La Capitana del Yucatán

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LA CAPITANA DEL YUCATÁN

1. Maniobras Misteriosas

—Señor, dadme vuestras últimas instrucciones.

—Debéis arribar a la bahía de Corrientes, donde encontraréis al capitán Carrill, que os espera para recibir las armas y municiones.

—¿Estarán libres de sublevados aquellas orillas?

—Hasta esta mañana lo estaban, señora marquesa.

—¿Habéis recibido aviso del gobernador general?

—El despacho llevaba la firma del general Blanco.

—¿El «Terror» sigue patrullando en el mar…?

—Eso tememos.

—¿Seguido por las dos cañoneras?

—Es de esperar, señora marquesa.

—Emplearemos la audacia y pasaremos.

—¡Tened cuidado, señora…! Si os capturan, vuestra belleza no os salvará, podéis estar segura.

—Sé que seré fusilada sin misericordia, con el pequeño contrabando de guerra que llena la bodega de mi «Yucatán».

—Sed prudente.

—O mejor, decidida a todo, señor Vizcaíno.

—Lo uno y lo otro; no debéis jugaros la última carta más que en caso desesperado.

—Tengo una pieza que escupe balas de acero, y dos excelentes hotchkiss.

—Poca cosa contra la coraza de los americanos.

—¡Ah…! ¿No sabéis que tengo en reserva dos torpedos?

—Buenas armas.

—Que pueden hacer saltar incluso un acorazado, mi buen señor Vizcaíno.

—Lo sé señora marquesa.

—Agregad a todo esto cien hombres resueltos a hacerse matar, que sólo hace cuatro horas han prestado juramento en la catedral de Mérida, y decidme si no tengo motivos para estar tranquila.

—Pero el «Terror» lleva una poderosa artillería.

—Que atravesaría mi pequeña nave sin lograr hundirla. Los americanos tienen su coraza y yo he adoptado el celuloide, y quizá es mejor, os lo aseguro.

—¿Partís?

—Es preciso aprovechar esta noche de niebla. ¡Amigo Córdoba…!

Unas potentes pisadas, el paso basculante de un hombre de mar que calzaba indudablemente las gruesas botas de los marineros, retumbó entre las tinieblas saturadas de humedad, haciendo resonar sordamente el entablado de la toldilla, después, un hombre apareció en el cerco luminoso proyectado por un fanal suspendido de la grúa de popa.

El recién llagado era un hombre de unos cuarenta años, estatura más bien baja, todo nervio y músculos, con un rostro anguloso, bronceado por el sol de la zona tórrida y por el salitre del aire marino, uno de esos tipos que es frecuente encontrar en las orillas del golfo de Vizcaya.

Sus ojos negrísimos, de redondas pupilas, se cerraron un momento, como si hubiera quedado deslumbrado por aquella luz imprevista, y después dijo, arrastrando ligeramente las palabras:

—¿Desea algo, mi capitana?

—¿Tenemos la presión necesaria?

—Sí, doña Dolores.

—¿Todo está dispuesto?

—Todo.

—¿Las escotillas?

—Cerradas herméticamente.

—¿Bien estibadas las armas y municiones?

—He revisado la cala, antes de dar la orden de cerrar.

—¿Las bombas?

—Dispuestas para funcionar.

—¿Están en sus puestos los artilleros?

—Han destapado ya la pieza del doce y las ametralladoras.

—¿Has descubierto algo en el agua?

—Nada hasta ahora.

—Quizá nuestros temores eran infundados.

—Dios lo quiera, doña Dolores.

—Señor Vizcaíno, nos disponemos a partir.

—Os auguro buena fortuna, marquesa: la patria os estará siempre reconocida.

—Mis saludos al cónsul.

—Sed prudente. Sois demasiado bella y demasiado joven para morir.

Una risa argentina fue la respuesta.

El llamado señor Vizcaíno se quitó su ancho sombrero mexicano, hizo una inclinación y desapareció después en la oscuridad.

La voz de la capitana, una voz límpida, metálica, resuelta, tronó:

—¡Soltad los cables!

—Un momento, doña Dolores —dijo Córdoba.

—¿Qué pasa, amigo?

—¿No habéis oído como el ronquido de un pequeño motor?

—¿Dónde?

—Hacia la salida de la pequeña bahía.

—¿Algún buque?

—Una chalupa, quizá.

—¿Habrá abandonado el fondeadero la del cónsul americano? —preguntó la capitana con un ligero tono de inquietud.

—¡Hum! ¡Me huele a traición! —murmuró Córdoba.

—Tú eres un lobo de mar y si has olfateado alguna cosa, quiere decir que no todo está tranquilo en el mar.

—Al dirigirme a vuestro palacio he visto un hombre parado en la esquina de la calle.

—¿Te espiaba, quizá?

—Ahora estoy casi convencido.

—¿Y no lo has seguido?

—Me pareció un tranquilo tocador de guitarra.

—¿Qué cosa me aconsejas hacer, Córdoba?

—Ir a ver si la chalupa del cónsul americano está todavía anclada.

—Vamos: los minutos son preciosos ¡Eh, maestro Colón!

Un hombre de estatura casi gigantesca, de formas hercúleas, con una larga barba algo agrisada, que se encontraba a dos pasos del costado de popa, inmóvil junto a la rueda del timón, dentro de una especie de torreta de acero que debía defender aquel importante punto, se adelantó, diciendo:

—¿Qué deseáis, capitana?

—Que nadie de a bordo se mueva y que las máquinas permanezcan bajo presión. Nuestra ausencia será breve.

—Está bien, capitana. ¡Nadie se moverá!

—Vamos, doña Dolores —dijo Córdoba.

Aquella que hemos oído llamar la «capitana» y su compañero dejaron la nave, que se encontraba fondeada junto al pequeño espigón, y descendieron a tierra.

La oscuridad era muy profunda, ya que la noche era muy húmeda y llena de niebla.

Los pocos faroles que iluminaban el rompeolas apenas se percibían y su luz se mostraba como sofocada entre aquella atmósfera saturada de agua.

El señor Córdoba y su compañera, sin embargo, a pesar de la oscuridad, no dudaron ni un instante al tomar su dirección. Conocían ya perfectamente el pequeño puerto de Sisal, una especie de bahía perdida en la arenosa costa del Yucatán septentrional, poco frecuentada durante la estación de las lluvias a causa de sus aires insalubres, que desarrollan, con demasiada frecuencia, el temido vómito prieto, o sea la fiebre amarilla.

A pesar de servir de puerto a Mérida, la antigua capital del Yucatán a la cual está unido por una cómoda carretera, incluso hoy no cuenta más que con unos cientos de habitantes, la mayor parte indios o mestizos, que se dedican a la pesca o al pequeño cabotaje, traficando con Campeche, donde van a cargar el palo campeche, y con Puerto Lagartos.

El señor Córdoba y su compañera recorrieron todo el rompeolas, parándose con frecuencia para ver si alguien les seguía, y llegados junto al pequeño farol que indicaba la entrada de la bahía, descendieron a la playa. Al llegar allí contemplaron una especie de ensenada natural donde se veían ancladas algunas chalupas y un par de pequeñas goletas.

—¡Canarios! —exclamó Córdoba, que había precedido a su compañera—. ¡La chalupa a vapor del cónsul americano ha desaparecido!

—¡Así no te habías engañado!

—No, doña Dolores.

—Mira si se ve algo allá afuera.

—Es inútil; habrá apagado las luces.

—Entonces hemos sido traicionados.

—Eso debe de ser.

—Con todo, es preciso zarpar, o mañana el cónsul americano hará sus advertencias al gobierno mexicano, apoyándolas con los cañones del «Terror». ¿Es así, Córdoba?

—Sí, marquesa.

—¡Bribones!

—¿Qué decidís?

—Suceda lo que Dios quiera, nosotros zarparemos igualmente, amigo mío. Si debemos morir, desafiaremos el fuego del «Terror» con la sonrisa en los labios, agrupados en torno a la gloriosa bandera de la vieja España.

—¡Sí, doña Dolores! —exclamó el lobo de mar, con furia—. ¡Es hermoso morir por la patria!

—Vamos, Córdoba; mostraremos a los odiados yanquis de lo que son capaces las mujeres de España, y que la marquesa del Castillo no ha temblado nunca.

—Nosotros somos todos prometidos de la muerte, vayamos a desafiarla.

Volvieron a subir ambos al pretil; rehicieron rápidamente el camino recorrido y regresaron a bordo de la nave, cuyas calderas habían alcanzado la máxima presión y mugían sordamente, haciendo temblar la toldilla y los costados.

—¿Nada nuevo? —preguntó la capitana al maestro Colón, que no había abandonado su puerto.

—Nada, señora.

—Retirad los cables.

Ante aquella orden, viéronse agitarse algunas sombras, en silencio, a proa y a popa, y se oyeron después en el agua los sordos golpes producidos por los cabos que iban siendo desatados de las argollas de amarre del rompeolas.

—¿Preparados? —preguntó la capitana.

—Estamos todos a bordo —respondió Córdoba que vigilaba la operación.

—Avante, a seis nudos.

—¿Bordearemos la costa?

—Sí, Córdoba.

—Están los arrecifes, doña Dolores.

—Sé donde están; no temas.

—¿Gobernaréis vos?

—Sí, yo; mi «Yucatán» conoce mejor a su dueña que a sus marineros. ¡Máquina avante!

Bajo la popa del barco se oyó una violenta ebullición producida por las dos hélices; a continuación la nave giró sobre sí misma describiendo una media vuelta, alejándose luego del rompeolas hendiendo el agua y la húmeda niebla que gravitaba sobre la costa como un fúnebre sudario.

Aquel barco misterioso que salía del pequeño puerto de Sisal, cuando sus habitantes dormían profundamente, y que tomaba tantas precauciones para no llamarla atención, tenía algo de fantástico.

A proa, acurrucados tras una ligera balaustrada de hierro que servía de borda, se veían, confundidos entre las tinieblas, dos filas de hombres armados de fusiles, como en acecho, mientras otro grupo estaba quieto alrededor de una pequeña torre de acero, de la que se veía salir la extremidad de una pieza de artillería que parecía amenazar, con su negro gaznate, el espacio que se abría ante la nave.

Hacia popa otros hombres estaban agrupados en tomo a dos cañones revólver, dos Hotchkiss, armas formidables cuyos extremos, vueltos uno a babor y otro a estribor, parecían espiar el espejo del agua, dispuestos a vomitar sus terribles mensajes de muerte. En la torreta de popa estaba la capitana, con ambas manos aferradas a la rueda del timón y los ojos fijos en la brújula cuyo cuadrante estaba iluminado por debajo.

Aquella mujer que dirigía la maniobra como el más intrépido lobo de mar, y que conducía con sus puños su propia nave, lanzándola con una seguridad maravillosa a través de los rompientes de la costa yucateca, era verdaderamente admirable.

Se había despojado de sus vestidos femeninos, nada apropiados para el mar, y llevaba un elegante traje que hacía resaltar doblemente el perfecto perfil de su persona, alta y esbelta, elástica como un junco. Su cuerpo estaba encerrado en una casaca de paño rojo con botones de oro, muy ceñida y ajustada a la cintura por una larga faja de seda azul con nudos ondeantes; unos pantalones de color gris, altas botas de marino, que cubrían unos pies tan pequeños que darían envidia a una muchacha del Celeste Imperio, y un ligero sombrero de fieltro de amplias alas vueltas hacia arriba, adornado con una simple cinta negra, completaban su vestido.

¡Qué espléndida criatura era aquella mujer que desafiaba tan intrépidamente a la muerte, en las tenebrosas ondas del Gran Golfo!

Podría tener veinticinco años o quizá menos. Como se ha dicho, era alta, de porte elegante, de gran dama; pero, al mismo tiempo, resuelto, fiero, que traslucía una energía indomable.

Tenía una hermosa cabeza, adornada por una cabellera abundante, de un matiz negrísimo y ondulada como la de las gitanas españolas, que le caía caprichosamente sobre los hombros; su piel tenía una palidez sin reflejos, de un tono extraño, que sólo se encuentra entre las criollas de las Grandes Artillas, y con un ligero toque rosado en las mejillas que bacía pensar en los colores de la aurora; ojos de un negro perfecto, centelleantes como dos carbunclos, cuando se alzaban las largas y sedosas pestañas, y los labios rojos como una granada, que dejaban ver unos dientes de niña, de un esplendor de ópalo.

En aquella mujer, por el tono del cabello y por la expresión del rostro, se adivinaba la perfecta raza andaluza, cundida con la sangre vigorosa y ardiente de los gitanos y de los árabes.

La nave, entretanto, continuaba su ruta misteriosa, navegando a trescientas brazas de la costa del Yucatán, cuya masa se veía sobresalir confusamente hacia babor. Un silencio completo reinaba a bordo; ninguno de aquellos hombres cambiaba una sola palabra.

Solamente las máquinas, que debían de ser potentes, roncaban sonoramente, confundiéndose con los golpes repetidos y febriles de los ejes motores de las dos hélices, trepidantes bajo la popa.

La velocidad del barco iba aumentando gradualmente y tendía siempre a crecer. Salido del puerto a poco vapor, ahora marcaba valientemente sus quince nudos, remontando la costa en dirección a Puerto Lagartos para alcanzar más tarde el cabo Catoche, que marca el extremo de aquella gran península de América central.

El agudo espolón, cortado en ángulo recto, hendía las negras aguas casi sin un rumor, como si navegase por un mar de betún, zambulléndose en aquella atmósfera saturada de humedad creciente.

Ya el «Yucatán», que este era el nombre del barco, había superado victoriosamente la línea de rompientes y se disponía a virar hacia alta mar, cuando se oyó la voz de la capitana ordenar precipitadamente:

—¡Marcha atrás!

La velocidad se redujo casi de golpe, mientras las hélices giraban furiosamente en sentido inverso, mordiendo las aguas.

—¿Qué pasa, doña Dolores? —preguntó Córdoba, saliendo de la oscuridad y compareciendo a popa.

—Mira allí.

—¿Hacia la costa?

—Sí, Córdoba.

—¿Una luz?

—Una fogata que arde sobre aquella roca.

El lobo de mar había dirigido la vista hacia la costa y veía brillar, en la noche tenebrosa, un punto luminoso que aumentaba poco a poco.

—Sí, lo veo —murmuró—. Es una señal.

—Anuncia al «Terror» que hemos zarpado de Sisal, ¿es cierto, Córdoba?

—Me temo que si.

—¿Se ve algo en alta mar?

—Todo está oscuro.

—¿El «Terror» puede haber apagado todas sus luces?

—Es probable.

—Entonces, es posible que esté muy cerca.

—Sí, ¡pero nosotros somos tan poco cosa…!

—Si nos descubre, nos mandará uno de sus proyectiles de grueso calibre, Córdoba.

—El agua se encargará de sostener el celuloide.

—Entonces, vamos. ¿Están en sus piezas los artilleros?

—Sí, doña Dolores.

—¿Crees que sea el momento de hundirse?

—Esperemos aún.

—Temo por los cartuchos; una bala puede hacerlos explotar y enviar por los aires al «Yucatán» y a todos nosotros.

—Está muy oscuro y además se dice que los yanquis no son muy hábiles artilleros.

—¡Adelante, pues! ¡Maquinista! ¡A veinticinco nudos!

Apenas había dado aquella orden, cuando se vio, en el fosco y nebuloso horizonte, brillar un haz de luz, que se extendía rápidamente sobre la superficie del mar, haciendo centellear las olas con una inmensa pincelada.

Aquella luz blanca, de reflejos azulados, parecía que surgiese del mar; sin embargo, debía ser producida por un poderoso foco eléctrico colocado sobre el puente y en la arboladura de alguna nave que se encontraba en alta mar.

El rayo luminoso, que se movía de este a oeste, pasó más allá del «Yucatán», no logrando, sin embargo, iluminarlo; después bruscamente se apagó y las tinieblas volvieron a espesarse sobre el mar.

—Es el «Terror» —dijo Córdoba.

—Sí, la nave indicada —respondió doña Dolores.

—Nos vigilan, marquesa.

—Y bien, mi querido lobo, pasaremos igualmente, ¿no es verdad?

—¡Ah!

—¿Qué pasa?

—Se comunican en alta mar.

El rayo luminoso había vuelto a centellear y esta vez, hacia el nordeste y mucho más lejos, otro resplandor había aparecido, proyectando su blanca luz hacia las nubes.

Tres veces los focos barrieron el mar, comunicándose entre sí, después en lontananza se vio destellar un gran relámpago sanguíneo, luego todo volvió a la oscuridad.

—Se han entendido —dijo la capitana.

—Sí —respondió Córdoba, que había seguido atentamente todas aquellas señales.

—¿Se estarán preparando para asaltamos?

—Eso temo.

—Pues bien, ¡sea! Nos veremos, señores yanquis.

Después, alzándose, ordenó con tono enérgico:

—¡Hundid la nave!

Eran en aquel momento las dos de la madrugada.

El silencio que remaba en el cálido mar de las Antillas, sólo interrumpido por el ronroneo cadencioso de los motores del pequeño yate, no hacía presagiar que sobre las tranquilas ondas pudiera desarrollarse una tragedia y, sin embargo, el terreno de liza estaba preparado para los contendientes y en cualquier instante el drama podía comenzar.

2. Por la Patria

Seis horas antes de los acontecimientos narrados, cuando ya las tinieblas habían invadido la vasta y árida llanura que se extiende a lo largo de la costa septentrional del Yucatán, y todos los rumores habían cesado en las anchas y rectas calles de Mérida, dos hombres que habían salido casi a escondidas del viejo y monumental palacio del gobernador, subían lentamente, con mil precauciones, hacia la catedral de la ciudad, cuya masa imponente, coronada por cúpulas y pináculos, descollaba en la oscuridad.

Uno era el señor Córdoba, el lobo de mar del «Yucatán», que ya conocemos, el otro parecía un mexicano, pues llevaba la cabeza cubierta por un gran sombrero de amplias alas, adornado con un ancho galón de oro, pantalones de terciopelo, muy anchos en la base y cubiertos de botones a lo largo de la costura, y sobre los hombros un amplio capote de vivos colores, el sarape nacional.

Al llegar frente a la catedral, los dos hombres se acercaron a la puerta, la abrieron con una cierta precaución y dieron dentro de la inmensa iglesia una larga mirada, reanudando después su camino, mientras uno de ellos decía con tono festivo:

—Nos esperan.

—Sed cauteloso, señor Córdoba.

—No temáis, señor Vizcaíno, doña Dolores ha hecho las cosas bien y nadie sabe nada, en Mérida, de la organización del audaz golpe de mano.

—Los yanquis vigilan, señor Córdoba.

—Lo sabemos.

—Y quizá tengan bajo vigilancia el yate de la marquesa.

—No me sorprendería; os aseguro, sin embargo, que perderán inútilmente su tiempo y que cuando se den cuenta, será demasiado tarde y no les quedará otro consuelo que el de desahogarse en cañonazos inútiles.

—¿Sabe la marquesa que corre el peligro de ser fusilada, si cae en las manos de los yanquis?

—No lo ignora.

—¿Y no se asusta?

—¡Asustarse ella! ¡Caramba! Es una mujer capaz de desafiar, sin un temblor las más espantosas tempestades y las más sangrientas batallas. Vos no la habéis visto nunca, señor secretario, dirigir la maniobra en medio de los furiosos tifones que devastan con tanta frecuencia las Antillas. Los más endurecidos lobos de mar del Yucatán y de toda la costa de México, podrían envidiarla.

—Lo sé; se cuentan cosas maravillosas de la marquesa del Castillo.

—Historias verdaderas, señor mío.

—Os creo, señor Córdoba; la marquesa es una bellísima criatura y un ánima valerosa.

—¡Toda ella fuego!

—Y amor a la patria.

—Sí, señor Vizcaíno, y prestará preciosos servicios a España.

¿Vos la conocéis desde hace muchos años, señor Córdoba?

—La he hecho saltar sobre mis rodillas, señor.

—¿Es verdad que es muy rica?

—Una docena de millones de pesos.

—Tanto como para comprar una pequeña flota.

—Creo que sí, señor Vizcaíno.

—Decidme, señor Córdoba…

—Hablad.

—He oído contar que esta extraña criatura tiene sangre gitana en las venas.

—Es verdad, señor. Su madre, antes de casarse con el viejo almirante mexicano, conde de Belmoar, vivía como una gitana española, y en México y Veracruz había alborotado muchas cabezas, calientes y frías.

—Ahora comprendo por qué la hija posee tanta audacia y tanta energía.

—Es un verdadero demonio, os lo digo yo, señor Vizcaíno, que sabrá hacer milagros.

—Y una dama tan gran señora, hija de una de las más nobles familias de la vieja España, viuda de un marqués del Castillo, millonaria, ¿va a jugarse la vida sobre el mar, contra los acorazados yanquis?

—¿Qué queréis? Su padre era almirante, su marido, muerto de fiebre amarilla en La Habana, era un capitán de navío como ha habido pocos, ella ha sido acunada por las olas del mar y ha crecido en el alcázar de los barcos y así debía resultar. Agregad a todo esto un ánimo ardiente, indómito, un inmenso amor a la patria, y comprenderéis qué clase de mujer es la marquesa Dolores del Castillo.

—¿Y vos tenéis fe absoluta en su habilidad náutica?

—Absoluta, señor Vizcaíno.

—Y de guerra, ¿sabe algo?

—Como un viejo capitán de corbeta. ¿No sabéis que fue ella, con su yate, la que hizo huir a cañonazos, hace dos años, al «Free Friends», que intentaba desembarcar armas, municiones y una partida de filibusteros americanos en la desembocadura del San Juan de Cuba? Sería preciso haber visto cómo disparaba su hotchkiss contra la nave yanqui.

—¿Así es que conoce las costas de Cuba, señor Córdoba?

—Para mí, es mejor que todos los marinos de Yucatán.

—¡Qué extraña criatura!

—Un verdadero demonio, señor, ya os lo he dicho.

—Sed prudentes, sin embargo. Mi gobierno no quiere crear dificultades al estado mexicano, que ha prometido conservar la más estricta neutralidad, aunque toda la población simpatice con nosotros.

—Os aseguro que nosotros arribaremos a Cuba y desembarcaremos las armas y municiones que la marquesa ha prometido al general Blanco, a despecho de la escuadra americana y de sus aliados insurgentes.

—¿Estáis seguro de que nadie se ha dado cuenta?

—Absolutamente ninguno, señor Vizcaíno; el cónsul puede estar tranquilo. Los veinticinco mil fusiles, todos excelentes Máuser, y los cuatro millones de cartuchos están ya en la cala del yate.

—He oído explicar cosas asombrosas de vuestra nave.

—Un cúmulo de perfecciones, mandado construir por el capitán del Castillo sin ahorrar nada y con un cuidado especial, os lo digo yo. ¡Ah…! ¡Hemos llegado! La marquesa nos espera en el pabellón, veo una de las ventanas iluminada.

Se hallaban entonces frente a un gran palacio de construcción antigua como aún quedan muchos en Mérida, ciudad modernizada ahora, pero fundada hace unos cuantos siglos. Él palacio tenía amplios ventanales, galerías de estilo moruno y un altísimo portal, defendido por una enorme reja provista de gruesos barrotes.

El señor Córdoba dio la vuelta a un ángulo del grandioso edificio, rozando el muro de un jardín, sacó del bolsillo una llave pequeña, y se detuvo frente a una puertecita semioculta por las ramas colgantes de una magnífica pasionaria.

Estaba a punto de introducir la llave en la cerradura, cuando creyó divisar, junto al ángulo de una casita que había frente al viejo palacio, una forma humana que desapareció súbitamente.

—¡Oh…! —murmuró, frunciendo la frente y escondiendo rápidamente una mano bajo el chaquetón de marino.

—¿Qué pasa, señor Córdoba? —le preguntó su compañero.

—Me pareció que alguien nos espiaba.

—Grave cosa: sería la prueba de que el cónsul americano se ha olido algo.

El señor Córdoba no respondió. En cuatro saltos atravesó la calle y junto al ángulo de la casita miró atentamente por una callejuela vecina que estaba flanqueada por pobres cabañas indias y huertos.

En lontananza, una forma humana, envuelta en un amplio capote, caminaba tambaleándose, ora descendiendo sobre el empedrado suelo, ora topando contra las paredes. Observando con mayor atención, el señor Córdoba creyó ver sobre los hombros de aquel individuo un objeto que parecía ser una guitarra.

—Hemos interrumpido quizá una serenata —murmuró.

Volvió a la cintura el revólver que había sacado, atravesó de nuevo la calle y se reunió con su compañero que le esperaba delante de la puertecita.

—¿Os habíais engañado? —le preguntó éste.

—Eso creo.

—Mejor es así, señor Córdoba.

La puerta fue abierta sin ruido, y los dos misteriosos individuos se encontraron en un amplio jardín, .lleno de grandes árboles cubiertos de espeso follaje y con gran cantidad de flores que exhalaban penetrantes perfumes.

Habían apenas avanzado por un sendero, cuando una blanca figura de mujer apareció sobre el umbral de una especie de pabellón que se alzaba detrás del gran palacio.

Una voz enérgica, que tenía un tono metálico e imperioso, aun cuando parecía ser de mujer, preguntó:

—¿Eres tú, Córdoba?

—Sí, doña Dolores.

—¿Y el hombre que te sigue?

—El secretario del cónsul español.

—¡Daos prisa!

Los dos hombres se dirigieron rápidamente hacia el pabellón, cuyas ventanas, aunque ocultas por persianas y cortinas, se veían iluminadas, y entraron en una especie de salita amueblada con sobria elegancia, que mostraba como la propietaria del grandioso palacio, a pesar de sus riquezas, era de gustos muy diferentes a los de las mexicanas y criollas, tan amantes de la ostentación.

Al contrario de aquellos pesados muebles y amplios y costosos cortinajes, y de aquellos grandes jarrones llenos de plantas exóticas que se ven en casi todas las casas mexicanas, no se hallaban allí más que unas pocas butacas de bambú, algunos estantes llenos de bibelots procedentes de países de ultramar, grandes mapas, modelos de barcos, algunas armas entrecruzadas sobre las puertas, una mesa de ébano incrustado de madreperla y una gran lámpara de alabastro que expandía una pálida luz.

En medio del saloncillo, de pie frente a un mapa del golfo de México, se hallaba la marquesa del Castillo, la intrépida capitana del «Yucatán», pero con ropa femenina, ya que lucía un largo vestido de muselina blanca adornado con encajes de gran valor, mientras sus negros cabellos recogidos con una alta peineta de metal, como las que usan las españolas y especialmente las criollas de las Antillas.

El señor Vizcaíno, viendo a la marquesa, se había desembarazado del sarape y alzaba el amplio sombrero, mientras decía:

—Soy muy feliz al veros, doña Dolores. Os traigo los saludos y el agradecimiento del cónsul.

El señor Vizcaíno, secretario del consulado español de Mérida, era un hombre aún joven, no tenía más de treinta y cinco años. Era un hombre elegante, alto, moreno como si por sus venas corriese sangre mestiza, con dos ojos grandes y aterciopelados, un espeso bigote negro que le daba un aspecto bastante marcial, y que llevaba con gran soltura el pintoresco traje mexicano.

Estrechó la blanca mano, de finos dedos, que la marquesa le tendía con gracia y con gesto de gran dama, y se sentó después frente a ella, diciéndole:

—El general ha sido avisado.

—¿Espera, pues, mi yate?

—Cuenta con él.

—¿Sabe que lleva fusiles y municiones?

—Sí, marquesa.

—¿Tiene necesidad de todo ello?

—Urgentísima, ya que el bloqueo impide a nuestros barcos la arribada a Cuba, mientras quedan aún numerosos voluntarios por armar.

—¿Creéis que lograré mi intento, señor Vizcaíno?

—La cosa será difícil, porque la escuadra americana del almirante Sampson es potente y numerosa, pero confío en vuestra audacia y en la rapidez de vuestro yate.

—¿Nadie ha logrado burlar el bloqueo?

—Sí, parece ser que dos de nuestras naves lograron escapar al crucero y que ayer entraron, poniéndose a tiempo bajo la protección de la batería de Santa Clara y anclando en la bahía de Tallapiedra.

—Eso indica que los americanos no vigilan como debieran —dijo la marquesa—. Tanto mejor para nosotros, ¿no es verdad, Córdoba?

—Sí, mi capitana —respondió el hombre de mar.

—¿Tenéis otras buenas nuevas que darme, señor secretario?

—No, marquesa, las últimas no son felices.

—¿Qué queréis decir? —preguntó la señora del Castillo, arrugando la frente pensativa.

—Que un barco americano ha sido visto en el mar, poco antes del crepúsculo.

—¿Se sabe cuál es?

—El cónsul sospecha que puede ser el «Terror».

—Un buen monitor artillado con dos piezas del doce y diez ametralladoras —dijo la señora del Castillo, como hablando consigo misma—. ¡Lo conozco! ¿Esto es todo…?

—No, parece que en alta mar hay además alguna cañonera, no sé si la «Newport» o la «Dalton».

—¿Habremos sido traicionados? —se preguntó la marquesa, mientras un vivido destello relampagueaba en sus ojos y su bella frente se nublaba.

—¿Y por quién? —dijo Córdoba—. La carga ha sido embarcada de noche y con todo secreto.

—Los consulados americanos habrán recibido la orden de vigilar atentamente, y quizá la presencia y las maniobras de vuestro yate no han escapado a las miradas de los agentes de Mérida.

—¡Pues bien! —dijo la marquesa, con acento enérgico—. Que vigilen, nosotros zarparemos igualmente y dirigiremos la proa hacia Cuba, ¿no es cierto, Córdoba?

—Sí, señora —respondió el vasco—. Nuestros corazones son fuertes y no han temblado nunca.

—Mi «Yucatán» corre más veloz que un ave marina y lo tripularán hombres dispuestos a morir, prontos a todo y decididos a todo, incluso a saltar por los aires al grito de «¡Viva la vieja España!» —continuó la señora del Castillo, mientras un vivo carmín le coloreaba las mejillas y bajo las largas pestañas le centelleaban los ojos, llenos de santo entusiasmo—. ¡Ah…! ¡Los yanquis quieren Cuba! Ya veremos si con el bloqueo lograrán hacer padecer hambre a los valientes que defienden el territorio de ultramar de nuestra pobre patria… Fuego y metralla correrán de una punta a otra de las Grandes Antillas y todos pugnaremos, con el furor de la desesperación, por cazar en el agua a aquellos odiados mercantes, convertidos hoy en piratas. ¡No, no se rinde la vieja España! Si caemos, sabremos caer con valor, empuñando las armas, con el grito fiero en los labios y la mirada serena de los fuertes.

—¡Voto a Dios! —exclamó el secretario—. ¡Así son las españolas!

—Señor secretario, ¿qué nuevas hay del Atlántico? ¿Se han movido los torpederos mandados por Villamil?

—Se dice que toda la escuadra se dirige rápidamente hacia la costa americana.

—¿Y la escuadra americana de Hampton-Roads va a su encuentro?

—Eso se cree.

—¿Así que dentro de pocos días tendremos una furiosa batalla? —preguntó la marquesa, con la mirada fija y ardiente.

—Todo parece indicarlo.

—Que Dios proteja a los marinos españoles.

—Confiamos en la habilidad de los comandantes y en la potencia de nuestros cañones.

—Está también el «Cristóbal Colón», cedido por Italia, ¿no es así?

—Sí, marquesa, una nave poderosa, llegada en buen momento para reforzar nuestra armada.

—Córdoba, ¿es lluviosa y oscura la noche?

—Sí, mi capitana.

—Partamos, mi bravo lobo de mar. Vamos a mostrar a los yanquis de lo que son capaces las mujeres de España.

—Estoy a vuestras órdenes.

—¿Está reunida la tripulación?

—En la capilla de la catedral.

—Vamos, señores.

Se echó sobre la cabeza una gran mantilla negra que descendía hasta la cintura, llamó al mayordomo, le dio rápidamente algunas órdenes, le hizo un gesto de adiós y después se adentró en el jardín seguida por Córdoba y el secretario del consulado español.

Al salir por la puertecilla, el lobo de mar, temiendo que alguien estuviera espiando, fue a mirar en las esquinas de las calles próximas y no viendo a nadie, se apresuró a alcanzar a la marquesa y al secretario del cónsul español, diciendo:

—Podemos ir a la catedral.

—¿Están a punto los carros? —preguntó doña Dolores.

—Nos esperan a media milla de la ciudad.

—¿Habéis recomendado al mayoral el máximo secreto? —preguntó de nuevo la marquesa.

—Es un español, un buen patriota, no debemos temer que él nos haya traicionado.

—¿También los cocheros son seguros?

—Todos españoles.

—Está bien, Córdoba; confío enteramente en ti.

En aquel momento, el viejo reloj del palacio del gobierno dio diez campanadas, seguido poco después por todos los relojes de los numerosos campanarios de la ciudad.

—Es la hora —dijo la marquesa.

Apresuraron el paso y poco después llegaron frente a la catedral, sobre cuya escalinata se veían dos hombres sentados, que por el traje parecían marineros.

Al ver a la marquesa se habían levantado rápidamente quitándose los gorros mientras murmuraban:

—Esperamos a la capitana.

—Heme aquí, muchachos —respondió doña Dolores.

Mientras los dos marineros se escondían tras las columnas para vigilar e impedir que nadie se aproximara, la marquesa, Córdoba y el secretario entraron en la catedral.

La inmensa iglesia, una de las más viejas y ricas del Yucatán, estaba envuelta en una profunda oscuridad. Únicamente en el extremo opuesto, dos cirios, situados sobre un altar, derramaban una débil luz dentro de una capilla.

En aquella penumbra, dos filas de sombras humanas se distinguían confusamente, perfectamente alineadas e inmóviles como si fuesen de bronce, mientras frente a un altar, que parecía improvisado, se divisaba la alta figura de un fraile, con larga barba blanca que le llegaba al pecho.

También aquel hombre estaba inmóvil como los otros y en actitud pensativa, pero tenía en las manos un estandarte, cuyos pliegues tenían, a la luz de las velas, reflejos de fuego.

La marquesa se había dirigido, con paso firme y resuelto, hacia el altar, seguida siempre por Córdoba y el secretario del consulado.

Cuando estuvo cerca de ellas, las dos filas se abrieron para darle paso, mientras se oía murmurar sumisamente:

—¡La capitana!

Dos escuadras de cincuenta hombres cada una estaban formadas frente a la capilla, con la cabeza descubierta y en actitud de profundo recogimiento. Formaban un hermoso grupo de jóvenes, de rostro bronceado y aspecto decidido, verdadera sangre española.

La marquesa se detuvo un instante frente a ellos, lanzando una mirada de admiración y orgullo a su tripulación; tomando después del fraile la bandera española y desplegándola frente al altar, dijo con voz temblorosa por la emoción:

—¡Padre, bendecid el pendón de la patria y a todos nosotros que quizá estamos citados con la muerte!

El viejo fraile levantó la mano y bendijo el estandarte que la marquesa mantenía extendido frente a él, mientras los marineros inclinaban la cabeza.

—A los valientes que van a batirse por la vieja España —pronunció el religioso con voz conmovida—. Para que les sonría la victoria en las aguas de Cuba.

—Padre —dijo la marquesa—. Juramos sobre esta bandera que lucharemos hasta la muerte, por el triunfo de las armas españolas.

—Lo juramos —dijeron a coro los marineros, mientras un trémolo de entusiasmo animaba sus caras bronceadas.

—¡Victoria o muerte! —exclamó la marquesa.

—¡Viva España! ¡Viva el rey! —respondieron los marineros.

—Vamos, mis valientes —dijo doña Dolores—. ¡El «Yucatán» nos espera!

—¡Viva nuestra capitana! —musitó toda la tripulación.

Las dos escuadras, precedidas por la marquesa, por Córdoba y por el secretario del consulado, abandonaron silenciosamente la catedral, se adentraron por las calles más oscuras y salieron de Mérida sin encontrar a nadie en su camino.

Siete carromatos, tirado cada uno por cuatro vigorosos caballos, les esperaban a media milla de las últimas casas.

—Os llevaré las últimas instrucciones a Sisal —dijo el secretario del consulado, antes de que la marquesa subiese.

—Tengo un caballo que corre como el viento, doña Dolores. Llegaré al mismo tiempo *que vos.

—Os espero.

Pocos minutos después, los siete carros marchaban por la polvorienta carretera de Sisal, lanzados a una carrera furiosa, y cuatro horas después la tripulación se encontraba a bordo del «Yucatán»…

3. El «Yucatán»

El yate con el que la marquesa del Castillo iba a intentar la temeraria empresa de forzar el bloqueo de Cuba, a pesar de los poderosos y numerosísimos navíos de la escuadra americana, era una verdadera obra de arte de la ingeniería naval, el tipo más perfecto de los futuros buques de guerra, según las ideas desarrolladas por el contraalmirante Palhe de la Barrière, uno de los más valerosos marinos de toda Europa.

Dadas sus modestas dimensiones, no podía considerarse un verdadero buque de guerra, así como por su precario armamento, pero sí como un pequeño torpedero dotado de una gran velocidad y convertido en absolutamente insumergible gracias a su especial construcción que, si no lo protegía de los proyectiles, lo ponía ciertamente a salvo del peligro de hundirse con todos sus tripulantes.

Era un pequeño barco de carreras, de cuatrocientas toneladas, treinta y cinco metros de eslora, estrechísimo, con un espolón de sólido acero y provisto de motores de triple expansión que a toda máquina debían impulsarle a una velocidad capaz de competir con los más veloces cruceros de la marina americana, pudiendo alcanzar las veintiséis millas por hora.

Ningún objeto embarazoso sobre cubierta, exceptuando los dos mástiles de hierro, con aparejo de goleta y poquísimos cables, y las dos pequeñas torres de protección de los cañones y de la rueda del timón, que en el último momento debían desaparecer, y la chimenea de las máquinas, ancha y baja. Por borda llevaba una simple barandilla de hierro, de ancho escobén que no impedía la entrada de los golpes de mar, pero servía de asidero a la tripulación para no ser arrojados fuera.

Su poder consistía, como se ha dicho, en su impermeabilidad que le daba una ventaja extraordinaria sobre los demás barcos.

El casco, todo de acero, estaba dividido en gran número de compartimientos estancos rellenados con unos bloques compuestos por una materia conocida por la marinería con el nombre de celuloide; sustancia ligerísima que pesa solamente de ciento veinte a ciento cincuenta kilos el metro cúbico, fabricada con fibra de coco y que tiene la propiedad de dilatarse y endurecerse en contacto con el agua.

Esta especie de cintura de protección, adoptada actualmente por muchas naves modernas, debía hacer imposible la inmersión del pequeño barco, aunque fuera atravesado por los más gruesos proyectiles. Gracias a aquel celuloide siempre dispuesto, tras la primera entrada del agua, a hincharse y a tapar cualquier agujero producido por los proyectiles, el barco no podía hundirse.

Aunque el yate podía ser destrozado, siempre se mantendría a flote y sin desviarse, y esto era lo importante, de su plano no ranal, continuando la marcha, si las máquinas, situadas en el fondo de la bodega y protegidas por cojinetes de celuloide y una faja acorazada, no llegaban a ser destruidas.

Muchas otras perfecciones habían sido realizadas por el marqués del Castillo en la pequeña nave, convirtiéndola en un crucero capaz de asombrar a los americanos y de prestar los más preciosos servicios en la peligrosa expedición que estaba a punto de emprender.

A la orden de «hundid la nave», proferido por la capitana, veinte hombres se habían levantado desapareciendo por la escotilla de proa, que había quedado abierta, mientras que otros tantos desenganchaban, con prodigiosa rapidez, las bombas, las cangrejas del trinquete y del mayor, y los pocos brandales de los masteleros y los obenques de apoyo.

La operación estaba apenas terminada, cuando se vio descender a los dos mástiles, encogiéndose como las piezas de un catalejo, y desaparecer completamente en el vientre del pequeño barco, mientras bajo cubierta se oían sordos silbidos que parecían producidos por la irrupción del agua del mar dentro de un gran depósito.

Entonces se vio una cosa absolutamente inesperada, que habría espantado a cualquier marinero que no conociese la disposición interior del yate.

El «Yucatán» se sumergía lentamente, con un ligero balanceo, como si fuera a hundirse completamente a causa de un fallo imprevisto.

Doña Dolores, inclinada sobre el coronamiento de popa, contemplaba fríamente el agua que subía barboteando. Cuando la vio entrar por los imbornales y extenderse por la cubierta, ordenó:

—¡Cerrad los mamparos!

La inmersión cesó inmediatamente.

El «Yucatán», limpio de aparejos como estaba y tan hundido, parecía un pontón o mejor un desecho cualquiera abandonado en el agua, casi imposible de distinguir desde una cierta distancia aunque hubiese andado a todo vapor, puesto que a tantas perfecciones introducidas por el señor del Castillo y por la marquesa en la construcción de aquel maravilloso yate, habían agregado otra todavía más sorprendente, la de haber suprimido completamente el humo, adoptando el sistema descubierto por el ingeniero austriaco Fritz Mauer.

Esta invención, ya probada con éxito por el gobierno austro-húngaro y que en aquella época se estaba experimentando también en Inglaterra, se basa en el principio de que puede producirse un fuego sin humo cuando la puerta del horno está cerrada, cuando el combustible se va añadiendo en pequeñas cantidades y cuando se atiza el fuego sin dejar penetrar el aire.

El ingeniero Mauer ha podido obtener todo esto mediante un ingenioso horno automático, que alimenta el fuego regularmente, poco a poco, dejando entrar solamente al aire preciso para la combustión del carbón.

La marquesa del Castillo, adoptando el nuevo horno había, por lo tanto, evitado incluso el peligro de que su yate fuera descubierto desde alguna distancia, especialmente sumergido de aquella manera y sobre todo de noche.

—¿Crees que nos podrán divisar, Córdoba? —preguntó doña Dolores al lobo de mar, que se había acercado a ella.

—Estamos tan bajos que serán muy listos si nos descubren. Estupendo invento el de los depósitos, que permite volver una nave casi invisible y burlar al enemigo. ¡El marqués del Castillo era un excelente marino que conocía muchos ardides!

—¡Con tal que los proyectiles no nos estropeen las bombas, impeliéndonos vaciar el depósito!

—Esperemos que esto no suceda, doña Dolores.

—¿Se ve algo a lo lejos?

—Nada por ahora.

—¿Dónde se habrá metido el «Terror»?

—¿Y la otra nave con la que se comunicaba?

—¿Me aconsejas seguir junto a la costa?

—Yo intentaría una añagaza.

—Habla, Córdoba; tengo plena fe en ti y ya sabes cuanto aprecio tus consejos.

—En vez de continuar nuestra ruta hacia Puerto Lagartos, lancémonos atrevidamente hacia alta mar. Si el cónsul americano ha avisado al «Terror» de nuestro proyecto, será hacia Cabo Catoche donde nos esperará para echársenos encima.

—¿Lo crees así?

—Sí, doña Dolores. Pongamos proa al norte, más tarde derivaremos hacia el este y pasaremos el cabo a toda máquina.

—Probemos, pues, a hacer falsa ruta —dijo la marquesa—. ¡Qué los hombres no dejen el cañón ni los hotchkiss y los demás que se acuesten sobre cubierta!

—¡Maquinista! ¡A doce nudos!

El yate, que había reducido la marcha durante las anteriores operaciones, viró sobre estribor poniendo proa al noroeste, y después se puso en marcha con la velocidad ordenada, casi completamente zambullido en las negras aguas del mar.

La capitana había apagado la linterna de la torreta y tenía su mirada puesta en la aguja de la brújula, perfectamente visible, ya que el cuadrante estaba iluminado por debajo.

Los ciento seis hombres que formaban la tripulación habían ocupado cada uno su puesto: los artilleros frente a su pieza de proa y junto a los dos cañones revólver y los otros estaban extendidos sobre cubierta, dejándose mojar por el agua que, entrando por los escobenes de las cadenas, corría hacia popa y chocaba con sordo borboteo contra las dos torretas y la chimenea.

Las escotillas, aunque tenían el borde alto para preservarlas de la entrada del agua, habían sido herméticamente cerradas; únicamente la del cuarto de máquinas, que tenía el coronamiento más elevado, había sido dejada abierta para dejar respirar a los fogoneros que se asaban frente alas calderas.

Ya la costa de Yucatán estaba alejada unas seis o siete millas y el yate empezaba a aumentar la velocidad, cuando Córdoba, que se encontraba junto a la capitana, escrutando atentamente las tinieblas y poniendo oído a los sordos rumores del mar, divisó una especie de chispas que salían del mar a menos de cuatrocientos metros de la proa, que de pronto desaparecían.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Qué pasa aquí delante?

En aquel momento se oyó la voz del maestro Colón gritar:

—¡Atención a proa!

—¡Mil diablos! —refunfuñó Córdoba—. ¿Será algún torpedero? Doña Dolores, ¡en guardia!

—¿Qué has visto, Córdoba?

—Unas chispas que debían salir de alguna chimenea.

—¿El «Terror»?

—¡Es imposible! ¡Las chispas se movían a flor de agua!

—¿Será, pues, una chalupa a vapor?

—Que puede llevar un torpedo.

—¿La viste?

—¡Sí, mirad! A punto de cortarnos el rumbo.

—No, pasará por proa.

—Sí, doña Dolores.

—¡Maestro Colón, apunta la pieza!

—¡No, con mil diablos! —gritó Córdoba—. ¿Queréis señalar nuestra ruta al «Terror»?

—Es verdad, Córdoba, pero tanto peor para ellos —dijo la marquesa, mientras un oscuro relámpago centelleaba en sus ojos—. Si no fuesen americanos no llevarían apagadas las luces de situación.

—¿Qué queréis hacer?

—Ahora lo verás, viejo lobo. ¡Maquinista, a todo vapor! ¡Sin cambiar el rumbo!

El yate, impulsado hacia adelante por sus poderosas hélices que remolineaban furiosamente, avanzaba con la velocidad de una flecha, elevando ondas a proa que corrían impetuosamente por la cubierta.

Todos se habían agarrado el coronamiento para poder resistir aquella riada que adquiría, de minuto en minuto, un arrebato irresistible.

Las chispas que se escapaban del misterioso barco habían cambiado de dirección. Quizá los hombres que lo tripulaban, oyendo el fragor producido por el impetuoso avance, fragor inexplicable para ellos ya que era muy difícil que hubieran podido ver nada en aquella oscuridad, y por la inmersión del yate, habían cambiado el rumbo, intentando escaparse.

El «Yucatán», sin embargo, era un cazador incapaz de dejar perder la presa. La distancia fue recorrida en pocos minutos, después el buque emergió un instante bajo el último impulso.

Entre el borboteo de las olas se oyó retumbar un estruendo metálico seguido de un tenebroso chirrido, como de planchas de hierro bruscamente desgarradas, después, a babor y estribor del rápido yate, se vieron pasar dos masas oscuras, mientras entre las tinieblas se oían alzar de alaridos y órdenes precipitadas.

El yate proseguía su carrera sin detenerse.

Habíase ya alejado doscientos metros, cuando hacia popa se vio centellear un relámpago lívido, después una detonación espantosa se extendió por el mar, perdiéndose a lo lejos en el nebuloso horizonte, retumbando cavernosamente.

Se vio una gigantesca columna de agua alzarse con ímpetu irresistible, cayendo luego con un estruendo ensordecedor y elevando una ola espumeante, una verdadera montaña de agua que se volcó sobre el yate sacudiéndolo horriblemente y sumergiéndolo.

—¡Aguantad firme! —aulló Córdoba.

La ola, tomando el yate de través, lo inclinó violentamente sobre estribor, lo elevó después a prodigiosa altura y luego lo precipitó en un inmenso abismo espumeante que se cerró sobre él.

Un aullido de terror se elevó entre la tripulación, creyendo que todo había acabado para ellos; el «Yucatán», a pesar del aumento de peso producido por los depósitos completamente llenos de agua, surgió victoriosamente sobre las ondas, embistiendo con el espolón las oleadas a toda máquina.

—¡Por la muerte de todos los yanquis! —exclamó Córdoba que se había aferrado al coronamiento de popa con toda su energía para no ser arrastrado fuera de bordo—. ¡La bendición del fraile nos ha protegido, o esto se llama tener suerte!

Miró hacia el castillo de popa y vio a la intrépida capitana, empapada de agua de pies a cabeza, pero firme tras la rueda del timón y tan tranquila que el lobo de mar quedó asombrado.

—He aquí una mujer con músculos de hierro y un corazón de leona —murmuró—. ¡El marqués del Castillo no lo habría hecho mejor!

—¡Córdoba! —gritó la marquesa, sacudiéndose el agua de encima—. Ha explotado un torpedo, ¿no es cierto?

—Un verdadero torpedo y de gran potencia, doña Dolores. Si explota un momento antes revienta al «Yucatán» y no sé si estaríamos aún con vida, con todas las municiones que tenemos en la bodega.

—¿Hemos partido un torpedo?

—Me pareció una chalupa a vapor.

—¿Pero debía de llevar a bordo algunos torpedos?

—Quizá no intentaba usarlos contra nosotros.

—¿Crees que hayan perecido los hombres que tripulaban la chalupa? —preguntó la marquesa, con un ligero temblor.

—Deben de haber saltado por los aires.

—¿Y si volviéramos? Alguno puede haber escapado a la explosión.

—Tiempo perdido, doña Dolores. Por otra parte, eran yanquis; he oído sus gritos.

—Son hombres, Córdoba.

—Dejad que se ahoguen… ¡Además, es demasiado tarde! Mirad aquel maldito curioso que explora aún el mar, intentando descubrimos.

El haz de luz, proyectado por un potente foco, había surgido de la oscura línea del horizonte que la aurora, aunque ya debía estar próxima, no alumbraba todavía. Aquella luz recorría el mar haciendo brillar la espuma de las olas.

El buque americano había oído seguramente el estampido y quizás había visto también el relámpago producido por el torpedo e iluminaba el mar en aquella dirección.

—¡Doña Dolores! —exclamó Córdoba—. ¡El «Terror» viene por nosotros!

—Ya lo veo —respondió la marquesa, con voz tranquila.

—Salgamos de la luz o nos mandarán algún obús a la carena.

La capitana dio media vuelta de ruedo poniendo proa al oeste, mientras gritaba al jefe de máquinas:

—¡Aumentad el fuego!

El yate huía precipitadamente a través del gran banco de Campeche, intentando dirigirse hacia la costa mexicana, no ya con la idea de buscar un refugio en alguna parte del golfo, sino con objeto de escapar al rayo de luz que estaba a punto de traicionarlo, y de engañar nuevamente a la nave enemiga que con tanta obstinación le daba caza.

Maestro Colón estaba inclinado sobre el gran cañón de proa, apuntándolo hacia el barco que avanzaba a todo vapor, y que continuaba proyectando sobre el mar aquel gigantesco chorro de pálida luz. Tenía ya en la mano el cordón del botafuego, dispuesto a descargar en el vientre del colosal enemigo el grueso proyectil, mientras los dos artilleros más viejos habían hecho girar los dos cañones revólver para barrer el mar con una lluvia de balas. Doña Dolores y Córdoba, uno junto al otro, no perdían de vista al navío.

Aunque estaba todavía lejano, se distinguían claramente los chorros de chispas que escapaban de las chimeneas eructantes de humo que de vez en cuando se iluminaba.

—¡Ah…! —dijo la marquesa, con una fría sonrisa—. ¿Queréis cerrar absolutamente el camino del este? ¡Veremos, señores yanquis, si podéis competir con mi nave…!

—Sin embargo, me parece que hasta ahora aquel maldito buque no pierde demasiado —repuso Córdoba, cuya frente se había ensombrecido—. Es imposible que se trate del «Terror».

—¿Se habrá engañado el cónsul español?

—Un monitor como el «Terror» no puede correr tanto, doña Dolores. Los acorazados son demasiado pesados para poseer tanta velocidad.

—¿Crees que sea algún crucero?

—Lo temo.

—¿Quizá el «New-York»?

—No, doña Dolores. Supe que ese crucero ha sido escogido como buque insignia del almirante Sampson, así que no puede encontrarse en estas aguas.

—¿Algún cazatorpederos? ¿El «Cushing» o el «Ericson»?

—Seguro que no; el cónsul me dijo que estos dos cazatorpederos, anteayer al anochecer se encontraban en las costas de Cuba, cerca de Marianao, donde sostuvieron un combate con la cañonera española «Ligera», recibiendo sus buenos obuses que les han obligado a salir de estampía.

—¡Maquinista! —gritó doña Dolores—. ¿Qué velocidad llevamos?

—Veintidós nudos y siete décimas, señora —respondió el jefe de máquinas.

—Es preciso aumentarla.

—Sólo necesito cinco minutos y llegaremos a veinticinco. Nuestra inmersión obstaculiza la marcha.

—A veinticinco dejaremos atrás a aquel obstinado curioso —dijo Córdoba—. Pronto amanecerá y me fastidiaría que nos viese.

—Eso estropearía mis planes —dijo la marquesa.

—Colón es un artillero extraordinario.

—¿Quieres intentar…?

—Destrozar aquel maldito farol. En media hora estaremos fuera de su vista.

—Sí —murmuró la marquesa, como hablando para sí misma.

—¡Ah…! ¡Doña Dolores!

El grito había sido provocado por un fulgor que había centelleado en la dirección del buque de guerra. Siguió un instante de silencio, después, una fuerte detonación retumbó sobre el mar.

—Una pieza de diez centímetros —dijo Córdoba—. Conozco estos monstruos de acero.

—¿Ha disparado con pólvora sola?

—Sí, doña Dolores. Nos invita a pararnos.

—¡Maquinista, fuerza las máquinas! —gritó en cambio la marquesa.

El yate salió entonces del chorro de luz del proyector y brincaba sobre el agua como si quisiera elevarse. La máquina funcionaba furiosamente, precipitadamente y los ejes motores imprimían tales sacudidas, que hacían temblar el casco de popa a proa, mientras el vapor, aprisionado entre las paredes del hierro, mugía sordamente.

Un bramido sonoro hacía vibrar el puente, mientras las aguas cortadas impetuosamente, corrían por la cubierta saltando sobre el coronamiento de proa.

El yate huía a la velocidad de veinticuatro nudos y ocho décimas, zambulléndose de nuevo en la niebla que gravitaba sobre el agua.

De repente, un segundo relámpago se vio brillar sobre la nave americana y un instante después un agudo silbido atravesaba los estratos de la atmósfera, pasando sobre las cabezas de los tripulantes y perdiéndose en lontananza.

A lo lejos se oyó una detonación más formidable que la primera, que se propagó hacia el norte retumbando siniestramente.

—Obús de veinte centímetros —dijo Córdoba, mirando a doña Dolores.

—¡Colón! —gritó la marquesa, que había escuchado el silbido anunciador de un proyectil de grandes dimensiones, sin que temblara ni un músculo de su rostro.

—¿Señora? —preguntó el maestro.

—¡Cien pesos si rompes el farol!

—Sólo un instante, mi capitana.

El maestro se inclinó sobre el cañón, corrigió ligeramente su elevación, observó atentamente la posición de la nave y tiró violentamente del disparador.

La potente pieza de quince centímetros, colocada sobre la torreta de proa, se inflamó con un estruendo ensordecedor, haciendo temblar todo el barco.

Unos segundos después, el proyector eléctrico, destrozado por el obús, al que el maestro Colón había dado una dirección matemáticamente exacta, se extinguía bruscamente, rompiendo quizá, con el mismo golpe, el mástil de la nave enemiga.

—¡Avante a toda máquina! —gritó la marquesa.

El yate, que se había detenido para permitir al valiente artillero asegurar la puntería, se abalanzó hacia adelante, mientras la tripulación aullaba con una sola voz:

—¡Viva la capitana! ¡Viva Colón!

4. De vapor a velero

Llegaba la aurora. La luz que se elevaba sobre el horizonte, luego de haber luchado con la neblina que gravitaba sobre el mar y con las tinieblas, se esparcía rápidamente, tiñendo las aguas de un color grisáceo, de triste aspecto.

El viento matinal, fresco y bastante fuerte, empujaba frente a él, hacia el sudeste, los espesos vellones de niebla, acumulándolos en dirección a la costa yucateca.

A los cañonazos de la noche había sucedido un profundo silencio. El mar callaba y solamente se oía en el aire algún grito ronco, proferido por uno de aquellos pájaros negros que los marineros llaman «cola de paja», o por alguna gaviota que cazaba peces en la superficie del mar.

Ninguna nave se divisaba, ni tampoco tierra. Sólo el esbelto yate surcaba el mar, navegando a toda marcha hacia septentrión; e iba todavía casi totalmente sumergido.

La marquesa había cedido fa rueda del timón al piloto, y erguida en proa, con un catalejo en la mano, escrutaba el horizonte, cambiando de vez en cuando algunas palabras con Córdoba.

—Nada —dijo, después de una nueva y más atenta observación.

—Esperemos, doña Dolores —respondió Córdoba.

—No hay ninguna traza de humo.

—Es verdad, pero el horizonte está aún nublado; esperemos que el viento y el sol hayan absorbido esta fastidiosa humedad. Eso no puede durar mucho en estos climas, vos lo sabéis.

—¿Crees que hemos logrado engañarles?

—Así lo espero, doña Dolores. Los yanquis son más mercaderes que verdaderos marinos y soldados, sin embargo, no podemos fiamos demasiado. Si el cónsul americano de Mérida ha avisado a sus compatriotas de lo que llevamos en la bodega y de nuestra ruta, las naves del almirante Sampson harán lo imposible por capturamos.

—Tiempo perdido, Córdoba. Tenemos mil recursos.

—No digo lo contrario; aunque estoy seguro de que vos lograréis burlar magníficamente al almirante, a todos sus capitanes y a sus marineros, sin embargo, seamos prudentes.

—¿Tú crees que todas las costas de Cuba están ya bloqueadas?

—¡Hum! Tengo mis dudas, doña Dolores. Pensad que la isla tiene tres mil quinientos kilómetros de perímetro, sin contar con que la costa es muy recortada, lo que aumenta su longitud. La escuadra de Sampson es fuerte, ciertamente, sin embargo, no creo que sea suficiente para vigilar tanto litoral, y además necesitará tener algunos barcos en reserva para defenderse contra un ataque imprevisto de nuestra pequeña escuadra que está en La Habana.

—¿Se atreverán las naves españolas a salir al mar?

—La escuadra de La Habana es débil, doña Dolores. En el puerto no hay más que cuatro cruceros sin protección y seis torpederos.

—Poca cosa, Córdoba. Y la de Cabo Verde, ¿qué hace entonces? ¿No correrá en socorro de Cuba? Es una flotilla de torpederos de alta mar considerados formidables, y en España está el «Pelayo», el más potente acorazado que poseen nuestros compatriotas; además están el «Colón», el «Vizcaya», el «Victoria», el «Emperador Carlos» y muchos otros.

—¿Qué sabemos? —dijo Córdoba, con gesto de hombre enterado—. ¿Quién nos dice que esté todavía en Cabo Verde? Yo creo que el gobierno español ha ocultado los movimientos de aquella escuadra, engañando a lodos para sorprender después a la armada yanqui. ¡Ah!…, ¿los americanos quieren robarnos Cuba?… Ya veremos si el bocado será indigesto hasta para su estómago de avestruz. Temo que el sindicato financiero pueda hacer un buen recibo de las sumas prestadas a los insurgentes, pero que no recoja ni una libra de azúcar en Cuba.

—¿Qué quieres decir, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—Pensemos, doña Dolores, ¿creéis vos que los yanquis han emprendido la guerra por espíritu humanitario, para lograr la libertad de los insurgentes, como han pregonado durante tanto tiempo? ¡La autonomía de los cubanos! ¿Qué les importa eso a estos egoístas mercaderes?

—¿Cuál es pues el motivo que les ha decidido a proclamar la guerra?

—Las apetencias insaciables de los especuladores.

—¿Así es que se trata de un simple negocio?

—Sí, doña Dolores. Un sindicato de especuladores ha prestado sumas enormes a los rebeldes, a cambio de la concesión de vastos terrenos y de plantaciones que deberán recibir del gobierno cubano inmediatamente después de la independencia de la isla. Al ver que corrían el peligro de esfumarse las concesiones, han impulsado a su gobierno a declarar la guerra. El dinero lo es todo en los Estados Unidos y también esta vez ha triunfado.

—¿Y el gobierno americano se ha prestado a su juego?

—Esperad, si lo logran, que Cuba sea libre y veréis a esos egoístas proclamar la independencia de la isla en su beneficio, agregando otra estrella a su bandera. ¡Los rebeldes creen que los americanos les ayudan desinteresadamente! ¡Ah! Ya verán más tarde la lealtad de los yanquis. ¡Eh! ¡Hay una vela allí!

La capitana, habiendo divisado un punto claro surcar el horizonte, apuntaba el catalejo en aquella dirección.

—¿Barco mercante? —preguntó Córdoba.

—Si —respondió la marquesa.

—Me parece que viene del sudeste.

—No te equivocas.

—Es una buena ocasión para alcanzarlo y tener noticias de los cruceros americanos.

—¿Quieres que lo alcancemos?

—Puede darnos informaciones preciosas, doña Dolores. Vaciemos los depósitos, o creerán que nos estamos yendo a pique.

—Sí, Córdoba, y además es necesario para hacer la toilette del yate.

—¿Queréis engañarles?

—Si queremos pasar, es preciso transformarnos.

—Os comprendo, doña Dolores —respondió Córdoba, sonriendo.

En seguida fue dada la orden de desembarazar el «Yucatán» del agua que llenaba los depósitos, para hacerle recobrarla línea de flotación normal.

Un instante después, dos poderosas bombas funcionaban, vomitando por unas mangueras que salían sobre la borda, torrentes de agua.

El depósito, situado en el fondo de la bodega, destinado a sobrecargar el yate para hacerlo menos visible a las naves que cruzaban en el mar y que se llenaba por medio de dos válvulas abiertas bajo la línea de flotación, que después se cerraban automáticamente, en menos de media hora fue vaciado completamente. El «Yucatán» remontó a flote, mostrando su agudo espolón, su bella popa redondeada y sus flancos alargados y esbeltos, pintados de gris claro para confundir mejor el casco con el agua del mar y el color del cielo.

Cuando la operación estuvo acabada, el barco mercante no estaba más que a tres millas de distancia. Era una goleta, probablemente mexicana, de pequeño arqueo, bastante cargada y que hacía bordadas hacia el noroeste, no teniendo el viento favorable.

El «Yucatán», que navegaba a una velocidad de veinticuatro nudos, en menos de un cuarto de hora lo alcanzó, indicándole con la bandera que se pusiera al pairo, lo que fue rápidamente hecho por la tripulación, la cual quizá creía habérselas con algún pequeño crucero americano, viéndolo armado de cañones y ametralladoras.

El capitán, un viejo lobo de mar de rostro muy bronceado y cabellos casi blancos, viendo a Córdoba que le hacía señas de quererle hablar, subió al castillo de proa, quitándose cortésmente su ancho sombrero de panamá.

—¿Deseáis algo, señor comandante? —preguntó.

—Quiero pediros una información —dijo Córdoba.

—Estoy a vuestras órdenes; os anticipo que a bordo de mi barco no llevo contrabando de guerra.

—No es eso lo que os quiero preguntar, sabiendo ya que los mexicanos se han declarado neutrales. ¿De dónde venís?

—De Jamaica con carga de cereales.

—¿Cuándo habéis doblado el cabo Catoche?

—Ayer por la mañana.

—¿Había naves americanas?

—Sí, comandante, pero… ¿no sois americanos vos?

—No, españoles —respondió Córdoba.

—¡Ah!, me alegro mucho, ya que los mexicanos somos casi vuestros compatriotas. ¿Vais a Cuba?

—Sí, vamos a forzar el bloqueo.

—Os advierto que la escuadra americana bloquea las costas septentrionales.

—Lo sabemos; ¿y el cabo Catoche está vigilado?

—He encontrado un crucero y dos cañoneras.

—¿Se llamaba «Terror» esa nave?

—No, el «Terror» lo conozco; es un monitor que había visto ya en Florida.

—¿Hacia dónde iba el crucero?

—A lo largo de la costa del Yucatán.

—¿Creéis que sea posible llegar al cabo San Antonio de Cuba?

—Sí, si no sois capturados por los tres barcos que recorren el estrecho de Yucatán.

—¿Sabéis dónde se encuentra el grueso de la escuadra de Sampson?

—Me han dicho que al este de La Habana.

—Está bien.

—Os deseo buena fortuna, comandante, y… ¡Viva España!, señores…

—Gracias, amigo —respondió Córdoba, con acento con movido.

La goleta continuó sus bordadas hacia el oeste para aproximarse a las costas de México, mientras el yate, después de recorrer quinientos o seiscientos metros se paraba.

La tripulación, que había recibido ya las instrucciones necesarias, se puso rápidamente al trabajo para hacer la toilette del yate, como decía, bromeando, su propietaria.

Si los americanos hubieran estado presentes, habrían asistido a una escena verdaderamente sorprendente y al mismo tiempo maravillosa, porque la transformación de un barco de guerra en un pacífico velero mercante o mejor en un yate de placer, no es una cosa fácil.

Los fuegos fueron apagados de inmediato, no queriendo la capitana, al menos por el momento, hacer uso de las hélices, para engañar completamente a los cruceros americanos, los cuales debían ya haber sido informados por el cónsul de Mérida de que el «Yucatán» era no sólo un barco de vapor, sino que además estaba dotado de unas máquinas poderosas.

Cumplida aquella primera operación, se quitó el tubo de la chimenea y se cerró el agujero con un disco de metal que se adaptaba perfectamente y que, en relieve, llevaba en el medio, con grandes letras de latón, estas palabras: «Colima-Veracruz».

Esto no era más que el principio de la maravillosa transformación que debía engañar a los más viejos lobos de mar de la escuadra americana, y no sólo a ellos, sino incluso a los marineros del pequeño puerto de Sisal, que conocían tan bien al «Yucatán» de la marquesa doña Dolores del Castillo.

La pieza de artillería y las dos ametralladoras, que habrían podido traicionarlo, fueron hechas desaparecer dentro de tres pozos que tenían debajo, y tapadas luego por otros discos de metal parecidos al primero, después se hicieron desaparecer las dos pequeñas torres dentro de unas ranuras hechas a propósito; en cuanto a los mástiles, que eran de metal, hueco, empujados por una poderosa bomba de aire comprimido, se elevaron lentamente volviendo a ocupar su puesto.

Los obenques, los botalones, los palos de las cangrejas y los demás aparejos, fueron colocados rápidamente en su sitio y enganchadas las velas correspondientes, mientras a proa se colocaba un pequeño bauprés y desplegaba el lienzo del trinquete.

Una larga tira de metal dorado, que llevaba impresa como en los discos la inscripción «Colima-Veracruz» fue clavada en popa, de manera que cubría completamente el nombre de «Yucatán» que lucía, en letras de oro, bajo el espejo.

—¿Crees, amigo Córdoba, que bajo este nuevo vestido pueda reconocerse todavía mi «Yucatán»? —preguntó la marquesa, sonriendo.

—No, a fe mía —respondió el lobo de mar—. Si no hubiese asistido a la transformación, os juro, doña Dolores, que me creería en otra nave.

—¿Podemos ahora intentar el golpe?

—Con absoluta seguridad.

—No olvidemos que estamos a bordo de la «Colima-Veracruz» y que yo soy una millonada mexicana, con un poco de sangre yanqui en las venas, y que viajo por diversión.

—Y que yo soy el capitán Bob Kork, natural de Pensácola —dijo Córdoba, en un inglés purísimo.

—Sí, amigo Bob —dijo la marquesa, riendo—. Haz desplegar el trinquete y la escandalosa, mi querido capitán, y pongamos proa osadamente hacia el cabo Catoche.

—Una palabra, doña Dolores.

—Habla libremente, Córdoba.

—¿Y si los americanos subieran a bordo?

—Que hagan lo que quieran —respondió la marquesa, con voz tranquila—. No seré yo quien impedirá su visita.

—Pero ya sabéis el contrabando de guerra que tenemos en la bodega y que ahora somos mexicanos y no españoles.

—¿Y qué pasará, Córdoba?

—Que si descubren la carga seremos presos y fusilados.

—Lo sé muy bien.

—Pues, ¿y si una vez a bordo, quisieran proceder a una inspección?

—¡Ah, Córdoba, viejo lobo! ¿Has olvidado que soy una mujer?

—No, pero los yanquis, doña Dolores, son como osos en cuestión de cortesía.

—Ya lo veremos —respondió la capitana, con una sonrisa inescrutable—. La marquesa del Castillo tiene recursos en sus ojos; por otra parte, si se empeñaran en conocer la carga del yate, tú sabes, Córdoba, que bajo el espejo de popa tenemos dos torpedos.

—¡Gran Dios! ¿Y qué queréis hacer?

—¿No estamos todos dispuestos a morir?

—Es cierto, nosotros los hombres, pero vos que sois bella, joven, rica…

—Es hermoso morir por la patria, Córdoba —respondió la marquesa, con un acento que hizo estremecer al lobo de mar—. Pondremos un marinero en mi cabina, que a una señal nuestra conectará la espoleta eléctrica y nosotros, amigo mío, saltaremos todos, juntos a los odiados yanquis, al grito de ¡Viva España!

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. ¿Seríais capaz de hacerlo, doña Dolores?

—Sí —respondió la capitana, con voz resuelta—. Lo haré, te lo juro.

—Ahora que sé de lo que sois capaz, estoy tranquilo —dijo el lobo de mar—. ¡Eh! ¡Marineros! ¡Desplegad el trinquete y poned proa al cabo Catoche!

La tripulación, que sólo esperaba aquella orden, desplegó los trinquetes, las dos escandalosas y la vela del bauprés, y el «Yucatán» que hasta aquel momento había permanecido casi inmóvil, dejándose apenas transportar por la corriente del Gulf-Stream, se puso a navegar con gran ligereza, dejando a popa una blanca estela de una perfecta regularidad.

Si aquel yate era uno de los más rápidos barcos de vapor que hubieran visitado los muelles del golfo de México, era también uno de los mejores veleros, puesto que con buen viento podía lograr hasta diez nudos, velocidad extraordinaria para un balandro.

El viento era muy favorable, soplando del noroeste, y el mar estaba casi tranquilo, con ligeras y anchas ondulaciones. Córdoba y la marquesa esperaban alcanzar al día siguiente, al amanecer, el cabo Catoche, a pesar de la oposición de la corriente del Golfo, que como ya sabe, recorre las costas de México, alcanzando después las de los Estados Unidos del Sur, para volver al Atlántico por el estrecho de las Bahamas, entre estas islas y la península de Florida.

Ninguna otra nave había sido avistada después de la goleta mexicana, ya desaparecida en el horizonte, ni se divisaba ningún penacho de humo que indicara la presencia de algún crucero; sin embargo, no había que hacerse ilusiones. Al saber los navíos americanos cual era la ruta del yate y conociendo ciertamente la carga que llevaba y a quien iba destinada, habían abandonado quizá aquellos parajes para esperarlo en el estrecho de Yucatán, entre el cabo Catoche y el de San Antonio de Cuba, seguros de que pasaría por allí.

La marquesa, Córdoba y gran parte de la tripulación, después de haberse asegurado de que por el momento no había ningún peligro, se habían retirado para descansar de las emociones de la noche, y sobre cubierta no quedaban más que unos pocos hombres encargados de la maniobra de las velas y un timonel.

Sin embargo, un vigía, provisto de un potente anteojo, estaba colocado en la cruz del palo mayor, desde donde podía avisar con tiempo la proximidad de cualquier barco.

Mientras tanto, el «Yucatán» marchaba velozmente hacia el sureste, aproximándose a la costa americana, que no era visible todavía.

Alrededor del velero volaban gran número de aves marinas, siguiéndolo y ensordeciendo la tripulación con sus estridentes gritos.

Abundaban sobre todo las gaviotas, pero también se veían muchos petreles, que seguían de cerca al velero, dispuestas a precipitarse sobre los restos de la cocina que se arrojan al mar y a disputárselos con glotonería.

También algunas parejas de grandes peces seguían el yate jugueteando entre la espuma de la estela; la mayoría eran peces veleros, bellísimos y rápidos nadadores, que alcanzaban el metro de longitud, con la espalda de un tono oscuro brillante y plateados por debajo, armados con una especie de cuerno bastante sólido, del que se sirven para atacar con ventaja los cachalotes y las ballenas.

Durante todo el día el yate continuó su carrera hacia el extremo de la península yucateca, sin haber tenido ningún otro encuentro, y hacia el atardecer alcanzaba de frente el pequeño grupo de las islas Jolbos, que están a unas pocas decenas de millas de cabo Catoche.

La marquesa y Córdoba, que estaban de nuevo en cubierta, no queriendo aventurarse de noche por los bancos arenosos que se extienden alrededor de la punta del Yucatán, decidieron mantenerse, hasta la aparición de la luna, en las cercanías de las islas, para el caso de que si aparecía algún crucero, poder aproximarse a la costa y buscar refugio en alguna de las numerosas radas que se abren tras las Jolbos.

Tomados algunos rizos a las dos velas para no exponerse a las imprevistas ráfagas de viento que se desencadenan con frecuencia en el golfo de México y que resultan peligrosas para los navíos que se dejan sorprender con todo el velamen desplegado, ordenaron a los hombres de cuarto tomar bordadas en espera del astro nocturno que debía surgir hacia las doce.

—Espero que pasaremos una noche tranquila —dijo la marquesa a Córdoba.

—Así lo espero, sin embargo temo lo contrario —respondió el lobo de mar—. De noche los cruceros americanos redoblarán la vigilancia, doña Dolores. Los yanquis deben estar furiosos por no habernos podido alcanzar y capturar.

—Quizá creen habernos perdido ya.

—¡Hum!, lo dudo, además, temo que en el estrecho hayan colocado los cruceros de manera que cierren totalmente el paso.

—¿Crees que habrán lanzado tras nosotros diez navíos? Ganarán más bloqueando La Habana que perdiendo su tiempo siguiéndonos.

—Creo lo contrario, doña Dolores. Los yanquis saben que el mariscal Blanco está escaso de municiones y que no tiene las armas suficientes para organizar a todos los voluntarios, y por eso su mayor interés está en impedimos desembarcar la carga.

—Veremos si sabrán impedimos alcanzar las costas cubanas.

—No dudo que logremos atracar; pero hay una cosa que me inquieta.

—¿Cuál es?

—Que los españoles que esperan el cargamento en la bahía de Corrientes hayan sido obligados a retirarse… No sabemos, en estas veinticuatro horas lo que haya hecho la escuadra del almirante Sampson.

—Es cierto, Córdoba —respondió la marquesa, que se había quedado meditabunda—. Los americanos pueden, durante este tiempo, haber desembarcado en algún punto de la isla y haberse unido con los rebeldes capitaneados por Masó.

—O con Pardo, que dicen que se encuentra por la costa occidental de Cuba.

—Si esto hubiera ocurrido, ¿qué me aconsejarías hacer, amigo? Yo no volveré a Sisal, te lo juro, sin haber desembarcado antes la carga.

—Entonces no habría más remedio que forzar el bloqueo e intentar alcanzar La Habana.

—¿Pasando por en medio de la escuadra de Sampson?

—No nos quedaría otra alternativa.

—Sería una tentativa desesperada.

—Lo sé, doña Dolores, sería un intento muy peligroso que podría costamos la vida a todos.

—Lo intentaremos, Córdoba —dijo la capitana, con acento resuelto—. ¡Qué bella emoción sería la entrada en el puerto a toda máquina, bajo el bombardeo de los abuses enemigos y con la bandera española ondeando fieramente sobre el más alto mástil de la nave! Sí, amigo mío, si en Corrientes no encontramos las tropas del mariscal, iremos a La Habana.

—Con tal que no nos capturen antes —respondió Córdoba, que desde hacía unos instantes miraba atentamente hacia el oeste—. ¡Cuánta obstinación la de los yanquis!

—¿Por qué lo dices? —preguntó la marquesa.

En aquel momento, de lo alto del palo mayor, se oyó al vigía de guardia gritar:

—¡Barco de vapor, a popa!

—No me había engañado —dijo Córdoba—. Aquel punto luminoso, de luz blanca, no se podía confundir con una estrella.

—¿Aún el crucero americano? —preguntó la marquesa, arrugando su bella frente.

—¡Eh, vigía! —gritó Córdoba—. ¿Corre hacia nosotros?

—Va hacia el Este.

—¿Dista?

—Seis o siete millas.

—Ese tunante explora la costa esperando sorprendernos —dijo Córdoba.

—Le engañaremos otra vez —respondió la marquesa.

—¡Caramba! Las islas están próximas y nos será fácil escondernos detrás de alguna o buscar algún refugio.

—¡Eh, timonel! —gritó la capitana—. ¡Gobierna sobre las Jolbos y cuidado con los bancos!

—No, yo iré a la rueda —dijo Córdoba—. Conozco aquel grupo de islas y sé que el crucero querrá darnos caza. ¡Os juro, doña Dolores, que lo encallo en los bancos!

5. A la caza del «Yucatán»

El punto luminoso avistado por el vigía, avanzaba con una cierta rapidez, elevándose sobre el horizonte.

Un hombre que no fuera un atento observador, ni un marinero, habría podido confundirlo fácilmente con una estrella de las que había en aquel momento muchas sobre el horizonte; los hombres de cuarto del yate lo habían reconocido, sin embargo, por un farol blanco situado en el palo de trinquete, como acostumbran llevarlo los vapores, tanto de guerra como mercantes.

Si no cambiaba su ruta, aquel barco debía mostrar en breve sus luces de situación, roja la una y verde la otra.

Córdoba, calculando lo mejor que podía la ruta aproximada del adversario (ya que verdaderamente y con razón, lo creía tal), dirigió la proa del «Yucatán» hacia las islas, con intención de pasar entre ellas y esconderse en la costa, para tener tiempo, en caso de extremo peligro, de volver a encender los fuegos y salir otra vez al mar a toda máquina.

El viento, que venía del noroeste, favorecía la maniobra del yate, así que el ágil navío, en pocas bordadas, se encontró entre una larga fila de elevadas escolleras que le ponían, al menos por el momento, enteramente a cubierto, tanto más porque la luna no había aún salido.

Arrojada la sonda y visto que había solamente once pies de agua, la marquesa, que había recuperado el mando de la pequeña nave, dio orden de arrojar un ancla y esperar los acontecimientos, no atreviéndose a ocultarse en el canal donde podía ser alcanzada antes de aproximarse a la costa y azteca.

El barco de vapor se encontraba ya a menos de tres millas y se vislumbraban perfectamente, no sólo sus luces de colores, sino también el casco, porque el horizonte estaba bastante límpido.

Por su volumen, debía ser un gran barco de guerra, o un monitor, o sea una de aquellas fortalezas flotantes que poseen en gran cantidad los americanos del norte, o un crucero de primera clase, poderosos adversarios que normalmente están armados de gruesa artillería de largo alcance y de un número considerable de cañones de tiro rápido y de ametralladoras.

No debía llevar una ruta decidida, puesto que andaba como inseguro, ora dirigiéndose hacia el norte, para volver después atrás a toda máquina, después hacia el oeste, cortando con frecuencia su propia estela.

—Explora —dijo Córdoba, que se había izado sobre el flechaste del palo mayor en compañía de la marquesa—. No se puede dudar, es una nave que busca a nuestro «Yucatán».

—Ha desaparecido, señores míos —dijo doña Dolores, sonriendo—. Aquí no hay más que el «Colima-Veracruz». ¿Crees, Córdoba, que vendrá a Visitar también esta isla?

—Es probable.

—No me gustaría que nos sorprendiese en este momento.

—¿Y por qué, doña Dolores?

—Nuestra presencia detrás de estas escolleras podría hacer sospechar algo.

—Si no nos encuentra esta noche lo tendremos encima mañana.

—Mañana será otro día —respondió la marquesa, con un cierto aire misterioso—. En pleno mar y a plena luz los americanos no me dan miedo.

—¿Qué proyecto tenéis en la mente?

—Lo sabrás más tarde, Córdoba, y te prometo una diversión a costa de los yanquis.

—¡Hum…! ¡Una diversión peligrosa!

—Hay que tomarla como viene, amigo mío. Mira, el crucero se dirige hacia nosotros.

—Dejémoslo venir. Si no manda a tierra una chalupa a explorarlas escolleras y las islas, no nos encontrará; de esto respondo yo.

—Puede girar a nuestras espaldas.

—No hay en el canal agua suficiente para este coloso, doña Dolores.

—¡Ah…!

El crucero, monitor o lo que fuera, a una milla de las Jolbos, se había parado lanzando sobre las playas un gigantesco chorro de luz eléctrica, para asegurarse de que la pequeña nave que buscaba no se había refugiado en una de las numerosas ensenadas que formaba aquella tierra.

El rayo luminoso se proyectó primero hacia los escollos tras los que se ocultaba el «Yucatán», sin iluminar sin embargo el yate, pues éste estaba bien escondido, después, sobre las islas, haciendo brillar los cristales de las casitas situadas junto a la playa o en las alturas.

—Empiezo a creer que por esta noche no seremos molestados —dijo Córdoba.

—¿Por qué? —dijo la marquesa.

—No viendo elevarse ningún penacho de humo, que sería muy visible incluso desde una gran distancia, con una luz tan clara, se marcharán sin mandar a tierra las chalupas.

—Son astutos los yanquis —respondió la capitana, con ironía.

—Ellos no saben que hemos parado las máquinas. Hemos tenido una gran idea que nos salva de la captura, y quizá también de la muerte.

—Es verdad, Córdoba. ¡Mira, amigo! El crucero, satisfechísimo de su exploración, se marcha hacia el cabo Catoche.

—Y nosotros aprovecharemos para ponemos a la vela y seguirlo a distancia. Si no vuelve sobre sus pasos, mañana habremos rebasado el cabo y podremos reímos de la habilidad extraordinaria de los yanquis.

—¿Partimos?…

—Sí, marquesa, y sin perder tiempo.

El crucero se alejaba entonces a toda velocidad hacia el este, creyendo quizá que el «Yucatán» había ya logrado abandonar la costa y navegaba hacia Cuba. El yate, siguiendo su rastro, tenía la posibilidad de poder atravesar el amplio canal, que separa el cabo San Antonio de la costa americana, sin correr el peligro de tener otros encuentros, no siendo probable que el almirante Sampson hubiese destacado más navíos de su escuadra para dar caza a un pequeño barco.

Córdoba y la marquesa, que habían salido a cubierta, hicieron subir el ancla inmediatamente y el «Yucatán», con todas las velas desplegadas, reanudó su carrera hacia el este, manteniéndose detrás de las Jolbos.

La luna surgía en aquel momento sobre el horizonte, tiñendo la superficie del mar de reflejos plateados, de una incomparable belleza. Sobre aquel espejo reluciente, la aguda vista de Córdoba distinguía claramente todavía al gran vapor, que destacaba como una enorme mancha negra, sobre la que se alzaba, a través de la luz azulenca, un gran penacho de humo que se acumulaba en lo alto en forma de una inmensa sombrilla.

El yate, impulsado por la fresca brisa que soplaba del sudoeste, habiendo girado el viento, corría ligero como un pájaro, superando las olas producidas por la resaca y produciendo un sordo fragor que repercutía en las alturas de la isla, como el retumbar lejano de una pieza de artillería.

Alrededor de la proa el agua brillaba a veces a causa de una cierta fosforescencia marina y por los flancos corrían destellos de luz, entre los que se veían ondear muellemente, a un metro de la superficie, espléndidas medusas parecidas a gruesas lámparas de cristal esmerilado, de un matiz palidísimo; otros peces reflejaban al nadar chispazos de tono azulado o verdoso de una dulzura infinita.

La marquesa y Córdoba, derechos en la proa, apoyados en la borda, miraban atentamente a la nave americana que no había desaparecido todavía en el horizonte, quizá porque había reducido la marcha. Intentaban adivinar su ruta para poder regular el camino que debían seguir, evitando un encuentro que podía tener consecuencias muy graves.

El casco del crucero no se veía ya, pero el penacho de humo destacaba aún entre la nítida y pálida luz del astro nocturno, elevándose a gran altura.

—Sí —dijo Córdoba, después de algunos momentos de atenta observación—. El buque nos esperará en cabo Catoche. Esperaba que siguiese su camino hacia el este para unirse a la escuadra de Sampson, pero veo que, desgraciadamente, no ha abandonado todavía su idea de damos caza.

—Es verdad —murmuró la marquesa—. Seguramente lo encontraremos y lo lamento.

—¡El diablo se lleve al infierno a esos obstinados!

—Si estuviera segura de que esa nave está sola, encendería las máquinas e intentaría dejarla atrás, amigo Córdoba. Nuestra velocidad es con mucho superior a la suya.

—Puede haber otros barcos en el canal de Yucatán, doña Dolores. Al ruido dé los cañonazos no tardarían en acudir y caernos todos encima.

—Así, ¿qué opinas, Córdoba?

—¿Qué decidís vos, marquesa?

—¿Yo? Nada, por ahora.

—¿Continuamos nuestra ruta?

—Siempre.

—¿Y si el encuentro tuviera lugar? El crucero puede volver.

—Si lo encontramos en nuestro rumbo, lo dejaremos acercarse.

—Vos tenéis algún proyecto, doña Dolores.

—No te lo niego.

—¿Dará buen resultado?

—Así lo espero. Si el encuentro ocurriera mañana, a la hora de comer, estaría segura del éxito.

—¿A la hora de comer? —preguntó el lobo de mar, con estupor—. ¿Cómo pueden influir los bistecs en los cañonazos, doña Dolores?

—Mis bistecs pueden servir mejor que los más poderosos cañones. Te recomiendo solamente que la comida sea espléndida y que no falten ni botellas de jerez ni de whisky, estas últimas especialmente, que les gustan mucho a los yanquis.

—¡Bistecs, botellas, buena comida! Doña Dolores, ¿queréis burlaros de mí…?

—De ti no, mi bravo lobo de mar, pero sí de los americanos.

—Que un tiburón me parta en dos, si comprendo algo de vuestros proyectos.

—¡Comprenderás mañana, si el encuentro ocurre! ¡Buenas noches, amigo! Vigila atentamente y si sucede alguna novedad, manda llamarme en seguida.

—No dudéis, doña Dolores. No dejaré el puente.

Mientras la marquesa se retiraba a su camarote, el yate había rebasado la última de las islas Jolbos y corría a lo largo de la costa yucateca, manteniéndose sin embargo a una considerable distancia por temor a los bancos arenosos que se encuentran en gran cantidad por aquellos contornos.

El crucero había ya desaparecido completamente y sobre el horizonte luminoso no se veía ni el penacho de humo. No era posible saber con precisión el rumbo que habría tomado, pero Córdoba sospechaba con bastante razón que debía haber doblado hacia el sur para investigar el estrecho.

Toda la noche el yate navegó a la velocidad de cinco o seis nudos, con la brisa que se había vuelto más ligera, y al día siguiente, hacia las ocho, en el momento en que la marquesa subía a cubierta, los hombres de cuarto avistaban el cabo Catoche, cuya extremidad, muy alta, destacaba limpiamente sobre el brillante mar que iluminaba el sol.

La marquesa en seguida se acercó a Córdoba que, desde el castillo, exploraba las aguas del estrecho con el catalejo.

—¿Ves algo? —le preguntó.

—No, doña Dolores. No hay ninguna nave.

—¿Crees que el crucero habrá seguido su ruta hacia Cuba?

—Así parece.

—Qué suerte, si fuese cierto. ¿Descendemos hacia el sur o cortamos directamente por el estrecho?

—Me parece más prudente ganar las costas meridionales de Cuba, antes de tocar el cabo San Antonio. Sé que la escuadra de Sampson cruza por delante de las costas septentrionales, amenazando La Habana, por lo tanto, si vamos por el sur tendremos menores probabilidades de encontrarla.

—Y además, en caso de persecución, podremos encontrar un óptimo refugio en las bahías.

—Sí, doña Dolores.

—O acercarnos a la isla de Pinos.

—Sí, por el momento.

—¿Conoces la bahía de Corrientes?

—Al dedillo.

—¿Crees que será fácil alcanzarla?

—Sí, si no somos capturados en el cabo San Antonio.

—Dirijámonos, pues, hacia el sur y que Dios nos proteja —concluyó la marquesa.

El yate, conducido por la robusta mano de un hercúleo piloto, navegaba hacia el cabo, impulsado por una ligera y fresca brisa matinal que soplaba de poniente.

En aquel momento, la costa del Yucatán no distaba más de dos millas y aparecía casi desierta. Únicamente de vez en cuando, pero muy distanciados, se veían algunos grupos de cabañas situadas al fondo de las pequeñas ensenadas y alguna canoa, tripulada probablemente por pescadores indios.

En cambio no se veía ningún velero ni vapor, aunque la tripulación otease en todas direcciones.

Hacia las diez, el yate, después de haber rebasado felizmente un gran banco rocoso que defendía la costa de los rudos besos del mar, doblaba el cabo Catoche, lanzándose en las azules aguas del estrecho de Yucatán.

El temor de encontrarse imprevistamente frente al crucero visto durante la noche, había hecho acudir a cubierta a casi toda la tripulación; quedando tranquilizados, puesto que ninguna nave, por lo menos en aquel momento, se divisaba en la línea del horizonte.

Mirando en cambio hacia oriente se perfilaban, como una ligera niebla, las altas montañas de Cuba.

Un suspiro de satisfacción salió de todos los pechos, ya que ahora tenían la convicción de atravesar felizmente el estrecho y encontrarse pronto frente al cabo San Antonio.

Ya la marquesa se congratulaba y estaba a punto de dar la orden de preparar la comida, cuando Córdoba, que había subido al palo mayor, lanzó, como una ducha helada, estas breves palabras que debían tener un significado desastroso:

—¡Crucero a la vista!

Oyendo estas palabras, una rápida palidez había descolorido las mejillas de la marquesa, pero con la misma rapidez desapareció, mientras una viva inquietud invadía a la tripulación.

La imprevista aparición de aquel barco, cuando ya todos lo creían alejado y estaban casi seguros de alcanzar Cuba sin otros encuentros, no podía ciertamente producir buena impresión, incluso entre personas decididas y que habían hecho don de su vida a la patria, tanto más porque en aquel momento el yate se encontraba completamente privado de sus medios de defensa.

La marquesa, sin embargo, había recuperado rápidamente su extraordinaria sangre fría y su audacia.

—¡Ah! ¿Es así? —dijo ella—. Está bien, nos encontrarán preparados.

Después preguntó a Córdoba:

—¿Es el crucero de ayer tarde?

—Lo parece.

—¿De dónde viene?

—De la isla Contoy.

—¿O quizá del fondeadero de Hombon?

—Puede ser.

—¿Navega hacia nosotros?

—Sí, doña Dolores, y a poca marcha.

—¿Cuanto dista?

—Al menos doce millas.

—Entonces tenemos el tiempo justo; ¡baja, Córdoba!

Mientras el lobo de mar abandonaba el mástil, toda la tripulación se había reunido silenciosamente en cubierta y desplegado a lo largo de los costales. Estos hombres intrépidos, pasado el primer instante de sorpresa, habían recuperado su calma y su confianza y esperaban serenamente los acontecimientos, decididos sin embargo a todo, incluso a un desesperado combate o a prender fuego al polvorín.

Doña Dolores se había trasladado al centro de la cubierta.

Estaba serena, tranquila; solamente en su mirada se veía brillar un relámpago de energía suprema.

—Que nadie se inquiete —dijo—. Obedecedme ciegamente y tened confianza.

—Ordenad, señora —respondieron los marineros—. Estamos dispuestos a morir por la patria.

—Lo sé, mis valientes, pero no ha llegado aún el momento. ¡Maestro Colón!

—Aquí me tenéis, mi capitana —respondió el viejo marinero.

—Tú bajarás al polvorín y tendrás el dedo puesto sobre el botón del disparador eléctrico. El hilo está unido a los dos torpedos, procura no apretar si antes no te he dado la orden.

—¿La señal? —preguntó el marinero, con un tono de voz en el que no se notaba la menor aprensión.

—Cuando me oigas gritar «Viva España» apretarás el botón y saltaremos todos, pero junto a nosotros volarán los odiados yanquis.

—Está bien, mi capitana.

—Ve.

Después, volviéndose hacia la tripulación, la audaz mujer continuó:

—Que diez hombres se queden en cubierta para el cuarto; los otros que bajen a la bodega y tengan a punto las armas para cualquier eventualidad. Queda prohibido severamente hablar o moverse.

Entonces, acercándose a Córdoba, siguió:

—Amigo mío, te recomiendo especialmente la comida. Que la mesa sea preparada en cubierta y cuida de que no falten ni el champán ni el whisky, si quieres que nos divirtamos.

Miró durante algunos instantes a los marineros que descendían por la escotilla de proa, y después agregó sonriendo:

—Vamos a hacer la toilette.

Dicho esto, siempre tranquila y sonriente, aquella admirable mujer atravesó la cubierta sin prisa y descendió al interior, mientras Córdoba murmuraba:

—¡He aquí una mujer que vale mil capitanes!…

Mientras, el cocinero de a bordo, ayudado por dos mozos, se apresuraba a preparar la comida; por la raya del horizonte se veía ya subir claramente el penacho de humo del crucero americano.

Los yanquis ya debían haber descubierto el yate y se apresuraban a acudir para ordenar que se detuvieran y proceder luego a una inspección, en el caso de que tuvieran alguna sospecha.

Córdoba, después de haber hecho preparar la mesa, entre el palo mayor y el de mesana, se había dirigido a proa para vigilarlos movimientos del formidable adversario.

Aunque tuviese confianza en la marquesa, conociendo su intrepidez y su astucia, el valiente marinero no se sentía completamente tranquilo, sobre todo porque no conocía los designios de ella y no lograba comprender qué relaciones pudiesen existir entre la comida y los yanquis que corrían tras el yate con la malvada intención de capturarlo o por lo menos de visitarlo, lo que venía a ser lo mismo.

Si aquellos obstinados se hubieran decidido, una vez a bordo, a proceder a un registro de la bodega, todo habría acabado, porque la marquesa no habría dudado un instante en hacerlos volar con los dos torpedos que tenía escondidos.

—¡Hum…! —murmuró el lobo de mar, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Creo que doña Dolores se ha equivocado al apagar los fuegos y esconder la artillería. Ahora habríamos podido escapar haciendo correr al maldito crucero.

Apuntó el anteojo y miró al mar. El barco de guerra avanzaba rápidamente moviéndose en derechura hacia el yate. No distaba más de seis millas y con su velocidad, que no debía ser inferior a los dieciséis nudos, dentro de poco se encontraría a tiro de fusil.

Con el catalejo se le distinguía ahora en todos sus detalles. Era una de aquellas grandes y pesadas naves, repleta de torres blindadas y baterías, que se llaman monitors, barcos un poco anticuados a decir verdad, bien armados sin embargo, y que los Estados Unidos usaban como guardacostas; estos monitors a pesar de todo habían sido enviados a las aguas de Cuba para el bloqueo.

Debía tener por lo menos cinco mil toneladas de arqueo; llevaba dos mástiles provistos de anchas cofas probablemente armadas de ametralladoras para defender el barco de los ataques de los torpederos, tenía dos chimeneas que eructaban torrentes de humo negro mezclado con brillantes escorias, y sobre el puente, sobre el castillo de proa y junto a las torres se divisaban numerosos marineros que parecían ocupados en apuntar alguna pieza de artillería.

—Es una ballena —dijo Córdoba—. Nosotros en comparación parecemos pequeños delfines. No debe medir menos de ochenta metros de eslora y tendrá cañones de doscientos sesenta y ocho milímetros, estoy seguro de no engañarme.

—Que guardarán sus balas para otra ocasión, ¿no es verdad, Córdoba? —dijo una voz detrás de él.

Córdoba se volvió y no pudo retener un grito de admiración; doña Dolores ya no estaba vestida de capitana.

Llevaba un espléndido vestido de mexicana de seda azul, con vueltas de encaje de gran valor y de terciopelo y botones de oro cincelado.

En el cuello lucía varias sartas de grandes perlas de California alternadas con esmeraldas, y sobre sus negrísimos cabellos una alta diadema en forma de corona ducal, cuyos florones estaban adornados con diamantes de inestimable valor.

—¡Mil cañones! —exclamó el lobo de mar—. ¡Os digo, doña Dolores, que sois irresistible!

—Si lo soy para un rudo lobo de mar como tú, espero serlo también para los yanquis —respondió la marquesa riendo—. Querido capitán Bob, en espera de los americanos, podríamos sentarnos a la mesa.

—¡Rayos y truenos! ¡Doña Dolores, acabaréis por hacerme perder la brújula! ¿No veis pues al monitor que corre tras nosotros y que prepara su artillería?

—Dejémosle que corra. Hala, ofréceme tu brazo y llévame a la mesa.

6. Un brindis que salva la vida

El cocinero de a bordo había seguido puntualmente las órdenes de Córdoba.

La mesa había sido preparada con gran lujo y muy buen gusto. Vajilla de plata, cubiertos de oro, cristalería de Bohemia, fuentes de dulces y frutas, pirámides de flores que parecían recién cortadas de un jardín, manjares exquisitos que exhalaban aromas apetitosos, y botellas de jerez, champán, whisky y de málaga auténtico cubrían el blanco mantel de tela de Flandes adornado con finos bordados.

La marquesa, que conservaba una tranquilidad que maravillaba no sólo a Córdoba sino también a todos los marineros de cuarto, que la miraban con ojos estupefactos, se sentó invitando a su compañero a hacer lo mismo y empezó a comer con el mejor apetito, sin ocuparse del monitor que se acercaba rápidamente, vomitando por las chimeneas torrentes de humo.

—Vamos, amigo —dijo la marquesa viendo que Córdoba, en vez de ponerse a comer, tenía los ojos fijos en la nave de guerra—. Prueba un poco de esta sopa de pescado, te aseguro que es verdaderamente exquisita.

—¡La sopa! ¡El pescado! —dijo el lobo de mar—. Miro aquel maldito tiburón que parece que tiene un deseo loco de hacer volar la mesa con un obús, doña Dolores.

—No se atreverá, Córdoba.

—¡Doña Dolores, me sacáis de quicio!

—¿Y por qué, amigo mío?

—¿Y me lo preguntáis? ¡Por cien mil tiburones! ¡Yo me pregunto si es verdad que nos encontramos sentados frente a esta mesa o estoy soñando!

—¿Es que los otros días no comes?

—¿Y el monitor?

—Déjalo correr.

—Esta sólo a una milla.

—Ya lo veo —respondió la marquesa, escanciándose un vasito de jerez y bañando sus labios de coral en el exquisito líquido—. Prueba, Córdoba; es delicioso este vino de España. Te pondrá de buen humor inmediatamente, créelo.

—¡Mil ballenas! —exclamó el lobo de mar llenándose el vaso y vaciándolo de un solo trago—. Es mejor que bebe o me haréis perder la cabeza. Ocurra lo que sea, os tengo compañía, doña Dolores.

—Perfectamente, Córdoba —respondió la marquesa—. Apresúrate o te faltará tiempo.

El lobo de mar estaba atacando un trozo de atún, cuando en la proa del monitor se vio brillar un destello ígneo, resonando después un cañonazo.

—Ya te había dicho que te faltaría tiempo —dijo la marquesa, con acento ligeramente irónico, mientras Córdoba se levantaba precipitadamente, dejando caer el bocado—. ¿Un disparo de fogueo, no es verdad, amigo?

—Sí, doña Dolores. Nos invitan a mostrar nuestra bandera y a ponernos al pairo.

—Muy bien, haz izar sobre el mástil la enseña mexicana.

La marquesa vació flemáticamente su vaso de jerez, después se levantó y se acercó al costado, mirando al monitor con una cierta curiosidad.

El buque de guerra se había parado a quinientos metros del yate, amenazándolo con sus cañones de babor. El humo del primer cañonazo, disparado con pólvora sola, ondeaba aún sobre la proa, dispersándose lentamente.

Sobre el puente de mando se veía al capitán de uniforme, rodeado por su estado mayor, y en pie junto a los costados y en las cofas acorazadas de los dos palos, algunos marineros, mientras otros parecían ocupados en preparar una chalupa para botarla al mar.

Córdoba, que había hecho desplegar la bandera mexicana sobre el extremo de la cangreja del palo mayor y ordenado recoger las dos velas, se acercó apresuradamente a la marquesa.

—Dentro de poco estarán aquí los yanquis —le dijo, con aprensión.

—Los recibiremos amablemente —respondió la marquesa.

—Cuidado con lo que hacéis, doña Dolores, jugamos una terrible carta.

—¿Está en su puesto el maestro Colón?

—Sí.

—Así todo está a punto.

—¿Para hacemos saltar a todos?

—Pero sin prisa, amigo mío. Si tenemos que saltar, lo haremos cuando estemos junto al monitor. Irnos al otro mundo solos no, amigo Córdoba; nos iremos con los yanquis por escolta.

—Era esto lo que quería deciros.

—Lo haremos, mantente tranquilo. ¡Ah!, ¡vienen!

Una ballenera había sido botada a babor del buque de guerra, con veinte hombres y armada de una ametralladora, al mando de un teniente.

Diez se pusieron a los remos, los otros, en cambio, que estaban armados con fusiles, se agruparon a proa, en torno a la ametralladora.

La marquesa se volvió hacia los hombres de cuarto que se habían reunido tras de ella y dijo:

—Mostraos tranquilos, y yo respondo de nuestra salvación.

—Estamos dispuestos a todo —respondieron los marineros.

—¿Están cerradas las escotillas?

—Todas.

—Está bien.

La ballenera se acercaba rápidamente impulsada por los vigorosos golpes de remo de los diez marineros. En menos de cinco minutos cruzó la distancia y llegó bajo la escalerilla de estribor que Córdoba había hecho descender.

Seis marineros armados saltaron prontamente sobre la plataforma atando la ballenera, después subieron la escalerilla y aparecieron sobre la cubierta del yate diciendo:

—Que nadie se mueva.

El teniente los había seguido empuñando la espada.

Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, rubio, y rosada tez, como son casi todos los de raza anglosajona, con una barba larga y dos ojos grisáceos y penetrantes.

La marquesa se dirigía a su encuentro con aire altivo y las cejas fruncidas, como una persona que está enojada al verse importunada, diciéndole en seco:

—Y bien, ¿qué quiere de mí, señor teniente?

El oficial, viendo aquella espléndida mujer cuando quizá esperaba encontrarse frente a algún rudo lobo de mar de mal humor y posiblemente dispuesto a resistir, se había parado, mirándola con estupor.

Permaneció durante algunos instantes inmóvil, como embarazado bajo la mirada altiva y enérgica de la hermosa dama, después bajó lentamente la espada, diciendo con voz apaciguada:

—Perdonad, señora…

Córdoba se había adelantado. Saludó cortésmente al oficial, y dijo:

—Permitid, señor teniente, que os presente a la duquesa Mary de Castildíaz, súbdita mexicana, propietaria de este yate.

El oficial se inclinó correctamente y envainó la espada, diciendo con galantería:

—Estoy satisfecho de haber tenido la fortuna de conocer a la más bella mujer que yo haya visto hasta ahora. Señora duquesa, recibid mi homenaje.

—Gracias, señor, pero no me habéis dicho todavía el objeto de vuestra intimación, un poco brutal, ni de vuestra visita.

—Perdonad, duquesa, estamos en tiempo de guerra.

—Soy mexicana, señor —respondió la marquesa con altivez—. Que yo sepa, no ha estallado la guerra entre México y los Estados Unidos.

—Es verdad, señora; por el contrario, los dos gobiernos están de perfecto acuerdo, pero vos navegáis en aguas sospechosas.

—¿Qué queréis decir, señor?

—Que Cuba no está lejana y el comodoro Sampson ha declarado el bloqueo de la isla.

—Mi rumbo no es hacia Cuba.

—¿A dónde vais, pues?

—Me dirijo a Jamaica a visitar mis posesiones.

—¿Y de dónde venís, señora?

—De Veracruz.

—No llevaréis, espero, ningún contrabando de guerra.

—¡Alto, señor! —exclamó la marquesa, arrugando la frente y con acento ofendido—. La duquesa de Castildíaz no ha sido nunca contrabandista.

—Excusad, señora —dijo el oficial, enrojeciendo—. No he tenido ninguna intención de ofender a tan bella dama. De otra parte, por la patria o por simpatía hacia una potencia amiga se puede ser también contrabandista, con fines patrióticos.

—Es verdad, señor; pero debo deciros que yo detesto a los españoles.

—¡Vos, que sois mexicana!

—Soy oriunda inglesa, señor, o mejor americana, y si no me hubiera casado con el duque de Castildíaz sería todavía la baronesa Mary de Hartford.

—¡Ah! Ahora comprendo por qué no compartís con los mexicanos sus simpatías por España. Señora, perdonad si hemos interrumpido vuestro viaje.

—¿Cómo, os marcháis ya?

—Vamos de crucero.

—¿Y no visitáis el yate?

—Es inútil, señora duquesa.

—Señor teniente, yo y el capitán Bob Kork estábamos comiendo, como podéis ver; si no puede entreteneros, tened al menos la cortesía de beber una copa de champán.

—Si se trata de brindar por vuestros bellos ojos, no lo rechazaré.

—Como os plazca, y yo brindaré por el triunfo de la escuadra americana —dijo la marquesa, riendo.

Córdoba había hecho saltar el tapón de una botella, llenando las copas, mientras dos marineros ofrecían a los hombres de la ballenera vasos de whisky.

—A vuestra salud, señora duquesa —dijo el teniente, alzando la copa en la que burbujeaba el champán.

—Por el triunfo de la flota americana, por el comodoro Sampson y por la libertad de Cuba —respondió la marquesa, tocando la copa del oficial.

—Gracias por vuestros deseos, señora.

El teniente vació la copa, saludó militarmente, estrechó la mano a la marquesa que lo miraba sonriendo y se volvió hacia sus hombres, diciendo:

—¡A bordo!

Estaba a punto de descender la escalerilla para embarcarse, cuando pareció ocurrírsele un pensamiento imprevisto. Hizo seña a sus marineros de pararse, después volvió rápidamente atrás subiendo a cubierta.

La marquesa, viéndole hacer aquel brusco retroceso, a pesar de su extraordinario coraje, palideció ligeramente. Córdoba, a su vez dirigía su mirada hacia popa como si ya viera desencadenarse un huracán de fuego y metralla.

¿Qué significaba aquel brusco retorno? ¿Había quizá atravesado la mente del teniente alguna sospecha, cuando ya toda la tripulación del yate empezaba a respirar libremente y la marquesa estaba segura de haber burlado a aquellos odiados y peligrosos enemigos?…

—¿Qué deseáis, señor? —le preguntó la valerosa mujer, dirigiéndose hacia él y esforzándose por mostrarse tranquila y sonriente—. ¿Queréis hacer otro brindis?

—No, señora duquesa —respondió el teniente—. Quería haceros una pregunta.

—Hablad.

—Vos venís de Veracruz, me habéis dicho.

—Sí, teniente.

—¿Habéis costeado el Yucatán?

—Sí, ¿no es verdad, capitán Bob?

—Sí, señor —respondió Córdoba, que empezaba a tranquilizarse, adivinando ya el objeto de aquella pregunta.

—¿Habéis encontrado por casualidad un pequeño barco de vapor, de un tonelaje casi igual al de vuestro yate?

—Sí, señor —respondió Córdoba—. Era un vapor con dos palos, sin vergas en el mayor ni en el trinquete, armado con un cañón y dos hotchkiss.

—Sí, una pieza de diez centímetros y dos cañones revólver.

—Lo encontramos ayer tarde, hacia el ocaso. ¡Un hermoso barco de carreras, señor! Debía de navegar a veintidós o veinticuatro nudos.

—Es verdad, un velocísimo barco —dijo el teniente, cuya frente se nubló—. ¿Dónde lo habéis encontrado?

—A cuarenta millas de las Jolbos.

—¿Cuál era su rumbo?

—Navegaba hacia el nordeste.

—¿Habéis podido ver su nombre?

—Sí —respondió Córdoba—. Con el anteojo he podido leer su nombre.

—¿Y se llamaba?

—El «Yucatán».

—¡Mil truenos! ¡Era él!

—¿A qué os referís, si se puede saber? —preguntó la marquesa.

—Un pequeño crucero cargado de fusiles y municiones para la guarnición española de La Habana y que hace dos días que intentamos capturar —dijo el teniente, con sorda rabia.

—¡Oh, señor! —exclamó Córdoba—. Creo que ya podéis abandonar la esperanza de capturarlo. No creo que vuestro monitor pueda competir con aquel velocísimo barco.

—Pero quizá sabemos dónde desembarcará las armas.

—¡Ah…! —hizo la marquesa, sobresaltada y cambiando con Córdoba una rápida mirada.

—Si debe descargar en la costa occidental de Cuba llegaréis demasiado tarde, señor —dijo el lobo de mar, que había comprendido el significado de aquella mirada.

—¿Creéis que habrá podido llegar al cabo San Antonio?

—¿Es allí dónde debe desembarcarlas armas? —preguntó la marquesa.

—Por aquellos parajes —respondió el teniente incautamente.

—Yo sigo pensando que ya debe de haber llegado —respondió Córdoba—. Comprenderéis que un barco que marcha a veintidós o veinticuatro nudos hace mucho camino en un día.

—Tenemos el «Cushing» en aquellas aguas —dijo el teniente, hablando como para sí mismo—. Gracias, señora, por vuestras informaciones; os deseo buen viaje.

—Buena suerte a las armas americanas —respondió la marquesa.

El teniente hizo seña a sus hombres de seguirle, bajó a la ballenera, saludó por última vez a la marquesa, que se había inclinado sobre la borda, y dio la orden de partir.

La marquesa esperó a que la rápida chalupa se alejara, después volviéndose hacia Córdoba y cruzándose de brazos, le preguntó con aire burlesco:

—¿Qué me dices de todo esto, mi valiente lobo de mar?

—Digo que sois un diablo con faldas —respondió Córdoba.

—¿Te has divertido?

—Tanto que me parece que tengo fiebre; sin embargo, siendo un deseo loco de soltar la carcajada. Doña Dolores, no creo que exista en el mundo una comediante más hábil que vos, ni una mujer que pueda igualaros en audacia.

—¿Estás contento, mi querido lobo?

—Con vos iría hasta el infierno, seguro de volver sin ningún daño.

—¿Crees que lograría engañar también a maese Belcebú? —preguntó fe marquesa, reventando de risa.

—Estoy convencido y, como yo, lo están nuestros marineros; ¿no es cierto, muchachos?

—Sí, señora marquesa —respondieron los hombres de cuarto que se encontraban junto a ellos.

—¿Estáis también vosotros contentos por el feliz desenlace de esta peligrosa visita?

—Podéis creerlo, aunque estuviésemos ya preparados a saltar por los aires —dijo un timonel—. Con una capitana semejante nosotros haremos milagros, señora marquesa.

—Estamos dispuestos a seguiros hasta en medio de la flota del almirante Sampson —agregó un joven coloso de piel muy bronceada.

—Ya veremos si más tarde será necesario intentar un golpe atrevido —respondió la marquesa—. Mis bravos, desplegad las velas y vámonos.

En aquel momento el monitor, izada la ballenera, había reemprendido la marcha, poniendo rumbo al nordeste.

Su comandante, informado por el teniente de que el yate cargado de armas y municiones había sido visto en aquella dirección, había dado orden de volver a la caza esperando todavía poder alcanzarlo a tiempo para capturarlo antes de que desembarcase su carga.

El magnífico buque de guerra pasó a trescientos metros del «Yucatán», amainando tres veces la bandera americana en señal de cortés saludo, después siguió adelante a toda máquina dejando tras sí una larga estela reluciente.

—Ve, corre tras las huellas del «Yucatán» —dijo la marquesa con ironía—. Lo encontrarás dispuesto.

—Haremos hacer a estos piratas un viaje de placer hacia el norte —dijo Córdoba—. Si supierais cómo habéis sido burlados, ¡qué rabia os daría! De todas maneras no estamos aún en Cuba, amigo mío. ¿Has oído que hacia el cabo San Antonio patrulla el «Cushing»?

—Sí, doña Dolores.

—¿Conoces ese barco?

—Muy bien; tendremos un adversario temible si nuestra mala estrella nos hiciera encontrarlo.

—¿Es un potente crucero?

—No, un torpedero de alta mar, de cuarenta y dos metros de largo, armado con un cañón de ciento veinte milímetros y algunas piezas de tiro rápido y que alcanza veintidós o veinticuatro millas por hora.

—Le haremos correr. Tú sabes que forzando las máquinas podemos llegar hasta las veintiséis.

—¿Volveremos a usarlas máquinas?

—Esta noche. No dista más de ciento cincuenta millas el cabo San Antonio, ¿no es cierto?

—Aproximadamente, doña Dolores.

—Desde el cabo a la bahía de Corrientes, ¿cuántas quedan?

—Unas cuarenta.

—Mañana por la mañana, antes del amanecer, podemos estar allí.

—Sí, si no tenemos ningún tropiezo.

—Estoy decidida a hacer hablar al cañón, Córdoba.

—El consejo es bueno, doña Dolores. Ahora que sabemos que no tenemos delante ni monitors, ni acorazados, ni cruceros, podemos dar batalla al «Cushing» si se le ocurre oponerse a nuestro paso. Maestro Colón es un artillero de una precisión matemática.

—Está bien; hasta la noche, Córdoba.

El yate se había vuelto a poner a la vela y aunque el viento era bastante débil, avanzaba por el largo canal de Yucatán a una velocidad de cinco o seis nudos.

Con un catalejo se distinguían ya perfectamente las montañas de Cuba, que se dibujaban claramente hacia el este, pero antes de poder alcanzar el cabo San Antonio, que forma la extremidad de la provincia de Pinar del Río, debían transcurrir algunas horas.

El mar, después de la desaparición del monitor, había vuelto a quedar desierto. Ninguna vela se divisaba en el horizonte, y ningún penacho de humo que anunciara la presencia de un vapor.

Hacia el mediodía una calma casi absoluta mantuvo al yate inmóvil, haciéndole además perder terreno a causa de la gran corriente del Golfo, que le empujaba hacia México; pero hacia las cuatro una brisa empezó a soplar desde tierra, impulsándolo hacia Cuba con una velocidad de seis nudos.

Por la noche, tras la puesta del sol, las velas fueron amainadas, los mástiles rebajados, quitadas las vergas y, en cambio, encendida la máquina para pasar a toda velocidad el último trozo del canal y forzar el bloqueo.

Las torretas fueron también elevadas y la artillería colocada en su puesto pronta a la lucha para el caso, muy probable, de que encontraran el torpedero americano.

A las diez el «Yucatán» corría a toda máquina hacia la costa cubana, que no debía ya distar más de cuarenta o cincuenta millas. La marquesa y Córdoba se habían puesto al timón, mientras toda la tripulación había subido a cubierta, armada de fusiles. La pieza de proa y los dos cañones revólver habían sido ya cargados para estar dispuestos a responder al primer ataque.

A la una de la mañana, poco después de la aparición de la luna, escondida tras una oscura masa de vapores que se elevaba por el norte, el yate llegaba frente al cabo San Antonio de Cuba.

Córdoba, que estaba junto a la marquesa, había ya dado orden de virar, cuando a proa se oyó al maestro Colón gritar:

—¡Eh…! ¡Atención…! ¡Hay alguien que se nos viene en cima!

7. La insurrección cubana

Cuba, llamada por sus habitantes, con justo orgullo, la Perla de las Antillas, es la más grande y más bella isla del vasto golfo de México.

Ni Haití, la otra gran isla que tiene hacia oriente, ni Jamaica, la patria del famoso ron que la mira a mediodía, ni las Bahamas que la ciñan hacia el nordeste, pueden ser comparadas con esta espléndida colonia española, que ha sido, en estos últimos tiempos la causa de sangrientas batallas, que debían más tarde provocar la guerra hispano-estadounidense.

Situada justamente en medio del amplio mar encerrado entre la América central y las Pequeñas Antillas, lo divide casi enteramente, formando dos cuencas distintas, el golfo de México al norte y el mar del Caribe al sur. Con un extremo toca casi el Yucatán mientras con el otro se reúne, se puede decir, con Haití, alargándose setecientas millas de levante a poniente, con una anchura máxima de doscientos kilómetros, que en algunos puntos se estrecha hasta cincuenta y con un límite costero que sobrepasa los cinco mil, si se tienen en cuenta todas las ensenadas.

Descubierta el 27 de octubre de 1492 por Cristóbal Colón, que había creído primero que era un vasto archipiélago, aunque el célebre navegante se dio cuenta más tarde, en los dos viajes sucesivos de 1494 y 1496, de que se trataba de una gran isla, nadie se ocupó de fundar una colonia. La verdadera toma de posesión por parte de España no fue decidida hasta 1514, después de la exploración de Alonso de Ojeda, que había recibido el encargo de Diego Colón, entonces gobernador de Haití.

Diego Velázquez, con trescientos hombres, fue el primero que plantó la bandera española, desembarcando en Las Palmas, junto a la punta Maysi. La conquista de aquella espléndida isla fue rápida y fácil, después de la muerte de uno de sus principales caciques, el jefe Hatuez; después fue rápido su desarrollo.

Dándose cuenta los españoles de que el terreno era de una feracidad prodigiosa, intuyeron en seguida que Cuba sería bien pronto una colonia opulenta y fundaron numerosas ciudades junto a las más amplias bahías, empleando a la fuerza a los pobres indios que, impotentes para resistir tantas fatigas, pronto desaparecieron totalmente.

En 1600, Cuba era ya ensalzada como una de las más ricas colonias de España. Tenía ciudades prósperas como La Habana, Matanzas, Santiago y Cienfuegos, todas situadas en espléndidas bahías profundas y seguras; tenía enormes plantaciones de caña de azúcar y gran número de refinerías y cultivos de todos los productos tropicales.

Las reiteradas tentativas de los filibusteros ingleses y franceses para arrebatar a España la afortunada isla, nada habían logrado, a pesar de que uno de los más audaces hubiese logrado, en 1542, tomar y saquear La Habana y lord Albemarle, ayudado por el almirante Pocock, en 1762 se hubiese asimismo apoderado de la capital, tras un asedio de 77 días, obteniendo del saqueo de la ciudad la ingente suma de 757 000 libras esterlinas.

La importación de esclavos negros, robustos trabajadores, dio un incremento prodigioso a la colonia, unida al celo del gobernador general Las Casas, a quien se deben todas las grandes obras de utilidad pública realizadas en La Habana, la introducción del cultivo del índigo, una de las principales riquezas de la isla después de la del azúcar, del café y del cacao y la abolición de todos los privilegios y de todos los abusos.

Al principio del siglo XIX, la siempre fiel isla de Cuba, como era llamada por su efecto hacia la madre patria, había alcanzado la cima de su prosperidad, cuando un error del gobierno español provocó el descontento entre la población, descontento que más tarde debía arruinar la espléndida colonia y engullir sus prodigiosas riquezas.

El nombramiento del general Velázquez con el título de gobernador militar, que le daba la facultad de disponer de todo, empezó a indisponer a los habitantes, sobre todo a la importante y vigorosa población mestiza, derivada del cruce de blancos con negros.

Viéndose excluidos de todos los cargos y tratados como un pueblo conquistado, el malhumor creció rápidamente transformándose en sublevación y entonces nació el deseo de separarse de la madre patria y constituirse en república como la vecina Haití.

En 1836, al conocerse el estallido de la revolución liberal en España, el general Lorenzo se rebeló contra el gobernador Facón, pero viéndose vencido dejó la isla.

En 1844 una formidable sublevación de los negros llevó el desorden y el desbarajuste a las plantaciones, arruinando en gran parte las riquezas de los colonos, seguida tres años después por una rebelión de los mestizos guiados por el general español López, terminada con la fuga del caudillo.

Tres años después, la insurrección volvió a estallar con mayor violencia tras el anuncio de la toma de Cárdenas por parte del mismo general López, desembarcado inesperadamente en Cuba a la cabeza de quinientos filibusteros americanos. También ésta, sin embargo, no duró más que pocos meses a causa del poco valor demostrado por los desembarcados, a excepción de su jefe.

En 1851, por tercera vez, López reapareció en las costas de Cuba, resuelto a expulsar a los españoles o a hacerse matar. Desembarca en Playtas con poco más de cuatrocientos filibusteros, se oculta en los bosques para no ser vencido inmediatamente por las tropas españolas, sostiene tres batallas contra enemigos diez veces más numerosos, después la fortuna le abandona y quince días más tarde cae prisionero para ser fusilado el 1° de setiembre en La Habana, junto a los principales jefes.

Todas estas revoluciones ocurridas tras breves intervalos, habían producido grandes daños en las ricas plantaciones de la isla y el gobierno español había tenido necesidad de gastar importantes sumas. Estas sublevaciones no eran nada comparadas con otras más desastrosas que estallaron más tarde, fomentadas más o menos abiertamente por los Estados Unidos, que ya desde 1823 habían puesto sus ávidas miradas sobre la Perla de las Antillas.

Las medidas adoptadas por el capitán general, marqués de Venezuela, juzgadas con razón o sin ella como humillantes, más que el aumento de los impuestos y las nuevas restricciones políticas, fueron las causas principales que produjeron una nueva y más tremenda insurrección.

Los insurgentes cubanos, constituida una junta revolucionaria encargada de recoger los fondos necesarios para la guerra, sobre todo de los Estados Unidos, en 1868 alimentan la revuelta, especialmente cuando el reinado de Isabel II sucedió el gobierno liberal, los cubanos vieron desvanecerse su esperanza de poder conquistar finalmente la autonomía.

El 10 de octubre, Carlos Céspedes, uno de los más notables abogados, unido a Juan Aguilera, se pone a la cabeza de doscientos hombres resueltos y se rebela contra las autoridades de Yara.

Al anuncio de este primer movimiento, numerosos mestizos corren a engrosar la pequeña columna y las bandas, aunque mal armadas pues no poseen más que cuchillos y unas pocas escopetas de caza, van a atacar Santiago, ciudad que tenía 50 000 habitantes y estaba defendida por 3000 soldados.

Aquellos quinientos hombres, puesto que no eran más, durante tres meses tienen las alturas que dominan la ciudad, resistiendo con tenacidad increíble todos los ataques; después, engrosados por bandas de negros huidos a los que se había prometido la libertad si lograban escapar al yugo español, e incluso por numerosos cultivadores, asaltaron Bayamo y con la ayuda de la población la tomaron al asalto a pesar de la fuerte resistencia del presidio español.

Aquel primer triunfo anima a los autonomistas y la revuelta se extiende con la rapidez del rayo, poniendo a dura prueba el valor español.

Por ambas partes se lucha con gran furia y ferocidad y se cometen atrocidades inenarrables. Se fusilan prisioneros, se confiscan los bienes, se incendian las plantaciones, pero la lucha prosigue con igual encarnizamiento.

Los generales Balmaseda y Lone vuelven a tomar Bayamo y los voluntarios españoles disparan sobre las señoras reunidas en el teatro de La Habana para una representación, a la que habían acudido llevando la escarapela con los colores de la independencia. El jefe rebelde Thomas Jordán destruye entretanto casi completamente la ciudad de Holguin, mientras otras bandas atacan Puerto Príncipe y Las Tunas.

En 1870 la lucha alcanza el punto culminante. La insurrección es general y los españoles se encuentran en desventaja principalmente a causa del clima malsano y de la fiebre amarilla que hace estragos entre sus regimientos.

Los insurrectos, proclamada la república cubana con el presidente Céspedes y adoptada una constitución parecida a la de los Estados Unidos, consideraban ya el triunfo próximo, tanto más porque Chile, Bolivia, México y Perú los habían ya reconocido como beligerantes. La dimisión de su presidente, seguida poco después de su captura y muerte, les asestó un golpe fatal.

No menos que otros siete años duró la lucha terrible, con reveses y victorias de ambas partes y con daños enormes para la desgraciada isla.

El marqués de Santa Lucía, nombrado presidente de la república cubana, ayudado por Máximo Gómez y por González, hace prodigios de valor resistiendo obstinadamente los ataques de los españoles conducidos por el valiente general Balmaseda; pero la llegada de nuevos refuerzos enviados desde España y los cuerdos procedimientos tomados por el generad Martínez Campos, condujeron finalmente a la paz.

Los rebeldes, exhaustos, agotados por aquella larga campaña, en febrero de 1878 deponían las armas obteniendo, sin embargo, el derecho de mandar diputados propios, la libertad de los esclavos negros, una nueva y más liberal constitución y concesiones de tierra.

Desgraciadamente esta paz debía durar muy poco, y la guerra que había engullido ya mucho dinero, debía estallar de nuevo con mayor encarnizamiento y complicar a España, a pesar suyo, en un conflicto mucho más grande con los Estados Unidos de América.

De hecho, en febrero de 1895 la insurrección estalló de improviso, con un vigor espantoso. La falta de mantenimiento de las promesas por parte del gobierno español, las instigaciones de los Estados Unidos, ávidos de poner las manos sobre la codiciada Perla de las Antillas y su dinero, más que las aspiraciones, nunca dominadas, de los viejos jefes de la rebelión anterior de lograr finalmente la libertad de la isla, habían producido su efecto.

Masó, descendiente de una de las más nobles y ricas familias de Cuba, un veterano de la guerra de los Diez Años, fue el primero en dar la señal de la revuelta al grito de independencia o muerte. Incendia sus vastísimas plantaciones, arma a sus hombres y se oculta en los bosques donde poco después se le agregan Maceo, un valeroso mulato; Máximo Gómez, un nativo de Santo Domingo astuto y audaz; Capote, uno de los más distinguidos abogados de La Habana, el teniente coronel Stirling, propietario de enormes plantaciones de tabaco; Fregre, miembro de la corte suprema de La Habana; Silva, uno de los más notables médicos, y el escritor Alemán.

Los pequeños propietarios, ya arruinados por las precedentes insurrecciones, y los negros, acudieron de todas partes a engrosar las filas de los rebeldes, mientras oficiales americanos, polacos, franceses y también algún inglés se ponen a la cabeza de las partidas, y naves filibusteras de los Estados Unidos desembarcan armas, municiones y dinero. La insurrección, a pesar de los esfuerzos de los españoles, se extiende por toda la provincia de Pinar del Río, amenazando finalmente la capital.

España comprende que va a jugarse una carta desesperada y que tras los insurrectos están los Estados Unidos. Con impulso patriótico se empeña resueltamente en la lucha, decidida a hacerse aplastar, pero no a plegar la bandera que durante cuatro siglos ondea sobre la Perla de las Antillas.

Ni el clima mortífero de la isla, peligroso sobre todo durante la estación de las lluvias, ni sus exhaustas finanzas, ni las amenazas más o menos veladas de los Estados Unidos, la detienen. Llama a las armas a doscientos mil hombres y los manda a defender su colonia y la bandera de la patria.

Dos años de lucha desesperada no la espantan. Sus hijos mueren a millares en los hospitales y en las agrestes montañas segados por la fiebre amarilla; las batallas suceden a las batallas, las victorias a las derrotas; los Estados Unidos, que ven desvanecerse la esperanza de poner finalmente sus garras sobre la isla deseada, levantan cada día más la voz, pero España no arría su bandera. Los adversarios combaten con igual tenacidad y con valor parecido. Si las tropas de España son valerosas, no lo son menos los cubanos que tienen también en sus venas sangre española.

Al general Martínez Campos le sucede el férreo Weyler que incendia y fusila sin misericordia, decidido a suprimir la rebelión sin dar tiempo para intervenir a los Estados Unidos; a Maceo, el jefe cubano muerto en una emboscada, sucede en el mando Máximo Gómez que mantiene obstinadamente el combate, escapando al ataque de los adversarios con extraordinario valor.

Como otras veces, España hubiera logrado dominarla insurrección y conservar aún la desgraciada isla, si un acontecimiento inesperado no hubiese dado a los Estados Unidos la ocasión de intervenir.

La tarde del 15 de febrero de 1898, en el puerto de La Habana hace explosión repentinamente el «Maine», un poderoso crucero de 6650 toneladas, mandado por los Estados Unidos para la protección de sus compatriotas, haciendo volar doscientos setenta marineros y dos oficiales.

Las autoridades españolas acuden inmediatamente en ayuda de los náufragos y demuestran sinceramente su pesadumbre por la tremenda desgracia que ha golpeado a la marina de los Estados Unidos; los yanquis aprovechan la ocasión y acusan abiertamente a los españoles de ser los causantes del desastre.

La encuesta abierta por una y otra parte no logra aclarar la explosión, que parecía, sin embargo, más casual que debida a un acto malvado. La oportunidad es demasiado propicia para los americanos que intentan poner las manos sobre la isla deseada y amenazan con romper las relaciones diplomáticas, si no se les dan las más amplias satisfacciones. El gobierno español que se encuentra siempre enfrentado con los rebeldes y que acaba apenas de dominar la insurrección de las Filipinas, que tiene las arcas vacías y la marina en desorden, cede mientras el apetito de los americanos crece. No basta prometer satisfacciones, ni la autonomía de Cuba, no basta tampoco el armisticio concedido a los insurgentes ni tampoco la intervención del papa León XIII para evitar el conflicto.

Es la guerra lo que quieren los americanos, o mejor es Cuba. Creen que España no podrá resistir a su flota, que tendrá miedo y que Cuba será un bocado fácil para ellos. Arman su poderosa flota, intiman a los españoles a dejar la isla que les ha costado tanta sangre y tantos millones, y el 23 de abril, apenas pronunciada la declaración de guerra, persiguen y capturan sin otro aviso a las naves mercantes españolas, verdadero acto de piratería y de abuso de poder. Ellos creen que España cederá y arriará la bandera ondeante sobre la Perla de las Antillas; por el contrario, el pueblo hidalgo responde con un grito sublime, un grito que asombra a Europa entera.

La vieja España muere, pero no retira la bandera que ha surcado, la primera, las olas del Atlántico y que fue la primera en saludar el sol de América.

Pobre, con escasa flota pero con soldados valerosos y marineros dispuestos a morir por la defensa de sus últimas colonias, aceptaba el desafío brutal de los poderosos yanquis, preparándose animosamente para la lucha suprema.

8. Entre los buques americanos

Al grito de maestro Colón, que parecía anunciar un nuevo peligro, la capitana y Córdoba se habían levantado vivamente, mirando por encima de los bordes de la pequeña torre que protegía la rueda del timón, mientras la tripulación que se encontraba acostada a lo largo de la borda, saltaba en pie como un solo hombre, con los fusiles en la mano.

Una masa negra que apenas se discernía entre la espesa oscuridad y de enormes dimensiones, corría rápidamente sobre el mar, siguiendo de cerca a la pequeña nave contrabandista.

Lo que fuera era imposible saberlo a causa de las tinieblas; por sus dimensiones debía tratarse de un gran crucero o de un acorazado.

Ninguna luz brillaba a bordo, ni sobre el mástil de trinquete, sin embargo se veían chispas o intervalos, salir y voltear rápidamente en el aire parecidas o pequeñas estrellas.

—¡Por mil ballenas! —exclamó Córdoba—. ¿De dónde ha salido esa nave?

—¿Estaría en acecho junto a la costa? —preguntó la marquesa.

—Es probable, doña Dolores.

—¿Nos ha descubierto?

—Me parece que nos está persiguiendo —dijo Córdoba con aire preocupado.

—Si es esta su intención, nosotros le haremos correr.

—Y embarrancar en la arena —respondió el lobo de mar—. Dejadme la rueda, doña Dolores.

—Cuidado con mandamos a nosotros a los bancos.

—No temáis; conozco la isla mejor que las costas de Yucatán.

—En cuanto puedas, métete en la bahía.

—Dentro de tres horas estaremos. ¡Maquinista! ¡A toda máquina…! ¡Es preciso correr al máximo si queremos escapamos!

En aquel instante maestro Colón se adelantó, diciendo ala marquesa:

—La nave que nos da caza está a tiro, capitana, y la pieza está cargada. ¿Debo hacer fuego?

—Todavía no, amigo mío. Estate dispuesto y cuando te lo diga dispara rápido y bien dirigido.

—Tiraré al puente, señora, así evitaré que la bala se estrelle contra la coraza.

El yate, que hasta entonces había llevado una velocidad de dieciséis a diecisiete nudos, por temor de chocar contra las peligrosas escolleras que circundan el cabo de San Antonio, aceleraba.

La pequeña nave conducida por Córdoba, se deslizaba entre los bancos y sobre los bajos fondos con una seguridad maravillosa. Una ligera nube de humo salía por la chimenea, mientras las máquinas, calentadas al rojo blanco, bajo el calor infernal que se escapaba de los hornos, rugían, haciendo silbar las válvulas.

El barco perseguidor viendo al pequeño navío huir y aumentar la velocidad, debía también haber reactivado sus fuegos, puesto que durante algún rato la distancia se mantuvo igual.

—¡Ah! —dijo Córdoba maliciosamente—. ¿Quieres caemos encima o estar cerca hasta que despunte el alba? Pues bien, veremos si con tu pesada coraza serás capaz de alcanzamos.

—Cuidado con los bancos, Córdoba —le dijo la marquesa—. Me das miedo y temo, de un momento a otro, ver mi «Yucatán» despanzurrado por las rocas.

—No temáis, doña Dolores. Será el acorazado el que mandaremos a embarrancar.

—Veo el mar alborotarse en torno a nosotros.

—Corremos entre los bancos.

—Un golpe de barra mal dado puede perdernos.

—Es verdad, pero no lo daré —respondió Córdoba, con inconmovible firmeza.

De repente un relámpago rompió las tinieblas seguido por una fuerte detonación que repercutió largamente entre las escolleras.

Córdoba y la marquesa escucharon, creyendo oír el ronco silbido de un proyectil; no oyeron nada.

—Tiro de aviso —dijo Córdoba.

—¡Maquinista! —gritó la marquesa—. ¿Hemos alcanzado la máxima velocidad?

—Sí, señora; veinticinco nudos y ocho décimas.

—Continuad alimentando el fuego.

La distancia que separaba los dos navíos aumentaba de minuto en minuto. La gran nave, tan pesada por su coraza, sus torres y su abundante artillería, no podía competir en absoluto con el pequeño y ligero yate, provisto de máquinas tan poderosas.

A pesar de ello el «Yucatán» no se hallaba todavía fuera de tiro. Podía recibir en pleno viente alguno de aquellos enormes proyectiles, que abren vías de agua absolutamente irreparables para las naves o que podía hacer estallar las cajas de municiones que ocupaban buena parte de la bodega del yate.

Córdoba, sabiendo que después del tiro de aviso, los barcos de guerra lanzan sin misericordia masas de hierro y granadas, con un hábil movimiento había lanzado al «Yucatán» en un estrecho canal flanqueado por altas escolleras, donde sabía que había poca agua, que no permitiría la entrada a un barco de fuerte tonelaje.

El yate había apenas recorrido trescientos metros, cuando resonó una segunda detonación.

Por el aire se oyó el silbido de un proyectil, seguido de un estallido estruendoso. La punta de un escollo que se encontraba en linea recta con el eje de la pequeña nave, destrozada por una granada, saltó en fragmentos enormes que cayeron al mar.

—¡Justo a tiempo! —exclamó Córdoba—. Un instante de demora y aquel juguete nos cae en el puente, pero…

Su voz fue cubierta por un griterío ensordecedor, que se oía resonar a bordo del buque de guerra. Se aullaba, se gritaban órdenes, se blasfemaba. La marquesa y maestro Colón se habían abalanzado a la borda, aterrándose a la grúa de la chalupa, para ver lo que sucedía más allá de los escollos.

Un grito de alegría se escapó de sus labios.

La luna, que en aquel momento había reaparecido entre un desgarrón de las nubes, les había permitido ver al gran buque de guerra inclinado a babor y completamente inmóvil. En su ciega carrera había encallado en el canal; creyendo que encontraría agua suficiente, se le había clavado el espolón en medio de un banco de arena.

—¿Embarrancado…? —preguntó Córdoba, que había dejado la rueda a un timonel.

—Y bien —respondió la marquesa.

—Estaba seguro de que caería en la trampa. ¡Ah! ¿Creían que nos iban a mandar a pique? No ha llegado todavía el momento de ir a hacer compañía a los peces.

Numerosas detonaciones resonaron en aquel instante a bordo del barco.

Eran los cañones de tiro rápido y las ametralladoras las que hacían oír su voz, descargando en dirección del yate una granizada de proyectiles. Sin embargo ya era demasiado tarde para detenerlo.

El «Yucatán», que había alcanzado su máxima velocidad, corría como una flecha a través del canal, pasando entre dos altas filas de escollos que lo ponían a cubierto de cualquier descarga.

El buque de guerra, inmovilizado sobre el bajío, lanzó al aire algunas ráfagas para llamarla atención de cualquier navío que se encontrara en las proximidades y quizá también para indicar la presencia del pequeño barco sospechoso. No obtuvo ninguna respuesta.

—¡Siempre a toda máquina! —gritó Córdoba, que se frotaba alegremente las manos—. Si el diablo no mete la pata, dentro de una hora y media estaremos seguros en la bahía de Corrientes.

—Con tal que no aparezca otra nave para interceptarnos el camino.

—Ninguna nave ha respondido a las señales del buque, lo que quiere decir que no hay ninguna por aquí.

—¿Y el «Cushing»?

—Quien sabe donde está. Quizá se ha dirigido a visitar la bahía del Guadiana, al norte del cabo San Antonio. ¡Eh, timonel! Déjame la rueda; conozco la costa mejor que tú.

Córdoba se apresuró a volver a popa y se puso a dirigir el yate, mientras la marquesa se llegaba a proa con maestro Colón.

Entretanto el «Yucatán» continuaba devorando millas, navegando sobre los bajíos y por en medio de los escollos, manteniéndose a una media milla de la costa cubana.

La luna, afortunadamente, habiendo salido del todo de entre las nubes, permitía a Córdoba distinguir perfecta mente los peligros y esquivar a tiempo las lenguas de arena despegadas de la costa, contra las que rompíase el mar alborotado.

A las seis de la mañana, la capitana y maestro Colón, que no habían abandonado el castillo de proa, descubrieron hacia el este, a una distancia de tres o cuatro millas, un punto luminoso que parecía brillar a flor de agua.

—¿Una nave? —preguntó la marquesa.

—No —respondió el maestro—. Esa luz, si no me engaño, parece inmóvil.

—¿Entonces es un faro?…

—Debemos ya encontrarnos a esta hora en las aguas de la bahía.

—Eh, Córdoba, ¿dónde estamos?

—En la bahía, doña Dolores —respondió el lobo de mar.

—Tenemos una luz delante de nosotros.

—La he visto; indica la costa.

—¿Y continuamos esta carrera?

—No, doña Dolores. ¡Maquinista! ¡Basta! A seis nudos o nos estrellaremos.

Poco después de aquella orden, el yate reducía su velocidad, adentrándose con precaución en las aguas de la bahía, la cual forma una vasta ensenada semicircular, flanqueada de pantanos cubiertos de algunos matorrales.

La luz avistada no estaba más que a algunas millas. Parecía un fuego encendido sobre la playa o en algún islote para atraer quizá la atención de un barco.

La marquesa se había apresurado a reunirse con Córdoba, que no había abandonado la rueda del timón, urgiéndole conducir el yate a un fondeadero que ella conocía.

—¿Crees que ese fuego ha sido encendido por los hombres del mariscal Blanco? —preguntó la marquesa.

—Es probable, doña Dolores.

—¿Cómo debemos indicar nuestra presencia?

—Con un cohete azul, me ha dicho el secretario del cónsul.

—¿Y deben responder?

—Encendiendo en la playa tres fuegos.

—Hagamos la señal, Córdoba, y paremos el «Yucatán».

Un marinero fue a buscar el cohete, después a una orden de la marquesa lo encendió, lanzándolo horizontalmente para que estallase junto a la playa.

La línea de fuego hendió rápidamente las tinieblas con un ligero silbido, luego estalló ruidosamente, lanzando alrededor millares de chispas de un azul brillante.

La marquesa, Córdoba y maestro Colón, reunidos en el castillo de proa fijaron ansiosamente sus miradas en la lucecita que continuaba brillando a flor de agua, donde se veía extenderse una línea oscura, formada probablemente por los márgenes de algún bosque.

Pasaron algunos instantes de intranquila expectación.

Toda la tripulación se había agolpado a proa y no separaba los ojos de la costa.

De repente se vio el punto luminoso moverse como si corriese a lo largo de la playa, después se vio brillar una llama que se alzaba rápidamente, tomando dimensiones gigantescas, luego una segunda más lejana y después de unos minutos una tercera.

—¡La señal! —gritó la marquesa con acento de triunfo—. Amigos míos, dentro de pocas horas habremos desembarcado la carga a despecho de los navíos del comodoro Sampson.

—Gracias a vuestra audacia y habilidad, señora —dijo maestro Colón—. ¡Viva nuestra capitana!

Un solo grito escapó del robusto pecho de los marineros.

—¡Viva la capitana!

—Gracias, mis valientes —respondió la marquesa, mientras sus mejillas se empurpuraban—. Córdoba, conduce el «Yucatán» a la costa.

—¡A marcha lenta, maquinista! —gritó el lobo de mar—. ¡Prepárate para parar a la primera señal!

El yate se había puesto de nuevo en marcha, muy lentamente, porque Córdoba sabía que la amplia bahía estaba cubierta de bajíos peligrosos y también de no pocos escollos a flor de agua, contra los que podía topar la quilla del «Yucatán».

La costa empezaba ya a distinguirse, pues la aurora estaba próxima. Era una tierra baja, llena de plantas de rico follaje y describía un inmenso semicírculo de sur a norte, con gran número de ensenadas que parecían adentrarse bastante en la tierra.

Córdoba, que tenía los ojos siempre fijos en la brújula, guió el yate hacia una de aquellas entradas, queriendo encontrar un refugio seguro que pusiese a la pequeña nave a cubierto de todas las miradas, después ordenó arrojar el escandallo.

—¡Siete pies! —gritó un marinero, retirando la sonda.

—Estupendo —repuso el lobo de mar—. Ahora estoy verdaderamente seguro de mi camino.

El valiente piloto se acercó a tierra lentamente, pasando a quinientos metros de las fogatas que estaban apagándose, después condujo al «Yucatán» por una especie de canal que parecía formado por la desembocadura de un pequeño río, siguió unos doscientos metros pasando entre las dos riberas cubiertas de frondosas plantas y entonces ordenó arrojar el ancla y apagar las calderas.

—¿Hemos llegado? —preguntó la marquesa.

—Sí, doña Dolores —respondió él—. Desafío a las naves americanas a que nos vengan a descubrir entre estos pantanos y estos bosques.

En aquel momento se oyó una voz robusta en la orilla izquierda que gritaba:

—¿Quién vive?

—¡Yucatán y España! —respondió la marquesa.

—Sed bienvenidos —contestó la misma voz, que parecía tener un ligero acento irónico.

—¿Quién sois vos?

—Un enviado del mariscal Blanco.

—Dentro de diez minutos estaremos en tierra.

En aquel instante el sol empezaba a despuntar por el horizonte.

9. Una expedición a tierra

El lugar escogido por Córdoba para realizar el desembarco de las armas y municiones destinadas a los voluntarios españoles de Cuba era una especie de canal de agua salada, que se adentraba entre las sabanas que cubren los alrededores de la amplia bahía de Comentes. Era tortuoso, bastante escondido y salpicado de bancos de arena que impedirían el acceso a cualquier crucero de la flota americana.

Las dos riberas estaban cubiertas de espesas masas de mangles, plantas de hojas grandísimas parecidas a las de los bananos y casi sin tronco; tenían en cambio abundantes raíces de algunas pulgadas de grueso, que en vez de fijarse directamente en el fondo pantanoso, formaban redes inextricables, enredándose en ramajes nudosos y retorcidos que corrían en todas las direcciones posibles e imaginables.

Son plantas acuáticas, que crecen tanto en las bocas de los ríos como sobre las playas, sin inconveniente; permiten, sin embargo, igualmente desembarcar, si se tiene la precaución de poner los pies sobre sus múltiples raíces, que forman una especie de estrato sólido.

No obstante, son peligrosas por los miasmas que transmiten a causa de la descomposición de la hojarasca, miasmas que producen fiebres terribles y frecuentemente también el vómito prieto.

En medio de aquella lujuriante vegetación se veían evolucionar bandadas de soberbios flamencos, las más extrañas y al mismo tiempo las más bellas aves de los pantanos.

La imaginación más fantástica no podía crear un volátil más singular que el flamenco. Figuraos dos patas larguísimas, provistas de dedos palmeados como los de los patos, sosteniendo un cuerpo relativamente pequeño para tales soportes, con alas medianas y breve cola, y cubierto de plumas de espléndido color rosa carmín, que a lo largo de las alas alcanza un soberbio color rojo coral o rojo fuego.

El cuello tiene algo de ridículo, largo y delgado, con una cabeza aún más extravagante, provista de un pico grande que en su mitad se repliega bruscamente como si estuviera roto, y que parece estar siempre a punto de caer por curvarse hacia abajo.

Una veintena de estos pájaros en vez de volar por encima de los manglares, estaban alineados sobre un banco que la marea había dejado descubierto, con una simetría que daría envidia a un piquete de soldados. Con un movimiento simultáneo hundía sus picos en el fango, de modo que la mandíbula superior se encontrase debajo, para capturarlos moluscos y las huevas de los peces.

La marquesa y Córdoba, desde la proa del yate miraban las plantas acuáticas para descubrir al hombre que había respondido a la señal, al que no se divisaba aún. Se oían sin embargo, interrumpidamente, roces de hojas y ruido de romperse ramas entre el follaje de las plantas.

Un grito estridente, parecido al que sale de una trompeta, lanzado por uno de los flamencos, seguido súbitamente por la fuga precipitada de los pescadores, les advirtió que el hombre esperado debía estar ya cerca.

—¡Los de la nave…! —gritó una voz.

—Os esperamos —respondió Córdoba—. Vosotros, botad al agua la chalupa.

Mientras los marineros obedecían rápidamente la orden, en la extremidad del bosque apareció un hombre, que avanzaba lentamente, deslizándose entre las raíces y las ramas para evitar darse un baño.

La chalupa, tripulada por cuatro marineros y un timonel, se dirigió rápidamente hacia él abriéndose paso, a golpes de hacha, entre las plantas acuáticas, alcanzando pronto el lugar donde se había parado el recién llegado, tomándolo a bordo.

La marquesa y Córdoba habían creído hasta el momento que aquel hombre sería algún soldado enviado a la playa para vigilar la llegada del yate; vieron, en cambio, que se trataba de un cubano que tenía más el aspecto de un explorador de los bosques que de un militar o de un caballero europeo.

Era un individuo de estatura mediana, bastante fornido, con anchos hombros y miembros musculosos, con la piel oscura, que traicionaba, ya a primera vista, el cruce de la sangre blanca con la negra. Sus ojos eran negrísimos y vivaces, los cabellos crespos y la barba negra, corta y más bien rala.

Su vestido era simple y no desprovisto de cierta elegancia. Llevaba en la cabeza un ancho sombrero de panamá adornado con una cinta roja, chaqueta de terciopelo negro con botones de plata, abierta de manera que dejaba ver debajo una camisa de franela blanca recamada de azul, pantalones de tela casi blanca, sujetos por una larga faja de seda roja, que sostenía uno de aquellos cuchillos de hoja algo curva llamados machetes en México. Calzaba altas botas de montar.

Además del cuchillo, llevaba en bandolera un bellísimo fusil de dos cañones, de retrocarga, un arma, sin embargo, más de caza que de guerra.

El mulato, puesto que tal debía ser por sus facciones, que recordaban un poco la raza negra con los pómulos salientes y robustos, labios algo abultados y la frente baja, llegado frente a la marquesa se quitó el amplio sombrero, diciendo con una cierta desenvoltura:

—Buenos días, señora del Castillo.

—Buenos días, señor —respondió la marquesa, sin disimular un gesto de estupor—. Perdonad, ¿cómo sabéis que yo soy la señora del Castillo?

—Me habían dicho que el barco que debía llegar con las armas y las municiones estaba mandado por la marquesa Dolores del Castillo. Este barco es el «Yucatán», ¿no es verdad?

—Sí.

—Veis, pues, que no me he engañado, señora.

—Y vos, ¿quién sois?

—Mateo del Monte, confidente del mariscal Blanco.

—¿Y estáis solo?

—Solo, señora.

—Eso me sorprende.

—¿Y por qué?

—Creía encontrar aquí un pelotón de soldados, mandados por algún oficial para recibir la carga.

—A dos días de marcha hay cien hombres resueltos, guiados por el capitán Carrill.

—¿Y por qué no han venido?

—Por el simple motivo de que han sido constreñidos a detenerse para huir de las bandas de rebeldes mandadas por el capitán Pardo.

—¿Son perseguidos quizá?

—Pueden serlo de un momento a otro —respondió el cubano.

—¿Y a qué esperamos?

—A que los rebeldes se alejen.

—¿Y vendrán después a recoger la carga?

—No lo creo, señora. Estos territorios que hasta hace poco estaban desiertos, han sido ahora invadidos por numerosas bandas, y temo que vos, señora marquesa, os veréis obligada a esperar antes de desembarcar las armas y las municiones.

—Las costas están bloqueadas, señor, y hemos escapado milagrosamente a varias persecuciones —dijo la marquesa—. Si esperamos podemos ser descubiertos.

—¿Queréis que las armas caigan en manos de los insurgentes? Si volvéis al mar el mariscal no recibirá un solo fusil ni un cartucho.

La marquesa, que debía estar vivamente contrariada por aquella inesperada respuesta, se volvió hacia Córdoba que había escuchado el diálogo sin abrirla boca.

—¿Qué dices tú, amigo? —le preguntó.

—Digo que si no podemos desembarcar la carga aquí, iremos a otro sitio. Hemos jurado llevar al mariscal las armas y las municiones, y, ¡vive Dios!, desembarcaremos las unas y las otras a despecho del bloqueo.

—¿Qué me aconsejas que haga ahora?

—Buscar al capitán Carrill para entendernos con él.

—Está a dos días de marcha, Córdoba.

—Lo sé.

—Y el país está batido por las bandas de Pardo…

—Organizaremos una pequeña expedición y marchando a través de los bosques y pantanos, preferiblemente de noche, podemos escapar a cualquier encuentro.

Después, volviéndose hacia el cubano que ponía una cierta atención en aquel intercambio de palabras, le preguntó:

—¿Sabréis conducirnos al capitán sin caer en las manos de Pardo?

—De ello respondo, y hasta quería proponéroslo. Cien hombres, comprenderéis que no pueden hacerse invisibles, especialmente si tienen que transportar una carga considerable; ocho o diez personas pueden, en cambio, pasar incluso por en medio de mil rebeldes, especialmente en un país cubierto de espesa vegetación.

—Pues bien, señor del Monte, nosotros iremos a encontrar al capitán; ¿de acuerdo, doña Dolores?

—Sí, Córdoba, si crees que este proyecto es el mejor.

—Quizá —repuso el lobo de mar, como hablando para sí—. Podemos entendernos con el capitán y buscar algún otro punto de la costa, no muy lejano, para realizar el desembarco de la carga sin exponernos a otros peligros.

—He aceptado tu plan con esta esperanza —dijo la marquesa—. ¿Cuándo quieres que partamos?

—Lo más pronto posible, doña Dolores. Los cruceros americanos pueden aparecer en la bahía y mandar hacia aquí chalupas armadas.

—No te pido más que media hora para arreglarme.

—Cuando volváis a cubierta, la expedición estará preparada.

—¿Cuántos hombres tomaremos con nosotros?

—Bastarán cuatro o cinco. Un grupo poco numeroso puede más fácilmente escapar al acecho de los insurgentes, doña Dolores.

—Es cierto, Córdoba. Prepáralo todo.

La marquesa se apresuró a bajar a su camarote, mientras el lobo de mar hacía formar a los marineros y procedía a la elección de las personas que debían acompañarles en la peligrosa expedición, mientras maestro Colón preparaba las armas y los víveres.

Diez minutos después doña Dolores volvía a cubierta. Había dejado su vestido femenino que le habría embarazado entre los bosques y pantanos de la gran isla, y llevaba un simple y elegante traje masculino de franela oscura, completado por altas botas y un sombrero de panamá de anchas alas, adornado con una pluma negra.

Córdoba había hecho ya la elección entre los hombres de la tripulación. Cinco robustos muchachos de veinticuatro a veintiséis años, de miembros gallardos, y prácticos en los bosques tropicales, habiendo todos vivido más o menos en las grandes islas del golfo de México, esperaban a la marquesa en la chalupa. Iban todos armados de excelentes fusiles Máuser, de hachas, y provisto cada uno de doscientos cartuchos.

Antes de embarcarse, la marquesa llamó a maestro Colón, diciéndole con un tono de voz ligeramente conmovido:

—Te confío, mi valiente, la nave y la bandera de la patria. Si vieses que una u otra están en peligro, pon fuego a la pólvora y ven a re unirte conmigo en los bosques.

—Os lo juro, mi capitana —respondió con voz solemne el viejo maestro—. Los yanquis no tendrán ni el «Yucatán» ni la bandera española, que haré colocar en el extremo del palo mayor.

—Gracias, Colón; confío en ti.

—Vamos, doña Dolores —dijo Córdoba—. Los minutos pueden ser preciosos.

El cubano y otros ocho marineros habían bajado a la chalupa y les esperaban en la base de la escalerilla.

La marquesa hizo un gesto de adiós a la tripulación que estaba todavía formada en cubierta y se apresuró a reunirse con sus Compañeros, seguida por Córdoba.

A una señal, la chalupa se separó del «Yucatán», atravesó rápidamente el canal y alcanzó los mangles que embarazaban la ribera y los bancos fangosos, adentrándose quinientos o seiscientos metros a través de los pantanos.

La patrulla cargó con las armas y los víveres, que habían sido colocados en diversos paquetes, mantas y una gran tela que debía servir de tienda para protegerse de las lluvias o torrenciales, tan frecuentes en la primavera, después se metió entre los manglares pasando de una raíz a otra, mientras la chalupa, con tres marineros, se volvía de nuevo al «Yucatán».

La travesía de aquella zona, peligrosa por los miasmas terribles que la infestan, se realizó felizmente bajo la dirección del cubano, que sabía escoger los pasajes menos dificultosos. Un cuarto de hora después el pequeño pelotón alcanzaba la tierra firme, en las márgenes de un inmenso bosque formado casi exclusivamente por mangos, plantas que producen frutos suficientemente nutritivos para impedir a un hombre morir de hambre, aunque estén impregnados de un sabor, más o menos pronunciado, de trementina.

Aquella parte del bosque parecía absolutamente desierta, puesto que no se oía ningún rumor, exceptuando el grito ronco y discordante de una pareja de águilas caracara que tenían su nido en uno de los árboles más altos.

—¿Qué camino seguiremos? —preguntó doña Dolores al cubano, que se había detenido escuchando atentamente.

—De momento atravesaremos este bosque —contestó él.

—¿Emplearemos mucho tiempo?

—Quizá todo el día, después nos esconderemos en los pantanos para evitarlas bandas de Pardo.

—¿Dónde creéis que se hallan los rebeldes?

—¡Hum! Es difícil saberlo. Yendo todos montados y llevando buenos caballos, en doce horas pueden encontrarse a gran distancia.

—¿No pueden estar en ese bosque?

—Cuando lo he atravesado no he visto ni uno.

—¿Vos conocéis el camino?

—Mejor que nadie, señora.

—Vamos, pues, y tengamos los ojos bien abiertos y las armas preparadas —dijo la marquesa.

El pelotón, después de aquel intercambio de palabras, se puso prontamente en marcha. El cubano caminaba delante de todos, seguido por dos marineros provistos de hachas para abrir paso a través de aquel caos de troncos, de hojas, de ramas, de lianas y de maleza, luego la marquesa con Córdoba y, finalmente, los otros tres marineros encargados de proteger, por la espalda, la pequeña expedición.

La marcha, que al principio parecía fácil, se hizo bien pronto fatigosa, hasta el punto de poner a dura prueba los músculos de los tres hombres de vanguardia, que no encontraban nunca la vía expedita.

La maravillosa feracidad del suelo cubano daba una prueba de su poder productivo. Se podía decir que no existía el más pequeño espacio de terreno que las plantas no hubiesen ocupado, adquiriendo un desarrollo gigantesco.

Los troncos de los árboles estaban casi siempre juntos, que alguna vez impedían el paso de una sola persona, y donde había espacio, lianas, plantas parásitas y zarzales habían crecido como por encanto, aun cuando el suelo de las Pequeñas y de las Grandes Antillas sea más bien escaso de terreno, encontrándose a poca profundidad estratos rocosos y arcillosos que las raíces no pueden atravesar.

En aquel bosque predominaban sobre todo los mangos, pero aquí y allí se cruzaban en todos sentidos lianas desmesuradas que subían y bajaban a lo largo de los troncos con mil retorcimientos o se aferraban a una infinidad de plantas parásitas que formaban espesos festones. Se discernían, de vez en cuando, pero como islas perdidas en un océano, grupos de soberbios bananos de hojas enormes cuyo color verde oscuro destacaba vivamente entre las innumerables ramas de las plantas próximas; también matas de pimenteros, amalgamadas, confusas, enroscadas estrechamente una con otra; veíase descollar, a veces, algún gigantesco árbol de algodón silvestre, plantas que tienen el tronco enteramente vacío y que antiguamente eran utilizadas por los indígenas para construir larguísimas canoas, capaces de contener hasta cien hombres.

Bajo aquellos vegetales reinaba una humedad penetrante, no permitiendo la inmensa cúpula de follaje que los rayos del sol penetrasen y pudiesen alcanzar hasta el suelo; humedad que resulta peligrosísima, especialmente durante la estación de las lluvias, que comienza en junio o a primeros de julio y dura hasta mediado octubre.

La abundancia de agua que cae en las Grandes Antillas durante aquellos meses es realmente enorme; baste decir que en una sola semana se vierte tanta sobre aquellos bosques, como la que cae durante un año entero en nuestros climas, y deja empapado el terreno por largo tiempo, también a causa del terreno arcilloso que se encuentra debajo, que impide la absorción.

—Estaremos de suerte, amigo Córdoba —dijo la marquesa que marchaba tras el cubano y los dos marineros de vanguardia—, si no cogemos las fiebres en la travesía de este bosque. Esta humedad me penetra hasta los huesos.

—Estamos aún en la buena estación, doña Dolores —repuso el lobo de mar—. La fiebre amarilla no empezará hasta julio.

—Y será una buena aliada de nuestros compatriotas.

—Que morderá bien a los fanfarrones yanquis, si para entonces han desembarcado.

—Se dice, sin embargo, que se servirán de los negros.

—Es verdad, doña Dolores. He oído decir que el general Lee está concentrando en Tampa, en la Florida, varios millares de negros para mandarlos aquí, siéndoles más fácil aclimatarse y más resistentes a la fiebre amarilla. Si cree, además, que estos hombres de color del carbón puedan resistir en una batalla campal a nuestros compatriotas, se engaña completamente. El negro no ha sido nunca un buen soldado y tenemos la prueba en el ejército de la vecina república de Haití. ¡Caramba! ¡Si vieseis que ridículos son, aquellos soldados negros! Charreteras enormes, grandes sombreros, plumas gigantescas, galones por todas partes, una vanidad desmesurada y un temblor endiablado apenas oyen la voz del cañón. Si Lee piensa lanzar sobre La Habana sus regimientos de negros, será divertido verlo, os lo aseguro, doña Dolores. Y además, ¿quién osará emprender operaciones guerreras en época de lluvias? Los yanquis creen que Cuba será un bocado fácil, yo os digo, en cambio, que será un hueso duro y que se le atascará en la garganta.

—Tienen de su parte a los insurrectos.

—¡Los insurrectos! ¿Y cuántos creéis que son? Acaso doce o quince mil, no demasiado bien armados y que hasta ahora han sabido mantenerse en campaña, ocultándose constantemente en los bosques más espesos y en los montes más agrestes, evitando con cuidado cualquier batalla campal. Tienen coraje, es cierto, y han hecho gastar a España un buen número de millones con sus continuas insurrecciones e incluso perder muchas vidas humanas; pero dudo mucho que puedan tener éxito mientras nuestra escuadra no haya sido destrozada por las flotas de Sampson y Schelley.

—¡No obstante han hecho gastar demasiado y han vertido demasiada sangre!

—Sí, doña Dolores. Esta insurrección, que dura ya dos años, ha costado hasta ahora al gobierno español una cifra enorme de millones, se calcula que los gastos mensuales para el mantenimiento del ejército de operaciones, asciende a casi treinta y ocho millones de pesetas.

—¡Y cuántos hombres perdidos!

—Cincuenta y dos mil, casi todos muertos a causa del clima mefítico de estas tierras.

—¿De cuánta fuerza creéis que puede disponer ahora el mariscal Blanco para hacer frente a los yanquis?

—De ciento cincuenta mil soldados regulares y dieciséis mil caballeros irregulares; pero ahora debe haber formado numerosos regimientos de voluntarios que, estando mejor alimentados, serán un hueso difícil de roer para los señores yanquis.

—Es un buen número de combatientes, ¿pero qué son frente a las masas de hombres que los americanos pueden volcar sobre Cuba?

—Sí, masas de hombres, bien dicho —dijo Córdoba—, pero ¿qué podrán hacer contra nuestros soldados, aguerridos por una campaña que dura ya dos años y bien disciplinados?

—Un ejército puede valer tanto como otro.

—¿Qué ejército? ¿El americano? —preguntó Córdoba, estallando en una carcajada—. ¡Hermoso ejército, a fe mía! Creéis vos, como tantos otros, que los Estados Unidos lo tienen. ¡Ah!, ¡vamos! ¿Queréis bromear, doña Dolores?

—Pero no dejan de tener ejército, Córdoba.

—Eso es verdad, ¿pero ignoráis que su constitución no permite que el ejército pase de treinta mil hombres? Una cosa de risa para un estado que cuenta casi con setenta millones de habitantes.

—¿Y las milicias de cada estado de la Unión?

—¡Batí! ¿Creéis que valgan para algo? Seguramente no saben maniobrar en una plaza de armas, ¡imagináoslos en campaña!

—Así, pues, ¿no son de temer?

—No hasta el punto de inquietar al mariscal Blanco. ¿Queréis, por otra parte, una prueba de la habilidad del famoso ejército americano? Cuando, en 1846, estalló la guerra entre los Estados Unidos y México, ¡los primeros no tenían bajo las banderas más que seis mil irregulares! Organizaron partidas de voluntarios y aquella contienda, que habría podido durar dos meses, se prolongó nada menos que dos años. ¿Queréis otro ejemplo? Durante la guerra de Secesión los nordistas, superiores por población, por recursos y por riqueza, en vez de aplastar de golpe la insurrección de los sudistas, emplearon seis años y vencieron únicamente cuando estos últimos que habían siempre combatido victoriosamente, no tuvieron más soldados que oponerles. Esto es el ejército americano.

—Una chusma de hombres poco diestros e indisciplinados, pues.

—Precisamente, doña Dolores.

—Pero se dice que se organizan numerosos regimientos en todos los estados de la Unión.

—Sí, regimientos formados por vagabundos, por fracasados, por hambrientos que se batirán más por ansia de saqueo que por el honor de la bandera. No, doña Dolores, no será con su ejército con el que los yanquis harán grandes cosas, si acaso con su flota.

—¿Demasiado fuerte para España, Córdoba?

—Sí —respondió el lobo de mar, con un suspiro—. Pero confiemos en el valor de nuestros almirantes y de nuestros marineros, y en la velocidad de nuestros cruceros, que son, en este punto, superiores a los americanos.

—¡Callaos! —ordenó en aquel momento el cubano con voz enojada.

—¿Qué pasa, señor del Monte? —preguntó Córdoba, arrugando la frente—. ¿Habéis creído ver algún elefante? En tal caso os advierto que no estamos en África para encontrarlos.

—Si no hay elefantes en las Antillas, no faltan, sin embargo, insurgentes, y éstos son bastante más de temer —respondió el cubano.

—¿Dónde están? Yo no veo nada, aunque os aseguro que mis ojos valen tanto como las lentes de un anteojo.

—¡Escuchad! ¡Quietos todos!

10. Los misterios de los bosques cubanos

Oyendo aquella orden, pronunciada en un tono que no admitía réplica, la patrulla se detuvo inmediatamente, agrupándose bajo unos cuantos bananos, cuyas enormes hojas bastaban para esconderles completamente. Con un movimiento simultáneo, todos, menos el cubano, habían tomado los fusiles apuntando a su alrededor, no sabiendo todavía de dónde podía venir el peligro.

Con los ojos fijos bajo los arcos de los árboles y los oídos atentos, se quedaron a la escucha, presos de aquella ansiedad expectante que produce un peligro desconocido.

De momento no oyeron nada aparte del cotorreo de algunos papagayos que estaban en lo más alto de un naranjo cercano. Después, sin embargo, distinguieron perfectamente un murmullo de hojas, primero suave y luego más fuerte, que parecía aproximarse lentamente.

—¿Rebeldes? —preguntó doña Dolores al cubano, que escuchaba con la cabeza inclinada.

—No lo sé —respondió éste, escuetamente.

—Pero alguien se acerca.

—Lo oigo.

—Puede ser algún jabalí —murmuró Córdoba, que alargaba el cuello intentando discernir alguna cosa entre aquel caos de ramas y de hojas—. En esta isla son muy abundantes.

—Yo más bien sospecho que sean hombres —dijo el cubano.

Como para darle razón, justo en aquel momento en medio de las densas plantas, se oyó resonar un grito extraño que parecía el que producen las águilas caracara.

—¡Caramba! —refunfuñó Córdoba—. Conozco demasiado bien el grito de estos rapaces volátiles para dejarme engañar. Doña Dolores, esto es una señal.

—¿Lo crees así?

—Estoy seguro de no engañarme.

Otro grito, parecido al primero, se oyó un poco más lejos en dirección opuesta, al que en seguida respondió el primero en otro tono, con una modulación especial.

—Oíd, señor del Monte, ¿qué decís a esto? —preguntó Córdoba.

—Nada.

—¿Creéis que son águilas?

—Es posible que lo sean.

—Yo os digo que son hombres que se comunican entre ellos.

—No estoy convencido. Conozco las caracara y sé que gritan en diferentes formas.

—Yo os digo que no las conocéis, si afirmáis esto, querido señor del Monte.

—¡Soy cubano!

—Yo también he vivido mucho tiempo en Cuba.

—¿Queréis una prueba de que son águilas?

—Dádmela.

El cubano, sin dudarlo un instante, acercó las manos a la boca y emitió algunos gritos semejantes a los anteriores.

—¿Qué hacéis? —preguntó Córdoba—. Si son insurrectos, haréis que nos descubran.

—¿Oís? —preguntó entonces el cubano, con algo de ironía.

Dos gritos iguales habían respondido a su llamada, uno a la derecha del grupo de bananos y el otro a la izquierda.

—¿Tenía razón al deciros que eran dos caracara? —preguntó el cubano.

Córdoba no respondió; lo miraba con unos ojos en los que se podía notar un brillo de desconfianza.

—Podemos marchar de nuevo —repuso el cubano, después de algunos instantes—. Quizá los rebeldes no han llegado aún hasta aquí.

—Sí, vámonos —respondió la marquesa—. Tengo mucha prisa por ver al capitán Carrill y volverme a bordo del «Yucatán».

El pelotón, tranquilizado por las palabras del cubano, se puso de nuevo en camino a través de aquel bosque que parecía que no debiera acabar nunca, abriéndose paso entre las lianas y las enormes raíces que surgían del suelo, serpenteantes como grandes pitones, girando y retorciéndose entre los miles de troncos.

Al bosque de los mangos había sucedido una selva de plantas diferentes, que crecían una junto a otra, estrechamente sujetas por vegetales parásitos.

Se veían enormes cedros surgir junto a algodoneros silvestres; tamarindos colosales de ramas desmesuradas y sumamente flexibles elevarse en medio de grupos de bananos de grandes hojas; palmeras de varias especies lanzar al aire sus espléndidas hojas y entrelazarlas con las no menos pintorescas de otros árboles tropicales, mientras debajo de aquella cúpula de verdura sin fin, despuntaba múltiples y lozanas matas de adelfas, cuyas flores se mezclaban a las blancas de los jazmines y a los delicados ramos de ungüentaría, entre otras de diverso colorido.

Pocos pájaros se veían entre aquella densa vegetación, todo lo más papagayos y alguna becada que anunciaban la proximidad de un pantano. Abundaban en cambio los jabalíes; pero eran tan ariscos que desaparecían súbitamente entre los matorrales más espesos.

Hacia el mediodía, el pelotón llegaba a un pequeño claro en el que había un cultivo de cacao, plantas que se encuentran en gran cantidad en la isla de Cuba y que forman, con la caña de azúcar, la principal riqueza de esta fértil tierra.

Estos árboles, importados del vecino México y ya completamente aclimatados, son pequeños, con ramas derechas y gráciles y hojas oblongas. Después de las flores producen frutos ovales, carnosos, divididos en diez carpelos y son los que se usan para la fabricación del chocolate.

El cultivo de estas plantas se ha extendido por todas las Grandes y Pequeñas Antillas; también en todas las repúblicas de América central e incluso en América meridional, especialmente en Ecuador, Perú, Bolivia y finalmente en Chile, donde se hace un consumo enorme de cacao.

No se crea, sin embargo, que este cultivo sea fácil. El árbol necesita muchísimos cuidados, sufre si no se remueve continuamente la tierra, desembarazándola de las malas hierbas, y en algunas regiones es necesario protegerlo con la sombra de dos plantas más altas que los indios llaman «el padre y la madre del cacao».

Las plantas del claro, una docena en total, estaban faltas de aquellos cuidados y por ello sus hojas colgaban tristemente hacia el suelo.

El pequeño grupo, cansado de aquella larga marcha que duraba desde las seis de la mañana, viendo que el lugar era desierto y resguardado de una imprevista sorpresa, decidió acampar algunas horas, también para evitar la insolación, no siendo prudente caminar del mediodía a las cuatro de la tarde.

Habiendo encontrado una cabaña medio derruida, se refugiaron allí preparando rápidamente una comida consistente en carne de conserva, bizcochos y algunas bananas y cidros recogidos por el cubano.

Apenas habían terminado de comer, cuando el señor del Monte, que desde hacía unos instantes parecía presa de alguna inquietud, se levantó bruscamente, diciendo:

—Mientras reposáis, yo iré a explorar el bosque.

—¿Teméis haberos perdido? —preguntó la marquesa.

—Oh, no, señora —contestó prontamente el cubano, con una sonrisa—. Conozco demasiado bien la isla y encuentro siempre el camino aunque lo haya recorrido una sola vez.

—¿Vais a ver si hay algún rastro de los rebeldes?

—Sí, señora marquesa.

—¿Queréis que os acompañe? —preguntó Córdoba.

—Es inútil —respondió el cubano, en cuya frente se había formado de repente una profunda arruga—. El sol es muy ardiente a estas horas.

—Mi cabeza está a prueba de insolaciones, señor del Monte.

—Os creo; de todos modos será mejor que os quedéis a proteger a la señora.

Dicho esto, sin esperar otra respuesta, el cubano se echó a la espalda el fusil y se alejó rápidamente, desapareciendo entre los árboles.

—¡Qué hombre tan extraño! —exclamó Córdoba—. Decidme, doña Dolores, ¿qué pensáis de este cubano?

—Debo preguntártelo a ti que has estado mucho tiempo en esta isla —respondió la marquesa.

—¿No os parece un poco raro?

—Es verdad, Córdoba. Es un hombre de pocas palabras, de maneras muy bruscas, y si no supiéramos que nos ha sido enviado por un capitán español, su conducta podría ser realmente sospechosa.

—Es lo que pensaba también yo, marquesa.

—¡Ah…! ¿Desconfías quizá de él?

—Un poco, lo confieso.

—Creo que estás equivocado, Córdoba.

—¿Y por qué, doña Dolores?

—Si no lo hubiese mandado el mariscal Blanco, ¿cómo quieres que supiera que debíamos desembarcar la carga en la bahía de Corrientes?

—Es verdad.

—Y además, ¿quién podría saber que el «Yucatán» está mandado por mí?

—Esto también es verdad, pero…

—Habla, Córdoba —dijo la marquesa, viendo que el lobo de mar titubeaba.

—Hay una cosa que me atormenta, doña Dolores.

—¿Y qué es?

—Los gritos de las águilas caracara. ¡Caramba! Soy casi cubano también yo, conozco muy bien la isla, además he pasado muchos años de mi juventud en los bosques de la costa septentrional y os aseguro que no eran águilas las que gritaban así.

—Puedes haberte equivocado…

—¡Hum! Estoy casi convencido.

—¿Qué deduces, pues?

—Nada por ahora; pero os aseguro que pienso vigilar atentamente a este señor del Monte y si me doy cuenta de que intenta engañarnos, lo mando derecho al infierno con veinte gramos de plomo en los sesos, y voy a empezar desde este momento.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó la marquesa, viéndole levantarse y echarse el fusil a la espalda.

—Voy a dar también yo un paseo por los bosques para explorar el camino —respondió el lobo de mar, sonriendo.

—Cogerás una insolación.

—¡Bah! Mi calabaza es impenetrable al viejo Febo. ¡Eh…! ¡Muchachos! Os recomiendo hacer buena guardia a nuestra capitana.

Dicho esto, Córdoba encendió un cigarrillo, introdujo un cartucho en el fusil y se marchó silbando entre los dientes un fandango.

El lobo de mar atravesó lentamente el claro y apenas llegado bajo los grandes árboles enmudeció de golpe, arrojó el cigarrillo, se puso el fusil bajo el brazo y se adentró rápidamente entre una espesura de bananos, con los ojos vigilantes y los oídos tensos para recoger el menor rumor.

—Vamos a ver adonde ha ido el querido señor del Monte —murmuró—. ¡Ah…! ¿No quería mi compañía? Puede haberla rechazado para no exponerme al fuerte sol y para dejarme reposar, pero también puede haberlo hecho por otro motivo y yo soy un poco curioso, mi querido señor del Monte. No me he fiado nunca de estas sangres mezcladas.

Cruzada la espesura, Córdoba se paró algunos instantes a escuchar. No oyendo ningún rumor en parte alguna, se metió en el bosque mayor pasando magníficos cedros, naranjos y palmeras de toda especie, entre los que destacaba por su belleza la real caoba, que da una madera muy solicitada, y entre montones de espléndidas orquídeas, entre las que hacen su nido numerosas palomitas, las más bellas palomas de las Antillas de cuya especie son las reinas.

Hacía media hora que caminaba él lobo de mar, deteniéndose a ratos para aguzar el oído, cuando se halló repentinamente en el margen de una vasta sabana, especie de pantano de aguas oscuras y malolientes, de fondo traidor por estar constituido por arenas movedizas que son capaces de engullir rápidamente al que tiene la desgracia de caer en ellas.

El lugar parecía desierto. No se veían más que bandadas de becadas volando por encima de las plantas lacustres, pájaros muy estúpidos que se dejan matar a centenares, sin espantarse por los tiros de escopeta ni por la muerte de sus compañeros; volátiles, como se ve, muy diferentes de los nuestros que son en cambio tan desconfiados. Córdoba, después de haber dado una mirada a la sabana, estaba a punto de volverse, cuando su atención fue atraída por un gran caimán que se dirigía, con una cierta prisa, hacia un islote cubierto de espesas plantas que surgía a corta distancia de la orilla, a la que estaba unido por una serie de pequeños bancos cubiertos de mangles.

—¿Qué puede empujar a esta bestia glotona hacia aquel islote? —se preguntó Córdoba—. Debe haber alguna presa allí.

Se escondió tras el tronco de un enorme cedro, aferró el fusil y esperó siguiendo las evoluciones del reptil, que conforme se acercaba al islote se volvía más prudente por momentos.

Ya el repugnante monstruo no distaba más que quince o veinte pasos, cuando Córdoba vio agitarse los extremos de las plantas, y algo blanco transparentar entre las ramas y las hojas y pasar rápidamente tras los mangles.

—¡Caray! —murmuró—. Hay hombres escondidos que intentan alcanzar la orilla. No pueden ser más que rebeldes y quizá rebeldes que nos espían.

Levantó bruscamente el fusil y lo apuntó hacia los manglares; una súbita reflexión lo detuvo.

—No hagamos tonterías —dijo, bajando el arma—. A lo mejor, estos hombres ignoran nuestra presencia y si hago fuego, podrían caemos encima en gran número. ¡Rayos!

Aquella exclamación repentina se le había escapado al divisar un sombrero de paja, de anchas alas, que aparecía por una abertura de la vegetación.

—¡Rayos! —repitió, con profundo estupor—. O mucho me engaño o aquel era el sombrero de nuestro cubano.

Se alzó de un salto y se puso a correr a través del bosque para llegar a la orilla antes de que los hombres del islote hubieran desaparecido. Se dio cuenta bien pronto de que la empresa no era fácil a causa del terreno pantanoso, de las lianas y de las raíces que serpenteaban por todas partes en enormes montones.

Cuando después de ímprobos esfuerzos y de haber dejado algunos jirones de su chaqueta entre la maleza y las espinas logró alcanzar de frente el islote, los hombres que esperaba poder ver habían ya desaparecido en el bosque.

—¡Maldita selva! —exclamó el lobo de mar, que se había puesto de muy mal humor—. Si no hubiese encontrado todas estas lianas y raíces, en este momento podría saber alguna cosa de aquellos desconocidos y quizá del querido señor del Monte. ¡Oh! Podría dar un paseo por el islote.

Miró a su alrededor, temiendo alguna sorpresa o una repentina vuelta de los hombres, después se subió sobre las raíces de los mangles y pasando de una a otra y abriéndose paso entre las ramas y las hojas, atravesó los bancos, alcanzando en breve tiempo el islote.

Era un pequeño espacio de tierra, de unos cincuenta metros de circunferencia, circundado por altas cañas y mangles y cubierto de elevados mangos, que con sus raíces habían afirmado el suelo que en un tiempo debió haber sido un simple banco de légamo.

En el medio, Córdoba encobró una pequeña choza de hojas de banano, plantada sobre cuatro postes que la ponían a cubierto de las inundaciones y también del asalto de los caimanes e incluso de las grandes serpientes de agua.

—¿Será el refugio de algún negro que tiene que rendir cuentas a la justicia? —se preguntó—. ¿O un puesto de espía de los rebeldes? Veamos.

Trepó ágilmente sobre un palo y alcanzó la plataforma izándose sobre ella.

Lo primero que vio fue una hamaca extendida entre dos postes más gruesos que ocupaba media cabaña y además un montón de bananas, cidros y mangos; también había una liebre que parecía que había sido desollada recientemente; colgada de la pared se hallaba una escopeta de caza muy antigua y un zurrón bastante lleno.

—Entraremos a ver qué hay aquí dentro —murmuró Córdoba, volviéndose excesivamente curioso.

Cogió el zurrón y se puso a examinarlo sacando sucesivamente del morral, una caja de pólvora, una bolsa de perdigones y unos trapos. Estaba a punto de volver todo a su sitio, cuando vio caer de uno de aquellos trapos un trozo de papel plegado en cuatro.

—¡Oh…! —murmuró—. Veamos qué contiene; supongo que no será un plano de guerra de los rebeldes.

Desplegó el papel y en cuanto le echó una mirada no pudo reprimir un gesto de estupor ni contener un grito.

—Volvamos en seguida y a la carrera —dijo, guardándose el papel en el bolsillo—. Mi querido Pardo, te juro que el «Yucatán» no será para ti.

Descendió rápidamente, atravesó los manglares, se detuvo un momento sobre la orilla para ver si era seguido y después se lanzó a través del bosque, diciéndose:

—El «Yucatán» será para ti un bocado difícil.

11. Un encuentro inesperado

La carrera del lobo de mar a través de los innumerables vegetales que entorpecían su marcha duró una media hora, y cesó bruscamente al pie de un enorme cedro que elevaba su cima a sesenta metros del suelo.

Esta imprevista parada no era motivada por un mal encuentro ni por un desfallecimiento de sus fuerzas, sino por una viva inquietud que se había apoderado del hombre de mar.

Ahora no reconocía los lugares que momentos antes había recorrido para seguir al cubano.

En su marcha había corrido sin dirección fija, creyendo que podría volver fácilmente al campo, y ahora se daba cuenta de haberse perdido en medio de aquel caos de vegetales.

El terreno pantanoso había desaparecido y se encontraba entonces en una hondonada y, para su desgracia, cubierta por una vegetación extraordinariamente espesa, tanto que no podía ni siquiera verse el sol.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Córdoba, enjugándose el sudor que inundaba su rostro—. He corrido como un aturdido, sin pensar que es más fácil orientarse en pleno mar, incluso sin brújula, que en un bosque. ¡Es una imprudencia que puedo pagar cara! ¡Y no tengo ni la más pequeña brújula! ¡Cuidado, amigo Córdoba, abre bien los ojos; corres el peligro de pasar la noche al sereno!

Miró hacia arriba intentando observar la posición del sol, pero sin resultado, ya que la vegetación era tan densa que no lo permitía. Miró a su alrededor esperando reconocer entre aquellos colosos vegetales, algún grupo ya visto durante su marcha hacia el pantano, y entonces se dio cuenta de que las plantas eran todas de otra especie. No veía más que cedros silvestres altísimos y muy corpulentos, entremezclados con unos bananos marchitos y sin fruto, y con otras feraces plantas tropicales.

—Este bosque no es el de antes —murmuró Córdoba, cuya inquietud aumentaba—. ¿Dónde he ido a meterme? ¡Sólo faltaba esta desgracia, después de la mala nueva que he descubierto! ¡Haré señales…!

Se quitó el fusil del hombro y apuntó al aire. Estaba a punto de disparar cuando un súbito pensamiento lo detuvo.

—Qué barbaridad iba a cometer —dijo, bajando el arma y poniéndosela en bandolera—. Ya había olvidado a los hombres que he visto… Si oyen mis disparos pueden volver, cayéndome encima y haciéndome prisionero. Son rebeldes y quizá de los más decididos, y estarían muy contentos de poder capturar al segundo comandante del «Yucatán». Amigo Córdoba, prepara las piernas y adelante a toda vela.

El lobo de mar se puso de nuevo animosamente en camino, procurando llevar un camino más o menos derecho, cosa muy difícil, porque el hombre perdido en un bosque, involuntariamente, por mucha atención que ponga, tiende a describir círculos más o menos amplios, inclinándose casi siempre hacia la izquierda.

Córdoba no sabía por dónde andaba ni cuál era la dirección justa; continuaba avanzando esperando llegar a la orilla del páramo o al bosque que acababa de recorrer. Desgraciadamente, las plantas se hacían tan espesas que le obligaban a describir frecuentes curvas para poder abrirse paso.

Los cedros gigantes, viejos quizá de varios siglos, hubieran permitido fácilmente la marcha con paso rápido, al no crecer uno junto a otro, pero bajo ellos había unos matorrales muy intrincados, formados por plantas de menores dimensiones pero bastante tupidas.

Eran matas de orquídeas espléndidas, de salvia fulgens de flores carmesí, de nentzelia de delicado perfume, de cyntheas con el tronco de un bello color negro, de reflejos metálicos, con sus enormes hojas rizadas y de hibiscus ferox que erguían sus cálices rojos de corola dorada, y de grandes cañas enguirnaldadas de campánulas azules y purpúreas de espléndido efecto. Otras veces, en cambio, se debatía contra macizos inextricables de pasifloras de raíces ramosas, de tallo herbáceo o lígneo, de hojas reticuladas, provistas de aquellas curiosas flores que llevan en ellas los emblemas de la pasión de Jesucristo; o sea, tres tallos que representan perfectamente tres clavos, cinco estambres que parecen martillos, una pequeña corona de espinas y una aureola semejante a la que se pinta alrededor de la cabeza de los santos.

El lobo de mar, ahogado entre todos aquellos vegetales, había aminorado la marcha. Empezaba a estar cansado después de tantas horas de continua marcha y también hambriento.

El sol ya estaba próximo a su ocaso.

—¡Ea! —murmuró deteniéndose junto al tronco de un caoba y mirando melancólicamente las grandes plantas que le rodeaban—. Es preciso que me decida a pasar la noche aquí y esperar que amanezca. Afortunadamente en esta isla no hay animales feroces, aparte los caimanes, así que no creo que nadie venga a roerme las piernas. Si encontrara por lo menos alguna cosa que ponerme entre los dientes y un sorbo de agua estaría contento. Veamos: es imposible que no pueda encontrar al menos bananas o naranjas.

Volvió a emprender la marcha lentamente, mirando a derecha e izquierda y después de trescientos o cuatrocientos pasos llegó a un pequeño claro que mostraba las huellas de un reciente cultivo, viéndose surcos, hoyos y algunas cañas secas esparcidas por todas partes.

—Este claro debe haber estado destinado a cultivar la caña de azúcar —murmuró.

Miró alrededor y divisó, en los márgenes del bosque, un grupo de plantas que reconoció súbitamente.

—¡Ah…! ¡El magüey! —exclamó, soltando un hondo suspiro de satisfacción—. Podré al menos apagar la sed.

Lo que el lobo de mar llamaba magüey, eran algunas pitas o agaves, plantas muy decorativas que fructifican con facilidad en las Grandes Antillas.

Estos vegetales, que crecen incluso en los terrenos más estériles, obtienen la mayor parte de su nutrición de la humedad del aire y emplean quince o veinte años para alcanzar su completo desarrollo.

Durante este larguísimo período de tiempo sólo crecen las hojas, que llegan a alcanzar una longitud de dos metros y un espesor de ocho o diez centímetros.

Cuando llega la época favorable, del centro de la planta surge un largo tallo que en sólo dos días, alcanza la altura de cuatro o hasta cinco metros… Se le ve crecer a simple vista, como ocurre con el bambú gigante de la India.

En la cúspide de este tallo despunta entonces la flor, que no debe dejarse desarrollar ya que entonces de esta preciosa planta no se obtendría ningún resultado.

En cambio, se corta, y así se forma en el tallo un hueco de dos o tres litros de capacidad, que se rellena, dos o tres veces cada veinticuatro horas, de un líquido azucarado, fresco, incoloro, que se llama aguamiel. Este líquido es el jugo que habría debido pasar de las hojas a la flor y que ahora se detiene en la extremidad del tallo cortado.

Durante cinco meses la planta se dedica a suministrar el aguamiel, proporcionando cerca de mil litros; después, completamente exhausta, se seca y acaba por morir.

Este líquido, expuesto durante doce horas al aire, en lugar sombreado, fermenta y se transforma en una bebida espumosa, ligeramente embriagadora, agradabilísima y que, especialmente en México, se consume en cantidades enormes. Se llama entonces pulque.

Pero los beneficios del agave no terminan aquí.

De sus raíces se extrae una clase de aguardiente que se llama mezcal; de sus hojas se obtiene una especie de papel indestructible sobre el que fueron escritos los manuscritos de los aztecas, el famoso y civilizado pueblo mexicano; con las partes fibrosas se hacen cuerdas bastante resistentes y tejidos, y sus espinas se usan en la construcción de cabañas, sirviendo perfectamente de clavos.

Córdoba, que estaba muy sediento, se acercó a una de aquellas plantas que había sido decapitada de su flor, y encontrando el hueco del tallo lleno de líquido, se puso a beber con viva satisfacción.

Iba a volverse para buscar algún fruto, cuando vio, en el margen opuesto del bosque, un hombre inmóvil que estaba observándole con aire de sospecha, no exenta de viva inquietud.

Era un joven de veinticuatro o veinticinco años, de estatura más bien baja, con rasgos angulosos y ojos negrísimos y que llevaba el uniforme de los soldados coloniales españoles, de tela blanca. En vez del ros (un quepis de forma especial, cubierto de tela gris encerada) llevaba en la cabeza un amplio sombrero de paja.

No llevaba fusil, pero en el costado portaba la daga, que había empuñado con gesto resuelto dispuesto a desenvainarla en caso de peligro.

—¡Diablos! ¡Un soldado! —exclamó Córdoba alegremente—. ¡Este sí que es un encuentro afortunado! ¡Buenas tardes, jovencito; sed bien hallado!

El soldado, que se había mantenido todo el tiempo junto al margen del bosque, preparado para volverse a adentrar en él, creyendo quizá tener delante a un rebelde; oyendo estas palabras, dejó la empuñadura del machete y se adelantó algunos pasos, diciendo:

—¿Sois un cazador?

—En este momento, a decir verdad, andaba más en busca de vegetales que de caza —respondió Córdoba, riendo.

—¿De dónde venís?

—De la costa, amigo.

¿Y qué habéis venido a hacer en estos bosques?

—A buscar al capitán Carrill. ¿Lo conocéis?

—¡El capitán Carrill! —exclamó el español, con asombro—. ¿El capitán Carrill, habéis dicho? ¿Quién sois vos, pues?

—Soy un hombre de mar.

—¿Cubano?

—No, un poco español y también un poco mexicano.

—¿Y qué queréis de mi capitán?

—¡De vuestro capitán! ¡Por mil ballenas! ¿Seréis vos uno de la escolta encargada de recibir la carga del «Yucatán»?

—¡El «Yucatán»! —gritó el español, dirigiéndose precipitadamente hacia Córdoba—. ¿Ha llegado esta nave?

—Hace dos días.

—¿Ala bahía de Corrientes?

—Justamente.

—¡Desgraciados!

—¡Oh…! ¿Qué queréis decir, jovencito?

—¿No lo sabéis, pues?

—¿El qué?

—Que la escolta que debía recibir la cargaría sido hecha prisionera por la partida del capitán Pardo.

—¡Truenos del Yucatán! —exclamó Córdoba, palideciendo—. ¡Prisionera! ¡Es una noticia terrible!

—Así, ¿no sabéis que vuestra nave está en peligro de ser capturada?

—¡Capturada! Poco a poco, jovenzuelo. Maestro Colón, que tiene el mando en ausencia mía y de la marquesa del Castillo, no es un hombre que se deje cazar fácilmente y los ciento diez marineros que tiene con él son hombres que harían pagar cara una tentativa así.

—¿No sabéis la trama infernal que han proyectado?

—La adivino.

—Intentarán atraeros al interior, haceros prisioneros y después arrancaros una orden para hacer desembarcar la carga.

—¡Ah…! ¿Es eso? —dijo Córdoba, que había recuperado su sangre fría—. Decidme, muchacho, ¿conocéis a un cierto señor del Monte?

—Es el mulato que debía ir a la bahía para conduciros al interior y traicionaros.

—¡El villano! ¡Lo había sospechado!

—¿Lo habéis visto?

—Está en el campo con la marquesa del Castillo.

—¡Maldito sea ese perro!

—Os aseguro que mañana ya no estará vivo, palabra de Córdoba. Ahora decidme quién sois vos.

—Soy el asistente del capitán Carrill.

—¿Y cómo os encontráis aquí?

—Por la simple razón de que he logrado escapar del capitán Pardo. Hace treinta horas que camino como un desesperado para llegar a la bahía y advertir a los hombres del «Yucatán» del peligro que corren. Desgraciadamente, veo que he huido demasiado tarde.

—Ño se ha perdido todo aún, amigo mío. Estamos todavía libres y armados, y el «Yucatán» tiene buenos cañones para los insurrectos. ¿Dónde está vuestro capitán?

—En poder de Pardo.

—¿Con toda su escolta?

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Hace ya tres días —respondió el soldado—. Los insurgentes nos habían tendido una emboscada en el interior de la selva, asaltándonos en gran número y cayéndonos encima tan rápidamente, que no pudimos organizar la resistencia. Sin embargo, no habrían conocido el objeto de nuestra expedición, sin nuestros porteadores negros.

—¿Han sido los negros los que lo han explicado todo al capitán Pardo?

—Sí, aquellos truhanes, señor. Seguramente atemorizados por las amenazas o comprados con oro, aquellos infames han revelado todo.

—Y los insurgentes, a los que interesaba que las armas no llegaran al mariscal, han preparado la trampa. Lo sabía.

—¿Vos?

Córdoba se metió la mano en el bolsillo, sacó el pedazo de papel encontrado en la choza y lo desplegó, leyendo en alta voz:

Se ordena a todos los jefes de las partidas capturar a la marquesa del Castillo y a todo su séquito, encargados de desembarcar en la bahía de Corrientes un envío de armas y municiones para el mariscal Blanco, y apoderarse de la nave.

Pardo.

—¡Caramba! —exclamó el soldado, mirando al lobo de mar con vivo asombro—. ¿Quién os ha dado ese documento?

—Lo he encontrado en una cabaña.

—Señor —dijo el español—. Debéis volver inmediatamente a bordo del «Yucatán».

—Estaría muy contento de poder ir, pero no he sido ni siquiera capaz de volver al campamento de la marquesa. Por espiar al villano del Monte, me he extraviado en este maldito bosque.

—¿Así que no sabéis dónde se encuentra el campamento?

—No debe estar lejos; pero ignoro donde puede hallarse.

—Lo encontraremos, señor. Yo conozco estos bosques, que he recorrido muchas veces, pero ahora es demasiado tarde para ponerse en camino. El sol se está ocultando y dentro de poco no se verá nada bajo estos espesos vegetales.

—Esperaremos el alba.

—¿La marquesa os esperará?

—No tengo ningún temor. La capitana no es una mujer que abandone a sus hombres.

—Acamparemos aquí y esperaremos a que salga el sol —dijo el soldado—. ¿Tenéis hambre, señor?

—Estoy desfallecido y comería gustosamente un par de bizcochos.

—No puedo procurároslos, porque no los tengo; sin embargo, puede ofreceros alguna cosa que puede sustituirlos. Seguidme, señor.

Abandonaron el grupo de agaves después de haber bebido de nuevo, y se dirigieron hacia el borde del bosque. El soldado miró hacia arriba durante algunos instantes como si intentase descubrí^ alguna cosa entre el espejo ramaje, sis paró después ante un árbol de tronco liso y alargado, sostenido por unas cuantas raíces que salían del suelo, manteniéndolo como suspendido a un metro de altura, y que en la extremidad superior tenía un bellísimo copete de hojas, de cuyo centro salía un voluminoso pimpollo de más de dos pies de largo.

—Allí está nuestra cena —dijo el soldado.

—Es verdad —repuso Córdoba—. Conozco bien este árbol. Es la areca oleracia.

—O mejor un repollo palmero, como se le llama por aquí —respondió el soldado.

El soldado se desembarazó de la daga, abrazó el tronco que era bastante panzudo en su parte inferior, y ayudado por Córdoba, después de algún trabajo logró llegar a la cima y romper, con algunos tajos, el grueso brote superior, echándolo al suelo.

Esta planta, como había dicho Córdoba, era una de las que los botánicos llaman areca oleracia, árboles que crecen en gran cantidad en América central e incluso más al sur, pero especialmente en las Antillas.

Pertenecen estos vegetales a una numerosa familia, y la variedad americana produce una especie de almendra de enormes dimensiones, casi un metro de larga y con la base ancha como la cabeza de un hombre. Tiene un sabor muy agradable, es dulce y además nutritiva, y la buscan especialmente los negros de las plantaciones.

Esta almendra crece justo en el centro del grupo de hojas, tiene forma de cono y puede alimentar perfectamente a cuatro o cinco hombres.

Córdoba y el soldado, cargados con la gruesa almendra, volvieron al pequeño claro y después de quitarle las hojas que la envolvían, se pusieron a comerla ávidamente, pues los dos estaban hambrientos.

Cuando se hubieron saciado, se tendieron plácidamente en la hierba, junto a los grandes agaves, encendiendo un cigarrillo y charlando como dos viejos amigos.

—¡Vaya! —dijo Córdoba, después de haber narrado las peripecias pasadas por el «Yucatán» durante la travesía del estrecho—. Decidme cómo va la guerra. Hace cuatro días que estamos completamente a oscuras acerca de los movimientos de los americanos. ¿Qué hacen esos insolentes?

—Nada bueno hasta ahora —respondió el soldado—. Se limitan a bloquear las costas, atacando a las naves mercantes españolas.

—Como verdaderos piratas.

—Han capturado hasta ahora la goleta «Buenaventura», que navegaba junto a Key-West y el vapor «Pedro» cerca de las costas septentrionales de Cuba, y también el «Guido».

—¿Ningún combate hasta ahora?

—Sí, dos hechos de armas. En Cárdenas, nuestra cañonera «Ligera» ha rechazado a cañonazos, dañándolo gravemente, al cazatorpedero americano «Cushing» que intentaba desembarcar armas para los insurgentes, y Matanzas ha sido bombardeada por los barcos americanos «New York», «Cincinnati» y «Puntan» con poco provecho; pero no ha habido ningún desembarco.

—Los yanquis se lo toman con calma —dijo Córdoba, riendo.

—En Cuba sí, pero parece que en otros sitios actúan más rápidamente —dijo el soldado, cuya frente se había ensombrecido.

—¿Qué queréis decir?

—Que las islas Filipinas están expuestas a un gran peligro y que se teme bastante por Manila. Cuando nosotros dejamos La Habana, reinaba una gran inquietud por las malas noticias llegadas de España.

—¿La escuadra americana del Pacífico se dirige acaso hacia Manua? —preguntó Córdoba, con ansiedad—. Si esto es cierto, temo que las Filipinas corran un gravísimo peligro.

—Si, la mala nueva ha sido anunciada, pero es de esperar que nuestra flota les impida el acceso a la bahía.

Una sonrisa incrédula afloró a los labios del lobo de mar.

—¡Nuestra flota! —dijo con voz amarga—. ¿Qué creéis que puede hacer contra los grandes cruceros acorazados del contraalmirante Dewey?… Uno sólo bastaría para destrozar las viejas naves del almirante Montojo, aunque fuera ayudado por las baterías de tierra. No hay más que una, entre las nuestras, que pueda resistir un poco, la «Reina Regente», e incluso este crucero de segunda clase no está protegido. Amigo mío, siento decíroslo, pero si el contraalmirante americano se dirige hacia las Filipinas, a nuestros marineros no les quedará otra perspectiva que la de hacerse matar valientemente a bordo de sus viejas naves.

—¿Lo creéis así?

—Os está hablando un hombre de mar.

—Entonces las Filipinas están perdidas.

—Mucho me temo que sea así, amigo, tanto más porque también allí los insurrectos no están del todo calmados. Bajo las cenizas hay todavía rescoldos encendidos y de un momento a otro pueden estallar con nueva violencia. ¿Qué pueden hacer nuestros compatriotas, atacados desde el mar por los americanos y en tierra por los rebeldes?

—Se decía que la insurrección había sido extinguida.

—No del todo. Los americanos la reanimarán, podéis estar seguro, porque además llevan a bordo de una de sus naves a Aguinaldo, uno de los más influyentes caudillos de la última insurrección. Que Dios proteja a España o acabará mal aquí y también en el océano Pacífico, a pesar del valor y la energía indomable de nuestros compatriotas. ¡Amigo, buenas noches!

—¿Dormís?

—Cerraré los ojos un rato.

—Yo vigilaré.

—Gracias, después os relevaré.

El lobo de mar iba a tumbarse en la hierba, cuando se levantó bruscamente, exclamando:

—¡Un disparo!

12. La retirada a través del bosque

El soldado español, que se había acurrucado junto a los agaves, dio un salto y quedó en pie tendiendo la cabeza hacia el borde del bosque, como si hubiera querido recoger mejor la detonación que había sonado inesperadamente bajo los grandes árboles y se propagaba, de matorral en matorral, repetida por el eco.

—Un tiro de fusil, ¿no es verdad? —preguntó Córdoba, lanzándose hacia él.

—Sí —respondió el español, enderezándose.

—¿Habrá sido un rebelde el que ha hecho fuego?

—Lo dudo, señor. Aquellos bribones tienen todos armas americanas, mientras que aquella detonación ha sido producida por un fusil Máuser, estoy seguro.

—Entonces son mis marineros que hacen señales.

—¿Tienen fusiles Máuser?

—Sí, amigo.

—Vamos a su encuentro. La detonación ha sonado hacia el sur y nosotros iremos en aquella dirección.

—¿Contestamos?

—Creo que es peligroso hacer tantos disparos. Quizá los rebeldes de Pardo, al darse cuenta de mi fuga, pueden estar por estos contornos.

—¡En marcha! —dijo Córdoba resueltamente—. Pero va a ser difícil orientarse en esta oscuridad ¡Por mil ballenas! No se ve más allá de la punta de la nariz.

—El cielo está cubierto y temo que antes del amanecer estalle un furioso huracán, señor.

—¡No nos faltaría más que eso!

—No os inquietéis; sé donde existe un buen refugio.

Venid, señor… ¡Ah…! ¡Otro disparo! ¡Buena señal! Estos disparos nos servirán de guía.

Se habían puesto en marcha, intentando dirigirse, lo mejor que podían, hacia el lugar de donde parecían proceder los dos disparos de fusil que anunciaban su inminente salvación, por estar convencidos de que habían sido disparados por los marineros de la escolta.

Desgraciadamente el bosque continuaba muy espeso y la oscuridad era tan profunda que hacía dudar de que pudiera encontrar a sus salvadores. Ambos andaban a tientas cómo dos borrachos, chocando contra los troncos de los árboles, contra las raíces, contra las lianas y tropezando a cada paso. Era una serie continua de caídas seguidas de una retahíla de imprecaciones.

No habían logrado recorrer más que doscientos o trescientos pasos cuando oyeron una tercera detonación y ésta tan próxima que pudieron distinguir incluso el silbido de la bala.

—Se están acercando mucho —dijo el soldado—. El hombre que ha hecho fuego no puede encontrarse más que a cuatrocientos o quinientos metros de nosotros.

—¡Bueno! —dijo Córdoba—. Si hubiera tenido que continuar esta marcha una hora más habría renunciado. ¡Por mil ballenas! ¡Estoy molido!

—¡Valor, señor! ¡La salvación está cerca…!

—Os sigo como puedo. ¡Al diablo los bosques y las tinieblas!

Un cuarto disparo retumbó y tan próximo que el soldado pudo divisar, a través de los árboles, el destello de fuego.

—¿Habéis visto? —preguntó.

—Sí —respondió Córdoba—. ¡Eh! ¡Alonso! ¡Pedro! ¡Álvaro! ¿Sois vosotros…?

—¡Caray! —gritó una voz—. ¡El señor Córdoba! ¡Es su voz!

—Sí, Álvaro —gritó el lobo de mar.

Un hombre provisto de una rama resinosa que ardía como una antorcha, seguido a poca distancia por otro que llevaba un fusil en la mano, se abalanzó entre los matorrales, diciendo:

—Ha sido una verdadera suerte, señor teniente, haberos encontrado con esta oscuridad y en medio de este espeso bosque.

—Una suerte, amigo mío, que esperaba ardientemente —respondió Córdoba—. ¿Dónde está la marquesa?

—Nos sigue con los otros cuatro marineros.

—¿Habéis dejado el campamento?

—Al anochecer. Estábamos muy inquietos por vuestra ausencia, temiendo que os hubiese ocurrido alguna desgracia.

—¿Ha pasado algo?

—Nada, comandante.

—¿Y el cubano?

—También desaparecido.

—¿No ha vuelto? —preguntó Córdoba, con una mirada de asombro.

—No lo hemos visto más. Pero… ¿Tenéis compañía? ¿Habéis encontrado acaso a los soldados del capitán Carrill?

—Lo sabréis más tarde. Rápido, conducidme ante la capitana.

—Aquí mismo llega —dijo el compañero de Álvaro.

Unas antorchas habían aparecido al lado de una espesura de bananos y en medio de aquella luz rojiza y humeante se distinguía a la marquesa que avanzaba con paso firme, apretando entre sus manos el fusil.

—¡Doña Dolores! —exclamó Córdoba, lanzándose hacia ella—. ¡Qué feliz soy al veros!

—Y yo más que tú, mi viejo amigo —respondió la marquesa—. ¡Qué angustia me has hecho pasar, imprudente!

Empezaba a temer que hubieses caído en manos de los rebeldes.

—Estoy contento de haberlo evitado.

—¿Y por qué, bribón? —preguntó la marquesa, riendo.

—Porque os traigo las pruebas de que íbamos a ser traicionados y de que el «Yucatán» corre un grave peligro.

—¡Mi «Yucatán»! —exclamó la marquesa, con voz alterada.

—Los insurgentes saben que estamos aquí y que debíamos desembarcar armas y municiones.

—¿Quién nos ha vendido?

—Los porteadores negros que seguían la columna del capitán Carrill.

¿Cómo sabes todo eso? Habla, cuéntame, Córdoba.

El lobo de mar le puso al corriente en pocas palabras de todo lo que le había ocurrido, del descubrimiento de la carta, de los hombres que había visto, de su extravío en medio del bosque, del encuentro con el soldado y de la suerte que habían corrido el capitán Carrill y su escolta.

—Todo está perdido —dijo la marquesa con los dientes apretados—. Nuestra misión ha fracasado completamente.

—No, señora —dijo en aquel momento el soldado, adelantándose—. Las armas son esperadas.

—¡Esperadas…! ¿Y por quién, si no podemos desembarcarlas? —preguntó la marquesa.

—El capitán Carrill había recibido del mariscal Blanco otras órdenes, para que la carga se desembarcase en otra parte, en el caso de que los insurgentes hubieran impedido la operación. Yo, señora, antes de mi fuga he recibido de mi capitán una carta, con el encargo de entregarla personalmente a la marquesa Dolores del Castillo.

Diciendo esto, el soldado se había desabrochado la guerrera y de un desgarrón del forro sacó un pequeño pliego sellado, que entregó en seguida a la marquesa.

En el sobre estaba escrito lo siguiente:

Para entregar a la señora marquesa Dolores del Castillo, capitana del «Yucatán».

—El muy zorro no me había hablado de esto —dijo Córdoba—. El hombre es prudente; buena señal.

La marquesa rompió el sobre y a la luz de las antorchas leyó:

Se ruega a la señora marquesa Dolores del Castillo hacer rumbo a Santiago, en el caso de que acontecimientos imprevistos impidiesen el desembarco de las armas y municiones en la bahía de Corrientes, y de ponerse bajo la protección de la escuadra del vicealmirante Topete y Cervera ya en ruta hacia aquella plaza.

Blanco

—¡Por mil ballenas! —exclamó Córdoba—. ¡El vicealmirante Cervera en ruta hacia Santiago! ¡He aquí un hombre que dará mucha guerra a los yanquis!

—¿Qué dices, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—Digo, señora, que en vista de que aquí no podemos desembarcar la carga iremos a Santiago. ¡Caray…! ¿Cervera estará allí con sus cruceros? Esto significa que en aquella plaza se desarrollarán grandes combates, os lo aseguro.

—Sin embargo, se decía que la escuadra de Cervera estaba fija en el cabo Verde.

—En cambio, ahora parece que se mueve.

—Dime, Córdoba, ¿podemos forzar el bloqueo y llegar a Santiago?

—Con un poco de audacia lo forzaremos e iremos a saludar al coronel Ordóñez, buen amigo mío y valeroso soldado.

—Entonces no nos queda más que volver a la costa y embarcarnos.

—Y lo más deprisa que se pueda, marquesa, o caeremos en las manos del apreciado señor del Monte.

—¿Tú crees que estaba encargado realmente de conducirnos a una emboscada?…

—Preguntádselo al soldado, que lo conoce personalmente.

—¡El muy villano!

—Estoy seguro, doña Dolores, de que en este momento el truhán se encuentra en nuestro campamento con un buen acompañamiento de rebeldes.

—Córdoba, volvamos a bordo. Temo por mi «Yucatán».

—¡Bah! Maestro Colón es un marinero que no se deja engañar y mucho menos sorprender. Dejad que los cuba nos se muestren y les hará probar las balas de las ametralladoras y si no bastan, también las del cañón. De todas maneras, batámonos en retirada; temo que del Monte esté ya sobre nuestras huellas.

—No iremos muy lejos, Córdoba. He visto el sol ocultarse, rojo como un disco de hierro incandescente, y he observado que el aire se enturbia, y tú sabes que estos signos indican el inminente estallido de uno de los terribles huracanes, que gozan de tan triste celebridad en las Antillas.

—El soldado me ha hablado de un refugio y lo buscare mas en seguida; no es prudente encontrarse en pleno bosque, cuando el viento se enfurece con la potencia que todos conocemos.

—Os conduciré a un lugar donde podremos pasar la noche y ponernos a seguro, señora —dijo el español, volviéndose a la marquesa.

—¿Hay alguna cabaña en estos contornos?

—Mejor todavía, señora; hay un fortín, en parte derrumbado, pero que nos bastará, porque tiene una torre en buen estado y una casamata.

—¿Está lejos?

—No lo creo. Decidme, señora, ¿habéis atravesado un riachuelo para llegar aquí?

—Sí —respondió la marquesa.

—Si podemos encontrarlo llegaremos pronto al fortín.

—Debe encontrarse a un kilómetro detrás de nosotros —dijo un marinero—. Con la brújula espero poderlo hallar.

—Partamos —dijo la marquesa—. El huracán se acerca al galope.

—Y dentro de poco destrozará todas estas plantas —agregó Córdoba—. Esperemos que alguno de estos colosos caiga sobre el cráneo de nuestro estimado señor del Monte y lo envíe a cobrar el precio de la traición del mismo diablo.

El pelotón se puso rápidamente en camino, precedido por dos marineros provistos de ramas resinosas, pues la oscuridad seguía siendo profundísima bajo los gigantescos árboles.

El huracán tan temido se aproximaba rápidamente.

Ya se veían algunos relámpagos centellear sobre la inmensa cúpula de vegetación, seguidos de un tenebroso rugido que parecía propagarse hasta bajo tierra, como si el suelo hubiese adquirido una sonoridad extraordinaria, mientras el aire, que se había vuelto sofocante, casi ardiente, se impregnaba rápidamente de electricidad.

Dentro de poco aquella gran jungla había de convertirse en el teatro de una escena espantosa, ya que los huracanes de las Antillas son de una violencia tal que no podemos hacernos idea de su fuerza. Duran poco, pero ¡qué enormes desastres ocasionan, especialmente si a la fuerza irresistible del viento se une, como demasiado frecuentemente sucede, la fuerza brutal de los terremotos y maremotos!

Suelen estallar al principio de la estación de las lluvias y se anuncian algunas horas antes haciendo aparecer el sol rojo y el aire turbulento, mientras, por el contrario, la cima de las montañas aparece clarísima y las estrellas parecen más grandes de lo acostumbrado.

Repentinamente, tras una calma perfecta, el viento empieza a soplar con violencia, con embates irregulares, de poniente a levante; y después bruscamente cambia de dirección. Las dos grandes corrientes de aire, al encontrarse producen un trastorno formidable y súbito, abatiendo, en su zona de influencia, todo lo que encuentran.

A veces bastan pocos minutos para cambiar el aspecto a islas enteras. Árboles gigantescos, seculares, y que parecían ser fuertes como montañas, son arrancados y trasladados lejos; los edificios más sólidos son derribados y convertidos en montones de ruinas; las plantaciones, fruto de tantos sudores, desaparecen y allí donde antes se veían espléndidas campiñas, no se encuentra después más que res tos espantosos y hondonadas desnudas de toda vegetación, .mientras en las costas el mar invade las orillas, destrozando cuanto encuentra y estrellando los navíos contra los escollos.

Después de estos desastrosos movimientos vienen las grandes lluvias, otra grave desgracia para las islas del golfo de México, tan ubérrimas pero asimismo tan desgraciadas. Es cierto que refrescan el aire, pero producen la fiebre amarilla y el vómito negro que tantas vidas humanas consume anualmente. El aire entonces queda totalmente impregnado de humedad, que lo corrompe todo. La carne en veinticuatro horas, e incluso menos, se pudre; las frutas aunque se hayan recogido un poco verdes, se agostan; el pan, si no está recocido, se enmohece; la harina, si no se tiene la precaución de conservarla encerrada en botes y apretada de manera que adquiera la dureza de la piedra, queda inservible; el vino se avinagra rápidamente; las semillas no se salvan más que con grandes cuidados y finalmente los metales también sufren porque se oxidan inmediatamente.

Estas son las desdichas a que están sometidas aquellas espléndidas islas durante la estación de las lluvias, que empieza hacia fines de mayo o a veces incluso antes, prolongándose por seis meses o más.

Entretanto, el huracán empezaba a gruñir amenazadoramente; la patrulla, guiada por el soldado, apresuraba la marcha para alcanzar el refugio.

Atravesado el pequeño curso de agua que buscaban, el español se había puesto a bordearlo, abriéndose paso fatigosamente entre los espesos zarzales que crecían en la orilla, seguido de cerca por la marquesa, Córdoba y los marineros del «Yucatán», dos de los cuales llevaban todavía las teas encendidas.

Después de recorrer unos quinientos pasos, el soldado se paró algunos instantes para orientarse, luego se adentró resueltamente en el bosque, diciendo:

—Estamos cerca.

Justo en aquel instante una ráfaga impetuosa, inesperada, se volcó sobre el bosque haciendo inclinarse las gran des hojas de las palmeras y gemir las ramas de los cedros, naranjos y caobos, seguida casi inmediatamente por vividos relámpagos y furiosos truenos.

Parecía que en los inmensos espacios del cielo hubiese estallado un duelo de artillería.

Gruesas gotas, cálidas como si salieran de una enorme caldera en ebullición, empezaban a caer con una extraña crepitación, golpeando fuertemente las hojas de los árboles, que se retorcían bajo nuevas ráfagas.

—Apresurémonos —dijo Córdoba—. No es prudente dejarse atrapar por el huracán.

En vez de apretar el paso, el soldado se detuvo bruscamente, diciendo:

—¡Alto!

—¿Qué pasa? —preguntó Córdoba, adelantándose.

—Me parece haber visto a alguien deslizarse por entre aquel matorral de los bananos.

—Habrá sido un jabalí. Ya sabéis que estos animales abundan mucho.

—A mí me pareció un hombre.

—Olvidaos de él. Si es un hombre de bien se acercará en busca de ayuda, si es un malhechor malintencionado no se atreverá a atacar una escolta armada.

—Quizá tenéis razón —respondió el soldado—. Estaría más contento, sin embargo, si nadie nos viera llegar al viejo fortín.

—¿Qué teméis?

—A los rebeldes, señor; pueden sorprendernos.

—¿Con este huracán? ¡Bah! ¡Adelante, mi bravo soldado!

El español obedeció, pero sacudiendo dos o tres veces la cabeza, como si estuviera descontento.

Al pasar junto al grupo de los bananos se detuvo para escuchar; no oyendo nada, continuó su marcha describiendo amplios giros a través de aquel caos de vegetales, como si intentase hacer perder el rastro de la patrulla.

Diez minutos después se paraba en la orilla de un claro, en medio del cual se distinguía confusamente un edificio coronado por una especie de torre pentagonal y circundado por una muralla destruida en gran parte.

—Hemos llegado —dijo en voz baja.

—¿Qué es este refugio? —preguntó la marquesa.

—En un tiempo fue un fortín, ahora no es más que una ruina —respondió el español—. Pero me han contado que durante la insurrección de los diez años, dio mucho que hacer a los guerrilleros del jefe rebelde González.

—Para nosotros será suficiente —dijo Córdoba.

Atravesaron el claro y se apresuraron a entrar en el interior del cercado, pasando a través de una ancha brecha, mientras la lluvia comenzaba a caer con gran violencia y vividos relámpagos rompían, casi sin interrupción, la profunda oscuridad.

13. El fortín español

El fortín, construido en medio del espeso bosque para poder dominar a los insurgentes del extremo de la provincia de Pinar del Río, consistía en una fortificación que debía tener al menos ciento cincuenta metros de perímetro y en un pequeño edificio que sostenía una gruesa torre pentagonal, de unos quince metros de altura, con numerosas aspilleras defendidas por gruesas barras de hierro y coronada por unas almenas aún en buen estado.

Exceptuando la torre, todo lo demás era una completa ruina. La muralla estaba derrumbada en su mayor parte y se veían por doquier sus escombros, y las cuatro pequeñas casamatas que constituían el edificio tenían las paredes agrietadas, los techos ruinosos y las puertas desencajadas. Debía de haber sufrido más de un violento asalto, pues se veían sobre sus muros las marcas dejadas por las balas y también anchos agujeros producidos por la explosión de alguna granada.

Tanto fuera como dentro, las hierbas y los rastrojos habían invadido el espacio libre, y las lianas habían proliferado en gran cantidad, serpenteando sobre los techos hundidos y agarrándose a los ángulos de la torre, formando pintorescos festones de hojas y flores.

El soldado, que debía haber buscado refugio en aquel fortín otras veces, saltó sobre los restos que se habían acumulado ante una puerta y condujo a sus compañeros a la mejor de las cuatro casamatas, que comunicaba, por una estrecha abertura, con la base de la torre.

Se encontraron en un cuartucho repleto de escombros y zarzas, donde se veía, en un ángulo, delante de una aspillera, una vieja cureña de artillería privada de su pieza.

Apenas habían entrado cuando, a la luz de las ramas resinosas, divisaron bandas de gruesas ratas que huían en todas direcciones, lanzando agudos chillidos.

—¡Oh…! —exclamó la marquesa, que no pudo contener un gesto de repugnancia.

—¿Os asombráis, doña Dolores? —preguntó Córdoba, riendo—. ¿No sabéis pues que las Grandes Antillas y también las Pequeñas no son más que inmensas ratoneras?

—¿Es que aquí se respeta a los ratones?

—Menos que en cualquier sitio, ya que se les persigue ferozmente; pero son tantos, que no se logrará nunca exterminarlos.

—Una verdadera calamidad para las plantaciones —dijo la marquesa que se había acomodado sobre el resto del cañón, mientras los marineros, después de plantar las teas entre los escombros, volvían al exterior para recoger hojas con que improvisar lechos.

—Un enorme desastre, para ciertos cultivadores —respondió Córdoba, encendiendo un cigarrillo—. Habéis de saber qué sólo en Jamaica, hasta hace pocos años los daños alcanzaban casi tres millones y que en Cuba, Puerto Rico, Trinidad, Barbados, la Guadalupe y en la Martinica devoran en conjunto, cada año, cerca de cincuenta millones de productos.

—¿Qué ratas son éstas, pues…?

—Roedores feroces, despiadados, que devastan plantaciones enteras de caña de azúcar, de café, de patatas, de cacao, de maíz, de legumbres, de granos y que ocasionarían estragos inmensos en los gallineros de los pobres colonos.

—¿Atacan también a los pollos?

—¡Y con qué ensañamiento!

—¿Y qué hacen los gatos?

—Tienen miedo, doña Dolores. ¿Ignoráis que algunas de estas ratas miden, de la cola a la cabeza, hasta ochenta centímetros?

—¡Oh…! ¡Qué horribles monstruos!

—Pero no les bastan las gallinas; también atacan a los niños. En seis años, en estas islas, han devorado más de una docena de negritos. Todavía recuerdan todos como en la Martinica descarnaron completamente a una pobre negra que se había dormido en un campo de maíz y en la Guadalupe a un negro que se había tumbado en el campo, después de haber bebido demasiado ron.

—¿Y no han intentado destruir a estos famélicos y repugnantes roedores?

—Sí, pero de momento sin éxito. Se emplearon las hormigas de Cuba, que como sabéis tienen unas garras robustas como si fueran de acero, esparciéndolas en todas las islas; también los sapos toro, aquellos batracios grandes y feos que mugen como un buey enfurecido; además usaron la serpiente de la Martinica, el venenosísimo «hierro de lanza»; después recurrieron al foso, a las trampas, a los perros amaestrados para la caza de ratas, no obstante se obtuvieron escasos resultados. Ahora, sin embargo, las ratas tienen mala suerte.

¿Han encontrado un buen remedio?

—Sí, doña Dolores. Hace algunos años el señor William Espent, un rico plantador, tuvo la buena idea de experimentar los ichneumon, o sea, las mangostas indias, especie de comadreja, perteneciente a la familia de las civetas, carnívoros feroces, enemigos declarados de los topos y hasta de los cocodrilos, ya que destruyen los huevos de estos peligrosos anfibios. Introducidos en Jamaica, dieron espléndidos resultados, devorando roedores a millones y salvando las plantaciones de una ruina segura. Ahora las mangostas han sido llevadas también a la Martinica, a la Guadalupe y a Puerto Rico, y se han multiplicado de modo inquietante.

—¿Y por qué inquietante, si destruyen las ratas…?

—Porque no respetan los gallineros de los colonos —dijo Córdoba riendo—. Les gustan las ratas, pero no desprecian, como buenos gourmets, las gallinas, pintadas, pavos y ánades.

—Pero los cultivos han sido salvados.

—Es verdad, y compensan con ventaja la destrucción de las gallinas.

En aquel instante se oyó en el exterior una explosión tan formidable que las casamatas temblaron de la base al techo, haciendo caer un montón de escombros.

Los marineros volvían entonces cargados de hojas de bananos para preparar las camas.

—¡Por mil ballenas! —exclamó Córdoba, que había estado a punto de recibir un ladrillo en la cabeza—. Es preciso limpiar esto o seremos aplastados.

—Trasladémonos a la torre —dijo el soldado—. Está todavía en buen estado y además es muy sólida.

Córdobas la marquesa tomaron las antorchas y pasando a través de la estrecha abertura, se introdujeron en el torreón pentagonal, subiendo por una escalera tan angosta, que sólo dejaba pasar una sola persona. La escalera acababa en una puerta forrada de hierro.

Córdoba la empujó y se encontró en una habitación también de forma pentagonal, tan vasta que podía contener cómodamente más de veinte personas y que tenía cuatro anchas troneras protegidas por sólidas barras de hierro.

Una escalera de madera, colocada en un ángulo, conducía a una especie de trampa, que seguramente debía llevar a la plataforma almenada.

—Quedémonos aquí —dijo Córdoba— y esperemos a que cese el huracán.

Los marineros echaron al suelo los manojos de hojas y todos se acomodaron lo mejor que pudieron, formando círculo alrededor de la capitana y el lobo de mar.

El huracán estallaba entonces con irresistible vehemencia, soplando con furia en el inmenso bosque.

Relámpagos cegadores se sucedían sin interrupción, iluminando el interior del torreón, mientras los truenos arreciaban con horrible estrépito, produciendo un estruendo espantoso, ensordecedor.

El viento, desencadenado, rugía en todos los tonos entre las almenas de la torre y los cien mil vegetales del bosque, doblando las robustas ramas como si fueran simples palillos y arrastrando en su carrera nubes de hojas y cañas arrancadas por todas partes.

Había momentos en que parecía que el bosque entero se hundiera y que la torre oscilara sobre sus cimientos. Aquellas ráfagas debían arrancar montones de plantas, transportándolas a través de la jungla y quizá lanzándolos al aire, porque se oían, incluso entre las paredes de la casamata, golpes tremendos que parecían dados por pesados arietes.

La marquesa y Córdoba se habían acercado a una de las aspilleras y miraban al exterior.

A la luz de los relámpagos veían voltear en alas del torbellino, arrastrados a velocidad vertiginosa, hojas, ramas, frutos y troncos, que iban a chocar contra las esquinas de la torre, mientras debajo se oían caer trozos de las casamatas.

—¡Qué furia! —exclamó la marquesa—. Pobres de nosotros si el huracán nos hubiese sorprendido en medio del bosque.

—No hubiera dado un céntimo por nuestra piel —respondió Córdoba.

—Y nuestro «Yucatán», ¿crees que estará en peligro?

—No, doña Dolores, os lo aseguro. Está tan bien resguardado que las olas del mar no llegarán hasta él.

—De todos modos, no estoy tranquila, Córdoba.

—¿Qué teméis?

—Que los rebeldes puedan aprovechar el huracán para abordarlo por sorpresa. Deben desear mucho la carga.

—¿Y los cien hombres del maestro Colón?

—El traidor del Monte puede jugarle alguna mala pasada a Colón.

—Es imposible, en primer lugar, que aquel bribón haya vuelto ya a la costa y además…

—Continúa, Córdoba.

En vez de contestar, el lobo de mar se había inclinado hacia la tronera, llevando la mano a una oreja, como si intentase distinguir, entre los rugidos tremendos del huracán y el estruendo incesante de los truenos, algún otro fragor.

—¿Qué pasa? —le preguntó la marquesa, con voz inquieta.

—¡Por cien mil ballenas! —exclamó Córdoba, cuya frente se había fruncido bruscamente—. ¡Es imposible que me haya engañado!

—¿Qué has oído? ¡Habla, amigo!

—He oído el sonido de un cuerno, doña Dolores.

—Es imposible que lo hayas distinguido entre este estruendo.

—Os digo que lo he oído perfectamente.

—¿Y estás inquieto por ello?

—Un cuerno no pueden hacerlo sonar los jabalíes ni los caimanes.

—Habrá sido algún cubano que pide socorro.

—En esta parte de la isla, cubano quiere decir rebelde, y ya sabéis las ganas que tiene Pardo de tenernos en sus manos. ¡Eh! ¿Habéis oído?

En un momento en que los truenos habían dejado de retumbar y el viento de silbar, se había oído claramente resonar la llamada de un cuerno.

El soldado lo había oído a su vez, y se había alzado vivamente, acercándose a Córdoba y a la marquesa.

—Esta es una señal, una llamada de los insurrectos —dijo, con voz alterada.

—¿Lo creéis así? —preguntó Córdoba.

—Sí, señor. Las bandas del capitán Pardo han adoptado ese instrumento para señales de guerra.

—¿Y estamos a punto de ser rodeados? —preguntó la marquesa, en cuyos ojos brillaba un relámpago de ira.

—Os había dicho que me pareció ver un hombre esconderse en el matorral de los bananos.

—¿Sería un espía?

—Eso me temo, señora —respondió el soldado.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Córdoba—. Es necesario tomar una decisión, antes de dejarse cazar como ratones en la trampa.

—¿Qué quieres hacer?

—Marchamos en seguida.

—¿Con este huracán?

—Y además —dijo el soldado—, saliendo empeoraremos nuestra situación. Aquí, en esta torre resistente y sólida, podremos aguantar mucho tiempo, mientras que en el bosque seríamos rápidamente rodeados y capturados.

—¿Y si nos asedian? No podemos contar con ninguna ayuda.

—Una palabra, señor teniente, si me lo permitís —dijo uno de los marineros, adelantándose.

—Habla, Álvaro.

—A bordo del «Yucatán» quedan ciento doce hombres, todos valerosos y devotos de la capitana.

—¿Y qué sacas en consecuencia?

—Que cuarenta son más que suficientes para la defensa del barco y los otros podrían acudir en ayuda de la capitana, si los insurgentes llegaran a sitiar la torre.

—¿Y quién irá a advertir al maestro Colón del peligro que corre la marquesa?

—Yo, señor teniente, o uno cualquiera de mis camaradas. Estamos todos dispuestos a intentarlo, con tal de salvar a nuestra valiente capitana.

—Excelentes muchachos —dijo la marquesa, vivamente conmovida—. ¡Dame la mano, mi valiente!

El marinero, tras un breve titubeo, extendió su diestra morena y encallecida y se la dejó estrechar por la pequeña y blanca de la marquesa.

—Podéis disponer de mi vida, mi capitana —dijo el bravo marinero, con voz casi trémula—. Si queréis que parta, iré a la bahía, aunque estuviese seguro de morir.

—No, amigo, es preciso vivir y no hacerse matar —dijo Córdoba que estaba también conmovido—. Si tú murieras, maestro Colón no se enteraría del peligro que corremos.

—Es verdad, teniente; procuraré salvar la piel.

—Un momento; antes que parta vuestro marinero, esperad mi retorno —dijo el soldado—. Todavía no estamos seguros de que estén reunidos los rebeldes e intenten sorprendernos.

—Es verdad —dijo Córdoba.

—Voy a explorar los contornos.

—¿Queréis que os acompañe?

—No, señor. Un hombre solo puede huir más fácilmente y esconderse mejor.

El soldado les hizo señas de no moverse y descendió rápidamente la escalerilla, mientras Córdoba y la marquesa se ponían en observación en una aspillera.

El huracán empezaba a disminuir entonces. El viento rugía todavía entre los árboles del bosque, sacudiéndolos furiosamente, y la lluvia continuaba arreciando, pero los rayos se habían vuelto más raros y los truenos reducían su intensidad.

Córdoba y la marquesa, desde su puesto, vieron al soldado atravesar rápidamente el claro, desapareciendo después entre la espesura.

Transcurrió una media hora de angustiosa espera, durante la que no se oyó ninguna otra señal en el bosque y sin que el soldado reapareciera. Ya Córdoba se preparaba a bajar, temiendo que el valeroso muchacho hubiese caído en una emboscada, cuando se le vio volver corriendo.

En pocos saltos atravesó el claro, aprovechando el momento en que ningún relámpago rompía las tinieblas, y subió rápidamente, diciendo con voz ahogada:

Los insurgentes… del Monte… vienen…

¡Por mil millones de ballenas! —exclamó Córdoba—. ¿Todavía ese cubano bribón?

—Sí, teniente, lo he visto perfectamente, a la luz de un relámpago, refugiado bajo las anchas hojas de un banano, junto a algunos rebeldes armados.

—¿Eran pocos?

He visto unos cuantos más en un matorral —dijo el soldado—. Había una treintena por lo menos y temo que haya más por los contornos.

—Si están capitaneados por el granuja de del Monte, no nos queda ninguna duda sobre sus intenciones. Hemos sido espiados y mañana tendremos que enfrentarnos a ellos.

—¿Crees imposible nuestra retirada, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—No os lo aconsejaría, señora —dijo el soldado—. Un hombre solo, saltando de mata en mata, podría escaparse, pero no una patrulla, y un combate en pleno bosque, contra fuerzas superiores, acabaría en una completa catástrofe. No, señora, no expongáis vuestra vida.

No os lo permitiré, doña Dolores —dijo Córdoba, con voz resuelta—. Nos atrincheraremos en esta torre y resistiremos hasta la llegada del maestro Colón. Álvaro, ¿estás decidido?

—Estoy a las órdenes vuestras y de la capitana —respondió el marinero, echándose el fusil al hombro.

—¿No te perderás?

—Tengo una brújula, teniente. Iré siempre hacia el sur, hasta que llegue al mar.

—Ve, mi valiente —dijo la marquesa—. Todos confiamos en ti.

—No temáis, mi capitana. Marcharé día y noche sin reposo.

—Apresúrate —dijo el soldado—. El huracán se está calmando y los insurrectos pueden acercarse y cerrarte el paso.

—Parto —respondió el marinero—. Si no me matan, pronto me volveréis a ver con los camaradas del «Yucatán».

Estrechó la mano que la marquesa le tendía y las de sus compañeros, se aseguró de que el fusil estaba cargado y salió con paso firme.

Junto a la puerta de la casamata se paró a escuchar, luego, pasado el cercado, se lanzó al bosque.

14. La traición del cubano

Córdoba y la marquesa, presos de viva ansiedad, permanecían junto a la reja con los oídos atentos, temiendo oír un grito de alarma o algún disparo que anunciara la muerte o la captura del intrépido marinero.

Transcurrieron cinco minutos largos como cinco horas, pero entre los silbidos del viento, el gemir de las ramas y el crujido de las gigantescas hojas de los bananos y de las palmeras reales, no oyeron ningún disparo.

Seguramente el marinero, deslizándose de un matorral a otro, había logrado ocultarse a la vista de los rebeldes y escaparse felizmente, protegido por la oscuridad y los numerosos árboles.

—Esperemos —dijo la marquesa, respirando a pleno pulmón.

—Ahora no temo nada —respondió Córdoba.

—Con tal de que no haya caído en una emboscada.

—Álvaro es un hombre incapaz de dejarse atrapar por sorpresa sin oponer una desesperada resistencia. Cuando salió llevaba el revólver en la mano y si fuese rodeado, no dudaría en servirse de él. ¿Habéis oído algún disparo?

—No, Córdoba.

—Entonces nuestro valiente ha pasado a través de las filas de los rebeldes y en estos instantes galopa a través del bosque.

—¡Calla!

—¿El cuerno otra vez? ¡Oh…! El asunto empieza a ponerse serio.

Se volvió hacia el soldado que miraba por una aspillera próxima, y le dijo:

—Hay que decidirse, amigo.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el español.

—Que es preciso atrincherarse antes de que los bribones de los insurgentes penetren en la torre.

El soldado lo miró sin responder.

—¿Me habéis oído? —preguntó Córdoba, impaciente.

—Sí, teniente.

—Vamos, pues, y apresurémonos.

—Sí, vamos, que quiero visitarlas casamatas.

—Dejémoslas, amigo mío. No creo que sean defendibles.

—Es verdad; sin embargo todavía espero encontrar un medio de escapar.

—¿De qué modo?

—He oído contar a un voluntario que hizo la campaña de los diez años, que una vez huyó de este fortín, ante las narices de los rebeldes que lo cercaban estrechamente.

—La historia puede que sea interesante, pero ya me la contaréis más tarde.

—Se trata de una galería, señor.

—¿Eh…? ¡Qué decís…!

—Que en este fortín debe haber un pasaje subterráneo que conduce al centro del bosque.

—¡Caramba! —exclamó el lobo de mar—. Hay que bus cario.

—Es lo que os quería proponer.

—Amigos, venid —dijo Córdoba, dirigiéndose a los marineros—. Y vos, doña Dolores, permaneced aquí de guardia.

El lobo de mar, el soldado y los cinco marineros se apresuraron a descender a las casamatas, espantando verdaderas legiones de gruesas ratas, refugiadas allí para salvarse del huracán, y se pusieron a hurgar entre los escombros, mientras dos de ellos se ponían de centinela frente a las puertas, ocultándose entre los rastrojos.

Después de inspeccionar las paredes, golpeándolas con las culatas de los fusiles, para ver si en alguna parte estaba hueco, empezaron a remover las ruinas acumuladas en la base de la torre, levantando un densísimo polvo que les hacía estornudar como si estuvieran todos acatarrados.

Habían ya registrado tres de los cinco ángulos, cuando oyeron a uno de los marineros de guardia gritar:

—¡Eh…! ¡Alto o disparo!

—¡Caramba! —exclamó Córdoba—. ¿Se preparan ya para el asalto los insurrectos?

Se abalanzó hacia la casamata de la izquierda, de donde había partido la intimación y vio al marinero en pie, tras el ángulo de la muralla, con el fusil empuñado, como si se preparase a hacer fuego.

—¿Qué sucede, Iñigo? —le preguntó.

—Hay alguien que intenta acercarse a escondidas, señor teniente.

—Un espía que probablemente está impaciente.

Córdoba se inclinó hacia adelante lanzando hacia afuera una rápida mirada. Aunque las tinieblas eran todavía bastante densas, le pareció ver una masa blanquecina que se movía entre los escombros. Aquel hombre intentaba alcanzar apresuradamente una mata de plantas de tallo corto que se encontraba sólo a cien pasos del cercado.

—¡Diablo! —murmuró, arrugando la frente—. Es un explorador que viene a espiarnos.

Abandonó la pared y se adelantó algunos pasos, después se detuvo súbitamente y retrocedió de nuevo, protegiéndose junto al marinero de guardia.

A la luz de un relámpago había distinguido algunos hombres tumbados junto al borde del bosque y visto relucir los cañones de varios fusiles.

—¿Habéis observado? —le preguntó el español que se le había agregado.

—Sí, nos espían —respondió Córdoba.

—Y son muchos, señor.

—¿Creéis que nos han rodeado ya?

—Es probable.

—¿Qué nos aconsejáis hacer?

—Reforzar los puestos, mantenemos firmes el mayor tiempo que podamos y continuar la búsqueda.

—¿Esperáis todavía encontrar la galería?

—Sí, señor.

—Aquí estamos demasiado expuestos.

—Subid a la torre, señor teniente, y encargaos de retrasar el ataque. Yo y dos de vuestros marineros nos quedaremos aquí para limpiar los escombros.

—Creo que es el mejor plan. Al primer grito que me oigáis, subid inmediatamente a la torre y desde allí intentaremos una desesperada resistencia hasta la llegada de maestro Colón.

—¿Y la galería?

—No quiero que os hagáis matar por buscarla.

—Estamos de acuerdo, señor teniente.

Córdoba había abandonado puesto y estaba subiendo la escaleras cuando en el plano superior de la torre oyó retumbar un disparo. En tres saltos se lanzó en la estancia y vio a la marquesa de pie frente a una tronera, con el fusil todavía humeante en las manos, en el que introducía un nuevo cartucho.

—¿Habéis matado al hombre que intentaba aproximarse? —le preguntó Córdoba.

—Creo que sí —respondió la marquesa sin volverse—. Estaba apuntando el fusil hacia las casamatas y yo me he anticipado. ¡Míralo, Córdoba! Está allí, tendido tras aquella mata en la que intentaba emboscarse.

—¿Sabéis, doña Dolores, que admiro vuestra sangre fría? Matáis un hombre y no os conmovéis en absoluto. Para una mujer esto es extraordinario.

—Estamos en guerra, amigo mío —respondió la marquesa—. Piensa que cualquiera podría, con un disparo bien hecho, matarnos a ti o a mí.

—No digo que no.

—¿Y la galería?

—La están buscando.

—El tiempo es precioso, Córdoba. La aurora no está lejos y los insurrectos nos asaltarán.

—Procuraremos tenerlos alejados mientras podamos. ¡Ah…!

—¿Qué pasa?

—Se mueven por allí, ¡mirad!

Algunas sombras, con aspecto humano, habían dejado los árboles del bosque y se aproximaban lentamente, con precaución, ocultándose en las matas y echándose con frecuencia a tierra para no recibir una descarga inesperada.

Eran quince o veinte rebeldes, sin duda una patrulla de exploradores; encargada de provocar descargas por parte de los sitiados para valorar el número de los enemigos, antes de saltar resueltamente al ataque.

Se adelantaban, sin embargo, con tanta prudencia, que no podían hacerse muchas ilusiones sobre su valor.

—Tienen mucho miedo de nosotros —dijo Córdoba—. Veréis, doña Dolores, que confío no haya muchos más escondidos en el bosque tendremos no sólo tiempo para buscar la galería, sino también para comer.

—Realmente, no me parece que sean demasiado resueltos —respondió la marquesa—. ¿Son éstos, pues, los terribles insurrectos de los bosques cubanos?

—¡Terribles…! —exclamó Córdoba, alzando los hombros—. Los que han dicho una cosa así, no han conocido nunca a los criollos de Cuba. No, doña Dolores, no son en realidad formidables ya que los criollos no son valientes, aunque en sus venas tengan sangre española.

—No sé si depende del clima o de la opresión constante de los españoles que dominan en la isla; pero el hecho es que los criollos están faltos de coraje y que cuatro de ellos no osarían atacar a uno de nuestros soldados.

—¡Hola! ¡Poco a poco, amigos míos! ¡Es hora de pararse!

El lobo de mar, hablando así, había alzado el fusil, imitado por la marquesa, y había pasado el cañón a través de la reja, apuntando a uno de los más cercanos matorrales, tras el que había visto refugiarse algunos hombres.

—¿Preparada, doña Dolores? —preguntó.

—Sí —respondió la marquesa, con voz tranquila.

—¡Fuego!

Dos disparos retumbaron formando casi una sola detonación, rompiendo bruscamente el silencio que hasta aquel momento reinaba en el inmenso bosque.

Algunos hombres que habían intentado refugiarse detrás del matorral, se levantaron y huyeron a escape, mientras uno de ellos, después de dar algunos pasos, se paró, giró sobre sí mismo con los brazos en alto, y después cayó al suelo.

Córdoba cogió a la marquesa por un brazo y la apartó rápidamente. Aquel acto fue quizá la salvación de ambos. Un instante después unos disparos partieron de los márgenes del bosque y unas balas pasaron silbando a través de la aspillera, estrellándose contra la pared opuesta.

—El fuego de nuestros fusiles nos habrá traicionado —dijo Córdoba—. Hay que ser prudentes, doña Dolores, y esconderse rápido. Entre los insurgentes hay buenos tiradores.

—¿Crees que volverán?

—Nos cercarán, lo veréis. Harán todo lo posible por prendérnos.

—¿Y con qué objeto?

—Para apoderarse después del «Yucatán».

—¡Mi nave!

—Les interesa el cargamento, ya os lo dije. Los insurrectos, a pesar de que los filibusteros americanos ya han desembarcado armas y municiones, están escasos aún de ambas cosas, especialmente en la provincia de Pinar del Río.

—No lo tendrán, Córdoba.

—De ningún modo, si Colón llega a tiempo.

—¿Y la galería?

—La hemos descubierto ya, señora marquesa —dijo en aquel instante el soldado español, entrando.

—¿Existe…? —preguntaron al mismo tiempo Córdoba y la marquesa.

—Sí, la hemos encontrado.

—¡Entonces, estamos salvados!

—Eso creo, señora.

—Apresurémonos a descombrar —dijo Córdoba—. Los insurgentes vuelven a mostrarse y esta vez en gran cantidad. Son al menos un centenar.

—Una descarga más para entretenerlos algunos minutos —dijo el soldado.

Se aproximaron cautamente a la tronera que miraba a la parte de delante de las casamatas y viendo numerosos individuos que avanzaban en columna abierta, intentando alcanzar los matorrales para emboscarse, hicieron una descarga, apuntando cada uno a su hombre, después retrocedieron rápidamente lanzándose hacia la escalera, mientras los rebeldes respondían furiosamente, mandando una lluvia de proyectiles dentro de la estancia y a la cima del torreón.

Llegados a la casamata, Córdoba y la marquesa vieron a los marineros ocupados en desembarazar una abertura que estaba obstruida en parte por gruesos bloques de piedra que parecían haber caído de una bóveda hundida. A través de aquellos restos se divisaba una negra cavidad que se adentraba en las enormes murallas del torreón, descendiendo oblicuamente hacia tierra.

—¿Es ésta la galería? —preguntó la marquesa.

—Sí —respondió el soldado—. El voluntario me explicó que debía pasar bajo la torre.

—¿Será larga?

—Si entra en el bosque debe ser probablemente bastante larga.

—¿Está aún obstruida?

—Dentro de diez minutos podremos descender —respondió un marinero.

—Los rebeldes se acercan.

—Aguantaremos firmes hasta que el pasaje esté libre —dijo el soldado—. Venid, señor teniente; en tanto que vuestros marineros trabajan, nosotros presentaremos batalla a los insurgentes.

—Voy también yo —dijo la marquesa.

—No, señora —respondió el español—. Nosotros bastaremos por ahora. Permaneced aquí.

Seguido por Córdoba se dirigió hacia la salida de la primera casamata y no viendo ningún insurgente sobre la muralla del cercado, se abalanzó resueltamente hacia adelante, agachándose tras un montón de escombros, a pocos pasos de una ancha brecha, que les permitía poder observar lo que ocurría en la explanada y en el borde del bosque.

Los insurgentes no habían hecho grandes progresos. Temiendo que en la torre hubiera numerosos defensores, y sin prisa por exponer su piel, se habían parado tras los matorrales, acechando una ocasión propicia para hacer una buena descarga.

El soldado y Córdoba, ocultos tras las ruinas, que formaban una especie de barricada, podían distinguirlos fácilmente, ya que entonces empezaba a alborear.

—¡Caramba! —murmuró el lobo de mar—. Son más numerosos de lo que creía.

—Y temo que nos hayan rodeado —dijo el español—. Mientras yo vigilo los matorrales, encargaos vos de defender el muro.

—¡Hum…! Será un poco difícil defender todas las brechas de la muralla. Si estos bribones fuesen un poco más resueltos, a estas alturas habrían ya ocupado las casamatas.

—Estos rebeldes son casi todos negros.

—Que combaten más por el deseo de saquear que por patriotismo.

—Es verdad, señor. No les importa gran cosa a estos antiguos esclavos que en Cuba ondee la bandera española o la republicana.

—Estemos atentos o recibiremos una bala en la cabeza.

Entre los insurrectos se notaba un cierto movimiento que podía ser el principio de un nuevo avance.

Entre los matorrales los hombres aparecían y desaparecían y con las primeras luces de la aurora se veían brillar numerosos fusiles y los largos machetes, que los negros usan para cortar la caña de azúcar, armas formidables en sus manos ya que de un solo golpe son capaces de decapitar a un individuo.

De vez en cuando un negro o un criollo avanzaba a gatas entre las hierbas y rastrojos, intentando llegar a la muralla, después retrocedía, divisando quizá el cañón del fusil de Córdoba o del español.

Habían transcurrido algunos minutos, cuando un negro de estatura colosal se levantó bruscamente entre la maleza, teniendo en los brazos un enorme trabuco, arma probablemente encontrada en el saqueo de alguna casa, donde estaría conservada como un recuerdo de otros tiempos.

Apuntaba resueltamente contra el montón de piedras, detrás de las que se hallaban escondidos Córdoba y el soldado y se preparaba a hacerles llover encima un verdadero pedrisco de metralla, y quizá de clavos y trozos de vidrio.

El soldado, más rápido, hizo fuego; su disparo, mal dirigido, no pareció tocar al gigante, porque éste a su vez apretó el gatillo.

Una detonación formidable, retumbante como la de una pieza de artillería, resonó en el bosque y Córdoba oyó silbarle junto a las orejas no pocos proyectiles.

—¡Este negrazo quiere destrozarnos! —exclamó el lobo de mar—. ¡Espera un poco, guapo! También tengo y confites para regalar.

Levantó el fusil mirando al rebelde, que se había levantado sobre la punta de los pies para ver los efectos de la descarga tan sonora aunque poco formidable, y le soltó un disparo.

El negro saltó hacia atrás dejando caer el trabuco; después se derrumbó en medio de la maleza, sin soltar un grito.

—¿Lo habré matado? —se preguntó Córdoba.

—Yo creo por el contrario, que está más vivo que antes, señor —repuso el español—. Veo moverse su trabuco.

—¿Y volverá a ametrallarnos el muy bandido?

—Estoy seguro de no engañarme. Ha recuperado ya su monstruosa arma y aseguraría que está volviéndola a cargar.

—¿Y dónde están los otros insurgentes que ya no se ven?

—No lo sé, señor teniente. Hace pocos minutos estaban escondidos entre los matorrales.

—¿Dónde han ido, pues?

—Señor, empiezo a temer una sorpresa. Mientras nosotros nos ocupábamos de este negro tunante, ellos han efectuado, con disimulo, algún movimiento atrevido y… ¡Oh…! ¡Ya lo decía yo! ¡Atrás, señor…!

El soldado había agarrado bruscamente a Córdoba por un brazo y lo había apartado precipitadamente de aquella especie de barricada, empujándolo hacia la casamata.

Apenas habían dejado el puesto, cuando siete u ocho disparos resonaron, cubriendo de humo el borde del muro.

—¡Esos bandidos…! —exclamó Córdoba, precipitándose en la casamata—. Un momento más y nos acribillan por las buenas.

Se ocultó tras el ángulo de la muralla y viendo cinco o seis hombres, entre criollos y negros, que habían escalado ya el muro, mientras otros se asomaban por las brechas, abrió un fuego acelerado, enviando proyectiles en todas direcciones, al mismo tiempo que el soldado, que se había estirado en el suelo, escondiéndose tras algunos pedruscos tiroteaba los matorrales con un verdadero fuego graneado.

Los insurgentes, creyendo acaso habérselas con gran número de enemigos, volvieron a pasar rápidamente la muralla para ponerse a cubierto de aquella granizada de balas; reunidos al otro lado, junto a las brechas, se pusieron a contestar con un crescendo espantoso, mandando al interior de la casamata gran número de balas y nubes de metralla vomitadas por una media docena de trabucos.

—¡Caramba! —exclamó Córdoba, que ante este granizo se retiraba, deslizándose tras el muro, aunque respondiendo siempre—. Si continúa un poco más esta lluvia, no sé si la galería nos servirá a nosotros. ¡Eh, amigo…! No os expongáis demasiado.

—No temáis —respondió el soldado.

—Repleguémonos o dejaremos la piel. Los clavos de los trabucos silban por todas partes.

—Una descarga más, señor, después pasaremos a la segunda casamata. Veo allí al negro gigante.

—¿El del trabuco? ¿Es que ha resucitado…?

—Está más vivo que yo y conduce a los bombarderos.

—¡Espera un poco, hermoso africano! —gritó Córdoba—. Quiero ver si esta vez caes verdaderamente.

A riesgo de hacerse ametrallar, había dejado la muralla que lo protegía lanzándose en medio de la casamata.

Siete u ocho negros, armados de trabucos, habían ya tomado posiciones al lado de acá del muro y extendidos tras los montones de piedras, se preparaban para bombardear las casamata, mientras las murallas se veían ocupadas por numerosos grupos de criollos armados de fusiles.

—¡Caray! —exclamó el lobo de mar—. Vamos a ser capturados y hechos papilla.

—Es verdad, señor —respondió el soldado.

—¿Y la maldita galería?

En aquel momento se oyó la voz de la marquesa:

—¡En retirada, Córdoba! ¡El camino está libre!

15. Una fuga prodigiosa

El lobo de mar y el soldado, oyendo el grito que anunciaba la buena nueva, descargaron por última vez sus armas para entretener o al menos retardar algunos instantes el avance de los insurrectos, y pasando después a través de un boquete que había en la pared medio derruida, irrumpieron en la segunda estancia.

En aquel momento los trabucos de los negros hacían llover en el interior de la primera casamata una granizada de clavos, de perdigones y de trozos de vidrio.

En la base del torreón, Córdoba vio a los marineros y a la marquesa ocupados en levantar una gran losa de piedra, que habían arrastrado ya frente a la entrada de la galería.

—Gracias, Córdoba —dijo la marquesa, viendo a su teniente—. Estos pocos minutos han sido suficientes para asegurarnos la retirada.

—¿Está limpio el pasaje? —preguntó el lobo de mar.

—Sí, lo hemos desembarazado de los escombros que lo obstruían.

—Démonos prisa en desaparecer; los insurgentes se acercan rápidamente. Dentro, de dos o tres minutos estarán aquí.

—Descendamos, amigo.

—¿Quién será el último?

—Yo, señor teniente —respondió un marinero, el más robusto de los cinco.

—¿Seréis capaz de dejar caer la losa de piedra?

—No lo dudéis.

—Cuidate de que obture completamente el pasaje. ¿Tenéis alguna antorcha?

—No —dijo la marquesa.

—No importa; exploraré yo el terreno. Seguidme con el soldado, doña Dolores.

En aquel instante fuera se oyó retumbar los seis o siete trabucos de los negros. La detonación fue tan formidable, que una parte de la bóveda de la casamata se hundió con estruendo, mientras algunos proyectiles, pasando por las grietas de las paredes, penetraban en la estancia silbando y desprendiendo grandes trozos de yeso.

—Apresurémonos o quedaremos aplastados —gritó Córdoba.

Se metió en el agujero y se adentró algunos pasos en la galería, seguido inmediatamente por el soldado, la marquesa y los marineros.

—¡La piedra! —gritó.

—¡La dejo caer! —respondió un marinero.

La luz que penetraba en la galería desapareció bruscamente y los fugitivos se encontraron envueltos por la más profunda oscuridad. La losa de piedra, colocada por el último marinero, había caído con un rumor sordo, interceptando toda comunicación con el exterior.

Córdoba se había parado, para habituar un poco los ojos a las tinieblas y para escuchar.

Arriba se continuaban oyendo retumbar las formidables detonaciones de los trabucos y los disparos de fusil; de la opuesta extremidad de la galería no llegaba, en cambio, ningún rumor.

—Vamos —dijo—. Esperemos que este pasaje esté en buen estado y nos conduzca bien lejos del torreón.

—¿Se ve algo, Córdoba? —preguntó la marquesa.

—Parece como si hubiera quedado ciego. ¡Qué desgracia no tener ojos de gato! ¡Bah…! Seguiremos las paredes y tantearemos el suelo, antes de poner un pie delante de otro.

—¿Queréis que pase yo delante? —preguntó el soldado.

—No veis mejor que yo, así que es completamente inútil. ¡Eh…! Cuidado en la retaguardia.

—Vigilamos atentamente, señor —respondieron los marineros.

—¡Adelante!

El pelotón se puso en marcha a tientas, apoyando las manos en las paredes húmedas y viscosas de la galería y tanteando el suelo, primero con las culatas de los fusiles y después con los pies, temiendo que existiese alguna sima o chocar inesperadamente contra un obstáculo.

La galería descendía rápidamente, pasando acaso bajo el torreón y describiendo curvas que parecían bastante amplias, quizá para evitar los cimientos del edificio o un estrato de terreno rocoso. Su anchura era, sin embargo, uniforme, permitiendo el paso de dos personas de frente; su altura, en cambio, tendía alguna vez a bajar y Córdoba con frecuencia se veía obligado a inclinar la cabeza o incluso a agacharse.

Mientras continuaban así a tientas, intentando alcanzar el extremo opuesto, en el exterior los insurgentes combatían contra el torreón y las casamatas como si hubieran de desalojar a un regimiento de adversarios. Los trabucos resonaban furiosamente y los disparos de las carabinas y de los fusiles de retrocarga se sucedían sin interrupción, produciendo una barahúnda ensordecedora, que repercutía indefinidamente en el interior de la galería. A veces también se oían algunos estallidos tan formidables, que hacían suponer que los sitiadores usaban bombas de dinamita para abrir brechas en las casamatas, antes de lanzarse al asalto.

—Mientras continúe este estruendo endiablado, no tenemos nada que temer —dijo Córdoba, que continuaba avanzando entre las tinieblas con los brazos extendidos, por el temor de romperse la nariz con algún obstáculo—. Si el concierto dura media hora más, a los insurgentes no les quedará otro consuelo que el de subir a la torre y gritar a pleno pulmón su famosa consigna, independencia o muerte.

—No creo que tengan ganas —respondió la marquesa—. Cuando se den cuenta de nuestra desaparición, se volverán hidrófobos, mi querido Córdoba.

—Es probable, doña Dolores.

—¡Con tal que no descubran la galería y nos cojan entre dos fuegos antes de que hayamos tenido tiempo de salir de esta trampa!

—¡Qué horrible sorpresa! De todos modos, esperemos que los insurgentes continúen divirtiéndose todavía un poco en desmantelar las murallas del torreón y las almenas. ¡Vaya! ¡Qué estampidos! Los negros deben estar contentos con todo este alboroto y… ¡Oh…!, ¡cuidado!

—¿Qué pasa, Córdoba?

—La galería desciende abruptamente y me parece que se ha derrumbado el terreno o el techo; siento muchas piedras bajo mis pies. Teneos sujeta a mis hombros, doña Dolores.

—No temas, Córdoba. El toldado me sostiene.

El lobo de mar había reducido la marcha y adelantaba con mayor prudencia. El pasaje subterráneo se iba poniendo difícil y hasta peligroso.

El suelo descendía rápidamente, casi bruscamente, como si hubiera cedido en varios sitios, y se encontraban con frecuencia escombros, peñascos y montones de tierra que amenazaban en cada instante con hacer caer a Córdoba y a los que le seguían.

De vez en cuando algún obstáculo imprevisto detenía de golpe al grupo, produciendo lesiones a uno u otro de los fugitivos, que no podían evitarlo por la absoluta falta de luz.

Eran abundantes las gruesas raíces que atravesaban la galería y que oponían una resistencia tan grande, que obligaban a Córdoba a hacer uso del cuchillo; había otras que colgaban del techo y que se balanceaban a su paso.

—¡Caramba! —gruñía el lobo de mar, al que la paciencia se le acababa—. Se diría que estos bribones de rebeldes tienen aliados incluso bajo tierra. Acabaré por perder un ojo o rompiéndome la nariz.

Debían haber recorrido ya trescientos o cuatrocientos metros, unas veces bajando y otras subiendo, cuando de repente cesó el fuego de los insurgentes.

—Mala señal —dijo la marquesa, parándose.

—¿Será mucho más larga esta galería? —se preguntó Córdoba, que empezaba a inquietarse—. ¿Lo sabéis vos, amigo?

—No, señor —respondió el soldado—. El voluntario no me dijo cuanto había que caminar para llegar a la salida.

—Es necesario ir de prisa o seremos descubiertos. Al cesar el fuego quiere decir que los insurrectos han ocupado la torre y las casamatas y que se han dado cuenta de nuestra desaparición.

—¿Los insurrectos ignoran la existencia de esta galería? —preguntó la marquesa, volviéndose hacia el español.

—No os lo podría decir, señora.

—¿No hay nadie que tenga algo para alumbrar? —preguntó Córdoba—. Si tuviéramos un poco de luz caminaríamos más rápidamente.

—Tengo una cuerda embreada, señor teniente —dijo un marinero.

—Nos irá de maravilla, muchacho; dámela.

—Yo tengo fósforos —dijo el soldado.

—Yo también tengo.

Córdoba tomó la cuerda y un trozo de calabrote grueso como un dedo y bien alquitranado, deshilachó la punta y después la encendió iluminando un espacio de doce o quince pasos de la galería.

—El pasadizo está muy estropeado —dijo levantando la extraña antorcha para, ver mejor—. El techo está ruinoso y amenaza caernos encima.

—Démonos prisa, Córdoba —dijo la marquesa—. Ya no se oyen más disparos.

—Estarán cercándonos; ¡adelante, a paso de marcha!

El lobo de mar, llevando en alto la cuerda encendida se puso en camino con paso rápido, cortando las raíces que de vez en cuando atravesaban la galería y saltando sobre los montones de escombros que entorpecían el paso.

Durante otro cuarto de hora la patrulla continuó la fuga a través de la larguísima galería que debía ya entonces serpentear bajo el bosque, después Córdoba se paró cuando una rápida corriente de aire apagó súbitamente la antorcha.

—Estamos cerca de la salida —dijo el lobo de mar.

—¿Se ve la luz? —preguntó la marquesa.

—Todavía no; quizá la galería describe una curva.

—Apresuremos el paso, Córdoba. Quizá podamos salir antes de que los rebeldes se den cuenta de nuestra fuga.

Córdoba reemprendió la marcha sin ocuparse de volver a encender la cuerda alquitranada, pero pocos pasos después retrocedió rápidamente, chocando con la marquesa y el soldado que venían detrás de él.

—¡Córdoba…! —exclamó la capitana, apoyándose en la pared—. ¿Qué pasa?

—¡Mil tiburones! —exclamó el lobo de mar—. ¿Qué diablos he pisado…?

En aquel instante se oyó un silbido agudísimo, seguido poco después de un golpe seco que parecía producido por la rotura de una rampa o por el choque sólido contra la pared rocosa de la galería.

—¡Caramba! —gritó el teniente, palideciendo—. ¡Hay una serpiente aquí delante!

—Sí, sí —confirmó el soldado, que se había puesto resueltamente ante doña Dolores para protegerla mejor.

—Enciende la cuerda, Córdoba —dijo la marquesa.

—Ya lo estoy haciendo.

—¿Será algún reptil peligroso?

—Ahora lo veremos, doña Dolores.

—¿Tienes cargado el fusil?

—No seré tan imprudente de usarlo.

—Es verdad; la detonación podría atraer la atención de los rebeldes.

La cuerda alquitranada había sido encendida. Córdoba la levantó para ver mejor y distinguió frente a él, a unos diez pasos, una gruesa serpiente enroscada sobre sí misma, que lanzaba llameantes miradas sobre los fugitivos.

—¡Oh…! ¡Qué horrible reptil…! —exclamó la marquesa, haciendo un gesto de invencible repugnancia.

—¡Tened cuidado! —gritó el soldado, haciendo retroceder a Córdoba y a la marquesa. Tenemos que habérnoslas con una sucuruhyu.

—Ya lo he visto —respondió Córdoba—. Es el reptil más peligroso y voraz de todas las Antillas. O nos cede el paso o le machacamos la cabeza con las culatas de los fusiles.

—Sed prudente, amigo.

—Señor teniente, dejadme a mí —dijo uno de los marineros, apartando a todos para ponerse delante—. Tengo un buen nudo corredizo para estrangularla.

—Nos enfrentaremos juntos, buen chico. Pero cuida de no dejarte coger; estos reptiles están dotados de una fuerza prodigiosa y trituran a un hombre como si fuese una simple caña de azúcar.

—Estaré preparado para saltar hacia atrás —respondió el marinero.

El reptil, viendo a los dos hombres adelantarse, había desenrollado rápidamente sus espiras, y alzaba amenazadoramente la cabeza soltando estridentes silbidos que detonaban una rabia feroz.

El monstruo deba verdadero miedo, tanto más porque tenía una mole extraordinaria y un tamaño capaz de contener en su estómago un hombre entero.

Medía por lo menos diez metros y en su parte central era más grueso que un novillo joven, quizá a causa de alguna víctima voluminosa engullida poco antes y todavía no del todo digerida.

Estos reptiles emplean un buen número de días antes de poder consumir lo que tragan, y están obligados a meterse dentro las presas enteras, a causa de la mala disposición de sus dientes que, por otra parte, son pocos y mal adaptados a su oficio.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó Córdoba, parándose indeciso—. ¡Qué feo es este sucuruhyu! Me mira de una manera… como si quisiera hipnotizarme, y creo que sería capaz de lograrlo. ¡Eh, marinero!, no le mires a los ojos o no lograremos nada bueno.

—¡Truenos del Yucatán! —gritó el marinero—. Nunca había creído tener miedo, sin embargo, ante este enorme reptil siento algo que me hace temblar.

—¡Córdoba! —exclamó la marquesa—. Descarga tu fusil entre las mandíbulas del monstruo. Da miedo enfrentarse a él.

—¿Para atraer la atención de los insurrectos y hacernos capturar? No, doña Dolores, no haré uso del fusil. Anda, marinero, arroja el lazo, si el brazo no te tiembla.

Estaban ya a pocos pasos del monstruoso reptil, que se había colocado de manera que ocupaba toda la anchura de la galería. Previendo un ataque inminente, se había replegado sobre sí mismo, dispuesto a dispararse y a hacer uso de sus potentes anillos.

Córdoba dio al soldado la cuerda encendida, tomó después el fusil con ambas manos levantándolo en forma de maza y se dirigió resueltamente hacia el reptil, decidido a aplastarlo o a obligarlo a dejar libre el paso.

—¡Córdoba! —exclamó la marquesa, espantada, al mismo tiempo que el soldado y los marineros se lanzaban hacia adelante, dispuestos a tomar parte en la lucha, aunque la galería no permitía ayudar eficazmente al lobo de mar y a su compañero.

El reptil al ver al teniente se había erizado bruscamente, tendiendo a un tiempo la cabeza y la cola. Córdoba, rápido como el rayo, descargó un golpe furioso con la culata del fusil, pero falló y el arma, golpeando la pared, se partió en dos.

Trastornado por el poco éxito de su impetuoso ataque, el lobo de mar perdió el equilibrio, aunque intentó inmediatamente recobrarlo y saltar hacia atrás. Desgraciadamente, al hacer aquel movimiento resbaló sobre la cola del reptil, que intentaba sujetarlo por las piernas, y cayó al suelo dando un grito.

Todos lo creían ya perdido, preso entre las potentes espiras del reptil; pero el marinero que le seguía no había permanecido inactivo.

Con una admirable sangre fría había tenido tiempo de lanzar el lazo alrededor de la cabeza del monstruo, saltando después hacia atrás sin abandonar la cuerda y gritando:

—¡A mí, camaradas!

Los cuatro marineros se habían precipitado hacia adelante, agarrando la cuerda, mientras el español, con una fuerte sacudida hacía retroceder a Córdoba, arrastrándolo por una pierna.

El reptil, al sentirse asfixiado por el lazo, se había extendido debatiéndose con furor extremo. Silbaba rabiosamente, vomitando baba sanguínea por sus mandíbulas abiertas y sus ojos fulminaban miradas feroces.

Luchaba con el furor de la desesperación, retorciéndose de mil maneras, intentando no ser arrastrado, y azotando las paredes a coletazos, pero los marineros no dejaban la cuerda, sino que tiraban cada vez con más ahínco, sin espantarse por los silbidos del monstruo.

Córdoba, entretanto, se había levantado, empuñando el machete mexicano que llevaba en la cintura, un sólido cuchillo de hoja ligeramente curva y de un temple excepcional.

Se había puesto furioso por el peligro corrido y se echó decidido sobre el monstruo, sin preocuparse de los que sujetaban la cuerda, golpeándolo violentamente por todas partes.

—¡Toma, canalla! —aullaba—. ¡Este por el miedo que me has hecho pasar! ¡Este por la voltereta que me has hecho dar y este para enviarte al infierno!

La serpiente, aunque ya vencida y casi estrangulada, no dejaba de debatirse, pues tales monstruos poseen una vitalidad extraordinaria, casi como la de los tiburones y los osos grises. Su largo cuerpo se retorcía continuamente en mil movimientos soltando sangre por todos lados y sacudiéndose violentamente a cada golpe de machete que el lobo de mar le atizaba. Finalmente disminuyeron poco a poco sus movimientos, pararon sus silbidos y la masa entera se extendió sobre el suelo, sacudida todavía por una especie de temblor que hacía resonar sus escamas duras, casi óseas, contra las paredes de la galería.

—Parece que este endemoniado ha exhalado por fin el último suspiro —dijo Córdoba.

Después, dirigiéndose al marinero que había arrojado tan hábilmente el lazo, le dijo:

—Gracias, valiente; me has salvado la vida.

—Puedes estar bien agradecido —dijo la marquesa—. Yo te creía perdido, mi buen Córdoba.

—Si llega a dudar un momento, el reptil me hubiera oprimido entre sus anillos y ahora no sería más que una masa informe de carne y huesos triturados. Estos sucuruhyus son formidables y producen terror a todo el mundo.

—¿Cómo es que se hallaba en esta galería?

—Habrá venido a digerir alguna presa importante.

—Entonces la salida de la galería debe estar próxima, Córdoba.

—Es de suponer.

—¿Estará libre?

—Ahora lo veremos, no se oyen resonar más detonaciones por el lado de la torre y eso me inquieta.

—¿Temes que hayan descubierto la galería?

—O que estén rodeándola, doña Dolores.

—Sigamos adelante, Córdoba.

—La salida no debe estar lejos —dijo en aquel momento el soldado—. Siento una corriente de aire fresco, vivificante, bajar por la galería.

—¡Avante! —ordenó Córdoba.

Saltaron sobre el cadáver de la enorme serpiente y se pusieron de nuevo en camino, iluminando la galería con el último trozo de cuerda alquitranada.

El aire se volvía cada vez más fresco y la oscuridad menos densa, señal infalible de que la abertura no estaba lejana.

Córdoba había ya apagado la cuerda y empezaba a distinguir, a una distancia de cincuenta o sesenta metros un poco de luz, cuando a sus oídos llegó un extraño rumor que de momento no supo explicarse.

Parecía como si por encima de la galería corrieran caballos y hombres desesperadamente o que pasase un impetuoso torrente, rumoreando, sobre el techo.

—¿Qué será este alboroto? …se preguntó, deteniéndose perplejo e inquieto.

Apresuró el paso llevando empuñado el fusil de un marinero, y se lanzó hacia una larga hendidura que se dibujaba limpiamente en la extremidad de la galería, proyectando un chorro de luz blanca.

Estaba a punto de alcanzarla, cuando vio algunas formas humanas aparecer bruscamente frente a la abertura, interceptando con sus cuerpos la luz, mientras una voz gritaba con aire de triunfo:

—¡Aquí están! ¡Ya veis que no me había equivocado!

Córdoba se había parado, lanzando un grito de furor.

16. Bloqueados en la galería

La situación de los fugitivos se ponía bastante grave, casi desesperada. Su captura, si no ocurría un milagro, no sería más que cuestión de horas.

Ahora todas las salidas estaban cerradas y una defensa, aunque obstinada, no les habría salvado probablemente, teniendo que luchar contra un enemigo numeroso y decidido a hacerles prisioneros.

As cierto que podían retroceder hacia las casamatas, pero con pocas esperanzas de éxito, ya que estaban convencidos de que los insurgentes debían tener ocupada también la otra extremidad de la galería, para bloquearlos entre dos fuegos.

¡Por cien mil tiburones! —exclamó Córdoba, retrocediendo precipitadamente para evitar ser muerto por una rápida descarga—. ¡Estamos bloqueados como los ratones en la trampa! Doña Dolores, creo que estamos perdidos y que ni siquiera maestro Colón puede salvarnos.

—¿Los rebeldes conocían la existencia de esta galería? —dijo la marquesa, que había conservado hasta el momento una calma admirable.

—Por lo visto no la ignoraban.

—¿Tendrán ocupada también la otra extremidad, hacia las casamatas?

—Seguramente, doña Dolores.

—¿Qué vamos a hacer, Córdoba?

—Es lo que yo me pregunto.

—¿Y si probásemos a forzar el pasaje? —dijo el soldado.

Nos exponemos a graves pérdidas sin ningún resultado —respondió el lobo de mar—. La salida de la galería es estrecha, por ello fácil de defender, pero si salimos deberemos aguantar un verdadero fuego graneado sin ningún refugio.

—Entonces no nos queda más remedio que rendirnos —dijo la marquesa, con los dientes apretados.

—No tan de prisa, doña Dolores. Todavía nos queda una esperanza.

—¿Cuál?

—Que nuestro marinero llegue pronto a bordo del «Yucatán» y que acuda en nuestra ayuda con maestro Colón.

—Sólo hace cuatro horas que salió, y estamos tan alejados de nuestra nave —dijo la marquesa, con acento descorazonado—. Sería preciso resistir al menos tres días, admitiendo que el marinero no se pierda en el gran bosque y que después pueda volver a encontrar el fortín.

—Intentaremos no dejarnos capturar antes de la llegada de los socorros, doña Dolores. La galería tiene muchas curvas fáciles de defender; si nosotros no podemos salir, tampoco los rebeldes pueden entrar sin sacrificar una buena cantidad de hombres, ya que estamos todavía bien provistos de municiones.

—Estarnos faltos de víveres.

—Yo tengo dos galletas y os las ofrezco; por mi parte, me estrecharé el cinturón cada vez que mi estómago reclame la comida o la cena.

—Y nosotros, señor teniente, estamos dispuestos a imitaros para conservar la preciosa existencia de nuestra capitana —dijeron los marineros.

—¿Y qué tenéis? —preguntó Córdoba.

—Otras tres galletas y un frasco de agua mezclada con un poco de ron.

—Como veis, doña Dolores, hay víveres abundantes para vos —dijo Córdoba, riendo—. Con cinco bizcochos y algunos sorbos de agua podéis resistir dos o tres días.

—¿Y vosotros creéis, mis valientes, que yo puedo aceptar? —dijo la marquesa, con voz conmovida—. ¡Víveres para mí y para vosotros el tormento del hambre! ¡Eso nunca…!

—Entonces no nos queda más remedio que rendirnos.

—Sí, pero lo más tarde posible y sólo cuando el hambre y la sed nos hayan vencido —respondió la marquesa, con suprema energía—. ¡Quién sabe…! A lo mejor podemos resistir hasta la llegada del maestro Colón.

—¡Caramba! —exclamó en aquel instante Córdoba, dándose un golpe en la frente—. ¿Quién habla de morir de hambre, cuando tenemos víveres en reserva?

—¡Víveres…! ¿Soñáis, amigo?

—¡Por cien mil tiburones! ¿Habéis olvidado la serpiente?

—¡Ah…! ¡Córdoba! —exclamó la marquesa, haciendo un gesto de asco.

—¿Qué…? Se la comen también los indios y los negros, y por una vez, obligados por las circunstancias, podemos probar nosotros la carne del reptil. Imaginaremos que es una enorme anguila. Mejor que comemos entre nosotros; caeremos sobre la culebra y…

—¡Silencio, señor! —dijo en aquel instante el soldado, que se había llegado hasta una curva de la galería.

—¿Qué pasa? —preguntó el lobo de mar, tomando el fusil—. ¿Se preparan acaso a invadir nuestra habitación subterránea? No permitiremos ningún allanamiento de morada.

Dejó a la marquesa y se dirigió hacia la curva de la galena, donde se encontraba el soldado en observación. Desde aquel sitio se podía ver perfectamente la salida del pasaje y distinguir a los hombres que la vigilaban.

—¿Los veis? —preguntó el español.

—Sí —respondió Córdoba—, y me parecen muchos.

—Alguno se ha deslizado ya en la galería.

—¡Ah! ¿Creen quizá que nos van a sorprender? ¡Esperad un poco, queridos amigos!

Se inclinó hacia el suelo y empezó a arrastrase hacia la salida, manteniéndose junto a la pared de la izquierda, mientras el español iba pegado a la opuesta.

Después de recorrer diez o quince pasos, se dieron cuenta de que algunos rebeldes hablan entrado ya en la galería y avanzaban lentamente, refugiándose tras una masa no muy clara que empujaban hacia adelante, quizá un tronco de árbol o un montón de ramas y hojas.

Córdoba se alzó, fusil en mano, gritando:

—¿Quién vive?

A la pregunta respondieron dos detonaciones. Las balas, mal dirigidas a causa de la oscuridad que reinaba en el punto ocupado por Córdoba y el soldado se perdieron hacia la bóveda, sin otro resultado que el de hacer caer algún trozo de roca.

El lobo de mar y su compañero hicieron fuego a su vez repetidamente contra aquella especie de barricada móvil, tras la que estaban escondidos los rebeldes.

Los marineros, al oír aquellos disparos y creyendo que su comandante corría un grave peligro, se apresuraron a acudir y abrieron un verdadero fuego graneado.

Los enemigos, sorprendidos y espantados de aquella granizada de proyectiles, después de algunos disparos dejaron la barricada y corrieron hacia la salida de la galería, llevándose muertos y heridos.

—Creo que por ahora tienen suficiente y estarán persuadidos de que no es cosa fácil cogernos —dijo Córdoba—. ¿Hay algún herido entre nosotros?

—¡Bah! Sólo una rozadura —respondió un marinero—. Una bala me ha tocado en la frente de rebote.

—Pasa a la enfermería; la marquesa ha asumido la dirección de la ambulancia.

—Gracias, señor comandante, no lo necesito —dijo el herido, riendo.

En aquel instante una voz robusta que venía de la salida de la galería gritó:

—¿Podemos parlamentar?

—¿Qué quieren estos granujas? —murmuró Córdoba.

Se adelantó llevando el fusil preparado y divisó una figura humana que estaba en pie frente a la abertura de la galería.

—¿Quién sois? —preguntó el lobo de mar apuntándole.

—El ayudante de campo del capitán Pardo.

—¡Magnífico! ¿Deseáis algo, señor rebelde?

—Sí, intimidaros a la rendición.

—¿A nosotros?

—¿Creéis que se lo digo a las rocas de la galería?

—No, pero…, mirad qué casualidad; yo estaba a punto de pedíroslo a vosotros.

—Bromeáis, señor…

—Bob, querido señor; marinero, cocinero y cabo de cañón del «Yucatán».

—¡Ah!, sí, ¡del «Yucatán»! —exclamó el ayudante de campo del capitán Pardo.

—Parece que el nombre os abre la gana, ¿no es cierto señor rebelde?

—Puede ser.

—Pero la nave es demasiado resistente y puede romperos los dientes.

—Eso se verá más tarde, señor Bob. Entretanto os ruego que os rindáis.

—No tanta urgencia, señor insurrecto. El capitán Pardo puede esperar un poco.

—Nada de eso; tiene mucha prisa.

—Y nosotros, en cambio, ninguna. Nos encontramos bien en esta galería, mucho mejor que vosotros; es fresca como una nevera, mientras vosotros os asáis como bistecs o como pollos en el asador.

—¿Habéis acabado?

—¿De qué?

—De charlar.

—¡Buen Dios! Sois un hombre tan agradable que tengo mucho gusto en cambiar unas palabras.

—Os digo que tengo prisa y que me urge bastante cogeros prisionero.

—No tenéis más que entrar y venir a cogernos; pero os advierto que tenemos todavía siete excelentes fusiles Máuser y un buen número de cartuchos, todos dispuestos para entrar en vuestro cuerpo.

—Entonces ¿rehusáis rendiros? —dijo el ayudante de campo, enojado.

—De momento no tenemos ganas, pero más tarde, ¡quién sabe! Daos cuenta de que no se puede permanecer eternamente bajo tierra, aun en el caso de que se goce de una frescura deliciosa; de todas maneras yo me encuentro bien aquí y me quedaría cuatro o cinco semanas sin ninguna molestia.

—Si os place, quedaos hasta el final de la guerra, a mí no me importa.

—Entonces ¿por qué tanta urgencia?

—¡Lo que nosotros queremos es a la marquesa del Castillo! …aulló el ayudante, cuya paciencia había llegado al limite.

—Me disgusta por vos y por el capitán Pardo, pero la marquesa se encuentra bastante bien entre sus marineros para cambiar de compañía y además preferiría irse a bordo del «Yucatán», mejor que disfrutar de la hospitabilidad demasiado peligrosa de bribones de vuestra especie.

—¡Nosotros, bribones!

—¡Si no sois bribones, sois ciertamente traidores, ya que os habéis aliado a los yanquis en perjuicio de vuestra patria! —gritó Córdoba, cambiando bruscamente de tono—. ¡Tenéis en las venas sangre española y combatís contra el pabellón de España, canallas!

—En vez de charlar, rendíos.

—¡No!

—Os obligaremos.

—Probad.

—¿Es vuestra última palabra?

—La última; agregaré solamente que si no os retiráis os meto una bala en el cuerpo.

—Dentro de media hora estaréis todos en nuestras manos —gritó el insurrecto, alejándose.

Córdoba se encogió de hombros y volvió con la marquesa, mientras dos marineros se ponían de centinela, echándose junto a las paredes.

—¿Habéis oído, doña Dolores? —le preguntó.

—Si, Córdoba —respondió la capitana.

—Temo que los insurgentes nos estén preparando una sorpresa.

—Nos defenderemos, amigo mío.

—Ya veremos si podemos —dijo Córdoba, como hablando para si.

—¿Qué temes?

—No lo sé; pero lo que os digo es que no podremos resistir mucho tiempo en esta ratonera.

—¿Crees que nos cogerán entre dos fuegos?

—Es posible, doña Dolores.

—¿Habrán descubierto también la entrada, además dele salida?

—Sospecho que sí.

—Es preciso asegurarse, Córdoba.

—Es lo que me proponía hacer. José, Alonso, seguidme, y vos, mi bravo soldado, quedaos a guardar la marquesa con los otros.

El lobo de mar se echó al hombro el fusil y se alejó en dirección a las casamatas, seguido por los dos marineros.

Habiéndose acabado la cuerda que había servido de antorcha, los tres exploradores debieron mantenerse junto a una de las paredes y moverse con precaución, para no caer en una trampa.

No era imposible que los insurgentes hubieran ya entrado, y que aprovechando la oscuridad avanzaran silenciosamente, escondiéndose a poca distancia de ellos.

Caminando lentamente, alcanzaron el lugar donde habían matado a la serpiente, cuyo cadáver yacía atravesado en la galería, e hicieron una primera parada, apoyando las orejas en el suelo para escuchar.

—Hasta ahora no se oye nada —dijo Córdoba.

—No —confirmaron los dos marineros.

—¿No habrán bajado aún? —se preguntó—. Si conocían la existencia de este pasaje, deben haber descubierto también la entrada.

Reemprendieron el camino redoblando las precauciones y avanzando sobre la punta de los pies para no traicionar su presencia y provocar una inesperada descarga, y después de cinco minutos alcanzaron el punto donde la galería descendía bruscamente.

Se pararon nuevamente para escuchar, pero tampoco esta vez llegó ningún rumor a sus oídos.

Iba Córdoba a reanudar la marcha, cuando su olfato notó un olor extraño, al mismo tiempo que sus ojos sentían una viva irritación que se hacía en seguida más dolorosa, provocando abundantes lágrimas.

—¿Qué es esto? —se preguntó, parándose por tercera vez.

—Señor teniente —dijo uno de los dos marineros—, en la galería se quema alguna cosa. ¿No sentís este olor acre?

En vez de responder, Córdoba extrajo una cerilla, la frotó y la encendió.

Sólo entonces se dio cuenta de las nubes de humo que avanzaban, deslizándose a lo largo de la bóveda de la galería.

—¡Caramba! —exclamó, palideciendo—. ¡Los villanos se disponen a ahumarnos en la trampa como si fuéramos alimañas!

—Y para ir más rápido queman ramas verdes y granos de pimienta —agregó uno de los marineros—. No podremos resistir mucho, señor teniente, os lo…

Un furioso acceso de tos le interrumpió la frase.

—¡Mil tiburones! —gritó Córdoba, que empezaba ya a toser y estornudar violentamente, mientras grandes lágrimas caían de sus ojos—. ¡En retirada!

Volvieron sobre sus talones y huyeron precipitadamente, para no ser sofocados por aquel humo acre que se adentraba por la galería en espesas oleadas.

En pocos minutos se reunieron con la marquesa, que empezaba también a toser, pues el humo había llegado hasta allí.

—Córdoba —dijo, oyendo los pasos del lobo de mar—. ¿Nos están ahumando?

—¡Sí, por cien mil ballenas! —respondió el teniente—. Los canallas nos han asegurado que nos harían capitular rápidamente y ahora puedo darme cuenta de que tenían razón.

—¿Qué hacemos? Dentro de pocos minutos el aire se volverá irrespirable, si el humo continúa avanzando.

—No nos queda otro remedio que rendirnos o dejarnos matar.

—¡Lucharemos a pesar de todo! —exclamó la marquesa, con tono decidido.

—No, señora —respondió Córdoba—. Siempre hay tiempo para morir.

—¿Qué esperas aún?

—Huir más tarde de los insurrectos.

—¿Pero rendirnos? —preguntó la marquesa, con acento dolorido.

—No tenemos otra perspectiva, por el momento.

—¡Y perder el «Yucatán», mi nave!

—¡Bah! El «Yucatán» no es una chalupa que se pueda tomar tan fácilmente.

—¿Pero si nos rendimos?

—¿Y bien…?

—Por nuestro rescate seguramente exigirán el barco y su carga.

—¿Y no pensáis en los ciento diez hombres que están a bordo, ciento diez diablos dispuestos a todo, incluso a morir por su capitana? Estos valientes serán los que vendrán a liberarnos.

—¿Quién les explicará lo que nos ha ocurrido a nosotros?

—¿Quién? Uno de nosotros, ¡por mil tiburones! Nos rendí remos, pero no todos; alguno se quedará aquí, escondido en la galería y correrá a informar a maestro Colón de lo que ha sucedido. Los insurgentes no saben cuántos somos, así que nos queda la esperanza de que alguno pueda huir.

—Entonces te quedas tú, Córdoba.

—¡Yo! ¿Creéis que puedo abandonaros?

—Tú eres el segundo comandante del «Yucatán» y puedes actuar mucho mejor que todos nosotros.

—Pero…

—Córdoba, los minutos son preciosos y el humo aumenta cada vez más. Prueba suerte.

—Me quedo yo también, señor teniente —dijo el soldado—. Conozco el país y os puedo conducir a la costa.

Córdoba no respondió; dudaba. La idea de abandonar a la marquesa en manos de los insurgentes, que podían cometer algún exceso y quizá hasta fusilarla, le espantaba. Sin embargo, comprendía que rindiéndose todos se cerraba la última probabilidad de volver a ver el «Yucatán» o a maestro Colón; asimismo comprendía que únicamente él podía intentar, más tarde, un golpe desesperado y salvar a los prisioneros.

—Córdoba —dijo la marquesa que casi no podía respirar—. Decídete antes de que nos asfixiemos.

—Sea —respondió el lobo de mar, con voz conmovida—, pero os juro, doña Dolores, que os liberaré pronto, aunque deba perder la vida en el intento.

—Gracias, amigo mío.

En aquel instante, hacia la salida de la galería se vio aparecer un rayo de luz y se oyó la voz del ayudante de Pardo, gritar:

—¿Os decidís a rendiros o tenemos que seguir echando humo? Si rehusáis, hago cerrar la abertura y buenas noches a todos.

—Adiós, Córdoba —dijo la marquesa.

—Adiós, señora.

—¿Podrás resistir?

—Eso espero.

La marquesa, que parecía vivamente conmovida, le es trecho silenciosamente la mano y se dirigió después hacia la salida, seguida por los cuatro marineros, gritando:

—¡Aquí estamos, señores!

—¡Ja! ¡Ja! —dijo el ayudante, con voz burlona—. Parece ser que en la galería no hace tanto fresco como pretendíais.

La marquesa no respondió y continuó avanzando hasta que llegó a pocos pasos de la abertura, junto a la cual le esperaba el ayudante de campo, flanqueado por cuatro negros que apuntaban con enormes trabucos.

—Heme aquí, señor —dijo ella, en tono altivo.

—¿La señora marquesa del Castillo? —preguntó el insurrecto, saludándola con el sable.

—En persona, señor.

—Estoy muy contento de poder ver por fin a la valerosa capitana del «Yucatán».

—Yo no, por supuesto.

—Lo comprendo, señora; en la guerra es preciso que uno de los dos adversarios quede derrotado. ¿Cuántos hombres tenéis con vos?

—Cuatro.

—¿Ha muerto alguno?

—Ninguno, señor.

—Seguidme.

—¿Adónde me conducís?

—Con el capitán Pardo.

—¿Qué desea de mí?

—Os lo dirá él mismo.

—Estoy a vuestras órdenes.

La marquesa lanzó una mirada tras de sí y suspiró, luego siguió al ayudante de campo de Pardo, acompañada por los cuatro marineros que habían sido ya desarmados.

La galería acababa en un espeso bosque de viejos cedros de largo tronco, desembocando entre dos rocas cubiertas de plantas trepadoras, que, con sus hojas, escondían la hendidura de la salida.

Tres docenas de insurgentes, la mayor parte criollos, armados casi todos de fusiles de repetición y de Martini-Henry proporcionados por los filibusteros americanos, estaban acampados bajo los árboles, en espera de forzarla galería y de impedir la salida a la marquesa y a sus compañeros.

Iban todos vestidos con tela ligera, con grandes cartucheras, botas altas y sombreros de paja de anchas alas, adornados con tres estrellitas, el emblema de la futura república cubana.

El ayudante de campo, un hermoso mulato de alta estatura y bastante joven, que no tendría más de veintidós o veinticuatro años, condujo a la marquesa a una tienda colocada entre dos enormes cedros, invitándola a descansar hasta que llegaran los caballos; teniendo orden de conducirla al campamento del capitán con la mayor rapidez.

La señora del Castillo, aunque agradeciendo la gentileza, rehusó diciendo que prefería respirar un poco de aire puro después de haber estado casi asfixiada y se sentó en la raíz de un grueso árbol, a la sombra del espeso follaje. Su objeto era no perder de vista la galería, cuya salida estaba solamente a quince pasos, para ver si continuaba saliendo humo, temiendo por la vida de su apreciado lobo de mar.

Con gran alegría comprobó que, después de algunas oleadas un poco densas, el humo había dejado de salir casi por completo. Seguramente la noticia de su captura había sido ya comunicada a los insurrectos que ocupaban el fortín, que no se habían ocupado más que de alimentar el fuego encendido en la otra extremidad de la galería.

Hasta los negros, que poco antes estaban de guardia en la salida con sus enormes trabucos, habían abandonado el puesto, convencidos de que no quedaba nadie en el subterráneo.

—Mi pobre Córdoba —murmuró la marquesa—. Espero volverte a ver pronto, junto a tu valiente español.

Apartó sus miradas de la galería por el temor de despertar sospechas y se puso a hablar con los cuatro marineros que se habían sentado en torno a la valerosa mujer, como si quisieran todavía defenderla.

Diez minutos más tarde una veintena de jinetes que conducían algunos caballos sin montar, llegaban al campamento.

—Señora —dijo el ayudante de campo a la marquesa—. Preparaos a partir.

—Estoy dispuesta a seguiros —respondió ella.

El mulato le ayudó a subir a un caballo blanco que estaba provisto de una silla ancha y cómoda, entregó otros caballos a los cuatro marineros y entonces el grupo, escoltado por los veinte jinetes y conducido por el ayudante, partió al galope.

17. El jefe rebelde Pardo

La marcha a través del bosque duró cinco horas, casi sin interrupción y siempre rápida a pesar de las plantas, los robles, los matorrales, y acabó a poca distancia de las costas meridionales de Cuba, en el margen del vastísimo pan taño llamado Guanahacabiles que se extiende desde la ensenada del Guadiana hasta la de Cortés, atravesando en te remonte la punta extrema de la isla.

Allí había un extenso campamento, formado por cabañas improvisadas con ramas y hojas gigantescas y por algunas riendas, que estaba situado entre los márgenes del pantano y la próxima playa, ocupando una gran superficie.

Algunos centenares de insurgentes, criollos y negros, con no pocos aventureros americanos, lo ocupaban.

Todos iban armados pero de formas muy variadas, estando faltos de buenos fusiles a causa de la activa vigilancia de los españoles y por las cañoneras que hacían extremadamente difíciles los desembarcos de los filibusteros, aunque en alta mar patrullaran las poderosas naves americanas.

La mayor parte no tenían más que viejas armas de caza, trabucos del pasado siglo o simples cuchillos sujetos en palos a guisa de lanza; había, sin embargo, algunos que se habían procurado armas modernas, incluso Winchester de repetición.

La patrulla atravesó el campo al galope, despertando por todas partes una gran curiosidad, y se detuvo trente a una gran tienda cónica, en la que ondeaban dos banderas, la de la futura república cubana y la de los Estados Unidos de América.

El ayudante de campo ayudó a la marquesa a bajar de la silla, y la introdujo después en la tienda, donde un hombre estaba sentado ante una mesa burda fabricada con ramas entrecruzadas, ocupado en consultar algunos mapas.

—La marquesa del Castillo… —dijo el ayudante.

El hombre se levantó con una vivacidad que demostraba una alegre sorpresa, y se quitó el sombrero, diciendo:

—Encantado de veros, señora; yo soy Pardo.

El jefe insurgente, uno de los más populares y más denodados de la isla, era un hombre en la cincuentena, de estatura más bien alta. Su rostro, bastante bronceado, no era precisamente bello con su frente surcada por precoces arrugas, la barba canosa e inculta y los ojos melancólicos, aunque a primera vista no resultaba tampoco desagradable.

Aunque hijo de padres españoles emigrados a la isla, había abrazado desde joven la causa de los criollos, fenómeno que parecerá extraño en un hombre que tenía en las venas sangre española, pero que no es sorprendente para los que conocen Cuba y los cubanos.

Puede decirse, sin temor de exagerar, que todos los españoles nacidos en la isla, olvidan completamente su origen. No se consideran ya españoles, sino sólo cubanos y sienten todos, más o menos, un verdadero odio contra su nación y contra todos los que atraviesan el Atlántico para establecerse en la colonia.

Parece como si el clima borrara en ellos todo sentimiento de procedencia de la madre patria. Español significa para ellos extranjero, o peor aún, opresor, y es increíble la antipatía que sienten sobre todo hacia los oficiales y soldados que la península envía a la colonia y especialmente contra los funcionarios gubernativos. Es frecuente el caso de ver a los padres combatir entre las filas de los voluntarios españoles, contra los hijos enrolados en las bandas de insurgentes, tanto es el odio que reina entre los venidos de España y aquellos que han nacido bajo el sol cubano.

Pardo, como tantos otros, había sentido pronto esta repulsión hacia el elemento español, aunque, como se ha dicho, corriese por sus venas la misma sangre, y había ya tomado parte en la sangrienta insurrección de los diez años, combatiendo como un desesperado con Masó, con Máximo Gómez, con Céspedes, con el marqués de Santa Lucía y con Cisneros, los jefes más famosos de aquella triste y atroz campaña.

Al estallar la segunda insurrección, Pardo, lo mismo que Masó, había prendido fuego a sus plantaciones y se había puesto bajo las banderas de la futura república, formando una importante partida, con la que ya había realizado atrevidas empresas, adquiriendo una cierta notoriedad.

Después de saludar a la marquesa, que le había respondido con una ligera inclinación, el capitán le aproximó una silla rústica, diciéndole:

—Acomodaos, señora, y charlemos.

—Soy vuestra prisionera, por lo tanto estoy obligada a obedecer —respondió la señora del Castillo, con acento levemente burlón.

—Si queréis volver a ser libre, todo depende de vos misma.

—¿Bajo qué condiciones, capitán?

—Se trata solamente de entregarnos los cuarenta mil fusiles y las cajas de municiones que ocupan la bodega de vuestro «Yucatán».

Y daros también la nave, pues.

—No para mí, señora mía; yo no sabría realmente qué hacer con ella, aunque me han dicho que es una verdadera obra de arte. En todo caso, corresponde a los americanos, a los que sería mucho más útil que a mí, hombre de bosques y no de mar.

—¡Ah…! —exclamó la marquesa—. Corréis demasiado, capitán, y os encuentro muy exigente.

—Todavía lo soy poco, señora —respondió Pardo en tono bastante duro—. Sois nuestra enemiga, y por ello tengo el derecho de trataros como los españoles nos tratan a nosotros, o sea fusilaros o incluso peor, y por el contrario os ofrezco los medios de rescatar vuestra vida.

—¡Soy una mujer, señor!

—¿Y qué importa? Sois más peligrosa que cien hombres, o quizá que mil, puesto que estáis a punto de darles los medios necesarios para prolongar esta terrible campaña que ya dura demasiado.

—Todo buen patriota tiene el deber de ayudar a la patria, cuando el extranjero la amenaza. Tengo en las venas sangre española y no he podido permanecer sorda al grito de mi nación en peligro. Aunque mujer, he acudido animosamente a ofrecer, por la bandera de la vieja Castilla, mi vida. ¡Oh!, más digno hubiera sido, también para vos, que sois de pura sangre española, olvidar el pasado y combatir contra el americano, en vez de convertiros en su aliado para daño de nuestra patria.

—¡La patria…! —exclamé, el capitán, con amargura—. ¿Es que tenemos alguna los cubanos? Sí. la tendremos quizá un día, cuando hayamos expulsado a los peninsulares de la isla.

—¡Vuestros hermanos!

—¡Hermanos…! Decid más bien nuestros opresores, señora. ¿Qué ha hecho la patria por nosotros? Decídmelo, señora mía. Ha hecho promesas que nunca ha mantenido; nos ha explotado, o mejor nos ha hecho explotar por el elemento español de la isla, de todas las formas imaginables; nos ha hecho soportar todos los gastos de guerra que ha tenido que sostener en todas sus contiendas transatlánticas, las de las repúblicas meridionales, de México, de Santo Domingo y, por último, se ha dejado influenciar por el partido de los peninsulares, que nos desprecian porque hemos nacido en el suelo cubano, colocándonos el nombre de criollos. Si la patria nos hubiera tratado un poco mejor, si hubiera frenado los excesos de los peninsulares y disuelto definitivamente los tristes clubs españoles que son los verdaderos dominadores, y no hubiese mandado aquí tantos funcionarios ávidos y tantos oficiales que nos exprimen vivos, esta tierra sería todavía la siempre fiel isla de Cuba. España ha permanecido siempre sorda a nuestras protestas, teniendo oídos solamente para los falsos informes de sus funcionarios, sin saber imponerse a los excesos de los peninsulares y, por ello, ahora pagará, señora mía.

—¿Y creéis que podréis desembarazaros del elemento español?

—¿Y por qué no? Los americanos están con nosotros y darán un golpe mortal al poder español. Una victoria ya ha sonreído a sus armas en la bahía de Manila y no tardarán en seguirla otras.

—¿Una victoria, habéis dicho? —preguntó la marquesa, levantándose sobresaltada, mientras una palidez vivida se extendía por su rostro.

—Sí, señora. Esta mañana nos ha sido comunicada la noticia de que hace seis días, o sea el primero de mayo, el comodoro americano Dewey ha entrado, con una formidable escuadra formada por los cruceros acorazados «Olympia», «Baltimore», «Raleight», «Petrel», «Concord» y «Boston» en la bahía de Manila, destruyendo completamente, tras una terrible batalla, la escuadra española mandada por el almirante Montojo.

—¿Conocéis los detalles? —preguntó la marquesa, con voz angustiada.

—Se sabe ya todo, señora. El «Reina Cristina», que era el barco almirante, «Castilla», «Don Antonio de Ulloa», «Isla de Luzón», «Isla de Cuba», «General Lezo», «Marqués del Duero», «Elcano», «Juan de Austria», «Velasco» y el transporte «Isla de Mindanao» han sido incendiados por las granadas y enviados a pique, después de haber perdido cerca de quinientos hombres entre muertos y heridos. Hasta el capitán Codarso, comandante del buque almirante, ha preferido morir sobre el puente de su nave, antes que abandonarla.

—¡Dios mío! ¡Qué desastre…! —murmuró la marquesa, enjugándose, con un gesto nervioso, el sudor frío que perlaba su frente.

—Un desastre que se esperaba, señora. La escuadra española no podía enfrentarse de ningún modo con la americana, diez veces más fuerte. Ha sido, si queremos, una victoria lograda sin demasiado esfuerzo y casi sin riesgo.

—¿Y Manila ha capitulado?

—¡Bah…! Pasará mucho tiempo antes de que los americanos la tomen. La plaza es fuerte y bien fortificada y resistirá largamente, os lo aseguro.

—Y vuestra sangre española ¿no ha sentido un estremecimiento, al enteraros de esta derrota? —preguntó la marquesa con los dientes apretados, mirándolo casi con ferocidad.

El capitán Pardo no respondió, pero se puso a pasear por la tienda, como ensimismado en profundos pensamientos y quizá también para evitar la mirada hiriente de la patriótica mujer.

Es posible que en aquel momento, en el fondo de su corazón, el viejo insurgente sintiera una punzada aguda y maldijera la intervención de los yanquis, que tantas desdichas estaban ocasionando a la valerosa, pero desgraciada nación española.

—Bueno, señora —dijo de repente, parándose delante de la marquesa—. Dejemos todo esto y volvamos a nuestros asuntos.

—Os escucho —dijo la marquesa, secamente.

—Así pues, nos haréis entrega de la carga del «Yucatán».

¡Nunca, señor! —exclamó doña Dolores, con acento desdeñoso—. Yo no armaré nunca a los enemigos de mi patria.

—Es el precio del rescate.

—No acepto la libertad a ese precio.

—Lo necesitamos, señora.

—No os lo daré, ni mi nave verá nunca ondear sobre sus mástiles la odiada bandera de los yanquis.

—¡Ah…! ¿Es esto lo que os detiene quizá? Pues bien, señora, cuando hayamos vaciado la nave, hacedla volar si eso os complace. Diremos a los americanos que las calderas han estallado.

—Rehúso, señor.

Un relámpago de cólera brilló en los ojos del capitán, ante tanta obstinación.

—¿Y si os mandara fusilar? —dijo.

—¡Hacedlo! —respondió la marquesa—. Entonces se dirá que los insurrectos, los futuros hombres libres, para lograr su objetivo no han tenido reparo de matar hasta a las mujeres.

—¡Es derecho de guerra!

—Pues bien, ¡estoy dispuesta!

La marquesa del Castillo se había levantado, con los brazos estrechamente cruzados sobre el pecho, los ojos en llamas y la frente fruncida, dejando caer sobre el jefe insurgente una mirada de soberbio desafío.

En aquella fiera actitud, la mexicana estaba magníficamente hermosa.

El capitán Pardo durante algunos instantes había sostenido la mirada aplastante de la enérgica dama, luego sus ojos, como si no pudieran resistir más el fuego ardiente que irradiaban las pupilas de la prisionera, se habían apartado bruscamente.

—Señora —dijo—. Sois la mujer más valiente que he encontrado en esta isla. La sangre española no degenera y vuestra patria puede estar orgullosa de vos.

—Nuestra patria, señor —dijo la marquesa—. No olvidéis tan pronto vuestro origen.

—Sea —respondió el capitán, con impaciencia—. Pero un abismo demasiado profundo se abre entre la patria y yo.

Después, como si hubiese tomado una súbita resolución, continuó, cambiando de tono:

—Yo no osaré, señora, hacer uso de los derechos que la guerra me concede; sin embargo, estoy obligado a entregaros a los americanos. O el «Yucatán» o vos; este es el pacto.

—Haced lo que queráis, señor.

—Esta noche partiréis.

—¿Adónde?

—A los cayos de San Felipe, donde estaréis prisionera hasta que llegue una nave americana.

—¿Y por qué no me retenéis con vos?

—Porque debo levantar el campo y marcharme a otra parte. Aquí no hay nada que hacer y yo no soy un hombre que pueda permanecer ocioso mientras los otros combaten. Adiós, señora; nos volveremos a ver esta noche y serla mejor que fuerais más razonable.

—No lo esperéis, señor.

El ayudante de campo, a una palmada del jefe insurrecto, había vuelto a entrar.

—Seguid a este hombre —dijo Pardo a la marquesa.

La señora del Castillo salió sin volver la cabeza y siguió al ayudante.

Después de atravesar algunas líneas de cabañas ocupadas por los insurrectos, el joven mestizo se paró delante de una tienda bastante grande, frente a la que se encontraban los cuatro marineros, que charlaban familiarmente con algunos rebeldes, fumando excelentes cigarros que éstos les habían regalado.

—Entrad, señora marquesa —le dijo—. Encontraréis aquí dentro una persona que a lo mejor conocéis.

—¿Algunos de los míos, acaso? —preguntó ella con viva emoción, temiendo que Córdoba hubiese caído también en manos de los insurrectos.

—No, señora.

La marquesa, impulsada por una irresistible curiosidad, alzó un lienzo de la tienda y entró, dando una rápida mirada a su alrededor.

Un hombre que lucía la guerrera azul de los lanceros es pañoles y que en las mangas llevaba los galones y las estrellas de oro de capitán, estaba sentado, intentando hacerse un sombrero con algunas hojas de coco.

Era un hombre de unos cuarenta años, bastante alto y delgado como un mosquete, con la cara muy bronceada, el pelo y la barba negrísimos y las líneas del rostro algo angulosas.

Viendo entrar a la marquesa, dejó caer al suelo el sombrero levantando hacia ella dos ojos oscuros y aterciopelados.

Se levantó rápidamente y se inclinó en silencio, y se quedó mirándola con una mezcla de asombro y admiración.

—¿Un compañero de desgracia? —preguntó la marquesa.

—No lo sé —respondió el capitán—. Soy un prisionero de Pardo.

—También yo, señor.

—¡Vos! —exclamó el capitán.

—Yo soy la marquesa Dolores del Castillo.

Oyendo aquel nombre, un grito de sorpresa y de dolor se escapó de la boca del lancero.

—¡La capitana del «Yucatán»! —dijo después—. ¿La que debía entregarme las armas y municiones?

—¿A vos…? ¿Quién sois, pues…?

—El capitán Carrill.

—Lo había sospechado. Yo fui informada de vuestra captura, aun antes de ser hecha prisionera por los insurrectos.

—¿Por quién?

—Por un soldado vuestro.

—¿Mi asistente Quiroga?

—Sí, me parece que se llama así.

—¡Gracias a Dios! Temía que no hubiese logrado encontraros para poneros en guardia contra la traición urdida por Pardo y aquel maldito bribón de del Monte.

—Nos encontró, desgraciadamente demasiado tarde para evitar que cayéramos en manos de los insurrectos.

—¿Ha sido capturado el «Yucatán»?

—¡Oh, no!

El capitán respiró.

—Temía que los insurgentes se hubieran apoderado ya de las armas y municiones —dijo—. ¿Cómo habéis sido hecha prisionera, señora?

La marquesa, en pocas palabras, le informó de todo lo que había ocurrido desde el atraque del «Yucatán» en la bahía de Corrientes y el encuentro con del Monte. El capitán, que había escuchado atentamente sin interrumpirla, cuando acabó, le dijo:

—No está todo perdido, señora, y si el «Yucatán» no ha sido todavía capturado y está aún libre vuestro lugarteniente, podéis esperar recobrar bien pronto la libertad. ¡Ah…! ¿Pardo quiere mandaros a San Felipe para entregaros a los americanos? Verdaderamente es más loco de lo que creía. Cuando vuestros valerosos compañeros sepan adonde habéis sido conducida, ¿quién impedirá al «Yucatán» dirigirse a ese grupo de rocas y barrer rápidamente, a cañonazos, los filibusteros que lo ocupan?

—¿Y quién avisará a mis hombres?

—¿Quién? Un rebelde todavía devoto a la causa de España o algunos de mis hombres.

—¿Han sido hechos prisioneros de los soldados que mandabais?

—Buena parte, señora.

—¿Y se encuentran aquí?

—Sí, señora.

—¿Así que me aconsejáis que me deje conducir a la isla?

—Hacedlo y os aseguro que no os arrepentiréis. Aquí la vigilancia no es demasiado rigurosa y algunos de mis lanceros pueden escaparse esta misma noche y ponerse a bus car a vuestro lugarteniente.

—¿Creéis que lo encontrarán?

—Así lo espero, y si fuera necesario se llegarán a la bahía de Comentes para advertir a vuestra tripulación.

—Gracias, capitán. Si logro recuperar la libertad, os prometo conducirla carga a Santiago.

—Es necesario que las armas y municiones le lleguen, puesto que el mariscal Blanco piensa concentrar allí la defensa de la isla. Sé que el almirante Cervera, si no es atacado y derrotado por las superiores fuerzas de los americanos, se dirigirá allí con su flota. Se sabe, por algunos espías, que los yanquis intentarán un formidable golpe de mano sobre Santiago con intención de convertirla en base de operaciones para la conquista de la isla, y estoy seguro de que en esa ciudad se decidirá la suerte de la guerra.

—Yo iré a ese puerto, capitán, aunque tenga que pasar por entre las escuadras reunidas de Sampson y de Schelley. Ahora, una aclaración.

—Hablad, marquesa.

—¿Quién puede haber informado a los americanos y a los rebeldes de la ruta del «Yucatán»?

—¿Quién? El cónsul americano de Mérida, sin duda alguna. Quizá el secreto de la expedición no ha sido bien guardado y ya habéis visto que os esperaban en las costas de Cuba para capturaros, mientras yo he sido detenido, cuando yo creía alcanzar sano y salvo la ensenada de Corrientes. Estos malditos rebeldes tienen espías por todas partes y nada se les escapa de los proyectos y órdenes del mando de La Habana.

—Pues bien, señor, ya veremos si serán capaces de detenemos y si adivinarán la nueva ruta del «Yucatán». Esperad a que recupere la libertad y veréis como me burlo de los americanos y de los insurrectos.

SEGUNDA PARTE. LA REBELIÓN DE CUBA

1. La fuga de Córdoba

Mientras en el campamento de Pardo ocurrían estos acontecimientos, el buen Córdoba y el asistente del capitán Carrill, escapados milagrosamente a la captura al precio de ser casi ahumados, buscaban la manera de dejar su escondite para seguir las huellas de la marquesa, antes de volver al «Yucatán», queriendo saber adonde la había conducido el ayudante del jefe insurgente.

Sin embargo, la cosa no era tan fácil, puesto que, en contra de sus esperanzas, los negros y criollos que habían asaltado el fortín todavía no habían abandonado los contornos, sino que habían acampado unos en el bosque y otros en la torre y en las casamatas.

Ni Córdoba ni el español eran capaces de adivinar qué podían esperar allí, pero probablemente aquella detención debía tener alguna relación con la captura o rendición del «Yucatán».

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó el lobo de mar, que empezaba a perder la paciencia—. ¿No se decidirán a marcharse? Es ya la vigésima vez que me llego hasta la salida de la galería y veo siempre a aquellos horribles negros con sus malditos trabucos.

—¿Creéis que sospechan algo? —preguntó el español.

—¿Que estamos nosotros aquí?

—Sí, señor teniente.

—No es posible, porque hubieran venido a explorar la galería.

—¿Entonces qué demonios esperan? No hay tropas españolas por estos alrededores.

—¿Habrán visto a nuestro marinero cuando se marchó hacia el «Yucatán» y esperan su vuelta con los refuerzos? Estos bribones son astutos y pueden haber adivinado nuestro proyecto.

—También esto es posible, señor.

—¡Mal asunto!

—Que nos obligaría a una larga estancia en esta incómoda galería.

—Y con la perspectiva de un largo ayuno —agregó Córdoba—. Una de mis dos galletas ha desaparecido ya y tengo ganas de zamparme también la otra.

—Es preciso economizar, señor teniente. Yo guardo todavía intactas las tres que me han dado los marineros.

—Yo no soy un español de raza pura, amigo. Vosotros os contentáis con un cigarrillo de desayuno, una cebolla y un mendrugo de pan por comida, y para la cena con una serenata al claro de luna, pero yo he perdido los hábitos de mis antepasados. ¡Caray! Estamos bromeando como grumetes en tierra, sin pensar que a cada hora que pasa nuestra capitana se aleja de nosotros y que para ella el peligro aumenta… ¿Dónde la habrán llevado aquellos sinvergüenzas?

—Al campamento del Pardo, estoy seguro.

—¿Estará muy lejos de aquí?

—Diez o doce horas de marcha, si se encuentra todavía en la orilla del pantano, frente a la ensenada de Cortés.

—¿Sabrías conducirme hasta allí?

—Así lo espero, señor.

—Antes de volver al «Yucatán» quiero saber qué le ha sucedido a fa marquesa. Me inquieta mucho su suerte.

—La capitana es una mujer enérgica y no cederá, señor teniente. Intentarán obligarla a la rendición de la nave, pero no obtendrán ningún resultado.

—¡Oh…! Eso no lo dudo, pero ¿y si recurrieran a medidas extremas? Los insurgentes han martirizado con frecuencia a los oficiales caídos en sus manos.

—Es verdad, pero Pardo no es cruel, y no permitiría a sus hombres cometer una barbaridad parecida con la marquesa.

—Quiero suponer que será así, de todos modos tengo ganas de marcharme pronto de aquí.

—Esperemos que lleguen las tinieblas, señor. Si la salida de la galería no está guardada como creo, ya que los rebeldes no tienen ningún motivo para poner centinelas, nos escaparemos.

—¿Queréis un consejo? Cerrad los ojos e intentad dormir;

seguramente esta noche no podremos hacerlo, si tenemos que huir.

—Acepto el consejo, aunque no sé si me será posible realizarlo, con tantas inquietudes que me turban el corazón y la cabeza.

Se retiraron a la parte más lejana de ambas salidas y se estiraron en el suelo, poniéndose cerca los fusiles para estar preparados contra cualquier sorpresa.

A pesar de tantas preocupaciones, su gran cansancio les venció, y si alguno hubiera entrado en la galería, habría oído sus sonoros ronquidos.

Cuando Córdoba se despertó, encendió un fósforo y, mirando el reloj, vio que señalaba las once.

—¿Antes o después del mediodía? —se preguntó—. Aquí no hay estrellas ni sol para saberlo.

Sacudió al español repetidamente, diciéndole:

—Creo que ha llegado el momento de abandonar el albergue.

—No pido nada mejor —respondió el asistente del capitán Carrill—. Deseo un poco de aire fresco y puro, señor. Debe ser tarde.

—Creo que la media noche no está lejos, nuestra siesta debe haber sido bastante larga. Es imposible que sean las once de la mañana, por otra parte pronto lo sabremos.

Comieron una galleta, cogieron sus fusiles y se dirigieron hacia la salida de la galería.

Después de encontrar el cuerpo de la serpiente, redujeron la marcha, sabiendo que no estaban lejos de la abertura, escucharon atentamente y se aproximaron a la salida, que apenas se veía, por ser de noche.

—Veamos —dijo Córdoba, sacando la cabeza con precaución.

Miró hacia afuera y con sorpresa y alegría no vio ni hombres, ni tiendas, ni cabañas de ramas.

—Se han marchado —dijo.

—¿Estáis seguro?

—No pretendo tener ojos de gato, pero son bastante buenos, y si hubiera alguien lo vería.

—Entonces podemos salir.

—Nadie nos lo impide.

Córdoba, seguro ya de no correr ningún peligro, iba ya a lanzarse al exterior, cuando oyó inesperadamente una voz que salía de un espeso matorral, exclamar:

—¡Demonios! ¡Esto sí que es extraño…! Si creyese en los espíritus, diría que he visto uno junto a la entrada de la galería.

Una alegre carcajada fue la respuesta.

Córdoba, rápido como un rayo, se había vuelto a esconder en el subterráneo, empujando vivamente al español que estaba detrás de él.

—¡Caramba! —exclamó—. Aquí hubieran sido precisos ojos de gato, justamente.

—¿Hemos sido descubiertos? —preguntó el soldado, con ansiedad.

—Eso temo.

—Huyamos, señor.

—¿Y adónde?

—A la galería.

—Esperemos un poco, ¿oís?

La voz de antes, que parecía la de un negro por la manera como estropeaba horriblemente las erres, repitió:

—Tú ríete, yo te digo que he visto una sombra humana junto a la salida de la galería.

—Habrá sido alguno de nuestros compañeros acampados en el fortín que habrá querido gastarnos una broma.

—¿Y si por el contrario fuese un español?

—¿Venido de dónde?

—Y yo qué sé.

—Tú has soñado, Manco.

—Te digo que lo he visto.

—Entonces vamos a ver, si no tienes miedo.

—Cuando tengo mi trabuco no temo a nadie —respondió aquel que hemos oído llamar Manco.

Córdoba no se había movido. Antes de huir, quería saber con cuántos enemigos tenía que habérselas.

Inmediatamente aparecieron entre los matorrales dos negros vestidos solamente con una camisa rota y armados con enormes trabucos. Uno era viejo y el otro en cambio bastante joven, quizá con poco más de veinte años.

Los dos insurrectos, perfectamente visibles, por estar entonces la luna sobre las altas cimas de los árboles, se mantuvieron un momento inmóviles, con sus monstruosas armas apuntadas hacia la entrada de la galería, y entonces el viejo dijo:

—Ve delante, Manco.

—Adelántate tú, que no crees en los espíritus.

—Yo no soy supersticioso, pero como soy el más viejo debo mandar. Vete delante, pues.

—Gustosamente, pero temo que mi trabuco esté estropeado, compadre.

—Seguramente el mío está en peor estado que el tuyo.

—¡Compadre!

—¡Manco!

—Empiezo a creer que no tienes menos miedo que yo.

—Yo no sé qué es el miedo.

—Entonces precédeme.

El viejo dudó un momento, después, temiendo quizá los sarcasmos del joven, se atrevió a avanzar algunos pasos, con tan poca resolución que hacía reír a Córdoba.

—Son dos gandules que están temblando de miedo —murmuró el lobo de mar—. Nos despacharemos rápido con estos dos.

El negro se había parado a veinte pasos de la galería y parecía decidido a no adelantar ni un paso más, a pesar de haber declarado que no sabía qué cosa era el miedo.

—Manco —dijo—. ¿Estás completamente seguro de haber visto una sombra, o has querido bromear?

—No he bromeado, compadre.

—¿Habrá sido un espíritu? Yo no les temo, especialmente cuando tengo mi trabuco, pero…

—¿Quieres decir que sería mejor no meternos en los asuntos de los espíritus?

—Más o menos.

—¡Compadre!

—¡Manco!

—Vámonos de aquí.

—¿Sin disparar los trabucos?

—Es verdad.

—Apuntemos al interior de la galería.

—Sí; si el espíritu está ahí, le haremos huir.

Córdoba no había perdido ni una sílaba de este interesante diálogo. Se ocultó tras el ángulo de la roca para no recibir en su cuerpo un par de kilos de clavos, después se quitó rápidamente la chaqueta y el sombrero y los puso en el cañón del fusil, murmurando.

—¡Ah…! ¿Tenéis miedo de los espíritus? ¡Aquí tenéis un títere que os hará trotar, mis queridos holgazanes!

En aquel momento los dos negros descargaron sus enormes trabucos, con un estruendo ensordecedor. La metralla entró en la galería produciendo agudos silbidos y acribillando las rocas.

—¡Ja! ¡Ja! —exclamó el negro Manco, dilatando su ancha boca y mostrando una formidable dentadura capaz de dar envidia a un tiburón—. ¡Compadre! Hemos matado al espíritu.

—¿Estás seguro? —preguntó el viejo.

—Ya no se ve nada. ¡Los trabucos los matan a todos! ¡Y tú tenías miedo…!

—Eras tú el que no querías ir delante, Manco. Yo no he tenido nunca miedo de los espíritus.

—Pero ¡qué miedo…! Lo decía en broma.

—También yo.

—Entonces somos dos valientes.

—Más valientes que los criollos, Manco, te lo aseguro.

—Ahora lo veremos —murmuró Córdoba, que se estaba divirtiendo con las fanfarronadas de los dos negros.

Levantó el cañón del fusil acercándolo a la abertura e hizo ondear el fantoche en el hueco.

Ante esta inesperada aparición los dos héroes lanzaron un aullido de terror y fue tal su espanto que cayeron uno sobre el otro, gritando:

—¡El espectro! ¡El espectro!

Incorporándose, tomaron sus trabucos y huyeron precipitadamente a través del bosque, aullando como poseídos.

—Rápido, amigo —dijo Córdoba al español—. Ya que el camino está libre, aprovecharemos para tomar el fresco.

Abandonaron la galería y atravesaron la explanada a la carrera, escondiéndose en lo más espeso del bosque, temiendo que los alaridos de los dos negros atrajeran al lugar a los insurgentes acampados en el fortín.

Tras un cuarto de hora de desesperada carrera, se pararon en medio de un grupo de enormes cedros, poniéndose a escuchar.

El enorme bosque se había quedado silencioso; no se oía ni el roce de una hoja, pues reinaba entonces una calma completa.

Recuperado el aliento, Córdoba y su compañero devoraron algunas naranjas que habían encontrado en el suelo, para saciar su sed, y después siguieron su marcha intentando orientarse con las estrellas.

La vegetación ya no era tan espesa. Estaba formada por matas aisladas y raíces, así que se podía avanzar sin demasiada fatiga y sin verse obligados a abrirse camino a golpes de cuchillo.

Había matorrales y grupos de árboles, la mayoría cedros, vegetales bellísimos, bastante altos y que abundan en la isla de Cuba, contándose más de treinta especies, aunque no faltaban las pintorescas palmeras reales, verdaderos gigantes que alcanzan alturas prodigiosas y que tienen enormes troncos; tampoco eran raros los tamarindos, los laureles chinos y las magnolias que difundían en el contorno deliciosos perfumes.

Animales no había, pues la isla está más bien escasa de bestias salvajes en su parte occidental, mientras que, en cambio, en las zonas centrales abundaban los búfalos, jabalíes y cocodrilos. Esto molestaba al buen Córdoba que hubiera probado con mucho gusto un buen trozo de asado, después de aquel ayuno un poco demasiado largo.

Durante cinco horas los dos fugitivos caminaron casi sin interrupción, dirigiéndose siempre hacia el este, deteniéndose al llegar a los límites de una plantación de caña de azúcar ya devastada por el fuego, quizá incendiada por los insurrectos o quizá por los soldados españoles para vengarse de sus enemigos.

Al encontrar algunas cañas escapadas del fuego, Córdoba y su compañero las recogieron, guardándolas para el almuerzo.

La aurora empezaba entonces a expulsar las tinieblas. Los grandes murciélagos, especie de vampiros, huían yéndose a esconder en los huecos de los árboles, mientras los papagayos empezaban a despertarse chillando a plena garganta sobre las ramas más altas de los tamarindos y de las palmeras, y las espléndidas palomas se elevaban en bandadas para saludar al sol que estaba a punto de aparecer.

—Busquemos un escondite —dijo Córdoba—. No es prudente andar de día, sabiendo que quizá los insurgentes están cerca.

—Me parece que veo allí una construcción —dijo el español—. Será seguramente el batey del ingenio.

—¿Qué queréis decir?

—La fábrica de azúcar de la plantación.

—Con tal de que no esté ocupada por alguna banda de insurrectos… —dijo Córdoba—. Nos acercaremos con prudencia.

Se metieron por entre los surcos del ingenio, nombre dado a las plantaciones de caña de azúcar, y se dirigieron hacia un edificio que surgía sobre una pequeña loma, coronado por una alta chimenea, pero en parte derruido.

La plantación había sido horriblemente devastada. Por todas partes se veían enormes montones de caña de azúcar, medio destruidas por el fuego, y árboles, quizá plantas de cacao, ennegrecidos y privados de sus hojas.

Se veían restos de cabañas, en un tiempo habitadas por los trabajadores negros o por culis chinos, casuchas en ruinas, grandes cobertizos que debían haber servido de almacén con los techos hundidos y las paredes calcinadas por el fuego, muchos trozos de barriles, y a lo largo de los surcos, verdaderos ríos de azúcar carbonizado.

El batey, o sea el establecimiento central donde se encuentran las calderas para la fusión del precioso producto, la prensa y la refinería no se encontraban en mejor estado.

Parecía que hubiese sufrido un formidable asalto ya que las paredes tenían señales de balas de fusil y obuses de cañón. El techo se había derrumbado sobre las vigas, las máquinas que debían haber costado una fortuna a su propietario, yacían por el suelo destruidas, completamente rotas como si las hubieran hecho saltar con dinamita; los hornos habían desaparecido, así como los enormes recipientes que debían recoger la dulce materia.

De la inmensa fábrica no había quedado más que los muros y un trozo de la alta chimenea; todo lo demás había sido devorado por el elemento destructor.

—Aquí se ha librado alguna sangrienta batalla —dijo Córdoba—. Compadezco sinceramente al propietario de la plantación, que a estas horas debe estar completamente arruinado.

—Probablemente habrá sido un insurgente —dijo el español.

—¿Creéis que esta destrucción ha sido obra de los vuestros?

—Es posible, señor, pues nosotros hemos recibido la orden de incendiarlas propiedades de los insurgentes.

—Cuántos millones arrojados al aire. ¡Qué enormes desastres causará la insurrección a esta desgraciada isla!

—Será su ruina, señor, porque todas las plantaciones importantes de caña de azúcar han sido devastadas por nosotros o por los insurgentes, y ya sabéis que constituían la principal riqueza de esta gran isla.

—Sí, lo sé y os puedo decir también que sus propietarios han perdido quinientos millones al año o quizá más.

—Hay que añadir además las plantaciones de tabaco, de café, de algodón y de cacao destruidas también y veréis la ruinosa situación en que quedarán los cubanos cuando haya acabado la guerra.

—Se trata de miles de millones, puesto que las plantaciones destruidas no se podrán reconstruir inmediatamente. Quizá la insurrección y la guerra que le sigue darán lugar a la suspirada libertad, pero la habrán pagado muy cara.

Habían entrado en el batey central, donde habían visto un trozo de techo que parecía haber escapado milagrosamente al fuego.

Allí existía un desorden indescriptible. Por todas partes se veían barriles destrozados, que por sus flancos abiertos dejaban escapar ríos de azúcar y de melaza que habría debido servir para la fabricación del ron, sacos despanzurrados; calderas aplastadas, trozos de máquina retorcidos, barras de hierro arrancadas y dobladas, vigas caídas de lo alto, restos de muebles y, en medio de aquel pandemónium, algunos esqueletos humanos ya limpios de su carne por el ávido pico de los zopilotes, los pequeños buitres negros tan abundantes en América Central y en las islas del gran golfo mejicano, y que están encargados de la limpieza de las ciudades, o por los dientes de las numerosas legiones que saquean todavía las plantaciones a pesar de la presencia de las sanguinarias mangostas.

—El sitio es poco alegre —dijo Córdoba.

—Pero seguro, señor —respondió el soldado—. Aquí nadie vendrá a molestarnos y podremos descansar tranquilos hasta esta noche.

¿Y nada que ponerse entre los dientes? Podemos desayunar con cañas de azúcar, comer con azúcar y cenar con melaza.

—No encuentro ninguna otra cosa, señor. Todo ha sido destruido por el incendio.

—Generalmente alrededor del batey suele haber cocoteros, bananos, ñames.

—Es verdad, pero aquí todo ha sido arrancado.

—Pero el estómago gruñe y reclama un poco de comida.

—Si tenéis paciencia quizá podríamos encontrar algún ratón de bosque. En las plantaciones no son raros.

—¡Caramba! ¡Me ofrecéis ratones…!

—Estos roedores son excelentes. He probado muchas veces su carne y os puedo decir que es tierna como la de los cabritos y bastante sabrosa. A los negros e incluso a los criollos les entusiasma.

—¿Son por lo menos grandes?

—Más que un gato.

—¡Bueno! ¡Vaya por el ratón, si es posible sorprender alguno! Ya veremos si es tan delicioso como aseguráis.

—Mientras reposáis yo voy a visitar las plantaciones.

—Procurad no hacer uso del fusil.

—No lo utilizaré, podéis estar seguro.

Mientras Córdoba se tendía sobre algunos sacos, fumando un cigarrillo, el soldado salió para buscar el asado prometido.

Sólo hacía diez minutos que estaba ausente, cuando el lobo de mar lo vio entrar de nuevo precipitadamente y fatigado como sí acabase de realizar una larga carrera.

—¿Habéis cazado ya el ratón? —preguntó Córdoba.

—¡Todo lo contrario! —exclamó el soldado—. ¡Me he convertido yo en la presa!

—¡Caray! ¿Qué queréis decir?

—Que me están dando caza.

—¿Quién?

—Una banda de negros.

Un nuevo problema con que enfrentarse, después de las dificultades sinnúmero que habían atravesado hasta entonces: travesía de la jungla, visión de vampiros y zopilotes, etc. Córdoba quiso saber más detalles de lo que le contaba el soldado. Preguntó si eran insurrectos.

—Seguro, señor teniente.

—¡Mil tiburones! ¡Todavía aquellos bandidos con sus malditos trabucos! ¡Ah…! ¡Nos veremos!

2. El ataque de los negros

Córdoba se había levantado precipitadamente de los sacos que le habían servido de lecho y se asomaba a la puerta del batey, aunque escondiéndose prudentemente tras una enorme caldera volcada, para no recibir una descarga.

Una docena de negros casi desnudos, pues no llevaban más que unos calzones y un destrozado sombrero de hojas de palma, algunos armados de trabucos y otros de machetes, avanzaban a través de los surcos de la plantación, gesticulando como micos y aullando como endemoniados.

No podía dudarse de su dirección; se dirigían hacia el batey con la intención de descubrir al español y capturarlo.

—¿Serán los mismos negros que vigilaban frente a la galería? —se preguntó Córdoba, con inquietud—. Los dos valentones que hicimos huir pueden haberse dado cuenta de que éramos espíritus de carne y hueso y haber seguido nuestras huellas.

—Señor —dijo en aquel instante el español, que se le había puesto al lado—. ¿No conocéis por casualidad a los dos negros armados de monstruosos trabucos?

—Parece que son…

—Manco y su compañero, señor teniente.

—¡Ah…! ¡Esos bribones…! Estarán furiosos por el susto que les hemos dado.

—Y decididos seguramente a vengarse.

—¡Estamos en un buen lío, amigo Quiroga!

—Afortunadamente no son suficientes para dar miedo, señor.

—No, si no temiese una cosa.

—¿Cuál?

—Que precedan a una banda de criollos.

—Hasta ahora no se han visto.

—Pueden estar todavía en el bosque.

—¿Qué hacemos?

—Apuntad vos a Manco y yo me encargo del viejo.

—¿Y después?

—Nos escapamos a todo correr y nos meternos en el bosque, para evitar el peligro de un nuevo asedio. Cuidaos de los trabucazos de los escopeteros.

—No temáis; estoy bien cubierto.

Los negros continuaban acercándose dando gritos y saltando alegremente, como si estuvieran ya seguros de tener en su poder a los dos fugitivos, y por hacer algo, empezaron a hacer tronar sus trabucos, no obstante estar tan lejos todavía que no había la más mínima esperanza de que los proyectiles pudieran llegar hasta el batey.

Manco y su compadre, delante de todos, hacían alardes de valor, de palabra, amenazando volar todo el edificio a trabucazos y jurando que convertirían en polvo a los fugitivos si no se rendían inmediatamente Sin embargo, al llegar a unos cien pasos del batey, desapareció toda su valentía y se retrasaron prudentemente, dejando que los otros fueran delante.

—¡Los gandules! —murmuró Córdoba—. Sería mejor no herirles para ver a estos héroes huir a todo escape con sus trabucos. ¡Quiroga!

—¿Señor…?

—Perdonemos a estos pobres diablos.

—Si nos tuvieran en sus manos ellos no nos perdonarían, sino que os aseguro que se apresurarían a colgarnos por los pies del árbol más próximo, para asarnos vivos o deso-liarnos como corderos de un buen machetazo. Conozco la crueldad de estos bandidos.

—Entonces mandemos un par al otro mundo o limitémonos a ponerlos fuera de combate.

Los negros se habían parado para cargar sus trabucos, antes de aproximarse al batey.

Córdoba y el español apuntaron sus fusiles e hicieron fuego casi al unísono.

El valiente Manco y su viejo compadre, aunque prudentemente se mantenían detrás de sus compañeros, cayeron aullando desesperadamente como si estuvieran ya moribundos, al tiempo que se desplomaba uno de los primeros, sin soltar un gemido.

Los otros, espantados por la doble descarga, huyeron alocadamente a través de los surcos de la plantación, sin disparar sus trabucos, y se escondieron en el bosque.

—¡Qué piernas! —exclamó Córdoba, riendo—. ¡Vaya…! ¿Qué hacen Manco y el viejo? Gritan como ocas cuando estoy seguro de no haber tocado ninguno de los dos.

—Pues mi hombre ha caído y no creo que se levante nunca más —dijo el español—. Los insurrectos no nos perdonan a los españoles cuando caemos en sus manos y yo no ahorro un tiro cuando puedo.

—¡Oh! ¡Vaya pillos!

Esta exclamación se le había escapado a Córdoba viendo a los dos valerosos negros arrastrarse a lo largo de los surcos para alejarse disimuladamente. Ni uno ni otro parecían heridos; ante el temor de sufrir una segunda des carga se habían dejado caer en el suelo, fingiéndose morí bandos.

—¡Que el diablo os lleve, holgazanes! —exclamó el lobo de mar—. Eh, amigo Quiroga, escapémonos antes de que les lleguen refuerzos.

Atravesaron el batey y salieron por el otro lado ocultándose entre algunas hileras de cañas que habían escapado al incendio.

Un cuarto de hora después estaban entre las palmeras, los caobos, los cedros, los bananos, los mangos y los tamarindos del bosque, sin que los negros se hubieran atrevido a seguirles y quizá sin haberles visto.

Queriendo poner entre ellos y los rebeldes el mayor espacio posible, se detuvieron solo un minuto para apagar la sed en un pequeño torrente y reemprendieron después la marcha internándose en el bosque procurando llevar una dirección fija, o sea dirigiéndose hacia el sudeste con intención de llegar al campamento del capitán Pardo.

Su rápida marcha duró cuatro horas, hasta que desfallecidos por el calor, el cansancio y el hambre se detuvieron en las orillas de una laguna, sobre cuyas aguas se veían volar miles de agachadizas y de grullas.

—¡Uf…! ¡No puedo más…! —exclamó el lobo de mar, dejándose caer sobre una raíz que serpenteaba por el suelo como un reptil gigantesco—. Si no encontramos alguna cosa para masticar, yo no doy un paso más.

—No veo más que un caimán que sestea allí abajo, en aquel banco de cieno —dijo el español—. Los negros no se hacen rogar para comer la cola de estos anfibios, pero dudo mucho que vos podáis vencer la repugnancia que inspiran estas feas bestias.

—Decid mejor el perfume diabólico que les impregna y que no podría tolerar. ¡Puah…! ¡Una carne que hiede a almizcle a un kilómetro de distancia! ¡Se necesita tener el estómago de un negro para tragársela!

—Es cierto, señor.

—Busquemos algún jabalí; creo que son numerosos en las marismas.

—Los insurrectos, obligados a vivir sólo de caza, los han exterminado. ¡Ah…!

—¿Qué os pasa…?

—Creo que estáis de suerte.

—¿Habéis visto algún buen bocado?

—Veo agitarse aquellos matorrales.

—La caza debe esconderse allí.

—Lo sospecho.

—Esperemos que no sean insurrectos emboscados.

—No; ¡escuchad…!

—¡Gruñidos! ¡Son jabalíes!

—Estemos en guardia; estos animales tienen colmillos de acero y no temen al hombre.

—Lo sé, pero no es el momento de dudar. Escondámonos tras estos cedros y preparémonos para hacer una buena descarga.

El lobo de mar y su compañero, sabiendo que no se podía jugar con estos animales, se ocultaron en un pequeño espacio cerrado entre cuatro enormes cedros que podían, en el caso de un ataque, servir de barrera, y esperaron que la presa se mostrara.

Los gruñidos iban en aumento y las ramas de los matorrales se agitaban en todas direcciones. Parecía que había una manada numerosa buscando las suculentas raíces que son el principal alimento de estos irascibles y deliciosos animales.

—¡Hum…! —murmuró Córdoba—. Vamos a pasar un rato peligroso.

—¡Mirad! —dijo el español—. Salen de las matas.

Unos cuantos jabalíes, por lo menos quince o veinte, guiados por un viejo macho cuyos colmillos se habían vuelto grises, aparecieron dirigiéndose lentamente hacia las orillas de la laguna.

Todos eran de gran tamaño, armados de largos colmillos, que golpeaban uno contra otro, produciendo un rumor amenazador y que sonaba poco agradablemente en los oídos de los dos cazadores.

—Esperad a que alguno se separe —dijo el español, bajando rápidamente el Fusil de Córdoba—. Si hacemos fuego en este momento, los tendremos a todos encima y nos destrozarán.

—Esperemos —respondió Córdoba—. Aunque es muy duro, teniendo un hambre de antropófago, ver tantos jamones deliciosos sin poderlos probar.

—Nos va la piel en ello, señor.

Los jabalíes, después de haber bebido, empezaron a extenderse a lo largo de la orilla. Algunos se habían metido en el fango arrancando las cañas pantanosas para comer las raíces, mientras otros se habían vuelto a meter entre los matorrales.

El viejo macho, en cambio, permanecía sobre la ribera como si estuviera de centinela.

Córdoba y el español esperaron un cuarto de hora; después, cuando vieron que la manada estaba ya bastante dispersa, levantaron el fusil apuntando al viejo jabalí. Estaban ya a punto de disparar, cuando lo vieron alzarse bruscamente soltando un gruñido más fuerte de lo usual, erizar las cerdas, agitando desordenadamente sus largas orejas, y lanzarse hacia una meta cercana.

—¿Nos habrá descubierto? —preguntó Córdoba, levantándose.

—No —respondió el español, imitándolo—. No se dirige contra nosotros. ¡Eh…! ¿Oís…?

Un agudo silbido había sonado a poca distancia del grupo de cedros, el silbido de un reptil encolerizado.

—Ahora comprendo —dijo el español—. Ha descubierto una serpiente y va a atacarla. ¡Allí…! ¿La veis…?

El lobo de mar se levantó sobre la punta de los pies y a través de las ramas divisó una gruesa serpiente que se enrollaba rápidamente, mostrando amenazadoramente su inquieta lengua y sus dos dientes venenosos.

—Es una serpiente de cascabel —dijo el español.

—¿Y el viejo jabalí no tiene miedo? —preguntó Córdoba, asombrado.

—Acabará comiéndose el crótalo, señor.

—Si es mordido, morirá.

—Os engañáis; contra los puercos el veneno de las serpientes no surte efecto.

—Esta es una cosa difícil de creer, amigo.

—¿No sabéis cómo se hace para limpiar una plantación cuando está invadida por las serpientes…?

—No.

—Se llevan algunos cerdos con sus crías y en pocos días se encargan de exterminarlas. ¡Ah…! ¡Mirad…! ¡Mirad, señor!

El crótalo viendo a su enemigo desenvolvía rápidamente sus espirales y se había levantado todo lo largo que era, mientras su cola, golpeando el suelo, hacía sonar el cascabel córneo. Silbaba furiosamente y de sus pequeños ojos parecía que salían llamas.

El viejo jabalí no parecía muy inquieto por la actitud del reptil. Seguro de sí, convencido de la victoria, se había parado a tres pasos de distancia, mirándolo y haciendo sonar los largos colmillos.

De repente se abalanzó. El reptil, rápido como un rayo, se precipitó para herir e inyectar el terrible veneno, pero el jabalí esquivó bruscamente y recibió la mordedura en un repliegue del vientre, en la parte protegida por el estrato graso. El crótalo, después del primer mordisco intentó replegarse sobre sí mismo. El jabalí no le dio tiempo. Sus quijadas se abrieron y se cerraron en torno a la cabeza del adversario, mientras que con los colmillos anteriores atacaba con furor la cola, destrozándola completamente.

Cuando vio que había cesado de existir, se acurrucó lanzando un gruñido de satisfacción y se puso a devorarlo tranquilamente, sin preocuparse de la herida recibida, herida mortal para cualquier otro animal y sobre todo para el hombre, pero absolutamente inofensiva para el jabalí.

Córdoba, que había seguido con gran interés el extraño combate que daba completa razón a las previsiones del español, alzó el fusil e hizo fuego.

El viejo jabalí, tan brutalmente interrumpido en su comida, saltó como un resorte lanzando un gruñido agudo arrancado por el dolor producido por la herida y también por la rabia, y viendo la nube de humo ondear todavía entre las plantas, se lanzó en aquella dirección con una rapidez increíble.

El español lo esperaba para darle el golpe mortal. Viéndolo a pocos pasos, levantó el fusil, pero al hacer aquel gesto tropezó con una liana y el tiro salió alto.

—¡Huid! —gritó Córdoba.

El español le habría obedecido gustosamente si hubiera tenido tiempo. El jabalí, que solamente estaba herido por el disparo del lobo de mar, como una centella se le echó encima, arrojándolo al suelo e intentando clavarle los colmillos.

—¡Ayuda! —gritó el pobre soldado.

—¡Ya voy! —respondió Córdoba.

Había metido otro cartucho en el fusil y se había acercado. Apoyar el cañón en una oreja del jabalí y hacer fuego fue cosa de un instante.

El disparo se confundió con un aullido, el último. El animal, fulminado por el proyectil, había rodado a un lado quedando inmóvil.

—Gracias, señor —dijo el español.

—¿Estáis herido? —preguntó afectuosamente Córdoba.

—No, pero si llegáis a tardar un solo instante no sé cómo me las habría arreglado.

—¡Eh!

—¿Qué pasa?

—¡Caray!

—¿Los compañeros del macho?

—¡Un huracán!

La manada de jabalíes, rápidamente reunida, pasaba en aquel momento a través de la floresta en un galope desenfrenado, atropellándolo todo a su paso y yendo a pararse a cincuenta pasos de los dos cazadores lanzando amenazadores gruñidos, después hizo una media vuelta repentina y desapareció entre los árboles con la velocidad de un tren.

—¡Caramba! —exclamó Córdoba, respirando a pleno pulmón—. Creí que se iban a echar sobre nosotros todas estas fieras para vengar al viejo macho.

—También yo —respondió el español—. Son muy valientes, sin embargo a veces cualquier cosa es suficiente para espantarlos y ponerlos en fuga.

—Que el demonio se los lleve y nos dejen comer tranquilamente. Nos lo hemos ganado poniendo en peligro nuestra piel; así que tenemos el derecho de saborearlo sin más molestias. ¡Ah…! ¡Si la marquesa estuviera aquí…! ¡Qué contenta estaría con este manjar de cazadores en medio del bosque! ¡Mil rayos! ¡Al diablo Pardo y los piratas yanquis!

—La volveremos a encontrar, señor —respondió el español que estaba cortando una pata trasera del jabalí para ponerla a asar—. Estoy seguro de que llegaremos pronto al campamento de los insurrectos.

—¿Y cuando estemos allí, qué haremos?

—Ya lo veremos, señor.

—Volveremos al «Yucatán» sin haber logrado nada.

—Actuaremos más tarde. Cuando sepamos lo que le ha sucedido a doña Dolores, sabremos lo que debemos hacer para arrancársela a Pardo.

El español, después de cortar el muslo del jabalí, había recogido ramas secas y encendido el fuego, poniendo encima el suculento pedazo de caza, tras haberlo atravesado por la baqueta de acero del fusil.

El hambre de los dos cazadores era tanta, que no esperaron a que el asado estuviera perfectamente en su punto. Con los cuchillos que llevaban lo cortaron en trozos, usando de plato una gigantesca hoja de banano y se pusieron a devorar con gran apetito.

Habían tragado ya algunos bocados, cuando se oyó una voz que gritaba en tono alegre:

—¿Puede uno sentarse a tu mesa, camarada Quiroga? Hace quince horas que te busco.

—El español, al oírse llamar por su nombre, se había levantado precipitadamente, mientras que Córdoba, no sabiendo todavía con quien tenía que habérselas, dejaba caer el bocado que se llevaba a los labios y agarraba el fusil.

Un hombre vestido con ropa blanca, con un viejo sombrero de paja y con los pies desnudos, había aparecido de repente entre los árboles.

Era un mozalbete de unos veinte o veintidós años, de piel bronceada, rostro anguloso, bigote negro apenas naciente y ojos negrísimos e inquietos. No llevaba fusil, pero en la cintura llevaba en cambio una larga navaja.

—¡Tú, Padilla…! —exclamó el soldado, estupefacto.

—Si tus ojos están aún en buen estado, puedes ver que soy yo en carne y hueso —respondió el recién llegado.

Después, mirando a Córdoba dijo, quitándose el sombrero:

—¿El segundo comandante del «Yucatán», supongo?

—Sí —respondió el lobo de mar, haciendo un gesto de sorpresa—, pero… ¿cómo me conocéis…? No os había visto antes de ahora.

—Lo creo, señor —respondió el muchacho, con una sonrisa—, por el simple motivo de que yo no he estado nunca en México, ni a bordo del «Yucatán».

—¿Y cómo sabéis que soy el teniente Córdoba?

—Me habían dicho que estabais en compañía de mi camarada.

—¿Me buscabais, quizá?

—Sí, señor.

—¿De parte de quién?

—De la señora marquesa del Castillo y del capitán Carrill.

—¡Por mil tiburones! ¿Habéis visto a la marquesa? ¿Dónde se encuentra?

—Ahora ya debe haber llegado a los cayos de San Felipe.

—¡A San Felipe! ¿En las islas?

—Sí, señor.

—¿Ha huido acaso de las manos de Pardo?

—No ha tenido esta suerte. Ha sido enviada allí para entregarla a una nave americana.

—¿Y cuándo estará en la nave? —preguntó Córdoba, que se había puesto pálido.

—No se sabe, pero creo que haríais bien en volver inmediatamente a bordo del «Yucatán» y zarpar hacia los cayos de San Felipe.

—Es lo que haremos en seguida —dijo Córdoba—. ¿Sabéis si Pardo intentará algo contra el «Yucatán»?

—Creo que organiza una expedición para capturarlo.

—¡Ah! ¡Ya nos veremos! ¿Cuándo habéis dejado el campamento?

—Ayer a las once de la noche, teniendo que esperar a que durmieran todos para escapar.

—¿Esperabais encontrarnos?

—Si no aquí, pensaba ir a los alrededores del fortín.

—Tomad un bocado con nosotros, después partiremos a toda prisas Hay que llegar al cayo antes de la arribada de la nave americana o la marquesa estará perdida. ¿Sabréis guiarnos hasta la bahía de Corrientes?

—Soy cubano y de la provincia de Pinar del Río, así que conozco bien las costas occidentales de la isla.

—Apresurémonos.

Comieron sin perder más tiempo, cortaron algunos trozos de jabalí que asaron con objeto de que se conservaran más tiempo, después se pusieron rápidamente en marcha dirigiéndose hacia el sur, para evitar a los insurgentes que ocupaban el fortín y quizá también sus contornos.

Durante la marcha el camarada de Quiroga informó a Córdoba de todo lo que le había sucedido a la marquesa y de las tentativas hechas por Pardo para que le cediera la carga del «Yucatán», tentativas absolutamente vanas como ya saben los lectores.

Durante toda la jornada el teniente y los dos soldados marcharon con gran prisa hacia el sur, no haciendo más que brevísimas paradas para descansar un poco. Por la noche, después de haber recorrido más de treinta kilómetros a través de pantanos y bosques sin fin, acamparon a poca distancia del mar, sobre una colina cubierta de espesa vegetación.

Al día siguiente, tras una noche tranquila reemprendieron la marcha para atravesar la pequeña península de Corrientes que separa la bahía homónima de las aguas de la ensenada de Cortés, y a las cuatro de la tarde, desfallecidos por su rápida carrera, alcanzaban la orilla opuesta.

—El «Yucatán» no debe de estar lejos —dijo Córdoba.

—¿Está anclado en la extremidad de la ensenada? —preguntó el camarada de Quiroga.

—En un riachuelo escondido entre los mangles.

—Sé dónde se encuentra.

—¿Estamos lejos?

—Más cerca de lo que creéis.

En aquel instante a corta distancia se oyeron retumbar algunos disparos y las balas silbaron en los oídos de Córdoba y sus dos compañeros.

—¡Mil tiburones! —aulló el lobo de mar—. ¿Los rebeldes están aquí ya…? ¡Mi «Yucatán»!

Algunos hombres habían aparecido de improviso entre los manglares, con los fusiles todavía humeantes. Un grito de asombro y al mismo tiempo de alegría salió de sus pechos:

—¡El señor Córdoba!

—¡Caray! —gritó el lobo de mar—. ¡Mis marineros! Amigos, estamos salvados.

3. La captura del cubano

Los hombres que Córdoba había confundido con insurgentes, eran marineros del «Yucatán» en perfecto equipo de combate, como si se dirigieran a realizar algún peligroso reconocimiento o fueran a afrontar al enemigo.

Eran una treintena, conducidos por un contramaestre, un joven alto como un granadero de Pomerania, robusto como un toro y que ya había dado pruebas indudables de valor, y de habilidad e inteligencia poco comunes.

En pocos saltos, Córdoba hacía alcanzado a sus bravos marineros, que no parecían menos sorprendidos que él por aquel afortunado encuentro.

—¿Adónde ibais? —preguntó parándose frente al contramaestre.

—Pues… en busca de vos, mi teniente —respondió el marinero.

—¿De mí?

—Hemos sabido que estabais asediado en un fortín junto a la capitana.

—¿Y por quién lo habéis sabido?

—Por Álvaro.

—¿Ha llegado a bordo aquel valiente?

—Sí, señor, y hace sólo dos horas —respondió un marinero acercándose.

—¡Tú! —exclamó Córdoba.

—Yo, mi teniente. Debéis perdonarme por no haber llegado antes a bordo del «Yucatán»; me he perdido un montón de veces en este maldito bosque.

—Eres un valiente, querido amigo, y tendrás una buena recompensa. Estoy muy contento de encontrarte aquí; temía que los rebeldes te hubieran apresado o fusilado.

—Me he escapado por milagro, teniente. Pero… ¿y la capitana? No la veo con vos.

—¡Está en menos de los insurrectos! —gritó Córdoba, en un estallido de ira.

—¡La capitana en manos de esos perros…! —exclamaron los marineros, con asombro.

—¡Caray! —exclamó el contramaestre—. Iremos a libertarla, teniente, si nos dais permiso. Estamos decididos.

—Sí, iremos, pero no ahora —repuso Córdoba—. Ella no se encuentra ya en el bosque.

—¿Dónde, pues?

—En el cayo de San Felipe.

—¡Vamos a San Felipe, teniente! —gritaron los marineros al unísono.

—Iremos, mis valientes, no lo dudéis. La marquesa del Castillo no permanecerá seguramente largo tiempo en las manos de los insurrectos de Pardo. ¿Dónde está el «Yucatán»?

—Detrás de este bosque, señor —respondió el contramaestre—. Hemos anclado más afuera por temor de una sorpresa.

—¿Está a bordo maestro Colón?

—Sí, señor, no ha querido abandonar la nave sospechando una traición tras la reaparición de del Monte.

—¡De del Monte! —exclamó Córdoba—. ¿Ha venido aquí ese sinvergüenza?

—Está a bordo, teniente.

—¿Abordo?, ¡mil rayos!

—Con hierros en los pies y vigilado por dos marineros.

—¿Qué ha venido a hacer a bordo? ¿Está cansado de vivir ese bribón? ¡Qué audacia!

—Quería desembarcar inmediatamente el cargamento.

—¡Canalla!

—Decía que había sido encargado de traer esta orden por la señora marquesa.

—¿Y Colón?

—No le ha creído en absoluto, ya que el bribón del cubano no llevaba ninguna orden escrita, vuestra o de la capitana.

—¿Y entonces…?

—Se ha puesto furioso, ha amenazado con colgarnos a todos, poner fuego al polvorín y hacer volar el «Yucatán». Maestro Colón lo ha hecho prender, atar y encerrarlo en una cabina.

—¿Y está todavía prisionero?

—Hace dos horas estaba aún en el camarote.

—¡A bordo, mis valientes! ¡Vamos a ahorcar al miserable! —aulló Córdoba, que parecía haber perdido, quizá por primera vez, su calma habitual.

La patrulla se puso rápidamente en marcha, costeando una especie de península que avanzaba frente a la ensenada de Corrientes, formando el cabo del mismo nombre que cierra la profunda bahía del lago meridional.

Sin embargo, aquella orilla no era fácil de recorrer, a causa de la naturaleza del terreno. A cada instante se encontraban pequeños pantanos cubiertos de cañas, que servían de escondite a millares de pájaros marinos y sobre todo a los flamencos, había también espesuras de mangles que los marineros estaban obligados a atravesar con gran prudencia, agarrándose a las múltiples raíces de estas extrañas plantas, para no correr el peligro de precipitarse en el fango espeso que servía de fondo.

Hacia el atardecer, rebasada la punta extrema de la península, Córdoba, que marchaba frente a todos, flaqueado por los dos soldados españoles, lograba descubrir el «Yucatán» que se encontraba anclado junto a la desembocadura del riachuelo, a unos treinta metros de la orilla más próxima.

Al ver la bella y rápida nave, un suspiro de satisfacción le salió del pecho.

—¡Por fin! —exclamó—. Creía que no la volvería a encontrar, ni tripular. ¡Oh…! ¡Si también estuviera aquí Doña Dolores…! ¡Mil tiburones! ¡El miserable cubano lo pagará caro!

El sol se ponía rápidamente tiñendo de fuego el horizonte y haciendo centellear vivamente el mar que se extendía más allá de la bahía, entre el cabo de Corrientes y el lejano San Antonio.

Bajo los bosques que circundaban las riberas, la oscuridad empezaba ya a volverse profunda. Las tinieblas descendían rápidamente mientras que de los manglares se alzaba una ligera neblina cargada de miasmas mortales, miasmas que llevan los gérmenes de la terrible fiebre amarilla.

Bandadas de pájaros acuáticos y largas filas de flamencos, cuyas hermosas alas rosas brillaban como cintas de fuego bajo los últimos rayos del sol moribundo, atravesaban la bahía con un griterío ensordecedor, buscando refugio seguro entre los cañaverales de la gran manigua de Guanahacabiles.

Algún feo murciélago, de alas grandísimas, y algún vampiro, empezaban a aparecer, volteando inquietamente por la húmeda y oscurecida atmósfera.

Córdoba y sus marineros se apresuraban, resbalando y tropezando con las raíces de los mangles, sabiendo lo peligroso que era encontrarse entre estas plantas que exhalaban la fiebre. Quizá la humedad, o la hora, o las tinieblas que continuaban acumulándose sobre las riberas de la bahía, ponían a todos intranquilos y sus miradas se fijaban, con una cierta ansiedad, sobre las gigantescas plantas que ocultaban el terreno circundante, como si allí abajo se escondiera algún terrible peligro.

Habían llegado ya a trescientos metros del «Yucatán», cuando sobre la proa se oyó una voz amenazadora gritar:

—¿Quién vive?

—¡Córdoba! —respondió el teniente—. Botad al agua la chalupa y venid a embarcarnos.

No había acabado de hablar cuando ya la pequeña ballenera se separaba de los flancos de la nave, acercándose rápidamente a la orilla.

En la proa iba derecho un hombre que Córdoba reconoció en el acto.

—¡Colón! —exclamó.

—En persona, mi teniente —respondió el maestro saltando entre los manglares—. ¿Y la marquesa?

—Silencio ahora; ¡abordo!

Se colocó en la chalupa junto a los dos españoles y a los demás marineros y en pocas remadas se hizo conducir al «Yucatán», donde toda la tripulación le esperaba en la cubierta, presos de viva ansiedad por no haber visto a la capitana.

—Hablad, os lo ruego, señor Córdoba —dijo maestro Colón, que parecía angustiado—. ¿Qué le ha pasado a la señora marquesa?

—Está prisionera de los insurrectos, pero dentro de poco partiremos e iremos a libertarla. Que se enciendan los fuegos y que los hombres estén bajo las armas.

—¿A dónde vamos? —preguntaron los marineros, amontonándose a su alrededor.

—Hacia el cayo de San Felipe. La capitana está allí, prisionera de los insurrectos.

Un estallido de rabia siguió a sus palabras.

—¡Prisionera!

—¡En manos de esos bribones!

—¡Iremos a destrozarlos!

—¡La salvaremos, aunque debamos hacer volar todos los cayos!

—¡Partamos! ¡Partamos!

—¡Silencio! —gritó Córdoba—. ¡Maquinista!

El jefe de máquinas acudió inmediatamente.

—¿Cuánto tiempo se necesita para tener la presión máxima?

—Una hora, teniente.

—¡Daos prisa! ¡Iremos a toda máquina!

Después, volviéndose a Colón, repuso:

—¿Dónde está el villano de del Monte?

—En un camarote de popa, custodiado por dos hombres —respondió el maestro.

—Llévame hasta él.

—¿He hecho mal en encerrarlo?

—Debiste colgarlo, Colón —respondió Córdoba—. Ha sido él quien nos ha traicionado.

—Lo sospeché; seguidme, señor.

Mientras el maquinista y los fogoneros se precipitaban al cuarto de máquinas y la pequeña ballenera volvía para embarcar a los marineros que habían quedado entre los manglares, Córdoba y maestro Colón bajaban al espejo de popa, parándose frente a un camarote guardado por dos marineros armados con fusil.

El maestro abrió la puerta e introdujo al teniente en un cuartito deudos metros cuadrados, provisto solamente de un camastro y una silla.

El señor del Monte estaba sentado sobre esta silla, aprisionado por una sólida cadena que no le permitía hacer ningún movimiento. Volvía la espalda a la puerta y miraba la bahía a través del pequeño ojo de buey, tan estrecho que difícilmente hubiera dejado pasar un gato.

Oyendo abrirse la puerta se volvió y al ver a Córdoba no pudo contener un gesto de asombro, mientras su rostro manifestaba un terror que no podía ocultar ni dominar.

—¿Me conoces, canalla? —aulló Córdoba, acercándose al cubano con los puños cerrados.

—¿Vos, señor? —exclamó del Monte, afectando una cierta calma e intentando sonreír, aunque sin lograrlo—. Estoy muy contento de veros aquí; al menos haréis entender a estos furiosos marineros que yo soy un hombre honrado.

—¡Ah…! ¡Qué insolente! —gritó Córdoba, amenazándole con los puños—. ¿Tú, un hombre honrado…?

—¿Tenéis alguna queja de mí? —preguntó el cubano, que intentaba disimular.

—¡Miserable! ¡Te voy a colgar del pico de la cangreja!

—¿Estáis bromeando, señor Córdoba?

—¡Te digo que dentro de diez minutos vas a danzar el baile de la muerte! —aulló el teniente, perdiendo la paciencia—. ¿Aún te atreves a preguntarme si estoy bromeando? ¡Traidor!

El cubano palideció y pareció que toda su extraordinaria audacia se esfumaba, pero después de algunos instantes, siguió:

—Parece que tenéis que reprocharme alguna cosa, señor Córdoba. Os ruego que os expliquéis.

—¡Eh…!, ¿qué…? —balbució el teniente, en el colmo de la ira—. Mi querido señor del Monte, condenado esbirro del capitán Pardo, acabad con vuestra comedia u os liquido a puñetazos si me seguís desafiando. ¿Creéis que no conozco vuestras hazañas? Decidme, querido señor del Monte, ¿cuánto os ha dado Pardo por traicionarnos?

—¿Por traicionaros?

Córdoba, no pudiendo aguantarse más, furioso por el descaro del traidor, alargó una mano y agarrándolo por el cuello de la camisa, lo levantó del suelo, sacudiéndolo como si fuera un niño pequeño.

—¡Canalla! —le gritó junto a las orejas—. ¡Te ahorcajé antes de diez minutos!

—Sea —le contestó el cubano, que se había puesto amarillo—. ¡Pero Pardo os ahorcará a vos y hará fusilar a la marquesa! ¡Ahora matadme, si os atrevéis!

Córdoba había dejado caer al cubano, a su vez se había vuelto pálido y miraba al traidor con inquietud, intentando leer en sus ojos la veracidad de sus palabras:

—¡Pardo me ahorcará! ¡Pardo fusilará a la marquesa! —exclamó—. ¡Mientes! ¡Pardo está lejos y la marquesa se encuentra ahora en el cayo de San Felipe!

—Pardo está cerca —respondió el cubano.

—¿Dónde?

—No lo sé, pero os digo que está cerca y que pronto vengará mi muerte.

—Quieres engañarme.

El cubano se encogió de hombros.

—¡Dímelo todo o te hago desollar vivo! —dijo Córdoba.

—No tengo nada que agregar.

—Tú me ocultas algo.

—Es probable.

—Entonces, habla.

—Sí —dijo el cubano—. Hablaré pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que me perdonéis la vida.

—¿Crees que tu confesión vale la gracia de tu pellejo?

—Se trata de vuestro «Yucatán», señor.

—¡Rayos y centellas! ¡De mi «Yucatán»…!

—Corre un grave peligro.

—Continúa.

—No me habéis prometido dejarme vivir, señor Córdoba.

—Vivir sí, pero la libertad no.

—Está bien; me basta con que no me ahorquéis —dijo el cubano, con un relámpago de alegría brillando en sus ojos—. Es inútil que os diga que yo estaba al servicio de Pardo y que la traición había sido organizada…

—Deja la traición; háblame del peligro que puede correr mi «Yucatán» —le interrumpió Córdoba.

—Entonces haced encender inmediatamente los fuegos y preparad las armas, ya que las orillas de la bahía están tomados por los insurgentes. Cuando intentéis moveros seréis asaltados.

—¡Ah…! ¡Los insurgentes me atacarán! Está bien, les soltaremos unos cañonazos y hundiremos sus chalupas.

El cubano levantó sus ojos mirando a Córdoba casi irónicamente, después esbozando una sonrisa, dijo:

—¡Ja!, ¡ja! ¿Las chalupas…?

—¿Qué quieres decir, sinvergüenza? —preguntó el lobo de mar.

—Digo que no tendréis que enfrentaros únicamente con chalupas, señor mío.

Córdoba dio un paso atrás, tropezando con maestro Colón.

—¿Contra quién tendré que vérmelas, pues? —preguntó con aprensión.

—Parece que hay algo más grande que una simple barca.

—¡Por cien mil diablos del infierno! —aulló Córdoba—. ¡Suéltalo de una vez, bribón!

—¿Sabéis que los insurrectos de Pardo han sorprendido y asaltado una cañonera española que estaba anclada en la bahía del Guadiana?

—¡Yo no sé nada!

—Ya os lo digo yo.

—¿Y qué más?

—La cañonera ha sido ya avisada de que el «Yucatán» está aquí.

—¿Y vendrá a tomar parte en la batalla?

—Podéis estar seguro de que tendréis que entendéroslas con ese barco.

—No lo he visto aún.

—Llegará el momento oportuno, señor Córdoba.

—¡Muerte y sangre! ¿Quieren medirse con el «Yucatán»? ¡Pues bien, les daremos lo suyo!

—¡Tened cuidado…! La cañonera debe tener cuatro piezas de buen calibre y un cañón de tiro rápido de setenta y cinco milímetros.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, arrugando la frente—. ¿Quién te lo ha dicho?

—El capitán Pardo —respondió el cubano.

—¿Y la cañonera vendrá aquí?

—Os cortará el paso en la salida de la ensenada.

—¡Ah…! ¡Ya lo veremos…!

En aquel momento entró un marinero, diciendo:

—Señor teniente, tenemos la máxima presión.

—Da orden de izar las áncoras y que se descubran nuestro cañón de la torreta y las dos ametralladoras.

Después, volviéndose hacia Colón, continuó:

—Ven, viejo amigo; saldremos de la bahía, aunque debiéramos enfrentarnos con el «Iowa», que dicen que es el acorazado más grande de los Estados Unidos.

—¡Señor Córdoba!

—¿Qué quieres? —preguntó el lobo de mar, volviéndose hacia el cubano.

—¿Tengo vuestra palabra, verdad?

—¡El diablo te lleve! Merecerías la tortura en vez de la cuerda, bribón.

Dicho esto, salió con el maestro, dando un portazo.

4. La destrucción de la cañonera

Cuando Córdoba y el maestro volvieron a cubierta, una profunda oscuridad envolvía la ensenada de Corrientes.

La atmósfera amenazaba mal tiempo. Densos vapores se elevaban por poniente y habían invadido el cielo, tapando completamente las estrellas.

Desde el puente de la pequeña nave ya no se distinguían casi las orillas, a pesar de no estar más que a cuarenta o cincuenta pasos. Solamente se veían vagamente, como enormes masas, los bosques que circundaban la bahía.

Córdoba y el maestro, mientras los marineros izaban a bordo la pequeña áncora de popa y el ancla que había sido calada por la proa para mantener la nave en medio del río, habían subido a la cruceta del mástil de trinquete para inspeccionar atentamente la salida de la bahía, temiendo que por allí apareciera de repente la temida cañonera.

El mar en aquella dirección estaba despejado, pues no existía allí ninguna línea de escollos, ni lenguas de tierra boscosa; por esta causa, a pesar de la oscuridad, se hubiera podido ver cualquier barco que llegara de alta mar, aunque hubiera llevado las luces apagadas.

—¿Ves algo, Colón? —preguntó Córdoba al viejo marinero que se encontraba por encima de él, sobre el palo de la cruceta.

—Un momento, mi teniente —respondió el maestro—. Puede que haya sido algún pez fosforescente, o quizá la boca de un tiburón, que como sabéis de noche parece iluminada, pero también podía haber sido un fanal.

—Mira bien, Colón.

—Ya miro, y abro bien los ojos, sin embargo por ahora no veo nada.

—¿Crees todo lo que nos ha dicho aquel sinvergüenza? —preguntó de nuevo el teniente.

—Sí, señor Córdoba. No le serviría de nada engañarnos, ahora que está en nuestras manos.

—Si fuese cierto, la situación sería bastante grave. Nuestra nave es rápida y sólida, pero sus calderas no tienen la protección suficiente contra los obuses. Un proyectil bastaría para inmovilizarnos.

—Es verdad, señor Córdoba. Si la cañonera aparece, ¿qué pensáis hacer? ¿Intentaremos forzar el paso?

—Sí, pero después de haberla hecho saltar por los aires.

—¿Con nuestro cañón? ¡Hum…! Ya sabéis, señor Córdoba que estas cañoneras llevan el casco acorazado.

—No lo suficiente, sin embargo, para protegerla de un buen impacto.

—¿Con esta oscuridad?

—Querido Colón, ¿has olvidado que bajo el espejo de popa llevamos dos torpedos?

—No, señor Córdoba.

—Ya sabes de lo que son capaces estos juguetes.

—Pueden hacer volar un acorazado.

—Nosotros haremos saltar a la cañonera.

Maestro Colón miró al señor Córdoba con una mezcla de asombro e incredulidad.

—¿Decís? —preguntó, unos instantes después.

—Que haremos saltar a la cañonera —repitió el teniente—. Estoy decidido a todo, maestro Colón, con tal de dejar esta endemoniada bahía y conducir el «Yucatán» al cayo de San Felipe. Si después…

—¡Señor Córdoba…!

—¿Qué pasa, Colón?

—Mirad allá abajo, hacia el cabo Corrientes.

—Veo un farol.

—Y una gran sombra que echa humo.

—Veo chispas también, Colón.

—Es la cañonera.

—¡Sí, por todos los diablos del infierno! El fanfarrón de del Monte no ha mentido. ¿A dónde se dirige la condenada?

—No puedo distinguir nada.

—Y yo menos. ¿Nos hemos vuelto ciegos, Colón?

—Yo creo que la cañonera se ha parado junto a la orilla y ha apagado las luces. Quizá su tripulación espera el ataque de los insurgentes para cerramos el paso.

—Sí, eso debe ser —murmuró Córdoba, frunciendo la frente y como si hablara consigo mismo—. Los insurgentes en la costa y la cañonera con sus cuatro piezas delante de nosotros… El «Yucatán» será puesto a dura prueba, ¡pero, bah…! El torpedo abrirá camino a nuestro intrépido barco. ¡Colón, ven! —prosiguió en voz alta.

Los dos lobos de mar descendieron a cubierta, donde los marineros, echados junto a la borda y armados con fusiles y sables de abordaje, esperaban sus órdenes.

—Conmigo, dos hombres robustos y una linterna —ordenó Córdoba—. Al agua la chalupa.

Dos marineros, dos jóvenes de formas hercúleas y músculos poderosos, salieron rápidamente de las filas, mientras un tercero se apresuraba a encender una lámpara.

—Colón —dijo Córdoba—. Avanzad por la bahía a marcha lenta, poco a poco, sin hacer ruido. Todos los hombres en sus puestos de combate y los mejores artilleros en la pieza de la torreta y en las hotchkiss

Acabando de decir esto bajó al espejo de popa seguido por los tres marineros, entró después en la bodega y abrió una portezuela que había bajo lo| camarotes. En seguida aparecieron, a, la luz de la linterna, metidos en dos largas cavidades, protegidos por paquetes de celuloide y por gruesas barras de hierro que debían defenderlos incluso contra proyectiles de grueso calibre, dos objetos relucientes.

—Extraed uno de estos tubos —dijo Córdoba, volviéndose hacia los marineros—. Cuidado con tropezar, si no queréis hacer volar por los aires al «Yucatán».

Los tres marineros agarraron uno y, lentamente, con infinitas precauciones, lo sacaron de su escondrijo.

Se trataba de un tubo en forma de puro habano, de bronce, de casi dos metros de largo y con un diámetro de setenta u ochenta centímetros hacia el centro. Era completamente liso, sin la más mínima marca; pero en popa, ocultas en una especie de cola, se veían las palas de una hélice de metal brillante y en el medio se veía, envuelto en el huso, un hilo sutilísimo.

—¡Un torpedo…! —exclamaron los marineros, con un escalofrío.

—Sí, mis amigos, un terrible artilugio que contiene una carga de algodón pólvora tan potente que es capaz de enviar por los aires a un acorazado —repuso Córdoba, con una sonrisa.

—Vaya, llevadlo a cubierta.

Los tres marineros sujetaron estrechamente el formidable ingenio bélico y con mil precauciones lo trasladaron al espejo y después lo izaron sobre cubierta.

Maestro Colón había hecho bajar un sólido calabrote del pico de la cangreja. Rápidamente ató el torpedo, lo empujó fuera de la borda y después lo hizo descender a la pequeña ballenera que había sido colocada bajo la popa.

—Dos voluntarios a la chalupa —ordenó Córdoba.

Después, volviéndose hacia Padilla y Quiroga, los dos soldados españoles, les dijo:

—¿Queréis acompañarme?

—Estamos a vuestras órdenes, señor —respondieron.

—Vamos a enfrentarnos con la muerte; tened cuidado.

—Estamos dispuestos —dijeron los dos valientes.

—Está bien; ¡Colón!

—¡Teniente!

—¿Los remos…?

—Han sido cubiertos de tela para que no hagan ruido. ¿Vuestras instrucciones, señor?

—Seguidnos a marcha lenta, a media milla de distancia. Cuando se produzca la explosión venid a recogernos.

—¿Y si la empresa tuviese para vos un final fatal? En la guerra hay que preverlo todo, señor.

—Forzaréis el paso e iréis al cayo de San Felipe a salvar a la marquesa.

Después, aproximándose de manera que no pudiera oírle nadie, le murmuró junto al oído:

—El «Yucatán» es esperado en Santiago; allí es donde la patria jugará su más terrible carta.

—¡Teniente! —murmuró el viejo maestro, con voz conmovida—. Dejadme intentar el golpe a mí.

—No, Colón —respondió Córdoba, con inquebrantable firmeza.

—Podéis morir en la peligrosa empresa.

—Tengo fe en mi destino; adiós, viejo lobo. ¿Lo has colocado todo en la chalupa?

—Todo, las armas y la pila para la chispa eléctrica.

Los dos lobos de mar se estrecharon la mano, ambos conmovidos, pero decididos a cumplir su deber hasta la muerte, luego Córdoba pasó por encima de la borda y se dejó resbalar hasta la pequeña ballenera.

Los dos marineros que habían trasladado el torpedo se encontraban ya allí, con las manos en los remos; los soldados españoles se habían colocado a los lados del banco de popa, teniendo entre las rodillas sus fusiles.

—Partamos —dijo Córdoba.

—¿Hacia dónde, teniente? —preguntaron los dos robustos muchachos agarrando los remos.

—Hacia la punta de Corrientes. Bogad con precaución pues vamos a sorprender y destruir la cañonera que nos espera para hundir al «Yucatán». Silencio y avante.

La pequeña ballenera se separó de la nave que avanzaba lentamente, moviendo apenas la hélice, para no adelantarse a Córdoba y sus valientes compañeros.

Los dos marineros remaban con fuerza pero sin producir ningún rumor, teniendo la precaución de no sacudir los remos. Por otra parte, éstos iban envueltos en un grueso paño para amortiguar los golpes.

Córdoba en la barra del timón, dirigía la pequeña y ágil embarcación, procurando mantener la proa hacia la punta de Corrientes, que se entreveía confusamente, por estar cubierta de altísimas palmas hasta su extremo límite. De vez en cuando se volvía para echar una mirada al torpedo que llevaban a remolque, como si temiese que la cuerda que lo unía a la chalupa se rompiera.

Un silencio casi perfecto reinaba en la oscura y vasta rada. El mar, que estaba tranquilo fuera de la bahía, no levantaba ni una ola a lo largo de las playas; a veces se oía, a intervalos regulares, el agua que gorgoteaba entre las innumerables raíces de los mangles, movida por la marea que entonces empezaba a subir lentamente. La chalupa, confundida entre las tinieblas que parecían volverse cada vez más espesas, se mantenía alejada de las orillas, deslizándose silenciosamente sobre las aguas negras como el ébano.

Nadie hablaba; los dos marineros tenían sus ojos fijos en el teniente, preparados para detener la chalupa o para redoblar su marcha; los dos españoles, en cambio miraban atentamente hacia la extremidad de la punta de Corrientes para intentar descubrir la cañonera.

—¿Se divisa ya? —preguntó Córdoba, en voz baja, a los españoles.

—Todavía no, los árboles de la costa y los manglares proyectan una sombra tan oscura que no se puede distinguir.

—Sin embargo, debería verse alguna chispa o el reflejo del fuego de los hornos en el penacho de humo.

—Puede haberse escondido en alguna pequeña cala —dijo Quiroga.

—¿Y los rebeldes, qué hacen? Del Monte me ha dicho que ya deben estar reunidos en las orillas de la ensenada.

—Esperarán una señal de la cañonera.

—Sí, seguirán esperando y nosotros entretanto saldremos al mar —masculló Córdoba.

Se volvió y miró si el «Yucatán» se podía distinguir desde aquella distancia. A trescientos o cuatrocientos metros vio confusamente la masa de la nave, que parecía inmóvil.

—Se necesitarían ojos de gato para apuntar y cañonearlo con éxito —murmuró el intrépido lobo de mar.

La chalupa entretanto continuaba avanzando cada vez con mayores precauciones, llevando a remolque el torpedo, que iba sumergido casi enteramente. Los dos marineros, temiendo que la cañonera estuviera cerca, habían reducido el movimiento de los remos, también porque las negras aguas empezaban a ponerse ligeramente fosforescentes junto a los manglares de la playa.

Ya no distaban más de trescientos metros de la punta de Corrientes, cuando Córdoba vio que algunas chispas se elevaban entre las tinieblas.

—¿Habéis visto? —preguntó a los soldados.

—Sí, señor Córdoba —respondieron ellos.

—La cañonera no está más que a doscientos pasos.

—Y se oculta en una pequeña cala —agregó Quiroga.

—¡Alto! —ordenó el teniente.

Los dos marineros levantaron con precaución los remos y la ballenera permaneció inmóvil a menos de cincuenta metros de la espesura de los manglares.

Córdoba se levantó y se dirigió hacia proa, mirando atentamente hacia donde había visto saltar las chispas. En medio de la espesa y negra sombra proyectada por las palmas reales que crecían en la pequeña península, le pareció discernir una masa a corta distancia de la orilla.

—La oscuridad les favorece —murmuró.

Después empezó a desnudarse, diciendo a Quiroga:

—¿Queréis seguirme?

—Estoy dispuesto, señor —respondió el español.

—¿Sabéis nadar?

—Como un pez.

—Estupendo; desnudaos. La expedición será peligrosa pero si tenemos éxito os regalaré cien pesos.

—No es necesario, señor Córdoba.

—¡Silencio…!

Dejó la ropa sobre el banco de proa no conservando más que una ancha faja de lana en la cual había metido uno de aquellos cuchillos mexicanos, algo curvado y muy cortante, llamados machetes, luego extrajo una cajita de una cesta que estaba escondida bajo el banco de popa y se la enseñó a otro soldado diciendo:

—¿Sabéis qué es esto, Padilla?

—Sí, señor Córdoba —respondió el español—. Basta apretar este botoncito y salta la chispa eléctrica. He sido artillero un par de años.

—Sois inteligente, muchacho; ahora escuchadme.

—Soy todo oídos.

—En esta cajita está conectado un hilo que comunica con el torpedo.

—Ya lo veo; sirve para hacerlo estallar.

—Muy bien; dejad que el hilo se desenrolle, ya que el torpedo debe recorrer un buen espacio antes de llegar bajo la carena de la cañonera.

—¿Y luego?

—Cuando me oigáis gritar: «Sálvese quien pueda», apretad el botón y haced estallar el torpedo.

—Sí, señor Córdoba.

Esperad mi señal pase lo que pase, o si no, junto a la cañonera haríais saltar también a vuestro camarada y a mí.

—No temáis señor. Aunque fuésemos tiroteados por los insurgentes, no actuaremos antes de vuestra señal.

—Hasta la vista, amigos.

—Una palabra, si lo permitís, señor teniente —dijo uno de los dos marineros, levantándose.

—Habla.

—Vais a arriesgar vuestra vida, señor teniente; dejad que vaya uno de nosotros.

—Gracias, muchachos, pero es imposible. Permaneced aquí y esperad mi vuelta.

—Quiroga, ¿estáis preparado?

—Sí, señor Córdoba.

—Tomad este revólver y sujetáoslo en la frente. Puede seros útil.

—Ya está hecho, señor.

—Al agua, amigo. ¡Padilla, atento al hilo!

—El carrete se desenvuelve —respondió el español.

Córdoba y su valeroso compañero se metieron suavemente en el agua y se pusieron a nadar hacia el torpedo que estaba a diez pasos de la popa de la pequeña ballenera.

El lobo de mar con un golpe de machete cortó la cuerda que había servido para remolcarlo y se puso a empujarlo hacia la orilla, ayudado por el español.

La cañonera no estaba más que a trescientos pasos; antes de acercarse a ella, Córdoba quería ocultarse bajo la oscura sombra proyectada sobre el agua por los árboles de la playa, para no correr el peligro de ser descubierto antes de hacer actuar la pequeña hélice.

Actuando con lentitud y moviendo los brazos suavemente para no hacer ruido, al cabo de pocos minutos los dos nadadores llegaban junto a las primeras raíces de los mangles.

Allí la oscuridad era tan profunda, a causa de las plantas que se inclinaban sobre el agua, que no se podía distinguir nada a la distancia de pocos pasos. Manteniéndose cerca de las raíces, el teniente y el español estaban bien seguros de poder acercarse a la cañonera sin ser descubiertos.

Sin embargo, de vez en cuando se detenían para escuchar, temiendo que entre las raíces hubiera algún rebelde, o para asegurarse de que el hilo de la conducción eléctrica que unía al torpedo con la chalupa no se había roto o enredado entre las ramas que colgaban sobre el agua.

Habían recorrido ya la mitad de la distancia, cuando a sus oídos llegaron algunos crujidos que procedían de la orilla. Parecía que alguien se movía entre los mangles.

—¿Habéis oído? —preguntó Córdoba, con un hilo de voz, volviéndose hacia el español.

—Sí —respondió éste.

—¿Nos habrán descubierto?

—No lo sé, señor. ¿Hacéis pie?

—Sí.

—También yo.

—Entonces parémonos y escondámonos bajo estas ramas que se inclinan sobre el agua.

—Chitón, señor.

Los crujidos continuaban y se oía el leve susurro de las hojas de los árboles. Un hombre o un animal, más fácilmente un hombre, avanzaba sigilosamente pasando de una raíz a otra para llegar junto al agua.

El teniente y el español, dejando el torpedo que no podía ser descubierto, por estar casi totalmente sumergido, se metieron bajo las plantas, escondiéndose en medio de aquel caos de raíces y ramas. Ambos habían empuñado los revólveres, dispuestos a defenderse.

Pasaron algunos instantes, durante los que los crujidos de las raíces se oyeron más claramente, después cesó todo rumor.

Córdoba levantó la cabeza y miró a través de las hojas, pero rápidamente se acurrucó de nuevo.

Una sombra humana había aparecido repentinamente en el margen de los vegetales y parecía que exploraba atentamente la superficie del agua.

—¿Te equivocaste? —preguntó una voz.

—¡Caray! —refunfuñó el hombre, que se había inclinado para observar mejor lo que ocurría bajo la bóveda de los vegetales—. No veo absolutamente nada, Gaspar.

—Has tomado algún pez por un hombre, quizá un delfín o un escualo.

—Puede ser, pero… ¡Caramba! No veo nada, absolutamente nada.

—Te digo que no serán tan necios de abandonar su «Yucatán».

—Pueden haberse dado cuenta de la llegada de la cañonera.

—¿Y tú crees que tendrían la audacia de largarse a bordo de las chalupas? ¿Y que escaparían así a la persecución?

—Es verdad, Gaspar. Soy un estúpido y he hecho una carrera inútil a través de estas raíces que transmiten la malaria.

—¿Ves la cañonera?

—No está a más de veinte brazas de la orilla.

—Vamos a bordo a decir al jefe que estamos todos preparados y que dentro de poco actuarán las chalupas.

Las raíces crujieron más fuerte que antes, las ramas se agitaron ruidosamente, después el silencio volvió a reinar en las orillas de la pequeña península.

—¡Rayos! —murmuró Córdoba, cuando no se oyó nada más—. ¿Dentro de media hora las chalupas y la cañonera caerán sobre el «Yucatán»? ¡Ah…! Queridos míos, llegaréis demasiado tarde. Quiroga, despachemos pronto o no podremos volver más a bordo.

Dejaron el escondite y alcanzando el torpedo se pusieron a empujarlo hacia adelante, aunque manteniéndose siempre bajo los arcos de los mangles.

Al cabo de un minuto, se encontraron inesperadamente en la entrada de una cala que tendría un perímetro de costa de doscientos metros. Justamente en medio de aquel tranquilo estanque que se abría junto al extremo del cabo Corrientes, los dos nadadores descubrieron la cañonera de los insurrectos.

La oscuridad no permitía distinguir su armamento ni el número de hombres que llevaba; era, sin embargo, de formas macizas y se adivinaba que no debía ser de pequeño tonelaje. De su chimenea salía un gran penacho de humo mezclado con algunas chispas que volteaban por el aire cayendo después, parecidas a luciérnagas, entre los mangles y las palmas de la orilla próxima.

Ningún farol lucía a bordo, ni las reglamentarias luces de proa, ni las del mástil, señal evidente de que los hombres que la tripulaban no deseaban ser descubiertos antes de la aparición del «Yucatán», con objeto de caer inesperadamente sobre la pobre nave de la marquesa y quizá enviarla a pique con un buen golpe de espolón.

—Sesenta o setenta metros —murmuró el teniente Córdoba, midiendo con la mirada la distancia que les separaba de la cañonera—. Estamos en buen punto.

Puso delante el torpedo, tomó después el hilo que lo unía a la chalupa y probó a tirar; sintiendo una cierta resistencia, hizo con la cabeza un gesto de satisfacción.

—Preparaos a escapar —dijo Córdoba.

—¿Nos volvemos…? —preguntó el español.

—Sí, el torpedo va a partir.

Se acercó a la popa del huso y apretó un interruptor. En seguida se vio a la hélice ponerse silenciosamente en movimiento y el formidable instrumento de destrucción partió, con la punta vuelta hacia la cañonera.

—¡Escapemos! —repitió Córdoba.

Los dos hombres se pusieron inmediatamente a nadar con rapidez, no hacia la orilla sino en dirección a la chalupa. Después de algunas brazadas, Córdoba se puso a gritar, con voz tonante:

—¡Ohé…! ¡Hombres de la cañonera…! ¡Un torpedo os va a enviar a las nubes! ¡Cuidado!

—¿Qué hacéis, señor? —preguntó el español con asombro.

—Intento salvar a alguno de estos pobres diablos —respondió el teniente—. A mí me basta con que salte por los aires la cañonera.

En aquel momento sobre el puente de la nave se oyeron alaridos de terror:

—¡Un torpedo! ¡Un torpedo!

—¡Al agua! ¡Al agua!

—¡Socorro! ¡La cañonera va a explotar!

A continuación se oyeron algunas zambullidas como si los hombres se precipitaran en el mar.

Córdoba, con una vigorosa sacudida de las piernas salió más de la mitad del agua, gritando:

—¡Sálvese quien pueda! ¡Haced estallar el torpedo…!

5. Combate nocturno

Un pavoroso silencio había seguido tras el grito del señor Córdoba. Parecía que los hombres que permanecían todavía a bordo de la cañonera, por un instante hubieran quedado petrificados por el terror.

De repente un inmenso alarido de angustia se elevó de cubierta, resonando siniestramente entre las tinieblas y perdiéndose, a lo lejos, sobre el mar; luego retumbó una sorda explosión, mientras una gigantesca columna de agua saltaba hacia lo alto envolviendo la cañonera.

La masa entera de la nave, levantada por el estallido del formidable ingenio de destrucción, mostró la quilla, cayendo después con horrible fragor en el agua, volcándose sobre babor, con el costado destrozado por la explosión.

Una muralla líquida, con los bordes cubiertos de blanca espuma que destacaba siniestramente en la oscuridad, se extendía sonora por la bahía, estrellándose con ímpetu contra las raíces de los mangles que se retorcían rompiéndose.

Córdoba y el español, envueltos por aquella monstruosa ola, fueron lanzados hacia lo alto, después precipitados entre la espuma y a continuación arrastrados al fondo y sacudidos a un lado y a otro.

Cuando, pasada la ola reaparecieron en la superficie, sus oídos fueron ensordecidos por un furioso fuego de fusilería que estallaba alrededor de la bahía. En medio de las raíces de los mangles, entre las espesuras de palmas, tras los troncos de los árboles, por todas partes centelleaban rayos, mientras que sobre las aguas se cruzaban, con agudos silbidos y extraños chasquidos, cientos y cientos de balas.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, sacudiendo la cabeza para quitarse el agua de las orejas—. ¡Graniza! Los insurrectos están atacando mi «Yucatán».

Luego, alzándose sobre la ola que le llevaba, lanzó una rápida mirada hacia la pequeña bahía donde pocos instantes antes se hallaba todavía la cañonera.

—¡No queda nada! —exclamó—. ¡El barco ha saltado! Esperemos que la tripulación haya tenido tiempo de salvarse de la tremenda explosión. ¡Eh…! ¡Quiroga…!

—Señor —respondió el español, que le precedía a corta distancia, nadando desesperadamente.

—¿Veis la chalupa?

—Sí, viene velozmente.

—¿Y el «Yucatán»? —preguntó Córdoba, con aprensión.

—Me parece que avanza a toda máquina, señor Córdoba. ¡Tate…! ¡Eh…! ¡Esta es una hotchkiss que deja oír su voz!

Algunas ráfagas se veían centellear repetidamente, en medio de la ensenada, seguidas por una serie de detonaciones secas y breves.

—Sí, a bordo del «Yucatán» están haciendo tronar las ametralladoras —dijo Córdoba—. ¿Intentan abordarlo? ¡Bah! ¡Ahora nos podemos reír ya de los insurrectos y de sus chalupas!

En aquel momento se oyó una voz que gritaba repetidamente:

—¡Señor Córdoba…! ¿Dónde estáis?

—Ya llegamos —respondió el teniente—. ¿Sois vos, Padilla?

—Sí, señor teniente… ¡Rápido, que las balas silban a centenares!

—¡Dos brazadas más!

—¡Y un golpe de remo por nuestra parte!

La proa de la pequeña ballenera había repentinamente aparecido a diez pasos y se acercaba rápida como una flecha, bajo los poderosos golpes de remo de los dos robustos marineros.

Padilla, viendo a pocas brazas una cabeza, exclamó:

—¡Aquí, señor Córdoba!

—¡Por mil tiburones! —exclamó el teniente—. Alargad un brazo.

—Voy, señor.

El teniente con una mano se agarró a la borda y dio la otra al español y, de un impulso, se izó a bordo.

—¿Y Quiroga? —preguntó el soldado.

—Aquí estoy —respondió su camarada.

En aquel instante una bala silbó junto a los oídos del teniente, mientras otra atravesaba, con un golpe seco, la madera de la pequeña ballenera a pocas pulgadas de uno de los marineros.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. ¿Nos han descubierto?

Una tercera, y una cuarta bala pasaron silbando sobre la chalupa.

—¡Está granizando, señor Córdoba! —exclamaron los dos marineros—. ¿Debemos alejamos?

—Dejad los remos y echémonos al agua —respondió Córdoba—. Los rebeldes nos han visto y se preparan a acribillarnos. ¡Vamos, un buen salto!

Los cuatro hombres, con un acuerdo perfecto, pasaron por estribor y se dejaron caer en el agua, mientras otras dos balas golpeaban la chalupa, una a proa y otra a popa.

Quiroga se les había agregado y estaba asido a la borda para descansar un poco.

—¿Se aproxima el «Yucatán»? —preguntó Córdoba, que por encontrarse junto a la proa no podía verlo.

—Sí, se acerca —respondió uno de los marineros—. Pero parece que ha encontrado algún obstáculo; ¡escuchad, teniente…!

—Sí, son las hotchkiss que vuelven a tronar.

—Oigo disparos también en medio de la bahía —dijo Quiroteca—. Parece que hay chalupas allí abajo.

—¡Bah…! Maestro Colón hará pasar el «Yucatán» por encima —dijo Córdoba—. ¡Ohé…! ¡Al tanto! ¡Todavía somos su blanco! Zambullios lo más que podáis si queréis salvar la piel.

Los insurrectos, furiosos por haber perdido la cañonera, habían empezado el ataque disparando alocadamente en todas direcciones, con la esperanza de impedir la fuga a la pequeña nave.

Escondidos entre los manglares y en los márgenes del bosque, quemaban los cartuchos con una prodigalidad digna de mejor causa, sin saber exactamente dónde se encontraba el «Yucatán», pues la oscuridad seguía siendo tan espesa que no lo podían distinguir.

Maestro Colón no había creído necesario contestar, contentándose con enviar a la mayor parte de los marineros bajo cubierta, para no exponerlos inútilmente a aquella furiosa granizada de proyectiles.

Aunque era verdad que los tiradores disparaban al azar, algunas balas podían tocar al «Yucatán» y herir a sus valientes marineros.

No obstante, sintiendo llover las balas que golpeaban ruidosamente la torreta de popa, había hecho unas cuantas descargas con las ametralladoras enviando proyectiles hacia los bosques y entre los manglares, después había ordenado marchar a toda máquina para ir a recoger a Córdoba y a sus intrépidos compañeros.

Ahora ya había ocurrido la explosión del torpedo, y el aullido de angustia de la tripulación de la cañonera había sido oído también a bordo del «Yucatán». Sabiendo, pues, que ya no tenían delante ningún adversario capaz de detener a la veloz embarcación, Colón encendió los fuegos de situación, para que los hombres de la pequeña ballenera pudiesen distinguirlos, y sin titubearse dirigía hacia la punta de Corrientes para salir seguidamente al mar.

En aquel momento ora cuando los insurgentes, dándose cuenta de la fuga del barco, reemprendían el fuego con extremada violencia, convergiendo sus disparos en medio de la ensenada.

Las balas caían espesas sobre el «Yucatán», chocando contra los costados e introduciéndose en los estratos de celuloide, aunque sin causar ningún daño, puesto que los orificios inmediatamente se cerraban tras los proyectiles.

Colón, encerrado en la torreta de acero de popa, se reía. ¡Se necesitaba algo más que balas de fusil para el «Yucatán»…! Había ordenado incluso a los marineros abandonar la cubierta, no dejando más que seis hombres junto a las ametralladoras, protegidos detrás de algunas placas de celuloide comprimido, obstáculo suficiente para ponerse a cubierto de las balas de fusil.

Pero el «Yucatán», de repente, se había encontrado con cuatro grandes chalupas, llevando cada una veinte tiradores, que abrieron súbitamente un fuego endiablado contra la nave, mientras los remeros la impulsaban hacia adelante: para intentar el abordaje.

—¡Ohé…! ¡Hombres de proa…! —gritó el maestro—. ¡Haced cantar un poco las hotchkiss, luego pasaremos por encima de estas barcas a toda máquina! El señor Córdoba no debe estar lejos.

Después, mientras las dos piezas descargaban rápidamente sus golpes, barriendo la bahía y enviando a pique una chalupa, el «Yucatán» aceleraba la marcha, pasando junto a las otras.

Alaridos de furor habían acogido el golpe maestro del viejo lobo de mar. La tripulación de las chalupas, precipitada al agua, había intentado encaramarse a bordo para llegar al puente y empeñar una lucha desesperada; el «Yucatán» los había dejado atrás, continuando su carrera hacia el cabo Corrientes, sin hacer caso de las continuas descargas de los insurrectos emboscados entre los manglares.

Los hombres de las ametralladoras, dejando sus piezas, se habían acercado al castillo de proa llevando cabos en las manos y Hernando a gritos al señor Córdoba.

De pronto oyeron una voz elevarse del mar:

—¡Ohé…! ¡Acercaos despacio o nos embestiréis!

—¿Sois vos, señor teniente? —preguntó un artillero.

—¿Quién queréis que sea?

—¡Maestro Colón, marcha atrás! —gritaron los marineros de proa.

La hélice se paró, a continuación las palas batieron precipitadamente el agua en sentido inverso, reduciendo el empuje del «Yucatán».

Una masa confusa se distinguía a pocos maestros del espolón de la nave.

Los artilleros de las hotchkiss lanzaron los cabos, gritando:

—¡Atención!

—¡Embarcad! —se oyó gritar al señor Córdoba.

Mientras las balas silbaban sobre el puente de la nave y en tomo a la chalupa, Córdoba y sus compañeros se embarcaron rápidamente, atando un cabo al anillo de proa.

—¡Avante a toda máquina! —ordenó Córdoba—. ¡Subiremos a bordo más tarde! ¡Proa a alta mar, maestro Colón!

El «Yucatán», remolcando a la ballenera, continuó su carrera a una velocidad de quince nudos, dirigiéndose hacia la salida de la bahía.

Los cubanos, viendo huir la ansiada presa, redoblaban el fuego intentando detener la rápida nave.

La distancia aumentaba minuto a minuto y las balas ya casi no llegaban a su destino.

Poco después, el «Yucatán» pasaba frente a la pequeña cala donde Córdoba había hecho explotar el torpedo, atravesando entre un montón de restos de la pobre cañonera, traspuesta luego la punta de Corrientes se lanzaba con la máxima presión de sus calderas sobre las olas del mar Caribe.

—¡Eh…! Colón, viejo amigo, ¿estáis contento? —preguntó una voz en aquel instante.

El que hablaba así era el señor Córdoba. Sin esperar que fuera izada la chalupa, como buen marinero había trepado arriba por el cabo del remolque, poniendo pie en la cubierta del barco.

—¡Vos, teniente…! —exclamó el viejo maestro—. ¡Mil millones de bacalaos! ¡Ha sido un golpe formidable, señor Córdoba! ¡Pardo y sus bribones reventarán de rabia! ¿Habéis destrozado la cañonera?

—Se ha ido a pique inmediatamente, querido amigo. ¡Ya lo creo! ¡Un torpedo de aquel tamaño! Hubiera hecho saltar igualmente a un acorazado de hasta diez mil toneladas.

—¿Y la gente que lo tripulaba?

—Espero que no habrán perecido todos, viejo Colón. En el último momento he tenido compasión de los pobres diablos y les he advertido de que estaban a punto de volar.

—Quizá habéis hecho mal en perdonar a estos enemigos de nuestra patria, aliados con los ladrones de los yanquis; de todos modos, la guerra acaba de comenzar y tendremos tiempo de enviar muchos más al otro mundo.

—Lo veremos más adelante. Por ahora alegrémonos de haber escapado a esta peligrosa emboscada y al bloqueo. Haz apagar los faroles, buen amigo; no es prudente navegar con luces encendidas a bordo.

—¿Teméis que haya barcos americanos en estos contornos?

—¿Quién sabe…? Lo cierto es que el bloqueo existe en todas las costas de la isla y cualquier nave podría encontrarse en estos parajes para vigilar la ensenada de Cortés y la isla de los Pinos.

—Llegaremos al cayo de San Felipe al amanecer…

—Es preciso llegar antes, Colón.

—Hay que recorrer unas sesenta millas, señor Córdoba.

—Marcharemos a toda máquina, si es necesario; quiero llegar antes de que desaparezcan las tinieblas. Si los rebeldes que hay allí se dieran cuenta de la presencia de nuestra nave podrían tener sospechas. ¿Conoces aquellos cayos?

—Como la ensenada de Corrientes, señor Córdoba —respondió el maestro.

—Necesitaremos un escondrijo, Colón.

—Lo encontraremos.

—Que esté próximo a San Felipe.

—Estará muy cerca.

—¿Entonces ya sabes adonde conducir el «Yucatán»?

—Lo sé, señor Córdoba —respondió el viejo marinero con una sonrisa misteriosa—. Bastará bajar los mástiles y pasaremos.

—¿Pasaremos? —exclamó Córdoba, con asombro—. ¿Por dónde? ¿Entre otro grupo de escollos quizá?

—Todavía mejor, señor Córdoba.

—¡Ah…! ¡Creo adivinar…! Me han dicho que entre aquellos cayos hay albuferas que parecen cerradas por las rocas y en las que se entra pasando por canales estrechísimos. ¿Es eso, Colón?

—No, señor Córdoba; se trata de una amplia caverna marina que muy pocos conocen y dentro de la cual podremos escondernos con el «Yucatán».

—¡Bien por la caverna! ¡Jefe de máquinas!

—¿Señor…? —exclamó el maquinista, apareciendo por la escalera.

—¡A veinticuatro nudos!

—¿Nos siguen, señor Córdoba?

—No, pero tengo mucha prisa.

—Correremos a veinticuatro nudos, señor. Llenaré las calderas hasta fundirlas rejillas de hierro.

—Magnífico; procurad que no haya ninguna avería si os interesa salvar a la marquesa.

—No temáis.

Córdoba sacó una cajetilla, tomó un cigarrillo, lo encendió y se acomodó plácidamente en una mecedora que solía usar la capitana y se puso a fumar, murmurando:

—Cuando estemos en San Felipe, lo pasaremos bien; palabra de Córdoba.

De repente, se dio un golpe en la frente, exclamando:

—¿Y el querido señor del Monte? ¡Caray! Lo había olvidado. Anda, Colón, haz que me traigan aquí al cubano.

—¿Queréis ahorcarle, teniente? —preguntó el maestro.

—¡Oh…! Ganas ya tengo, pero pienso que puede rendirnos algún servicio más antes de enviarlo a encontrarse con maese Belcebú, su patrón. Ve a cogerlo por el cuello y tráemelo a cubierta, delicadamente por ahora; no hay que estropearlo.

Medio minuto después maestro Colón subía a cubierta al cubano, teniéndolo bien sujeto por el cuello de la camisa. El pobre diablo, creyendo llegada su última hora, se había vuelto amarillo como un limón maduro y la primera cosa que hizo, apenas puso los pies sobre cubierta, fue mirar si de las vergas o del pico de la cangreja colgaba algún lazo corredizo. No viendo ninguno, se tranquilizó un poco y lanzó un suspiro, aliviado.

—¿Queréis asustarme, señor Córdoba? —preguntó, distinguiendo al teniente a través de una nube de humo.

—No sé nada, querido señor del Monte —respondió Córdoba, que se balanceaba tranquilamente y continuaba fumando como un turco.

—¿Habéis olvidado ya vuestra promesa?

—¡Oh…! Las promesas en tiempo de guerra valen muy poco, señor del Monte; pero tranquilizaos, no he hecho preparar todavía la soga que debe ahorcaros. Tengo ahora preocupaciones bastante más graves y que son mucho más importantes que vuestro pellejo.

—¿Cuáles son, señor Córdoba? ¿No estáis contento de haber abandonado la bahía de Corrientes, cuando hubierais podido perder la nave, la carga y quizá hasta la vida si yo no os hubiese advertido del peligro?

—No digo que no, pero tengo otros pensamientos. Querido señor del Monte, ¿vos conocéis seguramente los cayos de San Felipe?

—Sí, señor Córdoba.

—¿Quién manda allí?

—El señor Guaymo.

—No sé quién es.

—Un lugarteniente de Pardo.

—¡Vaya…! Pero ¿cuántos lugartenientes tiene Pardo? ¿Todos los insurrectos son sus ayudantes, subayudantes y subtenientes?

—De hecho tiene bastantes y todos fidelísimos.

—¿Lo sois también vos, por casualidad?

—No he tenido nunca este honor.

—¿Cuántos hombres tiene este señor Guaymo?

—Unos trescientos, creo.

Córdoba hizo una mueca.

—¡Caramba! —exclamó—. ¿Y todos armados?

—De excelentes fusiles desembarcados por los americanos, y poseen también una batería de ametralladoras que más adelante llevarán a la isla.

—¡Esos canallas yanquis! ¿Conocéis al señor Guaymo?

—Muy bien, señor Córdoba.

—¿Creéis que presentándome en nombre de Pardo me entregaría a la marquesa y al capitán Carrill?

—¡Hum…! Guaymo es demasiado desconfiado para esperarlo.

—Se le puede engañar.

—¿De qué modo?

—Izando el pabellón americano sobre mi barco y fingiéndome capitán yanqui.

—Es imposible, señor Córdoba.

—¿Por qué motivo?

—Porque el «Yucatán» ha sido ya señalizado por todas partes: vapor de trescientas toneladas, dos mástiles, una pieza con su torreta, dos hotchkiss por armamento, cien hombres de tripulación y una carga de armas para los españoles. Presentaos en San Felipe y vuestra nave será reconocida inmediatamente.

—¡Mil rayos! ¿Quién ha suministrado tantas indicaciones a los insurgentes?

—El cónsul americano de Mérida.

—¡Así le coja la fiebre amarilla! —aulló Córdoba.

Luego, después de reflexionar algunos instantes, murmuró, alzando los hombros:

—Ya veremos si no seré capaz de arrancar a aquellos señores nuestra capitana. ¡Caramba! Córdoba no es hombre que se detenga a medio camino. ¡Eh, Colón!

—¿Señor…?

—Vuélvete a llevar a nuestro querido señor del Monte a la sombra. El sol podría hacerle daño y además en la cabina estará más cómodo para pensar. ¡Diablo…! Cuando se trata de salvar la piel es conveniente exprimir el cerebro. Señor del Monte, pensad un poco en vuestro amigo de San Felipe. ¡Quién sabe…! Podría tener en sus manos vuestra salvación y también la cuerda para colgaros.

Dicho esto, Córdoba encendió un segundo cigarrillo y volvió a acomodarse en la mecedora, mientras el «Yucatán» corría, con un estremecimiento sonoro, hacia los cayos de San Felipe, dejando a popa una larga estela burbujeante.

6. Los cayos de San Felipe

Cuando el «Yucatán», después de atravesar la parte meridional de la vasta bahía de Cortés, llegó a la vista de los cayos de San Felipe, faltaba todavía media hora para despuntar la aurora.

Este grupo de islotes y de escollos que toma el nombre del de mayor extensión, se encuentra casi a igual distancia de las costas de Cuba que de la gran isla de los Pinos, la más vasta de toda la colonia española.

El número de estas islas, que se podrían agrupar con aquellas llamadas de los Indios, que están situadas más al sur, es considerable; exceptuando tres o cuatro, todas las demás no son más que simples escollos casi áridos y en su mayor parte deshabitados.

La más importante es la de San Felipe, que se encuentra casi en el centro del grupo y que está habitada por algunos centenares de colonos y de pescadores, la mayor parte negros o mestizos, pues son raros los blancos donde no existe la posibilidad de tener vastos cultivos de caña de azúcar.

Al principio de la guerra, los insurrectos de la provincia de Pinar del Río se habían apresurado a ocupar el grupo de islotes, para convertirlo en depósito de armas y municiones y como punto de cita con los filibusteros americanos encargados de procurárselas.

La escasa población, que como se ha dicho estaba compuesta de negros y mestizos, había abrazado casi inmediatamente la causa de los insurrectos, obligando a los poquísimos españoles que tenían posesiones a buscar refugio en la cercana isla de los Pinos o en Batábano.

Córdoba, enterado de todo esto por el señor del Monte, que procuraba por todos los medios hacerse útil por miedo a la soga que podía estrangularle de un momento a otro, había dado orden a la tripulación de estar preparada para cualquier eventualidad, temiendo encontrarse con alguna nave filibustera americana.

Parecía, sin embargo, que en el pequeño archipiélago no había ninguna nave, ni de vela ni de vapor, ya que no se veía brillar ningún farol al norte o al sur de San Felipe. Incluso los habitantes debían dormir todavía perezosamente, no viéndose ni siquiera un hilo de humo sobre las costas.

—Perfecto —murmuró Córdoba, que desde el alcázar observaba atentamente las playas, sirviéndose de un potente anteojo—. Iremos a meternos en el escondite que conoce Colón, sin que nadie se dé cuenta. Eh, viejo amigo, podemos ir para allá.

El «Yucatán», que había reducido la marcha, a una orden del maestro, volvió a aumentar la velocidad, metiéndose entre una serie de escollos e islotes altísimos y completamente áridos.

Colón lo guiaba con una seguridad extraordinaria, como si conociese al dedillo todos los pasajes y todos los escollos. A cada instante cambiaba de rumbo, girando a derecha o a izquierda para evitar los bancos de arena o las rocas a flor de agua que mostraban confusamente sus puntas negras y agudas, capaces de desfondar cualquier nave, incluso un acorazado.

Córdoba, al lado del viejo lobo de mar, seguía atentamente aquella audaz maniobra, no pudiendo ocultar su admiración.

—¡Caray! —exclamaba—. Se diría que has nacido entre estos cayos, viejo lobo.

—Los conozco, señor Córdoba.

—No es suficiente.

—Puedo agregar que he navegado por todos estos canales y durante unos cuantos años.

—¿Es que en tu juventud hiciste de barquero en estas islas?

—Mejor, señor Córdoba —respondió el maestro, riendo.

—Entonces es que has hecho de contrabandista, bribón.

—Eso mismo.

—¡Ah…! Ahora comprendo; la caverna marina que conoces servía de depósito y de refugio.

—Es verdad, señor.

—¿Estamos lejos…?

—Dentro de un cuarto de hora llegaremos. Haced descender los mástiles, señor Córdoba.

El teniente dio la orden. En seguida una veintena de marineros desataron los obenques y las jarcias, amainaron las botavaras, quitaron todos los cables y los dos mástiles se ocultaron rápidamente, desapareciendo bajo cubierta, en la carlinga.

Empezaba a amanecer. Las aves marinas, bastante numerosas entre los escollos, abandonaban sus nidos precipitándose hacia la superficie del mar o volteando, con un griterío ensordecedor, sobre la cubierta del «Yucatán».

Las tinieblas se disolvían rápidamente, mientras hacia el este una luz rosada, que se volvía de minuto en minuto más roja, surgía extendiéndose por el cielo.

Córdoba empezaba a impacientarse.

—Colón, dentro de pocos instantes saldrá el sol; si algún habitante nos descubre irá a comunicar a los insurgentes la presencia de una nave sospechosa.

—Todavía dos canales, señor —respondió el maestro—. Por otra parte, podéis estar tranquilo; estas playas están desiertas.

—Puede haber algún centinela.

—No lo creo. ¡Eh…! ¡Un canal todavía! Empiezo a divisar la gran caverna.

El «Yucatán» costeaba entonces una muralla de granito, cortada a pico sobre el mar, que formaba, con otra escollera que estaba frente a ella, un estrecho canal de aguas bastante profundas, al parecer.

Las oleadas que venían del extremo opuesto, se metían en el pasaje murmurando sordamente e iban a romperse, con una cierta violencia, contra aquellas rocas gigantescas, con profundos mugidos que el eco repetía incesantemente.

Maestro Colón había ordenado reducir la marcha. El «Yucatán» avanzaba lentamente, con precaución, como si el lobo de mar que lo guiaba temiese chocar contra algún obstáculo imprevisto.

De repente, la nave viró con rapidez y se encontró frente a una amplia y oscura abertura semiescondida por una inmensa cortina de hierbas que descendía a lo largo de la roca, llegando casi a lamer el agua del canal.

El agudo espolón de la pequeña nave fue separando las plantas y se adentró bajo una bóveda gigantesca.

—¡Marcha atrás! —voceó el maestro.

La hélice invirtió el giro, levantando un chorro de espuma y el «Yucatán» se detuvo casi de golpe, virando un poco hacia estribor.

Córdoba dio un grito de asombro.

—¡Caramba! ¡Qué espléndido refugio!

El teniente tenía razón. La pequeña nave se encontraba en una espaciosa caverna marina, de forma semicircular, con una anchura de cien metros por los menos y aproximadamente igual de larga, y tan alta que sus mástiles no podían tocar el techo.

A los dos lados del gran arco que formaba la entrada, se extendían dos largas cornisas, como dos muelles, que se adentraban hasta media caverna, elevándose gradualmente hacia la bóveda.

Un número infinito de pájaros que hacían su nido entre las hendiduras, invadió en seguida la caverna con un griterío ensordecedor. Los pobres volátiles, espantados por el sonoro ronquido de la máquina y por la presencia de los marineros, volaron durante algunos instantes en torno a la nave, protestando a su modo contra aquella inesperada violación de domicilio, después viendo que el monstruoso intruso no pensaba irse, tomaron el partido de mudarse de casa y huyeron desordenadamente, atravesando la espesa cortina de plantas colgantes.

—¡Al diablo los alborotadores! —exclamó Córdoba—. ¿Quizá creían que nos iban a asustar con sus gritos discordantes? ¡Eh, mi viejo Colón, deja que te agradezca el habernos ofrecido este espléndido refugio! ¡Caramba! ¿Quién podría sospechar que aquí dentro se esconde una nave? Desafío a los rebeldes a que nos echen de aquí. ¿No vendrá nadie a molestarnos?

—Esta caverna no debe ser conocida, señor Córdoba —respondió el maestro—. Se encuentra en una costa desierta.

—¿Se abre en un escollo o en los flancos de San Felipe?

—En un gran escollo, señor.

—Así estoy más tranquilo. Haz botar al agua la pequeña ballenera con mástil y vela.

—¿Queréis dejarnos en seguida?

—La mañana es más propicia para la caza.

—¿Qué queréis decir, señor Córdoba?

—Lo sabrás más tarde. Haz subir al querido señor del Monte.

Dos minutos después el cubano se encontraba frente al teniente.

—¿Vais a ahorcarme, señor? —preguntó.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba, riendo—. Debéis tener un enorme miedo de morir, mi querido señor del Monte. Tranquilizaos; todavía no he hecho preparar el lazo. ¡Diantre! Ya tendremos tiempo más tarde.

—Entonces, ¿qué queréis de mí?

—Un pequeño servicio.

—Me pedís demasiados, señor Córdoba. No me quedará ni uno para usarlo en el otro mundo.

—¡Ah…! ¿Bromeáis, señor del Monte? Buena señal, amigo. Si continuáis así acabaré por tirar al mar el famoso lazo.

—¡No sabéis lo contento que estaré! —respondió el cubano, sonriendo.

—Lo veremos más adelante; todo depende de vuestros servicios.

—Hablad, señor.

—¿Así es que vos conocéis al comandante de los insurrectos de San Felipe?

—Ya os lo he dicho.

—Pues me conduciréis ante él.

El cubano hizo un gesto de asombro y miró al teniente como preguntándole si quería bromear.

—Os he dicho que quiero presentarme a aquel señor —repitió Córdoba, que se había dado cuenta de la sorpresa del prisionero.

—¿Queréis haceros prender?

—No tengo ese deseo, sino todo lo contrario, puesto que tengo la intención: de arrebatarle a la marquesa y al capitán Carrill.

—¿De qué modo?

—Presentándome como un oficial americano.

—¿Y os creerá el señor Guaymo?

—¡Diablo…! Cuando el señor del Monte, amigote del capitán Pardo, afirma una cosa, se le debe creer.

—No os comprendo, señor Córdoba.

—Sin embargo me he explicado claramente. Vos me presentaréis al comandante de los insurrectos.

—¿Yo…?

—¿No os gusta? Eh… Colón, cuelga una soga de cualquier ángulo de la caverna. Dentro de pocos minutos veremos al amigo del Monte dar patadas al viento.

El cubano palideció.

—¿Bromeáis?

—Sois muy dueño de creerlo; mientras tanto haré que os aten las manos a la espalda y os venden los ojos.

—¡No, señor Córdoba! Habéis prometido perdonarme la vida.

—Sí, si me hubieseis obedecido. Veo que no queréis saber nada de los servicios que os pido y yo os hago colgar por el cuello.

—¡Deteneos, señor Córdoba! —gritó el cubano, viendo acercarse a dos marineros con unos cabos—. Os prometo que os conduciré ante Guaymo.

—¡Ya era hora! Me alegro mucho de que empecéis a mostraros más razonable. Acabaremos por entendernos y quizá llegaremos a ser los dos mejores amigos del mundo. ¿Así, pues, me presentaréis a vuestro amigo Guaymo?

—Sí, señor Córdoba.

—Perfecto; aunque os prometo que si me traicionáis os envío al otro mundo con dos balas en el pecho.

El cubano se puso una mano sobre el corazón como si fuera a pronunciar un juramento.

Córdoba lo interrumpió, diciéndole:

—Dejad tranquilos los juramentos, mi querido señor del Monte, son absolutamente inútiles. ¡Diego! ¡Miguel! ¡Acercaos!

Los des marineros que le habían acompañado a la peque ña ensenada de Corrientes para hacer sallar la cañonera, se adelantaron.

—¿Habláis inglés?

—Sí, teniente —respondieron los dos vigorosos jóvenes.

—Me seguiréis con Quiroga.

Después, mostrándoles al cubano.

—¿Seréis capaces de matar a este hombre de un puñetazo?

—Yo me encargaré —dijo Miguel, mostrando sus manos cerradas que parecían mazas de herrero.

—Cuando te lo ordene, mandas a este tipo al otro mundo. Colon, ¿está todo a punto?

—La chalupa está en el agua.

—Espera un momento.

Córdoba descendió al espejo de popa y pocos instantes después volvía a cubierta llevando en la cabeza una gorra de oficial americano, con insignias de teniente de navío.

—Pongamos un poco de seriedad —dijo sonriendo.

A continuación, volviéndose hacia Colón, prosiguió:

—Dale ropa de marinero a Guiroga; su vestido podría traicionarle. Luego haz colocar en la chalupa víveres, fusiles de caza, municiones y revólveres.

—¿Os vais de caza, señor?

—Iremos en busca de patos —respondió Córdoba—. Pero ya verás la caza mayor que traeremos a bordo más tarde.

—¿Cuándo volveréis?

—¿Quién puede saberlo? Mañana, dentro de tres días o quizá nunca más si no viene nadie a libertarme. ¿Quién me asegura que el amigo de del Monte no me hará prisionero también a mí?

—¿Y qué deberé hacer yo en ese caso?

—Lo que creas más oportuno. Adiós, viejo amigo, voy a hacer una escabechina de patos.

Dicho esto, Córdoba descendió a la chalupa donde ya lo esperaban los dos corpulentos marineros, el cubano y el español Quiroga.

—Adelante, mis valientes —dijo.

La ballenera, impulsada por los remos, se separó de la nave y salió de la caverna, apartando la cortina vegetal.

Apenas salidos, los dos marineros desplegaron sobre el pequeño mástil que el maestro había hecho izar, una vela y a proa un foque, mientras Córdoba se ponía al timón.

El sol había ya salido y se alzaba majestuoso sobre el horizonte, haciendo brillar las aguas del canal y expulsando de sus nidos a los pájaros marinos que volaban en grandes bandadas con un alboroto ensordecedor.

Parecía que Córdoba no se acordaba de lo que había prometido al maestro, ya que dejaba que se divirtieran a su gusto sin molestarles con las escopetas. En cambio, toda su atención estaba concentrada en los dos lados del canal que se elevaban altísimos y cortados perpendicularmente.

La chalupa, entre tanto, avanzaba con una cierta rapidez, grácilmente inclinada a babor. La vela y el foque la impulsaban, siendo el viento bastante fuerte entre aquellas escolleras. El canal continuaba siempre estrecho; pero las dos paredes rocosas empezaban aquí y allá a descender, mientras en su base aparecían numerosas cavernas marinas dentro de las que se precipitaban las olas murmurando roncamente.

Después de haber descrito algunos giros, la chalupa se encontró repentinamente en una especie de bahía interior, con una anchura de quinientos o seiscientos metros, limitada hacia el sur por una costa baja que parecía prolongarse largamente hacia el este y el oeste.

—¿San Felipe? —preguntó Córdoba al cubano.

—Sí, señor —respondió éste.

—Entonces podemos empezarla caza.

Dejó el timón a uno de los marineros, tomó una escopeta,

la cargó con dos cartuchos de perdigones y viendo pasar sobre la chalupa a una pareja de aves, con dos disparos los abatió haciéndolos caer en el agua.

—Buen tiro, señor Córdoba —dijo el cubano, mientras Quiroga, ayudándose con el remo, subía a bordo los dos volátiles.

—Así lo creo yo también —respondió el teniente—. Más tarde, si fuera necesario, me ejercitaré mejor contra tus amigos. Ya veremos si los puedo abatir con la misma precisión.

—¿Qué queréis hacer, señor Córdoba?

—No lo sé aún, mi querido señor del Monte. Como veis, por ahora me contento con hacer provisión de pájaros marinos. Amigos, vamos a desembarcar en San Felipe. Espero encontrar por allí alguna pareja de aquellas deliciosas aves que nuestros compatriotas llaman palomitas. Son excelentes, ¿no es cierto, señor del Monte?

—Las mejores —respondió el cubano.

—¡Bien! ¡Bien! Las probaremos más tarde con el señor Guaymo, vuestro queridísimo amigo.

El cubano no respondió, pero miró al teniente con ojos que parecían los de un loco. Ciertamente, el señor del Monte no lograba entender nada de lo que quería hacer el endiablado comandante del «Yucatán».

La chalupa, ayudada por la brisa matutina, atravesó rápidamente la bahía y fue a encallarse en una playa baja y arenosa, salpicada por algunas matas.

Córdoba la hizo atar a una punta rocosa, tomó su escopeta, se sujetó al cinto el revólver y saltó a tierra, haciendo señal a sus compañeros de seguirle.

Atravesada la playa, se encontraron en las márgenes de una pequeña plantación de caña de azúcar, que se extendía en un llano ligeramente ondulado, limitado por un espeso bosque de palmeras, cedros y caobos.

Córdoba se detuvo mirando en todas direcciones, esperando descubrir una casa o algún cultivador, pero sin éxito. Parecía que en aquel lugar no hubiera ningún habitante.

—¡A la caza! —gritó—. Matad lo más que podáis, haced fuego incluso contra los mosquitos, no importa. Es preciso hacer mucho ruido.

Ciertamente, los habitantes plumíferos no abundaban en el paraje, pero de vez en cuando se veía algún pajarillo elevarse entre las cañas de azúcar.

Los cazadores avanzaron en columna, llevando en el centro al señor del Monte para no perderlo de vista un solo instante, y empezaron un fuego endemoniado, acribillando atrozmente a los pobres volátiles.

Habían disparado ya unos cincuenta tiros, no recogiendo más que plumas, cuando se vio acudir a un mulato, atraído seguramente por el insólito estruendo.

—Esto es lo que necesitaba —dijo Córdoba—. Los patos y los gorriones han hecho aparecer finalmente un bípedo, sin plumas, es cierto, pero quizá más útil. Señor del Monte, me encomiendo a vos, sed nuestro amigo si no queréis que os colguemos del primer árbol que aparezca.

7. La audacia de Córdoba

El isleño que se dirigía hacia el teniente era un hombre de una treintena de años, fornido, con la piel amarillenta y bronceada, ojos bastante grandes, que traicionaban el cruce de la sangre negra con la blanca, y el cabello ensortijado.

Vestía como un plantador del trópico: chaqueta y pantalones blancos, faja de algodón de vivos colores y en la cabero un gigantesco sombrero de paja que le protegía tanto como una sombrilla.

En bandolera llevaba un fusil, un Martini-Henry al parecer, regalado seguramente por los americanos, y una larga navaja de hoja aguda y brillante.

Se dirigió sin titubeos hacia Córdoba, que se hallaba delante de todos, dictándole con un ademán poco tranquilizador:

—¿Qué quieren estos extranjeros? ¿Quién os ha dado permiso para desembarcar y para cazar en mi plantación?

El señor Córdoba en vez de responder se volvió hacia sus compañeros, diciendo con voz irónica:

—Creí que seria un bípedo cortés, y ahora resulta que hemos encontrado un mico selvático. ¿No es verdad señor del Monte? ¿Será también éste un amigo vuestro?

El cubano alzó los hombros esforzándose por sonreír.

—¿Qué habéis dicho, señor? —preguntó el mulato frunciendo el ceño.

—Decía que en San Felipe deben habitar antropófagos —respondió Córdoba.

—¿Queréis decir insurgentes, buenos patriotas?

—Puede ser.

—Entonces vos me diréis si sois uno de los nuestros o un amigo de los españoles.

—¿Y si fuera un español? —preguntó Córdoba, con creciente ironía.

—En ese caso os aconsejaría que os marcharais inmediatamente si queréis conservar la piel. Aquí la bandera de España no ondea ya.

—Lo sé y ésta es la causa por la que he desembarcado.

—¿De dónde venís?

—De la bahía de Cortés.

—¿Y qué deseáis?

—Saber antes que nada si mi amigo Pardo ha maridado a Puaymo una mujer que debe ser entregada a una nave americana.

El mulato miró a Córdoba con sorpresa y después dijo:

—Sí, una hermosa señora acompañada por cuatro robustos marineros y un capitán español.

—¿Cuándo ha llegado aquí? —preguntó el teniente, esforzándose por ocultar su alegría.

—Hace dos días, caballero —respondió el mulato.

—¿Y ahora dónde está?

—Junto al señor Guaymo, jete de los insurrectos de San Felipe.

—Yo soy el oficial americano encargado de recibir estos prisioneros.

—¿Vos…? Pero… ¿dónde está vuestra nave?

En la isla de los Pinos, escondida en una bahía segura. He sido advertido de que tres cañoneras españolas han partido de la ensenada de la Broa para dar caza a los filibusteros americanos y no me he atrevido a traer aquí el barco.

—Podíais haber dicho en seguida que erais americano, señor —dijo el mulato—. Os habría acogido con más afabilidad. ¿De qué manera puedo seros útil?

—Querría que me condujeseis ante el señor Guaymo.

—Estoy a vuestras órdenes, señor.

El mulato acercó las manos a la boca y soltó un silbido agudísimo. Casi inmediatamente aparecieron entre las cañas de azúcar veinte o veinticinco negros armados de trabucos y algunos fusiles de retrocarga.

—¡Oh…! —exclamó Córdoba—. ¿Tenéis una escolta?

—Mando un pelotón de insurrectos, señor —dijo el mulato—. ¡Camardo!

Un negro que llevaba una camisa de franela roja y, sobre la cabeza, un viejo sombrero de almirante adornado con un monstruoso penacho de plumas, se adelantó caminando como un mono y se paró junto al mulato saludando militarmente.

—Tráeme seis caballos, los mejores de la factoría. Durante mi ausencia serás el comandante del puesto.

El negro salió corriendo, mientras sus compañeros, a un gesto del mulato, volvían a esconderse entre las cañas de azúcar.

—¿Temíais un ataque? —le preguntó Córdoba.

—Había descubierto vuestra chalupa y tenía apostados mis hombres para capturaros —respondió el mulato—. Vivimos en tiempos de guerra, señor.

—Habéis hecho bien; la vigilancia nunca es demasiada.

—¿Traéis armas para desembarcar, señor? Los insurrectos de Cuba tienen gran necesidad de ellas.

—Tengo veinte mil fusiles y doscientas cajas de municiones que iré a desembarcar en la ensenada de la Broa, en cuanto me sea posible. ¡Ah! Aquí está vuestro ayudante de campo.

El negro del sombrero de almirante salía entonces del bosque, llevando al galope seis bellísimos caballos de raza andaluza, de pequeña talla y de una robustez y resistencia a toda prueba.

El mulato, Córdoba y sus compañeros se apresuraron a montar, impacientes por llegar a San Felipe.

—Vamos —dijo el mulato.

La patrulla partió a galope bordeando la plantación y metiéndose en un soberbio bosque de cedros altísimos, que se extendía a lo largo de la playa.

Córdoba había hecho señal a Quiroga de acercarse al mulato para acompañarlo y él se había puesto al lado del cubano, hablándole en voz baja. Este diálogo no debía ser muy interesante para el prisionero, puesto que se le veía hacer con frecuencia ciertas muecas que indicaban que no estaba muy satisfecho. Sin embargo, cuando Córdoba hubo terminado, hizo un ademán de asentimiento.

—¡Mucho cuidado! —concluyó Córdoba, con un gesto amenazador—. Ya sabéis que no se me pueden gastar bromas.

—No temáis —respondió el cubano.

Mientras tanto los caballos, espoleados por los jinetes, devoraban el camino con creciente velocidad, pasando bajo los grandes árboles como un huracán.

Pronto fue atravesado el bosque y ante los ojos de los jinetes apareció un pintoresco pueblecito, colocado en la extremidad de una pequeña bahía y sombreado por una doble fila de espléndidas palmeras reales con sus grandes hojas y su tronco altísimo y elegante.

—San Felipe —dijo el mulato.

—No creía estar tan cerca —se limitó a contestar Córdoba.

Los caballos atravesaron la distancia en menos de quince minutos evitando una plantación de cacao, y entraron en el pueblo a galope, deteniéndose frente a una amplia empalizada, tras la cual se veían surgir gran número de inmensos cobertizos.

San Felipe no era más que un mísero pueblo formado por unas cincuenta casitas y habitado por doscientas o trescientas personas, la mayoría negros o mulatos, pero los insurrectos lo habían convertido en una base para el desembarco de armas y municiones. No atreviéndose los filibusteros americanos a acercarse demasiado a las costas de Cuba por saber que estaban vigiladas por las cañoneras españolas de las bahías de Cazones y de Cienfuegos, habían elegido esta localidad poco frecuentada para efectuar los desembarcos de las armas enviadas por el Comité revolucionario de Nueva York.

Pero para no ser sorprendidos, los rebeldes habían mandado allí un buen número de combatientes, unos trescientos, que habían construido un pequeño campamento atrincherado, protegiéndolo con algunos cañones de tiro rápido, recibidos de los filibusteros yanquis.

El mulato cambió algunas palabras con un centinela que vigilaba la entrada del recinto e introdujo a sus compañeros.

Aquella especie de campamento, defendido por un sólido vallado y un foso profundo, medía seiscientos o setecientos metros de perímetro y encerraba ocho amplios cobertizos, bajo los que se veían gran número de cajas conteniendo probablemente armas y municiones, preparadas para ser expedidas a Cuba, seguramente a los insurrectos de Pinar del Río.

Un centenar de hombres, la mayor parte criollos cubanos, se encontraba en el recinto. Viendo entrar a los jinetes, algunos se apresuraron a irlos a recibir.

—¿Dónde está el jefe? —preguntó el mulato—. Estos americanos quieren hablar con él.

—Seguidme —respondió un insurrecto.

Córdoba y sus compañeros bajaron del caballo y atravesaron el pequeño campo atrincherado. El teniente se había puesto junto al señor del Monte y de vez en cuando le apretaba el brazo, mientras uno de los marineros, el más robusto, les seguía a un paso de distancia, dispuesto a atacar al prisionero a la menor sospecha. Córdoba parecía tranquilísimo, a pesar de saber que estaba jugando una carta extremadamente peligrosa, que podía costarle no sólo la libertad, sino también la vida.

Aquel endiablado lobo de mar debía tener una extraordinaria seguridad en el éxito de su proyecto y una gran dosis de energía y audacia para mostrarse tan sereno en aquel momento supremo.

Incluso los dos marineros no parecían estar preocupados, teniendo completa confianza en su comandante. Acaso solamente Quiroga no estaba totalmente tranquilo, ya que se le oía murmurar con frecuencia en los oídos de Córdoba:

—Sed prudente o nos perderéis a todos.

Llegados a la otra extremidad del campamento, el insurrecto se paró frente a una casita de dos pisos, rodeada por una galería y sombreada por un grupo de bananos, cuyas hojas, de dimensiones verdaderamente exageradas, se alargaban hacia el techo.

Un hombre vestido de blanco y que llevaba la cabeza cubierta por un ancho fieltro, una especie de sombrero mejicano, adornado con tres estrellas de oro, y que estaba sentado sobre la cureña de un cañón fumando un grueso cigarro puro, viendo aquel grupo de personas, se levantó.

Era un hombre de bella presencia, de estatura elevada, con facciones regulares, una barba espesa y negrísima y ojos inteligentes y aterciopelados que denotaban su origen español, aunque tuviera la piel más bien oscura, quemada por el sol.

—¿Quiénes son estos caballeros? —preguntó al insurrecto, arrojando el cigarro.

Después, avanzando bruscamente dos pasos, con una cierta sorpresa:

—¡Vaya! ¡El señor del Monte…! ¿De dónde salís, amigo? ¿Habéis dejado a Pardo?

El cubano gruñó algo entre dientes, pero viendo las miradas amenazadoras de Córdoba, dilató la boca con una sonrisa forzada, diciendo:

—Encantado de volveros a ver, señor Guaymo. Os traigo, ante todo, los saludos del capitán Pardo.

El mulato, viendo que se conocían, creyó inútil abrir la boca y se marchó acompañando al insurrecto.

—¿Qué viento os trae por aquí, señor del Monte? —continuó el comandante de San Felipe.

—Un motivo urgente —respondió el cubano—. Debéis haber recibido prisioneros.

—Sí, la marquesa del Castillo, un capitán español y cuatro marineros.

—Que debéis entregar a un capitán americano.

—Es verdad. Al comandante del «Oyster».

—Aquí le presento al teniente James Mac-Kye, segundo comandante del «Oyster».

—¡Caray! —exclamó el cabecilla insurrecto, con asombro—. ¿El «Oyster» está ya aquí? ¿Desde cuándo…? ¡Nadie me lo ha dicho…!

—Aquí mismo no, señor —dijo Córdoba, destrozando atrozmente el español—. Mi barco está anclado en la bahía de Siguanea.

—¿En la isla de los Pinos?

—Sí, señor Guaymo.

—Me fastidia, señor Mac-Kye —dijo el insurrecto, alargándole la mano—. Esperaba el cargamento de armas y municiones para enviarlo a la ensenada de la Broa, donde nuestros compañeros lo esperan para ponerse en marcha contra Cienfuegos. Vuestros compatriotas cuentan con nosotros para atacar esa plaza y arrojar al agua a la guarnición española. ¿Cómo habéis llegado aquí?

—Con una chalupa.

—Entonces no habéis visto a Pardo.

—Sí, lo vi ayer por la mañana en la ensenada de Cortés. Antes de venir aquí fui a saludar al valiente capitán.

—¿Y habéis venido para haceros cargo de los prisioneros?

—Justamente, señor Guaymo —dijo Córdoba audazmente—. Tengo prisa por conducirlos a bordo del «Oyster», pues son unos rehenes preciosos. La marquesa valdrá cincuenta mil fusiles y ochocientas cajas de cartuchos.

—¡Cincuenta mil fusiles! —exclamó el jefe insurrecto con asombro—. ¿Acaso os referís al cargamento del «Yucatán»?

—¡Ah…! ¿Conocéis el «Yucatán»? —preguntó Córdoba.

—Sé qué barco es, señor Mac-Kye, y si debo deciros la verdad esperaba verlo aparecer por estas aguas.

—No lo esperéis, señor.

—¿Por qué motivo?

—Está bloqueado en la bahía de Corrientes por una cañonera y algunas partidas del capitán Pardo. ¿No es verdad, señor del Monte?

—Certísimo —respondió el cubano, apretando los dientes.

—¿Y no se rinde? —preguntó el cabecilla insurrecto.

—Su comandante ha comunicado al capitán Pardo que sólo consentirá en ceder el cargamento a cambio de la restitución de la marquesa.

—¿Y Pardo acepta?

—Ha aceptado.

—Mal negocio, señor Mac-Kye. Debía esperar a que se rindiera.

—Oh, señor mío, aquel comandante es un hombre capaz de incendiar el polvorín, antes que entregar el cargamento.

—¿Así es que la marquesa será devuelta?

—Sí, y pronto; pero estaremos nosotros también allí, con el «Oyster» y si podernos burlarnos de aquel simpático señor Córdoba que manda el «Yucatán» en ausencia de la propietaria, nos guardaremos bien de desperdiciar la ocasión.

—Os comprendo —dijo el insurrecto, riendo—. Pardo es astuto y les cogerá el «Yucatán», las armas, las municiones y la tripulación.

—Eso espero.

—Señor teniente, ¿desde cuándo navegáis?

—Desde ayer por la tarde; hemos dejado las costas de Cuba antes de anochecer.

—Entonces os invito a comer.

—Un hombre de mar no rehúsa nunca, señor Guaymo —respondió Córdoba—. ¿Y la marquesa?

—La veremos más tarde.

—¿Se encuentra aquí?

—Allí abajo, en aquella pequeña construcción que se ve en el extremo de la empalizarla.

—¿Estará bien guardada?

—Por cuatro hombres resueltos.

—Señor Guaymo, vamos a comer. Esta mañana sólo me he puesto entre los dientes un bizcocho mojado en un vasito de malísimo jerez.

El jefe Insurrecto introdujo a Córdoba en una sabía del piso bajo, donde se veía una mesa ya preparada, por ser casi mediodía.

Un joven negro estaba colocando otros platos, mientras otro traía unas botellas llenas de polvo, que llevaban etiquetas prometedoras: Oporto, Jerez, Malaga.

—Señores míos os tendréis que contentar con lo que puede ofrecer un pobre pueblo como San Felipe —dijo el señor Guaymo—, vos sabéis, por otra parte, que los insurrectos son de una frugalidad ya proverbial.

—Y las gentes del mar saben adaptarse a todo —respondió Córdoba.

Tomaron asiento; el teniente junto al jefe rebelde, que del otro lado tenía al soldado español, y el señor del Monte entre los dos marineros. El cubano habría quizá deseado encontrarse un poco alejado de los dos hercúleos guardianes, pero Córdoba, con un gesto amenazador, le había seña lado su sitio.

Un robusto negro que parecía ser el cocinero, se apresuró a servir a los comensales filetes de tortuga bañados en una salsa especial con bastante pimienta, luego un par de patos salvajes hábilmente preparados y bien asados, además de fruta y excelente café, auténtico Santo Domingo.

Todos hicieron honor a los manjares, hasta el cubano, no obstante su mal humor, después, entre vasos de oporto y de jerez, la conversación se reanudó con animación.

El cabecilla insurrecto parecía estar muy bien informado de los últimos acontecimientos ocurridos en las costas de Cuba.

En efecto, informó minuciosamente a Córdoba sobre las operaciones bélicas de la flota americana, operaciones limitadísimas en esencia, pues los yanquis no habían emprendido hasta el momento nada importante, a pesar de las bravatas de sus comandantes.

No se había intentado aún ningún desembarco y las poderosas y numerosísimas naves, que parecía que debieran destruir todas las ciudades costeras de la gran isla en menos de una semana, se habían contentado con cambiar unos cuantos cañonazos con el fuerte del Morro en La Habana, lanzar unas bombas sobre Matanzas destruyendo u dañando parapetos y trincheras de los fortines, y el intento de desembarco en Cárdenas, prontamente rechazado por las tropas españolas, a pesar de que los americanos habían estado cubiertos por las cañoneras «Winslow», «Wilmington», «Hudson» y por la «Tecumseck» que se había ido a pique, acontecimientos ya lanzados a los cuatro vientos por la célebre prensa americana, como otras tantas sonadas decurias.

Combates navales sólo había ocurrido uno y de poca importancia.

Se trataba de un duelo a cañonazos entre la cañonera española «Ligera» y el torpedero «Cushing» que había intentado forzar la entrada del puerto de Cárdenas, acabando con la destrucción del segundo.

—Vuestros compatriotas, mi querido señor —dijo el jefe rebelde, con tono ligeramente acre, volviéndose hacia Córdoba—, parece que no tienen demasiada prisa. A estas alturas, con sus poderosos navíos, deberían haber reducido a cenizas los fuertes de La Habana y tomado por asalto la ciudad.

—Tened paciencia, señor Guaymo —respondió Córdoba que tomaba muy en serio su papel de oficial americano—. Esperad que nuestras tropas estén todas concentradas en Key-West y veréis cómo el desembarco se hará y en grandes proporciones.

—Pero no en La Habana.

—El primer choque ocurrirá probablemente en Santiago.

—Tenéis razón, señor Mac-Kye. Me han dicho que los españoles trabajan activamente en los fuertes de Santiago. Me han contado incluso, que la escuadra del almirante español Cervera irá allí a abastecerse de carbón. ¿Es cierto que los barcos españoles han zarpado de Cádiz?

—Eso se dice.

—¿Y que la escuadra volante del comodoro Schelley corre a su encuentro para presentarle batalla junto a las Pequeñas Antillas?

—Creo que él rumor es cierto.

—¿Logrará echarlos a pique?

—¡Alto! Ya se verá, señor Guaymo. La flota española es muy inferior a la americana, pero los barcos son muy rápidos y los dirige un hombre del que se dice que es muy valiente y muy astuto.

—¡Bah…! Aunque Cervera lograra entrar en algún puerto cubano no podría intentar nada después. La flota americana es tres o cuatro veces superior.

—Lo sé, señor Guaymo. Todo lo más podrá cooperar a la defensa de Santiago o de La Habana, pero nada más. Señor Guaymo, ahora que hemos hablado incluso de guerra, vamos a encontrar a la marquesa del Castillo. Tengo bastante curiosidad por conocer a la capitana del «Yucatán». Se dicen maravillas a costa suya.

—No es necesario irla a encontrar.

—¿Por qué?

—Porque la marquesa está ya aquí.

—¿De veras?

—He dado orden de hacerla venir. Eh, Miko, haz entrar a la prisionera.

Mientras el negro salía, Córdoba lanzó a sus compañeros una rápida mirada que quería significar:

—Procurad no traicionaros.

8. La fuga

Un instante después la marquesa del Castillo se detenía ante el umbral de la habitación, con el más vivo asombro pintado sobre el rostro, mirando con una especie de terror a Córdoba y a sus marineros, y sobre todo al señor del Monte que al verla se había puesto lívido.

Un gesto fulminante del teniente ahogó probablemente en su garganta el grito de sorpresa que estaba a punto de escapársele y quizá también el nombre de su fiel compañero. Rápidamente comprendió que sus hombres habían urdido algún plan temerario para salvarla y recuperó inmediatamente su calma habitual, contestando, con una graciosa inclinación al saludo del jefe rebelde y de sus huéspedes.

—Perdonad, señora marquesa, si os he importunado —le dijo Guaymo, descubriéndose—, pero está aquí el señor teniente Mac-Kye de la marina americana que deseaba veros.

—Es cierto, señora —dijo Córdoba—. Espero que sabréis excusar mi curiosidad, pero estaba deseoso de contemplar a la famosa capitana del «Yucatán».

—¡Famosa…! —exclamó doña Dolores, riendo—. ¡Hay que ver! —¿Qué decís, teniente? ¿Es posible que ahora en Cuba todos me conozcan?

—Yo creo, marquesa, que desde el cabo San Antonio a la punta de Maisi, todos conocen ya la historia del «Yucatán» y todos saben que su capitán es una mujer.

—Me duele, señores —dijo doña Dolores, sentándose—. Yo me había hecho la ilusión de poder alcanzar las costas de Cuba absolutamente ignorada, mientras que ahora me doy cuenta de que he sido traicionada.

—En la guerra las traiciones son a veces necesarias.

—Ahora lo veo. Sin una traición no estaría prisionera.

—Consolaos, señora marquesa —dijo el cabecilla de los rebeldes—. Vuestra prisión no ha durado más que dos días o todo lo más tres.

—¡Oh…! ¿Acaso voy a reconquistarla libertad?

—El señor teniente está encargado de volveros a conducir a Cuba.

—¿Con el capitán Pardo?

—Sí, señora —dijo Córdoba—. Con Pardo, que os restituirá la libertad si queréis entregar finalmente las armas que el «Yucatán» tiene en su bodega. O aceptáis o yo os embarcaré en el «Oyster» y os conduciré a Key-West o a Tampa. He sido enviado aquí especialmente para tratar con vos, acompañado por el señor del Monte, uno de los más fieles amigos del capitán Pardo.

La marquesa no respondió. Miraba fijamente al astuto Córdoba como para leer en sus ojos la respuesta que debía dar.

—Y bien, ¿qué decidís, señora? —preguntó el teniente, inclinando ligeramente la cabeza, en señal afirmativa.

—Pienso, …señor, que más resistencia por mi parte sería absolutamente inútil —respondió la marquesa—. Lo he intentado todo para llevar la empresa a buen fin; si la fortuna me ha sido contraria, debo resignarme y ceder.

—¿Entregaréis el cargamento…? —exclamaron Córdoba y Guaymo, uno con alegría fingida y el otro con verdadero entusiasmo.

—Lo entregaré, señores.

—Entonces, señora marquesa, mañana os embarcaremos para Cuba, y pasado mañana seréis libre.

—¿Con mis compañeros?

—Es imposible; mi chalupa no puede llevar una carga excesiva.

—Puedo proporcionaros una mayor —dijo Guaymo.

—Pensad, querido amigo, que nosotros somos solamente cinco.

—Emplead a los prisioneros, excluyendo la marquesa. ¿Pensáis partir mañana?

—Al amanecer.

—Así, pues, hoy seréis mi huésped.

—Si no os molesta.

—Al contrario, teniente. ¡Las distracciones son tan escasas en San Felipe! Aprovecharé para enseñaros nuestros depósitos de armas y mostraros mis tropas.

—Un paseo me vendrá bien.

El jefe de los insurrectos llamó al negro, y volviéndose luego hacia la marquesa que se había levantado:

—Señora, os ruego que os retiréis a la casita que tenéis destinada. Si no os molestamos, esta noche iremos a encontraros.

—Estaré contenta de recibiros, señores —respondió doña Dolores—. La velada será menos larga y menos aburrida.

Cambió con Córdoba una mirada de inteligencia y salió.

—¡Hermosa señora, a fe mía! —exclamó Córdoba, dirigiéndose a Guaymo—. Debe ser una mujer enérgica y resuelta.

—Así lo creo —respondió el rebelde—. Y precisamente por eso tengo siempre dos centinelas frente a su puerta. Señor teniente, vamos a buscar una chalupa que sea más grande que la vuestra.

Encendieron sus cigarros y salieron cogidos del brazo como dos viejos amigos, seguidos por el español y los dos marineros que no se separaban del lado del cubano.

El jefe insurrecto de San Felipe, que no tenía la menor sospecha sobre Córdoba, se esforzó por hacerle pasar lo mejor posible la tarde. Lo condujo en primer lugar al puerto, donde fue elegida la chalupa que debía servir para el transporte de sus prisioneros, una sólida barca de diez toneladas aparejada en cutter que podía resistir incluso la mar gruesa; luego le enseñó los almacenes de las armas, las piezas de artillería que debían ser transportadas a Cuba en cuanto disminuyera la vigilancia de las cañoneras españolas y, finalmente, lo acompañó a beber unas copas o una taza de excelente chocolate con algunos plantadores de la isla.

Durante aquellos paseos, Córdoba había tenido ocasión de acercarse varias veces al español cambiando con él algunas rápidas palabras.

Eran instrucciones de mucha importancia, concernientes a un audaz proyecto, que él debía transmitir también a los dos marineros para que todos estuviesen preparados en el momento oportuno.

Acababa la tarde y después de la cena, el jefe rebelde, Córdoba y sus compañeros se dirigieron a buscar a la marquesa, no considerándola ya una prisionera.

La casita destinada a los prisioneros se encontraba en un extremo del campamento atrincherado, detrás de los cobertizos que servían de almacén para las armas. Era una pequeña construcción de dos pisos hecha de ladrillo y madera con una barandilla alrededor cubierta de esteras de coco. No había más que cuatro habitaciones; dos para la marquesa y las otras para el capitán Carrill y los cuatro marineros del «Yucatán». Dos centinelas vigilaban día y noche frente a la única salida, precaución indispensable, a pesar de que estaban cerrados bajo llave y las ventanas habían sido condenadas con robustas traviesas de madera.

Doña Dolores recibió al jefe de los insurrectos y a sus amigos con cortés solicitud, fingiendo gran contento por su visita. Por una muchacha mulata, puesta a su disposición por Guaymo para vigilarla también, hizo traer café y lo ofreció a sus visitantes, diciendo con amable jovialidad:

—Lo he preparado yo; espejo que haréis honor a lo que os puede ofrecer una pobre prisionera.

—No lo habéis sido nunca de hecho, marquesa —respondió el cabecilla de los insurgentes de San Felipe—. No podéis quejaros de excesivo rigor por mi parte.

—Es verdad, señor, y os estoy reconocida.

—No me lo agradezcáis a mí; yo no he hecho más que obedecerlas órdenes recibidas del capitán Pardo.

—Un capitán bastante cortés, en efecto —dijo Córdoba—. No he encontrado nunca un caballero tan perfecto, aunque a primera vista no lo parezca.

—Señora marquesa, es excelente este café, a fe mía. Espero beber otra taza mañana al amanecer, antes de la partida.

—¿Cuándo partimos, pues, señores? —preguntó doña Dolores.

—A la salida del sol.

—¿Con el capitán Carrill?

—Y los cuatro marineros de vuestro «Yucatán». Hemos encontrado ya una cómoda chalupa.

—¿E iremos a encontrar al capitán Pardo?

—Sí, marquesa, y… ¡Vaya…!

—¿Qué tenéis? —preguntó Guaymo, viendo al teniente alzarse bruscamente y dirigirse hacia la ventana.

—Me ha parecido ver brillar un relámpago sobre el mar.

—¿Un cohete, acaso?

El cabecilla de los insurrectos se había incorporado para acercarse a la ventana, pero al mismo tiempo se habían levantado también los dos marineros. Éstos intercambia ron una mirada y luego repentinamente, mientras Córdoba cerraba rápidamente la puerta, se arrojaron sobre Guaymo echándolo a tierra de dos puñetazos tremendos.

El pobre hombre, aturdido y semiinconsciente, estaba sujeto por los marineros.

—Ya está hecho, teniente —dijeron los dos robustos muchachos.

La marquesa se puso en pie de un salto, exclamando:

—¡No lo matéis!

—No es necesario, doña Dolores —repuso Córdoba—. Lo amordazaremos y lo ataremos muy bien. Nos basta con que hasta mañana al amanecer no nos dé molestias.

—¡Que audacia la tuya, mi valiente Córdoba! —exclamó la marquesa—. ¿Y mi «Yucatán»?

—Está aquí.

—¿Aquí…? ¡Mi «Yucatán» aquí…!

—Dentro de dos horas estaréis a bordo, doña Dolores.

Después, viendo que la marquesa abría la boca para acribillarlo a preguntas, le dijo:

—Más tarde os lo explicaré todo; ahora se trata de actuar si queremos escapamos.

—¿Huiremos, Córdoba?

—Inmediatamente, doña Dolores. Si los rebeldes se dan cuenta, estamos todos perdidos. ¡Ohé, muchachos!, encargaos de los centinelas.

—Estamos dispuestos, teniente —respondieron los dos marineros, que habían amordazado y atado apretadamente al jefe de los insurrectos.

—Llevad a este hombre a la estancia contigua, sobre mi cama —dijo la marquesa.

Los marineros se apresuraron a obedecer.

—¿Dónde están los prisioneros? —preguntó Córdoba a la marquesa.

—En el piso bajo.

—Quedaos aquí con Quiroga y vigilad atentamente al querido señor del Monte. El pobre hombre me parece que tiene necesidad de que le animen. Eh, amigo, tenéis cara de funeral.

El cubano parecía verdaderamente aterrorizado, temiendo quizá por su propia piel. Miraba a la marquesa con ojos llenos de espanto y a los marineros que habían reducido tan violentamente, con sólo dos puñetazos, al jefe de los insurrectos de San Felipe.

La marquesa, adivinando quizá lo que pasaba por la cabeza del traidor, le dijo:

—Tranquilizaos; nada habéis de temer… por ahora.

—Doña Dolores —preguntó Córdoba—. ¿Es resistente la puerta de los prisioneros?

—¡Bah! —respondió ella—. Bastará un empellón de nuestros hombres.

—Quiroga, os recomiendo a del Monte.

El español sacó del bolsillo un revólver y se sentó frente al traidor, que no parecía todavía tranquilizado.

—Vamos, mis valientes —dijo Córdoba—. Dos nuevos puñetazos a los centinelas.

—No temáis —respondieron los marineros.

Descendieron los tres la escalera y llegados al piso bajo que no estaba iluminado, se detuvieron mirando a través de la puerta.

Los dos centinelas, dos mestizos, se hallaban sentados en un banco y charlaban tranquilamente, fumando cigarrillos. No se debían haber dado cuenta de nada, ya que sus fusiles estaban apoyados en el tronco de un árbol.

—Listos —murmuró Córdoba.

Los marineros se acercaron a Ja puerta, sin que los dos mestizos les hubieran oído aproximarse.

—¿Preparado, Miguel? —preguntó uno de ellos con hilo de voz.

—Preparado —respondió su compañero.

—Para mí el de la derecha; tú te ocupas del otro.

De un salto se colocaron junto a los dos mestizos; dos puñetazos formidables cayeron, con sordo rumor, sobre la cabeza de los pobres diablos, que se desplomaron el uno sobre el otro sin soltar ni un suspiro.

Los marineros los sujetaron rápidamente, se apoderaron de los fusiles y volvieron al corredor, mientras Córdoba se apresuraba a atrancar la puerta.

—Espero que no los habréis matado —dijo.

—No creo —respondió Miguel.

—Amordazadlos.

Arrancaron una cortina que colgaba de una ventana, que iluminaba la escalera, la hicieron pedazos y amordazaron y ataron cuidadosamente a los dos desgraciados, llevándolos después al dormitorio de la marquesa para que hicieran compañía al señor Guaymo.

—A los prisioneros, ahora —dijo Córdoba, cuando estuvieron de vuelta—. Es preciso derribar esta puerta.

—Dejádmela a mí —respondió Miguel.

Apoyó un hombro contra la puerta, arqueó su poderosa espalda y poniendo un pie sobre el muro que tenía detrás, dio una sacudida irresistible.

La madera crujió bajo el esfuerzo, los viejos goznes se doblaron y luego saltaron de golpe junto con la cerradura.

Oyendo el estruendo de la fractura, el capitán Carrill y los cuatro marineros del «Yucatán» que habían sido hechos prisioneros con la marquesa, acudieron con una linterna.

Un grito de asombro salió de los labios de los marineros:

—¡El señor Córdoba!

—¡Caray!

—¡Los camaradas!

—¡Mil lobos marinos!

—Silencio —dijo Córdoba—. Si queréis lograr la libertad seguidnos sin chistar.

—¿Pero, quién sois vos, señor, que venís a salvarnos? —preguntó el capitán Carrill.

—El segundo comandante del «Yucatán» —respondió Córdoba—. ¡Venid rápido, capitán!

—¿Y la marquesa?

—Nos espera.

Subieron rápidamente al piso superior. Córdoba, sin perder tiempo en dar explicaciones, abrió una ventana y midió la altura que la separaba del suelo.

—Cuatro metros —dijo—. El descenso no será difícil.

—¿Huiremos por la ventana? —preguntó la marquesa.

—Sí, pues así estaremos fuera de la cerca.

—Pero aquí no hay cuerdas, Córdoba.

—Las tenemos, doña Dolores.

Después, volviéndose hacia los marineros:

—Arrancad las cortinas y enrolladlas apretadamente; nos servirán para bajar.

En un abrir y cerrar de ojos las cuatro cortinas de las dos ventanas fueron desprendidas, atadas dos a dos y bien retorcidas.

—Tú primero, Miguel, que tienes un fusil —dijo Córdoba—. Mira si hay centinelas.

El marinero cabalgó el alféizar, se agarró a aquella especie de soga y se dejó deslizar hasta tierra.

Llegado abajo, armó el fusil cogido a uno de los mestizos y se alejó algunos pasos siguiendo la empalizada exterior del pequeño campamento atrincherado. No descubriendo ningún centinela se apresuró a volver bajo la ventana.

—¿Nadie? —preguntó Córdoba.

—Nadie teniente; podéis bajar.

—Adelante los marineros.

Los cinco camaradas de Miguel descendieron uno tras otro, luego bajó doña Dolores, después el cubano, el español y finalmente Córdoba y el capitán Carrill.

—Tres marineros delante; los otros en la retaguardia —ordenó Córdoba.

El pelotón se puso inmediatamente en marcha, alejándose rápidamente del pequeño campamento atrincherado por temor de encontrarse algún centinela.

La oscuridad favorecía la fuga. Estando algo nublado, las estrellas no proyectaban su luz que, aunque débil, siempre permite distinguir alguna cosa incluso a una cierta distancia. La luna no debía levantarse hasta muy tarde aquella noche, así que por el momento no corrían gran peligro de ser descubiertos.

Córdoba se orientó con el pueblo que se encontraba a su izquierda y guió al pelotón Hacia el borde de una plantación de cacao que se extendía en dirección al interior de la isla.

Protegidos por la oscura sombra de las plantas, los fugitivos podían alejarse tranquilamente y, en caso de alarma, esconderse o ponerse a salvo entre los bosques.

Estaban, sin embargo, más que seguros de poder llegar al lugar donde debía encontrarse la pequeña ballenera sin ser molestados, al menos por unas horas. El pueblo de San Felipe estaba oscuro y silencioso y tampoco bajo los grandes cobertizos del pequeño campamento se veía brillar ninguna luz, señal evidente de que los habitantes y los insurrectos dormían profundamente.

Recorrido el margen de la plantación, Córdoba condujo al grupo hacia el mar.

Apresuraba cada vez más el paso, exhortando a la marquesa a esforzarse, temiendo que los centinelas encargados de relevar a los que vigilaban los prisioneros, se dieran cuenta de la desaparición de todos.

—Antes de una hora es preciso llegar a la ballenera o corremos el peligro de ser descubiertos —decía—. Rápido, doña Dolores; apresuraos.

—¿Estamos todavía lejos? —preguntó la marquesa, que seguía a sus compañeros con dificultad.

—No, dentro de poco llegaremos a la playa.

—¿Y el «Yucatán» dónde lo encontraremos?

—En un escondite seguro, una magnífica caverna marina que seguramente nadie conoce. Oigo el murmullo del mar; pronto lo alcanzaremos.

Ya no debían estar muy lejos de la plantación de caña de azúcar donde se habían encontrado con el mulato. Córdoba, temiendo que algún negro estuviera emboscado por allí, quiso evitarla dirigiéndose hacia la costa.

Sin embargo la orilla era muy alta, cortada a pico sobre el mar y bastante incómoda a causa de ciertos corrimientos y hendiduras que causaban con frecuencia imprevistas caídas. Más de un marinero de la vanguardia había corrido el peligro de precipitarse en el mar.

—Poco a poco —dijo Córdoba—. Mirad dónde ponéis los pies.

Había apenas hecho esta advertencia, cuando oyó tras de sí un grito agudo y después un golpe sordo.

—¡Rayos! —gritó, palideciendo—. ¿Quién ha caído?

—¡El señor del Monte! —dijo un marinero.

—¡Que el diablo lo lleve! No tenía ojos el muy estúpido.

—Córdoba, no podemos abandonarle —dijo la marquesa—. Quizá el pobre diablo se ha roto las piernas.

—Sería mejor que se ahogase —gruñó el lobo de mar—. Me ahorraría la molestia de ahorcarlo más tarde. Que alguno baje a ver si se puede volver a pescar ese tiburón de agua dulce.

Quiroga y dos marineros, un poco a regañadientes, se pusieron a buscar un camino que les permitiera llegar a la playa, y después de haber corrido veinte veces el peligro de caer rodando hasta las olas, lograron llegar al mar.

No viendo nada, se pusieron a llamar al cubano en voz baja sin obtener ninguna respuesta.

Seguramente el pobre diablo se había destrozado contra alguna roca y después había sido engullido por las aguas.

—Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo el español—. Por otro lado, aquel bribón ha tenido lo que merecía.

Registraron la playa en un trozo de cien metros y no encontrando nada, tomaron la decisión de volver a subir a la orilla, convencidos ya de que el traidor se había descalabrado.

—¿Nada? —preguntó la marquesa.

—No hemos oído nada, señora —dijo el español—. Debe haberse destrozado.

—Buen cebo para los tiburones —exclamó Córdoba.

Esta fue la oración fúnebre del traidor.

El pelotón se había puesto de nuevo en marcha, siguiendo la costa que limitaba la plantación de caña de azúcar del mulato. Córdoba se había vuelto prudente y avanzaban con toda lentitud, parándose de vez en cuando para escuchar.

Córdoba temía continuamente la aparición del propietario y de su banda. Ya, hacia el centro de la plantación, había oído el ladrido de algunos perros usados probablemente para guardar la factoría. Y esta primera alarma le tenía inquieto.

—Tened las armas a punto —dijo, volviéndose hada sus compañeros—. Por instinto temo alguna sorpresa.

—Combatiremos —repuso el capitán—. Dadme un revólver o un simple cuchillo, pues estoy desarmado.

—Tened el mío, capitán. A mí me bastará el espadín de teniente de la marina americana.

—¿Dónde está la ballenera? —preguntó la marquesa.

—No estamos alejados más de trescientos pasos.

—Démonos prisa, Córdoba. Estoy ansiosa de volver a ver mi «Yucatán».

—Un poco de paciencia todavía y llegaremos a la caverna. Eh, Quiroga, ¿veis algo?

—No, señor Córdoba. Los negros del mulato deben dormir como lirones.

En aquel momento, en medio de la plantación se oyó a los perros de la factoría ladrar con furor y además voces humanas.

—¡Nada de lirones! —exclamó Córdoba—. ¡Están despiertos como cocodrilos, esos granujas! A la carrera, amigos, o pronto los tendremos encima. Doña Dolores, ¿queréis que os haga llevar en brazos? Miguel es fuerte cómo un toro.

—¡No lo necesito! ¡Adelante, amigos! —respondió la marquesa.

El grupo continuó rápidamente, siguiendo la alta playa. En medio de la plantación se oían los ladridos cada vez más furiosos de los perros y las voces de los negros. Parecía que los hombres del mulato se preparasen para desplegarse por el campo, temiendo un desembarco de españoles.

Afortunadamente, la distancia que separaba a los fugitivos de la chalupa era ya cortísima. Córdoba, que había reconocido la costa, atravesó corriendo el ultimo trozo de la plantación que formaba un ángulo agudo y descendió por la ladera opuesta.

De repente, sobre la arena casi blanca de la playa, descubrió la pequeña ballenera que la bajamar había dejado en seco.

—Ya estamos —dijo—. Un último esfuerzo, doña Dolores.

En aquel instante, hacia la plantación, se oyeron retumbar disparos formidables. Los negros, creyendo espantar enemigos imaginarios, descargaban en el aire sus trabucos.

La patrulla había llegado ya a la playa. En un abrir y cerrar de ojos la chalupa fue botada al agua y todos embarcaron, acomodándose lo mejor que pudieron ya que el espacio era bastante limitado.

Cuatro marineros tomaron los remos y se pusieron a trabajar con todo su vigor, mientras que en la plantación los disparos retumbaban con creciente estruendo, como si los negros entablaran una verdadera batalla contra… las cañas de azúcar.

9. La muerte del cubano

Abandonada la isla, la chalupa, hábilmente conducida por Córdoba, se metió en medio de las altas escolleras, adentrándose en el tortuoso canal que debía conducirles a la caverna marina.

Ahora no había que temer ningún peligro por parte del mulato y sus negros y menos de los insurgentes, al menos por el momento. Además los negros, convencidos de que nadie había intentado desembarcar, parecía que habían vuelo a sus cabañas, puesto que los disparos cesaron.

Los únicos rumores que se oían eran los sordos golpes de las olas, estrellándose contra las paredes exteriores de la escollera. En el canal, en cambio, reinaba una calma absoluta en aquel momento, lo que era una verdadera suerte para la chalupa que iba un tanto sobrecargada.

La travesía del canal se realizó rápidamente y en silencio y, a las once, la ballenera se encontraba frente a la caverna marina. Abriéndose paso entre las espesas plantas que la escondían, entró bajo la inmensa bóveda. Repentinamente, en medio de la profunda oscuridad, se oyó una voz gritar en tono amenazador:

—¿Quién vive?

—Córdoba —respondió el teniente—. Encended las luces.

Gritos de alegría estallaron a bordo, mientras se encendían rápidamente las lámparas. Maestro Colón había subido inmediatamente a la cubierta, gritando:

—¿Sois verdaderamente vos, teniente?

—Sí, viejo amigo, acompañado de doña Dolores.

—¡Es imposible! ¡No puedo creer tanta fortuna!

—¡Buenas noches, Colón! —gritó la marquesa.

—¡Vos, señora…! ¡Muchachos, la capitana está a salvo!

Toda la tripulación había subido precipitadamente a cubierta. Preguntas, respuestas, exclamaciones de todas clases se entrecruzaban; si se hubieran encontrado en alta mar, aquellos bravos marineros habrían saludado a su intrépida capitana con un «¡hurra!» formidable.

La ballenera estaba ya junto a estribor de la nave, al lado de la escala. Doña Dolores, subió a bordo, diciendo a los marineros que se agolpaban a su alrededor:

—¡Silencio, muchachos! Buenas noches a todos, gracias a todos, pero no gritéis demasiado. El peligro no ha cesado todavía.

—Señora marquesa —dijo el viejo Colón, con voz conmovida y estrechando la mano que ella le tendía—. Ahora que os tenemos entre nosotros no tememos ningún peligro; con vos y el señor Córdoba estamos dispuestos a desafiar a la muerte.

—Gracias, viejo amigo —respondió doña Dolores—. Conozco mi tripulación y sé cuánto vale. Si Dios nos ayuda, cumpliremos nuestra misión a despecho de los rebeldes y de los americanos. Con valientes como vosotros, sé que puedo hacer milagros.

—Disponed enteramente de nuestra vida, señora.

—Intentaré más bien no arriesgarla, mi valiente Colón —respondió la marquesa sonriendo.

—Señor Córdoba, ¿partiremos en seguida? —preguntó el maestro, dirigiéndose al teniente.

—No, Colón; sería una imprudencia, con esta oscuridad. ¿Qué decís, doña Dolores?

—¿Es conocida esta caverna?

—No lo creo —respondió Colón.

—¿Nadie os ha visto entrar aquí?

—No, seguro que nadie —dijo Córdoba—. Hemos llegado aquí un poco antes del amanecer, cuando las tinieblas aún no se habían disipado.

—Entonces creo que conviene quedarse aquí algunos días. Quizá en estos instantes los insurrectos se han dado cuenta de la sucia jugarreta que les hemos hecho, y vigilan a lo largo de las playas. Tú sabes, Córdoba, que disponen de una batería de cañones y de numerosos fusiles. ¿Qué creéis vos, capitán Carrill?

—Apruebo vuestro consejo —respondió el español—. Con las municiones que hay en la bodega, no creo prudente exponerse a un combate con balas explosivas. Yo sé que los insurrectos tienen gran cantidad de granadas.

—Así, pues, nos quedaremos aquí hasta que los insurrectos se hayan convencido de que hemos abandonado la isla —dijo Córdoba—. Este refugio es seguro y no tendremos nada que temer, al menos eso espero. Doña Dolores, id a descansar y también vos, capitán. Os cedo el camarote contiguo al mío. Confío la vigilancia del «Yucatán» a Colón.

La marquesa, Córdoba y el capitán descendieron al espejo, mientras los marineros se retiraban a la cámara común de proa, no permaneciendo en cubierta más que el viejo maestro y los hombres de cuarto.

Después de apagar todas las luces, Colón encendió la pipa y fue a sentarse en proa en compañía de un contramaestre artillero, queriendo vigilar personalmente la entrada de la caverna. Aunque estaba seguro de que los habitantes de San Felipe ignoraban la existencia de aquel escondite, no acababa de sentirse completamente tranquilo.

Especialmente, la desaparición misteriosa del cubano que le había sido explicada por Quiroga, había hecho nacer en él ciertas sospechas que no lograba vencer.

En su caída, quizá se había estrellado en la escollera, pero también podía haber simulado la desgracia y haberse salvado a nado para vengarse de Córdoba y de todos los terrores padecidos.

—¡Hum…! —murmuraba el viejo lobo de mar, sacudiendo la cabeza y fumando con furia—. Aquel maldito cubano nos va a jugar quizá una mala pasada, conociendo nuestro escondite.

De repente, incapaz de dominar sus temores, se levantó bruscamente, diciendo al contramaestre:

—Ven conmigo, amigo.

—¿A dónde queréis ir, maestro? —preguntó el artillero.

—A dar una mirada al canal.

—¿Teméis alguna cosa?

—Lo sabrás después. Ve a buscar dos fusiles y ponlos en la chalupa.

El contramaestre fue a coger las armas y bajó a la ballenera que estaba fondeada junto ala escala de babor. Colón cruzó algunas palabras con los hombres de guardia y luego se le unió.

—Vamos —dijo—. Procuremos no hacer ruido.

Tomaron los remos y maniobrando con precaución, se dirigieron silenciosamente hacia la salida de la caverna, parándose detrás de la cortina vegetal.

Habiéndose disipado la niebla que ocultaba las estrellas, la oscuridad era menos intensa, hasta el punto de que se podía divisar una persona a una distancia de cincuenta o sesenta metros.

Colón se levantó e iba a abrirse paso entre los vegetales, cuando a sus oídos llegó un ligero chasquido.

—¿Has oído? —preguntó a su compañero.

—Sí —respondió el artillero—. Parece que alguien ha dejado caer en el agua un objeto.

—¿No crees que pueda ser un pez?

—No, maestro.

—Y yo tampoco —murmuró él viejo maestro.

Con un ligero golpe de remo impulsó hacia adelante la chalupa apartando los vegetales que en aquel lugar rozaban, con sus extremos, el agua y se inclinó hacia afuera, lanzando una rápida mirada al exterior.

Una sorda exclamación salió de sus labios.

—¿Qué tenéis, maestro? —preguntó el artillero, que estaba tras él, muy cerca.

—¡Cuerno de narval! —barbotó el viejo—. He visto una chalupa alejarse rápidamente y desaparecer en una curva del canal.

—¿Estáis seguro de no haberos engañado?

—La he visto claramente.

—¿Cuántos hombres llevaba?

—Cinco, me parece —respondió Colón.

—¿Habrán venido a espiarnos?

—Seguro.

—¿Qué hacemos, maestro?

—Vamos a despertar al señor Córdoba.

Volvieron rápidamente a bordo y Colón, bajando al espejo, advirtió al teniente de lo que había visto y de la zambullida que había oído.

—¡Mil rayos! —exclamó Córdoba, saltando precipitadamente de su camastro.

Se vistió rápidamente y subió a cubierta, diciendo:

—Lo que me has dicho, Colón, es tan grave, que empiezo a temer una traición. Vamos a registrar el canal para ver si está libre y dejemos de inmediato esta caverna que puede convertirse, de un momento a otro, en una trampa.

—No es conveniente, con esta oscuridad —dijo Colón.

—¿Por qué, viejo amigo?

—Os he dicho que he oído un sordo chasquido.

—¿Y qué sacas en conclusión? —preguntó Colón con ansiedad, imaginándose qué quería decir el maestro.

—Que deben haber sumergido alguna cosa frente a la caverna. Suponed que sea una mina; ¿qué le ocurriría al «Yucatán»…?

Córdoba, a pesar de su valor, tuvo un estremecimiento.

—¡Una mina…! —exclamó—. Me das miedo, Colón. ¿Quién puede haber guiado a los insurrectos por el canal? Nadie conocía nuestro refugio.

—¿Quién? ¿Queréis saberlo, teniente…? El perro del cubano.

—¡Del Monte!

—Sí, señor Córdoba, no puede haber sido nadie más que él. Yo no creí en su muerte.

—¡Todavía ese miserable! —exclamó Córdoba con los dientes apretados—. ¡Y yo que le había perdonado…!

—Debisteis ahorcarlo con una soga doble.

—Sí —murmuró el teniente, como hablando entre sí—, debe haber sido él el que los ha conducido aquí, ya que nadie más podía sospechar la presencia del «Yucatán» entre estos escollos.

—Es verdad, señor Córdoba —dijo Colón—. Y además la idea de hacernos volar no se le puede haber ocurrido más que a aquel bandido. Él querría intentar contra nosotros lo que vos habéis hecho en la bahía de Corrientes.

—¡Ah…! Ya veremos si lo logrará. ¿Crees, ante todo, que hayan depositado una mina o un torpedo en el canal?

—Lo sospecho, señor Córdoba.

—Es necesario asegurarse.

—¿De qué modo?

—Intentando provocar el estallido. Supongamos que se trata de un ingenio flotante, quizá una mina Boyant o un torpedo Sines-Edison. Los americanos tienen una gran variedad de estos tremendos artefactos y habrán provisto también a los insurrectos. ¿Cuándo baja la marea?

—Dentro de una hora, señor Córdoba.

—Va bien para el caso. Si se trata de una mina sujeta a un ancla, como sospecho, la haremos estallar.

Córdoba bajó al espejo y llamó en la puerta de doña Dolores, rogándole que se levantara, y en la del capitán Carrill.

Cuando la capitana y el español salieron, Córdoba les puso al comente de la situación.

—¿Qué piensas hacer, Córdoba? —preguntó la marquesa, que se había quedado pensativa—. No podemos permanecer eternamente en este refugio.

—Tengo un proyecto que espero logrará desembarazar el canal de este peligroso ingenio de destrucción, pero no respondo de la resistencia que opondrán los insurrectos. Es cierto que viéndonos salir harán llover sobre nosotros balas y granadas en gran cantidad. Las costas son altas y se prestan a su defensa sin que nosotros podamos responder con éxito.

—Es preciso intentarlo, amigos míos.

—Lo intentaremos, doña Dolores. Aprovecharemos las tinieblas y la marea descendente.

Volvió a cubierta, llamó a Colón y a algunos marineros y les impartió sus instrucciones.

Inmediatamente fue abierta la escotilla de bodega y bajaron algunos marineros llevando linternas. Durante diez minutos se oyó martillear como si rompieran algo, después volvieron a subir llevando cajas y barriles.

En seguida un montón de unas y otros se acumularon junto a la popa donde Colón, ayudado por algunos marineros estaba echando al agua dos troncos, dos trozos del mástil de recambio.

—¿Bastarán? —preguntó el maestro, señalando a Córdoba los toneles y las cajas.

—Sí —respondió el interpelado—. Démonos prisa, viejo amigo; hay que aprovechar la oscuridad.

Los marineros, que sabían ya de qué se trataba, arrojaron al agua cajas y barriles, después de haberlos atado entre ellos, mientras otros marineros, que habían bajado a la ballenera, se pusieron a construir rápidamente una especie de balsa de grandes dimensiones.

—Pero ¿qué quieres hacer? —preguntó la marquesa a Córdoba.

—Ya lo veréis, doña Dolores —dijo el lobo de mar, con una sonrisa misteriosa.

—Ya sé de qué se trata, señor Córdoba —dijo el capitán Carrill—. En vez del «Yucatán» será la balsa lo que saltará.

—Es verdad, señor. Eh, Colón, ¿está todo a punto?

—Hemos terminado.

—¿Sigue bajando el agua?

—Continúa la bajamar.

—Estupendo; la balsa navegará hacia la salida del canal. Que vengan dos hombres conmigo, y también tú, Colón.

—Doña Dolores, mi ausencia será breve.

—Sé prudente, Córdoba.

—No temáis.

El valiente lobo de mar bajó a la chalupa, que en seguida empezó a moverse remolcando la balsa hacia la salida de la caverna.

Al llegar junto a la cortina vegetal, Córdoba y Colón empujaron hacia adelante el amasijo de cajas y bocoyes, cortando después el cabo que había servido para remolcarlo.

El objeto flotante, abandonado a sí mismo, se quedó un momento inmóvil y luego arrastrado por el movimiento del agua se puso lentamente en marcha, pasando bajo los vegetales.

—Sí —murmuró Córdoba—. La cosa resultará. ¿Has unido los dos trozos de mástil, Colón?

—Sí, teniente.

—¿Crees que su longitud sea igual a la anchura del canal?

—Más o menos.

—Esperemos, Colón.

La chalupa, a una señal del teniente, avanzó algunos metros, manteniéndose, sin embargo, resguardada en parte bajo la arcada de la caverna. Los cuatro hombres, confundidos entre las hierbas colgantes, se pusieron en observación.

La balsa había empezado a alejarse, siguiendo la bajamar. Giraba lentamente sobre si misma, tocando con los extremos de los dos troncos, que servían de eje al amasijo de cajas y barriles, las paredes del canal.

Se encontraba ya a algunos metros de distancia, cuando repentinamente se oyeron unos gritos.

—¡Eh, mira! —había gritado un hombre.

—¡En pie! —aullaba otro—. ¡Se preparan a huir!

A continuación siguieron órdenes, preguntas y respuestas, y también retumbaron algunos disparos seguidos de una descarga de trabucos.

Los insurrectos, que estaban reunidos en gran número sobre las cimas de la escollera, viendo aquella masa negra descender por el canal, habían abierto fuego, creyendo probablemente que iba tripulada por los pasajeros del «Yucatán», o pensando quizás que se trataba de la pequeña nave.

—Se desahogan —dijo Córdoba, dirigiéndose a Colón—. Tirad todo lo que queráis, amigos míos; no lograréis otra cosa que mandar a pique algunos barriles.

—Han ocupado todas las alturas que dominan el canal, señor Córdoba —observó el maestro.

—Ya lo sé.

—Esto significa que hemos sido traicionados.

—Sí, por el cerdo del cubano. Ahora no queda ninguna duda.

—¿Cómo haremos para salir, señor Córdoba?

—Como hemos entrado, viejo amigo. Nuestra nave se ríe de los trabucos y de los fusiles. Eran las granadas las que me daban miedo. Ahora veo que no cae ninguna, lo que quiere decir que los insurrectos no tienen o que se han olvidado de traerlas. ¡Vaya! ¡Qué endiablada música! Acribillarán a la pobre balsa.

Los insurrectos, viendo que aquella masa enorme, en vez de pararse o de volver precipitadamente a la caverna, continuaba alejándose, redoblaron los disparos de fusil y los trabucazos, haciendo un estruendo ensordecedor.

De repente se oyó gritar una voz tonante:

—¡Van a explotar! ¡Atrás todos!

—¡Mil tiburones! —aulló Córdoba—. ¡La voz de del Monte!

—¡Si, es la suya! —confirmó Colón—. Ya os habla dicho que no debía haber muerto.

—¡Ah…! ¡Si pudiera agarrar a ese perro…! ¡Colón, escapémonos!

—¡No! ¡Mirad!

Un relámpago había brillado, iluminando la noche, luego una columna de agua se elevó hacia lo alto, hasta la altura de las rocas, mientras una sorda detonación retumbaba en el fondo del canal. La balsa salió disparada hacia arriba algunos metros, bajo la violencia de la explosión, cayendo otra vez en el agua.

Un aullido inmenso, un griterío de triunfo, se oyó en lo alto; los insurrectos, creyendo que había saltado el «Yucatán», manifestaban su alegría, sin preocuparse, al parecer, del cargamento que se perdía.

Entretanto, Córdoba se había vuelto hacia los marineros, diciendo:

—¡Rápido, a bordo! Hay que aprovecharse del entusiasmo de los rebeldes para engañarlos.

En cuatro golpes de remo la chalupa llegó junto a la escala de babor de la pequeña nave. Córdoba subió rápidamente a cubierta, gritando:

—¡Partimos!

—¿Ahora mismo? —preguntaron la marquesa y el capitán Carrill.

—La mina ha estallado y el canal está libre.

—¿Y si los insurrectos hubiesen colocado más de una? —preguntó la marquesa—. ¿Has pensado en ello, Córdoba?

—Sí, doña Dolores, y he pensado también que si no salimos ahora, quizá no podríamos hacerlo nunca. Pongámonos en las manos de Dios y confiemos en nuestra suerte. ¡Maquinista!

—¿Señor…?

—¿Tenemos la máxima presión?

—La máquina está a punto.

—¡Desembarazad todos el puente! Aquí, dentro de poco van a granizar las balas. ¡Doña Dolores, capitán, al espejo!

—¿Y tú, Córdoba…? —preguntó la marquesa.

—Yo estaré en la torreta con Colón para guiar el «Yucatán».

—Quiero estar a tu lado, Córdoba.

—No, doña Dolores.

—Se trata de gobernar mi nave, Córdoba.

—No puedo permitirlo, por otra parte no hay espacio para tres personas y sólo Colón conoce el canal. ¡Vamos, despejad la cubierta!

Como una exhalación todos obedecieron. Córdoba cogió un fusil que había apoyado en el costado de popa y se metió en la torreta, donde ya estaba Colón, teniendo en sus manos la rueda del timón.

—¡Avante! —ordenó, inclinándose sobre el tubo que comunicaba con la sala de máquinas—. ¡A diez nudos!

La hélice se puso súbitamente en movimiento, haciendo espumear las aguas de la caverna y el«Yucatán» se dirigió intrépidamente hacia la salida, irrumpiendo bruscamente en el canal.

Al no producir humo sus motores y habiendo sido apagadas todas las luces, en el primer momento nadie se dio cuenta de su salida. El fragor producido por la hélice que mordía el agua no debía, sin embargo, tardar en delatarlo.

En efecto, estaba en la mitad del primer canal, cuando de la alto de uno de los escollos se oyó gritar:

—¡Ohé…! ¿No veis allí abajo otra nave que huye?

A estas palabras siguió un breve silencio y a continuación estalló repentinamente un griterío espantoso. Hasta aquel momento, ya demasiado tarde para pensar en detenerlo con algún otro formidable artefacto de destrucción, los insurrectos no se dieron cuenta de haber torpedeado una balsa u otra cosa similar, en vez del «Yucatán».

Furiosos por el engaño, se pusieron a disparar a lo loco, descargando fusiles y trabucos, mientras otros compañeros hacían llover sobre el canal una granizada de piedras.

La nave, aunque tocada, continuaba su carrera sin responder. Las balas no podían producir ningún daño, estrellándose contra las planchas metálicas de la cubierta o rebotando en la torreta de popa, dentro de la que se encontraban Córdoba y el viejo Colón.

Ya no faltaba más que medio cable para llegar a la curva del canal, cuando Córdoba vio aparecer algunas antorchas.

—¡Rayos y truenos! —exclamó—. ¡Algunas barcas que vienen a nuestro encuentro! ¿Intentarán estos isleños un abordaje…?

—Es imposible que se atrevan a tanto, teniente —respondió Colón—. Quizá creen que nuestro barco ha sido destrozado por la explosión de la mina y acuden a recoger los náufragos.

—¡Ataquemos con el espolón, maestro!

—Los mandaremos a pique, señor Córdoba.

Dos barcazas ocupadas por algunos insurrectos e iluminadas por antorchas humeantes, habían aparecido junto a la curva del canal y avanzaban apresuradamente.

Al encontrarse inesperadamente frente al «Yucatán», los hombres que las tripulaban se pusieron a aullar desesperadamente, después se les vio arrojarse precipitadamente en el agua, intentando salvarse sobre los escollos.

El barco continuó su carrera. Con un golpe de espolón despanzurró las dos barcas, virando luego rápidamente de bordo para seguir la curva del canal, siendo despedida por una última y más formidable descarga de fusiles y trabucos.

Algunos insurrectos, más resueltos y también más obstinados que los otros, abandonando la cresta de la alta escollera, descendieron hasta la playa y empezaron a seguir la nave, disparando contra ella algunos tiros, mientras otros se habían reunido junto a la salida con la intención de matar por lo menos al timonel de la torreta.

Como llevaban con ellos algunas teas encendidas, Córdoba pudo descubrirlos a tiempo. Eran diez o doce negros, armados de trabucos y mandados por dos mestizos o quizá blancos.

—Mira aquellos dos hombres que apuntan sus fusiles hacia nuestra torreta —dijo Córdoba a Colón—. ¿Conoces al más bajo de los dos?

—¡Sí, señor Córdoba! —exclamó el viejo maestro—. ¡Es aquel perro cubano!

—Y el otro es el simpático señor Guaymo, mi excelente amigo. Estoy agradecido a uno de ellos porque me ofreció una deliciosa comida, pero al otro lo mando directo a la casa de maese Belcebú… ¡Atento a la rueda, Colón!

—¡No temáis!

En aquel instante los negros descargaban sus trabucos con un estruendo ensordecedor. Los proyectiles de estas armas monstruosas golpeaban con estrépito sobre la plancha de acero de la torreta sin ningún resultado, pues las láminas eran a prueba de balas de cañón.

Córdoba había saltado fuera rápidamente, empuñando el fusil que había llevado consigo.

—¡Aquí tienes la cuenta, del Monte! —gritó.

Inmediatamente retumbó una detonación.

El cubano, tocado por el infalible disparo del lobo de mar, alargó los brazos, desplomándose pesadamente en el suelo, como si lo hubiesen fulminado.

—No lo he ahorcado, pero el resultado final ha sido el mismo —dijo Córdoba, con voz tranquila—. ¡Jefe de máquinas, a quince nudos… Colón, proa al este…!

10. En ruta hacia Santiago

Después de escapar a la emboscada preparada por el jefe rebelde y el cubano dentro del peligroso canal, el «Yucatán» continuaba su rapidísima carrera en dirección a su destino, antes de que algún grave impedimento hiciera imposible la entrada en la bahía de Santiago.

Temiendo que en alta mar se cruzaran con los grandes acorazados americanos, Córdoba dirigía el «Yucatán» hacia la costa cubana, procurando mantenerse entre la isla y las escolleras, para poder, en caso de peligro, ocultarse rápidamente en cualquier refugio. La navegación era así mucho menos cómoda, al ser frecuentes en las costas de la gran isla los bancos de arena, los escollos a flor de agua y abundantes islas e islotes, pero Córdoba no se preocupaba demasiado, por conocer a la perfección aquellos parajes.

Al dejar los cayos de San Felipe, el «Yucatán» subió un poco al norte hasta que aparecieron sobre la línea del horizonte las costas de la isla, después dobló hacia el este para alcanzar el cabo Matahambre que delimita por el sur la amplia ensenada de la Broa.

El mar se mantenía tranquilo, pero el cielo no prometía una larga calma. Las nubes, que el viento del sur empujaba y acumulaba hacia las costas de Cuba, aparecían en gran cantidad, anunciando el principio de la triste estación de las lluvias.

Dentro de poco empezarían los diluvios que transforman las costas meridionales de Cuba en inmensas maniguas, especialmente entre la ensenada de la Broa y la de Cochinos y entre las de Corrientes y de Cortés y la de provincia de Puerto Príncipe.

Bastaron al «Yucatán» pocas horas para atravesar la distancia que le separaba del cabo Matahambre, descendió luego a lo largo de las costas palúdicas de la península de Zapata, metiéndose por entre la multitud de escollos, islas e islotes conocidos con el nombre de cayos de Juan Luis.

Esta fila de pequeñas tierras que se prolonga casi sin interrupción hasta la bahía de Cazones, ofrecía un espléndido golpe de vista, especialmente a la luz del atardecer. Aquí y allá parecía que pintorescos jardines flotasen sobre las aguas azul oscuro del mar; cada isla, cada islote, cada trozo de tierra estaban cubiertos por una espesa y esplendorosa vegetación, de un bello tono verde esmeralda.

Entre aquellas frondas de verdura se veía descollar a las hermosas palmeras reales, con sus largas hojas dispuestas en forma de soberbios abanicos.

Pero a veces la escena cambiaba bruscamente y a todo aquel verde sucedían los escollos aridísimos, quemados, calcinados por el implacable sol casi ecuatorial, espantosamente destrozados y con la base carcomida, rota por la eterna acción de las olas. Cuando aparecían, el «Yucatán» reducía súbitamente su marcha, no ignorando Córdoba que en estos lugares hay otros escollos submarinos y numerosos bancos de arena que se extienden en varias direcciones.

Cuando el sol desapareció tras el horizonte y las tinieblas comenzaron a descender rápidamente, el «Yucatán» se encentraba casi frente al golfo de Cazones. Córdoba y la marquesa no atreviéndose a avanzar, con aquella oscuridad, entre la multitud de islotes y escollos que desde las costas de Cuba se prolongan hasta las islitas llamadas de Los Jardinillos, condujeron la nave dentro de la profunda bahía, escondiéndola entre los cayos Blancos.

La noche transcurrió tranquila, pero los marineros de guardia tuvieron que combatir continuamente contra gigantescos enjambres de ávidos mosquitos, que acudían de las vecinas marismas de la Zapata.

Al amanecer estaban a punto de zarpar para reemprender la marcha, cuando fue avistada una chalupa que se dirigía hacia el «Yucatán» a fuerza de remos, como si quisiera abordarlo.

Córdoba, que estaba ya en cubierta junto con la marquesa, apuntó el catalejo y se dio cuenta de que estaba ocupada por cuatro soldados españoles y un sargento.

—¿Qué querrán comunicarnos? —se preguntó el teniente, haciendo señal a Colón de suspender la partida.

—¿Vendrán a asegurarse de que somos españoles? —preguntó Doña Dolores.

—Llevamos la bandera española en el palo mayor —res pendió Córdoba—. La hice desplegar ayer por la tarde.

—Entonces vendrán a decirnos algo.

—Eso creo, doña Dolores.

La chalupa, que avanzaba con rapidez, como si tuviese mucha prisa por abordar al «Yucatán» en un cuarto de hora llegó a cincuenta pasos.

—¡Ohé! —gritó el sargento—. ¿A dónde vais?

—A Santiago —respondió Córdoba.

—Sois de los nuestros, si no nos engañáis.

—Somos españoles, sargento. Tenemos a bordo un capitán del ejército, y armas y municiones para desembarcar en Santiago.

—El comandante de Ja bahía me ha dado el encargo de poneros en guardia para que no seáis capturados.

—¿Por quién?

—Por los navíos americanos que patrullan frente a Cienfuegos.

—¡Diablo! —exclamo Córdoba—. ¿Bloquean la plaza?

—Y la han bombardeado ya —agregó el sargento—. Largaos a alta mar u os capturarán.

—¿Hay muchos barcos?

—Se dice que hay tres cruceros y un acorazado.

—Gracias, sargento, nos guardaremos de esos yanquis.

—¡Buen viaje, caballeros!

La chalupa viró de bordo y se alejó desapareciendo tras una línea de escollos que se prolongaban en dirección a los cayos Blancos.

—¿Qué pensáis hacer, señor Córdoba? —preguntó el capitán Carrill.

—Eso mismo pregunto a doña Dolores —respondió el teniente.

—Es preciso cambiar el rumbo, amigo mío —dijo la marquesa—. Si continuamos siguiendo las costas seremos descubiertos, perseguidos y cañoneados por los buques que bloquean Cienfuegos.

—Es muy cierto, doña Dolores.

—¿Si pusiéramos rumbo al sur, manteniéndonos al otro lado de las islas de Los Jardinillos, crees tú que podremos evitar a los americanos?

—Eso espero —respondió Córdoba—. Nos mantendremos alejados del golfo de Cazones y gobernaremos hacia los cayos de las Doce Leguas.

—¿Aún entre las islas?

—Es necesario, doña Dolores. No podernos enfrentarnos con un acorazado americano, ni siquiera con un crucero. El «Yucatán» es un barco de carreras, no de combate, vos lo sabéis bien.

—Tengo confianza en tu experiencia y en tu prudencia, amigo —dijo la marquesa—. ¿Partimos en seguida?

—¿Lo queréis así? Quizá correremos algún riesgo lanzándonos al ancho mar en pleno día; pero nuestras máquinas pueden llevarnos muy lejos y dejar atrás a los pesados acorazados americanos.

—Marchemos, Córdoba, o llegaremos a Santiago demasiado tarde.

Maestro Colón cobró el áncora y el «Yucatán» dejó la bahía a una velocidad de diez nudos, queriendo Córdoba hacer ahorro, mientras pudiera, de carbón.

El cielo estaba un poco gris, pero hacia el sur el horizonte aparecía límpido y se podía divisar a gran distancia una columna de humo que anunciaba la presencia de una nave americana, de hecho las únicas que podían mostrarse en las aguas cubanas.

De momento no se descubría nada; ninguna línea oscura se alzaba sobre el mar, ni se destacaba ningún punto negro sobre su superficie, que el sol, apenas salido, hacía brillar cubriéndola de destellos dorados.

Córdoba se había puesto al timón, mientras el capitán Carrill y la marquesa, colocados a su lado, observaban atentamente el inmenso arco del horizonte con anteojos de largo alcance.

Salido del caos de islas e islotes que salpican la entrada de la pequeña bahía, el «Yucatán» empezó a aumentar considerablemente su velocidad, dirigiéndose hacia el cayo Largo, tierra de notables dimensiones que forma, junto a muchas otras más pequeñas, una especie de barrera que llega casi a unirse con la gran isla de los Pinos.

A las diez, aquel amplio espacio del mar había sido felizmente superado sin haber encontrado ninguna nave, y media hora después el «Yucatán» se introducía audazmente entre los escollos e islotes para coitar aquella barrera.

Habría podido, con menos dificultades, embocar el canal de Rosario que se encontraba un poco más al oeste, pero siendo la ruta escogida por las naves que se dirigen a Cuba, Córdoba lo evitó, temiendo encontrarse con un crucero o alguna cañonera enemiga, que regresara del bloqueo de la isla de los Pinos.

Marchando con velocidad reducida y con muchas precauciones para no encallar en los numerosos bajos fondos, a mediodía el «Yucatán», después de haber costeado un trozo de la isla Tortuga, se lanzaba a todo vapor hacia el sudeste.

El mar se abría frente a su proa en toda su inmensidad, sin islas, sin escollos, sin bancos peligrosos y, lo que más importaba, sin naves enemigas, puesto que sobre el luminoso y purísimo horizonte no se elevaba ninguna columna de humo.

—Dios nos protege —dijo la marquesa a Córdoba, que había dejado la rueda del timón—. Esta travesía tiene algo de prodigiosa.

—Sí, doña Dolores —respondió el teniente—. Yo no creía que pudiéramos escurrirnos entre aquella barrera de islas sin enviar al «Yucatán» contra algún banco o sin encontrarnos con una nave americana.

—Sin embargo, el peligro volverá en seguida, señora marquesa —dijo el capitán Carrill—. Me temo que no va a ser fácil entrar en Santiago.

—Será la prueba más difícil —agregó Córdoba—, pero espero que lograré conducir el «Yucatán» también a Santiago. Apenas avistemos el cabo Cruz, sólo navegaremos de noche.

—Los buques americanos tienen potentes faros.

—Ya lo sé, capitán; nosotros hemos estado ya expuestos a sus haces de luz cerca de San Antonio, pero conseguimos escapar. Nuestro barco es pequeño, no produce humo, puede sumergirse casi totalmente, así que no es difícil engañar a las naves enemigas, que al ser demasiado grandes están obligadas a navegar por alta mar.

—¿Conocéis Santiago, señor Córdoba?

—Sí, capitán.

—Se dice que la entrada a la bahía es dificultosa.

—Bastante; se debe pasar por un canal estrechísimo, a pesar de todo no me inquieto y estoy seguro de poderlo embocar incluso de noche.

—Tengo absoluta confianza en ti —dijo la marquesa—. Eres uno de los más hábiles lobos de mar que he conocido. Mi marido tuvo una feliz idea al elegirte para el «Yucatán».

—Gracias, doña Dolores, pero yo conozco otra persona que sabe gobernar esta nave con parecida habilidad.

—¿Quién es?

—Vos, doña Dolores.

—¡Queréis burlaros…!

—No, doña Dolores, no bromeo y la tripulación, no sin motivo, os llama «la capitana». ¡Cuántas veces habéis guiado vuestra nave, en los momentos más difíciles, y cuántas veces la habéis sustraído al furor de las olas!

—Pero ahora descanso, Córdoba.

—Quizá no por mucho rato. Mirad, doña Dolores: el tiempo parece decidido a estropearse. Si empieza a soplar el viento de levante, llevará consigo masas de vapor y el mar no se estará quieto.

—Lo sé, Córdoba, y es precisamente este cambio de tiempo lo que me inquieta.

—Quizá será ventajoso para nosotros.

—¿Para forzar más fácilmente el bloqueo?

—Si, doña Dolores, con tiempo nublado podremos escurrimos más fácilmente entre los cruceros americanos.

—Lo veremos, Córdoba.

Mientras charlaban, el «Yucatán» continuaba su rápida marcha hacia el sudeste, manteniendo una velocidad de quince nudos.

Cuanto más se adentraba en el Mar del Caribe, el oleaje se volvía más violento haciéndole cabecear vivamente. Parecía que en regiones más meridionales la estación de las lluvias hubiese ya comenzado y que alguna tempestad viniera de flagelar las costas del continente americano, de Venezuela o de las Guayanas.

Bandadas de rincópidos y otros pajarracos voloteaban a flor de agua, siguiendo sus amplias ondulaciones y zambulléndose de vez en cuando entre la espuma para cazar pececillos, mientras en lo alto, rápidos como centellas, volaban los vencejos de mar.

A veces, en el agua se veía aparecer algún pez volador que se dejaba transportar plácidamente por el viento, llevando tensa su ancha aleta dorsal, y de tanto en tanto algún voraz escualo iba a hacer la ronda bajo la popa de la nave, mostrando su horrible morro. No eran verdaderos tiburones, sino aquellos llamados pez martillo, monstruos feísimos, que alcanzaban los quince pies y eran muy gruesos, con la cabeza en forma de martillo y ojos redondos, grandes y saltones.

Son tan feroces como los tiburones y se lanzan con ímpetu contra los desgraciados que caen al mar, cortándolos por la mitad con un solo golpe de sus formidables mandíbulas.

Sin embargo existen no pocos indios de Venezuela, especialmente los caribes, que se atreven a enfrentarse con ellos, logrando casi siempre la victoria.

Hacia el crepúsculo el «Yucatán», que debía encontrarse, según los cálculos de Córdoba y de la marquesa, a la altura de Trinidad, modificó el rumbo para volver hacia los cayos de las Doce Leguas, considerando que no era prudente dirigirse directamente al cabo Cruz, que forma la punta extrema de la especie de península que marca las costas meridionales de Cuba.

Había ya empezado a subir hacia el nordeste, cuando la marquesa, que estaba admirando el sol próximo a zambullirse en el mar, en un océano de luz roja que hacía centellear vivamente las aguas, señaló a Córdoba un islote perdido en el horizonte.

—¿Cuál es aquella tierra? —preguntó.

—¡Ah…! —exclamó Córdoba—. Es la isla Serrano, una isla que fue célebre en su tiempo.

—¿Y porqué, amigo mío? ¿Ha ocurrido algún suceso trágico en ese trozo de tierra perdido en el mar?

—Sirvió de refugio a Pedro Serrano.

—Sé ahora menos que antes, Córdoba.

—El Robinsón español.

—No conozco esa historia. He leído la del Robinsón inglés escrita por Defoe, pero ignoro la de nuestro compatriota.

—No es una historia reciente, ya que se remonta a mediados del siglo XVI, pero no es menos interesante ni menos conmovedora que la del héroe de Defoe. Pedro Serrano, un valiente marinero, nadador infatigable, se había embarcado en una vieja carabela cubana que debía dirigirse a Venezuela, si no me equivoco. Una tempestad la estrelló contra una isla desconocida; toda la tripulación, excluido únicamente Serrano, se ahogó. El pobre marinero, después de una larga lucha con las olas logró tomar tierra sobre aquella isla ignorada por todos, casi desnudo, y sólo con un cuchillo que milagrosamente había conservado. La isla estaba desierta, sin plantas ni animales. Cualquiera que se hubiera encontrado en el lugar del pobre marinero se hubiera dejado morir; en cambio él no quiso ceder sin lucha. Al principio se alimentó con cangrejos de mar, después, habiendo descubierto tortugas, capturó algunas, asegurándose los víveres por algún tiempo. Pero al haber empezado la estación de las lluvias y estando casi desnudo, padecía mucho. Sin embargo, con algunos guijarros que encontró logró procurarse fuego, sirviéndose de su cuchillo como de un eslabón y de algunos hilos retorcidos como yesca. Faltaba la leña sobre la isla, pero el mar tenía abundancia de algas y se sirvió de ellas secando una gran cantidad. El fuego debía durarle varios años. No contento, pensó construirse un cobijo y con gran paciencia lo logró, formando una especie de techo con caparazones de tortuga, que consiguió unir, encajándolas unas a otras por medio de cortes. Después del fuego, el refugio, después del refugio, el hornillo, después los manteles. De la nada, recurriendo a todas las facultades de su inteligencia, al cabo de un año había conseguido mejorar su condición. Un día otro náufrago fue a buscar asilo en aquella isla desierta. Igual que Serrano, había escapado milagrosamente de la muerte, mientras todos sus camaradas eran engullidos por el mar. Durante cuatro años estos dos desgraciados vivieron juntos, luchando desesperadamente para no morir de hambre, hasta que fueron recogidos por un barco que, por pura casualidad, empujado por el viento había arrojado el ancla en una pequeña bahía de la isla.

—¡Pobre hombre! —exclamó la marquesa, que había escuchado atentamente—. ¿Sobrevivió?

—Él sí, y pudo volver a ver España, pero su compañero murió durante el viaje. De nuevo en la patria, se vio obligado a ir de pueblo en pueblo mostrándose como un salvaje y casi desnudo. Se dice que tenía una barba desmesurada y que su rostro había adquirido un aspecto verdaderamente horroroso. Sin embargo, un día, el emperador Carlos V, al saber la historia de aquel pobre Robinsón, quiso verlo, y para compensarle por las miserias sufridas, le concedió una pensión que debía serle pagada por el virrey de Panamá. Serrano volvió al mar, llegó a América, pero no pudo recibir ni un solo peso porque la muerte le sobrevino casi a las puertas de Panamá.’¡Después de tantos años de vida salvaje, la vuelta a la vida civil le había sido fatal…!

11. La persecución

Al día siguiente, poco antes del alba, cuando las estrellas empezaban a palidecer, el «Yucatán», después de una rápida y afortunada travesía, avistaba la larga cadena de los cayos de las Doce Leguas.

Estas islas forman una verdadera barrera, que defiende las costas meridionales de Cuba desde la altura de Trinidad hasta la amplia bahía de la Buena Esperanza.

Algunas islas tienen amplio contorno, como la Grande, la de la Piedra u otras, pero la mayoría son pequeñas y un número infinito no son más que simples escollos. ¡Pero qué agradable aspecto ofrecen las islas de este archipiélago! Cuando el horizonte está claro, aparecen como una serie continua de jardines flotantes, al estar cubiertas por una vegetación espléndida, de una feracidad tropical.

Las grandes palmeras, los colosales cedros, los naranjos, los tamarindos, los desmesurados bambúes, las plantas del pimiento, muestran la masa oscura y recortada de sus frondas, mientras las alegres riberas están coronadas de lujuriantes adelfas, rosales africanos y parras de jazmín, cuyos perfumes se extienden a lo lejos sobre el mar, impulsados por los vientos del septentrión.

El «Yucatán», que andaba a una velocidad de quince o dieciséis nudos, se dirigía al encuentro de estos jardines alineados sobre el mar, alborotando, con su hélice poderosa, las aguas tranquilas y límpidas, presuroso por refugiarse detrás de aquella barrera verdeante.

La marquesa, el capitán Carrill y Córdoba, apoyados sobre el enrejado de proa, miraban con una cierta ansiedad si alguna columna de humo se elevaba sobre el horizonte, temiendo que una nave de guerra americana estuviera de guardia junto a estas islas; pero hasta el momento nada sospechoso se divisaba. Quizá las fuerzas adversarias se estaban concentrando hacia Santiago o se habían alejado para ir al encuentro de la flota española que por aquellos días se dirigía, a toda máquina, hacia el golfo de México, para acudir en ayuda de la capital cubana gravemente amenazada. Tranquilizados por la ausencia de los poderosos acorazados, Córdoba y la marquesa hicieron reanimar los fuegos y lanzaron al «Yucatán» en medio de la barrera de islas e islotes, embocando el canal de Caballones que se abre entre los cayos de la Lana.

La travesía del pasaje se realizó a una velocidad de dieciocho nudos, sin que la pequeña nave tuviera ningún encuentro. Ya Córdoba y la marquesa empezaban a abrigar esperanzas de poder situarse bajo las costas de Cuba, escondiéndose entre multitud de escollos e islotes que proliferan alrededor de las costas de Puerto Príncipe, cuando se oyó la voz de un vigía que estaba en observación sobre las crucetas del trinquete, gritar:

—¡Humo en el horizonte!

—¡Mil tiburones! —exclamó Córdoba, girando con rabia la rueda para hacer virar al «Yucatán» hacia la isla de la Lana—. ¿Vienen ahora a estorbar nuestra marcha, esos malditos piratas? ¡Ohé, Diego!

—¡Teniente! —gritó el vigía.

—¿Hacia dónde va el humo?

—Parece que se dirige hacia estas islas.

—¿Puedes verla nave?

—Todavía no. Me parece que la columna de humo aumenta rápidamente.

—¿Será una nave americana? —preguntó el capitán Carrill.

—No puede ser otra cosa —respondió la marquesa, cuya frente se había fruncido—. Feo encuentro en este momento, precisamente al amanecer. Si hubiera ocurrido a la puesta del sol, no me preocuparía, pero ahora… Bastarían unos cuantos cañonazos para hacer acudir a otros navíos.

—Asegurémonos primero de que se trata verdaderamente de un barco americano —dijo Córdoba—. Podría ser un trasatlántico español que intenta romper el bloqueo, doña Dolores.

—Tengo mis dudas, señores míos. Vigía, ¿se ve bien ya?

—Veo la arboladura, capitana —respondió el marinero de la atalaya, que empuñaba el anteojo.

—¿Y no ves el gallardete de los barcos de guerra?

—¡Un momento, capitana…!

Todos los marineros habían subido a cubierta y estaban agrupándose en la proa, fijando sus miradas en aquel penacho de humo que ahora se distinguía incluso desde el combés, mientras otros se habían izado sobre los flechastes interrogando ávidamente el horizonte.

Un profundo silencio, roto solamente por las rápidas pulsaciones de las máquinas y el ruido de las hélices que hendían y azotaban el agua haciéndola espumear, reinaba en la nave, todos esperaban, con ansiedad, la respuesta del vigía, cuyo catalejo permanecía inmóvil.

—¡Insignia de guerra sobre el palo mayor! —gritó de repente el marinero.

—¡Que los escualos devoren a los perros que tripulan esa nave! —vociferó Córdoba.

La marquesa se había vuelto tranquila y serena hacia el jefe de máquinas, que estaba sentado en la escotilla de la sala de máquinas, diciéndole:

—A vuestro puesto, señor. Vamos a jugar una peligrosa partida.

Después, mirando a Córdoba le preguntó:

—¿Y ahora, amigo mío?

—Huimos, doña Dolores.

—¿Y vamos?

—Al sur.

—¿Más hacia el sur…? No, Córdoba; burlaremos al barco de guerra.

—¿Qué queréis hacer, doña Dolores?

—¿Conoces estas islas?

—Todas.

—¿Hay agua suficiente entre la isla de la Lana y la de la Piedra?

—Sí, Marquesa.

—Pues bien, amigo Córdoba, dejaremos que el barco americano entre en el paso de Caballones y nosotros volveremos a subir hacia el norte pasando entre las dos islas.

—Un juego peligroso, doña Dolores.

—Pero puede que sea el mejor, Córdoba. Prefiero meterme bajo las costas de Cuba que volver al océano, donde podríamos encontrarnos inesperadamente frente a una escuadra.

—Es verdad —respondió el teniente—. ¡Vigía!

—¡Señor…!

—¿Se dirige el barco hacia este canal?

—Sí, teniente.

—Huyamos, doña Dolores. Quizá los marineros de vigilancia nos han descubierto ya.

—Huyamos, Córdoba.

El «Yucatán», que se había parado, viró de bordo casi sobre sí mismo y volvió a entrar en el canal, manteniéndose a cincuenta o sesenta metros de las costas occidentales de la isla de la Lana.

Colón, que conocía las islas tanto como Córdoba, se había puesto a la rueda del timón, mientras que la marquesa, el capitán Carrill y el teniente habían subido a los flechastes del palo mayor para observar mejor la nave enemiga.

Estando los tres provistos de anteojos de largo alcance, pudieron distinguirla ya claramente, pues no estaba a más de siete u ocho millas.

Parecía un gran crucero, con un solo paso y varias torres que se elevaban, en forma de sólido castillo, alrededor de las dos gruesas y altas chimeneas y, al parecer, estaba dotado también de una velocidad poco común, ya que ganaba espacio rápidamente, dirigiéndose en línea recta hacia el canal de Caballones.

Pero no estaba solo. Un poco más atrás se divisaba, aunque confusamente a causa de su poca elevación sobre las olas, una larga masa que soltaba mucho humo. ¿Sería una cañonera o un torpedero de alta mar…?

—¡Hum…! —musitó Córdoba, tirándose del bigote—. El tiempo se vuelve amenazador.

—¿Qué dices, amigo mío? —preguntó la marquesa—. ¿Hay muy pocas nubes en el aire y dices que amenaza mal tiempo?

—Me refiero a esos dos cazadores del mar, doña Dolores. Tengo miedo de que queriendo engañarlos quedemos, por el contrario, engañados nosotros.

—¿Qué quieres decir?

—Que estos dos compadres me inquietan más de lo que creía. No es el gran crucero ni sus poderosos cañones los que me molestan, sino más bien el otro, el pequeño. Si es un torpedero de alta mar, nos dará trabajo, doña Dolores.

—¿Qué temes?

—Que vaya a esconderse entre estas islas para torpedearnos despiadadamente cuando salgamos. Con el acorazado a la espalda y este barquito delante, no nos quedaría otro recurso que recitar el De Profundis.

—¿Quieres huir hacia el sur?

—No.

—Pues ¿qué quieres hacer?

—Meternos en medio del laberinto de las Doce Leguas. En aquel caos de escollos, de islotes y de bancos de arena podremos encontrar un refugio, y al mismo tiempo, impedir al grueso crucero que nos siga. Si lo intenta, tanto peor para él, puesto que acabará encallando.

—¿Quieres repetir la jugada que hemos hecho al acorazado junto al cabo de San Antonio?

—Sí, si es posible —dijo Córdoba.

—¿Conoces el laberinto?

—Colón ya estuvo por aquí cuando era contrabandista. Me lo dijo ayer por la tarde.

—Está bien, amigo Córdoba, vamos al laberinto.

El plan era de lo más audaz, y peligrosísimo, puesto que entre aquella multitud de escollos, islotes, bancos y rocas, el «Yucatán» podía destrozarse la carena o quedar varado, pero quizá era el único camino de salvación que les quedaba a los intrépidos violadores del bloqueo, ya que el pesado crucero no cometería la locura de introducirse entre todos aquellos obstáculos. Quizá tampoco el torpedero o cañonera, o lo que fuera, osaría lanzarse tras las huellas del «Yucatán», por temor de acabar de mala manera entre el caos de rocas.

El teniente y la marquesa, seguros de que los dos barcos enemigos corrían hacia el canal de Caballones y de que, por lo tanto, la retirada era necesaria, lanzaron resuelta mente al «Yucatán» hacia el Este, queriendo intentar, antes de arriesgarse en el peligroso laberinto, engañar a las dos naves enemigas.

Hacía apenas veinte minutos que habían dejado la isla de la Lana, cuando vieron al crucero acorazado aparecer por la costa meridional, mientras que por la occidental empezaba ya a distinguirse el penacho de humo anunciador de la presencia del torpedero o cañonera.

—Ya ves, Córdoba —dijo la marquesa—. Si llegamos a intentar introducimos entre la isla de la Lana y la de la Piedra habríamos sido atrapados entre dos fuegos.

—Es verdad, doña Dolores —respondió el lobo de mar—. Estos bribones yanquis son más astutos de lo que creía. ¡Por engañarlos hemos sido engañados nosotros, y de qué manera! ¿Qué pensarán hacer ahora?

—Nos dan caza, señor Córdoba —dijo el capitán Carrill, que miraba por su anteojo.

—¿Corren tras nosotros?

—El crucero ha virado de bordo y ha puesto proa al este. Se prepara para perseguirnos sin esperar al torpedero.

—¡Oh…! Pero éste vendrá en seguida a agregarse al coloso. Marchará a veinte o veintidós millas por hora, estoy seguro.

—Nosotros corremos más, Córdoba, y lo dejaremos atrás —dijo la marquesa—. ¡Jefe de máquinas! ¡Al máximo de vapor!

—Sí, a toda máquina —dijo Córdoba—. Intentemos meternos en el laberinto, antes de que puedan adivinar nuestro verdadero rumbo.

Diez minutos después, el «Yucatán» había acelerado ya considerablemente su marcha, llegando a los veintidós nudos y aumentándola hasta alcanzar los veintiséis, su límite máximo.

Torrentes de carbón eran arrojados en las calderas mientras las hélices giraban con creciente fragor, elevando olas espumeantes. El vapor de agua, aprisionado entre las paredes de hierro, mugía sordamente imprimiendo a los ejes y a los émbolos febriles pulsaciones que aumentaban cada vez más. Un estremecimiento sonoro sacudía la pequeña nave desde la quilla hasta la punta de los mástiles y desde la roda de proa a la de popa.

El «Yucatán» parecía brincar bajo las sacudidas vertiginosas de las hélices. Su espolón hendía limpiamente el agua, levantando dos paredes líquidas que se extendían rápidamente a babor y estribor, trazando un surco desmesurado e hirviente.

Al cabo de media hora había aumentado considerablemente la distancia que le separaba del crucero. Éste, sin embargo, aunque convencido de que no podía competir con el pequeño barco, no había suspendido la persecución, sino al contrario. Seguía tercamente la caza, quemando toneladas de carbón y cubriéndose de humo y de chispas. La otra nave, cañonera o torpedero, lo había ya alcanzado y le seguía a corta distancia.

El laberinto de las Doce Leguas no estaba ya muy lejos. Más allá de la barrera de las islas se veían aparecer los primeros islotes y las primeras rocas, que en breve resultarían numerosísimas.

El «Yucatán» habría podido cortar la barrera aprovechando uno de tantos pasajes, pero no queriendo correr el peligro de exponerse a encallar, quería mejor alcanzar el Canal del Este, más cómodo, más conocido y por ello menos arriesgado.

No era más que cuestión de media hora, con aquella velocidad extraordinaria que iba aumentado continuamente. La corredera había señalado ya veinticinco nudos y seis décimas.

A las ocho, mientras la velocidad alcanzaba su máximo de veintiséis nudos, el «Yucatán» se aventuraba audazmente en el pasaje del Este, un amplio canal que se abre junto al extremo oriental de la larga barrera de islas y que serpentea entre el laberinto de las Doce Leguas.

No siendo prudente mantener esta velocidad extraordinaria, se dio orden a las máquinas de aflojar, después la marquesa en persona se puso a la rueda del timón con Córdoba a su lado.

El crucero y el otro barco ya no se veían, por estar escondidos por las islas, pero todos estaban convencidos de que no debían haberse parado, sino que continuaban activamente la caza.

Poco les importaba ahora, sin embargo, a Córdoba y a la marquesa, teniendo la certeza de que por lo menos el barco mayor no osaría arriesgarse en el laberinto.

El torpedero no hubiera dejado de aventurarse, por ser de poco tonelaje, pero para éste estaban el cañón de la torreta y los hotchkiss.

El laberinto estaba frente al «Yucatán». Era un verdadero caos de islotes de todas dimensiones y variadas formas, unas espléndidas por su vegetación, otras altas, aridísimas, calcinadas por el sol; largas barreras de escollos que corrían en todas direcciones, formaban centenares de bahías microscópicas capaces de alojar a una nave de pequeño tonelaje o a algunas docenas de barcas; bancos y bajos fondos, circundados por pequeños escollos a flor de agua, agudos como hojas de cuchillo y terribles para las carenas de los barcos.

Un fragor ensordecedor surgía de aquel amasijo de islas y escolleras, causado por las ondulaciones producidas por la marea. El agua rumoreaba por todas partes chocando repetidamente contra las rocas y resonando sordamente dentro de las bahía o de las cavernas marinas excavadas por la acción eterna de su flujo.

La marcha del «Yucatán» había sido reducida. La capitana lo conducía con extrema prudencia, ya que un golpe de timón mal dado habría sido suficiente para enviar a la pequeña nave sobre algún bajo fondo o sobre las puntas rocosas que emergían de todos lados, como bestias maléficas en acecho. Maestro Colón con dos marineros, sondeaba sin descanso el fondo, gritando incesantemente:

—¡Siete pies… cinco pies a babor… a sotavento… ocho pies… orzad, señora! ¡Atención, capitana…! ¡Escollos a estribor…!

Doña Dolores seguía instantáneamente y con mano segura las indicaciones del maestro. Con los ojos fijos en la proa para no perder de vista un solo momento el tortuoso canal, estrechaba nerviosamente la rueda del timón, no manteniéndola inmóvil ni un solo segundo.

Los marineros, alienados a lo largo de los costados, escrutaban el agua para descubrir los bajos fondos, y ayudaban al maestro, señalando los pequeños escollos, cuyas puntas alguna vez parecían rozar el casco de la nave.

De repente, Córdoba, que estaba encaramado en el flechaste de babor del palo mayor gritó:

—¡Maquinista! ¡Alto!

—¿Qué ocurre, Córdoba? —preguntó la marquesa, mientras las hélices giraban rápidamente en sentido inverso para detener el impulso del «Yucatán».

—Hay allí un refugio que nos va muy bien —respondió el lobo de mar—. Será un escondite perfecto.

—¿Quieres detenerte aquí?

—Lo creo necesario, doña Dolores. ¿Quién nos asegura que a la salida del laberinto no nos encontraremos enfrentados con alguna otra nave?

—También lo había pensado yo, Córdoba.

—A babor veo un canal que conduce al interior de una barrera de escollos e islotes. Debe haber un lago, está indicado en el mapa del laberinto.

—¿Habrá bastante agua en el canal? La marea está baja en este momento.

—El agua es muy azul, doña Dolores, y eso indica que debe haber bastante profundidad.

—Una palabra todavía, Córdoba, ¿no quedaremos bloqueados?

—¡Hum…! No lo creo. El laberinto es vasto y tiene muchas salidas, y además creo que los americanos no tienen tiempo para perder por una pequeña nave.

—Sea, Córdoba, pero ¿y el torpedero…?

—No es fácil que nos encuentre.

—Vamos al canal, pues —concluyó la marquesa—. Colón, sigue usando el escandallo.

—No temáis, capitana —respondió el maestro.

El «Yucatán» volvió a ponerse en movimiento lentamente, casi paso a paso, por haber en aquel lugar numerosos escollos y muchos bajos fondos. Estaba a punto de meterse en el canal indicado por Córdoba, cuando en lontananza se oyó retumbar una formidable detonación que repercutió sonoramente entre las escolleras y los islotes, un instante después se oyó en el aire como un sonido metálico que aumentaba con rapidez prodigiosa, luego un estallido tremendo que arrancó la cima de un escollo situado a cien pasos de la popa del «Yucatán».

—¡Caramba! —exclamó Córdoba—. Debe haber sido un obús de cuarenta y cinco kilos. ¡Los americanos malgastan demasiado!

—Y lo que es peor, es que este disparo significa que el crucero nos ha seguido —dijo la marquesa.

—Dentro de poco estaremos fuera de tiro, doña Dolores. Este proyectil no podía haber llegado más lejos. ¡Ah! ¡Aquí está!

En aquel momento, el «Yucatán» pasaba por un punto que estaba casi descubierto. Las islas y las escolleras, por una extraña combinación, dejaban abierto un canal larguísimo desde el que se podía dominar el mar libre; un canal, sin embargo, que debía ser absolutamente impracticable, al estar interrumpido por una multitud de bancos y pequeños escollos.

A través de aquel desgarrón, la marquesa y Córdoba pudieron divisar, a una distancia de seis millas, al gran crucero, que seguramente se había parado frente a la entrada del laberinto, en el extremo del Canal del Este.

Casi en seguida una segunda detonación, más formidable que la primera, se extendió sobre el mar y, a continuación, por el aire se oyó el sonido metálico que anunciaba la aproximación de un proyectil de dimensiones no comunes.

La bala pasó por encima de la pequeña nave y fue a demoler la cresta de una roca, cayendo en el agua y elevando una columna de espuma.

—Proyectil de veinticuatro —dijo Córdoba—. ¡Nos saludan con ciento cuarenta y siete kilos de hierro! ¡Demasiado para nosotros, queridos yanquis! ¡Reservad estos obuses para los acorazados!

Resonó un tercer disparo pero el proyectil no llegó esta vez hasta el «Yucatán». Se le vio estallar trescientos metros más allá del canal, haciendo saltar por los aires un montón de rocas.

—Vuelven a usar balas explosivas —siguió Córdoba con su habitual tono burlón—. Debe ser un sarapneli del nueve; ¡ahora hacen economías estos queridos yanquis! ¡Demasiado tarde, queridísimos amigos! ¡Tiempo derrochado!

El «Yucatán», al encontrar agua más que suficiente para su calado, se había lanzando en el nuevo canal, poniéndose a refugio de los disparos del crucero. A estribor se extendían largas cadenas de escolleras bastante altas y macizas que lo cubrían contra aquellos enormes proyectiles.

El canal continuaba serpenteando, prolongándose por aquel caos de islotes y bajos fondos. Colón y sus marineros estaban obligados a echar el escandallo sin interrupción, ante el temor de que el fondo subiera inesperadamente o que encontraran algún bajío.

Durante una hora el «Yucatán» avanzó penosamente entre estos peligrosos obstáculos, después, de repente se encontró en una pequeña bahía casi circular, encerrada por una islita de abundante vegetación y por algunos grupos de escolleras, donde el agua estaba tranquila como en un lago.

Solamente dos aberturas servían de acceso; el canal que la nave acababa de seguir y otro que parecía dirigirse hacia el norte, serpenteando por la parte occidental del laberinto.

—¡Alto! —gritó Córdoba.

Las hélices se detuvieron, girando luego en sentido contrario, mientras en proa se dejaba caer el ancla de babor.

—Doña Dolores —dijo el teniente, estrechándole la mano—. No creo que ningún piloto de la marina mexicana se hubiera atrevido a dirigir una nave entre estos escollos como habéis hecho vos.

—Soy la capitana del «Yucatán» —respondió la marquesa, riendo—. Espero que estarás contento de tu alumna.

—¡Mil truenos! ¿Una alumna que se ha convertido ya en una famosa loba de mar…?

12. La última carrera

La pequeña bahía perdida en medio de la inextricable aglomeración de islotes y escollos era bastante pintoresca.

El estanque, de quinientos o seiscientos metros de perímetro, parecía una laguna o un fiordo noruego. Sus aguas, transparentes como el cristal, que dejaban ver el fondo de la bahía, con sus rocas subacuáticas, sus bajíos, sus bosquecillos de algas, estaban tan perfectamente tranquilas como si la marea no avanzara a hacer notar su influencia entre los tortuosos canales que conducían a aquel lugar.

Por el sur lo protegían altas escolleras, cortadas casi a pico y desnudas; al norte, en cambio, había un islote montañoso, pero con playas suaves y cubiertas de espléndidas palmeras, cedros, naranjos silvestres, acacias y espesos matorrales de soberbias orquídeas que reflejaban sus bellísimas flores en las aguas de la bahía.

Parecía que no hubiera ningún ser humano por aquellos parajes, no viéndose ni canoas ni cabañas. Abundaban, por el contrario, los pájaros marítimos, flamencos de alas ribeteadas por una orla flameante que destacaba vivamente sobre las plumas blancas, cuervos de mar, cormoranes, vencejos, patos y no pocos ibis blancos que, alineados en las orillas, derechos sobre sus largas patas, se mantenían inmóviles, mirando estúpidamente a la pequeña nave.

Calada también una pequeña ancla a popa, Córdoba y el maestro Colón se habían apresurado a izarse sobre las cofas del palo mayor para hacerse una idea exacta del terreno circundante y ver si desde allí podían descubrir el torpedero, que era el único que podía adentrarse en el peligroso laberinto.

La altura de las rocas no permitía a sus miradas llegar muy lejos, pero hacia el sur divisaron claramente una nube de humo que ondeaba sobre el luminoso horizonte.

—El crucero está allí —dijo Córdoba—. Está apostado junto a la entrada del canal.

—Y el torpedero ¿adónde debe haber ido? —preguntó el maestro, que había subido sobre la cruceta—. No logro descubrirla en ninguna dirección.

—Puede que haya ido a esperarnos hacia el norte, viejo amigo. Probablemente ha creído que nosotros seríamos tan tontos de ^atravesar el laberinto para hacernos torpedear después, a la salida del canal.

—¿Creéis que intentará acercarse?

—Sospecho que sí, Colón.

—Si aparece, le cañonearemos.

—Intentaremos atizarle bien, querido amigo.

—Somos más fuertes —dijo el viejo maestro.

—Esperaremos a que llegue la noche, y después haremos rumbo a Santiago.

Contrariamente a los temores de Córdoba, la jornada transcurrió tranquila. Ni el crucero ni el torpedero osaron aventurarse en el laberinto de islas, convencidos seguramente de tener bloqueada la pequeña nave y de estar en situación de rechazarla si intentaba salir al mar.

Apenas llegada la noche, Córdoba y la marquesa, que tenían prisa por arribar a Santiago, dieron la orden de activar los fuegos, decididos a escaparse a pesar de la presencia de los dos peligrosos adversarios.

El tiempo, que hasta aquel momento se había mantenido bonancible, amenazaba cambiar. Ya poco antes del ocaso un violento aguacero se desencadenó, y había empezado a soplar del mar, con mucha intensidad, el viento del sur.

Córdoba y la marquesa, después de haberse asegurado de que el canal estaba despejado, hacia las diez de la noche dieron la orden de abandonar la pequeña bahía.

La tentativa era atrevida y peligrosísima. Ciertamente, ninguna otra nave habría osado atravesar aquel peligroso laberinto, en medio de la oscuridad que no permitía distinguir los escollos a más de quince o veinte pasos. Un golpe de barra, un escandallo equivocado, un ligero retardo del timón o un golpe de hélice de más, habría sido suficiente para encallar la nave o para reventar la carena en las puntas rocosas que surgían por todas partes.

Córdoba no separaba los ojos de la brújula ni del mapa del canal que había realizado anteriormente y conducía la nave con una calma y una seguridad extraordinarias, a pesar de que no podía esconder su inquietud y repetía continuamente:

—¡Atento, Colón! ¡Escandalla! ¡Cuidado a babor! ¡Debe haber un banco a estribor! ¡Atención!

De repente, no obstante todos aquellos cuidados, en proa se sintió un golpe que repercutió hasta la popa.

—¡Mil tiburones! ¡Alto! —gritó Córdoba.

La marquesa se había puesto pálida.

—¡Colón! —gritó.

—Hemos embestido un banco, pero no será nada respondió el maestro.

—¡Atrás! —ordenó Córdoba.

Las hélices giraban ya en sentido contrario. El «Yucatán» permaneció durante algunos minutos inmóvil, después bajo la roda de proa se oyeron unos crujidos de buen augurio y, finalmente, la nave se separó bruscamente del bajío, retrocediendo rápidamente.

—¡Avante! —gritó la marquesa—. ¡Maquinista, para, rápido! ¡Tenemos unos escollos en popa!

El «Yucatán» detuvo su marcha atrás y continuó adentrándose en el canal, avanzando cada vez más cautamente, al aumentar los obstáculos.

Eran cerca de las diez, cuando empezaron a oírse los fragores de las olas que anunciaban la cercanía del mar. Córdoba paró la nave e hizo descender la ballenera, no atreviéndose a seguir adelante sin sondear bien el fondo.

La oscuridad era entonces tan profunda que las pequeñas escolleras no se podían distinguir y además el valeroso teniente quería asegurarse de la dirección del canal y de la profundidad del agua.

Colón y cuatro marineros bajaron a la ballenera y avanzaron precediendo al «Yucatán», indicándole el camino que debía seguir.

El ruido producido por el oleaje, al estrellarse contra las escolleras del laberinto, aumentaba de intensidad de minuto en minuto.

—Córdoba —dijo de pronto la marquesa—. ¿Ves algo en el mar?

—No —respondió el teniente.

—Me ha parecido ver un punto luminoso.

—¡Caray! —masculló el teniente—. ¿Será que el crucero patrulla a lo largo de las escolleras? Mandad un vigía a la cruceta, doña Dolores.

Un marinero saltó ágilmente sobre los flechastes y llegado a la cruceta del palo mayor avizoró atentamente hacia el Este y el Sudeste.

Entre las crestas llenas de espuma de las olas que se veían extenderse como blancas sábanas agitadas por el viento, le pareció distinguir un punto luminoso que aparecía y desaparecía.

Suponiendo que sería el fanal blanco del crucero, el marinero se encaramó hasta la punta del mástil y distinguió por un instante, bajo la luz blanca, otros dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde.

—El crucero está allí abajo —murmuró—. Debe haber un mar muy picado ahí fuera.

Descendió prestamente y explicó a la capitana y a Córdoba cuanto había visto.

—Está al Sudeste —dijo la marquesa—. Así que no nos podrá detener.

—Si se da cuenta de nuestra salida le faltará tiempo para correr tras nosotros —murmuró Córdoba—. ¡Ohé…! ¡Empiezan las olas! Es preciso izar a bordo la ballenera o se estrellará contra las rocas. ¡Ohé…! ¡Colón!

—¡Señor Córdoba…! —gritó el maestro.

—¿Cabecea mucho la ballenera?

—Se mantiene a flote por milagro.

—¡Pues a bordo, viejo amigo!

La chalupa, que avanzaba penosamente a causa del oleaje que irrumpía en el canal estrellándose con ímpetu contra las escolleras y provocando vaivenes de resaca formidable, retrocedió rápidamente y fue pronto izada con la grúa de babor; después el «Yucatán» reemprendió la marcha hacia adelante, siempre con extrema prudencia.

Comenzaba la lucha contra la marejada. Enormes oleadas avanzaban entre las dos líneas de escollos, como corceles desbocados, mugiendo pavorosamente y mostrando sus crestas erizadas de blanca espuma.

Llegaban una tras otra persiguiéndose, encaballándose, rompiéndose con mil fragores. Al encontrar bancos, elevábanse para rebasarlos, proyectando gigantescos chorros de espuma que se deshacían rápidamente, retrocediendo a continuación y arrastrando con ellos, con una extraña sonoridad, los guijarros y los trozos de roca que se habían acumulado en la base de las escolleras.

El «Yucatán» avanzaba impávido en medio de aquella extensión de espuma casi fosforescente, procurando mantenerse en el centro del canal. Colón y otros tres marine ros sondaban incesantemente a proa, para controlar la profundidad del agua.

Debía ser medianoche cuando la nave, después de haber luchado vivamente contra las olas que asaltaban la proa con extrema violencia, se encontró fuera de las peligrosas escolleras. El mar libre se extendía por fin frente a ella, pero era un mar tempestuoso, quizá no menos peligroso que las escolleras y los bajos fondos. Las oleadas, no aprisionadas ya entre las orillas del canal, saltaban alocadamente, con ciego ímpetu, con mil pavorosos mugidos, azotadas incesantemente por furiosos golpes del viento de levante, que elevaban verdaderas cortinas de agua.

Entre el lúgubre retumbar de los truenos, los silbidos de las ráfagas y el chocar de las olas, se oyó la voz de la capitana gritar:

—¡Jefe de máquinas: vapor al máximo!

Seguidamente, dada esta orden, la intrépida mujer se acercó a Córdoba, diciéndole:

—¡Ahora la rueda para mí, amigo! ¡Quiero guiar yo mi «Yucatán»…!

—El mar está terrible, doña Dolores —respondió el lobo de mar.

—Soy tu discípula y, por lo tanto, no lo temo.

—Saltad a bordo, doña Dolores.

—Me río de las olas. Córdoba. ¡A mí el timón! ¡Cuídate tú del americano!

—¡Está allí!

—¿Dónde?

—Mirad, se ven sus luces hacia el Este.

—¡Que nos siga, si puede! ¡Avante!

El «Yucatán» había reemprendido con fuerza su marcha y corría rápido como un rayo, cortando impetuosamente las olas que lo acometían por la proa, saltando incluso sobre cubierta.

Huía hacia la vasta bahía de la Buena Esperanza, describiendo un amplio semicírculo para evitar la aglomeración de islas y escolleras que penetra, como una cuña, dentro de aquella gran ensenada.

El mar lo embestía por todas partes, pero ¿qué importaba? La pequeña nave se reía del oleaje y de la furia del viento. Brincaba intrépidamente hacia adelante con velocidad vertiginosa, habiendo alcanzado ya los veintiséis nudos, abriéndose paso entre las olas con su agudo espolón y elevándose sobre ellas cuando eran demasiado grandes, para descender a continuación audazmente en las hondonadas.

Sacudida incesantemente por la proa, cabeceaba desesperadamente embarcando torrentes de agua que se precipitaban hacia popa, pasando como una riada impetuosa. Otras veces, por el contrario, elevada por debajo, zambullía el bauprés en las crestas espumeantes y la popa se encontraba en el vacío, dejando descubiertas, durante algunos instantes, las hélices.

En medio de aquellos brincos desordenados y aquel huracán de agua, la marquesa conservaba una calma admirable, digna del más intrépido lobo de mar. Aferrada a la rueda del timón, protegida en la pequeña torre que la ponía en parte a cubierto de las olas, guiaba audazmente su valerosa nave, luchando con ánimo viril.

Su voz, clara y serena, resonaba de vez en cuando para dar alguna orden a Córdoba, que se apresuraba a hacerla cumplir.

A las tres de la mañana el «Yucatán», que había devorado su camino sin reposo, se encontraba ya al sur de la vasta bahía cerca del canal de Balandras. Allí el mar estaba me nos agitado, protegido por la costa cubana, que en aquel lugar describe una especie de ángulo bastante agudo, que tiene por vértice el cabo Cruz.

—Córdoba —dijo la marquesa—. ¿Dónde nos detendremos? Santiago no está a más de ciento cincuenta millas. Podríamos llegar allí en seis o siete horas.

—Huyamos hacia Manzanillo, doña Dolores —respondió el teniente.

—¿Y si allí encontramos navíos americanos?

—Iremos a buscar refugio en las bocas del Canto para esperar la noche. Hoy mismo, marchando de prisa, estaremos en Santiago.

—Vamos a la desembocadura del Canto —respondió la marquesa—. Mañana desembarcaremos el cargamento en Santiago y nuestra misión se habrá cumplido.

—Sí, si Dios nos protege —concluyó Córdoba.

13. A través de la flota americana

Durante el atrevido viaje emprendido por el «Yucatán» para forzar el bloqueo de los americanos, nada verdaderamente decisivo había sido todavía realizado por las pode rosas flotas salidas de los puertos de los Estados de la Unión, contra las colonias españolas del golfo de México.

Hacía ya tres meses que la guerra estaba declarada entre las dos potencias, pero, cosa verdaderamente extraña, aparte de la destrucción de la flota española de las Filipinas, una victoria prevista de antemano y de la que no debían ciertamente estar muy orgullosos los americanos, ningún éxito notable había sido obtenido ni por una parte ni por la otra.

Sampson, el famoso almirante americano que se había propuesto reducir todos los puertos de Cuba a un amasijo de humeantes ruinas si no se rendían en seguida, no había tenido ninguna fortuna hasta el primero de junio. Había hecho un gran despilfarro de municiones, es cierto; había cañoneado a diestra y siniestra fortines y ciudadelas, impotentes para resistirle; había intentado algún desembarco; gran estruendo, mucho humo y resultados negativos. Su formidable armada, una de las más numerosas y más potentes del mundo, contra la cual la pobre España no podía intentar nada sin ser destrozada, no poseyendo una flota capaz de medirse con tan poderoso rival, no había obtenido nada, absolutamente nada, con gran asombro de todas las naciones.

Sus empresas, cantadas como estrepitosas victorias por la vocinglera prensa americana, se pueden resumir en pocas líneas.

El 24 de abril, Sampson inicia la campaña, disparando contra el fuerte del Morro qué defiende la Habana, capital de la isla, manteniéndose, sin embargo, a la prudente distancia de cuatro kilómetros para no exponerse a los cañones Krupp del fuerte; el 27, mientras las cañoneras españolas y americanas cambian cañonazos en Marianao, el valeroso almirante la emprende contra los fortines de la ciudadela de Matanzas, absolutamente incapaces de contestarle y durante cuarenta y cinco minutos la bombardea sin lograr destruirla; el 29, el buque almirante, el «New York», derrocha sus municiones contra las costas de Pinar del Río, abatiendo una gran cantidad de árboles, confundiéndolos quizá con gigantes españoles.

El 2 de mayo, el almirante, celoso de la victoria lograda por Dewey en las Filipinas contra la vieja y gastada escuadra española, corre a Key-West a reponer de municiones sus barcos, manda luego sus cruceros a cambiar cañonazos contra las cañoneras españolas de Cárdenas que, aunque viejas, ponen en fuga a sus adversarios.

El 11 envía cuatro navíos a Cienfuegos para intentar un desembarco. Hacen seiscientos disparos, botan al agua las chalupas, pero éstas vuelven inmediatamente a bordo, rechazadas por el fuego de fusil de unas pocas compañías de voluntarios españoles.

Finalmente el 12, el terrible Sampson decide asombrar al mundo. Con nueve de los más poderosos acorazados, aparece frente a San Juan, la capital de Puerto Rico, y abre un fuego infernal, lanzando granadas de doce pulgadas, pero los fuertes españoles responden con parecido vigor y le obligan a retirarse con algunos acorazados averiados; por la noche, la ciudad que los americanos dicen haber medio destruido, se ilumina en fiestas para celebrar el fracaso de los asaltantes.

¿Qué hacer? Volver a intentarlos desembarcos. Y el bravo almirante manda, en efecto, varios barcos para poner en tierra tropas en la bahía de Zicotea y sobre la playa de Barres, sin éxito, mientras los cruceros españoles «Conde Venadito» y «Nueva España», a pesar de no ir protegidos por corazas, salen de La Habana y ponen en fuga a los buques más modernos encargados de bloquear la capital de la isla.

Pero entonces se extiende la noticia de que una escuadra española ha atravesado el Atlántico sin que nadie se dé cuenta y ha aparecido junto a las Pequeñas Antillas; la guía Cervera, uno de los más valientes almirantes y uno de los más audaces. Todos la creen en Cádiz cuando ya se encuentra en América.

Son pocos barcos, tripulados por unos cuantos hombres animosos, absolutamente impotentes para sostener el choque con la formidable flota americana, cuatro veces más numerosa; esto no impide, sin embargo, que el almirante español corra en ayuda de Cuba. Su objetivo es dirigirse a La Habana para reforzar la defensa de esta capital.

Los bombarderos americanos deben, con disgusto, suspender sus poco afortunadas empresas y protegerse de este enemigo que ha aparecido inesperadamente en las aguas antillanas. De acuerdo con su colega Schelley, comandante de la escuadra volante, se pone en busca de los audaces españoles, jurando destruirlos a todos, antes de que divisen las costas cubanas.

Las dos poderosas flotas abandonan el bloqueo de Córdoba y corren a exterminar a Cervera y sus navíos, pero el almirante español escapa atrevidamente a sus cruceros. Se señala su presencia en las Pequeñas Antillas, luego en el mar del Caribe, después en Willemstadt; las flotas americanas pierden la brújula y, entretanto, el almirante con una última y muy audaz singladura atraviesa el mar del Caribe y, después de un trayecto de 625 millas, hechas en sólo dos días, arroja el ancla en la bahía de Santiago, riéndose del famoso Sampson y de su colega Schelley.

Desgraciadamente no estaba todavía en La Habana, meta de su atrevido viaje. Un retraso en la provisión de carbón le obliga a detenerse y la flota americana lo bloquea, iniciando el bombardeo de los fuertes de la ciudad.

Las vicisitudes de la guerra habían llegado a este punto, cuando el «Yucatán», después de haber pernoctado en la desembocadura del Cauto, un río que nace en las estribaciones de la Sierra Madre y que vierte sus aguas, después de un largo curso, en la vasta bahía de la Buena Esperanza, dejaba el fondeadero para volver a tomar el rumbo hacia el sur.

Por el comandante de un fortín español situado en las bocas del río, la marquesa y Córdoba habían podido saber detalladamente todo cuanto había acaecido durante su largo periplo y enterarse de cómo Santiago estaba ahora bloqueada por la numerosa flota americana y era terriblemente bombardeada.

Cualquier otro marino hubiera considerado entonces que la partida estaba irremisiblemente perdida, y se habría cuidado muy bien de exponerse a las granadas explosivas y los espolones de los acorazados americanos; sin embargo, ni a la marquesa ni a Córdoba se les pasó por las mientes un instante la idea de abandonar su temerario proyecto. Únicamente el segundo había creído prudente decir a la valerosa capitana:

—Vamos a jugarnos la piel, doña Dolores.

—Nos la jugaremos, amigo —se había limitado a responder la marquesa—. En Santiago necesitan urgentemente nuestras armas, y las tendrán.

Y la pequeña e intrépida nave había partido, sin que ningún marinero hubiese hecho la más mínima objeción y sin que nadie hubiera puesto en duda el éxito de la expedición, que más bien podía considerarse una loca temeridad.

Las últimas noticias recibidas por la mañana, poco antes de despedirse del comandante del fortín, habían sido poco agradables. El día anterior los barcos americanos habían iniciado el bombardeo de la plaza, en número de quince, entre acorazados y cruceros, intentando demoler los muros del fuerte del Morro y las baterías de la Sopaca y de Pantaguarda, manteniéndolo intensísimo durante dos horas; y las dos escuadras americanas habían realizado su encuentro frente a la ciudad bloqueada.

Se habían enterado, asimismo, de que los Estados Unidos preparaban una gran expedición para asediar la plaza también por la parte de tierra, con objeto de obligarla a la rendición y apoderarse de la pequeña pero valerosa escuadra del almirante español, bloqueada ahora en el puerto.

Ni siquiera aquellas nuevas poco prometedoras, habían disminuido la confianza de la marquesa y de su teniente.

El «Yucatán», una vez salido al mar, se puso a bordear la costa, no atreviéndose a atravesar directamente la bahía de la Buena Esperanza para alcanzar el cabo Cruz.

—Los americanos estarán todos ocupados en bloquear Santiago —dijo Córdoba—. Pero no es prudente mostrarse demasiado fuera. Tienen muchos barcos y pueden haber dejado alguno en las aguas de esta importante bahía.

—Es verdad —respondió la marquesa—. Me han dicho que han armado muchos de sus mejores trasatlánticos.

—No sólo eso, sino que además han adquirido nuevos, doña Dolores. No valen tanto, ciertamente, como los cruceros, pero están provistos de cañones de tiro rápido, mientras que nuestro «Yucatán» es una nave de carreras pero no de combate.

—Dime, amigo Córdoba, ¿tienes alguna preocupación?

—¿Sobre qué, doña Dolores?

—Acerca de nuestra audaz tentativa.

—No —respondió el teniente con voz firme.

—¿Tienes confianza en el éxito?

—Sí, doña Dolores. No se me oculta que vamos a jugar una carta peligrosísima, sin embargo espero volver a ver próximamente la ciudad de Santiago.

—¿A pesar de los acorazados americanos que la bloquean?

—Les engañaremos. Podemos trasmutar la nave en un resto casi invisible, con el que será fácil llegar a Santiago sin ser vistos.

—También yo, Córdoba —dijo la marquesa—, tengo una fe inquebrantable. Aunque supiera que somos esperados por los navíos americanos, intentaría igualmente la empresa. Preveo que en Santiago se decidirá el resultado final de la guerra y, por lo tanto, de Cuba; por todo ello, es necesario, si queremos ser útiles a nuestra vieja patria, desembarcar con nuestras armas.

—Sí, doña Dolores. Quizá Santiago no ha sido suficiente mente aprovisionada de armas y municiones, y nuestra llegada será de gran provecho para los sitiados, que bien poco o nada pueden esperar por la parte de tierra, a causa de los insurrectos, que interceptan los convoyes que podrían llegar procedentes de Bayamo o de Manzanillo, Debo, no obstante, haceros una observación.

—Habla, Córdoba.

—¿Podremos salir de Santiago?

—¿No crees tú que los españoles, apoyados por la flota de Cervera, puedan obligar a los americanos a levantar el bloqueo?

—¡Hum! —murmuró el teniente, sacudiendo la cabeza—. No, doña Dolores; yo temo, en cambio, que todo acabe en una catástrofe. Cervera es un competente y valeroso almirante, pero ¿qué podrá nacer con los pocos buques de que dispone? ¿Acometer acaso a la flota americana? ¡Qué locura, si lo intentase!

—¿Y la guarnición de la plaza?

—Sí, existe la guarnición, mas ¿qué podrá hacer cuando desembarque la expedición que se está organizando en la Florida? Sampson y Schelley con sus formidables barcos junto al puerto; las tropas americanas por tierra y los insurgentes en los bosques ¡preparados para rechazar cualquier ayuda que pudiera llegar a la ciudad sitiada! Las grandes lluvias, el clima mortífero, la fiebre amarilla, todos aliados con los nuestros, ¿serán suficientes…? Doña Dolores, tengo negros presentimientos y no los oculto.

—¿Te has vuelto pesimista, Córdoba? —preguntó la marquesa, con dolido asombro.

—Hoy sí —respondió el teniente—. Tenía la esperanza de que España, un día, si no luchar de igual a igual con los Estados Unidos, demasiado ricos y demasiado potentes en el mar, logrará, por lo menos, hacerles pagar muy cara la victoria final; ahora mis ilusiones se han esfumado completamente.

—Nuestros compatriotas —continuó el lobo de mar—, han perdido mucho tiempo y han equivocado su plan. Cervera ha estado valiente, ha burlado a los americanos, pero su puesto no estaba aquí. Sus naves son pocas, aunque aguerridas y rápidas, y en vez de hacerse encerrar en Santiago, o incluso en La Habana, habrían podido marchar hacia el Norte, para amenazar las ciudades de la Unión, bombardear sus puertos, echarse sobre los trasatlánticos, dañar e interrumpir el comercio, atacar al enemigo en sus intereses vitales. No lo ha hecho o su gobierno no lo ha querido. Error enorme, doña Dolores, puesto que su flota, pronto o tarde, será obligada a rendirse o a hacerse destrozaren una salida desesperada. ¿Y, además, con qué objeto envió aquí sólo una parte de la escuadra española? Tanto valía haberla tenido entera en Europa y dejar que Cuba se las arreglara sola. ¿Qué decís, doña Dolores?

La marquesa no contestó. Se había puesto pálida y lo miraba casi con espanto. Capitana tan valiente como el lobo de mar, comprendía perfectamente sus justas observaciones y, acaso por primera vez, empezaba a dudar de los esfuerzos generosos de la vieja España por salvar sus últimas colonias del golfo de México.

Se mantuvo callada algunos instantes, con la frente crispada y los labios apretados, murmurando después con un suspiro:

—Es cierto…, Córdoba…, empiezo atener miedo…, ¡pobre España!

—¿Quién sabe? Quizá me engañe —dijo el teniente, como si se sintiera conmovido por el dolor que en aquel momento podía leerse sobre el bello rostro de la marquesa—. En Santiago han sido echadas las suertes de esta guerra; vayamos, pues, allí, y que Dios nos proteja y también a la bandera de la patria.

Dicho esto, volvió la espalda para dirigirse a popa, pero la marquesa le detuvo, diciéndole:

—Tú no tienes confianza en las tropas del general Blanco.

—Os engañáis, doña Dolores. Nuestros compatriotas no son hombres capaces de huir y combatirán mientras les quede una sola carga de pólvora. Pienso, no obstante, que perdida Santiago, nadie podrá ya salvar a Cuba, puesto que los americanos tendrán una espléndida puerta abierta para desembarcar cuantas tropas quieran. ¡Está el mariscal Blanco! Sí, combatirá, intentará obstaculizar el paso de los yanquis, pero ¿y después…? ¿Quién podrá romper el bloqueo de la Perla de las Antillas, cuando también las naves del almirante Cervera hayan sido destruidas? El hambre llegará a las puertas de La Habana y también caerá la capital. Como os he dicho: tengamos esperanza y vayamos a Santiago. Vuestro generoso intento no se habrá perdido totalmente. ¡Eh, Colón!

—¿Señor Córdoba…?

—Arrímate continuamente a la costa y abre bien los ojos. Es posible que los buitres estén en alta mar.

—Les dispararemos el cañón, señor teniente.

—¡Maquinista, a diez nudos! No tenemos prisa por el momento, ¿no es así, doña Dolores? Quemaremos carbón esta noche, cuando hayamos pasado el cabo Cruz.

La marquesa hizo con la cabeza un signo afirmativo, sin agregar palabra.

El «Yucatán», a velocidad reducida, continuaba avanzando, manteniéndose siempre cerca de la costa, para poder refugiarse en un puerto en el caso de que alguna nave americana apareciera en la bahía de la Buena Esperanza.

Corría en aquel momento junto a la costa pantanosa que se extiende entre las bocas del Canto y la pequeña ciudad de Manzanillo, siguiendo el gran arco, o mejor el ángulo, que describe la bahía a lo largo del canal de Balandras.

No se veía ningún barco español, ni siquiera una chalupa, a pesar de que Manzanillo no estaba lejos.

El temor de ser capturados por navíos americanos, ahora dueños absolutos de las aguas cubanas, detenía a unos y otras dentro de los puertos, bajo la protección de los fortines y cañoneras.

A mediodía, Córdoba y la marquesa, divisaron, a una distancia de tres millas, Manzanillo, pequeña ciudad situada en la costa occidental de la gran isla que sirve de embarcadero y salida a Bayamo, con la que está comunicado mediante un ramal ferroviario. Si bien está poco poblada, tiene un comercio muy intenso, extendiéndose hacia el interior vastas plantaciones de azúcar con numerosísimas e importantes refinerías.

—¿Nos acercamos? —preguntó Córdoba.

—Sí —respondió la marquesa—. Es necesario advertir a los defensores de Santiago que esta noche forzaremos el bloqueo, para evitar que nos tomen por enemigos y nos bombardeen.

—Y para no saltar por los aires —agregó el capitán Carrill—. Cervera y el comandante de la plaza habrán sembrado de minas el canal.

—¿Estará en buen estado todavía la línea telegráfica que comunica a Bayamo con Santiago?

—Eso espero, señora marquesa.

—Dirijámonos a Manzanillo, Córdoba.

—Es inútil, doña Dolores. Veo una cañonera que sale del puerto y que viene hacia nosotros. ¡Eh, Colón, haz izar la bandera española sobre el palo mayor!

La orden fue cumplida con el tiempo justo, puesto que la cañonera había apuntado ya uno de sus cañones hacia el «Yucatán» para tomarlo como blanco, creyendo tener que entendérselas con un crucero americano. Viendo la bandera española y que el «Yucatán» se detenía y señalaba tener urgentes comunicaciones que hacer, la cañonera aceleró su marcha y, llegada a un cable de distancia, puso en el agua una chalupa. Un teniente de navío y ocho hombres armados abordaron el barco, y el primero subió a cubierta, saludando a la marquesa:

—¿Sois españoles, señora? —preguntó.

Al ver sobre la rueda del timón el nombre de la pequeña nave, hizo un gesto de asombro:

—¡El «Yucatán» de la marquesa del Castillo! —exclamó con alegría—. ¿Así que no ha sido capturado por los americanos?

—No, teniente —respondió la marquesa.

—Había corrido la voz de que fue capturado en la bahía de Corrientes.

—Faltó poco para que fuera cazado pero, como veis, está todavía libre y con el cargamento completo.

—¿Queréis desembarcar las armas en Manzanillo, señora marquesa?

—Una pregunta, primero: ¿creéis que se puedan enviar armas y municiones a Santiago?

—Es imposible, marquesa; los insurrectos han ocupado los bosques y lo impedirían.

—¿Funciona aún el telégrafo?

—Afortunadamente, sí.

—Entonces, os ruego que telegrafiéis al comandante de Santiago que esta noche forzaremos el bloqueo e iremos a echar el ancla entre los barcos del almirante Cervera.

—¡Señor…! —exclamó el teniente—. ¿Ignoráis, pues, que las escuadras americanas han comenzado el bombardeo de la ciudad?

—Lo sabemos, teniente.

—¿Y queréis ir a Santiago?

—Sí.

—Dejaréis la vida.

—Lo dudo, señor —dijo el capitán Carrill, adelantándose—. El «Yucatán» es capaz de pasar por delante de los acorazados de Sampson y de Schelley, os lo aseguro.

—Señora, ¿queréis que mi cañonera os escolte hasta llegar a la vista de las naves americanas?

—No nos sería de ninguna ayuda, teniente, y además no podríais seguir mi barco, que es el más rápido de todos los que existen en el golfo de México.

—Es verdad —murmuró el teniente—. Mi cañonera es una vieja barcaza incapaz de medirse con un crucero de tercera clase. Señora, vuestras órdenes serán cumplidas inmediatamente y, si tenéis éxito en vuestro audaz proyecto, encontraréis en Santiago una estrepitosa acogida. Adiós, señora.

—Buena suerte, señor.

El teniente bajó a la chalupa y alcanzó la cañonera, que se alejó en dirección a Manzanillo. El «Yucatán», poco después, reemprendía su ruta hacia el sudoeste, bordeando continuamente el litoral. En lontananza, empezaban entonces a delinearse las cimas de la Sierra Maestra, una cadena de montañas que corre a lo largo de las costas meridionales de Cuba. La costa, que hasta el momento era pantanosa, empezaba a elevarse y recortarse, mostrando un gran número de pequeños puertos, dentro de los que se veían grupitos de casas y cabañas. De vez en cuando la cortaba algún río, abriéndose paso entre las escolleras que defendían las playas. A las siete de la tarde el «Yucatán», sin haber tenido ningún otro encuentro, alcanzaba el cabo Cruz y giraba hacia el este, siguiendo la costa que debía conducirle a Santiago.

Era un espléndido crepúsculo. La silueta recortada de la Cierra Maestra, se elevaba imponente, destacando netamente sobre el cielo flameante, apenas roto por unas nubecillas de color de fuego que se acumulaban sobre la alta y majestuosa cima del Ojo del Toro, la cual se alzaba hacia lo alto a dos mil metros.

El mar, terso como un espejo, casi sin una arruga, tenía extraños resplandores; lucía líneas rojizas junto a las playas, estrías verde oscuro hacia levante, destellos de oro por poniente, allí donde el sol iba a ocultarse tras la línea del horizonte.

El aire era suave, perfumado, blando y de una transparencia increíble. La ligerísima brisa que soplaba desde las montañas, llevaba hasta la cubierta del «Yucatán» el agudo aroma de los cedros y de los naranjos en flor, de las adelfas, de los jazmines y de las matas de rosas africanas.

La marquesa, apoyada en la borda de la rápida nave, contemplaba muda la espléndida escena que le recordaba los atardeceres de México, mirando las montañas que poco a poco iban volviéndose pardas, después negras, mientras las cimas altísimas tomaban tonos rosados de una infinita dulzura antes de volverse, a su vez, oscuras, y las aguas del mar que gradualmente perdían sus reflejos de oro para adquirir el color del acero, siempre más gris, siempre más sombrío.

La voz de Córdoba la arrancó de su contemplación.

—¡El peligro está allí…! —dijo el teniente.

—¿Dónde? —preguntó ella, volviéndose vivamente.

—Mirad hacia el Este.

La marquesa fijó sus miradas en la dirección indicada y sobre la línea del horizonte, ya casi negra, vio delinearse, con los últimos resplandores del crepúsculo, un gran penacho de humo que subía muy alto, formando como un nubarrón negro.

—Los barcos americanos —murmuró.

—Algún explorador —respondió Córdoba—. Preparémonos, doña Dolores. Dentro de dos horas, con una rápida marcha, podemos estar en Santiago.

—No tan de prisa, Córdoba; entraremos después de la media noche. Entretanto hagamos nuestros preparativos.

El «Yucatán» fue directamente hacia la costa, entró en una pequeña bahía que se abría justamente en la dirección del Ojo del Toro e hizo sus preparativos de combate.

Los mástiles fueron hechos desaparecer después de haberles quitado todos los aparejos, la cubierta fue desembarazada, la chimenea ocultada, pero las dos torres fueron conservadas ya que había muchas probabilidades de que los barcos americanos enviasen algún obús bien dirigido.

A media noche, acabadas todas estas maniobras, fueron abiertas las válvulas de popa y los tanques interiores se llenaron, con lo que se logró la inmersión de la pequeña nave hasta los imbornales de la cubierta. En estas condiciones y con la oscuridad de la noche, era muy posible que pudiese escapar incluso a los anteojos de los americanos.

Cargado el cañón y las ametralladoras, hacia la una de la mañana la nave dejaba calladamente el fondeadero, navegando a todo vapor bajo la costa.

Colón con diez marineros estaba colocado en proa, junto a la pieza; la marquesa y Córdoba se habían encerrado dentro de la torreta de popa, a la rueda del timón.

Todos los demás estaban acurrucados en la toldilla dispuestos a hacer tronar los hotchkiss y los fusiles.

La noche estaba un poco nublada y favorecía la temeraria intentona. El pequeño barco, inmerso como se hallaba, no podía ser descubierto desde una cierta distancia.

Incluso iluminado por los focos podría ser confundido con un resto de naufragio a merced de las olas.

La marquesa, que llevaba la rueda del timón, queriendo guiar su nave con sus propias manos, no separaba nunca sus ojos de la brújula, mientras Córdoba, provisto de un óptimo catalejo, escrutaba atentamente el horizonte para descubrirlas luces de los barcos americanos.

Los marineros, echados sobre cubierta, no chistaban ni tampoco Colón y sus artilleros cambiaban una sola palabra.

Una viva ansiedad se había apoderado de todos; una ansiedad que minuto a minuto aumentaba transformándose en verdadera angustia.

Todos los oídos escuchaban, todos los ojos escrutaban las tinieblas, todos los ánimos estaban en suspenso. A esta angustiosa incertidumbre hubieran quizá preferido una alarma, disparos de canon, al estruendo de las piezas de tiro rápido, el crepitar de 3a metralla o el tremendo estallido de las gruesas granadas americanas. La muerte entre el retumbar de las armas y los aullidos de los combatientes es mil veces preferible a la muerte por sorpresa.

El «Yucatán» seguía su marcha, aumentando cada vez más la velocidad, casi los veinticinco nudos, y maquinistas y fogoneros se esforzaban para alcanzar los veintiséis.

¡Ay, si en aquel momento una roca, un banco arenoso o cualquier otro obstáculo se hubiera encontrado inesperadamente delante de la proa…! El «Yucatán», con aquella velocidad, con el impulso poderoso que lo elevaba casi sobre las aguas, se hubiera desencuadernado de golpe, pero este peligro no se presentó. La capitana guiaba la nave, conocía la costa y sostenía la rueda con mano firme.

Ya había transcurrido una hora, una Lora que pareció larga como un siglo, cuando Córdoba se indinó hacia la marquesa, diciéndole:

—¡Helos ahí!

Sobre el fosco horizonte se empezaban a distinguir puntos luminosos blancos, verdes y rojos, las luces reglamentarias de los barcos de vapor. La Ilota americana, compuesta de veinte navíos, a cual más poderoso y formidablemente armados, estaba allí, reunida frente a Santiago, a la distancia de algunas millas.

La marquesa tuvo un sobresalto y, quizá por primera vez desde que dejaron las costas de México para emprender el audaz crucero, sintió una opresión en el corazón.

—¿Pasaremos, Córdoba? —preguntó, con un ligero temblor.

—Piso espero —respondió el teniente—. Arrimaos siempre a la costa.

—¿A qué distancia estamos?

—Dentro de veinte minutos estaremos allí. ¿Recordáis bien el puerto?

—Sí, Córdoba; me parece tenerlo ante los ojos.

—Puede que el faro esté apagado.

—Eso temo, pero todavía es posible que veamos alguna señal.

—Tened cuidado con la isla Smith, que se encuentra en medio del canal.

… Sé dónde está; pasaremos a Levante de la isla.

—¡Doña Dolores!

—¡Córdoba!

—¡Aquí están las primeras naves! ¡Arrimaos a tierra todo lo posible!

A la distancia aproximada de una milla se empezaban a distinguir algunas luces, que parecían moverse velozmente sobre el mar, cambiando continuamente de rumbo Era seguro que los cruceros inspeccionaban aquel trozo de costa, temiendo quizá que alguna nave española intentase forzar el bloqueo o que los barcos del almirante Corvara salieran de improviso de Santiago para arremeter contra los acorazados enemigos.

La capitana, midiendo con la mirada la distancia que les separaba de este primer adversario, se acercó todavía más hacia la costa para confundir su pequeña nave con las orillas cubiertas de bosques y defendidas por las escolleras. Iba a dar orden a Colón de escandallar el fondo, cuando hacia Santiago se vieron surgir y levantarse a gran altura unos cohetes, que expandían a su alrededor miríadas de chispas, quedando después entre las tinieblas un punto luminoso.

—¡Nos esperan! —exclamó Córdoba—, ¡han encendido el faro del canal!

—Sí —murmuró la marquesa—. Nos hacen señales para que podamos embocar la bahía.

De repente, hacia alta mar se vislumbraron unos haces luminosos que se extendían rápidamente sobre las olas, corriendo, cruzándose, cambiando bruscamente de dirección, hasta iluminar el faro de Santiago y la masa imponente del fuerte del Morro, descollante en la entrada del canal.

Uno de aquellos focos, más potentes que los otros, proyectado quizá por una de las más gigantescas naves americanas, se movía lentamente de levante a poniente, iluminando la costa que desde la embocadura de Santiago va hacia el puerto de Mota. Continuando en aquella dirección, en pocos minutos debía alcanzar al «Yucatán» que se dirigía a su encuentro.

Córdoba, dándose cuenta del peligro, había soltado un grito de rabia.

—¡Mil tiburones! ¡Vamos a ser descubiertos!

Un sordo murmullo, mezclado de imprecaciones, se propagó entre la tripulación que yacía extendida sobre la cubierta, y algunos hombres se empezaban a levantar sobre las rodillas empuñando las armas. Doña Dolores se había puesto pálida. El haz luminoso continuaba moviéndose, corriendo al encuentro de la pequeña nave. Una rápida orden salió de sus labios:

—¡Alto!

Las dos hélices, que funcionaban rabiosamente, remolinearon en sentido contrario para detener el poderoso empuje del «Yucatán». No obstante aquel esfuerzo la pequeña nave recorrió todavía cien metros, quedando después inmóvil, balanceándose entre las olas de la resaca.

Inmersa como estaba, a tan breve distancia de la costa, con su cubierta ennegrecida por los cuerpos de los tripulantes, sin palos, sin tubo de chimenea, sin ningún aparejo, aunque fuera iluminada por el haz de luz eléctrica, podía ser confundida con un resto cualquiera abandonado en las aguas o con un banco rocoso rematado por dos pequeños escollos representados por las dos torretas.

—¡Quietos todos! —había ordenado la marquesa.

La luz del reflector se aproximaba, iluminando la costa y las aguas que la bañaban; bien pronto alcanzó a la nave y la alumbró durante unos segundos, luego siguió adelante y se perdió hacia el oeste.

La marquesa y Córdoba, que habían contenido hasta la respiración, cuando lo vieron alejarse, no pudieron retener una exclamación de alegría.

—¡Estamos salvados! —dijo la marquesa.

—¡Sí, doña Dolores! —respondió el bravo teniente—. ¡A Santiago!

—¡A toda máquina! —ordenó la capitana.

Se disponía el «Yucatán» a reemprender su carrera, cuando hacia el sur se vieron centellear unos relámpagos, seguidos de estrepitosas detonaciones.

—¡Rayos! —exclamó Córdoba—. Los buques americanos abren fuego. ¿Contra quién?

Tendió el oído pero no oyó el bien conocido silbido estridente de los proyectiles.

—No disparan contra nosotros —dijo.

—No, lo hacen contra el fuerte del Morro —respondió la marquesa.

Algunos destellos se vieron brillar sobre el glacis del formidable fuerte que domina el canal de Santiago, acompañados por sonoros estampidos.

—¡Avante! —gritó la marquesa.

El «Yucatán» volvió a adquirir su impulso poniendo la proa en dirección al faro, cuya linterna producía destellos que se veían brillar entre las tinieblas, a una cierta altura sobre el nivel del mar.

Mientras se aproximaba rápidamente al canal de Santiago, el fuerte del Morro y los barcos americanos se intercambiaban cañonazos. Las piezas gigantescas de los acorazados retumbaban terriblemente y en lo alto se oían los silbidos estridentes de los gruesos proyectiles que atravesaban los estratos de la atmósfera, o los sordos zumbidos de los obuses, pero también el fuerte tronaba tremendamente, respondiendo con sus potentes cañones Krupp, desembarcados por Cervera.

En medio de aquel enorme estruendo, el «Yucatán» continuaba avanzando con rapidez y, lo que más importaba, sin ser descubierto, al haber sido apagados los reflectores.

De vez en cuando alguna bala u obús, mal dirigidos, caían en sus proximidades o pasaban a poca altura sobre su cubierta.

Ya Colón, que se encontraba en proa, comenzaba a distinguir confusamente la boca del canal, indicada por algunos fanales que al parecer habían sido encendidos en la base del fuerte del Morro y sobre los bastiones de la batería de la Estrella.

—¡Barra a estribor, marquesa! —gritó—. El canal está frente a nosotros.

—¡Córdoba, lanza unos cohetes! —ordenó doña Dolores.

Algunos marineros, a un grito del teniente, dispararon tres cohetes, mientras otros encendían presurosamente las luces a babor y estribor.

Casi súbitamente, un gran chorro de luz, proyectado desde el centro de la bahía, cayó sobre el «Yucatán», mientras dos contratorpederos, aparecieron de improviso en medio del canal, apuntando su artillería.

Un grito inmenso se elevó entro los marineros de la pequeña nave:

—¡El «Yucatán»! ¡El «Yucatán»!

Casi en el mismo instante, tremendas detonaciones es tallaron a lo lejos. La flota americana no descubría hasta entonces a la pequeña nave y abría contra ella un fuego infernal, pero ahora ya era demasiado tarde.

El «Yucatán» se había introducido audazmente en el canal, escurriéndose entre los dos contratorpederos, cuyas tripulaciones, entusiasmadas por la inesperada aparición del pequeño yate, que habían creído perdido, lanzaban estrepitosos ¡hurra!

—¡Siempre a levante! —gritaron los comandantes de los dos contratorpederos.

La marquesa, sabiendo que debía haber minas submarinas en el cabo se arrimó a la costa pasando por delante de las baterías de la Estrella, cuyos artilleros, desde lo alto de los bastiones la saludaban con gritos de entusiasmo.

14. El bombardeo de Santiago

Santiago es la segunda ciudad de Cuba por el número de habitantes, por su importancia y también por las fortificaciones.

Está situada en la costa Sudeste de la isla, a corta distancia de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra, a unas cuatrocientas cincuenta millas de La Habana yendo por tierra, y a quinientas veinticinco si se toma el camino del mar, trayecto este que los vapores de la compañía «Sobrinos de Herrera» realizan normalmente en dos días.

Colocada en el fondo de una de las más bellas y seguras bahías de la isla, capaz de contener una flota numerosa, tiene una población de cincuenta mil almas aproximadamente, la mayor parte negros y mestizos, que se ocupan casi exclusivamente del tráfico del azúcar.

Tiene muchos edificios notables, tanto públicos como privados, entre los que destacan la residencia del gobernador y la del arzobispo, y abundantes iglesias, en su mayor parte grandiosas, por ser rico el clero urbano.

Pero su mayor importancia reside en el puerto que es, como se ha dicho, uno de los más bellos y de los más seguros. Es una bahía bastante profunda, de forma muy irregular, con más de seis kilómetros de anchura y uno y medio de largo; contiene dos pequeñas islas, la de Smith y la del Ratón y un pequeño río, el Gascón.

El acceso era difícil, por ser preciso recorrer un canal de una milla de largo, con una anchura de cerca de trescientos metros y que, en ciertos puntos, se estrecha hasta ciento ochenta e incluso menos.

Las defensas del puerto están situadas, puede decirse, todas sobre el canal, haciendo extremadamente peligrosa la entrada a cualquier escuadra enemiga.

En la boca exterior descuella el fuerte del Morro, situado sobre una altura, maciza construcción de forma irregular, cuya longitud sobrepasa los cuatrocientos metros, armado con gran cantidad de cañones. Hay además, en el interior del canal, otros dos fuertes o, mejor dicho, dos blocaos de piedra, reforzados con hierro: la batería de la Estrella y el castillete de Santa Catalina.

En la orilla derecha se encuentra el fuerte de la Sopaca, situado en muy buena posición, casi en la mitad del canal, de manera que domina el mar y puede ayudar bastante al Morro.

Por la parte de tierra, en cambio, antes de la guerra no había más que unos pocos terraplenes armados con pequeñas bocas de fuego, bastantes para mantener quietos a los insurrectos, y una batería, llamada del Blanco. Sin embargo, después del estallido de las hostilidades, los españoles se habían apresurado a montar nuevas baterías, no sólo en las cercanías de la ciudad, sino también más lejos, en El Caney y en Aguadores.

Una inmensa explosión de entusiasmo había saludado la llegada de la pequeña nave, gobernada por la intrépida marquesa del Castillo.

Mientras los navíos de Cervera proyectaban sobre el valeroso yate todos sus focos para hacerle más cómoda la entrada en la bahía, desde la explanada de la batería de la Estrella, del glacis de la Sopaca y del fuerte de Santa Catalina, los soldados españoles saludaban con estrepitosos vivas a los audaces violadores del bloqueo, mientras las tripulaciones del «Cristóbal Colón», «Reina Mercedes», «Infanta María», «Almirante Oquendo» y «Vizcaya», lanzaban hurras formidables.

La poderosa artillería del Morro, como si quisiera participar en el entusiasmo, mezclaba su potente voz a la de los hombres, tronando contra las naves americanas que navegan por delante del canal.

Doña Dolores, erguida frente a la rueda del timón, con el rostro fulgurante de gozo, inmersa en aquel mar de luces proyectados por los focos eléctricos de los cruceros, guiaba el «Yucatán» a través del canal, mientras sus marineros, poseídos por un verdadero acceso de delirio, la aclamaban y saludaban a los barcos españoles con salvas de fusilería.

La pequeña nave, después de haber pasado ante las baterías y los fuertes y haber costeado la islita de Smith y la del Ratón, fue a echar el ancla delante de la ciudad, a proa del «Cristóbal Colón» y del «Vizcaya».

Una chalupa destacada de la nave almirante fue a abordarla. La tripulaban dos marineros mandados por el capitán de navío Carlier, comandante del contratorpedero «Furor», un héroe que debía más tarde pagar con la vida su insuperable coraje.

Él capitán subió velozmente a bordo del «Yucatán», se acercó rápidamente a la marquesa y, quitándose el gorro y tendiéndole la mano le dijo:

—Señora marquesa, habéis bien merecido el reconocimiento de la patria. Recibid los saludos y el agradecimiento del general Torral, comandante de la plaza, y del almirante Cervera. ¡Señora, sois una heroína!

—Gracias, capitán —respondió doña Dolores, con voz conmovida—. Yo, mi teniente Córdoba y mis marineros hemos hecho cuanto hemos podido y estamos contentos de haber llegado en tan buen momento a Santiago. Decid al general Torral que nuestro cargamento está completo y que lo ponemos a su disposición.

El capitán se inclinó y tendiendo nuevamente la diestra a la valerosa mujer, le dijo:

—Hasta mañana, señora marquesa. Vos y vuestros intrépidos marineros debéis tener necesidad de descanso.

—Es verdad, capitán; hace dos noches que nadie osaba cerrar los ojos.

Acompañó al comandante del «Furor» hasta la escala de babor, volviéndose luego hacia los marineros, que habían permanecido formados sobre la toldilla del «Yucatán», les dijo:

—Amigos, os doy las gracias por vuestra cooperación, vuestra audacia y vuestro patriotismo. Nuestra empresa parecía imposible de llevar al éxito, pero nosotros la hemos cumplido. España guardará eterno reconocimiento a sus valerosos hijos.

Un grito inmenso escapó de los poderosos pechos de los ciento diez hombres:

—¡Viva España! ¡Viva nuestra capitana!

Del puente de los acorazados españoles anclados a corta distancia salió en último y más potente «¡hurra!» en honor de los violadores del bloqueo y de su capitana, a continuación las luces se apagaron y el silencio volvió a reinar en la amplia bahía, roto sólo de vez en cuando por el retumbar de un gigantesco Krupp que, desde lo alto de los muros del Morro, disparaba contra las naves americanas.

Cuando los marineros del «Yucatán» se hubieron retirado a la cámara común de proa o a la crujía del entrepuente, doña Dolores se acercó a Córdoba que permanecía todavía sobre el puente, fumando plácidamente un cigarrillo y, apretándole vigorosamente las manos, le dijo con voz conmovida:

—¿Y qué debo decirte a ti, mi buen Córdoba, a ti que me has rescatado de las manos de los insurgentes y que has conducido a salvo mi «Yucatán»? ¿Qué deberá hacer tu alumna por ti?

—¡Oh! Cómo corréis, doña Dolores —dijo Córdoba—. ¿Quién os asegura que yo, o mejor, que nosotros dos, hemos conducido el «Yucatán» a salvo?

—¿No estamos acaso en Santiago, bajo la protección de los fuertes y de los acorazados españoles?

Córdoba la miró sin responder y, tras algunos instantes, dijo con voz pausada:

—¿Y cómo saldrá de Santiago nuestro «Yucatán», doña Dolores? ¿Lo sabéis vos?

—Córdoba…, ¿qué quieres decir?

—Nada por ahora.

—¿Tú no tienes confianza en la resistencia de Santiago?

—Pienso, doña Dolores —dijo Córdoba coa voz melancólica—, que mientras que aquí hay cinc o acorazados y dos cazatorpederos, fuera de la bahía hay cuatro veces más y no pocos de ellos más formidables que los españoles.

—¿Y qué temes? —preguntó la marquesa, con ansiedad.

No temo nada por ahora; lo sabremos mañana, cuando haya recogido todas las noticias de la guerra. Id a reposar, doña Dolores; tenéis mucha necesidad. Al amanecer iremos a visitar al general Torral, comandante de la plaza, después desembarcaremos la carga.

Estrechó la mano de la marquesa y, luego, en lugar de descender al espejo para dirigirse a su cabina, fue a sentarse en proa, sobre un montón de cordajes y, después de encender el trigésimo cigarrillo, se sumió en profundos pensamientos, mientras una gruesa pieza Krupp del Morro trepaba, a intervalos de un cuarto de hora, hacia el mar con lúgubre estruendo.

Al día siguiente, la marquesa y Córdoba, poco después del amanecer, desembarcaban en Santiago junto al capitán Carlier, puesto a su disposición por el almirante Cervera, y se dirigían a saludar al general Torral, comandante de la plaza.

A la recepción asistía también el general Linares, uno de los héroes de la defensa de Santiago, y numerosos coroneles y oficiales. La acogida no podía ser más entusiástica y la marquesa recibió las más calurosas felicitaciones por su audaz acción y por el feliz éxito de la empresa que por todos había sido considerada irrealizable.

El general Torral se apresuro a informarle de las últimas vicisitudes de la campaña y no pudo ocultarle la gravedad de la situación.

Santiago estaba en un gran peligro, Las dos escuadras americanas, cinco o seis veces más potentes que la de Cerrera, hacían ahora imposible cualquier ayuda por parle de la madre patria y extremadamente difícil, por no decir imposible, la salida de los cruceros y torpederos españoles.

A agravar doblemente las inquietudes se agregaba además la noticia de que en Tampa, en la Florida, estaban alisándose veintisiete mil americanos del ejército regular dispuestos para ser transportados a Santiago y bloquear la plaza también por la parte de tierra.

Y esto no era todo. Grandes partidas de insurrectos habían sido vistas en las faldas de Sierra Maestra, mientras otros se habían ya apoderado de la vía ferroviaria Santiago-San Luis, interrumpiendo las comunicaciones con La Habana y amenazando impedir la llegada del cuerpo de expedición del general Pardo que debía acudir a la defensa de la plaza sitiada.

A pesar de todo, señora marquesa, nosotros sostendremos gallardamente la lucha —concluyó el general—. Nuestra guarnición es escasa, hasta el punto de no poder resistir un ataque del cuerpo americana, pero nuestros soldados están dispuestos a cumplir con su deber mientras les quede un cartucho y un trozo de pan. Con las armas que nos habéis traído armaremos también a los ciudadanos y si debemos caer, vencidos por el número, sabremos morir como valientes bajo nuestras banderas.

—Y el bombardeo, ¿creéis que continuará, general? —preguntó la capitana.

—Seguramente, marquesa. Hoy se limitarán a importunar el fuerte del Morro, pero preveo un bombardeo furioso para intentar destruir nuestras obras exteriores. Hagan lo que hagan los americanos; nosotros responderemos vigorosamente, os lo aseguro.

Una hora después de aquel coloquio, el «Yucatán» se acercaba al muelle del puerto y los marineros, ayudados por cien artilleros, comenzaban la descarga de los fusiles y de las municiones bajo los ojos de la marquesa, de Córdoba y del coronel Ordóñez, encargado por el general Torral de recibir las cajas.

La descarga fue realizada sin dificultad, al no haberse reemprendido, aquella mañana, el bombardeo; después el «Yucatán», para ponerlo a salvo de los obuses americanos, que a veces caían junto a los malecones de la ciudad, fue conducido al desembarcadero del Cobre, situado en la otra extremidad de la bahía.

Durante esta primera jornada, ningún grave acontecimiento vino a molestar a los asediados. Los poderosos acorazados americanos habían salido a alta mar, fuera del alcance de los cañones del Morro, sin abandonar empero el bloqueo. Más bien parecía que estuvieran preparándose para caer sobre la escuadra española en el caso de que ésta intentara salir al mar.

Córdoba y la marquesa aprovecharon aquella pausa de los sitiadores para visitar los alrededores de Santiago, con la intención de tener un conocimiento exacto de las fuerzas y los medios de resistencia de los asediados.

Visitaron sucesivamente los fortines, después las obras de defensa erigidas precipitadamente en El Caney y en Aguadores para rechazar la entrada de los americanos, en el caso de que éstos hubiesen intentado un desembarco, para sorprender a la ciudad por la espalda en unión de los insurrectos mandados por el cabecilla García, uno de los jefes más importantes de la república cubana.

Estas importantísimas posiciones estaban ocupadas por cerca de catorce mil españoles, bajo el mando del general Linares y de los brigadieres Luque y Alden.

Únicamente estas tropas constituían la guarnición de Santiago, verdaderamente pocas para sostener al mismo tiempo el ataque de la expedición americana concentrada en Tampa, formada por unos veintiocho mil hombres, los cuatro mil rebeldes de García, y el bombardeo de las escuadras americanas.

Sin embargo, se sabía que el general Blanco había destacado un cuerpo para mandarlo en ayuda de la plaza, aunque era un socorro muy problemático a causa del largo camino que debía recorrer y de las numerosas bandas de insurrectos que habría tenido que batir antes.

—¿Qué me dices, Córdoba? —preguntó la marquesa, cuando por la noche se encontraron a bordo del «Yucatán».

—¡Hum…! —murmuró el lobo de mar, sacudiendo repetidamente la cabeza—. No somos débiles, pero tampoco somos demasiado fuertes y no sé si podremos resistir a la acción poderosa que desencadenarán los americanos. Puedo engañarme, pero creo, doña Dolores, que Santiago será destruida o será tomada.

—Eres pesimista, Córdoba.

—¿Qué queréis, doña Dolores? Yo esperaba que esta campaña se desarrollaría de una manera bien diferente. Demasiada lentitud por parte de los americanos y también por parte de los españoles. No era aquí donde debía ocurrir el primer choque grave, sino en La Habana. Allí, el general Blanco podía enfrentar a los americanos hasta cien mil combatientes, si hubiera querido, mientras que en Santiago los catorce mil que la defienden no podrán hacer milagros.

—¡Córdoba…!

—Doña Dolores.

—¿Y si Santiago acabara por ser ocupado?

—Adiós «Yucatán», mi señora.

—¿Mi nave en manos de los americanos?

—Si llega ese caso, habrán caído también los acorazados españoles de Cervera.

—Prefiero hacerlo saltar por los aires.

—Lo haremos añicos, doña Dolores. Vamos a descansar, ya que los americanos nos dejan tiempo. Mañana habrá aquí un concierto capaz de despertar incluso a los muertos.

—¿Eso crees?

—Es lo que se teme, y puesto que el general Torral nos ha dado permiso, subiremos al Morro a disfrutar del espectáculo. Buenas noches, doña Dolores.

Como Córdoba había previsto, hacia las tres de la mañana, una hora antes del alba, la población y la guarnición de Santiago fueron repentinamente despertados por el formidable retumbar de las gruesas piezas del fuerte Morro, mientras sobre el mar tronaban los gigantescos cañones de los grandes acorazados americanos.

Córdoba y la marquesa se habían apresurado a levantarse y, preparada una chalupa, se habían dirigido inmediatamente al Morro, acompañados por el coronel Ordóñez que habían encontrado junto al castillo de Santa Catalina.

Afortunadamente, después de los primeros cañonazos se había establecido una media hora de tregua, ocupada por los acorazados americanos en sus zafarranchos de combate, lo que hacía prever un serio ataque contra los fuertes exteriores de la bahía.

Cuando la marquesa, el coronel y Córdoba, llegaron al fuerte del Morro, empezaba a alborear.

Veinte navíos americanos, entre acorazados y cruceros, dispuestos en doble columna, se movían entonces hacia Santiago para abrir brecha en el fuerte del Morro y en las baterías del canal. A la cabeza de las dos columnas se veían indistintamente el «Iowa», el más poderoso acorazado de los Estados Unidos, de líneas monstruosas, el «Indiana», el «Texas» y el «New York», el buque almirante de Sampson, armado con pesados cañones del 30 y el 33, con un alcance de 12 kilómetros.

El Morro contestaba gallardamente al fuego, sobre todo con sus cinco piezas Krupp desembarcadas unos días antes del «Reina Mercedes», convenientemente ayudado por seis gruesos Hontoria de las baterías de la Sopaca.

También tronaban los cañones del castillo de Santa Catalina y de las baterías de la Estrella en la isla Smith, mientras el «Reina Mercedes» apostado frente a la embocadura interior del canal, estaba preparado para fulminar el estrecho con sus piezas de largo alcance.

Al poco rato el estruendo era ensordecedor.

Los acorazados americanos, aproximándose a dos mil metros, lanzaban contra las baterías del canal y contra los muros del Morro, sus enormes obuses que estallaban con enorme ruido, produciendo importantes destrucciones.

Granadas de acero de 54 kilos, obuses del 28 y shrapnells del 45, de gran efecto mortífero, caían en gran cantidad, despanzurrando terraplenes, abatiendo enormes murallas, desgarrando las troneras y desmontando, de vez en cuando, alguna pieza o fulminando a los artilleros en su puesto; pero los españoles resistían valerosamente esta furiosa granizada, esta lluvia de tan poderosas masas de hierro y acero.

Sus piezas no permanecían mudas ni un solo instante y cuando lograban acertar, mandaban algún potente obús a estallar sobre el puente de los acorazados o en los flancos de las naves auxiliares armadas en guerra.

Una hora duró el horrendo estrépito y la furiosa granizada; después, cuando ya los españoles empezaban a respirar, creyendo que el ataque había sido rechazado, se vio a una nave destacarse de las dos escuadras y correr, con loca temeridad, hacia el canal como si quisiera forzar el paso y meterse en la bahía.

Era un gran navío con dos chimeneas y tres palos, un enorme trasatlántico armado para la guerra, al parecer, y que los Estados Unidos habían agregado a su ya poderosísima escuadra.

Un potente acorazado que hacía un fuego infernal para atraer sobre sí los tiros de los españoles, lo seguía a corta distancia.

La marquesa y Córdoba que contemplaban todo a través de una tronera, habían soltado un grito de asombro.

—¡Fuerzan el canal! —gritó la marquesa.

El coronel Ordóñez que estaba a su lado, dirigiendo el tiro de una de las gruesas piezas Krupp, se volvió diciéndole con una sonrisa:

—Que lo pruebe; las minas se encargarán de mandarlo a pique. ¡Seguid disparando contra la escuadra, muchachos! Dejad que esos locos se acerquen.

La gran nave, aunque tocada por las baterías de la Estrella, continuaba su audaz carrera hacía el canal de la bahía, como si estuviese segura de poder entrar y aparecer inesperadamente frente a las naves del almirante Cervera.

El acorazado que lo acompañaba, llegado a cuatrocientos pasos del Morro y bastante dañado por los gruesos Krupp, no obstante el espesor de sus planchas de acero, se había parado y después había vuelto al largo a toda máquina.

El trasatlántico, en cambio, había embocado intrépidamente el estrecho canal y continuaba su carrera. Ahora estaba ya tan próximo que Córdoba y la marquesa pudieron leer su nombre.

—¡El «Merrimac»! —exclamó la marquesa.

—Un gran barco de transporte armado orno crucero —dijo el coronel—. ¡Abrid bien los ojos, señora! Está a pocos pasos de la línea minada.

El trasatlántico, que no parecía llevar tripulación a bordo, puesto que ninguno de sus cañones hacía fuego, se había ya adentrado trescientos metros en el estrecho canal, cuando un huracán de acero lo golpeó. Las baterías de la Sopaca y de la Estrella, viéndole pasar por delante, le habían descargado encima todos sus cañones.

El retumbar no había cesado todavía, cuando una inmensa columna de agua, lanzada a lo alto por una sorda explosión ocurrida en el fondo del canal, envolvió la proa del «Merrimac», cayendo luego sobre las orillas del canal.

La nave, ya agujereada por la artillería de la Estrella y de la Sopaca, y destrozada por el estallido de una mina fija a fulminante de mercurio, se volcó impetuosamente sobre estribor, hundiéndose rápidamente.

En el momento en que el agua llegaba a los imbornales invadiendo la cubierta, siete marineros y un teniente salieron del espejo de popa, botaron una chalupa y se alejaron velozmente.

Los artilleros de la Sopaca suspendieron el fuego considerando una barbaridad liquidar, con un shrapnell o con una granada, a aquellos siete adversarios, pero numerosos soldados habían salido de las casamatas.

La chalupa se dirigía hacia la playa, comprendiendo perfectamente todos los que la ocupaban que no habrían tenido tiempo de salir del canal. Desembarcaron a poca distancia de la Sopaca y el teniente que los mandaba dijo a un oficial de artillería, que se dirigía a su encuentro, intimándoles a la rendición:

—Señor, mi misión ha terminado; somos vuestros prisioneros.

Eran siete marineros de la flota americana y el octavo era el asistente naval P. Hobson.

—Pero están locos —dijo la marquesa, que desde el Morro había asistido a toda la escena—. ¿Acaso pretendían tomar Santiago con sólo ocho personas? ¡Qué americanada!

—Os engañáis, doña Dolores —dijo Córdoba—. Los americanos han tenido otro objetivo al mandar aquel gran barco a hundirse en el canal.

—¿Y cuál es, Córdoba?

—El de obstruir el paso para impedir a las naves de Cervera salir al mar.

—¿Y tú crees que han logrado su objetivo?

—Digo que, por el contrario, han sacrificad^ inútilmente un bello navío.

—¿Y por qué? El canal está ahora interrumpido por esta gigantesca carcasa.

—¡Bah…! ¿Y la dinamita, no la tenéis en cuenta? Los buzos se encargarán de hacerla saltar. ¡Ya decía yo que se trataba de un proyecto preparado! Ved cómo las naves americanas se largan y suspenden el bombardeo. Pocas pérdidas hoy, pero ¿qué pasará mañana?

—¿Volverá el cañoneo?

—Preguntádmelo mañana por la noche, doña Dolores.

15. La emboscada de Jaragua

A las cinco de la mañana del seis de junio, o sea, dos días después del hundimiento del «Merrimac», las dos escuadras americanas de Sampson y de Schelley emprendían el tercero y más formidable bombardeo de la plaza sitiada.

Los cinco acorazados mayores, seguidos por otros quince navíos reunidos en dos grupos, se acercaron al canal y a la distancia de cuatro mil metros abrieron un fuego tremendo, intentando derruir el Morro y la Sopaca y desmontar las baterías de la Estrella y de Santa Catalina.

Las granadas, los obuses monstruosos y las bombas rompedoras, granizaban espesas por todas partes, poniendo a dura prueba el coraje de los artilleros españoles, que se encontraban embarazados para responder a tanta furia.

Sobre todo los cañones del 30 y del 33 del «Iowa», del «Oregón», del «Indiana», del «Massachusetts», del «Texas», del «New York» y del «Brooklyn», producían daños considerables, lanzando sus balas hasta la bahía interior.

El «Reina Mercedes» que se encontraba en el canal, ocupado en descombrar los restos del «Merrimac», cuya carcasa había sido hecha saltar durante la noche, fue obligado a abrir fuego con sus cañones Hontoria, ayudado por los dos contratorpederos «Terror» y «Plutón» y por el «Vizcaya» que había dejado el fondeadero del Níspero. En ciertos momentos la masa de los proyectiles era tan grande y las explosiones de las bombas tan tremendas, que parecía posible que el Morro y las baterías iban a ser desbaratadas y que estallasen sus polvorines.

Caían, sin embargo, sobre todo en la Sopaca y en la Estrella, como si los americanos, convencidos de la formidable resistencia que podía ofrecer el fuerte del Morro, hubieran decidido desmantelar las fortalezas menores, contra las cuales eran más efectivos.

Los españoles, a pesar del quebranto de sus baterías, no dejaban de responder, con creciente vigor, intentando maltratar, al máximo posible, las dos escuadras.

Mientras el bombardeo empeoraba, malas noticias llegaban de Aguadores y de Daiquiri. Nueve barcos separados de las escuadras, habían aparecido inesperadamente junto a la punta Cabrera para intentar un desembarco y juntarse con las bandas rebeldes del cabecilla García, descendidas de las montañas. El general Linares y el coronel Aldea, llegados de Aguadores habían ya empeñado un sangriento combate, oponiendo sus fusiles Máuser de pequeño calibre, llevados por los soldados de infantería, a los enormes proyectiles de los acorazados y a las ametralladoras Maxim de las chalupas de desembarco.

Se decía que ya tres mil americanos habían logrado tomar tierra para unirse a los insurgentes y atacar Santiago por la espalda.

Mientras estas poco agradables noticias, que hacían sangrar el corazón de la marquesa y enfurecer al buen Córdoba, llegaban al palacio del estado mayor, el bombardeo de la plaza continuaba con un crescendo espantoso.

Las escuadras enemigas, llegadas hasta setecientos metros del canal, batían ahora incluso la superficie de la bahía interior. Algunas granadas había caído sobre el muelle de Santiago, varias junto a los cruceros españoles, y una, lanzada quizá por los poderosos cañones del «Iowa», había ido a estallar sobre el embarcadero del Cobre, a cincuenta metros del «Yucatán».

A las diez, el fuerte de Santa Catalina estaba en llamas, destruido por las bombas y los shrapnells, mientras las baterías de la Estrella eran reducidas al silencio. Pocos minutos después una bomba del «Oregón» estallaba a bordo del «Reina Regente», sobre el que el coronel Ordenas, uno de los más valientes artilleros, apuntaba personalmente los cañones.

Parte de la obra muerta sobre cubierta quedaba destruida por la explosión del formidable obús, hiriendo al coronel y a treinta y dos marineros y matando otros siete entre los que se hallaba el capitán Aresto, segundo comandante.

A las once, también el contratorpedero «Terror», de trescientas ochenta toneladas, era tocado por una bomba, sufriendo desperfectos, mientras otras dos caían sobre la cubierta del acorazado «Vizcaya», pero sin gran daño.

En aquel momento, sin embargo, los acorazados americanos, algunos de los cuales habían sido seriamente dañados por el tiro de los españoles, suspendían el fuego, adentrándose en el mar. Habían lanzado aproximadamente dos mil proyectiles de grueso calibre, ¡una enorme cantidad de toneladas de acero!

Pero era sólo una pausa. A mediodía, después del almuerzo de los oficiales, el bombardeo volvía a empezar, durando intensamente una hora más. Aunque al comprobar que este despilfarro de pólvora y acero no correspondía a los resultados, a la una de la tarde las dos escuadras se alejaron.

Al mismo tiempo, llegaba la noticia de que el general Linares, con sus valerosos soldados habían rechazado brillantemente a los tres mil americanos que intentaron desembarcar en Daiquiri, y obligado a los insurgentes del cabecilla García a refugiarse de nuevo en las montañas de las que habían bajado.

Esta victoria, una de las más gloriosas de la campaña, había elevado inmensamente la moral de las tropas, de las tripulaciones y de la población española, ya que, a pesar de las fanfarronadas de los yanquis, el bombardeo no había dado ningún resultado y el desembarco intentado no había tenido éxito.

También la marquesa y Córdoba, empezaban a tener esperanzas. La resistencia de Santiago podía cansar a las escuadras adversarias y decidirlas a levantar el bloqueo, dejando el paso libre a las naves de Cervera y al «Yucatán». Desgraciadamente debían perder pronto sus ilusiones. Siete días después de aquel formidable bombardeo, una triste noticia se extendía por Santiago.

La expedición americana concentrada en Tampa, en Florida, formada por dieciséis regimientos de tropas regulares, once de voluntarios, cinco escuadrones de caballería, seis baterías y dos compañías dé ingenieros, un total de veintisiete mil hombres, se había embarcado en veintinueve navíos de transporte y se aproximaba velozmente a las costas meridionales de Cuba, y Caimanera, situada al este de la plaza sitiada, después de un tremendo bombardeo había sido ocupada por la infantería de marina americana.

La noticia cayó como un rayo, ya que hasta el momento nadie había creído que los americanos se decidieran a una acción tan audaz.

—¿Córdoba, qué le ocurrirá a nuestro «Yucatán»? —preguntó la marquesa, cuando el general Torral le comunicó las graves noticias.

—No nos queda más que confiar en el valor de la guarnición —respondió el lobo de mar, con triste voz.

—¿Y si intentásemos salir? Empiezo a perder mi confianza.

—¡Salir! La fortuna puede cansarse de protegernos, doña Dolores, y una bomba de los grandes acorazados americanos bastaría para mandar a pique o por los aires a nuestro «Yucatán».

—Nuestro barco es pequeño y aprovechando una noche oscura podríamos salir inadvertidos de Santiago.

—Los americanos vigilan demasiado. No, no arriesguemos tanto; esperemos.

—¿Y qué podemos esperar?

—No lo sé, pero no tentemos a la suerte, doña Dolores. ¡Quién sabe! Puede sobrevenir algún acontecimiento imprevisto que nos permita alcanzar la libertad para nuestro valeroso «Yucatán»…

Desdichadamente, las previsiones algo más optimistas del bravo teniente, debían ser desmentidas en breve de una manera desagradable.

A la noche siguiente, las escuadras americanas estrechaban más el cerco y recomenzaban el bombardeo, no sólo de los fuertes de Santiago, sino también de la costa, intentando destruir El Caney, Aguadores y Guantánamo, localidad situada al este de la plaza asediada.

En este bombardeo, iniciado la noche del 15 al 16 de junio, se utilizaron por primera vez los cañones a dinamita, embarcados sobre el crucero americano «Vesuvius» y de los que los yanquis se prometían maravillas.

Esta pequeña nave no desplazaba más que trescientas setenta toneladas, casi igual que el «Yucatán»; ideada por el capitán Zalinski y construida en 1888, estaba armada con tres cañones del calibre 38, de dieciséis metros de largo, con la culata gruesa y el cañón, en cambio, delgadísimo.

Su munición consistía en obuses que contenían doscientas cincuenta libras de dinamita y eran disparados por medio de aire comprimido, para no anticipar la deflagración de aquella enorme cantidad de materia explosiva.

Las esperanzas de los sitiadores no correspondieron, sin embargo, a la expectación, a causa del poco alcance de estos cañones. No se lanzaron más que tres obuses y solamente uno cayó sobre las escolleras de la isla Smith, dentro del canal de Santiago, haciendo más ruido que daño, puesto que únicamente las rocas recibieron los efectos del horrísono estampido.

En la mañana del 17 la situación de los sitiados no había cambiado; el bombardeo no había causado graves daños.

Pero se supo que un cuerpo de infantería de marina americano, apoyado por algunos acorazados, había logrado desembarcar en Guantánamo, después de que el pueblo y las obras provisionales de defensa construidas por los españoles quedaron destruidos por las granadas de los barcos.

Los defensores de esta localidad fueron obligados a retirarse ante la lluvia de obuses, y tuvieron que atrincherarse sólidamente en los bosques para impedir el avance de los enemigos y evitar el peligro de que se juntasen a los insurrectos.

Esta noticia produjo una profunda impresión en los sitiados, tanto más porque se esperaba de un momento a otro la llegada de la gran expedición americana que, al parecer, había partido ya de Tampa, para tomar Santiago por la espalda y obligarla a la rendición, así como a la escuadra española, reducida ahora casi a la impotencia.

Para aumentar los temores, durante el día, las dos escuadras americanas emprendían de nuevo el bombardeo con mayor violencia, sobre todo hacia Guantánamo y Aguadores, para impedir a las fuerzas españolas que acometieran y arrojaran al agua a los marinos desembarcados.

Más de mil granadas fueron lanzadas contra las baterías exteriores del canal de Santiago y sobre las playas de Aguadores, causando importantes daños. Esto no impidió, sin embargo, que las tropas españolas acampadas en los bosques rechazaran a la infantería de marina americana desembarcada en Guantánamo, obligándola a refugiarse bajo la protección de sus acorazados, después de dejar numerosos cadáveres alrededor del pueblo destruido.

Todo dejaba presentir el inminente desembarco de la gran expedición. La frecuencia de los bombardeos, la granizada explosivos, lanzados sobre las baterías de Aguadores y de El Caney, la obstinación de los acorazados en defender Guantánamo y la patita de Daiquiri para impedir a los españoles, que dominaban los bosques, la recuperación de estas posiciones, eran pruebas evidentes de que Sampson y Schelley preparaban el terreno para un importante desembarco.

A pesar de todo, transcurrieron bastantes días antes de que llegara alguna noticia sobre el arribo de la expedición americana. No pasó nada hasta la mañana del 21 de junio cuando, desde lo alto del fuerte del Morro, fue avistada una imponente escuadra, navegando en alta mar.

Se componía de más de treinta grandes barcos, escoltados por algunos acorazados y cañoneras. Al mismo tiempo, llegaba la noticia de que una parte de la escuadra de Schelley, apartándose de Santiago, bombardeaba furiosamente las baterías de Aguadores, Zuraguo, Siboney, Cabaña y la punta Derrace para desalojar a los españoles que defendían las playas.

La marquesa doña Dolores y Córdoba, viendo que no había nada que hacer por el momento en Santiago y que no existía la posibilidad de forzar el bloqueo, que se había estrechado más que nunca, decidieron dirigirse hacia las costas orientales de Cuba.

Obtenido el permiso del general Torral, de tomar parte en las operaciones bélicas con la tripulación del «Yucatán», que estaba impaciente por atacar a los odiados yanquis, la mañana del 22 partían hacia El Caney, acompañados por cien marineros y maestro Colón, con equipo de campaña.

Su plan era continuar la marcha hacia Siboney, donde se decía que las tropas americanas habían ya desembarcado, o hasta Daiquiri, otro punto elegido por el enemigo para emprender la marcha hacia Santiago.

Hasta el atardecer del 23 la pequeña columna no pudo llegar a las proximidades de Siboney, a causa de las dificultades que presentaban los espesos bosques que se habían visto obligados a atravesar.

Un furioso combate ocurrió en aquellos contornos entre las tropas americanas del general Shafter, ya desembarcado con la protección de los acorazados, y las tropas españolas encargadas de la defensa de la costa.

No obstante la lluvia de granadas lanzadas por los grandes acorazados, las columnas españolas, con un fuego nutrido, habían repelido brillantemente a las tropas americanas, después de haber abandonado Siboney y Daiquiri completamente destruidas e incendiadas por los obuses.

Únicamente a la izquierda de Daiquiri, los españoles oprimidos por el número y amenazados por un movimiento envolvente de otras columnas americanas desembarcadas a doce kilómetros del pueblo, se habían visto obligados a ceder, retirándose hacia las faldas de Sierra Maestra.

Cuando la marquesa y su tripulación llegaron a las cercanías de Siboney, la batalla había cesado poco antes.

El pueblo, derruido por las bombas e incendiado, ardía todavía, expandiendo una tétrica luz sobre las aguas del mar y los bosques vecinos. Densas columnas de humo y nubes de chispas que el viento transportaba hacia las plantaciones, escapaban todavía de las ruinas y los muros agujereados de las pocas casas que todavía permanecían en pie.

Los cadáveres, que yacían por las callejuelas, acababan de consumirse en medio de las vigas en llamas caídas de los techos y esparcían alrededor un hedor acre de carne quemada.

En la playa grandes fogatas indicaban los campamentos americanos, mientras a lo lejos, en el mar, los acorazados lanzaban haces de luz eléctrica hacia los bosques. Algún cañonazo retumbaba oscuramente y una gruesa granada, pasando sobre el campo americano, iba a caer en medio de las casas del pueblo causando nuevas ruinas o derribando, con ruido sordo, los muros que todavía quedaban en pie.

Triste noche de sangre, de fuego y de ruinas.

La marquesa y sus valientes pasaron de largo junto al desgraciado pueblo y se encontraron con las columnas españolas que ocupaban firmemente las faldas de Sierra Maestra, atrincheradas en los espesos boscajes.

El comandante de las columnas españolas hizo muy buena acogida a este refuerzo llegado tan oportunamente, especialmente porque se sabía que un importante cuerpo de caballería americana tenía el encargo de desalojarles de los bosques que ocupaban.

Habían sido pedidos refuerzos al general Linares, encargado de la defensa de la zona minera, pero la respuesta había sido negativa, ya que también por aquel lado gruesas columnas americanas amenazaban las posiciones importantes.

Pero no fue hasta la mañana del 25 cuando la caballería americana, después de desembarcar todo el cuerpo de la expedición, se decidió a adentrarse en el campo para abrir camino a la infantería y a la artillería.

Era un regimiento completo de rough-riders (caballería rural) compuesto de voluntarios pertenecientes a las más conspicuas familias de los Estados Unidos, armados de sable, revólver y un lazo de cuero, como si los españoles fueran bueyes o caballos salvajes del Far-West que hubiera que cazar a la carrera o hacer prisioneros.

Estaban mandados por el teniente coronel Roosevelt, que se había propuesto conducir decididamente sus voluntarios dentro de los muros de Santiago.

Los españoles estaban emboscados cerca de Jaragua, sabiendo que esta localidad debía ser el primer objetivo del regimiento enemigo.

La marquesa del Castillo, Córdoba y sus marineros reclamaban el honor de ocupar una densa espesura de mangles que se encontraba en la vanguardia de las tropas emboscadas, para ser los primeros en medirse con estos extraños caballeros.

—Doña Dolores, no os expongáis demasiado —dijo Córdoba, en el momento en que en lontananza se oían los relinchos de los caballos enemigos—. Si nos mantenemos todos escondidos, no sufriremos ninguna pérdida.

—Estoy impaciente por hacer fuego también yo contra los odiados yanquis —respondió la marquesa—. Intentaré devolver las balas que han arrojado contra mi «Yucatán»; serán balas infinitamente más pequeñas, pero matarán igualmente.

En aquel momento, algunos cazadores españoles que se habían adelantado hacia las márgenes del bosque para vigilar los movimientos de los rough-riders, pasaron junto a la espesura, corriendo.

—¿El enemigo? —preguntó Córdoba.

—¡Se acerca al galope! —respondieron los cazadores—. ¡Preparados para hacer fuego!

El regimiento avanzaba vociferando como si se dirigiera a una partida de placer. Aquellos jóvenes, la mayor parte bisoños en el combate, creían que pondría en fuga a los españoles con su sola presencia o, todo lo más, a golpes de lazo.

La tropa, dividida en dos gruesas columnas, se había ya metido entre los árboles, enredándose en medio de un verdadero caos de bananos, mangles y cedros enormes. Solamente unos pocos exploradores iban algo adelantados y parecía como si no dieran importancia a la proximidad del enemigo.

Córdoba y la marquesa se habían levantado, ocultándose tras un tronco enorme, mientras sus marineros estaban extendidos entre los matorrales, teniendo los fusiles apuntados.

De repente se oyeron algunos toques de trompa, después una fanfarria atacó vigorosamente. Debía ser la señal para la carga.

Tras un instante doscientos o trescientos caballos se lanzaron a lo loco, desordenadamente, por entre los árboles.

Los voluntarios cargaban llevando el lazo en la mano derecha y el sable en la izquierda.

Una descarga imprevista partió de la espesura ocupada por la marquesa y los marineros del «Yucatán». Los exploradores que galopaban delante del grueso del escuadrón oscilaron sobre la silla de sus caballos, cayendo después a derecha e izquierda.

Los rough-riders que venían detrás se arrojaron hacia adelante, pero de todas partes partieron furiosas descargas. De cada matorral, de cada zarza, de cada haz de hierba, detrás de cada tronco de árbol los disparos retumbaban.

Los americanos que creían que iban a barrer a los adversarios como si fueren simples conejos o caballos salvajes de las grandes praderas del Far-West, se detuvieron de golpe, disparando al azar con sus revólveres, desbandándose a continuación desordenadamente, mientras las descargas de los marineros del «Yucatán» y de los españoles continuaban cerradas, espesas, implacables.

Pero tras este primer escuadrón quedan otros más numerosos. El teniente coronel Roosevelt se pone a su cabeza y los conduce hacia adelante al galope, mientras ordena que truenen los cañones de tiro rápido que han sido conducidos hasta allí.

Esta orden no tiene ningún éxito por el simple motivo de que los artilleros, tras las primeras descargas de los españoles, se habían escapado valerosamente, dejando a los rough-riders el trabajo de arreglárselas solos.

Mientras la confusión llegaba al máximo, una densa descarga truena en el flanco de los caballistas.

La marquesa y Córdoba, creyendo que llegaba un nuevo refuerzo de españoles, se habían levantado. Ante su sorpresa oyeron a las trompas de los soldados de caballería el toque de «cesad el fuego».

Estas descargas habían sido hechas por un escuadrón de americanos mandado por el capitán Capron. Habiendo equivocado el camino, al ver a estos hombres, hacía fuego contra los escuadrones del coronel Roosevelt, creyéndoles enemigos emboscados.

—¡Bueno…! —murmuró la marquesa—. Los yanquis se matan entre ellos.

—Atención, doña Dolores —dijo Córdoba—, el ataque vuelve a empezar.

Los rough-riders animados por su coronel volvían a la carga alocadamente.

Los escuadrones pasaron como un huracán frente a la espesura ocupada por los marineros del «Yucatán», recibiendo de lleno las descargas de fusilería e intentaron, con un esfuerzo desesperado, meterse en el bosque para desalojar a los españoles.

Vano intento. Las descargas de fusilería se repiten con mayor furia, cada vez más mortíferas.

Los españoles no retroceden un solo paso y no abandonan sus matorrales. Disparan a quemarropa contra caballos y caballistas, decididos a exterminar a unos y otros si no retroceden.

Era demasiado para los rough-riders. El teniente coronel Roosevelt, tocado por una bala rebotada contra un árbol, había caído gravemente herido en los ojos y en las orejas por las heridas de plomo; el capitán Luna estaba liquidado, el capitán Mac-Glintok herido en una pierna y el mayor Crosbice tenía un brazo roto.

A un lado y otro un buen número de caballos y de soldados yacían sin vida entre las ramas y las raíces.

Un último esfuerzo y la derrota de los rough-riders sería completa.

La marquesa se había abalanzado valientemente hacia adelante, gritando:

—¡A la bayoneta, mis valientes!

Los cien marineros del «Yucatán», oyendo la voz de su capitana, saltaron del matorral y cayeron en medio de los escuadrones desorganizados destripando caballos y caballeros, mientras los españoles salen de todas partes fusilando a las primeras columnas.

Los rough-riders, acribillados de frente y cargados por los flancos, no resisten. Espolean furiosamente a sus caballos y huyen desordenadamente a través de la floresta, abandonando a unos sesenta camaradas sobre el campo de batalla.

—¿Y bien, amigo Córdoba? —preguntó la marquesa, que oprimía el fusil todavía humeante—. ¿Qué me dices?

—Que les hemos zurrado bien a estos fanfarrones, pero ¿y después?

—¿Qué quieres decir?

—Digo que no sé si podremos zurrarles siempre, doña Dolores —dijo el lobo de mar, con un suspiro.

16. El asalto a aguadores y el Caney

Después del descalabro sufrido por la caballería americana en Jaragua, por ambas partes se había concedido un poco de tregua. Aunque todavía seguían produciéndose pequeños encuentros, más bien escaramuzas de puestos avanzados que verdaderos combates.

Los americanos habían aprovechado para desembarcar completamente el cuerpo de operaciones, constituido por cerca de veintisiete mil hombres, fuerzas dos veces superiores a las de los españoles, que por su lado habían recibido muy poca ayuda.

Solamente el coronel Escario, comandante de Manzanillo, obtenido del mariscal Blanco el permiso para acudir en ayuda de la plaza sitiada, recogió unos cuantos centenares de combatientes y con una audaz y rapidísima marcha, logró entrar en Santiago, burlando al mismo tiempo la vigilancia de los insurrectos y de los americanos.

Pero esta tregua no debía durar mucho. El general Chafter comandante supremo de las fuerzas americanas, se preparaba para un golpe desesperado, con intención de tomar por asalto la plaza sitiada.

Ya hacia los últimos días de junio, importantes masas de tropas americanas se habían ido concentrando poco a poco, amenazando El Caney, pueblo situado a sólo siete kilómetros de Santiago y Aguadores, la llave de la plaza que defendía el fuerte castillo del Morro por el lado de tierra.

Doña Dolores, queriendo tomar parte activa en la campaña, después de la batalla de Jaragua se había apresurado, por consejo de Córdoba, a dirigirse a El Caney, que estaba ocupado por cuatro compañías de cazadores al mando de uno de los más valientes generales españoles, Joaquín Vara del Bey y Rubio.

El pueblo había sido fortificado a toda prisa con numerosas trincheras y empalizadas, mas estaba falto de artillería al no haber querido desguarnecer los muros de Santiago. El general Rubio, sin embargo, era un hombre en quien se podía tener absoluta confianza y compensaba en parte esta grave falta.

La marquesa, como en Jaragua, había solicitado el honor de hacer combatir a sus valientes marineros en primera línea y le había sido confiada la defensa de una de las más importantes trincheras.

Hasta la mañana del 1º de julio no llegó la noticia de que los americanos, en número de veinte mil, se preparaban para un ataque general contra El Caney y contra Aguadores, localidad defendida por otro valeroso general español, Linares.

La superioridad numérica de los americanos era enorme, puesto que a duras penas los españoles podían oponerles cinco o seis mil hombres. Con el agravante de que los primeros, frente a Aguadores, tenían el apoyo de los poderosos cañones de su flota.

El general Rubio, apenas tuvo noticia de los movimientos de los americanos como prudente caudillo, envió numerosos exploradores en todas direcciones para conocer el número de sus adversarios, disponiendo después a sus bravos cazadores, que debían más tarde cubrirse de gloria, tras las trincheras.

La marquesa, con Córdoba y sus marineros y media compañía de cazadores ocupaba firmemente una estacada, defendida por un profundo foso.

A las diez de la mañana, el general Rubio, sabía ya con qué formidable enemigo tenía que habérselas. Las fuerzas americanas estaban compuestas por una división, manda da por el brigadier general Lawton, y por la brigada mandada por el general Baters, además de algunos escuadrones de caballería ligera.

Era demasiado para las cuatro compañías que defendían El Caney, a pesar de que los españoles se habían preparado animosamente para la lucha, aunque no ignorasen la suerte que les esperaba, siendo absolutamente imposible sostener el choque contra tantas columnas.

—Doña Dolores —dijo Córdoba…, aquí se trata no de vencer sino de morir. Es imposible resistir a tantos yanquis.

—Está bien, mi valiente Córdoba, moriremos —respondió la intrépida mujer—, moriremos con el grito en los labios de: «¡Viva la patria!».

—¡Vos, tan joven y tan bella, morir…! Doña Dolores, dejadme a mi y a nuestros marineros la labor de salvar el honor de nuestro «Yucatán».

—No, Córdoba; no dejaré este puesto.

—Dentro de poco aquí se librará un atroz combate.

—Tanto mejor.

—Menudearán las balas y habrá montones de cadáveres.

—No tengo miedo.

¡Doña Dolores…!

—¡Basta, Córdoba! ¡En pie, mis valientes! ¡Vamos a combatir por la bandera de la vieja España! —gritó la marquesa.

Las columnas americanas entonces desembocaban del bosque, desplegándose rápidamente en orden de batalla. Sus baterías, tomando posición sobre una pequeña loma, habían empezado ya el fuego, martilleando las trincheras y los terraplenes.

En aquel momento supremo también se oía, hacia Aguadores, tronar el cañón furiosamente y, sobre el mar, retumbaban oscuramente las colosales piezas de los acorazados americanos.

También por aquel lado había empezado una tremenda batalla. Dieciséis mil americanos, conducidos por el general Shafter, atacaban a los tres mil españoles del general Linares atrincherados en aquella localidad.

Como puede verse, en ambos campos de batalla la lucha era desigual, pero, a pesar de todo, los hijos de la caballerosa España se preparaban para sostener intrépidamente el ataque del formidable y despótico adversario.

La división del general Lawton, apenas desplegada en orden de batalla, se arrojó sobre El Caney seguida por la brigada Baters y flanqueada por los rough-riders, segura de la victoria.

Las ametralladoras Maxim de setecientos disparos por minuto habían empezado a tronar sin descanso contra las trincheras de El Caney, pero los españoles no se atemorizaron por ello.

Cubiertos detrás de sus defensas, respondían valientemente con sus fusiles de pequeño calibre, hostigando a las columnas americanas con una precisión cada vez más mortífera.

Las balas de fusil y de cañón silbaban por todas partes, esparciendo la muerte. Algunas bombas incendiaron las casas del pueblo, que ardieron rápidamente arrojando al aire montones de chispas y nubarrones de humo.

Las potentes columnas americanas, que creían poder barrer pronto a aquel puñado de héroes con sólo mostrarse, se detuvieron. Los fusiles de pequeño calibre de los cazadores habían ya hecho estragos en la vanguardia. Montones de muertos y heridos se veían por doquier y también un gran número de caballos expiraban en las márgenes del bosque.

Empezaban a darse cuenta de que los soldados españoles no eran hombres que cedieran tan fácilmente el campo, a pesar de ser oprimidos por fuerzas superiores, y frente a una resistencia tan tenaz no sabían qué táctica emplear.

Sus generales, sin embargo, sabiendo que podían disponer de tropas frescas y considerándose seis veces más poderosos que los defensores del pueblo, decidieron intentar un golpe desesperado.

Tres mil hombres, reunidos en dos columnas de ataque, fueron lanzados contra El Caney con la orden de tomar por asalto las trincheras y desalojar a los defensores.

La situación se volvía peligrosísima. Córdoba, sufriendo por la marquesa, intentó un último esfuerzo para convencerla de que se retirara.

—¡No, yo permaneceré aquí mientras ondee la bandera de la patria!

Ésta fue la única respuesta que obtuvo de la intrépida capitana del «Yucatán».

El asalto fue tremendo. Los tres mil americanos se arrojaron con ímpetu irresistible contra el pueblo, intentando rebasar las trincheras, pero el fuego terrible de los cazadores los detuvo bien pronto.

Diezmadas las columnas, heridas casi a quemarropa, a pesar de que el número de combatientes era con mucho superior a los españoles, se derrumbaron antes de llegar a los fosos.

Completamente desbaratadas, se vieron obligadas a replegarse desordenadamente sobre la brigada del general Baters, dejando el terreno atestado de muertos.

La heroica guarnición había resistido admirablemente, venciendo además en aquel primer choque.

Pero la lucha no acababa aquí. Nuevas tropas de refresco sacadas de la brigada Baters entraban en acción.

El segundo ataque fue más tremendo y más obstinado que el primero y también esta vez los cuatro batallones de cazadores, a pesar de sus enormes pérdidas, consiguieron rechazar a los asaltantes.

Un tercero no fue más afortunado. Los americanos repetidos por todas partes, habían sufrido un descalabro completo.

Todo el campo de batalla estaba obstaculizado por muertos y moribundos; en algunos sitios había verdaderas montañas de cadáveres.

Eran entonces las cinco de la tarde; justamente en aquel momento llegaba la noticia de que el general Linares había resistido el ataque de los catorce mil americanos de Shafter infligiéndoles pérdidas gravísimas.

Aguadores estaba libre pero El Caney todavía no, su situación era todavía muy apurada. Sin un pronto socorro corría el peligro de ser tomado por asalto, ya que los cazadores no podrían aguantar mucho más. Las ametralladoras Maxim los habían diezmado en los tres asaltos que, aunque rechazados, habían costado sacrificios desastrosos.

A las cinco y cuarto las columnas americanas intentaron un último y más impetuoso ataque.

La división del general Lawton, la brigada del general Baters y los rough-riders, más de cinco mil hombres, se precipitaron sobre El Caney simultáneamente.

Los cuatro batallones no retrocedieron. Quemaron resueltamente los últimos cartuchos y se arrojaron después con la bayoneta calada, contra los yanquis, empeñando un combate cuerpo a cuerpo.

No eran más que quinientos o seiscientos, a pesar de ello la lucha fue larga y obstinada. Vencidos finalmente por el número, impotentes para hacer frente a tantos enemigos, a las cinco y media empezaron a replegarse.

El general Rubio, que combatía en primera fila como un simple soldado, viendo que la batalla estaba ya perdida y que El Caney iba a ser tomado, no quiso sobrevivir al deshonor de la derrota.

Recogiendo una bandera caída de las manos de un alférez desplomado a su lado, el general se abalanzó en medio de los escuadrones de rough-riders que lo cargaban de frente, gritando:

—¡A mí, mis valientes! ¡Viva España!

Aquel héroe fue visto cuando derribaba, con su sable, a bastantes caballistas enemigos, cayendo después bajo una granizada de golpes para no levantarse más.

El sentimiento magnánimo que se encuentra siempre en un enemigo valeroso y verdaderamente fuerte, debía ser desconocido a la caballería americana, que prefirió matar a aquel valiente antes que hacerlo prisionero.

La muerte del defensor de El Caney puso fin a la sangrienta batalla.

Los españoles, incendiado el pueblo, se salvaron en los bosques, después de haber hecho pagar al enemigo bien cara la victoria, puesto que más de mil quinientos americanos quedaron sobre el campo.

La marquesa y Córdoba, seguidos por sesenta y cuatro marineros, por haber caído los otros detrás de las trincheras durante el último ataque a la bayoneta, para servir de escudo a su capitana, abandonaron el pueblo después de ver a los americanos escalar los terraplenes e irrumpir a través de las brechas abiertas en las empalizadas.

La marquesa iba a caballo, al haber encontrado uno que huía por las calles del pueblo, y los otros a pie; la retirada se realizaba rápida, a pesar de que los americanos no se sintieron en situación de molestar a los valerosos defensores de este puesto avanzado.

A las once de la noche, la patrulla, después de haber dado muchas vueltas en medio de los espesos bosques, llegaba a Aguadores.

Allí se ofrecían a cada paso horrendos espectáculos, por haberse debatido en aquellos contornos los más ásperos combates.

Los caseríos estaban en llamas o iluminaban siniestramente el campo de batalla. Cúmulos de cadáveres, formados en su mayor parte por americanos, se alzaban por doquier. Había hombres y caballos confusamente mezclados, amontonados, yaciendo entre charcos de fango sanguinolento.

Gran número de urubú, los cuervos del golfo de México, revoloteaban por encima de aquella carnicería, descendiendo aquí y allá para regalarse con los miembros todavía calientes de aquellos desgraciados, muertos por el plomo enemigo.

Terribles escenas se sucedieron también en Aguadores, no menos sangrientas que las de El Caney. Se habían realizado furiosos asaltos, tremendas cargas de las espesas columnas americanas; pero allí los españoles, más afortunados, a pesar de los estragos horrendos producidos por los cañones de tiro rápido y no obstante la enorme superioridad numérica de los adversarios, habían vencido, cubriéndose de gloria.

El general Linares, su comandante, era el héroe de la jornada y estaba herido gravemente en un brazo; sus dos ayudantes habían muerto, pero dos mil americanos quedaron sobre el campo de batalla, entre muertos y heridos.

Cuando la marquesa llegó a Aguadores, los españoles mantenían todavía fuertemente sus posiciones, pero esta localidad parecía transformada en un inmenso hospital.

Centenares de heridos, que eran recogidos en el campo a la luz de las antorchas, llegaban a cada instante, reducidos a un estado miserable, mutilados, con tajos de sable, cubiertos de polvo y de sangre.

¡De cada tienda, de cada cabaña, detrás de las trincheras, se oían aullidos estremecedores, roncos lamentos o estertores de moribundos y esta horrible recolección no había acabado aún! ¡Bajo montones de cadáveres, otros heridos imploraban ayuda o morían, solos, en medio de la pavorosa oscuridad, entre un verdadero baño de sangre!

La marquesa, con el corazón contristado, oprimida por una angustia inexpresable, había ya atravesado las trincheras para dirigirse al puesto del general Linares y ponerse a sus órdenes, cuando fue requerida por un capitán de cazadores, al que ya había visto cerca del general Torral.

—Señora del Castillo, os estaba buscando por orden del general.

—¿Sabíais pues que había escapado a la muerte?

—SU marquesa, lo he sabido por algunos cazadores que han tomado parte en la batalla de El Caney.

—¿Y qué deseáis?

—Si os importa salvar vuestro «Yucatán», no tenéis un minuto que perder.

—¿Qué queréis decir?

—Que la escuadra del almirante Cervera se prepara para abandonar Santiago.

—¡Van a zarpar! —exclamó la marquesa, en el colmo del asombro—. ¿Y los buques de Sampson y de Schelley?

—Mejor morir combatiendo sobre el mar, que rendirse más tarde sin lucha, señora —dijo el capitán—. Santiago está perdido para España y acaso también Cuba.

—¿Y la victoria de hoy?

—Será una derrota mañana. Partid, señora, si queréis intentar la salvación de vuestro «Yucatán».

La marquesa lo miró durante algunos instantes sin responder, como si se sintiera oprimida por una inmensa angustia, y después dijo lentamente, volviéndose hacia Córdoba:

—Vamos a morir, amigo mío… Nuestra misión ha terminado.

17. La retirada de Cervera

La noche del 3 al 4 de julio, después de un breve consejo de guerra la escuadra española, que desde hacía muchos días asistía impotente al bombardeo de Santiago, dejaba silenciosamente sus fondeaderos para intentar un golpe supremo.

Iba a desafiar a la muerte, segura de sucumbir, pero la marina española no quería rendirse sin combate, ni amainar sus banderas, ondeantes en la cima de los mástiles, sin haber gastado todas sus municiones.

La victoria de Aguadores y el heroísmo de los soldados españoles no habían sido suficientes para liberar la plaza asediada por un cerco de hierro.

Santiago estaba ahora destinado, pronto o tarde, a caer por falta de defensores. Las ayudas prometidas por el mariscal Blanco no habían llegado a tiempo y el general Pando con sus siete mil hombres era demasiado poca cosa para resistir mucho tiempo los nuevos ataques de las fuerzas de tierra y de mar de los yanquis.

Por otra parte, órdenes telegráficas se recibían de España y decían claramente que la flota debía salir del puerto a cualquier precio para acudir en defensa de La Habana, y el almirante Cervera, como buen soldado, esclavo del deber, no creyó oportuno responder ni una sílaba. Iría al encuentro de una muerte segura, ¿pero qué le importaba a aquel valiente? El honor de la bandera española, ante todo.

A medianoche todo estaba dispuesto para la fuga. Las máquinas estaban encendidas, las tripulaciones reunidas a bordo de las naves, las luces apagadas, los polvorines abiertos, los cañones cargados, todos los hombres en su puesto de combate para la suprema lucha.

Una rayo de esperanza entró en el corazón de aquellos valientes. Se sabía que la mayor parte de las naves americanas se habían dirigido hacia Aguadores para repetir el bombardeo al día siguiente, así que existía la probabilidad de no tener que enfrentarse con todos los barcos de las dos poderosas escuadras mandadas por Sampson y Schelley.

A las dos de la mañana, mientras el almirante Cervera abandonaba el «Cristóbal Colón» y se embarcaba en el «Vizcaya», haciendo desplegar sobre este barco la enseña del mando supremo, el contratorpedero «Furor», mandado por el almirante Villamil, fue enviado a la salida del canal para espiar a los buques americanos.

El «Yucatán» lo había ya precedido. La marquesa y Córdoba, sabiendo que no podían afrontar la lucha, lo sumergieron hasta la línea de flotación y replegaron los mástiles.

Impotentes para seguir a los grandes navíos por el camino del honor, esperaban al menos poder escapar sin ser vistos, aprovechando la confusión que seguramente se produciría.

La oscuridad era todavía bastante espesa, pero observando atentamente la negra línea del horizonte, la marquesa y el almirante Villamil pudieron comprobar que sólo poquísimas naves americanas navegaban fuera del canal.

Mientras el almirante comunicaba a Cervera esta agradable nueva, Córdoba se había dirigido a la marquesa^ diciéndole:

—No cometáis ninguna locura, doña Dolores. Apenas las naves españolas hayan salido, ciñámonos a la costa e intentemos ponemos a salvo hacia Santo Domingo.

—¿Y deberemos huir así, como ladrones, sin combatir, mientras nuestros compatriotas van al encuentro de la muerte? —dijo la marquesa, con voz dolorida.

—Pensad que una sola granada americana puede mandamos a todos a pique. Nuestra nave es un barco de carreras y no de combate. ¿Prometéis obedecerme? No tenéis el derecho de sacrificar a nuestra tripulación.

—Te obedeceré, Córdoba —murmuró la valerosa mujer, con un suspiro.

Después agregó, con un sollozo sofocado:

—¡Dios proteja a la escuadra española…!

En aquel momento la flota de Cervera, en el más profundo silencio, avanzaba por el canal, soslayando la carcasa del «Merrimac».

Iba delante el «Cristóbal Colón», imponente, con sus dos chimeneas, la bandera española colocada en el asta de popa, la bandera que le había sido dada por las bravas mujeres de la ribera ligur, cuando descendía al mar de los diques de los astilleros de Ansaldo, entre los aplausos de los italianos.

La poderosa nave, honor y alarde de la industria italiana, desplazaba solamente seis mil toneladas, pero era la más sólida de toda la escuadra española y debía dar pronto pruebas de su excepcional robustez y confirmar plenamente la famosa frase: «a prueba de escollos».

Medía cien metros de eslora y dieciocho de manga, llevaba cuatrocientos cincuenta hombres a las órdenes de uno de los más intrépidos lobos de mar de España, el capitán Díaz Moreau, y su principal armamento consistía en dos gruesos cañones Hontoria del 254 y un gran número de piezas de tiro rápido de varios calibres.

Seguían, uno detrás de otro a causa de la angostura del canal, el «Almirante Oquendo», acorazado de siete mil toneladas, tripulado por quinientos hombres a las órdenes del capitán San Lázaro, después el «Vizcaya», el más poderoso, luego el «Colón» de 104 metros de largo y tripulado por quinientos hombres, mandados por el capitán Antonio Eulate, seguido del «Infanta María Teresa», de igual tamaño y mandado por el capitán Víctor Conca.

Finalmente iban los dos contratorpederos «Furor» y «Plutón», naves muy rápidas que alcanzaban veintiocho nudos y que llevaban tres tubos lanzatorpedos, gobernados por el almirante Villamil, el capitán Carlier y el capitán Vázquez; seguía después el «Yucatán», guiado por la marquesa.

El quinto acorazado, el «Reina Mercedes», demasiado dañado durante el bombardeo de Santiago, había sido dejado en el puerto para hundirlo en el canal en el caso de que las escuadras americanas intentaron forzar el paso.

El instante era supremo, terrible, ya que todos sabían ahora que iban a jugar una partida desesperada. La muerte estaba frente a aquellos valerosos marinos, escondida entre las tétricas aguas del mar Caribe y tendía ya hacia ellos sus brazos descamados. ¿Qué les importaba a estos audaces? ¡Adelante siempre por la gloria de España!

Todos estaban preparados para la lucha monstruosa. Los comandantes, dentro del alcázar, espiaban ansiosamente al enemigo que se ocultaba entre las tinieblas; los marineros, tras las enormes piezas de artillería de la cubierta o tras los cañones de tiro rápido, con la mano en el disparador, esperaban la orden para desencadenar huracanes de hierro contra el formidable enemigo; maquinistas y fogoneros, sepultados en las profundidades de la bodega, frente a las ardientes calderas, esperaban impávidos el estruendo de la artillería, anunciador de la victoria o la muerte.

Ya el «Cristóbal Colón» pasa el último trozo del canal y se lanza sobre las ondas del mar Caribe, detrás de él avanzan los otros navíos.

De repente un formidable y ensordecedor trueno estalla sobre el mar. Los barcos americanos se han dado cuenta de la fuga de la escuadra española y se preparan para precipitar masas terribles de acero contra el minúsculo enemigo.

Un traidor o la casualidad les ha advertido de la audaz tentativa del almirante español, y toda la escuadra de Schelley compuesta por doce de los más monstruosos acorazados, corre a toda máquina hacia los cuatro navíos para destrozarlos, mientras la de Sampson deja precipitadamente Aguadores para tomar parte en el desigual combate.

Un grito escapa de las torretas de los comandantes españoles:

—¡A toda máquina! ¡Fuego a discreción!

¡La lucha ha comenzado, lucha tremenda, inexorable, atroz!

La flota americana acude de todos los puntos del horizonte y cae sobre la escuadra española para cerrarle el paso o para enviarla, destrozada, quebrantada, a los abismos del mar Caribe.

El potente acorazado «Indiana», mandado por el capitán de navío Foyler, que se encontraba más próximo al canal, es el primero en abrir fuego vomitando granadas de grueso calibre y nubes de proyectiles menores. Las gigantescas piezas de sus torres y sus numerosos cañones de tiro rápido truenan furiosamente, sin pausa, barriendo el mar y la costa y enfilando la cubierta del «Almirante Oquendo».

El «Brooklyn», uno de los más fuertes cruceros americanos, y el «Texas» se le unen para batir en brecha los costados de la pobre nave.

El «lowa», el más monstruoso de los acorazados de los Estados Unidos, el «Oregón» y el «Massachusetts» se arrojan sobre el «Cristóbal Colón» que se dirige veloz hacia el mar, mientras los otros atacan de cerca al «Vizcaya» y al «Infanta María Teresa», cubriéndolos con una lluvia de acero y un ciclón de granadas.

El fuerte del Morro entra entonces en acción, intentando proteger desesperadamente a la escuadra española. Sus cañones Krupp truenan sin descanso, apresuradamente, con un estruendo ensordecedor, lanzando repetidamente sus masas de acero, pero con poca fortuna, ya que la distancia aumenta cada vez más.

Los cuatro acorazados españoles, con el gran estandarte de España izado en el asta de popa, escapan a toda máquina para evitar el cerco de hierro que intenta encerrarlos. Sus cañones disparan en un crescendo espantoso. De las torres de la cubierta y de las bordas salen sin interrupción torrentes de proyectiles, mientras los comandantes, impávidos ante el estallido de las enormes granadas americanas, ordenan fríamente la maniobra.

Por todas partes surgen nuevas naves, por doquier nuevos adversarios. Delante, detrás, en los flancos, el enemigo, cuatro veces más poderoso y más numeroso acude a cercarlos y a enviarles tempestades de mensajeros de muerte. Pero ¿qué importa?

—¡Adelante siempre, por el honor de España!

En medio de aquel enorme estruendo, de aquel embrollo de barcos, de aquella confusión horrenda, el pequeño «Yucatán», guiado por la marquesa, se ha arrimado a la costa y huye desesperadamente, pero los dos contratorpederos, el «Furor» y el «Plutón» no lo siguen.

Los dos pequeños barcos se arrojan animosamente en medio de los colosales adversarios, intentando al menos hacer saltar alguno con los torpedos.

Son dos juguetes en comparación con los gruesos acorazados americanos, pero tienen gente intrépida a bordo.

El «Furor» se lanza hacia el «Indiana», intentando torpedearlo. Dos barcos, el «Gloucester» y el «Corsair» cortan el camino a los dos contratorpederos abrumándoles de proyectiles.

Mil cuatrocientos disparos son lanzados contra los dos barquitos en pocos minutos, hundiendo sus flancos, destrozando la cubierta, abatiendo palos y chimeneas.

Villamil, Carlier y Vázquez no pierden el ánimo y descargan, de un solo golpe, toda la artillería. Es la maniobra de la desesperación, pero una maniobra sin efecto, o muy leve, contra tan grandes navíos.

El «Plutón», acribillado por los proyectiles del «Gloucester», se hunde. Sus calderas estallan con un ruido infernal y la pobre nave desaparece en las simas del mar Caribe, con todos*sus valerosos marineros.

El «Furor», aunque gravemente tocado por los proyectiles, resistía aún y disparaba desesperadamente, intentando llegar junto al «Gloucester» para descargarle sus torpedos.

La sangre corre copiosamente por la cubierta y los mue& tos y heridos se acumulan a proa y popa. Ahora la muerte está próxima; la pérdida es inminente.

El almirante Villamil, viendo la partida perdida, lanza la pequeña nave hacia la costa para encallarla y salvar a los últimos supervivientes.

En medio de aquella tremenda granizada de balas, llama al capitán Carlier y le ordena botar las chalupas y salvarse junto a los pocos marineros escapados a la horrenda masacre.

El valeroso oficial, en vez de obedecer, le responde:

—Perdón, almirante, el responsable de la nave soy yo y me quedaré en mi puesto hasta el final, sea cual sea la suerte que nos espera.

—Entonces preparaos a morir, ya que dentro de pocos minutos nos iremos al fondo —responde el almirante.

—Estoy dispuesto —replica Carlier.

Un instante después, una enorme granada americana estalla a bordo del «Furor» y el contratorpedero desaparece bajo el agua con Villamil y su capitán.

—¡Honor a los heroicos vencidos por un enemigo cien veces superior!

Mientras los dos pequeños barcos se hundían en los abismos del mar, los cuatro acorazados españoles proseguían la titánica lucha.

La escuadra americana circundaba ahora a la española y la cubría con una tremenda tempestad de proyectiles. Las gruesas granadas de los grandes acorazados, caían densas sobre los puentes de los cruceros, causando furiosos incendios que era imposible extinguir.

Al cabo de un cuarto de hora, la mayor parte de los cañones del «Almirante Oquendo» y del «Infanta María Teresa» eran un montón de hierros retorcidos o estaban tan ardientes que no podían ser usados.

Los gruesos obuses americanos atravesaban ya las corazas de los dos cruceros y estallaban, con espantoso estrépito, en las baterías, haciendo estragos entre marineros y artilleros.

El «Oquendo», ahora en llamas, no podía resistir más. Remolinos de humo y nubarrones de chispas lo envolvían de proa a popa, mientras la sangre corría a torrentes por entre las baterías despanzurradas, y los muertos y heridos aumentaban continuamente.

A pesar de todo, la valerosa nave, envuelta completamente por las llamas, no cedía y disparaba alocadamente sus piezas de tiro rápido, intentando todavía sembrar la muerte sobre los acorazados americanos.

Su capitán, Lazaga, impávido en medio del estampido de las granadas, seguía ordenando la maniobra. Su potente voz se oía a intervalos entre el horrendo chaparrón de los proyectiles explosivos.

—¡Fuego! ¡Muchachos! ¡Fuego!

Pocos minutos después, el soberbio crucero estallaba con horrible trueno, por la explosión de la santabárbara y se hundía en medio de una nube de metralla, entre los hurras de las tripulaciones americanas.

Apenas había desaparecido el «Oquendo», cuando también el «Infanta María Teresa» casi convertido en una antorcha, destrozado por los tremendos cañonazos del «Massachusetts» y del «Brooklyn», ayudados por otras naves menores, saltaba por los aires, mientras su capitán, el intrépido Conca, no queriendo sobrevivir a la derrota, se volaba los sesos en la torre de mando.

De la escuadra española ahora no quedaba más que el «Vizcaya» y el «Cristóbal Colón», los más poderosos.

No obstante tener en contra a la escuadra entera de Schelley, proseguían animosamente la desigual lucha, dirigiendo sus tiros especialmente contra el «Indiana», el «Iowa» y el «Venus» que los acosaban ferozmente.

El «Vizcaya», rodeado por cuatro de los más grandes acorazados americanos, tronaba horrendamente. Parecía el cráter de un volcán en plena erupción, tantas eran las llamas y el humo que lo envolvían. Las granadas americanas caían espesas sobre su puente y desgarraban sus costados masacrando marineros y artilleros; sin que por ello dejara de huir y de defenderse.

Esta espléndida nave que los americanos habían admirado un año antes en el puerto de Nueva York, ahora ya no era mis que un montón de ruinas humeantes, pero continuaba avanzando, avanzaba siempre hacia su destrucción, total.

Su ruta estaba bloqueada por las naves americanas que se le echaban encima por todas partes. Vira de bordo en el sitio y se lanza hacia la costa decidida a embarrancar sobre las rocas antes que caer en manos de los odiados yanquis.

Corre, brinca, acosada, sacudida por el continuo estallido de las bombas enemigas, dejando tras de sí una inmensa columna de llamas y de humo, y va a estrellar su casco sobre los escollos, mientras sus máquinas hacen explosión con un ruido espantoso.

Las chalupas americanas acuden de todas partes para recoger a los supervivientes.

El almirante Cervera, herido en un brazo, es embarcado sobre una chalupa del «Gloucester» y conducido a bordo de esta nave. Pálido, deshecho, y con lágrimas en los ojos. Apenas llega al puente de la nave enemiga, el comandante americano, el capitán Warmoright, va a su encuentro y tendiéndole la mano, le dice con voz conmovida:

—Me congratulo con vos, almirante. Habéis combatido valerosamente y tan gallardamente como nunca se había visto sobre estos mares.

El infortunado almirante, petrificado por el dolor, no respondió. Se quitó la espada y la entregó al capitán enemigo, rompiendo después a llorar.

Luego, tras algunos instantes, agregó tristemente:

—Hubiera preferido perder la vida combatiendo, antes que rendirme.

El capitán Eulate, comandante del «Vizcaya», era recogido por una chalupa del «Iowa» y conducido a bordo de este acorazado sobre unas angarillas, por estar herido.

El valiente comandante fue recibido con honores militares por un pelotón de marinos americanos. Se incorporó lentamente, saludando con dignidad, se desabotonó después el cinturón, besó la espada y la rindió al capitán del acorazado, pero éste se negó a recibirla, mientras la tripulación entera prorrumpía en frenéticos hurras. En aquel momento el polvorín del «Vizcaya» estallaba, haciendo saltar por los aires el puente del crucero. El capitán español, oyendo esta explosión, dijo con voz desgarrada, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas:

—Adiós, «Vizcaya».

Y volviéndose hacia el comandante americana, agregó:

—¡Se va mi hermosa nave!

18. La lucha del «Cristóbal Colón»

Mientras los tres acorazados de la escuadra española, rotos, deformes, desencuadernados, acababan de hundirse, el «Cristóbal Colón», el más pequeño, pero el más sólido de los cuatro cruceros, continuaba sólo la tremenda lucha. En vano el «Iowa», el «Texas», el «Oregón» y el «Indiana», intentaban abatirlo y mandarlo a pique. La nave resistía como una roca. Las granadas caían espesas sobre la cubierta, lanzando a proa y a popa chorros de fuego, y fragmentos de acero y gruesos proyectiles batían sus corazas, intentando abrir brecha, pero en vano. La rápida nave, con la bandera ondeando en el asta de popa, proseguía su carrera con la esperanza de huir, escapando a aquel cerco que aumentaba cada vez más; ya que otras naves acudían a cerrarle el paso. Era terrible la lucha que sostenía esta nave sola, última superviviente de la escuadra española. A pesar de estar en llamas no se detenía y disparaba con creciente vigor sus gruesos Hontoria y sus treinta y ocho piezas de tiro rápido, rociando y horadando los barcos enemigos. Bajo las descargas que recibía, se tambaleaba, pero en sus costados no se abrían vías de agua. Díaz Moreau, su valeroso comandante, no era un hombre que cediera fácilmente. Derecho en la torre de mando, impartía sus órdenes con voz calma y tonante, como si no se encontrara en medio de una batalla, sino en una revista naval. Desgraciadamente la última hora debía sonar en breve también para la única nave que quedaba de la escuadra española.

Acorralada por los cuatro acorazados y el «Brooklyn», no podía ya huir del cerco de hierro que la encerraba cada vez más. Sin embargo, durante una hora y media, se mantuvo firme frente a sus poderosas adversarios, intentando escapar a sus^ataques; sus cañones Hontoria estaban al rojo por las incesantes descargas y empezaba a debilitarse el vigor de los fogoneros que se tostaban ante las calderas. Díaz Moreau, al no poder evadirse e impotente para desembarazarse de tantos adversarios, tomó una decisión heroica. Amainada la bandera, dirige su nave impetuosamente hacia la costa. Las granadas americanas que han abatido y mandado a pique al «Infanta María Teresa», al «Almirante Oquendo», al «Vizcaya», al «Plutón» y al «Terror», no han podido hundir a la resistente nave, pero lo harán los escollos.

Un promontorio le corta el camino y más allá le esperan el «lowa» y el «Texas».

Díaz Moreau arroja su nave hacia la costa, a toda máquina, para sepultarla entre las olas del mar.

Un choque tremendo se produce en la proa. El «Cristóbal Colón», empujado por sus hélices, salta sobre las rocas como un descomunal cetáceo, con un fragor ensordecedor, con un estruendo metálico espantoso, mientras una llama gigantesca se eleva por los aires a más de trescientos metros.

Pero no, las rocas vencen la resistencia de sus corazas, ni el estallido de la pólvora abre sus costados. La nave italiana resiste a la piedra y al fuego; está hecha a prueba de escollos.

Una voz resuena en medio de los torbellinos de humo que escapan de las baterías y de las escotillas y entre los gemidos de los heridos y de los moribundos.

—¡Abrid las válvulas y que la nave se hunda!

Y la nave, inundada por el agua que irrumpe a través de las válvulas abiertas, empieza a sumergirse lentamente en las olas del mar Caribe, mientras los americanos, estupefactos, maravillados, aterrados por tanto desastre, detienen el fuego y echan al agua sus chalupas para recoger a los últimos supervivientes de la desgraciada escuadra.

Díaz Moreau, rodeado por sus marineros, llora. Los valientes que intentó conducir a la victoria y que han logrado escapar a las granadas enemigas, le abrazan con lágrimas en los ojos y forman un escudo como para impedirle que deje la nave que se hunde.

El no pronuncia más que unas pocas palabras con voz desgarrada, abraza a sus oficiales y baja a la chalupa americana, mientras el «Colón» que ni las rocas, ni los cañones de la flota enemiga han podido vencer, se va a pique en medio de un remolino espumeante.

Mientras la escuadra española, tras una lucha gloriosa, se abismaba con sus cadáveres en las vorágines del mar, el «Yucatán», más afortunado, al menos por el momento, proseguía velozmente su carrera.

Su extrema pequeñez y su poca elevación sobre las ondas, lo habían protegido hasta entonces, ya que ninguna nave había prestado atención a aquel caparazón que tenía toda la apariencia de un pecio abandonado entre las olas.

La marquesa, Córdoba y la tripulación, habían asistido impotentes y con el corazón oprimido por una angustia indescriptible a la hecatombe de la escuadra española.

Cuando también el «Colón», vencido por la enorme superioridad numérica de sus enemigos, se precipitó contra la costa, un verdadero aullido de desesperación salió de los labios de la capitana.

—¡Córdoba! —gritó, con exaltación—. ¡Vayamos también nosotros a morir junto a aquellos héroes!

A continuación, sin esperar la respuesta del lobo de mar, fuera de sí por la desesperación y la rabia impotente, había dado dos vueltas de rueda al timón para lanzar al «Yucatán» en medio de los colosos americanos e intentar una lucha desesperada o, mejor aún, buscar la muerte.

Pero Córdoba no había perdido su sangre fría, de un salto se había lanzado hacia la marquesa y tomándola entre sus robustos brazos la arrancó de la rueda, diciendo:

—¡No, doña Dolores, no debo permitir esa locura!

—¡Córdoba! ¡Ellos han muerto todos…!

—Estaba escrito en el libro del destino, doña Dolores —respondió el lobo de mar, sofocando un sollozo.

Depositó a la marquesa sobre un rollo de cordajes y agarró rueda del timón, fritando:

—¡A veintiséis nudos! ¡Más carbón en las calderas!

En aquel momento, el «Yucatán» pasaba frente a la bahía de Guantánamo, continuando su rápida marcha hacia el paso del Viento que separa Haití de Cuba. Desgraciadamente, frente a aquella bahía estaban estacionadas algunas naves americanas para vigilar los movimientos de la guarnición española y bloquear las cañoneras que estaban refugiadas allí.

Un trasatlántico equipado bélicamente, que se encontraba algo apartado, se dio cuenta de la pequeña nave casi enteramente sumergida, pero que sin embargo corría a una velocidad increíble, y pensando quizá que se trataba de un torpedero español escapado de la batalla naval, se puso a perseguirlo, disparando un tiro en blanco.

Córdoba, en lugar de obedecer a la intimación de detenerse, se contentó con alzar las espaldas y poner la proa del «Yucatán» hacia el sudeste para alejarse de las costas cubanas.

La marquesa, abatida por el dolor, parecía no haberse enterado de nada. Con el rostro escondido entre las manos, lloraba en silencio.

El trasatlántico, viendo que la pequeña nave no le obedecía, disparó un obús de grueso calibre con la esperanza de enviarla a pique de un solo tiro, pero la distancia era demasiado grande para que el proyectil llegase a su destino.

Aquella masa de hierro cayó a trescientos metros de la popa y se sumergió levantando un gran chorro de espuma.

El «Yucatán» seguía corriendo, brincando impetuosamente sobre las olas con un estremecimiento sonoro. Sus máquinas funcionaban rabiosamente, con sordos mugidos, aunque no lograba ganar gran distancia sobre el trasatlántico, que quemaba carbón alocadamente, con riesgo de saltar por los aires.

A mediodía, el «Yucatán» se encontraba ya en medio del paso del Viento, dirigiéndose hacia el golfo de Gonave, para introducirse en el canal de Saint Marc y huir a lo largo de las costas meridionales de Haití.

Ya Córdoba estaba seguro de engañar al trasatlántico y dejarlo atrás, cuando hacia el norte vio aparecer otra nave, que avanzaba a toda máquina.

Maestro Colón, que sostenía un anteojo para conocer su nacionalidad, lanzó un aullido de furor.

—¡Nave americana! —gritó.

Era un crucero de segunda clase que venía quizá de la Florida y que llevaba probablemente tropas de desembarco para el general Shafter.

Los dos barcos habían cambiado ya señales y corrían en dirección al pobre «Yucatán» para cogerlo en medio y anonadarlo con un par de tremendos cañonazos.

Córdoba se enjugó algunas gotas de sudor frío que le humedecían la frente y volviéndose después hacia la marquesa, le dijo:

—Vos no dejaríais al «Yucatán» caer en las manos de los americanos, ¿es cierto, doña Dolores?

—Entonces ya sé qué debo hacer. ¡Maestro Colón!

—¡Señor Córdoba! —respondió el maestro.

—Prepara mechas en la santabárbara y establece la comunicación eléctrica con el torpedo.

—¿Volaremos…?

—¡Será el «Yucatán» el que irá por los aires! ¡Atención! ¡Firmes en sus puestos!

La costa de la isla de Gonave no estaba más que a trescientos metros. Córdoba ordenó marcha atrás y lanzó resueltamente a la pequeña nave hacia la playa, mientras los dos barcos enemigos empezaban a cañonear con furor.

Movida por su propio impulso, la pequeña nave remontó algunos metros la orilla arenosa de la isla que ascendía suavemente en aquel lugar, cayendo después con un sordo ruido, elevando una cortina de espuma.

Córdoba tomó a la marquesa entre los brazos y se dejó caer sobre la playa, seguido por todos los marineros. Maestro Colón había, sin embargo, encendido la mecha y llevaba la cajita eléctrica cuyo hilo estaba unido al torpedo.

Los dos buques americanos estaban entonces a una distancia de mil quinientos metros y hacían tronar sus piezas artilleras de tiro rápido.

Córdoba, sin abandonar a la marquesa, se detuvo en las márgenes de un bosquecillo.

—¡Colón, fuego! —exclamó con voz vivamente conmovida.

Un instante después, el «Yucatán» desgarrado por el tremendo estallido del torpedo y por la explosión del polvorín, volaba en pedazos. La marquesa lanzó una mirada lacrimosa a la humeante carcasa y murmuró, con un suspiro:

—¡Nuestra misión ha terminado! ¡Cuántos desastres, pobre patria mía!

Quince días después de la destrucción de la escuadra española, Santiago, estrechada por mar y por tierra, llena de heridos y exhausta de víveres, se rendía con honor, luego caían sucesivamente Guantánamo y Caimanera.

Hacia finales de julio, los americanos, bombardeando nuevamente San Juan, emprendían la conquista de Puerto Rico, apoyados por la población.

Poco después, se iniciaban los tratados de paz, con Francia como intermediaria, mientras Manila, capital de las Filipinas, tras cuatro meses de obstinada defensa, se rendía a los americanos, prefiriendo hacerlo así antes que ceder frente a los rebeldes.

El 1º de noviembre, tras largas discusiones, la paz era definitivamente firmada en París, después de una violenta protesta por parte de Montero Ríos, presidente de la delegación española.

Los Estados Unidos, inexorables hacia la pobre España que había intentado salvar, aunque sin recursos y diez veces más débil, el honor de la propia nación cobardemente pisoteada por una potente y poco generosa adversaria, se apropiaban de Cuba, de Puerto Rico y de las Filipinas, a cambio de la irrisoria compensación de cien millones. El derecho de gentes fue completamente bollado por los negociantes de América del Norte y sin que Europa diese el alto a las pretensiones exageradas de aquellos hombres sin escrúpulos.

Envuelta en tantos desastres, la nación española no olvidó a su intrépida hija, que tantas pruebas había dado de valor extraordinario y de sublime amor patrio. En efecto, un mes después de la paz, una bella mañana, la marquesa del Castillo, vuelta a su palacio de Mérida, recibía una gran placa de plata, finamente cincelada, en medio de la cual, en alto relieve, se veía una pequeña nave que reproducía exactamente las airosas formas del «Yucatán», y que alrededor, en letras de oro, llevaba el siguiente texto:

La patria reconocida, a la marquesa DOLORES DEL CASTILLO capitana del «Yucatán».


Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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