La Cazadora de Cabelleras

Emilio Salgari


Novela



CAPÍTULO I. CACERÍA DE BISONTES

—¡Diablo!

—¿Qué te pasa, John?

—¿No percibís un olor especial, Harris?

—Yo, no.

—¿Y tú, Jorge?

—Tampoco.

—¿Es que no tenéis olfato?

—Tal vez —respondió el joven a quien llamaban Harris.

—¡Es inconcebible! Verdad que hace treinta años que yo recorro las praderas; pero ustedes hace ya doce y debían tener casi tanta práctica como yo.

—Once nada más, John; porque yo tengo cuarenta y un años y mi hermano Jorge treinta y nueve.

—Y yo casi sesenta.

—Lo que no os impide parecer todavía un jovenzuelo.

—Déjate de bromas, y procura aspirar fuerte, a ver si perciben algún olor especial.

—Por más que venteo, no huelo nada.

—¡Parece Imposible!

Una voz nasal, y que estropeaba lastimosamente el lenguaje de las praderas, se oyó en aquel momento.

Mister John, yo no ser venido aquí para escuchar tonterías. Yo querer cazar bisontes, y no importarme si vuestros amigos ser viejos o jóvenes. Deseo ver bisontes con largas cuernas.

—Tened un poco de paciencia, milord —respondió John—. Veréis bisontes, y junto a ellos, a los pieles rojas, que se darán por muy contentos si os arrancan la cabellera y logran hacer un tótem con vuestra barba.

—¡Tótem! ¿Qué cosa ser «tótem», mister?

—Una especie de bandera.

—¡Oh, no! ¡Mi barba no servir para bandera! ¡No tener los colores del pabellón inglés!

—Más vale así; pero ¡atención! —dijo de pronto John en tono imperioso.

Los cuatro jinetes hicieron detenerse a sus caballos.

John, el jefe de aquel pequeño grupo de cazadores, era un verdadero hércules, macizo como un bisonte, y que llevaba el peso sus sesenta años con la desenvoltura de un hombre de treinta.

Montaba un caballo negro, de magnífica estampa, enjaezado a la mejicana, o sea con la silla muy alta, y llevaba colgado de un hombro el indispensable lazo.

Harris y Jorge, jóvenes de treinta y cinco a cuarenta años, eran robustos, de tez bronceada, como la de todos los cazadores de las praderas, expuestos siempre a las inclemencias atmosféricas.

Montaban caballos de raza andaluza, pequeños de alzada, de cabeza inteligente y nerviosa, piernas ligeras y cola larguísima, animales salvajes un día y que, domesticados, son útiles y preciosos.

El cuarto individuo, que tanto estropeaba el idioma de los habitantes del Far-West y a quien sus compañeros llamaban milord, no tenía nada de común con los tres primeros.

Podría contar unos cincuenta años, y era alto, delgado como un bacalao, con los ojos azules y el cabello rublo ceniza, que indicaban su origen anglosajón. Ostentaba largas patillas, y por entre el rojo cereza de sus labios delgados blanqueaban unos dientes afilados y limpios como los del lobo.

Mientras los tres primeros vestían el pintoresco traje de les cazadores, de paño azul con aplicaciones de piel de ciervo, y sombreros mejicanos engalanados de oro y plata, milord llevaba traje de franela blanca y casco a la cabeza, con velo de muselina azul.

Como hemos dicho, los cuatro Jinetes interrumpieron bruscamente su marcha y montaron por precaución sus pesadas carabinas, verdaderas armas de cazadores.

Durante algunos momentos todas miraron ansiosamente a través de la llanura, cubierta por un alto tapiz de verde hierba, en la cual se veían flores azules, rojas, amarillas y blancas, destacándose entre ellas los enormes girasoles.

John dijo por segunda vez:

—Pero ¿no perciben ustedes ningún olor?

—No, John contestó Harris.

—Ni yo —añadió Jorge.

—No me parece posible que un viejo indian-agent pueda engañarse —añadió John moviendo la cabeza—. ¡Os repito, camaradas, que por aquí huele a humo!

—¡Usted soñar! —dijo el inglés, tratando de hacer andar a su caballo, un soberbio alazán de pura sangre que debía de valer un dineral. Estar poco contento de vos, mister, porque yo tener spleen, como lord Byron.

—¡Ah! ¿Y para curarlo queréis cazar bisontes, milord? —le preguntó Irónicamente Harris.

Lord Byron se curó matando perros turcos.

—¿Perras rabiosos?

—Yes, mister Harris; perros con fez, que peleaban contra los griegos.

—Os confieso, milord, que no entiendo una palabra.

El Inglés se encogió de hombros y se atusó su larga barba.

John parecía no prestar atención al poco interesante diálogo. Erguido en los estribos para dominar mejor el horizonte, esparcía la mirada por aquel océano de verdor como si buscara algo, bien fueran los bisontes, en cuya caza quería aventurarse el inglés, o bien otras fieras más peligrosas.

—¿Y bien, John? —preguntó Harris después de algunos instantes de silencio.

—¿Se ven bisontes, mister? —inquirió el inglés.

—Los bisontes no están lejos y los veremos antes de una hora, milord, pero…

—¡Yo estar dispuesto a matarlos!

—El caso es, milord, que los bisontes no estarán solos.

—¡A mi no importar nada!

—Pero a mi me importa mucho conservar mi cabellera, ya que tantas veces he podido salvarla del cuchillo de los indios.

—¡Los indios huyen siempre de los hombres blancos! —dijo el inglés con desprecio.

—¡Oh, no! Desgraciadamente, no sucede eso siempre. Y ahora lo que más me preocupa es este maldito olor, que no cesa de meterse en mis narices.

—Pero ¿qué olor? —volvió a preguntar Harris.

—Olor de humo, amigo mío.

Al oír aquella contestación, el cazador se puso pálido.

—¿Arderá quizá la pradera? —interrogó mirando con inquietud a todas partes.

—No lo sé. Ya lo veremos. ¡Adelante!

Al sentir los caballos la presión de las rodillas de sus jinetes, se lanzaron al galope, rozando con el vientre aquellas finas gramíneas, entre las cuales abundaba el buffalo-grass, cebo predilecto de los bisontes.

El sol iba a ocultarse tras los altos picachos de la cordillera de Laramie, la más importante del Wyoming, uno de los Estados más centrales y menos populares de la América del Norte.

En la pradera reinaba un silencio absoluto, interrumpido sólo por el galopar de los caballos.

Ningún grito de aves ni de cuadrúpedos se oía por parte alguna. Hasta el coyote, el lobo perverso que tanto abunda en las praderas, se mantenía silencioso en sus cubiles, como si temiera algún inminente peligro.

Pocas horas antes había debido de pasar por allí una de aquellas exterminadoras hordas de bisontes emigrantes, lanzados del Norte por las primeras nieves, y que huyen hacia el Mediodía seguidos por manadas de hambrientos lobos que marchan detrás con la esperanza de que caiga algún viejo bisonte extenuado por la carrera, para hacer presa en él y devorarle en pocos minutos.

John seguía inspeccionando atentamente el horizonte, y movía de vez en cuando la cabeza.

Aquel hombre, nacido y criado en la pradera, no debía de hallarse tranquilo y, ciertamente, no eran los bisontes que había prometido al inglés lo que producía su desasosiego, pues sabia muy bien que estos animales no son los más temibles.

Había matado en su larga vida aventurera muchos de aquellos rumiantes, y sabía que son pacíficos, especialmente cuando están reunidos en gran número, pues no tienen por costumbre defenderse unos a otros, sino cuando son atacados por los lobos.

Las tinieblas comenzaban ya a cubrir de sombras la pradera, cuyas hierbas se mantenían Inmóviles por la calma del ambiente, cuando un disparo resonó a un kilómetro de distancia.

—¡Ya sabía yo que no eran bisontes! —gritó John, parando en seco su caballo—. ¡Esos animales no suelen servirse de los rifles! ¿Qué decís a esto, milord?

—Que en un país de caza como éste, no ser extraño ese tiro respondió tranquilamente el inglés.

—¿Y podríais decirme, milord, quién lo ha disparado?

—¡A mí no importarme eso!

—¿Ni aunque hubiera sido un indio en vez de un cazador?

—¡No importarme, repito!

—A vos no os importará; pero a nosotros, mucho, señor mío. Debo recordaros que estamos cazando en el territorio de los sioux.

El inglés se encogió de hombros, como tenia por costumbre.

—¿Qué hacemos, John? —preguntó Harris—. Creo que no seria prudente acampar sin haber encontrado antes al autor del disparo.

—¡Adelante! —dijo el indian-agent—. Quiero ver lo que ha sucedido. Tú, Harris, tienes razón y alabo tu prudencia.

Los cuatro cazadores partieron en la dirección en que se había oído el disparo; pero apenas hablan recorrido unos quinientos metros, volvieron a pararse a un grito lanzado por John. Ante ellos se levantaba una verdadera nube de aves de rapiña que, después de revolotear dando graznidos alrededor de los Jinetes, desaparecieron en varias direcciones.

—¡A tierra todas, y dispuestos a hacer fuego! —gritó John—. ¡Debe de haber un cadáver por aquí!

Tomó las bridas de su caballo, y se aventuró entre las hierbas.

A los veinte o veinticinco pasos se paró de nuevo, lanzando un grito de horror.

—¡Ah, miserables! —exclamó—, ¡esta es la señal de la guerra! ¡Los sioux han desenterrado la flecha sagrada, y Sitting Bull (Toro Sentado) se ha lanzado a la campaña!

En un pequeño espacio que las hierbas dejaban libre se alzaba un poste de madera, y atado a él estaba un hombre blanco completamente desnudo y cubierto de sangre que le manaba del cráneo, del cual le habían arrancado la cabellera.

Tenia clavadas tres flechas en el lado izquierdo del pecho, debajo del corazón.

John, presa de una emoción vivísima, saltó de su caballo, y, lanzándose hacia aquel desgraciado, trató de acercarse a él; pero apenas habla dado tres pasos, quedó Inmóvil por el terror.

En el pecho del infeliz martirizado había visto dibujado con sangre un pájaro con las alas desplegadas.

—¡El tótem de Minnehaha! —exclamó—. ¡La terrible hija de Jalta ha sido la que le ha arrancado la cabellera! ¡Si se halla aquí con sus guerreros, estamos perdidos!

Harris, Jorge y el inglés, que se habían acercado conduciendo sus caballos, oyeron las últimas palabras de John; y si milord no comprendió su alcance, los otros dos lo entendieron perfectamente.

—¡Otro desgraciado martirizado por esa tigresa de Minnehaha! —exclamó Harris, pálido de terror—. Pero ¿habrá sido ella?

—Sí; no tienes más que ver el Pájaro de la Noche dibujado por esa infame en el pecho de ese pobre hombre. Así venga a su hermano, al que nosotros fusilamos en la garganta del Funeral durante la primera insurrección de las cinco naciones indias. ¿Te acuerdas, Harris?

—¡Cómo si hubiera sido ayer! —respondió el cazador con voz apagada—. Nosotros no hicimos más que obedecer las órdenes del coronel Devandel.

—¡Triste noche! —dijo el indian-agent—. ¡Bien cara la pagamos luego!

En aquel momento resonó cerca de ellos un débil gemido.

Los cuatro hombres se miraron espantados unos a otros; pero bien pronto John se acercó al martirizado, que habla levantado penosamente la cabeza.

—¡Vive, vive! —gritó John—. ¡Socorrámosle, amigos!

Empuñó el machete para cortar las ligaduras que le ataban al palo, y al mirar su rostro se le escapó un grito de asombro.

—¡Hills! ¡Dios mío! ¿No me engaño? ¡Mírale, Harris!

—¡Sí, es el cazador de Pampa! —exclamaron a una las dos hermanos—. ¡Desgraciado!

En pocos momentos y con grandes precauciones desataron a aquel desventurado y le tendieron sobre una manta.

John vertió en sus labios algunas gotas de whisky mezclada con agua.

Aquella bebida produjo un efecto galvanizador en el moribundo.

Sus entornados ojos se abrieron, fijándose primero en el indian-agent y luego en los dos hermanos.

——¡John!… ¡Harris!… ¡Jorge!… —murmuró con voz débil.

—¡Pobre amigo! —dijo conmovido John—. ¿Quién te ha puesto así?

Un relámpago de furor brilló en los ojos del desgraciado.

—¡Minnehaha! —Informó.

—¡Me lo había figurado! ¡La terrible hija de la sakevi de los sioux continúa su venganza contra los matadores del Pájaro de la Noche y de su madre!

—¡Sí, John! —añadió el infeliz torturado con voz apenas inteligible.

—¿Tú combatías con nosotros en la garganta del Funeral a las órdenes del coronel Devandel?

El herido hizo con la cabeza una señal afirmativa.

—¡Aquella canalla india ha jurado arrancar la cabellera a cuantos tomaron parte contra ellos en la lucha! —añadió John, secándose el sudor frió de la frente—. Me lo han dicho. ¡He cometido una gran imprudencia aventurándome otra vez en el Wyoming! ¡Y todo por culpa de este inglés y de sus bisontes!

En aquel momento el herido levantó trabajosamente un brazo, como para llamar la atención del indian-agent.

—¡Me muero! —dijo con voz apenas perceptible—. ¡Parte corriendo…, avisa al general Custer… que Sitting Bull… ha desenterrado… el hacha de guerra…; que los sioux acuden de todas partes!… ¡Corre!… ¡Bud Turner debe de haber sido muerto!…

—¿Bud Turner has dicho? —preguntó el indian-agent—. ¿Estaba contigo?

—Sí.

—¡Ese hombre extraordinario no puede haber sido muerto! ¡Sin duda, ha huido! ¡Dímelo, Hills!

En vez de responder, el moribundo añadió, lanzando miradas que ya no tenían luz ni vida:

—¡Custer…, avísale…, acampa en el Blosse…; corre, John!… ¡Lo veo…, están en acecho…; acecho…, emboscada!… ¡Eso, emboscada!…

—¿Tienden una emboscada a la columna del general?

Hizo Hills un signo afirmativo, y luego trató de hablar nuevamente; pero, acometido de una convulsión violenta, cayó como herido por el rayo. Sus piernas y sus brazos temblaron algunos segundos, y después quedaron inmóviles y rígidos.

El pobre cazador habla dejado de existir.

—¡Muerto! —exclamó John con voz cavernosa—. ¡Era imposible que este hombre pudiera sobrevivir a tan espantosas heridas! ¡Perros indios! ¡Juro que han de pagarme esto!

—Ha muerto, ¿verdad? —preguntó el Inglés, que durante la anterior escena habla conservado una impasibilidad repugnante—. Ahora, mister John, es preciso pensar en los bisontes. Yo no querer que se escapen.

El indian-agent lanzó sobre el egoísta una mirada feroz, diciendo en seguida:

—¡Poder buscarlos vos, si os place; yo tengo otra cosa que hacer en este momento!

—¡Es que yo os pago un sueldo!

—Y yo estoy dispuesto a restituíroslo, milord.

—¡Cómo! —exclamó el inglés—. ¿Usted romper contrato? ¡Recurriré al embajador de Inglaterra en Washington, y usted ser preso!

—Podéis montar a caballo y marchar a Washington, milord —contestó el indian-agent, volviéndole la espalda—; pero tened en cuenta que los indios; infestan las praderas, y que vuestra cabellera peligra. Minnehaha os la arrancará.

—¡Minnehaha! —dijo el lord—. ¿Ser hombre o mujer?

—Mujer india —contestó Harris.

—¿Y vosotros tenéis miedo de ella?

—Ha arrancado la cabellera a ese infeliz, y os aseguro que era un hombre valiente.

—¿Ser esa mujer una bestia feroz?

—¡Un tigre!

—¿Él? ¡Yo ser contento de verla! ¿Dónde la encontraré?

—¡Milord! —dijo John con voz grave—. No cometáis una imprudencia loca. SI estimáis vuestra piel, huid de Minnehaha. Por otra parte, la pradera arde en estos momentos, y se impone una pronta retirada hacia el Sur. Dejad que los bisontes continúen su emigración, y pensemos sólo en poner a salvo nuestra cabellera y la columna del general Custer.

—¿Custer? ¿Otro indio?

—No; un general americano que corre peligro de ser asesinado con todas su tropas. ¡A caballo, milord! ¡No hay que perder un instante!

Iba ya a montar, cuando se detuvo mirando a Jorge y Harris.

—¿Y Turner, que acompañaba a Hills? ¿Vamos a abandonarle en poder de los sioux? ¿Un hombre tan valiente y tan popular en la pradera? ¡No; serla una infamia, y yo no cometeré semejante vileza! ¿Qué es parece, compañeras?

—Que antes de alejarnos de estos sitios debemos intentarlo todo para salvarle —respondió el mayor de los dos hermanos—. Si no hacemos lo posible, el honor de los cazadores de las praderas quedará manchado. ¡John, hay que procurar salvarle!

CAPÍTULO II. A TRAVÉS DE LA PRADERA

La luna había aparecido entre dos altos picos de la cadena de montañas y esparcía la dulce luz de sus rayos azules en la ilimitada extensión de la pradera.

Los grillos cantaban entre la hierba con chirridos estridentes, y a lo lejos resonaba de vez en cuando el lúgubre grito del coyote, suspirando por una sangrienta cena.

Después de algunos minutes de atención inspeccionando la llanura, los tres cazadores montaron en sus caballos y se dispusieron a partir.

Viendo que se marchaban sin cuidarse para nada de su persona ni de los bisontes, el inglés creyó oportuno imitarlos, no sin lanzar varias enérgicas imprecaciones.

John se puso a la cabeza de la caravana con el riñe en las manos, dispuesto a utilizarle apenas fuera preciso.

Si Bud Turner no había caído en poder de los sioux, lo que era difícil de creer, porque se trataba del más temido y valiente de los cazadores de la pradera, debía de hallarse escondido por aquellos lugares: tal era la opinión del indian-agent y de sus compañeros. Las altas hierbas serían, de seguro, su refugio.

—Un hombre así no se deja sorprender tan fácilmente —murmuraba John—. Mil veces ha escapado de la muerte, y esta vez no habrá sido menos afortunado. ¡Busquemos, busquemos!

Después de galopar cinco o seis minutos entre las matas, con gran molestia para jinetes y cabalgaduras, el indian-agent se volvió bruscamente hacia Harris, que iba inmediatamente detrás de él.

—Los bisontes están delante de nosotros —le dijo.

—¿Parados o en marcha?

—Al trote.

—¿Son muchos?

—Varios centenares.

—¿Y cómo no están descansando? Los bisontes no acostumbran a caminar de noche.

—Sus motivos tendrán para mover las patas. De seguro han venteado un grave peligro.

—¿Irán tras ellos los sioux?

—Yo creo que los indios se preocupan en estos momentos más de nosotros que de los bisontes. Apuesto mi pipa, que uso desde hace treinta años, y mi rifle, a que los guerreros de Minnehaha y de Toro Sentado conocen ya nuestra presencia en estos lugares.

—¿Y vamos a seguir avanzando?

—Creo, amigo mío, que entre los bisontes tendremos menos que temer que entre los indios. Tal vez Turner esté también al amparo de esa muralla viviente.

—¿Y el inglés? Al ver los animales les disparará, y seremos descubiertos.

—Ya he pensado en eso.

Y poniéndose al lado del lord, que no cesaba da lanzar maldiciones, le dijo:

Milord, dejadme examinar por un momento vuestra carabina.

—¿Para qué mister?

—Para ver si está bien cargada, porque dentro de poco estaremos entre centenares de bisontes.

—¡Oh, yes! ¡Estar contento ahora!

—¡Dádmela!

El inglés entregó su carabina, y éste se apresuró a colgarla de su propia silla.

—¡Mister! —gritó el lord, encolerizado—. ¿Qué hacéis?

—Desarmaros para que no podáis disparar contra los bisontes.

—¿Impedirme tirar? —gritó el inglés, amenazando con los puños—. ¿Estáis loco, mister? ¡Yo haber pagado para cazar bisontes! ¡Vos estar loco, loco!

—¡Nada de eso! Razono como un sabio.

—Sí, ¡loco, loco! ¡Yo querer matar bisontes! —gritaba el inglés, cada vez más colérico.

—Después; ahora, no. ¿No habéis oído que los indios están cerca de esos animales?

—¡No importarme los indios! ¡Importarme los bisontes!

—¡Milord! —exclamó John con voz amenazadora—, éste no es momento a propósito para disputas. Someteos, o mato a vuestro caballo y os abandono en la pradera. ¡Amigos, seguidme! ¡Oído alerta!

En vez de ceder, el inglés, terco cómo una mula, saltó de su caballo y mostró los puños en actitud de boxeo, gritando rabiosamente:

—¡Bandidos! ¡Asesinos! ¡Yo desafiaros a boxear!

—¡Ya os responderán los bisontes a cornadas, milord! En cuanto a nosotros, tenemos que hacer algo más útil que escuchar vuestras baladronadas.

Dicho esto, John espoleó a su caballo y salió a galope, seguido de los dos hermanos, que reían a carcajadas.

El inglés se había quedado solo y seguía dando puñadas en todas direcciones, a riesgo de que alcanzara alguna a su caballo y éste le respondiera coceándole.

—¡Dejadle! —dijo John—. Ya se decidirá a seguirnos; y si se obstina en esperar a los bisontes, más tarde le recogeremos, si es que los indios no le arrancan antes la cabellera. Lo urgente es salvar a Turner, necesitado de auxilio para escapar del trance en que se halla. Manteneos firmes en los caballos, y procurad que no se espanten. ¡Ya se distinguen las primeras filas de bisontes!

En efecto; las primeras vanguardias de los gigantescos rumiantes aparecían a corta distancia, dando muestras de gran inquietud, contra las habituales costumbres de esos animales.

Viejos machos armados de poderosos cuernos formaban la falange delantera. Inmediatamente detrás iban trotando las hembras, rodeadas de sus hijuelos y formando interminables filas flanqueadas por machos Jóvenes y robustos, cuya principal misión consistía en proteger a la manada emigrante contra los ataques de los lobos.

A pesar de los enormes estragos que producen entre los bisontes los cazadores blancos, más feroces y egoístas que los indios, porque no los matan para aprovechar su sabrosa carne, sino sus excelentes pieles, apreciadisímas en los mercados del Este y del Oeste, dichos animales abundaban mucho todavía en la época en que se desarrolla la acción de este libro.

La enorme masa que formaban los varios centenares de bisontes que emigraban hacia las Montanas Rocosas para ganar luego la llanura cercana al Mississipi, parecía un dilatado mar de negras y revueltas aguas que avanzara hasta anegar por completo bajo sus ondas la verdadera pradera.

Una cosa había llamado desde luego la atención de John: era la agitación Intensa que dominaba a aquellos animales, de ordinario pacificas en sus emigraciones.

Un motivo grave debía, en efecto, de asustarlos, cuando no se cuidaban siquiera de pacer las suculentas hojas del buffalo-grass, que tanto abundaba.

O las indios iban detrás de ellos, o un peligro mayor los amenazaba.

—John —dijo Harris, parando su caballo a unos cincuenta metros de las primeras filas de bisontes—, ¿qué opinas de esta fuga?

—¡Hum! No veo claro; pero me temo algo, pues he notado muchas veces que los bisontes no dan muestras de tal pánico ni aun viéndose perseguidos por los cazadores.

—¿Y qué deduces de eso?

—Que mi nariz sigue oliendo.

—¿A qué?

—A humo.

—¿Todavía?

—Y ahora más que antes.

—Entonces, ¿está ardiendo la pradera?

—¡Qué sé yo!

—Lo que me parece —dijo Jorge— es que si hubiera fuego, distinguiríamos algún resplandor en medio de esta oscuridad.

—La cadena de Laramie puede ocultarlo. El caso es que no sabemos dónde está el fuego; pero debemos temer que avance.

—Entonces, lo que debemos hacer es volver atrás, recoger al tozudo inglés y buscar al general Custer, para anunciarle la declaración de guerra de Sitting Bull y de Minnehaha. ¿Te parece?

John no respondió. Miraba con atención hacia delante, fijándose, por encima de la mancha que formaban los bisontes, en una línea rosada que se dibujaba sobre el verde de la pradera.

—Ni lobos, ni coyotes —exclamó al fin—. Son seis caballos que galopan furiosamente detrás de otro, que huye con grandes bríos. Están cazando a un hombre. ¡Miren ustedes en aquella dirección, amigos!

Y les señaló un punto que se movía a lo lejos.

—¡Cuernos de bisonte! —gritó Harris—. ¡Los indios tratan de alcanzar a un hombre blanco! ¡Ah! ¿Oís? ¡Uno ha caldo!

En lontananza había resonado un disparo, y uno de los seis jinetes había caído al suelo.

—El hombre blanco ha matado un caballo —dijo Jorge—. ¡Ojalá hubiera hecho lo mismo con el jinete!

—¿Quién será ese fugitivo? —preguntó Jorge.

—¡No puede ser otro que Bud Turner! —exclamó John—. ¡Corramos en su ayuda! ¡El héroe del Far-West no debe perecer solo ante nuestros ojos!

—¿Y los bisontes que nos cierran el paso?

—¿Estáis seguros de vuestros caballos?

—Segurísimos.

—¡Pues atacad sin miedo, gritando y disparando! Cuando los bisontes están en formación, no son de temer. Os aprovecháis de su sorpresa y se atraviesa la línea. ¡Andando!

La vanguardia de los rumiantes había pasado ya, y en aquel momento comenzaba el desfile del grueso del rebaño, distanciado de aquélla un centenar de metros.

El espacio era más que bastante para que pasaran los caballos; pero seguramente no hubiera podido salvarse sin gran peligro.

Además, entre los bisontes los hay tan bravos, que a la menor excitación bajan la cabeza y embisten; y esto era muy de tenerse en cuenta, pues si hubieran corneado a los caballos, los jinetes, lanzados de la silla, lo hubieran pasado muy mal.

Los machos que flanqueaban a las hembras y a las crías eran peligrosísimos, sin duda por estar encargados del buen orden de la columna.

John hincó las espuelas en el vientre de su caballo y se lanzó a todo galope hacia las vivientes filas, dando gritos y disparando el revólver Colt de ocho tiros que llevaba en la silla.

Sus dos compañeros le siguieron bravamente, imitando en todo su maniobra.

Los bisontes tuvieron un momento de vacilación, y apretándose unos contra otros, abrieron la columna.

Aquel momento bastó. Los tres jinetes pasaron con la velocidad del rayo y se encontraron al otro lado.

Tres o cuatro gigantescos machos de frente vellosa y alta joroba, trataron de embestir a los caballos; pero fueron prudentes y se limitaron a mugir con furor.

—¡Andad, andad! —gritaba siempre John—. ¡A los indios!

Estos continuaban la caza del fugitivo, que montaba un caballo blanco.

Los cinco indios que quedaban le seguían insistentemente.

De vez en cuando disparaban las carabinas; pero los proyectiles no hacían blanco.

El que huía reparó en la presencia de los tres cazadores, y cambió de dirección comprendiendo que iban en su auxilio.

Los indios también notaron aquel refuerzo de enemigos; pero, valientes como eran, siguieron adelante.

—¡Cuatro contra cinco! —dijo John animando a su caballo—. ¡Con poco que hagamos son nuestras! Las rifles que llevamos son de más alcance que sus Winchester, que, además, necesitan más tiempo para cargarse.

La distancia entre el fugitivo y sus auxiliares se acortaba a ojos vistas; y ya estaban a unos trescientos metros, cuando John gritó con alegría:

—¡Bud Turner! ¡Amigos, es él! ¡Fuego contra los colorados sin perder tiempo!

Sonaron tres detonaciones y cayeron otros tantos caballos de los indios.

—¡Maravilloso! —gritó el fugitivo.

Los otros dos indio… viendo muy parado su pleito, dispararon al aire sus escopetas y volvieron la espalda a carrera desenfrenada, sin cuidarse de sus compañeros, que hablan pedido esconderse entre las altas hierbas y desaparecer en las sombras de la noche.

El fugitivo se reunió en seguida con las tres cazadores.

—¡John y sus jóvenes amigos! —exclamó con alegría tendiéndoles las manos—. ¡Sólo vosotros sois capaces de un golpe semejante! ¡Gracias, amigos! ¡Turner os debe su cabellera!

CAPÍTULO III. EL CAMPEÓN DE LOS MATADORES DE HOMBRES

Bud Turner era, como Buffalo Bill, de quien habla sido largo tiempo compañero de aventuras, uno de los héroes más populares del Far-West.

Nacido en la pradera, en la pradera transcurrió su vida, siempre en guerra contra los indios, sus mortales y feroces enemigos.

A los treinta años ganó el título de man killer of América, o sea, campeón de los matadores de hombres.

No se crea por esto que Turner fuese matador de hombres en el verdadero sentido de la palabra, o sea, que mataba por puro capricho.

No era uno de aquellos sanguinarios badmen, siempre a caza de cabelleras de indios para ganar los cincuenta dólares que el Gobierno mejicano pagaba por cada piel roja sacrificado en sus fronteras. Habla llegado a ser un terrible matador a causa de su vida aventurera, que le llevó a ser el perseguidor más encarnizado de los bandidos que infestaban y daban una reputación tristísima al Far-West.

Comenzó sus aventuras como buscador de oro.

Al anuncio del descubrimiento de los ricos placeres californianos atravesó, como tantos otros, las Montañas Rocosas y la Sierra Nevada para llegar al Valle del Sacramento, con la esperanza de agenciarse rápidamente una fortuna. Tuvo, sin embargo, la desgracia de llegar demasiado tarde.

Los claims, ya bastante explotadas, y el precio altísimo que alcanzaban los alimentos, no compensaban bastante a los mineros llegados después de aquellos otros que hallaban a montones las pepitas de oro, y los cuales tuvieron que ir retrocediendo hasta los flancos de la Sierra Nevada.

Aquella época era, no obstante, afortunadísima para los Estados de la Unión. Exhausta la California, fueron descubiertas las riquísimas minas de oro y de plata del Colorado.

Turner se trasladó a esta región, rebosante de metales preciosos en todos sus terrenos.

Su entrada en Gold City, entonces agrupación sencilla de tiendas y de barracas donde pululaban mineros procedentes de todas las naciones del mundo, por poco le cuesta la vida. Y todo porque en vez d ser un furibundo bebedor de whisky o de gin se contentaba limpiándose la garganta con gaseosa.

Cansado de su largo viaje, entró en una taberna, llena a la sazón de mineros más o menas borrachos, y con estupefacción general pidió un vaso de soda con Jarabe.

El primero en reírse en las propias barbas de Turner fue el tabernero, un hombretón grande como un granadero de la Pomerania.

—¡Qué le dé teta su mamá! —gritaron por todos lados.

Turner no perdió la serenidad y renovó su petición.

La respuesta del tabernero fue lanzar a la cara del nuevo parroquiano el cepillo con que limpiaba los vasos, diciéndole:

—¡Bebete eso! ¡Es dulce como la miel!

Hasta entonces, Turner, aunque había vivido entre la espuma de los aventureros, no se había visto mezclado en disputa alguna; pero al recibir tan afrentosa ofensa, hecha delante de tantos testigos, la sangre se le subió a la cabeza.

De un salto cogió al tabernero por el cuello y le dio dos tremendos puñetazos que le desfiguraron la nariz.

En el Far-West abundaban en aquella época los lances por el estilo, así es que todo se redujo a una corta algazara en la taberna; pero aquella misma noche el tabernero, acompañado por dos amigos buscó a Turner en una calle desierta resuelto a matarle.

El nuevo minero tenia, felizmente, una buena costumbre: no se dejaba sorprender.

Listo como el rayo, armó su puño con el fiel colt, y de tres golpes terribles derribó al tabernero y a sus dos amigos.

Enterados del hecho los demás mineros, en vez de censurarle fueron a estrechar las manos del vencedor y a felicitarle por su valor admirable.

Así eran los aventureros del Far-West.

Desde entonces Turner llegó a ser, sin quererlo, un matador de hombres.

Un destino extraño pesaba sobre aquel hombre, dotado de una audacia increíble y de una sangre fría absolutamente excepcional.

Siempre tenía que encontrarse en medio de los más sangrientos riesgos.

Pocos días después de la muerte del tabernero entró en otro bar para beber su consabida gaseosa, cuando resonaron dos disparos.

Un terrible bandido, descubierto y perseguido por la Policía, había hecho frente a los agentes y amenazaba con matar a todo el mundo, empezando por el dueño del local.

Todos huyeron, menos Turner.

Armado de su revólver, dirigióse al bandido, desafiando su furia con loca temeridad e intimándole a que se rindiera.

Pocas horas después el miserable pendía de un árbol con des palmos de lengua fuera.

En aquel tiempo. Turner, nombrado por su bravura subjefe de Gold City, hizo amistad con el famoso coronel Cody, más conocido por el sobrenombre de Buffalo Bill.

Un día supo que un bandido célebre por sus asaltos a los trenes hizo una mala Jugada al coronel en unión de otros bandoleros de su calaña.

Turner montó a caballo y salló solo en busca del malhechor, que mandaba una numerosa banda.

Le encontró en un lugar desierto y peligroso.

Turner se limitó a ordenarle que se rindiera; pero el bandido respondió con un doble disparo, aunque sin hacer blanco.

El subjefe le dejó hacer, hasta que de un tiro logró matarle.

Atravesó el cadáver en su caballo, marchó a la tienda de Buffalo Bill y arrojó a los pies de éste el muerto, diciendo sencillamente:

—Ahí tienes tu hombre, Cody. Creo que ya no te importunará más.

Como veremos después, otras nuevas aventuras debían convertirle en campeón de matadores de hombres.

—¿Qué diablos hacéis aquí, Turner? —le preguntó John después de estrechar afectuosamente su mano—. ¿No sabéis que éste es el territorio de los sioux?

—Porque lo sabía me habéis encontrado con esos seis perros rabiosos a la espaldas —contestó Turner sonriendo—. ¿Y yo, puedo saber lo que hacéis vosotros mientras la Insurrección india cunde espantosamente?

—Ignorábamos tal casa, y por eso hemos venido a este país a cazar bisontes. Apenas hace tres horas que me han dicho que Sitting Bull y Minnehaha, la hija de Jalta y de Nube Roja, han desenterrado el hacha de guerra.

—¿Y quién os lo ha dicho?

—Hills.

—¡Mi compañero! ¿Se ha salvado, pues?

—No, Bud —respondió el indian-agent, suspirando—. Le hemos encontrado moribundo, con la cabellera arrancada y en un grado tan alto de fiebre, que expiró en seguida en nuestros brazos.

Un grito de furor y de rabia se escapo de los labios del matador de hombres.

—¡Me lo habla figurado! —dijo con voz sorda—. ¡El desgraciado nació con mala estrella! ¡Así es la guerra en la pradera; pero Turner lo vengará!

Permaneció algunos momentos silencioso acariciando el cuello de su cabello blanco, y en seguida, alzándose sobre la silla, dijo:

—Si estimáis la vida, abandonad en seguida esta pradera, porque me temo que los sioux nos cerquen a estas horas, así como a los bisontes. Ya sabéis, John, cómo acaban estas aventuras.

—Si, con un asado general —respondió el indian-agent—. ¡Lo sé demasiado!

Pues entonces, señores, no hay que perder tiempo. Si vuestros caballos tienen todavía fuerzas, ¡al galope! Tratemos, ante todo, de que los bisontes nos sirvan de escudo contra los indios.

—¿Y el Inglés? —dijo Harris—. ¿Vamos a abandonarle desarmado?

—¿Qué inglés? —preguntó Turner.

—Más tarde os lo explicaré —dijo John—. Al pasar le recogeremos. Sé dónde está. ¡Y ahora, andando! Lo urgente es salir de esta trampa, que de un momento a otro puede sernos funesta.

—¡A escape! —añadió Turner.

Aunque los caballos habían tenido poco tiempo para descansar y estaban sedientos y con hambre, las espuelas de los jinetes los obligaron a emprender la marcha al trote largo.

De los indios no vieron ni rastro.

Un silencio solemne reinaba en la pradera, sumida en tinieblas.

Los bisontes estaban ya lejos, y los coyotes parecía que no existían.

—¡Mala señal! —dijo John, que, como más práctico en el terreno, guiaba a sus compañeros con gran prudencia—. Si los coyotes han huido, es porque presienten un gran peligro. Esperemos al alba.

Llevaban ya dos horas galopando, y hacía bastante rato que había pasado la medianoche, cuando John se volvió hacia Turner diciéndole:

—¿No percibís un olor particular?

—Sí, como de humo. Por cierto que no es ahora cuando lo he notado. Algo arde a lo lejos.

—La pradera.

—Lo creo.

—¡Mal negocio!

—¡Bah! Sigamos, John, y después de recoger a vuestro inglés tratemos de llegar hasta el general Custer.

Concedieron, sin embargo, a los caballos algún reposo, y en seguida se aventuraron por un terreno fangoso donde algunos charcos de agua habían sido apurados ya por los bisontes, siguiendo siempre al trote corto y no dejando un instante de sondear el horizonte con sus miradas.

Eran las tres de la madrugada y el cielo comenzaba a aclararse.

Dibujábase lejana una pequeña mancha de tono azul pálido que iba alargándose hacia la tierra.

Parecía una herida que fuera abriéndose lentamente.

Las tinieblas que ennegrecían la pradera blanqueaban poco a poco, adquiriendo después tintas violáceas y luego azules, que se desvanecían en inmaculados resplandores por la parte donde el sol iba a aparecer.

Las altas ramas de los asfodelos, con sus punzantes espinas, emergían lentamente de las sombras.

A poco brilló el sol; una onda de luz dorada y fosforescente abrillantó todos los confines de la pradera, venciendo las postreras resistencias de la oscuridad y aumentando con sus besos la fragancia de la salvia y la artemisa.

—¡Los bisontes! —exclamó John.

En efecto: la inmensa horda desfilaba a unos dos kilómetros, dirigiéndose hacia levante.

Seguía el mismo camino que los cazadores, los cuales, como sabemos, buscaban la ribera del Horse, en que acampaba la columna del general Custer, compuesta de ochocientos hombres y encargada de vigilar todo movimiento de los sioux y de sus aliados, porque en aquella segunda insurrección los indios habían depuesto sus eternas discordias para unirse contra el enemigo común: el hombre blanco.

—¿No os parece sospechosa la excitación de esos animales? —preguntó John a Turner, señalando a los bisontes.

—Más de lo que puede usted figurarse. Estoy seguro de que ventean a los indios, y aún algo peor.

—¿El olor del humo?

—Si, John.

—Pero ¿por dónde arde la pradera? —preguntó Harris—. Por ninguna parte se ven señales de fuego.

—No tardarán en aparecer —respondió Turner—. Esperad que el viento cambie de Poniente a Norte y veréis cómo corre el fuego. Por fortuna, están ahí los bisontes y nos salvarán con su masa. Pero ¿dónde está vuestro inglés?

Iba John a contestar, cuando Jorge, levantando un brazo hacia el Sur, dijo:

—¡Apuesto cualquier cosa a que es aquél; allí, a la vanguardia de los bisontes!

—¡A ese loco es capaz de boxear con ellos! —dijo Harris riendo.

—Así le curarán el spleen de una cornada —contestó John.

—¿Veis aquella mancha que se destaca sobre el verde de la pradera?

—Sí.

—Pues no puedo ser sino un caballo.

—También lo creo yo. Vamos a ver si está solo o si lleva al jinete en la silla.

Avanzaron en dirección de aquel punto negro, que se movía con extrema rapidez hacia el flanco septentrional de la manada de bisontes, a los cuales esto no parecía inquietar mucho.

Al contrario, seguían su precipitada carrera desplegando su inmensa columna, dispuesta en cinco filas separadas como veinte metros unas de otras.

Después de recorrer algunos kilómetros, John distinguió al ingles montado en su pura sangre y caracoleando audazmente Junto a los bisontes.

—¡Ese hombre está rematadamente loco! —dijo riendo—. ¡Veremos sí quiere seguirnos!

—Devolvedle la carabina, y dejémosle que se las entienda con los rumiantes —dijo Harris—. Y si no sabe defenderse, peor para él.

Hicieron redoblar la carrera a sus caballos y llegaron cerca del original Inglés, el cual, no teniendo más armas que un cuchillo de caza desahogaba su estúpido furor insultando y desafiando a grandes gritos a los bisontes, demasiado preocupados en huir de un peligro mayor.

Al ver llegar a los jinetes, la cólera del inglés se hizo rabiosa.

—¡Vosotros ser bandidos, miserables, dignos de la cuerda de Calcraff! ¡Ah, ladrones: yo os conduciré ante mi cónsul! ¡Dadme la carabina! ¡Yo no poder curar mi spleen sin matar bisontes!

—¡Calmaos, milord! —le dijo John—. Vuestras ofensas no hacen efecto en nosotros; pero os advierto que los cazadores de la pradera tenemos poca paciencia y somos muy propensos a perderla.

—¡Perderla! ¡Yo tener puños! ¡Devolver mi carabina, o apelaré a mi cónsul!

—Está algo lejos, milord.

—¡No importa; mi Gobierno proteger a sus súbditos, aunque sea en el centro de Australia!

—Pues pedid a vuestros almirantes que os envíen algunos acorazados a estas praderas —dijo irónicamente Turner—. Será un espectáculo de mucha atracción para los indios.

—Usted callar, porque yo no conocerle. ¡Yo ser un lord inglés!

—Y yo un magistrado de mi país.

El inglés hizo un movimiento de desdén.

—¡La justicia americana proteger siempre a los pillos! —añadió luego.

—Os engañáis, milord. Yo, por mi parte, he matado a mucha gente mala.

—¡Ah! ¡Eso no me interesa!

Milord —dijo, por último. John—, ya podéis hacer uso de vuestra carabina, porque os la devuelvo; pero os advierto, ya que me habéis escogido por vuestro guía, que la pradera está ardiendo y que la tribu poderosa de los sioux se ha levantado en armas contra los blancos. Si queréis unir vuestra carabina a las nuestras para la defensa común, hacedlo; si preferís matar bisontes, quedaos; pero de ninguna manera contéis con nuestro auxilio, porque nosotros huimos hacia la frontera del Nebraska.

El inglés le escuchó atentamente, y cuando acabó de hablar rompió a reír ruidosamente.

—¡Reírme de vuestros indios, del fuego y de vosotros! ¡Yo querer matar bisontes!

—¡John —dijo Harris en voz baja—, es mejor no hacer caso de este mulo europeo! ¡Estamos perdiendo el tiempo! Y lo mejor es marcharnos.

—Eso creo —contestó el indian-agent—. ¡Qué el diablo se lo lleve!

Tomó la carabina del Inglés, un arma magnífica, la descargó por precaución y se la entregó al obstinado británico, que apenas la tuvo en las manos respondió con un gruñido y se alejó al galope en busca de la vanguardia de los bisontes.

—¡Milord, buena suerte, y guardad vuestra cabellera! —gritó John.

—Ese hombre no es un excéntrico; es un verdadero loco —dijo Turner—. Dejémosle que haga lo que guste, y en cuanto a nosotros, procuraremos que nuestros caballos resistan todavía. Si no interponemos un río entre nosotros y el fuego, que no tardará en avanzar por el Sur, no saldremos vivos de esta condenada pradera.

—¡Adelante! —ordenó John.

Los cuatro caballos, que, aunque bastante cansados parecían deseosos de partir, galoparon con bastante rapidez en dirección a Levante, para ganar lo antes posible la orilla del Chugwater, que pasa lamiendo las faldas de la cadena de montañas del Laramie y en cuyas aguas desemboca el Horse. Apenas hablan recorrido media milla cuando oyeron resonar en la pradera dos detonaciones.

El Inglés habla comenzado a disparar contra los bisontes, sin preocuparse del gravísimo peligro que le amenazaba y que podía sorprenderle de un momento a otro.

—¡Bah! Él no se preocupaba más que de su spleen, que creía curarse, no sabemos por qué extraña razón, con una emocionante caza de bisontes de la pradera americana.

—De seguro ha matado dos machos hermosísimos —dijo Harris riendo.

—O a estas horas le han entrado ya en el cuerpo dos metros de cuerno y le han curado el spleen —añadió John—. ¡Descanse en paz!

Siguieron a toda prisa su camino, sin que hasta mediodía hubiera ocurrido nada extraordinario.

Esto les hizo creer que antes de la puesta del sol podrían llegar al río que debía protegerlos contra el fuego que desde lejos los amenazaba; pero de pronto, John detuvo bruscamente su caballo, profiriendo una maldición.

—¿Qué pasa —preguntó Turner—, para que así os encolericéis?

—¡Qué tenemos cortada la huida hacia el río! —contestó el indian-agent, rechinando los dientes.

—¡Diablo, es verdad! ¡Aquello es humo!

—¡Si —añadió Harris—, la pradera arde bien!

Todos se pararon, dirigiendo sus ansiosas miradas hacia Levante.

Nubes grisáceas, que el viento iba poco a poco extendiendo, se elevaban al cielo, formando como un Inmenso parasol. Ya no era posible la duda: aquello era humo.

—¡Malditos! —decía John exasperado—. ¡Han adivinado nuestro proyecto, y han colocado entre nosotros y el río una infranqueable barrera de fuego!

—Así es contestó sencillamente Turner.

—Y no podemos atravesarla, a menos que pusiéramos alas a nuestras caballos.

—Lo que no es posible, amigo John.

—Sólo nos resta buscar un refugio en el Laramie opinó Harris.

—Si tuviéramos tiempo —replicó Turner.

—¿Y si nos dirigiéramos al Sur? —preguntó Jorge.

—No creo tan estúpidos a las sioux que nos hayan dejado expedita esa vía, que conduce a países habitadas por nuestra raza. No; mejor es que crucemos el Laramie y escalemos aquellas montañas. Esos animales han comprendido que la pradera arde por el Este, y se apresuran a tomar otro camino. Acerquémonos lo posible a ellos y sigámoslos. Después de todo, junto a los bisontes estaremos más seguros contra cualquier imprevisto ataque de los indios. Este bastión viviente nos servirá a maravilla.

—¡Al galope!

CAPÍTULO IV. UN ESPECTÁCULO ESPANTOSO

Un cuarto de hora después los cuatro aventureros se hallaban casi en contacto con las primeras líneas de la columna de gigantescos rumiantes.

Viva agitación reinaba entre los animales, que, sin duda, debían de haber olfateado el olor del humo. Todas los bisontes, machos, hembras y crías, redoblaban el paso mugiendo sordamente y agitando con nerviosidad la cola, adornada al extremo con un gran mechón de pelo lanoso.

El ruido era espantoso, ensordecedor; el suelo de la pradera parecía temblar bajo aquellos centenares y centenares de macizas patas, que hacían el efecto de cien locomotoras lanzadas a través de la infinita llanura.

Al llegar cerca de los bisontes, los cazadores trataron de buscar al obcecado Inglés; pero los detuvo un grito de John:

—¡Es el caballo, pero sin el jinete! ¿Qué le habrá ocurrido a ese loco de atar?

—¿Habláis del Inglés? —preguntó Turner.

—Sí. y no le veo.

—¡Tanto mejor! Ese excéntrico estará mejor en Europa que en América. Mirad su caballo galopando allí, al lado de los bisontes. Sin duda, al inglés le han derribado de una cornada.

—¡Bah! ¡Un loco menos! —dijo Harris, que se había acercado.

—Lo que nos falta saber —añadió John— es si le han derribado los bisontes o si le han cogido los sioux. No hay quien me quite de la cabeza que los indios, después de incendiar la pradera, siguen a los bisontes con la esperanza de cogemos vivos. Así estarla más contenta Minnehaha.

—Justo, porque nos arrancaría la cabellera con sus propias manos.

—¡Minnehaha! —exclamó Turner—. ¿Tanto la teméis? De seguro que ha mediado alguna aventura entre vosotros y la sakem de los corvis de Nube Roja y de los sioux de Jalta.

—Más tarde os lo contare. Ahora no hay tiempo para referir historias. ¿Seguiremos a los bisontes?

—Creo que es lo mejor que podemos hacer. Esos animales no van muy de prisa, y así descansaran algo nuestros caballos. ¡Pobres bestias! ¡Apenas pueden dar un puso!

—¡Buena ocasión para que se presentaran ahora lo sioux! —murmuró Harris.

Soltaron las bridas de los caballos dejándolos libres de tomar el paso que quisieran y se dedicaron a inspeccionar la pradera en todas direcciones, con la esperanza de descubrir al inglés en alguna parte, pues después de todo, representaba una carabina más ante el peligro de tropezar con los indios.

¡Vano empeño! Sólo el corcel seguía galopando entre los bisontes, de los cuales evitaba con destreza algún que otro débil ataque.

¿Y qué era lo que le había sucedido al inglés? ¿Había perecido victima de su propia audacia o había sido capturado por algún grupo de sioux escondidos entre la hierba? Era imposible saberlo.

Si hubiera estado aún vivo y libre, no habría dejado de disparar contra los animales que constituían su pesadilla, ni hubiera abandonado su caballo.

O le hablan reventado los bisontes o había caído en poder de los indios. La cosa era clara.

En tanto, los cuatro jinetes seguían marchando al flanco de los bisontes, que avanzaban deprisa, ahuyentados por las nubes de humo, que cada vez eran más visibles y densas.

Aunque todavía lejana, progresaban con gran rapidez a impulsas del viento, que las empujaba con fuerza.

Las altísimas gramíneas, ya secas, debían de arder a lo lejos como la yesca.

Un mar de fuego avanzaba, sin que nadie tratara de detenerle.

¿Qué les importaba a los indios que fuera destruida una parte de la pradera, si ésta era inmensa?

Ya se encargarían los grandes ríos de apagar el fuego cuando llegase a sus orillas.

Los bisontes, que veían acercarse cada vez más aquel ardiente oleaje, apretaban el paso redoblando sus mugidos rabiosamente y moviendo la carnosa grupa, que ofrecía un apetitoso manjar a lobos y coyotes.

Los cazadores los seguían, animando a sus caballos a un postrer esfuerzo.

A todos dominaba una profunda angustia.

El propio Turner, siempre sereno, se preguntaba anhelante si los caballos podrían recorrer las diez o doce millas que los separaban de las primeras estribaciones del Laramie.

La empresa le parecía absolutamente imposible.

—¡Bah; veremos cómo acaba eso! —se decía.

A las tres de la tarde los cuatro aventureros se detuvieron el tiempo preciso para comer algunas galletas y un trozo de carne ahumada y para que los caballos pastaran con libertad.

Al ponerse en marcha vieron que la vanguardia de los bisontes variaba de ruta y se dirigía a Poniente.

Casi en el mismo instante gritó Jorge:

—¡Humo al Norte! ¡El incendio se extienda por todas partes!

Una tempestad de maldiciones acompaño a aquel grito, pues aunque todavía parecían libres los caminos del Sur y de Poniente, era probable que pronto los cercara el fuego.

—¿Qué opináis, Turner? —preguntó el indian-agent, que se había puesto pálido como la muerte.

—Que estamos dentro de un horno y que vamos a ser fritos como las tortillas mejicanas, si es que no damos con el modo de transformarnos en salamandras.

—¡Diablos! —exclamó Jorge con espanto—. ¿Y vamos a dejarnos cocer así?

Turner no respondió. Tieso sobre la silla, miraba a los bisontes, que continuaban desfilando, apretados unos contra otros.

—Pero, Turner, usted que ha escapado de la muerte no sé cuántas veces ¿no podrá ahora libramos a todos?

—¡Imposible!

—¿Vamos a intentar la retirada al Sur?

—¿Para que? Allí encontraremos otra barrera de fuego.

—¿Y hacia Poniente?

Turner se encogió de hombros, diciendo:

—Sería lo mismo. Repito que estamos dentro de un horno.

—Entonces —dijo John— no nos queda más que esperar la muerte, ya que no hay esperanza de salvación. Después de todo, no es una muerte cruel. Caeremos asfixiados antes de que el fuego abrase nuestras carnes.

—¡No hay que hablar de muerte todavía, John! —exclamó el matador de hombres—. ¡Aún creo que no está tan cercana!

El indian-agent respiró con alegría. Cuando Turner hablaba así, era porque veía probabilidades de salvación.

—¡Demonio de hombre! —murmuró—. ¡Es capaz de apagar este fuego!

Turner continuaba mirando el rebaño de bisontes. De pronto dirigió los ojos hacia el terreno, en el cual abundaban las oquedades y dio muestras de satisfacción.

—¡Probemos! —se dijo en seguida—. SI nos quemamos un poco, hay que tener paciencia. Amigos —añadió en voz alta—, ¿están cargadas vuestras armas?

—Sí —respondieron los tres cazadores, que esperaban ansiosamente conocer la idea de Turner.

—¿Lleváis cada uno el correspondiente bowieknife?

—Si.

—Pues hay que matar cuatro bisontes, los más grandes.

—¿Queréis comer antes de morir? —le preguntó John.

—Cenaremos, pero más tarde. Ahora hay otra cosa que hacer.

Dispare cada uno de vosotros a un bisonte de los más corpulentos.

Los tres cazadores prepararon sus rifles, aunque sin comprender nada del audaz proyecto del matador de hombres.

—Escoged las víctimas, que sean de las mayores.

—Así serán más grandes los bistecs —dijo Harris riendo.

—O mejor protegidos nosotros —respondió el campeón de los matadores de hombres—. Eso podréis decírmelo más tarde.

—Más tarde, tal vez; porque os confieso, mister Turner, que todavía no he comprendido la razón de esta caza, precisamente cuando el mar de fuego nos rodea.

—Es para asar los solomillos y que hagamos el viaje con algo en el bolsillo —dijo Jorge—. Sin duda, mister Turner es un espiritista convencido, y cree de buena fe que después de muertos los hombres necesitan todavía trabajar con los dientes.

—¡Callad, burlones —dijo el magistrado de Gold-City—, y procurad darle firme a aquellos dos machos tan grandes que van al lado de las hembras y las crías!

—¡En seguida está hecho! —respondió Jorge.

Aunque la vanguardia habla pasado, se veían aún machos de gigantescas proporciones, encargadas de la dirección de la columna y de proteger a las hembras y a las crías.

Los cazadores eligieron cada uno el bisonte que le pareció de mayor talla, y de otros tantos disparos pusieron patas arriba a cuatro enormes rumiantes.

Pocos animales son tan despreocupados como el bisonte, particularmente cuando van de marcha en grandes manadas.

Aunque se intentase fusilarlos a boca de jarro, no acometerían, ni sus compañeros tratarían de defenderlos. En cambio, si están solas responden con furor a los ataques de los cazadores, acometiéndolas violentamente y asediándolos días enteros.

—¡Ya están dispuestos nuestros lechos! —dijo Turner cuando vio en tierra a las reses—. De seguro hará calor ahí dentro; pero hay que hacer lo que se puede y no lo que se quiere. Sobre todo hay que salvar la vida y con ella la cabellera.

—¿Habéis dicho que esos animales van a servirnos de lecho? —dijo el indian-agent—. ¡Qué me devore un lobo si comprendo de qué se trata!

—Pronto lo comprenderéis. Ahora hay que destripar esas reses, vaciando por completo su vientre.

—¿Vamos a hacer salchichón? —preguntó Harris riendo—. ¡Yo soy maestro!

—Por ahora, no. ¡Conque mano al bowieknife, que el incendio avanza! En otra ocasión probaremos los salchichones que hagáis.

Los cuatro aventureras empuñaron los cuchillos, y en pocos minutos, como buenos cazadores, dejaron completamente limpio el interior de los bisontes.

Se habían dado prisa en la tarea, porque el fuego se acercaba con gran rapidez, devorando la artemisa, la salvia, la menta, las siemprevivas, los girasoles y el buffalo-grass, principales plantas que cubren la pradera americana.

Por el Norte y Levante llegaban, tremolando como Inmensas banderas de fuego, las ardorosas llamas del Incendio, ante las cuales corrían un viento cálido y mortal y encendidas chispas que al caer sobre la calcinada hierba provocaban nuevas llamaradas.

Todo desaparecía en la pradera al terrible contacto del fuego, que no hubieran podido apagar millares de bomberos.

Nubes de ardiente ceniza entenebrecían la transparencia del aire, que soplaba ora del Norte, ora del Sur, y caían sobre la pradera sembrando la desolación y la muerte.

Aquello era un espantoso círculo de fuego que se estrechaba cada vez más.

Los bisontes, que comenzaron a sentir que cala sobre ellos una lluvia de encendida ceniza, redoblaban su carrera; pero ya no llevaban dirección fija.

Se dirigían indistintamente por uno y otro lado y acababan por dar vueltas alrededor de las llamas.

El espectáculo que ofrecían aquellos animales, enloquecidos por el terror, impresionaba al ánimo más fuerte.

La columna se había desorganizado.

Los viejos machos no protegían ya a las hembras; éstas abandonaban a sus hijos y las aterrorizadas crías morían lanzando tristes mugidos bajo las pezuñas de sus padres.

Clamores salvajes que desgarraban los oídos alzábanse de aquella masa de animales, locos de miedo.

Vaciadas las cuatro reses, preguntó John, que por primera vez parecía verdaderamente aterrado:

—¿Y ahora, Turner?

—¡Ya están dispuestos nuestros lechos! —contestó el interpelado.

—¿Qué queréis decir?

—Que entraremos en el vientre de esos animales y ahí permaneceremos hasta que haya pasado la tromba luego.

—¿Cómo?

—Creo que lo he dicho bien claro —contestó Turner, que conservaba una sorprendente sangre fría.

—Pero ¿no nos asaremos ahí dentro? —preguntó Harris.

—Algún calor sufriremos, pero me parece que saldremos vivos. Un día que los indios arrapahoes, no pudiendo cogerme, prendieron fuego a la pradera. ¿Sabéis como escapé? Destripando mi caballo y metiéndome en su vientre.

—¿Y no moristeis?

Turner lanzó una carcajada ni oír esta pregunta y añadió:

—No creo ser un espíritu, sino un hombre de carne y hueso.

—Al menos os produciríais horribles quemaduras.

—Algunas, pero como veis, escape vivo.

—¡Diablo de hombre!

—Querido John, hay que intentarlo todo antes de morir. Dentro del cuerpo de estos animales esperamos que pase el incendio. Si no morimos en la prueba, eso ganamos.

—¡Será una prueba terrible!

—No di que no. Ahora dadme vuestra provisión de pólvora. Tengo una bolsa completamente impermeable.

—¿Qué vais a hacer?

—Evitar que estalle o se eche a perder si la llevamos con nosotros. La deposito en una de estas oquedades del terreno que están llenas de agua y no hay que temer nada. ¡Vamos, listos, que el fuego está encima! Descargad vuestras armas para que no estallen.

—¿Y los caballos? —dijo Jorge.

—Ya se pondrán ellos en salvo, si pueden —repuso Turner—. No tienen sitio en el vientre de los bisontes.

—¡Terrible perdida!

—¡Bah! ¡En la pradera abundan los caballos salvajes! Os aconsejo que llevéis con vosotros los lazos, y en cuanto a las sillas y los atalajes, metedlos en una oquedad llena de agua.

—¡Ya está hecho! —dijeron a poco sus compañeros.

Todo el horizonte estaba ya cubierto de llamas. Comenzaba a percibirse el olor de la carne quemada, pues muchos bisontes habían perecido ya y otros corrían con las lanas ardiendo, describiendo anchos círculos, que estrechaban cada vez más.

El aire era irrespirable, y los cuatro aventureros sentían ya la falta de oxígeno en los pulmones.

—¡Al lecho! —gritó Turner, que no habla perdido nada de su calma habitual.

Aquel hombre maravilloso bromeaba delante de la muerte.

Provisto del lazo y de la carabina, se acostó en el vientre de uno de los bisontes, empapándose de sangre de la cabeza a los pies. Aquella sangre debía preservarle de una perfecta cochura. En seguida se introdujo en la boca un pañuelo que antes había mojado en agua y cerrando cuando pudo el desgarrado vientre, aguardo tranquilamente a que pasara el fuego.

Fuera se oían espantosos fragores. Parecía que el suelo de la pradera oscilaba a impulsos de un terremoto.

Eran los bisontes, que en su postrera agonía caían a montones unos sobre otros.

Turner se comprimía fuertemente el mojado pañuelo contra la boca, la nariz, y sobre todo en los ojos, para evitar la ceguera.

El aire era ya ardiente como el de un horno.

Las carnes del bisonte comenzaban a asarse y destilaban grasa.

Por un momento, Turner creyó cocerse vivo dentro de aquella masa de carne, que chirriaba al contacto de las llamas; pero pasados algunos instantes notó que el calor disminuía.

El mar de fuego, empujado por el viento de Levante, había pasado ligero por el terreno, calentándole apenas, gracias a las oquedades llenas de agua que en él abundaban y que producían notable humedad.

—¡Ha terminado la prueba terrible! —murmuró Turner—. ¡Ay de nosotros si no tengo el acierto de envolvernos en esta masa grasosa! Creí que iba a pasarlo peor.

Aparto de su rostro el pañuelo, que no conservaba trazas de humedad, y probó a respirar.

—¡Es fuego lo que entra, en mis pulmones! —dijo.

En seguida hizo un esfuerzo supremo para dar elasticidad a sus miembros, y abriendo el rasgón del vientre del bisonte, se lanzó fuera.

Hizo algunas cabriolas, como si estuviera borracho, y se metió de cabeza en una oquedad que todavía conservaba algunos palmos de agua tibia.

El aire exterior no era, ni con mucho, tan irrespirable como el contenido en el vientre del rumiante.

Todos los compañeros de este habían muerto, y sus cadáveres aparecían amontonados por todas partes, desprendiendo insoportable olor a carne y lana quemadas.

—¡Qué horrible es esto! —exclamó Turner.

En seguida empezó a dar voces:

—¡John!… ¡Harris!… ¡Jorge!… ¡Venid a daros un baño!

El indian-agent fue el primero que salió de su horno, y se apresuro a zambullirse en el agua; a poco le siguieron los dos hermanos.

—¿Estoy en el infierno? —preguntaba Harris echándose sin cesar agua en la cabeza.

—¿Y yo me he muerto o no? —añadió Jorge dándose friegas.

—¿Qué decís vos, John?

—Que en adelante puedo dedicarme a tahonero y sacar el pan del horno con mis propias manos sin necesidad de pala y sin quemarme. ¡Qué momento señores! Cuando el mar de fuego paso por encima de mi bisonte, mis carnes parecían crujir.

—¡Nada! —contestó Turner riendo—. ¡Eran las del animal que se abrasaba!

—Sí, ríase; pero le aseguro que no repetiré la operación. ¡No sé cómo funcionan otra vez mis pulmones!

—Porque los pulmones de los cazadores de la pradera son de hierro.

—Lo sé. Pero ¿y nuestros caballos?

—Asados con los bisontes.

—¡Esa pérdida sí que es de sentir!

—Sobre todo cuando vengan los indios, pues no dejarán de dar una vuelta por aquí apenas se enfríe algo el terreno.

—No los esperaremos, John. Apenas nos aseemos un poco y cenemos, nos pondremos en marcha hacia Levante.

—Si; hoy que buscar a Custer. De lo contrario, caeremos todos.

—Y Minnehaha nos arrancará la cabellera.

—¡Siempre ese nombre en vuestros labios! Se diría que teméis más a esa mujer que a todos sus guerreros.

—Es verdad.

—¿Por qué?

—Os lo diré mientras cenamos. ¿Tenéis hambre?

—¡De lobo!

—¡Pues basta de baño, y a buscar la cena! Tenemos cerca centenares de lenguas de bisonte, asadas ya por el mejor cocinero.

—Antes recobremos nuestra pólvora y nuestras armas. No se sabe lo que puede ocurrir, y hay que estar prevenidos.

Los cuatro aventureros, limpios ya y secas, hallaron bien pronto el saco de pólvora, que, por ser perfectamente impermeable, había conservado intacto su contenido.

CAPÍTULO V. LA CAZADORA DE CABELLERAS

El espectáculo que ofrecían aquellos setecientos u ochocientos animales derribados al paso de las oleadas de fuego no es para descrito.

Los pobres colosos, cogidos por aquel cerco de llamas, asfixiados por el humo, retostados por la asoladora lluvia de chispas candentes, habían perecido todos, formando sus cuerpos un verdadero montón de carne, o mejor dicho, un asado colosal, pues todos habían ido calcinándose, como si hubieran estado dentro de un horno.

Su agonía, aunque brevísima, dada la Impetuosidad de la cortina de llamas, debió de ser muy dolorosa, a Juzgar por las posiciones en que quedaron.

Unos habían clavado los cuernos en tierra, como si hubieran tratado de guarecerse bajo ella; otros yacían tendidos de espaldas y con las cuatro patas retorcidas sobre el vientre, todavía humeante; otros, en fin, habían muerto acurrucados bajo sus compañeros, en cuyo cuerpo fueron, sin duda, a buscar un escudo que los defendiera del fuego.

El olor a carne y grasa quemada que salla de aquel hacinamiento de cadáveres era tal y tan Insoportable, que los cuatro aventureros se mareaban.

—¡Esta es la cocina de Belcebú! —decía John, tapándose la nariz, que se resistía a absorber aquel ambiento acre y cálido.

—¡Qué ruina! —añadía Harris—. ¡Aquí hay miles de toneladas de excelente carne inútilmente perdida!

—¡Dejaos de sensiblerías —arguyó Turner—, y busquemos un par de lenguas bien asadas! Lo demás ya se encargarán de despacharlo los lobos, los coyotes y las aves de rapiña.

—Que por cierto acudirán formando ejércitos —manifestó John.

—Para entonces procuraremos no estar aquí. ¡Se las entenderán con ellos los indios!

Pasaron revista a una veintena de animales y encontraron a dos de ellos tan perfectamente asados, que les cortaron un trozo de la joroba, además de despojarlos de la lengua para que una y otra les sirvieran de cena. En seguida escaparon a todo correr hacia una de las pozas de agua, pues no podían resistir el olor de carne chamuscada.

El suelo, saturado de humedad y abundante en hierbas, se había enfriado en seguida, a pesar de la gigantesca tromba de fuego que por él había pasado.

La ceniza caliente, que cayó en abundancia, y que en algunos sitios formó verdaderos montones, perdió también mucho de su calor por efecto de la misma humedad del terreno, ocurriendo lo propio al aire, que ya no era abrasador, ni mucho menos.

Los aventureros se habían acercado, como hemos dicho, a una de las pozas que contenía agua bastante limpia, y alrededor de ella colocaron las sillas de los caballos, sobre las cuales extendieron las mantas para estar más cómodos, y se pusieron a cenar tranquilamente, como si se hubieran hallado dentro de un fuerte vigilado por atentos centinelas.

Además, por el momento nada tenían que temer por parte de los indios, por que la pradera ardía aún por Poniente y Levante, y el suelo estaba a demasiada temperatura para que los caballos pudieran atravesarle.

Las lenguas y los filetes de la Joroba desaparecieron pronto bajo los formidables dientes de los aventureros, a los cuales las emociones no habían podido quitar su habitual apetito.

Después de observar el horizonte, y convencidos de que no los amenazaba ningún peligro, encendieron las pipas y se tendieron a lo largo mientras las estrellas brillaban en un cielo limpio.

—Yo me pregunto —dijo John después de haber lanzado al aire tres o cuatro bocanadas de humo— cómo es posible que esté todavía vivo y no me encuentre en las deliciosas praderas del Gran Manitu, o sea en el paraíso de los indios. ¿Qué decís a esto, Harris?

—Que este tabaco no me ha parecido nunca tan excelente como esta noche —respondió el cazador, echando más humo que una locomotora.

—Eso es una buena respuesta —dijo Turner—, y estoy…

Se interrumpió de pronto, dándose un golpe en la frente.

—¿Y vuestro inglés? —exclamó.

—¡Sabe Dios! Algún bisonte le habrá corneado —respondió John.

—Quizá haya muerto asado —dijo Harris, sin sentir emoción alguna.

—Eso creo. No me parece posible que haya podido escapar del fuego, aunque se librara de los indios y de los bisontes.

—Pues sentiría —dijo John— que hubiera tenido un mal fin.

—¿Para qué fue testarudo? Bien le instamos a que nos siguiera. Si se ha quemado, peor pura él.

—Ese hombre debía de estar loco.

—De todos modos… puede ser que aún viva —dijo Turner.

—Sí, si ha caído en poder de los indios.

—¡Otra cabellera que Minnehaha habrá añadido a su colección! —manifestó John.

—¡Minnehaha! —dijo Turner pensativo—. Ahora es ocasión de que me contéis algo acerca de esa terrible india, hasta el alba no podremos ponernos en camino, porque el suelo quema aún. Conque venga esa historia; pero antes decidme cómo os he encontrado aquí, cuando he sabido que todavía no hace un mes os hallaban en las cercanías del Lago Salado. El general Custer había pensado en vosotros en memoria de los útiles servicios que prestasteis en la insurrección india de 1863, la de la alianza de las cinco naciones de pieles rojas.

—Hemos venido aquí al servicio de ese inglés, que se había empeñado en curarse el spleen cazando bisontes y osos grises. Se nos ofreció una respetable suma, y dejamos la factoría de los hijos del coronel Devandel para guiar al ingles a través del Utah, el Colorado y el Wyoming.

—¿Ignorabais entonéis que los sioux preparaban otra guerra, aliados con las tribus de los comanches, los kiovas, los paynes y los chippeways?

—No lo sabía de cierto.

—Habéis cometido una gran imprudencia, John.

—Lo comprendo ahora; pero yo no podía sospechar que los sioux, como hace quince años, descendieran hacia el Laramie para declarar la guerra a los hombres blancos. Y ha sido Minnehaha, la vengativa hija de Nube Roja, la que ha inducido a Toro Sentado a desenterrar el hacha de guerra. Su odio contra mi y contra los hijos del coronel Devandel durará lo que su vida.

—¿El coronel Devandel es el desgraciado a quien los indios arrancaron la cabellera en la insurrección del 63? —preguntó Turner.

—Sí; ¿habéis oído hablar de eso?

—Continuad, amigo mío. Después hablaré yo.

—El odio de Minnehaha, especialmente contra mí, data de la insurrección de las cinco naciones —prosiguió el indian-agent—. Como recordareis, el Gobierno, sorprendido por aquel levantamiento, telegrafió a Devandel para que, reuniendo los voluntarios que pudiera, ocupase la garganta del Laramie, a fin de impedir a los sioux bajar a la llanura y reunirse con los cheyennes. El Gobierno no pensó en que el coronel tenia que saldar una cuenta con Jalta, la sakem, una de las más feroces guerreras de los indios.

—Explicaos mejor, John —dijo Turner, a quien parecía interesar mucho la narración.

—El coronel, en su juventud, al cazar un soberbio caballo blanco, fue hecho prisionero, y por salvar su cabellera, tuvo que casarse con Jalta, hija de un Jefe indio famoso. Ya sabéis la repulsión insistente que sentimos los blancos por la raza india. Jalta era muy bella, pocos meses después del matrimonio el coronel la abandonó y se refugió en Méjico, donde se casó con una joven de aquel país, que le dio dos hijos: Mary y Jorge.

—¡Jorge Devandel! —dijo Turner grandemente admirado—. ¡Continuad!

—Pero ¿por qué os ha sorprendido el nombre de Jorge?

—¡Seguid ahora! Luego lo sabréis.

—Muchos años después estalló la insurrección de 1863. El coronel, muy práctico en las guerrillas indias, fue enviado, como os he dicho, a las montañas del Laramie con unos cincuenta voluntarios.

—¿Estabais entre ellos?

—Los tres —contestó John, que siguió diciendo—: Una noche tempestuosa, un correo indio, a quien acompañaba una muchacha de doce a trece años, cayó en nuestras manos al intentar atravesar la garganta del Funeral. Ya conocéis la ley de las praderas. Fue fusilado y la pequeña india hecha prisionera: esta india era Minnehaha, la futura sakem de los corvis y los sioux, a quien hoy llaman la Cazadora de cabelleras. Y ahora, ¿queréis saber quién era el indio fusilado? El Pájaro de la noche, hijo del coronel y de Jalta.

—Jalta era la madre de Minnehaha, si no me engaño.

—Sí; porque Jalta, una vez abandonada por el coronel, se casó con Nube Roja, sakem de la tribu de los corvis.

—¿De modo que el coronel, sin saberlo, fusiló a su propio hijo?

—Exactamente, Turner —respondió John.

—¡Es una historia sorprendente! ¿Y qué sucedió luego?

—El Pájaro de la Noche había sido comisionado por Jalta para avistarse con Caldera negra y Mano Izquierda a fin de que éstos destruyeran la factoría que el coronel tenia en las orillas del Lago Salado y cogieran prisioneros a sus dos hijos, Mary y Jorge. Aquella terrible noche el coronel nos encargó a nosotros que acudiéramos a salvar a sus hijos. No os relataré los peligros que corrimos al atravesar la inmensa pradera batida por los cheyennes y los apaches. Llegamos a la factoría en el momento en que los indios iban a asaltarla, y en medio de un terrible incendio logramos salvar a los dos muchachos, a quienes Jalta había jurado arrancar la cabellera.

—¿Y el coronel?

—Se la habían arrancado ya.

—¿Quién?

—Jalta, su primera mujer.

—¡Maldita! —gritó Turner con furor.

—Los voluntarios que defendían la garganta del Funeral fueron apresadas por los sioux, y el coronel, herido a traición por la astuta Minnehaha, tuvo la desgracia de caer vivo en manos de Jalta.

—¿Y le arrancó la cabellera?

—Sí, Turner —respondió John.

—¿Era una tigresa aquella mujer?

—Peor.

—¿Y sobrevivió el coronel?

—Dos años, a pesar de la espantosa mutilación.

—John, yo soy un hombre que no se conmueve tan fácilmente; pero os confieso que esa narración me ha impresionado. ¿Cómo acabó todo eso?

—De un modo bien sangriento. El coronel Chivington, que mandaba el tercer regimiento de voluntarios del Colorado, fue avisado por nosotros, y cayó sobre los indios el 29 de noviembre del 84. La matanza fue espantosa: todos los Jefes indios, Caldera Blanca, Antílope Negro, Mano Izquierda, nudista Comprimida, todos murieron, y en medio de la lucha me encontré frente a frente con Jalta.

—¿Y la matasteis?

—Y le arranqué la cabellera —respondió John con voz casi opaca—. Había jurado vengar al coronel y mantuve mi promesa.

—¿Y Minnehaha?

—Huyó con su padre, Nube Roja, sakem de los corvis. Hubiera sido mejor que hubiese muerto, porque así no recorrería hoy las praderas sembrando el terror y la muerte.

—Minnehaha es hoy la sakem de una fracción de los sioux y los corvis, ¿no es esto?

—Sí; y supera a su madre en valor, audacia y crueldad. Siete voluntarios que pudieron escapar de la matanza de la garganta del Funeral cayeron quince años después en poder de Minnehaha, que, después de arrancarles la cabellera, los sometió al tormento del palo. Pretende de ese modo vengar el fusilamiento de su hermanastro Pájaro de la Noche y la muerte de su madre. ¡Oh; una vez u otra nos tocará a nosotros, señor Turner, pues de aquel destacamento que mandaba Devandel sólo quedamos nosotros tres! ¿No es cierto, Harris y Jorge?

Los dos hermanos, emocionados, hicieron con la cabeza una señal afirmativa.

—Repito, querido John, que habéis cometido una imprudencia viniendo a cazar bisontes al territorio de los sioux.

—¿Qué queréis? Nos aburríamos mortalmente en las orillas del Salado y, además, el lord pagaba bien.

—Ahora que me habéis dicho los motivos que tiene Minnehaha para coleccionar cabelleras de hombres blancos, os daré una noticia desagradable.

—¿Qué vais a decirnos, Turner? —preguntó John inquieto.

—¿Cuánto tiempo hace que no tenéis noticia de Jorge Devandel y su hermana?

—Hace tres meses nos escribieron desde San Luis anunciándonos el nombramiento de Jorge para lugarteniente del tercer regimiento de exploradores.

—Según eso, ignoráis que apenas obtuvo su nombramiento Jorge pidió y logró ser agregado al cuerpo de expedicionarios que comanda el general Custer.

—Sí —respondió John.

—Pues bien, amigo mío; sepa usted que Jorge Devandel, enviado a explorar el paso del Laramie con una pequeña escolta, ha desaparecido.

—¡Dios mío! —gritó el indian-agent con emoción indescriptible—. ¿Apresado por los sioux?

—Eso se sospecha.

—¿Tal vez en poder de Minnehaha?

—Quizás, por eso me habéis encontrado aquí. Quería saber de cierto lo ocurrido.

—¿Y su hermana?

—Sigue en San Luis.

—Señor Turner —preguntó Harris—, ¿habrán arrancado la cabellera a Devandel?

—Eso es lo que yo deseaba saber por encargo del general Custer; pero hasta hoy no me ha sido posible adquirir la menor noticia de ese desgraciado.

John lanzó un verdadero rugido.

—¡Arranqué la cabellera a Jalta porque ella hizo lo mismo con el coronel, mi bienhechor; ahora juro arrancársela a Minnehaha y hacerla sufrir el atroz suplicio del palo! ¡Turner, trataremos de encontrar lo más pronto posible al general Custer! ¡Ochocientos hombres blancos serán bastantes para concluir para siempre con los sioux! ¡Yo no abandonaré esta pradera mientras no sepa lo ocurrido al hijo del coronel y en tanto que no haya matado a la infame hija de Jalta!

—Esperemos el alba, John. En este momento es imposible caminar sobre estas brasas. Además, estamos sin caballos. El terreno quema todavía.

—¿Lograrán los sioux llegar al Horse Creek? —preguntó Harris—. ¿Rebasarán los extremos confines de la pradera?

—¡Quién sabe! —respondió Turner.

—¡Oh! ¡Si tropezamos con los indios, nos preden en seguida, ahora que estamos sin caballos!

—Lo sé; pero el Horse está muy lejos.

—Y los caballos salvajes no se encuentran a cada paso —dijo Jorge.

—¡Terrible situación! —repuso el indian-agent, cada vez más preocupado—. Podremos darnos por muy satisfechos si libramos en este trance la cabellera.

—¡No hay que desesperar! —objetó Turner—. Los sioux no nos han hecho prisioneros todavía y quién sabe si a estas horas estarán ya lejos, convencidos de que hemos perecido en el mar de fuego. Tratad de dormir, que lo necesitáis, y esperemos la salida del sol. Entretanto, la pradera se refrescará.

Acercó a una charca su silla y su manta para servirse de la primera como almohada, y tendiéndose en la hierba, apagó la pipa y cerró los ojos.

Sus compañeros le habían imitado, aunque seguros de no poder dormir.

El miedo a una sorpresa por parte de los pieles rojas había arraigado en su alma y los tenia obstinadamente desvelados.

La noche transcurrió sin alarma. Las sioux, convencidos quizá de que los cuatro aventureros hablan perecido en el incendio, se habían alejado, tal vez para salir al encuentro de las tropas que el Gobierno americano enviaba contra ellos, o quién sabe si esperando que el suelo se refrescara un poco para averiguar la suerte que había cabido a los aventureros.

A los primeros albores, John y sus amigos, ansiosos de abandonar cuanto antes la maldita pradera, se pusieron en marcha, llevando cada cual sobre la cabeza la silla y los atalajes de sus respectivos caballos, sin olvidar, por supuesto, los lazos, con los cuales contaban para proveerse de nuevas cabalgaduras.

La marcha era muy penosa, sobre todo por las nubes de ceniza que el viento les arrojaba al rostro y casi las sofocaba y cegaba.

Hablan decidido llegar ante todo a los primeros contrafuertes de la cadena de montanas, a fin de hallar un asilo en aquellos bosques antes de descender hacia el Chugwater, cuyas aguas acrece el Horse.

Hacia el mediodía exploraron detenidamente el terreno, y no hallando trazas de indios, hicieron un descanso de varias horas, sin poder dormir apenas por las molestias que les producía la lluvia de ceniza.

Reanudada la marcha, siguieron a buen paso, y a las pocas horas vieron ya cercanas las montañas del Laramie, que les ofrecían en los inmensos pinares de sus faldas un asilo fresco y casi seguro, pues aunque abundaban por allí los osos grises, estos animales no imponían temor alguno en el corazón de los esforzados cazadores, que habían nacido, como quien dice, con el rifle en la mano.

A la puesta del sol, después de un esfuerzo supremo, extenuados, hambrientos y cubiertos de ceniza, llegaron a las primeras estribaciones de las montañas y entraron en una fresca y hermosa selva.

Se ocupaban ya en elegir campamento a la margen de un delicioso arroyo, cuyas aguas corrían en minúscula cascada por entre las rocas, cuando Turner, que desde hacía algunos minutos no cesaba de escuchar atentamente, se refugió de pronto tras el tronco de un gigantesco pino, diciendo:

—¡Los indios! ¡A defender la cabellera!

CAPÍTULO VI. UNA PARTIDA DE BOXEO EN LA PRADERA

—¡Quieto!

—¿Quién estarse quieto?

—¡Tú, hombre blanco!

—¡Yo no querer! ¡Cazo bisontes en esto momento!

—Si mi hermano el rostro pálido aprecia su cabellera, baje del caballo y entrégueme su rifle.

—¡Yo no ser hermano de ningún piel roja! ¡Fuera! ¡Yo ser inglés y milord!

Asno Colorado es un gran guerrero.

—¡No Importarme! ¡Largo de aquí, animal! ¡Me estás espantando las bisontes!

—Mi hermano el rostro blanco tiene la lengua más larga que el cañón de su rifle; Asno Colorado, en cambio, tiene su tomahawak más pesado que su palabra. ¡Qué mi hermano obedezca!

Lord Wylmore, el enfermo de spleen que había contratado al indian-agent, Harris y Jorge con la esperanza de que las emociones de caza le curaran, se impacientó ante la insistencia del indio y lanzó un furioso:

—¡By good!

En seguida dio un espolonazo a su caballo, le aflojó las bridas, y bien pronto se vio lejos de los bisontes y del inoportuno piel roja.

Sin embargo, no habían transcurrido muchos minutos cuando el indio estaba otra vez junto al inglés.

Era aquél de elevada estatura, un verdadero gigante, de piel bronceada más bien que roja, y rostro feroz y duro. Vestía calzones de tela basta, adornados con cabelleras humanas, y empuñaba el tomahawak, tan temible en manos de los indios.

Parecía dispuesto a impedir el paso a su adversario, y para impedirle su fuga disponía de un soberbio caballo negro.

—Pero ¿adónde intenta ir mi querido hermano blanco? El fuego nos rodea y los míos cierran todos los pasos.

—¡Estúpido! —gritó furioso el inglés—. ¡Repito que no querer ser tu hermano! ¡Fuera! ¡Estar dispuesto a matar cuantos indios me impidan cazar bisontes! ¡Yo querer curar mi spleen!

—¡Spleen! ¿Y qué es eso? —preguntó el indio, que parecía divertido—. Tú tienes dos lenguas.

—¡Asno! ¡Tú no comprender nada!

—Sí; yo entiendo de cortar la cabellera a los rostros pálidos.

—¡Bandidos!

—Baja del caballo, hombre blanco.

—¡No! Tú intentas robarme cartera, y yo defender cheques y mi cabellera.

Asno Colorado hizo un gesto de impaciencia.

Lanzó una rápida mirada a las nubes de humo que se alzaban en el horizontes y dispuso el tomahawak, gritando:

—¡Dame tu rifle!

—¡Servirme a mi para cazar bisontes y curar el spleen!

Una maldición lanzada en purísimo idioma inglés salió de los labios del indio.

Su tomahawk, lanzado con gran fuerza, dio en un costado del caballo del inglés, produciéndole una ancha herida.

A impulsos del dolor, dio el animal un tremendo salto y arrojó de la silla al jinete.

Contra lo que hacen los caballos árabes y los de la pradera, que nunca abandonan a su amo, el del inglés se dirigió velozmente a la columna de bisontes y siguió la misma marcha que estos rumiantes.

De no ser la hierba tan alta y espesa, lord Wylmore se hubiera roto el cráneo, o por lo menos un par de costillas.

No fue así, por suerte suya, y ligero como un mono, se levantó, lanzándose contra el caballo de Asno Colorado con los puños dispuestos, pues en la calda perdió la carabina.

—¡Bribón! ¡Voy a matarle a puñetazos!

Asno Colorado lanzó una carcajada.

—¡Matar a puñetazo, a Sandy Hooc es algo difícil, milord, pues en Chicago se enseña el boxeo!

El inglés se quedó mudo de estupor mirando al indio, que seguía riendo y se habla puesto en guardia como un verdadero boxeador.

—¿Tú, piel roja, has aprendido boxeo en Chicago? —exclamó.

—Si, milord.

—¿Qué clase de Indio ser tú?

—¿Mi hermano quiere verlo?

—Si; yo estar curioso.

Asno Colorado mojó un dedo en saliva, y pasándoselo por un brazo, hizo ver que lo llevaba pintado, pues quedó al descubierto una mancha blanca.

—¿Tenia o no razón, milord, al llamaros hermano blanco? Mirad: la tinta oscura se borra.

—¡Ah, pillo! ¡Tú no ser indio! ¡Tú ir pintado!

—Para los yanquis, soy Sandy Hooc, el célebre ladrón de los ferrocarriles del Pacífico; para los pieles rojas, soy Asno Colorado, un famoso guerrero que será sakem el mejor día.

—¿De modo que tú ser blanco?

Yes, milord.

—¡Doblemente tuno!

Asno Colorado, o Sandy Hooc, se encogió indiferentemente de hombros, y en seguida dijo:

—Vaya, milord. No tengo tiempo que perder, y me urge conduciros ante los indios que me han adoptado y que tendrán un gran placer en arrancaras la cabellera, aunque me parece que de eso se encargará la graciosa Minnehaha. ¡Os garantizo que tiene un mano muy suave!

—¿Qué quieres decir, bribón?

—Que montéis en mi caballo y os dejéis conducir.

—¡Antes romper todas vuestras costillas!

—Probad. Después de todo, no me desagradará una partida de boxeo lince ya tiempo que no trabajo con los puños.

—¡Vos ser muy divertido!

—-Me honráis, milord.

—¿Y si os venzo?

—Tomareis mi caballo y os iréis adonde os plazca aunque, como buen sportman, os advierto que mil peligros os rodean.

¡No Importarme! ¡All right, señor tuno!

—-Atención, milord, y tratemos de acabar lo antes posible.

Los dos luchadores se colocaron uno frente a otro, a cien metros apenas de los bisontes que seguían su marcha.

Si Sandy Hooc era un gigante, el inglés también tenia sus ventajas, pues era fuerte y sólido y se mantenía firme como una estatua sobre el pedestal de sus dos enormes pies.

Durante algunos minutos ambos adversarios estuvieron examinandose; pero el bandido, que deseaba concluir antes de que el fuego de la pradera llegase a aquel sitio, acabó por dar a su contrario un terrible puñetazo en pleno rostro.

El inglés, que había frecuentado mucho las escuelas de pugilato de Londres, quiso evitar el golpe, no lográndolo porque Hooc era un verdadero profesor.

—¡Aoh! —exclamó el lord—, y en seguida escupió una bocanada de sangre, juntamente con dos de sus hermosos dientes.

Sandy Hooc había dado un grito de rabia.

—¡Soy un torpe! ¡Ese golpe debió dar entre los dos ojos y saltarlos de las órbitas! ¡Es el famoso golpe de Long Tons, el mejor maestro de la escuela de boxeo americano! ¡Sí, soy un asno!…

El inglés no respondió. Seguía escupiendo sangre.

—Y bien, milord, ¿seguimos? No ignoraréis que si después de cinco minutos de espera el adversario no continúa, es que implícitamente se rinde.

Lord Wylmore sacó del bolsillo un soberbio reloj de oro.

—Sólo han pasado dos —dijo—; tenemos tiempo.

—Es que la pradera arde.

—¡No importarme el fuego!

—¡Yo pierdo la paciencia!

—A mí no faltarme nunca. Treinta y siete segundos…, treinta y ocho…

El falso indio no pudo contener la risa.

—¡Pagarme esa risa con dos costillas!

—¡Yes, milord!

—¡Y romperos un maxilar!

—¡Yes, milord!

—¡Y otro luego!

—¡Yes, milord!

—¡Yes…, yes!… ¿Os burláis?

—¡Yes, milord!

El lord, ya furibundo, se lanzó contra Asno Colorado con ímpetu irresistible le dio con la cabeza un terrible golpe en el pecho.

A su vez el bandido lanzó un ¡ay! de dolor. Si el cráneo del inglés no le había hundido las costillas, podía decirse que las tenía de acero.

De todos modos, el golpe fue cruel, porque Hooc se puso muy pálido.

By good! —rugió furioso—. ¡No esperaba semejante sorpresa! ¡Os hago observar, milord, que eso no es boxeo!

—Sí; en mi país usarse esos golpes. Creo haberos roto dos costillas.

—No, milord.

—¿Os declaráis vencido?

—¡No, no y no!

El inglés sacó el reloj nuevamente.

—Cinco minutos son largos, milord, y podéis hacerme un favor.

—Decid, mister ladrón.

—¿Lleváis por casualidad algún frasco de whisky?

Yes.

—¿Me daríais una gota?

—Antes beber yo; después dároslo a vos.

Lord Wylmore sacó un frasco de lata, y bebió un sorbo de su contenido.

—Dejaros permiso, mister ladrón para bebéroslo todo. Pasado ya primer minuto. ¡Andad presto! Uno…, dos…, tres…

Sandy Hooc tomó el frasco, y para hacer honor a su contrario apuró el contenido.

—¡Superior! —dijo chasqueando la lengua en el paladar—. ¡Debe de tener veinte años!

—Veintiuno, mister ladrón. Procede de mis bodegas de Swansea.

—¡Delicioso! Con una botella en el cuerpo, os rompería dos costillas sin que lo sintierais.

—¡Vos ser un bandido amable! ¡Mi spleen curar pronto!

—Os preocupáis mucho de vuestro mal.

—Mucho; como lord Byron.

—Yo soy un asno, y no conozco a ese lord. Os prometo curaros la mitad de vuestro spleen. La otra mitad os la curarán los indios.

—¡El tiempo pasa!

—Quedan todavía tres minutos.

—¿Estáis pronto?

—Si, milord; vuestro gin me ha curado por completo. Me hallo en disposición de haceros escupir toda la dentadura. ¡Así no sufriréis del spleen!

—¡Aoh! ¡Muy bien! ¡Vos estar divertido; pero pasar el tiempo!

—Y el humo avanza por la pradera, milord. ¡No hay minuto que perder!

All right! ¡Sois un ladrón gentilísimo!

—¡Dentro de poco no me llamaréis así!

Se pusieron nuevamente en guardia, y Sandy Hooc, a quien el fuego cada vez más cercano le inquietaba, se tiró a fondo. Su enorme puño, duro como una piedra, cayó con fuerza sobre el pecho del inglés, que rodó por el suelo como herido del rayo.

Lord Wylmore no dio ni un grito, y quedó tendido sobre la hierba con los brazos abiertos y las ojos cerrados.

—¿Le habré muerto? —se preguntó el falso indio, inclinándose sobre el lord—. ¡Palabra de honor que lo sentiría!

Le puso una mano sobre el corazón, y vio que latía.

—¡Bah! ¡Un simple desvanecimiento! ¡Diablo! ¡Es fuerte como un bisonte este hombre!

Lanzó un silbido, y acudió su caballo, de cuya silla cogió el lazo.

—No estará de más reducirle a la impotencia. ¡Ah, qué estúpido! Los negocios son los negocios, dicen mis compatriotas, y yo olvidaba mi negocio.

Registró uno por uno los veinte bolsillos del inglés apoderándose del magnifico cronómetro, de una bolsa con veinte libras esterlinas y de un talonario de cheques.

—Si por ahora —dijo— esto no tiene valor, lo tendrá algún día. ¡El American Bank es sólido!

Cogió luego el rifle; en seguida ató los pies y las manos del inglés, valiéndose para ello del lazo, y le atravesó como un fardo sobre su caballo.

El incendio estaba ya muy cercano, y el falso indio, montando con presteza, se dirigió al Norte.

En aquella misma dirección marchaban John y sus compañeros para guarecerse en las selvas del Laramie.

—¡Diablo! ¡He perdido mucho tiempo con este inglés! ¡Vayamos de prisa!

El caballo, conocedor del peligro que corría, no se rezagaba; al contrario, partió al trote.

Había tomado la dirección de un sitio de la pradera donde todavía no se elevaban más que ligeras columnas de humo.

Aquél debía de ser el paso que los sioux dejaron abierto deliberadamente para dejar franca salida al hombre blanco que poseía la estimación de todos los sakems, y además con la esperanza de que el indian-agent y sus compañeros fueran en aquella dirección y cayesen en la boca del lobo, o sea, en la emboscada.

El humo adelantaba por el Norte, por el Sur y por el Este, pues el viento era variable, y nubes de chispas comenzaban ya a elevarse a las alturas, que iban entenebreciéndose cada vez más.

El caballo, conocedor del peligro que corría, no disminuía la carrera sin necesidad de que el Jinete le avivara con la voz.

Afortunadamente, era un animal muy robusto y, además, un buen corredor, pues su grupa no se doblegaba bajo el peso de las dos personas que iban sobre él.

Después de una hora larga de trote acelerado traspasó las primeras cortinas de humo, no cerradas aún enteramente, y logró ganar aquel escondido ángulo de la pradera donde no era de temer el fuego.

Sandy Hooc respiró satisfecho al verse por fin en lugar seguro.

—¡Media hora de retardo, y muero asado como una chuleta, lo mismo que este inglés!

En aquel momento diez o doce indios salieron de entre la hierba, gritando:

—¡Alto!

—¿No me reconocéis, amigos?

—¡Asno Colorado!

—Que trae una cabellera, no cortada aún, para regalársela a la sakem. ¿Dónde acampa?

—Ahí, cerca del Horse Creek —respondió el más viejo de los indios.

—Bueno; pues no necesito que me acompañéis.

—¿Y los rostros pálidos?

—Desaparecidos.

—¡Eso va a disgustar a Minnehaha!

—Ya se contentará con la cabellera de este inglés. Dejad que el fuego se encargue de los blancos y de los bisontes.

Dicho esto, espoleó al caballo y se alejó al trote.

A poco llegó a las faldas del Laramie, cruzó varias sombrías gargantas, y al final de una larga y estrecha se halló con un campamento levantado a orillas de un torrente y formado por tres o cuatro docenas de wigwams o tiendas de forma cónica, de todas las cuales salía humo, pues era la hora de la cena.

Cerca de las tiendas ardían dos hogueras.

Sandy Hooc atravesó el fuerte cordón de centinelas y se detuvo ante un vasto y altísimo wigwam cubierto todo de pieles de bisonte pintadas de rojo, y sobre el cual ondeaba el tótem de los sioux.

CAPÍTULO VII. EL FUROR DE LORD WYLMORE

Ayudado por varios indios bajó Asno Colorado de la silla al inglés, que seguía sin dar señales de vida, y le desató las manos, dejándole sobre la hierba.

El pobre lord debió de haber recibido un golpe terrible, pues su desvanecimiento duraba ya más de dos horas.

—Antes de presentarle a Minnehaha quiero que, muí o bien, se sostenga derecho. No me parece conveniente ofrecer un moribundo a la pequeña tigresa roja y, sobre todo, a un lord como éste, a quien hay que hacer honores.

Cerca de él había un indio viejo que llevaba en la cabeza un adorno de plumas de pavo salvaje, colgándole por detrás casi hasta tocar el suelo, adorno reservado a los guerreros famosos.

El bandido le cogió una de las plumas, la acercó a la hoguera y después a la nariz del inglés.

El olor pestilente de la pluma quemada hizo un efecto maravilloso.

Lord Wylmore estornudó sonoramente tres o cuatro veces, y al fin abrió la boca, lanzando un «¡aoh!» que por poco hace huir a los que estaban cerca.

—¡Muy bien! —exclamó Sandy—. ¡Ahora la segunda parte!

Cogió el frasco de tafiá que llevaba otro indio, y que consiste en una bebida fabricada a base de ácido sulfúrico, y vertió un chorro en la boca del inglés, diciendo:

—¡Esto no es pale ale; pero hay que contentarse!

Los ojos del lord se abrieron, retorciéndose sus brazos y sus piernas, y le acometió un fuerte acceso de tos.

—¡El ácido sulfúrico hace su efecto! —dijo Sandy Hooc—. En esta mezcla tóxica hay vitriolo, y el paladar de este señor no está acostumbrado a estos corrosivos. ¡Qué tiernos son mis compatriotas! ¡Merecían que se les aplicara la ley de Lynch!

Lord Wylmore, que había tragado una parte de aquel liquido infernal, inventado por los poco escrupulosos yanquis para embrutecer por completo a los últimos supervivientes de la gran familia de pieles rojas, se sentó, comprimiéndose el pecho con ambas manos.

—¡Aoh! —exclamó—. ¡Yo quemarme vivo!

—No. milord; es que habéis bebido el excelente licor que mis compatriotas regalan a mis amigos los indios.

—¡Ah! ¿Todavía vos?

—¡Por mil demonios! ¿Creíais haberme matado con vuestro golpe? ¡Nada de eso, milord!

—¡Vos tener la piel muy dura!

—Me parece que también vos la tenéis tan delicada como la de un caimán.

Lord Wylmore se sonrió.

—¿Caimán decís? ¡Bestia con coraza, o sea muy dura! ¡Vos ser muy agradable, mister ladrón!

El Inglés observó curiosamente cuanto le rodeaba, y se fijó en los diez o doce indios que le miraban en silencio, según costumbre de los pieles rojas.

—¿Qué es esto? ¿Estar entre los indios?

Yes, milord.

—¿Amigos?

—¡Oh! No lo sé, milord.

—Despedidlos a todos.

—No puedo. Son amigos míos, y no vuestros.

—¡Vos ser un ladrón!

—¡Gracias!

—¡Y un pillo!

—¡Es favor!

—Pero lucháis como un gentilhombre.

—Y os he vencido.

—Si; pero no debisteis traerme aquí.

—Estos son mis amigos.

—Míos, no.

—Todavía no lo sé.

—¿Queréis desquite?

—¿De qué?

—Del boxeo. Yo querer devolver golpes.

—¡Imposible! La Cazadora de Cabelleras desea veros.

—¿Para darme de cenar? ¡Yo tener hambre!

—La sakem de las sioux os invitará a su mesa.

—¡Yo quiero verla!

—¿Podéis andar?

—¡Dadme otro sorbo de licor!

—¿Puro?

—Si.

El inglés dio un tiento al frasco de tafiá, y en seguida se levantó sin necesidad de ayuda.

En aquel momento un indio salió de la tienda y dijo a Asno Colorado:

—La sakem te espera.

—¿Está sola?

—Con su padre Nube Roja.

—¡Vamos, milord! —dijo el bandido—. ¡Es peligroso hacer esperar a Minnehaha!

El inglés se arregló el traje, dio un repaso al nudo de su corbata, se colocó el casco en la cabeza y siguió a Sandy Hooc sin manifestar preocupación alguna.

Era un hijo de la poderosa Inglaterra, la de los brazas largos, dispuesta siempre a proteger a sus súbditos en cualquier lugar del mundo en que se encuentren.

Los dos hombrea entraron en la tienda.

Al lado de una hoguera que ardía en el centro, y que esparcía un humo denso y sofocante, se hallaban sentados sobre sendas pieles de bisonte dos personas, una joven y un viejo, que fumaban el calumet colmado de moriske, o sea tabaco fuerte rociado con tafiá.

Eran Minnehaha, la hija de Jalta, y su padre Nube Roja, el gran sakem de los corvis.

Minnehaha no era ya la pequeña india que conocieron los lectores de Las Fronteras del Far-West. Era una mujer soberbiamente hermosa que nada tenia que envidiar a su madre, la bella y terrible Jalta, alma de la insurrección india de 1803.

Tenia veinticinco años, y era alta, esbelta, desarrollada, con el cabello y los ojos negrísimos y la piel ligeramente morena, en la cual se esfumaban dulcemente las tintas rojas de su raza.

Llevaba en la cabeza un círculo de oro con tres hermosas plumas de halcón negro de las Montañas Rocosas, y envolvía su cuerpo una amplísima capa de lana fina, con recamados que representaban pájaros negros.

Querían reproducir emblemáticamente al Pájaro de la Noche, su hermano, fusilado en la garganta del Funeral quince años antes.

Nube Roja, gallardo todavía a pesar de su avanzada edad, vestía el pintoresco traje de los guerreros de su nación.

Al ver entrar al inglés, Minnehaha se levantó nerviosamente, fijando en él la salvaje mirada de sus ojos negros.

—¿Es éste el hombre a quien has encontrado en la pradera? —preguntó a Asno Colorado.

—Si, Minnehaha.

—¿Y los otros?

—No sé qué haya podido ser de ellos; pero este hombre podrá darte algunas noticias.

—¡Eran los otros los que me interesaban, sobre todo aquel John, que tiene la cabellera de mi madre! —dijo la joven con acento feroz.

—Y esposa mía —añadió Nube Roja, sin dejar de fumar.

—La pradera arde toda, y no creo que puedan escapar —respondió Sandy Hooc.

—¡Es su cabellera lo que yo quiero! ¿Qué me importa que se queme el cuerpo del indian-agent? ¿Quién es este hombre?

—Un inglés que goza de alta posición en su país. Casi un sakem entre los suyos.

—¿Estaba con los cazadores?

—Si, Minnehaha.

—Entonces, debe de saber adónde han huido aquellos miserables.

—Lo supongo.

—Déjanos solos, y ten dispuestos seis guerreros a la puerta.

—¿Vas a arrancarle la cabellera? Te aconsejo que esperes. Este hombre es una buena presa, que, en caso contrario, podríamos canjear por dos sakems sioux.

Minnehaha fijó sus ojos en la blonda cabellera del inglés, mezclada con hilos de plata, como si buscara en aquel cráneo anglosajón el punto mejor para trazar con el cuchillo el círculo sangriento que debía iniciar la terrible operación.

Asno Colorado saludó con la mano al Inglés, y salió de la tienda con una extraña sonrisa en los labios.

El prisionero permaneció de pie ante la sanguinaria india, sin mostrar temor ni preocupación alguna.

Miraba a Minnehaha con interés, sorprendido de encontrar entre los indios a una mujer tan bella.

—¿Sois yanqui? —le preguntó la india señalándole un cráneo de bisonte para que se sentara.

La pregunta había sido hecha en un inglés bastante claro para ser pronunciado por un piel roja.

—No soy americano, miss contentó el inglés, que se creyó obligado a acompañar su respuesta con una inclinación de cabeza.

—¿Dónde está situado vuestro país?

El inglés enrojeció hasta el blanco de los ojos. ¿Cómo? ¿No sabía aquella mujer dónde estaba la gran Inglaterra? ¡Pero si eso debían saberlo hasta los negros del África central, los caníbales del Congo, los habitantes de la Tierra del Fuego, los tobas de la América del Sur, los esquimales!…

Nube Roja intervino:

—Es un gran país que se encuentra al Norte de esta tierra —aclaró.

—¡Tú ser un gran animal! —gritó Indignado lord Wylmore—. ¡La Colombia no ser Inglaterra!

El viejo indio miró al ingles, y se encogió con indiferencia de hombros.

Minnehaha se limitó a sonreír al ver la furia del inglés; pero se hubiera dicho que aquella sonrisa era la del tigre ante su presa.

Miss, ¿no sabéis lo que es la poderosa Inglaterra?

—Sólo sé que es un pueblo habitado por hombres blancos, y con esto me basta.

—Hombres blancos, si miss; pero no enemigos; pues combatieron unidos a los canadienses contra los yanquis.

—Yo no he visto eso. Para mi, los rostros pálidos son los enemigos de la raza roja.

—Estáis en un error, miss.

Minnehaha hizo un gesto de disgusto, y añadió:

—¿Qué habéis venido a hacer a este país?

—He venido a cazar bisontes para curar el spleen.

—¿Y qué es eso?

—¡Ah! No podré explicároslo bien. Enfermedad mala, muy mala y peligrosa.

—¿Y se cura con la grasa y los cuernos del bisonte?

—No lo sabré explicar.

Minnehaha miró fijamente al Inglés. Comen/aba a temer que estuviera loco o borracho.

Fijóse luego en Nube Roja, como pidiéndole su parecer, y el viejo indio se encogió de hombros y siguió fumando.

—¿No estabais solo? —preguntó al Inglés.

—No, miss. Yo había contratado a tres grandes cazadores.

—Uno de los cuales se llama John, ¿verdad? —preguntó sombríamente Minnehaha.

—Yes, John.

—¿Un indian-agent?

Yes; indian-agent.

—¿Dónde está ese hombre?

—No lo sé. Me abandonaron porque yo quería cazar bisontes para curar mi mal.

—¿Cuándo os dejaron?

—Hará doce horas.

—¿Y por qué no os acompañaron en la cacería?

—Porque tenían miedo de los indios, y ademán porque fueron a buscar a otro hombre.

—¿Quién era ese hombre?

—No lo sé. Un amigo tal vez del que vimos con el cráneo sin pelo.

En los labios de la joven se dibujó una extraña sonrisa.

Levantóse, y cogiendo una cabellera tinta aún en sangre, le dijo:

—¡Este es el pelo de aquel hombre! ¡Yo se lo arranqué!

—¡Aoh!… ¡Vos!… ¡Vos hacer como indios crueles!… ¡Mala, mala!…

—¡Tengo que cumplir una venganza, y la cumpliré, hombre blanco! ¡A mi madre también le arrancaron la cabellera!

—¿Los indios?

—No; un hombre blanco, John; el que os guiaba en la pradera.

—Yo no sabía eso. En mi país se respetan los cabellos de los hombres y de las mujeres.

—¿Qué dirección tomaron el indian-agent y sus compañeros?

—No saberlo. Me cuidaba sólo de los bisontes.

—Tenéis que decírmelo.

—Me pedís un imposible, miss.

—¡Lo diréis! —gritó amenazadoramente Minnehaha.

Y al levantarse, soberbia, dejó caer la capa que la envolvía, apareciendo ante las miradas del inglés con un pintoresco traje.

El jefe de los corvis no hizo el menor caso.

—¡Viejo dejar pipa y hablar! —gritó lord Wylmore.

Nube Roja siguió indiferente.

Lejos de calmarse, Minnehaha se dirigió furiosamente al inglés.

Un corpiño de terciopelo negro con botones de oro dejaba al descubierto los flojos pliegues de una camisa de seda blanca sujeta a la cintura con una faja de largos flecos, también de seda. Los calzones eran azules franjeados con mechones de pelo humano, y a los pies llevaba mocasines de fina piel con bordados azules.

Por entre la faja asomaba una enorme hoja curva y afilada como los machetes mejicanos. Era el cuchillo de que se servía para cortar el cuero cabelludo de los hombres pálidos.

Lord Wylmore no pudo por menos de sorprenderse ante los rayos que despedían las miradas de la salvaje.

—¡No querer veros así, mi pequeña tigresa! —dijo—. ¡Vos, viejo Indio, calmad los nervios de miss!

—¡Perro, piel pálida, tu cabellera va a aumentar mi colección!

—¡Miss, india, calmar nervios! Yo ser inglés, y mi cabellera costar cara; mucho, mucho y de ninguna manera he de perderla.

—¿Dónde están esos hombres? ¡Responde!

—Haber respondido ya. No reparé en dirección que tomaron.

—¿Es que no queréis traicionarlos?

—Es que no lo sé.

—¿No? ¡Lo veremos!

De un pequeño cofre sacó una tibia humana: era la ikkischota o pito de guerra de la tribu india.

Lo hizo sonar, y aparecieron seis indios, a cuyo frente iba Asno Colorado, todos los cuales cayeron sobre el inglés, y le dejaron reducido a la impotencia antes de que hubiera hecho el menor ademán.

—¡Qué se alce en seguida el palo del tormento! —gritó Minnehaha—. ¡Veremos cómo soporta nuestras torturas este blanco de nueva raza!

—¡Miss infame! —farfulló el lord, intentando en vano desasirse de los que le sujetaban—. ¡Mi gran país vengará mi muerte! ¡Vendrán acorazados hasta la misma pradera! ¡Ya veréis, tigres!

Diez robustos brazos le levantaron para conducirle fuera de la tienda, en torno de la cual, atraídos por el pito de guerra, se habían reunido un centenar de indios sioux y corvis, armados todos con el Winchester y el tomahawak.

El desgraciado ingles fue fuertemente atado por la cintura al tronco de un árbol, cuya umbrosa copa hablan cortado antes a hachazos.

Asno Colorado se acercó entonces, llevando en la mano un cacharro de tierra cocida lleno de agua teñida de rojo, y una pluma de pavo salvaje.

—¿Qué intentas, ladrón? —le preguntó el lord—. ¿No te da vergüenza, siendo un hombre blanco, de estar entre estos salvajes?

—Yo no soy Sandy Hooc, sino Asno Colorado —respondió tranquilamente el bandido.

—¡Mientes! ¡Tú ser blanco!

—No, milord. Abridme una vena y veréis si mi sangre es o no roja.

—¡Canalla! ¡Vete de aquí!

Yes, milord.

—¡Vos no osaréis maltratar a un súbdito de la Gran Bretaña, de Su Graciosa Majestad!

—Yo, por mi parte, no; pero la sakem me parece que sí, si es que no os decidís a hablar.

—¡He dicho ya que no saber nada!

—Todos dicen lo mismo; yo haría igual en vuestro lugar, para no hacer traición a los hombres de mi raza.

—¡Tú eres blanco, bandido! ¡Yo haber visto la señal! ¡Tú no ser indio!

—Sí, milord yo soy rojo. Abridme una vena y veréis si mi sangre es o no roja.

—¡Canalla! ¿Burlarte de mi?

Yes, milord.

—¡Anda al diablo, bandido!

—¡Oh! ¡Todavía es muy pronto, milord! ¡Estaos quieto un momento!

Y con la pluma de pavo mojada en aquella tinta, compuesta de ocre y grasa, trazó en el desnudo pecho de lord Wylmore tres círculos concéntricos, o sea una especie de blanco.

Lord Wylmore lanzó un grito de fiera herida.

—¡Ah, canallas, ladrones! ¡Yo servir de blanco a estos bandidos! ¡Yo, un inglés!

—Váyase por las veces que vosotros habéis disparado contra los indios y aun contra los yanquis —dijo bromeando Sandy Hooc—. Creo que la tinta está bastante bien hecha. Reparad, milord: esos círculos parecen trazados a compás.

Y arrojando al suelo el cacharro y la pluma, entró en la tienda de Minnehaha riendo a carcajadas, mientras los indios amontonaban a los lados del tronco las ramas, a fin de que el blanco quedase bien visible.

CAPÍTULO VIII. EL PALO DEL TORMENTO

Apenas estuvieron terminados aquellos preparativos, se presentó Minnehaha seguida de su padre, siempre con la pipa en la boca, y de seis mujeres horribles y viejas con torcidas de ocote en las manos.

Inmediatamente cincuenta o sesenta indios formaron un amplio circulo en torno al palo del tormento y se dispusieron a comenzar la danza de la muerte.

Cuatro músicos provistos de toscos tambores se colocaron al lado del inglés, sentados sobre los talones, y comenzaron a golpear en los instrumentos, produciendo un ruido áspero y monótono. De vez en cuando se oían también los silbidos del ikkischota.

Las seis mujeres, dando rápidas vueltas en derredor del palo, lanzaban al prisionero una lluvia de chispas, en tanto que los guerreros danzaban con giros extraños.

Se retiraban, para volver siempre al mismo sitio con la regularidad de péndulos, y acompañaban los ruidos de tambor con gritos inarticulados y nada agradables al oído, al menos para los hombres blancos.

Los guerreros se habían puesto a su vez a dar vueltas, unos agachados casi hasta tocar el suelo, y otros de puntillas, dando fuertes patadas y gritando sin cesar: ¡Hug! ¡Hug!

Hacían sonar las campanillas de que iban provistos, que llevaban como un adorno propio de las circunstancias, y otros soplaban en sendos canutos de caña para acompañar el tin tin de las campanillas.

Minnehaha, sentada sobre una piel de bisonte, presenciaba la ceremonia sin decir una palabra.

Nube Roja, por su parte, sacaba del calumet o pipa más humo que el que brota de las chimeneas de un transatlántico.

En lontananza, los centinelas, Inmóviles sobre sus caballos, vigilaban atentamente la pradera, que todavía ardía hacia Levante, tiñendo el cielo de rojos resplandores.

Terminada la danza guerrera, que había durado una media hora, apareció un indio completamente desnudo, el cual, después de fingir una empeñada lucha con un ser Invisible, cayó al suelo, como vencido por Moboya, el espíritu del Mal entre los pieles rojas.

En seguida las mujeres comenzaron a dar alaridos, igual que si se hubieran convertido en furias infernales, y acometieron al pobre lord, arrojando sobre su cabeza el aceite encendido de las torcidas.

El desgraciado Inglés gritaba inútilmente al sentirse quemado.

—¡Salvajes!… ¡Fieras!… —vociferaba, tratando de romper las cuerdas que le ligaban al palo—. ¡Vosotros ser demonios que me quemáis vivo!… ¡Inglaterra la grande me vengará!

Las mujeres, sin hacerle caso, seguían torturándole, mientras los guerreros, y sobre todo Sandy Hooc, reían a carcajadas.

Aquel bárbaro juego duró, sin embargo, poco tiempo, por el temor de que ardiese la cabellera del ingles, preciado ornamento que debía arrancarle Minnehaha.

Asno Colorado acercó entonces a los labios del inglés un frasco del pésimo aguardiente que usan los indios, diciéndole:

—¡Un sorbo que no os vendrá mal, milord! ¡Abrid la boca, y adentro! ¡Esto os animara para la segunda parte!

—¡Cómo, bandido! ¿No ha concluido todavía el tormento?

—¡Si apenas ha empezado!

—¡Asesinos!

Milord, dais un espectáculo que hace poco honor a la valentía de la poderosa Inglaterra. En vuestro lugar, cualquier indio soportaría con más valor estas caricias; y aún se dejaría arrancar la cabellera con la sonrisa en los labios y sin exhalar una queja.

—¡Yo no ser perro indio!

—Sois peor; sois un hombre blanco.

—¡Fuera de aquí, canalla!

—¿No queréis beber?

—¡No, ladrón!

—Volveré más tarde.

Y se alejó, colocándose al lado de Nube Roja.

Seis indios, armados de arcos y flechas con puntas agudísimas, se situaron uno detrás de otro a cincuenta metros del palo del tormento.

Aquellos salvajes se disponían a probar que, no obstante el tiempo que llevaban usando las armas de los europeos, no habían perdido la seguridad ni el pulso en el manejo del arco.

El inglés, o sea el blanco humano que tenían delante, certificaría de su habilidad.

No intentaban matarle en aquella prueba cruel, pues las espinas colocadas en las flechas sólo le producirían heridas dolorosísimas, pero no mortales.

Los demás guerreros se sentaron sobre los talones, esperando con viva curiosidad.

Nube Roja no soltaba su pipa, y Minnehaha se entretenía comiendo carne salada.

Sandy Hooc, por su parte, prefería vaciar a largos tragos el frasco de gin, aunque sabia que estaba compuesto más de vitriolo que de alcohol.

Lord Wylmore seguía gritando como una fiera salvaje y llenando de injurias a sus atormentadores, que no le hacían el menor caso.

Al poco se oyó un ligero silbido, seguido de un grito de dolor.

La primera flecha se había clavado en el pecho del lord, muy cerca del centro del blanco.

—¡Verdugos! ¡Con razón quiere exterminaros el Gobierno americano!

Se oyó un segundo silbido, y una nueva flecha hirió al prisionero.

Después otro, y otro, si bien no todos los disparos hacían blanco, pues algunas flechas pasaron silbando junto a los oídos del ingles.

Sólo cuatro aparecían clavadas en el centro mismo del blanco.

Otros seis tiradores iban a sustituir a los primeros; pero a una señal de Minnehaha, Asno Colorado se levantó y se acercó a lord Wylmore, que no cesaba de lanzar gritos, amenazas y maldiciones.

Había perdido la sangre fría, y una cólera feroz le dominaba.

Viendo acercarse a Sandy, su rabia subió de punto.

—¡Eres digno de la cuerda, ladrón, asesino!

El bandido le dejo desahogarse, y cuando le vio más calmado, dijo:

—¡Escuchadme, milord! Os juro por mi honor, aunque sea bandido, que haré lo posible por libraros de la muerte, pues al fin y al cabo, soy un hombre blanco también.

—¡Tú ser un monstruo! ¿Qué quieres todavía de mí?

—Que os decidáis a decir a la sakem dónde está, John.

—¡He dicho ya que no lo sé!

—¡No os obstinéis, milord! Ya habéis probado lo que es servir de blanco. Lo que queda es peor todavía: os meterán entre las uñas astillas encendidas…

—¡Bandidos!

—Os herirán y pondrán cal viva en las heridas…

—¿Y después?

—Os acercarán fuego al pecho para cicatrizar las punzadas de las flechas.

—¿Y no acabarán todavía, mister ladrón?

—Quedará aún la operación más importante.

—¿Cuál?

—Arrancaros la cabellera. ¡Ah!, pero de esto se encargará Minnehaha, que es profesora. Como veis, queda todavía bastante. ¿Dónde están los cazadores? ¿Lo diréis ahora?

—Quedaron en la pradera.

—¿Qué dirección tomaron?

—Trataban de llegar al Laramie.

—¿Ardía en aquel momento la pradera?

—Sí —respondió el inglés.

—¡Vaya; ya sabemos algo! Debisteis decirlo antes, ¡qué demonio! Minnehaha irá a buscarlos al Laramie.

El bandido arrancó cuidadosamente las Hechas clavadas en el pecho del inglés, le dio en la piel untaras de grasa de oso, le hizo beber un trago de tafiá y en seguida se acercó a Minnehaha, haciendo antes que se retiraran los seis indios, dispuestos ya a disparar las flechas.

Después de un rápido coloquio, la sakem dio algunas órdenes a los guerreros.

Todos se dedicaron en seguida a desarmar las tiendas.

Se levantaba el campamento.

Sandy Hooc habióse aproximado nuevamente al inglés y le desató del palo, mientras le decía:

—Si os interroga la sakem, sostened que el indian-agent y sus compañeros están refugiados en el Laramie. Os va en ello la cabellera. Espero, milord, que tendréis presente mi consejo. Ya os demostraré que a veces los ladrones no son del todo malos. No os rebeléis, y os respondo de todo.

—¡Buen canalla estar vos!

—Algunas veces, si —concedió riendo el falso indio—; pero ahora as favorezco.

—¡Yo os recompensaré!

—No hace falta, milord. Ya tengo vuestro reloj, vuestro dinero y vuestros cheques, que firmaréis cuando todo haya concluido.

—¡Vaya; ser vas un perfecto ladrón!

—Procuro hacerlo lo mejor posible.

—¡Y lo hacéis muy bien!

—Gracias.

Los indios levantaron el campo con una rapidez verdaderamente maravillosa y dispusieron sus caballos, que eran más de un centenar; cargaron en los destinadas a bagajes todos los objetos para acampar, y montaron ellos en los otros.

Sandy Hooc tomó dos caballos, hizo montar en el más robusto al inglés, que llevaba como antes los brazos atados a la espalda, y cabalgando él en el otro, con un Winchester de dos tiros en la mano, se puso al lado de su prisionero.

Minnehaha montaba uno todo blanco, por cuya grupa dejaba caer los amplias pliegues de su manto. Nube Roja iba a su lado, con la indispensable pipa en la boca.

Seis guerreras iban delante como exploradores, y los otros marchaban en columna, cuyo centro ocupaban el inglés, Sandy Hooc y la sakem.

Comenzaban ya a palidecer las estrellas, y no se distinguía ni rastro del incendio, que debía ya de haberse extinguido.

Reinaba, sin embargo, una temperatura de horno encendido; pero los indios ni siquiera lo notaban. Solamente los caballos negábanse algunas veces a avanzar.

A las ocho de la mañana la columna llegó al sitio donde había ocurrido la hecatombe de los bisontes.

Hirieron un breve alto para comer del abundante asado que se les ofrecía y terminado el desayuno se dirigieron al Norte para llegar al Laramie.

Sin quererlo, lord Wylmore los había puesto sobre la verdadera pista.

CAPÍTULO IX. LOS PINOS GIGANTES

La nación de los sioux es la más poderosa que existe todavía en la América del Norte, y aun la más belicosa, pues si fue sometida en distintas ocasiones, nunca pudo ser vencida por completo.

El nombre de sioux no es propiamente el suyo, puesto que en su lengua se hacen llamar dakotas, lo que significa aliados, estando su tribu compuesta de cheyennes, azules, janktonis, ponkans, santés y otras pequeñas fracciones. Según otros eruditos, su nombre tiene otro significado: los borrachos.

Aliados o borrachos, los sioux son la nación india que más ha dado que hacer a los Estados Unidos, y la que ha opuesto mayor resistencia a la marea de hombres blancos que acudían, sobre todo, por Poniente y Levante.

Hace sesenta años esta tribu contaba con unos trece mil guerreros esparcidos sobre una superficie inmensa, tan grande come Inglaterra, Francia y Alemania reunidas.

La terrible y sangrienta lucha sostenida años y años contra las tribus canadienses de los hurones y cippewais, pertenecientes a razas no menos belicosas, mermó considerablemente su población; pero veinte años de paz bastaron para reponerla, y aun aumentarla, pues llegaron a contarse más de cincuenta mil sioux.

Tan rápido aumento fue un mal para la colonización y para la extensión de la marea blanca, porque los sioux, unas veces con sus propias fuerzas y otras aliados a las demás tribus mantuvieron diferentes guerras, defendiendo el territorio propio y, sobre todo, las reservas de caza, pues como el indio no es cultivador, sin caza le es imposible la vida.

Engañados por las promesas de los agentes americanos, furiosos por la llegada incesante de colonos blancos que invadían sus tierras sin cuidarse para nada de ellos, y más que todo, rabiosos contra los cazadores que aniquilaban inmensos rebaños de bisontes, decidieron intentar la lucha.

Sabían que iban a habérselas con un enemigo poderoso y tan brutal acaro como ellos mismos, pues en guerras anteriores no respetaron ni a sus mujeres ni a sus hijos.

Los pieles rojas, que veían poco a poco desaparecer su raza bajo la invasión blanca, cayeron como demonios sobre las factorías, matando y arrancando la cabellera a cuantos rostros pálidos encontraban; y en una ocasión que encontraron un destacamento de voluntarios americanos, Jo destruyeron completamente, haciendo una buena «cosecha» de cabelleras.

Su buena fortuna en la guerra debía durarles poco, sin embargo.

El Gobierno americano, alarmado por aquella imponente rebelión de indios, mandó al general Harney con buen número de soldados, y después de una serie de encarnizados combates, pudo vencer a la raza roja, imponiendo muy duras condiciones.

Nueve años después, los sioux, vencidos, pero no domados, pactaron alianza con los cheyennes y los arrapahoes y desenterraron el hacha de guerra.

La marea blanca no había cesado de avanzar por el territorio de los indios, destruyendo a éstos todas sus reservas de caza.

En un momento todo el Colorado fue una gran hoguera. Las factorías de los colonos blancos fueron incendiadas; sus habitantes, pasados a cuchillo, perdieron la cabellera, sin distinción de edades ni de sexos, y los correos de San Luis a San Francisco de California fueron detenidos, y asesinados las pasajeros.

Grupos de voluntarios americanos, enviados a toda prisa contra los indios, sufrieron la misma suerte.

Audaces como fieras, asaltaron en gran número el fuerte de Sendgwik, donde se hablan refugiado precipitadamente todos los emigrantes que en aquella época atravesaban el Colorado para pasar a las regiones del Oeste. La carnicería fue allí horrible: millares de indios cayeron ante la lluvia de metralla con que los recibió la guarnición.

Sin escarmentar, volvieron otra vez a la pradera, y pusieron a sangre y fuego las fronteras del Nebraska, el Colorado, el Wyoming y el Utah; esta última ferozmente batida por los arrapahoes.

Durante un año o más se prolongó la guerra, con grandes pérdidas para los colonos americanos, dispersos en la inmensidad del Gran Oeste; pero el 29 de noviembre de 1864 el coronel Chivington, comandante del tercer regimiento de voluntarios del Colorado, sorprendió a los más famosos Jefes indios reunidos en Consejo en la orilla del Sand Creek.

Estos indios eran unos quinientos entre hombres, mujeres y niños.

La mayor parte eran arrapahoes y cheyennes, guiados por Caldera Negra, Antílope Blanco, Mano Izquierda y Jalta, sakem de los sioux, así como su marido Nube Roja, jefe de los corvis.

En el momento del ataque el coronel, tan salvaje y bárbaro como los mismos indios, gritó:

—¡Acordaos de vuestras mujeres y de vuestros hijos, asesinados en Arkansas!

Los indios hicieron prodigios de valor; pero fueron cayendo ante el número y bravura del enemigo, que demostró aquel día la legendaria brutalidad americana.

Los guerreros fueron mutilados horriblemente, cortándoles los dedos para apoderarse de sus anillos, y los niños, estrellados contra las piedras.

Todos los Jefes murieron aquel día y el Gobierno de Washington, indignado por aquella cruel matanza, destituyó al comandante vencedor.

Poco después se encendía otra vez la guerra, que no cesó hasta octubre de 1867, con el célebre tratado de paz firmado en Kansas.

Fue aquélla, sin embargo, una paz efímera. La marea blanca no había cesado de dirigirse hacia el Gran Oeste, invadiendo las mejores regiones del territorio indio.

Siempre habla incendios y asesinatos en las fronteras del Colorado, del Wyoming y del Utah.

Al fin de acabar de una vez con tantos desastres, el Gobierno americano por medio del general Harney, ofreció a los sioux treinta millones a condición de que abandonaran su territorio.

Los guerreros indios rehusaron desdeñosamente la propuesta, y en 1873 se encendió otra vez la guerra, siendo sakem de los sioux el celebre Toro Sentado, que en pocos años había conquistado tanta fama como Buffalo Bill.

Unidad por alianza militar se hallaba con los combatientes Minnehaha, la sakem de los corvis, decidida a vengar a Jalta, su madre, a quien el indian-agent arrancó la cabellera en la matanza de Sand Creek.

* * *

—¡Los indios! —había gritado Turner en el momento en que con sus compañeros se guarecía, libre ya del incendio, en el pinar de Laramie.

Al oír aquel grito, John, Harris y Jorge se guarecieron también tras el gigantesco tronco del pino, armando en seguida los rifles.

—¿Dónde están? —preguntó el indian-agent.

—Atravesando ya el fin de la pradera. Por el momento no corremos peligro. Están lejos, y nos resguarda el bosque.

—¿Dónde están? —preguntó John por segunda vez.

—Mirad: allá, galopando por las primeras cuestas.

Un juramento se escapó de labios de John.

Había visto y reconocido el famoso manto blanco de la sakem, que iba entre sus guerreros sioux y corvis.

—¡Minnehaha! —exclamó aterrorizado—. ¡Lleva el mismo manto de su madre!

—¡Ah! ¿Es la Cazadora de Cabelleras? —preguntó Turner, sin aparentar inquietud—. ¡No me disgustarla encontrarme solo y frente a frente con ella!

—Como veis, va bien acompañada.

—¡Demasiado! Lo menos lleva veinte hombres, al parecer bien montados. Si continúan a ese paso, en media hora estarán aquí, y vos, querido John, tendréis que darle vuestra cabellera a cambio de la de Jalta.

—¡No bromeéis, Turner! En este momento me parece sentir el frío de la navaja o el machete al cortar mí cuero cabelludo.

—Eso podrá suceder o no. En media hora que tenemos por delante pueden ocurrir muchas cosas. ¡Cuántas veces he salvado yo mi vida por un solo segundo! Y reparad en lo tranquilo que estoy.

—¿Qué hacer? No tenemos caballos —dijo John, temblando.

—Aquí, en esta selva, hubieran podido prestarnos pocos servicios. Confiemos en nuestras piernas y tratemos da escondemos. El Laramie es rico en cavernas. ¿Qué os parece, Harris?

—Que ése es el mejor partido que podemos tomar.

—¿Y a vos, Jorge?

—Que bien escondido me encontraré más seguro que si estuviera entre los voluntarios del general Gusier.

—¡Pues andando! El bosque es grande y nos protege.

Los cuatro aventureros se dedicaron con afán a buscar un escondite seguro, convencidos ya de que los indios habían encontrado su pista.

Ante todo, trataban de hallar un torrente para atravesarlo, a fin de que los indios perdieran sus huellas, pues sabían lo hábiles que son para rastrear una pista.

A medida que se internaban, el bosque iba ganando en majestad y grandeza, pues no desmerecía en nada de las famosas selvas de la sierra californiana.

Los famosos baobabs del Senegal y el África central, que son los más colosales por la circunferencia de su tronco y la extensión increíble de su ramaje, pueden compararse muy bien al big-tree americano, alto como una torre, de enorme tronco y secular hasta contar miles y miles de a Aoh, lo mismo que la montaña en que hunde sus poderosas raíces.

Ellos han visto desde la altura inconcebible de sus ramas al hombre prehistórico y a los animales antediluvianos, como el mastodonte, el corpulentísimo iguanodom y el espantoso megaterio, que podía llegar, sólo con levantar su pesada zarpa, hasta dos balcones de los pisos terceros y cuartos de nuestras casas modernas.

Concienzudos botánicos no vacilan en asignar al big-tree, conocido también con el nombre de sequoia la respetabilísima edad de ocho mil años. Se ve, pues, que dichos árboles eran ya tan crecidos como hoy cuando los Faraones levantaron sus pirámides.

Puede, pues, asegurarse que Noé no había aún nacido cuando el sequoia era ya un respetable anciano.

Estos árboles son una variedad del pino; su corteza, de color rojizo, tiene un espesor de medio metro, ostentando muchos de ellos una especie de cicatrices que los naturalistas atribuyen a incendios parciales por efecto de cataclismos ocurridos hace miles de años.

Producen una fruta semejante a la algarroba, encerrando cada vaina de ciento cincuenta a doscientas semillas, que tardan tres años en llegar a su perfecta madurez.

Los indios la utilizan para hacer una fécula muy nutritiva.

De estos colosos crecen muchos en las vertientes del Laramie; pero la Sierra Nevada es la que cuenta con los mayores ejemplares.

Son célebres el Grizzly Glont, el General Shermant, el viejo Matusalén y el Columbia.

Los americanos, excavando su tronco, de unos cuarenta metros de circunferencia, han abierto en ellas verdaderos salones, donde se han dado memorables banquetes y bailes, en los cuales tomaban parte más de veinte parejas.

Otros han sido atravesados de parte a parte por una especie de túnel, por el cual podía pasar cómodamente el coche correo con sus correspondientes caballos.

Otros, en fin, han sido serrados horizontalmente para formar con una rodaja de su tronco una mesa verdaderamente monumental, en que se pueden servir cien cubiertos.

Los mismos indios no han dejado en paz a estos colosos, los cuales por otra parte, no parecían resentirse mucho de las profundas heridas que abrían en su tronco, donde excavaban asilos segurísimos, disimulados con mucho arte, tapando la entrada con un tronco de corteza que encajaba perfectamente.

Como hemos dicho, los cuatro aventureros, bastante impresionados por la vecindad de Minnehaha y los suyos, se internaron a todo correr por la selva, con la esperanza de encontrar un socavon o hueco donde esconderse.

Su cabellera estaba en peligro, y el palo del tormento parecía aguardarlos.

Minnehaha hubiera aplicado seguramente al indian-agent las más crueles torturas, como venganza por la jornada del Sand Creek, en la cual fue muerta la soberbia Jalta y arrancada su cabellera.

Los árboles se sucedían cada vez más espesos y gigantescos, colgando de ellos verdaderas cortinas de bejucos, que se enroscaban como serpientes por todas partes.

Al fin se encontraron los fugitivos ante un cañón o barranco, por cuyo fondo corría un torrente.

—¡Gracias a Dios! —dijo Turner lanzando un suspiro de satisfacción—. ¡Ahora podremos borrar nuestras huellas! ¿Creéis que estamos muy lejos de las pieles rojas, John?

—No; sus caballos corren mucho, y sólo les llevamos una hora de ventaja.

—Me parece que tenéis razón. No perdamos, pues, el tiempo y a borrar ante todo nuestras huellas.

Bajaron al cañón en cuyos flancos crecían mangles salvajes cargados de flores blancas, que exhalaban acre perfume, y sin andar con muchos miramientos, entraron en el agua, que no alcanzaba una profundidad mayor de medio metro, pero que formaba una corriente rapidísima.

Gordos y sabrosos peces, cuya vista excitaba el apetito de Jorge, huían al paso de los aventureros y se refugiaban entre las rocas.

Otras veces eran nidos de pájaros los que se les ofrecían en las hendiduras de las altas rocas.

Después de caminar media hora por el torrente salieron a tierra, y subieron por una escarpadura, no sin grandes fatigas.

Cerca empezaba un bosque de sequoias, de sombras tan espesas, que podía competir con la famosa Selva Negra.

De pronto, John, que guiaba a los expedicionarios, se detuvo.

—¡Diablos! —murmuró.

—¿Qué demonios habéis visto? —le preguntó Turner, armando su rifle—. ¿Habéis encontrado alguna pepita? ¡Mi bolsillo está dispuesto a recibirla!

—Que por aquí ha pasado hace muy poco tiempo un grizzly.

—¡Buen viaje!

—¡No hay que bromear, amigos! Estos animales son temibles y si por defendernos nos servimos de los rifles, delataremos nuestra presencia a los indios.

—¿Y los cuchillos?

—El oso gris teme al cuchillo tanto como si fuera un alfiler.

—¿Y qué hacemos?

John miró hacia la espesura como si temiera ver aparecer al hercúleo animal, y dijo:

—¡Bah! Tal vez habrá seguido su camino y esté ya lejos.

Pusiéronse en marcha con mucha cautela, porque el grizzly no era menos peligroso que los pieles rojas; pero apenas habían andado doscientos pasos, volvieron u pararse, lanzando gritos de alegría.

Habían encontrado sin esperarlo un big-tree de proporciones colosales, pues tenia más de cincuenta metros de circunferencia su base, y sus ramas inferiores alcanzaban mayor elevación que la más alta torre del mundo.

El regocijo de los aventureros provenía de que tenía casi a flor de tierra una abertura rectangular, y a pocos pasos se veía en el suelo un trozo de corteza de medio metro de espesor y que encajaba perfectamente en aquella.

—¡Esta fortuna no se presenta todos los días! —exclamó Turner alegremente—. ¿Quién habrá excavado este refugio en medio de la selva deshabitada?

—Algún bandido del Far-West —contestó John—. En un tiempo se laboraban ciertos placeres del Laramie, y los ladrones pululaban por aquí para robar el oro a los mineros. Si no es lo que creo, tal vez haya abierto este refugio alguna familia india. Lo sabremos pronto, pues con penetrar…

El indian-agent se interrumpió bruscamente, dando un salto atrás y apuntando con el rifle a la entrada del albergue.

—¿Qué habéis visto, John? —preguntó Harris, imitándole.

—¿No veis impresas en el suelo las huellas del grizzly? Observad: se dirigen hacia el big-tree.

—¡Pues es verdad! ¡El oso ha tomado posesión del refugio!

—Hay que convencerse de ello, y en ese caso se le invitará a que nos deje libre la casa.

—Sí; pero para ello tendremos que hacer uso de los rifles, y Minnehaha con sus guerreros nos hará una visita.

—Bueno; pero cuando llegue, ya nosotros nos habremos encerrado ahí dentro y cubierto la entrada con su tapón de corcho. Es muy difícil que entre tantos árboles los indios descubran la trampa de éste.

—¡Es verdad! —dijeron Jorge y Harris.

John movió la cabeza con desconfianza. Cuando el viejo indian-agent, que había pasado su larga existencia en la pradera, no se mostraba intranquilo, debía de tener motivos para ello.

—¿Qué miráis hacia lo alto? —le preguntó Turner al verle levantar la cabeza.

—Busco al oso. Estoy seguro de que esta en uno de esos árboles, más bien que ahí dentro.

—Razón de más para tomar por asalte el refugio —dijo Harris.

—¡Probemos! Tú, con Jorge, cogéis la puerta para tapar la entrada. Señor Turner, nosotros delante, ojo avizor y bien dispuestos a todo.

Avanzaron lentamente, con las carabinas preparadas y los ojos fijos en el tenebroso boquete que se abría en el tronco del árbol.

Harris y Jorge, se apoderaron de la puerta, que podría servirles de eficaz escudo.

—¿Oís algo, John? —preguntó Turner cuando estuvieron a pocos pasos del árbol.

—Absolutamente nada. El viejo oso Jonathan no se encuentra ahí dentro.

—¿Dónde podrá estar?

—¡Quién sabe! Por lo pronto, ocupemos el albergue. Cuando vuelva, ya le diremos que hay nuevos inquilinos, y le mandaremos a hacerse matar en otra parle. Entremos con confianza. Por ahora, al menos, no hay ningún peligro ¿Quién tiene una mecha?

—Yo conservo dos en mi saco —dijo Jorge.

—Enciende una, y vamos a tomar posesión del palacio.

CAPÍTULO X. LA CUEVA DEL «GRIZZLY»

El gigantesco árbol había sido magníficamente socavado; de tal modo, que el hueco formaba una comodísima sala, capaz de contener veinticuatro personas.

Las hachas, manejadas por gentes hábiles, habían realizado una obra maestra.

¿Quiénes fueron los autores?

¿Blancos refugiados en el bosque o alguna familia de pieles rojas? Nadie podía decirlo por el momento.

La habitación, que debió de ser abandonada por sus primeros moradores hacía muchos años, fue convertida después por un oso gris en su propio cubil, a juzgar por la gran cantidad de huesos de animales esparcidos por el suelo.

Entre un montón de hojas secas, que debía de servir de lecho al animal, se veían castillas, cráneos y fémures, pertenecientes a varias especies de bestias que habían servido de pasto al velludo habitante de aquel antro, y de los cuales se desprendía un olor bien poco agradable, por más que estaban perfectamente descarnados.

Un objeto llamó desde luego la atención de los aventureros. Era una tosca escalera de mano que había apoyada contra la pared, y cuyo último peldaño quedaba frente a una hendidura.

—Esto no es obra de oso —dijo Turner—. ¿Quiénes serían los primeros habitantes de esta morada?

—Señor Turner —respondió Harris—, dejemos por ahora sin descifrar ese enigma, y vamos a tapar con su puerta la entrada de esta casa. Podría volver el oso.

—Sí; pero no has pensado en nuestros estómagos.

—¿Qué queréis decir?

—Que podríamos ser asediados largo tiempo y necesitamos provisiones.

—Verdad es; no tenemos ni para cenar.

—Ahí fuera hay millones de piñones riquísimos. Con ellos haré buena harina, y hasta exquisito pan —dijo John. Ven conmigo, Harris. Vosotros, en tanto, tratad de encajar la puerta y de atrancarla por dentro.

—¿Con los huesos que ha dejado el oso?

—No; ya he pensado en eso —dijo Turner—. Un buen palo bastará.

John y Harris, sin soltar sus rifles por temor de encontrar al oso, salieron del albergue, y su primer cuidado fue hacer provisión de hojas de cactos, que exprimidas dan un agua abundante y pura.

Y las llevaron inmediatamente al big-tree. En seguida comenzaron a recoger puñados de piñones, fruto excelente y muy nutritivo, lo mismo asado que crudo.

Ya habían hecho tres o cuatro viajes al árbol para dejar la carga, cuando el sutil oído de John percibió algún rumor sospechoso.

—¿El oso o los indios? —se preguntó deteniéndose.

—¿Habéis oído algo, camarada?

—Si, Harris —contestó John.

—¡Pues escapemos!

—¡Espera un momento!

—¿Será el oso que vuelve a su refugio?

—No sé.

El indian-agent permaneció algunos momentos escuchando, y en seguida se dirigió a todo correr hacia el big-tree, seguido de Harris, que ya creía verse entre las zarpas del animal.

—¡Cerrad en seguida! —gritó cuando estuvieron dentro—. ¿Encaja bien la puerta?

—Perfectamente —respondió Turner—. Pero ¿qué habéis visto?

—¡Qué vienen!

—¿Quién, los indios?

—No puedo asegurarlo con certeza; pero he oído un rumor que me ha alarmado.

—¿Será el oso?

—Tal vez.

—Llegará demasiado tarde, porque encontrará la puerta cerrada. Por cierto, que he hallado una hermosa tranca para sujetarla por dentro. ¿Sabéis, John, que no deja de preocuparme la escalera?

—¿Por qué?

—Porque sospecho que los que construyeron el albergue hicieron otro piso encima.

—¿Es posible?

—¿Y por qué no?

—Vamos a verlo.

El cazador subió por la escalera y apretó la cabeza contra el techo.

Un grito de estupor se escapó de todas las gargantas.

Una lluvia de serrín cayó sobre los aventureros, quedando al descubierto un boquete por el cual cabía muy bien un hombre.

—¿Lo veis? —dijo triunfalmente Turner.

—¡Pues es verdad; esta casa tiene más de un piso! Levantemos esta nueva compuerta y reconozcamos la habitación.

Así lo hicieron, encontrándose en una especie de corredor en plano inclinado, del cual pasaron a una estancia de más reducidas dimensiones que la otra, y que recibía luz por dos pequeñas troneras abiertas en la corteza.

Alrededor había varios cofres, cuatro viejos arcabuces y muchos cuernos de bisonte, probablemente llenos de pólvora.

Todos quedaron sorprendidos ante el hallazgo, preciosísimo para ellos en el caso de ser asaltados por los indios.

—¿A quién diablos perteneció esta casa?

—Ya os he dicho mi opinión. Debieron de construirla los bandidos. Veamos lo que contienen estas cofres.

Eran siete, de diferentes tamaños y toscamente construidos. El tiempo los había tratado sin misericordia.

El primero contenía trajes viejos y zapatos herrados; el segundo, galletas; y los otros, balas de plomo y botellas vacías con la etiqueta de whisky, además de herramientas de minero y saquillos de pólvora.

En el último cofre hallaron envueltas en un pañuelo treinta pepitas de oro purísimo, que debían de pesar lo menos un kilogramo, y que, sin duda, fueron robadas a algún minero.

—¡Buen día! ¡Hasta tesoros encontramos! —dijo Turner—. Lo dividiremos entre todos como buenos amigos, ya que el propietario no ha de presentarse a reclamar su tesoro.

—Debe de hacer treinta años lo menos que murió —añadió John, mientras examinaba uno de los cuatro arcabuces—. Estas armas no se usan ya en ninguna parte.

—¿Y podrían servir?

—¡Ya lo creo! Y matar a un hombre a doscientos metros de distancia, o tal vez a trescientos. Si viniesen los indios, probaremos y se verá. ¡Habéis estado afortunadísimo al descubrir este refugio!

—Todo el mérito es de la casualidad.

—Y de vos una gran parte. Cien personas hubieran pasado junto a este árbol sin… ¡Oh!

En vez de seguir, el indian-agent se había inclinado hacia el suelo y escuchaba atentamente.

—¡Es extraño! —dijo levantándose—. ¿Qué rumor será éste?

Atravesó la estancia y pegó el oído a la pared, haciendo en seguida un gesto de sorpresa.

—¡Es él, que baja! ¡No me había engañado cuando miraba hacia arriba! ¡Mi instinto de cazador es siempre excelente, a pesar de los años!

—¿De quién habláis, John?

—Del oso, del viejo Jonathan.

—¿Dónde está?

—Bajando del árbol.

—¿Pues no dicen que el oso, cuando es adulto, no puede subir a los árboles?

—¡Patrañas, Turner! Yo he matado uno que estaba en una rama, a sesenta metros de altura. Este que baja ahora se habrá hartado de piñones y de hojas tiernas y querrá entrar en tu casa a descansar.

—¡Hallará la puerta cerrada! —dijo Harris.

—Y se romperá las uñas inútilmente para abrirla —añadió John.

John se acercó a una de las troneras y miró al exterior.

Aquella especie de ventana abríase sobre la puerta, a unos siete metros del suelo. Desde ella podía ser visto el oso, y aun fusilado.

—¿Se le ve? —preguntó Harris.

—Todavía no. Desciende con precauciones. Tal vez nos haya visto u olfateado.

—¡Tratemos de cazarle! Será para nosotros una preciosa reserva de carne si nos vemos sitiados por los indios.

—Si; pero si disparamos acudirán los pieles rojas.

—¡Ya le veo! —dijo John en aquel momento—. ¡Soberbio animal! ¡Lo menos hay cuatrocientos kilos de carne bajo su piel!

Todos se lanzaron al tragaluz, que estaba abierto en sentido horizontal, y por lo tanto permitía ver más fácilmente.

Un oso de enormes dimensiones, porque tendría más de dos metros y medio de largo, de pelamen fuerte y rizoso y color gris negruzco, se había parado ante la puerta del piso bajo, contra la cual daba fuertes zarpazos, lanzando roncos gruñidos.

Se conocía que le disgustaba verla cerrada.

—¡Hermoso animal! —exclamó Turner.

—¡Qué yo no quisiera hallar de noche y solo en el campo!

—Ni yo; pero afortunadamente estamos dentro de una fortaleza inexpugnable para un oso, sea del color que sea. ¡Oh, qué idea tan maravillosa!…

—¿Cuál, Turner?

—¿Sabéis que hemos sido unos verdaderos imbéciles?

—¿Por qué?

—Porque hemos cerrado la puerta. Verdad que ignorábamos la existencia del piso alto. En fin, hay que subir aquí las reservas de piñones y de cactos.

—¿Y después?

—Abriremos la puerta, y en seguida subiremos otra vea a todo correr.

—¿Y el oso?

—Le dejaremos entrar.

—¡Eso es! Y así, si vienen los indios, encontrarán en el refugio al oso y no a nosotros.

—¡Perfectamente, John! Ahora a subir los víveres. ¡Presto!

—¡Una palabra! —dijo Harris—. ¿Cómo saldremos de esta prisión con ese guardián?

—Matándole —contestó John.

En pocos minutos subieron entre los cuatro las provisiones al piso alto.

El oso, en tanto, furioso por no poder entrar en su cueva, atacaba con vigor la puerta, tratando de abrirla.

Gruñía rabiosamente, lanzaba de vez en cuando aullidos sonoros, semejantes al relincho de un mulo, y sus poderosas uñas, que debían de estar bien afiladas, se hincaban con fuerza en la corteza del big-tree.

Terminado el transporte de los piñones y de los cactos, con los cuales tenían para mantenerle cuatro o cinco días, quitaron la tranca que sujetaba la puerta y subieron al piso alto.

Al ver franca la entrada, el grizzly lanzó un gruñido de satisfacción y penetró en el refugio, acostándose sobre el montón de hojas secas que había a un lado.

—¡Ya está contento! —murmuró Turner, mirándole desde la entrada del pasillo.

Aunque dijo en voz muy baja las anteriores palabras, las percibió el oso en seguida, y se levanto manifestando viva inquietud.

Luego comenzó a dar vuelta, por la habitación olfateando las paredes.

John y Turner no pudieron contener la risa.

El oso se alzó en seguida sobre las patas, esperando alcanzar el boquete, y lanzó un ronco grujido.

—¡Vaya; no llega hasta aquí! ¡Cenemos! —dijo Jorge.

Bien escasa fue la cena, compuesta sólo de piñones rociados con el agua exprimida de los cactos; pero acostumbrados los cazadores a toda clase de privaciones comieron y bebieron con satisfacción.

El oso parecía haberse calmado y dormido, pues sólo se oían sus acompasados ronquidos.

Los aventureros, que no habían abandonado sus mantas de lana, acomodáronse resueltos a disfrutar de un buen sueño, no sin antes haber fumado el escaso tabaco que aún les quedaba.

Ya no pensaban en los indios. Sólo John se acordaba de Minnehaha, su constante pesadilla.

La noche transcurrió sin alarmas, y los cuatro amigos pudieron descansar bien de sus fatigas.

Cuando Turner se levantó, el oso dormía todavía plácidamente.

—¡He aquí un vigilante perezoso! —dijo en broma; y al ir a despertar a sus compañeros, no menos perezosamente dormidos que el grizzly, resonó un disparo, cuyo eco fue propagándose por una gran extensión del bosque.

—¡Diablo! —exclamó—. ¡Me había confiado demasiado pronto!

CAPÍTULO XI. EL SITIO DE «BIG-TREE»

Al oír aquel disparo, que sólo podía haber sido hecho por los sioux de Minnehaha, el indian-agent y los otros dos cazadores habían dado un salto y preparado los rifles.

—¡Los indios! —gritaron a Turner, que inspeccionaba el bosque desde uno de los tragaluces abiertos entre el macizo ramaje.

—No creo que haya sido el oso —contestó con su calma habitual.

—¿Los veis? —les preguntó John.

—No.

—Pues no deben de hallarse lejos.

—Ese tiro deben de haberlo disparado cerca del torrente que atravesamos nosotros.

—Es posible, Turner.

—Entonces los pieles rojas han descubierto nuestras huellas, y ha sido inútil que atravesásemos el torrente.

—Me parece.

—¡Se me erizan los cabellos al pensar que tengo cerca a Minnehaha!

—¡Hay que estar tranquilo, John!

—Esa mujer no me perdonará; os lo aseguro. Sólo piensa en vengar a su madre.

—¿Estarán muy cerca los indios? —preguntó Harris.

—El oso nos lo dirá. ¡Veamos lo que hace!

El grizzly debió de haber oído el disparo, porque su cabeza se bamboleaba a uno y otro lado, lo que era señal de inquietud, pues sólo ante el peligro son acometidos dichos animales de esa especie de tic nervioso.

—El portero está inquieto. Ventea y escucha. ¡Mala señal!

—¿Por qué no le preguntáis, señor Turner? —dijo Jorge en son de broma.

—Porque es tan grosero, que no contesta ni al saludo de los Inquilinos.

—¡Cómo no le hemos pagado la casa!…

—Ni siquiera le hemos dado propina. ¡No gruñas, que pronto te regalaremos cuatro balas!

Aunque bromeasen, los cuatro amigos no dejaban de estar inquietos.

Su refugio era inexpugnable, es verdad, y mucho más guardado por el oso; pero los inquietaba la falta de provisiones.

—¿Vienen ya? —preguntó Harris al indian-agent, que no dejaba de inspeccionar el bosque.

—Todavía no; pero estoy seguro de que ya han atravesado el torrente y han vuelto a encontrar nuestras huellas.

—Pues entonces no tardarán en hallarse aquí.

—Sin duda.

—Nuestra situación toma mal aspecto —manifestó Turner—. Si vienen no sé cómo vamos a escapar.

—Nos defenderemos; y en último término, una bala en el cráneo antes de caer en su poder —objetó Jorge.

—Yo no desespero de que no encontraremos ayuda.

—¿Contáis con alguien? —le preguntó Jorge.

—¿No está el general Custer en el Horse con ochocientos hombres? ¡Quién sabe si se hallará en el camino del Laramie!

—¡Verdad! —dijo Turner—. ¡No hay que desesperar del todo! ¡Ah! ¡El portero gruñe! ¡Mala señal!

—Es que oye a los indios —repuso John.

—¡Pobre portero! ¡Acabarán por matarle!

Los cuatro hombres escuchaban; pero no llegaba hasta ellos rumor alguno.

Únicamente el oso seguía gruñendo.

Turner miró por el agujero, y le vio parado ante la puerta con creciente agitación.

Se movía inquieto, levantando ya una zarpa, ya otra, como preparándose a la defensa. Había volteado el peligro y se disponía a impedir la entrada en su dominio.

—Los indios deben de estar a pocos metros.

—Por lo pronto —dijo Turner, el oso es quien debe entrar en escena. A nosotros nos toca ahora el papel de espectadores.

Harris y Jorge vigilaban la selva desde la ventanilla de Levante; John miraba por la de Poniente, que era el camino que los aventureros hablan seguido.

Transcurrieron quince minutos de angustia, y en seguida John y Turner vieron al oso adelantar algunos pasos dando un gruñido espantoso.

Después se oyeron dos detonaciones. Los disparos parecían hechos a unos doscientos pasos.

Los exploradores indios, que guiaban a Minnehaha y su gente, y que seguían con gran acierto las huellas de los fugitivos, habían disparado contra el animal.

El grizzly respondió a los tiros con otro gruñido, y empezó a retroceder hacia su cubil.

Pareció que los indios celebraron un breve consejo, pues bien pronto cargaron las armas y se dispusieron a afrontar a la gigantesca fiera.

Si no hubieran contado con el resto de las fuerzas de Minnehaha, que iban detrás, no se habrían atrevido a acometer al oso, cuya ferocidad y hercúleas fuerzas conocían.

—Querido John —dijo Turner—, antes de cinco minutos estará aquí la columna de indios que viene sobre nuestras huellas, y me temo que, a pesar de la valentía de nuestro portero, van a cogernos.

—¡Y no poder ayudar a ese desgraciado, que se sacrifica por nosotros!

—No pudiendo devorarnos —dijo el indian-agent.

—Hasta el presente nos trata como a buenos inquilinos.

Los exploradores indios, que eran ya cuatro, se habían atrincherado tras unos arbustos; pero pronto variaron de táctica y se dirigieron al big-tree dando agudos gritos.

El oso solamente asomaba la cabeza por la puerta de su morada, sin duda porque dentro se consideraba más seguro que al aire libre.

Los indios, pasando de un tronco a otro con gran prudencia, no cesaban de acercarse, sin dejar de inspeccionar el terreno, en el cual se veían distintamente las huellas de los cuatro aventureros.

Su sorpresa fue grande al ver que las huellas iban precisamente en dirección al refugio del oso. Tal vez se preguntarían por que extraña maravilla podían vivir juntas el oso y los hombres blancos.

Hicieron dos nuevos disparos, resueltos a matar al grizzly, tras el cual estaban seguros de descubrir a los fugitivos.

Una bala, o tal vez las dos, debieron de alojarse en el cuerpo de la fiera que gruñó rabiosamente y entró en su habitación lanzando roncos quejidos.

—¡Pobre portero! —dijo Turner—. ¡Le matan, de seguro, pues no tiene un buen rifle para defenderse de los sioux!

—Son corvis —rectificó Jorge.

—¡Da lo mismo!

El número de indios visibles era ya de ocho. Sin duda, el ruido de los disparos había hecho creer al grueso de la columna que el combate se sostenía contra más de un oso.

—Aumentan como las hormigas —dijo Harris—. Dentro de poco serán veinte, treinta, cuarenta, ¡qué sé yo cuántos!

—El oso tiene los minutos contados —añadió Jorge—. La portería se va a quedar sin vigilante.

El viejo Jonathan o Efrahim, como llaman los yanquis al oso, parecía dispuesto a hacer pagar caros a los asaltantes sus suculentos solomillos.

Como hemos dicho, se retiró al interior del tronco, y aguardaba los acontecimientos con las zarpas dispuestas. Ya tenía dentro del cuerpo varias balas; pero esos animales soportan sin rendirse o caer hasta doce tiros, a causa de que la gruesa capa de grasa que envuelve sus músculos les sirve de excelente coraza.

—¿Sabéis, John, que estoy verdaderamente conmovido? —dijo al cabo de algunos minutos Turner, mientras sus dedos apretaban nerviosamente el gatillo de su rifle—. ¿Qué queréis? ¡El asesinato de este pobre portero me irrita de un modo extraordinario!

—¡Dejad que le maten! —repuso John, que nunca se había enternecido por los plantígrados—. ¡Será un enemigo menos!

—Pues en este momento bien nos defiende.

—¡Bah! ¡Lo que defiende es su grasa y sus costillas!

—¡No conocen la gratitud estos cazadores de la pradera!

—¡Sí, sí! ¡Poneos ante sus dientes y sus uñas y veremos si sabe distinguir a sus inquilinos de los indios que le están disparando! ¿Queréis probar?

—Francamente, no estoy por eso, camarada.

—Pues entonces dejad que le rellenen de plomo.

—¿Y después?

—Nos haremos porteros nosotros.

—¡Qué desairada profesión, sobre todo en estos momentos!

—No os digo que sea envidiable.

Los indios, que estaban ya a quince pasos del big-tree, hicieron nuevos disparos.

Su obstinación en atacar a la fiera obedecía a que estaban seguros de que los rostros pálidos a quienes buscaban debían de hallarse refugiados en el mismo árbol, pues las huellas se detenían precisamente al pie del big-tree.

Los pieles rojas se hallaban sólo a quince pasos del cubil, y se preparaban bruscamente a afrontar el terrible huésped.

Si no hubiesen descubierto las huellas de los fugitivos, probablemente se hubieran guardado muy bien de interrumpir el tranquilo sueño de la bestia; pero como estaban convencidos de que dichas huellas se detenían precisamente ante el refugio, no querían marchar sin haberlo reconocido antes.

El viejo Jonathan, decidido a cerrar el paso a los que iban a molestarle en su alojamiento y a demostrarles su gigantesca fuerza, se había puesto en seguro dentro de su cubil, huyendo de las balas, que podían agujerearle no solo la piel, sino también el corazón.

Los indios, manteniéndose siempre a respetable distancia del big-tree, comenzaron a disparar furiosámente, no sólo con la esperanza de que el oso se decidiera a salir, sino también para llamar la atención de los otros indios, que no debían de estar muy lejos.

Durante algunas minutos las balas entraron en el refugio yendo a sepultarse unas en las paredes leñosas del mismo, produciendo un sordo rumor, y esparciendo otras los huesos amontonados por todas partes.

Otros cinco guerreros indios, que llegaron a todo correr, se agruparon como refuerzo junto a sus compañeros, y unidos todos avanzaron más hacia el árbol.

—¡Mil truenos! —exclamó Turner, que no cesaba de vigilar, así como John, las movimientos del enemigo. ¡Estos indios aumentan en número como las hormigas! Si continúan así, dentro de poco serán cincuenta, ciento, o acaso mas.

—¿Estará tal vez Minnehaha con Sitting Bull? —preguntó John con voz un tanto temblona.

—Mi padre no me enseñó el arte de la adivinación —respondió el campeón de los matadores de hombres. Así es que no puedo daros una respuesta terminante, camarada.

—Quizá haya bajado ya del Laramie.

—¡Hum! No lo pondré en duda, amigo. Ese viejo lobo debe de tener encima a las tropas de Custer.

—¿Qué ruido es ése?

—Los pieles rojas, que arrecian el fuego. Quieren la piel de nuestro portero. ¡Crueles!

En efecto; los indios disparaban con verdadero empeño. Eran descargas cerradas las que hacían, porque algunos de ellos iban armados de winchesters de dos tiros y no economizaban las municiones.

Convencido el grizzly del inminente peligro que corría, se obstinaba en no presentarse.

Hacía ostensible su impotente rabia con feroces gruñidos, que retumbaban en la cueva; pero no se ponía al descubierto.

En vista de que no obtenían ningún resultado, los indios empuñaron el tomahawk y se colocaron resueltamente ante la entrada de la cueva.

Querían afrontar un cuerpo a cuerpo antes que consumir inútilmente municiones, que les serían muy necesarias desde que se habían levantado con la bandera de insurrección el gran Jefe Toro Sentado.

Al efecto habían reunido quince pieles rojas de los más hermosos ejemplares de las tribus sioux y corvis, y en pocos instantes cubrieron la entrada del refugio para impedir al oso todo intento de fuga, en tanto que otro de ellos, sin duda el más valiente, penetro en el antro con un Winchester al brazo.

El corvi porque pertenecía a la tribu de Nube Roja, descargó los dos tiros dentro de la cueva; pero de pronto se sintió alcanzado por una enorme masa peluda que le estrechaba fuertemente entre sus poderosos brazos.

Jonathan se decidía a castigar al intruso, que lanzó un ¡ay! de angustia y trató de huir; pero el grizzly, que poseía dientes de acero le dio un terrible bocado en la cabeza.

Se oyó un ¡crac! horrible y lúgubre, y el indio se desplomó inerte.

La dentellada del oso le había machacado el cráneo.

Cumplida su venganza, el animal soltó a su enemigo y se lanzó fuera dando ensordecedores rugidos.

Los indios, que habían presenciado la horrorosa muerte de su compañero rodearon instantáneamente al oso, golpeándole con los tomahawaks y las carabinas.

En vano trató de defenderse el animal: acribillado a balazos y reventado a golpes que le abrían anchas heridas, cayó cubierto de sangre.

Su último grito de agonía hizo retemblar el bosque.

En seguida comenzaron las convulsiones de la muerte, que los indios se encargaron de precipitar, repitiendo los golpes de tomahawak con salvaje furor.

El portero del big-tree, no obstante su fuerza colosal, sus uñas, sus dientes, su ferocidad y su valor, había muerto.

Apenas expiró el coloso, los pieles rojas se precipitaron dentro del refugio dando gritos de triunfo.

—¡Ahora empieza nuestro terrible cuarto de hora —dijo Turner—, si notan que en esta casa hay piso principal!

—¿Lo notarán? —preguntó Harris.

—No lo sé: pero estos indios saben mucho. Trataremos de no hacer ruido. ¡Si nos oyen, estamos perdidos!

—Perdidos propiamente, no; porque sabremos luchar. Pero ¿qué hacen que no entran?

En efecto los guerreros indios se mantenían quietos en la puerta del albergue, quizá por el temor de que la hembra del oso estuviera dentro, o también porque veían que las huellas de los fugitivos se perdían ante la misma puerta.

Después de celebrar consejo montaron las carabinas y se aventuraron a entrar, echando fuera los huesos y hojas secas que allí había.

¿Buscaban a los cazadores? Era probable, por más que consideraban imposible que hubieran podido entrar allí, en el propio cubil de la fiera y en compañía de ésta.

Un cuarto de hora largo duró el registro del hueco socavado en el árbol, y durante este tiempo el indian-agent y sus compañeros se guardaron muy bien de hacer el menor ruido.

Presas de una cólera feroz, salieron los indios del refugio, seguros de que los fugitivos no estaban allí, y lanzando maldiciones se pusieron a examinar nuevamente las huellas, hasta que llegó toda la gente de Minnehaha, mandada por ésta, a cuyo lado iban Nube Roja y Asno Colorado, llevando éste de las bridas el caballo que montaba lord Wylmore.

Al ver al inglés, los cuatro aventureros, que miraban cautelosamente por una de las ventanillas, reprimieron a duras penas un grito de admiración.

—¿Es ése el inglés que iba con vosotros? —preguntó Turner.

—Precisamente —dijo John—; y quisiera saber cómo ha podido salir vivo del incendio.

—Será hijo del Diablo o una salamandra —repuso Harris.

—Lo que más me sorprendo —siguió diciendo John— es que haya podido salvar su cabellera y que se las entienda tan bien con el canalla de Sandy Hooc, a quien he reconocido a pesar de su disfraz de indio.

—¿Quién es ese Hooc? —preguntó Turner.

—Un famoso bandido, asaltador de trenes un tiempo, y que luego, destruida su banda, y no pudiendo vivir entre los blancos, se ha aliado con los sioux.

—Los granujas han encontrado siempre amparo en los pieles rojas.

—¡Es verdad, Turner!

—¿Os conoce él?

—Sí; nos hemos encontrado varias veces, limitándonos a beber juntos algunas copas.

—¿Y no os aborrece?

—Al contrario, parece mostrarme una viva simpatía. Además, sabed, señor Turner, que los ladrones de la pradera respetan siempre a los cazadores, por el temor de que se conviertan en espías.

—Es verdad —dijo Turner—. ¡Oh, desearía habérmelas a solas con ese bandido!

—Por ahora lo mejor es estarnos agazapados aquí.

—¡Es lo mejor! —repuso Jorge.

Mientras los aventureros habían cambiado estas palabras, los indios dieron varías vueltas alrededor del big-tree, mirando obstinadamente hacia arriba, por si los fugitivos estuvieran escondidos entre el ramaje.

Como éste era bastante espeso, formaron alrededor del árbol un ancho círculo y dispararon muchos tiros a la enorme copa, con la esperanza de ver caer en tierra a sus enemigos.

No habiendo obtenido resultado alguno, pero convencidos de que debían de haberse ocultado por allí cerca, plantaron su campamento a un centenar de pasos del big-tree, con el fin de reposar algo y de tomar alimento.

Cinco o seis de ellos, guiados por Sandy Hooc, fueron a hacer una nueva visita al refugio del grizzly. El bandido, más astuto que los pieles rojas, debía de sospechar algo, y quería convencerse inspeccionando con sus propias manos las paredes de la cueva.

—¡Diablo! —había dicho—. Que los pájaros vuelan, es cosa sabida, pero que los hombres puedan desaparecer como si tuvieran alas, eso no me cabe en la cabeza. ¡Aquí hay misterio, y yo quiero averiguarlo! Si las huellas no han vuelto a encontrarse, quiere decirse que los fugitivos están aquí aun. ¿Dónde? Espero saberlo dentro de poco y ser más hábil que los guerreros sioux y corvi.

Y se lanzó dentro de la cueva, donde procedió a un reconocimiento minucioso.

CAPÍTULO XII. ESPANTOSO ASEDIO

Sandy Hooc se había visto en toda clase de trances durante su vida aventurera, y él mismo se había escondido en refugios tan bien disimulados, que nunca pudieron encontrarle las tropas de la frontera encargadas de perseguir a su banda. Era, pues, el hombre más apropiado para descubrir lo que los pieles rojas no pudieron encontrar.

Después de dar varias vueltas a la oquedad abierta en el tronco del big-tree y de convencerse de que ocupaba casi toda la circunferencia del árbol, hizo que los guerreros que le acompañaban golpearan el suelo con los escudos, escuchando él con gran atención.

El sonido sordo y mate le convenció de que abajo no podía haber otro refugio.

—¡Por los diez mil cuernos de Satanás! —gritó, sacudiendo la cabeza—. ¡Un big-tree no es un bambú, cuyo interior está hueco! ¿Por dónde pueden haberse escapado esos señores? Ellos deben de ser muy tunos; pero yo, a Dios gracias, no soy ningún tonto. Si lo hubiera sido, a estas horas no me encontraría aquí, buscando como una urraca del Canadá. Al contrario, los lobos del Gobierno ya me hubieran arrollado una cuerda al cuello.

Levantó la cabeza y recorrió con la mirada todo el techo, casi centímetro por centímetro, no poco sorprendido de que los hombres hubieran realizado aquella labor prodigiosa.

—¡Cuánto tiempo y cuánta paciencia tienen que haber gastado para abrir tan gran hueco en el interior de un árbol! —murmuraba empinándose y mirando hacia arriba.

Al cabo de un rato lanzó una exclamación. Sus ojos de lince habían descubierto las rendijas de la puertecilla.

—¡Ta, ta! —exclamaron, poniéndose ambas manos en los costados—. ¡Aquí veo que el trabajo no se ha limitado a la habitación donde yo estoy! Este árbol debe de tener más huecos y agujeros que una flauta.

Hizo una rápida señal a los indios, y salió de allí murmurando:

—¡No es prudente permanecer aquí dentro, qué diablo! ¡Una bala viene de cualquier parte, y no estoy dispuesto a servir de blanco!

A Turner y a John no es pasó inadvertido el descubrimiento de Sandy.

—¡Camaradas —dijo el primero—, ese tuno sabe ya dónde estamos! ¡Qué ojo tiene el tal bandido!

—¿Lo creéis así, Turner? —preguntó John, cuya frente se había bañado de frió sudor.

—¡Qué me devore vivo un calman si estoy equivocado! ¡El muy tuno ha descubierto la puertecilla, os lo aseguro!

—Entonces estamos perdido… Minnehaha tendrá mi cabellera a cambio de la que le arranqué a su madre.

—Yo, en vuestro lugar, ya se la hubiera enviado.

—¿La mía?

—No, la de su madre; dentro de un paquete postal.

—¡No bromeéis, Turner! Nuestra situación es grave.

—Sí que es muy poco divertida, compañero. Pero es lo que sucede todos los días a los cazadores de la pradera, que siempre tienen cuenta abierta con los pieles rojas. La guerra sin cuartel entre las dos razas es ley antigua en la pradera.

Harris y Jorge, para quienes no re habla escapado ni una palabra del anterior diálogo, fueron presa de viva emoción, fácil de comprender después de lodo.

El descubrimiento de la puertecilla significaba su muerte, previas las torturas del palo y la pérdida de la cabellera.

—Sin embargo —repuso el primero, algo más tranquilo después de su primera alarma—, nos defenderemos hasta quemar el último grano de pólvora.

—A menos que el general Custer nos salve —dijo Turner.

—¡Dejad en paz a vuestro general, que sabe Dios dónde estará a estas horas! —objetó John malhumorado.

—¡Quién sabe!… ¡Suceden cosas tan extraordinarias en la pradera! Y, además, ¡pueden ocurrir ahora tales escenas en el Laramie! ¡En fin, el que viva lo verá!

Un tiro de fusil, al que siguió el silbido de una bala, hizo dar un salto a Harris.

El proyectil había entrado por el tragaluz y fue a morir en la pared leñosa esparciendo una nube de serrín.

—¡Empieza el ataque! —dijo Turner con su calma habitual—. Descubrió la puerta del corredor, y ahora ha descubierto la ventana. Afortunadamente, tenemos víveres que, bien administrados, nos durarán varios días; sin contar con que las municiones no sobran.

John contestó con una imprecación y armó el rifle.

—Pero ¿qué diablos os pasa?

—Quiero intentar un golpe desesperado.

—¿Una salida? Os prevengo que no cometeré la tontería de seguiros. ¡Cuatro contra cincuenta! ¡No, no! Soy demasiado prudente, aunque esta virtud no sea la de los cazadores de la pradera.

—¡Es que yo tampoco quiero hacerme mechar a balazos! —contestó con rabia el indian-agent.

—Entonces…

—Lo que voy a hacer es disparar contra Minnehaha. La empresa es peligrosa, y, además, esa canalla se guarece detrás de un big-tree y haría falta un cañón para poder matarla.

—¡Entonces, me las entenderé con Sandy Hooc!

—Al contrario, os aconsejo que le respetéis.

—¿Por qué?

—Cuando se ha bebido paz a paz con un hombre, puede lograrse de él un favor en el momento oportuno.

—Es que él ha descubierto nuestro refugio.

—¡Naturalmente! Desempeña su papel de indio.

—¡Verdad! —dijo John, calmando su rabia—. ¡Creo que tenéis razón!

Otro disparo resonó fuera, y una nueva bala entró por el tragaluz.

La ventanilla que había al otro lado había sido también descubierta por los indios, y éstos se disponían al asalto.

—¿Qué hacemos? —preguntó Harris—. Los pieles rojas saben ya que estamos aquí.

—Ya que abunda la pólvora —contestó Turner—, nos defenderemos. ¡Es una estupidez aguardarlos con los brazos cruzados! Yo defenderé la puerta del corredor y haré fuego sobre todo el que intente cruzarla. Vos, John, me ayudaréis disparando desde un tragaluz; Harris y Jorge se encargarán de defender el otro.

—¡Magnífico plan! —gritó Harris.

—¡Queda proclamado Turner nuestro general en jefe! —añadió John.

—Después de la victoria —dijo Turner riendo—; y como dudo que la alcancemos, renuncio desde luego vuestro alto empleo. ¡Soldados, cada uno a su puesto de combate! ¡La batalla va a empezar!

Y comenzó, en efecto. Los indios se reunieron al pie del big-tree y abrieron un fuego nutridísimo, apuntando siempre a las dos ventanillas.

Los proyectiles entraban silbando, y ni Harris ni Jorge ni John pudieron ocupar sus puestos. No todas las balas penetraban, sin embargo, pues muchas quedaban incrustadas en la corteza, que no era, por cierto, muy resistente.

Turner, en cambio, había podido ocupar sin peligro su posición y esperaba a los indios, que aún no habían entrado en el refugio. Llevaba consigo cuatro de los arcabuces y disparaba sin cesar, mandando sus balas a través de la puerta.

Un corvi que se adelantó para Inspeccionar el refugio cayó muerto de un tiro. Turner, lo mismo que sus compañeros, tenía la buena costumbre de apuntar siempre a la cabeza.

Gritos furiosísimos siguieron a les primeros disparos de Turner, por haberse sorprendido los indios de aquella especie de contraataque que venía del Interior de la cueva.

Comprendiendo que era peligroso mantenerse allí, los pieles rojas retrocedieron, suspendiendo el fuego.

John y los dos cazadores se aprovecharon de aquel momento para disparar, y pusieron patas arriba a otros tres indios corvis.

¡Ah; no bromeaban, ciertamente, aquellos combatientes esforzados! Sabían adonde mandaban el plomo y no disparaban sin estar seguros de la puntería.

John y los otros dos cazadores aprovecharon aquel momento de vacilación y dispararon a través de las ventanas, matando a varios enemigos.

Los sioux y los corvis se apresuraron a ponerse a salvo ante aquel fuego graneado, refugiándose tras de los troncos de los árboles, bastante gruesos para que no los atravesaran las balas.

Durante media hora hubo por una y otra parte abundante cambio de proyectiles, con mucho daño pura los árboles y ninguno para los hombres.

—¡Basta! —dijo Turner, que ya había disparado una docena de tiros—. El plomo puede sernos muy necesario y no hay que desperdiciarlo. Si los indios siguen disparando desde lejos, que lo hagan en buena hora.

—¿Creéis que intentarán un ataque a fondo? —preguntó Harris, que había dejado la ventana de Poniente por no tener delante enemigos.

—No serán tan estúpidos. Nuestro refugio es más fuerte que un reducto —respondió Turner.

—Entonces se limitarán a sitiarnos.

—Eso es; si Custer no acude y los coge.

—Pero ¿seguís confiando en la llegada de ese general?

—¡Claro! ¿Va a permanecer eternamente quieto en la orilla del Horse? Los indios insurrectos están aquí, en el Laramie; él cuenta con ochocientos hombres: no es, pues, aventurado suponer que venga a atacarlos. El Gobierno de la Unión no le ha ordenado, seguramente, que se dedique a la pesca en el Horse. ¡Cuernos de mil demonios!

—¡No os enfurezcáis, señor Turner!

—¡Es que me pone fuera de mí que estos salvajes nos obliguen a estar aquí encerrados como si fuéramos topos! Pero ¿qué sucede, John?

—Que los indios se han retirado para celebrar un gran Consejo. Ya sabéis lo aficionada que es esta gente a los Consejos.

—¡Para ellos, el tiempo no es oro!

—Verdad, Turner.

—¿Y qué decidirán en la reunión?

—Un plan de ataque que nos dará mucho que hacer.

—¿Y por qué no celebramos nosotros otro Consejo? —interrogó Harris, bromeando—. ¿No tenemos también nuestro general en jefe?

Una serie de detonaciones les Impidió proseguir.

Los cuatro aventureros corrieron a las ventanas.

Los indios habían terminado el Consejo y volvían a toda carrera lanzando su grito de guerra.

Lo que más asustó a los sitiados fue ver que varios indios llevaban consigo gran cantidad de leña.

—¡Dios mío! —exclamó Turner—. ¿Qué es lo que Intentan?

—¡Asarnos vivos! —dijo el indian-agent.

—¡Bajemos a intentar una desesperada resistencia!

—¡Ah; si yo pudiera coger a Minnehaha! —rugió John ferozmente apuntando por la ventana.

—Ya cuida ella de no ponerse al alcance de nuestras balas —dijo Harris.

—También se esconde el viejo Nube Roja —añadió Jorge.

—¿Pues y el loco del inglés? Miradle: sigue a los guerreros como si estuviera impaciente por presenciar nuestra captura y nuestra muerte.

—¡Hay que dispensarle! —contestó John—. ¡Padece de spleen!

—¡Qué se lo lleve el diablo! —exclamó Turner—. Amigos, nosotros, a defender el cuarto bajo antes que esos salvajes metan en el y la leña y le prendan fuego. Cuando no podamos resistir más, nos refugiaremos aquí arriba.

Bajaron la escalera, y bien pronto se hallaron en el hueco inferior, en tanto que los indios seguían acercándose con gran prudencia, conociendo, como conocían, la extraordinaria habilidad de los sitiados.

Los tiros se sucedían, sin más resultado que incrustar de plomo la corteza del gigantesco pino.

—¡Camaradas, una idea! —gritó Turner apenas estuvieron todos reunidos abajo—. Correremos el peligro de que pueda alcanzarnos alguna bala; pero el riesgo será recompensado largamente.

—¿De qué se trata? ¿Intentáis una salida? —exclamó John—. ¡Seria una gran imprudencia! Con los caballos de que disponen, nos alcanzarían en seguida.

—¡No se trata de eso! ¡No estoy tan loco para proponer semejante desatino! Lo que se me ocurre es algo relacionado con el cuerpo del oso.

—¿Para atrincherar la entrada?

—Sí.

—¡Salgamos!

Los indios estaban a unos ciento cincuenta metros de distancia, y como ignoraban los planes de los sitiados, seguían disparando contra las ventanas.

Aprovecharon el momento favorable los aventureros, y en menos tiempo del que se emplea para contarlo colocaron el cuerpo del oso, que estaba a pocas pasos de distancia, de modo que obstruía la entrada del refugio.

Cuando los pieles rojas comprendieron la maniobra ya estaba terminada.

Parapetados detrás del cuerpo del grizzly, los sitiados rompieron el fuego y pusieron en fuga a la vanguardia de los indios.

—¡Son liebres! —decía Harris, que disparaba con uno de los arcabuces.

—¡Pues si no se convierten en panteras, hay asedio para rato!

—¡Allá va ese regalo! —dijo Turner, apuntando a un gigantesco indio de la tribu de los corvis.

El tiro partió y el gigante cayó sin dar un grito, como herido por el rayo.

—¡Qué afortunados son los indios! —exclamó John—. ¡Mueren sin la pena de que les arranquen la cabellera!

Y diciendo esto disparó contra otro piel roja, que también cayó muerto.

Durante cinco o seis minutos el fuego de fusilería continuó intensísimo de una a otra parte. Una bala había rozado y chamuscado el pelo de John. Harris recibió en un costado una ligera contusión, y en cuanto a Turner, había escapado milagrosamente de la muerte, gracias al cinturón de cuero, que en cierto modo, le sirvió de escudo, desviando una bala que sin él le hubiera atravesado el vientre.

Por su parte, los indios tuvieron bien pocas bajas, ocultos como estaban detrás de los pinos.

La situación no podía prolongarse mucho. Minnehaha, Nube Roja y Mosca Negra, otro jefe sioux, decidieron acabar pronto y lanzaron al ataque dos columnas formadas por veinte guerreros cada una.

Iba siendo ya vergonzoso que cuatro hombres solos mantuvieran a raya a cincuenta guerreros indios de las tribus de los sioux y de los corvis.

Una tempestad de proyectiles cayó sobre la entrada del refugio, acribillando al oso que servía de barricada.

Los indios se lanzaron con fuerte ímpetu contra la entrada.

Cinco o seis de ellos mordieron el polvo.

—¡En retirada! —gritó Turner—. ¡Es imposible resistir! ¡El que no quiera morir, que me siga!

Y subió al piso superior. Sus compañeras le imitaron, retirando en seguida la escala y, cerrando la puerta, desde las ventanas empezaron a hacer fuego, produciendo varias bajas entre el enemigo.

—Estamos haciendo un gasto inútil de municiones —manifestó Turner—. ¡Si no llegan por milagro los refuerzos de Custer, vamos a morir achicharrados!

—Sí; esto va a acabar muy mal para nosotras —añadió John.

—¿Y qué os parece que hagamos? —preguntó Harris.

—Por lo pronto, comer, en vista de que los indios nos conceden un momento de tregua. ¿Qué tenéis que ofrecernos, Jorge?

—Piñones crudos, galletas prehistóricas y hojas de cactos.

—¡Está bien! ¡Con esos manjares no hay que temer a las Indigestiones!

CAPÍTULO XIII. COCIDOS VIVOS

A pesar de sus zozobras, los cuatro aventureros hicieron honor a su frugal comida, exceptuando las galletas, a las cuales a ninguno de ellos le fue posible hincarles el diente, por los muchos años que debían de llevar encerradas en el arcón.

Al encender las pipas, Harris, que no separaba la vista de la ventana, vio acercarse a un indio tremolando un trapo blanco en el cañón de su escopeta.

—¡Un parlamentario! —gritó—. ¿Vendrá a intimarnos que nos rindamos?

John, Turner y Jorge prepararon los fusiles.

—¡El ladrón de la pradera! —exclamó John apenas vio al parlamentario.

—¿Quién? —preguntó Turner.

—¡Sandy Hooc, o sea Asno Colorado, entre los indios!

—¡Ah! ¿Vuestro amigo?

—¡Amigo mió no!

—Bueno, con el que habéis bebido Juntos.

—Si, cumpliendo las leyes de la pradera.

—Y que, a pesar de todo, vendrá a reclamar vuestra cabellera en nombre de la sakem.

—¡Aquí está; que venga a por ella!

—¡Veremos!

Protegido por la bandera de parlamento, Sandy Hooc se acercaba lentamente, fumando su pipa y agitando con cierta gracia las plumas de su tocado.

A diez pasos del big-tree soltó la pipa, puso el rifle en tierra, y dijo:

—¡Gentlemen! ¿Se puede cambiar amigablemente algunas palabras con vosotros?

—¿Qué queréis, tunante? —preguntó John.

El bandido lanzó una carcajada.

—¡Buen modo de recibir a los antiguos amigos! —exclamó—. ¿Tan pronto habéis perdido la memoria de la pradera, señor John, el famoso indian-agent? ¿Me he engañado tal vez?

—No.

—Pues entonces podremos cambiar algunas palabras, ahora que los indios de Minnehaha preparan su comida. Debéis recordar, mister John, que antes de ahora nos hemos visto más de una vez, y que en cierta ocasión vaciamos das o tres botellas de excelente mezcal como viejos y buenos amigos.

—No lo he olvidado, como no he olvidado tampoco que vos, Sandy Hooc, seréis siempre un bandido —respondió John secamente.

—Es una ocupación como otra cualquiera, señor indian-agent —dijo el bribón riendo ¿Qué queréis que hiciera? Se nace bandido y se muere, casi siempre, .siendo también bandido.

—¡Este es todo un hombre! —dijo Turner—. Tiene conciencia de su oficio y, además, mucho talento.

—¿Y qué queréis de nosotros? —interrumpió John, impaciente.

—¡Calma, calma! —empeño mi palabra de ladrón de que mientras yo esté aquí no liarán nada los indios.

—¿Quién os manda?

—La sakem.

—¿Esa miserable de Minnehaha?

—¡Callad, que puede oirás y ofenderse!

—¡Bien! ¿Qué tenéis que decirnos de su parte?

El falso indio se rascó la cabeza con embarazo, como si le costara trabajo dar otro rumbo a una conversación tan amable hasta entonces.

—¡Por todos los dioses Indias! —dijo al fin—. Confieso que no sé cómo acogeréis el deseo de la graciosa sakem.

—¿Quiere nuestra rendición?

—Algo más, mister John.

—¿Nuestra vida?

—¡Algo menos! Se contenta con vuestra cabellera, señor John.

—¡Canalla! —vociferó el indian-agent.

—¡No insultéis a un parlamentario! Además, yo procedo en interés vuestro, y podéis creer que he hecho todo lo posible para calmar a Minnehaha y decidiría a contentarse con lo menos posible. He hecho todo lo posible.

—¿Poco, y pide mi cabellera?

—Es que en cuanto ella quiera tendrá todas vuestras cabelleras y vuestra vida.

—¡Id y decid a esa tigresa que John defenderá su cabellera mientras tenga una bala y un grano de pólvora!

—¿Y después? —preguntó el bandido cruzando los brazos—. Pensad, señor, que somos muchos, y que detrás de nosotros está Sitting Bull con cuatro mil guerreros. Sed razonable y considerad que vos un día arrancasteis la cabellera a la madre de la sakem. ¿Es verdad?

—¡No lo niego!

—Pues entonces, ¿no sabéis que, según la religión india, aquella mujer no podrá entrar en el paraíso mientras su hija no ofrezca a Manitú la cabellera del matador de su madre? Desde la época de Chivington-Matanza, la terrible Jalta, según afirman los sacerdotes de la tribu, espera en vano el momento de entrar en las celestes praderas. La desgraciada perdió su cabellera, y mientras alguien no presente en su nombre la del rostro pálido que a ella se la arrancó, ¿quién sabe el tiempo que tendrá que aguardar a las puertas del paraíso indio?

—¡Qué charlatán tan avisado! —dijo Turner riendo. Este hombre ha equivocado la carrera; en vez de ladrón, debió ser sacamuelas.

John había respondido al discurso de Sandy con una lluvia de injurias.

—¡Tuno!… ¡Pillo!… ¡Canalla!… ¡Ladrón!… ¡Falso indio!…

—¿Habéis concluido de enumerar mis títulos de nobleza? —interrogó cínicamente el bandido.

—¡No; tenéis muchos más, racimo de horca!

—¡Hola! ¡Si no me engaño, sois el famoso campeón de los matadores de hombre! ¡Me alegro de conoceros, gentleman!

—Yo no a vos —respondió Turner.

—¡No importa, gentleman! Yo siempre he figurado entre vuestros más entusiastas admiradores.

—¡Está bien! ¿Y qué queréis en resumen?

—Que haréis bien en rendiros, evitando así los horrores de un sitio estrechísimo.

—¿Y las condiciones?

—Ya las he dicho: mandar a la sakem la cabellera de mister John, para que su madre pueda entrar en las celestes praderas.

—¿Nosotros mandarla? ¿Estáis loco? ¿Os parece natural arrancar la cabellera a un hombre?

—Os advierto que aunque os arrancasen la cabellera podríais sobrevivir a la operación, sobre todo si ésta fuese bien hecha, y yo os prometo arrancársela a John casi sin que lo sienta.

—¿Y después?

—Levantaremos el campo, y nos alejaremos sin haceros daño. Nos esperan las gentes de Sitting Bull.

—¡Pues creo que van a esperaros mucho tiempo!

—¿Por qué?

—Porque los cabellos de mi amigo John seguirán en su cabeza.

—Entonces, gentleman, no respondo de lo que pueda suceder. He procurado salvaros; no me habéis hecho caso, y la culpa no es mía. ¡Gentleman, mis saludos!

Dicho esto, el bandido cogió su carabina y se alejó silbando.

Entre los cuatro aventureros reinó un largo silencio.

Turner fue el primero en romperlo.

—Nuestros asuntos —dijo— toman un aspecto pésimo. Estos pieles rojas no se van de aquí sin nuestras cabelleras.

—¿Y si sacrificara la mía? —preguntó John—. Ya lo habéis oído; no mueren todos los que sufren ese martirio.

Un triple grito de horror salió del pecho de sus compañeros.

—¡Oh! ¡Nunca!

—¡Antes la muerte!

—¡Antes el palo del tormento!

—Reflexionad que sacrificando mi cabellera os salváis, y quizá salve yo la vida.

—¡John —repuso Turner con voz grave—, no insistáis, o salgo y me entrego a los indios! ¡Voto a cien mil millones de demonios! Además, ¿vais a creer en la palabra de esos traidores? Privado vos de la cabellera, en vez de marcharse, como han dicho, estrecharían probablemente el asedio para tener también las nuestras. ¡Prefiero meterme una bala en el cráneo antes que rendir las armas y dejarme prender para sufrir las horribles torturas del palo! Además, nuestra situación no es absolutamente desesperada. Reduciendo las raciones, tendremos todavía víveres para cinco o seis días. Las municiones abundan, y los cuatro arcabuces están todavía, como habéis visto, en situación de prestarnos muy buenos servicios. ¡Esperemos!

—¿Al general? —preguntó Harris.

—¿Qué queréis que os diga, camaradas? No desespero de verle llegar de un día a otro.

—Veamos qué hacen los pieles rojas —manifestó John—. De seguro, van a celebrar nuevo Consejo. ¡Se prepara un fuerte huracán!

En efecto; no se vela a los indios por ninguna parte.

Probablemente, no queriendo exponerse a otro ataque en pleno día contra una especie de fortaleza que sólo tenía dos pequeñas troneras visibles apenas a cien pasos de distancia, aguardaban una ocasión propicia para invadir la cueva del grizzly.

—Lo habrán dejado para esta noche —dijo Turner—. No se dejan ver y, sin embargo, debemos de estar rodeados por todas partes. ¡Ah, bestia! ¡Me admiro de no tener dos hermosos cuernos sobre la frente!

Mister Turner —replicó Harris, que colocaba junto a la puerta la última caja de galletas—, ¿qué os pasa, que queréis tener cuernos como el demonio?

—¡Nada; que el diablo sabe mucho más que yo!

—¿Pues cómo?

—Que estamos sitiados y casi sin víveres, y tenemos bajo nuestros pies cuatro quintales de carne. ¿Se puede ser más estúpidos?

—Es verdad; pero nosotros no podemos conservar toda esa carne. Con un gran trozo nos contentaremos.

—¿Y lo comeremos crudo? —preguntó Jorge.

—¡Señor delicado, podréis ir para que lo asen al campamento de Minnehaha!

—¡Vayan ustedes por una buena provisión de carne al mercado! —añadió John.

En un instante fueron retirados los cofres y cajas, abierta la trampa, y Harris y Jorge, con sus cuchillos, bajaron al piso primero.

Con algunos golpes certeros cortaron al grizzly una de las zarpas derechas, de unos treinta kilos de peso, y que bien asada constituye un bocado exquisito.

Subieron nuevamente, retiraron la cala y poco después todo estaba como antes.

Comenzaba a ponerse al sol, y ya las tinieblas avanzaban por entre los grandes véndales.

En el campamento Indio brillaba el luego, tiñendo de rojo el tronco de los colosales árboles.

Los cuatro aventureros cenaron ligeramente y cargaron las armas con tocia escrupulosidad.

Por instinto comprendieron que algo muy grave Iba a suceder aquella noche. Era imposible que los indios, con su carácter violento, permanecieran inactivos; y mucho más cuando les urgía unirse a Sitting Bull, como les había dicho el bandido.

—¡Mucho cuidado! —repetían Turner y John a los dos cazadores hermanos, a los cuales tocaba hacer la primera guardia.

Por la parte del campamento indio no se percibía rumor alguno.

Se hubiera dicho que los sioux y los corvis dormían profundamente en torno al wigwam de la sakem.

El tiempo, que hasta entonces habla sido magnífico, cambió de repente.

A lo lejos resonaban siniestramente el trueno, y las ramas de las altas cimas de los árboles comenzaban a ser agitadas por un fuerte viento.

Lívidos relámpagos rompían de vez en cuando la profunda oscuridad de la selva, proyectando en el terreno inmensas sombras.

Apenas habían cerrado los ojos John y Turner, cuando un grito de Harris los hizo ponerse en pie de un salto.

—¡Los indios!

—¡Malditos sean! —aulló con rabia John.

—¡Qué no han de dejarnos dormir tranquilos! —repuso Turner con su calma habitual.

—¡Los indios! —repitió Harris.

—¡Qué se los lleve el diablo!

—¿Estáis seguros de haberlos visto? —preguntó el indian-agent.

—Sí, a la luz de un relámpago.

—¿Muchos?

—Deben de ser todos.

—Lo esperaba. Y tú Jorge, ¿has descubierto algo?

—Nada.

—Se conoce que su único punto de ataque va a ser la cueva del oso. ¿Estáis todos dispuestos?

—¡Todos! —respondieron a una Turner, Harris y Jorge.

—Pues tratemos de diezmarlos. Y que aprovechéis para disparar la luz de los relámpagos.

—¡No hay cuidado: haremos fuego sobre seguro!

—Y para mejor disparar agrandaremos la ventana —dijo Turner.

Ayudado por Jorge logró, después de varios hachazos, ensanchar la ventana.

Apenas hablan concluido, Harris dijo otra vez:

—¡Ahí están! ¡Un relámpago me los ha hecho ver nuevamente!

—¡Fuego! —gritó Turner—. ¡No hay que dejarles tiempo de que se acerquen!

Dos disparos resonaron en seguida. John y Harris habían consumido los primeros cartuchos.

A los disparos no siguió ningún lamento humano; probablemente, los proyectiles habrían ido a dar en los árboles.

Turner y Jorge relevaron a sus compañeros, mientras éstos cargaban nuevamente. También dispararon al acaso, porque los relámpagos se sucedían con largos intervalos.

Tres o cuatro minutos duró el tiroteo por parte de los sitiados, sin que respondieran las indios, que seguían su silencioso avance protegidos por la oscuridad y por las árboles.

Al fin, un relámpago vivísimo mostró a los cazadores el enemigo.

Veinte o treinta indios cargados de leña estaban ya a la puerta de la cueva. Otras muchas las rodeaban, con rifles y winchesters, dispuestos para proteger la intentona de incendio.

—¡Ah, tunos! —exclamó Turner ¡Ya están encima! ¡Cuidado, amigos, no as expongáis mucho!

Otra vez se rompió el fuego, ya por ambas partes; más a pesar de la resistencia de los sitiados, los indias portadores de leña la habían arrojado dentro del hueco del árbol, así como varias mechas de ocote.

Pocos minutos duró la batalla, pues apenas lograron los indios su propósito, retrocedieron y se ocultaron otra vez tras los árboles.

Temiendo Turner algo muy grave, retiró los cofres y abrió la trampa; pero en seguida retrocedió con espanto ante la espesa onda de luz y de humo que invadió el refugio.

—¡Verdugos! —dijo con desesperación, cerrando precipitadamente la trampa—. ¡Si no morimos tostados, la asfixia por lo menos va a matamos!

Cruzándose de brazos, miró a sus tres compañeros, que parecían petrificados.

—¡Ya nos llegó el fin! —añadió después de un breve silencio—. ¿Qué muerte escogéis? ¿El palo del tormento o una lenta cremación?

—¡Yo no esperaré aquí la muerte! —manifestó John—. ¡Quiero ir ante el enemigo con mi rifle entre las manos! ¡Una bala en el pecho o en la cabeza vale más que esta tortura espantosa!

—¿Y vos, Harris? —preguntó Turner.

—¡Yo no permaneceré aquí ni diez minutos más!

—¿Y vos, Jorge?

—¡Estoy dispuesto a la batalla, aunque caiga acribillado de balas!

—Yo también opino como vosotros —dijo conmovido Turner—. Prefiero la muerte en campo abierto a ser cocido vivo. ¡Mano a las hachas, amigos, y a ensanchar más la ventana para poder salir! ¡Después sucederá lo que Dios quiera!

En tanto que Harris y Jorge daban hachazos en los lados de la ventana John y Turner acopiaron presurosos las municiones.

El humo entraba con abundancia por las ranuras de la trampa, y como la madera del pino es tan resinosa, despedía un tufo insoportable, que provocaba en los aventureros fuertes accesos de tos.

La cueva del grizzly era ya un horno espantoso, todo rodeado de llamas, que salían por la puerta encendidas lenguas, prendían en la corteza del big-tree.

El peligro corrían los aventureros era inminente; más, por fortuna, las hachas de Harris y de Jorge ensancharon a tiempo la ventana lo suficiente para dar paso a los sitiados.

—¡Pronto! ¡Pronto! —gritaba Turner.

Y uno a uno saltaron al exterior los cuatro desgraciados amigos, entre la nube de humo y fuego que corroía ya el gigantesco pino.

CAPÍTULO XIV. EN PODER DE MINNEHAHA

Un salto de cinco metros no era gran cosa para hombres acostumbrada, a toda clase de ejercicios gimnásticos, y mucho menos cuando habían de caer sobre la mullida alfombra que bajo el árbol formaban la hierba y las hojas secas.

Los cuatro aventureros atravesaron la zona de peligro y se preguntaron ansiosamente:

—¿Nos habrán visto los indios?

Después de respirar el aire puro a plenos pulmones, echaron a correr a través de la selva como liebres perseguidas.

Unos gritos feroces les advirtieron que los indios no se descuidaban, sino que velaban atentos.

—¡Nos han visto! —dijo John, deteniéndose—. ¡La fuga es imposible! ¡Camaradas! ¡Preparémonos a morir como valientes!

Los indios habían montado en sus caballos y corrían por todas partes, entonando el canto de guerra y haciendo chasquear los lazos.

Querían cogerlos vivos, pues si no con una sola descarga de los winchesters los hubieran matado.

—¡Hagámosles frente! —dijo Turner.

—¡Luchemos! —repuso el indian-agent—. ¡Minnehaha no me cogerá vivo!

Se puso de espaldas contra el tronco de un pino y disparó él rifle, soltándolo en seguida para empuñar el arcabuz.

Un jinete indio que iba a lanzarle el lazo cayó con la cabeza destrozada.

—¡Adelante, Jorge! —dijo Harris con decisión—. ¡Vamos a morir!

—¡Valor! —respondió Jorge, colocándose junto a su hermano, al lado de John.

—¡Y yo con vosotros! —dijo Turner—. ¡Más tarde o más temprano, hay que morir!

Todos, unidos y serenos ante la muerte, que parecía acercárseles en su aspecto más terrible, comenzaron a disparar, haciendo varias bajas en el enemigo, así de hombres como de caballos.

Aquel fuego, sin embargo, sólo podía durar pocos minutos, yendo como iban armados de rifles y no de winchesters.

Antes de que hubieran tenido tiempo de cargar por segunda vez sus armas, los indios llegaron hasta ellos, lanzándoles los lazos.

John, que pudo desprenderse por un esfuerzo sobrehumano, fue en seguida sujetado por doce hombres.

Ya iban a destrozarle el cráneo a culatazos, cuando Sandy Hooc, que no le había perdido de vista, tuvo el acierto de intervenir.

—¡Imbéciles! —gritó—. ¡La cabellera de este hombre pertenece a vuestra sakem! ¡Ay de quien le toque!

Cortó con el cuchillo las ligaduras que ataban a John, y le ofreció su frasco de whisky.

—¡Bebed un sorbo, compadre John! Os garantizo que es del mejor whisky, y os fortalecerá para el sufrimiento. ¿Qué queréis? ¡Los indios son crueles!

John se secó el sudor frió que inundaba su frente y bebió algunos sorbas del licor, cogiendo el frasco con mano convulsa.

—¿Estáis ya bien, compadre? ¡Esto veneno da fuerzas! —le dijo Sandy con ironía.

—¡Canalla! —respondió el indian-agent.

—¡Buen modo de dar las gracias! Tenéis un mal vicio, mister John: el de ofender siempre; pero ya os he dicho que en mi piel dura se embotan vuestros dardos. Estad tranquilo y esperad a nuestros amigos.

A su vez los tres compañeros del indian-agent no debían de tardar en ser aprisionados por los lazos.

Como serpientes se les enroscaban éstos por todas partes, y no habían tenido apenas tiempo de disparar de nuevo, cuando fueron cogidos, entre los gritos de alegría de los guerreros rojos.

—Esto debía suceder —dijo filosóficamente Turner—. ¡No siempre ha de estar la fortuna de frente!

Desarmados y atados con los brazos a la espalda los colocaron al lado del indian-agent.

Los indios los rodeaban, y daban nerviosamente vueltas a sus terribles tomahawaks.

Parecía que de un momento a otro iban a exterminarlos, excepto a John, que no cesaba, por cierto, de vomitar injurias contra Sandy, el cual le oía como quien oye llover. Ya había advertido antes que tenía la piel muy dura.

—¡Pobres amigos míos! —exclamó el indian-agent—. ¡Por mi culpa os encontráis en situación tan triste!

—¡Vaya, vaya! —dijo Turner—. ¡Qué la suerte o la desgracia sea igual para todos! Estoy seguro de que si hubiéramos accedido a las condiciones que nos impuso la sakem, no se hubiera contentado con la cabellera de John. ¿Es verdad, mister Sandy?

El bandido estimó lo más oportuno no contestar.

—Vos sabéis que tengo razón. ¿No es cierto, amigo John? Este tunante falso indio ha confirmado plenamente mis sospechas con su silencio.

Sandy Hooc se encogió desdeñosamente hombros, y fijando sus pupilas con reflejos de acero en Turner, lo dijo:

—Sois una presa de inmenso valor, gentleman. Todos los ladrones de la pradera deben estarme reconocidos por haberlos desembarazado de su más temible enemigo. ¡Casi, casi, deben regalarme una carabina de honor!

—¿Pero, me conocéis?

—De fama, gentleman. El campeón de los matadores de hombres era muy temido por los ladrones de la pradera.

—¡Vaya, me satisface!

—A mi, en cambio, me desagrada haberos capturado; palabra de honor… de bandido.

—¿Por qué?

—Porque no me es grato veros en manos de los indios.

—¿Hubierais preferido tal vez verme entre las uñas de vuestros honrados compañeros?

—No; os los juro.

—¿Por vuestro honor de bandido?

—No; ese le perdí —contestó Sandy con voz ronca.

Se pasó una mano por la frente, sin duda para espantar tristes recuerdos, y luego, dirigiéndose a los indios, que esperaban sus órdenes, les dijo:

—¡Vamos! ¡La sakem nos espera!

Rodeando a los prisioneros para impedir algún intento de huida, se pusieron todos en marcha, yendo aquéllos dentro de una cadena viviente formada por los indios, que seguían voceando su triunfo.

En aquel mismo instante una formidable detonación retumbó en el bosque, y una luz brillante rompió las tinieblas.

Era que había ardido la pólvora que quedó en el refugio del big-tree y el gigantesco árbol era ya pasto de las llamas.

Una luz intensa, vivísima, se proyectaba por el bosque.

El gigante, minado por la base, ponía fin aquel día a su vida de cuatro mil años.

Por fortuna, este género de árboles, que tienen necesidad para su alimentación de un gran espacio de tierra, crecen a relativa distancia los unos de los otros, y esto hace difícil el incendio total de un bosque.

Espanto da el pensar lo que ocurriría si esas inmensas selvas fueran atacadas por el fuego, con los centenares de millares de barriles de rebina que encierran sus fibras. Nadie que acampara en una selva podría salvarse si ésta se incendiara, así como no se salvarían las villas o poblados situados entre dos selvas.

Los prisioneros y sus guardianes procuraron desviarse lo posible del radio de acción del destructor elemento, a fin de que no los alcanzara alguna de las muchas ramas incendiadas que caían del big-tree, y bien pronto estuvieron en el campamento, compuesto de seis wigwams levantados en una plazoleta.

Minnehaha aguardaba a los prisioneros montada en su caballo blanco y envuelta en su rico manto, que dejaba al descubierto sus brazos desnudos y sus pantalones con adornos de cabelleras.

Tenía tal parecido con su madre, que John creyó por un momento tener delante a la propia Jalta, a la que había matado en el sangriento combate de Chivington-Matanza.

Detrás de Minnehaha, y también a caballo, estaba Nube Roja, con su eterna pipa en la boca.

La india fijó en John su mirada sombría, salvaje, y una sonrisa siniestra plegó sus descoloridos labios.

—¡Ya era tiempo de que volviéramos a vemos, mister John! —dijo con voz lenta e irónica. Muchas veces ha florecido la pradera, y muchas veces el centrousile de canto melodioso ha hecho su nido desde que nos vimos por última vez.

—¡Sí, demonio! —respondió el indian-agent.

—¿Dónde está la cabellera de mi madre? No la veo adornar tu pantalón.

—Yo no soy un perro indio. Los hombres blancos matan a sus enemigos, pero no se sirven de sus despojos como adorno.

—¡Sí; pero tú, después de matar a mi madre, le arrancaste la cabellera! —gritó Minnehaha con voz terrible.

—No hice más que aplicarle la ley que rige en la pradera. Si yo hubiera caído primero, tu madre habría hecho lo propio conmigo.

—¡Mi madre era india, y tú eres blanco! ¡Yo sé que en vuestro país os matáis, pero no os arrancáis la cabellera!

—Yo soy un hombre nacido en la pradera, y, por tanto, medio indio.

—¡Pues así te trataremos! —dijo Minnehaha.

—¡Oh! ¡La niña que yo llevé en la grupa de mi caballo, protegiéndola contra los asaltos de los lobos y los peligros del fuego, ha llegado a ser bien terrible! —dijo John amargamente—. ¡Si entonces te hubiera matado o abandonado entre las fieras, no serías hoy lo que eres! En tu lugar, Minnehaha, no olvidaría nunca al hombre que te salvó la vida.

—Por interés —respondió irónicamente la joven.

—Aunque fuera por eso, yo te salvé.

—El reconocimiento no es virtud de las mujeres indios. Además, tú arrancaste la cabellera a mi madre, y yo necesito la tuya para que Jalta pueda entrar triunfante en el paraíso de Manitú.

—¡Aquí la tienes! —respondió despreciativamente John—. Cuando el filo de tu cuchillo pase por mi cráneo, no verás temblar un solo músculo de mi cuerpo.

—Es que también la mataste.

—¡Ah! ¿Quieres también mi vida? —gritó John, intentando romper las cuerdas que le sujetaban.

—Mi padre Nube Roja y los sakems que me acompañan serán los encargados de juzgarte.

—Ya se como terminan siempre vuestros juicios; palo de tormento, mechas encendidas, cuñas horribles, fuego sobre el vientre y por último arrancar la cabellera. Basta mirar a tu padre y a los demás jefes para comprender de lo que son capaces. ¡Puedes al menos ahorrame la farsa del juicio!

—Yo no he leído en sus corazones.

—¿Y con mis compañeros, que intentáis hacer?

Los ojos de Minnehaha se fijaron en Harris y Jorge, y los ilumino un relámpago cruel.

—Estos dos —dijo señalándolos— me recuerdan, la noche trágica de la garganta del Funeral ¡El Pájaro de la Noche, mi hermano, hijo de mi madre y del execrable hombre blanco, no ha sido aún bastante vengado! ¡Dieciséis escaparon aquella noche, y sólo tengo ahora catorce cabelleras! ¡Me faltan dos en la colección!

Mister Turner —dijo Harris—, teníais razón en desconfiar de esta canalla. Ademas de la cabellera de John, quieren la nuestra.

El campeón de los matadores de hombres se limitó a hacer una señal afirmativa.

—¡No podía esperar otra cosa de esta gente! —dijo Jorge, mirando a Harris.

Ninguno de los dos hermanos perdió la serenidad.

Acostumbrados a todas las crueldades y a todos los más espantosos sucesos que ocurren casi diariamente en la vida de los cavadores de la pradera, esperaban que un día u otro acabara por caer su cabellera en manos de los indios. Una sola cosa les impresionaba: el horrible martirio del palo del tormento.

Minnehaha fijó por último la atención en Turner.

Al ir a interrogarle, un hombre blanco, semidesnudo, que llevaba pintado en el pecho un extraño tatuaje, se precipitó fuera del wigwam, gritando:

—¡Ah, pillos! ¡Al fin vuelvo a encontraros! ¡Vos quitarme mis esterlinas! ¡Yo no haber matado bisontes!

Era lord Wylmore.

—¡Oh! ¿También vos os ponéis contra nosotros? —gritó John, furibundo—. ¡Un bandido y un lord aliados con los pieles rojas, y todos ellos contra cuatro indefensos hombres blancos!…

—¡Vosotros ser todos ladrones! —vociferó el inglés.

—¿Yo también, milord? —preguntó irónico Turner.

—¡No conoceros; pero estar con ellos, ser también ladrón! ¡Todos bandidos de la pradera!

—Bien, milord; tengo el honor de presentaros a mi persona, el magistrado de Gold City, y en mi cualidad de magistrado deciros que estos hombres son cazadores honrados de la gran pradera americana.

Lord Wylmore hizo una mueca de burla tan cómica, que hizo reír a Minnehaha, la cual se divertía mucho con aquella escena.

—¡Ah! —dijo el lord a Turner—. ¡No he tenido el honor de ver vuestra tarjeta!

—Mi mejor tarjeta es mi rifle. Con él me doy a conocer y espanto a los importunos.

—A mi, no —dijo el inglés.

Milord —dijo Sandy Hooc—, a este hombre le llaman el campeón de los matadores de hombres, y por su valor es capaz de imponer miedo aun a mí mismo si se encontrara libre.

—¡Americanos, todos mala gente!

Sandy Hooc y el mismo Turner se encogieron de hombros con desprecio.

En aquel momento, Minnehaha hizo una señal.

Varios indios condujeron a los prisioneros a un wigwam, sin que los cuatro desgraciados opusieran resistencia. Atados como estaban, sólo hubieran logrado irritar más a los indios.

Al fin, se vieron solos, arrojados sobre una vieja piel de bisonte, sin pelo y cuajada de repugnantes Insectos.

—¡Mal marchan nuestros asuntos! —dijo Turner—. Pero ¿es posible que los exploradores de la columna de Custer no hayan visto el fuego de la selva?

—¿Tenéis todavía esperanza? —preguntó John, que parecía muy abatido, a pesar de su valor.

—Yo, amigo mió, tengo la buena costumbre de no desesperar nunca. Si me hubiera faltado la fe, a estas horas hace ya muchos años que no existiría.

—Pues por esta vez —manifestó Harris— os convenceréis de que la fe es un mito. Estamos presos, y ningún poder humano nos librará de las uñas de estas fieras.

—Todavía estamos vivos los cuatro, y hemos mandado al otro mundo muchos indios. Ademas, aún no nos han torturado siquiera.

—Lo seremos mañana.

—En veinticuatro horas puede ocurrir hasta una inundación, un terremoto… ¡Quién sabe!

—¡Y Custer sin venir! —dijo Jorge con alguna ironía.

—Hasta puede ocurrir que venga.

En aquel momento entró en la tienda Sandy Hooc, al cual seguían dos indios con sendos canastos llenos de peces salados, cecina y noschalky, o sea el pan predilecto de los indios, compuesto de harina de honcynié y grasa de oso.

El bandido, por su parte, había añadido a la cena una botella de tafiá, licor alcohólico a base de ácido sulfúrico, como ya dijimos.

Gentleman —dijo, tratando de mostrarse complaciente—, Minnehaha os manda la cena para que os mantengáis fuertes ante el Consejo que debe juzgaros. Aquí viene de todo lo mejor que tenemos.

—¡Muy fina está la sakem! —respondió Turner, burlándose—. Después de todo, tiene razón: el hombre debilitado por las privaciones no resiste torturas.

—¿Qué sabéis vos, gentleman? El Consejo no os ha juzgado todavía.

—¡Hum! ¡Ya sabemos lo que son esos Consejos! ¿Acaso queréis burlaros, mister Sandy? Son pura farsa, que acaba siempre trágicamente para los blancos.

Por toda respuesta, el bandido dio media vuelta y salió, seguido de los dos indios.

—¡Tuno! —le dijo Harris cuando salia.

Sandy ni siquiera recogió la ofensa, demasiado débil para su piel de caimán.

—¡Amigos —dijo Turner—, nuestro deber es despachar cuanto antes estos manjares!

Otros cuatro indios entraron en aquel instante y desataron los brazos a los prisioneros para que pudieran comer, si bien les ligaron mas fuerte las piernas.

¡Qué caritativos son estos hombres de terracotta! ¡Verdaderamente —siguió diciendo Turner—, Minnehaha nos colma de atenciones!, ¿se habrá enamorado de alguno de nosotros? ¡Tengo una duda!

—¡Cuál! —dijeron los otros.

—¡Qué se yo el favorecido!

A pesar de la situación en que se hallaban, los otros no pudieron contener la risa.

—¿Y os casaríais con ella? —preguntó el indian-agent.

—Por ahora, prefiero comerme este pez.

—¡Quién sabe si será ésta nuestra última comida! —dijo Jorge.

—¡Hum, hum! —masculló Turner mientras devoraba su ración.

A pesar de toda su buena voluntad, hicieron poco honor a la cena. Turner afirmaba que aquella falta de apetito se debía al olor nauseabundo que reinaba en el wigwam. John la atribuía a la carne, un poco pasada, de los peces, y los dos hermanos, a la falta de un buen humor. Eran estos últimos los que estaban en lo cierto.

Algunos sorbos de aquel horrible whisky que quemaba la garganta y el estómago les dieron algún ánimo. No querían mostrarse débiles ni pusilánimes ante los miembros del Consejo, sobre todo sabiendo que no podían salvar la cabellera ni la vida.

Estaban discutiendo las respuestas que debían dar a sus implacables enemigos, cuando reapareció Asno Colorado, seguido de seis guerreros armados con Winchester.

—El Consejo se ha reunido, y os espera, gentleman —les dijo—. ¡Valor!

—Estamos dispuestos —respondió Turner—. La sesión será un poco larga, y creo que haremos bien en llevar con nosotros la botella que nos habéis regalado, en la cual quedan todavía algunos sorbos.

CAPÍTULO XV. LA CAVERNA DE LOS MUERTOS

El Consejo que había de juzgar a los cuatro prisioneros se había reunido en la espaciosa y bella tienda de Minnehaha, formada por magníficas pieles de bisontes, adornadas con jeroglíficos pintados de rojo, que querían representar animales feroces.

Los indios no han sido nunca buenos pintores; pero en sus dibujos sobre asuntos de guerra ponían cierto cuidado, y resultaban verdaderamente espantosos.

Formaban el Consejo Nube Roja, Asno Colorado y cuatro guerreros de los más valientes, que respondían a los pintorescos nombres de Pantalón Pesado, Pies Ligeros, Pájaro Blanco y Bisonte Jorobado.

Minnehaha, como acusadora, no formaba parte del Consejo; pero podía considerársela como presidenta del mismo.

Al entrar los prisioneros se levantaron todos y saludaron con un ¡ahú! más agresivo que benigno.

Los hombres blancos respondieron con un desdeñoso movimiento de hombros.

Desatados, les mandaron sentarse sobre una piel de bisonte, y en seguida fue perfectamente cerrada la tienda, quedando fuera los centinelas.

Nube Roja cargó su calumet, lo acercó al fuego que ardía en medio de la tienda entre cuatro piedras y lanzaba un humo insoportable, y después de dar varias chupadas, lo hizo circular entre sus compañeros, siendo la última Minnehaha.

Los prisioneros fueron excluidos de aquel honor, pues el fumar en la misma pipa es una prueba de fraternal amistad.

Terminada aquella singular ceremonia, Nube Roja se volvió hacia Minnehaha y le dijo bruscamente:

—¡Acusa!

La terrible mujer, digna en todo y por todo de su madre, la cruel Jalta, se desembarazó del manto, y, extendiendo un brazo hacia el indian-agent, dijo agriamente:

—Acuso ante vosotros, los más valientes y los más iluminados guerreros de nuestra tribu, a este hombre, que arrancó la cabellera a mi madre, la gran sakem de los sioux.

Después, señalando a Harris y Jorge, añadió:

—Acuso a estos dos hombres de haber fusilado a mi hermano, el Pájaro de la Noche, en la garganta del Funeral. Pido venganza a mis guerreros.

—¡How! —dijo Nube Roja—. Tú has acusado. Que se defienda el hombre pálido de los cabellos grises.

Y siguió cuidando de su pipa con lentitud propia de un fumador holandés.

—Estamos aquí para escucharle.

John, a quien se dirigían las anteriores palabras, hizo un gesto desdeñoso y respondió:

—Es cierto; yo arranqué la cabellera a la madre de la sakem para vengar a mi coronel, con quien ella hizo lo propio. Yo no he hecho otra cosa que cumplir la ley de la pradera. Además, mi defensa es inútil, porque sé que mi suerte está ya decidida. Haced lo que queráis: tomad mi cabellera y matadme; pero os advierto que los vengadores no tardarán en tomar las vuestras.

—Los blancos guerreros están lejos. Si el hombre pálido cree contar con ellos se engaña —dijo Nube Roja—. Toro Sentado se encargará de destruirlos en la garganta del Laramie. Que hablen ahora los otros acusados.

—No tengo nada que decir —repuso Harris—. Si fusilé, como a tantos otros, al Pájaro de la Noche, no hice más que obedecer las órdenes del comandante de voluntarios de la frontera. Un buen soldado no puede negarse a cumplir las órdenes de su jefe, especialmente si se encuentra en campaña.

—¿No tenías tú ningún otro motivo de odio contra el Pájaro de la Noche? —le preguntó Nube Roja.

—Ninguno, porque antes de aquella noche no le conocía.

—¿Y tu compañero, tiene algo que decir?

—Nada. Mi hermano ha contestado también por mí.

—¡How! ¡How! Le toca al cuarto.

—Que soy yo —dijo Turner.

—¿Qué has venido a hacer en nuestro territorio?

—A cazar bisontes.

—¿Tanta hambre hay en tu país que tienes que venir a privar a los indios de su caza?

—Mucha hambre —respondió Turner con burla—. Las inundaciones del Arkansas han destruido todos nuestros recursos; mi mujer y mis hijos me pedían alimento, y yo partí a cazar por no verlos morir.

Una risa burlona asomó a los labios de Nube Roja.

—¿Precedías 4utzá al general Custer?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo adivino. El hombre rojo es más ladino que el blanco.

—¡Tú eres un gran hombre! —dijo Tumor.

—¿Por qué dices eso?

—Para darte patente de necio. Si yo fuera espía del general, hubiera venido aquí con una buena escolta, y no solo.

Nube Roja ve más claro que mi hermano blanco.

—Mi hermano rojo es muy viejo para ver claro. Esta discusión es inútil, y lo mejor es, mi querido hermano, que tomes de una vez mi cabellera, en vez de tomarme poco a poco el pelo. ¿No es verdad, mister Sandy?

El bandido sonrió; poro no dijo una palabra.

Nube Roja se volvió hacia mi hija y lo preguntó:

—¿Tienes algo que añadir contra este hombre?

—Que es un rostro pálido, enemigo de nuestra raza, y basta.

—¡How! ¡How!…

—¡Diablo! —dijo Turner ¡A este animal todo le parece bien! ¡Veremos lo que resuelven!

—¿Qué dice mi hermano? —le preguntó Nube Roja.

—Que sois unos granujas —contestó Turner—. Esa es mi opinión.

El gran sakem de los corvi dio una chupada a su pipa, arrojó el humo al aire y dijo:

—Los hombres blancas retornarán a su wigwam. El Consejo decidirá sobre su suerte.

Sandy Hooc llamó a los centinelas y condujo fuera a los prisioneros.

—Para ser un hombre blanco que ha bebido conmigo el mezcal, os portáis como un tuno —lo dijo John. Debíais haber dicho algo en nuestra defensa.

—No hubiera servido de nada —respondió el ladrón—. Ya sabéis lo que son los indios.

En seguida, acercándomele al oído, le dijo muy bajo:

—¡Esperad!

—¿El qué?

—¡Custer! ¡El general se acerca!

—¡Mentira!

—¡No conocéis aún a Sandy Hooc!

—¡Los bandidos de vuestra ralea no saben lo que es lealtad ni generosidad!

—Tal vez os engañéis.

—Si; y entretanto, Minnehaha me arrancará la cabellera.

—No tendrá tiempo para ello. Custer y sus tropas están más cerca de aquí de lo que podéis figuraros.

—¿Serás tal vez un bandido excepcional?

—Quizá.

—¡Lo veremos!

—Dejadme hacer, y todo acabará bien. ¡El famoso indian-agent no tendrá un fin tan triste como le desea Minnehaha! ¡Yo soy un hombre blanco, aunque me haya tiznado la piel!

Introdujo en su wigwam a los prisioneros, dispuso alrededor del mismo la conveniente guardia, y se dirigió a la tienda de Minnehaha para tomar parte en el terrible Consejo, que, por cierto, no debía decidir nada bueno para los aventureros.

—¡Esperanza, amigos! —dijo John apenas estuvieron solos.

—¿Hay buenas noticias?

—¡Ya lo creo! El general Custer vino a marchas forzadas sobre estas montañas.

—¿Quién os lo ha dicho? —le preguntó Turner.

—Sandy Hooc.

—¿Lo veis? ¿Tenía yo razón para no desesperar?

—Pero ¿debemos creer a ese bandido? —interrogó Harris.

—Sí —respondió John—. Sandy es un tuno; pero estoy convencido de que ha dicho la verdad.

—Y yo también —añadió Turner—. ¡Ya es tiempo de que esos bravos voluntarios den al traste con estos salvajes y con su bella sakem!

—El peligro estriba —objetó el indian-agent— en que si los pieles rojas sospechan algo apresurarán nuestra ejecución.

—Lo que me sorprende —repuso John— es que Sandy sepa la próxima llegada del general, mientras lo ignoran los indios.

—Por mi parte —manifestó Turner—, absuelvo a Sandy Hooc de cuantas tunanterías haya cometido. Ahora esperemos nuestra sentencia, que será un modelo de crueldad.

—Antes del alba nos ejecutarán. A los prisioneros les conceden siempre un día de descanso pa…

Interrumpióse bruscamente al oír el galopar de un caballo.

—¡Un correo! —exclamó—. ¡Buena y mala señal al mismo tiempo!

Levantó con cuidado una cortina de la tienda y miró hacia fuera.

Un caballo cubierto de sudor y blanco de espuma se había detenido ante el wigwam de Minnehaha, rodeando en seguida al jinete varios guerreros.

Hasta los jefes del Consejo salieron al encuentro del recién llegado.

—¡Ese perro trae la noticia de que se acercan los soldados americanos! —dijo John a sus compañeros, que le escuchaban ansiosamente.

—¡Si la sorpresa falla, estamos perdidos! —añadió Turner—. ¡Van a rematamos a golpes de tomahawk para acabar más pronto!

—Eso es lo que me temo —repuso John—. ¡Si al menos Sandy Hooc viniera a desatarnos las ligaduras para que huyéramos!…

—No será tan estúpido que se comprometa por salvarnos. ¡Ese maldito Pájaro de la Noche tendrá mi cabellera como compensación a la bala que le metí en el cuerpo!

John se había puesto a observar otra vez. Ante la tienda de la sakem los guerreros discutían animadamente.

Algunos wigwams habían sido ya desarmados, señal evidente de que iban a levantar el campo. Los caballos, sueltos poco antes, estaban ya dispuestos para la marcha.

—Se preparan a huir; los americanos deben estar cerca.

—¡Qué horrible angustia! ¡Esto es una verdadera agonía!

En aquel momento vieron que Nube Roja y algunos indios se dirigían a su tienda, en tanto que otro grupo, guiado por Sandy, marchaba hacia el torrente.

Lo que más sorprendió a John fue verlos cargar antes enormes fardos muy alargados que recogieron cerca del incendiado big-tree. Sin saber por qué, ahogó un hondo gemido.

—¡Algo muy grave va a suceder! —dijo pálido de terror—. ¿Cuándo acabará esta agonía? ¡Hubiera preferido la muerte mil veces!

Nube Roja entró en la tienda y dijo a los prisioneros:

—¡Si estimáis vuestra vida, seguidme al instante!

—¿Nos habéis juzgado ya? —preguntó Turner.

—¡No sé nada! —respondió agriamente el sakem de los corvis.

Los indios que acompañaban a este arrastraron brutalmente a los cuatro aventureros fuera del wigwam y los obligaron a montar en otros tantos caballos, no sin haberles sujetado bien las manos a la espalda.

La pequeña caravana, precedida por Nube Roja, marchó también hacia el torrente, siguiendo las huellas de Sandy.

En el campamento se disponían mientras tanto a una precipitada marcha.

Por su parte, los prisioneros, que ignoraban les designios de Minnehaha y el acuerdo del Consejo, no se atrevían a cambiar una sola palabra.

En un cuarto de hora la cabalgata llenó a la orilla izquierda del torrente, que bordeó por un alto precipicio.

Allí se erguían altísimas rocas de granito rojizo, muchas de las cuales aparecían rotas y esparcidas acá y allá, como si un ejército de titanes se hubiera entretenido en partirlas con picas monstruosas.

Probablemente en otro tiempo el creek había arrastrado mayor caudal de agua, y la corriente se habla encargado, con su fuerte ímpetu, de aquel trabajo.

Era aquello, en suma, una copia en pequeño del Gran Cañón del Colorado, una de las maravillas de la América Occidental.

Nube Roja y sus guerreros, después de cruzar un terreno abrupto sembrado de enormes rocas, detuviéronse ante una en cuya base se descubría negra y estrecha abertura.

Allí los esperaban Sandy Hooc y sus hombres.

El bandido parecía de mal humor, y se desahogaba golpeando en las rocas con la culata de su carabina.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó Nube Roja.

—¡Todo! —contestó bruscamente Sandy.

—¡Pues manos a la obra!

Los indios cogieron en brazos a los cuatro prisioneros y los llevaron al interior de aquel boquete tenebroso, donde los arrojaron al suelo.

—¿Qué hacéis? —gritó Turner perdiendo su sangre fría.

—Lo que ha resuelto el Consejo —dijo Bisonte Jorobado.

—¿Y qué es? ¿Qué vais a hacer de nosotros, miserables?

—Por ahora esperaréis aquí, pues no hay tiempo en estos momentos de que probéis las delicias del palo del tormento.

—¡Canallas!

—Este sitio es seguro, y nada tenemos que temer por parte del oso gris.

—¡Di a Asno Colorado que venga! —le ordenó John.

Asno Colorado tiene mucho que hacer. ¡Dormid tranquilos!

Volvió la espalda y se alejó con sus hombres.

Una densa oscuridad rodeaba a los cuatro Infelices.

—¡Miserables! —vociferaba Turner—. ¡Mejor hubiera sido matarnos que condenarnos a morir de hambre!

—Escuchadme, señor John —dijo Harris, que era el que parecía más sereno ante aquella situación—. ¿Creéis que han renunciado a nuestras cabelleras? Eso no me parece pasible. Apenas hayan eludido el peligro de ser atacados por nuestros compatriotas, volverán a someternos a ese cruel martirio. ¿Qué opináis vos, John?

—Que me parece extraño conservar todavía la cabellera, dado el odio de Minnehaha. Sin ella, su madre no puede gozar de la presencia de Manitú.

—¡Y a mí! —añadió Turner—. ¡En fin, esperemos los acontecimientos!

—Lo peor es que nos han sepultado vivos, tapando con una roca la entrada de este antro.

—¿Y en ese caso?

—Moriremos de hambre.

—Si pudiéramos levantar la piedra…

—Es que los indios se habrán servido de una que pese bastantes toneladas. Pero ¿no percibís un olor nauseabundo? Aquí debe de haber alguna carroña.

—Quizá haya servido esta caverna de asilo a alguna fiera —indicó el indian-agent—. Los despojos de sus presas deben exhalar este mal olor.

—¿Qué os pasa, Turner?

—¡Qué siento erizárseme los cabellos! ¡Esos perros indios nos han condenado, sin duda, a una muerte bien espantosa! Empiezo a tener miedo, yo que en mi larga vida supe lo que es eso.

—Explicaos más claro, Turner.

—¿Qué llevaban a cuestas los indios que seguían a Sandy?

—No pude reparar bien. Eran bultos largos; tal vez pieles de bisonte.

—¿No tenían la apariencia de ser cuerpos humanos?

—¿Qué decís, Turner? —preguntó John horrorizado.

—Que creo que han metido aquí con nosotros a los indios que matamos en el big-tree.

—Sí; ese olor pestilente nos lo indica.

—¡Oh, qué suplicio tan espantoso ha inventado Minnehaha! ¡Peor mil veces que la muerte!

—¿Conservas todavía la yesca y el eslabón? —preguntó Harris a su hermano.

—Sí, hermano mío.

—Pues acerca la boca a mis muñecas, a ver si royendo cortas la cuerda. Tus dientes son buenos. Después haré lo mismo con los compañeros.

John y Turner oyeron un ruido sordo y extraño.

Era Jorge, que trabajaba furiosamente con los dientes en la cuerda que ataba a su hermano.

Aquel trabajo duró cinco minutos, pasados los cuales dijo Harris.

—¡Basta, ya tengo libres las manos!

Buscó en los bolsillos de Jorge, y encontró el eslabón, la piedra, la yesca y una torcida de ocote.

Pocos momentos después una luz bastante viva iluminaba la prisión, que era una oquedad natural abierta en una gigantesca roca.

Los cuatro infelices miraron en derredor y vieron que la caverna era de forma circular y bastante amplia para contener hasta veinte personas. Sus paredes trasudaban agua en abundancia.

Una cosa llamó la atención de las aventureros: ocho largos bultos alineados en un lado, de los cuales provenía el olor pestilente.

Alumbrándose con la torcida, Harris se acercó a los bultos, y al reconocerlos dio un grito de espanto:

—¡Los indios muertos!

—¡No me engañaba! —dijo Tumor.

—Son ocho. ¡Y deberemos asistir a la total descomposición de esos cadáveres! —exclamó John. ¡Oh, Minnehaha es más cruel que los antiguos egipcios!

—¿Qué haremos? ¡Romped nuestras ligaduras antes de que falte la luz!

El cazador buscó entre los pedruscos que habla en el suelo, y escogió uno bastante afilado en una de sus aristas.

Cinco minutos después los cuatro prisioneros eran perfectamente dueños de sus movimientos.

—Si, libres; pero dentro de una prisión excavada en una roca, inatacable aun para los más pesados picos.

CAPÍTULO XVI. LOS HORRORES DE UNA PRISIÓN

Puestos de pie Turner, John y Jorge, aprovecharon aquellos momentos de luz que quedaban, pues la mecha no podía tardar en consumirse y dejarlos en la más espantosa oscuridad.

Su primer cuidado fue precipitarse hacia los envoltorios y arrancarles los trapos y las pieles que los cubrían.

Cada uno de los bultos contenía el cadáver de un indio, ya en avanzado estado de descomposición y con la cabeza atravesada por una bala. A través de los labios veíase ya a los repugnantes gusanos devorar con avidez la carne.

—Son las víctimas que hicimos en el big-tree —dijo John, retrocediendo con los pelos de punta—. ¡Esto es horrible!

Harris y Jorge parecía que hablan perdido el uso de la palabra.

Estaban como petrificados, con los ojos espantosamente abiertos y la expresión del pánico en el rostro.

—John —dijo Turner—, ¿podremos aprovechar estos momentos de luz para intentar algo? Yo no sé qué hacer.

—Dentro de un cuarto de hora estaremos otra vez en tinieblas —repuso el indian-agent.

—Vamos hacia la entrada de la caverna. ¡Quién sabe!…

—¡Hum!… ¡Triste esperanza! ¡Habría sido mejor que nos hubieran rematado a golpes con el tomahawk! ¡Nos han librado del palo del tormento para darnos una muerte mil veces más horrenda!

—Pues yo prefiero vivir todavía, John. Para morir siempre hay tiempo. ¡Venid, amigo! —añadió Turner.

Y siguiendo el camino que llevaron los indios, recorrieron una larga galería que daba al exterior, y que era ancha hasta permitir el paso a dos hombres de frente.

Turner, que lo observaba todo con gran atención, se admiró no poco al observar en las paredes señales de pico y al notar en el suelo un polvo negruzco que brillaba a la luz.

Cogió un puñado y se lo acercó a la nariz.

—Esto es polvo de carbón mineral —exclamó—. Sin duda, en otro tiempo han trabajado aquí los mineros. Esto es la galería de una mina abierta en el vientre del Laramie. ¿Qué opináis, John?

—Sí —dijo Harris—. Caminamos sobre polvo de carbón mineral. Esta galería no ha sido abierta por la acción de las aguas, sino por los picos de los hombres.

—Entonces esta galería debe de conducir a una mina.

—Lo sospecho, mister Turner —siguió diciendo Harris—. He sido minero en el Wyoming antes de ser cazador, y sé lo que son estos pozos y galerías. ¿Queréis mi consejo?

—Habla pronto, antes que nos falte la luz.

—Por lo pronto, podéis apagarla. Estamos cerca de la entrada de la galería, y la luz exterior debe de penetrar por los intersticios que deja la roca con que la han tapado los indios.

Apagada la luz, notaron que, en efecto, entraba suficiente claridad por los huecos que hablan quedado entre la piedra y el marco de la entrada.

—Estamos junto a la salida de la mina —añadió Turner—. Veamos si nos es posible separar la roca que han colocado los indios. Somos cuatro hombres de buenos músculos, y creo que lo lograremos.

Atravesaron la corta distancia que los separaba de la entrada, guiándose por el hilo de luz que filtraban las rendijas.

Los cuatro hombres reunieron sus fuerzas para remover aquel obstáculo que les impedía salir al aire libre, pero no pudieron conseguirlo.

—¡Hay que renunciar a libertarnos por aquí! —exclamó Turner con vos ronca—. ¡Los malditos nos han encerrado bien, y no tendremos otro remedio que morir!

—O devorarnos los unos a los otros, como los náufragos de la Medusa —añadió John.

—¿Creéis que llegaremos a ese extremo?

—¿Qué sé yo? ¡Bien es verdad que disponemos aquí de ocho cadáveres!

—¡Horror, horror! ¿Es posible que el hambre pueda obligarnos a comer carne humana putrefacta? ¡A mi, no; os lo juro!

—Harris —dijo Turner, ¿vos opináis que esto es la galería de una antigua mina?

—Sí, mister Turner —respondió sin vacilar el interpelado.

—¿Y dónde estará esa mina?

—Por esta parte, de seguro que no. Debemos descender al fondo de esta galería.

—¿Existiría tal vez un paso por debajo del torrente?

—¿Y por qué no?

—Entonces hay que buscarlo sin perder tiempo.

—Es lo que Iba a proponeros, mister.

—¿Tenéis que hacer alguna objeción, John?

—¿Yo? ¡Ninguna!

—¿Y vos, Jorge?

—Que deseo cuanto antes marchar de aquí para librarme de este olor repugnante, que aumenta cada vez más. Hace un calor tórrido aquí dentro.

Turner encendió otra vez, el tronco de ocote de que disponían, y todos echaron a andar a pesar de la carga, deseosos de saber adónde iba a parar aquella galería.

Llegaron en seguida a una especie de sala donde estaban los cadáveres, y a poco descubrieron otra galería excavada a pico y cubierta de polvo y trozos de carbón; pero apenas recorrieron veinte o treinta pasos, se encontraron ante un muro formado de adobes, o sea grandes cuadrados o culms de barro seco, unidos entre sí por una especie de cemento negro.

—¿Por qué habrán cerrado esta galería, que debe de conducir a la mina? —preguntó John.

—La explicación es fácil —dijo Harris. Tal vea ocurriría en el fondo de la mina alguna explosión de grisú, y los mineros, para sofocar el fuego, tapiaron la entrada.

—Tal vez sea así —replicó Turner.

—Apostaría mi rifle, que desgraciadamente no poseo, contra una pipa de tabaco —respondió el cazador.

—Y si derribáramos este muro, ¿podríamos entrar en la mina?

—Sin duda.

—¡Y no tener una sola herramienta! ¡Ni siquiera un clavo!

—Y mucho más, cuando estos adobes presentan muy poca resistencia.

—¿Por qué no tendremos las uñas como los osos? —preguntó cándidamente John.

En vez de responder, Harris dirigió en torno suyo una rápida mirada.

Al excavar los mineros la galería habían ido amontonando contra las paredes afiladas piedras de diferentes tamaños. Entre ellas las había muy a propósito para perforar la muralla de adobes.

Escogió Harris las que le parecieron más a propósito, y dijo:

—¡He aquí nuestras herramientas! Emplearemos mucho tiempo pero tal vez logremos abrirnos paso. Sólo se trata de trabajar vigorosamente.

—¡Sois un hombre precioso! —dijo Turner. Confieso que jamas se me hubiera ocurrido semejante idea, y que me hubiese dejado morir sin esperanza ante este obstáculo.

—¡Una pregunta! —exclamó John—. Has dicho, Harris que sabes que la muralla se levantó para sofocar un incendio. ¿Se habrá apagado ya? Yo he oído decir que esta clase de fuegos duran varios años.

—¡Y siglos! —añadió Turner—; en el Belgio hay una mina que lleva cuatrocientos años ardiendo.

—Eso lo veremos más tarde. Ahora abrámonos camino —repuso Harris.

—¿Y la torcida? ¿No veis que apenas quedan algunos centímetros?

—¡Una idea! —dijo Turner—. Las ropas de esos cadáveres están bien Impregnadas de grasa. ¿Por qué no hemos de hacer con ellas torcidas?

—Me causa repugnancia despojar a esos muertos, ya en putrefacción —contestó Jorge.

—¡Nada de melindres, y manos a la obra!

Venciendo a duras penas el asco y las náuseas, desnudaron los cadáveres, y con los calzones, que estaban bien untados de grasa, hicieron varias mechas.

Turner encendió una, la sujetó en una grieta de la pared, y a su luz, que era muy clara, se pusieron todos a trabajar desesperadamente en los adobes, que ofrecían bastante resistencia.

La arcilla de que estaban fabricados, así como el cemento que los unía, eran durísimos. Los cubos de barro se desmoronaban muy lentamente y a costa de gran número de golpes.

Un pico hubiera prestado allí buenos servicios; pero ¿dónde encontrarlo?

En la mina habría, de seguro, alguno; pero en aquel negro laberinto era casi imposible hallarle.

—¡Caramba! —repuso Harris—. ¡No creí que esta pared fuese tan dura!

—¡Esto es una muralla! —exclamó John.

—¿Podremos derribarla?

—¡Veremos!

Por lo pronto, el olor de esos cadáveres es insoportable, y debemos procurar alejarnos.

—¿Y por qué no los quemamos? —preguntó Jorge.

Porque moriríamos asfixiados. Las rendijas que hay en la entrada no bastarían para dar salida al humo.

—¡Pues entonces a seguir el derribo de la muralla!

Y tomando nuevamente cada uno su piedra, reemprendieron el trabajo de demolición con verdadera furia.

Reinaba allí una temperatura muy alta, y el calor los sofocaba hasta el punto de que tuvieron que suspender el trabajo, sudorosos y jadeantes.

—¡Me ahogo! —decía Jorge.

—¡No puedo más! —añadía Harris.

—¡Pues hay que seguir! Sólo detrás de este muro tenemos probabilidades de salvación.

—¿Y si la mina arde todavía?

—¡Prefiero morir abrasado a perecer aquí de hambre! —repuso John.

Se pusieron nuevamente a trabajar, con renovados bríos; pero tres horas después tuvieron que hacer otro descanso, fatigados casi hasta la extenuación.

En tanto, el hedor era cada vez más insufrible.

Aquel calor de horno precipitaba la descomposición de los cadáveres, y ya comenzaban lo; desgraciados aventureros a sentir vértigos.

—¡Ah; maldita Minnehaha! —rugía John apretando los dientes—. ¡Ruega a tu Dios que yo no salga vivo de aquí, pues de lo contrario, te perseguiré sin tregua hasta exterminarte!

Y seguían todos haciendo esfuerzos supremos para derribar el muro.

Jorge, que era el menos resistente de los cuatro, acabó por echarse al suelo, perdiendo el conocimiento.

Los otros estaban ya para caer también, cuando John, que trabajaba como un loco, lanzó un grito de alegría.

La pared había cedido, viniéndose al suelo una parle de ella.

—¡Ya tenemos paso! —gritó.

Tuvo, sin embargo, que retirarse en seguida del hueco que había abierto, y retirar también a Harris, pues de la otra parte del derruido muro le llegó una oleada de aire abrasador, más sofocante que el que se respira en el país más cálido del mundo.

—¿Está ardiendo todavía la mina? —preguntó Turner.

—Eso parece —respondió John—. Vos que habéis sido minero, Harris, ¿qué opináis?

—Que es posible que el fuego arda aún en alguna galería; pero yo prefiero aventurarme por este boquete, aunque sea el del infierno, a permanecer cerca de esos cadáveres insepultos.

—¿Pasamos, pues?

—Yo iré delante —dijo John.

—Me toca a mí, que he sido minero —repuso Harris.

Y pasó por el hueco abierto en el muro de adobes.

—¿Hace mucho calor? —preguntó John.

—Un poco; pero el aire es respirable.

—¿Qué veis? —le interrogó Turner, viendo que Harris reconocía el terreno con la luz de la mecha.

—Lo bastante para poder guiaros.

John, Turner y Jorge, contentos con poder escapar de aquel hedor que les producía náuseas, atravesaron a su vez el agujero y se hallaron en tenebrosa galería, que no podían adivinar adónde iba a parar.

La atmósfera esta muy caldeada, señal evidente de que en alguna otra galería no se había extinguido el fuego.

—No es muy puro este aire —decía el indian-agent—; pero lo prefiero cien mil veces al otro. ¡Aquello no era aire, era veneno!

—Si, y ya comenzaba a intoxicarnos —repuso Turner—. Poco tiempo más y ninguno de nosotros hubiera resistido aquel suplicio.

—¿Habrán terminado por ahora nuestras penas?

—Eso se vera después mister Turner —dijo Harris—, porque se me ocurre una duda.

—¿Cuál?

—Que podamos encontrar otra barrera.

—No lo creo posible. ¡Sería el colmo de la desgracia!

—Por lo pronto nos quedamos a oscuras.

En efecto habían consumido las mechas que hicieron con las ropas de los muertos, y se hallaron en tinieblas.

—¡Agarrémonos unos a otros y adelante! —exclamó Turner.

La galería, que era muy ancha, se inclinaba en rápida pendiente hacia las entrañas del Laramie.

De cuando en cuando los expedicionarios se veían detenidos por algún obstáculo, obligando al grupo a hacer alto y a acercarse a la pared.

¿Eran grandes masas de carbón que los mineros no habían temido tiempo de retirar antes del incendio?

Ninguno, ni el mismo Harris, que tenía vista de gato, hubiera podido decirlo.

A medida que avanzaban, la temperatura subía cada vez más. En ciertos momentos llegaban hasta los desgraciados verdaderas olas de fuego, mucho más ardientes que las del simoun del gran desierto del Sahara, y que casi les impedía respirar.

La mina ardía; era indudable. Pero ¿dónde? Imposible saberlo. Solo se podía afirmar que estaba ardiendo uno de aquellos pozos o de aquellas profundas galerías.

Los cuatro aventureros siguieron adelante.

Habían recorrido lo menos quinientos metros, cuando Harris se detuvo diciendo a Turner:

Mister, creo que conserváis un trozo de mecha; ¿me equivoco?

—No; pero lo guardo para un caso extremo.

—Pues encended luz, aunque sólo sea un momento.

—¿Habéis olido a algún oso gris?

—Lo preferiría, aunque ninguno llevamos armas.

—¡Diablo! ¡Eso es gravísimo!

—Encended, mister.

Turner prendió fuego a la mecha sirviéndose del eslabón y de la piedra de Jorge.

Harris dio en seguida un grito:

—¡Una lámpara de seguridad! ¡No me había engañado!

Y cogió de encima de un montón de mineral una lámpara de las que usan los mineros y que, ¡horror de los horrores!, estaba junto a un esqueleto humano, un desgraciado que no pudo huir del fuego y que conservaba aún los brazos y las piernas retorcidos, como indicando la espantosa convulsión que debió de acompañar a su terrible muerte.

—¿Tiene aceite la lámpara? —preguntó John, pálido de ansiedad ante aquel esqueleto, que parecía decirle cuál iba a ser su propio fin.

—Está casi llena —respondió Harris.

—¡Eso es la salvación!

—Pues espero que encontremos otras.

—Y también encontraremos el fuego, que ya debe de estar muy cerca, según lo irrespirable que se hace el aire —dijo Turner—. Parece que nos hallemos en el desierto del Colorado cuando sopla el viento del Sur. ¿Dónde estará el fuego?

—No tardaremos en encontrarle, y entonces resolveremos el camino que debemos tomar. Las minas tienen muchos pozos de salida, y ya procuraremos buscar el que más nos convenga.

—Señor Turner, encended la lámpara y reservemos la torcida o mecha para otra ocasión.

—Yo creo que antes debíamos consumirla por completo.

—¿Y provocar una explosión? La llama del ocote se alarga y se pone de color azul. ¡Aquí hay grisú!

—¡Cuerno! ¡No tengo ningún deseo de morir tostado, y menos ahora que he escapado del palo del tormento!

La lámpara fue encendida y cerrada al punto, y la mecha, apagada, fue a parar a uno de los Innumerables bolsillos de Turner.

—¡Humo! —dijo de pronto Harris.

—¿Dónde? —preguntó John.

—Detrás de ese recodo —respondió el cazador levantando la lámpara—. No comprendo cómo no estalla el grisú.

—¡Vayan al diablo todas las minas! —exclamó Turner—. ¡Parece que estamos en un país maldito! Allá fuera, los indios con su tomahawk y su palo de tormento; en el seno de la montaña, el grisú amenazando con inflamarse y tostamos. ¿Dónde encontraremos nosotros el apetecido reposo? ¡Hubiera sido mejor para mí continuar desempeñando tranquilamente mi cargo de magistrado en el Gold-City!

—Así hacéis más méritos, mister —dijo Jorge.

—Lo sé. Cuando uno nace aventurero, muere siendo aventurero. Además, ¿cómo negarse a las peticiones del general Custer? ¡Pero, calle! ¡Nosotros charlando como papagayos, y mientras, la mina puede estallar como una gigantesca bomba!

—Creo que no —repuso Harris—. ¡Adelante, amigos; vamos a ver dónde está el fuego!

Alzó la lámpara para reconocer mejor la galería, que no parecía acabar, y siguió avanzando con paso resuelto.

Nubes de humo se agrupaban en la bóveda, aspiradas indudablemente por los intersticios que los indios no pudieron o no quisieron cerrar.

La temperatura seguía aumentando. Parecía que muy cerca debía de haber un inmenso horno.

Harris se detenía de vez en cuando y movía la cabeza. ¿Qué podía temer? ¿Qué sobreviniera la explosión? ¡Entonces todo habría acabado para los cuatro!

La galería iba descendiendo en rápida pendiente hacia las entrañas de la tierra. Montones de carbón se veían a cada paso, y de vez en cuando hallaban el esqueleto de algún pobre minero. Muchas vigas de contención hablan venido al suelo, sin duda por los efectos de la explosión que allí debió de ocurrir.

Un terrible desastre había acaecido, sin duda, en aquella mina, matando quizás a centenares de trabajadores. Después debió de estallar el incendio que se encargaría de destruir el resto.

El descenso continuaba rápidamente, viéndose por todas partes huellas y restos de la catástrofe.

Raíles arrancados por la fuerza de la explosión mostraban en ellos sus brazos de hierro retorcidos con violencia; vagonetas rotas se veían acá y allá, así como picos, azadones, lámparas destrozadas y toda clase de herramientas propias de los mineros.

Los cuatro ventureros, que no poseían ningún arma, se apresuraban a escoger entre ellas las que más útiles pudieran serles para su defensa.

No valían ciertamente, lo que un Winchester o un rifle; pero en un cuerpo a cuerpo, y dadas las fuerzas de aquellos hombres, hubieran podido defenderles hasta del terrible tomahawak indio.

Caminaban hacia ya dos horas, cuando Harris, que iba delante con la luz, se detuvo.

—Estamos en la rotonda —anunció.

—¿Y que es eso? —preguntó Turner.

—La parte central de la mina.

—¿Se ve humo?

—¡Bastante!

—¿Y habrá peligro en seguir?

—Eso es lo que no sé.

—¿Se podrá respirar?

—Creo que si.

—¡Pues adelante!

Siguieron andando; de rato en rato encontraban algunas galería laterales; pero Harris, después de reconocerlas, decía: ¡Están cerradas!

Transcurrió otra hora, siguieron descendiendo, y se hallaron en una inmensa caverna excavada en la veta carbonífera.

Una, destrucción espantosa parecía haberse operado allí: grandes masas de mineral esparcidas por todas partes, raíles desencajados, vagonetas volcadas y rotas, poleas…; un pandemónium, en fin, en cuyo centro se distinguían esqueletos de hombres y de caballos medio ocultos por montones de carbón mineral.

—¡Estos son los resultados del grisú! —dijo Harris—. ¿Encontraremos en este caos un pozo de salida?

—Esperemos que así sea.

—¡Esto parece un campo de batalla! —exclamó Turner.

—¡Es horrible! —añadió John.

—¡No as mováis! —dijo de pronto Harris—. ¡Peligro de muerte!

CAPÍTULO XVII. ASALTO INESPERADO

Se quedaron inmóviles y miraron ansiosamente en derredor suyo, temiendo que de un momento a otro ocurriera algún espantoso desastre, cosa muy común en las minas, y principalmente en las abandonadas, en las cuales se ha ido acumulando grisú.

Harris, con la lámpara levantada, examinaba la bóveda de la gigantesca excavación.

—¡Siempre humo! —dijo al fin—. Además, percibo el grisú. ¿Por qué no estalla? No lo comprendo. Este gas y el fuego no pueden estar juntos. Son a cuál más terrible, y parece que se preparan a hacer nuevas victimas.

—¡Cualquiera diría que caminamos por encima de un depósito de pólvora! —manifestó Turner.

—Casi, casi, mister —le respondió Harris—. Alrededor de nosotros hay mucha pólvora amontonada y dispuesta a hacernos volar. El grisú es un gas que cuando estalla produce más destructores efectos que la pólvora.

—No veo por aquí cajas, ni barriles explosivos.

—El grisú es peor que todo eso.

—¿Y dónde está el grisú?

—Acumulado en las bóvedas. Sólo con que llegue a él una pequeña chispa, bien de la galería o bien de este carbón, ardo y saltamos todos.

—¿Hemos salvado la cabellera para volar como bombas? ¡Si de aquí salgo vivo, os garantizo que abandonaré para siempre las praderas y me retirare a la campiña marilandesa! ¡Al menos allí, en vez de balas, recogeré miel!

—Harris —dijo John—, creo que no vamos a permanecer eternamente aquí. Si se tratara de un albergue con buenos manjares y botellas no me importaría; mas que yo sepa, no disponemos de un mago capaz de convertir el carbón en tierno asado de bisonte.

—Quisiera saber primero de qué galería sale este humo —contesté el cazador—. Si tomáramos por la que está ardiendo, no acabaríamos bien.

—¿Hay entonces muchas galerías?

—Sí, señor John.

—Pues suceda lo que quiera, vamos a entrar en una. Tengo el estómago absolutamente vacío y aquí dentro no veo posibilidad de llenarlo. ¡Aunque tengamos que hacer un esfuerzo, adelante!

—¡Adelante! —dijo Harris, que parecía haber tomado una resolución.

—¡Gracias a Dios! —dijo Turner—. ¡Si esperamos un poco más, mis pies echan aquí raíces, como las semillas!

Como se ve, buen humor no les faltaba a los cuatro hombres, por más que su situación no tuviera nada de envidiable.

Harris, después de lanzar una última mirada al humo que se movía lentamente hacia la bóveda, que en aquel sitio tendría unos dos metros de altura, se puso resueltamente en marcha para explorar la galería situada en la extremidad de aquella amplia sala. Tenues soplos de aire movían las nubes de humo, empujándolas hacía el fondo de la mina; señal evidente de que debía de haber paso libre.

El grisú también había producido por allí sus destructores efectos. Montones de escombros indicaban la violencia de la explosión.

Por todas partes se veían raíles arrancados y torcidos, entre montones de carbón que los mineros no habían tenido tiempo de retirar.

Después de recorrer quinientos o seiscientos metros entre una verdadera selva de columnas de carbón que por fortuna habían resistido a la tromba de fuego, impidiendo así que se hundiera la bóveda, los cuatro aventureros se encontraron de improviso ante una negra abertura coronada por una tabla, en la cual se veía claramente pintado el número siete.

—¡Este número nos traerá buena suerte! —dijo Turner—. ¡Quizás nos encontremos ahí dentro las siete vacas gordas de Faraón! ¡Sigamos a ver si logramos encontrar un aire puro!

—¡Y algunas chuletas! —añadió John.

—Primero hay que esperar a estar fuera, que una vez al aire ya comeremos, aunque sea huevos de pájaros.

Convencido Harris de que por aquella galería no salía el menor hilo de humo, entró en ella a buen paso, seguido de sus amigos.

El grisú había respetado aquella parte de la mina, pues los raíles, las vagonetas y las paredes no tenían señal alguna de violencia.

Una corriente de aire bastante fresco y puro se percibía en aquel corredor. ¿Provenía de algún pozo o de alguna salida?

Seguramente era lo segundo; y ya comenzaban a alegrarse los aventureros ante la risueña perspectiva de ver muy pronto el sol, cuando una detonación espantosa hizo retemblar toda la mina.

—¡A tierra! —gritó Harris—. ¡Cerrad los ojos!

Se encontraban entonces ante cuatro vagonetas, cargadas de mineral, lo que podía constituir un buen parapeto.

Sucedió un breve silencio, después oyóse una nueva detonación, tan fuerte como la primera, y en seguida una oleada de fuego pasó por las bóvedas, flameando el carbón mineral.

Pasó con infernal rapidez, como un relámpago.

—¡No os levantéis! —gritó Harris—. ¡El gas os envenenaría!

—¡Pero estamos ardiendo!

—Sólo sacaremos algunas quemaduras en el traje.

Las ropas de los cuatro ardían, en efecto, y todos ellos, sin levantar la cabeza, se revolcaron a fin de apagar las llamas, cosa que consiguieron en seguida.

Durante cinco o seis minutos permanecieron inmóviles y presa de la mayor ansiedad, hasta que al fin Harris levantó la cabeza para ver si eran respirables las capas superiores de aire.

—¡Ya no hay ningún peligro! —dijo alegremente.

—¿No nos hemos cocido?

—¡Vaya una vida la de minero!

—¡Yo ya no podía más! —dijo Jorge.

—Ahora —manifestó John— salgamos a la pradera.

—¡Si podemos! —le objetó Harris.

—¿Cómo? ¿Después de sufrir lo que hemos sufrido, no lograremos todavía salir de este infierno?

—¿Y si el estallido ha causado desprendimientos en la galería?

—No es probable. ¡Pero, en fin, veámoslo!

Turner, que fue el que dijo estas palabras, hizo ademán de andar; pero de improviso sus compañeros le vieron dar un salto, lanzando un grito de dolor.

—¿Qué es eso?

—¡Qué algún bicho me ha mordido en una pantorrilla!

—¿Un bicho?

—Sí; y debe de tener los dientes bien afilados. ¡De seguro que se ha llevado en ellos un trozo de carne!

—¿Bromeáis? —le preguntó John—. ¿Queréis acaso…?

No pudo acabar la frase. Esta vez fue él quien dio el salto y lanzó un juramento.

Al mismo tiempo Jorge se echaba violentamente a un lado.

Harris alumbró el suelo con la lampara.

—¡Escapad, escapad! —gritó asustado—. ¡Millares de topos se rebullen debajo de nosotros!

—¿Y qué? —preguntó John desdeñosamente—. ¿Vamos a huir ante los topos? ¡Ni los osos grises bastarían para hacer retroceder a cuatro hombres!

—¡Me parece! —dijo Turner, que se había armado ron un gran palo.

Jorge esgrimía una tabla de pino, y con ella golpeaba por todas partes.

No se trataba del ataque de algunas familias de roedores, no; eran verdaderas falanges hambrientas, que se acercaban dando gruñidos.

De aquellas negras madrigueras escondidas en la profundidad del subsuelo los topos sallan a millares, haciéndose más terribles por su número que las más grandes fieras.

Probablemente el grisú había destruido en gran parte sus madrigueras y salían furiosos y espantados en busca de un lugar seguro.

Desgraciadamente habían llegado a la galería donde se encontraban nuestros cuatro expedicionarios, y se preparaban a acometerlos para devorarlos en un segundo, como habían devorado los cadáveres de los pobres mineros victimas del último desastre.

Harris, que conocía los hábitos de aquellos anímales y de su increíble voracidad, no cesaba de gritar a sus amibos:

—¡Huid! ¡Nada de lucha! ¡Salvaos con la fuga!

—Pero ¿es que somos niños o mujeres? —preguntó John—. ¡Sería ridículo que unos cazadores como nosotros escapásemos ante una docena de topos!

Jorge había logrado ya matar muchos de ellos, así como Turner y el indian-agent; pero aunque los topos caían a centenares, nuevas y nuevas falanges acudían por todas partes, siendo lo mas notable que los roedores se mordían los unos a otros disputando por comerse a las que mataban los cazadores.

No se trataba de topos comunes, sino de enormes roedores que podían competir muy bien con sus congéneres de Noruega, que son los más feroces y que constituyen la desesperación de todos los mineros que frecuentan aquellas aguas.

Aunque Harris había acudido en ayuda de sus compañeros, eran tantos los millares y millares de topos que los rodeaban por todas partes, mordiéndoles, que los aventureros tuvieron que pensar en una retirada honrosa.

—¡Diablo de bichos! —gritaba Turner, que se veía precisado a dar saltos atrás, porque de cuando en cuando le saltaban algunos topos a la cara—. ¿No van a acabarse nunca esos demonios? ¡Duro, duro con ellos! ¡Leñazo y tente tieso!

—¡Y muerden como bestias rabiosas! —exclamaba John, dando palos a diestra y siniestra y limpiando el suelo de roedores.

—¡No desmayes, hermano! —decía Jorge, cuyo leño chorreaba sangre, a la que se adherían trozos de piel de los topos.

—¡Vanos esfuerzos! Las legiones de roedores aumentaban pavorosamente, siguiendo a la vanguardia, en gran parte destrozada ya.

Por centenares de millares podían ser contados los pequeños y molestos enemigos con quienes luchaban los aventureros.

Al ver Turner a la luz de la lámpara, a la que por un verdadero milagro no había alcanzado ningún golpe, que avanzaban sin cesar nuevas y nuevas hordas de roedores, sintió que disminuía su valor, pues de continuar luchando era evidente la victoria de los repugnante animalejos.

—¡Si queréis salvaros, huid de prisa! —gritó nuevamente Harris, viendo que aquella lucha, en apariencia ridícula, podía terminar en un drama espantoso.

—¡En retirada! —añadió Turner—. ¡Ahora es el momento oportuno!

Escaparon todos a carrera desenfrenada, mientras los topos los seguían también a todo correr, y dando algunos de ellos tan maravillosos saltos, que iban a caer sobre los fugitivos.

Al fin, después de un cuarto de hora de carrera, iban ya a verse libres; pero Harris, que como siempre iba delante con la lámpara, dio un rugido de desesperación.

—¡La salida está cerrada! ¡Estamos perdidos!

—¿Por qué está cerrada? —preguntó Turner.

—¡El grisú ha derrumbado la bóveda!

—¿Y vamos a dejarnos comer vivos por estos bichos?

—¡Ah, no!… ¡Estamos a salvo!

—¿Qué habéis descubierto? ¿La América?

—¡Algo mejor! ¡Seguidme!

Se lanzó hacia la pared de la derecha, donde había un andamio levantado sobre cuatro palos de tres metros de elevación.

—¡Arriba! —dijo—. ¡Lo topos llegan!

—¡Conservad vuestras armas! —exclamó Turner.

Ayudándose unos a otros lograron subir.

Harris ante todo puso la lámpara en seguridad, a fin de que no corriera peligro alguno.

El andamio tendría dos metros de largo por medio de ancho, y dejaba, por lo tanto, a los cuatro hombres una relativa libertad en sus movimientos.

Además las tablas tenían suficiente espesor para no hacer temer un hundimiento.

—Entre tantas desgracias —dijo Turner— parece que una buena estrella nos protege siempre. Si no hubiéramos encontrado esto refugio, dentro de alguna horas no quedarían de nuestros cuerpos ni los huesos.

—¡Ah! ¡Ya están aquí los topos! ¡Procurad que no lleguen hasta nosotros, camaradas!

Los roedores, rabiosos porque se les había escapado una presa que era para ellos apetitoso manjar, llegaron lanzando chillidos estridentes y saltando unos sobro otros.

Las primeras filas, formadas por grandes topos grises de largos bigotes, atacaron los palos que sostenían el andamio y comenzaron a subir por ellos.

—¡Ah! ¡Tratan de llegar hasta aquí! —dijo Turner.

—¡Qué cada uno de nosotros defienda un palo! —ordenó John.

Y los cuatro aventureros comentaron a descargar estacazos sobre los roedores, que retrocedían para avanzar nuevamente con dobles bríos.

La luchase prolongaba ya unos diez minutos, con grandes perdidas por parte de los asaltantes, que al fin se decidieron por huir, no sin haber devorado antes a todos sus muertos y heridos.

Ya era tiempo, porque los hombres no podían más.

—¡Mil cuernos de bisonte! —dijo Turner limpiándose el sudor que bañaba su frente—. ¡Nunca hubiera podido creer que iba a llegar a tener miedo de unos topos! ¿Y vos John?

—¡Yo prefiero luchar con todas las fieras del desierto!

Durante más de media hora estuvieron escuchando el sordo ruido que producían en lontananza, desapareciendo en las sombras, las últimas falanges de topos.

Los cuatro amigos permanecieron todavía algún tiempo sin atreverse a bajar del andamio, hasta que al fin lo hicieron en su afán de hallar una salida, pues el hambre los atormentaba hacía horas. No habían tomado alimento desde que injirieron lo que les sirvió Asno Colorado.

Llevaban una hora de marcha a través de aquella interminable galería, cuando Harris murmuró con desesperación:

—¡Cerrada! ¡No hay salvación para nosotros!

John, Turner y Jorge se habían adelantado, llenos de vivísima angustia.

Delante de ellos se amontonaban enormes rocas, cascotes, tierra y mineral, impidiéndoles el paso.

Estaban ya casi en la boca de la galería para salir de la mina; pero el implacable destino les ponía delante aquel obstáculo, que sólo un gran número de mineros, provistos de buenos picos y herramientas, hubieron podido remover o costa de prolongados esfuerzos.

—¡Ya hemos concluido! —dijo Turner rompiendo el penoso silencio que reinaba entre sus amigos—. ¡Aquí acabarán las aventuras del campeón de los matadores de hombres! ¡Sólo siento no tener un buen rifle para apuntarme bajo la barba y saltarme la tapa de los sesos! ¿Qué decís vosotros, camaradas?

Ninguno respondió. Se habían dejado caer al suelo, con la cabeza entre las manos, oprimidos por una tristísima desesperación.

Turner sacó de un bolsillo la pipa, la cargó con el último puñado de tabaco que le quedaba, abrió la lámpara y lo encendió, murmurando:

—¡Si hay grisú, mejor! Al menos volaremos, y no será esto lo peor que pudiera sucedemos. No se puede siempre llegar a los cien años, especialmente nosotros, los que vivimos en la pradera; ¡qué diablo!

Y se puso a fumar tranquilamente mirando la luz, que empellaba a amortiguarse por falto de aceite.

CAPÍTULO XVIII. LA EXCENTRICIDAD DE LORD WYLMORE

—¡Belcebú sagrado! ¿Venís o no, milord?

—¡Yo no ir con mister ladrón!

—¡Dos mil rayos!

—¡Aoh!

—¿Venís?

—¡No, mister! ¡Yo no acompañarme de bandidos!

—¡Pues esta vez me acompañaréis! ¡O juro…!

—¡No, mister!

—Pero ¿sois tan testarudos todos los ingleses?

Yes.

—¿Será preciso convenceros a puñetazos?

—¡Nadie darme puñetazos!

—¿Qué no? ¡Soy capaz de romper las piernas y hasta los cuernos a todos los tories y lores ingleses, milord; palabra de Sandy Hooc!

—¡Mi no creer eso!

—Pero ¿no comprendéis, milord, que si no aprovechamos estos momentos esos desgraciados no saldrán vivos de la prisión, y sus cabelleras caerán, al fin, en poder de los indios?

—¡No importarme eso nada! ¡Aquella gente me abandonó en la pradera, sin cazar bisontes! ¡En este país ser todos ladrones!

—¡Gracias, milord!

—¡Yo querer curar mi spleen!

—¿Matando bisontes?

Yes, mister ladrón.

—Llamadme también canalla, si os parece. ¡Yo no me ofendo por eso!

—Yo tener ahora razón al llamaros ladrón.

—A mí eso me importa un hijo seco o un cuerno de bisonte, milord.

—Vos hablar bien; pero yo no querer Ir con voz.

—¿No?

—No, mister.

—Pues es menester que vengáis, porque os necesito. Si yo me presento a la vanguardia del general Custer con este traje tan estrambótico, me matarían a tiros antes de llegar. Acompañado de un hombre blanco, la cosa varía de aspecto.

—¡Yo no querer satisfacer vuestro deseo! ¡Yo quedar con los indios, porque esta gente mata muchos bisontes!

—¡Qué os lleve el demonio!

—¡Yo no conocer al diablo americano!

—¡Yo os lo daré a conocer a puñetazos!

—¡Vos ser un Insolente, mister ladrón! ¡Yo ser un milord!

—¡Y yo me río de todos los Pares de Inglaterra! Esa gente ro tiene jurisdicción en la pradera, querido lord.

—¡Gracioso!

—En resumen, decidios antes que se presente cualquier indio y me vea precisado a matarle.

—¡No me muevo!

—¿No?

—No.

—¿Es vuestra última palabra?

Yes.

Sandy Hooc hizo dar un bote a su caballo y se lanzó contra el del inglés.

La cabalgadura de éste, menos robusta que la del falso indio, y que además estaba desprevenida, arrojo al jinete al suelo.

Asno Colorado, ágil como un mono, salto hacia el lord con el propósito de aturdirle de un puñetazo, pero con gran sorpresa suya, le halló de pie y con los brazos en actitud de verdadero boxeador.

—¡Demonio de inglés! —exclamó.

El lord le mostró los puños lanzando una carcajada.

—¡Mister ladrón equivocado! ¡A mi no romperme nadie nada! ¡Yo estar dispuesto a tomar el desquite!

—¡Lo veremos! —contestó el bandido.

Silbó llamando a su caballo para que no se alejara, y en seguida dijo a lord Wylmore:

—¡Ahora nos toca a nosotros! ¡Antes me limite a venceros boxeando; ahora voy a romperos una mandíbula si no me seguís!

—¡No!

—¡Peor para vos!

—¡Yo no tener miedo de los ladrones, vuestros amigos! ¡Un inglés no temer a nada!

—¡Ah! ¡Ahora lo veremos, milord! ¡Os garantizo que dentro de cinco minutos pediréis gracia, y me seguiréis como un corderino al campamento del general Custer! ¡Belcebú sagrado! ¡No quiero hacerme fusilar por realizar una buena acción, tal vez la única que habré intentado en mi vida! Y vos lo estáis impidiendo.

—¡Los ingleses no arriar nunca bandera, mister ladrón!

—¡Por mil truenos!

El bandido se lanzó furiosamente contra el lord, que conservaba una sangre fría maravillosa, digna de su fuerte raza.

Sus puños, gruesos y duros como mazas, recibieron a Sandy, y lo lanzaron a dos o tres pasos de distancia.

Sandy Hooc bramaba de coraje al ver lo inútil de su asalto.

—¡Diablos y diablos! —exclamó echándose a un lado—. ¡Se diría que desde vuestra prisión entre los pieles rojas os habéis ejercitado!

El inglés lanzó otra sonora carcajada.

—¡Yes!… ¡Yes!…

—¿Para tomar el desquite contra mí?

—¡Yo haber jurado vengar mis dientes!

—¡Bueno es saberlo; pero no creo que Sandy Hooc caiga como un fardo bajo vuestros golpes!

El gigante se puso en guardia y envolvió al inglés en una mirada feroz.

Parecía estudiar algún golpe de sorpresa, uno de esos golpes que ponen instantáneamente fuera de combate a un hombre.

Más corpulento y robusto que el inglés, podía confiar en una segunda victoria.

Lord Wylmore, que sabía por experiencia la clase de enemigo con quien tenía que habérselas, se mantenía en guardia.

La táctica misteriosa de Sandy continuaba. ¿Qué estaba esperando? Que un momento de distracción por parte del inglés le permitiera arrojarse a fondo con el ímpetu brutal de un ariete.

Al cabo de un rato hizo un movimiento como para tomar otra guardia; lord Wylmore, creyendo que iba a cambiar de Juego, se retiró un poco a la derecha bajando los brazos.

Aquel momento bastó.

Aprovechando Sandy el instante en que el inglés se descubrió, dejó caer sus dos fuertes puños sobre el cráneo de su adversario, produciendo un sordo ruido.

El desgraciado sajón cayó inerte sobre la hierba, no sin lanzar antes un juramento, que de seguro no se habría oído otro semejante en la correcta Cámara de los Pares.

—¿Tenéis bastante? —le preguntó el bandido riendo.

El inglés respiró fatigosamente, abrió los ojos y después dijo con su eterna calma:

—¡Yes! mí sentir un trueno dentro de la cabeza.

—¡Lo creo! —respondió el bandido—. Pues tened en cuenta que os he dado sólo medio golpe, porque no quiero mataros, siéndome, como me sois, necesario vivo y no muerto.

—¡Vos dar muy duro, señor bandido! ¡Vos ser demasiado fuerte!

—Lo sé. En boxeo, y aun con el cuchillo, son muy pocos los que pueden vencerme, milord; os lo aseguro.

—¡Yo haberlo probado!

El bandido no pudo menos de lanzar una carcajada.

—¡Yo no querer probar otra vez vuestros puños!

—¿Os declaráis vencido?

—¡Yes!

—¡Vaya; veo que os volvéis razonable, milord! Además, al conduciros al campamento americano os hago un gran favor. Si hubierais permanecido entre los indios, un día u otro hubieran acabado por arrancaros la cabellera, como a todo enemigo de su raza. No hay que fiarse de aquella gente y, sobre todo, de Minnehaha, que tiene en las venas la sangre feroz de su madre.

—¿Los americanas de Custer matar bisontes?

—¡Ya lo creo! En la frontera comen de lo que cazan.

—¡Yo seguiros al punto!

—¡Gracias a Dios! ¿Y cómo va esa cabeza?

—Dolerme mucho.

—¿Podríais montar?

—Yo esperar que sí.

—Os ayudaré a subir en la silla. Pero antes bebed un sorbo de este detestable whisky, Os afirmará las piernas mejor que una descarga eléctrica.

—¡Ser vos bandido muy amable! —dijo el inglés tomando el frasco que Sandy le alargaba.

Bebió algunos sorbos, no sin dar muestras del efecto que en la garganta le producía el whisky, y después de pasarse la mano por el cráneo, duro como una piedra, probo a levantarse.

—¡Yo os ayudaré! —dijo el bandido. No es necesario que os molestéis ¡qué diablo! Para eso estoy yo.

Y cogiéndole entre sus poderosos brazos le montó en la silla.

—¿En marcha, milord?

Yes.

Ambos pusieron al trote corto sus cabalgaduras.

El país tenía un aspecto salvaje. Por todos lados se abrían barrancos profundos, flanqueados de pinos.

A oídos de los dos jinetes llegaba el ruido de un torrente que se precipitaba desde gran altura.

Las aguas formaban como una brillante y movible cadena en cada uno de los surcos abiertos en las rocas, y por ellos caían, perdiéndose en las profundidades del abismo, para aparecer luego en la pradera, extendidas y quietas, formando un amplio remanso.

Sandy Hooc, muy práctico y conocedor de aquellos lugares, iba despacio, mirando a todos lados, como si temiera encontrar a los guerreros de Minnehaha.

Por algunos espías había sabido que el general Custer se acercaba a marchas forzadas, y no le parecía Improbable hallarse de un momento a otro ante las avanzadas de los voluntarios.

El inglés le seguía sin pronunciar una sola palabra.

Durante una hora larga los dos Jinetes siguieron bajando la pendiente de la montaña, manteniéndose siempre al abrigo de los árboles, pues Sandy temía mucho encontrarse con indios.

No era, ciertamente, porque tuviese nada que temer, pues Asno Colorado era bien conocido de todos los pieles rojas; pero hubiera tenido que perder tiempo en explicaciones, y le era urgente encontrar a la vanguardia del general Custer y el tiempo apremiaba.

Ya comenzaba a desesperar, cuando una voz poderosa le detuvo.

—¡Alto, o disparo!

—¡Amigos! —gritó Sandy Hooc parando en seco su caballo.

Un momento después seis voluntarios de la frontera rodeaban a los dos jinetes, apuntándoles con los rifles.

—¡Oh! —exclamó el sargento de aquellos hombres—. ¿Un jefe Indio con un hombre blanco?

—Las apariencias engañan, sargento.

—¡Qué el diablo me lleve —exclamó éste— si vos no sois también blanco!

—Habéis adivinado.

—¿Y qué hacéis con ese disfraz?

—Engañar a los indios.

—¡Pasen adelante!

El bandido y el inglés siguieron a los voluntarios, que, por precaución, no abandonaban su actitud vigilante.

—Pero ¡qué aspecto más raro tenéis, camarada! —dijo el sargento a Sandy.

—No opinan como vos los indios, porque me respetan y admiran.

—Y este otro sujeto, ¿quién es?

—Sólo se lo diré al general Custer. Os advierto, sin embargo, que es un personaje de importancia, a quien debéis tratar con todos los miramientos posibles.

—¿Sois mudo, camarada? —preguntó el sargento al inglés, que seguía guardando silencio.

—Llamadle milord, —dijo prontamente Sandy.

—¡Cáspita! ¿Y dónde habéis pescado a este señor?

—Se lo diré al general. ¿Está muy lejos de aquí?

—Más cerca de lo que creéis.

—¡Pues andando, que tengo necesidad de verle!

El sargento se volvió hacia sus hombres y les dijo:

—¡A caballo!

Colocado el pequeño destacamento en torno de Sandy y el inglés para evitarles todo intento de fuga, se lanzaron todos al trote, y bien pronto se hallaron en la llanura.

Bajo los colosales árboles que allí crecían había levantado su campamento el general Custer que se hallaba al frente de ochocientos hombres, con las cuales, pensaba atacar al gran sakem Toro Sentado y a sus indios.

Prudentísimo, aunque muy valiente, sabía que iba a habérselas con un adversario formidable, que disponía de dos mil guerreros decididos a todo, y adelantaba hacía el Laramie temiendo a cada paso caer en una emboscada.

El Gobierno americano no ne alarmó mucho ante aquella insurrección, seguro de que podría sofocarla como los anteriores, y tardaba en enviar refuerzos, convencido, sin duda, de que ochocientos rifles manejados por valientes tiradores bastaban para dominar la situación.

La distancia impedía también obrar con rapidez.

Después de un galope de dos horas, siempre bajo gigantescos pinos, el destacamento llegó al campamento americano, que se levantaba en la orilla izquierda del Horse.

Los centinelas avanzados los dejaron pasar, pues conocían sobradamente al sargento, a quien creyeron portador de dos prisioneros, sobre todo juzgando por el disfraz de Sandy, a quien tomaron por un verdadero indio.

Bien pronto se hallaron ante la tienda del general, sobre la cual ondeaba orgullosa la bandera de los Estados de la Unión, aquella bandera que más tarde debía caer en manos de Toro Sentado empapada en sangre hasta el asta.

El sargento echó pie a tierra, entró en la tienda y salló a poco, diciendo al bandido y al inglés:

—¡Desmontad, y adentro! El general os espera.

Sandy Hooc tuvo un momento de inquietud; pero, reponiéndose en seguida, dijo a lord Wylmore:

—Venid milord, y dejadme hablar a mi. Ya sabéis lo que pueden mis puños. ¡Espero que me habréis comprendido!

El inglés hizo con la cabeza una señal afirmativa parecía como si Sandy le hubiera dominado por completo.

Milagro operado por los puños del bandido.

Descabalgaron y penetraron en la amplia tienda del general, cuya puerta estaba guardada por un centinela.

El sargento los seguía.

Un hombre de unos cincuenta años, con larga barba gris, se encontraba sentado sobre un tambor, y en sus rodillas se veía desplegado un mapa geográfico.

—¡Aquí están! —dijo el sargento.

El general hizo señas de que se acercaran; los miró atentamente con sus ojos brillantes como el acero, y les dijo, fijándose en Sandy.

—Aunque estáis maravillosamente disfrazado, se nota que bajo vuestro falso color y vuestras plumas se oculta un hombre blanco.

—Así es mi general —respondió Sandy Hooc—. Pero ¿no habéis adivinado quien soy?

—¿Qué queréis decir? —preguntó el general, levantándose.

—Me explicare más claro cuando me hayáis dado vuestra palabra de honor de respetar mi libertad y mi vida.

—¿Por que decís eso?

—Ante todo, mi general, permitid que os presente a mi compañero, un verdadero lord inglés, a quien he salvado del palo del tormento.

—¿Un lord? —preguntó el general, estupefacto.

Yes, general —contestó el inglés—. James Wylmore, del país de Gales, Miembro de la Cámara de los Pares.

El general saludo militarmente, añadiendo con extrema amabilidad.

—Me congratulo, milord, de que este falso indio os haya conducido a mi campamento con vuestra cabellera intacta. Pero ¿cómo es que os halláis en este país?

—Yo estar venido a América a cazar bisontes, general.

—¿Y lo han apresado los indios?

Yes, general; una mujer.

—Minnehaha —añadió en seguida Sandy Hooc.

—¿La hija de Jalta, si no me engaño?

—Precisamente.

—Pues por su cabellera ofrece el Gobierno americano cinco mil dólares.

—¡Buena suma —dijo el bandido—; pero será un poco difícil ganarla!

Después de encender un cigarro, el general dijo, encarándose con Sandy:

—Espero que me diréis quién sois.

—No me habéis dado aún vuestra palabra de honor de respetar mi vida.

—¿Tantos delitos pesan sobre vuestra conciencia?

—Cuestión de trenes, mi general —dijo Sandy, riendo.

—¿De trenes?

—Si, mi general.

—¿Quién sois, pues?

Antes dadme vuestra palabra. Como veis, he salvado a un lord de manos de los indios, y todavía espero salvar a otras cuatro personas famosas en la pradera, entre las cuales se encuentra Turner, el campeón de los matadores de hombres.

—¡Turner! —gritó el general poniéndose pálido—. ¡Turner! Decidme, ¿qué le ha sucedido a ese hombre?

—Yo se dónde se encuentra, y puedo añadir que si no se le salva en seguida, morirá. Yo sólo sé dónde está.

El general lanzó de un puntapié el tambor fuera de la tienda, exclamando:

—¡Turner prisionero!… ¡Truenos y rayos!

—No prisionero, mi general. Le detuvieron, y le han encerrado en cierto sitio, del cual no saldrá, vivo si no nos apresuramos a sacarle.

—¿Iba Turner con otro hombre?

—Eso no lo sé. Tal vez le matarían los indios. Sin embargo, no está solo. Le acompañan los tres cazadores más famosos de la pradera, el indian-agent del coronel Devandel, Harris y Jorge.

—¡Mil rayos!

—Hay que salvarlos, general.

—Pero ¿quién sois vos? Y es la tercera vez que os lo pregunto.

—Y es la tercera vez que yo espero me deis vuestra palabra de honor de respetar mi vida.

—La tenéis.

—Pues bien: soy Sandy Hooc, el desvalijador de trenes.

—¡Vos! ¡Voy a mandar fusilaros!

—¿Y vuestra palabra?

—¡Me la habéis robado!

—La tengo, y me admira que lo olvidéis tan pronto. ¿Quién me ha hecho venir a vuestro campamento? Hubiera podido permanecer tranquilo entre los sioux, y, sin embargo, vengo a salvar cinco hombres blancos.

—¡Sois un bribón muy hábil!

—¿Qué queréis, mi general? Nací ladrón, y, sin embargo, sé ejecutar buenas acciones.

—¡Bueno! ¿Y qué deseáis?

—Una escolta para salvar a Turner y sus compañeros.

El general le miró como sospechando de sus intenciones.

—¿No será esto —dijo— una emboscada dispuesta por Toro Sentado o Minnehaha?

—General —contestó Sandy con voz grave—, soy un bandido; pero no de tan mal fondo como suponéis. Mi piel es blanca y no roja; si me he refugiado entre los indios, lo he hecho por salvar mi vida.

—¿Puedo creeros?

—Si, general.

—¿Dónde están encerrados Turner y sus compañeros?

—En la entrada de una antigua mina.

—¿Muy lejos?

—A seis o siete horas de aquí.

—¿Os bastarán cincuenta hombres?

—Sí. mi general.

—Los tendréis. Si se salvan Turner y los suyos os ofrezco el indulto del Presidente de la Unión; pero también incluyo en las condiciones a otra víctima que salvar.

—Decid.

—Hace quince días uno de mis mejores oficiales ha desaparecido misteriosamente, y se le supone en poder de Toro Sentado.

—¿Quién es?

—Jorge Devandel, el hijo del desgraciado coronel.

—¡Diablo, la cosa es grave!

—¿Conocéis la historia de aquel desgraciado coronel?

—Si, mi general; Jalta la madre de Minnehaha le arranco la cabellera. En la pradera todos conocemos esta triste historia.

—¿Con quién estáis vos, con Toro Sentado o con Minnehaha y Nube Roja?

—Con Minnehaha.

—¿Sabe la captura del joven oficial?

—No, me lo hubiera dicho, y, además, ya le habría arrancado la cabellera, ¿vive aún?

—Lo supongo, pero en cuanto Minnehaha lo aviste con Toro Sentado, ese joven estará perdido.

—¿Qué puedo hacer?

—¿No os tienen las sioux en gran consideración?

—Si, mucha, respetan mi fuerza excepcional.

—Pues bien procurad salvarle, sea como sea, y os prometo, bajo palabra de general, el perdón de todos vuestros delitos.

Sandy reflexionó un momento, y dijo:

—Lo que me proponéis es de verdadero empeño. Los indios no son gentes fáciles de engañar.

—Pero vos sois más listo que ellos. Poned en esta empresa todo vuestro amor propio, y seréis digno de volver a vivir entre los hombres honrados.

—¡Mi perdón! —balbució conmovido Sandy—. ¡Vivir otra vez en la Marylandia! ¡Visitar la tumba de mi padre! ¡Ver a mi madre! ¡Oh, qué sueño tan feliz! La Marylandia con sus plantaciones de tabaco, sus praderas, sus ríos alegres, sus flores… ¡Oh!

Se había replegado sobre si mismo, pasando sus manos temblorosas por su cabeza, ensombrecida al recuerdo de los tranquilos días de la niñez. En seguida se dejó caer desalentado sobre la calavera de un bisonte que debía de haber servido de asiento al general.

—¡Qué bello sueño! —repitió—. ¡La Marylandia, donde pasé mi juventud cuando aún era hombre honrado! ¡Oh! ¡Yo quiero volver a verla!

Se levantó con los ojos inyectados en sangre y los puños apretados, como sí se dispusiera a aplastar a alguien, y dijo roncamente:

—¡Dios me ha concedido una fuerza inmensa! ¡Yo mataré a Toro Sentado y os traeré al joven oficial, sí vive todavía, mi general! ¡Quiero ver nuevamente a mi Marylandia!

El general, que le miraba atentamente, repuso:

—Además, os concederé un premio de cinco mil dólares. ¿Os bastan?

—¡No quiero nada!

Lord Wylmore, que hasta entonces había permanecido en silencio, dijo:

—¡Este ser un bandido delicioso! ¡Yo darle mil libras esterlinas si salva a ese oficial!

Sandy le dirigió una sonrisa.

—¡Vos, milord, sí que sois bueno!

—¡Yo querer acompañaros!

—¡Y yo acepto vuestra compañía!

—¡Yo no temer a los indios! ¡Yo ser inglés!

El general manifestó, dirigiéndose a Sandy Hooc:

—Preparaos a partir, y salvad ante todo a Turner y a sus compañeros.

—Sí, mi general.

—Habéis pedido cincuenta hombres, ¿verdad?

—Bastarán. Minnehaha no se ha unido todavía a Toro Sentado.

—Bueno; y ya lo sabéis: el jefe de mis hombres llevará orden de hacer fuego contra vos a la primera señal de emboscada que descubra.

—Está bien.

—¿Llevaréis con vos a lord Wylmore?

—Sí; es conocido, y aun protegido, de Minnehaha, y no hay nada que temer. ¿Venís, milord?

—¿Adónde vais?

—Al Laramie.

—¿Hay allí bisontes?

—¡A centenares!

—Entonces os acompaño.

—Sí, porque se trata de salvar a un casi compatriota vuestro.

—Perfectamente. Vos cuidaréis del prisionero, y yo de cazar bisontes para proveer al cocinero.

El bandido y el general cambiaron una mirada, como diciéndose para sus adentros:

—¡Este señor está loco!

CAPÍTULO XIX. EN LAS ALTURAS DEL LARAMIE

Comenzaba apenas a amanecer y el lúgubre aullido de los coyotes iba ya extinguiéndose en lontananza, cuando un escuadrón de caballería, al mando de un sargento, el mismo que encontró a Sandy Hooc y al inglés, salía del campamento, galopando por la orilla derecha del Horse.

Componíase de cincuenta voluntarios de la frontera, escogidos especialmente entre los cowboys, que son los mejores jinetes de la gran pradera americana, y aun los más valientes y decididos, porque están acostumbrados a considerar la piel de un hombre lo mismo o menos que apreciaban la de un buey.

A la cabeza iban, en compañía del sargento, Sandy Hooc y el inglés, armado ya con una magnifica carabina inglesa, regalo del general.

Caminaban en dirección al gigantesco grupo de montañas del Laramie, que se divisaban en aquellos instantes a la rosada luz de la aurora, sembradas de enormes pinos.

La mayor parte de los jinetes iban armados de winchesters y revólveres Colt; los demás llevaban rifles más seguros en el tiro, aunque más lentos, y pistolas de dos cañones.

Durante un par de horas el destacamento estuvo bordeando el Horse y después comenzaron a subir los primeros escalones de la montaña, entrando ya en pleno bosque de pinos.

A los pocos minutos de haber atravesado un desfiladero, dijo el sargento:

—¡Qué me lleve el demonio si no huele por aquí a indio! ¿Qué os parece camaradas?

Sandy Hooc se encogió de hombres, agitando las plumas de pavo salvaje que le adornaban.

—Yo no huelo nada sargento —dijo—; podemos seguir avanzando tranquilos.

—No ignorareis, camarada, que los pieles rojas dejan siempre a su paso un olor muy especial, nada agradable por cierto, y que un olfato fino no tarde en descubrir.

—¡El olor de sus pestíferos wigwams!

—¿Y no os dicen nada vuestras narices?

—Nada sargento. No me parece que haya motivo para alarmarse. Las avanzadas de pieles rojas se han replegado hacia el campamento de Sitting Bull, y Minnehaha, la sakem, abandonó el otro día estos contornos.

El sargento le miró con desconfianza.

—¡Hum, hum! —murmuró.

—¿Tendréis quizás miedo? —le preguntó el bandido.

—¡Yo! ¡el sargento Will no ha tenido miedo en su vida, ni aun del diablo!

—¡Ah! ¿Habéis visto al diablo?

—Si, una noche.

—Pues yo os aseguro que…

Bruscamente se interrumpió, refrenando con fuerza a su brioso caballo.

Una sorda detonación, que parecía proceder del fondo de una mina, había retumbado en la montaña.

—¡Preparen armas! —ordenó el sargento—. ¡Pronto, a formar en cuadro!

Los cincuenta jinetes montaron los winchesters y los rifles, sin saber aún qué peligro les amenazaba.

Sandy Hooc no echó mano de su rifle, y en su rostro se pintó una viva ansiedad.

—¿No os parece que eso ha sido un cañonazo? —preguntó el sargento.

—Los indios no tienen esa armas —respondió el bandido.

—Entonces han hecho estallar una mina.

—Tampoco es eso.

—¿Entonces, qué?

—Lo más horrible. Que los hombres blancos a quienes buscamos están encerrados en una mina, y que a estas horas el grisú habrá hecho una de las suyas.

—¿Qué estáis diciendo?

—Lo que sospecho. ¡Vamos a socorrerlos!

—¿Estamos muy lejos?

—A una media hora.

—¡A galope, soldados! —mandó el sargento.

Los cincuenta jinetes se ordenaron en doble fila y se lanzaron detrás de Sandy Hooc, que había puesto su caballo al galope. Subieron por la orilla de un profundo cañón que descendía desde las cumbres, y al cabo de treinta y cinco o cuarenta minutos se encontraron en una explanada, donde habla enormes montones de carbón y viejos carriles y vagonetas.

—¡Ahí dentro están! —dijo Sandy Hooc, señalando al sargento un grupo de rocas.

—¿Y los indios?

—¿Queréis que permanezcan aquí haciendo guardia?

—¿Decís que están ahí dentro? —preguntó a Sandy el jefe de la tropa.

—Yo estaba presente cuando los encerraron los indios de Nube Roja.

—¿Y qué debemos hacer?

—Separar esta piedra con que los indios taparon la entrada.

—¡A tierra todo el mundo! —ordenó el sargento.

Los cincuenta hombres desmontaron, pusieron centinelas a derecha e izquierda, y en seguida, guiados por Sandy y el sargento, se pusieron a trabajar para mover aquella enorme piedra que obturaba el paso.

Lord Wylmore permaneció tranquilamente a caballo con la carabina al brazo, en espera, sin duda, de los bisontes, que por cierto no podían hallarse allí, pues son animales que prefieren las llanuras.

Escogidos veinte voluntarios de los más forzudos, bien pronto fue separada la roca, que dejó al descubierto la negra abertura de la mina.

Sandy Hooc echó en ella un trozo de cuerda inflamada, que se apagó al punto.

—¡No me había engañado! —dijo—. El grisú hace irrespirable ese aire. Hay que esperar a que se ventile la mina. Que por ahora no entre nadie. Vos, sargento, seguidme.

—¿Adónde?

—La mina tiene otra salida que yo conozco, y que no está obstruida. Seguidme con quince hombres. No hay temor de encontrar por aquí a los indios.

—¡Qué seguro estáis de ello! ¿Los habéis alejado vos?

—Tal vez. Por algo soy jefe.

—Guiadnos adonde sea, señor semindio.

Recomendó el sargento a su gente que estuvieran alerta, y partió con quince hombres y Sandy.

Después de recorrer un largo espacio abrupto, lleno de torrentes y precipicios, se encontraron en un gran llano que estaba sembrado de trozos de carbón mineral y maderos requemados.

—Esto —dijo Sandy— ha sido proyectado hasta aquí por la explosión de la mina.

—Pero ¿por dónde?

—Por aquella abertura que se descubre desde aquí al pie de aquella roca. Voy a entrar; pero dadme antes una antorcha, que el grisú no se debe jugar.

Inmediatamente le fueron ofrecidas diez, porque todos los soldados iban provistos de ellas.

—Qué nadie me siga —añadió Sandy después de encender una. Conducid las caballos a cierta distancia, por si se produjera alguna explosión.

—¿Y vos no corréis peligro?

—Yo conozco el grisú.

Y dirigiéndose valientemente a la entrada de la mina, que había sido casi destrozada por la fuerza explosiva del gas, echóse a tierra y levantó en alto la mecha.

La llama no se alargó ni cambió de color.

No hay grisú —murmuró Sandy—. ¡Sargento —gritó—, pueden venir vuestros hombres! ¡Qué enciendan sus antorchas!

Nueve cowboys llegaron a la entrada de la mina, en tanto que el décimo permanecía al cuidado de los caballos.

—¿Nos aseguráis que no corremos el peligro de volar? —preguntó prudentemente el sargento.

—Respondo de todo. ¡Seguidme!

Todos se aventuraron por la galería, que era lo bastante ancha para que por ella marcharan seis hombres de frente.

Sandy, que había sido minero en Pensilvania, y que, por lo tanto, era práctico en la materia, avanzaba con precaución, y no daba un paso sin convencerse antes de que no había peligro.

Después de recorrer unos doscientos metros, el bandido creyó oír lo lejos un grito humano.

—¡Quietos todos! —exclamó—. ¡No hagáis el menor ruido!

Instantes después el absoluto silencio que se produjo fue interrumpido por otro grito.

—¡Socorro! —había gritado alguien.

—¿Habéis oído? —preguntó Sandy Hooc.

—¡Sí! ¡Si! —respondieron todos.

—¡Es la voz de Turner! ¡Estoy seguro de ello!

Todos echaron a correr para auxiliar a los infelices sepultados en la mina.

Los salvadores recorrieron otros doscientos metros, y se encontraron ante un enorme montón de materiales que les cerraba el paso.

Una maldición salió de labias del bandido.

—¡Imposible pasar! ¡Haría falta dinamita para destruir este muro!

Y haciendo señas a todos para que guardaran silencio, gritó:

—¿Quién llama? ¡Responded! ¡Venimos a salvaros! ¡Somos americanos, no indios!

Una voz bastante cercana respondió débilmente:

—¡Un hombre blanco, que va a morir de hambre!

—¿Mister Turner?

—¡Si; soy Turner!

—¿Viven todavía vuestros amigos?

—Todavía sí; estamos trabajando para abrimos paso.

—¿Veis la luz de nuestra antorcha?

—No; debe de taparla el muro.

—¿Podréis esperar algunas horas?

La respuesta fue un grito de desaliento.

—¡Hablad!

—¡Bandido! ¡Vienes a asistir a nuestra agonía para apoderarte después de nuestras cabelleras!

—¡No, mister Turner! ¡Os engañáis! ¡Vengo para salvaros a todos!

—¡Mientes!

—¡Sargento, hablad para convencerle!

—Señor Turner —dijo el Jefe de los voluntarios—, os aseguro que somos cowboys del general Custer. ¿No reconocéis al sargento Will? Lo habéis visto y hablado más de una vez.

—¡Sí, sí! ¡Oh; si es cierto que venís a salvarnos, hacedlo cuanto antes, porque vamos a morirnos de hambre!

—¡Una palabra antes, mister! —dijo Sandy Hooc—. ¿Se podría abrir un túnel a través de esta muralla de carbón para que pudierais salir?

—No conozco el espesor ni la resistencia de este muro. Nuestra lámpara se apagó hace ya muchas horas, y la oscuridad que nos rodea es completa.

—¿No podríais ir otra vez a la otra entrada de la mina?

—¡Imposible! No tenemos luz, y nos extraviaríamos en las galerías.

—¿Llega hasta vosotras nuestra luz?

—Sí; una claridad muy tenue.

Sandy Hooc se volvió hacia los voluntarios, y les dijo:

—Es preciso intentarlo. Esos desgraciados no deben de estar muy lejos de nosotros, puesto que distinguen el resplandor de la luz que tenemos. Abriremos una brecha.

—¿No se nos caerá encima la bóveda? —preguntó el sargento—. ¡Diablo! ¡Preferiría habérmelas yo solo con media docena de pieles rojas mejor que emprender semejante trabajo! ¡No tengo ninguna simpatía por las minas!

—Dejaos de charla y pongámonos a la obra, sargento —dijo Sandy Hooc—. ¿No habéis oído que esos infelices se mueren de hambre?

Tomó una antorcha y reconoció detenidamente el muro, por fortuna, se componía de grandes bloques de carbón mezclados con rocas, y apoyados unos en otros de modo que dejaban muchos claros o aberturas.

—Nunca he sido ingeniero —murmuró el bandido; pero creo que se puede abrir un paso sin que se derrumbe toda la mole. No se trata más que de escoger los bloques que no sirvan de apoyo a los demás. ¡Aquí, aquí está el punto de ataque!

—Y qué, señor inspector de minas —preguntó el sargento, ¿habéis resuelto el problema?

—Me lo figuro —respondió secamente Sandy.

—¿No acabaremos como los topos?

—He sido minero antes de dedicarme a los trenes, y poseo cierta práctica. ¡Cuatro hombres conmigo! ¡Los demás, atrás, y que por ahora no hagan mas que alumbrarnos!

Dio la antorcha a uno de éstos, cogió un trozo de carbón que pesaría lo menos medio quintal, y trató de separarlo, primero poco a poco y después con gran vigor.

El trozo de carbón fue sacado al fin, sin que se movieran los que estaban encima y a los lados.

Un hueco de medio metro de alto y de la anchura suficiente para que pasara un hombre corpulento como el indian-agent quedó en el lugar que ocupaba el bloque de carbón.

—Mister Turner —preguntó Sandy, mientras los cuatro hombres que estaban a su lado llevaban fuera el bloque—, ¿veis ahora más clara la luz de nuestra antorcha?

—Si —respondió el campeón de los matadores de hombres—; tanto que casi me parece que puedo tocarla.

—¡Cómo que estáis más cerca de nosotros de lo que suponéis!

—Vuestra voz llega hasta mucho más clara que antes.

—Me parece que sólo nos separan tres o cuatro metros. ¡Voy seguir trabajando!

—¿Trepida el muro?

—Absolutamente nada.

—¡Entonces, todo irá bien!

Sandy Hooc introdujo en el hueco una mecha, miró atentamente y dio señales de gran satisfacción.

Había descubierto en el fondo un montón de carbón muy dividido, y cuyos fragmentos caían por las aberturas de los grandes bloques superiores.

—¡Excavemos! —dijo—. ¡Después se verá!

Retiró la antorcha y se puso a trabajar activamente, arrojando tras si los pedazos de carbón de muy pocos kilos de peso, y que los soldados amontonaban a lo largo de las paredes de las galerías.

El paso iba alargándose cada vez más; pero las uñas de Sandy se rompían, y sus dedos sangraban.

Trabajaba con una especie de frenesí, sin dejar de prestar atento oído por sí trepidaban las enormes masas de carbón acumuladas sobre su cuerpo.

De cuando en cuando llamaba a Turner, que era el que estaba más cerca, pues sus otros compañeros permanecían detrás.

—¿Seguís viendo mi luz?

—¡Sí, cada vez más clara! —respondía invariablemente Turner.

Después de haber sacado más de medio metro cúbico de carbón, Sandy encontró otro gran bloque.

El momento era terrible, porque si la masa cedía, corría el peligro de perecer aplastado por las toneladas de carbón que tenía encima.

Sin embargo, aquel hombre, que quería a toda costa redimirse, no dudó ni un momento.

Después de examinar otra vez con la antorcha la barrera que tenía delante, cogió otro bloque, que debía de pesar más de un quintal.

Una lluvia de polvo negro le cayó encima; pero los grandes bloques superiores no se movieron.

Haciendo mil esfuerzos, logró remover el bloque y extraerlo. Un grito de alegría se oyó al otro lado del muro, y tres voces exclamaron:

—¡Os vemos!

—¡La luz! ¡La luz!

—¡Estamos salvados!

—¡Esto es la vida!

Sandy Hooc sacó el bloque entre sus hercúleos brazos y lo depositó a un lado de la galería.

—¡Cuerpo de Satanás! —dijo el sargento—. ¡Vaya si tiene fuerza este hombre!

Todos acercaron las mechas y miraron hacia el agujero abierto por Sandy.

Un hombre se arrastraba como una serpiente a través de la abertura.

Por fin se puso en pie con los ojos desmesuradamente abiertos y el rostro ennegrecido por el polvo de carbón.

Era Turner.

—¡Señor bandido —dijo cariñosamente a Sandy—, en mi cualidad de autoridad, os perdono lodos vuestros delitos!

—Mister —respondió Sandy, con gravedad—, una absolución pronunciada por el hombro más valiente de la gran pradera vale más que la de todas las autoridades de la Unión. ¡Gracias, señor Turner! ¡Mi rehabilitación empieza!

John salió en aquel momento, seguido por Harris y Jorge.

—¡Sandy Hooc! —dijo el indian-agent. ¡He aquí mi mano! ¡Sois un bandido diferente de los demás!

—¡Y he aquí las nuestras! —añadieron Harris y Jorge.

El ladrón se echó atrás, diciendo:

—¡No merezco estrechar manos leales!

—Sí —dijo el indian-agent—, lo merecéis.

Sandy Hooc, después de vacilar algunos momentos, dijo por último:

—¡He aquí mi mano!

El indian-agent y los dos cazadores la estrecharon con efusión; pero Turner se mantuvo a cierta distancia. Un representante de la Justicia, un ex magistrado de la City, no podía alargar la mano a un tuno semejante, que había merecido cien veces que le ahorcaran.

Las voluntarios, habían saludado aquella emocionante escena con un formidable ¡hurra!, a riesgo de provocar el derrumbamiento de la bóveda de la galería; el sargento, por su parte, murmuró con admiración:

—¡Qué el diablo me lleve si estos hombres no son prodigiosos!

CAPÍTULO XX. EN LA MONTAÑA

Diez minutos después los quince hombres se encontraban fuera de la mina, en plena luz y sentados sobre la hierba, rodeados de carbón, vagonetas y raíles.

John, Turner, Harris y Jorge devoraban con avidez verdaderamente bestial enormes trozos de carne ahumada y galletas de harina de maíz que los soldados habían puesto a su disposición, rociando su abundante comida con frecuentes tragos de whisky. En torno de ellos se habían sentado los bravos voluntarios, prontos a ofrecerles su pipa y sus provisiones.

El sargento, que había mandado un correo para que avisara al grueso de la tropa, se multiplicaba por atender a los desgraciados.

—¡Cuerpo de ballena! —exclamó Turner, que hasta entonces había estado trabajando con los dientes—. ¡Esto es extraordinario! ¿Quién nos hubiera dicho hace pocas horas que íbamos a meter en el cuerpo estos sabrosos pedazos de carne? ¿Qué dices, John?

—Yo no digo nada. Estoy admirado de ver el sol —respondió John con la boca llena.

—Ha sido una gran fortuna la nuestra —manifestó Turner—; poro se la debemos a un canalla. No os ofendáis, Sandy Hooc, o mejor dicho, Asno Colorado, de tan poco halagüeño calificativo; pero un ex magistrado no puede aplicaros otro.

—Nada de eso, mister Turner —contestó el bandido sonriendo—. Estáis en vuestro derecho, por la cualidad que ostentáis de antiguo representante de la Justicia.

—A pesar de todo, hay que reconocer que en el fondo sois un hombre de buen corazón. Otro en vuestro lugar no habría hecho lo que vos habéis realizado por nosotros, y nos hubierais dejado morir rabiando de hambre en el fondo de esa maldita mina. ¡Os aseguro que la cruel Minnehaha nos ha hecho pasar momentos horrorosos!

—Os creo, mister.

—¿Y dónde está esa diablesa de Minnehaha? —preguntó John.

—Ha ido a reunirse con Toro Sentado.

—He hecho un juramento —prosiguió el indian-agent—, no volver a la pradera hasta que arranque la cabellera de la hija, como arranqué la de la madre.

—Yo os proporcionaré la ocasión.

—¿Cómo?

—Sí, porque vuelvo con los sioux para ganar la gracia que me ha prometido el general Custer. Quiero volver a mi país a ver a mi madre, antes de que cierre los ojos para siempre, maldiciéndome.

—Explicaos —dijo John, fumando en una hermosa pipa que le había ofrecido el sargento.

—El general me ha encargado una misión peligrosa, que yo trataré de cumplir lo mejor que pueda.

—¿Ha de matar a Toro Sentado?

—No; he de salvar a un hombre, si vive todavía.

—¿Quién es?

—El teniente Jorge Devandel.

El indian-agent, Harris y Jorge se levantaron, dando un grito de angustia.

—Entonces, ¿es verdad que le han apresado?

—El general me lo ha asegurado.

—Pero ¿no lo sabíais? —dijo el sargento—. Hace ya quince días que se lo llevaron los indios, después de asesinar a los hombres que iban con él.

—¡Jorge, el hijo de mi coronel, prisionero! ¡Desgraciado! ¡Minnehaha no tendrá piedad de él, como no la tuvo de su padre!

—¡No hay que correr tanto! —exclamó Sandy—. Se sabe que Toro Sentado le retiene prisionero, tal vez para canjearle por algún sakem. Hasta ahora, al menos, no hay motivo para temer por su vida.

—¡Pero si Minnehaha se reúne con Toro Sentado, Jorge morirá!

—Tampoco puede asegurar eso. Toro Sentado no es un hombre que ceda a los caprichos de una mujer.

—¿Y vos habéis prometido al general ir a salvarle?

—Sí, a cambio de su indulto.

—¡Harris, Jorge! —dijo John—. Un día salvamos a ese joven y a su hermana. ¿Queréis salvarle ahora a él?

—Del mismo modo que le arrancamos de manos de los arrapahoes, le arrancaremos ahora de la de los sioux, ¿verdad, hermano?

—¡Ofrezco mi rifle y mi vida!

—¡Contad también conmino, John! Ya sabéis que yo he nacido para las aventuras —dijo Turner.

—No debe rehusarse nunca un rifle de la importancia del vuestro, mister Turner —respondió Sandy—. Conozco perfectamente las proezas del campeón de los matadores de hombres.

—¡Pues ahora, a prepararnos!

En aquel momento llegaron los cuarenta jinetes que habían quedado a la otra entrada de la mina.

—Señores —dijo el sargento a los aventureros, aunque mi misión ha concluido, os seguiría, porque podríais necesitar los servicios de mi gente; pero el general no me ha dado carta blanca, y debo volver al campamento. Espero, sin embargo, que pronto volveremos a vernos. ¿Os hace falta algo?

—Cuatro caballos, cuatro carabinas, pistolas y municiones.

—¡En seguida! —añadió el sargento; y mirando a lord Wylmore, que ni siquiera se había fijado en la presencia de los aventureros, ocupado en buscar bisontes, le dijo:

—Y de vos, ¿qué debo hacer?

—Dejadle venir con nosotros —respondió Sandy Hooc—, puede sernos útil.

—Sí; es una carabina más —añadió John—. Además, es valiente, y ni los indios ni los bisontes le dan miedo.

Provistos los aventureros de caballos y de armas, se prepararon a partir.

Milord —dijo Sandy al inglés—, voy al Laramie a cazar bisontes.

—¿Bisontes? ¡Yo os acompaño!

Sandy le presentó a Turner y los tres cazadores, añadiendo:

—Vendrán también a cazar.

Yes: yo olvidarlo todo por la caza. ¡Matar cien bisontes, y curarse mi spleen!

—Os advierto que tendremos que entrar más de una vez en fuego con los indios.

—¡Mí no tener miedo a los indios!

—Recordad lo que hicieron con vos en el palo del tormento.

—¡A traición! Yo decir que no pagar más libras esterlinas a vuestros amigos: ya las pagué al contratarlos.

—Nadie os pedirá un solo penique, milord, aunque matéis doscientos bisontes.

—¡Ah, bien! ¡Yo matar los bisontes, y curar spleen!

Saludaron todos al sargento y se alejaron al trote hacia los altos de las montañas, en tanto que el escuadrón partía con dirección al campamento del general.

Sandy Hooc y el indian-agent, que conocían perfectamente aquellas montañas se pusieron al frente de los expedicionarios.

El inglés, que guardaba todavía rencor a sus acompañantes, se quedó atrás, para evitar en lo posible toda conversación con ellos.

Ninguno de sus compañeros se dio por ofendido por aquel aislamiento.

Durante todo el día los Jinetes flanquearon barrancos profundísimos y atravesaron salvas de pinos, hasta que al oscurecer decidieron acampar en una pequeña mes ta poblada de altas hierbas, entre las cuales era fácil esconderse a un hombre a caballo.

Reinaba un viento huracanado, y en el cielo no se divisaba una sola estrella.

—¡Mala noche! —dijo Sandy mientras dejaban libres a los caballos para que pastaran y extendían sobre la hierba sus mantas de lana—. ¡Es una verdadera noche de emboscadas y de sorpresas! Si los indios nos han visto, es difícil que nos dejen tranquilos, a pesar de estas plumas que me adornan.

Dirigiéndose luego a sus compañeros, añadió terminantemente:

—No hay que encender fuego ni fumar.

—¡Vamos a aburrirnos! —dijo John.

—Se me figura que la vida bien vale una pipa.

—¡No estoy convencido!

—¿Cenamos? —interrogó Turner—. Con el estómago lleno se sobrellevan mejor los disgustos.

Después de hacer un reconocimiento por las alrededores, echaron en las mantas sin abandonar las carabinas, y cada uno consumió su parte de cena, consistente, como era casi general entre los cazadores, en carne ahumada y galletas de maíz.

El viento iba aumentando, mezclándose a sus mugidos los fragores de los torrentes.

—¡Mala noche! —repitió Sandy—. ¡Noche de emboscadas y de sorpresas!

Los seis hombres se distribuyeron para la guardia John y Turner debían hacer la primera. Sandy Hooc y el inglés la segunda, y los dos hermanos la última.

—Cubrios bien con las mantas —dijo el indian-agent—. Turner y yo no nos dejaremos sorprender.

—¡Buenas noches, milord bisonte! —dijo Sandy Hooc, envolviéndose en la manta y apoyando la cabeza en la silla del caballo, como es costumbre en la pradera.

John y Turner colocaron sus camas de campaña veinte metros más adelante, y las carabinas entre sus piernas.

Así permanecieron uno junto a otro, sin cesar de sondear a través de la oscuridad de la noche. Temían a Minnehaha.

Pasaron dos horas, y nada había turbado la tranquilidad de su guardia; pero de pronto John, que tenía un oído agudísimo, oyó cierto rumor que el viento no pudo apagar.

Sin hablar, se levantó con el rifle preparado.

—¿Qué hacéis, John? —le preguntó Turner disponiéndose a imitarle.

—¡No os mováis!

—¿Vienen los indios?

—Todavía no lo sé.

—¿Aviso a los compañeros?

—Por el momento, no. Dejadles dormir. Armad la carabina y esperadme.

—¿Vais a la descubierta?

—Sí; es necesario. Mi ausencia será breve.

Y se lanzó por aquel mar de hierbas.

Como hemos dicho, su oído era demasiado fino para haberse engañado. Era cierto que un desconocido peligro los amenazaba.

Se adelantó cautelosamente, escuchando siempre con atención.

A unos cuatrocientos metros del campamento cayó de pronto sobre él una masa enorme, más negra que las tinieblas que le rodeaban, tirándole al suelo.

Dos zarpas le apresaron por la espalda, en tanto que percibió cerca de su rostro una boca monstruosa abierta de par en par y lanzando un hálito caliente y fétido.

Acostumbrado a la acometida de las fieras, el indian-agent no perdió la cabeza.

Puso un pie en el vientre del acometedor para impedirle que le estrechara más, y sacando una de las pistolas, le disparó a bocajarro.

Un rugido feroz respondió a la detonación, y la fiera, herida de muerte, cayó sobre sus patas traseras, mientras se cubría la herida con la extremidades anteriores.

El relámpago que produjo el disparo dio a conocer a John la clase de enemigo con quien se las habla.

No era un grizzly, como supuso en un principio, sino un enorme oso negro, cuyo peso debía de pasar de tres quintales.

Estos animales en una sola noche son capaces de devastar totalmente un campo de maíz. No son carnívoros, ni poseen la fuerza de sus congéneres grises; pero resultan tan terribles como estos, porque tienen la costumbre de apresar a su enemigo entre sus enormes brazos y apretarlos hasta romperles las costillas, y muchas veces la espina dorsal.

John, que en su larga vida había matado no pocos de dichos animales, logró ponerse de pie, dar un salto y preparar el rifle.

Se oyó un segundo disparo, y la fiera, lanzando un gruñido de agonía, cayó muerta sobre la hierba.

—Un momento de vacilación —decía John caminando hacia el campamento de sus compañeros—, y me aplasta.

Al llegar cerca del sitio en que acampaban, vio a todos sus amigos intranquilos y dispuestos a salir en su socorro.

—¿Los indios? —le preguntó Turner apenas le distinguió.

—No; un oso negro, que he logrado matar.

—¡Malo! —exclamó Sandy.

—¿Por qué?

—Porque las detonaciones pueden haber llamado la atención de los indios.

—¿Creéis que los indios estén cerca de aquí, Sandy? —preguntó Turner.

—Seguramente, mister; y creo conveniente internarnos en la montaña, si queremos evitar una sorpresa nada agradable.

—Pues entonces, en marcha dijo el indian-agent.

Los seis hombres ensillaron los caballos en un momento y partieron en seguida hacía Poniente.

El viento, que seguía siendo tempestuoso, acumulaba grandes masas de vapores, que no lardarían en deshacerse en lluvia.

Sandy Hooc, que iba guiando, buscaba en vano la manera de orientarse en aquellas tinieblas.

John iba a la retaguardia.

Unos quince minutos después de emprender la marcha, un relámpago proyectó su lívida luz en la montaña que atravesaban. Sandy Hooc refrenó a su caballo y dio una voz de alerta.

—¡Quietos! ¡Estamos al borde de un precipicio!

En el mismo momento John gritaba:

—¡Fuera los rifles! ¡Nos siguen!

CAPÍTULO XXI. LA CAZA DE LOS HOMBRES PÁLIDOS

La audaz empresa que habían acometido Sandy Hooc y sus compañeros amenazaba terminar trágicamente.

La obscuridad de la noche hacía imposible una rápida fuga, especialmente en aquellas montañas cortadas por multitud de precipicios, en los cuales se despeñaban espumosos torrentes.

Antes de recorrer una distancia de ochocientos metros hubieran seguramente caído al fondo de una de aquellas simas.

La presencia de los indios señalada por John aumentaba considerablemente el peligro.

¿Eran pocos o eran muchos los enemigos? En una noche tan oscura, era imposible comprobarlo.

—¿Qué haremos? —preguntó Sandy Hooc, volviéndose hacia John—. ¿Estáis seguro de haber visto a los indios?

—Precisamente visto, no, porque no tengo ojos de gato; pero he oído con claridad los relinchos de muchos caballos.

—¿Será alguna vanguardia de Custer? —Interrogó Turner.

—No es posible mister —respondió el bandido—. Los yanquis no han empezado todavía a subir la montaña. El general camina con extremada prudencia, y hace bien.

—¿Os parece, pues, que entremos por este cañón que se abre ante nosotros?

—Sí —dijo Harris—, porque de lo contrario tendríamos que empeñar un combate desesperado.

—Y nos aplastarían las vanguardias de Toro Sentado.

—Lo mejor es descender por ese cañón o barranco Nuestros caballos son fuertes —añadió el indian-agent—, y no resbalarán.

—Yo esperaría a que otro relámpago disipara estas tinieblas de Satanás.

—Y en tanto el enemigo llegaría.

—Lo se, señor John —repuso Sandy—; pero me parece peligroso aventurar a los caballos por esa pendiente, que puede estar cortada a pico.

Apenas acababa de hablar, un vivo relámpago rasgó el cielo de Levante a Poniente, como pudiera haberlo hecho un inmenso cuchillo y proyectó su luz en el cañón, iluminándolo en toda su longitud.

—¡Oh! —dijo alegremente Sandy—. ¡Los bribones tenemos siempre suerte! El descenso es peligroso, pero no imposible. ¿Habéis visto, mister John?

—Sí —respondió el indian-agent, que había lanzado una mirada a la enorme cortadura—. Creo que los caballos resistirán.

—¿Haber ahí bisontes? —exclamó de pronto lord Wylmore.

—De seguro —le contestó Turner, que se complacía en tomarle el pelo—. Encontraremos millares de ellos descansando. No tendréis más que cogerlos por los cuernos, milord.

—¡Aoh! ¡Muy bien! ¡Yo bajar en seguida!

—Sujetad bien el caballo y mantened el cuerpo derecho —le previno Sandy—. Yo voy delante.

Y con un valor maravilloso, aunque no fuera sorprendente en un bandido, se aventuró con decisión por la áspera pendiente resuelto a llegar al fondo, a fin de interponer entre sus amigos y los indios la casi inaccesible cortadura; bien que él por si propio nada tuviera que temer de los pieles rojas, en su cualidad de semi-sakem.

Tronaba espantosamente en aquel momento, y gruesas gotas de lluvia caían sobre las rocas. Los relámpagos sólo brillaban a pocos intervalos, acompañados siempre de fortísimo ruido, como si Júpiter y Eolo estuvieran bromeando entre sí.

Los caballos, sostenidos por el puño de hierro de sus jinetes, descendían con prudencia, tanteando el terreno con los cascos.

Guiábanse a sí propios, porque los hombres no distinguían nada en tan profunda oscuridad.

De cuando en cuando ráfagas impetuosas atravesaban aquella honra garganta, mugiendo entre las matas y lanzando sobre los expedicionarios cortinas de lluvia.

Entonces los caballos se detenían temerosos, bajando la cabeza; mas apenas pasaba la ráfaga, seguían el descenso, marchando en zigzag.

Los aventureros, con el cuerpo echado hacia atrás, les facilitaban la bajada con la habilidad de consumados jinetes.

Habían recorrido ya la mitad de la pendiente, cuando una enorme piedra pasó rodando junto a ellos.

—¡Los indios! —exclamó Sandy Hooc—. ¡Roguemos a Dios que no sigan arrojando piedras! pues de lo contrario, todos caeremos aplastados antes de ganar el torrente. ¡Qué oído tiene mister John! ¡No se había engañado! ¡Firmes los caballos! ¡Apretad las rodillas! ¡Nuestra piel y nuestra cabellera corren grave peligro, camaradas!

—¿Veis bisontes? —le preguntó el inglés.

—¡Muchos! ¡Están bebiendo en el torrente!

—Yo ser feliz.

—¡Así te rompas la cabeza! —murmuró Harris—. ¡Quiera Dios que sea para ti la segunda pedrada!

Los caballos siguieron avanzando, por más que sus temores se hablan redoblado ante la especie de bólido que pasó junto a ellos.

Afortunadamente, los relámpagos no menudeaban, y esto imposibilitaba ver a los fugitivos.

Pocos minutos después otro piedra pasó silbando siniestramente, aunque a mayor distancia de las aventureros que la anterior.

Un último esfuerzo, y los seis hombres se hallaron en la orilla del torrente.

—¡Estamos a salvo! —dijo Sandy Hooc.

—Si podemos atravesarle.

—Nuestros caballos nos llevarán al otro lado; respondo de ello.

Aunque el torrente que mugía en el fondo del barranco no era muy ancho, la impetuosidad de su corriente hacia difícil atravesarle.

Era una verdadera catarata que corría por el fondo del tenebroso abismo, rompiéndose en mil brazas, que se estrellaban contra las rocas con ímpetu irresistible.

—¿Pasamos? —preguntó Turner, mientras un tercer proyectil chocaba violentamente contra el fondo del abismo—. ¡Yo, la verdad, no tengo ningún deseo de morir aplastado!

—¡Esperad! —contestó Sandy Hooc.

—¿A que nos apedreen?

—Mientras no brille otro relámpago, no hay que temer. Los indios tampoco ven en la oscuridad.

—Pues ya esperamos.

El bandido, cuyo valor no disminuía, espoleó a su caballo para obligarle a entrar en el torrente.

Por un momento el pobre animal se resistió a obedecer al jinete, espantado ante la furia de la corriente; pero al fin se decidió a entrar en el agua y avanzó haciendo sonar sus cascos en las rocas del fondo.

—¡Hop! ¡Hop! —gritaba Sandy Hooc; y momentos después añadió:

—¡Ya encontré el vado!

—Se diría que Dios o el diablo protegen a la canalla —murmuro John entrando resueltamente en el agua.

Si no hubiesen sido todos, incluso el lord, habilísimos jinetes y, ademas, si no montaran, como montaban, verdaderos caballos de la pradera, habituados a atravesar los grandes ríos del territorio central de la Unión, de seguro que hubieran perecido, pero los valientes animales, bien guiados y con la ayuda de su instinto, en poco más de diez minutos se hallaron en la otra orilla.

Ya era tiempo porque algunos segundos después un verdadero aluvión de grandes piedras comenzó a caer en el abismo, dando botes tremendos al chocar con las rocas del talud, y yendo al fin, a sepultarse retumbando en el torrente.

—¡Cuerpo de una ballena! —exclamó Turner, cuyas piernas chorreaban agua—. ¿Quién de vosotros posee un talismán?

—Tal vez yo, mister —dijo Sandy, riendo—. ¡Todos los bandidos tienen alguno!

—¿Y cuál es el vuestro?

Un fragmento de la tibia del buen Manitú, el gran espíritu de los pieles rojas, que me fue regalado por el padre de Minnehaha.

—¡Idos al diablo! ¡Yo no creo en esas porquerías!

—Entonces, será algún hueso de bisonte.

—¡Regaládselo a milord, para que le cure de su bisontería aguda!

—¿Hablar de bisontes? —preguntó el inglés, que habla oído algunas palabras.

Milord —preguntó Turner con voz grave—, ¿sabéis lo que han arrojado los indios durante nuestro peligroso descenso?

—Yo no saberlo.

—Un trozo de hueso de bisonte muerto hace más de mil años, y muy venerado por las tribus indias.

—¿Hueso milagroso?

—¡Y tanto! Ya habéis visto que nos ha salvado de la muerte.

—¿Quién posee ese amuleto?

Mister ladrón.

—¡Yo comprarlo en seguida!

—Seguid primero adelante, milord. Las piedras siguen cayendo; y aunque el talismán es eficaz, no es prudente establecer aquí una subasta pública.

—¡Yo no seguir si no poseo el hueso de bisonte!

—Dádselo, Sandy Hooc —dijo John.

—Si; pero que antes ofrezca. ¡Qué diablo! ¡Los negocios son los negocios, dicen nuestros compatriotas!

—Ofrecedle, milord, y andemos listos —dijo Turner—. Yo no quiero que me aplasten la cabeza por un capricho vuestro.

—¡Bisonte! ¡Magnífico! ¡Yo ofrecer cien guineas!

—¡Aceptado! —respondió prontamente el bandido—. El hueso de bisonte os pertenece y os lo remitiré contra una letra que me firmaréis cuando estemos a salvo. ¿Estáis dispuestos, camaradas? ¡Hop! ¡Hop! Subamos la orilla opuesta.

Aunque la oscuridad era profunda y los caballos estaban cansados, se pusieron valerosamente en marcha, y pronto llegaron a la ribera, cubierta de césped y de colosales cañaverales.

Los indios, entretanto, continuaban arrojando al precipicio enormes piedras, con la esperanza de aplastar a los fugitivos antes de que hubieran podido vadear el torrente.

Afortunadamente para los aventureros de piel blanca, los salvajes perdieron el tiempo, pues aquella lluvia de proyectiles sólo produjo daño en la hierba.

Sorteando hábilmente las dificultades y eludiendo pasar por los sitios de más peligro, los seis caballos lograron al fin ganar la altura opuesta.

Eran entonces las dos de la madrugada. Así, al menos, lo había dicho lord Wylmore, a quien los indios dejaron su cronómetro de oro, creyendo que era una máquina peligrosa de origen infernal.

—Hagamos un breve alto —dijo Sandy Hooc—. Nuestros caballos no pueden más, y nos son muy necesarios para utilizarlos por completo.

—¡Un alto peligroso! —contestó John—. Los indios pueden bajar hasta el torrente y atravesarlo aprovechando la oscuridad.

—Lo sé, mister; pero es necesario conceder algún descanso a nuestras bestias. Además, ocupamos una buena posición, y con seis rifles manejados por hombres que rara vez fallan el tiro, podremos hacer mucho en caso de necesidad.

—Sin embargo, yo quisiera saber —dijo Turner— cuántos son los enemigos que tenemos a la espalda.

—Mañana lo veremos, mister —respondió Sandy Hooc—. Estoy resuelto a no moverme hasta que venga el alba.

—¿Queréis esperar tanto tiempo?

—Es preciso para contar la fuerza de nuestros adversarios. Por otra parte, la situación no es tan grave como creéis.

—¿Qué queréis decir, señor bandido?

—¿No soy un semi-sakem? ¿No me cae por la espalda el magnifico ornamento de plumas de pavo, y no llevo en la cabeza el adorno de plumas de los jefes?

—¿Y qué queréis decir con eso? —interrogó John.

—Que, en mi cualidad de guerrero, puedo intimar al enemigo a que se marche sin mezclarse en mis asuntos.

—¡Hum! No serán tan estúpidos que os crean, sabiendo que bajo la capa de ocre hay una piel blanca. Todos ellos deben de saber que Asno Colorado no es otro que Sandy Hooc, que no fue, por cierto, creado por Manitú.

—Creo que tenéis razón —dijo el bandido—. Los creo capaces de soltarme un tiro para que vaya a gozar las delicias de las celestes praderas ¡Qué diablo! ¡Sandy Hooc es todavía en el fondo un hombre astuto!

—Decid más bien un gran canalla —repuso Turner.

—¡Da lo mismo! —contestó el bandido, riendo—. Pero antes de mucho tendréis que dar las gracias a este canalla.

—¡No digo que no!

—Porque tengo un hermoso proyecto dentro de la cabeza, mister.

—¿Se puede conocer?

—Dejad que acabe de madurar. ¿Los pieles rojas quieren aprendernos? Pues no lo lograrán, porque a Sandy Hooc no le da la gana. Esperemos al alba, y, si podéis, dormid, que yo me encargo de la guardia.

—¡No seré yo, ciertamente, quien cerrará los ojos! —manifestó John.

—¡Ni yo! —dijeron los otros.

Lord Wylmore, a quien no le importaban un bledo todas las tribus indias de la América del Norte, ni aun las del Sur, se había acostado plácidamente al flanco de su caballo y roncaba como un órgano, teniendo la carabina entre las piernas y soñando con sus anhelados bisontes.

Las horas transcurrían lentas, angustiosas para todos, excepto para el inglés, que seguía roncando.

Por fin, hacia las cuatro comenzó a clarear un poco hacia Levante; pero la luz se iba difundiendo muy lentamente a causa de las nubes que cubrían el cielo, y que el viento aún no había podido barrer.

Sandy Hooc se puso en pie.

—Tomemos nuestras precauciones, mister John —dijo—. Colocad los caballos entre la hierba, y vos quedaos junto a ellos. Si los indios son pocos, sucederá lo que quiera el destino, pues les haremos frente. Si son muchos, pondré en ejecución mi plan, que he madurado perfectamente en estas largas horas.

—Explicaos mejor, Sandy.

—Se trata de una cosa sencillísima. Vosotros apareceréis como prisioneros míos.

—¿Cinco hombres blancos y armados conducidos por un solo indio?

—¡Ah, no! Armados, no; porque yo colocaré todas vuestras armas en mi silla.

—¿No será eso una infame traición?

Mister John —respondió el bandido con serenidad—, creo haberos dado ya suficientes pruebas de amistad. ¿Qué me impulsó a pedir ayuda al general Custer para salvaros? Decidlo. Nadie me hubiera impedido dejaros morir de hambre en la mina y volver después por vuestra cabellera, como me había ordenado Minnehaha. No soy un canalla tan feroz como suponéis.

—Es verdad —respondió el indian-agent—. Sin vos, ninguno de nosotros hubiera salido vivo de aquella prisión.

—El día llega; ¡apresuraos! Antes que los pieles rojas atraviesen el cañón, yo habré preparado el Juego. Tenéis un lazo en vuestra silla. Cortadlo y preparad cuerdas para ataros.

—¿Me dais vuestra palabra?

—Soy un miserable, y mi palabra no puede tener ningún valor —dijo Sandy Hooc conmovido—. ¡Pero todavía tengo una madre en las verdes colinas de la Marylandia, y… por ella, por mi madre, os lo juro!

—Me basta; os obedezco.

John oyó como un hondo sollozo se ahogaba en la garganta del bandido.

—¡Vuestra mano, camarada! —le dijo.

—¡No me atrevo!

—¡Estrechadla; es la de un hombre leal!

—¡No me atrevo!

—¡Apretad! —dijo John impaciente—. ¡Los minutos son demasiado preciosos!

El bandido estrechó la mano de John, diciendo entre sollozos de gratitud y de alegría:

—¡Mi vida es vuestra! ¡Ya creo que vuelvo a ser un hombre honrado! ¡Escondeos, cortad el lazo y dejadme hacer a mi!

—¡Sea! —dijo el indian-agent.

De un empujón brutal despertó al inglés, cuya fantasía vagaba siempre, aun entre sueños, entre inmensos rebaños de bisontes, y explicó a sus compañeros el plan de Sandy, que en aquel momento era otra vez Asno Colorado, semi-sakem de Minnehaha y Nube Roja.

El bandido aguardaba impasible, seguro del buen éxito tío su plan.

No esperó mucho, pues apenas separó las nubes el primer rayo de sol, quince o dieciséis indios armados con Winchester y hachas de guerra bajaron por el cañón y se lanzaron a cruzar el torrente.

—Quince —murmuró—. Demasiados para nosotros, que sólo disponemos de rifles. ¡Veremos!

Esperó a que los indios vadearan el torrente, y en seguida, subiendo a lo más alto de la roca, gritó con voz poderosa:

—¡Quietos todos! ¡Asno Colorado está ante vosotros!

Al oír aquellas palabras, los asaltantes se detuvieron, apuntando, sin embargo, sus fusiles al aire, por mera precaución.

Durante algunos momentos ninguno se atrevió a hablar; pero a poco uno de ellos, alto y grueso, que llevaba plumas negras entre el cabello, dio algunos pasos adelante, gritando:

—¡Yo soy Mano Amarilla!

—¡Y yo soy Asno Colorado! —respondió Sandy—. ¿Qué queréis?

—¿Cómo se encuentra aquí mi hermano?

—Porque Minnehaha, la gran sakem de los sioux y de los corvis, lo ha querido.

—¿Era, pues, a ti a quien dábamos caza?

—Así parece —respondió Sandy.

—¿Por qué no has lanzado el grito de guerra de nuestra tribu cuando arrojábamos las piedras?

Porque la noche era muy oscura, y yo no sabía si mis perseguidores eran indios u hombres blancos.

—Podríamos haberte matado.

—¡Un gran guerrero como Asno Colorado no tiene miedo a la muerte! —repuso el bandido con arrogancia.

—¡Si, tú eres un gran guerrero! Todas las tribus de los sioux lo saben.

—Y bien; ¿qué quieres de mí?

Yo te suponía un enemigo, y he mandado un correo a Toro Sentado para que me envíe cincuenta hombres.

—¿Para qué? —preguntó irónicamente Sandy.

—Para prenderte.

—Pues bien: envía otro guerrero al gran sakem de les sioux pura notificarle que Asno Colorado ha apresado a cinco hombres pálidos y los conduce al campamento de Minnehaha.

—¿Cinco has dicho? —exclamó el indio.

—Sí, cinco, hermano. ¿De qué te sorprendes? Asno Colorado tiene valor para prender otros tantos, si mi hermano quiere verlos, ven acá, y así me relevarás para vigilarlos. Hace tres noches que no duermo.

—¡Tú eres un gran guerrero!

—Lo sé. ¿Cuándo llegarán los cincuenta guerreros que has pedido a Toro Sentado?

—Hacia el oscurecer. Están todavía lejos nuestros hermanos.

—Y será mejor que no se acerquen. Los yanquis vienen a marchas forzadas. Ven, tengo necesidad de ti.

—Todos mis hombres están a tu disposición. Tú serás un día gran sakem, y debo obedecerte.

Una sonrisa burlona plegó los labios del bandido.

—¡Sí —murmuró—; lo seré en Marylandia, al lado de mi madre!

Luego, alzando la voz, añadió:

—¿De cuántos hombres dispone mi hermano?

—De quince.

—Bastarán para mis prisioneros.

—¿Cuáles?

—Espera y verás lo que ha sabido hacer el futuro sakem.

Bajó rápidamente de la altura en que estaba y se internó entre las hierbas, donde se habían escondido los cinco hombres blancos.

Gentleman —dijo—, los pieles rojas llegan. Dejad que os ate. Respondo por mi honor de vuestra salvación.

John había dividido ya el lazo en varios trozos.

En pocos instantes ató Sandy Hooc las manos a los prisioneros, y colocó en la silla de su caballo todas las armas que aquéllos llevaban.

—¡Ahora que vengan! ¡Veremos quién vuelve al campamento de Toro Sentado!

Un relámpago siniestro había brillado en los ojos del bandido.

Tomó un rifle y se dirigió hacia el cañón, en tanto que los aventureros, completamente tranquilos, se tendían en la hierba obedeciendo las instrucciones de Asno Colorado.

CAPÍTULO XXII. LA ASTUCIA DE SANDY HOOC

Pocos minutos después Mano Amarilla y sus quince guerreros subían por la opuesta orilla del torrente, llevando en las manos, no sólo sus Winchester, sino también el hacha de guerra.

Desconfiados por carácter y por instinto, se preparaban contra una posible sorpresa, aunque todos habían oído hablar con elogio de Asno Colorado y de sus hazañas.

Sandy Hooc los saludó con un hug familiar y después dijo a Mano Amarilla:

—Yo he realizado una empresa que ni el mismo Toro Sentado se hubiera atrevido a acometer.

—¿Qué quiere Asno Colorado, que él…?

Mano Amarilla se habla interrumpido bruscamente al ver los caballos de los cinco aventureros.

—¿De quién son esas caballos? —preguntó.

—De cinco rostros pálidos que tengo prisioneros.

—¿Tú?

Asno Colorado es un gran guerrero, y tiene en sus brazos la suficiente fuerza para detener u un bisonte en su carrera. Si hubieran sido diez en vez de cinco, lo mismo las habría capturado.

Mano Amarilla y sus guerreros miraron con profunda admiración al bandido, que se había empinado sobre la punta de los pies para parecer más gigantesco aún.

—¿Tú has hecho prisioneros a cinco hombres blancos? —exclamó el jefe de los indios ¿Qué corazón y qué fuerza te ha dado el buen Manitú?

—¡La del grizzly! —respondió Sandy Hooc alargando sus poderosos brazos, que habían vencido al inglés y que hubieran podido derribar a puñetazos a los mismos indios.

—¿Y los has capturado tú solo?

—Yo solo.

—Me parece que ningún guerrero de nuestra nación es capaz de semejante hazaña.

—Pues yo la he realizado: ven a verlos.

Mano Amarilla y los suyos se dirigieron hacia las altas tierras donde pastaban tranquilamente los caballos, y con inmenso estupor vieron en el suelo a los cinco prisioneras con las manos atadas.

—¡Es increíble! —exclamó el jefe—. ¡Eres el guerrero más grande de la nación que te ha adoptado! Porque ya sabemos que un día fuiste un hombre blanco.

Una risa irónica fue la respuesta de Sandy.

Mano Amarilla soltó el hacha de guerra y desnudo el cuchillo.

—¿Qué quieres hacer, hermano? —le preguntó precipitadamente el bandido.

—Las cabelleras que adornan mis calzones se me han caído y voy a proporcionarme otras mejores.

Sandy Hooc alargó sus formidables brazos como para ahogar al imprudente; pero se contuvo, y dijo con amenazador acento:

—Estos hombres me pertenecen a mí solo, porque yo solo los he hecho prisioneros; sus cabelleras las ofreceré a mi squaw (mujer), y con ellas adornará el wigwam de Asno Colorado. ¿Me ha comprendido mi hermano?

—Supongo que los conducirás al campamento de Toro Sentado.

—Y Minnehaha, la gran sakem, les arrancará la cabellera en mi nombre.

—¿Qué deseas de nosotros?

—Que escoltéis a mis prisioneros, si no tenéis otra cosa que hacer.

—Pertenecemos a la vanguardia de Toro Sentado.

—Entonces los escoltaré yo solo.

—Puedo dejarte dos guerreros, porque ya sabes que antes que se ponga el sol tendré otros cincuenta bajo mi mando.

Sandy Hooc dudó algunos momentos, pero en seguida, temiendo que sospechara, dijo:

—Sea, aunque Asno Colorado se basta él solo para atravesar con sus prisioneros la pradera. ¿Dónde acampa Toro Sentado?

—A la extremidad de la garganta del Funeral. Allí espera el ataque de los blancos, y allí los destrozará totalmente.

—¡Muy bien! Vengan los dos guerreros, y baja en seguida a la llanura, que los yanquis vienen.

Mano Amarilla hizo seña a dos de sus guerreros para que salieran del grupo, y luego dijo:

—¡Qué el buen Manitú proteja a Asno Colorado!

—¡Qué el hacha de guerra de Toro Sentado parta el cráneo del general Custer!

—No, el corazón; porque ha jurado comérselo crudo y palpitante en presencia de sus guerreros —respondió Mano Amarilla.

—¡Se lo deseo! —añadió socarronamente el bandido.

Montó Mano Amarilla en su caballo, hizo con la mano una señal de despedida y bajó al precipicio para cruzar otra vez el torrente.

—¡Diablos! —murmuró Sandy Hooc, que le seguía con la vista—. ¡Se diría que nuestros negocios empiezan a embrollarse! Si estos cincuenta indios descubren mis intenciones, no hay piedad para mis amigos ni para mí, y el teniente no puede ser salvado. Y ahora, ¿me perseguirá todavía la buena suerte? ¡Mil cañonazos! ¡Adiós país, adiós madre y adiós Ilusiones! Si Toro Sentado ataca al general Custer, me será imposible salvar al oficial Devandel. ¡En fin, veremos lo que sucede! Por lo pronto, hay que desembarazarse cuanto antes de estos dos indios.

Se dirigió brutalmente hacia los aventureros, seguido de los dos pieles rojas, y les dijo con voz imperiosa:

—¡Qué se levanten los rostros pálidos y monten a caballo! ¡Nos vamos!

—¡Por el diablo, leño mal quemado! —exclamó John, fingiéndose encolerizado.

—¡Los rostros pálidos no tienen el derecho de dirigir bravatas! —respondió el bandido empuñando su carabina—. ¡El que rehúse obedecerme, puede considerarse como hombre muerto! ¡Andando!

—¿Adónde queréis conducirnos?

—A la presencia de Toro Sentado.

—¿Para que nos arranque la cabellera?

—Eso es cosa suya.

—¡Yo querer cazar bisontes, mister ladrón! —dijo el inglés.

—En cuanto a vos, estaos callado, u os callo yo a puñetazos; y ya sabéis que los doy fuertes. Pensad en vuestros dientes, que los escupisteis en la pradera.

—¡Vos haberme prometido bisontes!

—Pues ahora os ofrezco puñetazos, milord. ¡Callad, o empieza en seguida!

Lord Wylmore estimó prudente guardar silencio.

Masculló entre dientes algunas protestas y permaneció tranquilo.

—Ayudadlos a montar —ordenó el bandido a los indios—. Después os ponéis a retaguardia y fuego al que Intento huir.

Los cinco prisioneros, que tenían las manos atadas a la espalda, fueron subidos a los caballos, y Sandy Hooc dio la señal de marcha, cabalgando delante junto al indian-agent, a quien había hecho señales de que se acercara.

Después de haberse orientado, optó por emprender el camino por la izquierda del torrente, que ofrecía mayores comodidades.

La imponente cadena del Laramie, iluminada por los primeros rayos del sol, se desplegaba majestuosa ante la mirada de los aventureros, con sus altísimas cimas, que parecían terminar en caprichosos obeliscos, erguidos siempre ante las tempestades, que no podían derribarlos; con sus soberbios flancos, cubiertas de exultante y verde vegetación, y con sus barrancos, por los cuales se despeñaban multitud de torrentes.

En medio de aquellas montañas, Toro Sentado y Minnehaha habían plantado sus campamentos, y allí esperaban, con plena seguridad de vencer, a los ochocientos hombres de que el general disponía para pelear contra los indios, cuyo número llegaba a varios millares.

Durante un rato Sandy Hooc, ocupado en observar el terreno para escoger camino, cabalgó al lado de John sin hablar y fijándose sólo en el cañón, largo y profundo.

Después, y convencido antes de que los indios iban atrás a cierta distancia, dijo:

—¿Estáis bien seguros de vuestros golpes, Mister John? Es necesario fulminar alguno antes de que salgamos del cañón.

—¿Qué queréis decir, Sandy?

—Que esta noche nos desembarazaremos de estos dos espantapájaros que Mano Amarilla ha dejado junto a mí, si bien lo hizo por las instancias que formulé para evitar sospechas, y con ellas daños mayores.

—¿Queréis matarlos?

—Es necesario.

—¿No son, pues, vuestras intenciones conducirnos al campamento de Sitting Bill, o sea Toro Sentado?

—¿Qué decís, mister? ¿Por salvar a uno voy a comprometer a cinco? ¡Oh, no! Os llevo conmigo para que protejáis mi retirada.

—¿Estáis seguro de poder salvar al teniente?

—¡Si todavía vive, yo le salvaré ante las propios narices de Toro Sentado! ¿No soy para eso un guerrero temido y respetado, a quien han ofrecido el cargo de sakem? No seré Jefe de los pieles rojas porque ya estoy harto de guerras, de su crueldad y de su vida vagabunda. Ahora quiero ser caballero a la europea.

—Eso no es difícil en América —contestó riendo el indian-agent.

—¡Oh, lo sé! En los Estados Unidas y en Mejico suelen respetar más a un bandido que a un hombre honrado. Hablando de lo nuestro, ya sabéis que esta noche me ayudarais a desembarazamos de estas indios. Dos disparas de rifle y todo habrá concluido, porque el torrente estará dispuesto a trabárselos.

—Eso es una traición.

—Los hombres blancos están en guerra con los rojos. Nuestra acción, pues, no será un asesinato. ¿No os parece?

—Cuando se trata de salvar al hijo de mi desgraciado coronel, me hallo dispuesto a todo —respondió John con solemnidad—. Además, tengo el derecho de defender mi cabellera y la vida de mis amigos. En momento oportuno, alargadme mi rifle, aquel del cañón bruñido, y el indio sobre quien yo dispare no tendrá tiempo de lanzar ni un grito.

—¡Muy bien! —dijo el bandido.

Siguieron recorriendo el cañón, que parecía que no iba a acabarse nunca, aunque, por otra parte, Sandy no tenia ninguna prisa por alcanzar pronto la cima, sabiendo como sabía que Toro Sentado acampaba en la vertiente opuesta.

Quería llegar de noche para eludir los centinelas y poner en seguridad a sus protegidos, a los cuales había dedicado todo su afecto, aunque éste fuera todo lo tierno que podía esperarse del corazón de un bandido.

La subida de la montaña fue áspera y puso a prueba la fuerza de los jinetes y de los caballos, más acostumbrados a trotar por la pradera que a caminar por terrenos abruptos.

A la puesta del sol, después de haber hecho un descanso al mediodía para comer algunas tortas de maíz, los expedicionarios llegaban casi a la extremidad del cañón.

La cúspide de la montaña estaba sólo a pocos kilómetros, y todavía la escarpadura se mostraba profunda y las aguas se precipitaban en su fondo.

Sandy Hooc cambió una mirada con John y en seguida cogió de la silla uno de los rifles y se lo alargó, diciéndole en voz baja:

—¿Necesitáis de mi ayuda para desataros?

—No —respondió el indian-agent.

—¿Erraréis el tiro?

—Respondo de mi vida.

—Pues dejemos acercarse a nuestros hombres.

El indian-agent, cuyas ligaduras eran más aparentes que reales, se libró en pocos instantes de las cuerdas y empuñó el rifle.

Sandy Hooc dirigió una mirada a los dos indios. Iban descuidados y ofrecían un blanco admirable.

—¡Pronto! —dijo.

Y tanto él como John se volvieron rápidamente en sus sillas y apuntaron con las carabinas.

Brillaron dos relámpagos y se oyeron dos detonaciones que retumbaron lúgubremente en la montana.

No se oyó un solo grito; pero si se percibió el ruido de dos cuerpos precipitados por el cañón.

Eran los dos indios y sus caballos, que se estrellaban contra las rocas y se hundían en el torrente.

—¿Qué hacéis? —preguntó Turner.

—¡Librarnos de dos estorbos! —dijo tranquilamente Sandy Hooc.

—¡Eso es un asesinato!

—¡Señor Turner, esos dos indios os hubieran arrancado la cabellera sin vuestro permiso! ¡La justicia de aquí pertenece al más fuerte y al más hábil!

—Lo sé —contestó el campeón de los matadores de hombres.

—Además, señor Turner, estamos en guerra con los pieles rojas y debemos defendemos.

—¡Continuad!

—¿El qué?

—¡Señor bandido, sois un hombre verdaderamente maravilloso!

—Soy tan maravilloso como todos los que nacen bajo el sol de Marylandia.

Milord —dijo John volviéndose al inglés, que tomaba uno de los fusiles—, ¿qué hacéis?

—Haber oído disparos y calculo que haber bisontes a la vista.

—¡Este hombre está loco, padece una bisontitis aguda! —dijo John—. ¿Qué hacemos con él?

—Dejémosle ir —dijo Sandy Hooc—. No puede serme ya necesario.

—Yo le habría lanzado ya detrás de los dos pieles rojas —añadió el bandido—. Me divierte con sus cosas y su boxeo; pero ¿quién sabe si llegará a sernos perjudicial con sus eternos bisontes?

—¿Seguimos andando? —preguntó John.

—Y de prisa. Quiero llegar al campamento de Toro Sentado antes del alba. Ahora dejadme hacer a mí.

Y acercándose al inglés, que buscaba por todas partes su caza favorita, le quitó el rifle y le dijo:

—Aquí no hay bisontes, milord; pero están cerca.

—¿Cómo? ¿Qué decís?

—Que antes del alba los encontraremos al otro lado de la montaña.

—¿Vos haber tomado mi fusil?

—Es necesario, milord.

—Entonces, ¿tengo que cogerlos por los cuernos?

—En el momento oportuno os daré vuestro rifle.

—¡No comprender nunca a vosotros! Yo ser venido exprofeso a América a cazar bisontes para curar mi spleen, y vosotros no dejarme disparar nunca. ¡Este ser un país de pillos!

—No, milord —dijo Sandy Hooc—. Dispararéis más tarde, cuando no haya indios en la montaña. Comprenderéis que nosotros debemos defender del mejor modo posible nuestra vida y nuestra cabellera.

—¡Yo ser amigo de los indios!

—Sí; pero yo no.

—Vos estar indio.

—Sí; en el color y las plumas. ¡A la silla, milord! Antes de media noche quiero estar en el campamento de Sitting Bull. ¡Obedeced!

—¿Y si quiero esperar a los bisontes?

—¡Con cien mil de a caballo! —gritó el bandido, rechinando los dientes como un jaguar—. ¡No olvidéis que he sido uno de los más terribles bandidos de la pradera americana, y que la vida de un hombre vale para mí menos que la de un miserable coyote! ¡No abuséis de mi paciencia, u os mato, como he matado hace, poco al indio y os arrojo al abismo! ¡Ya conocéis la fuerza de mis puños!

—¡Yes! —contestó con calma el inglés.

—¡A la silla, os repito!

¡Vos ser un bandido filosófico y yo obedeceros con gusto!

—Habéis ganado veinte o treinta años de vida, porque si no me obedecéis os mato.

—¡Complacerme mucho vos!

—¿A pesar de los puñetazos que os he propinado?

Mister bandido ser muy amable.

—¡Está bien! ¡A montar!

El testarudo inglés se decidió a rendirse ante el terrible ultimátum de Sandy, y saltó sobre su caballo sin añadir una sola palabra.

—Ganemos aquella hendidura —dijo el bandido—. Allí hay u£ escondite seguro, donde podréis esperarme sin correr el menor peligro. Es allí —añadió, señalando con la mano— donde empieza la catarata. Seguidme, y que nadie encienda la pipa.

Los expedicionarios se pusieron en marcha, siguiendo siempre el borde del cañón.

La noche había llegado, y las tinieblas ennegrecían ya los flancos de la montaña envolviendo en su manto todo el paisaje.

Los astros brillaban limpiamente en el cielo, y su tenue luz proyectaba una claridad suficiente para guiarse sin tropiezo.

Sandy Hooc, que parecía conocer palmo a palmo toda la cadena de montañas, en las cuales en otro tiempo operó con sus bandidos, no vacilaba acerca de la dirección que debían tomar.

Terminado el cañón, entró en un bosque de pequeños pinos y abetos, y se dirigió resueltamente hacia la cima del monte, siguiendo un sendero que tal vez sólo él conocía.

Distaba apenas cuatrocientos metras de la cúspide, que se alzaba en forma de pirámide truncada, cuando el bandido se detuvo, diciendo:

—Ha llegado el momento de dejaros.

—¿Cómo? ¿Os vais? —preguntó ansiosamente John—. ¿Y nosotros?

—Vosotros seguiréis este sendero que gira alrededor de la pirámide, y que los caballos recorrerán sin mucha fatiga, porque los de mi banda lo escalaban al trote cuando los amenazaba un peligro. Allí arriba encontraréis una especie de campamento atrincherado defendido por altas rocas, y en él podréis descansar sin cuidado, porque los indios no lo conocen. Era el observatorio, y al mismo tiempo reducto, de mis antiguos compañeros de bandolerismo.

—¿Y qué haremos nosotros allá arriba?

—Nada; me esperaréis, y estaréis dispuestos a defender mi retirada si la empresa que acometo toma mal signo, lo que no creo.

—Pero ¿vais a ir solo al campamento de Sitting Bull?

—Yo soy un indio bastante conocido y no tendré nada que temer. Además, allí estarán Minnehaha y Nube Roja, pero me guardaré de visitarlos, a no ser en caso de extremada necesidad.

—Tenéis razón —dijeron Jorge y Harris.

—Mi ausencia será brevísima. Tengo un proyecto en la cabeza que, si me sale bien, pondrá furioso a Toro Sentado. Os recomiendo que no disparéis ni un solo tiro para no llamar la atención de la vanguardia india, que debe de estar cerca de aquí Adiós, gentleman, y si dentro de tres días no vuelvo, decid que Sandy Hooc ha terminado su carrera y ha perdido la cabellera.

—¿Y mis bisontes? —preguntó en aquel momento lord Wylmore.

—¡Idos al diablo! —le contestó el bandido, haciendo dar a su caballo un salto que le colocó fuera del sendero—. ¡Buenas noches a todos!

Y se alejó por la derecha, donde se abría una especie de garganta que debía conducirle a la opuesta vertiente de la montaña.

John y sus compañeros le siguieron con la mirada hasta que desapareció, y después continuaron por el sendero que serpenteaba alrededor de la cima para llegar al refugio. Sandy Hooc había empezado a descender, procurando ocultarse entre los arbustos.

Varias hogueras brillaban en el fondo del valle, tiñendo de rojo la truncada pirámide que coronaba la montana, y que aparecía, aun a gran distancia, de colosales dimensiones.

Aquellas luces que el bandido vela eran la, del campamento de los sioux y de los últimos corvis de Nube Roja.

CAPÍTULO XXIII. EL PLAN DE SANDY HOOC

El campamento de los sioux ocupaba casi todo el valle comprendido entre las dos primeras montañas del Laramie, extendiéndose hasta el lindero de los primeros bosques.

Toro Sentado había escogido expresamente aquel lugar, porque era punto estratégico para cumplir su plan de sorprender a las tropas americanas y asesinarlas con uno de aquellos golpes audaces que le habían hecho celebre.

Amaba la emboscada, la sorpresa, pues sabia que en llanura abierta sus valientes guerreros no habrían podido resistir el ataque de la caballería.

Dos palabras acerca de este famosísimo Jefe, alma de resistencia de los sakems sioux.

Nació en 1837, y a los diez años había adquirido eran celebridad como cazador de bisontes, tanto, que podía rivalizar con el famoso Buffalo Bill, o sea el coronel Cody.

A los catorce hacía frente a su primer enemigo, que era, naturalmente, un hombre blanco, al que mató y arrancó la cabellera como hubiera podido hacerlo el más valiente guerrero indio.

Entonces fue cuando adoptó por extraño capricho el sobrenombre de Tatanca-Jotanca, que quiere decir Toro Sentado, mote que conservó siempre y que sigue siendo célebre entre todas las tribus indias de la América septentrional.

Enemigo implacable de la raza blanca, en la cual veía a los exterminadores de los pieles rojas, tomó parte en las insurrecciones, comprendida la tan sangrienta de 1862, y en la de 1876 llevaba ya pintados en su manto de piel de bisonte veintidós combates en que había tomado parte, produciendo siempre en el enemigo el asombro maravilloso que siempre causa la extraordinaria audacia.

Al estallar la guerra de 1877, los sakems de todas las tribus de los sioux le eligieron por unanimidad jefe supremo de su ejército.

Invitado por los emisarios del Gobierno americano a deponer las armas y a vender el territorio en que vivían por treinta millones de pesetas, Toro Sentado respondió soberbiamente:

—¡Venid a prenderme si tenéis valor! ¡Yo os aguardo! ¡En cuanto a vuestro dinero, no lo queremos; los sioux no lo necesitan!

Y se puso en campana, a la cabeza de cuatro mil guerreros, comprendiendo en este número una pequeña fracción de corvis mandaba por Minnehaha y Nube Roja, proclamando la caza de las cabelleras de los hombres blancas.

Como en todas las guerras indias, las hostilidades comenzaron con incendios, saqueos y destrucción de plantaciones y factorías, asesinando a los cultivadores y robándoles a sus mujeres; pero después el prudente sakem, que escapó de las insidias del general Crook, se refugió en las montañas, en cuyas estrechas gargantas esperaba a las tropas de Custer, que había jurado exterminar a los indios en una sola batalla, y el cual tuvo la desgracia de encontrar una muerte horrenda.

* * *

Faltaban dos horas para el alba cuando Sandy Hooc, después de haber atravesado fácilmente por entre las primeras vanguardias sioux escalonadas en los flancos de la montaña, hacía su entrada en el inmenso campamento, todo sembrado de wigwams y lleno de guerreros y caballos.

Le bastó darse a conocer a Calzones Ensangrentados para qué nadie le pusiera dificultad en su camino.

Su nombre era demasiado conocido pura que le infiriesen la injuria de someterle a un interrogatorio.

Su primer cuidado fue informarse de si estaban en el campamento Minnehaha y Nube Roja.

Obtuvo respuesta afirmativa, y en seguida se dirigió a la tienda de Sitting Bull, que era más alta que las otras, y se distinguía además por el tótem del famoso Jefe izado en lo alto, en el cual aparecía pintado un toro sentado. La pintura no tenia de toro más que los cuernos.

Después de darse a conocer a los centinelas, que vigilaban con el Winchester al brazo Sandy Hooc entró resueltamente.

Asno Colorado saluda a Tatanca-Jotanca.

El célebre jefe estaba despachando su comida, consistente en un poco de maíz remojado en agua y después cocido con grasa de oso y un cestillo de fruta.

Era un hombre de estatura imponente, más alto aun que Sandy, de facciones enérgicas y angulosas, el cabello muy largo y los ojos negrísimos y muy movibles.

Al ver entrar al falso indio se levantó, y después de observarle atentamente respondió:

—¡Ah! ¿Tú eres el célebre Asno Colorado? Minnehaha la sakem y Nube Roja me han hablado mucho de ti.

—¿Mal o bien?

—Tú eres un valiente, y aunque por tus venas corre la sangre de los blancos, has dado muchas pruebas de ser un verdadero amigo de los pieles rojas. ¿Quieres participar de mi modesta comida? Siéntate frente a mí y sírvete. En los campamentos se come lo se puede y como se puede.

—¡Gracias, Tatanca-Jotanca! —respondió Sandy Hooc, sentándose en una piel de bisonte que servia de tapete. Acepto con gusto, porque hace más de treinta horas que galopo sin comer.

—¿Dé dónde vienes, pues, Asno Colorado?

—Del campamento americano.

—¿Del campamento americano has dicho?

—Si, sakem.

—¿Dónde están esos coyotes blancos?

—En la montaña.

—¿Guiados por Custer o por Crook?

—Por Custer.

—¿Y qué fuiste a hacer allí?

—Fui invitado a ir por cuatro célebres cazadores de la pradera, que tú debes de conocer, al menos de nombre.

—¿Quiénes son?

—Turner, el campeón de los matadores de hombres, el indian-agent John, y Harris y Jorge, dos hermanos inseparables, que se hicieron notar por su valentía en la garganta del Funeral con el coronel Devandel.

—He oído hablar de esos hombres famosos —respondió Toro Sentado—. Son los héroes de la baja pradera, y si los hubiera hecho prisioneros los hubiese canjeado, porque respeto el valor y admiro a los hombres que desprecian la muerte, aunque sean enemigos. Continúa, Asno Colorado. ¿Para qué te condujeron al campamento de Custer?

—Para proponerle un canje.

—¿Cuál?

—Tres sakems cheyennes, que años antes se batieron con tu tribu, supieron que su antiguo aliado había desenterrado el hacha de guerra, y en seguida armaron a sus guerreros para unirse a ti y combatir a tu lado.

—¿Quiénes son esos valientes? —preguntó Toro Sentado con orgullo.

Pies Ágiles, Águila Blanca y Jaguar de la Pradera —contestó Sandy Hooc.

—Continúa.

—No reuniendo más que cien guerreros entre los tres, les ha sido imposible forzar la columna que manda Custer, y que recorre la pradera, y han caído en una emboscada que les tendieron.

—¿Todos? —preguntó ferozmente Toro Sentado, cruzando los brazos sobre el pecho.

—No —respondió el bandido—. La mayor parte de ellos lograron librarse con una pronta fuga de la matanza que parecía ya inevitable; pero los tres sakems, después de realizar prodigios de valor, cayeron en manos del general Custer.

—¿Todos vivos?

—Sí; pero heridos.

Toro Sentado respiró ruidosamente, y dijo:

—Estoy contento de que no hayan ido a encontrar al gran Manitú, porque me figuro que algún día se pondrán otra vez esos valientes a la cabeza de los indios y darán quehacer a esos perros blancos. ¿Y qué es lo que quiere hacer con ellos el general de los largos cuchillos? ¿Fusilarlos acaso?

—No —respondió Sandy Hooc.

—¿Arrancarles la cabellera?

—Tampoco.

—Explícate mejor, Asno Colorado.

—Tus guerreros han sorprendido hace algunas semanas a un oficial americano y le han hecho prisionero, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Vive todavía?

—Si, y me ha costado mucho trabajo librarle de la furia de Minnehaha, que reclamaba imperiosamente su cabellera por no sé qué antigua venganza. Si vive aún, es porque me he negado a las exigencias de la sakem, pensando en un posible canje.

—Pues bien; el general Castor ofrece ceder los tres jefes cheyennes a cambio de la libertad de joven oficial.

—¡Tres sakems por un joven imberbe! —exclamó Sitting Bull—. ¿Es, pues, un famoso guerrero ese muchacho?

—Yo no lo sé, porque ni siquiera le conozco. Sé, sin embargo, que es el hijo de un célebre coronel de quien antes te he hablado.

—¡El coronel Devandel! —exclamo el gran Jefe—. Sí; durante varios días, con un grupo de valientes mantuvo cerrada la garganta del Funeral, por la cual queríamos pasar nosotros para unirnos a los cheyennes y los arrapahoes y apaches. Lo recuerdo como si fuera ayer, pues yo combatí en las primeras filas.

Sitting Bull se había levantado por segunda vez y empezó a pasear por la tienda, dando fuertes patadas a cuantos objetos le estorbaban: sillas, rollos de pieles y cacharros de cocina. Después, parándose bruscamente ante el bandido, dijo:

—¡Era aquella una hermosa guerra, que hubiera dado mucho quehacer a los de los largos cuchillos, porque habíamos logrado la alianza de las cinco naciones indias, y había millares y millares de guerreros sobre las armas! ¡El gran Manila ha abandonado a los hombres rojos y parece que se ha aliado con el Gran Padre de los rostros pálidos! ¡Sea así! ¡Si está escrito en el libro del Destino que nuestra raza debe desaparecer de este país, que siempre perteneció a nuestros padres, eso sucederá; pero el último indio morirá con el hacha de guerra en la mano y el Winchester pronto a quemar su último cartucho!

Sandy Hooc le escuchó pacientemente, bebiendo grandes tragos de una botella de pésimo whisky.

—¿Qué dices tú, Asno Colorado; tú que tienes en las venas sangre de blancos? —le preguntó Sitting Bull.

—Yo digo que mis compatriotas son unos verdaderos canallas —respondió el bandido—. Como ves, he abandonado a mi raza porque siempre me parecía egoísta.

—¡Tú eres un hombre! —dijo el famoso Jefe—. Yo te estimo, aunque tu piel sea blanca, en vez de ser roja.

He combatido siempre por los hombres rojos, y Minnehaha y Nube Roja pueden afirmarlo.

—Lo sé, y no necesito interrogarles. Conozco muy bien todas las hazañas realizadas por los sakems y los grandes guerreros.

—¿De modo que has venido por el joven oficial para hacer el canje?

—Si, Jefe.

—¿Podré fiarme de la promesa del general?

Ha empeñado su palabra de honor y la mantendrá. Los hombres blancos, como te he dicho, son unos canallas; pero cuando un comandante jura por su honor, no hay que dudar. Yo respondo de la libertad de los tres sakems.

Sitting Bull le miró. En sus ojos negrísimos brillaba un relámpago de desconfianza. La tranquilidad o, mejor dicho, la impasibilidad de Sandy, pareció calmar sus dudas, porque dijo en seguida:

Tengo fe en ti. Te entregaré al rostro pálido; pero ten presenta que si me haces traición, iré a buscarte hasta los últimos limites de la pradera y te arrancaré la cabellera primero y el corazón después.

Si tienes dudas de mí, dame un buen caballo y llevaré al general tu respuesta, o sea que el cambio no puede hacerse hasta que haya terminado la guerra.

—No, yo no quiero dar una prueba de desconfianza a un hombre pálido que ha tomado tantas veces la defensa de los pieles rojas.

Dicho esto, dio Toro Sentado una palmada, presentándose al punto uno de los guerreros que vigilaban en la entrada de la tienda.

—Conduce aquí al oficial blanco —le ordenó.

Cogió el calumet que llevaba en un saquito pendiente de la cintura, lo llenó de moriche, lo encendió y se puso a fumar en silencio, mirando distraídamente las nubes de humo.

Sandy Hooc, después de haber dado un último tiento a la botella, ya casi vacía, creyó oportuno imitar al Jefe.

Transcurrieron algunos minutos, y se alzó una de las cortinas de la tienda, entrando en ella un hermoso joven de treinta o treinta y dos años, con barba negra.

Tenía los brazos atados a la espalda y conservaba un aire de arrogancia que no dejaba de imponer respeto.

—Ahí le tienes —dijo Sitting Bull levantando un brazo—. Es el hijo del famoso Devandel, que en la guerra de 1863 me hizo estar inmóvil con mi gente más de dos meses ante la garganta del Funeral.

Sandy Hooc se había levantado y le observaba atentamente.

—¡Tiene buena sangre en las venas! —dijo—. ¡Yo también sé distinguir a los hombres valientes!

El teniente, a quien habían arrancado los galones, sin duda para que adornaran los calzones de algún Jefe indio, miró a su vez con cierta curiosidad al bandido, y no pudo contener un gesto de sorpresa.

—Aunque estás pintado, he conocido que eres un hombre blanco —le dijo.

—Podríais engañaros —le objetó Sandy Hooc—. Asno Colorado es un piel roja auténtico.

—¿Sois vos el encargado de arrancarme la cabellera? —dijo el oficial.

—Nunca he tenido semejante idea. Al contrario, he venido para trasladaros al campamento del general Custer.

—¿Al campamento?

—Sí, rostro pálido.

—¿Bromeáis?

—No tengo esa costumbre. Además, aquí está Sitting Bull, que confirmará mis palabras.

—Minnehaha, la hija de Jalta, ha jurado arrancarme la cabellera.

—Soy yo quien manda en la tribu de los sioux —exclamó Toro Sentado, que hasta entonces había permanecido en silencio—. Minnehaha no cumplirá su juramento, si quiere adornar su wigwam, que ponga en él su manto de lana. ¡Aquí sólo manda Tatanca-Jotanca!

—He aquí una generosidad extraña en un piel roja —dijo el hijo del coronel—. Me admiro aún de estar vivo, después de veinticinco días de prisión.

Toro sentado cruzó los brazos sobre el pecho y le preguntó:

—¿Y por qué se sorprende el rostro pálido de estar todavía vivo?

—Porque vosotros no tenéis piedad de los hombres blancos que caen en vuestras manos.

Sitting Bull tuvo un acceso de cólera; pero se repuso en seguida, y añadió:

—¿Y vosotros, respetáis a los pieles rojas? ¿Cuál es el indio que haya podido olvidarse de Sand-Creek, a quien vosotros los blancos habéis llamado Chivington-Matanza? Allí, en el campo entre los más famosos guerreros cheyennes y apaches, que llevaban hombres por su valor y audacia, como Caldera Negra, Antílope Blanco, Mano Izquierda y otros, estaban sus mujeres, mis hijos, débiles e indefensos, y allí cayeron los blancos como fieras, matándolos a todos, sin respetar a nadie. ¿Lo recordáis, rostro pálido?

—Aquello fue una infamia cometida por un bruto, a quien el Gobierno destituyó de su cargo —respondió el teniente—. Mi padre combatió siempre contra los indios de Méjico y el Far-West; pero siempre respetó a vuestras mujeres y a vuestros hijos.

—Lo sé —respondió Toro Sentado—. Si vuestro padre se hubiera llamado el coronel Chivington, en vez de Devandel, a estas horas vuestra cabellera adornaría mis calzones. Afortunadamente, no sois hijo de aquel asesino, del que reniegan vuestros mismos compatriotas. ¿Qué decís a esto, rostro pálido?

—Que las guerras han sido siempre atroces, especialmente en este gran país —respondió el teniente.

Sitting Bull se volvió hacia Asno Colorado, que no habla abierto la boca, y señalando con el indice de la derecha al hijo del coronel, le dijo:

—He aquí un hombre que hará brillante carrera. El hijo del defensor de la garganta del Funeral, que con su valor tuvo a raya tantos días y tantas noches a los más intrépidos guerreros de todas las tribus indias, debía ser forzosamente digno de su padre.

Dio otra palmada y el centinela entró nuevamente.

—Que ensillen y dispongan en seguida dos caballos escogidos entre los mejores, y que se los provea de armas y municiones, y víveres para tres días. ¡Ve!

—Yo traigo mi caballo —dijo Sandy Hooc.

—Estará cansado, y además el que voy a darle será mucho mejor —contestó el sakem.

Luego, llevándole aparte, le dijo en voz baja:

—¿De modo que vienen hacia acá?

—Sí.

—No son más que ochocientos, según me han dicho.

—Creo que no pasan de ese número.

—¿Sabes por qué cañón vendrán?

—Lo ignoro, porque dejé a los largos cuchillos al pie de la montaña.

—¡No importa! —dijo Sitting Bull después de un breve silencio—. ¡Yo les prepararé una emboscada de la que no escapará ni uno solo!

En aquel momento entró el indio anunciando que los caballos estaban dispuestos.

—Marcha, Asno Colorado —dijo el gran sakem—, y vuelvo pronto con los tres jefes, a fin de que puedan asistir a mi victoria.

—Espero volver a verte antes de la noche de mañana contestó el bandido, el cual, dirigiéndose al oficial, añadió con tono áspero:

—¡Seguidme!, y tened presente que si intentáis fugaros, os meteré en el cuerpo todas las balas de mi winchester ¡Y os advierto que cuando yo disparo, mi adversario cae siempre!

Jorge Devandel se encogió de hombros con indiferencia y salió de la tienda, sin mirar siquiera a Toro Sentado, que se había puesto a fumar tranquilamente.

CAPÍTULO XXIV. LA MATANZA

El bandido y el teniente, a quien habían desatado, pero sin entregarle ningún arma, atravesaron al galope el inmenso campamento indio, donde se hablan reunido unos cinco mil guerreros, y llegaron a los contrafuertes de la montaña, que se erguía majestuosamente.

Habrían podido entrar por la cañada que tenían delante formando un gigantesco cañón; pero Sandy Hooc tenía muy buenas razones para seguir otro camino. No había olvidado a Turner ni a los cazadores, que debían de esperarle llenos de ansiedad.

Apenas se vio algo distante de los últimos centinelas indios, emboscados detrás de los pinos para proteger el campamento contra toda sorpresa, dijo sonriendo al teniente:

—Señor Devandel, os saludo en nombre de John, el indian-agent de vuestro padre, y de Jorge y Harris, los dos valientes cazadores de la pradera, a quienes creo que conocéis.

—¡John!… ¡Jorge!… ¡Harris!… —exclamó el oficial sorprendido y deteniendo el caballo—. ¿Qué es lo que me decís?

—Creo que he hablado bien claro. No os habréis olvidado de aquellas buenas gentes que combatieron al lado de vuestro difunto padre y que, si no me engaño, os salvaron de la muerte en las orillas del lago Salado.

—¿Quién sois? ¡Decídmelo! ¡Os lo ruego!

—¡Bah! Los indios me llaman todavía, no sé por qué, Asno Colorado, aunque creo que no tengo mucho de jumento. Mis verdaderos compatriotas me nombran sencillamente Sandy Hooc.

—¿El desvalijador de trenes? —exclamó el oficial.

—¡Ah! ¿Habéis oído hablar de mi? Bueno; pues os diré que si he sido un bribón, ahora trato de convertirme en un hombre honrado.

—¿No sois indio?

—Me parece que no.

—¡Ya me lo habla figurado!

—Y me lo habéis dicho —contestó el bandido sonriendo.

—¿Y John os ha encargado que me saludéis de su parte? ¿Dónde está ese valiente?

En vez de responder, Sandy Hooc tomó de la silla uno de los dos Winchester que le habla regalado Sitting Bull, y se lo entregó al oficial.

—¿Qué hacéis? —preguntó éste admirado.

—¿Sois buen tirador? —preguntó el bandido, cuya frente se había nublado.

—Como un cazador de la pradera.

—Nos siguen.

—¿Quiénes?

—He visto a un indio por entre los Arboles.

—¿Y qué puede ocurrimos?

Sandy Hooc respondió con un juramento, añadiendo luego:

—¡Minnehaha no es leal como Sitting Bull! Alguien debe de haberle avisado mi llegada al campamento indio y mi marcha con vos, teniente Devandel. Si nos alcanza, tendrá nuestra cabellera.

—Pero ¿no ha bastado la de mi padre para calmar el furor de esa fiera?

—Parece que no —dijo Sandy, que parecía muy preocupado—. Señor Devandel, apresurémonos a unirnos con John y sus amigos o vamos a acabar mal. Sólo allá arriba, en el refugio de mis antiguos bandidos, podremos mantener a raya a los corvis de Minnehaha hasta la llegada de Custer. ¡Al galope, señor, y si veis algún indio, hacedle fuego sin misericordia! ¡Yo no soy ya Asno Colorado; me convierto en un hombre blanco!

—¿Cómo puede haber sabido Minnehaha nuestra marcha?

—Estos pieles rojas tienen un oído muy fino, señor Devandel, y una vista muy larga. Además, es probable que alguno de sus guerreros estuviera espiándonos constantemente.

—¿Creéis, pues, que vienen dándonos cara?

—No lo creo: estoy seguro. Afortunadamente, nuestros caballos son magníficos, y haremos correr bien a Minnehaha, a Nube Roja y a todos sus guerreros. ¡Hop!… ¡Hop!… ¡De prisa, gentleman!… ¡Oigo galopar a los caballos del enemigo!

—¿No serán los susurros del viento?

—Pronto os convenceréis de que no me equivoco.

Durante media hora pudieron seguir la carrera a través del bosque, hasta que al fin llegaron a una altura desde la cual pudieron observar el terreno.

Sandy Hooc profirió una maldición.

—¿Qué pasa? —preguntó el hijo del coronel.

—¡Qué están muy cerca!

—¿Quiénes?

—¡Los indios de Minnehaha! ¡Conozco bien la indumentaria de los corvis para poder equivocarme! ¡Miradlos! Galopan por la linde oriental del bosque y se disponen a cortarnos el camino.

El oficial miró en la dirección indicada.

Cuarenta o cincuenta jinetes indios, inclinados sobre las sillas, desfilaban a carrera desenfrenada por el bosque a menos de quinientos metros de distancia.

Más prácticos en el conocimiento de la montaña que Sandy, debían de haber tomado por cualquier atajo para llegar más pronto a aquel sitio.

Quinientos metros, sin embargo, era suficiente distancia para no permitir hacer punterías acertadas, sobre todo con el desordenado movimiento de los caballos.

—¡Son muchos! —dijo el oficial, arrugando la frente—. ¿Y Minnehaha?

—Va a la cabeza con Nube Roja. ¿No habéis distinguido el manto blanco? ¡Hop!… ¡Hop!… ¡Mi gentleman!… ¡Trataremos de llegar al refugio, o de lo contrario nuestras cabelleras son suyas!

Los caballos ascendían a todo correr por la montaña, en cuya cima se divisaba, esfumada por las nubes, la pirámide que le servia de corona y donde estaban John y sus compañeros.

Los indios, viéndose impotentes para cortarles el paso, empezaron a dar gritos feroces y a disparar, aunque sin ningún resultado, pues los winchesters usados en aquella época, aunque de tiro rápido, no tenían gran alcance.

Si los corvis hubieran estado armados de rifles, habrían sido mucho más de temer.

—¡Hop! ¡Hop! —gritaba sin cesar el bandido, guiando magistralmente a su caballo—. ¡Sujetad bien las bridas, gentleman! ¡Si vuestro caballo cae, sois perdido!

—¡No temáis! —le contestaba con confianza Devandel—. ¡Soy un buen jinete!

La caza adquirió caracteres de verdadero encarnizamiento.

Los cincuenta indios se dividieron en dos grupos: uno guiado por Minnehaha y otro por Nube Roja, y ambos, describiendo un semicírculo, intentaban cortar el paso de los fugitivos.

Sin embargo, los caballos que Sitting Bull había puesto a disposición de Sandy y el oficial eran animales de fuerza y bríos muy superiores a los que montaban los pieles rojas.

Aunque el terreno no se prestaba a facilitar la carrera, no dejaron los dos animales de galopar, sin necesidad de que los jinetes los hostigaran.

El pecho de los brutos se había cubierto de espuma, y ambos estaban inundados de sudor; pero no acollaban el galope, como si hubieran comprendido que de su resistencia dependía la salvación de sus dueños.

Los dos fugitivos atravesaron una alta meseta, y al entrar en un bosquecillo de pinos fueron saludadas con una descarga de winchesters, aunque por fortuna resultaron ilesos.

—¿Estamos muy lejos? —preguntó el oficial, que había oído silbar las balas cerca de su cabeza.

—Una hora lo menos nos falta para llegar —respondió Sandy Hooc.

—No creo que las indios hayan podido acortar la distancia que los separa de nosotros.

—Es verdad, gentleman; más bien los hemos adelantado.

—¿Llegaremos antes que ellos?

—Así lo espero; pero con muy poca ventaja. A esta hora el indian-agent y sus compañeros tienen que haber visto lo que nos pasa y se dispondrán a una desesperada defensa Una sola cosa me preocupa.

—¿Cuál?

—Que tienen pocos víveres, y nosotros tampoco llevamos muchos. Si el sitio se prolonga, no se cómo vamos a concluir.

—Nos pondremos a media ración.

—¡Sois valiente, gentleman!

—No se muere de hambre en pocos días ¿Es seguro el puesto?

—Es de muy fácil defensa.

—Entonces todo va bien.

—Y marchará mejor si el general Custer se decide a atacar.

—¿Lo dudáis?

—¡Quién sabe! Parece que no tiene gran deseo de ello. Que atravesará el gran cañón no es dudoso. El caso es saber cuándo logrará hacerlo.

Una nueva descarga interrumpió la conversación.

—¡Diablo! —exclamó el bandido inclinándose sobre la silla—. ¡Mis amigos los indios no economizan los cartuchos! ¡Se ve que he dejado de ser para ellos Asno Colorado, y que Minnehaha trata de atrapar mi cabellera! ¡Hop!… ¡Hop!… ¡Gentleman!… ¡Nuestros caballos corren como el viento!

En efecto: los dos caballos, a pesar de tan larga carrera, parecía que habían recobrado nuevas fuerzas, pues apretaron el paso.

Subían por las laderas con ímpetu irresistible, cortando el aire como trombas, con las patas ligeras, humeante la nariz y las crines erizadas.

Los disparos de los indios, en vez de asustarlos, les daban mayores bríos.

Los pieles rojas, guiados por Minnehaha y Nube Roja, no perdían terreno.

Los indios de la América del Sur y de la del Norte son los más hábiles jinetes del mundo, apenas igualados por los gauchos de la pampa argentina y los vaqueros del Oeste.

Aunque no usan espuelas ni sillas, con la sola presión de las rodillas saben guiar a sus caballos mucho mejor que los árabes y los jockeys ingleses.

En un hipódromo hubieran sido carreristas temibles que habrían dado mucho que hacer a las más célebres deportistas de Europa.

Después de atravesar los fugitivos un segundo bosque, saludados de vez en cuando por infructuosas descargas, se hallaron en la cuesta de la montaña, que se elevaba ante ellos desnuda y estéril, mostrando el camino hacia la cima.

—¡Allí arriba están! —dijo Sandy Hooc—. ¡Si nuestros caballos resisten, Minnehaha no tendrá nuestra cabellera ni la del indian-agent!

—¡Qué perversa criatura debe de ser! ¿Y por qué desea la cabellera de John?

—¡By good! Porque su madre Jalta la espera para poder entrar en las celestes praderas del gran Manitú.

—¿No le bastó con la de mi padre? —rugió el oficial.

—Parece que no.

El hijo del coronel se puso una mano sobre el corazón, y su rostro se tornó blanco como el de un cadáver.

Gentleman —dijo el bandido, que difícilmente se conmovía—, dejad los recuerdos dolorosos detrás de vuestro caballo si queréis salvar vuestra cabellera. ¡Hop!… ¡Hop!… ¡o reventamos o llegamos al fin al refugio!

Y espoleó a su caballo con furor, diciendo:

—¡Galopa, galopa! ¡Muere; pero que sea en la cumbre de la pirámide!

El paso no se encontraba más que a unos seiscientos o setecientos metros más arriba, y quería superarlo antes que los corvis de Nube Roja y Minnehaha, los cuales, manejando muy hábilmente sus caballos, no perdían terreno.

De vez en cuando algunos indios se detenían para observar y disparar los Winchester contra los fugitivos, que oían silbar las balas muy cerca de su cabeza.

Una pasó tan próxima, que arrancó a Sandy Hooc una de las plumas de su penacho.

Afortunadamente para él los indios no han podido ser nunca buenos tiradores, además de que el Winchester no era arma de gran alcance, como ya hemos dicho.

—¡Un último esfuerzo, gentleman! —soltó el bandido, en tanto que sonaba una nueva descarga. ¡El paso está ante nosotros! ¿Resiste vuestro caballo?

—¡Maravillosamente! —respondió el oficial.

—¡Pues por el momento al menos podemos considerarnos en salvo! ¡Ah! ¡Arriba! ¡Ya veo a esos valientes! Se preparan a disparar contra nuestros perseguidores. Minnehaha y Nube Roja se miran, porque tienen que habérselas con temibles competidores.

Formas humanas habían aparecido en la trinchera norte de la pirámide.

Un momento después resonaron varios disparos: eran los rifles de los aventureros y del inglés que comenzaban a hablar.

Los indios se habían detenido al oír silbar las balas, en tanto que el bandido y el oficial entraban por el estrecho sendero que conducía a la cima.

Los pobres caballos, ferozmente espoleados, recorrieron el sendero volando y lanzando desesperados relinchos hasta llegar a la entrada del reducto, donde cayeron, quedando los dos Jinetes de rodillas.

—¡Han muerto! —dijo el oficial.

—¡No gentleman, no! Están bastante estropeados; pero se repondrán pronto: os lo aseguro.

En aquel momento un hombre bajó corriendo del reducto y se lanzó a Devandel con los brazos abiertos, gritando:

—¡Señor Jorge!

—¡John! —dijo Devandel, correspondiendo a sus efusiones.

Durante un rato permanecieron fuertemente abrazados. Una viva emoción los agitaba.

Sandy Hooc se había cruzado de brazos, murmurando:

—¡Este encuentro es mi indulto, y mi indulto significa la vuelta a mi país! ¡Pobre madre mía!

De pronto dio un salto. John y el oficial se volvieron vivamente.

Formidables descargas resonaban en los flancos de la montaña hacia el gran cañón, en cuya extremidad habían acampado dos días antes las fuerzas del general Custer.

—¿Qué sucede? —preguntó el joven oficial—. ¿Es tal vez que el general ataca a los indios?

—Eso es lo que me temo —respondió Sandy Hooc.

—¿Qué lo teméis? ¿Pues no es nuestra salvación?

—¿Lo creéis así? Pues yo os afirmo que los sioux matarán a todos nuestros compatriotas.

—¡Imposible!

—¡Lo veréis!

Le interrumpieron Turner, Harris, Jorge y lord Wylmore, que llegaron gritando:

—¡Los americanos! ¡Los americanos!

Los dos cazadores cambiaron un afectuoso abrazo con el hijo del coronel. Turner y lord Wylmore estrecharon con entusiasmo su mano, y después todos, guiados por Sandy Hooc, subieron a una alta roca desde donde veían perfectamente cuanto pudiera suceder en el cañón.

No se habían engañado; el general Custer, aprovechando la oscuridad de la noche, se había aventurado en el corazón del Laramie, resuelto a asaltar el campamento de Toro Sentado.

Se equivocó en su plan de sorprender a los indios pues las avanzadas de éstos, que ocupaban todos los puntos estratégicos de la montaña, dieron al gran sakem la noticia de la inesperada llegada del enemigo.

Sitting Bull tomó sus medidas en muy pocos minutos, no sólo para cortar la retirada a los hombres blancos, sino para encerrarlos a todos en una estrecha garganta antes de que hubieran podido ganar las alturas.

Hordas de guerreros recorrían la montaña dando espantosos gritos de guerra y disparando los Winchesters, guiados por los más hábiles jefes de la gran tribu y ansiosos de sangre y venganza.

Con una rapidez vertiginosa ocuparon las dos márgenes del cañón, lanzando sobre las tropas americanas un verdadero diluvio de proyectiles, así como enormes piedras, troncos de árboles y cuanto hallaban a mano.

Custer, en vez de sorprender, había sido sorprendido y encerrado en una trampa, de la cual no debía salir vivo.

Toro Sentado, de pie en una roca, con un gran manto de piel de bisonte ornado de pinturas, había dado a sus cuatro mil o más guerreros la orden de ataque, y los indios acometían por todas partes con furor salvaje, decididos a exterminar a los odiados rostros pálidos.

El general americano conoció demasiado tarde la emboscada y trató de retroceder; pero se lo impidieron dos mil indios que evolucionaron rápidamente y le cortaron la retirada.

No quedaba a Custer más recurso que intentar un ataque desesperado para ver si podía ganar las alturas de la montaña.

Llevaba consigo ochocientos hombres resueltos a vender cara su vida y se decidió por un asalto loco con la esperanza de impresionar a las hordas indias y aprovecharse de su vacilación para escapar.

¡Era demasiado tarde! Troncos de árboles, piedras y rocas enormes caían inexorablemente sobre los americanos, diezmándolos rápidamente.

Sitting Bull había gritado a sus guerreros:

—¡Destruid a todos los hombre de los largos cuchillos y yo devoraré el corazón de su jefe!

La batalla estaba empeñada con verdadero denuedo por ambas partes, si bien con gran desventaja para los yanquis, que se encontraban en el fondo de la cortadura, y sobre los cuales caían los proyectiles aplastándolos materialmente.

Sandy Hooc, John y sus compañeros asistían desde su alto observatorio a aquel le terrible batalla que amenazaba terminar en una total matanza de hombres blancos. Habían olvidado completamente a Minnehaha, a Nube Roja y a todas las corvis, suponiendo que habían ido a combatir con las falanges de Sitting Bull.

La batalla iba de momento en momento tomando un aspecto trágico.

Los americanos, encerrados en el cañón, calan en grupos acribillados por aquella lluvia de balas y de enormes piedras.

Los cadáveres yacían en espantosos montones.

En vano hacían prodigios los rifles.

Los pieles rojas también caían; pero las bajas eran cubiertas inmediatamente por doble número de combatientes, que sembraban la desolación por las casi destruidas filas americanas.

—¡Gentleman! —dijo Sandy Hooc al hijo del coronel, que asistía con sus compañeros, impotentes todos a la derrota de los blancos—. ¿Qué os había dicho yo?

—¡Teníais razón! —contestó Devandel emocionado—. ¡Ningún americano saldrá vivo de esa cortadura! ¿Verdad, John?

—¡Esto es una verdadera matanza! —dijo John—. ¡Pobres muchachos! ¡No verán más a sus madres!

En sólo media hora de lucha, la mitad de las fuerzas de Custer se hallaban fuera de combate.

El general, que sólo veía ya como único medio de muerte gloriosa llegar a un cuerpo a cuerpo con los guerreros de Toro Sentado, intentó un asalto a la bayoneta por las dos pendientes del cañón; pero fue peor que peor.

Antes que los americanos hubieran recorrido cincuenta pasos, un aluvión de piedras y troncos cayó sobre ellos, aplastándolos en gran número.

La muerte los amenazaba por todas partes: era imposible lo mismo el avance que la retirada, porque centenares y centenares de indios se le oponían, haciendo del fondo del cañón un siniestro lecho de muerte para los americanos.

Las desgraciadas tropas del Gobierno de la Unión no se defendían ya. Se lanzaban a buscar la muerte, llevando en las manos los rifles, que no podían disparar por falta de municiones.

Y allí cayeron todos, hasta el último, Inclino el general, que hasta el postrer instante había estado animando a los suyas a combatir por el honor de la bandera estrellada.

Cuando ya no quedaba ninguno en pie, Toro Sentado, armado de un tomahawk, descendió solo al cañón, cruzó por aquellos montones de cadáveres y de moribundos y llegó hasta el general, que había caído entre sus últimos oficiales. El terrible gran Jefe indio le rasgó el pecho, le sacó el corazón, casi palpitante todavía, y lo devoró con la avidez de un antropófago, entre los gritos de entusiasmo de sus cuatro mil guerreros.

John y los suyos, después de haber presenciado impotentes y llenos de angustia la completa derrota de sus compatriotas, no tuvieron más que un solo pensamiento: llegar a la gran pradera antes de que las hordas vencedoras descendieran por el cañón.

—No tenemos un momento que perder —dijo el indian-agent—. Minnehaha y Nube Roja pueden volver sabiendo que estamos refugiados aquí.

—Hemos perdido demasiado tiempo —repuso Sandy Hooc moviendo la cabeza.

Ayudándose los unos a los otros bajaron a su observatorio con cuanta rapidez pudieron.

Los caballos que Toro Sentado regaló a Sandy y al oficial habían descansado bien en las cuatro horas que duró el combate, y estaban en buenas condiciones para correr.

—¡A las sillas, y seguidme en fila! ¡Vos, John, cubrid la retirada!

Al trote corto comenzaron a descender por el sendero que conducía a la meseta meridional.

En el cañón se oía a los indios celebrar su victoria con cánticos guerreros.

Probablemente todos habrían bajado al fondo de la cortadura para arrancar la cabellera a los vencidos y dar el golpe de gracia a los moribundos.

Habían dejado ya el sendero y se disponían a descender por el flanco occidental de la montaña para ganar la pradera y entrar en el fuerte de Casper, que estaba muy cerca, cuando siete u ocho indios, que debían de estar emboscados entre las matas, salieron violentamente de su escondite y se apoderaron del indian-agent, que, como hemos dicho, iba detrás de todos.

Casi al mismo tiempo resonó a poca distancia un disparo de carabina, y el caballo de John cayó mortalmente herido, arrastrando consigo al jinete.

Ocurrió todo ello tan rápidamente, que Sandy Hooc y sus compañeros no notaron siquiera que John no los seguía ya, y emprendieron una rápida fuga, creyendo que llevaban a retaguardia un fuerte destacamento de indios.

Habían recorrido ya doscientos o trescientos metros, cuando advirtieron la desaparición del indian-agent.

Un grito salió de todos los pechos.

—¡Salvémosle!

Volvieron grupas y cargaron contra los indios, disparando contra ellos los rifles y pistolas.

Los pieles rojas, que eran muy pocos en número, no aguardaron la carga y se desbandaron, dejando en tierra a dos o tres de ellos.

Un espectáculo aterrador se ofreció bien pronto ante los ojos de los aventureros. John yacía en el sucio, medio desvanecido, con el cráneo tinto en sangre.

En lontananza galopaba Minnehaha al lado de Nube Roja, llevando en alto la cabellera gris de su enemigo.

La hija había vengado a la madre: Jalta podía entrar en la celeste pradera del gran Manitú.

* * *

Dos días después, los aventureros y el teniente Devandel llegaban milagrosamente salvos al fuerte de Casper.

John iba con ellos, porque el valiente cazador había sobrevivido a la terrible mutilación.

Bien sabido es que no mueren todos los que sufren el tormento cruel de que les arranquen la cabellera por el procedimiento indio.

El indian-agent fue conducido a la enfermería del fuerte y puesto en cura por el médico de la guarnición.

—¡Bah! —dijo el desgraciado a sus amigos, que le consolaban—. ¡Me pondré una peluca y todavía tendré una figura presentable!

Después añadió:

—Entre Minnehaha y yo hay que saldar una cuenta. ¡Qué ruegue a su Manitú no caer en mis manos, pues si la cojo, le arrancaré la cabellera, y también a Nube Roja!

—¡Y nosotros os ayudaremos! —respondieron Turner, Sandy Hooc y los dos cazadores.

Lord Wylmore no dijo nada.

A la mañana siguiente salía del fortín en compañía de un cazador para ir a buscar bisontes, pues le eran indispensables para curarse del spleen.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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