En las Fronteras del Far-West

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. LA GARGANTA DEL «FUNERAL»

—¡Nos espera una mala noche, muchachos! —dijo poco antes de ponerse el sol el coronel Devandel, a quien el Gobierno americano había mandado con gran premura al frente de cincuenta hombres apenas a perseguir a los cowboys en las montañas de Laramie—. ¡Mucha vigilancia o, de lo contrario, los indios aprovecharán la ocasión para atravesar la garganta del Funeral!

El bravo soldado, que había conquistado sus galones primero en la guerra contra Méjico y después peleando denodadamente en las fronteras del Far-West contra los indómitos pieles rojas, no se engañaba en sus predicciones.

Las altas cimas de las montañas que se extienden entre los confines meridionales del Wyoming y los septentrionales del Colorado habíanse cubierto de densas nubes, y el trueno no tardó en hacer oír su voz poderosa.

A los pocos instantes comenzó a caer sobre el campamento una lluvia torrencial, que obligó a los centinelas a replegarse más que de prisa hacia los furgones dispuestos en cruz de San Andrés para defender las tiendas de una sorpresa probable.

Sólo los soldados jóvenes, que hasta pocos días antes habían estado dedicados a recorrer praderas y que se hallaban, por tanto, habituados a afrontar las intemperies, se mantuvieron obstinadamente en la extremidad de una peligrosa vereda que conducía al llamado paso del Funeral.

Habíanse guarecido bajo el saliente de una roca, que en parte les protegía del furioso aguacero, y vigilaban con gran atención.

—¿No ves nada, Harris? —preguntó el más joven, un hermoso tipo, apenas de veinte años, moreno como un mestizo y de mirada fogosa como la serpiente.

—¡Nada, Jorge! —respondió el otro, que se parecía extraordinariamente a su interlocutor y que representaba tener algunos años más que él.

—Y, sin embargo, hermano, estoy seguro de que aquel indio que durante tres noches ha intentado pasar se aprovechará de este mal tiempo para llevar al Colorado algún mensaje importante de las tribus sublevadas.

—Y yo estoy también seguro de matarle si pretende pasar. ¡Mi rifle es muy certero! —respondió Harris—. ¡Qué se deje ver y tendrá su merecido!

Un relámpago intenso brillé en medio de las nubes que el viento lanzaba del Wyoming al Colorado, seguido de un espantoso trueno, que resonó largo tiempo entre los altos árboles que cubrían los flancos de las montañas del Laramie.

Los dos corredores, aunque inundados de la cabeza a los pies, dejaron las rocas que en parte les protegían, y se dirigieron a la entrada de la garganta del Funeral.

Un caballo completamente blanco, de soberbias crines y larguísima cola, montado por un indio adornado de plumas y que parecía estrechar algo contra su pecho, había aparecido a sólo cincuenta pasos de la garganta.

—¡Fuego, Harris!

—¡Fuego, Jorge!

Sonaron dos disparos, tan unidos que parecieron uno solo, alarmando a los centinelas, los cuales gritaron en seguida:

—¡A las armas!

El caballo, herido por las infalibles balas de los cazadores de las praderas, dio un salto inmenso, y después de haber salvado la distancia que le separaba de la garganta, cayó, lanzando un doloroso relincho.

El indio que lo montaba había sido lanzado a poca distancia, sin soltar el bulto que estrechaba contra su pecho.

Harris y Jorge se precipitaron sobre él cuchillo en mano, prontos a rematarle, según las leyes inexorables de las praderas, si hubiera tratado de oponer alguna resistencia, mientras acudían diez o doce centinelas provistos de linternas.

El indio, aturdido por la caída, había tratado de defenderse con el fusil, arma que en 1863 cambiaron los pieles rojas por su arco.

—¡Camaradas —dijo Harris a los que acudieron—, formad cerco alrededor de nosotros, y dejad que arreglemos cuentas con este indio mi hermano y yo ya que hemos sido nosotros sus vencedores!

Cogió una linterna y se acercó al indio.

Era un robusto joven de dieciséis a diecisiete años, de tez mucho más clara que la de sus congéneres, con negrísimos cabellos largos y ojos de color azul oscuro, como no se encuentran entre los pieles rojas.

—¡Buena presa! —dijo Harris—. ¡O mucho me engaño, o este indio es hijo de algún jefe cheyenne!

El joven indio lanzó al cazador una feroz mirada, diciéndole con tono de amenaza:

—¡Maldito rostro pálido!

En seguida trató de incorporarse, y miró ansiosamente hacia la entrada de la garganta.

Diríase que buscaba a alguien.

—¡Eh, Harris! —dijo un soldado—. ¡Me parece que el prisionero no estaba solo!

——¡Buscad por ahí! —añadió Jorge—, mientras nosotros conducimos este prisionero ante el coronel. ¿Está despierto todavía?

—Poco ha le oímos hablar en su tienda con el indian-agent, el bravo John Maxim —respondió otro soldado.

—¡Pues vamos! —dijo Harris—. Y vosotros, a registrar la garganta. ¡Me parece que este indio llevaba en los brazos un niño!

—Se cayó cuando el caballo; no se escapará, camarada —respondieron los centinelas, registrando por todas partes.

Los dos cazadores desarmaron al indio, que no opuso resistencia, lo que, por otra parte, hubiera sido inútil, y le condujeron al campamento, llevando a prevención en las manos los bowie-knife, o sea, unas largas cuerdas fuertes a toda prueba, y que forman parte del armamento de los voluntarios que combaten en las fronteras indias.

Entre los dos brazos de la cruz formada por los furgones se levantaba una alta tienda, un verdadero wigwam de construcción india, de forma cónica, reforzado por gran número de estacas para que pudiera resistir los vientos de las praderas, que tienen una violencia inaudita.

El interior estaba iluminado por una hoguera, alrededor de la cual discutían animadamente dos hombres, que debieron haber oído el ruido de los disparos.

Eran el coronel Devandel y su indian-agent o guía, John Maxim, verdadero tipo del aventurero.

—Coronel —dijo Harris, levantando una cortina de la tienda y mirando al interior—, al fin le hemos capturado.

El comandante del pequeño cuerpo de observación se levantó en seguida, mientras el indian-agent empuñaba un rifle.

El piel roja permanecía inmóvil, mirando al coronel fija y tenazmente.

—¿Quién eres? —preguntó el coronel, mientras los dos corredores se ponían en guardia para evitar la huida.

Pájaro de la Noche —respondió el indio con orgullo.

—¿Un cheyenne?

—Mi traje te lo dice, padre blanco. No es necesario que te lo explique.

—¿No sabes que estamos en guerra con tu nación y con los sioux y los arrapahoes, que se han coligado en nuestro perjuicio?

—Lo sé.

—¿Por qué tratabas de atravesar nuestro campamento?

—Porque debía llevar al jefe arrapahoe Mano Izquierda a su hija Minnehaha.

—¡Mientes! ¡Mano Izquierda no hubiera cometido semejante imprudencia!

—No lo sé. Yo le he obedecido porque soy un guerrero y no debo discutir.

—¿Y dónde está esa muchacha?

—Se me fue de los brazos, y cayó al fondo de la garganta del Funeral.

El coronel se volvió hacia el indian-agent.

—¿Qué crees tú, John?

—Estoy convencido, mi coronel, de que este joven no es un indio de pura sangre, sino un mestizo, nacido de cualquier prisionera blanca y de cualquier sioux, más bien que de un cheyenne. ¿No veis que tiene la tez más clara, los ojos casi azules, la melena menos crespa y la frente más alta? Además, mirad en su cuello la piedrecita azul del Arca del Primer Hombre, que sólo llevan los sioux. Este bribón trata de engañarnos.

El coronel no respondió. Se había acercado al prisionero, que permanecía impasible y le miraba con extremada ansiedad.

—¡Dios mío! —le oyeron murmurar el indian-agent y los dos cazadores de las praderas.

—¿Qué os pasa, mi coronel? —le preguntó John Maxim al verle tan alterado.

—¿Le crees un mestizo? —preguntó el coronel, haciendo un esfuerzo supremo y pasándose la mano derecha por la frente, como para alejar algún penoso recuerdo.

—¡Apostaría mi rifle contra un cuchillo y dos collares! —respondió el gigante Maxim.

—¿Y le crees un sioux?

—El amuleto que lleva al cuello lo dice. Ni los arrapahoes ni los cheyennes los llevan.

—Entonces es preciso que hable.

—¡Hum! ¡Estos pieles rojas son mudos como muertos!

El joven guerrero lo oía todo sin manifestar ansiedad alguna. Solamente dio un tirón de rabia a la piedra azul que llevaba al cuello, y que le había hecho traición.

El coronel dio dos o tres vueltas alrededor de la tienda como si quisiera serenarse de su emoción, y en seguida se acercó al prisionero, agarrándole por las muñecas y sacudiéndole brutalmente.

—¿Eres un siuox o un cheyenne? —le preguntó.

—Soy un guerrero indio que hace la guerra contra los rostros pálidos, y nada más —respondió el joven.

—¡Quiero saberlo!

Pájaro de la Noche se encogió de hombros, pareciendo prestar más atención al ruido de la lluvia que a lo que decía el coronel.

—¡Tú has debido de tener un padre!

Otro leve encogimiento de hombros, que exasperó a todos, y más que a nadie al indian-agent, por ser más profundo conocedor de los pieles rojas.

—¡Habla, desgraciado! —gritó el coronel—. ¿Quién era tu padre?

—No lo sé —respondió el joven guerrero.

—¿Era blanco o indio?

—No le he conocido.

—Y tu madre, ¿era una esclava blanca, o una squaw, sioux o arrapahoe?

—No la he visto nunca.

—¡Imposible! —gritó el coronel.

Pájaro de la Noche no tiene la lengua doble —respondió el piel roja.

—Dime al menos si eres un cheyenne o un sioux.

—Puedo ser lo uno y lo otro. Además, ¿qué puede importarle al rostro pálido? He sido preso y sé cuáles son las leyes de la guerra: matadme, y se acabó. ¡El Gran Espíritu me acogerá en sus praderas eternamente verdes!

—¡Eres un valiente! —le dijo el coronel, cuya voz temblaba, conmovida—. ¿Qué sangre tienes en las venas?

—La de dos razas —respondió el joven—. Ahora cumpla el hombre pálido su deber, ya que me ha capturado.

—¿Y la hija de Mano Izquierda, el jefe de los arrapahoes?

—Habrá muerto. El huracán se desencadenaba, y mi caballo no podía soportar la luz de los relámpagos. Iba a ganar la extremidad de la garganta del Funeral, cuando el caballo dio un salto tan espantoso, que la pequeña Minnehaha se me escapó de los brazos. Si los coyotes no han devorado su cadáver, lo encontraréis entre las rocas.

—¿Tienes algo más que decir?

—No, rostro pálido.

—¿Y te figuras que he creído todo eso que has contado? No; tú ibas al campo de los arrapahoes para llevar alguna orden.

El indio permaneció impasible.

Se abrió la puerta de la tienda, y un soldado se adelantó, diciendo:

—¡Hela aquí, coronel! ¡Al fin la hemos encontrado! Cuatro minutos después, y se escapa por la garganta del Funeral.

El soldado llevaba de la mano una muchacha india, de unos doce años de edad, piel bastante oscura y facciones regulares, que denotaban una astucia precoz, especialmente juzgando por la mirada de sus ojos negros.

No debía ser hija de un guerrero cualquiera, porque llevaba un pintoresco traje primorosamente tejido con plumas y algodón, brazaletes de oro y un círculo del mismo metal en la cabeza.

Pájaro de la Noche no pudo contener un gesto de mal humor al verla aparecer en la tienda, gesto que no pasó inadvertido por John Maxim, el guía del pequeño cuerpo de observación.

Los pieles rojas cambiaron entre sí una mirada que quería decir algo, y en seguida la muchacha, separándose del soldado, se dirigió hacia el coronel, mirándole con ojos de desafío.

—¿El jefe? —preguntó tras un breve silencio.

—Sí —respondió el coronel.

—¿Qué vas a hacer con mi amigo Pájaro de la Noche?

—Dentro de una hora habrá muerto.

La joven volvió a mirar con ansiedad extremada al prisionero.

Pájaro de la Noche permaneció impasible.

—¿Es verdad que eres la hija del jefe Mano Izquierda? —preguntó el coronel a la india.

—Sí —respondió Minnehaha.

—¿Y dónde está la orden que tu padre espera?

—No lo sé.

—¿Es sioux o arrapahoes Pájaro de la Noche?

—No lo sé; es un guerrero.

—Coronel —dijo el indian-agent—, la asaríamos a fuego lento y no diría una palabra. ¡Estamos perdiendo el tiempo! ¡No sabremos nada!

—Pues cualquier motivo imperioso habrá obligado a estos indios a forzar el paso del Funeral —dijo el coronel, sin apartar los ojos de Pájaro de la Noche.

—De seguro, señor Devandel. Y ahora lo que debemos hacer es fusilar al indio antes que se fugue, y retener con nosotros a la muchacha.

No obstante haber ordenado ya un gran número de ejecuciones, el coronel miró con espanto al guía.

—¡Fusilarle! —exclamó con voz sorda—. ¿Y si te dijera que vacilo?

—¿Os interesa ese joven?

—No lo sé; pero siento una extraña emoción inexplicable.

—No tenéis derecho a perdonarle.

—Lo sé; nuestra guerra es de exterminio.

—¿Quiere usted que yo ordene la ejecución?

—¡Sí, sí! ¡No quiero presenciar la muerte de este joven! —añadió el coronel con espanto.

—Todo habrá concluido dentro de un minuto —dijo el indian-agent, haciendo señas a los dos cazadores de las praderas para que se apoderaran del indio.

Pájaro de la Noche fue sacado de la tienda con los brazos atados a la espalda.

La muchacha le siguió, mientras el coronel, presa de una inexplicable angustia que le oprimía el corazón, se dejó caer sobre la silla de un caballo, apoyando la cabeza entre las manos.

Un viento frío retumbaba a través de la garganta del Funeral.

Los cincuenta hombres que formaban la expedición habían acudido todos a presenciar el fusilamiento.

John Maxim hizo conducir al condenado hasta la entrada de la garganta y le ató sólidamente a una roca que parecía el tronco de un árbol petrificado.

—¿Tienes alguna otra cosa que decir? —le preguntó.

Pájaro de la Noche sonrió con desprecio, y concentró toda su atención en Minnehaha, que a diez pasos de él conservaba una calma espantosa.

Seis soldados se colocaron ante el guerrero apuntándole con sus fusiles.

—¡Concluyamos cuanto antes! —dijo el guía—. ¡Fuera de aquí la muchacha!

Harris, el cazador de las praderas, cogió a Minnehaha y se alejó con ella. En aquel mismo instante sonó una descarga de seis detonaciones, y después una aislada: era el golpe de gracia.

El joven guerrero cayó de un modo fulminante, sin que hubiese tenido tiempo de lanzar un grito.

—¡Al campamento! —ordenó Maxim.

Iban ya a retornar al campamento, cuando un relincho agudo resonó en la garganta y el magnífico caballo que el guerrero montaba emergió de las sombras, mostrándose a los rayos de la luna.

—¡Diablo! —exclamó Harris—. ¡No había muerto todavía!

El hermoso animal mantúvose de pie algunos instante, y al fin cayó al suelo, lanzando un último y más agudo relincho.

CAPÍTULO II. EL GRAN CABALLO BLANCO

Señor Devandel —dijo el guía, después de haber hecho sentarse junto al fuego a Minnehaha—, Pájaro de la Noche ha muerto, y fuera sioux, cheyenne o arrapahoe, ya hay uno menos a quien combatir.

—¡Muerto! —dijo en seguida el coronel.

—Y como un valiente. Estos indios, aunque tienen la piel roja, llevan buena sangre en las venas.

—¿Y te imaginas que estoy contento?

—¡Qué diablo! ¡Hemos fusilado ya a tantos!

—Sí, pero a ése yo le hubiera perdonado.

—¿Por qué, coronel?

—No lo sé; pero la mirada de aquel joven me ha causado un efecto que no puedo explicar. ¡Se diría que he cometido un asesinato!

—Pues sólo habéis hecho aplicar la ley de las praderas. Además, os han dado orden de no hacer prisioneros. Se fugan.

—Lo sé. ¡Oh; qué horrible es esta guerra!

—Señor Devandel, ¿habéis oído el relincho que lanzó el caballo de Pájaro de la Noche al morir éste?

—Sí, después de la descarga he oído dos relinchos en vez de uno. ¿Estaba todavía vivo el caballo del indio?

—Sí; y es una verdadera lástima que haya muerto, porque no he visto un animal tan hermoso ni tan blanco.

—¿Blanco has dicho, John?

—Sí, coronel.

—¿De mayor tamaño que los ordinarios?

—Casi el doble. Soy capaz de asegurar que no hay en todas las praderas otro que se le iguale.

El coronel retrocedió dos pasos, diciendo:

—Pero ¿qué cosas suceden esta noche? ¿Qué desventuras son las que me aguardan? ¡Hace veinte años que las espero!…

—Mi coronel —dijo el indian-agent, absorto ante el abatimiento de su jefe, tan valiente siempre—, ¿qué os sucede?

—Si es Red, no tardará en tomar el desquite a la cabeza de los sioux.

—¿Y de quién es Red?

—De Jalta.

—Pues quedo tan enterado como antes.

—Tú entonces estabas lejos de aquí. Combatías en la Sonora con Kearney. ¡Llévame a ver ese caballo! ¡Es preciso que yo lo vea!

El indian-agent dirigió al coronel una mirada compasiva, ató a la india a un palo de la tienda, y luego, cogiendo una linterna, dijo:

—Vamos, señor Devandel. Los centinelas han vuelto a sus sitios, y no hay que temer una sorpresa, al menos por ahora.

Al acercarse los dos hombres, tres o cuatro aves de rapiña que estaban al acecho, dispuestas a hacer presa en el cadáver, echaron a volar.

El coronel se detuvo ante el indio, haciendo un gesto de horror.

—¡Ah, la guerra!… —murmuró—. ¡Y yo le he matado, a pesar de que tenía sangre blanca en las venas! ¿Quién será su padre? ¿Quién su madre? ¡Dios mío, qué recuerdo!

—Coronel —dijo el guía cogiéndole suavemente por la casaca—, ¿qué os pasa esta noche? ¡Nunca os he visto tan agitado! Aquí está el caballo que montaba Pájaro de la Noche.

El coronel se precipitó sobre el cadáver del soberbio animal.

Un grito de espanto se escapó de sus labios.

—¡Red! ¡Mi Red! ¡Oh; le conozco todavía, después de veinte años!

—¡Un caballo venerable! —dijo John con algo de ironía.

—¿Has visto alguna vez otro igual?

—Nunca, coronel.

—¡Era el caballo de la leyenda india! ¿Cómo ha venido a morir aquí, al lado mío? ¿Quién se lo dio al indio? ¡Ah, John; aquí se esconde un terrible misterio!

—¿Cuál?

—¡Y yo que he dejado a mis hijos lejos, en mi hacienda!

—Porque están lejos los creo seguros, coronel.

—¡El odio de aquella mujer la llevará hasta allí, sobre todo ahora que están sublevadas las tres grandes tribus! —dijo el coronel con profunda emoción.

Sucedió un breve silencio, interrumpido sólo por el lúgubre grito de un coyote, el pequeño e inofensivo lobo de las praderas.

—¡Veamos, coronel! —dijo el guía, que comenzaba a preocuparse—. ¿Estáis seguro de que sea éste el gran caballo blanco? ¿No podéis engañaros?

—¡No! ¿No ves sus formas y su gigantesca estatura?

—Eso es verdad, señor Devandel; pero ¿podréis decirme qué relación hay entre este caballo, una mujer de nombre indio y vuestros hijos? Hace seis años que guerreamos juntos, y nunca me habéis hablado de esa misteriosa historia.

El coronel permaneció algunos instantes en silencio, mirando unas veces al caballo y otras al indio. Después, agarrando fuertemente por un brazo a John, le dijo:

—¡Ven; es preciso que te lo explique todo! ¡Así, tal vez me quedaré más tranquilo!

Atravesaron la explanada, ocupada por los furgones, y volvieron a la tienda.

John atizó el fuego, dirigió una mirada a la india, que parecía adormecida, destapó luego una botella de gin y ofreció un vaso al coronel, destinando para sí otro.

—Esto os dará valor, mi coronel, y disipará vuestras ideas.

Se sentaron uno frente a otro en sendas sillas de caballos, con la botella en medio.

El coronel cogió un vaso y lo apuró ávidamente.

—La historia que voy a contarte —dijo— se remonta a hace veinte años. Al igual que otros muchos aventureros, yo había comenzado mi carrera como corredor o cazador de las praderas. El indio respetaba todavía al hombre blanco, al cual necesitaba para proveerse de armas, licores y vestidos, y no se corrían grandes riesgos con aventurarse hasta las inmensas soledades del Far-West. Es verdad que de vez en cuando no volvían algunos expedicionarios, que dejaban su cabellera como sangriento trofeo entre las manos de los crueles indios. Ya era yo un famoso tirador y había contraído muchas relaciones en distintas tribus, cuando un día caí en las manos de un numeroso grupo de sioux.

—¡Los más terribles demonios de las praderas! —dijo el indian-agent, encendiendo una pipa monumental.

—¿Conoces la leyenda del gran caballo blanco?

—Sé que todos los cazadores de caballos del Far-West, así como las tribus indias, pretenden haber visto entre los demás caballos salvajes uno blanco, maravilloso, con las crines, la cola y los cuatro cascos blancos también como la nieve. Muchas noches, alrededor del fuego, he oído a los navajoes, los arrapahoes y los cheyennes hablar con misterio de ese extraño animal, que decían se presentaba unas veces en un territorio y otras en otro, desafiando a los más hábiles cazadores.

—¿Y has dado crédito a esas narraciones?

—¡Psché! ¡Se oyen tantas historias en las praderas cuando el sueño huye de los ojos!…

—Pues bien; como has visto, el famoso caballo blanco ha existido.

John Maxim movió la cabeza con algo de duda y añadió:

—¡Continuad, coronel!

—Como te he dicho, me creía irremisiblemente perdido, cuando, después de varios días de prisión y de amenazas, Moha-ti-Assah, el jefe de la tribu, fue a visitarme y me dijo: «El gran caballo blanco, a quien ningún indio ha podido cazar, se ha dejado ver en estas praderas. Si eres capaz de apoderarte de él, te daré, no sólo la vida, sino también la mano de mi hija Jalta, a quien todo el mundo considera como la más preciosa muchacha del Far-West. He dicho; piénsalo. Si rehúsas, dentro de tres días te llevaremos al palo de los tormentos, y tu cabellera rubia servirá de adorno de mi escudo».

—¡Buena perspectiva! —dijo bromeando John.

—Como puedes imaginarte, acepté por salvar la vida, y no porque me halagara ser esposo de una piel roja. Contaba con la casualidad para poder escaparme y buscar hospitalidad en cualquier tribu más hospitalaria.

»Al día siguiente me puse en marcha a través de la inmensa pradera, en busca del caballo que debía salvarme la vida.

»Los indios me vigilaban a cierta distancia, para impedir que engañara a su jefe.

»Llevaba ya algunas semanas buscando las huellas del salvaje animal, cuando un día, al amanecer, me encontré de pronto ante un tropel de caballos salvajes, en medio de los cuales se distinguía uno por su blancura inmaculada, y que brillaba al sol como si su piel fuera de raso.

»La leyenda se había trocado en realidad; el grande y misterioso caballo existía y estaba delante de mí.

»No atreviéndome a acometer solo la empresa de capturarle, retrocedí en busca de ayuda; pero cuando volví con varios indios, el caballo había desaparecido.

»Seguí en campaña resuelto a apresar al bruto en la primera ocasión que encontrara.

»Transcurrieron otros varios días, y ya comenzaba a desesperar cuando una tarde, en el momento en que el sol estaba para ocultarse, volví a encontrarme ante el maravilloso caballo, que entonces se hallaba entre otros seis, todos negros.

»Al verme, todos huyeron antes de que hubiera podido arrojar el lazo; pero a poco el caballo pasó ante mí, y se encabritó delante de un árbol, como si algo le hubiera asustado.

»Corrí hasta él, y me encontré delante de un espectáculo que no se me olvidará jamás. El rey de los caballos salvajes, el legendario cuadrúpedo de los indios, se encontraba a pocos pasos de mí, inmóvil y como fascinado por una monstruosa serpiente.

»Mi primer pensamiento fue matar a tiros al reptil; pero me asaltó el temor de herir también al caballo.

»Entonces empeñé una lucha desesperada con la serpiente, valiéndome de mi bowie-knife para atacarla.

»El caballo no trataba de huir, al contrario; mientras yo luchaba con el monstruo, se acercó en dos ocasiones a lamerme las manos.

»Cuando vio muerta a la serpiente, su primer movimiento fue como de huida; pero al punto lanzó relinchos de alegría y se acercó, bajando ante mí su hermosa y fina cabeza. Todo su instinto salvaje desapareció ante otro sentimiento más poderoso: la gratitud.

»Durante algunos minutos, el animal parecía invitarme a seguirle; cogí sus encrespadas crines, le monté, y partió con una velocidad espantosa.

»Mi entrada en el campamento de los sioux fue triunfal. El caballo blanco, domado repentinamente, galopó entre la doble fila de indios, sin manifestar resabio alguno.

»Moha-ti-Assah, el gran sakem de la tribu, se colocó ante mí diciendo:

»—Manitú te ha protegido, y en adelante tu vida será sagrada para nosotros. Eres mi hijo, porque yo había jurado solemnemente ante el «Arca del primer hombre» que sólo concedería la mano de mi hija al que capturara al gran caballo blanco. Tuya es Jalta: tómala.

—¿Y os casó con alguna india horrorosa? —interrumpió John, sonriendo.

—Jalta era una joven hermosísima —contestó el coronel—. Nunca había visto yo en ninguna tribu una criatura tan espléndida. Desgraciadamente, era ella roja y yo blanco, y el odio de razas no debía tardar en manifestarse entre nosotros. Por otra parte, yo no había pensado en desposarme seriamente con una india, feroz como todas las de su raza, que combatía siempre en primera fila, y que con los prisioneros hacía gala de una crueldad inaudita. Un día noté que me pesaba mucho la cadena, y sentí horror de verme unido a una enemiga de nuestra raza. Decidí fugarme lo antes posible, y aprovechando una noche tempestuosa, monté en el caballo blanco y me alejé del campamento, jurando no volver más. Transcurrieron los años. La guerra de Méjico me dio una fortuna que en vano había buscado en las praderas; casé con una mejicana de La Sonora, y fundé la hacienda de San Felipe, que ya conoces.

—Y que es una de las más hermosas del Utah —agregó John—. ¿Y qué fue de Jalta?

—Comenzaba ya a olvidarla, dedicándome a la educación de mis hijos Jorge y Mary, por haber muerto su madre, cuando un día mis facenderos encontraron en la empalizada que rodeaba mi casa un trozo de flecha con la punta bañada en sangre y envuelto en una piel de serpiente.

—Señal de venganza india —dijo John—. ¿Os había encontrado al fin la terrible india?

—Indudablemente. Desde aquel día no tuve un momento de paz, y temía siempre por la vida de mis hijos. Tres veces los indios, venidos no sé de donde, intentaron incendiar mi hacienda, y otras dos veces han disparado contra mí mientras cazaba en las praderas. Había decidido ya vender la hacienda y retirarme a La Sonora, donde mi pobre mujer poseía algunos bienes, cuando estalló la guerra entre la raza blanca y los pieles rojas. El Gobierno, sorprendido, llamó a las armas a todos sus viejos soldados del Far-West, los más hábiles para combatir con los indios, y me envió a este puesto de observación, que es uno de los más importantes; porque cierra el camino a los sioux.

—O, mejor dicho, a los guerreros de Jalta —dijo John, que parecía cada vez más preocupado—. Pero ¿y el caballo blanco, cómo no os lo llevasteis?

—Porque me lo robó una de esas bandas de indios que no se sabe de dónde salen, y que, sin duda, obedecían a Jalta.

—¿Y ahora volvéis a encontrarle aquí? ¡Es extraño!

—Al principio, Jalta trató inútilmente de atraérselo; pero en los últimos tiempos que yo permanecí entre los sioux el caballo blanco obedecía con mejor voluntad a ella que a mí.

—¿Y no tuvisteis ningún hijo de esa mujer?

El coronel miró con espanto al indian-agent y luego dijo:

—No lo sé; dejé la tribu tres meses después de mi matrimonio.

John Maxim añadió, después de atizar el fuego y volver a cargar la pipa:

—Aquí hay un misterio que debemos aclarar, señor Devandel. Casi, casi me arrepiento ya de haber fusilado a ese joven indio, que al fin hubiera acabado por declarar algo. ¡Es verdad que nos queda la muchacha!

—¿Qué quieres hacer, John? —exclamó el coronel con tono de reconvención—. Es verdad que los pieles rojas atormentan ferozmente a los niños blancos que caen en su poder; pero nosotros no somos salvajes.

—Yo creo, señor coronel, que esta india sabe muchas cosas. ¡Oh, declarará!

Iba ya a acercarse a Minnehaha, que parecía dormir profundamente, aunque sus ojos se movían de rato en rato, cuando se oyeron fuera dos disparos de fusil, seguidos de gritos de:

—¡A las armas!… ¡Los indios!…

En un instante, el coronel y el guía se precipitaron fuera de la tienda y se lanzaron hacia la garganta del Funeral, donde se veían agitarse muchas sombras humanas.

—¡A su puesto cada uno! —gritó Devandel.

—Coronel —dijo un sargento—, parece que se trata de una falsa alarma, porque nadie ha oído el grito de guerra de los sioux.

—¿Quién vigila en la garganta? —preguntó el indian-agent.

—Harris y Jorge.

—¿Los dos cazadores? ¡Son demasiado inteligentes para engañarse! —dijo el coronel apretando el paso.

Atravesaron velozmente la explanada y fueron en busca de los dos centinelas avanzados, mientras los otros se dispersaban en varias direcciones para evitar cualquier sorpresa.

—¿Qué ocurre, Harris? —preguntó el coronel armando el rifle.

—¡Ah, señor coronel; esta noche suceden aquí cosas muy extrañas! Los sioux no deben de estar lejos, porque un nuevo indio ha venido a caer junto al caballo blanco.

—¿Otro indio?

—Sí, coronel —respondió Jorge—; el hermano del corredor.

—¿Le habéis matado?

—¡No se pasa bajo nuestros rifles sin caer! —dijo Harris—. ¡Sería demasiado triste que un cazador errase el tiro! ¡Jorge!

—¡Hermano!

—¿Y Pájaro de la Noche?

—No le veo.

—Se lo han llevado delante de nuestras narices sin que lo notemos.

—¡Imposible! —exclamó el coronel, impresionado.

—¡Mirad, señor Devandel! —dijo Harris—. ¡El fusilado no se encuentra en la roca donde le dejamos!

—¡Maldita noche! —gritó el indian-agent—. ¿Dónde esta el indio a quien habéis matado?

—Ahí, al lado del caballo blanco.

El coronel gritó:

—¡Alerta, que los sioux están cerca!

Después tomó la linterna que tenía en la mano el guía, y se inclinó sobre el caballo.

Un indio completamente desnudo, de mediana edad y con el cuerpo untado de aceite de semilla de girasoles y grasa de oso, para escurrirse entre los adversarios, yacía junto al animal, teniendo una mano escondida bajo la gualdrapa que servía de silla.

Antes que el coronel pronunciara una palabra, el indian-agent se lanzó sobre el cadáver y agarró aquella mano.

—¡Ah! —exclamó súbitamente—. ¡He aquí lo que esa víbora trataba de hacer desaparecer, y que nosotros no habíamos pensado en buscar! ¡Aquí encontraremos la clavo del secreto!

Abrió la mano derecha del muerto, y sacó una carta de entre sus dedos crispados.

Apenas había lanzado un grito de triunfo, cuando en el fondo de la garganta del Funeral, oscurecido por la niebla, se oyeron agudos y estridentes silbidos.

—¡Los ikkiskotas! —exclamaron, aterrorizados, los voluntarios de la frontera.

CAPÍTULO III. EL ATAQUE DE LOS «SIOUX»

En tanto que los valerosos voluntarios, repuestos de la primera emoción, ocupaban la desembocadura de la garganta, defendida por enormes rocas, el coronel y el indian-agent corrieron a la tienda. Ambos eran presa de vivísima ansiedad.

Cuando entraron, la pequeña india dormía o fingía dormir.

—¡Dame la carta, John! —dijo el coronel, atacado de un temblor convulsivo, como si temiera una inminente desgracia.

—Aquí está, señor Devandel —respondió el gigante—. No sé por qué, creo que ha de contener noticias muy graves.

El coronel cogió la carta, que estaba manchada de grasa, y la leyó ávidamente.

Un grito terrible se escapó de su pecho. Y fue tal su emoción, que se vio obligado, él, el hombre de guerra habituado a todos los peligros, a apoyarse en un palo de la tienda.

—¡Señor Devandel! —exclamó el guía, espantado—. ¿Qué os pasa?

—¡Te lo había dicho! —dijo el coronel, lanzando un sollozo—. ¡Mis hijos!… ¡Mis hijos!…

—¿Asesinados? —preguntó el gigante, poniéndose pálido.

—¡Todavía no; pero esta carta daba la orden a Mano Izquierda, el gran jefe de los arrapahoes, y a Caldera Negra, el otro sakem, de destruir mi hacienda y asesinar a mis hijos antes de unirse a los cheyennes!

—¿Y quién la firma?

—¡Jalta! ¡Ah! ¡Pobres hijos míos!

El indian-agent se asomó a la tienda para ver si se oía al ikkiskota, y convencido del silencio que reinaba, llenó una copa de gin y se la ofreció al coronel, que parecía anonadado, diciéndole:

—Bebed, ante todo, señor Devandel; ya que los sioux nos dan un poco de tregua, discurramos.

—¿Y si ha pasado otro correo? —preguntó el coronel.

—Le hubiéramos visto.

—Puede haber tomado otro camino más largo, aunque más seguro. Tú sabes lo que corren estos indios cuando montan sus ligeros caballos.

—Eso es verdad, señor Devandel —dijo el indian-agent, algo preocupado.

—¡Mis hijos! —seguía diciendo el coronel—. ¡Ay de ellos si caen en manos de Jalta!

—Vos no podéis abandonar este puesto, que os ha sido confiado por el Gobierno. Eso sería abrir el camino a las hordas sioux.

—Yo no lo abandonaré —respondió Devandel—. ¡Pero es que no debo tampoco abandonar a mis hijos ante el peligro que les amenaza! —añadió, limpiando el frío sudor que inundaba su frente.

—Tenéis razón.

—¿Y qué me aconsejas?

—Que me mandéis a mí con algunos soldados a la hacienda de San Felipe para poner a salvo a vuestros hijos antes que Mano Izquierda pueda cumplir las órdenes de Jalta.

—¿Y serías capaz de hacer eso? ¿No sabes que todas las praderas están en poder de los insurrectos?

—Procuraré evitar su encuentro, coronel. Además, está pronto a pasar el correo de Kampa, que lleva buena escolta. Así iremos muchos reunidos, al menos hasta la orilla del Salado.

—¿Quiénes quieres que te acompañen?

—Harris y Jorge, los dos cazadores. Son valientes y leales y conocen a fondo todas las astucias de los pieles rojas. Además, poseen caballos tan ligeros como el mío.

—¿Aceptarán?

—Yendo conmigo, en seguida.

Peligrará en la empresa vuestra cabellera.

—¡Sabremos defenderla! ¡Coronel, no perdamos tiempo!

—¿Y esta muchacha?

—La llevaré conmigo. Si es la hija de cualquier jefe, aunque no sea de Mano Izquierda, me será muy útil como rehén, pues los pieles rojas no dejarán matar a una hija suya por cumplir ciertas condiciones. Voy a llamar a los cazadores para que ensillen sus caballos.

El gigante tomó una silla monumental, su rifle y un par de pistolas, que colocó al lado del bowie-knife y en seguida salió corriendo en tanto que el coronel despertaba a la india, diciéndole:

—¡Prepárate a marchar!

—¿Adónde?

Te hago conducir al lado de Mano Izquierda.

—¡Si Pájaro de la Noche ha muerto!

—Otros se encargarán de conducirte al lado de los arrapahoes.

—¿Indios?

—Blancos.

—¿Tú?

—No, pequeña; yo debo quedarme en la frontera de los sioux.

—Porque tú eres el jefe encargado de impedirles el paso; ¿no es eso?

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó el coronel.

—Pájaro de la Noche.

—¿Me tienen miedo los sioux?

—Querrían que estuvieras muy lejos.

En aquel momento se oyó fuera el andar de algunos caballos y la voz del indian-agent, que decía:

—Señor Devandel, estamos dispuestos a partir.

El coronel salió de la tienda.

John y los cazadores estaban ya allí, armados hasta los dientes.

—Vuestras últimas instrucciones —dijo el indian-agent—. ¡Pronto, porque parece que los sioux se disponen a forzar el paso! ¡La noche va a ser mala para todos!

—¡Salva a mis hijos, y nada más! —respondió el coronel—. ¡Si no puedes defender la factoría, dejársela a los indios, y vuelve pronto!

—Si no nos sorprende la muerte, aquí volveremos; ¿verdad, amigos? —dijo John, conmovido.

—¡Cuente usted con nosotros, coronel! —respondieron los dos hermanos.

—¡Gracias, amigos! ¡Qué Dios os proteja!

—¡Ah! ¿Y la india? —preguntó John.

—Te la envío ahora mismo.

El coronel dirigió a los tres un saludo de despedida, y entró en la tienda.

No había dado aún un paso, cuando sintió que le asaltaban por la espalda y que la hoja de un cuchillo penetraba en su cuerpo.

El dolor fue tan intenso, que cayó al suelo sin pronunciar una sola palabra.

Minnehaha, la pequeña india, le había atacado con la feroz astucia de un jaguar y le había hundido en las carnes un machete mejicano que había cogido poco antes de entre las armas que había en la tienda, murmurando:

—¡Ya tienen el paso abierto los sioux!

En seguida, dando un salto de pantera, se lanzó fuera y dijo:

—¿Dónde debo montar?

—A mi lado —dijo el indian-agent tomándola por un brazo como una pluma.

En aquel momento retumbó una descarga en la garganta.

—¡Aprisa, amigos! —gritó John—. ¡Coronel, buena suerte con esas víboras!

Sin aguardar más, los tres jinetes, ante el temor de verse asaltados por los indios, lanzaron sus caballos a todo galope, mientras en la sombría garganta se sucedían las descargas a las descargas, repercutiendo lúgubremente en las rocas, que caían a plomo sobre el campamento americano.

Gritos terribles se oían a cortos intervalos: antes de forzar el paso, los sioux lanzaban su intraducible grito de guerra.

John, que conocía palmo a palmo todos los territorios de la Unión, pues los había recorrido durante muchos años sirviendo de intermediario entre los indios y los traficantes de las praderas, se lanzó por aquel peligroso camino, gritando a sus compañeros:

—¡Dejad las bridas! ¡Los caballos se guiarán! ¡Por ahora no penséis en el coronel! ¡Él se basta para entendérselas con los indios! ¡Pequeña, agárrate bien, si no quieres romperte el cráneo! ¡Así! ¡Ahora, al galope!

Maxim montaba un caballo de gran alzada, de ojos ardientes y larga crin, acostumbrado a llevar sobre los lomos un hombre de dos quintales de peso.

Ya habían recorrido trescientos o cuatrocientos pasos, saltando las rocas que cubrían el fondo del cañón, cuando, entre los disparos que no cesaban de sonar a lo lejos, los tres voluntarios de la frontera oyeron con profundo estupor voces que gritaban incesantemente:

—¡Coronel! ¡Coronel!

John Maxim detuvo por un momento a su caballo, mientras una cruel sonrisa apuntaba en los labios de la terrible niña.

—¿Has oído, Harris? —preguntó con voz alterada.

—¡Sí, John!

—¿Y tú, Jorge?

—Los voluntarios llaman al coronel. ¿No es cierto?

—Certísimo —respondieron los dos hermanos.

—¿Le habrá sucedido alguna desgracia?

—¡Imposible! —dijo Harris—. Está entre sus hombres, y los indios no pueden entrar en el campamento por sorpresa. Fíjate: ya no se oyen más que las descargas.

El indian-agent no estaba muy convencido. Además, el viento que silbaba en las montañas impedía oír en aquellos momentos cualquier grito de auxilio que hubieran podido lanzar a alguna distancia.

Los sioux, reunidos, seguramente en gran número, en la garganta del Funeral, debían de haber dado un asalto furioso, decididos a dejar en él la vida o a ganar la pradera para unirse con los cheyennes, que vendrían por Oriente, y a los arrapahoes, que lo harían por Poniente, poniéndolo todo a sangre y fuego.

Sin embargo, para tranquilizarse él mismo, dijo John:

—¡Bah! ¡El coronel no es hombre que se deje sorprender por ningún peligro! ¡Anda! —exclamó, aflojando la brida y apretando las rodillas—. ¡Sujétate bien, muchacha!

Los tres caballos volvieron a emprender la carrera, mientras los gritos de guerra de los sioux se oían cada vez más claros y las descargas menudeaban más.

Al final del segundo cañón, los tres jinetes concedieron un breve descanso a sus caballos y escucharon ansiosamente.

En la montaña tiroteaban, y, probablemente, como siempre, los voluntarios de la frontera hacían maravillas contra los pieles rojas.

—¡Es una verdadera batalla! —dijo el indian-agent, que no lograba tranquilizarse.

—¡Bien podían haber esperado un poco esos perros de sioux! ¿Por qué habrán escogido esta noche para intentar el paso de la garganta del Funeral?

—¿Vamos a volver? —preguntó Harris.

—¡De buena gana lo haría, camarada! —respondió el indian-agent—. Hemos restado a la defensa del paso tres carabinas que pueden hacer falta, sobre todo las vuestras, que bien sé lo que valen. ¡Qué el demonio cargue con Pájaro de la Noche, con Jalta y con Mano Izquierda! ¡Bien podía dejar tranquilos, sobre todo en estos momentos, a los hijos del coronel! ¡Pero los indios son malos y vengativos!

—¿Llegaremos a tiempo para salvarles? —preguntó Jorge.

—¡Quién sabe!

—Pues si depende de la velocidad de nuestros caballos, ¡adelante! Ganaremos la llanura, y en seguida intentaremos reunirnos al correo de Kampa.

—Si los indios no nos dan antes caza —dijo Jorge.

Durante cuatro horas seguidas, los caballos no cesaron en su galope, dando muestras de una resistencia increíble para atravesar aquellas sombrías cañadas, que se sucedían sin interrupción, cada vez más abruptas y salvajes.

Hacia el alba comenzó a suavizarse la pendiente, y aparecieron grandes grupos de pinos y cedros gigantescos.

La pradera estaba ya a muy pocas millas de distancia, verde, espléndida, con miríadas y miríadas de perfumadas flores.

Por cuarta vez detuvo John su caballo y se puso a escuchar.

—¡Nada! —dijo—. ¡La batalla ha concluido!

—¿La habremos ganado nosotros, o los sioux? —preguntó Harris.

El indian-agent se volvió y miró a larga distancia.

—¡No sé qué daría por estar allí, aunque fuera un solo instante! ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué será ahora del coronel Devandel?

Una sonrisa estridente, burlona, estalló en aquel momento en los labios de la diabólica india.

—¿Qué te pasa, Minnehaha? —le preguntó John secamente.

—He visto un perro de las praderas que me miraba desde la hierba —respondió la muchacha.

—¡Poco valiente eres para ser una sioux! ¡Qué el gran Manitú te lleve a sus celestes praderas!

Después, volviéndose hacia los dos corredores, que tenían fija la mirada en la lejanía, les dijo:

—¿Seguimos, camaradas?

—Si debemos llegar a la hacienda de San Felipe por orden del coronel, no encuentro motivo para permanecer aquí —respondió Harris—. No hay que olvidar que tenemos a los cheyennes a nuestra izquierda, y que tal vez a estas horas estén ya en las praderas.

—Tienes razón, amigo. Nos hemos metido en una gran empresa, y nuestro honor está empeñado en llevarla a feliz término. Ahora a la pradera, y, suceda lo que quiera, haremos cuanto esté de nuestra parte por salvar a los hijos del coronel.

La india sonrió otra vez con irritante burla.

—¡Cuernos de bisonte! —gritó, amenazadoramente, el indian-agent—. ¿Qué es lo que te hace reír ahora, macaca?

—Que he visto otro perro de las praderas entre las matas.

—¡A ver si te arrojo al suelo y te rompo la cabeza! ¡Quizá hubiera sido mejor dejarte en la sierra, donde alguna bala sioux te hubiera alcanzado! ¡Así al menos hubieras sido muerta por tus compatriotas!

—El hombre blanco podría engañarse —respondió la india con entonación particular.

—¿Qué quieres decir? —exclamó John, sorprendido ante la audacia de aquella niña.

—Que yo no te he dicho todavía que sea una sioux.

—¿Y qué me importa? ¡Para mí eres una piel roja, y basta!

Minnehaha apretó los dientes como una pantera, y sus ojos lanzaron rayos.

Harris, que sorprendió aquella mirada, se echó a reír y dijo:

—¡Guárdate, John! ¡Llevas detrás una víbora! ¡Es perversa y mala esa muchacha!

—Pero como yo no soy su padre, ni su hermano, ni siquiera un piel roja —respondió el gigante—, si da ocasión a ello, la abandonaré en la pradera para que sirva de pasto a los lobos.

—Soy una niña —dijo Minnehaha— y yo no he oído contar que los rostros pálidos sean crueles contra las personas que no saben pelear.

—¿Y qué hacen los tuyos con nuestros hijos, condenada? ¡Los indios no debían llamarse guerreros, sino bandidos! Pero, en fin, no quiero perder tiempo en discutir con esta mona de las montañas, a quien de buena gana hubiera dejado con el coronel. ¡Sigamos nuestro camino! Una hora más, y alcanzaremos las altas hierbas de las praderas. ¿Oís algo?

—Nada —contestaron los cazadores.

—¡Buena señal! Y ahora no perdáis de vista el rifle ni las pistolas. ¡Veremos si la pradera es menos peligrosa que la montaña!

Una hora después, en el momento en que el sol surgía, majestuoso, en el horizonte y la gran cadena de montañas se cubría de vapores, los tres hombres y la muchacha descendían a las floridas praderas.

CAPÍTULO IV. LOS ESTRAGOS DE 1863

Las incesantes invasiones de los aventureros americanos, que iban extendiéndose sin descanso por el Este y el Oeste y apropiándose las tierras sin contar para nada con la voluntad de sus legítimos dueños, habían hecho germinar en el corazón de los pieles rojas el odio a los blancos; odio que llegó a ser implacable cuando los indios se convencieron de que los invasores tendían a hacer desaparecer su raza.

Las varias tribus diseminadas en aquellos inmensos territorios habían intentado en varias ocasiones oponerse a los avances de la marea blanca, entablando espantosos combates, que los colonos americanos solían pagar carísimos.

Desgraciadamente para ellos, si aquellas tribus odiaban a los rostros pálidos, odiábanse también entre sí, y, lejos de unirse contra el enemigo común, consumían su actividad y su fuerza en destruirse unas a otras.

Hacia 1863 comprendieron, al fin, que su seguridad dependía de su unión, y los pieles rojas se coligaron por vez primera contra sus odiados invasores.

«¡Las praderas para los indios! —dijeron—. O, de lo contrario, el hombre blanco acabará por extinguir nuestra raza y por hacer morir de hambre a nuestras familias!»

Era verdad. Las incesantes invasiones de los colonos blancos, que convertían en terrenos laborales los incultos, iban disminuyendo cada vez más los territorios de la caza, únicos con que contaban los indios para su subsistencia, pues no habían podido acostumbrarse a ser ellos plantadores.

Las lamentaciones de los pieles rojas llegaban sin cesar a oídos del presidente de la gran República americana; pero ni eran atendidas, ni por nadie se procuraba hacer justicia a los reclamantes.

Al contrario, el hombre blanco consideró al piel roja, legítimo propietario del suelo, como a un intruso que más tarde o más temprano debía desaparecer.

Y los pieles rojas, obligados a hacerse justicia por sus propias manos, caían de vez en cuando como devastador huracán sobre los invasores, asolando sus haciendas, quemando sus cosechas y matando sus ganados.

En 1863, tres naciones de indios, enemigas hasta entonces, los sioux, los más poderosos de todas las tribus del continente, los cheyennes y los arrapahoes, formando todos un cuerpo de combatientes numerosísimos, se aliaron con un solo objeto: la destrucción del hombre blanco, que había invadido el territorio de caza.

La guerra estalló como un trueno, y los estragos comenzaron con rabia loca por parte de las columnas indias del norte del Colorado, este del Kansas y fronteras del Wyoming, del Utah y de la Nevada.

El Gobierno americano, suspenso ante aquel estallido de furor, creyó fácil acabar en seguida con aquella gente, mandando contra ella algunas columnas de voluntarios, que no tardaron en sucumbir ante los tenaces y sanguinarios pieles rojas.

Sólo el coronel Devandel, un veterano de la guerra india, se libró de aquella carnicería refugiándose, con los cincuenta hombres cuyo mando le había confiado el Gobierno, en las montañas del Laramie donde creía impedir el paso a los sioux, a fin de que los voluntarios del Arkansas y de otros territorios tuvieran menos fuerzas enemigas a que hacer frente y pudieran terminar felizmente una guerra que amenazaba con la desaparición de los colonos americanos establecidos desde el Mississipí hasta la frontera californiana.

***

John Maxim y los dos cazadores de las praderas, que sabían muy bien que de un momento a otro podían encontrarse ante cualquier columna enemiga, celebraron un pequeño consejo antes de aventurarse en la pradera, a fin de decidir el camino que debían tomar.

Al norte se extendía la gran llanura que iba a morir en las laderas de las montañas, y al sur, la pradera casi infinita, cubierta de inmensas gramíneas, girasoles, artemisas, grupos de menta y de salvia, siemprevivas silvestres y buffalo-grass, la hierba preferida por los bisontes.

Si el primer camino ofrecía peligros, por facilitar con su estructura abrupta las emboscadas, era el segundo también bastante comprometido, porque en caso de apuro no ofrecía fácil escape a los tres jinetes si llegaban a encontrarse con los indios.

—Por ahora, prefiero la llanura —dijo el indian-agent—. Avanzaremos hasta la altura de Kampa, y después ganaremos la pradera para alcanzar al correo, que debe de seguir con dirección al lago Salado.

—Si es que los indios se lo permiten —dijo Harris—. Los cheyennes hace ya semanas que deben de estar en guerra, y no es gente que permanezca inactiva.

—Si no encontramos al enemigo, seguiremos en nuestros caballos. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí.

—¡Pues a la llanura! —dijo Jorge, que estaba ya impaciente—. Al menos, encontraremos algún oso o alguna manada de antílopes que nos amenicen el viaje. La montaña será todo lo hermosa que se quiera; pero yo prefiero la gran llanura, donde puedo soltar las riendas a mi caballo.

—¡Pues suéltalas, hermano!

Iba el joven a obedecer a Harris, cuando su caballo se encabritó, lanzando un sonoro relincho al ser herido por las gigantescas espuelas mejicanas de fina plata.

—¡Sooo! —gritó Jorge, mientras Harris y John preparaban los rifles—. Alguien debe de haberse escondido por ahí. Mi caballo presiente al enemigo.

En aquel momento se oyó otro relincho detrás de un enorme grupo de hierbas junto al cual corría un arroyo, en cuyas orillas paseaban garzas de blancas plumas.

El indian-agent y los dos cazadores permanecieron inmóviles, apuntando con las carabinas.

Nuevamente se oyó el relincho; pero nadie aparecía.

—Será tal vez un caballo salvaje —dijo John—. Rodeemos ese grupo de hierbas, y veamos.

Al poco rato, el caballo de John se detuvo bruscamente.

En aquel mismo instante, un potro ensillado a la mejicana se lanzaba fuera de las plantas con velocidad terrible, perdiéndose bien pronto en un grupo de árboles cercanos.

—¡Cuidado! —gritó John, después de tranquilizar a su caballo—. ¡Aquí hay alguien!

La india dio a su mirada una expresión extraña cuando vio pasar aquel caballo; pero no dijo nada.

—¿Comprendes algo de esto, John? —preguntó Harris.

—Nada; y lo que más me inquieta es la excitación de mi caballo.

—Tampoco los nuestros están muy tranquilos, y más bien parecen dispuestos a retroceder que a avanzar —dijo Jorge.

—Pues hay que descubrir al dueño de ese caballo y…

Un grito terrible interrumpió la frase; un grito que provenía del centro del grupo de matas.

—¡Socorro!… ¡Socorro!…

En seguida resonaron dos tiros de pistola, a juzgar por su escaso fragor.

—¡Adelante, camaradas! —gritó John—. ¡Asesinan a alguien! ¡Ah, perros indios!

Los tres caballos avanzaron hasta llegar a la orilla de un torrente, donde se detuvieron, temblando.

En medio del agua y sumergido hasta la cintura, un hombre alto y delgado luchaba desesperadamente con un baribal, o sea un oso negro, que debió asaltarle mientras vadeaba el arroyo.

El hombre que había sido atacado en medio de aquellas matas se defendía desesperadamente con un machete, dando golpes en todas direcciones.

Su gigantesco adversario, de pie sobre sus enormes patas, trataba de aterrarle, encontrándose, por tanto, aquel hombre en inminente peligro.

El indian-agent y los dos cazadores habían lanzado cada uno un fuerte grito para llamar sobre sí la atención del oso.

El baribal estaba tan encarnizado contra su adversario y consideraba tan segura su victoria, que no se dio cuenta de la presencia de los jinetes.

Al oír aquellos gritos volvió, no obstante, su pesada cabeza, y les dirigió una feroz mirada, apretando los dientes.

El animal permaneció un momento quieto y eso fue su perdición, pues los dos cazadores hicieron fuego sobre él.

Las dos detonaciones fueron seguidas de un espantoso gruñido, que apagó por un instante el ruido del torrente; el baribal, manteniéndose derecho sobre las patas, dio algunos pasos, agitando su enorme cabeza, hasta que al fin cayó al suelo y quedó muerto, vomitando sangre en gran cantidad.

—¡Está muerto! —gritó Harris, que era el que se encontraba más cerca—. ¡Nunca he visto un animal tan feroz como éste, y he matado muchos!

—¡A tierra! —ordenó John.

Dejaron los caballos y se dirigieron hacia el torrente, del cual ya salía el desconocido que por poco sirve de merienda al oso.

Como ya hemos dicho, era un hombre alto, delgado, ni viejo ni joven, aunque su frente estuviera surcada ya por algunas arrugas, y parecía dotado de una fuerza poco común.

Hubiera sido muy difícil decir a qué raza pertenecía, aunque iba vestido con el pintoresco traje de los gambusinos mejicanos, o sea de los buscadores de oro, que se pasan la existencia buscando minas que nadie explota después.

En la cabeza llevaba el ancho sombrero de castor, con cintas flotantes; vestía la casaca de algodón azul, sujeta con un cinturón de piel, bordado con hilos de colores; su pantalón era de piel no curtida, y llevaba, además, para defenderse de las espinas, los mocksens indios, o sea una especie de botines.

Se hubiera dicho que pertenecía a la raza india más bien que a la mestiza, pues su piel era oscura y con marcado tinte rojizo; sus cabellos, largos, negrísimos y crespos; su nariz, aguileña, y sus ojos, algo oblicuos, como los de la raza mongólica.

Había conservado, sin embargo, un resto de barba muy clara, y no ostentaba ciertas señales propias de los pieles rojas.

—¡Buenos días, señores! —dijo, saliendo rápidamente a la orilla, con el machete en la mano y chorreando agua por todas partes—. ¡Os debo la vida!

—¡Bah! —respondió John, encogiéndose de hombros—. En la pradera es costumbre ayudarse los unos a los otros y defenderse contra los enemigos de dos o de cuatro patas. ¿Sois un buscador de oro? Al menos, vuestro traje lo indica, ya que no vuestro rostro.

—Lo habéis adivinado, señor —dijo el desconocido con voz gutural—. Me dedico a descubrir minas de oro.

—Que nunca se explotan —dijo el indian-agent con ironía—. Es verdad que la pradera acoge en su seno aventureros de toda especie.

El gambusino hizo un gesto de indiferencia, y por un instante sus ojos se fijaron en la india, sentada siempre detrás de John en las anchas ancas del caballo.

De sus miradas se escapó un mutuo relámpago, que no pudo ser sorprendido por nuestros amigos.

Minnehaha pudo, además, dirigir una sonrisa al desconocido.

—¿De dónde venís? —le preguntó John.

—De la montaña —respondió el gambusino.

—¿Del Laramie?

—Sí, señor.

—¿Y no os han hostilizado los sioux?

—No es cosa fácil sorprender a un gambusino que conoce los más peligrosos pasos de la montaña y de la pradera. Por eso he escapado de su tenaz persecución. Apostaría mi cabellera contra vuestro caballo a que formáis parte del grupo de voluntarios de la frontera que el coronel Devandel tenía colocado a la salida de la garganta del Funeral para impedir a los indios descender a la pradera. ¿Me engaño?

—No —respondió el indian-agent—. Pero me admira cómo, sabiendo que los americanos nos encontrábamos allí, habéis pasado de largo sin ofrecer al coronel vuestro rifle.

—Pues por mi color, que hubiera podido hacerme aparecer ante los voluntarios como un indio, y me hubieran mandado a gozar del Grande Espíritu.

—Tenéis razón: cuando una bala se escapa, no se sabe adonde va a parar. ¿Y adónde vais ahora?

—Pues huyendo ante la insurrección de los indios.

—¿Sin dirección determinada?

—Ninguna. Sólo trato de salvar la cabellera. Y vosotros, ¿adónde vais, si se puede saber?

—A Kampa —respondió John—. Tratamos de unirnos al primer correo que salga para el lago Salado. También somos fugitivos.

El gambusino le miró, sonriendo irónicamente.

—¡Soldados fugitivos! —dijo en seguida—. ¡Decid más bien que estáis encargados de alguna importante misión!

—Puede ser —respondió el indian-agent—. ¿Queréis venir con nosotros?

—Con mucho gusto, si no os molesta.

—¿Habéis visto alguna columna india por estos sitios?

—Ninguna: yo creo que los cheyennes y los arrapahoes no se moverán hasta que se les incorporen los sioux. Sin embargo, puede ser que alguna columna ande por la pradera.

—¿Os habéis repuesto ya del susto?

—No he pasado ninguno —respondió el gambusino, que de cuando en cuando cambiaba rapidísimas miradas con Minnehaha.

—¿Volverá vuestro caballo?

—Es demasiado aficionado a su amo para abandonarle.

—Pues id a buscarle, mientras nosotros preparamos dos patas del oso para la comida.

—¿Nos iremos pronto?

—Tenemos mucha prisa. Esta noche debemos pasarla en la Misión de la Matanza. Confío en que todavía quedarán algunas murallas en pie y encontraremos allí albergue seguro donde resguardarnos.

—¡Está bien! ——respondió el gambusino—. Dentro de cinco minutos estaré de vuelta con mi caballo y mi rifle, que dejé estúpidamente olvidado en la silla.

Cambió con la india una última mirada, empuñó el machete, y se lanzó entre las altas hierbas, silbando agudamente.

CAPÍTULO V. UNA HISTORIA DE LADRONES

El indian-agent se quedó inmóvil viéndole alejarse, así como Harris, en tanto que Jorge arrancaba a cuchilladas las patas del oso, que debían servirles de exquisito asado.

El valiente John parecía preocupado y sombrío.

—¿Qué te parece, amigo? —preguntó al corredor de las praderas—. ¿Quién será este extraño individuo, a quien hubiera querido no encontrar en mi camino?

Harris miró al indian-agent, escupió en tierra, llenó su pipa de tabaco, y poniéndosela en la boca, dijo:

—Sea lo que sea, él es uno, nosotros somos tres, y no me parece fácil que se burle de nosotros. Por otra parte, en Kampa nos desembarazaremos de él, mandándole a buscar minas de oro a California, si es que…

El indian-agent se interrumpió bruscamente y dio media vuelta a la izquierda.

Minnehaha se había acercado lentamente a ellos y procuraba no perder una sílaba de su conversación.

—¿Qué haces aquí, muchacha? —gritó el indian-agent, frunciendo el entrecejo——. ¿Tratas de enterarte de lo que hablamos?

¡Hug! —articuló la niña, encogiéndose de hombros—. Minnehaha escuchaba el ruido del torrente.

—¡Pues vete más lejos!

¡Hug! ¡Ya voy!

Y se colocó sobre una roca que el agua salpicaba con sus espumas, envolviéndose en su espléndida capa de lana de carnero.

Harris y John se miraron expresivamente.

—He aquí un impedimento que nos dará mucho que hacer —dijo el primero.

—Lo creo —respondió el segundo—. Esta niña es un verdadero demonio, y confieso que algunas veces sus ojos me dan miedo.

En aquel instante, el gambusino apareció sobre su magnífico caballo de raza andaluza, pequeño de estatura, con piernas finas y nerviosas y larguísimas crines.

—¡Ahora, en marcha! —dijo John—. Los sioux no están todavía en la llanura. ¡Y qué bien monta ese gambusino! El coronel Devandel dará mucho que hacer a estos salvajes en la garganta del Funeral, aunque dispone de pocos hombres.

Jorge había ya cortado las dos patas del oso, que colocó en la silla de su caballo.

Era un verdadero pecado abandonar tanta carne exquisita a los lobos de la pradera, porque es de advertir que la carne de oso es superior a la del buey; pero los fugitivos se contentaban sólo con hacer una velada antes de dirigirse a Kampa y para ese tiempo tenían víveres con las dos patas, si no en abundancia, al menos para sustentarse bien.

—¿Estáis dispuestos? —preguntó John, después de haber apretado la cincha a su cabalgadura.

—¡Todos! —respondieron Harris, Jorge y el gambusino.

—Pues llevad los rifles dispuestos, y confiemos en nuestra buena estrella.

Los cuatro caballos, ligeramente espoleados, se lanzaron a la carrera, mientras caía súbitamente sobre la sangrienta carroña del oso una gran nube de aves de rapiña para dar el primer asalto.

Los coyotes, o sea los pequeños lobos de las praderas, se encargarían más tarde del final.

La carrera continuó hasta el mediodía sin malos encuentros.

Queriendo tener a los caballos en buen estado, hicieron una parada para dar a los anímales galletas de maíz que habían llevado del campamento, a las cuales el gambusino, conocedor del terreno, añadió algunas kamas, kooyaks y yampas, que son un excelente forraje.

La siesta a que se entregaron los viajeros fue interrumpida por la aparición de una manada de lobos negros audacísimos, los cuales se detuvieron cerca del campamento con la visible intención de esperar la noche para intentar un ataque.

Aquello era una buena señal, porque el lobo evita la presencia del indio, como si presumiera que éste es su mayor enemigo.

Sin embargo, los expedicionarios hubieran preferido no tener este encuentro, pues con sus lúgubres aullidos podrían llamar la atención de los pieles rojas.

—¡Se van a lucir si esperan la noche para el ataque! —exclamó Harris, dirigiéndose a John.

—Pues no te quepa duda de que nos atacarían si yo no dispusiera de un refugio para que pasemos la noche. No sé todavía cómo se encontrará, ni menos si todavía estará en condiciones el subterráneo donde los bandidos fueron muertos.

—¿Qué me cuentas?

—Ahora, nada; cuando estemos seguros te contaré una historia interesante, después que devoremos el asado de oso. Hace ya muchos años que no visito la Misión del Milagro; pero no creo que los indios la hayan destruido.

—¿Y la encontrarás?

—Un indian-agent conoce la pradera como la palma de su mano, querido Harris. He servido como intermediario durante veinte años entre los pieles rojas y los traficantes californianos, y no hay en toda la pradera un sitio que yo no haya escudriñado.

—Me admira cómo has logrado salvar la cabellera. He oído contar que muchas veces los pieles rojas pagaban sus mercancías a los negociantes con golpes de tomahawk en lugar de darles pieles de animales o caballos.

—Así ocurría con frecuencia, especialmente entre los apaches y los arrapahoes, pero, como ves, gracias a mi caballo, mi cabellera se encuentra en mi cabeza, aunque algo revuelta por falta de peine. ¡Pero, calla! Truena y el cielo se oscurece. Nos espera una noche tempestuosa, aunque peor la tendrán los indios.

—Como ellos no podrán refugiarse en la Misión…

—Espero que no lo hagan —respondió John—. Ahora tratemos de alejarnos de estos lobos, que con sus gritos pueden atraer a otros animales de dos patas.

El tiempo, como la noche precedente, se ponía infernal. Toda la cadena del Laramie, que poco antes se divisaba a distancia, había desaparecido ya, oculta por grandes nubes, que avanzaban hacia la pradera.

Los truenos repercutían, acompañados de lívidos relámpagos.

Por fortuna, los relámpagos se sucedían unos a otros, alumbrando el camino, que los caballos recorrían con ímpetu, espoleados por los aullidos de los lobos.

Ya comenzaban a desgajarse las ramas por la fuerza de un aguacero torrencial, cuando a la luz de un relámpago vieron ante sí los jinetes las medio destruidas murallas de una construcción, a un lado de las cuales sosteníase de pie una torrecilla.

—¡La Misión de la Matanza! —exclamó John—. ¡Ya era tiempo! Este edificio se conoce ahora en todas las praderas con el nombre de Misión de la Matanza.

—¡Vaya un nombre! —dijo Harris, haciendo un gesto—. Aquí los indios debieron de cometer una barrabasada.

—Los indios, no; los léperos mejicanos. Coged los caballos por la brida, y a ver si podemos encontrar un asilo. Jorge, enciende una torcida de ocote. Un cazador debe llevarla siempre en su saco.

—Sí, John —respondió el joven—: mas espera que estemos a cubierto.

Dieron una vuelta alrededor de un murallón medio destruido, atravesaron dos puertas con señales de incendio, y se encontraron en el interior de la Misión.

El techo estaba casi todo en tierra, y las habitaciones, llenas de escombros: pero había cierta parte que resistió al fuego y a la obra destructora de los asaltantes, y que ofrecía algún refugio, no obstante hallarse las paredes agrietadas y llenas de aberturas, por las cuales penetraba el aire.

Poco seguro era el asilo, tanto para los hombres como para los caballos, pues los lobos negros podían muy bien pasar por aquellas brechas.

Jorge había encendido la torcida que, por ser muy resinosa, lanzaba una luz brillantísima.

—El refugio es de poco abrigo —dijo Harris—. Mejor estaríamos en la llanura; pero, en fin, aquí siquiera estamos a cubierto.

—¡Si pudiéramos bajar al subterráneo! —dijo John—. Allí fue donde hicieron su horrible carnicería, hace ya diez años, aquellos infames léperos mejicanos. De seguro que los esqueletos de aquella canalla se encuentran todavía en el suelo.

—¿Los has visto tú?

—Sí; y hasta me ha valido en algunas ocasiones bastantes dólares el enseñarlos. Pero dejemos eso por ahora. Ya que los indios no han pensado en refugiarse aquí y los lobos se han quedado fuera, encendamos un buen fuego y preparemos la cena.

La leña no faltaba, porque por todas partes había esparcidas vigas y tablas.

Los cuatro hombres pusieron sus caballos resguardados de la lluvia, y encendieron un buen fuego, en el cual pusieron a asar inmediatamente una de las patas del oso, que era más que suficiente para nutrirlos a todos. Mientras el asado se terminaba, hicieron un nuevo reconocimiento en las murallas de la Misión, temerosos de un asalto por parte de los lobos, cuyos aullidos no cesaban de oírse.

—Creo que nos dejarán en paz —dijo John—. Son pocos, y no se atreverán a lanzarse aquí dentro. Vamos a despachar nuestro asado, y tratemos de pasar la noche lo mejor posible. Ni nuestros camaradas de la montaña se encontrarán en mejores condiciones que nosotros.

Un perfume exquisito se esparcía por toda la Misión, haciendo aullar con más fuerza a los lobos.

La pata del oso, atravesada en la bayoneta de un rifle, suspendida sobre dos postes de madera, iba adquiriendo un hermoso tono dorado bajo las caricias de las llamas, chorreando apetitosa y abundante grasa.

—¿De modo que tú, John, has estado aquí otras veces? —dijo Harris, mientras la detonación de un ronco trueno hacía caer algún cascote de las destruidas paredes—. ¿Y hace muchos años que esta Misión, que debía de ser muy extensa, fue destruida?

—Diez años, como ya te he dicho. Los frailes mejicanos se habían propuesto civilizar a los pieles rojas del Colorado, y al efecto eligieron esta especie de convento. Desgraciadamente, en aquella época había, por lo menos en esta parte, más bandidos mejicanos a quienes temer que indios a quienes catequizar. Se habían formado bandas de léperos y salteadores sanguinarios, que daban mucho que hacer al Gobierno americano, deteniendo los correos, robando el dinero y asesinando sin misericordia a todo el que intentaba oponerse a sus violencias.

—Jorge y yo no habíamos oído hablar de eso —dijo Harris.

—Y culpaban a los indios de las atrocidades que cometían —agregó el gambusino, que se había sentado al lado de Minnehaha, como para protegerla contra las impetuosas ráfagas del tornado, que entraban por todas partes.

—Es verdad —dijo el indian-agent—; y muchos pobres pieles rojas pagaron por aquellos bandidos. Habiendo sabido el Gobierno americano que se trataba de una gran banda mejicana que operaba en la frontera y desaparecía con velocidad prodigiosa, gracias a la rapidez de sus caballos, organizó una columna de voluntarios para destruirla; y, como podéis calcular, en mi calidad de indian-agent, formé parte de ella. Después de un infinito número de correrías por el Colorado y el Utah, supimos un día que la terrible banda, que hacía tres meses no se dejaba ver, venía con dirección a este convento para saquearlo, porque los frailes gozaban fama de ricos, gracias al dinero que recibían de los mejicanos piadosos. Acudimos en seguida, y rodeamos el edificio. Los ladrones estaban ya dentro, y sin perder su valor nos recibieron a tiros, haciéndonos bastantes bajas, pues estábamos a pecho descubierto.

—¿Erais muchos? —preguntó Jorge.

—Un centenar a las órdenes del capitán McLelland, que creo no tenía miedo al mismísimo demonio —dijo John—. Después de una hora de tiroteo cesó de pronto el fuego y no se oyó ningún ruido en el interior de la Misión. Echamos abajo una puerta decididos a exterminar a aquellos bandidos y con gran estupor encontramos en este mismo claustro, si mi memoria no me es infiel, veintidós frailes tendidos en el suelo, con la boca amordazada y con fuertes ligaduras en los pies y en las manos.

—¿Les habían perdonado la vida? ¿Fueron, pues, generosos en aquella ocasión los terribles bandidos? —preguntó Jorge.

—¡Espera un poco, curioso! —contestó John, dando una vuelta al asado, ya casi a punto—. Nos lanzamos por todo el edificio en busca de aquella canalla, y no encontramos más que tres o cuatro muertos junto a las ventanas. Interrogados los frailes, nos dijeron que los bandidos debían de haber descubierto alguna salida secreta, sólo conocida por el superior de la Misión, que en aquel instante se encontraba fuera catequizando indios. En tanto que nosotros registrábamos la cripta de la iglesia, los frailes se lanzaron fuera del convento, diciendo que querían buscar cuanto antes a su superior, para notificarle lo ocurrido. A todo el mundo le parecieron justísimos sus propósitos, y a nadie se le ocurrió detenerlos. ¿Y sabéis quiénes eran, cuerpo de Satanás?

—¿Los bandidos? —exclamó Harris.

—Sí, amigo. Aquella canalla había asesinado a todos los frailes, los habían amontonado en una celda que no fue descubierta hasta después, y tomando sus vestidos, se escaparon tan tranquilos ante nuestros propios ojos.

—¡Buen chasco! —dijo Harris.

—¡Soberbio! —respondió el indian-agent.

—¡Ingenioso! —dijo Jorge.

—¡De veras que fue admirable! —agregó el gambusino, que parecía interesarse mucho en aquella narración.

—Pues pronto pagaron su infamia —dijo John—, porque el capitán McLelland había jurado vengarse. Durante un par de meses aquellos bandidos no dieron señales de vida; pero después empezaron otra vez los asaltos a los correos, acompañados de horrendos estragos. Nadie sabía dónde se escondían, cuando un día tuvo el capitán la ocurrencia de hacer una visita nocturna a la Misión, que ya se llamaba de la Matanza, y que había sido abandonada a los coyotes después de los asesinatos de los frailes.

—¿Y estaban aquí escondidos? —preguntó Harris.

—Lo has adivinado, amigo. Era una noche de lobos, y nevaba en la pradera; pero los cien hombres que formaban la columna de voluntarios, animados por la oferta de un buen premio, estaban decididos a mandar al diablo a aquellos ladrones, y no sentían el frío. A medianoche llegamos aquí. En las ventanas no se veía luz alguna: pero al rodear el edificio descubrimos que los bandidos se habían refugiado en el subterráneo. No sospechando la sorpresa, comían y bebían alegremente alrededor de una gran mesa, seguros de no ser molestados. Al intimarles la rendición, respondieron a tiros desde los tragaluces abiertos a flor de tierra. Procedimos al asalto, y amontonando allí cuanta leña pudimos, se le prendió fuego. ¡Qué espectáculo, amigos míos! El subterráneo fue bien pronto convertido en un horno.

—También va a acabar de quemarse nuestro asado si no lo devoramos —dijo Jorge, separándolo del fuego—. Si se prolonga un poco más la historia, nos encontramos con un tizón.

—¡A la mesa, señores!

Resonaron algunos aullidos espantosos.

Por todas las brechas de los muros comenzaron a entrar lobos, con los ojos llameantes y las bocas abiertas.

—¡He aquí unos invitados con los que no contábamos! —dijo John—. ¡Si creen tomar parte en la cena, se equivocan! Sirve el asado, Harris, y entre bocado y bocado ejercitaremos la puntería.

CAPÍTULO VI. LA DEFENSA DE LA CRIPTA

—¡Camaradas —dijo John, mientras Harris deglutía su asado casi sin masticar—, comamos a toda prisa y hagamos provisión de leña!

—No hay necesidad de ir muy lejos —dijo Jorge—. Las vigas del techo, caídas aquí en el suelo, servirían bastante bien de leña.

—Así, haciendo un buen fuego, los lobos se guardarán muy bien de pasar adelante —agregó el gambusino, que comía con un apetito envidiable.

Entretanto los lobos se limitaban a asomar su aguda cabeza por las aberturas de las paredes.

Sus aullidos, sin embargo, eran cada vez más fuertes, retumbando más que los truenos.

Toda la amplia sala, que debía de haber sido refectorio de los desgraciados padres, trepidaba por efecto de la tormenta, haciendo dar grandes saltos a los caballos, a pesar de los silbidos de sus amos.

—¡Sólo nos faltaba esto para arreglar la noche! —dijo John, apenas terminó su cena—. Si os parece bien, preparémonos a defender el pellejo.

El perfume que exhalaba el asado había excitado hasta la locura el apetito de los lobos.

—Hay que convenir en que han estado muy corteses —dijo Harris, que apilaba maderos y tablas, ayudado por Jorge y el gambusino—. Se han contentado con el olor, mientras nosotros devorábamos la carne.

—Y han tenido la atención de darnos serenata durante la cena —añadió Jorge, riendo.

—¡No hay que bromear, jóvenes amigos! —dijo el indian-agent, que presentía un serio peligro—. ¡Estos animales van a darnos un asalto terrible!

—Que nosotros rechazaremos —añadió Harris—. Conocemos muy bien a los señores lobos, sean coyotes o negros.

—Pueden estar rabiosos, y en este caso, un simple mordisco será mortal. ¿Quién se encargará de la muchacha? Será a quien primero intenten asaltar.

—¡Deja que la echemos fuera! —dijo Harris—. ¡Una bribona menos!

Con gran sorpresa de todos, el gambusino dejó caer una gruesa viga que se estaba cargando, y colocándose ante los tres hombres, les dijo con aire amenazador:

—¿Os atreveréis a abandonarla a las bestias? ¡Ah, no! ¡No haréis eso mientras yo esté aquí!

—Repara que se trata de una india —le dijo Harris.

—¡Para mí es una niña, y la defenderé!

—¡Si te dejamos!

—¿Quieres privar a los lobos de las tiernas carnes de esta niña?

—¡Bah! —dijo John, interviniendo—. ¡Pensemos en el peligro que nos amenaza! ¡Cada uno a su puesto, y firme en la puntería!

Entretanto, los lobos parecían no tener mucha prisa para dar el asalto; se hubiera dicho que estaban muy seguros de hacer un estrago completo en los hombres y en los caballos antes de que apuntase el alba.

Habían aumentado considerablemente en número y, amontonados delante de todas las aberturas, aullaban desaforadamente.

Después de haber sido puestos los caballos a salvo de un primer ataque de los lobos, encendieron la hoguera.

—¡Harris, Jorge y yo —dijo John—, a la vanguardia! ¡El gambusino permanecerá aquí al cuidado de la india!

Los tres intrépidos voluntarios del coronel Devandel se parapetaron tras unos montones de escombros, protegidos por la hoguera y prontos a comenzar la terrible batalla.

El gambusino, después de haberse asegurado de que sus compañeros le volvían la espalda, se acercó al fuego donde habían asado la pata del oso, llevando estrechamente cogida de una mano a Minnehaha, mientras con la otra sujetaba el rifle, que no debía de ser menos temible que los de los dos cazadores de las praderas.

Sus ojos se animaron con una viva llama, y su cara tostada por el sol y enrojecida por la sangre india que circulaba por sus venas, pareció más satisfecha que antes.

Hizo acostarse a la muchacha lo más lejos posible de los tres hombres blancos, envolviéndola en su manto de lana, y luego, armado de su rifle, se separó tres pasos de Minnehaha.

Resonó una detonación.

Harris había comenzado la batalla contra los lobos, imitándole en seguida su hermano y el indian-agent.

Era el momento esperado por el misterioso personaje para cambiar algunas palabras con la muchacha, sin que nadie las escuchara.

—¿Me dirás lo que le ha sucedido a Pájaro de la Noche, que te llevaba en la silla de su caballo? —le preguntó, mientras los disparos se sucedían sin interrupción.

—¡Le han fusilado! —respondió Minnehaha con voz sorda—. ¡Yo he presenciado su ejecución!

—¿Sin hacerte traición? —preguntó ansiosamente el gambusino.

—No estaría aquí para contártelo, padre.

—¿Y cómo murió tu hermano?

—Como un héroe; el indio muere siempre mirando a sus enemigos.

—¡Ah, Jalta! ¡Tu madre es demasiado vengativa! Podía olvidar lo pasado, y dejar que el coronel se hiciera matar por quien le diera la gana. ¿Y fue el mismo coronel quien le hizo fusilar?

—Sí, padre.

¡Es una cosa espantosa, aun para nosotros, los indios! ¡Una madre haciendo que el padre mate a su hijo!

—¿Era, pues, verdad? —preguntó Minnehaha, en tanto que los disparos continuaban—. ¿Pájaro de la Noche era hijo del coronel?

¿Qué te importa a ti saberlo?

Pero si Pájaro de la Noche era mi hermano…

—Tú eres mi hija, porque yo me casé con Jalta, tu madre, después que el hombre blanco la abandonó.

—¡Acabaré por no comprender nada!

—Y será mejor para ti —dijo el gambusino, disparando un tiro contra un lobo que se acercó demasiado.

—Tú ignoras todavía una cosa, padre —dijo Minnehaha, mientras el gambusino cargaba otra vez el arma.

—¡Habla, pues!

—Que yo he vengado a mi hermano.

—¿Quién? ¿Tú? —exclamó el hombre, haciendo un gesto de estupor y de alegría al mismo tiempo.

—¿No encargó mi madre a Pájaro de la Noche que matara al coronel para facilitar el paso a los sioux?

—Sí; esperaba que, muerto el jefe, los otros se dispersarían, y parece que se ha engañado. Tu madre ha sido demasiado cruel, porque debía haber supuesto que aquella empresa era muy peligrosa para Pájaro de la Noche.

—Pues yo le he vengado, te repito.

—¿De qué modo?

—Clavando en la espalda del coronel un machete.

—¿Tú? ¿Tú sola?

—Sí; yo, padre.

—¡Tan joven! ¡Tienes en las venas la sangre de tu madre!

—Y también la tuya, porque se dice que Red Cloud («Nube Roja») fue en su tiempo un formidable guerrero, jefe de una gran tribu de los corvis.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó el gambusino, o el indio, arrugando la frente.

—Lo he oído decir en nuestro campamento —respondió Minnehaha.

—¡Y bien! ¡Es verdad! ¡He sido un gran jefe, y Nube Roja ha arrancado muchas cabelleras a sus enemigos!

Disparó de nuevo su rifle contra otro lobo, en tanto que los tres voluntarios no cesaban de hacer fuego, y después añadió:

—¿Y estás segura de haber matado al coronel?

—Lo creo, al menos.

—¿Y por qué no te han matado?

—Porque nadie lo ha visto. Di el golpe cuando los sioux asaltaban la garganta, y esos tres hombres me esperaban para llevarme con ellos.

—¿Por qué motivo?

—Porque esperaban que yo les diese preciosas informaciones del jefe de los arrapahoes, a quien creen mi padre.

—¿Y adónde van estos hombres?

—A salvar a los hijos del coronel.

Nube Roja hizo un gesto de ira.

—¿Confesó, pues, Pájaro de la Noche? —preguntó, apretando los dientes.

—No; ni una palabra salió de sus labios.

—Entonces…

—No sé —respondió la muchacha, que ignoraba lo que contenía el billete que el indian-agent sacó de la gualdrapa del caballo—. Sé que están encargados de salvarlos antes de que los arrapahoes de Mano Izquierda se presenten en la hacienda.

—Pues llegarán tarde, porque tu madre ha mandado otros avisos antes que ése.

—¿Y qué hacemos nosotros?

El gambusino disparó otro tiro a los lobos, añadiendo en seguida:

—Trataremos de impedir que estos hombres lleguen a la hacienda antes que los arrapahoes. Esa es nuestra misión.

—No será cosa fácil: me parecen hombres resueltos —dijo Minnehaha.

—La pradera es inmensa, y pueden ocurrir muchas cosas inesperadas —respondió el falso gambusino—. Ya que tu madre quiere tener en su poder a los hijos del coronel, haremos lo posible por complacerla. No quiero cuestiones con ella: es demasiado terrible.

—¡Es una mujer valiente! —dijo Minnehaha, con sonrisa de orgullo.

—¡Sí, demasiado valiente! —respondió Nube Roja con un suspiro—. ¡Yo lo sé!

—Y uniéndote a estos hombres, ¿no correrás peligro, padre? Tú no tienes amigos entre los cheyennes, y, además, con ese traje no te creerán indio.

—¡Ya trataremos de salir bien! Ahora basta: déjame hacer fuego, o serán los lobos los que se encarguen de poner fin a nuestro viaje.

Las malditas bestias parecían no tener bastante con las duras lecciones que con sus rifles estaban dándoles los cazadores.

Al contrario, aquella resistencia parecía enardecerles más de momento en momento. Rechazadas de la puerta, entraban por una brecha; después volvían a hacer irrupción a través, de la puerta, dando aullidos espantosos, que impresionaban profundamente a los defensores.

Muchos lobos debían de estar ya hidrófobos, porque tenían las fauces llenas de baba, los ojos encendidos y la cola entre las piernas. Contra éstos, como los más peligrosos que eran, dirigían preferentemente su puntería los tiradores.

—¡John! —gritó en aquel momento Harris, que había hecho ya doce disparos—. ¿Podremos resistir mucho tiempo?

¡Me parece que estos malditos animales, lejos de disminuir en número, aumentan considerablemente!

—Ya me he fijado en ello —respondió el indian-agent, que desahogaba su ira masticando un trozo de tabaco—. ¡El huracán parece arrojarlos aquí!

—¿Sería éste uno de sus refugios?

—Tal vez.

—Tú me has hablado de un subterráneo. ¿No podríamos refugiarnos en él?

—Eso estaba pensando.

—¿Es ancha la escalera que a él conduce?

—Nuestros caballos podrán bajarla. Ya sabes que están acostumbrados a saltar como bigames (cameros).

—Al menos, yo respondo del mío y del de mi hermano.

—Yo yo del mío. En cuanto al del gambusino, no será más torpe que los nuestros. Jorge, ¿tienes todavía torcida de ocate?

—Sí —contestó el joven.

El subterráneo se encuentra a nuestra derecha, junto a ese arco. Deja tu puesto y pon a salvo los caballos, o acabaremos por perderlos. Una escalera se defiende bien, sobre todo si se tienen cuatro fusiles. ¡Date prisa, porque estos animales van a dar un asalto general!

El joven disparó nuevamente su carabina y se dirigió corriendo adonde estaban los caballos, que relinchaban desesperadamente, como si sintieran ya en las ancas los mordiscos de los lobos.

Estos, reforzados con nuevos compañeros que llegaban a todo correr de la selva, se disponían a un terrible ataque, que debía acabar con la muerte de los hombres y de los caballos.

Los muertos eran bien pronto reemplazados por nuevos y feroces lobos, que cubrían ya todas las aberturas y empezaban a avanzar denodadamente, sin espantarse ya del fuego, ni mucho menos de los disparos de las carabinas.

Nube Roja se había dado cuenta del peligro, porque después de haber montado a Minnehaha sobre su espalda, se batía en retirada hacia el fondo del refectorio, sin cesar de hacer fuego.

Jorge no perdía el tiempo. Encontró la escalera que conducía al subterráneo donde fueron sofocados y fusilados los ladrones mejicanos; encendió la torcida e hizo descender al primer caballo.

Comprendió al punto Nube Roja de qué se trataba, y acudió en su ayuda, poniendo a salvo a Minnehaha y a su propio caballo.

Entre tanto, John y Harris trataban de detener a los lobos.

Para no perder tiempo en cargar los rifles, y con idea, además, de economizar municiones, que después podrían hacerles falta, se pusieron todos a lanzar contra los lobos tizones encendidos, recurso que les produjo mejor resultado aún que los disparos.

Cada vez que un leño inflamado caía sobre un grupo de las famélicas bestias, sufrían éstas horribles quemaduras por efecto de la lluvia de encendidas chispas que el choque arrancaba del ardiente madero, y caían aullando de dolor y de rabia.

Aquello no podía durar mucho tiempo.

Casi tocaban ya John y Harris con las cabezas de los lobos, cuando entre dos detonaciones se oyó gritar a Jorge:

—¡En retirada!

——¡No vuelvas la espalda, Harris! —le dijo el indian-agent—. ¡Dales siempre la cara!

Los lobos se precipitaron en tropel por la abertura.

Los dos hombres, ayudados por Jorge y el gambusino, ganaron bien pronto la escalera y entraron en el subterráneo, iluminado ya con una mecha.

Era una especie de cripta con pequeñas arcadas, en cuyos vanos debieron de existir en otro tiempo estatuas de santos, y lo bastante espaciosa para contener más de veinte personas.

En el centro había una viejísima mesa, alrededor de la cual se veían multitud de esqueletos humanos.

Era todo lo que quedaba de aquellos bandidos mejicanos que asesinaron a los padres de la Misión.

Apenas habían los cuatro hombres llegado al pie de la escalera, cuya anchura bastó apenas para que por ella descendieran los caballos, cuando los lobos se mostraron en lo alto, aullando con rabiosa insistencia.

—¡Por lo que se ve —dijo Harris—, han jurado que les sirvamos la cena!

—¿Has visto mayor tenacidad, John?

—Yo, no; pero me parece que debes dejar las bromas.

—¿Crees que intentarán bajar?

—¡Quién sabe! ¿Hay aquí leña, Jorge?

—La mesa.

—Trata de hacerla pedazos, ayudándote el gambusino. Solamente un buen fuego al pie de la escalera contendrá a esa chusma.

—¡Qué el diablo se los lleve a todos y se lleve también a este maldito tomado!

—Es preciso defenderse a todo trance hasta el amanecer. Si es necesario, quemaremos también estos esqueletos. Son restos de asesinos, que no tienen derecho a la sepultura.

Un ruido ensordecedor se oyó entonces. El gambusino y Jorge, armados de gruesas piedras arrancadas de los nichos, hacían pedazos la mesa y los escabeles que la rodeaban.

Al oír aquel estruendo, que repercutía con gran intensidad en la cripta, los lobos redoblaron sus aullidos.

—¡Hay que resistir hasta el alba! ¡Harris, dispara conmigo contra ellos!

—Apuntaré a los que tienen la boca llena de baba. ¡Son los que me dan más miedo!

—¡Tira!

Dos lobos, heridos por las infalibles balas de los voluntarios, rodaron por la escalera, mientras Nube Roja y Jorge encendían la hoguera formada con los trozos de la mesa.

Minnehaha, que se había refugiado en un rincón, batió palmas alegremente al ver la intensa luz que invadió la cripta.

Un gesto amenazador de su padre la contuvo en su entusiasmo, que de seguro hubiera llamado la atención de los corredores.

—¡Muchacha —le dijo el indian-agent—, si no eres capaz de tomar parte en la lucha, a lo menos estate quieta!

Minnehaha se refugió en un ángulo, se apoyó contra la pared y envolvióse en su manto, al que parecía tener una gran estima.

En tanto, los lobos, cada vez más furiosos, asomaban su repugnante hocico por la entrada; pero retrocedían a los pocos minutos, pues el aire que penetraba por dos pequeñas ventanas abiertas a flor de tierra y defendidas por barrotes de hierro les arrojaba a los ojos y narices espesas nubes de humo mezclado con encendidas chispas.

Los tres voluntarios del coronel y el gambusino presenciaban impávidos la escena apoyados en sus rifles.

Con aquel fuego no tenían necesidad de derrochar municiones.

—Al alba emprenderán la fuga —dijo John a Harris—. Estos animales sólo pelean durante la noche, y ya empezará a clarear muy pronto.

—¡Mejor hubieran hecho dejándonos dormir! —respondió el cazador.

—¡Bah! Nosotros, hombres de la pradera, estamos bien acostumbrados a pasar muchas noches en claro. Me basta con que reposen nuestros caballos, a fin de que nos conduzcan a Kampa antes de que las bandas de los cheyennes y de los arrapahoes se encuentren con las de los sioux y se desparramen por la pradera.

—¿Esperáis encontrar algún correo?

—A lo menos, sé que Kampa no ha sido todavía abandonada por completo, y espero encontrar en aquella estación postal compañeros que podrán acompañarnos hasta el Lago Salado. Así seremos más, y tendremos menos que temer por parte de los pieles rojas.

—Un grupo numeroso puede llamar la atención de los indios —dijo en aquel momento el gambusino—. Yo, en vuestro lugar, preferiría viajar solo.

—Es verdad que somos cuatro, y todos valientes —respondió el indian-agent—. Pero prefiero encontrar la compañía de un correo. ¡Leña a la hoguera!

—¡Ya no hay leña!

—¿Para qué están ahí los esqueletos de los ladrones?

El fuego aumentó repentinamente con la carga de huesos que echaron sobre las brasas.

Al ver nuevamente alimentada la llama, los lobos perdieron la esperanza de cenar aquella noche, y se alejaron, lanzando aullidos.

Durante algunos minutos se les oyó cada vez más lejos, hasta que al fin reinó un completo silencio.

—¡Ya se marcharon! —dijo el indian-agent después de escuchar atentamente—. El alba no debe estar, pues, muy lejana. ¡Camaradas, aprovechemos este rato para descansar junto al fuego!

CAPÍTULO VII. EN LA GRAN PRADERA

Cuando los tres voluntarios, el gambusino y Minnehaha se decidieron a salir de la Misión después de algunas horas de reposo y de haberse convencido de que los lobos se fueron en busca de un alimento menos indigesto, se había calmado el huracán que sopló durante toda la noche.

Los cuatro caballos se lanzaron por un maravilloso mar de verdura, sumergiéndose entre las altas hierbas, y dejando tras sí una estela ondulante, en la cual caía una verdadera lluvia de semillas de girasol.

Entre la hierba no debía de haber ningún ser viviente; si acaso, sólo búfalos gigantescos o caballos salvajes.

De los indios no se notaba ni el menor rastro, con no poca sorpresa del indian-agent, que temía alguna escena emocionante antes de llegar a la pequeña estación del correo.

Llevaban algunas horas de carrera, cuando la agudísima vista del gigante descubrió muchos puntos negros que se movían en el aire, ya reuniéndose, ya dispersándose rápidamente.

—Parece que hay por aquí cadáveres que devorar. Los indios deben de haber pasado.

—¿Y no será un bisonte que haya sido abandonado después de muerto? —preguntó Jorge.

En vez de responder, el indian-agent interrogó al gambusino, el cual miraba obstinadamente hacia el norte, como si por aquella parte debiera aparecer una banda de sioux con Jalta a la cabeza.

—¿Qué dices tú? —le preguntó.

—Que allí debe de haber muertos —respondió Nube Roja.

—¿Hombres?

—Lo sospecho.

—¿Habrá habido algún combate ayer noche? —se preguntó el indian-agent—. ¡Vamos a verlo! ¡Amigos, armad los rifles y tened dispuestas las espuelas a mi primera señal!

Después de haber notado que las aves de rapiña no se espantaban al verles, los cuatro jinetes adelantaron velozmente, y no tardaron en descubrir una gran masa oscura oculta bajo las altísimas hierbas.

En aquel mismo instante vieron alejarse, relamiéndose los hocicos, a algunos coyotes y lobos negros.

—¡Ahí devoran carne humana! —dijo John.

—¿Y qué será esa masa oscura? —preguntaron los dos cazadores.

—¿No lo adivináis?

—¿Un correo asaltado por los indios? —exclamó Harris.

—Y saqueado después de asesinar a los viajeros.

—¡Infames!

—No es la primera vez, Harris; pero será, probablemente, la última.

Retrocedieron algunos pasos, temiendo caer en alguna emboscada, y después de haber dado una vuelta al lugar en que se desarrolló la lucha, se acercaron resueltamente.

No se habían engañado.

En medio de la pradera, junto a un cenagal fangoso, yacía completamente destrozada una antigua silla de postas con un doble sitial para el postillón y la pequeña escolta.

—¡Es la posta de San Luis! —exclamó John, al verla—. ¡La conozco!

—¿Se ven algunos muertos? —preguntaron Harris y Jorge, no sin emoción.

Un grito de rabia se escapó de los labios del indian-agent.

—¡Tres caballos y dos hombres asesinados! ¡Ah, perros ladrones!

Descendió de la silla y se abrió paso por entre la hierba, llevando el caballo de la brida.

—Estas heridas han sido causadas por las lanzas de los cheyennes —dijo John, aterrado ante aquel espectáculo.

—¿Y cuándo pueden haber asaltado el correo? —preguntó Harris.

—Ayer, antes del tornado. ¿No ves que las carnes de este desgraciado están todavía frescas?

—¿Quién será?

—¡Quién sabe!

—¿No decís que habéis visto otro?

—Sí; y está entre los dos caballos, junto a la caja del coche —respondió el indian-agent—. ¡Vamos a reconocerle, camaradas!

Acercáronse, y vieron entre los caballos, muertos también a lanzadas, a un hombre de gigantesca estatura y que ostentaba la divisa verde con alamares rojos de los postillones.

También el cráneo de aquel desgraciado aparecía sin la cabellera, y mostraba un enorme agujero en el pecho. Los lobos, sin embargo, no habían hecho todavía presa en su rostro. Tal vez la larga barba que le cubría casi hasta los ojos produjo cierto efecto en aquellos animales, que se guardaron bien de acercarse.

Sin embargo, el temor de tales bestias no podía tardar en disiparse.

El postillón, lo mismo que su compañero, había recibido multitud de heridas, y el primero tenía, además, completamente desarticulado el brazo derecho, sin duda por efecto de un golpe de tomahawk.

Al ver a aquel pobre hombre, John Maxim no había podido reprimir un grito de furor y de indignación.

—¡Patt, el correo de San Luis! ¡Ah, desgraciado! ¡Tarry-a-la había dicho que tarde o temprano se vengaría!

—¿Le conocéis? —preguntaron con estupor los dos cazadores.

—¡Era el mejor y más valiente empleado que tenía la Administración de Correos! —contestó el indian-agent—. Muchas veces he encontrado su berlina en las fronteras del Utah.

—¡Pobre hombre!

—¿Qué se le va a hacer, Harris? Estos valientes caen siempre, más tarde o más temprano, y su cabellera va a adornar el escudo de guerra de los pieles rojas. ¡La de Patt penderá a estas horas del de Tarry-a-la!

—¿Quién es Tarry-a-la?

En vez de responder, John se volvió hacia el gambusino, que miraba con ojos amenazadores a la pequeña india, la cual parecía hacer grandes esfuerzos para ocultar la intensa alegría que le causaba la vista de aquellos cadáveres.

—Esto es una hazaña de los cheyennes, ¿no os parece? —le preguntó.

—De seguro. Sólo ellos, a pesar de tener armas de fuego, no han renunciado a sus lanzas.

—Entonces, andan por la pradera.

—Es probable. Y yo os aconsejaría que permaneciéramos aquí, en vez de continuar hasta Kampa. Quedándonos, no tardaríamos en descubrir a los indios por la columna de humo de su campamento.

—¿Volverán aquí? —preguntó Jorge.

—No, porque ya no tienen nada que recoger —dijo John—. Deben de habérselo llevado todo. Además, a los indios no les interesan más que las cabelleras.

—¿Tratarán ahora de asaltar a Kampa? —dijo Harris.

—Puede ser; y me parece acertado el consejo del gambusino de acampar aquí por ahora, pues así podremos saber algo de los cheyennes que operan por esta parte.

Condujeron a los caballos a un grupo de hierbas que les ocultaba completamente, y fueron a reconocer más detenidamente el coche-correo para ver si algo se había librado de la rapacidad de los indios.

Todo se lo habían llevado, excepto las cartas, que no podían servirles de nada.

—Disponemos dé la otra pata del oso —dijo Jorge, que no perdía nunca el apetito.

—Si quieres, la comes cruda —le contestó John—. El humo nos descubriría, y no deseo que los indios se lleven mi cabellera.

—Pero ¡calla! ¡Mira ahí, entre la hierba, una galleta que los indios han olvidado!

El gambusino se lanzó a ella, y alargando su mano, peluda como la de un mono, la cogió en seguida, diciendo:

—¡Para la muchacha; nosotros somos hombres!

—Después de todo, tiene razón —dijo Harris.

John arrojó la galleta a Minnehaha, que la cogió al vuelo, y para devorarla más tranquilamente se metió en el coche-correo.

——¡Te quedas en ayunas —dijo John a Jorge— por culpa de esta hija de condenados!

El cazador se encogió de hombros, sonriendo.

—¡Bah! ¡No hubiera podido masticar esta galleta! —dijo—, a pesar de los treinta y dos huesos de mi boca. ¡Deja que ella dé trabajo a los suyos, que son de perro!

Harris entre tanto, se ocupaba en examinar el horizonte por todos lados, dirigiendo miradas ansiosas.

El gambusino le había seguido, con la frente arrugada y sin pronunciar palabra.

Parecía preocupado y descontento. Si los asaltantes del correo hubieran sido guerreros de Mano Izquierda, no se habría mostrado, de seguro, inquieto.

—¿Nada? —preguntó el indian-agent al cazador, viéndole regresar.

—¡No, John!

—¿Ninguna columna de humo?

—¡Ninguna!

—Y, sin embargo, yo huelo a quemado.

—¡Qué olfato tienes!

—Querido, nací, puede decirse, en la pradera, y llevo muchos años a cuestas.

—Pues no se ve ninguna columna de humo.

—¡Bah! ¡Esperemos! —dijo el indian-agent—. Si vemos algo por ahí fuera retrocederemos a la llanura selvática y trataremos de llegar a Kampa, aunque temo que los cheyennes hayan hecho una visita a aquella estación. ¡Pobre Patt! ¡Aquel perro de Tarry-a-la cumplió su amenaza!

—Es la segunda vez que pronuncias ese nombre, que debe de pertenecer a algún indio. Tarry-a-la debe de significar, si no me engaño, la Flecha Volante.

—Así es, Harris.

—Pues ya que debemos permanecer aquí, cuenta. Así mataremos el tiempo.

—Tienes razón, Harris —dijo Jorge.

—¿Quién vigila?

—El gambusino.

—Tiene buena nariz y buenos ojos. Yo creo que la sangre que corre por sus venas casi toda debe de ser india.

Se sentó John sobre uno de los caballos muertos, cargó flemáticamente su pipa de monumentales dimensiones, y en tanto que los hermanos se tendían en la hierba, dijo:

—Me admira que vosotros, que sois cazadores, no hayáis encontrado en vuestras correrías al pobre Patt. Era el correo más estimado desde San Luis a San Francisco de California, y, como he dicho, había realizado felizmente no sé cuantos viajes, no sin tener algunas veces que disparar contra los indios que trataban de darle caza.

»Cierta noche llegó Patt a la pequeña estación de Tarant, donde le esperaban los caballos de relevo, y encontró en la posada, o factoría, a un colono irlandés, acompañado de una joven de dieciséis años apenas. Él era un squatter, ella, su hija. Valiente y decidido, labró en la pradera una magnífica hacienda, y estaba ya en camino de hacer una gran fortuna, cuando los indios se presentaron en su factoría, al mando del jefe llamado Tarry-a-la, o sea Flecha Volante.

»Iban con el pretexto de cambiar pieles por balas, pólvora y licores, según era ya costumbre en las factorías, donde los squatters realizaban sin peligros grandes ganancias.

»Todo hubiera ido bien, a no mediar el corazón de Flecha Volante. Ver a la hija del squatter y enamorarse locamente de ella, fue obra de un instante, y aquel piel roja formó el plan de tomarla por esposa, amenazando en caso contrario con terrible venganza. La respuesta del padre fue un solemne puntapié, que hizo tambalearse al indio. Tarry-a-la no protestó entonces. Vendió las pieles, recibió la pólvora y los licores, y antes de alejarse dijo en voz alta, lanzando al squatter una mirada terrible:

»—¡Nos veremos, y más pronto de lo que tú crees, rostro pálido!

»Durante algún tiempo, los indios no se dejaron ver.

»Ya el squatter empezaba a olvidar la aventura, cuando una noche encontró muertos todos sus ganados; otra halló que le habían inutilizado las cosechas, y al poco tiempo ardió una gran parte de su hacienda.

»Fácil era adivinar quiénes eran los autores de aquellas salvajadas, porque el squatter halló un día junto a la puerta de su casa un trozo de flecha envuelto en una piel de serpiente, lo que equivale entre los indios a declaración de guerra.

»Temiendo que el jefe indio llegara a robarle su hija, esperó un día al correo de San Luis, conducido por Patt, y se metió en él con la joven.

»Flecha Volante, que vigilaba, presenció la fuga; pero como en aquel momento no tenía cerca de él a ningún guerrero, limitó su rabia a lanzar esta amenaza:

»—¡Tú, Patt, que alejas de mí a la que sería mi mujer, volverás a la pradera, y entonces te arrancaré la cabellera!

»El valiente correo, acostumbrado a las bravatas denlos indios, no se dignó siquiera responder. Condujo al squatter y a su hija a San Francisco, y siguió haciendo sus viajes.

«Flecha Volante no había amenazado en vano. Furioso por haber perdido a la joven, juró un odio mortal contra el correo.

»Como veis, el indio ha cumplido su palabra. Ahí tenéis la prueba.

Y señaló el cadáver de Patt.

—Apuesto ahora mi pipa —añadió— contra un rifle a que a estas horas la cabellera de Patt adorna el escudo de Flecha Volante.

—¿Nos cabrá a nosotros igual desgracia? —preguntó Jorge.

—Espero que no —dijo John, levantándose para explorar el horizonte.

Apenas se habían puesto las manos como pantallas ante los ojos, cuando prorrumpió en un grito:

—¡Humo!

Todos se levantaron de pronto.

Hacia el Sur, a una gran distancia, se levantaba verticalmente una columna de humo.

—No puede ser un campamento indio —dijo John—. Más bien parece una gran factoría o una estación. ¿Será Kampa? ¿Qué os parece, gambusino?

—Puede ser —contestó secamente Nube Roja.

CAPÍTULO VIII. LOS «SQUATTERS» DE KAMPA

Persuadidos los expedicionarios de que se trataba de escapar de los tomahawk y de las lanzas de los chaye mies, montaron en un vuelo, y después de inspeccionar nuevamente el horizonte partieron hacia el Sur, hendiendo aquel océano de verdura, que parecía no tener fin.

Había recorrido, guiando siempre a sus compañeros, media docena de millas, y ya la columna de humo estaba muy cerca, cuando vio pasar ante él, con la velocidad de un huracán, una manada de caballos salvajes.

Habría unos cuarenta, todos de raza andaluza, que es la más extendida en aquellos terrenos; raza de pequeña alzada, vigorosa y de una resistencia increíble, que fue importada por los primeros conquistadores de Méjico, y más tarde por Hernando de Soto, que dio suelta a varias parejas en las orillas del Mississipí.

Se encuentran también numerosas yeguadas de caballos ingleses venidos del Oriente y que asimismo se han propagado extraordinariamente, a pesar de la gran caza que en ellos hacen los indios, que puede decirse son sus más encarnizados enemigos.

Por esta razón donde hay mustangos, o caballos salvajes, es difícil que cerca haya indios.

Al verlos correr lanzando alegres relinchos, John tuvo la seguridad de que por allí no había indios.

—Ahora estoy cierto —dijo a Harris, que admiraba la soberbia estampa de aquellos brutos—; ante nosotros no hay cheyennes. El caballo olfatea a gran distancia al piel roja, y huye de él como de la peste.

—Se diría que vienen de Kampa —exclamó el cazador.

—Tal vez les haya asustado el incendio.

—Siento no tener ocasión de cazar alguno.

—No faltarán ocasiones, camaradas. Por ahora pensemos en nuestra cabellera, y no en las crines de los caballos. ¡Oh! —dijo de pronto—. El humo ha cesado por completo. ¿Oyes algún disparo?

—No.

—¿Y vosotros?

—Tampoco —respondieron a una Jorge y el gambusino.

—Entonces, todo va bien.

Como para desmentirle, de repente los cuatro caballos, que avanzaban al trote, dieron un gran salto, cual si quisieran evitar cualquier obstáculo escondido entre la hierba.

Si no se hubiese tratado de habilísimos jinetes, los cuatro habrían caído a tierra; pero todos montaban muy bien, y la muchacha india sabía también sujetarse.

—¡Eh, John! —dijo Harris, armando prontamente el rifle.

El indian-agent respondió con una exclamación de disgusto.

—¿Una emboscada?

—Han puesto lazos entre la hierba —respondió el gigante, deteniendo su caballo.

—¿Quién? —preguntó Jorge.

—¿Quién quieres que sean más que los cheyennes? ¡Armad los fusiles, y quietos todos!

Como si hubieran comprendido las intenciones del jefe, los caballos se detuvieron en una sola línea, sin relinchar, que es lo primero que hubiera hecho un caballo europeo.

—¿Y bien? —preguntó Harris, mientras John registraba la hierba con el cañón de su carabina.

—Aquí había dispuesta una emboscada.

—¿Contra nosotros o contra el correo?

—Contra el correo, supongo.

—¿Habrá más lazos?

—Probablemente.

—Entonces, los caballos salvajes que hace poco pasaron galopando…

—Saltarían, como los nuestros —dijo el gambusino.

—Poned los caballos al paso —dijo John—. No quiero que se rompan las patas, y menos ahora. ¿Eh?…

En lontananza se oyó un sordo ruido, al cual siguió una columna de humo negro que se elevaba en la dirección de Kampa.

—Parece que ha hecho explosión algún depósito de municiones —dijo Harris—. Creo, amigo John, que el fuerte ha volado.

—Puede ser —dijo el indian-agent, con el ceño fruncido.

—¿Seguimos?

—Sí.

—Vamos, pues, a ver si los cheyennes son más crueles que los sioux, porque estoy cierto de que muy pronto vamos a encontrarlos.

—¡Calla y prepara los lazos! ¡Tal vez no sean ellos todavía!

Aquella segunda nube de humo se había disipado casi de repente, prueba de que la originó una explosión y no un incendio.

—¡Espoleadlos sin piedad! —gritó John—. ¡Todo, antes que acampar al aire libre, rodeados como estamos de cheyennes!

Recorrieron otro par de millas a galope tendido y con los rifles prontos a hacer fuego, pues temían a cada instante una de las traidoras sorpresas de los indios, cuando vieron desfilar entre las altas hierbas media docena de monumentales furgones arrastrados por cuatro o seis caballos, y que sirven a los emigrantes para recorrer la pradera cuando tratan de fundar factorías o tentar a la fortuna entre los placeres de California.

—¡Emigrantes! —gritó John—. ¿Adónde caminan?

Al ver a los cuatro jinetes, los conductores de los furgones pararon, gritando:

—¿Quién vive?

Eran quince o veinte, parte squatters y parte voluntarios de la frontera. Bajo los toldos de los carros se veían aparecer cabezas de mujeres y de chiquillos.

—¡Amigos! —respondió prontamente John, al ver que los viajeros apuntaban—. ¡Soy el indian-agent del coronel Devandel!

—¿Del coronel Devandel? —gritó una voz.

Un viejo todavía fresco y que ostentaba la divisa de los voluntarios con el grado de sargento se adelantó del grupo de los squatters y llegó cerca de los cuatro jinetes.

—¿De dónde venís? —preguntó.

—Del Laramie —contestó John.

—¿Sois fugitivos?

—¿Por qué preguntáis eso?

—¿No sabéis que los sioux han destruido completamente la columna del coronel?

—¿Cuándo? —preguntaron a una con doloroso estupor John, Harris y Jorge, mientras una perversa sonrisa contraía los labios de Nube Roja y de Minnehaha.

—Ayer, antes del alba —respondió el sargento.

—Nosotros salimos del campamento veinticuatro horas antes —dijo el indian-agent— para cumplir una misión del coronel. ¿Por quién sabéis que la columna ha sido destruida?

—Por un voluntario que ha pasado por Kampa para llevar la noticia a San Luis: creo que era el único superviviente.

—¿Y el coronel?

—No sé nada.

John miró con espanto a los dos cazadores, que estaban pálidos de emoción.

—¿Habéis oído, camaradas? —les preguntó con voz conmovida.

—¡Demasiado bien! —dijo Harris.

—¡Ha sido la terrible Jalta, la que ha dado el golpe! ¡Sabía que era el coronel el que mandaba la columna! ¿Qué habrá sido de aquel desgraciado? ¿Le habrá cogido vivo? ¡Oh! ¡Preferiría que hubiera muerto a la cabeza de sus valientes!

—Los hombres de su temple no se dejan coger vivos —dijo el sargento—. Debe de haber sido muerto.

Nube Roja y la muchacha cambiaron una mirada; pero no pronunciaron palabra.

—¿De dónde venís? —preguntó el indian-agent al sargento.

—De Kampa. He incendiado la estación y ahora trato de poner en salvo a la guarnición y a las familias de los squatters hacia California. Los cheyennes están ya en el campo, y los sioux tienen el paso libre. ¿Qué iba a hacer? ¿Esperar la muerte? Prefiero intentar la retirada, aunque no ignoro que más tarde o más temprano habré de encontrarme con los arrapahoes, que vienen del Lago Salado.

——Creo que habéis hecho bien —dijo John—. ¿Cuántos sois?

—Veintisiete comprendiendo las mujeres y los niños.

—Y cuatro, hacen treinta y uno, sargento, si queréis que nos unamos a vosotros.

—¡Con mucho gusto!

—¿Y estáis cierto de que los voluntarios del coronel Devandel que defendían la garganta han sido todos muertos?

—Sí.

—¡Cosa increíble!

Por las bronceadas mejillas del indian-agent resbalaron dos lágrimas.

—¡Bah! —dijo, encogiéndose de hombros—. ¡Esta es la vida de las praderas! Pero, como siempre, nos vengaremos de estos malditos pieles rojas.

—Señores —dijo el sargento, después de haber conferenciado con algunos squatters—, contamos con vuestro valor y con vuestras carabinas.

—¡Desde luego! —respondió John—. Aunque nosotros vamos hacia el Lago Salado, si no os somos molestos, nos incorporamos a vosotros.

—¡Sed bien venidos!

El sargento lanzó un grito gutural, y los seis pesados furgones, cargados de muebles y objetos, pues los colonos habían puesto a salvo lo mejor que poseían, se pusieron en marcha, haciendo chirriar las macizas ruedas, que carecían de cercos y radios.

Los cuatro jinetes se colocaron a retaguardia, junto al sargento.

Nube Roja se quedó un poco atrás, para hablar libremente con su hija.

—¿Has oído, Minnehaha? —preguntó a la muchacha, montada a la grupa del caballo.

—Sí —contestó la pequeña víbora.

—¡Siempre he dicho que tu madre es demasiado vengativa!

—¿No he hecho bien en vengar al pobre Pájaro de la Noche?

Una sonrisa sardónica se dibujó en los delgados labios del antiguo jefe de los corvis.

—Para tu madre, aquel valiente muchacho valía menos que mi pipa. ¡Tú no conoces a tu madre!

—Pero sé que los sioux la admiran y la respetan —dijo Minnehaha con cólera.

Nube Roja se volvió hacia su hija. La luna mostró al indio dos ojos de fuego y un semblante contraído por la rabia.

—Tú —dijo— llevas en tus venas la sangre de tu madre; pero creo que un día serás más perversa que ella.

—¡Es que también soy tu hija! —dijo Minnehaha con voz sorda.

—Es verdad. Eres hija de Nube Roja ¡y ay del que lo niegue!

Después de algunos momentos de silencio, el indio preguntó a su hija:

—Me has dicho que le mataste, ¿verdad?

—¿A quién?

—Al coronel, o, mejor dicho, al primer esposo de tu madre, o, mejor aún, al padre de Pájaro de la Noche.

—Así lo creo.

—¡Mejor! Pero no hablemos de ese rostro pálido. De un modo o de otro, debía morir, porque Jalta le odiaba demasiado para perdonarle.

—¿Y qué hacemos nosotros, ahora que mi madre está en la llanura al frente de los sioux?

—¡Mi mujer! —rectificó Nube Roja con sonrisa burlona.

—¡Mi madre! —repitió Minnehaha con imperio.

—¡Continúa! —dijo Nube Roja.

—Te pregunto lo que haremos nosotros.

—Iremos a buscar a Mano Izquierda, el jefe de los arrapahoes, y daremos el asalto a la hacienda de San Felipe. ¿No es eso lo que tu madre desea?

—¿Y si dejáramos a los rostros pálidos y saliéramos al encuentro de mi madre? Así podríamos dar el asalto todos juntos.

—Mi mujer puede estar todavía muy lejos, y prefiero buscar a Mano Izquierda.

—¿Y si a mí no me pareciera bien así? —exclamó la niña, rabiosamente—. Al lado de mi madre me considero más segura que junto a mi padre.

Un relámpago de fuego pasó por los ojos de Nube Roja.

Por segunda vez le contradecía su hija, y esta segunda vez experimentó un furor imposible de describir.

—Minnehaha —dijo con voz ronca—, los coyotes y los lobos negros corren bajo la hierba, prontos a precipitarse sobre la primera presa viviente que les arrojen. Si no fueses mi hija, a estas horas hubieras sido devorada por esas fieras hambrientas. Nube Roja vale tanto como tu madre, aunque lleve en sus venas sangre de corvis una nación que vale tanto como los sioux, que es la tuya. ¡Calla, que lo mando yo! Y, como ves, todos los que nos rodean son enemigos de tu raza. Si yo les digo que has matado al coronel, no tendrán piedad de ti, aunque seas una niña. ¡Silencio! ¡Nube Roja, tu padre, lo quiere!

CAPÍTULO IX. LA PRADERA ARDIENDO

Toda la noche, la caravana marchó a través de la pradera con dirección a la Sierra Escalada, no fiándose de detenerse en las frondosas orillas bañadas por el Yampa, afluente del Colorado, por frecuentar los indios aquellos sitios.

El sargento, John y Harris hicieron una pequeña excursión hacia el Norte, para asegurarse de que en aquella dirección no había sioux.

De los cheyennes no se preocupaban en aquel momento, ni menos de los arrapahoes, que no debían de mostrarse sino por Levante los primeros y por Poniente los últimos.

—Si los sioux han vencido al coronel, no tienen más camino para venir que el de la montaña —había dicho John.

Estaban ya para volver al campamento, cuando Harris, que iba delante de todos, tendió la diestra hacia una línea grisácea que había aparecido entre las hierbas en dirección al Yampa.

—¿Los ves, John? —preguntó.

—¡Una manada de bisontes! —exclamó el indian-agent.

—Que huyen hacia el Norte, cuando precisamente en esta estación corren siempre hacia el Sur —dijo Harris—. ¿No te parece eso extraño?

El indian-agent permaneció silencioso, profundamente alarmado ante la observación del cazador.

—Algún poderoso motivo debe de haberles obligado a cambiar de dirección —dijo al fin.

—Han olfateado al hombre rojo, su eterno enemigo —dijo Harris.

—Tenéis razón —dijo el sargento—. En esta estación el bisonte no retrocede nunca el camino andado.

—¿Habrán encontrado alguna columna de cheyennes?

—Es probable, Harris —respondió el indian-agent.

Después, volviéndose hacia el sargento, le dijo:

—¿Queréis un consejo?

—Decid.

—Levantad en seguida el campamento.

—Es que los animales están muy cansados.

—Hay que hacer un esfuerzo supremo para llegar a los pozos de Mogallón.

—¿Qué intentáis?

—Escondernos en una vieja mina de carbón abandonada hace muchos años. Yo he trabajado en ella, y conozco las galerías.

—¿Se halla muy lejos?

—En las primeras estribaciones de la Sierra Escalada.

—No sé si los caballos resistirán tanto —dijo el sargento, moviendo la cabeza.

—Id, y no esperéis a los cheyennes, que aquí nos matarían a todos, mientras que en los pozos encontraremos magnífico refugio.

—Lo intentaré —dijo el sargento.

Pusieron los caballos al galope y volvieron hacia el campamento.

Entretanto, la manada, que no era muy numerosa, pues se componía de unas quinientas cabezas, seguía corriendo entre la hierba, seguida de una verdadera horda de coyotes, entre los cuales se encontraba algún que otro lobo negro.

Parecían temerosos los bisontes, y al pararse breves momentos para comer buffalo-grass, su hierba favorita, volvían asustados la cabeza hacia el Sur, o sea en dirección del río.

Lo que sobre todo llamaba la atención de los cazadores era la maniobra de los bisontes machos.

En vez de permanecer a la cabeza de la manada, como es su costumbre, iban de un lado para otro, manteniendo siempre en el centro a las crías y obligando a las hembras a redoblar el paso, sin dejar de ventear el aire, levantando con inquietud el hocico y lanzando mugidos cavernosos.

—No están tranquilos —dijo Harris a John y a Jorge, mientras el sargento, después de haber cambiado algunas palabras con los squatters, hacía levantar rápidamente el campo, a pesar de las protestas de las mujeres y de los niños.

—Los bisontes —añadió Harris— no son tan estúpidos como se cree: cuando no están reunidos millares de millares, y se ven en corto número, huyen siempre del piel roja.

—Así es —añadió el indian-agent—. Pero si los caballos resisten hasta los pozos del Mogallón, tendremos un refugio espléndido y no nos descubrirán los indios. Los cheyennes por otra parte, deben de estar todavía lejos.

—¿Son pozos profundos? —preguntó Harris.

—¿Los de la mina? Setecientos u ochocientos metros, con inmensas galerías, algunas de las cuales suelen estar inundadas —respondió John—. Allí estaremos seguros.

—¿Y los furgones? —preguntó Jorge.

—Ya se darán por contentos los squatters si salvan su cabellera y la de sus mujeres, aunque pierdan los carros.

—Es que nosotros también perderemos nuestros caballos —dijo Harris.

—Se procurará defenderlos —respondió el indian-agent—. Por mi parte, prefiero salvar ahora mi piel, aunque luego tenga que buscar otro caballo. Las caballadas son todavía numerosas en el Utah, y desafío a cualquier vaquero a servirse del lazo mejor que yo.

La caravana estaba ya dispuesta a seguir la marcha.

A mediodía había recorrido ya algunas leguas, cuando John, que cabalgaba al lado del sargento, seguido del gambusino y de Harris, mientras Jorge iba a la retaguardia, se alzó bruscamente sobre la silla y aspiró con avidez el aire, calentado por un sol ardentísimo.

Los furgones atravesaban en aquel momento los límites de la pradera septentrional, rica de plantas, especialmente somaches y artemisas, secas a la sazón.

—Harris —dijo John con voz alterada—, ¿ves algo?

—Nada, John.

—¿Ninguna columna de humo?

—No.

—¡Mira bien, camarada! ¡No puedo engañarme!

Nube Roja, que había oído aquellas preguntas y respuestas, se acercó y dijo:

—Olor de humo; algo se quema en la pradera.

—¿Lo percibes tú?

—Sí.

—El viento sopla del Sur; luego el fuego debe de ser hacia el río. ¿Quién puede haberlo producido? Los indios, de seguro; no pueden ser otros. Además, ya sabemos lo imprudentes que son: por encender su pipa no reparan en incendiar un bosque.

—Eso es verdad, camaradas; pero no estoy tranquilo, y quisiera haber llegado ya a la mina.

—Por lo pronto, los caballos están extenuados —dijo el sargento.

—Cuando vean las llamas recobrarán su vigor.

Hacia el Sur avanzaba como un inmenso telón de tonos cárdenos y rojizos, coronado por un negro penacho de humo denso que hacía extrañas oscilaciones.

Se extendía con rapidez fulmínea y lo que más impresionaba era que tendía a formar como un inmenso semicírculo, en cuyo centro quedaba la caravana.

—¿Qué decís, sargento? —preguntó John a éste, que parecía aterrorizado.

—Que ese fuego debe de estar guiado por los hombres —respondió después el viejo guía de la caravana.

—Ese es también mi parecer —dijo Harris—. Si no cambia de dirección, tendremos cortada la retirada por tres partes.

—No importa, si podemos llegar a las minas. Todo depende de la resistencia de los caballos que arrastran los furgones.

—En caso desesperado —dijo el sargento—, los desengancharemos, y pondremos en las sillas a las mujeres y a los niños.

—Un esfuerzo supremo —dijo John—, o antes de media hora tendremos el fuego en las espaldas, y entonces…

Se interrumpió, poniéndose densamente pálido.

A lo lejos se oían gritos que parecían ladridos, pero que los hombres de las praderas no podían confundir.

Cuando el hombre rojo da una orden a la desesperada, lanza una serie de ladridos extraños, que no pueden, sin embargo, confundirse con los de los coyotes.

—¡Lo esperaba! —dijo John—. ¡Esos perros han incendiado la pradera alrededor de nosotros para impedirnos la huida! ¡Camaradas, valor! ¡Tenemos nuestros rifles, y las municiones no nos faltan! ¡Sargento, cuidad de los furgones; y vosotros, gambusino, Harris y Jorge, no os separéis de mí! ¡Resistiremos mejor cuanto mayor sea el peligro!

El grito de guerra de los indios provenía de dos partes: de Levante y de Poniente.

Los guerreros rojos espiaban ya a la caravana desde la noche antes, y habían tomado sus medidas para encerrarla entre el fuego, las lanzas y las carabinas, y destruirla completamente antes que saliera de la rolling-prairie. Como la hierba era altísima, no se les veía todavía; pero no debían de estar lejos. Precedían al incendio, permaneciendo ocultos hasta el último instante, para dar, según era su costumbre, un ataque decisivo e inesperado.

Gritos de angustia salían de los furgones. Las mujeres chillaban, lloraban los niños, y los squatters, lanzando maldiciones, fustigaban hasta hacerles sangre a los desgraciados caballos, los cuales no podían ya redoblar sus esfuerzos.

Aprovechándose de la altura de las hierbas, aquellos demonios se habían como incrustado en los flancos de sus caballos, estando así perfectamente a cubierto de las balas enemigas.

En el momento oportuno montarían sobre las gualdrapas que llevaban en lugar de sillas.

—¿Deberemos esperar? —preguntó Harris a John—. ¡El rifle quiere ya lanzar fuego!

—¡Yo también siento deseos de soltar plomo! —dijo Jorge.

John levantó el rifle y lanzó el primer disparo, gritando:

—¡Disparad a la cabeza!

Nube Roja murmuró algunas palabras entre dientes, y después interrogó a Minnehaha con la mirada.

—¡No son los nuestros! —dijo la muchacha.

—No; son los cheyennes.

—Que si nos cogen, no nos harían daño a nosotros. ¿No son nuestros aliados?

—Sí; pero las balas que van a silbar ahora no nos conocen —respondió Nube Roja.

—¡No me dan miedo!

—Ahora quedémonos aquí hasta ver lo que le pasa a ese maldito indian-agent. Cuando sea preciso, seremos nosotros los que nos apoderemos de los hijos del coronel.

—¡Es lo que mi madre quiere!

—¡Tu madre quisiera también mi pellejo! —dijo el jefe de los corvis, haciendo un gesto de ira.

En aquel momento sonaron las primeras descargas, mezclándose las detonaciones con los gritos de guerra de los cheyennes.

CAPÍTULO X. LA MINA DE MOGALLOIS

Los pieles rojas estaban decididos a hacer una buena cosecha de cabelleras humanas y a desahogar contra aquellos desgraciados la inextinguible sed de rabia que sentían contra la raza conquistadora que les privaba de sus territorios de caza.

Eran más de doscientos, y corrían como demonios, agitando sus brillantes escudos adornados de cabelleras humanas, sus terribles tomahawk y sus lanzas y carabinas entre espantosos ladridos.

—¡Sosteneos firmes! —gritó John, que peleaba a la cabeza de los voluntarios de la estación—. ¡Tratemos de diezmarlos antes que puedan hacer uso del tomahawk!

Al llegar a doscientos metros de los furgones, los caballos de los indios dieron una vuelta, como hemos dicho, y retrocedieron ante el fuego graneado que los del campamento hacían.

Esta momentánea retirada la aprovechó John para que los carros se pusieran nuevamente en marcha, la cual no pudo durar mucho tiempo.

El fuego avanzaba cada vez más rápidamente, lanzando ya sobre los furgones encendidas chispas, y los pieles rojas, algo repuestos, disparaban de nuevo.

—¡Triste jornada! —exclamó el indian-agent—. ¡Valía más que esta gente hubiera permanecido en la estación! ¡Este combate acabará en una espantosa carnicería!

La lucha se había entablado nuevamente con gran furia.

Viéndose perdidos, los squatters no tenían más que una sola idea: matar todos los indios que pudieran antes de caer ellos.

John, Harris, Jorge y el gambusino, aunque éste de bastante mala gana, hacían desesperadas descargas al frente del pequeño grupo de defensores.

Sus esfuerzos eran vanos, sin embargo.

Los terribles pieles rojas, enardecidos cada vez más por el ataque, empezaron a hacer uso del tomahawk, que lanzaban con gran destreza a la cabeza del enemigo.

Bien pronto el último furgón, que comenzaba ya a ser envuelto por el humo, fue asaltado por los indios, y entonces empezaron los horrendos asesinatos.

Los squatters que le defendían, cinco o seis en total, fueron muertos a tiros y lanzadas; las mujeres, sujetas sobre los caballos, y alejadas de allí para ser esclavas de los indios; y los niños, lanzados al aire, recibidos luego en la punta de las lanzas, y arrojados por último contra los muelles de los coches, donde se rompían el cráneo.

Nadie había podido acudir en socorro de aquellos desgraciados, pues cada cual tenía bastante con atender a su propia defensa.

John y sus compañeros atendían en la vanguardia a contener a un numeroso grupo de pieles rojas que especialmente dirigía contra ellos sus ataques.

Un momento después cayó otro furgón en poder de los indios. Los defensores fueron muertos y arrancada su cabellera, como lo habían sido las de sus compañeros, robadas las mujeres y pasados a cuchillo los niños: eran ya los indios dueños del campo, y cargaban por todas partes, incendiando los toldos de los carros y sembrando la muerte en sus defensores.

Había llegado el momento inexorable del «¡Sálvese el que pueda!»

—¡Huid! —gritó John—. ¡Qué cada uno piense en su propia salvación!

Y dio a correr, hincando las espuelas en su caballo hasta rajar sus ijares.

Minnehaha, estrechada contra su padre, se encogía con raro acierto cada vez que cualquier bala o cualquier tomahawk amenazaba herirla.

John imaginaba que le seguían, si no todos, al menos algunos de los squatters y de los voluntarios; pero se engañó.

Los indios cerraron sus líneas como una masa imponente, y con rapidez fulmínea rodearon los furgones, impidiendo así a los desgraciados que estaban dentro de aquel círculo de muerte desparramarse huyendo por la pradera.

Entonces empezó un combate feroz y espantoso, sin cuartel por una parte ni por otra.

Los squatters, atrincherados en los carros, oponían una desesperada e inútil resistencia, y eran fusilados casi a quemarropa por los pieles rojas.

Algunos, guiados por el sargento y varios voluntarios, intentaron forzar la línea para buscar la salvación en la pradera; pero sus caballos, faltos de fuerza, no pudieron avanzar, y uno tras otro fueron cayendo aquellos desgraciados hombres, a quienes los feroces indios remataban con el tomahawk y les arrancaban en seguida la cabellera.

John y los suyos se pararon después de una carrera de cuatrocientos pasos, y volvieron a disparar contra los indios. Aunque Nube Roja hacía también fuego, era muy difícil decir si sus balas se dirigían contra los indios o contra los desesperados defensores de los últimos carros.

Los gritos de las mujeres, que eran conducidas a través de la pradera, y los de los últimos squatters estaban ya para extinguirse, cuando una banda de cuarenta pieles rojas lo menos, guiados por un jefe que se pavoneaba bajo su extraño y pintoresco trofeo, se separó de los furgones, poniéndose en persecución de los cinco fugitivos.

—¡Camaradas! —gritó John—. ¡Todo ha concluido para nosotros si esos indios nos alcanzan! ¡O llegamos pronto a las minas, o nos asesinan aquí!

Los gritos de guerra de la banda ahogaron sus últimas palabras.

Los cuatro caballos partieron como flechas hacia la Sierra Escalada, en tanto que el fuego consumía los carros, en los cuales no quedaba vivo un solo defensor.

La caza comenzaba; una caza emocionante a través de los últimos planos de la pradera, que los fugitivos recorrían desesperadamente.

Los indios habían dispuesto abrirse en ala para cortar el paso a los fugitivos; pero los caballos de éstos parecían ser voladores, y con un impetuoso arranque adelantaron gran trecho a los pieles rojas.

Eran potros escogidos con gran cuidado, amaestrados con esmero y perfectamente habituados lo mismo a largas carreras que a prolongados ayunos.

En pocos momentos estuvieron los fugitivos a quinientos o seiscientos pasos de los indios, y ya casi podían creerse fuera del alcance de las carabinas de éstos, y cuya mala puntería conocían muy bien los cazadores.

—¡No pensemos más que en nosotros! —dijo John a Harris y a Jorge, que iban a su lado, mientras Nube Roja marchaba detrás para poder hablar con Minnehaha—. ¡Nuestro Gobierno vengará algún día a estos desgraciados!

—Pero ¿no habrá quedado ni uno vivo? —preguntó Jorge.

—Suelen dejar uno para atarle al palo de la tortura y arrancarle las carnes poco a poco. Es el tormento más cruel que puede imaginarse.

—¿Está muy lejos la mina?

—Una hora, lo menos.

—Cuando lleguemos allí, tendremos que abandonar nuestros caballos —dijo Jorge—. Será imposible hacerles descender a la mina.

—¡Gracias que salvemos nosotros la piel! Si seguimos con estos cien metros de ventaja, lograremos llegar.

—Y luego, ¿cómo seguiremos adelante? El Gran Lago está todavía muy lejos, y la hacienda más.

—De un modo o de otro, llegaremos; yo te lo aseguro. Además, ¿no tenemos nuestros lazos? En la pradera abundan los mustangos salvajes.

—Tenéis razón, John —dijo Harris—. Por ahora pensemos en poner en salvo nuestras cabelleras.

En aquel momento resonó una descarga, y varios proyectiles pasaron silbando muy cerca de los caballos.

—¡Mil cuernos de bisonte! ¡Disparan aún! ¡Espolead, camaradas! ¡Ciento o ciento cincuenta metros de ventaja durante algún tiempo, y estaremos libre de peligro! ¡Hof!… ¡Hof!… ¡Adelante!

Los cuatro mustangos, espantados por las detonaciones, y sobre todo por el incendio, cada vez más propagado en los furgones, que ardían con siniestros crujidos, hicieron un esfuerzo supremo, mantenido además por los espolazos de sus jinetes, y adelantaron otro centenar de metros.

Los indios, cada vez más furiosos, lanzaron gritos terribles y trataron de reconquistar la distancia perdida; pero únicamente el jefe de la banda, que hacía tremolar al viento su trofeo de plumas, pudo avanzar hasta cerca de los fugitivos.

—¡Ah, perro! —gritó John, furioso, armando rápidamente el rifle—. ¡Yo no te arrancaré la cabellera, pero la vida sí te la quito!

El jefe estaba ya a unos ochocientos metros de distancia, y avanzaba con creciente velocidad, apuntando con una gran carabina, que, indudablemente, debía de servirle para cazar bisontes u osos grises, animales que no caen si no les entra en el cuerpo una buena dosis de plomo.

—¡No perdáis el tiempo, John! —gritó Harris.

—¡Sólo pido dos segundos! ¡Todos los días no se presenta ocasión de matar a un sakem!

—¡Tira, pues!

Sonó un disparo. El caballo del jefe cayó pesadamente a tierra; pero el sakem, ileso, se puso de pie en seguida.

—¡Perro! —gritó John, que difícilmente erraba sus tiros.

Y empezó a lanzar maldiciones, mientras los indios iban acercándose cada vez más.

—¡Un buen caballo vale lo que un indio! —dijo Harris—. Si ese jefe está a pie, me importa menos que un coyote.

—¡No creía que ese tunante tuviera tanta suerte! —dijo el indian-agent, que había recobrado su puesto en la pequeña caravana y cargado nuevamente su rifle.

—Más tarde le mandaréis a las celestes praderas que el gran Manitú, dios de los indios, tiene preparadas para sus pieles rojas.

—¡Hum! ¡Hubiera preferido matarle ahora!

—¿Y qué importa uno más o menos? He ahí el grueso de esa gente, que ya nos pisa los talones. Si no encontramos pronto los pozos, no tendremos nada que envidiar a los pobres squatters.

—La mina está más cerca de lo que tú crees —dijo de pronto el indian-agent, fijándose en las primeras estribaciones de la sierra.

Los cuatro caballos galopaban desenfrenadamente y con un vigor capaz de maravillar a cualquiera.

La sierra casi podría tocarse ya con las manos.

No era una gran cadena imponente, como la Nevada o la del Laramie, pero, sin embargo, tenía cimas y picos que se alzaban a considerable altura.

CAPÍTULO XI. EN LAS ENTRARAS DE LA TIERRA

Los cuatro hombres se encontraron en el fondo de la mina, a la entrada de una vasta galería, en la cual se veían ruinosas construcciones y gran número de vagonetas, que debieron de haber servido para el transporte del mineral.

—¡Retiraos todos, que no os alcance la cadena! —dijo John.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Harris.

—Impedir que los indios bajen.

—¿Haciendo caer la cadena?

—Precisamente.

—¿Y después, cómo saldremos nosotros?

—¡Dejadme hacer a mí! ¡Pronto! ¡Oigo el galopar de los indios!

Nube Roja, la muchacha y los dos cazadores se refugiaron en la galería.

En aquel momento oyeron un ruido fragoroso, que repercutió.

John había tirado de uno de los extremos de la cadena, y dejado caer el otro desde una altura de trescientos metros.

—¡Qué vengan a encontrarnos ahora! —dijo con satisfacción—. ¡Si quieren intentar el asalto, no seremos nosotros quienes se lo impidamos!

Escuchó un rato con atención, y aunque el retumbar del ruido de la cadena oíase todavía en la mina, percibió los lejanos gritos de los indios.

—Se habrán enfurecido al no encontrarnos —dijo.

En pocos saltos alcanzó a sus compañeros, que esperaban sin saber adonde dirigirse.

—John —dijo Harris—, considérame como a un ciego.

—Yo tengo la vista buena, y la memoria mejor —respondió el gigante—. Es la galería número tres la que debemos seguir si queremos volver a ver el sol.

—¿Hay, pues, otra salida?

—En otro caso, ¿hubiera dejado caer la cadena? ¿O es que crees que pienso que muramos todos aquí?

—¿Y dónde está esa galería número tres?

—Desemboca junto a un gran precipicio, a pocas varas de aquí. Para salir por ella no veo más que un peligro.

—¿Cuál?

—Que habrá mucha agua. Esa galería es la más baja de las catorce que hay en la mina.

—Pues la cruzaremos a nado.

—¡Demonio!

—¿Qué ocurre ahora? —exclamaron los dos cazadores al ver que John se daba en la cabeza enormes puñetazos.

—¿Y el grisú? Podríamos encontrar las galerías invadidas por ese gas maldito, y entonces ¡ay de nosotros! Si no encontramos lámparas de seguridad, será una imprudencia temeraria llevar encendida la mecha de ocote. Es verdad que, por suerte, he sido fireman y sé cómo se maneja ese gas. Veremos; tal vez haya por ahí alguna lámpara olvidada. Dame la torcida, Jorge, a ver si la encuentro en esta barraca. Si la llama se alarga y se vuelve azulada, os aconsejo que no deis un paso adelante.

Era el más alto de todos, y como el grisú, más ligero que el aire, tiende a subir, la mecha encendida que llevaba en alto hubiera delatado en seguida la presencia del peligroso gas.

—Por ahora no hay nada que temer —dijo John—. Es verdad que estamos cerca del pozo, y estos sitios están bien ventilados. La otra galería será la que pueda darnos un susto.

Entró en la barraca, construida con madera y láminas de cinc, y después de un corto examen dio un grito de alegría.

—¡No hay más que una, pero bastará! —dijo el indian-agent apareciendo.

Llevaba en la mano una lámpara sencillísima, cubierta por una especie de tubo o envoltura de fina tela metálica.

Era la famosa lámpara de seguridad de Davy, a quien millones y millones de mineros deben reconocimiento eterno, porque impide al grisú ponerse en contacto con la llama e incendiarse.

—¡Buen hallazgo! —dijo Jorge con un gesto de desprecio.

—¡No sabes tú lo útil que es esta lámpara, camarada! —dijo John con voz grave—. Sin ella, no podríamos salir de aquí.

Ahora podemos avanzar tranquilamente, sin temor a una explosión espantosa.

—Pero ¿está llena? —preguntó Harris, que había oído hablar del alumbrado que usaban los mineros.

—Hasta los bordes; pero sólo la encenderemos después, cuando se note la presencia del grisú. ¿Queréis seguirme?

—¡Un momento! —dijo el gambusino—. ¿Nos extraviaremos en las entrañas de la tierra?

—¿No he dicho yo que conozco la mina? He trabajado aquí dentro.

—Hubiera preferido seguir sobre mi caballo. No me gusta la oscuridad, y sé, además, que el oro no se encuentra en las profundidades de la tierra.

—Si no nos hubiera usted seguido, a estas horas le habrían matado los indios.

—Puede ser; pero sentiría haber salvado mi piel y la de esta muchacha para ser enterrados vivos en esta mina.

—Podíais haber permanecido fuera del pozo —dijo John, impaciente—. ¡Harris, Jorge, seguidme! ¡El que quiera permanecer aquí, que se quede!

Nube Roja miró a Minnehaha, que conservaba su impasibilidad, y en seguida se decidió a marchar detrás del gigante y los dos cazadores, llevando de la mano a su hija.

Atravesaron la plazoleta, en la cual convergían todas las galerías abiertas en la mina, y John se detuvo ante una que tenía dos metros de anchura por poco más de alto.

Metió en ella la mano en que tenía la mecha, y se fijó en la llama.

—¡No, no hay aquí grisú! —dijo.

Un número 3 pintado de blanco se distinguía en lo alto de la armadura de entrada.

—¡Con tal que la gran fosa que los mineros llamaban Mar Muerto no esté llena de agua, me doy por contento! Si es así, pasaremos. ¡Adelante, amigos; vamos por buen camino!

Se pusieron en marcha uno detrás de otro, porque interceptaban el camino grandes bloques de carbón, así como varias carretillas, y sin separar las manos de la pared.

Algún grave siniestro debió de haber acaecido allí mucho tiempo antes, porque de trecho en trecho se notaban grandes averías en la armadura.

Probablemente, el grisú había hecho una de las suyas, por imprudencia de algún minero.

John, que estaba atento a todo, debió de notar algo extraño, pues acortó los pasos, deteniéndose además de vez en cuando para alzar la llama; pero ésta permanecía fija y sin cambiar de color.

—Y bien —preguntó Harris al notar que John parecía inquieto—; ¿te preocupa todavía el grisú?

—Sí, camarada. Temo a ese elemento, que nos quema, nos asa y nos destruye.

—Pues enciende la lámpara.

—El camino que debemos recorrer es largo, y no tiene aceite más que para cinco horas a lo sumo. Ya nos serviremos de ella cuando tengamos enfrente el maldito gas.

En aquel instante comenzó a oírse un ruido lejano, que iba propagándose poco a poco por las entrañas de la tierra.

—¿Qué es eso? —preguntaron, alarmados, los cazadores.

—Debe de ser un trueno —contestó John después de vacilar un instante—. Ya sabéis que ésta es la estación de los huracanes.

—Parecía como si se hubiera hundido algo —dijo Harris.

—¿No os inquieta ese ruido? —preguntó Jorge.

—Sí y no. En lo que pienso siempre es en el Mar Muerto.

—¿Estará lleno?

—No lo sé. Veremos más tarde. ¡Adelante ahora!

—¿Está muy lejos?

—Espero que lo veremos dentro de pocas horas. Entretanto, no quitéis la vista de la lámpara y avisadme si se alarga la llama.

Siguieron caminando cada vez con más dificultad por entre aquellos montones de carbón.

Habrían recorrido quinientos o seiscientos pasos más, cuando John encontró suspendida una lámpara de seguridad, que conservaba aún buena provisión de aceite.

—¡Otra fortuna que nos sale al encuentro! —dijo.

—¡A tiempo viene! —añadió Harris.

—¿Por qué?

—¡Repara, repara! ¡La llama de la mecha se torna azulada!

—¡Demonio!

El gigante se echó a tierra, encendió la lámpara, y apagó la mecha en un gran charco de agua que tenía al lado.

—¡Si lo decís un momento después!

John, que había encendido la lámpara medio llena con el fin de conservar la otra para mejores ocasiones, se aseguró de que la cubierta metálica estaba intacta.

—¿Está seguro —preguntó Harris— de haber visto oscilar la luz y cambiar de color?

—Sí, John.

—Yo lo he visto también —añadió Jorge.

—Ya os dije que tenía la certeza de que nos saliera al encuentro el maldito grisú. ¡Qué fortuna que hayamos encontrado estas dos lámparas! Sin ellas, hubiéramos provocado una explosión, y habríamos volado en pedazos.

—¡Prefiero la ancha pradera, aunque vengan siguiéndome los indios! —dijo Jorge—. ¡Me moriría antes de un mes si tuviera que habitar en estos antros tenebrosos!

—¡Y bien! —ordenó John—. ¡Adelante!

La galería comenzaba a descender rápidamente.

A derecha e izquierda se abrían de vez en cuando antros tenebrosos, en cuyas profundidades se oían como mugidos de torrentes.

Los truenos continuaban repercutiendo en la extensa mina y propagándose de galería en galería con marcada velocidad.

Parecía que en la superficie de la tierra se desarrollaba en aquellos momentos un horrible huracán de los más destructores.

Los cuatro hombres y Minnehaha hicieron otro recorrido de unos seiscientos metros, y advirtieron que en la galería, hasta entonces perfectamente seca, comenzaba a reinar una humedad pegajosa.

A través de los carcomidos palos de la armadura caían de la bóveda gotas cada vez más abundantes.

Por las paredes descendían también gruesos lagrimones, y al caer unas y otros al suelo formaban un arroyo cada vez más crecido.

—Esta es la parte más peligrosa de la mina —dijo John, que seguía siempre a buen paso—. Fue la primera que los ingenieros tuvieron que abandonar a causa de las filtraciones y de la abundancia de grisú. ¡Cuidado con encender las pipas! ¡Estad alerta!

—¡Pues no vendría mal una fumadita entre tanta humedad! —dijo Jorge.

—Más tarde podrás hacerlo. Estamos ya casi al final del camino. El Mar Muerto no debe de estar lejos.

A la luz de la lámpara leyeron entonces todos en una viga atravesada en la galería este aviso alarmante, en grandes letras:

PROHIBIDO EL PASO: GRISÚ

El camino parecía como ensanchado por algún terrible estallido. Las paredes, destruidas en muchas partes, presentaban también señales de alguna catástrofe.

Indudablemente, cuando la mina estaba en plena explotación, debió de ocurrir allí una explosión tremenda de grisú, que de seguro produciría innumerables víctimas.

—Señor —dijo Nube Roja, agarrando a John por el brazo—, ¿nos lleváis a la muerte?

—¿Por qué dices eso?

—¡La muchacha tiene miedo!

El indian-agent sé encogió de hombros.

—¡Qué se hubiera quedado entre sus compatriotas! —dijo luego—. ¡De seguro no la habrían arrancado la cabellera!

—¿Es ahora vuestra prisionera?

—No; y si no quiere seguirnos, ni tú, volveos: os lo permito. Salen ustedes del pozo y abran a los cheyennes. Después de todo esta chica es ágil como un mono.

—Eso, sería asesinarla. Si vos no queréis encargaros de esta niña, yo velaré por ella.

—¡Haced lo que queráis, que nosotros estamos ya cansados de esa mona! Y vosotros, amigos —añadió, dirigiéndose a los dos hermanos—, ¿no oís mugir ante nosotros una gran masa de agua?

—Sí —respondió Harris.

—¡Alto, camaradas! ¡Eso es el Mar Muerto!

CAPÍTULO XII. EN EL «MAR MUERTO»

Habían llegado, descendiendo siempre por pendientes que parecían precipicios, ante un vastísimo lago cuyo final se perdía en las oscuras profundidades.

—¿Es éste tu famoso Mar Muerto? —preguntó Harris, que trataba en vano de distinguir la orilla opuesta.

—Sí —respondió John.

—¿Ancho?

—No más que doscientos metros, cuando yo trabajaba en la mina.

—¿Y ahora?

—No lo sé. La luz de mi lámpara no se extiende mucho.

—Tú has dicho que existe una galería al lado allá de este mar, que parece de tinta.

—No; una abertura natural que va a parar sobre un abismo.

—¿Y desde allí veremos el sol?

—Sí, Harris.

—¡Entonces, todo va bien!

John permaneció silencioso, con la mirada fija en el Mar Muerto, sobre el cual proyectaba la luz de su lámpara de seguridad.

Aunque la temperatura en la caverna era bastante fresca, gruesas gotas de sudor cubrieron la frente del indian-agent.

El fragor aumentaba en intensidad, y el agua del lago subía de nivel, ondulando impetuosamente.

—¿Qué sucede, John? —preguntaron Jorge y Harris con voz alterada, en tanto que Nube Roja cargaba a Minnehaha sobré la espalda.

—¿Es que la fortuna va a volvernos la espalda? —murmuró el indian-agent.

—¡Habla, John! —gritó Harris.

—Temo que las aguas del Mar Muerto inunden la mina. Este diluvio que está cayendo fuera puede causar nuestra muerte segura.

—¿Y ese ruido que no cesa?

—Son las aguas que se precipitan por la mina, y que acabarán por encontrarse con las del Mar Muerto.

—Entonces, ¿vamos a morir aquí ahogados?

—¡No lo sé! —contestó John, cruzándose de brazos.

—¿Enciendo una mecha para ver algo más? —preguntó Jorge.

—¡Guárdate de ello! ¡El grisú ronda por aquí!

—¿Qué hacemos entonces? —preguntó el gambusino, que empezaba a impacientarse—. ¿Atravesamos este lago o no lo atravesamos?

—Si tenéis prisa, hacedlo —respondió John—. Pero no os aseguro que en la otra orilla haya desaparecido el peligro que aquí os amenaza. Es verdad que el paso que debe guiaros fuera de la mina está en aquel lado.

Los cuatro hombres metieron en los sacos de viaje los vestidos y las mantas, se sujetaron alrededor de la cabeza los fusiles, las municiones y las mechas de ocote, encendieron la segunda lámpara de seguridad, y bajaron hasta las orillas del tenebroso lago, cuyas aguas agitadísimas subían a ojos vistas.

De todas partes, y hasta de la galería que los fugitivos acababan de recorrer, precipitábanse torrentes de agua negra saturada de polvo de carbón, los cuales producían al caer en el Mar Muerto un fragor tal, que los cuatro hombres no podían entenderse.

El indian-agent, que llevaba sobre la cabeza la lámpara más llena, nadó con ímpetu hacia el frente, hasta que tuvo que dar un pequeño rodeo para evitar que las aguas, al romperse en una roca que cerraba el paso, le mojaran el rifle y las municiones.

Los otros le habían seguido, espantados de aquel incesante retumbar que estremecía hasta en sus cimientos las montañas.

El último iba Nube Roja, llevando sobre la espalda a Minnehaha.

Acostumbrado el indio a atravesar los gigantescos ríos de la América del Norte, no parecía que le embarazaran mucho su hija ni el bagaje que llevaba encima.

John avanzaba con rapidez, manteniendo en alto la lámpara de seguridad; detrás iba Jorge, y más lejos Harris, que llevaba la segunda lámpara para alumbrar al gambusino.

Las aguas de aquel estanque, que debía de ser profundísimo, estaban extremadamente frías e impregnadas de polvo de carbón.

Por fortuna, las agitaciones de aquellas aguas estaban sólo en la superficie, y eran producidas por los torrentes que desembocaban en la laguna.

¡Ay de los pobres fugitivos si aquel pequeño mar hubiera tenido oleaje! Los cuatro desgraciados habrían corrido el peligro de que se les apagara la lámpara, y entonces, sin luz que los guiara, su muerte hubiera sido segura.

CAPÍTULO XIII. HORAS DE ANGUSTIA

Casi a la orilla del lago surgía una roca, no de gigantescas dimensiones, pero lo suficientemente amplia en su cima para que en ella pudieran encontrar refugio los fugitivos.

Si la inundación seguía, aquel asilo sería el último en ser invadido por las aguas, lo que permitió a los cuatro hombres y a la niña concebir esperanzas de librarse de la muerte.

Cargados con las armas y los sacos de viaje, atravesaron cuatro o cinco profundas hendiduras, en cuyo fondo mugía el agua, y ayudándose unos a otros lograron trabajosamente alcanzar la cima, cuyos flancos estaban cortados casi a pico.

Como había calculado muy bien el gigante, la pequeña plataforma que les servía de asilo era tan alta que casi tocaba la bóveda del antro, y en cuanto a sus dimensiones, todos pudieron colocarse con cierta holgura.

—¡Ya estamos en casa! —dijo Harris, que no había perdido su buen humor—. ¡Sólo siento no poder encender lumbre ni fumar mi pipa!

—Ni tampoco asar la suculenta pata del oso que tu hermano trae a la espalda —añadió John.

—¡Si no la tengo! —replicó Jorge—. Como no habíamos de comerla cruda, me desembaracé de ella al atravesar el Mar Muerto.

—Pues cometiste una imprudencia —dijo Nube Roja—. Cuando el hambre aprieta, la carne cruda no es despreciable.

—¡Es verdad! En ese caso, podéis bajar a recogerla al fondo del agua. Todavía no se la habrán comido los caimanes, si es que los hay allí.

El jefe de los corvis no respondió y se sentó al lado de Minnehaha, que temblaba de frío, y cuyos dientes castañeteaban como los de un lobo de la pradera.

En tanto, el nivel de las aguas subía cada vez más con rapidez alarmante.

No teniendo el lago desagüe alguno, su caudal crecía, pues en él desembocaban todos los torrentes de la mina, y poco a poco iban cubriéndose las rocas que le circundaban.

Por todas partes se precipitaban las aguas, y hasta por la bóveda se filtraba en chorros que producían gran ruido al caer.

El camino que se encontraba ante la galería de la mina debía también desaparecer muy pronto.

Si no cesaba pronto el huracán, toda la gruta sería invadida por las aguas.

Los cuatro hombres y la niña, estrechamente unidos unos a otros, tiritaban de frío, recibiendo encima las filtraciones de la bóveda, que les caían en forma de copiosa lluvia, y preguntándose a cada instante cómo iba a terminar aquella espantosa aventura.

Morir al aire libre, en un combate entre las verdes hierbas de la pradera, enardecidos por la pólvora y las peripecias de la batalla, tenía, hasta cierto punto, su parte bella y consoladora; pero espirar bajo tierra, entre tinieblas espantosas, sin lucha posible, sin medios para intentar defensa alguna, era horroroso, y aquellos desgraciados sentían frío en el corazón al pensarlo. Sin atreverse a comunicarse unos a otros sus zozobras ni sus temores, permanecían quietos, aterrados, observando el nivel de las aguas, que subía y subía.

Nube Roja fue el primero que rompió aquel larguísimo silencio.

—¿No notáis que el aire empieza a faltarnos? —preguntó, después de haber tratado en vano de ensanchar sus oprimidos pulmones.

—¡Sí, sí! —dijo Harris—. Hace ya un rato que no respiro bien. ¿Será el grisú, John?

—No —respondió el indian-agent.

—Entonces, ¿cómo explicas esto?

El gigante evitaba contestar.

—¡Di algo, camarada! —insistió Harris.

—Mira la lámpara —dijo John al cabo de un rato—. ¿Brilla su luz como antes?

—No. ¿Le faltará aceite?

—Yo tengo —dijo Jorge—; pero no es eso: es que la lámpara respira mal, como nosotros.

—Tú has dicho la verdad —añadió John—. El aire, cada vez más enrarecido, acabará por faltarnos si las aguas siguen creciendo.

—¿Y la galería de las serpientes?

—Ya debe de estar muy sumergida, al menos en su parte inferior.

—¿Debemos morir asfixiados?

—Todo depende del huracán.

—¡Intentemos algo, John!

—¡Sí; lo imposible!

—¿Estarán todavía las serpientes en la galería?

—No. Habrán ganado las hendiduras libres del agua; pero no saldrán a la pradera hasta que el huracán cese.

—¡Mejor hubiera sido para nosotros caer entre los sioux en el Funeral como el coronel y nuestros compañeros!

John se levantó, haciendo un gesto desesperado.

—Amigo mío —le dijo Harris—, no olvides tu máxima de que siempre se debe tener confianza.

—Y no la pierdo —dijo el indian-agent con resolución.

—Entretanto, el aire empieza a faltamos.

—Respira más despacio.

—¡Qué hombre tan extraordinario! —exclamó Jorge.

—La paciencia —contestó John—, es la mejor valentía. Después de todo, todavía no hemos muerto.

Y abría la boca para absorber la mayor cantidad posible de oxígeno en aquella atmósfera enrarecida.

—Pero moriremos muy pronto —añadió el gambusino.

—¿Quién te lo ha dicho? —respondió John acremente.

—Esta niña respira mal.

—¡Qué se vaya al diablo!

—¡Es una niña!

—¡Una víbora!

Nube Roja hizo un esfuerzo supremo para no hacerse traición. De lo contrario, se hubiera lanzado como una fiera sobre el indian-agent.

Se mordió los labios y no dijo una sola palabra.

John permanecía con los ojos fijos en la lámpara.

Al cabo de un rato se le escapó este grito:

—¡Se aviva!

—¿El qué? —preguntaron, ansiosamente, los otros.

—¡La llama!

—¿Y el agua?

—¡No aumenta! —respondió Nube Roja, que se había inclinado hacia el Mar Muerto.

—¡Y los truenos han cesado! —dijo Jorge.

—¡Y la tormenta decrece! —añadió Harris.

El indian-agent descendió algunos pasos con gran cuidado, y avanzando la lámpara la vio brillar cada vez más, lo que demostraba que se había establecido la comunicación del aire.

—¿No moriremos asfixiados? —preguntó Harris.

—Por el aire, creo que no. Ahora, si el huracán se repite, entrará aquí tanta agua, que esto será nuestra tumba. Entretanto, contentémonos con respirar.

—O, mejor, con prolongar nuestra agonía —dijo Harris.

John se encogió de hombros sin responder, y alzó la lámpara, observando la bóveda.

—¡Diablo, no veo ninguna grieta! ¿De dónde viene este aire? ¿Estará descubierta la salida? Si, como creo, las serpientes han huido, por allí podremos escapar. ¡Sí; es lo mejor, antes que suceda aquí un espantoso desastre!

—Antes es preciso convencerse —respondió Jorge— de que las serpientes se han ido.

—Tiene que ir un explorador.

—¿A aquel agujero de reptiles? ¡Oh! ¡No seré yo quien vaya!

—¡Iré yo! —dijo tranquilamente el indian-agent.

—¿Y si están todavía allí?

—Vuelvo, y me arrojo otra vez al agua. Como las serpientes no son peces, no podrán seguirme.

—Y vos, gambusino, que soléis estar familiarizado con todas las serpientes de la sierra, ¿no os sentís con ánimo de evitar ese viaje a nuestro camarada? —preguntó Harris a Nube Roja, que se hacía el distraído.

—Yo no sé ir más que adonde hay minas de oro —respondió secamente el indio—. Además, debo velar por la muchacha.

—¿Tanto os interesa?

—La quiero ya como si fuera carne de mi carne.

—Después de todo, no me admira, porque debéis tener en las venas una buena dosis de sangre india —dijo John.

—Tengo la que he heredado de mis padres.

—Lo creo —dijo Harris.

—¡Basta, camaradas! No será ciertamente, charlando, como podamos lograr nuestra libertad —dijo John—. Voy al corredor; pero tengo que llevarme la luz.

—¡No nos asustan las tinieblas! —exclamó Jorge.

—Ayudadme a bajar. Esta roca es muy escabrosa y podría caer.

Harris abrió un saco de viaje y cogió un lazo, una sólida cuerda que tenía en un extremo un anillo de hierro.

—No tienes más que agarrarte a ella —dijo, alargando el extremo a John.

El indian-agent observó nuevamente la superficie del agua, cogió con la mano izquierda la lámpara, sujetó en la boca su cuchillo americano, y, agarrándose con la derecha a la cuerda, se dejó deslizar lentamente, apoyando los pies en la roca.

Sus compañeros le vieron llegar al lago, nadar en dirección al pasaje, y desaparecer luego, así como la luz.

—Ya ha entrado —dijo Harris—. ¡Verdaderamente, tiene valor ese hombre!

—¡Es un valiente! —añadió Jorge.

Se habían inclinado sobre la roca, y observaban atentamente, lo mismo que Nube Roja y Minnehaha.

A poco rato, entre los mugidos del agua, resonó la poderosa voz del gigante:

—¡Estamos en salvo!

Un momento después reapareció la luz de la lámpara a unos ciento cincuenta metros de la roca.

—¿Libre?

—Sí; he recorrido todo el pasaje hasta el borde del abismo.

—Sí; pero creo que va a amanecer pronto. ¡Al agua con todo, y no os olvidéis del lazo, que puede haceros tanta falta como el rifle!

Nube Roja cargó sobre la espalda a Minnehaha, cogió su saco y sus armas, las dispuso sobre sí como en la anterior travesía del lago, y fue el primero que se lanzó al agua. Le siguieron en seguida los dos cazadores, y guiados todos por la luz de la lámpara, no tardaron en llegar al suspirado pasaje.

—¿Estáis todos? —preguntó el indian-agent.

—No falta ninguno —dijo Jorge, que llevaba consigo el lazo.

—Ahora, adelante y en guardia, no vaya a haber quedado por ahí algún reptil rezagado. Yo no he visto ninguno; pero no hay que descuidarse.

—¡Antes que volver atrás, peleo yo con todas las serpientes del Far-West! —dijo Harris—. ¡Basta ya de Mar Muerto!

—Ahora, dejad en paz los rifles y empuñad los bowie-knife. Sirven mejor en las luchas cuerpo a cuerpo. ¡Adelante, amigos; a ver si el sol se decide a salir!

La lámpara comenzaba a languidecer por falta de aceite, y los cuatro hombres y Minnehaha, ante el temor de quedarse a oscuras de un momento a otro, con el peligro de pisar una serpiente, lanzáronse a través de aquel pasadizo, que tenía amplitud suficiente y que descendía en pendiente rápida, presentando sus paredes oquedades de distancia en distancia.

El indian-agent caminaba con mucho cuidado, mirando atentamente y registrándolo todo, como si temiera ver alguna serpiente de cascabel. Esos reptiles poseen una agilidad extraordinaria, lo cual les hace doblemente peligrosos.

Después de diez minutos de marcha, y cuando ya la lámpara se extinguía, los aventureros se encontraron al aire libre.

—¡Alto! —gritó John—. ¡Tenemos un abismo delante de nosotros!

Aunque todavía no era de día, ya comenzaban a difundirse por el cielo los primeros reflejos de la aurora.

—John —dijo Harris, que se había guardado muy bien de dar un solo paso adelante—, ¿dónde estamos?

—En una especie de cornisa que se prolonga hacia nuestra derecha, y que nos permitirá ganar la Sierra Escala.

—¿No tendremos, pues, necesidad de rompernos las piernas en el fondo del abismo?

—No; por más que el camino que tenemos que recorrer no es muy llano.

—¿Y dónde se habrán refugiado las serpientes? —preguntó. Jorge.

—Estaba buscándolas —contestó el indian-agent—. ¡Ah! ¡Vedlas! ¡Están ocultándose en ese pequeño cañón! ¡Si nos dieran un asalto, pobres de nosotros!

Los dos cazadores y Nube Roja se inclinaron sobre el abismo, que parecía muy profundo y recorrido por un torrente, a juzgar por los mugidos que se oían. Una larga fila de serpientes iba deslizándose por los bordes del precipicio hasta esconderse en el agujero señalado por John.

—¡Digo! —exclamó Harris, con el cabello erizado—. ¡Si llegan a dar un asalto en la mina! ¡John, vistámonos, y andando!

—No emprenderemos la marcha hasta que hayan desaparecido todas —dijo el gigante.

—Bueno; pero preferiría verme lejos de aquí lo antes posible. ¿Qué habrá sido de nuestros caballos? ¿Los cogerían los indios?

—Cuando visitemos la otra entrada de la mina, lo sabremos. Como el huracán fue tan repentino, tal vez escaparan de los lazos de aquellos tunos. ¿Dónde estarán? He aquí lo que yo quisiera saber. Vamos; vestíos, y recorramos esta cornisa, que bordea el abismo en una extensión de varias millas. Os advierto que puede acometernos el vértigo.

Nube Roja respondió encogiéndose de hombros.

Se sacudieron el polvo de carbón que tenían adherido a la piel, y se vistieron, aunque todavía tenían el cuerpo chorreando.

John, que, como siempre, precedía a los expedicionarios, se detuvo bruscamente, haciendo un gesto poco tranquilizador.

—¿Qué has visto, camarada? ¿Vas a asustarnos a cada paso?

—No soy un novato en la pradera ni mucho menos en la sierra —contestó el indian-agent gravemente.

—Bueno; ¿y qué has visto? Porque aquí apenas hay camino para un hombre.

—He oído.

—¿Otra serpiente? —exclamó Jorge.

En vez de responder, John miró al gambusino y le dijo:

—¿Habéis oído algo vos, que también sois práctico en estos sitios?

Nube Roja escuchaba a su vez.

—Sí, he oído —dijo.

—¿Cómo un sordo gruñido?

—Sí.

—¿Tal vez sea un viejo old ephraim?

—No sé lo que queréis decir —respondió Nube Roja—. Para mí ese gruñido debe de ser de algún grizzly.

—¡Un oso gris! —exclamaron a un tiempo Harris y Jorge, poniéndose pálidos.

—Sí, un oso gris —dijo el indio—. Estad en guardia, Si nos ataca, todos caeremos al abismo.

—¡Esperadme! —dijo John.

—¿Qué vas a hacer? —dijo Harris.

—Asegurarme de si nos hemos engañado y está el camino libre.

—¿Sólo?

—Busquen ustedes en tanto un refugio cualquiera. He visto varias grietas que pueden conducir a cualquier caverna. Tened dispuestos los rifles, y no temáis por mí: tengo buenas piernas.

El indian-agent avanzó, a pesar de las protestas de los dos cazadores, teniendo el dedo en el gatillo de su carabina, y llegó a la punta extrema del espolón, que miraba al abismo, examinando el terreno.

No adelantó más, sino que retrocedió, presa de un terror difícil de describir.

Un animal enorme, de aspecto ferocísimo, adelantaba por la cornisa gruñendo y cerrando con su cuerpo todo el paso.

Era un gigantesco grizzly, o, mejor dicho, un oso gris, que iba, sin duda, hacia su cueva, situada por aquellas inmediaciones.

CAPÍTULO XIV. EL ASALTO DEL OSO GRIS

Al ver el indian-agent a aquel enorme animal que adelantaba por la cornisa, se retiró prontamente, sin que, por fortuna, le hubiera descubierto la fiera.

En un instante se halló entre sus compañeros, que se ocupaban afanosamente en buscar una cueva abierta en la muralla rocosa, y en la cual todos pudieran esconderse.

—¡Ahí viene! —exclamó, con la voz alterada.

—¿Quién? —preguntó Jorge.

—¡El grizzly!

—¿No te habías engañado, pues? —dijo Harris.

—No; he oído muchas veces sus gruñidos en la Sierra Verde y en la Nevada.

—¿Es grande? —preguntó el gambusino.

—¡Enorme!

En aquel momento, la india señaló una hendidura, gritando:

—¡Ahí dentro! ¡Hay sitio para todos!

—Sería una gran fortuna —dijo John, adelantándose.

—¡Adentro! ¡Adentro! —exclamaron los otros.

A dos metros, poco más o menos, de la cornisa, se abría una especie de nicho, en cuya entrada crecían algunos cactus.

En un momento entraron los cuatro hombres en aquel refugio, descubierto tan a tiempo, y ayudaron a subir a él a Minnehaha.

No se trataba de una caverna, sino de una oquedad abierta por las aguas, de cuatro metros de ancho y dos de profundidad.

Había, pues, sitio para todos.

—Echémonos a tierra, y si el grizzly pasa sin reparar en nosotros, le dejaremos ir —dijo el indian-agent—. Estos animales son tan fuertes, que suelen permanecer de pie aun teniendo ocho o diez balas en el cuerpo.

—Me lo han dicho —dijo Harris.

—Silencio, y tratad de contener la respiración.

Colocaron a Minnehaha en el fondo, y ellos se tendieron en el suelo, sobre las hierbas que lo alfombraban, con los cañones de los rifles apuntando hacia fuera.

El plantígrado adelantaba sin prisa alguna, mordisqueando las plantas que encontraba a su paso.

De cuando en cuando se oían las piedras que rodaban al abismo, arrancadas por el oso al agarrarse con sus potentes uñas.

Al cabo de un rato, los cuatro aventureros, que conservaban una inmovilidad absoluta, oyeron la ronca respiración de la fiera.

—¡Ahí está! —murmuró tenuemente el indian-agent——. ¡Callados todos!

El grizzly estaba delante del nicho.

Ya habían pasado de él, y los cuatro aventureros comenzaban a respirar libremente, cuando John le vio detenerse cinco o seis pasos más allá, manifestando una gran agitación.

—¿Nos habrá venteado? —murmuró John—. ¡Estas bestias tienen muy buen olfato!

El grizzly escuchaba, moviendo las orejas como si tratara de recoger todos los rumores.

Permaneció inmóvil medio minuto, y en seguida lanzó un rugido salvaje, volviéndose con furia, mientras el pelo se le erizaba.

—¡Estamos descubiertos! —dijo John a sus compañeros—. ¡Preparaos a hacer fuego!

Nube Roja acarició febrilmente a Minnehaha.

El grizzly lanzó un segundo rugido casi delante de John, y al ver el cañón del rifle gruñó sordamente, enseñando sus dientes agudos.

Sonó una detonación.

El indian-agent había hecho fuego al ver que el oso trataba de dar una zarpada en el arma.

El grizzly, con una mandíbula rota, se dejó caer sobre la cornisa, huyendo a tiempo de los tres disparos que le hicieron los dos cazadores y Nube Roja.

—¿Muerto? —preguntó Harris, mientras cargaba otra vez el arma.

—¡Bah! —respondió el indian-agent—. ¡Es muy difícil matar a estos gigantes! Si la bala le hubiera atravesado el cerebro, ya habría yo bajado de aquí; pero se conoce que sólo le ha herido en la cara, y ahora es más peligroso que nunca.

En aquel momento se oyó un gruñido terrible.

—¡Demonio! ¡Ahora parece que está más vivo que antes!

—¿Volverá a asaltarnos, John?

—No creo que sea tan estúpido —respondió el indian-agent, que parecía de pésimo humor—. Nos esperará, y al primero que baje le arrojará al torrente.

—¿Y tenemos que estar aquí hasta que le plazca a ese oso? ¡Mi estómago reclama imperiosamente alimento!

—Y el mío también —respondió el indian-agent—. Pero ¿qué vamos a hacerle?

—¡Y qué rica estará asada una pata de ese animal! —dijo Jorge.

—Más delicada que las del oso negro.

—¿De modo que estamos bloqueados?

—O asediados, si te parece mejor —respondió John.

—¡Yo voy a ver si le hago una caricia! —dijo Harris.

—¡Buena suerte! —le contestó John, dejándole pasar.

Harris, que estaba segurísimo de su puntería, asomó la cabeza por la entrada del nicho; pero no pudo ver al animal, que se había emboscado en una revuelta para esperar a sus enemigos.

—Debe de estar curándose —dijo el cazador— fuera del alcance de nuestras carabinas. Y no parece contento, porque gruñe sin cesar.

—De seguro que está de pésimo humor —respondió el indian-agent.

—¿Y vamos a esperar sentados que venga hacia acá?

—Podría tardar mucho —dijo Jorge—. Tal vez quiera aguardar la noche, con la esperanza de sorprendernos dormidos. Yo, francamente, no puedo esperar ni una hora más sin que en mi estómago entre algún alimento.

—¿Queréis que probemos? —preguntó de pronto John.

—¿A qué? —preguntaron los dos cazadores.

—A afrontarle. Somos cuatro, y pienso que el asedio puede prolongarse mucho.

—Si os parece, nosotros estamos dispuestos —dijo Harris.

—¿Y usted, gambusino?

—Tengo mi rifle, y soy un buen tirador —dijo Nube Roja.

—¡Pues andando!

Salieron a la entrada de la abertura, y antes de saltar a la cornisa escucharon atentamente por ver si descubrían a la fiera.

El oso no debía de estar lejos, pues sus gruñidos se oían perfectamente.

Aunque gravemente herido, contaba con fuerzas sobradas para afrontar a sus adversarios.

—Dejémonos caer sin hacer ruido —dijo John—. Si no cae a la primera descarga, nos refugiaremos otras vez aquí. ¿Estáis dispuestos?

—Impacientes —respondió Harris por los demás.

Uno detrás de otro bajaron a la cornisa con los rifles dispuestos.

El oso se percató en seguida de la vecindad de sus adversarios, porque lanzó un gruñido de amenaza.

—¡En guardia! —dijo John—. ¡Qué viene!

Una sombra gigantesca se proyectó en la pared, y el oso apareció sobre las patas traseras.

El monstruo perdía en abundancia sangre que manchaba su piel.

Los cuatro aventureros hicieron fuego.

John le hirió en un hombro y los otros tres en el pecho.

Al recibir aquella descarga casi a quemarropa, el grizzly quiso adelantarse, alargando las patas anteriores; pero cayó, dando un gruñido espantoso.

Los cuatro cazadores se batieron en retirada hacia el nicho, desde el cual Minnehaha, muy tranquila, no perdía detalle de aquella extraordinaria lucha.

Apenas habían vuelto a cargar los rifles, cuando el oso volvió a aproximarse, haciendo un esfuerzo supremo.

—¡Alerta! —gritó John—. ¡No os dejéis sorprender!

Sonó una tercera descarga.

En seguida, retrocedió, dando dos o tres saltos hacia atrás, no, ciertamente, con intención de abandonar al enemigo, sino porque había empuñado el bowie-knife, arma tremenda, especialmente manejada por un hombre de tan extraordinaria fuerza.

Harris y Jorge habían causado a la fiera nuevas heridas, y se dieron a correr sin cuidarse de la india, que quedó aterrada a la entrada del nicho, viendo ir hacia ella al oso.

Nube Roja, que estaba atento, cogió el rifle por el cañón, y dio al animal un tremendo culetazo en la mandíbula superior. En seguida arrojó aquella arma, que ya le era inútil, y echó mano del mánchete, con el cual describió algunos círculos en el aire, lanzándolo en seguida contra el pecho de la fiera.

Esta, chorreando sangre y con las mandíbulas mutiladas, tenía ya bastantes heridas, además de que sus ojos no veían ya.

Dio dos vueltas sobre sí misma, acercándose al borde del precipicio, dispuesta a tragar a su agresor.

Nube Roja siguió hostigando al oso, dándole cuchilladas y gritando rabiosamente.

—¡Dejadle! —gritó John, que acudió, apuntando con su carabina.

Sonó un último disparo.

El grizzly, que, como hemos dicho, estaba al borde de la comisa, lanzó un formidable rugido, y su cuerpo, al estremecerse en la convulsión de la agonía, cayó pesadamente al abismo y se hundió en el torrente.

—¡Qué desgracia! —exclamó Jorge, a quien la emoción no había quitado el apetito—. ¡Dos hermosas patas que se nos escapan, ahora que las teníamos tan seguras para aplacar el hambre!

—¡Los coyotes nos quitan la gran cena!

—John —dijo Harris—, no perdamos tiempo, ahora que está el camino libre.

—Tratemos de llegar a la entrada principal de la mina, a ver si encontramos, no sólo las sillas, sino también los caballos.

—¿Tienes esperanza? —le preguntó el indian-agent.

—No sé; pero creo que he de volver a verlos.

—El mío, quizá.

—¿Y los nuestros?

—¡Veremos! Ahora, en camino, lo más ligeramente posible, y tratemos de buscar algo que comer. ¡Tengo tanta hambre como vosotros!

—¡Pues a la carrera, si no queréis que me muera de hambre! —dijo Jorge.

—¡Demonio de grizzly! ¡Podía haber caído aquí, en vez de estrellarse en el torrente!

CAPÍTULO XV. CARRERA DESENFRENADA

Los cuatro aventureros y Minnehaha, espoleados por el hambre, que cada vez les atormentaba más, recorrieron la cornisa lo más rápidamente posible, tratando de evitar el vértigo, que les hubiera sido fatal, agarrándose a las paredes y sujetándose unos a otros.

Al llegar a una alta plataforma detuviéronse los aventureros para convencerse, antes de llegar a la boca de la mina, de si los indios se habían alejado de aquellos sitios, o permanecían allí con la esperanza de verles salir del pozo.

—Parece que se han cansado de esperar —dijo John, después de haber mirado en todas direcciones—. No les veo.

—¿Habrán acampado en el bosque? —preguntó Harris—. Esa gente es muy testaruda para renunciar fácilmente a nuestras cinco cabelleras.

—Creo que no. Sobre todo, avancemos con precaución.

—¿Estarán ocupados en dar caza a nuestros caballos? —preguntó Jorge.

—No. Si así fuera, ya los habrían matado o capturado.

—¿Lo creéis así, John? En ese caso, ¿cómo vamos a llegar al gran lago Salado? A pie, seguramente que no.

—Convengo en que sería una verdadera locura —respondió el gigante—. Ninguno de nosotros llegaría vivo, con tantos miles de indios como hay sobre las armas y que recorren la pradera en todas direcciones. Debemos, pues, proporcionarnos otros caballos, y por eso os he aconsejado conservar los lazos, que en estos momentos pueden sernos muy útiles. Ahora dirijámonos hacia la mina, a ver si encontramos los arreos de nuestras monturas.

—Y de camino, a ver si cazamos algo —dijo Jorge—. ¡Me muero de hambre!

—Es que si los indios no están lejos, se alarmarán —observó John.

—Pues así no podemos seguir —dijo Harris—. Hace veinticuatro horas que no tomamos bocado, y empiezan a faltarnos las fuerzas.

—Después de todo, tenéis razón. A cazar, pues; y si los cheyennes vuelven, nos refugiaremos en los más altos picos de la sierra.

Se pusieron en camino, bajando con bastante rapidez de la plataforma.

No perdían el tiempo al caminar, pues lograron cazar gallos de monte y algunos de los exquisitos volátiles conocidos por los indios con el nombre de wakon.

Dos horas después, los cuatro hombres y la india llegaron a la entrada del pozo de la mina, donde no se veía ni señal de pieles rojas.

Probablemente, se habían cansado de esperar a los fugitivos, y habían vuelto a emprender sus sangrientas correrías por la pradera.

Los aventureros quisieron, sin embargo, asegurarse de la dirección que habían tomado los cheyennes, para no caer en una emboscada, y después de haberlo conseguido acamparon para prepararse el desayuno tan justamente deseado.

El día transcurrió tranquilo, sin que se notaran por allí rastros de pieles rojas; nuestros hombres pudieron descansar tranquilamente y aun consumir buena parte del tabaco que habían encontrado en las sillas de sus caballos, halladas en el mismo sitio que las habían dejado.

Por la tarde, John, que tenía un oído tan agudo que podía competir con el de Nube Roja, se levantó de pronto, empuñando el rifle.

Sabiendo que el indian-agent no era hombre que se impresionara fácilmente, los cazadores le imitaron en seguida, preguntándole:

—¿Los cheyennes?

—No sé, camaradas —respondió el gigante—. Podría haberme engañado.

—No —respondió el indio, que se había puesto a escuchar.

—¿Habéis oído también un lejano fragor? —le preguntó John.

—Se diría que muchos caballos galopaban por la selva confinante con la pradera.

—Entonces, son los pieles rojas —dijo Harris—. Puesto que tenemos tiempo, refugiémonos en la montaña.

—¡Dejadme escuchar! —dijo Nube Roja, que había apoyado una oreja en el suelo.

—¡Caballos! —dijo, levantándose al cabo de un rato.

—¿Muchos? —preguntó John.

—Deben de ser muchísimos, porque su galopar produce un ruido que el terreno transmite distintamente.

—¿Pesados? —dijo John.

—No. Se diría que esos animales van en libertad.

—Tal vez una manada de caballos salvajes que vienen a la pradera.

—Más bien creo que se dirigen a esta mina.

En los ojos del indian-agent brilló un rayo de esperanza.

—¿Serán los nuestros, que rondan por estos contornos?

—Deben de ser más de cuatro —respondió Nube Roja—, a Juzgar por el ruido que producen.

—¡No importa! —gritó John, radiante—. El que quiera caballos, que los coja, aunque yo preferiría el mío. ¡Pronto, los lazos!

—¿Qué dices, camarada? —preguntó Harris.

—¡Obedece y calla! ¡Yo sé de qué se trata! ¡Pobres animales! ¡Hace dos días que nos buscan!

—¡Los lazos! —repitió Nube Roja.

Los cuatro aventureros y la india se lanzaron a la pradera.

La noche había llegado ya; pero una luna magnífica lo alumbraba todo.

Se oía distintamente el galopar furioso de una gran manada de caballos, que parecían dirigirse a la explanada de la mina.

No se oía ninguna voz humana, señal evidente de que aquellos animales iban sin jinetes, porque los indios, cuando están en guerra, no pueden reprimir sus belicosos gritos.

Bien pronto se precipitaron en la plataforma con verdadero furor treinta o cuarenta caballos, con los ojos llameantes y la boca cubierta de espuma.

Los cuatro primeros eran los de los cazadores; los otros, mustangos salvajes, todos de raza andaluza.

Parecía que los primeros iban locos de terror, huyendo de los últimos.

Y, en efecto, así era. El caballo salvaje odia al domado, y si vuelve a encontrarle libre, no para hasta rematarle a mordiscos.

Los cuatro aventureros dejaron pasar a sus caballos, que llevaban alguna ventaja a los otros y dispararon contra éstos sus rifles, más con la intención de espantarlos que de herirlos.

La «caballada» se detuvo de repente al oír aquellos disparos, y dando en seguida media vuelta se alejó a carrera desenfrenada, volviendo a entrar en la selva.

Los cuatro caballos domados habían continuado su galope hasta el pozo, y allí se detuvieron hasta que, oyendo el silbido de sus dueños, levantaron su inteligente cabeza.

Los valientes animales habían conocido a sus amos.

El del indian-agent fue el primero que acudió a humillar su cabeza entre las manos de John, y en seguida hizo lo mismo el de Nube Roja.

Los dos pertenecientes a los cazadores, algo más salvajes, dudaron un momento; pero bien pronto acudieron ante sus amos, recibiendo alegremente sus caricias.

—¡Camaradas —dijo John, mientras pasaba la mano por la frente de su caballo—, esto es indicio de buena suerte! ¡Ahora estoy seguro de cumplir el encargo del coronel, salvando a sus hijos!

—¡Y nosotros! —exclamaron Harris y Jorge.

Nube Roja permaneció indiferente, aunque sus ojos se fijaron con inquietud en Minnehaha; pero la muchacha siguió impasible.

La sangre de su madre, la terrible Jalta, circulaba por sus venas.

Los cuatro caballos fueron conducidos a uno de los barracones de la antigua mina, y perfectamente limpios de la espuma que les cubría, comenzaron a pacer la abundante hierba que crecía alrededor.

—¡Hasta mañana! —dijo John—. A vos, gambusino, os toca la primera guardia. ¡Mucho ojo y mucho oído! Los cheyennes no son menos hábiles para las sorpresas que los sioux o los arrapahoes, y ya deben de estar enterados de nuestra presencia.

—¡Fiad de mí y dormid tranquilos! —respondió Nube Roja.

En tanto que los tres voluntarios se tendían junto a sus caballos, aguardando el turno de su guardia, el indio tomó su carabina y su manta y fue a sentarse junto al pozo de la mina.

Minnehaha, que debía de poseer una resistencia increíble, le había seguido envuelta en su manto, que aparecía en deplorable estado y negro por el polvo del carbón.

Padre e hija permanecieron algún tiempo sin hablarse, contemplando, o fingiendo que contemplaban, la luna y las estrellas.

—¿Vamos a permanecer así mucho tiempo? ¿Qué diría mi madre, si supiera que todavía no hemos hecho nada?

—¿Qué te diría? —exclamó ásperamente Nube Roja.

—Sí. Hace cuatro días que nos encontramos entre estos malditos rostros pálidos y todavía tienen en el cráneo la cabellera.

—¡Ah! ¿Tú quisieras que ya estuvieran muertos?

—¡Mi madre ya los hubiera matado! ¡Tú no eres un sioux!

—¿Quieres decir, muchacha, que porque tu padre es un indio corvi no tiene valor?

Minnehaha no contestó.

—¡Habla! —dijo el corvi con tono amenazador.

—No; pero… tú no eres un sioux, como mi madre y su tribu.

—Tampoco tú eres una sioux completa, porque en tus venas llevas la sangre de un corvi, como Pájaro de la Noche llevaba en las suyas la de un hombre blanco.

—Lo sé, y no necesito que me lo recuerdes.

Nube Roja no pudo reprimir un gesto de ira, y sus enormes manos agarraron el cañón de la carabina y la levantó en alto, como si amenazara matar a alguien de un terrible golpe con aquella culata laminada de hierro.

—¡Se diría —dijo con furiosa cólera— que sientes tener por padre a un corvi en vez de un sioux!

—Si no fueras un gran guerrero, mi madre te hubiera despreciado —respondió Minnehaha.

—Parece que tu madre te ha enseñado a despreciar a tu padre por no ser un sioux. No comprendo, sin embargo, como entre tantos jefes como pretendían su mano me escogió a mí después de la desaparición del blanco. ¡Ah! ¡Yo creo que aquel coronel la conoció mejor que todos nosotros! Jalta es demasiado mala y demasiado vengativa, y Manitú, el Gran Espíritu, no quiere que las mujeres sean tan perversas.

—¡Es mi madre!

—¿Y quién es tu madre?

—¡El orgullo de los sioux!

Nube Roja se encogió despreciativamente de hombros, y dijo:

—Las squaws o mujeres indias deben permanecer dentro de los wigwams, preparando la comida a sus maridos, cosiéndoles los calzones y tejiéndoles los mantos con lana de los carneros de las montañas. El tomahawk es demasiado pesado para sus manos.

—Otras mujeres, no digo que no —dijo Minnehaha—. ¡Pero mi madre!… ¡Sería capaz de hacerte frente a ti mismo, y hasta de arrancarte la cabellera!

Nube Roja agarró fuertemente por la garganta a Minnehaha, como si quiera estrangularla.

—¡Ahí, en el pozo de la mina! —dijo el indio con voz alterada—. ¡Si te arrojara ahí, maldita serpiente, no saldrías más! ¡Da gracias al gran Manitú de ser mi hija y de ser medio corvi y medio sioux!

Le soltó la garganta, y apoyándole la cabeza en sus rodillas, como arrepentido del anterior acceso, la acarició los cabellos, diciendo:

—¡Duerme; pronto nos relevarán! ¡Duerme, Minnehaha!

La india permaneció silenciosa.

La estación de las lluvias había comenzado en la pradera, y aquella noche empezó a llover; pero el indio, acostumbrado a todas las intemperies y envuelto en su manta, no tenía más que una preocupación: escuchar atento y cubrir a Minnehaha de la lluvia.

Sus agudísimos oídos percibieron al cabo de un rato un rumor lejano, que habría pasado inadvertido para cualquiera que no llevara en las venas sangre india.

—¡Ahí vienen! —dijo a media voz—. ¡Son mis hermanos, porque, como yo, tienen roja la piel! ¿Deberé dejar que se acerquen a estos hombres blancos, a quienes debo reconocimiento por haber salvado la vida de mi hija? Yo podría salir a su encuentro, y gritarles: «¡Soy un compatriota!» Jalta lo haría; Pero Jalta es la encarnación del espíritu del mal.

Volvió a escuchar atentamente durante algunos minutos.

—Sí, vienen —dijo en seguida—, y deben de ser los cheyennes y no los sioux. ¡Salvemos, ante todo a mi hija y salvemos por ahora con ella a los rostros pálidos!

Se desembarazó de la manta y levantó con un brazo a Minnehaha.

—Los cheyennes van a llegar —le dijo.

—¿No serán los sioux?

—¡Tu madre está todavía lejos! —respondió secamente el corvi.

—Pues sal a su encuentro y date a conocer.

—¿Con esta oscuridad? ¡Tú estás loca, Minnehaha!

—¿Y vas a salvar a los hombres blancos?

—Sí.

—¿Por qué? —preguntó la salvaje, crujiendo los dientes.

—Porque serán los que nos conduzcan cerca de los hijos del coronel, que nosotros no sabemos dónde habitan.

—En el lago Salado, ha dicho mi madre.

—¡Sí; búscalos en ese sitio! —respondió Nube Roja.

—Es que…

—¡Calla, por el Grande Espíritu! ¡Soy tu padre! Corvi o sioux, no importa, y puedo matarte sin dar cuenta a nadie. ¿Lo entiendes, Minnehaha? ¡Tu madre no está aquí! ¡Te encuentras ante un guerrero de los corvis!

—¡Yo le contaré todo lo que me has dicho!

Nube Roja le volvió la espalda y se dirigió al barranco, deteniéndose ante los tres hombres dormidos.

John, Harris y Jorge descansaban descuidadamente junto a sus caballos, teniendo en una mano el rifle y en la otra las bridas.

Nube Roja les contempló algunos instantes con mirada sombría.

Aquellas tres cabelleras le atraían. La sangre india le hablaba más elocuentemente que nunca.

El cuchillo, sin embargo, no salió de su vaina. No era cosa tan fácil desembarazarse de un solo golpe de aquellos tres hombres.

—¡Más tarde se me presentará ocasión! —dijo.

Y les despertó diciéndoles:

—¡De pie todo el mundo!

El indian-agent estuvo de pie en un instante con el rifle en la mano.

—¡Los cheyennes! —exclamó, mientras Harris y Jorge se levantaban a su vez.

—No sé si son sioux, cheyennes o arrapahoes4, pero, de seguro, no son rostros pálidos.

—¿Les habéis visto?

—Oído solamente.

—¡Harris, Jorge, preparad los caballos! ¡Nosotros, gambusino, vamos a verles!

Salieron rápidamente, tropezando con Minnehaha, que entraba huyendo de la lluvia.

La noche era oscura, y el agua caía en gruesas gotas.

—¿Por dónde vienen?

—Por allí. ¿No veis varias sombras agitarse en lo oscuro?

—¿Exploradores tal vez?

—Quizás.

El indian-agent puso un oído en tierra.

—Sí —dijo—; vienen, y deben de ser muchísimos. ¡Pronto! ¡A caballo, a ganar la pradera, ya que ellos vienen hacia la sierra!

Los dos hombres volvieron precipitadamente al campamento, donde estaban preparados los caballos.

Minnehaha estaba ya sobre el arzón del de Nube Roja.

—¡A la carrera! —gritó John.

En aquel instante llegaron hasta ellos los estridentes sonidos del ikkischota, el pito de guerra de los indios.

Después sonaron varios disparos.

Los indios emprendían la caza de los aventureros.

CAPÍTULO XVI. EL GRAN LAGO SALADO

El galopar de los cuatro caballos indicó bien pronto a los indios la dirección que los fugitivos tomaban.

El indian-agent estaba seguro de que no hubiera podido escapar sigilosamente, y arrostró el peligro de hacerlo a cara descubierta.

—¡Bah! —murmuraba, espoleando furiosamente a su caballo—. ¡Les haremos correr por la pradera!

Sus otros tres compañeros le seguían con igual velocidad.

Después de hacer un reconocimiento en la explanada, para convencerse de que los rostros pálidos no se habían escondido, los indios se repartieron por todos lados con gran furia, lanzándose a través de la niebla, cada vez más densa.

Los cuatro aventureros habían entrado en la selva, y la recorrían a toda velocidad, cuidando de formar grupo compacto para que ninguno de los jinetes se extraviara.

John guiaba, como siempre, y el gambusino marchaba a retaguardia para avivar el paso de los dos caballos, menos resistentes que los otros, que eran de raza andaluza, una de las mejores que existen.

Un crespón de niebla flotaba por encima de las altas hierbas, balanceadas por el viento que venía de la cercana sierra Escalada, en cuyas cimas brillaban ya los primeros rayos del sol.

—¡He aquí nuestra salvación! —dijo el indian-agent—. Ocultos entre estos vapores y esta masa de verdura, tal vez consigamos hacer perder a los indios nuestras huellas.

—Pero ¿serán los cheyennes? —preguntó Harris.

—Lo sospecho. Sólo ellos sabían que nos habíamos refugiado en la mina —dijo John.

—¿Y si nos siguen hasta el Gran Lago?

—Eso creo que harán.

—¿Y cuándo creéis que llegaremos al Salado?

—Esta noche, si nos dejan los indios.

—Es que nos siguen.

—Ya lo sé; pero les llevamos una gran ventaja.

—Una cosa me inquieta, John.

—Adivino lo que quieres decir —respondió el indian-agent—: que nuestros caballos, cansados de su carrera con los mustangos salvajes, no podrán adelantar mucho.

—¡Sois un hechicero!

—¿Porque he adivinado tu pensamiento?

—Sí, John.

—¡Bah! Por lo pronto, galopamos bien. Es de esperar que resistan tanto como los de los pieles rojas. Les llevamos una gran ventaja, y haremos lo posible por conservarla.

—¡Quién sabe si habrán incendiado la pradera!

—No sé qué decir. Vienen detrás de nosotros, y por cortarnos el paso… Sin embargo, el rocío ha humedecido mucho la hierba. ¡Hop! ¡Hop! ¡Adelante!… ¡Nos pisan los talones!

Los cuatro caballos galopaban admirablemente, por más que habían descansado muy poco tiempo, y en su carrera abrían un largo surco en la hierba, altísima allí, por hacer una pequeña hondonada la llanura.

Los indios, por su parte, seguían una desenfrenada carrera.

Un grupo de jinetes con la cabeza adornada de plumas de varios colores y círculos de metal en torno de la frente, de oro, casi con seguridad, adelantaba al galope por el surco que tras sí habían dejado los caballos de los fugitivos.

No eran más de veinte; pero todos iban provistos de varias armas, no faltando a ninguno la carabina, la pistola, el cuchillo y el tomahawk.

—Van en pleno atalaje de guerra —murmuró el indian-agent, arrugando el entrecejo—. ¿Qué haremos para librarnos de tan molestos perseguidores?

—¿Son cheyennes? —dijo Harris.

—No todos —respondió John—. Me temo que entre ellos los haya de otra raza.

¿Sioux?

—No sabría decirlo. Podrían ser arrapahoes.

—Ya estamos cerca de la región frecuentada por Mano Izquierda.

—¡Hermoso nombre!

—Que horroriza a los pobres emigrantes. Ese bandido dicen que ha arrancado él sólo más de cincuenta cabelleras, y se añade que su tienda o wigwam está en gran parte tapizada con cabellos humanos. Si, por desgracia, le encontramos, hay que guardarse de él, y procurar romperle con una bala la caldera que tiene por cráneo. ¡Calla! ¡Sostén a tu caballo! Se cae reventado.

—¡Sí——dijo Harris—; el pobre animal no puede más!

—¡Haz un esfuerzo! ¡Camarada! —añadió—. ¡Duro y a la…!

Sus últimas palabras fueron apagadas por una nutrida descarga.

Los indios les hostigaban con la esperanza de herir, ya que no a los jinetes, pues sabido es que los pieles rojas son muy malos tiradores, al menos a los caballos, que ofrecen mejor blanco.

—¡Dejadlos hacer! —gritó John, al ver que Jorge trataba de disparar su rifle—. ¡Aquí se trata más bien de huir que de disparar!

Aunque los caballos daban evidentes muestras de hallarse rendidos, resistían todavía tenazmente, y cada vez que resonaba una descarga aumentaban su carrera, y no, ciertamente, porque se espantaran, acostumbrados, como estaban, a aquellas luchas.

Sin embargo, aquella marcha no podía durar mucho tiempo, no sólo por el cansancio de las bestias, sino por la dificultad que a su carrera oponían las altas y espesas hierbas. Delante de todos, brioso y magnífico siempre, corría el caballo de John, ante cuyo poderoso pecho se tronchaban los juncos y las asfodelas, muy parecidas al áloe, pues, como éste, tienen un largo vástago, en cuya punta se abre una bellísima flor.

Afortunadamente, los caballos de los indios no estaban menos cansados, y esto hacía que, a pesar de los golpes que con las rodillas y los talones les daban los indios, no lograran ganar ningún terreno a los fugitivos.

Otras dos horas pasaron sin que adelantaran nada unos ni otros, hasta que el caballo de John se paró bruscamente.

By good! —gritó el indian-agent, dándole un espolazo.

El caballo lanzó un relincho de dolor; pero, en lugar de andar hacia delante, reculó con fuerza, dando un golpe al de Harris, que casi cayó al suelo.

—¡John! —gritaron los dos cazadores, mientras Nube Roja colocaba a Minnehaha delante de la silla para librarla de las balas—. ¡Espolea!

—¡No avanza más! —gritó el indian-agent, aterrado.

—¿Por qué? —preguntó Harris.

—La hierba es alta y no veo la causa.

—¿Será un lazo tal vez?

—No; lo saltaría. ¡Disparar contra esos perros para entretenerles algunos instantes! Tú, gambusino, ayuda a nuestros camaradas, y deja a la muchacha que se la lleven sus compatriotas, si te estorba.

Bajó de la silla, dejándose caer entre la hierba, que tenía más de cinco pies de altura, mientras los dos cazadores, haciendo frente a los indios, les disparaban.

Habilísimos tiradores, todos los cazadores de la pradera, a los primeros disparos mataron cinco caballos a los indios, obligando a sus jinetes a echar pie a tierra.

También el gambusino, para no despertar sospechas, quemaba pólvora, pero sin hacer daño a los indios.

El indian-agent exploraba mientras tanto entre la hierba.

—¡Una ciénaga! —exclamó—. ¡No esperaba esta sorpresa!

Volvió a montar a caballo, gritando a sus compañeros, que no cesaban de hacer disparos:

—¡Seguidme, si sois valientes! ¡Mucho cuidado, que hay delante de nosotros un terrible lodazal! Huyamos, pues, procurando bordear el fango. El instinto de los caballos nos salvará. ¡Hay que llegar a todo trance al gran lago Salado!

—¡Aguardad un poco, John! —gritó Harris—. Hay que dejar siquiera respirar a nuestros caballos.

—¡Imposible! ¡Los pieles rojas están encima! ¡Espolead sin piedad! ¡Yo, por mi parte, salto!

Su caballo, herido por un cruel espolazo, se encabritó, furioso; pero en seguida se aventuró por aquella sabana fangosa, salpicando por todas partes chorros de lodo.

Los demás animales le imitaron, y bien pronto los cuatro caballos marchaban trabajosamente con el fango hasta las rodillas.

—¡Parece —dijo John— que alguien nos protege! Creí caer en medio de un remolino de arena y desaparecer para siempre, y he aquí que parece que los caballos han encontrado por instinto un vado en medio de este mar de fango. Dejémosles, que ellos nos pondrán a salvo.

Al ver a los fugitivos lanzarse por aquella laguna de limo, los cheyennes intentaron seguirles; pero tuvieron que detenerse en la orilla ante el temor de ser tragados por aquella especie de trampa, y se limitaron a hacer varios disparos, casi sin apuntar.

Furiosos los indios al ver que se les escapaba la presa, que ya consideraban segura, y notando que el viento venía del Este, apelaron al medio de incendiar los matorrales para cerrar el paso a los fugitivos.

Aunque la hierba estaba bastante húmeda, no tardaron en levantarse columnas de humo y en crepitar en seguida las llamas, formando una vasta cortina de fuego que avanzaba en dirección al lago Salado.

Los indios, por su parte, casi ahogados por el humo, habían desaparecido.

Durante cuatro horas no cesaron los aventureros de luchar con el fango de la sabana, que amenazaba tragarles; pero poco a poco el vado comenzó a ensancharse, las hierbas perdieron su tono grisáceo y el hermoso verde de la pradera apareció de nuevo.

Al fin pudieron salir de la zona de peligro y se hallaron en la rolling-prairie, o sea en la pradera ondulada, en la cual ya no había temor de encontrar otro cenagal.

—¡Camaradas —gritó John con voz alegre—, el lago está frente a nosotros!

—¿Lo ves? —exclamaron a una Harris y Jorge, que se habían bajado de sus caballos para darles algún descanso.

—Sí; lo veo delinearse entre aquellas dos colinas. Si no encontramos ahora la horda de los arrapahoes, podremos llegar a la hacienda y cumplir la misión que nos confió el desgraciado coronel.

—¿Llegaremos a tiempo? —dijo Harris.

—En ello confío.

—¿Crees que haya sido ya asaltada?

—Si los arrapahoes no han recibido todavía la orden de Jalta, creo que no. Mano Izquierda debe de estar más al Norte, haciendo la guerra.

—¿Conocéis a ese jefe? —preguntó Nube Roja, que, como siempre, escuchaba.

—No le he visto nunca. ¿Y vos?

—Fui su huésped un día, antes de declararse la guerra.

—¿Has fumado con él el calumet? —preguntó Harris.

—Sí —respondió el jefe de los corvis.

—Entonces, en caso de peligro podrías prestarnos un gran servicio —dijo el indian-agent.

—Eso creo.

—Más tarde hablaremos de esto. Por ahora, tratemos de ganar la orilla del lago. Allí estaremos más seguros.

Miró al sol, que estaba para ponerse entre una masa de rosadas nubes, y dijo en seguida:

—¡Un último esfuerzo! ¡Ya descansarán los caballos!

Saltaron todos a tierra y emprendieron el camino hacia Poniente, subiendo y bajando las suaves rampas de la rolling-prairie, cubiertas de rosales silvestres, de tapetes de musgo y sacartes, plantas muy parecidas a la euforbia.

Dos horas después, extenuados de cansancio, y, lo que era peor, con un hambre de lobos, llegaron a las orillas del gran lago Salado.

CAPÍTULO XVII. «MANO IZQUIERDA»

Apenas llegaron a la orilla del lago, los cuatro aventureros quitaron a sus caballos los arreos para que descansaran más libremente, y en seguida se dedicaron con verdadero furor a disparar contra una bandada de pájaros de carnes coriáceas que revoloteaban por allí.

La cena fue bien escasa, pero pudo bastar por el momento. Cierto que les hubiera venido bien un par de patas de oso negro.

—Por esta noche, contentémonos —dijo John, que se satisfacía con cualquier cosa—. Así estaremos más ligeros para llegar a la hacienda.

Nube Roja, que oía hablar nuevamente de la factoría que había fundado el coronel, en una de las orillas del lago, que el indio ignoraba cuál era, había levantado vivamente la cabeza y hacía señas a Minnehaha para que permaneciera callada.

—¿Estamos, pues, cerca de la hacienda? —preguntó.

—Más de lo que creéis —respondió el indian-agent.

—Aunque yo conozco algo este lago, no he oído nunca hablar de esa factoría. ¿Dónde se encuentra?

—En la desembocadura del Weber.

—Conozco ese río, aunque no lo he seguido hasta la desembocadura. ¿Y no la habrán destruido los arrapahoes?

—No lo creo —respondió John—. Muy pocos saben que junto a esos inmensos bosques de abetos y de pinos prospera una hacienda en la cual pastan centenares y centenares de bueyes y de caballos.

—¿Habrá un numeroso personal a su cuidado?

—Y compuesto todo de negros y de mestizos muy fieles al coronel.

—¿No hay indios?

—Yo no vi ninguno cuando la visité hace diez meses.

—Me parece raro que pueda haberse ocultado a los ojos de Mano Izquierda —dijo Nube Roja.

—Pues el intendente de la hacienda y los mismos hijos del coronel me han asegurado que los arrapahoes no han aparecido nunca por allí.

El padre de Minnehaha movió la cabeza como distraído, y luego añadió:

—Puede ser. ¿Y podremos visitarla mañana?

—Después de mediodía sabremos si la hacienda ha sido destruida o si existe aún. Por lo pronto dejemos que los caballos descansen siquiera una hora.

—¿Queréis dejarme a mí la guardia del primer cuarto? —dijo el indio.

—Como queráis —respondió John, que se caía de sueño, así como Harris y Jorge—. Sobre todo, mucha vigilancia; no vayan esos malditos cheyennes a continuar su persecución.

—¡Fiad en mí! —respondió Nube Roja.

Atizó las pocas brasas que quedaban de haber hecho la cena, dio un pienso de hierba fresca a los caballos, y mientras los tres voluntarios se liaban en las mantas para entregarse al sueño, hizo una rápida exploración por el campamento improvisado y se dirigió a la orilla del lago.

—¡Todo va bien! —murmuró—. ¡Conozco el sitio! Si Mano Izquierda no está todavía en campaña, yo le encontraré. ¡Reventaré a mi caballo, pero no importa!

Se había subido sobre la cima de una roca, y desde allí dirigía su mirada de águila por todas partes, especialmente por la ribera norte, siguiendo las sinuosidades de la orilla con gran atención.

Tornó después al campamento, en el cual hombres y caballos dormían extenuados por la fatiga.

Lanzó un débil silbido, y en seguida, ligera como un pájaro, apareció Minnehaha, arrastrándose por la hierba.

Aquel pequeño demonio tenía una resistencia superior a la de los rostros pálidos, pues mientras éstos parecían rendidos por el cansancio, ella estaba como si hubiera dormido veinte horas seguidas.

—¡Es el momento de separarnos! —le dijo Nube Roja, sentándola a su lado—. ¡Ahora entro yo en campaña!

—¿Adónde vas, padre?

—En busca de Mano Izquierda y de su tribu.

—¿Sabes dónde tienen sus wigwams los arrapahoes?

—Tu madre me indicó exactamente el sitio; y como conozco las orillas de este lago, no puedo equivocarme.

—¿Mi madre ha conocido, pues, a Mano Izquierda? —preguntó, admirada, Minnehaha.

—Sí; ella es la que ha trabajado por esta guerra, poniéndose al efecto de acuerdo con todos los grandes sakems de los cheyennes y de los arrapahoes. Yo no he intervenido en esos tratos.

—¡Tú eres un corvi!

—Sí, y por eso desconfiaban de mí; ¡cómo si la tribu de los corvis no hubiera sido enemiga de los rostros pálidos! —respondió Nube Roja con ironía—. Como te he dicho, parto para comunicar a Mano Izquierda las órdenes de tu madre, pues dudo que ningún sioux haya llegado al campamento de los arrapahoes.

—¿Y yo?

—Tú permanecerás aquí con los rostros pálidos, y los seguirás adonde vayan.

—¿Hasta la hacienda? —preguntó Minnehaha.

—Allí está tu puesto de combate. Eres astuta como una serpiente, y valerosa como tu madre.

—¡Soy tu hija!

—Tienes en las venas más sangre de los sioux que de los corvis.

—¿Por qué he de seguir a estos hombres?

—¿Pero es que has perdido ya hasta la malicia? —preguntó Nube Roja—. ¿Qué servicio útil podrías prestarme junto a los arrapahoes de Mano Izquierda?

—No te comprendo, padre.

—Si la hacienda no ha sido todavía destruida, y creo que no, allí será necesario poner en obra toda la astucia de los sioux de tu madre. Cuando después se dé el asalto, entre la confusión y el pánico será preciso que haya allí una mano amiga para que deje franca la entrada, abriendo a tiempo una puerta o unas ventanas.

—¿Tienes algo más que decirme? Ya he comprendido lo que deseas de mí.

—Pues no lo olvides.

—¿Y mi madre?

—Cuando llegue habrá concluido todo, y no tendrá más que arrancar la cabellera a los hijos de su primer marido, como ya se la habrá arrancado al padre.

—¡Qué hermosa venganza! —dijo Minnehaha, cuyas miradas lanzaban relámpagos.

—Cierto.

—¡Podría mi madre dejar que yo ensayara!

—¿El qué?

—¡Arrancar yo misma las cabelleras! —añadió fríamente la muchacha.

Nube Roja, aunque cruel, como todos los indios, no pudo menos que mirar con espanto a su hija.

—¡He aquí una familia de hienas sioux!

Después de decir esto añadió, encogiéndose de hombros:

—¡Me voy! ¡Ve a acostarte!

—¿Resistirá tu caballo?

—Le haré reventar, si es preciso.

—¿No despertarán los rostros pálidos?

—Haré primero una prueba. ¡Y recuerda que tú no has visto ni oído nada!

La cogió por un brazo, le pasó una mano por la cabeza como haciéndole una caricia, y después la llevó al campamento, repitiendo con voz amenazadora:

—¡Acuérdate!

Minnehaha dio algunos pasos, y volviéndose hacia su padre le dijo:

—Si encuentras a mi madre, salúdala en mi nombre.

—¡Sí, raza de serpientes venenosas! —murmuró el sakem de los corvis.

Minnehaha desapareció bien pronto entre la hierba, y el indio entonces hizo todos sus preparativos de viaje, ensillando silenciosamente su caballo, examinando todas sus armas y cerciorándose de que nada le faltaba.

Después se asomó al campamento y oyó los acompasados ronquidos de los tres voluntarios. Por segunda vez una llama siniestra iluminó su mirada.

—¡Qué magnífico golpe! —murmuró—. ¡Tres cuchilladas, y tres sangrientas cabelleras en mis manos para regalárselas a Mano Izquierda!

Estuvo un momento como irresoluto; después levantó los brazos, y por último se dejó caer al suelo, imitando la maniobra que hacen los ladrones de caballos.

Tres veces repitió la operación, y convencido de que el sueño de los cazadores era profundo, salió del campamento, silbó sigilosamente a su caballo, y lo montó en un vuelo, diciendo:

—¡Vas a hacerme el último servicio!

Y espoleó cruelmente, partiendo el animal como un rayo.

—¡Corre mientras te quede un resto de fuerza! —dijo el corvi—. ¡Debes prestarme este último servicio!

El pobre animal intentó rebelarse dando saltos y encabritándose, hasta que, como poseído de repentina locura, reunió sus últimas fuerzas y siguió corriendo hacia el Norte.

Nube Roja, que, como los demás indios, no tenía bridas ni espuelas, tapó con las manos los ojos del caballo, dejándole descubierto uno u otro, según la dirección que debía tomar.

Estaba decidido a perder su caballo con tal de llegar al campamento de Mano Izquierda, y no parecía sentir pena alguna en sacrificar a la valiente bestia, que muchas veces le había salvado de grandes peligros.

Esto, después de todo, no debía maravillar a nadie, porque el piel roja es de temperamento muy poco afectuoso, y apenas si toma cariño a su misma prole.

De la mujer no hay que hablar, pues fuera de contadas excepciones, la desgraciada representa en el hogar el papel de una verdadera bestia de carga, siempre dispuesta a sufrir los peores tratamientos, de los cuales no escapan ni las hijas de los más renombrados jefes.

El pobre caballo, tratado con brutalidad suma, a que no estaba acostumbrado, como hemos dicho, corría a la desesperada, agotando sus últimas energías y saltando más bien que corriendo, en tanto que su boca y narices resoplaban furiosamente.

Sus poderosos cascos golpeaban fuertemente el suelo, y un temblor convulsivo agitaba su hermosa cabeza.

De cuando en cuando se escapaba un triste relincho a través de la espuma que le cubría la boca, relincho que acababa con una especie de gemido que parecía tener algo de humano.

Se hubiera dicho que pedía gracia a su amo, que parecía haberse vuelto en un instante feroz y cruel como no lo había sido nunca con el caballo.

Sordo Nube Roja a los lamentos de su fiel corcel, más parecía que experimentaba una complacencia salvaje en verle sufrir.

—¡Es preciso que corras! —gritaba—. ¡Quiero que me conduzcas hasta donde está Mano Izquierda!

Y el caballo, aun sintiéndose morir, hendía las tinieblas con la velocidad de una bala, con los ojos inyectados en sangre, la boca babeante y las crines sueltas al viento.

Tan poderoso era el motivo que a Nube Roja impelía a buscar a Mano Izquierda, que sacrificaba al fiel caballo, al amigo sufrido que tantas veces le salvara de graves peligros.

Muchas y muchas millas debía de haber recorrido ya con aquella velocidad, cuando el pobre animal dobló las rodillas, lanzando un gemido triste, emocionante.

En aquel mismo momento, los ojos de lince del indio vieron brillar en la oscuridad dos puntos luminosos.

—¡El campamento de los arrapahoes! —dijo el indio—. ¡Un esfuerzo más!

El caballo no se movió.

Temblando, cubierto de sudor y agitando los remos en estremecimientos mortales, su lengua ardorosa y seca lamía débilmente el rocío que cubría la hierba.

Después levantó lentamente la cabeza, volviéndola hacia su amo, como para lanzarle con sus ojos moribundos un último adiós; al fin, cayó pesadamente al suelo y expiró.

—¡Bah! —dijo Nube Roja—. ¡Alguna vez había de morir!

Se cruzó a la espalda el rifle y echó a andar, dejando abandonado el caballo.

Apenas había recorrido doscientos pasos, cuando surgieron de la hierba varias sombras, y Nube Roja se vio rodeado por una docena de lanzas y cañones de carabinas.

—¡Alto! —gritó una voz imperiosa.

—¡No me muevo! —respondió Nube Roja, cruzándose de brazos.

—¿Adónde vas?

—En busca de Mano Izquierda, el gran sakem de los arrapahoes.

—¿Quién te envía?

—Jalta.

—¿La valiente mujer que guía a los sioux?

—Sí, la mujer de Nube Roja, el antiguo jefe de los corvis.

—¿Eres uno de sus guerreros?

—Soy Nube Roja en persona.

—Yo soy Mano Izquierda, sakem de los arrapahoes. ¡Salud al esposo de Jalta! ¡Ya era tiempo de que los dos grandes sakems se conocieran! ¡Encended las antorchas!

CAPÍTULO XVIII. JALTA

Pocos instantes después, la oscuridad que rodeaba a Nube Roja fue sustituida por la vivísima claridad proyectada por seis mechas de ocote que otros tantos guerreros acababan de encender.

Mano Izquierda, el gran jefe de los arrapahoes, que se había conquistado con su bravura una terrible fama, no sólo en el Utah, sino más allá de las fronteras de Méjico, se adelantó hacia el marido de Jalta, tendiéndole ambas manos.

Alrededor de la cintura ostentaba como adorno, o mejor dicho, como orgulloso trofeo, veinte cabelleras humanas, rubias, castañas y negras, arrancadas a otros tantos enemigos.

—¿Mi hermano no tratará de engañarme? —preguntó el guerrero, después de mirar atentamente a Nube Roja, que con su traje de gambusino podía muy bien infundir sospechas.

—Te he dicho que me manda Jalta, y que Jalta es mi mujer. En la pradera saben todos que hace muchos años se casó Jalta con un jefe de los corvis.

—También lo sabíamos nosotros —dijo Mano Izquierda—. Pero como no vistes el traje de los hijos predilectos del Grande Espíritu ni te he visto antes de ahora, por eso dudé.

—Visto así para poder viajar, como lo he hecho, con una caravana de rostros pálidos.

—Tú eres astuto y prudente; y así deben ser todos los grandes sakems, sean sioux, cheyennes o arrapahoes. Que mi hermano me siga, y acepte la hospitalidad del jefe de los arrapahoes. En mi wigwam hablaremos mejor que aquí.

—Estoy pronto a acompañarte, si bien tendré que ir a pie, porque mi caballo ha muerto.

—Los caballos no faltan entre los arrapahoes.

Cambió con sus guerreros algunas palabras a media voz, y después ofreció a Nube Roja un hermoso caballo negro, de pelo luciente y fino como la seda, y enjaezado a la mejicana, diciendo:

—Lo montaba ayer mañana un buscador de oro a quien sorprendí y maté a pocas millas de aquí. Si mi hermano mira bien, verá su cabellera colgando de la silla.

Otros caballos avanzaron, y los guerreros, excepto algunos, los montaron ágilmente, empuñando sus largas lanzas de aguda punta.

Mano Izquierda dio algunas órdenes a los hombres que quedaron en pie, y montando él en otro caballo, dijo a Nube Roja:

—El campamento está a pocos pasos, y llegaremos en seguida.

La comitiva partió a toda prisa, y después de cruzar varias mesetas cubiertas de pinos y de abetos, llegó al campamento indio, compuesto de más de cien tiendas de forma cónica dispuestas en semicírculo y capaces de contener unos quinientos guerreros.

No era aquello un pueblo o caserío, porque no figuraba en sitio principal la cabaña donde se conserva el «Arca del primer hombre», dedicada al Gran Espíritu, y, además, porque faltaban en absoluto las mujeres y los niños.

Era un campamento militar, señal evidente de que los arrapahoes se habían puesto en plan de batalla para unirse a los sioux y a los cheyennes y llevar la desolación y el estrago por toda la pradera.

Después, de haberse dado a conocer Mano Izquierda a los centinelas que vigilaban especialmente a los caballos agrupados junto a las tiendas, se dirigió a su wigwam, ante el cual ardían multitud de antorchas, y ayudó a desmontar a Nube Roja.

—Mi wigwam está a la disposición de mi hermano —le dijo, alzando la cortina de la tienda—. Aquí podrá cenar y reposar. Ningún peligro le amenaza.

Y ambos entraron, quedando fuera la guardia de guerreros.

Mano Izquierda y Nube Roja se sentaron junto al fuego sobre un montón de pieles no acabadas de curtir aún y que, por tanto, exhalaban un olor insoportable, y el primero ofreció al segundo el calumet, o sea la pipa de la amistad, cargada ya de morike, un tabaco fuerte como un veneno. Cada uno de ellos, después de dar una chupada, la pasaba gravemente al otro, que hacía lo mismo, repitiéndose las vueltas hasta que se consumía la pipa.

Después de aquella ceremonia podían ya considerarse como amigos y comenzar la pow-pow, o sea la conversación.

—Mi hermano viene de parte de los jefes sioux a amonestarme por no haber dejado el lago Salado para unirme a los cheyennes; ¿no es eso? —preguntó Mano Izquierda.

—No; mi hermano arrapahoe se engaña —respondió Nube Roja—. Los sioux están todavía en la montaña, porque han tenido antes que abrirse el paso del Laramie. Ahora sólo están en la pradera los cheyennes, encargados de perseguir a los correos de los hombres pálidos, para matar a sus conductores.

—Y yo imito su maniobra destruyendo todas las haciendas que puedan servir de refugio a los blancos.

—No todas, porque mi hermano se ha olvidado de reducir a cenizas una de las más importantes, y que Jalta, mi mujer, desea ver arrasada.

—¿Cuál?

—La del coronel Devandel.

—¿El primer esposo de Jalta?

—Y uno de los más formidables enemigos de nuestra raza.

—¿Posee una factoría? —preguntó Mano Izquierda.

—Sí; en la desembocadura del Weber.

—Ya me habían dicho que entre el bosque de pinos debía de haber una gran hacienda; pero no lo creí. Debían contármelo los sioux, a pesar de encontrarse tan lejos de mi territorio. ¡Arrancaré los ojos, los dientes y las uñas a todos sus habitantes antes de probar en su cráneo el filo de mi cuchillo!

—Todos no, porque mi mujer quiere vivos a dos de ellos.

—¿Quiénes son?

—Los hijos del coronel: un joven y una muchacha.

—¿Jalta quiere vengarse por su mano?

—Es probable —respondió Nube Roja lanzando una mirada sombría.

—Le entregaré vivos a los dos muchachos, ya que ella lo quiere así; pero los otros pertenecen a mi tribu. Dentro de pocas horas será destruida la hacienda y muertos todos sus servidores.

—Antes de ir a la hacienda —dijo Nube Roja— convendría que ajustáramos cuentas con tres cazadores de las praderas a quienes el coronel ha mandado en defensa de sus hijos, y yo he abandonado hace pocas horas, dejándoles a mi hija.

—¿Dónde?

—A pocas millas de aquí.

—¿No han llegado todavía a la hacienda?

—No.

—Pues si mi hermano quiere servirnos de guía, antes del alba estarán en nuestro poder.

—Que mi hermano me dé de comer antes, y yo le guiaré. Temo que le ocurra una desgracia a mi hija.

Mano Izquierda abrió un viejo cofre donde se veían revueltos trozos de carne salada, nolchaski, o sean huevas de grandes peces, frutas secas y harinas de maíz. De todo sirvió con abundancia a Nube Roja, diciendo:

—Coma mi hermano mientras yo voy a prevenir a mis guerreros, y no se olvide del aguardiente, que está en aquel frasco. No lo habrá mejor en la hacienda.

Nube Roja, que, como sabemos, había sufrido varios ayunos, empezó a devorar los manjares; pero parecía condenado a no acabar nunca de satisfacer su hambre, porque aún no había deglutido seis bocados, cuando advirtió un alarmante movimiento en el campamento arrapahoe.

Por todas partes se oía el galopar de caballos, y los hombres iban y venían gritando y dando órdenes.

—¡Mi hermano Mano Izquierda podía haberme dejado concluir mi cena! —murmuró.

Y después de beberse de un trago un litro de aguardiente, se puso en pie, agarrando el rifle.

Varios disparos retumbaron a corta distancia del campamento.

¿Era que alguna columna de voluntarios del Far-West trataba de sorprender a los arrapahoes? No hubiera tenido nada de extraño, porque el Gobierno americano no podía permanecer mucho tiempo indiferente, en vista de las crueles carnicerías que en la pradera hacían los indios.

Iba ya a salir todo azorado Nube Roja, cuando se alzó la cortina de la tienda, en la cual entró Mano Izquierda, diciendo:

—¿Sabe mi hermano quién se ha presentado en nuestro campamento?

—¿Los rostros pálidos?

—Jalta, a la cabeza de más de doscientos guerreros sioux.

—¡Mi mujer!

—¿Será verdaderamente la mujer de mi huésped? —dijo el sakem de los arrapahoes con algo de ironía.

—Que mi hermano la conduzca aquí —dijo Nube Roja—, y se disiparán sus dudas.

—Mejor es que me siga mi hermano. Ahora están mis guerreros festejando a sus amigos de la montaña.

Nube Roja hizo un gesto de contrariedad, y dijo:

—¡Vamos a saludar a mi mujer!

Los cincuenta guerreros arrapahoes, despertados con sobresalto a los disparos de los que llegaban, se habían puesto en seguida a la defensiva; pero bien pronto supieron que se trataba de amigos a cuyo frente iba Jalta, la popularísima e intrépida amazona de los sioux.

La terrible mujer que con su extraordinario valor había destronado a todos los sakems de su tribu, avanzaba haciendo caracolear a su caballo y respondiendo a los entusiásticos «¡Ahú!» de los arrapahoes con majestuosos movimientos de la mano.

Mano Izquierda salió a su encuentro, saludándola en nombre de toda la tribu, y después de cambiar con ella pocas palabras la guió hasta la tienda, mientras sus guerreros fraternizaban con los sioux, dando gritos que llegaban al cielo.

Como hemos dicho, Nube Roja no se había movido.

Además, como jefe y marido que era, no consideró conveniente usar cortesías con su mujer, especialmente en presencia de los otros: su fama de guerrero hubiera padecido con ello.

Esperó a que Jalta desmontase y fuera cumplimentada por Mano Izquierda; en seguida entró en la tienda que le había destinado, y se sentó junto al fuego, encendiendo el calumet.

Jalta entró después sin hablar palabra, y se quedó de pie ante él, sujetando con el brazo izquierdo su magnífico manto, en cuya confección y bordado debieron de emplearse lo menos dos años.

Nube Roja continuaba fumando y entretenido en ver las ondulaciones del humo, sin darse prisa a decir palabra.

Jalta esperó algunos minutos, manifestando su cólera en el relampaguear de sus ojos, que parecían encendidos carbones. Después, y como haciendo un supremo esfuerzo para contenerse, preguntó:

—¿Dónde están?

Nube Roja dejó escapar con toda calma una nueva nube de humo, y a su vez preguntó con flema:

—¿Quiénes?

—Los hijos del rostro pálido.

—¿De tu primer marido?

—Te encargué que buscaras a Mano Izquierda para apoderarte de ellos y que velaras por Pájaro de la Noche y por Minnehaha. Sé que mi hijo no pudo atravesar la garganta del Funeral y que fue fusilado por los voluntarios del coronel; pero también sé que tú, más hábil o más afortunado, lograste llegar a la pradera.

—Es verdad —dijo Nube Roja—. Los corvis suelen ser en ocasiones más hábiles o afortunados que los sioux.

—¿Y dónde están los hijos del coronel?

—¡Ah!… ¡Mi squaw tiene mucha prisa! —respondió el indio fumando su calumet.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Jalta, arrugando la frente.

—Que para esa empresa se necesita tiempo.

—¿Quién?

—Lo mismo los corvis que los sioux o los arrapahoes.

—¿Estarán todavía libres los hijos del coronel? —preguntó Jalta ferozmente.

—Todavía no los he visto.

—Pero ¿qué has hecho desde el día que saliste de nuestro campamento en el Laramie con Pájaro de la Noche y Minnehaha?

—Galopar entre huracanes, perseguido de cerca y amenazado de morir. ¿Cuándo crees que he llegado aquí? Esta misma noche, después de reventar mi caballo.

—¿Y la hacienda sigue en pie?

—Eso creo —respondió Nube Roja, sin perder la calma.

—¿Y qué ha hecho Mano Izquierda?

—¡Por el gran Manitú! ¡Cortar cabelleras y esperar a sus aliados para marchar a los lugares por donde nace el sol!

—¿Nada más?

—Yo creo que los terribles sioux de mi squaw no hubieran hecho más.

—¡Te engañas! —gritó Jalta, dejando caer su manto a tierra con un movimiento brusco—. ¿Quieres una prueba?

—Dámela.

Jalta levantó la cabeza y mostró el mocasín de su pierna izquierda, en el cual había como adorno una cabellera gris, de pelo corto, y que parecía arrancada pocos días antes.

—¿Ves? —dijo.

—Veo —contestó Nube Roja—. Es la cabellera de un hombre blanco, ya entrado en años.

—¿Sabes a quién pertenece?

—Te he dicho que a un hombre blanco.

—A mi primer marido.

—¿Al coronel?

—Sí.

Nube Roja aspiró en su calumet, siguiendo luego con mirada distraída las espirales que hacía el humo. Después dijo:

—¡Ah!

—¿Me has comprendido? —preguntó Jalta después de algunos instantes de silencio.

—El oído de los corvis no es mejor ni peor que el de los sioux.

Jalta tuvo un acceso de ira, que logró reprimir.

Nube Roja continuó fumando y fingiendo que no veía, aunque no dejaba de observar de reojo a su mujer.

—¿Y no me preguntas nada del coronel? —dijo la terrible india—. ¿Ni siquiera si está muerto o vivo?

Nube Roja separó la pipa de los labios, y miró al frasco de aguardiente que colgaba de una cuerda.

—¡Ahí hay licor todavía! —dijo—. ¡Aprovechemos la invitación de Mano Izquierda! Trae dos vasos de cuero que hay en aquel cofre.

—¿A quién dices eso?

—A ti.

—¿A una amazona?

Nube Roja la miró fríamente, pero en sus ojos podía leerse una malignidad profunda. En seguida le dijo:

—¿No eres mi squaw? ¿Quién soy yo, pues? ¿O es que quieres que te recuerde que soy tu marido? ¡Por el genio de la muerte, dame de beber! ¡No soy un esclavo, no soy un culatta (mestizo); soy un sakem de la tribu de los corvis! ¡He dicho!

Su voz se había animado poco a poco, hasta hacerse amenazadora, mientras su mano izquierda acariciaba el puño del machete.

Jalta permaneció inmóvil algunos momentos, dudando entre la obediencia al marido o la franca rebelión. Después de una breve lucha consigo misma y de lanzarle miradas de odio y de fuego, cedió ante el guerrero.

Cogió los vasos, sirvió el aguardiente, se sentó frente a su marido, y dijo con voz lúgubre:

—¡Mi sakem puede beber!

CAPÍTULO XIX. «SIOUX» CONTRA «CORVIS»

Jalta no bebió el suyo. Su semblante se nublaba cada vez más, y sus feroces ojos lanzaban relámpagos fosforescentes.

Jalta fue también la que tuvo que cortar aquella pausa, pues el indio parecía resuelto a apurar la poquísima paciencia que debía de tener aquella mujer, y a apurar también el aguardiente o moriche de Mano Izquierda.

—¿De modo que los hijos del coronel están todavía libres? —dijo.

—Me parece habértelo dicho. Tú, en cambio, te has olvidado de decirme si el coronel ha muerto.

—Le he arrancado la cabellera.

—¿Quién?

—¡Yo! —respondió Jalta fríamente.

Nube Roja la miró con cierta admiración.

—Has hecho bien —dijo—. Sin embargo, tengo mis dudas de que haya muerto. Un hombre puede vivir aunque le arranquen los cabellos, si no ha recibido otras heridas. En mi tribu he visto guerreros que sufrieron esa cruel tortura y siguieron viviendo largos años, aunque atormentados siempre por terribles dolores en la cabeza.

—¿Es verdad lo que dices? —dijo Jalta, experimentando una alegría salvaje—. ¿Sufren mucho?

—Sí.

—¡Entonces, él también sufrirá!

—¿Quién?

—El coronel.

—¡Ah! ¿No le mataste? ¡Yo creí que le habrías arrancado el corazón!

—¡A Jalta no le bastaba su muerte!

—¡Por el demonio, que eres una mujer que da miedo! —exclamó Nube Roja, reprimiendo un temblor convulsivo.

—¡Para ti no soy más que tu squaw; para los otros soy una guerrera! —respondió Jalta con soberbia.

—También eras la squaw del rostro pálido.

—¡Y me he vengado de su abandono!

Una sonrisa incomprensible agitó los labios del indio.

Entre ambos reinó nuevamente el silencio. Después, Nube Roja, que no cesaba de fumar, dijo:

—¿Dónde le cogiste?

—En las últimas rocas de la garganta del Funeral. Había jurado vengar a Pájaro de la Noche, fusilado por él.

—Ignorando, probablemente, que era su hijo.

—No importa; era su hijo, y basta.

—¿Es cierto que hiciste robar el cadáver de Pájaro de la Noche?

—Fui yo la que lo retiró de la roca. Nadie se hubiera atrevido a tanto.

—¿Y después?

—Ordené a mis guerreros dar una carga, y matamos a todos los hombres del coronel.

—¿Y cuántos de los tuyos quedaron sobre el terreno? —preguntó irónicamente Nube Roja.

—Yo conté las cabelleras de los rostros pálidos, y no las de mis guerreros.

—¿Y sólo quedó vivo el coronel?

—Sólo.

—¿Y le martirizaste?

—Solamente le arranqué la cabellera.

Nube Roja se sirvió otro vaso de aguardiente, apurándolo de un trago.

Jalta le imitó, diciendo:

—Hace frío en esta tienda, aunque hay fuego.

Su marido la miró maliciosamente, y después de lanzar varias bocanadas de humo, dijo:

—¿Y dónde está?

—En mi poder.

—¿En el campamento de los sioux?

—No; en lugar seguro, vigilado por mis más fieles guerreros.

—Debe de estar horrible sin la cabellera.

—No lo sé.

—¿Y piensas conservarlo siempre?

—Cuando me parezca, haré uso de mi tomahawk para rematarlo —respondió la cruel mujer.

—¡Porque te advierto que soy hombre que no tolero rivales!

Jalta se sonrió con desprecio.

—¿A quién vas a temer? ¿A un hombre sin cabellera? Además, ya sabes que entre él y yo está la sangre de Pájaro de la Noche.

—¡Quién sabe! Nuestras mujeres han mostrado siempre preferencias por los rostros pálidos.

—¿Quieres obligarme a que le mate?

—Sería mejor que le soltaras, ya que le arrancaste el pelo.

—¡Tú no puedes comprender lo que es la venganza! ¡Quieto gozar con sus torturas! ¡Ya verás cuando tenga en mi poder a sus hijos!

—¿Vas a martirizarlos también?

—No lo sé. Ese asunto no te interesa a ti.

—¡Eres cruel!

—¡Soy una sioux!

—Lo sé —contestó burlonamente Nube Roja—. Y sé también que tienes poca memoria.

—¿Por qué?

—Porque todavía no me has dicho nada de Minnehaha.

—Debió morir cuando sorprendieron a Pájaro de la Noche.

—No; vive, porque yo la he salvado.

—¿Tú?

—¿Te admiras?

—¿Y dónde está? —preguntó Jalta, sin manifestar demasiada emoción.

—La he dejado con tres rostros pálidos a quienes el coronel mandó que salvaran a sus hijos. No te inquietes por ella, pues vale tanto como tú en astucia, malicia y crueldad.

—¿No la matarán?

—No son tan desalmados que se atrevan con una muchacha indefensa.

—Y que sabrá escaparse cuando se le presente ocasión. Ya sé que el coronel fue herido por Minnehaha, y por cierto que no está restablecido aún.

—¿Quién te ha dado a ti esa noticia?

—El mismo.

—¿Es grave la herida?

—Profunda; y mis guerreros deben reconocimiento a Minnehaha, porque la herida del coronel facilitó nuestra muy comprometida victoria.

—¿Cuándo quieres que vayamos a atacar la hacienda?

—Antes debemos preocuparnos de los tres rostros pálidos que retienen a Minnehaha. Serán tres rifles menos para la defensa de la factoría.

—Yo pensaba de distinto modo, aunque reconozco que tienes más razón que yo. Sin embargo, Minnehaha nos hubiera sido más útil en la hacienda.

—¡Una niña! —dijo Jalta con desprecio—. ¿Dónde has dejado a los rostros pálidos?

—A cuatro o cinco millas de este sitio.

—Los sorprenderemos antes de que se pongan en marcha. Ve a buscar a Caldera Negra, ponte de acuerdo con él, escoge doscientos guerreros entre sioux y arrapahoes, número suficiente para destruir la hacienda, y déjame descansar algunas horas, que desde ayer por la mañana estoy a caballo.

—¡Mi mujer manda como un sakem! —dijo, malhumorado, Nube Roja.

—¿No ves que todos los sioux me obedecen?

—¡Es que yo soy tu marido, tu jefe, el que manda!

Jalta se encogió de hombros.

—¿Me has entendido? —dijo Nube Roja.

—¿Qué quieres decir? —exclamó la mujer, con una mirada de desafío.

—¡Qué también soy un sakem!

—¡Ve ahora a hacerte obedecer de mis guerreros —dijo Jalta—, y acuérdate del coronel!

—¡El coronel era un blanco, un enemigo de nuestra raza, mientras yo soy un corvi!

—¡Me fastidias, sakem, y estamos perdiendo el tiempo! ¡Ve a buscar a Caldera Negra, y déjame por algunas horas! ¡Tengo derecho al descanso! ¡Vete, que hay que salvar a nuestra hija!

—Te he dicho que no corre peligro.

—¡Se conoce que has bebido mucho! ¿Te irás?

Y envolviéndose en su manto, se acurrucó junto al fuego sobre la piel de bisonte, y cerró los ojos.

Nube Roja tiró al suelo su calumet, tomó su rifle y salió, lanzando amenazas, en busca de Caldera Negra.

CAPÍTULO XX. LA PERSECUCIÓN DE LOS CAZADORES

John, Harris y jorge, cansadísimos del ajetreo de aquellos días, pasados sin descanso entre peligros y trabajos, dormían profundamente, envueltos en sus mantas y casi ocultos entre las hierbas que crecían en la explanada.

A ninguno se le había ocurrido, ni siquiera remotamente, desconfiar del gambusino ni temer que en un momento propicio hubiera intentado nada contra ellos por más que en el fondo de su pensamiento guardaban cierta prevención hacia aquel desconocido, que no se había mostrado franco, ni mucho menos, en ninguna ocasión.

Habían pasado varias horas desde la fuga de Nube Roja, cuando un agudo grito despertó al indian-agent.

No había sido el grito de guerra de un indio, sino más bien el de una niña.

—¡La muchacha! —exclamó, levantándose y cogiendo el rifle—. ¿Quién puede amenazarla? De seguro que el gambusino duerme tan profundamente como Harris y Jorge.

Adelantó algunos pasos, mirando en todas direcciones, pues la oscuridad no era tan profunda que no pudieran distinguirse los objetos a algunos metros de distancia.

Ya iba a despertar a sus compañeros, temiendo una sorpresa, cuando se oyó un nuevo grito de Minnehaha, más agudo que el anterior.

—¡Demonio! —exclamó John—. ¿Qué peligro nos amenaza?

Y adelantó con la carabina dispuesta a hacer fuego y gritando al mismo tiempo:

—¡A las armas, camaradas!

En aquel mismo instante vio a la muchacha saltar como una bala de entre las altas hierbas.

—¡Ponte detrás de mí! —gritó el gigante—. ¿Quién te amenaza?

Minnehaha no tuvo tiempo de responder.

Los tres caballos se habían levantado precipitadamente, y después de una breve vacilación se lanzaron a todo galope hacia el lago, desapareciendo bien pronto entre las tinieblas.

—¿Qué pasa aquí? —se preguntó el indian-agent, estupefacto al ver huir a los caballos.

Después lanzó dos poderosos gritos:

—¡Harris!… ¡Jorge!…

Los dos cazadores, despertados de su profundo sueño, acudieron gritando:

—¿Qué sucede, camarada?

—¡Todavía no lo sé! —respondió el indian-agent, que cubría a Minnehaha con su cuerpo.

—¿Serán los indios? —preguntó Harris.

—No; no habrían huido nuestros caballos. ¿Dónde está el gambusino?

—¿No está contigo?

—No le he visto.

—Entonces, le han matado —dijo Jorge.

—Os digo que no son los indios los que han puesto en fuga a nuestros caballos —repitió el gigante—. ¿Qué has visto tú, muchacha? ¡Tú eres la que has dado la voz de alarma!

—Es verdad, rostro pálido —respondió la hija de Jalta, manteniéndose prudentemente detrás de los tres hombres.

—¿Por qué has gritado?

—Porque el campamento está rodeado de animales terribles.

—¿No hay hombres?

—¡No, no! —respondió vivamente la niña.

—¿Osos, acaso?

—Me parecieron maialis.

—¡Cuernos de bisontes! —exclamó el indian-agent—. ¡Ya sé de qué se trata! ¡Camaradas, busquemos en seguida un árbol, si no queréis dejar las ropas y las carnes entre las garras de los pécaris! Os recomiendo que no hagáis fuego. Si se irritan, nadie será capaz de contenerlos.

—¡Los pécaris! —exclamaron, perdiendo el color, los dos cazadores.

Entre las altas hierbas comenzaban a oírse gruñidos, cada vez más agudos y frecuentes.

—¡Corramos! —gritó John.

Los tres aventureros se lanzaron a carrera desenfrenada hacia una pequeña altura, en la cual había varios frondosos árboles.

Minnehaha les seguía con la agilidad de una gacela.

Parecía que los pécaris se habían dado cuenta de la fuga de los hombres, porque a su vez echaron a correr, más bien atraídos por la curiosidad que por otra cosa, pues no son animales carnívoros ni peligrosos cuando no están irritados. En este caso, son terribles. La obstinación que ponen en vengarse es verdaderamente tenaz.

Viendo John cerca de sí un cedro colosal, de cuyas ramas pendían festones de bejucos, agarró a Minnehaha y la puso en alto, diciéndole:

—¡Arriba en seguida!

Desgraciadamente, al levantar los brazos se le cayó el rifle al suelo y se disparó el tiro.

Amenazadores y fuertes gruñidos siguieron al ruido del disparo.

—¡Diablo! —gritó el indian-agent—. ¡Sin querer, he matado a una de esas bestias! ¡No podía suceder nada peor! ¡Harris, Jorge, subid, o sois perdidos!

Los dos cazadores conocían demasiado bien las costumbres de los pécaris y su terrible ferocidad.

De un salto se agarraron a los bejucos, y prontamente se pusieron a salvo en las ramas del cedro. El indian-agent les había precedido después de coger su carabina.

En cuanto a Minnehaha, debía de estar ya en las más altas ramas del árbol.

Era tiempo. Los pécaris acudían de todas partes, gruñendo rabiosamente y destrozando las plantas que rodeaban al cedro, en cuyo enorme tronco arañaban con furia.

Su afán por vengar al compañero a quien la bala del gigante había muerto, rayaba en locura.

—¡Sólo nos faltaban estos animales para retardar más aún este eterno viaje! —dijo Harris, que se había subido a una rama de seis metros de alto.

—¿Y el gambusino? —preguntó Jorge.

—Eso mismo me preguntaba yo en este momento —dijo John—. ¿Qué le habrá ocurrido a ese desgraciado?

—¿Dormirá todavía? ——preguntó Harris.

—No; los disparos le hubieran despertado——contestó el indian-agent.

—Se habrá puesto en salvo con su caballo——añadió Harris.

—¡Su caballo! —dijo el indian-agent—. Yo no le he visto huir.

—¡Imposible!

—Te repito que no le he visto. Los caballos que huyeron fueron tres, los nuestros. Mi vista no me engaña.

—¡Eso que dices es grave, John!

—Yo digo lo que he visto. El caballo del gambusino no iba con los nuestros.

—Entonces, el gambusino… —exclamó Jorge.

—¿Le habrán matado los indios?

—¿Y por qué iban a respetarnos a nosotros?

—¡Es verdad!

—Yo creo —dijo Jorge— que al ver a los pécaris se puso en salvo a caballo.

—Eso me parece inverosímil —dijo Harris—. Nos hubiera advertido el peligro.

—Sea lo que sea——añadió John—, en este momento será mejor que nos cuidemos de nosotros.

—¡Temo que estos pécaris nos den mucho que hacer! Y creo que son muchos.

—Van siempre en grandes manadas, casi siempre de trescientas a cuatrocientas cabezas. ¡Y yo sólo dispondré de una docena de tiros!

—Como yo, poco más o menos —dijo Jorge.

—¿Y tendrán el propósito de asediarnos?

——Exactamente, amigo —respondió John—. Una vez me obligaron a estar a mí tres días en un árbol.

—¡Veamos lo que hacen! —dijo Harris—. Tal vez se vayan antes de que amanezca.

Los tres aventureros miraron hacia abajo.

La oscuridad y la espesura de las ramas no les permitían contar el número de los sitiadores; pero por sus gruñidos comprendieron que se trataba de una banda numerosa.

Los peligrosos animales debían de haber notado que los cazadores se habían refugiado en lo alto del árbol, pues se llamaban unos a otros, estrechando sus filas en torno de aquél.

—¿Qué dices a esto, John?

—Que estamos presos.

—¡Yo voy a ver si mato alguno!

—No conseguirás más que irritarles mayormente. Además, debemos conservar las municiones. Los indios pueden encontrarse más cerca de lo que imaginas.

—¿De modo que tendremos que dormir aquí y alimentarnos con hojas de cedro, porque este árbol ni siquiera da fruto?

—No dejo de pensar en la desaparición misteriosa del gambusino. ¿Y Minnehaha?

—Estará en las ramas más altas; no te cuides de ella. Armémonos de paciencia, y esperemos que estos malditos animales se vayan, si es que se van.

Las tinieblas comenzaban a disiparse, y los pécaris no parecían dispuestos a renunciar a su venganza.

Ya avanzaban con rapidez las luces del alba, anunciando la aparición del astro del día, y entonces pudieron distinguir que los animales no bajarían de trescientos, armados de largas y afiladas uñas, y, lo que era peor, parecían presa de una cólera violenta.

Después de haber devastado todas las plantas que había por allí, arremetieron ferozmente contra el tronco del árbol, probando en su dura corteza la resistencia de sus dientes.

Tiempo perdido, porque ni un elefante hubiera sido capaz de conmover siquiera aquel tronco robustísimo.

Mientras una gran parte de los asaltantes se plantaban en semicírculo alrededor del árbol para hacer centinela, otros fueron en busca de su almuerzo, que lo tenían muy cerca, y consistió en gruesas piñas cargadas de exquisitos piñones.

Las habían cogido de un grupo de pinus lambertina que crecían allí mismo, árboles que alcanzan doscientos o trescientos pies de altura siendo su fruto de medio metro de largo y bien cargado de piñones.

—¡Ved a lo que estamos reducidos! —dijo Harris—. ¡A envidiar a esos malditos bichos! ¡Me daría por muy satisfecho si siquiera pudiera tomar parte en su festín!

—Pues no tienes más que bajar y ponerte a comer piñones —dijo John—. ¿Por qué han de ser sólo para los pécaris?

—Probad vos antes.

—¡No tengo deseos de que esos animaluchos den cuenta de mí!

—Y parece que tienen intenciones de acampar aquí mismo —dijo Jorge—. ¡Miradlos dispuestos a dormir entre las hortensias!

—¡No hay que fiarse de su sueño!

—Descuidad, señor John.

—Lo digo porque tienen la costumbre de dormir con los ojos bien abiertos.

En aquel momento, los tres hombres oyeron que desde lo más alto del árbol lanzaban un grito que más parecía de sorpresa que terror.

—¡Minnehaha! ¿Qué le pasará?

—¿La amenazará algún peligro? —preguntó John.

—¡Voy a verlo! —dijo Jorge, que era el más ágil de todos.

Se echó el rifle a la espalda y comenzó a escalar las alturas del árbol, hallándose bien pronto en la cima.

Minnehaha, que debía de tener la agilidad de un mono, se encontraba allí, montada en una rama y mirando muy atentamente hacia el lago.

—¡Eh, bribona! ¿Qué miras?

La salvaje hizo un gesto de rabia, y mirando al hombre blanco con malignidad y odio, respondió:

—Miro hacia allá, hacia los cuervos (corvis).

—¿Y para eso has gritado? ¿Tienes quizás miedo de esos pajarracos? ¡Ya tendrán que esperar bastante antes de comerse tu carroña! Tienes los huesos duros, y morirás muy vieja.

Minnehaha se echó a reír, enseñando sus dientes, blancos como los de un jaguar joven, y nuevamente miró adonde antes.

—¡Hum! —dijo el cazador, escamado—. ¡Por algo has gritado tú! ¡Nadie me hará creer que tú, una piel roja, hayas tenido miedo de los cuervos!

El cazador dirigió la vista hacia el punto donde indicaba la muchacha, y un grito se escapó de sus labios.

—¡Cuervos!… ¡Si son los corvis!

Dos docenas de pieles rojas avanzaban al trote por la orilla del lago, dirigiéndose al sitio que ocupaban los pécaris.

A su cabeza, en un caballo blanco, cabalgaba un guerrero que llevaba un manto semejante al de Minnehaha; a aquel guerrero seguían otros dos, uno de los cuales vestía un traje que no era indio.

Como aún estaban lejos, Jorge no pudo distinguir que éste último no era otro que Nube Roja, el cual iba al lado de Caldera Negra y de Jalta.

—¡Baja! —dijo imperiosamente a Minnehaha, enseñándole el puño—. ¡Por eso decías que eran cuervos!

—¡Déjame ver a los guerreros de mi país! —respondió la india.

—¿De tu país has dicho?

—Sí.

—¿Son sioux?

—Me parece.

—¡Razón de más para que bajes corriendo! —respondió el cazador.

En vez de obedecer, Minnehaha subió a la más alta rama del árbol, ya tan endeble, que no podía sostener al cazador.

—¡Ah, maldita víbora! ¡Cómo no bajes, te doy un tiro! ¡Te advierto que lo hago como lo digo, y das sin querer un salto de cuarenta metros!

Después de haber intentado en vano subir más alto, la muchacha se decidió por fin a bajar.

—¡Deja, rostro pálido; ya bajo!

—¡Granuja! ¿Querías indicar a tus compañeros nuestra presencia en este árbol?

—No —protestó la muchacha.

—¡Calla, serpiente, y baja delante de mí!

Viendo la muchacha que no podía hacer resistencia, bajó con la agilidad de un mono, llegando hasta donde estaban John y Harris.

Jorge la había seguido prontamente, aunque le estorbaba el rifle.

—¿Y qué? —preguntaron con viva ansiedad su hermano y John.

—¡Qué nos cogen! —contestó Jorge.

—¿Quiénes? —preguntó el indian-agent.

—Los arrapahoes y los sioux.

—¿Están ya aquí los guerreros de Jalta?

—Así parece —respondió Jorge—. Minnehaha debe de haber reconocido a los tigres rojos de la montaña.

—¡Estamos perdidos! —no pudo menos de exclamar John.

—Minnehaha puede haber mentido —dijo Harris—. ¿Se puede dar crédito a esa niña, que tal vez haya querido asustarnos?

John fijó los ojos en la niña, que fingía estar distraída mirando a los pécaris, pero que no había perdido una sola palabra.

—¡Habla, víbora! ¿Vienen los sioux con los arrapahoes?

—No lo sé —respondió la niña—. He visto muchas plumas sobre la cabeza de algunos guerreros, y los sioux no las llevan.

—¡Vete al demonio!

Minnehaha se encogió de hombros, se alisó los cabellos y prorrumpió en una risita irónica.

—¿Cuántos son? —preguntó Harris a su hermano.

—Lo menos doscientos.

—Si vienen guiados por Caldera Negra, no nos libraremos del terrible palo de la tortura; ¿verdad, John?

—¡Todavía no estamos presos! —respondió el indian-agent, repuesto ya de su primera emoción.

—¡Y sin poder huir, a causa de estos malditos pécaris!

—Pues yo les daría las gracias, porque son los que van a salvarnos.

—Espera que lleguen los indios y presenciaremos una espantosa lucha. Al llegar los indios, estos animales creerán encontrarse frente a los matadores de su compañero, y arremeterán contra ellos. Ya verás cómo los caballos no resisten mucho a sus arañazos.

—¿Y nosotros?

—Nos aprovecharemos de la confusión para huir.

—¿Sin caballos?

—Por ahora, hay que renunciar a ellos. En cuanto a Minnehaha, tápale bien la boca. Si lanza un grito, no nos salvaremos.

Jorge cogió a la muchacha, la amordazó con un pañuelo y la ató a las ramas del árbol, mientras los pécaris, más furiosos que nunca, continuaban destrozando las plantas.

CAPÍTULO XXI. LA HACIENDA DE SAN FELIPE

Escondidos los tres hombres en lo más espeso del árbol, vieron llegar a los indios, experimentando la consiguiente sorpresa al ver que los guiaba Nube Roja.

—¡Ah, canalla! —exclamó John——. ¿Le veis, amigos? ¿Me engaño?

—No —le respondieron los dos hermanos, que habían reconocido también al traidor.

—¡No esperaba verle entre los pieles rojas!

—¿Nos habrá hecho traición por salvar su cabellera? —preguntó Harris.

John movió la cabeza, como dudando.

Caldera Negra no es hombre que se fíe de un enemigo de su raza, aunque le haya prometido mil cabelleras —añadió luego—. Ya tenía yo sospechas sobre ese hombre, a causa del color de piel casi roja. ¡Ah, canalla; bien nos ha burlado!

—¿De modo que creéis que sea un indio que se haya fingido gambusino?

—Sí, Harris, y, desgraciadamente, me he convencido demasiado tarde. Si antes hubiera tenido una prueba de la certeza de mi sospecha, a estas horas su cadáver yacería en la pradera para pasto de los coyotes.

—¿Y ésa que le sigue es Jalta?

—Sí, Harris. Aunque no la veo hace tres años, la reconozco perfectamente. ¡Guardaos de ella, camaradas! ¡Es peor que Caldera Negra!

—Entonces ya han logrado reunirse los sioux, los arrapahoes y los cheyennes. ¿Qué cosas ocurrirán ahora en la pradera, donde campan libres esos demonios, siempre sedientos de la sangre de los blancos?

—¡Ah! ¡No quisiera encontrarme yo allí, Harris! —dijo el indian-agent.

—Pero ¿qué hace en tanto el Gobierno americano?

—Deja tiempo al tiempo. Esta guerra no acabará sino después de estragos inmensos, siempre que no se destruya a la raza roja. Columnas de voluntarios de la frontera se forman ya en California, y actualmente se ocupan en cruzar los gigantescos ríos del Este. Descuidad, que no quedarán impunes las matanzas de blancos que han hecho los indios. ¡Jalta aquí! ¡Ah; no la esperaba tan pronto! ¡Se conoce que tiene prisa por apoderarse de los hijos del desgraciado coronel!

—A quienes no podemos salvar nosotros —dijo Jorge.

——¿Porque ahora estamos inmovilizados en este árbol? —dijo John—. Dejemos también nosotros tiempo al tiempo y esperemos. No perdáis de vista a los indios ni a los pécaris, y sobre todo, os recomiendo que no os dejéis ver. ¡Pero ya llegan! ¡Mucho cuidado!

Los doscientos indios llegaban a carrera desenfrenada, dando gritos de guerra, aunque no tenían adversarios a la vista.

Alarmados por aquellos gritos, los pécaris se replegaron, afilándose las uñas.

Agresivos por naturaleza, se preparaban a la batalla, resueltos a morir mordiendo, tanto a hombres como a caballos.

Como las hierbas eran muy altas, los indios no habían notado su presencia y avanzaban sin cuidado, comentando en alta voz la dirección que habían debido de tomar los fugitivos, a juzgar por las huellas que a su paso dejaron dos caballos, pues, como hemos dicho, John y los suyos habían tenido la prudencia de no encender fuego aquella noche.

—¡Atención, amigos! —dijo John en voz baja—. ¡Va a empezar la batalla! Los pécaris están dispuestos.

—Se diría que están afilando sus armas —dijo Jorge.

—No quisiera yo que cargaran contra mí. ¡Atención!… ¡Empieza el ataque!

Treinta o cuarenta indios se acercaron a las plantas que rodeaban el cedro, sorprendidos de verlas tronchadas, en tanto que los demás se desplegaban en ala.

En aquel momento, los pécaris cayeron sobre los indios como una tromba.

Al verse los caballos acometidos por aquel enemigo, que les mordía y arañaba sin piedad, daban espantosos botes, cayendo muchos jinetes al suelo.

Los indios que iban detrás comprendieron en seguida el peligro que corrían, y comenzaron a gritar:

—¡Los pécaris! ¡Los pécaris!

Retumbaron algunas descargas, que echaron por tierra a buen número de asaltantes; pero eran éstos tantos y se mostraban tan furiosos, que la confusión y el desorden reinaron bien pronto entre los indios.

Los caballos, sobre todo, estaban locos de espanto; y al ver que los de la vanguardia huían a galope tendido, les imitaron los otros, dirigiéndose como exhalaciones a los terraplenes del lago.

Nadie podía detener a los caballos en aquella loca fuga. No servían las bridas, ni los golpes de talón (los pieles rojas no usaban espuelas, como sus hermanos de la América del Sur), ni las punzadas con las lanzas y los cuchillos.

En un momento, los doscientos jinetes, que no cesaban de disparar, se encontraron en completa fuga, perseguidos encarnizadamente por la horda de pécaris, los cuales, enloquecidos por las pérdidas sufridas, parecían resueltos a exterminar hasta el último de sus enemigos.

—¡Camaradas —dijo John—, éste es el momento de escapar! La hacienda no está lejos, y espero llegar a ella antes que los arrapahoes y los sioux.

—¿Y este mal bicho? —preguntó Harris, indicando a Minnehaha—. ¿La dejamos aquí?

—No —respondió el indian-agent—. Si los pieles rojas la encontraran, nos darían una carga espantosa. Jorge, encárgate tú de este coyote y cuida de que no se te escape.

Los indios habían desaparecido tras las quebraduras del terreno con dirección al lago, y aún se oían sus disparos hacia el Norte; pero por lo pronto no era de temer su reaparición.

Los tres aventureros descendieron del árbol, obligando a bajar a Minnehaha, y se lanzaron a toda carrera no sin ordenar antes a la india que hiciera lo mismo, bajo amenaza de muerte.

—Habrán huido ante los pécaris —respondió el indian-agent—. Sólo podemos contar ahora con nuestras piernas, y hay que ganar cuanto antes las orillas del Weber. ¡Tú, pequeña coyote, a ver si andas lista! ¡Y ya sabes, al menor intento de fuga, te planto una bala en la cabeza!

La muchacha precedía a los aventureros como un gamo, demostrando así que no deseaba probar las balas de sus rifles.

El bosque estaba ya a muy pocos pasos; era un bosque compuesto casi exclusivamente de gigantescos pinos que podían competir por su corpulencia y altura con los de la Sierra Nevada y California.

En pocos minutos se encontraron bajo él nuestros hombres.

A lo lejos oían todavía el retumbar de las descargas, señal evidente de que los indios habían optado por hacer frente a los pécaris, a fin de no tener que alejarse demasiado del lugar en que creían sorprender a los fugitivos.

Media hora después, John, que sabía orientarse con tanto acierto como los indios, oyó fuertes fragores a través de los gigantescos vegetales.

—¡El Weber! —exclamó—. ¡Podemos considerarnos en salvo, porque la hacienda debe de estar a pocos pasos!

—¡Y tal vez los indios en ella! —pensó Harris.

Se abrieron camino con las navajas por entre una maraña de plantas, y poco después estuvieron en el río.

Corría éste por un cauce relativamente estrecho, cubierto en sus dos lados de genciana y helechos, así como de camelthorn, semejante a la acacia de la jirafa del África.

Con una rápida mirada convencióles el indian-agent de que no les amenazaba ningún peligro.

Cierto que podían tropezar con jaguares o caguarés, animales que frecuentan mucho las orillas de los ríos, para sorprender a los ciervos y aun a los gigantescos bisontes que acuden a beber; pero no eran aquellos enemigos capaces de atemorizar a tres hábiles y valientes cazadores.

Solamente los indios eran temibles en aquellas circunstancias.

—¡No dejo de pensar en el maldito gambusino! —dijo John—. Es un espía que hemos traído todo el camino. ¡Pero, en fin, ya le encontraré más tarde o más temprano, y saldaremos cuentas! ¿Quién sabe si él mismo guiará contra nosotros a Jalta y a Caldera Negral? ¡Nunca lo hubiera imaginado!

—Por eso, cuando le hicimos prisionero y nos fijamos en el color de su piel, que le asemejaba más bien a un indio que a un mestizo, no tuvimos inconveniente en perdonarle la vida, a condición de que nos sirviera de guía —manifestó Harris.

—¡Y no era más que un espía que se colocaba a nuestro lado! —añadió John—. ¡En fin, ya le encontraré algún día y saldaremos cuentas!

—Si no os arranca antes la cabellera.

—¡Mientras tanto, a correr, que urge que lleguemos!

Después de descansar algunos minutos colocaron entre ellos a Minnehaha, y continuaron su camino, siguiendo la orilla del río.

A mediodía hicieron otro breve descanso para devorar alguna carne seca de la que por precaución habían conservado, y otra vez echaron a andar, hasta que de pronto el indian-agent se puso a escuchar con atención.

—¿Qué es eso? —preguntó Harris.

—¡Amigos, si queréis salvar vuestra cabeza, al río en seguida!

—¿Otra vez los indios?

—¡Escucha un instante, Harris!

El cazador se quedó un momento quieto, y bien pronto movió la cabeza, apretando los puños.

—¡Sí, vienen! —dijo en seguida—. ¿Y van a cogernos ahora, que estamos a la puerta de la hacienda?

—¡Al río en seguida! —replicó John, cogiendo a la india entre sus brazos.

Los tres hombres llegaron hasta la orilla del agua, y allí se detuvieron.

—Es más profundo este río de lo que yo creía —dijo el indian-agent con cólera—. ¡Imposible pasarlo sin mojar nuestras armas y municiones!

—Coloquémonos las armas en la cabeza, y crucémosle a nado.

—¡Nos falta tiempo! ¡Los indios están ya ahí! ¡Ah! ¡La fortuna no se cansa de protegernos! ¡Mirad aquella abertura a flor de agua! ¡Pronto, amigos; ahí debe de haber sitio para todos!

Los tres amigos y la muchacha llegaron a una especie de socavón o caverna hecha por la acción de las aguas, y en ella entraron todos.

—¡He aquí, un refugio que me recuerda el que tuvimos en la cornisa! —dijo John—. Pero éste es más seguro que el otro, porque si los indios quisieran entrar, tendrían que pasar uno a uno, y eso nos permitiría fusilarlos cómodamente.

—¿Nos habrán descubierto?

—Creo que no.

—¿Sabes que los indios ventean admirablemente la presencia del hombre blanco?

—Lo sé. ¡Pero calla, Harris, que ya están ahí!

Hacia fuera se oían voces de hombres y relinchos de caballos.

Parecía que los indios bajaban hacia el río.

—¿Qué hacen?

—No soy adivino para poder decírtelo. Estate callado, cuida de que Minnehaha no dé un solo grito, y deja que vaya a ver lo que hace esa mala gente.

Con gran cuidado se asomó por la abertura, y vio a cierta distancia seis indios, armados con lanzas y escudos que cruzaban nadando el río, llevando delante a los caballos, sin temor a la corriente, que era bastante impetuosa en aquel sitio.

—¡No son más que seis! —murmuró el indian-agent—. ¡Si detrás no vienen más, no está todo perdido! ¡Sí, sí! ¡Buscad, y encontraréis, estúpidos!

Los seis indios seguían inspeccionando las dos orillas. A poco John vio que uno de ellos salía del agua y se inclinaba con gran atención hacia el suelo.

Un grito de triunfo salió de los labios del piel roja: había descubierto las huellas de los fugitivos.

—¡Malo! —dijo John—. ¿Serán solamente estos seis?

Retrocedió hasta unirse con sus compañeros, a los que dio cuenta de sus observaciones.

—Afortunadamente —les dijo—, no traen armas de fuego.

—Con dos descargas les quitaremos de en medio —dijo Harris.

—¡Yo preferiría no hacer ni una sola! ¡Pero callad, que están ahí! Preparad los rifles. No hagáis fuego hasta que yo lo ordene.

Al cabo de unos instantes, una sombra interceptó la luz que entraba por la boca de la cueva.

—¡No os mováis! —susurró John a sus compañeros.

Sea que aquella advertencia hubiera llegado a oídos del curioso que entraba, o sea por otra causa cualquiera, el cuerpo humano, en vez de retirarse entró resueltamente en la cueva.

Un disparo resonó entonces.

Harris había hecho fuego, destrozando al intruso la cabeza.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó John—. ¡No nos queda más remedio que aceptar la batalla!

Saltó sobre el cuerpo del piel roja y disparó contra los otros indios, que estaban para echar pie a tierra.

Un grito siguió a la detonación y otro indio cayó desplomado del caballo al río.

Los otros cuatro pieles rojas se pusieron en seguida a la defensiva, lanza en ristre; pero al ver que eran tres los hombres que salían de la cueva volvieron grupo a sus caballos, desapareciendo bien pronto en una revuelta del río.

—¡Ahora coged a la muchacha, y a escape! ¡Una suerte igual no se presenta dos veces!

Y corriendo por la orilla del río avanzaron unos cuantos metros, hasta llegar a unos campos de maíz, por donde vieron que iban varios negros semidesnudos corriendo como liebres, y junto a ellos algunos mestizos con amplios sombreros mejicanos.

—¡Indios bravos! ¡Indios! —gritaban a plena garganta los fugitivos, precipitándose por la empalizada que circundaba la plantación de maíz.

—¡Amigos! ¡Amigos! —gritaron a su vez los tres aventureros.

Inútilmente. Negros y mestizos continuaron su carrera, presa del pánico más terrible, sembrando la alarma por todo aquel terreno y poniendo en dispersión a las manadas de bueyes y de caballos que pastaban en los prados vecinos.

—Dejémosles gritar —había dicho John—. Así acudirá el intendente, que no tardará en reconocerme.

En un recodo del río apareció de pronto una hermosa casa rodeada de varias dependencias y defendida por una alta empalizada, que se apoyaba en las orillas de un profundo foso.

Era la hacienda de San Felipe.

John, que había estado otras veces en la hacienda, no se preocupó de los gritos de los negros ni de los ladridos de los perros y guió a sus dos compañeros y a Minnehaha hasta llegar a la casa, cuyo puente levadizo atravesó, sin cesar de gritar para que no le dispararan:

—¡Amigos! ¡Amigos!

Iba a entrar en el vestíbulo que se abría ante el cuerpo principal del edificio, cuando un mestizo con traje mejicano, al cual seguían una docena de negros, le cerró el paso, poniéndole dos pistolas al pecho.

—Morales, ¿no conoces ya a los amigos? —gritó John——. ¿Dónde están Jorge y Mary?

—¡Caramba, señor! —exclamó el mejicano, bajando las pistolas—. ¡El indian-agent del amo!

En seguida, y mientras los negros, bajando las armas, se quedaban con la boca abierta, se lanzó hacia dentro, gritando:

—¡Señor!… ¡Miss!… ¡Vengan, que hay amigos del coronel!

Un momento después aparecían en la puerta principal del edificio un hermoso joven de quince años, moreno y con el pelo y los ojos negros, y una muchacha algo más joven, menos morena y esbelta como una palma joven.

Dos gritos lanzaron al unísono:

—¡John! ¡John!

—¡Sí, señoritos; yo mismo! —dijo el indian-agent, quitándose el sombrero.

—¡Venid! ¡Venid! —dijo Jorge, el hijo del coronel, señalando a sus visitantes el interior de la casa.

—Antes, señor Devandel, haced levantar el puente levadizo y reunid aquí a todos vuestros servidores

—¿Por qué?

—Porque van a llegar los indios de un momento a otro.

—¿Cuáles, los arrapahoes?

—Y los sioux, señor Devandel.

—¿Estáis seguro, John?

—Hemos escapado de ellos por un verdadero milagro.

El joven palideció ligeramente, mirando con ansiedad a su hermana.

Miss Mary no sólo había permanecido tranquila, sino que dijo de pronto:

—¡Pues sabremos defendernos! ¡Somos dignos hijos de nuestro padre!

—¡Pobre padre mío! ¿Dónde se encuentra ahora, John? —preguntó el joven.

—Como siempre, en el Laramie —contestó John, haciendo un supremo esfuerzo para aparecer tranquilo.

—¿Con sus valientes voluntarios? —exclamó Mary.

—Sí, miss.

—¿Y siempre peleando con fortuna contra los indios? —preguntó el joven.

—Ya les ha dado duras lecciones, señor Devandel.

—¡Ah! ¡Nuestro padre podría llamarse el león del Far-West! —dijo Mary—. Muchas veces me ha dicho que quería ostentar el casco con plumas de general.

John, como para cortar aquella conversación embarazosa, llamó al intendente, y le dio orden de cerrar todas las entradas de la finca y de reunir dentro de ella a la servidumbre.

Después, acompañado por los jóvenes, por los dos cazadores y por Minnehaha, entraron en un gabinete adornado con sobria elegancia, y en el cual se veían preciosos trofeos de caza conservados como reliquias.

—Me manda vuestro padre —dijo John— para advertiros que los sioux han jurado destruir la factoría y capturaros vivos.

—¿Y quién ha dicho a esos malditos que estamos aquí?

—No lo sé.

—De seguro, aquella india con quien mi padre se vio obligado a casarse hace muchos años.

—Puede ser. ¿De cuántos hombres disponéis?

—De veinte, entre negros y mestizos.

—¿Todos fieles?

—Lo creo —respondió el joven.

—¡Calla! —exclamó en aquel momento Mary, reparando en Minnehaha—. ¿Cómo se encuentra aquí esta india?

—Ha venido con nosotros, miss. No os cuidéis de ella; es una víbora, de la cual nos libraremos apenas se presenten sus compatriotas.

Minnehaha, que hasta entonces había permanecido en la puerta, entró repentinamente en aquel instante, lanzando a John una mirada de odio profundo.

Después, sin decir palabra, fue a sentarse en una poltrona, donde se arrellanó, cubriéndose casi por entero con su manto.

—¡Qué repulsiva criatura! —exclamó Mary.

—Una verdadera salvaje, miss. Pero no perdamos tiempo, y a la defensa. Antes, permitidme que os presente a los hermanos Harris y Jorge Limpton, dos cazadores de la pradera a quienes vuestro padre os recomienda. ¡Y ahora, a defendernos, que ya me parece oír el grito de guerra de los indios de Caldera Negra!

—¡Una palabra, John! —dijo Devandel—. ¿Y el ganado que pasta en la orilla del río?

—Dejadlo perder. Es mucho dinero que se va; pero hay que conformarse.

El joven Devandel estrechó efusivamente la mano de los dos cazadores.

En aquel momento resonaron fuera algunas descargas, a las cuales siguieron los gritos de:

—¡A las armas! ¡A las armas!

CAPÍTULO XXII. EL INCENDIO

John, los dos cazadores y los hijos del coronel se precipitaron fuera del gabinete, presa de una viva emoción, porque no esperaban que la aparición de los indios fuera tan inmediata.

Los negros y los mestizos, guiados por el intendente, que ya había levantado el puente y cerrado las puertas, habían acudido a la empalizada, como primer reducto para la defensa de la finca.

Iban todos armados de magníficas carabinas, pistolas y hachas y parecían decididos a oponer una valerosa resistencia, sabiendo, como sabían, que los guerreros de Caldera Negra no concedían gracia ni cuartel a los vencidos.

Dos centinelas habían hecho fuego hacia el bosque donde se habían mostrado varios pieles rojas, primeras avanzadas, sin duda, del enemigo.

El indian-agent dijo a Devandel tan pronto como vio lo que ocurría:

—Esos son exploradores. Durante el día no darán el ataque esos perros. Por ahora se contentarán con cebar sus iras en el ganado de la hacienda.

—Mil cabezas más o menos, no me importan —contestó el joven.

—Vuestro padre es bastante rico para reponerlas.

—No digo que no, John. Además, me he acostumbrado a esa pérdida, que parecía segura desde la declaración de guerra de las tres naciones. Me hubiera sido imposible salvar ese ganado a través de la pradera, infestada de pieles rojas. Pero ¿se contentarán con llevarse los animales?

—No, señor Devandel —respondió el indian-agent—. Preferirían nuestras cabelleras: yo os lo aseguro.

—Pues se quedarán sin ellas.

—No conocéis el odio de los sioux, o mejor dicho, del que los guía, de… Darán a la finca un ataque desesperado, y no retrocederán mientras no os capturen a vos y a vuestra hermana.

—¿Tanto nos aborrecen?

—Sois los hijos del coronel Devandel, el más acérrimo enemigo de la raza roja, y además… Hay otras razones que ahora no puedo deciros. Cuando vuestro padre me ha mandado aquí…

—¿Y son muchos los indios?

—Dos tribus. Tendremos mucho que hacer para desembarazamos de ellos. Veinte hombres solos para defender la hacienda no son muchos, por cierto.

—¿Qué me aconsejáis hacer, señor John?

El indian-agent no respondió. Con los ojos fijos en la empalizada, miraba las plantaciones de algodón.

—Señor Devandel —dijo de pronto—, ¿qué hacen aquellos hombres con las semillas del algodón?

—Extraen el aceite para alimentar las estufas.

—¿Tenéis buena provisión?

—Muchos barriles.

——¿Hay en la hacienda grandes calderos?

—Sí.

—Pues haced que los dispongan todos para calentar el aceite.

El hijo del coronel le miró con estupor.

—¿Qué intentáis hacer, John?

—Ese aceite hirviendo servirá para desollar las espaldas a los arrapahoes y a los sioux. Dad en seguida las órdenes, señor Devandel. Sólo faltan dos horas para que llegue la noche, y en cuanto esté oscuro nos atacarán.

Volvióse luego hacia los dos cazadores, que hablaban con Mary, y les preguntó:

—¿Y Minnehaha?

Los interpelados no vieron por allí a la india.

—¿Se habrá escapado esa maldita? —gritó Harris.

Los dos hermanos la buscaron por todas partes, sin lograr descubrir a la hija de Jalta.

—¿Y qué podéis temer por parte de esa muchacha?

—Vos no la conocéis, señor Devandel —contestó John con indignación.

—De seguro —dijo Harris— que ha saltado la empalizada y se ha dejado caer al foso.

—¡Peor para ella! —dijo Jorge—. ¡Así recibirá un baño de aceite hirviendo!

Todo el mundo se preparó a la defensa, obedeciendo las órdenes de John y de Devandel.

Multitud de fogatas ardían dentro de la empalizada, y sobre ellas borbotaban, lanzando un humo insufrible, grandes calderas llenas de aceite de algodón. Algunos negros cuidaban el fuego y movían el aceite con grandes cazos de largo rabo.

Los demás negros y mestizos, repartidos por la empalizada, daban muestras de bélico ardor por defender su cabellera y su vida.

Otros varios grupos de indios aparecieron por las cercanías, caracoleando insolentemente y amenazando con los fusiles y las lanzas, mientras llegaba el momento del ataque.

John dispuso que no se les hiciera fuego, porque, como estaban a mucha distancia, se hubieran perdido los proyectiles.

Durante el día nada ocurrió de extraordinario, salvo algún disparo que otro; pero cuando comenzó a ponerse el sol, los sitiados vieron con espanto que todos los alrededores se cubrían de jinetes indios.

—¡Cuernos del demonio! —dijo John—. ¡Lo menos son quinientos! ¡Ese maldito Caldera Negra ha hecho venir a Mano Izquierda, otro de los jefes de los arrapahoes!

—¿No ves también a los sioux de Jalta, John? —preguntó Harris.

—¡Ya lo creo! ¡No soy ciego!

—Van a dar un ataque terrible —dijo, suspirando, el hijo del coronel—. No lo temo por mí, sino por Mary.

—Señor Devandel, no estamos todavía en las manos de esos perros. Son muchos, demasiados; pero les haremos retroceder. La empalizada es sólida y muy alta, el foso profundo, y hasta la casa podría convertirse en una fortaleza que nos defendiera de esos malditos.

—Desgraciadamente, John, es toda de madera, y de la más inflamable, pues procede de los pinos.

—Entonces, señor Devandel, estamos como sobre un polvorín. Si esos perros le prenden fuego, moriremos asados.

—No me parece, señores, que la intención de los indios sea quemarnos vivos —dijo Harris—. Ya recordaréis, John, que Pájaro de la Noche estaba encargado de advertir a los arrapahoes que prendieran vivos a los hijos del coronel.

—Es verdad; y Mano Izquierda debía encargarse de la captura, en unión de Caldera Negra.

—¿Tanto nos odian los sioux? —dijo el joven Devandel.

—Eso parece —respondió evasivamente John.

—¿Y para qué quieren cogernos vivos?

—¡Quién sabe!

—¿Para tenernos como rehenes?

—Sería preciso preguntárselo a estos tunos.

—¿Y no podremos esperar ningún socorro?

—Desechad toda idea de que pueda venir en nuestro auxilio cualquier columna de voluntarios de la frontera. Toda la pradera está en poder de los indios, y pasará bastante tiempo antes de que el Gobierno envíe tropas al lado de acá del Arkansas. Con California no hay que contar; y en cuanto a la Sierra Nevada, no vendrá de ella ni un soldado.

—Lo que me decís no es, ciertamente, motivo para envalentonarme.

—Lo sé, señor Devandel; pero no quiero despertar en usted esperanzas irrealizables. No podemos contar más que con el valor de nuestros hombres y con los disparos de nuestros rifles. Pero ¿qué es lo que hacen esos perros?

—Se diría que están explorando —dijo Harris.

Dos grupos de caballos se habían destacado del cuerpo principal, desplegándose en varias direcciones.

Unos seguían la orilla del Weber y otros atravesaban a todo correr las plantaciones de algodón, arrasándolas por completo.

Todos iban armados de carabinas y de tomahawk, y aun algunos llevaban además la lanza y el escudo de piel de bisonte.

Habilísimos jinetes, obligaban a sus fogosos caballos a hacer maravillas de giros y de saltos, que ellos aprovechaban para alancear a los bueyes de la hacienda.

El grupo principal se había desplegado frente a la casa en dos líneas. Ante él iban Jalta, Nube Roja y otros dos jefes, a quienes era fácil reconocer por el incómodo, aunque pintoresco, trofeo de plumas que les descendía por las espaldas.

Debían de ser Caldera Negra y Mano Izquierda, los dos grandes sakems de los arrapahoes, que se disputaban los territorios situados al este y oeste del Gran Lago, y que eran famosos por su ferocidad.

Aquella caballería dio una vuelta alrededor de la hacienda, manteniéndose fuera del alcance de los rifles y lanzando con fuerza formidable su característico grito de guerra.

No sólo los hombres de la hacienda estaban dispuestos a la defensa: Mary también estaba junto a su hermano, armada con una ligera carabina y un par de pistolas. Como todas las jóvenes de Far-West, era una hábil tiradora.

Habían ya caído las tinieblas; pero la finca aparecía alumbrada por las fogatas donde hervía el aceite.

En lontananza comenzó a sonar sordamente el trueno, iluminándose de vez en cuando las nubes con algún que otro vivísimo relámpago.

—Se prepara muy mala noche —dijo John, que no había abandonado un momento el punto de observación que estableció a la entrada del puente levadizo, y que se limitó a cenar una tortilla y un trozo de pavo—. Tendremos huracán sobre la cabeza y pieles rojas al frente.

—¡Con tal que mañana conservemos el pelo!

Los indios comenzaron a hostilizar más formalmente con sus disparos.

—¡Nadie responda! —ordenó John—. ¡No debemos desperdiciar nuestras municiones!

Durante media hora siguió el tiroteo de los indios, que si eran tan torpes en el manejo del arco y de la lanza como el de la carabina, ya podían dar por seguro su fracaso.

Además, la empalizada era de troncos fuertes y muy unidos, imposibles de atravesar por las balas.

Los indios se decidieron, pues, al ataque decisivo.

Hicieron una descarga cerrada, y en seguida lanzaron sus caballos a galope contra la cerca, prorrumpiendo en gritos ensordecedores.

A unos doscientos metros de la empalizada, los indios comenzaron a galopar en torno de ella, describiendo círculos que iban estrechando cada vez más.

Los defensores de la factoría, a su vez, rompieron el fuego, con la esperanza de hacer retroceder a aquellos demonios.

Negros y mestizos, envalentonados por el ejemplo de sus dueños, se exponían a los tiros enemigos, y a su vez lanzaban contra los indios verdaderas granizadas de balas.

Algunos caían, pero los demás seguían firmes en su puesto con nuevos bríos.

La hacienda estaba en aquel momento encerrada en un círculo de hierro y fuego.

Harris y Jorge, después de hacer muchos disparos afortunados, acercáronse a John.

—¿Les dejaremos acercarse? —preguntó Harris—. Ya han caído tres o cuatro negros.

—Tienes razón. ¡Vamos a probar en las espaldas de esas fieras si el aceite está bien caliente! —dijo John, nerviosamente.

—¿Y Jalta?

—¿No la has visto?

—No, John.

—Es la que dirige la carga, entre Mano Izquierda y Caldera Negra. El gambusino la sigue… Ya he disparado tres veces contra ella, sin lograr herirla. ¡Se diría que el demonio protege a esa mujer!

—¿Doy orden de suspender el fuego?

—Sí. Finjamos que nos faltan municiones, y dejémosles intentar el asalto. Entonces será la ocasión de arrojarles el aceite. ¡Corre, Harris, y que aviven el fuego!

Harris fue apresuradamente a cumplir el encargo.

Cuatro minutos después comenzaron a decrecer los disparos en la hacienda, y a poco cesaron del todo.

Los indios, que seguían haciendo fuego sin detenerse en sus furiosas carreras, tragaron el anzuelo y llegaron a creer que a los sitiados les faltaban las municiones. Entonces estrecharon el cerco, llegando bien pronto a los bordes del foso, que recorrieron a galope y disparando casi sin apuntar.

De pronto, cincuenta o más guerreros echaron pie a tierra, dejando que sus caballos siguieran corriendo, y empuñando los tomahawk, la terrible arma de que con tanta habilidad se sirven, se arrojaron al foso, con la esperanza de ganar la orilla opuesta y saltar la empalizada.

Era el momento esperado por John.

En tanto que una parte de los defensores, al mando de Harris, Jorge y el hijo del coronel reanudaban el fuego con una intensidad espantosa, algunos negros llegaron a la empalizada llevando las calderas.

Torrentes de aceite hirviendo fueron arrojados al foso sobre los guerreros indios que lo ocupaban.

Alaridos de dolor que no tenían nada de humanos salieron de aquellas profundidades.

La ducha flamante había causado horrorosas quemaduras a los indios.

Los desgraciados, aullando como perros, se echaban unos sobre otros con el pecho y la espalda en carne viva, y casi privada de la piel la cabeza. Después se revolcaban rabiando en el fango, con lo que aumentaban sus terribles sufrimientos.

Ninguno pudo salir de allí, pues el hirviente aceite los había dejado ciegos a todos.

Sus compañeros, aterrorizados ante aquel espectáculo y poseídos de un pánico indescriptible, volvieron grupas y escaparon dando rabiosos gritos.

El asalto había sido contenido por de pronto, y la hacienda puesta a salvo.

Pero ¿hasta cuándo?

CAPÍTULO XXIII. EL INCENDIO

John, los dos cazadores y los hijos del coronel se precipitaron fuera del gabinete, presa de una viva emoción, porque no esperaban que la aparición de los indios fuera tan inmediata.

Los negros y los mestizos, guiados por el intendente, que ya había levantado el puente y cerrado las puertas, habían acudido a la empalizada, como primer reducto para la defensa de la finca.

Iban todos armados de magníficas carabinas, pistolas y hachas y parecían decididos a oponer una valerosa resistencia, sabiendo, como sabían, que los guerreros de Caldera Negra no concedían gracia ni cuartel a los vencidos.

Dos centinelas habían hecho fuego hacia el bosque donde se habían mostrado varios pieles rojas, primeras avanzadas, sin duda, del enemigo.

El indian-agent dijo a Devandel tan pronto como vio lo que ocurría:

—Esos son exploradores. Durante el día no darán el ataque esos perros. Por ahora se contentarán con cebar sus iras en el ganado de la hacienda.

—Mil cabezas más o menos, no me importan —contestó el joven.

—Vuestro padre es bastante rico para reponerlas.

—No digo que no, John. Además, me he acostumbrado a esa pérdida, que parecía segura desde la declaración de guerra de las tres naciones. Me hubiera sido imposible salvar ese ganado a través de la pradera, infestada de pieles rojas. Pero ¿se contentarán con llevarse los animales?

—No, señor Devandel —respondió el indian-agent—. Preferirían nuestras cabelleras: yo os lo aseguro.

—Pues se quedarán sin ellas.

—No conocéis el odio de los sioux, o mejor dicho, del que los guía, de… Darán a la finca un ataque desesperado, y no retrocederán mientras no os capturen a vos y a vuestra hermana.

—¿Tanto nos aborrecen?

—Sois los hijos del coronel Devandel, el más acérrimo enemigo de la raza roja, y además… Hay otras razones que ahora no puedo deciros. Cuando vuestro padre me ha mandado aquí…

—¿Y son muchos los indios?

—Dos tribus. Tendremos mucho que hacer para desembarazamos de ellos. Veinte hombres solos para defender la hacienda no son muchos, por cierto.

—¿Qué me aconsejáis hacer, señor John?

El indian-agent no respondió. Con los ojos fijos en la empalizada, miraba las plantaciones de algodón.

—Señor Devandel —dijo de pronto—, ¿qué hacen aquellos hombres con las semillas del algodón?

—Extraen el aceite para alimentar las estufas.

—¿Tenéis buena provisión?

—Muchos barriles.

——¿Hay en la hacienda grandes calderos?

—Sí.

—Pues haced que los dispongan todos para calentar el aceite.

El hijo del coronel le miró con estupor.

—¿Qué intentáis hacer, John?

—Ese aceite hirviendo servirá para desollar las espaldas a los arrapahoes y a los sioux. Dad en seguida las órdenes, señor Devandel. Sólo faltan dos horas para que llegue la noche, y en cuanto esté oscuro nos atacarán.

Volvióse luego hacia los dos cazadores, que hablaban con Mary, y les preguntó:

—¿Y Minnehaha?

Los interpelados no vieron por allí a la india.

—¿Se habrá escapado esa maldita? —gritó Harris.

Los dos hermanos la buscaron por todas partes, sin lograr descubrir a la hija de Jalta.

—¿Y qué podéis temer por parte de esa muchacha?

—Vos no la conocéis, señor Devandel —contestó John con indignación.

—De seguro —dijo Harris— que ha saltado la empalizada y se ha dejado caer al foso.

—¡Peor para ella! —dijo Jorge—. ¡Así recibirá un baño de aceite hirviendo!

Todo el mundo se preparó a la defensa, obedeciendo las órdenes de John y de Devandel.

Multitud de fogatas ardían dentro de la empalizada, y sobre ellas borbotaban, lanzando un humo insufrible, grandes calderas llenas de aceite de algodón. Algunos negros cuidaban el fuego y movían el aceite con grandes cazos de largo rabo.

Los demás negros y mestizos, repartidos por la empalizada, daban muestras de bélico ardor por defender su cabellera y su vida.

Otros varios grupos de indios aparecieron por las cercanías, caracoleando insolentemente y amenazando con los fusiles y las lanzas, mientras llegaba el momento del ataque.

John dispuso que no se les hiciera fuego, porque, como estaban a mucha distancia, se hubieran perdido los proyectiles.

Durante el día nada ocurrió de extraordinario, salvo algún disparo que otro; pero cuando comenzó a ponerse el sol, los sitiados vieron con espanto que todos los alrededores se cubrían de jinetes indios.

—¡Cuernos del demonio! —dijo John—. ¡Lo menos son quinientos! ¡Ese maldito Caldera Negra ha hecho venir a Mano Izquierda, otro de los jefes de los arrapahoes!

—¿No ves también a los sioux de Jalta, John? —preguntó Harris.

—¡Ya lo creo! ¡No soy ciego!

—Van a dar un ataque terrible —dijo, suspirando, el hijo del coronel—. No lo temo por mí, sino por Mary.

—Señor Devandel, no estamos todavía en las manos de esos perros. Son muchos, demasiados; pero les haremos retroceder. La empalizada es sólida y muy alta, el foso profundo, y hasta la casa podría convertirse en una fortaleza que nos defendiera de esos malditos.

—Desgraciadamente, John, es toda de madera, y de la más inflamable, pues procede de los pinos.

—Entonces, señor Devandel, estamos como sobre un polvorín. Si esos perros le prenden fuego, moriremos asados.

—No me parece, señores, que la intención de los indios sea quemarnos vivos —dijo Harris—. Ya recordaréis, John, que Pájaro de la Noche estaba encargado de advertir a los arrapahoes que prendieran vivos a los hijos del coronel.

—Es verdad; y Mano Izquierda debía encargarse de la captura, en unión de Caldera Negra.

—¿Tanto nos odian los sioux? —dijo el joven Devandel.

—Eso parece —respondió evasivamente John.

—¿Y para qué quieren cogernos vivos?

—¡Quién sabe!

—¿Para tenernos como rehenes?

—Sería preciso preguntárselo a estos tunos.

—¿Y no podremos esperar ningún socorro?

—Desechad toda idea de que pueda venir en nuestro auxilio cualquier columna de voluntarios de la frontera. Toda la pradera está en poder de los indios, y pasará bastante tiempo antes de que el Gobierno envíe tropas al lado de acá del Arkansas. Con California no hay que contar; y en cuanto a la Sierra Nevada, no vendrá de ella ni un soldado.

—Lo que me decís no es, ciertamente, motivo para envalentonarme.

—Lo sé, señor Devandel; pero no quiero despertar en usted esperanzas irrealizables. No podemos contar más que con el valor de nuestros hombres y con los disparos de nuestros rifles. Pero ¿qué es lo que hacen esos perros?

—Se diría que están explorando —dijo Harris.

Dos grupos de caballos se habían destacado del cuerpo principal, desplegándose en varias direcciones.

Unos seguían la orilla del Weber y otros atravesaban a todo correr las plantaciones de algodón, arrasándolas por completo.

Todos iban armados de carabinas y de tomahawk, y aun algunos llevaban además la lanza y el escudo de piel de bisonte.

Habilísimos jinetes, obligaban a sus fogosos caballos a hacer maravillas de giros y de saltos, que ellos aprovechaban para alancear a los bueyes de la hacienda.

El grupo principal se había desplegado frente a la casa en dos líneas. Ante él iban Jalta, Nube Roja y otros dos jefes, a quienes era fácil reconocer por el incómodo, aunque pintoresco, trofeo de plumas que les descendía por las espaldas.

Debían de ser Caldera Negra y Mano Izquierda, los dos grandes sakems de los arrapahoes, que se disputaban los territorios situados al este y oeste del Gran Lago, y que eran famosos por su ferocidad.

Aquella caballería dio una vuelta alrededor de la hacienda, manteniéndose fuera del alcance de los rifles y lanzando con fuerza formidable su característico grito de guerra.

No sólo los hombres de la hacienda estaban dispuestos a la defensa: Mary también estaba junto a su hermano, armada con una ligera carabina y un par de pistolas. Como todas las jóvenes de Far-West, era una hábil tiradora.

Habían ya caído las tinieblas; pero la finca aparecía alumbrada por las fogatas donde hervía el aceite.

En lontananza comenzó a sonar sordamente el trueno, iluminándose de vez en cuando las nubes con algún que otro vivísimo relámpago.

—Se prepara muy mala noche —dijo John, que no había abandonado un momento el punto de observación que estableció a la entrada del puente levadizo, y que se limitó a cenar una tortilla y un trozo de pavo—. Tendremos huracán sobre la cabeza y pieles rojas al frente.

—¡Con tal que mañana conservemos el pelo!

Los indios comenzaron a hostilizar más formalmente con sus disparos.

—¡Nadie responda! —ordenó John—. ¡No debemos desperdiciar nuestras municiones!

Durante media hora siguió el tiroteo de los indios, que si eran tan torpes en el manejo del arco y de la lanza como el de la carabina, ya podían dar por seguro su fracaso.

Además, la empalizada era de troncos fuertes y muy unidos, imposibles de atravesar por las balas.

Los indios se decidieron, pues, al ataque decisivo.

Hicieron una descarga cerrada, y en seguida lanzaron sus caballos a galope contra la cerca, prorrumpiendo en gritos ensordecedores.

A unos doscientos metros de la empalizada, los indios comenzaron a galopar en torno de ella, describiendo círculos que iban estrechando cada vez más.

Los defensores de la factoría, a su vez, rompieron el fuego, con la esperanza de hacer retroceder a aquellos demonios.

Negros y mestizos, envalentonados por el ejemplo de sus dueños, se exponían a los tiros enemigos, y a su vez lanzaban contra los indios verdaderas granizadas de balas.

Algunos caían, pero los demás seguían firmes en su puesto con nuevos bríos.

La hacienda estaba en aquel momento encerrada en un círculo de hierro y fuego.

Harris y Jorge, después de hacer muchos disparos afortunados, acercáronse a John.

—¿Les dejaremos acercarse? —preguntó Harris—. Ya han caído tres o cuatro negros.

—Tienes razón. ¡Vamos a probar en las espaldas de esas fieras si el aceite está bien caliente! —dijo John, nerviosamente.

—¿Y Jalta?

—¿No la has visto?

—No, John.

—Es la que dirige la carga, entre Mano Izquierda y Caldera Negra. El gambusino la sigue… Ya he disparado tres veces contra ella, sin lograr herirla. ¡Se diría que el demonio protege a esa mujer!

—¿Doy orden de suspender el fuego?

—Sí. Finjamos que nos faltan municiones, y dejémosles intentar el asalto. Entonces será la ocasión de arrojarles el aceite. ¡Corre, Harris, y que aviven el fuego!

Harris fue apresuradamente a cumplir el encargo.

Cuatro minutos después comenzaron a decrecer los disparos en la hacienda, y a poco cesaron del todo.

Los indios, que seguían haciendo fuego sin detenerse en sus furiosas carreras, tragaron el anzuelo y llegaron a creer que a los sitiados les faltaban las municiones. Entonces estrecharon el cerco, llegando bien pronto a los bordes del foso, que recorrieron a galope y disparando casi sin apuntar.

De pronto, cincuenta o más guerreros echaron pie a tierra, dejando que sus caballos siguieran corriendo, y empuñando los tomahawk, la terrible arma de que con tanta habilidad se sirven, se arrojaron al foso, con la esperanza de ganar la orilla opuesta y saltar la empalizada.

Era el momento esperado por John.

En tanto que una parte de los defensores, al mando de Harris, Jorge y el hijo del coronel reanudaban el fuego con una intensidad espantosa, algunos negros llegaron a la empalizada llevando las calderas.

Torrentes de aceite hirviendo fueron arrojados al foso sobre los guerreros indios que lo ocupaban.

Alaridos de dolor que no tenían nada de humanos salieron de aquellas profundidades.

La ducha flamante había causado horrorosas quemaduras a los indios.

Los desgraciados, aullando como perros, se echaban unos sobre otros con el pecho y la espalda en carne viva, y casi privada de la piel la cabeza. Después se revolcaban rabiando en el fango, con lo que aumentaban sus terribles sufrimientos.

Ninguno pudo salir de allí, pues el hirviente aceite los había dejado ciegos a todos.

Sus compañeros, aterrorizados ante aquel espectáculo y poseídos de un pánico indescriptible, volvieron grupas y escaparon dando rabiosos gritos.

El asalto había sido contenido por de pronto, y la hacienda puesta a salvo.

Pero ¿hasta cuándo?

CAPÍTULO XXIV. LOS PRISIONEROS

La carga furiosa de los indios, que parecía imposible de resistir, había tenido un fin bien funesto para los asaltantes.

El foso, con el cual no contaban y cuya anchura no permitía que lo saltaran los caballos, y sobre todo aquella hirviente lluvia de aceite que había asado vivos a quince o veinte de los más valientes guerreros, les habían obligado a suspender el ataque.

La doble banda de los sioux y los arrapahoes se había replegado en manifiesto desorden hacia el pinar más cercano, para no exponerse a inútiles pérdidas.

Jalta, Mano Izquierda, Caldera Negra y Nube Roja habían sido los últimos en retirarse, y con un valor admirable resistieron los tiros de las gentes de la hacienda, siendo un verdadero milagro que no les alcanzasen.

—¿Creéis que volverán a la carga después de la dura lección que han recibido? —preguntó a John el hijo del coronel.

—Señor Devandel, se trata de quinientos o seiscientos pieles rojas decididos a todo y capaces de imponer respeto a un regimiento de voluntarios de la frontera.

—¿Repetirán, pues, el ataque?

—Están guiados por Jalta, Mano Izquierda y Caldera Negra, y yo sé lo que valen. ¿Queda todavía mucho aceite?

—Cinco o seis barriles.

—¿Nada más?

—No.

—¡Veremos! Tal vez podamos defendernos dos o tres días, y en ese caso…

—¿Vendrá alguien en nuestra ayuda?

—¡Quién sabe!

De pronto, el indian-agent hizo un gesto.

—¿Qué pensáis? —le preguntó el hijo del coronel.

—Que antes de dejar a vuestro padre oí decir que el Gobierno había encargado al coronel Chivington de dar una batida en la pradera de Sand-Creek con los voluntarios del tercer regimiento del Colorado. ¿Habrá entrado en campaña, o se encontrará todavía al lado del Arkansas?

—¡Demasiado lejos de nosotros! —dijo el joven, dando un suspiro.

—Lo sé, señor Devandel; y si he dicho eso, no es porque espere el socorro del coronel, por más que no esté tan lejos como usted cree.

—¿Y tendremos que ceder ante el ímpetu de los pieles rojas?

—¡Quién sabe! Sobre eso no se ha dicho todavía la última palabra. Confiemos en Dios y en lo certero de nuestras armas.

—¿Conocéis a la mujer del manto blanco que dirigía la carga? ¡Decídmelo, John! ¿Y por qué los sioux van mandados por una mujer en lugar de un sakem?

—No lo sé. No conozco a los guerreros de las montañas.

—Sin embargo, tengo un triste presentimiento, John.

—¿Cuál?

—Que esa mujer es conocida de mi padre.

—No lo sé.

—Pero ¿usted no ignorará que antes que con mi madre mi padre se vio obligado a casarse con una india sioux?

—No sé si era una sioux. Oí hablar algo de que vuestro padre tuvo una aventura con una piel roja.

—Que es la que dirigía la carga; no le quepa duda, John. Como le he dicho, no temo por mí, sino por mi hermana.

—Antes de entrar aquí los pieles rojas, pisarán nuestros cadáveres. ¡Pero todavía estamos vivos!

—¡Si mi padre estuviera aquí con sus voluntarios!…

El indian-agent se asomó por la empalizada para ocultar su emoción.

Del foso salían tristes gemidos. Los fuertes guerreros de la pradera, acumulados entre el fango, se agitaban todavía en las últimas convulsiones de la muerte.

Sus estremecimientos imponían pavor. Los infelices se arrastraban por el lodo, cuya frescura aliviaba un tanto sus padecimientos, y se acurrucaban entre las hierbas, lanzando verdaderos rugidos de lobo, iguales a los de estas fieras cuando se ven famélicas ante una res.

John cogió su rifle y dijo al hijo del coronel:

—¡Esperemos!

Retumbaba el trueno cada vez más intensamente y había comenzado a caer la lluvia, resonando con gran fuerza en las techumbres.

Los negros y mulatos habían puesto a cubierto sus rifles, por más que los tenían a la vista ante el temor de que los pieles rojas hicieran una nueva irrupción.

Los pieles rojas, en tanto, habían acampado bajo los pinos y encendido gigantescas hogueras, en las cuales asaban sin descuartizarlos, varios de los muchos bueyes que habían sacrificado.

A pesar de ello, la pequeña guarnición de la hacienda permaneció toda la noche sobre las armas, incluso Mary, que no consintió en separarse de su hermano.

Una vaga esperanza comenzaba a abrirse camino en el ánimo de los defensores, que llegaron a confiar en que los indios habrían desistido de sus propósitos; pero a los primeros albores, y calmado ya el tiempo, los quinientos jinetes se presentaron otra vez ante la hacienda divididos en dos columnas.

Todos llevaban en las manos grandes ramas de pino para arrojarlas de través en el foso, improvisando así un puente.

Al verles avanzar, el joven Devandel miró ansiosamente al indian-agent, que se mantenía apoyado en su rifle.

—¿Qué decís, John?

El gigante se limitó a contestar:

—¿Cuántos caballos tenéis en vuestras cuadras?

—Treinta.

—¿Fuertes?

—Y acostumbrados a grandes carreras.

—¿Tenéis cuerdas?

—Cuantas queráis.

—¿Y hachas y sierras?

—También. Pero ¿qué intentáis?

—Señor Devandel —dijo el gigante con voz grave—, si permanecemos aquí, antes de la noche nuestras cabelleras adornarán el escudo de esos perros. Ni el aceite ni nuestros rifles bastarán a contenerles.

—¿Queréis intentar la fuga?

—Por sorpresa.

—¿Y cómo?

—¡Dejadme hacer a mí! Os dejo diez hombres, y tomo los otros diez con los dos cazadores. El negocio se hará en seguida, antes que los indios se den cuenta de ello, todos estaremos libres.

—¿Y creéis que podremos atravesar esas dos columnas?

—Lo espero, si todo va bien.

—¿Y después? Correrán detrás de nosotros.

—¿Serán nuestros caballos más débiles que los de los indios?

—No.

—Entonces, descansad. Abrid el fuego a larga distancia, y no contéis conmigo durante un cuarto de hora.

Dicho esto, el indian-agent dejó el puente, llevándose consigo a los dos cazadores, media docena de negros y varios mestizos.

En tanto, los pieles rojas se acercaban, aunque con precaución, lanzando su grito de guerra, con la convicción de que así asustaban a los sitiados.

La soberbia Jalta guiaba una de las dos columnas, y al lado de Mano Izquierda montaba un magnífico caballo blanco, que se destacaba de todos los demás, que eran bayos o negrísimos.

Llevaba desplegado su magnífico manto, como si se tratara de la púrpura de un rey, y avanzaba impávida y con la sonrisa en los labios, sin cuidarse siquiera de bajar la cabeza cuando algún proyectil silbaba cerca.

Al frente de la otra columna marchaban Caldera Negra y Nube Roja.

Los dos escuadrones se detuvieron a unos quinientos pasos de la hacienda, y en seguida se separaron en opuestas direcciones, cubriéndose bien pronto de humo y de fuego.

Clamores horribles cubrían el desenfrenado galopar de los caballos.

Las descargas cerradas aumentaban de momento en momento. Una verdadera tempestad de balas caía sobre la hacienda: se las sentía crujir al chocar con la empalizada.

Los negros y los mestizos, bien repartidos en los puntos estratégicos, caían uno a uno. Como compensación muchos indios eran lanzados de los caballos por los tiros de los sitiados, y cruelmente pisoteados por el grueso de sus mismas tropas.

Entre tanto, John, ayudado por los dos cazadores y seis o siete hombres de la hacienda, no perdía el tiempo.

Hizo sacar de las cuadras los treinta caballos que había y los dispuso en dos filas ante la empalizada que miraba al río uniendo a los quince primeros con fuertes cuerdas para impedir que se dispersaran prontamente.

En tanto que los negros sostenían las dos caballadas, John y los dos cazadores derribaban a hachazos una parte de la empalizada.

¡Ay de los sitiados si los indios se lanzaran en aquel momento por la abertura!

Afortunadamente, estaban distraídos en el ataque por otras partes.

Cuando terminó sus preparativos, se presentó John otra vez en el puente y se acercó a los hijos del coronel, ante los cuales se habían agrupado los últimos defensores de la hacienda.

—¡Vamos, señores! Dentro de un cuarto de hora estarán aquí los indios. ¡Una última descarga, y a la carrera!

Sonó la descarga, y todos siguieron al indian-agent, que no había soltado su hacha.

—Cargad otra vez las armas —dijo a los servidores—, y apenas estemos en la empalizada, montad en los caballos de la segunda fila y rodead a vuestros amos. Yo me encargo de guiar a los que están atados.

Iba ya a salir, cuando se oyó un grito:

—¡Fuego! ¡La hacienda arde!

Una nube de humo se alzaba sobre el tejado de la casa, y en medio de ella se agitaba como un mono una criatura humana con una antorcha en la mano.

—¡Minnehaha! —gritaron los cazadores.

—¡Ah, canalla! —gritó John, apuntándola con el rifle.

Sonó una detonación; pero la salvaje sioux había desaparecido entre aquel penacho de llamas y de humo.

—¿Muerta? —preguntaron Harris y Jorge, que habían armado sus rifles.

—¡Qué se la lleve el diablo! —dijo enfurecido John—. ¡Es digna hija de su madre! ¡Si la he herido, tanto mejor! ¡Camaradas, a la empalizada!

Fuera, al otro lado del foso, se oían cada vez más cercanos los gritos de los arrapahoes y de los sioux.

El asalto era inminente.

Los aventureros, los negros y los mestizos se lanzaron contra la empalizada con el ímpetu de una catapulta.

Treinta o cuarenta tablones, ya casi arrancados por los hachazos, vinieron a tierra y formaron un improvisado puente sobre el foso.

—¡A caballo! —gritó en seguida John.

Los indios que se encontraban del lado opuesto, unos cincuenta hombres entre todos, porque los demás corrían en torno a la hacienda, se quedaron como petrificados al ver caer aquel trozo de la empalizada.

Y mayor aún fue su estupor cuando se vieron arrollados por treinta mustangos, en quince de los cuales iban montadas las gentes de la hacienda.

Los animales, espantados por las llamas, que ya devoraban la finca, y espoleados sin piedad hasta chorrear sangre sus ijares, atravesaron el foso como un relámpago en medio de los gritos de furor de los guerreros indios, que en aquel mismo momento acababan de echar pie a tierra para colocar mejor la leña con que contaban incendiar la cerca.

—¡Fuego! —gritó el indian-agent, que había vuelto a cargar su rifle.

Aquella descarga dio de lleno a los pieles rojas, que aún no habían salido de su estupor.

El primero en caer fue un negro que había recibido una herida en la espalda.

Mano Izquierda, que era el más adelantado de los indios, llegó hasta él, y le arrancó la cabellera con un solo corte de su cuchillo.

La misma horrible suerte tocó después a dos mestizos, que fueron despojados de su pelo bárbaramente por Nube Roja y Caldera Negra.

En un momento que volvió John la cara vio que Minnehaha corría con su padre, montada en la delantera del caballo.

¿Cómo había escapado del incendio? ¡Misterio! ¿Cómo quedó ilesa del disparo de John? ¡Misterio también!

—¡Espolead! ¡Espolead, amigos! ¡Señor Devandel, atended a vuestra hermana! ¡Yo espero que acabaremos por alejarnos de los indios!

Habían atravesado ya el pinar en toda su longitud, habían superado las últimas terrazas del lago, y galopaban por la extensa pradera, dirigiéndose hacia Oriente.

John guiaba siempre la cabalgata, con la rara habilidad que le distinguía.

Sabiendo que solamente hacia el Este podían encontrar alguna ayuda por parte del coronel Chivington o de algún otro, seguía recta aquella dirección, aunque temiendo caer de bruces ante alguna bandada de cheyennes, que debía de estar ya desparramada por la llanura bañada por las fuentes del Arkansas.

Desgraciadamente, los sioux y los arrapahoes, muy hábiles jinetes, no perdían terreno ni daban muestras de tener intenciones de suspender la persecución.

Seguros de exterminar fácilmente a aquel pequeño grupo, y animados de cierta rabia por la pérfida Jalta que no quería desperdiciar tan buena ocasión de apoderarse de los hijos del coronel, avanzaban animosos y resueltos, sin dejar de excitar a sus caballos, que verdaderamente parecían dotados de una resistencia extraordinaria.

Muchos iban quedando atrás, pero los más se mantenían en grupo y seguían disparando y lanzando gritos estridentes.

Los negros que formaban la retaguardia caían uno a uno, y sus cabelleras pasaban a poder de los indios.

Los fugitivos iban poco a poco quedando en el camino.

En vano John había ordenado algunas descargas, con la esperanza de contener a sus perseguidores. Muchos indios y caballos caían; pero eran muchos y quedaban aún en número sobrado para destruir a John y a toda su gente.

Aquella caza desesperada, espantosa, duraba ya dos horas, con una rapidez frenética de una parte y otra y cada vez con más desgracia para los fugitivos, que veían disminuir su número a cada minuto.

Casi todos los servidores de la hacienda se habían quedado ya en el camino. No quedaban en los caballos más que John, los dos cazadores, los hijos del coronel y seis o siete servidores, mestizos los más.

El indian-agent comenzaba a alentar algunas esperanzas, cuando prorrumpió en un grito de rabia.

—¡Estamos perdidos!

—¿Qué sucede? —le preguntó Harris, que por montar muy bien a caballo iba cerca de John.

—¡Estamos delante de la pradera fangosa!

—¡Mil demonios!

—¡Me había olvidado de esta maldita sabana! Sin embargo, intentaremos pasarla, pues no hay otro remedio.

—¿Ahora mismo?

—¡No hay más remedio que lanzarse a ese lodazal! Tal vez encontremos el vado que nos permitió atravesarlo antes.

—¿Y no podremos desviarnos algo, John?

—¡Imposible, Harris! Los arrapahoes y los sioux nos pisan los talones. ¡Hay que tentar la suerte! ¡Amigos, apretad las rodillas, y adelante! ¡Estamos en manos de Dios!

Dio un espolazo en los flancos del caballo, y saltó el primero en la sabana, ‘tan fangosa y traidora, que podía tragárselos a todos en sus fangosas arenas.

Con viva alegría vio que su caballo, después de caer de rodillas, se alzó ligeramente y siguió corriendo como si hubiera encontrado bajo sus cascos un terreno sólido, aunque cubierto de un limo verdoso.

Los demás le siguieron dando igual salto; pero, sin duda, el vado no debía de tener anchura suficiente para que todos pasaran, pues los primeros que siguieron a John, o sea Harris y Jorge, quedaron medio sepultados en el fango, sin poder hacer movimiento alguno, e imposibilitando el paso a los que iban detrás.

—¡Espolea, Jorge! —gritó Harris, cuya frente se cubrió de frío sudor.

—¡Es inútil! —le respondió su hermano—. He clavado las dos espuelas en el vientre de ese pobre animal, y no puede moverse.

—¡Trata de abrir camino a los hijos del coronel! —gritó con angustia Harris a su hermano.

—¡Imposible! —dijo desesperadamente Jorge.

—¡Condenación y muerte! ¡John! ¡John!

El indian-agent estaba ya lejos. Comprendiendo que todo había concluido, aprovechaba su buena suerte, con la vaga esperanza de encontrar alguna columna de voluntarios americanos y volver en socorro de sus amigos. En tanto, la situación de los dos cazadores, de los hijos del coronel y de cuatro o cinco criados, inmovilizados todos en el pantano, era terrible.

Más de cien pieles rojas, cuyos caballos resistían aún, guiados por Jalta, Nube Roja y los dos sakem de los arrapahoes, se acercaban a todo correr, dando ensordecedores gritos.

Una voz lanzada por Mano Izquierda dominó por un momento aquel estruendo:

—¡Respetad la vida solamente a los rostros pálidos! ¡Jalta lo quiere!

En seguida sonó una descarga, hecha, sin duda, por los mejores tiradores de los dos bandos, porque solamente cayeron a consecuencia de ella los negros y mulatos servidores de la hacienda, cuyos cadáveres se perdieron bajo el fango, librándose así de ser despojados de la cabellera.

Los cuatro blancos permanecían en las sillas, carabina al brazo.

Harris fue el primero que la rindió.

—¡No hay que excitar la rabia del enemigo! ¡Qué mueran dos o tres de ellos, importa poco! Señores, saludémonos como desgraciados compañeros, y deseemos de todo corazón que el indian-agent se ponga a salvo.

Se quitó el sombrero, lo agitó de derecha a izquierda, y después arrojó su rifle al fango, añadiendo:

—¡Al menos que no sirva para matarme!

Los pieles rojas estaban ya en los bordes de la sabana, y cien rifles apuntaban a los supervivientes, prontos a matarlos a la menor señal de Jalta o de Mano Izquierda.

Harris se volvió hacia los hijos del coronel, lívidos de terror:

—Señor Devandel, miss —dijo—, estamos presos; pero John galopa libre, y quizá vuelta a tiempo de socorrernos. Estamos vivos; no hay, pues, que desesperar.

El joven Devandel dirigió a su hermana una mirada de desesperación.

—¡Valor, hermana! —le dijo.

—No me falta —respondió ella—. Somos hijos de un valiente, y afrontaremos la muerte sin temor.

—¿Os rendís? —gritó en aquel momento Mano Izquierda.

—Con una condición —dijo Harris.

—¿Cuál? ¿Estáis en nuestro poder, perros rostros pálidos, y aún osáis imponer condiciones?

—Que respetéis la cabellera de estos dos jóvenes.

—¿Y si rehusáramos?

—El fango es profundo, y nos arrojaríamos a él. ¿No has visto cómo se ha tragado a los hombres que nos acompañaban?

Mano Izquierda interrogó con la mirada a Jalta.

—Promételes todo lo que quieran —dijo ella con pérfida sonrisa—. Luego veremos si cumplimos nuestra palabra.

—Aceptamos tus condiciones —dijo Mano Izquierda a Harris.

—¿Lo juras por el Grande Espíritu?

—Y por el Arca del primer hombre.

—¿Y cómo nos entregamos? El fango nos rodea. Bajo nosotros se agitan las arenas movibles, dispuestas a tragarnos. Ya ves que nuestros caballos se hunden cada vez más.

Mano Izquierda miró a uno y otro lado, y como descubriera unos grandes grupos de árboles de algodón que crecían a lo largo del borde de la sabana, dijo a sus guerreros:

—¡Pronto; improvisad un puente!

Cincuenta o sesenta hombres comenzaron a llevar al borde de la sabana ramas de árboles, y en pocos minutos quedó tendido un ligero puente.

Harris fue el primero en atravesarlo, llevando consigo a Mary.

Se acercó a Jalta, que permanecía en su caballo, fría como un bloque de hielo, y le dijo:

—¿Estáis satisfecha, mujer perversa?

En los labios de Jalta se dibujó una sonrisa cruel, y respondió:

—Sí; pero también hubiera querido coger al que ha huido. ¡Tiene una cabellera soberbia! ¡Quizá el Grande Espíritu le ponga un día en mis manos!

CAPÍTULO XXV. CHIVINGTON-MATANZA

Una hora después, un grueso destacamento, compuesto de cien arrapahoes y cien sioux, se alejaba de la sabana y se dirigía al trote hacia Levante, con una ligera desviación al Norte.

Lo guiaba Jalta, Nube Roja, Mano Izquierda y Caldera Negra. El sakem de los corvis llevaba consigo a Minnehaha sobre la silla de su caballo.

Entre los sioux, y custodiados por una doble fila de guerreros, marchaban cuatro caballos en cuya grupa iban montados y con las manos sujetas a la espaldas los cuatro desgraciados prisioneros.

La cruel Jalta no había respetado ni siquiera a Mary, que iba tan fuertemente ligada como los demás.

A mediodía la cabalgata, que no había cesado de correr, hizo alto entre las hierbas de la pradera, donde los indios levantaron el campamento, colocando en el centro a los prisioneros, bien vigilados por multitud de centinelas.

Con grandes precauciones encendieron fogatas en espacios libres de hierba, para no producir un incendio general en la pradera, y asaron sendos cuartos de buey y de búfalo.

Mientras los indios comían, los prisioneros pudieron cambiar algunas palabras, aprovechando la distancia a que se mantenían los centinelas.

—¿Creéis —preguntó el hijo del coronel— que todo haya concluido para nosotros?

—No sé qué contestar —dijo Harris—; pero me da esperanzas el ver que respetan por ahora nuestra vida.

—¿Nos reservarán para el terrible suplicio del palo?

—No; me parece que esa maldita Jalta tiene otros proyectos. ¿Cuáles serán?

—Para saberlo sería preciso penetrar en su cerebro.

—¡Quién sabe si querrá tenernos en rehenes, por si la guerra toma para ellos un aspecto desagradable!

—No sería extraño, señor Devandel.

—Pero ¿no estáis persuadidos de ello?

—Lo confieso.

—Entonces…

—Todo lo temo de esa perversa mujer.

—¿Qué meditará la miserable Jalta?

—¡Oh! ¡Lo más horrible! Supera en crueldad a los peores sakems indios.

—¿Y por qué no se habrá decidido ya a matarnos?

—No invoquéis tan pronto a la muerte. Yo, por mi parte, deseo que llegue lo más tarde posible.

—¿Conserváis, pues, alguna esperanza?

—¿Qué queréis que os diga? Siempre pienso en el valiente John, señor Devandel.

El joven, moviendo la cabeza, hizo un gesto desesperado.

—Yo —dijo Harris— pienso siempre en John.

Su conversación, en la cual no habían tomado parte Mary ni Jorge, porque les tenían algo separados, fue interrumpida por la llegada de los indios, que llevaban a los prisioneros una abundante comida.

Ya iba la cabalgata a emprender otra vez la marcha, cuando Jalta, seguida de Nube Roja, que llevaba siempre a Minnehaha, pasó junto a los cazadores y los hijos del coronel, pavoneándose bajo su espléndido manto y lanzándoles una mirada irónica.

—¡Qué el Gran Espíritu te maldiga, perversa! —gritó Harris, intentando en vano romper las cuerdas que nuevamente sujetaban sus muñecas.

—¿Qué dice el hombre pálido? —preguntó la sakem, refrenando su caballo.

—¿Adónde nos conduces? —le preguntó Harris.

—Lo sabréis más tarde.

—¿Y qué piensas hacer de nosotros?

—Lo sabréis más tarde.

—¿Matarnos?

—Lo sabréis más tarde —replicó Jalta por tercera vez con voz seca y breve.

Y se alejó sin volver la cabeza, diciendo a Nube Roja:

—¡Sígueme!

—¿Me lo dirás tú, entonces, pillo? —preguntó Harris a Nube Roja, el falso gambusino.

El jefe de los corvis le miró un instante, y en seguida respondió:

—Si mi mujer no te lo ha dicho, ¿qué quieres que yo añada?

Dicho esto, lanzó su caballo a galope para llegar a la cabeza de la columna, que ya se había dispuesto en marcha al trote corto.

—¡Su mujer!… ¡Ah, miserable! ¡Ahora comprendo por qué protegía con tanto cuidado a Minnehaha! ¡Qué me mate! porque si consigo escapar de sus manos, juro por mi salvación eterna que he de arrancarle el corazón.

—¡El marido de Jalta! —añadió Jorge, poniéndose pálido—. ¡Nunca hubiera podido sospecharlo! ¡Y nosotros que le amparamos como a un hermano y le hemos defendido, compartiendo con él la comida y el lecho!

—¡Oh, sí; nos ha hecho traición! ¡Él ha sido el que nos ha hecho prender para los arrapahoes, hermano!

—¡Y nosotros, estúpidos, sin conocer que era un indio!

—Nos hemos engañado, y ahora purgamos nuestra buena fe.

—¡Ah, pobres de nosotros! ¡Jalta y su marido!…

—¡Y Minnehaha, que es tal vez más cruel que su madre!

—¡Calla, hermano! Los hijos del coronel se acercan: no les asustemos más.

Por fortuna, los dos jóvenes no habían oído nada, pues estaban entonces entre un grupo de guerreros sioux, y cuando llegaron cerca de los cazadores, éstos habían dejado de hablar.

Ya el sol se había puesto y la luna lo iluminaba todo, cuando la expedición dio un violento giro a su marcha, desviándose hacia el Norte y poniendo en peligro de caer de sus caballos a los prisioneros, que, por ir atados de brazos, difícilmente podían sostener el equilibrio.

Hacia la media noche vislumbraron a los lejos varios puntos luminosos. Parecía que un gran campamento indio había establecido sus reales en aquel lugar de la pradera.

Harris, que conocía muy bien todos aquellos terrenos, dijo a su hermano:

—O mucho me engaño, o nos llevan a un sitio que conocemos perfectamente.

—¿Adónde?

—A la Misión.

—¿Dónde buscamos un refugio contra los lobos?

—Precisamente.

—¿Y para qué nos llevan allí?

—Te responderé como Jalta: lo sabremos más tarde.

La columna redobló su carrera, como ansiosa de alcanzar aquellos fuegos que brillaban cada vez más intensamente.

Harris no se había engañado.

Los guerreros se dirigían hacia la ruinosa Misión.

Los del campamento dispensaron entusiástica acogida a los guerreros de Jalta y especialmente a ésta, a la que consideraban como la más poderosa inteligencia de la insurrección.

Cuando cesó el entusiasmo y todos descendieron de sus caballos, Mano Izquierda se dirigió a los cuatro prisioneros, que también habían sido puestos en tierra, diciéndoles:

—¡Seguidme!

—¿Adónde? —preguntó Harris.

—Al subterráneo de aquella antigua iglesia.

—¿Y por qué nos dejáis aquí? —volvió a preguntar Harris.

—Porque allí estaréis más seguros —respondió el sakem con perversa sonrisa.

—Recuerda que has jurado por el Gran Espíritu…

—¿Respetar vuestra cabellera? ¡Ya no me acordaba!

Diez guerreros que llevaban mechas de ocate empujaron a los prisioneros hacia la Misión, cuya capilla estaba iluminada.

Allí vieron los infelices con terror profundo a Jalta, Nube Roja, siempre con Minnehaha, Caldera Negra y otros sakems de los cheyennes.

—Señor Harris —dijo el hijo del coronel con espanto—, ¿qué van a hacer con nosotros?

—No lo sé; pero no puedo ocultar que yo también tengo miedo.

Los prisioneros fueron conducidos al subterráneo que ya conocían los dos cazadores por la batalla que sostuvieron contra los lobos.

Una luz iluminaba aquella especie de cripta, en la cual velaban fumando tranquilamente cuatro guerreros sioux.

—¿Dónde está? —les preguntó Jalta.

—Allí —contestaron los guerreros, indicando un ángulo del subterráneo, donde se veía confusamente entre un montón de hierbas una figura humana.

Jalta cogió una mecha de ocote, y se dirigió hacia aquel ángulo, iluminado bruscamente.

La forma humana se levantó, deslumbrada, sin duda, por aquel resplandor, y lanzó un lúgubre gemido.

Aquel desgraciado era un hombre robusto, de larga barba blanca y rostro surcado de arrugas.

¡Horroroso es decirlo! Su cabeza estaba absolutamente desprovista de cabellos, y por todo su cráneo se extendían unas costras sanguinolentas pegadas al desnudo hueso.

—¿Le conocéis, hijos del coronel Devandel? —preguntó Jalta con voz terrible, acercando la luz al rostro del mutilado.

Dos gritos de angustia se escaparon de los labios de los jóvenes.

—¡Padre! ¡Padre mío!…

Trataron de lanzarse hacia el coronel para darle un abrazo; pero dos manos brutales les detuvieron.

La voz de Jalta sonó otra vez terriblemente en la cripta.

—Mañana, a los primeros albores, arrancaré también la cabellera a tus dos hijos, coronel Devandel, y así me vengaré de tu abandono. ¿Me oyes, mi primer esposo?

Sólo le respondió un triste gemido.

Jalta continuó, señalando a los dos cazadores, que parecían petrificados por el espanto:

—¡Prended a estos dos rostros pálidos, y llevadlos al palo del tormento! ¡Así nuestros guerreros pasarán una noche divertida; tienen derecho a ello!

* * *

Mientras los hijos del coronel, Harris y Jorge eran hechos prisioneros por los indios, John continuó su carrera, siguiendo siempre la costa que por fortuna había descubierto.

¿Adónde iba? No lo sabía.

Caminaba a la casualidad, con la remota esperanza de encontrar una columna de americanos para acudir en socorro de sus amigos.

La primera jornada transcurrió sin encontrar ninguna columna, ni india ni americana.

No había comido, no había bebido. Su única preocupación había sido espolear al caballo.

Estaba ya para pasar el segundo día, cuando descubrió una larga fila de jinetes que avanzaban a través de la pradera.

No era posible engañarse.

Eran voluntarios americanos, a los cuales se reconocía por sus divisas amarillas.

¿Cuántos eran? Novecientos lo menos; número suficiente para dar la batalla a los arrapahoes.

Los americanos habían, pues, entrado a su vez en campaña para aplacar la terrible insurrección de los pieles rojas.

Espoleando sin piedad, y ya casi completamente exhausto, John, el valiente indian-agent, logró alcanzar a la columna amiga.

Aquellos jinetes, en número de mil, pertenecían al tercer regimiento de voluntarios del Colorado, al mando del coronel Chivington, un ambicioso cruel que esperaba ganar en aquella campaña el grado de general, y que perdió en ella todos los galones que había merecido antes.

Bastaron pocas palabras de John, que contaba muchos amigos entre aquellos voluntarios, para decidir al coronel Chivington, que los mandaba, a intentar una desesperada sorpresa. Sabía que la Misión se encontraba por allí, y no dudó en guiar allá a los voluntarios.

Era el 29 de septiembre de 1864. ¡Mal día aquél para los indios!

A la medianoche, los voluntarios, guiados por John, descubrieron los fuegos encendidos por los indios alrededor de las ruinas.

—¡Ellos son, coronel! —gritó John.

—¡Salvemos a los hijos de vuestro compañero de armas y a mis amigos! ¡Allí está! ¡El corazón me lo dice!

Hurras delirantes resonaban en el campamento indio. Los pieles rojas danzaban y cantaban alrededor del palo del tormento, al cual estaban atados Harris y Jorge, esperando que Jalta diera la señal del martirio.

Allí estaban, además de la terrible mujer, Minnehaha, Caldera Negra, Nube Roja, Mano Izquierda y Antílope Blanco, jefe de los cheyennes.

El coronel Chivington hizo rodear el campamento, y a su voz de mando cayeron los voluntarios como un rayo sobre los descuidados indios.

Las mujeres fueron asesinadas, los niños, lanzados sin piedad ni misericordia contra las piedras.

Todos los jefes, excepto Nube Roja, que tuvo tiempo de escapar con Minnehaha, cayeron acribillados.

Permanecía, sin embargo, de pie Jalta, rodeada de algunos guerreros.

John, que la reconoció en seguida por su manto blanco, lanzó su caballo contra la terrible mujer.

—¡Al fin! —gritó el indian-agent, disparando contra ella el rifle.

La sakem de los sioux, herida en el pecho por la infalible bala de John, cayó de su caballo.

Miró al indian-agent con los ojos velados ya por la muerte, y después de cubrirse el pecho con el espléndido manto, que ostentaba ya el purpúreo color de la sangre, dijo:

—¡Me has matado; pero Minnehaha me vengará un día!

En seguida expiró.

Harris, Jorge, los hijos del coronel y este desventurado, que durante la lucha permanecieron en el subterráneo, fueron salvados a tiempo.

Entre las hierbas de la pradera yacían quinientos pieles rojas atrozmente mutilados, entre los cuales había doscientos que no combatieron: las mujeres y los niños.

Sand-Creek es desde entonces tristemente célebre, y se llama todavía hoy Chivington-Matanza, porque allí el sanguinario coronel americano perdió su honor y sus grados, cuando, si hubiera sido más humano, habría ganado las ambicionadas estrellas de general, sólo con permitir a los pieles rojas que hubieran puesto a salvo a sus mujeres y a sus hijos.

CONCLUSIÓN

Quince días después, el coronel Devandel, mutilado por la vengativa Jalta, pero repuesto en su salud, abandonaba la ruinosa Misión en compañía de sus hijos, de los dos cazadores, John y una docena de voluntarios del tercer regimiento del Colorado, para retirarse a sus posesiones de la Sonora, heredadas de su segunda mujer.

La insurrección terminaba, y no había por entonces peligro de que Nube Roja y Minnehaha intentaran vengar la muerte de Jalta.

La guerra no acabó entonces definitivamente, porque las tribus indias aliadas recibieron en 1865 el refuerzo de los kayo-ways, que habían sido un tiempo sus rivales; de los apaches y, más tarde, de los comanches. Así pudieron seguir cometiendo toda clase de horrores hasta fines de 1867, en cuyo mes de octubre se firmó la paz en Kansas, cuando ya las seis naciones habían sido diezmadas por el plomo de los odiados rostros pálidos.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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