramos de queso salada para cada uno.

Sin embargo, la ración de agua fue abundante, teniendo a bordo de la balsa cinco barriles bien llenos, y aquélla fue acaso mejor acogida que los víveres, porque el calor era intensísimo.

Durante las primeras horas de la tarde la marcha de la balsa se redujo casi a cero por haber sobrevenido una calma absoluta que no debía cesar hasta ponerse el sol y que el capitán, práctico en aquellas regiones, había ya previsto.

Los marineros intentaron desquitarse de aquel ocio forzoso, pescando, pero con fracaso completo. Ningún sword-fish se dejó ver y ni siquiera un pez volador.

Parecía que hasta los habitantes de los mares, a semejanza de los del aire, se mantenían alejados de aquella balsa del hambre.

Después del ocaso, el viento volvió a dejarse sentir, pero no soplaba del Sudeste, sino del septentrión, lo que requería una maniobra fatigosísima y casi sin ventaja para los navegantes.

—Parece que el cielo se conjura en contra nuestra —dijo don José a don Pedro—. Y pensar que sólo tenemos víveres para mañana.

—Que estamos destinados a sufrir las torturas del hambre ya que no las de la sed.

—Siempre son preferibles, don Pedro —repuso el capitán—; al hambre se la puede aguantar por algún tiempo; la falta de agua, sobre todo en estos climas de fuego, es absolutamente imposible.

—¡Y nada que pescar!

—Los peces-perros no tardarán en presentarse en nuestras aguas. Esos condenados olfatean los náufragos a distancias increíbles: los hay que no se dejan acercar.

—¡Bah!, quizá mañana las cosas hayan cambiado.

Estando todos cansados y habiendo renunciado a la maniobra de las bordadas para no fatigarse inútilmente, se acostaron entre las lonas y los barriles, después de haber elegido cuatro hombres de guardia bajo el mando del bosmano, por si se daba el caso posible de que algún buque en rumbo hacia Australia septentrional pasase a la vista de la balsa.

Entre los hombres de guardia se había escogido también al grumete, que gozaba fama de tener una vista maravillosa.

El chiquillo, como le llamaba Retón, a quien, sin saber por qué causa le había sido siempre antipático, se había sentado en la extrema orilla con los pies metidos en el agua, sin cuidarse ele los tiburones que podían aparecer de un momento a otro y cortárselos.

Miraba atentamente en todas direcciones, sin olvidarse de volverse atrás de cuando en cuando, para no perder de vista a sus compañeros que estaban a popa discutiendo con el bosmano cerca del largo remo que servía de timón.

De cuando en cuando canturreaba, en voz baja; después se interrumpía bruscamente para dar una rápida ojeada hacia su espalda.

Hacía ya una buena media hora que se encontraba en observación, cuando levantó una tabla de la plataforma, sacando siete u ocho pedazos de corcho de forma plana, semejantes a los que los balleneros llaman dogas y que en medio llevaban dibujada rudamente con hierro enrojecido una A.

—Las corrientes y los vientos les dispersarán —murmuró—. Ya he arrojado más de doscientos en quince días.

—¿No habrá recogido ninguna? Parece imposible si el realmente cruza el Océano. ¡Oh, querido bosmano! Aunque el chiquillo sea joven, es menos chiquillo de lo que tú crees.

Tiró uno de los pedazos de corcho, observando la dirección que tornaba, y después, con intervalos de cinco o seis minutos, tiró otros cuatro.

Iba a lanzar el sexto, cuando una mano pesada le cayó sobre un hombro, mientras una voz ronca, la del bosmano, le preguntaba con tono amenazadora.

—¡Eh, mozo cocido!, ¿que labor misteriosa estás haciendo?

—¡Ah! ¿Es usted, Retón? —respondió el joven marinero, sin volverse—. Como ve usted, tiro al mar pedazos de corcho.

—¿Para qué?

—Para ver si los traga algún sword-fish; tengo un arpón junto a mí y le aseguro que sé servirme de él.

—¿Dónde has encontrado las dogas?

—Entre las velas y los cordajes.

—No sabía que las hubiera a bordo no habiendo la «Andalucía» sido nunca ballenero ni barco de pesca.

El grumete levantó les hombros.

—Eso me tiene sin cuidado; yo no intento más que clavar la lanza en el vientre de esos peces deliciosos.

El bosmano, satisfecho con aquellas contestaciones, llenó de nuevo su pipa y se volvió con los compañeros que estaban agrupados junto al timón consumiendo también las últimas hojas de tabaco.

Así no pudo notar ni el relámpago maligno ni la sonrisa irónica de Manuel.

La balsa, en tanto, continuaba avanzando lentamente o mejor desplazando hacia septentrión, por ser la brisa irregular y siempre débil. De cuando en cuando les alcanzaba la acostumbrada oleada; el eterno caballón del Océano Pacífico que repercute incesantemente sobre las costas de los dos continentes, el asiático y el americano y que más que nada es producido por el flujo y reflujo.

El flotador sufría entonces una violenta sacudida, obligando a los hombres de la guardia a agarrarse a la pequeña borda de popa o a los cordajes del mástil. Después volvía a adquirir su equilibrio más o menos perfecto.

A las once surgió la luna, cubriendo el mar de miríadas de aguilitas de plata, pero en vano el bosmano y sus compañeros aguzaban la vista, con la esperanza de divisar algún barco o alguna tierra. La inmensidad desierta rodeaba a los náufragos como si estuvieran a millares de millares de millas de las tierras habitadas.

—Amigos —dijo Reten, sacudiendo varias veces la cabeza como era su costumbre—. Si para mañana por la noche no hemos encontrado alguna isla o algún velero, pasado mañana nos veremos obligados a estrecharnos por necesidad la cintura.

—Pues qué, ¿ha desaparecido la Nueva Caledonia? —preguntó un marinero, haciendo un gesto de ira—. Sin embargo, el capitán ha asegurado que sólo unos centenares de millas nos separaban de aquella tierra.

—Estamos cojos, querido mío, y esta carcasa prefiere descansar en vez de caminar.

—¿Estaremos destinados a tener el fin de los náufragos de la «Medusa»?

—No me dejaré yo mechar la piel, amigo.

—No tengo ninguna intención de hacerlo; sólo digo que si continúa así la cosa, ¿quién sabe cómo acabaremos?

En aquel momento un grito extraño que semejaba una nota metálica, estridente, resonó sobre el mar, llegando distintamente a los oídos de los hombres de guardia.

Todos se habían levantado en pie, extendiendo sus miradas en todas direcciones, mientras a proa se dejaba oír la voz burlona dé Manuel que decía:

—¡Eh, bosmano! ¿Has oído al diablo?

La luna, que ya se había elevado mucho sobre el horizonte, proyectando horizontalmente sus espléndidos rayos azulados, iluminaba el Océano casi como si el alba hubiera llegado; sin embargo, ningún ser viviente se veía flotar sobre aquella argentada superficie.

—¿Nos habremos engañado? —preguntó por último el bosmano—. ¿O es verdad lo que ha dicho ese farsante de Manuel?

—El grito todos lo hemos oído, ¿no es cierto, compañeros? —preguntó un marinero.

—Sí, sí, Alonso —respondieron los otros.

—¡Callad! —dijo el bosmano.

Transcurrieron unos minutos; después el grito primero, más cortante, más vibrante, se dejó oír nuevamente a sotavento de la balsa.

—¡Un dugongo! —exclamó el bosmano, dando un salto—. He ahí nuestra salvación que llega.

—Si podemos capturarlo —dijo Alonso.

—Cuatrocientos o quinientos kilogramos de carne exquisita —continuó el bosmano.

—Para comerla cruda, si no queremos quemar la balsa.

—Basta con no morirse de hambre.

Por tercera vez se repitió el grito; después, a unos cuatrocientos metros de la proa se elevó una ola de plata y todos pudieron divisar un grueso cuerpo negro que se mostró por un momento a los rayos lunares, y después desapareció.

—¡Amigos, las carabinas! —gritó el bosmano—. Doble ración al que le dé.

Un marinero se precipitó tras de la tienda donde reposaban el capitán, don Pedro y Mina, y de una caja sacó cuatro fusiles con cañón larguísimo y pesada culata, con contera de hierro.

—Están cargadas —di jo, distribuyéndolas a los compañeros.

—Esperemos a que se descubra —respondió el bosmano—. Yo, por mi parte, estoy seguro de mi disparo, aunque aquel mamífero se encuentra a buena distancia. Ciertamente que si tuviera un par de balas encadenadas estaría más seguro de tocarle.

Los cuatro, en el borde de la balsa, espiaban atentamente la aparición del monstruo marino. Era una especie de cachalote por las dimensiones, con una cabeza extravagante que termina en una especie de tubo. A diferencia de los otros peces, da de mamar a sus hijuelos y se encuentra no raramente en los mares ecuatoriales e intertropicales.

Su captura, como había justamente dicho el maestro, hubiera sido la salvación de los náufragos, pudiendo contar con quinientos o seiscientos kilogramos de carne tan exquisita como la de la ternera.

Parece, sin embargo, que el mamífero se hubiera apercibido de que aquellos hambrientos contaban con su muerte para desquitarse de los primeros padecimientos, porque se sostenía obstinadamente sumergido. Unicamente mostraba la extremidad del hocico por algunos instantes, haciendo así la puntería imposible.

Cuando asomaba las narices y la boca, lanzaba cada vez con mayor fuerza aquella nota estridente que primeramente había impresionado a los hombres de guardia.

—¡Toma! —exclamó el bosmano, después de cinco d seis minutos de atención—. Yo no he oído en mi vida aullar tanto un dugongo. Estará herido o enamorado.

—¿Enamorado? —preguntó Alonso.

—Tú no has oído al pez-tonel cuando está cerca de la hembra —respondió el bosmano— braman como bestia feroces e igual los dugongo.

—¿O acaso esté herido como tú dices? —preguntó otro marinero—. Yo creo, bosmano, que tú lo has adivinado.

—¿Por qué?

—He visto ahora aparecer y desaparecer sierras allí donde nada el dugongo.

—Si hay escualos allí, no contéis con el almuerzo, amigos —respondió Reten—. Lo harán ellos en vez de nosotros.

—Sin embargo, no deben ser escualos los que dan caza al dugongo —dijo Alonso que observaba atentamente subido a un barril para abarcar mayor horizonte—. Se verían las becas fosforescentes de aquellos animaluchos, mientras no veo más que el fulgor de la luna y sus reflejos en el agua.

—Razón de más para engañarse —dijo Reten.

En aquel instante el dugongo lanzó un mugido tan agudo, que despertó por fin al capitán, el cual acudió rápidamente armado con un par de pistolas.

—El pobre mamífero está herido —dijo el bosmano.

El capitán, enterado de cuanto ocurría, hizo despertar a la tripulación para impulsar a la balsa allí, donde se debía desarrollar algún drama marino.

Quería llegar al sitio antes de que los peces-perros, admitido que se tratase de un asalto de aquellos voraces escualos, hubieran devorado la gigantesca presa.

Los catorce marineros armados de espeques y de remos se pusieron a arrancar furiosamente, empujando adelante, aunque muy lentamente, el pesadísimo flotador.

Los gritos del dugongo se repetían, pero cada vez más débiles. Sin duda el desgraciado mamífero se rendía.

Se veía distintamente el lugar donde se encontraba, porque en él se elevaban de cuando en cuando oleadas espumosas que se alejaban en forma de semicírculo.

Don Pedro y Mina, apercibidos de que la tripulación estaba próxima a apoderarse de una buena provisión de víveres, habían salido de la tienda para presenciar la captura del monstruo.

No debía, sin embargo, lograrse tan pronto, porque la balsa, a pesar de los esfuerzos desesperados de los remeros, no lograba ganar cien pasos cada cinco minutos.

Hubiera sido necesaria triple tripulación para impulsar a aquel armatoste con la velocidad de una mediana embarcación.

Los gritos del dugongo cesaron y las olas de espuma tampoco se percibían ya casi.

—Debe haber muerto —dijo el capitán a don Pedro y a Mina que le interrogaban.

—¿Le encentraremos? —preguntó el primero.

—Al menos lo espero.

—¿Quién lo habrá matado?

Don José, en vez de contestar se inclinó hacia adelante, fijando la vista en algunas sierras luminosas que surcaban el Océano en torno al sitio donde debía flotar el dugongo.

—Los sword-fishes —exclamó.

—¿Y qué es eso? —preguntó Mina.

—Una especie de peces-espada peligrosísimos y otro tanto excelentes de comer.

—¿Han sido ellos los que han matado al dugongo?

—Esos animales asaltan hasta a las grandes ballenas, clavando en el vientre de esos inofensivos y pacíficos cetáceos su espada de hueso. Corren parejas con los tiburones, aunque aquéllos atacan raramente a las personas que caen al mar.

Si cayéramos con tiempo en medio de la banda, porque aquellos peces viajan siempre en buen número, aumentaríamos grandemente nuestras provisiones.

¡Pero…! ¿Qué ocurre ahora allí? ¿No veis, muchachos?

Parecía que se librase alguna batalla en las aguas del dugongo.

Se veía las aguas alzarse aquí y allá y espumear furiosamente y de cuando en cuando aparecían gruesas colas negruzcas que se agitaban rabiosamente.

También el bosmano había observado aquel hecho.

—Se baten —dijo acercándose al capitán.

—¿Y a quién han asaltado ahora los sword-fish? —había preguntado don José.

—Apostaría adivinarlo.

—Explícate, pues.

—Apostaría mi pipa, que me es más preciosa en estos momentos que cuatro onzas de oro, que los tiburones han dado con el cadáver del dugongo y allí se han encontrado con los sword-fishes.

—Con tal que nos dejen a nosotros algún cadáver, que se destruyan cuanto quieran… —respondió el capitán. Los unos no son mejores que los otros. ¡Fuerza, muchachos! Cinco minutos más y llegaremos.

Los marineros hacían esfuerzos desesperados, sabiendo bien que de la captura del dugongo dependía probablemente su salvación, porque si lograban cogerle antes que los escualos lo hubieran devorado, no les faltaría carne seguramente en varias semanas.

En torno a las costas de Nueva Caledonia no es raro encontrar cetáceos de aquéllos, que tienen una longitud de cinco o seis metros y una circunferencia de tres.

Así los indígenas, aun no siendo menos antropófagos que los del grupo de las islas Salomón y de la Nueva Islandia y Nueva Bretaña, les dan una caza encarnizada, siendo golosos hasta más no poder, de la carne de aquellos habitantes del Océano Pacífico.

Les gusta también cazarlos vivos para demostrar mejor a sus mujeres su valentía como nadadores, y para ello no se sirven de piraguas ni de arpones.

Le rodean obligándole a subir a la superficie, le espantan con gritos salvajes, se agarran a sus largas aletas y a la cola, y le impulsan hacia la orilla, donde le rematan a golpes con sus hachas de piedra.

Es un procedimiento empleado por todos los isleños del Pacífico, sean o no sean antropófagos.

Después de cinco minutos, la balsa, que adelantaba a empujones rompiendo fragorosamente las olas, llegaba al sitio del combate. El bosmano no se había engañado, había vencido en su apuesta y conservado su querida pipa.

Una verdadera batalla se libraba en aquel espacio de mar y eran enormes escualos que luchaban ferozmente contra una banda de sword-fishes.

Ni siquiera la presencia de la balsa puso fin a la lucha.

Entre las olas que saltaban se veían aparecer unas veces enormes cabezas con las bocas abiertas y erizadas de dientes triangulares que se agitaban de arriba abajo, espadas negruzcas y agudas que cortaban el aire rápidamente; otras veces colas que azotaban furiosamente el agua, lanzando en todas direcciones grandes rociadas de espuma.

Formidables enemigos, tanto unos como otros, pues si bien los sword-fishes no podían competir por su masa y por su fuerza muscular, en cambio combatían con furor.

Grandes manchas de sangre subían a la superficie y enrojecían la espuma.

Del dugongo, en cambio, ninguna huella. ¿Habría sido devorado por los otros en pocos bocados? Era muy probable, pudiendo aquellos monstruosos peces engullirse de dos dentelladas hasta un hombre de estatura mediana.

Los marineros, furiosos por no haber podido coger la presa tan suspirada, habían aferrado los remos con la esperanza de herir a algún combatiente. Sin embargo, los movimientos de los escualos y, sobre todo de los sword-fishes, eran tan fulmíneos, que se hacía imposible tocarlos.

De repente un marinero que se encontraba en el borde de proa de la balsa, lanzó un grito terrible y se le vio abatirse hacia atrás, mientras una masa obscuro-argéntea se removía sobre su cuerpo.

Tres o cuatro hombres que se encontraban cercanos, corrieron adelante, blandiendo los cuchillos y dando gritos desgarradores:

—¡Cardoso! ¡Cardoso!

Don José, que se encontraba en aquel momento a popa junto al bosmano, que tenía el remo, oyendo aquellos gritos se había precipitado hacia la proa, seguido por don Pedro, que se había armado con un hacha.

El marinero se agitaba constantemente, lanzando quejidos desesperados que de momento en momento se iban debilitando. Sobre su pecho se debatía todavía la masa obscuro-argéntea a pesar de las cuchilladas que le daban los compañeros del herido.

—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, precipitándose adelante con una pistola en la, mano—. ¿A quién matáis, miserables?

—Es un sword, señor, que ha clavado su espada en el pecho de Cardoso —respondió un marinero, alzando el cuchillo goteando sangre—. El maldito pez le ha herido, acaso mortalmente.

—¡Muere, perro!

El sword-fish, acribillado por más de veinte cuchilladas, había cesado de agitarse. Era uno de los ejemplares más grandes de su especie, que no medía menos de tres metros y debía pesar doscientos kilogramos.

Había muerto, pero su aguda espada había quedado profundamente clavada en el pecho del desgraciado marinero, destrozándole la columna vertebral y produciéndole terribles lesiones internas que debían ocasionarle la muerte en breve plazo.

No hay que extrañarse de un hecho semejante. El sword-fish, cuando está irritado, llega a ser peligrosísimo para los pescadores.

Se lanza a la desesperada hasta contra las chalupas, que atraviesa con su solidísima espada, la cual alcanza a veces hasta dos metros de longitud.

Es tan temerario, que no se asusta ni de las ballenas ni de los cachalotes, ni de los peces-perros. Asalta a los unos y a los otros con verdadero furor, hundiendo el arma terrible en el vientre de sus adversarios.

Es Verdad que muere junto a su víctima, porque no puede retirar el arma, pero, ¿qué importa? Ni aun las naves le detienen, y no es rara encontrar alguno clavado en el casco, sujeto por su cuerno, plantado profundamente en el forro o en la quilla.

Don José, doloridísimo por la desgracia ocurrida, después de haber hecho separar al terrible pez, se había encorvado sobre el pobre marinero, hermoso joven de veinticinco o veintiséis años, intentando detener la sangre que manaba de la herida.

Don Pedro y el bosmano intentaban ayudarle.

—Es inútil, capitán —balbuceó el moribundo—… Mi vida huye; sólo Dios podrá detenerla.

Pueda al menos mi muerte haber servido ele alguna ayuda a mis compañeros, porque si el sword no me hubiera herido, no habrían podido cogerle, y ahora…

Se interrumpió mirando al capitán con ojos vidriosos; después una oleada de sangre le brotó de los labios contorsionados en los últimos espasmos de la agonía, manchándole la blusa de blanca tela.

Alargó sus brazos y cayó dulcemente entre los del bosmano, que se había arrodillado a su lado, sin lanzar un gemido.

—¿Muerto? —preguntó don Pedro, con lágrimas en los ojos.

Don José hizo con la cabeza un signo afirmativo.

—Y éste era uno de los mejores —dijo el bosmano con voz entristecida.

Tomó un velacho y lo extendió sobre el muerto, balbuceando una plegaria, a la cual respondían en voz baja los marineros alrededor del cadáver.

—Después de ponerse el sol se le dará sepultura —dijo don José, alejándose con don Pedro.

—Triste principio de nuestro viaje —dijo el joven.

—Son desgracias que les acaecen a los hombres de mar —respondió el comandante, el cual, sin embargo, parecía bastante preocupado—. No hagamos fatales augurios por la muerte de aquel desgraciado: joven. Tenemos demasiada necesidad de valor en estos terribles momentos.

—Sin embargo, me parece que, con la desaparición de la «Andalucía», todo debe terminar mal. ¿Atraerá la desgracia el tesoro de la Montaña Azul?

—La Nueva Caledonia no está muy lejana, lo repito. A mediodía tomaré la altura y calcularé la situación de la balsa.

Puede ocurrir que nos hayamos desviado veinte o treinta millas hacia el septentrión, distancia que, no obstante, no debe asustarnos y que podríamos reconquistar en pocas horas si comenzaran a soplar vientos de Levante.

—¿Y si Ramírez, entretanto, llegara a la bahía?

—Somos bastantes para hacer frente a sus bandoleros y para disputarle el tesoro —respondió el capitán—. ¿Usted continúa poseyendo el talismán?

—Lo llevo siempre encima, junto con el documento.

—Lo repito, pierda todo menos eso, porque su desaparición sería la ruina de nuestra empresa.

Se habían acercado a la pequeña tienda, delante de la cual estaba sentada Mina, con la frente pensativa y la cara apoyada entre sus manos.

—¿Muerto, verdad? —preguntó la joven.

—Una desgracia, señorita, que podía haberle ocurrido a usted, o a cualquier otro, y que no debe impresionamos —respondió el capitán—. Don Pedro, haga usted compañía a su hermana. Ahora que va a salir el sol quiero ver si logro divisar las montañas de la isla.

Comenzaba entonces a alborear y el cielo estaba bastante claro para permitir una observación a larga distancia.

El capitán que, como hemos dicho, no se había olvidado de hacer embarcar todos los instrumentos necesarios para la navegación, pasó detrás de la tienda y abrió una caja donde había colocado por su propia mano, un sextante, dos brújulas de repuesto, un buen telescopio y el cronómetro.

Iba a alargar la mano hacia el largavista, cuando, se le escapó una terrible blasfemia, a tiempo que su rostro se ponía palidísimo, casi lívido.

—El cronómetro no marcha —exclamó con acento de terror—. ¡Imposible que se haya parado él solo! Hace doce días que le di cuerda.

Tomó el reloj y se lo acercó al oído. El escape no se oía.

El capitán permaneció mudo por algunos instantes, mirando con extravío la cajita de vidrio que encerraba el delicado instrumento, sin el cual no podría ya tomar la altura a mediodía para conocer exactamente la latitud y la longitud; después lo dejó y tomó el sextante. Otra imprecación que pareció un rugido le escapó de los labios.

Tres espejitos del instrumento estaban rotos y sus,, fragmentos yacían en el fondo de la caja.

El capitán dirigió a su alrededor una mirada de furor.

Todos los marineros estaban arrodillados en torno del cadáver de Cardoso, que se encontraba a proa.

Solamente Manuel, el joven grumete, se encontraba a popa sentado cerca del borde de la balsa, ocupado, al parecer, en sorprender algún pez.

—¡Aquí se ha cometido una enorme traición! —exclamó—. El sextante y el cronómetro han sido inutilizados por una mano enemiga. Pero ¿por quién?, ¿por quién? Yo no he dudado nunca de la lealtad de mis hombres, a los que conozco hace muchos años. Y además, ¿para qué privarme a mí de estos instrumentos? ¡Retón! ¡A mí!

El bosmano, que estaba en aquel momento atravesando la balsa para volver a su puesto junto al largo remo que servía de timón, se paró.

—¡Ven aquí junto con don Pedro! —le dijo el capitán, con voz alterada.

—¿Qué le ocurre, señor? Me parece usted aterrado.

—Calla, ven pronto.

El bosmano marchó hacia la tienda, llamando al joven que estaba conversando con Mina; después todos se reunieron al comandante, el cual, con el dedo de la mano derecha apuntaba a la pequeña esfera del cronómetro, repitiendo:

—¡Las once y veinte minutos! ¡Las once y veinte! ¡Ni un segundo más ni menos!

CAPITULO V. UNA TRAICIÓN MISTERIOSA

Las facciones del comandante de la «Andalucía» estaban tan alteradas en aquel momento, que don Pedro y el bosmano se preguntaron en seguida si alguna otra terrible desgracia iba a herir nuevamente a los supervivientes del naufragio.

—¿Está usted asustado y encolerizado, don José? —le preguntó don Pedro—. ¿Qué le ha ocurrido, pues, para estar tan agitado, cuando siempre le he visto tan sereno y frío?

—Un momento, don Pedro —dijo el capitán—. Retón, ¿quién velaba esta noche a las once y veinte minutos?

—Yo, señor.

—¿Quién estaba contigo?

—Los cuatro marineros de Iquique y el grumete.

—¿Dónde estabas tú?

—Al timón.

—¿Y los otros?

—Todos a mi alrededor.

—¿Estás bien seguro?

—Sí, comandante; sólo Manuel estaba a proa.

—De ese muchacho no me preocupo —dijo el capitán, alzando las espaldas—. ¿Has visto acercarse alguno a esta caja?

—No, nadie.

—Recuerda bien, Retón, porque se trata de descubrir a un traidor.

El viejo se rascó y volvió a rascarse la cabeza y después contestó sin titubear:

—Estoy segurísimo que ninguno de los marineros de guardia se ha acercado a la tienda.

—¿Cuándo dejaste el timón?

—Debió ser cerca de las once: en el momento de lanzar el dugongo el primer grito.

—¿Te acercaste a proa solo?

—No; todos me siguieron, porque esperaban poder sorprender y capturar aquel gran pez, con cuya carne hubiéramos podido vivir varios días en la abundancia.

—Entonces alguno debe haber aprovechado aquel momento para cometer la infame traición.

—Pero ¿qué traición? —preguntaron a una Retón y don Pedro, vivamente impresionados por las palabras del comandante.

—Un miserable ha estropeado el sextante y también el cronómetro para impedirme tomar la altura.

El bosmano y don Pedro se miraron con un estupor imposible de describir. Hubo entre aquellos tres hombres un largo silencio. Se hubiera dicho que no se atrevían a hablar.

—¡Es una infamia! —prorrumpió finalmente el joven—. ¿Ignorará ese insensato que buscando el perdernos a nosotros se pierde él mismo?

¿No sospecháis de ninguno de vuestros hombres?

—Siempre he encontrado en ellos valientes marineros y nunca he tenido por qué quejarme, ¿no es cierto, Retón?

—No, nunca; son hombres escogidos por mí con cuidado —respondió el bosmano.

—Sin embargo, entre ellos debe ocultarse el traidor.

—Ciertamente, don Pedro —respondió el capitán—; estamos en pleno Océano y nadie puede haber abordado la balsa sin ser visto.

Retón se rascaba rabiosamente la cabeza, golpeándola de vez en cuando con puño poderoso.

—¿De quién sospechar? —murmuraba con ira—. Si le encontrara, como soy Retón que le arrojaba a los tiburones. ¡Y no poder tomar la altura! ¡Miserable, bandido, asesino! ¡Ay de ti si te cojo!

—¿Y qué haremos ahora, don José? —preguntó don Pedro, después de otro momento de silencio.

—Todavía tenemos las brújulas y con ellas podemos dirigirnos. No podremos, es cierto, ir directamente a la bahía de Bualabea, pero antes o después iremos a parar a las costas de Nueva Caledonia.

Lo que recomiendo es que por ahora se mantenga sobre esto el más riguroso silencio para no descorazonar a los marineros.

Vigilaremos a todos estrechamente sin darlo a conocer, y no perderemos de vista las brújulas.

La mano infame que ha inutilizado el sextante y el cronómetro podría dejar también aquélla inservible y entonces habría llegado el fin para nosotros.

—Una pregunta aún, don José —dijo el joven—. ¿Ve usted en esto la mano de Ramírez?

—No dudo de ello. Aquel granuja debe haber comprado acaso a peso de oro a alguno de nuestros hombres.

Juro, sin embargo, que si yo logro sorprender al traidor, no le perdonaré la vida.

—Ni yo tampoco —dijo el bosmano—. Le clavaré mi cuchillo en el corazón.

—Al timón, Re ton. La brisa parece que se levanta por Oriente; procura dirigirte siempre al Noroeste.

—Cuente conmigo, capitán.

Don José tornó el anteojo de largavista y se dirigió hacia proa seguido de don Pedro.

Los marineros se hallaban aún arrodillados alrededor del cadáver del pobre Cardoso, balbuceando de cuando en cuando alguna oración.

Sólo uno estaba ocupado en despedazar, no sin cierto: disgusto, el sword-fish, para preparar la colación.

En veinticuatro horas, aquellos desgraciados no habían tenido otra ración que algunas migajas de galleta, y el hambre atormentaba ferozmente sus estómagos.

El capitán, en el borde de la balsa, se apoyó en un barril, por estar el mar algo movido, y apuntó hacia Poniente, escrutando atentamente el horizonte.

—¿Nada? —preguntó don Pedro, pasado algún tiempo.

—He notado una ligera humareda allá abajo, que podría ser una nube muy lejana, pero también podría ser una montaña.

—¿Las hay altas en Nueva Caledonia?

—Tres o cuatro que parece elevan sus picos hasta cuatro o cinco mil pies, pero todas éstas se encuentran hacia el Sur.

—Puede ser que haya también alguna hacia el Norte, porque la isla sólo está imperfectamente explorada.

—¿Podría ser también otra costa?

—No; es imposible —respondió el capitán—. Son demasiado bajas las de Nueva Caledonia y además hay que tener en cuenta la curvatura de la tierra.

Intentaremos no perder de vista la humareda y entretanto nos dirigiremos en lo posible hacia ella.

Vamos a comer, don Pedro.

—¿Con carne cruda?

—¿Quién osaría encender fuego en una balsa? ¿Qué sería de nosotros si aquí estallase un incendio? Por otra parte, ya os acostumbraréis antes de lo que pensáis.

—¿Y Mina?

—Aún tenemos un poco de jamón y se lo daremos a su hermana, pero ¿y después…? Tendrá que acostumbrarse, don Pedro, si no quiere morirse de hambre.

Medio sword-fish había ya sido cortado en lonchas delgadas, por el cocinero de a bordo; la otra mitad se había apartado dentro de un barril, a la vista de todos, para que nadie la tocase.

El capitán reunió la tripulación y procedió a la distribución, recomendando a todos economizar la ración, porque hasta el día siguiente no habría otra.

De la provisión de pan sólo restaban aquellas dos únicas galletas, y por acuerdo común fueron ofrecidas a la señorita la única que en algún modo tenía derecho a escapar a la ley común.

La comida fue triste. La idea de alimentarse de aquel pez que había causado la muerte al desgraciado marinero, había contenido el apetito formidable de aquellos robustísimos hombres.

El hambre feroz no tardó en vencer los escrúpulos, y los trozos de pescado, crudos, sangrientos todavía, desaparecieron casi totalmente en las profundidades de aquellos estómagos que reclaman imperiosamente con agudos mordiscos algo con que llenarse de cualquier naturaleza que fuese.

Terminada la comida, el capitán hizo meter dentro de un pedazo de vela cosido, el muerto, y después de recitar una breve oración, lo hizo deslizar dulcemente en el mar.

Apenas el fardo se había sumergido, cuando un ancho círculo de sangre apareció en la superficie. Algún escualo que estaba al acecho bajo la balsa, no menos hambriento acaso que la tripulación, había a su vez hecho su comida.

—He ahí la tumba reservada a los marinos —dijo el capitán, suspirando.

—Y he ahí un cadáver con que acaso nos reuniremos un día —añadió en voz baja el bosmano, sacudiendo tristemente la cabeza—. Esperemos que Dios no lo quiera.

Afortunadamente nadie había oído aquellas terribles palabras.

Los marineros, ya profundamente impresionados y no poco descorazonados, habían vuelto a la observación, dispersados aquí y allá por grupitos, interrogando ansiosamente el horizonte y espiando los peces que, de cuando en cuando, se mostraban en las aguas de la balsa, cuidándose, no obstante, de no dejarse coger.

Poseyendo solamente unos pocos anzuelos y un par de cañas embarcadas por pura casualidad, no había muchas esperanzas de lograr una cena abundante.

Eran, por lo regular, doradas, hermosos peces grandes que se pueden también coger con arpones, con escamas azules y amarillas, tornasoladas con mucha variedad de luces y reflejos y dotados de tal rapidez, que es rarísimo el caso de poderles clavar a tiempo.

De cuando en cuando también pequeños bandos de serpientes de mar de más de un metro de largas, cilíndricas, con la piel moreno-obscura y blanca, amarillenta por debajo, se mostraban nadando casi a flor de agua, pero los marineros se guardaban bien de cogerlos, sabiendo que son muy venenosos.

Aunque hubieran sido comestibles, no habría sido fácil acercárseles, porque apenas llegaban a las inmediaciones de la balsa, se manifestaba entre ellos una repentina agitación y huían a la escapada en todas direcciones como si les amenazase algún temido enemigo.

Aquel sobresalto que ya los marineros habían notado en las doradas, no podía ser producido más que por la presencia de algún pez-perro que debía estar prudentemente escondido bajo el flotador.

Probablemente sería el mismo que poco antes, había devorado el cadáver de Cardoso y que esperaba pacientemente el momento oportuno para hacer otra merienda abundante.

Aquella sospecha había ya surgido en el cerebro del bosmano, porque viendo que los marineros perdían inútilmente su tiempo contra las doradas, había dicho:

—Hasta que matemos ese escualo del desastre, esperaremos en vano el almuerzo y la comida.

A mediodía don José, que no quería a ninguna costa alarmar a sus hombres, simuló tomar la altura, aunque ni el sextante ni el cronómetro servían para nada.

—¡Bah! —dijo a los marineros que le rodeaban, ansiosos de conocer la situación de la balsa—. Estamos a sólo ciento setenta millas de la bahía.

Un poco de viento que sople e iremos a reponemos bajo la sombra de los cocoteros y los niaulis.

Mentía, sin embargo, porque pocos minutos después abordaban a don Pedro, que salía de la tienda bajo la cual descansaba Mina, diciéndole:

—Malas noticias.

—¿Por qué? —preguntó el joven, no sin profunda aprensión.

—La línea que descubrí esta mañana y que podía ser una montaña, no se ha vuelto a ver.

—¿Desapareció?

—Ciertamente.

—¿Y qué supone usted, don José?

—Que la balsa ha derivado demasiado.

—¿En qué dirección?

—A septentrión, si las brújulas son exactas.

—¿Entonces hemos sobrepasado ya la bahía?

—No puedo asegurárselo, don Pedro. Por lo menos tengo alguna duda.

—¿Qué será de nosotros? ¿Nos llevarán el viento y las corrientes muy lejos de nuestra meta?

—¿Quién lo puede decir?

—Yo experimento, comandante, una profunda angustia. Piense usted que mañana hasta el sword-fish habrá concluido y ya sabe a qué precio lo hemos adquirido.

—A costa de una vida humana —respondió el capitán, con voz triste.

—¡Quién sabe! Alguna vez el mar ofrece recursos infinitos. ¡Ah! ¡Si descubriésemos alguna vela!

—¿Hay alguna probabilidad de un encuentro de esa clase?

El capitán de la «Andalucía» hizo con las manos un gesto vago; después dijo con voz lenta, casi insegura:

—Estamos fuera de la ruta que siguen los veleros que van a las islas de la Sonda o a los mares de la China. Encontrar uno sería una suerte inesperada. Yo, francamente, no hago cálculos sobre ello. Usted es hijo de un hombre de mar y se lo digo. A otro, ni siquiera a un amigo mío, no le haría tal confidencia.

—¿Prevé usted días tristes, don José?

—Yo no soy Dios —repuso el capitán—. Nuestro destino está en sus manos.

Después de mediodía, una brisa fresca, cosa verdaderamente extraordinaria en aquellos climas ardientes, se levantó soplando siempre, sin embargo, del Sudeste, lo que debía empujar la balsa más allá de los cabos septentrionales de Nueva Caledonia.

En vano intentaba el bosmano regularizar la marcha del flotador, la deriva era siempre acentuada, hasta serlo demasiado.

Aquel vientecillo fresco, aunque soplase irregularmente, había animado un poco a la tripulación, haciéndoles vislumbrar la esperanza de un no lejano arribo.

También la aparición dé algunas aves marinas que se habían visto después de la furiosa borrasca que había arrojado a la «Andalucía» sobre las rompientes, habían contribuido no poco a calmar los presentimientos de los náufragos.

No eran ni albatros ni fragatas, aves que pueden encontrarse hasta a mil millas alejadas de las islas o de los continentes, sino de las que ordinariamente no se alejan demasiado de las costas, y vencejos marinos que tienen sus nidos entre los escollos de los islotes.

Además, una gran cantidad de algas aparecían en grandes grupos en medio de cierto polvo amarillento que los marineros ingleses llaman sano-dastol, o sea aserrín de madera y que es producido por un alga microscópica que se pulveriza fácilmente al ímpetu de las olas y que crece en las inmediaciones de las playas y de las rompientes. El capitán, a quien nada se le ocultaba, después de notar aquella novedad, se había apresurado a entrar en la tienda donde don Pedro hacía compañía a su hermana, haciéndole siempre brillar la esperanza de un próximo arribo para que la muchacha no se desanimara.

Debemos, sin embargo, decir que Mina, aunque no acostumbrada a los azares de las largas navegaciones ni a los peligros marítimos, se había conservado siempre serena y no había perdido nada de su valor.

—¿Hay alguna buena noticia? —preguntó don Pedro en seguida, viendo entrar al comandante.

—Por ciertas señales deduzco que la tierra no está ya muy lejos —respondió don José.

—¿Estaremos todavía en el rumbo de Nueva Caledonia?

—A septentrión no hay otra isla que la de Bualabea, que cierra la bahía del mismo nombre. Creo, por tanto, firmemente que tenemos delante de nosotros la gran tierra de los kanakas.

—¿Y aquella ligera silueta?

—He vuelto hace poco a escudriñar el horizonte y no he logrado encontrarla. Podía haber sido una nube que el viento habrá arrastrado hacia Poniente o que se ha desvanecido.

Con frecuencia llueve en Nueva Caledonia durante la presente estación.

—¿Y cuándo llegaremos a ella? —preguntó Mina.

—Por ahora no puedo responder a su pregunta, señorita —respondió don José.

—Todo depende del viento, y éste desgraciadamente no siempre sepia fuerte. Además de que hay algo de corriente que siempre nos hace derivar a septentrión.

—Piense usted que mañana se habrán de nuevo acabado les víveres —dijo don Pedro.

—Cuando se tiene agua se puede resistir varios días. No será muy agradable, pero aun no nos encontramos en la terrible situación de los náufragos de la «Medusa».

—¡Qué siniestro recuerdo! —exclamó Mina—. Con frecuencia en estos días he pensado en aquel tremendo naufragio.

—No nos encontramos todavía en aquel extremo, señorita. Además, la tierra está cercana y un día u otro la veremos surgir delante con sus frescas y maravillosas florestas cargadas de frutas deliciosas.

—Valor, pobre amigo mío; el tesoro de la Montaña Azul no nos traerá la desgracia.

Todo el día continuó la balsa avanzando, sosteniendo el rumbo al Noroeste; sin embargo, el viento fue constantemente muy débil. Al caer la tarde cesaron hasta esos débiles soplos, abandonando el flotador a merced de una fuerte ondulación que parecía venir de Levante y que hacía volar vivamente a aquel conjunto de maderos y de pipas, amenazando descoyuntarle.

La noche no tuvo nada de buena, precisamente a causa de aquellos caballones que llegaban con cierto ímpetu. Alguna borrasca debía haberse levantado muy lejos, y los pobres náufragos sufrían de rechazo las consecuencias.

Aunque reinaba una viva agitación entre la tripulación, que no lograba pegar los ojos, porque el balanceo les hacía rodar adelante y atrás en aquel tablero mal nivelado y obstruido por cajas, barriles y entenas, el bosmano, don José y don Pedro no se descuidaron en ejercer por turno una rigurosa vigilancia con la esperanza de sorprender al traidor.-Pero sea que el miserable se hubiera apercibido de que se vigilaba atentamente la caja destinada a contener los instrumentos o que se hubiera contentado con los gravísimos destrozos ocasionados ya, no: se dejó coger.

Ningún marinero se había, bajo ningún pretexto, acercado a la pequeña tienda. Sólo Manuel, el joven grumete que gozaba de las simpatías de todos, excepto de la del bosmano y que era el menos sospechoso, durante su cuarto de guardia se acercaba alguna vez tras de la tienda para buscar un pedazo de cuerda y un clavo para prepararse al día siguiente un anzuelo para pescar.

Cuando el sol volvió a mostrarse en el horizonte, la situación no había cambiado. La fuerte marejada que venía del Este no había cesado y ninguna tierra aparecía a la vista.

La inmensidad circundaba a los desgraciados náufragos, completamente azul, sin ningún punto negro que hiciera esperar la presencia de algún barco o de una de aquellas dobles piraguas adoptadas por los isleños de la Polinesia.

—¡Nada, siempre nada! —había exclamado el capitán, haciendo un gesto de desesperación.

Después, en voz baja, había añadido:

—Y no poder siquiera saber, por culpa de aquel miserable, dónde nos encontramos.

Los marineros se habían tornado taciturnos, tristes, con la más profunda desesperación pintada en sus rostros. Rodeáronle, interrogándole con las miradas.

—Valor, amigos —dijo don José, requiriendo prontamente toda su energía—. La Nueva Caledonia no puede estar lejos. Que el viento se levante y en pocas horas podremos alcanzarla.

—Hoy se concluirán nuevamente los víveres, señor —observó un marinero.

—¿Qué será mañana de nosotros si no logramos capturar algún pez? —observó otro.

—No se muere de hambre por un ayuno de veinticuatro ni de cuarenta horas —respondió el capitán—. Más terrible sería la carencia de agua.

—¿Y si el ayuno se prolongase algunas semanas? —preguntó otro—. Hace ya tres días que vivimos con una ración ínfima.

—Yo no como más que tú…

—Es cierto, capitán Ulloa —respondieron todos los demás, a coro.

Se disolvieron sin decir más, disponiéndose en los bordes de la balsa con la esperanza de poder capturar algún pez o de sorprender a aquel maldito escualo que se mantenía obstinadamente escondido bajo el flotador, haciendo huir con su presencia a todos los demás habitantes del Océano.

A mediodía, no habiendo podido coger absolutamente nada, aunque poseyeran tres o cuatro buenas cañas de pescar, el capitán repartió la otra mitad del sword-fish, que fue inmediatamente devorada. Hasta Mina, después de mucho titubear se vio obligada a seguir el ejemplo de los demás por haber ya concluido su pequeñísima ración de jamón y su galleta.

Un sentimiento de verdadero terror se apoderó de los marineros cuando volvieron sus miradas hacia la caja vacía que había contenido su último recurso.

Afortunadamente parece que Dios tuviera compasión de aquellos desgraciados, porque algunas horas después Manuel, que estaba siempre de vigía, no haciendo más que brevísimos descansos, señaló una banda de gigantescos peces voladores que avanzaban de Poniente, describiendo fulmíneas parábolas, perseguidos encarnizadamente por un enjambre de aquellos grandes pájaros de pico robustísimo llamados quebrantahuesos.

Debían tener otros enemigos bajo las aguas, bien peces-espada o doradas, porque de no ser así amenazados los peces voladores no se entregan con frecuencia a aquella gimnástica endiablada.

Un grito de alegría se había elevado entre la tripulación que de repente había exclamado a una voz:

—¡A mí una caña! ¡dejadme hacer! ¡les cogeré al vuelo!

Un marinero barbudo como un bandido, con musculatura poderosa, había saltado en pie, fijando sus miradas sobre los peces que se dirigían hacia la balsa, huyendo de sus enemigos acuáticos y aéreos.

—¡Dadme un desperdicio cualquiera del sword-fish! —añadió en seguida—. Yo me encargo de capturar alguno.

—Todavía quedan las tripas —respondió otro marinero*

—Pronto, cortar unos pedazos.

—¿Qué vas a hacer, John? —preguntó el capitán al pescador improvisado—. ¿Quieres coger al vuelo esos peces que, si no me equivoco, son tan grandes casi como tú?

—Sí, capitán, y con anzuelo —respondió el marinero, que era un norteamericano—; cuando estaba en California nunca regresaba a la playa sin remolcar detrás cuatro o cinco de esos animales.

—¿Y quieres coger un pez que pesa lo menos doscientas libras? ¡Son gigantescos esos bichos!

—Los conozco, capitán; espérese y le enseñaré cómo pescamos al vuelo los americanos. ¡Compañeros, os garantizo una cena abundante!

Aunque ninguno tuviese excesiva confianza en el marinero que se proponía con una sencilla caña detener de golpe aquellos voladores del mar, se habían todos retirada hacia popa para dejarle en libertad de ejercer su golpe maestro.

Mina, avisada por su hermano, de aquella pesca extraordinaria, se había unido a ellos.

Los peces voladores, que eran lo menos cuatrocientos o quinientos, continuaban huyendo, avanzando mal de su grado hacia la balsa.

Pertenecían a la especie más grande. Algunos medían dos y otros hasta cinco pies y tenían la piel rojiza-obscura y no azul-plateada como sus congéneres más pequeños, las aletas negras, el hocico feísimo, sobremontado: por una especie de casco armado de puntas agudísimas.

Apretados por la vecindad de sus enemigos acuáticos y perseguidos no menos encarnizadamente por los feroces quebrantahuesos que les aferraban verdaderamente al vuelo, describiendo fulmíneos zig-zags, vibrando desesperadamente las aletas y dejándose después caer a plomo, levantando grandes rociadas de espuma.

El americano, derecho a algunos pies del margen de la •balsa, con las piernas estiradas, hacía zumbar su larga cuerda, a la cual estaba unido un sólido anzuelo, imprimiéndole un rapidísimo movimiento circular.

Esmeraba una ocasión oportuna para dar un golpe que debía asombrar a los náufragos.

La pesca del pez volador es una de las diversiones mayores de los americanos del Norte que habitan los ríos de la Florida de Nueva Orleans y las costas de California, los únicos lugares que verdaderamente son frecuentados por aquellos extrañísimos habitantes de los mares.

Es un verdadero sport que tiene gran número de aficionados, quienes pescan más por diversión que por otra cosa, porque si la carne del pez volador pequeño es bonísima, la del diaiialoiiero, o sea el gran pez volador, es pésima.

Los pescadores se sirven de una pequeña chalupa para dar caza a los peces y compiten entre sí por su habilidad.

Casi siempre adoptan cañas sencillas con una cuerdecilla sólida que se corre sobre la punta de un ágata; pero es necesario que el pescador sea robusto y también hábil marinero, porque es fácil comprender que no es sencillo luchar y capturar un pez que puede ser hasta de un metro de largo.

A veces emplean horas y horas para apoderarse de uno solo, porque el dittalottero no se rinde fácilmente.

Aunque se prendan del anzuelo, no deja de dar revuelos furiosos que pueden comprometer no sólo el equilibrio del pescador sino el de la barca que tripula, por lo cual los baños son muy frecuentes, aunque no desagradables, porque la estación de esta pesca es el estío.

Febrero es la época en que los peces voladores se acercan, a las costas americanas, lo mismo a las bañadas por el Océano Pacífico que a las que lo son por el Atlántico, pero hasta marzo y a veces más tarde no comienzan sus saltos desordenados, y esa es la ocasión buena para capturarlos.

John, vigilante, atentísimo, esperaba sin cesar de hacer girar su cuerdecilla.

De cuando en cuando, con un golpe imprevisto, la lanzaba en alto para probar la elasticidad de su brazo.

De pronto se dejó oír su vez:

—¡Que nadie hable!

Veinte o treinta peces voladores se habían elevado bruscamente, mientras por debajo de ellos aparecían las largas y agudísimas espadas negruzcas: eran las armas terribles de los sword-fishes.

Aquellos peces voraces perseguían encarnizadamente la presa y, cuando caía, los bravos espadachines les ensartaban sin errar el golpe nunca.

El sword, la dorada y los tiburones, son los enemigos más terribles de los peces voladores. Cuando encuentran un banco de ellos, le persiguen ferozmente y no le abandonan hasta que le han destruido por completo.

John estaba pronto. Su cuerdecilla se elevó casi verticalmente y describiendo una rapidísima curva envolvió completamente el primer pez volador que pasó sobre la balsa.

El anzuelo se había clavado profundamente en un costado del pobre habitante de las aguas, haciéndole caer de golpe.

—¡Apoderaos de ese! —gritó el americano, tomando una segunda caña—. ¡Listos! Cansarle primero y luego izarle a bordo.

Otro golpe maestro más preciso y más fulmíneo que el primero, y otro dittalottero cayó agitándose desordenadamente.

Después fue apresado un tercero.

Los otros, aun viéndose perseguidos por los quebrantahuesos, se guardaron bien de pasar sobre el flotador, donde encontraban otro enemigo no menos hambriento.

Los tres peces, hechos prisioneros por los golpes magistrales del americano, se agitaban con furor, oponiendo una extraordinaria resistencia.

Ora se lanzaban casi verticalmente fuera del agua, girando sobre sí mismos, ora describían bruscos ángulos, intentando librarse de los anzuelos que destrozaban sus carnes.

La lucha duro media hora; después fueron izados a bordo y muertos con algunas cuchilladas.

Aquella noche los náufragos tuvieron una cena abundante, si no excelente, y la caja de las provisiones se llenó.

¿Cuánto duraría?

CAPITULO VI. LA SUBLEVACIÓN

Dos días más habían transcurrido sin que la situación de los desgraciados náufragos mejorase de ninguna ¡manera.

Aquella invisible tierra de los kanakas parecía que huía siempre ante la balsa que, no obstante, había recorrido una treintena de millas, manteniendo su rumbo hacia el Noroeste.

Ni una nave se había presentado a la vista, ni próxima ni lejana. Solamente algún ave marina se había acercado a la balsa, atraída más por curiosidad que por otra cosa, pero pronto se habían alejado antes que el capitán y don Pedro, que eran ambos habilísimos tiradores, tuvieran ni siquiera tiempo de coger los fusiles.

Las provisiones proporcionadas por la habilidad extraordinaria del americano, disminuían ahora visiblemente, no obstante la economía del comandante y las pocas que aún quedaban amenazaban corromperse por ser el calor intensísimo y no poseer los náufragos ni un gramo de sal.

La profunda desesperación de los tripulantes en aquellos días iba sin cesar aumentando. ¿Dónde se hallaban? ¿Adonde habían empujado a la balsa el viento y las corrientes? ¿Estaba todavía próxima o se había alejado ya de aquella isla que guardaba el tesoro de la Montaña Azul?

En vano habían acosado con preguntas al capitán para saber al menos sobre qué meridiano o paralelo navegaban. El desgraciado, estrechado por ellos, se había visto obligado a confesar que el cronómetro había sufrido una avería durante el transbordo y que por eso no podía tomar la altura a mediodía.

Fácil es comprender que aquella noticia produjo un descorazonamiento mayor entre los náufragos de la «Andalucía». {Ay de él si hubieran sabido que un miserable que se encontraba entre ellos había sido el autor de la infamia y hubieran logrado descubrirle!

Afortunadamente, el capitán, que tenía la esperanza de sorprenderle un día u otro, se había guardado de comunicarles su secreto.

La noche del tercer día, después de la captura de los peces voladores, acaeció un suceso que produjo inmensa impresión en el ánimo de don José, de don Pedro y del bosmano.

Toda la noche la balsa había permanecido inmóvil, apenas balanceada por el reflujo, pues no soplaba ni el menor hálito de viento.

Hacia el alba, el bosmano, al que tocó el último cuarto, se había acercado a proa con la esperanza de descubrir las montañas de la isla, cuando fue atraída su atención por un pedazo de corcho semejante a los que emplean los pescadores para sus redeles, que flotaba a algunos metros de la balsa.

Bastante sorprendido por aquel suceso absolutamente inesperado, no habiendo visto aquellos corchos a bordo de la «Andalucía», sin decir nada a sus compañeros que estaban reunidos a popa, cerca del timón, tornó un largo remo y, manejándole cautelosamente, logró apoderarse del minúsculo flotador.

No podía ser la doga de un ballenero, llevando la cifra y el nombre del barco, porque aquella clase de pescadores emplean tablillas de corcho de mayores dimensiones. El viejo marinero, que en su juventud había hecho más de una campaña con los balleneros norteamericanos de California y del Oregón, no podía equivocarse respecto a esto. Escondió rápidamente la pequeña boya bajo su blusa, temiendo ser descubierto por sus compañeros, y se dirigió sigilosamente hacia la pequeña tienda para avisar al capitán de aquel extraordinario descubrimiento que podía anunciar la vecindad de algún barco pescador de trepang, aquel molusco tan rebuscado por los gourmets chinos y que únicamente se encuentra en las costas ele las grandes islas del Océano Pacífico.

Bastó una sacudida para hacer ponerse en pie a don José, quien esperando a cada momento alguna noticia, dormía, como suele decirse, con un ojo abierto.

—¿La costa? —preguntó, viendo delante al bosmano.

—Todavía no, comandante, por nuestra desgracia —respondió Retón—. Sin embargo, tengo esperanza de que no esté muy lejos.

Mire usted lo que he recogido hace poco.

El capitán había tomado en sus manos la tablilla de corcho, mirándola atentamente por todas partes.

De pronto lanzó un grito, tan fuerte, que despertó a don Pedro y a Mina.

—¿Qué ocurre, comandante? —preguntó el joven, alzándose con rapidez—. ¿Está acaso a la vista la Nueva Caledonia?

—Todavía otra traición —respondió don José, que aparecía presa de vivísima agitación.

El bosmano lanzó una blasfemia, golpeándose la cabeza con los dos poderosos puños a la vez.

—¿Qué dice usted, capitán? —preguntó después con ansiedad.

—Que el traidor continúa su infame obra.

—Aquel pedazo de corcho…

—Es una señal confiada a las olas y a las corrientes.

—¿Con qué objeto?

—Mire usted aquí también —respondió el capitán, que parecía iba a estallar en cólera.

Don Pedro se había, a su vez, apoderado del corcho y había podido claramente distinguir tres extraños jeroglíficos coronados por un pájaro, una especie de paloma, probablemente un notú, todo grabado profundamente con un clavo o con la punta de un cuchillo.

—¿La señal misteriosa del documento? —exclamó.

—Mire usted más abajo, don Pedro.

—Veo una A.

—Que supongo querrá significar «Andalucía» —dijo el capitán.

—¿Y qué quiere usted deducir? —preguntó. Mina.

El capitán estuvo un momento pensativo; después preguntó a don Pedro:

—¿Usted no le ha enseñado a nadie la corteza de niaulis?

—No, capitán.

—¿Está usted bien cierto de ello?

—Después del naufragio de la «Andalucía», siempre lo llevo oculto bajo la camisa.

—¿Y antes?

—Lo he tenido en mi equipaje, cerrado con dos vueltas de llave.

—¿Entonces cómo puede conocer el secreto uno de nuestros marineros? —se preguntaba don José, arrancándose tres o cuatro cabellos—. He aquí un misterio que me es completamente inexplicable.

—¿Y qué quiere usted deducir? —preguntó Mina, por segunda vez.

—Que detrás de esto está la mano del capitán Ramírez —respondió el capitán, dando un puñetazo al aire—. Aquel miserable debe haber sobornado a alguno de mis hombres. Aquella doga es una señal confiada a las olas y probablemente no será la única.

Quizá hayan sido arrojados varios por el traidor a ocultas de nosotros, con la esperanza de que alguno, sea recogido por la tripulación de la «Esmeralda».

Tú, Reten, ¿has visto nunca estos corchos a bordo de la «Andalucía»?

—Nunca —respondió el bosmano—. Unicamente los emplean los pescadores y nosotros tenemos otras cosas que hacer, que coger peces.

—¡Ah! —exclamó en aquel momento don Pedro, que continuaba observando la doga, volviéndola y remirándola—. También hay señales en los márgenes.

—¿Cuáles?

—Siete puntos y cuatro rayas, y además cinco números, un dos, un diez y un veinticuatro.

—Signos convencionales, sin duda, que tendrán su significado —dijo el capitán, después de observarlos—. ¡Canalla!

—¿Entonces cree usted, capitán, que este corcho ha sido arrojado para señalar alguna cosa al bandido de Ramírez? —preguntó el bosmano.

—Solamente aquel bergante posee una copia, del talismán, lo que le permitirá hacerse entregar por los krahoas el tesoro reunido por Belgrano.

De pronto se golpeó la frente; después dijo:

—Es cierto —dijo don Pedro—. ¿Cómo nos las vamos a arreglar ahora?

—Sólo nos resta redoblar la vigilancia para coger al traidor —dijo el capitán.

—¡Ah! ¡Si pudiese ponerle encima la mano! —murmuró Retón, rechinando los dientes—. ¡Qué buen almuerzo para el tiburón que se esconde bajo la balsa!

—¡Bah…! Yo he visto a Manuel una noche arrojar un pedazo de corcho para atraer los peces, según me dijo.

—¿Quieres acusar a aquel muchacho? —preguntó el capitán, alzando los hombros—. Tú tienes la manía de ver siempre un enemigo en el pobre diablo. El que ha arrojado esto sólo puede ser un marinero y muy astuto.

Conservemos el secreto y no decir nada a nadie. No conviene alarmar al traidor.

—Y los ojos bien abiertos —añadió el bosmano—. En vez de cuatro haré ocho horas de guardia cada noche.

Salieron todos juntos, fingiendo un aspecto tranquilo y se dirigieron a proa para observar el horizonte.

Casi todos los marineros se habían ya reunido, extendiendo hacia la lejanía, sobre aquella interminable llanura líquida de un bello azul profundo, constelado con chispas de oro, sus miradas penetrantes.

Nada, siempre nada. El horizonte estaba purísimo, sin la más ligera nube y sin la sombra de una montaña.

Una calina inmensa reinaba sobre el Pacífico, que parecía como si quisiera justificar aquel título con que le bautizó erróneamente Magallanes, el tan grande cuanta infortunado navegante portugués.

Ni la mas pequeña ondulación le recorría, ni la más leve brisa rizaba su superficie infinita: era un verdadero róar de aceite, como dicen los marineros.

No obstante deber encontrarse alguna tierra hacia Poniente, eran pocas las aves cosieras que de vez en cuando aparecían, regresando en seguida en aquella dirección.

—Parece que estamos malditos —dijo el capitán, después de observar en tedas direcciones—. Hasta el viento se conjura contra nosotros. Mejor querría una tempestad que no esta calma, aunque ocurriera lo que quisiera.

También aquel día pasó; era la semana siguiente al naufragio de la «Andalucía».

A la noche, el capitán, don Pedro y el bosmano redoblaron la vigilancia, a popa lo mismo que a proa, pero no notaron nada extraño.

Los marineros, decaídos, hambrientos y sedientos, porque el previsor capitán continuaba disminuyendo las raciones, no se movían de sus puestos; así que no habían cesado de roncar, habiéndose casi todos negado a hacer su cuarto de vigilancia, considerándolo inútil.

Ninguno tenía confianza en el encuentro de un barco: encontrándose la balsa en un paraje no frecuentado por los veleros.

Aún transcurrieron otros dos días sin alimento. En vano habían todos intentado pescar y en vano el capitán había hecho algunos disparos contra un albatros que pasaba sobre la balsa, pero a una altura tan elevada, que no era posible herirle. Exasperados por tantos padecimientos, los marineros empezaban a hacerse peligrosos. Ya no obedecían las órdenes del capitán ni las del bosmano.

Una sorda cólera hacía tiempo que se había manifestado especialmente contra don Pedro y su hermana, a los que consideraban responsables de todas sus desgracias. Sin aquel maldito tesoro, acaso la «Andalucía» no hubiera naufragado sobre las rompientes y estaría entonces navegando pacíficamente a lo largo de las costas occidentales de América.

Don José, que les observaba, no había tardado en apercibirse de aquel rencor y había advertido de ello a Retón.

—Si no arribamos a tierra lo más pronto posible o no: encontramos el modo de renovar las provisiones, no sé qué va a ocurrir aquí —dijo—. Yo tiemblo por Mina y por su hermano. Ya he notado que algunos fijaban ayer sus miradas de ardiente deseo sobre la jovencita.

—¡Vive Dios! —respondió el bosmano—; el que la toque es hombre muerto, palabra de Retón. ¿Ha avisado usted a don Pedro?

—Me he guardado bien de ello.

—Ha hecho usted bien. ¿Los fusiles y las municiones están siempre bajo la tienda?

—Sí, Retón.

—Cuide usted que no nos los roben.

—Ni siquiera cierro los ojos de noche.

—Tenemos nueve, me parece. ¿No podíamos arrojar cinco al mar?

—En ello había yo pensado, pero, ¿vamos a privamos de esas armas que tan necesarias pueden sernos en tierra contra los kanakas? No me atrevo a asumir por ello la responsabilidad.

—Es cierto. Podría resultar una terrible imprudencia, pero, sin embargo, un día u otro, si las cosas no varían, nos veremos obligados a desembarazarnos de los fusiles que sobran.

El hambre y los sufrimientos pueden enfurecer a estos hombres.

—Y empujarles a renovar los monstruosos banquetes de carne humana de los náufragos de la «Medusa» —añadió el capitán con un suspiro.

Los temores de don José eran, sin embargo, fundados, porque aquella misma noche, entre diez y once, siete marineros, entre los cuales también se encontraba Manuel, se reunían a proa de la balsa y simulando pescar entablaban en voz baja una terrible conversación.

El grumete, a pesar de su poca edad, gozaba de cierto ascendente entre algunos elementos de la tripulación, que habían sido amigos de su padre, un bravo y atrevido piloto.

—Es preciso decidirse —decía Manuel con su voz insinuante—. No debemos dejarnos morir, onza a onza, de hambre, cuando aquí hay carne en abundancia. Pensad, amigos, que la tierra puede aún estar muy alejada.

—Lo que tú propones, muchacho, es muy grave —replicó John el pescador—. No somos kanakas.

—Pues entonces dejaros morir —respondió otro—. Yo, por mi parte, estoy decidido a todo con tal de saciar esta hambre terrible que me atormenta hace tres días.

—Morir antes o después es igual —dijo otro—. Si la suerte me designara para ser la primera víctima, os juro que no me quejaré.

—¡Vaya una suerte! —dijo Manuel—. Nosotros no debemos sacrificarnos. ¿Quién tiene la culpa de todas nuestras desgracias? Ciertamente no somos nosotros.

Sin esos dos jóvenes a quienes se les ha metido en la cabeza ir a recoger un tesoro, no nos encontraríamos en tan desdichada situación.

Comámonoslos, pues, a ellos.

A aquella atroz proposición, hecha por aquel joven que hasta ahora parecía haber alimentado una profunda simpatía, sino hacia don Pedro al menos hacia Mina, los marineros se miraron entre ellos con terror, dejando caer las cañas de pescar.

—John —dijo uno de ellos, volviéndose hacia el pescador—. Poneos de guardia y avisar si el capitán o Retén se acercan. El asunto que hay que discutir es de importancia y no debe ser conocido por los otros, aunque yo estoy seguro que aprobarán completamente nuestra decisión.

El hambre les empujará.

El americano se alejó algunos pasos, acostándose entre dos barriles. El capitán y Retón, sentados cerca del timón, hablaban entre sí en voz baja y parecía que no hubiesen advertido aquella reunión de antropófagos. Los otros marineros roncaban dispersos aquí y allí sobre el tablero.

La tienda, ocupada por Mina y su hermano, estaba cerrada.

—Reanudemos nuestra conversación —dijo Manuel—. ¿Creéis que aun se puede esperar?

—No —respondieron a coro los marineros.

—¿Creéis que vuestros compañeros se opondrán?

—Ni siquiera.

—Ahora pediremos al capitán que, o nos dé víveres o nos entregue la muchacha o el hermano.

—Prefiero la primera —dijo uno de los conjurados, con una atroz sonrisa—. Estará más tierna.

—¿Y si el capitán se negase? —preguntaron otros dos o tres.

—Recurriremos a la fuerza —repuso Manuel.

—Olvidas, por lo visto —observó un gaviero—, que las armas de fuego están en poder del capitán.

—Somos doce y no faltan hachas ni cuchillos. Si tienes miedo retírate.

—Tengo demasiada hambre para retroceder.

—¿Quién será nuestro jefe?

—Henrios, el piloto —dijeron todos a una.

—Es, sin duda, el que goza de más autoridad y el más valiente de todos —dijo Manuel.

—Con tal que acepte.

—Yo me encargo de decidirle —dijo una voz.

En aquel momento se oyeron tres golpes de tos. El pescador daba la señal de terminar la discusión.

—Hasta mañana —susurraron todos.

Volvieron a tomar las cañas y se tendieron a la larga, simulando pescar.

Retén que, por instinto, sospechaba de todos y de todo, avanzaba cautelosamente hacia proa con la esperanza de sorprender al traidor.

Viendo aquella reunión de marineros, su frente se frunció.

—¿Cómo va la pesca? —preguntó.

—Mal, bosmano —dijo el gaviero—. No hay carne para los anzuelos y los peces no se dejan engañar por un pedazo de cuero.

Será preciso que el capitán se decida a proporcionárnosla si no quiere hacernos reventar de hambre a todos.

—¿Y de qué carne? —preguntó Retón.

—¡Mil diablos! —dijo el pescador americano que se había reunido a los compañeros—. Hay demasiada gente sobre la balsa maldita. Uno menos no importará gran cosa.

—¿Qué quieres decir, John? —preguntó el bosmano, aterrado.

—Que así no se puede seguir y que ha llegado el momento de tomar una determinación.

—¿Cuál?

—Mañana se la diremos al capitán.

—Tú tienes algún pensamiento desdichado, compadre Jonathan —dijo Retón.

—Veremos si a mis compañeros les parece bueno o malo.

—Yo lo apruebo desde luego —dijo Manuel.

—¡Calla necio! —repuso con ira.

—No soy yo ahora ni un calla necio ni un mozo cocido. Sobre esta balsa todos somos iguales, porque mi piel vale igual que la tuya, bosmano.

Retón, furioso, alzó la diestra y dejó zumbar un manotazo, pero el marinero, que estaba en guardia, con un salto de canguro escapó, lanzando una risotada estrepitosa.

—Deja marchar al muchacho, Retón —dijo el gaviero, viendo que el bosmano se preparaba a renovar el ataque—. Ya sabes que le gusta bromear y que no hace nada.

—Quiero saber qué habéis resuelto —dijo el bosmano.

—Te he dicho que se lo diremos mañana al capitán —respondió John—. Por ahora no hay ninguna prisa.

Retón, comprendiendo que no lograría sacar ninguna explicación de aquellas bocas y no queriendo irritar mayormente aquellos ánimos demasiado exaltados por las largas privaciones, se alejó murmurando.

Después de todo podía haberse engañado acerca del verdadero significado de aquellas palabras, no habiendo asistido a la reunión de poco antes.

—¡Bah! —se había dicho—, acaso propongan al capitán variar de rumbo.

No inquietemos a don José.

Fingiendo que nada había ocurrido, volvió a tomar su puesto junto al timonel, aunque no fuese necesaria ninguna maniobra, porque la calma no se había interrumpido ni con el caer de la noche y la balsa permanecía inmóvil entre minadas de medusas fosforescentes, con su vela colgando tristemente a lo largo del mástil, como el cuerpo de un ahogado.

La noche transcurrió sin otro suceso digno de notarse, Sin embargo, si el bosmano hubiera vigilado mejor, habría podido vislumbrar cuerpos humanos arrastrándose con cautela entre los objetos amontonados en la balsa, despertando a los hombres qué dormían, cambiando con ellos rápidas palabras.

Habiéndose el capitán adormecido y no queriendo dejar aquel sitio, siempre con la esperanza de que un poco de brisa se levantara de un momento a otro, no había hecho ninguna excursión hacia proa; así que aquellas misteriosas maniobras se le habían escapado. Por otra parte, algunos marineros habían vuelto a ocupar sus sitios fingiendo siempre dar caza a los peces que, en cambio, faltaban absolutamente.

Hacia las siete, habiéndose despertado el capitán, la tripulación entera, en grupo compacto, avanzó hacia la popa, capitaneada por el piloto de la «Andalucía», un pedazo de gigante fuerte como un toro, que tenía en sus Venas más sangre india que europea, a juzgar por el tinte obscuro de su rostro.

Aparentemente ninguno estaba armado; podía, sin embargo, adivinarse que bajo las blusas llevaban, si no hachas, al menos sus cuchillos de maniobra y algunas navajas.

—¿Qué queréis? —preguntó el capitán, sorprendido de ver a sus fieles marineros en aquella amenazadora disposición, avanzando a su encuentro, mientras el bosmano; se escurría bajo la tienda para avisar a don Pedro y a. Mina y tener preparados los fusiles.

—Venimos a pedir el almuerzo, comandante —dijo Hermos con voz cortada—. Hace ya dos días que no entra ni un bocado en nuestro estómago.

—¿Habéis cogido algún pez la noche pasada? Traedlos y aquí los repartiremos en partes iguales.

—¿Cuáles? Sin carne en los anzuelos no se pueden pescar. Usted lo sabe mejor que yo.

—¿Y entonces?

—Yo digo que tenemos necesidad de carne para quitarnos el hambre, ya que no podemos contar ni con la pesca ni con la caza.

Don José se había puesto palidísimo, y un relámpago de ira y de indignación había brillado en su mirada. Acababa de comprender qué era lo que pedían sus marineros. No quiso, sin embargo, darles la satisfacción de hacerles entender que había adivinado el objeto de la reunión.

Con un esfuerzo supremo se contuvo, cruzó los brazos sobre el pecho y mirando fijamente en la cara al piloto.

—No sé lo que intentas, Hermos —dijo con voz bastante tranquila.

—Otro, en lugar vuestro, me hubiera perfectamente entendido, sin pedir más explicaciones. Tenemos hambre.

—Y yo no menos que tú —rebatió el capitán, con cierta violencia.

—Y ahora, comandante, hay que recurrir a los grandes remedios. Se trata de sacrificar uno, o acaso dos, para que se salven trece o catorce —dijo el piloto—. Así se hizo a bordo de la balsa de la «Medusa» y mi abuelo, alistado en la marina francesa, pudo así regresar a su patria.

El capitán estalló.

—¡Miserable! —tronó—. Esta no es la balsa de la «Medusa» y aquí hay todavía un comandante para tener a raya a la tripulación. Antes la muerte que presenciar las espantosas escenas desarrolladas sobre aquel resto.

—El hambre no razona, señor —dijo John, avanzando; a su vez—. Ya que no podéis darnos de comer, dejadnos al menos procurarnos los víveres como podamos.

—¿También tú, John, quieres convertirte en antropófago?

—¡Estamos en el país de los caníbales, capitán! —gritó Manuel.

—Decidios, comandante —dijo Hermos—. Tenemos impaciencia por almorzar.

—¿Con una designación a la suerte?

—Así se podría hacer por lo menos —respondió el piloto con una cínica sonrisa—. Pero por ahora devoraremos a uno de los que son la causa de nuestro desastre.

Sin la presencia de ellos a bordo de la «Andalucía», no nos encontraríamos en esta desdichada situación. Comiencen, pues, ellos a proporcionarnos los medios necesarios para vivir. Si con su carne no hay bastante, nos llegará la vez a nosotros y no nos quejaremos.

—Me explicarás mejor esas palabras obscuras —dijo el capitán, levantando la diestra amenazadoramente.

—Tened cuidado, capitán, porque aquí estamos todos de acuerdo —dijo el piloto, dando un paso atrás y metiendo una mano entre la larga faja roja de lana que le rodeaba la cintura y en donde probablemente escondía alguna navaja.

—¡Explícate mejor, miserable! —tronó don José.

—Se decía que aquí hay personas que no son de la tripulación de la «Andalucía» y que por ansia de oro nos han conducido a la ruina.

Don Pedro y Mina, que estaban detrás del capitán, lanzaron dos gritos de angustia; después el primero se destacó hacia el miserable, preguntándole:

—Es a mí a quien querrían inmolar a tu hambre… ¿No es cierto?

—No, la tripulación prefiere a vuestra…

El piloto no pudo concluir la frase; la diestra del capitán cayó sobre el rostro del miserable, con tal violencia, que pareció el desgaje de un árbol.

El hombre giró dos veces sobre sí mismo como una peonza y se derrumbó en tierra, escupiendo juntos varios dientes con una bocanada de sangre.

Un alarido de furor se alzó entre la tripulación. Los cuchillos de maniobra y las navajas hasta entonces ocultos en las fajas y bajo las blusas, brillaron siniestramente a los rayos del sol.

En el mismo momento Retón saltaba fuera de la tienda llevando cuatro carabinas y gritando:

—¡Para usted, capitán! ¡Y para usted, don Pedro! ¡Tome usted, señorita! ¡Fusilen sin misericordia a esos canallas!

Don José había cogido la carabina que el bravo maestro le llevaba, y apuntó resueltamente contra los rebeldes, gritando con terrible acento:

—¡Atrás y abajo las armas o hago fuego!

La alta estatura del comandante, la cólera intensa que aparecía sobre su rostro, la autoridad no del todo; perdida y acaso, después de todo, el acento imperioso, habían detenido a los rebeldes.

Además, no tenían solamente a un hombre delante. También Pedro, Mina y el bosmano habían cargado precipitadamente las carabinas, dirigiendo los cañones hacia el grupo de marineros.

—¿Me habéis entendido? —gritó don José, viendo que los sublevados no se decidían a dejar las armas.

El piloto, después de lanzar tres o cuatro blasfemias, se levantó, haciendo sonar con un golpe seco la navaja, que tenía oculta en la faja, una hermosa arma española, larga de casi dos pies.

—¡No cedamos, compañeros! —gritó a su vez.

Don José le apoyó el cañón de la carabina en el pecho, diciéndole:

—¡Si pronuncias una palabra, eres muerto!

Los marineros, creyendo que los asaltados iban a disparar, se habían echado reirás precipitadamente, tropezándose confundidos.

Reten se había lanzado hacia ellos empuñando el fusil por el cañón y haciéndole dar vueltas como una maza, gritando:

—¡Fuera de aquí, canallas!

Los marineros que estaban a la cola, se habían desbandado, escapando a derecha e izquierda.

De pronto resonó un grito agudo, penetrante:

—¡Auxilio!

A babor de la balsa se había oído una zambullida. Alguno, en la precipitación de la huida, había tropezado con algún calabrote o contra cualquier otro obstáculo, y debía haber caído; al mar.

El grito se cía a punto, porque don José iba a tirar del gatillo y abrasar al piloto.

Todos se habían precipitado hacia el borde de la balsa, olvidando de pronto el hambre y dejando desvanecerse sus ideas belicosas.

Hasta Herimos, demasiado contento de haber escapado a una muerte cierta, había acudido, seguido de don José, de don Pedro y de Mina.

Un hombre había caído al agua y se sostenía desesperadamente aferrado al borde de la balsa, gimiendo y gritando espantosamente. A su alrededor, la espuma, que rebotaba contra las vigas y los barriles, se teñía de rojo.

El desgraciado tenía los ojos dilatados, con un terror imposible de describir y las facciones horriblemente alteradas.

Retén, que llegó el primero, agarró al marinero por los brazos y le izó a la balsa.

Un grito de horror se escapó de todos los pechos. Retón mismo dejó caer al mísero saldando atrás aterrorizado:

—¡Este hombre ya está despachado! —gritó el piloto—. Le concedo media hora de vida.

Acaso era demasiada generosidad, porque el pobre náufrago había perdido las dos piernas, segadas casi al ras del vientre por una formidable dentellada del escualo que hacía tantos días se ocultaba bajo la balsa, esperando pacientemente su almuerzo.

CAPITULO VII. LOS PECES VENENOSOS

El marinero, apenas dejado caer, alargó los brazos como para aferrarse a alguna parte, lanzando gemidos que hacían en todos profunda impresión.

De los dos troncos de los muslos, destrozados por los terribles dientes del escualo, escapaban, con rápidas pulsaciones, dos caños de sangre espumosa que se extendía por el tablero de la balsa.

Don José, rodeado ya de los marineros que estaban allí inmóviles y como atontados, se inclinó sobre el desgraciado diciéndole con voz conmovida:

—Mi pobre Escobado… ¡valor!

El marinero le miró al rostro con ojos ya velados por la muerte; después, alzando una mano, dijo con voz débil:

—Antes… o después… pero no así… sufro… sufro, demasiado…, por piedad, matadme…

—Veremos primero si acaso aún se te puede salvar. He visto a otros hombres sobrevivir a estas herida.

—Máteme, capitán… soy hombre concluido —continuaba gimiendo el desgraciado—. No intentéis nada… rematadme…

—Un pedazo de vela —pidió el capitán—. Intentemos, ante todo, detener la hemorragia.

—No hará usted más que prolongar la agonía de Escobedo —dijo el piloto, que lanzaba miradas ardientes sobre el moribundo.

—No importa —respondió don José—. Yo; debo intentarlo todo.

—Sí, para quitarnos también esa carne —murmuró ferozmente Hermos—. Pide la muerte; se le mata y tendremos almuerzo.

El capitán, ayudado por Retón y por don Pedro, envolvió las espantosas heridas, no ya con la esperanza de arrebatar a la muerte aquel desgraciado, sino para detener la sangre y evitarle sufrimientos.

Sabía que estaba condenado irremisiblemente.

Mas apenas había terminado de vendarle, cuando Escobedo lanzó un grito tan espantoso, que hizo retroceder nuevamente a los marineros que le rodeaban.

—¡Déle una cuchillada, capitán! —gritó el piloto—. ¿No ve usted que sufre demasiado? Hágale ese favor.

—Nunca —replicó don José—. Yo no tengo el derecho de suprimir una vida humana.

—Está condenado sin remisión.

—Espere su suerte.

—Si usted quisiera…

—Calla, miserable, déjale morir en paz.

La muerte no estaba lejos. Escobedo parecía presa de un síncope, porque había cerrado los ojos y sus labios permanecían mudos.

Sólo un largo escalofrío que de cuando en cuando sacudía aquel cuerpo ocasionando una nueva salida de sangre filtrada a través del tejido, indicaba que el desventurado vivía aún. El capitán había hecho alejarse a Mina y después se había arrodillado: al lado del moribundo, sin abandonar la carabina.

Los marineros, silenciosos, profundamente impresionados, permanecían en pie, siguiendo atentamente aquellos sacudimientos que se hacían por momentos menos intensos.

Aquella agonía desgarradora duró un par de minutos; después el cuerpo del moribundo quedó rígido.

—Muerto —dijo don José, después de haber puesto una mano sobre el corazón del difunto—. Y es el segundo.

—Este, al menos, servirá para algo —dijo el piloto a media voz.

Afortunadamente ni el capitán ni Retón habían oído aquellas palabras.

—Cubrirle con un pedazo de tela —mandó don José—. Le arrojaremos esta noche al mar.

He irnos había avanzado en compañía de siete u ocho compañeros: los más hambrientos y también los más desesperados.

—¿Quiere usted ofrecer al maldito tiburón también la cena? —preguntó, con los dientes apretados—. ¿No habrá tenido bastante con las dos piernas?

—Búscale tú otra tumba —respondió el capitán, volviéndole la espalda.

—¡Ah! ¡Vive Dios, que lo veremos! —gruñó el piloto.

Después, volviéndose hacia sus amigos, dijo:

—Poner una guardia de honor a ese cadáver para que nadie le toque. Nos pertenece a nosotros y será nuestro.

El capitán, conmovido aún profundamente por el trágico suceso, se había retirado bajo la tienda donde ya se encontraban Mina y don Pedro, teniendo ante ellos las carabinas y municiones. Retón se había pasado fuera, poniéndose de centinela, temiendo alguna mala jugarreta de los rebeldes, que ya abiertamente no reconocían ninguna autoridad.

El capitán, con la carabina entre las rodillas, se sentó ante los dos jóvenes.

—Pobres amigos míos —dijo—. Así es la guerra. De ahora en adelante, si apreciamos la vida, nos vemos obligados a vigilar atentamente. Agradezcamos a Dios el tener las armas de fuego en nuestro poder.

—¿Habrá herido la locura a algunos hombres? —preguntó don Pedro—. Place pocos días le obedecían ciegamente y tenían en usted una confianza sin límites.

—Los grandes sufrimientos convierten a veces en fieras a los hombres.

Si una u otra noche nos sorprenden, todo habrá concluido para nosotros. El hambre, el hambre terrible les empujará sobre nosotros.

—¿Tendrán esos hombres el valor de alimentarse con carne humana? —preguntó Mina, haciendo un gesto de espanto—. A mí me parece imposible.

—Pues bien; yo digo que no respondo del cadáver del pobre Escobedo.

—¿No le va usted a mandar tirar al agua?

—Lo intentaré, señorita, pero temo encontrar feroz resistencia por parte de todos.

—¿Y lo dejará usted devorar?

El capitán sacudió la cabeza sin responder; después se puso en pie y salió de la tienda. Los marineros se habían acostado entre los barriles y las vigas, cubriéndose con jirones de tela para librarse de los implacables rayos solares que caían a plomo, cubriendo el Océano de una luz tan cegadora, que hacía doler a los ojos.

Una pesada calma gravitaba sobre la desgraciada balsa flotante en la extensión sin límites del agua.

Era siempre la inmensidad: desierta, sin barcos, sin tierra, sin peces; la inmensidad de la desesperación.

El capitán contemplaba, desde hacía algunos minutos, aquel desierto de agua, no menos terrible que el gran Sahara africano, cuando percibió un ave fragata que desde los confines del horizonte volaba hacia la balsa.

El rapidísimo volátil hendía el espacio con la velocidad del rayo, con las alas completamente desplegadas e inmóviles.

El capitán, que no había abandonado su hermosa carabina de dos tiros, arma adquirida algunos años antes en San Francisco de California, se levantó con rapidez.

—Es Dios quien la envía —dijo—. Poco será, apenas un bocado para cada uno, pero acaso baste para calmar los instintos feroces de estos hambrientos.

Preparó rápidamente la carabina. La fragata se encontraba sólo a cien pasos e iba a cruzar rápida como el pensamiento por encima dé la balsa.

Dos disparos derribaron al ave, que, detenida de repente en su carrera, vino a caer de golpe junto al mástil, herida por una descarga abundantísima de plomos menudos.

Los marineros, que dormitaban bajo sus tenderetes, creyendo que se trataba de un ataque imprevisto, saltaron fuera con los cuchillos de maniobra en las manos, las navajas y las hachas. La voz del piloto se dejó oír de pronto, burlona, insolente:

—¡Tanto estruendo por un miserable pájaro! No valía la pena de alborotarnos habiendo a bordo un muerto.

Don José, oyendo aquellas palabras, se dirigió derechamente a la tienda, en cuyo dintel, atraídos por los disparos se habían presentado Mina, don Pedro y el bosmano, y gritó:

—¡Venga otra carabina!

—Tenga la mía, capitán —respondió Retón—. Está cargada con dos balas encadenadas.

El capitán la empuñó y adelantó hacia Hermos, que parecía desafiarle silenciosamente. Una cólera formidable alteraba las facciones de don José.

—¿Qué has dicho tú? —preguntó al piloto.

Los marineros, previendo que iba a ocurrir algún suceso grave, se apresuraron a levantarse, agrupándose tras su nuevo jefe.

—Habla —repitió el capitán, mientras a su vez don Pedro y el bosmano acudían en su socorro. El piloto titubeó algunos momentos en responder, después, viéndose fuertemente parapetado entre los suyos, respondió:

—He dicho que no valía la pena de malgastar la pólvora para derribar un pájaro que podrá servir de almuerzo todo lo más a dos o tres personas, con el hambre que tenemos en el cuerpo.

—Alguna otra cosa has añadido, granuja.

—Sí; que a bordo hay un cadáver que podría proporcionar carne más abundante. Ustedes pueden quedarse con la fragata, si son tan desdeñosos; nosotros nos quedamos con Escobedo.

—¿Y qué vais a hacer con él? —rugió el capitán.

—Comérnosle, señor —respondió con audacia el jefe de los rebeldes.

—¿Y tienes el valor de decírmelo en mi cara?

—Vive Dios, que no queremos reventar de hambre, señor, y por nuestra parte, en la situación en que nos hallamos, carne humana o carne de tiburón todo nos es igual. ¿No, es así, compañeros?

Un murmullo de aprobación fue la respuesta.

—¡Miserables! ¿Os atrevéis a tanto? ¿Dónde están mis fieles marineros que hasta hace pocos días obedecían a su jefe? ¿Os habéis cambiado en bestias feroces?

—Ya se lo hemos dicho, señor; el hambre no admite razones.

—No cometeréis una infamia semejante ante mi vista.

—Si no lo quiere ver retírese bajo la tienda y déjenos hacer a nosotros —dijo John el pescador.

—Vosotros no tocaréis ese cadáver, que es el de un compañero; más aún, el de un amigo.

Arrojarle en el acto al agua.

—No, capitán —respondieron ocho o diez voces.

—Obedeced o hago fuego contra el que se niegue a ello.

—Tendréis necesidad de matamos a todos, señor, porque ninguno le obedecerá —dijo el piloto—. La desventura nos hace a todos iguales.

—¿Es esto una rebelión?

—Llámela usted como quiera, eso no nos importa. Aquí ahora sólo reina el hambre.

—¡Arrojar al agua ese cadáver! —repitió el capitán, levantando la carabina—. Yo soy siempre el comandante de la «Andalucía» y me haré respetar a tiros si es preciso.

Los marineros, en vez de obedecer, se agruparon ante los restos del pobre Escobedo, para impedir que don Pedro o el bosmano, los cuales habían ya avanzado, cumplieran la orden.

—¡Despejad! —gritó el capitán.

—¡Rayo de Dios! ¡Concluyamos por las armas con los que nos impiden matar el hambre! —gritó Hermos, levantando la navaja y saltando hacia adelante—. ¡A ellos, compañeros!

Don José había apuntado rápidamente con su fusil. Un disparo resonó y el cabecilla de los rebeldes se derrumbó sobre la toldilla, con el cráneo destrozado por las dos balas encadenadas.

Un aullido de horror y de rabia se alzó entre los marineros; después siguió un profundo silencio. Todos parecían anonadados por el estupor.

—Dios me perdone —dijo don Pedro—. Ese hombre lo ha querido.

Los rebeldes se retiraban ante él aterrados por aquel acto de audacia, apretando furiosamente los cuchillos y las hachas, que para nada valían ante las armas de fuego.

En aquel momento se oyó un fuerte crujido y en seguida gritar al bosmano:

—¡El viento! ¡El viento! ¡A la vela, compañeros! ¡La tierra de los kanakas está ante nosotros!

Los rebeldes, al oír aquel grito, se miraron entre ellos con estupor; después, como un solo, hombre se arrojaron sobre el palo, izando rápidamente la vela.

Parecía que de un solo golpe hubieran olvidado el hambre, la muerte de su jefe improvisado y hasta las ideas de venganza. Sólo Manuel permanecía inmóvil, mordiéndose los labios hasta saltarse la sangre.

El viento, una brisa fresca que soplaba de Levante se había levantado de improviso, rizando fuertemente la superficie del Océano Pacífico, que hacía tres días permanecía liso como un espejo.

El bosmano y don José acudieron al timón después de hacer seña a Mina y don Pedro para que les siguieran, por temor de alguna otra desagradable sorpresa. Ahora ya no se fiaban ni de sus marineros aun después de privados de su jefe e instigador.

La balsa se había puesto en movimiento, balanceándose pesadamente sobre las pequeñas ondas que se formaban y dejando a popa una larga estela de espuma.

La confianza renacía en los corazones. Si aquella brisa duraba, era la salvación, porque ninguno dudaba que la tierra de los kanakas se encontraba a una distancia relativamente breve.

—Este viento ha salvado la situación e impedido una carnicería —dijo el bosmano, dirigiéndose a don José—. Bendito sea.

Temo todavía que esta calma sea pasajera. Si no encontramos algo que meter entre los dientes, nuestros hombres volverán a la carga peor que antes.

—Su cabecilla ha muerto —dijo don Pedro.

—No tardarán en nombrar otro. Ahora es John el que me hace sombra.

—Le fusilaremos también —dijo el bosmano.

—Matar me repugna. Esos hombres han sido hasta ayer mis bravos marineros. Ya me pesa tener sobre la conciencia un homicidio.

—Pues si tarda usted un poco, capitán, aquel bergante le agujerea el vientre de un navajazo.

Estaba muy decidido, el bandido.

—No digo que no, Retón; sin embargo, estaría más tranquilo si lo hubiera podido evitar.

Estemos en guardia, amigos, porque si antes de la noche no se descubren las costas de Nueva Caledonia, tendremos otra rebelión.

—Y nosotros la haremos frente —respondió Retón—. ¡Ah! ¿Y la fragata?

—Ya la han cogido y devorado —dijo Mina.

—Lo siento por usted, señorita.

—Yo sufro menos de lo que piensas, Retón. No siento más que una gran debilidad.

—Pobre hermana mía —murmuró don Pedro.

—No desesperemos, amigos —dijo el capitán— tengo absoluta confianza de arribar pronto a la tierra de los kanakas, y entonces habrán concluido todos nuestros sufrimientos.

El capitán tenía motivos para esperar, porque, efectivamente, la Nueva Caledonia no debía estar muy lejana. Todo lo indicaba: cierta fragancia en la atmósfera, la presencia de las aves costeras revoloteando en bandadas y que siempre tomaban el rumbo a Poniente; también el frecuente encuentro de trozos de madera llevados al garete por el reflujo y arrancados por las olas a las inmensas rhizophoras mangle que rodean en enormes masas las playas y hasta las escolleras de la isla.

Como para reanimar a los marineros, se mostraban algunos peces en las inmediaciones de la balsa, pero viendo avanzar aquella rara embarcación que adelantaba a empujones con extraño fragor producido por el golpear de los barriles, se apresuraban a volverse a zambullir.

Eran, por lo común, delfines liercor hamphas de metro y medio de largo, sin espina dorsal, de forma esbelta y rostro obtuso, con una capa de pelo negro que se extendía por todo el dorso.

Saludaban el paso de la balsa con una especie de relincho y luego desaparecían, después de haber dado un gran salto fuera del agua, dejando a los marineros desilusionados.

Acaso aquella fuga era siempre producida, más que del fragor y de la vista de la vela, por la presencia de aquel obstinado tiburón que no se decidía a abandonar el flotador.

No había nada de extraordinario en la obstinación de aquel devorador de hombres, pues es de todos sabido que los escualos siempre son compañeros inseparables de los náufragos y lo eran de los barcos negreros, porque comprenden por instinto que de allí pueden siempre esperar algo.

La balsa entretanto continuaba su marcha, aunque, como de costumbre, derivase siempre por su defectuosa construcción y también por la imperfección del timón.

A pesar de ello hacía sus tres o cuatro nudos por hora, velocidad bastante considerable dadas su forma, su pesadez y su escaso velamen.

Los marineros que, como hemos dicho, parecían haberlo olvidado todo, se habían tumbado a proa bajo una especie de tienda, espiando ansiosamente el horizonte. Era tanta su atención, que ni siquiera cruzaban una palabra ni dirigían una mirada a los dos cadáveres que el fortísimo calor ya hinchaba, indicio de una próxima corrupción.

El capitán, que temía se desencadenara de nuevo, la terrible hambre antropófaga, hubiera deseado arrojarles al miar, pero le contenía hacerlo: el temor de provocar una nueva rebelión y tener que volver a hacer uso de las armas.

—No les irritemos —había dicho—. Dejemos hacer al sol; veremos si después osan alimentarse de carne humana y por añadidura putrefacta.

A mediodía, casi bruscamente, cesó el viento para volver a soplar a la puesta del sol, un poco más débilmente que por la mañana.

Antes de que el sol desapareciera completamente, el capitán y Retón exploraron nuevamente el horizonte y por poco no dejaron escapar un grito1 que hubiera podido causar una dolorosa desilusión.

Habían observado una forma indecisa que primero creyeron era la cresta de una alta montaña, pero después, una observación más atenta les había convencido de que se trataba de una nube.

—No nos faltaría ahora más que un salto de viento —dijo el capitán, cuya frente se obscureció—. Serla el fin de nuestras esperanzas y también de nuestros padecimientos, porque la balsa no podría resistir ni una hora a los asaltos dé las olas.

—Y se agranda rápidamente —añadió Retón; que no apartaba sus miradas de la nube que desaparecía entre las tinieblas—. ¡Hum…! ¡Tendremos una pésima noche!

—¡No digáis nada a nadie!

—Seré mudo como un pez, capitán.

Volvieron a popa donde Mina y don Pedro velaban con los fusiles en la mano, y se dejaron caer sobre una caja, tristes y descorazonados.

Una nueva calma había sobrevenido. La balsa fluctuaba sin adelantar. A proa se oía a los marineros maldecir y discutir.

Parecía que discutían animadamente sobre las probabilidades de llegar a las costas de Nueva Caledonia.

La obscuridad: se había hecho muy intensa y la gran ondulación del Pacífico, aquella eterna onda, murmuraba siniestramente al largo.

El capitán, Retón y sus compañeros callaban, abrumados por tristes presentimientos. Los marineros no; cesaban de blasfemar.

Una atmósfera pesada, sofocante, precursora del huracán, gravitaba sobre el Océano.

De pronto, hacia las nueve de la noche, cuando ya el cielo estaba completamente cubierto, ocultando los astros, apareció hacia Levante una luz extraña. Era una fosforescencia espléndida, como si miríadas de noctilucos se hubieran reunido para dar escolta a la balsa.

El capitán, advirtiendo aquellos fulgores, se levantó con un esfuerzo supremo, exclamando:

—¡Peces! Son la fortuna que llega.

Casi al mismo tiempo oyó distintamente como un crujido de huesos.

—¡Retón! —gritó—; se comen los cadáveres.

Aferró la carabina y, con el corazón angustiado, avanzó a través de las tinieblas.

Un grupo de hombres estaba junto a los cadáveres de Escobedo y de Hermos, que ninguno se había atrevido a ofrecer al hambre nunca saciada del tiburón.

Un grito de horror salió de los labios del capitán.

—¡Miserables! ¿Qué hacéis?

Una voz estridente, burlona, se elevó entre las tinieblas.

—Hacemos nuestra cena, capitán.

—Cesad u os mato a todos.

Esta vez no fue Manuel, sino John, el nuevo cabecilla de los rebeldes, el que contestó:

—Ya hemos digerido la fragata, sin calmar nuestro apetito.

Déjenos usted terminar tranquilamente nuestra comida.

Mejor es que yo me coma un brazo de Hermos que no: el tiburón. Ese puede esperar su vez.

—Pero ¿estáis locos, desgraciados?

—Dénos usted otra cosa.

—¿No veis llegar los peces?

—¡Los peces…! ¡Serán los peces de Egipto!

—¡Estúpido! —gritó Retón—. ¿No has pescado tú nunca una sardina? ¿Y te envaneces de ser pescador?

¡Mira allí entonces!

El americano dejó caer un brazo humano que había empezado a morder y se levantó penosamente, porque su debilidad era tal que no se podía sostener sobre las piernas.

—¡La fosforescencia! —balbuceó.

—¿No son aquellos peces reunidos en batallones? —preguntó el capitán.

—¡Sí! ¡Son sardinas!

—Y que las podremos coger con la mano.

—¡Sí, sí, tantas, tantas! ¡Compañeros, la salvación llega! ¡Arrojar al mar los cadáveres…! ¡Es horrible lo que hemos hecho!

Sus compañeros, y ayudándose unos a otros, se habían también levantado y miraban como atontados aquel río fosforescente que se dirigía hacia la balsa con una anchura de cincuenta o sesenta metros.

¿Eran verdaderamente sardinas? Eso se preguntaba el capitán, con cierta aprensión, porque conocía peces muy semejantes a la sardina de los mares del Norte, pero peligrosísimos de comer.

Todos se habían arrastrado hacia la proa, prontos a sumergir las manos en aquel banco que avanzaba cubriendo el Océano de fulgores soberbios que resplandecían vivamente entre la profunda obscuridad.

También Mina y don Pedro habían acudido y miraban con admiración aquel río argénteo que parecía prolongarse muchísimos kilómetros.

Venía de septentrión y descendía hacia el Sur, rozando acaso las costas de Nueva Caledonia.

—¿Serán verdaderamente peces o pólipos fosforescentes? —preguntó don Pedro al capitán.

—Si fuesen medusas o noctilucos, los tintes serían distintos —respondió don José—. Aquéllas son sardinas; no es posible engañarse.

—¿Y podremos cogerlas? —preguntó Mina.

—Bastará sumergir las manos para coger todas las que queramos. Los bancos de las sardinas son siempre apretadísimos, tanto, que a veces impiden a las embarcaciones avanzar.

—Ahora nos hemos salvado —dijo don Pedro.

—No corras tanto.

—¿Por qué, capitán? Los peces se dirigen hacia nosotros precisamente y dentro de poco habrán rodeado la balsa.

—¿Y si no fueran realmente sardinas?

—¿Qué quiere usted decir?

—Que cerca, de las costas de Nueva Caledonia, en cierta época del año emigran en grandes masas ciertos peces semejantes a las sardinas europeas y que son peligrosísimos de comer.

Los marineros del gran navegante Cook, que los comieron por primera vez, corrieron el peligro de morir todos envenenados.

—¿Usted los conoce?

—Sí, don Pedro. Me han sido enseñados por los caledonios durante un viaje que hice por estas costas hace dos años y me acuerdo ahora perfectamente. Se distinguen de los otros fácilmente, porque tienen unos puntos negros sobre las escamas plateadas. Me dijeron que en cierta época se pueden comer impunemente, pero no puedo decir en cuál.

—¿Nos guardará Dios aún alguna terrible desilusión? ¿No tendrán fin nuestras desgracias?

—Parece que no, don Pedro —dijo Retón, que estaba cerca—, porque después de las sardinas vendrá otra cosa.

—¿Por qué dices eso, bosmano? ¿Qué otra cosa nos amenaza?

—El tiempo cambia, señor. ¿No ve usted que las estrellas desaparecen? Aún tendremos salto de viento.

Que Dios nos proteja.

Su voz fue apagada por los gritos de alegría de la tripulación.

El río de plata había llegado a la balsa y se había dividido en dos, resbalando a babor y estribor para volver a reunirse detrás de la popa.

Como el capitán había previsto, aquella espléndida fosforescencia era producida por miríadas y miríadas de peces nadando a flor de agua. Se empujaban, se tropezaban, se encaramaban unos sobre otros, batiendo febrilmente sus colas, que producían un rumor semejante a la lluvia cayendo sobre el mar o sobre un bosque.

Los marineros se habían puesto a la obra sin pensar que el tiburón podía aparecer de improviso y cortarles los brazos. Es verdad que también aquel goloso había encontrado su cena.

Sumergían las manos y las retiraban llenas de pescados que en seguida arrojaban en barriles ya dispuestos en el margen de la balsa.

El capitán tomó una de aquellas sardinas y se puso a examinarla a la escasa luz de una cuerda alquitranada que Retén había traído.

Una verdadera imprecación salió de los labios de don José.

—¡Maldición! ¡Todavía otra atroz desilusión! ¡Amigos, dejad marchar esos malditos peces; son venenosos! ¡No los comáis, os lo mando!

Sus palabras fueron acogidas con un estallido de risa.

—¡El capitán está loco! —gritó John—. Recogerlos, compañeros; esto es un verdadero maná.

El capitán se lanzó entre sus hombres, intentando detenerles.

—¡Son peces venenosos, desgraciados! ¡Yo los conozco!

—Tanto mejor —dijo un marinero—. Reventaremos antes, pero con la panza llena.

—¡Estúpidos! —gritó el bosmano—. ¡Queréis morir cuando estamos cerca de la tierra!

—¡Al diablo la Nueva Caledonia!

—¡Vete a alcanzarla tú con el capitán!

—¡Vete a llenar los bolsillos con el oro de los krahoas!

—Os ruego no toquéis esos peces —gritó el capitán, intentando volcar un barril que ya estaba lleno.

Viendo aquel intento, los marineros se habían levantado enfurecidos, con los cuchillos empuñados, aullando ferozmente.

—¡Los peces son nuestros! . ¡Muera el que los toque!

—¿No soy yo vuestro capitán?

—¡No!

—¿Queréis morir? Pues bien, haced lo que os parezca.

—¡No le escuchéis, amigos! —dijo John el pescador—. ¡Qué viene a contarnos aquí de peces venenosos! ¡Tiene el cerebro huero el desgraciado! ¡Comamos! Yo respondo, yo que he comido peces desde que mamaba.

Se habían arrojado como desatinados sobre los barriles, dentro de los cuales se agitaban las sardinas caledonianas y se habían puesto a comerlas ávidamente, sordos a los ruegos y a las amenazas de Mina y de don Pedro.

A cada intimación respondían con chanzonetas y comían peces sobre peces, devorándolos vivos.

—¡Ah! ¡Desgraciados! ¡Desgraciados! —exclamaba el pobre don José, arrancándose los cabellos—. ¡Corren en busca de su muerte!

En aquel momento un trueno resonó entre las nubes que se habían poco a poco amontonado en las profundidades del cielo, ocultando todos los astros, seguido, casi inmediatamente de una racha violenta que imprimió a la balsa una sacudida poderosa.

—Este es el fin —murmuró Retén, lanzando una mirada de angustia hacia Mina y don Pedro—. ¿Quién saldrá vivo de esta última prueba?

Miró alrededor.

El capitán, abrumado, se había sentado sobre un barril, con la cabeza entre sus manos, y parecía que sollozase.

A popa la joven Mina y su hermano, casi abrazados, miraban al cielo, que comenzaba a iluminarse con relámpagos lívidos.

A proa los marineros, llenos a reventar, yacían en tomo a los barriles como si les hubiera sorprendido la muerte.

Sólo uno velaba todavía; era Manuel.

CAPITULO VIII. EL DESASTRE

El huracán avanzaba con rápido paso para dar el golpe final a los desgraciados náufragos que no podían oponer al brutal asalto más que algunas tablas, apresurada y malamente unidas.

A Poniente, en dirección de Nueva Caledonia, el trueno continuaba resonando con crescendo inquietante y relampagueaba casi sin interrupción. De aquella parte venía la tempestad, de la región de aquellos terribles golpes de viento que ya habían hecho perderse a la «Andalucía».

La balsa se había vuelto a poner en marcha, filando hacia el Noroeste, unas veces con lentitud y otras velozmente.

Reten había orientado la vela del mejor modo posible, ayudado por Manuel y por don Pedro, ocupando después su puesto junto al timón. Estaba, sin embargo, tan débil, a causa de tan largos ayunos, que dudaba si podría manejar el largo remo.

Mina se había refugiado bajo la tienda, don José aún no había abandonado su puesto; parecía que no se diera cuenta exacta de la gravedad de la situación, y que no quería ya intentar nada por la salvación común.

Probablemente aguardaba la muerte, juzgando que ya era completamente inútil tocia lucha.

Hacia las diez, la primera racha alcanzó a la balsa, sacudiéndola bruscamente y haciendo encorvarse al mástil.

—Ya empezó el baile —dijo Retón, con triste acento—. ¿Será el ultimo?

—¿Cree usted que todo haya terminado, bosmano? —preguntó don Pedro, que había caído de hinojos.

El viejo lobo de mar sacudió la cabeza sin contestar.

—Dímelo, Retón —insistió el joven—. No te lo pregunto por mí, sino por la pobre Mina.

—Estamos en la mano de Dios; es todo lo que puedo responderle, don Pedro —respondió el bosmano—. No puedo saber yo a qué triste suerte estamos destinados.

Una segunda racha, más violenta que la primera, pasó sobre la balsa, con mil extraños silbidos, perdiéndose en las profundidades del opuesto horizonte.

Un momento después, una gruesa ola embestía al flotador, levantándole casi verticalmente e inundando toda la cubierta.

La tienda que servía de refugio a Mina fue arrastrada de golpe y sólo un verdadero milagro hizo que la muchacha no siguiera la misma suerte.

A aquel terrible salto, a los crujidos del maderamen y a los cheques fragorosos de los barriles y de las pipas que golpeaban unas con otras, alzó la cabeza el capitán.

—¡El huracán! —exclamó—. Este será el término de nuestros sufrimientos.

Aun fue su primera idea la de sujetar al palo los barriles que contenían la provisión de agua y cubrirla con una tela embreada. ¡Ay de ellos, si también aquella preciosa reserva se perdía! Quedaba poquísima y corrompida por el calor solar, pero, sin embargo, podía bastar por algunos días.

Iba a arrastrarse hacia la popa, donde ya se había también refugiado Mina, por estar aquella parte algo defendida por una especie de mura, cuando se oyó hacia proa una voz que angustiosamente pedía de beber, seguida poco después de largos gemidos y de otra voz que también pedía agua.

—¡Oh! ¡Desgraciados! —exclamó el capitán, deteniéndose—. ¡Se mueren! ¡A mí, Retón! ¡Agua, agua!

El bosmano había adelantado vacilando, porque tampoco el pobre viejo tenía ya fuerzas.

—¿Quién se muere? —preguntó.

—Nuestra gente; ya les había dicho que los peces eran venenosos. ¡Desgraciados! ¡Desgraciados! Y nos faltarán ahora que tendremos necesidad de brazos para hacer frente al huracán.

—¿Qué quiere usted hacer por ellos? Deje usted que la miar se los lleve, ya que se han buscado la muerte.

—Llévales agua.

—La agotarán sin ninguna utilidad.

Entre el fragor de las olas que rompían contra la borda de la balsa, los gritos de ¡agua! ¡agua! se repetían con acento cada vez más desgarrador.

Cuando el capitán llegó a la proa, vio confusamente un grupo de seres humanos que se retorcían espantosamente, rugiendo como bestias feroces.

—¡Ardo! ¡ardo! —gritaban algunos con un tono; de voz que no tenía nada de humano.

—¡Auxilio! ¡Socorro! —aullaban otros.

De cuando en cuando alguno de aquellos desgraciados, haciendo un supremo esfuerzo, se levantaba, pero caía nuevamente sobre el tablero de la balsa, agitando locamente los brazos y las piernas.

—¿Qué quiere usted hacer con estos moribundos? —preguntó el bosmano—. No podemos hacer más que arrastrarlos al centro de la balsa para que las olas no les barran fuera.

—¿Tendremos fuerza para ello?

—Llamaremos también a don Pedro.

Ayudados por el joven que acudió en seguida a su llamada, agarraron al primero que cayó en sus manos, arrastrándole cerca del mástil.

El desgraciado gritaba como si le descuartizasen vivo y parecía que no: oyese la voz del comandante ni la del bosmano.

Así fueron transportados cinco o seis, habiéndose Manuel unido a los salvadores, pues al parecer había sido el único de los rebeldes que se había guardado de alimentarse con aquellos pescados.

Iban a arrastrar otro, cuando una tercera racha embistió a la balsa, haciéndola girar sobre sí misma como una peonza y arrancándole algunos de los barriles de sostén y en seguida sobrevino la gran oleada que barrió impetuosamente la cubierta.

El capitán y sus compañeros apenas habían tenido tiempo de tirarse al suelo y aferrarse a las jarcias, mientras Mina se abrazaba apretadamente contra el árbol.

Cuando la ola hubo pasado y el flotador volvió a tomar su aplomo, no quedaba nadie sobre la proa. Los cuatro o cinco marineros que allí quedaban habían sido arrastrados.

—¡Todos han desaparecido! —exclamó Retón, que se había alejado algo del mástil.

—¡Oh! ¡Pobre gente! —exclamó Mina, con un sollozo.

—Ya estaban como muertos —dijo el capitán, con un suspiro—. No hubieran escapado al veneno.

—¿Y estos que ruedan a nuestros pies?

—Están igualmente perdidos. No pensemos en ellos, sino en nosotros. La muerte será un consuelo para sus horribles sufrimientos.

Ellos lo han querido: yo ya se lo había avisado.

Retón, búscame una cuerda y ataremos a todos alrededor del árbol. El huracán avanza y no sé si podremos resistirle.

Abajo la vela en tanto.

Mientras el bosmano que, con aquellos repetidos baños había adquirido algún vigor, avanzaba a través de la balsa buscando alguna jarcia, don Pedro, con dos cuchilladas, cortó la escota de la vela. Una ráfaga que les alcanzó un momento después, la arrastró consigo.

—Atemos todos los barriles que podamos —continuó el capitán, que había reconquistado su anterior energía—. Ayúdeme usted, don Pedro, y también tú, Manuel, que en ello te va la vida. No hay seguridad de que la balsa pueda resistir.

Apresurémonos antes que nos alcance otra ola.

Apenas habían reunido: y atado los flotadores con los que muchos contaban para salvarse en el caso probable de que las olas deshiciesen la balsa, cuando nuevas oleadas se arrojaron sobre ellos.

Por algunos instantes creyeron encontrarse bajo el agua; tanta era la furia de la marejada; después siguió una nueva calma.

Se contaron con la mirada: estaban solos en medio de la tempestad.

Gran parte de la balsa, hacia proa se había deshecho, y los últimos rebeldes habían también sido arrastrados por el ímpetu de las aguas.

—Otro golpe como éste y nos quedamos sin balsa —dijo el capitán—. Ha resistido, ya más de lo que era de esperar.

Si las tablas se desunen, procurar agarraros a los barriles, amigos. Alrededor hay cuerdas.

—Y sobre todo procurar no perder las armas —añadió el bosmano—. En esta maldita región valen más que los víveres y los barriles.

—Empiezo a tener miedo, capitán —dijo Mina, que continuaba agarrada al palo, desesperadamente.

—Yo me cuidaré de usted, señorita —respondió don José.

Habiendo aún sobrevenido un poco de calma, se aprovechó el bosmano para arrastrarse hacia proa y asegurar, si era posible, los tablones que aún estaban sujetos por las cuerdas y que se movían a lo largo de los bordes, o al menos separarlas antes que sus golpes causaran mayores males.

Manuel le había seguido para ayudarle en la difícil tarea.

Apenas habían alcanzado la orilla y se afanaban por reunir los maderos, cuando un relámpago deslumbrador iluminó el horizonte por Poniente. En el mismo momento el capitán y don Pedro oyeron a los dos marineros gritar:

—¡Tierra! ¡tierra!

Don José se separó del palo corriendo a proa.

—¿Tierra? ¿dónde? —preguntó con voz emocionada.

—Hacia Poniente —contestó el bosmano.

—¿Estáis seguros de haberla visto?

—Como le vemos a usted, capitán.

—Sí, sí, era una montaña —confirmó Manuel.

—Eran dos —añadió el bosmano.

—¿A qué distancia? ¿Puedes decírmelo?

—Entre unas ocho o diez millas, capitán —respondió Re ton.

—Entonces debemos estar muy cerca de la costa. Las montañas de la tierra de los kanakas no se elevan más que en el interior.

—Y el viento gira a Levante, señor. Nos arrojará sobre las escolleras.

—Prefiero un naufragio sobre las costas a una zambullida al largo. ¡Escapemos! El mar comienza a bullir.

Con pocas cuchilladas cortaron los cables que sostenían el entramado y que ya sólo servían para causar daño en vez de utilidad, y después se replegaron hacia el palo, el cual estaba bien asegurado con numerosos estays, y prometía resistir largo tiempo a la furia del viento.

Las rachas volvieron a empezar, pero ya no de Poniente. Alcanzábanse las unas a las otras con intervalos brevísimos, silbando furiosamente, empujando ante ellas verdaderas montañas de agua.

En lo alto, entre las tempestuosas nubes, el truenen resonaba sin cesar y relampagueaba.

La balsa, sacudida en todos sentidos, ora se alzaba casi verticalmente, ora caía pesadamente en las profundidades, levantando inmensas rociadas de espuma.

Parecía un caballo desbocado, privado del freno. De cuando en cuando, una tabla, una viga o una de las barricas de sostén se escapaban. Era el desarme del flotador que comenzaba.

Los náufragos, aferrados a las cuerdas sujetas en torno del palo, miraban con terror las olas que se amontonaban y que parecía que de un momento a otro habían de engullirles.

Don José se había colocado ante Mina y con su cuerpo de gigante la escudaba. El bosmano defendía a su vez a don Pedro.

Las olas sucedían a las olas. Atacaban con asaltos monstruosos a la balsa, pasando por encima y arrastrando las cajas y los barriles.

También la provisión de agua, único recurso de aquellos desgraciados, había desaparecido.

—Animo —repetía don José, cuando el golpe de mar y la racha habían pasado—. La costa está ante nosotros y el viento nos empuja a ella.

Las dos montañas que el bosmano y Manuel habían divisado poco antes, se dejaban ver de cuando en cuando entre las luces intensísimas de los relámpagos. Eran dos conos altísimos que solamente podían elevarse sobre una tierra grande y no sobre simples islotes.

Aquella tierra no podía ser, pues, otra que Nueva Caledonia, habiendo sostenido siempre su rumbo hacia Poniente.

Desgraciadamente el furor del mar aumentaba constantemente, amenazando con deshacer de un momento a otro aquel amontonamiento de maderos.

Los tablones, bajo aquellos incesantes y brutales asaltos, se desunían, las jarcias se aflojaban y las vigas que formaban el armazón se encorvaban hacia los ángulos.

En vano el capitán, el bosmano y Manuel, en los breves instantes de tregua que les concedían los golpes de viento, habían intentado reforzar las ataduras.

Apenas abandonaban el árbol, se veían obligados a refugiarse contra él, porque una enorme ola llegaba tangiendo siniestramente, con su cresta de espuma en que se reflejaba el resplandor intenso de los relámpagos.

Aquella lucha entre la vida y la muerte llevaba de duración ya un par de horas, cuando el capitán, que estaba el más alta de todos, extendió un brazo hacia Poniente, gritando:

—¡Tierra… allá… abajo… la costa… Sosteneos firmes… todavía unos minutos… ya estamos…!

No pudo terminar. Otra ola se había arrojado sobre la balsa con fragor infernal, mientras la racha pasaba por encima con mil rugidos.

Los cinco náufragos fueron envueltos y arrojadas violentamente unos contra otros.

Mina, a pesar de tenerla el capitán apretada contra el palo, por poco no fue arrancada de las jarcias, habiéndose soltado por un momento.

Aquella furia de agua duró medio minuto largo, sofocando y cegando a los náufragos; después la enorme ola continuó su carrera hacia la costa con ruido ensordecedor.

Apenas pudieron desenvolverse de aquella tromba, el capitán y Retón miraron a su alrededor con viva ansiedad. Entre el fragor del agua habían oído crujidos y habían sentido separarse bajo sus pies las maderas del tablado.

Media balsa se había deshecho. No quedaban más que algunos maderos alrededor del árbol y el esqueleto que estaba formado con los masteleros del trinquete y de los juanetes.

—Otro tropiezo como éste y no quedará nada de nuestro flotador —dijo don José.

—Afortunadamente la costa sólo está ya a dos o trescientos metros —respondió Retón—. ¿No veis cómo rompen las olas allá abajo?

—Serán las rompientes, bosmano —dijo Manuel—… Las olas nos reducirán allí a papilla.

—Sí, son rompientes —dijo el capitán, que había aprovechado la luz de un relámpago—. La costa está más allá. ¡Malditas islas que están todas rodeadas de escollos!

—¿Podremos de cualquier modo, arribar? —preguntó don Pedro…

—Nos veremos arrojados con fuerza sobre las rompientes.

—¿Y aniquilados de golpe?

—No corra usted tanto. Si la balsa resiste un poco, nos librará del porrazo. ¿Llega la ola, Retén?

—Avanza, capitán.

—Ocurra lo que quiera, no soltarse del palo. El que deje las cuerdas está perdido.

—Téngase firme, señorita… Ya estamos… Fuerte todos, ¡apretar con alma!

La ondulación, aquel eterno caballón que casi siempre rompe contra las costas de las islas polinesias y que parecería destinado a destruirlas poco a poco si los microscópicos pólipos coralíferos no construyeran incesantemente formidables barreras que la tempestad más furiosa no logra siquiera descrestar, llegaba con velocidad brutal y potencia extraordinaria.

Saltó sobre la balsa ya desencuadernada, la levantó como una pluma y después la arrojó por delante con ímpetu increíble.

Se oyó un crujido que en el acto se confundió con los mugidos fragorosos de las aguas; en seguida la ola, después de haber chocado con la línea de rompientes, volvió atrás con un terrible estallido comparable a la descarga simultánea de cien cañones.

Sobre un escollo que se extendía en forma de aspas de San Andrés, colgaban los restos de la balsa; tablones, vigas, barriles medio desfondados y cordajes.

Un mástil se elevaba, sin embargo, y en torno a aquél se estrechaba un grupo de seres humanos. Una débil voz se dejó oír finalmente, medio sofocada por los truenos que resonaban fragorosamente en el seno de las nubes tempestuosas.

—¿Estamos todos?

—Sí —respondió otra voz.

—¿Nadie está herido?

—Ninguno.

—¡Demos gracias a Dios! Nuestros sufrimientos tocan a su término.

Siguió un breve silencio que nuevamente fue roto por un fragor ensordecedor de los truenos, que duró algunos minutos; después la primera voz volvió a decir:

—Estamos bastante altos y la ola nos alcanzará difícilmente. Soltad las cuerdas y el palo.

El grupo humano se deshizo, abandonó los restos y trepó hasta la cima de una roca que sobresalía del mar un centenar de metros.

No faltaba ninguno de los cinco náufragos de la «Andalucía», o mejor dicho de los últimos supervivientes del desgraciado velero.

Señorita —dijo don José, cuando todos hubieron alcanzado la cima—. La terrible prueba ha pasado.

Desde ahora nada tenemos que temer, porque la costa de la tierra de los kanakas sólo está a quinientos metros de nosotros, salvo error.

Como ve usted, don Pedro, el tesoro de la Montaña Azul no ha acarreado la desgracia sobre todos. Si mis desgraciados marineros me hubieran obedecido, todos estarían aquí. Descansen en paz.

—Han querido la muerte —dijo Retón—; el diablo se los lleve.

Y aquella fue la oración fúnebre de los malvados.

—¿No correremos el peligro dé ser arrastrados por una ola? —preguntó don Pedro.

—Es imposible que un caballón llegue hasta aquí.

—Querría dormir; mis fuerzas están agotadas.

—Yo tampoco puedo tenerme —dijo Mina, que se apoyaba en su hermano.

—Descansad, pues, mis queridos amigos —respondió el capitán con voz conmovida—, habéis resistido demasiado a tantos sufrimientos.

También yo, que estoy acostumbrado a todo, ciento doblarse mis piernas. Fatigas, terribles emociones y ayunos: podemos vanagloriarnos de tener una fibra maravillosa.

Retón, sólo te pido dos minutos antes de que te entregues al descanso.

—¿Qué hay que hacer, capitán? —preguntó el lobo dé mar.

—Ve a recoger las armas y las municiones, juntamente con Manuel. Han caído de la parte de allá, de aquella punta rocosa. Son objetos demasiada preciosos en la tierra de los kanakas, para perderlos.

—¡Diablo! Se trata de defender nuestras chuletas y nuestros flacos bistecs —dijo el bosmano, esforzándose por sonreír—. Acaso mi carne sea más coriácea que la de un mulo, pero, sin embargo, no me gustaría verla en unas parrillas.

Llamó a Manuel, que estaba durmiéndose, y bajaron los dos a la escollera, llegando felizmente junto a los restos de la balsa.

A pesar del golpe terrible, la parte central del flotador había aguantado, quedando como colgada en una punta rocosa que destrozó algunos tablones. A su alrededor, sujetos todavía por las cuerdas, pendían vigas, barriles y trozos de vela…

Retón y Manuel no tuvieron que buscar mucho. La caja conteniente de las armas y municiones que estaba sujeta al palo, había sido arrojada por el contragolpe al otro lado de la punta rocosa, deshaciéndose dentro de una especie de cueva.

Contenía aún seis carabinas, un par de hachas, tres navajas y una cantidad considerable de pólvora y ploma de calibres grueso y pequeño.

Llevaron la preciosa carga junto al refugio elegido por el capitán; después se dejaron caer a tierra el uno junto al otro, sin tener fuerza para cambiar ni una palabra, tanta era su debilidad.

Don Pedro y Mina dormían ya bajo una punta rocosa que formaba un poco de protección.

Entretanto había enfurecido la borrasca horriblemente. Los golpes de viento se sucedían sin tregua con horrible acompañamiento de silbidos y rugidos y las olas se deshacían con creciente furor contra los escollos, elevándose a prodigiosa altura.

En ciertos momentos el choque era tal, que la roca coralífera trepidaba. No había, sin embargo, peligro de que la destrozara y la derrumbase, porque, como hemos dicho, las construcciones erigidas por aquellos minúsculos y admirables seres son tan sólidas, que resisten los más formidables asaltos.

Puede disgregarse la roca natural, pero nunca la de origen coralífero: resiste como una masa de hierro y hasta como una masa del mejor acero.

Cuando el capitán despertó, aún no había alboreado; pero la borrasca estaba próxima a aplacarse.

Como hemos dicho, en aquellas regiones los huracanes estallan violentísimos, pero en compensación tienen una duración relativamente breve. Cesada la furia del viento, el Océano se aplana de repente, casi por encanto, y sólo queda la eterna ondulación del Pacífico.

Su primer cuidado, después de asegurarse que no faltaba ninguno de sus compañeros, fue arrojar una mirada sobre la costa.

No se había engañado a juzgar por la distancia. La tierra de los kanakas se elevaba a cerca de medio kilómetro de la escollera verdeante de rhizophoras. Más lejos se erguían las dios montañas descubiertas por el maestro y Manuel.

—¿Estaremos lejos o cerca de la bahía de Bualabea? —preguntó el capitán, que se había puesto pensativo—. Maldito sea el miserable que me estropeó el sextante y el cronómetro.

Un bostezo le hizo Volver la cabeza. El bosmano también se había despertado y se estiraba los miembros, absorbiendo a plenos pulmones el aire fresco y saturada de sales, de la mañana.

—Envejeces, Retón —le dijo el capitán—. Duermes demasiado.

—Es cierto, don José —respondió el lobo de mar—. Hacia muchas noches que daba cuartos de guardia dobles. ¿Está la costa siempre ante nosotros?

—No se ha escapado, Retón.

—¿Y los kanakas se ven?

—Ni siquiera sombra hasta ahora. Por otra parte, prefiero que se mantengan alejados.

Ya sabes que son demasiado aficionados a las chuletas humanas.

—De aquellas chuletas que yo querría conservar junto a tal esqueleto el mayor tiempo posible —respondió Retón—. ¿Cómo podremos alcanzar la costa?

—¿No tenemos aquí los despojos de la balsa?

—Sólo han quedado algunas tablas, capitán.

—Bastarán para sostener a Mina. Los demás somos todos nadadores.

—Tenemos que guardamos de los escualos. Me han dicho que abundan junto a las playas de las islas polinesias.

—Sabremos defendernos de sus ataques, viejo Retón. ¿Hay aún un poco de fuerza en tus piernas?

—Algo ha quedado.

—Baja a los escollos y haz alguna recolección de moluscos. Aquí no deben faltar.

—Preferiría un bistec.

—Más tarde también los tendremos.

El lobo de mar, aun sintiéndose extremadamente débil, se dejó resbalar basta la escollera, aferrándose a las desigualdades de las madréporas, y llegó al nivel que las olas aún no completamente tranquilas cubrían dé cuando en cuando de espumas.

Las Conchitas no faltaban a lo largo de la estrecha playa. La tempestad, revolviendo los fondos, había lanzada un gran número sobre la escollera.

Retón, que conocía aquellos parajes, buscaba, sin embargo, algo más sustancioso, y no se arrepintió de sus pesquisas, porque después de recorrer una treintena de metros, logró descubrir entre dos puntas rocosas uno de aquellos soberbios tridacnus azul pálido del diámetro de más de un metro, suficiente para saciar el hambre hasta a diez personas. Levantó la enorme masa, la cargó sobre su espalda y, vacilando bajo aquel peso, volvió a subir a la escollera, donde el capitán estaba discutiendo con don Pedro, Manuel y Mina, los cuales ya habían despertado.

—He aquí el almuerzo —dijo arrojando en tierra el gigantesco molusco—. Si pudiéramos ahora encender un poco de fuego, tendríamos un alimento delicioso.

—Veo algas secas —dijo Manuel—. Podrían bastar.

—Anda a recogerlas, mozo cocido.

El joven fue a coger algunas brazadas de aquellas algas que parecían bien secas y las encendió con el eslabón y la yesca del capitán, arrojando sobre las llamas crepitantes la tridacna.

Un exquisito perfume se esparció, pronto por el aire, mientras las dos valvas se abrían con un largo crujido, mostrando una masa blanquecina que se levantaba bajo el calor de las brasas.

—¡Felices isleños, que para vivir no tienen más que agacharse y coger! —dijo don Pedro, que aspiraba ávidamente el perfume apetitoso.

—Sin embargo, no se contentan con lo que les ofrece la Naturaleza, que ha sido tan pródiga con ellos —dijo el capitán—; tienen pescado en cantidad, árboles del pan que crecen casi sin cultivarlos, ñames colosales que se devoran entre sí con ferocidad inaudita.

Pase que lo hagan los neozelandeses, cuya tierra no es muy fértil, siendo el clima más bien frío, pero no se comprende en los neocalédonios a quienes nada les falta.

—Entonces, ¿por qué se devoran? —preguntó Mina—. ¿Acaso para vengarse de sus enemigos?

—De ningún moldo, señorita —respondió don José—. Comen a sus semejantes porque encuentran su carne tan gustosa como la de los lechoncillos selváticos.

—¿Y no sufrirán?

—La lepra no les abandona, señorita. No le podré decir la razón, pero es un hecho que nuestra carne no se presta demasiado a servir de alimento.

Coged uno de esos tigres que en la India se llaman «devoradores de hombres», porque sólo se nutren de carne humana, y tomad también otro que viva de animales salvajes, ciervos, nilgos, axis chacales, monos, y veréis qué diferencia.

Mientras los primeros están roñosos, pelados, feísimos, los otros conservan su belleza.

Lo mismo ocurre con los antropófagos humanos. La lepra no tarda en herirlos, se depauperan y se hacen tísicos. ¡Ay de ellos, si los vegetales no constituyeran su principal alimento!

—Unicamente los escualos se encuentran perfectísimamente, aunque se atraquen de carne humana —dijo el bosmano—. ¡Oh, ese siempre está bueno, demasiado bueno para desgracia nuestra!

—¡El almuerzo está servido! —gritó en aquel momento Manuel, que estaba arrastrando fuera del fuego la soberbia concha.

CAPITULO XI. EL ATAQUE DE LOS PECES-MARTILLO

Aquella comida deliciosísima, después de tantos días de ayuno, hecha al aire libre, en completa seguridad, entre el perfume de los árboles en flor que el viento de Poniente llevaba hasta la escollera, fue acaso la mejor que habían hecho desde su salida de los puertos de Chile.

A pesar de las recomendaciones del capitán, que temía alguna indigestión después de un hambre tan prolongada, todos repitieron más de una vez, alabando la delicadeza de aquella carne tierna que aquel bribón de grumete había asado a la perfección.

El bosmano, especialmente, a pesar dé su avanzada edad hizo en ella un destrozo colosal.

Terminado el almuerzo, el capitán, viendo que todos habían adquirido un poco de vigor, descendió hacia la balsa para ver si era posible reunir los fragmentos y construir un segundo flotador.

Desgraciadamente, junto a la punta rocosa sólo habían quedado algunos maderos. Durante la noche, los golpes de mar se habían llevado las vigas principales y habían desfondado los pocos barriles que habían escapado al formidable choque.

—Tendremos bastante para sostener a su hermana —dijo don José a don Pedro—. A nosotros nos bastará con un punto de apoyo.

Además, una travesía de quinientos o seiscientos metros no nos espanta…

—Atravesaría hasta cinco millas, sin preocuparme —respondió el joven.

Ayudado por el bosmano y por Manuel, hicieron deslizarse las tablas sobre la arena y sirviéndose de las cuerdas que aún poseían, construyeron un pequeño flotador, suficiente para sostener a Mina y la caja de las armas y municiones.

Antes de lanzarle, el capitán, acompañado del bosmano, dió una vuelta por el islote, temiendo que en los contornos hubiera alguna de aquellas temidas cavernas submarinas que sirven de asilo a familias enteras de escualos. No habiendo observado nada sospechoso, hizo arrojar al agua el flotador e hizo subir en él a Mina.

—Remolquémosla a la costa —dijo—; tener preparadas las navajas.

—Están colocadas en el borde de la balsa —respondió el bosmano.

—Además, estoy yo aquí para vigilar, don José —dijo la joven—. Manejo la carabina mejor ele lo que creéis, y si apareciera la cabeza de algún escualo no titubearé en hacer fuego.

—Coged la mía, señorita —dijo Retón—; tiene dos balas encadenadas que producirán un buen boquete en la piel de esos monstruos.

Los cuatro hombres entraron en el agua, se aferraron a los bordes del flotador para tener un punto de apoyo y se pusieron a nadar vigorosamente con golpes de talones.

Mina, sentada sobre la caja de las armas, con la carabina del bosmano entre las manos, vigilaba atentamente el agua del canal.

La balsa, remolcada con gran trabajo por los cuatro hombres a quienes una sola comida no había bastado para reintegrarles de los largos ayunos, se había alejado de la escollera unos doscientos metros, cuando el bosmano dio una sacudida, alargando una mano hacia las navajas que iban clavadas en la balsa.

—¿Qué pasa, Retón? —preguntó el capitán.

—Alguien me ha tropezado —respondió el lobo de mar, que no parecía muy tranquilo.

—¿Un escualo?

—No; debe ser algún otro pez, porque me ha destrozado la blusa y me ha pinchado en el costado derecho.

—¿Acaso una raya? Las hay peligrosísimas en estas aguas.

—No lo sé. No he podido verla, comandante.

—Cuidado, porque los pinchos de esos peces dicen que son venenosos.

—¿Iré yo a tener igual fin que aquellos imbéciles que se atiborraron de sardinas?

—Zambúllete, Retén, y mira si puedes descubrir a ese pez misterioso. Estamos prontos a prestarte auxilio.

El bosmano apretó entre los dientes una navaja, arma que entre mango y hoja era tan larga como una espada, y se dejó ir a fondo.

Un momento después aparecía su cabeza cubierta de espesa cabellera gris.

—¡Oh! Qué horrible animal gira a nuestro alrededor —dijo—; parece una caja cubierta de espinas.

—¿No es entonces un tiburón? —preguntó el capitán, respirando con libertad.

—¡Oh, no!, al menos por ahora.

—¿Qué quieres decir, Retén?

—Que he visto deslizarse una sombra gigantesca a pocos pasos de mí, y me pareció, un pez-martillo.

—¿Y el otro? ¿El que te ha rasgado la blusa?

—Ya le he dicho a usted que parecía una caja.

—Acaso sea un pez-cofre triangular.

—No conozco ese pez, capitán, aunque llevo muchos años navegando.

—No todos los mares son iguales. ¿Sigue el remolque?

—Avante —dijeron Manuel y don Pedro, que estaban impacientes por alcanzar las orillas verdeantes de la tierra de los kanakas.

Iban a volver a ponerse en movimiento, cuando se le escapó una blasfemia a Retén.

—La ha tomado con mi blusa, por lo visto, el maldito animal —exclamó.

—¿Otra vez, Retén? —preguntó el capitán.

—Debe ser algún andrajoso, comandante.

—Mira a ver lo que es.

—Sí, es preciso que acabe con el fastidioso —dijo el bosmano, que parecía irritado.

Empuñó el cuchillo y por segunda vez se sumergió. El agua burbujeó dos o tres veces sobre su cabeza; después, una especie de caja ósea salió a la superficie, dejándose mecer por la resaca que se dejaba sentir fuertemente en el canal.

Un momento después, también aparecía el bosmano apretando en la diestra la navaja.

—¡Qué cosa más rara era aquel animal! —dijo—. La había tomado conmigo, capitán.

—No le he visto.

—Pues le he dado un navajazo capaz de abrir el pecho a un toro. Ya sabe usted que yo tengo el pulso firme.

—¿Es aquella caja que flota? —preguntó don Pedro.

—¡Mil diablos! —exclamó el bosmano—. Aquel es el animal que yo he degollado.

—Ya lo había dicho; es un pez-cofre triangular.

—¡Dice usted, comandante!

—Es un pez que habita en los mares, pero que no rehuye el agua dulce. Es una buena señal.

—¿Por qué? —preguntó don Pedro.

—La presencia de ese pez extraño me hace suponer la vecindad de algún curso de agua importante.

¿Querrán el destino, el viento y el agua que hayamos sido empujados a la bahía de Bualabea? Los ríos son raros en la tierra de los kanakas y no hay más que el Diao que sea de alguna importancia.

Sería una verdadera, una increíble fortuna.

—¿No cogemos aquel animal? —preguntó el bosmano.

—Déjale ir, Retón; no nos serviría para nada. Esos peces no tienen dentro de la caja ósea más que un poco de carne filamentosa y un hígado oleoso que ni el más famélico antropófago se atrevería a comer.

—¿Son venenosos todos los peces de estos canales?

—Cógeme un dugongo y yo te arreglaré un plato exquisito.

—¡Demonios!

—¿Qué ocurre ahora?

—La han tomado conmigo.

—¿Quiénes? —preguntaron a una don Pedro y Manuel.

Un grito del capitán fue la respuesta:

—¡En guardia! ¡Los escualos!

Todos se habían detenido empuñando las navajas, mientras Mina se había puesto en pie, teniendo en la imano la carabina cargada con las balas encadenadas.

Una profunda ansiedad se transparentaba en todos los rostros. Se puede ser valeroso hasta la temeridad, hasta la locura, pero la insidia de un enemigo audaz y famélico como el tiburón, atemoriza siempre. Puede llegar de un momento a otro, abrir su enorme boca y cortar de una sola dentellada las piernas o coger por la mitad al hombre más corpulento y cortarle en dos como con una guadaña.

Entre los cuatro hombres reinó un momento de indecible emoción.

—Retén —dijo el capitán—. ¿Has visto hace poco una sombra?

—Es la de un pez-martillo —respondió el bosmano—. Se proyectaba distintamente en las arenas del fondo.

—Esperadme.

Aferró con mano firme la navaja y se dejó ir a pique. Su eclipse marítimo: no duró más que medio minuto. Cuando volvió a aparecer a flote, tenía el aspecto de un hombre presa de vivísimo terror.

Señorita —preguntó—. ¿Está usted bien segura dé su puntería?

—Sí, capitán.

—Usted tiene en su miaño la salvación de todos. ¿Tiene usted preparadas todas las carabinas?

—¿Por qué, capitán?

—Tenemos alrededor una banda de peces-martillo.

—Un escalofrío de espanto recorrió las fibras de los náufragos.

—¿Los ha visto usted bien, don José? —preguntó Pedro.

—Nadaban a pocos metros por debajo de mí —repuso el capitán.

—¿Muchos?

—Son siete u ocho, pero pueden encontrarse otros en las inmediaciones. Don Pedro, suba usted también a la balsa.

—¿Por qué yo, y no usted u otro?

—Nosotros somos gente de mar. Pronto; no discutamos. Los monstruos pueden echársenos encima.

—¿Me sostendrá la balsa?

—Así lo espero; arriba y ármese de una carabina, Los martillos salen a flote para embestir.

El joven, invitado también por su hermana, se izó sobre la balsa con precaución, para no volcarla, y se tendió al lado de la caja.

El flotador se hundió medio pie, inclinándose hacia proa, pero aguantó aquel nuevo peso.

—Remolcad vosotros —mandó entonces el capitán a Manuel y al bosmano—. Yo me encargo de los monstruos.

Conozco esos horribles animales y sé tratarles como se merecen.

Volvió a sumergirse, mientras los dos marineros volvían a nadar, dirigiendo a su alrededor miradas extraviadas.

Una profunda ansiedad se había apoderado de todos. Hasta el bosmano parecía aterrado y tenía razón el pobre viejo.

Si los peces-martillo son generalmente los más pequeños de los escualos, son tan feroces y tan voraces como aquéllos. Es cierto que, como los primeros, no pueden coger fácilmente su presa, porque teniendo la boca por debajo del hocico, si tal puede llamarse aquella rara cabeza que semeja un verdadero: martillo, no son por eso menos peligrosos.

Un ataque de ocho o diez de aquellos monstruos podía producir incalculables consecuencias.

Por segunda vez apareció la cabeza del capitán.

—¿Qué hay? —interrogaron ansiosamente todos.

—Nadan siempre debajo de nosotros —respondió don José—; están ocupados en hacer estrago en una banda de serpientes de mar.

Esté usted dispuesto a hacer fuego, don Pedro; es probable que alguno se deje ver.

Apenas había pronunciado esas palabras, cuando se advirtió un ligero remolino a pocos pasos de la proa de la balsa; después una cabeza en martillo que tenía en los extremos feísimos ojos azul obscuro, con reflejos amarillentos alrededor del iris, apareció absorbiendo fragorosamente el aire.

Los tres hombres dé mar se habían detenido apretando los cuchillos.

—¡Don Pedro! —exclamó el capitán.

Dos disparos le respondieron. Mina y su hermano habían hecho fuego casi simultáneamente, apuntando a aquella fea y extraña cabeza.

El escualo saltó casi todo fuera del agua, lanzando una especie de agudo silbido; después se sumergió, dejando flotar una mancha de sangre.

—He ahí el efecto de las balas encadenadas —dijo el bosmano—. Ese bergante ya no devorará ni serpientes de mar ni hombres.

—Atención a los otros —dijo el capitán—. Esta no es más que una escaramuza.

Tomad las otras carabinas, don Pedro. No perdáis tiempo ahora en volver a cargar.

¡Bravo, señorita! Usted hará proezas en la tierra de los kanakas.

Aunque afectaran cierta calma, ninguno se había atrevida a empujar adelante el flotador por temor de que los escualos oyeran los talonazos. Así, pues, habían encogido y retirado las piernas, temiendo sentírselas cortar de un momento a otro.

—¡Caramba! —exclamó el bosmano—. Hace un calor infernal y sin embargo yo tengo un frío de perro.

—En tanto el mozo cocido se encuentra perfectamente entre los martillos —dijo Manuel, irónicamente.

—Espera que te rodéen y que prueben en tu carne sus dientes y ya me dirás algo bueno —respondió el bosmano—. Estás pálido como una medusa.

—Silencio —mandó don José—. No es éste el momento de disputar. ¿Ve usted algo, don Pedro?

—Me parece que el agua se arremolina a estribor.

Un grito de Manuel hizo palidecer a todos.

—¡Caray! —había exclamado el joven, intentando encaramarse en la balsa—. ¡Me han tropezado! ¡Están alrededor!

En el mismo instante aparecieron cinco cabezas ante el flotador, fijando en los náufragos sus horribles ojos. Don José, con un poderoso talonazo se había arrojado ante el joven, gritándoles:

—¡No subas! ¡Hundirás todo! ¡Usted, don Pedro!

Dos relámpagos brillaron, seguidos de dos fragorosas detonaciones. Las carabinas habían hablado por segunda vez.

Dos escualos se tumbaron sobre el dorso, agitándose ferozmente, abriendo y cerrando con estrépito sus enormes mandíbulas, erizadas de una verdadera selva de dientes triangulares, mientras los otros, espantados por las detonaciones, escapaban precipitadamente.

—¡Atención, no nos ataquen por debajo! —gritó el capitán.

El bosmano y Manuel metieron sus cabezas en el agua, sosteniéndose con una miaño en la balsa, no atreviéndose a dejarse ir a fondo.

—¿Se les ve? —preguntó don José cuando se levantaron.

—No, capitán —respondió Retón—, yo creo que han tenido bastante con este recibimiento tan poco hospitalario.

Son menos valientes que los verdaderos tiburones, estos monstruos. Si hubieran sido de la clase carcharodon, a estas horas ninguno dé nosotros tendría piernas. ¿Debemos movernos ya?

—Esperemos un poco, amigos. Pueden renovar el asalto.

—Que nosotros estamos dispuestos a rechazar, ¿no es verdad, Mina? —dijo-don Pedro.

—Sí, hermano: —respondió la joven, que conservaba maravillosa sangre fría—. Comienzo a encontrar gusto en fusilar esos enormes animales.

Esperaron algunos minutos, haciendo frecuentes zambullidas; después, no viendo reaparecer ningún escualo, volvieron a remolcar la balsa. La distancia que había que recorrer no era más que unos cuatrocientos metros. De la otra parte se extendía una apretada línea de rhizophoras de troncos retorcidos que se entrelazaban de mil maneras.

Pedro, para no hacer demasiado fatigoso el remolque, volvió a descender, poniéndose a empujar vigorosamente el flotador.

Ya habían atravesado casi todo el canal, cuando el bosmano, que volvía con frecuencia la cabeza, lanzó un grito:»

—¡En guardia! ¡Que nos dan caza!

Cinco o seis cabezas dé pez-martillo habían aparecido de improviso a quince o veinte pasos de la popa de la balsa, respirando fragorosamente el aire.

Los monstruos, asustados por un momento, volvían a la carga para apoderarse de los desgraciados antes de que tuvieran tiempo de salvarse en las rhizophoras.

—¡Empujad! ¡Empujad! —gritó don José—. ¡Fuego, señorita! ¡No ahorre usted la pólvora!

La joven, que había vuelto a cargar las carabinas, poniéndolas a su alrededor, se arrodilló sobre la caja y abrió un magnífico fuego graneado que detuvo de repente el avance de los asaltantes.

Uno solo, enfurecido acaso por hallarse herido, se precipitó al asalto, embistiendo al capitán que se apoyaba contra la popa del flotador.

Había encontrado un adversario digno de él. El chileno, que poseía un vigor colosal y además era habilísimo nadador, viéndose venir encima aquella masa, se hundió rápidamente en el agua.

El martillo, más rabioso por no encontrar ante sí la presa, clavó sus dientes en el borde de la balsa, arrancando una tabla entera, pero casi en el mismo momento se volvía sobre sí mismo, mostrando en el vientre un horrible boquete del cual salían oleadas de sangre negruzca.

Mina se había apoderado de otra carabina para estar pronta a dispararle un tiro en plena boca, haciéndole tragar a un tiempo el plomo, el fuego y el humo.

El enorme escualo, que medía lo menos cuatro metros, se fue a fondo, mientras detrás de él salía el capitán empuñando la navaja.

—¡Ah! ¡Buen golpe, comandante! —gritó el bosmano, empujando la balsa hacia las primeras rhizophoras.

—Le he abierto de la boca a la cola —respondió don José, agarrándose a las ramas de las plantas acuáticas—. Aprisa, desembarcar antes de que aquellos condenados animales vuelvan a la revancha.

Como un relámpago se encaramaron sobre las plantas, llevando consigo las armas, Mina, ayudada por su hermano, se había ya puesto en seguridad.

Los martillos reaparecían en aquel momento. No eran más que cuatro, pero se precipitaron impetuosamente contra la balsa, volcándola primero y deshaciéndola luego con pocos y formidables coletazos.

—¡Bribones! —exclamó el bosmano—. Si llegan un momento antes, estábamos fritos.

—Gracias a la señorita que con su fuego les ha detenido un poco —dijo el capitán—. Sois una bersagliera admirable, Mina.

—Otra en mi lugar hubiera hecho: lo mismo —respondió la bella chilena.

—O habría caído desvanecida por el espanto —dijó el bosmano.

Se habían reunido sobre las anchas raíces de una rhizophoras para descansar un poco antes de emprender el camino hacia la tierra firme, que aún podía estar lejana.

Aquellas plantas acuáticas que parecían pertenecer a la familia de las rhizophoras mangle de Linneo, ocupan todas las costas de la Nueva Caledonia, extendiéndose sobre el mar en superficies inmensas.

Están provistas de numerosas raíces, sutiles y tenacísimas, que se clavan considerablemente en las arenas y en los fondos marinos, recogiendo entre sus redes todos los despojos vegetales que el Océano arrastra desde las más lejanas regiones.

Aquellas plantas son invasoras y después se reproducen sofocando entre su masa la vegetación primitiva. Aman, no obstante, el agua salada y por eso se desarrollan por todos los bajos fondos, arrastrándose y extendiéndose continuamente al largo, de modo que con frecuencia enredan en sus espiras un gran número de islotes, agrandándoles poco a poco.

El capitán, después de conceder a sus compañeros un cuarto de hora de descanso, por estar debilitadísimos, se puso en marcha a través de aquella masa de raíces que no cedían bajo su peso, abatiendo a golpes de navaja los troncos que crecían apretadísimos, cerrándoles con frecuencia el paso. Había recomendado a todos el más profundo silencio, pudiendo darse el caso de que del otro lado: de aquellas plantas se encontrase algún poblado kanaka.

—No olvidéis —dijo a los compañeros— que estamos en un país poblado por antropófagos. Por tanto, ni un disparo, ni un grito por ahora.

La cena la buscaremos más tarde.

Avanzaron con gran cuidado, ayudando a Mina, a la que estorbaban las faldas y que de cuando en cuando corría el peligro de caer en los agujeros llenos de agua estancada que formaban las raíces.

Ya el capitán, que marchaba a la cabeza de todos, comenzaba a percibir algunas cimas de cocoteros que sólo crecen en tierra firme, cuando sus compañeros le vieron bajarse rápidamente y armar la carabina.

No sabiendo de qué se trataba, todos le habían imitado.

Transcurrieron algunos momentos de angustiosa expectativa; después el capitán se volvió a levantar, separando con infinitas precauciones algunas ramas.

—¿Qué ha visto usted1, don José? —le preguntó en voz baja Pedro, acercándosele.

—Aquí hay gente.

—¿Kanakas?

—Sí.

—¿Muchos?

—Eran dos armados con lanzas y hachas de piedra.

—¿Qué hacían?

—No sé, pero parece que buscaban algo.

—¿Se han ido?

—No lo creo. Allí están; ¿los ve usted, don Pedro?

El joven siguió con la mirada la dirección indicada por el capitán, y apercibió, en efecto, dos hombres de estatura más bien alta, de color muy obscuro, más parecidos a los negros que a los malayos y que por único ornamento llevaban clavadas en la cabeza plumas de brillantísimos colores.

Parecían ocupados en alguna extraña faena, porque iban y venían por las rhizophoras, tendiendo entre los troncos largas lianas.

—¿Qué hacen? —preguntó don Pedro.

—Creo que lo he adivinado —respondió el capitán—; preparan los lazos para el kutio-kueta.

—¿Qué quiere usted decir?

—Para el paso de las palomas. Esta es la verdadera época de la emigración. Los notá no deben estar muy lejanos.

—¿Son los volátiles pintados sobre el documento arrojado al mar por mi padre?

—Sí, don Pedro. Si tenemos un poco de paciencia, esta noche tendremos una cena excelente, sin disparar un tiro.

Ahora se van los dos cazadores. Debe haber algún pueblo sobre la costa que nosotros debemos evitar con gran cuidado.

Los kanakas son valientes guerreros, llenos de audacia, y no dudarían en asaltarnos.

—Sin embargo, preciso será acercarnos a alguno para saber dónde nos encontrarnos y dónde está la tribu de los krahoas.

—Sí, pero no ahora. Un prisionero es lo: que yo quiero, y antes o después lo tendremos.

Habiendo desaparecido los dos indígenas, la pequeña tropa volvió a ponerse en movimiento siempre a través del mangle, dirigiéndose allí donde habían visto tender entre las ramas aquellas cuerdas vegetales.

Al cabo de cinco minutos llegaban al sitio poco antes ocupado por los dos indígenas.

—No me había engañado —dijo el capitán, señalando a las lianas—. Aquellos pillastres preparaban lazos para los notú.

El gran paso de aquellos exquisitos pichones tendrá lugar pronto, estoy seguro.

Desgraciadamente nosotros no probaremos ese asado delicadísimo.

—¿Por qué? —preguntaron don Pedro y Retón que ya habían contado con una buena cena.

—Porque los dos kanakas volverán a la puesta del sol a estrangular a los notús. Fijarse bien en lo ingeniosos que son estos lazos. Un americano o un europeo no los harían mejor.

Alrededor de ramas que habían sido despojadas de sus hojas, los dos indígenas habían colocado varios nudos corredizos bastante anchos para abrazar diversas ramas y dejar todavía en la parte superior una especie de arco suficiente para dejar pasar al volátil.

Aquellos nudos estaban sostenidos en su posición por largas y sutilísimas lianas que terminaban entre las raíces de la rhizophoras.

Sobre las ramas estaban después colocadas algunas semillas y ramitas para atraer a las palomas.

—¿Por qué no nos hemos de quedar también nosotros a cazar aquí? —preguntó don Pedro.

—Ya os he dicho que los kanakas tendrán que volver para hacer accionar a los lazos. Si no se tira a tiempo de las lianas, el pichón escapa, y se necesita estrangularle en el momento oportuno.

—¿Y si esta noche pudiéramos sorprender a los dos cazadores para que nos dieran noticias de los krahoas? —preguntó Retón.

—Eso es lo que yo pensaba —respondió el capitán—. Verdad es que se detendrán aquí hasta el alba, por acostumbrar a venir los kutio-kueta de noche.

—Somos cuatro, sin contar con la señorita, y fácilmente daremos cuenta de ellos, aunque los kanakas sean tan robustos como los africanos.

—Sobre eso hablaremos más tarde. Entretanto, buscaremos un refugio que sea seguro contra las sorpresas —dijo el capitán.

—Y sobre todo algo que poner entre los dientes —añadió Manuel—. Allí abajo hay cocos.

—Procuraremos alcanzarlos —dijo don Pedro.

Volvieron a emprender el camino siempre a través del mangle, perseguidos por nubes de moscas que huían bajo sus pies y que les producían punturas dolo rosísimas.

Eran de las llamadas por los indígenas nonas y por los ingleses sadfly, tan pequeñas como mosquitos, que viven en medio de las plantas acuáticas y que no son menos carnívoras ni menos feroces que los cínifes.

Nacen por la mañana y mueren a la noche, pero durante aquellas doce horas infligen a los pobres salvajes que no tienen ropa para defenderse, suplicios terribles, porque sus pinchazos hacen levantar sobre los pies bultitos que pueden producir llagas dolorosísimas y difíciles de curar si se rascan.

Durante un cuarto dé hora todavía caminaron los náufragos sobre aquel amontonamiento de raíces que trasudaban agua por todas partes y donde a cada paso corrían el peligro de ser tragados; después se encontraron sobre suelo resistente, ante un soberbio fico baniano con el tronco formado por varios brazos entrelazados. Medía casi treinta metros de circunferencia, y sus ramas, bien cargadas de hojas, se extendían horizontalmente, cubriendo un espacio no menor de cuatrocientos pies.

—He aquí un bosque formado por una sola planta —dijo el bosmano—. No he visto nunca una planta tan colosal.

—Prefiero: otras más modestas, pero más útiles —dijo el capitán—. Entre sus hojas encontraremos nuestra cena.

Sin embargo, éste nos servirá de cuartel general.

—¿Pues qué ha descubierto usted?

—Ya os lo diré dentro de cinco minutos —dijo Manuel, que se alejaba corriendo.

—¡Cocos! —habían exclamado Mina y su he imano.

—Que nos ofrecerán un alimento exquisito —añadió el capitán—. Tendremos una bebida excelente.

Se cobijaron debajo del colosal vegetal, que proyectaba una sombra espesísima al inclinarse las ramas hacia tierra, formando una espléndida y fresca galería circular, y se sentaron en torno del enorme tronco.

La marcha a través del mangle les había extenuado hasta el punto de no poderse tener en pie. Pero Manuel volvía en aquel momento trayendo media docena de gruesos cocos que contenían un jugo exquisito y una pulpa muy parecida a la crema, por no estar aún la fruta en completa madurez.

CAPITULO X. El paso de los «notús»

En la época que se desarrolla esta verídica narración, la Nueva Caledonia no era aún colonia francesa ni servía para destierro de los que sufren trabajos forzados, especialmente de los condenados por delitos políticos.

Era una tierra a disposición del primer ocupante, poblada exclusivamente por antropófagos, siempre en guerra entre sí para procurarse banquetes de carne humana. Solamente de vez en cuando tenían alguna relación con los navegantes europeos, americanos y chinos, los cuales frecuentaban aquellas costas para pescar el trepang, molusco cilíndrico que tiene algo de sabor del cangrejo, aunque coriáceo, lo cual no es obstáculo: para que sea muy buscado por los gastrónomos del Celeste Imperio.

Descubierta por Cook, el gran navegante inglés, en 1774, visitada más tarde por Entrecasteaux, en 1792, había después quedado como una tierra casi ignorada para los navegantes del Océano Pacífico.

Los dos descubridores, después de haber calculado la longitud de la isla en setenta leguas y la anchura máxima de catorce, y después de haber comprobado que sus habitantes eran peligrosísimos de tratar y que algunos sitios de aquella gran isla parecían estériles, no se ocuparon más de ella, acaso por los riesgos que ofrecían sus costas, todas defendidas por escolleras formidables que dejaban pocos pasos y que ponían a dura prueba las tripulaciones de los navíos.

Se habían equivocado lo mismo los ingleses que Los franceses al desentenderse completamente de aquella tierra que poseía florestas inmensas, tierras vírgenes de facilísimo cultivo y fértilísimas, cursos de agua y montañas, y que estaba habitada por una raza vigorosa, inteligentísima, no obstante ser antropófagos, la cual proporciona hoy a Francia agricultores infatigables y sobre todo marineros que nada tienen que envidiar a los malayos que, como se sabe, son los mejores marinos de la raza amarilla.

Hoy la antropofagia no existe allí, como tampoco en la mayor parte de las islas del Océano Pacífico, gracias a las medidas rigurosas tornadas por Francia y a la labor de los misioneros. Sin embargo, como en la época del naufragio de la «Andalucía», la antropofagia se practicaba lo mismo por los habitantes de las costas que por los del interior, los espantosos sacrificios se sucedían para no dejar ociosas las parrillas o los inmensos vasos de tierra cocida siempre dispuestos a recibir los cadáveres de los guerreros con un hermoso acompañamiento de ñames y de magtagnes.

Vaciadas las nueces de coco, los cinco náufragos se habían tendido sobre la fresca hierba que crecía bajo la sombra proyectada por la gigantesca higuera, para descansar un poco.

Aunque no ignorasen lo peligrosa que era aquella tierra, tranquilizados por el profundo silencio que reinaba en la vecina selva y de la absoluta ausencia de los antropófagos, habían decidido descabezar un buen sueño antes de sorprender a los dos cazadores de notús.

Por otra parte, el árbol encorvaba su ramaje hacia tierra, en tan prodigiosa cantidad, que podía ocultar de cualquier pesquisa.

No habían transcurrido cinco minutos, cuando ya dormitaban con una mano en las respectivas carabinas, dispuestos a servirse de ellas en caso de peligro. No dormían todos, sin embargo: Manuel no había cerrado los ojos y espiaba a los compañeros con maligna mirada que hubiera preocupado profundamente al capitán si le hubiera podido sorprender.

El joven esperó algunos minutos; después, cuando se convenció de que todos roncaban, tomó su fusil, se levantó sin hacer ruido y se dirigió hacia las rhizophoras.

Parecía que buscaba alguna cosa.

—¿Será aquí o muy lejos donde han desembarcado o desembarcarán? —se preguntó después de reflexionar un rato—. ¿Habrán recogido alguna de las señales que desde hace quince días confío a las olas? He arrojado al agua lo menos quinientos corchos con el misterioso, emblema. ¿No habrá sido recogido ninguno? ¡Oh! Espero no perder mi parte de tesoro. Querría, sin embargo, tener alguna noticia de ellos y encontrar a mi vez alguna dé las señales de ellos. ¡Bah! Sigamos sus órdenes.

A poca distancia de las rhizophoras crecía otro gran árbol que a él le era perfectamente desconocido. Sacó la navaja y la clavó profundamente en la corteza en diversos sitios, grabando tres cruces y tres pájaros que, bien o mal, podían parecerse a palomas.

—¿Le encontrarán? —se preguntó, cuando hubo terminado—. He aquí lo difícil de saber. Esto me ha dicho que haga y yo obedezco. Dejaré todos los días y por todas, partes nuestro rastro.

Después de asegurarse bien de que en los contornos no había nadie, volvió tranquilamente hacia la higuera silvestre, tendiéndose a breve distancia del bosmano y cerrando a su vez los ojos.

Solamente después de ponerse el sol se despertó el capitán, el primero, por una serie de sordos mugidos que parecían lanzados por una manada de búfalos pastando en el bosque vecino.

—¡Los notús! —exclamó saltando en pie—. Empieza el kutio-kueta. ¡Arriba, amigos! Los kanakas están ya cazando con sus lazos.

El bosmano y después los demás se levantaron a su vez escuchando con cierto estupor los extraños mugidos que aumentaban de intensidad.

—¿Qué ocurre, don José? —preguntó don Pedro—. ¿De dónde proviene ese alboroto? ¿Hay también aquí toros?

—Va a empezar el paso de las palomas —respondió el capitán—. He aquí las primeras bandadas que salen del bosque y que se dirigen sobre las rhizophoras para atracarse de aquellas semillas.

En efecto, grandes bandadas de aves que se tenían a poca altura del suelo, desembocaban entre los cocoteros, los plátanos, las higueras y los naranjos del bosque, dirigiéndose todos hacia el mar.

Eran pichones tan grandes como gallinas, con plumas color de bronce florentino, que avanzaban lanzando sordos mugidos que impresionaban.

Llegaban a centenares, a millares, sin cuidarse de la presencia de los náufragos.

—¡Qué festín para los kanakas! —dijo el bosmano—. En algunos meses no necesitan comer carne humana.

—¿Son exquisitos? —preguntó Pedro.

—Mejores que nuestros pollos —dijo el capitán.

—¡Lástima no poderles fusilar!

—Guardaos de hacer fuego si queremos sorprender a los dos cazadores.

—¿Estarán ya metidos entre el mangle?

—Seguramente, don Pedro. ¿Estamos todos dispuestos?

—Sí —respondieron todos.

—Ahora tú, Retón, rodeas con Manuel por la derecha, mientras nosotros vamos por el lado izquierdo con objeto de coger en medio a los cazadores. Si intentan huir hacia el bosque, pueden ustedes hacer fuego. ¡Silencio y adelante!

La tropa se dividió y el capitán, con don Pedro y Mina, se adelantó cautamente entre las rhizophoras, dirigiéndose al lugar donde habían visto colocar los lazos. La noche era avanzada, pero clarísima, aunque no brillara la luna, que debía salir más tarde.

Los dos hombres y la muchacha adelantaban agachándose, separando con infinitas precauciones las ramas para no alarmar a los dos kanakas.

Los notús continuaban pasando sobre sus cabezas, batiendo rumorosamente las alas y mugiéndo sin cesar. De cuando en cuando bandadas inmensas se dejaban caer en medio de las raíces, picando ávidamente las ramitas.

—¡Alto! —gritó dé pronto el capitán, que avanzaba a gatas.

—¿Estamos cerca? —preguntó don Pedro en voz baja.

—Los kanakas están ya cazando.

—¿Lograremos sorprenderles? —peguntó Mina.

—Lo espero si Manuel y Retón llegan a tiempo. Cuidado con los rompecabezas. Son armas peligrosas que estos salvajes manejan con extraordinaria destreza. Usted, señorita, aunque ocurra algo, quédese siempre detrás.

Iban a volver a emprender el movimiento, cuando resonaron dos disparos a tres o cuatrocientos pasos delante, seguidos a continuación por espantosos aullidos que parecía que no tuviesen nada de humano.

El capitán lanzó un grito:

—¡Retón!

Su voz se confundió con los gritos que resonaban hacia, el bosque, percibiéndose del otro lado de las rhizophoras. Parecía que huyesen un gran número de salvajes provistos de tizones inflamados.

Todos habían echado a correr saltando por encima de los lazos que de cuando en cuando se abrían entre las raíces. Tampoco Mina se quedaba atrás. Los gritos continuaban perdiéndose en lontananza y finalmente cesaron. Sólo el Océano mugía a lo lejos, rompiendo su oleaje contra las plantas acuáticas.

El capitán se había detenido cerca del lugar donde había visto a los dos kanakas tendiendo los lazos. Un sollozo que no fue dueño de contener se escapó de su pecho.

—¡Perdidos! ¡Perdidos! —exclamó.

—Cálmese, capitán —dijo don Pedro, que también era presa de fuerte embrión—. Aún no sabemos lo que habrá ocurrido.

—Aquellos tiros han sido disparados por mis marineros. Conozco el estampido de la carabina de Retón que lleva balas encadenadas. Los caníbales les han sorprendido. ¡Dios mío! ¿Qué les sucederá a esos desgraciados?

—Busquemos antes, capitán —dijo Mina—. El bosmano no es hombre que se deje coger como, un chiquillo.

—Tienes razón, hermana —dijo don Pedro—. Además que los salvajes siempre han temido las armas de fuego.

—Es verdad, primero busquemos —dijo el capitán, que repentinamente se había tranquilizado—. Aquellos dos disparos deben haber causado víctimas.

Venid, amigos. Si vuelven los antropófagos, les haremos pagar cara esta traición.

Escucharon primero atentamente y después, no oyendo ningún rumor, avanzaron sobre las raíces, manteniendo el dedo en el gatillo de las carabinas.

Así recorrieron otros ciento cincuenta metros; después el capitán se paró de repente, agarrándose a un tronco.

—¿Qué hay aquí? —preguntó.

Se inclinó y puso las manos sobre un cuerpo humano medio sepultado entre las raíces.

—¡Un muerto! —exclamó.

Le levantó en sus brazos, sacándole a una explanada llena de agua.

Era el cuerpo de un kanaka que tenía la cabeza destrozada por una bala de fusil.

—Este hombre ha recibido la bala encadenada de Retén —dijo—. Este horrible boquete que se ha llevado la mitad de la bóveda craneana, no puede haber sido producido más que por la cadena.

—¿No se ve ninguno más, cerca de usted?

—No.

—Entonces Manuel ha errado su disparo.

—Seguramente, don Pedro —repuso el capitán—. Yo nunca le he visto disparar.

—¿Qué haremos ahora, don José? —preguntó Mina—. ¿Dejaremos a esos dos desgraciados en poder de aquellos devoradores de hombres?

—No —respondió resueltamente el capitán—. Aunque tuviera que desafiar mil veces a la muerte, intentaré arrancárselos a aquellos miserables.

Yo no abandonaré a mis hombres.

—¿Habrá alguna ranchería en los alrededores? —preguntó don Pedro.

—Lo supongo.

—¿Estará muy poblada?

—Ordinariamente los neocaledonios no se reúnen en giran número. Sus tribus son casi siempre minúsculas, en gran parte debido a los continuos sacrificios.

—¿Qué nos aconseja usted que hagamos?

—Volver en seguida a nuestro escondite, por ahora. Los kanakas no devoran en seguida a sus prisioneros, especialmente si están vivos, y esperan alguna ocasión solemne; acaso la fiesta del pilú-pilú.

Despejemos. Aún no sabemos si los salvajes se han alejado.

—Triste noche —dijo Mina, con un suspiro—. Desgracias sobre el mar, desgracias sobre la tierra. Debe ser cierto que los tesoros, al igual que el de los Incas, atraen la desgracia.

El capitán, que también parecía abatido, se volvió a poner en marcha para volver a la higuera, entre cuyas ramas podrían encontrar un asilo seguro.

Los notús continuaban pasando sobre sus cabezas a bandadas cada vez mayores. Más encima revoloteaban describiendo bruscos ángulos, feos vampiros, con el cuerpo de casi una tercia de metro, la cabeza grande y armada con dientes formidables, la piel rojiza y las alas grandísimas. Volátiles dañosísimos, porque hacen estragos en los cocoteros y en las simientes del niaulis y que son muy buscados por las mujeres, que se sirven de sus pieles para fabricarse trenzas que luego se tiñen de rojo vivo con las raíces de la mor inda.

Los tres náufragos iban a atravesar el ramaje entre el cual habían los dos cazadores colocados los lazos, cuando el capitán creyó divisar dos sombras humanas escondidas entre las raíces.

—Preparad las armas —dijo, precipitándose.

Armó la carabina y avanzó diciendo con voz fuerte:

—¡Tayos!

Entre las raíces se oyó un leve susurro; después un hombre que empuñaba una de aquellas mazas llamadas rompecabezas salió de un macizo de la rhizophoras, respondiendo también:

Tayos.

El capitán y el kanaka, por algunos instantes se miraron sin hablar, como si se estudiaran mutuamente; después el primero interrumpió:

—Nosotros no queremos hacerte daño.

El salvaje aprobó con un movimiento de cabeza pero sin deponer su maza. Detrás de él había aparecido el compañero armado con un hacha de piedra.

Por ser la noche clarísima, aquellas cinco personas se podían observar bien recíprocamente, a lo cual contribuían también los troncos de las rhizophoras, que casi no proyectan sombra.

De pronto un doble grito que parecía de sorpresa se escapó a los dos kanakas. Dejaron caer sus armas y se acercaron colmo presas de indecible emoción al capitán y, a sus compañeros, tocándoles la frente y rascándoles después las mejillas.

—¡Hombres blancos! —exclamó finalmente el armado con el rompecabezas, dando dos o tres saltos y agitando locamente las manos—. ¡Hombres blancos!

—¿Te asombras? —preguntó el capitán—. Seguramente no debes haberlos visto nunca.

—Sí, también el gran jefe era blanco.

—¿Qué gran jefe?

—El de los krahoas, nuestra tribu.

Aquella vez fueron los náufragos los que lanzaron un grito de sorpresa. ¿Era posible que apenas desembarcados tuvieran suerte tan prodigiosa después de tanta desventura?

—¡Has dicho los krahoas! —exclamaron el capitán y don Pedro.

—Sí. ¡Krahoas! ¡Krahoas! —repitió el indígena.

—¿No perteneces tú a la tribu que hace poco ha cruzado a través de estas plantas?

El salvaje hizo un gesto de enérgica negativa.

—Esos son devoradores de hombres —dijo después—. El gran jefe blanco nos quitó esa abominable costumbre y los krahoas no comen a sus semejantes.

—¿Aquel jefe acaso sería nuestro padre? —preguntó don Pedro, a quien el capitán traducía las respuestas de los salvajes.

—Tened paciencia —dijo don José—; también yo lo sospecho, pero no nos deténgannos mucho en este lugar descubierto.

Los antropófagos podrían volver, y entonces, adiós para siempre todas nuestras esperanzas.

Mejor será que volvamos a nuestro refugio.

—¿Nos seguirán estos dos indígenas?

—Dame usted el símbolo de los krahoas.

Don Pedro se desabrochó la americana y el chaleco, abrió la camisa y sacó la preciosa corteza de niaulis que llevaba envuelta en un pedazo de tela embreada para protegerla del agua.

El capitán quitó la envoltura y mostró a los dos kanakas el misterioso símbolo.

Al verlo, ambos retrocedieron exclamando:

¡Tabú, Tabú!

—¿Qué dicen? —preguntaron Mina y don Pedro.

—Parece ser que sobre esta corteza se ha lanzado algún poderoso maleficio o bendición. El hecho es que no se atreven a tocarla.

Yo supongo que, poseedores de ese talismán, podremos obtener de estos hombres todo lo que queramos.

Después, volviéndose hacia los dos salvajes, que no quitaban la vista del pedazo de corteza sobre el que había dibujados los tres notús, les dijo con voz imperiosa:

—¡Seguidnos!

Los cazadores volvieron a tomar sus armas, recogieron una media docena de palomas que habían logrado estrangular y se pusieron detrás de los náufragos sin hablar palabra.

Aunque el capitán tuviera completa confianza en aquellos krahoas, porque no hubieran osado alzar sus manos sobre personas iabaadas, o sea sagradas, no les perdía de vista ni había desamartillado la carabina.

También Mina y clon Pedro se mantenían en guardia, vigilándoles atentamente sus movimientos.

Llegados bajo la higuera silvestre y convencidos de que no había nadie, los náufragos se sentaron contra el tronco de la planta, invitando a los dos kanakas a hacer otro tanto.

—Veamos si podemos, ante todo, cenar —dijo; el capitán—. Si no restauramos nuestras fuerzas, no podremos emprender nada.

Se volvió hacia el salvaje que llevaba el rompecabezas, el cual parecía el de más edad y también el más inteligente, una especie de coloso que por el desarrollo de su musculatura podía competir con don José, y le preguntó.

—¿Podremos correr aquí algún peligro por parte ele los devoradores de hombres?

—La sombra es profunda y además la ranchería de aquellos hombres está lejos.

—¿Sería imprudente encender fuego? Tenemos hambre.

—Mi compañero preparará la cena; tampoco nosotros hemos comido nada desde esta mañana, por haber estado constantemente huyendo.

—¿Por qué? ¿Qué os amenazaba?

—Eramos prisioneros ele la tribu que ha apresado a tus dos compañeros.

—¿Cómo lo sabes tú? —preguntó el capitán, asombradlo.

—Hemos asistido a su captura, escondidos entre esas raíces. Los comedores de hombres nos buscaban a nosotros y no a los hombres blancos.

—¿Y los habrán devorado en seguida?

—No, hasta la fiesta del pilú-pilú y después acaso si el otro hombre blanco que está junto al mar lo permite.

El capitán dio un salto.

—¿Has dicho un hombre blanco?

—Sí.

—¿Junto al mar?

—Con una de esas barcas que tienen alas.

—¿Cuándo?

El kanaka se miro los dedos, después cogió una rama seca, rompiéndola en varios pedazos y luego sacudió la cabeza, diciendo:

—No sé. Aquella noche no había aún comenzado el kuiio-kaeiü.

El capitán, presa de una viva inquietud, se había vuelto hacia don Pedro y Mina, que no entendían ni una palabra de la lengua kanaka, traduciéndoles cuanto había oído.

—¡Será el pirata de Ramírez! —exclamó el joven, poniéndose palidísimo—. ¿El miserable nos habrá precedido?

—¿Le conoce usted bien?

—Casi lo mismo que usted.

—Veremos de sacar algo más de la cabeza de estos salvajes.

El interrogatorio fue reanudado. Por su parte el kanaka se prestaba voluntario, mientras su compañero desplumaba con prodigiosa rapidez alguno de los grandes y deliciosos pichones salvajes.

—¿Tú has visto a ese hombre blanco? —preguntó el capitán.

—Sí, dos veces.

—¿Como era?

—Tan alto como tú, pero con la piel más obscura y la barba roja en vez de blanca y negra como la tuya.

—¿Has notado alguna señalsobre su cara?

—Una cicatriz en una mejilla.

—¿Llegó solo?

—Iba con otros seis marineros también blancos.

—¿Pías visto tú la gran canoa con alas?

—Yo no —respondió el kanaka—, porque estaba con mi hermano Koturé encerrado en una cabaña guardada por muchos guerreros. Pero me lo han dicho.

El capitán tradujo las respuestas a don Pedro y a Mina.

—¡Es él! ¡No puede ser otro! —exclamaron los dos jóvenes.

—¿Es verdad que tiene una cicatriz?

—Sí, en la mejilla derecha, que parece producida por un hachazo, por ser muy grande y profunda —dijo don Pedro—. Yo la he notado.

—Y yo también —confirmó Mina.

—He aquí una noticia terrible —dijo el capitán haciendo un gesto de desconsuelo—. Nuestros desgraciados compañeros en sus manos, nosotros sin fuerza, ellos poderosos con una nave y probablemente con tripulación numerosa y bien armada; ¿qué podemos hacer, mis desgraciados amigos?, ¿cómo emprender la lucha contra él?

—¿No somos los hijos del gran jefe de los krahoas? —dijo don Pedro—. Y esos indígenas, ¿no fueron un día súbditos de mi padre?

¿Y no tenemos aún el misterioso símbolo?

El capitán se golpeó la frente, convencido por aquellas justas reflexiones.

—¿Cómo te llamas? —preguntó volviéndose bruscamente al kanaka.

—Matemate.

—¿Conocías tú al gran jefe blanco?

—Yo era uno de sus amigos.

—Pues bien, Matemate, mira a este hombre y a esa muchacha, son los hijos del gran jefe blanco.

Los dos kanakas se levantaron de golpe, presa de fuerte emoción, después se arrojaron a tierra uno ante Pedro y otro ante Mina, golpeándose la cabeza con sus poderosos puños.

—¿Qué hacéis? —preguntó el capitán.

—Prestamos juramento de fidelidad a los hijos del gran jefe de los krahoas —respondieron los dos kanakas, continuando golpeándose.

Don Pedro y Mina tuvieron que intervenir para levantarles y que no se rompieran la cabeza.

—Somos los hombres más felices de la isla —dijo Matemate—, porque a nosotros solamente corresponde el honor de haber encontrado a los hijos del gran Tahahaka.

El, antes de morir nos dijo que un día llegaríais y durante mucho tiempo algunos guerreros recorrieron la costa en espera de la gran canoa con alas que debía conduciros.

—¿Entonces les guiaréis al país de los krahoas? —preguntó el capitán.

—En seguida si queréis.

—No en seguida; por el momento tenemos otra cosa que hacer. Nosotros no dejaremos estos lugares hasta haber libertado a nuestros compañeros, que también son parientes del gran jefe blanco.

Ahora cenemos, que luego continuaremos la conversación.

Los dos kanakas cruzaron algunas palabras, dieron una vuelta al árbol, corriendo primero por dentro de las ramas que, como hemos dicho, se encorvaban hasta tocar a tierra; después por la parte exterior para convencerse probablemente de que nadie les escuchaba.

Hecho esto, Koturé, que era el más joven dé los dos hermanos, sacó de una especie de saquito de hojas trenzadas, un pedazo, de bambú de unos dos palmos de largo y con algunos agujeros.

Introdujo en uno de ellos una especie de clavija de madera y se puso a hacerla girar rápidamente encima de un montón de ramas secas y hojas que Matemate había recogido.

Después de algunos minutos pequeñísimas chispas comenzaron a caer por otro agujero abierto debajo de aquél, donde la clavija giraba.

Era el polvo seco del bambú, incendiado por el rápido frotamiento.

Aquel método ingeniosísimo, a la par que sencillísimo, porque no requiere excesiva fatiga ni mucha habilidad, es el único usado por todos los isleños del Océano Pacífico.

Pronto brilló una hermosa llama, habiendo tenido Matemate cuidado de añadir a las ramas de la higuera algunos pedazos de corteza de niaulis que arden tan bien que los kanakas la emplean para hacer brevísimas antorchas.

Koturé volvió al saco el precioso productor del fuego, después excavó rápidamente un hoyo sirviéndose de su hacha de piedra, mientras Matemate arrojaba al fuego buen número de guijarros y envolvía los pichones en hojas de plátano.

—Este es el horno de los kanakas —dijo el capitán.

Roturé, armado de un bastón llenó el agujero con piedras enrojecidas; después arrojó encima tierra para que el calor no se desvaneciese demasiado rápidamente. Apenas había terminado: la operación, cuando Matemate, que se había alejado un poco para buscar algunos cocos o algún tubérculo que pudiese servir como pan, volvió precipitadamente, diciendo:

Tayos lookout belong faia.

—¿Qué pasa? —preguntó el capitán, levantándose con la carabina en la mano.

—Apagarlo en seguida, pronto.

Roturé roció sobre los tizones la tierra excavada para hacer el hoyo, y después, armándose de una rama frondosa, se puso a golpear sobre las pocas llamas que aún ardían, arrojando encima más tierra.

—Explícate: ¿por qué apagas? —preguntó el capitán a Matemate, que estaba inclinado hacia, el suelo, escuchando atentamente.

—Alguien se aproxima —respondió el kanaka.

—¿Quién?

—No lo sé; seguramente hombres.

—¿Habrán percibido nuestro fuego?

En vez de responder lanzó hacia el árbol una rápida mirada e hizo un gesto de satisfacción.

—Sus y arriba —dijo después—. No perdáis tiempo, hombres blancos.

Alrededor del enorme tronco salían plantas parásitas semejantes a lianas y que debían ofrecer grandísima resistencia.

El capitán tomó a Mina y la levantó casi hasta la bifurcación de las ramas, siendo los troncos de las higueras silvestres de la Polinesia, de dimensiones enormes y poca altura.

—Agárrese bien a las ramas, señorita —le dijo—. Y suba usted. No tiene que recorrer más que un metro.

Ahora usted, don Pedro.

En menos de medio minuto, americanos y kanakas se encontraban a salvo en medio de las más altas y más frondosas ramas del árbol.

En aquel lugar la masa de las hojas era tal, que podía ocultar fácilmente de cualquier mirada.

—Ahora me dirás qué has visto y qué has oído —dijo, el capitán, en voz baja, al kanaka.

—Algún hombre ha intentado imitar el grito del notú —respondió Matemate—. Yo y mi hermano Koturé somos demasiado hábiles cazadores para dejarnos engañar.

Escucha, escucha.

A no mucha distancia, acaso doscientos o trescientos pasos, se habían oído mugidos sordos que simulaban el grito del notú, y aunque el capitán no estuviera muy familiarizado con aquellas aves, también le pareció que les encontraba algo de falso.

—¿Teníais razón? —preguntó a Matemate.

—Yo no me engaño —respondió el kanaka—. El grito del nota es difícil de imitar. Sólo yo y mi hermano podemos atraer los pichones de la selva.

—¿Y si tú respondieras?

—Era lo que quería proponerte.

—Así conoceremos si nos las tenemos que haber con cazadores o con personas que nos busquen a nosotros.

El kanaka arrancó una hoja, la rompió en dos y se la puso en la boca, haciendo vibrar los labios.

Un mugido ronco, idéntico al que lanzan los notús, salió de la boca del hábil cazador.

Lo repitió tres o cuatro veces y después esperó.

Algunos momentos después, otros mugidos respondieron, pero no tan perfectos. Eran más sordos y no tenían la justa medida.

—Ahora veremos si se dirigen por este lado —dijo Matemate—. No hagáis ruido y no habléis ni una palabra hasta que yo lo diga.

—Montad las carabinas —elijo el capitán a don Pedro y a Mina.

En aquel momento se repitieron los mugidos.

—Helos ahí —murmuró Koturé al oído ele su hermano—. Ya vienen.

CAPITULO XI. BAJO LAS «RHIZOPHORAS»

A través de un pequeño boquete del ramaje, el kanaka, que tenía la vista penetradísima y habituada a distinguir aun de noche a cierta distancia cosas y personas, había visto salir de un grupo de plátanos cinco sombras; cuatro eran negras, la quinta blanca, como si vistiera traje de tela. Don José, que también tenía buena vista y que había mirado en la dirección indicada por el salvaje, tampoco tardó en descubrirles.

—Cuatro kanakas y un hombre blanco que les guía —murmuró—. Seguramente vienen en busca nuestra. ¿Acaso nuestros marineros creyendo salvarnos nos habrán hecho traición?

Los cinco hombres, que estaban todos armados con hachas de piedra y el hombre blanco además con un fusil, se pararon a alguna distancia de la higuera como para escuchar. ¿Esperaban aún oír el mugido de los notas o era otra cosa lo que buscaban?

Matemate se había deslizado silenciosamente junto al capitán, que estaba a horcajadas sobre una gruesa rama, sepultado entre un verdadero montón de hojas que le ocultaban casi enteramente.

—Un hombre blanco; ¿le ha visto usted?

—Sí —respondió don José.

—Debe ser uno de los que han llegado en la canoa. Me han dicho que todos van así vestidos.

—¿Crees tú que buscan notas?

—Para cazarles se necesita esconderse en vez ele hacerse ver —respondió el kanaka—. Además de que el kutio-kueta por esta noche ha terminado.

—¿Nos descubrirán?

—Tú no te muevas; veremos.

El hombre blanco y los cuatro salvajes, después de escuchar un rato, se dirigieron a las rhizophoras, pasan de inmediatos a las ramas de la higuera silvestre, sin sospechar que se encontraban tan cerca de los que buscaban.

—¿Dónde van? —murmuró el capitán.

—Pronto lo sabremos —respondió Matemate—. Sin embargo, sospecho que alguien nos ha hecho traición.

—¿Quién?

—Probablemente uno de los hombres tuyos a quienes han hecho prisioneros los devorado res de carne humana.

—¡Es imposible! ¡Mis hombres son fidelísimos!

El kanaka sacudió la cabeza y siguió atentamente con la vista a la pequeña tropa que continuaba avanzando hacia el mangle. Ejecutaban una maniobra misteriosa que ni el kanaka ni el americano lograban adivinar.

Cada vez que encontraban un árbol, y había bastantes en las márgenes dé aquella especie de laguna, el hombre blanco y los salvajes que le escoltaban daban vuelta a su alrededor, examinando con atención la corteza.

¿Qué buscan? Era lo que insistentemente se preguntaban los náufragos.

De pronto la tropa hizo alto ante uno de esos espléndidos pinos coluirinarios llamados kaoris que pertenecen a la familia de los dammaras y que elevan sus copas a más de cuarenta metros, con un tronco que con frecuencia mide metro y medio de circunferencia.

Algo extraordinario les debía haber llamado la atención, pues dieron tres o cuatro veces la vuelta al árbol, deteniéndose siempre al llegar al mismo sitio; después se lanzaron corriendo a través de las rhizophoras, desapareciendo bien pronto entre los troncos.

—¿Qué dices a esto, Matemate? —preguntó el capitán, a cuya observación no había escapado nada.

—Que me alegraría, ver aquel árbol —respondió el kanaka.

—¿Qué puede haber de extraña en aquella planta? ¿Si lo fuéramos a ver? Los hombres aquellos deben ya estar muy alejados.

—Yo, debo velar por los hijos del gran jefe blanco, y por eso no cometeré tal imprudencia —respondió Matemate con voz grave—. Aquel kaori no se escapará y podremos examinarle cuando todo peligro haya desaparecido.

Después, viendo que Mina y don Pedro, vencidos por el cansancio y por el hambre también, parecía que de un momento a otro iban a rendirse, dijo a Koturé.

—Aprovecha este momento para subir aquí la cena. Yo, entretanto, prepararé los lechos.

En tanto que su hermano se dejaba deslizar por las lianas que colgaban del árbol, él subió a una gruesa y robusta rama que se extendía por encima de sus cabezas, y después de arrancar cierto número de raíces aéreas, se puso a trenzar con maravillosa rapidez una especie de red que suspendió de otras ramas, sujetándola fuertemente.

Apenas había terminado, cuando Koturé reapareció llevando envueltos en una hoja de plátano los notús que, mientras ocurrían los anteriores sucesos, se habían asado y estaban a punto.

Se ceno precipitadamente, aunque con mucho apetito, por estar exquisitos los pichones asados con plantas aromáticas en el primitivo horno kanaka. Después Matemate ayudó a Mina a elevarse hasta la hamaca, mientras Roturé hacía otro tanto con don Pedro.

Los dos pobres jóvenes, cansados por tantas emociones sufridas y por tantas noches de insomnio, apenas se hubieron acostado, cuando ya dormían.

Los dos kanakas y el capitán, que estaba acostumbrado a las larguísimas vigilias de los hombres de mar, se pusieron en observación.

Todos estaban seguros de volver a ver pronto o tarde pasar aquella pequeña tropa.

En efecto, a las primeras horas de la madrugada les vieron salir del mangle.

El hombre blanco les capitaneaba siempre. Parecía de pésimo humor porque al pasar próximo a la higuera, Don José le oyó blasfemar en español con gran acompañamiento ele caray, caramba y canastos.

Esta vez no se detuvo y continuó su marcha hacia Poniente, volviendo a penetrar en el bosque.

—También tú puedes descansar, jefe blanco —dijo Matemate al capitán, viéndole bostezar—. Por ahora no hay nada que temer.

También hay allí arriba sitio para ti.

Deja para nosotros el cuidado de velar.

—¿No volverán esos hombres? —preguntó don José.

—Puede ocurrir, pero seguramente esta noche no. Mañana te conduciremos a un asilo más seguro que éste.

El capitán, que hasta ahora había hecho grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos, aceptó el consejo y subió a aquella especie de nido aéreo, tendiéndose al lado: de don Pedro, con la certidumbre de pasar la noche tranquila bajo la guardia cuidadosa de aquellos dos salvajes en quienes desde ahora tenía plena y completa confianza.

En efecto, nada ocurrió durante el sueño de los náufragos.

Un poco antes dé que el sol apareciese, Matemate les despertó, ofreciéndoles jugo de cocos que había recogido durante la noche mientras hacía una rápida excursión por los alrededores de la higuera, en los muchos cocoteros que crecían en la linde del bosque.

—No nos detengamos demasiado —dijo el kanaka al capitán—. Este asilo puede ser seguro de noche, pero no lo es tanto de día.

Prefiero el que nosotros hemos construido para ocultarnos a las pesquisas de los devoradores de hombres.

—No nos olvidemos de visitar el árbol aquel —respondió el capitán.

—También a nosotros nos interesa verlo.

Koturé subió a las ramas altas para desde ellas asegurarse de que no había nadie por los alrededores; después, uno a uno se dejaron deslizar al suelo por el tronco del colosal árbol, llegando felizmente a tierra.

El kaori conocido por los dos kanakas ante el cual se habían detenido los hombres misteriosos, no estaba alejado más de medio tiro de fusil y crecía como hemos dicho cerca del frente de las rhizophoras. Fue, por tanto, cuestión de pocos minutos llegar a él.

A primera vista no tenía el árbol nada de particular. Era un bellísimo pino columnario de unos cuarenta metros de altura, bueno para socavar en su tronco, que tenía metro y medio de circunferencia, una canoa capaz hasta para quince personas. Los náufragos y los kanakas habían dado dos vueltas ya a su alrededor, cuando un grito de Matemate les detuvo a todos.

—El tabú —exclamó.

A metro y medio de altura del suelo había divisado el símbolo misterioso de los krahoas, esculpido rudimentariamente sobre la corteza con la punta de un cuchillo o con algún instrumento cortante.

Todos se habían detenido mirando con profundo: estupor.

—¿Cómo se encuentra aquí grabado el emblema del gran jefe blanco? —exclamó el capitán—. Es igual al de usted, ¿verdad, don Pedro?

—Precisamente, sólo que ese tiene dos cruces que en el mío no existen.

—También en el corcho recogido por Retón sobre el Océano había las dos cruces, ¿no se acuerda usted?

—Sí, don José.

El capitán se volvió hacia los dos kanakas que parecían asombrados por la más grande maravilla.

—¿No lo habéis hecho vosotros? —les preguntó.

—Ninguno de nosotros se atrevería a tocar una cosa tabuada por un gran jefe —respondió Matemate—… Tiki nos mataría.

—¿Quién puede haberlo grabado? —preguntó el capitán mirando a don Pedro con extravío—. El secreto era sabido por nosotros y por el canalla de Ramírez.

—¿Habrá sido él? Tendríamos entonces la seguridad de que ya ha desembarcado.

—¿Y con qué objeto habría grabado aquí el símbolo de los krahoas? No le encuentro ninguna explicación.

—¿Y por qué —añadió Mina— han venido aquí a verlo aquellos hombres?

—También me satisfaría saberlo —respondió don José—. Sin duda lo han hecho por alguna razón.

Entre Mina y sus amigos reinó un largo silencio. Todos intentaban en vano explicarse aquel misterio que les preocupaba en extremo.

Matemate que, como verdadero salvaje no gustaba de quebrarse la cabeza y únicamente pensaba en el peligro que amenazaba a los hijos del gran jefe blanco, fue el primero en decidirse diciendo con un movimiento de viva impaciencia:

—Ya has hablado: bastante, hombre blanco. ¿Quieres pararte aquí hasta que vuelvan los exploradores nocturnos?

—¿Crees tú que aun volverán aquí? —preguntó don José.

—Estoy casi seguro de ello. La noche no se ha hecho para las requisas y algún motivo poderoso debe haberles traído hasta aquí.

—¿Cuál a tu parecer?

—El de capturaros a ti y a los hijos del gran jefe blanco para devoraros a todos en la próxima fiesta del pila-pila.

—¿Habrán venido aquí para eso?

—Lo sospecho, y por eso lo mejor es que nos apresuremos a ganar el refugio que mi hermano y yo nos hemos preparado.

En aquel momento Koturé dejó oír un débil silbido.

Matemate se volvió dando un salto.

—¿Vienen? —preguntó.

—Condúceles a seguro —respondió el hermano—. Si oyen el grito del kogá quiere decir que me he equivocado.

No te ocupes de mí por el momento.

Se agarró a las plantas parásitas que se extendían a lo largo del kaori y desapareció entre el ramaje de la planta.

—Venid todos —dijo Matemate, imperiosamente, volviéndose al capitán, quien, como hemos dicho, era el único que comprendía la lengua kanaka.

Diciendo esto, se lanzó entre las rhizophoras, avanzando a paso ligero.

Los tres náufragos, comprendiendo que les amenazaba algún peligro, le habían seguido, saltando por encima de los agujeros que las raíces dejaban aquí y allá y dentro de los cuales murmuraba el agua del mar subiendo con la marea.

Matemate, que parecía bastante inquieto, porque miraba atrás con frecuencia como si temiera vérsele venir encima de un momento a otro, los fanáticos devorado res de carne humana, continuó su carrera durante unos diez minutos, después se paró de pronto ante un canalillo abierto en la masa del mangle, profundo como una decena de pies, pero ya invadido por la marea ascendente.

—He aquí nuestro refugio —dijo al capitán—; es más seguro que el hallado por ti, y yo y Eoturc hemos podido escapar metidos aquí, a todas las pesquisas de los devoradores de hombres.

—Pero ahí dentro el agua aumentará de hora en hora —observó don José.

—El asilo no estará seco —respondió el kanaka—. Habrá que permanecer en él sumergidos hasta la cadera, durante algunas horas del día.

Pero creo que será mejor un baño periódico que dejar la piel en las manos de los notús. No correremos ningún peligro de ahogarnos.

Sin decir más, cogió por los brazos a don Pedro y le metió por la hendidura sin que el joven, que ya había comprendido que le querían salvar, protestara.

Matemate, que obraba con rapidez, bajó después a Mina, saltando él detrás, siendo imitado al memento por el capitán.

En una extremidad de la hendidura se abría una cavidad obscura que parecía se prolongase por debajo de las rhizophoras que debían tener encima algunos metros de espesor.

—Allí —elijo el kanaka, con gesto enérgico—. Andad en seguida.

El agua aún estaba bastante baja y únicamente les mojaba hasta las rodillas.

Chapuzando en el agua espesa y corrompida por las plantas que en ella se pudrían continuamente, llegaron en breve ante la abertura tenebrosa.

Matemate se introdujo en ella sin titubear y los náufragos que le seguían se encontraron con gran estupor dentro de una especie de nidio, aunque bastante amplio para cobijar no con demasiada comodidad una media docena de personas, excavada en la apretada masa del manglar.

Las raíces que formaban la bóveda, las paredes y el pavimento, trasudaban agua por todas partes; sin embargo, aquel baño continuo era, si no saludable, al menos no desagradable a causa del intenso calor que fuera reinaba.

Allí, en efecto, se gozaba de una deliciosa frescura.

—¿Has cavado tú este refugio? —preguntó el capitán a Matemate.

—Sí, a hachazos —respondió el kanaka—. El trabajo ha sido durísimo, pero aquí podemos desafiar todas las pesquisas.

—¿Sube aquí dentro mucho el agua?

—La tendremos hasta la cintura, dos veces al día.

—¿Y tu hermano?

—Pronto vendrá. ¡Ah! Aquí está.

A breve distancia se había oído repetirse un grito extraño, prolongado, que sonaba: ¡kahú, kahá!

—¡Koturé! —exclamó Matemate—. ¡Mala señal!

—¿Por qué? —preguntó don José.

—Señala la aproximación de los devoradores de carne humana.

Se acercó a la abertura del refugio y escucho atentamente. Un momento después, una zambullida, le indicó que su hermano había, saltado al canal. Y, en efecto, pocos instantes después Koturé llegaba cargado con una media docena de cocos y de ciertas frutas del tamaño ele la cabeza de un niño, con la corteza muy rugosa y cubierta de protuberancias.

—Aquí estoy —dijo entrando en el escondite y desembarazándose de su carga.

—¿Te han visto? —preguntó Matemate con cierta inquietud.

—No; estaba sobre un mei recolectando frutos para tener al menos alguna reserva de víveres, cuando les he visto llegar.

—¿Muchos? —preguntó el capitán.

—Sí, muchos.

—Por el mismo que ayer guiaba la tropa, si no me he engañado —repuso Koturé.

—No hay duda —dijo el capitán a don Pedro y Mina—. Alguien ha dicho a aquellos miserables el sitio por donde hemos desembarcado y dónde nos liemos refugiado.

—Lo que dice usted es grave —respondió el joven Belgrano—. ¿Acusa usted a Retón o a Manuel? ¿Será posible que el bosmano, que tantas pruebas de fidelidad nos ha ciado, haya realizado tan negra traición?

—¿Y si el hombre blanco que guía a los salvajes fuese algún auxiliar de Ramírez que les hubiera sometido a alguna horrible tortura? ¿Qué sabemos de esto?

¿Guiados siempre por un hombre blanco?

—¿Se habrán, atrevido a tanto?

—¿Aquí, en esta isla de antropófagos, tan lejana del mundo civilizado? No me asombraría por ello.

—¿Y si logran descubrirnos? —preguntó Mina, que parecía algo asustada.

—Matemate, está seguro y no…

El capitán se había interrumpido bruscamente; después saltó en pie, pálido como un cadáver.

En lontananza se habían oído los ladridos de un perro.

—¡Estoy soñando! —exclamó—. ¡Imposible! ¡Imposible!

Se había apoderado de él tal agitación, que los dos jóvenes le miraban con espanto.

—¿Qué tenéis? —preguntó finalmente clon Pedro, mientras el capitán, con la cabeza fuera de la abertura, escuchaba atentamente.

Otro ladrido más prolongado que el primero se dejó oír y esta vez más cercano.

—¡Hermosa! —exclamó el capitán, que parecía enloquecido de improviso.

—¡Hermosa! —repitieren a una don Pedro y Mina.

—Mi perra de Terranova que me robaron tan misteriosamente dos días antes de que mi barco dejara las costas de Chile —respondió el capitán con exaltación.

Si la situación no hubiera sido tan grave, don Pedro y su hermana hubieran estallado: en una clamorosa risotada; tan absurda parecía la suposición del capitán de volver a encontrar entre los kanakas un animal abandonado o perdido en Chile.

—Don José —dijo clon Pedro—; seguramente usted se engaña.

—Repito que ese es el ladrido de mi Hermosa. Lo distinguiría entre los ladridos de mil canes.

—¿Y cómo se explica usted su presencia en esta isla? —preguntó Mina—. ¿No nos habrá seguido a nado a través del Océano Pacífico?

—¿Y si hubiese sido Ramírez el que me la hizo robar?:

—¿Con qué objeto? —preguntó don Pedro, el cual, no obstante, había sido profundamente impresionado por aquella respuesta, que estaba lejos de esperar.

—¡Qué sé yo! No se conocen tocios los proyectéis de ese miserable.

Un tercer ladrido, todavía más cercano, resonó fuera.

Los mil poros abiertos entre la masa de las raíces lo habían transmitido distintamente.

Los dos kanakas que, desde hacía algunos instantes, daban señales de inquietud, se levantaron, uno blandiendo su hacha de piedra y otro el rompecabezas.

—Nos han descubierto —dijo Matemate al capitán.

—Mi perro nos ha traicionado —respondió don José, turbado.

—¡Ah! ¿Tú tienes un perro?

—Que hace mucho tiempo no veo.

—Animal peligroso —dijo el kanaka.

Cambió con Koturé algunas rápidas palabras; después se acercaron los dos a la abertura, empuñando las armas. El capitán les había seguido, mientras don Pedro y Mina, bien decididos a vender caras sus vidas, preparaban las carabinas.

No había duda de que los devoradores de hombres se acercaban, guiados por un perro que había acaso perdido a su amo, admitiendo que se tratase verdaderamente de Herniosa, la perra del capitán.

El hombre blanco debía haber preparado aquel golpe maestro. Verdad es que Cook, el gran navegante, y otros desembarcados después de él en aquellas playas, habían entregado a los indígenas, puercos y también perros, para que se propagasen, pero no debían ser perros de Terranova los que confiaron a aquellos brutos, por ser raza apreciada desde un siglo antes, para sacrificarlos así a la glotonería de los salvajes.

Matemate y Koturé, después de haber escuchado, se volvieron hacia el capitán.

—¿Entonces tú conoces ese perro? —preguntó el primero.

—Sí —respondió don José.

—Entonces dentro de poco nos descubrirán.

—Seguramente se nos unirá mi perro.

—Aun matándole no impediremos el vernos atacados.

—Un aliado más no nos estorbará —dijo Matemate—… Le conservaremos.

Otro sonoro ladrido estalló esta vez en el mismo borde de la hendidura.

—Es Hermosa —dijo el capitán a don Pedro y a Mina, que se habían acercado a él.

—¿Está usted seguro ahora? —preguntó el joven.

—¿Quieren una prueba? Ya hemos sido descubiertos.

—Dánosla, don José.

El capitán acercó las manos a los labios y con dos dedos en la boca lanzó un ligero silbido modulado, que se podía confundir con el canto de algún pájaro.

En seguida se oyó un chapuzón y se levantó una rociada de espuma. Un cuerpo había caído al agua que la marea empujaba a través de los mil y mil poros de las raíces.

Matemate y Koturé habían levantado sus armas, creyendo que en la abertura se había metido algún enemigo. El capitán rápidamente les detuvo, empujándoles hacia adentro.

—Hermosa —susurró.

Pronto un enorme perro, de fuerte pelaje blanco y negro, emergió y se lanzó hacia el refugio, empujando al capitán de modo tan impetuoso, que por poco le derriba al suelo.

—¡Calla, Hermosa! —susurró rápidamente don José.

El magnífico perro, un verdadero Terranova, se levantó sobre sus patas, posando las manos en los hombros de su amo, intentando lamerle la cara.

—¡Abajo! ¡Calla…! —ordenó don José.

El can, a pesar dé su intenso^ deseo de expresar su alegría con una serie de estrepitosos ladridos, se agazapó mirándole con sus grandes ojos inteligentes.

—¿Es ese vuestro perro, efectivamente? —preguntaron Mina y don Pedro, mientras los dos kanakas, aunque tranquilizados ya por la presencia de aquel animal grande, se mantenían arma al brazo.

—¿No lo veis? —repuso don José—. Un perro desconocido no me obedecería así. Sólo hace cuarenta días que no nos hemos visto. ¿Podía olvidarse de mí después de tres años que le poseo? ¡Ah! Ahora con este fiel amigo que tiene mandíbulas de hierro me siento más seguro.

Después, viendo que Matemate y Koturé parecían asustados por la presencia de un animal tan grande, que poseía dientes formidables, mientras sus canes, ahora degenerados, no habían llegado a ser más que miserables gozquecillos, dijo:

—No tengáis temor, amigos. Este es un amigo fiel que nos defenderá contra los devoradores de hombres. No os hará ningún daño; yo respondo de ello.

Dentro de poco tendréis una prueba de su bravura.

Hermosa, a una señal de su amo, se agazapó a la entrada de la cueva, aguzando las largas orejas y gruñendo sordamente. Cuarenta días pasados con otras personas no le habían hecho olvidar a su dueño.

Matemate y Koturé, tranquilizados por las palabras del capitán, se acercaron poco a poco a la perra y escucharon a su vez. Cosa extraña, sin embargo; los enemigos, que sin duda habían descubierto el refugio, no daban señales de querer dejarse ver.

—¿Qué esperan entonces? —preguntó clon Pedro al capitán.

—La noche —respondió don José—. Saben que poseemos armas de fuego y no querrán exponerse.

No olvidéis que les dirige un hombre de nuestra raza y que ha dado pruebas de ser un gran bribón.

—¿Y nos dejaremos bloquear?

—¿Qué queréis intentar? ¿Una salida? Si no fuera por vuestra hermana, os lo propondría, porque nosotros somos hombres.

—Mina es más valiente de lo que usted se figura, don José.

—¡Silencio!

El capitán había levantado la cabeza. Sobre la bóveda de raíces habían resonado algunos golpes sordos.

También Matemate había mirado al aire, después de interrogarse con la mirada.

—¿Qué hacen nuestros enemigos, Matemate? —preguntó el capitán.

El kanaka no respondió; observaba siempre atentamente la bóveda, tendiendo el oído.

Hermosa había lanzado un sordo gruñido y había hecho indicación de lanzarse de nuevo por la hendidura que, poco a poco se había cubierto de un metro de agua, y continuaba subiendo de nivel.

—¿No oyes, Matemate? —preguntó nuevamente el capitán.

—Sí —respondió el salvaje.

—¿De qué provendrán esos golpes?

—Me parece que lo sé.

—Pues yo de ninguna manera.

—Golpean la masa de raíces con los rompecabezas.

—¿Con qué objeto? ¿Para abrirse un camino?

El salvaje sacudió la cabeza.

—Golpearían en un solo sitio, pero esos golpes se oyen en una gran extensión. Además que, hacia la superficie, estas raíces se presentan tan apretadas, que pueden desafiar el ataque de nuestras hachas de piedra.

¡Tienen otra mira esos devoradores de carne humana!

—¿Comprimirnos hasta aplastarnos? —preguntó el capitán, aterrado.

—U obligamos a abandonar nuestro refugio.

—¿Esperaremos a que el aire sea irrespirable y nos ahogue la marea?

—Sólo podemos hacer una cosa —dijo Matemate, después de una breve reflexión.

—Dímelo en seguida. Los momentos son preciosos.

—Abrimos otra salida a través de la masa de raíces —respondió el kanaka—… Pero necesitaremos para ello mucho tiempo.

—Nosotros estamos dispuestos a ayudaros; tenemos sólidos cuchillos que no valen menos que vuestras hachas.

Veamos ante todo si el estrato que forma la bóveda es muy duro.

Quitó la baqueta de hierro de su carabina y con un esfuerzo supremo la clavó en la masa de las rhizophoras; después tendió el oído.

—Debemos tener encima algunos metros de raíces —murmuró—. Si la punta de la baqueta hubiera atravesado todo el estrato, los devoradores de carne humana la hubieran visto y hubieran intentado apoderarse de ella. ¡Ah! ¡Si estuviera aquí Faetón para ayudarnos! ¿Qué le habrá ocurrido a aquel desgraciado? ¿Lograremos libertarle o cuando queramos hacerlo le habrán ya devorado? ¡Ay de ti, Ramírez, si te atrevieras a tanto!

Sacudió tristemente la cabeza, después comunicó a don Pedro y a Mina lo que estaba ocurriendo y lo que ellos se disponían a hacer.

—Una sola cosa me preocupa bastante por el momento —añadió el capitán—. Que la marea nos ahogue aquí dentro como a los ratones en una alcantarilla. Si la bóveda desciende, no sé si podremos escapar al anegamiento.

—Mejor es morir ahogados que asados vivos en una parrilla —dijo Mina—. También yo estoy dispuesta a ayudar en la fatigosa empresa.

Los cuatro hombres, comprendiendo que cada minuto que pasara aumentaba el peligro, se pusieron activamente a la obra para escapar de la terrible compresión que les amenazaba.

La bóveda no había cedido aún, o mejor dicho, no había comenzado a descender, pero si oponía tenaz resistencia no podía ésta ser indefinida bajo los golpes furiosos de los salvajes.

El estrato, poco a poco, bajo los incesantes golpes de las pesadas mazas de madera, se debía comprimir cada vez más apretándoles contra el agua.

Matemate, que parece se orientaba con facilidad como ocurre a muchos viajeros que gozan de ese instinto, cosa por otra parte común a muchos pueblos salvajes, asumió la dirección del áspero trabajo.

No era ya hacia el mar para dónde debían excavar la galería, pues por allí continuaba subiendo el agua, sino hacia la costa para alcanzar la espesa selva, la única que podía ofrecer, una vez fuera, un asilo casi seguro.

Siendo la covacha demasiado estrecha para poder todos trabajar a la vez, fueron encargados Koturé y el capitán de dar el primer ataque a la enorme masa fibrosa, uno con el hacha de piedra y otro con la navaja.

El primero destruía a grandes golpes, el segundo cortaba. Matemate y don Pedro retiraban la leña, arrojándola en la hendidura, que ya estaba casi llena de agua.

Mina, armada con una carabina y la perra de Terranova, vigilaban del lado de la entrada, temiendo que los salvajes intentaran un ataque por aquel lado.

La labor se ejecutaba febrilmente, rapidísima, aunque no con mucho éxito. Aquellas miríadas de raíces estaban tan estrechamente amalgamadas y entrecruzadas, que ponían a dura prueba los potentes músculos de don José y los no menos sólidos del kanaka.

Entretanto, por encima, los devoradores de carne humana no cesaban de golpear con un crescendo espantoso. El estrato, a pesar de ser comprimido sobre una superficie acaso demasiado grande y no conocer los asaltantes las dimensiones exactas del refugio, había empezado ya a descender, al mismo tiempo que a su vez el agua, convertida en aliada de aquéllos, se filtraba ya a través del subsuelo.

Los desgraciados se veían, como suele decirse, entre dos fuegos, uno no menos peligroso que el otro.

La asfixia les amenazaba por una parte; los dientes formidables de los antropófagos por otro. Los dos eran de igual valor.

Transcurrió media hora, media hora de ansiedad indecible para todos, cuando una violenta detonación, seguida de una zambullida y de furiosos ladridos de Hermosa, interrumpió a los trabajadores.

Mina, de pie sobre la entrada del refugio, tenía en su mano la carabina aún humeante.

—¿Contra quién has hecho fuego, hermana? —gritó don Pedro, lanzándose hacia ella, mientras a través de los mil poros del estrato llegaban aullidos espantosos.

—Contra un salvaje que intentaba colarse por la abertura sin ser visto —respondió la chiquilla, con calma maravillosa.

—¿Le has matado?

—Ha desaparecido bajo el agua sin lanzar un grito. Hacía algunos minutos que le espiaba y he tenido tiempo de apuntarle bien.

—¡Magnífico disparo! —exclamó el capitán.

Una voz ronca llegó en aquel momento hasta ellos.

—I Hola, sacrificadores de hombres! —gritaban—. ¡Pronto me las pagaréis, caramba! ¿Os decidís a rendiros, sí o no?

—¿Quién es usted? —gritó don José, alzando la carabina que don Pedro le había llevado.

—¡Un hombre, por mil rayos!

—No basta, bandido.

—¿A mí bandido? —aulló el desconocido, acompañando la exclamación con una blasfemia terrible.

—Un hombre que persigue a sus compatriotas y que no respeta a una señorita en un país extranjero y se mete a capitán de una banda de antropófagos, no puede ser más que un miserable.

—Tienes la lengua muy larga, amigo.

—¡Ante todo llámame capitán! —gritó don José.

Un estallido de risa sardónica fue la respuesta.

—¿Qué dice entonces el señor capitán? —preguntó de nuevo la voz ronca, con tono irónico.

—Que me digas quién eres y por qué razón persigues a los hombres blancos colmo tú.

—Vete, señor capitán, a preguntárselo a mi comandante.

—¿Cómo se llama?

—Ramírez.

—¿El capitán de la «Esmeralda»?

El desconocido no respondió en seguida. Se le oía gruñir y blasfemar como si estuviera arrepentido de haber dejado escapar aquellas imprudentes palabras.

—Maldita caña —murmuraba—, siempre me juega estar malas partidas. Soy un verdadero imbécil. No me morderé por eso la lengua. Mejor les cortaré a ellos la suya.

Mina y don Pedro se miraban anonadados. Aquel pillastre había involuntariamente descubierto la presencia de Ramírez en aquella isla. Era el tesoro de los krahoas, aquel tesoro acumulado por su padre quizá a costa de grandes sacrificios, el que estaba en peligro. Sus sospechas se habían, por tanto, confirmado.

—Es preciso que yo mate a ese pirata miserable —dijo entre sí don Pedro, pálido de ira—. Tal ladrón que viene a disputarme mis bienes no es digno de consideración.

Por tercera vez se oyó en la hendidura de las rhizophoras la voz del desconocido.

—¡Hato de ladrones! ¡Caray, caramba, canastos! ¿Os vais a rendir o no? Me habéis hecho ya perder bastante tiempo y no me he traído almuerzo.

—Ven a tomarle —respondió don José, que se adelantaba hacia afuera con la esperanza de descubrirle y; hacerle saltar el cráneo de un balazo.

—¡No! Dentro de poco os aplastaré bajo el mangle y os dejaré para los cangrejos de mar.

—Como usted quiera.

El capitán esperó un poco, pero no se volvió a oír la voz.

Los golpes de maza y de rompecabezas que, por un momento habían cesado, volvieron a resonar más fuertes que nunca.

El desconocido, a lo que parecía, se preparaba a realizar la terrible amenaza o sea a sepultarles vivos entre los estratos de las rhizophoras.

Mientras Roturé y Matemate reanudaban el trabajo con feroz encarnizamiento, el capitán se acercó a Mina y don Pedro, los cuales parecían vivamente conmovidos.

—¿Habéis oído que él está aquí? —les preguntó con alterada voz—. Me lo temía.

El miserable ha tenido más suerte que nosotros.

—Yo me pregunto con angustia qué podremos hacer nosotros, reducidos a solos tres fusiles —dijo don Pedro, con voz triste—. Concluiremos por perderlo todo, hasta la vicia, acaso, don José.

Querría hacer una proposición a aquel miserable.

—¿Cuál? —preguntaron a una Mina y el capitán.

—Pedir al hombre blanco que manda a esos salvajes que nos conduzca ante Ramírez.

—¿Para qué? —preguntó el capitán.

—Para ofrecerle la mitad del tesoro.

—¿A aquel bandido sin escrúpulos? No estamos en América, don Pedro, y un delito quedaría no sólo impune, sino también ignorado.

—¿Qué queréis decir?

—Que Ramírez aceptaría, sin duda, para asesinaros más tarde y gozar él solo las riquezas.

¿Quién iría a contar a las autoridades chilenas que en Nueva Caledonia han asesinado a unos hombres blancos? ¿Acaso los kanakas? ¡Oh! No me pondría yo en las manos de ese bribón.

—¿Qué quiere usted intentar ahora?

—Confiemos en Dios y en la fortaleza de nuestros corazones, don Pedro. Además, nosotros poseemos también el amuleto de los krahoas, y Matemate y Koturé están dispuestos a ayudarnos con todas sus fuerzas.

A la obra, amigos, y usted, señorita, que dispara mejor que un carabinero, ocupe otra vez su puesto.

Habían perdido demasiado tiempo y urgía desembarazar el refugio de las raíces que le ocupaban.

Koturé y Matemate, hombres acostumbrados a trabajos rudos —y todos los neocaledonios, aunque antropófagos—, no cesaban de atacar la masa profunda de las raíces.

El nuevo pasadizo se alargaba lentamente, sí, pero sin cesar, subiendo con ligera pendiente hacia la superficie del suelo.

El peligro aumentaba, porque aquellos demonios de salvajes no paraban ni un solo instante de machacar poderosamente el estrato de raíces, bajando cada vez más la bóveda.

Si dejaban pasar algunas horas, no les quedaría ningún espacio a los náufragos y sus compañeros. Era la asfixia lo que les amenazaba.

A mediodía, no oyendo ya golpear sobre sus cabezas, los asediados descansaron un poco, aprovechando este tiempo en vaciar algunos cocos y comer un poco de la pulpa cruda del árbol del pan, pulpa que se asemeja a la del boniato, aunque algo más tierna.

Seguramente bien tostada hubiera estado mejor, pero no pudiendo procurarse fuego se contentaron con aquella materia poco agradable, aunque es más nutritiva también cruda.

Iban a reanudar el trabajo, habiéndose internado más de cuatro metros, cuando se volvió a oír la vozarrona del hombre blanco, haciéndoles correr a todos hacia la abertura del refugio.

La bóveda había bajado tanto por la compresión formidable de todas las mazas, que los asediados no podían ya estar en pie.

También esta vez fue don José el que contestó al tunante.

—¿Qué queréis todavía, bandido? —preguntó.

—¡Digo, por todos los demonios del infierno, que ya es hora de acabar! —gritó el marinero, oficial o lo que fuese de Ramírez.

—Si tienes prisa no tienes más que venir a sacarnos del nido.

—La burla dura demasiado.

—¡Ah! Lo llamáis una burla —respondió el capitán—. Pregunta al desgraciado salvaje que hemos matado, si nosotros bromeamos. Tú sí que eres bromista, marinero.

—Ya verá usted, señor capitán, dentro de poco las bromas que yo gasto —gritó el bandido—. Mis hombres continúan machacando y os apabullarán a todos.

Lo siento sólo por la muchacha, que hubiera sido un buen bocado para mi comandante.

¡Truenos de Araucania! ¿Queréis acabar?

—Todavía no.

—¡Ah! ¡Condenados demonios! ¡Reventad todos entonces!

—¡En vez de aullar tanto, enseña un poco la cara, sinvergüenza! —gritó don Pedro, exasperado—. ¡Ya se encargaría el bocadillo que querrías presentar al bandido; de Ramírez, de darte tu merecido! ¿Entiendes, miserable?

—¡Oh! ¡Oh! —dijo el marinero—. ¿También el pollo chiquito canta? ¡Vosotros! ¡Machacar con fuerza que esta noche os daré doble ración de caña! ¡Vamos, holgazanes!

Don Pedro y el capitán esperaron en vano que el bribón se mostrase. Demasiado asustado por la fulmínea muerte del salvaje, no se atrevía a desafiar el fuego de aquellos certísimos tiradores.

—A la obra —dijo finalmente don José.

De pronto se paró; el agua, que aumentaba constantemente en la hendidura, empezaba a penetrar en el refugio, susurrando sordamente.

—Matemate —dijo—, tú me dijiste que la marea no subía hasta aquí.

—En efecto, en siete días que nosotros hemos habitado este lugar, nunca hemos visto entrar el agua.

—¿Cómo es que ahora invade la excavación?

Matemate sacudió la cabeza sin responder. No lograba, por lo visto, dar con ninguna explicación.

También don Pedro comenzaba a estar bastante preocupado por el avance del peligroso y de ningún modo deseado elemento.

—¿Nos dejaremos ahogar aquí dentro? —preguntó a don José, que estaba observando ora la bóveda ora el estrato inferior que servía en algún modo de pavimento.

—De ordinario las mareas del Océano Pacífico son débiles —respondió el capitán—, y las altas mareas son rarísimas. Yo creo que dependa, del descenso del suelo, debido a la compresión que sufren las paredes a causa del incesante machaqueo de los salvajes. No acierto a encontrar otra explicación. ¡Bah! Esperemos que el agua no subirá hasta ahogarnos.

—Pero la bóveda continúa descendiendo. Lo menos ha bajado medio metro.

—Ya me apercibo de ello, pues me obliga a trabajar encorvado. Don Pedro, nosotros ayudemos a estos bravos salvajes, y usted, señorita, siempre a su puesto.

No os asustéis si el agua sube.

—No dejaré la guardia hasta que me llegue al cuello —respondió la intrépida muchacha.

La galería era estrecha por no tener tiempo los kanakas ele ensancharla. Les era suficiente abrir un paso por donde internarse arrastrando.

Trabajaban, no obstante, con rabia extremada, inquietos por el subir constante de la marea. Encima los salvajes golpeaban siempre no menos rabiosamente, redoblando sus golpes.

Transcurrió otra media hora durante la cual el agua no cesó de invadir el refugio. Mina, que vigilaba siempre la entrada, la tenía ya hasta la rodilla, y en tanto la bóveda bajaba cada vez más.

El estrato, enormemente comprimido por la diabólica labor de los devoradores de hombres, se estrujaba, manando agua por todos sus poros.

Era una verdadera lluvia que caía sobre los náufragos y salvajes y que aumentaba rápidamente la masa de agua.

El terrible momento en que ya no les quedara espacio a los desgraciados asediados, no debía estar muy lejano.

De pronto Mina lanzó un grito.

—¿Qué pasa? —preguntó don Pedro, que estaba retirando las raíces cortadas y destrozadas.

—La bóveda me toca en la cabeza y el agua sube rápidamente —respondió la muchacha—. Nos hundimos entre las rhizophoras del fondo.

Todos interrumpieron el trabajo. Aquel grito que anunciaba la catástrofe inminente había resollado en todos los corazones.

Mina estaba siempre junto a la entrada del refugio, sumergida en el agua hasta las caderas, mientras la bóveda la había ya alcanzado, obligándola a inclinar la cabeza.

—Vamos a quedar sepultados vivos entre esta masa de raíces —dijo don Pedro, con angustia—. Capitán, salve usted al menos a mi hermana antes que la obertura se cierre del todo.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó el capitán, arrancándose un puñado de cabellos—. ¡No podía el infame habernos condenado a un suplicio más espantoso!

—Rindámonos, don José.

—¿Y después? Si se tratase de morir combatiendo me resignaría, pero tener por tumba los estómagos de inmundos salvajes, me horroriza.

Se volvió hacia Matemate, que observaba con mirada aterrada el agua que se iba elevando.

—¿Podremos alcanzar la superficie antes que nos falte el aire? —preguntó—. Dentro de una hora o acaso menos, nuestro refugio estará por completo bajo, el agua.

—No debemos estar lejanos de la capa superior —respondió el kanaka—. Bastará cortas las raíces verticalmente para encontrarnos pronto fuera.

—Cambiemos entonces la dirección del trabajo.

—Encontraremos al enemigo, hombre blanco. Ellos trabajan a poca distancia de nosotros.

—Prefiero darles la batalla, antes que morir asfixiado.

El kanaka le miró por algunos instantes sin responder, como si le atormentara algún pensamiento.

—Si pudiéramos esperar a la noche para huir —dijo luego como hablando entre si.

—Es imposible —repuso el capitán—, faltan aún bastantes horas para la puesta del sol.

—Se podría esperar a ese momento.

—Ya te he dicho que dentro de poco nos faltará el aire, y el agua sube y el techo: baja.

—Podremos respirar, no obstante —dijo Matemate, después de otro breve silencio—. Déjame hacer a mí, hombre blanco.

—¿Respondes de nuestra salvación?

—Completamente —respondió el kanaka, con voz firme—. Ataquemos el estrato verticalmente, lo más pronto posible, para lograr llegar a la superficie, antes que el agua nos ahogue.

El salvaje había hablado con tanta convicción, que el capitán creyó inútil insistir en lograr más explicaciones.

Por otra parte, el tiempo corría y no era ocasión de discutir.

Matemate se introdujo en el pasadizo donde ya su hermano trabajaba, y atacó el estrato superior.

Mina había comenzado a retirarse, porque el agua aumentaba siempre y la abertura amenazaba cerrarse.

Don Pedro y el capitán ayudaban a los trabajadores, retirando las raíces y echándolas fuera del nicho.

Sobre sus cabezas, los golpes aumentaban constantemente. Parecía que los devoradores de carne humana poseyesen la resistencia del acero.

Una hora después, desaparecía completamente bajo el agua la abertura que hasta ahora había permitido la entrada del aire a los trabajadores.

Una profunda obscuridad envolvió a los asediados.

—¡Es el fin! —exclamó don Pedro, empujando a su hermana hacia la galería.

Como para desmentirle se había de repente oído un poco más adelante un ¡Ha, ha! que parecía haber salido de la boca de Roturé, que se encontraba delante de todos.

Aquella exclamación de alegría, peculiar de los kanakas, que se expresan de ese modo cuando están satisfechos, había impresionado al capitán.

—¡Matemate! —llamó.

—¿Qué quieres, hombre blanco? —preguntó el kanaka, que trabajaba más en alto, intentando ensanchar el pasadizo.

—Tu hermano: me parece contento.

—Y tiene motivo.

—¿Por qué?

—Estamos cerca dé la superficie.

—Pero me parece que no llega al aire.

—Déjame tu cuchillo, hombre blanco. Bastará hacer un pequeño boquete.

—¿No se apercibirán los devoradores de carne humana?

—Roturé obrará con precaución.

La navaja del capitán pasó a las manos del kanaka.

Todos escuchaban con ansiedad, respirando afanosamente, porque el aire se hacía de momento en momento más escaso.

—¡Ya está! El estrato está cortado.

El salvaje había cortado las raíces en varios sitios, agrandando el hueco con los brazos, de modo que formasen pequeños conductos que desembocaban apenas a flor de tierra.

—¡Finalmente! —exclamó el capitán—. Ya creía…

Se interrumpió de pronto oyendo voces humanas que se percibían a través de aquella especie de tubos que Roturé mantenía abiertos, tendiendo continuamente las raíces a estrecharse.

Los salvajes ya no machacaban el herboso estrato. Parecía como si se consultaran lo que habían de hacer. Seguramente se habrían apercibido de la desaparición del refugio. Matemate, que escuchaba atentamente en cierto momento tocó al capitán que estaba a su lado.

—Nos hemos engañado —dijo.

—¿Qué queréis decir, amigo?

—Que no son notús los que nos asedian.

—¿Son salvajes pertenecientes a otra tribu?

—Sí, éstos son kahoas.

—¿Cómo es eso? ¿Estás seguro de no engañarte? —preguntó el capitán.

—No, hombre blanco; conozco su idioma, que se parece mucho al que se habla en mi tribu.

—Sin embargo, aquel hombre de ayer guiaba a los nokús: así me lo has asegurado tú.

—Es certísimo.

—¿Son éstos mejores o peores que los krahoas?

—También son devoradores de carne humana, pero no tan feroces como los nokús.

—¿Se habrán aliado las dos tribus?

—Es posible que el hombre blanco, que llegó con la gran canoa con alas, haya también contratado a estos guerreros, aunque valen bien poco.

—De modo que crees que si surgiéramos de improviso haciendo fuego…

—No sé si resistirían mucho —respondió Matemate—. Sobre todo temen mucho a las armas que truenan.

¡Ah! ¡Si no tuvieran consigo al hombre blanco que les guía!

—No te preocupes por ello, porque mi bala será para él.

—Esperemos la noche. ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!

—¿Qué pasa todavía?

—¿Lleva siempre consigo el pequeño hermano blanco su tabú?

—Siempre.

—Los kahoas adoran el misterioso símbolo del notú. Veremos; para mí basta con que el hombre blanco desaparezca.

—Explícate mejor.

Matemate no respondió y el capitán no insistió. Conocía bastante el modo de ser de los kanakas. Aunque estuvieran obligados a estar unos sobre otros, estrujados entre las raíces, las cuales sostenían una agradable humedad, los asediados dieron fin de unos cuantos cocos, estando: muy sedientos a causa del largo trabajo efectuado.

Todos soportaban con estoicismo aquel suplicio, porque no se puede llamar de otra manera, y ninguno, ni siquiera Mina se quejaba, aunque se encontraran como sepultados vivos y condenados a inmovilidad casi absoluta.

Don Pedro y Mina ocupaban la galería oblicua juntos con Hemtosa, no habiendo podido pasar adelante, así que el aire llegaba muy escaso hasta ellos; el capitán y los dos kanakas se encontraban a lo largo del tubo vertical, uno sobre otro, de modo que el de más abajo tenía que soportar el peso de los otros dos.

Afortunadamente, colmo hemos dicho ya, don José poseía un vigor más que extraordinario.

Ninguno hablaba por miedo de que el sonido de su voz llegara a los oídos agudísimos de los salvajes.

Aquellos bribones, aunque ya debían estar convencidos de que los sitiados se encontraban enterrados vivos o moribundos entre las capas de las rhizophoras, no se decidían aún a marcharse.

¿Qué esperaban? Esto era lo que se preguntaban angustiosamente el capitán y don Pedro.

Su espera no fue larga, porque pasadas un par de horas, oyeron distintamente el vozarrón ronco del hombre blanco que decía:

—Ya es tiempo de ver si han reventado. La marea se ha retirado y podremos fácilmente abrir un paso hasta su escondite.

A esta hora ya les habrá ahogado el agua como a ratones sorprendidos por una inundación.

—¡Miserable! —murmuró don José—. Ya vejas dentro de poco lo que hacen los muertos.

Esperaron algunos minutos. Después, no oyendo nada, Roturé ensanchó uno de los tubos que había hecho para recibir aire, levantando, y cortando con infinitas precauciones las raíces.

Con otro último y poderoso empuje, levantó un buen trozo de tierra mezclada con hojas, y a la rastra asomó la cabeza.

La noche iba a tenderse sobre la tierra y cerca del agujero no se veía a nadie.

Del lado del boquete, o mejor dicho de la hendidura, en cambio se oía hablar y se distinguían chispazos de luces sonrosadas producidos sin duda por teas de corteza de niaulis, la antorcha económica de los neocaledonios.

—¿Podemos salir? —preguntó Matemate, que estaba debajo.

—No percibo ningún centinela y eso me inquieta —repuso Koturé.

—Ninguno espera nuestra aparición —dijo el capitán—. ¡Andando, Koturé! Empuña el hacha y salta fuera.

Nosotros estamos dispuestos a apoyarte con las armas que truenan.

El kanaka, con un esfuerzo supremo, agrandó: aún más el agujero y brincó por la abertura, arrojándose en seguida contra el suelo para no dejarse ver.

Por suerte suya se levantaban allí algunos troncos de rhizophoras, y no era por esto fácil descubrirle en seguida.

Matemate le siguió inmediatamente, imitando aquella prudente maniobra. Después le correspondió al capitán, quien ayudó a salir a Mina.

Pedro fue el último.

—Capitán —dijo el joven—. ¿Habrá sufrido la pólvora de nuestros fusiles?

—No lo creo —respondió don José.

—¿Podremos aún estar seguros de nuestros disparos?

—Perfectamente; conozco mis carabinas.

—Ahora tengo en mis manos la piel de ese perro de hombre blanco.

—Déjemela a mí, don Pedro —dijo el capitán—. Yo debo saldar la cuenta. Lo he jurado.

Los dos kanakas, después de cambiar algunas palabras, se habían ido arrastrando entre el mangle, intentando ganar el bosque espesísimo que se elevaba a un centenar de metros.

Desgraciadamente para ellos, veinte pasos más allá no había troncos. El terreno estaba cubierto de una masa dé raíces y hojas, pero sin césped, sin arbustos y sin troncos.

Matemate, que manchaba a la cabeza de la tropa, iba a dar algún consejo a sus amigos de piel blanca, cuando a breve distancia estalló un grito gutural.

—¡Erremangue!

Los dos kanakas dieron un saltó atrás, blandiendo sus armas.

Al grito lanzado seguramente por algún centinela oculto entre los troncos de las rhizophoras, respondió en el acto un clamor espantoso que procedía del lado de la hendidura.

El capitán, con un esfuerzo supremo, emergió dé aquel tubo que le comprimía y apuntó con su carabina, a tiempo que Pedro empujaba a su hermana.

Una turba de salvajes acudía dando alaridos y agitando rompecabezas, rompecostillas y hachas de piedra y también de hierro.

Eran todos guerreros de alta estatura, con la piel muy obscura, casi desnudos, pero con el cuerpo embellecido más o menos por tatuajes que formaban curvas entrecruzadas, líneas y zig-zags de varios colores.

Les precedía un hombre blanco, un feo tipo de pirata o de bandido, rollizo y musculoso, casi más ancho que alto, con una selva de cabellos rojizos y una larga barba inculta que ocultaba malamente una horrible cicatriz que le afeaba el rostro, cruzándole de una a otra oreja.

—¡Ah, bribones! —aulló el bandido con su vozarrón ronco de borracho—. ¡Aún no habéis reventado! ¡Tanto mejor! Me pagaréis la muerte de aquel desgraciado kanaka.

El capitán tuvo un espantoso acceso de ira.

—¡A mí llamarme bribón, infame pirata! —tronó, avanzando hacia el miserable con la carabina apuntada.

—Alto ahí, señor mío —repuso el bruto—. También yo tengo un fusil en la mano y detrás de mí cuarenta guerreros prontos a haceros pedazos y hasta a devoraros si yo lo quiero. ¡Abajo las armas!

—¡Tómalas!

El capitán había hecho fuego al tiempo que Pedro y Mina dirigían sus carabinas hacia los salvajes, quienes conociendo el poder de aquellas armas, habían detenido de pronto su avance.

El bandido, herido en medio de la frente, cayó sobre las rodillas, alargando los brazos, después se desplomó hacia adelante con el rostro contra tierra.

Al oír el disparo y ver caer a su jefe, los salvajes, que iban a rodear completamente a los náufragos y a sus aliados, abrieron sus filas mirando con mezcla de espanto y admiración al comandante de la «Andalucía», todavía semienvuelto en una nube de humo.

Sin embargo, no habían abandonado sus armas, ni parecían dispuestos a huir.

Matemate, que empuñaba con fiereza su hacha de piedra, se acercó al capitán.

—Di al hijo del gran jefe de los krahoas que me dé en seguida el símbolo —le dijo rápidamente—… Acaso eso nos salve.

Don José tradujo la petición, mientras volvía a cargar rápidamente la carabina.

Don Pedro, que comprendió lo que quería intentar el kanaka, sacó velozmente de debajo de la camisa el pedazo de corteza con los signos misteriosos.

Matemate lo tomó y, mostrándoselo a los salvajes, gritó por tres veces, con voz tonante:

—¡Tabú! ¡Tabú! ¡Tabú!

Y extendió un brazo sobre los náufragos como para tomarles bajo su protección.

Los kahoas, oyendo aquel grito, agrandaron aún más el círculo; después, un viejo guerrero que debía ser un jefe, que llevaba clavadas entre el encrespado: cabello dos plumas de nota, avanzó titubeando hacia Matemate, que tenía siempre en alto el misterioso símbolo de los krahoas.

—¿Qué enseñas tú ahí? —le preguntó cuando estuvo cerca.

—Mira bien, anciano —respondió Matemate—, si aún te sirven tus ojos.

Un estupor más fácil dé imaginar que de describir apareció sobre la faz del jefe.

—¡El cluk-dak! —exclamó con profundo terror.

Después se arrojó a tierra, golpeándose la cabeza con las manos varias veces en prueba de profundo respeto.

Todos los guerreros le habían imitado, dejando caer las amias.

El precioso talismán había salvado una vez más a los náufragos de la parrilla o de la olla con acompañamiento de ñames y de magnagnes.

CAPITULO XII. EL REY BLANCO

Parecerá imposible, pero también entre los antropófagos de la Polinesia existen sociedades secretas que tienen ritos y símbolos, ni más ni menos que las análogas europeas e índicas.

Se sabe ya que también entre las tribus más salvajes las hay que tienen por único objeto la defensa de los afiliados y de sus bienes, sin tener carácter político.

Tampoco las que existen entre los antropófagos se dirigen contra el jefe que manda en la tribu o en la isla. Los polinesios, al igual de los negros, no conocen la política y, por otra parte, no sienten la necesidad de ella.

Que el que les maride sea este o el otro jefe/el polinesio no se preocupa por ello, sabiendo que lo mismo, vale uno que otro.

Sin embargo, las sociedades secretas existen entre aquellos formidables devoradores de carne humana y se conocen con el nombre de duk-duk.

Hasta que tienen doce años cumplidos, los jóvenes antropófagos no tienen derecho a ser miembros de aquella asociación. Al llegar la época, los amigos le avisan que la voz del duk-duk, que es un espíritu errante, le llama para formar parte de la secta.

Se señala día y el joven neófito; es conducido a un recinto, que es la sedé del duk-duk y donde los socios celebran sus reuniones.

También los parientes le acompañan con tremendos gritos y con furioso redoblar de tambores de madera para avisar al espíritu que otro socio desea formar parte de la secta.

Entonces un monstruo espantoso que tiene en la cabeza un enorme sombrero de hojas de plátano y cubierta la cara con una máscara horrible, formada de pedazos de corteza de árbol, y llevando a la cintura algunos cráneos humanos que pertenecieron a enemigos devorados, sale del recinto y se pone a bailar furiosamente alrededor del neófito.

Todos evitan con cuidado su contacto, porque están convencidos de que morirían apenas fueran tocados.

Toda la ceremonia se reduce a esto. El nuevo socio, después de conocer el símbolo social que en Nueva Caledonia está casi siempre representado por tres notús rodeados de signos misteriosos, paga de beber y comer a todos los presentes y puede ya contar con el auxilio y la protección dé los socios.

De esta sociedad pueden formar parte individuos pertenecientes a diferentes tribus, a veces hasta enemigas, y en ciertas ocasiones tienen el derecho de gozar de protección especial. Así, si caen heridos sobre el campo de batalla y pueden demostrar que están afiliados al duk-duk y que conocen el símbolo, en vez de ser devorados son, no sólo curados, sino enviados en seguida a su ranchería para no incurrir en la cólera del genio protector de la asociación.

El símbolo no lo pueden poseer más que los grandes jefes, los cuales son declarados tabas, es decir, sagrados. Es como la enseña de la sociedad, y al que la posee se le rinden honores altísimos por parte de todos los inscritos en la asociación.

Aquel símbolo, sin embargo, no es siempre igual, porque en las islas muy pobladas hay varios duk-duk. De aquí procede el que se pueda dar el caso de que quien conserve aquel emblema sea honrado hasta por tribus enemigas y en cambio no lo sea por otras.

Por una extraña y afortunada combinación, los kahoas que Ramírez había mandado para sacrificar a los náufragos pertenecían al duk-duk de los tres notús, y por tanto es fácil comprender su estupor al ver en las manos de aquellos hombres blancos el misterioso símbolo que les concedía el derecho de tabú, o sea de la inviolabilidad y del poder supremo.

El anciano guerrero, que debía ser el jefe de la tribu, después del homenaje rendido por sus súbditos a los extranjeros que poseían el precioso talismán, se había acercado nuevamente al capitán que, por su alta estatura y por el temerario hecho realizado podía muy bien ser considerado como el jefe de los hombres blancos, diciéndole:»

—Manda, ordena; tú estás tabuado y tienes el derecho de exigir de nosotros todo lo que quieras.

Hablando aquel hombre la lengua de los krahoas, no le fue difícil a don José el contestarle.

—Querría saber, ante todo, si vosotros sois aliados de los notús —dijo.

—No, porque los notús son nuestros enemigos que, con frecuencia, se comen a muchos de nuestros hijos y a nuestras mujeres.

—¿Y por qué has ayudado a aquel hombre blanco que todavía estaba ayer con los notús?

—Llegó hace unos días a nuestro país a la cabeza de una fuerte columna de aquellos guerreros, mostrándonos el símbolo de los duk-duk.

—¿Tú mismo lo has visto?

—Sí, hombre blanco —respondió el krahoa.

—¿Era idéntico al que yo te he presentado hace poco?

—Igual.

—Continúa, pues —dijo don José.

—Viéndole en posesión del símbolo, no; hemos osado rechazar a los notús que le acompañaban.

Sólo nuestro jefe se atrevió a hacer alguna observación al hombre blanco y pagó su observación con, la vida.

—¿Quién le mató?

—El hombre blanco, con un rayo de trueno.

—¿Y después?

—Se hizo nombrar desde luego sin más ceremonia jefe de nuestra tribu, obligándonos a adorarle como a un genio del mar y obedecerle. Nosotros estábamos tan aterrados, también por la presencia de los nokús, que nos amenazaron con devoramos a todos, que no nos atrevimos a vengar la muerte de nuestro jefe.

—¿Están aún los nokús en tu aldea?

—No; ayer se marcharon.

—¿Crees que volverán?

—No lo sé, hombre blanco —repuso el kahoa.

—Si lo intentaran, nosotros defenderíamos a tu tribu.

—Tu eres un gran guerrero, porque has vengado la muerte de nuestro jefe y estarnos dispuestos a obedecerte.

¿Quieres ocupar su puesto? Nuestra tribu está privada de jefe, y sin él no puede existir.

—¡Yo, rey de salvajes! —exclamó don José, riendo y mirando a don Pedro y a Mina, que esperaban con impaciencia el fin de aquel coloquio.

—¡Cómo! ¿Os ofrece una corona? —exclamaron los jóvenes.

—La de los kahoas.

—¿Y la rehusáis? —preguntó don Pedro.

—Necesita pensarse antes, señores. Yo, la verdad, nunca he pensado en llegar a ser un potentado de la tierra.

¡Y luego, un monarca antropófago!

—¿Acaso no lo llegó a ser mi padre?

—Es verdad.

—Usted rey de los kahoas y yo de los krahoas, ¿qué quiere usted más?

—Y yo princesa antropófago —dijo Mina, riendo—. Yo creo que también tengo derecho a un puesto elevado.

—¿Me aconsejan ustedes que acepte? —preguntó don José.

—Piense usted, capitán, que nosotros tenemos necesidad de ayuda para poder disputar el tesoro al granuja de Ramírez. El, según ha dicho, usted, tiene a su lado a los notús; nosotros tendremos a los kahoas y a los krahoas. Veremos si es capaz de hacer frente a las dos tribus nuestras. Además, tenemos que salvar, sino a Manuel, al menos al bravo Retón, antes de que le pongan en el asador.

—Entonces, pasemos el Rubicón, como Julio César —concluyó el capitán—. Después de todo no seré el primer hombre de mar que ha llegado a ser jefe de tribu de salvajes más o menos antropófagos.

Se consultó brevemente con los dos kanakas y, obtenida su aprobación, contestó al subjefe que aceptaba sin más condiciones la corona.

La noticia produjo entre los antropófagos una verdadera explosión de alegría, tanto, que para dar comienzo a las fiestas de la coronación le hicieron la proposición de despedazar el cadáver del marinero de Ramírez y comérselo inmediatamente, después de asado convenientemente en unas parrillas de madera.

Costóle trabajo al nuevo jefe disuadirles, basando su escusa en que los hombres blancos no pueden decorar a sus semejantes sin desencadenar las iras de todas las divinidades terrestres y marítimas.

Los rostros de los nuevos súbditos se alargaron un poco al verse obligados a dejar allí el cadáver, destinado a concluir bajo los dientes de las innumerables legiones de ratones que infestaban las selvas de la isla, en vez de dentro del vientre de aquéllos.

Se dispusieron en dos filas, poniendo en medio al nuevo monarca, junto con sus compañeros, y se pusieron en marcha, precedidos de una pequeña fuerza de exploradores para evitar cualquier sorpresa, siempre ele temer por estar las tribus de neocaledonios en guerra constante entre ellas, de igual modo que la ele Nueva Zelanda.

Llegados a la selva, que parecía se extendiese por muchas leguas, doblaron hacia el Sur, iluminando su camino con antorchas de niaulis, que ardían perfectamente, resistiendo al soplo de la brisa nocturna.

El bosque era espesísimo, pero los guerreros salvajes, que debían conocerlo a palmos, encontraban con facilidad los pasos.

Dos horas duró aquella marcha hecha en el más profundo silencio. Al cabo, la columna llegó de improviso; ante un vasto, espacio descubierto en medio de la inmensa floresta, en el cual no se alzaban más que árboles de nlatilis dispuestos con cierto orden y: que servían de apoyo a un número considerable de cabañas.

Los neocalédonios no se construyen sus moradas como los demás salvajes, los cuales emplean fango y también ramaje y cañas. A aquéllos les basta encontrar un niaulis, y en pocas horas tienen su casa dispuesta y no menos cómoda que las de los otros.

Para construirla no hacen más que apoyar contra el tronco del árbol cierto número de pértigas finas, después cortan en sentido longitudinal la corteza, levantándola en largas tiras.

Apoyan y ligan éstas a las pértigas y la cabaña está ya dispuesta para recibir y cobijar a la familia kanaka.

Como se ve, no puede haber construcción más sencilla ni más fácil, pero es para hacerla necesario el precioso; niaulis, con su corteza impenetrable a la lluvia.

La columna, después de responder a los silbidos de alarma de los centinelas que vigilaban ocultos entre el césped, entró en el poblado, siempre en el más profundo silencio, por estar ya los habitantes durmiendo, y llevaron a don José y a sus compañeros a una cabaña mucho mayor que las otras, porque se apoyaba en cuatro niaulis y que estaba rodeada de una sólida empalizada.

—Estás en tu casa —dijo el subjefe al nuevo monarca—. Somos felices porque la habita un hombre blanco.

Dió a los dos kanakas dos antorchas, y después se retiró con todos sus guerreros, no sin haber anunciado que al día siguiente se procedería a la fiesta de la coronación con un numeroso pila-pila.

La cabaña, además de vasta, era bien construida y provista de varias esteras que debían servir de lechos. Los muebles consistían en grandes vasijas de tierra cocida, llenas de plátanos, cocos y tubérculos colosales.

En medio, entre cuatro troncos de niaulis, se entronizaba un vaso dé dimensiones colosales, adornado por una docena de cráneos humanos.

¡Era el que servía en las grandes fiestas para cocer a los prisioneros!

Don José y sus compañeros, que no podían tenerse en pie por el excesivo cansancio, cruzaron apenas algunas palabras, vaciaron algunos cocos y después se dejaron caer sobre las esteras, mientras los dos fieles kanakas se acostaban detrás de la puerta, juntos con Hermosa, para impedir a cualquiera la entrada, no teniendo aun completa confianza en los kahoas.

Apenas había salido el sol, cuando los náufragos fueron despertados por un fragoroso redoble de tambores de madera, tocado en la misma puerta de la cabaña real.

Abierta la puerta, divisaron al subjefe, acompañado de inedia docena de tamborileros y de un grupo de muchachas que llevaban grandes cestos que exhalaban perfumes apetitosos.

Era el almuerzo real que ofrecían al nuevo monarca y a sus amigos en nombre del pueblo entero.

Don José, al que no faltaba el apetito ni siquiera en las circunstancias más solemnes, acogió con agrado a las portadoras y llevó su amabilidad al extremo de invitar al subjefe a tomar parte en la comida, considerándole desde ahora como su primer ministro.

Los canastos contenían lechoncillos recientemente asados con acompañamiento de magnagnes, que son una especie de leguminosas que cuelgan hacia el suelo como las lianas y que tienen unas raíces gruesas como remolachas, las cuales se asan entre ceniza y contienen una pulpa dulzona y harinosa muy apreciada por los neocaledonios.

Llevaban además grandes pescados también asados, colocados en anchas lonjas de popoi, o sea la fruta del árbol del pan, bien machacadas y dejadas cocer en agujeros cavados en el suelo.

A lo anterior, había el valiente subjefe añadido una botella de caña auténtica, regalada sin duda por el marinero de Ramírez y que seguramente estaba reservada para las grandes ocasiones. Los náufragos y los dos kanakas, que desde los notas no habían comido otra cosa, dieron al viejo guerrero una prueba de su envidiable apetito; luego, después de mandar al diablo a los tocadores que durante el almuerzo no habían dejado un momento de atronarles con sus tamboriles de madera, empeñaron una animada conversación.

Se trataba de buscar el medio de libertar a Retón ante todo y después organizar un verdadero plan de campaña para reducir a la impotencia a Ramírez antes de que emprendiera la conquista del tesoro de la Montaña Azul.

—Veamos primero qué saben estos salvajes acerca de los notús —había dicho el capitán a don Pedro y a Mina—. Antes de emprender algo es necesario conocer las fuerzas de nuestros adversarios y otras muchas cosas.

—Sobre todo referente a mi padre —dijo don Pedro, con voz conmovida—. Los acontecimientos que se han sucedido vertiginosamente no nos han dejado aún tiempo dé recoger alguna noticia de él.

—El pilú-pilú no tendrá lugar hasta que desaparezca el sol y, por tanto, podemos discurrir a nuestro, placer. Mi primer ministro no nos inquietará.

Se había vuelto hacia Matemate, que sorbía su caña en un pequeño pedazo de concha, haciendo sonar de cuando en cuando su lengua.

—A ti te corresponde hablar primero —le dijo—. Tú conociste al gran jefe blanco de los krahoas, ¿no es cierto?

—Sí —respondió el kanaka—. Yo era uno de sus guerreros favoritos.

—¿Hace mucho que murió?

El kanaka se puso como la otra vez a contar por los dedos, rotapió una varita haciéndola varios pedazos y; después renunció a aquel cálculo que para él era demasiado difícil.

—Mucho, no —dijo luego—. Sé que la luna llena se ha mostrado desde entonces seis veces.

—¿De qué murió?

—De un lanzazo recibido en un combate contra los tonguines. Ya la batalla estaba perdida por nosotros, cuando el jefe blanco, reuniendo a su alrededor a los guerreros más valientes, asaltó impetuosamente al enemigo, poniéndole en derrota completa y matando; de un hachazo a su jefe.

Desgraciadamente, mientras les perseguía, una lanza se le clavó en el pecho y a los quince días murió, no habiendo logrado los magos de la tribu extraerle la punta de piedra que se había clavado profundamente en su carne.

—¿Cómo llegó el gran jefe blanco a tu tribu? —preguntó el capitán, después de haber traducido a los dos jóvenes la primera respuesta.

—Había sido recogido en las playas de la bahía de Bualabea, cerca de las bocas del Diao —respondió Matemate—. Su gran canoa había sido echada a pique en una tempestad, ahogándose todos los hombres que le acompañaban.

—¿Se había salvado él solo?

—Sí, solo estaba cuando fue encontrado por mis compatriotas.

—¿Y no fue devorado? —preguntó el capitán.

—Le creyeron un genio del mar, también, porque nuestros hechiceros habían predicho el arribo de un hombre extraordinario, pariente del sol, y que prestaría a nuestra nación grandes servicios.

Nuestro jefe había sido por entonces devorado por los tonguines y el supremo poder fue conferido al hombre blanco.

—¿Y era querido por tu tribu?

—Sí, porque enseñó a mis compatriotas muchas cosas utilísimas que antes ignoraban. Aquel anciano que el mar nos regaló fue nuestro genio bueno.

Nuestro pueblo, merced a él, es hoy el más populoso y el más seguro que existe en toda la isla, y la población entera cantará siempre las alabanzas de aquel hombre blanco.

—¿Fue también nombrado gran jefe de la asociación del duk-duk?

—Sí —respondió Matemate—. El era el único poseedor del símbolo.

—¿Y para qué fueron arrojadas al mar varias copias de aquel misterioso emblema que protege a todos los que lo poseen?

—El hablaba siempre de haber dejado dos hijos en un lejano país que se encuentra del lado donde nace el sol, y lloraba siempre el estar alejado de él.

—¡Pobre padre mío! —exclamó Mina, que escuchaba ansiosa la traducción que hacía el capitán.

—Cuando comprendió que la muerte se acercaba, hizo encerrar dentro de algunos barriles, que habían sido recogidos en las playas, varios símbolos del duk-duk —dijo el kanaka—. El suponía que alguno podría llegar a poder de sus hijos.

—Y, como ves, no se engañó en sus previsiones —dijo el capitán—. Sus hijos están hoy aquí para recoger el tesoro acumulado por su padre, si es cierto que existe.

El kanaka, oyendo aquellas palabras, habla mirado con cierto estupor a don José.

—¿Entonces a los hijos del gran jefe blanco les gustan las piedras amarillas? —preguntó ingenuamente.

—En nuestro país son muy buscadas —respondió don José, que no pudo contener una sonrisa—. ¿Había recogido muchas el gran jefe?

—Hizo casi llenar con ellas la caverna de la Montaña Azul y la hizo tabuar para que nadie pudiese entrar en ella.

—¿Dónde hizo recoger las piedras amarillas?

—En el lecho del Diao. Había allí muchas y nadie las buscaba.

—¿Está lejos esa caverna?

—Se encuentra junto a las fuentes del Diao, a media, ladera de una alta montaña azul, en cuya cima descansan los restos del gran jefe blanco.

—Mis queridos amigos —dijo el capitán, volviéndose a Mina y a don Pedro—. El famoso tesoro, como habéis oído, existe realmente. No se trata más que de ir a recogerlo antes de que llegue el bandido de Ramírez.

—Sin embargo, no podremos emprender nada sin haber antes libertado al bravo Retón —dijo don Pedro—. Aquel hombre nos puede prestar servicios preciosos.

—No nos separaremos de la costa sin él —repuso el capitán—. De todos modos se lo arrancaremos a los notús antes de que puedan devorarle.

Hoy que tengo súbditos me aprovecharé de ellos.

Cuando esté libre Retén comenzaremos la guerra contra Ramírez. Ya tengo un hermoso proyecto en mi cerebro.

—¿Cuál?

—El tiene un barco, mientras nosotros no poseemos ni una piragua, y aunque la tuviéramos no nos serviría para volver a América. Nuestros primeros trabajos deben ir, pues, contra el barco, también con el objeto de quitar a aquel bandido la posibilidad de escapar con el tesoro.

—¿Queréis quitárselo?

—Es más que nunca necesario para nosotros, y además así le privaremos de su mayor fuerza para luchar contra nosotros.

Una parte de su tripulación la habrá seguramente dejado a bordo. Cuando les hayamos hecho; prisioneros, podremos empeñarnos a fondo con aquel pillastre y emprender la conquista del tesoro.

—No sabemos, sin embargo, dónde se encuentra.

—No será difícil descubrirle —respondió el capitán—. Dejemos tiempo al tiempo y yo respondo de todo.

Mañana, desde luego, nos ocuparemos de Retón. Hoy mismo, además, enviaré espías hacia el pueblo de los nokús para tener noticias suyas y de Ramírez.

Dejemos pasar la fiesta de mi coronación y después nos ocuparemos de nuestros negocios…

Por la noche, la población, guiada por los guerreros más valerosos de la tribu, ofreció al monarca blanco un espléndido pilú-pilú o sea una especie de baile ejecutado en pleno bosque y que suele siempre acompañar a las grandes ceremonias de los neocaledonios.

Como todos los pueblos primitivos, también los isleños del Océano Pacífico tienen una pasión desenfrenada por las danzas nocturnas. Cada tribu tiene su baile particular, pero el más característico es el de los neocaledonios.

Como hemos dicho, tiene lugar siempre en medio de un bosque. Los guerreros se esconden primero en lo más espeso de las hierbas, donde preparan sus atavío, de conchas de varios colores y se pintan de ordinario, sobre todo en el rostro, de rojo y negro.

A una señal dada comienzan como una legión de demonios desencadenados, sobre el campo elegido para la danza, aullando espantosamente y agitando las armas, acompañados de una banda de tocadores que unos soplan a pulmones llenos en flautas formadas de ordinario con tibias humanas que pertenecieran a célebres guerreros devorados, y otros golpean rabiosamente en tamborcillos formados por cañas de bambú.

Los guerreros se disponen en una o más líneas y danzan batiendo todos la tierra con los pies, lanzando silbidos agudísimos y no cesando de agitar sus armas.

Después avanza un solo bailador, completamente desnudo, con una máscara grotesca sobre la cara y la cabeza cubierta con una peluca hecha con cabellos humanos y adornada con plumas de varios colores.

Avanza, retrocede, ensaya saltos endiablados; después pronuncia un discursito que es saludado con alaridos espantosos por los espectadores y todo termina aquí.

Ordinariamente siguen a estas fiestas banquetes de carne humana. A don José, que ya había demostrado mucho, disgusto por aquel plato fuerte de los neocaledonios, le ahorraron un espectáculo tan poco atrayente.

Por aquella noche sus súbditos se contentaron aparentemente con magnagnes, ñames y cocos, lechoncillos y perros asados… Pero si el monarca, en vez de retirarse en seguida después de la fiesta hubiera dado un paseíto por el bosque, hubiera podido sorprender al subjefe y a sus ministros ocupados en devorarse tranquilamente y con envidiable apetito… el cadáver del marinero de Ramírez que habían sustraído a la glotonería de los ratones.

CAPITULO XIII. EL SUPLICIO DE LAS HORMIGAS

Dos días después de los narrados sucesos, al amanecer, una pequeña tropa formada por una docena de guerreros kahoas, mandada por don José y los kanakas krahoas, partían de la aldea en el más profundo silencio, internándose en los grandes bosques.

Durante aquel día, el espía que había mandado al pueblo de los nokús volvió trayendo preciosas informaciones; éstas eran que el hombre blanco se disponía a marchar a la boca del Diao, donde se encontraba probablemente fondeado su barco y que sus aliados habían ya fijado la fecha del gran pilú-pilú durante el cual sería sacrificado uno de los dos prisioneros blancos.

Aquellas informaciones habían decidido al capitán a obrar sin perder momento para sustraer al viejo bosmano a una muerte espantosa, sin duda, tratándose de él.

No queriendo exponer a Mina a gravísimos peligros, por ser la expedición bastante arriesgada, la habla obligado a quedarse en la ranchería bajo la guardia del hermano que debía asumir momentáneamente las funciones de gran jefe, y de la fiel perra de Terranova, que era especialmente temida por los kahoas, quienes nunca habían visto un animal tan grande.

Aun cuando todavía no hubiera ideado un verdadero plan, el comandante partió segurísimo de llegar a tiempo de poder salvar al viejo marinero. Para lograrlo, contaba sobre todo con la audacia y astucia de Koturé y Matemate que valían por sí solos más que todas las escoltas de guerreros, que había unidlo a su expedición para guardarse de cualquier ataque imprevisto.

La pequeña columna había penetrado animosamente bajo el bosque, remontándose hacia septentrión, donde se encontraban las rancherías de los nokús.

Aunque la obscuridad era profundísima, no llevaban encendida ninguna antorcha en previsión de que los nokús tuvieran noticia de la presencia de hombres blancos entre los kahoas y que Ramírez hubiese mandado espías a las selvas de la costa.

Matemate y Roturé, armados con las carabinas de Mina y de don Pedro, enseñados a manejarlas por el gran jefe blanco, abrían la marcha con un guerrero kahoa, conocedor al dedillo de los senderos de los grandes bosques.

El capitán marchaba después con el anciano subjefe, que había querido; tomar parte en la expedición para proteger personalmente al nuevo monarca.

A media noche hacía alto la pequeña tropa a pocas millas del primer pueblo de los nokús, emboscándose en medio de un espeso grupo de plátanos silvestres que podía servir de magnífico refugio aun en caso de no tener éxito.

Se celebró un breve consejo y se decidió que antes de volver a emprender la marcha salieran exploradores para conocer el lugar preciso donde estaba encerrado Retón.

No convenía empeñarse a fondo, siendo la tribu de los nokús numerosísima y apoyada regularmente por un buen número de marineros de la «Esmeralda».

—Esperemos aquí noticias más precisas —había dicho el capitán a Matemate y al sub-jefe—. Nosotros no tenemos fuerza bastante para intentar un golpe de mano. Nos conviene obrar con astucia si queremos salvar a nuestro desgraciado compañero.

Se improvisó en medio del platanar un campamento rodeado de una ligera empalizada; después, cuatro hombres elegidos entre los más listos y más valientes de la pequeña tropa, fueron enviados en exploración, bajo la guía de Matemate.

—Procura sobre todo traerme algún prisionero; —dijo el capitán al kanaka, antes de que dejara el campamento—. Será la información más preciosa que puedes aportar.

La noche transcurrió en continua ansiedad para los acampados, temiendo siempre una sorpresa por parte de los nokús, cuyas rancherías se encontraban, como ya hemos dicho, a pocas millas de distancia.

Afortunadamente no ocurrió nada y ningún enemigo fue advertido en medio de la gran selva.

También el día se pasó en continua angustia por no haber regresado ninguno de los hombres que acompañaban a Matemate.

¿Qué habría ocurrido a los exploradores? El capitán comenzaba ya a perder la esperanza de volverles a ver, cuando hacia la puesta del sol los guerreros, diseminados por el bosque, para avisar a tiempo la aparición de los terribles antropófagos, señalaron la presencia de un grupito de personas que avanzaba con mil precauciones bajo la inmensa bóveda de vegetales.

Los guerreros, creyendo que se trataba de exploradores enemigos, iban a darse a la fuga, cuando la contraseña de Matemate, que imitaba perfectamente el grito del kagú, se oyó a breve distancia.

—¡Quietos todos! —gritó Koturé—. Es mi hermano que regresa.

Pocos minutos después, Matemate entraba en el campamento conduciendo consigo, sana y salva, su pequeña escolta, aumentada con un individuo espantosamente tatuado y que por único vestido llevaba alrededor del talle un dji o sea un sencillo cinturón de hilos de hierba seca que formaban como una faja.

—He aquí el prisionero que deseas, hombre blanco —dijo el bravo kanaka—. Este es un verdadero nokú que hemos sorprendido en la selva mientras cazaba notús.

Finge no comprender nuestra lengua, mientras todos los de su tribu hablan el kahoa. A ti corresponde hacerle hablar.

El prisionero, que era un hermoso ejemplar de la raza neocaledonia, alto, vigoroso y muy barbudo, fijó sus ojos negros de obscuro fulgor sobre el capitán y después sobre los kahoas, diciendo:

Lelé tayos.

—Ya que nos consideras como amigos tuyos —dijo, el capitán—, ahora nos dirás todo lo que deseamos saber por ti.

El nokú hizo un gesto como si intentara comprender el sentido de aquellas frases, pero no contestó una palabra.

—Atadle a un árbol y vigilarle atentamente —prosiguió el capitán—. No olvidéis que si huye se nos vendrá encima la tribu entera de los nokús.

Y volviéndose hacia Matemate, que parecía esperar ser interrogado:

—¿Has logrado saber algo del prisionero, amigo? —le preguntó.

—Me ha sido imposible acercarme a las rancherías de los nokús —respondió el kanaka—. Toda la tribu está en armas como si se dispusiera para la guerra y numerosos exploradores recorren los bosques. Ha sido una verdadera casualidad el haber podido poner las manos sobre ese hombre.

—¿Se prepararán para asaltar nuestra tribu? —preguntó el capitán, alarmado.

—Solamente el prisionero podrá decírtelo.

—¿No sabes si aquel hombre blanco está aún con los nokús?

—No he podido saber nada.

—¿Estaremos aquí seguros?

—El bosque es espeso, jefe blanco, y no es fácil una sorpresa —respondió Matemate—. Además, los nokús están lejos y acaso se preparen para algún pilú-pilú en vez de para emprender una expedición.

Por eso es necesario que el prisionero hable.

—¿Y si se obstinase en no comprendernos?

El kanaka se sonrió.

—Veremos si podrá resistir mucho tiempo —dijo luego.

—¿Quieres someterle al tormento? Ten cuidado, porque no tenemos tiempo que perder. La suerte de mi marinero está acaso ya decretada.

—Será negocio breve —respondió Matemate—. Al regresar he encontrado a poca distancia del campamento todo lo que necesito para obligar a ese hombre a hablar.

—¿Qué has encontrado?

—¡Oh! Sencillamente un árbol.

—¿Acaso le vas a ahorcar?

—Entonces, jefe blanco, ya no hablaría más. El metale neo le obligará a desatar la lengua.

A su atmósfera homicida no se resiste mucho tiempo.

—¿Qué me dices?

—Dentro de poco lo verás —dijo el kanaka, con sonrisa feroz—. Es preciso obrar con rapidez, jefe blanco.

—A ti te dejo, la dirección de esta tarea —repuso el capitán.

Matemate hizo que los kahoas arrancaran algunos pedazos de niaulis para hacer antorchas, y después desató al prisionero que conservaba una calma imperturbable, como si nada de aquello fuera con él.

Koturé y otros cuatro guerreros rodearon al pobre hombre blandiendo las hachas de piedra, prontos a acogotarle a la menor tentativa de fuga.

—Sígueme, jefe blanco —dijo Matemate.

Después de recomendar al subjefe de los kahoas que vigilara atentamente el campamento, y mandar exploradores; a los alrededores, la tropa se puso en marcha, precedida de dos hombres que alumbraban el camino con las antorchas dé niaulis.

Matemate llevaba bien sujeta la cuerda vegetal que había arrojado alrededor del cuello del prisionero, aunque éste no demostraba ningún deseo de rebelarse.

Seguramente creía ser conducido al matadero para ser devorado y se había ya resignado con su suerte. Por otra parte, una lucha contra aquellos siete hombres hubiera sido absolutamente inútil, especialmente contando con aquel hombre blanco, armado con el terrible tubo de hierro que desencadena el trueno y que mata a larga distancia.

Después dé recorrer trescientos o cuatrocientos pasos, el capitán se encontró con no poca sorpresa suya ante una explanada abierta en plena selva y en cuyo, centro se elevaban cuatro o cinco árboles dé una especie para él hasta entonces desconocida.

Semejábanse algo a los olivos de Europa, con el tronco blanquecino y brillante, con pocas ramas dispuestas sin orden, cubiertos de hojas apretadas, de un hermoso verde obscuro que daba a aquellos árboles un no sé qué de triste, a semejanza de los sauces y de los cipreses de los cementerios.

Bajo la sombra proyectada por aquellos árboles, no crecía planta alguna, como si por sus invisibles poros se escaparan emanaciones pestíferas.

También las plantas que se alzaban a cierta distancia parecía que se resistieran, porque no tenían la apariencia fresca y lozana de las otras.

El capitán creyó por un momento encontrarse ante un grupo de upas, aquellos vegetales venenosísimos que crecen especialmente en las grandes islas malayas y que irradian en tomo de ellos una atmósfera mortífera que mata pronto a todas las que brotan en sus inmediaciones; pero una palabra de Matemate le desengañó.

—¡Melalenco! —había exclamado el kanaka, sonriendo.

—Yo he oído: hablar de ese árbol —respondió el capitán—. Son venenosos, ¿verdad?

—Sí, y también son utilísimos, porque trasudan una excelente resina que sirve para hacer antorchas mejores que las del niaulis y su corteza sirve para hacer cabañas impenetrables a la lluvia.

—¿Y qué harán estos árboles a nuestro prisionero?

—¿No ves, jefe blanco, cómo han muerto todos los vegetales que se habían atrevido a brotar bajo la sombra proyectada por el melalenco?

—Ya lo había notado antes —repuso el capitán.

—Eso quiere decir que estos árboles son peligrosos. Prueba a acostarte ahí debajo y después de algunas horas experimentarás dolores agudísimos en la cabeza, náuseas y vómitos violentos. Pero yo no me contentaré con esto. El prisionero podría resistir mucho tiempo.

Mira lo que hay aquí.

El kanaka se había metido entre el grupo dé plantas, señalando al capitán una media docena de pequeños conos formados por un fango blanquecino.

—¡Un hormiguero! —exclamó don José.

—Y ataremos al, prisionero precisamente en medio de estos conos —dijo Matemate—. Veréis cómo aullará cuando los animalitos, atraídos por el olor de la sangre, salgan en masa.

No podrá resistir mucho y se decidirá a hablar.

Koturé, conduce aquí al prisionero y proporcionarme unas lianas.

—Querría ahorrarle semejante tortura —dijo el capitán.

—Y entonces no sabrías nada —repuso Matemate— conozco la testarudez de estos hombres. Es preciso hacerles tiras para decidirles a hablar.

Déjame hacer a mí, jefe blanco; yo respondo de todo.

Fue conducido el prisionero, al que se habían atado cuatro largas lianas. Al ver el hormiguero, se arrugó su frente, pero no salió ni una palabra de sus labios.

Le colocaron en medio de los conos y: las lianas fueron aseguradas al tronco del metalenco de modo que le impedían moverse.

—¿Quieres hablar? —le preguntó Matemate, por última vez.

El prisionero sacudió la cabeza, fingiendo no haber comprendido la pregunta.

—Veremos dentro de poco si comprende los mordiscos de las hormigas —dijo el kanaka.

Se hizo entregar la navaja por el capitán e hizo con ella sobre los muslos del prisionero dos ligeras incisiones, prolongándolas hasta la rodilla.

Aunque apenas había sido la piel atacada, la sangre brotó en seguida abundantemente, formando en tierra un pequeño charco.

El prisionero no había ni siquiera movido los párpados. Habituado a dolorosos tatuajes, aquellas incisiones le parecían una sencilla broma.

—¡Atrás todos! —ordenó Matemate.

Mientras el capitán y los kahoas se retiraban después de clavar en tierra las antorchas de niaulis el kanaka empuñó su hacha de piedra y con pocos golpes deshizo: un hormiguero. Todos se habían retirado fuera de la venenosa sombra del melalenco, pues ya empezaban a probar agudos pinchazos en el cerebro y una especie de atontamiento.

También Matemate se les había unido, y se había acurrucado a los pies del capitán, mirando al prisionero, el cual se mostraba siempre impasible, aunque seguramente había comprendido el suplicio a que había sido condenado.

No habían transcurrido dos minutos, cuando se mostraron grandes manchas negras en los bordes del hormiguero que había destrozado Matemate.

Eran las hormigas carnívoras que, atraídas por el olor de la sangre y despertadas por el desmoronamiento de sus habitaciones, acudían a bandadas, agitando rabiosamente sus pinzas.

A semejanza de América que tiene el sambas y de África que posee diversas variedades de termites, las islas de la Polinesia no están desprovistas de hormigas carnívoras. Se parecen a las llamadas «hormigas de agua hirviendo» de las regiones ecuatoriales y alcanzan a veces una longitud de tres centímetros.

Son extremadamente voraces y ¡ay de él! si pueden sorprender cerca de sus hormigueros algún animal adormecido o herido tan malamente que no le sea posible huir.

Se arrojan sobre él por batallones compactos, poniendo en acción millares de tenacitas que cortan y arrancan músculos, carne y piel, no dejando a las pocas horas y acaso antes, más que un mondado esqueleto perfectamente limpio, digno de figurar en algún museo anatómico.

Viendo aquellos pequeños monstruos, que ya descendían rápidamente hasta el charquito de sangre, impacientes de morder y devorar, el prisionero, que sufría ya la influencia venenosa del melalenco, no pudo contener un grito de espanto.

—Los animalitos le asustan más que las parrillas —dijo Matemate, riendo.

—¿Y dejarás que le devoren vivo? —preguntó el capitán.

—¡Oh, no! —replicó el kanaka—. Cuando sienta las primeras mordeduras, él será quien pida hablar.

—¿Y podremos entonces sustraerle a las hormigas?

En lugar de responder, Matemate cambió con el hermano algunas palabras.

Pronto el capitán le vio cortar algunas ramitas muy frondosas y repartirlas entre los kahoas.

En aquel momento se oyó un alarido agudísimo y se vio al prisionero hacer esfuerzos desesperados para libertarse de las lianas que le tenían sujeto en medio de los hormigueros.

—¡Ah! Los animalitos negros empiezan a morder —dijo Matemate—. ¿Cuánto podrá resistir?

Las hormigas habían asaltado los pies del desgraciado guerrero, clavando en la carne sus terribles pinzas.

Salían a oleadas del hormiguero, empujándose y; apretándose unas con otras para llegar antes a tomar parte en aquella orgía de carne viva.

El paciente gritaba espantosamente bajo los feroces mordiscos de los glotones animalitos negros, como les llamaba Matemate.

Se sacudía como si le tocaran descargas eléctricas, giraba la vista como un loco, daba sacudidas terribles a las cuerdas vegetales, haciendo algunas veces encorvarse al tronco del niélaleneo. De los labios cubiertos de sangrienta espútela le salían de vez en cuando espantosos rugidos.

—Basta —dijo el capitán—. Las hormigas trepan por las piernas. ¿Qué esperas, Matemate? ¿Que le devoren?

El kanaka se levantó toteando en la mano una de las ramas frondosas que su hermano había cortado.

Se acercó con precaución al prisionero, que parecía enloquecido bajo aquellos dolorosísimos mordiscos que se sucedían sin cesar y con creciente ferocidad, preguntándole:

—¿Hablarás ahora?

—¡Sí! ¡Sí! —gritó el desgraciado.

—¿Comprenderás la lengua de los krahoas?

—Sí, hablaré, diré todo lo que queráis… devorarme… pero no tele hagáis morir así.

—Adelante —dijo Matemate.

Los kahoas y Koturé se lanzaron valientemente entre los conos de hormigas, barriendo el suelo con las ramas que llevaban en la miaño, golpeando con ellas las piernas del prisionero para separar los sanguinarios animaluchos.

Desbaratados los terribles batallones, cortaron las lianas y llevaron al prisionero ante el capitán, sin desatarle los brazos, sin embargo.

Las piernas del desgraciado estaban cubiertas de sangre. Los malditos insectos le habían destrozado la piel en más de cien sitios, produciéndole heridas más dolorosas que peligrosas.

¡Ay si aquel suplicio hubiera durado unos minutos! ¡Eran los músculos que se marchaban pedacito a pedacito!

Koturé, que llevaba un recipiente lleno de agua, formado por un pedazo de bambú contado: entre dos nudos, lavó la sangre y después ofreció al prisionero un coco, que fue vaciado de un solo trago.

—Ahora hablarás —dijo Matemate—. Ya que comprendes la lengua dé los krahoas, que difiere poco de la de tus compatriotas, responde a le que te pregunte este hombre blanco.

Si dubas o té niegas, te advierto que te volveré a atar, y esta vez no te sacaré del hormiguero.

No intentes engañamos; tú bien sabes que el hombre blanco lee en el pensamiento dé los hombres negros.

El guerrero inclinó la cabeza como si estuviera plenamente convencido de aquella verdad.

—Responde al hombre blanco —dijo el implacable Matemate, poniéndosele al lado con el hacha de piedra levantada— y no olvides que mi arma nunca falla.

—Hay en tu aldea un hombre blanco, ¿no es cierto? —preguntó el capitán.

—No —respondió el prisionero—. Le había, pero se ha marchado.

—¿Por dónde?

—No lo sé. Tomó el camino dé septentrión ayer mañana con una escolta de más compatriotas.

—¿No sabes dónde se ha dirigido? Piensa bien antes de responder. Yo leo tu pensamiento, porque entre los hombres blancos ocupo el lugar del kerradais.

—No intentaré engañarte —repuso el prisionero—, pero no puedo decirte lo que no sé.

El hombre blanco se debe haber dirigido a la gran canoa para curtirse dé regalos para los krahoas.

—¿Dónde se encuentra la canoa?

—En la boca del Diao, me han dicho.

—¿Está ese río lejos de aquí?

—Apenas dos jornadas.

—¿Hace mucho que está aquí el hombre blanco?

El prisionero se ensimismó en un cálculo demasiado difícil para su cerebro, y después se limitó a responder:

—No lo sé.

Matemate, aunque más inteligente, tampoco habría respondido de otro modo, pues los neocaledonios, como la mayoría de los pueblos salvajes, no tenían noción exacta del tiempo.

—Sea —dijo el capitán—. Dime por qué le habéis recibido en vez de devorarle.

—Porque primero mató a nuestro jefe, aterrorizándonos con truenos y después nos ha colmado de regalos.

Ahora es él el jefe dé nuestra tribu.

—El ha hecho robar dos hombres blancos, ¿verdad? —Sí.

—¿Qué ha hecho con ellos? —preguntó el capitán con ansiedad.

—Unjo era viejo y el otro joven —dijo el guerrero—. El primero se encuentra prisionero en una caverna y será comido mañana por la noche después del gran pilú-pilú…

—¿Qué has dicho? —gritó, el capitán, saltando en pie.

—Que su carne servirá de cena a los más importantes personajes de la tribu.

—¿Mañana por la noche?

—Sí, hombre blanco.

—¿Sabes tú dónde está la caverna?

—Lo sé.

—¿Sabrías conducimos a ella?

El nokú tuvo una breve vacilación; sin embargo, viendo a Matemate levantar la terrible hacha de piedra, respondió en seguida:

—Sí, sé dónde se encuentra. Cubre el lago subterráneo.

—¿Y el otro, el joven?

—Se marchó con el hombre blanco.

—¡Ah, canalla! —gritó el capitán—. ¡Me lo había imaginado! ¡Ese era el canalla que me hacía traición! ¡Ese es el infamé que estropeó mis instrumentos astronómicos! ¡Ese es el bribón que indicaba a Ramírez la ruta que seguíamos con la balsa! ¡Ser tan villano un muchacho! ¡Es preciso que yo le mate!

Se había puesto a pasear por la explanada, presa de una viva agitación. Tenía ya la sospecha de que el joven marinero había sido el autor de tanta bribonada, pero hasta ahora no se había convencido.

Si Ramírez le había perdonado, era evidente que de algún mío do le había ayudado.

—¿Dónde está aquel joven blanco? —preguntó apretando los dientes y parándose ante el prisionero.

—Ya te he dicho que se marchó con el jefe —respondió el nokú.

—¡Ah! Se me había olvidado. ¿Estás seguro de ello?

—Yo no le he visto.

—¿Y el viejo?

—Está encerrado en la caverna en espera de ser devorado.

—¿Luego tú sabes dónde está la caverna?

—Sí; es la que sirve para sacrificar a los prisioneros.

—¿Quieres tú salvar tu vida?

—No deseo otra cosa.

—Guíanos a ese sitio.

—No le comerán hasta mañana en el giran pilú-pilú.

—No tenemos prisa y esperaremos. Dime solamente si tú has visto la gran canoa del hombre blanco.

—Sí.

—¿Sabrías guiarnos hasta el sitio donde se encuentra?

—Sí, si lo quieres, con tal que me salves la vida y no me vuelvas a enviar con mis compatriotas.

—¿Por qué?

—Porque me devorarían.

—¿Tanto temen la cólera y la venganza del hombre blanco?

—Todos tiemblan delante de él.

—¡Ah! ¡bribón! —exclamó don José—. Cómo sabe imponerse hasta a los antropófagos ese hombre. Será un enemigo formidable de combatir, pero el tesoro de la Montaña Azul no está aún en sus manos. Veremos quién dirá la última palabra. Matemate, volvamos al campamento y vigila al prisionero.

—Yo dormiré a su lado —respondió el kanaka.

—Manda alguno a la aldea para que conduzca aquí seis guerreros más y también al joven blanco. Podremos fiarnos de los kahoas, ¿no es verdad?

—Tú eres un genio bueno, ¿qué puedes temer?

—¿Estará segura la muchacha?

—Está taimada; ¿qué más deseas, jefe blanco? Nadie se atreverá a tocarla.

—Es verdad, desde ahora es sagrada.

Volvieron al campamento conduciendo con ellos al prisionero y después de haber colocado los centinelas y asegurarse de que ningún peligro les amenazaba, se acostaron sobre montones de hojas frescas y perfumadas, mientras un guerrero partía a la carrera hacia el poblado a pedir ayuda y hacer venir a don Pedro.

La noche transcurrió con perfecta tranquilidad. Ningún enemigo se acercó al campamento, acaso por ser hasta entonces al menos ignorado de todos.

Hasta cerca de las diez de la mañana no llegó dolí Pedro acompañado por media docena de guerreros escogidos entre los más robustos y que además de las armas llevaban gran cantidad de pescados, magnagnes y ñames.

—Ha llegado el momento de jugar nuestros triunfos —le dijo el capitán apenas le vio—. Esta noche debe ser devorado nuestro bravo bosmano, pero pronto sabremos donde se encuentra y su salvación depende de nuestro valor.

—Estamos a sus órdenes, don José —respondió el joven—. Yo estoy plenamente convencido de que arrancaremos a aquel valiente de las manos de los antropófagos.

—Almorcemos, don Pedro, y antes de que el sol se ponga nos pondremos en marcha. Somos pocos, es cierto, pero, no obstante, yo estoy seguro del éxito. Un ejército no pasa inadvertido, pero una escolta puede escaparse hasta a cien ojos. Caeremos sobre aquella canalla como rayos y veremos si pueden resistir a nuestras carabinas. Después nos ocuparemos de aquel granuja de Ramírez.

CAPITULO XIV. LA CAVERNA DE LOS ANTROPÓFAGOS

Comenzaba a obscurecer y los gigantescos murciélagos dé cabeza de perro dejaban sus refugios para hacer estragos dé insectos y dé frutas, cuando la pequeña tropa, guiada por el prisionero, se puso en marcha para llegar a la principal aldea de los nokús.

Teniendo siempre lugar de noche el pilú-pilú, los salvadores del contramaestre tenían todo el tiempo necesario para emboscarse en las cercanías de la caverna que servía de prisión y al propio tiempo de lugar destinado a los sacrificios humanos.

Un vaho asfixiante, casi irrespirable, reinaba sobre la inmensa selva, habiéndose cubierto el cielo dé grandes nubes cargadas dé lluvia y de electricidad. Parecía inminente el estallido dé uno de aquellos terribles huracanes que trastornan en pocos minutos las islas del Océano Pacífico.

El prisionero, flanqueado por Matemate y Koturé, que le tenían bien sujeto por medio dé lianas que llevaba a los costados para impedirle escapar, avanzaba con paso rápido a través de la densa obscuridad, como si poseyera ojos de gato.

Inmediatamente detrás iba el capitán con don Pedro, ambos con las carabinas cargadas.

La travesía de la gran selva duró una hora larga; después el nokú acortó el paso diciendo a sus guardianes:

—No hagáis ruido ni habléis. Pasamos por medio de las aldeas.

—Y yo té recomiendo a ti que no des un grito —repuso Matemate—. Si das la voz de alarma, mi hacha te deshará el cráneo:

—Ya que no me habéis comido, no os haré traición y os conduciré a la caverna donde tendrá lugar el pilú-pilú.

—¿Estamos cerca? —preguntó don José, que había oído las palabras cambiadas entre el prisionero y sus guardianes.

—Más de lo que crees, hombre blanco —respondió el nokú—. Es allí, hacia la playa.

—¿Estarán ya allí tus compatriotas?

—No se reunirán hasta que salga la luna.

—Guíanos.

El gran bosque empezaba a hacerse más ralo, por no ser las plantas de alto tronco amantes de los abrasadores besos de la brisa marina. Unicamente kauris y cocoteros crecían aún en grandes grupos junto a los altísimos pinos marítimos que elevaban sus cimas a más de cincuenta metros.

A través de los desgarrones del bosque se velan de vez en cuando, a la luz de los relámpagos, agrupaciones de cabañas.

Eran las rancherías de los nokús.

La pequeña tropa avanzaba con infinitas precauciones sin hablar, procurando sobre todo evitar aquellas cabañas formadas de cortezas de niaulis y de melalenco que semejaban, por su forma, grandes colmenas.

Aunque el comienzo del gran pilú-pilú debía ser anunciado, las cabañas estaban ya desiertas. Probablemente todos los habitantes se habían reunido ya con tiempo en la aldea principal, queriendo tomar parte en la danza y alcanzar al menos algún pedacillo de carne del pobre bosmano.

Comenzaba en lontananza a tronar, y a mugir el mar, cuando el prisionero señaló con el dado a Matemate una pequeña altura que se levantaba aislada casi en el margen de la interminable zona de rhizophoras que se extiende a lo largo de todas las playas de la gran isla.

—Allí es —dijo.

—¿Se habrán reunido ya tus compatriotas?

—Aún no se ha mostrado la luna —respondió—. Acaso llegaremos antes que ellos.

Un violento estallido de redobles que parecía salir de debajo de la tierra, les hizo detenerse.

—Es demasiado tarde —dijo, mirando con ansiedad a los dos kanakas—. Ese fragor anuncia la gran danza en honor del dios Tiki.

—¿Qué dices tú? —preguntó don José, adelantándose.

—Que mis compatriotas han adelantado la hora de la reunión —respondió el nokú, que parecía asombrado.

—¿Se habrán reunido ya en la caverna?

—Sí, hombre blanco; sin embargo, la luna aún no ha aparecido.

—¿Tiene una sola entrada?

—Dos, pero una es casi impracticable.

—La prefiero a la principal si tú me aseguras poder llegar al interior de la caverna.

—Tendremos que entrar a rastras.

—No te preocupes por ello. Tenemos que sorprender a tus compatriotas, no luchar con ellos.

—Entonces sígueme, hombre blanco —dijo el prisionero, que parecía hubiese tomado una resolución.

—Ten cuidado porque mis guerreros vigilarán todos tus movimientos.

—Ya que no me habéis devorado, yo me he convertido en tu esclavo —respondió el nokú con cierta nobleza—. Yo te debo agradecimiento.

Apresurémonos o llegaremos tarde. La gran danza debe haber comenzado y a su terminación será sacrificado tu amigo y puesto en la parrilla.

Don José recomendó a sus hombres que mantuvieran el más absoluto silencio, y se pusieron todos detrás del prisionero, quien se dirigía con paso rápido hacia la colinita que estaba cubierta de bellísimos cocoteros y macizos de arbustos.

Los gruesos tamboriles de madera de los antropófagos redoblaban continuamente en las entrañas de la tierra, signo evidente de que el pilú-pilú había comenzado.

De cuando en cuando, a aquellos sordos sonidos que semejaban al lejano rumor de una cascada, se unían alaridos agudísimos que parecían surgir de alguna inmensa vorágine.

—¿Cuántos salvajes se habrán reunido ahí dentro? —se preguntaba con inquietud el capitán, a quien le golpeaba el corazón más fuerte a cada paso que se acercaban a la colina—. ¿Lograremos librar a aquel desgraciado Retón de las parrillas que le aguardan?

El nokú, que caminaba apresurado, guardado de vista por Matemate y Koturé, al llegar a la base de la colina sondeó por en miedo de los espesos matorrales por algunos minutos, y después removió una gruesa piedra, enseñando al capitán una abertura tenebrosa.

—Tenemos que pasar por aquí —dijo.

—¿Podríamos encender una antorcha?

—Por ahora sí.

—¿No percibirán las luces tus compatriotas?

—El pasadizo es tortuoso. La apagaremos después de atravesar el canal subterráneo, que alimenta el lago.

—¿Hay un estanque en la caverna?

—Sí, hombre blanco, en medio de él se eleva el dios Tiki, el buen genio, del miar.

El capitán, que poseía su eslabón y yesca, única cosa que había podido salvar del naufragio, además de las anuas y municiones, encendió una antorcha de niaulis, y en seguida la pequeña tropa se hundió valerosamente en el estrecho pasadizo, avanzando unos detrás de otros.

Matemate, que temía siempre alguna desagradable sorpresa por parte del prisionero, avanzaba a la cabeza de todos, llevando la antorcha.

Detrás venía el nokú con Koturé a sus espaldas, de modo que le fuera imposible cualquier tentativa de fuga.

El redoble de los tambores y los gritos de los danzantes se propagaban dentro del conducto en crescendo espantoso. Parecía que toda la colina temblase y que de un momento a otro iba a derrumbarse.

Se mezclaban con aquél otros fragores profundos y prolongados que parecían producidos por cascadas de agua o impetuosos torrentes encerradlos entre las paredes basálticas de la altura, porque se oían, pero no se veían.

Matemate apresuraba el paso, aunque mil obstáculos estorbaban el camino, haciendo la marcha penosísima.

Unas veces la galería, que parecía hubiese sido en otra época el lecho de algún impetuoso curso de agua, se estrechaba de manera que hacía dificilísimo el paso; otras era la bóveda que se rebajaba hasta obligar a los hombres a arrastrarse como serpientes; de cuando en cuando en fin, se veía Matemate obligado a detenerse para mover de su sitio peñascos que impedían el paso.

Recorrieron trescientos o cuatrocientos pasos, siempre descendiendo; llegaron finalmente a una profunda hendidura en el fondo de la cual se percibía correr el agua que salía de una galería.

—¿Agua dulce o de miar? —preguntó el capitán al prisionero.

—De miar —respondió el nokú—. Esta es la que alimenta el lagoon interno cuando la impulsa la marea ascendente.

Siendo la hendidura apenas de metro y medio de ancha, los diecisiete hombres la salvaron de un salto.

—Apagar la antorcha —dijo el prisionero—. Estamos próximos.

En efecto, los tambores redoblaban a pocos pasos con un estruendo diabólico, confundiéndose con gritos ensordecedores, acompañados de golpes formidables, producidos probablemente por el choque de gran número: de mazas.

—Matemate, ten bien sujeto al prisionero —dijo el capitán, alzando la voz.

—Yo respondo dé él —repuso el kanaka.

—¿Está su carabina cargada, don Pedro?

—Sí, don José —respondió el joven.

—No hacer fuego si yo no lo mondó. ¡Adelante!

El pasadizo se había ensanchado y se desarrollaba en zig-zag. El estrépito aumentaba en intensidad, propagándose colmo inmensos estallidos de truenos a través de las galerías y en las entrañas de la colina.

Parecía dé temer un derrumbamiento general.

El capitán y sus compañeros habían acortado el paso, y avanzaban con extrema prudencia, temiendo que los antropófagos tuviesen colocados centinelas a la salida del pasadizo para prevenirse contra cualquier sorpresa.

De pronto un haz dé luz bastante viva se proyectó hasta ellos. Al volver dé una curva se habían encontrado de improviso ante la inmensa caverna donde los nokús estaban ejecutando su danza favorita antes de comenzar el banquete.

Sin embargo, nadie podía haberlos percibido por encontrarse ocultos tras un grupo dé estalactitas que en gran número pendían dé la bóveda.

—¡Quietos todos! —había ordenado el capitán.

La caverna tenía dimensiones gigantescas y era de maravillosa belleza, digna dé figurar entre las más notables del viejo y del nuevo mundo.

Era una inmensa sala dé forma casi circular, embellecida por una infinidad de estalactitas y: estalagmitas y con las paredes llenas de incrustaciones vítreas que relumbraban vivamente bajo las luces de doscientas o trescientas antorchas plantadas en las hendiduras del suelo.

En el medio se abría un estanque natural, de algunos centenares de metros de circunferencia, lleno de agua y en el centro una roca sobre la cual había colocada una horrible divinidad tallada en el tronco de un árbol.

Era el dios Tiki, un feísimo monstruo con piernas torcidas, cabeza grande coronada con una especie de birrete de forma cuadrada, y los brazos cruzados sobre el vientre.

En torno del lagoon varias docenas de guerreros danzaban furiosamente, golpeando el suelo con sus mazas, mientras en el fondo de la caverna estaban reunidos doscientos o trescientos espectadores entre hombres y mujeres.

Una compañía de tocadores animaba a los bailarines, dando golpes sonoros sobre tamboriles de madera y lacerando los oídos con silbidos agudísimos que sacaban de ciertas flautas largas, formadas probablemente con huesos humanos.

—Esta es una cueva infernal —dijo el capitán a don Pedro, que se había arrodillado a su lado, mirando a través de las estalactitas—. Pero, ¿dónde está Retón?

—Allí está; ¿le veis? Cerca del lagoon, enfrente de la horrorosa estatua.

El capitán se inclinó hacia adelante, haciendo caer una estalagmita, y pudo: ver una gran jaula hecha con bambúes, dentro de la cual había encerrado un hombre con las manos atadas a la espalda.

Le bastó una sola mirada para conocerle.

—¡Mi desgraciado bosmano! —exclamó con voz conmovida—. ¡Cuántas angustias debe pasar el pobre viejo!

—¡Y no poderle avisar de alguna manera nuestra presencia! —dijo don Pedro—. No deis ni un paso o todos somos perdidos.

—¿Y cómo haremos para salvarle? Aquí hay lo menos cuatrocientas personas.

—Cuento con su sorpresa. Por ahora dejémosles bailar. Nosotros entraremos en escena en el momento, oportuno. Yo ya he pensado mi plan.

Se volvió hacia Matemate, que estaba detrás, teniendo siempre bien sujeto al prisionero.

—¿Se prolongará mucho aún el pitá-pitá? —le preguntó.

—Está para terminar, hombre blanco. Allí abajo avanza el hechicero de la tribu que será el encargado de ofrecer la sangre a Tiki.

—¿Aquel monstruo horrible que surge en medio del Lagoon?

—Sí; si se contenta con esa oferta.

—¿Es el hechicero el que dará el golpe mortal al prisionero?

—¿No ves que tiene un hacha en la mano?

—Está bien —dijo el capitán—. Ahora escúchame atentamente. Cuando yo dispare el primer tiro, tú te arrojas a la jaula y libras al prisionero.

Deja aquí dos de los nuestros para que no nos corten la retirada.

—¿Y los otros?

—Que me sigan gritando: todo lo que puedan para hacer creer a los nokús que traemos con nosotros toda la tribu de los kahoas.

—Serás obedecido, jefe blanco —respondió el kanaka.

La danza en la cual habían tomado parte los más distinguidos mozos de la tribu, estaba para terminar.

Los bailarines, completamente sin aliento, goteando sudor, se habían puesto a correr alrededor del lagoon, persiguiéndose unos a otros y fingiendo matarse mutuamente a golpes de hacha y de rompecostillas.

Era la última fase del pilú-pilú.

Los espectadores se habían levantado y avanzaban hacia el centro de la caverna precedidos del hechicero de la tribu, un viejo arrugado a quien la lepra había devorado algunas falanges de los dedos de los pies y que tenía la cara incrustada de podredumbre por el excesivo abuso de una especie de cerveza que los salvajes obtienen macerando ciertas raíces picantes como granos dé pimienta.

Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos, encrespados y bastante largos estaban anudados en un lado solo y trenzados con dientes de marsuino y perlas de vidrio, señal de que aquel hombre tenía que satisfacer alguna Venganza.

Detrás de él venían cuatro vigorosos indígenas que conducían con trabajo un tronco de árbol que parecía contuviese cualquier cosa en su interior.

—¿Qué quiere significar eso, Matemate? —preguntó el capitán, mientras el estruendo cesaba de pronto y los bailarines se retiraban al fondo de la caverna.

El prisionero, que había oído la pregunta, respondió antes que el kanaka:

—Conducen ante Tiki el cadáver del jefe de la tribu.

—¿El que mató el hombre blanco?

—Sí.

—Tú me dijiste que hace ya muchos días que fue acogotado.

—Aún no ha sufrido la hakapoha —respondió el nokú—, porque el hombre blanco lo había prohibido severamente.

Ahora que se ha marchado, el hechicero lo ha hecho recoger de la cima de la montaña para sepultarle aquí.

—Quién sabe el estado a que estará ya reducido. ¿Sacrificarán al prisionero en su honor?

—Es probable —dijo Matemate.

—Se tendrán que comer al hechicero si quieren cenar —respondió el capitán—. Puede irse preparando para partir al otro mundo.

Los cuatro guerreros que llevaban el tronco de árbol, ahuecado a propósito para servir de féretro, habían llegado a la orilla del lagoon, seguidos a poca distancia por toda la tribu, la cual conservaba un religioso silencio.

Los restos fueron colocados de frente al dios, que levantado un pedazo de corteza y el cadáver fue sacado y puesto en el suelo con infinitas precauciones.

Un olor nauseabundo, sofocante, se esparció por la caverna.

El desgraciado jefe de la tribu, que había sido asesinado, quién sabe cuántos días antes, estaba ya en plena descomposición.

De sus miembros medio deshechos manaba un líquido purulento con un hedor insoportable.

Los guerreros estaban inmóviles, apoyados en sus mazas, con la mirada fija en el difunto jefe.

De pronto, a una seña imperiosa del hechicero, cesaron los gritos y los lloros.

Se quitó el símbolo dé venganza, dejándose caer los cabellos, arrojó en el lagoon las perlas y el diente de marsuino que formaban como una especie de peine, y después de lanzar tres gritos formidables que resonaron como tres truenos por la espaciosa caverna, blandió él hacha y se dirigió a la jaula donde se hallaba encerrado, medio atontado por el terror, el pobre Retén.

—A ti te toca ahora, hombre blanco —dijo Matemate.

El capitán, pálido pero resuelto, se levantó apoyando el cañón en una estalactita para estar más seguro de la puntería.

Don Pedro le había imitado, pronto a disparar a su vez sobre el hechicero en el caso de que don José errase el tiro.

Los dos kanakas y los kahoas habían empuñado las armas y sólo esperaban una señal para lanzarse como tigres sedientos de sangre sobre sus feroces adversarios.

El momento era trágico. Un profundo silencio reinaba en la inmensa caverna y aquellos centenares y centenares de personas contenían hasta la respiración.

Sólo el agua del lagoon, que subía con la marea, por tener alguna comunicación con el mar, murmuraba sordamente en torno de la roca que servía de pedestal al dios Tiki.

El hechicero, después de trazar en el aire, con el hacha de piedra, signos misteriosos, se adelantó hacia la jaula que servía de prisión al desgraciado Retón.

Contempló por algunos momentos al pobre marinero, que le miraba con los ojos dilatados por un terror imposible de describir; después, con dos terribles mazazos, rompió algunos bambúes y alargó la mano izquierda, arrastrándole violentamente afuera.

Aquel acto pareció devolver todas las energías del viejo marinero. Con un imprevisto movimiento se libró de las ligaduras, después empezó a descargar sobre el hechicero una tempestad de puñetazos y patadas, provocando por parte dé los espectadores un inmenso alarido de indignación.

—¡Bravo, bosmano! —exclamó don Pedro—. ¡Pega fuerte!

Y el viejo pegaba, efectivamente, como un demonio, alternando puñetazos y puntapiés magistrales con una rapidez prodigiosa.

El hechicero, atontado, giraba sobre si mismo como una peonza, sin pensar siquiera en hacer uso del hacha.

Los guerreros, furibundos, iban a lanzarse en ayuda de su sacerdote, cuando un disparo, que centuplicó el eco de la caverna, cubrió sus gritos.

El hechicero, herido por la infalible bala de don José, había caído al suelo abrasado, mientras Retón, pasado el primer momento de aturdimiento y comprendiendo que hombres blancos acudían en su auxilio, se dirigía en precipitada fuga hacia el lugar donde había percibido el fogonazo.

Los salvajes, oyendo aquel disparo que había parecido un cañonazo, se habían parado mirando con espanto a su alrededor, no sabiendo por el momento a qué atribuirlo, pero sobrecogidos de repentino pánico escaparon de pronto a correr hacia la entrada de la caverna, arrollando y derribando a las mujeres que habían sido las primeras en echar a correr.

Por algunos momentos reinó en la inmensa sala subterránea una confusión indescriptible.

Hombres y mujeres aullaban desesperadamente, mientras hacia el corredor se seguían los disparos a intervalos regulares, porque don José, don Pedro y Matemate, que tenía la carabina de Mina, no interrumpían el fuego.

Retón, después de dar vuelta al estanque, se había lanzado hacia el pasadizo, guiado por la nube de humo que se desvanecía entre las estalactitas, y por los fogonazos.

—¡Mi capitán! ¡Amigos! —gritaba el viejo marinero escapado tan milagrosamente a las parrillas.

Don José, viendo que habían desalojado la caverna, se lanzó adelante, gritando:

—¡Ah! ¡Mi bravo Retón! ¡Qué feliz soy al verte libre dé los dientes de esos miserables!

Los dos lobos de mar, profundamente conmovidos, se lanzaron el uno en brazos del otro.

—Y a mí también un buen apretón, bosmano —dijo don Pedro, adelantándose.

—¡Ah, señor! —gritó Retón, con lágrimas en los ojos—. ¿Y su hermana?

—Está en seguridad —dijo el capitán—. Y ahora paso ligero antes de que los salvajes se rehagan de su espanto y vuelvan a vengar a su hechicero. Amigos, ¡en retirada!

Permanecer más tiempo en la caverna era peligroso en extremo. Los antropófagos, cesado el pánico que les habían causado aquellos truenos formidables, podían de un momento a otro volver a entrar y, arrojándose contra la pequeña fuerza, sacrificarles, cosa no difícil, dado su número.

Una pronta retirada era, pues, necesaria.

—¡Aprisa y al trote! —dijo don José—. ¿Tienes aún buenas piernas, Retén?

—He descansado bastante y además la jaula era más cómoda que las que se usan para los pollos.

—Entonces ¡a correr, viejo mío!

Náufragos y salvajes se habían vuelto a internar en el pasadizo, avanzando con rapidez. Matemate y el prisionero guiaban la tropa. Vadearon el canal, donde había, subido mucho el agua, y entraron en la segunda galería que debía conducirles al bosquecillo que crecía en la base de la colina.

Ya no debía estar lejana la entrada, cuando Matemate se detuvo, olfateando el aire.

—¿Qué pasa? —preguntó el capitán que iba detrás llevando una antorcha.

—Humo —contestó el kanaka, haciendo un gesto de ira.

—¿Humo? —dijo también el capitán, inquieto.

—Se introduce a lo largo de la, galería.

—¿Habrá estallado un incendio en el bosquecillo de la colina?

Matemate miró al capitán, arrugando la frente.

—Responde, entonces —volvió a decir don José.

—No será por esta parte por dónde salgamos —dijo por último el kanaka—. Los nokús nos han cerrado el paso.

—¿Es posible?

—Ya lo ves, hombre blanco. Intentan hacer impracticable el paso.

—¿Se habrán apercibido que hemos entrado por aquí en la caverna?

—Es claro.

—Probemos seguir adelante.

—Moriremos asfixiados —respondió Matemate, sacudiendo la cabeza—. La galería es estrecha y pronto estará llena de humo.

—Y el otro paso también estará cerrado.

—Seguramente, hombre blanco. Los nokús han sido más listos que nosotros.

—¿Nos sitiarán ahora?

Matemate iba a responder, cuando el capitán le vio dar un salto atrás.

—¿Qué pasa todavía? —preguntó don José, más intranquilo.

—Las nonas.

—¿Dónde?

—Entran a enjambres, empujadas por el humo.

Una blasfemia se le escapó al capitán. Conocía demasiado bien a aquellas pequeñísimas moscas que nacen al despuntar el día o al anochecer y sólo tienen veinticuatro horas de existencia y, sin embargo, son tan terribles, que hacen huir hasta a los indígenas, obligándoles a veces a abandonar sus aldeas.

Los mosquitos son innocuos en comparación con aquellos terribles y casi microscópicos insectos. Inyectan en la carne un veneno tan dañino, que vuelve locos de dolor a los que son picados, y no es eso todo. Aquel virus infernal produce, como ya hemos dicho otra vez, unos bultitos que si se rascan se convierten en llagas difíciles de curar.

¿Cómo habían los nokús introducido aquellos enjambres en la galería? Nadie hubiera podido decirlo.

El hecho es que las nonas, empujadas por el humo, avanzaban en apretada nube, prontas a arrojarse sobre los hombres.

—¡Huyamos! —gritó Matemate, que había experimentado los primeros pinchazos de aquellos terribles mosquitos—. Estos son peores que el humo y hasta que las flechas.

Los kahoas, que estaban desnudos, fueron los primeros en echar a correr. Los americanos no tardaron en seguirles, mientras el humo continuaba deslizándose a lo largo de la bóveda y las paredes, desprendiendo un agudo olor de resina que provocaba violentos golpes de tos.

Probablemente los nokús quemaban, ante la abertura, cortezas de metalenco que son riquísimas en materia resinosa y que desarrollan un humo densísimo y acre.

Los fugitivos, repasado el curso de agua, volvieron a entrar en la espaciosa caverna. En ella, en cambio, todo estaba tranquilo. Ninguna nube de humo penetraba por la abertura principal y ningún salvaje aparecía. Seguramente los salvajes debían vigilar ante la salida en buen número para impedir la fuga a los sitiados.

—Esto va mal —murmuró Retón—. Me han salvado ustedes y ahora corremos el peligro de ser todos asados.

Yo al menos soy viejo.

—Matemate —dijo el capitán, que conservaba una serenidad admirable—. Haz que cierren el pasadizo para que no entren aquí las nonas.

Por ahora ese camino es para nosotros inútil y hasta peligroso.

El Kanaka, ayudado por los kahoas y por su hermano, barricó la abertura, elevando una verdadera muralla de piedras capaces de resistir el empuje más violento.

—Don Pedro —prosiguió el capitán—. Usted quedará de guardia con Koturé y cuatro guerreros.

Si los nokús avanzan, me avisan ustedes en seguida.

—¿Y usted, don José? —preguntó el joven.

—Quiero ver qué hacen nuestros enemigos. Si es posible forzaremos la salida.

Con dos carabinas y Retón que no tira mal, se puede hacer alguna cosa. Ya sabéis que estos salvajes tienen un miedo endiablado a las armas de fuego.

—¡Con tal que no la hayan cerrado!

—Eso es lo que más temo —repuso el capitán, con un suspiro.

—¿Entonces cómo haremos para salir?

—Tenemos tiempo de pensarlo, don Pedro.

—No tenemos víveres ni agua.

—Por agua no hay que preocuparse. Siempre la encontraremos en las estalactitas. ¡A mí, Matemate! Vamos a ver qué cosa nos preparan de nuevo los nokús.

CAPITULO XV. EL ASEDIO

Parecía que los nokús, demasiado asustados por aquellos disparos y por la muerte imprevista de su hechicero, no tuvieran ninguna prisa en hacer conocimiento con sus misteriosos enemigos, a los que no habían tenido ocasión de mirar a la cara, porque después de la introducción de las nonas y del humo en la galería, no se habían dejado ver.

Algo seguramente debían hacer, sin embargo, para impedir la fuga a los bloqueados. La prueba ya la habían dado, ocupando en seguida y hacendó impracticable el pasadizo secreto.

El capitán y sus hombres, llegados al lagoon, donde tendidos a breve distancia uno de otro estaban el difunto jefe de los nokús y el hechicero, se detuvieron mirando con atención hacia el fondo de la caverna en dirección a la salida.

Como los antropófagos al huir no se habían llevado las antorchas, reinaba en el inmenso subterráneo una luz bastante viva que, sin embargo, no llegaba hasta la abertura.

—No veo nada —dijo el capitán—. Pero por allí es por donde han huido.

—¿La habrán cerrado? —preguntó Retón.

—Tú que has sido conducido por ese camino, ¿podrías decirme si la entrada es grande?

—Me han traído metido en la jaula y no he tenido tiempo de hacer observaciones, capitán —respondió el lobo de mar—. ¡Me encontraba además tan aturdido! Pensaba que me iban a devorar sin esperar ni un minuto.

—¡La jaula! ¡Buena idea! —exclamó don José—. Podrá servirnos como un gigantesco escudo y defendernos de los hachazos y de los venablos. Ayúdame, Matemate.

La jaula, que tenía el fondo hecho con gruesas tablas apenas desbastadas con malas hachas de pedernal, estaba en el lugar donde primeramente había sido llevada.

Los dos náufragos, auxiliados por los indígenas, la hicieron rodar por el pavimento, que estaba perfectamente nivelado, acercándola al fondo de la caverna.

Como era bastante grande para poder contener una docena de hombres, se encontraron todos bien parapetados. Aunque Ramírez se hubiera encontrado entre los salvajes, no hubiera logrado mucho éxito con sus fusiles.

Empujándola siempre, no tardaron los sitiados en llegar, al sitio donde debía encontrarse la entrada, pero con no poco despecho se encontraron en lugar de aquélla una barricada enorme de troncos de árbol y peñascos grandísimos que la obstruían completamente.

—¡Caray! —exclamó furioso el capitán—. ¡Me lo esperaba! ¡Esos bribones nos han encerrado!

—Y se necesitaría un buen cañón para romper ese obstáculo —añadió Retón—. ¡Todos perdidos por salvar mi vieja piel!

—El asunto es verdaderamente serio —dijo don José—. Afortunadamente la caverna es demasiado grande para que nos falte el aire.

—No se inquiete usted por eso, comandante. Si hubiera salido el sol, vería en la bóveda bastantes rendijas.

—¿Bastante grandes para escapar por ellas?

—¡Oh, no! —repuso el bosmano—. No serán suficientes ni para dejar paso a un gato aunque estuviese muy flaco.

—¿Qué haremos ahora? Aquí de tu ingenio, Matemate.

El kanaka, que parecía sumergido en profunda meditación, al oír aquellas palabras volvió a la realidad.

—En este momento, jefe blanco, pensaba en el lagoon —dijo, haciendo chasquear los dedos— si fuese posible sería una buena jugarreta para los nokús.

—¡Al lagoon…! —exclamó el capitán, con estupor—. ¿El miedo de morir devorado te ha hecho enloquecer de ese modo?

—Pues yo en cambio creo, comandante —dijo Retón, que comprendía bastante bien la lengua de los neocaledonios—, que este salvaje es más astuto que nosotros. Yo he observado desde dentro de la maldita jaula, que el agua de ese estanque se eleva de nivel y desciende cada seis horas.

Esto para un marinero quiere decir que se notan los efectos del flujo y reflujo.

—¿Y de ahí qué deduces, Retén? —preguntó el capitán.

—Que debe tener alguna comunicación con el mar y que por allí podremos irnos.

—Tú que conoces los alrededores, ¿está muy cerca del pueblo el mar?

—Cosa de un centenar de metros, capitán, y no hay, rhizophoras en la playa.

—Cien metros de agua que cruzar sin respirar y en la obscuridad, tienen alguna importancia, viejo mío.

—Y ser comido asado o estofado es todavía peor, capitán —repuso el marinero.

—El fuego donde nos han de guisar no está aún encendido —rebatió el capitán—. Vamos a reconocer este lagoon y llamemos a nuestros compañeros, ya que estos nokús no: tienen prisa en dejarse ver.

Volvieron hacia el estanque, uniéndose a don Pedro, y su escolta.

—Estamos presos, ¿no es eso, don José? —preguntó el joven.

—Digamos bloqueados, pero todavía no en las uñas de los antropófagos —respondió el capitán, que no quería impresionarle.

—Todas las salidas están cerradas.

—Intentaremos abrirnos otra nueva, don Pedro.

—¿No habéis perdido la esperanza de que nos vayamos?

—De ninguna manera. Hasta que no me vea extendido sobre las parrillas, no me faltará el valor.

Dejemos hacer a Matemate, que me parece el más astuto de todos.

El tiene algún proyecto bueno que ya ha merecido la aprobación de Retón, y ya sabe usted que el bosmano no es ningún tonto.

En efecto, el kanaka no perdía el tiempo. Siempre fijo en su idea de ganar el miar a través del pasadizo subterráneo que alimentaba el lagoon, continuaba dando vueltas y más vueltas alrededor de la orilla, observando atentamente el agua que parecía haber llegado a su nivel máximo.

—Esperemos la marea baja —dijo finalmente acercándose al capitán—. Es preciso, ante todo, que yo sepa por dónde entra el agua.

—¿Esperas lograrlo? —preguntó don José.

—No puedo dar una seguridad absoluta —respondió el kanaka—. Que existe un canal es indudable; ahora ¿podré yo recorrerlo sin asfixiarme? Esto es lo que aún no sé.

—Tendremos que esperar un poco.

—Los nokús no nos molestarán —respondió Matemate—. Esperan hacernos capitular por hambre.

Tienen miedo a las armas que truenan, para asaltamos.

—¡Al diablo! —exclamó don José, dándose una palmada en la frente—. Se me ocurre ahora una sospecha.

—¿Cuál? —preguntaron Retón y don Pedro.

—Que van a mandar venir aquel perro de Ramírez.

—Eso mismo pensaba yo hace poco —dijo el bosmano—. Cuando yo le vi tenía con él diez hombres, todos bien armados con carabinas y pistolas.

—¿Tú has visto al miserable?

—Como le veo ahora a usted, comandante.

—¿Y qué te ha dicho?

—Me llamó ladrón, acusándome de quererle robar el tesoro de la Montaña Azul.

—¿Te preguntó por mí?

—Sabe que está usted con don Pedro y con la señorita Mina.

—¿Quién se lo ha dicho?

—El canalla de Manuel. Aquel granuja es el que nos hacía traición. Para que usted lo sepa, él es el que estropeó los instrumentos de situarse y él es quien le ha informado de todo a Ramírez.

—¿Es posible…?

—¿Quiere usted una prueba terminante? A mí me entregó a los antropófagos para que se comieran mi vieja cáscara, mientras aquel bandido de grumete fue en el acto puesto en libertad y agasajado por Ramírez como un antiguo y querido amigo.

—¡Aquel muchacho! —exclamó don Pedro.

—¡Ah! ¿Llama usted muchacho a aquel chiquillo? Es más tunante que todos nosotros juntos —dijo Retón, con violencia—. ¡Que caiga en mis manos ese miserable y ya verá lo que hace de él el bosmano de la «Andalucía»!

—Nunca lo habría creído —dijo el capitán, que parecía apesadumbrado—. A aquel bribón le he tratado siempre como a un hijo mío, porque me fue recomendado por un amigo antiguo.

—Yo sospechaba en el, por instinto, a un gran canalla —dijo Retón—. ¿No veía usted que siempre estaba disputando con aquel pedazo de asno?

No obstante la gravedad de la situación, el capitán y don Pedro no pudieron contener una risotada.

—Dime, Retón —preguntó don José—, ¿qué tal trataban los salvajes al perro de Ramírez?

—Con gran respeto, capitán —respondió el lobo de miar—. El se debe haber presentado como algún dios marino, pero yo creo que los regalos que ha repartido entre los salvajes deben haber influido mucho.

El mató a su jefe y nadie se ha ocupado en vengarle. Es cierto que esos antropófagos están borrachos de la mañana a la noche, porque yo he visto en todos los pueblos un gran número de barriles que hedían a caña y a aguardiente.

—Ha obrado como un diplomático, el bergante —dijo don Pedro.

—Conoce a los salvajes como yo —dijo el capitán—. Siempre ha navegado, según me han dicho por el Océano Pacífico. ¿Sabes adonde se ha dirigido ahora, Retón?

—No lo sé —respondió el bosmano—, porque no le he vuelto a ver después de nuestro primer encuentro.

Desde hace tres días estaba encerrado en esta caverna dentro de la maldita jaula.

—¿Y Manuel no ha venido nunca a verte?

—Sí, me trajo un coco, que le tiré a la cabeza; si le llego a dar, no sé si tendría ahora entera la cabeza.

—¡Ah! ¡Mi pobre Retón! —dijo el capitán.

—Oh, antes de dejar esta isla, ya le espachurraré su calabaza; palabra de Retón —dijo el bosmano, que estaba furioso.

—La repentina partida de Ramírez me inquieta bastante —dijo el capitán, después de algunos instantes de silencio—. ¿Se habrá dirigido a su barco o marchará ya hacia la tribu de los krahoas a apoderarse del tesoro de la Montaña Azul? ¡Y mientras él está libre, nosotros estamos aquí prisioneros y con la terrible perspectiva de tener que luchar con el hambre!

—Con las lanzas y las mazas de los antropófagos sí, capitán, pero no con el hambre —dijo el bosmano—. Aquí existen verdaderos almacenes de víveres.

—¿Bromeas, Retón?

—No es ésta ocasión de ello, comandante. He visto con mis propios ojos enterrar aquí centenares de cestas llenas de popoi.

Esta caverna es fresca y apropiada para conservar la pasta del árbol del pan.

Apostaría que hasta debajo de nuestros pies hay víveres.

—¿Y no lo has dicho antes?

—¿Iba a ser el primero en pensar en comer, yo que hace tres días soy alimentado por fuerza? Por mi boca han pasado lo menos diez kilos de popoi en veinticuatro horas.

—Con ningún provecho para tu cáscara, por lo que se ve, viejo, —dijo el capitán—. Te querían devorar grueso y orondo y se han llevado chasco.

—¡Si serán estúpidos estos antropófagos! Querer engordar a un viejo que tiene a la espalda sesenta primaveras. Yo creía que los salvajes eran más listos. ¡Ya! ¡Son paganos!

—Deja el engordamiento forzado y a los antropófagos y enséñanos dónde esconden las reservas de popoi —dijo el capitán.

El bosmano miró a su alrededor, y después, señalando una pequeña elevación del terreno, dijo:

—He ahí uno de sus almacenes; basta excavar un poco.

El capitán pidió a Matemate el hacha de piedra y dio tres o cuatro golpes sobre el punto indicado por el lobo de mar.

La tierra, que ya había sido allí removida, salpicó a derecha e izquierda por ser rocosa, y aparecieron de pronto hojas de plátano que apenas estaban marchitas.

—Ya le había dicho a usted que bajo nuestros pies había víveres —dijo Retón—. Venían tres o cuatro veces al día a enterrar cestas.

El capitán, ayudado por Matemate y por Roturé, retiró las hojas y puso al descubierto una masa amarillenta que despedía un ligero olor acídulo.

—Esto es verdadero popoi —dijo—. En este agujera hay diez o doce kilos.

—¿Qué es ese popoi? —preguntó don Pedro.

—Es la ruta del árbol del pan —respondió el capitán.

—¿Y para qué la entierran?

—Para conservarla. Ahora es la época de la gran recolección.

La pulpa se estropea fácilmente y se endurece de tal modo, que no se puede comer.

Los indígenas, que se alimentan una gran parte del año con esta fruta, primero, para levantar la corteza, la asan a fuego lento, después extraen la pulpa amarillenta y espumosa, que en realidad es bastante insípida, digan lo que quieran los navegantes y los exploradores del Pacífico; después la trituran dentro de un dornajo, machacándola con una maza de madera y finalmente la entierran en agujeros que tienen ordinariamente un metro de profundidad.

—Y después nos bombardean —añadió el bosmano, dando un salto atrás.

Una gruesa piedra había caído cerca de ellos, deshaciéndose contra el duro pavimento de la caverna y cubriéndoles de astillas.

—¡Los nokús! —gritó Matemate.

El capitán y don Pedro habían empuñado las carabinas, lanzando a su alrededor una rápida ojeada.

—¿Dónde están los bombardeado res? —preguntó el primero, no viendo a nadie.

—Los tenemos sobre nuestras cabezas, comandante —respondió el bosmano—. Ya había yo dicho que la bóveda está acribillada de agujeros.

Otra piedra que por poco destroza el cráneo, a Roturé, cayó de lo alto, despedazándose.

—Busquemos un refugio, amigos —dijo el capitán.

—¿Y dónde? —preguntó don Pedro—. ¿En la galería? Allí están las nonas.

—¿Y mi jaula?, ¿la han olvidado ustedes? —gritó Retón—. Es sólida como un tres puentes de alto bordo.

—Con tal que los antropófagos no vengan a engordarnos —dijo don José.

Mientras el bosmano, con cuatro o cinco: kahoas corría en busca de la jaula, que era bastante grande para contenerles a todos, los nokús continuaban arrojando piedras desde lo alto, lanzándolas a través de los boquetes de la bóveda; ya no eran piedras lo que dejaban caer, sino imasas que podían aplastar fácilmente a un hombre.

Aunque don José estuviera más que convencido de no tocar a los bombardeado res, sacrificó una carga de pólvora, despertando en la amplia caverna un estruendo formidable, ensordecedor, que fue suficiente para poner en fuga a los antropófagos, porque la lluvia de piedras cesó inmediatamente.

—Guarda tu jaula para otra ocasión —gritó el capitán a Retón que hacía esfuerzos prodigiosos por arrastrarla al lagoon—. Apostaría que esos devorado res de hombres tienen más miedo al trueno que a las balas.

—¿Se han marchado?

—Al menos así parece —respondió el capitán.

—Sin embargo, no estoy del todo tranquilo, comandante —dijo el bosmano, rascándose rabiosamente la cabeza—. Preferiría un furioso asalto.

—Aquí podremos resistir semanas y hasta meses con las reservas del popoi; ¿qué temes?

—Se me ha ocurrido una sospecha.

—¿Cuál?

—Que esos caníbales deben haber enviado mensajeros a Ramírez para que venga.

—¿Y eso te inquieta? Tendría gusto en ver aquí a ese bribón para terminar con él de una vez. Mientras no le tengamos en nuestro poder, no podremos partir para el país de Krahoa ni apoderarnos del tesoro de la Montaña Azul.

—El tiene una tripulación, señor, acaso más numerosa de lo que creemos, y bien armados. ¿Qué podremos hacer con nuestras carabinas contra veinte o treinta? La mía me la han quitado y no podemos contar con ella.

—Veo que Matemate observa el agua.

—¿Qué busca ese kanaka?

—Dejémosle hacer, Retén; debe tener su idea.

—Que fallará, ¡por cien mil pipas rotas! —exclamó el bosmano—. El espera llegar al mar saliendo por el canal que conduce el agua al lagoon. Pero no tenemos nada de peces.

—Estos salvajes valen más que los cangrejos, Retón.

—¡Hum! —hizo el lobo de mar, tirándose de la barba—. Veremos, comandante.

Matemate, que tenía siempre su idea fija, observaba el agua del lagoon, que comenzaba a descender. Sus ojos negros y penetrantes se habían fijado en un sitio donde el líquido elemento murmuraba más insistentemente que en otras partes.

—Allí es —dijo al capitán, que se le había aproximado.

—¿Por donde entre y sale el agua?

—Sí, jefe blanco.

—¿Y si te equivocases?

—Hace mucho tiempo que observo —respondió el kanaka.

—El canal puede ser larguísimo.

—Yo no aseguro que salgamos por ahí. Haré una prueba por la salvación de todos y nada más.

—Eres un valiente, Matemate.

—Intento salvar mi piel y la vuestra —respondió el kanaka—. Si nos cogen nos comerán, estoy segurísima de ello.

—Aún tenernos más de cuatrocientos disparos —dijo el capitán—, y como yo y mi amigo el joven blanco tenernos costumbre de matar siempre al hombre que apuntarnos, la tribu de los nokús pronto quedaría con pocos hombres.

—Mejor es ahorrar los golpes de trueno —respondió el kanaka—. Más tarde llegarán a sernos preciosísimos.

Mi tribu está lejos y tendremos que encontrar antes muchas otras tribus enemigas y no menos feroces que los nokús.

Déjame hacer la prueba, jefe blanco. El paso debe estar por ahí.

—¿Y si no pudieras encontrar el camino de vuelta?

—No temas por mí. Mi hermano, que nada tan bien como yo, irá en mi socorro.

El kanaka se quitó el paren, especie de saya hecha de cortezas de árbol, se hizo entregar por el capitán la navaja por si encontraba algún tiburón, y se arrojó resueltamente en el lagoon, desapareciendo en seguida bajo el agua.

—¡Rayo de sol! —exclamó Retón—. ¡Ya tiene hígados ese salvaje! ¿Logrará lo que intenta? Esa es la cuestión.

—¿Dudas tú? —preguntó el capitán.

—Un poco, lo confieso.

—¿Por qué?

—El canal podría ser más largo de lo que Matemate cree. ¡Oh! Los bombardeadores vuelven a empezar. Señor don Pedro, haga usted sonar su trombón. Siempre logra maravilloso éxito.

Los antropófagos habían vuelto a emprender la pedrea, arrojando peñas encima de los náufragos y sus aliados. De cuando en cuando suspendían la tarea para lanzan aullidos feroces.

Don Pedro, viendo un agujero que empezaba a iluminarse con el sol naciente, alzó la carabina e hizo fuego, después de apuntar con cuidado.

Un alarido agudo fue la respuesta.

—¡Rayo de sol! —exclamó el bosmano, que saltaba de acá para allá como un simio para no dejarse aplastar—. Usted, señor, tira como un gaucho de las fronteras. Apuesto que le ha roto usted la mano a aquel granuja que se empeñaba en apedrearnos. ¡Y el hechicero ha muerto! ¿Quién le curará ahora? Que yo sepa no hay hospitales en Nueva Caledonia.

—Calla, hablador —dijo don José, que estaba encorvado sobre el lagoon.

—¡Ah, diablo! Me había olvidado del kanaka que se ha sumergido por intentar nuestro salvamento. ¿Se le ve, comandante?

—Todavía no.

—¿Le habrá partido en dos un tiburón? Esos horribles animales gustan de refugiarse en los canales subterráneos y en las cavernas submarinas.

—¿No has callado desde que te metieron en aquella jaula?

—Me habré vuelto canario sin saberlo —dijo el bosmano.

—O acaso mirlo.

—Eso es una ofensa, comandante.

—Calla. Matemate viene.

—Con la libertad en el bolsillo, que nunca ha tenido —murmuró el bosmano, que no quería renunciar a decir la última palabra.

El capitán había oído un ligero burbujeo junto a una de las paredes rocosas del lagoon. Koturé y también los kahoas le habían relevado y todos se habían alzado, observando atentamente el espejo del agua.

—¿Le ves? —preguntó el capitán al kanaka, que tenía en la mano una antorcha.

—Me parece haber percibido una sombra —repuso Koturé.

—¿Por qué no sube?

—Toma, jefe blanco —dijo el kanaka, entregándole la antorcha.

Levantó las manos y se precipitó en el agua antes de que sus compañeros hubieran podido adivinar su propósito.

—¿Se encontrará en peligro Matemate? —preguntó don Pedro.

—Temo que haya perdido la fuerzas —repuso don José, el cual parecía inquieto—. ¿Acaso ha contado demasiado con la amplitud de sus pulmones?

Un grito de Koturé le avisó de que algo grave debía haber ocurrido.

—¡Auxilio…! —había gritado el kanaka.

Bajando las antorchas, se le vio a flor de agua levantando con gran trabajo un cuerpo humano.

Cinco o seis kahoas se habían arrojado en el estanque.

—¡Koturé! —gritó el capitán—. ¿Es tu hermano?

—Sí —respondió el kanaka, con voz muy sofocada.

—¿Muerto?

—No, creo.

El bosmano le tendió rápidamente los brazos.

—¡Venga! ¡A mí el ahogado! —dijo—. Yo entiendo este negocio.

Extraordinariamente robusto a pesar de su edad avanzada, aferró al kanaka, a quien los kahoas habían alzado, y le depositó en tierra.

El pobre salvaje parecía muerto. Tenía los ojos espantosamente dilatados, los dientes apretados, la piel cenicienta, y arrojaba agua por las narices.

—¡Rayo de sol! —gruñó el bosmano—. ¡Este hombre ha echado un buen trago! Tiene lo menos tres o cuatro litros en el vientre. ¡Bah! Estos colosos tienen la piel dura.

—Calla y obra —dijo el capitán, que se había arrodillado junto al bosmano—. Tú haz funcionar los pulmones, mientras yo me ocupo de la lengua.

Unos minutos de retraso y este hombre había concluido.

—¿Late el corazón?

—Sí.

—¡Eh! Entonces le salvaremos. ¡Rayos! ¡Sangre! ¡Aquí! Sobre el muslo izquierdo, dos hermosas dentelladas que dejarán un hermoso tatuaje. Esto es cosa de los tiburones.

—No te ocupes por ahora de las heridas. Despelléjale el pecho.

El bosmano frotaba vigorosamente el estómago del kanaka, golpeándole de cuando en cuando, mientras el capitán le tiraba de la lengua con intervalos de tres o cuatro segundos y don Pedro le hacía alzar y bajar los brazos. Koturé y los kahoas les observaban impasibles sin cruzar una palabra y sin demostrar ninguna preocupación. Al parecer, tenían completa confianza en las maniobras que efectuaban los tres hombres blancos.

No se engañaban, en efecto, porque después de algunos minutos Matemate cerró los ojos para abrirlos en seguida, aspirando al mismo tiempo una gran bocanada de aire.

—Eh, amigo —dijo el bosmano—. ¿Anda esa máquina? Parece que tu caldera no ha reventado por esta vez.

Matemate, que únicamente había sufrido un principio de asfixia, merced a la pronta intervención de su hermano, se incorporó un poco sobre los brazos, mirando al capitán, luego a don Pedro y por último al viejo marinero.

—¿Puedes hablar? —le preguntó don José.

—Sí, hombre blanco —respondió aquel demonio de hombre después de estornudar estrepitosamente.

—Este salvaje debe tener los pulmones blindados —dijo el bosmano, que le miraba extasiado—. Son más peces que hombres estos devoradores de carne humana.

—¿Has encontrado el paso? —continuó don José.

—Sí —respondió Matemate—, pero no nos podrá servir.

—¿Por qué?

—Yo he tropezado con una masa de rocas a través de la cual he intentado en vano escurrirme.

—¿De modo que no hay ninguna esperanza de escapar por el lagoon?

—Si yo, que puedo aguantar mucho tiempo bajo el agua, habiendo sido en mi juventud habilísimo explorador de las cavernas marinas frecuentadas por las serpientes de mar, no lo he logrado, dudo que otro pueda hacerlo.

—¿Y quién te ha herido? Tienes sangre en el muslo izquierdo.

—Un pez que no he podido ver por ser la obscuridad profundísima en el paso, pero que, sin embargo debo haber degollado, porque tu arma se ha quedado clavada en su carne.

El capitán se enjugó nerviosamente algunas gotas de sudor.

—Estamos perdidos —murmuró después.

—¿Qué será de mi hermana? —preguntó don Pedro, que le había oído.

—No se preocupe por ella, amigo mío —respondió don José—, conozco la ferocidad de estos salvajes, pero también conozco su lealtad.

Su hermana está tabuada y ningún kahoa se atrevería a tocarla un cabello. Son capaces de hacer de ella una reina en el caso de que yo no volviese a estar entre ellos.

—No es eso precisamente lo que yo querría, capitán —repuso don Pedro—. ¿Qué iba yo a hacer sin usted?

¿No va a haber ningún modo de salir de aquí? ¿Y si intentáramos hacer una salida?

—Nos tienen encerrados y además, aunque nos llegáramos a abrir paso a través de la barricada, ¿qué podríamos hacer nosotros contra trescientos o cuatrocientos salvajes? Los neocaledonios son valientes y afrontan la muerte sin temblar.

—Pues no hay otro remedio que intentar algo. La provisión de popoi no puede durar eternamente.

Iba el capitán a contestar, cuando se oyó en lontananza una descarga producida por armas de fuego.

Los dos náufragos se miraron uno a otro con angustia, mientras una imprecación salía de los labios del bosmano.

—¡Esos son los marineros de Ramírez! —exclamó don José—. Estos salvajes tienen demasiado miedo de las armas de fuego para servirse de ellas. ¡Miserables! ¡Vienen para obligarnos a la rendición!

—Ya se verá si nos rendirnos —dijo don Pedro, con suprema energía—. Nosotros también tenemos armas de fuego y daremos a los antropófagos el espectáculo de hombres blancos combatiendo contra hombres blancos.

—¡Mil diablos! —gritó el bosmano—. Eso es hablar bien, don Pedro. Proveeremos a los salvajes de carne blanca, pero procuraremos que no sea la nuestra. ¡Canario! ¡El viejo lobo de mar tiene que tumbar a algunos antes de caer él! ¡Caramba!

CAPITULO XVI. EL REGRESO DE RAMÍREZ

Mientras a los náufragos les invadía una profunda desesperación creyéndose perdidos para siempre, una tropa de hombres vistiendo ropas de marineros salía de la espesura que rodeaba el principal poblado de los nokús, dirigiéndose hacia las primeras cabañas, donde al oír la descarga se habían reunido algunas docenas de guerreros.

Guiaba a aquellos diez o doce marineros un hombre, bajo de estatura, membrudo y con robusta musculatura, con la piel bastante bronceada y el rostro encuadrado en espesa barba negra donde comenzaban a mostrarse algunos hilos de plata.

Era un tipo de aventurero, con enérgicas facciones, ojos negrísimos llenos aún de fuego y movimientos casi felinos, aunque debía haber pasado hacía algún tiempo de los cuarenta años.

—¡Alto! —mandó con voz breve, armando una hermosa carabina de dos cañones y apuntando a los salvajes que, después de corta discusión, se habían decidido a salirle al encuentro sin manifestar intenciones hostiles—. Veamos qué han hecho estos inmundos devorado res de carne humana.

No perderles de vista y no abandonar los fusiles, mis lobos marinos. No hay que confiar nunca en esta canalla.

La pequeña tropa se había detenido, colocándose en dos filas detrás de su jefe.

—Silencio, viejos zorros —volvió a decir el hombre barbudo mirando con severidad a los antropófagos que se habían parado a corta distancia—. Que hable Nargo solamente.

Un viejo guerrero que tenia un número extraordinario de cicatrices intercaladas con artísticos tatuajes, avanzó con cierta vacilación.

—¿Es, efectivamente, cierto? —le preguntó el hombre blanco.

—Sí, gran jefe. Tus enemigos están encerrados en la caverna del lagoon.

—¿Estás seguro de ello, Nargo?

Me parece imposible que hayan sido tan tontos. Sin embargo, don José de Ulloa gozaba fama de ser un gran marino.

¿Qué puede haberle inducido a venir aquí?

—Aún no habíamos comido al viejo hombre blanco que tú nos habías regalado.

—¡Ah, granuja de bosmano! —exclamó un joven marinero de la escolta—. ¡Qué suerte tiene siempre ese hombre!

—Cierra el pico, Manuel —dijo el jefe con voz imperiosa—. Yo no quiero que mis hombres hablen sin mi permiso.

—Bien, capitán Ramírez.

—Ahora lo comprendo todo —dijo el jefe, que no era otro que el comandante de la «Esmeralda»—. Han venido a quitarle al viejo, pobre Nargo. El mensajero que me has enviado me ha dicho que en la caverna había tres hombres blancos y algunos kahoas. ¿Por qué no habéis tomado la revancha devorándoles a todos? ¡Ah! Estos salvajes llegarán a volverse cretinos.

—Esos hombres tienen armas que truenan, jefe blanco —respondió el antropófago.

La frente de Ramírez se obscureció.

—Eso toe confunde —dijo después—. Yo creía que hubieran perdido sus armas entre las rhizophoras. Esta gente comienza a darme que pensar.

¿No se resignarán a dejarme coger tranquilamente el maldito tesoro? Pues aseguro que vendrá a mis manos, sean las que quieran las cosas que intenten o ejecuten.

El bribón estuvo silencioso un momento como si le hubiera asaltado algún inoportuno pensamiento; después, metiéndose rabiosamente en la boca un pedazo de cigarro, preguntó a Nargo:

—¿Y están todavía allí dentro?

—Sí, jefe blanco.

—¿Y no habéis intentado nada para prenderles?

—Ya sabes que tememos las cañas que truenan.

—Sois unos imbéciles. ¡Cuatrocientos tener miedo de una docena de hombres porque hay entre ellos blancos! No sabéis hacer más que asar miembros humanos y comerlos.

¿Estarán al menos bien encerrados?

—Hemos barricado las dos salidas —dijo el antropófago.

—Ya es algo —dijo Ramírez, hablando entre sí—. ¡Caray! ¿Me habré yo también vuelto estúpido? ¿Y la muchacha? ¿Aquella adorable señorita? Canta, canta Nargo. Es preciso que lo sepa todo antes de obrar.

¿No hay una muchacha entre aquellos hombres blancos?

—Yo no la he visto.

—¡Manuel!

—Capitán —respondió el joven marinero.

—¿Dónde habrán dejado a la señorita Mina? Tú me has dicho que se salvó.

—Cuando estos salvajes nos cogieron a mí y a Retón, ella estaba aún con su hermano y con el capitán don José.

—¿La habrán devorado los kahoas? ¡Lo sentiría de veras! Una criatura tan hermosa con la que yo he soñado tantas veces. ¡Furia del infierno! Quiero saber qué se ha hecho de aquel ser delicioso.

No estaba creada para los dientes de los salvajes. Para mí sí, aunque sin devorarla.

Nargo, tú debes saber algo de aquella joven.

—He oído hablar de ella —dijo el viejo antropófago—. Uno de mis guerreros me ha dicho haberla visto, lo más tarde, antes de ayer entre los kahoas.

—¿No son devoradores de carne humana esos hombres? —preguntó Ramírez, con cierta aprensión.

—Sí, jefe —respondió Nargo.

—¿Entonces está en peligro?

—No creo que se halle entre los kahoas en calidad de prisionera.

Por segunda vez había quedado Ramírez silencioso como si buscase la solución de algún difícil problema.

—¡Manuel! —exclamó de pronto—. Ahora sí que vamos a coger, sin disparar ni un tiro, dos pichones y una paloma. ¡Y me estaba yo quebrando la cabeza! Algunas veces está uno hecho un verdadero asno.

El joven marinero se había acercado cuando Ramírez le había llamado.

—Aquí estoy, capitán.

—Tú que eres más astuto que una zorra, aunque apenas acabas de nacer, vas a hacerme otro precioso servicio que añadiré, no lo dudes, a los demás cuando llegue el momento de la recompensa.

—Yo no pido más que trabajar, capitán. Ya empiezo a aburrirme entre estos kanakas que usted ha convertido en mansos corderos.

—¿Desconfía de ti la señorita Mina?

—Siempre me ha tenido en buen concepto.

—Una suerte que no siempre tienen los sinvergüenzas como tú —dijo Ramírez, con una sonrisa irónica—. ¿No ha sospechado de ti nunca?

—Nunca.

—Entonces ahora supongo que tampoco.

—Nadie creo que le haya ido a contar lo que yo he hecho y que solamente usted y yo sabemos.

—¿Y si yo te mandara a darte un paseo entre los kahoas?

—¿Y si mié devoran?

—Tú eres un imbécil, Manuel —dijo Ramírez—. Si la señorita Mina te ha demostrado efectivamente simpatía, ella no dejará que los salvajes te degüellen.

Antes, sin embargo, de exponerte a ese peligro, Nargo enviará espías para asegurarse de que puedes contar con la protección de la muchacha.

—¿Y qué debo ir a decirle?

—Que su hermano ha libertado a Reten, que los nokús están en fuga y que la esperan aquí. Como ves, es una cosa fácil. Después ya pensaré yo cómo tenderle un lazo.

Cuando ya estén todos entre mis uñas, veremos si se atreven a disputarme el tesoro… ¿Pues qué? ¿Voy a haber atravesado el Pacífico para no recoger nada? Mis queridos lobeznos, no conocéis aún y no sabéis de qué cosas es capaz un Ramírez. ¡Caray! Será un negocio verdaderamente de oro, y como propina aún me encontraré con una encantadora esposa.

Así hablando, se había puesto el capitán ante sus hombres, mascando de cuando en cuando rabiosamente el pedazo de cigarro y frunciendo el entrecejo.

De pronto se paró ante Nargo, que le miraba con cierto estupor.

—¿Están, pues, allí en la caverna? —le dijo.

—Sí, jefe.

—Sin ninguna probabilidad de escaparse.

—Las salidas están cerradas.

—Vamos, pues, a verles y emprendamos las primeras negociaciones. Si caen en el lazo como mirlos, tanto mejor.

Guíame, Nargo.

Las dos tropas se pusieron en marcha y precedidos por el jefe blanco y el caledonio se dirigieron hacia la colina en cuyas entrañas se abría la gigantesca caverna.

Una pequeña columna de guerreros nokús vigilaba ante la abertura principal, que había sido en cierta manera tabicada con enormes bloques de roca y con troncos de árbol para impedir a los bloqueados hacer una salida. Viendo llegar al jefe blanco, se inclinaron todos hacia tierra, lo cual demostraba la gran consideración en que era tenido aquel bribón, gracias a los grandes obsequios de barriles de licor y otros regalos.

—De ahí ya no volverán a salir —dijo, después de dirigir una mirada a la barricada.

Después, volviéndose a sus hombres, añadió:

—La mitad de vosotros montad una guardia y haced fuego sobre cualquiera que intente forzar el paso.

Empezó a subir por la colinita, siempre precedido por Nargo, y se detuvo ante un boquete abierto en la roca, cerca del cual había otros salvajes que estaban haciendo recolección de guijarros para arrojarlos en la caverna.

—¿Se les ve? —preguntó a Nargo, que se había tendido en el suelo para no dejarse ver por los sitiados.

—Ahí están todos —respondió el salvaje—. Hombres blancos y kahoas.

—¿Qué hacen?

—Saquear nuestras reservas de popoi.

—¡Ah, gran imbécil! —grito Ramírez, furioso—. ¿Te has dejado ahí los recursos de la tribu?

—No tuvimos tiempo de extraerlas, jefe. Nos asaltaron por sorpresa, matando al hechicero.

—Un majadero de menos, que ya empezaba a mirarme de reojo porque maté a vuestro jefe.

Esa caricia se la habría yo hecho un día u otro.

¿Y habéis escapado ante un puñado de hombres? ¡Valientes guerreros están hechos estos antropófagos! ¡Largo de aquí! Bien veo que tiemblas de miedo de que te suelte un tiro.

Cogió al salvaje por las piernas y le sacudió violentamente, añadiéndole de propina un puntapié; después a su vez se curvó sobre el agujero, mirando al interior de la caverna.

¡Caray! —murmuró—. No me parecen estos hombres muy inquietos ni parece que hayan perdido el apetito.

Almuerzan tranquilamente con el popoi de estos estúpidos antropófagos.

En efecto, los sitiados, a pesar de su triste situación, estaban sentados alrededor de una de aquellas cavidades colmadas de pulpa del árbol del pan y, al menos en apariencia, se les veía tranquilos y comían con apetito.

Ramírez había alargado la mano hacia la carabina, que tenía a breve distancia de la hendidura, pero, en seguida volvió a dejar caer el arma, que ya había aferrado, murmurando:

—Sería un asesinato demasiado villano y, además, en caso necesario, no me faltarán ocasiones.

Hizo con las manos un portavoz, y les gritó:

—¡Eh, señores, se almuerza sin convidarme a mí!

Don José y don Pedro, al oír aquella voz, saltaron precipitadamente en pie, con los fusiles en la mano, mirando hacia la bóveda.

—¡Ramírez! —había exclamado el hermano de Mina—. ¡Conozco su voz!

—Sin duda es la suya. ¡Por todas las pipas rotas del mundo! —gritó Retén, dando vueltas a los brazos como si fuera a destrozar a puñetazos al capitán de la «Esmeralda».

Don José había levantado la carabina bien decidido a abrasar al miserable, pero éste había andado listo para retirarse y no dejarse deshacer el cráneo. Su voz, sin embargo, que se extendía perfectamente por la amplia caverna, se volvió a oír.

—¿Es con el capitán de la «Andalucía» con quien tengo el honor de hablar? —preguntó irónicamente.

—Sí, pedazo de granuja —respondió don José, que no estaba menos furioso que Retón.

—¿Son así de descorteses los hombres de la «Andalucía» con sus compañeros del mar? ¡Caray! Yo me envanezco de ser más galante.

—¿Se burla usted de nosotros, miserable?

—¡Eh! ¡Eh! —gritó Ramírez—. ¡Tiene la lengua muy larga el capitán de la «Andalucía» cuando está lejos!

—Descended y entrad aquí y veréis, Ramírez, cómo don José de Ulloa os dirá en vuestra cara que sois carne de galeras —tronó el comandante.

—No me incomodo por esas pequeñeces —respondió Ramírez, riendo exageradamente—. Mi piel sólo siente los arañazos de las balas y no siente las dulcísimas caricias de las injurias.

—¡Payaso! —le gritó don Pedro.

—Alto ahí, señorito, yo he venido aquí para que hablemos como caballeros.

—¡De cuerda! —gritó Retón.

—Calla tú, vieja corneja —respondió Ramírez—. Si esos salvajes imbéciles te hubieran devorado, tu lengua se encontraría ahora en la tripa de mi querido amigo Nargo.

Es a don Pedro de Belgrano al que yo quiero hablar por ahora.

—Lo que toe quiera usted contar, me lo dice cuando me haya restituido el tesoro dé la Montaña Azul, que acaso, habréis ya cogido, sabiendo que era mío, ¡ladrón!

—¡Caramba! Estos hombres son peores que perros rabiosos. ¿No nos podríamos entender como buenos y antiguos amigos? Sin embargo, si quisierais salir de la prisión, es preciso tratarlo en buenas condiciones y pagar el rescate.

Yo no soy mal diplomático. Preguntárselo a los kahoas. Su jefe me molestaba y le he mandado al otro mundo a descansar sin decir siquiera ¡ay!

—¡Y todavía os atrevéis a decirlo! —gritó don José, que no cesaba de buscar la cabeza del bandido para meterle en ella una bala.

—¿Qué importa un salvaje más o menos en el mundo?, —respondió Ramírez—. Además, cosas son éstas que a ustedes no les importan.

—¿Y qué condiciones imponéis para dejarnos libre la salida? —preguntó don Pedro.

—¡Oh! una cosa pequeñísima. Dicen que yo soy aún un buen mozo, soy riquísimo, porque dentro de poco estaré en posesión del tesoro de la Montaña Azul, propietario y comandante de un barco, y resulto por todo ello un buen partido, como suele decirse, digno de aspirar a la mano de cualquier bella chilena.

—Continuad.

—¡Eh, demonio! No pensáis, señor de Belgrano, que tengo que aullar como un animal feroz para hacerme oír de usted estando separado y no pudiendo acercarme al agujero demasiado, por prudencia. Dejarme tomar un poco, de respiro, por todos los demonios del infierno. ¿Cree usted que no he notado que el excelente capitán de la «Andalucía» espera un momento oportuno para hacerme saltar la calabaza?

—Y si te cojo, bergante, te garantizo que irás a hacer compañía al jefe de los kahoas —respondió don José.

El comandante de la «Esmeralda» no creyó oportuno dar gran importancia a la amenaza; luego, después de un momento de silencio, volvió a decir:

—¿Quieren ustedes salir? Pues estas son mis condiciones: renuncia a la posesión del tesoro que ya no podrán recuperar solos, y la mano de la señorita Mina de Belgrano.

Tres gritos de furor acogieron aquellas palabras.

—¡Sinvergüenza!

—¡Bergante!

—¡Horrible tiburón!

Don José, don Pedro y hasta Retón se habían desatado furibundos.

—¿No aceptáis, don Pedro de Belgrano? —respondió el bandido, al que la triple salva de insultos no había hecho; mella alguna.

—¡Nunca, bribón! ¡Prefiero matar a mi hermana!

—¿Es esa vuestra última palabra, señor?

—Sí —respondió el joven.

—¡Pues bien, pudriros dentro de la caverna! ¡Yo tendré lo uno y la otra!

Dicho esto por el comandante de la «Esmeralda», se levantó pálido, furioso y descendió de la colina, mientras subían a través de la rendija blasfemias e insultos.

—¡Me las pagaréis! —murmuraba, rechinando los dientes—. Si creéis que me podéis hacer frente, os engañáis. Tengo demasiados fusiles y demasiados salvajes a mi disposición y también un barco y hasta el signo de sumisión de los krahoas. ¡Estúpidos! Habríais podido salvaros y alcanzar de mi generosidad un poco de aquel oro.

Descendió a la ranchería siempre gruñendo y haciendo gestos de cólera, y entró en una vasta cabaña sobre la cual, junto a un buen número de cráneos humanos que formaban pequeñas pirámides, ondeaba al viento una vieja bandera de Chile.

Debió haber sido en otro tiempo la morada del pobre jefe de la tribu, pues era la más hermosa y mejor fabricada, y el pirata se había apoderado de ella sin ningún escrúpulo después de arrojar de allí a los parientes del difunto.

A través de la puerta y en un recinto inmediato donde degollaron numerosos lechoncillos salvajes, se veía a varios esclavos y mujeres atareados en preparar popoi y asar peces y colosales ñames.

Ramírez, que siempre estaba de un humor pésimo y al que gustaba mostrarse despótico, hizo su entrada repartiendo una abundante provisión de puñadas y puntapiés, haciendo escapar a los hombres y chillar a las mujeres; después se sentó ante una vasta mesa, mientras Nargo, que le había seguido como un perro fiel, se ponía a su lado en espera de órdenes. La cólera del bandido, contenida hasta ahora a duras penas, estalló tremenda.

—¡Tus guerreros son unos cobardes! —aulló a Nargo—. En vez de escapar como lechones salvajes, debían haber degollado a aquellos hombres blancos y a sus bandidos. Si yo no tuviera aún necesidad de vosotros, os haría devorar por los kahoas.

—¿Y por qué no les haces matar por tus guerreros? —osó responder el caledonio—. Al menos nos regalarías carne blanca.

—Porque tú eres un asno que no comprendes nada. A mí no me conviene ahora que mueran. Si les hubieran degollado tus guerreros, sería otro asunto, y no habríamos perdido tanto tiempo. A estas horas ya estaría yo en mi barco y en marcha para el país de Krahoa. ¿Cuánto podrán aguantar esos hombres?

—Mientras tengan popoi.

—¿Es grande la provisión?

—Habrá seguramente para mucho tiempo si logran descubrir todos los depósitos, lo que no será difícil, porque tienen con ellos kahoas —respondió el nokú.

—¡Pues vaya un negocio! —gruñó Ramírez, descargando dos formidables puñetazos sobre la mesa y rompiendo tres o cuatro cacharros de tierra cocida llenos de alimentos—. El mar se había puesto primero de mi parte y luego les ha perdonado. ¡Maldito mundo! ¿No voy a tener suerte en este asunto? ¡Caray! ¿Y la señorita? Lo primero necesito saber qué hace entre los kahoas.

Se volvió hacia el nokú, que le miraba con cierto espanto.

—¿Tienes espías hábiles? —le preguntó.

—Sí, los exploradores no faltan en mi tribu.

—Pues enviarás algunos en seguida al pueblo de los kahoas para que se informen si la joven blanca está allí como prisionera.

—Serás obedecido.

—Ahora cierra la cabaña y déjame descansar. Si sucede algo avísame.

Devoró con precipitación un pez asado, acompañándole con una galleta, vació media botella de aguardiente y luego se arrojó sobre un lecho de hojas secas, no sin haber antes hecho huir a palos a los ratones que se escondían debajo.

Su sueño duró hasta después de mediodía y se hubiera prolongado aún si Nargo no le hubiera interrumpido para anunciarle el regreso de los correos que habían salido siete horas antes a los poblados enemigos.

Por primera vez en su vida el bandido se despertó rápidamente sin blasfemar.

—¡Vientre de foca! —exclamó saltando en pie—. ¡Qué piernas tienen tus guerreros! Ahora comprendo por qué huyen siempre ante el enemigo.

Felicítales en mi nombre.

—Sí, lo han hecho muy pronto —respondió el salvaje, que no había comprendido el sarcasmo.

—¡Ya les conozco! Tendrían miedo de ser cogidos y devorados. ¿Y qué han averiguado?

—Que la mujer blanca es adorada por los kahoas.

—¿Por qué? —preguntó Ramírez con estupor.

—No lo sé.

El bandido estuvo algunos momentos silencioso, tragó dos buenos sorbos de aguardiente para aclarar la memoria algo obscurecida aún por la precedente bebida, y después dijo, tirándose nerviosamente de la larga barba negra:

—El talismán de los krahoas. Unicamente aquello debe haberla sustraído a la muerte. ¡Qué poder tan misterioso el de ese pedazo de corteza! Afortunadamente yo también lo tengo. ¡Eh, salvaje estúpido! Ve a llamar al joven marinero que capturamos con aquel otro que, por tu imbecilidad, no tienes ya en tu tripa.

No habían transcurrido dos minutos, cuando Manuel entraba en la choza. El bribón parecía muy satisfecho, porque las rancherías de los nokús, desde la llegada de Ramírez, eran una especie de país de Jauja, donde salvajes y marineros no hacían más que comer y beber hasta reventar, porque del barco estaban llegando continuamente caravanas cargadas con toda especie de provisiones.

El ex grumete de la «Andalucía» estaba, pues, en condiciones de poder comprender a su amo.

—Puedes ir sin temor a buscar a la señorita —le dijo. Ramírez—. Si es cierto como me has dicho que siempre le fuiste simpático, seguramente no dejará que te devoren.

Le dirás que su hermano y el capitán están presos: dentro de una caverna y que si no viene pronto en su ayuda serán cogidos y devorados.

—Yo no sé dónde están esos salvajes —observó el muchacho.

—También tú corres peligro de volverte demente, después de haberme dado tantas pruebas de tu pillería y de tu infernal malicia. Te acompañará Nargo, que conoce perfectamente la lengua de los kahoas. Yo, entretanto, me ocuparé en preparar una emboscada a la graciosa señorita y a su escolta. Ninguna tribu resistirá, las descargas de catorce excelentes carabinas.

Manuel se guardó bien de hacer ninguna observación más y dejó la cabaña, precedido de Nargo, que ya sabía que debía escoltarle y servirle de intérprete.

—Veo que los negocios empiezan a encauzarse —dijo el capitán de la «Esmeralda», cuando se vio solo—. Veremos si la señorita resiste ante un porvenir tan halagüeño. Un trono y millones sin cuento. Ninguna mujer de Chile rechazaría semejante fortuna. Además, si quiere salvar la vida, ¡tendrá que doblegarse por fuerza!

De pronto palideció; después una oleada de sangre le subió a la cabeza.

—¿Y si resistiese? —se preguntó—. ¡Sangre de Belcebú…! El antiguo guerrero no tiene el alma dulce. Ya lo han sabido esclavos recalcitrantes a los que hacía desollar antes de arrojarles a los tiburones… ¡Llamarme bandido! ¡Eh! No se han equivocado, pero yo me río de ellos y tendré todo lo que quiero…

CAPITULO XVII. LA EMBOSCADA

Mientras don José y don Pedro, juntos con sus desgraciados compañeros, se torturaban el cerebro para buscar el medio de salir de la caverna y Ramírez preparaba el lazo que había de hacerles a todos caer en sus manos, Mina se consumía de angustia sin tener noticia alguna de la pequeña expedición organizada para salvar al bosmano.

En vano los jefes de las diversas rancherías de la tribu, no menos intranquilos que la joven, habían mandado hábiles exploradores a los bosques con la esperanza de sorprender a algún guerrero nokú y obligarle a dar noticias de los hombres blancos. Todos habían regresado con las manos vacías y, lo que era peor, sin ninguna noticia consoladora.

La duda, pues, de que hubiera ocurrido alguna desgracia a la pequeña tropa, había penetrado en el ánimo de todos.

Los jefes habían discutido largamente sobre lo que convenía hacer sin decidir nada, por ser los nokús demasiado poderosos para poderles atacar con alguna esperanza de éxito. Acaso Mina, que era por ellos considerada como una divinidad, habría podido decidirles a intentar algún golpe de audacia; desgraciadamente, como aún no conocía su lengua, tuvo que limitarse a hacerles algunas señas, que ninguno probablemente comprendió.

Ya los antropófagos, suponiendo que no habían de volver a ver a don José, pensaban en nombrar otro jefe, cuando al cuarto día después de la desaparición de los expedicionarios vieron llegar a los exploradores, jadeantes, anunciando que un hombre blanco avanzaba a través de la gran selva, guiado por un neocaledonio.

La esperanza dé que se tratara del jefe o por lo menos del joven su compañero, hizo acudir prontamente a todos los guerreros de las diversas rancherías; pero grande fue la sorpresa de todos cuando en vez de aquéllos vieron llegar a un joven blanco, es verdad, pero de todos desconocido.

Era el bribón de Manuel que se preparaba a desempeñar su ingrato papel. Nargo le acompañaba como intérprete.

Pasado el primer instante de estupor, los jefes de los kahoas no encontraron otra cosa mejor que conducir al traidor a la cabaña de Mina, que era la más grande y más cómoda del poblado también más grande, no sin vigilarle atentamente, por más que estuvieran convencidos de que los hombres blancos eran ya sus amigos.

La joven, atraída por el estruendo que hacían las mazas de los guerreros al arrastrar por el suelo rocoso e imaginándose que habría llegado al pueblo alguna noticia de la suerte que había tocado a su hermano, se había apresurado a salir.

Un grito de extraordinaria sorpresa se escapó de su garganta al ver a Manuel.

—¡Tú aquí, y vivo…! —exclamó.

Fue tanta su alegría al ver finalmente a una persona conocida, que en el acto olvidó todas las sospechas formuladas por el capitán contra aquel precoz bandido.

—Le sorprende verme, ¿no es verdad, señorita? —preguntó Manuel—. Pues a mí no, porque ya sabía que se encontraba usted en esta tribu.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Su hermano de usted; don Pedro —respondió audazmente el bribón.

—¿Le has visto?

—Como la veo a usted, señorita.

—¿Y al capitán también?

—Ayer noche hablé con él.

—¿Y cómo no han regresado? ¿No han salvado al bosmano?

—Sí, señorita, pero tengo que darle a usted una mala noticia después de las buenas.

—Entra en mi cabaña.

—¿No matarán entretanto estos salvajes al hombre que me acompaña?

—No le inquietarán, con tal que esté a su vez tranquilo.

—Seguramente él no tendrá ningún deseo de reñir con estos antropófagos.

—Entonces respondo de su vida. Entra y dejémosle a él el encargo de dar a los jefes kahoas las explicaciones que él quiera.

—Ya sabe qué decir, porque el capitán Ulloa le ha instruido.

Entraron en la caseta, que no tenía otro mobiliario que algunas gruesas esteras que debían servir para petates o colchonetas, y algunas piezas de vajilla de tierra cocida, malamente fabricadas.

—Explícate en seguida —dijo Mina.

—Está dicho en dos palabras. Los salvajes tenían encerrado al desgraciado Retón en una caverna para cebarle y comérsele. El capitán y su hermano de usted habían entrado con sus guerreros y habían libertado al prisionero, cuando los nokús, apercibidos de ello, barricaron las dos entradas bloqueándoles.

—¿Y tú, cómo te las has arreglado para salvarte?

—Pasando a través de una rendija, después de infinitos esfuerzos. Era el más delgado de todos.

—¿Estabas, pues, con ellos? —dijo Mina.

—Sí, señorita —respondió el bribón—. Había encontrado al capitán poco antes de entrar en la caverna, habiendo logrado escaparme de Ramírez, que me tenía prisionero.

—Ramírez —exclamó Mina, dirigiendo al grumete una mirada de desconfianza—. ¿Por qué no te dejó en las manos de los nokús?

—No lo sé; acaso tendría necesidad de un grumete.

—¿Se ha marchado aquel miserable?

—A estas fechas debe navegar en demanda del Diao para llegar al país de los krahoas.

—¿Y tú has huido?

—Si no fuera así, no estaría aquí para contárselo a usted, señorita.

—Esta es una prueba de que el capitán y mi hermano se habían equivocado respecto a ti. Yo siempre dudé de aquellas acusaciones.

—¿De cuáles, señorita? —preguntó el joven, fingiéndose asustado.

—No hablamos de esto: di me qué debo hacer para salvar a mi hermano y a nuestros amigos.

—Una sola cosa: reunir a todos los kahoas y partir sin pérdida de momento. Mirad, veo que los jefes han hecho: tocar los tambores de madera para reunir a los guerreros.

El salvaje que ha venido conmigo debe haberles informado de los deseos de nuestros compañeros y se preparan para partir.

—¿Llegaremos a tiempo?

—El capitán puede aún resistir algunos días, pues tienen bastantes provisiones.

—¿Y podrán los kahoas atacar a los nokús?

—La mitad de la tribu ha marchado con Ramírez, y será, por tanto, fácil batir a los antropófagos.

En aquel momento se oyeron en el exterior furiosos ladridos, y Hermosa, la bella y gigantesca perra de don José, penetró en la cabaña, intentando arrojarse contra el grumete.

Un gesto imperioso de Mina, a quien la perra se había aficionado, la contuvo. Gruñía, no obstante, de una manera tan amenazadora, que hacía temer un imprevista ataque.

—¿Qué tendrá centra mí este maldito perro? —preguntó Manuel, que precipitadamente se había retirado a un ángulo de la cabaña, preparando la carabina.

—¿No has visto tú nunca esta perra? —preguntó Mina.

—Yo no, pero supongo que no puede ser otra que la que le robaron al capitán Ulloa antes de zarpar de América.

—Precisamente esa es.

—Entonces se ve que este animal se ha olvidado del grumete de la «Andalucía». ¡Bah! Pronto nos haremos amigos otra vez.

Vamos, señorita, partamos, porque debemos sorprender a los nokús antes del alba.

—Estoy dispuesta —respondió resueltamente Mina, descolgando de la pared la navaja dejada por su hermano, porque su carabina había pasado a las manos de Matemate.

Aunque a Manuel le hubiera gustado más verla sin armas, no se atrevió a hacerle ninguna observación por temor de levantar sospechas.

—Ya la desarmará el capitán —se dijo.

Los guerreros kahoas, avisados por el lugarteniente de Ramírez, porque Nargo ocupaba ese puesto cerca de los nokús después de la muerte de su jefe, estaban dispuestos a emprender la marcha.

Eran cerca de ciento cincuenta entre jóvenes y viejos, todos anulados con mazas, hachas de piedra y arcos, y, al parecer, estaban llenos de entusiasmo.

Habían recibido bastantes ofensas de los nokús para no aprovechar tan buena ocasión para desquitarse.

Cuando Mina se presentó y les hizo comprender por señas que estaba dispuesta a acompañarles, un formidable alarido estalló entre los salvajes.

Eran los ¡hurras! de los neocaledonios.

Manuel había hecho un visaje al oírlos.

—Son gentes de alma estos salvajes —murmuró— ya tendrá que hacer el capitán para despacharlos. De todos modos, en lo mejor de la gresca yo tomaré las de Villadiego y les dejaré que allá se las hayan ellos solos.

Trajeron una especie de litera o palanquín formado con ramas entrelazadas y esteras de varios colores, y por señas invitaron a Mina para que subiera en ella, y la tropa, después de dividirse en dos filas, se puso en marcha, precedida de Nargo, que se había encargado de guiarles.

Los jefes habían tomado infinitas precauciones para evitar una sorpresa, mandando a derecha e izquierda de la columna numerosos exploradores y haciéndose preceder de una fuerte vanguardia de guerreros escogidos.

La noche les sorprendió aun en el interior de los grandes bosques, y entonces avanzaron lentamente para dejar a los exploradores extenderse a gran distancia.

Acamparon en medio de fuerte espesura esperando la aparición de la luna, pues atacaban, según su costumbre, únicamente durante las noches más obscuras para no sufrir muchas pérdidas y precipitarse sin ser advertidos sobre las aldeas del enemigo. Hacia las dos de la madrugada reanudaron la marcha, adelantando con mayores precauciones.

El territorio habitado por los nokús estaba ya muy próximo y por ello era preciso avanzar con extremada prudencia para no provocar una alarma.

Apenas llevaban andando media hora, cuando repentinamente se oyeron disparos de armas de fuego en medio de la espesura, rompiendo los fogonazos, bruscamente, las profundas tinieblas.

—¡Manuel…! —gritó Mina, aterrada—. ¿Quién nos hace fuego a nosotros? ¿Serán el capitán y mi hermano?

—En seguida se lo diré a usted —respondió el bribón—. Voy a hacer que cesen.

Era este el momento que él esperaba para apretar las piernas y buscarse un asilo seguro contra las balas, que ya silbaban en buen número.

Se abrió paso entre los guerreros que se replegaban alrededor del palanquín ocupado por Mina, y se arrojó en el interior dé un grupo de árboles, dejándose caer detrás del enorme tronco de un kaori.

En tanto arreciaban los disparos y los kahoas comenzaban a caer. La vanguardia se había retirado en medio de espantoso desorden, comunicando a la columna un pánico indescriptible.

Los adversarios que habían tendido la celada debían ser numerosísimos, porque entre los árboles se oían clamores que los kahoas habían reconocido: eran los gritos de guerra de los nokús.

Por algunos instantes la columna permaneció expuesta al fuego de aquellos misteriosos tiradores, sin atreverse a moverse y perdiendo no pocos hombres. Algunos jefes, después dé rodear a Mina por un grupo escogido, se lanzaron a su vez al ataque, aullando furiosamente y haciendo girar sus mazas y sus hachas de piedra. Pero los golpes de trueno, como llamaban a los disparos, ejercían sobre ellos una impresión demasiado profunda para poder contar con la victoria.

A cada descarga se arrojaban todos al suelo y se escondían tras de los árboles. ¡Ay, si hubiesen tenido delante únicamente a los nokús! Aunque inferiores en número, no se habrían detenido y habrían arriesgado todo por salvar a su jefe blanco.

No obstante, aunque con frecuentes detenciones, continuaron avanzando en el ataque, intentando llegar a la lucha cuerpo a cuerpo.

El capitán dé la «Esmeralda» era, sin embargo, demasiado astuto para exponer a sus marineros a los golpes, casi siempre mortales, de las hachas de piedras de los neocaledonios. Según los kahoas avanzaban, iba retirando su tropa, sin hacer cesar el fuego. Los nokús que se encontraban a retaguardia dispuestos a tomar parte en la batalla, iban haciendo otro tanto.

Lo que debía ocurrir, ocurrió por fin. Los kahoas, desesperando de poder llegar a sus enemigos impalpables, espantados del fragor incesante de las detonaciones que impresionaban hasta a los más valientes y por las bajas que sufrían y aumentaban a cada momento, presas de espantoso pánico se desbandaron, escapando en todas direcciones.

La guardia de honor de Mina, viendo huir a los compañeros, se pusieron a su vez en fuga, creyendo sin duda que la amiga del jefe blanco les seguiría.

La muchacha había presenciada aterrorizada, impotente, aquella derrota desastrosa.

En vano había durante el combate llamado varias veces a Manuel para que hiciera cesar el fuego aquel que no podía partir más que de hombres de raza blanca. El muy zorro se había guardado muy bien de abandonar su escondite para que no le diera por equivocación alguna bala en el cráneo, y Nargo, que había logrado juntarse con aquél, le había imitado. Mina, que siempre había creído que se trataba de un error y que los hombres blancos fueran el capitán, don Pedro y Retón con los kanakas, se arrojó del palanquín, gritando desesperadamente:

—¡Amigos, alto el fuego!

Aquellos gritos debieron ser oídos por los atacantes, porque la mosquetería fue de pronto suspendida y aparecieron numerosas antorchas avanzando a través de los árboles. Un hombre que llevaba en la mano una carabina de dos cañones, todavía humeante, apareció en el círculo iluminado por las cortezas de niaulis.

Iba completamente vestido de tela blanca y no se parecía al capitán ni a don Pedro ni a Retón.

—¿Quién sois que hacéis fuego contra una dama de raza blanca? —preguntó Mina, temblando de cólera—. ¿Es así como protege usted en un país salvaje a las damas de vuestra raza?

El desconocido se quitó el sombrero de paja de ala: ancha e hizo una exagerada genuflexión, diciendo con forzada cortesía:

—Perdonad, señorita, si la hemos asustado, pero nosotros solamente disparábamos contra la gente que la acompañaba. Hubiera sentido muchísimo matar a una muchacha tan linda.

Mina no respondió; miraba intensamente al desconocido, preguntándose dónde y en qué ocasión había ella visto aquella cara barbuda.

De pronto dio dos pasos atrás, exclamando:

—Yo creo haberos visto antes de ahora y he oído en alguna parte el sonido de vuestra voz.

—En efecto, señorita, he tenido el honor de recibirla alguna vez a bordo de mi barco hará unos tres meses.

—¡Usted es… Ramírez! ¿El ladrón que nos quiere quitar a mí y a mi hermano el tesoro reunido por mi padre?

La frente del bandido se había obscurecido y un relámpago de ira había brillado en sus ojos negrísimos; perol no hizo ni un gesto siquiera que hiciera traición a su rabia.

—Parece, señorita, que ha olvidado usted que no estamos en América. Además, hasta ahora ningún hecho la puede autorizar a usted para llamarme ladrón, porque el tesoro de los krahoas no está aún en mi poder.

—¿Qué quiere usted de mí? ¿Por qué ha hecho fuego sobre los indígenas que me escoltaban? —preguntó Mina.

—Porque deseaba convidarla a almorzar conmigo sin tener por testigos a aquellos horribles salvajes.

—¿Bromeáis?

—De ningún modo, señorita —respondió fríamente el bandido—. Hace muchos días que me aburría y he querido proporcionarme una distraccioncilla.

—Asesinando infelices indígenas —gritó Mina con indignación.

—Cuatro tiros no representan para mí una distracción, señorita. ¡He disparado ya tantos en mi vida! Unicamente un almuerzo con una bella como usted es lo que puede distraerme un poco.

—¡Miserable!

—¡La, la!, no se irrite, señorita, que no vale la pena. Encontraréis en mí un perfecto caballero.

—Entonces, si realmente sois un caballero, dejadme volver con los kahoas y una sus esfuerzos a los míos para salvar a mi hermano y al capitán de la «Andalucía,»; que están en peligro.

El bandido hizo una horrible mueca.

—De eso ya hablaremos durante el almuerzo. Ya son las cuatro de la mañana, el sol está para salir y aun hemos de recorrer algunas millas antes de llegar a mi cabaña.

La advierto a usted que por ahora al menos no podré recibirla en un palacio.

Mina le miraba con un estupor imposible de describir, preguntándose si aquel hombre era un loco o un tuno redomado.

—¿No me responde usted? —preguntó Ramírez, viendo que la joven permanecía silenciosa—. Es un capitán de la marina quien la convida a usted, y no un jefe de salvajes.

—Habría preferido que el convite me lo hiciera uno de esos hombres que usted llama salvajes.

Esta vez el capitán de la «Esmeralda» palideció y se le inyectaron los ojos en sangre.

—¿Quién soy yo? ¿Acaso algún bandido?

—Peor todavía: un ladrón —gritó la valiente muchacha.

—¡Muerte y condenación! ¡Basta! —aulló el bandido, exasperado—. No me hagáis olvidar, en un momento de furia, que siempre he sido un caballero chileno.

Una sonrisa de incredulidad cruzó por los labios de Mina.

—¿Aún se atrevería usted a sostenerlo? —preguntó con ironía.

—Basta, le repito: tenemos salvajes a nuestro alrededor y no me gusta darles el espectáculo de dos personas de raza blanca insultándose.

—Estos hombres no conocen el español. Podrán, por tanto, tomar mis palabras por galanterías.

¡Caray! ¡Tiene usted ingenio, señorita! Es usted más adorable de lo que yo creía.

—¡Ah! No me insulte usted, Ramírez.

—¡Por Dios! Hace diez minutos me arrancabais la piel. Reanudaremos la conversación cuando nos encontremos a solas. Sígame usted.

—¿Y adónde? —preguntó la joven, cruzando los brazos en actitud de desafío.

—A mi cabaña.

—¿Yo? ¿Está usted loco o borracho?

—Ni lo uno ni lo otro, señorita.

—Y usted cree que yo…

—Usted me seguirá.

—¿Quién me obligará?

—Yo, aunque tuviera que emplear la fuerza.

—¿Se atrevería usted a tanto?

—Ya le he dicho que no estamos ahora en América. Añadiré al mismo tiempo que todos estos salvajes me obedecen ciegamente sin discutir mis órdenes, porque soy su jefe. Bastará una seña mía para que la sujeten, la amarren y la lleven a usted a mi cabaña.

—¡Entonces, además de un ladrón, será usted un villano! —gritó Mina.

Ramírez encogió las espaldas.

—¡Bah! —dijo luego—. Ya no hago caso de sus ofensas. Mi piel es más dura que la de una ballena.

Pero ya hemos charlado bastante. Concluyamos. ¿Quiere usted seguirme o no? Piense usted que de su determinación puede depender la suerte de su hermano y también la de don José de Ulloa.

—¿Entonces sabe usted dónde están? —gritó la joven.

—Claro que lo sé.

—¿Y me lo diréis?

—Sí, si aceptáis mis condiciones —contestó Ramírez, con voz menos ruda.

—¿Condiciones…?

—¡Oh! No se asuste usted, pequeñeces. ¿Me seguirá usted ahora?

—Sí, con tal que me habléis de mi hermano y de don José.

—Le doy mi palabra. Finalmente se hace usted razonable.

—Soy con usted —respondió secamente Mina.

El bandido le indicó el palanquín que los kahoas habían abandonado. Mina subió en él, mientras seis robustos salvajes lo alzaban, y la columna se puso en marcha, internándose en el bosque.

Ramírez, que ya conocía a palmos su pequeño reino, marchaba a la cabeza, flanqueado por sus marineros. A la cola venían Manuel y Nargo para no mostrarse a las miradas de Mina.

El ex grumete dé la «Andalucía» tenía más miedo a una mirada de la joven, tan villanamente traicionada, que a una amenaza del capitán de la. «Esmeralda».

Aquella joven alma perversa empezaba a experimentar remordimientos por las malas acciones cometidas.

Hacia las siete de la mañana, cuando comenzaba a hacerse el calor intolerable, la columna llegaba al poblado principal de la tribu.

Ramírez se adelantó solícitamente hacia su cabaña y esperó en el dintel de la puerta la llegada del palanquín. Cuando llegó, el bribón, que se extremaba en mostrarse un caballero, se quitó el sombrero y alargó la imano a Mina para ayudarla a descender, pero la orgullosa muchacha le rechazó desdeñosamente y saltó a tierra con ligereza, diciendo con cierto sarcasmo:

—Una Belgrano no necesita lacayos.

El capitán de la «Esmeralda» hizo un movimiento de ira; después, esforzándose en aparecer frío, dijo:

—Este es mi modesto domicilio. Siento, señorita, no poder en este momento ofreceros otro mejor. Si usted quiere, más adelante…

—¿Qué? —preguntó Mina, con ironía.

—Si me sigue usted a cierta isla, no se quejará seguramente de las comodidades que puedo ofrecerle.

—Cambiad de conversación —dijo Mina, con sequedad.

—Como usted quiera; por ahora soy sólo; su adorador.

—¿Y más adelante?

—¡Ah! Eso luego dependerá de usted.

Se apartó a un lado y Mina entró en la cabaña, donde varias esclavas se afanaban en cubrir la vasta mesa con platos de tierra cocida conteniendo colosales ñames asados bajo la ceniza, magnagnes de sabor azucarado, largas lonchas de fruta del árbol del pan asadas al horno, pescados variados, lechoncillos que exhalaban apetitoso perfume, y ciertas tortas envueltas en hojas de higuera y en hojas de plátano conteniendo en su interior pulpa de coco, jarabe de caña de azúcar y almendras de katappa, dos veces más gruesas que las de Europa.

Figuraban también algunas botellas de licores y de vinos de España.

—Perdonadme, señorita —dijo el bandido— si la mesa es frugal. ¡Caray! No estamos en Chile y no puedo ofrecerla más.

Hizo a las esclavas un gesto imperioso que las obligó a escapar a toda prisa; ofreció a Mina una especie de silla formada con ramas malamente entrelazadas, y él se sentó enfrente, al otro lado de la mesa, rompiendo con sendos golpes de su navaja los cuellos de un par de botellas.

—Coma usted, señorita —dijo después—. Tendremos tiempo para charlar. Debe usted tener hambre.

—Preferiría saber qué ha sido de mi hermano, del capitán don José y de Retón, el bosmano de la «Andalucía».

—¡Ah! Aquel Retón ha nacido bajo una estrella favorable —dijo Ramírez, poniéndose delante un lechoncillo y trinchándole rápidamente—. Debían haberle devorado con adorno de ñames y magnagnes y hasta con su poco de salsa verde, y he ahí cómo aquel bribón ha dejado a los antropófagos con un palmo de narices. ¡Verdad es que no han perdido gran cosa esos devoradores de carne humana! Ese viejo debe estar tan coriáceo como un mulo de la Cordillera.

—¡Todavía vive! —exclamó Mina, con un movimiento de alegría.

Ramírez la miró con profundo estupor.

—¿Por qué se interesa usted tanto por ese viejo carcamal que tiene un pie en la fosa?

—Es un valiente.

¿Y usted no ha intentado arrancárselo a los antropófagos?

—Es preciso alguna vez conceder alguna satisfacción a los propios súbditos si se quiere conservar la popularidad —respondió fríamente el bandido.

—Un caballero, en vuestro lugar, hubiera obrado de otra manera —dijo Mina, con desprecio.

—¡Uf! Vaya usted a buscar caballeros en el país de los antropófagos. Son muy raros en estos tiempos.

Dejemos estas historias y hagamos honor a la mesa. Más tarde hablaremos de cosas más interesantes que el desuello del viejo bosmano.

Mina le fulminó con una mirada llena de odio. El bandido fingió no advertirlo y, para sofocar la ira que comenzaba a bullirle en el pecho, se puso a trabajar con los dientes con la avidez bestial de un tiburón, rociando de cuando en cuando el lechoncillo asado con sendos tragos de vino de España.

Mina, temiendo irritar demasiado a aquel hombre a quien consideraba capaz de cometer cualquier infamia, sin mirar siquiera atrás, procuró imitarle, comiendo algunos pedazos de aquellas tortas que las mujeres kanakas saben confeccionar perfectamente y que siempre han sido alabadas por los navegantes del Océano Pacífico.

Ramírez, en cambio, que debía poseer un apetito formidable, sin cesar por eso de mirar a la bellísima hermana de don Pedro, devoraba por cuatro, como si no estuviera seguro de hacer al día siguiente otra comida semejante, y no contaba los vasos de vino.

La comida se hizo y terminó en silencio, sin que uno ni otra cruzaran una palabra.

—No tiene usted el estómago de un hombre de mar, señorita —dijo Ramírez finalmente, sacando de un bolsillo una gran pipa, ya llena de tabaco, y encendiéndola—. Usted, con gran sentimiento mío, no ha hecho honor al almuerzo que, considerando el país en que estamos, no era malo del todo. Espero ser más afortunado esta noche.

—¡Esta noche ha dicho usted, Ramírez! —exclamó Mina, disparándose—. ¿Qué idea tiene usted de mí, caballero? ¿Va usted a tenerme prisionera?

—¡Mil diablos! Quería usted que yo me hubiera arriesgado en una batalla con vuestros salvajes para después decirle: señorita, está usted libre. Yo no hago tan malos negocios.

—De modo que soy su prisionera —gritó la joven.

—Eso dependerá de usted —respondió el bandido con flema, lanzando al aire una bocanada de humo.

—Explíquese mejor, señor pirata.

—Eso era precisamente lo que yo esperaba.

Se arrellanó sobre el respaldo de la ruda silla, aspiró otras dos o tres bocanadas de humo, y después dijo:

—¿Sabe usted, señorita, quién era mi padre?

—Lo ignoro.

—Uno de los más grandes jefes tuelkés.

—Se ve que tiene usted en las venas sangre india.

—¿Sabe usted quién era mi madre? Una marquesa auténtica perteneciente a la más rancia nobleza española.

—¿Y se casó con un indio?

—¡Ah! O tenia que casarse o ser esclava de su tribu.

—Entonces su padre de usted la había raptado.

—Precisamente como yo la he raptado a usted —dijo Ramírez.

—Quiere decir que su padre era como usted.

—Era un gran jefe y además indio —dijo el bandido—. La marquesa quería resistirse, pero él, no sé por qué medios, porque no era hombre envilecido, la obligó a ceder.

Mina permanecía silenciosa, mirando con espanto al capitán. Aquel preámbulo le había abierto los ojos; comenzaba a comprender, y acaso demasiado, hasta dónde quería llegar el miserable.

—Su lengua de usted está demasiado seca —reanudó el bandido, después de esperar un poco la respuesta—. ¿Quiere usted un sorbo de vino, señorita? Es del mejor que llega a los puertos de América del Sur.

Mina hizo una mueca desdeñosa.

—¡Bah…! Beberé yo —dijo Ramírez, con sonrisa sarcástica, llenando el vaso y vaciándolo de una vez.

—Reanudemos ahora nuestra interesante conversación —dijo después.

Cargó nuevamente la pipa con estudiada lentitud, como si quisiera dejar tiempo a la muchacha para reflexionar mejor sobre cuánto le había dicho; después preguntó a quemarropa:

—¿Sabe usted que su hermano, don José y el bosmano están en mi poder?

Mina, por segunda vez había saltado en pie, pero ya no roja de cólera sino palidísima, aterrada; con los negrísimos ojos llameando, no menos que los del bandido, y dilatados.

¡Caray! —exclamó el capitán, mirándola con admiración—. ¡Qué bella está usted así! No he visto nunca una criatura tan hermosa. ¡Qué sangre tienen los Belgranos!

Mina, presa de un terror y un estupor imposibles de describir, ni siquiera le había oído.

—¡Están en sus manos! ¡En las manos de usted…! —repitió finalmente la desgraciada muchacha.

—No hay motivo para asustarse, señorita —respondió Ramírez, afectando una gran calma—. No les he comido aún ni les he hecho devorar por los antropófagos. ¿Me cree usted un caníbal?

—¡Y yo que corría en su auxilio con los kahoas! —exclamó Mina, con aspecto de extravío—. ¡Ah, Dios mío! ¡Dios mío!

—¿Sabe usted entonces dónde están encerrados? —continuó el implacable bandido.

—En una caverna.

—Y allí están todavía.

—¡Salvadles, Ramírez! ¡Dejadme que yo les vea! ¡No les dejéis caer en las manos de los nokús! ¡Usted, como hombre blanco^ tiene el deber de protegerles contra los salvajes! —gritó Mina, juntando las manos.

—Yo estoy dispuestísimo, señorita —repuso el capitán—. Todo depende de usted. ¡Caray! ¿Acaso no soy el jefe reconocido de todos estos antropófagos?

—¿Depende de mí su salvación?

—Basta una palabra suya y yo haré que se marchen de allí todos los salvajes que bloquean la caverna.

—¿Cuál es la palabra?

Señorita Mina de Belgrano, ¿aceptaría usted la mano del capitán Femando Ramírez? Si consiente usted en ello, le juro por mi honor que dentro de una hora podrá usted abrazar a su hermano y volver a ver a don José de Ulloa y a su bosmano. ¡Yo la amo a usted…!

CAPITULO XVIII. LA DESAPARICIÓN DE LOS BLOQUEADOS

Si una serpiente venenosa o una flecha la hubiera herido en medio del pecho o un rayo hubiera caído en la cabaña, Mina hubiera experimentado menor emoción.

Todo lo esperaba de aquel bandido sin fe y sin ley, brutal y violento, pero nunca tal proposición ni tal declaración amorosa.

Su estupor y su indignación fueron tales, que permaneció algunos momentos sin abrir la boca, mirando con extravío al capitán, el cual parecía esperar con ansiedad una respuesta.

—¡Yo su mujer de usted…! —prorrumpió por último la joven con voz sibilante, mientras se le enrojecía el rostro de indignación, haciéndola más bella que nunca—. ¿Quién suponéis que son los Belgranos para recoger la mano de un bandido como usted? ¿Y tiene usted la audacia de decírmelo? Acaso habéis bebido demasiado, Ramírez.

—Oh, No esperaba esa respuesta —respondió Ramírez, esforzándose en sonreír y aparecer tranquilo.

—¿Entonces, por qué me pedís mi mano si ya sabíais que yo había de rechazaros? Y además, ¿con qué derecho os atrevéis a hacerme una proposición semejante teniéndome prisionera?

—Si los Belgranos se envanecen de una rancia nobleza, yo también me envanezco de ser noble por parte de mi madre; pero dejemos para otra ocasión estas habladurías, señorita. Vuelvo a preguntaros si consentís en ser mi mujer.

—¿Todavía? —gritó Mina.

—E insistiré siempre, aunque me rechacéis, convencido de que al fin cederéis como cedió mi madre ante los deseos del gran jefe de los tuelkés.

—¿Eso es una amenaza?

—Llámela usted como quiera, que eso no me importa —dijo Ramírez, brutalmente—. En vez de irritaros y de interrumpirme para injuriarme, haría usted mejor en escucharme, señorita.

¿Qué encontráis de extraño en que un hombre que mañana poseerá millones y millones pida la mano de una muchacha?

—Usted habla de millones como si ya fueran suyos o se los hubiera dejado su padre, cuando sabe que nos pertenecen a mí y a mi hermano.

—¿Y por qué no van ustedes a recogerlos? Usted míe llama a mí ladrón, y a mí, en cambio, me parece que me he mostrado bastante caballero.

Si otro capitán sin escrúpulos hubiera encontrado los documentos, en vez de llevárselos a quien estaban destinados se hubiera quedado con ellos y hubiera recogida el tesoro.

¿Quién lo hubiera sabido? ¿Usted acaso? ¿Su hermano? No, porque ignorabais que vuestro padre había naufragado sobre las costas de esta isla y que los antropófagos no sólo habían respetado su vida, sino que le habían nombrado su jefe. Usted rehúsa cederme la mitad de aquel río: de oro y yo me lo tomaré todo.

—¿Y usted se llama caballero? —preguntó Mina, irónicamente—. Mi hermano le había hecho a usted la proposición de fletar su barco y ayudarle en la empresa, ofreciéndoos en cambio un rico premio. Don José de Ulloa, en cambio, ha aceptado.

—Ese no entiende de negocios. Sin embargo, dispuesto estoy si queréis aún a dividir las fabulosas riquezas acumuladas por vuestro padre.

—¡Ah! —dijo Mina.

—Y también a restituiros vuestro hermano, el comandante de la «Andalucía» y el bosmano.

—¿Sin condiciones?

—¡Alto, señorita! A todo eso le pongo un precio: vuestra mano.

—¡Nunca!

—¿Nunca? ¿Está usted segura de ello, señorita? ¿Os creéis tan fuerte que me podáis hacer frente? He domado centenares de negros furibundos obligándoles a entregarse, ¿y usted va a resistirse? Se olvida usted con demasiada frecuencia de que estamos en un país salvaje donde no hay autoridades y sólo impera la fuerza y que yo soy hoy el dueño de todos.

Mina no se dignó responder.

—¿No me cree usted capaz de doblegarla? —preguntó Ramírez, con voz ton ante.

—No —respondió la enérgica muchacha.

El bandido se había levantado, con los ojos fulgurantes de rabia, aproximándose a la muchacha. Esta se había erguido dando dos pasos atrás; después, levantando la larga faja que le ceñía el talle, sacó la navaja de que se había provisto antes de partir con los kahoas, abriéndola con un golpe seco.

—Si dais un paso más me la clavo en el corazón —dijo.

Ramírez se había quedado clavado. Parecía más espantado y emocionado aún que la joven.

—Apartad ese cuchillo, señorita —dijo—. No tenéis nada que temer de mí.

—Cuando salgáis de aquí —respondió Mina.

—Aún no he terminado de hablar.

—Ahórrame usted el resto.

—No, señorita; es preciso que me oigáis hasta el final. Sin embargo, le doy a usted mi palabra de que no le haré la menor ofensa y no me acercaré a usted sin su permiso.

Siéntese usted, pues, sin temor.

Mina tuvo un momento de vacilación; después volvió a ocupar su puesto, poniendo sobre la mesa, ante sí y a su alcance, el cuchillo abierto.

—Si aún tiene usted algo que decirme, despáchese —dijo.

—Desde que usted subió por primera vez a mi barco, acompañada de su hermano, su belleza me impresionó extrañamente —respondió Ramírez, que se había sentado—; digo extrañamente, porque nunca había conmovido mi corazón ninguna mujer. Cuando atravesaba el Océano, sus ojos abrasadores como el sol me aparecían siempre delante. Yo no esperaba volver a verla ni menos tener la afortunada ocasión de tenerla en mis manos.

—¿Afortunada la llamáis…? —le interrumpió Mina, irónicamente.

—¡Dejadme concluir! —gritó el bandido, dando puñadas sobre la mesa—. Si no os hubiera visto más, acaso a estas horas no pensaría en usted, pero me habéis aparecido cuando menos lo esperaba.

¿Qué culpa tengo yo si el diablo se ha metido en mi cuerpo y ha encendido mi sangre?

—¡Bella poesía!

—¡Vive Dios! ¡Yo soy un hombre de mar! ¡He vivido siempre sobre el Océano y no en los salones de Valdivia, ni de Concepción, y mi padre era un salvaje!

—Terminad.

—Yo digo que siendo mi mujer no haría usted un mal negocio, porque dividiríamos con su hermano el tesoro de la Montaña Azul y le salvaría de esos inmundos antropófagos, los cuales esperan que se rinda para devorarle en unión del comandante de la «Andalucía», y del bosmano.

—Y también Manuel, ¿es verdad?

—¡Manuel! —exclamó Ramírez, palideciendo—. ¿Quién es ese? No le conozco.

—Creía que le habríais visto entre los antropófagos.

—No, señorita.

—De modo que insistís en tener mi mano.

—Seguramente.

—¿Y usted cree que mi hermano daría su consentimiento?

—Le obligaré, si quiere salvar la vida.

—¡Usted es un miserable! —gritó Mina, saltando en pie con la navaja en la mano—. Yo no seré nunca su mujer, capitán Ramírez. Una Belgrano no se une con un ladrón y un negrero… Podréis matarme, pero yo no seré nunca vuestra.

Un verdadero rugido salió de los labios del bandido. Sus puños gruesos como mazas de fragua cayeron con gran fuerza sobre la mesa, descuadernándola y haciendo saltar a tierra los platos, las ollas y las botellas.

Los marineros que estaban de guardia ante la cabaña, oyendo aquel estrépito y creyendo que su comandante estuviera en peligro, penetraron en la cabaña con los fusiles en la mano.

Ramírez, con un gesto imperioso, les detuvo.

—Preparaos a tomar por asalto la caverna —les dijo—. Necesito a aquellos hombres, vivos o muertos. ¿Habéis entendido? Ahora salid y esperarme.

—¿Qué va usted a hacer de mi hermano? —preguntó Mina, que se sentía desfallecer.

—Dentro de poco lo sabréis —respondió el bandido, con voz ronca—. Mi padre doblegó a mi madre, yo la doblegaré a usted o la destrozaré. ¡Hasta más ver, señorita!

En un impulso de furor rompió a puñetazos cuantos cacharros restaban en pie sobre la mesa y salió cerrando; la puerta con estrépito, mientras la desgraciada muchacha, vencida por tantas emociones y por el espanto, se dejaba caer sobre una silla, sollozando.

Fuera le esperaban sus marineros, doce robustos hombres con caras patibularias que no inspiraban ninguna confianza y que eran de una fidelidad a toda prueba y decididos a cualquier desafuero. A ellos se habían unido un centenar de salvajes, por haberse esparcido la voz de que el jefe blanco se preparaba a forzar la caverna.

Ramírez pasó revista a sus fuerzas, destacando ocho salvajes, encargándoles ponerse de guardia ante la puerta de la cabaña para impedir cualquier intento: de fuga por parte de la prisionera; después dio la orden de ponerse en marcha, decidido a expugnar el asilo de los náufragos.

—Si oponen resistencia, tanto peor para ellos —murmuró rabiosamente—. Si el capitán de la «Andalucía», que ha cometido el error de meterse bajo mis pies y su bosmano son sacrificados, poco me importa de ello. No perdonaré por ahora más que a don Pedro, y eso para hacer verter lágrimas de sangre a la orgullosa muchacha. ¡Ya no existiría el hombre que me arrojase en la cara tantos insultos!

Atravesaron el poblado, desfilando entre dos filas de mujeres que acudían a augurar éxito feliz al terrible ama y jefe, y se pararon frente a la entrada principal de la caverna donde vigilaban siempre numerosos guerreros, a los cuales se habían unido Manuel y Nargo, escapados ambos felizmente de la emboscada nocturna.

—¿Están dentro aun? —preguntó Ramírez a los hombres de guardia.

—Nadie ha salido —respondió Nargo.

—¿Y por la otra parte?

—Arde constantemente el fuego y la galería está llena de humo.

—Removed esas piedras y demoled la barricada.

Treinta o cuarenta indígenas, los más robustos de la banda, se pusieron febrilmente a la obra, mientras los marineros preparaban las carabinas para prevenirse contra cualquier sorpresa. Era probable que el fragor producido por el arrastrar de las mazas que casi todas eran de enorme mole, llegase hasta los oídos de los bloqueados, dada la sonoridad de la caverna. No tendría nada de extraño que hicieran una defensa desesperada.

Ramírez asistía con impaciencia al derribo de la formidable muralla que tenía algunos metros de altura.

Visiblemente irritado por la escena que había tenido poco antes con Mina, atormentaba el gatillo de su carabina como si estuviera impaciente por hacer fuego sobre cualquiera, y blasfemaba a media voz.

No sabiendo con quién tomarla, se desfogaba contra los antropófagos, llamándoles perezosos y miedosos, aunque aquellos pobres diablos trabajaran con un encarnizamiento feroz por miedo a las carabinas de los marineros.

Después de una media hora, la barricada de peñascos, atacada por todas partes, se derrumbó con un estruendo ensordecedor, mostrando una vasta y negra abertura en forma de arco.

Los marineros de la «Esmeralda», creyendo que los asediados se encontrasen detrás de las últimas piedras, dispuestos a recibir a los asaltantes con una descarga, apuntaron con sus fusiles para responder. Con gran sorpresa suya, ningún disparo se dejó oír.

—¿Habrán muerto? —se preguntó Ramírez, con inquietud—. Sin embargo, los víveres no les faltaban y me parece que ayer estaban todos vivos y en buena salud ¡Manuel!

—Capitán —respondió el ex grumete de la «Andalucía».

—Tú que eres el más delgado de todos, métete por ese pasadizo y ve a ver si los bloqueados nos preparan una emboscada.

—¿Y si me matan?

Enviaré a tus herederos la parte que te corresponda del tesoro de la Montaña Azul —respondió irónicamente Ramírez—. ¡Vivo, muchacho! No estoy acostumbrado a repetir mis órdenes dos veces.

El bribón habría deseado sugerirle la idea de mandar a Nargo en su lugar; sin embargo, se calló por miedo de encontrarse con un tiro en la mollera, regalado por el irascible amo y comandante, y superada rápidamente la barrera, se internó en la galería, que conducía a la inmensa caverna.

Los marineros tomaron posiciones del otro lado de la barricada, prontos a protegerle.

La ausencia del grumete apenas duró unos minutos. Cuando reapareció, se leía en su rostro un profundo estupor.

—¿Qué pasa? —preguntó el comandante de la «Esmeralda», frunciendo el ceño—. ¿Tienes miedo de avanzar?

—La caverna está vacía, capitán —respondió Manuel.

—Tú eres un estúpido y no tienes ojos de marino.

—La luz que entra por las rendijas es bastante viva, y si hubiera algún hombre ahí, se le vería —respondió el grumete—. Le aseguro que ahí dentro no hay nadie.

—¿Habrán salido por las rendijas por donde apenas puede pasar un gato? ¡A mí, marineros! Vamos a sacar del cubil a esos perezosos que se permiten dormir como tarugos, sabiendo que están sitiados. Ya les encontraremos en cualquier parte.

Sus hombres, acostumbrados a cumplir cualquier orden, aunque estuvieran seguros de desafiar la muerte, se internaron en la galería, seguidos por los salvajes, que no deseaban otra cosa, aunque no lo dijese su jefe, que glanarse un asado de carne blanca, plato bastante raro para dejarle escapar.

Nadie se opuso a su entrada. Parecía que, efectivamente, los sitiados hubieran huido.

Ramírez, no oyendo ningún disparo, se comenzaba a cubrir de sudor frío. ¿Le haría traición la fortuna cuando más creía tenerla en su mano? Atravesaron la galería y la tropa hizo su entrada en la espaciosa caverna, lanzando gritos de muerte. Nada les respondió ni un disparo, ni un grito.

—Se habrán emborrachado verdaderamente y dormirán en cualquier obscuro ángulo de la caverna —dijo Manuel.

—Tú eres un estúpido —dijo Ramírez, lanzando, sobre el grumete una torva mirada—. ¿Qué dices tú, Nargo, de esta misteriosa desaparición?

—Que es imposible que hayan huido —respondió el antropófago.

—¿Estás bien seguro que no hay otras salidas?

—Al menos ni yo ni otros hemos nunca sabido de ninguna.

—¡Habrán ido a parar al infierno! —rugió Ramírez.

Hizo encender antorchas de niaulis, por ser la luz escasísima a causa de las pequeñas dimensiones de las rendijas de la bóveda, y avanzaron con los fusiles preparados y los arcos tendidos hacia el lagoon donde el agua rumoreaba con sordos mugidos, habiendo comenzado el flujo.

Recorrieron la orilla, todo alrededor, sin distinguir a nadie. Dos depósitos de popoi habían sido abiertos y parte de la acídula y amarillenta pasta había sido cogida. De los sitiados ni la menor traza.

A poca distancia del lagoon el cadáver del pobre jefe de los nokús concluía de disolverse, lanzando un hedor horrendo, y un poco más allá yacía el cadáver del hechicero, todavía en perfecto estado de conservación, por lo fresquísimo de la caverna.

—Se me han escapado de las manos —gruñía Ramírez, mordiéndose el bigote y tirándose rabiosamente de la barba—. ¿Cómo? ¿Por dónde? Si logro cogerles les arranco la piel y les entrego para pasto de inmundos antropófagos.

La exploración fue reanudada con encarnizamiento, tanto por parte de los marineros como de los salvajes. Fueron visitados detenidamente todos los ángulos de la inmensa caverna, los nichos y las galerías que se abrían acá y acullá; después la pequeña galería atravesada por el canal subterráneo, sin lograr descubrir ninguna huella de los sitiados.

El capitán dé la «Esmeralda», presa de una cólera violenta, la desahogaba contra los salvajes, acusándoles de no haber conocido bien su caverna. Por alguna parte debían haber escapado, porque era inadmisible que, desesperados de salir bien, hubieran preferido ahogarse en el lagoon. ¿Dónde estaba la salida? ¡Misterio!

Las pesquisas duraron algunas horas y luego se suspendieron. Era mejor organizar una gran batida en los bosques próximos y dar una caza sin tregua a los fugitivos, que acaso se encontraran aún sobre el territorio de los nokús.

Ramírez, después de encargar a Nargo que hiciera una correría en los bosques con sus guerreros que parecían también furiosos por haber perdido por segunda vez un abundante asado de carne humana, dejó la caverna con sus marineros.

Una sorda cólera roía el corazón del bandido. Aquellos hombres libres, aunque pocos, podían crearle graves obstáculos y disputarle aquel tesoro que era, después de Mina, la mitad de sus ensueños.

Lo que le preocupaba más, era no tener en su mano fuerza bastante para doblegar a Mina. Escapado su hermano, seguramente opondría más resistencia al saber que aquél estaba libre.

No atreviéndose a comparecer ante la joven, entró en la primera cabaña que encontró, echando a puntapiés a las personas que la habitaban, y llamó a Manuel.

—Tú eres casi un niño —le dijo después de haber hecho traer un par de botellas de caña, teniendo una buena provisión en la aldea—, pero tú me has dado pruebas de una sagacidad extraordinaria. Siéntate, bebe y hablaremos de nuestros asuntos. El mejor de mis marineros, me arriesgo a decirlo, no vale lo que un átomo de tu cerebro.

—Sin embargo, hace poco me ha llamado usted imbécil —respondió el ex grumete de la «Andalucía».

—No hagas caso; yo soy un hombre poco amable. Llevo sangre india en las venas. Tengo necesidad de ti.

—Hable usted, capitán.

—¿Crees tú que Mina, después de lo que lía ocurrido, tendrá aún sospecha de ti?

—Seguramente no tendrá mucha confianza en mí —respondió Manuel—. Ya antes desconfiaba.

—Sin embargo, es necesario que te acerques a ella.

—¿Y por qué no se acerca usted?

Un relámpago de ira brilló en los ojos de Ramírez.

—¡Canalla! —gritó—. ¡Te atreves a responderme así! ¿Quieres que te rompa los huesos?

Manuel, pálido como un muerto, pero con los ojos echando llamas, se había levantado, tentándose los riñones.

—¿Es así como usted recompensa mis servicios? —dijo con sorda voz—. Sin embargo, yo me he entregado a usted en cuerpo y alma.

—Yo exijo de mis marineros una obediencia ciega.

—Yo no soy marinero de usted.

—¿Quieres que te mate? Esta mano ha roto cabezas de negros más duras que la tuya.

Manuel, espantado, no se atrevió a replicar palabra. Aquel silencio pareció tranquilizar al capitán de la «Esmeralda».

—Tú irás a ver a Mina —dijo— y le dirás de parte mía que su hermano está en mis manos junto con don José de Ulloa.

—¿Me creerá?

—A ti te toca persuadirla. Eres bastante canalla para lograrlo.

—¿Y si me rechazara?

—¡Mil rayos! Entonces entraré yo en funciones, suceda lo que suceda. También le dirás que esta noche partimos.

—¿Para dónde?

—Ahora que aquellos hombres se me han escapado de las manos, no estoy tranquilo. También ellos poseen una copia de aquel pedazo de corteza y podrán llegar antes que yo al país de Krahoa y cogerme el tesoro.

Acaso he perdido demasiado tiempo, y si aquel imbécil de Nargo no me hubiera hecho volver, ya estaría en las orillas del Diao. Espero, sin embargo, apresarles antes que se unan a los krahoas y sacrificarles en medio de los bosques.

Su muerte me es necesaria. Veremos si, aniquilados ellos, resistirá Mina.

Manuel le escuchaba en silencio, mirándoles irónicamente.

—¿Me has entendido? —preguntó finalmente Ramírez, que daba vueltas por la cabaña como una fiera enjaulada.

—Sí, capitán —respondió el ex grumete de la «Andalucía».

—Entonces, andando, y acuérdate de que a mi no se me hacen observaciones. Ya puedes darme gracias porque no te ha ocurrido algo peor.

Manuel, que parecía estaba para desencadenarse de un momento a otro, apretó los dientes para no dejar escapar alguna palabra, y salió de la cabaña, lívido y con los ojos lanzando fuego.

—¡Ah! —murmuró cuando estuvieron lejos, apretando los puños—. Tú me has puesto la mano encima, después de que yo he traicionado villanamente a don José. Ese es un puntapié que pagarás caro, Ramírez. He sido un miserable, pero tú eres más canalla que yo. La señorita es buena y perdonará mis infamias.

Había llegado a la cabaña real que, como hemos dicho, se elevaba en medio del mayor poblado de los nokús. Pasó a través de los salvajes que montaban la guardia, levantó la tranca de madera y empujó la puerta.

Mina, oyendo aquel ruido que anunciaba una nueva visita del bandido, ya estaba en pie, blandiendo fieramente la navaja.

Viendo entrar a Manuel, depuso el arma, diciendo:

—¿Qué vienes tú a hacer, desgraciado muchacho? ¿A urdir alguna nueva traición? ¡Ah! ¡No creía que tú, tan joven, fueses tan malvado!

—No —respondió el ex grumete de la «Andalucía»—, yo vengo a pedirle perdón y ofrecerle mi vida si puede ser necesaria para su salvación.

Es inútil que yo me defienda. He sido hasta ahora un miserable, el ánima condenada de Ramírez.

—¿Qué quieres ahora de mí?

—Ya lo he dicho; vuestro perdón.

—¿Estás de acuerdo con Ramírez?

—Lo confieso ingenuamente, señorita. El me compró a peso de oro antes de abandonar la «Andalucía» las costas de Chile y confieso que he sido una de las causas principales de vuestras desgracias.

—¿Eran, pues, justificadas las sospechas del bosmano? ¿Te debo creer?

—Le daré en seguida una prueba si por ello he de reconquistar su estimación. Ramírez me ha enviado para que le diga que su hermano y don José están en sus manos. Pero…

—¿Pero? —exclamó Mina, acercándose impetuosamente al joven con el rostro descompuesto.

—Han logrado huir de la caverna donde se hallaban estrechamente bloqueados.

—¡Mi hermano está libre! —exclamó Mina, radiante.

—Todos salvados.

—¿Y cómo han logrado escapar de los antropófagos?

—No lo sé.

—¡Salvos! ¡Salvos! ¿Y Ramírez?

—Ha lanzado a los salvajes tras de sus huellas.

—¿Lograrán cogerles?

—Yo estoy seguro que volverán con las manos vacías, señorita Mina. También Ramírez tiene pocas esperanzas de volverles a coger. Si las tuviera no se prepararía a partir.

—¿Se va aquel bergante?

—Le da prisa el tesoro.

—¿Y yo?

—La obligará a seguirle.

—¡Oh! ¡Nunca!

—Pues haría usted mal, señorita. En los grandes bosques se encuentra con más facilidad ocasión de largarse.

Además, precisamente en el país de Krahoa tendréis mayores probabilidades de encontrar a vuestro hermano y al capitán, porque seguramente allí se ha de dar la última batalla.

Continuando aquí, sin defensa, correríais el peligro de ser devorada por estos antropófagos. Además, no intentéis resistir a aquel bruto.

Es capaz de todo, y ya que quiere conduciros con él, seguidle.

Yo le prometo a usted todo mi apoyo.

—¿Y tú te encargarás de prepararme la fuga?

—Haré lo posible.

—¿Tú estás convencido que también mi hermano ha marchado al país de Krahoa?

—Sí, firmemente convencido —respondió Manuel.

—¿Cuándo partiremos?

—Esta noche.

—Ve a decir ahora a ese miserable que consiento en seguirle.

CAPITULO XIX. EL CANAL SUBTERRÁNEO

Si no hubiera sido por el recuerdo constante de Mina, abandonada sola entre los kahoas, que no eran menos antropófagos que los nokús y que podían, en el momento más inesperado de mal humor, devorarla para probar la delicadeza de su carne blanca, ni don Pedro ni don José ni el bosmano se hubieran preocupado gran cosa del bloqueo.

Dueños absolutos de la caverna, provistos de víveres para varios meses, porque en el suelo se abrían numerosísimos depósitos de popoi, con abundante agua que destilaba de las estalactitas, y bien armados con las cañas que truenan, hubieran podido agotar la paciencia de los sitiadores.

Sin embargo, el temor de que la joven chilena pudiera correr algún peligro por parte de los kahoas o de Ramírez, les había obligado a no renunciar a sus tentativas de fuga.

Fallida la tentativa del lagoon, habían vuelto su atención hacia la pequeña galería por donde habían entrado y más especialmente hacia aquel curso de agua subterráneo que sufría el flujo y reflujo de la marea.

¿Adonde conduciría aquel canal? ¿Era. el que alimentaba el lagoon? Así podía suponerse.

El prisionero nokú, después de asistir sin pronunciar palabra a la tentativa de Matemate, fue el que recordó aquel canal a los sitiados.

Las nonas, aquellos terribles mosquitos que no se podían afrontar impunemente, debían haber muerto veinticuatro horas después del cierre de la galería, teniendo una existencia efímera. Se podría, por tanto, intentar la salida por aquel lado y forzar el paso, o por lo menos explorar el lago subterráneo.

La proposición hecha por el antropófago que, al igual de Matemate y de Koturé, había tomado afecto a los hombres blancos, acaso porque no le habían devorado, fue rápidamente aceptada.

—Probaremos —dijo don José—. Mientras permanezcamos aquí, nada bueno podremos hacer y entretanto aquel granuja de Ramírez podría emprender sin estorbo de nadie la conquista del tesoro de la Montaña Azul.

Al tercer día de asedio, después de las terribles amenazas del capitán de la «Esmeralda», la pequeña tropa levantó el campo sin hacer ruido y se dirigió a la galería, decidida a hacer una tentativa desesperada.

El prisionero nokú les guiaba por conocer la caverna mejor que cualquier otro.

En la rápida afección de aquel salvaje no había nada de particular, porque es costumbre entre aquellos salvajes el hacerse esclavos fidelísimos de aquellos que les hacen prisioneros y les respetan la vida, lo cual ocurre rara vez, porque lo común es ser devorados después de haberles cebado como lechoncillos.

Los nokús, seguros de tenerles siempre sitiados, no se habían apercibido de nada. Ya hacía algunos días, o sea desde el regreso del hombre blanco, habían descuidado la vigilancia.

Hacia la media noche del tercer día, los sitiados habían podido llegar felizmente a la pequeña galería y demoler la barricada de piedras que habían levantado para impedir la salida de las nonas.

—Velan constantemente por la parte de afuera —dijo el capitán apenas se derrumbó la barricada al esfuerzo del último empuje—. Aquí hay humo y es buena señal.

—¿Por qué, don José?

—Si la galería está llena de humo, quiere decir que los condenados salvajes no han osado invadirla.

—¿Y podremos nosotros avanzar por ella?

—Pronto la corriente de aire le habrá empujado a la caverna; mirad: sale a oleadas. Dentro de cinco minutos el aire se habrá hecho, respirable y nosotros podremos avanzar sin peligro de morir sofocados.

—El torrente subterráneo, si no me engaño, está próximo.

—¿No le oyen ustedes murmurar?

—¿Nos conducirá al exterior?

—Alguna salida debe tener, si es de agua salada. Debemos, sin embargo, para mayor precaución, esperar la marea descendente. ¿Cómo no nos hemos nunca acordado de este pasaje?

—Pero no se sabe dónde conducirá —dijo don Pedro.

—Se me ocurre la duda de si esta agua se filtrará a través de las rhizophoras —respondió el capitán.

—Si así fuese, deberíamos renunciar a la esperanza de salir de esta maldita caverna.

—Matemate y Koturé se encargarán de abrir el paso a través del caos de raíces. Ya les hemos visto todos cómo trabajan.

Dejaron salir el humo que se había acumulado en la galería de modo extraordinario, asfixiando a las nonas. Después se pusieron en marcha, avanzando en fila india.

Los sitiadores, a lo que parecía, continuaban quemando leñas asfixiantes ante la entrada de la galería con la maligna esperanza de que la caverna se llenara de humo poco a poco y obligara a los sitiados a rendirse.

En efecto: constantemente avanzaban columnas de humo lamiendo las paredes y la bóveda, esparciendo en torno un olor nauseabundo que atacaba a la garganta y provocaba violentos accesos de tos.

—¡Esto es peor que el tabaco! —gruñía Retón, que estornudaba sin cesar—. ¿Tendrán esos salvajes una fábrica de nicotina?

Manteniéndose bien encorvados, casi tocando al suelo, los fugitivos llegaron finalmente al canal subterráneo sin haber encontrado enemigos.

El capitán, sosteniendo una antorcha, descendió acompañado de Matemate y de los kahoas.

El reflujo hacía algunas horas que había comenzado y el agua se retiraba hacia el mar, gorgojeando sordamente.

—Hemos llegado a un buen sitio —dijo don José—. Koturé, mira a ver si es aquí el agua muy profunda.

El kanaka se arrojó resueltamente al canal, permaneciendo sumergido hasta la cintura.

—Bajad todos —ordenó el capitán—. Veamos por dónde escapa esta agua del mar.

Debe haber alguna salida y acaso: más fácil de recorrer que la del lagoon.

Don Pedro, los kahoas y los kanakas se habían metido en el canal, llevando las antorchas. Sobre sus cabezas continuaban desfilando columnas de humo.

—¿Estamos todos? —preguntó el capitán.

—Sí —respondió Retón.

—Matemate, a la cabeza con los kahoas.

—No tengo miedo, jefe blanco —respondió el kanaka.

La pequeña tropa había vuelto a emprender la marcha, sumergidos hasta la cintura. El agua del canal continuaba retirándose hacia Oriente, deslizándose dulcemente.

Recorridos ciento cincuenta pasos, los sitiados se encontraron ante una arcada socavada bajo la cual se retiraba el agua.

—He aquí el pasadizo —dijo el capitán, volviéndose hacia don Pedro, que iba detrás de él.

—¿Encontraremos sitio por donde internarnos?

—Me parece que sí, al menos por el momento —respondió el capitán—. No sé si más adelante encontraremos sitio suficiente para tener las cabezas fuera del agua. Matemate, ¿quieres explorar?

—Sí, jefe blanco —respondió el kanaka.

Tomó una antorcha y avanzó bajo la arcada que debía ser el principio de alguna galería subterránea.

—¿Es profunda el agua? —preguntó el capitán.

—Su altura siempre es constante —respondió el kanaka—, al menos hasta ahora.

—¡Adelante todos!

Precedida por el kanaka, la tropa se internó bajo las primeras bóvedas, bajando las cabezas por no permitir otra cosa el limitado espacio.

El prisionero se había colocado junto a Matemate, explorando el fondo con un largo bastón que encontró junto a la orilla del curso de agua.

Así recorrieron, sin peligro alguno, unos cincuenta metros. Después Matemate se detuvo bruscamente.

—Aquí está el punto escabroso —dijo, volviéndose hacia el capitán—. La bóveda se rebaja y no se puede pasar más adelante.

—¿Está llena de agua? —preguntó don José.

—Sí, jefe blanco.

—¿Tu hermano es buen nadador?

—Puede competir con los peces.

—¿Probaría a pasar?

—Lo hará si tú lo deseas.

—Si no tiene miedo, que avance.

Matemate cambió algunas palabras con su hermano, después examinaron juntos la bóveda bajo la cual discurría lentamente, con un leve murmullo, el agua que poco a poco se retiraba.

Koturé se despojó del pareu, la pequeña saya de tapa, para estar más libre en sus movimientos, aspiró fuertemente el aire, llenándose bien los pulmones, y después desapareció bajo la bóveda, despidiendo con los pies una estela de espuma.

Todos se habían encorvado tendiendo sus oídos hacia la bóveda para recoger el más leve rumor y en caso de peligro acudir en auxilio del nadador.

Transcurrió un minuto; después Koturé reapareció, saltando del agua con la agilidad de un pez. Su rostro, aunque goteando de agua, estaba radiante.

—Jefe blanco —dijo con voz conmovida—, el paso existe.

—¿Le has encontrado? —exclamó el capitán.

—Sí, y es más corto de lo que tú crees.

—¿Adónde conduce el canal? ¿Al manglar?

—No; a una caverna submarina.

—¿Has visto tiburones?

—No; pero mira…

El kanaka levantó el brazo, que goteaba sangre.

—¿Te han mordido? —preguntó don José.

—Sí, los Markem (murenas). La gruta submarina está plagada de esos peces.

—¿No podremos atravesarla?

—Sin ser mordidos, no.

—Poco importa, con tal que salgamos al exterior.

—De eso respondo yo. He llegado hasta donde la luz entraba nítida en la caverna.

—¿Cuánto tendrá de largo el pasadizo?

—No sé; todavía tengo aire en los pulmones.

—Estos hombres todos son nadadores —dijo el capitán, como hablando consigo mismo—. Si Koturé ha pasado, ninguno se quedará atrás.

—¿Qué decide usted, don José? —preguntó don Pedro.

—La fuga está asegurada —respondió el capitán de la «Andalucía»—. Hay, sin embargo, una dificultad que antes no había previsto.

—¿Cuál?

—¿Y las municiones?

—Ya las secará el sol más tarde —dijo el bosmano—. Hace bastante calor en este maldito país.

—Primero tú, bosmano, con don Pedro —dijo el capitán—. Tú que eres un viejo tiburón, le ayudarás. Los demás uno a uno.

Don Pedro se colocó la carabina en bandolera y se la sujetó a la cintura; después, sin esperar a Retón, desapareció bajo la bóveda.

Después del bosmano desaparecieron, una a uno, el capitán, los dos kanakas y los kahoas.

Koturé había dicho verdad. La galería inundada era menos larga de lo que se podía suponer, porque don Pedro, después de tropezar varias veces contra las paredes de aquel conducto que no debía tener grandes dimensiones, desembocó de improviso en una caverna submarina, de forma circular, que recibía la luz de una vasta abertura a flor de agua.

No se trataba más que dé atravesar cuarenta o cincuenta metros para llegar al mar libre. Don Pedro se detuvo repentinamente, colocando el pie sobre una roca que sobresalía del fondo.

A través del agua azul obscura, ele una transparencia cristalina, se veían cruzar en todas direcciones, con rapidez increíble, horribles animales que se asemejaban a gruesas serpientes.

—¡Las murenas! —exclamó el joven, tiritando—. Estas serpientes dé mar no son menos voraces que los tiburones.

El bosmano, en aquel momento, apareció a su lado, estornudando sonoramente.

—¡Cuerpo de una pipa rota! —exclamó el viejo lobo de mar, encaramándose sobre el escollo—. Estos viajes submarinos no son muy agradables. Tengo la cabeza hinchada por los golpes… ¡Caramba! ¡Horribles animales! Estos son peores que los caribes.

¿Quién tendrá el valor de probar sus dientes?

—Pues no hay más remedio que desafiarlos, bosmano —respondió don Pedro.

—Nos arrancarán la piel a pedacitos, señores. Las murenas del Océano Pacífico son terribles.

Los kanakas, el capitán y los kahoas fueron llegando uno a uno, pero pronto quedaban inmóviles, incrustados en el escollo. Parecía que ninguno se atreviese a moverse hacia la abertura, a través de la cual entraba, a la par que la luz, un aire vivificante.

—¡Esto es un verdadero vivero de murenas! —exclamó el capitán, horrorizado—. Será como atravesar una zona barrida por la metralla.

—Sin embargo, tenemos que pasarla a la fuerza —dijo don Pedro.

—Estamos en buen número y acaso no se atrevan a atacarnos.

—No esperen ustedes salir de aquí sin probar sus caricias, señores —dijo el bosmano.

—Mejor son diez o veinte mordiscos que ser asado en una parrilla y terminar en el vientre de los salvajes.

—Es verdad, don Pedro —dijo don José—. Al agua, amigos, moverse todo lo más que podáis y manejad las hachas. El asalto será verdaderamente temible.

Hombres blancos e indígenas, aunque seguros de pasar un mal rato, porque las murenas que pueblan las costas de las islas del Océano Pacífico son mucho más gigantescas y más feroces que las del Mediterráneo y otros mares, se precipitaron en el agua como un solo hombre, nadando velozmente hacia la abertura.

Las terribles anguilas, viendo a aquel grupo humano avanzar a través de la caverna, se precipitaron al asalto, impacientes de hundir sus dientes agudísimos en la carne humana y lacerarla.

Eran centenares y centenares que acudían de todas partes, subiendo del fondo y saliendo de los obscuros huecos de la caverna. La acogida que tuvieron fue también terrible.

Los kahoas y los dos kanakas, que no hacían sus primeras armas, dieron a su vez un contraataque, manejando las hachas de piedra con rapidez fulmínea.

Las murenas, a pesar de ello, lograron hacer probar a los fugitivos la finura de sus dientes, mordiendo más de un pie y de un muslo.

Salvo aquellas dentelladas más dolorosas que peligrosas, los nadadores atravesaron, sin otros daños, la caverna, desembocando al aire libre y poniéndose a salvo sobre una escollera que corría paralelamente a la costa a distancia de treinta o cuarenta pasos.

—No tengan ustedes prisa por mostrarse —dijo el capitán—. Puede haber nokús sobre la costa.

—Ya he observado todo y he descubierto un objeto interesantísimo para nosotros —dijo Retén.

—¿Qué cosa?

—Una piragua, y además armada, porque no le falta su mástil y su vela.

—¿Está lejos?

—Apenas doscientos pasos de nosotros.

El capitán se encaramo con precaución sobre la escollera y llegó a la cima.

Enfrente de él se dibujaba la costa, toda cubierta de hermosos árboles, la mayoría marítimos, y kauris altísimos, y defendida por una estrechísima zona de rhizophoras.

En una graciosa caleta se mecía dulcemente una de esas bellas piraguas dobles que los isleños del Océano Pacífico saben socavar con gran maestría en troncos de árbol.

—Aquella es la que necesitarnos —dijo a don Pedro, que se le había acercado.

—El sol está ya próximo al ocaso y apenas las tinieblas se hayan enseñoreado, nos embarcaremos. Las aldeas de los kahoas no deben estar lejos.

—¿No se habrán apercibido de nuestra fuga los nokús?

—Parece que no —respondió el capitán—. Ya estarían aquí y yo no distingo sobre la costa ningún ser viviente.

Están tan seguros de tenernos prisioneros, que no se molestarán en visitar la caverna.

—¿No habrá partido aún para el país de Krahoa el bandido de Ramírez?

—¿Quien lo sabe? Mejor para nosotros si se retrasa, porque le precederemos a marchas forzadas.

Apenas lleguemos entre los kahoas organizaremos una fuerte caravana y marcharemos hacia el Diao. Matemate y Roturé nos guiarán. ¿No se habrá estropeado el símbolo?

—El agua no penetra, a través de la cartera de caucho, don José —respondió el joven—. Le mostraremos intacto a los krahoas.

—Cuidadla, porque sin ella no seremos reconocidos. Ya sabe usted lo tercos que son estos salvajes.

—Siempre va sobre mi pecho, y para quitármela es preciso primero que me maten.

Volvieron a descender de la escollera y se unieron a sus compañeros, los cuales estaban haciendo recolección de conchas y de ciertos pequeños pescados argénteos que la marea, al retirarse, había dejado en seco en los huecos de las rocas.

El sol se precipitaba en el horizonte en medio de una gran nube negra que anunciaba un inminente cambio de tiempo. A poco, una densa obscuridad envolvía el Océano y las islas.

Devorada la escasa cena, formada de pescadillos que los indígenas devoraban vivos con bestial avidez, el capitán, después de asegurarse de que ningún nokú se mostraba sobre la costa, dio la señal de la partida. El trozo de miar que había que atravesar era estrechísimo y ningún peligro podía amenazar a los nadadores, no frecuentando los tiburones los pequeños pasos protegidos por los escollos.

La travesía, en efecto, se realizó felizmente.

Aunque todos estaban persuadidos de que en la doble piragua no había nadie, la abordaron con precaución.

Como habían previsto, sólo contenía algunas redes, groseramente trenzadas, y una provisión considerable de magnagnes y de yambos, fruta semejante a las peras, con pulpa de crema, tierna como la manteca y muy gustosa.

Aquella piragua era una bonita barca indígena, formada con dos troncos de niaulis, pacientemente excavadas y reunidas por una especie de puente, provisto de una sólida balaustrada para defender a la tripulación de loé golpes dé mar.

En el centro llevaba un mástil, en la base del cual estaba arrollada una vela de forma de medio rombo, formada de nervios de hojas, estrecha y hábilmente entrelazadas.

—Este armatoste no vale lo que un buen culter —dijo el bosmano, que había examinado rápidamente las dos piraguas—, pero, sin embargo, es preferible a nuestras balsas.

—Tu eres incontentable, viejo gruñón —dijo el capitán—. Ya te enseñaré las excelentes cualidades náuticas de estas embarcaciones. Estos salvajes son habilísimos constructores y no tienen nada que aprender de nosotros.

Icemos la vela y pongámonos en marcha hacia el Sur. Estoy impaciente por volver a ver a mis súbditos y a la señorita.

El maestro, ayudado por los kahoas y los dos kanakas, desplegó la vela, aunque se maniobraba de un modo absolutamente primitivo, y la doble piragua zarpó haciendo una bellísima bordada, de la minúscula ensenada, lanzándose sobre las olas del Océano Pacífico.

La noche era obscurísima y en lontananza rodaba sordamente el trueno. Alguna imprevista radia llegaba de cuando en cuando, haciendo crujir peligrosamente la vela e inclinando la piragua. Otras veces algún golpe de mar la cogía de través, arrojándola bruscamente fuera de rumbo e inundando el puente.

El capitán, temiendo la presencia dé los escollos submarinos, se puso en observación a proa con don Pedro y Matemate, mientras los otros se ocupaban en la maniobra.

La costa, que se distinguía confusamente, huía con rapidez, mostrando de vez en cuando profundas ensenadas en el fondo dé las cuales brillaban algunos fuegos.

A medianoche, cuando el huracán comenzaba a estallar, estrellando contra las escolleras y las playas enormes olas, la doble piragua se refugiaba en un pequeño canal, no osando continuar aquella carrera en la obscuridad sobre un miar poco conocido y erizado de obstáculos que podían causar un desastroso naufragio.

Por otra parte, era también necesario algún descanso después de tantos peligros. Se eligieron dos hombres para montar la guardia, y los demás se arrojaron al fondo de la piragua, durmiéndose profundamente.

Al alba, la doble piragua reanudaba su carrera, pasando a través de los canales. Casi todas las islas del Océano Pacífico están defendidas por sólidas escolleras, construidas por los pólipos, los cuales parecen destinados a proteger aquellas tierras dé los golpes poderosos e incesantes del Pacífico.

Se encuentran así larguísimos canales, interrumpidos de cuando en cuando por cómodas aberturas que se prestan perfectamente al paso dé las pequeñísimas piraguas.

Era una verdadera suerte para los fugitivos, porque él miar, durante la noche, se había hecho grosísimo y amenazador.

De lejos llegaban terribles golpes de mar que se destrozaban con ruido atronador contra aquella multitud de escollos y escollitos, saltando a prodigiosa altura.

—Y le llaman Pacífico —murmuraba el bosmano—. ¡Si siempre está rabiosa esta maldita olla! Desdé que yo navego, siempre la he visto bullir y siempre la he oído gruñir como yo.

A las diez de la mañana, los kahoas, que hacía tiempo observaban atentamente la costa, hicieron seña de acercarse al bosmano, que sostenía el largo remo que servía de timón.

—¿Estamos cerca dé vuestras rancherías? —preguntó el capitán.

—Están detrás de ese bosque —respondió un indígena.

—Me parece, en efecto, que conozco esas playas. Esas son las malditas rhizophoras en medio de las cuales estuvimos vagando y donde encontramos a los kanakas.

Aunque el mar estuviera aguadísimo, también dentro del canal, el bosmano, con una hábil maniobra condujo: la doble piragua ante la faja dé rhizophoras, atracando atrevidamente la proa entre la enorme masa de raíces y troncos retorcidos y flexibles.

Asegurada la embarcación mediante una doble liana, pues aún podía ser utilísima y tomados los víveres que contenía, la tropa se internó en la selva, sin preocuparse de la lluvia que caía a torrentes y de las ráfagas furiosas que torcían las ramas con mil crujidos, desgajándolas.

A pesar dé la profunda obscuridad que reinaba bajo aquella inmensa bóveda dé verdor, la tropa, guiada por un indígena que sabía orientarse también por las estrellas, atravesó en pocas horas el gran boscaje, llegando al poblado más importante, donde estaba la cabaña del jefe.

Los centinelas nocturnos que vigilaban siempre en las aldeas indígenas, debiendo temer continuas sorpresas por parte del enemigo, habían ya dado la alarma, y toda la población, creyendo que se tratase de una invasión dé los nokús, había tomado las armas, precipitándose con grandes gritos fuera de sus miserables moradas.

Si los kahoas que acompañaban al capitán no hubieran andado listos en dar la contraseña de reconocimiento, el grupo hubiera sido sacrificado, porque aquellos salvajes, cuando cargan semejan tigres enfurecidos y difícilmente se contienen.

Un gran alarido de alegría saludó al jefe blanco, que ya tenían por muerto.

Don José se hizo conducir en el acto a la cabaña donde creía encontrar a Mina. En su lugar solamente Hermosa, la gran perra de Terranova, fue la que le acogió con ladridos clamorosos.

—¿Y mi hermana? —gritó don Pedro, no viéndola aparecer—. ¡Miserables! ¿qué habéis hecho? ¿Acaso la habéis devorado?

—Calmaos, amigo —dijo el capitán—. Ahora nos dirán qué ha sido de ella. Es imposible que la hayan matado.

Fue un golpe terrible para ambos el saber por boca de los subjefes la terrible verdad.

¡Mina en las manos del jefe blanco de los nokús! ¡Prisionera de aquel condenado de Ramírez! ¡Ah! ¡Era demasiado! Aquel miserable no se contentaba con el tesoro: quería también la hija del que lo había acumulado.

—¡Es preciso que yo le mate! —rugió don José, exasperado.

Don Pedro parecía petrificado por el dolor; Retón, en cambio, se daba grandes puñadas sobre la cabeza, vociferando como un obseso.

Sólo los dos kanakas se mantenían tranquilos y silenciosos, aunque habían comprendido la terrible desgracia que había herido a sus amigos blancos.

—Matemate —dijo finalmente el capitán que, después de aquella primera explosión de furor había reconquistado su sangre fría—. ¿Has oído, tú?

—Sí —respondió el kanaka—. Han robado a la mujer blanca.

—Y ha sido el hombre blanco de los nokús, nuestro mortal enemigo, el que la ha robado.

—Lo sé.

—Es preciso arrancarla de sus manos.

—Se la arrancaremos —respondió el kanaka.

—¿De qué modo?

—Yo parto ahora mismo con mi hermano para el país de los nokús.

—¿Qué vais a hacer? ¿No habéis tenido bastante con el asedio de la caverna?

—Dame tu perro y espera nuestra vuelta.

—¿No te comerán los nokús?

El kanaka sonrió con voz misteriosa; después añadió:

—Espera nuestro regreso. La noche es obscura y tempestuosa y ocultará nuestra marcha.

Ató al cuello de Hermosa una sutil liana y salió de la cabaña con su hermano, desapareciendo rápidamente entre las tinieblas.

CAPITULO XX. A CAZA DE RAMÍREZ

Fue una noche llena de angustia la que padecieron don José, Pedro y Retón.

Don José no hacía más que pasear como una fiera alrededor de la cabaña, jurando; don Pedro no cesaba de sollozar, y Retón de darse puñadas, acusándose de ser él solo la causa de aquel desastre por no haberse dejado devorar por los antropófagos.

Los kahoas, intranquilos por la carencia dé noticias de los dos kanakas e impresionados por el dolor intenso y la cólera que se transparentaba en el rostro de su jefe, habían mandado exploradores en todas direcciones, pero sin éxito.

También la jornada transcurrió con creciente ansiedad y sin tener ninguna noticia. El capitán, que no lograba refrenar su impaciencia, alarmado también por la creciente desesperación de don Pedro, se preparaba a llamar, para reunirlos, a todos los guerreros de la tribu, decidido a intentar un golpe de mano sobre la capital de los nokús, cuando sonoros ladridos que el viento na lograba apagar le avisaron del regreso de los dos kanakas.

Don José, don Pedro y Retón se precipitaron fuera de la cabaña, sin preocuparse dé la lluvia que caía sin cesar.

—¡Por fin! —exclamó el capitán, radiante—. Si vuelve Hermosa, también vendrán Matemate y Koturé.

No se engañaba.

Pocos minutos después, los valientes kanakas, chorreando agua y llenos de lodo hasta los cabellos, se presentaban ante los hombres blancos.

—Entrad en seguida —dijo el capitán, haciendo seña de que se retiraran, a los kahoas que habían seguido a los exploradores desde su llegada.

Matemate y Koturé, que tiritaban de frío y estaban próximos a caer por el excesivo cansancio, se sentaron ante el fuego que ardía en el centro de la cabaña, chisporroteando alegremente.

—Habla —dijo don José a Matemate.

—Todos han partido.

—¿Quiénes?

—Los nokús.

—¡Todos!

—Hemos visto sus rancherías destruidas por el fuego.

—¿Y la joven blanca?

—Ha partido con el hombre blanco.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Una vieja nokú que habían dejado abandonada en una cabaña, porque tenía las piernas muy torpes para seguir a sus compatriotas.

—¿Por qué no la has traído aquí? Nos habría dado inapreciables noticias —dijo don José.

—Cuando ya no tenía más que decirme, la he matado —respondió el kanaka, cándidamente—. Los nokús son nuestros enemigos.

—¿Al menos has averiguado adonde se dirigen?

—Sí, a la desembocadura del Diao.

—¿Para remontar el río con las chalupas de la gran canoa con alas, del hombre blanco?

—Eso no lo sé, jefe.

—¿Estás seguro que la joven blanca iba con ellos?

—La vieja míe lo ha asegurado.

—¿Y cuándo se han marchado?

—Ayer, en seguida de descubrir nuestra fuga.

—¿Sabrías tú guiarnos a la desembocadura del Diao?

—Sí, jefe —respondió Matemate.

—¿Sería posible seguirles?

—¿Y por qué no? ¿No tienes tu animal grande? Ya había descubierto las huellas, no sé si de los nokús o del hombre blanco, y pretendía seguirlas.

—No se me había ocurrido eso —dijo don José—. Hermosa ha estado dos meses con ese bandido y sabrá encontrarle.

Resumió las respuestas del kanaka e informó a don Pedro de cuanto había sabido.

—No hay que desesperar, amigo —dijo, viendo al pobre joven profundamente dolorido—. Daremos caza a ese bandido y le alcanzaremos antes de que ponga la mano sobre el tesoro de la Montaña Azul.

Los kahoas son bastante numerosos, y dirigidos por nosotros no dudarán de dar batalla a los nokús para vengarse de la emboscada que les tendieron.

—Pero ¿qué quiere hacer ese miserable con mi hermana?

—Querrá utilizarla como un precioso rehén.

—¿Y si la asesinase? —preguntó el pobre joven, con lágrimas en los ojos.

—¿Por qué razón? Ramírez será un bergante, será un ladrón, será todo lo que usted quiera, pero no olvidará que es un hombre blanco ante todo, aunque tenga en las venas sangre india, según dicen. El no olvidará que estamos aquí siempre nosotros para vengar a vuestra hermana.

Si ha partido tan precipitadamente como dicen, quiere decir que no cree hayamos perecido y que intenta llegar al país de Krahoa antes que nosotros.

—¿Y adonde iremos?

—A la desembocadura del Diao, donde voy a intentar hacer a ese bribón una jugada que tengo pensada hace tiempo.

Es necesario, ante todo, quitarle los medios de regresar a Chile.

—¿Y cómo?

—Privándole de su barco.

—¿Quiere usted asaltarlo?

—Déjeme usted hacer a mí, don Pedro. Será una guerra sin cuartel a aquel bandido y ya veréis cómo no ganará él la partida una vez en el país de Krahoa.

Matemate y Koturé valen tanto oro como pesan.

Aquella misma noche don José reunía en la cabaña real a todos los jefes de las aldeas y a los más célebres guerreros para preparar la expedición. Nadie hizo la menor observación a la voluntad del jefe blanco.

Los kahoas, con los tres hombres blancos a la cabeza, armados con las cañas que truenan, se reunían con la certeza de infligir a sus adversarios una tremenda derrota.

La noche se ocupó en escoger los guerreros y en acumular provisiones, pues debían atravesar territorios casi desprovistos de recursos, siendo la Nueva Caledonia a semejanza de Nueva Zelandia, pobrísima en animales salvajes.

Antes de romper el día, la columna se puso resueltamente en marcha. Se componía de un centenar de guerreros escogidos entre los más notables por su valor y su habilidad en el manejo de las armas; todos teñidos de negro, con una mezcla de grasa de lechón y humo, producto de la combustión de los frutos del aleurites triboíata, substancia que también emplean en sus tatuajes.

Cada hombre se había provisto de un saco lleno de popoi, el único alimento que aguanta por mucho tiempo la humedad y también los más intensos calores.

Don José, Retan, don Pedro, con los kanakas y la perra de Terranova, formaban el grupo de vanguardia.

Sobre las alas de la columna se destacaban, como era siempre costumbre de aquellos habilísimos y prudentes guerreros, numerosos exploradores que se alejaban todo lo posible para asegurar los flancos ele la expedición.

Por la tarde, la columba, que había marchado con gran rapidez a través de los bosques, no haciendo más que un breve alto a mediodía, llegaba al lugar donde debían haberse elevado los poblados de los nokús.

No quedaba en pie ni una cabaña siquiera. La tribu, antes de seguir al jefe blanco y seguramente por orden suya, había destruido: todo por el fuego.

No se veían más que montones de cenizas y algún pedazo de techumbre. Ni siquiera existían las plantaciones de ñames y magnagnes que ordinariamente rodeaban allí los lugares habitados. Parecía que un formidable ejército enemigo hubiese caído sobre la tribu, destruyéndolo todo a su paso.

—¿Para qué habrá querido Ramírez esta ruina? —preguntó don Pedro al capitán.

—Creo que adivino su idea —respondió don José—. Querrá conducir a los nokús al país de los krahoas y hacer de las dos una poderosa tribu para hacernos frente.

—Si lo logra no nos quedará más recurso que huir.

—Poco a poco, don Pedro —respondió el capitán—. Matemate y Koturé estarán siempre con nosotros y saben que el hijo del gran jefe no es ese farsante de Ramírez.

Acampemos aquí esta noche y no pensemos más que en descansar. Ya hace bastantes noches que no hacemos un sueño verdadero.

Se improvisó un campamento, rodeándole de una pequeña empalizada de espino, defensa suficiente contra salvajes desnudos, aunque no presentase mucha resistencia.

Para el capitán y sus compañeros se elevó en el mejor sitio una cabaña con tiras de niaulis, apoyada en bastones entrecruzados, para resguardarse de la humedad de la noche, no habiéndose aún el cielo serenado.

La lluvia había cesado, pero no el viento que mugía siniestramente en la selva inmensa como si estuviera habitada por lobos hambrientos.

Devorada la frugal cena y colocados alrededor numerosos centinelas, don José, don Pedro y Retón se refugiaron en su mísero albergue, mientras los kahoas se tendían bajo los árboles, contentándose con un sencillo petate y un pedazo de corteza de niaulis para apoyar la cabeza.

A los primeros albores la columna reanudaba su marcha avanzando rápidamente a través de aquellos interminables bosques.

Hermosa seguía sin titubear las huellas de su segundo amo, huellas que, por otra parte, eran muy visibles.

A mediodía la columna, que no había tenido ni un momento de reposo, llegaba a los restos de un campamento improvisado donde aún se alavaban tres o cuatro sombrajos formados con cortezas de niaulis. Había muchos montones de cenizas y ramaje medio carbonizado, señales evidentes de que allí había hecho un alto Ramírez con su tribu.

—Aquí han pasado la noche —dijo el capitán a don Pedro y Retón.

—¿La noche pasada o la precedente? —preguntó el joven chileno.

—Eso es lo que no se puede saber, porque las cenizas están frías —respondió don José—. Estoy, sin embargo, persuadido de que nos llevan una gran ventaja.

—¿Si les alcanzamos les daremos la batalla?

—Intentaremos un asalto por sorpresa, don Pedro —respondió el capitán—. Me parece que nuestros kahoas están decididos a vengar la derrota sufrida.

—Registremos las cabañas —dijo en aquel momento Retan, que parecía atormentado por alguna idea.

—¿Qué esperas encontrar, bosmano? —preguntó don José.

—¿Quién sabe? —respondió el lobo de mar—. Si la señorita es lista debe haber dejado algo para nosotros.

—¡Hum! —hizo el capitán.

—Tiene razón el bosmano —dijo don Pedro—. Mi hermana ya se figurará que estando nosotros libres no la abandonaremos a su destino.

—¡Si la han enterado de nuestra evasión! Aquel bandido no habrá sido tan cándido. Sin embargo, busquemos.

Rebuscaron primero en el campamento, después en las cabañas, no encontrando más que una pequeña provisión de pagutes que son unas bolitas de tierra verdusca compuesta de silicato de magnesia, micasquisto y esteaquita que los neocaledonios comen con gusto cuando; no tienen otra cosa mejor, y tiene un sabor algo dulce y nada desagradable.

Iban ya a renunciar a sus pesquisas, cuando el bosmano, que era el más encarnizado en ellas, como si obedeciera a un secreto instinto, al levantar un pedazo de estera hizo salir fuera un pedazo de corteza de melalenco, donde groseramente y con una espina o la punta de un cuchillo, había grabadas algunas letras.

—¿Qué es esto? —gritó—. Y luego dicen que los viejos nos volvemos tontos y que…

Una imprecación que le escapó terminó la frase:

—¡Manuel! ¡Miserable…! ¡Así le hubiera devorado aquel maldito escualo de antaño! ¡Pues éste es su nombre! Mirad, capitán.

El viejo lobo de mar llevó a don José aquel pedazo de corteza de una longitud apenas como un papel de cartas ordinario, sobre el cual había palabras como hemos dicho.

—¡Manuel! —dijo a su vez el capitán—… ¿Qué quiere aquel marinero?

Examinó atentamente el pedazo de corteza y después de larga observación leyó:


«Marchamos hacia el Diao con la tribu. Velo sobre Mina.

»Manuel.»
 

—¡El vela solare la señorita! —exclamó Retón—. ¿Aquel canalla se atreve a ello? ¡Ese perro se burla!

¡Cuándo llegará el día que tenga la suerte de romperle las costillas!

—Poco a poco, Retón —dijo don Pedro, que era presa de vivísima alegría—. No tenemos pruebas positivas de que el grumete nos hiciera traición. ¿Por qué iba a haber escrito eso si verdaderamente no protegiese a mi hermana?

—¡Aquel sinvergüenza! —aulló el irascible bosmano—. ¿Cómo quiere protegerla?

—Calla, Retón —dijo el capitán—, y no desbarres. También un muchacho en ciertos momentos puede hacer lo que no haría un hombre maduro. Manuel no es un tonto, aunque reconozco que es un verdadero demonio. Si ha dejado aquí esa corteza de melalenco, es porque realmente vela sobre la señorita.

—¡Umm…! ¡Umm…! —hizo el bosmano, sacudiendo la cabeza—. Yo tendría miedo a esa protección, ¡palabra de Retón! ¿Y quién se fía de ese traidor?

—Nosotros le hemos llamado así porque Ramírez ha respetado su vida, y no por otra cosa —dijo don Pedro—. Por otra parte, aunque eso fuera cierto y ese muchacho, por alguna razón para nosotros desconocida, buscara hacer el mal, prefiero saber que mi hermana está bajo la protección de un marinero de la «Andalucía», antes que de cualquier otra persona.

—Sea, pues —dijo Retón, que no quería darse por vencido—. Veremos si ese canalla la protege de verdad.

La Nueva Caledonia no es tan grande como América del Sur, y ya sabré yo buscarle.

¡Ay de él si ha levantado un dedo contra la señorita Mina! ¡Yo le haré pedazos!

—Contentémonos con saber que su hermana de usted está siempre con Ramírez y que alguien, aunque sea un bergante, vela sobre ella —dijo el capitán—. Veremos si hallamos más escritos suyos en los demás campamentos que encontremos.

Ahora almorcemos, si es posible, y luego en marcha.

CAPITULO XXI. LA INUNDACIÓN

El almuerzo fue frugalísimo.

La selva vecina al campamento, requisada por largo tiempo por los kahoas, no proporcionó más que algunos magnagnes, algunos cocos y un kagú sorprendido en su nido y muerto de un golpe de segur por un hábil cazador.

El alto duró apenas una hora; después la columna reanudó la marcha con nuevo empeño, siempre precedida por Hermosa, la cual no titubeaba en la dirección que había de seguir.

Las selvas se sucedían a las selvas, sin claros; y sin poblados. Parecía que toda la parte septentrional de la isla hubiera sido abandonada. Ruinas de cabañas medio destruidas, surcos profundos, algunas explanadas donde aún se encontraba algún ñame, indicaban cómo en aquel lugar un día acaso no lejano se hallaba establecida una tribu. La guerra, la guerra eterna que destruye poco a poco las poblaciones polinesias, debía haber dispersada a los habitantes, si no habían sido devorados.

Por la noche, después de una larga y fatigosa marcha, la columna, que caminaba siempre siguiendo las huellas de los nokús, llegaba a otro campamento encerrado en una ligera estacada de plantas espinosas apenas marchitas.

También allí se levantaban cuatro minúsculas cabañas y se veían montones de cenizas y de carbones.

—Los nokús están más próximos de lo que creemos —dijo el capitán a don Pedro y a Reten.

—Este campamento es muy reciente.

—Veamos las cenizas —dijo Reten.

Buscó y rebuscó en medio de un montón y sacó un tizón que aun humeaba.

—Aquí han dormido los nokús la noche última —dijo—. No nos llevan más que diez o doce horas de ventaja, una verdadera miseria. Nuestros kahoas son mejores andadores.

—Registremos las cabañas —dijo don Pedro—. Acaso encontremos otro escrito de Manuel o de mi hermana.

Acompañados de Matemate visitaron con minuciosidad las mezquinas moradas y no tardaron en encontrar medio escondido entre hojas secas otro pedazo de corteza de niaulis sobre el cual había trazadas palabras.

Eran perfectamente las mismas leídas sobre la otra y llevaban la firma de Manuel.

—Aquel sinvergüenza debía haber añadido algo más —dijo Retón.

—Nos bastan —respondió el capitán—. Ya sabemos desde ahora que Ramírez se dirige a la desembocadura del Diao.

—¿Y qué va a hacer allí aquel granuja?

—Debe tener su barco en la boca del río y antes de dirigirse hacia el país dé Krahoa querrá proveerse de armas, de municiones, de víveres y de regalos.

—Y también de hombres —añadió don Pedro.

—Y será para nosotros una verdadera fortuna que redujera a las más mínimas proporciones la tripulación de su buque —dijo el capitán.

—Sin embargo, esto haría más difícil nuestro ataque a los nokús, capitán —dijo Retón.

—Es verdad, pero cuando nos hayamos apoderado de la «Esmeralda» tendremos ya en nuestro poder al bandido. Que pruebe a embarcar el tesoro en una piragua y volver a América. Nadie osaría intentar semejante travesía.

—¿Entonces abordaremos su barco?

—Y lo tomáremos, mi bravo Retón, yo te lo aseguro.

—Usted hubiera sido un gran almirante si en vez de escoger el servicio de la marina mercante hubiera entrado en la de guerra.

—Me basta con ser un buen capitán mercante —respondió don José, riendo—. Los altos grados te los dejo a ti.

—¿Cuándo cree usted que podremos alcanzar a los nokús? —preguntó don Pedro.

—Mañana por la noche acamparemos seguramente a poca distancia —respondió el capitán—. Acostémonos pronto y nos pondremos en marcha antes de salir el sol. La nuestra es una lucha de velocidad.

—Y avancemos con prudencia —añadió Retón—. En vez ele sorprender a nuestros adversarios, podríamos ser sorprendidos por ellos, y yo no tengo excesiva confianza en nuestros súbditos.

—Acaso son más valientes de lo que tú crees. Vamos a ver si se puede lograr alguna cena.

También la de aquella noche fue excesivamente frugal. En vano numerosos cazadores armados de arcos y flechas se lanzaron a través del bosque antes de que la luz del sol desapareciera completamente, con la esperanza de descubrir algún grupo de lechones silvestres o alguna bandada de nokús o de hagas. Regresaron cansados y preocupados, trayendo solamente algunos yambos y plátanos silvestres que generosamente ofrecieron a los hombres blancos. A Hermosa, que aullaba de hambre, le fue regalado un hermoso ratón, descubierto dentro de una cabaña.

La noche transcurrió, como la precedente, sin alarma, Los nokús, seguros de no ser seguidos y de tener una enorme ventaja, no se habían cuidado, a lo que parecía, de dejar ninguna fuerza de retaguardia.

A las tres de la mañana, la columna, muy hambrienta, pero siempre rica en entusiasmo, se lanzaba nuevamente a través de la selva, sometiendo a dura prueba las piernas de Retón.

Fue otra carrera furiosa que no cesó sino cuando la columna se encontró ante un estrechísimo valle flanqueada por dos escarpadísimas montañas. Los nokús no debían estar muy lejos ahora. Durante la marcha habían encontrado huellas recientísimas de su paso y montones de ceniza aún caliente.

Matemate, que conocía el país por haberse llegado varias veces a la boca del Diao a cazar las grandes tortugas, había dispuesto aquella detención, no atreviéndose a comprometer a toda la columna en aquel estrecho valle que podía ser defendido con muy pocos hombres.

—¿Temes alguna emboscada? —preguntó el capitán al prudente kanaka.

—La posición es buena para destruir a un enemiga poco previsor —le contestó Matemate—. El valle es largo y desciende constantemente hasta cerca del mar y está recorrido por grandes torrentes.

—Buenos para apagar la sed —dijo Retón.

—Y peligrosos para nosotros que nos encontramos en el cauce —respondió el kanaka.

Se improvisó un campamento en la entrada del valle, después lanzaron delante quince o veinte exploradores para que se aseguraran dé que aquella garganta estaba libre de enemigos.

Aunque nada indicase la vecindad de los temidos adversarios, todos estaban vivamente inquietos. Parecía imposible a los kahoas y aun a los dos kanakas que los antropófagos lio hubieran notado que eran seguidos.

Se redobló la vigilancia alrededor del campamento, pero no ocurrió nada insólito.

Hacia media noche llegaron los primeros exploradores. No traían ninguna noticia de los nokús.

No habían encontrado ningún otro campamento en el largo valle y no habían distinguido ningún fuego.

—¿Habrán tomado otro camino los nokús? —preguntó el bosmano a don José, que parecía preocupadísimo.

—Es imposible —respondió el capitán—. Hermosa es una perra de buenos vientos y no se engaña.

—Entonces el diablo se los habrá llevado a todos al infierno.

Se reunió a los jefes de las aldeas para saber su opinión y se resolvió atravesar el valle sin pérdida de tiempo, aprovechando la obscuridad.

Si los nokús estaban acampados en una de las dos vertientes, la columna podía pasar sin ser advertida.

—Si nuestros enemigos no nos detienen esta noche, mañana estaremos en las orillas de la bahía de Bualabea —dijo Matemate—. El Diao corre detrás de esas montañas.

—No me pareces, sin embargo, demasiado tranquilo —respondió el capitán.

—Me preocupa esta repentina desaparición de los nokús.

—¿Habrán cruzado ya las montañas?

—Ni una ni otra se pueden escalar por estas vertientes, jefe blanco. Yo temió que nos esperen en cualquier sitio para asaltamos por sorpresa.

—¿Quieres asustarnos? —preguntó el bosmano.

—Sé que vosotros, hombres blancos, sois demasiado valientes para tenernos miedo a nosotros —respondió Matemate—. Las cañas que portan os dan demasiado poder para que temáis nuestras hachas, nuestras mazas ni nuestras flechas.

Unicamente os aconsejo que seáis prudentes, porque temió cualquier sorpresa por parte dé los nokús y del hombre blanco que les dirige.

—Nosotros les presentaremos batalla —dijo Retón—. Cuando tengo en la miaño mi carabina, no tengo miedo de los antropófagos ni de sus dientes.

No abandonaré la Nueva Caledonia hasta que no quede ni un nokú.

—Partamos —dijo el capitán— y no hagamos ruido. Espero que pasaremos inadvertidos.

La columna fue reorganizada y se puso en marcha con el más profundo silencio, internándose en el obscura valle.

El capitán llevaba a Hermosa sujeta para impedirle ladrar y provocar alguna alarma.

La obscuridad era profunda en la garganta y el cielo estaba cubierto por una nube de apretados vapores.

La vanguardia, guiada por Koturé, avanzaba con prudencia, mirando especialmente a las dos paredes rocosas de las montañas que caían casi verticalmente, porque precisamente de aquella parte estaba el peligro. El capitán, don Pedro y el bosmano habían montado las carabinas, dispuestos a hacer fuego.

Hacía una hora que marchaban, subiendo, siempre el tortuoso valle que se estrechaba cada vez más, cuando se vio a la vanguardia replegarse precipitadamente.

—¿Qué ocurre? —preguntó el capitán, lanzándose adelanté.

—¿No oyes ese rumor lejano, hombre blanco? —preguntó Koturé—. Yo lo he notado hace poco.

El capitán tendió el oído y escuchó atentamente.

En el profundo silencio de la noche se oía, en efecto, un lejano fragor que parecía producido por alguna cascada o impetuosa corriente de agua.

—¿Qué dices, Retón? —preguntó don José al bosmano, el cual escuchaba también con una mano colocada en pabellón junto al oído…

—¡Mil diablos! —exclamó el lobo de mar—. Eso es agua.

—¿Acaso olas que rompen?

—No, capitán.

—Entonces, ¿qué puede ser?

—Yo te lo diré, hombre blanco —dijo Matemate—. Ya te había advertido que por el alto valle corrían grandes torrentes.

—¿Son esos?

—Los nokús han desviado el curso de alguno para ahogarnos. El agua desciende con rapidez; yo la oigo.

—¡Huyamos!

—Ya es demasiado tarde, jefe blanco —respondió el kanaka.

—Pero si continuamos aquí, moriremos todos.

El kanaka reflexionó un instante; después dijo:

—Venid todos; solamente así podremos encontrar la salvación.

Lanzó un grito agudísimo, la señal dé reunión, y se dirigió en carrera desesperada hacia el agua que descendía con fragor de trueno a lo largo del valle, aunque todavía no se percibía.

Todos los kahoas le siguieron con confianza sin pensar siquiera que en vez de huir del peligro corrían a su encuentro.

—¿Se habrá vuelto loco este antropófago? —gruñía Retón.

Aquella veloz carrera duró apenas cinco minutos. Se paró ante una colinita rocosa que se elevaba en medio del valle.

—Ahí arriba —dijo Matemate al capitán—. ¡Esa es nuestra única salvación!

El agua no había llegado aún, pero no debía estar muy lejana. El rumor aumentaba sin cesar de intensidad, propagándose espantosamente por la garganta.

Los nokús y Ramírez habían tomado bien sus medidas para destruir la columna que les perseguía. Un retraso de media hora o acaso menos y allí hubieran terminado todos.

Los kahoas, divisando la colina, se lanzaron rápidamente por los flancos, empujándose hacia la cima, la cual terminaba en una especie dé plataforma bastante grande para contenerles a todos.

Apenas el ultimo hombre se había puesto en salvo, cuando se vio una muralla líquida derrumbándose con mil fragores a lo largo del estrecho valle, arrollando en su furiosa carrera peñascos, troncos de árboles y arbustos. La masa de agua chocó contra la colina, saltando a prodigiosa altura, y después volvió a emprender su carrera, dividiéndose en dos brazos.

—Sin este refugio había llegado nuestra última hora —dijo el capitán a don Pedro—. ¿Quién hubiera podido resistir a tanta furia? Este Matemate es un hombre verdaderamente inapreciable.

—Y decir que a poca costa también él nos devoraría como si fuéramos pollos —gruñó Retón—. Yo no me fío de la renuncia a carne humana de estos salvajes.

¿Acaso no confiesa él mismo que es más exquisita que la dé los lechoncillos?

—Don José —preguntó don Pedro—. ¿No llegará aquí el agua? La veo aumentar dé una manera alarmante. ¿Habrán desviado un río estos canallas?

—Matemate me había hablado de grandes torrentes.

¡Con tal que no se trate del mismo Diao!

—¿Es grande ese río?

—Uno dé los mayores de esta isla —respondió el capitán.

—¿Y los nokús, dónde se habrán escondido?

—¿Cómo podríamos saberlo?

—¿Nos atacarán después de la inundación?

—Dispuestos estamos a recibirles, don Pedro. Por ahora no me preocupan los nokús, porque no se podrían poner a alcance de flecha.

—Pero el bandido de Ramírez trae marineros que seguramente no estarán armados con arcos.

—Es verdad, clon Pedro, pero yo sé cómo tiran los marineros. Son pésimos bersaglieri casi todos.

—¿Es entonces el agua lo que le preocupa, don José?

—Sí —respondió el capitán—. Si es algún brazo del Diao que han desviado, no se acabará esta corriente impetuosa, porque aquél es un río de agua permanente.

—Lo atravesaríamos.

—Nos arrastraría. ¿No ve usted con qué ímpetu desciende? ¿Quién podría desafiarle?

—Aquel perro de Ramírez ha tenido una idea digna de un gran bandido —dijo Retón, que observaba atentamente el agua, que no cesaba de elevarse—. Nos ha aprisionado mejor que en la caverna.

Y mientras nosotros aquí buscamos el medio de librarnos, él marchará hacia el país de Krahoa y se apoderará del tesoro.

—Así será precisamente, bosmano —dijo don José— el ha logrado detener nuestra marcha sin exponer un hombre ni consumir un grano de pólvora. Hay que temer alguna desagradable sorpresa por parte de aquel canalla.

—¡Y mi hermana siempre en sus manos! —dijo don Pedro, con un suspiro.

—No correrá ningún peligro, tranquilícese usted, amigó —dijo el capitán.

—¿Lograremos libertarla?

—Yo no tengo duda de ello. Estoy convencido que terminaremos por aniquilar al bandido.

Nos ha detenido cuando yo creía tener ya seguridad de capturarle su barco; pero no importa. Ya encontraremos el modo de salir de esta situación poco halagüeña y llegar a la bahía de Bualabea.

Esperemos que se disipen las tinieblas y entretanto formemos un campamento. No se sabe qué puede ocurrir.

—¿Y los víveres? —preguntó Retón—. Ya hace dos días que ayunamos.

—Haz como los kahoas: apriétate el cinturón y advierte a tu panza que tenga un poco de paciencia.

—Creo que ya no se puede tener más —murmuró Retón.

Los kahoas, conociendo las intenciones de su jefe y previendo también ellos cualquier sorpresa, se pusieron febrilmente a la obra para improvisar un campo atrincherado.

Estando la colinita cubierta de espesa vegetación y peñascos diseminados, construyeron una apretada cerca, reforzándola con piedras. Retón, que había asumido la dirección del trabajo, levantó también una especie de reducto para defenderse de las balas en el caso de que entre los nokús hubiera también marineros de la «Esmeralda», lo cual no era imposible.

El agua, en tanto, había cesado dé elevarse. No dejaba, sin embargo, de descender siempre impetuosísima, desgastando terriblemente la base de la colina que, al parecer, estaba formada de tierra mezclada con pocas rocas.

El rumor que producía era tremendo, ensordecedor.

En algunos momentos parecía que dispararan en el angosto valle centenares de cañones.

Los kahoas, aunque extenuados por el largo ayuno, habían trabajado sin cesar, animados por la presencia del jefe blanco, que para ellos era una especie de divinidad viviente. A los primeros albores del día se hizo una descubierta alrededor de las laderas de la colina, con la esperanza de encontrar algo que meter en la boca.

Los pocos árboles que crecían no tenían frutas, los arbustos no escondían ningún mamífero ni ave.

Sin embargo, la exploración no fue inútil, porque condujo al descubrimiento de un depósito de tierra comestible, de pagute, que fue al momento saqueado por aquellos famélicos.

Retón, a falta de otra cosa mejor, no rechazó su parte y no encontró aquella creta excesivamente mala, dulzona y un poco grasa.

Apenas había el capitán terminado la inspección del campo, cuando un grito de Matemate atrajo su atención.

El kanaka, que se había subido en la cima del reducto hecho construir por el bosmano, miraba atentamente la montaña dé enfrente que estaba cubierta de apretada vegetación en su mayoría arbustos.

—¿Has descubierto algo? —preguntó don José.

—Allí arriba hay hombres —respondió el kanaka—. Descienden ocultos por las plantas.

—¿Son los nokús?

—No he podido verles bien, pero me parece que también hay hombres blancos.

—¿Dónde van?

—Descienden, como te he dicho.

—¿Al valle?

—Sí, jefe blanco.

—¿Se preparan para asaltarnos?

—El río está entre ellos y nosotros.

—Pero pueden fusilarnos lo mismo. Baja de ahí, Matemate.

Iba el kanaka a dar un salto, cuando en medio de los arbustos se elevó una nubecilla de humo, seguida de una detonación que resonó largamente en el valle. Casi en el mismo momento un agudo silbido soplaba sobre las cabezas del capitán y del kanaka.

—Es una bala de carabina —dijo Retón, que había acudido prontamente—. Nos han detenido y ahora se preparan a asesinarnos.

Los kahoas, oyendo el disparo, se habían apresurado a resguardarse en el reducto, que ocupaba una extensión de algunos metros.

—¡A tierra todos! —gritó el capitán.

Los kahoas que, como todos los salvajes, tenían un miedo endiablado a las terribles cañas tonantes, se habían apenas ocultado tras aquella pared de peñascos, cuando resonó otra detonación.

—Esos demonios deben estar bien provistos de pólvora, porque no la ahorran —dijo el capitán—. No te daré nunca bastantes gracias por haber tenido la idea de levantar este parapeto.

—Y ahora le enseñaré a usted cómo se fusila a los bandidos que intentan saquear a los honrados y tranquilos viandantes —respondió el bosmano.

Se adelantó entre dos peñascos que le protegían como dos almenas y espió atentamente la vegetación de la montaña, esperando que alguna nubecilla de humo le indicase dónde se escondía el enemigo.

Don José y don Pedro se habían agazapado a breve distancia y esperaban a su vez ocasión para hacer un buen blanco.

Una segunda detonación que repercutió largamente en el valle, resonó finalmente.

Retén fijó su puntería en la nubecilla de humo y en seguida hizo fuego. Casi en el mismo momento disparaba también don Pedro.

Un momento después, un cuerpo humano vestido completamente de blanco, rodaba entre el césped, precipitándose en la corriente del río.

—Ya hay un sinvergüenza menos —dijo Retén—. La «Esmeralda» ha perdido un marinero.

—Que probablemente habrá caído bajo el plomo de don Pedro —dijo el capitán.

—Eso lo comprobaremos en otra ocasión —respondió Retén—. Yo míe conformo con que la cuadrilla de Ramírez disminuya.

El enemigo, acaso asustado por lo certero de los tiros de los sitiados, no dio señales de vida por algunos minutos. A lo que parecía intentaban aproximarse todo lo posible a la islita para hacer una buena descarga contra los kahoas.

El movimiento de las ramas señalaba su descenso, que era muy difícil, porque la falda de la montaña era escarpadísima.

—Tendría curiosidad por saber si entre esos bandidos se encuentra nuestro querido Ramírez —dijo Retén, después de volver a cargar la carabina—. Derrocharía con gusto los sesenta o setenta cartuchos que me restan aun.

—Y yo los míos también —dijo don José—. Pero na será tan tonto que se exponga a nuestras balas.

Acaso me engañaré, pero supongo que ha dejado ahí sólo unos cuantos de sus hombres, entreteniéndonos mientras él marcha al país de los krahoas.

—¿Y nos vamos a dejar engañar así por ese granuja?

—El agua continúa corriendo.

—No obstante, capitán, pronto nos vamos a ver obligados a marchar de aquí si no queremos morir de hambre. Nuestros súbditos comienzan a adelgazar y apostaría a que se comerían media docena ne nokús aunque fueran crudos.

—Matemate y Roturé deben tener alguna idea —dijo don Pedro—. Les veo rondar las laderas de la colina y discutir constantemente entre ellos.

Otra detonación se dejó oír. La bala, al igual de las anteriores, fue a aplastarse contra las peñas que formaban el reducto, sin tocar a los kahoas.

Esta vez fue el capitán el que contestó, y como hábil tirador que era, no erró su tiro.

Efectivamente, no se había apagado aún el estruendo, de su detonación, cuando se vio destacarse de la falda de la montaña un cuerpo humano que, rodando sobre la hierba, fue a hundirse en las aguas.

También aquél era un hombre blanco: seguramente algún marinero de la «Esmeralda».

Feroces aullidos e imprecaciones se elevaron entre la espesura, advirtiendo así al capitán y a sus compañeros que entre los asaltantes había hombres blancos y nokús; después sonó una descarga que produjo un estruendo infernal y ningún daño, porque los kahoas se guardaban muy bien dé mostrarse.

—Se han vuelto hidrófobos —dijo Retón, que se disponía a responder.

Don José le detuvo.

—Despacio, viejo tiburón. Tenemos que economizar las municiones, o de otro modo, cuando intentemos asaltar el velero, nos encontraremos sin un grano de pólvora y sin un pedazo de plomo.

No tenemos depósito de aprovisionamiento, ni una santabárbara a nuestra disposición.

—¡Demonio! Estaba seguro de cargarme otro.

—Ya tendrás ocasión más adelante. ¿Eh? ¿Qué hacen Matemate y Koturé?

En el otro flanco de la colina resonaban golpes come si con las hachas labrasen troncos de árbol. Los kahoas, acaso llamados por los kanakas, se deslizaban con precaución a través del campo, desapareciendo pendiente abajo.

—Matemate debe estar preparando la fuga —dijo don Pedro.

—Dejémosle hacer —dijo el capitán—. Nosotros ocupémonos de la defensa.

Estos granujas que Ramírez nos ha echado encima no nos dejarán mucho tiempo tranquilos.

No disparar más que a tiro seguro y a intervalos no muy breves. Son caras las municiones y sólo las encontraremos a bordo de la «Esmeralda». ¡Atención, que ya vuelven a empezar!

Los asaltantes, siempre ocultos entre el espeso ramaje y en las escabrosidades de la montaña, habían reanudado el fuego. También las flechas silbaban por el aire, pero no lograban llegar al reducto.

La jornada fue larguísima y terrible para los sitiados, expuestos a un fuego incesante que les obligaba a una inmovilidad absoluta, bajo un sol ardentísimo que les asaba y siempre en lucha con el hambre.

Afortunadamente, los dos kanakas, ayudados por dos docenas de kahoas, no habían cesado de trabajar al abrigo de la vertiente opuesta que no podía ser batida por el plomó enemigo. Qué preparaban, ni don José, ni don Pedro: ni Retón podían saberlo, pues no podían abandonar el reducto ni un solo instante.

Pero cuando las tinieblas envolvieron la cañada, Matemate apareció ante ellos diciendo:

—Ha llegado el momento de marcharnos, so pena de morir todos de hambre.

Partamos, hombre blanco.

CAPITULO XXII. BAJO EL FUEGO

Los kahoas, ya avisados de que la hora de marchar había sonado, se habían reunido en el margen extremo de la colina decididos a abrirse paso a la fuerza si los adversarios tratasen de impedirles la fuga.

Bajo ellos, cerca del curso de agua se agitaban sombras como si se ocuparan en algún misterioso trabajo, que las tinieblas impedían distinguir.

En las oquedades de la opuesta montaña retumbaba de vez en cuando algún tiro de carabina que ya no impresionaba a nadie, ni siquiera a los indígenas, después de la desastrosa prueba hecha por aquellos bersaglieri poco diestros, y por sus cañas de trueno.

Don José, don Pedro y Retón atravesaron rápidamente la explanada a cubierto del último ángulo del reducto, uniéndose a los krahoas dirigidos por Matemate.

Viendo todas aquellas sombras que iban y venían cerca del impetuoso torrente, se detuvieron un poco perplejos.

—¿Qué has preparado tú, Matemate, para que nos evadamos de esta colina? —preguntó el capitán—. No debemos arriesgarnos a ojos cerrados.

—Sígueme, jefe blanco —respondió el kanaka—… Yo respondo de todo.

—¡Con tal que no nos hagas ahogarnos! —dijo Retón, que no llegaba a tener confianza completa en aquellos antropófagos.

—El viejo hombre blanco confesará más tarde haberse equivocado —respondió el kanaka—. Antes que se levante el nuevo sol hablemos llegado a la desembocadura del Diao.

Los tres americanos descendieron de la colina; seguidos por los kahoas y con no poca sorpresa, se encontraron ante una especie de puente tendido entre aquellos escollos y la montaña que se elevaba enfrente y que no era la ocupada por las gentes de Ramírez.

Consistía en dos larguísimos troncos de kauris, fuertemente ligados entre sí con infinito número de lianas y que perfectamente podían servir para cruzar el torrente.

¿Cómo los dos kanakas y sus operarios improvisados habían logrado lanzar a través del curso de agua aquel puente que tenía una longitud regular? El capitán, demasiado ocupado en preparar la retirada, no se lo preguntó siquiera.

Aquellos valientes salvajes habían preparado un paso y esto era lo importante, sin necesidad de más explicaciones.

—¿Será seguro este puente? —preguntó Retón.

—Podemos confiar en la habilidad de estos isleños —respondió el capitán—. Lo que me preocupa son estos continuos disparos.

Parece que los hombres de Ramírez se han apercibido de que nos preparamos a desalojar el islote.

—En efecto, los tiros menudean más que en todo el día —dijo don Pedro.

—Y las balas silban bien cerca —añadió el bosmano—. Se diría que esos bergantes tienen ojos de gato.

—Bah, pasaremos de igual modo —dijo el capitán—. Tenemos demasiada hambre para permanecer otras veinticuatro horas sobre el islote.

—Y nosotros seremos los primeros en proteger a estos bravos salvajes —dijo don Pedro, resueltamente.

Antes de que el capitán hubiera tenido tiempo de detenerle, el valiente joven ya se había lanzado al puente.

—Sigámosle —dijo Retón.

Los dos marineros, a su vez, se aventuraron sobre el puente, empuñando las carabinas.

Los dos troncos, empujados por la corriente que alguna vez les cubría, murmurando entre las piernas de los tres americanos, sufrían fuertes empujones a pesar de su enorme mole.

La corriente, que descendía siempre impetuosísima con fragor de truenos, tropezaba contra aquel obstáculo, intentando deshacerlo y arrastrarlo. A pesar de ello, los tres americanos avanzaron por él rápidamente, cuidando bien dónde ponían el pie y apoyándose unos en otros.

Ya estaban en la mitad del puente casi, cuando retumbaron sobre la montaña dos disparos y don Pedro cayó, aferrándose con una mano a los troncos y teniendo la otra ocupada en empuñar la carabina. Don José, que le seguía a algunos pasos, lanzó un grito.

—¿Le han herido a usted, don Pedro?

—Silencio —respondió el joven con rapidez—. No indique usted a los enemigos nuestra situación.

—Pero ¿no está usted herido?

—No… no es nada…

Se oyeron otros dos disparos seguidos de una descarga de varias carabinas.

Las balas se clavaban en el puente. El grito lanzado por el capitán había sido oído seguramente por los hombres de Ramírez, y disparaban rabiosamente hacia el sitio de donde había partido.

—¡Caramba! —susurró Retón, dejándose caer a horcajadas sobre el puente por temor de recibir una bala en el espinazo y caer en el torrente—. Comienza a hacer calor.

—No moverse —dijo el capitán—. Esperemos a que se desahoguen.

Por un par dé minutos las balas continuaron silbando en torno de los fugitivos; después cesó el fuego.

—Parece que se han convencido que nuestra carne es muy dura para su plomo —dijo Retón.

Por un caso verdaderamente milagroso habían salido ilesos de la terrible prueba; pero acaso no todos, porque don Pedro se retrasaba en moverse.

—Amigo —le dijo el capitán, que estaba inquietísimo—. Está usted herido, ¿no es cierto?

—No, capitán.

—No quiere usted decirlo.

—Aprovechemos este momento para pasar el último tramo. Adelante, don José.

El joven, que estaba sumergido hasta la cintura, se puso en pie y recorrió casi a la carrera el resto del puente, alcanzando felizmente la orilla opuesta, que estaba formada por rocas colosales, verdaderos baluartes naturales, impenetrables a las balas.

El capitán y Retón le siguieron inmediatamente, mientras los kahoas, a su vez, se lanzaron sobre el puente, precedidos de Matemate y Koturé.

—¿Qué es lo que le ha ocurrido? —preguntó el capitán a don Pedro, cuando estuvieron a salvo.

—Una cosa sin importancia, pero que la adquiere en este momento, porque nos priva de una boca de fuego —respondió el joven—. Mi carabina ha quedado fuera de combate y por ahora sólo me servirá de bastón.

Una bala le ha roto la culata y por poco el golpe me arroja a la corriente.

—Es una pérdida terrible —dijo Retón—. ¿Qué vamos a hacer con sólo, dos fusiles contra quince o veinte que tendrá el capitán de la «Esmeralda»?

—¿Y mis súbditos, no cuentas con ellos? —preguntó don José—. Espera que tengan la tripa llena y verás cómo les dan un poco que rascar a los hombres de aquel farsante.

¡Matemate!

El kanaka, que había atravesado ya el puente guiando a los kahoas, acudió en seguida.

—¿Conoces el camino? —preguntó don José.

—Sí, hombre blanco.

—Sin embargo, por ahora debemos evitar el encuentro de los hombres que nos hacen fuego.

—Está el torrente entre ellos y nosotros —respondió el kanaka—. Crucemos esta montaña y estaremos en seguida en las orillas de la bahía. Reorganiza la columna y aprovecharemos la noche para llegar hasta las playas. Esta gente se muere de hambre y no pueden vivir más que junto al mar.

Los kahoas habían concluido de pasar y aunque debilitados por las largas privaciones, no esperaban más que la señal de ponerse en marcha.

Matemate, después de dirigir una rápida mirada a la montaña que se elevaba setecientos u ochocientos metros, casi cortada a pico y cubierta de vegetación que crecía en las escabrosidades, señaló con el dedo una especie de canalón que parecía abierto por las aguas.

—Allí —dijo—. Subamos.

La columna dejó la orilla del torrente y comenzó a subir, mientras en la opuesta montaña continuaban estallando los tiros, disparados a la casualidad sin duda, ora hacia el islote ora hacia el puente.

Impulsados por el hambre, no emplearon los kahoas más de dos horas en cruzar aquella cadena de montañas que se prolongaba en dirección del mar, y hacia media noche llegaban a las playas de la bahía de Bualabea, todas cubiertas de hermosos cocoteros que se doblaban bajo el peso de sus frutos.

Mientras una parte de los indígenas asaltaban los árboles y otros rebuscaban entre las arenas y los escollos, recolectando grandes ostras y dátiles de mar en gran cantidad, el capitán, don Pedro, Retón y Matemate avanzaron hasta un promontorio, detrás del cual se oía el rumor de la corriente del Diao.

Buscaban el barco de Ramírez, que suponían próximo. En efecto, apenas llegados a la extremidad de la lengua de tierra, cuando Matemate, que precedía al grupo, se detuvo, diciendo:

—¡Allí está la gran canoa!

El capitán y sus compañeros se lanzaron adelante.

Una nave de forma ligera y elegante, aparejada de brik, se mecía graciosamente en medio de la desembocadura del Diao, a menos de trescientos metros del promontorio.

Todas las velas estaban cerradas y las embarcaciones menores izadas en los pescantes de babor y estribor.

—He ahí un hermoso buque que tendré gusto en tripular —dijo el bosmano—. Ese bandido se ha hecho construir una verdadera nave de carrera que no tendrá igual en todo el Pacífico.

—Barco negrero, querido mío —dijo el capitán—. Seguramente tiene artillería a bordo.

—Que al primer disparo hará dar media vuelta a todos sus valerosos súbditos —dijo Retón, un poco irónicamente—. Aparte de ello, ahora mismo me tiemblan las piernas.

—No había usted pensado en el armamento de ese barco, ¿no es cierto, don José? —preguntó don Pedro.

El capitán no respondió, pero se conocía que estaba preocupadísimo.

—¿Es así, comandante? —preguntó Retón—. ¿Tendremos que renunciar a la primera idea?

—Vamos a cenar —respondió el capitán—. Tengo un proyecto en la cabeza, pero para ello necesito un hombre resuelto y decidido a desafiar cualquier peligro.

—Estoy a vuestra disposición —dijo don Pedro.

—No, no; usted no tiene aspecto de marinero.

—¡Rayo de sol! —exclamó Retón—. ¿Y yo qué parezco entonces? ¿Un lobo marino o un gomoso de Valparaíso o de Asunción?

—Viejo mío, te advierto que podrías correr el peligro de ser colgado de un peñol de gavia —dijo el capitán.

—Mejor muerte sería que la que me preparaban los nokús —respondió el bosmano—. Dígame usted qué hay que hacer, comandante. Estoy dispuesto a todo.

—Ya hablaremos de ello cenando.

Los kahoas que se habían arrojado como una bandada de cuervos sobre los árboles y los escollos, habían reunido una amplia provisión de frutas y de mariscos y trabajaban ya formidablemente con los dientes para renovar sus agotadas fuerzas.

Sin embargo y aun en medio de tan voraz apetito, no habían olvidado a sus amigos los blancos, separando para ellos un gran montón de cocos, plátanos, hermosas ostras y grandes cangrejos.

Llenos hasta reventar, se tendieron bajo las ramas de los árboles, en espera de que su jefe decidiera lo que había de hacerse.

Don José y sus compañeros cenaron con buen apetito, ya que no estaban menos hambrientos que los salvajes, y conversaron largamente.

Aún faltaban algunas horas para que saliera el sol, cuando el bosmano se levantó y despojándose de su blusa y quitándose los zapatos, ya reducidos a lamentable estado.

—Si me apiolan, intenten ustedes vengarme —dijo con voz perfectamente tranquila—. Mi vieja carcasa no vale ya ni una piastra.

—Eres un valiente, Retón —dijo don Pedro, muy emocionado.

—No valgo ni más ni menos que los demás —respondió el bosmano—. Y además pienso que acaso su hermana de usted se halle a bordo.

—Me parece difícil que el granuja de Ramírez la haya llevado consigo entre los krahoas. Veremos.

—Nosotros esperamos tu señal —dijo el capitán—. Estaremos dispuestos a lanzarnos al abordaje.

—Déjenle usted hacer a mí, comandante. Usted ya sabe que yo no soy ningún tonto.

Matemate, que había tomado parle en la cena y había asistido al coloquio, también se levantó, diciendo:

—Andando, viejo hombre blanco. La marea sube y te llevará sin gran fatiga hasta la gran canoa.

Estrecharon las manos al capitán y al joven y se adelantaron hacia el promontorio, solos y sin armas.

Llegados a la extrema punta, observaron atentamente el agua, por temor de que hubiera en ella murenas, y después descendieron resueltamente hacia la playa, mientras los kahoas, avisados de que se necesitaría su ayuda, se levantaron blandiendo sus hachas, sus lanzas, sus arcos, y sus mazas.

—Déjate llevar, viejo blanco —dijo Mate mate—. Ya no hay fondo.

Se pusieron a nadar vigorosamente, dirigiéndose hacia el brik, que parecía desierto y continuaba meciéndose bajo los incesantes empujes del Diao.

No teniendo que atravesar más que unos cuatrocientos metros, los dos nadadores se encontraron en pocos minutos a corta distancia de la popa del velero. El bosmano, con un vigoroso talonazo, se elevó sobre el agua, gritando con toda su fuerza:

—¡Ah del barco…!

Al pronto nadie respondió. Después de algunos momentos, se oyó una voz ronca como de un hombre que hubiera bebido más de lo regular, preguntando:

—¿Quién es el bigardo que viene a turbar mi sueño? Podía esperar hasta el alba.

—¡Ah del barco! —repitió el bosmano, con mayor fuerza.

—¡Que el diablo le lleve, fastidioso! —gritó el marinero de guardia, furioso.

—No sois vosotros muy amables con los compañeros que han tenido la desgracia de naufragar y que milagrosamente han escapado a los dientes de los antropófagos.

Al oír aquellas palabras, el marinero, que tan mal desempeñaba su cuarto de guardia, se inclinó sobre la amura de popa, gruñendo:

—¡Un náufrago! ¿De dónde diablos viene éste?

—¿Me echas un cabo, sí o no? —preguntó el bosmano—. Ya no puedo sostenerme.

—Un momento, amigo; te arriaré la escala. ¡Ohé, cantaradas! ¡A cubierta si habéis digerido ya la caña y el aguardiente!

Poco después caía por estribor una escala de cuerda, haciendo saltar dos chorros de espuma.

Retón, con cuatro brazadas la alcanzó y se izó hasta la borda, seguido de Matemate.

De los hombres de a bordo salían en aquel momento diez o doce de la cámara de proa, con linternas, haciendo temblar el puente con sus pesadas botas de mar.

Todos parecían medio silenciosos y aún aturdidos.

Uno de ellos, al ver saltar a bordo al bosmano, le puso bajo la nariz una lámpara, preguntándole con una risotada:

—¿Eres barba-azul o barba-blanca, amigo?

—Soy un bosmano —respondió Retón.

—¿Y aquel pedazo de tizón que te sigue? ¿No traerá intenciones de comernos?

—Es un valiente salvaje que me ha salvado la vida en vez de quitármela.

—¿Y de dónde vienes tú, bosmano? Pareces compatriota nuestro, o por lo menos peruano.

—Lo has adivinado, amigo. Soy del Perú.

—¿Y tu barco?

—Ha naufragado hace tres días sobre las costas de la isla de Bualabea.

—Has tenido suerte, barba-blanca —dijo el marinero.

—¡Barba-blanca! ¡Bueno, buenísimo! —gritaron los demás a coro, riendo.

Retón comenzaba a amoscarse.

—¿A qué raza de antropófagos pertenecéis vosotros? —gritó—. ¿Es así cómo acogéis a un desgraciado náufrago que muere de sed? ¡Vosotros no sois marineros, vive Dios!

Los hombres de Ramírez habían cesado de reír.

—Tienes razón, barba-blanca —dijo uno—. Somos unos imbéciles impertinentes. Traedle de comer y de beber y si tenéis aún la cabeza nublada por la caña, iros otra vez a dormir.

El hombre que así hablaba era un gigantesco marinero que tenía un aspecto menos patibulario que los otros y debía hacerse obedecer por su fuerza hercúlea.

Efectivamente, un momento después, el bosmano se sentaba ante una caja sobre la cual habían colocado unas botellas de caña, galleta y carne salada.

—Largarse —dijo el gigante a los otros—. Yo haré compañía a este pobre viejo. ¡Caray! ¡Es un marinero como nosotros, payasos!

Los otros se marcharon gruñendo, aunque acaso contentos por volver a reanudar su sueño.

—Come con libertad, bosmano —dijo el gigante, cuando estuvieron solos—; sobre todo bebe y da de beber al salvaje que te acompaña y que parece un buen hombre.

Has encontrado una verdadera perla, porque estos antropófagos son todos mala gente.

—Este, en cambio, es el salvaje más valiente que yo he conocido en toda mi larga vida de aventuras —respondió Retón, que en aquel momento engullía un buen pedazo dé carne salada, rociándola de cuando en cuando; con sendos vasos de vino de España.

—¿De dónde venía tu buque?

—Del Callao.

—¿Y se dirigía…?

—A Cantón.

—¿Y la tempestad le ha destrozado?

—Le ha deshecho contra las rompientes, cascándole como una nuez.

—¿Y los demás?

—Todos devorados por los tiburones.

—No te preocupes por tu porvenir. El patrón te enrolará.

—No deseo otra cosa —respondió Retón—. Soy viejo, pero valgo más que un jovencillo y nadie conoce mejor que yo el Océano Pacífico. Hace cuarenta años que soy su amigo.

—¡Pero te ha hecho traición!

—Las amistades no duran siglos —respondió el bosmano—. ¿Y quién manda este hermoso barco? Conozco a todos los capitanes que frecuentan el Pacífico.

—Don Alonso Ramírez.

—¿Chileno? —preguntó.

—Sí, dé Asunción.

—¡Ya! Ese nombre me parece haberlo oído en algún puerto de la China.

—Es probable —respondió el gigante—. El capitán ha ejercido la trata negra, la aceitunada y hasta la amarilla y nuestro buque ha frecuentado los puertos del Celeste Imperio.

—¿Habéis venido por un cargamento de neocaledonios?

El marinero de Ramírez se echó a reír.

—No se podrían embarcar ni diez esclavos —dijo luego—. Estos isleños prefieren devorarles en vez de venderles.

Estamos aquí a otra cosa. Llenaremos las bodegas con un río dé oro y no con carne humana.

—¿Aquí hay oro? ¿Y dónde?

—Alto ahí, bosmano. Ese es un secreto que sólo pertenece al capitán y a sus marineros. Si, como espero, te enrolas, entonces también tú sabrás algo.

—Puedes, desde luego, hacer que me enrolen.

—En este momento no está aquí el capitán. Marchó ayer con diez hombres y una tribu de salvajes para ese misterioso país del oro y no volverá lo menos en quince días.

Pero como en ausencia suya yo mando a bordo, tú puedes quedarte aquí. Te dedico, por mi cuenta, a carcelero. La dengosa no tendrá miedo de un viejo de barba blanca y nos molestará menos.

Retón tuvo que hacer un esfuerzo poderoso para contener un grito que estuvo a punto ele salir de su garganta.

—¿Carcelero de una dengosa? —dijo fingiendo el mayor asombro—. ¿Qué especie de destino es ese? Explícate mejor, compañero, porque yo tengo la sesera un poco dura.

—El capitán nos ha confiado una muchacha, bella, no digo que no, pero que nos fastidia soberanamente con sus incesantes protestas y sus repetidas tentativas de fuga.

No tenemos ni libertad para embriagarnos por miedo de que se escape, pues si eso sucediera, adiós nuestra parte en el río de oro. Bien claro lo ha dicho el capitán.

—¿Y qué tengo yo que hacer? —preguntó Retón.

—Instalarte en el camarote inmediato al ocupado por la muchacha y vigilar atentamente. Pero te advierto, bosmano, que si se te escapa tendrás que vértelas con mis puños que, comío puedes ver, pesan bastante.

—No me lie embriagado en cincuenta años de navegación; de modo que puedes tener completa confianza en mí.

—Tú has encontrado la perla de los salvajes —dijo el gigante, riendo—; yo he encontrado la perla de los marineros.

¿Has concluido de comer?

—Como ves, tampoco bebo más.

—Entonces venir conmigo tú y el salvaje. Cuatro ojos ven más que dos.

Tomó una linterna y se levantó; Retón y Matemate le imitaron. Atravesaron la toldilla y descendieron al puente donde un marinero roncaba tumbado en medio del comedor.

—Ya ves cómo vigilan mis hombres —dijo el gigante, dando un puntapié al durmiente—. No puedo fiarme de ninguno.

Se detuvo delante de una puerta, poniendo el oído cerca de la cerradura.

—La dengosa duerme —dijo luego.

Abrió una puerta inmediata y empujó dentro al bosmano, diciéndole:

—Este será tu puesto hasta el regreso del capitán. Abre bien los ojos, compañero, y vigila sobre la pichona.

Si se escapara, el capitán sería capaz de ahorcarte.

—Confía en nosotros, marinero —respondió Retón—; la dengosa no habrá tenido en su vida mejores guardianes que nosotros.

—Buenas noches; voy a terminar mi sueño —dijo el gigante.

Retón, que se frotaba las manos, medio atontado por tanta suerte, esperó a que el rumor de los pasos no se oyese; después pasó silenciosamente al saloncillo, donde el marinero de guardia continuaba roncando, y descolgó la linterna que iluminaba aquel lugar.

—Ya veréis, granujas, cómo velo yo a la dengosa —gritó—. ¡Esto se llama tener suerte, v vaya una suerte! Don Pedro no se figuraba que, con seguridad, estuviera aquí la señorita. ¡Y nosotros que íbamos a abordar el barco! Estos canallas hubieran sido capaces de matarla antes de que cayera en nuestro poder.

Volvió a entrar en el camarote, dirigiendo una mirada en derredor. No había más que una litera y una mesita llena de mapas.

No eran, sin embargo, los muebles los que interesaban al bosmano; era el portillo que daba sobre el mar, un verdadero portillo que debía haber servido en otro tiempo para cañonera de alguna pieza de caza, tan amplio, que permitía el paso de dos hombres a la vez.

—Si este barco no hubiera ejercido la trata, no habría esta abertura —dijo Retón—. He aquí un buen boquete para dejarse caer al mar.

Acercó después la linterna al tabique que separaba aquel camarote del ocupado por Mina.

—Una buena punta agujereará las tablas —dijo.

Matemate, siempre silencioso, le observaba, pero no debía haber comprendido nada, porque no sabía ni una palabra de español.

—Todo va bien, amigo —le dijo el bosmano—. La joven blanca está ahí, detrás de ese mamparo.

—¿La hermana del joven blanco? —preguntó el kanaka.

—Sí, Matemate.

—¿Y no nos la llevaremos?

—Despacio, amigo. En ciertos asuntos no hay necesidad de prisa. ¿Tú no traes encima ninguna arma?

—El jefe blanco no ha querido que trajese mi hacha.

—He visto en la faja del marinero que ronca, un cuchillo. ¿Te atreverías a quitárselo sin que se despierte?

El kanaka, en vez de contestar, salió del camarote sin hacer ruido.

—Toma —dijo poco después, reapareciendo—. El hombre blanco no se ha movido.

—Estaba convencido de ello. Aquel estúpido ha convertido su estómago en un barril de caña. Ponte de guardia ante la puerta y si alguien baja o se despierta ese hombre, avísame en seguida. Si nos sorprendieran nos colgarían sin compasión. Estos marineros son tales para su patrón.

CAPITULO XXIII. A BORDO DE LA «ESMERALDA»

Seguro de no ser molestado, al menos por el momento, el bosmano se acercó a la pared y dio en ella suavemente algunos golpes con el mango del cuchillo.

En el camarote contiguo oyó pronto un leve rumor; luego, una voz que en seguida conoció, respondió:

—¿Quién es? ¿Qué queréis de mí, bandidos? ¿Vuestro miserable patrón os ha dado orden de no dejarme siquiera dormir? ¡Cobardes!

El bosmano dejó a la joven desahogarse; después, cuando la voz cesó, dijo:

—Hable usted bajo, señorita. Es Retón, el bosmano, el que le habla.

—¡Usted! ¡Retón…! —exclamó Mina.

—En voz baja, señorita. Hay gente a bordo y un marinero duerme junto a su puerta.

—¿Y mi hermano? ¿Y don José?

—Sólo esperan una señal mía para asaltar el barco. ¿Es verdad que Ramírez ha marchado?

—Ayer mañana.

—Entonces es preciso escapar cuanto antes. Desgraciadamente ahora es ya tarde, porque el alba alumbra y estos bandidos no dudarían en fusilamos si nos vieran en el agua. Tendrá usted que tener paciencia hasta la noche.

—Un día pasa pronto —repuso Mina—. Y contigo cerca no míe aburriré.

—Cuidaos de no hablarme. Permaneced tranquila hasta la noche y no temáis nada porque somos dos a velar por usted, y Matemate es un hombre que vale acaso más que yo. Vuélvase a acostar, señorita, y no se ocupe por ahora de mí. Tengo trabajo que hacer.

—Te obedezco, Retón. No hablaré si no me preguntas.

El bosmano se separó de la pared y se puso a husmear los ángulos del camarote, que estaban ocupados con sacos, poleas, velas plegadas y efectos marineros.

—Perfectamente —murmuró tomando un rollo de cuerdas—. Matemate es un salvaje y los salvajes son como monos.

Miró a través del portillo. Aún no se iniciaba el alba, aunque una levísima claridad comenzaba a vislumbrarse por Oriente.

—Diez minutos serán suficientes —dijo—. El kanaka es buen nadador.

Arrojó un cabo fuera, sujetando el otro extremo a una de las anillas de hierro que debían haber servido para amarrar el afuste dé un cañón, y llamó en voz baja al kanaka.

—¿Podrías llegarte al jefe blanco y volver antes de que se levante el sol?

El kanaka observó el cielo con atención, después respondió:

—Sí; el promontorio no está lejano.

—Vete a avisarle que suspenda el abordaje hasta esta noche y dile que la joven blanca está aquí.

Ve, Matemate; no hay momento que perder. De tu rapidez depende la vida de todos nosotros. El cabo ya está arriado.

El kanaka, sin decir palabra, pasó a través del portillo, dejándose deslizar rápidamente en el mar.

Un momento después, Retón le vio nadar vigorosamente hacia la costa y desaparecer pronto detrás del promontorio.

Pasaron diez minutos de angustiosa expectativa para el bosmano. La luz comenzaba a difundirse, tiñendo las aguas de reflejos argénteos y las tinieblas se disolvían con demasiada rapidez.

Retón escuchaba aguzando el oído. Temía que de un momento a otro los borrachones de la «Esmeralda», saliendo de la cámara de proa, subieran a cubierta a respirar una bocanada de aire fresco de que tenían tanta necesidad.

Pasaron aún algunos minutos; después le pareció oír precisamente debajo del portillo un burbujeo.

Retón se inclinó sobre la amplia abertura y vio al kanaka trepando rápidamente por el cabo arriba.

—¡Rayo de sol! —murmuro—. Por poco me hace morir de angustia este salvaje. ¿Cómo has hecho para llegar aquí sin ser visto?

Matemate, tranquilo y sonriente, saltó dentro del camarote, sacudiéndose el agua de encima.

—Ya está hecho —dijo—. No le abordarán hasta que todos estemos reunidos.

—Eres un hombre maravilloso, Matemate —respondió Retón—. ¿Te ha visto alguien?

—La cubierta de la gran canoa está aún desierta. Además, he nadado siempre bajo el agua, sin asomar más que la nariz; de modo que no han podido descubrirme.

—¿Están los hombres blancos contentos del modo cómo hemos hecho su encargo?

—Creí que enloquecían de alegría.

—Estaba persuadido de ello. Acuéstate en aquella litera y descabeza un sueñecillo. Yo he descubierto aquí una colección de viejas pipas y tabaco y prefiero fumar a dormir.

El kanaka, más por obedecerle que por otra cosa, se tendió en la litera, mientras el bosmano encendía una pipa monumental que había encontrado con otras muchas debajo de una vieja vela.

Se sentó cerca del portillo y comenzó a fumar, saboreando una pipa de tabaco excelente y lanzando con sibarítica voluptuosidad nubes de humo a través de la amplia abertura.

A bordo continuaban durmiendo. Debían haber bebido más que copiosamente el día antes.

Una salva de blasfemias sacó de pronto al bosmano de su tranquilo fumar. Parecía que en la toldilla cuestionasen.

—¡Buena banda de granujas! —dijo Retón—. No se necesita menos que un Ramírez para tener a raya a esta canalla.

Un golpe que por poco desquicia la puerta, le hizo ponerse en pie.

—¡Eh, barba-blanca! —aulló un vozarrón—. ¿Se ha escapado la dengosa?

Retón abrió la navaja que Matemate había quitado al marinero que roncaba y abrió la puerta. El gigante, que parecía hubiese continuado bebiendo, en vez de ir a dormir, estaba ante él con los ojos extraviados y la cara congestionada.

—Ven arriba a ayudarme —le dijo—. Los marineros se han vuelto locos y no me obedecen. Quieren hacer bailar a la dengosa.

—¿Han bebido aun más?

—Demasiado.

—Dales de puñetazos.

—Son diez.

—Y tú no estás menos borracho que ellos.

—También yo he bebido.

Aullidos feroces interrumpieron el diálogo.

—¡Que baile la dengosa…!

—¡Viva el barco de la juerga!

—¡Toca, Cardoso! Toca hasta romper la guitarra.

—¡Sí, toca, toca o te haremos bailar a estacazos!

—¿Oyes? —preguntó el gigante, que parecía extraviado.

—No soy sordo —contestó Retón.

—Quieren hacer bailar a la muchacha.

—Y nosotros, en cambio, les vamos a hacer bailar a ellos si nos das armas a mí y a mi compañero.

El marinero, dé una terrible patada desquició la puerta de otro camarote que había enfrente del ocupado por Mina, mostrando al bosmano una pared cubierta de machetes, hachas, pistolas y fusiles: era la armería dé a bordo.

—No tienes más que escoger —le dijo.

—¿Cuántos hombres hay arriba? —preguntó Retón.

—Diez, pero valen por veinte, porque están enfurecidos.

Retón descolgó un par de pistolas de dos cañones, se aseguró de que estaban cargadas y las escondió en su amplia chaqueta, mientras Matemate se armaba con un hacha. El gigante escogió una navaja que abierta era tan larga como una espada.

En cubierta se oían siempre alaridos, cantares y estallidos de risa.

—Viejo, si me ayudas a defender la muchacha, el capitán te lo agradecerá —dijo el marinero.

—La tomaremos bajo nuestra protección —respondió Retón—. Este salvaje tiene el brazo sólido y no tiene miedo de los hombres blancos.

Vamos a ver qué hacen arriba, marinero.

Subieron apresuradamente la escalera y salieron a la toldilla.

Los marineros de la «Esmeralda» parecían enloquecidos. Saltaban alrededor de un barril lleno de caña, mientras uno dé ellos arañaba desesperadamente las cuerdas de una guitarra viejo. Al ver aparecer a Retén, pararon.

—¡Barba-blanca!

—¡No, barba-azul!

—¡Ven a beber, viejo! ¡Viva la alegría!

Después un alarido de rabia salió de todas las gargantas.

—¿Y la dengosa, Consuelo?

El gigante se encogió de hombros.

—Estáis borrachos —dijo.

—¡Nosotros borrachos! ¡Tú te crees un capitán!

—¡Ladrón!

—¡La dengosa…! ¡La dengosa! ¡Queremos verla bailar las seguidillas!

Cinco o seis marineros habían avanzado, amenazadores, aullando, contra el gigante:

—¡Queremos la dengosa! ¡Abre su camarote o te rajamos la panza y te colgamos!

Se dejó oír una voz:

—¡Que vaya barba-azul por ella!

—¡Sí, sí! —aullaron los demás—. ¡Mueve las piernas, barba-azul!

Retón permaneció inmóvil.

Un marinero se le echó encima, intentando empujarle hacia popa.

El bosmano, que estaba decidido a defender a la señorita, alzó la diestra y propinó al insolente una sonora bofetada; después, viéndole girar sobre sí mismo por el ímpetu del golpe, le clavó una patada en los riñones, estampándole contra la mura de estribor.

Los otros, en vez de acudir en auxilio de su compañero, estallaron en clamorosa risotada, seguida de gritos entusiastas.

—¡Bravo, barba-azul…!

—¡Bien dada! ¡Te nombraremos maestro de pugilato!

Pero el marinero que sufrió tan dura lección no se reía. No obstante aquel tremendo empellón, se levantó prontamente, con los ojos centelleantes de rabia, la cara contraída y la navaja en la mano.

—¡Ah, canalla! —rugió—. ¡Así recompensas la hospitalidad que te hemos dado! ¡Ahora te voy a sacar las tripas!

Consuelo, el gigantesco marinero, se arrojó ante Retón, gritando al borracho:

—¡Fuera ese cuchillo! A bordo mando yo, en ausencia del capitán.

—¡Quítate de ahí, fastidioso! —respondió el otro—. Después de barba-azul te llegará tu vez. ¡Aquí se acabaron los comandantes!

Estas últimas palabras fueron acogidas por los bebedores con un entusiástico aplauso.

—¡Tienes razón, Esteban…!

—¡Sí, sí, no queremos más comandantes!

—¡Queremos ser nosotros los amos!

—¿Estáis locos, compañeros? —gritó Consuelo—. ¿Queréis perder el río de oro?

—¡Eso es un sueño del capitán!

—¡No existe más que en su cabeza!

Todos se habían levantado, vacilando sobre las piernas poco firmes y levantando los cuchillos. Consuelo saltó adelante para cerrarles el paso, creyendo que querían bajar a la batería y apoderarse de la prisionera.

En un instante, Esteban se le fue encima con un salto de tigre, asestándole un navajazo en el vientre.

—¡A ti el primero! —aulló el asesino, mientras el gigante se desplomaba sobre la toldilla, comprimiéndose con ambas manos la horrible herida para impedir la salida de los intestinos.

Retón había sacado las pistolas, cuando Matemate le avisó.

El kanaka se había deslizado detrás del asesino con el hacha levantada. Se oyó un golpe sordo como si algo quebrase seguido de un alarido de dolor.

Esteban se desplomó encima de Consuelo, con la cabeza rajada hasta la barba.

Los marineros, viendo caer sobre el puente aquellos dos hombres, uno moribundo y el otro herido como por un rayo por el terrible hachazo, permanecieron como, atontados por unos instantes, mirando con terror, ora a los caídos, ora al kanaka, que parecía estar allí para lanzarse también contra ellos. Pero su rabia estalló bien pronto de modo terrible.

—¡Perro salvaje!

—¡Colguémosle!

—¡Ametrallemos a los dos!

—¡Al cañón de proa, Vasco! ¡Fuego, que está cargado!

Empeñar lucha contra ellos hubiera sido una locura, tanto más cuanto que sobre el castillo de proa había efectivamente una pequeña pieza de artillería montada sobre pivote giratorio para poder hacer fuego en todas direcciones.

—¡Atrás, Matemate! —gritó Retón, viendo que el kanaka se disponía a darles una carga con el hacha—. ¡Van a hacer fuego!

En efecto, un marinero se dirigía hacia el castillo, mientras otros hacían relampaguear amenazadoramente las navajas, que eran largas como dagas. Todos continuaban voceando ferozmente.

—¡Queremos la piel de ese caníbal!

—Venguemos a Esteban.

—¡Muera también barba-azul!

Retón intentó intimidarles apuntándoles con las pistolas. La amenaza les puso más furiosos.

No había momento que perder. Vasco había hecho ya girar a la pieza, apuntando hacia la popa.

—¡Escapa! —gritó Retén a Matemate.

En pocos saltos atravesaron la toldilla y se precipitaron abajo por la escalera de la batería. Apenas habían desaparecido, cuando una lluvia de metralla destrocó la caseta de la «Esmeralda», haciendo astillas muchas tablas de la mura de popa.

—Si nos retrasamos un momento, nos acribillan —dijo Retón—. Matemate, deja el hacha y atrincherémonos. Esos canallas intentarán desalojarnos. Son ahora más temibles que los antropófagos.

Cerraron la puerta del saloncillo que parecía bastante sólida y la reforzaron con todos los muebles que encontraron, acumulando mesas, literas, rollos de cordaje y cajas. Después abrieron el camarote de Mina.

—No se asuste, señorita —le dijo Retón—. Somos dos a defenderla y las armas no faltan.

—¿Contra quién disparan en cubierta? —preguntó la joven—. ¿Contra mi hermano acaso?

—Todos los nuestros están puestos en seguridad, señorita, y no corren el menor peligro. Son los marineros borrachos que se divierten.

—Pero vosotros huíais. ¿Os amenazaban?

—Allá arriba están todos enloquecidos y no saben lo que se hacen. Cuando hayan digerido la mona, se volverán más razonables. ¡Bah! No se ocupe usted de ellos.

—¿Y por qué os habéis atrincherado?

—Eh, no se sabe nunca —respondió Retón, que no quería asustarla—. Cuando se está borracho no es posible decir hasta qué punto pueden cometerse atrocidades.

En aquel momento se oyó retumbar otro cañonazo, seguido de una salva de blasfemias.

Se oía a los marineros correr por la toldilla y después golpes como de cuerpos que se derrumbaran sobre el pavimento.

—¿Qué hacen esos locos? —se preguntaba el bosmano, con cierta ansiedad.

—Parece que luchan entre ellos mismos —dijo Mina.

—Mientras se asesinen recíprocamente, no es malo, señorita. Nos ahorrarían el trabajo de tomar el barco por asalto.

De pronto aquellas carreras precipitadas y aquellos gritos cesaron y un profundo silencio reinó sobre la toldilla.

—¿Habrán muerto todos? —preguntó Matemate al bosmano.

—O habrán hecho la paz y habrán vuelto a beber —respondió a su vez Retón—. Yo no me arriesgaría, ciertamente, a ir a enterarme. El cañón es un mal bicho, especialmente cuando le suelta a uno encima una descarga de metralla.

—Calla —dijo Mina—. Oigo pasos.

—¿Bajarán por la escalera? —preguntó Retón, armando las pistolas.

—Me parece que no.

Por algunos momentos se oyó un ligero murmullo, después un golpe en el agua, y luego otro.

—¡Huyen! —exclamó Mina.

—No, señorita, han arrojado al agua los cadáveres —respondió Retón—. Esa gente no repara en matarse.

Sucedió otro breve silencio; luego estalló un escándalo infernal.

—¡Venguémosles! —gritaban algunas voces.

—¡Y subámonos aquí a la melindrosa! —aullaban otros.

Retón había palidecido.

—Los bribones se disponen a asaltarnos —dijo.

—¿Qué querrán de nosotros?

—No lo sé —respondió evasivamente Retón—. Preparémonos a la defensa, porque, como le he dicho, señorita, están todos borrachos y no se puede confiar en ellos.

En aquel camarote hay armas: coja usted y tráigame aquí todas las que pueda.

Mientras la joven se apresuraba a obedecer, el bosmano: se volvió hacia Matemate, que no parecía muy preocupado.

—¿Has conocido que se preparan a asaltamos? —le dijo.

—Me lo he imaginado —respondió el kanaka, blandiendo su hacha.

—Tenemos que resistir a toda costa hasta esta noche. No podemos abandonar el barco hasta después de la puesta del sol.

—¡Si pudiéramos avisar al jefe blanco!

—No me atrevo a quedar solo —dijo Retan—. Hay que defender a la señorita, y esos bergantes son aún demasiados.

—Es verdad, viejo —dijo Matemate—. Si derriban la puerta no podrás contenerles tú solo.

Mina volvía en aquel momento, trayendo un par de fusiles, los únicos que había encontrado, y municiones. En la armería abundaban únicamente las armas blancas y viejas pistolas casi inservibles.

—¿Bajan? —preguntó.

—Todavía no, señorita —respondió Retón, que se esforzaba en aparecer tranquilo—. Querrán beber ahora un trago antes de desafiar nuestro fuego.

Esta gente no emprende la marcha hacia el infierno sin tener el vientre bien lleno. Así arderán más fácilmente y sufrirán menos.

El bosmano se engañaba, porque casi inmediatamente se oyó un golpe violento descargado sobre la puerta y el crujido de la madera que se rajaba.

—¡Cuerpo de un cañón! —gritó Retón—. ¿Queréis dejarnos en paz o probaréis vuestra propia pólvora?

—Abre, viejo cuervo —respondió una voz—. Queremos bailar con la melindrosa, ¡sangre de tiburón!

—Duerme en este momento y no quiere que la molesten.

—¡Ah! ¡Te burlas de nosotros! —tronó otro marinero—. Ya veremos si te ríes cuando bailes colgado del mastelero de gavia en unión de tu amigo el caníbal.

—Aún no estamos arriba.

—¡Abre, bandido! Queremos bailar antes de que Cardoso se duerma sobre la guitarra.

—Esperaremos a que se despierte.

Una rociada de imprecaciones acogió las palabras irónicas del bosmano.

—¡Ese bandido se ríe de nosotros!

—¡Zorro viejo!

—¡Cuervo desplumado!

—¡Galeoto!

—¡Caray! ¡Caramba! ¡Canario! ¡Fuera de ahí!

Un segundo hachazo resonó sobre la puerta y luego un tercero, haciendo saltar una astilla de la madera. Matemate, que estaba con atención, estuvo al quite con prontitud, colocando delante la mesa del saloncillo, que era muy gruesa, y la apoyó contra la puerta.

—¡Ah! ¡Bribón de barba-azul! —gritó un marinero—… ¿Os habéis barricado? Estate seguro que entraremos lo mismo y que te quitaremos la melindrosa. ¡No serás tú quien baile con ella las seguidillas!

—Baila ésta —gritó Retón, alargando una pistola por encima de la mesa—. ¡Ese es el baile de la muerte!

Dos disparos resonaron, llenando de humo el camarote. Del otro lado de la puerta se oyeron gritos y blasfemias; después resonaron pesados pasos que subían precipitadamente por la escalera.

—¿Habremos matado a alguno, Retón? —preguntó Mina, que apuntaba con un fusil hacia la puerta, dispuesta a disparar.

—No he oído ningún grito de dolor —respondió el bosmano—. He disparado a tenazón y la fortuna protege ordinariamente más a los granujas que a los hombres honrados.

—¿Habrán huido?

—Así parece.

—¿Volverán?

—Dudo de que renuncien a sus proyectos.

—¿Y cuáles eran?

—¡Hacerla a usted bailar las seguidillas!

—¡Yo bailar ante esos miserables! —exclamó Mina, enrojeciendo de indignación.

—Eso era lo que querían, señorita. Ya le he dicho a usted que no hay que fiarse de esos borrachos.

—Doy gracias a Dios porque os ha enviado aquí en tan buena ocasión, Retón. Sin vosotros, ¿qué hubiera sido hoy de mí?

—Dios ve y provee, señorita —respondió el viejo lobo de mar—. Pero no creo que haya concluido todo. Estoy seguro que están tramando algún plan de combate para cogernos a los tres de una vez, y aún tenemos por delante nueve horas de luz. ¿Podremos resistir hasta la noche?

—Sin embargo, yo no oigo ningún rumor.

—Tienen el barril de caña junto al árbol del trinquete y es imposible por eso que sus voces lleguen a nosotros.

¡Bah! No nos cogerán de sorpresa.

Transcurrió media hora sin que los marineros renovaran el asalto. De cuando; en cuando se oían blasfemias confundidas con los acordes de la guitarra.

Parecía que por el pronto hubiesen renunciado a la idea de expugnar la batería y hacer danzar la seguidilla a la prisionera y que habían preferido Vaciar el barril. Retón y Matemate todavía vigilaban atentamente temiendo cualquier sorpresa y un nuevo ataque.

En efecto; los marineros, más borrachos que nunca, meditaban una nueva jugarreta.

El bosmano comenzaba a esperar que finalmente se hubieran dormido alrededor del barril, cuando les oyó volver a bajar la escala, jurando y golpeando con las hachas contra los mamparos de la batería.

—Aquí están —dijo Matemate, apoyándose contra la barricada.

Señorita, ¿están cargados los fusiles? —preguntó el bosnia no.

—Sí, Retón.

—Apenas abran un boquete, fuego sobre él sin titubear. Se trata de salvar la vida de todos.

—No te desobedeceré; Retén —respondió la joven; con voz segura.

Cuatro o cinco golpes terribles; dados seguramente con hachas o con mazas, hicieron saltar otra tabla, abriendo una brecha suficiente para dejar paso a un hombre.

Matemate arrojó contra la brecha dos literas y un cúmulo de cuerdas gruesísimas obturando en seguida la abertura, mientras Retén descargaba otros dos tiros con las pistolas.

Los bandidos, que debían estar en guardia, sabiendo ya que los defensores de la batería tenían armas de fuego, se habían agazapado detrás de la puerta, evitando así las balas.

—Tira, maldito; cuervo desplumado —dijo una voz irónica—. Si yo tuviera tus pistolas, ya estarías a bordo de la lancha de Belcebú.

—Tengo aún pólvora para que la pruebes —respondió el bosmano—. Sólo espero el momento a propósito para hacértela tragar junto con un poco de plomo.

—Cuando hayamos deshecho la barricada; no antes.

—Tengo paciencia dé sobra.

—¡Abajo! —gritó otro marinero.

Las hachas y las mazas habían vuelto a la obra, quebrando las tablas.

Iba Retén a hacer fuego, cuando vio a Matemate dar un salto hacia el camarote vecino, al que había servido de prisión a Mina.

El kanaka había lanzado un grito terrible.

—¡Payo! ¡Payo!

A través del portillo iba a entrar un hombre. El miserable, acordándose de que había un cabo colgando, se izó por él con la esperanza de sorprender a los sitiados por la espalda.

Matemate, apercibido a tiempo, cayó sobre él con el hacha alzada. Se oyó un grito, después un chapuzón en el agua.

El marinero de Ramírez, herido en medio del cráneo, por la pesada hacha, había sido precipitado en el mar, hundiéndose como un saco lleno de lastre.

Retén, que había comprendido que aquellos bribones le iban a asaltar por los dos lados, no vaciló ya más.

—¡Bandada de reptiles! —gritó—. ¡No os perdonaré! ¡Fuego, señorita!

Los tres disparos fueron seguidos de otra fuga precipitada. Parecía que los marineros de Ramírez hubiesen tenido, finalmente, ya bastante y que no se encontrasen con ganas de desafiar las pistolas y fusiles con las hachas.

—Es de esperar que nos dejen un rato tranquilos —dijo Retón, que intentaba tapar la brecha con velachos y con cuerdas—. El plomo calma los jaguares de las pampas y estos borrachos no son leones. ¡Eh, Matemate! ¿Intentan todavía subir?

—No veo a ninguno —respondió el kanaka.

—¿Había venido nadando aquel bribón?

—Sí, hombre blanco.

—¿Le has despachado?

—Los tiburones le habrán devorado.

—¡Canastos! ¡Tienen hígados los marineros de la «Esmeralda»! ¿Qué haremos ahora? ¿Se habrán convencido que somos pollos muy viejos para dejarnos comer?

Con tal que sigan bebiendo y nos dejen tranquilos hasta la noche, no pido más.

Mañana este barco estará en poder nuestro.

Acercó un oído a la puerta ya completamente desquiciada y escuchó atentamente por algunos minutos.

—¿Qué hacen ahora, Retón? —preguntó Mina.

—Oigo golpes y tocar la guitarra. Esos bribones deben estar bailando las seguidillas por su cuenta, sin usted.

En efecto; sobre la toldilla se oían risotadas y algunos golpes sordos.

Aquellos locos, llenos de caña, debían haber organizado un verdadero baile a su modo.

Parecía que hubieran abandonado sus propósitos de venganza y que no pensasen más que en divertirse y beber todo lo que podían.

Aquella danza furibunda, acompañada de clamorosas risotadas y de salvas de blasfemias, duró hasta pasado el mediodía. Después no volvió la guitarra a dejar oír sus notas y también aquel pataleo endemoniado cesó.

Todos habían caído alrededor del barril, incapaces de sostenerse sobre sus poco firmes y cansadas piernas, o acaso ideaban alguna otra tentativa para apoderarse de la melindrosa y colgar a barba-azul y al kanaka.

Aunque Retón ardía en deseos de saber algo, se guardó bien de deshacer la barricada que Matemate había reforzado con los muebles encontrados en otros camarotes.

La tarde pasó sin que ocurriese nada y sin que los marineros de la «Esmeralda» diesen señales de vida.

Retón, a quien parecían las horas inmensamente largas, aunque fumase rabiosamente el excelente tabaco filipino de Ramírez, comenzaba a inquietarse.

Hubiera preferido otro ataque a aquel silencio. Al menos le hubiera distraído hacer algún disparo de pistola.

Al fin quiso Dios que el sol tocara el horizonte con el borde inferior, cubriendo el mar con miríadas de agujitas de oro. Veinte minutos después, y acaso menos, las tinieblas habrían envuelto el espacio.

—Que duerman aún un poco y escaparemos sin ser hostilizados —dijo Retón a Mina—. Trescientos o cuatrocientos metros de mar no la asustan a usted, ¿no es verdad, señorita? Su hermano me ha dicho que sabe usted nadar.

—Aunque fuera una milla —respondió Mina—. Los tiburones son los que míe asustan.

—Esos correrán de cuenta nuestra… ¡Ah, demonio! Parece que esos granujas se despiertan, ¿no les oís?

—Me parece que comienzan a rebullir.

—Y a tocar; mala señal.

—¿Por qué, Retón?

—Acaso quieran vernos bailar. Estos canallas tienen una verdadera obsesión.

—Por la «melindrosa», ¿no es verdad? —dijo Mina, esforzándose en reír—. ¿No me llaman así?

—Son unos sinvergüenzas, heces de las galeras de todas las repúblicas sudamericanas.

—Afortunadamente aquí está «barba-azul» que vela sobre la «melindrosa».

—¡Vamos! Veo que dice usted chistes, señorita. Los prefiero a las lágrimas.

—Contigo no tengo ningún temor.

—Si se atreven todavía a bajar, voy a hacer una carnicería en esos miserables. Antes de irme quiero darles una lección terrible para que se acuerden de barba-azul o de barba-blanca, como me llaman.

—Ya se lo contará a ellos don José.

—Acaso tenga usted razón —dijo Retón, después de breve reflexión—. Este es el momento de pensar en la fuga, cuanto antes.

¡Eh, Matemate…!

El kanaka, que durante el día no había abandonado el el portillo ni un solo momento por temor de que los marineros ele la «Esmeralda» volviesen a intentar por aquella parte una nueva sorpresa, apareció en la puerta del camarote interrogando al bosmano con la mirada.

—¿Han echado alguna chalupa al agua? —preguntó Retón.

—No, viejo hombre blanco —respondió el isleño.

—¿Está bien firme el cabo? Tendremos que deslizarnos suavemente porque si esos bribones oyen un chapuzón la emprenden con nosotros a cañonazos.

—Beben demasiado para tener el oído despierto.

—¿Has visto tiburones alrededor del barco?

—Ni uno.

—Entonces podemos marcharnos. La noche es obscura y nadie se apercibirá de nuestra fuga. Quítese los zapatos y la falda, señorita —dijo Retón, volviéndose a la joven—. Matemate se encargará de llevar unos y otra a la playa.

Iba Mina a obedecer, cuando oyeron a los marineros bajar por la escalera, con un estrépito infernal. Aullaban, blasfemaban y amenazaban.

—Se diría que se han apercibido de que nos queremos escapar —dijo Retén—. Tú, Matemate, encárgate de la joven blanca y condúcela al promontorio. Yo me cuidaré de la defensa.

—¿No vienes tú, hombre blanco? —preguntó el kanaka.

—En tanto yo les tendré aquí entretenidos y no vigilarán en cubierta —respondió Retón—. Cuando ya estéis lejos, yo también me arrojaré al mar.

Pronto, señorita, descuélguese y tenga confianza completa en ese isleño que nos ha dado tantas pruebas de ser un verdadero amigo. Si hay tiburones él sabrá defenderse de ellos.

Adiós, señorita: pronto nos veremos.

Un golpe terrible hizo en aquel momento temblar la popa del barco.

Los bandidos, resueltos a acabar con barba-azul, asaltaban la batería a golpes de viga para destruir la barricada.

CAPITULO XXIV. EL ABORDAJE

Cuando el bosmano vio primero a Matemate y después a Mina desaparecer por el portillo, se preparó a defender la batería.

Tenía sus dos pistolas, los dos fusiles encontrados por la joven y el hacha del kanaka, armas suficientes para entretener por algunos momentos a los asaltantes. Por otra parte, no tenía intención de resistir mucho tiempo. Le era suficiente tener ocupados por un poco de tiempo a los borrachos, a fin de que los fugitivos pudiesen alejarse con completa seguridad.

Los golpes de la viga menudeaban con estruendo infernal.

Los marineros, que no habían digerido todavía la caña, parecían invadidos de loco furor.

Las tablas de la puerta saltaban bajo aquellos golpes impetuosos, con mil crujidos, y cada vez que una cedía, lanzaban gritos de triunfo.

—¡Dale fuerte! —aullaban unos.

—¡Todavía otro golpe! —gritaban otros.

—Tendremos la melindrosa y ese bribón de barba-azul.

—¡Duro! ¡Pega fuerte!

Retón, escondido tras de la mesa que oponía mayor resistencia que la puerta, teniendo detrás un montón de cuerdas y de muebles, esperaba con bastante tranquilidad para dar a aquella canalla la lección que les tenía prometida.

La barricada, bajo los golpes siempre furiosos de aquellos testarudos, no podía durar mucho, pero el bosmano ya no se preocupaba gran cosa de ello.

Matemate y Mina, entretanto, nadaban sin ser molestados hacia el promontorio, y el bravo bosmano no deseaba otra cosa.

La mesa, atacada furiosamente, terminó por deshacerse, y diez manos armadas de cuchillos se arrojaron sobre Retón.

—¡Ríndete, barba-azul! —aullaron siete u ocho voces—. Date preso.

—Prendedme —respondió el bosmano—. No me defiendo más.

Alzó los brazos por encima de la mesa y descargó la pistola a través de la brecha.

Las cuatro detonaciones fueron seguidas de alaridos horribles y de desplomarse cuerpos humanos. ¿Cuántos habían caído? Retón no pensó siquiera en preguntárselo.

Aprovechándose del desorden causado en los asaltantes, atravesó el salón en dos saltos, entró en el camarote y se arrojó de cabeza al mar.

Se dejó ir a fondo algunos metros; después, cortando el agua oblicuamente, volvió a salir a flote a treinta o cuarenta metros dé la popa de la nave.

Renovó la provisión dé aire, después volvió a sumergirse nadando entre dos aguas, aunque estuviera convencido de no haber sido visto ni oído al tirarse por el portillo.

El rumor de la resaca que rompía sobre la costa, le decidió a subir a la superficie.

La «Esmeralda» estaba a sólo doscientos pasos. Sobre la toldilla se veía correr con linternas de proa a popa y se oían gritos feroces.

—Parece que al fin se han apercibido de que nos hemos largado —dijo—. Pescadme si os atrevéis a ello.

Miró ante sí y le pareció vislumbrar a flor de agua dos manchas obscuras en dirección del promontorio.

—Sin duda son Matemate y la señorita —murmuró—. Han hecho una buena carrera.

Se estiró sobre el agua y se puso a nadar vigorosamente, mirando alrededor para no ser sorprendido por algún tiburón.

Diez minutos después arribaba felizmente al promontorio. Iba ya a salir del agua y subir a la orilla, cuando divisó una chalupa que parecía una ballenera, descendiendo el Diao, dirigiéndose a la «Esmeralda», que no dejaba de verse a pesar de la profunda obscuridad.

Retón aguzó la mirada y vio que iba cargada de hombres vestidos de blanco.

—¿Será Ramírez que regresa al barco? —se preguntó—. Es imposible que en tan poco tiempo haya podido recoger el tesoro de la Montaña Azul.

¡Caramba en el infierno! Apostaría una pipa de tabaco contra diez piastras a que esos hombres son los que nos sitiaron sobre el islote.

¡Granujas! Podíais haber retrasado el retorno un par de horas. ¡Ah! No tenemos suerte.

Salió lentamente del agua, tendiéndose en la arena, y siguió con la mirada a la ballenera que descendía el río a gran fuerza de remos.

La vio atravesar la barra y abordar a la «Esmeralda» por el ancla de popa, de babor.

—Veremos si este refuerzo que yo no esperaba salvará vuestro barco de un abordaje —dijo Retón—. También nosotros, después de tanta desgracia, tendremos nuestro desquite.

Se levantó y se puso a correr por la playa, ocultándose en la sombra proyectada por los árboles y llegó al campamento en el momento en que los kahoas estaban reuniéndose en la playa.

El capitán, don Pedro, Mina y Matemate estaban allí.

—¡Allí está! —dijo el kanaka con voz alegre.

—¡Ah! ¡Mi valiente Retón! —exclamó don José, precipitándose hacia el bosmano—. Creí que no te volvería a ver.

—¿Por qué? Me he venido tranquilamente después de haber muerto o estropeado a algunos de aquellos bandidos —respondió Retón—. No son tan temibles como suponemos; y además, todos están borrachos.

—Y nosotros estamos dispuestos a hacerles prisioneros. Hemos construido cuatro balsas gigantescas para que nos conduzcan hasta el barco, y los kahoas no desean otra cosa que ponerle la mano encima.

—Debo, sin embargo, advertirle, don José, que la tripulación ha recibido refuerzos —dijo Retón—. Seguramente pocos hombres, porque la ballenera que les transportaba no era muy grande.

—¿Tú les has visto?

—Sí, en el momento en que yo iba a tomar tierra Supongo que serán los marineros que dejó en el valle para sitiamos.

—¿No estaban los nokús con ellos?

—He visto una sola chalupa, pero creo que hará usted bien si se apresura al abordaje. Los antropófagos pueden llegar de un momento a otro.

—Basta entonces, Retón. Tú tomarás el mando de la primera balsa, yo la segunda, la tercera Koturé y la cuarta Matemate. Cuando hayamos privado a Ramírez de su barco, le desafío a que lleve el tesoro a América.

O descenderá a tratar con nosotros o le mataremos a él y todos sus bandidos.

¡Zarpemos!

Cuatro gigantescas balsas, construidas con troncos de kauris y que tenían por delante una especie de parapeto: formado por gruesos troncos para defender a las tripulaciones de la metralla, estaban fondeadas cerca de la playa.

Don José hizo que los kahoas se dividieran en cuatro grupos; luego dio la orden de embarcarse y avanzar resueltamente hacia el buque. Con él había embarcado a don Pedro, pero se negó resueltamente a llevar a Mina, no queriéndola exponer a los peligros de un abordaje, y la dejó en tierra bajo la custodia de cuatro isleños.

Los kahoas, que se habían construido remos, impulsaron hacia adelante los pesados flotadores, cuidando no hacer ningún ruido.

Aquellas precauciones acaso no fueran, necesarias, porque ningún fuego brillaba a bordo de la «Esmeralda». Parecía que todos los hombres de Ramírez, seguros de no ser molestados, durmiesen profundamente.

—No sospechan un ataque —dijo don José a don Pedro—. Sería una suerte inconcebible el poderles asaltar por sorpresa. Tienen artillería y yo no sé qué desastroso efecto podría producir sobre mis súbditos si tronaste.

Las balsas continuaban avanzando, resbalando suavemente sobre el agua, sin producir casi ningún rumor.

Los kahoas, advertidos de que los hombres blancos que vigilaban el navío poseían gruesísimas cañas que truenan, hacían lo posible por no despertar la atención de aquellos temibles enemigos.

Ya no estaba la «Esmeralda» a más de un centenar de metros de las balsas y éstas iban ya a separarse para atracar por diversos sitios, cuando estalló una voz entre las tinieblas.

—¿Quién vive?

—Náufragos —respondió don José.

—¡Alto!

—Morimos de hambre y sed.

—Esperar el alba.

—Nos es imposible.

—¡A las armas!

—Son astutos, peores que Belcebú —murmuró Retón—. Si hacen tronar a los cañones, nos encontraremos en un apuro con estos salvajes. Felizmente sé dónde pende el cabo que dejé colgando desde el portillo.

Después, alzando la voz, gritó:

—¡Fuerza, amigos!

Su balsa marchaba a la cabeza de todas. Los kahoas, que arrancaban desesperadamente, la impulsaban adelante con rapidez.

La misma voz de antes se dejó oír con fuerza en el silencio de la noche:

—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Que nos abordan!

Sobre el puente del «Esmeralda» resonaron pasos precipitados, órdenes, blasfemias, después un relámpago desgarró las tinieblas, seguido de una detonación que se propagó sobre el mar, resonando profundamente bajo los bosques que cubrían las márgenes del Diao. Era el cañón de proa que se dejaba oír.

El capitán de la «Andalucía» se volvió hacia los kanakas que montaban su balsa y quedó sorprendido al verles a todos en pie, con las armas empuñadas.

—No creía que estos salvajes fueran tan valerosos —dijo a don Pedro—. Respondamos a nuestra vez para darles ánimo.

Dispararon dos tiros de carabina contra el puente del velero, a la casualidad, porque era imposible distinguir a los marineros que manejaban la pieza.

Desde la «Esmeralda» contestaron con una tempestad de metralla que barrió la balsa, echando con los pies por alto muertos o moribundos a una docena de isleños.

Tampoco aquella segunda descarga, que fue más desastrosa que la primera, quitó su arrojo a los kahoas.

Envalentonados con la presencia de los dos hombres blancos que continuaban disparando sobre el puente, más por hacer conocer a los marineros de Ramírez que tenían armas de fuego y que eran hombres blancos los asaltantes, que con la esperanza de diezmarles, los isleños, a cada cañonazo, respondían con gritos de guerra y con nubes de flechas de dudosa eficacia. La balsa de Retón, que estaba ya desenfilada de los disparos de metralla, avanzaba hacia la popa con velocidad creciente.

En pocos instantes llegó, sin ser vista, bajo el portillo del cual pendía aún el cabo que había servido para la evasión de Mina y de Matemate.

El bosmano, armado con la tercera carabina, que era la de la joven y que había pasado a manos de don Pedro, se aferró a la cuerda y se izó rápidamente.

Sobre la cubierta tronaba sin cesar el cañón, con intervalos más o menos largos, apoyado por descargas de fusilería que ponían a durísima prueba el valor de los isleños.

En un relámpago, el viejo lobo de mar llegó al camarote y se precipitó en la batería donde todavía estaban las pistolas y fusiles que habían operado pocas horas antes contra los borrachos.

Veinticinco kanakas, en su mayor parte armados con hachas, le habían seguido.

—¿Estamos todos? —preguntó.

—Todos —contestó un jefe.

—¡Cargad a fondo! ¡El barco es ya nuestro!

Se abrieron paso a través de la barricada, que no había sido del todo derribada, y se lanzaron por la escalera arriba, empuñando ferozmente las terribles hachas de piedra.

Retón les guiaba con la carabina en la mano.

En el momento dé aparecer sobre la toldilla, el cañón tronaba por cuarta vez, cogiendo de enfilada las balsas mandadas por don José, Matemate y Koturé.

Retón reunió sus hombres y se lanzó a la carga, aullando como un endemoniado.

—¡Aquí está barba-azul!

Diez o doce hombres que estaban haciendo fuego por detrás de la borda, viendo caer aquella avalancha de sombras humanas, se agruparon rápidamente junto al árbol del trinquete para cortarles el paso.

¡Era demasiado tarde! Los salvajes, lanzados a una carrera desenfrenada, cargaban con ímpetu, descargando terribles hachazos.

—¡Rendíos! —gritó el bosmano a los marineros de Ramírez.

A la intimación respondieron con una descarga de sus fusiles, que hizo rodar sobre la toldilla a media docena de kahoas. Los asaltantes, desconcertados, vacilaron un momento. Los marineros, ya avezados a los combates, se aprovecharon para replegarse hacia el castillo de proa, donde estaba la pieza de artillería.

—¡Adelante, amigos! —gritó Retón, descargando su carabina sobre el grupo que se apretaba alrededor del cañón.

Los kahoas, pasado el primer instante de pánico, comprensible en salvajes no habituados a las armas de fuego, volvieron a emprender la carrera, lanzando espantosas vociferaciones.

Pero los marineros de la «Esmeralda» no eran hombres que volvieran la espalda al peligro ni cedieran fácilmente el terreno.

Hicieron girar al cañón, apuntando hacia la popa, y cogieron de enfilada la toldilla con una descarga de metralla, deteniendo por segunda vez el avance de los salvajes.

Fue, sin embargo, su último triunfo, porque las otras tres balsas no cañoneadas avanzaron velozmente bajo la nave, abordándola por la proa.

Las tripulaciones, guiadas por el capitán y por don Pedro, asaltaron el árbol del bauprés, encaramándose a él por las trincas y la red y aparecieron sobre las muras, desparramándose por el castillo.

Eran unos setenta, enfurecidos por las pérdidas sufridas y decididos a mostrar su arrojo al jefe blanco.

Los hombres de Ramírez, apretados por delante, porque Retón volvía a la carga y empujados por la espalda empeñaron una ludia desesperada. Eran unos quince, y si únicamente hubieran tenido salvajes por delante, acaso hubieran logrado rechazar el ataque o por lo menos resistir largo tiempo. Desgraciadamente tenían también contra ellos tres hombres blancos, armados con carabinas y que no marraban sus tiros.

Una lucha sangrienta se empeñó en torno del pequeño cañón.

Los salvajes cargaban a fondo, a la desesperada, con arrojo extraordinario, descargando golpes de hacha y de rompecostillas.

El pequeño cuadro fue roto en un momento.

En vano don José, don Pedro y Retón habían intentado refrenar a sus aliados; sus voces se apagaban bajo los gritos de triunfo de los salvajes guerreros. La matanza había comenzado y ya habían caído algunos hombres blancos, cuando los supervivientes, con desesperado esfuerzo, lograron abrirse paso a través del pequeño grupo mandado por Retón.

No eran más que siete u ocho.

Atravesaron la toldilla a la carrera, perseguidos furiosamente por los kahoas, y se precipitaron al mar, nadando vigorosamente hacia la costa.

Retón se había precipitado hacia el cañón para cargarlo y desencadenar a su vez sobre los fugitivos una nube de metralla. Pero el capitán en el acto le detuvo.

—Déjales marchar, viejo mío —le dijo—. Concluirán entre los dientes de los antropófagos.

—¿Y si se unen a Ramírez? —preguntó el bosmano.

—Tanto peor para ellos, porque antes de lo que se pudiera creer hemos de dar la batalla a aquel bandido.

Haz desalojar el puente de cadáveres y armar las chalupas.

—¿Partimos en seguida, por lo visto?

—Es necesario alcanzar a Ramírez antes de que ponga la mano sobre el tesoro. ¿Cuántas lanchas tenemos?

—Hay cinco a bordo.

—Bastan para conducimos al país de Krahoa. Al parecer el bandido ha preferido costear el río antes que remontarle con las chalupas.

—No hubieran sido suficientes para transportar toda la tribu de los nokús. Ha llevado con él hasta a las mujeres y los niños.

—¿Hay armas a bordo?

—Un par de fusiles y muchas hachas.

—Embárcalas con municiones y víveres. Tenemos que dar que hacer a Ramírez.

—¿Y el cañón? Puede instalarse en la ballenera. Nos será utilísimo contra los nokús.

—Llévale, pero con tal que sea pronto. Hemos perdido demasiado tiempo y acaso aquel canalla esté ya cerca de las aldeas de los krahoas. Afortunadamente llevamos con nosotros a Matemate y Koturé, dos hombres que valen por la mitad del tesoro.

Todos se pusieron a trabajar febrilmente. Mientras algunos arrojaban al mar los cadáveres o curaban como podían a los heridos, los otros, bajo la dirección del bosmano y de don Pedro, arriaban las chalupas y embarcaban los víveres, las armas y las municiones.

Mandaron una lancha al promontorio para embarcar a Mina y su pequeña escolta.

Se escogieron veinte guerreros para que quedaran de guardia en el barco, aunque hubiera pocas probabilidades de que los marineros de Ramírez escapados al desastre intentasen la reconquista, habiendo perdido sus armas. A las tres de la mañana, las chalupas dejaban la «Esmeralda», remontando bastante velozmente el Diao, ayudados por la marea que debía hacerse sentir a algunas decenas de millas del mar.

CAPITULO XXV. EL ÚLTIMO CARTUCHO DE RAMÍREZ

El Diao, que tiene sus fuentes entre la línea de montañas que descienden a lo largo de las costas occidentales, no es un gran curso de agua. Si bien es ancho cerca de la desembocadura, bien pronto se restringe y concluye por no ser navegable ni siquiera para las modestas piraguas de los neocaledonios.

Las chalupas de don José podían, sin embargo, contar con dos días lo menos de navegación sin encontrar serios obstáculos, mientras Ramírez debía sin duda haber encontrado muchos, obligado a abrirse paso a través de las selvas con las hachas en la mano. Sobrepasada felizmente la barra, formada por una larga fila de escollos madrepóricos y bancos de arena, las cinco embarcaciones comenzaron a remontar el río cuidando de navegar por el centro para evitar cualquier desagradable sorpresa. Inmensas selvas cubrían las dos orillas, y de cuando en cuando también se distinguía algún pequeño poblado, pero todos parecían deshabitados.

A mediodía, después de siete horas de fatigosa maniobra, él capitán concedió a los valientes salvajes un breve descanso que no pasó de las dos, aunque sobre el río reinaba un calor tórrido que ponía especialmente a dura prueba a los americanos no habituados a aquella lluvia de fuego.

—¡Cuerpo de treinta mil pipas! —exclamó el bosmano que, antes de reanudar la carrera había pasado a la ballenera donde se hallaban don José, don Pedro y Mina—. Si continúa así llegaremos perfectamente asados al país de Krahoa.

—Ramírez no se encontrará mejor que nosotros —dijo don José.

—¿Nos llevará mucha ventaja aquel bribón?

—Debe llevarnos dos días de adelanto.

—Entonces llegará antes que nosotros y se apoderará del río de oro.

—Que no sabrá dónde meter ahora que ya no tiene barco que le reconduzca a América —dijo don Pedro.

—Disfrutará aquí su tesoro —dijo el bosmano.

—Pero tú olvidas, viejo mío, que aquí el oro vale menos que los magnagnes y los ñames. Estos isleños ignoran su valor y toman las pepitas por guijarros, buenos lo más para arrojarlos contra los murciélagos o contra los notas.

—¡Afortunado pueblo! ¡Ah…! ¡Caray!

—¿Que pasa? —preguntó don José.

—¿Y Manuel?

—Irá con él. Aquel granujilla querrá su parte de tesoro. ¿Usted no le ha visto, señorita?

—Estuvo conmigo hasta el momento de la partida de la caravana —respondió la joven, que estaba sentada en el banco de popa, desafiando valientemente los rayos solares.

—¿Sabes, hermana, que durante la persecución hemos encontrado escritos suyos trazados sobre un pedazo de corteza?

—Los dejaba expresamente para ti —respondió Mina.

—¿Se había arrepentido entonces ese marinero? —preguntó el capitán.

—Se había encargado de protegerme y facilitarme la fuga a la primera ocasión.

—Antipática protección —dijo Retón.

—Sin embargo, yo no me puedo quejar de él.

—¿Y por qué te ha abandonado? —preguntó don Pedro.

—Porque Ramírez se apercibió de que no podía fiarse de él. Ya una noche obscura había Manuel buscado la manera de hacerme escapar y acaso lo hubiera logrado sin la perseverante vigilancia de los nokús.

—El diablo se ha vuelto ermitaño —dijo Retón—. Pues, ¿cómo después de habernos hecho todo el daño posible intentaba ahora favorecernos? ¿Se había molestado con Ramírez?

—Efectivamente —dijo Mina—. Se trataban con mucha frialdad, y yo he sorprendido a Manuel varias veces murmurando palabras amenazadoras contra el capitán de la «Esmeralda».

—¡Qué bribón más redomado es aquel muchachuelo!

¿Quién lo hubiera creído? Si vive algunos años llegará a ser el más famoso bribón de América del Sur.

Pero antes de dejar esta isla tengo yo que ajustar cuentas con él. No siempre el tardío arrepentimiento alcanza el perdón.

—No seáis tan rígido. Reten —dijo Mina—. Aún es un niño y puede llegar a ser un hombre honrado.

—¡Hum! —hizo el viejo lobo de mar—. Ya veremos, señorita.

La segunda carrera de las chalupas, mas fatigosa que la de la mañana, porque la marea no se dejaba sentir pasadas las quince o veinte millas de la desembocadura, duró hasta las ocho de la noche. Entonces la flotilla se detuvo en la orilla de un islote que se elevaba casi en medio del rio, no fiándose el capitán de acampar en las lindes de la selva.

Ramírez podía haber dejado nokús detrás de sí para vigilar los movimientos de los perseguidores, y una sorpresa nocturna no era cosa de desear.

Aquella primera noche, pasada sobre el Diao, transcurrió tranquilamente y todos pudieron descansar con comodidad.

Antes ele que el sol apareciese, las embarcaciones volvieron a emprender su viaje con la ballenera montada por los hombres blancos a la cabeza.

Los kahoas, bien descansados y sobre todo bien alimentados, porque habían abierto una gran brecha en las provisiones para desquitarse de las largas privaciones sufridas, arrancaban con gran fuerza para vencer la corriente que descendía con rapidez.

Las dos orillas habían ya empezado a estrechar y los grandes árboles que crecían de una parte y otra casi trenzaban sus ramas por encima del agua, manteniendo una frescura deliciosa, apreciada sobre todo por Retón, que temía las insolaciones fatalísimas en Nueva Caledonia.

Antes del mediodía, el capitán, que quería conservar el vigor de sus súbditos, esperando de un momento a otro alguna sorpresa de los nokús o de los marineros de Ramírez y un poco tranquilizado por el profundo silencio que reinaba bajo aquella inmensa floresta, ordenó otro alto cerca de la orilla derecha por no haber islotes a la vista.

Seguro de tener ya notable ventaja sobre la columna de Ramírez, había decidido no reanudar el movimiento hasta la puesta del sol, también por conceder a Mina un largo descanso, cuando un suceso inesperado le obligó a emprender la marcha precipitadamente.

Apenas habían terminado el almuerzo, cuando Matemate, que había reconocido los contornos en compañía de su hermano, se acercó al capitán, que estaba fumando su pipa a la sombra de una higuera silvestre, en compañía de Retón, y le preguntó:

—¿Has oído, jefe blanco?

—¿Qué? —preguntó don José, levantándose en el acto.

—Escucha bien.

El capitán y Retón tendieron el oído, pero no oyeron más que el murmullo del río y el grito de un kagú, que se repetía a intervalos regularísimos, lanzando a plena garganta, escondido entre los árboles, su sonoro ka-hu.

—Tengo buen oído y sin embargo no oigo nada alarmante —dijo don José, después de haber escuchado algunos minutos—. ¿No tendrás miedo de ese pájaro, supongo?

—¿Será verdaderamente un kagú? —preguntó Matemate, cuya frente se había cubierto de arrugas.

—¿Qué quieres decir?

—Que ese grito no es natural, aunque está muy bien imitado.

—¿Entonces sospechas que sea una señal?

—Sí, jefe blanco. Hay alguno que responde desde la orilla opuesta —respondió el kanaka.

—¿De modo que de ello deduces…?

—Que el mal hombre blanco ha dejado nokús a lo largo del río para vigilarnos.

—¿Qué aconsejas que hagamos ahora, Matemate?

—Partir sin tardanza.

—¿Están aún lejos las aldeas de los krahoas?

—Llegaremos mañana por la tarde, si los kahoas no ceden a la fatiga.

—Daremos doble ración de víveres y de caña. Hemos embarcado un barril, ¿verdad, Retón?

—Sí, capitán —respondió el lobo de mar.

—Partamos antes de que los nokús nos preparen cualquier sorpresa.

Los kahoas, que ya debían haberse apercibido de que algún peligro les amenazaba por haber también oído las señales misteriosas, estaban dispuestos a volver a coger los remos, sintiéndose más seguros en medio del río que bajo las sombras de la selva.

Las embarcaciones fueren lanzadas al agua; cada uno volvió a tornar su puesto y la expedición empezó a navegar siempre precedida de la ballenera, que tenía el encargo de barrer al enemigo, caso de que se presentase.

—Tened preparadas las armas —dijo el capitán a Mina y a don Pedro—. Y tú, Retón, encárgate del cañoncito.

En otro tiempo eras buen artillero.

—Y aún espero serlo, comandante —respondió el bosmano—. Ya veréis, si los nokús se ponen a tiro, cómo les haré bailar bajo la metralla.

—Y sobre todo abre bien los ojos. Ramírez puede haber dejado alguno de sus hombres sobre el río y una bala de fusil es siempre más segura y más peligrosa que una flecha.

El río continuaba estrechándose. Ahora siempre los árboles, que crecían numerosos en las orillas, entrecruzaban sus ramas, formando una inmensa bóveda de verdor.

Los gritos del kagú seguían sin oírse. ¿Acaso Matemate se habría engañado y se trataba verdaderamente de dos de aquellas aves que se respondían entre sí? Se habían adelantado otras diez o doce millas y el intenso calor comenzaba a menguar, cuando a los oídos de los hombres que montaban la ballenera llegaron golpes sordos como de árboles precipitados en el río. Don José hizo detener la embarcación para dar tiempo a que Matemate se les uniera.

—Esta vez soy yo el que te pregunto si oyes —dijo el capitán al kanaka—. ¿Tú has recorrido con frecuencia este río?

—Muchas veces, jefe blanco.

—¿De qué provienen entonces esos golpes? ¿Acaso hay delante algún salto de agua?

—Ninguno —repuso Matemate.

—Entonces esos golpes…

—Son árboles precipitados en el río, jefe blanco.

—¿Para construir canoas?

El kanaka esperó un rato antes de responder.

—No es posible —dijo luego—. Puedo engañarme, pero yo estoy convencido de que los nokús nos preparan alguna sorpresa.

—Arrojando árboles en el Diao.

—Para obstruir el río.

—¡Caramba! —exclamó don José, impresionado por la respuesta—. No había pensado en ello.

—¿Acaso no hay aquí dos orillas? —dijo Faetón.

—¿Y si las orillas están ocupadas por los nokús? —respondió el kanaka—. La vegetación es aquí muy espesa y las emboscadas siempre son peligrosas.

Todas las chalupas se habían reunido en torno de la ballenera, que era retenida por un largo remo clavado en el fango del río. También los jefes de las aldeas discutían animadamente, mientras los chapuzones se sucedían con un estruendo ensordecedor. Parecía que orillas enteras de la selva fueran arrojadas al río por un ejército de titanes.

—Adelante —dijo el capitán, después de un cuarto de hora de expectativa—. No podemos permanecer aquí quietos eternamente ahora que el tesoro está próximo. Cualquier cosa que deba ocurrir, vamos adelante.

A la pieza, Retón, y ametralla a tu placer. Nosotros te ayudaremos lo mejor que podamos.

Las cinco chalupas se acercaron para ponerse una detrás de otra, y volvieron a emprender el ascenso del Diao, pero prudentemente y procurando mantenerse a igual distancia de las dos orillas.

Todos habían empuñado las armas, esperando cualquier ataque. Retón se había colocado detrás de la pequeña pieza giratoria que ocupaba la proa de la ballenera, mientras el capitán y don Pedro disponían los fusiles a lo largo de las bordas para poder servirse de ellos inmediatamente.

Tenían catorce con los recogidos a los marineros sacrificados por los kahoas en el puente de la «Esmeralda», número suficiente para dar una dura lección a los nokús y a sus aliados. Los golpes en el agua continuaban haciéndose más distintos, según las chalupas iban avanzando.

Aunque las continuas curvas que el río describía impedía a los navegantes ver fácilmente de qué se trataba, ya ninguno dudaba de que el enemigo trabajaba para obstruir el curso de agua.

Superada finalmente otra curva, la ballenera se encontró de improviso ante una inmensa masa de troncos de árbol, los cuales descendían lentamente el río, ocupándolo de una orilla a otra.

—Matemate no se engañaba —dijo el capitán.

—¡Cuerpo de tiburón! —exclamó Retón—. Ramírez gasta su último cartucho para detenernos de nuevo. Supongo que no seremos tan tontos que caigamos bajo este último golpe o retrocedamos.

—Matemate —dijo don José—. ¿Cuándo hemos pasado el último islote?

—Hace tres horas.

—Está demasiado lejos.

—Además —añadió don Pedro—, seríamos bloqueados otra vez, porque esos demonios de salvajes continúan arrojando árboles en el río.

El joven tenía razón, porque del otro lado de la barricada flotante continuaban cayendo en el río, con un estruendo infernal, árboles enormes cortados por su base por quién sabe cuántos nokús. Abatiendo los salvajes los troncos más gruesos y estando a éstos ligados otros más jóvenes por una inmensa red de lianas, cada gigante que caía arrastraba consigo un gran trozo de bosque, acumulando así en el Diao una cantidad de troncos extraordinaria, obstruyéndole completamente y haciendo imposible la navegación.

—Atraquemos y saquemos las chalupas a tierra —dijo el capitán—. Por ahora no se puede hacer otra cosa. Intentaremos sacar del nido a esos malditos leñadores, a tiros de fusil y de cañón.

La barricada flotante estaba ya sólo a doscientos o trescientos metros y no había tiempo que perder.

Las cinco chalupas viraron de bordo rápidamente y se dirigieron a una pequeña cala que se abría en la orilla derecha y que era la desembocadura de un pequeño curso de agua.

Retón había ya apuntado el cañoncito cargado de metralla por si los leñadores, a los que no les debían haber pasado desapercibidas las chalupas, se preparaban a estorbar el desembarco. La precaución resultó inútil, por que ningún antropófago se dejó ver entre la vegetación que cubría la orilla.

Bajaron a tierra y se apresuraron a poner en seco las chalupas, que no querían perder de ningún modo.

Matemate y Koturé, a la cabeza de dos docenas de guerreros, hicieron una rápida descubierta por los contornos, sin encontrar huella del enemigo.

La enorme barricada llegaba ya a la altura de la pequeña cala, ocupando casi toda la anchura del río. ¡Ay si las chalupas se hubieran encontrado ante su camino! No hubieran podido aguantar una colisión tan formidable.

—Esperaremos a que los leñadores se cansen —dijo el capitán—. Entretanto formemos un pequeño campo atrincherado. También los nokús son de carne y hueso como nosotros y no resistirán mucho tiempo un trabajo tan fatigoso.

Y tú, Retón, haz desembarcar el cañón, que será más útil en tierra que sobre la ballenera.

—Barreré toda la selva —respondió el bosmano.

Vióse, sin embargo, obligado a hacerse ayudar por don Pedro, porque los kahoas, después de haber oído tronar a aquel tubo de bronce a bordo de la «Esmeralda», habían sufrido una impresión tan profunda, que no se atrevían a mirarlo siquiera.

No se hicieron, en cambio, rogar para construir un recinto capaz de resistir a un repentino asalto de los nokús y de los marineros de Ramírez, rodeándole de una estacada hecha con gruesas ramas profundamente clavadas y unidas unas a otras.

Trabajaron con tal rapidez, que media hora después el campamento estaba instalado.

Los nokús, en tanto, no cesaban de derribar árboles. Apenas había pasado la primera barricada flotante, cuando una segunda no menos gigantesca descendía por el Diao.

—Concluirán por cansarse y estropear sus hachas —repetía el capitán, que observaba aquella multitud de troncos entremezclados con grandes cantidades de lianas—. Esto no puede durar. Aunque fuesen titanes, no podrían resistir más dé una jornada.

Aguardaron un par de horas, esperando siempre de un momento a otro algún furioso asalto; luego, viendo que los nokús no se decidían a mostrarse y que los árboles no cesaban de desplomarse en el río, interrumpiendo completamente la navegación, decidieron ir a sacarles de su escondite.

Un retraso de veinticuatro horas podía costar la pérdida del tesoro y los náufragos de la «Andalucía» habían ya perdido demasiado tiempo.

Se formó una columna de exploradores, compuesta de cincuenta hombres escogidos entre los mejores guerreros de la tribu, y fue lanzada a través de la selva bajo la dirección de Retón y de Matemate, con encargo de provocar a los nokús y atraerles hacia el campamento para ametrallarles. El bosmano, que se preciaba de ser un gran guerrillero, no dudó un momento en lanzarse en busca de los aliados de Ramírez, jurando que haría una espantosa matanza.

El capitán y don Pedro quedaron en el campo para vigilar sobre Mina y las chalupas, que no querían absolutamente perder.

Haría apenas media hora que los exploradores habían partido, cuando se les vio regresar corriendo. Aquel demonio de Retón, no obstante sus innumerables primaveras que le pesaban sobre la espalda, precedía a los guerreros, corriendo como una liebre.

—Los tenemos a la espalda —dijo, precipitándose en el campo.

—¿Los nokús? —preguntaron don José y don Pedro.

—Sí.

—¿Muchos?

—Una horda entera.

—¿Y habéis huido? —dijo don José.

—No tenía conmigo el cañoncito; si estos imbéciles le hubieran arrastrado con nosotros, a estas horas no quedaría un nokú en Nueva Caledonia —respondió Retón, que jadeaba como una foca recién salida del agua—. Esos bribones son terribles guerreros, capitán.

—La pieza está a tu disposición. Espero que nos harás ver prodigios.

Espantosos alaridos resonaban entretanto bajo los árboles, acompañados de algunos disparos.

Los nokús corrían al asalto del campo con ímpetu furioso, dirigidos, probablemente, por algún manípulo de marineros de la «Esmeralda».

Los kahoas habían empuñado sus armas y esperaban a pie firme el ataque detrás del parapeto, bien resueltos a demostrar su valor al jefe blanco.

—¡Aquí están! —gritó en aquel momento Retón—. ¡A las armas! ¡Animo, kahoas! ¡El jefe blanco os mira!

Un torrente de guerreros salía de entre la espesura, espantosamente pintados de rojo, de negro y de blanco, armados con lanzas, hachas y arcos. Tres o cuatro hombres blancos les dirigían, animándoles con chillidos agudísimos y disparando a tenazón tiros de fusil, acaso con la esperanza de asustar a los kahoas.

El viejo lobo de mar, que deseaba ardientemente tomarse la revancha, dio de pronto fuego a la pieza de artillería, mientras don Pedro y la valiente Mina disparaban sus carabinas, sin preocuparse por las flechas que comenzaban a caer en gran número dentro del campamento.

El estruendo del disparo, acaso más que las pérdidas sufridas, pues cayeron sólo siete u ocho guerreros y un marinero de Ramírez, produjo un efecto desastroso entre los nokús.

Se detuvieron un momento, mirando con terror la nube de humo que ondeaba sobre la pieza de artillería; luego, dominados por un pánico indescriptible, huyeron a la desbandada a través del bosque, con la velocidad de gamos, no obstante las blasfemias y juramentos de sus directores. Los marineros de Ramírez, viéndose abandonados, no tardaron en seguirles, antes de que Retón pudiera volver a cargar el cañón.

—¿Veis cómo se dispersa a los antropófagos? —gritó el bosmano, con aire triunfante—. Un poco de fuego sobre las espaldas.

Los kahoas, en vez de escucharle, se habían lanzado tras los fugitivos que tocaban retirada, precipitadamente a través de la selva para impedirles volver a la orilla y continuar la obstrucción del río. Los nokús, demasiado asustados, no intentaban oponer resistencia. No pensaban más que ponerse en salvo para no oír aquel espantosa trueno que les aterraba.

Después de una larga carrera de media hora de duración, los kahoas volvían al campo sin haber lograda el contacto con los fugitivos.

Hacia el curso superior del río ya no caían los árboles y el camino quedaba libre. Era buena ocasión para aprovecharla.

—Antes que vuelvan y empiecen otra vez, partamos —dijo el capitán.

Durante algún tiempo no se atreverán a salir de la espesura.

Las chalupas volvieron al agua, la pequeña pieza de artillería fue embarcada y la expedición, aprovechándose de aquel momento de calma, volvió a emprender velozmente la navegación.

Ya creían todos que alcanzarían el nacimiento del río, ahora muy próximo, antes de que los nokús se rehicieran de la derrota sufrida, pero se engañaron, porque pronta comenzaron a llover flechas desde las dos márgenes del río.

Los nokús, furiosos por haberse dejado batir, volvían a la carga.

Ocultos en medio de la espesa vegetación, perseguían a la chalupa, asaeteándola.

—¡Ah, bribones! —gritó Retón—. Son testarudos como mulos de la Cordillera, pero aún estoy yo aquí para calentarles las piernas y enfriarles la cabeza. Aún tengo una veintena de cargas y éstas bastarán para calmaros para siempre.

Comenzó a disparar, ayudado por el capitán, por don Pedro y también por Mina, haciendo todos, en medio de los avellanos silvestres, blancos más eficaces acaso que la metralla.

Los nokús escapaban en todas direcciones, especialmente cuando oían la voz del cañón, pero luego volvían, con una obstinación que enfurecía al bosmano.

Aquel batallar obstinado duró hasta la puesta del sol, con gran derroche de municiones; después, los nokús, acaso desanimados por el poco resultado de sus ataques y las grandes pérdidas sufridas, desaparecieron en las profundidades del bosque, sin dejarse ver.

—¡Por cien mil pipas rotas! —exclamó Retón, después de disparar un último cañonazo, que no tuvo otro resultado que hacer caer gran número de ramas y hojas—. Si dura aún un poco, me quedo sin municiones.

¿Volverán a empezar mañana por la mañana?

—Ya será tarde —respondió el capitán—. Matemate me ha dicho que ya estamos en el territorio de Krahoa.

—¡En el país del río de oro! Al fin veremos y tocaremos el fabuloso tesoro.

—Si Ramírez no lo ha robado ya —dijo don Pedro.

—Le perseguiremos y con los fusiles en la garganta le obligaremos a aquel bribón a vaciar los bolsillos —dijo Retón—. O la bolsa o la vida, le gritaremos en la cara, y si no obedece, también a él le ametrallaremos, ¡mil diablos!

—Interroguemos, ante todo, a Matemate —dijo el capitán—. El fondo comienza a faltar y la ballenera no podrá seguir mucho adelante.

—¿Acamparemos? —preguntó don Pedro.

—Nos veremos obligados a detenernos en cualquier parte; el agua disminuye rápidamente, signo evidente de que estamos cerca de las fuentes del Diao.

—¿Estaremos libres de un ataque de los nokús?

—Haremos otro campo atrincherado.

La ballenera dobló hacia la orilla derecha y la expedición tomó tierra sobre el margen dé la interminable selva, en un sitio donde únicamente crecían unos pocos árboles.

Matemate se acercó en seguida al capitán, diciéndole:

—Estamos sobre la tierra dé mis compatriotas. Las aldeas de los krahoas están allí arriba en la falda de aquella colina que se levanta dé la parte alta del bosque.

—Me lo había imaginado —respondió don José—. ¿No llega el río a los poblados?

—No, jefe blanco —respondió el kanaka—. Dejemos aquí las chalupas, escondiéndolas en el bosque, y pongámonos en camino sin pérdida de momento.

Antes del alba estaremos en el primer pueblo y entraremos en la caverna dónde el anciano jefe blanco, hizo encerrar el tesoro para sus hijos.

—¿Nos lo entregarán tus compatriotas?

—¿No posee el símbolo el joven blanco?

—Constantemente.

—Entonces basta.

—¿Y si el capitán del barco que hemos conquistado hubiera ya llegado: y se hubiera apoderado del tesoro? También él posee el símbolo de los notús.

—¿Y yo no soy acaso el amigo del hijo del jefe blanco? —dijo Matemate—. Cuando Matemate, que es hijo de un gran guerrero por todos respetado, hable, y Roturé, mi hermano, confirme mis palabras, los krahoas matarán y devorarán a tus enemigos y a los que con ellos haya. El anciano jefe blanco ha muerto y ya no prohibirá a sus súbditos el comer carne humana. Antes de que los nokús vuelvan, partamos. Si destruyeran las chalupas, mis compatriotas os darán todas las que necesitéis.

—¿Y si los nokús nos tendieran una celada en medio de las selvas?

—Lleva contigo el grueso tubo que truena y volverán a escapar —respondió el kanaka.

—Cuando me compruebes que tus compatriotas tienen barcos, yo no tendré inconveniente en dejar aquí los míos.

—El Diao es de los krahoas —dijo Matemate—, y un pueblo que vive en las orillas de un río, tiene siempre piraguas.

Partamos en seguida, hombre blanco; tu enemigo puede ya haber llegado; y haber puesto la mano sobre el río de oro que espera a los hijos del jefe blanco, y no es de aquél.

—¿Tú conoces el camino?

—Yo te conduciré al pueblo grande y también a la caverna con los ojos cerrados. ¡Ven, jefe blanco!

El capitán hizo sacar a tierra las chalupas y esconderlas en medio de los espesos avellanos que crecían numerosos; en torno de los kauris. El cañoncito había ya sido desembarcado y colocado en una especie de palanquín hecho construir por Retón, que ya no quería separarse de su cañón, el cual, al decir suyo, había hecho maravillas. Si hubiera sido posible, se lo hubiera metido en el bolsillo.

CAPITULO XXVI. LA VENGANZA DE MANUEL

La luna comenzaba a mostrarse por encima de las inmensas selvas que cubrían los flancos de las montañas que se elevan a septentrión, cuando la columna, precedida de Matemate y de Roturé, se puso en marcha hacia los poblados de los krahoas.

Temiendo siempre una sorpresa de los nokús, los dos kanakas habían tomado grandes precauciones para sospecharla con tiempo, lanzando grupos de exploradores muy por adelante y a los flancos de la columna.

Si Ramírez, como era lo probable, había sido informado de la aproximación de sus perseguidores, sin duda había de intentar algún golpe desesperado para impedirles llegar a los krahoas. Así al menos pensaban el capitán y los dos kanakas.

La marcha, sin embargo, no presentaba, al menos por el momento, ningún peligro. Los exploradores continuaban avanzando a través de la selva tenebrosa, precediéndola siempre, formando puntas a derecha e izquierda para descubrir las emboscadas y asegurar así la marcha del grueso de las tropas.

Hacia la media noche, Matemate, que caminaba al lado del capitán, dio orden de detenerse sobre las orillas de un estanque que parecía comunicarse con el Diao.

—Los hombres blancos deben detenerse aquí —dijo—. En la otra orilla comienza el territorio dé los krahoas.

—¿No vamos a seguir adelante? —preguntó el capitán, un poco sorprendido.

—Sería peligroso internarnos en sus tierras. Los krahoas son los más poderosos de todas las tribus que pueblan esta isla y podían caernos encima de improviso y destruirnos antes de daros tiempo a explicarles quiénes sois.

Además, el mal hombre blanco podría ya estar en el pueblo grande y jugarnos alguna mala partida. ¿El joven blanco tiene siempre el símbolo de los tres notús?

—Sí —respondió don José.

—Que me lo entregue para enseñárselo a los jefes de los poblados y asegurarles de que el verdadero hijo del gran jefe blanco no es el que llegó antes de nosotros.

Viendo que el capitán iba a responder, el kanaka añadió sonriendo:

—Matemate es el amigo de los hombres blancos que le libraron de una muerte segura y volverá con el símbolo y con el tesoro.

—Tengo plena confianza en ti —dijo don José—. ¿Cuándo estarás de vuelta?

—Antes de que el sol dore las cimas de las selvas, estaré aquí con mi hermano y con la tribu de los krahoas.

—¿Y si estuviera nuestro enemigo en las rancherías?

—Mis compatriotas me creerán a mí más que a él. Yo le desenmascararé y le haré sacrificar y devorar.

Jefe, dame el símbolo de los notús y espera tranquilo mi regreso.

—¿No temes ser atacado por los nokús?

—Yo conozco mi país y sé dónde refugiarme en caso de peligro y además no creo que esos guerreros se hayan atrevido a avanzar tanto.

Si se hubieran presentado tan cerca de los poblados, los krahoas ya estarían todos en armas y sobre el sendero de la guerra.

—Te esperaré —respondió don José.

Se hizo entregar el famoso símbolo por don Pedro; después los dos kanakas partieron rápidamente, desapareciendo pronto entre la tenebrosa obscuridad de la inmensa selva.

—¿Volverán? —preguntó don Pedro al capitán, mientras los kahoas improvisaban un campamento, rodeándole de una robusta empalizada.

—Los dos kanakas nos han dado demasiadas pruebas de fidelidad para temer de ellos —respondió el capitán.

—¿Y si Ramírez hubiese ya puesto las manos sobre el tesoro y lo hubiera robado? También él tiene el símbolo de los krahoas y no tendrán dificultad ninguna en conducirle a las rocas de la Montaña Azul.

—¿Y si se hubiera apoderado del río de oro, qué nos importaría? Si huía le perseguiríamos, y como no, puede abandonar la isla, caería en nuestro poder en cualquier parte.

Como ya os he dicho, por muy audaz que sea, no se atreverá a desafiar el Océano Pacífico sobre piraguas indígenas, por muy dobles que sean.

Ningún marinero intentaría semejante empresa.

—Las islas son muchas, capitán, y pasando de una a otra podría ir muy lejos —dijo don Pedro.

—Y la «Esmeralda», ¿no contáis con ella? Ninguna piragua podría competir con ella, que me parece uno de los mujeres veleros de América del Sur.

Que escape, pues, Ramírez. Nosotros le alcanzaremos siempre, antes de que llegue a América o a Australia.

Un largo silbido de alerta de los kahoas les interrumpió la conversación.

El capitán, don Pedro y Mina se lanzaron sobre sus fusiles, mientras los salvajes se reunían rápidamente en torno de los hombres blancos, blandiendo las hachas, las lanzas y los arcos.

—¿Qué pasa, pues? —preguntó Retón, acercándose al cañón, ante el cuál había hecho colocar algunos troncos de árbol.

Un guerrero llegaba en aquel momento a carrera tendida. Con un salto de tigre pasó la empalizada que apenas estaba empezada, y se dirigió al capitán:

—¿De dónde vienes? —le preguntó don José, inquieto.

—He acompañado a los kanakas krahoas hasta el final del estanque —dijo el guerrero—. Los nokús están allí emboscados en unión de algunos hombres blancos.

—¿Les has visto tú mismo?

—Sí, jefe blanco.

—¿Están en movimiento?

—Vienen sobre nuestro campo.

—¿Son muchos?

—Es la tribu entera que viene al asalto. Hay hasta mujeres.

—¿Y los kanakas?

—Han logrado escapar y me han encargado que te diga que resistas hasta el alba que vendrá en tu auxilio con toda la tribu de los krahoas.

Mañana no habrá un nokú en toda la isla; los krahoas son terribles cuando se ponen en el sendero de la guerra.

—¿Has oído, Retón? —preguntó el capitán.

—El cañón está dispuesto y aún tengo catorce cargas de metralla —respondió el bosmano—. Ya es hora de acabar con esos señores antropófagos.

Otro silbido resonó en aquel momento en medio de la tenebrosa selva, más largo y más agudo que el primero.

—Los nokús llegan, jefe —dijo el guerrero—. Este es un explorador nuestro que da la voz de alarma.

—A mí, don Pedro —dijo el capitán—. Esperemos que esta sea la última prueba.

Señorita, échese a tierra y no dispare más que cuando tengamos absoluta necesidad de su ayuda. El asalto; será ciertamente terrible, porque Ramírez juega su última carta.

En aquel momento diez o doce kahoas se precipitaron en el campamento, gritando:

—¡A las armas!

—¡A la pieza, Reten! —gritó don José.

—Estoy dispuesto a hacer el primer saludo a los queridos caníbales, comandante —respondió el bosmano—. Les cogeré de enfilada de proa a popa como tordos.

Los kahoas se habían arrojado detrás de la empalizada, lanzando alaridos terribles, para hacer comprender a los nokús que estaban en gran número y dispuestos a recibirles con valor.

El capitán y don Pedro se colocaron cerca del cañón, detrás de la barricada de troncos de árbol, con todos sus fusiles.

Mina estaba con ellos oculta en medio de un montón de ramas para no ser herida por las flechas envenenadas de los enemigos.

Pasaron algunos minutos de angustiosa expectativa. Una obscuridad profundísima envolvía el campamento, estando el cielo cubierto por nubes cargadas de lluvia.

En lontananza resonaba el trueno, propagándose profundamente bajo la interminable bóveda de verdor.

Los krahoas esperaban el asalto, impasibles, decididos a oponer una desesperada resistencia hasta la llegada de los krahoas.

El capitán se había apresurado a avisarles que no les faltaría el auxilio de los terribles guerreros del Diao.

De pronto un relámpago brilló bajo los árboles, seguido de una detonación. Los hombres blancos que guiaban a los antropófagos, anunciaban su llegada.

Los kahoas, ya bastante familiarizados con las armas de fuego, que comprendían eran menos temibles de lo que primero habían creído, permanecían inmóviles.

—¡Ah! ¡Estáis aquí, bribones! —dijo Retón, que soplaba la mecha—. Mi saludó será más ruidoso que los vuestros.

Otro disparo siguió al primero, después una verdadera descarga granizó sobre la empalizada, pero no desordenó por eso a los kahoas.

—¡Bribones! —les dijo Retón—. Se dejan oír. Esperad; que mi voz apagará la de vuestros canutos de pipa.

Pobres nokús que sirven tan mala causa. Después de todo querían devorarme y tengo el derecho de vengarme del miedo que me hicisteis pasar. ¡Arriba! ¡Fuego por descargas!

Bajo la tenebrosa espesura resonaban aullidos feroces, acompañados de disparos de fusilería.

Retón miró atentamente ante sí y apuntó con la famosa pieza adonde veía brillar los fogonazos de los disparos. Un disparo que aprecia el estampido de una bombarda, resonó siniestramente, ahogando por un instante los alaridos de los salvajes.

El cañoncito comenzaba a hacer oír su voz, bastante más potente que las de los fusiles.

—¡Probar esta metralla mía! —dijo el bosmano—. ¡Abrasa y escalda las piernas y las espaldas!!

A aquel disparo siguió un largo silencio. También los fusiles de los marineros de Ramírez se habían quedado mudos de repente. Verdad es que aquel cañonazo debía haber sorprendido profundamente a los marineros de la «Esmeralda», a quienes probablemente no había llegado aun la noticia de la expugnación de su buque.

—¡Cuerpo de Satanás! —exclamó Retón—. ¿Habrán escapado? Lo sentiría verdaderamente, palabra de lobo de mar.

—Parece que nos les hace gracia el probar tu metralla, viejo mío —dijo don José.

—¡Desafío a que sí! ¡Es de primera calidad!

—Sin embargo, no creo que hayan renunciado tan pronto al ataque —dijo don Pedro—. Los nokús nos han demostrado en el Diao que son valientes.

—Tampoco yo estoy convencido de que hayan renunciado a la partida —dijo don José—. Acaso intenten apoderarse del campamento por sorpresa para impedirnos disparar el cañón. Las tinieblas les protegen.

—¿Les esperaremos? —preguntó don Pedro.

—La empalizada está defendida por los kahoas y no será fácil deshacerla. Dejemos que se aproximen, don Pedro.

Nuestros guerreros no temen la lucha cuerpo a cuerpo.

El silencio continuaba. ¿Qué habría ocurrido? Sin embargo, ninguno estaba convencido de que los nokús ni los marineros de Ramírez hubiesen huido después de aquel único cañonazo disparado casi a la casualidad y que no debía haber aniquilado a todos los enemigos, aunque otra cosa creyera Retón. Los kahoas vigilaban atentamente a su manera, encogidos detrás del recinto, con las hachas en la mano, dispuestos a lanzarse fuera. En vano el bosmano se esforzaba en distinguir a los caníbales para dar un golpe maestro. La selva estaba siempre silenciosa; solamente entre las nubes que se amontonaban continuaba el trueno resonando sordamente a largos intervalos.

—Probemos a barrer la hierba —murmuró el bosmano—. Será lo mismo que una cacería de perdices.

Ya había acercado la mecha a la culata del cañón, cuando estallaron en torno de la empalizada terribles alaridos acompañados de disparos.

Los nokús se precipitaban al asalto, dirigidos por los marineros de Ramírez. Aprovechándose de las tinieblas, se habían acercado al campo arrastrándose como serpientes e intentaban abrirse paso a golpes de maza.

Los kahoas, que ya se lo esperaban, habían saltado en pie, lanzando nubes de flechas en todas direcciones, mientras don José, don Pedro y también Mina abrían un verdadero fuego por descargas.

Retón, viendo caer sobre el recinto una avalancha de sombras humanas, dio fuego a la pieza, después de gritar a los kahoas que había delante, que se arrojaran a tierra.

Aquella rociada de metralla detuvo: de pronto a los asaltantes. Se oyeron gritos espantosos y blasfemias en lengua española, signo: indudable de que el cañoncito había hecho prodigios una vez más.

Don José y don Pedro aprovecharon el pánico del enemigo para tomar a su vez la ofensiva.

—¡A mí, guerreros! —gritó el primero—. ¡Al ataque!

Los kahoas se lanzaron detrás de los dos hombres blancos que avanzaban disparando. Siendo la empalizada apenas de un metro de altura, los salvajes la salvaron de un salto, cayendo sobre los nokús con las armas en la mano.

Se empeñó una terrible lucha cuerpo a cuerpo entre las dos tribus rivales, la cual no duró más que algunos segundos, porque los nokús, aunque guiados por los marineros, no pudieron resistir al terrible ataque de los kahoas.

Temiendo más que a las hachas de los enemigos, al trueno del cañón, después de breve resistencia se dispersaron, salvándose en la tenebrosa selva.

Un buen número habían quedado tendidos en tierra detrás del recinto, unos abrasados por la metralla y otros destrozados por las hachas.

—¡En retirada! —gritó el capitán, que no quería exponer a sus súbditos a los peligros de una persecución.

Los kahoas, aunque a regañadientes, por tener la seguridad de su victoria, volvieron a entrar en el campamento, arrastrando con ellos algunos cadáveres de enemigos para acaso darse con ellos más tarde un hartazgo de carne humana.

—¡Vaya una paliza! —dijo Retón, que no había abandonado el cañoncito—. Estos kahoas se baten divinamente.

¡Y yo que había creído que eran unos conejos!

—No cantes victoria tan pronto, viejo mío —dijo el capitán—. Ramírez, o mejor dicho sus hombres, intentarán el último esfuerzo.

—Deben, sin embargo, estar muy impresionados por encontrarse enfrente del cañoncito. ¿Habrán conocido su voz?

—Es probable, Retón.

—Se la volveremos a hacer oír si vuelven a la carga.

—Ellos harán todo lo posible por arrastrar de nuevo a los nokús al ataque.

—Y nosotros haremos lo posible por barrerlos —respondió el bosmano—. Sin embargo, hay que confesar que el capitán de la «Esmeralda» cuenta a sus órdenes marineros que tienen hígados.

¿De dónde diablos habrá sacado tan audaces bribones?

—Querido, se trata de salvar un tesoro.

—Que aun no sabemos si será verdaderamente fabuloso.

—Lo ignoramos, pero apostaría que aquellos bandidos ya lo han visto y acaso embarcado en cualquier flotilla de piraguas.

—¿Nos lo habrán ya robado, comandante?

—Lo temo.

—Y se lo quitaremos a ellos.

—Nosotros no saldremos de esta isla sin el río de oro.

¡Oh! ¡Con tal que regresemos! ¿Está preparada la pieza?

—No pide más que gritar a los nokús. Mirad: está dispuesto a abrasarles.

Silbidos agudísimos se oían entre la espesura, en varias direcciones y a breve distancia.

¿Eran señales de reunión o de ataque?

Don José se adelantó hacia el parapeto, acompañado por don Pedro y cuatro guerreros, llevando fusiles de recambio.

—¿Vuelven a la carga? —preguntó don Pedro.

—Creo que sí —respondió el capitán—. Tienen demasiado interés en detenemos y destruirnos. Si no llegan a tiempo los krahoas en nuestro auxilio, tendremos una buena tarea con defender el campamento.

—¿Vendrán?

—Matemate lo ha prometido.

—¿Y si hubieran matado a los dos kanakas?

—No seáis pesimista, don Pedro —dijo el capitán—. La muerte de ellos podría ser la nuestra, pero yo no desespero.

Por ahora no pensemos más que en defendernos hasta el límite.

En aquel momento resonó un disparo. Los nokús, dirigidos por los marineros de la «Esmeralda», volvían a la carga.

—Adelante —dijo el capitán—. No nos dejarán un momento de reposo. ¡Eh, viejo tiburón, no te duermas sobre la pieza!

—Deje usted que se presenten, comandante, y ya verá cuántos mandaré yo a dormir —respondió Retón.

Los disparos comenzaban a menudear. Vividos relámpagos brillaban entre la espesura, casi a flor de tierra, abriéndose en una extensión notable.

Los marineros de la «Esmeralda», al parecer, no se atrevían a presentarse en masa, por miedo de ser ametrallados. En vez de ello avanzaban arrastrando, procurando avanzar escondidos y en orden disperso.

Era una preciosa maniobra que hacía casi ineficaz el empleo del cañoncito.

—Bandido —juraba Retón, que se veía desarmado—. ¿Tendré que abandonar la pieza y coger un fusil?

—Creo que por ahora será mejor uno de estos canutos de pipa, como tú les llamas —respondió el capitán— que tu grueso tubo dé órgano.

—Vaya por el fusil, entonces.

Los tres hombres, escondidos tras la barricada, habían comenzando a disparar. Mina no dejaba de disparar de vez en cuando, apuntando allí donde relampagueaban los fogonazos. Los proyectiles silbaban en gran número, acompañados de cuando en cuando por una verdadera granizada de flechas.

La obscuridad, no obstante, protegía a ambos adversarios, y las pérdidas eran las mismas por una parte y seguramente también por otra. Aquel cambio de fusilería duró toda la noche, acompañado de algunas descargas de metralla. Los nokús demostraban una gran obstinación, y parecía que sólo esperasen la primera luz del día para dar el asalto general al campamento.

Efectivamente; apenas el cielo comenzaba a clarear, cuando cuatro columnas de antropófagos precedidos de una decena de marineros se precipitaron al ataque, lanzando gritos formidables.

Eran lo menos doscientos guerreros que se precipitaron sobre los setenta u ochenta kahoas que restaban a los náufragos de la «Andalucía». El momento era terrible.

Retón, que aguardaba la ocasión, descargó la pieza sobre la columna, que le venía enfrente, desordenándola completamente, pero las otras se precipitaron adelante velozmente para alcanzar la empalizada antes que tuviera tiempo de volver a cargar.

Don José, don Pedro y hasta Mina disparaban furiosamente, mientras los kahoas consumían sus provisiones de dardos.

Los hombres caían a montones de una y otra parte, entre espantosos clamores.

El recinto, atacado a mazazos, estaba para ceder bajo el ímpetu de los invasores, cuando a través del bosque apareció una tuba de guerreros con las cabezas adornadas con plumas de notús, atacando a los nokús por la espalda.

Matemate y Koturé les guiaban, blandiendo las hachas de acero que el capitán les había regalado cuando el abordaje de la «Esmeralda».

—¡Los krahoas! —gritó don José, disparando su último tiro—. ¡Amigos, estamos salvados!

Los krahoas, tres veces superiores en número a los nokús y también mejor armados y más disciplinados, cargaban con la furia de un huracán. No fue un combate, fue una matanza.

Los nokús, detenidos por delante por los súbditos de don José y ametrallados por Retón y empujados por la espalda por los formidables guerreros del Diao, cayeron casi todos, juntamente con los marineros de la «Esmeralda», que vanamente intentaron detener a tiros el empuje irresistible de sus asaltantes.

Los pocos supervivientes apenas tuvieron tiempo de salvarse en los bosques, escapando hacia el Diao.

Matemate, una vez destrozado el enemigo, se apresuró a acercarse al capitán.

—No hay un momento que perder, jefe blanco —le dijo—. Tu enemigo desciende el río con el tesoro.

Se ha apoderado de él.

Como tenía también el símbolo de los notús, los jefes de los krahoas no han titubeado en entregarle el río de oro que estaba enterrado entre las rocas de la Montaña Azul.

—¿Entonces ha huido?

—Si partimos en seguida, le alcanzaremos antes que llegue al mar —respondió Matemate—. Embarcó ayer tardó en cuatro dobles piraguas, con una escolta de nokús y algunos hombres blancos.

El ya sabía que tú ibas a llegar y par eso intentaba detenerte aquí para ganar tiempo y descender el río sin ser visto.

Volvamos a tus barcos y démosles caza. Mis compatriotas están prontos a ayudarte.

Como Matemate decía, no había momento que perder. Don José, después de breve coloquio con don Pedro y Mina, dio la orden de levantar el campo.

Construyeron rápidamente palanquines para, los numerosos heridos; el cañoncito fue otra vez colocado sobre la litera hecha construir por Retón, y kahoas y krahoas se pusieron en marcha rápidamente con la esperanza de detener al bandido antes de que pudiese alcanzar la barra del río, y a su vez intentar la reconquista del buque.

Aunque estaban cansadísimos y hambrientos, no dieron más que una sola carrera hasta el sitio donde habían dejado las chalupas.

La ballenera y las lanchas estaban allí ocultas entre las plantas. Fueron en el acto; botadas al agua; cuarenta krahoas se unieron a los kahoas, por no ser las embarcaciones suficientes para contener a todos, y la expedición descendió rápidamente el río, arrancando a toda fuerza.

Roturé continuó en tierra para guiar la tribu hasta la bocana del río, por si era aún necesaria su ayuda a don José y a los hijos del gran jefe blanco.

No hay que decir que Reten hizo colocar el cañón en la proa de la ballenera. Aún tenía cuatro cargas y con ellas se había prometido copar al ladrón y a todos los que le acompañaban.

Transcurrió el día sin que Ramírez fuese alcanzado. Al parecer, temiendo ser perseguido, también él forzaba la marcha para poner el tesoro al resguardo de los costados de la «Esmeralda».

Al caer el segundo día, cuando ya la marea comenzaba a hacerse sentir, indicio seguro de que la desembocadura del río no estaba lejana, el bosmano, que estaba constantemente en observación detrás de su cañón, señaló cuatro grandes puntos negros que parecían detenidos junto a un islote.

—¡Cien piastras centra una a que los ladrones están ahí! —exclamó.

El capitán y don Pedro, que estaban sentados a popa conversando con Mina, se precipitaron a la proa.

—Sí; no pueden ser más que las dobles piraguas de Ramírez —dijo el primero, que afinaba la mirada.

—¿Si pudiéramos sorprenderles? —dijo don Pedro.

—Será necesario aguardar a la noche y entretanto se nos escaparán. No estoy muy seguro dé los pocos kahoas que dejamos a bordo de la «Esmeralda».

Si Ramírez logra reconquistarla, adiós el tesoro de la Montaña Azul. Démosles caza, don Pedro, y no concedamos al bandido ni siquiera un momento de tregua. Tenemos que capturarle antes de que las piraguas desemboquen en el miar.

—¿Resistirán a nuestros hombres?

—Los krahoas les rodearán.

Preparemos las armas, porque estoy seguro que Ramírez no se entregará sin combate.

Pero hoy somos los más fuertes y la tarea no será larga.

—Y con el cañón que poseemos —añadió Retén—. De un solo tiro desfondaré todas las piraguas.

—Y enviarás el tesoro a hacer compañía a los peces —dijo don José.

—Ametrallaré los puentes.

—Eso es asunto tuyo. ¡Calla! ¿Qué hacen esas piraguas? No las veo moverse, pero los hombres que las tripulan deben habernos divisado.

—Apostaría que nos toman por nokús —dijo Retón—. Aún estamos demasiado alejados para distinguir si somos blancos o negaros, o krahoas o caníbales.

—¡Matemate! —gritó el capitán—. ¡Que redoblen la remada! Nuestros enemigos están a la vista.

Si los kahoas no pueden ya más, haz que remen tus compatriotas.

El kanaka, que también había divisado aquellos puntos obscuros, cambió los remeros y las chalupas aumentaron su carrera.

La luz crepuscular estaba para desaparecer, cuando las embarcaciones llegaron a medio tiro de fusil del islote.

Cuatro dobles piraguas, cargadas casi hasta el puente, estaban amarradas a las rhizophoras que circundaban aquel pedazo dé tierra. Hombres de piel negra y algunos blancos ocupaban los puentes, observando con cierta ansiedad las chalupas que, por medio de una rápida maniobra, se habían acercado unas a otras, formando una especie de semicírculo.

Retón había ya apuntado el cañón, mientras el capitán y don Pedro habían empuñado los fusiles.

—¡Quietos todos! —gritó el capitán de la «Andalucía», con voz amenazadora—. ¡El primero que levante un hacha u otra arma, es hombre muerto!

Entre las tripulaciones de las piraguas se desarrolló un breve tumulto. Los nokús se pusieron a gritar, mientras los cinco o seis hombres blancos que les dirigían se lanzaban a tierra.

—Huyen —dijo Retón—. Ahora está su capitán sobre el islote.

—Atraquemos —maridó don José—. Y tú, Matemate, intima la rendición a los nokús y apodérate de las piraguas que conducen el tesoro.

Aquellos pocos hombres no osarán oponer resistencia.

La ballenera avanzó hacia el islote, pasando entre las piraguas, sin que ninguna flecha viniese lanzada contra ellos por los nokús, quienes parecían aterrorizados por hallarse entre tantos adversarios, y se ocultaron entre una brecha de las rhizophoras. Don José y don Pedro se lanzaron a tierra, seguidos por veinte kanakas armados hasta los dientes.

Apenas habían atravesado las plantas acuáticas, cuando siete hombres armados de carabinas se precipitaron fuera de un grupo de plátanos.

A su cabeza iba Ramírez.

—¡Bandidos! —aulló el miserable, que parecía loco de rabia—. ¡Ay de vosotros si ponéis la mano sobre mis piraguas! El tesoro lo he conquistado yo, y nadie me lo arrancará.

Don Pedro iba a arrojarse sobre el ladrón, pero don José estuvo pronto a detenerle.

—¿Es usted el comandante de la «Esmeralda»? —le preguntó.

—Sí, ¿y usted quién es?

—El capitán de la «Andalucía» —respondió don José.

—Lo erais, porque ahora os mataré yo.

Don José, viéndole aferrar el fusil, le apuntó rápidamente con el suyo, gritándole:

—Cuidado, Ramírez, que detrás de mí tengo cien guerreros dispuestos, a una señal mía, a exterminarle a usted y a los suyos, y mi bosmano les tiene bajo el tiro del cañón de la «Esmeralda».

—¡La pieza cíe la «Esmeralda»! —aulló el bandido—. Entonces mi barco y la señorita Mina…

—Su barco de usted ha sido secuestrado por nosotros y no se lo restituiremos hasta llegar a Chile, donde se le pagará a usted el flete.

Ramírez parecía anonadado. De pronto su terrible cólera estalló:

—¡Miserables! —gritó, levantando el fusil—. ¡Ahora os mataré a todos!

Un marinero que tenía detrás le sujetó el arma, diciéndole:

—Ríndase a esos señores, capitán. Nosotros no le seguiremos ya en un nuevo combate.

—¡Cobardes!

—Ya hemos perdido demasiados compañeros —añadió otro.

—¿Y así renunciaréis a la colosal fortuna, ahora que está en nuestra mano? —gritó Ramírez.

—Se engaña usted, capitán —dijo don José—. También el tesoro es nuestro ya, porque las piraguas están ocupadas por nuestros guerreros.

—¡Mentís!

—Venid a verlo, pues —dijo don Pedro—. El oro había sido reunido por mi padre para mí y mi hermana y no para usted, que lo ha robado.

—Enseñadme las piraguas, enseñadme el cañón de la «Esmeralda» y sólo entonces tiraré mi fusil y me rendiré —dijo Ramírez.

—Le prevengo que no le perderemos de vista —dijo el capitán—. No penséis en la fuga, porque estamos decididos a impedíroslo.

—¿Qué queréis hacer conmigo?

—En eso ya pensarán las autoridades de Asunción, a las que le entregaremos a usted.

El antiguo negrero lanzó una mirada feroz sobre el capitán de la «Andalucía»; después, fingiendo gran calma, respondió:

—Enseñadme las piraguas.

Atravesaron el manglar y llegaron a la playa ante la cual estaba la ballenera tripulada solamente por Mina y Retón, siempre dispuesto a hacer tronar el cañoncito.

Viendo a la joven que estaba de pie junto al bosmano, el bandido palideció espantosamente; después una nube de sangre le subió a la cara.

—¡La señorita! —rugió—. ¡No será mía, pero tampoco de ningún otro!

Mientras don Pedro y don José se detenían asombrados ignorando aún el amor salvaje que ardía en el corazón del antiguo negrero, Ramírez apuntó con su fusil rápidamente, tomando por blanco a la joven.

Iba a salir el tiro, cuando un joven marinero, que don José ni don Pedro habían visto hasta ahora, cayó sobre él con un salto de tigre, clavándole una navaja en el pecho. Ramírez lanzó un alarido.

—¡Manuel!

Antes de que el capitán de la «Andalucía» y don Pedro volvieran de su estupor y tuvieran tiempo de intervenir, el bandido giró sobre sí mismo y descargó el fusil, que no había abandonado, destrozando el cráneo de su asesino.

Todos se lanzaron hacia él, incluso sus marineros, pero les detuvo con una palabra:

—Soy muerto.

Dio dos pasos atrás, dejó escapar el arma, se llevó ambas manos al pecho, intentando extraer de la herida la terrible hoja que se le había clavado hasta el mango, después se desplomó pesadamente al suelo como un árbol derribado por el huracán.

Dos horas más tarde, después de haber sepultado el uno junto al otro, al asesino y al asesinado, los conquistadores del tesoro, todavía impresionados por el terrible drama desarrollado ante sus ojos, dejaban el islote, escoltando las cuatro piraguas que llevaban en su estiba más de cuarenta millones de oro purísimo, que los krahoas, bajo la dirección del anciano jefe blanco habían extraído de entre las arenas del Diao.

Todos tenían prisa por dejar la isla de los antropófagos, sobre la cual habían sufrido tan terribles emociones.

Placía la mañana, chalupas y piraguas abordaban felizmente a la «Esmeralda».

El tesoro fue cuidadosamente embarcado con auxilio; de nueve marineros de Ramírez, los cuales se habían puesto a disposición del capitán de la «Andalucía», demasiado contentos por haber sido respetados cuando habían temido terminar su existencia entre los dientes de los antropófagos.

La separación entre los hombres blancos, los kahoas y los krahoas, fue conmovedora. Matemate y Koturé, los dos valerosos kanakas a quienes tanto debían don Pedro y Mina, lloraban como chiquillos, y lo mismo casi todos los jefes de las rancherías de las dos tribus.

—Tú nos has regalado las cañas que truenan y tantas otras cosas —decían todos—, pero preferiríamos verte siempre entre nosotros.

A la marea alta, después de conmovedores adioses, la «Esmeralda» tomaba el largo para comenzar la travesía del Pacífico, mientras los krahoas y los kahoas, ya en adelante, fusionados en una sola tribu, remontaban tristemente el Diao de las arenas de oro.


Publicado el 22 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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