La Caída de un Imperio

Emilio Salgari


Novela



I. La traicion de los «Rajaputras»

En el Assam, como en tantas otras partes de la India, abundan entre las selvas pagodas que hace siglos abandonaron sus sacerdotes por causas desconocidas.

Y hay una, especialmente, que envuelven hoy los árboles por todas partes, que bien poco hubiera tenido que envidiar a la de Madura, una de las más magníficas que hay en la India y que dicen que ha costado veintidós años de trabajo. Es la de Kalikó, que por sus dimensiones enormes, por la magnificencia de sus esculturas, por la altura de sus techos hubiese podido eclipsar hasta a la famosa de Benarés.

En otro tiempo debieron de concurrir a ella numerosas peregrinaciones; después, tal vez por la guerra, los bandidos estranguladores, los que no guardaban consideración ni siquiera a los sacerdotes, suprimieron sus fiestas sagradas y la invadieron las plantas parásitas, que son los peores enemigos de los monumentos indios. Las rótenas, los bejucos, interminables, treparon enroscándose por sus majestuosas columnas, se apretaron alrededor de las enormes figuras de animales, las más veces elefantes de piedra de tamaño gigantesco, intercalados con las más extrañas representaciones de Visnú, y surgieron luego pujantes, creciendo con ímpetu hasta llegar a los altísimos piramidales, envolviéndolo, cubriéndolo, arrollándolo todo.

La vegetación exuberante de la India destruye de un modo espantoso e indescriptible.

Si se abandona por una causa cualquiera un terreno bien cultivado, al cabo de un mes no hay ya casi ni rastro de él: lo ha invadido la maleza y lo ha hecho desaparecer.

¿Abandonan una ciudad sus habitantes después de sufrir un asalto? Al punto aparecen las malas hierbas para atacarla a su vez y cubren y agrietan lentamente casas, templos, plazas, monumentos, baluartes y fortalezas.

De esta manera, con el transcurso de los años, construcciones solidísimas van poco a poco cediendo y desmoronándose, y cuando se quiere buscar la ciudad, sólo se halla de ella inmensas ruinas.

En la gran isla india de Ceilán hay centenares y centenares de ciudades, antes soberbias, cubiertas de malezas tan espesas, que los exploradores tienen casi siempre que renunciar a internarse en ellas para satisfacer su curiosidad; también por terror a los tigres, que encuentran cómodas cuevas entre sus ruinas.

Yáñez, al aparecer la pagoda, como habíamos dicho, avanzó rápidamente y en silencio a la cabeza de cien rajaputras. y de sus fidelísimos sikaris.. Llevaba consigo al viejo paria y también al joven envenenador.

Tremal-Naik guiaba el otro bando, tan numeroso y tan bravo y guerrero como el primero, para impedir a los conjurados la fuga por ninguna parte.

Después de que los rajaputras abrieron un verdadero camino entre la muralla de verdura, el primer grupo llegó sin obstáculos ante una de las puertas de la colosal pagoda.

Como la mayor parte de las puertas de los templos indios, no era esta de madera, sino de bronce, con muchas hermosas figuras de animales y de hombres, y tan maciza que al momento Yáñez desistió de la idea de derribarla.

—¿Qué me dices de esto?… —dijo al paria mientras los rajaputras se desplegaban apuntando con sus carabinas a las muchas ventanas.

Eran estas de forma cuadrada, estaban también todas ellas embellecidas con esculturas y se abrían bajo gigantescas columnatas.

—¿Serás capaz de echarla abajo?

—No puedo intentarlo, alteza —respondió el prisionero—. No soy hijo de un gigante indio.

—Ya lo veo por tu estatura. Y sin la llave, es claro que no podemos entrar.

—Hay otras puertas bastante más pequeñas, puesto que esta es la principal, y quizá los conjurados hayan dejado alguna abierta.

—Tratemos de reunimos con Tremal-Naik —dijo Yáñez después de reflexionar un momento—. Los rajaputras están en su puesto, de modo que el enemigo no podrá huir. Veamos si ha encontrado algún paso.

Llamó a sus sikaris, dio al comandante de la cuadrilla algunas órdenes y después se alejó, seguido siempre de los dos prisioneros.

Las plantas dificultaban la marcha, pero los sikaris trabajaban con ardor cortando con sus cuchillos curvos un número infinito de bejucos y de rótenas que se habían enmarañado, formando fuertes e inmensos pabellones.

Después de un buen cuarto de hora de marcha, Yáñez oyó el ¿quién vive?, que les daban los del otro bando, que se habían apostado detrás del templo, de manera que ocupasen sus filas muchas centenas de metros.

—No hagáis fuego —dijo el marajá.—. Somos nosotros.

Tremal-Naik, reconociendo al instante su voz, se apresuró a comparecer, seguido de un par de hombres.

—¿No damos, pues, el asalto? —dijo el indio.

—Sí, si estáis dispuestos a echar abajo ese castillo de naipes que se sostiene desde quién sabe cuántos siglos.

—Se necesitarían grandes morteros y en gran número.

—¿Has encontrado alguna puerta?

—Sí, cuatro, todas pequeñas y de bronce macizo, absolutamente inatacables.

—También la que yo he descubierto es imposible de forzar.

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues entrar de todos modos. Escalar esas ventanas con tantas columnas es un juego de chiquillos.

—¿Has visto brillar alguna luz?

—No, no se ha visto luz alguna por las ventanas.

—¿Y no has oído ningún ruido?

—Tampoco.

—No obstante, los conjurados deben de estar ahí dentro y habrá un buen número de ellos; di, ¿no es verdad, viejo?

—Lo creo, alteza —respondió el paria.

—¿Por dónde entraría esa gente?

—Por la puerta principal, que ya hemos visto.

Yáñez sacó un reloj mientras Tremal-Naik encendía una luz.

—Son ya las doce y cuarto —dijo—. Este es el buen momento para sorprenderlos en el primer sueño. La pagoda está rodeada, ninguno podría huir sin caer en manos de nuestros rajaputras; pongamos, pues, manos a la obra sin perder un momento. Ven conmigo, ahora que tus hombres están dispuestos, y tratemos de escalar alguna ventana.

—¿Tenemos cuerdas?

—Cuantas queramos, y todas provistas de ganchos de acero. Diez de mis rajaputras han traído un verdadero cargamento.

Volvieron todos juntos delante de la puerta principal, que permanecía herméticamente cerrada, y buscaron un punto para el escalo.

Eligieron una ventana de mayor tamaño que las otras y que estaba como a unos quince pies de altura, sobre dos cabezas de elefante de enorme tamaño, sostenidas por columnas de bellísimo mármol verde.

Un sikari lanzó con mucha destreza a una de las trompas una cuerda provista de un gancho y la fijó muy bien.

—Tú primero, y después el muchacho —dijo Yáñez al paria—. No os olvidéis de que no os perdemos de vista y tenemos ya cargadas las pistolas.

—No tengo ningún deseo de dar una voltereta, alteza —respondió el viejo.

—Pero podríais escaparos en el interior de la pagoda.

—¿Para qué me matasen?

—¿No tienes conocimiento con los conjurados que se reúnen aquí?

—Sí, y advierto por eso, alteza, que no me siento muy tranquilo. He hecho traición a la causa de Sindhia y ahora se hará todo lo posible por quitarme de en medio.

—Aquí estamos nosotros, amigo, y somos hombres que no nos quedamos cortos. Ea, ánimo, adelante.

Entretanto habíanse atado otras tres cuerdas a las trompas de los elefantes para hacer la salida más expedita y más fácil.

Los dos prisioneros, uno tras otro, Yáñez, Tremal-Naik y los sikaris alcanzaron el ventanal que había perdido todos los vidrios, quién sabe desde cuántos años. Las dos cabezas de elefantes eran tan enormes, que hubieran podido colocarse en ellas hasta cincuenta personas.

—He aquí una pequeña plaza fuerte —dijo Yáñez—. Detrás de estos animales podemos desafiar el fuego…

Se interrumpió bruscamente, precipitándose hacia la ventana, pistola en mano.

—¿Has visto a la diosa que protege la pagoda? —le dijo Tremal-Naik, que se había apresurado a reunírsele.

—He visto una cabeza humana que ha aparecido de repente —contestó Yáñez.

—¿Nos habrán descubierto ya?

—¡Vosotros, los indios, tenéis el oído tan fino!

—Sin embargo, los elefantes han permanecido silenciosos. No sería una cabeza, amigo Yáñez.

—La he visto con mis propios ojos bastante bien, aunque a través de la semioscuridad y verdaderamente, aquí arriba, ahora que estamos lejos de las plantas, cualquiera puede ver una cabeza.

—No importa; la pagoda está rodeada y no podrán escapar a menos de sostener un combate desesperado. ¿No te parece?

Yáñez no respondió. Había introducido el brazo por el ventanal y parecía que buscaba alguna cosa algo más abajo, hacia el interior de la pagoda.

—¡Ah! ¡Aquí está!… —exclamó de pronto—. Aquí hay una escala de hierro que conduce hasta arriba.

—¿La ves?

—La toco.

—¿Quieres que encienda una luz?

—Por el momento, no. Y, como ninguna prisa tenemos, podemos estrechar más el cerco de la pagoda.

—Pero ¿te preparas a bajar? —dijo Tremal-Naik, viéndole alargar las piernas hacia la escala que había descubierto.

—¡Por Júpiter! De ninguna manera; tenemos que entrar en este templo, si las puertas están cerradas, a prueba de cañonazos.

—Mira que no somos más que diez y que con dos no podemos contar. Ya ves que los prisioneros no tienen armas, con lo cual poca ayuda pueden prestar a nadie. Somos, pues, ocho y tenemos doscientos hombres fuera.

—Con fuerzas semejantes yo bajo hasta el infierno y prendo por el narigón al mismísimo diablo.

Estaba para poner el pie en la escala, cuando se oyó un silbido ligerísimo. Parecía que algo, una flecha probablemente, había atravesado el aire saliendo del interior de la pagoda.

Yáñez volvió a salir con presteza y de nuevo se sentó a horcajadas sobre el vuelo del ventanal.

—¡Bonito negocio hubiese hecho! —dijo, cargando su carabina—. Si aquel dardo me hubiese dado, a estas horas tendría en el cuerpo un poco de la terrible baba del bis cobra.. Afortunadamente, han fallado la puntería.

—¿La fallarán siempre?

—Por eso, amigo Tremal-Naik, me apresuro a ponerme a cubierto. Mas quisiera buscar la flecha, que pasó muy cerca de mí y debe de estar clavada por ahí, en cualquier sitio.

—¿Y qué te importa, Yáñez?

—Mucho —respondió el portugués—. Quiero ver de qué armas disponen los sitiados.

—Preferiría las armas de fuego a los dardos. ¿Te acuerdas de los que usaban los salvajes de Borneo? Mataban a muchos de los nuestros con una simple picadura.

Yáñez iba a bajar otra vez por el ventanal, cuando el jefe de los sikaris lo detuvo.

—Alteza —dijo—, ¿queréis buscar la flecha?

—Sí, Mayor; tengo mucho empeño en verla.

—Mi vida no vale la de un marajá y puedo, por consiguiente, arriesgarla. Nadie me sentiría.

—Mirad que el veneno del bis cobra no perdona —dijo Yáñez.

—Lo sé, alteza; pero las flechas se perciben primero por su silbido, y es posible, a veces, librarse de ellas. Dejadme ver.

El valeroso jefe de los cazadores se mantuvo algunos instantes inclinado sobre el ancho alféizar del ventanal escuchando atentamente; después colocó las piernas en la escala de hierro y empezó a mover en derredor ora una, ora la otra mano.

A poco se estremeció: sus dedos habían partido alguna cosa.

—¡Ah!… ¡Hela aquí!… —exclamó, agarrando prontamente algo.

Un lejano silbido que se acercaba con rapidez le advirtió que otro dardo había sido lanzado, como el que a poco mata al marajá.

Saltó con la agilidad de un tigre joven sobre el alféizar, apretando en un mano una ligera cañita de bambú, que tenía en un extremo un copo de algodón.

—He aquí la flecha que debió de mataros, alteza —dijo a Yáñez—. Pero la punta se ha hecho pedazos.

—No me importa —respondió el marajá—. Sólo quería saber si habían lanzado el dardo con un arco o con una cerbatana.

—El copo de algodón lo ha delatado —dijo Tremal-Naik—. Los parias están armados de cerbatanas, armas que no fallan y que, si aciertan, casi siempre matan.

—Y por eso no pienso meterme en el templo —respondió Yáñez—. ¿Cuántos son esos canallas? ¿Veinte, ciento, doscientos? ¿Qué crees tú, viejo?

—Deben de estar en crecido número —respondió el prisionero—. No os aconsejaría que los acometierais desde lo alto. La pagoda es inmensa, tiene vastos corredores, mil refugios que pueden desafiar el fuego de doscientas carabinas, con lo cual perderéis gente.

—Pero no hemos venido aquí a contemplar el templo, supongo. Quiero entrar en él, querido, y ver si entre los conjurados está, por casualidad, Sindhia.

—Derribad la puerta principal y entrad con vuestros sikaris.

—¿Echarla abajo a patadas? Mucho debe de pesar aquel bronce.

—Señor, vos tenéis veinte elefantes —dijo el paria—. Esos animales enormes, empujando hacia adentro, acabarán por desquiciar la puerta, y entonces vuestros hombres podrán entrar, intimando a la rendición. Yo creo que no tendría lugar una verdadera batalla.

—¡Por Júpiter!… —exclamó Yáñez—. Tengo a mano una fuerza enorme y no había caído en ello. Hasta haríamos derrumbarse la pagoda si quisiéramos.

En ese momento sintióse otro silbido ligerísimo y sobre las cabezas de los hombres pasó una flecha, quedando fija en una oreja de uno de los elefantes de piedra.

—¡Ah!… ¡Canallas!… —gritó Yáñez—. Tiran ahora flechas desde muy cerca. ¡A mí, sikaris!… Descarguemos un chaparrón de balas dentro de esta cueva de conspiradores. Ahora que hemos sido descubiertos es inútil tomar precauciones para que no nos vean. Se puede probar, y si no se rinden, nos pondremos a la obra con nuestros elefantes.

Se acercó con precaución al ventanal, quedándose muy pegado al alféizar, y dijo con fuerte voz:

—¡Hombres de Sindhia, el nuevo marajá os ha descubierto! Rendíos o tomaremos la pagoda por asalto.

Nadie respondió. Parecía que el gigantesco templo no había tenido más habitante que aquel arquero que tiró las dos flechas y que después había escapado quién sabe adónde.

—¿No tenéis oídos? —repitió Yáñez, que empezaba a impacientarse—. Responded o mando hacer fuego.

Silencio absoluto otra vez. Ninguno de los tiradores de dardos daba señales de vida.

—¿Habrán sido capaces de escaparse? —dijo Yáñez, mirando al viejo paria.

—Que yo sepa, no hay aquí subterráneos por donde puedan escaparse, señor —respondió el indio—. Ahí dentro están, os lo digo yo, y deben de ser muchos.

—Dispara un tiro de carabina, Yáñez —dijo Tremal-Naik.

—Estaba ya decidido, pero verás cómo esas liebres no se dejan ver. Cuentan seguramente con la solidez de sus puertas de bronce, y no saben que nosotros contamos con el empuje de nuestros elefantes.

Avanzó algunos pasos más y descargó dentro de la pagoda su carabina de grueso calibre, produciendo un estrépito ensordecedor.

—¿Has visto alguno al resplandor de la pólvora? —preguntó Tremal-Naik, que también se preparaba a hacer fuego.

—No he visto más que estatuas de dimensiones enormes —respondió el portugués—. Deben de ser las acostumbradas representaciones de Visnú, acompañadas tal vez de tres o cuatro figuras más.

—¿No has visto tampoco al hombre que ha tirado las flechas?

—¡Quién sabe en dónde se habrá escondido ese tunante! En esta pagoda debe de haber corredores inmensos, ¿verdad, viejo paria?

—Sí, alteza —respondió el prisionero—. Hay aquí galerías interiores que pueden servir de asilo hasta a quinientos hombres.

—Es de esperar que no sean tantos los conjurados, aunque tengo la mayor confianza en mis valientes.

—¿Y qué hacemos aquí arriba, Yáñez? No somos marabúes.

—Esperaba la respuesta de los conjurados, mi querido Tremal-Naik —respondió el marajá.

—Te la darán cuando derribemos la puerta de bronce.

—Y la echaremos abajo. Pero prueba primero a hacer fuego también tú.

—¿Para descabezar alguna estatua?

—Ninguno de los muertos se quejaría, te lo aseguro.

—Probemos —dijo Tremal-Naik—. Que en verdad no faltan municiones.

Estaba armado, como Yáñez, de una carabina de grueso calibre, cuyo cañón era de purísimo acero, del acero que viene de Borneo, donde se encuentra en estado natural.

Alargó el arma teniendo la cabeza bien atrás por miedo que le diese alguna flecha envenenada, e hizo fuego.

Fue un segundo cañonazo que repercutió largo rato dentro de la inmensa nave del templo, pero tampoco esta vez dio nadie señales de vida.

—¡Cuerpo de Júpiter!… —exclamó Yáñez, que ya empezaba a perder su calma ordinaria—. Esos bribones deben de haberse escapado todos.

—Yo creo, por el contrario, que quieren fingirlo para que no creamos que están reunidos ahí dentro —dijo Tremal-Naik.

—Pues entonces, traigamos nuestros veinte elefantes y derribemos la puerta grande de bronce. No resistirá mucho tiempo a tan tremendo empuje.

Volvieron a cargar sus carabinas y después, de dos en dos y de tres en tres y sin perder de vista a los prisioneros, se deslizaron hasta el suelo.

Los elefantes se habían quedado detenidos como a una milla del templo, no creyendo Yáñez que tendría necesidad de ellos, con lo cual la partida tenía que volver a atravesar un trozo de la espesísima selva. Pero a cincuenta pasos estaban los rajaputras y de este modo no corrían peligro alguno.

Mas el estupor de Yáñez y de sus compañeros no tuvo límites cuando, después de recorrer una distancia casi doble, no descubrieron ni a un solo guerrero indio.

—Pero esto, ¿qué significa? —decíase el portugués, apretando la carabina—. No puedo creer que hayan tenido miedo y se hayan escapado.

—Sin embargo, el caso es que aquí no están —dijo Tremal-Naik con voz angustiada—. ¿Se habrá estado cometiendo casi en nuestros mismos ojos una nueva traición de parte de los conjurados?

Yáñez lo miró con espanto.

—¿Qué quieres decir?

—Que nuestros rajaputras, en quienes confiábamos, han sido sobornados y conducidos quién sabe adónde, a reforzar las huestes de Sindhia.

—¡Pero si apenas hace una hora que nos hemos separado de ellos!

—En una hora a veces pasan cosas extraordinarias.

—¿Se habrán llevado también nuestros elefantes?

—Eso es lo que ahora temo —dijo Tremal-Naik.

—¡No nos faltaría otra cosa!… Vaya, no perdamos nuestra sangre fría y preparémonos a habérnoslas con ellos si se atreven a atacar. La selva, por otra parte, es tan tupida que no se presta mucho a un ataque en regla. Pongámonos en dos filas con los prisioneros en medio y vayamos a ver qué ha dispuesto ese perro de Sindhia. ¡Vaya un loco!… Es un grandísimo bellaco que vale tanto como nosotros, ahora me doy cuenta. ¡Ea, valor, adelante!

Prosiguieron la marcha por entre los más tupidos matorrales y acabaron de convencerse de que los rajaputras se habían marchado.

—He aquí sus huellas —dijo Tremal-Naik, deteniendo al grupo—. Por aquí han pasado cuatro de los nuestros y no hace mucho.

—Cuatro —observó Yáñez—. ¿Y los otros? Eran doscientos.

—¿Su comandante te había dado algún motivo para desconfiar de él?

—Jamás, Tremal-Naik.

—Entonces no lo entiendo. Matarlos, no los han matado, porque hubiésemos encontrado, por lo menos, algunos cadáveres, y además no hemos oído ningún disparo. ¡Buena jugada nos han hecho, querido Yáñez! No esperaba yo un golpe como este.

—Es la buena estrella de la rhani. que empieza a palidecer —respondió el portugués suspirando—. ¡Bah! No crea Sindhia que ha ganado tan pronto la partida. Si no podemos contar ya con la fidelidad de los rajaputras, haremos que acudan a nosotros los montañeses de Sadhja, que no nos traicionarán, porque odian demasiado a Sindhia.

—Y después llegarán los nuestros de la Malasia.

—¡Ojalá que sea pronto!

Se habían detenido nuevamente para observar el rastro de los fugitivos y para buscar un nuevo camino.

Estaban todos inquietos, nerviosos, temiendo sufrir de un momento a otro una descarga de fusil.

Encontraron un estrecho sendero, abierto probablemente por los monos, y se metieron por él, caminando muy encogidos y procurando no hacer ni el más ligero ruido.

De tiempo en tiempo se paraban a escuchar, mas no se oían ni voces de hombre ni barritos de elefantes.

Solamente desde las copas de las más altas plantas lanzaban los monos agudos gritos y se divertían en dar saltos inmensos.

El grupo, permaneciendo siempre escondido, recorrió otros trescientos o cuatrocientos pasos y desembocó por fin en un pequeño claro. Era allí donde se habían detenido los elefantes.

—¡Maldición! —exclamó Yáñez haciendo un gesto de desesperación—. ¡Ah!… ¡Viles traidores!… Tampoco con los cornacs. podemos contar.

—Os engañáis, marajá —dijo un hombre saliendo bruscamente de detrás de unos matorrales—. Yo soy el cornac de Sahur, y, como veis, os he permanecido fiel.

Todos se habían precipitado al encuentro del conductor, el cual parecía presa de una viva agitación.

—¿Dónde está Sahur? —le preguntó Yáñez.

—Se lo han llevado igual que a los otros.

—¿Pero quién? ¿Quiénes?

—Los rajaputras.

—¡Es posible!

—Sí, señor. Todos estos hombres debían de estar comprometidos con el antiguo raja antes de salir de vuestra capital.

—¡Y mi policía cruzada de brazos! ¡Canallas!… Estamos en medio de un verdadero ejército de traidores.

—Cuéntanos lo que haya sucedido —dijo Tremal-Naik, volviéndose al cornac, que aún no se había repuesto de su gran agitación.

—Os habíais ido hacía cosa de veinte minutos, cuando vimos a los rajaputras venir a la carrera, seguidos de un elefante, en cuya litera estaba un fakir, si no me engaño. Nos intimaron a que nos rindiésemos, diciéndonos que el marajá y la rhani no reinaban ya, que ahora era el rajá Sindhia quien reinaba en el Assam. Apenas tuve tiempo, aprovechándome de la confusión, de tirarme entre la maleza, abandonando a su destino a mi elefante, que ya no podía defender. Vi al fakir entregar a los traidores muchos saquitos, llenos seguramente de oro, y después toda la partida se alejó montando vuestros elefantes.

—¿Se han dirigido los rajaputras a la capital? —dijo Yáñez con extremada ansiedad.

—No, señor; se han internado en el bosque, dirigiéndose hacia el Sur.

—¿Estás bien seguro de que se han marchado todos?

—No debe de haber quedado ni uno solo; iban todos sobre los lomos de los elefantes.

—¿Quién los guiaba?

—El fakir.

—¿Y Sahur te ha abandonado?

—Yo espero, señor, volver a verlo muy pronto —respondió el cornac—. Apenas oiga un silbido, acudirá al galope y me recogerá. No espero más sino que los rajaputras hagan una parada.

—Pues te quedas muy atrás —dijo Tremal-Naik—. Ya debías haberte marchado.

—Corro como un gamo, y además la hojarasca es muy tupida y los elefantes no pueden andar más que al paso. Ya hubiese dejado este sitio, pero tenía el afán de advertiros lo que ha sucedido durante vuestra ausencia.

—Y has hecho bien —dijo Yáñez—. Ahora puedes marcharte, y si eres capaz de traer por lo menos a Sahur, tu fortuna está hecha. Te esperamos delante de la pagoda.

—Veréis, señor, que a la primera llamada mi elefante escapará y vendrá adonde yo esté.

Yáñez hizo entregarle un par de pistolas, pues no tenía más arma que la aguijada del oficio, y después le hizo seña de que se fuese.

El cornac pareció orientarse rápidamente y acto seguido se alejó a carrera desenfrenada. No había sido una jactancia el afirmar que corría como un gamo.

Yáñez y Tremal-Naik permanecieron silenciosos mirándose el uno al otro, mientras que los sikaris, después de atar los brazos a los dos prisioneros, emprendieron una rápida batida para cerciorarse de si todos los rajaputras habían escapado verdaderamente.

—¿Entiendes algo de esto? —dijo por fin el portugués, enjugándose el copioso sudor que le bañaba la frente.

—Entiendo que se han llevado doscientos hombres —respondió Tremal-Naik.

—¡Cuerpo de Júpiter!… También lo sé yo, pero ahora quisiera yo saber cómo esos traidores no se han abalanzado sobre nosotros para cogemos prisioneros y entregamos al rajá.

—No se habrán atrevido. Aún eres tú el marajá del Assam, mientras que ese majadero no es nada todavía. Podrá reconquistar, no digo la corona que le arrebataste; pero, hasta ahora, no es más que un destronado.

—¿Habrán tenido miedo de nosotros? ¡Doscientos contra ocho! Porque no iban a ser los prisioneros quienes nos prestasen ayuda.

—En el fondo, los rajaputras son caballerescos, bien lo sabes. Habrán podido aceptar el comprometerse; pero, en cambio, habrán rehusado el llevar la traición hasta apoderarse de nuestras personas.

—Pues que no esperen con eso el captarse mi gratitud —dijo Yáñez, que parecía furioso—. No esperaba yo tan rudo golpe. Me han dado una puñalada en mitad del corazón privándome de mis veinte elefantes para venderlos a Sindhia. ¡Bandidos!… ¡Ladrones!…

—Cálmate, amigo; la lucha entre el rajá y tú no está, puede decirse, empeñada todavía, y no faltan a los montañeses de Sadhja elefantes buenos y bien montados.

—Y a más armados de lantacas —dijo Yáñez—. Apenas volvamos a la capital mandaremos al punto mensajeros al viejo Khampur.

—Si volvemos —dijo Tremal-Naik.

—¿Lo dudas?

—Pienso que a lo que no se han atrevido los rajaputras, por un cierto miramiento hacia nuestras personas, se atreverán los parias que estén escondidos en la pagoda.

—¡Por Júpiter!… —exclamó Yáñez, sobresaltándose—. Ni me acordaba ya de ellos. No nos faltaría más ahora que un ataque por parte de los conjurados. Y que no somos sino ocho, todo lo valientes que se quiera, pero ocho sólo y con la impedimenta de los prisioneros. ¡Si estos, por lo menos, no fuesen prisioneros! Dejémoslos andar en libertad.

—En modo alguno, querido Tremal-Naik. Sus personas, tanto la del viejo como la del joven, son preciosas.

En aquel momento volvieron los sikaris de su breve y rapidísima excursión, caminando en apretado grupo y sin hacer el más ligero ruido.

Acostumbrados a sorprender animales de las selvas o de los juncales, tenían un paso tan ligero, que no se les oía a pocos metros de distancia.

—¿Qué hay? —preguntó Yáñez con ansiedad.

—Han huido todos, alteza —respondió el jefe de los cazadores. En este bosque no queda un rajaputra.

—¿Habéis oído barritar a nuestros elefantes?

—Sí, pero de muy lejos.

—¿A muchas millas? —dijo Tremal-Naik, que en aquel momento pensaba en el cornac de Sahur.

—¡Oh, no! A muy pocas. Esos animales tan grandes no pueden ponerse al galope entre toda esta vegetación.

Yáñez clavó la vista en sus fieles cazadores, tal vez los únicos verdaderamente fieles, y les dijo:

—¿Tenéis miedo de volver a la pagoda?

—No; siempre estamos a la disposición del marajá y del sahib. su amigo —respondió el jefe—. No tememos ni a los ti-gres, ni a los rajaputras, ni a los parias. Sabemos que nuestro destino es morir en alguna selva, despedazados por los animales feroces o destrozados por los estranguladores, y estamos siempre dispuestos a todo. Vuestra alteza puede mandar.

—Volvamos a la pagoda.

—¿Queréis entrar?

—Ahora, que no tenemos elefantes para derribar la puerta de bronce, será imposible.

—Podéis engañaros, alteza.

—Explícate mejor.

—Hemos recogido en nuestra exploración una caja de hojalata bastante dura, que debe de haber contenido bizcochos o cualquier otra cosa parecida, y hemos preparado una bomba.

—¡Tú!… —exclamó Yáñez un poco sorprendido.

—Pólvora no nos faltaba, ni tampoco una mecha cualquiera.

—Déjamela ver.

Un sikari se adelantó, llevando una lata capaz de contener dos kilos de pólvora y que había sujetado muy bien con tres correas de las carabinas.

—Habéis tenido un recurso maravilloso —dijo el portugués—. Si esta especie de bomba revienta, por muy maciza que la puerta sea, se derrumbará. Entre tanta desgracia, aún tenemos un rayo de luz, una buena suerte, ¿verdad, Tremal-Naik?

—También empiezo yo a creerlo —contestó el famoso cazador del Juncal Negro.

—El haber encontrado al cornac de Sahur no es poca suerte.

—Y será mayor todavía si lo volvemos a ver montado sobre las orejas de su elefante.

—Yo no dudo de que logre quitárselo a los rajaputras. Tú sabes qué cariño tienen los elefantes a sus conductores.

—¡Adelante!… —dijo Yáñez tras de escuchar un rato—. La selva está silenciosa; podemos, por tanto, hacer de nuevo el camino ya recorrido y volver a la pagoda. Ardo en deseos de ver derribada aquella maldita puerta, para medirme con los parias de Sindhia. Así conoceré el valor y la resistencia de mis futuros enemigos.

—¿Y si hubiesen huido aquellos canallas y hubiesen preparado una emboscada?

—No, sahib —dijo el jefe de los sikaris—. No hay emboscada alguna. Oigo desde aquí aullar a los chacales hacia la pagoda, y eso quiere decir que por aquella parte no hay seres humanos, por lo menos hasta ahora. Tienen demasiado miedo a los fusiles y huyen apenas ven brillar un arma. Alteza, estamos dispuestos a marchar.

Los diez hombres se formaron, escucharon por última vez y, tomando de nuevo el sendero abierto por los monos, se pusieron en marcha con las carabinas dispuestas. Yáñez iba siempre delante con el jefe de los sikaris.

II. Las hazañas de «Sahur»

Por más que bajo el ramaje reinase una oscuridad profundísima, el grupo se batía en retirada con suma rapidez, ansioso de ponerse momentáneamente a salvo en la pagoda, para esperar allí el regreso del cornac.

Mas procuraban todos no mover las plantas ni hacer el más leve ruido, porque temían que anduviesen por aquellos contornos, si no los rajaputras, los conjurados, lo cual era mucho más peligroso.

En efecto, no creían que los parias hubiesen huido todos, aun cuando nadie hubiese podido impedirlo, después de aquella inesperada traición, pues podían haber salido por las otras puertas, dejando, en cambio, cerrada la mayor.

Ningún rumor turbaba el silencio de la noche. Solamente oíase en lontananza a tres o cuatro chacales, que, no habiendo encontrado probablemente ninguna presa, descargaban su mal humor con aullidos que lastimaban los oídos. Los sikaris, con su costumbre de andar por la selva, no avanzaban sino con muchas precauciones, sabiendo que podían encontrarse de repente de manos a boca con algún tigre hambriento de los que llaman devoradores de hombres y que, para llevarse alguno, no dudan en arrojarse hasta sobre los grupos.

Debían estar ya a unos doscientos metros de la pagoda, cuando Yáñez y el jefe de los sikaris se detuvieron de improviso, preparando las carabinas.

Una sombra se había lanzado de un brinco a través del sendero, diez pasos más adelante, escondiéndose al punto detrás de un macizo de follaje.

—¿Un tigre? —preguntó el marajá sin apenas alterarse, pues había matado a muchos sin que le costase un arañazo.

—No, alteza —respondió el jefe de los sikaris, olfateando el aire—. Yo creo que se trata de una pantera. En estos lugares no suelen estar los tigres.

—No nos molestará, al menos que esté hambrienta.

—Son valientes, y no vacilará en atacar.

—¿Querrá cerrarnos el paso y nos impedirá llegar a la pagoda?

—Está escondida detrás de aquel matorral, señor. No perdáis de vista aquellas plantas.

Sus compañeros se habían parado, apretándose alrededor de los dos prisioneros y cargando sus carabinas.

Tremal-Naik, después de quedarse un poco atento, pasó a la cabeza del grupo, uniéndose a Yáñez y al jefe de los cazadores.

—¿Nos sigue? —dijo—. Quisiera ver qué fiera tiene arrestos para acometer a los nuestros. Abrámonos paso a la fuerza, amigos.

—Prefiero esperar —respondió el portugués—. Si hacemos fuego, nos descubrimos; los parias podrían formarse alrededor del sitio que ocupamos y no tardarían en aplastarnos.

—Puedes tener razón; pero yo te digo que, suceda lo que suceda, es mejor hacerle frente, pues estoy seguro de que los rebeldes nos siguen.

—¿Has notado algo?

—He oído hace poco un silbido, que debía de ser una señal.

—Entonces prefiero atacar a la fiera, porque sabemos que está sola, mientras que no podemos saber cuántos son los parias que nos siguen la pista. Despachemos este asunto entre nosotros dos. El jefe, en tanto, tratará de azuzar a la pantera, pues parece que no se trata de un tigre, para que salga de su escondite y asome el hocico.

—¡Tener parados a ocho cazadores como nosotros, es demasiado!

—¿Dónde está? —preguntó el indio.

—Detrás de aquel macizo.

—Bien cerca está la bribona. Muy hambrienta debe de estar para intentar un ataque como este y también…

Se interrumpió bruscamente, alzando la cabeza.

—¿Has oído, Yáñez?

—Sí, un silbido.

—Son los parias que tenemos a la espalda. Huyamos por el ventanal de la pagoda, ya que no quitamos antes las cuerdas ni los ganchos.

—¿Estás dispuesto? —dijo Yáñez al jefe de los cazadores, el cual había cogido un grueso tronco seco, no siendo posible encontrar piedras entre aquel boscaje.

—Cuando queráis, señor —respondió el cazador.

—Tira.

El tronco, lanzado por dos brazos vigorosos, describió en el aire una gran parábola y fue a caer en medio del macizo, haciendo estragos en las flores.

De repente se oyó un alarido ronco, ahogado, y después una fiera dio un gran salto y fue a caer a tres pasos de Yáñez y de Tremal-Naik. Iba a tomar de nuevo impulso, cuando las dos carabinas tronaron con gran estruendo.

—Mátala —dijo el jefe de los sikaris—. Como veis, señor, no me había engañado; se trata de una pantera en busca de presa.

—Ahora que tenemos paso franco, corramos a la pagoda —dijo Yáñez—. Es de esperar que no tengamos más malos encuentros.

Saltaron sobre el cuerpo de la fiera, un magnífico animal del tamaño casi de un tigre y con la piel bonitamente pintada, y se lanzaron por el sendero corriendo a porfía.

No tomaron ya ninguna precaución. Con los dos tiros de carabina se habían vendido y así, pues, no valía la pena de retardar la marcha, tanto más cuanto que ya no dudaban de tener a los parias a su espalda.

Con un último esfuerzo llegaron ante la puerta mayor de la pagoda, se agarraron a las cuerdas que no habían quitado, y se parapetaron tras de las cabezas de los dos elefantes delante del gran ventanal.

—No creí tener tanta suerte —dijo Yáñez, volviendo a cargar el arma con presteza—. Diríase que todos los dioses de la India se han puesto de acuerdo para protegernos.

—Repara en que todavía no estamos en nuestra casa —dijo Tremal-Naik—. ¿Sabes tú, acaso, lo que nos puede suceder ahora?

—Preveo un ataque de parte de los parias, pero de esos bribones jamás he tenido miedo. Si Sindhia hubiese buscado guerreros entre los súbditos del Nizam, los Silks o los Maharats, la cosa sería muy diferente. También la India, a presar de su clima deprimente, tiene razas vigorosas, nacidas para la guerra. Ha preferido a los parias, sin patria ni casta; pues bien, ¡que vengan a atacarme!

—¿Y si se presentaran por cientos, armados con las carabinas de los rajaputras? —dijo Tremal-Naik.

—Bajaríamos a la pagoda y allí nos estaríamos hasta que volviese el cornac de Sahur.

—¿Para sufrir un asedio?

—Ya sabes que somos hombres capaces de llevar a cabo salidas terribles. Espero que, al menos, alguna puerta se abrirá por dentro, y entonces nos lanzaríamos sobre los parias con el ímpetu de los tigres de Mompracem. Tú ya conoces nuestras cargas.

—Sí, cargas de locos —respondió sonriendo el famoso cazador.

—Pero que siempre han aterrorizado al enemigo.

—No digo que no. Mas conviene saber si las puertas se abren. Yo quiero ir a verlo.

—¿Sólo? ¿Estás loco?

—Llevaré conmigo al jefe de los sikaris. Haz echar una cuerda dentro de la pagoda y tú no abandones este puesto, pues tenemos que esperar al cornac.

—Lo sé, y sé también que sin un buen elefante no lograremos regresar a la capital. Estos animales se dan cuenta del peligro, y cuando se los azuza, también ayudan.

—Déjame ir. Los parias no me comerán.

—Ve, Tremal-Naik.

—Un hombre que, como yo, ha luchado tantos años contra los estranguladores del Juncal Negro, no puede temer a los parias. Si muero, tú me vengarás.

—Eso te lo prometo.

El famoso cazador amarró una cuerda y la dejó caer dentro del templo tenebroso y donde tal vez hubiese enemigos escondidos.

—¿No tienes miedo de seguirme? —dijo al jefe de los sicaris.

—No, sahib, y esperaba que me dijeses que te acompañase. No soy un rajaputra, porque soy del Nizam, un país en donde no se dan traidores.

Tremal-Naik se aseguró primero de que llevaba una vela, y estaba para encenderla cuando se volvió hacia Yáñez.

—Una idea —dijo.

—Habla.

—Ya que los sikaris han fabricado una especie de bomba, ¿no podríamos hacerla estallar contra la puerta mayor de la pagoda?

—No tengo empeño en que se haga una abertura, tanto por nosotros como por ellos —respondió el portugués—. Mejor es que por ahora las puertas permanezcan cerradas.

—En efecto, tienes razón —respondió Tremal-Naik—. Con las puertas cerradas podemos sostener muy bien un sitio. Déjame ir a ver.

—¡Buena suerte! —dijo Yáñez—. Tenemos otras cuatro cuerdas y pronto podríamos reunimos contigo.

El audaz cazador, seguido del jefe de los sikaris, se detuvo un momento en el largo ventanal y lanzó después un arpón. Del choque del hierro con las piedras resultó un agudísimo sonido metálico que produjo extraño efecto en la inmensidad de la pagoda.

En vista de que ninguna flecha respondía, los dos valientes se agarraron a la cuerda y uno tras otro empezaron el descenso.

Tenían ambos sólidos músculos y alma templada, y no eran hombres de impresionarse, aunque se hubiesen encontrado de improviso con algunos enemigos.

—Cien pies —dijo Tremal-Naik—. ¡Qué alta es esta pagoda! Pocas debe de haber en la India que tengan estas dimensiones.

—Sin embargo, no estamos en Benarés, ciudad famosa por la grandiosidad de sus templos —respondió el jefe de los sikaris, poniendo el primero pie a tierra.

—¿Tienes tú también vela?

—Sí, sahib.

—Enciéndela y vayamos a examinar las puertas.

Estaban para frotar las pajuelas, cuando oyeron de repente un sonido que no era fácil de definir.

—Aquí hay alguien que espía —dijo Tremal-Naik—. ¿Habrá abierta alguna puerta?

—A mí me ha parecido un golpe dado a alguna estatua con un pedazo de hierro —respondió el jefe de los cazadores.

Miraron a su alrededor, mas no vieron más que las estatuas de dimensiones colosales representando todas las encarnaciones de Visnú.

—Sin embargo, nosotros hemos oído algún ruido y no estamos sordos —dijo Tremal-Naik, que había encendido después su luz—. Aquí ha debido de estar alguien hace poco. ¿Dónde se habrá escondido?

—¿Y estará solo, sahib?

—Más tarde lo sabremos.

—¿Esperas, sahib, que los conjurados se dejen ver?

—Tendrán, por lo menos, que preguntar qué deseamos.

—Y nosotros, ¿qué contestaremos?

—Les intimaremos sin más 4 la rendición de la pagoda, si no quieren probar nuestras potentes carabinas. ¿Ves abrirse allá en el fondo vastos corredores? Vayamos a visitarlos.

—Sé prudente, sahib.

Atravesaron despacio la gran pagoda mirando cuidadosamente alrededor para evitar alguna sorpresa o traición, y llegaron delante de una galería, la cual llevaba tal vez a los departamentos de los sacerdotes. Estaban a punto de subir la escalinata, cuando oyeron un ligero silbido, seguido de un golpe seco. Parecía que alguna flecha se había partido cerca de ellos.

—¡Alto! —exclamó de pronto Tremal-Naik—. No me gusta probar el veneno del bis cobra.

—Nos han lanzado una flecha y de milagro nos hemos librado de una muerte horrible. Sahib, detente.

—Verdaderamente, no pienso seguir —respondió el famoso cazador—, pues no tengo ganas de probar tan pronto el veneno. Mas ¿cómo estos parias se han armado con cerbatanas, armas tan poco usuales aquí? ¡Y que a estas horas deben de tener ya las carabinas de los rajaputras!

Oyóse por lo alto otro silbido, mensajero de la muerte, y Tremal-Naik, bajando precipitadamente, fue a refugiarse, seguido del jefe de los cazadores, al lado de una estatua que representaba una divinidad india.

Una vez allí, y asegurándose de no tener enemigos por la espalda, apuntó la carabina hacia la galería y tiró.

Al punto resonaron fortísimos gritos, pero se apagaron bruscamente.

—¿Habré dado a alguno de esos bandidos? —se dijo Tremal-Naik—. Lo que es la carabina estaba bien cargada.

En aquel momento se oyó a Yáñez preguntar desde lo alto del ventanal:

—¿Has echado abajo alguna puerta?

—No, amigo.

—Desde aquí arriba parecía que algo se había derrumbado.

—Pues no he disparado más que un tiro.

—¿Estaban los rebeldes?

—Sí, y deben de ser muchos, y, lo que es peor, armados de cerbatanas.

—¿Has encontrado alguna puerta?

—No, Yáñez; no me atrevo a internarme para trabar conocimiento con las flechas mojadas con la baba del bis cobra.

—Me lo explico y debías…

—¿Hacer qué?

Sofocó la respuesta una descarga de carabinas. Los sikaris, bien atrincherados tras de las trompas de los elefantes, habían roto el fuego.

—Otros que buscan las puertas —exclamó Tremal-Naik, lanzándose a la cuerda—. Se asalta por todas partes. ¡Alto!… ¡Alto, sikaris!…

El valiente cazador no los siguió. Vio unas sombras que se precipitaban por la escalera de la galería y se detuvo a hacer fuego. Nuevos y más agudos gritos se alzaron, gritos feroces, gritos de guerra de gente decidida a acometer.

Tremal-Naik había llegado ya al vuelo del ventanal y volvía a cargar rápidamente el arma al lado de Yáñez.

—Hagamos una doble descarga o perderemos al jefe de los cazadores —dijo el portugués.

—¿Hacia dónde tengo que hacer fuego? Te confieso que no veo absolutamente nada.

—Apunta al fondo de la pagoda.

—¿Estás listo?

—Sí, Yáñez.

—Si no se detienen, haremos que intervengan los sikaris.

Apuntaron las carabinas e hicieron fuego, desencadenando alaridos salvajes. Algún blanco debieron de hacer los tiros, porque los parias se detuvieron, no sabiendo con cuántos adversarios tenían que habérselas.

El cabecilla de los sikaris se aprovechó al punto de aquella breve pausa para ponerse también a cubierto en el ventanal.

—¿No te ha dado ninguna flecha? —le preguntó Tremal-Naik.

—No, sahib. Pero he oído muchas silbarme en derredor. ¡Ay de mí si no llego a apagar de repente la luz! Me hubiese atiborrado de veneno.

—Y ahora, ¿qué? —dijo Tremal-Naik, mirando a Yáñez, que se había apresurado a retirar la cuerda—. Queríamos sorprender a los conjurados y me parece que los sorprendidos hemos sido nosotros.

—¿Quién podía prever la traición de los rajaputras? —dijo Yáñez, suspirando—. ¡Y yo que tenía tanta confianza en ellos! ¡Doscientos hombres que se pasan al enemigo en una noche!… Es demasiado para un príncipe que apenas cuenta con mil, y, para eso, diseminados en varias ciudades. No creí que Sindhia fuese tan fuerte y astuto.

—Es que habrá alguien que lo dirija.

—El fakir que ha pagado a mis guerreros.

—Sí, Yáñez; Sindhia por sí sólo no sabe hacer nada. La otra vez tenía un griego y ahora un fakir para dirigir sus fuerzas.

—El griego era más peligroso.

—Todavía no sabemos cómo será ese fakir.

—Yo espero un día u otro apoderarme de él y atarlo a la boca de un cañón.

—Entretanto, estamos sitiados.

—Y verdaderamente sitiados, pues también delante de nosotros, escondidos en la hojarasca, hay otros hombres que querrán impedirnos volver a la ciudad.

—¿Vendrá el cornac?

—Así lo espero. Si Sahur llega, cargaremos al galope sobre esa canalla y la derrotaremos completamente.

—¿Y si al cornac le falla el golpe?

Yáñez se metió una mano en el bolsillo, sacó un cigarro, lo encendió y luego, con su calma habitual, dijo:

—Entonces seremos nosotros quienes cargaremos a tiro limpio. ¡Oh! ¡Lo que es esta noche, no pierdo yo mi imperio!

—Estos tigres de Mompracem, aunque tengan blanca la piel, son admirables —dijo Tremal-Naik—. No dudo ya de la victoria final.

—Alteza —dijo el cabecilla de los sikaris, que estaba al acecho desde el vuelo del ventanal—. Tenemos una especie de bomba, y ya que no podemos hacer saltar la puerta, arrojémosla dentro de la pagoda.

—No, querido; la arrojaremos contra los parias, que intentan cortarnos la salida, y desde lo alto del elefante. De los que están dentro del templo no tengo miedo, pues muy difícil sería que pudieran llegar hasta aquí.

—¿Qué hacen?

—Ya no oigo nada ni veo nada —respondió el cazador—. Parece que aquellos tiros de carabina han logrado que se vuelvan en extremo prudentes.

—Pues si nos dejan tranquilos, mejor que mejor, a menos que no preparen una sorpresa.

—Debíamos incendiar la pagoda —dijo Tremal-Naik, sonriendo.

—¡Ah, pillo! ¿Quieres meterles miedo?

—Están lejos y no pueden oírnos, amigo Yáñez. Y, además, hay aquí demasiada piedra y el fuego se extinguiría en seguida sin necesidad de agua. Lo que yo quisiera saber es qué hacen los que están emboscados allá delante. ¿A qué esperan para atacarnos? Esta tregua me desconcierta.

—Esperarán refuerzos.

—¿Y si tratáramos de sacarlos de su escondrijo, Yáñez?

—En eso pensaba hace poco.

—¿Quieres que probemos? Estamos bien provistos de pólvora y de balas, a pesar de la que hemos gastado en la bomba.

—Es que no sé decirte exactamente dónde se han escondido.

—Dispararemos al azar los primeros tiros, y si responden, sabremos orientamos.

—Entonces, ¡a ellos, sikaris! —dijo Yáñez—. Nosotros vigilaremos el ventanal para impedir a los parias del templo el reunírseles.

Los seis cazadores colocaron a los dos prisioneros en lugar seguro, después se echaron a lo largo delante de las enormes trompas de los elefantes e hicieron una descarga contra el boscaje apuntando al azar.

No se habían extinguido todavía las detonaciones, cuando como unos cincuenta hombres se precipitaron fuera de la maleza, disparando contra el ventanal.

—Los desemboscamos —dijo Yáñez—. No saben tirar, pero, sin embargo, he oído el silbido de algunas balas que me han pasado por encima.

—Y balas de carabina —dijo Tremal-Naik, metiéndose dentro de una trompa—. Esos canallas están usando las armas que han cogido a los nuestros.

—¡Bah! No les durarán mucho. ¿Dónde está la bomba?

—¿Te has decidido a hacerla estallar por fin?

—Es preciso contener el ímpetu de esos hombres. ¡Qué estruendo! ¡Parecen chacales hambrientos en busca de presa!…

Los parias se habían escondido en la selva; avanzaban con valentía, dando alaridos y disparando desatinadamente. Probablemente era la primera vez que usaban armas de fuego y por consiguiente, no podían obtener un resultado muy brillante.

En cambio, los sikaris, tiradores diestrísimos, no erraban golpe, haciendo a cada descarga caer por tierra a algunos hombres.

Yáñez y Tremal-Naik, temiendo alguna tremenda acometida de parte de los que estaban en el templo y que en tan pocos momentos se habían vuelto más mudos que peces, disparaban algún que otro tiro por el ventanal, para advertirles que también se vigilaba por aquel lado.

Los parias, aunque tienen el ímpetu de las razas salvajes, no son verdaderos guerreros, y, por consiguiente, no podían hacer frente a aquel grupo de hombres que desde lo alto del templo hacían caer sobre ellos una lluvia de balas. Y además, como hemos dicho, no debían de tener ninguna práctica de las armas de fuego, acostumbrados sólo a servirse de armas blancas y de flechas envenenadas.

No obstante, a pesar de la granizada de balas que les caía encima y que les hacía dar alaridos de fieras, sin dejar de disparar habían avanzado hasta la puerta mayor de la pagoda; pero no se habían sentido con fuerzas para intentar alcanzar a los sikaris, los cuales les respondían con mucha calma, metidos dentro de las trompas de los elefantes.

Aún intentaron una breve resistencia, mas después, acribillados a tiros, huyeron a carrera desenfrenada por la selva, dejando tras ellos algunos muertos.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez, después de disparar un último tiro dentro de la pagoda—. Se han ido ya esos imbéciles. Si Sindhia cuenta sólo con estos hombres, fácilmente vamos a ganar la partida.

—Y por eso es por lo que el bribón se ha llevado a tus rajaputras —dijo Tremal-Naik.

—¡Y les paga con el dinero que le pasaba mi mujer para curarse!…

—¡Oh!… Ya habrán tenido más. Todos estos príncipes indios tienen un tesoro escondido muy cuidadosamente.

—Lo sé. Sindhia no debe de haberse marchado del Assam sin llevarse por delante una fortuna, quizá de la guerra, que sabía que pertenecía a mi mujer.

Mientras hablaba, Yáñez había encendido la mecha de la bomba. Había visto a los parias reaparecer al borde de la selva y quería impresionarlos con un estallido formidable.

Se levantó, midió la distancia y después lanzó la lata llena de pólvora y de proyectiles.

—Debías de haber esperado —aconsejó Tremal-Naik—. Más tarde hubiese podido sernos de más utilidad.

—¿Sabes lo que he oído?

—No sé.

—El barrito de un elefante.

—¿Volverá el cornac con Sahur?

En aquel momento la bomba estalló, levantando una gran llamarada y una densa nube de humo.

Los árboles vecinos fueron arrancados y luego incendiados; pero la peor parte les tocó a los parias, que, completamente desorganizados, por segunda vez se dieron a correr, refugiándose de nuevo en la espesura.

—¡Sahur! —gritó en aquel momento Tremal-Naik—. Conozco su barrito. Está a punto de llegar.

—Como ves, no me había engañado —dijo Yáñez.

—Tienes el oído muy fino.

—Siempre soy el tigrecillo de Malasia, aunque sea ahora marajá —respondió el portugués, sonriendo—. Pronto, bajemos. El elefante llegará en seguida.

Cargaron nuevamente sus armas, se agarraron a las cuerdas y se colocaron delante de la puerta mayor del templo.

Los árboles ardían dificultosamente, haciendo más humo que llamas. Era una suerte, porque los sikaris estaban casi escondidos detrás de aquel nubarrón que poco a poco se dilataba también por ser gomíferas no pocas de aquellas plantas.

Más allá de aquel velo de humo, las carabinas de los rajaputras, manejadas afortunadamente por aquellos inhábiles parias, seguían tronando sin que se supiese adónde iban a parar las balas; probablemente, dirigían sus tiros contra el ventanal, creyendo que el marajá y sus compañeros se escondían todavía tras de las gigantescas trompas de los elefantes.

Yáñez echó una mirada a su alrededor, escuchó un momento y después dijo:

—¡Al trote!… ¡Sahur se acerca!…

Lanzáronse todos a través de la selva, pero flanqueando siempre la imponente pagoda, y después de haber recorrido otros doscientos metros, se detuvieron en un espesísimo matorral.

—Yáñez —dijo Tremal-Naik—. ¿Será que han barritado los elefantes de piedra? No veo llegar ninguno.

—¡Por Júpiter!… ¡Yo lo he oído!… —respondió el portugués—. Te digo que un elefante galopaba hace poco hacia la pagoda.

—Se habrá parado en cualquier sitio.

—Es probable. El cornac tendrá miedo de los parias; no debemos censurarlo. ¡Eh!… ¿Oyes?

—Sí; un barrito.

—Y a pocos pasos de nosotros.

—Está parado y nos espera.

—¿Y si estuviera montado por los rajaputras?

—¡Caro les iba a costar, Tremal-Naik! —respondió Yáñez, iracundo—. Estoy ya harto de traiciones… ¡Por Júpiter! ¿Qué estrépito es este?

Diríase que quince o veinte elefantes se precipitaban a través de la selva, arrollándolo todo a su paso.

—¿Y esos proboscidios serán los tuyos, que tratarán de dar caza al cornac?

—¡Ah!… ¡Lo veremos!…

Se llevó las manos a la boca y haciendo bocina con ellas repitió por tres veces, mientras en el nubarrón de humo continuaba retumbando la fusilería:

—¿Quién viene a salvar al marajá del Assam? ¡Ganará mil rupias!

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vio salir de un tupido matorral a Sahur con su valiente cornac.

—¡Montad, alteza! —gritó el conductor, echando la escala—. Me siguen.

—¿Los rajaputras?

—Vuestros elefantes, montados por no sé qué bandidos.

—¡Hala, arriba!… —gritó Yáñez, empujando primero a los dos prisioneros, que en manera alguna quería perder.

En un momento estuvieron en la litera, echaron abajo la cubierta para tener más despejado el campo de tiro, y el valiente elefante, a pesar de haber hecho un largo trayecto, se lanzó a carrera tendida, pasando al lado de la nube de humo.

Los parias se habían precipitado fuera de los matorrales al oír el barrito, pero ocho tiros de carabina los decidieron inmediatamente a escapar.

Por su lado, Sahur corría desbocado, dando golpes de trompa a diestro y siniestro. ¡Ay de quién se hubiese puesto al paso de aquel intrépido animal que no temía ni a fieras ni a hombres!

Entretanto, a lo lejos se oía barritar a muchos otros elefantes y resonar tiros de carabina.

—No temáis, alteza —dijo el cornac de Sahur—. Llevamos por lo menos una milla de ventaja, y este animal es el más rápido de los que teníais. Ahora que os he encontrado, no tengo ya miedo de nada y os prometo llevaros a la capital aun antes de amanecer.

—¿Cómo has hecho para apoderarte de este valiente elefante?

—He silbado, simplemente. Todos los elefantes estaban pastando a la orilla de un estanque.

—¡Nos siguen!… —gritó Yáñez, saltando—. Estos canallas de parias, parece imposible, tienen en sus venas algunas gotas de sangre guerrera. Nunca me hubiera imaginado que fuesen tan valerosos.

Treinta o cuarenta indios, armados unos de carabinas, y de cerbatanas otros, se habían lanzado fuera de la maleza, a carrera tendida, tratando de cortar el paso al elefante.

Llegaban, con todo, demasiado tarde, porque Yáñez, Tremal-Naik y los sikaris habían tenido tiempo de volver a cargar sus carabinas, y una descarga formidable, lanzada por maños tan seguras, abrió una brecha entre aquellos pobres combatientes, que quizá era la primera vez que manejaban armas de fuego.

Sahur, el formidable elefante, se coló por la abertura y, encontrando a un paria, que no había tenido tiempo de huir, lo cogió con la trompa, de un terrible apretón le aplastó las costillas y luego lo tiró contra el tronco de un árbol, estrellándolo. El paso estaba libre. Los parias, espantados por la furiosa carga del elefante, escaparon como liebres, refugiándose en la enmarañada selva.

—¡Por Júpiter!… —dijo Yáñez después de disparar un último tiro—. No brillan por su resistencia los guerreros de Sindhia.

—Y para tenerlos mejores, ese traidor nos los ha sobornado —respondió Tremal-Naik.

—Pero a esos viles opondremos los montañeses de Sadhja y los tigres de Mompracem, a quienes mandará Sandokán ¡Adelante, cornac!…

No había necesidad de excitar al elefante. El bravo proboscidio corría a gran trote, sacudiendo atrozmente a los que iban en el castillete.

En lontananza se oían disparos y bramidos.

—Quieren darnos caza, ¿verdad, cornac?

—Sí, alteza, y con vuestros elefantes.

—¿Se dejará cazar Sahur?

—No, no; es el mejor de vuestros animales y correrá coa la velocidad del viento.

—¿Entre los hombres que montaban los elefantes has visto a mis rajaputras?

—No, alteza, ni a uno siquiera. Todas las literas estaban llenas de parias y de otros hombres que el antiguo rajá debe de haber levantado en los confines de Bengala.

—¿Qué habrá hecho, pues, de mis hombres? ¿Los habrá matado? De aquel tirano puede esperarse cualquier villanía terrible que cueste mucho derramamiento de sangre.

—No creo que tus rajaputras sean unos gallinas para dejarse matar así, sin defenderse —dijo Tremal-Naik—. ¿Tú, cornac, no has oído gritos en el campamento?

—No, sahib.

—Entonces, Sindhia los habrá alejado por ahora y pensará aprovecharse de su traición más tarde, en el momento decisivo.

—Y eso me inquieta —dijo Yáñez, que fumaba nerviosamente su último cigarro—. No esperaba yo una tempestad como esta. Pero al tiempo, que no me dejaré yo arrebatar la corona sin dar terribles batallas. Henos ya a la vista de la capital. ¡Cómo corre este valiente Sahur!

Estaba entonces amaneciendo, y en el limpio horizonte, teñido de un rosa suavísimo, se dibujaban las pagodas de la gran ciudad.

No se oían ya ni barritos de elefantes ni tiros de fusil.

Los conjurados, persuadidos ya de no poder alcanzar al valerosísimo Sahur, y no pareciéndoles prudente presentarse en lugares habitados, se habían detenido para volver después hacia la pagoda donde se hallaban sus compañeros.

El camino era bueno, atravesaba espléndidos arrozales, ya llenos de aldeanos y aldeanas, y habían terminado los bosques que pudieran hacer temer una emboscada.

Sahur, que parecía incansable, con un último esfuerzo, llegó al puente levadizo del baluarte de Karia y condujo, siempre al galope, al marajá y a sus cazadores delante del elegante palacete, que rodeaba una doble fila de rajaputras. Al ver a esos guerreros, Yáñez tuvo una sonrisa llena de amargura.

—¡Si pudiera creerlos fieles! —dijo a Tremal-Naik—. Pero ¡quién sabe lo que tendrán en la cabeza! Un poco difícil es conocer a estos mercenarios.

Hizo echar la escala, bajó llevando su carabina y sus pistolas, y, seguido de sus cazadores, entró en su saloncillo, seguro de encontrar en él a Surama.

La pequeña rhani estaba allí, en efecto, guardada por el cazador de ratas, que se había puesto en la faja cuatro pistolones, y dos sikaris, y estaba meciendo al pequeño Soárez, a quien había cogido de los brazos de su nodriza.

—¡Ay, mi señor!… —exclamó, levantándose impetuosamente—. Ya te lloraba por muerto.

—¿Por qué, Surama? —dijo el portugués, afectando la mayor calma—. No soy hombre de dejarme matar como un cordero, ni de dejarme coger tampoco. Pero debes saber que Sindhia se ha llevado todos nuestros elefantes y los doscientos rajaputras que nos escoltaban. Aquel bribón empieza a ser en extremo peligroso, y ha llegado el momento de pensar seriamente en nuestra situación.

—Me asustas, Yáñez —dijo Surama, confiando el niño a la nodriza.

—Como ves, volvemos completamente derrotados, y si no hubiese sido por el cornac de Sahur, no sé cuándo hubiéramos podido regresar.

»No te asustes, la corona está aún firme sobre tu cabello negro y aquí estamos nosotros prontos a defenderte.

»Tremal-Naik se irá hoy para las montañas y haremos venir a los valientes montañeses de Sadhja, puesto que con los rajaputras no se puede contar ya para nada.

»Kammamuri está ya de viaje hacia Calcuta, y en veinticuatro horas Sandokán tendrá nuestro telegrama.

»De aquí a treinta días estaremos en condiciones de dar un golpe decisivo a Sindhia. Se trata sólo de saber si podemos esperar tanto tiempo la ayuda de mi terrible hermano malasio.

—¿Y mis montañeses?

—Cuento con ellos, querida, y son nuestra única esperanza por el momento. Me engañaré, pero me parece que este imperio nuestro empieza a decaer.

—Puede que exageres, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. No tenemos sino parias frente a nosotros.

—No; también bengaleses, y, además, a mis rajaputras. ¡Oh! Y otros nos harán traición dentro de poco. Esos guerreros se venden a quien más les ofrezca, y yo, sin embargo, les pago a peso de oro. ¿Será posible que Sindhia tenga más dinero que yo? No lo creo.

Cogió de la mesa un cigarro, lo encendió, bebió después un vaso de cerveza y mirando luego al cazador de ratas, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó:

—¿Está vivo todavía el prisionero?

—No, alteza. Ha muerto hace tres o cuatro horas. El ayuno tan largo lo había extenuado.

—¡Que el diablo se lo lleve!… ¿Ha cerrado de verdad el otro ojo?

—Sí, alteza; pero le levanté el párpado y vi una luz siniestra, pavorosa, salir de su negra pupila, estando ya, sin embargo, muerto.

—Surama, ¿estás tranquila desde que aquel miserable ha exhalado el último suspiro?

—Sí, señor —contestó la reina—. Tenía siempre fija en mi cerebro como una niebla, y ahora vuelvo a ser la mujer de antes.

—¿Lo habrá matado el rajaputra? Es el único hombre fiel —dijo Yáñez, mirando al baniano.

—No lo sé, alteza. Cuando me llamó el rajaputra había expirado ya.

—Ahora no era más que un estorbo —dijo el portugués—. Empiezo a hacerme malo, pero es necesario. Todas estas traiciones que me rodean, sin poder yo evitarlas, me están haciendo un tirano. ¡Y sea! Sindhia lo era y ahora amenaza con captarse la voluntad de todos sus súbditos a quienes nosotros habíamos dado más amplias libertades. Se ve que en la India, para gobernar, hay necesidad de ser malo.

—Razón tienes, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Sólo los rajaes sanguinarios tienen suerte en este desdichado país.

—¿Y qué vas a hacer, mi señor? —dijo Surama.

—¿Y me lo preguntas? Si no tuviéramos un hijo, ahí dejaba la corona del Assam, que me ha dado más enojos que satisfacciones, y me iría a descansar a Mompracem, junto con mi hermano moreno, el terrible Sandokán Pero teniendo al pequeño, ¡por Júpiter!, haré lo posible por dejarle el imperio que tú, Surama, y yo, hemos conquistado con nuestro valor. ¡Bonito negocio hace el marajá! Estamos reducidos a comer huevos cocidos o crudos para no coger cólicos terribles producidos por el veneno del bis cobra. ¡Que el diablo cargue con todos los reinos del mundo! Yo ya estoy harto de ellos.

—Mi señor —dijo Surama—, ¿quieres que antes de que estalle la revolución vayamos a Mompracem?

—¡Yo!… ¡Huir yo delante de Sindhia!… —gritó Yáñez—. ¡Ah, no!… Ese loco, que ha recobrado la razón merced a las curas que le han hecho en Calcuta, pagadas con dinero nuestro, no pondrá sus manos en tu corona, reinecita mía. A Sandokán le han dado el nombre del Tigre de la Malasia; allá me llamaban el Tigre blanco. Estamos en el país de los tigres y, ¡por Júpiter!, como hemos vencido a Suyodhana, espero vencer también a Sindhia.

Vació un vaso de cerveza y después lo arrojó contra la pared, haciéndolo pedazos.

—Lo despedazaré como a ese vaso.

No era ya el hombre tranquilo de costumbre; sus ojos centelleaban; sus facciones, siempre enérgicas, se habían vuelto feroces; su barba, con abundantes hebras plateadas, se había erizado.

—¡Ah!… ¿Quiere guerra?… —gritó haciendo añicos otro vaso—. ¡La tendremos y será terrible!… ¡Ven, Surama, vayamos a descansar! Por ahora, creo que ningún peligro nos amenaza.

—Y yo me voy a las montañas —dijo Tremal-Naik—. Sahur está siempre dispuesto a andar, tendrá doble ración e iremos a buscar a los fuertes montañeses de Sindhia. No perdamos tiempo, Yáñez. Veo la traición surgir por todas partes.

—Quiero esperar algún telegrama de Kammamuri.

—Puede tardar mucho. Déjame ir. Tú ya sabes que ya no cuento con el sueño. Si me invade, dormiré en la litera.

—¿Quieres llevar contigo al rajaputra gigante? Es tal vez el único que ha dado pruebas de tenernos verdadera ley. Es un hombre que puede matar sólo con los puños.

—Sí, me lo llevo —dijo Tremal-Naik—. Me servirá para mandarte mis noticias. Ve, Yáñez, la noche ha sido pésima para ti y también para la reina. ¿Quién velará aquí?

—¡Yo, sahib! —exclamó el baniano—, y no estaré solo, porque tengo ahora un perro dogo que me ha tomado cariño.

—¿No tienes tú miedo a las traiciones?

El viejo cazador de ratas mostró su faja llena de armas y dijo:

—Aquí hay armas de fuego y armas blancas; ¡vengan a probarme los traidores! Ya no soy joven; pero, sin embargo, aún valgo por medio maharato..

Diez minutos más tarde, Tremal-Naik volvía a montar sobre Sahur con el gigantesco rajaputra y partía para las montañas.

III. Dos malvados

Kammamuri y Timul, el joven rastreador, no habían perdido el tiempo.

Después de una carrera loca sobre el lomo del penúltimo elefante que había quedado a Yáñez, llegaron a Rangpur, la estación ferroviaria más cercana del Assam, al menos en aquella época, pues hoy día las líneas se han triplicado. Los trenes de esta línea llevan directamente a Calcuta, pasando a través de selvas inmensas infestadas de tigres y de bandidos indios, no menos audaces que los americanos, y sobre puentes colosales echados sobre grandes corrientes de agua.

La «Indian-Sud-Railway» ha organizado un servicio verdaderamente admirable. Los trenes se componen generalmente de pocos coches, bastante amplios y muy cómodos y con buenas banquetas de realce, que por las noches, por medio de correas, pueden transformarse rápidamente en camas.

Al lado opuesto a los departamentos hay dos o hasta tres cuartitos para vestirse y demás necesidades que requieren los viajes largos y con paradas escasas y a larguísimas distancias unas de otras.

Las ventanas están provistas de unos estores de epicanardo, que por medio de depósitos especiales se conservan siempre húmedos, de modo que la temperatura es relativamente fresca, pues, además, tienen los coches un techo doble que mitiga bastante el calor.

Así es que las insolaciones son rarísimas.

Es la larguísima línea de la «East-Indian-Railway», que va de Calcuta a Bombay.

En cada parada, un agente de la compañía recorre los coches, toma el nombre de los viajeros que quieren comer en la próxima estación, que siempre está muy lejana; telegrafía, y lo que desean está siempre a punto y por módicos precios, pues en la India se vive barato.

Kammamuri y Timul despidieron al cornac que los condujo a la estación ferroviaria a tiempo de tomar el tren de las siete y cuarenta de la mañana, y se acomodaron en un departamento de primera clase.

Apenas se habían sentado y encendido sus cigarros, casi seguros de que no se les molestaría, cuando, un momento antes de que la campana anunciase la salida del tren, se abrió una puerta y se presentó un soberbio bracmán, elegantemente vestido de blanco, con una gran faja azul, que sostenía un par de pistolas de cañón larguísimo y culata de marfil incrustada de plata.

Era un hombre de estatura imponente, larguísima barba negra, facciones enérgicas y ojos centelleantes como los del paria.

Lanzó una mirada más bien desdeñosa a los dos viajeros, colocó en la red portabultos una maletilla de piel amarilla con cierres de plata bastante elegante, y después se sentó, enjugándose el sudor con un grandísimo pañuelo, que despedía un fuerte olor a almizcle.

—¿Se fuma aquí? —dijo, frunciendo el ceño—. Reparad en que soy persona de más importancia que vosotros.

—Podríais equivocaros, señor —respondió Kammamuri, un poco seco.

—¿Quiénes sois, pues?

—Dos príncipes assamitas.

—¿Y os dirigís?

—A Calcuta.

—¿A hacer qué?

—Hace seis meses que no llueve en el Assam y la escasez va en aumento. Vamos a comprar grano para nuestro pueblo.

—¡Ah!… ¿Se sufre hambre en el Assam?… —dijo el bracmán—. He oído sin embargo, que hay allí arrozales inmensos.

—La cosecha se ha perdido este año.

—¡Ya! Desde que Sindhia ha perdido la corona, va mal allí. ¿Qué hace la rhani?

—Gobernar lo mejor que puede.

—¿Y el marajá blanco?

—Se divierte exterminando las fieras que infectan nuestros bosques.

—Ya me han dicho que es un notable cazador.

—Mata a los tigres como si fueran gacelas —respondió Kammamuri.

—Lo amará el pueblo.

—Más que a Sindhia.

Por los labios del bracmán cruzó una extraña sonrisa.

—Pues he oído contar que han envenenado a dos o tres ministros de la rhani.

—Sí, a dos.

—Entonces, tiene enemigos.

—Puede ser.

—¿Se sospecha de Sindhia?

—No sabría deciros; pero no hay tranquilidad en la corte de la rhani desde que ha corrido la voz de que el antiguo rajá ha huido de Calcuta, donde estaba en observación por haber dado señales de locura furiosa.

—No lo sabía —dijo el bracmán—. Así, pues, ¿vais a Calcuta a hacer grandes adquisiciones de grano?

—Sí, sahib.

—¿Conocéis la ciudad?

—He estado allí muchas veces.

—¿Tenéis allí conocimientos?

—También.

—Me pongo a vuestra disposición para haceros relacionaros.

—Gracias, sahib; pero tenemos recomendaciones para personas importantes.

—Bien, bien. Pero si puedo seros útil, disponed de mí, ya que también voy a Calcuta, donde me detendré unas semanas. También yo tengo asuntos importantes que despachar, pues soy un personaje que equivalgo a un príncipe y puede que hasta a un rajá.

—No dejaremos de aprovecharnos de vuestra cortesía, señor —respondió Kammamuri, el cual no hubiese creído tanto a aquel compañero de viaje tan especial.

El bracmán se acercó a la portezuela que en aquel momento habían desembarazado del estor húmedo, y se puso a mirar al campo.

El tren, lanzado a la velocidad de ochenta kilómetros por hora, devoraba el espacio con sonoro estrépito, atravesando selvas, juncales y puentes metálicos echados sobre innumerables y caudalosos ríos.

La estación estaba lejos y empezaba la región semidesierta del Bengala septentrional.

Sólo de cuando en cuando, después de largos trechos, aparecían mezquinas aldeas construidas con cañas y barro y rodeadas de altas empalizadas para impedir los ataques nocturnos de los tigres, que allí abundan mucho.

El bracmán permaneció en la ventanilla observando el paisaje un buen cuarto de hora, y después volvió a sentarse frente a Kammamuri y a Timul.

—¿Sabéis que tengo un presentimiento triste? —dijo—. He dudado mucho antes de ponerme en camino.

—¿Y cuál es?

—Que este tren no llega a Calcuta.

—¿Por qué? —dijo el maharato.

—¡No lo sé! He tenido un mal sueño y he visto cosas espantosas.

—Todos los viajeros estamos armados, y, si no me engaño, somos cien, por lo menos.

—También, y, aunque bracmán, como veis, tengo un par de pistolas; pero, no obstante, estoy seguro de no llegar a la reina de Bengala.

—¿Pues qué es lo que habéis soñado?

—No puedo decirlo.

—Esperamos que no se realice vuestro sueño.

—Rogaré a Brahama que nos libre de ese gran peligro. Pero dejadme descansar, y si queréis fumar, salid fuera, a la galería.

Dicho esto, se echó sobre la cómoda banqueta y pareció adormilarse al punto.

Kammamuri y Timul, no queriendo perturbar a personaje tan importante, atravesaron el departamento, que no llevaba más pasajeros, y salieron a la galería para poder seguir fumando.

—¿Qué me dices de este hombre? —dijo Kammamuri a su joven compañero—. No sé; pero me parece ver en él un misterioso enemigo. ¿Habrán notado los espías de Sindhia nuestra salida de la capital?

—Eso es lo que me estoy preguntando, sahib —respondió Timul.

—¿Será posible que de pronto este Sindhia se haya vuelto tan poderoso? ¡Estoy estupefacto! ¡Por Júpiter!, como dice el señor Yáñez, aquel bribón parece que gana terreno rápidamente.

—El marajá es fuerte aún y no es hombre que se apoque tan fácilmente.

—Las traiciones asustan, amigo.

—Abramos los ojos, sahib.

—Empieza a abrirlos sobre este bracmán. Tiene todo el aspecto de aquel otro a quien capturamos en las cloacas y que puede que a estas horas haya muerto. Habremos sido crueles, pero contra los canallas hay que defenderse por todos los medios.

El maharato se acercó rápidamente a la portezuela del departamento, cuyo estor, que no estaba enganchado, había quedado bajo y descubrió que el bracmán procuraba escuchar lo que hablaban.

—Querido Timul —dijo, volviéndose hacia el joven—, abre los ojos sobre este hombre y no lo pierdas de vista.

—Si viene a Calcuta con nosotros, no lo dejaremos escapar, señor.

—Pero encuentro extraño que no se hayan informado ya los agentes de Sindhia de nuestra marcha. ¿Estarán ya al tanto del fin de nuestro viaje?

—¡Váyase a saber! Ahora, ¿sentirme yo tranquilo? No, por cierto.

—Somos dos, señor, y nunca hemos tenido miedo.

—Enciende otra vez el cigarro y entremos. Veremos si el bracmán vuelve a prohibirnos fumar.

Atravesaron la galería y entraron en el coche.

El bracmán entonces fingía dormir, pero debía de haberse acostado pocos momentos antes. Al oír a los dos viajeros entrar, se levantó de la banqueta y dijo con voz casi amenazadora:

—Os he dicho que soy un bracmán, y, además, mis vestidos os lo indican. Tengo derecho a que se me trate con consideraciones.

—¿Pero de qué os quejáis, señor? —dijo Kammamuri, arrojando grandes bocanadas de humo.

—No puedo aguantar el cigarro.

El maharato se metió un mano en el bolsillo y sacó una vieja pipa que estaba ya llena del fortísimo tabaco que usan los montañeses assamitas y que marea, si no están acostumbrados, hasta a los más empedernidos fumadores.

—¿Qué hacéis? —dijo el bracmán, con voz iracunda.

—Os olvidáis, señor, de que soy un príncipe assamita, y me parece haberlo dicho también yo.

—Yo no he visto tu tarjeta.

—Habladme de vos o llamadme alteza. Mis tarjetas no las enseñaré sino a las autoridades inglesas de Calcuta.

—¿Luego no se respeta en vuestro país a los bracmanes desde que Sindhia no está en el trono?

—Siempre, señor.

—Pues, entonces, soltad esa pipa apestosa.

—La apagaré y me la volveré a guardar con tal de que vos, sahib, me deis permiso para fumar cigarrillos.

—¡No hay ya hoy religión en la India!… —gritó el bracmán—. No se distinguen ya las castas nobles de las bajas.

—Siendo príncipe, sois vos quien tenéis que tratarnos con deferencia.

—Yo no he visto vuestros documentos.

—¿Seréis un agente de policía disfrazado de bracmán? —dijo Kammamuri, gritando ya, pues empezaba a sentir que la sangre se le subía a la cabeza.

—¿Qué dices? ¿A eso te atreves conmigo?

—Yo soy un secuaz de Sivah, y, por tanto, para mí los sacerdotes de Brahama no valen nada.

—El dios más grande es el que yo adoro.

—Yo me contento con Sivah —respondió Kammamuri, que ya se había sosegado—. A mí me basta y no he tenido nunca que quejarme de él.

—Es un dios no menos embustero que Visnú.

—De esos asuntos no entiendo, señor sacerdote.

Encendió la pipa y se puso a fumar furiosamente, mientras que Timul hacía gran consumo de cigarros.

Empezaban a hartarse ya del dominio de aquel sacerdote que podía ser pariente cercano del capturado en* las inmensas cloacas de la capital.

El sacerdote aguantó un rato el humo, luego se levantó y salió a la galería. Estuvo un poco contemplando el campo, y después, pasando de galería en galería, llegó hasta la máquina, que conducían dos indios más negros que africanos.

Ninguno de los del personal del tren se había atrevido a pararlo ni a hacerle observación ninguna. Los bracmanes eran todavía demasiado poderosos, o, por lo menos, los respetaban demasiado, incluso los ingleses.

El maquinista, al verlo llegar, le salió al momento al encuentro para ayudarle, pero el sacerdote, ágil al par que robusto, saltó del carro del carbón a la máquina sin perder el equilibrio.

—¿Dónde pararemos primero, Chaifassa?

—En Pursa, donde podrán comer los viajeros.

—¿Y cuándo llegaremos al lugar señalado a los conjurados?

—Hacia medianoche, señor. La vía desciende ahora y el tren corre con una velocidad extraordinaria.

—¿Estarán dispuestos nuestros hombres?

—Seguramente, señor.

—¿Y arderá de verdad el Juncal amarillo?

—Sí, y el tren perderá todos sus coches y puede que también a todos los pasajeros.

—De los otros no me cuido —dijo el bracmán, que parecía de bastante mal humor—. A mí me basta con interrumpir el viaje de esos dos pretendidos príncipes assamitas que hace veinticuatro horas que han sido señalados en la estación de Rangpur.

—¿Están con vos?

—En el mismo departamento.

—Cuando detengamos la máquina, ¿habrá que arrojarse inmediatamente sobre esos dos hombres?

—¡Eres un estúpido! —dijo el bracmán—. Están bien armados, y hay, además, casi cien viajeros en el tren. ¡Bonita jugada harías…! ¡Tú, el maquinista, tratando de detener a alguien!…, detenido serías tú, amigo. ¿A quién se espera en la primera estación?

—A uno de los del fuego, que ya os conoce, y que se pondrá al punto a vuestra disposición. Probablemente tendrá alguna orden que comunicaros.

—¿Y no arderemos nosotros?

—Detendré el tren a tiempo para que podáis poneros a salvo; después, abriré las válvulas y lo lanzaré a carrera desenfrenada dentro de la hoguera. Cuando oigáis tres silbidos, saltad al instante a tierra.

—¿Para romperme la cabeza?

—Detendré de repente el tren. Fijaos ahora, llegaremos al Juncal amarillo hacia medianoche.

—¿Y si los dos príncipes assamitas, a pesar de nuestro plan infernal, escapan al desastre?

—Sabríamos hallarlos, señor, y los detendríamos antes que pudieran llegar a alguna otra estación para tomar otro tren cualquiera. Esa gente no puede entrar en Calcuta; tal es la orden comunicada por el exrajá.

—Y la obedeceremos —dijo el bracmán—. Pero lleva el asunto de modo que no nos achicharremos también nosotros.

—He tomado todas mis medidas, y podéis estar tranquilo, señor.

—¿Encontraremos otros amigos escalonados a lo largo de la vía férrea?

—En todas las estaciones habrá algún hombre apostado. Por última vez os lo digo: cuando detenga el tren y lance tres silbidos, escapad sin pérdida de tiempo. Yo sabré encontraros con el fogonero.

El bracmán volvió y saltó a la primera galería.

Estaban echados todos los estores y nadie puso atención en él; además, los viajeros, aplanados por el calor, debían de estar dormitando.

Continuó su camino hasta llegar a su departamento, lleno de humo como una solfatara, porque ni Kammamuri ni Timul habían dejado de fumar en pipa.

—¿Todavía no habéis acabado? —dijo, tirando violentamente de la portezuela y haciendo un gesto de ira.

—¿Qué queréis que hagamos, señor sacerdote, con este calor? —dijo Kammamuri—. Ni siquiera se puede dormir.

—Vais a perder el apetito.

—¡Oh, no! Ya veréis cuando lleguemos a la parada cómo hacemos los honores a lo que tenemos pedido.

—Os habéis empeñado en hacerme rabiar.

—Cambiad de departamento, señor.

—Hay demasiados ingleses en los otros coches, y yo no me hallo entre esos señores, que le miran a uno de arriba abajo.

—Entonces debíais imitarnos. ¿Queréis un cigarrillo? El tabaco del Assam es más fino y más sabroso que el de Bengala.

—Los bracmanes no podemos fumar.

—¡Ah, es verdad! —dijo Kammamuri con un poco de ironía, porque sabía que en sus casas y hasta en sus templos fumaban y a todo fumar—. Aquí no hay nadie que pueda veros.

—Y vosotros, ¿no sois nadie?

—Pero nosotros, señor sacerdote, haremos la vista gorda.

—Vosotros tenéis ganas de bromas, y yo, en cambio, estoy muy preocupado.

—¿Por la desgracia que suponéis va a suceder?

—Sí, señor príncipe —respondió el bracmán—. Mientras más lo pienso, más se me mete en la cabeza que antes de que lleguemos a Calcuta sucederá alguna cosa terrible.

—Pues yo, por el contrario, estoy perfectamente tranquilo, señor sacerdote, porque tengo completa confianza en este tren y en su personal. Si tenéis miedo, bajad en la primera estación y volveos atrás —dijo Kammamuri.

—Es imposible. Tengo que estar en la reina del Bengala para hacer los funerales de un pariente mío riquísimo, que no se habrá olvidado, antes de morir, de hacer algo por su sobrino el sacerdote.

—Entonces, señor sacerdote, echad a un lado los malos pensamientos y andad a recoger la herencia. Ya empieza el tren a silbar y a moderar la marcha. Estamos llegando a Pursa, y me parece sentir el buen olor de la colación que nos espera. Si nos queréis hacer compañía, estaremos muy satisfechos.

—Acepto vuestra invitación, pero no comeré a la inglesa. Me contentaré con un poco de carne y un plato de verdura condimentado con aceite de coco.

—Haréis, señor sacerdote, lo que gustéis, y pagaremos nosotros.

La máquina silbaba furiosamente, mientras el tren proseguía disminuyendo la velocidad de su carrera.

Todos los viajeros habían salido a las galerías. Había funcionarios, en su mayoría viejos, que volvían con sus familias de pasar temporadas en los montes de Silzkim; pocos oficiales y, en cambio, muchos comerciantes, que habían ocupado puestos en la Alta India, seguramente con buena fortuna.

Eran unos noventa, y entre ellos no había ningún indio.

El tren atravesó un pequeño bosque de cocos y después llegó de improviso ante la estación, donde se paró con una sacudida violentísima, que echó a los viajeros unos contra otros.

Pursa no era entonces más que un simple pueblecillo formado alrededor de la estación, tan elegante como bien montada, pues bajaban siempre en ella muchísimos viajeros.

¡Tenía también una pequeña guarnición, compuesta de dos docenas de cipayos; fuerzas suficientes para que no se acercaran los bandidos de la selva!

Bajo una vasta techumbre había preparadas mesitas, cubiertas de blancos manteles, y alrededor, prontos a las llamadas, estaban servidores de la fonda, todos indios.

Kammamuri, Timul y el bracmán dejaron que se acomodaran los ingleses, y después tomaron asiento en una mesa colocada bajo un frondoso plátano que se alzaba frente al bungalow. central y que daba una sombra deliciosa.

El tren tenía que parar tres horas, y podían, por tanto, comer tranquilamente, con poca prisa y mucha charla.

Los dos pretendidos príncipes assamitas, que habían hecho telegrafiar al sirviente de la fonda que viaja siempre en los trenes, fueron servidos casi a la vez que los ingleses, y no se hicieron rogar para atacar la abundante colación a base de carne, patatas y plátanos asados con mantequilla fresca y panecillos bien tostados y excelente cerveza.

El bracmán, con la excusa de ir a la cocina a preguntar por su carri. y su plato de verdura, dejó al maharato y a su compañero, y se acercó a la máquina, que lanzaba un ronquido sordo.

El maquinista, al descubrirlo, saltó rápidamente a tierra, después de dar orden al fogonero de que preparase alguna cosa de comer.

—¿Dónde están vuestros hombres, señor? —preguntó al bracmán, con interés.

—Están acabando de comer.

—¿No tienen sospecha ninguna de vos?

—Absolutamente ninguna. Hasta nos estamos haciendo un tanto amigos. ¿Ha llegado el mensajero de Sindhia?

—Sí, y también se ha ido. No se ha atrevido a acercarse, por temor a descubrirnos.

—Puede que haya hecho bien. ¿Qué nuevas tenemos entonces?

—En las ciudades de la frontera meridional, la insurrección es ya completa, y fuerzas considerables se están organizando para dirigirse a la capital. Disponemos de veinte elefantes apresados al enemigo mediante una bien preparada traición. Creo que la rhani y el marajá blanco tendrán de aquí a poco mucho que hacer. Impedid vos que esos dos pretendidos príncipes assamitas lleguen a Calcuta, pues se cree que van a alistar gente.

—El fuego será lo que les impedirá la entrada, si todo está dispuesto en el Juncal amarillo.

—Habrá treinta hombres emboscados, y en cuanto el tren aparezca, prenderán fuego a los vegetales, que en esta estación están en extremo secos. Vos sabréis lo que os tocar hacer.

—Si me escapo, ¿cómo voy a vigilar a esos dos hombres?

—Procurad hacerlos bajar con vos.

—¡Hum!… Mucho lo dudo —dijo el bracmán—. No creen en la desgracia que yo les he profetizado.

—Entonces, dejemos que se quemen. No serán los únicos.

—Trataré de llevarlos conmigo; pero, como os he dicho, lo dudo mucho.

—Ahora me voy a comer; a medianoche estaré dispuesto.

—¿Tenéis armas?

—Dos pistolas.

—Decidme una cosa: ¿fuman esos príncipes? Sé que los assamitas son todos grandes fumadores.

—Me han ahumado como si fuera un arenque.

—Podíais intentar un golpe, señor.

—Di pronto, que mi comida se enfría.

—Tomad esta petaca, dentro hay unos de Londres que esconden bajo la olorosa hoja un sutil extracto de opio. Si fuman, se adormilarán y no tendrán tiempo de huir de la hoguera que los nuestros preparan al tren. Hasta la noche, señor. El fogonero y yo estaremos dispuestos para recogeros y protegeros.

Los dos bribones cambiaron una última mirada; el bracmán dio la vuelta al bungalow para no hacerse notar, y llegó, por fin, a la mesa ocupada por Kammamuri y Timul.

—Señor sacerdote —dijo el maharato, que estaba pelando una soberbia piña—, vuestra comida ha llegado antes que vos; ya está fría.

—Me he parado a cruzar unas palabra con un viejo funcionario inglés a quien conocí el año pasado en Patna —respondió el bracmán.

—Pues a mí me parece haberos visto hablar con el maquinista.

—Sí; le he encargado un asunto que yo, dado mi hábito, no podía hacer.

Se sentó y se comió tranquilamente su carri y su plato de verdura, y aceptó un par de vasos de cerveza y un pedazo de piña azucarada.

Bajo la vasta marquesina, los viajeros que habían acabado de comer charlaban alegremente, bien ajenos al tremendo peligro que los amenazaba. Había siete u ocho señores, más bien ordinarios, con dientes largos y amarillos, que se dejaban adular por los oficiales.

Los negociantes habían fraternizado entre sí, y después de la cerveza habían atacado a las botellas de vino, que, aunque era muy malo, les costaba caro.

Las tres horas de siesta transcurrieron como un soplo. El tren, que renovaba su provisión de agua, no sólo para la máquina, sino también para los estores, que debían regarse también de noche, retrocedió lentamente, hasta delante de la marquesina, lanzando el primer silbido.

Todos se levantaron, precipitándose a los coches para coger los mejores puestos. Kammamuri, Timul y el bracmán se dieron prisa en ocupar su departamento, por más que estaban bien seguros de que ningún inglés iba a entrar a hacerles compañía, aunque se hubiesen presentado como príncipes auténticos.

El tren hizo una maniobra para enganchar un coche comedor, bien provisto de víveres, porque durante el recorrido nocturno no se iba a encontrar ninguna estación, y se lanzó a gran velocidad.

—Señor sacerdote —dijo Kammamuri al bracmán, a quien había pagado la comida—. ¿Cuándo pasará algo?

—Siempre —respondió el bracmán.

—Entonces, antes de morir, nos permitiréis fumar algo.

—No sólo eso, sino que voy a ofreceros también unos cigarros que me ha regalado el funcionario inglés con quien me detuve a hablar.

—¿Y vos no fumaréis?

—¡Oh, no!… —exclamó el sacerdote con horror—. Vienen de manos impuras.

—Eso no os importe. Fumaremos alguno.

—Antes bien, os los ofrezco todos; son de Londres, los cigarros más finos y más caros que tienen los ingleses.

—Los he oído nombrar —dijo Kammamuri—. Pero nunca los he probado.

El bracmán sacó del bolsillo una petaca de cuero con bordes de plata y la ofreció a aquellos apasionados fumadores.

—¡Por Sivah! —dijo Kammamuri—. Están hechos maravillosamente y también con mucho lujo.

Dejando a un lado la pipa, que ya había sacado, tomó uno y lo encendió, echando al aire una bocanada de humo de olor aceitoso y nada perfumado.

—Señor sacerdote —dijo—. ¿Es amigo vuestro el que os ha regalado la petaca?

—Amigo… Lo conocí en Patna y nunca he tenido queja de él.

—¿Ha seguido en nuestro tren?

—No; se ha quedado en Pursa, pues tenía que hacer no sé qué pesquisas entre los cipayos de la guarnición.

—Pues bien; ese hombre trataba de envenenaros.

—¿Bromeáis?

—Este cigarro contiene opio, un narcótico que conozco muy bien. ¿Queréis convenceros?

Apagó el cigarro con la uña, levantó delicadamente la primera hoja, que debía de ser la más perfumada, y enseñó una materia negruzca, oleosa, que con el calor se había derretido.

—Esto es opio, señor sacerdote —dijo el maharato mirando fijamente al bracmán—. O se quería envenenar el misterioso funcionario, o quería envenenaros a vos, o vos tratabais de mandarnos a nosotros al otro mundo, por vengaros tal vez de que hubiésemos fumado. Y mirad bien que no somos hombres de tener miedo, no os olvidéis de que el tren corre por un campo deshabitado y de que estamos solos.

—¿Qué queréis decir? —dijo el bracmán, palideciendo y procurando levantarse.

—Que si os matásemos y os arrojásemos por la galería, nadie os socorrería —respondió Kammamuri, el cual había cargado ya rápidamente una pistola.

—¡Cómo!… ¿Os atrevéis a amenazar a un bracmán?

—Para mí todos los hombres son iguales. ¿Quién os ha dado estos cigarros? Hablad sin vacilar.

—Ya os lo he dicho: el funcionario.

—¿Qué tan oportunamente se ha quedado en Pursa?

—Dad orden al maquinista de volver atrás, e iremos a buscarlo. Aquel bribón trataba de envenenarme a mí y no a vosotros, a quienes ni siquiera ha visto.

—Ya sé que no se permitiría volver atrás, mucho menos tratándose de indios —dijo Kammamuri—. Hay demasiados ingleses y mandarán siempre ellos hasta que los echemos a todos al golfo de Bengala o a las aguas de Bombay. Pero, como os he dicho, aquel funcionario tal vez trataba de mataros, y, por consiguiente, no os culpo. Me asombra sólo el que os haya ofrecido a vos, sacerdote, fumar.

—Una atención europea.

—Que ha podido costamos el pellejo a nosotros dos —dijo el maharato, procurando calmarse—. ¿Y cómo habéis descubierto que dentro de este cigarro había escondido opio?

—En el Assam se importa del Bautham mucho narcótico de ese y casi todos lo conocen. Un granito que se fume alguna vez dentro de una pipa, puede pasar, pero en estos de Londres han metido opio suficiente para hacer dormir a un hombre para siempre.

Alzó el estor, que goteaba, y tiró el cigarro, que apenas había empezado; pero se guardó en el bolsillo la petaca, pensando que en Calcuta le podría servir.

Desconfiado por naturaleza, después de los envenenamientos de los ministros se había hecho más que antes y desconfiaba de todo y de todos.

—Ahora, señor sacerdote —dijo, bajando el cañón de la pistola—, dejad que me quite el mal gusto de boca fumando una buena pipa.

—Hacedlo, pues no me quejaré —respondió el bracmán, pero tragando hiel—. Hay galerías para quienes quieran tomar el aire.

—Y haríais bien en salir, porque las dos bocanadas de humo impregnadas de opio podrían daros un terrible dolor de cabeza. Hay que estar un poco acostumbrado para no sentir malestar ninguno.

—Gracias por vuestro consejo —respondió el sacerdote—. Efectivamente, siento la necesidad de respirar un poco el aire fresco.

Salió a la galería, poniéndose a mirar el campo con fingido interés.

IV. El desastre

Toda Bengala está formada de llanuras inmensas, sin límites, que siempre van haciéndose más bajas y empapándose más de agua a medida que se acercan al delta del Ganges. Pueden contarse las colinas con los dedos de la mano, y no son más que insignificantes elevaciones de algunos cientos de metros, cubiertas de bosques impenetrables, habitados por bestias feroces, siempre al acecho.

Después de la estación de Pursa, la vegetación había cambiado bruscamente y ofrecía a las miradas maravilladas del viajero, ora juncales gigantescos poblados de millares de marabúes y de otras grandes aves zancudas, ora soberbios bosques de cocos, de palmas, de mangos y de muchas más plantas de enorme tronco y de frondoso follaje siempre verde.

Era la vegetación del delta, la vegetación propiamente bengalí.

El tren, lanzado siempre a buena velocidad, devoraba aquellas llanuras sin dificultad ninguna, poniendo en fuga con su estruendo a millares y millares de volátiles y a bandadas de chacales.

La línea era buena, y, no habiendo otra, no existía el peligro de algún choque, al menos hasta más allá del paso del Ganges, todavía bastante lejano.

Los oficiales, dispersos por las galerías, se divertían en disparar sus pistolas contra cuantos animales no andaban listos en escapar, haciéndose no sólo admirar, sino también aplaudir por las delgadas «misses», todas hijas de empleados.

Y lograban dar en el blanco aun cuando el movimiento del tren hacía la puntería dificilísima.

Debían de ser todos excelentes tiradores y de estar también acostumbrados a practicar en la caza mayor.

Tenían esperanzas de sorprender a algún tigre real, cosa no imposible, pues a pesar de las grandes batidas de las guarniciones, llevadas a cabo con elefantes, abundan muchísimo en Bengala, y son tan audaces, que hasta asaltan los trenes para llevarse, si no a los viajeros, bien resguardados, al maquinista o al fogonero.

A las ocho de la noche el sol se puso casi de repente, acabando con aquel entretenimiento, y tinieblas bastante densas se extendieron sobre la interminable llanura.

El tren hizo una breve parada para dar tiempo al personal de encender las luces, y después, tras de haberse llenado bien de combustible la máquina, prosiguió su carrera a través de una serie de boscajes que debían de servir de refugio a los grandes animales selváticos.

El bracmán, desconfiando de quedarse solo en la galería después que todos se habían retirado, entró en el departamento. Había mirado primero la hora en un relojito que tenía metido en su ancha faja.

—¡Todavía cuatro horas! —murmuró—. ¡Es para perder la paciencia!

—Estáis mejor aquí que fuera, señor sacerdote —dijo Kammamuri, el cual había dejado de fumar—. No hay que fiarse y estarse de noche en la galería.

—¿Qué me vais a contar a mí? —dijo el bracmán, cerrando cuidadosamente la puerta—. Hace dos meses, por poco un tigre no me coge en el tren que va a Patna.

—¿Había entrado en el coche? —dijeron el maharato y Timul.

—No; respiraba yo el aire de la noche en una galería, cuando vi de repente aparecer al borde de un juncal dos ojos fosforescentes. El tren marchaba a gran velocidad; mas, no obstante, la fiera no titubeó en lanzarse y cayó a algunos pasos de mí. Tuve apenas tiempo de precipitarme en el departamento, de cerrar la puerta y empuñar mis pistolas, cuando ya las uñas de la terrible fiera procuraban desgarrar la cortina de espicanardo para alcanzarme.

—¿Estabais solo?

—Completamente solo —dijo el bracmán—. Había ingleses en el departamento de al lado, pero no se habían dado cuenta de nada.

—¿Y cómo os las habéis compuesto? —dijo Kammamuri, el cual, en su calidad de viejo cazador de los más feroces animales que infectan el delta gigantesco, era todo oídos.

Con dos pistoletazos que descargué dentro de la oreja de la fiera cuando, ya destrozada la cortina, estaba para saltar al departamento.

—¿Y la matasteis?

—Al instante. Conservo en mi casa la piel de aquel soberbio tigre real.

—Habéis estado muy afortunado, señor sacerdote, porque yo he cazado muchos años en los Sunderbunds, y jamás he conseguido acabar con esas fieras con simples pistolas. Muchas veces, ni bastan carabinas.

Brahama me ayudó.

—Os creo de buen grado.

—Pero decidme una cosa, ¿cómo es que príncipes assamitas han andado cazando en la Baja Bengala? En vuestras selvas no deben de faltar fieras.

—Hemos ido por adiestrarnos —respondió prudentemente Kammamuri—. ¿Me permitís que fume?

—Sí, si alzáis la cortina.

—¿Y si saltase algún tigre a la galería?

—Somos tres y estamos bien armados.

—Entonces también puedo salir yo.

—No lo hagáis, que nunca se puede saber…

—Me bastará la ventana.

Kammamuri encendió su pipa y alzando la cortina, que chorreaba agua, se puso a fumar tranquilamente, tratando de distinguir alguna cosa.

Una oscuridad completa envolvía al tren, el cual había empezado a internarse en medio de juncales formados de bambúes de quince y hasta veinte pies de alto y gruesos como el muslo de un hombre en su base. Pero de tiempo en tiempo las lámparas lanzaban ráfagas de luz que permitían distinguir algo durante unos instantes.

El tren seguía avanzando con gran estrépito de hierro, sacudiendo atrozmente los coches y vomitando por su alta chimenea infinidad de chispas, que el viento dispersaba rápidamente con gran peligro de que produjesen incendios, porque en esa época de la estación estaban muy secos todos los vegetales.

Pero verdad era que detrás del tren que huía no pasaba ningún otro, y que, por consiguiente, el fuego no hubiese podido causar daños más que a las selvas, de propagarse más allá de los juncales.

Kammamuri se había fumado dos pipas, cuando oyó tres silbidos agudísimos que mandaba la máquina.

Casi en el mismo instante vio al bracmán abrir la puerta y precipitarse a la galería, empuñando las pistolas.

—¿Adónde corréis, señor sacerdote? —dijo el maharato— ¿No tenéis ya miedo a los tigres?

—¿No habéis oído esos silbidos?

—El maquinista habrá querido divertirse asustando a alguna manada de búfalos.

—No; anuncia un desastre, el desastre que yo había previsto.

—¡Oh! ¡Qué historia!…

Kammamuri no pudo acabar; el tren se paró bruscamente, produciendo en los coches una sacudida espantosa.

Por un momento todo pareció quedarse en suspenso, pero en seguida se vieron pasar por delante de la galería dos hombres gritando hasta desgañitarse:

—¡No os asustéis, señores; una pequeña avería en la máquina!

—¡Escapad conmigo! —dijo el bracmán, volviéndose hacia Kammamuri y Timul—. ¡La máquina va a estallar! ¡Pronto, bajad a tierra!

—Esperaremos que estalle —respondió Kammamuri, el cual se había lanzado ya fuera del departamento.

—¡Huid, estúpidos!

—Si queréis haceros comer, por los tigres, sois muy dueño, señor sacerdote. Nosotros estamos demasiado bien aquí.

—Os arrepentiréis —gritó el bracmán, lanzándose al suelo y desapareciendo entre las tinieblas.

Todos los viajeros habían acudido a la galería y preguntas y respuestas se oían al unísono.

—¿Una avería grande?

—No lo sabemos —respondió el maquinista, el cual había distinguido ya al bracmán.

—¿Pasaremos aquí la noche?

—No se sabe.

—¡Vuelve a la máquina! —gritaban furiosos los oficiales ingleses—. ¡Anda a hacer la compostura!

—Temo tener poca agua, señores, y que todo salte.

—¡Todo el tren! —chillaban los señores—. ¡No es posible!

—¡Eh, maquinista! —gritó un viejo funcionario que se había apoderado de un farol—. ¿Quieres que te hagamos arrestar y fusilar después? ¡Debes saber que no aguantamos burlas!

—¿Habrá huido el bracmán? —inquirió Timul.

Kammamuri no pudo responder. Todos los viajeros, cada vez más impresionados por aquella parada en medio de un espeso juncal y a medianoche, estallaron en gritos:

—¡Maquinista!… ¡Maquinista!…

Los oficiales ingleses iban a saltar a tierra, cuando el tren tuvo una sacudida horrible y se lanzó a través del juncal con una velocidad fantástica, vomitando un torrente de chispas.

Apenas había arrancado, cuando luces siniestras rasgaron de improviso las tinieblas, tiñendo rápidamente el cielo de un color rojo intenso.

Al mismo tiempo, tiros de fusil resonaban bajo los gigantes bambúes y se oyeron silbar proyectiles y encajarse con ruido seco en la madera de los coches.

—¡Por Júpiter!…, como dice el señor Yáñez —exclamó Kammamuri—. Hemos caído todos en una emboscada hábilmente preparada.

—¿Por quién?

—Por el maquinista y el fogonero, que debían de estar de acuerdo con los bandidos del juncal.

—El tren sigue corriendo. ¿Quién lo guía? —dijo Timul.

—Estando abierta la palanca, anda por sí mientras haya carbón en el horno.

Sahib, ¿qué hacemos?

—Vayamos en busca de ese perro de maquinista, pero verás cómo no lo encontraremos.

—¿Tenéis práctica de estas bestias que escupen fuego y humo?

—Algo entiendo. Ven conmigo antes que se extienda el incendio por todos lados. No pasemos por las galerías, pues están atestadas de personas que chillan. Saltemos por el techo de un coche a otro. Cuida de no caerte si las piernas te flaquean.

—Nunca he padecido vértigo, señor, y soy ágil como un mono.

—¡Ea, basta, sígueme, sangre de Visnú!…

Se agarró a una columna de la galería y saltó al techo del coche.

Un espectáculo espantoso se ofreció entonces a sus ojos.

Todo el juncal ardía en llamas, tanto a diestra como a siniestra de la vía férrea. Los altísimos bambúes, ya muy secos, ardían como yesca, retorciéndose con gran estrépito plegándose y volviendo a alzarse como si los animasen de súbito nuevas fuerzas.

Ráfagas de centellas surcaban las tinieblas, acompañadas de enormes columnas de humo.

—¡Estamos perdidos! —exclamó al punto Kammamuri—. ¿Cómo vamos a poder atravesar este mar de fuego sin asarnos vivos? ¡Timul, a la máquina!

Tomó impulso y se lanzó al techo del coche vecino.

Se paró un momento por quedarse como atolondrado, pero después prosiguió animosamente tan peligrosa gimnasia, imitándole Timul, el cual brincaba con la agilidad de los corzos indios.

En las galerías, los viajeros gritaban espantosamente y parecía que hasta los oficiales habían perdido la cabeza, puesto que nadie pensaba en la máquina, sino que permanecían quietos, pegados los unos a los otros, mirando el terrible espectáculo con los ojos dilatados por el terror.

Kammamuri fue saltando sobre siete coches y después se deslizó al ténder en medio del carbón. Un momento después, Timul le caía casi encima.

También el bravo joven había triunfado de esa fuerte prueba.

El incendio se propagaba siempre con estruendo ensordecedor, aumentando más y más el humo y las centellas, y el tren se precipitaba desbocado a una velocidad de más de cien kilómetros dentro del juncal bufando, mugiendo, bamboleándose.

Kammamuri respiró un momento y después se precipitó hacia la máquina, haciéndose una terrible pregunta:

—¿Adelantar o retroceder?

—Sigamos la carrera, sahib —dijo Timul—, pues hacia el Norte arde todo el juncal y nos encontraríamos lo mismo en un mar de fuego.

—Entonces dejemos que el tren corra. Yo estaré atento a la máquina; cuida tú de que no falte carbón en el horno.

—¿Y crees, sahib, que nos salvaremos?

—Voy a intentarlo. Aquí se trata de correr y de correr bien. Si sobreviene algún incidente y el tren se para, moriremos todos quemados. ¡Carbón, Timul, carbón!

Kammamuri no había sido jamás maquinista, pero conocía y sabía manejar a esas bestias de hierro por haber practicado algo con las máquinas del Rey del Mar, de Sandokán, con lo cual no se encontraba en una situación embarazosa.

Pero el incendio, que aumentaba siempre, le preocupaba.

La vía férrea, abierta entre los juncos, no tenía de anchura más de treinta metros, con lo cual caían gran número de chispas sobre el techo, amenazando incendiarlo.

Sólo la máquina no podía correr peligro alguno, pues estaba cubierta de una gruesa lámina de hierro, que alcanzaba, por lo menos, hasta sobre una parte del ténder.

Ahí las centellas no podían prender, pero los dos maquinistas improvisados no se encontraban sobre un lecho de rosas, y su preocupación aumentaba de minuto a minuto.

Si los viajeros bien cobijados en los coches y defendidos por las cortinas, que chorreaban agua, podían por lo menos librarse de la humareda que rodeaba el tren, el maharato y su joven compañero, a pesar de estar tan cerca, en ciertos momentos no lograban ni verse.

Y después más que el humo, la ceniza caliente que llovía por todas partes y empezaba a acumularse sobre los coches, era lo que más apuro ocasionaba a aquellos dos valientes, porque el viento la arrojaba también por la máquina bajo la lámina de hierro, amenazando quemarles los ojos.

El calor aumentaba espantosamente. El termómetro debía de estar a punto de saltar.

El aire se había hecho casi irrespirable y secaba los pulmones, provocando tremendos golpes de tos.

Pero los dos indios resistían tenazmente, sin dejar de alimentar el horno. Sólo una huida loca podía salvar aún a todos aquellos desgraciados, que, dentro de los coches, no cesaban de lanzar gritos, cada vez más espantosos.

Y corría el tren en medio de aquella hoguera, que aumentaba con su corriente de aire; pero parecía que el juncal no iba a tener fin.

A lo lejos, hacia el Sur, el cielo parecía rojizo. Por consiguiente, también hacia allá el incendio, más rápido que la máquina, ya se había propagado a causa de los miles de chispas que arrastraba el viento del Norte, desgraciadamente un poco fuerte.

—Temo que nos quememos vivos en este mar de fuego —dijo en cierto momento Kammamuri a Timul, el cual removía el carbón con una larga barra—. El incendio sigue también lejos de nosotros y empieza a faltar el aire. Yo no tengo ya esperanzas; mas, sin embargo, no podemos, no debemos detenernos. ¡Ah, perro maquinista!… El mismo ha prendido fuego al juncal, ayudado por otros cómplices; pero estos mismos chacales han huido a tiempo.

—¿Qué te parece que podemos hacer, sahib?

—Correr siempre. Ahí hay dos depósitos de agua, que está un poco caliente, pero aún servirá de algo mojar nuestra ropa. Echa agua, echa agua, y después, más y más carbón, Timul. ¡Y date prisa!

—¿Y si la máquina estalla?

—Nos quemaremos todos.

—¡Es espantoso, sahib!

—¿Qué hemos de hacerle, Timul?…

Al poco rato se le escapó un grito de horror.

El tren había pasado una nueva curva y estaba para lanzarse por el mar de fuego, cuando a la distancia de quinientos o mil metros apareció, atravesando la línea, una ancha raya negra.

¿Qué era? ¿Algún enorme tronco de árbol que había caído justamente sobre las barras de acero que guiaban el tren?

Kammamuri lo supuso.

—Estamos perdidos —dijo a Timul—. Dentro de medio minuto los coches se habrán hecho pedazos.

—¿No podemos pasar?

—No; la línea está obstruida.

Dio inmediatamente contravapor e hizo silbar la máquina para advertir a todo el personal que cerrasen los frenos. Pero ¿quién los podía cerrar? El humo, las chispas, el aire calentísimo habían ya puesto fuera de combate a casi todos.

—Timul —dijo Kammamuri con voz desfallecida—, salta mientras la máquina modera la marcha. También yo me tiro abajo.

—¿No nos mataremos, sahib?

—Salta al foso; la hierba es espesa, aún no se ha prendido fuego, y salvaremos nuestros huesos. Anda, y no pierdas las pistolas, que más tarde nos serán muy necesarias.

A ambos lados de la línea se abrían dos profundas trincheras, que se habían llenado de vegetales, impidiendo hasta la caída de las aguas.

El tren aflojaba su marcha y ahora se veía claramente un tronco enorme, un tronco de palma atravesado en la vía.

Evitar el desastre era imposible. Los guardafrenos no habían respondido al llamamiento desesperado del improvisado maquinista.

¿Estaban muertos o semiasfixiados en sus minúsculas cámaras?

¿Quién lo sabía?

—¡Adelante, Timul!… —gritó Kammamuri—. ¡Que el fuego da un poco de tregua!

En efecto, en aquel lugar el juncal, quizá más húmedo que en otros, humeaba sin arder.

Los dos indios midieron la distancia, hicieron un esfuerzo supremo y se lanzaron a los profundos fosos, uno a la derecha y otro a la izquierda de la máquina, que continuaba su carrera roncando.

—¡Sálvese quién pueda!… —gritó el maharato, que había caído en un foso cubierto de espesa hierba—. ¡Saltad todos!… ¡Huid!

Ninguna voz respondió de los coches.

El tren, aunque frenado por el contravapor, recorrió aún velozmente quinientos metros, y después la máquina se encabritó como un caballo que siente por primera vez un espolazo.

Había chocado contra el enorme tronco de árbol, cayendo de un lado con el ténder.

Los coches, detenidos por el choque, montaron unos sobre otros, destrozándose con estrépito formidable; después se oyó un estampido ensordecedor.

La máquina había saltado, comunicando el incendio primero al ténder y luego al primer coche.

En un momento llamas enormes se extendieron por doquier. Todo ardía y ardían también los infelices viajeros que no habían tenido tiempo o que habían tenido miedo de tirarse.

Kammamuri, bastante animado, aunque pálido, se reunió con Timul, el cual no había estado menos afortunado, saliendo del paso con pocas contusiones, absolutamente insignificantes para la piel de un indio.

Como hemos dicho, en aquel lugar el juncal humeaba bastante, pero no ardían los vegetales se retorcían como si fuesen reptiles y después se abatían en gran número a través de la línea férrea, destrozando los hilos del telégrafo, que estaría interrumpido en quién sabe cuántos sitios.

—¿Pero será verdad que estamos vivos? —dijo el maharato con voz desfallecida.

—Es lo que yo también me estoy preguntado, sahib —respondió su joven compañero, respirando angustiosamente—. ¿Y los viajeros?

—Si con el choque no han quedado muertos en el acto, el fuego acabará con ellos. Todos los coches arden y ni dos compañías de bomberos podrían salvarlos.

—¿No habrá algún superviviente, señor?

—No creo; con todo, vayamos a verlo, si el humo nos permite acercarnos.

—¿Y qué va a ser de nosotros?

—En nosotros pensaremos luego —respondió Kammamuri.

Echaron a correr por en medio de la vía, teniendo cuidado con los bambúes, que aunque no ardían, caían de tiempo en tiempo siempre en abundancia, como si su base se hubiese calcinado en un instante, y lograron llegar hasta cien metros del tren.

Pero allí tuvieron que detenerse. Una nube de humo enorme, impregnada en un tremendo olor a carne quemada, envolvía todos los coches que, bajo aquella fúnebre cubierta, seguían ardiendo.

Todos los desgraciados viajeros debían de haber muerto, quiénes aplastados, quiénes asados vivos o asfixiados rápidamente.

Kammamuri, haciendo con sus manos una bocina, se puso a gritar:

—¡Señores!… ¡Señores!… ¡Responda quién esté vivo!

No salió ninguna voz humana de aquella humareda. Oíase solamente chisporrotear las llamas con un ruido que a veces llegaba a parecer mugido.

Por tres veces repitió el maharato la llamada, y después agarró a Timul por un brazo y le llevó hasta el juncal húmedo, donde el calor era menos intenso y el aire algo más respirable.

Se sentaron ambos al borde de un pozo, delante de un palo telegráfico de siete u ocho metros de alto, que sostenía en la punta, además de los muchos aisladores, tres largas astas de hierro destinadas a servir de pequeño depósito a los otros hilos, a fin de que el personal de los trenes pudiese renovar más rápidamente las comunicaciones cortadas por cualquier incidente.

—¡Estoy espantado! —dijo Kammamuri—. Yo me pregunto cómo vamos a hacer para salir de estos malditos juncales, que llamean de un lado y otro.

—Y que el fuego no hace arder —dijo Timul— Los bambúes se consumen sin incendiarse.

—Aquí cerca debe de haber agua.

—¿Y sabrías tú llegar allá? Morirías asfixiado antes de haber recorrido cien metros, y, además, no veo pasaje alguno ni delante ni detrás de nosotros.

—Esperemos que cese el fuego.

—¿Y sabes tú cuánto durará? Yo no conozco estos lugares. Bien haremos en no alejarnos de este palo telegráfico.

Allí arriba hay sitio para dos personas.

—Pero el palo no anda, sahib.

—Convencido estoy. Pero será lo que hasta más tarde nos librará.

—¿De qué?

—De los tigres, querido. Espera a que cese el fuego y los verás llegar para arrojarse sobre los cadáveres de los viajeros. Como ves, lo mejor es que nos quedemos aquí.

—¿Para dejarnos ahumar, sahib?

—No sé qué voy a hacer. No tengo bomberos a mano.

—¿Pero crees tú, sahib, que el autor de este desastre habrá sido el bracmán misterioso, de acuerdo con el maquinista y el fogonero?

—Ya no me queda la menor duda. Aquí los amigos de Sindhia han urdido esta terrible emboscada.

—¿Habrán sabido que habíamos salido de la capital para ir a Calcuta?

—Seguramente.

—¿Conque Sindhia tiene su policía?

—Y es, a lo que parece, bastante más hábil que la de la rhani.

—Entonces, de no haber conseguido matarnos aquí, sacrificando un centenar de ingleses, en Calcuta no nos perdonarán.

—Ahora nos creerán muertos y no pensarán más en nosotros.

—¿Iremos a pie a la reina de Bengala?

—¿Estas loco? Estamos todavía a quinientos kilómetros, por lo menos, por no decir más.

—¿Volveremos a la capital?

—¡Ah, no!… Cumpliré la misión que me confió el marajá —respondió Kammamuri con voz firme—. Traigo sobre mí sumas importantes, y de no poder esperar el tren, alquilaremos un elefante. En los pueblos de la Alta Bengala, frecuentados tan a menudo por oficiales ingleses en busca de tigres, siempre se encuentran. ¿Cuándo pasará el otro tren?

—¡Quién sabe! La línea telegráfica está averiada, nadie ha podido poner un telegrama; por consiguiente, llegará cuando le toque, y además vendrá de Calcuta a las regiones septentrionales y allá no tenemos, al menos por el momento, asunto ninguno que despachar.

Sahib, ¿estarán contadas nuestras horas?

—Nuestra situación es difícil; mas, sin embargo, yo no desespero. ¡Oh!… En Malasia, cuando combatía con mi amo y el marajá y el famoso Sandokán, me he visto en peligros mucho mayores, y, no obstante, he vuelto a la India con el pellejo casi intacto.

—Y, sin embargo, allí también hay tigres, ¿verdad, sahib?

—Y los que tienen dos piernas sólo son más temibles que los que tienen cuatro. ¡Maldito humo!… ¡Esto de que no acabe!

—Pero la lluvia de ceniza ardiente ha cesado.

—Y ha sido para nosotros una verdadera y gran fortuna —dijo Kammamuri—. Si llega a seguir, hubiésemos tenido el fin de aquellos desdichados ingleses.

—Y el foso está húmedo, sahib.

—En efecto; nos encontramos bastante bien, aunque los juncos sigan quemándose. Pero el fuego se va alejando y dentro de un par de horas podremos respirar libremente.

Kammamuri se había levantado. Los vegetales que se distinguían a lo largo de aquel trecho del camino de hierro seguían calcinándose sin llamaradas. Pero el humo era intenso y de tiempo en tiempo se hacía casi negruzco.

Pero a lo lejos, sea al Norte, sea al Sur, el cielo seguía como ardiendo en llamas; parecía que una aurora boreal había huido de las regiones heladas hasta las ecuatoriales.

El calor era en extremo intenso. Los dos infelices sudaban como si estuviesen metidos en un horno y respiraban penosamente.

—El alba —dijo al cabo de un rato Kammamuri, el cual, no sabiendo qué hacer, había encendido su pipa—. Es un alba tempestuosa también. El sol surge entre nubes más oscuras que alquitrán y que la cara de la diosa Kali. Tendremos tormenta.

—¡Bien venida sea! —dijo el rastreador—. Apagará este voraz incendio.

—Y hará acudir antes a los tigres. Cuando cese el fuego, los veremos llegar en gran número, ya te lo he dicho.

—Se comerán a los ingleses.

—Y luego a nosotros.

—Tenemos nuestras pistolas y municiones, sahib.

—No conoces a los tigres, amigo; vete a afrontarlos con esos juguetitos, buenos, sí, para matar a los hombres, pero no a esas terribles fieras.

—Sin embargo, el bracmán…

—¡Bah!… Una historia cualquiera, inventada de punta a cabo. Mi señor y yo hemos acabado con muchas de esas fieras en los Sunderbunds del Ganges siempre a tiro de carabina y nunca de pistolas.

—Señor, ¿y si volviésemos hacia el tren y fuésemos a coger las nuestras o las que llevaban los viajeros?

—No encontraríamos más que los cañones, ¡si los encontrábamos! Con todo, ya que nada tenemos que hacer aquí, podemos llegarnos otra vez a la máquina. ¡Quién sabe! Algún coche puede haber descarrilado, haber caído en el juncal y salvarse del incendio. El humo no es ya tan denso en derredor del tren y podremos ver mejor.

—¿Esperáis, señor, encontrar todavía alguna persona viva?

—No, no; ya te lo he dicho. Todos deben de haber perecido.

—¡Y eran cientos!…

—¡Mucho le importa a Sindhia, que debe de odiar a los ingleses no menos que al señor Yáñez!

Un trueno seco sofocó por un momento el estrépito que hacían todavía los juncales que aún ardían. El sol, apenas salió, se había vuelto a esconder detrás de un nubarrón como la pez.

—El huracán —dijo Kammamuri—. ¿Será nuestra suerte o nuestra desgracia?

Salieron del foso y volvieron al tren. Ardían las llamas todavía, pero las nubes de humo se habían dispersado. Los coches debían de haber sido todos destruidos y el fuego buscaba otro alimento.

El olor a carne quemada impregnaba todavía el aire. Hombres y mujeres habían caído dentro de los coches para no salir de allí sino quemados. El polvo de sus huesos quedaría mezclado con el de los materiales que el fuego destructor, saliendo libre al estallar la máquina, no había respetado.

—El desastre no ha podido ser más completo —dijo Kammamuri, que no se atrevía a adelantarse más—. Ha sido un viaje inútil.

—No, sahib —dijo Timul, que se había alejado por el lado derecho—. Aquí hay un coche en el que aún no ha prendido el fuego.

—¿Sueñas?

—Atravesemos este nubarrón de humo y veréis que no me he engañado.

—¿Habrá arrojado el choque a alguno bastante lejos de la línea?

—Está en el foso, y por más que el juncal arde a pocos metros de distancia, no ha prendido todavía el fuego.

—No encontraremos viva a persona alguna, te lo aseguro. Vamos, sin embargo, a ver.

Se lanzaron a la carrera a través del espantoso nubarrón, y después de recorrer veinte o treinta metros, fueron a dar contra un coche que había sido arrojado, como si fuese un juguete, dentro del ancho foso.

Kammamuri, tras de breves titubeos, se lanzó a la plataforma, abrió la puerta y miró dentro.

Mesas y chismes de cocina estaban hechos pedazos, y entre ellos yacían dos cuerpos humanos, vestidos de blanco, que parecían ya muertos: eran el cocinero y el pinche.

A la luz todavía vivísima que el incendio proyectaba, los dos indios pudieron adelantarse y acercarse a los desgraciados.

—También estos están al otro lado —dijo Kammamuri, con voz cada vez más conmovida—. Deben de haber muerto del choque.

—¡Huyamos, señor! —dijo Timul.

—¿Estás loco? Este coche va a ser nuestra casa hasta que llegue otro tren.

Pues llevémonos a los muertos por lo menos.

—¡Ah, sí!… No me gusta la compañía nada más que de los vivos como yo. Aquí estaremos perfectamente y no sufriremos ni hambre ni sed. Mira cuántas cajas llenas de víveres y de botellas de cerveza que, quién sabe por qué circunstancias, no se han roto a pesar de la formidable sacudida. Aquí estaremos mejor que en lo alto del palo del telégrafo y podremos hacer frente a los tigres. ¡Arriba, ayúdame!

Cogieron al cocinero, que tenía la cabeza partida en dos, y lo sacaron fuera, colocándolo a veinte metros de distancia, y después llevaron al pinche, que parecía tener todos los huesos rotos. El uno y el otro debieron de morir del golpe, sin casi ningún sufrimiento.

—¿Sabes, Timul, que estoy estupefacto?

—¿De qué, sahib?

—De haber tenido tanta suerte —dijo Kammamuri—; no creí que saldría vivo de este desastre que ha costado la vida a más de cien personas. Yo he hecho lo posible por evitarlo y nada tengo que reprocharme, con lo cual mi conciencia está tranquila. Pensemos ahora en nosotros. Me parece que por esta parte el incendio del juncal empieza a disminuir con bastante rapidez y, por un lado, será una suerte, porque no corremos ya el peligro de quemarnos vivos; pero, por otro, atraerá sobre nosotros consecuencias peores. Afortunadamente, está aquí el coche.

—Tú siempre piensas en los tigres, sahib —dijo Timul.

—Más de lo que puedes suponer —respondió Kammamuri, con voz grave—. Yo he nacido y he vivido en los juncales, y he pasado largos, muy largos años, entre aquellos grandes vegetales. Estos que ahora arden no son para compararlos con aquellos entre los que viví con mi amo. Aquellos eran otros tiempos y nos daban quizá más que hacer los estranguladores que los tigres y las serpientes.

Se pasó la mano por la frente, bañada en sudor; entró en el coche comedor, cogió dos botellas de cerveza y ofreció una a Timul.

—Debes de tener los pulmones abrasados —dijo.

—No sé cómo río todavía, sahib —respondió el joven.

—Sentémonos en el borde del foso y esperemos a que todo el tren se haya incendiado. Nada podemos hacer para salvarlo. Bebe, y si tienes hambre, vete al coche a proveerte…

—¡Oh, no, sahib!… Por ahora no.

—Ve entonces a ver si el cocinero y el pinche tenían algún arma. De costumbre tienen.

El joven entró diligentemente en el coche, y a poco salió, llevando dos espléndidas pistolas inglesas y varios paquetes de municiones.

—Ahora estoy más tranquilo —dijo el maharato.

Se aseguró de si estaban cargadas las armas y atacó a su botella de cerveza, en lo cual se apresuró a imitarlo Timul, que estaba muerto de sed.

V. El asalto de los tigres

El tren, a sólo cincuenta metros de distancia, seguía ardiendo con crepitaciones y estallidos. Todas las armas de fuego de aquellos desgraciados viajeros fueron unas y otras disparándose al contacto de las llamas y lanzando las balas en todas direcciones.

No se sentía ya el olor a carne quemada, pues los cadáveres estaban reducidos a ceniza, lo mismo que la mayor parte de las telas, cortinas, cojines y las colchonetas que servían de cama por las noches, y lo que aún duraba, acababa de consumirse, envolviendo todavía los restos del tren en un humo densísimo.

La máquina, completamente reventada, tenía aún carbones encendidos, y parecía que, aunque derribada, estaba dispuesta a escapar de un momento a otro.

Pero el fuego cesaba rápidamente, como cesaba también el que devoraba al juncal. Los vegetales no eran ya presa de las llamas y se extendían por el suelo cubierto de ceniza.

Kammamuri, previendo que tendrían que esperar mucho al otro tren, puso un poco de orden en el coche comedor, ayudado por Timul, tirando fuera una gran cantidad de vajilla que no había resistido al choque, y después se puso a comer.

El cocinero había renovado sus provisiones en la última estación, y las cajas forradas de cinc y los armarios estaban llenos de carnes frescas y saladas, de conservas, de frutas, de quesos y de toda clase de manjares.

Habiéndose roto los dos fogoncillos, que eran de barro, los dos indios tiraron la carne, que empezaba a heder a causa del intenso calor a que había estado sometida, y se contentaron con galletas, con buenos trozos de chester, grandes rajas de piña y algunos plátanos. Vaciaron otras dos botellas de cerveza, y, acabada su comida, salieron a echar un último vistazo al tren.

—Dentro de media hora habrá acabado todo —dijo Kammamuri—. El fuego no encuentra ya más combustible.

—Y también el incendio del juncal, por lo menos alrededor nuestro, continúa extinguiéndose.

—¡Si te digo que tenemos una suerte extraordinaria!

—¿Y cuánto tiempo tendremos que estar aquí, sahib?

—Por lo menos veinticuatro horas, si no me equivoco.

—¿Vendrá otro tren?

—Sí; pero no sé si vendrá de Calcuta o de la Alta India. Aquí no corremos ya ningún peligro teniendo víveres, armas y hasta dos cómodas hamacas para dormir; por consiguiente, no tenemos que apurarnos. No va a ser precisamente mañana cuando Sindhia asalte la capital y podemos impunemente perder algún día. ¡Hola! He aquí los marabúes, que acuden en bandadas con la esperanza de darse un hartazón de cadáveres humanos. Esto quiere decir que también, lejos de nosotros, el fuego del juncal va extinguiéndose.

—Devorarán al cocinero y al pinche —dijo Timul.

—¡Escaso botín para volátiles tan hambrones! ¡Vaya! Ya que el sol empieza a calentar y que no tenemos otra cosa que hacer, vamos a echar un sueñecito. Esta noche tenemos que velar, y velar de veras, porque tras de los marabúes vendrán los tigres y los leopardos.

Fumaron un cigarro sentados junto a la plataforma del coche, y después, mientras las siniestras aves de rapiña bajaban a docenas batiendo sus enormes alas y abriendo sus picos, cerradas todas las puertas, se echaron en las hamacas de los dos desgraciados cocineros.

Cuando se levantaron, se iniciaba la puesta de sol y ningún reflejo de incendio se veía en el juncal, ya casi enteramente destruido.

Del tren no quedaba más que la máquina, el ténder y muchas ruedas. Todos los coches habían sido destruidos a la par que los viajeros.

Unos cincuenta marabúes se encarnizaban todavía contra los huesos, ya descarnados, de los cocineros, buscando algún nervio que hubiese escapado a la voracidad de sus compañeros llegados primero.

Kammamuri y Timul creyeron oportuno hacer una pequeña cena, dudando de tener tiempo más tarde, y después se pusieron de centinelas en la plataforma, respirando con fruición el aire, que empezaba a refrescar, aunque estaba saturado de una ceniza impalpable.

¡Quién sabía!… La noticia del desastre, llevada por alguien del personal del tren, podía haber llegado a Pursa. No era más que una suposición, pues los dos indios estaban convencidos de que ninguno se había salvado; pero, además, algún tren podía presentarse en plena noche, y era mejor velar.

Mas era verdad que la línea estaba interrumpida y que todas las máquinas, ora saliesen del Sur, ora bajasen del septentrión, hubieran tenido que detenerse para no destrozarse contra los últimos restos del tren.

El sol había desaparecido, y de todas partes del horizonte llegaron con gran estrépito nuevas bandadas de marabúes, buitres de cuello pelado y rugoso, pequeñas águilas negras y halcones de varios colores y tamaños, mezclados con gruesos actores.

Aunque ya no quedase nada por devorar, aquellas aves de rapiña se arrojaron furiosamente contra lo que quedaba del tren, moviendo y removiendo la ceniza para atrapar algún hueso.

Los chacales aullaban a lo lejos. El fuego que devoraba el juncal debía de estar, por consiguiente, apagado.

También ellos estaban al caer, esperando, como los volátiles, encontrar abundante botín. Parece imposible, y, sin embargo, esos animales, siempre en lucha con el hambre, perciben a distancias increíbles el olor de un cadáver.

Pero esta vez llegaban tarde, porque, como hemos dicho, los dos cocineros habían sido descarnados ya a esas horas por los marabúes, bastante más diligentes, aunque parecen aves de rapiña muy pesadas.

Kammamuri había encendido su pipa y había puesto a su lado cuatro pistolas inglesas que había descubierto en una caja, y Timul hacía gran consumo de cigarros finísimos, dando la preferencia a los manileses, mucho mejores que los de Londres.

—Si transcurre la noche así —dijo el maharato, el cual de tiempo en tiempo vaciaba una botella de cerveza—, no tendremos de qué quejarnos.

—¿Sigues contando con la llegada del tren, sahib? —dijo Timul.

—¿Para qué, si no, han abierto a través de los juncales y las selvas la línea férrea? Cuándo llegará ese tren, eso sí que no puedo yo decírtelo con precisión, habiendo viajado casi siempre sobre elefantes o a bordo de las naves del terrible Sandokán —Ese Sandokán, a quien he oído nombrar muchas veces y con gran respeto, ¿quién es, sahib?

—Un hombre extraordinario, amo de una isla que se llama Mompracem y rey de una inmensa región que se extiende al norte de Borneo. Las batallas que ha dado a los ingleses ese formidable pirata, junto con Yáñez, no se pueden ya ni contar.

—¿Y ha vencido siempre?

—Casi siempre.

—¿Y crees tú, sahib, que volverá aquí a ayudar al marajá?

—Se embarcará al punto con sus mejores guerreros.

—Pasará tiempo, seguro, antes de que llegue.

—Un par de semanas, por no decir más. Hoy día tiene barcos de vapor rapidísimos y admirablemente armados, que harán pronto la travesía y sabrán defenderse de… ¡Ah!… ¡El tigre!…

El maharato se había detenido bruscamente, y, dejando la pipa, se había puesto a escuchar.

En el juncal polvoriento había resonado de improviso un aullido agudo, extraño: «¡A-o-u-g!…».

En el mismo momento, otro grito, bastante más agudo, había respondido.

—¿Qué te decía yo, Timul? —dijo Kammamuri—. Que tras los marabúes vendrían los tigres a chupar los últimos huesos escapados al fuego; ya se anuncian.

—¿Y nosotros?

—Nosotros bajaremos las rejas de hierro de los coches y detrás de ellas los esperaremos pistola en mano. ¿La lámpara está rota?

—No me parece, sahib.

—Encontraremos en cualquier lado aceite para llenarla. En un coche comedor tiene que haber de todo. No esperemos a que desaparezca el último reflejo de luz.

Volvieron a entrar, cerraron las rejas, quitando en cambio las cortinas de espicanardo, que no podían servir de defensa alguna contra animales tan potentes, y, por fin, encontrando una botella de aceite, llenaron la lámpara, que, a pesar del gran choque, había quedado intacta.

Apenas habían cerrado la puerta que llevaba a la plataforma, una puerta robustísima y asegurada con dos barras de hierro, cuando por segunda vez rompió el silencio de la noche el aullido del tigre, impresionante aun para los que están acostumbrados.

—No puede estar más que a cien metros de nosotros —dijo Kammamuri, que también había preparado las pistolas del cocinero y del pinche.

—¿Estará solo?

—¡Oh! Ya vendrán otros, pobre Timul, y nos veremos obligados a pasar una noche pésima.

—¿Se atreverán estas fieras a querer forzar la reja, sahib?

—Sus uñas son de una resistencia extraordinaria y no me extrañaría que las barras de hierro salieran danzando. Pero no debemos asustarnos, pues estamos bien armados, podemos disparar muchos tiros y haremos estragos sobre esos devoradores de hombres. ¿Oyes? Se oye otro maullido. Se contestan ya.

Timul, por más que estuviese bastante impresionado, empuñó su pistola, se acercó a una ventana defendida por la reja y miró hacia fuera.

La noche estaba fresca y era también muy oscura, pues había muchos vapores en el aire. Apenas se distinguían la máquina y el ténder, iluminados por el reflejo de la lámpara del coche comedor.

—¿No ves nada? —dijo Kammamuri, que continuaba fumando su pipa sentado sobre una caja llena de botellas de cerveza.

—Sí; distingo dos puntos luminosos fosforescentes.

—¿Lejos?

—Cerca del ténder.

Kammamuri vació su pipa, apagó el fuego que quemaba el tabaco para evitar un posible incendio entre tanta caja, cogió sus pistolas, de las cuales se fiaba más que de las que había encontrado de los cocineros, pasó revista nuevamente a las rejas, probando los ganchos, y, por último, se puso al lado de Timul.

En aquel momento una sombra grande se dibujó en el rayo de luz proyectado por la lámpara, y un magnífico tigre apareció.

—¡Por Sivah!… —exclamó el valiente maharato—. No ha encontrado más que huesos calcinados y quiere desquitarse a costa nuestra. ¡Alto ahí, señor tigre! ¡Aquí está el viejo cazador del Juncal Negro! A muchos hermanos o parientes vuestros he despachado yo, y tendré también, espero, vuestra piel. Hazme sitio, Timul, a fin de que pueda verlo bien. Tú dispararás sobre su compañero si intenta arrojarse sobre el coche por cualquier otro lado.

El tigre estaba a plena luz y se le veía perfectamente: desdeñaba el esconderse, consciente de su propia fuerza y de su propia audacia.

Se había instalado a algunos pasos delante del ténder y puéstose a observar con aparente curiosidad los movimientos del maharato.

Parecía que no tenía ninguna prisa por asaltar. De fijo quería estudiar primero la plaza, y las barras de hierro no debían de habérsele escapado.

—¿Quiere acercarse vuestra señoría algunos metros más para que yo pueda disparar mis tiros con mayor seguridad? —gritó Kammamuri—. Si tuviera mi carabina, os rogaría, señor tigre, que, al revés, os alejaseis.

El tigre esparció el terreno con la cola, levantando un torbellino de ceniza que en algunos instantes lo escondió casi enteramente, y respondió con un sordo maullido.

—¡Ah! No tenéis prisa alguna —repuso Kammamuri, que se divertía bromeando con el terrible devorador de hombres, pero resguardado por la sólida reja—. Haced lo que gustéis. Podemos más bien ofrecerle alguna cosa para estimularle el apetito.

—¿Qué hacéis, sahib? —dijo Timul, espantado.

—Quiero que se acerque un poco. Ya sabes que no tenemos más que pistolas. Dame carne salada. Por ahí la he visto en alguna caja.

El joven se disponía a ir a buscarla, cuando el coche comedor, que debía de estar mal equilibrado, se puso como a mecerse en el ancho foso.

—¡Ah, bribones!… —exclamó el maharato—. Mientras el uno me hace perder el tiempo, el otro asalta por detrás…

Se precipitó hacia la parte opuesta y apenas tuvo tiempo de ver al segundo tigre, el cual trataba, con una audacia increíble, de arrancar una reja. No lo había conseguido aún, pero en un momento había retorcido muchas astas de hierro.

—Querido Timul —dijo el maharato, ahorrando el tiro—. Tengo que darte una mala noticia.

—¿Cuál, sahib?

—Que no tenemos que habérnoslas con tigres comunes, sino con dos admikanevalla..

—¿Dos verdaderos devoradores de hombres? —dijo el joven, asustado—. ¿Cómo lo sabes tú, sahib?

—Son demasiado astutos y maniobran demasiado bien para ser tigres corrientes. ¡Oh!… Soy ducho en la materia, pero no tienes por qué asustarte. Aquí dentro estamos como en una pequeña fortaleza, que no tomarán tan fácilmente.

—Algunas barras están casi arrancadas, sahib.

—Nos quedan otras, y luego, aún no hemos hecho fuego.

—Me han dicho que los admikanevalla no tienen miedo alguno a los hombres.

—Como que no se alimentan más que de hombres, desdeñando a los monos y a todos los demás habitantes de las selvas. Fíjate en que uno solo en un pueblo ha devorado en pocos meses a cuarenta personas. ¡Vaya! ¡Se han calmado!… Tráeme carne salada.

—¿No tienes tú miedo, sahib?

—En absoluto —respondió Kammamuri, con voz tranquilísima.

El joven, algo tranquilizado, rebuscó por las cajas y logró descubrir carne ahumada, bastante seca, que podía pasar perfectamente por la reja.

Kammamuri había vuelto a colocarse en su primer puesto.

El tigre seguía allí instalado cómodamente y no había dado un paso adelante.

Se veía que contaba con el ataque de su compañero.

—Ahora es la mía —murmuró el maharato, que empezaba a impacientarse—. ¡Ah!… ¿Tú no quieres moverte? Veremos si permaneces impasible ante un buen bocado.

Cogió un trozo de carne y lo lanzó lo más lejos que pudo, o sea sólo a pocos metros, porque las rejas no permitían sacar el brazo entero.

El tigre, viendo caer aquello, se alzó de golpe olfateando fuertemente el aire y meneando la cola con impaciencia.

Se hubiese dicho que le molestaba bastante el que se le perturbase para ofrecerle un bocado en el juncal, que seguramente no había probado nunca.

—¿Su señoría se digna agradecer mi modesto regalo? —gritó Kammamuri, que había empuñado con presteza las pistolas y estaba dispuesto a disparar sus cuatro tiros.

También esta vez el tigre respondió con un largo maullido que acabó en un «¡a-o-u-g!», espantoso, pero no pareció decidirse todavía a dejar su puesto.

No obstante, tenía que estar hambriento, al no haber encontrado ningún cadáver entre los restos del tren, y ya debía de haber olido la carne.

Debía de ser un pillo redomado que ya habría tratado quizá muchas veces con las armas de fuego.

El apetito al fin triunfó de la prudencia. Miró a Kammamuri con ojos centelleantes, y después, casi arrastrándose y muy lentamente, se dirigió hacia la escasa cena que le caía así, tan generosamente ofrecida por sus implacables enemigos.

—Timul, ven —dijo el maharato—. ¿Ves al otro?

—Me parece que ha saltado al techo del coche —respondió el rastreador—. Oigo que las uñas arañan la lámina y se clavan en la madera.

—Entonces, despachemos.

El primer tigre, permaneciendo siempre casi pegado al suelo, había llegado a pocos metros del cebo, pareció vacilar un momento, después se enderezó de golpe, lanzando un fuerte maullido, y fue a caer sobre la carne.

Ese era el buen momento para hacer fuego, porque se había acomodado de nuevo para cenar con más tranquilidad.

Resonaron dos golpes; después, otros dos; Kammamuri había descargado sus largas pistolas, que contenían gruesos proyectiles de plomo endurecido.

La fiera, al recibir aquella doble descarga, dio como una voltereta en el aire, agitando desesperadamente las patas y la cola, y fue a desplomarse en medio de la ceniza, lanzando un maullido que resonó en el silencio de la noche.

Era siempre el siniestro «¡a-o-u-g!», que impone y estremece a los cazadores, aun a los más aguerridos.

Aquel maullido, especialmente cuando se oye en medio de las tinieblas, sobrecoge de un modo extraño.

Kammamuri empuñó con rapidez las pistolas de los cocineros, esperó a que el humo se desvaneciese, lo mismo que la ceniza entre la cual se revolvía el tigre furiosamente, y volvió a la reja, dispuesto a continuar el fuego.

Sahib, ¿queréis mis armas? —dijo Timul, que empezaba a temblar oyendo los maullidos espantosos del tigre, que se repetían casi sin intervalo.

—No; también son buenas las de aquellos dos desgraciados. Son armas ingleses que tendrán, quizá, mayor alcance.

—¿Está herido el tigre?

—Espero haberle metido en el cuerpo las cuatro balas, pero estos animales tienen la piel durísima o, mejor, la vida muy agarrada. Y al otro, ¿lo oyes arañar el techo?

—Sí, sahib; trabaja para abrirse paso.

—¿Han cedido los maderos?

—Todavía no.

—Entonces me dará tiempo bastante para acabar con el catador de carne salada, porque ahora podemos llamarlo así.

La ceniza se había disipado y volvía a verse al tigre. Parecía que estaba loco; se levantaba, se caía; después, con un esfuerzo supremo, daba verdaderos saltos mortales, tratando de acercarse al coche, empujado por el deseo de la venganza.

Kammamuri lo esperaba a pie firme, sabiendo que en adelante nada tenía que temer de él.

Le preocupaba la segunda fiera, la cual, comprendiendo que las rejas eran demasiado sólidas hasta para sus uñas, fuertes como el acero, trataba de introducirse en el coche por otro conducto, quizá más fácil.

—Urge el obrar con presteza —murmuró el viejo cazador—. Con estos bichos no se puede jugar.

Miró a lo alto y vio, con no poca sorpresa y no poco espanto, saltar de un golpe una tabla del coche, de quince centímetros de ancha, y de dos centímetros de larga.

El segundo tigre no podía pasar aún, mas podía proseguir su obra de destrucción y poner en gravísimo riesgo a los dos indios.

—¡Sahib! —gritó Timul, viendo aparecer una de las zarpas delanteras de la fiera—. ¡Estamos perdidos!

—¡Sangre fría, hijo mío! —respondió el maharato—. En el juncal Negro me he encontrado en condiciones bastante peores.

Levantó las dos pistolas de los cocineros hacia la brecha, esperó que asomara el hocico del tigre y disparó los cuatro tiros. Cabeza y zarpa desaparecieron, seguidas de un maullido.

—¡Por Sivah!… —exclamó el maharato, que conservaba siempre su tranquilidad, que era tan grande como la de Yáñez—. ¡Buena suerte tengo! Con simples pistolas he puesto fuera de combate a dos devoradores de hombres que hubieran podido desafiar a una docena de elefantes cargados de cazadores. Pásame ahora tus armas y carga de nuevo las vacías. ¡Vamos! Tenemos todavía que hacer y…

Se interrumpió haciendo un gesto de furor. En el juncal, ahora polvoriento, habían resonado otros maullidos que anunciaban la llegada de nuevos tigres.

—La noche será tremenda —dijo, mirando a Timul, que cargaba precipitadamente las armas—. Si estas fieras logran entrar por el techo, no quedarán de nosotros ni los vestidos.

Había vuelto a apostarse a la reja, delante de la cual, a pocos pasos de distancia, seguía revolcándose el primer tigre, tratando siempre de volver a ponerse de pie para arrojarse a algún ataque furioso, sin esperanza de éxito.

—Acabemos con este —dijo con rabia concentrada—. ¡A ti, toma!…

Y después de mirar un momento, disparó encima de la fiera otros dos tiros, gritando:

—¡Seis balas tienes en el cuerpo!… ¡Muere, pues!… ¡Bastante plomo tienes, bribón!

El tigre giró dos veces sobre sí mismo, clavó luego sus fuertes uñas en el suelo, lanzó un último maullido y se extendió cuan largo era, agitando todavía débilmente la cola.

—¡Muerto!… —gritó el maharato—. ¡Siempre será uno menos!

En aquel momento, a dos pasos de él, resonaron dos disparos, y una densa nube de pólvora se esparció por el coche.

En lo alto se oyó un maullido feroz, seguido de un estridor agudo, y la voz de Timul se alzó triunfante.

—¡Sahib le he dado en pleno hocico y ha desaparecido!

—¿El segundo tigre? —dijo el maharato, apretando la otra pistola y avanzando entre la nube de humo acre.

—Sí, sahib.

—Dos van. Pero ¿cuántos serán los que estarán para llegar? ¿No oyes qué espantosamente aúllan esos gatitos? ¡Ea!… ¡Eh, aquí el asalto!…

Agitó al coche una sacudida violentísima, haciéndolo inclinarse hacia el borde del foso.

Cinco o seis tigres que habían acudido de todas partes del juncal, se arrojaron ferozmente al ataque, decididos a regalarse con los defensores de la fortaleza.

Asaltaban por delante y por detrás, procurando arrancar las rejas y maullando espantosamente.

Sus alientos, calientes y fétidos, llegaban hasta dentro del coche. Pero habían tropezado con fuertes defensores. Kammamuri, y también Timul, que estaba completamente repuesto de su susto, no cesaban de hacer fuego, quemando los bigotes y los hocicos de las fieras bestias.

El coche, sacudido por todas partes, se balanceaba como una barca sacudida por las olas. Parece mentira, pero la fuerza de los tigres es tal que, a veces, llegan hasta a derribar un coche. Verdad que los carros que usan los indios son más bien ligeros, pero un león no podría tanto.

Ya los dos sitiados habían disparado una veintena de pistoletazos, cuando oyeron a lo lejos un ruido sonoro que se acercaba rápidamente.

Kammamuri lanzó un grito de triunfo:

—¡Un tren!… ¡Un tren!… ¡Estamos salvados!…

¿De qué parte sería aquel monstruo de hierro? ¿Del septentrión o de la región de la Baja Bengala?… Pero, viniese de una u otra parte, era siempre la salvación.

—¡Dispara, dispara, Timul!… —gritaba Kammamuri—. ¡Hagámonos oír!…

Y otros cuatro pistoletazos partieron a través de la reja, hiriendo o quizá matando a algún otro tigre.

El ruido disminuía. El tren moderaba su marcha y procedía con cautela, lanzando ahora silbidos agudísimos.

El coche comedor no se agitaba ya.

Las bestias feroces iban a intentar el asalto del tren, pero a poco resonó un nutrido fuego de fusilería.

Los viajeros, armados de buenos fusiles y advertidos a tiempo de la presencia de las fieras, habían abierto un fuego infernal desde las balaustradas de las galerías para proteger al maquinista y al fogonero.

Durante cinco minutos, o quizá más, las detonaciones se siguieron siempre nutridísimas; luego el fragor del tren cesó inesperadamente.

—¡Abre la puerta! —gritó Kammamuri al joven, después de volver a cargar sus pistolas.

—¿No estarán las fieras esperándonos fuera, sahib?

—Todas se habrán escapado, si no es que las han matado. ¡Buenos tiros se han disparado desde las galerías!

Timul levantó las barras, abrió y se encontró de pronto frente a un hombre blanco, que llevaba en las manos dos pistolones.

—Soy el jefe del tren —dijo, adelantándose—. Me alegro de que, al menos, dos personas hayan escapado del horrible desastre. Podéis salir: los tigres, acribillados, han huido y no piensan más en asaltar. Deben de tener demasiado plomo en el cuerpo.

—¿De dónde viene este tren? —preguntó Kammamuri.

—De Pursa. Se supo el incendio del juncal y hemos acudido. ¿Han muerto todos los demás?

—Se han quemado dentro de los coches. Yo no he vuelto todavía en mí después de tantas emociones.

—¿Quiénes sois vosotros?

—Dos príncipes assamitas.

—Ya podéis dar las gracias a todas las divinidades de vuestro país por haber escapado a tan terrible muerte —dijo el jefe del tren—. Apagad la luz y seguidme, porque saldremos en seguida para Calcuta.

—La línea está obstruida.

—Cincuenta hombres están trabajando allí, junto a la máquina y el ténder. Dentro de media hora podremos proseguir nuestro camino. ¿Queréis aprovecharos, señores?

—A Calcuta nos dirigíamos.

—Pues allí os llevaremos. Pero quisiera saber por vosotros quién ha podido ser el miserable que ha prendido fuego al juncal.

—No ha sido un hombre solo, señor mío. Han urdido una trama infame para quemar vivos a todos.

—La policía volante de la frontera se encargará de desenredar esta madeja. Vamos, señores.

Los dos indios cogieron sus armas lo mismo que las de los dos pobres cocineros y dejaron el coche comedor, pero escudriñando bien los alrededores.

Temían que no todos los tigres hubiesen huido y que alguno estuviese agazapado aún en el foso, que se prolongaba bastante, y que con su abundancia de hierbas hubiese podido esconder incluso a un búfalo.

El tren había parado sólo a cien metros del lugar de la catástrofe.

Se componía de una media docena de larguísimos coches con doble techo, a fin de que la circulación del aire mantuviese siempre dentro de ellos una relativa frescura.

Cincuenta hombres, entre soldados, pasajeros y guardafrenos, a la luz de unas antorchas, trabajaban con ahínco en la máquina. Los demás restos del tren habían sido arrojados al foso y el ténder estaba derribado fuera de la línea, con lo cual la vía estaba casi libre.

Kammamuri puso en manos del empleado una buena moneda de oro y entró con Timul en el último coche, que en aquel momento estaba completamente vacío.

—Nadie vendrá a molestarnos, señores —dijo el guardafrenos que los había guiado, y que en pocos minutos se había ganado cien libras—. Yo me cuidaré de eso.

Y acudió, veloz como un rayo, a ayudar a todos los demás que iban a dar el último empujón a la máquina descarrilada.

—¿Será verdad que de esta hecha llegamos a Calcuta? —dijo el rastreador a Kammamuri, que había sacado su pipa.

—Espero que sí, jovenzuelo.

—¿Y el bracmán?

—El diablo habrá cargado con él.

—¿Tú lo crees, sahib? Yo, no obstante, tengo la convicción de volverlo a ver.

—¿Dónde? ¿En el tren?

—En la reina de Bengala.

—Visnú lo querría —dijo el maharato—. Yo, sin embargo, creo que aquel tunante debe de haber escapado con el maquinista y los hombres que prendieron fuego al juncal.

En aquel instante hirieron el aire tres silbidos agudísimos.

La máquina se disponía a arrancar y proseguir su impetuosa carrera entre las interminables llanuras de la Baja Bengala.

La línea había sido por fin desembarazada y todos volvían a tomar por asalto los coches.

El tren pasó con lentitud por delante del que había ardido, aceleró después rápidamente su marcha y desapareció por fin entre las tinieblas, con sonoro estrépito.

Doce horas más tarde, Kammamuri y Timul bajaban en la inmensa estación de Calcuta.

VI. El mestizo

Ya el maharato había estado varias veces en la reina de Bengala con Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán, por lo cual la ciudad no le era desconocida. Lo primero que hizo fue correr a las oficinas telegráficas para advertir al Tigre de la Malasia de cuanto acaecía en el Assam; después se llegó a una casa blanca a hacerse cambiar un cheque de diez mil rupias, y, por último, bastante cansado, fue a alojarse, con su compañero, a uno de los mejores hoteles del Strand, calle corta, casi sin árboles, que frecuentan, especialmente hacia la caída de la tarde, los ricos ingleses y los príncipes indios.

—Por fin nos vamos a permitir el lujo de una buena comida —dijo Kammamuri—. Todos nuestros asuntos están terminados.

»Apenas recibamos el telegrama del Tigre de la Malasia, haremos nuestro equipaje, cosa que ahora no tenemos, y volveremos a la capital a la mayor brevedad.

»Estoy bastante inquieto. ¿Qué pasará por allá? ¿Habrá desencadenado ya la insurrección aquel perro de Sindhia?

»¡Ah! Si el marajá hubiese pensado antes en esos tigrecillos de Mompracem, las cosas hubiesen marchado seguramente de muy distinto modo.

—¿Tan terribles son, pues, esos hombres? —dijo Timul.

—Sin ellos, la rhani no hubiese arrojado a Sindhia, aunque la ayudasen muy cumplidamente sus montañeses. Son guerreros extraordinarios, muy temidos, incluso de los ingleses, y que una vez que se lanzan no se detienen.

—¿Y vendrán de veras?

—¡Oh! No hay que dudarlo.

Se hicieron llevar a una vasta habitación que tenía dos camas y servir allí una buena cena, no queriendo mostrarse en el salón, que frecuentaban demasiados ingleses, por no provocar una curiosidad peligrosa, al no ser improbable que Sindhia tuviese también amigos en Calcuta, después de haber pasado tres años en una casa de locos en la que aún debía permanecer.

Al acabar de comer, examinaron cuidadosamente las dos puertas, y encontrándolas bien cerradas, tras de fumar, se acostaron, hundiéndose en un pesadísimo sueño.

Dos noches hacía ya que no se acostaban en camas.

A las cinco de la mañana, la campanilla de su cuarto repiqueteó con fuerza. Kammamuri se vistió en un abrir y cerrar de ojos, abrió la puerta en la cual alguien daba golpes y se encontró frente a un criado que le entregó un telegrama.

Dióle una rupia de propina, rompió la faja y, habiendo aprendido a leer, aunque ya muy tarde, examinó el escrito atentamente.

—¿Qué te decía yo, Timul? —dijo—. ¿Tú no sabes leer?

—No, sahib.

—He aquí lo que se contesta de Labuán, a mi despacho: «Parto inmediatamente con cien hombres, Sandokán».

—¡Ciento sólo!

—¡Valen por mil, amigo!

—¿Y cuándo llegarán?

—No antes de veinticinco o treinta días. Mompracem está bastante lejos de la India y el mar suele estar revuelto por ese lado.

—¿Volveremos inmediatamente a la capital, sahib?

—Primero quiero averiguar de qué manera ha huido Sindhia del manicomio, porque la rhani pagaba una fuerte mesada porque se le vigilase muy estrechamente.

—¿Y si estuviese todavía aquí? Porque ninguna prueba hay de que el exrajá esté en el Assam.

—Pero muchas circunstancias y muchos hechos lo indican. Mas bien pronto nos convenceremos de lo que haya. Sé dónde está el manicomio, porque una vez entregué a su propietario, por cuenta de la rhani, cincuenta mil rupias para que estuviesen a disposición de Sindhia.

—Si yo hubiese sido el marajá, habría impedido a mi mujer el darle ni un solo mohr..

—Sindhia es pariente de la rhani y, además, todos los príncipes destronados tienen derecho a ciertas consideraciones. Vayamos; si despachamos pronto nuestros asuntos, nos pondremos nuevamente en camino para la Alta India, tomando el tren que sale a las ocho y cincuenta.

Terminado su arreglo personal, se hicieron servir té con bizcochos y dejaron el hotel, repartiendo espléndidas propinas, que los hicieron pasar por verdaderos príncipes.

Kammamuri tomó un mail-cart. (coche ligero), capaz de llevar tres personas, con un asiento delante, y del que tiraban tres caballos, y se dirigió primero a la oficina telegráfica para comunicar a Yáñez la buena noticia de Malasia, y, después, se hizo llevar a la inmensa explanada del fuerte de William, cubierta toda de elegantísimos bungalows de agudos techos y rodeados de magníficos jardines, y se detuvo delante de una construcción de estilo mogol, con amplias terrazas, altas y relucientes cúpulas y altísimas rejas.

—Lo mandaron aquí a que se curase de su locura —dijo a Timul, después de bajar—. Como ves, el lugar era espléndido, hasta para un rajá destronado.

—¿Y está lleno de locos este edificio, sahib?

—Si, pero sólo de personas que puedan pagar veinticinco rupias al día. Son casi todos indios riquísimos.

Dio orden de esperarlos al cochero, que era un muchachito mestizo, y entraron en el jardín que rodeaba aquella espléndida morada, pues estaba la reja abierta.

Un indio de hercúleas formas vigilaba, sentado en un banco de piedra a la sombra de un frondoso plátano, y al punto se lanzó al encuentro de los dos recién llegados, creyéndolos tal vez dos locos a quienes tuviese que hacer volver atrás.

—Cálmate —le dijo al momento Kammamuri—. Vengo de parte de la reina del Assam. ¿Dónde está el doctor Stevenson?

—Lo han llamado de Baroda, sahib —respondió el portero—. Vos habéis estado aquí hace cinco o seis meses, ¿verdad?

—Justamente. Buena memoria tienes. He traído mucho dinero para el exrajá Sindhia. ¿Te acuerdas también de esto?

—Sí, sahib.

Kammamuri le puso en la mano un mohr de oro y se sentó en el banco de piedra, disfrutando unos instantes de la frescura que reinaba bajo el hermoso plátano.

—Conque ha huido, ¿verdad?

—Sí, sahib; nuestra vigilancia ha sido en balde, así como nuestras pesquisas. El exrajá ha escapado hace tres meses.

—¿Le ha ayudado alguien?

—Huyó una noche mientras se desencadenaba una tormenta espantosa, pero sus amigos debían de esperarlo con coches al otro lado de la reja, porque a la mañana siguiente hallamos muchas rodadas en el piso.

—¿Estaba curado?

—Sí, sahib. Ya no bebía licor alguno, y sólo una idea le atormentaba.

—¿La de reconquistar la corona perdida?

—Precisamente.

—¿Venía gente a verlo?

—Sí, sahib. Venían bracmanes que conferenciaban mucho y muy largo con él, tanto, que el doctor empezaba a inquietarse. Ya preveía una fuga.

—¡Ah, bracmanes! —exclamó Kammamuri—. ¿Cuántos?

—Cinco o seis.

—¿Sabríais reconocer a alguno?

—Seguramente…

El hercúleo portero se interrumpió bruscamente y se lanzó hacia la cancela que había permanecido abierta.

En aquel mismo instante, un bracmán, todo vestido de seda blanca, pasaba por la ancha avenida que se extendía delante de la construcción mogola.

También Kammamuri y Timul habían saltado de su asiento mirando fijamente al pretendido hombre santo.

Dos exclamaciones se les escaparon a una:

—¡El bracmán del tren!

Atravesaron ambos como un rayo la cancela y por delante y por detrás cortaron la retirada al bracmán, el cual se detuvo de pronto mirándolos desdeñosamente.

—Señor sacerdote —dijo Kammamuri, con voz iracunda—. ¿Nos conocéis?

—¿Quiénes sois? ¿Parias, quizá? —respondió el farsante—. Brahama no extiende sus bendiciones a los reptiles de la tierra india. Seguid vuestro camino, buenos hombres, si es que verdaderamente sois hombres buenos.

—¡Por la muerte de tu dios!… —gritó el maharato, saltándole por encima y agarrándolo por los hombros—. ¿No me conoces?

—Jamás os he visto —respondió el sacerdote—, y si me seguís molestando, recurriré a la policía.

—¡Ah!… ¡Canalla!…

Kammamuri buscó en sus bolsillos y sacó la petaca que le había regalado el bracmán en el tren, con la esperanza de hacerle fumar cigarros bien cargados de opio.

—¿Te acuerdas, sacerdote, de haberme regalado esto, poco después que el tren salió de Pursa?

—¡Tú estás loco!

—Y el maquinista y el fogonero, ¿adónde huyeron? Saltasteis a tierra un momento antes que se prendiera fuego al juncal, o mejor, de que lo incendiasen los amigos de Sindhia.

—¡Sindhia! —exclamó el bracmán, sin alterarse—. ¿Quién es ese?

—El exrajá de Assam —gritó Kammamuri, teniéndolo siempre sujeto.

—¡Tú estás loco!…

Después, viendo al gigantesco portero que se acercaba, le dijo:

—Ve a llamar a dos guardias para detener a estos bribones que pretenden haberme conocido en no sé qué rincón del mundo.

—También os conozco yo, señor sacerdote —respondió el guardián del manicomio—. Veníais a ver con bastante frecuencia al exrajá del Assam.

—¡Yo!… ¿Sois tres locos que os habéis escapado de la casa? Ya sé que aquí se curan las gentes que tienen el cerebro atrofiado.

Se cruzó de brazos, zafándose de las manos del maharato, y dijo con voz amenazadora, mirándolos a todos, uno tras otro, con aire de desafío:

—¿Qué pretendéis de mí? ¿Dinero? Os advierto que los bracmanes no llevan ninguno en sus bolsillos, porque no lo necesitan. ¿Mi vida queréis? Pues tomadla, pero no vengáis a contarme que me habéis conocido.

—¡Asesino! —gritó Kammamuri, frenético—. Tú y tus bandidos del Juncal amarillo habéis quemado a cien personas.

—¿Dónde está ese juncal que tiene un color tan bonito? _dijo el sacerdote con ironía y echándose un paso atrás, como si intentase huir.

—¡Farsante!… ¡Hora es de que acabes esta comedia!… —gritó Kammamuri, arrojándole con violencia a la cara la petaca—. ¿Tú no nos reconoces a nosotros, que bastante humo te hemos echado encima, y no conoces tampoco al portero del manicomio del doctor Stevenson?

—Jamás os he visto y os haré arrestar, ¡canallas! Vosotros lo que queréis es secuestrarme para obtener mucho dinero por mi rescate.

—¡Un rescate!… Tengo doce mil rupias en el bolsillo, en billetes de Banco ingleses, y quieres hacer creer que te he parado para robarte. ¡Afuera caretas, bracmán, sepamos quién eres!

El sacerdote, siempre tranquilo, se volvió hacia el portero del manicomio, diciéndole:

—Id a llamar a los guardias.

—No, sahib —respondió el gigante, moviendo enérgicamente la cabeza—. Yo también os he reconocido; veníais, con otros tres bracmanes sospechosos, a ver al loco del Assam.

—¡Te haré echar, pedazo de animal!… ¿Dónde está tu amo?

—Está muy lejos y no vendrá tan pronto.

—Lo esperaré.

—¿Dónde? ¿Aquí? —dijo Kammamuri, que no le quitaba la vista de encima y tenía una mano en la culata de una de sus pistolas.

—Aquí. Quiero que el doctor eche fuera a este miserable que se atreve a levantar la voz delante de un bracmán.

—Pues es una buena ocasión —dijo el maharato, volviéndose al portero—. Coge a este hombre, llévalo con los locos y déjalo allí hasta que tu amo vuelva. Aquí tienes dos mohrs para su manutención.

—Bien está, sahib —respondió el gigante, agarrando al sacerdote por los hombros—. Te prometo que se le tratará como al exrajá.

—¡Detén tus zarpas impuras! —gritó el bracmán, acalorándose por primera vez—. ¡Vete a agarrar monos, canalla!…

—Mientras tanto, os cojo a vos.

—¡Si yo no estoy loco!

—Todo lo indica, señor. Y a más, con miraros a los ojos basta. Nunca los he visto peores.

—¡Atrás tus zarpas impuras! —gritó por segunda vez el asesino.

El portero, en vez de obedecer, lo cogió en los brazos, como si fuese un chico, y entró corriendo en la bonita casa, gritando:

—¡Pronto! ¡Una ducha fría!… ¡Aquí viene un loco furioso!

A aquel grito, tres loqueros indios, también de complexión robusta, salieron corriendo por la puerta del palacio, provistos de camisas de fuerza y de cuerdas.

En un momento se echaron sobre el bracmán, el cual parecía que se había vuelto loco realmente, porque lanzaba alaridos como de fiera, y daba puñetazos y patadas; lo agarraron casi al vuelo y se lo llevaron, a pesar de sus protestas y maldiciones.

El portero esperó que todos hubiesen desaparecido y luego volvió hacia Kammamuri y Timul, que se reían hasta reventar.

—Señores —dijo—, el hombre está seguro. Hasta que llegue el doctor no os puede fastidiar más. Ya está bajo la ducha y aún ha de recibir no pocas. ¡Bracmán! ¡Vaya un bracmán!… Es un hombre sospechoso. ¡Debe ser amigo de aquel canalla de Sindhia!

—Diríase que tienes algún rencor contra el exrajá.

—Soy assamita, sahib, y aquel perro mató a mi padre para probar una nueva carabina que le había regalado el marajá de Baria. De no ser por el doctor* no hubiese salido vivo de este manicomio.

—¿Crees tú que se ha fugado para hacer la guerra a la rhani? —dijo Kammamuri.

—Sí, sahib; quiere volver a apoderarse de la corona.

—¿Con qué fuerzas cuenta?

—No sé.

—¿Y con qué dinero?

—Se susurra que los ingleses han puesto a su disposición grandes sumas para que destrone al marajá de piel blanca.

—En efecto, el marajá es antiguo enemigo de ellos.

—¿Qué puedo hacer por vos, sahib?

—Mandarme un telegrama a la capital dándome cuenta del estado de salud del bracmán —respondió Kammamuri dándole otro mohr.

—No lo dejaré escapar. Antes lo mataré de un puñetazo.

—No te pido tanto. Ese hombre puede sernos útil algún día.

—En su mirada hay escrita una palabra que he podido descifrar muy bien.

—¿Cuál?

—Malvado.

—Y tienes razón. Nosotros nos marcharemos esta noche y esperaremos tu telegrama.

—Contad con mi palabra.

Kammamuri y Timul volvieron al mail-cart y dieron al cochero la señal de partida, pero el muchachito no hizo silbar la fusta; antes bien, contenía con mano firme a los tres caballos, que piafaban impacientes por poner en movimiento sus nerviosas patas.

—¿Por qué no arrancamos? —dijo el maharato, sorprendido—. Te he dicho que emprendas la carrera.

—Una palabra primero, sahib —dijo el cochero, que parecía bastante preocupado—. Hay allí, sentados en un banco, a la sombra de un mango, dos hombres que me preocupan. Deben de esperarnos.

—¿A nosotros?

Durante vuestra ausencia han venido aquí a preguntarme si erais dos assamitas.

—¿Y tú qué has respondido? —dijo Kammamuri.

—Que nada sabía, y se han alejado pronunciando palabras amenazadoras.

—¿Quiénes podrán ser, sahib? —dijo Timul, que empezaba a preocuparse un tanto.

—Dos amigos del bracmán. No creía que Sindhia tuviese espías tan hábiles. ¡Esperan! ¡Mejor que mejor! Nosotros cojamos las pistolas y tú, muchacho, lanza los caballos a galope tendido y llévanos derechos a la estación. Allí dentro nadie ha de ir a acometemos. ¿Están armados?

—Tienen puñales y pistolas, sahib —respondió el cocherito.

—¿Tienes miedo tú? Estamos bien armados y somos buenos tiradores, y verás cómo esos dos bandidos van a pasar un momento negro.

—Entonces, arreo los caballos.

—¡Adelante!

El ligero mail-cart partió rápido como una saeta, levantando una densa nube de polvo.

Apenas había recorrido trescientos metros, cuando dos hombres se levantaron de un asiento de piedra colocado a la sombra de un magnífico mango, con pistolas en la mano y gritando con voz amenazadora:

—¡Para!…

—Dispara, Timul —dijo Kammamuri.

Ocho pistoletazos salieron del mail-cart, envolviéndolo todo en una nube de humo.

Uno de los dos agresores cayó al suelo como herido por un rayo, y el otro, tras de disparar dos tiros al azar, echó a correr precipitadamente, desapareciendo entre los jardines.

—¡Adelante! —gritó Kammamuri—. ¡El muerto no me interesa!

Los caballos, que se habían parado de golpe al oír todas aquellas detonaciones, se pusieron en movimiento con nuevo impulso, recorriendo todo el Strand y otras calles más, llegando en pocos minutos a la estación central de Calcuta.

Sahib —dijo el cochero, embolsándose una media docena de rupias—, ¿voy a denunciar el atentado a la policía?

—Déjala en paz. No tengo ganas de que meta la nariz en mis asuntos. Adiós, muchacho, y te felicito por tu extraordinario valor.

—Buen viaje, señores.

Los dos indios atravesaron el soberbio salón de entrada, atestado de viajeros en espera de varios trenes que los dispersaría por la India a inmensas distancias, y entraron en la fonda de la estación, delante de cuya puerta se paseaban unos policeman.

—Aquí, por lo menos, estaremos libres de cualquier atentado y podremos esperar tranquilamente nuestro tren.

Se sentaron a una mesa y pidieron cigarros de Manila.

—Y ahora, ¿qué piensas de esta agresión, amigo? —dijo Kammamuri a su compañero.

—Tengo una sospecha, sahib.

—¿Qué aquellos dos bandidos sean el maquinista y el fogonero del tren quemado en el Juncal amarillo?

—Sí, amo.

—También yo lo había sospechado.

—Pero me sorprende una cosa.

—¿Cuál?

—El haber encontrado tan pronto a esa gente aquí. Entonces, ¿estaban en el tren de socorro?

—Es probable. Nosotros no hemos visitado todos los coches.

—Y no nos hemos fijado en si nos han seguido. Hemos sido poco hábiles, sahib.

—Yo pienso sólo una cosa: he cumplido mi misión sin perder ni una uña. ¿Qué más se puede pretender?

—Prender a Sindhia, señor.

—A aquel zorro le habrán advertido de nuestra llegada y no habrá parado aquí ni un minuto. Quizá esté ahora, desde hace algunos meses o más, en la frontera del Assam, preparando la revolución. Pero nosotros, con nuestra policía, que parece que se pasa la vida dormitando, nada sabemos.

—¿Habrá peligro de que la rhani pierda la corona?

—¿Quién puede decirlo? Si Sindhia lo lograse, tendría que pasar por terribles pérdidas, porque así como los rajaputras han sido ahora sobornados, los montañeses permanecerán siempre fieles y, apoyados por los tigrecillos de Mompracem, darán seguramente batallas formidables antes de ver a su reinecita sin corona.

—¡Pues vengan pronto esos hombres formidables!

—No va a ser mañana cuando Sindhia marche sobre la capital con su gentualla, que debe de componerse de los peores bandidos de Bengala. Allí habrá parias, estranguladores, porque se ve que aún hay fakires, ladrones y aun cosas peores. Dará que hacer, pero el marajá no es hombre que pierda la cabeza.

En aquel momento, de una mesa vecina a la suya cayó al suelo con gran estrépito una jarra de agua, rompiéndose en mil pedazos. Kammamuri y Timul, a quienes tocó no poco de la ducha, se volvieron vivamente.

Un half cat, o sea un mestizo, como de veinticinco años, vestido elegantemente a la inglesa (todos aquellos que han adoptado la religión anglicana, y por eso se ven tan despreciados como parias, han abandonado los usos indios y también los vestidos), se levantó precipitadamente y dijo:

—Señores, excusadme. He sido un estúpido. Os ruego que me perdonéis el haberos mojado.

—Con el calor que hace, señor mío —respondió Kammamuri—, un poco de agua no viene mal.

—No quisiera, señores, que lo tomaseis por ofensa.

—En absoluto.

—Sabéis muy bien que a nosotros, los half cat, no se nos considera ya como indios.

—Para mí tenéis siempre en vuestras venas sangre india.

—He sido un estúpido —repitió el joven, metiéndose los dedos entre el pelo, que, después de su conversión a la nueva religión, se había dejado crecer—. ¿Puedo ofreceros algo? Dadme una prueba de que no todos los indios nos desprecian.

Kammamuri, siempre escamado, después de tantas amabilidades, lo examinó atentamente.

El mestizo era un joven bien parecido, de tez bronceada, ojos negrísimos y vivísimos, vestido todo de blanco y, al menos aparentemente, sin armas. Su aspecto era simpático, pero Kammamuri respondió en seguida:

—Ya hemos comido y bebido en abundancia y, como veis, estamos fumando excelentes cigarros, en espera de la salida del tren.

—Una botella de champaña, el famoso vino francés que da alegría y que solamente los rajaes pueden beber, no os vendría mal. Soy rico y puedo permitirme ese lujo. Vaya, aceptad.

—No —respondió agriamente el maharato—, ya no bebemos más.

—Permitidme que os ofrezca, por lo menos, un té.

Kammamuri estalló en una alegre carcajada.

—Esa bebida es buena para lavar las tripas de los ingleses, siempre demasiado llenas de carne.

—¿Un café entonces?

—Nos quitará el sueño.

—¡Ah! —dijo el mestizo con acento entristecido—, veo que también vosotros me despreciáis porque no soy más que un medio indio.

—Os engañáis, señor mío, porque nosotros no despreciamos ni siquiera a los parias, que son hombres de carne y hueso como todos los demás.

—Aceptad siquiera un cigarro.

—No; tenemos manilas, que son mejores que los de Londres, los cuales no nos gustan demasiado.

—¡Ah!… ¿Fumáis manilas? Pues entonces debéis de ser grandes señores. Habréis venido a Calcuta para divertiros un poco, ¿verdad? Si queréis, os serviré de guía.

—Os he dicho que esperamos el tren.

—¿Y adónde vais, si no es indiscreta mi pregunta?

—A Bombay.

—Ese tren se ha ido ya, señores, desde hace tres horas.

—Iremos a algún otro sitio.

—No falta más que el tren que va hasta Rangpur; es un viaje de cuarenta y ocho horas.

—¿Hay alrededor de esa ciudad juncales y tigres? —dijo Kammamuri, haciéndole señas para que se sentara a su mesa, llevándole un vaso de cerveza que un mozo había traído al momento.

—¡Oh, muchos, señores! Tengo una posesión allí, situada casi en las fronteras del Assam.

Al decir esto, el mestizo había mirado intensamente al maharato, como para ver, quizá, qué efecto le producían aquellas palabras.

—¡Ah!… ¿Tenéis allí una posesión?

—Y en ella se ven siempre tigres. Mis colonos me escriben que muchas veces aquellas fieras arrebatan novillos y hasta toros.

—¿Y no son capaces de matarlos?

—¿Quién se atreve?

—Pues yo, señor mío, he matado más de cincuenta devoradores de hombres.

—¿Entonces sois cazadores notables?

—Notables, no; pero muy hábiles y nada miedosos.

—Da gusto conversar con vosotros, señores. Quedaos aquí y os prometo haceros pasar una agradable velada.

—No, tenemos que marchar —dijo Kammamuri con voz firme.

—¿Adónde?

—Ya que hemos perdido el tren de Bombay, iremos a la Alta India.

—Quisiera haceros una proposición.

—Decid.

—Acompañaros hasta Rangpur y haceros cazar tigres en mis tierras.

—Nosotros tenemos la costumbre de viajar siempre solos y de apearnos donde más nos conviene. También nosotros tenemos mucho dinero y nos podemos permitir caprichos de príncipes.

—Vosotros debéis de ser dos príncipes.

—No, somos cazadores; pero tenemos muchas fincas, que nos dan buenas rentas.

—¿Situadas dónde?

—En muchas partes —respondió Kammamuri, haciendo señas a un mozo para que se acercase, y arrojando sobre la mesa una libra esterlina.

En la sala había un reloj. Miró la hora y después dijo a Timul:

—El tren está para salir. Vayamos a cazar los tigres de la Alta India, que dicen que son menos feroces que los de Bengala.

Se levantó de pronto, hizo un ligero saludo al indiscreto mestizo, que se inclinaba casi hasta el suelo, pidiendo mil excusas por la rociada, y salió al inmenso andén con Timul.

Iban y venían trenes silbando, retumbando o bufando, y los pasajeros acudían de todas partes, seguidos de mozos indios cargados de equipajes.

Kammamuri llamó a uno del servicio y le dio una rupia, sabiendo bien que era el único modo de dar con el tren que debía conducirlos sin exponerse a ser atropellados por alguna máquina. El tren que salía para la India septentrional estaba ya listo y no esperaba sino que se le diera la señal de partida al maquinista. Se componía de seis inmensos coches, todos de doble techo, con vastas galerías exteriores y el indispensable coche comedor.

Los dos indios, que querían viajar cómodamente, como convenía a su posición momentánea de príncipes assamitas, tomaron un departamento entero, advirtiendo al personal del tren que no querían que nadie los molestara. Las rupias hacían milagros y el maharato las derramaba a manos llenas.

Cinco minutos después de echarse cómodamente sobre los blandos asientos de crin vegetal, el tren tomaba impulso con gran estrépito.

—Por fin hemos arrancado —dijo Kammamuri a Timul, que estaba bajando las cortinas, impregnadas de agua, pues la noche prometía ser bastante fresca—. Calcuta empezaba a darme miedo.

—Y a mí también, sahib —dijo el joven—. Si llegamos a quedarnos una noche más, se hubieran pescado nuestros cadáveres en el Hugly con puñales clavados en el pecho.

—O envenenados. Si aceptamos la invitación de aquel mes* tizo de beber una botella en su compañía, quizá no estaríamos a estas horas aquí charlando.

—¡Ah, señor! —exclamó Timul.

—¿Se ha detenido el tren? A mí me parece que va a una velocidad espantosa.

—¿Si nos hubieran seguido?

—¿Quién, el mestizo?

—Sí, aquel half cat.

—También a mí se me ha ocurrido, y como todos estos coches comunican unos con otros, debías darte una vuelta por las galerías. Mira, observa y vuelve pronto. ¡Ah! ¡Poco a poco, amigo! Carga primero tus pistolas. No habíamos pensado en estas simpáticas amigas, que tantas veces nos han salvado la vida.

—Sí, iba a cometer una imperdonable imprudencia. Gracias, sahib. A ti no se te escapa nada.

Cargó sus armas, encendió otro cigarro y pasó por las galerías mirando dentro de los coches ocupados por buen número de viajeros. La cosa era fácil, porque todas las cortinas estaban alzadas a fin de que el fresco de la noche pudiera entrar libremente.

Kammamuri se había puesto a la portezuela, observando el campo, que parecía huir.

El tren había dejado también atrás la «ciudad negra» que habitaba la población india, y corría velozmente a través de inmensas llanuras cubiertas de arrozales.

Pocos grupos de árboles, en su mayor parte palmas, se dibujaban en el cielo, que estaba muy estrellado.

Del Hugly, no muy lejano, llegaban de tiempo en tiempo ráfagas de aire húmedo, bastante fresco, pero impregnadas de un olor a podrido.

Kammamuri estaba acabando su cigarro cuando vio aparecer delante de él a Timul, con la cara descompuesta.

—¿Has corrido algún peligro? —le preguntó apresuradamente.

—Ninguno, sahib. Se anda bien por las galerías y no es posible caerse.

—Pareces asustado.

—Lo he visto.

—¿Al mestizo?

—Sí, sahib. Ocupa el coche de cola que precede al coche comedor.

—¿No te has equivocado? Esos half cat se parecen todos algo.

—No, era el mismo; va en un departamento reservado y cuando lo vi se estaba cambiando el vestido claro por uno de cipayo.

—¡Por vida de…! ¿Qué tiene que ver con nosotros ese bandido? ¿Dónde ha encontrado tanta gente devota ese perro de Sindhia? No bastaban los bracmanes y los parias; ahora entran en escena también los mestizos. Es para perder la cabeza.

Tiró con cólera su colilla y dijo:

—¿Te ha visto?

—No; estaba muy absorto con la operación de transformarse.

—¿Y tú lo reconociste también bajo el traje de cipayo?

—Al instante, sahib. Aunque pasaran veinte años y se vistiera de rajá, lo reconocería.

—Entonces no puede ser más que un espía de Sindhia.

—Ya no sé qué pensar, sahib.

—¿Estará también destinado este tren a acabar entre llamas? Todo puede temerse de parte de esa canalla, siempre dispuesta a cualquier traición. Este asunto, querido Timul, empieza a preocuparme más de la cuenta.

Sahib, somos dos, y el mestizo ocupa, como nosotros, un departamento reservado.

—Leo en tus ojos una cosa terrible —dijo el maharato.

—Esperemos a que se duerma, pongámosle una mordaza y arrojémoslo del tren. Los tigres o los chacales podrán darse un buen banquete.

—¿Y si nos sorprendiera el personal del tren?

—Obraremos con extremada prudencia.

—¿Has visto en los coches oficiales ingleses?

—Ninguno, sahib el tren está lleno de gente pacífica que va a la India septentrional a respirar un poco de aire fresco. Las altas montañas del Himalaya no están lejos de Rangpur.

Kammamuri se pasó dos o tres veces la mano por la frente, entornó los ojos y después abrió los más centelleantes que antes y dijo en voz baja:

—Sí, cogeremos a ese hombre y lo echaremos a los tigres. Esperemos a que todos estén bien dormidos y ronquen a la par que la máquina. ¿El paso por las galerías no presenta obstáculos?

—Ninguno, sahib; se puede pasar de una a otra dando un salto que no asustaría ni a un chiquillo.

—Estoy decidido —dijo Kammamuri. Ese hombre no verá las fronteras del Assam. ¿Has hecho traer cerveza?

—Seis botellas, con carne fría y panecillos con manteca. Si queréis comer, no tenéis más que decirlo.

—Cenaré una costilla de aquel maldito half cat.

—¿Te habrás vuelto antropófago? —dijo el joven, sonriendo—. Ten en cuenta que los ingleses te condenarían al momento a la horca.

—Calcuta está ya lejos y aquí no hay guardias; eso sí, no podría presentar una pieza de caza tan extraña al cocinero del coche comedor sin que pusiera el grito en el cielo. Prefiero la carne fría; pero, como te he dicho, ese bribón no llegará ni a Rangpur ni a Pursa.

Miró su reloj de plata, regalo de Tremal-Naik, que contaba treinta años por lo menos, y dijo:

—Son ya las diez, ¡qué aprisa pasa el tiempo en el tren! Podemos, pues, cenar y preparar las camas.

Las lámparas estaban encendidas y lanzaban rayos de luz sobre el campo solitario, que la máquina devoraba envuelta en una nube de humo.

No había, por el momento, ni ciudades ni grandes poblaciones. Sólo se veían juncales y arrozales llenos de serpientes y otros reptiles. Los dos indios cenaron como hombres que tienen el ánimo completamente tranquilo, y, sobre todo, nervios muy sólidos; bebieron después un par de botellas de cerveza y, cuando terminaron, salieron a la galería.

También Kammamuri había cargado sus pistolas.

El tren había dejado las llanuras bajas, y empezaba a atravesar tierras cubiertas de maleza y de palmares. En los coches reinaba un gran silencio. Solamente la máquina jadeaba siempre con fragor infernal, devorando millas y millas.

El maharato había encendido un nuevo cigarro y lanzaba al aire bocanadas de humo perfumado que el vientecillo nocturno disipaba al punto.

Acabó y después dijo a Timul:

—Ha llegado el momento de intentar el golpe. ¿Tienes miedo?

—No, sahib; estoy completamente tranquilo.

—Entonces vayamos a ver qué hace ese perro de mestizo.

—Dormirá como los otros.

—¿Lo crees?

—También él tendrá sueño.

—Los espías no duermen casi, amigo. Seremos muy hábiles si logramos sorprenderlo.

—Estoy dispuesto, sahib.

—Vayamos —dijo Kammamuri con voz decidida—. Aquel hombre, como te he dicho, no verá las fronteras del Assam ni siquiera de lejos. Ya estamos exasperados. Han sido demasiadas traiciones.

VII. El policía

La noche era oscura; faltaban las estrellas y también la luna, y había en lo alto muchos vapores que emanaban de los grandes juncales, siempre húmedos.

También la mayor parte de las luces estaban, o muy rebajadas, o apagadas completamente.

Los dos indios atravesaron la primera galería y pasaron la segunda y después la tercera. Iban a saltar a la cuarta, cuando un cipayo cayó casi delante de ellos, por haber dado el salto en sentido inverso.

—¡El es! —dijo al punto Timul.

Kammamuri, sin perder un instante, lo apretó fuertemente por el cuello, impidiéndole lanzar un grito, y cuando creyó que ya eso le sería imposible, se lo echó a las espaldas y, ayudado por el rastreador, volvió a recorrer el camino hecho, refugiándose en su departamento.

Nadie lo había visto, porque todos los viajeros descansaban, y lo mismo el personal del tren, fiándose de la habilidad del maquinista y del fogonero, y así no tenía que temer ninguna sorpresa.

Pero Timul anduvo listo en cerrar la puerta y bajar los tupidos estores.

Kammamuri echó al mestizo sobre una banqueta y sólo entonces se dio cuenta de que había apretado demasiado la mano; el half cat no daba señales de vida.

—¿Lo has matado, sahib? —dijo Timul.

—¿Será posible que mis manos sean tan fuertes que haya matado yo a un hombre así de golpe? ¿No se habrá envenenado más bien mientras lo transportaba aquí?

—Podría ser, sahib. Hay venenos que matan en el acto al hombre más robusto.

—¿Y es el mismo?

—Sí, el half cat. Aun vestido de cipayo, es fácil reconocerlo.

—Ábrele la boca.

El joven sacó del bolsillo una navaja de resorte, le abrió la boca y le forzó los dientes, que tenía fuertemente encajados.

De repente una bocanada de baba sanguínea, que echaba un olor fortísimo, cayó delante de los dos indios, manchando la alfombra.

—¿Qué te había dicho? —dijo Kammamuri a Timul, que había dado un paso atrás tapándose las narices—. No he sido yo quien ha matado a este hombre; se ha suicidado, para no confesar nada, mientras lo transportaba a través de las galerías.

—¿De qué manera? La cosa parece imposible, sahib.

—Menos de lo que te crees —respondió el maharato, que se había apoderado de un anillo de oro que el mestizo llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda. Aquí hay un agujero que exhala el mismísimo olor que la baba sanguinolenta. Aquí dentro estaba el veneno, y lo ha chupado.

Sahib, tenemos que habérnoslas con bribones muy astutos.

—¿Ahora te das cuenta?

—¿Qué hacemos con este hombre? De un momento a otro podemos llegar a una estación y nos detendrían.

—Hay tiempo; espera primero a que me apodere de todos sus papeles y también de su cartera, porque los tigres comen carne, pero no billetes de Banco ni cheques. Ayúdame.

Todos los bolsillos del muerto fueron vaciados, pero no encontraron más que un escrito; los valores debió de dejarlos en su departamento.

—Después veremos, pero desembaracémonos primero de este hombre.

Lo cogieron uno por los hombros y otro por las piernas y salieron a la galería.

El tren había pasado ya la maleza y jadeaba con un ruido endiablado a través del juncal espesísimo que los audaces constructores de la línea férrea habían desmontado a pesar de los ataques de los tigres y de los leopardos.

Miraron en torno suyo, y no viendo a nadie, los dos indios dieron un fuerte empujón al mestizo, que fue a caer al otro lado del foso.

—Son unos bribones muy astutos, pero también nosotros tenemos mucha suerte —dijo el maharato—. Ahora espero volver a ver a la rhani y al señor Yáñez. Hace poco, lo ponía muy en duda, te lo aseguro.

Volvieron al departamento, bajaron las cortinas, avivaron la luz y miraron el billete hallado en un bolsillo del muerto.

Era un cartoncillo azul en el cual estaban escritas algunas líneas que Kammamuri, tras largo examen, llegó a descifrar: «Seguirlos dondequiera que vayan y despacharlos antes que vuelvan al Assam».

Debajo, por firma, había un pequeño borrón hecho con tinta roja en vez de negra.

—Tal vez me equivoque; pero, sin embargo, creo que las traiciones vencerán nuestro valor y nos veremos obligados a hacer nuestros equipajes para no volver a ver el Assam.

Sahib, ¿habrá en el tren algún otro espía?

—¿El mestizo estaba solo?

—Sí, solo.

—Entonces respiro. Todavía estaremos en guardia, y hasta que estemos en Gahuati, o por lo menos en Goalpara, no comeremos más que huevos cocidos y beberemos de botellas lacradas. No me fío ya ni de los cocineros del vagón comedor. Adelgazaremos un poco, pero no importa.

—¿Se descubrirá en la primera estación la desaparición del mestizo?

—¿Qué se nos da? No hemos cogido su equipaje ni sus valores. Y luego nos creen todos realmente príncipes auténticos, y ninguno vendrá a importunamos, para no tener después cuestiones con el marajá o con la rhani.

—¿Has entendido, querido Timul? —dijo Kammamuri, releyendo el billete—. Se mandaba a aquel pillo que acabase con nosotros antes que pudiéramos volver al Assam.

—¿Pero cuántos espías tiene ese Sindhia?

—¡Quién sabe! Muchos, seguro, y muy hábiles.

—Bien, podemos alegrarnos de estar vivos. Ya en la estación había tratado de envenenarnos por todos los medios con cigarros y con botellas. No me duelo de su muerte. Tendrá la rhani un formidable enemigo menos.

—¡Por vida del diablo!… ¡Quién iba a suponer que aquel borrachín de Sindhia sería tan poderoso en tan poco tiempo! Al principio no me preocupaban sus parias, sus fakires o bracmanes, aunque sean falsificados, pero ahora empiezo a estar alarmado. Y después, ninguno aquí nos ha visto en nuestra operación. Tengo una perfecta tranquilidad de espíritu.

En aquel momento, el tren empezó a silbar furiosamente y después a moderar su marcha. Kammamuri se precipitó a las galerías y descubrió de repente, a no mucha distancia, luces de varios colores.

—Ya estamos en Baraset —dijo a Timul, que le preguntaba con cierta desconfianza—. ¡Qué carrera ha hecho el tren! Llega con media hora de anticipación.

Todos los empleados del tren habían saltado a los frenos y los hacían girar rápidamente. En los coches volvieron a encenderse las lámparas. El monstruo de hierro recorrió todavía casi medio kilómetro, y por fin se detuvo bajo la ancha techumbre de la estación de Baraset.

Eran las tres de la madrugada y, aunque débilmente, el cielo empezaba a clarear, haciendo palidecer las estrellas que se descubrían entre los jirones de vapores.

Todos los viajeros, sabiendo que allí se haría una parada de un par de horas para que la máquina completase sus provisiones de agua y de carbón, habían dejado sus improvisados lechos para fumarse durante la espera algún cigarro o llegarse al coche comedor a beber algún trago de ginebra o de whisky.

Los empleados corrían de aquí para allá, seguidos de algún guardia de policía, dando órdenes, mientras que muchachos adormilados se acercaban para vender a los viajeros naranjas de tamaño inverosímil, plátanos, mangos de pulpa amarilla dorada, de un sabor aromático exquisito, y dulces preparados por las mujeres indias y que son excelentes, aunque saben demasiado a piña.

—No compraremos nada a ninguno —dijo Kammamuri a su compañero—. No puede uno fiarse.

—¡Oh, no, sahib! Tengo demasiado miedo. Ahora yo tampoco veo más que envenenadores por todas partes.

—Ve a encargar, en vez de otra cosa, veinticuatro huevos cocidos y cerveza. Mira bien que las botellas estén lacradas, y escógelas tú mismo en las cajas. ¡Ah! Se han dado cuenta.

—¿De qué, amo?

—De la misteriosa desaparición del cipayo —respondió Kammamuri.

La galería del coche que había tomado el mestizo estaba ocupada por empleados que parecían presa de viva agitación.

Entre ellos se encontraban también agentes de policía, los cuales examinaban la maleta de cuero amarillo del viajero tan misteriosamente desaparecido.

Los agentes pasaron a los coches, interrogando diligentemente a los viajeros, pero sin resultado alguno, pues a la hora en que el hecho había ocurrido, dormían todos profundamente.

Un policeman llegó por fin a la galería ocupada por los dos indios, y, mirándolos algo torcidamente, les preguntó con voz áspera y airada:

—¿Cómo ocupáis un departamento de primera clase vosotros solos?

—Para viajar con más comodidad —respondió Kammamuri con tranquilidad.

—¿Quiénes sois? ¿Traéis documentos?

—Sí, señor, y que llevan los sellos rojos de la reina del Assam.

—Dejádmelos ver.

El maharato sacó de su cartera los documentos, que llevaban también la firma del marajá.

—¡Sois dos altezas! —dijo, cambiando de tono.

—Parientes de la rhani.

—¿Qué habéis ido a hacer a Calcuta?

—Un simple viaje de placer. Se aburre uno en las ciudades del Assam.

—¿Habéis dormido mientras marchaba el tren?

—Constantemente; estábamos cansadísimos.

—¿Sabéis que ha desaparecido un viajero, el cual, cosa rara, también había tomado un departamento para él solo?

—No podíamos saberlo, porque aún no nos hemos movido de nuestro coche. ¿Era algún personaje importante?

—Era un half cat vestido a la inglesa y rico indudablemente. Pero aquí las cosas se embrollan; su traje ha sido hallado sobre un asiento y el revisor de los billetes lo ha reconocido perfectamente, y un guardafrenos afirma haber descubierto más tarde a aquel hombre vestido de cipayo.

—Habrá visto mal.

—No, porque sobre la red de su coche, señalada con el número mil novecientos noventa y siete, se ha encontrado una gorra de soldado.

—¡Oh, es raro! ¿Y cómo os explicáis esa misteriosa desaparición, señor agente?

—Se cree que el viajero había bebido demasiado y que al pasar de una galería a otra se ha caído a lo largo de la vía.

—Y algún tigre lo habrá devorado. Esos malditos animales están siempre dispuestos a acudir en cuanto hay que devorar, aunque sea un mono.

—Muy verdad es, señores míos. Hemos telegrafiado a Calcuta para que, si es posible, se hagan pesquisas.

—Tiempo perdido, creo yo —dijo Kammamuri—. No encontrarán sino los huesos.

—Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada y yo no soy Brahama para adivinar ciertas cosas. Buen viaje, señores.

Y el policeman pasó a otra galería para interrogar a otros viajeros, los cuales no podían, por cierto, darle mejores informes.

—Ya estamos fuera de toda sospecha —dijo Kammamuri—. También nosotros dormíamos como osos de Boután. ¿Qué podíamos ver con los ojos cerrados y fingiendo, además? Vete a hacer nuestras provisiones, Timul, y no te preocupes de más.

El joven hizo sus encargos y volvió con los huevos cocidos a su vista, y con botellas de cerveza. Tenían todavía galletas en abundancia y podían esperar una nueva parada.

El tren se disponía a proseguir su carrera, pues la máquina había completado sus reservas de agua y carbón.

Los empleados, después de asegurarse de que todas las cosas estaban a punto, hicieron a todos los chiquillos vendedores desalojar la línea y dieron con grandes gritos la señal de partida.

—Podemos dormir algunas horas —dijo Kammamuri, mientras el tren aceleraba rápidamente su marcha, dirigiéndose hacia las inmensas llanuras de la Bengala septentrional.

Hizo bajar las cortinas y después la luz, y se extendió sobre el reducido e improvisado lecho, no por eso menos cómodo.

Timul iba a cerrar la puerta e imitarlo, cuando dio dos pasos atrás, dejando escapar un grito de sorpresa, reprimido al instante.

Kammamuri, que lo vio echarse así hacia atrás, se alzó, empuñando rápidamente sus pistolas.

Sahib, fuera, en la galería, está el policía que nos interrogó antes de salir de Baraset.

—¿Qué te pasa, Timul? Pareces espantado —dijo—. ¿No te habrás equivocado?

—Tú sabes que no me olvido nunca de una cara cuando la he visto una vez.

—¿Qué hace?

—Me parece que procura espiarnos a través de las cortinas.

—¿Te ha visto?

—No creo.

—Entonces déjame a mí entendérmelas con él.

—¿Será también uno de los conjurados de Sindhia?

—Es un inglés, y aunque muy difícil, posiblemente también lo es. Si fuera todavía noche cerrada, le haría dar a este inoportuno otro salto del tren afuera, pero está amaneciendo y alguien podría vemos.

Se puso en la faja las pistolas, encendió un cigarro, hizo seña al joven de que no se moviera y salió a la galería.

El policeman estaba casi con la nariz pegada a la cortina que protegía el departamento de los viajeros. Viéndose descubierto, se apresuró a dar dos o tres pasos hacia el extremo de la galería, fingiendo escribir en su libro.

—¡Buenos días, señor! —le dijo Kammamuri, en tono un poco irónico—. ¿No os habéis detenido en Baraset?

—¡Ah! ¿Sois vos, alteza?… —exclamó el policía, haciendo un gesto de mal humor—. ¿Sois siempre tan madrugador?

—Se duerme poco en el Assam. Apenas aparece el sol estamos en pie todos, hasta las gallinas y las moscas. Y, además, durante el viaje hemos dormido bastante.

—¿Me permitís una pregunta, alteza?

—Y diez también.

—¿Por qué habéis encargado veinticuatro huevos duros al cocinero del coche comedor y ninguna otra cosa? Esto me ha chocado mucho.

—No puedo comprender el motivo de que os choque.

—¡Solamente huevos! —dijo el policeman, clavando en él la vista.

—Pues habéis de saber que cuando viajamos fuera de nuestro país, para no correr el riesgo de comer algún guiso sabiamente envenenado, no nos alimentamos más que de huevos.

—¿Y también cocidos a vuestra vista?

—¿También eso lo habéis sabido? Como veis, somos bastante prudentes. Cuando estemos en nuestra casa, daremos mucho que hacer a nuestros cocineros y desterraremos los huevos de nuestra mesa —dijo Kammamuri.

—Diríase que tenéis miedo de tener un mal fin antes de llegar a vuestro Estado. Yo represento a la Policía, y si sospecháis de alguien que pueda tener algún interés en envenenaros, debíais decírmelo en seguida. ¿Queréis que vele por vosotros? No os molestaré en manera alguna y no tenéis que pagarme más que cincuenta rupias si os dejo al otro lado de la frontera sanos y salvos.

—Nosotros sabemos defendernos perfectamente sin necesidad de nadie; sin embargo, si os parece, velad por nuestras personas.

—Comprenderéis, alteza, que después de la desaparición misteriosa de aquel viajero, nadie puede dormir tranquilo en este tren. Aquí debe de haber famosos bandidos, que acechan las ocasiones de dar algún buen golpe. No sé todavía quiénes son, pero estoy seguro de descubrirlos antes de llegar a la gran parada de Rangpur. Yo tengo un golpe de vista extraordinario y, sobre todo, un olfato maravilloso. ¡Oh! ¡A cuántos bandidos he detenido yo en la Ciudad Negra!…

—Entonces, bajo vuestra vigilancia incesante, podremos dormir tranquilos, sin temor de que alguien nos asesine y nos eche luego al juncal para alimentar a los tigres y a los chacales. De todas maneras, la empresa sería algo difícil, os lo aseguro, señor agente, porque somos dos y tenemos cuatro pistolas de doble tiro, que no fallan nunca.

—Cincuenta para dos príncipes no son una gran cosa —dijo el policeman.

—No; así que os concederemos ciento para descansar más tranquilos.

—Y vigilaré también a los cocineros del vagón comedor, si tenéis deseo de tomar algo que os apetezca más.

—Es inútil; hasta Rangpur, donde tomaremos un elefante para llegar a la frontera y seguir hasta Goalpara, que es la segunda ciudad del Assam, no comeremos más que huevos.

—Os admiro. ¿Queréis descansar, señores?

—Hemos dormido toda la noche, de manera que mejor tomaremos nuestros huevos solos. Vos podéis ir por ahí a hacer indagaciones sobre la desaparición tan misteriosa de aquel hombre.

—En efecto, ahora a pleno sol no podéis correr peligro alguno. Será esta noche cuando yo monte la guardia en vuestra galería. Buen apetito, alteza.

—¡Así acabara contigo un estrangulador! —murmuró Kammamuri para sí, volviéndole la espalda más bien bruscamente y entrando en el departamento.

Los dos indios se miraron el uno al otro durante algunos segundos, sin atreverse a hablar.

Timul fue quien, al romper el primer huevo, rompió también el silencio.

Sahib, ¿qué me dices? ¿Qué es lo que pretende este policeman?

—¿Qué pretende? —respondió Kammamuri rabiosamente—. Vigilarnos.

—¿Sospechará de nosotros?

—Puede ser.

—¿Nos hará detener antes de que podamos atravesar la frontera y ponernos a salvo?

—No se atreverá. Parece que tiene intención de acompañamos hasta después de Rangpur. Pero cuando estemos sobre el elefante seremos sus dueños sin haber disparado ni un pistoletazo.

—¿De qué manera, sahib?

—¿Te has olvidado, pues, de la petaca que me regaló el bracmán antes de que sobreviniese la terrible catástrofe del juncal? La he guardado y contiene todavía nueve cigarros de Londres cargados de opio, porque el décimo, como sabes, lo despedacé yo. Le regalaremos uno o un par de ellos, cuando vayamos en el elefante y hayamos comido y bebido sin hacer figurar los huevos, y cuando se haya adormilado, lo dejaremos caer entre algún matorral para que se vaya a arrestar a los tigres.

—Con eso ahorrarás también las cien rupias.

—No, Timul. Se las pagaré en Rangpur. Si van a acabar bajo las quijadas de las fieras, no será mía la culpa.

—¡Vaya!… Quería dormir, y esta pesadez nos obliga, en cambio, a almorzar a las cinco de la mañana. ¡Bueno!… El día será largo y calentísimo y tendremos tiempo de descansar.

Se puso delante del cestillo de huevos, y aunque hubiese preferido alguna otra cosa, animado por Timul, se puso a mondar y a comer con bastante apetito, echando, de tiempo en tiempo, tragos de buena cerveza.

En tanto, el tren seguía su rapidísima carrera, atravesando regiones casi salvajes. Sólo a grandes distancias, en los bordes de los arrozales, se veían miserables aldeas, cuyos habitantes debían de estar constantemente devorados por la calentura endémica en aquellas tierras.

A lo lejos, sobre alguna rara altura, se dibujaban hudis, pequeños fuertes almenados que servían de atalayas y que están edificados al borde de los barrancos cortados a pico.

Millas y millas se sucedían, pero la frontera del Assam occidental estaba todavía lejos y los dos indios aún podían verse metidos en algún mal paso antes de llegar.

Afortunadamente, eran hombres que no se preocupaban demasiado por nada.

Terminada su frugal comida, que rociaron con una botella de un vino añejo francés que llevaba una marca famosa, «Burdeos», y que era más ácido que el vinagre, pero que estaba muy bien lacrada, se extendieron en sus camas, que ni siquiera habían probado, y, tras poner al alcance de la mano sus pistolas, se durmieron profundamente.

Nada tenían que temer, porque el policía había prometido velar por ellos. Cuando se despertaron, el tren había hecho ya algunas paradas en pequeñas estaciones, volviendo a ponerse en marcha en seguida de hacer la acostumbrada provisión de agua y de carbón. Iba ya casi a ponerse el sol.

—¡Por Sivah! —exclamó el maharato, después de mirar el reloj—. Son ya las siete; ahora podemos pasar la noche en vela. De día no puede suceder nada extraordinario.

Salió a la galería y se encontró frente al policía, el cual andaba erguido, con la cabeza muy levantada, la cara contraída, como si tratara de resolver algún arduo problema.

—Alteza —dijo de repente con un poco de ironía—. ¿Se duerme mucho en el Assam?

—¡Oh, sí!… Somos muy dormilones. Somos capaces de estarnos veinticuatro horas seguidas con los ojos cerrados —respondió Kammamuri.

—¿Después de alguna cacería?

—¡Ya lo creo! Hay cacerías de tigres en las cuales, señor mío, los nervios quedan casi destrozados.

—Os creo, alteza.

—¡Ah!… Y del viajero desaparecido, ¿no habéis sabido nada más?

—Absolutamente nada —respondió el policeman—. Ya no pienso más en eso. No era sino un mestizo, un hombre despreciado, que no se sabe si era un cipayo o un bandido. Los tigres lo habrán devorado y no voy a ser yo, por cierto, quien vaya a buscar sus huesos, dentro o al borde de algún juncal.

—En efecto, esas son fieras que hasta dan sudor frío, y bastante lo sabemos nosotros los assamitas. ¿Cuándo llegaremos a Rangpur?

—Mañana, a las siete y treinta y cinco, alteza.

—Entonces, Timul, ve a buscar otros veinticuatro huevos y a vigilar mientras hierven. Mira que estén bien cocidos.

—Alteza —dijo el policeman—, si queréis comer alguna otra cosa, como os he dicho, yo vigilaré.

—No, no. Nada más que huevos. Nos desquitaremos más allá de la frontera.

El policeman arrugó la frente y frunció un poco la nariz.

Kammamuri, que lo observaba atentamente, le dijo:

—A vos nadie os impide el comer y beber lo que se os antoje. Ya os he dicho que nosotros pagaremos.

—Sois demasiado generoso. Entonces voy a cenar y después montaré la guardia.

Hizo un gran saludo y se alejó, siempre erguido, siguiéndole en seguida Timul, que iba a vigilar mientras cociesen los veinticuatro huevos.

—¡Por todos los demonios!… —exclamó el maharato, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Pero qué quiere ahora este hombre de nosotros? Nos hemos desembarazado del mestizo y también del bracmán y he aquí que ahora se nos pone por delante este agente de policía.

»Empiezo a ponerme rabioso. Acabaré por dar fin también de esta sanguijuela que se nos ha pegado de esta manera.

»Pero ¿cómo ha podido cambiar este Sindhia para tener de su parte hasta hombres blancos? ¿Qué tesoros tenía escondidos? En todo este negocio hay por medio mucho dinero que corre y que, a lo que parece, por las trazas, como siempre, hace milagros, y también…

Le interrumpió Timul, que entraba con los huevos, todavía calientes, hervidos a su vista y que venían servidos en una bonita cazuelita de porcelana y con cubiertos de plata.

—¿Qué hace el policeman?

—Come y bebe a costa tuya hasta reventar, sahib —dijo él—. Hará una buena cuenta.

—Esta orgía va a durar poco, porque mañana por la mañana llegaremos a Rangpur.

Sahib, ¿lo dejarás venir con nosotros?

—Hasta la frontera, y después lo haremos desaparecer. Yo ya creo que es un falso policía.

—Me ha enseñado la medalla que los distingue.

—También esa puede ser falsa, amigo mío —dijo Kammamuri—. ¡Oh!, le haremos fumar y nos desembarazaremos de él.

No sabiendo qué hacer, se pusieron de nuevo a comer y a beber, aunque ya estuviesen cansados de los huevos, y después llevaron dos asientos a la galería y encendieron sus cigarros.

El policía, para no molestarlos, se había detenido en la galería vecina, y fumaba también uno de Londres, que ya no le costaban ni un cuarto, Como hemos dicho, la noche había cerrado, una noche bastante oscura, porque la luna y las estrellas persistían en no dejarse ver. El tren corría ahora entre inmensos bosques, habiendo desaparecido ya los juncales.

Habían transcurrido ya algunas horas y Rangpur no debía de estar más que a unos cien kilómetros, cuando un espectáculo inesperado se ofreció a las miradas sorprendidas y un tanto asustadas de los viajeros que estaban dispersos en las galerías a causa del excesivo calor, que impedía dormir dentro de los coches.

Cientos y cientos de luces brillaban en la selva a ambos lados de la vía por donde el tren atravesaba. Parecía que una muchedumbre había acampado bajo las palmas, plátanos, mangos, tamarindos y demás árboles del bosque.

Había cundido la alarma y todos se habían precipitado fuera a las galerías, echando mano de las carabinas y pistolas, mientras el tren aceleraba su marcha pronto a huir de cualquier asalto repentino.

Sahib, ¿qué va a pasar? —dijo Timul—. ¿Estarán llenas de bandidos estas selvas?

—De hombres de bien, seguro que no —respondió Kammamuri, pasándose una mano por su ceñuda frente—. Estos bosques se alargan hasta la frontera del Assam, y me asalta una sospecha, amigo.

—¿Que sean los secuaces de Sindhia?

—Has adivinado.

—¿Asaltarán el tren?

—No creo que se atrevan a tanto. No querrán, por cierto, habérselas de repente con la policía de a caballo de las fronteras septentrionales.

—¿Y si alguno nos reconociese?

—¿Quién? El falso bracmán ha muerto, el viejo paria y aquel otro joven, espero que estén todavía en manos del marajá.

—¿Y los rajaputras que nos traicionaron? ¿No los recuerdas ya, sahib?

—Rangpur está demasiado lejos para poder llegar a pie, y todavía tenemos que pasar por bosques y más bosques. No, yo me quedo y arriesgo todo. Estemos a la mira del policeman. Si hace alguna señal, acabemos con él en seguida.

El tren, después de moderar la marcha, se detuvo delante de las líneas de fuego que arrojaban en la noche resplandores rojizos. El maquinista temía que toda aquella gente sospechosa hubiera interpuesto troncos de árbol en la línea para provocar alguna espantosa catástrofe, y no se había atrevido a avanzar.

La máquina, sin embargo, estaba bajo presión, dispuesta a recobrar su impulso y a correr a cien kilómetros por hora.

De entre los matorrales salían cientos y cientos de hombres, que parecían que se habían congregado de todas partes de la inmensa península y que pertenecían a las razas peores; pero conservaban una calma absoluta, aunque todos estuviesen armados de pistolas, de carabinas y de tarwars..

Había, sobre todo, grandes partidas de sianiasos, los cuales son los fakires más peligrosos, que recorren las provincias en grandes grupos, robando las hortalizas, devastando los campos, despojando descaradamente a los pobres cultivadores, ya demasiados oprimidos por sus generosos protectores, los ingleses.

Había entre ellos promhungsos, hombres, según la superstición india, bajados del cielo, y que no son más que vulgares bandidos; había dondys, armados, en vez de carabinas, de nudosos bastones, que son para ellos como un distintivo de su casta, y nanek-puntys, que, por un uso particular de ellos, cuyo origen se ha ignorado siempre, llevan un solo zapato y bigote sólo en un lado de la cara.

Y había más: parias, ganapanes disfrazados de guerreros y hasta molanghos de los Sunderbunds de la Baja Bengala, los más feos de los indios y siempre calenturientos.

Con gran estupor de los viajeros, todos aquellos bandidos, o lo que quiera que fuesen, se contentaron con mirar con cierta curiosidad a los coches, permaneciendo al otro lado del foso, sin lanzar un grito ni hacer un gesto de amenaza.

El maquinista, después de averiguar que la línea no estaba obstruida, lanzó el tren a más de noventa kilómetros por hora, sumergiéndose de nuevo en las tinieblas.

Kammamuri y Timul se acercaron de nuevo al policía, el cual había permanecido tranquilísimo.

—¿Creéis que sean personas sospechosas? —le preguntó el primero.

—¡Oh!, no sabría deciros —respondió el policeman, con cierto aire como embarazado.

—¿Pero cómo el gobernador de Bengala permite que se reúnan en las selvas bandas tan poderosas?

—Nadie le habrá informado. Yo creo, sin embargo, que no pararán aquí, para que no vengan más tarde los cipayos a perseguirlos y los cojan y los fusilen sin misericordia. Se refugiarán seguramente en algún Estado independiente para realizar con mayor seguridad sus fechorías.

—El Assam está cerca.

—Irán al Assam, señor —respondió prontamente el policía.

—¿Habéis oído hablar de un exrajá que se llama Sindhia y estaba en un manicomio de Calcuta?

—Sí, vagamente.

—Reinaba antes en el Assam.

—No sé nada. La política no me ha importado nunca y, por consiguiente, ignoro siempre lo que sucede en los Estados independientes. A mí no me importan más que los ladrones, y, no lo digo por alabarme, he prendido a muchos famosos que operaban especialmente en las líneas férreas.

—¡Ah! —exclamó Kammamuri.

—Esos bribones esperaban a que los viajeros se durmiesen, y luego los arrojaban por las galerías, no sin haberlos aligerado primero de todos los valores y todas las alhajas que llevasen encima.

—Entonces espero que lograréis también descubrir a los asesinos de aquel misterioso mestizo.

—Creo estar ya sobre una buena pista —respondió el policeman ahuecando la voz.

—¿Y están todavía en el tren?

—Sí.

—¿Y cómo no han cogido los valores que llevaba el mestizo y que me han dicho ser de importancia?

—Porque a los bandidos les habrá faltado tiempo para completar el golpe —dijo el policía, mirando fijamente a Kammamuri.

—¡Oh! Pero los prenderéis seguramente.

—Tengo muchas esperanzas.

—Entonces, ¿no nos vais a escoltar hasta la frontera assamita?

—¿Y por qué no, alteza? No quiero perder el premio que me habéis prometido.

—Pero mientras tanto los asesinos aprovecharán para escapar.

—Otros serán los que los vigilen. Pero id a dormir. Yo velo con la pistola empuñada. Faltan todavía cuatro horas para llegar a Rangpur.

—¿Encontraremos otros bandidos?

—Pasaremos entre ellos a todo vapor y los trituraremos si intentan pararnos.

—Preferimos adormilarnos en los asientos que hemos llevado a la galería de nuestro coche —dijo Kammamuri—. La noche está demasiado calurosa y, además, temo todavía una desagradable sorpresa, tanto más cuanto que aquellos bandidos nos han dejado pasar tranquilamente.

—Descansad, señores —dijo entonces el policía—. Estoy sobre aviso, aunque no esté a vuestro mismo lado.

Los dos indios permanecieron algún tiempo silenciosos mirando distraídamente a los gigantescos árboles, que parecían huir vertiginosamente, y, por fin, Timul dijo en voz baja:

—Este policía sospecha de nosotros. Ahora no podemos equivocarnos; se ha hecho entender, aunque no a las claras.

—Puede ser muy bien, pero, como te he dicho, no se atreverá a detenernos habiéndole enseñado yo mis documentos con los sellos de la rhani.

—¿Y nos acompañará?

—Veámosle venir y no pensemos más en él. No creo que sea uno de los conjurados de Sindhia, porque no hubieran dejado de detenerlo aquellos bandidos. Será un policeman enamorado de su oficio y que crea ver en nosotros a los asesinos del mestizo.

—Y no se engaña, sahib.

—Nadie nos ha visto, con lo cual, faltándole pruebas, se encontrará completamente desarmado. Ve a coger otra botella de cerveza y más cigarros y esperemos llegar a Rangpur.

—¡Ah, sahib!

—¿Qué hay? La máquina me parece que sigue corriendo.

—La frontera del Assam no está muy lejos de la línea ferroviaria en este punto al menos. ¿No es verdad?

—Apenas unas quince millas.

—¡Mira, pues! Arde una ciudad, una de las de la rhani, estoy seguro.

Kammamuri dio un brinco, presa de viva inquietud. Por el Oriente el cielo se había iluminado de improviso, proyectando hacia las nubes reflejos azulados que tomaban de cuando en cuando tintes rojizos.

—Sí, alguna ciudad arde cerca de la frontera —dijo después con un suspiro—. Los bandidos de Sindhia no pierden el tiempo, y somos nosotros quienes no sabemos qué sucede en la capital.

—Con un buen elefante, mañana por la noche podemos llegar a Gahuati, sahib.

—Si no nos paran en plena carrera.

—¿Los bandidos de Sindhia?

Kammamuri no respondió. Se levantó, encendió un cigarro y se puso a pasear agitadamente por las galerías, barbotando amenazas. El policía, como había prometido, vigilaba desde el vecino coche, fumándose otro londres.

Dos horas más tarde, el tren lanzaba silbidos, refrenaba gradualmente la marcha y entraba con estrépito en la vasta estación de Rangpur.

VIII. Los cigarros del bracmán

Rangpur es una de las más importantes ciudades de la Bengala septentrional; está bastante poblada, tanto de ingleses como de indios, y tiene un tráfico extraordinario, especialmente con el Assam, del que está a no mucha distancia.

Hay barrios que parecen europeos, atravesados por calles anchas y bien sombreadas, pero es una ciudad india, que abunda en pagodas y en monumentos antiguos de dimensiones colosales. Hay palacetes y bungalows, así como cabañas de indios que forman una pequeña «ciudad negra» semejante a la de Calcuta.

El tren debía parar cinco horas para esperar la carga que tenía que bajar de las regiones septentrionales, con lo cual los viajeros disponían de todo el tiempo necesario para comer y hasta para visitar la ciudad.

Kammamuri, saldada la cuenta con el cocinero del coche comedor, bastante elevada, aunque no hubiese hecho consumo más que de huevos, cerveza y cigarros, dejó el tren, seguido de Timul y del policeman, más tieso que nunca, pensando, tal vez, en las cien rupias prometidas.

Tomó uno de los muchos mail-cart que había a la salida de la estación, se hizo llevar a un conocido traficante en elefantes y eligió un hermosísimo merghee. de tamaño imponente, trompa bastante larga, patas altas, y menos robusto que los coomareah., pero más veloces.

El elefante iba a llevarlos directamente a la capital, pero la tirada era muy larga y los dos indios tuvieron que proveerse abundantemente de víveres. No dejaron también de hacerse de dos espléndidas carabinas inglesas, que, sin duda, les eran de más provecho que las pistolas que tenían, aunque estas fueran unas armas superiores.

Antes de marchar estuvieron en uno de los mejores hoteles, frecuentado sólo por ingleses o indios de altas castas, y se permitieron el lujo de un verdadero banquete, seguros de no coger ningún terrible cólico que se los llevara en pocos minutos al otro mundo, del que no se vuelve.

Fumaron un cigarro, vaciaron una botella de vino portugués, que llevaba la marca «Goa», y luego se encaminaron hacia la estación, cerca de la cual debía esperar el elefante. Encontraron, en efecto, a la bestia perfectamente equipada, guiada por un cornac, negro como un africano, aunque seguramente malabar, y se prepararon a trepar a la litera.

Justamente en aquel momento se presentó de improviso el policeman, que primero había desaparecido, seguido de otros cuatro policías.

—¡Deteneos!… —gritó.

—¿A quién detenéis? —exclamó Kammamuri, haciendo un gesto de impaciencia—. ¿Venís a reclamar las rupias que os he prometido? Estoy dispuesto a dároslas.

—No se trata de eso ahora, alteza.

—¿Es que habrá prohibido el gobernador de Bengala que salgan los elefantes de Rangpur?

—Tampoco.

—Pues explicaos de una vez. Empezáis a poneros atrozmente fastidioso, señor mío. Ya estamos hartos de vuestra compañía.

Sacó la cartera y cogió un billete de cien rupias.

—Tomad y dejadnos tranquilos —dijo con acritud—. No tenemos ya necesidad de vuestros servicios.

—No puedo, con gran sentimiento por mi parte, dejaros marchar —dijo el policeman, pero se guardó rápidamente en el bolsillo el premio prometido.

—¿Y por qué? —dijo Kammamuri, apretando los dientes y cruzando los brazos.

—Porque todavía no se han descubierto los asesinos de aquel desdichado mestizo.

—¿Y qué tenemos nosotros que ver con este misterioso asunto? Ya habéis visto nuestros documentos; sabéis que somos príncipes que viajamos, ¿y queréis detenemos mientras en nuestra patria se está desencadenando una tremenda insurrección?

—Yo no he oído hablar de eso —respondió el policía—. Por el contrario, parece que todo está en paz más allá de la frontera.

—¿Y adónde iban todos aquellos bandidos perfectamente armados? No dormíais, porque estabais en la otra galería.

—Ya os he dicho que yo nunca me he ocupado de la política. Que el Assam pase al dominio de otro rajá, que pase al de otra rhani, a mí poco me importa.

—Pero en resumen, ¿qué queréis de nosotros? —dijo Kammamuri gritando y levantando los puños.

—Impediros salir hasta que se haya descubierto a los asesinos del half cat.

—Entonces, ¿sospecháis de nosotros?

—Sospechar precisamente no, porque no tengo ninguna prueba, y además no quisiera suscitar complicaciones con vuestro país.

—¿Y nos detenéis?

—No; iréis a un hotel y permaneceréis allí libres de comer, de beber y de pasearos en coche, y hasta no se os impedirá el hacer alguna batida por los alrededores para probar vuestras carabinas nuevas. Hay no lejos de aquí bosques y juncales en los que se encuentra caza mayor.

—¿Estáis loco? —dijo Kammamuri—. Mañana por la noche tenemos que estar forzosamente en Gahuati con la rhani. ¿Habéis entendido? Si queréis acompañarnos, veníos también.

—Tengo órdenes terminantes de no dejaros salir por ahora.

—¿Ordenes de quién?

—Del inspector de policía de Rangpur.

—¿Habrá sido comprado, acaso a rupias o mohr contantes y sonantes por el exrajá del Assam, por ese bribonazo de Sindhia?

—Tened cuidado con lo que habláis. No se insulta a un funcionario inglés.

—Somos príncipes assamitas y volveremos a nuestra casa.

—No, alteza; ahora no.

—Mirad que estáis abusando demasiado de vuestra medalla de policeman.

—Yo no hago más que cumplir con mi deber —respondió el policía con voz firme.

—¿Y si me sublevase?

—Somos cinco y no dudaríamos en poneros esposas en las muñecas.

—¿A nosotros, príncipes extranjeros?

Una sonrisa casi de desprecio asomó a los labios del policía.

—Su graciosa Majestad la reina Victoria es emperatriz de las Indias y os tolera solamente, señores príncipes. Si quisiera, sólo en un par de meses no quedaría un solo Estado independiente en esta inmensa península.

—No corráis tanto, señor policía; las insurrecciones de mil ochocientos cuarenta y seis y de mil ochocientos cincuenta y siete os han demostrado de qué esfuerzos serían capaces los indios si se pusieran de acuerdo.

—¡Bah! Una tercera insurrección no habrá.

—Ahora parece que entendéis de política —dijo Kammamuri, con tono irónico.

—No, alteza; no me ocupo más que de los ladrones y de los asesinos, ya os lo he dicho.

—¡Vaya, acaba!

—Yo ya he acabado; seguidme.

—¿Y el elefante?

—Os esperará aquí, y si el inspector os da permiso, nadie os impedirá seguir vuestro viaje. Y, sin embargo, de ser vosotros, me quedaría en Rangpur.

—¿Por qué?

—Se dice que en el Assam ha estallado la insurrección con una violencia inaudita y que el marajá no tiene tropas bastantes para dominarla.

—Pues más razón para volar en ayuda de mis parientes —respondió Kammamuri.

—Para haceros matar en seguida.

—Ni yo ni mi compañero somos hombres que temamos a la muerte, sabedlo, señor policía. Y ahora llevadme a ese inspector, que no tenemos tiempo que perder.

—No tenéis que andar más que unos pasos, porque está aquí, en la oficina de policía de la estación.

—Podíais habérmelo dicho primero y nos hubiéramos evitado tanta charla.

—Yo tengo que cumplir con mi deber.

—Bueno, ya lo sabemos.

Dio orden al cornac de no moverse y después siguió con Timul a los cinco policías, los cuales los introdujeron en una modesta salita situada bastante cerca de la oficina del jefe de estación.

Un señor de unos cincuenta años, con grandísimas patillas rubicundas que ya empezaban a desteñirse, todo vestido de blanco, estaba sentado delante de un escritorio, leyendo un periódico.

Al ver entrar a los dos indios dejó el periódico, hizo un ligero saludo con la cabeza y se puso a observarlos con extrema atención. El policeman, entretanto, había traído dos sillas.

—Vosotros afirmáis que sois príncipes assamitas, ¿verdad? —dijo por fin el inspector—. ¿Tenéis documentos que lo prueben?

—Sí; traemos los sellos de la rhani y también los del marajá —respondió Kammamuri, sacando de su abultada cartera dos cartas y poniéndolas sobre el escritorio—. Miradlas, señor.

El inspector cogió los documentos y los leyó con atención, examinando especialmente los sellos.

—¿No los habéis robado a alguien? —dijo al cabo de un rato el inspector, clavando sus ojos grises en Kammamuri.

—¿Qué queréis decir, señor? —dijo el maharato, que ya no podía más.

—Me parece que he hablado claro.

—¿Y robado a quién?

—En el tren que viajabais ha sido asesinado un mestizo de elevada condición, a lo que parece, y su cadáver no ha aparecido.

—¿Y qué?

—Que se sospecha de vosotros.

—¡De nosotros! ¿Y por qué, señor inspector?

—Pues porque podría tratarse de alguna venganza política.

Y como se ha cometido el asesinato en territorio inglés, tenemos que intervenir en este asunto, que ha impresionado a los viajeros.

—¿Y qué más? —dijo Kammamuri, que medía y pesaba sus palabras.

—Que es nuestro deber trataros como a gente sospechosa.

—¿A pesar de nuestros documentos, firmados por una rhani y un marajá?

—Podéis haberlos robado.

—¿A quién?

—A aquel half cat.

—Si era un half cat, no podía ser pariente de la rhani ni del marajá, señor mío. Hay gente de esa en Calcuta o en otras ciudades, pero en nuestro reino no se encuentran.

—No sé qué contestaros —dijo el inspector, alargando los brazos—. Pero no puedo dejaros marchar hasta que se haya encontrado el cadáver del asesinado.

—Supongo entonces que detendréis a todos los viajeros —Todos son ingleses.

—Vamos, personas no sospechosas, porque tienen la cara blanca y adoran al leopardo inglés. ¿De modo que nos mandaréis a una oscura cárcel?

—¡Oh, no, señor mío! Podéis ser realmente hombres de bien, y además príncipes, y no me atrevería a tanto. En el hotel Bristol, por ejemplo, se come bien y se bebe mejor. Tendréis fondos, supongo.

—Tenemos rupias para tirarlas a puñados por la ventana —respondió Kammamuri—. Pero os advierto que el hotel hará mal negocio con nosotros, porque no comemos más que huevos, y hervidos a nuestra vista.

—No os creo.

—Señor policía —dijo Kammamuri, volviéndose hacia la sanguijuela que le había gastado más de ciento veinte rupias en comidas y cenas—. Abrid el pico de una vez.

—No puedo negarlo —respondió el policía—. Huevos, siempre huevos. Son muy raros estos príncipes assamitas.

—Sin embargo, si venís con nosotros a Gahuati os haré ver cómo trabajan los cocineros de la corte. Los huevos nos sirven entonces para romperlos encima a los que nos fastidian —luego, volviéndose al inspector, le dijo—: ¿Qué hago con el elefante que he ajustado en cinco buenos mohr?

—Devolvedlo por ahora a su propietario. Ya habéis pagado y el cornac estará siempre dispuesto a marchar.

—¿Y así es cómo la policía inglesa trata a los príncipes extranjeros?

—¿Qué queréis que yo le haga? Tengo que cumplir con mi deber.

—Si mañana tuvierais ese capricho, nos haríais ahorcar a los dos, seguro de que el Assam, demasiado débil, no os iba a hacer la guerra.

—No exageréis, señor. Como os he dicho, os mando a un hotel y no a una cárcel.

—Sois los más fuertes y tengo que acceder —respondió Kammamuri, que sentía por dentro un deseo furioso de echar mano de la pistola—. ¿Dónde está ese hotel?

—A pocos pasos de la estación. Ship os llevará.

—¿Ship es el célebre policeman? —dijo el maharato con voz airada—. Buen agente, señor inspector, que cobra caro.

—¿Qué decís?

—Hace poco que se ha guardado buenas rupias mías.

—Son los gajes del oficio —dijo el inspector, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo iban a poder vivir estos hombres con su modestísima paga?

—Vosotros, los ingleses, tenéis siempre razón. Sois los más fuertes y abusáis, ¡y cómo abusáis!… Sabed, sin embargo, señores, que nosotros los indios no somos ovejas que se dejan siempre esquilar.

—Yo no soy el virrey de la India —respondió el inspector—. No soy más que un modesto funcionario que cumple su deber y nada más. Ship, acompaña a los señores al hotel y no los dejes. Del elefante me ocuparé yo.

El maharato tuvo por un momento la idea de sacar las dos pistolas y empeñarse en una batalla furiosa; pero, pensando que en Rangpur había más policías y también cipayos, puso freno a su cólera, siempre dispuesta a estallar.

—Señor Ship —dijo, volviéndose al policía, que lo miraba impasible—. ¿Queréis llevarnos a ese famoso hotel? Pero os advierto que no os daré una sola rupia más.

—Estoy a vuestras órdenes —respondió el policía, con una extraña sonrisa.

—Vayamos, Timul; proseguiremos la caza de huevos.

—Un momento, señores —dijo el inspector—. ¿Tendríais miedo de ser envenenados y por eso no coméis algo más apetitoso?

—Señor mío —dijo Kammamuri—, a la rhani, mi cercana pariente, asesinos misteriosos le han privado en un mes de los preciosos servicios de dos de sus ministros.

—¿Los mataría algún estrangulador?

—Los mataron con el veneno del bis cobra.

—Tendrían una muerte fulminante —dijo el inglés, haciendo un gesto de espanto—. ¡El veneno del bis cobra! ¡Oh! Nadie lo resiste y no se conoce ningún antídoto para él.

—Los encontramos retorcidos y con los labios cubiertos de espuma sanguinolenta.

—¿Y no se ha descubierto a los asesinos?

—No, y probablemente no se les descubrirá.

—¿Pero, qué policía tiene la rhani?

—Kammamuri se encogió de hombros.

—Si hubiera estado yo…

—Con el señor Ship —dijo el maharato con ironía— esos delitos no hubiesen tenido lugar. ¿Verdad, señor?

—Puede que no.

—No conocéis la pillería de algunos indios.

—Nos dan también vuestros compatriotas mucho que hacer a nosotros.

—Cuando vuelva a Gahuati, creedme, os propondré a la rhani para jefe de policía.

—De este asunto se podrá volver a hablar —dijo el inspector—. Si en la corte de la rhani se hace mucho uso del terrible veneno del bis cobra, será un poco difícil que alguien acepte un puesto tan peligroso. Lo pensaré.

Se levantó para dar a entender que el interrogatorio se había terminado e hizo a los indios un amable saludo. Estaba ya convencido de habérselas con dos príncipes auténticos. No lo estaba en cambio el terrible Ship, el policeman que se obstinaba en creerlos dos vulgares asesinos, dispuestos siempre a desvalijar a cualquier viajero para arrojar luego el cuerpo del desgraciado al juncal que atravesara el tren. Kammamuri y Timul, guiados por el policía, más ceremonioso que nunca, llegaron en unos minutos al hotel Bristol, el cual se encontraba a pocos pasos de la estación y tenía fama de ser uno de los mejores de Rangpur.

Pidieron un cuarto con dos camas y encargaron al punto huevos y cerveza en botellas lacradas.

Pero detrás del mozo que llevaba aquella mezquina comida se presentó, precipitándose en la habitación, el director del hotel, un irlandés rojo y gordo, que se puso a chillar con voz atiplada de eunuco:

—¿Pero no habéis estado nunca en una fonda respetable? ¡Huevos y cerveza! ¡Son cosas que apenas si se sirven en las tabernas de ínfima clase!

—Ah, ¿sí? —exclamó Kammamuri, que tenía unas ganas tremendas de hacer alguna de las suyas.

—¡Huevos! En los cinco años que hace que estoy en el hotel Bristol no se ha servido nunca una cosa tan miserable.

—¿Y quién os impide, mi buen señor, el haceros pagar una rupia por cada huevo? ¿Creéis que los príncipes assamitas viajan sin recursos? Mi cartera contiene una pequeña fortuna.

—Perdonad, alteza —dijo el pobre hombre, confuso.

—Se dice —continuó Kammamuri— que esta célebre fonda tiene guardados en sus bodegas vinos de gran fama.

—Champaña, alteza.

—¿El célebre vino francés? Pues traedme diez o doce botellas.

—Son demasiadas; os emborracharéis atrozmente.

—¿Quiénes? ¿Nosotros? ¡Bah! ¡Cómo no sean los ratones de vuestra fonda los que se alegren esta noche!…

Como el director parecía dudoso, Ship, el policía, le hizo una seña, y cinco minutos después estaban alineadas sobre la mesa doce botellas de champaña, que no sería más, probablemente, que sidra de Normandía, y que, sin embargo, valía una libra esterlina cada una.

—Perfectamente —dijo Kammamuri, despachando su quinto huevo y su cuarto vaso de cerveza, bastante amarga.

Se levantó, sacó de la cintura las dos pistolas y disparó contra las pobres botellas, haciéndolas añicos.

El director y el mozo, asustados, escaparon chillando, mientras el champaña, espumeando y dando estampidos, regaba el suelo del cuarto. Mister Ship no se había creído en el caso de intervenir; si eran realmente príncipes aquellos indios, podían pagarse esos costosos caprichos.

Pero apenas había acabado de correr el vino, cuando el director del hotel se precipitó en la habitación, seguido de cuatro mozos armados de pistolas.

—¡La cuenta! —gritó.

—Dádmela —respondió enojado Kammamuri, comiendo otro huevo—. Sois honrado para nosotros. Los otros os llamarían ladrón, pero nosotros somos príncipes, y esa gente gorda no para todos los días en vuestro famoso hotel. Ahí van cien rupias. Dad el resto al cocinero, pero decidle que no sabe cocer bien los huevos. Estos están más duros que piedras.

—Vigilaré yo mientras hiervan, alteza —dijo el director, embolsándose rápidamente los billetes de Banco.

—No hará falta. Si nos quedamos algunos días más, mi compañero se ocupará de los huevos. ¡Oh! Aunque príncipe, es un notable cocinero. Le divierte.

—La cocina está a su disposición.

—Bastará una cacerola o una olla. No repararemos en que sea de barro.

—¿Más champaña para mañana? —dijo presurosamente el director—. Es un vino muy famoso y que no se encuentra siempre, pero yo buscaría en las otras fondas.

—Hemos bebido bastante —dijo Kammamuri, riendo—. No os incomodéis. Si me viene el capricho de disparar las pistolas, traedme más bien un tigre.

—¡Bromeáis, alteza!

—No acostumbro.

—No comprendo semejante locura, os lo aseguro.

—Ahora dejad en paz ese célebre vino que no sé de qué país viene.

—De Francia, alteza, de Francia. Una gran nación.

—No sé de dónde viene ni me importa saberlo. Ahora os ruego que nos dejéis tranquilos y que mandéis una buena comida al cornac que está cerca de la estación, siempre a nuestras órdenes.

—Os aseguro, alteza, que nunca habrá comido tan bien desde el día en que haya abierto los ojos a la luz del sol.

—Está bien, andad.

El director y los mozos salieron, pero el terrible Ship se quedó.

—¿Y vos, no vais a comer? —le dijo Kammamuri, mirándole de reojo—. Con nuestras cien rupias ya podéis regalaros con un festín, señor policía.

—No debo dejaros —respondió este.

—¿Tampoco cuando nos acostemos?

—Tampoco, alteza; tengo órdenes precisas.

—Vos tenéis siempre órdenes precisas.

—El deber…

—¡Que los cateri os lleven por las montañas del Tibet para que os despeñéis por cualquier abismo!

—Nunca he tenido miedo de vuestros gigantes indios, y así es que me quedo perfectamente tranquilo.

—Pues os advierto que no os daremos ni un huevo ni un vaso de cerveza.

—Yo pediré lo que quiera.

—¡Así acabasen de una vez contigo los estranguladores!

—No se atreven a atacar a la policía inglesa.

El maharato, bastante más fuerte que el policeman, aunque más viejo, tuvo por un momento la tentación de agarrarlo y reventarlo, tirándolo por la ventana, lo cual se le hubiera hecho ciertamente fácil aun sin la ayuda de su compañero, pero se refrenó de pronto, pensando en las consecuencias que ese acto hubiese traído.

—¡Bah! —murmuró—. ¡Aquí tengo siempre los famosos cigarros del bracmán!

Dio dos o tres vueltas sobre sí mismo, se comió otro huevo, masticándolo con rabia, empujó una mecedora al ancho balcón del cuarto y se puso a fumar.

Timul lo imitó, quedando así libre el policía de encargarse un modesto trozo de carne asada con las inevitables patatas, que el buen hombre despachó en pie, con dos o tres panecillos con mantequilla y el poco champaña que había quedado en las botellas destrozadas por el terrible servidor de Tremal-Naik.

El sol se puso, pero no llegó ninguna orden del inspector. Esperaba también aquel otro buen hombre a que se hubiese encontrado el cadáver del mestizo para sacar de ahí quién sabe qué consecuencias y qué nuevos motivos para detener a los dos príncipes.

Kammamuri, más furioso que nunca, llamó al director para preguntarle si el elefante seguía cerca de la estación y si el cornac había comido, y al contestarle afirmativamente, volvió a entrar en el cuarto algo más tranquilo.

No hay que decir que mister Ship estaba allí y se mecía en una mecedora de bambú, fumando una pipa que nada tenía de perfumada.

—Me parece que hacéis demasiado lo que os da la gana —le dijo el maharato—. Fumáis un tabaco que no puedo aguantar.

—No lo tengo mejor, alteza, a lo menos por el momento. Y, además, los cigarros cuestan demasiado caros.

—Muy avaros sois, señor Ship.

—El Gobierno no nos paga con mucha esplendidez. Gracias, si queremos presentamos siempre dignamente, que nos alcance nuestro sueldo. Raro es el mes en que consigo ahorrar una libra esterlina para mi viejecita.

—Pero alguna vez ya os cae también vuestro buen centenar de rupias.

—Tales combinaciones son raras, alteza.

—Tirad esa pipa apestosa y tomad uno de mis londres.

—Sois demasiado amable, alteza.

Kammamuri le puso casi delante de las narices la petaca del bracmán, invitándole a coger con libertad más de uno.

—Podéis beber también una botella de cerveza para que nos dejéis tranquilos.

—No os molestaré, os lo prometo.

—El policeman encendió uno de los tres cigarros que había cogido, se echó en una poltrona con una pierna sobre otra y se envolvió en una nube de humo perfumado, prometiéndose más tarde remojarse el gaznate.

Kammamuri y su compañero volvieron al balcón, mirando distraídamente a las pocas personas que pasaban por delante del hotel, pues era ya bastante tarde.

Ambos parecían bastante inquietos y preocupados. De cuando en cuando se levantaban para echar un vistazo dentro del cuarto, que estaba sumido en la oscuridad, pues ninguno había pensado en encender la lámpara.

—¿Se habrá dormido ya, sahib? —dijo Timul—. No oigo ya el crujido de la poltrona.

—Podemos ir a ver. Esos cigarros estaban cargados de opio —respondió Kammamuri—. Ni un chino podría resistirlos.

—Y nos estaban destinados. ¿Con qué intención?

—Con la de que diesen cuenta de nosotros o la de asesinarnos durante el sueño.

—Entonces, sahib, ya no puedo estar tranquilo.

Volvieron a entrar, andando de puntillas, y de repente oyeron roncar.

—Ya duerme —dijo Kammamuri—. Enciende la lámpara.

Timul había apenas obedecido, cuando oyeron unos golpes a la puerta.

—¿Quién va? —preguntó el maharato, con fuerte voz—. ¿No se puede dormir en esta fonda?

—Soy el encargado del hotel, alteza.

—¿Y qué queréis?

—Venía a preguntaros si necesitabais más huevos y más cerveza. He encontrado también tres botellas más de champaña.

—Bebedlas a mi salud y los huevos los haréis cocer mañana por la mañana.

—¿Y el policeman no cena?

—Duerme como un tronco, echado en una poltrona, y no me atrevo a despertarlo. No os preocupéis, por otra parte, de este hombre; por economía no come más que una vez cada veinticuatro horas. Ahora podéis iros y cerrar también el hotel si tenéis sueño.

—Eso haremos en seguida, alteza, porque esta noche no tenemos gente. El negocio va mal para el amo.

—Ve a contar lo demás al portero. Nosotros tenemos sueño.

—Descansad, alteza; si necesitáis alguna cosa, tocad la campanilla.

—Sí; mañana por la mañana.

Kammamuri esperó a que el encargado del hotel bajase las escaleras y después se acercó al policía.

El pobre hombre se había desvanecido sobre la ancha poltrona y estaba tan pálido que podía temerse estuviera muerto.

En su mano crispada tenía todavía un pedazo del cigarro que no había podido acabar.

Sahib —dijo Timul—, ¿se habrá muerto? Mira qué mal aspecto tiene.

—Podría darse el caso que además del opio aquel canalla de bracmán hubiese puesto algún otro veneno más activo —respondió el maharato.

—¿Algo de baba del bis cobra?

Kammamuri abrió los labios al policeman y miró dentro de la boca.

—No veo la espuma sanguinolenta —dijo—. No; el cigarro no debía de contener más que una dosis fortísima de opio, que este encarnizado fumador se ha zampado sin siquiera notarlo. Quién sabe qué visiones habrá en este momento en su cerebro y pasarán por delante de su vista. Puede que se vea virrey de la India. Dejémosle dormir.

—¿Y nosotros?

—Escapemos.

—¡Si están ya cerradas las puertas!

—¿No hay allí un balcón?

—Un poco alto está, sahib.

—Aquí hay sábanas, que iremos añadiendo y que nos permitirán bajar tranquilamente. Asegúrate de si está todo oscuro por arriba y por debajo de nosotros.

—Ya he mirado, sahib. En este hotel tan celebrado por el inspector se duerme pronto por falta de movimiento.

—Ea, no perdamos tiempo.

Anudaron las cuatro sábanas de las camas, las sujetaron a los hierros del balcón y, después de cerciorarse de que ningún transeúnte pasaba, bajaron rápidamente.

Pero antes el maharato, procediendo siempre con honradez, dejó dos flamantes libras esterlinas sobre una mesa bien a la vista. Apenas pusieron pie en tierra, se lanzaron, con los cañones de las pistolas en alto, hacia la estación, seguros de encontrar al elefante. No se habían engañados. El bueno del cornac roncaba al lado de su gigantesco compañero, sólo a doscientos metros de la oficina del inspector. Había recibido orden de no moverse y cumplía fielmente la orden recibida.

—Ea, que nos vamos —le dijo Kammamuri, sacudiéndole con violencia.

—¡Ah, eres tú, sahib, el príncipe que ha alquilado el elefante! —dijo el conductor, poniéndose en pie rápidamente—. Dispuesto estoy a llevaros al Assam.

—Levanta al elefante.

El cornac silbó ligeramente y la enorme masa se levantó, moviendo alegremente la trompa. El bicho, acostumbrado a largas caminatas, debía de estar cansado de aquel inacostumbrado reposo. Kammamuri y Timul iban a trepar por la escala, cuando un hombre se lanzó hacia ellos, gritando:

—¡Parad!…

—¡Uf!… ¡Otro policía!… Afortunadamente, no es mister Ship.

Y con un salto de tigre se arrojó sobre el policía, que había cometido la imprudencia de no cargar su pistola, lo agarró en un momento y lo lanzó con los pies por alto.

Sahib, ¡qué puños! —dijo el cornac, que, como todos los de su raza, odiaba a muerte a los ingleses—. Si no lo habéis matado, le habrá faltado poco.

—Lanza al elefante —dijo Kammamuri, trepando por la escala de cuerda y metiéndose en la litera.

Timul le había precedido y había cargado las dos carabinas que compraron el día anterior y habían confiado al conductor, junto con las municiones y los víveres.

—No acuden —le dijo Kammamuri—. Está cerca otro tren, y ninguno de los empleados ha tenido tiempo de darse cuenta de nada. El inspector debe de tener que hacer. ¡Huyamos!…

El elefante, a un ligero silbido del cornac, acompañado de un aguijonazo, extendió su trompa y se lanzó a través de las tinieblas, barritando alegremente.

El buen animal estaba harto de tanto descanso.

IX. El asalto de Goalpara

Ya hemos dicho que justamente en aquel momento entraba en la estación, con gran estrépito, otro tren que provenía de las regiones septentrionales, y con este ruido nadie oyó los barritos del elefante.

El cornac, muy satisfecho de haberle hecho una jugada a la policía, a la que se odia muy especialmente en la India, porque tiene mayor preponderancia que en otras partes, no dejaba de azuzar al animal, que devoraba el espacio atravesando campos más bien secos, a los que no podía causar daño.

Cantaban los grillos chirriando como malas ruedas entre los arrozales; revoloteaban en el aire bandadas de murciélagos, pero no se oía grito alguno de policeman que intimasen imperiosamente el parar.

Cornac —dijo Kammamuri—, ¿cuándo llegaremos a la frontera?

—Mañana al mediodía, mi príncipe.

—¡Mi príncipe!… ¿Por qué me llamas así?

—Porque he sabido por la policía que tú y tu compañero sois dos altezas assamitas, y siendo yo también del Assam, me parece que tengo el deber de llamarte así.

—¿Eres de Gahuati?

—No, mi príncipe; soy de Goalpara, como mi amo, que te ha alquilado este buen elefante.

—¿Has oído que la revolución ha estallado?

—Sí, mi príncipe, y por obra de aquel tigre feroz de Sindhia.

—¿Por qué le llamas tigre feroz?

—Porque una noche, hace cuatro años, durante una de sus acostumbradas orgías, mató a mi padre de dos pistoletazos por no haberle llenado pronto la copa.

—¿Han llegado a Rangpur noticias de la insurrección durante estas últimas veinticuatro horas?

—Sí, mi príncipe, y gravísimas. Parece que la rhani y el marajá blanco no están en condiciones de hacer frente al huracán que los amenaza. Muchas ciudades y pueblos arden, y corre la voz de que todos los rajaputras se han pasado con armas y bagajes al exrajá.

—¿Quién te lo ha dicho? —dijo Kammamuri, estremeciéndose.

—He oído al jefe de estación de Rangpur contarlo al inspector de policía.

—¿Qué gente tiene Sindhia?

—Parece ser que ha logrado reunir veinte mil y hasta más hombres, reclutados entre los parias, los bandidos, los estranguladores que todavía quedan, los fakires, y se dice que no faltan también los bracmanes para fanatizar a ese montón de gente.

—¡Y nosotros todavía en viaje! —exclamó Kammamuri, enjugándose el sudor frío que le bañaba la frente—. Sandokán, el terrible Tigre de la Malasia, llegará esta vez demasiado tarde… ¡El imperio se hunde!

Estuvo un momento silencioso y después dijo:

—Confiemos en los montañeses de Sadhja. Quizá puedan salvar otra vez la situación.

—Puede que no esté todo perdido, sahib —dijo Timul—. El Assam no se conquista en veinticuatro horas.

—Las traiciones son las que me asustan. Como has oído, todos los rajaputras han abandonado a la rhani… ¿Quién habrá permanecido fiel al marajá? ¡Ah!, quisiera saberlo.

—¿Y nuestra policía?

—La habrá comprado también Sindhia. Ese hombre debía de tener grandes tesoros escondidos y encomendados a amigos fieles. ¡Vaya! No nos desanimemos; Sandokán, aunque llegase tarde, es hombre capaz de reconquistar otra vez la corona a ese bribonazo.

Se sentaron sobre cómodos almohadones, poniéndose las carabinas entre las piernas, encendieron sus cigarros y se sumieron ambos en profundos y nada risueños pensamientos.

El elefante, bien alimentado y descansado, adelantaba más y más con una carrera endiablada. Había dejado atrás los campos y los arrozales, y había entrado en la gran carretera de centenas de millas que desde Rangpur se prolongaba hasta el corazón del Assam, encontrando así un terreno más sólido y también más adecuado a sus anchas patas.

El cornac ni siquiera lo azuzaba ya, ni con la voz ni con la aguijada.

A los primeros albores de la mañana, llegaron a un pueblecillo, donde comieron, y después de algún tiempo prosiguieron el viaje. No se olvidaron del elefante, que tuvo sobre todo su buena ración de mantequilla clarificada con mucho azúcar para calentarlo y darle fuerza.

Al mediodía, según el cornac había prometido, traspasaron la frontera assamita, señalada sólo por algunos palos pintados de un color rojo vivísimo.

No había guardias, ni ingleses, ni assamitas; aquellos lugares estaban demasiado frecuentados por las bestias feroces para mantener allí guarnición ninguna.

—Mi príncipe —dijo el cornac—, ¿quieres que nos alarguemos un poco hacia Goalpara para tener noticias más seguras de la insurrección?

—¿No se alargará demasiado el viaje?

—¡Oh! Sólo algunas millas.

—¿Y si aquella ciudad hubiera caído en manos de los bandidos de Sindhia?

—Nos guardaríamos bien, en tal caso, de entrar. Obraré con suma prudencia, mi príncipe.

Prosiguieron su marcha siempre por la hermosa carretera abierta entre selvas y juncales, levantando nubarrones de polvo, porque el elefante se había lanzado al galope, pero pronto tuvo que abandonarla.

A lo lejos habían oído retumbar descargas de mosquetería y después habían distinguido llamas. Los bandidos de Sindhia debían de haber asaltado algún pueblo, haberlo saqueado o destruido para aterrorizar a la población que pudiera permanecer todavía fiel a la rhani.

El cornac, tras de ponerse de acuerdo con Kammamuri, lanzó al elefante en medio de los juncales que se extendían por el Oriente hasta perderse de vista y llegaban a pocas millas de distancia de los baluartes de Goalpara. En medio de aquellos vegetales gigantescos estaban seguros, por lo menos, de no caer en ninguna celada. Podían, eso sí, recibir el ataque de algún tigre o algún rinoceronte, animales que prefieren los espesos bambúes espinosos a las selvas.

A las cinco de la tarde, después de una carrera desenfrenada, se encontraron a sólo dos millas de Goalpara y se detuvieron otra vez. También alrededor de aquella ciudad se combatía, y no sólo con fusiles, porque a intervalos se oía también tronar fuertemente a la artillería.

El cornac miró a Kammamuri, el cual parecía cada vez más preocupado, y le dijo:

—¿Sigo adelante?

El maharato no respondió. Miraba algunos pueblos que formaban como los arrabales de la gran ciudad y que ardían.

—Espero tu respuesta, mi príncipe —dijo el cornac—. ¿Habrá ahí gente que te pueda reconocer?

—Eso es justamente lo que quiero evitar. Soy demasiado conocido en Goalpara.

—Entonces corramos hacia Gahuati. Además, yo no puedo hacer avanzar a mi elefante hacia pueblos que arden; rehusaría obedecerme.

—Sin embargo, me gustaría saber qué sucede en Goalpara. ¿Es el pueblo el que se defiende? ¿Son los rajaputras de la rhani, quizá no todos corrompidos, los que hacen frente a los bandidos de Sindhia?

El cornac reflexionó un momento, acariciándose la corta barbita negra, y dijo:

—Si no puede ir el elefante, puedo ir yo. Si no me matan, dentro de tres horas, lo más tarde, estaré aquí, mi príncipe. También yo tengo verdadero afán por saber lo que pasa en Goalpara.

—Tendrás dos mohr.

—Eres demasiado generoso, mi príncipe —respondió el cornac.

Hizo echarse al elefante, se armó de pistolas y de carabina y se lanzó a través del juncal, mientras que del lado de la ciudad la fusilería arreciaba, acompañada siempre de cañonazos repetidos y estridentes.

Kammamuri, viendo alzarse a poca distancia una palma rodeada de las llamadas cañas de India, que alcanzan a veces tamaños de doscientos metros o más, y que sirven perfectamente para escalar los grandes árboles, después de recomendar a Timul que cuidase del paquidermo, trepó arriba, entre el tupido follaje, alcanzando las ramas superiores.

Estaba demasiado lejos la ciudad para distinguir cosa ninguna, y también porque densas nubes de humo, atravesadas por torbellinos de chispas, volaban en torno de los baluartes.

Debía de combatirse muy encarnizadamente alrededor de los pueblos que se quemaban, porque ni las carabinas ni los cañones indios callaban un solo momento.

—¡Bien me vendría el anteojo del señor Yáñez! —dijo el valiente maharato—. No veo sino humo y llamas.

—¿Quién vencerá? ¿Quiénes son los que resisten? ¿Los habitantes? ¡Hum!… Son demasiado cobardes para afrontar las hordas de Sindhia.

Bajó del árbol y se colocó al lado de Timul a esperar la vuelta del cornac.

Después de un rato se hizo esta pregunta:

—¿Y si lo matasen?

—Seguiremos nosotros, sahib —dijo Timul, que lo había oído—. Un rastreador tiene siempre algo de cornac. No se me haría difícil el guiar a este buen bicho.

—Prefiero que vuelva el guía. ¡Qué minutos más angustiosos!… ¿Qué pasará en la capital? ¿Habrán acudido súbitamente los montañeses de Sadhja a defender a su reinecita?

¡Ah señor Yáñez!… ¡Habéis esperado demasiado!… ¡Sindhia era más pillo y menos loco de lo que se creía y también mucho más rico que lo que se podía suponer! ¡Bah!… Esperemos…

Después de tres horas, bañado en sudor por la larga caminata, regresó el cornac junto al elefante, el cual, en cuanto oyó el paso del fiel conductor, se levantó rápidamente, manifestando su alegría con profundos barritos.

—¿Qué noticias? —exclamó Kammamuri, presa de extrema ansiedad—. ¿Malas?

—Goalpara está perdida para la rhani —respondió el cornac con voz angustiada—. Las hordas de Sindhia han tomado los baluartes, han incendiado los arrabales y ahora están entregadas al saqueo.

—Pero ¿quién defendía la ciudad?

—Una numerosa partida de montañeses, provistos de algunos cañones.

—¿Y han sido derrotados?

—Sí; pero después de causar gran mortandad entre los faquires y parias de Sindhia. Me han dicho que los alrededores de la ciudad están cubiertos de cadáveres y que son casi todos de parias, pues son los que están en mayor número entre los rebeldes.

—Vayamos ahora a la capital. No sigamos por el camino real, pues podríamos encontrar obstáculos. ¿Cuándo podremos llegar?

—La tirada es larga, mi príncipe, y las selvas por las que tenemos que pasar, bastante tupidas. No puedo contestarte. Sube con tu compañero y pongámonos en camino en seguida, porque podría propagarse el incendio también a este juncal y entonces ninguno de nosotros vería las pagodas de Gahuati.

El maharato y Timul treparon apresuradamente por la escala, tomando asiento en la litera, mientras que a lo lejos los montañeses disparaban los últimos cañonazos.

—Los bravos montañeses de Sadhja, que habían ayudado a la reinecita y al marajá, su esposo, a destronar al tirano del Assam, vencidos a su vez, huían, no sin combatir, ante las salvajes hordas sedientas de sangre y, sobre todo, ansiosas de riqueza. Pero tal vez se retiraban hacia la capital para intentar la última defensa, pues no eran hombres que cedieran tan fácilmente el campo.

El elefante, siempre incansable, había atravesado el gran juncal y se había metido entre bosques, bastante menos peligrosos por frecuentarlos menos las fieras.

Galopó hasta la puesta del sol, y después el cornac, que de ninguna manera quería apurar sus fuerzas, le hizo parar entre unos matorrales donde podía encontrar cuantas hojas quisiera para pastar.

—¡Bien me vendría el anteojo del señor Yáñez!

Fuese que ya se hubiesen alejado bastante de la carretera grande que conducía a la capital, fuese que las hordas de Sindhia se hubiesen detenido en Goalpara para saquearlas, no se oían ya ni tiros de fusil ni cañonazos.

Llegada la medianoche, el bravo proboscidio, ahíto de vegetales y animado con un par de libras de azúcar, reemprendía, siempre animoso, su carrera.

¿Cómo se las compondría el cornac para guiarse por aquellas tenebrosas selvas? ¡Quién sabe! ¿Tendría tal vez en su cerebro ese instinto maravilloso de orientación que tienen los pájaros viajeros?…

El caso es que jamás vacilaba y que lanzaba al enorme paquidermo por una línea muy bien trazada.

Empezaba a amanecer cuando las altas cúpulas de las pagodas de Gahuati aparecieron de improviso en el horizonte.

Kammamuri lanzó un grito:

—¡Por fin!…

Después aguzó el oído.

No se oían ni descargas de fusilería ni cañonazos. La capital parecía tranquilísima. El buen hombre respiró a sus anchas.

—Las bandas de Sindhia no han llegado aquí… ¿Podrá resistir el marajá hasta que llegue el Tigre? Esperémoslo.

Encaminóse el elefante por el camino ancho; así que en menos de veinte minutos llegó delante de la puerta principal de la ciudad, defendida por sólidos baluartes y gran número de casamatas pertrechadas de piezas pequeñas de artillería.

Una veintena de montañeses, fáciles de reconocer por sus pintorescos trajes, guardaban la puerta. El jefe se había apresurado a salir al encuentro del elefante, acompañado de algunos hombres con las carabinas cargadas.

—Soy Kammamuri, el amigo del marajá —gritó el maharato en la litera—. ¿No me conocen, pues, ya los montañeses de Sadhja?

—Pasa, pasa, sahib —respondió el jefe—. Se te espera.

—¿Dónde está el marajá?

—En su bungalow, con la rhani y Tremal-Naik.

—¿No han llegado todavía las tropas de Sindhia?

—Todavía no, sahib; pero hemos sabido que Goalpara ha caído y que los nuestros están en retirada. Toda la población de la capital ha huido y aquí no disponemos más que de doscientos a trescientos hombres.

—¿Y los rajaputras?

—Han traicionado a la rhani para ir a engrosar las bandas de Sindhia. ¡Vaya, sahib!… Se te esperaba con impaciencia por todas las puertas.

—Corramos pronto.

El elefante atravesó el puente, pasó bajo la inmensa puerta y se lanzó en un galope corto por las despobladas y silenciosas calles de la capital.

Todos, hombres, mujeres y niños, habían huido, abandonando a su reina, temiendo tal vez las terribles represalias del exrajá.

Después de otros cinco minutos de carrera, el elefante paró delante del palacete, que vigilaba una mísera guardia compuesta apenas de seis montañeses.

Kammamuri bajó la escala de cuerda precipitadamente, dijo su nombre a voces e hizo irrupción como una bomba en el saloncillo en dónde Yáñez solía trabajar.

El portugués estaba allí sentado delante de un escritorio, tranquilo, sosegado al parecer y con el imprescindible cigarro entre los labios. Con él se hallaban también Tremal-Naik, el cazador de ratas y el gigantesco rajaputra, el único que le había permanecido fiel, de setecientos que eran.

—Te esperaba con impaciencia —dijo el marajá—. Has tardado mucho.

—He tenido que huir de no pocas traiciones, señor Yáñez, y es un verdadero milagro que aún esté vivo.

—Tus aventuras me las contarás más tarde. ¿Has pasado por Goalpara?

—Lo he evitado a tiempo. Todos los pueblos de alrededor estaban ardiendo y los montañeses estaban en retirada.

Yáñez se pasó una mano por la frente y luego dijo:

—Tenía la esperanza de que la noticia llegada hasta aquí no fuese exacta. Si tú me la confirmas, quiere decirse que la corona del Assam volverá de nuevo a Sindhia.

Se había levantado y puesto a pasear agitadamente por el saloncito, y tiró el cigarro por una ventana después de machacarlo con furia.

—¿Conque había huido? —dijo al cabo de un rato, parándose delante de Kammamuri.

—Y desde hace tiempo, sahib, con la ayuda de varios amigos.

—¿Y dónde ha encontrado tanta gente?

—No sabría deciros. Deben de haber sido los bracmanes, que nunca os han mirado con buenos ojos, porque no erais indio, quienes han preparado esta invasión. Se dice que ese loco tiene cerca de veinte mil hombres entre parias, fakires, bandidos, ladrones y estranguladores.

—¡Veinte mil! ¿Es posible?

—Os aseguro, señor Yáñez, que hay muchos, pero muchos, y todos armados de carabinas. Yo he visto trescientos o cuatrocientos mientras el tren atravesaba una gran selva al sur de Rangpur.

—¡Veinte mil! —repitió Yáñez—. ¿Entonces hacía ya mucho tiempo que los bracmanes trabajaban para preparar a Sindhia un ejército?

—Cierto, señor Yáñez; todos os han engañado, empezando por nuestros rajaputras, que se han pasado al enemigo.

—¡Sí, los viles! Todos, todos menos uno. ¡Y Sandokán que no podrá llegar antes de tres o cuatro semanas, y eso si no se lo impide el tiempo durante la travesía!… No suponía yo que la corona de mi mujer estuviera tan poco firme.

Miró a Tremal-Naik, el cual, sentado en una mecedora, fumaba silenciosamente su pipa.

—¿Qué hacer? —le dijo—. No tenemos más que tres mil hombres que oponer a los veinte mil de Sindhia y la partida mayor ha sido derrotada ya.

»Bien es verdad que el anciano Khampur se ha comprometido a mandar otros cinco mil; pero ¿llegarán a tiempo? No se reúnen tantos guerreros en dos ni en tres días en una región tan montañosa y con tan malas comunicaciones.

—Yo creo, desde luego, Yáñez que todos llegarán demasiado tarde —respondió Tremal-Naik—. Sindhia ha demostrado ser más hábil y más diligente que nosotros y te tomará la capital.

—¿Cuál? —dijo Yáñez—. Toda la población ha huido; por consiguiente, podré incendiar mi ciudad cuando me plazca y hacer que el exrajá recoja un montón de ceniza.

—Y nosotros retiramos a las montañas.

—No es posible. ¿Y Sandokán? Tendremos que esperarlo aquí.

—¿Quemándose todo?

—Siempre quedará la ciudad subterránea. ¿Quién nos encontrará? ¿No tenemos nosotros al cazador de ratas? Nos esconderemos en las inmensas galerías, en donde podremos esperar tranquilamente el final del incendio y también resistir largo tiempo en el caso de que intentaran asaltarnos. Lo que más me preocupa es lo de Sandokán Es absolutamente necesario que alguno salga para Calcuta, que lo espere, que le advierta el peligro y lo guíe a las cloacas.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, yo estoy dispuesto a volver a marchar, Deja que el elefante descanse medio día y después, suceda lo que suceda, volveré a Rangpur para tomar nuevamente el tren de Bengala. De la policía de aquella población tendré que guardarme muy bien. Si es necesario, por mayor prudencia, haremos galopar al elefante a lo largo de la línea hasta que tomemos el tren en la parada de algún pueblo grande.

—Eres un hombre de bien —le dijo Yáñez—. Ten cuidado con las traiciones, porque me parece que tú has escapado de la muerte por pura casualidad.

—Es la verdad, señor. Os lo contaré todo durante la comida.

—Entonces tú los esperas, y si ves mi capital destruida, los guías a las cloacas. Nosotros, si no podemos rechazar las hordas de Sindhia, como desde luego sucederá, no nos moveremos de las orillas del río negro.

—Una palabra, señor Yáñez.

—Y también dos; el enemigo está lejos todavía.

—¿Y el viejo paria y el joven indio? ¿Están aquí todavía?

—Huyeron también con los rajaputras. No teníamos ya hombres para vigilarlos y se aprovecharon para huir con la ayuda de aquellos mercenarios. Figúrate que se han escapado hasta nuestros cocineros.

—Unos envenenadores menos —respondió Tremal-Naik—. Yo ya no comía tranquilo.

En aquel momento la puerta se abrió y apareció Surama. Sus ojos, después de la muerte del magnetizador, se habían vuelto dulcísimos y profundos, y no presentaban ya ninguna alteración.

—¿Qué hay, pues, mi señor? —dijo, volviéndose a Yáñez.

—Pésimas noticias. El carro del Estado se desvencija por todos lados, y cuando lleguen los carpinteros, armados de carabinas a guisa de herramientas, será ya demasiado tarde.

—Pero ¿y Sandokán?

—Vendrá y, como has visto, ya ha respondido.

—¿Cuándo vendrá?

—He ahí lo más grave de la cuestión.

—¿Llegará él también demasiado tarde?

—Lo temo.

—¿Y nosotros vamos a quedamos aquí a esperar al odiado enemigo?

—No nos moveremos. Daremos una batalla terrible, y Sindhia pagará cara su victoria y no recogerá más que un montón de cenizas. Pero tú, con Soárez, te refugiarás en las montañas. Allí no tendrás nada que temer. Ninguno se atrevería a llegar a las manos con los guerreros del viejo Khampur.

—¿Pero dejarte, mi señor?

—Es preciso, Surama. Yo no sé lo que va a suceder aquí, y me urge el ponerte a salvo a ti y a nuestro hijo. De nuestro último parque he hecho traer tres elefantes, los únicos que ahora nos quedan, porque todos los demás, como sabes, se los han llevado nuestros enemigos… Te daré una escolta de veinte hombres, y cuando estés allí reunirás a todos los montañeses que puedas. Yo creo que la partida empeñada entre Sindhia y yo no ha acabado aún; pero si algún día vuelve a caer en mis manos, no lo volveré a mandar a un manicomio; lo ataré a la boca de un cañón y libraré para siempre a este desdichado país de un tirano.

Dos gruesas lágrimas habían asomado a los ojos negros y profundos de la reinecita.

—¡Dejarte! —dijo, con un sollozo.

—Lo debes hacer por nuestro hijo. Si vosotros dos cayeseis en las manos de aquel borracho, no os perdonaría.

—¿Y tú, mi señor?

—Yo soy un hombre —respondió Yáñez—. He desafiado cien y cien veces la muerte en los campos de batalla y, como ves, he podido vivir para llegar a ser tu marido. ¿Me obedecerás, no es cierto?

—Sí, mi señor; te obedeceré. Lo haré para poner a salvo a nuestro pequeño Soárez.

—Ahora ya tengo más tranquilo el corazón —dijo Yáñez—. ¡Ah!, qué pesada es una corona. Mejor lo pasaba cuando andaba por el mar… Me exponía a recibir algún buen cañonazo de los ingleses, pero estos locos han acabado conmigo.

Se disponía a encender un nuevo cigarrillo, cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!… —gritó.

Al momento, un montañés, cubierto de polvo y de sudor, con los vestidos destrozados, puede que a cuchilladas, hizo irrupción en el saloncillo.

—Gran sahib —dijo a Yáñez—. Acabo de llegar ahora, después de reventar tres caballos.

—¿Y vienes?

—De Goalpara.

—¿Y te manda?

—El hijo de Khampur.

—La ciudad se ha perdido, ¿verdad? —dijo Yáñez con voz un tanto alterada.

—Ha sido imposible defenderla. Tenía Sindhia demasiados hombres y que no se detenían ni ante nuestras piezas de artillería.

—¿La han quemado?

—Los arrabales, sí.

—¿Y los habitantes?

—Pasados a cuchillo más de la mitad —respondió el montañés—. Un fugitivo nos ha contado que la sangre corría a torrentes por las calles de Goalpara.

—¿Ves, mi reinecita? —dijo Yáñez, volviéndose a Surama, que estaba palidísima—. ¿Ves con qué canalla tenemos que habérnoslas? ¿Y tú ibas a quedarte aquí con nuestro hijo? No podría batirme como un hombre valiente.

—Te creo, mi señor. Pero ¿y si mandásemos a nuestro hijo con los fieles montañeses y me quedase yo a tu lado?

—Querida —dijo Yáñez, con una sonrisa—. Aquí las mujeres servirían de estorbo, sin prestar ninguna ayuda a los combatientes. No; tú te irás.

Como tú quieras, mi señor. Has sido tú, con tu valor y con la ayuda de tus amigos de Mompracem, quien me has dado la corona del Assam y ahora tratas de que se sostenga siempre firme sobre mi cabeza. Soárez, la nodriza y yo partiremos.

—Bien, Surama. Es mejor, por otro lado, que el marajá se quede aquí. Ese canalla le tendrá más miedo que a la rhani.

Cogió del escritorio un papel con el sello real, pasó la vista por él y trazó luego una especie de rasgo, que imprimió fuertemente con la uña.

—Muy bien —dijo—. Si caemos, daremos todavía mucho que hacer a ese malvado Sindhia.

Después, volviéndose a Surama, le dijo dulcemente:

—Ve a hacer tus preparativos. Yo daré orden a los cornacs de que tengan dispuestos los elefantes. Entre las montañas ninguno de los rebeldes podrá alcanzarte.

Y añadió, murmurando a Kammamuri:

—Ve a descansar, o a comer, si tienes hambre. Después irás tú también y no saldrás de Calcuta hasta que desembarque Sandokán Los asuntos del Estado están terminados y podemos también nosotros comer un bocado, ¿verdad, Tremal-Naik?

—¡Si ya no hay cocineros!

—¿Y te crees tú que yo no sé guisar?

—Entonces, voy a ayudarte.

A las cinco o seis horas de esto, la rhani, con Soárez, la nodriza y una escolta de veinte hombres abandonaban la capital.

Poco después, Kammamuri y el joven Timul salían para Rangpur.

X. El atentado

Cinco días habían transcurrido y, durante ellos, Yáñez, Tremal-Naik y los montañeses de Sadhja vencidos, sí, bajo los muros de Goalpara, pero no completamente derrotados, no habían perdido el tiempo.

Habían destruido dos puentes, preparado minas, dispuesto en los puntos más débiles la artillería, compuesta de sesenta piezas pequeñas y habían también acumulado enormes montañas de leña para prender fuego a la ciudad en el caso de que su defensa resultara completamente imposible.

Ya no quedaba un solo habitante. Al anuncio de que Sindhia se acercaba habían huido todos, temiendo su venganza. No habían quedado más que algunos perros sucios y pelados y casi muertos de hambre.

Yáñez, que tenía todavía veinte caballos, había destacado otros tantos hombres en dirección de Goalpara, para tener noticias de su formidable adversario, pero sólo al sexto día los exploradores le trajeron la poco agradable nueva de que las hordas avanzaban compactas, saqueando todos los pueblos que se encontraban a su paso e incendiándolos después sin misericordia.

—¡Bah! —dijo el valiente portugués, que desde lo alto de un baluarte dirigía sus miradas hacia el Occidente—. Las murallas de la capital son sólidas, cañones tenemos, mientras que parece que el enemigo no tiene uno, y disponemos todavía de dos mil quinientos montañeses dispuestos siempre a hacerse matar para que no caiga de la frente de Surama la corona que se bambolea. ¡Ah! ¡Pobre carro del Estado! ¡Qué desquiciado estás!… Las ruedas necesitan más grasa.

—Tú no has nacido, bien se ve, para rey —respondió el cazador del Juncal Negro, riendo—. Sin embargo, ¿qué no habrás hecho tú en combinación con Sandokán? Diríase que servís mejor para destruir reinos que para sostenerlos.

—Pudiera ser —respondió Yáñez riendo—. Tú sabes que nosotros, los tigres de la Malasia, estamos más prontos a derribar que a edificar. ¡Uf! Parece que se acercan. Ya era tiempo. Empezaba a aburrirme.

—¿Quiénes se acercan?

—Los bandidos de Sindhia.

—Tienen prisa por echarte de tu capital.

—Eso parece.

—¿Crees tú poder resistir a toda esa gente?

Una nube pasó por la ancha frente del portugués.

—Somos muy pocos para poder resistir hasta la llegada de los otros montañeses y de Sandokán. Caeremos antes.

—¿Pierdes tu antiguo valor?

—No; es que son demasiados y, además, están fanatizados por los bracmanes. No tendrán miedo ni de nuestras carabinas, ni de nuestra artillería. ¡Bueno! Haremos lo que podamos y te respondo de que caerá gente bajo las murallas de mi capital. Si me hubiera dado cuenta antes de la mala partida que me preparaba Sindhia en la sombra, hubiera hecho venir a Sandokán a tiempo, y también, de haber desconfiado, hubiéramos podido hacer frente con los montañeses a todos esos bandidos y quizá ganar la partida.

—Sí; pero es ahora el Tigre de la Malasia quien fastidia sin saberlo —dijo Tremal-Naik—, pues tenemos que esperar aquí a sus formidables guerreros para llevarlos luego con nosotros a las montañas.

—Es verdad, amigo —respondió Yáñez, que parecía un poco triste—. No obstante, sin esa gente no podemos emprender nada de importancia. Así, pues, yo no desespero. Mientras que el enemigo esté aún lejos, vayamos a echar una última ojeada a nuestros hombres y a nuestros baluartes. Nosotros defenderemos los que miran hacia la pagoda vieja para poder llegar a las cloacas.

Dos montañeses al pie del declive tenían por las riendas sus hermosos caballos de raza mogola, con estribos cortos y silla ligera a la musulmana.

Yáñez y Tremal-Naik, después de asegurarse bien de que las tropas de Sindhia habían hecho un parada para preparar los campamentos, montaron a caballo y dieron una rápida vuelta por todos los baluartes, parando aquí y allá para dar órdenes a los montañeses, los cuales, aunque derrotados, estaban animosos y dispuestos a intentar una defensa desesperada.

Se pararon en el gran baluarte que miraba hacia la pagoda vieja y que defendían quince piezas pequeñas de artillería y trescientos montañeses mandados por el hijo de Khampur.

Allí estaban también el cazador de ratas y el rajaputra gigante, que no cesaba de proferir injurias contra sus compatriotas que tan villanamente habían traicionado a la rhani y al marajá.

El sol se puso y las tinieblas cubrieron el inmenso campo, ahora no menos desierto que la ciudad que se extendía más allá de las fortificaciones. A lo lejos empezaron a brillar los primeros fuegos del campamento enemigo, fuegos que se multiplicaban con rapidez fantástica. No hacían economía de leña los parias, acostumbrados a talar un bosque para asar un chacal o un simple mono.

Altísimas llamas se alzaban por doquier, en forma de media luna, lanzando al aire haces de centellas.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había cenado con Tremal-Naik y el hijo de Khampur, contentándose con medio pavo real—. Tratan de estrechamos por todos lados. Esta noche acampan allí y mañana los veremos aparecer por el otro lado de la ciudad. Pasaremos la noche en claro.

—No será la primera —dijo Tremal-Naik—. ¡Cuántas no habremos pasado con el Rey del Mar, cuando luchábamos contra mi yerno!

—¡Si me acordaré! Aquel Moreland era un excelente marino que daba mucho cuidado al mismo Sandokán —¡Vaya! Pues hace tiempo que Damna y su marido no dan señales de vida. Las últimas noticias las he recibido de Acapulco, y mi hija me decía que con la espléndida nave de su marido querían emprender la travesía del Océano Pacífico.

—Yo, ves tú, me he preguntado muchas veces por qué Moreland, después de casarse con tu hija Damna, no ha vuelto a la India.

—Por prudencia, Yáñez —repuso Tremal-Naik—. No todos los estranguladores han desaparecido de este desdichado país, y tú sabes qué vengativos y qué ligeros de manos son. Teme, no por sí mismo, sino por mi hija, y le he aconsejado yo que permaneciera cuanto más lejos de la India le fuese posible. Algún día los volveremos a ver. Damna me lo ha prometido.

—Si estuviera aquí Moreland con su gente, nos resultaría de una gran ayuda en este momento —dijo el portugués con un suspiro.

—A estas horas estarán quizá en el Japón o en China, y estos dos países están demasiado lejos. Llegarían cuando todo hubiese terminado.

Se sentó sobre una de las piezas de artillería y se puso de nuevo a mirar las innumerables fogatas de los sitiadores, mordiendo con furia un trozo de cigarro.

Tremal-Naik se había acomodado sobre un pequeño terraplén cubierto de hierba y había vuelto a encender su pipa.

Sobre los baluartes los centinelas se daban las llamadas para dar a entender al enemigo que velaban incesantemente, y los artilleros, dispersos acá y allá por los lugares más amenazados, soplaban las mechas, dispuestos a desencadenar una tempestad de metralla.

Yáñez temía un furioso ataque nocturno, pero no tuvo lugar. Las tropas de Sindhia, quizá un poco cansadas y también algo temerosas de tener que sufrir el fuego tremendo de la artillería que tanta carnicería sabían ya que hacía entre ellas, se mantuvieron tranquilas, pero se aprovecharon de las tinieblas para extender sus líneas de modo que envolviesen completamente la ciudad.

Empezaba a amanecer, y Yáñez, no viendo al enemigo resuelto todavía a lanzarse al ataque, montó a caballo, y, seguido del mismo modo por Tremal-Naik, fue en rápida carrera a su bungalow, entonces abierto y silencioso.

Sólo un viejo montañés montaba la guardia delante de la puerta, envuelto de arriba abajo en un abrigo de piel de cabra tibetana de larguísimo pelo.

—¿Vas a prender fuego a tu palacete? —dijo el cazador del Juncal Negro al portugués—. Espera más: la ciudad no ha caído todavía.

—Vengo aquí a poner a salvo los tesoros de mi mujer y los míos. Se trata de muchos millones de rupias.

Subió al segundo piso, siempre acompañado de su fiel amigo, y, abriendo una puerta forrada de hierro, entró en una reducida estancia en donde se veían alineados cinco enormes cofres de acero a prueba de fuego.

—Es mejor estar prevenidos —dijo—. Ya se sabe que la guerra se hace con dinero, y Sindhia lo ha demostrado.

Se acercó a una pared y apretó un muelle. De repente una parte del pavimento, que era de madera, se hundió crujiendo, y los cofres cayeron con tremendo estrépito, levantando una verdadera nube de polvo, que acabó en una lluvia de arena.

—Ya están los tesoros de la corona y los míos en lugar seguro —dijo el portugués—. Aunque ardiese toda la ciudad no se perderían.

—¿En dónde han caído?

—En un depósito lleno de finísima arena y en donde han ido a parar a una profundidad de cinco o seis metros por debajo del suelo. Te aseguro que nadie los encontrará, y Sindhia, si toma la ciudad, los buscará en balde.

Se disponía a destrozar el muelle cuando oyó retumbar un cañonazo.

—Nos llaman —dijo—. ¿Se moverán las bandas de Sindhia?

Se apresuró a hacer pedazos el muelle con la fuerte culata de la carabina, calzada de cuero, y salió poco después corriendo. Montaron sus caballos y se dirigieron después a carrera desenfrenada hacia la puerta de Agrá, sobre cuyos baluartes se veía todavía desvanecerse lentamente el humo de la pequeña pieza que había hecho fuego.

La defendía el hijo de Khampur, a la cabeza de doscientos montañeses escogidos entre los mejores.

—Gran sahib —dijo el joven guerrero a Yáñez, cuando este, seguido de Tremal-Naik, llegó a los baluartes—, Sindhia te manda un parlamentario.

—¿Quién es?

—Un bracmán.

—¿Aquel bribón tiene, pues, a sueldo a todos los sacerdotes de Bengala?

—Así parece, gran sahib —respondió el joven.

—¿Dónde está ese hombre?

—Espera en el extremo del puente que ya hemos destruido.

—Manda echar un par de vigas con tablas. Si se rompe la cabeza, peor para él.

Mientras los montañeses ejecutaban rápidamente las órdenes, Yáñez llegó al extremo del baluarte y se puso a mirar al parlamentario que cabalgaba en una mala jaca y llevaba en alto una bandera de seda blanca.

Era un hombre hermoso, bastante barbudo, de tez oscura y ojos centelleantes como los de las serpientes. Iba vestido con el traje de los bracmanes y no llevaba ninguna arma, por lo menos en apariencia.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Ese tunante de Sindhia sabe escoger su gente. Oigamos qué quiere este religioso convertido en guerrero.

Bajó del baluarte acompañado de Tremal-Naik, y esperó al parlamentario sentado sobre un montón de vigas de las quitadas del puente levadizo.

Se había puesto entre las rodillas su fiel carabina, temiendo siempre alguna nueva traición, y había hecho señas a los montañeses de preparar también sus fusiles.

Cinco minutos después el parlamentario, que había conseguido atravesar el puentecillo improvisado gracias a la ayuda del hijo de Khampur, pasaba bajo las dos bóvedas de la puerta y se presentaba delante del marajá, saludándole familiarmente con un ademán de la mano derecha.

—¿Qué quieres, y primero de todo, quién te manda? —dijo Yáñez, sin contestar al saludo.

—El rajá del Assam —respondió el bracmán.

—¿Qué rajá? Hasta este momento ha mandado en el Assam la reina Surama.

—La hemos destronado nosotros.

—¿Y el marajá, su marido?

—También a ese ya hace tiempo.

—¿Y quiénes sois vosotros?

—Assamitas partidarios de Sindhia.

—¡Mentís! —le gritó Yáñez—. No sois más que un atajo de bandidos enganchados en todas las provincias de Bengala y que por primera vez entráis en el Assam, con el único objeto de asesinar a los verdaderos assamitas y saquear ciudades y aldeas.

—Dime ahora quién eres tú —dijo el bracmán, con voz altanera.

—Soy el príncipe consorte.

—¿Tienes plenos poderes para tratar con nosotros, sahib?

—¡Soy el marajá! —gritó Yáñez, levantándose furioso—. Soy yo quien trato de los negocios del Estado.

—Entonces vengo a decirte, en nombre de mi señor, que entregues inmediatamente la ciudad, si no quieres ver pasar a cuchillo a sus habitantes.

El portugués lanzó una ruidosa carcajada.

—¿Qué habitantes? —dijo después—. Aquí no han quedado más que los topos, algún que otro perro y puede que algún pavo real. La población, sabiendo bien lo generoso que es tu señor, ha preferido huir en masa llevando consigo lo mejor que tenía. Encontraréis bien poco que coger si conseguís tomar la capital.

¡Sí, lo conseguiremos!… La tomaremos al momento, como tomamos a Goalpara.

—Gahuati no es Goalpara, sacerdote de Brahama —dijo Yáñez.

—Tenemos veinte mil hombres, marajá, y tú no tienes sino pocos montañeses, porque te hemos quitado no sólo a los rajaputras, sino a tu misma guardia.

—Puedes añadir los elefantes —dijo Tremal-Naik, que estaba sentado al lado del portugués.

—Sí, también esos, y he sido yo quien he dado ese magnífico golpe mientras vosotros os entreteníais en la pagoda. Hemos sido mucho más pillos que vosotros.

—¡Y me lo vienes a decir en la cara! —dijo Yáñez, levantándose nuevamente y haciendo ademán de apuntar con la carabina.

—Yo me precio de haber llevado a buen fin aquella operación —respondió el bracmán con énfasis—. Veinte elefantes, sus conductores y tres grandes compañías de rajaputras… Confesad, marajá, que soy hábil.

—¡Lo que eres es un bribón!

El sacerdote le miró y sus ojos negros centellearon como los de las serpientes. De repente contestó:

—He ahí una ofensa que podrás pagar cara, sahib blanco.

—Eso es una amenaza, me parece.

—Tomadlo como queráis, a mí poco me importa.

—¿Y si yo te hiciera detener, insolente, y te hiciese dar una buena paliza antes de volverte a mandar al campo de Sindhia?

—¿Quién se atreverá a pegar a un sacerdote de Brahama?

—Yo —dijo Tremal-Naik.

El bracmán fijó en él la vista un momento, estupefacto de tanta audacia, y después, rápido como un rayo, abrió su larga vestidura, sacó una pistola y disparó dos tiros, uno al cazador del Juncal Negro y otro a Yáñez.

Había obrado con demasiada precipitación, sin reparar en que el hijo de Khampur estaba junto a él y no lo perdía de vista.

El valiente montañés dio un golpe al caballo haciéndole empinarse y con eso las dos balas fueron a clavarse en las vigas. Al instante, tres o cuatro montañeses se echaron sobre el traidor, lo arrancaron de la silla y lo arrojaron violentamente al suelo, apuntándole al pecho con sus carabinas.

Yáñez encendió tranquilamente un cigarro y se acercó al prisionero, que rugía como una fiera. El hijo de Khampur ya lo había atado fuertemente con correas cogidas de los sacos de víveres que había acumulados en buen número allí cerca.

—Se ve que el caro rajá, tu señor —dijo Yáñez, echándole al bracmán una bocanada de humo en la cara—, no te había mandado aquí como parlamentario. Te había dado el encargo de asesinarme, ¿verdad? Pues te digo que eres un pésimo tirador, porque en tu lugar, aunque el caballo se hubiera empinado, te hubiera acertado.

—Tú y tu compañero me habéis ofendido, olvidándoos de que soy un bracmán.

—Bueno, ¿y qué son los bracmanes? ¿Hombres diferentes de los demás que puedan permitirse hasta asesinatos? Si yo me hubiera atrevido a acercarme a Sindhia amparándome bajo la bandera de parlamentario y hubiera tratado de matarlo a traición, ¿qué me hubiesen hecho vuestros bandidos?

—Tú no has disparado sobre el rajá, el cual goza en estos momentos de excelente salud; por consiguiente, excuso contestarte.

—No me hubieseis dejado marchar porque llevase bandera blanca, ¿verdad? —dijo Yáñez, que iba poco a poco perdiendo su notable calma.

—Puede ser —respondió el bracmán, encogiéndose de hombros.

—Está bien.

Se volvió a Tremal-Naik y le dijo:

—En una casamata tenemos uno de aquellos cañones largos que usaban los mogoles hace más de doscientos años, ¿los has visto?

—Está a veinte metros de nosotros en el baluarte.

—Ponlo a la vista, al borde del almenaje, y hazlo cargar con dos cartuchos de pólvora y uno de metralla gruesa.

—¿Qué quieres hacer, sahib? —dijo el bracmán, poniéndose lívido y tratando con un esfuerzo supremo de romper las ligaduras.

—Espera que la pieza esté cargada y lo sabrás —respondió Yáñez, iracundo.

—¿Te atreverás a matarme?

—Tú te has atrevido a hacer fuego sobre el marajá del Assam, ¡porque hasta este momento soy el marajá!… ¡Fuego por fuego!…

—Tú no perteneces a nuestra raza.

—¿Quieres decir que no he gobernado como vuestros rajás, borrachos siempre y deseosos sólo de cometer crueldades? Conocemos la historia de Sindhia y la de su hermano especialmente, a quien mató muy a tiempo tu señor, no menos cruel ni despiadado que el otro.

—¡Déjame ir! —dijo el bracmán—. Yo pertenezco a la primera casta de cuantas existen en nuestro gran país.

—En mi país hasta los grandes, cuando cometen un delito, tienen pena de muerte.

—¿Quieres matarme?

—¡Por Júpiter!… ¿Me crees hombre capaz de bromear? ¿No ves que están cargando el cañón?

El bracmán se puso aún más pálido y sus ojos expresaron un terror indescriptible.

—Tú no te atreverás, sahib; no te atreverás, porque yo represento a Sindhia, mi señor.

—A mí me importa un bledo aquel loco.

—Me vengará.

—Todavía no se ha apoderado de mí, y tengo buenas razones para creer que nunca caeré en sus manos.

—¿Pero no ves que toda la ciudad está rodeada por los nuestros?

—Basta de charla; tu señor esperará de mí una respuesta y se la daré bajo la forma de una bala humana.

Dicho esto, Yáñez, se volvió hacia los montañeses y les hizo una seña. Al punto, cinco hombres se precipitaron sobre el prisionero, y aunque el desgraciado intentó una resistencia desesperada, lo llevaron en peso al baluarte.

Tremal-Naik, ayudado por otros hombres, había preparado la pieza, empujándola hasta el borde de la plataforma.

Se trataba, como hemos dicho, de un antiguo cañón mogol, de más de dos metros de largo, bastante parecido a una culebrina. Tal vez hacía cien años que estaba olvidado en la casamata y que no disparaba.

Agarróse nuevamente al bracmán y se le ató a la boca de la pieza con las piernas colgando, porque el cañón terna la mayor inclinación que podía dársele.

Estando los sitiadores cerca podían verlo.

Tremal-Naik había cogido una mecha y no esperaba más que una orden de Yáñez para disparar la doble carga.

El bracmán, con las facciones horriblemente descompuestas y los ojos inyectados en sangre, movía las piernas como un loco y lanzaba alaridos espantosos.

Yáñez se le había acercado mirándole con aire perfectamente tranquilo.

—¿Qué? —le dijo—. ¿Cómo te encuentras? La postura no debe de ser muy cómoda.

—¡Qué Brahama te maldiga a ti y a todos tus descendientes! —gritó el sacerdote con voz ronca.

—Gracias.

—Acuérdate de que Brahama es el más poderoso de todos los dioses de la India.

—Hace mucho que lo sé —respondió Yáñez con su calma habitual.

—¿Hago fuego? —dijo Tremal-Naik—. ¿No ves que este hombre se está muriendo de susto?

—También a mí me lo parece y pienso justamente que ya ha sido bastante castigado por su infame atentado. Soltadlo, volvedlo a colocar sobre su caballo y echadlo fuera.

—Eres demasiado generoso, gran sahib —dijo el hijo de Khampur—. Mi padre no lo hubiera perdonado.

—Tu padre es indio y yo soy un hombre blanco —respondió el portugués—. Dejando marchar a este tunante, probaremos mejor a Sindhia que a nosotros no nos dan miedo sus bandidos.

—Quizá te equivoques, gran sahib.

—También yo lo creo —dijo Tremal-Naik, tirando la mecha que resultaba ya inútil—. Hubiera reventado este canalla en el aire en veinte o treinta pedazos.

—Puede que este hombre quede agradecido y algún día lo demuestre. Dejadme a mí; veo de muy lejos y adivino muchas cosas.

Los montañeses habían desatado al bracmán, el cual se sostenía a duras penas sobre sus temblorosas piernas. Parecía que de un momento a otro iba a caerse al suelo desvanecido.

Le tuvieron que ayudar a bajar del baluarte, lo mismo que a montar a caballo.

Cuando vio que le dejaban libres también los brazos, clavó los ojos en Yáñez con una mirada que no tenía nada de feroz y le dijo:

—¿Me perdonas la vida?

—Sí.

—Retiro la maldición que había invocado sobre ti y tus descendientes.

—No tenías que haberte molestado por asunto de tan poca monta.

—Yo me llamo Kiltar. Acuérdate de este nombre, sahib.

—Lo grabaré en mi memoria, aunque no acierte a adivinar para qué me va a servir.

—Tú me has dado la vida y yo te debo agradecimiento. Sindhia me había mandado aquí como parlamentario para que te asesinara, y doy gracias a Brahama por haber errado mis dos tiros.

—Y volviendo junto a tu señor sin haberme matado, ¿no tienes motivos de inquietud?

—No; porque soy un bracmán.

—Pues vete y no comparezcas más delante de mí como enemigo, porque otra vez no te perdonaría.

—Y tendríais razón, sahib. Recordad mi nombre: Kiltar, el bracmán de Benarés, la ciudad santa.

Hizo una inclinación, trazó en el aire algunos signos como si quisiese anular de un modo especial la maldición lanzada, volvió al caballo y, guiado por el hijo de Khampur, atravesó otra vez el puente improvisado, lanzándose después a gran galope hacia el campamento de los sitiadores.

—¡Bien! —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Tengo la convicción de haber hecho un buen negocio.

—¿Perdonando la vida a ese canalla? —dijo el cazador del Juncal Negro, meneando la cabeza—. ¡Hum!… ¡Hum!…

—Pronto se verá. Además, tampoco se habría ganado nada con lanzarlo por los aires hecho pedazos. No hubiera sido más que un acto de crueldad. Me basta con haberlo asustado.

Habían vuelto a salir a los baluartes mientras los montañeses deshacían rápidamente el puente improvisado y fortificaban sólidamente la gran puerta forrada de bronce que se abría sobre un foso de tres metros de profundidad y ocho o diez de anchura, lleno de lodo y de plantas acuáticas, entonces medio secas.

El bracmán había desaparecido ya por entre las pequeñas chozas y las tiendas que los sitiadores habían levantado para defenderse del intenso calor reinante.

A poco se oyeron gritos, disparos y después un gran silenció se extendió por todo el campamento. Tal vez el asalto que parecía inminente se había suspendido.

Yáñez esperó con impaciencia la noche, y las bandas de Sindhia no se movieron de sus campamentos. Sin embargo, eran bastante numerosas para poder tentar la empresa.

—¿Sabes lo que creo? —dijo cuando rayó el alba el portugués a Tremal-Naik, que había estado dormitando algunas horas a su lado—. Que mi generosidad, si no ha evitado, ha retrasado al menos el asalto.

—¿Y por qué?

—Puede que el bracmán, si es verdad que me tiene algo de agradecimiento, haya asustado a Sindhia, diciéndole que nosotros, si bien somos pocos, tenemos un número extraordinario de cañones.

—Puede ser, pero en Goalpara debía de haber piezas.

—Apenas unas diez.

—¿Querrá el rajá sitiamos por hambre?

—Es lo que me temo.

—Como sabes, Yáñez, nos han cercado tan rápidamente, que no ha habido posibilidad de meter antes ganado.

—Registraremos todas las casas, devastaremos todos los jardines, mataremos a todos los animales de mi palacio real que escaparon del incendio y después cazaremos.

—¿Los perros que no han escapado ya con los habitantes?

—Y las ratas de las cloacas. Esos bichos nos proporcionarán carne bastante para alimentar a un ejército durante un par de semanas por lo menos.

—No sé si los montañeses las comerían —dijo Tremal-Naik, sonriendo.

—Aguijoneados por el hambre, las pondrán en el asador y no dejarán ni los rabos, te lo aseguro.

—Una explicación quiero ahora de ti. ¿Y si cayese la ciudad?

—Ya te he dicho que le prenderemos fuego.

—¿Y los montañeses?

—Forzarán alguna de las líneas del sitio y volverán a Sadhja.

—¿Mientras nosotros esperamos a Sandokán en las cloacas?

—Tendremos allí un magnífico refugio y podremos esperar tranquilamente los acontecimientos. ¿Te parece?

—Tú y Sandokán habéis nacido grandes capitanes —respondió el notable cazador—. Seríais capaces, no digo de conquistar el mundo, pero sí la India y también la Malasia. Desgraciadamente, los ingleses hoy día son demasiado fuertes y dentro de seis meses lo serán más aún. Ya no estamos en los tiempos de Mompracem —dijo al acabar, dando un profundo suspiro.

En aquel momento algunas detonaciones bastante fuertes resonaron en el campamento que caía frente al baluarte que ellos ocupaban con ciento cincuenta montañeses.

—Eran las piezas tomadas de las fortificaciones de Goalpara que tiraban. Algunas balas, todas de pequeño calibre, pasaron silbando sobre los jardines, sin producir daños.

—Son pésimos los artilleros que tiene ese Sindhia —dijo Yáñez—. Más le valía adoptar los bastones de los fakires errantes.

—¿Y nuestros montañeses?

—Son hábiles, porque allá en sus desfiladeros tienen siempre buenas piezas para derribar las atalayas. Veremos si hacemos algo también nosotros.

Se encontraban en el baluarte que hacía frente a la pagoda vieja, junto a la cual desembocaba el río Negro y allí habían concentrado la mitad de su artillería, queriendo reservarse a todo trance aquella salida para poder llegar a las cloacas en el caso, ya previsto, de un desastre.

Yáñez hizo llamar a los montañeses, los colocó al lado de las piezas, eligiendo a los que apuntaban mejor, y respondió a la primera provocación de Sindhia con una terrible descarga, que hizo huir a la desbandada a rajaputras, bracmanes, parías, fakires y bandidos.

—Me parece que es bastante por el momento —dijo Yáñez—. No será por este baluarte por donde traten de dar el asalto. Querido Tremal-Naik, esta mañana he hecho matar dos cebúes de mis cuadras. Podemos, por consiguiente, ir a comer. Los sitiadores se estarán quietos por ahora; te lo digo yo.

XI. La capital arde

Yáñez se equivocaba.

No había hecho más que retirarse a una casamata vieja medio derrumbada, en medio de la cual el cazador de ratas y el fidelísimo rajaputra habían improvisado una mesa y colocado encima un cuarto de cebú humeante y muchas botellas de cerveza, cuando la artillería de Sindhia volvió a retumbar de una manera alarmante.

Aunque sus artilleros disparaban como reclutas, sin embargo, las balas empezaban a enfocar los baluartes, echando abajo, de tiempo en tiempo, alguna almena. La mayor parte se enterraban en el escarpado del foso, y, al no tratarse de bombas, se apagaban después de lanzar por los aires algunos trozos de fango herboso y nauseabundo.

Yáñez saltó fuera instantáneamente, dejando el asado, que, por otra parte, no le interesaba mucho, no habiendo sido nunca comilón, y a riesgo de que lo destrozase cualquier proyectil, se puso a observar atentamente las bandas que había frente al baluarte grande sólo a mil quinientos metros.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Diríase que ese perro de Sindhia ha adivinado que yo estoy aquí, pues debe de tener ahí enfrente sus mejores piezas. ¡Ah! ¿Quieres una lección? Siempre soy el famoso artillero de los paraos. de Mompracem. Que nadie haga fuego. Quiero contestar yo solo. Me ha de pagar cara esta comida tan bruscamente interrumpida.

Como hemos dicho, había hecho colocar veinte piezas en el baluarte, la mitad de su artillería, manejada por más de cien montañeses.

Se hizo dar una mecha y empezó después a graduar el alza rápidamente y a hacer un fuego infernal. Los tiros no se sucedían, sino uno a uno; pero los proyectiles caían justamente en medio del campamento enemigo, haciendo bastante daño.

Ya desde el principio la artillería del exrajá, después de algunos disparos, había suspendido el fuego.

Sus hombres habían comprendido al punto que eran impotentes ante aquel vivísimo fuego que se sucedía, ora con balas, ora con metralla. Pero no se habían dado por vencidas las bandas. Sindhia debía de haber mandado el ataque general, porque también en los otros baluartes tronaban los cañones y los del enemigo respondían.

Se habían formado grupos numerosos provistos de grandes escalas de bambú para atravesar los fosos, pues no había ya puentes, y se disponían a arrojarse a la carrera.

Yáñez seguía disparando con tranquilidad sus piezas, y los montañeses, bastante prácticos, las cargaban rápidamente, mientras que Tremal-Naik, diestrísimo tirador de carabina, se entretenía en echar abajo de cuando en cuando a un enemigo, mascullando a cada tiro:

—¡Uno menos!

Los bandidos de Sindhia, que no eran muy buenos soldados, ya que, como tenemos dicho, era gente allegadiza, fanatizada fácilmente por los bracmanes, se dispersaban a cada cañonazo, pero no tardaban en volver y emprender su carrera disparando sin tino. Hacían escasos progresos, y también por los otros lados los ataques a los baluartes se llevaban a cabo con gran desorden y un desperdicio enorme de pólvora y balas, a pesar de la presencia de ánimo de los rajaputras traidores, que se esforzaban por infundir serenidad a aquel montón de tunantes.

Los montañeses de Sadhja, aunque muy inferiores en número, protegidos por el almenaje, barrían el terreno que tenían por delante, disparando a más de mil pasos con buen éxito.

A mediodía los sitiadores se encontraban en las mismas condiciones que por la mañana. Puede que el saber que defendía la ciudad el terrible marajá, que otra vez venció a su señor, los detuviera a menudo para retroceder cuando tronaban los cañones.

—Yo creo —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que no había cesado de disparar su carabina— que lo que es hoy podemos hacer colación y cenar descansadamente. Tiene mucha gente este Sindhia, pero poco sólida, y si no fuera por los rajaputras, no nos quedaba a estas horas ni un solo adversario por delante.

—En efecto, hasta ahora no han demostrado mucho valor —respondió el cazador del Juncal Negro—. Son muchos, sin embargo, y si una noche se decidieran a lanzarse furiosamente al ataque, no sé qué iba a ser de nosotros.

—¿Si pudiésemos resistir hasta la llegada de Sandokán? Cuento los días y me parece que se multiplican.

—Ya debe de estar en el mar y desde hace tiempo. Ya sabes que tu hermanito moreno, como le llamas, no titubea nunca. Pero no sé si Sindhia nos llegará a dar un par de semanas de tregua. Debe de urgirle demasiado la conquista de la capital.

—¡Bonita capital va a encontrar! Ruinas humeantes, en las cuales sus guerreros podrán asar buenas piezas de caza. Todo se vendrá abajo, y si acaba esta empresa bien, volveremos a edificarla. Dinero no falta.

Soltó la mecha al no ser preciso seguir haciendo fuego. Las bandas de Sindhia, después de llegar a mil pasos de los baluartes, habían huido, refugiándose en sus campamentos.

El exrajá no debía de estar muy satisfecho, que digamos, de su primer ataque a la capital, pero tampoco los defensores estaban tranquilos: no acababa de llegar Khampur con más montañeses, Sandokán estaba lejos y empezaban a escasear los víveres en la ciudad sitiada. ¡Y era tanta la gente que había que alimentar!…

Pero los bravos montañeses, sin embargo, no parecían inquietarse por la falta de víveres; daban caza despiadadamente a perros y gatos, arrasaban los jardines y se quedaban contentos; tras de la destrucción de los gatos vendría la de las ratas, y ya contaban con hacerse asados de estos roedores.

Yáñez había reservado para sí y para sus amigos los animales de sus colecciones y de su servicio que habían escapado al incendio del palacio imperial. Había allí leones, cuatro tigres, monos y varios animalitos raros, de modo que por el momento no podía faltar la carne.

—Comeremos asados un poco duros —dijo el portugués a Tremal-Naik, quien parecía preocuparse más que nadie de la escasez de víveres—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ojalá pudiéramos tener tanta abundancia en las cosas de comer como en las de beber!

—Has cometido una imprudencia al consentir que los habitantes se llevasen al huir los cebúes y demás animales de tiro.

Es que tenía que poner a salvo las cosas más preciosas para sustraerlas a la rapacidad de los bandidos de Sindhia. Después de todo, mejor es que la población se haya ido, porque no hubiéramos podido ni defenderla a la larga, ni mantenerla, ni mucho menos incendiar la ciudad.

—Sin embargo, yo no estoy nada tranquilo —dijo Tremal-Naik.

—Ya sé por qué. Tenemos todavía que probar la pierna de cebú que el rajaputra y el cazador de ratas nos han preparado desde esta mañana. Ahora nos desquitaremos.

—El hijo de Khampur, acompañado de una escolta, se les reunió en aquel momento.

—¿Rechazados por todos lados? —le dijo Yáñez.

—Sí, gran sahib; pero son muchos, demasiados. ¡Y mi padre tarda!…

—¿Qué, los otros montañeses crees tú que tendrán miedo de Sindhia?

—¡Ah, no, gran sahib! Es que nuestro país es muy montañoso y no es fácil reunir a los guerreros tan pronto. Los mensajeros tienen que atravesar distancias considerables y los combatientes tardan en reunirse. No temáis; los montañeses de Sadhja se harán matar, si necesario fuera, por su reina y por conservarle la corona del Assam que por derecho le pertenece.

—¿Tú estás, por tanto, convencido de que tu padre llegará?

—Sí, gran sahib; ha dado su palabra y la cumplirá. Pero tengo un temor.

—¿Cuál?

—Que venga en nuestra ayuda demasiado tarde.

—¡Por Júpiter! Sandokán que llega tarde, tu padre también… ¡Bah!… Vayamos a comer, ya que los bandidos de Sindhia nos dejan en paz.

—Una cosa, gran sahib.

—Habla, pues.

—¿Y si cayese la ciudad?

—Tú, con tus compañeros, forzarías cualquiera de las líneas de combatientes y saldrías al encuentro de tu padre.

—¿Y tú, gran sahib?

—No te preocupes por mí. Aquí, bajo esta ciudad, hay un asilo casi inviolable, y allí será donde esperaré a mi hermano moreno.

—Nosotros no te dejaremos solo.

—En ese asilo no cabríamos todos, y luego el gran problema es el de los víveres. Me dejarás una docena de tus hombres y con esos tendré bastante.

El joven guerrero movió la cabeza negativamente.

—Mi padre me ha dicho que no abandone al marajá.

—¿Y si el marajá, si las cosas se ponen mal, te dice que te vuelvas a tus montañas?

—Te obedeceré, aunque sea violentando mis sentimientos.

—Cuando yo te diga: rompe la línea y ponte a salvo con tus hombres, lo tendrás que hacer. Yo hablo en nombre de la reina.

—Te he dicho, gran sahib, que te obedeceré. Y ahora podemos ir a hincar el diente a esa pieza de cebú que nos espera hace tantas horas.

Entraron en la casamata con Tremal-Naik, el cazador de ratas y el rajaputra, convertido de buenas a primeras en criado, cocinero y guerrero, y ya que las bandas de Sindhia se estaban tranquilas en sus campamentos, atacaron al asado, rociándolo con botellas de cerveza de las bodegas del bungalow, abundantemente provistas.

Verdaderamente, los sitiadores no habían suspendido el ataque.

Aquellos pésimos artilleros probaban de cuando en cuando a lanzar alguna bala a la ciudad, derrumbando solamente algún techo. Llegó la noche y las bandas no dieron tampoco señales de vida. Era una noche oscura y tempestuosa.

Durante el día el calor había sido intenso, y luego que el sol se puso, grandes masas de vapores se habían aglomerado en el cielo, bajando después gradualmente hacia la tierra.

—Ha llegado el momento de abrir bien los ojos y estar alerta —dijo Yáñez, que se paseaba veinte pasos detrás de los baluartes en compañía de Tremal-Naik—. Temo que las bandas de Sindhia se aprovechen de esta oscuridad para acercarse a nosotros e intentar un violento ataque.

—Los fosos son anchos y profundos y todos los puentes se han destruido a tiempo —respondió el cazador.

—Pronto se hacen con bambúes, que abundan por todas partes, y que también sirven para hacer escalas ligeras y solidísimas, y puentes volantes.

—Los baluartes son altos.

—Lo sé, pero tenemos que reconocer que somos demasiado pocos para defender todo el inmenso recinto de la ciudad.

—¿Te vuelves pesimista?

—En absoluto. Además, los montañeses están advertidos, en caso de extremo peligro, de prender fuego a todo y escapar. Nosotros no correremos peligro alguno.

—¿Y si Sindhia conociera la existencia de las inmensas cloacas?

—¿Quién, aquel borrachín? Se había ocupado del gin, del brandy, del whisky, y no de la ciudad subterránea. Ni nosotros siquiera lo sabíamos. Basta con tener libre el paso por la pagoda vieja; con esta imponente batería ya sabremos desembarazar los alrededores.

En aquel momento, en un baluarte que defendía la ciudad hacia el Norte, se oyó de improviso tronar el cañón.

—Mala señal —dijo Yáñez, meneando la cabeza—. Sindhia quiere intentar otro ataque. Abramos, como he dicho, los ojos.

—Ábrelos, pues, pero no verás ni gota. Parece que se ha mezclado alquitrán con las nubes.

—Te equivocas, amigo. ¡Mira!…

Habíanse encendido de improviso lenguas de fuego, iluminando la tenebrosa noche como si fuera de día.

Se sucedían por cientos y cientos, ondeando como serpientes y lanzando a lo alto millares de chispas que recaían, por fortuna, al mismo sitio, pues no corría ni el más ligero soplo de viento.

Sindhia había hecho incendiar los arrabales, formados casi exclusivamente de cabañas, que se destruyeron con inusitada rapidez.

Al mismo tiempo volvió por segunda vez a lanzar sus bandidos al asalto, pensando tomar a Gahuati con la misma facilidad que Goalpara; pero los montañeses, que, aunque pocos para defender el inmenso recinto de la población, no tenían el menor temor de irse otra vez a las manos con sus enemigos, no tardaron en responder con un formidable fuego de artillería y de carabinas.

Hasta el viejo cañón mogol disparaba, a pesar de su respetable edad de dos o tres siglos, lanzando gruesos proyectiles.

Frente al baluarte que defendía la antigua mezquita, y al cuidado del cual estaban Yáñez y sus pocos montañeses, no había aldeas que quemar; así que por aquel lado reinaba una oscuridad profunda, pues no llegaban hasta allí los reflejos del incendio.

—¡Estemos alerta!… ¡Estemos alerta!… —no cesaba de repetir el portugués, el cual veía venir el peligro desde lejos.

Mientras en todos los otros baluartes los montañeses combatían deseperadamente haciendo frente a los rajaputras traidores, que eran los únicos que de verdad avanzaban, por el lado de la antigua mezquita seguía reinando el silencio.

Pero al cabo de un rato, cuando Yáñez, casi seguro de que por aquella parte no se atacaría, se preparaba a montar a caballo para dar una rápida vuelta por las anchas calles de las fortificaciones, sonaron dos cañonazos, a los que siguieron rugidos espantosos.

—Aquí tenemos los papagayos, ya se hacen oír —dijo el valiente Yáñez, con su acostumbrada serenidad—. Haremos hablar también a nuestra batería. ¡Arriba!… ¡A mí, montañeses de Sadhja!…

Los ciento veinte hombres se arrojaron sobre las piezas y se pusieron a disparar furiosamente contra las masas que se percibían de una manera vaga y que avanzaban con gran rapidez.

Disparaban con metralla, arrancando a los asaltantes gritos terribles, porque aquella metralla se componía en su mayor parte de gruesos clavos, según costumbre de los malayos.

Yáñez, ayudado por Tremal-Naik y una media docena de artilleros montañeses, tenía a su cargo dos cañones. Había disparado ya unos veinte tiros, cuando desde las líneas enemigas cruzaron el aire fuegos que acababan en los alrededores de los baluartes.

—¿Rayos? —se dijo Yáñez.

—No —respondió Tremal-Naik—; son copos de algodón que lanzan con los fusiles. Quieren asamos, querido Yáñez.

—¡Si no hay empalizada ninguna bajo este baluarte!

—Y esa es nuestra suerte. A las piedras no les prenderán fuego.

—Y las primeras casas están lejos. ¡Ah, señores bandidos! Espero que no toméis tampoco esta noche la capital del Assam. Sindhia se consolará con una botella de gin.

Y se puso de nuevo a disparar, mientras la lluvia de copos de algodón que se prendían al contacto de la pólvora seguía cayendo copiosamente.

Las bandas de Sindhia, a cuyo frente estaban seguramente los rajaputras, no obstante las descargas de la imponente batería, no cesaban de avanzar, gritando siempre, quizá para infundirse más valor, y llegaron por fin al borde del ancho foso.

Echaron rápidamente puentes volantes, pero en aquel momento una mina que Yáñez había hecho ya preparar con una mecha bastante larga estalló casi a sus pies y algunos de ellos salieron volando por los aires.

El baluarte, aunque macizo, tembló de arriba abajo y pareció por un momento que iba a derrumbarse, pero resistió al poderoso choque, mientras que las bandas de Sindhia se dispersaban completamente, presas de un terror pánico y sordas a las órdenes de sus jefes.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, disparándoles a la espalda el último cañonazo—. ¿En dónde ha encontrado Sindhia estos corredores? ¡Ya han desaparecido!…

Gritos roncos y lamentos se alzaban de la explanada tenebrosa medio destruida por la mina. Debía de haber muchos heridos del otro lado del foso; pero los montañeses, temiendo alguna nueva sorpresa, no se movieron.

Por otra parte, la puerta estaba obstruida por las barricadas y el puente derribado.

—Ahí se mueren —dijo Tremal-Naik a Yáñez, que había hecho encender una antorcha.

El portugués se encogió de hombros y dijo:

—Si hubiéramos caído nosotros, aquellos bandidos se nos hubiesen echado encima para rematarnos a cuchilladas. La guerra ha sido siempre terrible para los débiles. ¡Y pensar que verdaderamente los débiles somos ahora nosotros!

En aquel momento llegó al baluarte el hijo de Khampur.

—Gran sahib —dijo—, las bandas de Sindhia han escalado el baluarte de Risar.

—¿Y sus hombres? —preguntó Yáñez, poniéndose algo pálido.

—Se retiran en buen orden.

—Reúne a tus montañeses, haz incendiar la ciudad, rompe por cualquier parte la línea enemiga y corre al encuentro de tu padre.

—¿Y tú, gran sahib?

—No pienses en mí ni en mis pocos amigos. Me dejarás una docena de tus hombres, elegidos entre los más valientes.

—Si digo a mi padre que te he dejado abandonado en medio de una ciudad incendiada me matará. Soy joven, pero no quiero morir como vil.

—Mi rajaputra, el único que me queda, te acompañará y explicará a tu padre lo que ha pasado. No pierdas tiempo, reúne a tus hombres y prende fuego a todo.

—¡Una ciudad tan hermosa!…

—La reedificaremos —dijo Yáñez—. Ve, no pierdas tiempo.

—¿Y los cañones?

—Los haré clavar.

—Te obedezco, gran sahib.

El joven guerrero volvió a montar a caballo y se lanzó a la carrera, dando grandes voces.

La fusilería arreciaba cada vez más. Los montañeses, después de perdido el baluarte, trataban de reconquistarlo; pero las bandas de Sindhia, victoriosas ya, hacían irrupción en la ciudad, ávidas, más que de nada, de botín.

Yáñez, que en medio de aquel trastorno conservaba su maravillosa sangre fría, hizo clavar rápidamente las veinte piezas de la batería a fin de que el rajá no pudiera aprovecharlas, mandó abrir la puerta del baluarte y echar sobre el foso un puente volante.

La antigua mezquita estaba sólo a unos mil pasos, y por aquel lado parecía que no quedaban más enemigos. Los que habían atacado, trastornados por la granizada de metralla, debían de haberse reunido con los compañeros que lograron entrar en la ciudad.

Yáñez, a la luz de un hacha de viento, pasó revista a los ciento veinte montañeses, hizo salir de las filas a doce de los que más robustos le parecieron y después esperó al lado de Tremal-Naik y del cazador de ratas la vuelta del joven guerrero.

Fumaba furiosamente y hacía gestos amenazadores. Al cabo de un rato se le escapó un grito:

—¡Mi capital arde!…

Una gran lengua de fuego, después dos, diez, ciento, surgieron en dirección del baluarte conquistado por las bandas de Sindhia.

Los montañeses, que seguían disparando, al retirarse prendían fuego a todo.

Primero iban ardiendo las cabañas; después, las casas, los bungalows y los palacios. El fuego avanzaba terrible, implacable, devorándolo todo e impidiendo a los asaltantes el seguir adelante.

Gigantescas nubes de humo se levantaban por todas partes, seguidas de detonaciones y de copiosa lluvia de chispas. Los polvorines de los baluartes estallaban al mismo tiempo que se disparaban los cañones aún cargados.

Yáñez y Tremal-Naik, apoyados en sus carabinas, contemplaban, no sin emoción, el incendio que se extendía con ímpetu arrollador, contribuyendo el que muchos barrios de Gahuati estuviesen formados de cabañas que habitaba la gente pobre.

Un surco profundo se había dibujado en la ancha frente del portugués.

—Marchemos mientras tenemos el paso franco y el fuego nos protege la espalda —dijo Tremal-Naik—. No esperemos demasiado, Yáñez.

—Sindhia me las pagará —respondió el portugués, que en aquel momento parecía pensar en otra cosa—. ¡Qué aquel borrachín pueda quitar a Surama la corona! ¡Oh, no! Yo creo que la lucha no ha terminado, aunque parezca yo ahora completamente derrotado.

—Yáñez, partamos —repitió Tremal-Naik.

—Espera que vea arder mi capital —respondió el portugués—. Además, el hijo de Khampur no ha vuelto todavía.

—Sus hombres combaten en medio de las llamas.

—Estos montañeses son héroes que valen tanto como los tigres de la Malasia. Son gente de buena raza.

Oyóse en aquel momento el galope desenfrenado de un caballo, y el hijo de Khampur bajó al vuelo la pendiente del baluarte y saltó ágilmente a tierra.

—Gran sahib —dijo, con voz entrecortada por la emoción—. Tus órdenes están cumplidas. El fuego devora tu grande y hermosa ciudad.

—Era necesario para detener las hordas de Sindhia —respondió Yáñez—. ¿Qué hacen tus hombres?

—Se retiran sin dejar de combatir.

—¿Los estrecha el enemigo?

—No, porque los protege la línea de fuego.

—Reúnelos a todos y corre al encuentro de tu padre. Mi rajaputra, como te he dicho, te acompañará, y le explicará el motivo de tu retirada. Toma contigo también a estos hombres, pues yo he elegido ya los míos, y huye. Las retiradas a veces son necesarias y sirven para preparar victorias. Eres un valiente y llegarás a ser un gran guerrero.

—Si veo a la reina y a tu hijo, ¿qué les digo de tu parte?

—Di a mi mujer que no se inquiete por mí. Por lo demás, ya sabes que mi refugio es inexpugnable. Ve, vete antes de que te corten la retirada.

—Espero verte pronto, gran sahib —dijo el joven guerrero, que tenía los ojos arrasados en lágrimas—. Adiós; yo saldré por el baluarte de Oriente, en donde no hay muchos bandidos y los arrollaremos al primer envite.

Las descargas de mosquetería resonaban ya cerquísima. Los montañeses, protegidos por las líneas de fuego, que se hacían cada vez más imponentes, se retiraban en buen orden y sin economizar cartuchos.

El hijo de Khampur, acompañado por el rajaputra gigante, subió corriendo la pendiente del baluarte, hizo con la mano un último saludo al marajá y desapareció en medio de aquel asfixiante humo.

Dos minutos después, Yáñez vio a los montañeses desfilar a paso de carga y dirigirse hacia el baluarte de Oriente; no disparaban ya porque el fuego había detenido a las bandas de Sindhia.

—Pierdo mi capital, pero puedo salvar aún mi pequeño imperio —dijo Yáñez a Tremal-Naik que contemplaba el espantoso incendio, que se dilataba cada vez más, envolviendo toda la ciudad en un negro nubarrón—. Ahora, pensemos en nosotros.

—Tiempo es —respondió el famoso cazador—. ¿No crees tú que haya enemigos alrededor de la antigua mezquita?

—No, escaparon todos después del último cañonazo.

—¿Han echado los montañeses el puente a través del foso?

—Sí, alteza —respondió el baniano.

—¿Y tú estás convencido de que no nos asaremos como dentro de un horno cuando entremos en las cloacas?

—Yo respondo: hay allá abajo demasiada agua.

—Piensa que este incendio puede durar hasta tres o cuatro días, porque son muchas las casas.

—Os repito, alteza, que yo respondo del salvamento de todos.

—Entonces, vayamos.

Echó una última mirada a su capital, convertida en un mar de fuego.

Derrumbábanse los bungalows y los palacios; veníanse abajo con fragor inaudito pagodas y mezquitas, levantando remolinos de chispas que el viento dispersaba.

Los tiros habían cesado. Las bandas de Sindhia, detenidas ante aquel infierno, no habían hecho, a lo que parecía, tentativa alguna de perseguir a los montañeses.

Yáñez suspiró dos o tres veces y después siguió al cazador de ratas.

Los doce montañeses habían improvisado un puente y lo esperaban del otro lado del foso escudriñando con inquietud la vasta llanura que los resplandores del incendio iluminaban de tiempo en tiempo.

—¿Estáis todos? —preguntó el portugués.

—Todos, gran sahib —contestaron a una voz.

—¿Están cargadas vuestras carabinas?

—Todas.

—Ponte a la cabeza de la compañía, baniano, y anda alerta y bien abiertos los ojos.

—Viejo soy, pero veo bien todavía —respondió el cazador de ratas—. Moriré después de los cien años.

Los quince hombres se pusieron rápidamente en marcha dirigiéndose hacia la antigua mezquita mogola, sobre cuyas cúpulas se proyectaban a veces los reflejos del incendio.

El aire se había vuelto de repente ardiente. Turbiones de ceniza caliente caían sobre las arrasadas llanuras del Sur, acabando con la vegetación, y densísimas nubes impregnadas de extraños olores se extendían desmesuradamente en todas direcciones, arremolinándose como si las empujara un viento de tempestad.

Parecía que en su seno relampagueaban fuegos.

—¡Adelante!… ¡Adelante!… —repetía Yáñez, que se sentía sofocar—. ¡Estad siempre alerta!…

Atravesaron, a paso de carga, la llanura que los separaba del río Negro, envueltos a veces en ventoleras de chispas, y llegaron delante de la antigua mezquita.

Justamente en ese momento las densas nubes de humo se abrieron y proyectaron sobre la llanura una luz intensísima.

—¡Hay hombres! —exclamó Yáñez, que dirigía la cuadrilla con el cazador de ratas.

Cinco o seis bandidos, parias o fakires, habían aparecido de improviso junto a la mezquita.

—¡Que no escape ninguno; si no, el secreto de nuestro escondite va a ser descubierto! —gritó Yáñez precipitadamente.

Los montañeses pusieron una rodilla en tierra, apuntaron algunos instantes y después sus carabinas retumbaron junto con las de sus jefes.

Los bandidos, acribillados a proyectiles, cayeron unos al lado de los otros para no levantarse más. La descarga los había dejado en el sitio antes que tuvieran tiempo de servirse de sus armas.

El grupo, temiendo que por aquellos contornos hubiera más centinelas, se lanzó con una carrera desenfrenada hacia la mezquita, llegó a la salida del río Negro y desapareció dentro de la inmensa cloaca.

XII. La llegada de los piratas de Malasia

El cazador de ratas, como hombre prevenido, había cogido todas las hachas de viento que había podido encontrar dentro de la casamata del baluarte y las había repartido a los montañeses, con encargo de no encenderlas sin orden suya.

Había más de veinte, con lo cual, tenían, por cierto tiempo, asegurada la luz.

—Alteza —dijo el baniano a Yáñez—. Agarraos a mí. Que el sahib moreno haga otro tanto con vos, y así vayan haciendo los montañeses. No es este el momento de iluminar el camino, pues podrían vernos.

—¿Y si nos caemos al río Negro? —dijo el portugués, que se espeluznaba sólo de pensarlo.

—Fiaos de mí; yo veo aquí como si tuviera ojos de rata.

—Ya sé que tú has habitado muchísimos años esta espléndida y apestosa ciudad y debes de estar acostumbrado a ver hasta sin linterna.

—No habléis mal de esta ciudad, alteza, pues ahora vale más que la que está sobre nuestras cabezas.

—Ya lo creo; todo arde.

—Mientras que aquí no arderá nada —dijo el cazador de ratas.

—Ante todo, ¿adónde nos llevas?

>—A mi pequeño depósito, donde encontraremos las escalas necesarias para atravesar el río Negro.

—Atravesarlo, no —dijo Yáñez—. Nosotros esperamos a nuestros amigos y tú debes buscar un escondite que no esté muy lejos de la salida del río Negro.

—Escondites aquí se encuentran por todos lados. Yo conozco una rotonda que sirve de depósito a las aguas durante las grandes tormentas y que está a corta distancia del lugar en donde yo guardo mis escalas. El llegar allí será un poco pesado; pero, sin embargo, iremos.

—Espera un momento.

—¿Qué deseáis, alteza?

—¿Y si hubiera aquí también parias?

—Yo creo que aquí no han quedado más que las ratas. Todos aquellos mendigos se habrán incorporado a las bandas de Sindhia. ¿Por qué iban a volver aquí, cuando se combate por arriba de la tierra y no por debajo? No, alteza; nadie vendrá a buscamos, y además hay aquí muchos escondites que sólo yo conozco, en los cuales podremos esperar tranquilamente la llegada del sahib Kammamuri y del príncipe malayo. ¿Qué decís de la temperatura que reina aquí dentro? La ciudad está ardiendo y no hace calor.

—Hasta ahora.

—Y después también, alteza. Agarraos bien a mi vestido.

Volvieron a ponerse en marcha, siguiendo la interminable acera construida tan maravillosamente por los conquistadores mogoles.

De cuando en cuando se oían ruidos sordos que parecían venir de muy lejos y que hacían vibrar las bóvedas. Debían de ser colosales pagodas que el implacable fuego derrumbaba.

El río Negro, siempre fangoso, se deslizaba ruidosamente con marcha perezosa sobre su descolorido lecho y arrastraba la escoria que recogía de la ciudad.

Pero pronto tendría que enflaquecer, a menos que algún manantial subterráneo lo alimentase.

El cazador de ratas, después de contar mil pasos, cogió un hacha y la encendió, seguro de que nadie que mirara desde le entrada de la gran cloaca hubiera podido ver aquel rayo de luz.

—Mi depósito de escalas está aquí cerca —dijo.

—¿Cuántas tienes? —preguntó Yáñez.

—Una docena y puede que más.

—¿Todas suficientes para atravesar el río Negro?

—Sí, alteza.

—¿Y qué más hay en tu antiguo refugio?

El baniano se había parado, mirándolo con vivo estupor.

—Un colchón de hojas de plátano y un par de cántaros —dijo después—. No necesitaba yo más.

—¿Y provisiones? Piensa que somos quince y que no hemos traído ni siquiera un panecillo.

—¿Y las ratas? ¿Para qué están? —respondió el viejo—. Me han alimentado muchos años y, como veis, bien fuerte estoy todavía a pesar de lo viejo que soy.

—¡Las ratas! —exclamó Yáñez, haciendo un gesto de disgusto.

—Vos, alteza, no las habéis probado nunca. Son tan buenas como los cochinillos de la India, y, es más, muchas veces, más sabrosas. Tengo tres o cuatro asadores en mi antiguo refugio.

—¿Y leña?

—¡Oh! Encontraremos. Los parias traían siempre, y yo conozco perfectamente sus escondrijos. No faltará, alteza.

—¿Has oído, Tremal-Naik? —dijo el portugués—. He aquí un marajá que tenía cocineros de primer orden y también cocineros notables en la preparación de exquisitas golosinas, que ha bajado, o, mejor dicho, ha rodado hasta tener que alimentarse de roedores.

—Yo creo que no son malos —respondió el padre de Damna.

—¡Eh, baniano!… —exclamó Yáñez—. ¿Y tus asados los rociaremos con el agua fétida del río Negro? Cogeremos el cólera antes de veinticuatro horas.

—No, alteza —respondió, sonriendo, el cazador de ratas—. Conozco yo ciertos lugares en los cuales el agua baja limpia. En tantos años como he pasado aquí yo, jamás he tenido la más pequeña molestia, lo cual quiere decir que el agua que bebía era buena y hasta medicinal, porque cuando cocía alguna rata, por variar los condimentos de mi pobre mesa, encontraba siempre dentro del puchero un depósito blanquecino muy parecido a la magnesia que los boticarios de Bengala venden a peso de oro.

—¡Cuerpo de Júpiter! ¡Cocías tú las ratas como si fueran gallinas!…

—¿Y te tomabas el caldo?

—Sí, alteza, y os aseguro que es exquisito.

—Estoy estupefacto de que estés todavía vivo.

—Pues me he alimentado treinta años de ratas y me he encontrado siempre perfectamente, alteza.

—¡Que el diablo te lleve al infierno de los banianos, si tenéis uno! —dijo Yáñez.

—No tenemos infierno, alteza, porque nuestros cadáveres, expuestos en las torres del silencio, acaban todos en el vientre de los marabúes y demás aves de rapiña.

—Lo sé, y sé también…

—¡Alto!…

—¿Has descubierto un asado de ratas ya listo para hincarle el diente? —dijo Tremal-Naik, con un rápido ademán hacia el grupo.

—Estamos delante de mi antiguo refugio.

—¿Bastará para cobijarnos a todos?

—No; os llevaré a una rotonda vastísima y perfectamente recubierta de arena blanca como paja.

Debía de haber estado frecuentada antes por otras personas, porque había allí viejos tapices descoloridos, montones de leña y hojas de plátanos ya muy secas.

—Parece que este escondite lo conocen ya otros —dijo Yáñez, volviéndose hacia el cazador de ratas.

—Es verdad —respondió el baniano—. Esta rotonda ha estado ocupada y hace poco tiempo, porque antes no había visto nunca a nadie venir por este lado.

—¿Serán los parias?

—Entonces se habrán unido a Sindhia y seguramente no volverán, alteza. Aquella gente, acostumbrada a vivir siempre en selvas, se encuentra mejor sobre la tierra que por debajo de ella.

—¿Crees, pues, que podemos estar seguros?

—Completamente. También porque podemos retirarnos e ir a otra rotonda. Mirad allá aquel agujero circular; lleva a largas galerías destinadas a recoger las aguas durante los grandes aguaceros y depositarlas aquí.

—¿Entonces nos exponemos a morir ahogados como topos? —dijo Tremal-Naik.

—No, sahib; las lluvias escasean en este país y para las que hay basta el río Negro; hay para los grandes aguaceros cientos y cientos de rotondas, pero, vos lo sabéis igual que yo, son más bien raros. Mirad qué seca está esta arena. Debe de hacer lo menos dos años que no se moja.

—¿Sentís calor aquí?

—Hasta ahora, no —respondió Yáñez—. Más fresco hace aquí que en el saloncillo de mi bungalow.

—Sin embargo, la ciudad sigue seguramente ardiendo.

—Persuadido estoy. Ahora quisiera saber qué va a hacer el amigo Sindhia, que se ha quedado sin capital.

—Acampará en los alrededores para esperar el final del incendio —dijo Tremal-Naik.

—Cuando las cenizas se enfríen, mandará a sus chacales escudriñar entre las ruinas con la esperanza de encontrar tesoros.

—Los habitantes se han llevado consigo todos los valores y todas las joyas —dijo Yáñez—. Bajo la ceniza bien pocos gramos de oro podrán hallar cogidos de las pagodas, cuyos dorados mal pueden haber resistido el incendio.

—¿Y no nos devorarán vivos las ratas que van a servimos de asado?

—¡Ah, no, alteza! Después pensaré yo en eso. Nos conocemos de larga fecha. Esperadme un momento, que voy a buscar la escala.

Se paró delante de una abertura bastante alta y poco ancha, por cuyos bordes bajaba susurrando un hilo de agua bastante clara.

Miró a su alrededor, se aseguró de que toda la compañía estaba reunida, encajó el hacha entre dos piedras desprendidas de la inmensa bóveda y desapareció en su antiguo refugio.

Ya se sabe que el viejo cazador de ratas veía perfectamente, aun entre las tinieblas más densas. Vencía a las ratas y también a los gatos.

Su ausencia duró apenas medio minuto, y, cuando salió, llevaba a la espalda una escala de bambú no tan larga como para poder atravesar el río Negro.

—Esta bastará para bajar hasta la rotonda —dijo a Yáñez, que le interrogaba con la vista.

Volvió a coger el hacha, y el grupo se puso de nuevo en camino, pero por poco tiempo, porque a los doscientos metros el baniano apoyó la escala contra la pared debajo de una arcada.

—He aquí la rotonda —dijo—. Desafío a los parias de Sindhia a que nos encuentren.

—Los atraerá el aroma de las ratas asadas —respondió Yáñez, bromeando—. Verás cómo acuden.

—No, no olerán nada —repuso el baniano—. Aquí hay un gran conducto que aspirará cualquier olor. El lugar es seguro. Es el mejor que hay en esta ciudad subterránea.

Cogió la antorcha y bajó el primero, ligero como una ardilla, a pesar de sus muchos años.

Todos los demás, con Tremal-Naik a la cabeza, le siguieron con no menos rapidez, metiéndose por un vasto corredor perfectamente seco.

Apenas habían recorrido quince pasos cuando se encontraron en una especie de cúpula subterránea cuyo pavimento, como había dicho el baniano, estaba cubierto de una espesa capa de arena blanquísima.

»En cuanto a mis cofres de acero, ingleses de verdad, no tengo ningún cuidado; están bien sepultados y a prueba de las acometidas del fuego.

»Si Sindhia contaba con apoderarse de los tesoros de la reina y de los míos, buen chasco se va a llevar. ¡Qué busquen entre las cenizas todos esos bandidos!

—Por consiguiente, ¿estás completamente tranquilo, amigo?

—Sí, Tremal-Naik. A esta cloaca no llega el calor sofocante de arriba y podremos esperar tranquilamente a Kammamuri y a Sandokán. Muchos días tienen que pasar.

—Por lo menos dos semanas.

—Y estamos sin víveres.

—¿Quién lo ha dicho? Mira, el baniano se ha marchado ya para que no nos falte el asado. Es viejo ese hombre, pero tiene una resistencia increíble. Luego el agua no nos faltará, cigarrillos tengo yo en abundancia, tú tienes tu pipa, la arena es finísima y suave como la seda, ¿de qué te quejas? En el Juncal Negro quizá no tuvieras tantas comodidades.

—Es verdad, Yáñez, —respondió Tremal-Naik, sonriendo—. La vida de la ciudad me ha refinado demasiado.

—Vuelve a ser el salvaje de los Sunderbunds, el terror de los estranguladores.

—Verás como cuando el baniano nos prepare el asado de ratas no protestaré. Muchas veces Kammamuri y yo hemos comido cosas peores en el Juncal Negro.

—¿Quizá serpientes?

—Y también colas de cocodrilo que atufaban las narices y era preciso comer, sin embargo. Vengan, pues, las ratas y verás como les hago los honores.

—Yo en los bosques de Borneo he asado unas larvas blancas que parecían gusanos y no las encontraba del todo desagradables. Mejores eran que esa mescolanza repugnante de los malayos, condimentada a base de peces podridos y de cangrejillos de mar secos y de harina de sagú.

—¡Puf!… ¿Qué se habrá derrumbado allá arriba? ¿Quizá la gran pagoda dedicada a Parvali?

Las paredes y las bóvedas de la rotonda habían experimentado como una sacudida cual si la hubiera producido un tremendo terremoto.

—¡Pobre ciudad! —dijo Yáñez—. Le ha llegado su fin. ¡Bah! Lucirá con nuevo brillo y será quizá más hermosa.

—¿Tienes, pues, todavía esperanzas de desbaratar las bandas de Sindhia? —dijo Tremal-Naik.

—Yo tengo un hijo —dijo el portugués con voz grave—. Y no perderá la corona que su madre, la reinecita, le pondrá un día sobre su frente. El duelo empezado entre aquel tirano y yo no ha terminado todavía. Espera y verás cosas asombrosas, querido Tremal-Naik.

—Tiene veinte mil hombres, por lo menos eso se asegura.

—Un hatajo de bandidos que no se resistirán al primer combate de los montañeses de Sadhja. Cuando nos refugiemos allá con Sandokán reclutaremos hasta a los muchachos que puedan apenas sostener la carabina y bajaremos otra vez al llano.

—Tú vales tanto como tu hermano moreno —dijo Tremal-Naik, mirándolo con admiración—. Tienes la misma energía indomable. Habéis nacido guerreros.

—Puede que con retraso —respondió el portugués—. No estamos ya en los tiempos de los Pizarro, de los Almagro, de los Cortés, los grandes conquistadores de los imperios americanos. ¡Qué desgracia no haber nacido hace doscientos o trescientos años! Sandokán y yo hubiéramos conquistado el África entera.

—¿No te das por satisfecho con las regiones arrebatadas al reyezuelo Kini-Ballú?

—Bien poca cosa es —respondió Yáñez.

—¡Bueno!… ¡Y quién sabe si llegarás un día a ser rey de Borneo!

—Es ya tarde, amigo mío. Hay hoy día en aquella inmensa isla demasiados ingleses y demasiados holandeses. Por otro lado, yo no conozco todavía mi destino. Me encuentro hoy por hoy en el Assam, dote de mi mujer, y aquí me quedaré para conservarle a mi hijo la corona. Después veré.

Otra sacudida formidable, que pareció por un momento que iba a hundir las bóvedas, le impidió proseguir.

—Otra pagoda derrumbada —dijo, después de comprobar que no habían cedido las paredes—. Diríase que un terremoto sacude mi capital.

—Es el fuego.

—Es lo mismo. Destruye igual, aunque con menos rapidez. ¿Quién va?

El portugués, que tenía el oído finísimo, cogiendo su carabina se había precipitado hacia la entrada de la rotonda.

Alguien subía la escala que el cazador de ratas no había quitado.

—¿Quién vive? —gritó Yáñez, apuntando,

—Soy yo, que traigo la comida, alteza. Soy el baniano.

—¿Un cuarto de mono o chuletillas de cebú? —dijo el portugués con ironía.

—Desgraciadamente esos bichos no viven en las cloacas. No hay un triste hierbajo en las aceras y no podrían vivir. Pero os aseguro que la comida será abundante.

—¿Cuántas ratas hay, pues?

—Veinticinco, y todas tan grandes como conejos. En mis asadores harán gran papel, os lo aseguro.

—Y la carne, ¿cómo es?

—Exquisita.

—¿Y tienes panes?

—No he encontrado por más que he buscado y rebuscado en los refugios que han ocupado los parias. Debían de estar muy hambrientos esos miserables.

—Delicias de la ciudad subterránea —dijo Tremal-Naik.

El baniano había llamado a los montañeses para que le ayudasen. Venía cargado como un burro, porque las ratas que había cazado y matado en quién sabe qué lugares remotos de las cloacas, eran de un tamaño verdaderamente extraordinario y estaban bien alimentadas. Eran ratas oscuras, de hocico bastante afilado y larguísimas colas, que bien asadas debían de crujir entre los dientes.

—Por ahora el almuerzo está asegurado —dijo el baniano echando al suelo su peluda caza—. No nos faltará tampoco la comida, porque yo sé qué lugares prefieren estos animaluchos.

—¿Y la comida será también a base de ratas? —dijo Yáñez.

—Alteza, no tengo nada mejor que ofreceros. Muchas veces he intentado pescar en el río Negro y nunca he logrado encontrar un pez.

—No me choca —dijo Tremal-Naik—. No será, por cierto, en esa agua fétida donde encuentre el «mango» del Ganges, que gusta del agua limpia.

—Preparad el fuego debajo de la abertura que da a las galerías superiores —dijo el baniano—. El humo, estoy seguro, se irá por ahí y no correremos peligro de morir aquí asfixiados.

—¿Y adónde vas tú ahora? —dijo Yáñez, viendo que se preparaba a salir—. ¿Vas otra vez de caza?

—Voy a coger mis cuatro asadores, que están en mi escondrijo, alteza. ¡Veréis qué asado! Pero lo prepararé yo mismo.

—¡Por Júpiter! ¿Serás también un cocinero notable?

—Puede, pero sólo de ratas, porque no sabría preparar ni siquiera una salsa de karri para condimentar el arroz.

—No te tomaría, a buen seguro, de cocinero mientras pudiera tener otro.

—No os lo aconsejaría, alteza —dijo el baniano, soltando la carcajada—. Huelo demasiado a rata.

Y escapó riendo, mientras que los montañeses, sirviéndose de sus afiladísimos alfanjes, preparaban los roedores.

No era la primera vez que aquellos robustos guerreros comían ratas. En las montañas son frecuentes las escaseces y entonces son un gran recurso esos animalitos que tanto abundan en la India, especialmente en las orillas de los ríos.

Tremal-Naik, en tanto, ayudado por un par de hombres, había preparado el fuego debajo de la abertura indicada por el baniano y pudo comprobar que verdaderamente el humo se iba como absorbido por una gigantesca bomba aspirante.

—Como ves, Yáñez —dijo al portugués, que soplaba también con todas sus fuerzas para avivar rápidamente el fuego—, se puede vivir en esta ciudad subterránea.

—¡Oh, sí! Y engordar —respondió el marajá con acento irónico—. Deben de ser exquisitos los rabos de rata.

—Te los dedicaremos a ti.

—Tanto voy a engordar, que Surama no me va a conocer.

—¡Bromeas!

—Sí, bromeo para olvidar algo mis terribles preocupaciones. El fuego sobre nuestras cabezas y los enemigos todos alrededor de mi desgraciada capital. La corona del Assam pesa demasiado.

—Cuando Sandokán esté aquí y los montañeses se hayan reunido, se hará más ligera que antes, y nosotros podremos dejar los asuntos del Estado en manos de los ministros y volver a nuestras grandes cacerías.

—Esperémoslo —respondió Yáñez.

El baniano había vuelto, trayendo sus cuatro asadores, y morillos, hechos de una madera casi incombustible, para apoyarlos.

—¿Has visto a alguien? —le preguntó Yáñez.

—No, alteza —respondió el viejo.

—¿Empieza a entrar humo en la cloaca?

—Tampoco. Podremos comer sin que nadie nos perturbe.

Media hora después, el asado, hecho a la vista del baniano, se servía sobre una mesa improvisada con maderos de los dos montones, que, afortunadamente, eran muy altos.

Hacía veinticuatro horas y más que no tenían punto de reposo, combatiendo, especialmente los montañeses, siempre en primera fila contra las bandas de Sindhia, y apenas podían tenerse en pie.

Sólo el baniano, siempre inalterable, había vuelto a salir armado de un nudoso bastón para proveer la cena. Ese extraño personaje parecía no conocer, no obstante sus años, ni la fatiga ni el sueño.

Y el día transcurrió tranquilísimo, a pesar de que a quince o veinte metros por encima de ese refugio el incendio tomaba cada vez más incremento, destruyendo fortificaciones y haciendo saltar polvorines. Una profunda oscuridad envolvía a los montañeses cuando se despertaron.

Se había dejado apagar el fuego para no consumir inútilmente demasiada leña, para ellos entonces indispensable, y ningún hacha estaba encendida; también esas eran demasiado necesarias para desperdiciarlas.

Pero como tenían dos docenas, Yáñez, que no gustaba de la oscuridad, hizo encender una.

Apenas se había iluminado la rotonda, cuando el baniano apareció.

Traía nuevo repuesto de ratas más gordas aún que las que se habían asado.

—¿No traes ninguna noticia? —le preguntó Yáñez con afán.

—Sí, una que va a daros que cavilar, alteza.

—¿Qué has visto a los parias pasar por las galerías?

—No, hasta ahora no ha venido ninguno.

—¿Por qué estás inquieto entonces?

—He entrado en otras rotondas persiguiendo a las ratas y he comprobado que en algunas el aire empieza a ser irrespirable.

—¿A causa del incendio que devora la ciudad?

—Seguramente, alteza.

—Entonces la nuestra podrá hacerse también inhabitable.

—No sé qué pensar.

—La noticia es grave —dijo Yáñez, que se había quedado pensativo—. ¿Cómo vamos a resistir tantos días si estas cloacas se transforman en hornos gigantescos? Sin embargo, tenemos que permanecer aquí, porque aquí es donde hay que esperar a Kammamuri y a la banda de Sandokán. ¿Y si les saliéramos al encuentro?

—¿Crees tú que los bandidos de Sindhia habrán abandonado a la capital? No se marcharán mientras no se haya extinguido el fuego para apoderarse de lo que por casualidad no haya destruido. Por consiguiente, puede darse el que esperen a que se enfríen las cenizas, para rebuscar el oro que haya quedado.

—Y nosotros mientras tanto nos achicharraremos.

—Todavía no hace calor aquí. Esperemos.

—Estamos amenazados de que nuestra situación se haga horrorosa, amigo Yáñez.

El portugués, en vez de responder, encendió un cigarrillo, se sentó sobre dos tapices viejos arrollados, y se puso a fumar, con estudiada calma.

La cena fue más bien triste. Todos habían perdido el buen humor.

La noche transcurrió sin que la rotonda se recalentase todavía.

Las bóvedas, demasiado espesas, nada habían sufrido, a lo que parecía, del gran incendio.

En otros muchos sitios el baniano no había podido entrar, porque se habría asfixiado.

Pero no era necesario que se fuera a buscar las ratas a esos lugares.

Los roedores, asustados y también hambrientos, porque con la destrucción de la ciudad no encontraban nada que comer, pasaban a batallones por las vastas aceras del río Negro, sosteniendo unos con otros enconadas riñas.

El séptimo día, pasada la noche, Tremal-Naik y Yáñez, con dos montañeses, decidieron aventurarse fuera de la cloaca, para ver si la ciudad seguía ardiendo y si las bandas de Sindhia habían levantado el asedio, que resultaba ya absolutamente inútil.

El cazador de ratas se unió a ellos en el último momento, llevando un hacha apagada. Quería guiar a aquellos valientes a través de las tinieblas para evitar la caída de alguno de ellos al río fangoso.

El pequeño grupo, guardando silencio, después de una buena media hora de marcha, llegó junto a la enorme arcada.

La mezquita estaba sólo a unos treinta pasos.

—Allí hay una cúpula que me parece todavía en bastante buen estado —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Si las escaleras no se han derrumbado, subiremos allá arriba y veremos si mi capital ha parado de arder o no.

—¡Con tal que esté libre el camino! —respondió el famoso cazador.

—Ahora mismo vamos a saberlo.

El cazador de ratas, acompañado de un montañés, salió de la gran cloaca, después de recomendar a Yáñez que no diera un paso adelante por ser la boca del río Negro extremadamente peligrosa a causa de la irregularidad de sus orillas.

Su exploración duró más de media hora, pero cuando apareció, después de dar la señal para no recibir un tiro en mitad del pecho, dijo al instante:

—Todo está tranquilo fuera, pero la ciudad sigue ardiendo. ¡Por Júpiter! ¡Tan vasta era, pues, mi capital!

—Ahora arden los arrabales, alteza.

—¿No has oído nada?

—Sí, algún tiro de fusil aislado —respondió el baniano—. Las bandas de Sindhia deben de andar todavía alrededor de la ciudad.

—¿Pero están libres los alrededores de la pagoda?

—No he visto a nadie. Se conoce que nadie sospecha que nos hayamos refugiado en las cloacas.

—¿Pero sería, con todo, peligroso encender la antorcha?

—No lo hagáis, alteza, porque no sabemos lo que podría suceder.

El grupo salió de la cloaca y se dirigió, guardando un gran silencio, hacia la antigua mezquita, cuyas cúpulas, más o menos deterioradas, reflejaban los resplandores del espantoso e interminable incendio. Nadie, de la gente de Sindhia, estaba por aquella parte, pues por allí nada había que saquear, y así Yáñez y sus compañeros pudieron llegar con facilidad al templo abandonado desde quién sabe cuántos años.

Sirviéndose solamente de algunos fósforos, encontraron la escalera que llevaba a la cúpula que menos estropeada parecía, y llegaron a un balconcillo de piedra que estaba a una altura de más de cincuenta metros sobre el suelo.

La capital apareció de repente a su vista. Ya el incendio lo había destruido todo, y allí, donde pocos días antes se alzaban majestuosamente tantas construcciones colosales, no se extendía más que una espesa capa de carbón, de la que irradiaba un calor sofocante.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, al cual no parecía imponer ese espectáculo—. ¡Cuánta ceniza!… Pondremos fábricas de jabones.

—Tú siempre eres el mismo —dijo Tremal-Naik.

—¿Qué quieres tú que haga si mi capital se ha convertido en humo? ¿Qué me convierta yo en bombero? No me siento con humor para lanzarme a ese brasero.

—¡Y el fuego continúa!

—Devora los arrabales. ¡Oh!… Cabañas pobres llenas probablemente de insectos e infestadas de serpientes.

—Pero también tu palacio real ha desaparecido.

—Lo reedificaremos si podemos echar de nuevo a aquel bandido.

—¿Lo esperas?

—Yo nunca desespero.

—¿En dónde están las bandas de Sindhia?

—Acampadas alrededor de la ciudad. No tiene bomberos ni bombas ese loco, y, por consiguiente, deja que todo se arruine.

—Los tuyos han sido los primeros en escapar sin utilizar una bomba.

—Te equivocas, Tremal-Naik. Les concedí un mes de licencia para ir a las montañas, y esos buenos chicos se han ido hacia las alturas. Ya no los necesitaba.

—Y después, nada hubieran podido hacer —dijo Tremal-Naik.

—Lo creo, especialmente con sus bombas estropeadas. Ea, ya que está libre el paso, retirémonos. Aquí se asa uno.

El grupo, que no podía soportar el calor, dejó la cúpula y bajó precipitadamente la escala, corriendo hacia la entrada de la gran cloaca.

Pero el cazador de ratas, que era siempre el más prevenido, habiendo visto un platanar, recogió cinco o seis racimos para variar algo la acostumbrada comida, a base de ratas más o menos gordas.

Una hora después, Yáñez y sus amigos llegaron ante la escala que conducía a la rotonda y encontraron a todos sus compañeros echados a lo largo de la orilla del río fangoso.

—Gran sahib —dijo el de más edad de ellos, volviéndose a Yáñez, que se había decidido a encender el hacha—, allí no se puede resistir más. La rotonda se ha convertido en un horno y de la abertura de las galerías superiores parece que caen chispas.

—Acampemos aquí —dijo el portugués—. Ningún peligro nos amenaza.

Y se acomodaron a la orilla del río fangoso sobre los viejos tapices que los montañeses habían llevado consigo, junto a la provisión de leña y a los asadores, indispensables todo para su alimento cotidiano.

Los días siguientes se sucedieron con un ansia excelente para los desgraciados, los cuales no esperaban más que la vuelta de Kammamuri con Sandokán También la bóveda grande se había recalentado poco a poco, desmoronándose aquí y allá con ruidos sordos. Las comidas iban dificultándose, porque las ratas, asustadas de aquel calor insólito, huían hacia la arcada grande, arrojándose a los campos en busca de alimento.

El baniano, ayudado por los montañeses, había hecho verdaderos milagros. Cazaba ratas a diestra y siniestra del río Negro, pues había echado sobre este una de sus más largas escalas de bambú. Pero los roedores se hacían más raros de día en día, y los quince hombres llegaban a veces a pasar hambre. Una comida o una cena no podía bastar a aquellos robustos montañeses, capaces de comerse uno solo un cebú o un mono.

A los veinticinco días, Yáñez, que se ahogaba bajo la colosal bóveda, se lanzó a una nueva exploración en compañía de Tremal-Naik y de cuatro montañeses.

Llegó a la mezquita, subió a la cúpula y miró ansiosamente en todas direcciones.

El incendio se había extinguido, pero un cúmulo inmenso de carbón se extendía sobre sus calles y sus jardines, ya secos y destruidos.

Un calor intenso se irradiaba todavía, no obstante estar todo destruido. También los arrabales habían ardido, y solamente los grandes baluartes, aunque medio destruidos por las explosiones de la pólvora, habían resistido algo.

Sin embargo, las bandas de Sindhia no habían abandonado la capital. Seguían esperando el enfriamiento de la ceniza, con la esperanza de recoger el oro que ya no debía haber.

—Todo ha acabado —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Mi pobre bungalow… ¡Bah!… Lo volveremos a hacer más hermoso.

—¿Sigues esperando?…

—¿Desquitarme?… ¡Claro! La lucha empeñada entre Sindhia y yo no ha acabado aún. ¡Esperemos!

Y volvieron a la gigantesca cloaca.

Estaban para atravesar la inmensa arcada, cuando se tropezaron con el cazador de ratas.

—Alteza —dijo—, nuestro refugio ha sido descubierto por los parias que habitaban antes la cloaca y nos acechan.

—¿Cuántos son? —dijo Yáñez.

—Quizá unos cincuenta.

—¿Armados?

—Tienen carabinas, pero no sabrán manejarlas.

—¿Y la bóveda?

—Siempre ardiente.

—¿Y quedarán ratas?

—Yo creo que no queda ni una —respondió el baniano—. Tenemos que luchar con el hambre, alteza.

—¿Si intentásemos huir?

—Sería demasiado tarde; ahora estamos como sitiados.

—¡Yo no quiero morir así! Si tengo que caer, será con la carabina empuñada y la cara vuelta al enemigo. El hombre de guerra muere en la guerra.

—¿Y si Sindhia os prendiera? Pensadlo, alteza.

—Es cierto que ese hombre no me respetaría. Me ataría a un cañón y me haría saltar en mil pedazos. No, espero que no me cogerá.

—¿Dónde refugiarse, alteza? Dentro de unos días también en la cloaca grande faltará el aire.

—¿Dónde?… Aquí hay una mezquita que tiene sólidas paredes, ya que no las cúpulas. Vamos a ocuparla.

—Sí —dijo Tremal-Naik—, vayamos a esa especie de fortaleza. Los mogoles se sostenían largo tiempo en sus templos.

Yáñez hizo encender dos hachas de viento y miró al río Negro. Se secaba lentamente, y de las últimas bóvedas se escapaban a través de las resquebrajaduras turbiones de humo.

—Si hay que morir, moriremos fusil en mano —dijo el portugués—. Seguidme y presentemos batalla a las hordas de Sindhia. Tú, cazador de ratas, ponte a la cabeza.

—Soy tan viejo, alteza, que, aunque una bala me alcanzara, poco me importaría. He vivido bastante.

El grueso se puso en marcha rápidamente. Ya algún disparo se había oído a la otra parte del río Negro.

Los parias andaban ya sobre la pista de los fugitivos, pero eran estos demasiado valerosos y resueltos para amedrentarse.

—¡Pronto, pronto!… —gritaba Yáñez—. Vamos a atrincherarnos en la mezquita; desde lo alto de la cúpula veremos a Sandokán.

—¿Podremos resistir? —dijo Tremal-Naik.

—¿Quién sabe? Sandokán y Kammamuri debían de estar aquí ya, según mis cálculos. Espero de un momento a otro su llegada. Cargad todas las carabinas y si nos encontramos a la salida de la cloaca grande con las bandas de Sindhia, ataquémoslas.

El grupo prosiguió su marcha precedido por el cazador de ratas, que llevaba las dos antorchas y corría como si tuviera veinte años.

Nubes de humo pasaban y pasaban bajo la gran bóveda dejando caer chispas.

Las enormes construcciones de los mogoles no habían podido resistir al terrible fuego y tal vez estaban muy próximas para derrumbarse.

El grupo corría siguiendo la acera derecha del río Negro, temiendo que de un momento a otro ocurriera alguna terrible catástrofe.

Ya iban a desembocar bajo la última gran arcada, cuando retumbaron detonaciones a lo lejos.

Yáñez y Tremal-Naik lanzaron a la vez un grito:

—¡Las carabinas de los piratas de Mompracem!…

Siguió un breve silencio y después un crujido siniestro siguió a aquellas descargas. Parecía el ruido regular y seco de las ametralladoras al disparar.

Yáñez se paró algo asombrado, pero en seguida dijo a Tremal-Naik, que le interrogaba con la vista:

—¿Y por qué no? ¿No teníamos nosotros en el Rey del Mar también ametralladoras?

Aguzó los oídos.

Otra descarga nutrida y cerrada desgarró el silencio de la noche.

—¿Oyes, Tremal-Naik? —exclamó Yáñez—. Son nuestras carabinas malayas, las carabinas del mar, que suenan distintas de las que usáis vosotros los indios.

—¡Adelante!… ¡Adelante!… ¡Estamos salvados! ¡Sandokán llega con sus valientes y arrollará las hordas de Sindhia!… ¡No he perdido todavía la corona de Assam!…


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
Leído 52 veces.