El Tesoro del Presidente del Paraguay

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO PRIMERO. UNA NAVE MISTERIOSA

La noche del día 22 de enero de 1869 un buque de vapor de un porte de 450 a 500 toneladas, con arboladura de goleta y que parecía haber surgido repentinamente del mar, ejecutaba extrañas maniobras cambiando de rumbo cada doscientos o trescientos metros, a distancia de cerca de cuarenta kilómetros de la amplia desembocadura del Río de la Plata en América del Sur.

Su esbelta silueta, su proa provista de espolón, sus numerosas troneras que parecían destinadas a bocas de cañón o por lo menos a cañones de ametralladoras, su velocidad muy superior a la de los buques mercantes, y, sobre todo, sus ochenta hombres quo en aquel momento ocupaban la toldilla, todos armados con fusiles, y su cañón grueso, montado en una torreta blindada que se levantaba delante del árbol de trinquete, le daban a conocer a primera vista, como uno de aquellos barcos llamados cruceros poderosos auxiliares de los buques acorazados.

Ni en el mastelero del mayor, ni en la verga de la randa, ni en el asta dé popa, llevaba bandera alguna que pudiese indicar a qué nación pertenecía, y aunque la noche fuese oscura como la recámara de un cañón y navegase por parajes bastante frecuentados, donde una colisión podía de un momento a otro echarlo a pique, no llevaba ninguna de las luces prescritas por los reglamentos marítimos.

Extrañas conversaciones se cruzaban en lengua española entre los marineros, especialmente entre aquellos que vigilaban a proa, bastante lejos de los oficiales que estaban de pie en el puente de mando, ocupados en escudriñar el mar con poderosos anteojos.

—Dime, Pedro —decía un mozalbete que masticaba con visible satisfacción un gran pedazo de cigarra, volviéndose hacia un contramaestre que estaba apoyado en una pequeña ametralladora tapada con una funda de tela embreada—, ¿se atraca o seguimos navegando?

—No sé más que tú, Alfonso —respondió el interrogado—. El capitán es quien manda, y él sabe lo que hace.

—¡Buena manera de navegar! Hace dos días que al ponerse el sol nos acercamos a la costa y al salir el sol volvemos a salir mar afuera. ¿Tendrá el capitán miedo de la fiebre amarilla?

—¡Nada de fiebre amarilla! Teme algo peor.

—¿Qué otra cosa?

—A los brasileños y a sus aliados.

—¡Bah! Nuestro valeroso presidente Solano López los tiene muy ocupados para que les quede tiempo para ocuparse de nosotros.

—Y yo te digo que a ellos les interesa más ocuparse de nosotros que no del ejército del Paraguay. ¿Sabes tú qué cosa llevamos en la bodega?

—Trescientas cajas llenas de vestuario para nuestros soldados, ha dicho el capitán.

—Me parece que te equivocas.

—¿Llevamos, pues, un cargamento sospechoso?

—Ochocientos mil cartuchos y treinta mil fusiles, amigo.

—¿Para nuestros valientes soldados?

—Tú lo has dicho, Alfonso.

—¿Y el capitán no nos lo ha dicho?

—La discreción no está nunca de más en tiempos de guerra.

—¿Pero croes que los brasileños saben lo que transporta el «Pilcomayo»?

—Cuando salimos de Boston para transbordar en alta mar las cajas del navío inglés, nos seguía una lancha de vapor, y cuando emprendimos el rumbo al Sur, ya la he visto volver al puerto a toda velocidad. Aquella lancha, si no lo sabes, te diré que era del cónsul del Brasil.

—¿Entonces, tú crees…?

—Digo que en el Río de la Plata nos esperan los barcos aliados y que apenas nos descubran se nos echarán todos encima.

—¡Uf! ¡Qué asunto más feo! Pero, es indudable que habremos de atracar en alguna parte.

—¡Atracar! Primero hay que entrar en el Río de la Plata y remontarlo hasta Asunción, si esta ciudad resiste todavía a los ataques de las tropas del Brasil, de la Confederación argentina y del Uruguay.

—Si nos echaran, a pique sería un golpe terrible para nuestro presidente.

—Su ruina, porque además de las armas y municiones llevarnos…

—¿Qué cosa?

—¡Chist! Habla bajo, para que nadie te oiga. Llevamos nada menos que el tesoro del presidente: siete u ocho millones en diamantes.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo ha dicho el capitán una noche, mientras hablaba con el agente del gobierno.

—¿Con ese señor Calderón, tan feo?

—Cállate, si no quieres ir a la barra.

—Me es antipático ese agente.

—¡Pst…! ¡Oh…! ¡Oh…! ¿Qué novedad es ésta? —murmuró el contramaestre.

—¡Máquina atrás! —había mandado el capitán—. ¡Todo el mundo a su puesto de combate…!

Los marineros se precipitaron a sus puestos, los unos a la amurada pasando los fusiles entre los petates arrollados encima de la batayola, los otros detrás del cañón grueso, de la torreta, o detrás de la ametralladora que el contramaestre Pedro había desenfundado en seguida. Todos los ojos se clavaron con ansiedad en la vasta extensión de agua que se abría ante el espolón del «Pilcomayo», pero en medio de las profundas tinieblas no se distinguía cosa alguna que tuviese apariencia de nave.

Sin embargo, el capitán, debía haber descubierto alguna cosa para dar aquella orden.

Pasaron algunos minutos, durante los cuales el crucero permaneció completamente inmóvil, y en medio do un absoluto silencio; después volvió a oírse la voz del capitán:

—¡Hola, Cardoso! ¿Lo ves?

Desde lo alto del palo mayor cayeron con lentitud estas palabras que parecían lanzadas por una voz de muchacho.

—Sí, a tres o cuatro millas a sotavento, capitán.

—¿Y las luces?

—No lleva.

—¿Navega?

—Hacia nosotros.

—¿Barco o vapor de vela?

—De vapor, capitán.

—¡No es él! ¡Muerte y condenación! ¿Habrá sido echado a pique…? Sin embargo, debía navegar en estas aguas… ¡Maese Diego!

Un hombre de cuarenta años, de alta estatura de musculatura extraordinariamente desarrollada, de piel curtida y recocida por el sol y los vientos del mar, de facciones enérgicas, se acercó por debajo de la pasarela, y esperó con la mano en la gorra.

—¿El «Paraná» debía cruzar? —le preguntó el capitán.

—Por estos parajes, comandante —respondió el maestro.

—¿Estás seguro?

—El agente del gobierno lo ha dicho.

—Y la señal debía ser…

—Un cohete azul.

—¿Habrá sido, capturado?

—Eso es lo que yo ignoro, comandante. Pero cuando no aparece es señal de que le ha pasado alguna desgracia o los aliados le han impedido salir a alta mar.

—Ponte a la rueda del timón, y preparado a todo.

—En cuanto mi capitán me ordene reventar al brasileño de un espolonazo, lo haré.

—Está bien; a tu puesto.

En aquel mismo momento de lo alto de la arboladura llegó la misma voz de antes:

—¡Capitán! ¡Tenemos otro barco a popa!

—¡Oh! —exclamó el capitán, mordiéndose el bigote—. ¡Se trata de pillarnos en medio! No esperaba que los brasileños nos espiasen de ese modo; pero si esperan quedarse con mi cargamento, buen chasco se llevan.

Y volviéndose hacia los dos oficiales que estaban a su lado, dijo:

—Acaso esos barcos, que seguramente pertenecen a los aliados, no nos hayan visto, pero nunca son demasiadas las precauciones. Que los fusiles y las municiones vayan a parar al fondo del mar en lugar de servir para nuestros amigos, puede pasar; pero el tesoro lo debemos salvar. Hagan ustedes traer la caja al puente.

—¿Y luego?

—Adapten ustedes el tubo al primer cilindro y esperen mis órdenes. Antes de que los barcos de los aliados nos alcancen, todo estará dispuesto.

Los dos oficiales hicieron abrir la escotilla, y por medio de una de las grúas de a bordo subieron a cubierta una enorme caja que fue colocada en la toldilla con grandes precauciones.

Los marineros quitaron la tapa y ante sus ojos asombrados apareció un tejido como de seda, recubierto de una malla de sólido torzal que terminaba en un gran anillo de metal al cual venían a anudarse todas las cuerdas.

A una orden de los oficiales se arriaron desde los palos mayor y trinquete sendas relingas, que fueron atadas al anillo.

—Ya está —dijeron los oficiales al capitán.

—¿Y el tubo?

—Ya está acoplado y no hay más que introducirlo por el orificio.

—Que llamen al agente del gobierno.

Un marinero bajó a la cámara de popa y poco después volvía acompañado de un hombre, vestido de negro completamente y que parecía acabado de despertar.

Era un hombre de treinta y cinco o treinta y seis años, alto de estatura, bastante delgado, de color pálido y la faz cuidadosamente afeitada. Sus ojos, más bien pequeños y que tenían alguna cosa de falsos, las angulosidades de su rostro, la sarcástica sonrisa, que erraba continuamente sobre sus labios sutiles, no le hacían simpático, y desde el primer momento en que puso el pie en el crucero habla despertado entre los marineros un sentimiento de viva antipatía.

—Señor —le dijo el capitán saliéndole al encuentro—, somos perseguidos, y el bergantín del capitán Avellaneda no ha comparecido.

El rostro del señor Calderón continuó perfectamente impasible, y sus labios no se abrieron para contestar.

—¿No me ha entendido usted? —interrogó el capitán.

El agente del gobierno hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Usted tiene plenos poderes del gobierno, ¿qué me aconseja?

—Cumpla usted con su deber —respondió el agente con voz pausada y seca.

—Le prevengo a usted que si me veo acosado de cerca por los barcos de los aliados, daré fuego a la santabárbara antes de que los cartuchos caigan en sus manos.

—¿Y el tesoro del presidente? —preguntó.

—Tengo todo lo necesario para salvarlo.

—Si todos nosotros volamos, también volarán los millones.

—No señor.

—Explíquese usted.

—Eso es cosa mía.

—Tengo derecho a saberlo, comandante —dijo Calderón con tono imperioso—. Yo soy el agente del gobierno.

—A usted, señor, no le compete más que decirme si debo forzar el paso o tomar el largo, y nada más —respondió el capitán con altivez.

—Pero el tesoro…

—Ya le he dicho a usted que poseo los medios necesarios para hacerlo llegar a su destino, aunque mi nave saltase o fuese echada a pique, y eso debe bastarle. Espero sus órdenes, señor.

—¿No ha aparecido la goleta de Avellaneda?

—No, y creo que no comparecerá para facilitarnos el alijo. Espero las órdenes de usted.

—Fuerce usted la entrada.

—Le advierto que si entramos en el río ya no volveremos a salir, porque es casi seguro que dejemos allí todos la piel.

—No importa.

—Y añado que, si nos vamos a pique en el río, los aliados podrán extraer las armas y las municiones.

—Basta; entonces siga usted adelante. Esas son las órdenes del gobierno —dijo secamente el agente.

—Así se hará. Siempre tendré un par de horas de tiempo para poner a salvo el tesoro.

—No le entiendo a usted, señor.

—Mejor es así.

—Tenga usted cuidado porque el presidente cuenta con esos millones.

—Ya le serán entregados.

—Pero ¿de qué modo?

—¡Maquinista! —gritó el capitán en lugar de contestar al agente—. ¡Avante! ¡Y, vosotros, muchachos, preparad los fusiles y armaos de valor! Dentro de poco hará aquí mucho calor.

—¡Señor! —dijo el agente, que se había puesto pálido.

—¿Qué desea usted? —preguntó irónicamente el capitán.

—Yo soy el agente del gobierno.

—Y yo soy el capitán del «Pilcomayo», y en este momento, a bordo de mi barco mando yo, después de Dios. ¿Me ha entendido usted, señor? ¿Quiere usted que le dé un consejo? Métase usted en su camarote y no salga usted hasta que concluya el combate, porque dentro de poco hablará el cañón. Aquí no nos queda más que forzar la desembocadura del Río de la Plata y correr. Las balas caerán como granizo y los agentes del gobierna no entienden de estas cosas y no las pueden evitar. Váyase, señor, si le parece bien.

Y dicho esto volvió la espalda al señor Calderón que se mordía los labios hasta hacerse sangre y volvió a subir al puente de mando con el portavoz en la mano.

Casi al mismo tiempo una cinta de fuego se levantó en medio del mar, a dos kilómetros por la popa del «Pilcomayo» y subió a trescientos metros de altura esparciendo a su alrededor miríadas de chispas de colores.

Poco después otra cinta, pero apenas visible, hendía las tinieblas hacia el Oeste para apagarse en seguida.

—Está bien —dijo fríamente el capitán que había observado con viva atención aquellas señales que nada bueno pronosticaban—. Los buques responden desde la costa y se comunican mutuamente la alarma. Se me esperaba y se preparan a recibirme. ¡Ya lo veremos!

Sacó el reloj y miró: eran las dos de la madrugada.

—¡Ingeniero! —gritó—. ¡Avante a toda máquina y que Dios nos proteja!

CAPÍTULO II. UNA PÁGINA HISTÓRICA

El año 1865 el telégrafo anunciaba al mundo que una guerra sangrienta había estallado entre los inquietos estados de América del Sur; la República del Paraguay por una parte, y el Imperio del Brasil, el Uruguay y la Confederación Argentina por el otro.

El gran impulso dado por el presidente Francisco Solano López, elegido para este cargo el día 16 de octubre de 1862, al Paraguay, sus proyectos, que acaso eran ambiciosos, habían desencadenado la guerra. El Brasil, el Uruguay y la Confederación Argentina, celosos de la influencia que les podía ser fatal y que poco a poco ejercía el Paraguay en el corazón de América meridional, aliándose, habían decidido aplastar a la joven república. López, hábil presidente y valeroso guerrillero, había en seguida recogido el guante del desafío y a despecho de la enorme desproporción de sus fuerzas frente a las numerosas de los aliados y los grandes obstáculos que tendrían que vencer en países casi vírgenes y casi privados de comunicaciones, reuniendo con prisa tropas, se había puesto en campaña, confiando en su buena estrella y en su propia habilidad en materia estratégica.

A mediados de 1865, las hostilidades comenzaron por ambas partes con encarnizamiento sin igual.

López no tenía consigo más que un ejército muy débil, mal armado, lleno de buena voluntad y resuelto a todo. Fortificó la orilla septentrional del río Paraná, acumuló provisiones en varios sitios, hizo base de su defensa a Stapira, y de Asunción y de la, fortaleza de Humana sus parques de reserva. Después corrió a disputar el paso al general brasileño porto Alegre, que avanzaba por territorio paraguayo con las fuerzas aliadas.

Durante un año entero el valeroso presidente sostuvo la campaña con fortuna varia, hasta que exhausto de fuerzas y de municiones, a punto de ser rodeado por las preponderantes fuerzas de los aliados, se vio obligado a abandonar aquellos lugares después de haber incendiado su campamento de Stapira.

Pero el día 23 de abril el león de América del Sur volvía, gallardo todavía, a la revancha y se fortificaba nuevamente en Humaita, erigiendo numerosas baterías en la parte superior del río. Atacado por el general argentino Mitre, le derrotan completamente junto a Humaita, rechaza las proposiciones de paz y reanuda las comunicaciones con Asunción.

A fines de 1867 la fiebre amarilla hace estragos entre sus tropas, pero todavía no cede; y a principios de 1868 echa a pique a algunos buques brasileños que habían intentado acercarse al campo atrincherado de Humaita.

Pero estos esfuerzos gigantescos debían al fin quebrantar su valiente pero escaso ejército. En efecto, hacia la mitad del mismo año, acosado por los aliados, que recibían constantemente nuevos y siempre frescos refuerzos, López se veía obligado a retirarse. La división naval de acorazados y los brasileños se aprovecharon de ello para romper las barreras y remontar el río; pero las baterías paraguayas, asentadas al norte de Humaita, conseguían todavía tenerlos en jaque, mientras la señora Lynch, una valerosa inglesa, a la cabeza de sus batallones de amazonas, causaba a los aliados daños de consideración.

El 25 de julio, López se encontraba de nuevo comprometido. Su ejército, diezmado por la larga campaña y rodeado por los aliados, ya no resiste y abandona Humaita, no sin sostener durante seis días sangrientos combates. La mitad había quedado sobre el campo de batalla.

El audaz dirigente se refugia con los escasos restos en Tebicuary, después en Timbo, que fortifica, de aquí va a Villarrica, ciudad a diez leguas de Asunción, y por fin a Villeta.

Los aliados, que le perseguían encarnizadamente, le atacaron en esta última ciudad y le obligaron a retirarse a Angostura después de un combate de seis días. El día 27 de diciembre le intiman la rendición.

Pero López no se considera todavía vencido y fieramente la rechaza. Los aliados dan el asalto, se apoderan del reducto central y la escuadra entra en el puerto de Asunción donde él se había refugiado.

Impotente ya para resistir, so ve obligado de nuevo a huir, dejando en manos del enemigo la capital, tres mil hombres y dieciséis cañones, esto es, lo que quedaba de su ejército, que durante tres años le había seguido a todos los campos de batalla.

Diez días después de que el telégrafo llevase a las naciones de Europa la noticia de la caída de la capital del Paraguay, con la completa derrota de las tropas y la fuga del presidente López y cuando ya por todo el mundo se consideraba la guerra como definitivamente terminada, un despacho cifrado, expedido desde Valparaíso, llegaba a Boston al agente consular del Paraguay.

Su traducción era la siguiente:

«Prepárese a recibir al agente gubernamental señor Calderón, que ha salido el 29 de diciembre de Río Janeiro. Lleva las instrucciones necesarias para el comandante del crucero “Pilcomayo”, suponiendo que esta nave esté aún en puerto.

Solano López.»

El día 10 de enero, al ponerse el sol, un hombre en traje de viaje, y llevando en banderola una maletita, se presentaba al agente consular que estaba ocupado en su gabinete.

—Yo soy la persona anunciada en el despacho que ha recibido usted de Valparaíso —dijo con voz lenta y mesurada.

—¿El señor Calderón? —preguntó el agente consular, saliendo precipitadamente a su encuentro y estrechándole efusivamente ambas manos.

—En persona.

—¿Entonces el presidente…?

—Todavía vive y se prepara a la revancha.

—Luego ¿han mentido los despachos aquí llegados que le suponen fugitivo en un bosque de los Estados Unidos, o escondido en Bolivia?

—Han mentido.

—¿Dónde se encuentra ahora?

—Lo ignoro, porque embarcó dos días después de la caída de Asunción. Un telegrama que tengo aquí me dice que está reorganizando sus dispersas tropas y nada más.

—Y usted cree…

—Basta con esto, señor —dijo el agente del gobierno con acento seco—. Los minutos son preciosos.

—¿Qué desea usted, señor Calderón?

—¿El «Pilcomayo» está en el puerto?

—Sí.

—¿Vigilado?

—Una coleta brasileña cruza por delante del puerto y espera a que salga para capturarlo.

—Mande usted llamar al capitán.

El agente consular llamó a un criado y le dio las instrucciones necesarias.

Un cuarto de hora después, un hombre de estatura gigantesca, con miembros poderosos, y negrísimos bigotes, espesa cabellera rizada y de reflejos metálicos entraba en el gabinete del agente consular. Sus ojos, que tenían extraños fulgores y en los que se leía un indómito valor y una fiereza más bien cínica que rara, se fijaron en seguida con profunda atención en el señor Calderón como si quisieran penetrar hasta el fondo de su corazón.

—¿El hombre del telegrama acaso? —preguntó con acento que tenía algo de metálico.

—Sí, señor —respondió el agente consular. Después, volviéndose hacia el agente del gobierno y señalándole al gigante—: El señor Candel, comandante del crucero.

Los dos hombres se inclinaron.

—Espero sus órdenes —dijo después el capitán.

—Señor Candel, el presidente López espera de usted uno de esos favores que pueden costar la vida.

—Un marino no mira atrás cuando se tiene que jugar la existencia. Hable usted, señor.

—Se trata de salir a la mar.

—Se saldrá.

—Le advierto que un buque brasileño vigila la salida del puerto.

—Lo echaré a pique o él me echará a mí.

—Es preciso vivir, señor, y no morir. Nuestro gobierno no tiene más barcos que el que usted manda y éste es absolutamente necesario para la salvación de nuestra patria.

—Pero ¿voy a salir a la mar como un ladrón? —preguntó el capitán arrugando la frente—. No temo a ese brasileño que me espía.

—Es necesario.

—Sea; pero si ese perro se atraviesa en mi camino le haré probar un poco de hierro.

—Luego hará usted lo que le parezca oportuno. Ahora escúcheme.

—Hable usted, señor.

—Usted se hará a la mar esta noche e irá a cruzar a la intersección del meridiano 310 con el 40º paralelo. Allí, un barco proveniente de Inglaterra le entregará trescientas cajas que contienen ochocientos mil cartuchos y treinta mil fusiles, destinados a las tropas que nuestro presidente está reuniendo bajo su bandera.

—¿Y cómo liaremos para hacerlos llegar a nuestro presidente?

—Un buque mercante, mandado por el capitán Avellaneda, le esperará a usted en la desembocadura del Río de la Plata, y transbordará el cargamento.

—¿Y cómo le haremos saber que le esperamos?

—Todas las noches Avellaneda lanzará un cohete azul, lo que significará que ustedes pueden embocar el río sin temor a los aliados. En el momento oportuno yo le diré a usted dónde encontrará al bergantín.

—¿Y si el bergantín, por casualidad, fuese capturado antes de nuestra llegada?

—Entonces forzará usted la entrada de la ría.

—¿Y me he de medir con toda la escuadra aliada?

—¿Tiene usted miedo? Entonces le daré a otro el mando —dijo el agente del gobierno con sequedad.

El capitán le miró con ojos que echaban llamas.

—Señor Calderón, ¿es usted quien se permite decirme semejante cosa? —preguntó rechinando los dientes—. Entonces usted ignora quién es el comandante del «Pilcomayo». Tengo dieciséis cicatrices en mi pecho y no creo que tenga usted tardas, señor agente del gobierno. ¡Ah! ¿usted quiere que yo fuerce el bloqueo del Río de la Plata? Está bien; lo forzaré; pero dudo que el presidente llegue a ver los fusiles que yo embarque.

—Así lo quiere el gobierno.

—Así sea.

—Y le advierto a usted que tengo amplios moderes y puedo destituir al que no me obedezca, señor Candel.

—¡Basta ya, señor!

—Otra cosa debo decirle: del barco inglés recibirá usted una cajita que contiene siete millones, regalados por algunos señores al presidente López para que continúe la guerra.

—Estarán seguros.

—Le aviso que están en diamantes, para que puedan ser fácilmente ocultables en el caso de que los brasileños o los argentinos capturen el barco de usted.

—Los tendré siempre conmigo.

—Tenga usted en cuenta que esos millones le son indispensables al presidente que se encuentra limpio de dinero.

—El presidente los tendrá, palabra de Candel, suceda lo que quiera a mi nave.

—¿Aunque los brasileños odiasen a pique al «Pilcomayo»?

—Sí.

—¿Está usted bien seguro?

—Segurísimo; con tal que se me dé un plazo de seis o siete horas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Lo sé yo y basta, señor Calderón.

—Hasta la vista, a medía noche a bordo del «Pilcomayo».

—¿Vendrá usted también al Río de la Plata? —preguntó el capitán, sorprendido.

—Tengo que acompañar el tesoro del presidente López.

—Es decir, que va usted a vigilarme —dijo el capitán con ironía—. Haga usted lo que guste; pero tenga en cuenta que su preciosa piel correrá riesgo muy desagradable. Adiós, señor.

A media noche, el valeroso capitán embarcaba en su buque, cuyas máquinas estaban va bajo presión, y hacía embarcar tres grandes cajas, herméticamente cerradas, que algunos hombres habían llevado con carros a la playa. ¿Qué contenían? A nadie lo dijo, pero cuando estuvieron en el fondo de la bodega se le vio restregarse las manos con visible satisfacción y se le oyó murmurar varias veces:

—Ahora desafío a los aliados a que me quiten el tesoro del presidente.

A las 21,20 horas el señor Calderón subía al «Pilcomayo».

—Cuando usted quiera estamos dispuestos —le dijo el capitán, recibiéndole en la escala.

—Partamos —contestó fríamente el agente del gobierno.

Diez minutos después, el crucero dejaba silenciosamente el quai, pasaba por entre las numerosas naves que obstruían el puerto y salía atrevidamente a la mar. El capitán estaba en el puente de mando, rodeado de sus oficiales, toda la tripulación sobre las armas, el cañón de la torreta cargado y la ametralladora de proa dispuesta.

El buque de guerra brasileño cruzaba por delante del puerto, pero estaba bastante lejos en aquellos momentos y no se dio cuenta de la salida del «Pilcomayo» que navegaba sin luces y manteniéndose arrimado a la costa.

Cuando se vio fuera de alcance, el capitán Candel lanzó su nave a toda máquina hacia el Sur, y tres días después cruzaba en la intersección del meridiano 310 con el paralelo 40°. El barco inglés, que llevaba las armas, las municiones y el tesoro del presidente López, estaba allí ya hacía varios días. El transbordo de la carga fue cosa de poco tiempo y en seguida los dos barcos se separaron, uno directamente para Inglaterra y el otro hacia el Sur.

El día 20 de enero el «Pilcomayo» se detenía a solamente cuarenta millas del Río de la Plata.

—¿Cuáles son sus instrucciones, señor? —preguntó el capitán Candel al agente del gobierno.

—Esperar la noche y acercarse a la desembocadura —respondió el señor Calderón—. Cuando vea usted el cohete azul, embocará el río a todo vapor y remontará la corriente hasta que yo le diga alto.

—¿Y si no vemos la señal?

—Volverá usted a salir mar afuera y tornará a la noche siguiente.

—¿Y si soy atacado?

—Les dará usted la batalla, si está usted dentro del río, y escapará si se halla en alta mar.

—Pero si me echan a pique en el río, los aliados se apoderarán de las amas.

—Pero salvará usted, el tesoro.

—No llego a entender a usted.

—No importa; esas son las órdenes del gobierno: obedezca usted.

—Por ahora, obedeceré, señor Calderón.

—¿Cómo, por ahora?

—Yo me entiendo.

—Explíquese.

—Cuando llegue el momento oportuno.

—Ahora.

—Señor Calderón, a bordo de mi barco mando yo —dijo el capitán con acento amenazador—. Cuando estemos en tierra mandará usted.

—¿Es que usted se rebelaría?

—También, si la salvación del tesoro o de las armas lo exigieran. Déjeme usted a mí pensar lo que debo hacer y luego ya dirá usted al presidente lo que le parezca mejor.

Y viendo que el agente del gobierno iba a replicarle:

—Ni una sílaba más —añadió— o me veré obligado a encerrar a usted en su camarote. ¿Me entiende usted? ¡Aquí el comandante soy yo!

Y he aquí por qué motivo el «Pilcomayo», como hemos visto en el capítulo precedente, cruzaba por delante de la embocadura del Río de la Plata, que las naves de los aliados, sin duda, puestas en guardia por la inesperada partida de Boston, del crucero, avisada por sus cónsules, guardaban, rigurosamente dispuestos a rechazarlo a cañonazos y, si era posible, capturarlo.

CAPÍTULO III. LA CAJA DEL CAPITÁN CANDEL

A la voz de mando de «avante a toda máquina» dada por el intrépido capitán Candel, el «Pilcomayo» había redoblado su carrera, poniendo la proa a la embocadura del Río de la Plata. Filaba con una velocidad de catorce nudos, cosa no común a todas las naves, en aquellos tiempos, y que debía reportarle una inmensa ventaja sobre los barcos de los aliados, de los cuales la velocidad no superaba los doce nudos.

Su tripulación, preparada para el combate desde hacía tres noches y que ya había dado pruebas de indudable valor, estaba en sus puestos de combate; los fusileros detrás de la amurada con las carabinas en la mano y el sable de abordaje al costado y los artilleros en tomo de la pieza gruesa, puesta en batería en la torreta acorazada y detrás de la ametralladora.

El capitán en el puente de mando, con el portavoz en una mano y un revólver en la otra, tenía a su lado a los oficiales, mientras el maestro Diego estaba en pie tras la rueda del timón, pronto a virar de bordo o a dirigir al crucero dentro de la boca del río.

En el barco reinaba profundo silencio, interrumpido solamente por los golpes precipitados de los émbolos de la máquina y por los mugidos del vapor.

Después de las señales hechas, ningún otro cohete había surcado las tinieblas ni en el mar, ni en la costa, pero todos tenían la sensación de que el enemigo estaba próximo. Las naves señaladas parecían haberse evaporado, pero ya se debían haber lanzado tras la estela del fugitivo, prontas a cortarle el camino por el Sur o por el Norte, en el caso en que várase de bordo para ganar la alta mar.

Media hora hacía que corría el «Pilcomayo» sin desviarse en una línea del rumbo establecido, cuando a trescientos metros de su proa apareció imprevistamente y casi a flor de agua un punto luminoso que se movía con gran velocidad.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó maese Diego, que en el acto dio media vuelta a la rueda—. ¿Quién quiere dejarse cortar por nuestro espolón? Ten cuidado, querido, que es muy sólido y hará de ti una tortilla.

—¡Hola! ¡Lancha de vapor a proa! —gritó un vigía colocado en la cruceta mayor.

—¡Que nadie haga fuego! —gritó el comandante.

La lancha señalada, apenas se dio cuenta de la presencia del buque, había virado rápidamente de bordo, corriendo hacia el Sur y en pocos instantes desapareció entre las tinieblas.

—Diego, ¿qué crees que habrá venido a hacer aquí? —preguntó una voz.

El marinero que así hablaba ora un muchacho de dieciséis a diecisiete años, delgado y nervioso, que parecía dotado de la extraordinaria agilidad de los monos, moreno como un indio, pero de facciones bellas y con ciertos ojos en los que se leía ya un valor más que extraordinario.

—¡Ah! ¿Eres tú, muchacho? —dijo el maestro—. Aquella lancha es un ave de rapiña que ha venido a espiarnos.

—Entonces, es que nos han descubierto.

—¿Ahora te enteras?

—Lo había sospechado, Diego. ¿Y cómo saldremos de ésta?

—Si no supiese que tienes buena sangre en las venas y que a pesar de tus pocos años has dado ya pruebas de indudable valor, me guardaría bien de decirte la verdad.

—Tú quieres decir, entonces, que nuestra piel corre peligro.

—Temo que dentro de un par de horas todo se haya ido a pique, muchacho.

—No tengo miedo, Diego —dijo el hombrecillo con soberbia—. Me has de ver combatir como viejo marinero y morir como valiente.

—Lo sé; tú eres de buena raza. Tu padre murió como un héroe sobre el puente de su barco con la bandera paraguaya en la mano, y tu hermano ha mostrado a los brasileños cómo saben morir los hijos de nuestra patria… ¿Qué dolor para tu madre si tú también llegaras a faltarle?

—Diego —dijo el muchacho con viva emoción—, no es éste el momento de recordar a la familia, ni que una madre adorada me aguarda con Dios sabe cuánta ansiedad.

—Tienes razón, Cardoso; ciertas cosas hacen más daño que bien, cuando se tiene necesidad de conservar toda la audacia. Pero yo velaré sobre ti como si fueses mi hijo, y sea lo que quiera lo que te ocurra me encontrarás siempre a tu lado.

—Gracias, Diego —dijo el muchacho sonriendo—. Con tal que una bala no te mande a dormir antes que a mi. ¿No te gusta, viejo lobo?

—Todo lo contrario, hijo mío, porque eso indica que no tienes miedo.

—¡Maestro Diego! —gritó en aquel momento el comandante.

—¡A sus órdenes, señor! —respondió el timonel.

—Apoya al Sur para evitar el encuentro con los aliados. ¿Los divisas?

—Perfectamente.

—¡Está bien! ¡Marineros: preparados para hacer hablar el cañón y posiblemente responded en seguida y pegad fuerte!

—Entonces, adiós, buena noche; ya habrá alguien que cuida de ti. El comandante te quiere bien y no fe olvidará… ¡Ah! ¡Ya estamos!

—¿Qué ves?

—Veo luces delante de nosotros.

—¿La escuadra enemiga?

—Sin duda y vigila precisamente ante La desembocadura del Río de la Plata.

—Preparemos los oídos a la música, porque dentro de poco va a celebrarse aquí un concierto.

—¿Todavía tienes ganas de bromas?

Las luces de la escuadra estaban alejadas seis o siete millas, pero se distinguían perfectamente sobre la oscura línea del horizonte. Por su número era fácil deducir que los barcos eran muchos y dispuestos en forma que cerraban gran parte de la grandísima desembocadura del río gigante.

El «Pilcomayo», que devoraba su ruta con creciente velocidad, dobló hacia el Sur, donde no se veía brillar ninguna luz, y en menos de media hora llegaba a las aguas del río.

—¿Se ve algo? —preguntó el capitán a los vigías de la cruceta.

—¡Buque a babor! —gritó una voz.

Todos los anteojos y todos los ojos se volvieron hacia la dirección señalada. Una masa negra, de enormes dimensiones, había aparecido a pocos cables de distancia y corría sobre el crucero con la intención de echarlo a fondo de un espolonazo.

—¡A toda máquina! —gritó el capitán Candel—. ¡Diego, toda la caña, a la orza!

Un instante después y a sólo pocas brazas de la popa del «Pilcomayo», pasaba la nave enemiga, la cual, llevada por su propio impulso, pasó al otro lado, desapareciendo en las tinieblas.

—¡Uf! —exclamó el maestro, enjugándose la frente con el dorso de la mano—. ¡Un momento de retraso y estábamos perdidos!

—¿Lo has visto bien, viejo lobo? —preguntó Cardoso, que no se había apartado de su lado.

—Sí, hijo mío, y puedo decirte que era una fragata de las mayores. Si llega a tocarnos nos despanzurra.

—¿Volverá a la carga?

Maese Diego no respondió. Un relámpago había brillado lejos, seguido de una fuerte detonación. Una bala pasó silbando por encima del puente del crucero, perdiéndose en el mar.

—¡Maldición! —exclamó el capitán Can del—. ¡Hemos perdido la partida!

—¿Por qué, señor? —preguntó una voz.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Calderón? —preguntó el comandante con ironía—. Le suponía a usted en su camarote al abrigo de las balas de los aliados.

—Le he hecho a usted una pregunta, y no he venido a que bromee usted a mi costa —dijo el agente del gobierno con voz pacata pero casi amenazadora.

—Entonces le diré a usted que ese cañonazo hará acudir aquí a toda la escuadra enemiga, para cerrarnos el paso. Mire usted si tengo razón.

En efecto, las luces de los barcos, poco antes inmóviles, se habían puesto en movimiento y se acercaban rápidamente. Por añadidura en la costa se elevaron unos cohetes, surcando las tinieblas en todas direcciones.

—¿Pasará usted? —preguntó el agente del gobierno después de unos momentos de silencio.

—Es imposible después de haber sido descubiertos.

—¿Entonces, qué va usted a hacer ahora? ¿No podríamos encallar en la costa?

—No habríamos entrado una milla en la tierra cuando tendríamos encima tropas argentinas y del Uruguay. Lo que haré será salir mar afuera, salvar él tesoro del presidente, y después volver aquí a hacerme matar, para que no se suponga que tengo miedo dé los aliados —respondió el capitán con gallardía.

—No comprendo con qué medios cuenta usted para salvar el tesoro del señor López.

—Ese es asunto mío únicamente.

—Está usted equivocado y yo le ordeno que fuerce el paso aunque todos tengamos que irnos a pique.

—Eso será lo último.

—¡Capitán Candel! ¡O me obedece usted o daré yo la orden de que se siga adelante!

—Hágalo usted, señor, y veremos si mis leales marineros le obedecen a usted o a mí.

El agente del gobierno, comprendiendo que sería una prueba inútil, se mordió los labios pero hizo un mohín de despecho.

—Daré cuenta al presidente —dijo con voz sorda.

—Hágalo, pues, señor; pero para entonces difícilmente me contaré yo en el número de los vivos.

Embocó el portavoz y enderezando su alta estatura gritó:

—¡Timonel, vira de bordó y avante afuera!

Un instante después, el crucero viraba de bordo y volviendo la popa a la costa americana se lanzaba a todo vapor sobre las ondas del Océano Atlántico.

La fragata encontrada poco antes volvía a aparecer ahora a breve distancia, presentando su afilado espolón. Tres fogonazos seguidos: de tres detonaciones relampaguearon sobre el puente de la fragata y tres gruesos proyectiles silbaron entre la arboladura del crucero.

—Demasiado alto, queridos —dijo el capitán Candel, riendo—. ¿Eh? ¡Maestro Alonso, manda un confite al cuerpo de ese bribón!

El maestro artillero, que sólo esperaba aquella orden, se encorvó sobre el cañón grueso, apuntó unos instantes y después tiró violentamente del tirafrictor.

De la boca de la pieza salió una gran llamarada que iluminó la cubierta, seguida de una tremenda detonación que hizo retemblar hasta la arboladura. Pocos segundos después, se oía a lo lejos un estampido y se vio a la fragata acortar su carrera y luego pararse casi instantáneamente.

—¡Muy bien! —exclamó el capitán Candel.

Por el puente de la fragata se vieron luces que corrían de un lado para otro, después una clara voz gritó:

—¡Han destrozado la hélice!

Otros dos fogonazos brillaron en las bordes dé la fragata y después una serie de detonaciones, que parecían proceder de una ametralladora, crepitaron a popa.

—Eses caballeros se equivocan —dijo el joven Cardoso, que no se cuidaba de resguardarse de aquella granizada de balas—. Somos muy duros nosotros, ¿no es verdad, viejo lobo?

—Sí, hasta ahora —respondió el maestro—, pero ya veremos después, si nuestra piel resiste a los cañones de la escuadra entera.

—¿Crees que nos persiguen?

—Sin duda, hijo mío. Mira cómo corren aquellas luces.

—Pero nosotros corremos más, maestro.

—Eso, mientras dure el carbón, pero temo que nos quede poco en el vientre. ¡Oh!… ¡Otra vez aquellos malditos de anoche!

Dos cohetes se habían elevado hacia el Norte y otro hacia el Este. Seguramente partían de los barcos señalados algunas horas antes y que todavía debían estar cruzando a lo largo. Al ver aquellas señales la frente del capitán Candel se arrugó.

—Temo que acabemos mal si no me doy prisa a salvar el tesoro —murmuró—. Tengo, por lo menos, tres horas de ventaja y creo que serán suficientes.

Bajó del puente de mando, haciendo seña a los oficiales para que le siguiesen, y se acercó a la misteriosa caja que había sido subida a cubierta.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó.

—Todo —le respondieron.

—Entonces, démonos prisa.

—¿Qué va usted a hacer? —preguntó una voz.

—¡Ah! ¿Todavía usted, señor Calderón? —dijo el capitán—. Ahora lo verá usted.

—Pero ¿qué contiene esa caja?

—Un globo, señor.

—¡Un globo…! ¿Y qué va usted a hacer con él?

—¡Caray! Pues salvar los millones del presidente.

—No le entiendo a usted.

—Ya lo entenderá después. Ahora déjeme tranquilo porque tengo los minutos con lados.

Después mandó lentamente y con voz perfectamente tranquila:

—¡Maquinista, que apaguen todos los fuegos!…

—¡Pero, señor! —exclamó el agente del gobierno—. ¿No ve usted que la escuadra aliada nos da caza?

—Lo veo.

—Si apagan los fuegos, no tendremos escape.

—Lo sé; pero me interesa que las chispas que salen de la chimenea no hagan estallar mi globo.

—Eso es una locura; es quererse hacer matar.

El valeroso comandante se encogió de hombros.

Hizo una seña a un grupo de marineros que estaban al pie del palo mayor. Pronto las dos relingas atadas al anillo que asomaba por la misteriosa caja llevada poco antes a cubierta, fueron izadas, y se vio levantarse un globo aún desinflado, pero que debía ser de grandes dimensiones a juzgar por su longitud.

Cuando el extremo llegó casi a la altura de las puntas de los mástiles, introdujeron en la abertura inferior, sujetándole a ella fuertemente un tubo de lona impermeable que salía de la bodega.

—Abra usted la válvula —mandó el capitán a un oficial.

Se oyó un silbido agudo que parecía producido por una violenta fuga de gas y se vio al globo inflarse poco a poco con un cabeceo marcadísimo y tendiendo a elevarse.

—¿Pero de dónde ha sacado usted ese gas? —preguntó el señor Calderón que parecía grandemente extrañado de cuanto veía.

—Está almacenado a gran presión en el interior de solidísimos cilindros de acero, que he traído conmigo desde Boston —respondió el capitán—. Basta adaptar el tubo y abrir la llave de paso; una cosa facilísima, como usted ve.

—¿Y cuando el globo esté preparado, qué va usted a hacer?

—Haré entrar en la barquilla dos o tres hombres de confianza y de los más valerosos, les entregaré el tesoro y cortaré la amarra —respondió suavemente el capitán—. Le aseguro a usted que los aliados no se llevarán los millones.

—Pero tampoco el presidente.

—¿Y por qué no, señor Calderón? El viento en esta región y en esta estación sopla casi constantemente del Este, el globo será empujado hacia tierra, pasará por encima de las cabezas de los aliados e irá a descender lejos. Después no les será difícil a los hombres que lo tripulen ir a parar al Paraguay.

—Pero ¿y si el viento por cualquier circunstancia cambiase y los fuese alejando de la costa sacándolos a alta mar?

—Mejor será que los millones caigan en el mar que no en las manos de nuestros enemigos. Ahora ruego a usted que me deje tranquilo para dirigir con cuidado la operación de la inflación.

El aeróstato se inflaba rápidamente, absorbiendo hidrógeno comprimido en los cilindros de acero. Ya se cernía en el aire estirando de las amarras que algunos marineros sujetaban. Todavía unos pocos cilindros más y el globo estaría dispuesto a lanzarse a la atmósfera.

De repente se oyó en lontananza una detonación y una bala vino a dar a pocas brazas de la popa del crucero haciendo salpicar el agua.

—¡Ah! ¡Ya están aquí! —dijo el capitán con tono completamente tranquilo—. ¡Pronto, otro cilindro y en seguida poned la barquilla!

Miró hacia el sitio de donde había partido el disparo y divisó a unos seis kilómetros un buque de gran porte que se acercaba rápidamente. Un poco más lejos se velan otros buques, los cuales se disponían a rodear al pobre crucero.

—Cuando estén al alcance de sus tiros el globo ya estará libre —dijo aquél.

Lanzó una mirada a su tripulación que esperaba intrépidamente el ataque de la flota enemiga, y después gritó:

—¡Maese Diego!

El timonel dio dos pasos al frente, saludando.

—Mi viejo amigo —dijo el comandante—, te voy a confiar un importante encargo.

—Ordene usted, mi comandante.

—Tú vas a subir en este globo y tentar la suerte.

—Subiré, mi comandante —respondió el maestro sin titubear.

—Te confío los millones del presidente.

—Está bien, mi comandante.

—Júrame que si llegas a la costa, se los llevarás a cualquier parte donde se halle.

—Lo juro por mi honor y sobre la bandera de nuestra patria.

—Gracias, valiente. Escoge un compañero de tu confianza.

—Helo aquí, comandante —dijo el maestro, apuntando con el dedo al joven Cardoso—. ¿No tendrás tú miedo, hijo mío?

—No, Diego —respondió el muchacho—. Antes te agradezco el que te hayas acordado de mí.

—Señor Calderón —dijo el capitán volviéndose hacia el agente del gobierno—, ¿prefiere usted vivir o morir?

—¿Por qué es esa pregunta? —dijo el agente.

—Porque si se queda usted conmigo, dentro de mía hora habrá muerto, mientras si monta en el globo… quizá podrá salvarse.

—Mi puesto es junto al tesoro del presidente.

—Está bien, señor.

Retumbó otro cañonazo sobre el mar y el segundo proyectil cayó a pocos metros del «Pilcomayo».

El capitán dirigió una mirada al aeróstato, el cual estaba ya casi completamente inflado.

—¡Quitad el tubo —mandó el jefe—, y sujetad la barquilla!

Ambas órdenes fueron en el acto ejecutadas.

—¿Falta algo? —preguntó volviéndose a los oficiales.

—Nada, señor —respondieron—: armas, víveres, arena; todo está en su sitio.

Otra bala, salida de la fragata, atravesó el puente del crucero rozando esta vez el globo.

—¡Embarcad! —mandó el capitán con voz emocionada.

El agente del gobierno, el maestro Diego y el joven Carnoso subieron con presteza a la barquilla.

Entonces el capitán, sacando del bolsillo dos grandes estuches, los entregó en las manos del maestro.

—Estos son los brillantes del presidente —le dijo—. Yo los confío a tu lealtad y a tu honor.

—Estarán seguros, mi comandante —respondió el marinero con viva emoción.

—Adiós, valiente.

—Que Dios salve a ustedes, señores.

El capitán hizo una señal. Los marineros soltaron los cables y el aeróstato libre, se elevó majestuosamente por los aires, mientras la, tripulación del crucero gritaba:

—¡Viva el Paraguay! ¡Viva el presidente!

CAPÍTULO IV. EL COMBATE

¡Ya era tiempo!

La escuadra aliada se echaba a toda velocidad encima del valiente crucero que se encontraba completamente inmóvil con los fuegos apagados, en la absoluta imposibilidad de maniobrar ni escaparse con una rápida fuga.

Estaba la escuadra compuesta de tres fragatas y cuatro corbetas, armada de treinta y nueve piezas de artillería, casi todas de grueso calibre, y de varias ametralladoras, y montada por tres mil doscientos hombres; una fuerza imponente, invencible para el pobre «Pilcomayo», que tenía un armamento muy escaso, una tripulación poco numerosa aunque valerosísima y dispuesta a todo, basta a saltar por el aire antes que entregar las armas y las municiones que constituían su cargamento. Al divisar el globo que se lanzaba rápidamente a la atmósfera y subía con una velocidad extraordinaria, una explosión de furor estalló a bordo de las naves enemigas. Sin duda los contrarios sospechaban la partida que les jugaba el capitán Candel, ya que no ignoraban que el «Pilcomayo» llevaba además de las armas los millones regalados al presidente López.

Sobre cada puente de mando se oyó igual grito:

—¡Fuego sobre aquel globo!

A aquella orden varias descargas partieron de las naves. Los marineros, encaramándose rápidamente a las cofas, a las crucetas y basta sobre las vergas, descargaban sus carabinas mientras las ametralladoras con los cañones hacia arriba vomitaban sin interrupción sus mensajeros de muerte. Dos naves llegaron a parar su marcha adelante y volvieron a salir mar afuera; tiraron al aire algunos cañonazos, pero ya era demasiado tarde.

El globo estaba ya muy alto y continuaba subiendo con creciente rapidez. En pocos instantes desapareció entre las tinieblas.

Había llegado a los dos mil quinientos metros de altura y encontrando una corriente favorable corría por encima del Océano con una velocidad no inferior a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.

Maestro Diego, Cardoso y el mismo agente del gobierno, salidos los tres sanos y salvos de entre aquel huracán de hierro y plomo, presas aún de viva emoción, se habían curvado sobre el borde de la costilla, concentrando toda su atención sobre los puntos luminosos que surcaban el Océano. En aquel momento ninguno se ocupaba del aeróstato, que los llevaba quién sabe hacia qué tierras o hacia qué mares; no pensaban más que en el pobre «Pilcomayo», al que habían abandonado en tan terribles circunstancias, acosado por todas partes por la escuadra de los aliados y con los fuegos apagados.

A las violentas descargas de fusilería dirigidas al aeróstato, había sucedido profundo silencio. Ningún ruido llegaba a los oídos de los aeróstatas, ni siquiera los mugidos de las máquinas que, sin embargo, debían funcionar, ni las voces de mando de los capitanes que, no obstante, debían resonar a bordo de todos los barcos.

De pronto, empero, un relámpago resplandeció sobre el mar y una fuerte detonación se difundió por los aires. Después otro, luego un tercero y por fin otros muchos, seguidos de violentas explosiones y de largo tableteo que parecía producido por fusiles o ametralladoras. Líneas de fuego se cruzaban por doquier, lanzando al aire nubes de humo que de vez en cuando se teñían de rojo; después en medio de aquel violento cañoneo se oyeron gritos que iban siendo cada vez más flojos a medida que el aeróstato se alejaba del teatro de la refriega.

De improviso un gran relámpago hendió las tinieblas subiendo alto y lanzando por dondequiera puntos luminosos, seguido a breve distancia de un profundo tableteo que duró algunos minutos; después todo calló y todo quedó sumido en la oscuridad.

Maese Diego y Cardoso, que habían seguido las diversas fases de la batalla con el corazón oprimido y la frente humedecida de frío sudor, se reincorporaron mirándose fijamente a las caras respectivas.

—Han saltado —dijo el maestro con viva emoción.

—¿Lo crees así? —preguntó Cardoso en cuyos ojos brillaban sendos lagrimones.

—Lo temo.

—También puede haber saltado algún barco enemigo.

—¡Ay! ¿Quién pudiera saberlo?

—El viento nos aleja rápidamente, y cuando aparezca el alba, quién sabe a qué distancia estaremos de la embocadura del Río de la Plata.

—Pero un día sabremos la suerte cabida a nuestros desgraciados compañeros.

—Lo espero, con tal que no seamos más desgraciados que ellos.

—¿Quiere usted decir, Diego?

—No quiero dejar que te hagas ilusiones, mi buen Cardoso. No quiero ocultarte que nosotros nos encontramos, acaso, en peores condiciones que nuestros compañeros.

—¿Por qué?

—¿Sabes tú cómo terminaremos nosotros?, Debajo tenemos el mar que acaso nos tragará.

—¿Pero no corremos hacia la costa americana?

—Hace una hora que el viento nos arrastra hacia el Sur.

—Pero podremos encontrar mi buque y descender. ¿Tú no has maniobrado nunca barcos de esta clase?

—¿Y el señor Calderón?

—Creo que no sepa de esto más que yo.

—Para esto no se requieren grandes conocimientos; basta con dar mi tirón a esta cuerda que llega de arriba y se abrirá la válvula.

—Ya que conoces la maniobra necesaria para descender, no te pregunto más, Diego.

—Ya veremos si es bastante, Cardoso.

—¿A qué altura nos encontraremos?

—A tres mil metros —respondió el maestro—, pero tendremos que subir todavía porque veo que el barómetro baja.

—¡Bueno! No me disgustaría llegar al cielo.

—Eso no ocurrirá, puedes estar seguro, hijo mío. Antes, ya verás como no tardamos en descender. El gas se escapa constantemente por muy bueno que sea el tejido que le retiene prisionero.

—Di, ¿no te parece que el globo está poco-lleno? Veo que tiene muchas arrugas.

—Si lo hubieran llenado completamente, a estas lloras habría reventado, porque, aunque no entiendo mucho de estos navíos del aire, sé que el gas se va dilatando a medida que el globo sube, y disminuye la presión atmosférica, en virtud de su fuerza expansiva, y sé que bastantes aeróstatos han estallado por haberlos llenado demasiado.

—Esperemos que no nos quepa una suerte semejante ¡Demonio! ¡Vaya una voltereta que daríamos, viejo lobo de mar!

—Un saltito de tres mil metros.

—Menos mal que tenemos el mar debajo.

—Pero ninguno de nosotros llegaría con vida a tocarlo; te lo aseguro, Cardoso.

—¿Andamos mucho? Es extraño, porque me parece que estamos parados completamente.

—En cambio, yo creo que corremos con grandísima velocidad. Al amanecer veremos a cuánto nos hemos alejado de la costa americana. ¡Oh! ¡Si pudiésemos cruzar la República Argentina y caer en medio del Paraguay entre las valientes tropas de nuestro bravo presidente! Aquél sería el día más hermoso…

Una risita seca e irónica le cortó la frase. El viejo marinero se volvió con ojos llameantes y la frente arrugada, y se encontró frente al agente del gobierno, el cual, apoyado en el borde de la barquilla, con los brazos cruzados sobre el pecho, le miraba de extraña manera.

—¿Qué le pasa a usted, para reírse de este modo? —le preguntó con rudeza.

—Me río porque hablan ustedes de descender en el Paraguay, cuando el viento nos empuja sobre el Océano Atlántico —respondió el agente con voz lenta y mesurada.

—¡Es imposible, señor! —exclamó el maestro—. Hace poco el viento soplaba del Este y nos echaba a la costa.

El agente se encogió de hombros y les señaló la brújula sin decir palabra.

Los dos marineros se precipitaron al instrumento y volvieron a incorporarse, murmurando:

—¡Marchamos mar adentro!

Por algunos instantes reinó en la barquilla un profundo silencio, interrumpido únicamente por el aleteo de los pliegues del aeróstato, que el viento agitaba.

No obstante su valentía poco común, los dos marineros del «Pilcomayo» se sentían dominados por un vago temor, por saber bien cuán desastrosas consecuencias podía atraerles aquella carrera sobre el Océano Atlántico.

—¿No podríamos hacer nada para retroceder? —preguntó Diego al agente.

—Nada —contestó éste sin demostrar la menor emoción.

—¿Cuánto tardará el globo en descender?

El agente bajó la cabeza y después se volvió de espaldas, apoyándose en el borde de la barquilla y; mirando afuera.

—¡Uf! —exclamó el maestro enjugándose algunas gotas de frío sudor—. Empiezo a ver muy negra muestra situación que hace poco me parecía de color de rosa. ¡Bah! Después de todo estábamos destinados a morir como nuestros compañeros del «Pilcomayo».

—¡Quizá el viento cambie, Diego! —dijo Cardoso.

—Esperémoslo, pequeño mío… Dime, ¿tienes miedo?

—No; te lo juro. He pasado un poco de emoción, pero nada más.

—Eso me gusta, Cardoso. Ahora acuéstate, que debes estar cansado, y déjame a mí el cuidado de velar. Si tuviese necesidad de tus brazos ya te despertaré, no te preocupes.

—Te obedezco; pero en cuanto amanezca, tírame de las piernas.

—Te lo prometo, hijo mío. Echate sobre esos sacos de arena y duerme tranquilo, que, por ahora, no hay peligro.

Cardoso, al que costaba trabajo mantener los ojos abiertos, se envolvió en una manta para resguardarse del frío que se agudizaba mucho en aquellas alturas, y no tardó en dormirse. Diego, después de dar un nuevo vistazo a la brújula y otro al barómetro que señalaba una altitud de tres mil metros, se metió en la boca un pedazo de tabaco y se apoyó en el borde de la barquilla, mirando las espesas tinieblas que se extendían sobre el Océano.

Un silencio casi absoluto reinaba en tomo de1 globo, el cual continuaba su rápida carrera con mi balanceo apenas sensible. No se oía ni el mugido de las olas, que acaso el viento que reinaba en aquellas altas regiones dejaba tranquilas, ni una detonación que denunciase la vecindad de la escuadra aliada, ni algún rumor que señalase el paso de algún buque de vapor, ni una voz humana, ni un grito de cualquier ave.

Y si el silencio era profundo, la oscuridad no lo era menos. Espesas tinieblas envolvían la superficie de la tierra, que ahora parecía completamente desaparecida, ni se divisaba por más que el maestro aguzase la vista, alguna luz en ninguna dirección, que indicase la presencia de una costa o por lo menos de algún ser humano. Sólo por encima del globo chispeaban soberbiamente los astros a millones y millones entre los cuales se destacaba vivamente la admirable cruz del Sur que en el hemisferio meridional señala el polo antártico.

Pero, poco a poco, hacia el Este, comenzó a manifestarse una vaga claridad, que bien pronto hizo palidecer a los astros y huir a las tinieblas. Abajo, en el fondo, hacia la tierra, comenzó a aparecer una superficie grisácea primero, azul después, que se perdía con ciertos reflejos de acero hacia el Norte, el Sur y el Poniente.

A la luz blanquecina sucedió una luz rosacea que tiñó espléndidamente la superficie del globo y que hizo brillar aquí y allá la azul superficie del mar, salpicándola de pajitas encendidas; después una ola de luz brillante apuntó por el horizonte y el sol apareció en medio de dos nubes brillantes.

El maestro, que estaba adormilado con la cabeza apoyada en el borde de la barquilla, se incorporó, se restregó los ojos y miró durante un rato por debajo de sí. Nada, absolutamente nada; la superficie del mar estaba completamente desierta, y sobre el horizonte occidental, donde se debía encontrar la tierra americana, ninguna tierra aparecía.

—¡Caray! ¿Dónde estamos? —murmuró, masticando enérgicamente su cigarro—. Se diría que el mar, en estas pocas horas se ha tragado la flota de los aliados y que ha cubierto la América entera.

Se volvió y miró al interior de la barquilla; el agente del gobierno estaba todavía apoyado en el borde con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada fija delante de sí, siempre calmado, siempre frío. Su cara pálida y nada simpática no manifestaba ni sorpresa ni reprensión.

Tendido sobre los saquetes de lastre, el joven Cardoso dormía tranquilamente con los puños cerrados, pero con la sonrisa en los labios.

—El pequeño sueña, sin duda… —murmuró el marinero, mirándole amorosamente—. ¡Qué lástima que yo le haya metido en este feo viaje, que puede mandarnos a beber agua al fondo del Océano!

Miró la brújula y lanzó una sorda imprecación:

—¡Todavía hacia el Este! —exclamó con ira—. ¿Dónde iremos a parar?

Miró al barómetro y vio que señalaba dos mil ochocientos metros. Este descubrimiento, todavía más grave que el otro, le desconcertó.

—¡Ya descendemos!… ¡Y en vez de acercarnos a la costa nos alejamos más aún!… ¿Dónde estaremos dentro de cuarenta y ocho horas?

Se acercó al agente del gobierno y le dio una ligera palmada sobre la espalda.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó Calderón sin volverse.

—¿Sabe usted, señor, que estamos descendiendo?

—Lo sé… —respondió el otro, siempre con calma.

—¿Y no le espanta a usted esto?

—¿Acaso tengo yo algún medio para elevarnos?

—No… pero…

—En cuanto el sol comience a calentar, el gas se dilatará y superaremos los tres mil metros.

—¿Es eso verdad, señor?

El agente se encogió de hombros y no contestó.

—¡Hum! ¡Este hombre es una especie de oso! —gruñó el maestro—. El capitán ya le quería como humo en los ojos y tenía sus motivos para ello. Pero ¡bah!, ya se domesticará.

Se acercó a Cardoso y le despertó. El muchacho se frotó los ojos, estiró los miembros y se puso ágilmente en pie.

—¡Ah! ¿Eres tú, mi buen Diego? —exclamó—. Yo soñaba que estaba en casa en lugar de estar en el globo. ¡Ah! ¡Ya ha salido el sol! Entonces, ¿dónde estamos? ¿Se ve la costa?

—No te podré decir dónde estamos porque no creo que aquí haya un sextante para tomar la altura, pero creo que la costa debe estar tan lejos que es mejor no pensar en ello, al menas por ahora.

—De modo que la escuadra de los aliados…

—Ha desaparecido.

—Si, al menos, se la hubiera tragado el mar.

—En cambio, yo digo que navega alegremente, llevando consigo las reliquias del pobre «Pilcomayo». Pero dejemos irse a aquellos bribones y busquemos, por el pronto, alguna corteza de pan en que clavar el diente, porque yo creo que el capitán no se habrá olvidado de nuestro estómago.

—Busquemos, Diego. Aquí veo un montón de sacos y saquitos y cajas que deben contener alguna cosa útil.

—Haremos el inventario.

El previsor capitán había pensado en todo. Los dos marineros encontraron en la barquilla una cantidad de objetos que les habían de llegar a ser de gran utilidad, así en el mar como en la tierra.

Un centenar de kilogramos de galleta, suficiente para más de cuatro semanas, una abundante provisión de carne en conserva y de pescado salado, algunos paquetes de chocolate, ropas de recambio, mantas de lana, dos carabinas de precisión y dos pistolas, así como abundantes municiones, un hacha, un par de cuchillos, tres cinturones de salvamento que debían rendirles grandes servicios en el caso de que el globo fuese a caer en el mar; después, dos barómetros, dos termómetros y dos brújulas. Por último, una pequeña cocina portátil con una discreta cantidad de alcohol.

—Ya decía yo que el pobre capitán era una gran persona —dijo Diego después de haber examinado todas aquellas cosas—. Aunque fuésemos a parar a una isla desierta, podríamos vivir un discreto número de días y tendríamos con qué procurarnos alguna caza.

—Di, marinero, ¿podríamos, por el pronto, meter el diente a alguna cosa?

—Iba a proponértelo, hijo mío.

En aquel mismo momento el señor Calderón, que no había abandonado su observatorio, exclamó:

—¡Un punto en el Océano!

CAPÍTULO V. EL CACHALOTE

A aquel anuncio que para los tres tenía grandísima importancia por la condición en que se encontraban, tan lejos de tierra y en aquel globo que de un momento a otro podía caer al mar para no volverse a levantar, el maestro y Cardoso se pusieron en pi e de un brinco, precipitándose al parapeto de la barquilla.

El agente del gobierno no se había Equivocado. Hacia el Sur, sobre la límpida y azul superficie del Océano aparecía distintamente un gran punto negro que parecía dirigirse al Este, esto es, en el mismo rumbo que seguía el aeróstato. No se distinguía sobre él ningún penacho de humo, ni blanqueaba nada que señalase una vela, pero su forma alargada semejaba a la de una nave y, cosa importante, a pesar de la lejanía, aquel extraño barco parecía adelantar con no común velocidad.

—¿Qué será aquello? —se preguntó el maestro que aguzaba la vista—. Ni humo, ni velas, ni mástiles. ¡Es un nuevo género de buque!

—¿Será acaso un despojo? —preguntó Cardoso.

—No avanzaría, y en cambio, corre con notable velocidad.

—¿Será acaso algún acorazado? Tú sabes que algunos no tienen más árbol que el mástil de señales.

—Pudiera ser un acorazado. ¡Oh! ¡Si yo tuviera un catalejo!

—¿A qué distancia calculas que está ese barco?

—A ocho o diez millas.

—¿Y si le hiciésemos señales?

—No es mala idea, Cardoso; dame la carabina y dispararé un tiro.

El muchacho tomó el arma, la cargó con cuidado y la pasó al maestro, el cual disparó al aire.

Las detonaciones se propagaron a gran distancia, pero no tuvieron respuesta. Antes a los dos marineros les pareció que la misteriosa nave redoblaba su marcha.

—Esos caballeros no están muy bien educados —dijo Cardoso sonriendo—. Cuando se saluda es costumbre que respondan.

—A mí me parece extraño que no nos hayan visto. ¡Por Baco! Si estuviésemos rodeados de nubes o de montañas lo comprendería, pero navegamos en medio de una atmósfera purísima. ¿Qué opina usted, señor Calderón?

—Nada —respondió el agente.

—Me parece que a, usted no le hace ninguna impresión la presencia de ese barco. Sin embargo, señor, se trata de nuestro pellejo.

El agente no se molestó en responder.

—Como usted quiera, señor —dijo el maestro un poco picado—. No es usted un compañero de viaje muy amable, le aseguro…

—¿Y qué resuelves hacer ahora, marinero? —preguntó Cardoso—. Es necesario emplear todos nuestros medios para acercarnos a esa condenada nave.

—Lo sé, pero no se me ocurre ningún medio —respondió el maestro que se rascaba furiosamente la cabeza, como si de aquel modo fuese a extraer de ella cualquier idea.

—¡Ya lo he encontrado! —exclamó de pronto el muchacho—. ¿No podríamos descender un poco?

—¡Muy bien dicho, hijo mío!

—A pocos centenares de metros del Océano, esos navegantes nos verán seguramente, tanto más cuanto que el viento nos empuja siempre sobre su ruta.

—Tienes razón.

—Bajemos, pues.

—Eso en seguida está hecho, Cardoso.

El maestro, sin calcular las desastrosas consecuencias que podría acarrear aquel descenso en el caso de que no fuesen recogidos, aferró sin titubear la, cuerda de la válvula y dio un tirón. Pronto hacia la cima del aeróstato se oyó un ligero silbido, seguido en seguida de una serie de pequeñas detonaciones. El gas, que no deseaba más que una salida para librarse de la envoltura de seda, escapaba rápidamente.

El globo comenzó en seguida a descender lentamente con mi largo cabeceo, aunque continuando su avance hacia el Este o sea hacia el supuesto navío, que continuaba su rápida marcha.

Cardoso, con los ojos clavados en el barómetro, que continuaba subiendo, contaba:

—Dos mil quinientos metros…, dos mil…, mil quinientos…, mil…, quinientos…, trescientos.

—¡Basta! —dijo Diego, soltando la cuerda.

Los dos se precipitaron al borde de la barquilla. Por debajo de ellos a muy poca distancia mugía el Océano, recorrido por largas oleadas espumeantes que se alzaban hacia el globo como si estuvieran deseosas de atraerlo y tragarlo.

El barco continuaba navegando a unos seis o siete kilómetros, pero, cosa extraña, sobre él no se divisaba ni la blanca superficie de la toldilla, ni un mástil cualquiera, ni una chimenea, ni una maniobra.

El maestro y Cardoso se miraron mutuamente a la cara, interrogándose con las miradas.

—¿Comprendes tú algo de esto? —preguntó por fin el muchacho.

—Temo haber cometido una gran animalada, hijo mío —respondió el maestro.

—¿Por qué, mi buen Diego?

—Porque aquello no debe ser un barco.

—¿Pues qué quieres que sea?

El maestro no respondió. Curvado sobre el borde de la barquilla, con las manos formando visera ante los ojos para defenderse de los rayos del sol, miraba fijamente, con la frente arrugada, a la supuesta nave. De pronto se le escapó un grito de rabia.

—¡Maldición…!

—¿Qué ha pasado? —preguntó Cardoso con inquietud.

—¡Mira!

El muchacho miró en la dirección indicada e hizo una mueca de estupor. La pretendida nave, que pocos momentos antes navegaba, había desaparecido.

—¿Hundida? —preguntó aquél.

—¿Lo ves?

—¿Entonces, era un despojo?

—No; una ballena, un cachalote, un monstruo marino en suma.

—¡Es imposible!

—He visto yo, con estos ojos que todavía están buenos cómo se levantaba su cola y bajaba después.

—¡Y hemos sangrada a nuestro globo por una ballena!

—¡Y qué sangría, Cardoso! ¡No estamos más que a ciento cincuenta metros sobre la superficie del mar!

—Pero tenemos lastre, Diego.

—Lo sé, pero nuestra situación ha empeorado y el viento sopla obstinadamente del Oeste.

—Y las nubes se levantan —dijo el agente del gobierno, saliendo de su mutismo.

En efecto, hacia el Oeste, allí donde el Océano se confundía con el cielo, una masa cine se iba haciendo cada vez mas negra, había aparecido y subía con cierta velocidad, agrandando a ojos vistas. Podía traer solamente un buen, aguacero, pero también podía desencadenar una de esas tempestades que gozan de triste fama en las costas de América meridional, y especialmente de Patagonia.

—Todo se pone en contra nuestra —dijo el maestro, moviendo a un lado y a otro la cabeza—. Tengo curiosidad por saber cómo concluiría este malhadado viaje.

—Ya nos ocuparemos más tarde de eso, marinero —dijo Cardoso, que no parecía muy asustado— por ahora ocupémonos de nuestra comida, interrumpida por esa condenada ballena. A la mesa, señor Calderón, si tiene usted apetito.

El valiente muchacho se sentó sobre los saquetes de arena y se puso a deshacer algunas galletas mientras el maestro, vuelto a su buen humor, abría una caja de carne en conserva y hacía saltar el cuello a una botella de viejo vino de España, sacada del fondo de una caja, donde hacía compañía a un barril de whisky, de capacidad de unos veinte litros, y que debía ser de no poca utilidad en aquellos momentos.

Concluida la comida, no demasiado suculenta pero bastante substanciosa y abundante, los dos marineros encendieron las pipas y se volvieron a poner en observación. El agente del gobierno, que se había vuelto a quedar mudo e impasible, se tendió a su vez sobre los sacos, sumergiéndose en profunda meditación.

El globo, a pesar de la «sangría» sufrida, como decía Cardoso bromeando, se comportaba siempre bien, volando rápidamente sobre las ondas del Océano a ciento cincuenta o ciento sesenta metros do altura. No obstante, sea por la pérdida; de gas o por algún defecto de construcción, alguna vez hacía bruscos descensos hasta llegar a pocos metros de la superficie líquida, para luego volver, de pronto, a la altura anterior.

El viento desgraciadamente no dalia señal de cambiar, alejándolos cada vez más de la costa americana, que ahora debía estar únicamente a algunos centenares de millas y por añadidura la nube señalada no cesaba de levantarse adquiriendo tintes amenazadores.

Hacia el mediodía, cuando mayor era el calor, un extraño fenómeno vino a romper la monotonía del viaje. Mientras los dos marineros aguzaban la vista hacia el Norte con la esperanza de descubrir algún velero o algún vapor que los recogiese, divisaron, con la sorpresa que puede imaginarse, un globo un poco más pequeño que el suyo, pero exactamente igual en la forma, y que también llevaba en la barquilla dos hombres que parecían ocupados en observar la misma dirección.

—¿Cómo? —exclamó el maestro, no queriendo creer a sus ojos—. ¡Otro globo! ¿Estoy soñando o el vino de España me ha emborrachado?

—No, no sueñas, porque yo lo veo también dijo Cardoso con viva emoción.

—Pero ¿qué hace aquel globo? ¿De dónde viene, que antes no lo hemos visto?… ¡Señor Calderón!… ¡Señor Calderón!…

El agente del gobierno se incorporé lentamente, miró por algunos instantes al globo que corría en la misma dirección que el tripulado por ellos.

—¡Calla! —exclamó el maestro, que iba de sorpresa en sorpresa—. ¡Los hombres se han convertido en tres!

—Y se convertirían en cuatro si el nuestro tuviese otros tantos —dijo el agente del gobierno.

—¿Y por qué, señor? —preguntó Cardoso.

—Porque aquél es nuestro mismo globo.

—He aquí una cosa que me resisto a creer —dijo el maestro—. Le digo a usted que ése es otro globo y no me gustaría que esos hombres fuesen brasileños o argentinos, lanzados tras nuestro rastro para quitarnos el tesoro del presidente.

—Levanten ustedes los brazas.

El maestro obedeció y vio que uno de aquellos hombres hacía exactamente lo mismo. Pero poco convencido, renovó los movimientos, agitó el sombrero, hizo, ondear el propio pañuelo, después desplegó una pequeña bandera con los colores paraguayos y les vio hacer otro tanto con escrupulosa precisión.

—Es un fenómeno muy extraño —dijo.

—Pero bastante común —respondió el señor Calderón, que se había puesto locuaz, cosa verdaderamente insólita.

—¿Y cómo se llama?

—El espejismo.

—¿Y cómo ocurre?

—Basta que las capas atmosféricas tengan, desiguales densidades. Entonces los rayos solares, refractándose, dan una segunda imagen de los objetos que a la vista aparecen como reflejadas en un espejo. En nuestro caso las capas de aire que tienen densidades desiguales están próximas al mar, pero ocurre a veces que son las capas superiores y entonces los objetos se reflejan cabeza abajo.

—He oído también hablar de ese fenómeno, señor Calderón. Un amigo mío que formó parte de la expedición a Egipto con el gran Napoleón, me narró muchas veces, las grandes desilusiones sufridas en aquellos arenales a causa del espejismo.

—En las llanuras arenosas el fenómeno es comunísimo a causa del gran calor.

De pronto el globo desapareció.

—Buen viaje —dijo Cardoso.

—El fenómeno ha terminado —dijo el agente—. Las capas de aire han recuperado su equilibrio.

Después abandonó el observatorio y se volvió a tumbar en sus sacos y no habló más.

El maestro y el muchacho continuaron en observación escrutando siempre el horizonte que se mantenía obstinadamente desierto y siguiendo con alguna ansiedad el negro nubarrón que no cesaba de elevarse, amenazando invadir todo el cielo.

Hacia las tres de la tarde el viento que hasta ahora se había mantenido débil, aumentó casi repentinamente. Una racha salió del seno del nubarrón y barrió el Océano, levantando gran oleaje y zarandeando vivamente el aeróstato, que redobló su marcha ora levantándolo, ora dejándolo caer.

Poco a poco el agua adquirió un tinte más oscuro y comenzó a rebullir como agitado por fuerzas submarinas; inmediatamente se formaron olas que corrían de Oeste a Este, chocando entre sí y deshaciéndose con grandes mugidos.

Algunos rociones llegaron hasta la barquilla, que algunas veces descendía varios metros, como si al globo le faltaran las fuerzas de vez en cuando.

—Vamos empeorando —dijo Cardoso, que observaba atentamente el aeróstato—; el pobrecillo sigue perdiendo sangre poco a poco.

—Demasiado, hijo mío —respondió el maestro, que se había puesto pensativo—. El gas escapa a través del tejido y no se me ocurre ningún, modo de evitarlo.

—¡Y la tempestad a la espalda!

—No te apures, Cardoso. Mientras tengamos lastre que arrojar no corremos peligro.

—Pero el huracán, puede llevarnos muy lejos y vaya usted a saber cuándo volveremos a ver la costa americana.

—Cuento con el encuentro de algún barco.

—Pero estos parajes son muy poco surcados por los buques.

—Lo sé, pero podremos encontrar algún ballenero en ruta para las regiones antárticas. ¡Oh!…

—¿Qué pasa?

—¡Mira allí abajo!… Todavía aquel maldito monstruo que nos obligó a sangrar al globo.

En efecto, a cuatro o cinco millas hacia el Este se veía sobresalir de las olas una enorme masa negruzca, la cual lanzaba al aire chorros de vapor de agua, emitiendo al mismo tiempo fuertes sonidos metálicos que parecían producidos por una impetuosa corriente de aire dentro de un tubo de bronce.

—Es una ballena, sin duda —dijo el muchacho.

—No; debe ser un cachalote porque veo una columna de vapores. Un feo monstruo, hijo mío, especialmente cuando está encolerizado.

—Se acerca rápidamente a nosotros.

—Dentro de pocos minutos lo tendremos aquí, porque se dice que las ballenas y los cachalotes corren la friolera de 660 metros por minuto.

—Entonces, emplearán muy poco tiempo para dar la vuelta al mundo.

—El capitán de un ballenero, a cuyas órdenes hice una campaña, me dijo que les bastarían 47 días, siguiendo el ecuador, suponiendo que doce horas al día les son suficientes para descansar, y solamente veinticuatro días para ir de un polo al otro.

—¿Has pescado ballenas alguna vez?

—He arponeado junto al Cabo de Hornos a una que tenía veintidós metros de longitud.

—Se me ocurre una idea, marinero.

—Tú dirás, hijo mío.

—¿No podríamos hacernos remolcar por ese monstruo, que me parece se dirige a la costa americana? Tenemos un ancla que nos puede servir para…

—¡Tú estás loco, caray! No tengo ganas de dar un paseo al fondo del mar.

—Tienes razón, marinero. No había pensado que semejantes gigantes pudiesen hundirse a su placer. ¡Aquí está!… ¡Por Baco, y qué feo es!

El cachalote, que avanzaba con extraordinaria velocidad, no estaba todavía más que a unos centenares de metros del aeróstato, el cual, sin duda, había atraído su atención.

Era enorme, y solamente el verlo, aun desde lo alto del globo, producía cierto escalofrío. Mediría unos dieciséis metros, con un diámetro de tres y medio o acaso cuatro, y su cabeza era tan grande como el tercio de su longitud.

Su boca desmesurada, capaz de contener varios barriles y de tragarse a un tiburón de los más grandes, mostraba ciertos dientes cónicos que no pesarían menos de cuatro kilogramos cada uno.

Al llegar cerca del globo, que se encontraba a cincuenta o sesenta metros de la superficie del mar, el monstruo se paró como asombrado, acechándole con sus feos ojillos de amarillos reflejos; después comenzó a dar señales de violenta cólera, emitiendo largos bramidos y rociando agua hasta mucha altura, con su poderosa cola hendida.

No obstante su mole, comenzó a moverse con extraordinaria velocidad, siguiendo al globo; después, sumergiéndose hasta más de la mitad, con un vigoroso coletazo sacó fuera del agua más de un tercio, con la enorme boca abierta, intentando, sin eluda, llegar hasta la barquilla.

—¡Oh, querido amigo, no somos gente que se deje tragar como boquerones! —dijo el maestro—. Espera un poco que te voy a dar alguna cosa que masticar que nos pondrá a cubierto de tus ataques.

Cogió un saquete de arena y lo lanzó a las fauces del gigante, que en el acto las cerró con un golpe seco. El globo así aligerado, dio un salto brusco, elevándose a unos seiscientos metros en el aire, tal es la sensibilidad de estos vehículos aéreos, a los cuales basta la disminución de unos cuantos gramos para elevarse.

El cachalote, no satisfecho con aquel cebo insólito, y acaso asustado por la imprevista elevación del globo, se revolvió bruscamente sobre un costado, azotando con furor el agua y después se sumergió, formando un ancho remolino.

—¡Buen provecho! —gritó Cardoso.

En aquel momento el sol apareció en el horizonte y la negra masa de vapores que ya había invadido casi por completo el cielo, se iluminó bajo la vivida luz del primer relámpago.

CAPÍTULO VI. UNA NOCHE TERRIBLE

La noche llegaba con extremada rapidez.

Los últimos fulgores del ocaso hablan al momento desaparecido como ahogados por la brusca invasión de las nubes, que ahora se amontonaban hacia el horizonte occidental. El mar había perdido sus reflejos sanguíneos o nacarados, y se había puesto negro como la tinta.

Una calma absoluta había sucedido al primer relámpago. El viento, como si quisiera reconcentrar su fuerza para la gran lucha que iba a empeñarse, había cesado, y las nubes habían detenido su carrera.

El globo, no empujado ya, permanecía ahora perfectamente inmóvil a unos quinientos metros de la superficie del mar como si un ancla le retuviese. Sus pliegues, que poco antes se inflaban y se deshinchaban, caían ahora inertes, sin producir rumor alguno.

El maestro, Cardoso y el agente del gobierno, presas de vaga inquietud, se hablan quedado silenciosos y miraban con ansiedad aquel cielo, calmado sí, pero que parecía que de un momento a otro debiera transtornarse todo y pelear con el Océano que estaba a punto de despertarse.

Pasaron dos horas durante las cuales ningún rumor vino a turbar el silencio que reinaba en la atmósfera, que se sentía todavía cargada de electricidad; después, un relámpago cegador hendió el cielo de Oriente a Occidente como una inmensa cimitarra, y en la profundidad de las nubes retumbó el trueno.

Aquello pareció una señal. Un impetuoso golpe de viento que pareció salido por el desgarrón producido por la primera descarga, eléctrica, se precipitó sobre el Océano, arrugando la tranquila superficie, y sacudió rudamente al aeróstato, arrastrándolo delante de sí con extrema rapidez.

—Ya está aquí —dijo Cardoso, que trataba de aparecer tranquilo—; el señor Eolo quiere divertirse un poco y nos hará bailar un rato bruscamente.

—Con. tal que no estropee demasiado el traje de nuestro vehículo —dijo Diego que observaba con cierta inquietud los pliegues del aeróstato.

—Es de esperar que resista, Diego, pero…, mira: Me parece que volvemos atrás.

—Tienes razón, Cardoso —dijo el maestro mirando la brújula—. El viento ahora proviene del Este.

—Entonces nos empuja hacia América.

—Sí; nos conduce a nuestra casa.

—¡Sea bienvenida la tempestad!

—Despacio, hijo mío. Tenemos un buque muy frágil y que lleva dentro una verdadera santabárbara.

—¿Una santabárbara? No llevamos más que cinco kilogramos de pólvora, marinero.

—Pero llevamos sobre la cabeza no sé cuántos centenares de litros cúbicos de gas inflamable. Si un rayo le pone fuego, todos habremos terminado.

—¡Caramba! No había pensado en ello. Sería preciso poner un pararrayos sobre la cúpula.

—¿Y si en cambio pusiéramos los rayos por debajo de nosotros? ¿Qué te parecería, Cardoso?

—¿Alzándonos por encima de las nubes?

—Tú lo has dicho, muchacho. Tenemos un buen quintal de arena para tirarla, y descargándonos de este inútil peso, yo te aseguro que daremos un buen salto.

—Esta remos preparados para aligerarnos, marinero. Pero… ahora el viento empieza a decaer.

—Está reuniendo fuerzas, Cardoso.

—¡Caray! ¿Habrá que darle un vasito de vino?

—No tiene necesidad. ¡Cuerpo de un navío reventado! ¡Qué oscuridad! Ya no veo el mar.

—Pero lo oirás gruñir.

—Más que antes.

—¿Acaso bajamos?

—¡Truenos y rayos! —exclamó el maestro, que se había acercado al barómetro—. ¡Bajarnos, hijo mío!

—Mala señal.

—Estamos únicamente a cuatrocientos metros.

—¿Tiramos lastre?

—Ahorrémoslo por ahora; siempre habrá tiempo para aligerarnos.

La calma, por algunos instantes interrumpida, bahía vuelto. El viento, después de los primeros golpes de prueba había nuevamente cesado, y los relámpagos no volvían a aparecer, pero los tres aeronautas oían, bajo sus pies, mugir sordamente al Océano y sobre sus cabezas rumorear, de cuando en cuando, el trueno.

La oscuridad era tal que no se distinguían ni siquiera las nubes, ni la superficie del mar; pero de cuando en cuando, encima y debajo del globo brillaban misteriosas luces que aparecían y desaparecían rápidamente, producidas acaso por la aparición de moluscos fosforescentes, que las olas revolvían en su carrera o por la electricidad.

A las diez el huracán no había estallado todavía, y el viento no había reanudado sus soplos. Cardoso y el agente del gobierno, que se sentían cansados y querían estar frescos para la gran lucha, se acostaron sobre los sacos, procurando dormirse.

El maestro, hecho a todas las fatigas, acostumbrado a las largas veladas, quedó de guardia, teniendo los ojos fijos en el barómetro que lentamente iba subiendo a medida que el aeróstato descendía.

Pero después de algunas horas, acaso a causa de la electricidad de que estaba saturada la atmósfera, sea por la vigilia anterior, sea por la tranquilidad que todavía reinaba, poco a poco, cerró los ojos y se dejó caer al lado de sus compañeros que ya roncaban sonoramente.

Cuánto tiempo durmió, no lo supo nunca. Una intensa claridad, acompañada de furiosa tronada y de un endiablado silbar y ensordecedores mugidos, le arrancó violentamente del sueño.

Se puso en pie de un brinco y miró. El cielo parecía encendido, surcado en todas direcciones por vividos relámpagos azules y rojizos; el viento, desencadenándose de improviso, soplaba con extremada violencia, sacudiendo desordenadamente al aeróstato, que huía medio tumbado; en lo alto las descargas eléctricas tronaban horrendamente, y, debajo, el mar, elevándose a prodigiosa altura, mugía y remugía, lanzando en todas direcciones nimbos de blanquecina espuma.

—¡Alerta!… —gritó el maestro, aferrándose a las cuerdas para no caer—. ¡El huracán!

Cardoso y el agente abandonaron precipitadamente sus petates.

—¡Oh! ¡Qué música! —exclamó el muchacho—. El director ha dado la señal de empezar el concierto.

—¿Dónde estarnos? —pregunto el señor Calderón, agarrándose a la balaustrada de la barquilla.

—Sé tanto como usted, señor —respondió el maestro—; pero no me parece que estemos sobre un lecho de rosas.

Un golpe de mar se levantó delante de la barquilla y arrojó dentro una gran rociada.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro echándose atrás—. ¿Vamos a zozobrar?

Se precipitó al borde de la barquilla y miró. Solamente a veinte o veinticinco pasos, el Océano, levantado por furiosos golpes de viento, rompía con horribles mugidos amenazando tragarse al aeróstato.

—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Elevémonos o estamos perdidos! —gritó.

—¡Fuera la arena! —mandó el agente del gobierno.

Una cinta de fuego pasó a pocas brazas del globo hundiéndose en el espumeante Océano, seguida de una descarga tan violenta como el disparo simultáneo de varias piezas de artillería.

El maestro, que estaba a punto de tirar los saquetes, se detuvo titubeando.

—Señor —dijo volviéndose a Calderón—, si tiro toda esta arena saltaremos por encima de las nubes.

—Lo sé —respondió el agente.

—¿No nos abrasará un rayo al atravesarlas?

—¿Quién sabe?

—¿Entonces?…

—El mismo peligro corremos aquí.

—Pero…

Otra ola se abalanzó contra la barquilla y la sacudió violentamente. El maestro no vaciló más.

—¡Fuera la arena, Cardoso!

Cogieron los saquetes y los lanzaron, al mar.

—¡Firmes en las piernas! —gritó el agente.

El globo, aligerado de ochocientos kilogramos, dio un salto enorme y se elevó con vertiginosa rapidez hacia las nubes.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que se sostenía aferrado a las cuerdas con desesperada energía—. ¡Me falta la respiración!

—Sostente firme, muchacho —respondió el maestro.

—¡Que se tumba el globo!

—No temas; subirá, sin ningún daño.

—No veo el mar.

—¡Tanto mejor!

El globo, medio tumbado por la fuerza del viento que rugía y silbaba a través de la red y las cuerdas, subía siempre zarandeando desordenadamente la barquilla, la cual, en ciertos momentos parecía que iba a volcarse. Ahora parecía que tendía a detenerse y acortaba el movimiento ascensional, pero después, como si hubiese adquirido nuevas fuerzas, saltaba en medio de las tinieblas con inesperadas sacudidas que sacaban de sus sitios las cajas y barriles arrojando a los hombres unos contra otros.

De pronto una espesísima niebla lo envolvió todo; mientras debajo y encima violentísimas descargas, unas cortas y otras largas, interminables, se sucedían con rapidez extraordinaria ensordeciendo a los aeronautas.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que comenzaba a tener miedo porque no veía nada a su alrededor, tan espesa era la niebla—. ¿Dónde estás?

—Aquí estoy, hijo mío —respondió el maestro con voz ligeramente trémula y que denunciaba que no estaba tranquilo.

—Pero ¿dónde estamos? No veo nada.

—Hemos entrado en las nubes —respondió una voz que reconocieron como la del señor Calderón.

—¡En las nubes! —exclamó Diego—. Pero esta niebla no moja.

—En las altas regiones de la atmósfera es raro que los vapores acuosos sean húmedos —respondió el agente—. Subimos.

De improviso la masa negra que parecía agitarse con rapidez se iluminó con una luz vivísima y una inmensa lengua de fuego la surcó de arriba abajo, seguida de una aguda detonación que hizo oscilar violentamente el aeróstato y las cuerdas de la barquilla.

—¡El rayo! —exclamó el maestro palideciendo—. ¡Dios nos proteja!

—¡Descendamos, Diego! —dijo Cardoso.

—¡No! —exclamó el agente del gobierno, que basta en aquellos azarosos momentos conservaba su calma habitual—. ¡Más arriba, más arriba!

—Pero el globo se desgarrará, señor.

—Tanto peor… Si se debe…

Un violentísimo estallido sofocó su voz. Cardoso dio un grito.

—¿Qué sucede? —preguntó el maestro, al que el corazón se le oprimió—. ¿Ha estallado el globo?

Tres o cuatro lenguas de fuego resplandecieron a diestra y siniestra y desaparecieron en el seno de las nubes, dejando detrás emanaciones asfixiantes. Un estampido formidable, comparable solamente a la explosión de un polvorín, sacudió furiosamente las capas atmosféricas, hundiendo con choque irresistible las nubes, que se desgarraron por mil sitios.

El globo se alargó, después se ensanchó como si fuese a estallar, osciló violentamente a diestra y siniestra, y en seguida dio un brinco en el aire, tan repentino que derribó a los aeronautas unos sobre otros.

Cuando se levantaron, ya no les envolvía la espesa niebla. El globo se cernía en una atmósfera purísima, transparente, dulcemente iluminada por los azules rayos de la luna, la cual navegaba entre miríadas de chispeantes estrellas. La temperatura se había puesto bruscamente frigidísima, y el barómetro continuaba bajando rápidamente.

—¿Dónde estaremos? —se preguntaba Diego, que iba de sorpresa en sorpresa—. ¿Habremos ido a parar sobre el polo, o dónde?

—Subimos, marinero —respondió Cardoso.

—¿Todavía?

—Cuatro mil metros y el barómetro se precipita.

—¿Pero este globo no se parará nunca?

—Le haremos otra sangría, Diego.

—¿Para volver a las nubes?

—No, hijo mío; no volveremos más allí en medio. Te confieso que he pasado bastante miedo.

—Yo ya me daba por muerto. Pero ¿dónde se han ido las nubes que ya no las veo?

—Por lo menos están a mil quinientos metros por debajo de nosotros. ¿No oyes esos truenos?

—Subimos muy aprisa. ¡Cuatro o cinco mil metros!… ¡Vaya una voltereta si el globo perdiese de pronto su fuerza ascensional!

—Pero, afortunadamente, se porta bien constantemente, ¿no es verdad, señor agente?

—Demasiado bien —respondió el señor Calderón—. Si continúa subiendo, ya nos dará qué pensar.

—¡Bah! A mi no me da, cuidado del frío. Pero ¡por un navío reventado!… ¡Ya comienza a helar!…

—Seis grados bajo cero —dijo Cardoso.

—Será necesario echar mano de las mantas si esto continúa, Pero ¿qué es esto?…

¿Es el frío o qué cosa es?… Se diría que el pulso se ha puesto al galope, y que…

—Nuestra máquina funciona mal —dijo Cardoso—; me parece estar… ¡Es extraño! Se diría que he bebido una botella de caña.

—En efecto, también a mí me da vueltas la cabeza y mis ojos ven las cosas dobles. ¿Qué nos va a pasar?

—Dime, Diego. ¿Estoy yo pálido?

—Palidísimo, hijo mío.

—Y tú también.

—¡Oh!… ¡Un marinero como yo, ponerse válido!… Sin embargo, no tengo miedo, te lo juro.

—Alguna causa habrá, Diego.

—¿No será acaso el gas?

—Pero yo no siento ningún olor. ¡Brrr! ¡Qué frío de perros!… Cuanto más subimos más frío está el aire. ¡Cinco mil quinientos metros!…

—¡Y todavía subimos!… Se diría que el globo quiere ir a parar a la luna.

—¿Quizá sea atraído por las estrellas?…

—¡Oh!

—¿Qué pasa, hijo mío? Comienzo a sentir un miedo vago.

—Siento que las fuerzas se me escapan, marinero, y me asalta una especie de mareo… Sin embargo, yo nunca me he mareado en la mar.

—¡Caray!… Será cosa de hacer algo. La lengua se me traba y no puedo hablar, el pulso galopa cada vez más, tengo la cara congestionada y experimento vértigos… ¡Señor Calderón!

El agente no contestó; sin que sus compañeros se dieran cuenta se había echado sobre una caja, apretándose la cabeza con las manos y parecía dormir, aunque sus ojos estaban abiertos y hasta pudiera decirse desorbitados.

—¡Señor Calderón! —repitió el maestro, que experimentaba verdadero miedo al ver al agente en aquel estado—. ¿Se siente usted mal?…

No obteniendo respuesta hizo ademán de acercarse a él, pero un grito del muchacho le detuvo.

—¡Diego! ¡Diego!… —exclamaba Cardoso con tono de vivo terror—. ¡Socorro!… ¡Pierdo el sentido!…

—¡Hijo mío!… ¿Qué tienes?… ¿Qué te pasa? ¡Dios mío! ¡Sangre!

En efecto, el pobre muchacho, que se había puesto pálido como un cadáver y que respiraba afanosamente como si le faltase el aire, tenía sangre en los labias y en el cerco de los ojos.

—¡Señor Calderón!… —exclamó Diego—. ¡Auxilio!… ¡Cardoso se muere!…

De pronto sintió que le faltaban las fuerzas, \ y que la vista se le enturbiaba y le pareció como si el vientre se le hinchase. Dejó al muchacho, que no daba señal de vida, y se aferró desesperadamente al borde de la barquilla.

—¡Auxilio…, au…xi…lio!… —balbuceó; pero su voz se perdió sin respuesta en la helada atmósfera—. ¡Me ahogo! ¡Se…ñor… Cal…de…ron…, au…xilio!… —repitió.

Una voz apenas perceptible llego a su oído:

—¡Abrir…, a…brir la vál…vula!…

Era la del agente del gobierno.

El maestro comprendió. Haciendo un esfuerzo desesperado agarró la cuerda y con un tirón violento abrió la válvula, pero pronto le faltaron las fuerzas y cayó hacia atrás desvanecido, mientras el gas huía crepitando por la abertura.

CAPÍTULO VII. ¡TIERRA…! ¡TIERRA…!

Si los dos marineros del «Pilcomayo» y el agente del gobierno no hubieran estado haciendo sus primeras armas en materia de aerostación, hubiera sin duda comprendido en seguida que aquellos extraños fenómenos no eran debidos sino a la excesiva altitud a que habla subido el globo a causa del repentino desprendimiento de todo el lastre, fenómenos que podían acarrear gravísimas consecuencias, que acaso hubieran llegado a ser funestas.

El mal de los aeronautas, que en un tiempo se creyó producido por una acción física, o sea por la disminución de la presión atmosférica y que es en cambio debido a la disminución de la proporción del oxígeno que a cierta altura no penetra en la sangre en cantidad suficiente para mantener la combustión vital en su estado de energía normal, ha sido durante largo tiempo objeto de estudios y ha dado lugar a las más extrañas explicaciones. Se han dicho toda especie de cosas, y se han contado muchas tonterías acerca de este mal, que también se ha llamado «de las montañas», porque sus fenómenos se manifiestan también en las alias cumbres.

Algunos aeronautas han contado hasta que a cierta altura la sangre salía en gotitas por los poros de la piel de la cara y de las orejas. Robertson ha dicho que se le hinchó la cabeza de tal modo que no se podía poner el sombrero.

Estudios más concienzudos y más recientes han modificado en parte aquellos cuentos, lo cual no excluye, empero, que a una gran elevación la muerte pueda herir al aeronauta.

Según estas observaciones, los primeros fenómenos del mal de los aeronautas se manifiestan a los 2150 metros, altitud correspondiente a la meseta de Méjico. La presión es de 590 milímetros y el pulso late a 70 pulsaciones por minuto.

A 4150 metros, la presión es de 450 milímetros y el pulso marca ochenta y cuatro pulsaciones por minuto; se manifiesta un principio de náuseas, el vientre comienza a hincharse, se experimentan vértigos y se nota congestión en la cara.

A 6000 metros, el pulso, extraño fenómeno, desciende a setenta pulsaciones: se experimenta atontamiento, la vístanse ofusca, las tuerzas comienzan a faltar, y cuesta trabajo hasta mover la cabeza; la lengua se paraliza.

A 7000 metros se cae desvanecido, si no se llevan balones de oxígeno. A 8000 metros la sangre brota de los labios y se muere, tal vez por causa del frío que a aquella altura es verdaderamente terrible.

Afortunadamente, el señor Calderón, que aunque desmayado conservaba todavía un poco de lucidez, con las últimas palabras había impedido al globo subir a tan inmensa altura, donde los tres hubieran encontrado la muerte.

El maestro, que, más vigoroso que los demás, bahía resistido la terrible prueba, ni después de caído había soltado la cuerda, dejando así escapar el gas. El globo, después de subir todavía unos metros, había comenzado a descender con una rapidez tan notable que tres o cuatro minutos después se hallaba tan sólo ya a cinco mil metros.

Aquel regreso a las regiones del aire respirable produjo prontos y maravillosos efectos. El maestro, que pocos minutos antes parecía muerto, bien pronto se estremeció, se restregó los ojos, abrió la boca aspirando rumorosamente el aire, después se incorporó sobre las rodillas, mirando a los compañeros, que parecían dormir tranquilamente.

—¡Oh!… —exclamó con estupor—. ¿Estoy vivo o muerto? Si no me encontrase todavía en esta barquilla, con el globo sobre la cabeza, y con mi Cardoso al lado, diría que había vuelto a la vida desde el otro mundo… Pero ¿qué ha ocurrido? ¡Que el diablo se me lleve si entiendo esto!… El capitán debía habernos avisado las malas partidas que le juegan a uno estos navíos del aire… Pero ¿dónde estamos?

A distancia de dos mil o dos mil quinientos metros, distinguió una gran masa negra, que de cuando en cuando se iluminaba de azul o rojo y que era surcada en todas direcciones por lenguas de fuego que parecían rayos por lo veloces. Sordos gruñidos subían acompañados de extraños rugidos que parecían producidos por un viento furioso.

—Deben ser nubes —dijo él—. Todavía estamos muy altos; pero, si no me engaño, el globo baja con gran rapidez. Temo haberle sangrado con exceso.

Dejó el sitio, se inclinó sobre Cardoso y le levantó delicadamente, llamándole varias veces. El mozo abrió en seguida los ojos y lanzó un sonoro estornudo.

—¿Cómo te encuentras, hijo mío? —le preguntó con interés el maestro.

—Muy bien, marinero —respondió Cardoso—, pero ¿he dormido yo acaso?

—No; te has desmayado.

—Sí, sí…, ahora me acuerdo…, estaba muy malo, la cabeza me daba vueltas, el pulso me latía furiosamente, el vientre se me hinchaba; Pero ahora experimento un gran bienestar.

—Lo creo.

—¿Y el señor Calderón, dónde está?

—Aquí —respondió el agente, que se incorporaba lentamente.

—Me felicito de verle a usted todavía vivo, señor —le dijo Diego—. ¿Me explicaría usted lo que nos ha ocurrido?

—¿El globo desciende?

—Sí, señor.

—El descenso nos ha salvado.

—¿Por que? —preguntaron a una el maestro y Cardoso.

—Nuestro desvanecimiento ha sido producido por la gran elevación a que había llegado el aeróstato —dijo el agente—. ¡Siete mil metros!… A semejante altitud no se puede vivir.

—¿Y por qué no lo dijo usted antes? —preguntó el maestro—. Hubiera hecho la sangría a tiempo oportuno.

El agente se encogió de hombros y no respondió. Se levantó, miró tranquilamente el barómetro, dirigió una mirada al exterior, después se acomodó entre los saquetes y volvió a cerrar los ojos.

—Señores —dijo el maestro—, estarnos bajando.

—Pues no sé qué hacer —respondió el agente.

—Dentro de poco estaremos entre las nubes.

—Tanto peor.

—Entonces, buenas noches. ¡Uf! ¡Qué oso!

—¡Bah! Ya sabremos salir del apuro sin él, cuando llegue el momento oportuno —elijo Cardoso.

—¡Eh, amigo! No hay que tomarlo a broma. El globo desciende con mucha rapidez.

—Todavía tenemos objetos que arrojar: las mantas, los víveres, el agua, el barrilillo de whisky.

—Unos sesenta kilogramos en total. Poca cosa, Cardoso.

—Después, soltaremos la barquilla y nos agarraremos a la red.

—Espero que no llegará ese caso.

¡Ay de mí! Habían de llegar a este extremo, y antes de lo que creían. El globo, que ya había sufrido abundantes sangrías, aunque continuaba marchando con notabilísima velocidad hacia la costa americana, descendía aún de trescientos a cuatrocientos metros por hora. Bien es verdad, también, que de cuando en cuando daba saltos de algunos centenares de pies como si tomase nuevas fuerzas, pero luego volvía a caer y más pronto que antes.

A las once, Cardoso, que se había sentado junto al barómetro, comprobó que no se encontraban más que a mil quinientos metros. Las nubes estaban vecinísimas y se veían amontonarse confusamente, desgarrarse y volverse a cerrar por efecto de los violentísimos golpes de viento, bajar y volver a subir, y teñirse de luces vividas y rojizas.

En su seno los rayos se cruzaban en todas direcciones, produciendo truenos formidables que ensordecieron a los dos marineros, pero que no parecían ser lo suficientemente fuertes para el flemático y taciturno agente que continuaba durmiendo tranquilamente, como si se encontrase en una cómoda estancia.

A las 11,15 el globo, que se había elevado bruscamente, se precipitó entre la masa de vapores. No había momento que perder si no querían correr el peligro de ser abrasados por el rayo.

El maestro cogió el barrilillo que contenía una veintena de litros de whisky y lo arrojó fuera. El aeróstato se elevó rápidamente hasta cinco mil metros, donde se sostuvo por dos lloras, pero luego volvió lentamente a caer.

A las dos de la mañana, el maestro, que miraba debajo de sí coa inquietud, ya no vio nubes. Unicamente hacia el Este, distinguió todavía rápidos fulgores que debían ser relámpagos.

El viento había calmado un poco, pero se mantenía bastante fresco, empajando continuamente al aeróstato hacia la costa americana.

—El huracán ha cambiado de camino —dijo a Cardoso—. Bien, al menos no corremos el peligro de recibir un rayo en medio del cuerpo.

—Pero la situación no ha mejorado, mi buen Diego —respondió el muchacho—. Siempre bajamos.

—¿Cuántos metros?

—Mil doscientos.

—¿Solamente?

—Ni uno más. Estamos bastante mal, marinero, y si no mandamos a nuestro globo a cualquier hospital, mañana por la mañana nos hará beber en el gran vaso.

—Pero antes de que nos chapuce en el mar, tiraremos todo, hasta las armas si nuestra salvación lo exige. En tanto, ahora que tenemos tiempo, pensemos en poner en seguridad el tesoro.

Se sacó del pecho una llavecita, abrió una cajilla de acero que estaba tapada con las mantas y sacó dos largos cinturones de malla de seda que mostraban hinchazones desiguales.

—¡Quién diría que aquí dentro hay siete millones en diamantes! —dijo—. ¡A fe mía, una hermosa suma! Toma y esconde esta bolsa entre tus ropas.

—Estará segura, Diego —respondió el chico con voz emocionada—. Tendrán que matarme para arrancarme el tesoro de nuestro valeroso presidente. Pero ¿no lo reclamará el señor Calderón? El es un hombre y yo soy un muchacho.

—El capitán nos ha encomendado el tesoro a los dos y no al señor Calderón.

—¿Acaso desconfía?

—¿Quién sabe?… Esa cara, por otro lado, no es para inspirar confianza a nadie, y mucho menos sus extraños modales.

—Si…

Se interrumpió y pareció escuchar con profunda atención.

—¿Qué pasa? —preguntó Carnoso.

—¿Oyes? —exclamó el marinero cogiéndole por un brazo.

Entre los silbidos del viento que se engolfaba entre los pliegues del aeróstato, Cardoso oyó, no sin estremecerse, lejanos mugidos que so elevaban entre las tinieblas.

—¡El Océano! —exclamó.

—Sí; es nuestro antiguo amigo que nos llama —respondió el maestro, intentando bromear, poro poniéndose muy pálido—. ¡Mal amigo en este momento! ¡Tira cualquier cosa!

Cardoso cogió la cocina portátil y la lanzó al espacio en unión de la provisión de alcohol.

El globo volvió a elevarse a tres mil metros; pero fue cosa de pocos momentos, porque volvió a caer. Las provisiones de carne y de pesca salada, las mantas, buena parte de las existencias de galleta, siguieron el mismo camino un poco más tarde.

Aquel peso, no indiferente, hizo subir el aeróstato a seis mil metros, pero eran esfuerzos vanos. El gas no era ya bastante para sostener a tres hombres, y los pliegues de la envoltura iban en aumento. Sin duda se escapaba a través de los poros y acaso por la misma válvula que no cerraba bien.

A las tres de la mañana, se volvieron a oír los mugidos del Océano. Diego y Cardoso, que no pensaban en cerrar los ojos, creyeron divisar entre las tinieblas la espuma de las olas.

—El momento terrible se acerca —dijo el maestro, secándose el frío sudor que bañaba su frente—. Dentro de pocas horas las ondas nos darán su primer beso. ¡Oh! ¡Si al menos se divisase la tierra!

—Esperemos, marinero —dijo Cardoso que conservaba admirable sangre fría a pesar de sus pocos años—. Somos hombres acostumbrados a desafiar la muerte y ya hemos visto otras más duras en nuestros viajes.

—No digo que no.

—¡Qué sorpresa para el señor Calderón cuando abra los ojos!

—¡Bah! Es uno de esos hombres que de nada se sorprenden. Duerme como si estuviera en un cómodo lecho, a cubierto de todo peligro.

—¡Qué tipo más extraños marinero!

—Digno de envidia, muchas veces, Cardoso…

—¡Oh!

—¿Qué pasa?

—¡Mira allí abajo…, hijo mío! —exclamó el marinero con voz tremola.

—¡Una luz!

—¡Sí, una luz!

—¡Estamos salvados!

El marinero no se equivocaba. A través de las tinieblas y a gran distancia, hacia el horizonte, brillaba un punto rojizo que no debía ser una estrella porque parecía estar a flor de agua. ¿Era un fuego encendido en tierra, o mejor, el fanal de una nave? Lo uno o lo otro, para los desgraciados aeronautas representaba la salvación.

—¡Pronto! ¡Las señales! —exclamó Cardoso.

—¡Sí, sí, señales! —respondió el maestro, que parecía alborotado por aquel inesperado descubrimiento—. Dame una carabina.

Cardoso tomó el arma que había sido recargada y se la dio. El marinero hizo fuego en la dirección del punto luminoso.

Al estampido que se propagó límpidamente a gran distancia el agente del gobierno se despertó.

—¿Qué pasa? —preguntó con su acostumbrada media voz.

—Hay un barco o una tierra a la vista —respondió Cardoso.

—Dame la otra carabina —dijo el maestro.

Se encaró la segunda arma e hizo fuego: después disparó las dos pistolas.

Pasó un largo minuto de angustia para los dos marineros.

—¿Oyes algo? —preguntó el maestro a Cardoso.

—Nada.

—Sin embargo debían haber respondido.

—O puede ser que no hayan oído.

—Es imposible.

—¡Diego!

—La luz se aleja.

—Y el globo desciende —dijo con voz fúnebre el agente del gobierno.

—¡Miserable! —exclamó el maestro amenazando con el puño cerrado al punto luminoso que poco a poco desaparecía hacia el Sur—. ¡Nos abandonan!

Volvió a cargar las anuas y volvió a disparar, pero también estas detonaciones quedaron sin respuesta. Pocos minutos después, la luz, que debía ser un fanal de posición, desaparecía.

Diego arrojó las armas a la barquilla y se enjugó el sudor que bañaba su frente.

—Todo ha terminado —dijo con voz sombría.

—Tengamos esperanza, marinero —respondió Cardoso.

—Pero el globo signe bajando y caeremos en el mar —dijo el agente del gobierno, que sonreía lúgubremente, como si estuviera contento por aquel desenlace.

De pronto, el maestro, que se había dejado caer en un rincón de la barquilla, se puso en pie de un salto, dando un grito.

Aferrado a las cuerdas sacó el cuerpo fuera, todo lo mas que pudo, y escuchó con atención con la vista fija en Occidente. ¿Qué había oído? ¿Qué escudriñaban aquellos ojos?

—¡Cardoso! —exclamó con voz emocionada.

—¿Qué ves? —preguntó el muchacho.

—¿No oyes un estruendo?

—Sí, parece que las olas se estrellan en alguna parte —respondió Cardoso después de escuchar con profundo recogimiento.

—¡Es la resaca!

—¡Tenemos una tierra delante!

En aquel instante, un rayo de luna, abriéndose paso a través de la masa de vapores que poco a poco iba invadiendo aquella porción del cielo, iluminó el Océano.

El maestro dio un grito:

—¡Tierra!… ¡Tierra!… ¡Estamos salvados!

CAPÍTULO VIII. LOS SALVAJES DE LAS PAMPAS

La última hora no había sonado aún para los aeronautas. El Océano, que parecía ansioso de tragarlos, debía haber quedado desengañado.

A cinco o seis millas de distancia había repentinamente aparecido una raya oscura que se perdía hacia el Norte y hacia el Sur. ¿Era una isla o era el continente americano? Eso era lo que por el momento ignoraban; pero los aeronautas no se preocupaban por esto; a ellos les bastaba encontrar un punto sólido en donde apoyar los pies; y nada más, lo demás, ya lo resolverían después.

El globo descendía continuamente, pero aún había objetos en la barquilla, y que en conjunto constituían un peso no indiferente. Por añadidura el viento continuaba soplando de Levante y le empujaba hacia aquella tierra bendita.

—Cardoso —dijo el maestro, que parecía rejuvenecido de diez años—; no nos ahogaremos. Dentro de una hora pondremos el pie en esa costa.

—Nos hemos escapado de buena, marinero —contestó el valiente muchacho—. Hace poco, no hubiera dado una piastra por mi pellejo.

—Y yo, menos todavía, hijo mío. ¡Que el diablo so lleve a todos los globos del universo!… ¡Caramba!… En estas pocas horas he experimentado más emociones que en treinta y seis años de navegación por todos los mares del mundo.

—Pero ¿dónde descenderemos?

—¿Quién lo sabe? Yo supongo que esa tierra sea la costa americana, porque desde mediodía ele ayer marchamos constantemente hacia Occidente.

—¿Te parece que habremos derivado hacia el Sur?

—Sí; y no poco.

—Entonces, esa es la costa de Patagonia.

—Ya tejo diré cuando haya salido el sol.

—¿Conoces tú esa costa?

—Naufragué en ella una vez y he vivido seis meses entre los gigantes que la pueblan. Si un viajero inglés no me hubiese arrancado de las manos de aquellos bárbaros, apuesto que no estaría aquí ahora.

—¿Y si fuese la costa argentina?

—Tanto mejor.

—¿Y el tesoro?

—¡Bah!… ¿Quién descubriría en nosotros a unos marineros del «Pilcomayo», crucero de la República Paraguaya?… Podremos inventar una historia cualquiera; por ejemplo, que venimos de Europa.

—¡Hum!…

—Te garantizo un éxito enorme, Cardoso. ¡Por Baco!

—¡Vaya un recibimiento que tendrán unos aeronautas que llegan de la otra orilla del Océano!

—Los periódicos publicarán nuestras peripecias y se venderán, en las calles nuestros retratos.

—No seas guasón.

—¡Las olas! —exclamó en aquel momento el agente del gobierno.

—¡Ah, demonio! —dijo Diego—. Me había olvidado de que nuestro enfermo pierde fuerzas constantemente. ¡Tira cualquier cosa, Cardoso!

El muchacho cogió lo que restaba de la provisión de galleta y la arrojó a los peces. El globo se volvió a elevar a los mil trescientos metros, y encontrando una comente de viento más rápida voló hacia la costa, que ya se distinguía claramente.

Comenzaba a alborear. El mar perdía su tinte sombrío, los astros palidecían, las tinieblas se desvanecían y por el aire se veía volar y se oía chillar a las aves costeras anunciando la aparición del sol.

A las cuatro, el globo se encontraba a pocos centenares de brazas de la costa. Diego, Cardoso y el agente del gobierno clavaban sus miradas en aquella tierra que parecía prolongarse.

Poco después el globo dejaba definitivamente el mar y corría sobre aquel litoral desconocido que se extendía hasta perderse de vista hacia el Norte, el Sur y el Oeste, descendiendo lentamente en forma de concha, cubierta aquí y allá de una hierba, bastante alta, de un verde brillante, y de grandes macizos de cañas de fuste finísimo, terminado en un penacho sedoso en forma de escoba y de grandes mazos de alcachofas silvestres.

En lontananza, aparecían diseminados aquí y allá árboles gigantescos de forma de desmesuradas sombrillas. Pero ni una habitación, ni una cabaña, ni un campamento, ni un ser viviente de cualquier especie. El paraje aquél parecía completamente despoblado.

El maestro, que desde hacía algunos instantes daba señales de cierta inquietud, observaba minuciosamente aquellas hierbas y aquellos árboles como si intentase encontrar los nombres en su memoria. De repente se volvió a Cardoso.

—Yo conozco este paraje —dijo—. Han pasado muchos años, pero recuerdo haber pisado esa brillante alfombra, que se extiende ante nosotros y que nos acompañará centenares y centenares de millas.

—¿Dónde estaremos? —preguntó el muchacho.

—¿Ves aquella hierba corta, robusta y brillante? Se llama cortadera. ¿Ves aquéllas masas enmarañadas? Son las pajas. Conozco también aquellas ortigas, aquellas alcachofas silvestres, aquellas jacas, aquellos cactus y también aquellos árboles, semejantes a las encinas: es el ombú de las pampas.

—¿Estamos entonces en la costa de la Patagonia? —preguntó Cardoso.

—Tú lo dices.

—No me disgusta, marinero. Pero ¿en qué punto nos hallamos?

—No es cosa fácil de saber. Sé que dos ríos de poca longitud, pero muy anchos, recorren estas tierras, el Colorado, al Norte, y el Negro, al Sur, pero ¿dónde están? Si yo viese uno te podría decir dónde estamos.

—Ya encontraremos algún ser humano que podrá decírnoslo.

—Guardémonos bien de los habitantes de esta región, Cardoso. Quién más, quién menos, todos son feroces y odian mortalmente a los extranjeros, y especialmente a los españoles y a sus descendientes.

—Ya encontraremos algún blanco.

—Sí, sí, no estamos muy lejos de la República Argentina.

—Pero ¿qué es aquello que se ve allí abajo?

—¿Un campamento?

—No; más bien parece un recinto derruido.

—Es un corral, hijo mío.

—¿Y qué es eso?

—Un recinto donde los gauchos recogen el ganado para ponerlo al resguardo de los ataques de las bestias feroces.

—Ya te lo diré más tarde, porque el viento empuja al globo en esa dirección.

En efecto, el aeróstato, que se mantenía a una altura de doscientos cincuenta metros, tendiendo siempre a caer, marchaba en dirección al corral que de minuto en minuto se hacía más visible. Cardoso, el maestro y el mismo agente del gobierno se habían encaramado a los cordajes para ver mejor, izándose sobre los bordes de la barquilla.

Bien pronto, el globo, que avanzaba con una velocidad de nueve o diez kilómetros por hora, estuvo a breve distancia del recinto, formado sencillamente con estacas. No sin extrañeza, los aeronautas observaron que el corral estaba en muchas partes hundido como si hubiese sufrido un violento asalto, y descubrieron en su interior bastantes cadáveres de caballos y de toros, sobre los cuales revoloteaban algunos buitres.

—Mala señal —dijo el maestro moviendo la cabeza—. Aquí debe haberse librado un combate.

—¿Entre quiénes?

—Acaso entre los indios y los propietarios del corral. ¡Ah! ¡Un cadáver!

—¿Dónde?

—Allí, en medio de aquel grupo de cactus.

Cardoso miró en la dirección indicada y descubrió en medio de los cactus un cadáver completamente desnudo, y en parte descarnado por las aves de rapiña. Yacía sobre un costado, y su cabeza parecía que hubiese sido aplastada por una poderosa clava, no presentando más que una masa informe de sangre, de masa encefálica y de cabellos.

—Es un blanco —dijo Cardoso.

—Acaso un gaucho —respondió el maestro, que se había puesto pensativo.

—Asesinado, ¿por quién?

—Por los indios y estoy seguro de no engañarme.

—¿Cómo lo sabes?

—La cabeza ha sido despedazada por una bola perdida y esa arma únicamente la poseen los indios.

—¿Qué es la bola perdida? Ya he oído hablar vagamente de ella alguna vez, y siempre con cierto terror.

—Es una piedra puntiaguda, envuelta en un pedazo de cuero, y que el indio lanza, por medio de una cuerda de un metro de longitud, formada de tendones de avestruz o de guanaco, entrelazadas y que se usa a manera de honda. Algunas veces en lugar de piedra, la bola es de metal blanco que conservan siempre muy bruñido para que brille y se pueda encontrar fácilmente entre la hierba. Sea de piedra o de metal, es siempre un arma terrible en las manos de los guerreros rojos, los cuales, con ella, a cincuenta o sesenta metros de distancia revientan la cabeza del enemigo como si fuese una calabaza.

—¿La emplearán también para cazar?

—No; para la caza del avestruz tienen el chume, que está formado por dos bolas más pequeñas, y para la del guanaco el achicho, que tiene tres. Para cazar los caballos salvajes emplean el lazo que manejan con maravillosa habilidad.

—¡Un rancho! —dijo en aquel momento el agente del gobierno que estaba en observación, sentado en el borde de la barquilla.

Cardoso y el maestro dirigieron sus miradas hacia la pampa y divisaron a cosa de un kilómetro de distancia una especie de cabaña que parecía medio destruida. Mirando con más atención, vieron un gran número de pajarracos revoloteando en torno de la mísera construcción, elevándose y descendiendo.

—Allí hay dos cadáveres —dijo Diego moviendo la cabeza—. Esto acabará mal.

No se equivocaba. El rancho, al igual que el corral, primeramente encontrado, mostraban las huellas de un asalto. Las paredes de adobes secos del sol, estaban en parte derrumbadas, los techos hundidos, la puerta no existía y a breve distancia, casi oculto entre las espesas hierbas, se veían bultos rojizos que debían ser cadáveres de toros y caballos.

Todo alrededor, la hierba estaba pisoteada como si por allí hubiera desfilado una numerosa tropa a caballo, y el maestro, que observaba con profunda atención, descubrió en el suelo una larga lanza con punta de hierro, muy aguda y adornada con plumas de rhea.

—Es una lanza indiana —dijo—, una verdadera waiché. Amigos, estemos sobre aviso y procuremos mantenemos en lo alto, porque temo que los indios no andan lejos.

—Ya. no tenemos casi nada que arrojar —respondió Cardoso recorriendo la barquilla con una melancólica mirada—. ¿Quieres acaso tirar las armas?

—No, porque ahora son necesarias para mantener a raya a los ladrones de las pampas.

—Pero ¿se tratará de una verdadera insurrección de los indios o de una sencilla correría?

—No puedo decírtelo, hijo mío pero temo que se trate de una insurrección. Sin duda los indios han tenido noticia de la guerra que se libra al otro lado del Plata y se aprovechan, para violar la frontera de la República Argentina, llevándolo todo a sangre y fuego.

—Yo querría que llegasen hasta Buenos Aires.

El agente del gobierno a aquella ocurrencia del muchacho sonrió, pero con una risa que parecía una mueca.

—¿No le gustaría a usted, señor? —preguntó Cardoso, extrañado de que estuviese conforme, tratándose de los enemigos de su patria.

El señor Calderón no respondió y volvió la cabeza a otra parte.

Cardoso y el maestro cambiaron una mirada de asombro.

—Se diría que no odia bastante a los argentinos que tanto daño nos han causado —murmuró el maestro—. ¿Quién entiende a este hombre?… ¡Eh, Cardoso! Bajamos. Tira cualquier cosa.

—No tenemos mas que el ancla, alguna galleta, y pocos litros de agua.

—Tira el ancla; será una imprudencia que acaso lamentaremos luego, pero ahora es absolutamente preciso remontamos.

Cardoso obedeció. El globo, que se encontraba a unos sesenta metros de la pradera solamente, se elevó bruscamente hasta seiscientos, y corrió hacia el Sur. por haber encontrado a aquella altura una nueva corriente de aire.

Pero también en aquella dirección se notaban las trazas de la guerra que debía encarnizarse por aquella ilimitada extensión de hierba. Ora se veían ranchos destruidos por el incendio, ora corrales hundidos o con las empalizadas derribadas y deshechas, ora tambos o pequeñas cabañas donde se recogen las vacas para ordeñarlas, desechadas y con las paredes desplomadas, después chacras —huertas cultivadas— devastadas, con los cercados de zarzas arrancados, y, por fin, acá y allá cadáveres de bueyes y caballos semidevorados y sobre los cuides revoloteaban en gran número, disputándose las carnes putrefactas, los chiniangos, las gallinazas y los carranchos, especie de buitres que se alimentan de carroñas. Tal vez, a través de la espléndida pradera de verbenas melindres de flores escarlata, de los macizos de la purpúrea flor morada, de las amarillas romerillas y de las azules nemófilas, que se extienden en grandes trayectos entre las hierbas, se divisan especies de anchas cintas oscuras donde las flores aparecían como arrancadas por el paso de una impetuosa tromba, pero que lo que delataban era el paso de los saqueadores y de sus indómitos corceles.

A mediodía, cuando el globo empezaba a descender, el maestro, que observaba por delante de él con profunda atención, columbró unas formas todavía no bien distintas, que corrían desordenadamente a través de la pradera, medio tapadas por las altas hierbas.

—¡Caray! —exclamó arrugando la frente—. ¿Son caballos salvajes que galopan o son indios? Cardoso, hijo mío, me parece que vamos a pasar un mal rato.

—¿Son indios? —preguntó el muchacho sin mostrar ninguna preocupación.

—Lo temo —respondió el maestro, que continuaba observando con viva atención.

—¿Qué recibimiento nos harán? Apostaría a que toman nuestro globo por la luna.

—Tengo mis dudas, hijo mío. Ya verás cómo nos dan caza y nos abrumarán a balazos y a bolas.

—¡Bah! Me río yo de sus terribles bolas. Todavía estamos muy altos, marinero.

—Pero bajamos rápidamente.

—Desgraciadamente es verdad, pero todavía tenemos algo que tirar.

—¿Qué cosa? La barquilla está completamente vacía.

—Ya te lo diré cuando llegue el momento. ¡Por vida de mil millones de diablos! ¡Aquellos son hombres!

—¡Indios, Cardoso! ¿Están las armas preparadas?

—Están cargadas y con buenos confites.

—Señor Calderón, tome usted las pistolas —dijo el maestro—. Nosotros haremos hablar a las carabinas.

El agente del gobierno, que no había perdido una línea de su calma habitual, tomó las armas, se aseguró de que estaban cargadas y se las puso en el cinto sin hablar palabra.

El globo, con un viento discreto, adelantaba hacia el Sur manteniéndose a una altura de ciento a ciento cincuenta metros, y en breve estuvo a poca distancia de los indios, que galopaban desordenadamente a través de la pradera volviendo la espalda a los aeronautas.

Eran cincuenta o sesenta, montados en aquellos rápidos caballos de la pradera que se llaman mustangs animales altos, robustos, de jarretes sólidos, capaces de correr treinta leguas al día, contentándose con mía poca hierba y un sorbo de agua. Al maestro le bastó una mirada para identificar a aquellos hombres.

—¡Los pampas! —exclamó—. ¡Dios nos proteja!

En el mismo instante, entre los jinetes, se alzaran gritos de furor, y se detuvieron con las miradas fijas en el aeróstato, que volaba sobre sus cabezas. Parecían estupefactos; pero su estupor fue de breve duración, porque se lanzaron adelante, espoleando vigorosamente sus cabalgaduras y agitando frenéticamente las armas.

¡La caza de los desgraciados aeronautas comenzaba!

CAPÍTULO IX. LA PERSECUCIÓN

En la inmensa pradera que se extiende de la frontera de la República Argentina a los confines de la región patagónica, limitada al Este por el Océano Atlántico y al Oeste por la gran cadena de los Andes, se agita constantemente una población revoltosísima, de pura raza índica, que no tiene nada de común con los patagones ni con los araucanos.

Si estas dos últimas razas se limitan, una a cazar todo el año para proveer el propio sustento, y a la doma de caballos, y la segunda a custodiar celosamente sus montañas y defender su Independencia constantemente amenazada por los chilenos, la de las grandes llanuras argentinas, dedica todo su tiempo y todos sus esfuerzos al saqueo.

Los pampas o penks, tal es el nombre que llevan estos audaces bandidos de las praderas, poseen el atrevimiento de los araucanos y la astucia de los patagones. No son muchos, pero dan mucho que hacer a los hispanoamericanas; y lo sabe el gobierno argentino que de vez en cuando ve violadas las propias fronteras por aquellos intrépidos jinetes. Nunca establecidos, nunca quietos, lineen, correrías por las pampas en todos sentidos, vivaqueando un día aquí, otro allá, a su capricho, bajo sencillas tiendas de piel. Como sus hermanos del Gran Chaco, enemigos irreconciliables de los brasileños, y sus hermanos del Norte, enemigos juramentados de los rostros pálidos, odian profundamente a los argentinos, a los que miran como usurpadores de su territorio y no dejan escapar ocasión alguna para infligir a sus poderosos vecinos castigos sangrientos.

Cuando se los cree más lejanos y la calma y la esperanza comienzan a volver al espíritu de los atrevidos colonos que se internan en las pampas, de pronto irrumpen en ellas los rojos guerreros. Es un meteoro espantoso que pasa y que en pocos días transforma las pampas en un desierto.

Caen como buitres sobre los numerosos rebaños, asesinan sin piedad a los gauchos y se llevan el ganado; asaltan los poblados aprovechándose generalmente de las tinieblas; hacen una matanza en los defensores, raptan las mujeres y los niños, saquean las viviendas y luego las incendian; ni siquiera los fuertes militares de la frontera fuertes, que, por otra parte, no tienen condiciones para resistir a una compañía de soldados europeos, hacen retroceder a aquellos temerarios ladrones y sucumben como los poblados.

Cuando la alarma llega a tiempo y la sorpresa se hace difícil, porque acuden las tropas gubernamentales, entonces escapan al desierto a lugares casi inaccesibles para los soldados de la República, llevándose consigo los frutos del saqueo y gran número de prisioneros que más tarde serán sometidos a esclavitud degradante. ¡Y cuántos son los desgraciados! Basta decir que, cuando el general Rocha libró de dichos forajidos el territorio de Buenos Aires, rescató más de quinientos cautivos que habían sido apresados en los poblados de las pampas.

Sin duda enterados de la guerra que la República sostenía del otro lado del Río de la Plata, los pampas habían salido de sus desiertos y, seguros de la impunidad, se habían lanzado a las fronteras, destruyéndolo todo a su paso, como lo demostraban las chacras, los ranchos y los corrales, arruinados o incendiados y los numerosos cadáveres encontrados por los aeróstatas en su vuelo por encima de la inmensa llanura.

Una de sus partidas, que operaba hacia la costa, había descubierto el globo y después de la primera impresión de sorpresa que había de producir en aquellas imaginaciones primitivas la vista, de aquella gran bola, montada por hombres y que cruzaba por el espacio, so había puesto encarnizadamente a perseguirla indudablemente con la esperanza de no perder nada con ello.

Afortunadamente el aeróstato, aunque reducido y semivacío, se sostenía todavía en el aire y fuera del alcance de las terribles bolas de los perseguidores.

—¿Qué me dices de esto, Cardoso? —preguntó el maestro, que observaba con inquietud el avance de aquellos jinetes.

—Pues digo que si no encontramos el modo de mantenernos altos, recibiremos una lluvia de proyectiles —respondió el muchacho—. Me parece que esos paganos de hocico pintado están decididos a perseguirnos durante un buen rato.

—¿Y no te asustan?

—Por ahora no; pero ya veremos más tarde cuando el globo se tumbe sobre la hierba.

—Si nos cogen nos harán cautivos.

—Ya escaparíamos.

—Te desafío a hacerlo. Esos malditos poseen medios especiales para inutilizar los pies de los prisioneros… ¡Oh!

—¡Caray!

—Caemos.

—Ya lo veo.

—¡Torna! ¡Otro salto! Muy pronto daremos de narices en el suelo.

Desgraciadamente, era verdad. El aeróstato, que se mantenía a quinientos metros de los jinetes, exhausto de fuerzas, había repentinamente descendido hasta veinte metros de tierra.

Los indios, que no le perdían de vista y que acaso adivinaban la triste condición en que se encontraban los aeronautas, espolearon sus cabalgaduras y en breves instantes llegaron a doscientos pasos.

Durante unos momentos los aeronautas pudieron examinarlos a su sabor. Eran de estatura mediana, pero sólidos, de poderosa musculatura, de piel indefinible, cubierta enteramente de rayas de colores que se cruzaban en sus rostros en todos sentidos, a más de puntos, líneas y dibujos a cual mas abigarrados.

Sus atavíos pintorescos se adaptan bien a aquellos fieros tipos do bandidos. Anillos de piala y collares de igual metal adornaban sus orejas y cuello, produciendo un campanilleo gracioso; espléndidos ponchos de vivos colores, semejantes a casullas, cubrían sus cuerpos dejando, no obstante, ver los anchos cinturones adornados con perlas y colgantes de piala, llamados quiripiqué, en cuyos dobleces brillaban largos cuchillos, y portaban los largos zapatos de piel de guanaco o de potro armados de espuelas colosales.

Llegados al alcance de la voz, los guerreros renovaron sus vociferaciones agitando las largas lanzas adornadas con plumas y haciendo ondear sus bolas, de las que se sirven para romper la cabeza de los enemigos.

De pronta, uno de los jinetes, que parecía un jefe a juzgar por la riqueza de sus vestidos, de estatura más elevada que los otros, con la cara horriblemente pintarrajeada de colores, se lanzó a toda carrera hacia el globo, y llegado casi debajo, pronunció algunas palabras.

—¿Qué desea ese pagano? —preguntó Cardo so, que por precaución había preparada una carabina, dispuesto a servirse de ella.

—Nos invita sencillamente a descender —dijo el maestro.

—Es un poco exigente ese señor del hocico pintado.

—Nos amenaza con fusilarnos si nos negamos.

—Dile que, no pudiendo hacerlo por ahora, le rogamos que suba él aquí, si es capaz. ¿Qué dice usted, señor Calderón?

—No encuentro respuesta mejor.

—Pero ¿no piensan ustedes, señores, que muy pronto tocaremos tierra? —dijo el maestro.

—Podríamos entrar en negociaciones con estos canallas, aunque no se puede esperar mucho, ni fiarse de ellos.

—Podremos probar —respondió el agente.

El maestro intentó parlamentar, pero a las pocas palabras comprendió que no había que esperar nada de aquellos desalmados. El jefe se cerraba a la banda sin aceptar ninguna condición; quería la rendición absoluta, amenazando con empezar las hostilidades, en caso contrario.

—Manda al diablo a ese sinvergüenza —dijo Cardoso—. Si quieres, yo me encargo de meterle un confite por la boca.

—Y en seguida nos harían pedazos, hijo mío. ¡Oh, si soplase un buen viento y pudiéramos aligerarnos!

—Tiremos la barquilla encima de esos canallas —dijo el muchacho—. ¿Y por qué no?

Como la red es fuerte podemos agarrarnos a ella o ponernos a horcajadas en el aro de madera y subiremos hasta perder de vista la pradera.

—¡Bien dicho, muchacho! —exclamó el maestro—. ¡A la obra sin perder un minuto!

—¡Señor Calderón! ¿Padece usted de vértigo? —preguntó Cardoso.

—No —respondió el agente.

—¡A la obra, pues!

En aquel instante el globo experimentaba un nuevo descenso, llegando a tocar con el fondo de la barquilla las hierbas de la pradera; pero en seguida se volvió a levantar una treintena de metros.

Los indios, que se habían parado en espera del jefe, se precipitaron delante, llenando el aire con alaridos que no tenían nada de pacíficos, levantando las lanzas y sacando del cinto las navajas de hoja larga y ligeramente curvada.

El jefe, que se encontraba más cercano al aeróstato y que, sin duda, temía que la presa se le escapase, echó mano de la bola perdida a la que hizo girar alrededor de su cabeza describiendo con ella círculos vertiginosos.

—¡Atención, amigos! —exclamó Diego, que no perdía de vista a los indios—. ¡Cuidado con las bolas!

—¡El primero que tire una es hombre muerto! —respondió resueltamente Cardoso, echándose a la cara el fusil y apuntando con él hacia los jinetes.

—Muy bien, hijo mío; pero no perdamos un momento si apreciamos el pellejo. Usted, señor Calderón, tome las pistolas y estas pocas municiones y súbase al aro. Tenga usted cuidado de no caer, porque no podríamos recogerle.

—No tengáis miedo —respondió el agente.

—Y tú, Cardoso —continuó el maestro, sacando su faca marinera—, toma las carabinas y estas municiones y júntate al señor Calderón, mientras yo me ocupo en cortar las cuerdas. Si los indios se acercan demasiado, mándales un par de píldoras.

—Los curaré para siempre, marinero; yo te lo aseguro —respondió el muchacho.

Se encaramó por las cuerdas y llegó al aro de madera, en el cual ya se había instalado el agente del gobierno.

Los indios, imaginándose, sin duda, que se trataba de hacerles una jugarreta, redoblaron, sus gritos y espolearon furiosamente sus caballos.

De improviso una cosa reluciente atravesó el aire silbando y pasó entre las cuerdas de la barquilla, yendo a caer a la pradera.

—¡Una bola! —exclamó Cardoso.

—¡Y de hierro! —respondió el maestro, que, manteniéndose agarrado al aro con una mano, con la otra, armada del cuchillo, cortaba rápidamente las cuerdas.

Otra bola lanzada por el jefe, que precedía a los guerreros, hizo pedazos con ímpetu irresistible una de las esquinas de la barquilla a pocas pulgadas del maestro.

—¡Caray! —exclamó éste—. ¡Si da un poco más arriba me casca la cabeza como una calabaza!

—¡Ahora sí que voy a cascar yo la calabaza del jefe! —exclamó una voz a su lado—. ¡Ten atención, marinero!

Cardoso, porque era él quien hablaba, apoyándose en las cuerdas y apretando el aro entre sus piernas, apuntaba cuidadosamente al indio.

Se oyó una detonación, seguida de un alarido de dolor. El jefe indio, tocado en la frente por la hala del valiente muchacho, cayó desplomado de la silla, yendo a parar al suelo.

Los indios, dando gritos de furor, se lanzaron adelante, clavando las espuelas en los caballos hasta hacerles sangre. Seis o siete bolas silbaron en torno de los aeronautas, perdiéndose en diversas direcciones. Cardoso y el agente del gobierno descargaron la segunda carabina y las dos pistolas contra el centro del grupo. Cayó otro caballo y otro jinete fue a caer en medio de la hierba.

Los indios, hechos más circunspectos por aquellos golpes maestros, contra los cuales no podían oponer más que las bolas, refrenaron su marcha, pero continuaron sus espantosas vociferaciones.

Aquel momento de tregua bastó al maestro, que cortaba con una especie de furor las numerosas cuerdas que sostenían la barquilla.

—¡Atención! —exclamó—. ¡Sosteneos firmes!

—Ya lo estamos —respondió Cardoso.

El maestro se pasó al aro y con dos cuchilladas cortó las dos últimas cuerdas. La barquilla se precipitó pesadamente a tierra, hundiéndose entre las altas hierbas.

El globo, bruscamente aligerado de aquel peso que se aproximaba a los cien kilogramos, se elevé con gran rapidez. En Breves instantes los jinetes que se habían precipitado hacia el sitio donde había caído la barquilla, apenas eran visibles, y sus gritos llegaban tan debilitados que a duras penas se oían.

—¡Tres mil…, cuatro mil…, cinco mil metros! —exclamó el maestro, que había llevado consigo el barómetro—. Los pampas no nos cogerán. ¡Ah, hijo mío! Has tenido la gran idea y te lo agradezco de corazón.

—Se trataba de salvar la piel, marinero, y yo tengo mucho interés en conservarla. ¡Qué mala cara habrán puesto los indios al vemos subir tan rápidamente, cuando ya creían tenernos en la mano!

—Si llegan a cogernos, te aseguro que nos harán pagar la estratagema y nos costara sangre la muerte de su jefe. ¡Hijo mío, vaya una puntería que tienes! Has despachado al pobre salvaje como si fuera un pajarillo, y le has plantado la bala en la misma frente. ¡Eres un Bersagliere!

—Se hace lo que se puede —respondió modestamente el muchacho.

—Y espero que habrá que repetir estos golpes si la mala suerte nos vuelve a llevar entre esta canalla.

—¿Crees que volveremos a encontrar otros indios?

—Si todos se han sublevado será cosa segura.

—¿Y continuarán persiguiéndonos esos que galopan allí abajo?

—Sin duda, pero pronto nos perderán de vista. El globo ha encontrado una corriente de aire rápida y volamos hacia el Sur a razón de sesenta millas por hora.

—Nos alejaremos entonces de los países civilizados, marinero.

—Acaso sea mejor, visto que las fronteras de la Argentina están infestadas de indios.

—Pero caeremos en manos de los patagones —dijo el agente del gobierno con desaliento.

—¿Acaso preferiría usted caer en manos de los argentinos, señor Calderón? —preguntó el maestro.

—Acaso.

—Pues, yo no.

El agente del gobierno se encogió de hombros y miró a otra parte, no sin hacer un gesto de despecho que no escapó a la observación de los dos marineros.

—A veces tiene este señor ideas estrambóticas —dijo Diego a Cardoso—. Sin embargo, debía interesarle que el tesoro no caiga en manos de nuestros enemigos.

—Si así no le acomoda que mande al globo que se dirija al Norte —dijo Cardoso—. ¿Y nuestros indios, dónde están?

—Han desaparecido, hijo mío. ¿No ves una cosa que brilla allí abajo, delante de nosotros?

—Sí, ¡mil diablos! Se diría que es una cinta de plata tirada por la llanura.

—Es un río.

—Verdad, Cardoso.

—Y se agranda rápidamente. ¿Qué río será?

—O el río Colorado, o el río Negro.

—Pero lo más probable es que sea el primero.

El viento empujaba al globo hacia aquel río que ahora se distinguía claramente, no obstante la gran altura a que se hallaban los aeronautas. Era bastante grande y corría de Oeste a Este con amplias circunvoluciones, entre dos orillas bastante elevadas.

Bien pronto el aeróstato estuvo completamente encima. Diego y Cardoso dirigieran sus miradas a las orillas, pero no divisaron ni una habitación, ni una criatura viviente.

Apenas lo habían cruzado, Diego lanzó una sorda interjección.

—¿Qué pasa?

—Bajamos.

—¿Todavía?

—Sí; y esta vez para no volvemos a levantar.

CAPÍTULO X. LA DESAPARICIÓN DEL AGENTE DEL GOBIERNO

Eran las cuatro de la tarde.

El aeróstato, después de recorrer un centenar de millas en el espacio de cuatro horas, volvió a empezar a descender, y esta vez, como con sazón había dicho el maestro, para no elevarse de nuevo, porque ya no había nada que arrojar, dado que hasta la barquilla había sido precipitada a la pradera.

Medio desinflado, todo convertido en pliegues, no adelantaba sino a costa de esfuerzos, más empujado por el viento que sostenido por el gas, ahora reducido a una cantidad exigua. Pero descendía gradualmente, metro a metro, intentando alguna vez volver a elevarse, pero para caer en seguida más bruscamente.

Dentro ele un cuarto de hora o, a lo más, de media hora, todo habría terminado.

—No hay que desesperarse —dijo Cardoso—. Demasiado ha durado el pobre globo y esto río tenía más remedio que suceder; ninguno de nosotros lo ignoraba.

—¡Ah! —exclamó el maestro—. Si encontrásemos algún medio de regenerarle.

—No veo par aquí ningún gasógeno; por más que miro a todas partes. Creo, marinero, que hay que preparar las piernas y cargar los fusiles para no caer inermes en cualquier emboscada. ¿Yes algo?

—La pradera me parece desierta, por fortuna.

—Se equivoca usted —dijo el agente del gobierno.

—¿Qué ves? ¿Acaso indios?

—Me parece que veo un rancho.

—¿No esconderá indios? —preguntó Cardoso.

—No lo creo —respondió Diego, que observaba con atención la cabaña, la cual se levantaba en medio de una espesura de cardos a cerca de seis kilómetros hacia el Sur.

—Pues, ¿quién la habitará?

—¡Quién sabe! Acaso pastores argentinos, aunque me parece un poco extraño que se hallen a tanta distancia de la frontera. También veo un corral en buenas condiciones, si la vista no me engaña.

—Y también dos caballos —añadió el agente del gobierno.

—Preparemos las armas y esperemos —respondió el maestro—. El viento nos lleva precisamente sobre el rancho e iremos a caer en sus cercanías. Ahora veo salir humo do la cabaña, ¡mira!

—Estarán preparando la cena. Te aseguro, marinero, que le liaría honor si me convidasen. ¡Oh! ¡Oh! ¡Firme, globo mío! ¡Qué demonio! No tenemos tanta prisa por descender.

—¡Nos precipitamos! —exclamó el maestro—. ¡Sosténganse firmes en las cuerdas!

El aeróstato, en efecto, caía con rapidez como si el gas se fugase por alguna abertura grande. Descendió como unos treinta metros, después se detuvo un momento y volvió a caer otros trescientos en pocos instantes, y se puso a cabecear, describiendo con la cola círculos concéntricos.

—¡Ah, demonio! —exclamó Cardoso—. Parece que el globo tiene una terrible borrachera.

—Gira como un barco cogido por un tifón —dijo el maestro—. Mala señal, hijo mío.

—¿Qué temes?

—¡Qué sé yo! Pero tengo miedo de que esto no acabe bien.

—¿Irá a tumbarse?

—Esperemos que no. ¡Ahora!… ¡Mantengámonos firmes!

El globo había; vuelto a descender con gran rapidez y esta vez parecía que no hubiera de detenerse. El maestro, Cardoso, y hasta el impávido señor Calderón, comenzaban a inquietarse.

—Nos coparán —dijo el muchacho, que no se sentía en vena de bromear.

—O mejor, nos estrellaremos contra el suelo —añadió el agente del gobierno—. ¿No hay ya nada que tirar?

—Cinco cajas de galleta, las armas y las municiones —respondió el maestro.

—No serán suficientes para detener la caída.

—¡Yo de las armas no me deshago a ningún coste, señor! ¡Oh! Una idea.

—Echala fuera, marinero —dijo Cardoso—. Despáchate, que la pradera se acerca con velocidad espantosa.

—Trepemos hasta la red. Cuando toquemos tierra, lo hará primero el globo, y entonces nos dejaremos caer en la hierba, que es alta y muy espesa.

—Con tal de que el aeróstato no se desequilibre y se tumbe.

—No temas, muchacho. Ya haremos de modo que se mantenga en equilibrio.

—Entonces, ¡a la red y que Dios nos proteja!

Abandonaron precipitadamente el aro y trepando par las cuerdas se encaramaron a la red, que cubría más de la mitad del aeróstato.

—¿Están ustedes ahí? —preguntó el maestro, que no podía ver a los compañeros que estaban al otro lado.

—Sí —respondieron a una el muchacho y Calderón.

—Estén preparados para soltarse a mi voz de mando, o el globo se llevará por el aire a alguno de nosotros.

—Estaremos dispuestos —respondió Cardoso.

El globo descendía constantemente sin refrenarse, como si tuviera prisa por descansar en la verde pradera. Parecía que una gran columna de aire lo empujase contra la tierra y que otra lo aspirase por debajo. La distancia disminuía con fantástica velocidad. No estaban ya más que a cien metros y caían con igual aceleración.

—Marinero —exclamó Cardoso, que miraba con cierto terror la pradera que parecía venir rolando a su encuentro.

—Presente —respondió el maestro.

—Me parece que la cabeza me da vueltas.

—¡Manténte firme, hijo mío! ¡No ocurrirá nada…, la pradera es blanda! ¡Atención!…

Los cien metros desaparecieron en un relámpago. El aeróstato se hundió entre las hierbas que alcanzaban dos metros de altura. La cola se chafó, ensanchándose hacia los costados casi hasta reventar. Estuvo un momento inmóvil, pero aquel momento bastó.

—¡A tierra! —tronó el maestro.

Dos cuerpos rodaron por la hierba, pero otro quedó entre las mallas de la red.

El globo, descargado de aquel peso, dio un salto en el aire, llevándose al hombre que no se había dejado caer a tiempo y que se agitaba desesperadamente como si tratase de desembarazarse de alguna ligadura.

Un grito resonó en el aire.

—¡Auxilio! ¡Auxilio!…

Los dos cuerpos que habían rodado por el suelo se levantaron prontamente; eran el maestro y el joven Cardoso.

—¡Señor Calderón! —llamaron a gritos.

Pero el señor Calderón ya no podía oírles. El globo no era más que un punto oscuro que desaparecía rápidamente hacia el Sur.

—¡Gran Dios!… —exclamó el maestro.

—¡Perdido! —exclamó Cardoso.

—Perdido no, porque le volveremos a encontrar, hijo mío. Perseguir al globo sería una locura, y además estamos tan derrengados que nos tendríamos que detener a una milla de aquí.

—¿Y por qué no habrá descendido a tu voz de mando?

—Porque se había liado entre la red. Me pareció que había metido los pies entre las mallas.

—¿Y adónde irá a parar ahora?

—¿Quién podría decirlo? Afortunadamente, no ignora que el globo tiene válvula y estoy seguro de que a estas horas el gas estará escapándose.

—Pero caerá muy lejos de aquí.

—Ya lo encontraremos, hijo mío, te lo juro. No podemos abandonar así a un compañero que ha compartido con nosotros tantos peligros.

—Con tal de que no caiga entre los indios.

—Tiene sus pistolas y sabrá defenderse. Es hombro de pocas palabras, pero que ha demostrado ser valiente.

—¡Pobre señor Calderón! Le compadezco de corazón, aunque no me es muy simpático.

—Te digo que le buscaremos, Cardoso, aunque tuviésemos que caminar hasta el estrecho de Magallanes.

—¿Y entre tanto, qué vamos a hacer?

—La noche llega rápidamente, y el hambre llama a nuestras puertas; busquemos el rancho y pediremos hospitalidad. ¿Tú puedes andar?

—Me parece que nada se me ha roto en las piernas.

—Tanto mejor. ¿Te acuerdas hacia dónde está el rancho? Metido entre esas hierbas no veo más allá de la punta de mis narices.

—Me parece que cuando caíamos estaba a nuestra derecha, pero no puedo asegurarlo. En aquel momento la cabeza me daba vueltas como si hubiera bebido una botella de ron.

—Súbete sobre mis hombros y echa una mirada por encima de este mar de vegetación.

Cardos o trepó con la agilidad de un mono sobre los hombros del marinero y se puso en pie manteniéndose en equilibrio.

—Allí abajo está —dijo.

—¿Muy lejos?

—Apenas a quinientos pasos, pero…

—¿Qué ves?

—Me parece que alguien se acerca, porque veo la hierba moverse delante de nosotros.

—¿Hombre o animal?

—Es imposible saberlo porque lo oculta la hierba y además empieza a oscurecer.

—Baja y tomemos las armas. En este feo país no se sabe nunca la sorpresa que nos acecha.

—¿Hay animales carnívoros?

—Hay caguarés y jaguares muy feroces.

Cardoso saltó al suelo y recogió la carabina mientras Diego montaba la suya.

A poca distancia se oía un roce, al cual, de vez en cuando se unía un tintineo como producido por el choque de monedas, o por el retemblar de espuelas.

—Es un hombre —dijo el maestro.

—¿Quién podrá ser?

—Algún habitante del rancho, que sin duda ha presenciado nuestra voltereta y viene a buscamos.

—¡Silencio!… Aquí está.

Las altas hierbas se habían separado a pocos pasos de ellos y un hombre bizarramente vestido y formidablemente armado había aparecido y miraba vivamente sorprendido a los dos marineros. Era de alta estatura, bastante delgado, con piel bronceada, cabellos largos, negros y cayentes sobre los hombros. Los ojos hundidos, pero muy brillantes.

Portaba una blusa de lana de vivos colores, sujeta a los costados por un ancho pedazo de tela a rayas encarnadas, con un chiripá y un ancho cinturón de cuero, llamado el tirador, adornado con monedas de plata. Sus piernas asaz corvadas desaparecían dentro de anchos calzones de algodón, ornamentados con flancos manchados y despedazados, y dentro de un par de extraños zapatos anchos, que parecían de piel de caballo sin curtir y que dejaban asomar el dedo gordo. Un par de desmesuradas espuelas, cuyas ruedas tenida un diámetro de más de diez centímetros, un amplio chambergo de fieltro, una gran navaja española, sujeta por el tirador y un trabuco de chispa, de gran calibre, completaban el atavío del desconocido.

Durante algunos instantes miró con sus ojillos vivos y negrísimos, a los dos marineros que no se habían movido, después bajó el trabuco, que había dirigido antes hacia ellos, y quitándose el sombrero, dijo con exquisita cortesía.

—Buenas noches, caballeros.

—Buenas noches, señor —respondieron Diego y Cardoso.

—Si los señores quieren seguirme, tendré mucho gusto en ofrecerles mi cabaña y mi mesa —continuó el desconocido.

—No pediríamos nada mejor —respondió el maestro.

—Tengan la bondad de seguirme, entonces. Mi rancho no está más que a dos pasos de aquí.

Se colocó el trabuco en bandolera y abriendo la formidable navaja, se puso a cortar Las altas hierbas a diestra y siniestra para abrir paso a los dos marineros que se habían enredado entre ellas.

—Diego —murmuró Cardoso, que estaba en el colmo de la sorpresa—, ¿dónde hemos caído?

—En medio de la pampa, hijo mío.

—Eso ya lo veo; pero nunca hubiera esperado bailar en medio de este horrible país, infestado de feroces indios, personas tan educadas y corteses.

—¿Educadas?… ¡Hum!…

—¿Acaso será ese hombre un granuja?

—Mejor dirías un bribón.

—Eso sí que no lo diría jamás.

—Si te hubieras encontrado otras veces en este país no hablarías así.

—Pero ¿quién es, entonces, ese hombre que nos convida tan galantemente y nos saluda con tanta cortesía y es un bribón?

—Un gaucho.

—Lo entiendo menos todavía.

—Ya te lo explicaré más tarde.

—¿Tenemos que temer algo?

—¡Si y no!

—He allí un enigma inexplicable.

—Quiero decir que si están de buen humor nos harán compañía y emplearán la mayor amabilidad, pero ¡no te descuides, hijo mío! Son hombres muy susceptibles, violentos, pendencieros, y que regalan una cuchillada como si regalasen un azucarillo.

—Hombre prevenido…

—¡Pss…!

—¿Qué ocurre?

—Alguien nos sigue.

—En efecto, las hierbas ondulan.

El gaucho se había también dado cuenta de ello y había bruscamente detenido la marcha montando rápidamente su trabuco.

—¡Ramón! —exclamó.

—Aquí estoy —respondió una voz.

Las hierbas se abrieron rápidamente, y otro gaucho apareció.

Iba vestido y armado como el primero y también se le parecía en las facciones.

Al divisar a Diego y al muchacho hizo un gesto de asombro, y después saludó cortésmente con un «Buenas noches, señores».

—Mi hermano —dijo el gaucho que guiaba, mientras el otro hacía una inclinación de cabeza.

—Bien venido, señor —contestó Diego quitándose la gorra—, y acepte usted también nuestro agradecimiento.

—Me felicito de verles todavía vivos —contestó Ramón—. ¡Caray! Hubiera jurado que ya se habían ustedes matado.

—¿Nos ha visto usted caer del cielo?

—Sí; estaba observando los caballos en el corral cuando vi al globo caer en la pradera, y luego volverse a elevar y desaparecer hacia el Sur. Pero me pareció que eran tres los hombres. ¿Ha muerto su compañero de ustedes?

—No, señor. Ha quedado en el globo.

—¿Acaso él no quería volver al suelo?

—También tenía deseos; pero me parece que se enredó en las mallas de la red.

—¿Y dónde está ahora?

—¿Quién lo sabe? Sin duda, muy lejano de aquí.

—¿Y no descenderá?

—Espero que sí.

—¿Le buscarán ustedes?

—En cuanto podamos.

—Y nosotros les ayudaremos a ustedes. ¿No es cierto, Pedro?

—Si los señores lo permiten —dijo el compañero.

—Se lo agradecemos, desde: luego —respondió el maestro.

—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó Ramón.

—Del mar.

—¡Del mar! —exclamaron a dúo los gauchos estupefactos.

—O, mejor dicho, de una gran isla.

—¿Por pura diversión?

—Para hacer estudios sobre las corrientes atmosféricas.

—Se necesita valor, digo yo. Pero basta por ahora; adelante, señores, que la cena nos espera.

Cinco minutos después, los cuatro hombres llegaban ante el rancho.

CAPÍTULO XI. LOS GAUCHOS

Aquella pequeña vivienda perdida en medio de la inmensa pradera, lejana de todo centro civilizado, en la tierra correteada solamente por los indios, era bastante mezquina hasta el extremo de no merecer siquiera el nombre de cabaña.

Parecía que hacía poco que había sido construida, pero ya se estaba cayendo. Sus muros de tapia presentaban por todas partes boquetes como si hubiesen aguantado algún furioso asalto o hubieran sido agrietadas por un formidable terremoto; su techo formado con hierba, presentaba anchas hendiduras por las cuales sin duda pasaría la lluvia en abundancia. La puerta, hecha con estacas espinosas, se sostenía a duras penas.

La cerca que rodeaba la vivienda, estaba aquí y allá arrancada como si hubieran pasado por ella gentes, sin incomodarse en asaltarla.

El interior no valía mucho más. El suelo todavía tenía hierba y estaba alfombrado de basura, huesos, y hojarasca seca, amontonada de cualquier modo, acaso para servir de lecho. El mobiliario se reducía a dos sillas de montar grandes y pesadas, algunos correajes de montura, algunas mantas, unas cuantas cuerdas, un caldero de hierro y dos cráneos de búfalo, que debían suplir a las sillas.

Itero en el centro, sobre un hermoso fuego se concluía de asar un enorme pedazo de carne que expendía un perfume apetitoso.

Apenas entrados los dos gauchos, ofrecieron cortésmente a los marineros los dos cráneos de búfalo, rogándoles que se sentaran y excusándose por no poderles acomodar en asientos más blandos.

—¡Bah! —exclamó el maestro, al que había puesto de buen humor la amabilidad de aquellos hombres selváticos y el asado que parecía a punto—. Estamos acostumbrados a sentamos en el duro suelo y hasta dormir sobro la tierra, ¿no es verdad. Cardoso?

—No somos muy delicados —respondió el chico—. En el mar se endurece la piel y los huesos se hacen de acero.

—Permítanme que les ofrezca un pedazo del asado que habíamos preparado para nuestra cena —dijo el gaucho Ramón—. Siento no poder ofrecerles nada mejor, pero en este condenado país no se puede encontrar absolutamente nada, ni siquiera un sorbo de cada.

—Haremos igualmente honor a la cena, se lo aseguro —respondió Cardoso, moviendo las quijadas—; hace sus buenas diez horas que no metemos nada en el saco. ¡Oh! Si estuviera aquí el señor Calderón, se alegraría mucho de meter el diente en este asado.

—Tiene sus pistolas, hijo mío, y cuando uno está armado, en un país rico en caza, no se muere de hambre. Acaso a estas horas estará también cenando alegremente.

—Si no ha caído en las uñas de los pampas.

—O en las de los patagones. Pero ya le encontraremos, Cardoso, y yo te lo aseguro.

—A la mesa, caballeros —dijo Ramón, sacando del fuego el asado y colocándolo sobre una piel de borrego, extendida en el suelo—. Es la carne de un guanaco que matamos ayer mañana, y les aseguro que es mejor que el filete de buey.

Sacaron los cuchillos y atacaron vigorosamente al asado, que fue declarado excelente por unanimidad. Bastaron pocos minutos a aquellas mandíbulas poderosas para hacerlo desaparecer completamente, aunque pesaba más de cuatro kilogramos.

Concluida aquella abundante, pero modesta colación, Ramón puso al fuego el caldero de hierro, lleno de agua, mientras su hermano echaba en una calabaza un puñado de hierba mate.

—¡Caramba, qué lujo! —exclamó el maestro, que no había perdido de vista, aquellos preparativos—. ¡Tenemos mate en pleno desierto!

—Es el último puñado de hierba que poseemos y estamos desolados porque nuestra provisión se haya acabado tan pronto —dijo Ramón—. Un gaucho sin mate es como un marinero sin tabaco.

—¿Y no podríamos proporcionárnoslo? —dijo el maestro.

—¿Dónde?… ¿En el río Negro?

—¿En el río Negro? —exclamó el maestro en el colmo de la sorpresa—. ¿Entonces, no estamos en territorio de la Argentina?

—La frontera está lejos, muy lejos.

—Entonces, ¿cómo están ustedes aquí? Yo sé que los gauchos rara vez cruzan la frontera argentina.

—Eso es verdad, señor, pero el aire de la República no es bueno para nosotros —dijo Ramón sonriendo.

—¿Luego son ustedes desterrados?

—Matamos a tres hombres que nos querían prender y estropeamos otros tres o cuatro, y nos hemos tenido que venir al desierto en unión de unos cuantos amigos. Ya sabe usted que nosotros no nos preocupamos por cuchillada más o menos.

—Conozco a los gauchos. Una vez pasada la frontera, ya no tienen ustedes nada que temer.

—Es verdad; pero también nos ha traído aquí otra cosa.

—¿Acaso los indios?

—Usted lo dice. Esos condenados se han insurreccionado y se han lanzado a las pampas argentinas, asesinando a cuantos gauchos han caído en sus manos, destruyendo todas las factorías, las pulperías y los saladeros.

—¿De manera que será imposible volver hacia el Norte?

—Tan imposible que nosotros hemos huido aquí con la idea de permanecer muy pocas semanas, porque los indios raziarán también esta región. Hace tres días que nuestros compañeros han sido muertos, solamente a veinte kilómetros de aquí.

—Pues, ¿adónde piensan ustedes dirigirse?

—A Chile, si los indios…

—Y nosotros, Cardoso, ¿qué camino seguiremos? —preguntó el maestro volviéndose hacia el muchacho.

—El de Chile, si no estorbamos a estos señores.

—Antes nos servirán ustedes de ayuda, ya que están perfectamente armados y nosotros les proporcionaremos buenos caballos, que primero domaremos.

—Pero les advierto, que yo no abandonaré estos lugares sin haber encontrado vivo o muerto a nuestro compañero.

—Le encontraremos. ¡Vamos. caballero! Otro sorbo de mate.

Levantó la marmita y vertió lentamente el agua, que estaba casi hirviendo, sobre unas hojas que con tenia la calabaza y en las cuales había espolvoreado un poco de azúcar. Pocos instantes después servía a los compañeros la exquisita bebida, invitándoles a sorberla por medio de cierto canuto de plata llamado bombilla, terminado en una pala perforada, para que no puedan sorberse también las hojas.

Este mate del cual los hispanoamericanos y hasta los indios de América del Sur hacen un uso desmedido, prefiriéndolo, con mucho, al mejor café, es una especie de té, la otra bebida tan difundida en todo el extremo Oriente del continente asiático y tan apreciada por los paladares ingleses y rusos.

Se obtiene con las hojas de la yerba Ilex paraguayensis, arbusto de ocho a diez metros de altura que se cultiva especialmente en el Brasil, en Río Grande y en San Pablo, donde lo llaman arvore de Cogonha, y, sobre todo, en el Paraguay, donde crece el más bello y de hojas más perfumadas.

Apenas el arbusto ha alcanzado su desarrollo máximo se le cortan las ramas y se ponen, un poco al fuego para que las hojas se desprendan más fácilmente; después éstas, en unión de las ramas más tiernas son extendidas sobre parrillas (barbracnas) encendiendo debajo un fuego que se mantiene por cuarenta y ocho horas, y cuando están bien secas, se baten con unas palas de madera, para hacerlas pasar a través del barbracnas, y por último se envasan en sacos de piel sin curtir, llamados tercios, de un peso de cerca de cien kilogramos.

El comercio que de ella se hace es inmenso, porque casi todos los habitantes del Paraguay, de la Argentina, del Río Grande del Sur, de Chile y de Bolivia, y gran parte del Perú, están tan acostumbrados a su uso que no podrían pasarse sin ella. En cuanto a los gauchos la prefieren al tabaco y a los licores, que es lo más que puede decirse de aquellos furiosos e insaciables bebedores de caña.

Sorbida la deliciosa bebida, los dos gauchos se levantaron de común acuerdo, tomando los trabucos cargados precedentemente casi hasta la boca con postas, clavos y hasta piedrecillas.

—Caballeros —dijo Ramón, el más locuaz y también el más amable—, ocupen ustedes nuestros lechos y no piensen en nosotros. Acamparemos al aire libre, a fin de no dejarnos sorprender por los indios, que no deben andar muy lejos.

—Buenas noches —respondió Diego—, y si se acercan esos canallas no vacilen, ustedes en despertarnos. Tenemos buenos fusiles y somos hábiles tiradores.

—No lo dudamos —contestaron los gauchos.

—¿Qué te parecen esos hombres, marinero? —preguntó Cardoso, cuando quedaron solos.

—Digo que podemos fiarnos de ellos —respondió el maestro—. Por otra parte, tienen interés en permanecer con nosotros y tratarnos bien, a causa de los indios que recorren la pradera.

—¿Pero, qué gente es ésta? ¿Qué hacen? ¿Dónde viven?

—Mañana te lo diré, hijo mío. Aprovechémonos por ahora de esta tregua para descabezar un sueñecillo porque hace tres noches que apenas cerramos los ojos.

—Es verdad, y si te he de hablar francamente, te diré que tengo los huesos molidos.

—Echate, entonces, por ahí y cierra los ojos.

Tendieron sobre las hojas secas una corcanilla, suave manta de manufactura araucana, y se echaron encima, después de dejar al alcance de la mano las armas y haber abierto dos paquetes de cartuchos. Pocos momentos después, ambos roncaban tan sonoramente que hacían retemblar las paredes de la cabaña.

La noche, a pesar de la vecindad de los feroces pampas, pasó tranquilamente. Ninguna alarma, ningún disparo de escopeta ni fusil vino a interrumpir el sueño de los marineros.

No se despertaran hasta que al alba los relinchos de los caballos de los gauchos saludaron los primeros rayos del astro diurno.

—¡Caramba! —exclamó el maestro, estirando los brazos y bostezando—. He aquí un sueño que me era necesario para poner mi máquina en perfecto estado.

—Pues yo he soñado que dormía en un colchón de plumas —dijo Cardase, saltando ágilmente en pie—. ¿Y nuestros amigos? ¿Estarán todavía vivaqueando fuera?

—No los veo ni los oigo.

—Supongo que no habrán sido acogotados.

—No nos habrían perdonado a nosotros, los señores pampas, que tienen la mala costumbre de retorcer el cuello a cuantos encuentran en su camino, viejos o jóvenes, varones o hembras.

—Oigo un tintineo de espuelas.

—Son nuestros hombres.

En efecto, Ramón se acercaba a la cabaña con ese balanceo que es peculiar de los gauchos, arrogantes caballistas, pero pésimos andarines. Al ver a los dos marineros les dio cortésmente los buenos días.

—¿No hay novedad? —preguntó Diego.

—La llanura está completamente tranquila —respondió el gaucho—, pero no hay que fiarse mucho. Temo que esta calma no sea de duración.

—¿Ha visto usted a los indios?

—No, pero siento instintivamente su vecindad y haremos bien en ponernos en marcha hacia el Sur.

—No deseo otra cosa, tanto más cuanto que yendo hacia el Sur es como podremos encontrar al señor Calderón. Pero ¿cómo vamos a poderles seguir a ustedes? Nuestras piernas, en verdad, son fuertes, pero no tanto como para competir con las de los caballos.

—También tendrán ustedes rápidos caballos —dijo el gaucho sonriendo—. A doce millas de aquí hay una laguna muy frecuentada por manadas de caballos salvajes; iremos directamente allí, nos emboscaremos entre los gigantescos cactus y haremos funcionar nuestros lazos. Antes de mañana por la mañana seremos todos plazas montadas y sobre buenos corceles.

En aquellos instantes se presentó en la puerta su hermano que parecía muy preocupado e inquieto.

—¿Qué pasa, Pedro? —preguntó Ramón.

—Hay que darse prisa, hermano.

—¿Acaso has descubierto algún indio?

—He visto un finísimo penacho de humo.

—¿Dónde?

—Hacia el Norte.

—Esos son los pampas.

—Eso creo yo también.

—Que vengan —dijo Cardoso—, tengo un deseo loco de cruzar cuatro tiros con esos bandidos.

Ramón se volvió al muchacho que blandía con fiera actitud su carabina y le miró con cierta sorpresa.

—Es un pollo que algún día será gallo —dijo después sonriendo.

—Ya es un buen gallo —dijo el maestro con orgullo—. No hace mucho mató a un jefe indio y se ha batido cuatro veces contra las tropas brasileñas.

—A caballo, hermano —dijo Pedro—. Los minutos son preciosos.

—Partamos, pues.

Se echaron a la espalda las mantas, los asadores y la cacerola, y abandonaron la cabaña. Fuera de ésta dos grandes caballos de delgada cabeza, piernas secas, nerviosas y completamente equipados relinchaban y piafaban.

—¿Sabéis teneros en la silla? —preguntó Ramón.

—Un marinero, bueno o malo, siempre es un jinete.

—Monten en este caballo. Mi hermano y yo montaremos en el otro y ¡al trote!

Saltaron al arzón, arreglándose lo mejor que pudieron en las anchas sillas y espoleando a los caballos partieron a buen trote hacia el Sur.

CAPÍTULO XII. LOS CABALLOS SALVAJES

La inmensa llanura que les circundaba estaba completamente desierta, pero no presentaba aquella uniformidad que generalmente se cree ofrecen las vastísimas llanuras que se extienden más allá del territorio argentino, y que se llaman pampas.

El terreno se elevaba y descendía suavemente en forma de larguísimas oleadas, con depresiones unas veces muy profundas y otras con elevaciones que interceptaban la vista. Aparte de esto no era siempre hierba lo que lo cubría, sino que aquí y allá se veían grupos de zarzas salvajes, césped de ginerium, y más allá se veían descollar como inmensos paraguas soberbios ombús de verde follaje oscuro y tronco macizo y retorcido.

La fauna, por el momento al menos, faltaba completamente. En efecto, por más que Cardoso y el maestro aguzaran sus miradas, no vieron animal alguno que atravesase aquellas espléndidas alfombras verdes, salpicadas de amapolas de variados colores. Parecía que los guanacos, los avestruces, los jaguares, los caguarés y los lobos aguaros, animales que abundan en las pampas, hubieran emigrado a otras regiones y desaparecido por miedo a los indios. Solamente se veía revolotear por los aires alguna zenostrichia pileta o pájaro común, alguna viudita, pájaro negro completamente, con puntas blancas, y soberbios trochilidos, o pájaros mosca que zumbaban en torno de los matorrales de branehisias.

—¿Qué me dices de esta pradera, Cardoso? —preguntó el maestro, que apretaba con sus musculosas piernas los flancos del caballo.

—Digo que faltan los bistecs, marinero —respondió el muchacho, que se sostenía fuertemente agarrado a la monumental silla.

—¿Qué quieres decir?

—Que creía que la pampa sería otra cosa, porque me habían dicho que era una llanura completamente plana y cubierta de hierba pero sin un árbol ni un arbusto.

—¿Y quién te había dicho eso?

—Lo be leído en los libros.

—Pues los libros mienten. ¡Cualquiera cree en los libros! Esta es la verdadera pampa.

—Pero ¿dónde están los caballos y las bestias feroces?

—Ya encontraremos unos y otras, yo te lo aseguro. Sin duda la aproximación de los indios los ha hecho huir hacia el Sur.

—¡Malditos indios! ¡Ay de ellos si los cojo a tiro!

—Mejor será que estén siempre lejos, Cardoso.

—¿Podremos escapar a esos bandidos?

—Los gauchos no los dejarán acercarse. Son hombres para poner los puntos a los indios.

—También nuestros amigos tienen tipo de salvajes.

—Sin embargo son de raza blanca, como tú y come yo. Todo lo más, tienen algunas gotas de sangre indiana en las venas.

—¿No son de raza española?

—Sí, porque descienden de los primeros colonos desembarcados en Río de la Plata.

—Dime, marinero ¿qué clase de hombres son estos gauchos? Yo no lo sé todavía.

—Son guardas de ganado que viven ordinariamente en las praderas que rodean el territorio de Buenos Aires. Aunque descienden de españoles, estos extraños hombres tienen un profundo horror a la civilización y rehuyen la vecindad de las poblaciones como si se tratase de la fiebre amarilla; su patria es la pampa y no se apartan de ella por ningún motivo.

—¿Son valientes?

—Temerarios hasta la locura. Tienen un absoluto desprecio de la muerte. Cuando mozalbetes frecuentan los saladeros, que son grandiosos establecimientos donde se sacrifican millares de reses al año. Acostumbrados a chapotear en la sangre, crecen sanguinarios, batalladores y feroces. No sueñan más que con tiros y cuchilladas y no tienen más que un deseo: señalar en la cara al adversario. Para ellos matar a un hombre es como matar un pollo; afrontar un duelo mortal, es como ir a una fiesta.

—No obstante parecen muy corteses y hospitalarios.

—Sí, son corteses, y se precian de mostrarse tales, y son de corazón generoso, pero no obstante son grandes bribones. Basta que un objeto que tú, por ejemplo, llevas encima, les guste para que no tengan escrúpulos en asesinarte cuando salgas de su cabaña. Además, son excesivamente susceptibles; una broma que no les guste se la cobran con una puñalada; si tú, por casualidad, los hieres, puedes estar seguro que a la primera ocasión se vengarán aunque estén convencidos de que los hayas ofendido por puro accidente.

—Es preciso estar ojo avizor, marinero. Tus noticias son verdaderamente inestimables. Pero dime, ¿la policía argentina no impide sus asesinatos?

—¿Quién mete la nariz en los asuntos de los gauchos? Además, ¿crees tú que el gaucho, una vez cometido el delito, se queda a esperar a la policía? Salta a su caballo, llena las alforjas de víveres y se marcha a otra provincia a buscar otro amo.

—Deben ser buenos caballistas estos hombres.

—Se alaban mucho los vaqueros mejicanos y los cowboys del Far-West, de los Estados Unidos, pero los gauchos superan a irnos y a otros. Son los primeros jinetes del mundo, te lo digo yo, y nadie puede igualarlos. Son capaces de permanecer en la silla durante cinco días sin apearse y atravesar cien veces la América del Sur durmiendo únicamente algunas horas. Están de tal modo acostumbrados a cabalgar, que no saben andar a pie y consideran el caballo tan indispensable que no conciben que hayan hombres que no sepan montar.

—Haremos una triste figura, nosotros, junto a nuestros dos compañeros. ¡Qué pobre concepto formarán!

—¡Bah! Ya saldremos adelante discretamente, hijo mío.

—Sí, pero…

—¡Chist!

—¿Qué hay?

—¡A tierra, hijo mío, a tierra!…

Cardos o, sin saber de qué se trataba, como un soberbio volteador, se arrojó entre los altos cactus mientras el maestro se tiraba por el otro lado. Los dos gauchos habían ya hecho lo mismo con una rapidez prodigiosa y habían hecho tumbarse a su caballo entre las altas y espesas hierbas.

—¿Qué has visto? —pregunta Cardoso, que por precaución había montado su fusil.

—Unos jinetes —dijo el marinero.

—¿Dónde?

—Pasaban como a cuatro kilómetros de aquí.

—¿Indios o viajeros?

—No lo he podido ver bien, pero no sé qué viajeros se arriesgarían a atravesar este condenado país.

—¿Tendremos que hacer hablar a las carabinas? No me disgustaría ejercitarme un poco sobre los pieles rojas.

—Ya veremos, Cardoso.

—¿Y los dos gauchos?

—Ahí están… ¡Oh!… ¡En guardia, Cardoso!

A pocos pasos de ellos se habla levantado de pronto una pareja de teruteros, especie de pavos, y había echado a volar lanzando estridentes gritos.

—Alguien ha espantado a esas aves —dijo el maestro con inquietud—. ¿Habrán llegado ya aquí los indios?

—¡Diego!…

—¿Qué ves?

—Esos cactus de delante de nosotros se mueven.

—Empuña el fusil dispuesto a hacer fuego.

Cardoso apuntó con su arma en la dirección señalada. Se veía que los cactus se inclinaban a derecha e izquierda como para dar paso a un cuerpo, y se oía entre las hojas cierto rozamiento acompañado de leve tintineo.

El maestro y el valiente muchacho, arrodillados detrás del caballo, con los fusiles apuntados y resueltos a todo, esperaban con el dedo puesto en el gatillo.

Por fin, a pocos pasos, apareció una cabeza y una voz bien conocida dijo rápidamente:

—Tapen ustedes la cabeza de ese caballo.

—¡Ramón! —exclamaron los dos marineros.

—En persona —contestó el gaucho.

—¿Se acercan, los indios? —preguntó Diego.

—¿Cuáles?

—Los que hornos visto.

—¿Dónde?

—¡Oh! —exclamó el lobo de mar en el colmo de la sorpresa—. ¿No los han visto ustedes pasar a tres kilómetros de aquí?

Los gauchos se echaron a reír.

—No lo entiendo —dijo el maestro.

—Pero, amigo, ¡si eso que ha visto usted son caballos!

—¿Sin jinetes?

—Caballos salvajes, nada más.

—¿Y por qué se han escondido ustedes?

—Para sorprenderles. Se dirigen hacia aquí y en breve Pedro y yo les daremos caza.

—¿Serán muchos? —preguntó Cardoso.

—Como unos treinta.

—¿Y para qué hay que tapar la cabeza del caballo?

—Porque si sienten acercarse a sus compañeros empezará a relinchar y los otras se escaparán.

—¿Acaso se entienden entre ellos?

—Parece que sí. ¡Ahí vienen al galope! ¿No los oyen?

En lontananza, efectivamente se oía sordo galopar acompañado de sonoros relinchos. El gaucho con una manta envolvió listamente la cabeza del caballo.

—¿Y su hermano? ¿Dónde está? —preguntó el maestro.

—Allí abajo, dispuesto a montar en cuanto llegue aquí la tropilla.

—¿Y tiene usted la seguridad de coger un par de ellos?

—Tenemos la vista infalible y el brazo seguro —dijo el gaucho con orgullo—. Jamás un caballo escapa al lazo del jinete de las pampas. ¡Ahí llegan; atención!

Abrió cautelosamente los cactus que se extendían, a su derecha, flanqueando un largo trecho del prado de hierba bastante baja, y señaló la piara que se dirigía hacia ellos caracoleando des ordenadamente.

Eran unas treinta cabezas, entre caballos, yeguas y potros grandes, robustos, de capa baya oscura, espesa crin, y ojos grandes y vivos. Realmente no eran bonitos, paro en aquellos remos, secos y nerviosos, en aquellos ijares dispuestos para una resistencia insuperable, unida a una sobriedad a toda prueba, se advertía que eran animales de un valor insuperable. Eran como todos los caballos que pueblan el extremo de América del Sur hasta el Estrecho de Magallanes, descendientes da aquellos setenta y cinco ejemplares españoles desembarcados en Río de la Plata en 1507. Sabido es que se multiplicaron tan rápidamente en aquellas inmensas praderas que al cabo de cuarenta y tres años se los cazaba en la misma punta meridional del continente enfrente de la Tierra del Fuego.

También hoy, no obstante el enorme gasto que de ellos hacen los indios que viven casi exclusivamente de carne de caballo, son numerosísimos y recorren en grandes piaras las fértiles praderas, esquivando el contacto del hombre que se ha convertido en su mayor enemigo.

La tropilla señalada por el gaucho, llegó en breve a unos cuatrocientos pasos del matorral de cactus, y allí se paró poniéndose a pacer con desconfianza.

—No se muevan y estén callados —dijo Ramón a los dos marineros—. Si los caballos notan nuestra presencia escaparán a la carrera y no podremos alcanzarlos.

Se acercó a su caballo y de debajo de la manta sacó una correa de piel trenzada y de unos diez metros de longitud, terminada en un nudo corredizo, pasado por un anillo de hierro. Era el lazo, terrible arma en las manos de los hijos de la pampa, de la cual arma se sirven para aprisionar caballos y toros, o para estrangular a sus adversarios.

Se convenció de que un extremo estaba fuertemente atado al pomo de la montura, y después enrolló la correa formando grandes círculos, sosteniéndola en la mano izquierda y esperó al lado de su caballo.

La tropilla se acercaba cada momento más, rodeada por los potrillos que retozaban en todos sentidos, persiguiéndose y revolcándose entre la hierba.

De pronto, los machos que marchaban en primera fila se arremolinaron levantando la cabeza como para ventear el aire y se pusieron a relinchar vigorosamente.

Ramón en un instante hizo ponerse en pie a su caballo, saltó a su lomo y lo excitó contra la tropilla dando grandes gritos. Casi en el mismo instante se vio surgir a Pedro, el cual se lanzó adelante como para cortar el paso a los fugitivos.

La tropilla, sorprendida y espantada, estuvo un momento quieta, después dio media vuelta rápidamente y se lanzó a toda carrera dando al viento las crines, con los ojos encendidos, las yeguas y los potros a la cabeza, los machos detrás, como para proteger la retirada. Parecía que un huracán pasaba sobre la pradera; la hierba, los arbustos y los grandes cactus doblábanse y caían destrozados y retorcidos bajo les cascos de aquellos caballos espantados, y el suelo retemblaba.

Los dos gauchos, espoleando furiosamente a sus cabalgaduras, en breves momentos alcanzaron a la manada fugitiva obligándola a dar una vuelta y dividirse, después levantaron los lazos, haciéndolos girar rápidamente sobre las respectivas cabezas, procurando, con los dedos de la mano, mantenerlos abiertos.

Las dos fuertes carreras cayeron silbando en medio de la tropilla que se desbandó huyendo en diversas direcciones. Dos caballos, los más hermosos y fuertes, se encabritaran, bruscamente lanzando relinchos de furor, y después cayeron por tierra agitando furiosamente las patas.

Ya eran prisioneros. Los infalibles lazos de los gauchos habían caído sobre sus cuellos y los apretaban amenazando estrangularlos.

—Son valientes —dijo el maestro frotándose alegremente las manos—. ¿Se rendirán los dos prisioneros?

—Opondrán una feroz resistencia, pero concluirán por entregarse. Por muy fiero y salvaje que sea un caballo, no se resiste a los gauchos.

En tanto, Ramón y Pedro habían echado pie a tierra llevando con ellos otro lazo. Una vez cerca de los caballos salvajes que comenzaban a agitarse desesperadamente, intentando romper las correas que les ahogaban, comenzaron a trabarles hábilmente las manos y las extremidades posteriores, hasta que los redujeron a la impotencia.

La tropilla, entretanto, había galopado en torno de los cautivos como si quisieran llevarles auxilio pero en cuanto los vieron atados, se alejó a carrera tendida y en pocos minutos desapareció hacia el Norte.

CAPÍTULO XIII. LOS ESCORPIONES VENENOSOS DE LAS PAMPAS

Los gauchos no se habían equivocado al elegir. Los dos prisioneros eran magníficos corredores, de mucha alzada, color bayo, que es la capa que generalmente tienen los caballos de las pampas, sólidos jarretes, cabeza pequeña, pecho desarrollado y vientre estrecho que denotaba una sobriedad a toda prueba.

Parecían acobardados, ellos que desde que nacieron habían corrido libremente por la pradera inmensa, al sentirse sujetos por aquellas correas, y dirigían sombrías miradas a los hombres que los rodeaban. Un temblor general agitaba sus miembros y por la boca salía en abundancia la espuma que de cuando en cuando se teñía de rojo como mezclada con sangre.

—Son estupendos —dijo Cardoso, que los examinara con viva atención—. Deben correr como el vienta.

—Desafían a cualquier caballo —dijo Ramón, que se había sentado cerca de los prisioneros, conservando en la mano los lazos—. Podrán correr treinta leguas al día sin cansarse.

—Pura raza andaluza que en estas inmensas praderas se ha mejorado.

—¿Y hay muchos en esta región?

—Los hay a millares y continúan aumentando a pesar del enorme consumo que de ellos hacen las tribus indias, y especialmente los tehuls o patagones, si, así les parece mejor llamarlos. Si los caballos no abundasen, la raza india se babea extinguido porque la caza no hubiera sido sanción Lo para alimentarios a todos.

—Pero los españoles no hace mucho que introdujeron en América los caballos. ¿Qué comían antes?

—Se dice que comían otros caballos de una raza diferente. En efecto, se han encontrado muchísimos esqueletos», semejantes al de nuestro caballo. Aquellos caballos son distinguidos por los naturalistas coas el nombre de equus cervideus, y se dice que ha desaparecido de entre los animales vivientes, porque ya no se los ha encontrado después de la importación de los caballos españoles.

—He aquí una cosa que nadie ha logrado explicarse. Sin duda las dos razas eran antagónicas y la más fuerte consiguió destruir a la más débil —dijo Diego.

—¿Y en sus provincias de ustedes, crían caballos? —preguntó Cardoso.

—En grandísima cantidad, y los matan para aprovechar las pieles y la grasa, cosas, ambas, que en el comercio tienen buen valor.

—Dígame usted, señor Ramón, ¿son difíciles de domar los caballos salvajes?

—Es necesario ser gaucho para lograrlo —dijo Ramón—. Nadie más podría hacerlo. ¿Quieren, ustedes probar?

—Renuncio voluntariamente.

—Entonces, Pedro, lo haremos nosotros. Daremos la primera lección a los cerriles.

—¿Bastará una? —preguntó Cardoso.

—Son necesarias cuatro y a veces cinco derribadas autos de que el caballo cerril se convierta en caballo redomón o sea domado.

Ramón y su hermano se acercaron al más robusto de los animales, le trabaron los remos anteriores con una mama, que es una faja de cuero, ancha; luego, sentándose ea su cuello, le obligaron a abrir la boca, metiéndole un pedazo de cuero —primer freno— unido a dos sólidas bridas. Hecho esto le libraron de los lazos.

El caballo al sentirse un poco libre, se puso ágilmente en pie, de mi salto, lanzando un sonoro relincho y trató de lanzarse a través de la pradera, pero el gaucho Pedro, aterrándolo por los ollares, le obligó a pararse.

—Date prisa, hermano —dijo—. A este caballo le corre fuego por las venas.

Ramón en pocos segundos quitó la silla al propio caballo y se dedicó a apaciguar al mustango salvaje. Primero so echó sobre el lomo dos gruesas jergas, especie de mantas de lana, dobladas en cuatro dobleces, después un ancho pedazo de cuero, llamado corona de vaca, repujado y batido a martillo, luego el recado, silla de grandes dimensiones que pesa cerca de veinticinco kilogramos, forrada de piel y adornada con clavos de plata, que se asegura; al caballo con una ancha cinta de cuero. Encima se coloca una piel de oveja, pintada de vivos colores, después el sobrepuesto que es una ancha tira de piel curtida y festoneada, y, por último, la sobrecincha que sujeta completamente la silla.

Hecho esto, Ramón se quitó las botas, pero conservando las grandes espuelas, tiró el sombrero, ciñendose la cabeza con un pañuelo de colorines, se desembarazó del poncho y saltó a la silla sin tocar los estribos.

—¡Suéltalo! —gritó recogiendo las bridas.

Pedro, con un solo golpe libró al caballo de la manca que le aprisionaba las patas y lo dejó marchar.

El corcel, al pronto, pareció sorprendido de encontrarse libre y de tener sobre el dorso aquel peso que nunca había sentido; después se lanzó adelante con los ojos inyectados en sangre y la cabeza baja, salpicando espuma a derecha e izquierda.

Recorrió quinientos metros en línea recta con la velocidad de una flecha; después dio una brusca media vuelta y se precipitó en medio de un matorral de cardos que recorrió en todos sentidos, pisoteándolos casi completamente. Salió fuera de allí y sintiendo todavía el jinete encima, pareció de pronto enloquecido.

Se precipitaba adelante como si estuviera, ciego, después se encabritaba enderezándose cuan largo era sobre las patas posteriores, lanzaba coces en todos sentidos, giraba sobre sí mismo como un molino, daba huidas a diestra y siniestra, volvía a partir como un huracán segando las hierbas con sus sólidos cascos, volvía a la empinada intentando golpear con la cabeza y morder al jinete, reemprendía desordenada carrera, lanzando sofocados relinchos, bajándose era por delante, ora por la grupa, que enarcaba a veces bruscamente para despedir al domador, después se tiraba por borra y se volvía a levantar, y otra vez a rodar por la hierba.

Pero el hombre aguantaba. Con las rodillas nerviosamente apretadas a los flancos del salvaje corcel, la brida recogida, los ojos llameantes, pronto a soltar los estribos para no dejarse apresar y triturar los muslos, no lo abandonaba. Parecía clavado en la silla; más todavía, parecía que formase un solo cuerpo con el caballo.

No había fuerza capaz de arrancarle de allí; ni los bruscos saltos, ni las sacudidas violentas, ni los saltos de carnero, a los cuales pocos jinetes resisten. Y apretaba cada vez más los flancos del animal, quitándole la respiración y a las huidas respondía con frenazos que sacudían los dientes, y a las lanzadas, con espolonazos que hacían saltar la sangre.

Cardoso y el maestro contemplaban con viva admiración aquella lucha entre el ser salvaje y el ser inteligente y aplaudían con entusiasmo al valiente caballista. Hasta el silencioso Pedro, aunque él mismo era habilísimo jinete, que había domado quién sabe cuántos centenares de caballos estaba transfigurado y seguía con ardiente mirada aquel extraño combate.

El hombre debía, vencer al fin. El caballo, rendido, sucio de sangre y espuma sangrienta, después de haber intentado todas las defensas para librarse del jinete que a espolonazos le imponía la propia superioridad, después de recorrer como un loco el campo de cactus cubriéndose de heridas, de haberse tirado por el suelo una docena de veces, de haber ensayadlo romper, con furiosos cabezazos, las bridas, comenzó a entregarse, a galopar menos desordenadamente, cambiando ora a derecha ora a izquierda, según le pedía el gancho. Al cabo de media hora trotaba como un caballo perfectamente domado y obedecía casi a la perfección. Ramón, satisfecho, lo dirigió hacia los compañeros, y saltando alegremente a tierra, lo hizo caer, trabándole las patas con la mama.

—Bravo —exclamó el maestro estrechándole enérgicamente la diestra—. Es usted, y se lo dice un hombre que ha recorrido el muro, de a lo largo y a lo ancho, el más atrevido jinete que yo he visto hasta hoy.

—Todos los gauchos son como yo —respondió Ramón—. Ahora te toca a ti, Pedro.

El taciturno gaucho soltó el segundo caballo, lo ensilló y saltó en la montura. La lucha no fue menos obstinada que la otra, pero, también esta vez, el hombre triunfó completamente y recondujo al salvaje hijo del desierto casi amaestrado al campamento.

—Mañana, los dos estarán en condiciones de marchar —dijo Ramón—. Una lección más y será bastante.

—¿La vamos a hacer en seguida? —preguntó Carnoso.

—Antes de la noche. Entretanto ustedes deben explorar los alrededores para encontrar algo que comer.

—En efecto, ya notaba yo que la despensa está completamente desprovista y que los proveedores están lejos de estos lugares. ¡Ea, marinero!, toma tu fusil y vamos a dar un paseo.

—Con mucho gusto, hijo mío. Noto aquí dentro alguna cosa que me araña el estómago. Debe ser hambre, y buena.

—Vamos, pues, a buscar una docena de chuletas.

—O, por lo menos, un asado de aves.

Mientras los gauchos, cansados por las luchas sostenidas contra los dos caballos salvajes, se acostaban sobre sus ponchos, los dos marineros se echaron a la espalda sus fusiles y se alejaron hacia el Sur, donde se veían espesos matorrales.

Desgraciadamente parecía que aquella porción de las pampas no fuese muy frecuentada por los animales, porque por más que rodeasen la vis la los dos marineros, no divisaban ni jaguares, ni caguarés, ni avestruces, y únicamente poquísimos pájaros que no merecían gastar un cartucho, porque en su mayoría eran comedores de carroñas.

Pero registrando entre la maleza, Cardoso consiguió por fin encontrar un nido de avestruces, con más de sesenta huevos, tres veces mayores que los de pavo, colocados con cierto orden, y cubiertos de fina hierba.

—¡La tortilla está asegurada! —exclamó, saltando en medio del matorral.

—¡Y qué tortilla! —exclamó el maestro que era, entendido en este asunto—. Con. tal de que los huevos no estén empollados.

—Será más apetitosa. ¡Caray! ¿Le harías ascos?

—¿Yo?… Ya verás cuando la saquemos del fuego. Pero ahora pienso que si éste es el nido, podríamos buscar a los propietarios. ¡.Por Baco! ¡Ojalá pudiéramos regalarnos con un asado de ñandú!

—¿Qué es eso de ñandú?

—Es un nombre que se da a los avestruces americanos. También los indios los llaman ñandú guazu, que quiere decir araña grande.

—¿Qué, acaso se parecen a las arañas?

—Cuando andan hacen cierto movimiento con las alas que recuerda curiosamente los movimientos oscilantes de las arañas, cuando corren por sus; telas aéreas.

—La carne…

—Es delicadísima, hijo mío.

—Entonces nos echaremos por aquí y esperaremos.

—Sí, pero antes consolemos un poco el estómago —dijo el maestro, mirando un huevo al trasluz en los rayos del sol—. Debe hacer pocos días que los están incubando.

—¿Y nuestros gauchos?

—¡Bah! Son hombres acostumbrados a largos ayunos. Por otra parte, ya se desquitarán con la tortilla.

El glotón rompió cuidadosamente el huevo y lo vació.

—Excelente, hijo mío —dijo—. Sabe un poco a selvático, pero no somos gente que se detenga en semejantes minucias.

Iban a romper otro, cuando por encima de sus cabezas pasó una numerosísima bandada de aves de largas patas.

—¡Oh! ¡Los botitus! —exclamó.

—¿Y qué es eso?

—Como ves, son unas aves.

—¿Muy buenas?

—No digo que no. Si estuvieran aquí los argentinos se divertirían.

—¿Y por qué?

—Porque enloquecen por la caza de los botitus.

—¿Acaso son difíciles de matar?

—De ninguna manera, pero porque se: cazan desde un coche.

—¡Qué cosa más curiosa!

—Pues es como te digo. Cuando caen en la pampa argentina los botitus, los grandes señores argentinos salen en carruajes, bien armados, y se lanzan a través de las praderas, haciendo fuego sobre esas aves, las cuales no se toman el trabajo de huir. He asistido varias veces a esa caza. Es una carrera endemoniada. Los caballos, fustigados hasta hacerles sangre, corren como el viento, los coches van dando tumbos horribles, los disparos suceden a los disparos y las aves caen a centenares. Si luego…

—¡Chist!…

—¿Qué ves?

—Los tussahs se mueven.

Diego se alzó con precaución y miró hacia, las plantas gramíneas indicadas. Cardoso no se equivocaba; los tussahs se entreabrían lentamente como para dejar paso a un ser viviente cuya dirección parecía precisamente la del nido.

—¿Un indio o un animal? —preguntó Cardoso montando la carabina.

—Es un ñandú; la hembra acaso —respondió el maestro—. Apunta bien para que el tiro sea seguro.

—Puede ser que tengamos delante a varias hembras, Cardoso, porque sé que incuban los huevos por parejas.

—Prepara tu fusil y…

Se interrumpió bruscamente cayendo de lado, y dejando escapar la carabina. Su rostro se cubrió repentinamente de cadavérica palidez.

—¡Diego! —exclamó.

—¿Qué tienes, hijo mío? —preguntó el maestro, asustado.

—Aquí… en la pierna… me han mordido…

El maestro se precipitó a él sin cuidarse de los avestruces y lanzó un grito dé desesperación.

Un gran escorpión, parecido a un cangrejo de mar, se había adherido fuertemente a la pierna del muchacho en cuya carne había clavado las robustas tenazas.

—¡Gran Dios! —exclamó el maestro, aplastando con furor al pequeño monstruo.

—¡Diego! La vista se me enturbia…

—¡Valor, muchacho!

—Siento un escalofrío que me sube hasta el corazón. ¿Qué me ha ocurrido?… Tengo miedo…, alguna serpiente me ha picado.

Na, na una… una serpiente, pero aquel monstruo era más terrible todavía, y el maestro no lo ignoraba. Los escorpiones de América del Sur son venenosísimos, más aún que la serpiente del cascabel, embebiéndose su virus en la sangre humana, casi instantáneamente.

Afortunadamente el maestro no había perdido la cabeza. Procurando no mostrarse aterrado para no desanimar al pobre muchacho obró rápidamente con la esperanza de poderlo salvar.

De una cuchillada le rasgó el pantalón y puso al desnudo la pierna que estaba paralizada, hinchada, y que rápidamente se iba poniendo azul. Sin cuidarse del gran peligro a que se exponía, aplicó los labios a la herida y chupó vigorosamente, escupiendo la sangre que absorbía.

Cardoso, que había caído sin fuerzas, pareció aliviado por aquella extracción de sangre y se incorporó, balbuciendo:

—Gracias…, Diego…, me parece que estoy algo mejor.

—No es nada, hijo mío —respondió el maestro, enjugándose el frío sudor que empapaba su frente—. Ha sido un pinchazo doloroso, pero nada más.

—¿Curaré?…

—Sí…, en seguida; puedes estar seguro, Cardoso, pero es preciso que te lleve en seguida al campamento.

—¿Para qué?

—Para que los gauchos te puedan curar más pronto.

—Pero ¿quién me ha mordido?

—¡Bah! Una viborillla —dijo el maestro—. ¡Ven!

Cogió al pobre muchacho, lo estrechó contra su pecho y se lanzó a la carrera a través de la pampa, gritando:

—¡Ramón! ¡Pedro! ¡Socorro!

CAPÍTULO XIV. LOS PATAGONES A LA CAZA DEL GLOBO

Cuando llegaron al campamento, Cardoso casi no daba señales de vida. La succión había retardado los progresos del veneno, pero no lo había extraído de la herida completamente. Unos minutos más y llegaría la muerte.

Los das gauchos, que estaban domando los caballos salvajes, al oír los gritos del maestro se apresuraron a acudir, después de amarrar las cabalgaduras. Al ver a Cardoso en aquel estado adivinaron en seguida de qué se trataba.

—Le ha mordido un escorpión —dijo Ramón, después de mirar detenidamente la pierna herida que se había inflamado y se había puesto muy oscura.

—¿Está perdido? —preguntó con angustia el maestro.

—No.

—¿Tienen ustedes algún remedio?

—Sí; y yo le garantizo que le salvaremos.

—¡Alabado sea Dios!

—Puede usted alabarlo de corazón, porque sin nuestro concurso este valiente muchacho sería perdido. Pedro, tome la taza de plata y mi morral, y usted, Diego, acueste al herido, encienda fuego y ponga agua en la marmita.

—¿Me asegura usted que no morirá?

—Se lo prometo, Diego.

—Si muriese, yo me quedaría sin cariño sobre la tierra.

—No se desespere usted, y a curarle, porque los minutos son preciosos.

Diego no se lo hizo repetir. Arrancó la hierba en un espacio de tres o cuatro metros, para que el fuego no se comunicase a la pradera causando una catástrofe, y puso a hervir el agua de la marmita. Apenas lo había conseguido cuando Pedro volvía con el morral y la taza.

Ramón abrió el primero y sacó una raíz negra de forma alargada que cortó por la mitad con su navaja. Hizo pedacitos una de las partes y la arrojó dentro de la marmita que ya bullía, y se puso a masticar vigorosamente la otra parte, reduciéndola a una especie de pasta.

—¿Qué es eso? —dijo Diego, que le observaba con viva ansiedad.

—Una raíz, y nada más, pero que curará a ese muchacho —respondió el gaucho.

Cardos, que hasta entonces no había dado señales de vida, en aquel momento abría los ojos. El pobrecillo, pálido, decaído, ya casi rígido por la muerte que avanzaba a grandes pasos, abrió con trabajo la boca y murmuró:

—¡Diego! ¡Diego!

—Aquí estoy…, pequeño —respondió el maestro inclinándose sobre él.

—Estoy horriblemente… mal.

—Lo veo; pero Ramón te salvará.

El muchacho sonrió tristemente y movió la cabeza.

—Temo que sea demasiado tarde… —murmuró.

—No; te salvaremos; me lo ha jurado Ramón. y ese hombre no tiene traza de prometer y no cumplir.

—¡Oh!… Pero yo… no tengo miedo de morir…, lo que siento es… dejarte solo… aquí.

—¡Valiente marinero! —exclamó el maestro, cuyas mejillas regaban dos gruesas lágrimas, acaso las primeras que vertía en cuarenta años.

—Cálmate, Cardoso; soy contigo —dijo Ramón que había terminado de masticar la raíz. Puso al descubierto la pierna, sacó de la boca aquella especie de pasta que despedía fuerte olor a orina cargada de amoníaco, y la aplicó a la herida, vendándola con un pedazo de tela cortada de una corcanilla.

—Ahora beberás una tisana —dijo cuando hubo terminado— y en seguida te dormirás tranquilamente.

Tomó la marmita, vertió el contenido en la taza de plata y presentó el líquido al muchacho, el cual al notar el agudo olor amoniacal de los orines, torció la boca.

—¿Qué es eso? ¿Te vas a hacer ahora el melindroso? —preguntó Diego con dulce reproche—. Animo, pequeño mío; un marinero debe ser capaz de tragarse todo lo que se le presente.

—Es verdad… —murmuró Cardoso esforzándose en sonreír.

Acercó los labios a la taza y la vació de un trago. En el acto se desplomó sobre la hierba, como si hubiera sido fulminado por un rayo, con los puños apretados y los miembros rígidos, estirados.

—¡Ha muerto! —exclamó el maestre, mirando ferozmente a Ramón.

—No; es que se ha dormido de repente.

—¿Está usted seguro?

—Lo juro.

—¿Y cuándo se despertará?

—Mañana, y no se acordará de nada.

—¿Y se habrá curado?

—Sí; pero quedará muy débil y necesitará cuatro o cinco días para restablecerse completamente.

—¿Y vamos a seguir acampados aquí?

—No; sino que nos iremos esta noche misma… Hace dos horas he visto desfilar hacia el Norte unos caballos, y por el modo de marchar.

Lo comprendido que son caballos salvajes. Estoy seguro de no equivocarme; los indios han descubierto nuestro rastro y nos espían.

—No nos faltaba otra cosa. ¿Y adónde iremos?

—Es necesario llegar al río Negro e interponer ese ancho curso de agua entre los indios y nosotros.

—¿Está lejos?

—Como media docena de millas, nada más.

—¿Y podrá Cardoso cabalgar?

—Lo llevará usted, mientras nosotros conducimos los caballos salvajes.

—Entonces, parlamos.

—Después de cenar, si han traído ustedes algo que poner entro los dientes.

—Espere usted aquí y le traeré con qué satisfacerse largamente.

Iba a ponerse en camino para recoger los huevos de avestruz, cuando Ramón le detuvo violentamente.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó el maestro sorprendido.

—¡Escuche usted!

—¿Los indios?… —interrogó el otro irguiéndose.

—Sí; son los indios.

—¿Y vendrán hacia nosotros?

—Acaso.

—¿Nos habrán descubierto?

—No lo sé. ¡Pedro, tumba los caballos!

—¿Y qué haremos con Cardoso en ese estado? —preguntó el maestro con desesperación.

—Le defenderemos —contestó el gaucho—. Ramón no abandona a sus amigos.

De pronto el maestro retrocedió vivamente lanzando una formidable exclamación:

—¡Truenos y relámpagos!

—¿Qué ve usted?

—¡El globo!

—¿El globo?

—¡Sí! ¡Allí va!

Ramón levantó la cabeza y miró. A dos kilómetros del campamento y cerca de trescientos metros del suelo, se cernía fatigosamente el pobre aeróstato, ya casi vacío. Por más que aguzase la vista, ni el gaucho ni el marinero divisaron persona alguna encaramada en la red.

—¿Cómo se ene entrará todavía en el aire? —se preguntaba Ramon.

—¿Y el señor Calderón, dónde habrá caído? —dijo el maestro, que aunque no alimentase mucha simpatía por aquel hombre, sin embargo, le compadecía sinceramente.

—Sin duda habrá caído en manos de los indios —respondió Ramón.

—Y acaso a estas horas lo habrán, matado.

—Los pampas no perdonan a ningún prisionero, pero los tehuls o patagones, si usted quiere mejor, se contentan con hacerlos sus esclavos.

—¡A tierra! —exclamó Pedro que regresaba corriendo.

Ya era tiempo. A dos kilómetros del campamento pasaba galopando furiosamente una gran tropa de jinetes, medio sepultados entre los altos cardos de la pampa, persiguiendo al globo y lanzando agudos gritos.

Su paso fue tan rápido, que los dos gauchos no consiguieron distinguir si estaba compuesta de pampas o de tehuls. De cualquier modo aquellos jinetes, enteramente embebidos en la persecución del globo, no se dieron cuenta de que allí había un campamento, porque continuaron galopando en dirección al Norte.

—Ya se han marchado —dijo Ramón cuando los perdió de pista—. Hay que darse prisa en buscar un refugio o seremos descubiertos y atacados.

—Pero ¿adónde ir? —preguntó el maestro.

—Ya lo he dicho. Solamente podrán ocultarnos de los ojos de esos salteadores, los bosquecillos que hay en las orillas de río Negro.

—No deseo más que marchar. Concédame diez minutos para coger una docena de huevos para mi Cardoso, y en seguida ¡a caballo!

—Apresurémonos, pues.

El maestro se echó al hombro la carabina y se alejó corriendo, llevándose una manta. No le fue difícil encontrar el nido de los avestruces que estaba a poca distancia del campamento en medio de un matorral de cactus.

Recogió bastantes huevos en la manta y volvió junto a los gauchos, los cuales habían hecho levantarse a los caballos.

Ramón ensilló su propio caballo, que era el más dócil, e hizo montar a él al maestro, entregándole a Cardoso, que dormía tranquilamente envuelto en una gruesa corcanilla.

—¡Pobre pequeño! —exclamó el marinero, apretándole contra su pecho y acomodándole en la delantera de la larga silla—. Procuraré no despertarte.

—El caballo es tranquilo y el muchacho no se dará cuenta de nada —dijo Ramón—. Dentro de un par de horas llegaremos al río y descansará mejor.

—Y los caballos salvajes, ¿quién los conducirá?

—Nos encargaremos nosotros, y yo le aseguro a usted que no se nos escaparán.

El maestro apretó las rodillas y el inteligente animal se puso en marcha, al paso largo y dirigiéndose al Sur. Foco después le alcanzaban los gauchos montados en los caballos salvajes, conduciendo a mano el cuarto caballo.

Había llegado la noche. La oscuridad envolvía la inmensa pradera; solamente en la línea del horizonte se divisaba vaga claridad proyectada por las estrellas, entre las cuales se destacaba soberbiamente la Cruz del Sur. Por doquier reinaba profundo silencio, que sólo de cuando en cuando era interrumpido por el ligero gemido de los cactus agitados por la fresca brisa que llegaba de la lejana cadena de los Andes, o por el aullido de algún lobo, que vagaba en busca de presa.

La pequeña tropa, que avanzaba sin hablar palabra, con oído atento a los menores rumores, los ojos bien abiertos y los fusiles en la mano para no dejarse sorprender, costeó por algún rato mía pradera de cactus, después se internó en una vasta zona, cubierta de una hierbecilla corta, menuda, brillante, que apagaba enteramente el rumor producido por los cascos de los animales.

—Hay que estar muy atentos —dijo Ramón, que venía el último con el trabuco cruzado por delante del arzón—. A la primera alarma hay que echarse a tierra sin perder momento.

—Es de esperar que todo vaya bien —respondió el maestro Diego, que sostenía delicadamente al pobre Cardoso—. No veo nada de particular, y eso es señal de que los indios se han alejado.

—No nos fiemos demasiado.

—¡Bah! A estas horas estarán todos detrás del globo.

—Silencio, que la palabra en estas soledades se extiende a increíbles distancias.

—Punto en boca.

Avanzaron como medio kilómetro por aquel terreno descubierto, que en caso de peligro no ofrecía el menor resguardo, caminando con precaución y sin perder de vista los pequeños grupos de cactus que se divisaban aquí y allá diseminados, después giraron al Sudoeste donde aparecían algunos arbustos, alternando con árboles que parecían acacias silvestres, y que en caso necesario podían ocultarles a la vista de los indios.

Ya iban a llegar a ellos, cuando Pedro, que cabalgaba a la cabeza, se detuvo bruscamente, echando una mirada sospechosa sobre aquella vegetación.

—¡Ah! —exclamó el maestro apretando al pobre muchacho contra el pecho—. ¿Qué hay allí debajo?

—¿Qué ve usted? —preguntó Ramón, uniéndose a su hermano.

—Nada; pero me parecía que esas matas se movían —respondió el gaucho.

—¿Estás seguro de no haberte equivocado?

—No sé qué decirte, pero desconfío.

—Salgamos hacia fuera; acaso las ha movido alguna alimaña.

—¡Calla!

—¿Qué oyes?

—¡Los indios vuelven!

—¡Por todos los santos! ¡Es verdad!

En efecto, hacia el Norte, aunque a gran distancia, se oían gritos acompañados de un sordo fragor que parecía producido por el furioso galope muchos caballos.

—¡Maldito globo! —exclamó el maestro—. ¡Decididamente la ha tomado con nosotros!

—¿No ves nada, Pedro? —preguntó Ramón.

—Sí, veo el globo que avanza rozando el suelo.

—Entonces, el viento ha cambiado. No se necesitaba más que esto para hacernos pasar una noche toledana.

—¿Qué hacemos? —preguntó Diego—. Es necesario tomar una decisión o nos descubrirán los indios.

—En marcha… ¡Eh!… ¡Eh!

—¿Qué pasa?

—¡Arrea!… ¡Arrea!

Cuatro caballos se habían inopinadamente levantado entre los arbustos. Diego, Ramón y Pedro clavaron las espuelas en el vientre de sus caballos y arrancaron hacia el Sur sin volverse a mirar atrás.

Un instante después se oyó un furioso galope acompañado de gritos estentóreos.

—¡Los patagones! —exclamó Ramón.

Diego se volvió a mirar atrás. Cuatro caballos, montados por indios de estatura gigantesca los perseguían, ganando terreno rápidamente.

—¡Ah, bandidos! —exclamó—. Si no llevase a Cardoso, ya les metería un par de balas en las costillas.

—¡Espuela! ¡Espuela! —gritó Ramón.

Los caballos devoraban el terreno; pero los de los patagones, seguramente mejores, o acaso más descansados, ganaban siempre, y para colmo de desventura sus jinetes seguían gritando, como si quisieran atraer la atención de sus compañeros que estaban persiguiendo el globo.

—¡Alto! —exclamó de pronto Ramón.

—¿Más enemigos? —preguntó Diego.

—¡Mano a los cuchillos! ¡Atención a los lazos!

Los patagones llegaban a carrera tendida contra el pequeño grupo que se había parado para hacer frente al enemigo. Pasaron a pocos pasos de distancia sin detenerse, arrojando sus lazos.

Diego se encorvó sobre el caballo, rehuyendo las correas que debían arrancarle de la silla o estrangularle; pero Ramón, que iba en primera fila y que luchaba con el caballo que en aquel supremo instante se había encabritado, se sintió enlazar por medio del cuerpo y arrastrar. Dio un grito terrible.

—¡Auxilio!…

Arrancado bruscamente de la silla, fue arrastrado en medio de las altas hierbas, detrás de los caballos de los patagones, que continuaban galopando furiosamente.

—¡Fuego! —gritó Pedro—. ¡Fuego a los caballos!

—¡Pronto! —respondió Diego.

Un tiro de trabuco y otro de carabina retumbaron, Dos caballos cayeron abrasados al suelo, arrastrando a sus jinetes en la caída.

—¡Ramón! —gritó Pedro lanzándose adelante.

—¡Aquí estoy, hermano! —respondió una voz.

—¿Vivo?

—¡Sí!

—¡Bendito sea Dios!

—Más tarde lo bendecirás.

—¿Estás herido?

—No; pero nos van a apresar. ¡Mira!…

CAPÍTULO XV. LA PERSECUCIÓN DE LOS PATAGONES

En efecto, la situación de nuestros amigos estaba en camino de ser desesperada. Los indios, lanzados tras el globo, al que acaso tomaban por la luna o por algo parecido, al oír retumbar aquellos disparos de fusil en el silencio de la noche y los gritos de alarma de sus compañeros, habían hecho una rápida conversión dirigiéndose hacia el sitio donde estaban los gauchos, Diego y Cardoso.

Estaban muy lejos, y no podían, a causa de la profunda oscuridad, conocer de qué se trataba; pero no podían tardar en llegar porque se oía el galope precipitado de sus caballos. Era, necesario darse prisa en salir fuera para no ser rodeados y perder para siempre la libertad, y acaso la vida.

—Adelante, a la carrera —dijo Ramón, que se había dado prisa a tomar su caballo que no había tenido tiempo de escapar.

—¿Y conseguiremos salir bien de ésta? —preguntó Diego con ansiedad—. Yo no temo por mí, sino por este pobre muchacho.

—Eso es lo que habrá que ver, pero le aseguro que haremos todo lo posible por salvar a Cardoso —respondió Ramón—. ¡Ahora al galope!

—Una palabra todavía. ¿Dónde han ido a parar los cuatro individuos que nos atacaron? Yo no veo por tierra más que los dos caballos.

—¡Bah! Aunque a pie, corren como ciervos; los dos que han derribado ustedes deben estar ya muy lejos y en cuanto a los otros me parece que los veo salir al encuentro de la cuadrilla que nos persigue. De todos modos carguen ustedes las armas y estén preparados a todo.

—Está bien.

—¡Adelante!

Ramón soltó el caballo salvaje que llevaba de mano y que le servía más de estorbo que de utilidad, montó en el otro y se puso a la cabeza del pequeño grupo dirigiéndose al Sur, seguro de encontrar pronto el río Negro. Diego, después de sujetarse bien a su pecho a Cardoso por medio de un sólido lazo, para tener las manos libres, y de cargar la carabina, se puso detrás, mientras Pedro se ponía en la retaguardia.

Los indios estaban ya a medio kilómetro y espoleaban los caballos lanzando siempre agudos gritos. Sabiendo, sin duda, que delante tenían más jinetes, se habían ensanchado en semicírculo para coger, en medio todo. Algunos de ellos, sin embargo, corrían hacia el Oeste detrás del globo que continuaba arrastrándose por la pradera, dando de vez en cuando gigantescos saltos para volver a caer y otra vez subir.

Durante más de media hora no ocurrió nada extraordinario. Los fugitivos, espoleando sin crear, consiguieron conservar la distancia y hasta ganar algunos centenares de metros sobre los perseguidores; pero bien pronto las cesas cambiaron en su desventaja.

Mientras pasaban por un trozo de terreno obstruido por matorrales de luma, de cuya fruta sacan, los indios un óptimo vino, y de auges, árboles sagrados para los araucanos y de cuya corteza se obtiene una especie de canela, vieron alzarse diez o doce jinetes puestos allí en emboscada o que acaso se habían parado para que descansasen los caballos durante la persecución del globo.

—¡Caramba! —exclamó Ramón, retirándose apresuradamente hacia los compañeros que se habían en seguida parado con el dedo en el gatillo de sus anuas de fuego—. ¡Se nos echa encima toda esa gente!

—A los que no les costará trabajo alcanzarnos —dijo Pedro—. Sus cabrios deben estar descansados y galopan, más que los nuestros, que comienzan ya a dar señales de cansancio.

—¿Se ve ya el río? —preguntó Diego.

—No; pero no debe estar lejos —respondió Ramón—. ¡Ah, si pudiésemos interponer el río entre esos canallas y nosotros!

—¿Y qué haremos?

—Continuar huyendo, por ahora.

—Les advierto que mi caballo no podrá correr pronto por el doble peso que lleva.

—Ramón —dijo Pedro—, ¿cuántos hombres crees que son?

—Lo menos cuarenta.

—¿No podríamos dividirlos? Tenemos nuestros trabucos. Diego tiene sus carabinas, y uno a uno podemos, si no destruirlos, reducirlos a un número tan exiguo que se les quiten las ganas de seguir persiguiéndonos.

—Tienes razón, hermano.

De este modo podríamos atraer hacia nosotros la persecución y acaso se salvaría el joven Cardoso.

—Gracias, Pedro —exclamó Diego vivamente emocionado—. ¡Y que digan luego que los gauchos no tienen corazón!

—Guarde usted en el bolsillo los cumplimientos —dijo el gaucho—. Ramón, yo parto el primero hacia el Este, y apenas los tenga a tiro, les descargaré toda la metralla de mi trabuco, y después apretaré las espuelas.

—Anda, hermano, y guárdate de las bolas.

—Tiraré el primero, te lo aseguro. ¿Y dónde nos volveremos a encontrar?

—Al otro lado del río Negro. Galopa hacia el Este todo lo que puedas, después gira al Sur y atraviesa el río.

—Está bien.

—¡Que Dios te ayude! —dijo Diego.

Miró a los diez o doce indios que se habían levantado entre los matorrales y que ganaban terreno rápidamente, se puso la escopeta delante de la silla, enrolló el lazo y en seguida lanzó el caballo hacia el Este.

—¿Le seguirán? —preguntó Diego.

—Seguramente —respondió Ramón con voz tranquila—. ¡Allí va!

—¿Y escapará a las bolas? Esos perros de patagones son infalibles cuando las arrojan.

—Pedro tiene buena vista y no se dejará coger, ni les permitirá acercarse demasiado, mientras tenga pólvora y postas con que cargar su arma.

La pequeña; banda que precedía al grueso de la tropa, al ver a Pedro separarse del grupo y correr hacia el Este, se había precipitado tras él vociferando espantosamente, suponiéndole ya presa segura. Solamente uno de ellos halda continuado la persecución de Ramón y Diego, aunque manteniéndose a distancia.

—¡Ah, bribón! —exclamó Ramón.

—¿Por qué no sigue con sus compañeros?

—Porque espera el grueso de la tropa para lanzarla detrás de nosotros.

—¡Si pudiéramos despacharlo!

—Las carabinas de ustedes, ¿qué alcance tienen?

—Puede tirarse a ochocientos metros.

—Como ese hombre no dista más ele cuatrocientos, podría usted probar.

—Pues, en seguida está hedió.

El maestro paró su caballo, acomodó a Cardoso en la montura, soltó del arzón una de las carabinas y apuntó al indio con gran cuidado. Medio minuto después, retumbaba en la pradera una aguda detonación. El indio, tocado por la bala del marinero, se desplomó sobro el cuello de su caballo y en seguida cayó pesadamente al suela, quedando allí inmóvil.

—¡Buen tiro! —exclamó Ramón.

—El confite ha sido un poco duro —dijo el maestro riendo—. ¿Debo mandar otro al caballo?

—Es inútil, Diego; ahorre usted las municiones, que son muy necesarias en este país.

—Entre Cardos o y yo tenemos mi millar de tiros.

—Pero Chile está muy lejos, ¡al galope!

En aquel momento un relámpago brillé del lado del Este seguida de una fragorosa detonación.

—Pedro también regala confites —dijo el maestro.

—Y de los que pinchan —dijo Ramón—. Son buenas postas que se hunden en la piel de los patagones. Espoleemos y esperemos engañar a esos granujas que nos persiguen.

—¡Alto!

—¿Qué pasa ahora?

Un objeto brillante que parecía una gran hola de metal, pasó silbando entre ellos, perdiéndose en la hierba cincuenta pasos más adelante.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro—. Una bola.

—¿De los otros patagones?

—Sin duda, y que al parecer están muy cercanos.

—Pero ¿dónde están?

—Acaso escondidos en aquella maleza.

—¡Ah! Deben ser los dos indios que desmontó usted hace poco —dijo Ramón—. ¡No importa! ¡Adelante, Diego!

Espolearon los caballos y se lanzaron a través do una alfombra de espesa hierba, salpicada de verbenas multicolores, las cuales desprendían penetrante peí fume.

Recorridos cincuenta metros, Ramón se volvió a mirar atrás para observar si era seguido y no pudo contener una imprecación. El grueso de la tropa les seguía siempre y, lo que era peor, había ganado mucho terreno porque ya no distaba más que setecientos u ochocientos metros.

—Amigo, es preciso separarnos —dijo.

—¿Usted también me abandona?

—Es necesario para la salvación de Cardoso.

—¡Ay, si no tuviese a este pobre muchacho!

—¿Qué haría usted?

—Me emboscaría en cualquier matorral y rompería un fuego infernal contra esos bandidos.

—Son demasiados, Diego. Lo mejor es que continúe usted huyendo hacia el río Negro y lo atraviese antes que ellos.

—Si podemos. Mi caballo empieza a dar señales de cansancio.

—Acaso los indios corran todos detrás de mí. Usted, en tanto, corra siempre en línea recta y si le es posible cruce aquella altura que se ve en el fondo. Acaso allí encuentre usted algún escondite.

—¿Y dónde nos reuniremos?

—Al otro lado del río.

En lontananza se oyó otra detonación, acompañada de un aullido de furor.

—Pedro se hace sentir —dijo Ramón—. ¡Adiós, Diego, y si no me matan cuente usted conmigo!

—Gracias, buen amigo, y estad seguro de que no olvidaré lo mucho que le debemos.

Ramón hizo seña al maestro para que pasara adelante y en seguida él volvió atrás bruscamente como si quisiera cargar contra los indios.

Pocos minutos después, Diego, que había continuado la carrera, oyó un tiro de trabuco y volviéndose vio a Ramón, huyendo a carrera tendida hacia el Oeste seguido por una banda de jinetes.

—¡Bravo joven! —exclamó el viejo lobo de mar con voz conmovida—. Si salgo sano y salvo de este desierto le recomendaré como merece al presidente de la República. ¡Oh! Otra vez esos bribones. Decididamente la han tornado conmigo y no hay manera de mandarlos con Belcebú… ¡Marinero, esta vez no escapamos de las manos de esos paganos!

La maniobra de los dos valerosos gauchos no había tenido el éxito que esperaban de ella. El grueso de la tropa, aunque considerablemente mermado, no había cejado en la persecución del tercer caballo montado por los dos marineros.

Antes, al verlo solo, habían apretado la marcha y ganaban terreno a ojos vistas, ensanchando el semicírculo para cogerlos en medio. Ahora la fuga era imposible y bien lo sabía el maestro, teniendo debajo de él un caballo casi agotado.

No obstante, no se desanimaba, cargó la carabina con que poco antes había desmontado al patagón, preparó la otra, acomodó lo mejor que pudo a Cardoso, que continuaba durmiendo profundamente, le ató sólidamente a la silla y espoleó vigorosamente al caballo, dirigiéndose hacia la altura poco antes descubierta y que distaba, un par de kilómetros.

—Si consigo llegar a ella antes de que se me echen encima todos esos bribones, puedo esperar salvar la piel —se dijo—. Desde aquí no veo espesura que pueda servirme de escondrijo. ¿Y Ramón?

Miró hacia el Oeste y vio sombras fugitivas. Después oyó una segunda detonación.

—¡Bueno! —murmuró—. Ese valiente gaucho dará mucho que hacer a sus perseguidores.

En tanto, los patagones, que parecían haber comprendido su intención, adelantaban siempre y ya oía las voces con que excitaban a los corceles. Las dos puntas del semicírculo estaban ya muy delante y diseñaban el movimiento para cogerle en medio. Algunos jinetes no distaban ya más de cuatrocientos pasos, y uno, el más cercano, lanzó una bola que cayó a mitad de distancia.

Diego, aunque asaltado por aciagos presentimientos y comenzando a perder las esperanzas, no cesaba de espolear al caballo. Desgraciadamente, éste, cargado con doble peso, no podía más y jadeaba fuertemente. En ciertos momentos el marinero lo sentía temblar y se veía obligado a sostenerle con el apoyo del bocado.

Debía ser media noche cuando llegaba al pie de la altura que tenía unos trescientos o cuatrocientos metros de elevación, completamente aislada y cubierta aquí y allá de arbustos y algarrobos salvajes.

—¡Un último esfuerzo, pobre animal! —decía el maestro acariciándolo—. ¡Animo! ¡Al galope!

El caballo, en lugar de obedecer, se paró tocando con la nariz en la tierra.

—¡Adelante! —gritó el maestro, clavándole despiadadamente las espuelas en el vientre.

El pobre animal lanzó un relincho de dolor y subió la colina al galope; pero aquel era su último esfuerzo. Habría apenas recorrido cuatrocientos pasos cuando volvió a pararse cayendo sobre las rodillas.

—¡Esto se ha terminado! —exclamó el maestro secándose el frío sudor que emperlaba su frente—. ¡Ya no podemos seguir! Suerte que esos pagamos, aunque me apresen no conocen el valor de los diamantes. ¡Pronto! A tierra y decidido a defender el pellejo.

Se echó al hombro las carabinas, tomó en brazos a Cardos o y se puso a subir la colina a la carrera. Los patagones habían llegado entonces a la base. Siete a ocho bolas lanzadas contra el marinero no le alcanzaron. El caballo que acababa de abandonar, herido en la cabeza se desplomó al suelo para no levantarse más.

—¡Animo, marinero! —gritó el maestro—. La fortuna me protege.

En aquel instante sus ojos se fijaron en una roca que debajo presentaba una negra abertura; una caverna sin duda.

—¡Estoy salvado! —exclamó y se dirigió a aquélla a toda prisa; pero ya era tarde. Los patagones subían, por la colina a todo galope dando gritos de triunfo.

En pocos instantes quince o veinte jinetes se le echaron encima chocando coa él furiosamente. El maestro cayó arrastrando en la caída a Cardoso.

Se alzó enfurecido con una carabina en la mano y la descargó a quemarropa contra el grupo. Iba a empuñarla por la caña para servirse de ella como de una maza cuando se sintió aferrado por detrás y derribado por tierra.

Un. indio de gigantesca estatura levantó sobre él el puño, tan grande como un macho de fragua, y le dio un furioso golpe en el cráneo.

—¡Auxilio! —gritó y cayó al suelo como herido por el rayo.

CAPÍTULO XVI. LOS «PATONES» DE LA AMÉRICA DEL SUR

En aquella especie de triángulo festoneado, que América meridional forma en su extremo Sur, extendiéndose por 168 miriárnetros entre los océanos Atlántico y Pacífico, confinante al Norte con el río Negro que la separa de la pampa argentina y al Sur con el estrecho de Magallanes al cual triángulo le fue dado el nombre de Patagonia por el descubridor Magallanes que la visitó el primero en el año 1519 vive un pueblo que desde hace más de tres siglos ha despertado el más vivo interés y las más ardientes discusiones entre los sabios de los dos mundos y entre los más arriesgados navegantes.

Queremos hablar de los patagones u «hombres patones», como los llamó Magallanes, indujo al error por las gigantescas abarcas de piel de guanaco. Su verdadero nombre es el de tehuls o tehouls como son comúnmente llamados por los pueblos vecinos.

Su estatura elevadísima, prodigiosa, fue lo que los hizo célebres, además de su fuerza extraordinaria, su espíritu de independencia, y su género de vida. Los primeros navegantes que se aventuraron en las desoladas costas de la Patagonia dejaron de estos indígenas descripciones que ponen espanto.

Magallanes, que fue el primero que los vio, dejó escrito que los marineros de sus naves llegaban apenas a la cintura de aquellos colosales indios, a los cuales además atribuía una fuerza extraordinaria y un vozarrón tan fuerte que mugían como bueyes. Pero los navegantes que los visitaron más tarde fueron gradualmente disminuyendo la estatura de aquellos hombres, los cuales, sin ser tan gigantescos, pueden considerarse hoy todavía como los más grandes, los más desarrollados y los más vigorosos de que se envanece la especie humana.

Drake, que los visitó en 1578, dice que eran un poco más altos que algunos ingleses; un poco más, nada más que un poco; Cavendish, que los vio en 1586, dijo que la huella de sus pies era de dieciocho pulgadas. Knyvet, que desembarcó en aquellas costas en 1591, vio indios de quince a dieciséis palmos de altura; Van Nort, en 1598, dice que todos eran de alta estatura; Sebaldo de Yeert, en 1599, les concede una altura de diez a once pies, más de tres metros; Spilbergea, en 1614, los llamó verdaderos gigantes. Le Maire y Schouteu, en 1615, encontraron esqueletos de diez a once pies de largo y vieron cráneos tan grandes que podían servir de yelmos. Falkner, en 1740, vio a un jefe indio de dos metros y treinta y tres centímetros de estatura; Byron, en 1764, vio también a un jefe así de alto y otros un poco más bajos; Wallis, en 1766, encontró indios de dos metros de altura y algunos de siete pies; Bougaoville, en 1767, no más altos de seis pies y no más bajos de cinco o seis pulgadas menos, Wiedmann, en el año 1783, los vio generalmente de seis pies de altura; King, en 1827, de cinco pies y diez pulgadas a seis pies; D’Orbignes, en 1829, ni más de cinco pies y once pulgadas; Fitzroy y Darwin, en 1833, de 1'94 metros. Mayne y Cunningham, en los años 1868-69, de cinco pies y once pulgadas; pero vieron también a uno de 2'03 metros; Antón, en 1865, dijo cine los mayores tocaban a los 1'94 metros.

Sin duda la raza ha ido poco a poco rebajándose, como lo demuestran los esqueletos elevadísimos, que se vuelven a ver aún hoy día, pero se pueden considerar los patagones como los hombres más gigantescos de la especie humana, Pero muy probablemente algunos navegantes fueron inducidos a error por haber visto a estos indios solamente a caballo. En efecto, cuando están sobre sus corceles parecen mayores de lo que realmente son, teniendo, por lo común, las piernas cortas, el busto larguísimo y la musculatura muy desarrollada, pero parecen mayores a causa de la gran capa de piel de guanaco que llevan con el pelo hacia dentro.

Este pueblo, cuyo número se hace ascender a 12 000 almas, forma un tipo absolutamente aparte que se separa completamente de los indios pampas que ocupan las regiones vecinas a las fronteras de La Argentina, de los indios araucanos que ocupan la Patagonia confinante con el Océano Pacífico y, sobre todo, de los indígenas de la Tierra del Fuego, feos, sórdidos y, lo que es más extraño, tan pequeños que son verdaderos enanos, aunque pocos centenares de metros de agua los separan de los patagones.

Además de la estatura que los distingue, tienen la cabeza grandísima, los cabellos largos, los ojos negros y vivaces, el rostro por lo general ovalado, la frente convexa y color rojizo oscuro y están desprovistos de barba, que se depilan cuidadosamente, por medio de una pequeña herramienta de plata o con pedazos de vidrio. Son menos crueles que sus vecinos, que rara vez perdonan a sus prisioneros, y especialmente a los hombres de raza blanca; pero odian profundamente a los españoles, a los que distinguen coa el nombre de cristianos, porque los consideran como usurpadores de los territorios situados a septentrión.

Por lo común son taciturnos, de expresión melancólica, pero aman a los grandes habladores y, en familia, algunas veces, juegan con sus hijos, a los que adoran, y con sus mujeres, a las que respetan mucho. Nómadas por excelencia no tienen ni centros ni poblaciones. Van y vienen por las inmensas praderas de su territorio empujados por el capricho o por el deseo de encontrar territorios mejores para la caza y parece que toman toda clase de precauciones para evitar el contacto con la raza blanca; se diría que tienen pánico a la civilización, de la cual, por otra parte, casi siempre tuvieron motivos para quejarse, y la rehuyen. En efecto, rara vez osan atravesar el río Negro del otro lado del cual viven, los pompas, y más allá los argentinos a los cuales aborrecen de modo especial.

Intrépidos jinetes que se igualan con los famosos gauchos, se puede decir que también ellos viven sobre la silla, siendo para ellos necesario el caballo, hasta no poder más. Se puede decir que si la raza equina se extinguiese, la de los patagones no tardaría mucho en seguir el mismo destino.

Es, en efecto, el caballo lo que da la vida al indio de las pampas, el que le alimenta, el que le ayuda en las cacerías, el que le viste y el que le proporciona la tienda que le resguarda; y el patagón, que no ignora esto, ama inmensamente a su corcel, más que a la propia mujer, más acaso que a sus hijos.

Los patagones viven en libertad completa. Se reúnen en pequeñas cuadrillas, que ordinariamente no pasan de doscientos o lo más trescientos individuos, eligiendo entre, ellos por jefe al más valeroso, pero que tiene un ascendiente muy limitado sobre los componentes de la tribu. Pero tienen cierta veneración por sus hechiceros, que por lo común son unos, descarados impostores que se llaman profetas de Vitamentrú, el genio del Bien, para mantener a raya las bribonadas de Gualisciú, que es el genio del Mal, y que manda sobre los espíritus malignos.

Por otra parte, se ocupan muy poco de la religión. Todas sus atenciones se dirigen a los caballos, a la familia y a la caza, de la cual se sustentan, ignorando por completo la agricultura. Aman también la guerra, siendo todos valientes y de un temperamento de ninguna manera tranquilo.

Expuestos estos breves datos de este pueblo, sobre, cuyo suelo habían caído los supervivientes del «Pilcomayo», reanudemos el hilo de nuestra historia.

* * *

A cerca de sesenta kilómetros de la boca del río Negro, más conocido por los indígenas con el nombre de Gusa-Leuvre, hermoso curso de agua que nace hacia los 30º 40' de latitud Sur y el 70º de longitud Oeste, de la confluencia del río Sangul con el Leuvre y que corre a través de las pampas por más de quinientas leguas, está acampada una pequeña tribu de patagones, formada por unas cincuenta familias.

Formando círculo, habían sido ya levantadas las tiendas, llamadas generalmente «toldos» o mejor todavía hous como dicen los patagones, construidas con pieles de guanaco y de caballo cosidas cuidadosamente e impermeabilizadas con una capa de tierra roja, mezclada con grasa, de forma cuadrangular, de cerca de cuatro metros de longitud, tres de anchura y dos y medio de altura por delante, y solamente dos por detrás para que escurra el agua.

Hombres y mujeres, abrigadamente vestidos y con las caras pintadas de blanco, negro y amarillo, se afanaban en torno de los caballos, que eran en gran número; otros en torno de las hogueras que ardían delante de los «toldos» y otros, en fin, de guardia detrás de las armas que cuidadosamente limpias estaban plantadas en tierra a breve distancia de las cabañas.

En medio del campo, algunas mujeres de formas de Juno, y elevada estatura, estaban ocupadas en engalanar una tienda clavando alrededor lanzas en cuyas puntas ondulaban grupos de plumas de ñandú y campanillas de plata que tintineaban graciosamente.

De repente se alza un extraño clamor en el extremo del campamento que mira hacia un pequeño bosque de algarrobos y de mirtos haciendo interrumpir bruscamente todos los trabajos. Poco después se oye aquí y allá una especie de redoble de tambor, acompañado de cierto sonido extraño que parece producido por flautas desafinadas.

Los hombres abandonan precipitadamente las tiendas y se reúnen en medio del campamento, alrededor de aquella que las mujeres estaban engalanando con lanzas.

Un guerrero salido del bosquecillo y montado en rápido caballo de capa torda, se acerca al campamento, volteando sobre su cabeza una lanza de punta de hierro, adornada en el regatón con un plumero de plumas de rhea.

—¡El guanak! —se oye exclamar por todos lados—. ¡El hechicero va a llegar!

El guerrero que se acerca espoleando vivamente el caballo, es uno de los más soberbios ejemplares de la raza patagona.

Es de más de dos metros de estatura, dé amplio tórax, anchísimas espaldas, cabeza muy grande, provista de vasta y larga cabellera negra. Su verdadero color desaparece casi enteramente bajo una capa de pintura blanca, matiz que se aplican para las grandes ceremonias, pero su rostro presenta manchones de color rojizo, llevando también en ellos abundantes dibujos en forma de medias lunas, hechas con tierra ocie, empastada con médula de huesos de animales de caza.

Encima lleva el traje nacional, constituido per un gran manto de piel de guanaco, cosido con tendones de avestruz, teñido enteramente de rojo y enriquecido al exterior con dibujos, también rojos, sujeto por un ancho cinturón, llamado waiu por un gran pedazo de piel, que es el chiripá, que le cubre el vientre y las piernas, a manera de los zajaríes andaluces.

En los pies calza botas de potro, grandes zapatos hechos con piel de guanaco cuidadosamente rascada, que da a sus pies proporciones fenomenales, y en el cuello, en las muñecas y en las orejas lleva collares, brazaletes y pendientes de plata, groseramente trabajados, pero que no carecen de cierto gusto artístico.

Llegado al centro del campamento, el soberbio jinete salta a tierra con agilidad sorprendente para un hombre de tanta estatura, y volviéndose hacia los hombres que en el acto le han rodeado, pregunta con voz tan potente que podría oírse a un kilómetro de distancia:

—¿Está preparada la tienda?

—Sí, jefe —responden los interrogados.

—Vengan el caballo y el muchacho.

—¿Y el hechicero, no viene? —preguntan los guerreros con cierta ansiedad.

El jefe arruga la frente y traza en el aire algunos signos, diciendo con voz triste:

—Gualisciú ha vencido al genio del bien y ha matado al hechicero.

—¿Ha muerto?

—Una serpiente le ha picado junto a los toldos del jefe Akuwa y el pobre hombre ha muerto en menos tiempo que se tarda en lanzar una bola.

——Mal presagio para tu hijo, ¡oh, jefe! —dice un guerrero.

—Todo está en las manos de Vitamentrú —respondió el gigante moviendo la cabeza—. ¡Vamos! Venga el caballo y el muchacho y celébrese la ceremonia.

—¿Sin hechicero?

—Mi hijo ha cumplido los cuatro años la última luna pasada; hay que convertirle en un hombrecillo —dice el jefe—. El hechicero ha muerto, pero aquí estoy yo, que puedo suplirle en esta ceremonia.

A una seña suya, un hermosísimo caballo, que parece haber sido cebado a propósito, por lo grande, todo adornado con campanillas de plata y cubierto con una espléndida gualdrapa que se asemeja a las que tejen los ararte canos y que se llaman corcanillas, es conducido junto a la tienda adornada.

Dos hombres lo tiran por tierra y le atan sólidamente los remos con robustas cinchas de piel de guanaco de modo que no puede hacer ningún movimiento. Todos los guerreros y mujeres del campamento lo rodean.

Casi en el acto se ve salir de la tienda adornada una mujer de color blanquecino, alta estatura y robusta complexión, con los cabellos compartidos en dos trenzas, prolongadas artificialmente con cerdas de guanaco y adornados con sonajas de plata y cintas, cuyo color se ha cambiado en negro untuoso.

Endosa manto nacional, sujeto por delante con una gran aguja, formada por una especie de disco de plata. Largo chiripá de algodón le desciende hasta los pies; en la cabeza lleva el kotchi, especie de capa blanca que le cine la frente, y en las orejas lleva pesadísimos pendientes de plata, cuadrados y muy barrocos.

—La hora ha llegado, mujer —le dice el jefe, que se mantiene erguido junto al caballo—. ¿Está, terminada la pintura?

—Idiscié no desea otra cosa que convertirse en un pequeño guerrero —responde la mujer.

—Condúcelo, pues.

La mujer vuelve a entrar en la tienda y poco después sale, trayendo consigo a un niño de cuatro años, pero que, por te estatura, parecía de ocho, vestido como el jefe, pero horriblemente pintado de rojo, negro y blanco. Su rostro parece una máscara repulsiva; la parte inferior, comprendida entre los ojos y la boca, pintada de rojo, debajo de los párpados inferiores lleva dos medias lunas negras, brillantes, como de un dedo de anchas, y sobre los ojos otras dos medias lunas blancas.

El contempla al rapazuelo con cierto orgullo, después lo toma y lo coloca sobre el caballo, mientras algunos guerreros redoblan furiosamente los tambores de piel y tocan desesperadamente unas flautas hechas con huesos que se hubiera jurado son tibias humanas.

Tomando un hueso fino y afilado que la mujer le presenta, después de trazar en el aire algunos signos extraños y murmurar unas misteriosas palabras, con un golpe rápido horada las orejas del muchacho, metiendo por los agujeros dos pequeños pedazos de metal, destinados a conservar y agrandar la perforación practicarla.

Ejecutada aquella especie de circuncisión sin que el chico haya dado la menor señal de dolor el jefe se vuelve hacia los seis guerreros que parecen los más valientes de la tribu, a juzgar por las numerosas cicatrices que constelan sus cuerpos y con el mismo hueso aguzado les pincha a todos en la primera falange del dedo índice, haciendo salir de ellas algunas gotas de sangre, que el muchacha sacude hacia tierra, exclamando:

—¡A Vitamentrú y a Gualisciú!

Hecha aquella extraña oferta a los genios del Bien y del Mal, empuña una lanza y la levanta sobre el caballo para hendírsela en el corazón, con objeto de que su carne sirva de banquete a los convidados.

Ya va a apestar el golpe, cuando un grito agudísimo, seguido de intensos clamores de toda la tribu le detiene. Alza la cabeza y mira al espacio; la lanza se le escapa de la mano, mientras todos les hombres que le rodean caen con la cara contra el suelo.

CAPÍTULO XVII. EL HIJO DE LA LUNA

Un espectáculo extraño, completamente nuevo para aquellos salvajes, que no habían visto nada, fuera de sus desmesuradas praderas, de sus ríos y de las estrellas, se ofrecía a sus miradas estupefactas.

Sobre el horizonte, a una milla de distancia, había inesperadamente aparecido un globo de dimensiones enormes para aquellos ingenuos hijos de las praderas que nunca habían visto en el aire un astro mayor que la luna o el sol. Avanzaba con notable velocidad en dirección al campamento, contoneándose marcadamente, sostenido a solamente doscientos o trescientos metros sobre la pradera, pero tendiendo a descender a medida que se acercaba.

¿Qué podía ser aquel astro de nuevo género que aparecía tan grande con una mancha negruzca en su superficie que la distancia no permitía, todavía, distinguir? He aquí lo que se preguntaba el jefe, el cual había permanecido en pie con los ojos desencajados y las facciones desfiguradas por el más profundo estupor que no dejaba de participar bastante del terror supersticioso.

Empero, aquel estupor fue de breve duración. El bravo patagón, de pronto, se estremeció, se reanimó y alzando los brazos gritó con voz tañante:

—¡Hijos de Tehuls, no os asustéis! La luna se digna visitar a los hijos predilectos de Vitamentrú. ¡A caballo! ¡A caballo!

Al oír las voces de su jefe, los guerreros se pusieron en pie de un brinco, dando ensordecedores gritos, soltaron los caballo, subieron en la silla, empuñaron las picas y se lanzaron detrás del jefe, intrépidamente a través de la pradera para, recibir dignamente al astro que se dignaba visitar a los hijos de las pampas.

La supuesta luna estaba a pocos tires de fusil de distancia y descendía con lentitud. Encaramado en la red veía a un hombre que parecía observar con atención a los jinetes que salían a su encuentro.

Llegado el jefe exactamente debajo de la luna, o mejor dicho, debajo del globo, como el lector habrá ya adivinado, alzó las manos hacia aquel hombre, gritando:

—¡Oh, seiascié!

El hijo de la luna, que acaso no comprendía la lengua patagona, no respondió y siguió mirando a los jinetes, que continuaban al trote corto detrás del globo, volteando jubilosamente las lanzas. El jefe repitió la invocación en español rogando al seiascié que se dignase descender entre los hijos predilectos de Vitamentrú.

El hijo de la luna, esta vez, se dignó responder con un gesto afirmativo; pero el pobre hombre que, al parecer, no disponía de ningún elemento de descenso, no abandonó la red a la que se mantenía fuertemente agarrado.

Pero el globo, que debía estar, medio vacío a juzgar por los innumerables pliegue que caían todo alrededor, descendía constantemente, con unos cabeceos fortísimos y parecía que en algunos momentos fuese a tumbarse, a causa, sin duda, del peso de aquel hombre que se sostenía como incrustado en la red. Bien pronto llegó a sólo cuatro metros de altura, rozando con el apéndice inferior las copas de algunos arbustos de huignal, cargados de grandes bayas. El hijo de la luna, que ahora se encontraba en la imposibilidad de escapa» a la persecución de los patagones, desenredó las piernas que tenia metidas entre las mallas de la red y se dejó caer a tierra, hundiéndose entre el follaje.

El globo, librándose de aquel peso importante, dio un inmenso salto en el aire y encontrada una corriente contraria, escapó hacia el Norte, perseguido por la mayor parte de los jinetes que no querían dejar perder la luna.

El jefe patagón, tirándose rápidamente al suelo se arrojó en medio de la maleza, exclamando:

—¡Padre! ¡Oh, gran padre!

El supuesto hijo de la luna, después de aquella magnífica voltereta, se había, con listeza, levantado empuñando un par de pistolas que apuntó contra el jefe, diciéndole con vez seca y amenazadora:

—¿Vienes como amigo o como enemigo?

El jefe, que seguramente no esperaba aquel recibimiento per parte de un ser caído del cielo, ;se paró estupefacto, mirando con tristeza y casi indignado, al extranjero.

—¿Por qué amenazas al caudillo de los buenos tehuls que piden tu amistad? ¡Oh, hijo de la luna! —preguntó el jefe con dolor—. ¿Acaso temes algún peligro por parte nuestra?

—Es verdad —respondió el extranjero con extraña sonrisa—, yo soy el hijo de la luna que viene a visitar a los buenos hijos de la pradera.

Después, el señor Calderón, el agente del gobierno, el hombre que había acompañado al maestro de tripulantes y a Cardoso en la peligrosa expedición, porque él era en carne y hueso, colocó tranquilamente las pistolas en su cinturón y cruzó los brazos, mirando con fijeza al jefe patagón como si quisiera penetrar hasta el fondo de su atipa.

—¿El hijo de la luna se digna aceptar la hospitalidad que le ofrece el caudillo de los tehuls? —preguntó el patagón después de breve silencio.

—Te sigo —respondió el señor Calderón.

El gigante indio salió del matorral, seguido a breve distancia del agente del gobierno que no había perdido pizca de su acostumbrada calma, aunque su situación pudiese de un momento a otro hacerse peligrosa, y se encaminaron hacia el campamento, mientras los guerreros que no se habían lanzado tras el globo, lo precedían, dando gritos ensordecedores y volteando en señal do júbilo las lanzas y las bolas.

Las mujeres y los chicos do la tribu que habían asistido a la aparatosa caída del supuesto hijo de la luna, salieron todos al encuentro del cortejo, aullando y danzando, pero el jefe con un ademán enérgico intimó a todos al silencio y condujo al huésped a una vasta tienda que era la más hermosa de todas las plantadas en el campamento.

El señor Calderón, que ahora parecía tranquilizado respecto a su suerte, le siguió sin chistar, limitándose por el pronto a observar con atención al jefe indio y a todos los que le rodeaban.

Cuando se vio bajo la tienda en presencia únicamente del jefe indio, una ligera palidez se extendió por su rostro ya bastante pálido y frunció el ceño.

—Jefe —dijo bruscamente—, ¿qué quieres de mí? ¿Cuáles son tus intenciones?

El indio le miró con sorpresa, como si no comprendiese el sentido de aquellas interrogaciones, y después contestó:

—Esta es tu tienda; eres el huésped grato del jefe de los tehuls.

Después hizo intención de salir, pero el señor Calderón, con un gesto le detuvo.

—Hablemos —dijo.

—¿El hijo de la luna no tiene hambre? —preguntó el patagón.

—Tienes razón: hace dos días que no como.

—¿En la luna no hay víveres para sus hijos?

—Tenía mucha prisa por bajar —dijo el agente del gobierno con leve sonrisa.

—Pero Hauka no tiene prisa y dará de comer al hijo del cielo.

El bravo jefe salió después de haber dejado caer la piel que cerraba el «toldo», para que los ojos de los curiosos no perturbasen al señor Calderón.

Este, cuando se quedó solo se dedicó a examinar con vivo interés la tienda, que podría hasta convertirse en su prisión.

Era de forma cuadrilonga, como son por lo general los «toldos» de los patagones, larga de más de cuatro metros, ancha de tres, y alta de dos y medio por delante y solamente dos por detrás para que corriese la lluvia. La armadura estaba hecha con pequeñas estacas de nueve a diez centímetros de longitud, sostenidas por pértigas más largas; el resto era de pieles de guanaco cosidas y pintadas con una mezcla de grasa y tierra roja.

Todo el mobiliario consistía en algunos cojines deslucidos, algunas mantas araucanas, unos cuantos ponchos, un asador, un caldero de hierro y varias conchas de armadillo que servían de recipientes.

—¡Por Baco! —murmuró el señor Calderón—. No me faltaba más que esta aventura, ¡Heme aquí convertido en hijo de la luna! ¡Si al menos me dejasen, estos salvajes estúpidos, ir en busca de los dos malditos marineros! ¡Oh! ¡Pero el tesoro no se perderá!

Se sentó en un montón de mantas y pareció sumergirse en profunda meditación.

La reaparición del jefe le sacó bruscamente de sus reflexiones.

—¡Aquí estoy, hijo de la luna! —dijo el jefe, entrando—. Hauka te trae víveres excelentes.

—¿Eres tu quien usa ese nombre?

—Tú lo has dicho.

Tomó de las manos de un indio un voluminoso saco y lo vació ante el señor Calderón. Contenía gran cantidad de verduras, raíces, bulbos, patatas silvestres, una especie de espinacas y pedazos de goma de la bolax glebaria a la cual son muy aficionados los patagones y que se dice que conserva los dientes blancos.

Después colocó en el suelo algunas conchas de armadillo conteniendo, unas, sangre todavía caliente, otras, médula de huesos de guanaco mezclada con sebo y, por último, una especie de plato de hierro, conteniendo un corazón de guanaco crudo, verdadera golosina para los paladares patagones. Finalmente sacó una botella llena de aguardiente español, encontrada acaso en la bodega de cualquier buque español naufragado en aquellas costas y conservada con gran cuidado para las ocasiones excepcionales.

El señor Calderón, que se moría de hambre, porque hacía dos días que no probaba alimento, se arrojó ávidamente sobre los bulbos, sobre las raíces y sobre las patatas silvestres y bebió un buen litro de sangre caliente a despecho de que estuviese horriblemente salada.

Un abundante sorbo de aguardiente que le restituyó pronto las fuerzas puso término a aquel extravagante almuerzo.

El jefe, que había asistido a aquel hartazgo con visible satisfacción, cuando vio que el hijo de la luna había terminado, le ofreció una pipa de madera con tubo de plata, cargada con excelente tabaco, llamado golk, que el señor Calderón se apresuró a encender, sirviéndose de su eslabón, aunque el previsor patagón le había preparado el suyo con yesca hecha de cierto hongo bien seco que se recoge al pie de los Andes.

—Siéntate, jefe —dijo el hijo de la luna después de haber aspirado algunas bocanadas—, y si quieres conversemos un poco.

El patagón obedeció, sentándose con las piernas cruzadas a la manera turca.

—¿Dónde he caído? —preguntó el agente del gobierno.

—Cerca del río Negro.

—¿Dónde vas?

—Donde quiere el hijo de la luna.

—¿Quieres que me quede contigo?

—Ya que has venido, quédate; así lo quiere mi pueblo.

El señor Calderón no pudo contener un gesto de impaciencia y de despecho.

—¿Y si yo quisiera irme? —preguntó luego.

—Te lo prohibiría.

—¿Aunque volviera, la luna para conducirme?

—Me quedaría también con la luna y se la enseñaría a mis compatriotas del Sur.

—¿Pues, qué intentas hacer conmigo?

—El adivino de mi pueblo, ya que el otro ha muerto. Tú desciendes del cielo y nos protegerás como el mismo Vitamentrú, nos darás caza en abundancia, curarás a nuestros guerreros y a nuestras mujeres, y nosotros seremos completamente felices.

—¡Hermoso porvenir, en verdad! —murmuró entre dientes el señor Calderón—. ¡Bah! Durará lo que dure.

Después, volviéndose bruscamente al jefe, le dijo:

—¿Has encontrado algunos hombres blancos?

—Vengo del Sur y no he visto más que hombres rojos.

—Necesito a esos hombres, jefe.

—¿Quiénes son?

—Hijos de la luna, como yo.

—¿Dónde se encuentran?

—Han marchado hacia el Norte.

—¿Son poderosos?

—Tanto, o más que yo.

—¡Uf! —dijo el jefe—. Mi tribu será la más poderosa y la más feliz de La tierra de los tehuls. Esos hombres serán buscados en cuanto los míos estén de retorno con la luna.

—La luna no se dejará prender, jefe.

—¿Por qué?

—Porque se volverá al cielo para iluminar la tierra de los tehuls.

—Muy bien. Ahora que has descansado, es necesario que vengas conmigo.

—¿Adónde me llevas?

—Ya lo sabrás más tarde.

El jefe se levantó y dio unas palmadas. La piel que cerraba La. tienda se alzó y el señor Calderón pudo ver un hermosísimo caballo que piafaba a pocos pasos de distancia, sujeto con trabajo por un guerrero de gigantesca estatura.

—Ven, ¡oh, hijo de la luna! —dijo el jefe.

El señor Calderón, aunque mejor hubiera querido echar un buen sueño, se levantó y salió, sin olvidarse de llevar consigo las pistolas con las cuales contaba para un caso de necesidad.

Aunque hasta entonces el jefe patagón se había mostrado lleno de atenciones para con él, éste comenzaba a experimentar inquietud por ignorar el motivo de aquella excursión misteriosa, aunque sabiendo bien que hubiera sido, no sólo vano resistirse, sino contraproducente, disimuló poniendo buena cara al mal tiempo.

Hauka examinó el caballo con la profunda atención del hombre inteligente, después le echó sobre el lomo una gruesa manta araucana, poniendo encima el tusk, que es una montura grande con armadura de madera, recubierta, de piel, y puso en la boca al corcel el bocado de madera, provisto de sólidas bridas de cuero trenzado.

Cogió en seguida al señor Calderón y, sin esfuerzo, lo montó en la silla, atándole a los pies dos extrañas espuelas, llamadas watercus, formadas por dos cilindros de madera, armados de un clavo muy afilado.

Colgó de la silla los estribos, también de madera muy pulimentada, con el arco de cuero, y después montó en otro caballo que estaba ya ensillado.

A un silbido suyo todos los guerreros que estaban en el campo montaron en sus caballos y se pusieron detrás del hijo de la luna, de manera que impedían toda tentativa de fuga.

—En marcha —dijo el jefe.

—Pero ¿a dónde me llevas? —preguntó otra vez el señor Calderón cuya inquietud iba en aumento.

—Pronto lo sabrás…

—Acuérdate que soy hijo de la luna y con sólo una seña puedo matarte.

—Hauka es bueno —se contentó con decir el jefe—. Partamos; que el camino es largo.

Los caballos, vigorosamente espoleados, partieron a la carrera desapareciendo hacia las grandes piadoras del Sur.

CAPÍTULO XVIII. SUPLICIO ESPANTOSO

Ocho horas después de la partida del jefe, con el señor Calderón y los guerreros, una tropa de jinetes que habían pasado a nado el río Negro, entraba vociferando en el campamento, saludada por los relinchos de los caballos, amarrados a las estacas de las tiendas.

Las mujeres, los, ancianos y los niños, despertados bruscamente por el alboroto que alcanzaba proporciones capaces de romper los tímpanos de las orejas más duras, creyendo haber sido sorprendidos por una banda de pampas, que no les veían con buenos ojos raziar las inmensas praderas del Sur, se precipitaron en confusión fuera de los «toldos» armados con lanzas y bolas, dispuestos a defender su campamento, no obstante la ausencia de los guerreros.

Su susto fue de breve duración. Aunque la noche estaba oscura, en los jinetes que invadieron el campamento reconocieron a los compatriotas que se habían lanzado en persecución de la luna y que regresaban después de una desenfrenada carrera de diez horas, con los caballos cubiertos de espuma y medio reventados.

—¡Fuera! ¡Fuera! —tronó el jefe de la tropa que cabalgaba a la cabeza de todos.

—¿Dónde está la luna? —preguntaron las mujeres y los viejos al ver que aquéllos no traían con ellos al astro.

—Se ha vuelto al cielo —contestó el jefe.

—¡Desgracia! ¡Desgracia! —Se pusieron a chillar las mujeres.

—Pero traemos con nosotros otra cosa —dijo el jefe.

—¿Otro hijo de la luna?

—No; dos malditos cristianos que han matado a algunos de nuestros más valerosos compañeros.

El furor hizo explosión entre los patagones del campamento.

—¡Mueran los cristianos! —vocearon todos levantando las lanzas y volteando las bolas.

—Sí; ¡mueran! —clamaron los jinetes.

—¡En seguida! ¡En seguida!

—Al ser de día —dijo el jefe—. ¡Vengan los cristianos!

Dos caballos fueron empujados al centro del campamento. Encima, y sólidamente atados y medio tendidos, llevaban, respectivamente, un hombre y un muchacho que no parecían dar señales de vida. Algunos guerreros los libraron de las ligaduras y los echaron bruscamente suelo, sin preocuparse de si aquellos desgraciados se rompían los huesos en la ruda; caída.

El de más edad, que era el maestro Diego, el cual después del terrible puñetazo recibido del hercúleo patagón que le había apresado, no había vuelto en sí, al sentirse tirar a tierra abrió los ojos, exclamando:

—¡Por Dios! ¡Un poco de compasión, queridos salvajes! ¿Queréis romperme las piernas para propina? ¿He dormido, o me había medio atolondrado?

Haciendo un esfuerzo se incorporó sobre las rodillas girando alrededor una mirada de desconfianza.

—¡Hum! —murmuró—. Me parece que no estoy en muy buena compañía. ¡Toma! También mujeres y niños. ¡Maldición! ¿Cómo acabará esta aventura? ¿Y mi pobre Cardoso?

—Aquí estoy —respondió el muchacho, levantándose poco a poco.

—¡Ay, hijo mío! —exclamó el maestro abrazándole y estrechándole amorosamente contra su pecho—. ¡Te despiertas en mala ocasión!

—¿Dónde estamos, marinero?

—Ya lo ves; en poder de los gigantes de Patagonia.

—Pero ¿cómo ha sucedido esto? ¿Y los gauchos que estaban con nosotros?

—Malas cosas han ocurrido mientras tú has dormido, hijo mío. Los patagones nos han dado caza, y los gauchos se han hecho perseguir, con la esperanza de salvamos, y no sé dónde estarán, si todavía viven, y nosotros hemos sido apresados y conducidos a este lado del río Negro.

—¿Y qué quieren hacer con nosotros estos malditos gigantes?

El maestro le miró con los ojos húmedos, pero no contestó.

—Marinero —dijo el animoso muchacho—, ya sabes bien que yo no soy miedoso. Abre el pico y desembucha todo lo que sabes.

—Mi pobre Cardoso, temo que esto termine mal para nosotros. Estos paganos están furiosos contra mí, porque he matado o estropeado a tres o cuatro de sus compañeros y estoy seguro de que nos lo harán pagar caro. Mira qué ojeadas más torvas nos dirigen y qué fieramente empuñan sus armas.

—Es un poco duro, marinero, morir en manos de estos salvajes. ¡Oh, si pudiésemos contar con alguna ayuda!

—¿Y de quién, hijo mío? Los gauchos deben haber sido muertos, y aunque estén todavía vivos no se arriesgarán a venir aquí por nuestra, cara bonita.

—¿Y el señor Calderón?

—¡Quién sabe adonde habrá ido a parar el antipático agente del gobierno! Pero los patagones perseguían al globo. ¿Dónde habrá caído éste? ¡Si estuviese aquí aquel condenado, acaso…!

No pudo concluir. Los patagones que le rodeaban y que parecían esperar una orden se arrojaron bruscamente sobre los desgraciados marineros que en pocos instantes se encontraron fuertemente atados.

—¡Ah, bribones! —exclamó el maestro largando una poderosa patada al salvaje más cercano—. ¿Creéis que somos salchichas para atamos de este modo? ¡Horribles paganos, si tuviese todavía mi carabina ya os enseñaría yo a tratar mejor a las personas que no se meten con nadie!

—Marinero, te esfuerzas inútilmente —dijo Cardoso.

—Déjame que me desahogue mientras tenga lengua, hijo mío… ¡Toma! ¿Qué pasa ahora? ¿También esas malditas brujas las toman con nosotros? ¡Oh, qué baraúnda!

Unas cuarenta mujeres, altas como granaderos, se acercaban a los desgraciados prisioneros, aullando cuanto les permitían sus gaznates.

—¡Mueran los cristianos!

—¿Somos nosotros esos cristianos? —preguntó Cardoso, que no parecía muy impresionado aunque la situación, no tuviera nada de envidiable.

—Precisamente, Cardoso. Estos paganos dan ese nombre a, todos los españoles, o por mejor decir, a todos los hombres de raza blanca.

—Pero ¿qué quieren, esas mujeronas?

—Divertirse a costa nuestra, sin duda.

Y el maestro no se engañaba. Aquellas furias, abriéndose paso entre los guerreros de la guardia que les habían puesto a los prisioneros, se pusieron a danzar desordenadamente alrededor de ellos, que yacían en tierra sólidamente atados, ensordeciéndoles con gritos agudos, escupiéndoles encima y ultrajándoles de todos modos.

Diego, menos paciente que Cardoso, desfogaba su rabia con toda clase de improperios y no pudiendo emplear las manos, daba puntapiés en todas direcciones, y no siempre eran perdidos.

La rabia impotente del bravo marinero pareció poner de buen humor a aquellas granaderas. Atreviéndose más, se fueron estrechando alrededor de él pisoteando al pobre muchacho y se pusieron a tirarle de los cabellos y de la barba, entre grandes estallidos de risa.

—¡Ah, condenadas brujas! —gritaba el maestro, debatiéndose como un osezno—. ¡Si tuviese una mano libre, ya os haría yo chillar como merecéis! ¡Eh, Cardoso, tira patadas a estas furias! ¡Ah, ay! ¡Que me dejan sin cabellos!

Pero las mujeres, en vez de compadecerse de sus gritos, continuaron arrancándole cabellos y barba con mayor fuerza y siempre riendo. El tormento no había terminado, antes tenía que comenzar todavía, porque algunas de aquellas mujeres volvieron trayendo tizones encendidos.

—¡Ah, bribonas! —exclamó el maestro—. ¿Nos vamos a dejar asar por estas hembras sin corazón?

Un grito agudo le heló la sangre; lo había dado Carnoso.

—¡Hijo mío! —gritó el maestro haciendo un esfuerzo poderoso para librarse de las ligaduras.

—¡Eh, marinero! —respondió el muchacho—. Me parece que nos van a asar.

—¡Animo, Cardoso!

—Ya me han hecho o robar un tizón bien, encendido. Estas brujas son más feroces que los hombres. ¡Nos van a malar en seguida, por lo visto!

Afortunadamente los guerreros, eme hasta entonces las habían dejado hacer, al ver que los prisioneros hacían esfuerzos desesperados para librarse de las cuerdas, separaron brutalmente a las mujeres que se disponían a chamuscar la piel del maestro.

—Gracias, paganos —dijo el lobo de mar—. Al menos vosotros tenéis mejor corazón, que las mujeres.

—Ya veremos mañana —dijo Cardo so—. Me temo que tenían miedo de que nos estropeasen demasiado.

—¡Quizá! Esperemos, hijo mío.

De pronto se estremeció y su piel, aunque curtida y recurtida por el sol y los vientos del mar, se puso lívida. Una mujer al alejarse les había gritado:

—¡Ya veremos mañana cuando os cojan los mondongueros!

—¡Gran Dios! —murmuró el maestro, mientras frío sudor inundaba, su frente—. ¡Estamos perdidos!

—¿Qué murmuras, viejo lobo? —preguntó Cardoso, que se había arrastrado hasta aquél.

—Nada, hijo mío.

—Tú me ocultas alguna cosa.

—Es verdad.

—¡Desembucha, por Dios! ¿Te parece que yo debo ignorar ciertas cosas cuando acaso estamos a punto de salir de este mundo?

—Cardoso, ten valor —dijo el maestro, mirándole admirado—. Tú bromeas con la muerte como si se tratase de bromear con una botella de aguardiente.

—Mejor es así, viejo lobo —dijo el muchacho sonriendo—. Después de todo, ¿quién sabe si la cosa no será tan mala como parece?

—Te equivocas, si tienes esperanzas. Mañana tendremos que entendérnoslas con los mondongueros.

—¿Y quiénes son esos señores mondongueros?

—Los devoradores de intestinos.

—Lo entiendo menos que antes.

—Peces; pero ¡qué peces, hijo mío! No nos aojarán sobre los huesos ni un trozo de carne del tamaño de una bala de fusil.

—Me haces horripilar, viejo mío. ¿Qué clase do suplicio es ese?

—En pocas palabras te lo diré. En bastantes ríos de América del Sur y entre ellos en el de la Plata, aunque solamente en algunos sitios, hay unos pececillos de diez centímetros de largo a lo más, con piel azulada en la parle superior y moteada de pintas rojizas en la inferior, y armado de dientes triangulares en unas mandíbulas tan poderosas que pueden triturar hasta un pedazo de hierro. Estos pececillos están dotados de espantosa voracidad. Basta que un caballo entre en un río poblado por ellos, para que se arrojen todos sobre el desgraciado animal, horadándolo los flancos y devorándole las vísceras con espantosa rapidez, por lo que se les ha puesto el nombre de mondongueras, que quiere decir «comedores de intestinos».

—¿Y se limitan a devorar las tripas?

—¡Ca! Devoran también la carne, y con tal furor que en diez minutos reducen a un hombre al estado de limpio esqueleto, no dejándole ni siquiera un pedazo de pellejo, ni el más pequeño tendón.

—Así que nos veremos comidos vivos —dijo Cardoso palideciendo.

—A menos que alguien venga en nuestro socorro.

—¿Cuentas con alguien?

—No cuento más que con un milagro.

—¡Hum! Los milagros son muy raros en estos tiempos, marinero.

—¡Lo sé! ¡Malditos patagones! Es para volverse loco al pensar en el horrible martirio que nos han destinado estos feroces salvajes. ¡Comido por los peces! ¡Si al menos fuesen peces del mar y no peces del río!

Después, como si hubiera exhalado toda su cólera en aquellas palabras, el digno maestro se dejó caer a tierra y no habló más. Cardoso, aunque no menos aterrado que su amigo, se puso a observar con atención el campamento y a los seis guerreros que habían puesto de guarida. El valiente muchacho maquinaba en su cerebro una arriesgada tentativa de evasión. Bien pronto, fingiendo tener sueño, se tumbó sobre la espalda, quitándose, empero, las manos de detrás y se dedicó lenta pero tenazmente a estirar las correas que le sujetaban, estirándose todo lo más que podía para hacerse más delgado.

Es verdad que después de libre tendría que pelear con seis guerreros; pero él contaba con las propias piernas y sobre todo con los caballos que pacían a pocos pasos de distancia, ensillados, y dispuestos para partir.

A fuerza de uñas, y sin quitar ni un momento la vista de los guerreros, poco a poco consiguió deshacer un nudo, después otro, y por fin, un tercero, librando así una pierna, iba ya a avisar al maestro de su éxito, cuando vio a los guerreros del campamento salir de las tiendas en completo atavío de guerra.

Por Oriente comenzaba a despuntar una claridad lechosa que hacía palidecer la luz de los astros; el sol iba a aparecer.

Cardoso lanzó una interjección. El maestro, despertado do aquella especie de estupor que le había invadido, se incorporó a medias y preguntó:

—¿Qué murmuras, hijo mío?

—Despunta el alba —dijo Cardoso entre dientes.

—¿Todo ha concluido, entonces, para nosotros?

—Parece que sí, Diego.

No tuvo tiempo de seguir. Los seis jinetes lo aferraron, bruscamente y lo elevaron a la silla de un caballo, sujetándole con otras correas.

—¡Miserables! —apóstrofo el marinero, intentando, aunque en vano, desprenderse de aquellos poderosos brazos.

Otros guerreros asieron después a Cardoso y lo cargaron sobre otro caballo.

—¡Adelante! —gritó el indio que el día antes había dirigido la caza del globo.

—¿Y el jefe? —preguntó una voz.

—Se nos reunirá en el río con el hechicero blanco —respondió el primer guerrero.

El maestro, que conocía a fondo el idioma de los tehuls, oyó aquellas palabras y al oír hablar de un hechicero blanco una repentina sospecha brilló en su pensamiento, haciéndolo nacer una remota esperanza.

—Cardoso —dijo con viva emoción—, comienzo a esperar que los mondongueras no nos coman.

—¿Con qué cuentas? —preguntó el chico, alzando vivamente la cabeza.

—He oído hablar de un hechicero blanco.

—¿Y qué?

—Si fuese…

—¿Quién?

—¿Habrá caído por aquí el señor Calderón? Un hombre caído del cielo debe ser para estos paganos una cosa sagrada.

—Tienes razón, marinero.

—¡Ah! Los mondongueras no nos comerán.

La conversación, fue apagada por un clamoreo ensordecedor. Todo el campamento se había puesto en movimiento detrás do los desventurados prisioneros: guerreros, hombres, mujeres y chicos, quién a caballo, quién a pie, corrían todos hacia el río, dando feroces gritos.

El sol se alzaba llameante sobro las ilimitadas praderas de Levante, cuando los patagones llegaban a la orilla de río Negro en un lugar donde describía una gran curva.

Cardoso y el maestro, que aunque hubiera arraigado en ellos la esperanza de ser salvados, comenzaban a inquietarse, fueron desembarazados de las ligaduras y arrojados rudamente al suelo.

—¿Tienes valor, hijo mío? —preguntó el maestro, que palidecía poco a poco.

—Lo tengo —respondió el muchacho con voz bastante firme.

—No mostremos miedo ante estos condenados paganos. Por otro lado, la muerte será rápida, si está escrito que tenemos que morir.

—¡Mira!

El maestro se incorporó sobre las rodillas y miró. Algunos patagones se habían acercado a una roca cortada a pico sobre el río y arrojaban al agua pedazos de carne sanguinolenta.

—¿Qué hacen? —preguntó Cardoso.

—Excitan a los mondongueras. Los pequeños monstruos acudirán bien pronto a millares para disputarse esos pedazos de carne, y cuando ya enfurecidos empiecen a comerse entre ellos, como es de costumbre, los patagones nos arrojarán al agua.

—¡Malvados! ¡Ay, si tuviese mi carabina!

—Estériles lamentaciones, hijo mío. ¡Vamos, mostrémonos hombres!

Algunos guerreros se habían acercado a los dos desgraciados, que se sintieron levantar y transportar sobre la roca. Bajo sus axilas fueron pasados dos lazos, para impedirles salvarse a nado en la orilla opuesta, en el caso de que consiguieran desatarse y escapar a los afilados dientes de los mondongueras.

Cardoso y el maestro, pálidos, no obstante su valor, con los ojos extraviados, los cabellos erizados, la frente bañada en sudor frío, fueron asomados a la roca para que pudiesen ver lo que ocurría en el río, antes de ser devorados por sus terribles matarifes.

Precisamente bajo la peña se habían reunido a millares los feroces peces. Aquellos mondongueras, llamados también peces caribes, excitado su apetito por los pedazos de carne arrojados antes por los patagones, parecían presa de tremendo furor y de hambre diabólica. Se perseguían en todos sentidos, presentando sus pequeñas bocas armadas de poderosos dientes triangulares, atacándose, peleando con un encarnizamiento sin igual, desgarrándose y devorándose unos a otros. Batallones enteros desaparecían en pocos instantes, devorados por las potentes mandíbulas de los más fuertes y de los más audaces o más ágiles.

Cardoso y el maestro cerraron los ojos para no ver.

—¡Cardoso! —gritó el maestro con desesperación.

—¡Marinero! —contestó el mozo con suprema energía—. ¡No tengo miedo!

La cuerda se deslizaba por las manos de los patagones, pero lentamente. Parecía que aquellas execrables criaturas experimentasen un gusto diabólico en prolongar la agonía de los desventurados supervivientes del valeroso «Pilcomayo».

De pronto los dos prisioneros tocaron el agua y se hundieron en ella lentamente. Cardoso lanzó un grito horrible. Una turba de caribes se había lanzado sobre él, desgarrándole furiosamente las ropas y picándote ferozmente en la carne.

—¡Diego! —exclamó el infeliz, haciendo desesperados esfuerzos para librarse de las ligaduras.

El maestro contestó con un verdadero rugido, rugido de dolor. También él había sido atacado, y también para él comenzaba el horrible martirio de sentirse comer vivo, pedazo a pedazo.

De pronto se oyó una voz estentórea que gritaba:

—¡Deteneos! ¡Soy el hijo de la luna! ¡Está maldito el que los toque!

Un instante después los dos prisioneros, empapados en sangre, con las ropas agujereadas por muchas partes, fueron lentamente izados, y tendidos sobre la roca.

CAPÍTULO XIX. EL HECHICERO

Cuando se repusieron de la profunda emoción experimentada, los dos cautivos se vieron casi solos y completamente libres; un hombre se encontraba a pocos pasos de ellos, sentado en una piedra, con la cabeza entre las manos, como si estuviera sumergido en profundas reflexiones.

Todos los demás se habían retirado a notable distancia, pero formando una especie de semicírculo que impedía toda evasión, ya que el diámetro lo constituía el río que era infranqueable por aquellos feroces peces caribes que lo infestaban y continuaban devorándose en las inmediaciones de la orilla.

Cardoso y el maestro, al sentirse libres y todavía vivos, se pusieron a observar detenidamente al extraño personaje que había llegado en tan buena ocasión para salvarles de los dientes de los mondongueros, y que al parecer no se ocupaba de ellos.

Era alto, desgarbado, y, si no tenía la estatura de los patagones, podía pasar por tal porque no le faltaba ni el manto nacional, muy hermoso, de color rojo interior y exteriormente, ni del wati, o gran cinturón, ni del chiripá. En los pies calzaba también grandes botas de podro de piel de guanaco, con el pelo rascado, distintivo de los hombres, y en la cabeza el kotchi, que es una larga venda blanca y que estaba dominado por un hermoso penacho de plumas de rhea, sostenido por grandes alfileres de plata y espinas de algarrobo.

Su cuerpo estaba completamente embarrado con tierra ocre, rojiza, punteada de negro, y en los brazos llevaba líneas azules, paralelas que parecían efecto de un tatuaje reciente. También su rostro estaba desfigurado por la pintura a manchones blancos y negros.

Algunos collares formados por huesos, que debían ser vértebras de serpientes, completaban aquel estrafalario atavío.

—Cardoso —dijo el maestro, que miraba con ojos atónitos—. ¿Quién será ese hombre?

—Es el que nos ha salvado, supongo —respondió el mozuelo, que se frotaba las caderas desolladas por los dientes de los mondongueros.

—¿Quién será ese hechicero blanco?

—Si no tuviese todas esas pinturas, juraría que es nuestro agente del gobierno, marinero.

—¿El señor Calderón?

—El u otro, no importa.

—¡Eh, señor Calderón! —exclamó el maestro—. Si es usted, dígnese echar una mirada sobre sus desgraciados compañeros.

El hombre levantó la cabeza y dijo con voz sosegada:

—¿Son ustedes? Pues me alegro.

Los dos marineros se pusieron en pie al tiempo que daban sendos gritos de alegría y se precipitaron con los brazos abiertos sobre el impasible individuo, pero él los detuvo con un gesto.

—No hagan tonterías —dijo.

—Pero, señor Calderón… —dijo el maestro. —¿No conoce usted a sus compañeros? ¡Eh! ¡Por mil demonios! No me equivoco, no, es usted mismo, aunque vestido como un pagano y con una tapia de sebo y de minio.

—Sí, soy yo —respondió el agente del gobierno con una risa seca—, y debieran ustedes dar gracias a esta pintura y a este chocante disfraz, al que debéis vuestras vidas.

—El recibimiento es un poco brusco, señor Calderón. A lo que parece estamos de buen humor —dijo Cardoso—. Sin embargo, créame usted, nosotros hemos sido apresados cuando buscábamos a usted y al globo.

El agente del gobierno se encogió de hombros y no contestó.

—Con buena o mala acogida, debemos darle las gracias, señor agente —continuó el maestro—. Sin usted mi cadáver podría a estas horas figurar en algún gabinete de anatema, con poco agrado del propietario, se lo aseguro. ¿Pero, quién le ha puesto este diabólico traje?

—Los tehuls.

—¿Le han adoptado a usted, acaso? —preguntó Cardoso.

—No.

—Entonces, ¿qué quiere decir esa ropa?

—Soy un hechicero… —dijo el agente sin abrir la boca.

Los dos marineros estallaron en alegre risotada.

—¡Ah, les divierte, a lo que parece! —dijo el hechicero, lanzándoles una oblicua mirada.

—No se puede menos de reír, señor Calderón, al encontrarle a usted en ese traje —dijo el maestro—, pero diga usted, ¿cuándo cayó con el globo?

—Ayer.

—Pero ¿dónde ha estado usted, que no le vimos en el campamento, cuando esos paganos nos trajeron atados como salchichas?

—En el bosque sagrado.

—¿Para la investidura del alto cargo que ocupa?

El agente hizo una seña afirmativa y después levantándose bruscamente, dijo:

—Síganme.

—¿Adónde?

—Al campamento.

—Yo preferiría levantar los talones —dijo Cardoso.

—Síganme —repitió el agente con sequedad—, y no olviden que son hijos de la luna.

—Bueno —exclamó el maestro alegremente—, al menos esos paganos no se atreverán a atormentar a unos hombres que tienen la envidiable fortuna de caer del cielo… ¡En marcha!

Pero en vez de partir, el señor Calderón se paró como si se le hubiera ocurrido una idea luminosa. Se volvió bruscamente hacia los dos marineros, y les preguntó a quemarropa:

—¿Y los diamantes?

—Los llevamos con nosotros —contestaron los marineros.

—Cuidado con que nadie los vea.

—¡Oh! Puede usted estar seguro de que nadie nos los quitara —dijo Diego—. Sería para ello necesario que me hicieran pedazos para arrancármelos de encima.

—¡Basta entonces! ¡Síganme!

Se pusieron en marcha, dirigiéndose hacia los patagones que se mantenían a caballo, espiando con atención los movimientos de los tres hijos de la luna, a los que veneraban, sí, pero a los que no deseaban ver escapar de sus manos.

Hauka, el jefe, que se encontraba en medio de sus guerreros con la lanza en ristre, avanzó hacia el hechicero, seguido por una docena de sus más selectos guerreros, que se distinguían por la mayor abundancia de tatuajes, y llegado a poca distancia, echó pie a tierra, saltando con ligereza.

—¿Son hermanos tuyos? —preguntó al agente.

—Sí —respondió el interrogado.

—Sean, pues, bien venidos a mi campamento; nada tienen que temer de Hauka y sus guerreros.

—¡Eh, marinero! —exclamó Cardoso—. Parece que las cosas marchan a maravilla.

—Sí; gracias a ese horrible traje de tarasca que le han puesto al agente del gobierno.

—No nos faltaría más sino que nos devolviesen nuestros fusiles, para estar completamente contentos.

—¡Hum! Por ese lado no nos complacerán, hijo mío.

—¿Qué dicen? —preguntó Hauka al hechicero, señalando a los dos marineros.

—Que desearían sus armas.

El jefe hizo una mueca.

—El gilwum lanza balas y llamas —dijo—. Los hijos de la luna no lo necesitan en mi campamento.

—¡Que el diablo te lleve! —gruñó el maestro, que lo había entendido—; pero si puedo robarte nuestros gilwums como tú los llamas en tu bárbara lengua, ya te haré yo ver cómo las gastan los hijos de la luna.

—Marchemos —dijo el jefe.

La cabalgata se puso en movimiento, seguida por todas las mujeres y todos los chicos que habían acudido a ver comer vivos a los marineros, a los cuales ahora profesaban profundo respeto que no estaba exento de misterioso terror. Los hijos de la luna caminaban en libertad en medio de un espacio suficiente para no ser atropellados por los caballos, pero completamente rodeados, para impedirles cualquier tentativa de fuga; precaución por otra, parte, absolutamente superfina porque, por el momento, la fuga hubiera sido infructuosa.

Llegados al campamento, los patagones formaron en torno de los prisioneros un vasto círculo, y el jefe se adelantó solo hasta los hijos de la luna, los cuales no sabiendo ele qué se trataba, comenzaron a intranquilizarse.

—Que los poderosos hijos del cielo se acuesten —dijo, dirigiéndose a Cardoso y al maestro.

—¿Por qué? ¡Oh, jefe! —preguntó el lobo de mar.

—Porque no deben dejar ya nunca al jefe Hauka y a sus gentes.

—¿Qué quiere ese zorro? —preguntó Cardoso.

—No sé más que tú, muchacho —respondió Diego—. ¿Acaso pretende que nos pasemos la vida acostados?

—Viejo mío, Será necesario emplear la fuerza.

—¿Me han oído los hijos de la luna? —preguntó el jefe con cierta impaciencia.

—Obedezcamos y observemos —dijo Diego—. Veo que el señor Calderón está tranquilo, signo de que no corremos peligro alguno.

Los dos marineros se echaron en el suelo. En seguida seis guerreros se adelantaron y los aferraron por los brazos y las piernas, impidiéndoles hacer ningún movimiento.

—Señor Calderón —dijo el maestro—, ¿qué quieren esos paganas?

El agente del gobierno, que se había sentado tranquilamente, se contentó con alzar los hombros y hacer un gesto de despecho.

—¡Siempre ha de estar de mal humor ese diabólico hombre! —gruñó Cardoso—. Se diría que las palabras le estropean los dientes.

—Que me coma un tiburón si lo entiendo —dijo el maestro—. ¿Se tratará de alguna ceremonia?

—Así parece que sea —respondió Cardoso—. ¡Toma! ¿Otro hechicero?

Un patagón que llevaba al cuello amuletos de dientes de fieras y vértebras de serpientes y en la cabeza un gran penacho de plumas de varios colores, se acercaba a ellos, llevando en la mano una extraña herramienta que parecía un cuchillo mellado, más ancho en la punta que hacia la empuñadura.

A una señal suya los guerreros quitaron a los marineros los zapatos y los pantalones, dejando al desnudo los pies. El maestro dio un grito de furor, y con un poderoso pero inútil tirón, intentó librarse de las manos que le clavaban en él suelo.

—¡Bandidos! —exclamó.

—¿Qué va a pasar, Diego? —preguntó Cardo-so, que se había puesto pálido—. ¿Nos van a cortar los pies?

—No, pero nos impedirán escapar, como si careciéramos de ellos. ¡Ah! ¡Era de esperar esta jugarreta de estos paganos!

—Señor Calderón —dijo Cardoso con voz suplicante—, venga usted en nuestro auxilio.

El agente del gobierno, en vez de responder, señaló a sus propios pies y luego se encogió de hombros, como indicando que no podía hacer nada.

En tanto el nuevo hechicero afilaba su cuchillo en un pedazo de piedra arenisca, probando de cuando en cuando el filo, como para asegurarse de que estaba lo cortante que necesitaba.

—Va perfectamente —dijo, cuando le pareció adecuado—. Venga el pie.

—¡Así te dé un accidente! —gritó el maestro, y no pudiendo moverse escupió al hechicero.

Dos guerreros asieron la pierna derecha de Cardoso y la levantaron. El desgraciado, no sabiendo todavía de lo que se trataba, a pesar de su extraordinario valor, palideció horriblemente y dio un grito.

—Aguántate, hijo mío —dijo el maestro, que, no obstante, estaba vivamente impresionado—. Se trata de una sencilla incisión.

El hechicero aferró bruscamente el pie del muchacho y practicó en la planta una ligera incisión, pero que penetraba en el tejido muscular y que se extendía desde el dedo gordo al talón. El dolor fue tan leve que Cardoso ni siquiera suspiró…

—Ya está —dijo el maestro, que seguía con ansiedad la extraña operación—. ¿Te han hecho daño, hijo mío?

—No —respondió Cardoso—. He sentido así como una ligerísima quemadura.

—Entonces, a mí ahora.

Presentó espontáneamente el pie y el hechicero le hizo una incisión igual. En seguida los dos prisioneros fueron dejados en libertad.

—Pero ¿por qué nos han hecho esta señal? —dijo Cardoso, que se miraba el pie.

—Para impedirías huir —respondió el maestro, que se había puesto en pie al momento.

—¿De qué modo? Porque veo que camino bastante bien, marinero.

—Sí; pero no podrías hacer una jornada un poco larga, porque bien pronto se te inflamaría el pie y te dolería tanto que te obligaría a pararte.

—¿No se cierra nunca la herida?

—Sí; porque aquel maldito hechicero tendrá cuidado de mantenerla siempre abierta. Cada mañana vendrá a examinar nuestros pies y volverá a abrir las heridas con ese cuchillo que tú has visto.

—¿Y el señor Calderón? ¿No habrá sufrido la operación?

—Hace poco he visto que caminaba cojeando.

—Así que ninguno de nosotros podrá escapar.

—¡Bah! Ya saldremos de ésta, hijo mío, te lo aseguro, y si no podemos hacerlo a pie lo haremos a caballo. ¡Qué demonio! ¿Para qué hay, si no, tantos caballos aquí? Deja que madure el proyecto que estoy maquinando y ya verás.

Un guerrero se acercó a ellos en aquel momento y les ordenó que le siguieran. El marinero y Cardoso le acompañaron cojeando hasta delante de una tienda que parecía de las más grandes y mejores.

—Entrad —dijo el guerrero—. Es el regalo del jefe.

—Por fin tenemos casa —dijo el maestro alegremente.

—No nos falta ya más que una buena sopa —dijo Cardoso.

—Ya llegará, hijo mío.

Y, en efecto, no tardó en llegar. No era precisamente una sopa, sino alguna cosa mejor, porque les llevaron un buen pedazo de carne de caballo asada, de la que trascendía un aroma apetitoso, en unión de una cantidad de goma bolax y médula de huesos.

Los dos marineros, que se morían de hambre, asaltaron bravamente aquella vianda substanciosa, y luego envolviéndose en las mantas encontradas en la tienda, se durmieron sin ocuparse más del señor Calderón ni de los patagones.

CAPÍTULO XX. LOS JAGUARES DE LAS PAMPAS

Hacía varias horas que dormían, roncando sonoramente, cuando fueron inesperadamente despertados por clamores ensordecedores; eran gritos de hombres, chillidos agudísimos de mujeres y chiquillos, relinchos y pataleos de caballos, como si todo el campamento estuviera revolucionado.

Diego y Cardoso, sospechando que había ocurrido una seria desgracia, se precipitaron fuera de la tienda, restregándose los ojos, prontos a aprovecharse de la confusión para largarse, montados en los primeros caballos que les vinieran a mano.

Las tinieblas que lo envolvían todo hacía unas horas, no les permitían distinguir lo que ocurría en el campamento, faltando la luna y también las estrellas que se habían ocultado tras una densa cortina de vapores. No obstante, vieron confusamente hombres y mujeres que corrían en todas direcciones, unos a pie, otros a caballo, dando gritos que lo mismo podían ser de furor que de desesperación.

Algunos que pasaron corriendo a pocos pasos de la tienda, llevaban armas, lanzas, lazos y bolas, mientras otros trataban de romper las densas tinieblas con tizones encendidos, viéndoseles correr entre las filas de las tiendas, con gran peligro de incendiarlas.

—¿Habrá sido atacado el campamento? —preguntó Carnoso.

—Sé lo mismo que tú —respondió el maestro—; pero yo creo que debemos aprovecharnos de esta confusión para tornar las de Villadiego.

—¿Y vamos a dejar aquí al señor Calderón? —Tienes razón, hijo mío. ¡Ah! ¡Si pudiese saber adonde ha ido a parar aquel bendito hombre! Siempre dije yo que aquel cangrejo nos serviría más de estorbo que de provecho.

—Busquémosle, y si no le encontramos, pondremos en juego las piernas.

—Las de los caballos, querrás decir, porque con las nuestras no podríamos ir muy lelos.

No viendo a nadie cerca de su tienda, salieron al medio del campamento, procurando no dejarse ver, pero no habían andado veinte pasos cuando vieron a los patagones volver a sus tiendas. Parecían presa de viva excitación y daban gritos de rabia.

—Demasiado tarde —dijo Cardoso parándose.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamo el maestro rechinando los dientes y dándose un puñetazo en la cabeza.

—¿Habrán rechazado a los enemigos?

—Pero ¿qué enemigos? Debe haber sido una falsa alarma, porque veo que regresan todos.

—Pero parecen enfurecidos.

—¡Que revienten!

—¡Eh, marinero! Vas a volverte hidrófobo —dijo el mozuelo riendo.

—Es cosa de volverse. Hemos perdido una buena ocasión y todo por culpa del maldito agente del gobierno. Sin él, a estas horas ya estaríamos lejos.

—¿Adónde van los hijos de la luna? —preguntó en aquel momento una voz detrás de ellos.

Se volvieron y se encontraron detrás de ellos al jefe y al señor Calderón.

Iba a contestar el maestro, pero el jefe no le dio tiempo, porque continuó en seguida con acento airado:

—Hace poco, un jaguar del río Negro ha entrado en el campamento y ha devorado a un niño, un hijo de los tehuls. ¿Por qué los hijos de la luna, que son tan poderosos, no le han matado antes de que entrase?

—¡Oh, demonio! —exclamó el maestro—. Mira, hijo, ese bribón de pradera la va a tomar ahora con nosotros.

—¡Si mañana los hijos de la luna no han vengado al hijo de los tehuls, morirán!

—¡Hola, jefe! ¿Ha bebido usted demasiado aguardiente?

—¡He dicho!

Después, sin esperar contestación, el jefe volvió bruscamente la espalda y se alejó. Cardoso y el maestro, sorprendidos por aquella absurda amenaza y como trastornados, se miraron a la cara mutuamente.

—¿Se habrá vuelto loco el jefe? —preguntó Cardoso—. ¿Qué tenemos nosotros que ver con esa historia del jaguar y del niño devorado?

—Sois los hijos de la luna —dijo el agente del gobierno, que no se había marchado.

—¿Y por qué, usted, señor hechicero, no ha mandado al río a ese jaguar? —preguntó el maestro con violencia—. Que el diablo se lleve la luna y a los malditos paganos que nos han tomado por hombres caídos del cielo.

—Tengan ustedes cuidado —dijo el agente—. Hauka no es hombre para tomarlo a broma.

—¿Entonces, vamos a tener que ir a sonsacar al jaguar?

—Hauka lo ha dicho.

—¿Y con qué armas?

—Les dará a ustedes sus carabinas.

Dicho esto se marchó sin esperar respuesta. Cardoso y el maestro se quedaron allí estupefactos, por aquella extraña aventura que les podía costar la piel.

—¿Qué dices a esto, hijo mío? —dijo al fin el maestro.

—Yo digo que aquel zorro de Calderón trata de ponernos en un apuro.

—Yo también lo sospecho, Cardoso. Yo no sé por qué, pero desconfío siempre de ese hombre, y no querría… Basta así; no perderé de vista a ese agente de la cara fúnebre.

Después, mirando en la cara a Cardoso, añadió:

—¿Tienes miedo a los jaguares?

—Ni tampoco a un elefante, cuando estoy contigo —respondió sin titubear el bravo muchacho.

—Entonces ya nos las arreglaremos a despecho del agente. Hijo mío, vamos a dormir.

Volvieron a la tienda, se envolvieron en las mantas y se durmieron de nuevo tranquilamente como si nada hubiera ocurrido.

Pero su sueño fue de breve duración, porque fueron despertados por una brusca sacudida. Un patagón había entrado en la tienda, llevando consigo las dos carabinas prometidas por el agente.

Diego y Cardoso recibieron con verdadera alegría sus fieles carabinas, que ya habían creído para siempre perdidas, y algunos paquetes de cartuchos que los patagones, a lo que parece, habían conservado con gran cuidado.

—Seguidme —dijo el patagón—. El alba va a aparecer.

—Vamos —dijo Cardoso—, estoy impaciente para cazar a ese señor jaguar que tiene entre sus ganas nuestra piel.

—Le mataremos, hijo mío —dijo el maestro que cargaba con cuidado su carabina—, te lo aseguro. Yo entiendo bastante de esta clase de caza.

Salieron de la tienda y siguieron a su guía, que los condujo al otro extremo del campamento, que se prolonga hacia el río. Aunque el sol no había aún salido, algunas mujeres estaban ya en pie, ocupadas en peinarse con unas toscas escobillas, operación de la que se cuidan bastante, teniendo la precaución de arrojar al fuego en seguida los cabellos que se les caen por temor que un enemigo los coja y se sirva de ellos para hacer maleficios, siendo tal su creencia. También algunos hombres velaban aquí y allá por los límites del campamento, pasando el tiempo en jugar con unos naipes de cuero que llaman bersen o a los dados, juego éste importado por los españoles.

Llegados fuera del campamento, el patagón señaló a los marineros una, espesura que podía llamarse un bosque, el cual se extendía en largo trayecto, siguiendo la orilla del río Negro.

—El jaguar está allí —dijo—. Que Vitamentrú os guíe y que Gualisciú se mantenga alejado…

—Y que el diablo te lleve —concluyó el maestro.

Iba a ponerse en camino de nuevo cuando su atención fue atraída por un jinete que estaba a cierta distancia. Aguzó la vista, pero como la noche era muy oscura no consiguió distinguirle.

—Será el jefe que viene a presenciar nuestra salida —dijo—. Vamos al camino, Cardoso, y no tengas miedo, que los jaguares no son animales que se atrevan a hacer frente a hombres armados de carabinas.

—Pierde cuidado, marinero. Tengo la vista segura y el pulso firme.

Volvieron la espalda al campamento, se pusieron las carabinas bajo el brazo y se dirigieron al bosque con la misma tranquilidad con que hubieran ido a un sencillo paseó aunque se trataba de cazar al más temible felino de la América meridional.

Silencio casi absoluto reinaba en la pampa. No se oía más que el graznido de alguna madrugadora tanagra azul que surcaba el espacio, y el sordo rumor del tuco-tuco, animalillo que abunda en las llanuras patagónicas y que ocupa su tiempo en socavar galerías subterráneas, con frecuencia muy largas.

Aquí y allá, en medio de los cardos brillaban vagamente, como si fuesen chispitas caídas del cielo, los lusioles, grandes orugas que despiden de noche una luz vivísima, y se sentía huir a las chaunas, grandes aves gallináceas con las alas aunadas de fuertes espolones, los dedos larguísimos y una voz áspera y fuerte, coma la de los pavos.

Los dos cazadores, atravesada la pradera, se internaron en el bosque formado por una intrincada aglomeración de voy gas, de algarrobos, de gueguedes y de lurnos, entre las cuales, de cuando en cuando, se elevaba, dominándolos a todos, algún soberbio ombú. El maestro se paró un momento a escuchar, y después pasando la carabina de la mano siniestra a la diestra, dijo:

—Dirijámonos hacia el río, Cardoso, porque a los juagares les gusta la proximidad del agua.

—¿Y los encontraremos nosotros?

—Esos carnívoros abundan en la pampa patagónica. Ojos abiertos, y mano al gatillo, porque te advierto que la caza que buscamos es, a veces, muy feroz.

—No tengo miedo, marinero. ¡Avante!

Separando con precaución el ramaje de los arbustos que obstruían el paso, con el oído atento para recoger el más pequeño rumor, los dos marineros se internaron intrépidamente entre la maleza, ojeando con atención a derecha e izquierda para no ser sorprendidos por el felino que buscaban y que podía de un momento a otro aparecer y arrojarse sobre ellos.

Avanzando con lentitud a causa de los muchos obstáculos, al despuntar el sol, llegaban a la margen del río Negro, sin haber encontrado el rastro del feroz carnívoro. Cardoso, que tenía sed, descendió hasta la orilla para beber un sorbo de agua, pero se detuvo ante un espectáculo que le hizo temblar.

La corriente que en aquel punto era tranquila, a causa de la curva que el río describía, hasta donde alcanzaba la vista, estaba cubierta de bancos de peces de piel azulada punteada de rojo y que parecían todos muertos. En el acto los reconoció y a pesar de que ahora no constituyesen ningún peligro, palideció.

—¡Los mondongueras! —exclamó.

—¡Por mil demonios! —exclamó a su vez el maestro, que también había descendido—. ¡Mira qué estrago!

—¿Están muertos?

—Ya lo ves —respondió el maestro.

—¿Y quién los habrá matado?

—Sé que, a menudo, entre esos monstruos se desarrollan ciertas enfermedades que hacen verdaderas hecatombes. Especialmente en las épocas de grandes calores, se ven con frecuencia a los ríos arrastrar inmensas cantidades de caribes.

—Entonces, aquí ha estallado la epidemia.

—Sí, y hemos sido bien vengados, Cardoso. ¡Qué lástima no tener aquí una red!

—¿Para qué?

—Porque los caribes son exquisitos, mejores que las truchas, que son tan delicadas.

—¿Y quién se comerá todos estos peces?

—Las bestias feroces que son muy golosas de la carne de los mondongueras! La corriente los echará sobre la orilla donde esos canallas atormentarán todavía a los hombres, porque sus mandíbulas, armadas con los agudos dientes que tú conoces, al quedar extendidas por las playas harán muy molesto y peligroso el caminar por ellas.

—¿Y tú quieres…?

—¡Chitón!

—¿Qué pasa?

—¡Calla y mira!

Cardoso miró en la dirección señalada por el maestro, e involuntariamente retembló. A sesenta pasos de distancia mi animal que tenía semejanza con los leopardos, de piel amarilla, con manchas negras, estaba echado sobre una rama de un árbol que avanzaba sobre la comente.

Parecía ocupado en cazar, porque miraba fijamente al agua, que discurría por debajo de la rama, teniendo las manos tendidas, prontas a sumergirlas, mientras su cola rozaba delicadamente el río.

—¿Es el jaguar? —preguntó en voz queda Cardoso agachándose tras un arbusto.

—El que buscamos u otro —respondió el maestro.

—¿Qué hace?

—Está pescando.

—¡Oh! ¿Un jaguar que pesca?

—Es cosa que se ve con frecuencia en los ríos brasileños y en los de América Central. Esos carnívoros, cuando tienen hambre se tienden en cualquier orilla desierta, y meten en el agua su cola que sirve de cebo, y cuando algún pez grande llega y la muerde, con una ligereza extraordinaria alargan la garra y apresan.

Volvieron la espalda al río para sorprender al jaguar por detrás, y se internaron nuevamente en el bosque avanzando con infinitas precauciones y el mayor silencio. Diego, que conocía la astucia y la agilidad verdaderamente extraordinaria del animal, de cuando en cuando se detenía para escuchar mejor y para examinar con atención los matorrales y las ramas de los árboles.

—Acaso nos ha oído y se ha puesto a acecharnos para caer sobre nosotros.

—Pues yo no oigo nada.

—Son ágiles y ligeros y… ¡Chitón!

Hacia su derecha había oído un ligero roce, y había visto moverse la maleza. Preparó rápidamente la carabina y esperó, mientras Cardoso hacía otro tanto, pero mirando de reojo hacia la izquierda.

Algunas ramas se movieron lentamente y se oía un gruñido que cada vez era más apagado.

—¡Ahí está! —dijo Diego—. Nos ha visto y nos espía.

—¿Nos atacará?

—Si tiene hambre no vacilará en hacerlo.

—¿Qué hacemos?

—¿Tienes tú confianza en tu puntería?

—Me tiembla un poco el pulso, pero no tengo miedo —respondió el valeroso muchacho.

—Entonces, sígueme.

El maestro penetró resueltamente entre la maleza seguido por el marinerillo, que se volvía con frecuencia por miedo de ser atacado por la espalda. Recorridos unos quince pasos, se encontraron en un pequeño claro, circundado por pequeñas manchas de huignal.

No se oía ningún ruido ni se veía moverse las ramas. Sin embargo, el jaguar no debía de estar lejos, porque el aire estaba impregnado de fuerte olor de fiera.

—Párale aquí, hijo mío —dijo ej maestro—. Yo voy a ojear los matorrales, pero no te perderé de vista.

—Ve con Dios, marinero —respondió Cardoso que procuraba mostrarse tranquilo.

Abrió bien las piernas, enristró la carabina para estar dispuesto a encarársela y esperó con bastante sangre fría la aparición del jaguar.

Diego se ocultó entre la maleza sin alejarse de la clara, resuelto a hacer salir al carnívoro que debía haberse emboscado en los alrededores.

Pasaron dos minutos, largos como dos siglos para el muchacho, que por primera vez en su vida se sentía invadido de vivo terror.

De repente, el ramaje de un arbusto se abrió lentamente y un bellísimo animal de piel amarillenta punteada de negro apareció lanzando un fuerte maullido, que podía calificarse de sordo rugido.

Los ojos de la fiera se clavaron en el mozuelo que se había puesto palidísimo, sí, pero que no había retrocedido ni un paso. Parecía como si la fiera se sorprendiese de encontrarse ante un cazador tan pequeño, y contrariamente a sus costumbres, en lugar de lanzarse sobre él se detuvo clavando sus poderosas garras en el suelo.

—Calma y buena puntería —murmuró el muchacho.

Se echó la carabina a la cara mientras frío sudor le bañaba la frente, apuntó cuidadosamente y salió el tiro.

El jaguar lanzó un rugido de dolor, pero no cayó; la bala le había solamente fracturado una paletilla. Retrocedió dos pasos como para tomar más impulso, se recogió después, y se estiró bruscamente, arrojándose de un salto a través del espacio descubierto.

Cardoso, pálido, aterrorizado, inerme, dio un grito de espanto, cortado en su mitad.

—¡Auxilio, Diego!…

Un tiro de carabina respondió a aquella apelación desesperada. El jaguar, herido en la caía, cayó con la cabeza hacia adelante, pataleó furiosamente, y luego quedó inmóvil.

Casi, al mismo tiempo se oyó una voz tranquila que exclamó:

—¡Buen tiro!

Y el viejo lobo de mar se lanzó al claro con el fusil todavía humeante.

CAPÍTULO XXI. UNA DETONACIÓN MISTERIOSA

El jaguar (felix ouca), sin ser el animal mayor del continente americano, es el más terrible y sanguinario; no le cede al oso gris de las Montañas Rocosas, del cual es sabida su ferocidad y su fuerza, que es verdaderamente irresistible.

Asia tiene los tigres, América tiene los jaguares, dos razas que se parecen por la figura, por los instintos, por la intrepidez y el vigor, que en ciertos casos son superiores a los del león. No difieren más que en la piel que en los primeros es estriada de negro y naranja, y en las segundos está salpicada de manchas de calor de rasa con grandes puntos negros en el centra, sobre un fonda amarillento verdaderamente magnífico: también son un poco más pequeños que los primeros, porque rara vez superan los dos metros de longitud desde el extremo del hocico a la raíz de la cola.

Los jaguares se encuentran por toda la América del Sur, pero no son raros también en Méjico, en California y en el territorio indiano, hasta cerca de las Montañas Rocosas. Pero, como decimos, su verdadera patria es la América del Sur y especialmente los espesos bosques del Brasil, de las repúblicas meridionales y las grandes praderas de la Patagonia. Formidables destructores de carne, porque están dotados de extraordinaria voracidad, hacen verdaderos estragos en la caca y en las pampas causan, inmensos daños a los rebaños abatiendo indistintamente caballos y toros. Es tal su fuerza que basta un zarpazo suyo para partir el espinazo al animal más corpulento, y no raramente se les ha viste pasar de un salto un cercado, llevándose en la boca una cabeza de ganado mayor o un cordero.

Su atrevimiento supera muchas veces al del mismo tigre, porque no teme al hombre aunque esté bien armado. Ataca indistintamente a todo ser viviente, se acerca a los poblados para robar mujeres y niños, y se cuenta, en fin, que un jaguar entro una vez en una iglesia y degolló a tres curas y un sacristán antes de que lo matasen.

El felino muerto por el marinero, era un soberbio ejemplar, porque se acercaba a los dos metros. Las dos balas le habían estropeado mucho porque la de Cardoso le había roto la paletilla izquierda y el segundo balazo le había destrozado el cráneo, poniendo al descubierto gran parte de la caja ósea. La muerte, después del segundo tiro, debió ser instantánea.

—¡Por cien mil diablos! —exclamó el digno lobo de mar que giraba y regiraba en tomo del cadáver—. He aquí un buen tiro y a tiempo; un momento de retraso, y tú, mi pobre muchacho, estabas despachado.

—Te juro que las he pasado negras, marinero —dijo Cardoso, que aún no se bahía repuesto de la emoción—. Se dice que una bala puede matar a un elefante; pero te confieso que he pasado miedo.

—¡Bah! Has sido demasiado valiente, hijo mío. He conocido hombres dos veces más fuertes que tú y que temblaban delante de un jaguar, hasta el punto de no poder levantar el fusil.

—Dime, marinero, ¿será éste el que se comió al patagoncito?

—No puedo decírtelo, pero sea éste u otro, para nosotros es lo mismo. Lo llevaremos al campamento y le diremos al jefe que lo hemos matado cuando estaba regodeándose con su víctima.

—¿Volvemos ya?

—Espera, un momento.

Cortó una tira de piel, trenzando con día una especie de lazo, ató a la fiera por el cuello y probó a tirar.

—Es un poco pesado, pero ya verás —dijo—. Vamos, muchacho, porque tengo un hambre atroz.

Se enlazaron los dos a la cuerda, y reuniendo sus fuerzas, arrastraron al animal a través de la selva. Después de varias paradas para dar descanso a sus pies que a causa de la incisión hecha en ellos se les habían hinchado hasta manar sangre, llegaron a la pradera, donde se detuvieron de común acuerdo, presas de viva inquietud.

A un centenar de pasos del lindero del bosque, una cincuentena, de jinetes parecían esperarles. Todos iban armados con lanzas, bolas, lazos y cuchillos de todas formas y dimensiones y pintados de blanco desde la cintura hasta el cuello. A poca distancia, delante de ellos estaba el caudillo Hauka, también pintado de blanco y con una gran pluma clavada en el pañuelo blanco que le ceñía la frente.

—¡Por mil demonios! —exclamó el maestro—. ¡Los paganos con la pintura de guerra! ¿Qué quiere decir esto?

—¡Eh, marinero! —exclamó Cardoso—. ¿Pensarán jugarnos alguna mala pasada?

—No puedo decírtelo. ¿Ves al señor Calderón?

—Allí está en medio. Me parece que también han pintado al pobre hombre.

—¿Tienes la carabina cargada?

—Con dos balas.

—Prepárate para hacer fuego, hijo mío, y cuando yo te lo mande, tira sobre el jefe.

Hauka, que había visto a los dos cazadores, so adelantaba a la carrera, espoleando vivamente a su soberbio caballo. Llegado a pocos pasos se paró y dirigiéndose al maestro, dijo:

—Eres un valiente.

—Lo creo, jefe —respondió el maestro.

—¿Sabes orné significan nuestras pinturas?

—Sí.

—Que vamos a la guerra, como puedes ver.

—¿Contra quién?

—Ya lo sabrás; deja el jaguar y ven.

—Pero nosotros estamos cansados.

—Los hijos de la luna son incansables.

—Pero me muero de hambre.

—¡Hay que partir! —dijo el jefe rudamente.

Dio un largo silbido, sirviéndose de una especie de silbato de hueso. En seguida dos guerreros se adelantaron, trayendo por la brida sendos caballos vigorosos, de pequeña cabeza, flacos, enjutos y piernas finas y nerviosas como las de los ciervos.

—¡A caballo! —mandó el jefe.

Cardos o y el maestro, sabiendo bien que toda resistencia habría sido peligrosa, montaron a caballo. Los guerreros que estaban alineados en la pradera se unieron al jefe, conduciendo con ellos al señor Calderón que montaba un mustang blanco, adornado con toda clase de amuletos.

A una orden del jefe, dos hombres echaron pie a tierra y cargando con el jaguar se dirigieron al campamento, cuyas tiendas fueron rápidamente desmontadas y arrolladas; los demás se dirigieron al galope hacia el río Negro, donde les aguardaba otra pandilla, formada de unos cincuenta jinetes, que debían pertenecer a otra tribu.

—Pero ¿adónde vamos? —preguntó Cardoso, que todavía no se habla repuesto del asombro causado por aquella inopinada partida.

—Sé tanto como tú, hijo mío —respondió el maestro, que cabalgaba a su lado—. Debe haber ocurrido alguna cosa seria cuando vamos a la guerra, según significan esas pinturas de nuestros hombres.

—Pero ¿contra quién?

—Contra los hombres del Norte —respondió una voz detrás de ellos.

Se volvieron y vieron al agente del gobierno, el cual, cosa verdaderamente extraña, parecía de buen humor.

—¿Contra los argentinos? —preguntó el maestro.

—Unos jinetes han traído la noticia de que los argentinos se están batiendo y los patagones acuden para saquear la frontera y la pampa.

—Parece que estos señores patagones están algo atrasados de noticias —dijo Cardoso—. ¡Por Júpiter! Hace muchos meses que la guerra ha estallado entre las repúblicas del Sur y nuestro país.

—Siempre llegaremos a tiempo.

—Estoy archicontento con esta expedición —dijo el maestro—. Nos acercamos a tierras civilizadas y nos será más fácil decir: «pies ¿para qué os quiero?».

—Así lo espero —respondió el señor Calderón.

La tropa había llegado ahora a la orilla del río y había hecho alto. Dos guerreros se llegaron al río y sondearon con sus lanzas el lecho, para convencerse de la profundidad del agua y después penetraron resueltamente en la corriente.

—Procura quedarte atrás, Cardoso —dijo el maestro—. De un momento a otro pueden llegar los malditos mondongueras y producir una confusión funesta.

—Seré uno de los últimos —respondió el muchacho.

Los jinetes, de a tres y de a cuatro, aunque sin orden de formación alguna, entraron en el río, espoleando a los caballos, que como si hubieran olfateado algún peligro se mostraban recalcitrantes, dando coces a todas partes. En breve toda la banda se encontró con el agua hasta la cintura. Ya estaban a mitad del camino, cuando se oyó a los dos jinetes que iban a la cabeza, dar unos gritos, sin duda, producidos por el terror. Casi en el acto se vio a los caballos encabritarse, produciendo en el agua grandes remolinos.

—¿Los mondongueras? —preguntó Cardoso al marinero.

—Temo que sea algo peor —respondió el maestro, que observaba la corriente.

De pronto entre los caballos que iban detrás del guía, se produjo gran confusión. Relinchando desesperadamente daban huidas a diestra y siniestra, chocando unos con otros furiosamente, dando coces, encabritándose para derribar a los jinetes que no parecían menos asustados y que lanzaban alaridos de verdadero terror.

En medio de las olas alborotadas por los corceles se veían aparecer y desaparecer largos cuerpos negruzcos que semejaban grandes anguilas, las cuales parecían encarnizarse contra los perturbadores del sosiego acuático.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro palideciendo.

—¿Qué sucede? —preguntó Cardoso, que espoleaba furiosamente al caballo al tiempo que apretaba fuertemente las rodillas para no ser derribado.

—¡Los gimnotos! ¡Espolea, Cardoso, espolea!

El muchacho se disponía a obedecer cuando recibió una sacudida, parecida a una intensa descarga eléctrica.

Su caballo relinchó dolorosamente y dio una huida violenta, doblando las rodillas como si le faltara el terreno bajo los cascos.

—¡Cardoso! —exclamó el maestro.

El pobre muchacho, atontado por aquella extraña sacudida que todavía no sabía a qué atribuir, perdió el equilibrio y cayó de la silla, pero el maestro, que le estaba contiguo, estuvo rápido en sostenerle por la cintura y le colocó sobre su propio caballo.

—No te asustes, marinero —respondió el mozalbete, que tuvo fuerza de voluntad para sonreír—. He perdido las fuerzas, he ahí todo.

—Procura sostenerte agarrado a mí.

Después hundió las espuelas en los ijares del caballo, que avanzó a saltos, cortando oblicuamente la corriente. El bravo marinero, siempre espoleando y excitando a la cabalgadura con las bridas y con la voz, esquivó los caballos de los patagones que se defendían furiosamente en medio del río, descabalgando a los jinetes y corriendo enloquecidos en todas direcciones, cayendo y levantándose hasta alcanzar la orilla opuesta.

Cardoso, repuesto del efecto de la sacudida, estuvo pronto en arrojarse al agua y llegar a tierra.

Bastantes caballos sin jinete habían también llegado y yacían tendidos sobre la hierba como si estuvieran imposibilitados de moverse. Temblaban fuertemente, relinchando dolorosamente, sus ojos brillaban más de lo acostumbrado y estaban extraordinariamente dilatados, y abundante espuma sanguinolenta manaba de su boca.

Los patagones que iban llegando no estaban en mejor estado y se frotaban vigorosamente los doloridos miembros.

—Pero ¿con qué enemigos tenemos que habérnoslas? —preguntó Cardoso, que seguía con sorpresa los saltos desordenados de los caballos que aún quedaban en el agua.

—Con los gimnotos, te he dicho.

—¿Qué peces son esos?

—Una especie de anguilas que se encuentran en los ríos de América del Sur y que, según parece, poseen una verdadera pila eléctrica, porque lanzan fuertes descargas que a veces son mortíferas para algunos animales pequeños. Viven entre el lodo, pero cuando son perturbados salen a la superficie y atacan a los perturbadores con gran encarnizamiento. Afortunadamente su acumulador, por lo visto, es de poca capacidad, porque después de la primera descarga, los gimnotos pierden su energía eléctrica, se convierten en casi innocuos, y necesitan algún tiempo para renovar su vigor y poder hacer nuevas descargas. Mira, ¿no los ves flotar en gran número, medio muertos?

—En efecto, distingo algunas anguilas.

—La lucha ha acabado —continuó el maestro—. Los caballos vuelven a sosegarse y se apresuran a ganar la orilla.

En efecto, todos los caballos que estaban en medio del río, avanzaban apresurados, arrastrando a los hombres que a racimos se habían asido a sus crines y colas, casi todos doloridos por las descargas eléctricas recibidas. Lo mismo los primeros que los segundos, apenas llegados a tierna, se dejaron caer como si les faltaran las fuerzas.

—¿Y el señor Calderón? —preguntó Cardoso, que había salido al encuentro de los recién llegados.

—Allí está montado en su caballo —respondió el maestro, que le había seguido—. Yo creo que no está muy malo porque su rostro no aparece alterado.

—¿Cómo estarnos de salud, señor agente? —preguntó Cardoso—. ¿También a usted le han caído rayos?

—No —respondió secamente Calderón.

—¡Afortunado hechicero! —exclamó el maestro con ironía—. Hasta posee poder para paralizar las descargas de los gimnotos.

El agente dirigió al marinero una mirada torva, pero no contestó, y se acercó a Hauka que estaba discutiendo acaloradamente con algunos guerreros.

—¡Qué mirada tan fea! —exclamó el maestro riendo—. Parece que no está muy contento con el alto cargo que le han conferido.

—Ten cuidado, no te vaya a jugar alguna mala partida.

—¡Bah! Mientras tengamos los millones no se atreverá a levantar un dedo contra nosotros, y, además, sabe bien que sin nuestra ayuda no podrá escapar a las uñas del jefe.

—Pero tú crees…

Cardoso se había interrumpido bruscamente. Una detonación se había oído inesperadamente hacia el Norte, detrás de una gran mancha de algarrobos que se extendía a lo largo de la orilla izquierda del río.

Hauka y los guerreros se pusieron en pie como un solo hombre, lanza en mano, dirigiendo miradas de intranquilidad al bosquecillo que ocultaba la gran pradera.

CAPÍTULO XXII. ATAQUE NOCTURNO

¿Quién podía haber hecho aquel disparo de fusil en un lugar desierto, alejado centenares de leguas de la frontera argentina? ¿Quién sería el temerario que se había internado en las grandes llanuras de la Patagonia, guardadas al Norte por la belicosa tribu de los pampas, enemigos acérrimos de la raza blanca? ¿Habría sido un indio, armado de fusil, hipótesis aún más inadmisible, no conociendo estas gentes, sino imperfectamente las armas de fuego, o un verdadero blanco, llevado hasta allí quién sabe por qué extraordinarias circunstancias?

Hauka, después de escuchar con atención unos minutos, adoptó una rápida resolución. Saltó sobre su caballo, que parecía no haber sufrido mucho en la lucha con los gimnotos, y empuñando fieramente la lanza con la siniestra y la bola de metal blanco con la diestra, gritó:

—¡Tehuls, a caballo!

Unos cuarenta guerreros que habían salido incólumes de las descargas de los gimnotos, respondieron al llamamiento y lanzaron sus caballos detrás del jefe que valerosamente había penetrado en el bosque. Cardoso, Diego y, por fin, el flemático agente del gobierno, eran de la partida.

La cabalgata atravesó a galope el bosque, que dejaba aquí y allá anchos pasajes, y desembocó en la gran pradera que se extendía basta perderse de vista en dirección al Norte.

Un bulto indeciso que parecía la forma de un hombre a caballo, se alejaba rápidamente hacia el Norte, medio tapado por los grandes cardos. Estaba ya tan lejos, que el maestro y Cardoso, a pesar de poseer una vista que competía con los más potentes anteojos, no consiguieron divisarle.

Hauka se convenció de que había llegado tarde para alcanzarle, especialmente con los caballos que poseía, los cuales estaban, cuál más, cuál menos, bastante cansados; no obstante, dio orden a una docena de guerreros, que parecían mejor mentados, de que persiguiesen al fugitivo que ahora estaba reducido a una pequeña mancha negras, apenas distinguible sobre la verde pradera.

—Tiempo perdido, queridos míos —dijo el maestro que había quedado con el jefe que había vuelto a emprender el camino del río.

—¿No será un indio ese hombre que huye? —dijo Cardoso.

—Dudo de que sea tal, porque no hubiera huido en cuanto ha vislumbrado a los patagones.

—¿Crees que sea un blanco?

—Estoy casi seguro de que sí.

—Pero nosotros estamos en un país habitado únicamente por indios, y alejado de las fronteras.

—Puede ser algún gaucho impelido hacia el Sur por las correrías de los pampas… ¡Ah!

—¿Qué ocurre, marinero?

—¿No será?…

—¿Quién?

—¡Uno de nuestros gauchos! ¿Y por qué no? Eran dos, bien montados y bien armados, y uno, si no los dos, puede haber escapado a la persecución de los patagones.

—Pero sería preciso que nos hubiera seguido y espiado.

—Pueden haberse escondido en un bosque; en éste, por ejemplo.

—Entonces, ¿para qué habrá disparado?

—Para avisarnos de su presencia.

—¡Marinero! —exclamó Cardoso, impresionado hondamente por la exactitud de aquel razonamiento.

—Hijo mío, yo estoy convencido de que nuestros fieles amigos velan por nuestra liberación.

—¡Oh, si así fuese! ¿Cómo podríamos asegurarnos de que no han muerto?

—Interrogando a los patagones.

—Pero podrían sospechar…

—Tienes razón, hijo mío; pero acaso el señor Calderón, que goza de la confianza del jefe, pueda saber algo.

Dirigió el caballo hacia el del señor Calderón, que marchaba a pocos pasos del jefe patagón, y dio un tirón del largo manto que envolvía al agente del gobierno.

—Una palabra, señor Calderón —dijo el viejo lobo de mar.

—¿Qué hay? —respondió el seudohechicero con su acostumbrada sequedad.

—Le advierto a usted que se trata de nuestra salvación que acaso está muy cercana.

—Dudo de ello, por ahora.

—No importa, señor agente. ¿No ha vuelto usted a saber nada de los gauchos que nos acompañaban y que fueron perseguidos por los tehuls?

—Me han dicho que uno fue muerto de un bolazo.

—¿Y el otro? —preguntó con ansiedad el marinero.

—Creo que se escapó a la persecución porque no han sido llevados sus despojos al campamento.

—¡Entonces, estamos salvados!

El agente le miró como se mira a un hombre que ha perdido la razón y sonrió irónicamente.

—Le repito a usted que la libertad está próxima —dijo el maestro—. El hombre que ha hecho el disparo de fusil, es uno de nuestros gauchos.

—No se arriesgará a volver.

—Volverá, señor Calderón.

—Mejor para vosotros —respondió el agente, encogiéndose de hombros y espoleando vivamente al caballo para acercarse al jefe.

—Nunca concluiré de entender a este hombre —murmuró el maestro, volviéndose a Cardoso—. No importa; me basta con saber que uno de nuestros amigos está todavía vivo y nos sigue.

—¿Y qué haremos entre tanto? —preguntó el muchacho.

—Estaremos al cuidado, y a la primera coyuntura dejaremos plantados a los paganos y a sus aliados. Una voz interior me dice que el gaucho nos dará noticias suyas y yo creo en los presentimientos, niño de mi corazón.

Habían entonces llegado a la margen del río Negro que estaba abarrotada de personas, llegadas del campamento, viejos, mujeres y chicos, conduciendo con ellos caballos cargados con tiendas plegadas, mantas y efectos de todas clases y grandes provisiones de charqui (carne desecada).

El jefe Hauka pasó rápida revista a toda su gente que no esperaba más que la señal de la partida, destacó una vanguardia de treinta guerreros escogidos, provistos de gruesas corcanillas que debían suplir a las tiendas durante la noche, se puso a la cabeza de aquélla, y partió al trote largo en dirección al Norte. Todos los demás, incluso las mujeres, sin las cuales el patagón no sale nunca a campaña, debían seguirle a pequeñas jornadas, aunque manteniéndose a pocas leguas de distancia de la vanguardia, para en caso necesario apoyarle en los primeros encuentros.

Cardoso, Diego y el agente, los cuales con sus carabinas eran una poderosa ayuda, formaban parte de la vanguardia.

La pequeña tropa, después de cruzar el bosque, se lanzó a través de la gran pradera que aparecía despejada de toda clase de obstáculos y cubierta solamente de la planta gramínea llamada aussalc.

A pocas millas del río, los patagones encontraron a los compañeros que se habían lanzado tras el rastro del hombre que había hecho el disparo de fusil; tenían los caballos medio reventados por la larga carrera y no habían conseguido atrapar al fugitivo que había desaparecido hacia el Norte en dirección del río Colorado.

Diego y Cardoso se apresuraron a interrogarles, pero no consiguieron saber nada. Los patagones no habían podido llegar a distinguir al fugitivo, que les llevaba mucha delantera, desde el principio de la persecución.

—No importa —dijo el maestro—. Es él; es nuestro gaucho, me lo dice el corazón.

Hauka, a quien interesaba no debilitar la retaguardia, mandó atrás a los hombres de la persecución y prosiguió su carrera hacia el Norte, impaciente sin duda por alcanzar el río Colorado y entrar en el territorio de los pampas para sumar nuevos aliados y acaso para procurarse noticias más precisas de la guerra que se desarrollaba en las fronteras argentinas.

A las seis de la tarde, después de una marcha de más de sesenta kilómetros, la vanguardia acampaba junto a la orilla de un gran lago salado, que parecía desierto, rodeado de bosquecillos, dentro de los cuales se veían galopar caballos y toros en gran número, acaso fugitivos de las grandes estancias argentinas.

Encendieron grandes hogueras para mantener alejadas a las fieras que pudieran haber en las cercanías, amarraron los caballos en círculo a estacas clavadas fuertemente en tierra y so preparó la cena compuesta de carne asada y unas pocas raíces que, bien o mal, suplían al pan.

Situados centinelas en las esquinas del vivac, cada cual se apresuró a disponer el propio lecho, muy sencillo y no muy cómodo para quien no está acostumbrado: una corcanilla en el suelo, encima el pabellón para hacerla más blanda, y luego el sobrepellón, que sirve de gualdrapa a los caballos, y la alta silla por cabezal.

Cardoso y Diego, que habían sido colocados en el centro del vivac, dentro de un doble círculo de patagones, para que no se les ocurriese escapar, después de haber sufrido una dolorosa visita de un hechicero que renovó las Incisiones de los pies, no tardaron en dormirse junto a sus carabinas, a las cuales, para mayor precaución habían cambiado las cargas.

Pero el sueño del maestro fue de breve duración. Estaba desasosegado, daba vueltas debajo de su manta y, de cuando en cuando, se levantaba para avizorar las proximidades del campamento, y especialmente el bosquecillo, poniendo atención a cualquier susurro de las frondas. Sin duda el digno marinero esperaba ver aparecer alguna persona, probablemente al supuesto gaucho, el que una voz interior le avisaba que estaba vecino.

Serian las dos de la madrugada cuando sus oídos percibieron un lejano fragor que parecía acercarse rápidamente. Venía del lado del bosquecillo y parecía producido por gran número de pesados animales que galopaban por la pradera.

Miró a todos lados y vio a los centinelas dormitando junto a las hogueras apoyados en sus lanzas, con los caballos tumbados a sus pies. Parecía que ninguno de los patagones se había dado cuenta de aquel extraño estrépito que iba avanzando cada vez más.

Más inquieto todavía se volvió hacia el muchacho que roncaba tranquilamente y le despertó con una brusca sacudida.

—¿Qué hay, marinero? —preguntó Cardoso frotándose los ojos y sentándose en la yacija.

—¿No oyes nada?

—Sí, ¡maldición!…, una especie de galope de muchos animales, mezclados con…

—Con mugidos, querrás decir.

—Sí, marinero. ¿Qué será?

—No te lo sabría decir; pero he notado que el ruido se acerca más cada vez.

—¿No será la retaguardia que se acerca?

—¿Tan tarde?

—Habrá sido atacada.

El maestro movió la cabeza, como si creyera poco verosímil tal suposición.

—¿Y los patagones? —preguntó Cardoso, después de escuchar nuevamente—. ¿No han notado nada?

—No, por lo que parece… ¡Toma!… ¡Mira!…

—¡Luces! —exclamó el muchacho saltando en pie.

En el mismo instante los centinelas gritaron:

—¡A las armas, tehuls!

Por la oscura llanura se veían correr bultos que adelantaban en el mayor desorden, llevando en alto puntos luminosos que parecían antorchas ardientes, y en el silencio de la noche se oían formidables mugidos que parecían emitidos por una inmensa manada de toros, aterrorizados y furiosos. Detrás de aquellas sombras, la vista aguzada del maestro distinguió a un hombre a caballo, el cual, de cuando en cuando, descargaba tiros contra el centro de la piara, produciendo detonaciones formidables.

Los patagones, despertando sobresaltados por los gritos de los centinelas y por aquel tiroteo que parecía producido por escopetas y carabinas, se pusieron listamente en pie con las armas en la mano presas de vivo terror que la voz del jefe no conseguía apaciguar.

Algunos más valerosos se adelantaron al frente del campamento para protegerle de aquel extraño asalto, pero la mayoría acudió a los caballos, los cuales relinchaban fuertemente y se encabritaban, intentando romper los ramales y escapar. Pero faltó tiempo.

Un centenar de toros, enfurecidos por unos haces de leña que ardían atados a sus cuernos, irrumpieron furiosamente en el vivac, lanzando terribles mugidos y arremetiendo con la cabeza baja contra hombres y caballos.

Los patagones, que habían acudido a proteger el campo, fueron atropellados y pisoteados; algunos fueron lanzados al aire, heridos por cornadas. Después aquellos animales, que iban enloquecidos, acometieron a los otros que se habían, agrupado alrededor de los caballos.

Se produjo una confusión indescriptible. Los patagones, asustados, incapaces de hacer frente a aquella brutal e irresistible carga, se resguardaron detrás de los caballos, buscando la salvación en una pronta fuga.

Hauka, que, al parecer, no había perdido la cabeza en aquella terrible contingencia, imitado por algunos de los suyos, se atrincheró, defendiéndose a lanzadas por detrás de los pobres animales que eran destripados a cornadas por los toros. Otros, tirando las armas para estar más desembarazados, corrieron al lago sumergiéndose en sus aguas, y a nado se salvaron en un islote que surgía a pocos centenares de pasos de la orilla.

El asalto fue, empero, de breve duración. La manada, después de haber arremetido contra los caballos, que eran un obstáculo para su carrera, y de haber matado bastantes, se dividió y huyó con la misma rapidez con que había llegado, desapareciendo hacia el Este.

Un instante después un hombre montado ion rápido corcel atravesaba el campamento como una centella disparando al aire un tiro de trabuco, y en seguida desaparecía también en dirección Este. Cardoso y Diego, que durante el asalto de los toros le habían buscado sin cesar con la vista, imaginándose que aquel hombre debía ser el que había disparado cerca del río Negro, le reconocieron al resplandor del fogonazo.

—¡Ramón! —exclamaron a la par.

Pero el gaucho, porque, efectivamente, era él el que seguía a la piara, había ya desaparecido entre las tinieblas, llevado por su caballo.

—Hay que contestar a su señal —exclamó el maestro—, y acaso nos oirá.

Apuntaron al aire con sus carabinas e hicieron fuego. Pocos instantes después hacia el Este brilló en débil relámpago, seguido de una detonación.

—¡Nos ha contestado! —exclamó Cardoso enloquecido de alegría.

—Calla, o nos perdemos, hijo mío —dijo el maestro, que no estaba menos emocionado—. Si estos paganos se dan cuenta de algo nos liarán pedazos.

—¿No has visto a su hermano?

—No; iba él solo.

—¿Le habrán matado?

—Es probable.

—¿Y Ramón solo habrá podido azuzar u esos toros furiosos?

—Sin duda, hijo mío, intenta destruir, o al menos disminuir la banda de indígenas, para libertarnos.

—Pero ¿cómo se las habrá arreglado para echarnos encima a tantos animales?

—Tú sabes que los gauchos no tienen igual en el manejo del lazo. Probablemente Ramón ha conseguido reunir a todos aquellos animales pertenecientes acaso a los grandes rebaños fugitivos de las estancias del Norte, enfureciéndolos después con el fuego colocado entre sus astas, y acaso con el guegued, que es una planta cuyo jugo enfurece a los animales.

—¿Y volverá?

—Estoy seguro de ello.

—Es necesario dormir con un ojo solamente para estar preparados.

—Mejor será no dormir de ningún modo. Velaremos por turno.

—¿Intentará otro golpe?

—Eso es seguro, Cardoso. Vamos a ver los hombres de la vanguardia que hayan quedado en pie.

—Hauka está vivo, porque le oigo gritar; debe estar furioso.

—Que el diablo se lo lleve.

—¿Y el señor Calderón?

—Ya me voy yo cansando de ese hombre que cada vez es más enigmático. ¡Al agua, Cardoso!

Se chapuzaron, abandonando el islote y atravesando el pequeño brazo de agua, fueron a tomar tierra a poca distancia del campamento.

CAPÍTULO XXIII. EL CABALLERO DE LA NOCHE

El ataque imprevisto de aquellos furiosos animales había causado a los patagones pérdidas de gran consideración.

La mitad de los caballos que habían podido romper los ramales, yacían por tierra en confusión indescriptible, reducidos a un estado verdaderamente deplorable, con los vientres desgarrados de los cuales salían los intestinos entre verdaderos torrentes de sangre; algunos, en las ansias de la agonía se agitaban o se arrastraban entre la hierba, lanzando relinchos dolorosos.

Siete u ocho hombres, sin duda los primeros que habían afrontado la viviente avalancha, estaban tendidos en la hierba, aplastados, despanzurrados y sanguinolentos, sin vida, y otros tantos gemían por aquí y por allá, invocando el auxilio de los compañeros.

Hauka, como el maestro había predicho, estaba furioso por el descalabro sufrido. Iba y venía, blasfemando contra el desconocido caballero que le había atacado de aquella guisa, reprendiendo ásperamente a sus hombres que habían abandonado el campo, dejando a los caballos sin defensa, y se desahogaba echando la culpa a los hijos de la luna que habían seguido el mal ejemplo. Viendo al maestro y al grumete se dirigió a ellos con los puños cerrados y los ojos encandilados, gritándoles:

—¿También vosotros sois mujerucas? ¿Dónde está vuestro poderío? ¿Será necesario que os haga comer vivos por los mondongueros del Colorado o por los jaguares de la pradera?

—Basta, jefe, no te sulfures tanto —dijo Cardoso, que ya no le temía desde que estaba en posesión de su carabina—. ¿Acaso tú no te has atrincherado detrás de los caballos mientras los toros los sacrificaban?

—También nosotros apreciamos nuestra piel, amigo Hauka —añadió Diego.

—¡Basta! —tronó el jefe.

—Será mejor para ti —replicó el maestro, que no se sentía menos fuerte que Cardoso, especialmente ahora que sabía que contaba con un buen amigo en la pradera.

Los patagones supervivientes que habían ido retornando al campamento, ayudaron a sus compañeros heridos, y remataron a los caballos inservibles. Después, a una orden del jefe, ensillaron los caballos que habían quedado libres, que no superaban a una veintena.

Cardoso y el maestro, no sin asombro e inquietud, los vieron partir a casi todos hacia Este detrás del rastro de los toros y del gaucho. El jefe, el señor Calderón y todos los demás quedaron en el campamento que fue en seguida puesto en estado de defensa por medio de una estacada, formada con gruesas ramas de árboles.

—¡Truenos y relámpagos! —exclamó el maestro siguiendo con la vista a los jinetes que se alejaban a la carrera—. No me gustaría que esos bandidos sorprendieran a nuestro gaucho.

—¡Bah! Es un hombre que ya sabe lo que se hace —dijo Cardoso—. Ya supondrá que han de perseguirle y se pondrá en guardia.

—¡Con tal de que su caballo resista!

—Me acuerdo que era un animal bien corredor; rápido como el viento y de pisada segura.

—¡Oh! ¡Si nosotros hubiéramos ido con los perseguidores, ya les habríamos hecho una, jugarreta en cuanto hubiésemos estado A alcance de Ramón!

—¿Te hubieras escapado?

—Sin duda.

—¿Y no podríamos intentarlo ahora, marinero? Hay pocos hombres en el campamento.

—¿Y los caballos?

—Tenemos nuestros pies.

—Pies bastante maltratados, hijo mío, que se negarían a llevamos después de alguna legua. Cuando volviesen los jinetes, seríamos de nuevo apresados, y quién sabe qué horribles tormentos nos esperarían.

—¿Qué hacemos entonces?

—Esperemos, por ahora.

—Entonces propongo renovar el sueño, ya que la noche está todavía oscura.

—Durmamos, pues, Cardoso.

Buscaron unas mantas, envolviéndose en ellas cuidadosamente para resguardarse de la humedad del rocío que en aquellas vastas llanuras es abundante y, con frecuencia, causa de enfermedades, y sin ocuparse más de los patagones, entretenidos en despedazar los caballos, cuya carne desecada al sol debía luego convertirse en charqui, esperaron el regreso de los jinetes lanzados tras las huellas del gaucho.

Pasaron algunas horas sin que se oyera el menor mido sobre las praderas que las tinieblas cubrían. Se levantaron varias veces creyendo haber oído a distancia el trabuco del gaucho, tronando contra los patagones, pero la noche transcurrió sin ningún incidente más y sin detonaciones que denunciaran nada grave.

Por fin, cerca del alba, reaparecieron los guerreros que habían partido por la noche. La penetrante mirada del maestro se fijó en seguida en el grupo y no distinguió ningún extraño entre ellos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, respirando a pleno pulmón—. También esta vez los paganos se han quedado chasqueados.

—¿Dónde se habrá ocultado nuestro valiente amigo? —preguntó Cardoso.

—Habrá interpuesto buenas leguas entre su caballo y los de los perseguidores; pero estoy seguro de que volverá, lo presiento.

La tropa entró en el campamento, rendidos les jinetes por la larga carrera. Los caballos venían cubiertos de espuma y sudaban como si hubieran recorrido diez leguas al galope.

Hauka, de pésimo humor por el fracaso de la persecución, dio a los recién llegados orden de acampar y proceder al enterramiento de los cadáveres para sustraerlos a los dientes de los jaguares y de los caguarés.

Sirviéndose de los cuchillos y de las lanzas, los patagones excavaron algunas fosas, contiguas unas a otras, y metieron dentro los cadáveres, con las piernas dobladas de modo que las rodillas daban en la barba y los talones en la parte extrema de las nalgas. Si no hubiesen tenido el tiempo muy contado aquellos salvajes, que profesan gran respeto a sus muertos, no hubieran dejado de rematar los funerales con sacrificios que consisten generalmente en la matanza de los caballos pertenecientes a los difuntos; pero en esta ocasión los caballos eran bastante preciosos para tal derroche.

—Hacen las cosas muy ligeramente —dijo Diego que había asistido a la ceremonia en unión de Cardoso—. Se ve que el jefe no quiere perder el tiempo.

—¿Qué hacen en tiempo de paz? —preguntó el muchacho.

—¡Oh! Entonces, las cosas se hacen con calma. En el entierro intervienen todos los parientes teñidos de negro, los cuales primero destruyen todos los objetos que pertenecieron al difunto sin excluir la tienda, y después sacrifican todos los caballos. Pero el animal favorito sólo se mata sobre la tumba del difunto para que pueda servirle en el otro mundo.

—¿Y las viudas? ¿Qué hacen? ¿Llevan también luto?

—Sin duda, ¡y vaya un luto! Durante un año están obligadas a conservar la fidelidad conyugal, so pena de muerte, no pueden lavarse, ni cambiar de vestidos ni salir de la tienda, excepto pocos minutos para procurarse los alimentos para su subsistencia.

—¿Y se tiñen también de negro?

—Sin duda.

Las compadezco sinceramente.

—¡Bah! ¡Son tan salvajes como los hombres!

Al mediodía, en el momento en que era bajado a la fosa el último cadáver, una nueva pandilla, compuesta de una veintena de jinetes llegaba al campamento precedida por una vanguardia de otros pocos hombres, salidos por la noche. El jefe, que parecía tener prisa, reorganizó su tropa, dejando, para guardar a los heridos, los hombres desprovistos de caballos y ordenó la partida.

Rodeada la laguna, que se extendía por muchas millas de Norte a Sur, colmada de plantas acuáticas en medio de las cuales se veían bostezar a los jacarés, de poderosas mandíbulas, en acecho de presa, y revolotear gran número de fenicópteros de desmesurado cuello y formas esbeltas, y una especie de ánades, se dirigieron a galope hacia el río Colorado, que no debía de estar muy lejos, a juzgar por los innumerables torrentes que corrían hacia septentrión.

La pradera había vuelto a predominar del lado de allá de los bosquecillos que circundaban la laguna, y se extendía hasta perderse de vista, no ya plana, como generalmente se cree que son las pampas, sino con pequeñas ondulaciones, sembrada de extraordinaria cantidad de florecidas de vivos colores y de aglomeraciones de bellísimos cardos, entre los cuales se veía saltar y escapar numerosas vizcachas, animalitos que se parecen a los castores, provistos de una piel de valor, y no pocas zorrillas, especie de martas, con una cola rica en pelo, la cual se hiende para dejar escapar un hedor infernal, que se extiende a más de una legua y que es suficiente para hacer detenerse, no solamente a los cazadores, sino también a los perros. De vez en cuando se veían aquí y allá verdaderas lagunas que ordinariamente contienen aguas salobres y de mal gusto, y torrentes pequeños que corren invariablemente hacia el Norte.

Al ponerse el sol, la banda, que había galopado casi sin descanso hacia septentrión, llegaba a la orilla del río Colorado, llamado también Mendoza, bellísimo río pero de aguas rojizas, que nace en la provincia de Mendoza en la vertiente oriental de los Andes y que corre a través de las pampas durante 1330 kilómetros, desaguando en el Atlántico frente a la isla Triste después de haber formado los lagos Grande y Lagunilla, y haber recibido por la derecha el Tamija, el Aoeguia y el Tungayán.

Iba Hauka a meter su caballo en el agua para buscar un vado, cuando fue atraída su atención por una delgada columna de humo que se elevaba desde la opuesta orilla, rozando algunos matorrales de cactus. Su frente se arrugó y su mirada se encendió a la vez que sus manos empuñaban la lanza y la bola.

—¿Pampas o argentinos? —preguntó a los hombres que le seguían.

Nadie contestó a la pregunta; podía ser un campamento de indios o también de argentinos fugitivos, que se dirigiesen al Sur a consecuencia de la guerra iniciada por los primeros.

—Me huele a pólvora —dijo Cardoso qué también había notado aquel humo—. ¿Qué me dices de esto, marinero?

—Yo supongo que será un campamento argentino —respondió el maestro—. Los pampas deben estar todos hacia el Norte.

—¿Qué hará el jefe?

—Si son argentinos no vacilará en atacarlos.

—¿Y qué haremos nosotros?

—Nos veremos obligados a ayudar a esos bandidos para no pagar después el pato, en caso de una victoria. Aparte de esto, tengo un deseo loco de caer sobre esos enemigos que han causado tanto daño a nuestra patria.

—¿Y si la cosa fuera mal para nuestros paganos?

—Nos pasaríamos al enemigo, si podíamos.

—Bien dicho, marinero.

El jefe, después de breve consulta con sus más expertos y más intrépidos guerreros, hizo destacarse a dos hombres de reconocido valor con di encargo de explorar la otra orilla, ordenando que los demás vivaqueasen entre la maleza para no ser vistos por los presuntos enemigos.

Los dos exploradores buscaron un vado, y por él cruzaron la corriente que era tranquilísima, y atando sus cabalgaduras a un árbol desaparecieron entre los cactus del otro lado.

Transcurrió una media hora durante la cual el jefe no abandonó ni un solo instante la orilla; luego, del otro lado del río se oyó el relincho de los caballos y el chapuzón al entrar en el agua. Al vago fulgor de las estrellas se distinguió a los exploradores que atravesaban rápidamente la corriente.

—¿Pampas o argentinos? —preguntó Hauka apenas aquéllos estuvieron al alcance de su voz.

—Argentinos —contestaron a dúo los exploradores.

En menos que se dice, todos los guerreros que estaban agazapados entre los cactus, se pusieron en pie, con las armas en la mano, aglomerándose en la orilla. Cardoso, el maestro y el señor Calderón acudieron allí también.

—¿Cuántos son? —preguntó el jefe cuyos ojos brillaban, como los de un gato, en la profunda oscuridad que envolvía la pampa.

—Doce —respondieron los exploradores.

—¿Dónde están acampadas?

—A quinientas brazas del río.

—¿Armados?

—Con fusiles.

—¿Tienen carros?

—Cuatro.

—Está bien —terminó el jefe.

Diego, que no había perdido ni una sílaba, se adelanto.

—Jefe —dijo—, ¿qué vas a hacer?

—Dar la batalla a los cristianos.

—¿Y nosotros, que debemos de hacer?

—Vendréis con nosotros y nos ayudaréis, pero te advierto que a la menor sospecha os haré quemar vivos a los tres.

—Gracias por el aviso, jefe —dijo el marinero.

Hauka, que parecía impaciente por echarse sobre los cristianos, seguro de encontrar un buen botín, hizo montar a caballo a sus hombres, recomendó a todos que envolviesen con mantas la cabeza de sus cabalgaduras para que no relinchasen, y en seguida entró en el agua. El paso del río se operó en el más profundo silencio y con el mayor orden, gracias a la ausencia de caribes, de anguilas eléctricas y de caimanes, los tres azotes de los ríos de América meridional. A las nueve la banda pisaba la orilla opuesta y se escondía entre los arbustos.

—¿No atacamos ahora? —preguntó Cardoso al ver que los patagones echaban pie a tierra.

—Los bandidos son astutos como jaguares —respondió el marinero, parodiando a los patagones—. Na atacarán a los argentinos hasta que sea de noche para sorprenderlos durante el sueño.

—Dime, marinero, ¿estará nuestro gaucho en ese campamento?

—¡Maldición de mil diablos! —exclamó el maestro impresionado por la observación—. ¡Si así fuese!…

—¡Sería un gran conflicto!

—No; no puede ser —dijo el maestro después de algunos instantes de reflexión—. Ramón no hubiera ido solo cuando nos echó encima la manada de toros.

—¿Si pudiéramos aseguramos de ello? Porque no me perdonaría nunca si ayudase a estos paganos contra los hombres que laboran por nuestra salvación.

—Y menos yo, Cardoso. Pero…, ¡chitón!

—¿Qué oyes?

—¿No te parece que se oye el galope precipitado de un caballo en la otra orilla? Mira, también los patagones se han apercibido.

Cardoso aprestó el oído, mientras los patagones se iban levantando uno después de otro, dirigiendo miradas de desconfianza hacia el Sur. En medio del profundo silencio, apenas interrumpido por el murmullo del río Colorado, el joven marinero oyó distintamente un galope que se avecinaba rápidamente.

—Es Ramón —murmuró.

—Sí, él debe de ser —dijo el maestro—. Sigue a nuestra tropa y se dirige al río.

—¿No sabrá que nosotros estamos aquí?

—Es demasiado astuto para dejarse caer estúpidamente en medio de nosotros.

—¿Y para qué viene aquí, entonces?

—Sin duda para asegurarse de si hemos o no pasado el río.

—¿Y si Hauka echa detrás de él algunos de los suyos?

—Hauka tiene ahora mucha necesidad de sus hombres para pensar en el gaucho.

—¡Silencio…, aquí está!

En efecto, un jinete había salido de entre la maleza y avanzaba cautelosamente hacia el río. A la incierta claridad de las estrellas los dos marineros vieron brillar en las manos de aquél un arma que parecía una escopeta.

El jinete llegó hasta la orilla y miró con atención al lado opuesto, intentando, sin duda, descubrir a los patagones que estaban emboscados entre las matas.

De pronto un agudo silbido rasgó el aire y un proyectil brillante, una verdadera bola atravesó el río cayendo entre los jarales ocupados por los guerreros. Se oyó una especie de gruñido, que debió ser emitido por Hauka, y en seguida partieron algunas bolas.

El caballo del gaucho dio un salto como si hubiera sido herido y en seguida volvió a emprender la carrera, siguiendo la orilla derecha del río y desapareció hacia el Este.

—Es Ramón —dijo el maestro.

—Sí, sí; le he conocido —confirmó Cardoso—. ¡Ay! ¡Y no poderle hacer una señal!

—Sabe igualmente que estamos aquí, hijo mío, por eso continúa siguiéndonos.

—¿Volverá?

—Pasará el río algunas millas más abajo y luego se volverá a poner sobre nuestro rastro.

—Entonces, ¿crees que ignora la presencia de los argentinos que vamos a atacar?

—Sí; porque no hubiera dejado de avisarles disparando su trabuco.

Iba Cardoso a levantarse cuando sintió que una mano se posaba en su hombro. Se volvió y se encontró cara, a cara con Hauka, el cual clavaba en él sus miradas llameantes.

—Hijo de la luna —dijo con duro acento—, ¿conoces a aquel jinete?

—¿Y tú? —preguntó a su vez Cardoso prontamente.

—Es un enemigo.

—Yo también lo supongo.

—Tú y tu compañero le debéis de conocer.

—Te engañas, jefe —dijo el maestro.

—Hauka tiene mirada de serpiente.

—¿Y qué deduces de eso?

—Nada por ahora, pero después del asalto hablaremos de ello.

Dicho esto, el jefe se alejó, no sin hacer un ademán amenazador, que no se les escapó a los marineros.

—Alguien nos ha hecho traición —murmuró Cardoso.

—Así pienso también yo —dijo el maestro.

—Y sospecho de alguno.

—Y yo también.

Se miraron al rostro mutuamente y el mismo nombre salió de los labios de ambos:

—¡Calderón!

En aquel momento Hauka ordenaba el ataque al campamento argentino.

CAPÍTULO XXIV. EL CAMPAMENTO ARGENTINO

A la orden dada por el jefe, los patagones, que estaban impacientes por mover las manos, se levantaron como un solo hombre, teniendo en el puño la bola perdida, terrible arma en su poder, que puede luchar con ventaja, si la distancia es corta, con las balas de fusil.

Formadas dos columnas se pusieron silenciosamente en marcha, llevando de la brida a los caballos, no osando combatir a pie, separando con precaución las matas que obstruían el paso, y manteniéndose todo lo posible entre la espesa sombra de los árboles para no ser descubiertos por los centinelas del campamento.

Llegados al lindero del bosquecillo, se detuvieron dirigiendo sus miradas por la pradera. A trescientos metros, cuatro grandes carros cubiertos con amplios toldos blancos, estaban dispuestos en fila doble, con las ruedas en dirección al Sur y al Norte, para protegerse contra un posible ataque de los pampas o de los patagones.

En el centro, como verdaderos animales de buena raza, algunos caballos dormían en pie, y se veían echados en el suelo algunos caballos y no pocos borregos de aquella especie que da una lana tan preciada en los mercados argentinos.

Un solo hombre velaba, apoyado en un fusil, y a pocos pasos de unía hoguera, que debía preservarle de los repentinos ataques de los jaguares, y de los dientes de los aguaras, animales cobardes si son pocos, pero audaces si se reúnen muchos.

Absoluto silencio reinaba en el campamento, signo evidente de que los hombres dormían profundamente bajo los toldos de los carros.

Hauka colocó frente al centinela a Diego, a Cardoso y al señor Calderón que poseían armas de fuego, haciéndoles ocultarse en medio de un espeso matorral de cactus; después mandó a sus hombres montar a caballo y extenderse a diestra y siniestra, de manera que cortasen la retirada hacia el Sur, el Este y el Oeste.

Cuando vio a los guerreros en posición, con algunos de los suyos más valientes y más hábiles avanzó hacia el campamento, llevando en la mano izquierda la lanza y en la derecha la terrible bola perdida.

El centinela, que dormitaba apoyado en su fusil, al oír acercarse los caballos, despertó sobresaltado y gritó, apuntando con el fusil:

—¿Quién vive?

—Amigos —respondió Hauka.

—¿Quiénes sois?

—Unos pobres indios que vamos al Norte.

—Que ninguno avance.

Hauka estaba bastante cerca para servirse de la bola perdida. Sujetando la correa entre los dedos, hizo zumbar la bola en el aire dos o tres veces y la soltó con ímpetu irresistible.

Se oyó un golpe sordo, y el centinela, herido en la cabeza, se desplomó pesadamente al suelo dando un grito terrible y desgarrador.

—¡Adelante, tehuls! —tronó el jefe, espoleando su caballo.

Todos los patagones, que solamente esperaban esta señal, recogieron las bridas y se lanzaron contra los furgones, lanza en ristre para traspasar a los enemigos que intentasen la fuga.

Pero el grito del centinela moribundo había sido oído por los acampados. En un relámpago los argentinos estuvieron en pie, empuñando las armas, y una violentísima descarga partió de lo alto de los furgones, tumbando por tierra a tres o cuatro caballos y a otros tantos jinete.

Los patagones, que creían caer sobre los hombres que dormían y que no esperaban tan vigorosa defensa, volvieron bridas y se dispersaron por la pradera, dando gritos de furor y dolor, saludados por una descarga de carabinas que hizo caer a dos o tres caballos. El mismo Hauka volvió la espalda buscando refugio entre los matorrales.

—¡Bueno! —exclamó Cardoso, que se complacía en aquel primer descalabro.

—Parece que esos argentinos tienen buena sangre en las venas —dijo el maestro—. ¡Muy bien, queridos amigos! ¡Duro con las espaldas de esos paganos!

—¿Debo hacer fuego?

—Yo haría fuego sobre los patagones, Cardoso.

—¿Y si nos vencen?

—Y vencerán seguramente.

—¿Lo crees así?

—Son muchos, para diez o doce hombres.

—Entonces, ¿qué haremos?

—Tírate a tierra para que no te toque una bala y tira a tenazón, al aire, si puedes hacerlo sin que ese maldito Hauka se dé cuenta de ello. ¿Oyes? El señor Calderón quema su pólvora.

—Ese hombre tira contra los argentinos.

—¡Bah! Pólvora perdida, porque las balas no alcanzarán. ¡Hagamos un poco de ruido antes de que llegue Hauka!

Se tendieron en medio de los cactus, escondiéndose detrás de un pliegue del terreno y rompieron el fuego, mandando las balas en dirección a los carros de los acampados, pero tan altas, que no había peligro de que hirieran a nadie.

Una violentísima descarga partió del lado de los argentinos cayendo como una granizada sobre los cactus en un largo trecho.

—¡Oh! ¡Graniza de un modo terrible! —exclamó Cardoso riendo.

—No tengas miedo, hijo mío —respondió Diego.

—¡Bum! ¡Bum! Eso son trabucos.

—Y de los gordos, siento que los clavos pasan zumbando sobre nuestras cabezas.

—¿Se cargan con clavos esas bocas de fuego?

—Y hasta con guijarros.

Un clamor horroroso apagó las palabras del maestro. Los patagones, reunidos entre los matorrales, volvían a la carga, arrojándose furiosamente contra los furgones. Cardoso y el maestro, una vez descargadas las carabinas, se pusieron en pie para no perder nada de aquel extraño combate, que para ellos tenía grandísimo interés porque del resultado dependía acaso su libertad.

Los argentinos, que se mantenían atrincherados dentro de los furgones, habían respondido en el acto al grito de guerra de los tehuls con una descarga general de sus trabucos y de sus carabinas, pero aunque desazonaron a algunos jinetes, otros habían continuado la carga animándose con gritos feroces. Llegados a cincuenta pasos del enemigo, giraron bruscamente a la derecha y empezaron a galopar furiosamente alrededor de los furgones, cerrando los círculos poco a poco, hasta casi tocarlos y lanzando con terrible precisión las terribles bolas. Aquella táctica pareció desconcertar a los asaltados, porque se vio abandonar su posición y reunirse en medio de los carros para no ser heridos por aquellos proyectiles que caían como lluvia espesa, hundiendo con un estruendo diabólico los tableros y hasta las ruedas.

Hauka, que galopaba a la cabeza del carrousel, animando a los suyos con la voz y con el ejemplo, intentó cargar contra los argentinos, penetrando en el interior del recinto de los furgones lanza en ristre; pero una descarga de los trabucos bastó para rechazar a los hombres que le seguían, los cuales renovaron su desenfrenada carrera circular, recogiendo con una habilidad extraordinaria las bolas arrojadas para volverlas a mandar al enemigo.

—Mal va para esos pobres argentinos —dijo Diego que seguía con atención las fases del combate, descargando de cuando en cuando la carabina, aunque sin hacer daño alguno.

—¿Lo crees, marinero? —preguntó Cardoso.

—Dentro de diez minutos Hauka les dará una carga en medio de los furgones y ninguno escapará a las lanzas de los patagones.

—Si estuviera seguro de lo contrario rompería el fuego contra esos piratas de las praderas.

—Guárdate bien de hacerlo, si aprecias la vida, hijo mío.

—Sin embargo, es duro dejar que esos miserables paganos asesinen a los hombres blancos.

—Nuestro auxilio no serviría de nada, Cardoso. Si hubiese podido, ya le habría yo mandado una bala al amigo Hauka.

—¡Mira! Los patagones mudan de táctica.

—Se dividen para atacar por dos lados la posición de los argentinos. Si no se deciden a huir, ni uno quedará vivo.

—A los patagones les interesa más la carga contenida en los furgones queja piel de los argentinos. ¡Oh!…

—¿Qué ves?

—Los argentinos se deciden a evacuar. Un poco de alboroto todavía y después iremos a cenar un buen pedazo de carne fresca.

El marinero decía la verdad. Los argentinos, que ya veían perdida la lucha por las bajas sufridas y acaso también por la escasez de municiones, aprovechando un momento en que los tehuls reorganizaban las dos columnas para reiterar el ataque a lanzadas, habían abandonado de improviso los furgones, lanzándose a la pradera. Eran siete, montados en excelentes caballos y llevaban en la mano sus carabinas.

Los patagones, viendo que la presa se les escapaba, aunque para ellos lo más importante era el saqueo, se lanzó tras los fugitivos, pero éstos haciendo una descarga general espolearon a sus cabalgaduras que partieron vientre a tierra hacia el Oeste.

Hauka, a la cabeza de dos docenas de jinetes, se lanzó sobre sus huellas, lanzando las últimas bolas que no causaron efecto, pero después de quinientos o seiscientos pasos debieron renunciar a la persecución a causa del cansancio de los caballos, que galopaban desde hacía una hora, sin contar la larga marcha efectuada aquella jornada.

En lontananza se oyeron aún algunos tiros de trabuco y otros de carabina, y después, el silencio volvió a reinar en la pradera inmensa.

—Esto ha terminado —dijo Diego—. Ahora la tomarán con nosotros.

—Mejor será así —dijo Cardoso—. Aunque fueran enemigos nuestros, deploro la muerte de esos bravos argentinos.

—Ahora, estemos en guardia y si se presenta la ocasión escaparemos también nosotros.

—¿En qué confías?

—Yo lo sé, hijo mío.

En cuanto los patagones volvieron al campamento argentino se arrojaron sobre los cuatro furgones, ávidos de saqueo, sin ocuparse de los cadáveres de sus compañeros que, en número no pequeño, yacían entre la hierba, ni de los de los enemigos, que presentaban un aspecto horrible por las terribles heridas de bola.

Cajas, cajones y barriles, conteniendo ropas y víveres, fueron abiertos por aquellos salteadores, que lo registraron todo con encarnizamiento sin igual, disputándose todos los objetos a puñetazos y hasta a lanzazos. De pronto estalló un gran grito y se vio saltar a dos hombres desde un carro, llevando en sus robustísimos brazos dos barriles de unos cincuenta litros de capacidad cada uno.

Todos les siguieron en confusión, incluso Hauka, tendiendo las manos y gritando hasta desgañitarse.

—¿Habrán encontrado un tesoro? —preguntó Cardoso que se había acercado seguido de Diego y del agente del gobierno.

—Sí; pero en forma de aguardiente —respondió el maestro que estaba radiante de gozo—. Ahora presenciaremos una hermosa orgía, hijo mío, y nos guardaríamos bien de no aprovecharnos de olla.

—¿Por qué, marinero? Si cuentas con tomar parte en la bebida dudo que esos borrachos te dejen ni un sorbo de licor.

—Renuncio voluntariamente a la bebida —respondió el marinero, que sonreía con expresión misteriosa—. ¡Vamos, bebedores! ¡Desfondad los barriles!

No tenían necesidad de que se les animase. Los patagones, que son formidables bebedores y que aman con frenesí las bebidas espirituosas, como, por otra parte es observado en todas las poblaciones salvajes, habían desfondado los dos barriles y se habían puesto a beber sirviéndose de las manos unidas en forma de cuenco.

Todos parecían frenéticos, se golpeaban, se empujaban furiosamente para ser los primeros en sumergir las manos en la fuerte bebida, cuyas emanaciones alcohólicas se expandían en torno excitando a los que se hallaban los últimos y que temían llegar tarde. Hauka, que no parecía menos exaltado, ni menos ansioso, se había agarrado a un barril y resistía enérgicamente a los esfuerzos de aquellos que intentaban sacarle de allí para ocupar su puesto.

Cardoso y el maestro, sentados en el suelo, a corta distancia, con las carabinas entre las rodillas, para estar preparados a todo, sabiendo bien que de salvajes borrachos se puede temer todo, seguían con viva atención la lucha de aquellos bebedores. Detrás de ellos estaba el señor Calderón, el cual, según su costumbre, parecía que fuese completamente extraño a cuanto ocurría a su alrededor.

Los bebedores debían tener unos estómagos sin fondo y poseer una resistencia incalculable, porque a despecho de los largos y fuertes tragos no daban señal de perder el sentido y volvían a beber con nuevos bríos. Poco a poco, sin embargo, aquella sed empezó a calmarse.

Algunos hombres, los menos fuertes, ya se tambaleaban y daban bandazos «como un barco en medio de la tempestad», según la gráfica frase del maestro, y los otros comenzaban a exaltarse. Hauka, que había resistido victoriosamente a todos los esfuerzos de los compañeros, había caído y no parecía capaz ya dé mover ni brazos ni piernas, de borracho que estaba.

—Va uno —dijo el maestro—, que ya no se moverá en veinticuatro horas.

—Van idos —dijo Cardoso—. Allí hay otro que se ha desplomado como atacado por un síncope.

—Señal de que el aguardiente era de calidad excelente.

—¿No habrá peligro de que se vuelvan furiosos?

—Tanto peor para ellos si la quieren tomar con nosotros. He encontrado los paquetes de cartuchos que Hauka nos quitó cuando nos hizo prisioneros y con ellos podemos mandar al infierno a todos esos borrachos.

—¡Y van cuatro!…

En efecto, otros dos patagones habían rodado por el suelo como si estuvieran muertos. Los otros continuaron metiendo las manos en los barriles, pero no podían más y se mantenían en pie por privilegio de un difícil equilibrio.

Otros, enfurecidos por las excesivas libaciones, disputaban ya entre ellos, y cambiaban formidables puñetazos mientras otros cantaban basta desgañitarse y saltaban como locos con los cabellos sueltos, las capas desgarradas y los ojos extraviados, y dos o tres se agitaban por el suelo, presas de violentas convulsiones, mientras en sus manos crispadas apretaban extrañas pipas en las cuales habían fumado quién sabe qué extraña mixtura.

—¿Se habrán envenenado? —preguntó Cardoso que se había incorporado para observar a aquellos extraños fumadores.

—No; es que se divierten —respondió el maestro.

—Pero ¿no ves que se retuercen como si sufriesen?

—Te repito que se divierten.

—Ya me explicarás de qué modo.

—Observa aquel fumador y no lo pierdas de vista.

Un patagón, que conservaba el equilibrio por un verdadero milagro, se había separado de los compañeros, que continuaban disputándose encarnizadamente los últimos sorbos de aguardiente teniendo en la mano su pipa de piedra.

—Es estiércol —dijo el maestro adelantándose a la pregunta dé Cardoso—, estiércol de caballo que el fumador ha mezclado con el golk (tabaco).

Encendida la mezcla, el borracho se tumbó sobre el viento y dio siete u ocho chupadas, aspirando el humo y arrojándolo unos minutos después por las narices, todo dé una vez. Entonces en aquel hombre se operó un extraño fenómeno. La pipa cayó de sus manos, los ojos se le desorbitaron, mostrando solamente lo blanco, las fuerzas le abandonaron repentinamente y volvió a caer tendido cuan largo era, agitando convulsivamente los miembros, resoplando fuertemente y echando por la boca semiabierta largos hilos de saliva.

—¿Está ebrio? —preguntó Cardoso.

—Tú lo has dicho —respondió el maestro sonriendo.

—¿Y tú me aseguras que este hombre se divierte?

—Así debe de ser, porque los patagones fuman casi siempre de modo y dicen que hasta su dios ha participado de este extraño placer; por eso antes de fumar le ofrecen unas bocanadas y una plegaria.

—¿Y duran mucho esas convulsiones?

—Pocos minutos, porque ordinariamente los compañeros de los fumadores las combaten a fuerza de sorbos de agua.

Entretanto, siete u ocho bebedores borrachos perdidos se desplomaron a tierra. El maestro, que no perdía de vista a los salvajes, se puso en pie bruscamente.

—Cardoso —dijo—, la hora de la libertad ha sonado. Dentro de unos minutos ninguno de esos hombres podrá tenerse en pie y lo menos en doce horas, Hauka no estará en estado de notar nuestra desaparición. ¡Huyamos!

—Estoy pronto a seguirte, marinero —respondió Cardoso, saltando en pie con la carabina en la mano.

—Ve a preparar tres caballos y tráelos detrás de los furgones.

—¿Viene con nosotros Calderón?

—Si se quiere quedar aquí, él se las arreglará. Por mi parte, me alegraría.

—¿,Y adónde huiremos?

—Hacia la frontera de Chile.

—¡Mil rayos!

—¿Y Ramón?

—No podernos abandonarle.

—Le buscaremos.

—¿Y dónde?

—No debe de estar muy lejos y será fácil encontrarle.

—Corro a preparar los caballos.

Mientras Cardoso se alejaba, eclipsándose entre los cactus para que no le viesen los bebedores, el maestro se acercó al agente del gobierno que se había tumbado entre la hierba.

—Señor Calderón —dijo.

—¿Qué quiere usted? —preguntó el agente Lentamente.

—Los patagones están todos borrachos.

—Peor para ellos.

—Y nosotros nos escapamos.

—¿Quieren ustedes que les maten?

—Preferimos morir en medio de la pradera a vivir como esclavos de estos granujas. ¿Usted no viene?

El agente cruzó los brazos y le miró sin contestar.

—¿Me ha entendido usted? —preguntó con voz casi amenazadora el marinero.

—Perfectamente.

—¿Y qué?

—Ustedes llevan los millones del presidenta; les sigo.

CAPÍTULO XXV. EL GAUCHO RAMÓN

Cardoso esperaba en el lugar convenido, teniendo por la brida tres vigorosos caballos, elegidos entre los mejores que tenían los patagones en las sillas había colgado unos cuantos sacos de piel que contenían charqui y cierta cantidad de goma, no siendo prudente contar con la caza de la pradera, la cual podía faltar.

Nadie se había ocupado de él, tan borrachos estaban los patagones, entretenidos en vaciar los barriles, así que la evasión podía, al menos por el momento, efectuarse sin peligro.

Cuando apareció el maestro, seguido por el agente del gobierno, el bravo muchacho estaba ya montado dispuesto a emprender la marcha.

—Apresurémonos —dijo—. De un momento a otro puede llegar la retaguardia atraída por el tiroteo de los argentinos.

—Estamos dispuestos —respondió el maestro, montando—. ¿Tienes cargada la carabina?

—Sí, marinero.

—¿Y sus pistolas, señor Calderón?

El agente del gobierno hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—En marcha, pues, y que Dios nos proteja.

Lanzó una postrera mirada sobre el campamento. Al resplandor de los últimos fuegos, vio siete u ocho patagones, los bebedores más resistentes de la pandilla, que reñían en tomo de los dos barriles, que ya debían estar vacíos. Todos los demás, diseminados entre los carros, y medio tapados por la fresca hierba, roncaban tan fragorosamente que se les oía a varios centenares de pasos. Dirigió una segunda mirada hacia el río Colorado cuyas aguas cabrilleaban a través del follaje de la selva; no se distinguía nada, ni en aquella dirección se oía ruido alguno que denunciase la aproximación de la retaguardia.

—¡Adelante! —dijo, espoleando vivamente a su cabello.

Los tres animales partieron a la carrera, dirigiéndose hacia el Oeste, la vía que conduce a la frontera chilena. En el campo patagón, se oyeren algunos gritos, pero bien pronto se extinguieron y el más profundo silencio reinó en breve en la gran pradera, a duras penas roto por el sordo galope de los caballos.

La noche era oscura, estando el cielo semicubierto por densas masas de vapores que subían del Sur, invadiendo rápidamente la bóveda estrellada y a intervalos soplaba un viento frío, doblando las cimas de los cactus y de los cardes. Pero el maestro, orientándose por la Cruz del Sur, que de cuando en cuando aparecía entre los jirones de nubes, se mantenía en la dirección deseada.

Habrían recorrido cuatro millas, siguiendo una especie de sendero abierto entre la espesa maleza de cactus y de espinos cuando el agente del gobierno, que hasta entonces no había abierto la boca, detuvo de pronto su caballo.

—¿Qué le pasa a usted, señor Calderón? —preguntó Cardoso, que iba detrás de él con la carabina delante de la silla.

—¿Adónde vamos? —preguntó el agente.

—Ya ve usted que vamos huyendo —respondió el maestro, que también se había parado.

—Pero nosotros vamos hacia el Oeste.

—Es nuestro camino, señor.

—Este camino nos conducirá a Chile.

—¿Y qué?

—¿Y por qué no nos dirigirnos hacia el Norte?

—¿Ha olvidado usted que los argentinos son nuestros enemigos?

—¿Y qué importa?

—¿Y que nosotros llevamos los millones del presidente?

—¿Y quién lo sabe?

—¿Quién?… ¡Por mil diablos! —exclamó el maestro, que parecía haberse, salido de sus casillas y estar dispuesto a hacer una que fuese sonada—. Nosotros somos tres que lo saben, señor agente del gobierno.

¿Y usted supone? ¡Usted se chancea, señor maestro Diego!

—Suponga usted que estoy de broma, o que soy excesivamente desconfiado; lo que usted quiera, el hecho es que yo troto hacia la frontera de Chile.

—Y que yo te sigo, marinero.

—¿Y si yo me opusiese? —dijo el señor Calderón, cuya palidez había llegado a la lividez.

—¿Eh, señor? Aquí no estamos sobre la cubierta del «Pilcomayo», ni en el territorio de nuestra república —respondió el maestro rudamente—. Aquí estamos en la pradera y somos completamente libres.

—¿Eso, entonces, es una rebelión?

—Llámela usted como mejor le parezca. Yo hago lo que me parece más conveniente, señor agente. Si no le place seguirnos Chile, no tiene más que volver a los brazos de su amigo Hauka, que se pondrá muy contento al volver a ver a su hechicero.

—¡Miserable! —exclamó el agente, empuñando una pistola.

—¡Oh! ¡Señor Calderón! —exclamó el maestro levantando la carabina, mientras Cardoso hacía otro tanto—. Le advierto a usted que estamos-solos y que mi carabina tiene una bala.

El señor Calderón miró al maestro con ojos que lanzaban hoscos relámpagos y se puso pálido como un cadáver, más de ira que de miedo; después, volviendo bruscamente la pistola al cinturón dijo, intentando sonreír pero sin conseguirlo:

—Somos unos locos al reñir en estos momentos en que tenemos necesidad de ir de acuerdo para hacer frente, acaso, a nuevos peligros. ¡Ea, abajo las armas, y galopemos hacia Chile!

—No pido otra cosa, señor agente del gobierno; pero dejemos esta enojosa cuestión y pensemos en salvar la piel.

—¡Al galope! —gritó Cardoso, fustigando su caballo.

Los fugitivos reemprendieron su carrera, siguiendo el sendero abierto entre los cactus y los espinos, el cual se dirigía al Oeste o sea en dirección de la frontera chilena, aunque ésta estaba todavía lejanísima. Un segundo incidente, acaso más peligroso que el primero, vino a interrumpir nuevamente aquella frenética huida.

Estaban subiendo una pequeña colina, cuando de pronto oyeron un extraño silbido, seguido en seguida de sordo rumor que parecía producido por el galope de un caballo sobre la hierba de la llanura.

El maestro, que avanzaba con los ojos muy abiertos, y el oído atonto, detuvo de repente su caballo, dirigiendo en torno una mirada de desconfianza.

No vio nada, porque la maleza allí era más bien alta y no oyó ningún ruido, por más que aguzó el oído y se agachó hacia el suelo.

—¿Me habré equivocado? —murmuró mientras Cardoso se internaba entre los cactus para reconocer la llanura por el lado opuesto.

Inquietísimo echó pie a tierra y apoyó el oído contra el suelo, pero no percibió ningún rumor.

—¿No ves nada, Cardoso? —preguntó.

—Nada —respondió el muchacho, que se empinaba sobre los estribos para abarcar mayor espacio.

—¿Y usted, señor Calderón?

El agente del gobierno, que había recaído en su mutismo, hizo con la cabeza un signo negativo.

—Es extraño —murmuró el maestro—, porque no somos sordos.

—¿.Qué hacernos? —preguntó Cardoso, que había vuelto al sendero.

—Preparemos las carabinas y sigamos adelante.

Volvió a montar, preparó la carabina, seguido de los dos compañeros. Los caballos, excitados con la brida, superaron a la carrera la pequeña altura, y descendieron, siempre a la carrera, por la vertiente opuesta.

De improviso, el caballo del maestro cayó violentamente al suelo, arrojando al jinete entre los cactus. Los otros dos caballos, que estaban muy próximos, cayeron a su vez, lanzando a diestra y siniestra a Cardoso y al agente del gobierno.

Casi al mismo tiempo un relámpago rompía las tinieblas seguido de una fuerte detonación y una lluvia de proyectiles pasaba silbando sobre los caídos.

Cardoso, el más ágil de los tres, se alzó en pie rápidamente y sin ocuparse de saber si se había roto alguna costilla en aquella voltereta, apuntó la carabina contra un hombre que inesperadamente habla aparecido entre los arbustos, teniendo en la mano un trabuco todavía humeante. Iba ya a dejar caer el gatillo cuando el hombre se arrojó adelante, gritando:

—¡Alto, Cardoso!…

El chico dejó caer la carabina, lanzando un grito de alegría.

—¡Cuernos de mil diablos! —exclamó el maestro, que se había levantado dando traspiés—. ¿Quién es el que asesina aquí a la gente?

—Yo —respondió una voz bien conocida.

—¡Ramón! —exclamó el maestro—. ¡Por mil millones de rayos!

El gaucho avanzó llevando por la brida a su caballo, que hasta, entonces había estado apianado sobre la hierba.

—Deploro inmensamente, amigos, el haberles hecho caer tan bruscamente, lo mismo que a sus caballos —dijo con acento de pena—. Pero supongo que ninguno estará herido.

—Me parece que no —respondió el maestro viendo al agente del gobierno levantarse sin necesidad de ayuda—. Le confesaré, no obstante, que la costalada ha sido buena y que sin estos cactus no sé si tendríamos los huesos intactos, mi querido Ramón. ¿Pero, qué ha puesto usted en el camino para hacernos caer a los tres?

—Mi lazo, tendido entre los arbustos —respondió el gaucho.

—¿Y por quiénes nos había usted tomado?

—Por patagones que seguían mi rastro.

—¿Los patagones? Todos están borrachos perdidos.

—¿Y ustedes se han aprovechado para escapar?

—Ya lo ve usted.

—Estoy contentísimo por verles a ustedes libres, señores. Pero yo les seguía hace mucho tiempo con la esperanza de facilitarles la evasión.

—Y nosotros se lo agradecemos de todo corazón porque nos habíamos dado cuenta de sus audaces tentativas para librarnos de nuestros guardianes.

—Entonces, ¿me habían ustedes conocido? —preguntó el gaucho riendo.

—¡Mil diablos! No se necesita mucha perspicacia para conocerle. Pero…

—¿Qué pasa, maese Diego?

El viejo lobo de mar se había detenido bruscamente clavando su mirada en el gaucho.

—Diga usted —murmuró Ramón.

—Acaso le cause pena a usted.

—Lo comprendo —dijo el gaucho con tristeza—. Mi hermano ha muerto…

—¿Muerto?

—Por los patagones. He encontrado su cadáver atravesado por dos lanzazos.

—¡Pobre Pedro! —exclamaron a una el maestro y Cardoso.

—¡Oh! Pero yo le he vengado —exclamó el gaucho, cuyo rostro había adquirido expresión salvaje. Después, cambiando de tono, añadió—: Pero no perdamos tiempo, que puede sernos precioso… Los patagones no tardarán en seguirnos. Ya lo verán ustedes.

—Partamos —dijo el maestro.

—¿Podrán caminar los caballos? —preguntó Cardoso.

—Ya veremos —dijo Ramón.

Se dirigieron a los cuadrúpedos, que no se habían vuelto a levantar todavía, e intentaron hacerlos poner en pie. Uno obedeció en seguida; pero los otros dos se negaron, dando dolorosos relinchos. Examinándolos mejor, Ramón y el maestro vieron que tenían las manos destrozadas.

—Esta sí que es una desgracia que puede costamos cara —dijo el gaucho, moviendo la cabeza.

—¿Y qué haremos? —preguntó el maestro.

—Hay que continuar huyendo.

—Nosotros tenemos los pies destrozados por los patagones.

—¿Con incisiones? Lo había sospechado, maestro Diego. Montaremos en los caballos que quedan y procuraremos llegar a una estancia que conozco a unos treinta kilómetros hacia el Norte.

—¿Y luego?

—Luego cazaremos algún caballo salvaje. —Andando, pues.

No había tiempo que perder; tres horas habían ya transcurrido y los patagones podían estar ya a caballo en busca de los ex prisioneros. Había que escapar lo más pronto posible y encontrar el refugio prometido por el gaucho, el único que podía salvarlos.

Ramón y Cardoso montaron en el mustang y los otros dos en el caballo cogido a los patagones, y en seguida se encaminaron hacia el Norte en dirección al lago Urré, que es un vastísimo depósito formado por la unión de los ríos Cho de Euba y Desaguadero, ambos, provenientes de la gran cadena de los Andes.

Empezaba a alborear. Rápidamente desaparecían las tinieblas, dejando ver claramente la inmensa pradera que se agitaba toda; numerosísimas bandadas de papagayos grises, de soberbios cardenales, de perdices salvajes se alzaban de entre la hierba, lanzando alegres gritos al tiempo que huían rápidamente en todas direcciones los ñandús, parecidos al avestruz africano, dando estridentes gritos desagradabilísimos, y se escondían en los pantanos salados los gilios, que se parecen a las nutrias y tienen una piel tan preciada como la de los castores.

Los dos caballos, no obstante llevar doble carga y haber recorrido varios kilómetros, galopaban con bastante rapidez, hundiéndose entre las altas y espesas hierbas que cubrían la gran llanura. Por otra parte, los jinetes, a quienes apremiaba poner una gran distancia entre ellos y los patagones, no ahorraban ni gritos ni espolazos para excitarlos cada vez más.

A las nueve el gaucho que abría la marcha, tranquilizado por la calma absoluta que reinaba sobre la pampa, y por el completo silencio, hizo hacer un breve alto en la orilla de un arroyuelo, en medio del cual nadaban en gran número gruesas anguilas, soberbias truchas y peces rey (cyprinus regius).

Los caballos estaban rendidos y requerían algún descanso y los hombres que habían velado casi toda la noche estaban quebrantados.

Ramón se aprovechó de aquel pequeño descanso para hacer una buena provisión de huevos de avestruz, descubiertos en una especie de cavidad.

El maestro, que se moría de hambre, asó en las brasas mía media docena de aquellos huevos que en seguida fueron devorados a pesar de su desagradable sabor selvático.

A las once, los jinetes reanudaban la marcha, siguiendo un pequeño arroyo que parecía correr hacia el lago Urré. De los patagones no había señal ninguna, aunque Ramón había acercado varias veces el oído a tierra para, procurar recoger el galope de los caballos.

Pero ni el gaucho ni el maestro se forjaban ilusiones, conociendo bien a los patagones. Ambos daban señales de viva inquietud; de cuando en cuando se paraban para observar las hierbas y aguzar el oído, y dirigían sus miradas hacia el Sur, temiendo siempre ver aparecer en el horizonte la silueta de los indios.

Algunas veces, creyendo oír lejanos gritos o lejano galope, se detenían preparando los fusiles y tumbando los caballos entre la hierba.

Sin embargo, la jornada pasó con tranquilidad, y al anochecer acampaban en medio de un grupo de espesos arbustos. Habían recorrido más de sesenta millas desde el campamento patagón hasta aquel sitio.

Seguros de no ser molestados, ni descubiertos, se durmieron profundamente después de una frugal cena compuesta de charqui y unos pocos huevos de avestruz.

A la mañana siguiente, restaurados por aquel benéfico reposo, reanudaban la fuga siempre en dirección al Norte.

Al mediodía, después |de una carrera de otras veinte millas, Ramón, que cabalgaba delante, señaló la tan suspirada estancia.

—¡Ya es tiempo! —exclamó el maestro—. Nuestros caballos están completamente arruinados.

—Ya tomaremos otros —dijo el gaucho, que había visto el rastro en tierra.

—¿Está habitada esa estancia?

—No.

—¿Han huido los propietarios?

—Puede que así sea.

—¿Habrán llegado aquí los pampas?

—No es improbable.

—Supongo que aún la encontraremos en buen estado.

—Las cercas están todavía intactas.

—¿Entonces, usted ha estado otra vez aquí?

—Sí, maestro.

—¿Cuándo?

—Ya se lo contaré más tarde; ahora preparen ustedes los fusiles y, ¡adelante!

CAPÍTULO XXVI. LA ESTANCIA ABANDONADA

Las estancias de las pampas, llamadas también corrales, consisten ordinariamente en un gran recinto formado con troncos de árboles bien unidos, para poder, en caso de ser atacados, oponer eficaz resistencia a los asaltos de los indios, y en una o dos barracas de adobes cocidos al sol y algunas veces sencillos cobertizos de ramaje que sirven de vivienda a los puesteros o pastores.

Se encuentran diseminadas en no pequeño número en el territorio de la República Argentina, pero separadas entre sí por muchísimas leguas y algunas veces tan alejadas de los centros civilizados que no tienen más que rarísimo contacto con otros seres vivientes. Sirven de albergue a las numerosas ovejas, toros y caballos de los grandes propietarios que, a veces, poseen muchos millares de cabezas de ganado, confiados a la guardería de unos pocos pastores, que ordinariamente son españoles, o alemanes, o alsacianos, a los cuales se les da una paga de sesenta pesetas mensuales además de cierta provisión de mate, azúcar, ron y bujías.

Las ocupaciones de estos puesteros se limitan al esquileo de la lana, que luego empacan en sacos para entregarla al capataz del dueño, a la doma de los animales y a la defensa de éstos contra los ladrones de las pampas y contra las acometidas de los jaguares y caguarés.

La estancia donde iban a acogerse los fugitivos no difería mucho del tipo ordinario. Pero era más bien pequeña teniendo un recinto bastante limitado que contenía una sola cabaña, construida con adobes cocidos al sol, y estaba, en parte, derruida.

En sus alrededores no se veían más que montones de estiércol y algunas carroñas de ovejas, un carro que parecía haber resistido un furioso asalto a juzgar por sus tableros desquiciados y algunos cráneos de toros que debían haber servido de asientos a los puesteros.

Ningún alma viviente al exterior, ni en el interior, excepto algunos chimangos, aves amantes de la carroña, que estaban dormitando indolentemente sobre el tejado de la cabaña.

Ramón, después de haberse asegurado con una rápida ojeada dé que no había ningún indio escondido en el recinto, adelantó hasta la cabaña y luego echó pie a tierra, invitando a sus compañeros a imitarle.

Con la escopeta siempre en la mano, dio una vuelta alrededor de la barraca, con muchas precauciones, y luego entró con el arma preparada. Visto que el interior estaba completamente vacío, se tranquilizó, y volviéndose hacia sus compañeros, dijo:

—Estamos en nuestra casa.

—No había necesidad de tantas precauciones —dijo Cardoso—. ¿Quién iba a estar en esta choza?

—De los indios se pueden temer todas las sorpresas —respondió el gaucho—. En la pampa la prudencia nunca está de sobra.

—Es verdad —confirmó el maestro.

—Los propietarios de este recinto —dijo Ramón—, regularmente tendrían unos millares de ovejas y ahora estarán dispersas por la pradera.

—Otro propietario las hará suyas ahora —dijo Cardoso.

—Se equivoca usted —dijo el gaucho—. Los animales de las estancias, sean caballos, toros, bueyes u ovejas, tienen todos una marca que es conocida por todos los grandes criadores. Los primeros las llevan en las ancas y se hace con un hierro candente, y las ovejas en las orejas, para no estropearles la lana, que como ustedes saben tiene mucho valor en los mercados argentinos. Estos hierros o marcas están registrados ante las autoridades y son una garantía para los propietarios, que así no tienen que temer su pérdida.

—Es verdad —confirmó Diego—. Ningún propietario se arriesgaría a poner la mano sobre un animal que lleve la marca de otro dueño.

—Entonces, los propietarios de esta estancia tendrán la esperanza de volver a recuperar un día su ganado.

—Sí, Cardoso, con tal de que no hayan pasado a poder de los indios —dijo Ramón.

—¿Cuando usted estuvo aquí otra vez encontró ganado? —preguntó el maestro al gaucho.

—Un centenar de bueyes que volvían sin duda de pastos lejanos.

—¿Acaso los mismos que lanzó usted contra nosotros?

—Sí, maestro —respondió Ramón sonriendo—. Me habían seguido y yo me he aprovechado de ellos para desbaratar la vanguardia de los tehuls, para facilitarles a ustedes la fuga.

—Pero ¿cómo supo usted que estábamos en poder de esos paganos? —preguntó Cardoso.

—Sí, sí; cuéntenos usted —dijo el maestro sentándose en un cráneo de toro.

—Se acordarán ustedes sin duda de la noche en que nos dieron caza.

—No se me ha olvidado —respondió Diego—. ¡Caramba! ¡Qué noche más tremenda!

—Yo escapé hacia el Este, perseguido por una docena de patagones que me arrojaron bolas para estropearme el caballo o partirme a mí la cabeza. No sé las millas que corrí derribando de cuando en cuando a algún perseguidor, a tiros de trabuco, cuando, de improviso me encontré en la orilla del río Negro. Lo atravesé y me refugié en la orilla opuesta, donde me escondí entre la maleza. Creía haberme alejado mucho del sitio donde les dejé a ustedes, cuando, en cambio, pude conocer que me encontraba a pocos centenares de pasos del campamento de los tehuls. Ignorando lo que había sido de mis compañeros, permanecí escondido, y la los primeros albores del siguiente día divisé a los patagones que atravesaban el río con ustedes.

—¡Ah! ¿Usted estaba a pocos pasos de nosotros? —preguntó el maestro.

—Sí, y le distinguí perfectamente, atado a la grupa de un caballo. Cardoso iba llevado por dos hombres de estatura gigantesca.

—Es verdad —dijo el maestro.

—No pudiendo ir en socorro de ustedes, volví a cruzar el río para buscar a Pedro y dedicarme con él a libertarles a ustedes. Pero ¡ay de mí!, mi pobre hermano había caído a los golpes de los enemigos y encontré su cadáver medio devorado por los jaguares de la pampa.

—¡Infeliz! —exclamaron Diego y Cardoso, profundamente emocionados.

—Encontré al pobre Pedro —continuó el gaucho—, y me puse en condiciones de auxiliarles a ustedes resuelto a sacarles de su cautiverio. Sabiendo que aquí había una estancia desde hace algún tiempo, aquí me dirigí, pero los puesteros, asustados acaso por la insurrección de los pampas, habían huido. Encontré los toros y descendí hacia el Sur, tropezando con la vanguardia de los patagones. Ya saben ustedes mis tentativas, que no dieron resultado más que en parte; pero les juro a ustedes que nunca les habría abandonado, aunque hubiera tenido que hacer frente, yo solo, a esos bandidos.

—Es usted el mejor amigo, Ramón —dijo el maestro, apretándole vigorosamente, la mano—. Nosotros, le damos a usted las gracias por todo lo que ha hecho para libertarnos.

—¡Bah! No hablemos más de esto —dijo el gaucho—, y pensemos ahora en ganar la frontera chilena, que no debe de estar a más de seis jornadas de marcha.

—¿Y qué haremos mientras tanto?

—Usted y Cardoso explorarán los contornos para proporcionamos caza, y el señor Calderón quedará guardando la estancia, y yo iré en busca de caballos.

—¿Espera usted encontrarlos?

—Los encontraré seguramente. Si es necesario llegaré muy lejos, hacia el lago Urré, en cuyas márgenes hay siempre manadas de caballos salvajes.

—A la obra, pues —dijo el maestro.

—Sí; démonos prisa para no dar tiempo a que nos sorprendan los patagones.

Efectivamente, la prudencia más elemental aconsejaba aligerar los preparativos de la marcha. Los patagones, que a aquellas fechas deberían estar ya de sobra espabilados, no podían tardar en presentarse, seguros de recuperar a su hechicero y a los dos hijos de la luna.

El gaucho, que parecía incansable, volvió a montar a caballo y emprendió su viaje hacia el Este. Cardoso y el maestro con las carabinas al hombro se aventuraron en la pradera, mientras el señor Calderón se instalaba en el tejado de la barraca para otear los alrededores.

La jornada se presentaba bien para los dos cazadores. Por el aire revoloteaban inmensas bandadas de buitres negros y perdices salvajes, por entre la hierba se veía huir a bastantes avestruces, zorras, azaras y vizcachas, pequeños roedores que corrían a refugiarse en sus madrigueras. A lo lejos corrían algunas parejas de guanacos, que no demostraban tener ganas de dejarse acercar.

Cardoso y el maestro, después de un pequeño reconocimiento hacia el Sur para asegurarse de que por entonces ningún peligro amenazaba la estancia, y otro hacia el Este a donde galopaba el gaucho en busca de caballos que no se divisaban en ninguna dirección, se dirigieron hacia irnos bosquecillos en medio de los cuales descollaba un gigantesco bambú de soberbio follaje.

—Allí nos emboscaremos —dijo el maestro—, y haremos fuego sobre las piezas que se pongan a tiro de nuestras carabinas.

—Buena idea, marinero —dijo Cardoso—, porque si he de decirte la verdad, tengo los pies hinchados y los miembros quebrantados por la desenfrenada carrera.

—Ya nos queda poco, pobre niño. Si todo marcha bien, dentro de ocho días podremos descansar en una cómoda posada.

—Así lo espero, maestro: ¡Eh! ¿Qué veo allí?

—¿Cómo? —exclamó el maestro deteniéndose—. Parece un toro que está echando un sueño.

—O una carroña.

—Pronto lo sabremos, Cardoso.

A doscientos o trescientos pasos de ellos, hundido entre la hierba se entreveía un bulto blanquecino que parecía un toro grande. Aunque alrededor revoloteaba gran número de grandes cuervos, llamados por los indígenas carranchos, no se movía.

—Temo que sea una carroña —dijo el maestro después de dar algunos pasos—. Esos pajarracos no se atreverían a acercarse tanto a un ser viviente.

El maestro no se había equivocado. El toro, que era de tamaño colosal, parecía muerto hacía algún tiempo; sin embargo, Cardoso, que se había acercado para ver mejor, notó con sorpresa que no despedía hedor.

—¿Hará pocos días que está muerto? —preguntó—. En ese caso podríamos sacar de él algunos filetes.

—Prueba a tocarle —respondió el maestro.

El muchacho obedeció, pero apenas se apoyó sobre la masa, ésta cedió con gran crujido de huesos partidos, mientras del interior escapaban extraños animalitos que debían estar refugiados allí dentro.

—¿Qué es esto? —preguntó Cardoso dando un salto atrás.

El maestro, en vez de responder, asió la carabina por el cañón y empezó a golpear fuertemente a los animalitos; pero éstos se enrollaban en forma de bola, presentando a los golpes una especie de coraza ósea que, por lo visto, era más dura que el hierro.

—No conseguiré nada —dijo el maestro deteniéndose—. Se necesitaría un martillo de un quintal de peso para romper esta maldita concha.

—Pero ¿qué bichos son éstos? —preguntó Cardoso.

—Armadillos o, mejor dicho, fieras acorazadas —respondió el maestro—. Obsérvalos bien, hijo mío, porque vale la pena.

Cardoso se inclinó ligeramente y examinó aquellos extraños animales de los cuales había oído hablar vagamente. Eran tan pequeños como un zorro joven, armados con largas uñas y tenían el cuerpo defendido por anchas placas óseas, transversales a la dirección de los costados, gruesas y muy resistentes a juzgar por su aspecto. También la cabeza estaba defendida por una especie de visera, de gruesas escamas que debían ser a prueba de bala.

Enrollados fuertemente, con la cola bajo el vientre, no se movían y se presentaban ante el enemigo bajo la forma de una bola completamente defendida por las escamas.

—¡Qué animalitos más raros! —exclamó Cardoso—. ¿Qué harían dentro del buey?

—Comían su carne —respondió el maestro—. A los armadillos les gusta la carne corrompida, y cuando encuentran la carroña de un buey o de un caballo se meten dentro de ella y no dejan intactos más que la piel y los huesos.

—¿Y no los podríamos matar?

—Su coraza desafía los cuchillos y las hachas.

—¿Son buenos de comer?

—Pasan por excelentes.

—Pero ¿cómo los llevaremos?

—Los ataremos, y en cuanto los pongamos sobro una buena hoguera yo te aseguro que se asarán perfectamente a despecho de su coraza. ¡Para nosotros, queridas bestecillas!

El maestro se desató una larga cuerda que llevaba arrollada al cuerpo, ató los armadillos sólidamente y les colgó de una rama para encontrarlos al regreso.

—Ahora continuemos la cacería —dijo cuando hubo terminado la operación—. Por ahora tenemos el asado; lo demás ya vendrá después.

Abandonaron la carroña y se dirigieron al bosquecillo donde esperaban encontrar alguna pieza, mejor que los armadillos. Iban a penetrar en él cuando Cardoso que miraba en todas direcciones para descubrir alguna caza, hizo observar al maestro numerosos monticulitos sobre los cuales se mantenían en pie grandes mochuelos, que parecían espiar a los cazadores.

—¿Qué hacen ahí esos antipáticas pajarracos?

—Son las lechuzas de los gauchos —respondió el maestro.

—¿Y qué hacen sobre esos montículos?

—Nos espían.

—¿Tienen allí sus nidos?

—Sí, dentro de estos montículos. Si probaras a acercarte, la hembra no tardaría en meterse en su madriguera, mientras el macho se te echaría encima con ánimo de ahuyentarte.

—¿Y ellos mismos se excavan la madriguera?

—Algunas veces, sí; pero, generalmente, ocupan las de las vizcachas, que son unos grandes roedores de la pradera. Mira, qué muecas tan grotescas te hacen.

—¿Y aquellos otros montecitos, qué son?

—Son hormigueros. Pero ¿no ves moverse allí alguna cosa?

El muchacho se empinó sobre las puntas de los pies y miró con atención en la dirección señalada.

—Efectivamente —dijo luego—, me parece que algún animal mamífero o ave grande se agita allí abajo.

—Vamos a verlo, Cardoso. Acaso allí estén las chuletas para la cena.

Los dos cazadores se echaron a tierra para no ahuyentar al animal señalado y se fueron arrastrando en dirección de los hormigueros que estaban, rodeados por espesos grupos de cactus y grandes cardos. Llegados a pocos pasos se pusieran de pie con precaución, preparando las carabinas.

Delante de un montoncito que aparecía cubierto de hormigas, so movía un animal no menos original que el armadillo, dando somos gruñidos.

Era del tamaño de un lobo aguara, pero más largo, cubierto de pelos de color pardo, con una larga línea de pelos negros orlados de blanco, sobre el espinazo. La cabeza bastante adargada se adelgazaba extrañamente hacía el hocico y parecía desprovista de boca, y las patas, muy cortas, terminaban en garras armadas de largas uñas. Una cola de un metro do larga, que tenía levantada y encorvada sobre el cuerpo, provista de pelos espesos y larguísimos completaba aquel extraño animal.

—¿Qué es? —preguntó Cardoso.

—Un oso hormiguero, que está comiendo aunque parece que no tiene boca. ¿No ves salir del extremo del hocico por un agujero que quiere ser la boca, una lengua muy larga, terminada en una especie de flecha y que el animal encoge o estira a voluntad? Está mojada con una materia muy viscosa, a la cual se adhieren a centenares las hormigas que el animal se traga con gran glotonería.

—¿Y es bueno para comerlo?

—Su carne se parece a la del lechón.

—Entonces, venga con nosotros —respondió Cardoso, apuntándole con la carabina.

—Ahórrate ese cartucho —dijo el maestro—. Esos animales, aunque tienen largas uñas, no son peligrosos. Déjame hacer a mí.

El maestro asió la carabina por el cañón, saltó sobre el animal y de un culatazo en la cabeza lo tiró por el suelo.

—La cena, y la comida para mañana están aseguradas —dijo el maestro, recogiendo su presa—. Ahora pensemos en las provisiones para el viaje.

CAPÍTULO XXVII. OTRA VEZ LOS PATAGONES

Los cazadores exploraron la pradera el día entero en todos sentidos, penetrando varias millas hacia el Norte y tirando muchos tiros sobre las piezas que encontraban. Al llegar la noche, era tal el botín que les parecía difícil poder llevar toda la caza que habían cobrado.

Seis armadillos, dos osos hormigueros, tres avestruces y media docena de vizcachas formaban su pesado botín, que bien o mal transportaron, a la cabaña, donde les esperaba el señor Calderón, el cual durante todo el día no había abandonado ni un sólo instante su puesto de observación.

El gaucho no había regresado, pero ni el maestro ni Cardoso se inquietaren, aunque desde hacía algunas horas había cambiado el tiempo amenazando desencadenarse una de aquellas tormentas que hacen famosa la pampa argentina. Sin duda el valeroso caballista, no encontrando caballos en las cercanías, se había alejado hacia el lago Urré, unas treinta millas más al Norte.

—Mañana vendrá —dijo el maestro a Cardoso, que le interrogaba—. Un gaucho sabe siempre encontrar camino, sin necesidad de brújula, y sabe también encontrar resguardo contra los huracanes de las pampas. No debemos preocuparnos por su retraso.

Cardoso, un poco tranquilizado por aquellas palabras, encendió fuego y, arrojó a las brasas los armadillos, mientras su compañero desollaba con bastante habilidad las piezas cobradas, cuya carne, bien seca y ahumada, había de constituir la reserva para el camino. El señor Calderón, como de costumbre, se mantuvo aparte, encerrado en su silencio.

Cenaron en pocos minutos, bebiendo agua estancada de una poza que había en el interior del recinto; después, el agente del gobierno y Cardoso se acostaron en la cabaña esperando su turno de guardia. El maestro, más resistente que todos y más habituado a la fatiga, se acondicionó en el exterior, después de apagar la hoguera para que no sirviera de faro a los patagones en el caso de que éstos recorriesen la pradera.

La noche prometía ser bastante mala. Densos nubarrones galopaban por el cielo, impelidos por furioso viento del Sur, verdadero pampero, como dicen los argentinos. La gran pradera, poco antes silenciosa, se estremecía hasta los últimos confines del horizonte; se doblaban los grandes cardos, se partían, los cactus, se retorcían crujiendo siniestramente las desmesuradas ramas de los ombús y bajo 3a hierba y entre los matorrales so oía aullar lúgubremente los lobos rojos, espantados por la aproximación de la tempestad.

De cuando en cuando, un azulado relámpago de matiz cadavérico, iluminaba las tempestuosas nubes y la llanura, seguido del retumbar que se perdía en el lejano horizonte.

El maestro, tendido en el suelo ante la entrada del recinto, con la carabina debajo do la blusa, para resguardarla de los goterones que comenzaban a tamborilear contra la hierba, empujados en todos sentidos por los furiosos soplos del pampero, tenía la mirada fija hacia el Sur. Se sentía invadido de gran intranquilidad que no conseguía calmar y presentía la aproximación del peligro.

De cuando en cuando se incorporaba maldiciendo contra la tormenta que tendía a ser cada vez más violenta, y hacía esfuerzos por ver hasta más lejos, intentando penetrar con sus agudas miradas entre las altas hierbas que podían servir de pantalla a la vecindad del enemigo. Tres o cuadro veces trepó al techo de la cabaña, interrogando al horizonte que iluminaban los relámpagos y tendiendo el oído, pareciendole oír entre los silbidos del viento lejanos gritos y galopar de caballos.

—No veo nada —repetía el honrado marinero moviendo la cabeza—. Si al menos estuviese aquí Ramón; pero ¿quién sabe cuánto tardará aún el valiente gaucho?

Hacia las once, cuando el huracán rugía con mayor rabia, la atención del maestro fue reclamada por una numerosa bandada de avestruces que venían corriendo del lado sur y huían hacia el Norte. Otro cualquiera no se habría preocupado, pero el maestro era un profundo conocedor de los misterios de la pampa y de sus pobladores y quedó gravemente reflexivo.

—Esos avestruces van asustados y huyen de un peligro que viene del Sur —murmuró—. ¿Avanzarán, los Patagones?

Se precipitó a la empalizada, trepó a su cima con la agilidad de un gato y miró con atención. Un relámpago iluminó la gran llanura, mostrándola como en el centro del día.

—¡Ahí están! —exclamó el maestro descendiendo precipitadamente—. ¡El corazón no me engañaba!

Corrió a la cabaña y con dos vigorosas sacudidas despertó a Cardoso y al agente.

—¿Me toca el cuarto? —preguntó el muchacho levantándose.

—Sí; ¡no es mal cuarto, hijo mío! —respondió el maestro—. Los patagones están aquí.

—¡Los patagones!

—Sí; he visto algunos jinetes galopando por la llanura.

—¿Son muchos?

—Aún no lo sé, pero lo sabremos pronto.

—¿No ha regresado Ramón?

—No le he visto.

—¿Le habrán matado?

—No lo creo, porque los patagones vienen, del Sur y Ramón se dirigió al Este, al lago, Urré.

—Vamos a ver a esos horribles paganos, marinero.

Cardos o, que no parecía muy inquieto por la presencia del enemigo, el maestro y Calderón, que no había perdido un ápice de su acostumbrada calma, abandonaron la cabaña y se dirigieron al portalón del recinto.

La llanura estaba oscurísima, pero los relámpagos no debían tardar en iluminarla. Pocos minutos después, a la luz de un relámpago, los tres hombres descubrieron a cosa de dos kilómetros de la estancia un numeroso tropel de jinetes armados de largas lanzas.

—¡Un millón de diablos! —exclamó el maestro, dando furioso puñetazo sobre su gorra—. ¡Es la tribu entera que llega!

—Estamos en un verdadero apuro, marinero —dijo Cardoso—. ¡Aquel bandido de Hauka ha sido más astuto de lo que creíamos!

—Afortunadamente somos buenos tiradores y no nos faltan municiones.

—Pero no bastarán para todos.

—¡Mira, Diego! Vienen en esta dirección.

—Pero les haremos un desagradable recibimiento, hijo mío, te lo aseguro. El primero que se ponga al alcance de mi fusil es hombre muerto.

—Bien dicho, marinero; hay que resistir basta el regreso de Ramón.

—Es de suponer que vuelva con buenos caballos.

—Bien; ahora organicemos la defensa.

—Estoy dispuesto, Cardoso. Comenzaremos por obstruir la entrada del recinto para no dejarnos romper la cabeza con las bolas.

—¿Y con qué? No tenemos nada, a menos que tú te arriesgues a cortar algún árbol.

—Tenemos el caballo; eso será suficiente para cubrirnos.

El bravo marinero, viendo que los patagones avanzaban al trote, sin cuidarse de los relámpagos, de los truenos, ni del pampero, que continuaba soplando con extremada violencia, hizo levantarse al caballo que dormitaba en un ángulo de la estancia, lo condujo a la entrada y de una cuchillada lo hizo caer al suelo, cadáver.

—Pronto —dijo después, armando la carabina—, colocaos detrás de este fallecido y en cuanto los patagones estén a tiro, abrid el fuego. Señor Calderón, espero que no escatimará usted a sus adoradores.

—No me interesan —respondió el agente con una sonrisa despectiva.

—Está bien. Estad preparados a hacer fuego en cuanto yo dé la señal.

—Pero le advierto a usted que mis pistolas tienen muy poco alcance.

—Ya lo sé, señor Calderón. Ya se servirá usted de ellas cuando lo crea oportuno.

Los patagones habían acortado su carrera y se acercaban con precaución, resguardándose detrás de las matas de cardos que los ocultaban en gran parte. Sin duda sospechaban la presencia de los fugitivos y sabiendo que eran buenos tiradores y estaban bien armados, no querían exponerse mucho.

Llegados a unos seiscientos metros se pararon empinándose sobre los estribos para abarcar más horizonte y poder mirar en el interior del corral. Diego, que no les perdía de vista ni un sólo instante, juzgó oportuno dar señales de vida.

Se levantó sobre las rodillas, apoyó la carabina en el cuerpo del caballo y en cuanto un Relámpago alumbró la llanura, apuntó al jinete más cercano. Un grito de rabia y un precipitado galope siguieron a la detonación.

—Alguno ha caído —dijo, levantándose.

—Sí, sí —confirmó Cardoso—; veo un caballo que se escapa sin jinete.

—Ya tenemos uno menos.

—¡Silencio!…

El galope había cesado de pronto. Cardoso y el maestro, a la luz de otro relámpago, vieron que la llanura había vuelto a quedar desierta.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el maestro, rascándose con fuerza la cabeza—. ¿Adónde se habrán ido?

—Se habrán ocultado entre la hierba —respondió Cardoso.

—¿Qué intentarán hacer esos malditos paganos?

—Intentarán acercarse arrastrándose por la hierba —respondió Cardoso—; estoy seguro de ello, marinero. Ya sabes tú que las bolas tienen muy poco alcance.

—No querría que los descubriésemos demasiado tarde.

—O que nos atacasen, por la espalda.

—¡Mil millones de rayos! ¡No nos faltaría otra cosa! Señor agente del gobierno, le necesitamos a usted para librar la pelleja.

—Manden ustedes —respondió el señor Calderón.

—Si no le molesta, haga el favor de pasar al otro lado de la empalizada y embosquese usted entre la hierba que podría ocultar a los bandidos que nos atacan. Le advierto que será necesario tener ojo avizor y las pistolas en las manos.

El agente se levantó sin decir palabra y se alejó con paso vivo.

—Ahora estaremos un poco más tranquilos —dijo el maestro.

—¡Hola, hola! La hierba se mueve delante de nosotros, allí abajo, a unos trescientos pasos.

—Y también más cerca, marinero. ¿No ves cómo se abre aquel grupo de cactus? El viento solamente los encorvaría.

En aquel momento, dominando los silbidos furiosos del pampero y el retumbar del trueno, se oyeron algunas notas, al parecer producidas por una flauta. ¿Era la señal de ataque o alguna nueva añagaza?

Cardoso y el maestro se pusieron en pie para observar mejor las altas hierbas que se veían agitarse en varios sitios.

—Abre bien los ojos, Cardoso —dijo el maestro.

—Soy todo ojos, Diego.

En aquel momento entre las tinieblas se oyó un silbido, y una bola lanzada por un robusto brazo chocó violentamente contra la empalizada, partiendo una estaca.

El maestro, que al fulgor de los relámpagos había seguido el vuelo del proyectil, apuntó rápidamente con su carabina e hizo fuego. Ningún grito respondió a la fragorosa detonación.

—¡Cuernos de Belcebú! —exclamó con rabia—. He ahí una bala perdida que acaso deploremos.

—¡Atención, marinero! —dijo Cardoso.

—¿Vienen?

—¡Ahí están!

A cincuenta o sesenta pasos y como si hubieran salido de la hierba aparecieron de improviso quince o veinte hombres. Una granizada de bolas cayó sobre la estacada, abriendo brecha en los troncos medio podridos. Después los enemigos se arrojaron adelante con las lanzas en la mano, llenando el aire de clamores terribles.

Cardoso, aunque asustado por la vecindad de los formidables guerreros cuya gigantesca estatura se recortaba vivamente sobre el fondo azulado del horizonte, que los relámpagos iluminaban casi sin interrupción, apuntó con su carabina e hizo fuego contra el centro de la banda.

Un hombre cayó entre la hierba, pero los demás continuaron la carrera, mientras otras bandas aparecían por allá y acullá. El maestro, que en este intervalo había vuelto a cargar su carabina, hizo también fuego.

Otro guerrero cayó, lanzando un alarido de dolor. Sus compañeros, asustados por aquel golpe maestro, se detuvieron indecisos y después volvieron las espaldas, tirándose en medio de la hierba.

—¡Ya era tiempo! —exclamó el maestro enjugándose el frío sudor que mojaba su frente—. Unos cuantos pasos más y habríamos concluido.

Pero su alegría fue de breve duración. Los otros grupos, que no habían probado los efectos del fuego, avanzaban intrépidamente, lanzando las bolas, que si bien no herían a los defensores de la estancia, desvencijaban poco a poco la poco sólida estacada. Eran más de cien los salvajes armados todos con lanzas y decididos a todo, a lo que parecía.

—No hay que perder tiro, Cardoso —dijo el maestro.

—Tengo el pulso firme —respondió el muchacho.

—Tira sobre los más cercanos.

—Bien, marinero.

—Y si ves a Hauka, no le perdones.

—Será el primero que caerá, si se presenta.

—¿Ves a Calderón?

—Está en su puesto.

—¡Señor Calderón, necesitamos que venga usted en nuestra ayuda!

El agente del gobierno, que había comprendido lo crítico y desesperado de la situación de sus compañeros, en lugar de responder dejó su puesto y se acercó a la entrada del recinto.

—Voy con ustedes —dijo con su calma acostumbrada.

—¿No se oye ningún galope hacia el Norte?

—Ninguno.

—¡Oh, si Ramón pudiese oír nuestro tiroteo!

—Estará bastante lejos.

—Confiemos en Dios. Cada uno a su puesto y estemos dispuestos a todo, hasta a huir si no podemos resistir.

—¡Ahí están! —dijo Cardoso.

Los patagones estaban a cincuenta pasos apenas. Se agruparon estrechamente, acaso para envalentonarse mutuamente o acaso para estar más dispuestos a irrumpir en el recinto por la estrecha puerta y después se lanzaron al asalto con furia increíble.

Se oyeron cuatro disparos casi unidos y tres hombres cayeron entre las altas hierbas sin duda tocados por las balas de los asediados. Sus compañeros, sin asustarse por aquel recibimiento mortífero, continuaron la carrera, animándose con espantosas vociferaciones y se lanzaron al asalto furiosamente.

Diego, Cardoso y Calderón, no obstante verse ya perdidos, no se desanimaron. Apiñados en la puerta del corral, que no permitía el paso a más de dos hombres de frente, y que estaba medio obstruida por el cadáver del caballo, hicieron, intrépidamente, frente, al ataque.

Descargando una última vez las armas, que hicieron otras cuatro bajas, empuñaron las carabinas por el cañón, repartiendo golpes desesperados a todos lados, mientras el agente del gobierno, que conservaba también en aquella terrible contingencia una admirable calma, cargaba y descargaba sin cesar sus dos pistolas.

Pero la cosa no podía durar mucho. Al cabo de pocos minutos los tres defensores se vieron obligados a replegarse al interior del recinto y a refugiarse en la barraca. Los patagones, furiosos por las pérdidas sufridas, irrumpieron en el recinto, dando gritos de triunfo.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Cardoso.

—Huyamos a la pradera —dijo el agente.

—¡Todavía no! —tronó el maestro.

Había visto un guerrero de alta estatura que se encontraba en la entrada y en aquel hombre había reconocido a Hauka, el jefe.

Se lanzó fuera de la cabaña a riesgo de hacerse romper la cabeza por alguna bola y apuntó su carabina.

Iba a apretar el gatillo, cuando por el lado opuesto del recinto se oyó una voz que gritaba:

—¡Sosteneos, amigos! ¡Aquí estoy yo!

Una formidable detonación siguió al grito, dominando los clamores de furor de los patagones, y Hauka, herido en pleno pecho, cayó fulminado en medio de sus guerreros.

El maestro, sorprendido por el inesperado socorro se volvió hacia el recinto y vio a Ramón que avanzaba corriendo y llevando en la mano el trabuco todavía humeante.

CAPÍTULO XXVIII. EL INCENDIO DE LA PRADERA

Al oír aquella voz bien conocida por los tres, y la estruendosa detonación que no podía atribuirse más que a un trabuco, Diego, Cardoso y hasta el flemático agente se habían precipitado fuera de la cabaña para apoyar la ofensiva del gaucho, pero no hubo lugar a ello; los patagones, vacilantes por las pérdidas sufridas y la vigorosa resistencia de los sitiados, asustados por la muerte de su jefe, en el cual confiaban mucho, y por la llegada inesperada de este nuevo enemigo, armado con un arma de fuego tan temible, se entregaron a precipitada fuga, dispersándose por la llanura.

Ramón, cargando cuidadosamente el trabuco, se apresuró a unirse a sus compañeros que le acogieron con los brazos abiertos y aclamaciones de alegría.

—¡Ah, mi valiente amigo, creía no volverte a ver más! —dijo el maestro, estrechándole enérgicamente las manos.

—No se abandona a los amigos en el peligro —respondió el gaucho con dignidad—. Me congratulo por haber llegado en tan buena ocasión y haber despachado al gounak (jefe) de esos salteadores endemoniados, ¡Pedro está vengado!

—¿Oyó usted nuestro tiroteo?

—Estaba a doce millas de aquí cuando oí vuestro primer tiro. Imaginándome que habíais sido atacados por los tehuls, me dirigí aquí a la carrera. He llegado un poco tarde; pero aún a tiempo, por lo que veo.

—Si tarda usted unos minutos más habíamos caducado —dijo Cardoso—. La cabaña no hubiera resistido un largo asalto de esos demonios.

—¿Cree usted que volverán a la carga? —preguntó Diego.

—Sin duda —respondió el gaucho—. Conozco bien a los tehuls, y sé lo vengativos y tenaces que son en sus proyectos.

—¿Podríamos resistir un segundo asalto?

—No somos bastantes para aguantar el choque con todos esos salvajes, pero no los esperaremos.

—¿Trae usted caballos?

—No; pero traigo alguna cosa mejor. Traigo el globo.

—¿Nuestro globo?

—Sí; lo encontré deshinchado a ocho kilómetros de aquí en medio de un matorral.

—¿Y dónde está?

—Lo he cargado en mi caballo, el cual no debe estar muy lejos.

—Pero ¿de qué nos servirá el globo si no tenemos gas para llenarlo? —preguntó Cardoso.

—¡Rayos y truenos! ¡Es verdad! —exclamó el maestro.

—¿No se podrá elevar? —preguntó el gaucho, estupefacto—. Yo creía que ustedes podrían hacerlo.

—Y lo haremos —dijo el agente, que hasta entonces no había pronunciado una sílaba.

—¿De qué modo, señor Calderón? —preguntó el maestro con incredulidad—. ¿Tiene usted algún gasómetro?

—Bastará alguna hierba seca —respondió el agente del gobierno.

—Perdóneme, señor Calderón; yo soy un animal de dos pies —dijo el maestro—. Si hubiera estado solo no hubiera pensado nunca en ese recurso que puede salvamos a todos.

—A todos no, porque pesaríamos demasiado, porque aunque el globo es grande no tendría bastante fuerza ascensional.

—Entonces, abandonémoslo entre la maleza.

—Diga usted, señor, ¿cuántas personas podrá llevar? —preguntó Ramón.

—A lo más tres y eso porque Cardoso pesa poco.

—Pues ya es bastante para salvarles a ustedes, porque yo no les seguiré a la atmósfera —dijo el gaucho—. Mi patria es la pradera y no las nubes.

—¿Y se va usted a entregar al furor de los patagones? ¡No; eso no lo permitiremos nunca! —exclamó el maestro.

—¡No; nunca! —confirmó Cardoso.

—Si ese es su temor, pueden tranquilizarse, amigos. Cuando ustedes se eleven yo pondré tal barrera delante de los patagones que no podrán perseguirme en muchos días.

—Explíquese usted, Ramón.

—En seguida, maestro. Incendiaré la pradera, aprovechándome del pampero que sopla de levante, y me escaparé. Los patagones que acampan a Poniente se verán obligados a retirarse ante el mar de fuego, renunciando por buen plazo a la persecución.

—¿Y no nos volveremos a ver? —preguntó con pena el maestro.

—¿Adónde van ustedes?

—A Chile; ya se lo habíamos dicho.

—También iré yo.

—¿Dónde nos podremos encontrar? Chile es muy grande.

—Fijemos una población.

—Le esperaremos en Nueva Concepción.

—¿Y el punto de cita?

—El Consulado del Paraguay, o en el muelle.

—Está bien; no faltaré, amigos. ¡Oh! Aquí llega el caballo. Vamos a descargar el globo e inflémoslo antes de que los patagones se reorganicen y vuelvan al ataque.

Por el otro lado del recinto llegaba el caballo del gaucho, cargado hasta el punto dé serle difícil andar. Diego, Cardoso y Ramón, después de recomendar al agente del gobierno que hiciese con todo cuidado su guardia, derribaron unos cuantos troncos de la empalizada e hicieron entrar al caballo.

El globo fue extendido en la hierba y examinado escrupulosamente para asegurarse de que no tenía ningún desgarrón. Afortunadamente, el fuerte tafetán de seda, a pesar dé tantas peripecias durante los vuelos, había resistido maravillosamente y no ofrecía ningún roto. La red estaba intacta.

—No concluiré nunca de estar agradecido a este valiente aeróstato, que después de habernos traído a tierra, nos salva de nuevo —dijo el maestro.

En la llanura se oyó en aquel momento un griterío que parecía aproximarse, acompañado de furiosos ladridos de perros. Ramón palideció.

—¡Acaso va a ser tarde! —murmuró.

—Esperemos emprender el vuelo antes de que lleguen —dijo Cardoso—. La hierba seca abunda en la estancia y en poco tiempo el globo estará inflado.

—Ramón, le aconsejo a usted que huya antes que nosotros —dijo el maestro.

—Por mí no se preocupen ustedes —respondió el gaucho—. Los patagones llegarán siempre demasiado tarde, porque puedo prender fuego a la pradera en el momento en que me plazca.

—Como usted quiera —dijo el maestro—. Señor Calderón, ¿qué debemos hacer?

El agente del gobierno acudió y se encargó de dirigir la elevación del aeróstato; trabajo, por otra parte, que requería poca fatiga y no muchos conocimientos aerostáticos.

A los lados de la estancia se elevaban dos altísimos árboles que debían haber servido de observatorio a los puesteros para no ser sorprendidos, por los indios, que debían aparecer con frecuencia en aquella comarca tan vecina a la frontera patagónica. El agente del gobierno se sirvió de ellos muy prácticamente para colgar el aeróstato, por medio de una larga maroma, tendida de uno a otro lado de los troncos y que cruzaba la estancia en toda su anchura. Hecho esto, hizo agrandar la boca del globo, y amontonar debajo una gran cantidad de hierba seca, a la cual prendió, fuego en seguida.

El humo penetrando por la abertura que los cuatro hombres mantenían bien abierta para que la envoltura no se incendiase, comenzó a inflar el gigantesco aeróstato.

Parecía que la operación iba a terminar sin incidentes a despecho de las furiosas rachas del pampero que sacudían horriblemente a] aeróstato, amenazando deshacerlo contra la estacada, cuando en la llanura estalló espantoso vocerío. Diego dio un verdadero rugido.

—¡Estamos perdidos! —exclamó.

—Todavía no —respondió el gaucho—. Encárguense ustedes del globo, que yo me encargaré de los patagones.

Arrancó dos manojos de hierba ardiendo y se precipitó fuera de la estancia.

Algunas bandas de patagones dando alaridos, dirigíanse al recinto. Sin duda a la claridad de los relámpagos habían visto al aeróstato e imaginándose que sus ex cautivos se preparaban a escaparse con la luna acudían para hacerlos prisioneros a todos juntos.

El gaucho, sin preocuparse mucho por su llegada, desparramó en un largo trayecto las hierbas encendidas, las cuales comunicaron el incendio a los cactus y cardos que crecían en gran abundancia y que estaban bastante secos. En pocos minutos, siete u ocho columnas de humo se alzaron aquí y allá y poco después una cortina de llamas inmensas se elevó chisporroteando e iluminando vivamente la noche.

Los patagones, que solamente distaban unos centenares de pasos de la estancia, se detuvieron de pronto, lanzando gritos de rabia.

—¡Alto ahí! —exclamó el gaucho disparando su trabuco sobre los más cercanos—. ¡De aquí no se pasa!

Seguro de no ser perseguido, volvió rápidamente con sus compañeros. El aeróstato, casi completamente inflado hacía esfuerzos para romper la cuerda que Je retenía prisionero y elevarse a las tempestuosas nubes.

—¿Están ustedes preparados? —preguntó el gaucho.

—No falta más que cortar la cuerda —respondió el agente del gobierno.

—De eso me encargo yo.

El gaucho trepó por el árbol más cercano y abrió su navaja tan afilada como una de afeitar. El agente del gobierno, Diego y Cardoso, pisotearon las hierbas que todavía ardían y cargando con las armas se encaramaron a la red.

—¡Ramón! —gritó Diego con voz conmovida—. ¡Le esperamos en Nueva Concepción!

—No faltaré, amigos. ¡Que Dios les proteja!

—¡Adiós, Ramón!

—¡Adiós, amigos!

El gaucho cortó la cuerda, que corrió rápida por el anillo, dejando libre el aeróstato.

—¡Agarrarse fuerte! —gritó Diego.

El globo, no retenido ya, perforó con irresistible ímpetu la enorme masa de humo que so cernía sobre la estancia y se elevó hasta quinientos metros; después, impelido por el soplo impetuoso del pampero dobló hacia el Oeste, huyendo con la velocidad de una golondrina.

En la llanura se oían todavía los clamores furiosos de los patagones que veían escapárseles la tan codiciada presa, y un disparo de trabuco, seguido de un grito de victoria.

Diego, Cardoso y el agente, agarrados a la red, miraron hacia abajo y un espectáculo espantoso se ofreció a su vista.

La pradera estaba convertida en monstruoso brasero. Inmensas lenguas de fuego avivadas por el viento corrían hacia el Oeste con indecible velocidad, aniquilando todo a su paso. Desaparecían los cactus, se fundían, por así decirlo, las inmensas sábanas de cardos, caían y se retorcían los algarrobos silvestres, se inflamaban las boygas, estallaban los mirtos y los grandes bambúes, incendiados por cíen sitios simultáneamente, llameando como desmesuradas antorchas, oscilando y chisporroteando de mil maneras.

Inmensas columnas de humo desgarradas y abatidas por el viento se elevaban aquí y allá, arremolinándose y corriendo desenfrenadamente, oscureciendo la gigantesca columna de llamas que se extendía cada vez más con sordos mugidos, siniestros chasquidos y largos silbidos, mientras en las altas regiones volaban a millones las pavesas, que aparecían en el espacio como otras tantas estrellas.

El cielo y la tierra en inmenso espacio aparecían alumbrados como en pleno día, pero con una luz sanguínea que despedía hasta las nubes un calor horrible, haciendo el aire abrasador y casi irrespirable.

En medio de aquella espantosa destrucción de vegetales de toda especie, los aeronautas distinguieron a los patagones que huían a la desesperada hacia el Sur, alcanzados por las llamas, y hacia el Norte el bravo gaucho que galopaba en demanda del lago Urré, lanzando de cuando en cuando gritos de triunfo y disparando su trabuco en señal de despedida.

Delante de él, en indescriptible confusión, galopaban furiosamente todos los animales de la pradera, que habían sido bruscamente despertados por la imprevista invasión del fuego.

Bandadas de avestruces, manadas de caballos y de guanacos, lobos rojos, jaguares y caguarés, huían en mescolanza, gritando, relinchando, mugiendo, bramando y rugiendo, sin pensar en aquellos supremos momentos en atacarse ni devorarse.

—¡Qué espectáculo! —exclamó Cardoso—. ¡Quiera Dios que el valiente amigo pueda escapar a las llamas y a los animales feroces que huyen en su compañía!

El globo, llevado por el pampero, que en aquella zona elevada soplaba con extrema fuerza, huía con increíble celeridad por encima de la encendida pradera. En breve salió de aquella atmósfera ardiente que le circundaba y se dirigió al Noroeste, engolfándose en las vertiginosas nubes que corrían desaforadamente entre truenos horrísonos.

Los tres hombres se encontraron en un instante envueltos en espesa oscuridad que los resplandores del enorme incendio no conseguían desvanecer. Sólo de cuando en cuando, en medio de algún desgarrón abierto por el viento, que silbaba horrendamente, aparecían a sus ojos entre el humo, las llamas que cada vez se alejaban más y llegaban a sus oídos los clamores de las fieras, sacadas de sus cubiles por el elemento destructor, y las vociferaciones de los patagones, que galopaban en dirección al aeróstato.

A las tres de la mañana, o sea una hora después, el incendio había quedado atrás completamente. El globo, al que el huracán arrastraba en sus poderosas alas con una velocidad incalculable, recorría entonces una región completamente nueva, una especie de alta meseta que parecía irse elevando rápidamente.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cardoso al maestro, que se mantenía enredado entre las mallas, pero por el lado opuesto, para equilibrar el aeróstato.

—No puedo decírtelo —respondió el viejo lobo de mar—. Pero a la luz de un relámpago he visto que el aspecto del terreno ha variado; la pradera se va cambiando en una montaña.

—¿Habremos atravesado ya todo el territorio?

—No habría que sorprenderse porque este viento es tan rápido que no lo calculo inferior a ciento cincuenta kilómetros por hora.

—¿No se ve ningún reflejo en el horizonte?

—Al Este todo está oscuro, hijo mío, pero ya caeremos en alguna parte, y pronto, Cardoso, porque me parece que el globo comienza a descender.

—Pues a mí me parece que es el terreno el que va subiendo, marinero.

—Acaso nos engañemos los dos con esta oscuridad.

—¡Marinero!

—¿Qué pasa, Cardoso?

—¿No habrá peligro de chocar con alguna montaña?

—No creo que estemos tan cerca de los Andes.

—Pero ¿y si chocásemos?

—Entonces, buenas noches para todos.

—¿No resistiría el globo?

—Se aplastarla como una pera cocida.

—Me haces temblar.

—Y a mí me da calentura.

—¡Oh!…

—¡Buenas noches, hijo mío!

El globo, al que el viento continuaba arrastrando con velocidad, había entrado de nuevo en las nubes que se amontonaban confusamente. La oscuridad se hizo completa alrededor de los aeronautas, habiendo cesado los relámpagos.

A las cuatro de la mañana la parte inferior del aeróstato sufrió un choque, que por poco hizo soltarse a los tres pasajeros.

—¡Marinero! —exclamó Cardoso, que había palidecido—. Hemos tocado tierra.

—Lo sé, hijo mío —respondió el maestro, que tenía la frente emperlada de frío sudor.

—¿Habrá descendido el globo?

—O se habrá alzado el suelo —dijo el maestro—. Me parece haber visto un bulto oscuro que se agitaba a pocos pasos de mí.

—¿Sería una peña o un árbol?

—Más bien un árbol. ¡Señor Calderón!

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó el agente, cuya voz, por la primera vez no era tranquila.

—¿Podría usted decirnos dónde estamos?

—Encima de un bosque de pellín, de lo menos cien pies de altura.

—Entonces estamos sobre los Andes.

—Es muy posible.

Una sombra negruzca que se agitaba a derecha e izquierda con violencia, apareció confusamente ante el aeróstato. Cardoso y el maestro dieron mi grito de terror.

—¡Estamos perdidos!

El aeróstato, empujado por el viento, embistió con extremada violencia y se dobló a la izquierda con agudo crujido.

—¡Caemos! —gritó el maestro.

—¡Sosténganse firmes! —se oyó gritar al agente del gobierno.

El globo, doblado por sí mismo, caía con, gran rapidez, describiendo círculos concéntricos. Por los desgarrones de la envoltura escapaban nubes de denso humo.

—¡Diego! —exclamó Cardoso, que se mantenía desesperadamente agarrado a las mallas de la red.

—¡Tira la carabina! —mandó el maestro arrojando a su vez la suya.

—Ya está hecho.

—¡Ahora las municiones!

—No tengo.

El globo, aligerado de aquel peso, que por otra parte era de poca entidad, continuaba cayendo, aunque con menos velocidad, sostenido en parte por él viento que se engolfaba entre sus pliegues.

—¡Sosténganse firmes! —gritó de pronto el marinero.

Un instante después el globo tocaba a tierra, tumbándose junto al borde de un espantoso precipicio.

CAPÍTULO XXIX. NUEVA CONCEPCIÓN

Los tres aeronautas, librados también esta vez de la muerte, gracias a su buena estrella y a su extraordinaria audacia, apenas se vieron en tierra se dieron prisa a desenredarse de las mallas que los aprisionaban y a ponerse en pie.

Asegurados de que en la caída, aunque había sido más bien brusca, no habían sufrido fracturas ni contusiones graves, su atención se dirigió al reconocimiento del país donde habían aterrizado, que para ellos era desconocido.

El huracán los habla transportado al centro de una inmensa aglomeración de montañas y de extensas mesetas. A diestra y siniestra y especialmente hacia el Oeste sé extendían hasta perderse de vista una gran cadena de montañas, casi todas cubiertas de nieve en sus cimas, cortadas por una infinidad de vallecitos, donde crecían con profusión soberbios cipreses, cedros rojos, altísimos pinos, bellísimos pelines, de no menos de cien pies de altura, laureles de los llamados lemmo, que dan un fruto del cual se extrae una especie de manteca, y algunos pinos araucanos (pinus araucana llamado también pehven por los naturalistas), que se lanzaban a la atmósfera hasta treinta o Cuarenta metros, sacudiendo sus numerosos frutos, semejantes a nuestras castañas. Precipicios inmensos donde se oran mugir grandes torrentes, espantosas simas, senderillos apenas visibles, peñas cortadas a pico se veían por doquier, mientras en lontananza hacia el Este se vislumbraba una cinta negruzca que indicaba las grandes praderas, de Patagonia y de las pampas indianas.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cardoso, que admiraba aquella enorme aglomeración de montañas.

—No es posible equivocarse —respondió el señor Calderón, que parecía contento de encontrarse allí—. Esta cadena se llama la Cordillera o si les parece a ustedes mejor, los Andes.

—Entonces, estamos a dos pasos de Chile —dijo el maestro.

—Sí, con tal que encontremos un paso.

—Las piernas están todavía buenas y si se necesita treparemos por aquellas montañas que nos cierran el paso por el Oeste.

—¡Mira, mira, marinero! —exclamó Cardoso.

—¿Qué ves?

—Una montaña que lanza humo.

El marinero y el agente del gobierno miraron en la dirección señalada, y vieron, hacia el Norte, una gran montaña que sobrepasaba las nubes, cubierta de nitidísima nieve y de cuya cima se elevaba un desmesurado penacho de humo que el viento abatía de cuando en cuando.

—Es un volcán —dijo el agente del gobierno—. Acaso el de Antuco.

—Y aquello, ¿si parecen hombres? —dijo el maestro—. ¡Caramba! No pensaba ver rostros humanos en este país.

Por una sendita abierta en una grieta de un monte, y que parecía conducir a un vallecito, un grupo de hombres descendía lentamente. Aunque todavía estaban lejos, el maestro los identificó como indios y, todos llevaban fusil.

—¿Quiénes serán esos hombres? —preguntó Cardoso.

—Sin duda serán araucanos —respondió el agente.

—¿Es gente de temer?

—No; porque los araucanos son los indios más civilizados de toda América.

—¿Nos habrán visto caer?

—Es muy probable.

—¿Son hospitalarios?

—Muchísimo, y por mediación de ellos podremos ir a Chile sin mucho trabajo.

—Entonces, seremos bien llegados —dijo el maestro.

El grupo había llegado a cincuenta o sesenta pasos y se había parado, mirando con viva curiosidad a los aeronautas y especialmente al señor Calderón, cuyo atavío de adivino patagón debía parecer muy extraño en un hombre de raza blanca. Aquel pelotón se componía de siete individuos de estatura elevada y bien proporcionados; teman la cabeza y la cara redondas, frente estrecha, nariz un poco achatada, ojos pequeños y vivaces, y el color de la piel ligeramente bronceado, tirando un poquito a oliváceo.

Portaban fuertes blusas de lana azul sujeta por la cintura con una ancha faja roja, calzones vistosos y el tradicional poncho de brillantes colores; en los brazos y orejas tenían pendientes de oro y plata, de forma cuadrada en la mayoría, y en los dedos, gruesos anillos.

El maestro, al ver que no se movían y que presentaban una actitud, en manera alguna hostil, avanzó a su encuentro, saludándolos cortésmente.

Un indio, que debía ser el jefe, a juzgar por sus más ricas vestiduras y la mayor cantidad de anillos y brazaletes, se adelantó diciendo en español:

—¿Debemos recibiros como amigos o como enemigos?

—Somos amigos —respondió el maestro.

—¿Habéis caído del cielo?

—Sí, pero por medio de un globo.

El indio sonrió.

—Conozco los globos de los hombres blancos —dijo luego con cierto orgullo—. Los araucanos no somos salvajes.

—Eso me ahorra daros una explicación que sería engorrosa.

—¿Son ésos hermanos tuyos? —preguntó el araucano señalando a Cardoso y al agente del gobierno.

—Son mis amigos.

—¿Adónde os dirigís?

—A Chile.

—¿De dónde venís?

—De la gran pradera donde hemos sido prisioneros de los tehuls.

—Los tehuls son malos hombres, lo sé —dijo el indio—, y me alegro de que hayáis escapado de sus manos.

Después, quitándose el poncho y alzando los brazos, continuó:

—Yo soy Peguemapú, caudillo del valle de Uta. Los hombres blancos sois mis amigos. Seguidme.

—No pedimos otra cosa, señor Peguemapú —dijo el maestro—. Mis compañeros y yo te lo agradecemos de corazón.

—Venid a mi aldea ahora, y cuando queráis yo os guiaré a las mesetas bajas de Chile.

Los siete indios y los tres aeronautas se pusieron en camino, siguiendo el sendero que hemos dicho serpenteaba por un gracioso vallecito abierto entre dos altísimas montañas.

Allí, no sin viva sorpresa por parte de los aeronautas que creían haber caído en una región deshabitada, se elevaban treinta o cuarenta cómodas viviendas, pobladas por un centenar de pastores araucanos, los cuales hicieron a los recién llegados la más hospitalaria acogida.

Peguemapú tuvo para sus amigos, caídos del cielo, las atenciones mayores que se pueda imaginar. Suculentas comidas, partidas de caza en las riscosas vertientes de los Andes, correrías por los valles, fueron organizadas en honor de los extranjeros, los cuales se aprovecharon de ellas en grande.

Al cuarto día, sintiéndose ya bien restaurados, los dos marineros y el señor Calderón, que por diversos motivos tenían deseos de llegar a la costa, se despidieron del jefe araucano, dejando como regalo un número no pequeño de nacionales, y como recuerdo el globo que ya para aquéllos era de ninguna utilidad.

Montados en robustas mulas de casco de acero y pisada segura, y guiados por un capataz que tenía que ir a la costa, atravesaron por veredas, conocidas únicamente por los sagaces araucanos, la gran cadena de los Andes y al día siguiente llegaban a los escalones inferiores haciendo breve parada en Santa Bárbara.

Allí, una vez adquiridos caballos, continuaron al Oeste, tocando en Nacimiento, y por fin llegaron a la vista de Nueva Concepción, o Penco, como en su lenguaje la llaman los araucanos.

—¡Al fin! —exclamó el maestro respirando a pleno pulmón la brisa qué llegaba de mar, que se veía brillar en el horizonte—. Ahora ya podemos decir que estamos en salvo.

—Lo creo —respondió Cardoso, que animaba a su caballo a latigazos, impaciente por entrar en la ciudad. Ya era tiempo que nos encontrásemos en lugar civilizado después de pasar tantas semanas entre los salvajes de las praderas.

—¿Llevas siempre los millones tuyos?

—No los he tocado nunca —respondió el muchacho—. Siempre van aquí, en el cinturón, debajo de la camisa.

—Y yo llevo los míos. El Presidente podrá considerarse afortunado cuándo reciba este tesoro que debe creer perdido en el fondo del mar.

—Acaso cuente con él todavía, marinero. El capitán Candel o algún hombre de la tripulación pueden haberse salvado.

—¡Dios lo haya querido! —dijo el maestro con emoción—. Sentiría inmensamente la muerte de nuestro heroico comandante.

—¡Alto! —dijo en aquel momento Calderón, parándose ante una hospedería situada a medio kilómetro de la ciudad.

—¿No vamos a entrar en la población? —preguntó Cardoso—. Hemos dado cita a Ramón en el Consulado.

—Además, tenemos que entrevistarnos con el cónsul para saber dónde podremos encontrar al presidente.

—Seguramente no querrán ustedes presentarse con esas ropas tan destrozadas, qué apestan a selvático —dijo el agente del gobierno.

—Tiene usted razón, señor Calderón, tanto más cuanto que yo me estoy muriendo de hambre.

Entraron en la hospedería, confiando los caballos al mozo de cuadra, y llamando al propietario le encargaron que les proporcionase nuevos vestidos y preparase una suculenta comida.

Pocas horas después, los tres, vestidos de nuevo, se presentaban en el comedor donde se sentaron ante una apetitosa comida que remojaron con algunas botellas de exquisito vino español.

El señor Calderón, que ya había sostenido larga conversación con el propietario de la hospedería, durante la comida dio a sus compañeros las primeras noticias de la guerra que todavía se libraba entre el Brasil y la República Argentina, por una parte, y el Paraguay por la otra.

El heroico dictador, a pesar de la gran derrota sufrida en Angostura, a donde había huido, como era voz corriente, no había perdido la esperanza de desquitarse sobre las fuerzas de los aliados. Según las últimas noticias llegadas de Chile, se encontraba ahora en Cerrro León, ocupado en reorganizar su ejército y en fortificar Piribebuy, donde había establecido la capital provisional de la República.

—Sí, esperémosle —dijo el agente del gobierno con una sonrisa que parecía forzada.

—¿Podríamos partir?

—La presencia de ustedes en el Consulado, es por ahora inútil —respondió el agente—. Es mejor que yo me presente solo para ponerla al corriente de todo y para entendernos sobre el modo mejor y más rápido para encontrar al presidente.

—¡Oh, nosotros no le esperamos a usted, señor Calderón! —dijo el maestro.

—Lo sé; pero deseo que no me acompañen por la ciudad, por ahora.

—¿Por qué motivo, señor agente del gobierno?

—No tengo por qué darle cuenta a usted, maestro Diego. No se le olvide que yo represento al Presidente de nuestra nación.

—Pues ¿cuándo podremos entrar en la ciudad?

—Cuando yo haya regresado.

—Pero, le advierto, señor Calderón, que nosotros no entregaremos el tesoro más que en las manos del Presidente.

—Nadie se lo quitará a ustedes de encima —respondió el agente del gobierno encogiéndose de hombros.

—Siendo así, parta usted cuando quiera.

El agente salió de la posada, hizo poner la montura nuevamente al caballo, saltó a la silla y partió rienda suelta hacia la ciudad que distaba apenas medio kilómetro.

Maese Diego, que le había seguido con la mirada, cuando le vio desaparecer por una puerta de la muralla, movió la cabeza repetidamente, murmurando:

—Cada vez me parece ese hombre más extraño e incomprensible.

—¿Todavía tienes recelos? —preguntó Cardoso.

—No sé qué decirte, hijo mío.

—¿Sospechas algo?

—Acaso.

—Sin embargo, el Presidente debe conocerle a fondo, marinero.

—Muchas veces también los grandes hombres se equivocan.

—¿Qué haremos?

—Le esperaremos.

—Sea, marinero.

Se hicieron servir otro par de botellas, encendiendo sendos cigarros y se sentaron en la puerta, esperando pacientemente el retorno de Calderón; pero dieron en el reloj las dos, las cuatro y las seis sin que volviese. Ya comenzaban a preocuparse por aquella excesiva tardanza y se disponían a encaminarse a la ciudad, cuando vieron galopar hacia la hospedería a dos vigorosos caballos, enganchados a una especie de berlina.

—¿Será él? —preguntó el maestro, que no podía estar parado.

—Sí —respondió Cardoso, dando un grito de alegría—. Le he distinguido sentado junto a la portezuela.

Efectivamente, momentos después, la berlina se detenía en la misma puerta de la posada y el señor Calderón se apeaba.

El maestro se lanzó a su encuentro.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Partamos —respondió el agente.

—¿Ha visto usted al cónsul?

—Sí, y nos espera.

—Vayamos, Cardoso.

Tomaron sitio en la berlina y los dos caballos, vigorosamente fustigados, a los pocos minutos entraban en Nueva Concepción.

CAPÍTULO XXX. LA TRAICIÓN

Nueva Concepción, llamada también La Mocha y, en la lengua del país, Penco, aunque no contase en aquella época más de 15 000 habitantes, era y lo es aún hoy, una de las ciudades más importantes de Chile. Fundada en 1550 por Pedro de Valdivia, el famoso lugarteniente de Pizarro, conquistador de Chile, estaba al principio situada en el fondo de la bahía de La Concepción. Merced a su posición afortunadísima, su comercio y la fertilidad de las tierras circundantes, había adquirido gran renombre desde aquellos tiempos, sobre todo por la vecindad de las célebres minas de Quilacoya, de las cuales los españoles durante mucho tiempo extrajeron grandes cantidades de oro.

Pero desde los primeros tiempos había sido también desgraciada por una serie de circunstancias. Abandonada en 1554 después de la derrota de los españoles en Monte Adalicano, había sido en seguida incendiada por los araucanos. Reedificada en noviembre del mismo año, el jefe araucano Sautaró la volvió a tomar, pasando a cuchillo a gran parte de sus habitantes, y volviendo a convertirla en ruinas. Reconstruida por García de Mendoza, en 1558, fue incendiada en 1603 por el jefe araucano Palamacu-Torquí, y otra vez reedificada, para ser nuevamente arruinada en 1730 por un espantoso terremoto.

No por esto los habitantes abandonaron aquella ciudad que parecía perseguida por cruel destino. En 1731 volvían a reconstruirla, pero veinte años más tarde, otro terremoto la arrasaba hasta los cimientos.

Únicamente entonces decidieron hacerla surgir en otro lugar, o sea a tres leguas del mar, en una vasta llanura denominada La Mocha, en la orilla septentrional del río Bobio.

No tardó en ser una de las principales ciudades de Chile y volver a recobrar el perdido comercio, que va aumentando de día en día, gracias a su vecindad al mar y a las innúmeras producciones de su suelo.

Hoy, Nueva Concepción ocupa una gran superficie, siendo sus casas de un solo plano, mejor resistentes a los terremotos que se hacen sentir de cuando en cuando con extremada violencia. Tiene una catedral bellísima, un hospital, un colegio, cuarteles espaciosos, conventos y diversos consulados, entre ellos el del Paraguay, y los de otros pueblos de América del Sur.

La berlina que transportaba al agente del gobierno y a los dos marineros, después de haber cruzado casi toda la ciudad con un estrépito infernal, sin dejar casi tiempo a los que en ella iban, de ver por dónde marchaban, se había detenido bruscamente ante una casa de hermosa apariencia que se levantaba en la orilla derecha del Andalico, curso de agua que baña la parte meridional de Nueva Concepción.

El agente del gobierno, que durante el trayecto no había hablado una palabra, abrió la portezuela y saltó ágilmente al suelo diciendo a los dos marineros:

—Hemos llegado.

Dos hombres estaban parados delante de la casa, envueltos en sus ponchos, que les ocultaban casi completamente los rostros. Al ver al agente del gobierno, le saludaron con un «Buenas noches, caballero» y se echaron a un lado para dejarle paso.

—¿Es éste el Consulado? —preguntó el maestro.

—Sí; démonos prisa —respondió el señor Calderón.

—¿Qué hacen aquí estos hombres?

—Están aquí para mayor seguridad.

—¡Hum! —murmuró el marinero, moviendo la cabeza—. ¿Quién puede saber que nosotros hemos llegado? ¿Acaso los brasileños o los argentinos?

Siguió al agente del gobierno, que subía con gran premura la escalera y Cardoso quedó atrás.

Llegados al descansillo, encontraron otro hombre, éste armado, el cual los guió a un gabinete alumbrado por una sola bujía, cuya luz les impedía observar al primer golpe de vista todo lo que contenía, y particularmente las ventanas, que estaban tapadas con grandes cortinas.

—Siéntense y espérenme —dijo el agente del gobierno, señalando dos butacas a los marineros.

—¿Adónde va usted? —preguntó Diego.

—Voy a anunciar la llegada de ustedes. Entretanto pueden entretenerse en vaciar alguna de las botellas que hay en aquella mesa.

—No dejaremos de hacerlo.

El agente salió seguido del hombre que les había guiado.

—¡Por mil millones de diablos! —exclamó el maestro cuando quedó a solas con Cardoso—. ¡Cuánta precaución! Se diría que estamos en un país enemigo, en lugar de neutral.

—El cónsul tendrá sus motivos para obrar así —respondió Cardoso—. ¡Quién sabe las cosas que pueden haber ocurrido en el tiempo que nosotros estuvimos en poder de los patagones!

—¿Se habrán aliado los brasileños con los chilenos?

—Todo podría haber ocurrido.

En aquel momento oyeron un chirrido como de una puerta que se abriese.

—Adelante —dijo el maestro creyendo que alguien quería entrar.

Nadie respondió y a nadie se vio entrar. El maestro, creyendo que no le hubieran oído, avanzó hacia la puerta, pero en seguida retrocedió, pálido como un difunto y con los cabellos erizados.

—¿Qué pasa, marinero? —preguntó Cardoso asustado.

—¡Hay…, hay…, que la puerta ha sido cerrada! —exclamó el maestro con voz entrecortada.

—La haremos volver a abrir.

El maestro, que parecía presa de terrible agitación, arremetió contra la puerta chocando contra ella con tal empuje que hizo temblar la casa entera. La puerta ni siquiera retembló, tan gruesa era, y bien cerrada estaba; pero se oyó por la parte de afuera una voz que gritaba:

—¡Quietos o hago fuego!

—¡Por mil millones de rayos! ¡Abrid! —tronó el maestro.

—¡Abrid o saltaremos por las ventanas! —añadió Cardoso.

Una carcajada fue la respuesta. El maestro, con los ojos desorbitados, corrió a las ventanas, pero pronto retrocedió lanzando un verdadero rugido; las dos estaban defendidas con gruesos barrotes de hierro y cerradas herméticamente con sólidos tapaluces.

—¡Nos han hecho traición! —exclamó el marinero, con voz desgarradora.

Después, como si con aquellas palabras se hubiera agotado toda su extraordinaria energía, cayó como herido por el rayo sobre una butaca.

Cardoso, todavía atónito por el inesperado suceso, no se movió. En medio de aquel aposento, con la navaja en su crispada mano derecha, se preguntaba si se había vuelto loco o si era presa de espantosa pesadilla.

—¡Traicionados! ¡Traicionados! —exclamó por fin, estremeciéndose—. ¡Ay, Calderón, tengo que arrancarte las entrañas!

Iba a acercarse al maestro, que parecía que no iba a reponerse del tremendo golpe, cuando oyó descorrer un cerrojo y la puerta rechinar, como si fuese abierta.

—¡A mí, marinero! —exclamó—. ¡Los traidores llegan!

Al oír aquellas palabras, el maestro se puso en pie rápidamente, lanzando un grito de salvaje alegría. En la diestra apretaba la navaja, arma formidable en las manos del viejo marinero.

La puerta se había abierto y por ella entraban tres hombres, para mayor precaución, armados con revólveres de grueso calibre. Uno de ellos iba desarmado y parecía ejercer autoridad; acaso fuera el cónsul.

—¡Miserables! —tronó el maestro lanzándose contra ellos con el cuchillo alzado—. ¿Dónde estamos? ¡Hablen o los mato a los tres!

—En mi casa —respondió el hombre inerme, mientras los otros apuntaban con sus armas a ambos marineros.

—¿A quién pertenece esta casa?

—Al Consulado argentino —respondió el hombre, sonriendo y tranquilamente.

—¡Al Consulado argentino! —exclamaron a dúo Diego y Cardoso.

—Sí, ¡oh, señores!

—Pero ¿ustedes no saben que somos súbditos del Paraguay? —preguntó el maestro amenazando con los puños.

—Lo sé y por eso, en nombre de mi gobierno, les declaro prisioneros de guerra.

—¡Miserables! —tronó el maestro haciendo intento de lanzarse contra aquel hombre.

—Les advierto que si dan ustedes un paso más, Tos hago fusilar —respondió el agente argentino.

—Pero ¿qué se exige de nosotros? —preguntó Cardoso.

—La entrega de los millones destinados al Presidente de su nación.

—Pero eso es un despojo, indigno de una nación que se llama la República Argentina.

El agente se encogió de hombros.

—Todo es lícito en la guerra —dijo.

—Pero estamos en Chile, en territorio neutral —gritó el maestro.

—Reclamen ustedes al gobierno chileno, si pueden.

—¡Es usted un miserable!

—No me importan sus insultos.

—¿Dónde está el señor Calderón? —preguntó Cardoso.

—Creo que está almorzando.

—¿Luego es él quién nos ha hecho traición?

—No se necesita ser un adivino para sabedlo.

—Entonces, ¿quién es ese hombre?

—Un hábil agente del gobierno argentino que consiguió ganarse la confianza del Presidente del Paraguay.

—¡Oh! —exclamó el maestro—. ¡Mis sospechas no eran infundadas! ¡Y yo, estúpido, que le salvé en lugar de quemarle en la pradera! Pero ¡juro a Dios que no cesaré hasta que le haya clavado mi navaja en el corazón!

—Y yo también lo juro, Diego.

—Si le vuelven ustedes a ver —dijo el agente argentino con sonrisa irónica—. ¡Vamos, señores! Es necesario que se rindan y desembolsen los millones que llevan encima.

—¿Para después asesinarnos? —preguntó el maestro.

—Les doy a ustedes mi palabra de honor de que respetaremos su vida.

—Los bandidos como usted no tienen honor.

—Como usted quiera. Si entregan los millones saldrán de aquí sanos y salvos y los haré embarcar en un buque argentino que llegará al puerto mañana, con lo cual les impediré que reclamen ante el gobierno chileno. Les llevarán a ustedes a cualquier ciudad de nuestra República y cuando termine la guerra se les devolverá en unión de los demás prisioneros de guerra.

—¿Y si nos negamos?

—Seguirán aquí hasta que transijan.

—Pues entonces, tendrán ustedes que esperar un poco, porque ni Cardoso ni yo nos rendiremos.

—Yo creo lo contrario.

—¿Por qué?

—Porque el hambre les obligará a capitular.

El maestro se arrojó adelante, cuchillo en mano, pero el agente argentino y sus hombres que esperaban, sin duda, aquella agresión, con rápido movimiento se precipitaron fuera de la habitación cerrando violentamente la puerta.

—¡Les arrancaré el corazón! —rugió el maestro en el colmo del furor.

—Como usted quiera —respondió el agente, desde afuera.

—¡Ah, bandidos! —exclamó Cardoso.

—Los castigaremos a todos, hijo mío —dijo el maestro.

—Pero ¿de qué modo, si nos tienen encerrados?

—Nos escaparemos.

—¿Por dónde?

—No lo sé, pero nos escaparemos, yo te lo aseguro.

—Es necesario evadirse, sí, hay que salir de aquí a toda costa antes de que el hambre nos deje sin fuerzas.

—A la obra, hijo mía; Ahora estamos fuertes y no del todo desarmados.

—¿Qué debemos hacer?

—Ante todo barricar la puerta —dijo el maestro—. Hay que evitar que nos sorprendan en el apogeo de nuestro trabajo.

Por fortuna en la habitación había diversos muebles pasados, una especie de librería, dos grandes mesas, una pesada arca y diversas butacas y sillas. Los dos marineros, reuniendo sus fuerzas, amontonaron todos aquellos muebles contra la puerta, formando una barricada capaz de desafiar el choque más potente y dé oponer una larga resistencia a las balas de fusil y de revólver.

—Ahora —dijo el maestro cuando hubieron terminado—, estudiemos nuestra prisión.

—¡Oh, marinero! ¡Vamos a ser libres! —exclamó Cardoso.

—¿Te has vuelto loco, hijo mío?

—Mira aquí.

—¡Una chimenea!

—Acaso podamos salir por aquí. Busquemos, marinero.

Tomaron una bujía y se acercaron a la chimenea que ocupaba la pared de enfrente de la, puerta de entrada. Cardoso examinó el cañón y lo encontró bastante ancho para permitir él paso de un hombre de corpulencia ordinaria.

—Estamos salvados —dijo.

—¡Dios sea loado! —exclamó el maestro—. ¿Será muy alto el cañón?

—Tres metros apenas.

—No perdamos tiempo entonces.

—¿Pero el tejado será alto?

—La casa me parece más bien baja y además la rodea un canalillo lleno de agua.

—Es verdad, y en caso desesperado saltaremos al canalillo, que me parece bastante profundo.

—¿Subimos?

—Ayúdame y subiré yo.

El marinero asió a Cardoso por los pies y le empinó a lo alto. El valiente muchacho se agarró a unos resaltos que debían haber servido a los limpiachimeneas, y ayudándose con las rodillas, se puso a trepar con la ligereza de una ardilla. Al llegar a la salida se detuvo, encontrándose aprisionado en una especie de caperuza, provista de algunas aberturas bastante pequeñas.

—¿Qué hacemos? —preguntó el maestro.

—Es necesario derribar la caperuza.

—¿Tienes fuerza para hacerlo?

—Creo que sí.

Metió la mano por una de las aberturas y sacudió fuertemente los ladrillos. La caperuza, de ligera construcción, cayó encima de él.

—¡Uf! —exclamó Cardoso, aspirando con fruición el aire fresco de la noche—. Estamos salvados.

Se izó sobre el tejado y recorrió con la mirada los alrededores. Cerca de la casa había un árbol cuyo ramaje llegaba hasta el canalón del alero, favoreciendo el descenso.

—Sube, marinero —dijo, asomándose por el tubo de la chimenea—. Dentro de cinco minutos estaremos libres.

—Voy —respondió el maestro.

Empleando manos y pies trepó por el cañón de la chimenea y a los pocos segundos se reunía con Cardoso, que ya se había agarrado a una rama, dispuesto a dejarse caer a la calle.

—¿Ves a alguien? —preguntó el viejo lobo de mar.

—La calle está desierta —respondió el muchacho.

—¿No hay hombres junto a la puerta?

—No veo a nadie.

—Descansemos, y, sobre todo, no hagamos ruido alguno.

A horcajadas por las ramas, ganaron silenciosamente el tronco del árbol y se deslizaron hasta el suelo. Apenas el maestro se encontró libre, se irguió con un salto de fiera, exclamando con intraductible acento de odio:

—En marcha, hijo mío.

Doblaron a prisa la esquina de la casa y echaron a correr por la calle que tenían delante. Habían recorrido apenas cien metros cuando ambos quedaron parados a la vista de un hombre que avanzaba a paso lento, rozando el muro de la casa. Aunque la noche era oscura, los dos marineros le habían conocido.

—¡Calderón! —exclamó Cardoso.

—Es Dios quien nos lo envía —murmuró el maestro con voz lúgubre—. ¡El Destino nos debía esta revancha!

—Cuida de que no se nos escape, marinero.

—El traidor morirá.

—Ten cuidado, no vaya a llevar armas.

—Te repito que le mataré.

Empujó a Cardoso detrás de una esquina y se puso delante con la terrible navaja, empalmada, recogido sobre sí mismo como un tigre que va a lanzarse sobre su presa.

El agente del gobierno, que sin duda se dirigía a la casa del cónsul argentino, avanzaba sin desconfianza, con su calma acostumbrada y sumergido, al parecer, en profundas reflexiones. Ni siquiera había fijado su atención en aquellos hombres que, acaso, ni había visto.

—¡Ya está aquí! —murmuró el marinero cuando le tuvo cerca.

Dio un salto adelante y cayó con ímpetu irresistible encima del agente, agarrándole fuertemente por la garganta.

—¿Me conoces, traidor? —le rugió en el oído el marinero, mientras Cardoso se ponía detrás de él con la faca en la mano.

El agente del gobierno, al verse entre sus antiguos compañeros, a los que había vilmente traicionado, y a los que creía prisioneros en la casa del cónsul argentino, se puso pálido como un cadáver e intentó por un esfuerzo desesperado sustraerse a la presión que le asfixiaba.

—¿Me conoces, traidor? —repitió el maestro con acento terrible.

—Perdón —balbuceó el agente.

—¡Tómalo!

La afilada navaja del maestro se hundió hasta la empuñadura en el corazón del señor Calderón, el cual se desplomó al suelo como herido por el rayo.

—¡Que así concluyan todos los traidores! —dijo el maestro.

—Huyamos, Diego —aconsejó Cardoso.

—Sí, huyamos y procuremos embarcamos esta misma noche en cualquier barco.

Volvieron a emprender la carrera hacia el Oeste, y saliendo de la ciudad se encaminaron a la bahía, en la cual se veían varios buques fondeados. Iban a dirigirse a la oficina de Sanidad para informarse de si había en el puerto alguna nave del Paraguay, cuando divisaron un hombre a caballo que trotaba hacia la población.

Una exclamación se escapó a ambos fugitivos:

—¡Ramón!

El jinete, que ya les había dejado atrás unos cuantos pasos, volvió el caballo y en breves instantes estuvo junto a ellos.

—¡Diego! ¡Cardoso! —exclamó echando pie a tierra de un salto—. ¡Ah, por fin os encuentro!

—Amigo mío, llega usted en buena ocasión —dijo el maestro estrechando enérgicamente la mano del bravo gaucho.

—¿Ha llegado usted hoy?

—Hace dos horas, después de cinco días de galopar como un demonio, y ahora iba en demanda del Consulado.

—Es inútil que lo busque.

—¿Por qué?

—Porque vamos huyendo.

—¿Y el señor Calderón?

—Le hemos matado hace poco.

—¡Cómo!

—Era un traidor.

—Lo había sospechado. Vengan conmigo.

—Le seguimos.

El puerto estaba cerca. Diego corrió a la Sanidad y allí supo que en la bahía se encontraba un barco con bandera del Paraguay y que debía zarpar al ser de día.

Sin perder tiempo, alquilaron una embarcación, y dos horas después se encontraban en el camarote del capitán, al cual contaron sus extraordinarias peripecias.

A las cuatro de la mañana, con marea alta, el buque desplegaba sus velas, llevándose a los portadores del tesoro y a Ramón que no había querido abandonar a sus viejos y valerosos amigos.

CONCLUSIÓN

Siete días después, nuestros amigos, milagrosamente escapados a tantas y tan extrañas aventuras, y a las traiciones del infame Calderón, desembarcaban sanos y salvos en las costas de Bolivia, Estado neutral, que favorecía así la expansión y la influencia del Paraguay.

Después de algunos días de descanso, nuestros héroes se ponían en marcha para unirse al ejército del Paraguay que se decía estaba concentrado en las inmediaciones de Cerro León. El cruce por Bolivia, cuyas comunicaciones distan mucho de ser cómodas, requirió sus dos buenas semanas, pero, por fin, encontraron al general Solano López que se había atrincherado en Piribebuy donde había establecido la capital provisional en espera de reconquistar Asunción que se hallaba entonces en poder de los aliados.

Los millones fueron entregados escrupulosamente en manos del heroico general, que ya se encontraba con las cajas vacías, y que había perdido toda esperanza de poderlos recuperar después de haber sabido la noticia de la pérdida del «Pilcomayo», volado por su valeroso capitán.

Cardoso, Diego y hasta Ramón, que había eficazmente cooperado a la salvación del tesoro, fueron generosamente recompensados por el Presidente, que apreciaba a los valientes, nombrándolos sus ayudantes de campo. Su fortuna, empero, fue de breve duración, porque dos años más tarde, caído sobre el campo de Cerro Gordo el heroico Presidente, muerto en unión de su hijo de catorce años en el furor de la refriega, el ejército era disuelto por el nuevo Presidente, y los dos marineros eran mandados a bordo de la escuadra fluvial, mientras Ramón emigraba a Bolivia.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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