La Cimitarra de Buda

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LA CIMITARRA DE BUDA

I. LA FIESTA DE LA COLONIA DANESA

El gran río Si-Kiang, que surca a lo largo de doscientas leguas las provincias meridionales del gigantesco imperio chino, se divide, cerca de su desembocadura, en numerosos canales que forman una infinidad de islas, algunas de las cuales poseen una frondosa vegetación y cuyos habitantes se agrupan en populosas ciudades; otras, en cambio, permanecen totalmente estériles, pantanosas, desiertas.

Después de la guerra anglo-china de 1840, más conocida con el nombre de Guerra del opio, un cierto número de europeos y no pocos americanos, aprovechando la autorización forzosamente concedida por el imperio chino, ocuparon algunas de aquellas islas, levantando importantes factorías. Obligados a huir al estallar la guerra de 1857, los colonos volvieron apenas firmada la paz, reconstruyeron los establecimientos destruidos por los chinos y reanudaron las relaciones comerciales con Cantón, Wampoa, Fatscham, Samschui, Schuck-Wan, Isi Nan y otras ciudades, de las cuales obtenían incalculables riquezas. En 1885, época en que comienza nuestra historia, estas colonias habían alcanzado un alto grado de esplendor.

La noche del 17 de mayo de ese año, la colonia danesa, con ocasión de la llegada de un navío de guerra, daba en los amplios jardines de la factoría una brillantísima fiesta, a la cual habían sido invitados europeos, americanos y chinos.

Un gentío extraordinario, alegre, ruidoso, se agitaba en los jardines espléndidamente iluminados con millares y millares de farolillos de colores.

Se podía ver allí a ricos chinos vestidos de gala, de una obesidad respetable y con la coleta más larga de lo corriente, con capas de seda rosa o azul recamadas en oro; mandarines soberbios y majestuosos con el distintivo de su grado sobre el casquete (ting-nao) o sobre el sombrero cónico de fieltro (pong-roi-mo), con telas de magnífica seda, estampada con dibujos de dragones, cigüeñas, lunas sonrientes y cabezas de monstruos; intelectuales de todas clases, graves, recogidos, silenciosos, con las indispensables antiparras (yen-king) de montura de cuerno; elegantes jóvenes de la aristocracia con un círculo de cabellos erizados alrededor de la trenza, sandalias altas con suela de fieltro e hinchados cintos llenos de oro para despilfarrar en las mesas de juego; y en medio de aquella ola de cabezas lisas y amarillentas como membrillos y la ola de abanicos de papel pintado, se agitaban capitanes de marina, plantadores, traficantes, armadores, banqueros; ardientes criollas lujosamente vestidas y luciendo los más bellos diamantes de Visapora; morenas españolas, rubias danesas, rígidas inglesas y elegantes francesas haciendo alarde de la última moda de París.

Muchos de los invitados bailaban al son de una ruidosa orquesta portuguesa, traída expresamente de Macao, otros se afanaban alrededor de la gran mesa, sorbiendo el té en tacitas de porcelana Ming color «cielo-después-de-la-lluvia». Más allá, en uno de los rincones más apartados del jardín, bajo un espeso bosquecillo de magnolias iluminado por farolillos de talco, un grupo de una docena de personas jugaba al whist.

El grupo estaba formado por el portugués Olvaez, el americano Krakner, el inglés Perkins, el español Barrado, cuatro daneses de la colonia, dos holandeses y dos alemanes, todos ellos adinerados, que ganaban o perdían importantes sumas sin pestañear.

—¡Ea! —exclamó el americano Krakner, empujando ante si un grueso fajo de dólares—, esta noche ni yo ni Perkins somos afortunados. Estos dos bergantes de Olvaez y Barrado deben estar bien entrenados, para tragarse mil dólares en menos de dos horas. ¿Habéis encontrado algún maestro en Macao?

—¡Eh! —dijo el portugués Olvaez, entornando los ojos a la vez que atraía hacia sí los dólares ganados—. ¿Creéis que íbamos a venir a desafiar a los más fuertes jugadores de whist sin haber tomado lecciones antes? Hemos encontrado en Macao un excelente amigo, un jugador consumado, capaz de batiros a todos vosotros.

—Permíteme dudarlo, Olvaez —respondió el americano—. Conozco un jugador capaz de hacer desaparecer cien pies bajo tierra a tu célebre maestro. ¿Acaso has olvidado al capitán Jorge Ligusa?

—Precisamente digo que he encontrado a tan consumado jugador, porque he encontrado al capitán Ligusa, de quien soy amigo.

—¡Ah! ¿Fue el capitán a daros lecciones? ¿Dónde lo habéis encontrado?

—En Macao, adonde había ido con objeto de cazar no sé qué pájaro que faltaba en su colección.

—¡Qué bribón! ¿Conque se permite recalar en Macao sin notificarlo a los amigos? Pero aquel maldito Korsan no le habrá abandonado.

—Es natural. Después de la famosa zambullida de la Ciudad flotante no se ha visto al capitán Jorge sin Korsan, ni a Korsan sin el capitán.

—¡Toma! —exclamó el inglés Perkins—. ¿Un chapuzón…?

—Tú sabes más cosas, Olvaez —dijo el americano—. Explícanoslas.

—No me haré rogar —replicó el portugués—. Todos vosotros sabéis que el capitán Jorge posee una magnífica colección de aves exóticas chinas. Tuvo noticia de que un chino de la Ciudad flotante poseía un extraño pájaro; se disfrazó de barquero y se trasladó hasta allí. El americano Korsan, que tiene tres o cuatro avechuchas embalsamadas, se empeñó por su parte en comprar él el dichoso pájaro, y corrió a la Ciudad flotante; pero, como es normal en él, se mezcló en una pelea y recibió un puñetazo con potencia suficiente como para enviarlo, medio aturdido, al río. La fortuna quiso que en aquel momento llegase el capitán, el cual hizo retroceder a los chinos, y se lanzó al agua, salvando a Korsan de una muerte segura. Desde aquel día, James Korsan se convirtió en la sombra, en el amigo inseparable del capitán Jorge.

—¡Qué bergante está hecho ese Korsan! —exclamó el americano Krakner, en medio de una carcajada.

—¡Siempre tiene que hacer alguna de las suyas!

—Ese diablo de hombre odia ferozmente a los chinos —dijo Olvaez—. No puede resistir la tentación de tirarles de la coleta.

—Entonces no vendrá el capitán —dijo el español Barrado.

—¿Por qué? —interrogaron al mismo tiempo los jugadores.

—Porque si viene traerá con él a Korsan, y éste es capaz de meterse en cualquier lío por arrancar alguna coleta.

Todos los jugadores prorrumpieron en una ruidosa carcajada.

—El capitán vendrá igualmente —dijo un danés—. Me lo ha dicho él mismo. Vamos, amigos, continuemos la partida.

Transcurrió media hora, durante la cual el americano Krakner y el inglés Perkins perdieron otros mil dólares, embolsados de nuevo por el portugués Olvaez y el español Barrado. Los jugadores iban a empezar una tercera partida, cuando un clamor ensordecedor se escuchó cerca de la orilla del río.

—¿Todavía más invitados? —interrogó el americano barajando las cartas—. ¡Oh! Hay dos personas inspeccionando las mesas de juego… ¡Ah!, es el capitán seguido por ese feroz compatriota mío llamado Korsan.

—¡Cierto! —exclamó el español Barrado—. Verdaderamente son inseparables.

En efecto, el capitán Jorge, el rey del whist, o también, el hombre de la sombra viviente, se acercaba con pasos rápidos, seguido de su inseparable compañero James Korsan, el cual se volvía a cada paso para observar con curiosidad la ola de sombreros de bambú y las largas coletas de los bailarines chinos.

Jorge Ligusa, capitán de la marina mercante, era un genovés, de unos treinta años, de estatura elevada, gesto duro, enérgico, bronceado por el sol de los Trópicos, de ojos negrísimos, relampagueantes, espeso bigote y cabellera rizada. Había dado la vuelta al mundo veinte veces, y en la vigesimoprimera vuelta, naufragó en la costa meridional de Corea, perdiendo navío y carga. A duras penas pudo salvarse junto con un muchacho polaco, y permaneció prisionero, durante dos largos años, de una banda de piratas; pero una noche de tempestad huyó con su compañero, alcanzando la costa china. Anduvo de ciudad en ciudad, disfrazado unas veces de barquero, otras de comerciante o buhonero, hasta llegar a Cantón donde, después de hacerse con un poco de dinero, se dedicó al comercio. Unas afortunadas especulaciones con té y otros productos le proporcionaron, en poco tiempo, una importante fortuna.

Amante de la buena vida, buen cazador, buen jugador, un poco hombre de ciencia, buen geógrafo, era el hombre más popular de los hongs o factorías, y los colonos andaban a la greña, disputándose su amistad.

El otro, James Korsan, era un americano de Nueva York, de unos treinta años también, grueso, con hombros poderosos, piernas larguísimas, manos que casi parecían mazas de fragua, enorme cabeza poblada por un espeso bosque de rubios cabellos, y una nariz roja como una amapola, una auténtica nariz de bebedor de whisky.

Era un hombre brutal como un rinoceronte y dotado de una fuerza hercúlea, de los que en América eran motejados de «mitad caballo y mitad cocodrilo». Inmensamente rico, había abandonado el comercio y dedicaba todo su tiempo a reñir con los cargadores de los hongs o con los barqueros, llevándose como trofeo, casi siempre, alguna coleta. Era, en suma, el terror de los chinos, los cuales le huían como a una bestia feroz. En los hongs, se le llamaba «Gargantúa»,

o también «el tragón», por la extraordinaria capacidad de su estómago y por su desenfrenada pasión por el beef-steak y el whisky. También se le conocía como la sombra viviente del capitán, ya que no se separaba casi nunca de éste.

Los dos amigos, que parecían tener cierta prisa, no tardaron en llegar hasta el bosquecillo de magnolias. Doce manos se tendieron a su alrededor.

—Me parece imposible estaros viendo —dijo Krakner—. ¿Qué habéis hecho para llegar tan ruidosamente?

—Traemos novedades, señores —respondió el capitán después de vaciar una copa de porto.

—¡Oh, oh! —exclamaron los jugadores.

—Dentro de diez minutos llegarán unos viajeros que todos conocéis. ¿No sabéis nada?

—Absolutamente nada —dijo Olvaez—. Dínoslo tú, ¿quiénes son?

—Me dirigía con mi sombra a esta isla, cuando he encontrado al señor Bourdenais que se dirigía en su k’waiting (especie de barca, muy parecida a la góndola veneciana) hacia el hong francés. Me ha dicho que Cordonazo y Rodney han llegado.

—¡El viajero Cordonazo! —exclamaron los jugadores.

—Sí, el señor Bourdenais iba a recogerlo a un buque mercante procedente de Saigón —añadió el capitán.

Los jugadores se levantaron dejando las cartas. Ninguno ignoraba que Cordonazo y Rodney, boliviano el uno, inglés el otro, habían partido un año antes hacia Indochina con el intento de hallar la cimitarra de un dios asiático. La noticia de su llegada les había agitado vivamente.

—Pero ¿estáis seguros de que han vuelto? —interrogó Krakner, que no pensaba continuar jugando.

—Segurísimo. Dentro de diez minutos estarán aquí.

—Capitán Jorge, ¿crees que habrán encontrado lo que buscaban? —preguntó un danés.

—Tengo mis dudas. En la última carta que escribieron desde Saigón no mencionaban la cimitarra.

—Pero ¿qué arma buscaban? —inquirió algún jugador.

—La Cimitarra de Buda.

—¿La Cimitarra de Buda?

—¿No habéis oído hablar de ella?

—Nunca —respondieron a coro los jugadores.

—Pues todos los chinos han hablado y aún hablan de ella.

—¿Es un arma valiosa? —preguntó Olvaez.

—Mi amigo Jorge debe conocer la historia de esa arma —dijo Korsan, que entre palabra y palabra continuaba dirigiendo significativas miradas sobre las rasuradas cabezas de los chinos.

—Explícate pues, capitán —gritó Krakner.

—Que hable, que hable —pidieron los jugadores.

El capitán se disponía a explicar la historia, cuando su atención se vio atraída por un grupo de personas que avanzaba rápidamente hacia su mesa.

Reconoció inmediatamente, en medio de aquellas personas, al boliviano Cordonazo y al inglés Rodney.

—¡Señores! —exclamó el capitán—. Los viajeros están aquí.

Los doce jugadores se levantaron como un solo hombre y corrieron al encuentro de los recién llegados, que fueron rodeados en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Viva Cordonazo! ¡Viva Rodney! —fue el grito que se alzó bajo el bosquecillo de magnolias.

Los dos viajeros, conmovidos, abrazaban a unos y estrechaban calurosamente las manos de otros.

Krakner y Olvaez les hicieron sitio en la mesa, descorcharon varias botellas de jerez y les acercaron unos vasos rebosantes del licor.

—¡A vuestra salud! —gritó el americano.

—¡A la vuestra, amigos! —respondieron los dos viajeros.

Una lluvia de preguntas siguió al brindis. Todos querían saber dónde habían ido, qué habían visto, qué les había sucedido, si habían encontrado la valiosa cimitarra…

Los viajeros, aturdidos por tantas preguntas, no sabían a quién ni a cuál responder.

—Pero ¿acaso queréis ahogamos? —dijo el boliviano—. Un poco de calma, por favor, amigos míos.

—¡Silencio todo el mundo! —gritó Krakner—. Si los bombardeamos con nuestras preguntas de este modo, no podrán explicar la historia de la cimitarra, ni las peripecias del viaje.

—¡Silencio! ¡Silencio! —exclamaron a coro los jugadores—. Oigamos la historia de la cimitarra.

—¿Así no sabéis nada de la endemoniada cimitarra? —dijo el boliviano por cuya frente pasó como una nube.

—No —respondieron todos.

—¡Y menos aún sabemos por dónde habéis andado! —añadió Olvaez, asumiendo la responsabilidad de responder en nombre de todos los asistentes.

—Prestad atención. Entre copa y copa os explicaré nuestro viaje y algunas cosas más.

El auditorio había aumentado rápidamente y, mientras disponían nuevas botellas de jerez y más copas, se acomodaron alrededor de la mesa para escuchar la narración, que prometía ser interesante. El más profundo silencio reinó inmediatamente en el bosquecillo.

—Amigos míos —empezó Cordonazo—, debéis saber que la historia se remonta al siglo pasado y más exactamente al año 1786. En aquel año, un número extraordinario de chinos se trasladó en peregrinación al lago de Manasa-Wara, lugar santo de los budistas y especialmente de los tibetanos, que van allí a esparcir las cenizas de sus muertos, creyendo de buena fe que desde aquel sitio van a parar al regazo de Buda. Entre estos chinos estaba Kubilai Chu, príncipe de Kuang-Si, uno de los más fervientes seguidores del dios. Una noche, navegando este príncipe por el lago, se vio sorprendido por una gran tempestad que hizo naufragar su embarcación y sepultó entre las aguas a todos sus compañeros. Al verse en trance de perder la vida invocó la ayuda de Buda, y así pudo alcanzar la costa sano y salvo, refugiándose en una caverna. Pocos minutos después escuchó un gran ruido en el fondo de su refugio y ante sus ojos apareció un fuego que comenzó a danzar ante él haciéndole evidentes signos de que le siguiera. Empujado por la curiosidad, Kubilai Chu siguió aquel fuego y, pasando entre tortuosas galerías, llegó a una amplia caverna llena de restos humanos, en el centro de los cuales brillaba una cimitarra parecida a la que utilizaban los tártaros, con la hoja de finísimo acero y la empuñadura de oro con un diamante, tan grande como una nuez. En una de las caras de la hoja estaba escrito el nombre de Buda en sánscrito, y en la otra había una serie dé signos que nadie fue capaz de descifrar más. Kubilai Chu, convencido de que el arma había pertenecido a Buda, la recogió y al volver de su viaje la regaló a Khien Lung, emperador de China y señor suyo, el cual hizo la colocasen en uno de los cuarenta edificios del famoso Palacio de Verano.

—Bien —dijo Krakner, retirando su cigarro para prestar más atención.

—Esta arma —continuó Cordonazo después de humedecer su garganta con una copa de jerez que se consideraba milagrosa, era ambicionada por todo el pueblo budista. Llegaban ofertas fabulosas de Birmania, Tonkín, Siam e incluso del rajá de la India; pero todas en vano. En 1792, mientras el emperador Khien Lung estaba ocupado en festejar la embajada de lord Macartney en el palacio de Gheol en Tartaria, le llegó la triste noticia del robo de la cimitarra.

—¿Quién la robó? —preguntaron ansiosamente algunos jugadores.

—No se sabía. Unos decían que una banda de atrevidos ladrones, otros que un grupo de birmanos; también se decía que pudieran ser unos japoneses pagados por el mikado, y se pensaba, en fin, que quizá fueron unos indios. Khien Lung envió emisarios a todos los estados de Asia, pero la búsqueda resultó infructuosa. Después de la muerte de Khien Lung, en 1801, corrió la voz de que la cimitarra había sido robada por un mandarín de Yuen-Kiang, fanático seguidor de Buda. Se decía también que el ladrón la había ocultado en un templo budista de su ciudad. El emperador Kia-King, sucesor del trono, proporcionó a algunos de sus más fíeles súbditos un diseño de la preciada arma y los envió a Yun-Nan a buscarla, pero ninguno de los enviados obtuvo resultados positivos. Los que no regresaron con las manos vacías fueron asesinados, la mayoría de ellos por los bonzos. En 1857, mientras cazaba cerca de la costa de Konang-Si, fui invitado por un chino, hijo de uno de los emisarios enviados por Kia-King, que conservaba todavía un diseño de la Cimitarra de Buda. Le compré el diseño y volví a Cantón donde se lo mostré a mi amigo Rodney, el cual me propuso partir en busca del arma.

—¡Atractivo proyecto! —exclamó Krakner.

—Decidimos, pues, ponemos rápidamente en camino hacia Yun-Nan —prosiguió el boliviano con cierto orgullo—. No podían encontrarse dos personas más idóneas para una empresa tan difícil y peligrosa.

—¡Demasiado idóneos! —bromeó Korsan sonriendo.

—El viaje, señores míos, era todo lo contrario de un viaje de placer en aquellas regiones ignotas, pobladas por hombres sanguinarios. Se necesitaban hombres de hierro, dotados de un coraje extraordinario y de una energía excepcional.

—¡Héroes, en definitiva! —exclamó el capitán lanzando una mirada muy expresiva sobre el vanidoso boliviano.

—Efectivamente, señores, ¡auténticos héroes! —continuó Cordonazo—. A pesar de los peligros que me esperaban, partí en compañía de mi amigo Rodney.

—¿Y después? —preguntó el capitán Jorge con impaciencia.

—Nos pusimos en marcha a finales de enero de este año, con un guía chino y varios caballos cargados de fusiles, pólvora y municiones.

—¡Diablos! —exclamó Krakner—. ¿Pretendíais conquistar alguna provincia?

—Quería clavar la bandera boliviana en el corazón de Yun-Nan y tomar posesión, si podía, de una buena parte de la provincia —contestó Cordonazo.

—Lo cual no habéis hecho —dijo Olvaez, riéndose de aquella fanfarronada.

—Cierto, pero por poco. Después de ponernos en marcha, nos dirigimos hacia el Po-Kiang. ¡Qué marcha, amigos! Ningún viajero de los tiempos antiguos o modernos encontró y venció tantos obstáculos.

—Pero el Po-Kiang no está muy lejos —observó Krakner.

—Cierto, pero el guía nos traicionó llevándonos a través de montañas inaccesibles, bosques y pantanos, lugares, en fin, en los que nada teníamos que hacer, sino correr peligros.

—¿Y no os dabais cuenta de ello? —preguntó el capitán.

—Ni yo ni Rodney conocíamos el país.

—¡Qué viajeros más valientes! ¡Marchar sin haber estudiado primero el país!

—¡Hubiera querido verle a usted allí, señor capitán! —exclamó el boliviano.

—¡Hubiera ido directamente y habría encontrado la Cimitarra de Buda! —exclamó Korsan.

—También a su capitán le habrían tomado el pelo.

—Lo dudo, señor Cordonazo —dijo Jorge.

—¿Porque es marino?

—¡Señor!

—¡Oh, oh! —exclamó Olvaez—. ¿Queréis pelearos? Un poco de calma, ¡diantre!

—Guardemos silencio —gritó Krakner—. Si continuamos así no podremos escuchar el final de tan maravilloso viaje.

—Continúe, Cordonazo. ¡Siga adelante! —solicitaron los jugadores.

—Tenéis razón, amigos —dijo el boliviano—. Vuelvo a tomar el hilo de la narración. Os decía que estábamos junto al Po-Kiang, un río Heno de remolinos y tan ancho como diez veces el Támesis, y…

—¡Qué dices! —exclamó el inglés Rodney—. Te has vuelto loco, amigo mío.

Korsan soltó una sonora carcajada, que pronto encontró imitadores.

—¿Te ha sabido mal que comparase el Po-Kiang a diez Támesis? —dijo el boliviano, sonrojándose hasta el blanco de los ojos.

—Un poco, lo confieso. He observado que el rey de los ríos ingleses es más ancho que el Po-Kiang.

—¡Bien por mi cazador de rinocerontes! —exclamó Korsan.

—¿Acaso quiere provocar una pelea? —dijo el boliviano.

—¡Pero señores! —exclamó Krakner—. ¿Es que están todos rabiosos esta noche?

—¡Silencio! —gritaron algunos.

—¡Que continúe!, ¡que continúe! —gritaron otros.

El boliviano, más rojo que una amapola, parecía que iba a estallar. Tuvo que beber tres copas más de jerez antes de poder proseguir su desgraciado relato.

—Una vez atravesado el gran río —continuó— nos aventuramos a través de la inmensa llanura de Kuang-Si, pasando por lugares por los que veinte hombres hubieran retrocedido, sembrando el camino de cadáveres…

—Y de oro —interrumpió Rodney.

—Ciertamente, de cadáveres y de oro. No les describiré la marcha a través de las selvas de Yun-Nan, pobladas por tigres, elefantes y rinocerontes, y llenas de pantanos donde nos acechaban las más terribles fiebres.

—Pero los hombres de hierro no son atacados por las fiebres —dijo Olvaez, disgustado por aquellas fanfarronadas que Rodney parecía desaprobar.

—Hubiesen abatido incluso a hombres de granito —dijo el boliviano—. ¡Qué fiebres! ¡Nos hacían castañetear los dientes bajo un calor de 60 grados! En la frontera tonkinesa, después de una espantosa batalla, caímos en manos de un feroz bandido y permanecimos prisioneros durante seis meses. Una noche huimos después de matar a todos aquellos bandoleros.

El inglés Rodney, que fumaba, levantó la cabeza mirando con sorpresa a su compañero. A los jugadores no se les escapó aquella mirada y ya no dudaron de que lo que el boliviano les estaba explicando era un cuento fenomenal.

—A las puertas de Yuen-Kiang —continuó Cordonazo— forcejeamos con los guardias chinos que no nos dejaban pasar. Nuestro valor triunfó e irrumpimos en la ciudad dedicándonos valientemente a la busca de la cimitarra. Los templos fueron examinados minuciosamente, los bonzos torturados, pero, sorpresa inexplicable, ¡el arma no aparecía!

—¡Cómo! —exclamaron los jugadores—. ¿La cimitarra no estaba allí?

—¡No, ya no estaba! Y no habiéndola encontrado, yo creo firmemente que ha sido destruida.

—Una destrucción un tanto dudosa —dijo el capitán.

—¿Por qué, si hace el favor de explicarse? —dijo el boliviano, mirándolo de arriba abajo.

—Porque podría haber sido escondida en cualquier otra ciudad que no se les ocurrió visitar.

—¡Caray! —exclamó Cordonazo, golpeando furiosamente la mesa con el puño.

—¿No habéis oído hablar nunca de Birmania, señor Cordonazo?

—¿De Birmania?

—A Birmania siempre se la hace entrar en la historia de la Cimitarra de Buda. Por si lo ignoráis, os diré que los chinos sospechan que el arma ha sido llevada a Amarapura.

—¡A Amarapura! —exclamó Cordonazo con los dientes apretados.

—¡Oh! —exclamó Olvaez—. ¿Cómo se os ha escapado este interesante detalle, Cordonazo?

—Pero ¿quién me asegura que la cimitarra se encuentra en Amarapura? —dijo el boliviano, mirando torvamente al capitán.

—¿Y quién le asegura que la Cimitarra de Buda debía encontrarse en Yuen-Kiang? —respondió a su vez el capitán Jorge.

—Los escritos chinos, señor capitán.

—Y los escritos chinos dicen también que probablemente se encuentra en Amarapura.

—Señor Cordonazo, creo que ha utilizado informaciones falsas —dijo Krakner.

—¡Imposible! —exclamó el boliviano.

—Pues los hechos así lo prueban —confirmaron algunos jugadores.

—¿Queréis decir, pues, que yo no era el hombre capaz de encontrar esa maldita cimitarra? —dijo el boliviano con ira.

—¡Podría ser! —gritó Korsan mientras daba un puñetazo en la mesa.

—¿De veras? —gritó Cordonazo—. Me hubiera gustado ver a su capitán en mi lugar.

—¡Señor! —dijo el capitán levantándose.

—Yo digo que la hubiera encontrado —rugió el americano, que empezaba a exaltarse.

—¡Un poco de calma! —pidió Barrado.

—Hubiera hecho diez veces menos de lo que yo he hecho —replicó el boliviano.

—¿Lo cree así, señor Cordonazo? —interrogó el capitán, pálido de ira.

—Lo creo.

—Señor, ¿aceptaría una apuesta?

—Y diez, si lo desea.

—Bien. ¡Apuesto cualquier suma a que dentro de un año vuelvo con la Cimitarra de Buda!

—¡Usted! —exclamaron a una los jugadores.

—Yo, el capitán Jorge Ligusa.

—¡Y yo que soy tu sombra te acompañaré! —gritó el americano Korsan—. ¡Por Júpiter! Fije la suma, señor Cordonazo, y mañana mismo marcharemos hacia Yun-Nan. ¿Acepta?

—Seguro que acepto —dijo el boliviano—. Quiero ver qué sois capaces de hacer en Yun-Nan.

—Basta ya —dijo el capitán—. Señores, todos ustedes son testigos de que nosotros, Jorge Ligusa y James Korsan, hemos aceptado la apuesta. Ahora, señores, fijen la cantidad.

—Si ustedes aceptan, veinte mil dólares.

—Aceptado —respondieron Jorge y Korsan.

—Aceptado —dijo Cordonazo.

El capitán rechazó su silla mientras Olvaez y Krakner vaciaban las copas.

—¡Por el buen éxito de la empresa! —gritaron los jugadores alzando sus copas.

—Gracias, amigos —respondió el capitán conmovido—. Hasta mañana al mediodía en mi casa.

Cincuenta manos se tendieron a su alrededor. Las estrechó una a una y se alejó seguido de su inseparable amigo, mientras un último grito retumbaba bajo los árboles sepultando el ruido de la orquesta y de los numerosos bailarines.

—¡Viva el capitán Jorge! ¡Hurra por la Cimitarra de Buda!

Numerosos gritos de entusiasmo corearon su marcha, mientras los dos camaradas cruzaban por entre las mesas y los farolillos de colores del bosquecillo de magnolias, oyendo a su alrededor los cantarines sonidos de los dialectos chinos y exclamaciones en todos los idiomas de la tierra. La fiesta de la colonia danesa continuaba.

II. LA PARTIDA

Al día siguiente de efectuada la apuesta, poco antes de las diez, el americano Korsan, vestido como un plantador cubano, con una larga carabina bajo el brazo, llamaba a la puerta de la casa de Jorge, situada en la orilla septentrional de la isla danesa, casi enfrente del pequeño pueblo de Wampoa.

Salió a abrirle el ayudante del capitán, un jovenzuelo de unos veinte años, alto, robusto, bronceado y de rasgos enérgicos.

Este muchacho, natural de Varsovia, era el mismo que había seguido al capitán Jorge en su viaje a través de China, después de haber sufrido el naufragio en Corea y haber huido de manos de los piratas. Más que llamarlo ayudante del capitán, se le podía llamar su hermano menor, ya que como a tal le trataba su patrón.

—¡Buenos días, sir James! —exclamó alegremente el polaco.

—¡Ah!, ¿eres tú, muchacho? —dijo el americano estrechándole la mano con tanta fuerza que hizo crujir sus huesos—. ¿Qué hace el capitán?

—Está marcando una ruta sobre un mapa. ¿Es cierto que va a buscar la Cimitarra de Buda?

—Seguro, hijo mío. ¡Ya verás qué viaje!

—Sir James, ¿quién es ese señor Buda? ¡Debe haber sido un gran hombre!

—¡Psé! ¡Qué poco sabes, muchacho! —exclamó el americano moviendo desdeñosamente los labios—. ¿Te parece que se puede llamar «gran hombre» a un dios asiático?

—¡Toma! ¿Es un dios este señor Buda? Yo creía que era un guerrero famoso.

—Es un dios, al que estos puercos chinos adoran.

El polaco prorrumpió en una sonora carcajada.

—¡Cuerpo de una pipa! Pero ¿qué hace, sir James?

—¿Qué hago?…

—¡No me lo explico! Usted, el eterno enemigo de los chinos, yendo a la busca de la cimitarra de un dios chino.

—¿Qué quieres que te diga, muchacho? —murmuró suspirando profundamente—. He cometido una gran tontería.

—¡Y qué tontería, sir James! —dijo el polaco, mientras reía hasta saltársele las lágrimas.

—¡Y ya no puedo echarme atrás!

—Lo sé. ¡Ánimo, sir James!, consuélese. Ganaremos veinte mil dólares y una cimitarra milagrosa.

—No digo que no, pero…

—Y venceremos a ese presumido boliviano. Y cazaremos elefantes y rinocerontes.

—Efectivamente, resulta tentador. Al fin y al cabo se trata de un hermoso viaje en el que tendremos que cazar bestias enormes, romper alguna cabeza, cortar unos centenares de coletas, fumar opio, embolsamos una respetable suma y ganar una cimitarra, que no será milagrosa, pero tendrá el valor de llevar un diamante tan grande como una nuez en su empuñadura.

—¿No se arrepiente, pues, de la apuesta?

—No, muchacho, y te lo digo francamente.

—Entonces vayamos a buscar al capitán y a dar una ojeada a la ruta que tenemos que recorrer.

El americano y el polaco entraron en un elegante gabinete, en el que encontraron al capitán Jorge sentado ante una mesa llena de mapas.

—¡Ah! —exclamó el capitán, alzando la cabeza—. ¿Estás aquí, querida sombra?

—Y tú, ¿qué haces ahí, sepultado entre mapas como una rata de biblioteca?

—Estoy trazando la ruta. ¿Lo habéis preparado todo?

—Todo está a punto. El junco de Lue-Koa nos espera en la orilla con el pequeño Min-Sí a bordo. Tienda, mantas, víveres y municiones están ya embarcadas. No se me ha olvidado cambiar veinte mil dólares en diamantes para no llevar demasiado peso.

—Has hecho más de lo que esperaba. Ahora siéntate a mi lado y discutamos un poco el itinerario del viaje.

El americano se sentó junto al capitán mirando con sorpresa aquella confusión de líneas, montañas y ríos trazados sobre el mapa.

—Pero ¿tú ves algo en todos estos garabatos? —dijo.

—Ciertamente, querido James —contestó el capitán desplegando ante él un gran mapa de China sobre el cual había trazado la ruta de Cantón a Yuen-Kiang, y de Yuen-Kiang a Amarapura.

—Yo no creo que esto sirva para nada. Se necesitaría la paciencia de un monje para seguir todos estos trazos, que parecen hechos para confundir a cualquier persona de buena fe. Me vuelvo bizco sólo de mirar…

—Sí, ya sé que tú sólo ves coletas que arrancar…

—Tienes razón —dijo ingenuamente el americano.

—Ahora escúchame. Aquí ves Yuen-Kiang y aquí Amarapura, las dos ciudades que se disputan el honor de poseer la Cimitarra de Buda.

—¡Cuerpo de un cañón! —exclamó el polaco—. ¿Son dos, pues, las ciudades que hemos de visitar?

—Exactamente dos, Casimiro —dijo el americano, que buscaba Yuen-Kiang en Mongolia.

—¿Dónde buscas Yuen-Kiang, James? —preguntó el capitán—. Si vas un poco más allá llegarás a Siberia.

—Yo no soy geógrafo. Bien, ya veo las dos ciudades, y a simple vista me parece que están muy distantes la una de la otra, ¿me equivoco?

—No, están bastante distantes. Ahora se trata de decidir cuál de las dos visitaremos primero. Yo iría a Yuen-Kiang, ¿y vosotros?

—¡Lo que a ti te parezca! —exclamó el americano, muy sorprendido de que su ilustre amigo le pidiera su parecer—. Si dices que es mejor ir primero a Yuen-Kiang, ¡andando!

—Bien, ahora os enseñaré la ruta que seguiremos.

—Corres como un tren.

—Esto es el Si-Kiang; lo remontaremos en barca sin dificultad. ¿Os parece?

—¿Cómo? ¿Iremos a Yuen-Kiang en barca?

—¡Vaya! Yuen-Kiang no está sobre el Si-Kiang.

—¡Cuánto Kiang!

—Lo remontaremos hasta Ou-tcheon, después compraremos caballos y atravesaremos la provincia de Kuang-Si y de Yun-Nan hasta la orilla del Koo-Kiang.

—¿Qué es esto de Koo-Kiang?

—Un río que baña Yuen-Kiang.

—Así que atravesando el Koo-Kiang, ¿entraremos sin más en Yuen-Kiang?

—Exactamente, James. ¿Tienes más observaciones que hacer?

—¿Qué observaciones quieres que haga? Te explicas mejor que un libro abierto.

—Bien…

—Una cosa, que no es una observación. ¿Encontraremos elefantes y rinocerontes para acogotar?

—¡Oh!, sir James —exclamó el polaco—. ¿Quiere pelearse con esas bestias? Le vencerán.

—¡Bah! ¡Bestias chinas!

—¿Acaso son diferentes de las de otros lugares?

—Ciertamente, muchacho. ¿Encontraremos, Jorge?

—A centenares.

—¡Bravo!, vayamos allá. Si esta famosa Cimitarra de Buda no se encuentra en Yuen-Kiang, ¿qué haremos?

—Iremos a Amarapura —respondió el capitán—. ¿Te asusta un viaje a través de Indochina?

—No digo eso, pero pienso que entonces el viaje será bastante largo.

—Tenemos un año de tiempo, James.

—No nos fiemos mucho. Aunque…

—Aunque, si no encontramos el arma en Yuen-Kiang, atravesaremos el río Cambodia o Mey-Kong, después el Saluen y el Mey-Nam, hasta la orilla del Irawadi. Con una barca nos será fácil llegar a Amarapura, llamada la Ciudad de los inmortales.

—¡Qué hombre! —exclamó el americano, asombrado—. Se diría que has hecho cien veces el mismo trayecto.

—¿Os gusta el itinerario?

—Desde luego.

—¿Y estáis dispuestos a hacer cualquier sacrificio para encontrar la cimitarra?

—Haremos todo lo que sea necesario.

—Bien, empecemos por un pequeño sacrificio.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el yankee un poco inquieto.

—James —dijo el capitán, destapando una botella de viejo whisky y llenando dos vasos—, tú sabes, y bastante mejor que yo, que al gobierno chino no le gusta ver a los extranjeros entrar en su territorio.

—Lo sé —respondió el americano—. Se corre el peligro de perder la cabeza.

—Si nosotros entramos en Kuang-Si vestidos de europeos, nos arrestarán inmediatamente.

—Desdichadamente, así es. ¿Y qué podemos hacer?

—Disfrazarnos de chinos.

—¿Qué dices?

—Será necesario colocarse el pen-see (coleta) en la nuca y vestir la kao-ha-tz (casaca china).

—¿Qué? ¡Vestirme yo de chino! ¡Yo, ciudadano de la libre América, yo, yankee de pura sangre, endosarme la kao-ha-tz!

—Si tienes una propuesta mejor, dila.

El americano permaneció con la boca abierta sin encontrar qué decir.

—James, no es momento para vacilaciones —dijo— ni de suscitar obstáculos.

—Pero ¡capitán!… ¡Yo vestirme, disfrazarme de chino! ¡Un yankee pura sangre pegarse ese repugnante apéndice…!

—¡Al diablo todos los yankees pura sangre!

—Pero todos se burlarán de mí.

—¿Qué importa? Se trata de ganar la apuesta. Además, ¿no te disfrazaste de chino cuando te metiste en aquella pelea de la Ciudad flotante?

El americano no sabía qué decir. Buscaba argumentos, pero no encontraba ninguno.

—¡Vamos! ¿Qué decides? —dijo el capitán.

—¿Qué decido? ¡A colgarse la coleta!…

—Ánimo, sir James —dijo el polaco—. Cuando nos pongamos la coleta, iremos a fumar opio y beber té como los auténticos chinos.

—¿Tú también te pondrás la coleta, Casimiro?

—Ciertamente. Para ganar la apuesta, si es necesario me pinto de azul.

El americano, embarazadísimo, se rascaba furiosamente la cabeza y resoplaba como una foca. Era un gran paso, para él, enemigo eterno de los chinos, endosarse un vestido chino y colocarse la coleta.

—Ánimo, sir James —insistió el polaco—. ¡Que me da pena verlo ahí tan melancólico!

—Pienso en la coleta. ¡Viajar con ese sucio ornamento y calzar un par de ha-tz (sandalias) de suela alta!

—¿Y no te parece justo que en China se viaje vestido de chino? —dijo el capitán, riendo.

—¡Hombre! Quizá tengas razón.

—¿Y pues? —insistió el capitán.

—Pues…, ya que es necesario…, me dejaré…, ¡ea!, me dejaré pintar y vestir.

—Resuelto, pues, James. Nos vestiremos de chinos.

—Con una larga coleta plantada en el cráneo y un par de ojos oblicuos sobre la nariz —añadió maliciosamente el polaco.

—¡Brrr!, ¡qué rabia! ¡Rápido!, ¡qué sacrificio!

—Consuélate, James —dijo el capitán—. Se trata de la cimitarra.

—¡Al diablo la cimitarra y todas las divinidades asiáticas! ¡Ya cuesta demasiados sacrificios esta maldita arma y todavía no hemos empezado el viaje!

El capitán miró su reloj.

—Las once —dijo—. Apenas tenemos tiempo de hacemos nuestra «toilette».

El americano emitió un suspiro, que provenía de lo más hondo de su corazón, y siguió al capitán y al polaco a otra habitación. Allí, no sin un estremecimiento, vio casacas, camisas, calzones, coletas, sombreros, sandalias, y demás objetos indispensables para todo buen hijo del Celeste Imperio.

Un barbero chino rasuró la barba a los tres, embadurnó sus bigotes curvándolos hacia abajo, cortó parte de los cabellos de la nuca y les aplicó una hermosa coleta de noventa centímetros: el pen-see. El americano suspiraba y resoplaba al mismo tiempo; aquella transformación le helaba la sangre.

La tarea de convertirlos en chinos no fue muy larga. Se lavaron con un agua amarillenta que les dejó el color propio de los chinos; se endosaron lapu-saiu o camisa de seda, encima se colocaron el kao-ha-tz, especie de casaca que desciende hasta la rodilla, con una abertura en el lado derecho con botonadura en el pecho, se ciñeron la ku-tz-la, largo cinturón en el cual se sujeta la pipa, los anteojos de cuarzo ahumado y el abanico.

Llegado a este punto, el americano se paró. Sudaba igual que si hubiese realizado un gran esfuerzo.

—Vamos, James —le dijo el capitán—. Ya eres medio chino y poca importancia tiene, ahora ya, el que te conviertas en chino entero.

—Tú di lo que quieras, pero yo estoy realizando «los doce trabajos de Hércules» —respondió el americano.

Con un esfuerzo sobrehumano se decidió a ponerse los calzones y calzarse las sandalias de larga punta y alta suela de fieltro. Se colocó un sombrerito en forma de hongo sobre la cabeza y se precipitó hacia el espejo.

—¿Es posible? —exclamó estupefacto—. ¿Cómo he podido convertirme en un auténtico chino?

Se miró detenidamente los ojos, temiendo que se hubiesen oblicuado, y respiró complacido al ver que todavía permanecían horizontales.

El polaco y el capitán, viéndolo plantado ante el espejo, reían a mandíbula batiente.

—¡Qué magnífico chino! —exclamó Casimiro—. ¡Cuerpo de un cañón! ¡Le juro, sir James, que es usted un soberbio chino!

—¡Bribón! —dijo el americano mientras reía con tal fuerza que hacía temblar las paredes de la habitación.

En aquel momento sonaron las doce del mediodía. En la orilla del río esperaban las barcas de los europeos y americanos de las factorías y el junco con sus seis tripulantes. No había un minuto que perder.

Cerraron las ventanas y la puerta de la casa, para evitar cualquier incursión de los ladrones de Wampoa, que son numerosísimos, y los tres aventureros, armados de carabinas, pistolas y de sólidos bowie-knife (cuchillos de ancha y dura hoja) se dirigieron al río.

Krakner, Olvaez, Barrado, Rodney y una cincuentena de amigos los esperaban.

La despedida fue conmovedora y los buenos deseos no cesaban de ser expresados. Todos deseaban abrazar y besar a los tres intrépidos viajeros que quizá no volvieran nunca más a Cantón.

A las doce y cuarto se dio la señal de partida; el capitán, James y Casimiro ascendieron al junco que se balanceaba vivamente en la marea alta.

—¡Que Dios os acompañe! —gritaron los amigos agrupados en la orilla.

—¡Gracias, amigos! —gritó el capitán saludando con su sombrero—. ¡Dentro de un año, si Dios quiere, volveremos con la Cimitarra de Buda!

A una señal del capitán, los barqueros sumergieron los remos y el junco se alejó de la orilla remontando rápidamente la corriente.

III. A BORDO DEL JUNCO

El barco sobre el cual los tres intrépidos buscadores de la Cimitarra de Buda iban a emprender su largo viaje era uno de aquellos navíos que los chinos llaman junco. Tenía una longitud de casi 16 metros, ligero, alto de proa y acabado en una gigantesca cabeza que pretendía ser la de un león de Corea. En el centro se alzaba una estrecha marquesina de bambú que servía de abrigo para los viajeros; y a popa un mástil de doce o trece metros de alto lleno de banderines de diversos colores, armado con una vela de juncos entrecruzados bastante gruesos. Su tripulación estaba formada por siete hombres y un timonel. Seis eran remeros o tan-kia de la costa, jóvenes robustos, activos, frugales, pero turbulentos; llevaban la coleta recogida en una especie de moño sobre la cabeza, y por vestido una simple casaca abierta por delante y unos calzones, anchos y coitos, con un doble pliegue sobre el vientre.

El séptimo era un lavadu o piloto batelero y propietario de la embarcación. Respondía al nombre de Lue-Koa; era tosco y robusto, con una cara achatada, pómulos salientes, mentón corto y redondo, nariz pequeña y deprimida y una coleta que le bajaba hasta las rodillas.

Este lavadu había servido ya en otras ocasiones al capitán, pero no tenía buena fama. Se decía que durante un tiempo había sido mercader de esclavos e incluso pirata; pero el capitán nunca tuvo queja de él.

El octavo era un guía de caravanas muy fiel a Jorge, el cual le había ayudado varias veces en momentos críticos. Era más bien bajo, apenas mediría cuatro pies y seis pulgadas; tenía una cabeza cuadrangular, ojos muy oblicuos, pero inteligentes, y un bigote formado por dos largos y finos mostachos. Había sido pincianpiao o artillero, y conocía palmo a palmo las provincias meridionales del gran Imperio.

El junco, por el impulso de los remos robustamente manejados, y ayudado por el viento que soplaba con furia, después de superar el laberinto de islas e islotes que el Si-Kiang forma en su desembocadura, en menos de veinte minutos ganó el canal del Honam, abriéndose paso con esfuerzo entre las numerosísimas barcas que descendían o remontaban la corriente, procedentes de Macao, de Boccatigris, Cantón, Fatscham, Schuck-Wan o Isi-Nam.

Se veían pasar centenares de sampan, cuya forma recordaba la de una zapatilla, tripulados por esbeltas barqueras vestidas con largas kabaye o pantalones de algodón de color azul; bellísimos kwo-ch’an-t’ow con proa saliente y aguda, cargados de mercancías y guiados por violentos barqueros; elegantes t’zet’ung-ting con vidrieras y dorados, en los cuales paseaban mandarines o ricos burgueses; largos y esbeltos ch’a-ting llenos de arroz; grandes tuchwan, auténticos autobuses flotantes repletos de viajeros y no pocos k’waiting, semejantes a las góndolas venecianas, conducidas por policías que en vano se esforzaban en recomendar calma.

El junco, después de superar aquel lugar lleno de artilugios flotantes, se lanzó al canal meridional que está separado del de Fatscham por una hilera de islotes.

La navegación no tardó en ser tranquila y rapidísima, gracias a la marea que continuaba subiendo. Los tres blancos, que habían permanecido ocultos bajo la marquesina, salieron con el fin de admirarla encantadora vista que ofrecía el paisaje.

Las orillas estaban casi desiertas, pero, entre la vegetación, aparecían de vez en cuando graciosas casitas con las paredes pintadas con porcelana y los techos bizarramente abovedados, cubiertos de tejas azules o amarillas y repletos de antenas rojas sosteniendo monstruosos dragones o banderolas de distintas formas. También se divisaban algunos quioscos totalmente horadados, pintorescas torrecillas sumergidas entre bosquecillos de lilas y magnolias; puentes de bambú sobre los canales, y, a lo lejos, soberbias torres, llamadas ta-tzeu, que se elevaban con sus nueve plantas, en las cuales se conservaban las reliquias de Buda. A mediodía, el junco hizo una breve parada a la orilla de una islita, ante un pequeño astillero en el que se afanaban algunos obreros para reparar las cuadernas de una vieja embarcación de guerra.

Los aventureros comieron una gran oca y varias tazas de té, bebida indispensable para el que viaja por China. Algunas horas después, reemprendieron la navegación con buen viento, pasando ante Schuck-Wan, ciudad situada en la isla que separa el canal de Fatscham del de Tamschao.

Algunos chinos, en la orilla, pescaban con mergos, bellísimas aves que al silbar su dueño se zambullían en el agua para volver a la superficie con un pez.

A las cuatro, el junco enfiló el canal de Skuntak, en la extremidad de la isla por él bañada, navegando entre orillas cubiertas de espeso bambú de entre el cual sobresalía, de vez en cuando, la cúpula de alguna torre o el techo abovedado de alguna casita. Un poco más tarde, las dos orillas forman una especie de pequeño lago embellecido por dos pequeñas islas cubiertas de tupidos bosquecillos.

La travesía duró varias horas, ya que la corriente era bastante fuerte y sólo hacia el anochecer el junco tocó la embocadura septentrional, donde ancló, ante un islote cercano a la aldehuela de Isi-Nam. Los viajeros se dispusieron a desembarcar dirigiéndose hacia una fonda de buen aspecto, sombreada por dos tamarindos. De un puntapié abrieron la puerta y entraron en una salita amplia, con las paredes pintadas de flores, lunas sonrientes o bestias extrañas, dragones vomitando fuego, e iluminada por una gran lámpara de papel de cera. Alrededor había unas frágiles mesitas de bambú cargadas de dulces, con algunas jarritas de porcelana, cajas y vasos conteniendo diferentes salsas de la cocina china.

El fondista, un pequeño y grueso chino, acudió con rapidez a saludar con un isin repetido varias veces, acompañado de un gracioso movimiento de la mano cruzada sobre el pecho.

—¡Hola, valiente! —gritó el americano—. Nos morimos de hambre; ¿qué tienes para damos? ¡Yo me comería un cabrito asado!

—Pero ¿qué dice, sir James? —dijo el polaco, sorprendido—. En China es difícil encontrar un cabrito.

—Si no tiene un cabrito, que traiga todo lo que tenga en la cocina, Muévete, mesonero; tengo un hambre de lobo.

El fondista no se lo hizo repetir dos veces. Ayudado por dos pinches, puso inmediatamente sobre la mesa una sopera, una tetera, platos y unos vasos que exhalaban un extraño perfume. El americano acercó su nariz a uno de los vasos, lleno de un líquido verde, y al instante estornudó estrepitosamente.

—¿Qué diablos tiene este vaso? —dijo—. ¿Acaso es veneno?

—Raíces de nenúfar —le explicó el capitán.

—Y ese pastel, ¿de qué está hecho?

—De saltamontes fritos.

—¿Qué dices? —preguntó el americano haciendo una mueca—. ¿Saltamontes fritos?

—Seguro, amigo mío. Ánimo, aquí hay para satisfacer todos los gustos. Si quieres un fricasé de gin seng, ahí lo tienes. Si prefieres ostras, o pi-tsi (castañas de agua), ratoncito salado o perro tierno, no tienes más que pedirlo.

—¡Ratón salado! ¡Yo comiendo perro!

—Perro tierno, delicado como un lechoncillo —añadió el polaco—. Mire esto, sir James, este pastel de cangrejos molidos y estas aletas de tiburón que están pidiendo a gritos poder pasar al estómago de un americano.

—Pero ¿qué dices? —exclamó James que ya no podía aguantarse—. Ratón salado, perro, saltamontes fritos, tiburón… ¡Esto es una cocina de Belcebú!

—Todo lo contrario, amigo mío —dijo el capitán—. Vamos, a comer, yo doy el ejemplo.

Se acercó un plato de fricasé de ginseng y se puso a devorarlo con gran apetito. El polaco se decidió por las aletas de tiburón, y los barqueros, Lue-Koa y Min-Sí se lanzaron sobre los saltamontes fritos.

El americano los contemplaba sin atreverse aún a poner entre sus dientes aquellos guisos que para él resultaban totalmente nuevos.

—¡Vamos, James! —dijo el capitán—. ¿Qué esperas? Está muy bien guisado.

—Tengo un hambre de oso, Jorge, pero no me atrevo a probar la carne de perro ni la de rata.

—¡Qué melindroso!

—¡Yo melindroso! —gritó el americano, haciendo saltar los platos de un fuerte puñetazo sobre la mesa—. ¿Eso creéis? ¡Melindroso un yankee que se precia de ser mitad caballo y mitad cocodrilo!

—¡Los cocodrilos no se lo pensarían tanto! —dijo el polaco.

—¿Tú crees, muchacho? Si es así no quiero yo ser menos que un cocodrilo.

Empuñó con decisión una gran cuchara que estaba inmersa en la sopera llena de salsa verde y se llenó vigorosamente su plato; acabada la sopa no dejó por probar ninguno de los otros platos, rata, aletas de tiburón, perro, saltamontes, castañas de agua, y todo ello acompañado de abundantes tragos de sham-shu, fortísimo licor extraído del mijo.

En menos de veinte minutos aquel nuevo Gargantúa había dado buena cuenta de todo ello, rebañando delicadamente todos los platos con su poco delicada lengua.

—Yo creo que un cocodrilo no hubiera hecho más —dijo candorosamente, al ver que ya no quedaba nada que llevarse a la boca—. A decir verdad, todas estas cosas eran realmente excelentes.

La noche la pasaron alegremente, con unas tazas de té florido y fumando. A las diez se retiraron a la habitación que les habían asignado, mientras los barqueros volvían al junco. Después de inspeccionar las paredes para asegurar se de que no había ninguna puerta secreta, atrancaron la de entrada para prevenir cualquier sorpresa y se tendieron en las camas hechas de bambú trenzado y con un tchu-ju-jen, almohada de finísimas cañas verdes que mantiene un frescor muy agradable.

Pocos minutos después roncaban con tal fuerza que hacían temblar las paredes de la habitación.

IV. EL SI-KIANG

Al día siguiente, con el primer rayo de sol que penetró a través de la persiana, el capitán saltó de la cama, dispuesto a dar la señal de partida. Al ver que sus compañeros dormían, abrió la ventana para echar una ojeada al paisaje que les rodeaba. El sol, que se alzaba rápidamente entre una lejana cadena de montañas, se derramaba sobre aquella fértil tierra del Celeste Imperio, como una lluvia de rayos luminosos, que hacían resaltar vivamente las verdes copas de los bosques y de las plantaciones.

El río, que descendía del Oeste engrosado por el Po-Kiang, discurría majestuosamente entre los matojos de bambú añil, tamarindos, moreras, mangos… y bañando lejanos pueblecitos con sus casitas de vivos colores y techos afilados y decorados con porcelana que despedía dorados reflejos.

El capitán dirigió su mirada al junco que parecía, con su blanca vela y con el mástil, una ballena con el vientre atravesado por un inmenso arpón. Los barqueros dormían todavía; el posadero estaba ya en pie y se le oía hablar con sus empleados.

—Muy bien —murmuró Jorge.

Se volvió hacia el interior de la habitación y emitió un fuerte silbido. El polaco y Min-Sí se pusieron en pie sobresaltados. El americano estiró los brazos, abriendo la boca de manera que hubiese dado envidia a un tiburón.

—Apresurémonos, amigos —dijo el capitán—. Hoy navegaremos por el Si-Kiang.

—¡Si-Kiang! —exclamó el yankee, frotándose las manos—. ¡Ah, el hermoso río! ¿Sabes, Jorge, que estoy impaciente de navegar por ese río que los chinos llaman pomposamente Río de las Perlas? Qué, Casimiro, ¿no te conmueve este nombre? ¡Río de las Perlas! ¡Tiene un hermoso significado!

—¿Qué quiere decir? —dijo el polaco que acariciaba flemáticamente su negra pipa.

—Intento decir que haremos una hermosa fortuna.

—¿Recogiendo agua del río, quizás? A fe mía, no sabría qué hacer de ella.

—¡Recogiendo agua! ¡Perlas, hijo mío, auténticas perlas! ¿Crees que le llaman Río de las Perlas por capricho?

El capitán y el polaco rompieron en una sonora carcajada. El americano los miró atónito.

—¿He dicho alguna animalada? —preguntó.

—No —respondió Jorge—, pero te aconsejo no pescar en el río, a menos que te interese hacer provisión de guijarros.

—¡Rayos y centellas! ¿Estos chinos han sido tan estúpidos de dar el nombre del Río de las Perlas a un río en el que no las hay? Yo que pensaba cargar el junco de…

—Guijarros —se adelantó a decir el polaco—. ¡Ah, sir James, se contenta usted con bien poco!

—Sí, burlón —respondió el americano, que no encontraba la forma de aguantar su risa—. ¡Bribones de chinos! Esta es otra de sus bromas; pero me desquitaré con los birmanos. Verás, hijo mío, cómo acumularemos en Birmania tanto dinero que podremos comprar medio Cantón.

—¡Cuerpo de una pipa rota! —exclamó el polaco—. ¿Ha encontrado alguna mina en el mapa de Birmania, o confía en pescar diamantes en el Irawadi?

—¿O acaso piensas saquear Amarapura? —dijo Jorge.

—No pensemos en ello por ahora —dijo el americano con aire misterioso—. Cuando estemos allí, ya hablaremos.

Los aventureros cargaron con sus armas y víveres y descendieron al comedor. El posadero y sus dependientes les esperaban haciendo hervir el agua para el té.

—¡Éste es un buen chino! —exclamó el americano, apartando vigorosamente al posadero—. Mueve tus piernas, valiente.

Estrechó la mano que el chino, estúpidamente, le tendía y se lanzó bruscamente sobre varias tazas rebosantes de humeante té; luego cogió un montón de bizcochos que devoró rápidamente mientras soñaba en los tesoros de Birmania y las perlas del Si-Kiang.

—Me parece, James, que las emociones del viaje te abren extraordinariamente el apetito —dijo el capitán—. Si continúas así, vaciarás los sacos de víveres antes de llegar a Tchao-King.

—Los volveremos a llenar de excelente caza —respondió el glotón que había colocado ante sí una segunda y después una tercera y finalmente una cuarta tanda de bizcochos.

—Yo me encargo de llenar el barco.

Vaciadas las tazas y pagado el gasto, abandonaron la posada y se dirigieron hacia el junco, en el cual el piloto Lue-Koa y sus barqueros terminaban de vaciar una gran caldera de arroz cocido con aceite de pescado.

—Levemos anclas, Lue-Koa de mi corazón, y suelta la vela —dijo el americano—. Si os portáis bien, esta noche cenaréis asado de ave.

Lue-Koa, refunfuñando, se levantó a desplegar la vela. Blancos y chinos se embarcaron en el junco. Rebasado el brazo de tierra que forman dos canales, y en el cual numerosos pescadores se dedicaban a sus tareas, el barco entró a toda velocidad en el último tramo del ño que conduce directamente al Si-Kiang. Los aventureros, asidos a la proa y resguardados de los rayos del sol por un pequeño toldo y sus sombreros de rotang, observaban con viva curiosidad el paisaje. Las dos orillas del canal, que frente al islote van comprimiéndose en forma de cuello de botella, empezaban a separarse formando un pequeño lago. Aquí y allá se alzaban soberbias plantaciones, pequeños pantanos sobre los cuales volaban bandadas de aves acuáticas y, de vez en cuando, graciosos templetes se reflejaban en las aguas, junto a cabañas, grandes y pequeñas, y cobertizos albergando balas de té dispuestas para ser embarcadas en los pan-mi-ting o ch’a-ting.

No faltaban a la vista hombres y mujeres esparcidos por las orillas o en medio de las plantaciones, unos ocupados en la pesca, otros cultivando la tierra o recogiendo fruta, todos con la cabeza cubierta con enormes sombreros de bambú o de rotang, bajo los cuales surgía una larga coleta que casi llegaba al suelo.

Hacia las nueve de la mañana, el capitán, que observaba minuciosamente el paisaje, mostró a sus compañeros la pequeña ciudad de Samschui, situada en la orilla izquierda del río, rodeada de numerosos bosquecillos. Resaltaba vivamente con sus casas pintadas con colores fuertes, los techos adornados de banderolas y grandes antenas rojas. El junco atravesó rápidamente la doble línea de barcas ancladas y siguió la corriente que se estrechaba entre dos orillas boscosas. Lue-Koa se alzó sobre sus pies para mejor dirigir el junco.

Bien pronto la corriente fue rapidísima, batiéndose furiosamente contra el junco que avanzaba vibrando. Jorge, el americano y el polaco se abalanzaron sobre la proa para mejor asistir a la unión de los dos ríos: el Si-Kiang que desciende del Oeste, y el Po-Kiang del Norte.

—¡Ánimo, Lue-Koa! —gritó el americano—. ¡Valor, marineros!

—¡Silencio! —ordenó el chino—. Deje que los hombres obedezcan solamente mis órdenes.

Los remeros, encorvados sobre los remos, impulsaban al junco entre las tres islas que formaban una especie de barrera al ímpetu de la corriente. Manteniéndose de esta manera, el junco llegó hasta la confluencia y desembocó en las aguas del Si-Kiang y del Po-Kiang que descendían de común acuerdo hacia el mar. En aquel mismo instante el polaco saludó a un grupo de pescadores que tendían sus redes sobre un islote. El capitán, temiendo que reconocieran en él y sus compañeros a extranjeros, ordenó retirarse a la marquesina.

—¿Temes que nos jueguen una mala pasada? —dijo el americano.

—Sí, James —respondió el capitán—. Me ha parecido ver a Lue-Koa hacer una señal al jefe de aquellos hombres.

El americano obedeció en silencio y se retiró, mientras el junco se acercaba a los pescadores.

Aquellos hombres eran todos chinos y no más de doce. Pequeños, pero robustos, tenían la cara larga, los hombros altos, el mentón corto, la nariz chata, los ojos oblicuos y el color de un amarillo oscuro. La mayor parte iban semidesnudos y vociferaban ruidosamente, agitando amenazadoramente el chan-schang, especie de jabalina de la cual se servían para ensartar los peces.

—¿Qué es todo este barullo? —preguntó James, que no podía estarse quieto—. ¿Acaso tienen ideas belicosas?

—Vamos a verlo —respondió el capitán, que, por precaución, cargó su carabina.

—No teman nada, capitán —dijo Min-Sí—. No son suficientes para atreverse a asaltar un junco con tres blancos a bordo. De todas formas, dígale a Lue-Koa que se mantenga lejos de los islotes.

—¡Eh, Lue-Koa! ¿A dónde diriges el junco? —gritó Jorge—. Sigue recto.

—Vamos a comprar pescado —respondió el piloto—. Me han enseñado unas truchas bastante grandes y podremos comprárselas por pocos sapek.

—No lo necesitamos.

—¡Tanto peor! —exclamó el piloto—. Si ocurre algo malo, será exclusivamente culpa vuestra.

—¡Eh, payaso! —tronó el americano—. Si no callas te rompo una costilla.

Lue-Koa comprendió que no admitirían ninguna burla y pasó de largo. Los pescadores prorrumpieron inmediata mente en injurias y amenazas, incluso alguno levantó su jabalina mirando a los tripulantes del junco.

El americano saltó fuera de la marquesina con la carabina en la mano, mientras Lue-Koa buscaba embarrancar el junco en la orilla opuesta, probablemente para dar tiempo a los pescadores de atravesar el río. El capitán, no obstante, estaba a la expectativa y se lanzó rápidamente sobre el truhán, lo empujó con fuerza y se apoderó del timón.

—¡James! —gritó—. Vigila a los tan-kia, y tú, Casimiro, apunta con tu fusil hacia aquellos piratas.

Con un golpe de timón rectificó el rumbo del junco, el cual, impulsado por el viento, enfiló hacia el curso alto del río. Los pescadores, furiosos al ver escapar aquella presa que ya creían segura, redoblaron sus gritos y una decena de piedras fueron a dar sobre el barco hiriendo a un remero.

—¡Fuego! —gritó el americano.

El polaco descargó su carabina contra el grupo, que rápidamente se dispersó. El americano, para causar más temor entre los pescadores, descargó también su pistola.

—¡Qué valientes! —exclamó el yankee, que se arrepentía de no haber abatido alguno de aquellos pescadores—. Dime, Jorge, ¿son piratas aquellos payasos?

—Así lo creo, James.

—¿Tenían intenciones serias de asaltar el junco?

—Si hubieran podido, sí. Pregúntale a Lue-Koa qué piensa —dijo, abandonando el timón al chino—. ¿No es cierto, piloto, que eran piratas de los de verdad?

—Podría ser —respondió éste tranquilamente—. Es muy natural que en los ríos chinos se encuentren piratas chinos.

—Como también es muy natural que el pirata Lue-Koa conozca a los piratas del Si-Kiang —añadió el americano.

—¿El pirata Lue-Koa? —exclamó el piloto apretando los dientes.

—Sí, mi querido cara amarilla. Dile a Min-Sí que explique las maravillosas empresas de Lue-Koa en el curso alto del Si-Kiang.

El chino se tornó verde como un lagarto, pero no respondió. Se ajustó los anteojos, a los cuales les faltaban las lentes, y atendió a su tarea entonando el himno en honor de sus antepasados:

See hoang sien tiu lin tien… (Cuando pienso en mis antepasados, me siento elevar hasta el cielo…).

Hacia el anochecer, el junco, después de haber recorrido casi noventa millas, atracaba en la orilla izquierda del Si-Kiang. Los barqueros se dedicaron a preparar la cena; el polaco y Min-Sí se adentraron en los arrozales esperando cazar algún faisán dorado, y el americano recorrió la orilla durante un centenar de pasos, poniéndose a hurgar entre la arena del río con una larguísima caña. El capitán, llegado un momento, tuvo que ir a buscarlo.

—¡Vaya, James! —le gritó—, ¿qué haces? ¿Compruebas la profundidad del río?

—¡Bah! —exclamó el americano—. Busco mis perlas, pero hasta ahora no he sacado más que diez piedras que amenazan con romperme la red.

—¿También has venido provisto de red?

—Claro, para venir a pescar perlas en el Si-Kiang —respondió el americano.

—Pobre amigo, es una tarea imposible.

—¡Ya lo veo, ya! Pero me resarciré con los birmanos.

—Eso contando con que lleguemos a Birmania, ya que podría ser que encontrásemos la Cimitarra de Buda en Yuen-Kiang.

—Sería una auténtica desgracia, pero… ¡eh!, ¿qué perfume es este que viene del campamento? Allá están asando beef-steak.

—¡Uhmmm! Lo dudo —dijo el capitán.

—¿Por qué? —preguntó el americano.

—En China es difícil encontrar un beef-steak —respondió Jorge Ligusa.

—¿No hay bueyes en China?

—Sí, y suficientes como para alimentar durante unos cuantos años a las dos Américas, pero sólo se les utiliza para la agricultura.

—Por eso los chinos no hacen nunca buenas comidas.

—Te equivocas totalmente, James. No creas que los chinos sólo comen arroz.

—No digas eso, pero sí que comen castañas de agua, huevos de paloma, salsas y, en definitiva, toda una serie de cosas que no valen lo que un sanguinolento beef-steak.

—Y ocas, patos, perros, ratas, y nidos de golondrina…

—¡Nidos! —exclamó el americano abriendo desmesuradamente los ojos—. ¿Has dicho nidos de golondrina?

—Sí, verdaderos nidos.

—¿Y los chinos se los comen?

—¡Y de qué manera! No abundan y se pagan muy caros.

—Pero ¿de qué están hechos?

—Te lo explicaré. A lo largo de China y Malasia, entre los peñascos, las rocas y dentro de las cavernas, se encuentran nidos construidos por un tipo de aves marinas, del tamaño de las golondrinas, llamadas salanganas. Estos nidos, formados por una sustancia que las aves recogen del mar, son gelatinosos y, aunque algo insípidos, son muy alimenticios, y eficacísimos para combatir ciertas enfermedades y desarreglos orgánicos. Y te diré que su precio es tan elevado, que el propietario de una caverna de Java recauda cincuenta mil florines al año.

—¡Hermosa suma, a fe mía! No me estarás contando un cuento, ¿eh?

—En la primera ocasión que se nos presente te haré probar un nido.

—¡Por Júpiter! —exclamó el americano moviendo las mandíbulas—. Con este discurso me has despertado un hambre de antropófago.

—Vayamos a cenar, James.

En aquel mismo instante venían juntos el polaco y el chino, ambos cargados con muías de ocas y patos. Los cuatro se dirigieron hacia el campamento, pero con gran sorpresa no vieron a los barqueros. El americano, sin saber por qué, sintió una opresión en el corazón.

—¿Se habrán ido a dormir sin esperamos? —dijo el capitán—. ¡Eh!, miradlos allá abajo, en medio de la hierba.

—En una postura muy sospechosa —dijo el americano—. Pero no están muertos, ¿no oís cómo roncan?

En efecto, los tan-kia y su jefe, agrupados en medio de la hierba, el uno sobre el otro, roncaban sonoramente y balbucían algunas palabras de entre las cuales el americano llegó a entender una.

—¡Whisky! —exclamó horrorizado—. ¿Se habrán bebido mi whisky?

Se precipitó en el interior de la tienda y encontró las seis botellas en el suelo, vacías, y la cena casi toda consumida.

—¡Ah, bribones! —exclamó—. ¡Se han emborrachado con mi whisky!

—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. Estamos arruinados.

—Ven aquí, Casimiro, que haremos mermelada de este perro de Lue-Koa.

El americano, furioso, se puso a repartir puntapiés a aquellos borrachos, los cuales no se movieron en absoluto.

—Calma, James —intervino el capitán.

—¿Pero no ves que las botellas están todas vacías?

—Las repondremos en Tchao-King.

Costó bastante calmar al impulsivo americano, el cual no se tranquilizó hasta que Casimiro acabó de asar media docena de ocas. El glotón, bien que mal, colocó dos de ellas en su estómago de Gargantúa.

A medianoche, nuestros aventureros se acostaron bajo la tienda, mientras la luna se alzaba entre los bosques iluminando el campamento como si fuese pleno día.

La noche fue tranquila. No hubo ninguna alarma; ni visitas de fieras, ni de ladrones, a pesar de que estos últimos pululan por todas las provincias chinas y especialmente a lo largo de los ríos, donde se dedican a la piratería en gran escala. Cuando el polaco sacó la cabeza fuera de la tienda, los tan-kia y el piloto dormían aún.

—¡Ah!, sir James —dijo volviéndose hacia el americano que bostezaba como un oso que no hubiera dormido desde hacía una semana—, nuestro whisky era, efectivamente, de primera calidad, porque estos malditos marineros todavía duermen, y con una beatitud que da ganas de imitarlos.

—¡Tú quieres burlarte de mí, cazador de ocas! —respondió el americano con rudeza—. Pero has de ver cómo les pego un tiro a esos perros de jeta amarilla. No podrán ir por ahí lanzando a los cuatro vientos que han burlado a un honorable ciudadano de la libre América.

—Y yo, si es posible, le echaré una mano.

—No soliviantemos más las cosas —observó el capitán—. Lue-Koa podría traicionarnos en Tchao-King y levantar a la población contra nosotros.

—¡Al diablo Tchao-King! —exclamó el yankee—. ¡Que lo haga! ¿Acaso tres hombres como nosotros vamos a tener miedo de un puñado de chinos? ¡Vamos, tú bromeas!

Sin decir nada más, el americano salió seguido por el polaco. Al ver que Lue-Koa abría los ojos y se iba a levantar, saltó delante de él.

—¡Ah!, ¡estás aquí, pedazo de bestia! —le gritó amenazadoramente mostrándole su puño cerrado—. ¿Dónde está el whisky?

—Ante todo, llame animales a los que son como usted —respondió insolentemente el chino.

—¿Cómo? ¡Todavía estás borracho, pirata! —le gritó a los oídos el polaco, amenazándole con su puño.

—Rómpele la cabeza, Casimiro —gritó James, levantando su mano.

El chino dio un salto hacia atrás.

—Detén tu mano, extranjero —aulló—. ¡A mí, Lifu! ¡A mí, Liang!

Sus hombres corrieron en su ayuda.

—¡Ah, bribón! —exclamó James, encolerizado—. Aguarda un poco, jeta amarilla, que te enderezaré esos dos ojos bizcos. Ven, Casimiro, que lo vamos a zambullir en el río.

El americano, uniendo la acción a la palabra, derribó al piloto, el cual se levantó con rapidez, al tiempo que sacaba su cuchillo y gritaba:

—¡Si me tocas, extranjero, te denuncio a los tribunales! Eres un extranjero.

—¡Muerte a los extranjeros! —vociferaron los tan-kia situándose alrededor del piloto.

—¡Ah, borrachos! —gritó el americano—. ¡Guarda esa arma, sucio pirata! ¿Acaso quieres representar una ridícula tragedia?

—¡Jamás! —exclamó el piloto, con rabia concentrada.

—¡Le saco los ojos! —gritó el polaco.

El capitán, al oír todo aquel ruido, salió de la tienda. Al ver a los contrincantes con las armas en la mano y dispuestos a hacer estallar una auténtica batalla, se interpuso en medio de ambos.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó—. ¿Os queréis matar por seis botellas de whisky? Baja las armas, James.

—Y tú, cállate, gruñón —dijo Min-Sí al timonel—. Acabarás por buscarte una bala para tu cabeza.

—Déjame degollar a uno de estos perros, Jorge —vociferó furioso el americano—. Si no ponemos remedio ahora, un día u otro escaparán con nuestras armas.

—Basta, James.

—Eres demasiado bueno, Jorge. Estos sucios amarillos se merecen una lección.

La disputa, que pudo haber terminado con más de un muerto, se calmó, pero no totalmente. Continuaron las injurias de ambas partes, las amenazas, los improperios, y fue necesaria toda la autoridad del capitán para reducir al silencio a aquellos pendencieros.

Recogida y embarcada la tienda, el capitán se aprestó a dar la señal de partida. El junco, bajo el impulso de los remos, vigorosamente manejados, remontó la corriente del río acercándose a la orilla derecha.

A mediodía llegó ante una aldea compuesta por una cincuentena de chozas, pero no pudo acercarse a la orilla, a causa de la población que acogió su llegada con aullidos más que amenazadores. Más de uno de aquellos chinos habitantes de la aldea lanzó piedras contra la pequeña embarcación y otros apuntaban sus fusiles, dispuestos, por lo que parecía, a disparar.

—¡Malditos chinos! —exclamó el americano—. ¿Tienen miedo de que les arrebatemos su imperio de cartón piedra?

—¡Ah, sir James! —exclamó el polaco—. ¿Le parece a usted que un Celeste Imperio merece tal injuria?

—¡Celeste Imperio! ¿Quién es el estúpido que llama a la China Celeste Imperio?

—Todo el mundo. Incluidos los americanos.

—No lo creeré nunca. ¿Por qué crees que un imperio como éste tenga tal nombre?

—Existe una razón —dijo el capitán—: Los asiáticos dicen que China, querido, que tú tanto desprecias, es una tierra escogida, un auténtico imperio celeste, y esto no es todo, porque también llaman a China Chung-co o Chu-cu, es decir, imperio central. Nuestra Europa y vuestra América, según ellos, sólo son satélites.

—¡Cómo! —exclamó James, con tal ímpetu que parecía que quisiera devorar al capitán—. Estos tramposos se atreven a decir…

—Que China es el Sol y América un mezquino satélite.

—Eso es demasiado para un americano de pura sangre, Jorge.

—Es demasiado incluso para un europeo, James.

—Tú me cuentas fábulas.

—Te aseguro que digo la verdad.

—Quieres hacerme explotar como una caldera. Estos sucios amarillos, que todavía ayer no se sabía que existieran…

—Alto ahí, James —le interrumpió el capitán—. ¿Qué estás diciendo? ¿Que China era desconocida hasta ayer? Estás loco, querido amigo.

—¿Loco yo?

—¡Imagínate! A China se la conocía varios siglos antes que a América.

—¡Por Baco! —exclamó el americano fuera de quicio—. Estás equivocado, no es posible; América fue conocida…

—Después que China —dijo el capitán.

—No, te digo que no.

—Y yo te digo que se conocía la existencia de un imperio llamado China nueve siglos antes de la venida de Jesucristo.

El americano se dejó caer sobre el banco, pálido como un muerto, emitiendo un largo suspiro.

—Y bien, James —dijo el capitán—. ¿Qué me dices?

—No sé qué decir. ¿Por qué no descubrieron América antes que China?

—¿La va a emprender ahora con Cristóbal Colón? —dijo riendo el polaco—. Está equivocado, sir James, antes al contrario, debiera dar gracias al gran compatriota del capitán Jorge.

—Le doy las gracias, pero podía haberla descubierto antes.

—Consuélate, James —dijo el capitán—. América, aunque fue descubierta hace apenas tres siglos y medio, ha superado de largo al decrépito imperio chino. Es bien cierto que en el pasado China estuvo situada a la cabeza de la civilización, siendo sobrepasada después por Europa, pero no es menos cierto que desde hace más de dos mil años está detenida como una máquina a la cual no le funcionan las ruedas para poder avanzar.

—¡Bravo, capitán! —exclamó James—. Si continúas un minuto más hubiese estallado como un obús de ocho pulgadas.

En aquel instante el junco se aproximó a un islote cubierto de espesas plantaciones de bambú, pequeñas moreras, ananás y palmeras de hojas gigantescas. Lue-Koa, a una señal del capitán, ató la embarcación al tronco de un árbol.

—¡Ah! ¡Bella isla! —exclamó el americano saltando a tierra con el fusil en la mano—. Fíjate, Casimiro, qué cantidad de patos y ocas por el aire. Haremos buena caza.

—¡Bah! —dijo el polaco levantando los hombros—. Su hermosa isla no es más que un puñado de tierra.

—¡Alto ahí, muchacho! Si desprecias este Edén te meto en el junco y te prohíbo desembarcar.

—¿No ve que no hay ni siquiera una taberna?

—¡Miren al bebedor! Apenas desembarcado ya busca una taberna para emborracharse. Feo vicio, hijo mío.

—Creía que usted también lo tenía.

—No, pero si pongo el pie en una taberna beberé tanto whisky que dormiré un invierno entero.

—¡Ah!, sir James…

—Silencio, tomemos un bocado y pongámonos en marcha. Iremos a buscar una botella de licor y un buen asado.

Los barqueros habían montado rápidamente la tienda y encendido el fuego. Los dos bebedores devoraron una veintena de bizcochos, bebieron un par de tazas de té, cargaron con sumo cuidado sus carabinas y se adentraron en las plantaciones.

Empezaba a caer la noche. El sol, rojo como un disco de cobre, se ocultaba con rapidez detrás de las grandes montañas de poniente, enviando sus últimos rayos sobre las copas de los árboles. Una brisa suave y fresca, cargada de deliciosos perfumes de magnolias y lilas, se dejaba sentir haciendo ondear suavemente las plantas de bambú.

'De todos los lados del islote, bandadas de patos azules, ocas, faisanes, gallinas y shui-su, se elevaban haciendo un ruido ensordecedor con sus gritos agudos y desafinados.

—Parece deshabitado —dijo el americano después de algún tiempo.

—¿Cómo no tentó nunca a los amarillos este Edén?

—Me temo, sir James, que no encontraremos whisky.

—En cambio encontraremos ocas. Dirijámonos hacia la orilla donde se oye un griterío endiablado.

—Y Si…

—¡Alto ahí! —interrumpió el americano, girando sobre sus talones.

—¿Ha visto alguna botella de whisky?

—Algo mejor, muchacho. Tenemos beef-steak a muy poca distancia. He visto una bestia que intentaba marcharse sin nuestro permiso.

—¿Un tigre quizá? Yo me retiro.

—¡Bah! —dijo el americano con desprecio—. ¡Tener miedo de un tigre chino! Vamos, salta al otro lado de aquel arbusto antes de que el animal se esconda.

—¡Cuerpo de una pipa! ¡Es una auténtica bestia!

El americano se inclinó siguiendo con el cañón de su carabina cualquier cosa que se agitara entre la maleza, después disparó.

El polaco se acercó al matorral y sujetó por el cuello a un animal que se contorsionaba en el último aliento.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó—. ¿Qué raza de animal es éste? No he visto jamás uno igual.

James lo observó atentamente. Era un mamífero, no muy grande, con el cuerpo cubierto de escamas, y que más parecía un pez que un mamífero.

—Es un pangolín —dijo—. Un bello animal al cual los chinos llaman ling-lai o carpa de tierra y los científicos le dan el nombre de pholidotus dahlmauni, que supongo suena a árabe para ti, muchacho.

—¿Y es comestible?

—¡Bien! Tu capitán me ha hecho comerlos a…

Un silbido lastimero le cortó la palabra. Rápidamente miraron en torno a sí para ver quién lo emitía.

—¡Oh! —exclamó el polaco, dando un salto hacia atrás.

Detrás de un matorral se alzó imprevistamente un soldado chino, con una larga toga azul, y un pequeño yelmo en la cabeza acabado en un extraño penacho. En sus manos sostenía un arcabuz provisto de dos bayonetas.

—¿Qué hace este mono con ese tridente en la mano? —exclamó el americano.

—Huyamos, sir James —dijo Casimiro.

—¡Vaya! Mira, más fantoches.

Otros tres soldados habían salido de entre los bambúes, también armados de arcabuces.

—¡Eh! —gritó el americano, viendo que le tomaban como blanco de sus arcabuces—. No somos bandidos para dispararnos escopetazos. ¡Cuidado con esos armatostes!

Uno de los soldados le intimidó para que se alejase, pero el testarudo fingió no entenderlo y se puso a hacer un discurso, mezclando palabras inglesas y chinas, explicándoles el motivo de su visita. Los soldados, sorprendidos por aquel torrente de palabras rimbombantes, no respondieron.

—No entienden ni un rábano —dijo el americano—. Veamos si tienen whisky.

Pero al primer paso que dio, cuatro fusiles dirigieron hacia él sus puntos de mira. No querían saber nada de nada; giró los talones y salieron los dos corriendo, saludados por una descarga que, por fortuna, pasó por encima de sus cabezas.

—¡Ah, bribones! —les gritó parándose—. ¿Es así como se recibe a dos hombres honrados que sólo buscan un poco de whisky?

—¡Venid aquí, cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco.

Otra descarga se escuchó, y una bala segó un bambú a pocas pulgadas de donde estaban.

Los dos cazadores ya tuvieron bastante y se pusieron a correr en medio de las plantaciones, sin pensar en nada más y no se detuvieron hasta llegar a la orilla del río.

—¡Eh, muchacho! —exclamó el americano—. ¿Crees que soy un mulo para hacerme correr de esta forma? ¡Canallas! ¡Querer fusilar a dos hombres de nuestra talla! ¿Qué me dices, Casimiro?

—Que tenían razón. ¿No le parece que tenemos aspecto de piratas?

—¿Aspecto de piratas? ¡Bribón! ¡Tú quieres burlarte de mí!

—No, sir James. Viéndonos armados de esta manera, paseando por una isla desierta a una hora intempestiva, aquellos valientes soldados del Celeste Imperio seguramente no podían tomamos por personas honradas. Además, pronunciaba whisky con un tono que hubiese hecho sospechar a un cosaco. Verdaderamente no entendían ni una palabra.

—Es cierto, debieron interpretarla como alguna amenaza. En fin, ya se ha acabado. Está visto que en esta isla no podremos beber ni un sorbo de licor. En cuanto lleguemos a Tchao-King beberemos hasta reventar.

—Y haremos una amplia provisión que dure hasta el Po-Kiang.

—Mejor hasta Birmania. Cargaremos el junco hasta los topes.

Después de descansar, los dos cazadores se pusieron en camino, siguiendo las sinuosidades de la orilla, y volviendo la cabeza hacia las plantaciones cuando cualquier ruido extraño llegaba a sus oídos; a las diez de la noche llegaron al campamento, justo en el momento en que el capitán, bastante inquieto, se disponía a partir en su búsqueda.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó.

—De caza —respondió el americano.

—¿Habéis encontrado a alguien?

—Sólo un grupo de sucios soldados que nos han acogido a golpe de fusil.

—Alguna tontería habréis cometido.

—No hemos hecho nada, te lo juro.

—Acostémonos, que es tarde.

—¿Y los chinos?

—No nos inquietarán. Son demasiado perezosos y demasiado miedosos para molestarnos.

Se acomodaron bajo la tienda sin preocuparse más por los chinos, que no se dejaron ver en toda la noche. A las seis de la mañana, el junco reemprendió su viaje, con un fuerte viento del Sudoeste que les hizo avanzar tanto que al amanecer del día siguiente anclaban a poca distancia del desembarcadero de Tchao-King.

V. TCHAO-KING

Tchao-King está situada en la orilla derecha del Si-Kiang, a sólo veinte leguas de Cantón. Es una ciudad de bastante importancia, aunque no muy extensa, defendida por bastiones y rodeada por sólidas murallas, con populosos suburbios alegrados por bellísimos jardines, hermosas casas pintadas con vivos colores, acabadas en terrazas de bambú, con mástiles, chimeneas y un auténtico bosque de banderas de todas formas y tamaños. Tiene un hermoso palacio, habitado por el gobernador de la provincia, con una soberbia torre de nueve plantas, robusta, maciza, con techo abovedado.

Nuestros aventureros, vistiendo casacas nuevas que les llegaban hasta las rodillas y abiertas por el lado, amplio cinturón, la falsa coleta asegurada sobre la nuca y llevando los grandes hong-coi-mo sobre la cabeza, desembarcaron en el muelle.

Descargadores, barqueros y negociantes invadían el muelle, a pesar de no ser más que las siete de la mañana. Nuestros hombres atravesaron con prisa aquella multitud y se encaminaron por una ancha calle flanqueada por comercios atractivos, llenos de enormes enseñas, casitas pintadas de amarillo, rojo, verde, con graciosos jardines e hileras de árboles. Habían recorrido ya un cuarto de legua buscando un albergue, cuando el capitán se apercibió de que eran seguidos por un grupo de chinos que hacían gestos de admiración.

—Alerta, amigos —dijo—. Nos espían.

—¿Quién? —preguntó el americano.

—Un grupo de ociosos.

—¡Bah! No nos preocupemos por tres o cuatro bergantes. Deben causarles envidia nuestros bigotes con las puntas vueltas hacia el cielo en vez de caer humildemente hacia tierra. Somos blancos, queridos amigos, y de pura raza.

El americano, para hacer mayor ostentación de sus bigotes, los atizó con cuidado, pero con aquel movimiento tocó su sombrero, dejando al descubierto parte de su espesa y rubia cabellera. Los chinos soltaron un grito de sorpresa.

—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. ¿Qué diablos hace que estos chinos chillen de esta forma?

—No temas, Casimiro. Ahora que han admirado mi cabeza, no nos seguirán más. Muéstrales la tuya, hijo mío.

—No cometamos imprudencias, James —dijo el capitán.

—¿Quiere que nos asesinen o nos expulsen de China?

—¡Bah!

—¡Silencio!

Al final de la calle se escuchaba un ruido, una especie de salmodia monótona, y un redoblar de tam-tam acompañado de un pífano que hería los oídos.

La gente acudía en masa, con gran alboroto, hacia aquel lugar.

—¡Oh! —exclamó el americano, llevando la mano instintivamente a la empuñadura de su pistola—. ¿Qué es eso?

—Cualquier procesión, sin duda —dijo Min-Sí—. Puede ser una boda o un funeral.

—¡Vayamos! —exclamó el americano, cogiéndose con las manos la toga para no caer.

Los cuatro viajeros alcanzaron a la multitud, en medio de la cual desfilaba una extraña procesión. Una veintena de tañedores abrían marcha batiendo furiosamente sonoros tam-tam y soplando, a riesgo de asfixiarse, una especie de pífanos y ocarinas. A su derecha marchaban otros tantos cantores que salmodiaban versos de Confucio; detrás, una litera dorada, sostenida por una docena de pajes, después un hermoso chino, vestido elegantemente, sobre un caballo blanco, y un siervo llevando un cojín con una llave sobre él y, por último, una larga hilera de personas provistas de linternas encendidas y cargadas de algo que parecían regalos. Min-Sí y el capitán comprendieron inmediatamente de qué se trataba.

—Es una boda —dijo este último al americano.

—¡Vaya! Yo creía que era una procesión —exclamó sir James—. ¿Y quiénes son los esposos? ¿Quizás aquel caballero tan orgulloso y aquella litera?

—Sí, un novio que quizá no conoce todavía a su futura esposa.

—¡Oh!, ¡esto sí que es curioso!

—Los matrimonios, en China, se acuerdan sin que los novios se hayan conocido. Los padres se entienden entre ellos, fijando la suma que deberá abonar el esposo a los parientes de la esposa; se intercambian regalos y dos jóvenes se unen sin amarse…

—Curioso…

—El esposo —continuó el capitán— no conoce a su amada mitad, más que a través de las descripciones que le han hecho sus parientes. Si éstos alteran la edad, tanto el esposo como la esposa tienen derecho a anular el matrimonio. Algunas veces, y no creas que me lo invento, se acuerdan matrimonios antes de que los esposos hayan nacido.

—Me tomas el pelo.

—Te digo la verdad, James.

—Y ahora ¿adonde va esta procesión?

—A casa del esposo, delante de la cual será abierta la litera.

—Así, si nosotros seguimos el cortejo, ¿veremos a la novia?

—Efectivamente, James.

El cortejo, seguido por una multitud de curiosos, recorrió las calles principales de la ciudad, después se detuvo ante una casa de hermoso aspecto, con barandas y terraza pintadas recientemente, y coronada por un bosque de banderas y papeles de todos los colores y dimensiones. El desposado descendió del caballo, tomó la llave que le tendieron y se acercó a la litera.

Los tres blancos, a fuerza de empujones y también de puñetazos, llegaron a la primera fila. El americano, para poder verlo mejor, se colocó unos lentes de cuarzo.

—Veamos a esta moza —murmuró.

El esposo, con mano trémula, abrió la litera. El americano, aguzando la vista, pudo contemplar una muchacha que a pesar de ser china comprobó que era extraordinariamente hermosa; pero no debió parecerle igual al esposo, pues, en vez de invitarla a descender, cerró violentamente la puerta y, acto seguido, montó en su caballo y salió bastante confuso.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó el americano, estupefacto.

—Que el esposo rechaza a la muchacha —respondió el capitán.

—De manera que se marcha solo.

—Perdiendo, además, la cantidad entregada a los parientes de la joven.

—¡Oh! Pobre diablo. Perder tanto de golpe es demasiado.

—Alejémonos de esta multitud —dijo Min-Sí al oído de Jorge—. He visto tres o cuatro holgazanes que nos seguían hace poco.

—¿Llevaban malas intenciones, quizá?

—Puede ser. Démonos prisa, capitán.

Salieron de entre la muchedumbre y se alejaron con paso rápido. No se detuvieron hasta llegar ante un albergue de respetable aspecto, uno de los mejores de Tchao-King.

Subieron algunos escalones y entraron en un vasto salón cuyas paredes estaban cubiertas con papel floreado de tang-poa y el pavimento, muy brillante, imitaba un tablero de ajedrez. Alrededor del salón, había varias mesas, bastante bajas, decoradas con porcelana, ligerísimas sillas de bambú y alfombras artísticamente trabajadas. En un ángulo, un hermoso reloj compuesto por un bastoncito de incienso, marcado a iguales distancias, que perfumaba el ambiente, quemando las marcas que señalaban las horas.

Un hombrecillo con unos enormes anteojos sobre la nariz y un kweisheu, o abanico de hojas de palmera sobre la mano, salió al encuentro de los huéspedes inclinándose profundamente y barbotando:

—¡Isin! ¡isin! (les saludo).

El chino del grupo le informó de lo que deseaban, esto es, buena comida y habitación para dormir. El posadero, después de nuevas reverencias, les condujo a una nueva habitación donde les sirvió una comida que el americano encontró excelente.

Una abundante cantidad de té, servido en tacitas Ming de color verde agua de mar, y algunas jarras de cerveza bastante fuerte acabaron por ponerles bastante alegres.

El sol empezaba a declinar cuando, armados de cuchillos y pistolas, nuestros aventureros abandonaban la posada con la intención de detenerse en cualquier taberna para beber una botella de licor.

Con gran sorpresa y enojo, encontraron al pie de la escalinata del albergue a un grupo de chinos que parecía que les esperaban. Uno de aquellos curiosos se atrevió a mirar fijamente al americano en sus narices.

—¿Qué pasa, joven, para mirarme de esta forma? —dijo sir James, mientras le propinaba un fortísimo empujón.

El chino se puso a reír ruidosamente y se reunió con sus compañeros.

—¡Cuerpo de una pipa! —exclamó el polaco—. Marchemos rápidamente, reconozco a uno de los que nos han seguido esta mañana.

Dieron media vuelta y los cuatro se alejaron, sin darse cuenta de que dos de aquellos chinos les seguían. El americano, que miraba atentamente a derecha e izquierda, no tardó en descubrir un tabernucho.

—A fe mía —dijo a sus compañeros deteniéndose ante la puerta— que parece haber bastante confusión en el interior, pero eso no impedirá que brindemos por América, Italia y Polonia.

La taberna era verdaderamente espantosa. Unos cincuenta individuos totalmente embrutecidos, andrajosos, borrachos como cubas, de pie, sentados o estirados por tierra, bebían al incierto resplandor de una docena de linternas sujetas a la negra y sucia pared.

Algunos, pálidos, derrumbados, embrutecidos totalmente, fumaban opio, emitiendo una risa nerviosa, agitando los labios como si quisieran beber en una copa imaginaria y exhalando a su alrededor una nube de humo espeso, hediondo, sofocante.

Los aventureros, haciéndose al ánimo, se adentraron en aquella atmósfera saturada de efluvios venenosos y se sentaron en el extremo de una mesa coja.

El tabernero, un hombre obeso, con aspecto bestial, la coleta enrollada sobre la cabeza, se plantó ante ellos preguntando qué querían.

—Whisky, buen hombre, pero whisky americano —dijo James agitando ante sus ojos un tael.

—¿Quién habla de whisky? —preguntó rudamente el tabernero—. No se conoce esa bebida en Tchao-King.

—Pues que sea gin —dijo Jorge.

El americano dejó sobre la mesa dos mes y dos botellas fueron llevadas hasta allí. El polaco se disponía a abrir una de ellas cuando seis o siete chinos penetraron en el tugurio sentándose frente a los aventureros.

—¡Oh! —exclamó el capitán—. ¡Ahí están los espías!

—¡Oh! —exclamó también el americano apretando el puño—. Estos bribones empiezan a ponerme de mal humor.

—Prudencia, James.

—Mientras se estén quietos, Jorge. Después… ¡Oh!, nos divertiremos.

El americano llenó los vasos y, de un trago, vació el suyo.

—Este tabernero nos ha engañado —gritó.

—Esto no es gin —dijo el capitán—. Es sham-shu mezclado con algún otro licor.

—¡Miserable tabernero! —murmuró el polaco—. No obstante, no es malo, y estoy seguro de que aquellos espías beberían voluntariamente nuestras botellas si pudiesen tenerlas en sus manos. Miren cómo las observan.

—Te equivocas, muchacho —dijo el americano—. Nos miran a nosotros.

En efecto, aquellos seis o siete granujas miraban atentamente a los aventureros y hablaban con mucha animación. Después de haber vaciado varios vasos de sham-shu, no se contentaron sólo con mirarlos y charlar, sino que se pusieron a reír insolentemente mostrando alguno de ellos la afilada punta de su cuchillo.

—El aire se enrarece, amigos míos —dijo el capitán.

—Así lo creo —dijo el americano agitándose en su asiento.

—Abandonemos este lugar antes de que estalle el huracán —sugirió el prudente Min-Sí.

—Esperemos media hora, después marcharemos —dijo el americano.

—Vayámonos —ordenó el capitán—. Aquí se está tramando algo.

Vaciaron los vasos y se levantaron dispuestos a salir, pero se detuvieron inmediatamente al ver seis o siete marineros semiocultos en la sala de té, que cubrían la entrada de la taberna.

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el americano enarcando los brazos—. Empieza la diversión.

—Todos a mi espalda —ordenó Jorge.

Caminó derecho hacia el primer barquero que cerraba el paso, lo empujó vigorosamente mientras le gritaba:

—¡Fuera!

El barquero se puso a reír. El americano se lanzó contra él y de un terrible puñetazo en medio de la cara lo tumbó panza arriba gritando:

—¡Adelante!

Rechazaron a los demás barqueros que acudieron en ayuda de su compañero y corrieron hacia la posada, pero después de diez pasos volvieron a detenerse.

—¡Más chinos! —exclamó el polaco.

Un grupo numeroso de hombres, provistos de antorchas y armados con palos, ocupaba la salida de la calle. La aparición de los cuatro aventureros fue saludada con agudos gritos.

—¿Qué hacemos? —preguntó el americano.

—Sigamos adelante —respondió el capitán.

—Pero será inevitable pelear —observó el polaco—. Se formará un enorme barullo y acudirán los soldados.

—Tienes razón, Casimiro —dijo el capitán—. Vayamos hacia la derecha.

Giraron por una estrecha callejuela y partieron a la carrera, pero después de cincuenta metros se encontraron ante una segunda barrera de chinos que al divisarlos rompió en gritos de:

—¡Fan-kwei! ¡wei! ¡wei! (extranjeros del diablo).

—¡Estamos cercados! —exclamó el capitán.

—¡Ataquémosles! —dijo el americano.

—Desencadenaremos una batalla.

—¿Entonces?

—Volvamos atrás.

—Y nos encontraremos ante un tercer grupo de estos bribones.

—Sir James tiene razón —dijo el pequeño chino.

—Entonces ¡ataquémosles! —ordenó el capitán—. ¡Tomad las armas y adelante!

Montaron las pistolas y cargaron contra el grupo. El capitán se dirigió hacia el primero que se interponía y poniéndole la pistola en la nariz le gritó:

—¡Fuera!, ¡paso!

El bribón, aterrorizado, retrocedió rápidamente y también sus compañeros, que al comprobar que aquellos extranjeros iban armados se apresuraron a dejarles el paso franco.

Los cuatro aventureros corrieron, encontrándose de pronto en un auténtico laberinto de callejuelas. Media hora después, agotados por la larga carrera, llegaban ante la posada mientras seis o siete chinos atravesaban corriendo la calle seguidos a poca distancia por una compañía de soldados.

VI. LA BOTELLA DE «GIN» DEL AMERICANO

La aventura iba a traer cola. El posadero, al ver entrar a aquellos hombres con pistolas y cuchillos en la mano, sospechó que serían extranjeros, y, asustado de alojar a tales personas, quiso echarlos a la calle. No faltaba otra cosa para que estallara la cólera del americano.

—¡Bergante! —exclamó rojo como una gamba—. ¿Nos quieres echar? ¿Echamos a nosotros? ¿Por quién nos tomas, estafador? ¡No hagas tanto ruido, por mil rayos!

—Y además —dijo el capitán—, ¿dónde quieres que vayamos a dormir? ¿No te parece que tenemos aspecto de personas honradas a pesar de nuestro color algo desteñido?

—Vosotros queréis engañarme —chilló el chino, mirándolos temerosamente—. Sois espías, no sois chinos, exceptuando ese hombrecito de ahí que no se avergüenza de conducir por nuestro país a ladrones. ¡Marchaos, os digo! no quiero probar por vuestra culpa ni la horca ni el bambú. Tomad vuestras cosas y dejadme en paz.

—Eh, buen hombre, no levantes tanto la voz —gritó el americano, enseñándole sus puños—. Ten cuidado porque si haces mucho ruido te rompo la cabeza antes de que lleguen tus acólitos. Yo dejaré esta casucha cuando me harte de estar en ella.

—Y yo te agarro por la coleta y te echo por la ventana —añadió el polaco.

El chino, viendo que aquellos hombres no dejaban de hacer ostentación de sus cuchillos, tuvo miedo.

—¿Vais a asesinarme? —balbució en un tono de voz que hizo carcajearse al americano.

—No queremos hacerte daño ni robarte —dijo el capitán—, río somos chinos, es fácil verlo, pero tampoco somos espías como tú crees. Déjanos dormir esta noche aquí, pero cuidado con avisar a la policía o a esos truhanes que se pasean ahí delante, porque si lo haces te ensarto como a un faisán y te pongo en el asador. Jura que nos dejarás tranquilos.

—Lo juro —balbució el chino, que ya se sentía sin sangre en las venas.

—Entendidos, pues. El que avisa no es traidor; vigila tú lo que haces.

Arrojó un puñado de monedas sobre la mesa y con sus compañeros se dirigió a su habitación. Encendieron la linterna de talco y cenaron un plato frío en salsa verde, después de lo cual celebraron consejo.

Permanecer en aquella posada, con la tormenta que rugía en la ciudad, era peligroso. Era de temer un asalto por parte de aquella chusma, cuyos cabecillas hacían guardia delante del albergue; o también podía esperarse una visita de la policía, un arresto y quizá la expulsión de China. Corrían el peligro de perder para siempre la Cimitarra de Buda y por consiguiente la apuesta.

—Nos hemos metido en un buen apuro —dijo el capitán—. Si permanecemos —aquí, vamos a pasarlo bastante mal, pero ¿cómo salir? y, una vez fuera, ¿dónde encontraremos a nuestros barqueros? No obstante, opino que es necesario arriesgarse a volver al junco.

—¿Pero, cómo? —gritó el americano—. ¿Acaso tenéis miedo de esa pandilla de jovenzuelos? ¿Nos hemos convertido en mujercillas temerosas? ¡Abrámonos paso a tiros por la calle y corramos hacia el río!

—Al diablo tus proyectos —dijo el capitán—. No daríamos veinte pasos y tendríamos que vérnoslas con toda la guarnición. ¿Qué propones tú, Min-Sí?

—Yo apruebo vuestro proyecto —respondió el chino—. Pero ¿estarán los barqueros en el junco? Es necesario asegurarse primero y después escapar, porque si permanecemos aquí, mañana por la mañana nos harán una desagradable demostración bajo la ventana.

—¿Y nuestras provisiones? —preguntó el americano.

El chino se encogió de hombros y dijo:

—Ou-tcheon no está lejos.

—Tiene razón Min-Sí —dijo el polaco.

—Tanta como una liebre —rebatió el americano—. ¡Qué vergüenza ver a unos blancos escapar por las ventanas como ladrones! Mi sangre se rebela ante semejante espectáculo. Además, ¿habrá whisky en Ou-tcheon? ¿Y a nuestros hombres, los encontraremos?

—Uno de nosotros irá a buscarlos.

—¿Y quién será ese uno?

—Pues cualquiera de nosotros tres —respondió el capitán.

—Entonces, iré yo —dijo el americano.

—Despacio, Sir James. Para este trabajo se necesita una persona prudente, y tú no tienes precisamente esa virtud.

—¿Qué pretendes decir?

—Que eres excesivamente fogoso.

—Seré prudente.

—No te creo. Déjamelo hacer a mí y te aseguro que todo saldrá bien.

—¿Y si fuera yo? —dijo Casimiro—. Sir James es peligroso y usted es el jefe de la expedición y, por lo tanto, el último que debe arriesgar el pellejo; yo, en cambio, soy un intruso.

Min-Sí también terció en la discusión, ofreciéndose a llevar a cabo la misión, arriesgando su vida si era necesario. De esta forma, la generosa porfía se hacía interminable.

El capitán, para contentar a todos, aceptó echarlo a suertes.

Los cuatro escribieron su nombre en pedacitos de papel que arrugaron cuidadosamente y los echaron en un sombrero. Min-Sí extrajo el nombre del americano.

—Ya decía yo que sería el elegido —dijo James con una sonrisa de triunfo—. ¡Vamos, amigos! Estad tranquilos, que sabré hacer el trabajo sin problemas.

—Así lo espero —dijo el capitán—. No pierdas tiempo, prepárate.

—Estoy listo. Pero ¿por dónde saldré? Por ahí delante se pasean los espías.•Busquemos otra salida, si es posible.

—¡Hum! —exclamó el polaco—. No será fácil.

—No veo otra alternativa que salir por la ventana —dijo el capitán.

—¡Bueno! —dijo el americano—. Con tal de no romperme los huesos.

El capitán abrió una ventana que daba a una calleja estrecha, flanqueada de casuchas y jardincillos, y con la vista calculó la altura.

—Doce pies —dijo.

—No es demasiado —dijo el americano—. Vamos, voy a saltar, y si no regreso, pensad que he muerto.

Estrechó las manos de sus compañeros, subió al alféizar y se dejó caer a plomo, hundiéndose hasta media pierna en un montón de polvo amarillento.

—¿Te has hecho daño? —preguntó con ansiedad el capitán.

—Aún estoy entero —respondió el americano.

—¿Ves gente al extremo de la calle?

—Ni un gato. ¡Adelante!

Saludó con un gesto y se alejó, con la mano izquierda apoyada sobre la culata de su pistola.

La noche era oscura, sin una estrella y sin luna, una noche a propósito para emboscadas. No se veía un alma, fuera de algún perro esquelético que saciaba su sed en los charcos, ni se oía otro ruido que el crujido de las banderolas y dragones de papel que movía el viento.

—¡Vaya noche! —murmuró el americano—. Esto está más oscuro que el fondo de un cañón del treinta y seis. ¡Vamos, valor, James!, abre bien los ojos y los oídos. ¡Ah!, si pudiera encontrar a esos perros de barqueros. Esto es serio. Apostaría mil dólares a que se han emborrachado y están en cualquier taberna roncando tranquilamente.

Monologando de esta manera, el bravo yankee recorrió toda la calleja y desembocó en una amplia calle, en medio de la cual retozaban unos cuantos perros.

Dos o tres de ellos le enseñaron los dientes de un modo inquietante.

—¡Malditos perros! —exclamó—. ¿También ladráis vosotros a los extranjeros? ¡Qué país éste! ¿Están todos rabiosos?

Iba a dar la vuelta a la esquina de una casa, cuando se encontró con un hombre. Era un chino de casi seis pies de altura, de hombros anchos, enorme cabeza y bigotes tan largos como medio brazo.

—¡Oh! —exclamó el yankee, empuñando sus pistolas.

—¡Oh! —exclamó el gigante.

El chino se acercó al americano y lo miró de arriba abajo; después, satisfecho sin duda de su inspección, se puso a reír ruidosamente, abriendo una boca que le llegaba hasta casi las orejas.

—¡Por Baco! —exclamó el americano—. Eres bastante atrevido, querido Hércules, para reírte en mis barbas, pero te advierto que si eres un ladrón no te daré un sapek.

El gigante siguió riendo.

—¿Qué diablos tengo en la cara que te hace reír de esa manera? —preguntó el americano.

—Tú eres extranjero —dijo el gigante.

—¡Ah! ¿Me conoces? Tanto mejor; ¡media vuelta y andando! —gritó James empuñando una pistola.

El coloso no se hizo repetir dos veces la amenaza. Dio media vuelta y se alejó corriendo por una estrecha calleja.

—Eso es, así va bien —murmuró el americano—. ¡A correr!

Montó la pistola y alargó el paso, mirando a derecha e izquierda y deteniéndose de vez en cuando para escuchar atentamente cualquier ruido.

Recorrió siete u ocho calles, seguido por una bandada de perros que le enviaban sus lúgubres ladridos, y por fin se halló en una gran plaza donde se detuvo nuevamente al oír un extraño rumor.

Era un lejano mugido, confuso, de mil crujidos y sordos golpes.

—¡Es el río! —exclamó—. ¡Dios sea loado!

Apretó el paso y pronto llegó a la orilla del Si-Kiang, atestado de barcas y barcazas, sobre cuyos mástiles brillaban grandes linternas de papel aceitado. La corriente, que descendía con furia, mugía al romperse y hacía crujir todos aquellos barcos que chocaban unos contra otros.

Se deslizó hasta el muelle y después de una minuciosa inspección encontró el junco atado a un palo. Entró en él y levantó el toldo, pero no había nadie.

—¿Dónde se habrán metido estos perros barqueros? —murmuró contrariado—. ¡Vaya situación la mía! ¿Qué haré ahora?… Los esperaré.

Se tendió muellemente sobre una estera, cargó la pipa, la encendió, y se dispuso a esperar, olvidándose de sus compañeros que le aguardaban con ansiedad. Durante breves momentos permaneció con los ojos abiertos, pero al cabo, un poco por la fatiga, un poco por el mecer de la barca, se durmió profundamente. Lo despertó el bullicio que hacían en el muelle los barqueros ocupados en preparar sus embarcaciones.

—Bien —murmuró el americano desentumeciendo sus miembros—, la ciudad se despierta, confiemos que también los tan-kia se despierten.

Se acomodó en la estera y volvió a encender la pipa.

El sol ascendía rápidamente, dorando las cimas de los montes, después las puntas de los caballetes más elevados, las agujas, terrazas, los templos y, poco a poco, las casas, los cobertizos, las cabañas y las plantaciones.

Bajo cada manta, bajo cada estera que cubría las barcas, aparecía el rostro de un barquero que observaba el tiempo; en cada ventana aparecía una cabeza pelada y amarilla como una calabaza, y en cada puerta, una nariz achatada y unos bigotes caídos. Aquí, se oía una llamada; allá, una carcajada; acullá, alegres exclamaciones, estribillos monótonos, batir de remos, chirrido de garruchas, crujir de mástiles que se izaban. Algunos barqueros acarreaban agua; otros limpiaban sus barcas, preparaban los avíos, desplegaban velas, levaban anclas.

Habían transcurrido más de cuarenta minutos, cuando por una calle James vio desembocar a Lue-Koa, que se tambaleaba magníficamente.

—Ahí está el bribón —dijo saltando a la orilla—. ¡Eh, borracho del diablo, estoy esperándote desde hace cuatro horas!

—¡Ah! —exclamó el chino, sorprendido—. ¿Es usted? Le creía dormido en cualquier taberna, o a caballo sobre una cuba de chou-chou (bebida muy alcohólica). ¿Ha pasado la noche en mi junco?

—¡No, por mil rayos! He venido para que lo prepares y te repito que hace cuatro horas que te espero.

—He estado jugando toda la noche con un lavadu de Ou-tcheon. ¿Partimos?

—¡Ya lo creo! Todos los habitantes de esta ciudad se han vuelto hidrófobos y nos ladran por todas partes.

—¡Ah! —exclamó el piloto con risa sardónica—. ¿Y partiremos sin hacer provisiones?

—Las harás tú. Toma dos tael, y no te olvides de comprar un barrilillo de sham-shu. Date prisa.

Lue-Koa cogió al vuelo las dos monedas y se marchó, pero sin prisa y riendo como un loco.

—¡Que el diablo te lleve! —exclamó el americano—. Y ahora volvamos a la taberna de ayer noche a comprar un par de botellas de gin. Sin un trago de ese licor no se viaja bien por este país.

Dio media vuelta y entró de nuevo en la ciudad. Después de haber recorrido medio kilómetro llegó a la taberna. Miró alrededor, temiendo que le siguiera algún malhechor, examinó las pistolas y entró, alta la frente, con aire de conquistador.

El tabernero estaba sentado detrás de su mostrador, y se encontraba solo. Al ver al americano cerró los ojos, y en su rostro se reflejó el asombro.

—Amigo mío —dijo James riendo—, ¿tienes miedo, que pones esa cara?

—No —dijo el tabernero—. Todo lo contrario: es que me sorprende tu audacia.

—No te ocupes de si soy audaz o no. Aquí tienes un tael, tráeme diez botellas de ginebra.

—¡Diez botellas! Mi ginebra vale bastante más.

—¿Qué dices, perro tabernero?

—Que mi ginebra vale un mes por botella.

—¡Eres un ladrón! —exclamó el americano, que empezaba a acalorarse—. Afortunadamente soy rico y pagaré lo que pidas. Despáchate.

El chino se rascó la nuca, pero no se movió. El bribón parecía turbado.

—¿Y bien? —preguntó el americano.

—Es que no tengo gin. Si quieres sham-shu

El tabernero hizo intención de retirarse, pero el americano lo alcanzó en dos saltos. Le había sorprendido haciendo señas a un hombre que apareció de improviso en la puerta de la taberna.

—¡Me estás tendiendo una emboscada! —gritó el yankee, furibundo.

—¡Yo…! —exclamó el chino.

James lo cogió por el cuello, lo arrastró hacia la puerta, mostrándole algunos hombres armados con mosquetones y cuchillos y apostados cerca de una casucha. El chino palideció.

—¿Lo ves? —preguntó el americano—. Diles que se vayan o te rompo la cabeza contra la pared.

—Yo no conozco a esos hombres.

—Despéjame el camino, te digo.

—Suéltame —gritó el tabernero.

—¡Despéjame el camino! —repitió el americano.

—¡Socorro! ¡Matad a este extranjero!

El americano lanzó un rugido. Agarró al chino por la mitad del cuerpo, lo levantó en el aire y lo lanzó en medio de la calle, haciéndole chocar de cabeza contra el suelo lleno de piedras. Hecho esto, volcó las mesas y las sillas, levantó una barricada y se apostó tras ellas, mientras treinta o cuarenta chinos se arremolinaban ante la puerta, aullando como energúmenos y agitando amenazadoramente sus armas.

VII. BLANCOS Y AMARILLOS

El pobre americano, apaciguada su ira, comprendió que había cometido una grave imprudencia, provocando la tormenta que ahora se cernía sobre él.

No era de esperar que ninguno de sus compañeros corriese en su ayuda; y mientras tanto no veía ante sí más que una chusma amenazadora que agitaba mosquetes, picas, hachas y garrotes y que se preparaba para hacerlo pedazos. En medio de todos ellos, el tabernero se movía con afán excitando a los más audaces para irrumpir en la taberna y derribar la barricada.

Durante unos minutos, aquel gentío aulló, lanzando de vez en cuando piedras que hacían pedazos las linternas y los jarros de licores; después, viendo que el enemigo no se dejaba ver, seis o siete hombres, sin duda los más osados, armados de picas y cimitarras, franquearon la puerta.

El americano, al verlos, lanzó un profundo suspiro.

—¡Vaya! Esto se acabó —dijo—. Heme aquí en la trampa como un mísero ratoncillo. Muchacho, ¡valor para hacer mermelada de estos amarillos! ¡Manos a la obra!

Acercó una mesa, armó las pistolas y dirigió el cañón hacia la puerta.

Los siete u ocho chinos, animados por la llegada de una banda de porteadores, entraron resueltamente en la taberna y se aproximaron a la barricada. Pero al ver al americano levantarse con las pistolas preparadas, tres o cuatro de ellos se detuvieron indecisos, temiendo por sus vidas, y retrocedieron con apresuramiento.

—Bien —murmuró James—. No son muy valientes estos bribones. ¿Y si saliera?

Se recogió sobre sí mismo, y saltó por encima de los bancos, aullando como diez de ellos y apuntando con sus pistolas. Los chinos volvieron las espaldas, huyendo precipitadamente. Desde la calle, algunos dispararon sus arcabuces, pero sin tocarle.

—¡Tunantes! —gritó James—. ¡Esperaos un poco!

Se retiró tras la barricada y apuntó a un chino de estatura gigantesca que estaba cargando un mosquete cerca de la puerta.

—¡Ve a reunirte con Buda! —gritó haciendo fuego.

El gigante cayó al suelo, lanzando un rugido de dolor. Algunos hombres se arrojaron sobre él y lo retiraron a rastras, mientras otros disparaban sus arcabuces.

James apuntó la segunda pistola pero sin descargarla. Una idea, en aquel preciso instante, le hizo reflexionar.

—Veamos —murmuró—, sí, podré, estoy seguro.

Se apoyó en la pared más inmediata, que estaba oculta en parte por la barricada, e hizo fuerza. Notó que cedía fácilmente.

—Estoy salvado —dijo—. Con un golpe más la hundiré, y cuando esté fuera os desafío a que me alcancéis, sucios amarillos.

Se encogió cuanto pudo, reunió todas sus fuerzas y se lanzó furiosamente contra la pared, agrietándola. Con un segundo empujón la desfondó, y sin preocuparse del piso alto, que se desplomaba, arrastrando consigo los muebles de la habitación, se lanzó al exterior. No podía perder ni un instante. Se caló el sombrero hasta los ojos, hundió las manos en las bolsas donde había ocultado las pistolas y el bowie-knife, y enfiló la primera calleja que halló ante sí, escapando a todo correr, confiado por entero a sus piernas. Creía estar ya fuera de peligro, cuando oyó una voz ronca que gritaba:

—¡Ahí va! ¡A él, a él!

El americano ni siquiera volvió la cabeza. Arrancóse la casaca, empuñó en la diestra el cuchillo y en la otra mano la pistola cargada, y apresuró su desenfrenada carrera.

Treinta o cuarenta chinos se lanzaron detrás de él, aullando y disparando.

—Estoy perdido —murmuró el pobre americano.

En cuatro zancadas llegó al extremo de la calle, derribó a dos hombres que intentaban cerrarle el paso y se internó en otra calle, seguido de una turba compuesta de soldados, barqueros, cargadores, comerciantes y campesinos.

—¡A él! —gritaban unos.

—¡Al río el extranjero! ¡Al kangue (grueso collar de hierro o de madera que se coloca a los prisioneros) el espía! ¡Al columpio (suplicio que consiste en suspender a la víctima por los cabellos) el piel blanca! —gritaban los otros.

—¡Matadlo! —chillaban los soldados.

Y esto no era todo. De las ventanas, de las terrazas, de los tejados, caían sobre el fugitivo peroles, pucheros, tejas, piedras, estacas, esteras y torrentes de líquidos nauseabundos.

El desgraciado americano, perseguido por todas partes, ensordecido por los gritos y las detonaciones, empapado en toda clase de líquidos, contuso por las piedras y las tejas, no podía más. Con un último esfuerzo llegó a la esquina de otra calle, donde cuatro barqueros aullaban espantosamente, blandiendo numerosos garrotes.

—¡Paso!, ¡paso! —gritó, levantando su bowie-knife.

—¡Detenedlo! ¡A muerte! ¡A muerte! —rugió la chusma, que lo seguía con encarnizamiento sin igual.

—¡Bellacos! —exclamó el americano, pálido de ira—. ¿Queréis asesinarme? ¡Paso!

De un poderoso puntapié hizo rodar a uno de los barqueros, derribó contra el muro a puñetazos a un segundo enemigo y reanudó su carrera. Una piedra le golpeó la nuca, una teja le hirió el rostro, una olla le arrebató el sombrero, pero no se detuvo. A la salida de la calle había creído distinguir la posada donde estaban sus compañeros; nadie hubiera sido capaz de detenerlo en aquel instante. En diez saltos recorrió la distancia y se precipitó hacia la escalinata de la posada, en el preciso momento que el capitán y el polaco ponían en la puerta al posadero y a sus cuatro criados.

—¡James!

—¡Jorge!

No dijeron más. Los tres aventureros volvieron a entrar precipitadamente en la posada, atrancando la puerta con todos los muebles del piso bajo.

—¡Mil millones de rayos! —exclamó el capitán cuando terminaron—. ¿Qué has hecho, imprudente?

—¿Yo? —exclamó el yankee, enjugándose la sangre que le corría por la frente—. No sé nada; no comprendo nada. Todos los barqueros, los soldados, los tenderos, y los campesinos me vienen siguiendo para asesinarme, sin que les haya hecho nada. Siempre he dicho que los chinos son unos bribones.

—Alguna tontería habrás hecho. Pero no importa. Dime: ¿has visto a Lue-Koa?

—Sí, y le he dicho que esté dispuesto para partir.

—¿Cómo vamos a salir ahora? —dijo el polaco.

—Por la puerta —dijo el americano.

—¿Queréis saltar por la ventana? Yo no…

El muchacho no pudo terminarla frase. Espantosos aullidos se oyeron en la calle, mezclados con algunos disparos. El capitán se precipitó hacia una ventana, y hasta donde alcanzaba su vista pudo contemplar una chusma frenética que blandía sus armas contra la posada.

—Estamos cercados —dijo retirándose—. Si no hallamos medio de escapar, no veremos el alba de mañana.

—Tenemos nuestras carabinas —dijo el polaco—. Nos defenderemos hasta el fin.

—Pero no somos más que cuatro, y los chinos son más de mil —observó el americano.

—Y derribarán la puerta —dijo Min-Sí.

En la calle se oyeron nuevos gritos.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaban algunos.

—¡Sacad la cara, extranjeros! —chillaban los otros.

—Salgamos al tejado y arrojemos una lluvia de tejas sobre esos bribones —propuso el polaco.

—¡Bien dicho! —exclamó el americano.

—¿Qué dices, Jorge?

—Intentemos primero calmarlos —respondió el capitán.

—¿De qué modo?

—Les hablaré.

—Le acogerán a pedradas —dijo el polaco.

—En ese caso, me retiraré y empezaremos a disparar. Estad preparados.

El capitán abrió la ventana y se asomó. Su aparición fue saludada por un griterío indescriptible, aullidos de rabia, de venganza, de fieras sedientas de sangre. Quinientas, ochocientas, mil manos armadas se tendieron hacia él.

—¡Ciudadanos de Tchao-King! —empezó a decir—. Yo no soy un extranjero, como creéis, sino un súbdito fidelísimo de vuestro emperador…

—¡Mientes! —aulló una voz, que el americano reconoció como la del tabernero.

—Puedo daros pruebas de ello. Tengo cartas del gobernador de Cantón…

—¡Matadlo! —gritó otra voz.

—¡Muerte al espía! ¡Echemos al río a los extranjeros! —vociferó la turba.

—Por favor…, un poco de silencio…

—¡Al columpio con ese perro! ¡Al fuego el espía!

El capitán, al no conseguir hacerse escuchar, mostró su coleta para hacer comprender a aquellos energúmenos que era un auténtico chino. Pero nadie prestó atención, antes bien, veinte fusiles apuntaron hacia la ventana, y pusieron al capitán en su punto de mira.

—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó, rechazando a sus compañeros, que estaban cerca de él.

Aullidos más feroces aún se oyeron en la calle. Los asaltantes gritaban, amenazaban, redoblaban el tam-tam y tocaban el yo. Unos trescientos fusiles apuntaron hacia la ventana y el asalto comenzó con violentísimas descargas.

Una granizada de balas cayó sobre la posada, atravesando las ventanas y haciendo trizas los cacharros de porcelana y las linternas, desconchando las paredes y rompiendo el bambú de los tabiques y persianas.

Los cuatro cercados en un abrir y cerrar de ojos subieron a los pisos superiores, parapetándose detrás de las ventanas. El capitán dio la señal de fuego, derribando a un soldado que se agitaba como un energúmeno al pie de la escalinata. Las tres carabinas de sus compañeros continuaron su obra. Otros tres hombres cayeron, entre ellos el tabernero, a quien tomó por blanco el americano. Entre los chinos se observó una breve vacilación; cesó el fuego, pero se reanudó al instante con mayor furia. Los asaltantes disparaban desde la calle, desde las ventanas, desde las balaustradas, desde las azoteas, acribillando la posada. Un grupo de campesinos arremetió contra la puerta a hachazos, tratando de descerrajarla.

La posición iba siendo peligrosa. El capitán, el americano, el polaco y el chino se defendían desesperadamente, esparciendo con certeros disparos la muerte entre las filas enemigas; pero se sentían impotentes contra aquellas furias. A cada una de sus descargas, los chinos respondían con quinientos disparos; además, la puerta de la posada, golpeada furiosamente, amenazaba con desplomarse.

—Es imposible hacer frente a todos esos bribones —dijo el americano, acercándose a Jorge—. Y no me quedan más que doce balas.

—Yo no tengo más que dos —dijo el polaco.

—Arrojemos los muebles —respondió el capitán—. Es preciso que continuemos defendiéndonos.

—¿Y si subiéramos al tejado? —preguntó el americano—. Con una lluvia de tejas puede despejarse la calle.

—Pero la casa amenaza desplomarse —observó Min-Sí.

—Esperad —dijo el capitán.

A riesgo de recibir una bala en la cabeza, se asomó a la ventana y dirigió una rápida mirada al exterior. Algunas balas le silbaron cerca pero sin herirle.

—¡Al tejado! —exclamó—. De prisa, amigos, no hay tiempo que perder.

—¿Quieres que continuemos el baile con las tejas? —preguntó el americano.

—No, quiero salvaros. He observado que la posada tiene por detrás al menos sesenta casas, y que la chusma no ocupa más que el extremo de la calle. Subiremos al tejado, pasaremos por encima de las casas y nos ocultaremos en cualquier desván, o saltaremos a la calle.

—¡Bravo! —exclamó el americano—. Eres un gran general.

—Pronto, pronto, y tened cuidado con los resbalones, porque el que caiga es hombre muerto.

Se lanzaron escaleras arriba, llegaron al desván y salieron al tejado.

—¡Valor, amigos míos! —dijo el capitán.

Se ocultaron detrás de las chimeneas para no ser vistos por los tiradores apostados en las balaustradas, terrazas y ventanas de las casas de enfrente, y comenzaron a subir y bajar, sosteniéndose mutuamente, aferrándose a los palos, a las banderolas y a los caballetes, que allí eran numerosísimos.

—¡Adelante! ¡Adelante! —decía el capitán—. Cuidado con las caídas; mirad dónde ponéis los pies. Si resbaláis iréis a ensartaros como pollos en las lanzas de los chinos. ¡Ánimo, James! No pises tan fuerte, que quiebras todas las tejas. ¡Valor, Casimiro! Súbete a esa terraza, y tú, Min-Sí, mete la cabeza en ese tragaluz.

—¡Ah! —exclamaba el pobre americano, agarrándose a los mástiles, a las banderas y a las chimeneas—. ¿Quién iba a decir que algún día tendría que salir huyendo por encima de los tejados? ¡Y tejados chinos, construidos por chinos! ¡Un honorable ciudadano de la libre América verse obligado a huir como un ladrón! ¡Ah! ¡Si tuviera un cañón! ¡Qué mermelada de amarillos!

Las salidas del americano, a pesar de lo crítico de la situación, hacían reventar de risa a sus compañeros, especialmente al polaco.

El jovenzuelo, entre salto y salto, hallaba tiempo de tirarle alguna pulla.

Media hora después, pasada una de las casas más altas, llegaban a la última habitación de la barricada, desde la cual se descubría el Si-Kiang, a menos de quinientos pasos de distancia.

El capitán miró hacia abajo. Estaban a veinte metros de altura.

—Es imposible saltar —dijo.

—¡Allí veo una tronera! —exclamó el polaco—. Seguramente da a algún aposento. Entremos, capitán.

—¡Bravo! —dijo el americano—. ¡Empuñemos los cuchillos y adelante!

Entraron y se encontraron en un pequeño desván deshabitado. Con dos empujones echaron la puerta abajo, y descendieron a un cuartucho ocupado por una vieja hechicera.

El capitán se abalanzó sobre la vieja, que empezaba a gritar.

—¡Silencio! No queremos hacerte daño alguno —le dijo.

La encerró en un cuartucho, echó el cerrojo y, seguido de sus compañeros, bajó a la calle. No había nadie; pero frente a la posada se oían aún algunos disparos.

Los fugitivos se lanzaron a todo correr por un callejón, y llegaron junto al río en el momento en que Lue-Koa y sus barqueros, armados de garrotes, se disponían a correr hacia el lugar del combate.

—¡A la barca! ¡A la barca! —gritó el capitán.

—¿Qué sucede? —preguntó el timonel.

—Ha estallado la revolución en la ciudad. Soldados y campesinos andan degollándose por las calles.

Los chinos no quisieron saber más y retrocedieron precipitadamente.

VIII. LA TRAICIÓN DE LOS «TAN-KIA»

Los minutos eran preciosísimos, por lo que los cuatro aventureros, sin volverse a ver si eran perseguidos o no, saltaron a bordo del junco, cortando de un solo tajo la cuerda que lo sujetaba a la orilla. Los tan-kia, persuadidos de que la revolución había estallado realmente, y temiendo ser tomados por rebeldes y pasados por las armas, empuñaron en el acto los remos e impulsaron el junco con esfuerzo sobrehumano.

La noche caía rápidamente. En lontananza se oían aún los aullidos frenéticos de los chinos y los estampidos de los mosquetes, y hacia el lugar ocupado por la posada se distinguía una espesa cortina de llamas que subía y bajaba con las salvajes contorsiones de las serpientes, coronada por una negra nube de humo y una inmensa columna de chispas, que el viento abatía de vez en cuando.

El capitán, James, el chino y el polaco, pálidos todavía de emoción, jadeantes por efecto de la desenfrenada carrera, miraban con curiosidad aquellas llamas, que se agigantaban por momentos, iluminando con luz siniestra las tinieblas dominantes.

—Es la posada, que arde —dijo el americano.

—Bien lo veo —dijo Jorge—. ¡Si la llegan a incendiar una hora antes!

—Ninguno de nosotros estaría aquí. ¡Pobre posadero! ¡Lo han arruinado! —exclamó Casimiro.

—¡Eh! grandísimo pillo. ¿Vas a compadecerte ahora de aquel canalla?

—Un poco, sir James.

—Tiempo perdido, muchacho. Le he encajado una bala en la frente, y a estas horas debe estar hablando o jugando al ajedrez con maese Belcebú o con su primo Buda.

—¡Cuerpo de una pipa!

—Más bajo, muchacho, que los chinos pueden oírte.

—Ya no les temo.

—Son capaces de seguirnos, al no encontrarnos entre las ruinas de la casa.

—Pero antes de mañana habremos hecho tanto camino que esos hocicos amarillos habrán de resignarse, después de perder la esperanza de atraparnos.

—Si es que los remeros aprietan —dijo el capitán—. Se han dado cuenta de que la revolución ha estallado por culpa nuestra.

—¿Y qué pasará…? —dijo el americano.

—No me sorprendería que se negaran a seguir adelante.

—Les obligaremos.

—Prudencia, James. Lue-Koa es capaz de jugarnos una mala pasada.

—¿Otra vez?

—¡Silencio! Es posible que haya enemigos emboscados en la orilla.

El americano guardó silencio y dirigió la vista a las orillas, cubiertas de bambúes espesísimos, entre los cuales podrían esconderse muy bien algunos hombres. El capitán, por su parte, contemplaba el incendio, que menguaba rápidamente.

A medianoche, el junco, que avanzaba con rapidez, llegó frente a una masa negra, enorme, inmóvil en medio del río.

—¿Qué es eso? —preguntó el capitán.

—Un junco —repuso Lue-Koa.

—Si es un junco no hay nada que temer.

—Al contrario —exclamó el chino con vivacidad—. Esa barcaza puede estar tripulada por piratas.

—Aproximémonos con precaución —dijo el americano, preparando su carabina.

—¿Y si nos reciben a tiros? —objetó Lue-Koa.

—¡Bah! ¿A tiros a un antiguo camarada? ¡Estás loco!

El batelero miró de reojo al americano y mandó avanzar, pero con extremada prudencia.

—Nuestro hombre conoce ese junco —dijo el capitán al oído de James—. Probablemente ha tenido que ver en más de una ocasión con los que lo tripulan.

—¿Crees que haya piratas?

—No, pero sí soldados.

El junco, más silencioso que un pez, rasando la orilla derecha, que desaparecía casi enteramente bajo densas masas de desmesurados bambúes, se aproximó al bulto negro. Era, en efecto, un junco, pero bastante deteriorado, de formas estrambóticas, proa anchísima, con dos mástiles adornados con banderolas y tres o cuatro cañones de hierro en la cubierta. Visto así, entre aquellas tinieblas, con sus velas sutiles de bambúes entramados, amainadas sobre el puente y sus grandes escobenes de proa, parecía un enorme monstruo, cuya voz era el chirriar del timón, girando sobre sus goznes, y el batir de las jarcias y avíos agitados por el viento.

—Pasaremos sin que nos molesten —dijo el capitán—. Los diez o doce marineros que lo tripulan no se molestarán en preguntarnos quienes somos ni adonde vamos.

—¿Y qué hace ahí ese casco? —preguntó el americano.

—El Gobierno chino sabe que en sus ríos hay piratas y comercio de esclavos, a pesar de la prohibición del emperador. Para defender a las poblaciones de las correrías de esos bergantes, sitúa en diversos puntos algunas naves inútiles para el servicio de mar abierto.

—Veo que ese junco está estropeado. A fe mía, no sería yo el que diese dos dólares por él, aun cuando fuese nuevo. Es tan extraño de forma que no me atrevería a embarcar en él para ir a Macao.

—Y, sin embargo, los chinos recorren en ellos, no sólo los mares de China, sino también los de Malasia, sin impresionarse por las diez mil víctimas que el mar se engulle sólo en Cantón.

—¡Diez mil víctimas! Hay que reconocer que esos juncos son peligrosísimos.

—No digo que no. Están muy mal construidos, desprovistos de quilla, y son muy pesados. Basta un choque para que las vigas que componen su armadura se descompongan, abriendo enormes vías de agua.

—Capitán —dijo en ese momento Lue-Koa—, yo no sigo más adelante.

—¿Por qué, tunante?

—He visto unos hombres en aquel junco que me parecen piratas.

—En el puente no distingo ninguno —observó el americano.

—Eso les parecerá, pero yo los he visto con mis propios ojos. Ese barco está lleno de piratas y no tengo el menor deseo de perder mi junco ni de zambullirme en el fondo del río por toda una eternidad.

—¿Te da miedo un puñado de bribones? Sigue adelante y deja que piensen nuestras carabinas. Además, ésa es una nave de guerra.

—Si los extranjeros quieren hacerse asesinar, son muy dueños de hacerlo, pero yo y mi gente nos volvemos a Tchao-King.

—Y yo te digo que seguirás adelante —dijo el capitán con violencia.

—¡Y yo repito que me vuelvo atrás! —replicó el batelero, que tenía buenas razones para actuar de aquella manera—. Junco de guerra o de piratas, yo no pasaré por su lado.

—Ni nosotros tampoco —dijeron los remeros, deteniéndose.

—Os ofrezco paga doble —dijo el capitán, que no quería romper definitivamente con aquellos canallas.

—No acepto —repuso el batelero—. Pasado aquel junco habrá otros siete u ocho de patrulla.

—Te daré veinte tael por cada junco.

—Me niego absolutamente, aun cuando me ofrezca mil tael.

—¡Pues seguiréis avanzando a fuerza de puñetazos! —dijo el americano.

—¡Y yo os ordeno abandonar mi barca! —gritó Lue-Koa irritado.

—¡Lue-Koa! —dijo el capitán tomando al testarudo por los brazos y sacudiéndolo furiosamente—. ¡Acabemos! ¿No sabes que debo remontar el río, y que lo remontaré, pese a todos los juncos chinos? ¡Vuelve al timón!

—¡No!

—¡Vuelve al timón, te digo!

—¡No, antes os degüello!

El bandido, al decir esto, sacó el cuchillo; pero no tuvo tiempo de servirse de él. El capitán lo agarró por la mitad del cuerpo, lo sacudió y, levantándolo en alto, lo mantuvo suspendido sobre las aguas del río.

Los barqueros, al ver al batelero en peligro, empuñaron sus cuchillos, pero no osaron moverse. El polaco, James y Min-Sí, habían armado rápidamente sus carabinas y se disponían a hacer uso de ellas.

—¿Seguirás adelante? —preguntó el capitán, que oprimía los costados del batelero, hasta hacerle crujir las costillas.

—¡Sí, sí! —exclamó el miserable—. ¿Queréis triturarme?

El capitán lo dejó caer en el barco y lo empujó hacia la popa.

—No vuelvas a tentar mi paciencia, Lue-Koa —le dijo—. Es peligroso abusar de ella.

El batelero, lívido de rabia, hubiera querido retractarse, pero al ver los ojos del capitán, que despedían rayos, permaneció callado y reemprendió el rumbo.

La barca, siempre cerca de la orilla, llegó pronto al destrozado navío Ya iba a dejarlo atrás, cuando un vozarrón preguntó:

—¿Quién pasa?

—Un junco con pasajeros —repuso Min-Sí.

Un hombre apareció en la proa de la embarcación, miró al junco, dio las buenas noches y desapareció tras la arboladura. Lue-Koa, apenas lo perdió de vista, respiró como si le hubieran quitado un gran peso que le oprimiera el pecho.

—¡Remad! ¡Remad! —balbució con voz trémula.

Los remeros no se lo hicieron repetir, y el junco remontó el río con velocidad no inferior a seis millas por hora.

A las dos de la mañana encontraban otro junco, y otro más después. Los barqueros estaban atemorizados, y el batelero no podía disimular su terror. El americano, en cambio, reía a mandíbula batiente del miedo de aquellos bribones.

Al alba, seguían avanzando los tan-kia, pero estaban de un humor pésimo. Lanzaban miradas iracundas a los blancos, cambiaban palabras entre ellos que ninguno comprendía, observaban el horizonte con inquietud, refunfuñaban, juraban y se peleaban por nada. El capitán, que no perdía de vista uno solo de aquellos gestos, se preguntaba la causa de aquel cambio tan imprevisto.

—¿Tramarán algo? —murmuró—. Es preciso abrir bien los ojos.

A mediodía descansaron en una pequeña ensenada, medio escondida tras grandes árboles y espesos matorrales; bajaron a tierra y dispusieron el almuerzo. A las dos, cuando el capitán dio la señal de partida, los barqueros se negaron a moverse, alegando que estaban rendidos. En vano James los amenazó; en vano el capitán les ofreció espléndidos regalos; en vano el pequeño artillero rogó al batelero y a sus hombres; se mantuvieron irreductibles.

Decidieron, por tanto, esperar al día siguiente. James, habiendo descubierto huellas de caza mayor, pasó el día cazando; el polaco, Jorge y Min-Sí no abandonaron un solo instante la pequeña ensenada, temerosos de una traición de los barqueros, que habían adoptado una actitud provocativa.

Al ponerse el sol, el capitán montó en el junco con James, el polaco y Min-Sí, ordenando a Lue-Koa que permaneciera en tierra.

—¿Dónde vais? —preguntó éste.

—A dormir en el junco —respondió el capitán.

—¿Queréis que nos devoren los tigres?

—Enciende fuego y ninguna fiera se aproximará a tu campamento.

—Pero el junco es mío y lo quiero yo.

—Y yo te digo que no lo tendrás.

—¡Ah, perro blanco! —aulló el batelero, furibundo.

—¡Dale una cuchillada! —gritó un barquero.

—¡Ahógalo en el río! —gritó otro.

—¡Alto allá! —gritó el americano, apuntando al grupo con su carabina.

—¡Dame el junco! —rugió el batelero.

—¡Calla, cuervo maldito! Buenas noches, bribón.

El batelero prorrumpió en una espantosa blasfemia y se lanzó hacia la orilla, empuñando su cuchillo; pero el capitán alejó la barca.

—¡Mañana te arrancaré el corazón! —gritó el miserable.

—Si puedes. Buenas noches, batelero.

A una señal del capitán, el polaco y el chino empuñaron los remos y dirigieron el junco hacia un islote que emergía en medio del río, cubierto de hierba, de un grupo de bambúes y de tres o cuatro árboles.

—Acampemos aquí —dijo el capitán desembarcando—. Aquellos bribones no vendrán a molestarnos.

Amarraron la barca, levantaron la tienda, encendieron fuego y prepararon la cena. Una vez calmada el hambre, y después de fumar algunas pipas, los tres blancos se echaron bajo la tienda. Min-Sí se acurrucó por fuera.

Habían transcurrido dos horas, cuando el ruido sordo de una zambullida llegó al oído del pequeño chino, que dormía con un ojo abierto. Inquieto, se levantó con rapidez, dirigiendo a su alrededor una mirada. La noche era tan oscura que a duras penas se distinguían las dos orillas. No se oía otro rumor que el borboteo de la corriente al romperse contra el banco y el susurro de las hojas sacudidas suavemente por un fresco vientecillo.

—¿Habrá sido un tapir? —murmuró.

Un extraño crujido le advirtió que algo sucedía a orillas del islote. Empuñó una pistola y dio algunos pasos. Con gran sorpresa vio cómo el junco se mecía fuertemente de babor a estribor.

Una sospecha le atravesó el cerebro. Se lanzó hacia la cuerda que unía la barca al islote, pero se detuvo espantado al descubrir a Lue-Koa en persona que la estaba cortando. ¡A las armas! —gritó—. ¡A las armas!

Disparó su pistola contra el bandido, pero sin herirlo. El americano, Jorge y Casimiro, sobresaltados, se precipitaron fuera de la tienda, pero ya era demasiado tarde. El junco, a impulso de los seis remos, se alejaba de la orilla rápidamente, perdiéndose entre las tinieblas.

IX. LA TRAVESÍA DEL SI-KIANG

Lue-Koa y sus compañeros se habían fugado. Aprovechando la profunda oscuridad y el sueño de los extranjeros, decidieron no ir más allá, temerosos de ser descubiertos y presos por los chinos que patrullaban el río; para ello, habían atravesado en silencio el cauce, trepando al junco y tomando el largo, se dirigieron, probablemente a Tchao-King.

La jugada no pudo salirles mejor ni ser más perjudicial para los viajeros, los cuales, abandonados en el islote, sin víveres ni embarcación, se encontraban en situación apuradísima. El viaje amenazaba con verse seriamente comprometido. El americano estaba fuera de sí. Un honorable ciudadano de la libre América, un yankee pura sangre, ser burlado de tal forma por chinos, era una cosa fenomenal, decía. E iba de acá para allá por la orilla del río como un auténtico demente, mesándose los cabellos y desahogándose con amenazas escalofriantes e insultos que parecían no tener fin.

—¡Ah! ¡Bergante Lue-Koa! —tronaba desesperado—. ¡Granuja de jeta amarilla! ¡Jugar así conmigo, un yankee de mi casta! ¡Si alguna vez caes en mis manos te retorceré el pescuezo como a un pollo, te trituraré, te pulverizaré, te asaré vivo! ¡Robarme mi chou-chou! ¡Oh! ¡Ay de ti si llego a cogerte! ¡Pedazo de asno, canalla, bandido, traidor, ladrón…!

—Calma, James, calma —decía el capitán—. ¿A qué tantas voces?

—¡Calma, dices! ¿Te parece que no es nada ser burlados así por esos tunantes, cabezas peladas? ¡Bergantes! ¡Reírse así de un americano!

—¿Y es que no han burlado también a un italiano?

—¿Y a un polaco? —añadió Casimiro.

—Pero mientras tanto no tenemos ni un sorbo de chou-chou para los cuatro. ¿Cómo vamos a vivir sin una copa de licor?

—Ya encontraremos otra cosa. Vamos, no te desesperes, que por lo menos ahora estamos libres de esos bribones, que un día u otro nos hubiesen asesinado, sin duda alguna.

El americano se detuvo.

—¡Cierto! —exclamó, cambiando de tono—. Quizá tengas razón. No digo que me dieran miedo esos pillos, pero, si he de ser sincero, ya me molestaban con sus eternas amenazas. Pero no sé qué haremos para continuar el viaje sin barca y sin caballos.

—Con nuestras piernas, sir James —dijo el polaco—. Espero que los americanos también sepan caminar.

—¡Quién lo duda! Caminamos como el tren. Somos de hierro.

—Entonces todo va bien.

—¿Y los víveres? —dijo Min-Sí.

—De los víveres me ocuparé yo —dijo James—. Mañana haré una batida por bosques y pantanos y cazaré elefantes, rinocerontes, tapires…

—Pero ¿qué pantanos? —le interrumpió el capitán.

—¿Y qué bosques? —dijo Casimiro—. ¡Ah!, sir James, sin duda olvida usted que su posesión no tiene doscientos metros de circunferencia. Ya puede tachar a los elefantes, a los rinocerontes y a los tapires.

El americano quedó desconcertado, pero no se dio por vencido.

—¡Bah! —exclamó—. Encontraremos faisanes, patos, gansos. ¡Ya verás, muchacho, qué cacería haremos! No reventaremos, te lo aseguro. Lo difícil será salir de aquí.

—Mañana pensaremos en ello —dijo Min-Sí—. Dicen que la noche aconseja; aprovechémosla, y vamos a dormir.

—Me parece que tiene razón nuestro buen Min-Sí. Siempre he dicho que las cabezas pequeñas encierran la sabiduría. ¿Y podremos dormir sin temor a amanecer decapitados?

—No tema, sir James —dijo el polaco—. Yo velaré. ¡Cuerpo de una pipa! El primer junco que vea lo recibo a tiro limpio.

—Bien, eso va bien. Tiros, siempre tiros. Buenas noches, muchacho.

El americano, Jorge y Min-Sí volvieron a entrar en la tienda, y Casimiro se sentó entre la hierba con el fusil en las rodillas y los ojos fijos en las orillas del río.

La noche se deslizó tranquilísima. El silencio fue interrumpido tan sólo por los rugidos de las fieras, que venían a saciar su sed a las márgenes del río.

—Y qué, ¿han vuelto esos bribones? —preguntó al día siguiente el americano.

—No he visto a ninguno, sir James —repuso el polaco—. Los barqueros deben de navegar ahora hacia Toba comiéndose nuestros víveres y vigorizándose con nuestro chou-chou.

—¿Y no tenemos nada que comer?

—Ni siquiera un trozo de galleta.

En aquel instante salían de la tienda el capitán y Min-Sí, que acababan de sostener una prolongada discusión.

—Y bien —preguntó el americano—, ¿qué se va a hacer?

—Abandonar el islote —respondió el capitán.

—Me disgusta mucho abandonar este edén. Y cuando lleguemos a la orilla, ¿adonde iremos?

—Siempre recto hasta Yuen-Kiang.

—¿Y no cuentas con ir a cualquier ciudad a comprar caballos?

—Es peligroso, James. Somos extranjeros, y ya sabes lo que eso significa.

—¡Buena prueba de ello he tenido en Tchao-King!

—Yo no acierto a comprender cómo esos pillastres de hocico amarillo tienen tanto miedo a los extranjeros —dijo el polaco.

—Siempre ha ocurrido lo mismo, Casimiro —respondió el capitán—. Tienen miedo de que los extranjeros, introduciendo nuevas costumbres, alteren las peculiares del país, dando origen a nuevas religiones y a nuevos partidos que pudieran suscitar desórdenes y acaso también revoluciones. El imperio chino no está muy firme, y hacen cuanto pueden para impedir su hundimiento.

—Pero —observó el americano— estos extranjeros, si bien introducen otros hábitos, enseñan, en cambio, nuevas industrias, impulsan el comercio, ensanchan las relaciones y mejoran en mucho las condiciones de vida de la población.

—Así es, James, pero los chinos consideran, precisamente, que el comercio que hacen con los extranjeros es muy dañoso para ellos. Y, efectivamente, éste les priva de una gran cantidad de seda, té, porcelana y mil otros productos, que si se quedasen en el país costarían mucho menos de lo que cuestan hoy.

—Pero, a cambio, reciben productos europeos, americanos…

—Son productos inútiles para los chinos, que han pasado sin ellos durante miles de años.

—Pero se enriquecen.

—¿Quién se enriquece? El comerciante poderoso, pero el pueblo se muere de hambre.

—Permíteme que lo dude.

—Te pondré un ejemplo. Hubo un tiempo en que China poseía miles y miles de talleres manufactureros de algodón, que ocupaban a millones de obreros; llegaron los europeos, trajeron su algodón manufacturado y las fábricas se cerraron.

—¿Por qué?

—Porque los algodones chinos costaban el doble que los europeos. Mañana los europeos encontrarán el medio de hacer una competencia seria a las sedas labradas, a los papeles pintados y a otras fabricaciones chinas, que hoy dan trabajo a millones de personas, y se cerrarán los establecimientos y la miseria se extenderá. ¿Qué te parece?

—Si he de decir la verdad, no razonan mal los chinos, Jorge. Y dime, ¿a cuánto asciende el comercio que hacen con Europa?

—Antes de 1842, según Sommerat, no ascendía más que a veinticuatro o veintiséis millones, y era practicado especialmente por la Compañía de las Indias, que mandaba cuatro grandes navíos y una veintena de embarcaciones menores; Francia enviaba dos navíos y exportaba mercancías por valor de dos o tres millones; Holanda se hacía representar por cuatro buques, y otros tantos venían de Portugal; América no sostenía relaciones comerciales con China en aquella época. Hoy, los navíos que arriban a puertos chinos se cuentan por millares, pues todas las potencias comercian con China.

—Y dime…

—Basta, James. Entremos en nuestro bosque a cortar algunos árboles para construir una balsa.

—Si construyes una balsa vas a echar abajo todo mi bosque —dijo el americano con tristeza.

—¿Te desagrada? —dijo Jorge.

—Un poco, lo confieso.

—Pero no te opondrás.

—Os conduciré yo mismo —dijo el yankee riendo.

—Vamos, pues, y vosotros tratad de cazar algún ganso. Volveremos hambrientos.

—Le prometo un soberbio asado —dijo el polaco.

—Cuida de que no se queme —advirtió el americano.

—Estará en su punto, sir James.

El polaco y el pequeño chino tomaron sus fusiles y partieron en busca del apetecido asado, y el americano y Jorge se internaron en los famosos bosques que formaban cuatro moreras, quince arbustos y veinticuatro bambúes, afortunadamente de bastante corpulencia y muy altos.

En menos de una hora, todo el bosque se vio abatido, y poco tiempo necesitaron, teniendo el material, para construir una balsa junto a la orilla. No era muy grande, pero sí solidísima y capaz de transportar cinco o seis personas.

—A comer —dijo el capitán, una vez terminada la faena—. Después nos embarcaremos.

—Cazadores, constructores, americanos, chinos, italianos, polacos, ¡a la mesa todo el mundo! —gritó Casimiro.

El americano, en cuatro zancadas, llegó al campamento. El cocinero había hecho prodigios.

Dos ánades y una media docena de pájaros llamados chiue-uen, particularmente recomendados por el chino, terminaban de asarse, y sobre unos pedruscos hervía una cacerola que despedía un perfume especial.

—¡Hola muchacho! —exclamó James con voz llena de entusiasmo—. ¿Has añadido algún otro plato al asado?

—Efectivamente, sir James. Nuestro pequeño artillero, escudriñando nuestra posesión, ha encontrado cierta planta semejante a la col.

—¡Oh, oh! —exclamó el americano, moviendo las mandíbulas—. Las coles me gustan extraordinariamente. A la mesa, señores, si no queréis que me escape con la cacerola.

Se sentaron en el suelo, atacando vigorosamente la col, que los chinos llaman pen-nai. El americano la encontró excelente. Servido el asado, se apoderó de un chiue-uen.

—Este volátil es nuevo para mí —dijo—. ¡Eh, Casimiro, deja el ánade y da un mordisco a esto, que debe de ser delicadísimo!

El polaco le obedeció, pero tanto uno como otro, después del primer bocado, se quedaron inmóviles, mirándose a la cara.

—¿Qué clase de pájaro es éste? —exclamó el americano—. Tiene cierto sabor…

—¡Cuerpo de una pipa! —gritó el polaco—. Yo también he notado un extraño gusto. ¡Eh, Min-Sí! ¿Qué demonios es esto?

—Estáis comiendo unos pájaros buenísimos —respondió el chino, que reía bajo sus bigotes—. Los chiue-uen son un bocado finísimo.

El americano arriesgó un segundo bocado, pero de pronto arrojó el pájaro lejos de sí y comenzó a escupir como si hubiese tragado veneno.

—¡Ah, maldito pájaro! —gritó espantado—. ¡Estaba lleno de veneno! ¡Escupe Casimiro, escupe fuerte!

—¡Santo Dios! —gemía el polaco, incorporándose—. ¡Estamos muertos! ¡Ayúdenos capitán! ¡Ah, canalla de artillero, envenenar así a dos buenas personas!

El capitán mientras tanto se desternillaba de risa.

—¡Cuerpo de un cañón! —tronó el yankee, persuadido de que no tenía salvación—. ¡Y tú te ríes! ¿Te parece poco reventar envenenados?

—Pero, mis desgraciados amigos —dijo por fin Jorge—, habéis comido chiue-uen aromatizado con exceso. ¿No sabéis que estos pájaros se emborrachan con pimienta?

—¿Con pimienta? ¿Hay, pues, en este condenado país pájaros que se emborrachan con pimienta, como los hombres hacemos con el whisky? ¡Bah, Casimiro, consolémonos!, era simple pimienta.

—Pero tengo la garganta abrasada.

—Extinguiremos el fuego con un ganso excelente, muchacho. ¡Ánimo!

Los dos valientes atacaron el resto del asado y se dieron tanta maña, que diez minutos después no quedaba más que los huesos. Un buen trago de agua «perlada» del Si-Kiang, como decía el americano, bastó para borrar por completo los efectos demasiado ardientes del chiue-uen.

A las cuatro se dio la señal de partida. Los viajeros se apresuraron a embarcar en la balsa, llevando consigo sus armas, municiones y la tienda. El polaco se puso al timón, y a proa los otros tres, armados de largas pértigas.

La balsa, abandonada a sí misma, se apartó de la orilla, chasqueó durante algunos segundos, y avanzó por último, siguiendo el curso del río con la velocidad de una canoa de seis remos.

Los hombres de proa, apoyando las pértigas en el lecho del río, consiguieron hacerle tomar una dirección oblicua, pero aquello duró pocos minutos. Impulsada por la corriente, fue pronto presa de las olas y comenzó a girar con tal fuerza que amenazaba abrirse por la mitad.

El polaco, cuyas piernas no encontraban un buen punto de apoyo, intentó, con un golpe de barra, colocarla balsa en el buen camino, pero quedó aterrado. El timón y los remos, en un abrir y cerrar de ojos, fueron destrozados.

—¡Maldición! —rugió Casimiro.

La balsa, a merced de los rápidos, cada vez más numerosos en medio del Si-Kiang, giraba vertiginosamente sobre sí misma, poco menos que si se encontrase en mitad del terrible Maélstrom de Noruega. Tan pronto se desviaba y salía despedida hacia el Este con la rapidez de una flecha, como se detenía de nuevo, encadenada por nuevos rápidos que mugían siniestramente en tomo a ella.

Los cuatro viajeros, impotentes para detener aquella carrera desordenada, se agruparon en el centro de la balsa, cargados con todos sus efectos, y más que persuadidos de naufragar en los bancos arenosos que dividían en varios canales el airado río. A veces sentían bajo sus pies levantarse los bambúes como si rozasen los bajíos.

—¡Cuidado! —gritó de pronto el capitán.

La balsa se dirigía como una flecha hacia un islote arenoso. Chocó contra él con ímpetu, se levantó fuera del agua y se rompió por la mitad; una parte se estrelló contra otro islote, y la otra, ocupada por los viajeros, continuó en dirección de la comente.

No había un momento que perder. El capitán, James, Casimiro y el chino arrancaron de la destrozada balsa algunos trozos de bambú, y, maniobrando acompasadamente, la impulsaron hacia la orilla, poniéndose a salvo.

X. UNA NOCHE TERRIBLE

El lugar donde desembarcaron era magnífico, pero completamente desierto. Ante ellos se extendía una espléndida pradera de altísima hierba, interrumpida a trechos por amplios pantanos, sobre los cuales revoloteaban alegremente numerosos pájaros acuáticos, y limitada hacia el Sur por grandes bosques que trepaban por las faldas de una cadena de montañas.

—El lugar es agradable —dijo James, después de lanzar una mirada a su alrededor—, pero no veo casas, ni campos cultivados.

—¿Lo lamenta? —preguntó el polaco.

—Ciertamente, muchacho, porque pensaba hacer una cena exquisita.

—Hay pájaros.

—¡Bah! ¡Siempre pájaros!

—Y quizás encontremos también algunas chuletas —dijo el chino.

—¿Dónde las has visto? —pidió el americano moviendo sus mandíbulas.

—Mire allá, donde apunta mi dedo; ¿no ve moverse algo entre la hierba?

James, Jorge y Casimiro miraron atentamente en la dirección indicada y distinguieron un animal grande, blanco y negruzco, que escarbaba la tierra con una especie de pequeña trompa.

—Es un tapir —dijo el capitán.

—¡Carne! —exclamó James—. Pronto, preparemos los fusiles y tratemos de cercarlo.

—No hagáis ruido, pues de otro modo se refugiará en la maleza. Es un animal muy tímido, y difícilmente deja que se le acerquen. Tú, Casimiro, quédate aquí con Men-Sí y nosotros iremos por él.

—Vamos —dijo el americano—. No me puedo contener.

El capitán le hizo señas con la mano para que callara, y los dos, sin ruido, ocultándose tras los arbustos y las altas hierbas, avanzaron a rastras. Con mil precauciones llegaron a unos doscientos metros del tapir, el cual, medio oculto entre las matas, continuaba escarbando la tierra, gruñendo como un puerco. Se detuvieron, preparando las carabinas, pero el animal, que había olfateado el aire, encogió dos o tres veces su pequeña trompa, dio media vuelta y salió al galope, siguiendo el sendero hecho por él, quién sabe en cuántos años de pasar y volver a pasar. El americano disparó rápidamente la carabina, pero la bala no dio en el blanco, pues el animal redobló su carrera, poniéndose fuera de tiro.

—¡Ah, bribón! —exclamó furioso el yankee—. Te has escapado, pero yo te alcanzaré aunque tenga que registrar todo el bosque. ¿No te parece un jabalí enorme, Jorge?

—En efecto, James, el tapir es un cerdo, pero más gordo y más fuerte. Y ahora, mi bravo cazador, ¿qué piensas hacer?

—¡Cáspita! ¿Que qué pienso hacer? Mira el sendero que la bestia ha trazado para su comodidad. Nada mejor que seguirlo hasta su madriguera.

—Pero ¿quieres dar vueltas por todo el bosque? Probablemente su madriguera estará muy lejos.

—No importa; de todos modos lo encontraré. ¿Vienes?

—Yo te espero a cenar. Cuento con media docena de chuletas de tapir.

—Te las traeré —respondió el americano.

Los dos cazadores se separaron. El capitán volviendo atrás, bordeando algunos pantanos llenos de cañas, con la esperanza de abatir algún ganso. Por su parte, el americano siguió su marcha sin preocuparse del camino seguido, con paso rápido y la carabina bajo el brazo.

Pero inútilmente. Aquel sendero no terminaba nunca. Diez veces se detuvo creyendo ver el tapir; diez veces prosiguió su marcha para escudriñar las proximidades. Dos horas más tarde se paró, sin saber qué hacer; había perdido la ruta y caminaba por otro sendero.

—¡Por Baco! —exclamó—. ¿Dónde estoy? ¡Esta sí que es buena! Valor, americano mío, busquemos el sendero.

El sol descendía rápidamente hacia el ocaso, escondiéndose tras los inmensos bosques, y las tinieblas comenzaban a cubrirlo todo. No tardaría media hora en estar la selva oscura como boca de lobo. El americano, que sabía lo que las tinieblas traían consigo, reanudó su marcha, tratando de orientarse con los últimos rayos del sol.

Marchó en línea recta una buena media hora; volvió atrás, torció a la derecha, tropezando en cien mil raíces luego a la izquierda, dejándose media casaca en los espinos trepó a los árboles más altos, confiando en descubrir el sendero o el campamento, pero en vano. Las tinieblas reinaban ya, había salido la luna y todavía caminaba sin descanso. Temiendo extraviarse en medio de la espesura, se decidió a pasar la noche al pie de un pequeño tamarindo.

Apenas se había tendido en tierra, cuando oyó un maullido a unos trescientos pasos de distancia, pero uno de esos maullidos propios de los tigres, que se asemejan a verdaderos rugidos. El americano, creyéndose frente a una de esas fieras, se incorporó de un salto. Lanzó una mirada a través de la oscura floresta y se mantuvo al acecho, conteniendo la respiración. El maullido se repitió, pero mucho más cercano.

El americano era valeroso, ya lo sabemos; sin embargo, al oír aquel rugido, que repercutía bajo la sombría floresta, experimentó un fuerte estremecimiento y estuvo a punto de salir corriendo. Pero temiendo perderse o encontrarse frente a un segundo tigre, no se movió, y permaneció en pie, apoyado en el tronco del tamarindo, con la carabina en las manos y el cuchillo entre los dientes.

Por tercera vez se dejó oír el espantoso maullido, más fuerte, más amenazador y más próximo.

—Vaya —murmuró el americano—, la bestia me ha olfateado, y habrá que combatir.

No había acabado de decirlo cuando oyó crujir las ramas bajo las zarpas de hierro de la fiera; después vio abrirse los arbustos y dos ojos como los de un gato fijarse en el tamarindo.

No se amedrentó. Alzó lentamente la carabina, apuntó al tigre, que maullaba a cien pasos de distancia, e hizo fuego, pero el tigre dio un salto gigantesco y se lanzó hacia él.

Comprendiendo que nada ganaba con una lucha cuerpo a cuerpo, de un salto se encaramó a una rama del tamarindo, poniéndose a cubierto en el tronco.

El tigre, herido, aunque no gravemente, se estrelló contra el árbol, arrancando grandes trozos de corteza, pero volvió a caer en seguida. Repitió el asalto, pero esta vez tampoco logró llegar a las ramas. Dio tres o cuatro vueltas alrededor del árbol, desangrándose por el cuello, y agazapóse después a tres o cuatro metros de distancia, con los ojos fijos en el americano, que no osaba moverse, maullando furiosamente y rechinando los dientes.

Visto así, de noche, en el bosque, irritado, rugiente, daba miedo. El americano, con gran sorpresa, sentía temblar sus miembros, y, cosa extraña en él, notaba la encrespada cabellera ponérsele de punta bajo el birrete.

—Calma, calma —se repetía—. Todo acabará. ¡Por Júpiter! ¿No soy un americano?

El tigre permaneció agazapado cinco minutos; luego se levantó bruscamente barriendo la hierba con su larga cola y dejando oír un sordo rugido cuyo hálito ardiente llegó hasta el americano. Parecía prepararse para un nuevo asalto, quizá para derribar a su víctima con uno de esos zarpazos capaces de destrozar a los más fuertes y grandes animales. Se estiró, se encogió después, resopló, enseñó los dientes y las garras y se recogió sobre sí mismo, como para saltar.

James, pálido como un muerto, pero decidido a vender cara su vida, se dispuso a introducir una carga en el cañón de la carabina, pero notó con horror que no tenía la cajita de las balas, probablemente olvidada al pie del árbol. Registró todos sus bolsillos, los forros, el cinturón, los calzones, pero en vano. Se vio perdido.

—Esto se acabó —murmuró—. Dentro de diez minutos estaré en los intestinos del tigre. ¡Ah, si estuvieran aquí mis compañeros! ¡Querido Jorge, ya no te veré más!

Pero no era aquel momento adecuado para lamentarse. Apeló a sus fuerzas y a su valor, se aseguró bien entre las ramas, y dejando caer la carabina, ya inútil, blandió el bowie-knife.

Aquellos preparativos fueron inútiles, pues el tigre, que parecía pronto a atacar, después de haber maullado en todos los tonos y de girar alrededor del árbol repetidas veces, se alejó, internándose en la espesura. Ya había recorrido quinientos pasos y comenzaba a desaparecer entre las tinieblas, cuando un nuevo maullido rompió el profundo silencio que reinaba en el bosque. Venía del lado opuesto y de unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia.

Al oír aquel maullido, el tigre se detuvo súbitamente. De pronto retrocedió, miró al tamarindo y se lanzó hacia él dando saltos de quince pies.

Atravesaba la maleza con la rapidez de una bala, los ojos echando llamas, abiertas las fauces y tendidas las zarpas, saltando como si el suelo estuviese cubierto de miles y miles de resortes de extraordinaria potencia.

El americano empuñó su cuchillo en el momento en que el tigre, con desesperado impulso, se abalanzaba hacia el tamarindo, agarrándose a las bifurcaciones de las ramas. El choque fue terrible. El yankee se lanzó resueltamente contra la fiera, que pugnaba por abrirse paso a través de las ramas, hiriéndola en el pecho. El tigre, aunque gravemente herido, soltó las ramas, haciendo presa en las piernas del americano, que desgarró horriblemente.

Hombre y bestia, perdido el equilibrio, abrazados estrechamente, se precipitaron rodando entre los arbustos y la hierba.

La lucha era espantosa.

El americano, que había caído debajo, aullando desesperadamente, se defendía con el cuchillo, con las manos, con los pies y con los dientes; encima de él rugía horrendamente el tigre, destrozándole los vestidos y lacerándole la carne, y tratando de machacarle el cráneo entre sus potentes mandíbulas.

Fue una lucha de veinte segundos, lucha desesperada, horrible. De repente el tigre lanzó un rugido de furor: el cuchillo del americano lo había herido en el corazón, y de la ancha herida surgía un grueso chorro de sangre espumosa. La fiera se tambaleó, encogió las garras, cayó, volvió a levantarse y se desplomó por último, mordiendo, en un último acceso de furor las ramas, las hierbas y la tierra.

Tumbado entre las matas, jadeante, aturdido, cubierto de sangre y de babas de la fiera, con el rostro contraído por la emoción y el dolor, la ropa hecha jirones, desgarradas las carnes, el americano permanecía como trastornado, incorporándose sobre sus brazos, mirando con ojos extraviados a la fiera y prestando atención a sus últimos estertores. Con un esfuerzo sobrehumano, que le arrancó un aullido de dolor, se arrastró hasta el pie del tamarindo, junto al cual halló la carabina y la cajita de las balas. Intentó ponerse en pie, sin conseguirlo.

—¡Cuerpo de una bomba! —exclamó—. ¿Estoy, pues, gravemente herido?

Se dejó caer al pie del árbol, lanzando lúgubres gemidos. Sus manos palparon las ensangrentadas piernas, y las retiró empapadas en sangre; se tocó los hombros, y los sintió mojados. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba bañado en sangre y totalmente lacerado. Se asustó, pero su pavor duró un instante. Se recostó en el tamarindo, desnudó sus piernas desgarradas hasta el hueso, y las examinó atentamente. Al punto comprendió que si no contenía la hemorragia corría peligro de morir desangrado. Rasgó su pañuelo, haciéndolo tiras, que empapó en el agua de su cantimplora, y vendó sus heridas. Se desnudó los hombros, abiertos por las garras de la fiera, e hizo, como pudo, la misma operación. Apenas había terminado, cuando un abatimiento general se apoderó de él. Trató de reaccionar contra aquella repentina debilidad, pero no pudo. Entonces tuvo miedo del segundo tigre, que seguía rugiendo a medio kilómetro de distancia.

—Estoy perdido —murmuró con voz apagada.

Una nube ofuscó su vista. Le pareció que los árboles oscilaban a su alrededor y que la tierra vacilaba bajo él. Sus ojos se cerraron; las fuerzas le abandonaron por completo y cayó desvanecido al pie del tamarindo.

Cuando volvió en sí, era de noche aún, y ante él avanzaba, arrastrándose, el otro tigre, rugiendo sordamente. Con un esfuerzo supremo empuñó la carabina.

—Esta es la segunda parte del drama —dijo, esforzándose por sonreír—. ¿Quién hubiera dicho que los tigres chinos habían de jugarme tan mala pasada?

El tigre se acercaba, deslizándose a rastras a través de los arbustos, ora mostrando a los rayos de la luna su listada piel, ora desapareciendo bajo las sombras de los grandes árboles. Sus pupilas, permanecían fijas en el tamarindo.

Se detuvo a cuarenta pasos, se estiró, olfateó el aire, agitó la cola como un gato furioso y se enderezó sobre sus patas traseras, mirando al americano, que, incorporado sobre sus rodillas, lo apuntaba fríamente.

Por segunda vez retumbó una detonación en la umbría.

El tigre dio un salto y cayó a tierra sin vida. La bala le había destrozado el cráneo, atravesándole el cerebro.

XI. LOS MIAO-TSE

El capitán llegó al campamento hacia el crepúsculo, con media docena de esclavos de agua, algunos ánades y media docena de tordos de melodioso canto.

Los unió a los cangrejos pescados por sus compañeros en las lagunas, que, según Min-Sí, debían ser no menos excelentes que los de Macao.

El polaco, que encendía el fuego, se sorprendió al ver al cazador volver sin su compañero.

—¿Se ha quedado sir James para remolcar un elefante? —preguntó.

—No —respondió el capitán, riendo—; le impide venir un tapir que jura haber herido.

—¡Cáspita! Tenemos chuletas a la vista. Si es así vale la pena esperar un poco.

—Si aguardas las chuletas de tapir, no cenarás nunca. Ya lo verás: regresará tarde y sin un mal filete.

—Entonces, fuego a la marmita.

—Procura que la cena sea abundante.

—Déjeme pensar a mí, capitán. Conozco la capacidad de ese tragón.

El buen muchacho, ayudado por el chino, preparó un espléndido fuego y puso a asar pájaros y ánades en cantidad suficiente para alimentar a quince personas. También la cacerola, bien llena de cangrejos, comenzó a barbotar. Dos horas después, la cena estaba lista, pero el americano no aparecía.

La cena fue triste. Aquella prolongada ausencia había acabado por inquietarlos.

El capitán, que sabía que el bosque estaba lleno de fieras, por haber descubierto sus huellas, se alejó del campamento medio kilómetro, esperando advertir algún rumor, algún grito, algún disparo que señalase la presencia del americano, pero no oyó nada. Llamó varias veces, e igual hizo el polaco, pero sólo los rugidos de las fieras que vagaban por la oscura selva les respondieron.

—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? —se preguntó el capitán, que al pensarlo sintió un estremecimiento en su cuerpo.

—Es imposible —dijo el polaco—. Un hombre como sir James, fuerte como un toro y valeroso como un león, no se deja matar.

—Quiero creerte, Casimiro, pero siento una gran angustia. Si estuviese vivo descargaría su carabina, haría alguna señal; pero nada, absolutamente nada.

—No hay que desesperar, capitán. Puede haberse extraviado a diez o quince millas de aquí.

—¿Y si fuésemos a buscarlo? ¡Amigos míos…!

—Sería una locura, capitán. ¿A dónde dirigir nuestros pasos? Y además, el bosque está muy oscuro. Esperemos al alba.

—¿Y quieres que lo deje solo en medio de la selva toda la noche?

—Y si usted perece, capitán, ¿quién nos guiará? ¿Quién irá a buscar la cimitarra? Quédese, capitán; mañana temprano iremos a buscarlo.

El capitán se detuvo, pero renunció a descansar, y permaneció sentado junto al fuego, que se extinguía. Sus compañeros se tendieron a su lado. La noche transcurrió entre continuas angustias. Alboreaba, y el americano aún no había aparecido.

El capitán y Casimiro, dejando al chino el cuidado de la tienda, se internaron en el bosque, resueltos a encontrar a James, vivo o muerto.

El sol, que comenzaba a difundir una luz rojiza, aliviaba la marcha de los dos aventureros, que no necesitaban encorvarse para buscarlas huellas del americano.

Ya llevaban media hora caminando apresuradamente por el sendero del tapir, dando voces de vez en cuando, sin obtener más respuesta que la de las fieras, que se apresuraban a ganar sus guaridas, cuando una fragorosa detonación retumbó bajo la espesa bóveda de plantas. Ambos la reconocieron.

—¡La carabina de James! —exclamó el capitán, deteniéndose súbitamente.

—¡Sí, sí! —confirmó el polaco—. Es su arma, la reconozco, la distinguiría entre mil.

Un segundo disparo resonó, despertando el eco de la floresta. Parecía disparado a media milla de distancia.

—¡Corramos, corramos! —gritó Casimiro—. ¡Bum! Otra detonación.

—¡Deprisa, Casimiro! —exclamó el capitán—. Quizá lleguemos a tiempo de salvarlo.

Echaron a correr hacia el lugar donde parecía haberse disparado la carabina. Marchaban como el viento, saltando fosos y charcas, subiendo y bajando las ondulaciones del suelo, metiéndose entre los arbustos sin hacer caso de las espinas, de las raíces, de las ramas, que herían sus manos y desgarraban sus vestidos. La esperanza de encontrar a su compañero con vida ponía alas a sus pies.

De pronto, una voz llegó a sus oídos.

—¡Mil truenos! —gritó el polaco.

En dos saltos pasaron un riachuelo y desembocaron en un claro, en medio del cual, y al pie de un drago, el americano, con los vestidos hechos jirones, ensangrentado, horriblemente desfigurado, gemía.

El capitán se precipitó hacia su amigo, estrechándole contra su pecho.

—¡James! ¡James! ¡Amigo mío! —exclamó—. ¡Estás todo lleno desangre!

El americano se aferró a su amigo.

—¡Jorge…! ¡Casimiro…! ¡Amigos míos…! —balbució—. ¡Ah, malhaya el tapir! No tengo fuerzas…, estoy agotado.

—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Quién te ha puesto así? Vamos, respóndeme, ¿qué te ha ocurrido?

—Los tigres, Jorge, los tigres.

El pobrecillo no pudo seguir y cayó hacia atrás, desvanecido.

Sus compañeros, viendo que no era posible hacerle andar, cortaron en un momento una docena de ramas, improvisaron unas angarillas, que suavizaron con una brazada de hojas, y le tendieron en ella, tomando el camino del campamento. Varias veces tuvieron que detenerse para dar de beber al herido, que se abrasaba, presa de una fiebre altísima.

A pesar de las prohibiciones del capitán, en aquellas breves paradas, el americano refirió las aventuras de la noche y se desahogó en denuestos y amenazas contra los tigres.

—Curaré —decía—, y entonces, ¡ay de los tigres! Haré estragos entre ellos y engordaré con sus carnes.

A las ocho de la mañana llegaron al campamento. El chino, en un instante, con las mantas preparó un mullido lecho, tendió sobre él al americano, lo desnudó y, versado en medicina, examinó atentamente las heridas.

—¿Y bien? —preguntó el americano, fijando sus ojos en los del pequeño chino, como queriendo leerle el pensamiento—. ¿Qué te parece? ¿Curaré?

—Ha salido bastante bien del percance —repuso Min-Sí, tocando las llagas con la punta del dedo índice—. Pero no podrá moverse en algún tiempo.

—¿En cuánto tiempo? ¡Vamos, di rápido, chinito mío!

—En ocho días, por lo menos.

—¡Eh! —exclamó el americano, palideciendo—. ¡Ocho días! ¿Me crees, por lo visto, una mujercilla, médico de tísicos?

—Es usted muy mal enfermo —dijo el chino, riendo—. ¡Refunfuñar por sólo ocho o diez días de inmovilidad!

—¡Ocho…! ¡Diez…! Si continúas así me harás quedar inmóvil un mes. ¿Te parece? ¡Condenar a un hombre como yo a sofocarse ocho días bajo esta tienda! Tú quieres hacerme estallar, chino bribón.

—Pero si te quieres curar será preciso que te quedes ahí, testarudo americano —dijo Jorge.

—¡Ocho días! Es imposible; en cuanto pueda, me escapo.

—Te ataremos y pondremos un centinela delante de la tienda. Vamos, guarda silencio y déjate curar.

El chino se hizo traer una marmita llena de agua limpia, disolvió en ella el jugo de algunas hierbas eficacísimas para combatirlas inflamaciones y cicatrizarlas heridas, empapó algunos pañuelos, lavó las heridas y las vendó con admirable destreza.

El americano le dejó hacer sin lanzar un solo gemido y se rebujó luego bajo las mantas, contando con levantarse ya al día siguiente, a despecho de las recomendaciones de sus amigos.

—Curará —dijo el chino, oyéndole roncar tranquilamente—. Este hombre es de una fortaleza fenomenal.

—Es de hierro —dijo el capitán—. Hubiera sido una gran desgracia perder a tan valeroso compañero.

—Es de esperar que tras semejante lección no le queden ganas de jugar con los tigres.

—¿No has oído lo que ha dicho? Quiere exterminar a todos los tigres de la selva.

—No le daremos tiempo. Hay que apresurarse, capitán, y atravesar tan pronto como sea posible el río. La estación de las lluvias se nos echa encima.

—¿Encontraremos puentes para pasarlo?

—Lo atravesaremos cerca de sus fuentes; allí no es muy ancho.

El americano no se despertó hasta la caída de la tarde. Le dieron una sopa hecha con caldo de pato y un poco de arroz, y le obligaron a dormir de nuevo.

Durante la noche, el capitán, el polaco y el chino velaron para mantener a distancia las fieras, que en gran número daban vueltas por la llanura. Más de una vez se vieron forzados a hacer uso de sus fusiles, despertando al americano, quien, cada vez que oía una detonación, quería salir para matar al menos un tigre.

Cuatro días después, el americano estaba ya fuera de peligro. Al cabo de dos días, le permitieron sus compañeros levantarse y salir de la tienda a respirar un poco al aire libre.

Apenas pudo sentarse en la hierba, un atronador «¡oh!» salió de su garganta. No le parecía posible haber dejado su «hórrida prisión».

—¡La libertad, el aire, la luz! —exclamó—. ¡Qué horrible tortura, amigos míos, estar condenado a sofocarse bajo una tienda! Un día más y muero asfixiado.

Viendo una docena de chuletas que se asaban encima de carbones, se levantó para admirarlas de cerca, pero tuvo que apoyarse en una de las estacas de la tienda. No pudo contener una exclamación de rabia.

—¿Pero estoy borracho, o qué? Pues no he bebido una gota de whisky.

El capitán acudió en su ayuda, pero se vio rechazado.

—¡Ea! —tronó el americano, irritado—. ¿Me crees una mujercilla, para ofrecerme el brazo? Estoy débil, lo confieso, pero no es culpa mía, sino vuestra. Me habéis sometido a una dieta que agotaría al mismo Hércules; pero ya veréis cómo en cuanto agarre entre mis dientes esos filetes que veo ahí me siento fuerte como un toro.

—¿Estás seguro, James? —dijo el capitán, riendo.

—¡Cáspita! Saco vacío no se mantiene en pie, y el mío está perfectamente vacío. Si los médicos en vez de recomendar la dieta prescribiesen a los enfermos filetes y botellas de whisky, todos se curarían en un día.

—¿Será verdad, sir James? —preguntó el polaco, retirando las chuletas del fuego.

—Sin duda, muchacho. Cuando pierdas un cubo de sangre, haz la prueba.

—Confío en no tener que hacerla, sir James.

—¿Tienes miedo de perder un poco de sangre?

—Tengo miedo de las garras de las fieras.

—¡Bah! —exclamó el americano encogiéndose de hombros—. Las fieras me dan risa y ya verás, muchacho, qué estragos voy a hacer entre los tigres.

—¿No se le han pasado las ganas de cazar?

—Al contrario, Casimiro. Cuando lleguemos al Yun-Nan, mataré tantos tigres y tapires como pelos tengo en la cabeza.

—Al contrario, Casimiro. Cuando lleguemos a Yun-Nan, mataré tantos tigres y tapires como pelos tengo en la cabeza.

Dejate ahora de bestias y entretén los dientes con esas chulétillas.

—Haced un poco de sitio al pobre desangrado, si os place. De ésta cojo una indigestión de carne.

Los cuatro se sentaron ante las chuletas, que humeaban en un hermoso plato de hojas, exhalando un olorcillo que aguzaba extraordinariamente el apetito. El americano se puso a trabajar con sus mandíbulas, con una avidez que asustaba; su estómago parecía no tener fondo. Si no hubiese estado enfermo, de seguro hubiera comido otras doce chuletas. Calculando ponerse en marcha al día siguiente, se apresuraron a recogerse bajo la tienda. El polaco montó la primera guardia, tendiéndose a poca distancia del fuego.

Serían las once, cuando le llamó la atención un lejano ruido de pisadas. Se levantó, y con gran sorpresa vio destacarse sobre el fondo azulado del horizonte una bestia verdaderamente extraña.

—¡Oh! —murmuró entre dientes—. ¿Qué especie de animal es ése? No parece un elefante ni un rinoceronte.

A punto estuvo de dar la alarma, pero se avergonzó y se escondió entre las hierbas, con la carabina montada.

La gran sombra se acercaba con fantástica rapidez, y de vez en cuando lanzaba un silbido semejante al restallar de la fusta.

—¡Oh! —repitió de pronto el polaco, incorporándose.

En aquella masa oscura había reconocido un caballo montado por un individuo provisto de un largo arcabuz. Temeroso de que se tratara de algún miao-tse (chinos salvajes que pueblan las fronteras del Euang-Si), apuntó al intruso con la carabina. El bandido, por su parte, tenía buena vista y estaba en guardia; armó rápidamente el arcabuz y disparó. La bala silbó junto al polaco, que comenzó a gritar con todas sus fuerzas.

—¡A las armas! ¡Los bandidos!

Sus compañeros salieron precipitadamente de la tienda. El capitán, al ver galopar al bandido a ciento cincuenta pasos de distancia, hizo fuego sobre él. Se oyó un grito terrible, y se vio caer al caballo con su jinete, desapareciendo ambos entre los arbustos.

—¿Qué significa esto? —preguntó el americano.

—Que los miao-tse han dado con nosotros —balbució Min-Sí, estremeciéndose de pavor.

—Miao-tse o tonkineses, da lo mismo, ¡adelante! —ordenó el capitán, empuñando una pistola—. Allá hay alguien que se queja, acaso esté expirando.

En efecto, se oían algunos gemidos procedentes de un matorral. Los cuatro compañeros, creyendo que nada había que temer, se lanzaron hacia aquel lugar; pero con gran sorpresa suya no encontraron más que el caballo, que se debatía en los últimos estertores.

—Es extraño —dijo el americano, que había dado la vuelta al matorral—. ¿Dónde estará el jinete? ¡Atentos, amigos, abrid bien los ojos!

—¡Atención a retaguardia! ¡Mirad! —gritó en aquel instante Casimiro.

Una descarga de arcabuces retumbó entre las tinieblas, seguida de un griterío ensordecedor. En medio de una nube de humo, los sorprendidos expedicionarios vieron llegar, como un huracán, junto a la tienda, a un grupo de quince o dieciséis jinetes, los cuales echaban pie a tierra, apoderándose de lo mejor que veían, saltaban de nuevo a caballo, se alejaban y desaparecían sin darles tiempo a hacer uso de sus armas.

XII. LAS PRIMERAS LLUVIAS

El americano, el capitán, el chino y el polaco, aturdidos aún por el repentino ataque, se apresuraron a replegarse hacia la tienda, que los bandoleros hablan dejado vacía. No sabían aún con cuántos bandidos tenían que habérselas, y si bien ansiaban desquitarse de la ofensa sufrida, no juzgaban prudente empeñarse en una persecución a través de densos bosques y con aquella oscuridad,

El americano estaba frenético, a punto de estallar. Dejarse burlar y robar por chinos era cosa inaudita, enorme.

—Si cae entre mis uñas uno de esos perros, le arranco el corazón —repetía fuera de sí.

—Calma, James —dijo el capitán—. Nos han robado bien poca cosa, puesto que poco era lo que poseíamos.

—Pero los ladrones son chinos.

—¿Qué te importa el que sean chinos, tonkineses o malayos?

—No puedo evitarlo. Oigamos lo que piensas hacer.

—Permanecer aquí, dispuestos a responder.

—¿Temes que vuelvan?

—No me extrañaría.

—¿Pensarán hacernos otra jugarreta?

—Es muy probable.

—¿Dónde se habrán escondido?

—En el bosque, quizá nos estén espiando.

—¿Por qué no hacemos una escapada hacia el bosque?

—¿Para hacernos matar?

—¡Silencio! —dijo el chino.

En lontananza se oía un sordo rumor, semejante al galope de varios caballos, acompañado de un tintineo de campanillas.

—Preparad los fusiles —dijo el capitán—. Esos bribones vuelven.

En la linde del bosque aparecieron algunos jinetes, que se lanzaron a la carrera a través de la llanura. El capitán y sus compañeros se incorporaron como un solo hombre, haciendo fuego contra el grupo más numeroso de la banda. Un jinete agitó las manos en el aire y fue a dar en tierra.

Los otros, al cabo de algunos arcabuzazos, volvieron grupas y se alejaron al galope.

Durante algunos minutos se oyeron las pisadas de los caballos y los gritos de los bandidos; después todo quedó en silencio.

—¡Eh! ¡Eh! —exclamó el americano, frotándose alegremente las manos—. Me parece que esos ladrones no son muy valientes. ¡Oh! Allá veo un hocico amarillo que se mueve. ¿Será un moribundo?

—Podemos acercamos —dijo el capitán—. Los miao-tse, después de una acogida tan poco cortés, no volverán.

—Aprisa, Jorge.

—Despacio, James. Quizás el bandido no esté muerto ni herido mortalmente.

—Lo remataremos entonces con la culata de la carabina.

Los dos amigos, recomendando mucha vigilancia a sus compañeros, llegaron a la orilla de un riachuelo, en medio del cual, caído en el agua, se revolcaba el bandido. El americano se acercó a él. Tenía el rostro cubierto de sangre, y la frente rota de un balazo.

—¡Vete al infierno, canalla! —dijo, zambulléndolo en la corriente.

Volvieron a la tienda, ante la cual iba y venía el polaco, blasfemando en diez lenguas.

—¿Qué es eso, muchacho? ¿Qué te pasa que gruñes tanto? —preguntó James.

—Esos perros de bandoleros no nos han dejado nada —respondió Casimiro.

—¿Nos queda al menos la marmita?

—Afortunadamente, sí —dijo el polaco.

—Entonces somos ricos aún. Mañana temprano la cargaremos de carne.

—Pero ni siquiera hay un mal filete.

—Ahí tenemos dos caballos muertos. Nos los comeremos y espero que harás los honores a la comida.

—Es carne de caballo, sir James.

—Carne excelente, muchacho. Yo sería capaz de comerme una tarántula de Tejas. La carne es siempre carne.

—Bravo, sir James; hasta mañana, pues.

—Hasta mañana:

El americano volvió a su lecho, y sus compañeros se tendieron al aire libre, con las carabinas a punto, pero ningún bandido tuvo a bien presentarse. Sin duda, amedrentados por la violenta acogida, se habían retirado definitivamente.

A la mañana siguiente, la marmita, bien repleta de carne de caballo, hervía alegremente, despidiendo un olor gratísimo. Saciaron su hambre, y a las diez levantaron el campamento.

—Ánimo, James —dijo el capitán.

—No tengo necesidad de estímulos —respondió el americano—. Me siento bastante fuerte para llevaros a cuestas hasta las fuentes del Si-Kiang.

—¿Y las piernas?

—¡Oh! Mis piernas son de hierro, y de hierro bien batido. Adelante, yo daré el ejemplo.

Dejaron la llanura y penetraron en una espesísima plantación de bambúes tulda, planta de fuerte y fino tallo y hojas anchísimas, que en el breve espacio de treinta días alcanzan la imponente altura de cincuenta pies.

La marcha a través de aquellas gigantescas gramíneas no era fácil ni mucho menos. Los viajeros se veían obligados a escurrirse como peces bajo una continua semioscuridad, y a manejar sin tregua el cuchillo; por si fuera poco, tocaban frecuentemente con la cabeza en grandes telarañas tejidas por asquerosos arácnidos.

El americano, empapado en sudor, bufaba.

—¡Uf! —exclamó, deteniéndose por centésima vez, para librarse de una telaraña que le envolvía la cabeza—. Este es el reino de las arañas. ¿No acabarán nunca estos malditos bambúes? ¡Que el diablo se los lleve a todos!

—¡Eh, eh! —dijo el capitán, en tono de reproche—. No desprecies tanto estas plantas.

—¿Por qué?

—Si supieras para lo que sirven, no hablarías tan mal de ellas.

—¡Sí que sé! Sirven para desesperar a las buenas gentes que van a sus quehaceres.

—Eso son blasfemias, James.

—Hablo como un libro abierto.

—Un chino bendeciría lo que tú maldices.

—Chino es tanto como bestia. Querría saber qué es lo que hacen con estas varas, que irritarían al inglés más flemático.

—Pues hacen miles de cosas. Extraen de ellas una bebida deliciosa; se comen la médula, que es riquísima; los renuevos son como los espárragos y tienen un sabor parecido; con las hojas se fabrican magníficas esteras, y con las ramitas, elegantes canastillas, cojines, labores de lujo, sillas ligerísimas; papel muy bonito, mezclándolas con un poco de algodón y ciertas sustancias grasas; instrumentos musicales, etc. Y con los tallos hacen escalas, vasos, tuberías de agua, canoas, balsas y hasta cabañas. ¿Qué más quieres sacar de una planta?

—¡Pero entonces, estas plantas son milagrosas!

—Casi, James.

—¿Me permitirás probar esos espárragos?

—Cuando quieras. Bastará cortar los vástagos tiernos y hacerlos cocer.

—Esta noche vamos a coger una indigestión de espárragos. ¡Hurra por los bambúes!

—¡Hurra por los espárragos! —tronó el polaco,

—¡Silencio! —dijo el capitán, inclinándose hacia el suelo.

—¡Oh! ¡oh! —exclamó el americano—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Por ventura los bandidos que vuelven?

—Me parece haber oído un disparo de arcabuz.

—Sisón los bandidos me los como a todos.

—Basta de chanzas, James. Fusil preparado bajo el brazo y adelante.

Se reanudó la marcha con mayor rapidez, abatiendo a diestro y siniestro aquellas gigantescas cañas, que se derrumbaban con mil chasquidos, y dos horas después los viajeros llegaban a la falda de una cadena de montañas que corría de Norte a Sur.

El americano no podía más. Las heridas, no cerradas aún por completo, le hacían sufrir lo indecible, pero no se quejaba. Declararse agotado él, un yankee pura sangre, le parecía una enormidad y una vergüenza. A Birmania hubiese ido, antes que confesarse debilitado.

La ascensión de la cordillera comenzó hacia el mediodía, pero muy lentamente, por la fuerte inclinación de la pendiente. Y ni senderos, ni veredas, ni trazas de algo parecido. No había más que peñas y más peñas, que era necesario escalar con gran fatiga y riesgo, cubiertas aquí y allá de arbustos espinosos y de algún grupo de dragos.

De cuando en cuando se veían obligados a detenerse para dar reposo al pobre americano, aprovechando las paradas para tender la vista sobre el paisaje extendido a sus pies. Con gran sorpresa, por ninguna parte lograron distinguir un solo poblado en pie. Varios había al borde de las plantaciones, pero todos en ruinas o incendiados.

—¿Habrá estallado la guerra? —se preguntó el capitán, deteniéndose al pie de un berrocal altísimo que tenían que escalar.

—Será preciso creerlo —respondió Min-Sí—. Varias veces he pasado por estos lugares, y siempre vi populosas aldeas.

—¿Y con quién la guerra? —preguntó el americano.

—¡Cualquiera sabe! Quizá con Tonkín, que no está muy lejos. O acaso se trate de bandas de ladrones, que al Sur son numerosas.

—Sería estupendo que tropezásemos con una de esas bandas.

—Que Buda las retenga lejos, sir James —exclamó Min-Sí.

—¿Tendrías miedo, artillerito? Cuatro tiros, y ya no saben por dónde huir. ¿No has visto cómo escapaban los que nos atacaron la otra noche?

—Silencio —exclamó Jorge, que involuntariamente se sobresaltó.

Un disparo se había oído entre los montes.

—¡Los bandidos! —exclamó el americano.

En lontananza estallaron gritos agudísimos: parecía que pidieran socorro.

—Casimiro —dijo el capitán—, sube a esta peña y mira lo que pasa en la vertiente opuesta de la montaña.

El polaco, aguijoneado por los gritos que el eco de los montes repetía, ayudándose con los pies y manos, agarrándose a los salientes y a las raíces, escaló la peña y, desde la cima, miró hacia abajo.

En medio de un pequeño valle, una aldea ardía como un haz de paja. En tomo a las casas, el polaco distinguió a unos cincuenta hombres extrañamente vestidos y muy bien armados, varios de ellos ocupados en azuzar manadas de bueyes y caballos, y otros en dar caza a algunos grupos de campesinos que, cargados de sus mejores cosas, trataban de ganar la montaña.

—¡Eh, muchacho del demonio! —chilló el americano, que no podía permanecer quieto más tiempo—. ¿Qué ves?

—Un espectáculo soberbio, sir James. Un pueblo que arde como yesca y además… ¡Mil rayos! ¡Si son bandidos!

—¿Bandidos? —exclamó el yankee.

—Sí, bandidos, y por lo visto no pierden el tiempo. Se han cargado de botín y se marchan.

—¿A dónde van? ¿Son muchos? ¡Habla, muchacho, habla!

—Van hacia el Oeste y son más de cincuenta, montados a caballo y bien armados. Veo picas y arcabuces.

—Son los bandidos de anoche —dijo el americano—. Vamos a reventarlos.

—Calma, James —dijo el capitán—. Deja que vayan a sus asuntos.

—Si no son más que cincuenta…

—¿Y te parecen pocos?

—¿Y tú quieres que nos quedemos aquí?

—Todo lo contrario, marcharemos inmediatamente, pero sin luchas. Vamos allá, escalemos la roca y veamos lo que sucede.

Ayudándose unos a otros, después de correr veinte veces el peligro de romperse las costillas, alcanzaron la cima del peñasco que formaba la cumbre del monte, y se detuvieron a admirar el espantoso espectáculo que se presentaba a sus ojos.

Allá abajo, al pie de la montaña, ardía un gran poblado. Enormes lenguas de fuego, amarillentas y rojas, se alzaban entre torbellinos de humo por encima de los tejados en ruinas, con zumbido sordo y prolongado. De vez en cuando una pared se derrumbaba con fragor confuso, se venía abajo un tejado, caía una terraza, se demolía un campanario, y de aquellas ruinas se elevaban hacia el cielo columnas de humo y nubes de chispas que el viento arrastraba hasta las crestas de los montes.

El capitán y sus compañeros bajaron a toda prisa la montaña y llegaron a la aldea. Algunos chinos se agitaban alrededor de las cabañas incendiadas, penetrando audazmente a través del humo y las llamas para salvar los últimos restos de su riqueza. Al ver a los recién llegados se desparramaron por el valle; pero tranquilizados por las palabras amistosas de Min-Sí y la actitud pacífica del capitán, no tardaron en volver, refiriendo que los saqueadores pertenecían a la banda del tonkinés Teon-Kai. Al oír que el capitán pensaba proseguir la marcha, trataron de disuadirle.

—Si vais más lejos —dijo uno de aquellos pobres diablos—, encontraréis, sin duda, al feroz bandido, que os despojará de todo. Creedme, cambiad de ruta o volveos atrás.

—Es imposible —repuso el capitán—. Además, somos cuatro, todos valientes y bien armados.

—Sin contar con que estarán borrachos —añadió el americano—. Los exterminaremos y les haremos vomitar tanta sangre como chou-chou hayan bebido.

—¿Cuántos eran los bandidos? —preguntó Jorge.

—Cincuenta o sesenta, armados de lanzas, sables y mosquetes.

El americano hizo un gesto. También él encontraba demasiado grande el número de bandidos, para sólo cuatro hombres.

—¿Qué hacemos Jorge? —preguntó.

—Avanzar. Retroceder no se puede.

—¿Y si nos atacan?

—Nos dejaremos apresar, si son muchos. Ya verás cómo salimos del paso sin pagar un impuesto exagerado.

—Adelante, pues —dijo el polaco.

Obsequiaron a los desgraciados chinos con un puñado de taels y prosiguieron la marcha, siguiendo el sendero por donde los saqueadores desaparecieron hacia el Oeste.

De trecho en trecho encontraban el rastro de los bandidos. El suelo estaba pisoteado por los caballos y las manadas de ganado arrebatado a los habitantes de la aldea, y aquí y allá aparecían objetos que los ladrones habían perdido sin darse cuenta. Entre estos últimos se contaban cortezas de nueces de coco, cerradas con un tapón y llenas de un licor muy fuerte, obtenido del arroz fermentado por medio de la cal.

El americano y el polaco, notando que aquel licor no difería mucho del chou-chou, se apresuraron a recogerlas.

—Los bandidos roban, y nosotros recogemos —dijo el yankee—. Ese animal de Teon-Kai debía dejarse olvidado algún buey. Dime, Jorge, ¿son valientes los tonkineses?

—En absoluto.

—Entonces podremos atacar a los bandidos sin que nos hagan una resistencia seria.

—Pero ¿crees que la banda se compondrá solamente de tonkineses? Habrá habitantes de Laos, siameses, malayos y quizá también rajaputranos, que son guerreros formidables.

—Pero ¿qué dices, Jorge? ¿Guerreros de Rajaputra en Tonkín?

—¿Y por qué no?

—Pero Rajaputra está en la India.

—Y, sin embargo, hay rajaputranos en Indochina. El rey de Siam tiene en su corte dos compañías de estos guerreros y una veintena de tártaros. Algunos pueden muy bien haberse unido a la banda de Teon-Kai, y si nos encontramos delante de gente como ésa, te aconsejo que depongas las armas.

—Será una vergüenza más que añadir a los garrotazos y a las fugas…

—Por los tejados —interrumpió maliciosamente el polaco.

—Sí, grandísimo pillastre, por los tejados…

—Y por tejados chinos…

—Sí, bribón, por tejados chinos. ¡Uf! Esta Cimitarra de Buda nos está costando ya inmensos sacrificios.

Oscurecía cuando llegaron a la linde de una sombría floresta de bananos. El capitán, viendo que el lugar era desierto y a propósito para acampar sin peligro de ser descubiertos, mandó hacer alto. La tienda, una mísera manta toda agujereada que habían comprado en la aldea saqueada, fue montada, y todos se cobijaron en ella, sin osar encender fuego por temor de llamar la atención de los bandidos.

Ningún saqueador apareció durante la noche, ni sé oyó disparo alguno.

—Tenemos suerte —decía al día siguiente el americano.

—Tanto mejor —respondió el capitán—. Los saqueadores han cambiado de rumbo, por lo que parece.

—Por mi parte, no me hubiera disgustado conocer personalmente a Teon-Kai. ¡Diantre! ¡Es simpático ese nombre!

—Que huele a bandido a una legua de distancia. Vamos, amigos míos, que hemos dormido demasiado. Hoy haremos una buena jornada.

De nuevo se pusieron en camino, internándose en el bosque, tan espeso que a veces obstruía el paso, y cubierto de fruta caída de los árboles.

Apenas habían recorrido media milla cuando el capitán se detuvo bruscamente. Había visto un hombre precipitarse de las ramas de un árbol y esconderse detrás de unas matas.

—Despacio, muchachos —dijo montando su carabina.

No había acabado de decirlo, cuando una fragorosa detonación resonó a su costado, envolviéndolo en una nube de humo. El americano había hecho fuego.

—¡Los bandidos! —había gritado, disparando su carabina.

Seis hombres, vestidos estrambóticamente, armados de lanzas, arcos y mosquetones, surgieron de improviso de los arbustos.

Los cuatro viajeros descargaron al unísono sus carabinas y retrocedieron a toda prisa, dándose a la fuga. Detrás de ellos se lanzaron varios jinetes, espoleando rabiosamente sus caballos.

—¡Huyamos! ¡Huyamos! —gritó Min-Sí, encomendándose a la rapidez de sus piernas.

No habían recorrido cien pasos, cuando cincuenta jinetes les rodearon, apuntándoles con sus arcabuces. El americano y sus compañeros, que prudentemente habían escondido las pistolas bajo sus vestidos, entregaron las carabinas a los bandidos, así como los cuchillos, y se dejaron prender. Cinco minutos después, rodeados siempre de la banda, llegaban al campamento de Teon-Kai.

XIII. EL BANDIDO TEON-KAI

El campamento de los salteadores estaba situado en medio de una selva de gigantescos alcanforeros.

Se componía de una treintena de chozas coronadas de banderas multicolores de todos tamaños y adornadas con lanzas, mosquetones de mecha, arcos, aljabas repletas de flechas, grandes sables, yataganes, espadas japonesas y cuchillos de varias formas, aún ensangrentados.

En todo el campamento reinaba una confusión indescriptible, y se veían bueyes, caballos, gansos, ánades y pollos, que hacían un estrépito infernal; tendidos en el suelo, o recostados en los árboles, o bien jugando y bebiendo, se encontraban unos ciento cincuenta bandidos de todas las razas. Había tonkineses de cara achatada, tez bronceada o más bien aceitunada, y baja estatura, los cuales reían como locos, enseñando sus dientes pintados de negro; chinos de ojos muy oblicuos, con la cabeza adornada con el pen-se y vestidos de largas togas; conchinchinos ricamente ataviados con casacas amarillas y adornos de raso encarnado, con los cabellos rematados en penachos pintados de varios colores; malayos de faz aceitunada, mirada feroz y sombría, y armados del terrible kriss de envenenada punta; y, finalmente, siameses de cabeza romboidal, color terroso, labios gruesos y descoloridos y dientes dorados.

Al aparecer los prisioneros, todos aquellos hombres se levantaron y acudieron a su encuentro, mirándolos con curiosidad y señalándose unos a otros los ojos del americano y de los europeos, al mismo tiempo que estallaban en prolongadas carcajadas. Parecía ser la primera vez que viesen hombres de tez blanca y ojos horizontales en vez de oblicuos.

El americano arrugaba la nariz y se permitía dar algún manotazo a los más curiosos, sin que ellos, por su parte, lo tomaran a mal.

—Nos miran como a bichos raros —refunfuñaba el yankee—. No es de gente educada reírse en la cara de uno.

Los prisioneros atravesaron el campamento, y fueron luego internados en el bosque, donde había un sendero apenas visible.

—¿A dónde nos conducís? —preguntó Jorge a los bandidos que les rodeaban.

—A ver al jefe —respondió uno de los chinos.

—¿Habita en el bosque?

—Sí, pero en un palacio principesco. Camina y calla.

Durante diez minutos caminaron bajo aquellos árboles, y finalmente desembocaron en una magnífica llanura circundada de montañas cortadas a pico y surcada por varios arroyuelos que desaguaban en pintorescas lagunas.

Allí, en el mismo centro, se elevaba una mansión soberbia, pintada de vivos colores, cargada con adornos de porcelana amarilla y azul, y rodeada por magníficas terrazas rebosantes de flores, sostenidas por esbeltas columnas.

El tejado, arqueado, estaba cuajado de caballetes y puntas agudas, mástiles portadores de dragones monstruosos que ondeaban con un chasquido áspero, y astas que sostenían banderas multicolores.

Los prisioneros se detuvieron a admirar aquella obra maestra de la arquitectura china.

—¿Con qué tipo de bandido hemos tropezado? —se preguntó el americano, que no acertaba a comprender lo que veía.

—Adelante —dijeron los bandidos, empujándolos con las astas de sus lanzas.

Les hicieron entrar por una puerta adornada con tres cabezas de dragón y los condujeron a través de largos corredores, cuyas paredes estaban artísticamente pintadas. El americano a cada paso miraba al suelo, temiendo que alguna trampa lo engullese.

—Pero ¿adonde nos llevan estos hombres? —preguntó, cada vez más inquieto.

—Nos van a presentar al jefe, según me han dicho —respondió Jorge.

Poco después, los prisioneros eran introducidos en un elegante saloncito, tapizado con papel florido de tung y abierto a la luz por cuatro ventanitas, cuyos cristales estaban constituidos por pliegos de papel aceitado. El mobiliario, que se reflejaba sobre el brillante pavimento de mármol azul, era sencillísimo y raro. Allí se veían mesitas de bambú muy bajas y ligerísimas, repletas de vasitos que contenían materias colorantes y pomadas preciosas, jarras de porcelana transparente con ramos de peonías de un hermoso color fuego; jicaras de Ming, color «cielo-después-de-la-lluvia»; tarros de porcelana multicolor, y bolitas de marfil pacientemente agujereadas.

En los rincones del aposento se veían sillones de mármol y algunos objetos que el polaco calificó de escupideras. Del techo pendía una gran linterna de talco y una peuka, la cual, agitando las alas de percaliña pintada, mantenía una corriente de aire fresco. Los prisioneros, con gran sorpresa suya, quedaron solos en la habitación.

—No entiendo nada —dijo el americano, que caía de las mismas nubes—. ¿Con qué tipo de bandidos nos las habernos? Esta morada es propia de un príncipe, no de un bergante que desvalija a los viajeros e incendia los poblados. ¿Será un mago?

—Comienzo a creerlo así, James —respondió el capitán—. Nunca me había encontrado en una situación semejante.

—De todos modos, la aventura de ahora es magnífica.

—Siempre que el bandido no tenga la mala idea de cortarnos el cuello.

—Un bandido que nada en esta magnificencia…

—Silencio —balbució Min-Sí—. Ahí está Teon-Kai.

Un trozo de pared se había movido de improviso, y en el umbral de aquella puerta secreta apareció un hombre vestido de seda azul y ceñido por una faja repleta de pistolones y de kriss malayos, con la cabeza cubierta por un sombrero cónico de fieltro, rematado en un gran penacho. Era más bien bajo, pero membrudo y robusto como un toro, a juzgar por su apariencia. Su rostro era ancho, de pómulos muy salientes; la frente espaciosa, surcada por una cicatriz, y los ojos oblicuos, vivos, centelleantes.

Se detuvo bajo el dintel, observando atentamente a los prisioneros, y adelantó el paso hacia ellos con la sonrisa más graciosa que jamás vieran ojos humanos en labios de un tonkinés; después, cruzando las manos sobre el pecho y moviéndolas lentamente, pronunció el acostumbrado:

—¡Isin! ¡Isin!

El capitán y sus compañeros, muy sorprendidos por aquella acogida, que ni de lejos hubieran esperado, se apresuraron a responder al saludo. Teon-Kai les hizo señal de tomar asiento en los sillones de piedra, y, después de meditar breves momentos, preguntó con voz armoniosa:

—¿Qué vientos os han traído a estos lugares a vosotros, que, si el color no me engaña, pertenecéis a pueblos bañados por los mares de Occidente?

—Una apuesta —respondió el capitán, que miraba con curiosidad al extraño bandido.

—¿Sois europeos?

—Tú lo has dicho.

—¿Qué camino lleváis? —preguntó el bandido.

—El que conduce a Yuen-Kiang.

—¿Y qué vais a hacer allí?

—Buscar la Cimitarra de Buda.

Teon-Kai enarcó las cejas y en su rostro se dibujó la sorpresa más profunda.

—¡La Cimitarra de Buda! —exclamó.

—¿Te extraña?

—Puede ser.

Teon-Kai calló y pareció sumergirse durante algunos instantes en profundos pensamientos. Permaneció de aquella manera breves minutos, con la cabeza inclinada sobre el pecho; al cabo, levantándola con brusco gesto, dijo:

—¿De modo que buscáis la Cimitarra de Buda?

—Sí, y he jurado encontrarla, aunque tuviera que revolver Yun-Nan y Birmania.

—¿Sabes dónde se halla?

—En Yuen-Kiang, según me han dicho.

—¿Y el lugar en que fue escondida?

—Lo ignoro.

—Escúchame, extranjero. Yo también me he ocupado de esa arma, y más de una vez me ha movido el deseo de marchar a Yuen-Kiang con mis hombres. ¿Sabes, ante todo, quién la robó?

—Un fanático budista…

—También se dice que fue un audaz bandido; pero, fanático o bandido, la cimitarra fue robada. Por cuanto pude averiguar, llevaron el arma a Yuen-Kiang, pero aquí se perdieron las huellas. Frente a ti se presentan tres caminos; si quieres encontrarla, será preciso que los recorras todos.

—El camino no me inquieta, ni me detienen los obstáculos.

—Lo creo —dijo el bandido—. Préstame atención y graba en tu mente lo que voy a decirte.

—Habla.

—Un rumor dice que la Cimitarra de Buda está escondida en el templo budista de Yuen-Kiang; otro, asegura que se halla oculta en el Kiumdoge del gran siredo de Amarapura; y por fin, un tercero afirma que la emparedaron bajo la «T» de hierro de la pirámide de Choé-Madú del Pegú.

—¡En la pirámide de Choé-Madú! —exclamó el capitán.

—¿Qué encuentras de extraño en ello?

—Jamás había oído esa tercera versión.

—Ahora no dirás lo mismo. ¿Tendrás valor para ir al Pegú?

—Iría a la India, si fuera preciso.

Teon-Kai le miró con la mayor sorpresa.

—¡Qué hombre! —exclamó con sincera admiración—. ¿Querrías quedarte conmigo?

El capitán, al oír aquella pregunta, hecha a quemarropa, se estremeció.

—No —dijo con voz firme.

—¿Y si te obligase? —le dijo, frunciendo el ceño.

—Me haría matar antes de ser un bandido.

—¿Te repugna esta profesión?

—Rehúso porque es necesario que encuentre la Cimitarra de Buda. He empeñado mi palabra.

Teon-Kai se incorporó, se acercó al capitán y, poniéndole las manos en los hombros, le dijo:

—Eres un valiente. Mañana partirás.

Dio dos golpes en un gong colgado en el marco de una puerta. Un bandido de extraña vestimenta apareció trayendo una bandeja llena de jicaras de porcelana verde mar y una gran tetera adornada con el retrato de Badhidharama, de pie en la legendaria balsa.

El té sin leche ni azúcar, a la usanza china, se escanció en las tazas. Teon-Kai dio ejemplo sin ceremonias, bebiendo varias de ellas; el americano no tardó en imitarle, vaciando más de cincuenta, y aún acercó la tetera para vaciar, si podía, otras tantas.

El amable bandido se detuvo aún algunos minutos conversando con sus prisioneros, hablando de su banda y de sus sanguinarias empresas, y se retiró después, advirtiéndoles que les esperaba a la hora de comer.

—¡Por Baco! —exclamó el americano, que seguía bebiendo té como un descosido—. ¡Qué gran hombre! En mi vida he encontrado una persona que se parezca a este bandido. Os juro, amigos míos, que sería capaz de estimarlo a pesar de sujeta amarilla y de sus bigotes lacios.

—¡Y yo le abrazaría! —exclamó el polaco, entusiasmado—. Palabra de honor que he de abrazarlo si nos prepara un almuerzo luculiano.

—Es hombre capaz de hacer que nos preparen un almuerzo de príncipe, muchacho. Todo consiste en que la cocina sea buena.

—No temas, James —dijo el capitán—. No faltarán en él los famosos nidos de golondrina ni el trepang, ni copiosos y excelentes licores; pero te ruego moderación en la bebida, para no dar el espectáculo de un extranjero embriagado.

—¡Oh! ¡Me ofendes! Me portaré como un legítimo americano, como un perfecto caballero. Y mientras, ¿qué haremos hasta la hora de comer?

—Os propongo una siestecilla —dijo el polaco.

Dicho y hecho. Los cuatro prisioneros, si así podía llamárseles, se dirigieron al departamento más próximo, donde se tendieron en sillas de bambú medio ocultas entre las plantas, y cerraron los ojos, invitados por el parloteo de unos cuarenta hoo-mei o pájaros cantores de Mongolia, que brincaban sobre el musgo de los floreros.

Hacia las cuatro, un bandido los despertó, y después de hacerles recorrer un laberinto de biombos, los introdujo en otro saloncillo cuyas paredes estaban cubiertas de tela blanca pespunteada de seda, y en el centro del cual se encontraba una mesa aderezada, que se curvaba bajo el peso de los platos de porcelana colocados sobre un mantel de papel florido. Teon-Kai los esperaba. Sentóse a la cabecera de la mesa, colocando al capitán a su izquierda, que equivale al puesto de honor en China; al americano a su diestra, y a los otros dos enfrente.

La comida dio comienzo con un prolongado trago de vino blanco, insípido, ligeramente tibio, y a continuación se sucedieron hasta diez platos, uno caliente y dos fríos, alternando, para dar reposo a los convidados, pues los chinos están habituados a comer sólo de los primeros.

Aquellos platos se componían de arroz cocido en agua, de excelente calidad, pasteles azucarados, raíces de nenúfar confitadas, cigarrones fritos, huevos de ánade escalfados, agallas de esturión, nervios de ballena en salsa azucarada, cangrejos guisados y mollejas de gorrión.

El americano, nada acostumbrado a servirse de los palillos de marfil que en China suplen, aunque mal, a las cucharas y tenedores, se vio comprometidísimo para comer su plato de arroz; pero se ayudó con una cuchara de dimensiones extraordinarias, y entonces, ¡qué bocados! El digno yankee, ciego a los gestos del capitán, que le recomendaba moderación, y sordo a los tímidos consejos de Min-Sí, devoraba por cuatro, utilizando frecuentemente los dedos y aun a veces la lengua para limpiar los platos. Vaciaba uno y sin perder un instante se acercaba a un segundo, y después un tercero y un cuarto; trituraba los huesos igual que un perro con hambre atrasada; metía los dedos en todos los guisados y empinaba las salseras llenas de líquidos negros, amarillos, y rojos, trasegándolos como si bebiera whisky o vino. Parecía querer dar al bandido una prueba de la capacidad de su estómago sin fondo; y el polaco, por su parte, no se quedaba atrás.

Después del primer servicio, los criados pusieron en la mesa unas cuarenta grandes garrafas llenas de jugo de naranjas, jugo de ananás y agua dulce. El americano y el polaco, que habían contado con cincuenta botellas de vino por lo menos, se vieron desconcertados; pero hicieron honor a todos aquellos líquidos, de tal modo que en pocos instantes estuvieron vacías la tercera parte de las garrafas.

El segundo servicio, también de diez platos, se componía de nidos de golondrinas en gelatina, que ambos glotones declararon excelentes, ranas, ojos de carnero con ajo, rabanillos en leche, agallas de esturión en compota, aletas de tiburón, huevos de paloma, yemas de bambú en su jugo y cochifrito de ginseng con ensalada azucarada.

Todos estos platos pasaron por el insaciable gaznate del americano, quien los devolvió vacíos a los sirvientes, y aun discretamente lamidos y rebañados con lengua y dedos.

Teon-Kai parecía bastante sorprendido y no acertaba a desviar la vista de aquel Gargantúa, que continuaba engullendo con creciente voracidad.

—Es un verdadero elefante —repetía el amable bandido, riendo.

La tercera parte de aquella comida, verdaderamente pantagruélica para los extranjeros, pero en todo naturalísima para un tonkinés o un chino, constaba de otros diez platos, calientes todos ellos, colocados encima de recipientes con carbones encendidos. Lo último fue el té, servido en jicaras delicadísimas de porcelana azul.

El bandido se excusó de no haberse procurado una compañía dramática, sin la cual no hay banquete acabado, pues los habitantes del Celeste Imperio, lo mismo que los de Tonkín, añaden a la satisfacción del paladar la de la vista y el oído.

—No importa —dijo el americano, que hacía crujir su silla, de puro inflado—. Yo prefiero una pipa y una botella de licor a una compañía dramática.

El generoso bandido comprendió al vuelo el deseo de su insaciable invitado, e hizo traer varias garrafas llenas de espirituosos licores, pipas y un bote de tabaco oloroso. La conversación se entabló pronto, muy animada.

El americano, que había comido por diez, charlaba como un descosido. ¡Había que oírle narrar las batallas de la independencia americana! ¡Qué confusión!

También Min-Sí hablaba sin reposo; el chino tenía igualmente oscuras las ideas, y al hablar de literatura china confundía los versos del célebre Licu-Yen con las poesías de Pan-hoei-pan, y los versículos de Confucio con los de Kiai-Giu-Y o con las fábulas de Su-Ma-Kuang.

Por su parte el polaco se desahogaba hablando de buques, bergantines, goletas, barcas, corbetas, anclas, cañones; pero de vez en cuando perdía el hilo, no lo recobraba más y acababa por dejarse caer en la silla, dando tales suspiros que parecía haberse enfermado.

Los invitados se retiraron hacia medianoche a las habitaciones que les fueron asignadas, pero, a excepción de Jorge, todos ellos muy inseguros de piernas y con la cabeza pesada. Lo cual no impidió que al romper el día siguiente estuvieran todos en pie y dispuestos para la marcha.

El bandido los esperaba en el salón con una bandeja repleta de jicaras de té. Pero ya no era el hombre del día anterior, que sonreía de continuo y parloteaba gustoso; estaba serio, taciturno, pensativo, de mal humor.

Cuando los aventureros hubieron saboreado el té, su actitud se entenebreció aún más. Se le diría embarazado, indeciso; de pronto, se aproximó al capitán.

—¿Quieres quedarte conmigo? —le preguntó.

—No —respondió Jorge, nada extrañado de la repentina pregunta—. Debo encontrar a toda costa la Cimitarra de Buda, ya te lo dije.

El bandido arrugó el entrecejo y, tras Una breve pausa, continuó:

—¿Y si te nombrase jefe de mi banda? ¿Si tus amigos se hicieran también amigos míos?

—No puede ser. ¿Me entiendes? Es preciso que yo sea libre, absolutamente libre, para regresar más tarde a Cantón.

—¡Libre! —exclamó el bandido, en cuyos ojos brilló un relámpago amenazador—. ¡Libre…!

—Teon-Kai —dijo el capitán gravemente—, ¿eres acaso hombre que faltes a tus promesas cuando apenas hace doce horas que las has formulado?

—¿Y si faltase a mi promesa de ayer?

—En tal caso no daría una taza de té por tu vida.

El bandido miró fijamente al capitán, que sostuvo impávido aquella mirada de fuego, y oprimió los hombres de Jorge con tal fuerza, que se oyó el crujir de los huesos.

—Pero ¿no sabes que tengo ciento cincuenta bandidos? —dijo en un tono que producía escalofríos—. ¿No sabes que esos ciento cincuenta hombres son otros tantos tigres, prontos, a mi menor señal, a despedazaros a todos?

El capitán guardó silencio. Min-Sí, James y Casimiro, estupefactos al oír cómo se explicaba el bandido, así de repente, y del mal giro que tomaban las cosas, apenas osaban respirar.

—Escucha —continuó el bandido con voz descompuesta—. Tú eres valiente, lo leo en tus ojos, pero poseo ciertos bártulos que arrancan gritos a los más valientes. ¿Qué dirías si te hiciese aplastar lentamente entre dos piedras? ¿Qué dirías si te hiciese abrir el vientre y echar en la herida aceite hirviendo? ¿Y si te hiciera aserrar vivo? ¿Me comprendes, altivo extranjero?

—Te comprendo —respondió el capitán tranquilamente—. De un bribón es lícito esperarlo todo.

—Eso es un insulto que pagarás muy caro.

—Si se trata de sacarnos dinero, fija la suma.

—No se trata de dinero. Quiero quedarme con uno de tus compañeros.

—¡Teon-Kai! —exclamó el capitán rechazando al bandido—. Si insistes juro que no saldrás vivo de aquí.

—¡Ah!, ¿me amenazas? Pues bien, ahora verás —exclamó el bandido.

Un silbido agudo hendió los aires. Levantóse una cortina y aparecieron veinte hombres, que apuntaban sus arcabuces contra los viajeros.

—Y bien, ¿por qué no me abrasas los sesos? —preguntó el bandido riendo.

El capitán y sus compañeros, sorprendidos, espantados, habían retrocedido, empuñando sus pistolas.

—¿Consientes en cederme uno de los tuyos? —preguntó Teon-Kai.

—No y mil veces no —respondió el capitán—. No puedo, Teon-Kai.

El bandido, con un gesto, hizo bajar los arcabuces, tomó por un brazo al capitán y le llevó hacia la puerta, mostrándole desde allí cuatro caballos cargados de víveres. De las sillas pendían las cuatro carabinas y grandes frascos que, sin duda, contenían pólvora y balas.

—Eres un valiente —le dijo—. He querido tentarte, pero eres de hierro, y tu valor no tiene par. Mi deber es hacerte un regalo: toma esos caballos; tuyos son, pues estás libre.

—Ya sabía yo que Teon-Kai era un hombre generoso —dijo el capitán—. Déjame estrechar tu mano.

Un instante después, los cuatro viajeros estaban sobre sus caballos.

—Partid —dijo Teon-Kai, casi colérico—. Partid y no volváis atrás… Fuera de mi campamento no respondo de lo que os suceda.

Los jinetes comprendieron la amenaza y se alejaron al galope.

Teon-Kai permaneció en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados y la mirada centelleante; se diría que maquinaba un siniestro proyecto.

XIV. LA INUNDACIÓN

Los caballos que el generoso Teon-Kai regalara a los viajeros eran buenos ejemplares, de raza tonkinesa, pequeños, como los cuartagos de Cerdeña, de piel rojiza, cabeza ligera, ojos vivos e inteligentes y corvejones de hierro.

No son muy veloces los caballos tonkineses, pero resisten las marchas lo mismo en llano que en monte, bastándoles un puñado de hojas y un poco de agua en la primera parada.

El bandido había regalado a los expedicionarios, con los caballos, provisiones abundantes, que había hecho cargar detrás de las sillas chinas, de estriberas cortas, a usanza oriental, con una amplia gualdrapa de grueso paño que también podía servir de manta de campaña.

El bravo yankee, entusiasmado aún por la munificencia de Teon-Kai, no estaba tranquilo un momento. Gritaba, fustigaba el caballo, probaba las provisiones, metiéndose en la boca puñados de frutas secas, y besaba, con excesivo entusiasmo quizá, los frascos de chou-chou, que en gran número colgaban de las sillas.

—¿Quién hubiera dicho —exclamó— que el bandido, después de amenazarnos con hacernos pedazos, nos había de regalar todo esto? Ese tonkinés, ya os lo decía yo, amigos míos, es el más grande hombre de toda Asia. Estoy asombrado y confuso. ¡Bravo por Teon-Kai! ¡Hurra!

—No te entusiasmes así, James —dijo el capitán, riendo—, Teon-Kai es el granuja más grande que he visto en mi vida.

—¿Cómo dices? —preguntó el americano, escandalizado—. ¿Quieres empequeñecer a ese gran hombre?

—Es usted demasiado severo, capitán —dijo el polaco, no menos entusiasmado que el yankee.

—Soy justo, amigos míos —rebatió Jorge—. No me sorprendería que esta noche sus hordas cayeran sobre nosotros.

—¡Exageras! —exclamó el testarudo americano—. Un hombre tan generoso no puede alimentar en su cerebro semejantes ideas.

—¿No has oído, James, las palabras que nos dirigió al despedirnos? Y su mirada, ¿no te has fijado en ella?

—En efecto, tienes razón, ahora que pienso en ello. ¿Qué nos dices tú, Min-Sí, de ese hombre?

—¡Sié! —respondió simplemente el chino.

—¿Sié? ¿Qué significa esa palabra? ¿Excelente hombre, quizá?

—Todo lo contrario, James —dijo Jorge—. Sié quiere decir embustero, falso, hombre de dos lenguas y dos conciencias.

—¿Debo creerlo?

—En todo.

—Si tú lo dices, debe ser verdad, porque sin duda conoces a los bandidos mejor que yo.

—¿Por qué razón? —preguntó Jorge, sorprendido.

—Eres italiano, e Italia es la patria de los bandoleros —respondió el americano.

—¿Italia la patria de los bandoleros? ¿Tú también eres de los que creen esas tonterías?

—Me lo afirmó con toda seriedad un inglés que cayó en sus manos cuando viajaba por los Abruzzos —dijo el americano.

—Aquel inglés era un bromista, James. Si hacemos caso a franceses e ingleses, Italia es un hormiguero de bandidos, mientras que, en realidad, hay muchos más en España, Londres o París.

—Ciertamente, esas dos capitales no andan escasas de asesinos ni de ladrones. ¡Ah!

—¿Qué sucede?

—Vuelve a llover.

—Mala cosa, James. ¡Vamos!, fuera las mantas y apresuremos el paso; en este terreno me siento poco seguro.

Los caballos, después de atravesar algunas colinas, entraron en una extensa llanura, cubierta a trechos de bosquecillos de ananás, magníficas plantas adornadas desde la base hasta la copa de grandes hojas de un metro de longitud, cuando menos, y de tres o cuatro pulgadas de anchas, del centro de las cuales se destacaban unos tallos carnosos, gruesos, cubiertos alrededor de grandes racimos de frutas, revestidas de escamillas triangulares.

El americano, a pesar de ir cargado de provisiones, hizo una recogida de aquellas frutas, y las encontró excelentes; no en vano la llaman «reina de las frutas» los mismos habitantes de Indochina.

A mediodía, después de haber recorrido una veintena de millas, echaron pie a tierra para dar reposo a los caballos y preparar la comida.

El americano volvió a hacerse cargo de sus funciones de gran cocinero de la expedición, y colocó sobre las brasas un enorme filete de seis kilogramos, que halló suspendido de la silla de Min-Sí.

Mientras él y su ayudante se afanaban en torno al fuego, el capitán y el chino inventariaban víveres. Allí había en sacos de cuero más de treinta kilogramos de arroz menudo, de forma alargada, transparente, famoso por su excelente calidad y delicado sabor, motivo por el cual los chinos lo dan a comer a los enfermos. En el caballo del polaco, el capitán encontró cerca de cuarenta kilogramos de peces secos de río, que se consumen muchísimo en todo el Sur de China, y especialmente en Tonkín. Además, en la carga de los otros caballos había nidos de golondrina, aletas de tiburón, enormes filetes sanguinolentos, frutas secas, chou-chou y una discreta provisión de azúcar en jarabe.

El americano, encarnado como una peonía de China, interrumpió el inventario, poniéndole en las narices al capitán el enorme filete que acababa de retirar de las brasas.

La comida fue apresurada, y los expedicionarios la remojaron con algunos tragos de jarabe y de chou-chou; apenas terminada, volvieron a montar a caballo, deseosos de alejarse de las hordas de Teon-Kai. A medida que avanzaban, siempre bajo una lluvia torrencial, la llanura aparecía cada vez más baja, cubierta de arrozales y de pantanos, llenos de bambúes tulda, en medio de los cuales revoloteaban bandadas de picazas, agachadizas y gallinetas.

El capitán, para resguardarse algo del agua, condujo a sus compañeros por medio de un bosque de alcanforeros, árboles colosales que, en cuanto a espesor, ceden en poco a los famosos baobab del África Central.

El americano se quedó estupefacto ante aquellos colosos, que veinte hombres no hubiesen podido abarcar.

Los chinos dan a estos preciosos árboles el nombre de tchang, y el alcanfor que de ellos extraen tiene un valor algo inferior al de Borneo. Lo obtienen por destilación, cortando primeramente las ramas, que maceran durante tres días en una tina de agua de lluvia, y ponen después a hervir en una marmita. Pasa luego un mes largo antes de que el alcanfor se endurezca, siendo necesaria una nueva cocción para purificarlo. En China hacen de él un uso enorme, y sobre todo emplean mucho la madera, que conserva su olor años y años, adaptándose sobremanera a la construcción de cofrecillos y también a la de barcas y juncos.

El americano tuvo por un instante la idea de hacer alto para apoderarse de algunos trozos de aquella preciosa materia; pero desistió de la descabellada empresa por miedo a ser alcanzado por los bandidos. Pasaron la noche en medio de aquellos árboles, bajo una lluvia incesante, que no permitió dormir a hombres ni a caballos.

Amaneció el día siguiente y continuaba lloviendo a cántaros. El cielo seguía cubierto de negros nubarrones, y a intervalos se dejaba sentir un viento fuerte, tan abrasador, que casi se le hubiese creído procedente de los tórridos desiertos de Persia o de África. Los relámpagos se sucedían y el trueno retumbaba sin cesar en la profundidad de la bóveda celeste. Como la llanura descendía cada vez más, el capitán y Min-Sí no disimulaban su creciente inquietud.

—Esto va mal —dijo Jorge, observando atentamente el horizonte de Norte a Sur.

—¿Tienes miedo de la lluvia? —preguntó el americano, que goteaba como si acabase de salir de un río—. ¡Bah! Esto no es nada.

—No es la lluvia lo que me intranquiliza.

—¿Entonces, qué? ¿Acaso las fiebres? No tengas cuidado: somos de hierro.

—Temo una inundación, James. Ya sabes que tenemos el Si-Kiang al Norte y el Po-Kiang al Sur; estos dos ríos suelen desbordarse en la estación de las lluvias.

—Nos daremos un baño.

—Espera a que los dos ríos se desborden sobre esta llanura y verás qué baño. Será tanta el agua, que hasta un pan-kee tendrá dónde ahogarse.

—¡Bah! —exclamó el tozudo americano—. Cuatro brazadas y todos a salvo inmediatamente.

—Eres un gran hombre, James. Pero ¡por Baco!, me gustaría verte atravesar a nado cien leguas de agua.

—¿Cien leguas dices? ¡Una inundación de cien leguas!

—Me parece, sir James —dijo el polaco—, que la distancia espantaría a un yankee tan fuerte como un rinoceronte.

—Entonces nos vamos a ahogar. Sería muy desagradable ahogarse en un río chino. ¡Si al menos fuera un río de América…!

—¿Quizá le respetaría por ser americano? —preguntó el pequeño guía.

—No digo eso, pero… en fin, sería un río americano. Hay que librarse a toda costa de la inundación. ¿Y si construyésemos una balsa?

—Si no tienes inconveniente en cargar con ella, manos a la obra —dijo el capitán—. Tienes ideas originalísimas, amigo James.

—Se trata de salvar la piel. Si al menos encontrásemos algún refugio.

—No veo ninguno.

—Ahora que recuerdo, yo conozco uno —dijo Min-Sí.

—¿Dónde está? —preguntaron los tres blancos con gran ansiedad.

—En los confines de la provincia, cerca de Yun-Nan. Se trata de una caverna magnífica, la de Koo-Tching. En dos días podemos llegar a ella.

—¿Y estaremos seguros allí?

—En la caverna, no, pero sí en la colina.

—Si es así, estamos en buen puerto —dijo el capitán—. En marcha, sin perder tiempo.

La esperanza de alcanzar el prometido refugio reanimó a los expedicionarios, que, sin cuidarse de las rachas de agua, pusieron los caballos al galope en dirección al Oeste.

Los pobres animales avanzaban penosamente, por estar el terreno empapado. Hasta los corvejones se hundían en los barrizales, enredándose en las hierbas acuáticas y resbalando en el fango de las charcas, lagunas y torrentes, que a cada instante aumentaban en número.

Por la noche, los viajeros, cansados, ateridos, maltratados por la lluvia, acamparon debajo de un banano que se alzaba triste y solitario en la húmeda llanura.

Fue una noche terrible. En torno a ellos el viento rugía, caía la lluvia a torrentes y la tienda chorreaba por todas partes; bajo la corteza terrestre fluían las aguas, que, atravesando los poros, extinguían el fuego y bañaban a hombres y animales. Hubiérase dicho que un gran lago se extendía bajo el suelo y que sufría las oscilaciones de las mareas; acercando el oído a tierra se percibían sordos rumores, como si las aguas subterráneas se alborotasen.

No fue posible dormir a causa del viento, de la lluvia y del temor a verse sorprendidos por la inundación. Veinte veces el capitán, muy inquieto, se levantó y trepó a lo alto del banano, tratando de descubrir lo que sucedía en los límites del horizonte, y veinte veces incorporóse asustado el americano, temeroso de que el suelo se hundiese bajo el peso de los acampados.

A las seis de la mañana, después de beber un poco de té, los viajeros reanudaron la fatigosa marcha con el anhelo de llegar a la gruta de Koo-Tching, única que podía salvarlos de la inminente inundación.

Los caballos estaban cansados, aun antes de ponerse en camino, y muy inquietos. Sólo a latigazos podía hacérseles ir al trote, y con frecuencia volvían la cabeza y trataban de huir hacia el Este.

El terreno era igual al recorrido el día anterior, sin un bosque; más aún, sin un árbol. No se veían más que cañas palustres de pocos días y míseros arbustos. Ni una cabaña, ni un recinto, ni un solo animal en cuanto abarcaba la vista.

Hacia el mediodía, los jinetes hicieron alto cerca de algunos arbustos abatidos; masticaron algo de arroz, bebieron un sorbo de chou-chou y continuaron la marcha, siempre bajo la lluvia.

—¿No va a acabar nunca este tiempo de perros? —exclamó el americano.

—Paciencia, James —dijo el capitán—. Esta noche nos guareceremos en la gruta.

—Daría un año de vida por una cacerola de arroz hirviendo. Si continúa esta vida de perros me voy a quedar flaco como una sardina y amarillo como un melón,

—Esta noche tendrás fuego y arroz caliente.

A las siete, cuando oscurecía, el chino, que cabalgaba delante de todos, señaló con el dedo una altura que apenas se distinguía a través de la densa cortina de agua.

—¿Qué hay?

—Allí está la colina de Koo-Tching —dijo Min-Sí.

—¡Ya era hora! —exclamó el americano—. No podía más.

Los caballos, fustigados despiadadamente, se precipitaron hacia adelante, hendiendo las aguas que los sofocaban/ cegados por los relámpagos, y ensordecidos por los truenos. A las ocho, los pobres animales, ensangrentados, calados por la lluvia y el sudor, llegaban a la falda de la loma, deteniéndose ante una negra abertura.

—La gruta —dijo el chino.

Los jinetes echaron pie a tierra y se introdujeron en aquel antro, llevando a los caballos de la brida. Algunos instantes más tarde se detuvieron en lo alto de una pendiente muy inclinada, resbaladiza, húmeda.

—¡Diantre! —exclamó el americano, que no veía más allá de sus narices—. ¿Dónde estamos?

—Esperad un poco que encienda fuego —dijo el chino—. Ven, Casimiro.

El polaco y el chino salieron y treparon por la colina, recogiendo dos haces de leña y algunas ramas resinosas que debían arder como antorchas.

Min-Sí encendió una de aquellas ramas, cuya llama rojiza iluminó vivamente la cueva.

—Seguidme —dijo—. Dejemos aquí los caballos y entremos en la segunda gruta, que es más grande y más seca.

Los expedicionarios, después de lanzar una mirada inquieta a la gran llanura, barrida por la tormenta, tomaron sus fusiles y municiones, sus mantas y cuantos víveres pudieron, y siguieron al pequeño chino, que iluminaba el camino.

La primera gruta era bastante amplia, de más de cuarenta pies de altura y no menos de cien de ancha, y muy húmeda. Al fondo se advertía un negro corredor que descendía suavemente, repleto de soberbias estalactitas, de las cuales caía el agua con rumor lento, mesurado, monótono. El eco era muy sonoro, y las pisadas y voces de los viajeros repercutían varias veces en el interior de la caverna.

Diez minutos después, llegaban a la segunda gruta, a cuya vista lanzaron un grito de estupor. Era una especie de cúpula, cubierta de maravillosas incrustaciones pétreas, de más de ochenta pies de altura y gran capacidad. Del suelo surgían extrañas columnas que parecían esculpidas por la mano de algún gran artista, finas, acanaladas, contorsionadas, transparentes como alabastro; rocas de ordinario contorno unas, socavadas las otras y cubiertas de curiosas incrustaciones amarillas, azules, rojas, y de pequeñas plantas petrificadas, más maravillosas aún, con sus hojitas delgadas, en las cuales se podían apreciar todavía las nervaduras. De la bóveda pendían largas estalactitas nudosas, transparentes, como de vidrio, algunas de ellas sutiles como agujas y otras rematadas en forma de gota; y allá, en lo alto, relampagueaban minúsculas facetas, tan perfectas que podían tomarse por pequeños astros.

—¡Magnífica! ¡Soberbia! —exclamó el americano.

—Confieso que nunca vi nada semejante —dijo el capitán—. ¡Es estupenda!

—Decid que es encantadora; esto es el palacio de alguna hada, y hemos de estar en él muy cómodos, importándonos un bledo el aire y la lluvia —dijo Casimiro.

—Todavía estaremos mejor cuando hayamos encendido un buen fuego —dijo Min-Sí.

—Hablas como un libro, pequeño. ¡Ánimo carga la marmita!

El chino, ayudado por el polaco, se puso a trabajar, y aun cuando la leña estaba muy húmeda, encendió una gran hoguera, capaz de asar un buey.

Las rocas, las columnatas, las estalactitas y estalagmitas se tiñeron de rojo, y la bóveda de la cúpula centelleó como si estuviera esmaltada en diamantes.

La cacerola, llena hasta los bordes, comenzó a hervir, despidiendo en torno un apetitoso olor.

No hay que decir que cada cual hizo honor a la comida, remojada con la última botella de chou-chou, que el previsor capitán guardaba en reserva desde hacía una semana. James vació su taza por la prosperidad y libertad de Italia, y Jorge bebió la suya a la salud de América.

—Amigos míos —dijo el yankee, siempre de buen humor—, yo os propondría quedarnos aquí hasta el fin de la estación lluviosa. Nos queda arroz y pescado seco para quince días o más, y una buena provisión de té. Aquí no hace frío, ni llueve, y se puede dormir. ¿Qué más queremos?

—También he pensado lo mismo —dijo el capitán—. ¿Y por qué no…?

—Porque nos amenaza la inundación —le interrumpió Min-Sí.

—¡Al diablo la inundación! —exclamó el americano—. Me tiene sin cuidado.

—Pues no debe tenernos sin cuidado, sir James; estamos a sesenta metros bajo la superficie del suelo, y si la crecida nos alcanza pereceremos ahogados.

—¿Y quieres que vayamos a dormir a la intemperie?

—No digo eso.

—Min-Sí tiene razón —dijo el capitán—. Pero por esta noche nos quedaremos aquí. El fragor del agua nos despertará si llega el caso, y escaparemos a tiempo.

—Bueno. Entonces me acurrucaré junto al fuego y cerraré los ojos —dijo el americano—. Ya hace dos noches que no duermo.

El yankee extendió su manta en el suelo y se echó sobre ella, con los pies dirigidos hacia el fuego. Sus compañeros, que se caían de sueño, no tardaron en imitarle.

El capitán, no obstante, fue incapaz de pegar un ojo, aunque se sentía destrozado por el cansancio. Inquietudes siniestras le asaltaban y le mantenían en vela. Su pensamiento no se apartaba de la inundación, que de un momento a otro podía llegar y cubrir la inmensa llanura confinada entre los dos gigantescos cursos de agua.

Varias veces salió a examinar el horizonte, y varias veces acercó el oído a la tierra, pareciéndole oír sordos rumores. En cuclillas un momento junto al fuego, sacudió su modorra el pataleo y el continuo relinchar de los caballos, al tiempo que un lejano fragor, por instantes más próximo. Se incorporó de un salto, saliendo a la galería con el oído atento.

Se oía en lontananza un sordo mugido, un rumor semejante al de un río que irrumpe en la campiña, inundándola,

o al del mar en un día de tempestad.

—¡Alerta! ¡Alerta! —gritó, corriendo hacia sus compañeros.

—¿Qué sucede? —preguntó el americano, despertando sobresaltado.

—¡La crecida! ¡Arriba todo el mundo!

No hacía falta más para obligarles a levantarse. Con gran prisa cargaron con armas, mantas, municiones, sin olvidar la marmita, y se lanzaron hacia la galería. El rumor sordo que anunciaba el desbordamiento, continuaba acercándose con la rapidez del rayo y resonaba en el interior de la caverna con intensidad tal que parecía que las bóvedas fueran a derrumbarse.

Tropezando unos con otros, cayendo y levantándose, chocando contra las paredes y las estalactitas, jadeantes, perdidos, aterrorizados, se precipitaron al exterior, tratando de ganar la colina; pero no tuvieron tiempo.

El Po-Kiang se había desbordado e invadía la llanura. Una ola gigantesca, espumeante, mugiente, subía desde el Sur, arrancando árboles, cañas, arbustos y matas, mientras avanzaba con increíble velocidad.

Con horrísono fragor llegó a la falda de la colina y se estrelló contra la altura en violentísimo choque, irrumpiendo en la caverna y envolviendo a hombres y caballos.

XV. DOS DÍAS EN LA GRUTA DE KOO-TCHING

El empuje de las aguas fue verdaderamente terrible. Los expedicionarios, despedidos, después de tropezar en menos de diez segundos más de veinte veces contra las estalactitas de la galería, dejándose en ellas los vestidos y lastimándose en varias partes, fueron rechazados al fondo de la gran cúpula, con tal furia que sus rostros sangraban y sus cuerpos se hundieron en las aguas.

El fuego se había extinguido súbitamente y la oscuridad no podía ser más absoluta. No obstante, los cuatro hombres, saliendo a flote en seguida, nadaron vigorosamente para buscar un refugio.

El primer pensamiento del capitán fue dirigirse hacia la galería para salir, pero pronto hubo de convencerse de que la comunicación con el exterior había desaparecido.

Aquel descubrimiento le aterró.

—Estamos en una tumba —murmuró.

Trató de agarrarse a una de las muchas estalactitas, y llamó a voces a sus compañeros, que iban de un lado a otro, sin saber dónde estaban.

—¡James, Min-Sí, Casimiro! —gritó—. ¿Dónde estáis?

—¡Jorge! —exclamó el americano—. ¿Cómo estamos? No veo nada y estoy medio destrozado.

—Buscad un apoyo, compañeros, y hablad bajo. El eco es tan fuerte que no es posible entenderse. James, ¿sabes dónde te encuentras?

—Imposible saberlo, ni lo sabré de aquí un mes. Y tú, ¿dónde estás?

—Si no me equivoco, estoy encima de la galería.

—¿Cómo? ¿Encima de la galería? ¿Dónde está la galería?

—Debajo de mí, a diez pies de profundidad, por lo menos.

—¡Diez pies! —exclamó el americano, espantado.

—¿Te dan miedo diez pies de agua?

—No es eso lo que me aterra, pero pienso que si tanta agua hay sobre la galería, mucha más habrá debajo de ella.

—Lo mismo da. Vamos, amigos míos, busquemos una de las rocas blancas, que a mi parecer no todas estarán cubiertas por el agua. Si no recuerdo mal, en medio de la gruta había una muy alta y voluminosa.

—Yo estoy extraviado —dijo el polaco.

—No lo estoy menos yo, muchacho —dijo el americano—. ¡Si tuviese ojos de gato!

—Ya nos arreglaremos sin ellos —dijo el capitán—. ¡Vamos, nadad! yo silbaré para guiaros.

El capitán comenzó a silbar, y los otros, despojándose de los zapatos, que se colgaron, después de mucho esfuerzo, a la cintura, se pusieron a nadar, chocando contra las estalactitas y estalagmitas.

—Me he roto las narices contra una columna —exclamó el americano, después de algunas brazadas—. ¡Que el diablo la lleve! ¿Dónde estoy? No avanzo más.

—¡Cuerpo de un cañón! —rugió el polaco, que por poco no se ensarta en una punta agudísima—. Voy a empalarme como un turco. ¡Ay! ¡Ay!

—¡Valor, amigos míos! —dijo Jorge.

—Es fácil decir eso —dijo el americano—. Me parece que me he quedado cojo.

—Silencio, James, o no podréis oírme.

Volvieron a callar y todo quedó en silencio otra vez. Otras mil vueltas y revueltas entre estalactitas, columnas y rocas; y al cabo, el polaco, el americano y Min-Sí pudieron llegar junto al capitán, que se mantenía firme sobre la galería.

Una vez reunidos se pusieron a buscar la roca, que debía encontrarse en el centro de la gruta. El capitán siguió por algún espacio a lo largo de las paredes y torció después hacia adentro, dando con las narices en un objeto duro, que le pareció el anhelado refugio. Ayudándose unos a otros, los cuatro nadadores se izaron a la cumbre, que sobresalía unos dos metros de la superficie del agua.

—¡Ah! —exclamó el americano, respirando libremente—. Ya empezaban a faltarme las fuerzas.

—¿Acaso cree que yo estaba mejor? —dijo el polaco, sacudiéndose el agua de encima—. Ya navegaba como un buque desarbolado, chocando contra mil escollos. Estoy más desollado que San Bartolomé.

—No nos desollaremos más, muchacho. Haremos casa de esta roca y comeremos y dormiremos sin más cuidados. Si tuviera comida diaria, un barrilito de whisky y una lámpara, me establecería para siempre en esta gruta y fundaría…

—Una colonia americana —le interrumpió el polaco, desternillándose de risa.

—Sí, burlón.

—Dejemos a un lado las bromas y pensemos en el medio de salir de aquí —dijo el capitán—. Nuestra situación no tiene nada de buena; si el agua sube, no sé cómo escaparemos.

—Tengo un plan que nos permitirá salir sin tardar mucho —dijo el americano.

—¿Cuál?

—Perforar las paredes.

—Es un plan muy americano, James, pero por el momento, no es factible. No sé cómo te las arreglarías para taladrar con un cuchillo diez, veinte, acaso cien metros de roca.

—Lo mejor que podemos hacer es dormir hasta que las aguas bajen —dijo el chino—. Salir no será posible mientras esté obstruida la galería.

—¿Y cuántos días tendremos que esperar? —preguntó James.

—Quizá dos, tres o cinco, o quién sabe si ocho.

—¡Ocho días! Entonces cierro los ojos y voy a dormir.

—¿Y si las aguas suben? —preguntó Casimiro.

—Reventaremos durmiendo. ¡Vamos! A la cama, señores. ¡Mira! Ni siquiera tenemos que molestamos en apagar la luz.

El americano, Jorge, Casimiro y Min-Sí ocuparon unos hoyos que parecían hechos expresamente para sus cuerpos, y trataron de conciliar el sueño.

No habían transcurrido seis horas cuando el capitán se despertó. Notaba un malestar inexplicable, bostezaba de tal modo que parecía que sus mandíbulas iban a saltar, el pulso le latía lentamente, se le ofuscaba la vista y se sentía aturdido y mareado.

—¿Qué es esto? —se preguntó, pasándose la mano por la frente, bañada en sudor—. Diría que los pulmones me duelen y funcionan mal. ¿Qué es lo que sucede?

Se levantó del hoyo y extendió las manos hacia la izquierda, donde oía a uno de sus compañeros respirar penosamente.

—¿Qué te pasa? —le gritó zarandeándolo.

—¿Eres tú, Jorge? —preguntó el americano.

—Sí, amigo mío. ¿Por qué roncas así?

—¿Por qué…? No sé qué tengo, pero no estoy bien. Parece como si tuviera una piedra de cien toneladas encima del estómago. ¿No sientes nada tú?

—Sí; se me va la cabeza y noto un malestar general.

—¿A qué lo atribuyes?

—No sé qué puede ser.

Casimiro y el chino, al oír hablar a sus compañeros, se incorporaron. Tampoco se encontraban bien y aspiraban el aire con ansia, sin conseguir llenar los pulmones.

—Min-Sí —dijo el capitán—, ¿son insalubres las aguas del Po-Kiang?

—No —respondió el chino—. Todo el mundo las bebe y se consideran excelentes.

—Es extraño.

Los cuatro aventureros se callaron, prestando atención al monótono goteo del agua y buscando la explicación de aquel singular fenómeno.

De pronto, el capitán lanzó una sorda exclamación.

—¿Qué te sucede? —preguntó el americano.

—Min-Sí, ¿a qué altura se halla la galería con relación al nivel del plano exterior? —preguntó el capitán.

—Si no me engaño, el arco de la bóveda no tiene más de cuatro pies de altura —respondió el chino.

—¿Qué significa esa pregunta? —preguntaron el americano y el polaco.

—Significa, amigos míos, que estamos separados del aire exterior por más de cien metros de agua.

—¿Y qué tiene que ver…? —preguntó el americano, que no comprendía nada.

—Pues tiene que ver que los dolores de cabeza y la opresión que padecemos se deben a la falta de aire.

—¡Entonces estamos perdidos! —dijo James.

—Es muy posible —respondió el capitán.

—¿Y no tienes un plan? Pronto, ¿qué debemos hacer?

—¿Qué piensa, capitán? —exclamaron a coro Min-Sí y el polaco.

—Escuchadme bien —dijo el capitán—. La galería tiene, si no me equivoco, ochenta metros de longitud y otros treinta la gruta exterior: en total son ciento diez metros de agua que atravesar. Me parece que la empresa no es muy difícil.

—¡Atravesar ciento diez metros de agua sin una bocanada de aire! —exclamó el americano—. ¡Es demasiado!

—Es preciso intentarlo, James. Quien se quede aquí está perdido. Yo iré el primero.

—No lo hagas, Jorge. Te ahogarás.

—Soy muy buen nadador para ahogarme. Valor, amigos míos, dadme un abrazo.

—¡Jorge! —exclamó el americano aterrado—. ¿Y si no vuelves?

—Volveré, no corro peligro alguno. Abrazadme.

El polaco, el americano y hasta el chino, se arrojaron en sus brazos, y el arriesgado marino, desnudándose, se sumergió en el agua.

—¡Vuelve pronto! —le gritó el americano—. A tu lado estoy seguro de morir más tranquilo.

El capitán hendió las aguas, levantando una ola que se estrelló contra las estalactitas y las paredes con sordo fragor. Avanzó con cuidado, tratando de evitar las numerosas aristas que amenazaban clavársele y se detuvo en la pared opuesta, precisamente encima de la galería.

—Amigos míos —dijo—, voy a hundirme. ¡Que Dios me proteja!

—¡Que la fortuna te guíe! —respondieron a coro sus compañeros.

El capitán aspiró cuanto aire pudo y se zambulló, enfilando la galería.

Sus compañeros, anhelantes, presas de las angustias más atroces, medio asfixiados, se habían arrastrado hasta el borde de la roca, y desde allí, con los ojos fijos en las profundas tinieblas, la boca abierta, el corazón paralizado, atento el oído, escuchaban. Pasó un minuto, que pareció un siglo. El americano estrechó convulsivamente la mano del polaco.

—¿No oyes nada, muchacho? —le preguntó con voz entrecortada.

—No…, esperemos —respondió el polaco—. Es fuerte, tan fuerte como Lord Byron…

Otro medio minuto transcurrió. El americano sintió que las fuerzas le faltaban y que sus cabellos se erizaban.

—¿Le habrá ocurrido alguna desgracia? —balbuceó.

En aquel mismo momento se oyó en el fondo de la gruta el rumor de un cuerpo al salir a flote.

Los tres hombres se pusieron en pie, gritando:

—¡Jorge! ¡Jorge! ¡Jorge!

Una voz estrangulada respondió a sus gritos. Pronto se oyó el batir vigoroso de dos brazos sobre el agua.

—¿Es usted, capitán? —preguntó Casimiro, inclinándose hacia la negra superficie.

—Sí…, yo soy…, yo… —respondió una voz que reconocieron ser la de Jorge.

—¿Y qué? —preguntaron con ansia sus camaradas.

El capitán no respondió a aquel terrible «¿Y qué?», y siguió nadando con mayor energía, hasta que llegó a la roca. Sus compañeros le izaron jadeante.

—Amigos… —dijo el desgraciado, casi muerto de asfixia—, la galería está tapada… Hay obstáculos en ella…, árboles…, bestias… No sé…, amigos míos… ¡No hay esperanza ninguna!

—¡Ninguna! —exclamó el americano, tendiendo alrededor una mirada feroz—. ¡Y moriremos…, moriremos en esta oscura gruta!… No es posible; es preciso salir de esta tumba. ¿Pero no hay algún medio?

—Sí, que se retiren las aguas —balbució Jorge—. ¡Quien sabe!… Esperemos y confiemos.

—¡Esperar! —exclamó el polaco—. ¿No nos queda otro recurso?

El capitán guardó silencio y se dejó caer en su hoyo. Sus compañeros, aterrados, medio asfixiados ya, se acurrucaron a su lado, presas de sombría desesperación.

La muerte se acercaba a pasos de gigante. Media hora más tarde, el capitán, el chino y el polaco habían perdido el sentido y yacían inertes en sus improvisadas fosas.

Sólo el americano resistía aún, si bien entregado a un fuerte delirio.

Rugía como una fiera, llenaba la tumba de furiosos gritos y se debatía como si alguien tratase de estrangularle.

Pasaron algunos minutos más. De repente el americano, con desesperado esfuerzo se incorporó. En su mano empuñaba una pistola.

Apoyó el cañón en la sien, pero súbitamente se detuvo, con el dedo en el gatillo, presa de la perplejidad explicable que al hombre más resuelto invade antes de tan extremo paso.

Ya estaba para disparar, cuando sintió una bocanada de aire húmedo, fresco, respirable, que le azotaba el rostro, penetraba en su garganta, llenaba y hacía revivir sus extenuados pulmones.

Dejó caer el arma y se precipitó hacia adelante, con los brazos extendidos, desencajados los ojos, creyendo soñar.

¡No, no soñaba! Una corriente de aire puro invadía la caverna, y el desventurado la sentía entrar en sus pulmones, cargada de oxígeno.

Un grito, el grito más formidable que jamás se haya oído, salió de su garganta.

—¡Aire, aire! —tronó.

—¡Aire, aire! —repitieron sus compañeros, que rápidamente volvían a la vida.

Y respiraron a pleno pulmón, sin palabras, sin gestos, para no perder un sólo hálito. ¡Parecía que quisieran embriagarse de aire!

XVI. LOS NADADORES

¿Qué había sucedido? ¿De dónde procedía aquella corriente de aire, que libraba de la muerte a los cuatro desgraciados? ¿Se habría abierto una hendidura en la colina, o bien las aguas, luego de haber alcanzado su nivel máximo, bajaban ya, dejando libre la galería? No era posible saberlo por el momento, y ninguno de ellos se ocupaba en averiguarlo. Respiraban, sentían el aire entrar libremente, y eso les bastaba.

—¡Respiremos, respiremos! —repetía el americano, que abría la bocaza de tal modo que asustaría a un tiburón—. Respiremos, que hay para todos.

Y respiraban, absorbían el aire como fuelles, cual si temiesen que les faltara nuevamente. Pero cuando se convencieron de que sus pulmones funcionaban y de que no disminuía el aire en la caverna, que por poco se convierte en tumba para ellos, se dedicaron a buscar el resquicio por el cual penetraba.

—Debe existir una comunicación con el exterior —dijo el capitán—. Busquémosla, amigos, y, si es posible, huyamos de este maldito lugar.

—Este maldito sepulcro —corrigió el americano—. Nunca hubiera creído que una bocanada de aire fuese tan necesaria. Me he sentido renacer de golpe a la vida. ¡Y yo que tuve en mis manos la pistola para saltarme los sesos! ¡Qué loco hubiera sido!

El capitán se levantó y miró con cuidado a todas partes, arriba, abajo, a derecha e izquierda; pero no vio grieta alguna: todo estaba oscuro como boca de lobo.

—¡Es extraño! —exclamó—. No veo ningún rayo de luz que indique un agujero.

—¿Vendrá de la galería? —preguntó el polaco.

—Puede ser —respondió el capitán—. Veamos a qué altura está el agua.

El americano le sujetó por las muñecas y le suspendió con precaución a un lado de la roca, sin que el capitán llegase a tocar agua.

—Las aguas se han retirado —dijo Jorge, haciéndose elevar de nuevo—. El aire penetra por la galería.

—Entonces podemos irnos —dijo el americano, que ya no quería en modo alguno permanecer allí hasta el fin de la estación de las lluvias.

—No sé si podremos pasar. He encontrado un obstáculo bastante grande detenido entre las estalactitas, cuando traté de ganar la primera gruta.

—De todos modos es necesario salir. ¿Quieres quedarte aquí para siempre?

—Todo lo contrario, James.

—Ensayaré de nuevo yo —dijo el polaco—. Quizá se hayan refugiado fieras en la primera gruta.

—Y yo te acompañaré.

—¡Fieras! —exclamó el americano—. Entonces voy yo también con mis pistolas y mi carabina.

—Es inútil, James —dijo el capitán—. Aparte de que te verías obligado a bañar las armas. Desnúdate, Casimiro.

Los dos marinos, armados de cuchillos, bajaron de la roca y se sumergieron con precaución en aquellas aguas, llenas de fragmentos de bambú, de ramas de árbol y de largas hierbas. Aquella segunda excursión fue más difícil. Por tres veces los nadadores tuvieron que dar la vuelta a la caverna antes de encontrar la galería, escondida tras un cúmulo de hierbas y de cortezas de árboles.

Descubierta al fin, se internaron audazmente bajo la negra bóveda, casi enteramente sumergida, erizada de agudas estalactitas y obstruida, además, por troncos de árboles y escombros de toda especie, contra los cuales se herían las cabezas de los intrépidos nadadores.

Recorrieron cincuenta pasos, y se detuvieron delante de una masa enorme que obstruía el paso por completo.

—¿Es éste el obstáculo que encontró? —preguntó el polaco, volviéndose hacia el capitán, que iba detrás.

—Creo que era eso —respondió Jorge.

—¿Qué será? Parece un trozo enorme de roca.

—Prueba a empujarlo.

El polaco apoyó las manos contra la negra masa, sintiéndola ceder.

—¡Cuerpo de una bombarda! —exclamó—. ¿Adivina lo que es?

—No se me ocurre.

—Es uno de nuestros caballos.

—¿No se puede retirar?

—Resiste todos mis esfuerzos.

—Pasemos por debajo.

Los dos nadadores se sumergieron, deslizáronse entre las patas del cadáver y volvieron a la superficie diez pasos más allá. Con cuatro brazadas vigorosas alcanzaron la gruta, avanzando hasta la entrada.

Hasta donde su vista alcanzaba, no distinguían más que aguas fangosas, rojizas, sobre las cuales flotaban y entrechocaban centenares de troncos de árboles, algunos de dimensiones gigantescas; barcas desfondadas, restos de juncos, tejados de cabañas, trozos de empalizadas, montañas de bambúes, raíces desmesuradas, montones de arbustos y cadáveres de bueyes, caballos, tapires y ciervos.

Sobre aquellas extrañas balsas, que marchaban lentamente a la deriva, los dos marineros pudieron advertir, no sin estremecerse, familias enteras de tigres que alegremente celebraban un festín.

—¡Qué destrucción! —exclamó el polaco—. La crecida ha arruinado toda la provincia. ¡Pobres chinos!

—¡Buen banquete, en cambio, para los tigres! —exclamó el capitán—. Apenas se hayan retirado las aguas se arrojarán sobre estos innumerables despojos.

—Corremos un peligro bastante serio. Esta caverna se va a convertir en el cubil de todas las fieras de los alrededores.

—No te asustes. James se encargará de alejarlas.

—¿Cuándo podremos partir?

—Dentro de veinticuatro o treinta y seis horas. No hay más que un metro de agua sobre la llanura.

Los dos nadadores hubieran deseado quedarse una hora donde estaban, para «embriagarse de sol», como decía Casimiro; pero, pensando en que sus compañeros les aguardaban con viva impaciencia, se decidieron a volver.

Dando un adiós al sol y a la gran llanura, que poco a poco iba descubriéndose por el continuo descenso de las aguas, regresaron a la helada galería, de la cual pasaron a la segunda gruta.

—¿Habéis salido, pues? —preguntó rápidamente el americano.

—Sí, y puedo deciros que las aguas se retiran rápidamente.

—Habréis visto árboles, restos…

—Y muchos bueyes, tapires y ciervos ahogados —añadió el polaco.

—¿Y no os habéis traído a remolque un tapir?

—No se puede, James —dijo el capitán—. La galería está casi enteramente tapada por uno de nuestros caballos.

—¿Hay peligro de perecer asfixiados?

—En absoluto, y haremos bien en dormir mientras se retiran las aguas.

—No pido otra cosa.

Los cuatro aventureros, que se sentían verdaderamente extenuados, no tardaron mucho en entregarse, a un reparador sueño.

El chino, que fue el primero en despertarse, después de una tirada de veinticuatro horas largas, se sorprendió mucho al advertir una claridad rojiza muy viva que se reflejaba en las alabastrinas columnas.

—¡Eh! —exclamó—. ¿De dónde viene esa luz? ¡Capitán! ¡Sir James!

Jorge, el americano y el polaco se despertaron al oír las voces, y si el chino estaba maravillado, no lo fueron menos ellos.

—He aquí un buen descubrimiento —dijo el americano—. ¿Será un rayo de sol?

—No —respondió el capitán—. Es un fuego encendido delante de la galería.

—¿Y quién lo habrá encendido?

—Hombres, de seguro.

—Pero ¿qué hombres?

Iba a responder el capitán, cuando una gran risotada resonó en la caverna.

—¡Oh! —exclamó el americano—. Se ríen.

—Esto indica que esas personas son alegres —dijo el capitán.

—Es necesario ir a ver quién es esa buena gente y comprarles licor y víveres —dijo el americano.

—¿Y si fueran bandidos? —observó el pequeño guía.

—¡Tanto mejor! —exclamó el americano—. Nos esconderemos en la galería y haremos fuego sobre ellos.

—¿Te olvidas que un caballo la obstruye? —preguntó el capitán.

—¡Maldito animal! ¿Entonces habrá que zambullirse para salir?

—Sí, James, y tendremos que mojar los fusiles y las pistolas.

—Los atacaré con mi cuchillo.

—¿Para que te maten?

—¿Y quién irá a ver qué clase de gente es esa?

—Yo —respondió Min-Sí.

—Bravo, artillerito —dijo el capitán—. Tú puedes averiguar mejor que nosotros si son bandidos u honrados comerciantes.

El chino se desnudó y entró en el agua, que estaba más baja. Guiado por la claridad que se reflejaba en las estalactitas y las rocas, se dirigió a la galería, delante de la cual se detuvo.

—¿Qué ves? —preguntó el impaciente americano.

—Un gran fuego, sir James.

—Si necesitas un buen compañero, no tienes más que llamar.

El chino no contestó y penetró en la galería, nadando con suma precaución para no hacer ruido. A medida que avanzaba, iba oyendo varias voces de hombres, exclamaciones, y fuertes risotadas.

Pasó por debajo del caballo muerto y nadó hacia una especie de columna, tras la cual se escondió. Desde allí pudo ver un gran fuego que ardía casi delante de la galería, y en torno a la hoguera, sentados en pedruscos o echados en el suelo, diez o doce hombres de aspecto cruel, cubiertos de togas azules destrozadas y llenas de fango y de casacas amarillas provistas de anchas mangas, y armados de arcos, sables y cuchillos, pistolones y arcabuces antiguos de mecha y pedernal. El pequeño chino, a la primera ojeada comprendió que aquellas malas fachas eran bandoleros tonkineses.

Permaneció algunos minutos escuchando las sangrientas hazañas que aquellos hombres referían, relatos de saqueos, de delitos, de combates y de emboscadas; después, se metió en el agua y volvió a la roca.

—¿Y bien? —preguntó el americano, ayudándole a subir—, ¿qué has visto, artillerito mío?

—Bandoleros de la peor laya, sir James —respondió el chino.

—¿Son muchos?

—Una docena.

—¿Con caballos?

—Con caballos y muchas armas.

—Jorge, ¿los atacamos?

—Sería insensato, James —dijo el capitán.

—Si no los ahuyentamos no vamos a salir nunca de aquí.

—Con un poco…

—¡Silencio! —dijo el polaco.

El capitán y el americano callaron y aguzaron el oído. Se percibía el pataleo de los caballos y sus relinchos, mezclados con los gritos de los bandidos y el chasquido de sus látigos.

—Se van —dijo el chino, que escuchaba atentamente, inclinado sobre el borde de la roca.

—Sí, se van —confirmó el capitán.

—¡Qué desgracia! —exclamó el americano, dando un suspiro.

Los gritos y los relinchos parecían cada vez más lejanos, y la luz que despedía la hoguera iba palideciendo. El capitán y sus compañeros tomaron sus fusiles, sus mantas, sus ropas y los escasos víveres que les quedaban, con la marmita milagrosamente salvada por el americano; y, dejando la roca, embocaron la galería.

Dos minutos después, los cuatro aventureros, escapados a la inundación, a la asfixia y, por último, a los bandidos, llegaban a la primera gruta, que estaba ya completamente seca, y en la cual ardían todavía algunos tizones. En dos saltos se abalanzaron hacia la salida.

Los doce bandidos, montados en sus caballos, galopaban hacia el Norte, tan de prisa, que en pocos instantes desaparecieron en las nieblas del horizonte.

—¿Hacia dónde se dirigen? —preguntó James a Min-Sí.

—Hacia Yun-Nan —respondió el chino.

—¿Dónde está esa provincia?

—Mirad allá abajo aquella línea de montañas; la cordillera divide las dos provincias de Kuang-Si y de Yun-Nan.

—Entonces ¿mañana cambiaremos de país?

—Así será, si el Ser Supremo nos ayuda.

—Nos ayudará, mi bravo chino. Vamos, un poco de descanso aún, y mañana moveremos las piernas, derechos a Yuen-Kiang.

SEGUNDA PARTE. LA CIUDAD DEL IRAWADI

I. EL «MIAO»

La provincia de Yun-Nan, que sucede a la de Kuang-Si, es una de las más vastas, fértiles y bellas, aunque también de las menos conocidas, del gran Imperio chino.

Se extiende entre los 21° 41' y los 28° de latitud Norte, y los 96° y 103° de longitud Este, en una superficie de doscientas leguas de largo por ciento cincuenta de ancho. Está dividida en veinte departamentos o fu, como se denominan en China, pero apenas se conocen sus nombres, hallándose muy deficientemente delineados en los mapas; algunos de ellos son muy populosos; otros, en cambio, casi despoblados o salvajes, faltos de vías de comunicación, recorridos aquí y allá por cadenas montañosas ricas en minas de oro, plata, rubíes, zafiros y otras piedras preciosas, en árboles de goma buscadísimos y en plantas medicinales, de las cuales se exportan grandes cantidades. Las ciudades se pueden contar con los dedos de una mano, pero son muy populosas e industriales. La de Yun-Nan, de la que toma el nombre la provincia, es vastísima, habitada por más de dos millones trescientas mil almas, situada en una agradable posición, a orillas de un lago, y comunicada con otros centros populosos por medio de numerosos canales. Goza de fama por su industria de metales, tapices y ciertos tejidos de seda que se llaman tonhaitoanesc.

Hay otras ciudades importantes en la provincia, entre ellas está y no en último lugar, la de Yuen-Kiang, dentro de cuyos muros los arriesgados aventureros que dirigía el capitán Jorge Ligusa esperaban hallar la famosa cimitarra del dios asiático y ganar la apuesta de veinte mil dólares establecida una noche de mayo entre Ligusa y el boliviano Cordonazo.

Hacia quince días que el capitán y sus compañeros, James, Casimiro y el pequeño artillero Min-Sí, después de escapar indemnes de la inundación y de los bandidos, marchaban a través de la extensa provincia, por senderos extraviados, atravesando grandes llanuras, bosques espesísimos, bajo los cuales rugían corpulentos tigres, corrían los rinocerontes, gruñían en gran número los tapires, o se veían obligados a vadear cursos de agua en balsas, o atravesar salvajes montañas, donde con frecuencia perdían el rumbo y sufrían hambre y sed.

Hacia mediados de agosto, extenuados por la larga marcha, enflaquecidos por las privaciones, amarillos por efecto de los aires malsanos de los pantanos, los volvemos a encontrar acampados en la falda de una cordillera, cuyas cumbres hacía una hora que habían desaparecido entre las sombras de la noche.

Los desgraciados llevaban once horas sin comer, y no tenían ni un puñado de arroz, ni un poco de té, ni un sorbo de licor.

—Señor cocinero —dijo el americano, que no había perdido su buen humor—, ¿qué me darás para cenar?

—Un trago de agua fresca y un trozo de caña de azúcar, —respondió el polaco.

—¡Uf! —exclamó el yankee, rascándose furiosamente la cabeza—. ¡Ya hace tres días que no comemos otra cosa! A poco que sigamos así, pronto iré a ver a Belcebú. ¿No tienes una chuletita, aunque sea de ganso?

—Ni siquiera de palomo.

—La cosa es seria.

—No digo que no.

—Si me echo a dormir sin cenar, mañana amaneceré muerto. ¡Y ni un mal bicho a la vista, terrestre o volátil! Esto no puede continuar, y te digo claramente, querido Jorge, que si veo un pueblucho no pasaré de largo sin hacer provisiones para por lo menos doce meses.

—Y te harías matar —dijo el capitán—. Bastará que nos dejemos ver en cualquier pueblo para que todos sus habitantes empuñen sus armas y griten «¡Muerte a los extranjeros! ¡Al río! ¡Mata! ¡Quema!».

—Pues yo no huiré más, lo repito, y haré frente a los habitantes y a los soldados si es necesario. ¡Qué diablo! ¿Qué somos nosotros? Tengo las piernas que ya se niegan a moverse, el vientre siempre vacío, los dientes estropeados por culpa de esa eterna caña de azúcar, que hace tanto tiempo constituye el plato principal y único de nuestras míseras comidas.

—Un poco de paciencia, James.

—Se me ha acabado la paciencia, y si no cambian las cosas no daré ni un paso más. Has dicho que estamos cerca de una ciudad que se llama Tou-Fou-Tcheou. Lleguémonos hasta allá para proveernos de caballos y víveres.

—¿Olvidas que allí encontraremos soldados?

—¡Bah! ¡Soldados chinos! —exclamó el americano, con profundo desprecio—. Bastarán unos cuantos tiros, y los haremos correr asustados.

—¿Ya has olvidado la retirada por los tejados de Tchao-King?

—No, pero aquí en Yun-Nan, y además, somos blancos y hemos demostrado nuestro valor, mientras que los chinos son lentos y cobardes.

—Exageras, James, y la prueba está en que los chinos han conquistado más de media Asia.

—Entonces, son tontos.

—¿Qué dices? Creo firmemente que este pueblo que tú tanto desprecias, no es inferior al que tú perteneces.

—¡Alto ahí! —exclamó el yankee, que comenzaba a acalorarse—. ¿Quieres decir que los americanos están al nivel de los chinos?

—Sí, James, y lo puedo demostrar, e incluso añadir que los chinos eran ya un gran pueblo, muy civilizado y desarrollado cuando todavía no se sabía que existiera América.

—No te creo.

—Pues es así, James. Los chinos pertenecen a una raza que se adentró por el camino de la civilización antes que los egipcios, los griegos y los romanos; a una raza que ya era numerosísima cuando la blanca apenas existía, una raza, en fin, que cuando la blanca haya exterminado con su terrible civilización a los malayos, hindúes, africanos y pieles rojas, presentará dura batalla antes de dejarse absorber. Nuestra raza debe estar en guardia, James; puede ocurrir que, roída por los vicios, minada por los partidos y dividida, sucumba el día del choque definitivo. Nosotros somos muchos, es cierto, pero desunidos; mientras los chinos, son igualmente muchos y además están unidos.

El americano iba a replicar, cuando llamó su atención una luz viva que brillaba sobre la cima de una montaña no muy lejos del campamento.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué veo allá? ¿Un castillo o una aldea? Amigos míos, huelo a chuletas.

El capitán, Casimiro y Min-Sí, miraron en la dirección indicada, y a la claridad de los numerosos fuegos distinguieron un edificio de estilo chino, provisto de pequeñas torrecillas terminadas en puntas encorvadas, situado en la cima de un peñasco que parecía cortado a pico.

—Es un castillo —dijo Casimiro.

—No —respondió el pequeño chino después de observar atentamente aquel extraño edificio—, es un miao.

—¡Un miao! —exclamó James—. ¿Qué significa eso?

—Es una especie de monasterio reservado a los bonzos o sacerdotes de Buda —respondió el capitán.

—¿Y ahí arriba encontraremos algo que poner entre los dientes?

—Así lo espero, James. Los bonzos suelen acoger bien a los viajeros.

—Pero ¿cómo es que hay un monasterio en esta salvaje y desierta región?

—En China estos monasterios acostumbran a encontrarse, por lo general, en lugares deshabitados y a veces casi inaccesibles.

—¿Y hay muchos como éste?

—Muchísimos, a millares, y algunos de ellos contienen enormes riquezas y torres cubiertas de láminas de oro y centenares de ídolos de oro y plata.

—Entonces vamos al miao —dijo el americano—. ¿Encontraremos el camino?

—Lo encontraremos —respondió Min-Sí.

—Pues, en marcha.

Levantaron el campamento y emprendieron el camino hacia la montaña, donde se distinguían los fuegos.

Después de mil vueltas y revueltas a través de hondonadas y barrancos, después de perderse un sinfín de veces y descansar a menudo para dar reposo a sus cansadas piernas, descubrieron el sendero que conducía al miao hacia el alba. Era una fuerte pendiente, y estaba cortado por fosos, torrenteras y profundos barrancos, lleno de pedruscos puntiagudos; pero los viajeros, acuciados por el hambre y por la necesidad de un buen reposo, con un último esfuerzo, vencieron todos aquellos obstáculos, y a las ocho se detenían ante el edificio, el cual, estaba construido, en parte de madera y en parte de ladrillos crudos, y se apoyaba en una roca que Min-Sí aseguraba que estaba socavada.

—Cuidemos de no mostrarnos muy curiosos —dijo el chino—. Si los bonzos nos toman por espías, son capaces de poner venenos fulminantes en nuestra comida.

La puerta estaba abierta; entraron dirigiendo su mirada alrededor. El templo era de dimensiones reducidas, mal iluminado y repleto de ídolos de todos tamaños, ante los cuales ardían en recipientes de bronce preciosos inciensos y polvos de sándalo de agradable perfume.

Un bonzo, vestido con una larga túnica de seda amarilla, un sombrero armenio en la cabeza y rosarios de huesos en los costados, sin demostrar sorpresa alguna fue a su encuentro saludándoles cortésmente.

Min-Sí se apresuró a explicarle lo que deseaban él y sus compañeros, o sea, comida, víveres y, a ser posible, caballos para continuar el viaje. El bonzo le escuchó en silencio y luego, sorprendido al ver que eran tan pocos y con tan menguado equipo para continuar tan largo viaje, aseguró que les proporcionaría víveres en abundancia y caballos, que se ocuparía de hacer comprar en una aldea no muy distante.

Mientras preparaban la comida, el buen bonzo invitó a los viajeros a visitar el templo, introduciéndoles en una vasta gruta, capaz de alojar a más de doscientas personas, alumbrada por unas cincuenta lámparas de talco. En el centro se elevaba una peña, bastante alta, socavada en mil formas, con una escalinata para subir a su cima, y llena de inscripciones extrañas y de gran número de nichos, en los cuales se ocultaban idolillos de madera, de piedra, cobre y plata. En lo alto sobresalía Fo, el patrono del templo, un coloso de dos metros, de piedra negra y de horribles facciones.

Terminada la visita, el bonzo condujo a los viajeros a una tercera gruta, mucho más pequeña, iluminada por pequeñas troneras abiertas en la roca; en el centro se encontraba una mesa muy baja, llena de abundantísimos platos de porcelana llenos de pastelillos de arroz, pescado seco con salsa picante, fruta confitada y castañas de agua.

Los alimentos no eran muy variados, pero eran suficientes para alimentar a veinte hombres del tipo de James, ¡imaginemos si los viajeros, que tenían el estómago vacío, no lo aprovecharon!

Al final de la colación, otros tres bonzos vinieron a hacer compañía a los aventureros, obsequiándoles con grandes tortas hechas de una especie de harina que se extrae del tronco de un árbol muy común en Kuang-Si y en Yun-Nan.

El americano, siempre glotón, se comió una docena de estas tortas, encontrándolas excelentes.

Durante el té, la conversación se entabló animadísima.

Se habló de China, de la Cimitarra de Buda, de Europa, de América, y, sobre todo, de las numerosas religiones chinas.

—Dígame —dijo en cierto momento el capitán—. ¿Admiten que antiguamente tuvieran los chinos una única religión?

—Ciertamente —repuso uno de los bonzos, que parecía mucho más culto que los restantes—. No diré que entonces adorasen a Fo, Buda o Confucio, pero sí rendían homenaje a Tien (el cielo) y a Chan-ti (el Ser Supremo), que creó la Tierra y los astros, como vuestro Dios, y que fue padre de todos los pueblos. Eterno, justo inmutable, Chan-ti lo veía todo, penetraba en lo más profundo del corazón humano, dirigía el movimiento de la Tierra y de los otros mundos, castigaba el delito y el vicio, premiaba la virtud, elevaba o precipitaba a los emperadores y advertía a los hombres de su cólera para que se arrepintieran a tiempo. Una parte de esta religión se conserva todavía actualmente.

—¿Estos primeros pueblos ofrecían sacrificios a Chan-ti?

—Efectivamente —respondió el bonzo—. Se construían, en el centro de un círculo de ramas de árbol y de terrones, dos altares sencillísimos, llamados tañe, sobre los cuales, el emperador ofrecía sacrificios a los espíritus superiores y a los antepasados.

—En aquel tiempo ¿no se conocía la religión de Fo?

—No, porque la religión de Fo no se introdujo en China hasta el año 65 de vuestra Era, en tiempos del Emperador Han-Min-Ti.

—¿Y de dónde procedía esta nueva religión?

—De la India, y la importó a China un bonzo que traía las imágenes del dios y los cuarenta y dos artículos de la religión pintados sobre una tela. Aquel hombre intrépido hizo tantos prosélitos que al llegar la décima luna del mismo año ya se había levantado una estatua a Fo. Las poblaciones, en su totalidad, la adoptaron con inmenso entusiasmo, y fue apoyada calurosamente por el príncipe de Tcheon, y se fundaron en casi todas las provincias gran número de miaos y de boncerías.

—¿En qué consiste esta religión? —preguntó el americano.

—En el amor y la piedad de los hombres hacia todo ser humano, sin excluir a los animales más pequeños.

El americano estuvo a punto de estallar en una carcajada. Una rápida e imperiosa mirada del capitán cerró a tiempo su boca.

—El alma de todo hombre y de todo animal que muere —continuó el bonzo—, pasa a otro cuerpo más noble o más repugnante, según los méritos del difunto.

—¿O sea, que después de muerto, usted puede revivir en el cuerpo de un rinoceronte? —preguntó el americano, que a duras penas podía contener la risa.

—Es posible —respondió gravemente el bonzo.

—Pero ¿es bien vista por el actual emperador vuestra religión? —preguntó Jorge.

—Para desgracia nuestra, no. Si pudiese expulsar a todos los adeptos a Fo, lo haría.

—¿Y por qué no os expulsa? —preguntó el americano.

—Porque tendría que expulsar a la mitad de su pueblo. Por otra parte, no vayáis a creer que todos los emperadores han visto con malos ojos nuestra religión. Contamos con un emperador y con una emperatriz que abrazaron la grande y verdadera religión de Fo: Cu-Ti, de la dinastía de los Leang, que entró en una boncería, y allí hubiera seguido toda la vida si no le hubiesen rescatado los grandes, quienes hubieron de pagar una fuerte suma de dinero para desligarle del juramento, lo cual fue un golpe terrible para nuestra secta, pues gran número de prosélitos, indignados, renunciaron y maldijeron la religión; la emperatriz Hou-Ki, esposa del emperador Leangouti, la cual después de haber levantando un magnífico templo a Fo, se hizo bonza, cortándose sus hermosos cabellos. Desgraciadamente fue arrestada por el emperador Yung-tse-gu y ahogada en el Hoang-ho.

—O sea, que ninguno de los dos murió siendo bonzo —dijo el americano en tono burlón.

—Ninguno —respondió el bonzo, frunciendo ligeramente las cejas.

Min-Sí creyó apreciar un relámpago amenazador en los ojos del bonzo, y temiendo un conflicto, cortó el coloquio, pidiendo permiso para retirarse a descansar, a fin de reanudar la marcha al día siguiente al alba.

Los bonzos condujeron a los viajeros a una pequeña estancia tapizada de cojines de bambú y fresquísima, donde suaves esteras hacían las veces de lechos. James, el capitán, el polaco y el chino, después de asegurarse bien de que no había entrada secreta alguna y de atrancar la puerta, se tendieron en las esteras y se durmieron profundamente.

El capitán, sin embargo, lo hizo después que los demás, porque las burlonas réplicas del americano, pese a los esfuerzos que había hecho él mismo para reprimirlas, podían haber ofendido a los bonzos, y le resultaba difícil olvidar las palabras admonitorias de Min-Sí: «son capaces de poner venenos fulminantes en nuestra comida».

II. EL RINOCERONTE

Al día siguiente, después de un sueño de casi veinte horas, los cuatro aventureros, montados en robustos caballos mandados comprar por los bonzos en una aldea inmediata, y bien provistos de víveres, abandonaron el mixto, descendiendo alegremente hacia las llanuras, que parecían extenderse hacia las fuentes del Po-Kiang.

El americano, contentísimo de encontrarse por fin a lomo de un buen caballo, charlaba por diez, haciendo reventar de risa a sus compañeros. El muy bromista hablaba nada menos que de fundar una colonia americana en aquellos parajes, haciendo adoptar a sus miembros la religión de Fo, que, según decía, comenzaba a atraerle muy seriamente.

—Escuchadme —decía—. Una vez hecho bonzo, llevaré una vida patriarcal, una vida a lo Noé. Me pondré gordo hasta espantar a un hipopótamo, más aún, me convertiré en una verdadera ballena. A despecho de todos los Fo del globo, empezaré por sacrificar un buey al día para hacer beef-steaks, llenaré la gruta del templo de pipas de tabaco, y colocaré un barril de whisky en la cima de la peña, lo que siempre hará mejor efecto que ese ídolo tan feo. Yo me encargaré de adorarlo cada día.

—¡Pero si la religión de Fo prohíbe dar muerte a los animales! —dijo el polaco, que reía hasta desencajársele las mandíbulas.

—Pero a mí me importa un comino el tal Fo, muchacho. Me gustaría saber quién sería el valiente capaz de espiarme. Lo echaría a rodar por el abismo.

—Sería un bonzo terrible. Nadie se atrevería a pedirle hospitalidad.

—¡Seguro! ¡Qué hermosa vida, Casimiro, la que llevaría en mi boncería! ¡Qué comidas y qué brindis! Cocina ocho veces al día y por la noche, ¡juerga en compañía de los ídolos!

Así hablando y riendo las ocurrencias del americano, los viajeros dejaban tras de sí, millas y millas sin darse cuenta, a través de bosques, prados, plantaciones, colinas, montañas, pasando a veces a corta distancia de míseros pueblos, habitados por una docena de familias, y escondidos por lo común entre los bosques o bien situados en las alturas.

Por la noche, después de cuarenta millas de marcha, atravesaron el Po-Kiang, reducido a la anchura de un riachuelo, y acamparon en la ribera opuesta, junto a un bosque de moreras enanas. El americano, acostumbrado a ver las moreras de Europa, se sorprendió mucho al hallar aquéllas tan pequeñas.

—¡Pero si esto no son más que arbustos! —exclamó—. ¿Cómo es que no crecen igual que sus hermanas de Europa y América?

—Porque los chinos las cultivan expresamente para que no crezcan —respondió el capitán—. Los chinos y los tonkineses, después de un estudio de varios siglos han observado que los gusanos alimentados con las hojas de árboles viejos y grandes dan una seda más ordinaria y basta que la que producen si se les alimenta con plantas jóvenes. Por eso, durante la estación invernal podan las moreras cerca del suelo para tener ramas y hojas enteramente nuevas.

—¿Se consume mucha seda en China? —preguntó Casimiro.

—La China, querido, puede llamarse el imperio de la seda. El consumo es tan inmenso, y tan enorme la producción, que asombra. Figúrate que de cuatrocientos millones de habitantes, al menos trescientos millones crían gusanos, y no menos de doscientos millones se visten de seda.

—La seda más fina, ¿de dónde procede?

—De la provincia de Tehe-Kien, donde se obtiene una variedad blanquecina, fina y extremadamente suave. Pero en la actualidad, todas las sedas que se envían al extranjero son blanquecinas, mórbidas y relucientes en grado sumo, merced a una solución de cal, que, bien aplicada, embellece la seda y hace más fácil su elaboración; si se aplica mal, en cambio, la quema.

—¿Y dónde se encuentran ubicadas las fábricas más importantes?

—En Nankín, Ou-tcheon, Peche-kian y Hau-tcheon. En esta última hay sesenta mil fábricas dentro de los muros de la ciudad y cien mil en los suburbios.

—¿Son muchas las calidades de seda que los chinos ponen en el mercado? —dijo el americano.

—Varias —respondió el capitán—. La calidad principal y que con más abundancia se exporta a Europa es la llamada tsatlii, o sea de siete hilos. Además, existen las sedas yuen-fa o flores de jardín, cuyo hilo es tan fino que se rompe con facilidad; la seda taysam, kaining, sz’chueu y, finalmente, las sedas verdes, de hilo más ordinario. El capullo chino, que generalmente es blanco, y el amarillo que producen nuestros gusanos de Europa, pertenecen a la calidad sz’chueu, que fue llevada a Europa por unos frailes bizantinos escondida en sus bastones.

—La exportación debe ser enorme, ya que todo el mundo pide seda a China.

—Di más bien que es prodigiosa. Básteos saber que sólo de Shanghai se exportaron, en el año 1845, 10 127 balas de sesenta kilos cada una, y en 1885, cerca de 50 000 balas. A pesar de la exportación y del consumo interior, la producción es tan grande que el precio de la seda no ha variado aún, y un vestido de seda cuesta menos que si fuera de algodón.

—¿Y son los chinos los que pintan las sedas con pájaros, flores, dragones y paisajes?

—Sí, los chinos, que fueron precisamente los primeros que fabricaron los colores e hicieron uso de ellos. Aún no se había descubierto América, cuando los chinos llevaban ya tiñendo por espacio de varios siglos.

—Un descubrimiento más que poner al lado de tantos otros que se deben a los chinos, sir James —dijo el polaco mirando al americano.

El yankee, que temía una segunda discusión y una nueva derrota, permaneció callado.

Bien entrada la noche, se apresuraron a guarecerse en la tienda, después de cenar. Min-Sí tomó a su cargo la primera guardia junto al fuego, precaución indispensable en aquellos lugares, que parecían frecuentados por no pocas fieras.

En efecto, no tardaron en acercarse tigres y panteras, maullando, rugiendo y aullando, deteniéndose a pocos centenares de metros de la tienda. Min-Sí tuvo que acercar los caballos al fuego y atarlos a las estacas de la tienda, además de lanzar contra las fieras un buen número de tizones. Con todo, el desagradable concierto duró toda la noche, a pesar de las frecuentes detonaciones de la carabina de James.

La marcha se reanudó hacia las cuatro de la mañana, a través de las grandes llanuras de Yun-Nan, y duró cuatro días. A la quinta jornada, después de dejar atrás Kué-Koa, ciudad de cierta importancia, situada casi en el trópico, los viajeros abandonaban la llanura, subiendo por pequeñas alturas coronadas por unos árboles llamados faca, cuyos frutos pesan no menos de cien libras.

El americano, que había oído con frecuencia hablar de estos frutos, y el chino, que sabía que eran excelentes, arrancaron dos soberbios ejemplares de más de noventa libras cada uno, de un verde oscuro por fuera, de corteza muy gruesa, durísima, cubierta de espinas puntiagudas. Era imposible llevarlos así, y el americano, que no estaba dispuesto a quedarse sin ellos, los abrió, sacando unas castañas blancas muy olorosas y de muy buen sabor, especialmente cuando se asan.

El 25 de agosto, los jinetes remontaban las pendientes de la cordillera de Yun-Nan, enorme macizo de montañas que ocupa el corazón de la provincia, dividiéndose en tres ramificaciones, dos de las cuales se dirigen al Sur, penetrando en el Tonkín, en tanto que la otra tuerce hacia el Norte flanqueando el curso del Kou-Kiang.

Dificilísima y fatigosa fue la subida, pues hubieron de salvar espantosos barrancos, numerosas quebraduras del terreno que les obligaban a dar grandes rodeos, espesos matorrales, peñas empinadas y grandes torrentes que se precipitaban a saltos con un estruendo ensordecedor. De vez en cuando descubrían en las crestas de los montes algunas torrecillas, puestos de guardia de los soldados chinos, pueblecitos en ruinas, muros derrocados, y allá abajo, en los desfiladeros o en las lejanas llanuras, pequeñas ciudades y lagunas pintorescas.

A mediodía, los viajeros llegaban a la cima de la cordillera. Después de un descanso de dos horas, descendieron por la vertiente occidental, que era pronunciadísima.

Las vistas que se presentaban a sus ojos desde aquellas alturas eran soberbias. Montañas que alzaban al cielo sus crestas, coronadas de espléndidos árboles; abismos que producían vértigo; inmensos bosques, probablemente vírgenes; torrenteras furibundas, lagos y estanques. A lo lejos, la verde llanura, plantaciones inmensas, y pueblecitos apenas visibles.

El capitán, que examinaba con atención el paisaje, indicó al americano un grupo considerable de casitas, cuyos tejados amarillentos centelleaban bajo los rayos del sol.

—Aquello es Mong-tse —dijo—, una ciudad bastante poblada, por lo que he oído decir.

—Viene a propósito —respondió el americano—. En ella encontraremos buena cama y buena comida.

—No vale la pena arriesgar el pellejo por una comida, James. Tenemos una tienda para dormir y víveres en cantidad suficiente, sin necesidad de entrar en la población.

—Pues yo iría voluntario a Mong-tse.

—¿Por qué?

—Para buscar algunas chuletas, nidos de golondrina y whisky. Hace ya dos meses que no vaciamos ninguna botella de licor.

—En Mong-tse no encontrarías ni nidos ni whisky.

—Pero encontraremos beef-steak.

—Nos los procuraremos cazando.

—¿Qué quieres cazar en este país? ¿No ves que todas las bestias huyen delante de nosotros? ¡Ya!, se comprende, son bestias chinas.

—¿Acaso ha olvidado el tigre? —dijo el polaco.

—¡Los tigres!, ¡los tigres! —gritó el americano tocado en lo más vivo.

—Sí, aquellos tigres chinos que no tuvieron miedo de guardar prisionero en un árbol a un ciudadano de la libre América.

—¡Cállate, bribón! —exclamó el americano—. Te ríes de mí pero no por mucho tiempo. Como encuentre uno de esos tigres…

—¿Qué hará?

—Lo agarraré vivo, lo subiré a un árbol y lo mantendré quieto allí.

La bajada de la vertiente occidental se realizó sin incidentes, y los viajeros, en el momento en que el sol desaparecía entre las florestas del Oeste, alcanzaban la llanura.

Montaron la tienda en un lugar apropiado, en el centro de una llanura circundada al Norte y al Sur por bosques, y al Este por un pequeño pantano.

Como siempre, el chino montó la primera guardia, sentándose cerca del fuego, con la carabina montada. Pronto comenzó a oírse un endiablado concierto de maullidos, gruñidos, aullidos y rugidos. Tigres y panteras aparecían por todas partes, dando vueltas sin cesar alrededor de la tienda y de los caballos, manteniéndose a distancia tan sólo a causa del fuego, que despedía en tomo una luz vivísima.

A media noche, el polaco reemplazó al chino. Al oír el terrible concierto, reavivó el fuego, examinó la carabina, y encendiendo una pipa, se sentó al pie de un árbol con ojos vigilantes, resuelto a hacérsela pagar cara a aquellos audaces salteadores de cuatro patas.

Habían pasado dos horas, cuando se escuchó un prolongado silbido. Se incorporó de un salto mirando con atención a su alrededor, descubriendo, a quinientos pasos de la tienda, una pesada masa que salía de entre un grupo de árboles, en dirección al pantano.

Más sorprendido que asustado, permaneció silencioso observando con detenimiento aquel animal, desconocido para él. Al principio le vio trotar con movimientos ridículos, y estrellarse después contra las cañas y los arbustos, como si de pronto se hubiese enloquecido; destruyó cuanto hallaba a su paso y, por último, se revolcó en la tierra con las patas en alto.

El polaco comenzó a preocuparse y a sentir cierta inquietud, cuando vio que aquel extraño animal retrocedía al galope y se detenía a unos doscientos metros tan solo de la hoguera, mostrando una cabezota feísima, provista de un largo cuerno.

«¿Qué querrá esta bestia?», se preguntó el polaco, guardándose la pipa y preparando la carabina. «¿Querrá asaltamos?».

No sabiendo qué hacer, y poco convencido de que una sola bala bastase para derribar aquella enorme masa, se deslizó en la tienda y despertó al capitán.

—¿Qué quieres? —preguntó Jorge, restregándose los ojos.

—Ahí afuera hay un animal tan grande como un elefante y que parece estar loco —dijo el polaco.

El capitán se levantó y salió de la tienda. A cien pasos se hallaba el animalote, con los ojos fijos en el fuego y la cabeza baja, como preparada para atacar.

—Es un rinoceronte —dijo—. Un vecino peligroso, muchacho.

—¿Nos atacará? —preguntó Casimiro.

—No, si se le deja tranquilo. Mientras arda el fuego no se acercará. Buenas noches y buena guardia, Casimiro.

El capitán volvió a entrar en la tienda, dejando solo al marinero, el cual después de añadir más leña al fuego, se tendió en el suelo con la carabina y las pistolas montadas.

—Si se acerca, descargo sobre él todo mi arsenal —murmuró.

Por fortuna, el rinoceronte se mantuvo a distancia. Dio dos o tres vueltas alrededor de la tienda y por último se alejó, internándose en el pantano.

A las cuatro de la mañana, el polaco despertó al americano, advirtiéndole de la proximidad del rinoceronte. El yankee, en vez de asustarse, se frotó las manos alegremente.

—¡Oh! —exclamó—. Lo que es hoy, comeremos chuletas de rinoceronte.

Se aseguró de que estuviesen cargadas, tanto la carabina como las pistolas, y se situó detrás de los caballos esperando la ocasión de dar un buen golpe.

El rinoceronte seguía dando saltos y revolcándose entre las charcas y las aguas del pantano, lanzando fuertes silbidos y gruñendo sordamente. Parecía en verdad que estuviese loco, pues a veces salía de las charcas y se arrojaba con furia contra los arbustos de la llanura, destrozándolos. Sin embargo, no se aproximaba a menos de media milla de la tienda.

El americano aguardó con paciencia durante una hora; al cabo de ella, impaciente, dejó la tienda y se apostó detrás de algunos árboles, a pocos pasos del bosque.

No esperó mucho. El rinoceronte, después de hacer estragos entre las cañas y plantas, se dirigió hacia el bosque, con intención evidente de ganar su guarida, si es que la tenía. El americano armó resueltamente su carabina, y sin pensar en el peligro que podía correr, apuntó a la fiera. A ciento cincuenta pasos hizo fuego. Oyó un silbido agudísimo, y al punto vio venir sobre él al rinoceronte con la cabeza baja y el cuerno tendido horizontalmente.

El americano, al ver aquella masa enorme que se le venía encima con increíble rapidez, no osó empuñar las pistolas. Arrojó la carabina y huyó hacia la tienda, gritando:

—¡Socorro, Jorge! ¡Ayuda, Casimiro!

Sus gritos fueron innecesarios, porque sus compañeros, despertados por la detonación, salían de la tienda con las armas en la mano.

—¡A los caballos!, ¡a los caballos! —gritó el capitán.

Descargaron las carabinas a discreción y saltaron sobre los caballos, los cuales, sintiéndose libres, se precipitaron a través de la llanura. El americano galopó con rapidez sobre su caballo, al que fustigaba despiadadamente.

El rinoceronte, mal servido por sus pequeños ojos, no se apercibió de la fuga y se lanzó contra la tienda, que en pocos segundos destrozó, diseminando cacerolas, parrillas, platos, municiones, ropas y víveres. Al reanudar su carrera, descubrió a los jinetes, que galopaban en distintas direcciones, tratando de cargarlas carabinas.

Lanzó un ronco gruñido, bajó la enorme cabeza y arrancó con la rapidez de una flecha, persiguiendo el caballo del polaco que era el más próximo a él.

La carrera fue tan rápida que en pocos instantes se situó a la espalda del pobre muchacho, cuyo caballo, asustado, galopaba alocado sin obedecer a las riendas.

—¡Socorro, capitán! —gritó Casimiro, aterrado.

Desenfundó con resolución su cuchillo y pinchó con él el cuello del caballo; éste, en dos saltos, alcanzó el pantano, pero, al cabo de cuarenta metros, se desplomó, atrapando a su jinete bajo él.

El polaco lanzó un segundo grito:

—¡Socorro, capitán!

El rinoceronte embestía con furia irresistible, con el cuerno bajo, dispuesto a destrozar a sus dos víctimas. Sus ojillos despedían llamas y sus dientes rechinaban.

Se metió en el pantano haciendo saltar por el aire una tempestad de agua fangosa y se dirigió, hundiéndose cada vez más, hacia el polaco que trataba en vano de librarse del caballo.

—¡Valor, Casimiro! —gritó de repente una voz.

El polaco lanzó una mirada de angustia hacia la llanura. El capitán y el americano, encorvados sobre sus sillas, se dirigían al galope en su auxilio.

A cuarenta pasos de distancia, el yankee descabalgó, entró en el pantano y disparó su pistola, pero sin éxito.

—¡Atención! —gritó en aquel instante el capitán.

Abandonó su caballo al chino, apoyó una rodilla en tierra y apuntó al ojo derecho del rinoceronte. Sonó un disparo. La enorme bestia lanzó un agudo gruñido, vaciló, levantó y bajó la cabeza, dio dos o tres pasos, y por fin cayó pesadamente sobre el fango.

—¡Hurra! ¡Hurra! —tronó el americano, ayudando a Casimiro a salir de debajo del caballo.

El chino, Jorge, James y el polaco, se dirigieron hacia el animal.

III. EL PASO DEL KOU-KIANG

El rinoceronte, herido en un ojo por la infalible carabina del capitán, no daba señales de vida. Yacía tumbado sobre el costado derecho, con el cuerpo hundido en el fango, las gruesas y pesadas patas al aire y la boca abierta.

Aquel gran animal, feo entre los feos, el más peligroso de todos, recubierto de una piel durísima a prueba de lanzas y de balas, medía cuatro metros y medio. Podía decirse que era uno de los más grandes de su raza.

—¡Qué masa de carne! —exclamó el americano, que giraba alrededor del cadáver—. ¡Mira, Casimiro, qué pezuñas! Si te llega a colocar una encima te hace tortilla.

—Pero seremos nosotros los que hagamos una fritada con él —dijo el polaco.

—¡Una fritada! Jamás, muchacho mío, lo meteremos entero en el asador.

—¿Y dónde encontraremos el asador? —dijo el capitán—. Sería preciso una barra de hierro tan grande como el palo mayor de un bergantín.

—No importa: haremos filetes —dijo el americano.

—¿Con esta carne? Es más correosa que la de un tapir. Los mismos chinos la desdeñan.

—¡Los chinos! —exclamó el americano—. ¿Acaso matan ellos semejantes monstruos?

—Sí, y mejor que nosotros.

—Pero si este animal está acorazado como un barco de guerra.

—Lo cazan con fusil.

—¿De qué modo? ¿Acaso no he visto yo cómo rebotaba la bala de mi pistola sobre su piel?

—Aguardan a que el rinoceronte se duerma; entonces se acercan y le disparan en el vientre, que no tiene protección. La herida es siempre mortal.

—Si lo hubiese sabido hubiera imitado a los chinos —dijo el americano—. ¡Vamos!, mano a los cuchillos y cortemos…, ¿qué cortamos, Jorge?

—Una pezuña, que dicen que es un bocado apetecible.

—Y después el cuerno, que es de magnifico marfil y vale dinero.

Empuñaron los bowie-knife, y no sin apuros, lograron cortar la parte elegida, que confiaron al pequeño chino. El americano hizo cuanto pudo para hundir su cuchillo en el cuerpo de la bestia a fin de sacar algún beef-steak, pero hubo de renunciar, ¡tan resistente era la coraza! Intentó luego cortar el cuerno, pero después de dos horas se convenció de que sin un hacha no había nada que hacer.

—Esta enorme bestia es una fortaleza que no se puede demoler —dijo enjugándose el sudor que le bañaba—. Y sin embargo es una bestia china.

Comieron al borde del pantano. La pezuña, bien asada por el chino, fue unánimemente declarada no inferior a la trompa de elefante, a la jiba del bisonte, o a la zarpa del oso. Todos repitieron para vengarse del mal cuarto de hora pasado. A las nueve de la mañana, recogidos los víveres, los vestidos, las municiones, que el feroz animal había dispersado por la llanura, reemprendían la marcha para alcanzar la cordillera occidental de los montes Yun-Nan.

Hacía bastante calor. Un sol abrasador derramaba torrentes de fuego sobre sus cabezas y sobre los caballos, los cuales, a pesar de estar habituados a aquel clima, parecían sufrir también.

La llanura, que se extendía ante ellos era magnífica. Era una auténtica pradera, que recordaba por su extensión, por la altura de su hierba y por la cantidad de búfalos y ciervos que en ella se veían, a las de Arkansas. Un ganadero hubiera hecho fortuna allí.

A lo lejos, sobre la cima de algunas verdeantes colinas, se distinguían algunas chozas, torres destruidas, y alguna boncería, pero ninguna de las ricas caravanas que van de Tonkín a Mong-tse, transportando toda clase de mercancías. Sin embargo se veían huellas, aquí y allá, de su paso todavía reciente.

Hacia el mediodía, a su derecha, vieron un bosque, cuyos árboles llamaron la atención del capitán.

—Son tsi-chu —dijo.

—¿Quiere eso decir fresnos? —dijo el americano—. O mucho me equivoco, o esos árboles son fresnos; por lo menos tienen todo el aspecto de serlo.

—Te engañas, James. Esos son los árboles que producen el preciosísimo barniz chino.

—Yo creía que ese magnífico barniz se componía de diferentes materias.

—Durante muchos años, eso creyéronlos europeos.

—Pero ¿cómo y cuándo se recoge?

—En el verano, cuando la planta ha alcanzado su pleno desarrollo, se hacen sobre la corteza unos cortes oblicuos, por los cuales destila un jugo rojizo y muy gomoso. Ese líquido es el barniz.

—¿Y produce mucho cada árbol?

—Una cantidad tan ínfima, que son necesarios mil árboles para recoger veinte libras. Esta es la causa por la que se vende a precio de oro.

—¿Es fácil la recolección?

—Peligrosísima: los recolectores se ven obligados a utilizar guantes de piel, y a cubrirse la cabeza con una máscara, los pies y los miembros con gruesos vestidos de cuero y la cara con una materia aceitosa. Sin estas precauciones, las emanaciones del líquido les producirían rápidamente atroces dolores, inflamaciones en todo el cuerpo y úlceras vivas. Cada año pierden la vida muchos recolectores,

—¿Es un veneno, acaso?

—Peor que un veneno. El upas (árbol muy venenoso de Malasia, cuyas emanaciones causan dolores y también la pérdida del cabello) no es tan terrible como el tsi-chu.

—¿Y se utiliza inmediatamente después de extraído, este barniz?

—No. Primero es necesario purificarlo haciéndolo filtrar a través de una tela clara y poco tejida, después, y una vez conseguida cierta fluidez, se aplica a la madera untada con un poco de aceite. Dos o tres capas bastan para que quede tan brillante como una ligera chapa de vidrio.

—¿Y dices que se paga a peso de oro?

—Más que el oro, cuesta.

—Jorge, ahí tenemos millares de esos árboles. No se podría…

—¿Estás loco? —le interrumpió el capitán que comprendió lo que quería decir—. Además, ¿dónde quieres ponerlo si sólo llevamos una cacerola?

—Tienes razón, pero no olvidaré este lugar. Si un día me encuentro sin dinero, vendré aquí a hacer fortuna.

La marcha se reemprendió a través de un gran número de pequeños pantanos y ríos poco profundos, pero impetuosos, que iban a desembocar, sin duda alguna, en el Kou-Kiang.

El paisaje, poco a poco, cambiaba de aspecto. A la desierta llanura, le sucedían deliciosas colinas y pueblecitos populosos, alrededor de los cuales pastaban gran número de bueyes, caballos y ciervos domesticados. En las plantaciones se veían bastantes campesinos y se divisaban algunas caravanas, en ruta hacia Mong-tse, o Santschao, o a las provincias de Laos.

A las cuatro, los aventureros hicieron una breve parada a la orilla de un vasto lago, para dar un poco de reposo a sus caballos, medio derrengados por la larga carrera; después iniciaron la subida de la última cadena montañosa, tras la cual discurría el Kou-Kiang.

Afortunadamente, había muchos senderos que, antiguamente, debieron servir de paso a las caravanas.

Después de salvar profundos barrancos sobre puentes poco seguros, y de haber atravesado espesos bosques, llegaron hacia el crepúsculo a la cima de la montaña.

El americano, que se había rezagado para beber agua en un manantial, advirtió a sus compañeros al volver, que había visto un gran fuego que ardía en la cima de un monte, una media milla al Oeste.

—Serán montañeses —dijo el capitán.

—¿Y por qué no bandidos? —dijo el americano.

El capitán salió de la tienda y subió a la cresta de la montaña.

—Fíjate —dijo el americano, que lo había seguido—. Mira sobre todo aquellas armas que brillan a la claridad de las llamas. Aquellos hombres parecen bandidos que hacen vivac a la falda de la Sierra Verde.

Jorge, examinó atentamente aquellos pretendidos bandidos y los contó uno a uno.

Sus uniformes azules listados con franjas de color naranja daban a entender que se trataba de soldados chinos.

—Aquellos hombres no nos molestarán, James —dijo Jorge—. Son soldados que acampan al pie de una torre semiderruida.

—Si se trata de soldados chinos, ya no me preocupa. Son los hombres más villanos que existen. Los ratoncitos tienen más coraje que estos jetas amarillas.

—No digas tantas tonterías, James.

—¿Y qué? ¿Quieres decir que son valientes los soldados chinos?

—Seguro que lo son. Si no estuvieran oprimidos por el antimilitarismo, si no fueran despreciados por los grandes, los intelectuales y por el emperador, serían excelentes soldados.

—¡Cómo! —exclamó indignado el americano—. ¿Los mili tares son despreciados?

—Sí, James. Los chinos exaltan a un literato y desprecian a un soldado.

—¡Oh, qué imbéciles!

—Y además, en vez de poner en sus manos tratados sobre la guerra, les dan libros de moral que no hacen más que enseñarles a sentir horror por la sangre.

—¡Qué asnos! ¿Mantienen bien, al menos, a estos pobres diablos?

—No mucho, James; pero el chino se contenta con poco. Al soldado de infantería el gobierno le paga cuatro onzas de plata mensuales y al de caballería seis y dos medidas de pienso para su caballo.

—¿Están bien armados?

—No pueden estarlo peor. Unos tienen carabina, otros fusiles de pedernal, otros arcabuces de mecha, y los más lanzas, sables, arcos, bayonetas… En un regimiento no se encontrarían treinta igualmente armados.

—Entonces se trata de un ejército mal armado y desorganizado.

—Desde luego, pero se organizará bien y se armará bien. China se ha dado cuenta que necesita despertar para detener la invasión de los blancos y empieza a moverse. Sus juncos de guerra empiezan ya a desaparecer para dejar paso a los bajeles; la flecha, poco a poco, es sustituida por el fusil; el antiguo cañón es reemplazado por nuevas piezas de artillería que rugen en los campos de batalla europeos. Quizás un día China esté tan potentemente armada como Inglaterra o América. No le faltan los recursos, pero sí los hombres con buena voluntad.

El capitán regresó a la tienda seguido por el americano.

El 28 de agosto, antes de las diez de la mañana, los viajeros habían logrado descender la montaña y galopaban hacia el Kou Kiang, que discurría por un vasto valle cubierto de plantaciones de caña de azúcar. En breve tiempo los caballos pasaron las plantaciones y trasladaron a sus impacientes jinetes hasta la orilla del río, que nace en los confines septentrionales de Yun-Nan y después de un largo recorrido, desemboca en el Lisien-Kiang.

El capitán descabalgó para ver si era posible atravesar lo, pero las aguas eran profundísimas y no se veía ningún puente ni al Norte ni al Sur. Afortunadamente, a quinientos o seiscientos pasos más arriba, se divisaba una choza con una gran barcaza ante ella.

—Adelante, amigos —dijo el capitán.

Al oír el relincho de los caballos, un chino de aspecto vigoroso, andrajoso, armado de una caña de bambú, salió de la choza, pero, al ver a los viajeros, se dio a la fuga. El americano, que se esperaba aquello, en dos saltos se colocó a la altura del fugitivo sujetándolo por las orejas.

—¡Eh! —gritó—. No seas malo si no quieres que te corte la coleta. No somos bandidos nosotros, sino personas de lo más selecto.

Min-Sí, intentó tranquilizar al barquero, el cual miraba sospechosamente a los extranjeros, maravillado al comprobar que no llevaban coleta ni tampoco tenían los ojos oblicuos.

—¿Quiénes son? —preguntó el barquero a Min-Sí.

—¿Qué te importa saber quién son y adonde van? Te he dicho que te pagarán espléndidamente y basta.

El barquero no parecía satisfecho e intentó huir, pero el americano sin tantos cumplimientos lo cogió por el cuello y lo echó en la barca.

—¡Andando, bribón! —gritó—. No se puede hacer el mulo con personas honradas, ni ladrar cuando no se tienen dientes para morder.

El americano, el chino y dos caballos entraron en la barca que se alejó inmediatamente. Jorge y el polaco con los otros dos caballos permanecieron en la orilla.

La barcaza, a pesar del esfuerzo del americano y del chino, que habían tomado los remos, en vez de atravesar el río, descendió tres o cuatrocientos metros, amenazando con estrellarse en un islote boscoso. Jorge y el polaco se dieron cuenta, de pronto, de que el barquero intentaba sorprender al chino y al americano.

—¡Sir James! —gritó el polaco—, ¡cuidado!

El americano lo comprendió. Saltó sobre el barquero y poniéndole el bowie-knife en el cuello, lo sujetó.

El pobre diablo, aterrado, se puso a chillar como si le estuviesen degollando.

—¡No me irrites! —tronó James—. Si no nos conduces sanos y salvos a la otra orilla te degüello como lo haría a un camero.

El barquero tomó el remo y la barca hendió oblicuamente la corriente, pero por poco tiempo. Mal dirigida, a pesar de los esfuerzos del americano y del chino, volvió a desviarse, pasando a través de los bancos contra los que se estrellaba la corriente furiosamente.

De pronto se oyó un choque violento. La barca había tropezado con un escollo y se hundía.

El americano y el chino, al ver que la orilla estaba cercana, montaron sus caballos y se pusieron a salvo, dejando al barquero en la destrozada embarcación.

—¡James! —gritó el capitán desde la otra orilla.

—¡Estamos a salvo! —respondió el americano—. ¿Pero cómo pasaréis vosotros?

—A nado. Este río no es para asustamos.

—¡Perro de barquero! ¡Nos ha burlado como a niños!

—Pasaremos igualmente, James.

El capitán y el polaco se despojaron de sus vestidos, se sujetaron a la espalda la tienda, las armas, las provisiones y saltaron a la grupa de los caballos, entrando en el río, mientras el barquero seguía aguas abajo sobre los restos de su barca.

El río era profundo y el agua corría con bastante fuerza* pero los dos marinos eran hábiles y los caballos vigorosos. Después de dar muchas vueltas entre las olas y de ser transportados por la corriente, llegaron sanos y salvos a la otra orilla.

—¡Bravo, capitán! —dijo Min-Sí.

—¡Y bravo, Casimiro! —añadió el americano—. Pero ¿dónde estamos?

—¿Dónde? Mire allá abajo, en la orilla derecha del río —dijo el chino—. ¿Qué ve?

—¡Una ciudad!

—Es Yuen-Kiang.

IV. YUEN-KIANG

Yuen-Kiang, es una de las mejores ciudadelas de la provincia de Yun-Nan. No es grande, ni muy populosa, ni fortificada; tampoco posee soberbios monumentos; pero tiene hermosas calles, anchas y rectas, sombreadas por tamarindos y mangostanes, numerosos jardines, bellas casitas pintadas con hermosos colores y dos o tres templos budistas.

Su población alcanza una cifra respetable, pero a pesar de estar situada la ciudad en el corazón de China, no todos sus habitantes son chinos. Allí se encuentran muchos birmanos, camboyanos y no pocos tonkineses y siameses.

El comercio es muy activo. Llegan numerosas caravanas procedentes de Kuang-Si, Tonkín, Laos y Siam, cargadas de ricos productos, y otras parten de allí en dirección contraria. Además remontan el río muchísimas barcas y algunas descienden desde las provincias septentrionales.

No es para decir cuál fue la emoción de los cuatro aventureros al contemplar aquella ciudad que, según los chinos, guardaba en uno de sus templos la famosa Cimitarra de Buda. El capitán, James, el polaco y también el pequeño chino, estaban profundamente conmovidos.

—¡Diablos! —exclamó el americano—. Siento que el corazón me late con una extraña ansiedad. Espero y temo. Maldita cimitarra. ¡Conmover el corazón de un yankee! ¡Es increíble!

—Y si te dijese que también el mío late con fuerza, ¿qué dirías? —dijo el capitán.

—Entonces diré que esa dichosa arma nos ha conmovido a los dos.

—A los tres —dijo Casimiro.

—A los cuatro —dijo el pequeño chino.

—¡Una conmoción general, pues! ¡Si al menos encontrásemos aquí la cimitarra!

—La encontraremos, James —dijo el capitán.

—Pero ¿y si no estuviera aquí? —insistió el americano.

—Iremos a Birmania.

—¿Y si tampoco estuviera allí?

—Iremos hasta donde sea, con tal de encontrarla.

—A esto se le llama hablar claro. Hasta donde nos conduzcas, te seguiremos; aunque sea al infierno. Ya me encargo yo de coger por la nariz a maese Belcebú.

—Se quemaría los dedos —dijo Casimiro, riendo.

—Poco importa, muchacho. Daría dos dedos, con tal de conseguir la cimitarra de aquel cretino de Buda.

Conversando de esta manera, los aventureros llegaron hasta una gran casa. El capitán, no queriendo que los viesen de aquella manera, sucios, destrozados, sin coleta y con el rostro blanco, condujo a sus camaradas a través de una plantación de bambú para pasar la noche y poder lavarse y arreglarse un poco.

Comieron allí en medio, sin encender fuego para no llamar la atención de los campesinos; montaron la tienda y se cobijaron en ella esperando pacientemente la llegada del nuevo día.

Durante toda la noche oyeron gritos de hombres y relinchos de caballos. Eran las caravanas que se dirigían hacia Yuen-Kiang, procedentes de la vecina provincia de Laos, de Tonkín e incluso de Siam, cargadas de sedas, azúcar, y preciosos barnices.

A los primeros albores, el capitán, el americano, el polaco y el chino estaban en pie. Se arreglaron bien los vestidos, se fijaron sobre la nuca la larga coleta, se afeitaron y se tiñeron el rostro con agua amarillenta obtenida con el jugo de una raíz; se cubrieron los ojos con unos anteojos ahumados y saltando sobre sus caballos, se pusieron en marcha precedidos por el pequeño artillero.

Yuen-Kiang centelleaba bajo los primeros rayos de sol, a una milla de distancia. A su alrededor, sobre las colinas, se descubrían bellos palacios con agudos tejados coronados por solitarios mástiles, banderolas y oriflamas y también se veía algún viejo fortín en mal estado. El camino era largo, sombreado por una doble fila de tek y flanqueado de bellas cabañas. Numerosas caravanas lo recorrían, formadas por una gran cantidad de caballos cargados y escoltados por compañías de soldados de fortuna armados con lanzas, catane japoneses, espadones medievales, arcabuces de pedernal o mecha. Todos saludaban a los viajeros con un cortés isin y un gracioso movimiento de manos. El americano se engallaba.

—¡Diantres! —dijo—. ¿Acaso nos creen príncipes?

—En efecto —respondió Min-Sí—. Lleváis sobre el pecho un dragón con cuatro garras que puede pasar por ser un distintivo principesco.

—¿Te burlas?

—Hablo en serio.

—¿Y dices que me creen un príncipe? Entonces en Yuen-Kiang despertaré gran entusiasmo. ¡Un príncipe en Yuen-Kiang! Si las cosas van bien…

—¿Qué harás? —dijo el capitán.

—Provocaré una revuelta popular y me haré nombrar príncipe o rey de Yuen-Kiang.

—No cometas semejante locura, James. Serían capaces de masacrarte a golpes de bambú o de descuartizarte en diez mil pedazos en el pozo de los traidores.

—¡Brrr! Me haces temblar.

—Silencio —dijo el chino—. Ya estamos en Yuen-Kiang.

En efecto estaban a pocos centenares de pasos de las puertas de la ciudad, que estaban defendidas por viejas torres semiderruidas y vigiladas por algunos soldados armados con largos sables, viejos arcabuces y gruesas lanzas.

Los viajeros se calaron los sombreros hasta los ojos, torcieron hacia abajo sus bigotes y espoleando sus cabalgaduras entraron en la ciudad con el puño en el costado.

Ninguno de aquellos soldados intentó detener al grupo; antes bien, más de uno creyendo realmente estar frente a un príncipe decorado con el dragón de cuatro garras, saludó, lo cual llenó de no poco orgullo al yankee.

—¡Cáspita! —exclamó haciendo caracolear su cabalgadura—. Si empezamos así haremos mucho ruido en la ciudad.

—Silencio, charlatán —dijo el capitán—. Cuida de no aplastar a la gente.

La advertencia no era gratuita, ya que el camino que recorrían, muy hermoso, amplio, sombreado por tamarindos y flanqueado por casitas, estaba lleno de gente muy atareada.

Chinos, birmanos, camboyanos, siameses e incluso indios, iban y venían hablando o discutiendo.

—¡Paso! ¡Paso! —tronó el americano.

—¡Apartaos de ahí, gandules! —gritó el polaco.

—Fustígalos, muchacho, fustígalos.

El joven no se hizo repetir la orden y descargó su fusta contra la gente a diestro y siniestro, sin mirar si golpeaba en la espalda o en la cara. A golpe de gritos y de fusta, después de diez minutos entraron en el patio de un albergue, uno de los más bellos de la ciudad.

Confiaron los caballos a los mozos de cuadra que se apresuraron a acudir y llamando al patrón se hicieron conducir al mejor aposento, compuesto por cuatro espaciosas habitaciones amuebladas con cierto lujo. Dieron cuenta de una opípara comida compuesta de cabeza de jabalí en salsa picante, trompa de elefante al horno, ratas fritas con manteca, pemiles, huevos y gran cantidad de licor. Al final el capitán tomó la palabra.

—Amigos míos —dijo—, ante todo os recomiendo, ya que hemos llegado al corazón de la ciudad, la máxima prudencia y discreción. Una palabra de más que se nos escape será suficiente para echar por tierra todos nuestros esfuerzos y sacrificios e incluso puede costamos la vida.

—Seré más mudo que un pez —dijo James—. Pero ¿cómo lograremos averiguar dónde se halla la cimitarra?

—La cosa no es tan difícil como parece. Con licor se desatan muchas lenguas.

—¿Se trata, pues, de embriagar a algunas personas?

—Precisamente, James. Nos meteremos en las tabernas y emborracharemos a porteadores, soldados, barqueros, comerciantes, en fin, a cualquiera que pueda proporcionarnos información, y después les haremos hablar.

—¡Buen plan! —exclamó el yankee haciendo una mueca—. ¿Quieres que me convierta en un alcahuete?

—La Cimitarra de Buda así lo exige.

—¡Maldita cimitarra! En fin, qué remedio. Y tú, ¿cómo te vestirás?

—De cualquier manera. Si queréis me vestiré de mendigo.

—¡Hermosa cuadrilla! ¡Si nos viesen nuestros amigos de Cantón!

—Afortunadamente no nos verán, James.

El pequeño chino se encargó de adquirir los vestidos necesarios, y fue tan hábil que al cabo de media hora entraba cargado de vestidos chinos, birmanos y tonkineses, ricos unos, andrajosos los otros, comprados todos a un ropavejero.

El americano, que pasaba revista a todos los vestidos, encontró una túnica de bonzo.

—¿Y si me la pusiera? —exclamó.

—¿Para qué? —dijo el capitán.

—Para entrar en las boncerías a pedir noticias. ¡Ah!, ¡qué magnífica idea!

—Tan magnífica que no permitiré que te pongas ese vestido. ¿Quieres que te apaleen o te condenen a la kangue?

—¡Eh! ¿Qué es este vestido tan largo de seda negra?

—Un vestido de letrado —respondió Min-Sí.

—¿Y si me convirtiese en letrado?

—Nadie te lo impide —dijo el capitán—. Siempre que no te dé por ponerte a predicar en medio de la calle.

—Seré prudente, Jorge. Te lo prometo.

En breves instantes se arreglaron sus nuevos trajes. El capitán, vestido de rico burgués, el chino de birmano, el polaco de labriego de la frontera meridional y el americano de letrado de tercera clase, salieron a la plaza que estaba llena de gente.

El americano se abrió paso rápidamente repartiendo a diestro y siniestro golpes y puntapiés.

—¡Sea más cortés, sir James! —dijo el polaco que reventaba de risa—. Si se abre paso a golpes se hará odiar por el populacho.

—¡Bah! —dijo el americano—. Un letrado como yo debe tener el paso libre. Tanto peor para los perezosos. Paso, paso, u os cojo por la coleta.

El feroz letrado iba ya a agarrar a un chino por la nariz, cuando llamó su atención un grupo de siete u ocho mujeres chinas de la aristocracia.

Aquellas damas se aproximaban con un gesto todo lo contrario a gracioso, debido a la extrema pequeñez de sus pies, cruelmente aprisionados en los niu-hiai o escarpines invisibles; vestían con bastante elegancia y eran muy bonitas, al menos eso le pareció al letrado.

Eran de estatura mediana y más bien delgadas; pequeñas, bien proporcionadas, un poco oblicuos y dulces los ojos; la boca diminuta con los labios muy rojos; largo y negro como el ala de un cuervo el cabello, adornado con una cabeza de palomo dorado o una cabeza de dragón. Su vestido se componía de una casaca de seda azul, un par de anchos calzones y una túnica ricamente recamada que llevaban recogida en uno de los costados, con la mano.

—¡Por Baco! —exclamó el polaco, poniéndole ojos dulces a una de ellas aunque sin éxito—. Son verdaderamente hermosas. Y si no se bambolearan como un lobo de mar, lo serían doblemente.

—Ese balanceo, ¿depende de la pequeñez de los pies? —dijo James, que acariciaba sus bigotes para dejarse admirar mejor.

—Tú lo has dicho —respondió el capitán.

—¿Son muy pequeños? —preguntó Casimiro.

—Tanto como la mano de una mujer europea, o quizás algo menos.

—Y ¿cómo lo consiguen?

—Con ligaduras. Apenas nace una niña, la madre le aprisiona los pies muy estrechamente, a fin de impedir casi to, talmente su desarrollo.

—Pero eso debe causarles mucho dolor.

—Al principio sí. No creáis, de todas maneras, que todas las mujeres chinas tienen los pies así de pequeños. Las campesinas, las barqueras, y muchas mujeres de la burguesía, los dejan crecer libremente.

—Dígame, capitán, ¿no le parece que van pintadas esas mujeres? —dijo Casimiro.

—¡Y de qué manera! Las chinas, en cuestión de pintarse, dan ciento y raya a las mujeres de Europa y América. Por ejemplo, en tiempos de la dinastía Ming, sólo la corte gastaba cada año diez millones de pesetas en coloretes para el tocado de las damas.

—¡Rayos! Aquellas princesas debían pintarse cincuenta veces al día.

Sin darse cuenta, en medio de la conversación, habían llegado hasta el muelle del Kou-Kiang. El americano señaló a Jorge una taberna de sucio aspecto, ante la cual se alzaba un tosco altar sobre el que había una fea estatua que quería representar a la diosa del placer.

—Entremos ahí —dijo James—. Recogeremos noticias.

—Sí, entremos —respondió el capitán—. Pero tengamos prudencia y cuida tus exclamaciones americanas. Aquí se habla chino.

Se ajustaron los anteojos, se calaron los sombreros y entraron en la taberna, llamada pomposamente «jardín de té», por seis o siete arbustos que languidecían en el interior de enormes vasijas de porcelana.

Se abrieron paso entre la gente que llenaba la negra pero amplia sala, y se sentaron alrededor de una mesa, pidiendo té y sham-shu.

—James —dijo el capitán, mostrándole un pequeño chino que apuraba un vaso de licor en la extremidad de la mesa—, ese es un burgués que tiene todo el aire de ser ignorante como un barquero. Acércate a él y entabla conversación. Nosotros intentaremos introducir en la conversación el tema de la Cimitarra de Buda.

El americano no deseaba nada mejor y sin más preámbulos se acercó y empezó a hablarle al chino, el cual, satisfecho de ser interrogado por un letrado, se aprestó a responder.

El yankee, para demostrar sus conocimientos, se puso a hablar de comercio, agricultura, marina, política, astronomía, matemáticas, historia, confundiendo un emperador con otro y disparatando de tal manera que hacía reventar de risa al polaco e irritar al capitán.

El pobre chino, aturdido por aquel torrente de palabras, había olvidado su vaso y escuchaba con la boca abierta y los ojos asombrados, preguntándose si acaso tenía ante él al letrado más ilustre del imperio. No osaba interrumpir, y el americano, animado por aquel silencio, continuaba con la velocidad de un steamer lanzado a todo vapor, soltando despropósitos, enredándose, utilizando un poco el chino, otro poco el inglés, para explicar toda aquélla serie de cosas. Un vigoroso codazo del capitán le advirtió de que ya era hora de que hablase de la Cimitarra de Buda. Como en aquel momento estuviese hablando de política, cambió inmediatamente al tema de la religión, y después de una perorata de un cuarto de hora, pronunció el gran nombre de Buda.

—Como le decía —continuó hablando con la misma rapidez—, Buda era un gran hombre nacido en la India cuando China todavía no se había constituido en imperio. En su tiempo fue un gran guerrero y dejó dentro de una gruta su cimitarra, que se encontró hacia 1790 por un príncipe chino, el cual la regaló al emperador Khieng-Lung. ¿No ha oído hablar de esta cimitarra?

—Sí, he oído hablar de ella —respondió el chino.

—Bien, sin duda sabrá que esta famosa cimitarra poco tiempo después fue robada y traída aquí, a Yuen-Kiang, para ser ocultada. ¿Es cierto? Usted debe saber algo de ello.

—¿En Yuen-Kiang?… Mi ilustre letrado, usted bromea.

—¡Bribón! ¿Crees que un letrado es capaz de bromear? ¡Vamos!, habla, explícate. Yo no me iré de Yen-Kiang, sin haber visto la milagrosa cimitarra.

—Pero si yo no sé nada —insistió el chino, que ya había bebido en abundancia—. Usted, ilustre letrado, que sabe tantas cosas, debe saber mejor que yo dónde se encuentra.

—¡Al diablo el ilustre letrado! —exclamó James, que empezaba a perder la paciencia—, dilo tú, sucio hocico amarillo, ¡te lo ordeno!

—Pero ¿qué letrado es usted?

—Un letrado que te romperá las costillas, si te obstinas en callar.

El chino palideció e intentó salir, pero el americano lo había asido por el cuello y empezó a apretarlo. Jorge se lanzó hasta él, rechazándolo.

—¿Estás loco? ¿No ves que te mira todo el mundo? —dijo—. ¿Qué te parece? Un letrado que estrangula a un honesto burgués.

—¿No ves que se obstina en no decir nada?

—¿Qué importa? Ya buscaremos otro.

—Si empezamos así, no sabremos nunca nada.

—Paciencia, James, no es necesario precipitarse.

Aquel día no averiguaron nada, a pesar de interrogar a

otros dos bebedores después de emborracharlos. ¡Cosa extraña! Todos decían no saber dónde estaba oculta la Cimitarra de Buda.

Los viajeros, un poco desanimados, abandonaron la taberna deambulando por la ciudad, visitando algún templo, sorbiendo algunas tazas de té, comprando mantas, una tienda y algunos otros objetos. El capitán cambió también un cierto número de diamantes por oro.

La noche la pasaron en el muelle admirando los fuegos artificiales y especialmente los pao-chu o bambú crepitante, que imita el crepitar de la leña verde, rumor muy grato a los oídos chinos, que incluso lo cantaron en el romance Kung-lo-mêng (sueños del cuarto rojo). A las diez, después del gong, volvieron a la posada.

V. LAS LOCURAS DE DOS FUMADORES DE OPIO

A mediodía del día siguiente, después que el capitán y el chino hubieran salido a la búsqueda de noticias, el americano y el polaco, disfrazados de ricos burgueses y armados con sus bowie-knife, abandonaban la posada con la idea de llevar a cabo algo grande. Los dos valientes querían tener en sus manos la Cimitarra de Buda antes de la noche.

Apenas en la calle, a pesar de los prudentes consejos del capitán y del chino, encendieron sus pipas, atusaron sus bigotes, se echaron el sombrero sobre las orejas y empezaron a abrirse paso, el americano distribuyendo puntapiés y pescozones y el polaco metiendo los dedos en los ojos de los chinos que se rebelaban contra aquel brusco tratamiento.

Así, aterrando a algún campesino, tirando de la coleta a cualquier burgués, o enviando por los aires a un porteador o cegando a un barquero, llegaron hasta el muelle.

—¿Adonde vamos, sir James? —preguntó el polaco tirando el sombrero de un pobre diablo con el que había tropezado.

—A una taberna, a beber, muchacho —dijo el americano—. Es necesario emborrachar a media docena de estos granujas, si queremos saber alguna cosa.

—Pero ¿hablarán? Me parece que ninguno tiene ganas de hablar de la Cimitarra de Buda.

—Ya verás, muchacho, cómo les haremos cantar más fuerte que los gallos.

—¿Acaso ha comprado alguna bebida milagrosa?

—No es necesario, querido. Si encontramos un hombre que sepa algo y que no quiera hablar, lo agarramos y lo asamos a fuego lento. Con semejante tratamiento todas las lenguas se desatan.

—¡Mil bombas! Sus medios no son muy distintos de los que utilizan los pieles rojas.

—Si no lo hacemos así, no conseguiremos nada. Vamos, busquemos una taberna.

—Ahí hay una que nos irá bien. A decir verdad me parece un poco oscura y…

—Mejor, muchacho —le interrumpió el americano—. Así podremos retorcer cualquier cuello y arrancar alguna coleta sin que nos vean. Los dos valientes entraron en la taberna, que a juzgar por su aspecto, debía ser la peor de la ciudad. Era muy amplia, de techo bajo y apenas iluminada por ocho o diez linternas de talco, gran cantidad de mesas de bambú cojas y empapadas de licor y grasa, alrededor de las cuales se encontraban vociferando, porteadores, barqueros, ladrones, bandidos, rateros y soldados ingiriendo enormes vasos de fuertes bebidas. A su alrededor se veían vasos rotos, linternas destrozadas, pipas echas pedazos, banquetas desmontadas, montones de huesos, borrachos tendidos bajo las mesas y esterillas de bambú sobre las cuales roncaban fragorosamente y se agitaban en medio de violentas convulsiones hileras de fumadores de opio.

El americano y el polaco, sofocados por el humo de las pipas y por las emanaciones de los licores, ensordecidos por el vocerío, los cánticos y el ruido de todos aquellos bebedores, en orgía desde hacía dos o tres semanas, se pusieron a dar vueltas buscando un sitio para sentarse.

—¡Demonios! —exclamó el americano—. ¡Esto es un infierno! Vigila a los borrachos, Casimiro, y cuídate de tropezar con cualquier adormecido, si no quieres ganarte una cuchillada. Aquí estamos rodeados de bribones.

—Le confieso, sir James, que en las tabernas de Cantón no he visto jamás una escena semejante. ¡Fíjese allí qué cantidad de fumadores de opio!

—¿Y aquellos comedores de opio apoyados a la pared con la cabeza entre las rodillas que parecen moribundos?

—Pero ¿es que el opio se come?

—El capitán me dijo que en el Asia central son muchos los comedores de opio, y el que se habitúa difícilmente abandona tal vicio. El desgraciado continúa hasta que el veneno acaba con él.

El polaco se acercó a aquellos hombres que parecían mongoles, apretados los unos a los otros, temblando, que respiraban con gran fatiga. Sus ojos habían perdido el brillo normal, los labios colgaban inertes mostrando los dientes, su rostro era pálido, desfigurado. De cuando en cuando un fuerte temblor sacudía los miembros de aquellos miserables, seguido de sobresaltos nerviosos en la cara y de un ronco sonido que salía de la cavidad de su pecho. Casimiro retrocedió horrorizado.

—Causan horror —dijo.

—Son verdaderamente asquerosos —dijo el americano.

Dieron una vuelta por la taberna y se detuvieron ante las mesas de juego, donde porteadores, barqueros y ladrones perdían su dinero, sus cabañas e incluso sus vestidos, y entraron en una segunda habitación mucho más pequeña.

Se sentaron a una mesa coja frente a un chino, el cual, tendido en una silla de bambú, pálido como un cadáver, con la mirada perdida, presa de una aparente calma y una especie de sonambulismo, fumaba una pipa cargada de opio.

—Con ese fumador no creo que haya nada que hacer —dijo el americano.

—Allá tenemos jugadores, sir James —dijo el polaco—. Ofrezcámosles bebida, y cuando estén borrachos les haremos hablar.

—Tienes razón, muchacho. ¡Eh!, tabernero del demonio ¡Eh!, chino, muchacho, patrón, ¡trae whisky!

A la ruidosa llamada del americano, se acercó un mozo.

—¿Tienes un barril de whisky? —dijo el americano, enseñándole un puñado de oro.

—¿Whisky? —exclamó el chino haciendo una mueca—. ¿Qué es eso?

—¡Qué asno! Al menos tendrás gin, o brandy, o rum, o… qué sé yo, licores.

—No sé qué licores sean esos. Si queréis sham-shu de excelente calidad…

—Trae tu sham-shu, pero suficiente para emborrachar a diez hombres.

El mozo, al ver que los dos bebedores tenían mucho oro les trajo un enorme perol de más de quince litros.

—¡Mil rayos! —exclamó el polaco, impresionado por tal abundancia—. ¿Quiere beberse todo esto, sir James?

—Lo beberemos, muchacho —respondió el americano—. ¡Ánimo!, a beber.

Hundieron las tazas en el enorme perol y se pusieron a beber el infernal licor, como si se tratara de simple cerveza.

Al cabo de media hora el contenido del perol había disminuido en un tercio y los dos bebedores se balanceaban peligrosamente sobre las inseguras sillas. El americano, que veía doble, ofreció de beber a algunos chinos que estaban sentados en una mesa cercana, con la esperanza de emborracharles y hacerles hablar. Veinte veces después de haber hablado de política, historia y geografía a su modo, sacó el tema de la Cimitarra de Buda, pero sin resultado. Todos aquellos hombres desconocían su existencia.

—¡Uf! —exclamó el americano, que ya no tenía voz y sudaba como si estuviese en un horno—. Aquí no hacemos nada. Estos buenos hombres beben, pero no quieren hablar. Dime, Casimiro, ¿tienes la cabeza un poco desequilibrada?

—Un poquito, sir James.

—Yo también muchacho. ¿Crees que hayan mezclado algún narcótico en el licor?

—No, debe ser el humo del opio.

—Probemos de movernos.

—¿Y adonde vamos?

—A jugar un puñado de taels a aquella mesa. ¿No te parece que allá están jugando?

—Sí, sí, juguemos, sir James. Ganaremos, estoy convencido.

Los dos amigos, no muy firmes sobre sus piernas, se acercaron a la mesa donde un barquero y un porteador estaban ocupados en despojarse de lo poco que poseían. A su alrededor había siete u ocho tipos malcarados, sin duda compañeros de los jugadores.

—¡Oh, oh! —exclamó James, viendo al barquero sacarse la casaca y lanzarla sobre la mesa—. Ese pobre diablo ha perdido su último sapek y ahora se juega sus vestidos.

—Y después apostará su barca, si la tiene, después su casa —dijo Casimiro.

—La partida será interesante. Acerquémonos un poco a ver.

El barquero, después de dudar un poco, agitó los dos dados, y el porteador hizo lo mismo.

—Partida perdida —dijo James.

El barquero lo miró de reojo, y arrojó sobre la mesa sus zapatos, que también perdió.

El americano, que se divertía enormemente, estaba por lanzar un puñado de sapek a aquel infortunado, cuando éste sacó su cuchillo dejándolo sobre la mesa.

Sus compañeros intercambiaron algunas palabras en voz baja, y después el porteador tiró los dados. El barquero hizo lo mismo. Un rugido salvaje salió de sus labios; había perdido otra vez.

De improviso tomó el cuchillo y con terrible sangre fría se cortó el dedo meñique de la mano derecha que había jugado contra un tael (semejantes atrocidades son comunes entre los jugadores chinos). Todavía no había soltado el cuchillo, cuando un vigoroso puñetazo lo derribó con las piernas en alto.

—¡Miserable! —tronó el americano que no se pudo contener.

—¡Eh! —gritó uno de los jugadores, acercándosele—. ¿Qué quieres tú?

El americano por toda respuesta, sacó su bowie-knife. Los jugadores asustados corrieron precipitadamente hacia la puerta seguidos por el mutilado.

—¡Qué bergantes! —exclamó el yankee—. Me disgusta no haberles roto la cabeza a todos esos ladrones.

—Yo he visto a un chino cortarse los cinco dedos, sir James —dijo el polaco—. Los chinos son jugadores más desenfrenados que los mexicanos y que los peruanos.

—Tienes razón, Casimiro. Vamos, bebamos, que tengo sed.

Volvieron hasta el perol que ya estaba medio vacío y empezaron a beber con furia hasta emborracharse completamente.

El americano, que no sabia lo que hacía después de haber bebido más de veinte tazas, de mandar traer más licor, invitar a beber a varios borrachines, machacado algún ojo y roto alguna cabeza, después, en fin, de haber cantado en todos los idiomas, inglés, chino, italiano, francés, detuvo a uno de los mozos, gritándole:

—¡Eh, tunante!, tráeme una pipa. Hoy es un día de juerga y quiero fumar opio.

—¿Qué hace? —preguntó el polaco, que conservaba todavía un poco de lucidez. Se embriagará, sir James.

—¿Quién se embriagará? —tronó el americano—. Mil pipas de opio no son capaces de emborrachar a un hombre de nuestra talla. ¡Eh, mozo, dos pipas!

—El capitán nos ha prohibido fumar.

—Fumaremos poco, dos o tres bocanadas, lo suficiente para ascender al paraíso de Buda iluminado por cien mil linternas, ¡opio, opio!

El mozo se apresuró a acudir llevando dos pipas de concha con caña de bambú y dos pelotillas de opio, gruesas como dos garbanzos, ensartadas por un pincho. Los dos borrachos, olvidando a sus compañeros que quizá los estuvieran esperando con impaciencia, se tendieron en las esterillas de bambú y encendieron la pipa.

La primera impresión que notaron, al aspirar el humo del venenoso narcótico, fue de una gran calma, una sensación de bienestar, un alivio en la cabeza, una ligereza tal que parecían flotar en el aire; después una hilaridad insólita y una mayor actividad y energía de los sentidos. Arrebatados por estas sensaciones, continuaron fumando hasta que sus párpados se hicieron pesados. Sus rostros no tardaron en empalidecer, los ojos se rodearon de un círculo azulado, sus movimientos empezaron a ser convulsivos, las pulsaciones se aceleraron sensiblemente, los labios temblaron, y por fin, sintieron que sus fuerzas les abandonaban. En medio de una especie de sonambulismo, dejaron caer, sin darse cuenta, las pipas, se estiraron sobre las esterillas y se adentraron en el mundo de los sueños.

Visiones espantosas unas, extrañas otras, pasaban y volvían a pasar ante sus ojos, impresionando vivamente su fantasía, consumiendo sus fuerzas y su sensibilidad.

Unas veces eran monstruos de proporciones gigantescas, cubiertos de armas y de flores y manchados de sangre y leche, que se aproximaban danzando desordenadamente; otras eran enanos deformes, con los miembros truncados, los ojos despidiendo fuego, que asomaban de entre enormes cubetas de sham-shu o botellas de whisky; divinidades chinas del templo de Fo que se contorneaban de mil maneras, negros individuos, cubiertos de largos cabellos y largas coletas que devoraban a los niños; procesiones de condenados con los pechos abiertos, los miembros rotos, descabezados.

Poco a poco, aquellas visiones terribles dejaron paso a otras de banquetes, de alegres fiestas, donde hadas fantásticas con vestidos chinos tendían sus brazos como invitándoles a la fiesta.

El americano acabó su sueño precipitado en un mar de whisky y el polaco dentro de una taza de té hirviendo.

Eran las siete de la tarde, cuando James se despertó, sorprendido de no estar ahogado en el mar de whisky. Se sentía debilísimo y todavía medio borracho. Sacudió al polaco que roncaba con fuerza y lo despertó.

—Vamos, muchacho balbució. Una última taza… de sham-shu y nos marchamos… de este infierno. No comprendo nada…, nada.

Dejaron sobre la mesa algunos taels, vaciaron otra taza de licor, se cogieron del brazo y salieron, uno cantando en inglés el yankee-dodle, el otro, en eslavo, el himno sagrado de Dombrowski con una musicalidad muy apropiada para asustar a la gente.

Durante un buen trecho anduvieron tropezando con todo el mundo que se encontraban, repartiendo puñetazos y patadas a diestro y siniestro, después se detuvieron en el muelle, cerca de un grupo de personas, que rodeaban a un tao-sse, especie de adivino, que hacía levantar a un pajarillo unos papelitos escritos.

—Muchacho —dijo el americano—, ¿y si interrogásemos a ese hombre para… para saber dónde se encuentra la cimitarra? ¡Qué magnífica idea!

—Bien pensado, sir James. ¡Hurra por…, por la Cimitarra de Buda!

Sosteniéndose el uno al otro, se abrieron paso, acercándose a la mesa.

El americano, de un puñetazo aplastó al pobre pajarillo y poniéndolo bajo la nariz del adivino, se puso a gritarle:

—Buen hombre…, te regalo…, ¿comprendes?, te regalo un puñado de oro… pero cuida…, hocico amarillo…, cuida de no engañarme… o te ensarto en un asador o te aplasto… como he aplastado a tu pajarillo.

Lanzó sobre la mesa un tael, que el adivino a pesar de su espanto se apresuró a recoger, y continuó tambaleándose a derecha e izquierda:

—Dime, buen hombre de hocico torcido…, dime si sabes dónde…, dónde han escondido todos estos canallas la Cimitarra de… de Buda. Tú lo sabes, seguro; tú, pero… ¿Qué pasa que la tierra no está firme?

—Estás borracho —dijo el adivino.

—¡Yo borracho! —gritó el yankee, hundiendo la mesa de un puñetazo—. ¡Yo borracho! ¡Mírame, puerco!

El yankee se quitó el sombrero, mostrando su cabeza cubierta de cabellos y lanzó al suelo los anteojos ahumados, mostrando sus ojos perfectamente horizontales. El adivino y todas las personas que estaban allí lanzaron un grito de estupor.

—¡Tú no eres chino! —exclamó el tao-sse, retrocediendo.

El americano se puso a reír estrepitosamente. El polaco, que no estaba tan borracho, lo tomó por una mano, tratando de sacarlo de allí, pero sin conseguirlo.

—¿Qué te importa que no sea chino? —gritó James—. Yo soy James…, James Korsan, ciudadano libre de América…, y tú…, tú eres un bribón. ¡Ja, ja, ja! ¡Que feo eres! ¡Ja, ja, ja!…

—¡Muerte al americano! ¡Muerte, muerte! —gritaba el adivino.

James, aunque ebrio, comprendió que corría un gran peligro. Su puño chocó furiosamente con la nariz del adivino que cayó al suelo ensangrentado. Un grito de rabia retumbó entre la muchedumbre.

—¡Muerte a los extranjeros! ¡Matad a esos perros!

El americano y el polaco, algo asustados por el mal cariz que tomaban las cosas, intentaron escapar antes de que toda la población acudiera a cercarlos, pero cuarenta o cincuenta brazos los detuvieron.

—¡Paso, muchachos! —gritó James—. Soy…, soy un chino como vosotros. ¡Qué diablos!… ¡Sed buenos, muchachos!

Su voz quedó ahogada entre los gritos de la furiosa muchedumbre.

—¡Al río los extranjeros! ¡A la kangue los ladrones! ¡Muerte! ¡Matadlos, matadlos! —gritaban por todas partes.

James intentó rechazar a los más próximos, pero recibió a cambio seis o siete puñetazos. El polaco, con cuatro puntapiés se abrió paso.

Los descargadores y los barqueros, excitados por los gritos estridentes del adivino que perdía sangre a borbotones por su nariz aplastada, se lanzaron impetuosamente adelante, alzando los puños.

El polaco y el americano, armados con las patas de la mesa, cargaron contra la turba, dando palos de ciego, destrozando sombreros, rompiendo cabezas, hundiendo costillas.

Bastaron cinco minutos para poner en fuga a todos aquellos chinos.

—¡Larguémonos! —dijo el polaco.

—¡Sigamos! —rugió el americano—. ¡Nos apoderaremos de la ciudad!

—¿Y el capitán?

—¡Al diablo el capitán!

—Pero vendrán soldados y dispararán contra nosotros. Vayámonos rápido, sir James.

Por el extremo de la calle apareció una patrulla de soldados. El americano, viendo los fusiles, emprendió la fuga, seguido de su digno compañero.

Cinco minutos después, jadeantes, empuñando aún sus palos, entraban en la posada.

VI. EL TEMPLO DE FO

El capitán y el pequeño chino, que hacia cuatro horas que habían regresado, estaban ya dispuestos a salir en bus ca de sus compañeros, cuando éstos llegaron.

No es necesario decir la sorpresa que se llevaron cuando los vieron tan maltratados, con los vestidos hechos jirones, sin sombrero y sin coleta, armados de dos palos, jadeantes y con la cara llena de contusiones.

—¡Gran Dios! —exclamó el capitán—. ¿De dónde venís?

—De la calle —respondió tranquilamente el americano.

—¿En este estado?

—En este estado.

—Pero, desgraciados, vosotros habéis tenido pelea.

—¡Nosotros! Han sido los chinos los que nos han seguido y apaleado.

—Pero ¿dónde habéis estado?

—Primero en una taberna. Queríamos emborrachar a algún chino, pero aquellos hombres eran auténticas esponjas y nos emborrachamos antes que ellos.

—¿Y no habéis averiguado nada?

—Estando los dos borrachos era imposible entender nada. Quizá hayan hablado, hayan confesado todo, pero yo no me acuerdo de nada y Casimiro tampoco.

—¿Dónde ha sido la pelea?

—Nosotros no, fueron los chinos los que nos asaltaron por la cañe, probablemente para robarnos. Pero te juro que por lo menos he tumbado a veinte y Casimiro otros tantos.

—He cometido un error dejándoos salir solos. Debí suponer que cometeríais alguna barbaridad.

—Te repito que no hemos empezado nosotros, sino los chinos.

—Vosotros o los chinos, poco importa. Hablemos de la Cimitarra de Buda.

—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿La habéis encontrado?

—No la he encontrado, pero sé dónde se encuentra.

—Dínoslo.

—Óyeme, James.

—Soy todo oídos.

—Esta mañana, en una tabernucha de los suburbios, hemos interrogado a tres hombres: un burgués, un soldado y un capitán de junco.

—¿Emborrachándolos?

—Naturalmente.

—¿Y qué han dicho?

—El burgués nos ha dicho que la Cimitarra de Buda había sido robada en 1790 por una banda de ladrones y después vendida al emperador de Birmania.

—¿Al emperador de Birmania?

—Sí, James.

—¿Y dónde la hizo ocultar?

—En Amarapura, la capital de su imperio. El soldado nos ha dicho, en cambio, que la había adquirido un príncipe pe-guano, el cual la hizo esconder en la gran pirámide de Choé-Madú.

—¡Diablos! Un poco más y llegaremos a la India.

—El barquero, en cambio, nos ha dicho que fue comprada por los bonzos de Yuen-Kiang, los cuales la escondieron en uno de sus templos.

—¿Y sabemos en cuál?

—Sí, e incluso lo hemos visitado ya. La cimitarra, según parece, está escondida en el vientre de un ídolo de plata dorada.

—¿Y habéis visto ese ídolo?

—Sí, James.

—¿Está habitado el templo?

—Por los bonzos.

—Los estrangularemos a todos. De eso me encargo yo.

—¿Para hacer que nos maten a los cuatro?

—Entonces, ¿cómo entraremos?

—Por el tejado; abriendo un agujero en él. Después nos deslizaremos en su interior con ayuda de cuerdas.

—¿Y los bonzos?

—Por la noche no vigilan.

—¿Cuándo daremos el golpe?

—Esta noche. Ya está todo preparado.

—Vas muy rápido, Jorge.

—Es necesario actuar de esta manera. Temo que se descubra algo acerca de nuestra llegada y de nuestros proyectos. Hemos comprado otros cuatro caballos que nos esperan en el patio, cargados con municiones y víveres para un largo viaje; también hemos comprado cuerdas, linternas, martillos y escoplos. No nos queda más que pagar la cuenta y marchar.

—¿Y si no se encontrase allí la cimitarra? —dijo el polaco.

—Continuaríamos el viaje hasta Amarapura.

—¿Y si tampoco la encontrásemos en Amarapura?… —preguntó el americano.

—Entonces iremos a la pirámide de Choé-Madú.

—Estoy dispuesto a seguirte, Jorge.

—Lo sé, James, y te lo agradezco. En marcha, amigos, y que Dios nos ayude.

Llamaron al posadero, pagaron con generosidad y bajaron al patio. Cuatro vigorosos caballos, cargados de víveres, municiones, armas, cuerdas y ropas, estaban preparados para partir. Los viajeros subieron a ellos y abandonaron la posada, internándose por una ancha calle que dividía en dos a la ciudad.

La noche era muy oscura, y el cielo estaba cubierto de grandes nubes. No se oía ningún ruido, exceptuando el lúgubre chasquido de las banderolas agitadas al viento y el sordo murmullo del río.

A medianoche, después de haber recorrido seis o siete callejuelas totalmente desiertas, los jinetes llegaron a una amplia plaza, en cuyo centro se encontraba un gigantesco templo, aislado, de forma rectangular, con toscas columnas, balaustradas y escalinatas, y adornada su cima con pequeños ídolos de porcelana amarilla, banderolas de hierro, serpientes de porcelana azul y agujas finísimas y muy altas.

—Ya hemos llegado —dijo el capitán, desmontando.

—¿Este es el templo? —preguntó el americano mirando a su alrededor, para asegurarse que no eran espiados.

—Sí, James.

—¿Quién subirá al tejado?

—Min-Sí, tú y yo. Y tú, Casimiro, lleva los caballos hasta aquel grupo de árboles y espéranos.

No había tiempo que perder. El polaco cogió los caballos por las riendas y se alejó. Rápidamente el pequeño chino/ ayudándose con las manos y los pies, se encaramó sobre el techo del templo. Una vez arriba, sujetó un cuerda que llevaba enrollada a su cuerpo a una aguja y lanzó el otro extremo a sus compañeros.

El americano y el capitán, en dos minutos subieron hasta el tejado. Febrilmente se pusieron a trabajar, abriéndose paso entre las tejas, que amontonaban a derecha e izquierda, con gran precaución.

—¡Alto! —dijo el chino después de algunos pasos.

—¿Qué has visto? —dijo el americano.

—Un pequeño agujero.

—Es el que deja pasar luz al interior del templo —dijo el capitán—. Cae justo encima de la cabeza del gran ídolo.

—¿Es cierto eso? —dijo James.

—Me he fijado esta mañana.

—¿Se puede pasar por él?

—No pasaría ni un gato —dijo el chino.

El capitán levantó todas las tejas de alrededor del agujero, y agachándose metió la mano en él para comprobar el espesor del techo.

—No es más de un pie lo que tendremos que taladrar —dijo—. No será mucho trabajo.

—¿Es muy resistente el techo? —preguntó Min-Sí.

—Muy poco. Lo siento crujir bajo mis pies.

—Déjeme a mí que ensanche el agujero. Usted es demasiado pesado.

—Tienes razón, Min-Sí. Retirémonos, James.

El chino se arrastró hasta el agujero, empuñó su bowie-knife y levantó lentamente la arcilla dejando al descubierto un entramado de bambú que con unos cortes deshizo, practicando un amplio orificio.

Retiró los escombros y miró el interior del templo.

—¿Ves algo? —le preguntó el capitán, arrastrándose junto a él.

—Una lámpara que arde ante el altar —respondió el chino.

—Y el ídolo, ¿lo ves?

—Sí, está debajo de nosotros.

—¿Ves algún bonzo?

—El templo está absolutamente vacío.

—Entonces, valor; descendamos.

Min-Sí, aseguró una cuerda alrededor de una gruesa columna de hierro que sostenía un dragón y lanzó el otro extremo hacia el interior del templo. Aguzó el oído, miró una vez más, y se dispuso a descender con el cuchillo entre los dientes. Jorge y el americano le imitaron en silencio.

El templo era bastante amplio, débilmente iluminado por una lámpara de talco, suspendida del techo. En el centro había una pirámide de ladrillos de cemento, en cuya cima se encontraba la estatua sedente de un ídolo de plata dorada.

Alrededor, dentro de nichos, se veían otros idolillos menores, algunos de porcelana amarilla, otros de metal y otros de madera, adornados con flores y hierbas.

—¿Dónde están los bonzos? —dijo el americano algo inquieto.

—Mire aquellas ocho o diez puertas —dijo el chino—. Conducen a sus habitaciones.

—¿Podría salir alguno ahora?

—Es probable.

—Sacad los cuchillos —dijo Jorge—, y silencio absoluto.

Escuchó en todas las puertas, y después ascendió la pirámide de ladrillos donde estaba el ídolo. Mientras subía, el corazón le latía con fuerza y gruesas gotas de sudor corrían por su frente.

En un momento dado se detuvo indeciso, sobresaltado, con el cuchillo preparado. Sus compañeros habían dado un rápido salto hacia atrás, ocultándose tras la pirámide. Un ligero rumor se oía en la otra punta del templo.

Se diría que una llave había girado en su cerradura.

Pasó un minuto, tan largo como un siglo.

Los tres aventureros miraban con ansiedad hacia las puertas, temiendo ver abrirse alguna y aparecer los bonzos.

—Nos hemos engañado —murmuró el pequeño chino, después de otro minuto de angustiosa espera—. ¡Valor, capitán!

—¡Valor, Jorge! —dijo el americano—. Al primero que aparezca lo agarro por el cuello.

El capitán no necesitaba que le animaran; tenía fuego en las venas. Ascendió la pirámide, se acercó al ídolo y le clavó el bowie-knife en el pecho. La hoja penetró en el metal con un ruido seco, deteniéndose ante un obstáculo. Una exclamación, a duras penas sofocada, surgió de la garganta del capitán.

—¿Qué hay? —preguntó el americano, con viva emoción—. Habla, Jorge, habla.

—¡Silencio! —ordenó el capitán, que por primera vez en su vida temblaba como una hoja—. Hay un obstáculo…

—¿La cimitarra, quizá?

—¡Silencio, James, silencio!

Jorge sacó el cuchillo que ya no podía penetrar más, y después de titubear unos instantes, rasgó el pecho del ídolo.

De repente, sus compañeros le vieron vacilar y retroceder pálido, con los cabellos erizados y los ojos extraviados.

—¡Gran Dios! —le oyeron exclamar con voz destrozada.

—¿La cimitarra?, ¿la cimitarra? —dijo el americano, intentando ascender hasta él.

El capitán hizo un gesto de desesperación.

—¡Jorge!… —murmuró el americano.

—¡Capitán!… —murmuró Min-Sí.

—¡James!… No hay nada…, ¡nada!… —dijo Jorge.

El americano emitió un auténtico rugido.

—¡Nada!… ¿No está la cimitarra?… —exclamó.

—¡No, James, no!

—¡Silencio! —dijo en aquel instante el chino—. ¡Baje, capitán, baje!

Se había abierto una puerta con un prolongado chirrido y en ella apareció un bonzo cubierto con una larga túnica amarilla y con una linterna en la mano. Jorge, el yankee Y el chino se apresuraron a esconderse detrás del altar.

El bonzo, después de escuchar atentamente y mirar a su alrededor, avanzó con paso silencioso hacia la pirámide. Colocó la linterna en el primer escalón, desciñóse el rosario que llevaba en la cintura y sentado en el suelo inició una plegaria.

Min-Sí le dirigió al capitán una seña decidida.

—Te comprendo —murmuró Jorge—. Sé prudente.

El chino se alejó de puntillas, dando la vuelta al altar para no ser visto.

El capitán y el americano, inmóviles como estatuas, con el corazón oprimido, seguían la audaz maniobra de su compañero, dispuestos a correr en su ayuda.

De repente el chino se lanzó sobre el bonzo, al que sujetó por la coleta; lo derribó y amordazó en un abrir y cerrar de ojos antes de que pudiera decir nada. El capitán y el americano, provistos de sólidas cuerdas en pocos instantes lo ataron fuertemente, impidiéndole hacer el menor movimiento.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó el americano.

—Lo sacaremos fuera y lo haremos cantar —respondió el capitán—. Nos dirá dónde está la Cimitarra de Buda.

—¿Y qué es lo que había en el interior del ídolo?

—Una barra de hierro en vez de la cimitarra. Apresurémonos, amigos, antes de que lleguen los otros bonzos.

Min-Sí, viendo que no sería fácil salir por el tejado con el prisionero, abrió la puerta del templo. El americano se cargó a las espaldas al pobre bonzo que estaba medio muerto del susto y lo trasladó hasta la orilla del Kou-Kiang, poniéndolo al pie de un árbol. Sus compañeros, cerrada la puerta, se apresuraron a alcanzarlo.

—Amigo mío —dijo Jorge al prisionero, quitándole la mordaza y colocándole el cañón de su pistola bajo las narices—, ante todo te advierto que haré funcionar esta arma si te obstinas en callar o si intentas engañarnos. Tú sabes que con una bala se va directamente a encontrarse con Buda.

El bonzo, aterrorizado, temblando, lanzó un gemido.

—¡Piedad! —balbució—. ¡Piedad! Soy un pobre hombre.

—No te tocaré ni un cabello, si me respondes a todo lo que te pregunte. Escúchame bien, y no pierdas ni una palabra. En 1790, desapareció del palacio del emperador Khieng-Lung la Cimitarra de Buda. ¿Quién la robó y dónde la ocultó? Piénsalo bien antes de contestarme, y no olvides que hay tenazas enrojecidas que arrancan la piel a tiras, cuchillos que dejan los huesos desnudos y braseros que asan las plantas de los pies.

—¡No sé nada! —balbució el pobre bonzo, al que ya no quedaba sangre en las venas.

El capitán hizo ademán de disparar la pistola.

—No me matéis —gimió el bonzo cayendo hacia atrás.

—Habla, pues. ¿Dónde está la Cimitarra de Buda?

—No lo sé…, en Yuen-Kiang no está.

—Escúchame, bonzo: nosotros hemos sido enviados aquí por el emperador, tu señor, para encontrar el arma de Buda. Engañándonos a nosotros, engañas al emperador. Habla, habla, te lo ordeno, y te lo ordena el emperador.

El bonzo golpeó el suelo con su cabeza dos o tres veces, pero sin decir palabra. Parecía estar a punto de morir de miedo.

—¡Bonzo! ¡bonzo! —repitió el capitán con acento amenazador—. Habla o te hago asar a fuego lento.

—¿No os he dicho que la cimitarra no se encuentra en Yuen-Kiang? —gimió el pobre diablo.

—Pero tú debes saber dónde se halla. Lo leo en tus ojos.

—Os lo diré, pero no me matéis.

—Te prometo que te dejaremos marchar libremente.

—Escúchame, pues.

El capitán, James y Min-Sí se acercaron al bonzo.

—En 1790 —empezó a decir, después de haber meditado unos instantes—, un ferviente creyente de Buda, el príncipe Yung-se, robó la cimitarra del Palacio de Verano de Pekín y la donó a nuestro templo. Durante catorce o quince años permaneció en nuestro poder, pero en 1804, el príncipe, totalmente arruinado, nos la arrebató para venderla. Primeramente fue a parar a Tonkín, después a Siam y finalmente a Birmania.

—¡Birmania! —exclamó el capitán.

—Sí, a Birmania.

—¿Y la vendió?…

—Al emperador por un precio fabuloso.

—Y ahora se encuentra…

—En Birmania.

—¿Dónde?… ¿En qué ciudad?

—No lo sé. Algunos dicen que está escondida en un templo de Amarapura, otros en cambio, aseguran que está en la pirámide de Choé-Madú.

—¿Es todo lo que sabes?

—Todo —respondió el bonzo.

—¿Y tú me aseguras que no está en Yuen-Kiang?

—Te lo aseguro, no está.

—Júralo por tu Buda.

—Lo juro —contestó el bonzo sin titubear.

El capitán volvió a amordazarlo, lo ató al árbol, y se incorporó. Su mano se tendió hacia occidente, en dirección a Birmania.

—Amigos —les dijo con voz vibrante—, hacia Amarapura, y que Dios nos ayude.

VII. UN ELEFANTE MALHUMORADO

En el centro de la gran península indochina, encerrada entre Birmania, Siam, Tonkín, y la provincia china de Yun-Nan, se encuentra una vastísima región recorrida por dos grandes ríos, con pocas montañas e inmensas llanuras, que se llama Laos. ¿Cuál es su extensión? ¿Cuál el número de sus habitantes? ¿Cuáles sus reinos? ¿Cuáles sus ciudades? Nadie lo puede decir con exactitud.

Son pocos los viajeros que han osado atravesar aquella región, y casi todos han dejado descripciones poco claras y nada exactas. Algunos, incluso, se contradicen.

Se afirma que hay allí un reino llamado Jangomá, gobernado por monjes budistas, con grandes arrozales, rico en metales preciosos, benjuí y almizcle, y célebre por la belleza de sus mujeres, codiciado por los reyes de los países vecinos. ¿Dónde se encuentra? Nadie puede precisarlo.

También se ha dicho que existe un reino llamado Lac-Tho, sin ciudades, ni ríos, ni montes; rico, en cambio, en plantaciones de bambú, algodón y depósitos de sal. Las tribus que lo habitan viven en la simplicidad de la edad del oro y la propiedad es comunitaria. Las cosechas se dejan en el campo sin vigilancia, las puertas de las casas permanecen abiertas de noche, los forasteros son acogidos con gran cordialidad. ¿Existe realmente este reino, o se confunde con el verdadero Laos al que los chinos llaman Lac-chue? Nadie lo sabe, como tampoco se sabe dónde pueda encontrarse.

Se dice, por último, que hay un tercer reino que da el nombre a la región, llamado Laos, que es el más potente, el más poblado y el más extenso, con hermosas ciudades que se llaman Kiang-Seng, Lé, Meng, Kemerat y Leng. Es una gran llanura sin apenas colinas o montañas, bien regada según Méndez Pinto, Marini, Da-Crusc, Kemfer y Du-Halde, y sin ningún río según La Bissachere. No obstante, es cierto que el Lam-tsan-kyang, que penetra en Siam, recorre la región en toda su extensión.

Algo más se sabe del reino de Laniang, que ocupa la parte meridional de la extensa región.

Este reino, vastísimo, está poblado por gente bien formada, robusta, de color aceitunado y, generalmente, afable y cortés.

La capital, que también da su nombre al reino, y que significa en el idioma del país «miles de elefantes», surgió a la orilla del Me-Kong o Lam-tsan-kyang, y está defendida por murallas altísimas y profundos fosos. El palacio del rey, grandioso como el que más, ocupa más de media ciudad.

El rey es el príncipe absoluto y no reconoce ningún superior, tanto en asuntos temporales como espirituales, disponiendo totalmente de las tierras y riquezas de sus súbditos. La ciudad es muy populosa, la tierra fertilísima, rica en minas de oro, plata, hierro, plomo, estaño, y rubíes; abundante y a bajo precio, la sal, que se forma en los arrozales en forma de espuma que el sol endurece; fauna muy variada y gran número de elefantes, rinocerontes y búfalos.

Desde hacía un mes, los buscadores de la Cimitarra de Buda, con buenos caballos y bien armados, recorrían esta vasta región, desconocida tanto para el capitán como para Min-Sí. Al no encontrar el arma en Yuen-Kiang, aquellos hombres de hierro se habían lanzado sin vacilar sobre el interminable camino del oeste, decididos a llegar a la frontera birmana y descender el Irawadi hasta Amarapura, para reemprender su búsqueda, dispuestos, si fuera necesario, incluso a llegar hasta Pegú y a la gran pirámide de Choé-Madú.

Los volvemos a encontrar una noche, poco después del crepúsculo, acampados en una extensa llanura rodeada de bosques, y a cerca de ocho millas del río Nu-Kiang.

La tienda estaba montada y un gran fuego ardía a pocos pasos.

El chino y el polaco jugaban a los dados cerca de los caballos, que estaban atados a una estaca. El americano, más gordo que nunca, tendido sobre un lecho de frescas hojas, fumaba beatíficamente una sucia pipa de arcilla fabricada por él, mientras el capitán examinaba atentamente su mapa, midiendo la distancia con un viejo compás.

—¿Has acabado? —preguntó el americano—. Ya hace media hora que estás rompiéndote la cabeza delante de ese jeroglífico.

—Mido la distancia que deberemos recorrer para llegar al Nu-Kiang.

—¿Qué es ese Nu-Kiang?

—Un hermoso río que nos veremos obligados a atravesar.

—¡Otro río! Ya hemos atravesado el Me-Kong, el Lam-tsam-kiang y el Me-Nan. Esto no se acabará nunca.

—Es el último, James, después ya no volveremos a encontrar ningún otro hasta llegar al Irawadi.

—¿Cuánto necesitaremos para llegar hasta el río birmano?

—Por lo menos un mes más.

—¡Otro mes!

—¿Te asusta?

—No, pero nuestros caballos me parece que están algo fatigados. Si encontrásemos alguna ciudad…

—Es muy difícil, James.

—¿Acaso no hay ciudades en esta región?

—No digo que no, pero ¿dónde están?

—¿Tu mapa no las indica?

—Mi mapa está casi en blanco.

—¡Oh! ¡Los geógrafos!

—Estamos recorriendo un país totalmente desconocido. Quizá seamos nosotros los primeros en explorarlo.

—Bueno ¿Cuándo volveré a…? ¡Oh!

—¿Qué ocurre?

—¡Silencio! ¿No oyes?

El capitán prestó atención. En la lejanía, entre los bosques, se oía un sordo martilleo que iba acercándose poco apoco.

—¿Qué sucede? —preguntó el polaco, levantándose precipitadamente.

—Se diría que en los bosques hay caldereros —dijo el americano—. ¡Din!, ¡din! ¡Bum!…, ¡bum!… Esto es música.

—Tocan los gongs —dijo Min-Sí.

—¿Qué son esos gongs? —dijo el yankee.

—Tambores de cobre que golpean con un martillo.

—¿Y vienen a tocarlos a los bosques?

—Tendrán algún motivo para ello —respondió el capitán.

—¿Quizá nos vengan a dar una serenata?

—¿No oye, sir James, que también cantan? —dijo el polaco.

—Dime, Jorge, ¿y si fuese a ver qué es?

—Sé sensato, James —dijo el capitán—. No sabemos con quién tendríamos que enfrentarnos.

Los músicos estaban ya muy próximos y se oían sus diferentes y desacompasadas voces. Debían ser unos treinta, con cuatro o cinco gongs que batían furiosamente, despertando todos los ecos de los bosques.

El capitán, que se había alejado unos centenares de pasos de la tienda, divisó, entre el follaje del bosque, numerosas antorchas que despedían resplandores rojizos.

—Es una procesión —dijo al americano, que se le había reunido—. Quizá hayan sacado a su dios a pasear.

—¿Tienen dios estos salvajes?

—Como todo el mundo, James.

—¿Cómo le llaman?

—Shaka, que quiere decir «el comandante».

—Seguro que será cualquier trozo de madera esculpido y dorado.

—Es probable, James.

—Me gustaría seguirlos hasta su pueblo.

—No necesitamos nada, James. Los caballos no son muy buenos, pero podemos caminar y los víveres son abundantes. ¿Qué más queremos? Volvamos al campamento e intentemos dormir, que mañana quiero hacer una buena tirada.

Los dos aventureros volvieron a la tienda donde les aguardaban con inquietud sus compañeros. Tomaron una taza de té y, excepto Casimiro que se encargaba de la primera guardia, los demás se tendieron bajo la tienda cerrando los ojos.

A media noche, no había pasado nada, ni ningún ser viviente había aparecido por allí: Casimiro despertó al chino, al cual correspondía la segunda guardia.

—¿Nada? —dijo Min-Sí.

—Nada —respondió el polaco.

—¿No han vuelto los que batían los gongs?

—No los he vuelto a oír.

El chino tomó su carabina, dirigió una mirada sobre la llanura y satisfecho después de aquel examen se sentó cerca de la tienda fumando una pelotita de opio. Como ocurre casi siempre en estos casos, incluso a los fumadores habituados desde la infancia, el chino poco a poco cerró los ojos y se durmió profundamente. Imaginémonos su sorpresa y su terror cuando, al despertar, vio ante él, a siete u ocho pasos de distancia, un animal de enormes dimensiones, gris, con una larga trompa y dos blancos y agudos colmillos. Lo reconoció rápidamente.

—¡Un elefante! —murmuró palideciendo horriblemente.

Se vio perdido. No fue capaz ni de pedir ayuda, ni de utilizar su carabina que tenía a su lado. Pasaron unos instantes sin que el elefante se moviese. Parecía como si el muy bribón se divirtiera enormemente con el terror del pobre diablo. Lo miraba con dos ojos maliciosos, agitaba lentamente la trompa, movía la cabeza, y levantaba sus patas, ahora una, ahora la otra, pero nada más.

De pronto dio dos pasos hacia adelante, avanzó su trompa y con un fuerte golpe, derribó la tienda sepultando bajo ella al chino y a los que dormían dentro.

El americano, el polaco y Jorge, despertados de aquella manera, se apresuraron a salir con la carabina en la mano.

—¿Qué ocurre? —dijo el americano—. ¡Rayos! ¡Un elefante!

—¡Corramos! —gritó el polaco.

—¡Dispara, Casimiro! —tronó el americano.

—¡Quieto! ¡Quieto! —gritó el capitán—. ¿Dónde está Min-Sí?

El chino, frío del espanto, se incorporaba.

—¡Quietos! ¡quietos! —decía—. No disparen o estamos perdidos.

El elefante, después de su jugarreta, se alejaba dirigiéndose lentamente hacia el bosque, meciendo su enorme trompa y emitiendo sordos mugidos.

—Pero ¿cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó el americano.

—No lo sé —respondió el chino—. Me dormí y al despertar me lo he encontrado delante.

—¿Y no le has disparado?

—Estaba a diez pasos.

—Tanto mejor.

—Una bala no basta, James —dijo el capitán.

—¿Y lo vamos a dejar marchar? —interrogó el americano—. Un gigante de su talla merece una bala y… ¡Oh!

La exclamación era producida por un retumbar de gongs y un griterío ensordecedor que provenía del bosque.

—¡Diantre! —exclamó el americano—. ¡Otra vez la procesión!

—Bueno —dijo el polaco—. Tendrán un hermoso encuentro.

—¡A caballo!, ¡a caballo! —gritó el capitán—. Si no nos apresuramos, el elefante hará una masacre con todos esos pobres diablos.

Examinaron rápidamente sus carabinas y pistolas y salieron al galope. El elefante estaba en el límite del bosque y se disponía a entrar, cuando aparecieron treinta o cuarenta laosianos de mediana estatura, cubiertos con blancos vestidos muy ajustados, sin armas, batiendo furiosamente los gongs que llevaban sujetos a la cintura.

Con gran sorpresa de los jinetes, aquella tropa en vez de huir, rodeó al gigante chillando y batiendo los gongs con mayor rabia si cabe. Los aventureros detuvieron sus caballos.

—¡Esos hombres están locos! —exclamó el americano.

—¿Puede tratarse de un elefante amaestrado? —preguntó el capitán al chino.

—No puede ser otra cosa —respondió el chino.

—¿Y si nos apoderáramos de él para montarlo? —dijo James.

—¿Y por qué no? Un viaje en elefante debe ser divertido;

—¡Preparad las carabinas! —gritó el capitán.

El elefante, después de soportar tranquilamente el griterío y el ensordecedor batir de los gongs, había asido de pronto con su trompa a un indígena.

El pobre hombre, sofocado por la formidable trompa y sacudido con fuerza, lanzó un grito desgarrador mientras sus compañeros se precipitaban a huir, deteniéndose en el límite del bosque.

—¡Corramos! —gritó el americano, montando la carabina.

—¡Adelante! ¡Adelante! —tronó el capitán.

Los caballos partieron rápidos como el viento hacia el elefante que no abandonaba su presa.

A cuarenta pasos de distancia los jinetes dispararon sus armas.

El paquidermo, herido en varias partes de su cuerpo, lanzó un furioso mugido, apretó con más fuerza al desgraciado que ya no daba señales de vida, y lo zarandeó a veinte pies del suelo, estrellándolo contra el tronco de un árbol.

Los jinetes, al ver que las balas no habían producido ningún efecto, no se atrevieron a acercarse y volvieron los caballos, alejándose lo más rápidamente posible.

El paquidermo vaciló un momento, después, presa de una cólera espantosa, se lanzó tras los fugitivos dando tumbos gigantescos, derribando árboles y arbustos con la rapidez de un huracán. Infundía terror al más valiente.

Los caballos temblaban de miedo, corrían al azar, encabritándose, lanzando coces y sin obedecer a las bridas, intentando librarse del jinete e impidiendo a éste cargar la carabina.

El elefante, en cambio, avanzaba recto, con la boca abierta, la trompa levantada, los ojos encendidos, dispuesto a aplastar a sus adversarios.

En menos de cinco minutos se colocó detrás del americano, que luchaba desesperadamente para dominar su caballo. Viéndose la trompa del elefante a pocos metros de distancia, el yankee se puso a chillar:

—¡Socorro!… ¡Me mata!…

En aquel mismo momento se sintió derribado con el caballo.

El coloso, cubierto de sangre, se inclinó sobre él lanzando un largo mugido. Su trompa se movía en el aire como si dudase qué víctima escoger.

—¡Ponte bajo el caballo! —gritó una voz que el americano reconoció como la del capitán—. ¡Atención!

Los tres jinetes corrían en su ayuda. Se oyeron tres detonaciones. De pronto el elefante, sin duda herido de muerte, se tambaleó a derecha e izquierda, giró sobre sí mismo y cayó a tierra con un sordo rumor.

VIII. LAS EXIGENCIAS DEL HERMANO DE MA-KONG

El elefante, herido en un ojo, estaba muerto. Estaba caído sobre un costado y todavía inspiraba temor. El americano, que afortunadamente no había sufrido ninguna herida, no se cansaba de dar vueltas alrededor de aquella masa de carne que cincuenta hombres no hubieran sido capaces de mover.

—¡Qué animalote! —exclamó, llevándose las manos a las costillas para asegurarse de no tener ninguna rota—. Os confieso, amigos míos, que me ha hecho temblar. Un poco más y mi pobre cuerpo hubiera sido reducido a un montón de huesos rotos.

—Pero ahora nos vengaremos por ese mal rato —dijo el polaco—. Aquí tenemos la trompa, que según dicen es un bocado exquisito.

—Déjame hacer a mí, muchacho —dijo el americano—. Devoraré tanta carne que me convertiré en un pequeño elefante.

—E invitaremos a los indígenas.

—¡Bravo!, pero ¿dónde se han escondido que no se les ve?

—Han huido hacia el bosque —respondió el capitán.

—¿Y quiénes eran? ¿Cazadores, quizá?

—Probablemente los dueños del elefante.

—¿Entonces no era un elefante salvaje?

—No es posible, porque los indígenas iban desarmados. Sin duda el coloso había comido mucho azúcar y manteca.

—¿Qué?… ¿Que el elefante había comido demasiado azúcar? ¿Acaso le hace el efecto del whisky?

—Exactamente, James. Para habituar a los elefantes a combatir entre ellos, se les da azúcar y manteca. Al cabo de cierto tiempo se vuelven furiosos y muy peligrosos.

—Entonces será más sabroso. ¡Cáspita! Un elefante engrasado con manteca y azúcar. ¡Afuera los cuchillos!

Los cazadores pusieron manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos cortaron una pata, bocado exquisito y delicado. El capitán, que en sus viajes lo había comido más de una vez, se encargó de asarla según el método africano. Excavó en la tierra un hoyo bastante grande, lo llenó de leña seca y prendió fuego. Esperó a que la leña se consumiese, separó los tizones y colocó la pata entre dos grandes hojas, envuelta, cubiertas de ceniza caliente y encima encendió otro fuego. Al cabo de una hora los viajeros se sentaban en medio de la hierba con el asado ante ellos exhalando un perfume delicadísimo. El americano iba a atacar con su cuchillo, cuando los tam-tam volvieron a escuchar se en el bosque.

—¿Qué sucede? —preguntó, acercando la mano a su carabina.

—¡En pie, amigos! —ordenó Jorge.

Ochenta o noventa indígenas, armados con cimitarras y lanzas y protegidos con grandes escudos, avanzaban con rapidez, lanzando gritos que no tenían nada de alegre. En medio de ellos caracoleaba un pequeño caballo indochino, enjaezado lujosamente, montado por un indígena de arrogante aspecto, vestido de seda amarilla y armado con una cimitarra dorada.

—¿Quiénes son? —dijo el americano, más sorprendido que asustado.

—Habitantes de Laos —respondió el chino—. ¿No ves que llevan las trenzas ensartadas en las orejas?

—¡Diantre! Esto es nuevo para mí. En vez de pendientes estos señores se colocan los cabellos. ¿Qué querrán?

—No lo sé, pero estemos en guardia. Nos hallamos en un país en el que se adora a los elefantes.

—Son capaces de atacamos para vengar la muerte del elefante, su ídolo —dijo el capitán.

—Bastará una descarga para dispersarlos —dijo Casimiro.

—Me temo todo lo contrario. Se dice que estos indígenas son muy valerosos.

Los indígenas estaban ya junto al elefante y lo habían rodeado. El jinete desmontó, tendió las manos hacia el cielo, después hacia los viajeros y pronunció un discurso lanzando sobre el elefante frutas, flores y puñados de arroz.

—Esos hombres están locos —dijo James—. ¿Qué significa toda esa comedia? Parecen patos asustados,

—Lanzan maldiciones contra nosotros —dijo Min-Sí.

—Me río yo de sus maldiciones.

—Y yo, sir James —dijo Casimiro.

—Te creo, muchacho. Veamos…

No pudo acabar. Había dado cuatro o cinco saltos hacia dos indígenas que se habían acercado poco a poco aprovechando su descuido y se llevaban el asado.

—¡Bergantes! —gritó el yankee—. ¡Ayuda, amigos!

Jorge, Casimiro e incluso el flemático Min-Sí se lanzaron contra los ladrones que intentaban huir con su presa, pero se detuvieron de pronto, al ver a todos los otros reunirse en tomo del jinete y preparar sus armas.

—Deja ir el asado —gritó Jorge a James, que corría tras los dos ladrones—. Todos junto a mí con las armas prestas. Aquí no se respiran buenos aires para nosotros.

—¡Démosles batalla! —gritó el americano que empezaba a calentarse.

—No cometamos imprudencias, James. ¡A caballo! ¡A caballo!

Los indígenas se acercaban rápidamente haciendo un ruido infernal. El capitán y sus compañeros se lanzaron hacia los caballos que pastaban a doscientos pasos de distancia, pero apenas subieron a las sillas, fueron rodeados por aquella banda rugiente.

—Yo disparo contra estos sucios cerdos —dijo el americano, montando la carabina.

—No, James, no los irritemos. Min-Sí, pregunta qué es lo que quieren de nosotros —dijo el capitán.

El chino dirigió su caballo hacia el jefe de la banda y le hizo señas de que quería hablarle. El griterío ceso en el acto.

—¿Qué quieres de nosotros? —preguntó Min-Sí mirando de arriba abajo al jefe—. ¿Y quién eres tú que osas amenazarnos?

—Soy el hermano del rajá Ma-Kong, señor de esta comarca.

—¿Y qué quieres?

—Que se me pague el elefante.

—Fija la suma y se te pagará.

—Antes dime qué habéis utilizado para abatir a un animal tan fuerte y tan grande.

—Nuestras armas —respondió Min-Sí, imprudentemente,

—Entonces, me las entregaréis.

—Imposible.

—Te repito que me las daréis, si es que queréis marchar, y ten en cuenta que el hermano del rajá Ma-Kong no es hombre que tolere las burlas.

El chino se dirigió hacia sus compañeros y les puso al corriente de lo que exigía el salvaje.

—No consentiré nunca desprenderme de mi fusil —dijo Jorge.

—Ese bribón nos querrá hacer alguna jugarreta.

—¿Quién? ¿Ese papanatas? —dijo James—. Me lo como de un solo bocado si se atreve a poner su mano en mi caraba na. Peleemos, Jorge; tengo la sangre hirviendo.

—Calma, sir James —dijo Min-Sí—. Tengo una idea que quizá nos saque del apuro.

Volvió hasta el jinete y después de haber reflexionado unos instantes, le dijo:

—Aceptamos entregarte las armas que han abatido el elefante, pero queremos darte un consejo.

—Di lo que sea, te escucho —respondió el hermano del raja.

—Nuestras armas son potentes, ciertamente, pero para poder utilizarlas es necesario disponer de una protección especial por parte del dios Gadma. Sin ella, al primer disparo morirás.

El jinete hizo un gesto de espanto.

—¿Es cierto lo que dices?

—Te lo juro. ¿Eres protegido de Gadma?

—No, ¿y tú?

—Somos sabios de las fuentes del Mei-Nam y protegidos de Gadma. ¿Quieres ahora nuestras armas?

—¡No! ¡No! —exclamó el indígena.

—Entonces déjanos marchar.

El jinete hizo una mueca.

—Pides mucho —dijo—. Mi hermano ha perdido un elefante, y es justo que paguéis algo.

—Sólo tengo unas onzas de plata.

—De acuerdo, me darás cuarenta y os dejaré el paso libre.

La suma no era muy grande para los viajeros, que todavía tenían bastante oro. El capitán, que tenía prisa por partir, sacó las cuarenta onzas, pero el jinete, en vez de abrir paso, hizo rodear más estrechamente los caballos, que quedaron inmovilizados.

—¡Oh! —gritó el americano furibundo—. ¿Qué juego es éste?

—Será necesario pelear —dijo el capitán—. Esta chusma no nos dejará pasar si no los obligamos a golpe de carabina.

—¡Deja paso! —amenazó el chino, volviéndose hacia el jinete—. ¿Todavía no estás satisfecho?

—Todavía no —respondió el salvaje—. Atravesáis el territorio del rajá Ma-Kong; pagad, pues, el derecho de peaje. Diez onzas más y me voy.

—¡Tú quieres robarnos, ladrón!

—Dadme las diez onzas.

—¿Y si no queremos?

—Os hago matar —respondió con decisión el indígena.

El chino, viéndolo decidido a no ceder, se resignó a pagar la suma exigida. Los indígenas esta vez mantuvieron su palabra y se apresuraron a dispersarse por la llanura, dirigiéndose unos hacia el bosque y otros hacia el elefante. Los viajeros, al ver el paso libre, se lanzaron al galope en dirección Oeste.

IX. DEL NU-KIANG AL IRAWADI

Se encontraban recorriendo el territorio comprendido entre el Mei-Nam y el Nu-Kiang, país desconocido totalmente, jamás pisado por europeos. Al Oeste se extendían algunas cordilleras de respetable altitud, con extraños perfiles y laderas cubiertas de espesos bosques; al Este, Sur y Norte, en cambio, se extendían inmensas llanuras, en parte cultivadas y en parte cubiertas de plantaciones de índigo y caña de azúcar y surcadas aquí y allá por ríos de poca importancia. Los aventureros, a pesar de no conocer el territorio, galopaban en dirección a las montañas. Min-Sí abría la marcha y detrás de él, en apretado grupo, marchaban los demás con las carabinas delante de la silla, dispuestas para ser utilizadas contra un probable asalto de los guerreros de Ma-Kong. A mediodía, la pequeña patrulla llegaba al pie de las montañas y emprendía decididamente la ascensión, a través de arbustos y macizos de nardos, plantas de la familia de las liliáceas que crecen únicamente en terrenos áridos y arenosos. Avanzando con bastante rapidez, a pesar de los frecuentes obstáculos que les obligaban a desmontar, hacia el crepúsculo llegaban a la cima de la montaña. El 2 de septiembre los aventureros descendían a la vertiente opuesta y contemplaban una llanura árida, sin un solo árbol, sin hierba y totalmente ennegrecida.

—¿Ha habido un incendio? —dijo James, sorprendido.

—Los mismos habitantes lo provocaron —respondió Min-Sí.

—¿Con qué objeto?

—¿No ve pequeños esqueletos por todos lados?

—Sí, sí, los veo. Son mil, dos mil, diez mil. ¿A qué animal pertenecen?

—A ratas.

El americano soltó una sonora carcajada.

—¿Quiere eso decir que los habitantes de este país han prendido fuego a la llanura para destruir las ratas?

—Exactamente, James —dijo el capitán.

—¿Temen a esos roedores?

—Mucho y con razón, porque a veces irrumpe un ejército de esos roedores, dificilísimos de combatir y lo destruyen todo a su paso.

—¿De dónde vienen?

—De las montañas, James. En Birmania las ratas son una plaga periódica. A intervalos variables, estos devoradores, de dientes puntiagudos, invaden las llanuras destruyendo las cosechas y asediando los pueblos, que sus habitantes se ven obligados a abandonar.

—Es curioso. ¿Y no se pueden destruir de otra forma?

—Sólo con el fuego; y no siempre. Son tantos que a veces apagan las llamas con sus cuerpos. Ni siquiera los ríos pueden detenerlos y es preciso ver con qué orden los atraviesan. Se dice que no se extravía ni uno y que ninguno se ahoga.

—¿Y por qué emprenden semejante emigración?

—Cuando en las montañas y cerros falta alimento, obligados por el hambre, descienden en masa compacta hacia la llanura y muchas veces los habitantes de los pueblos sufren hambre por culpa de las ratas.

—Es una auténtica plaga.

—Precisamente, James.

—Me gustaría ver una emigración de esos animalitos.

La conversación se vio interrumpida por un fuerte trueno que se perdió en el lejano horizonte, cubierto de densas masas de vapor.

—La estación de las lluvias vuelve —dijo el capitán.

—¡Cómo! ¿Todavía no ha acabado? —dijo James.

—Todavía no. Tenemos lluvia para un mes. Los ríos de Birmania aún no se han desbordado.

—¿Corremos peligro, pues, de que se repita la desagradable aventura de las inundaciones?

—No lo creo. Llegaremos al Nu-Kiang antes de que inunde la llanura.

—¿Qué distancia crees que nos separa del río?

—Antes de llegar será preciso atravesar un gran afluente. Calculando todo, nos quedan todavía cincuenta o sesenta millas. Apresurémonos, amigos, ya está aquí la lluvia.

En efecto, las cataratas del cielo empezaron a abrirse. Primero cayeron goterones, después una lluvia espesa, acompañada de truenos espantosos, relámpagos que cegaban y un endiablado viento.

Los viajeros, cubriéndose de la mejor manera posible, recibieron con resignación aquel aguacero, apresurando la marcha de los caballos, los cuales se hundían hasta media pata en anchos charcos formados por los hoyos del terreno.

A mediodía, atravesaron, por un puente de bambú, el afluente del que hablara el capitán, y después de un breve descanso, ascendieron una nueva cadena de montañas que se extendía a lo largo de más de cincuenta millas. La lluvia no cesó un solo instante. Parecía que quisiera repetirse el Diluvio Universal. De las montañas descendían torrentes impetuosísimos y tan anchos, que hacían difícil y peligrosa la maniobra de atravesarlos.

Al llegar la noche, los viajeros, abatidos, empapados de agua, se detuvieron cerca de un bosque de areches, cuyas hojas, grandes, sirvieron para construir un rudimentario cobertizo que les protegiese de la lluvia. La noche fue horrible. Se desencadenó un furioso huracán, que rugía pavorosamente entre los árboles y sacudía y levantaba el débil cobertizo. Ninguno pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, haciendo un esfuerzo, se pusieron nuevamente en marcha, forzando rabiosamente a los pobres animales que estaban agotados. La subida de aquellas montañas fue durísima. Se vieron obligados a parar veinte veces al borde de profundísimos barrancos; veinte veces sintieron los caballos que les faltaba terreno donde posarse y veinte veces corrieron el peligro de despeñarse por agudas pendientes. A las diez de la mañana, después de haber atravesado nuevas montañas y de descender a las llanuras del Oeste, inundadas en gran parte, llegaban a orillas del Nu-Kiang. Este río, casi desconocido, caprichosamente trazado en los diferentes mapas, es uno de los más importantes que posee la península indochina. Según parece, nace en la parte oriental del Tibet, en la provincia de Cham, en un pequeño lago encajonado entre aquellas altiplanicies. Con el nombre de Burung se abre paso entre las montañas y penetra, primero, en la provincia de Yun-Nan occidental, después en Birmania, donde toma el nombre de Nu-Kiang, Than-Luen, Thaleayn o Muttama, se acerca por debajo del paralelo 25° hacia el Schue-Kioung, afluente izquierdo del Irawadi, y prosigue su marcha hacia el sur entre las regiones más desconocidas del alto Laos, donde se ensancha y aumenta su caudal, desembocando en el golfo de Hartaban, después de recibir las aguas del Gen y haber recorrido cerca de mil cuatrocientas leguas. Justo donde estaban los jinetes, el río tenía una anchura de un kilómetro aproximadamente, pero discurría con gran rapidez entre las dos márgenes, cubiertas de una exuberante vegetación. Junto a algunos islotes, el capitán divisó a varios indígenas ocupados en pescar, tripulando unas barcas de alta proa. Aquellos hombres tenían la piel bronceada, los rasgos no muy diferentes a los de los chinos, cabellos largos, algunos de cuyos mechones se ensartaban en los orificios de las orejas, desmesuradamente alargadas. El americano observó que llevaban el pecho cubierto de numerosos tatuajes.

—¡Qué extraño adorno! —dijo—. Parecen maoríes de Nueva Zelanda.

—Realmente es extraño, pero útil, James.

—¿Útil?, ¿para qué?

—Porque preserva de las lanzadas y sablazos.

—Tú exageras, Jorge.

—Así lo dicen los birmanos.

—¿Y tú te lo crees?

—Algo sí, ya que el tatuaje aumenta notablemente el espesor de la piel. En cambio no creo que el tal espesor sea capaz de que una lanza lo atraviese.

—Apresurémonos a pasar el río —dijo Min-Sí—. Me parece que aquellos pescadores tienen intenciones de marcharse.

A la primera llamada del capitán, se acercó una gran barca tripulada por media docena de indígenas. Hombres y caballos embarcaron y pocos minutos después desembarcaban en la orilla opuesta, ante un numeroso grupo de cabañas y cobertizos. El capitán compró arroz, pez seco y el excelente chou-chou chino, y aprovechó la parada para disfrazarse, junto con sus compañeros, de birmano, a fin de poder moverse con mayor libertad en el territorio del gran imperio vecino. Se pintaron la cara y gran parte del cuerpo de un color bronceado brillante, se afeitaron apuradamente la barba, que los birmanos suelen arrancarse, y ennegrecieron sus dientes y se cubrieron con una larga zamarra y un par de anchos calzones de tela. Un sombrero acabado en punta y un par de zapatos con la puntera vuelta hacia arriba completaban su atavío.

—Me da la impresión de volverme cada vez más feo —dijo el americano—. Primero amarillo, ahora bronceado, ¿y después?… Acabaré negro.

A las cuatro de la tarde los viajeros volvieron a montar sobre sus fatigadas cabalgaduras, marchando siempre hacia el Oeste, atormentados por una lluvia sutil que calaba hasta los huesos. El paisaje empezaba a cambiar. A las llanuras húmedas, cultivadas, bien regadas, sucedían colinas boscosas que se elevaban como si quisieran formar una cadena montañosa. Se veían aquí y allá algunas cabañas, miserables chozas, pero era de esperar que más adelante no encontraran ninguna hasta las orillas del Irawadi. Al caer la noche llegaron a las primeras estribaciones de una cordillera que separa el valle del Nu-Kiang de la cuenca del gran río de Birmania, y al día siguiente se internaban por espesos bosques de ték, de calambucr de royoc, de umbelíferas y de gutagambas. Aun cuando los caballos no podían más, los viajeros no se detenían más que breves momentos, decididos a llegar, cerrada la noche, a unas cincuenta millas del Irawadi. El 4 de setiembre el tiempo aclaró, ante los soplos impetuosos del viento que descendía de la lejana cadena del Tibet. El capitán, viendo que los caballos se caían de fatiga, atrasó la partida hasta el mediodía. El día 5, el gran río birmano no se veía todavía. Llanuras inmensas, totalmente desiertas, la mayor parte convertidas en lagos, sucedían a otras no mucho mejores. Muy de tarde en tarde se divisaba un collado o algún bosquecillo. Ni una sola cabaña, por más que se mirase a lo lejos.

Caía ya la noche y el capitán estaba a punto de dar la orden de detenerse cuando Min-Sí, escuchando atentamente, creyó oír en la lejanía un sordo mugido.

—¡Alto! —exclamó—. Allá abajo hay un río.

—¿El Irawadi? —preguntaron a una el capitán y el polaco.

—Sin duda alguna.

Desmontó, apoyó un oído en tierra y escuchó, conteniendo la respiración. La tierra transmitía claramente el murmullo prolongado propio del agua, que al correr choca contra la orilla.

—¡El río! ¡El río! —gritó volviendo a montar su caballo.

Los caballos, impulsados con fuerza, volvieron a correr, atravesando llanuras húmedas, bosques de tek y plantaciones de bambú. Empezaban a aparecer cabañas por todas partes, semiocultas entre el verdor de los bosques y también algunos pueblecitos.

X. LA CAÍDA DE UN «RAHAM»

El Irawadi, o Erwadi, o Iravati, o mejor aún Arah-wah-ty, como lo llaman los indígenas, es el más grande de los ríos que surcan la península indochina. Se ignora dónde están situadas las fuentes de este río, en cuyas orillas se levantan opulentas ciudades e importantes ruinas, por no haber sido explorado su curso por viajeros europeos. Algunos las sitúan en el monte Damtsuk-kabad, en el Tibet oriental, en los 30° 10' de latitud Norte y los 79° 35' de longitud Este; otros en el corazón de la gran cadena del Himalaya, más exactamente en las estribaciones del Davvlagiai. Los geógrafos modernos, con más fundamento, lo sitúan en el país de Khanti, en los 28° de latitud, entre Assam y la frontera china.

De las salvajes regiones del Norte, el Irawadi desciende lentamente hacia el sur, describiendo unas curvas más o menos anchas, abriéndose paso entre los montes, llanuras y bosques, recogiendo las aguas de los ríos Gogung, Ghia-lungru, Chiardi, Phoung dioydzanbo, Djot-chou, Chang, Galdyaomourau Putchon, Madard, Myinguyamyt y Pau long por su lado izquierdo y bañando sucesivamente las ciudades de Jikadze, Rimboung, Jagagungghar, Kanni-Yua, Chagain, que en otro tiempo fue ciudad imperial y que actualmente cuenta con veinte mil habitantes; Amarapura, la Ciudad de los inmortales, capital en 1824, bien poblada, defendida por bastiones, murallas y fosos y con un soberbio palacio; Ava, la moderna capital, centro comercial, célebre por sus templos; Pahemghee, con astilleros de pequeños navíos y bosques de tek; Prome, que tiene un puerto capaz para navíos de quinientas toneladas y, en fin, la elegante Bassein, situada en la parte occidental del río, y la opulenta Rangún a treinta y dos kilómetros del mar, con más de cuarenta mil habitantes.

Este gran río, que es para Birmania lo que el Ganges para Bengala y el Nilo para Egipto, que en junio, julio y agosto se desborda fecundando extraordinariamente la campiña, después de recibir a tantos afluentes, después de haber bañado tanta ciudad, y después de formar un delta amplísimo y recorrer más de mil novecientos kilómetros, desemboca a través de cuatro bocas y centenares de canales, en el golfo de Martaban, ¡sustrayendo al territorio birmano sesenta y dos metros cúbicos de terreno por minuto…!

Los viajeros, acercándose a la orilla, que distaba más de mil metros de la otra ribera, habían desmontado de sus caballos y buscaban algún barquero.

—Mirad allá, junto a la orilla, cerca de aquel bosque, ¿no veis un grupo de cabañas? —dijo el chino—. Aquello es un pueblo, y un pueblo que está situado a la orilla de un río debe tener barcas.

—Dices bien, microscópico artillero —dijo James—. ¡Adelante!

Conduciendo a los caballos por las bridas, se pusieron en camino y llegaron, al cabo de media hora, al pueblo, el cual estaba formado por una doble hilera de cabañas. El americano pasó revista a todas las habitaciones, pero estaban bien cerradas y ninguna luz brillaba en su interior. Al acercarse a una de ellas, oyó un fuerte ronquido

—Duermen como lirones —dijo—. ¿Derribo la puerta?

—Dejémosles dormir —respondió el capitán.

—¿Y la barca?

—Allá veo una media docena de ellas. Tomaremos una y embarcaremos.

Ataron los caballos a un árbol y se dirigieron sin hacer ruido hacia la orilla, al lado de la cual se mecían diez o doce barcas de tres o cuatro toneladas, muy largas y levantadas por la proa y la popa. Apartaron una de ellas, la cargaron con sus armas, municiones y víveres, y saltaron a bordo, empuñando los remos.

—Adelante —dijo alegremente el americano.

El polaco, con un vigoroso golpe de remo, impulsó la barca y se dejaron llevar por la corriente que descendía del Norte, con notable velocidad, envolviendo en sus simas gran número de árboles, de más de cien metros de longitud. Hacia el sur no se divisaba ni barca ni pueblo alguno. Las dos orillas separadas por más de ochocientos metros, no mostraban más que inmensos arrozales y bosques espesísimos, bajo los cuales se oían bramar elefantes, rugir tigres y silbar a los rinocerontes. El americano, al oír a las fieras, se estremecía y acariciaba el gatillo de su carabina.

—Las orillas de este río son un auténtico jardín zoológico —dijo—. Daría unos meses de vida por desembarcar y cazar a esos gigantes.

—¿Para que le maten, sir James? —dijo el polaco.

—¿Qué tontería dices, muchacho?

—¿Acaso no oye a los elefantes?

—Con un balazo en un ojo, cae el elefante más pintado.

—¿Y los rinocerontes, y los tigres? Son bestias birmanas, no chinas…

—Birmanas o chinas, son bestias asiáticas.

—¿Qué quiere decir?

—Que no son peligrosas. ¡Eh!, nos hacen señales.

Seis o siete cohetes habían surgido de improviso por encima de la espesura del bosque, a una media milla de la orilla derecha, estallando y esparciéndose en medio de una lluvia de chispas.

—Tranquilos —dijo el capitán—. Estamos en el mes de setiembre que es cuando los birmanos acostumbran a lanzar gran cantidad de cohetes.

—¿Para divertirse?

—No, para conocer los pronósticos. He ahí un cohete que se ha apagado a mitad de camino; el pobre hombre que lo ha lanzado, quedará envilecido.

—¿Por qué?

—Porque se considerará mal visto por su dios.

—¡Por su dios! ¿Tienen un dios los birmanos, Jorge?

—Tienen más de uno.

—¿También aquí está Buda?

—Buda está en China, Birmania, Siam, Tonkín, Cochinchina e India.

—Dime, Jorge, ¿quién era este señor Buda?

—¡Cómo!, ¿no lo sabes?

—Sé que es un dios y que tenía una cimitarra: la que desde hace cuatro meses buscamos con gran peligro para nuestro pellejo.

El capitán se puso a reír.

—¿Por qué ríes? —preguntó el americano—. ¿Es que he dicho alguna tontería?

—¿Pero es que crees que pertenezca realmente a Buda la cimitarra que estamos buscando?

—¿Lo dudas? Así lo dicen todos los chinos.

—¿Y quién se lo ha dicho a los chinos?

—¿Quién?… ¿quién?… ¡Y yo qué sé! —dijo el americano rascándose la cabeza—. ¿Y quién te ha dicho a ti que no perteneció a Buda?

—Buda no fue un guerrero, James, todos deberían saberlo.

—Entonces, ¿quién era ese maldito Buda?

—Primeramente, te diré que no existió un solo Buda, como generalmente se cree.

—¡Cómo! —exclamó el americano—. ¿Hubo más de un Buda?

—Efectivamente, los Buda son muchísimos, pero únicamente se conocen los nombres de los veinticuatro últimos.

—¡Yo, por lo visto, bajo de las nubes!

—Te explicaré quiénes fueron esos Budas. En diversas épocas, separadas por unos espacios de tiempo incalculables, aparecieron en la India hombres de una gran sabiduría y de santidad perfecta, los cuales, libres de la influencia de las pasiones, consiguieron apagar en ellos todo deseo sensual, incluso el de vivir. Y por virtud perseverante, por esfuerzo intelectual, adquirieron un conocimiento exacto de la verdad universal y la enseñaron a los pueblos, que los adoraron y les dieron el nombre de Buda, que quiere decir «iluminado». ¿Has comprendido?

—Perfectamente —dijo el americano—. Pero ¿a cuál Buda dicen que pertenece la cimitarra que estamos buscando?

—Al último, que nació en el año 624 antes de Cristo, en la ciudad de Kapilavastu, capital del reino que gobernaba su padre, el rajá Suddhodano. Al nacer, este Buda recibió el nombre de Ssiddarth, pero se le conoce con el nombre de Ssakya-Muni. Y ahora aprovechemos la comente que nos lleva para descansar un poco.

Al día siguiente, cuando el sol reapareció en el horizonte, el río ofreció una espléndida vista. Las dos riberas se habían ensanchado mucho y mostraban majestuosos bosques, en las lindes de los cuales surgían animados pueblecillos formados por cabañas de madera con tejados arqueados y cubiertos con enormes hojas dispuestas en forma de tejas. Aquí y allá, semiocultas por los árboles, aparecían graciosas casas cubiertas de dorados, refulgentes a los primeros rayos de sol; bellísimos quioscos de extraña arquitectura y numerosos templos, erizados de puntas doradas, sostenidos por columnas variopintas, bajo las cuales se podían ver monstruosos ídolos representando algunos a Gadma, y otros rakress, o demonios indios, de la ciudad de Arracan.

Una docena de barcas con la proa levantada y rematada por una cabeza de tigre, o de elefante o cocodrilo, y varias balsas formadas por enormes troncos de tek, descendían a favor de la corriente, tripuladas por semidesnudos barqueros del color del bronce, llenos de brío, cantando monótonas canciones.

—Mire cuántos templos, sir James —dijo el polaco—. Ya he contado una docena.

—Y todavía tendrás ocasión de contar muchos más —dijo Jorge—. Los birmanos han cubierto su país de templos y muchos de ellos son bellísimos.

—He ahí uno que parece muy grande —dijo el chino, señalando seis o siete agujas doradas que se elevaban en medio de un bosque situado a media milla hacia el sur.

—Un templo tan alto indica que estamos próximos a Kanny Yua —dijo el capitán.

—¿Encontraremos licor?

—Tanto como quieras, James, y también alimentos.

La barca, hábilmente conducida, en breves instantes llegó a la orilla, repleta de barcas de todas dimensiones y formas, construidas con troncos vaciados. Los aventureros, protegidos por sus ropas birmanas y por el color térreo de su piel, desembarcaron sin ser molestados, atando su barca a la orilla. Kanny-Yua está formado por ciento cincuenta cabañas de madera que pueden desmontarse en diferentes piezas y trasladarse a cualquier lado. De importante no tiene más que dos o tres templos, uno de los cuales tiene muchos dorados y muchas columnas cubiertas de laminillas metálicas. Su población oscila entre mil y mil quinientos habitantes, chinos en su mayoría, procedentes de la frontera septentrional, y algunos arracaneses. Su importancia es grande, ya que domina el río, y su tráfico es muy activo, comerciando tanto con los países septentrionales como con los meridionales. Los viajeros, después de dar un pequeño paseo por la ciudad visitando algunos templos, entraron en una taberna donde hicieron algunas compras y comieron, aunque bastante mal, por no permitir la religión birmana sacrificar animales domésticos. El americano hizo honor, a pesar de ello, a las hojas de acedera selvática, hervidas junto al arroz; al búfalo de la selva, al camaleón y al té, que los birmanos toman en rama, condimentado con ajo y aceite. A las cinco de la tarde, cargados de arroz, pescado seco, carne de búfalo y respetables frascos de aguardiente de arroz, volvieron a la orilla para embarcar. Imagínense su sorpresa al no encontrar la barca que tan sólidamente ataran por la mañana.

—¿Quién la habrá robado? —rugió el americano, enfurecido.

—No es posible que la hayan robado —dijo el capitán—. Las leyes birmanas castigan muy severamente a los ladrones.

—Entonces ¿dónde se ha metido? —preguntó el violento yankee que no cesaba de dirigir furibundas miradas a su alrededor—. No creo que se haya roto la cuerda.

—Quizá se haya ido a pique. ¡Bah! compraremos otra.

El americano iba a seguir al capitán, cuando oyó gritar a Casimiro:

—¡Nuestra barca! ¡Nuestra barca! ¡Ah, bribones!

El capitán se volvió y vio la barca en medio del río, dirigiéndose a la otra orilla. Tres hombres la montaban; dos eran barqueros y el tercero era un personaje de pequeña estatura, con la cabeza rasurada y envuelto en una túnica amarilla. En una mano llevaba una gran caja barnizada llena de frutas y arroz.

—Es un raham —dijo.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó el americano enseñando sus puños.

—Una especie de bonzo; un fraile, en una palabra.

—Monje o fraile, lo cojo por el pescuezo y lo estrangulo.

Mientras lo decía, y antes de que el capitán pudiese de tenerlo, el yankee se precipitó hacia el raham que deseen día a tierra en aquellos momentos.

—¡Miserable! —rugió asiéndolo por el cuello—. ¡Te voy a matar, fantoche!

Descargó su puño sobre el rostro del monje, que empezó a sangrar. Un grito desgarrador se escuchó, seguido inmediatamente por cien rugidos de rabia. Los mercaderes, cargadores y barqueros que estaban en la orilla se lanzaron como un solo hombre en ayuda del monje, el cual había caído pesadamente a tierra, medio muerto por el terrible puñetazo del americano.

—¡Huyamos! ¡Huyamos! —gritó el capitán, empujando al americano hacia la orilla.

Los cuatro aventureros se precipitaron en la barca empuñando rápidamente los remos. Los birmanos, furiosos, les seguían de cerca gritando con todas sus fuerzas:

—¡Muerte al sacrílego!

El más decidido de ellos, no contento con gritar, sujetó la barca por la proa, pero el capitán, que estaba atento, de un fuerte empujón lo derribó.

—¡Remad! ¡Remad! —gritó, saltando al remo—. ¡Rápido, rápido o nos matan!

No había tiempo que perder. Los fugitivos se encorvaron sobre los remos e impulsaron la barca, dirigiéndose hacia la orilla opuesta, a pesar de los gritos, las amenazas e intimidaciones de la muchedumbre, que iba creciendo por momentos. De los campos, de las cabañas, de todas partes, atraídos por un furioso batir de gongs y tam-tam, acudían soldados y campesinos armados con mosquetones de mecha y pedernal, lanzas, picas, sables, hachas, cuchillos, palos y piedras. La barca estaba ya situada en medio del río, cuando un disparo salió de la orilla. La bala, rebotando en el remo del polaco, hirió al americano en la frente.

—¿Estás herido? —preguntó el capitán con ansiedad.

—Tengo la piel dura. ¡Ah! Allá veo al bribón.

Un birmano, semidesnudo, se agitaba en la orilla del río, mostrando el mosquete todavía humeante. El americano cogió su carabina y de un disparo lo derribó.

—¡Mirad!… —gritó de pronto el polaco, que hacía esfuerzos desesperados.

El capitán miró a estribor y distinguió una gran barca de casi cien metros, pesadísima, tripulada por una cincuentena de hombres y armada, a proa, con una pieza de artillería.

—¡Valor, muchachos! —gritó—. Si nos aborda esa cañonera, estamos perdidos.

La barca de nuestros amigos estaba separada de la orilla por unos doscientos metros, mientras que la cañonera estaba a más de medio kilómetro, aunque se acercaba con la rapidez de una saeta, impulsada por muchísimos remos.

—¡Alto! —oyeron gritar al timonel.

—¡Aprisa! ¡Aprisa! —gritó a su vez el capitán.

Un trazo de fuego y una nube de humo blanco, aparecieron en la proa de la cañonera, después una fuerte detonación y un agudo silbido se escucharon. Una bala de cuatro libras atravesó la popa de la barca.

—¡Maldición! —rugió el americano, viendo entrar el agua en gran cantidad.

—¡Valor! —gritó el capitán—. ¡Estamos salvados!

La orilla estaba a muy pocos metros. Los aventureros, con cuatro vigorosos golpes de remo acercaron la barca a la arena en el momento en que una segunda bala salía de la cañonera.

—¡A tierra! —gritó el capitán—. Y encomendémonos a nuestras piernas.

Tomaron las armas, municiones, mantas y víveres, saltaron sobre la arena y salieron corriendo a toda prisa, seguidos por el griterío rabioso de los birmanos, que veían cómo el sacrílego escapaba sano y salvo.

XI. LA ORILLA DERECHA DEL IRAWADI

Las tinieblas, que caían rápidamente, favorecían la precipitada fuga de los aventureros, los cuales, sin preocuparse de la granizada de balas de los birmanos, se internaron a toda prisa en los bosques, confiando en el vigor y elasticidad de sus piernas. Ninguno de ellos conocía el territorio, pero en aquel momento eso importaba poco. Uno junto a otro, con los fusiles bajo el brazo, los oídos atentos y los ojos bien abiertos, corrían como ciervos, ocultándose entre los espesos matorrales, saltando grandes árboles abatidos, atravesando charcas o remontando pequeños torrentes para no dejar huellas tras de sí. Los gritos de los birmanos y los disparos que cada vez se escuchaban más cerca, les espoleaban. Sabían todos que si caían en manos de aquellos fanáticos no saldrían con vida. Hacía ya veinte minutos que corrían, siempre perseguidos, cuando el capitán se detuvo bruscamente a la orilla de un pequeño río.

—¿Qué sucede? —dijo el americano, que llegaba jadeante y empapado de sudor.

—Veo la cúspide de una pagoda —dijo el capitán, mostrando a los últimos resplandores del crepúsculo una alta barra de hierro que sobresalía entre el follaje del bosque.

—¿Qué haremos?

—Es necesario seguir adelante, James. Es posible que ahí haya un pueblecito y podamos comprar caballos.

—Pero… ¿y si nos reciben a balazos?

—Responderemos; rápido, saltemos el riachuelo y a la carrera.

No había tiempo para titubeos. Los birmanos se acercaban rápidamente disparando sin cesar, batiendo furiosamente sus tambores y soplando desesperadamente sus trompetas. Los fugitivos vadearon rápidamente el riachuelo, treparon a la orilla opuesta y se internaron por un sendero que les condujo hasta un pequeño claro. Allí, para su desgracia, no había pueblecito alguno, pero sí una pagoda que parecía haber sido bombardeada, a juzgar por su aspecto totalmente ruinoso.

—Volvamos al bosque —dijo el capitán.

Armaron las carabinas y volvieron bajo los árboles. Iban a reemprender la carrera, cuando oyeron a muy poca distancia relinchos, mugidos y voces humanas.

—Es una caravana que se acerca —dijo el pequeño chino.

Del bosque salían, en aquellos momentos, caballos, bueyes, ovejas y cabras, conducidos por dos campesinos. El capitán se colocó delante de la manada disparando su carabina al aire. La detonación hizo huir a los dos campesinos, los cuales creían tener delante una partida de bandidos.

—¡A caballo! —gritó Jorge, dejando caer al suelo un puñado de monedas para indemnizar a los campesinos.

Los birmanos llegaban a la carrera gritando y agitando sus armas. Los fugitivos cubrieron con sus mantas el lomo de cuatro vigorosos caballos, saltaron sobre ellos y partieron rápidos como el viento en dirección al mediodía. Sus perseguidores hicieron seis o siete disparos, pero sin alcanzar a nadie. Los jinetes forzaban a sus caballos pinchándoles con sus cuchillos, y en pocos minutos estuvieron fuera de tiro. La noche era muy oscura. A duras penas distinguían los troncos de los árboles y los espesos arbustos que de cuando en cuando les cerraban el paso, y pese a ello los fugitivos dejaban que los caballos prosiguieran su carrera. Habían recorrido ya cinco o seis millas, cuando un bulto negro atravesó rápidamente el sendero que recorrían, a muy pocos pasos del capitán. Éste se detuvo bruscamente, haciendo inclinase al caballo hasta tierra.

—¡Alto! —ordenó, sacando la carabina del arzón.

—¿Qué sucede? —dijo el americano que llegaba a la carrera.

—Es extraño —dijo el capitán después de una pausa—. Me ha parecido ver a un hombre atravesar el camino.

—Habrá sido un tigre —dijo el americano.

—Hombre o animal, sigamos adelante —ordenó Jorge—. Estamos aún muy cerca del Irawadi.

Continuaron por el sendero y después de atravesar la plantación llegaron al Mena-Kiung, el cual discurría con gran furia por entre dos riberas cubiertas de árboles y grandes charcas en las que se pudrían enormes montones de vegetales. Buscaron un vado pero, no encontrando ninguno, decidieron acampar en la orilla, al pie de unos zarzales.

Al día siguiente, 10 de setiembre, después de una noche bastante tranquila a pesar de los rugidos de los tigres y de los mugidos de una manada de elefantes, los intrépidos viajeros reemprendieron la marcha. Atravesaron el Mena-Kiung dos millas más arriba, y galoparon hacia el Sur, manteniéndose a diez o doce millas del Irawadi, orientándose por el sol, ya que la brújula se había quedado en la barca. Los bosques se sucedían unos a otros, formados por soberbias encinas de las cuales se cuentan más de setenta especies; hopaco oloroso, árbol muy bello que da excelente madera para construcción, y mimosas chatecu, planta preciosa de cuyas ramas, cortadas en pedacitos y cocidas, los birmanos extraen el chatecu, también llamado «tierra japonesa». Un poco más tarde a estos bosques sucedieron unos bosquecillos, después pequeñas llanuras y a lo lejos algunas colinas. Pronto empezaron a aparecer cabañas aisladas, pueblecitos y algunas antenas adornadas con campanillas indicando que se trataba de un templo de talapoines o una pagoda de rahaa. A mediodía los jinetes se detuvieron delante de una cabaña medio derruida, invadida por una enorme cantidad de hormigas grandes de color verde. El americano se sorprendió.

—¡Rayos! —exclamó—. Parece que no son sólo las ratas las que se dedican a los movimientos migratorios. Nunca había visto un país semejante.

—Cuidado con los picotazos de estos insectos, porque son terribles —dijo el capitán.

—¡Estos birmanos son verdaderamente desgraciados!

—Todo lo contrario, son muy afortunados. Las hormigas verdes son un plato delicioso para los indígenas.

—Me gustaría probarlas.

—Ya las probarás en Amarapura.

A las dos, los jinetes reemprendieron la marcha bajo un sol ardiente y algunas horas después llegaban a las primeras estribaciones de una gran cadena de montañas que se perdían en el horizonte.

A pesar de que el capitán no recordaba haber visto en su mapa (perdido como la brújula) elevarse montañas tan próximas al Irawadi, dirigió su caballo hacia ellas en las cuales se distinguían huellas de antiguos senderos.

A las ocho, en el momento en que el sol se ocultaba, el polaco, que cabalgaba a la cabeza del grupo, señaló una cabaña de bambú de cuyo techo se veía salir una delgada columna de humo.

Los jinetes se encontraban en la cima de una colina. En pocos minutos descendieron y se dirigieron con gran alboroto hacia la cabaña, de la que no cesaba de salir humo.

—¡Eh! ¡Posadero, birmano, tonkinés, negro, sal fuera! —gritó el americano, desmontando.

Un hombre semidesnudo, de tez muy oscura, salió mirando de reojo a los jinetes.

—¡Qué tipo más feo! —exclamó el americano.

—Sí que lo es —dijo el polaco—, me da la impresión que no está dispuesto a recibimos muy bien. ¡Fíjese cómo nos mira!

—Si no nos acoge bien, le obligaremos a hacerlo. Ahí veo alimentos que nos están esperando.

El birmano, apoyado en la puerta de la cabaña, con los puños apretados como si estuviera dispuesto a repeler un ataque, no abría la boca.

—¡Eh!, amigo mío, nos morimos de hambre —dijo James—. Pon tu despensa a nuestra disposición. Te pagaremos bien.

El birmano, al ver que se acercaban a él, entró en la cabaña tratando de cerrar la puerta, pero el americano de un salto lo alcanzó sujetándolo por los hombros.

—Amigo mío, no hagas tonterías —le dijo haciéndole salir—. No es ésta la manera de tratar a unos caballeros.

El salvaje lanzó un grito de rabia e intentó morder al americano, pero éste, con una violenta sacudida lo derribó, arrastrándolo hasta una estaca de la cabaña donde, ayudado por sus compañeros, lo ató sólidamente, a pesar de la desesperada resistencia que oponía.

Examinaron la cabaña, descubriendo una cazuela con trozos de ciervo y bajo el cobertizo hallaron una gran cantidad de arroz. El polaco y el americano se apresuraron a preparar la comida.

Cuando estuvo preparada, los viajeros se dispusieron a hacer trabajar sus mandíbulas, sin preocuparse en absoluto de los gritos y amenazas del birmano.

James, como de costumbre, comió y bebió por dos, ingiriendo una gran cantidad de aguardiente verdoso.

—Nunca había comido tan bien —dijo el glotón—. Las maldiciones de ese salvaje me han despertado un hambre de oso.

—Pero esas maldiciones nos acarrearán desgracias, sir James —dijo el polaco—. Ese bribón continúa invocando la venganza de Gadma.

—Yo no temo a Gadma. Si se acerca por aquí lo aso y me lo como.

—¡Qué antropófago! ¡Eh, tú! ¡Cállate, por mil demonios! ¿No has acabado aún? —dijo el polaco dirigiéndose al prisionero que continuaba gritando de tal forma que no podían escuchar lo que decían—. ¿Quieres volverte hidrófobo?

—Me parece que ya lo está. En cuanto lo soltemos nos saltará encima —dijo James.

—Pero nosotros somos cuatro, y él está solo.

—¿Quién dice que está solo? —preguntó el chino—. Ahí veo un ajedrez y para jugar se necesitan dos personas:

—¿Un ajedrez? —exclamó el capitán levantándose—. Nada mejor para pasar una buena velada.

Se acercó al tablero de ajedrez, al cual los birmanos, jugadores apasionados, dan el nombre de xedrin, y comprobó que no faltaba ninguna pieza. Preguntó al birmano quién era su compañero de juego, pero no obtuvo respuesta y sí en cambio una lluvia de maldiciones.

—Dejemos ahí a ese animal rabioso —dijo el americano—, y si te parece hagamos una partida.

El capitán y el yankee, se encontraron algo extrañados al principio al hallarse con piezas de formas muy extrañas; pero pronto comprendieron que la reina estaba representada por el primer ministro y que las torres estaban sustituidas aquí por elefantes.

La partida fue larga y reñida entre aquellos dos buenos jugadores, pero al final perdió el americano. El capitán iba a concederle la revancha, cuando oyeron gritar al polaco:

—¡Aquí! ¡Aquí!

El americano lanzó el ajedrez a un rincón de la cabaña y se precipitó afuera seguido por Jorge.

La luna brillaba por encima de los montes y se veía como en pleno día. El polaco señaló a sus compañeros un hombre, armado de un gran mosquete, que descendía de la colina.

—¡Eh, amigo! —gritó el americano—. Puedes venir sin miedo.

El birmano le oyó y se detuvo bruscamente, haciendo pasar el fusil del hombro a sus manos. Parecía indeciso; dio algunos pasos, y después, al ver que el americano salía a su encuentro, escapó con la velocidad de un ciervo. En menos de cinco minutos alcanzó la cima de la colina, desapareciendo entre las sombras de los bosques.

Volvieron a entrar en la cabaña, asegurando bien las ataduras del prisionero, el cual ya no tenía fuerzas para gritar y se tendieron sobre un lecho de hojas, quedando de guardia el chino. A las cinco de la mañana los viajeros, bien provistos de víveres que pagaron al birmano en monedas sonantes, abandonaron la cabaña, y se dirigieron hacia el sur.

XII. EL GUÍA BIRMANO

El tiempo no era bueno. Espesas nubes se amontonaban en la profundidad del cielo, cubriendo las cimas de los montes. Parecía inminente un aguacero o una tormenta. En efecto, a seis millas de la cabaña empezó a caer una densa granizada, que desnudaba con gran rapidez las plantaciones de bambú y molestaba a los viajeros de tal modo que les obligaba a resguardarse la cabeza con las mantas. A pesar de ello, ninguno dijo nada de volver a la cabaña o de dirigirse hacia el bosque que cubría las faldas de los montes. Los cuatro tenían prisa por llegar hasta el Irawadi para alquilar una barca y descender hasta la Ciudad de los inmortales. El territorio circundante estaba deshabitado, viéndose en cambio gran cantidad de charcas en las que miles y miles de pájaros acuáticos se solazaban; también se veían plantaciones de bambú, tulda y árboles de tek. A las once de la mañana volvió a salir el sol, y el capitán ordenó parar al pie de un tamarindo para que descansaran los caballos. A los pocos minutos de detenerse oyeron a poca distancia un disparo de fusil. En un país tan desierto, un disparo era para ser tenido en cuenta, y por ello los viajeros corrieron a tomar sus armas y a ponerse en guardia.

—¿Quién habrá disparado? —dijo James—. ¿Habrá sido el birmano de la cabaña?

—Vayamos a verlo, James. Pero tened las armas listas.

La detonación había sonado en medio de un bosque que se extendía hasta las primeras estribaciones de las montañas. Se internaron en él con los oídos atentos a los más leves ruidos. Después de diez minutos llegaron a un pequeño claro, en medio del cual, junto a una pequeña charca, un birmano estaba desollando un jabalí. A poca distancia de él, apoyado en un árbol, estaba su fusil. Aquel hombre era grueso, robusto, con la cara salpicada de viruela asiática, y de un color oscuro. A primera vista no inspiraba confianza alguna. Al oír el relincho de los caballos, se incorporó con sorprendente agilidad.

—¿Eres cazador? —le preguntó el capitán en chino.

El birmano le miró unos instantes en silencio, después contestó también en chino:

—Sí, cazador.

—¡Vaya! —exclamó el americano—. Este bribón habla chino.

—¿Eres birmano? —dijo Jorge.

—Sí, birmano de la Ciudad de los inmortales —respondió el cazador.

—Nosotros nos hemos extraviado y debemos llegar a Amarapura. ¿Quieres servirnos de guía?

El birmano se pasó una mano por la cara, y después de una breve vacilación, respondió:

—Yo no soy rico.

—Lo imagino —dijo el capitán—. Cuando lleguemos a Amarapura te daremos diez onzas de oro.

El birmano no lo dudó y se comprometió a conducirles hasta las orillas del Irawadi, y después, en barca, hasta Amarapura. Concluido el trato se dispusieron a asar un trozo de jabalí. El birmano, ayudado por el polaco, terminó de preparar la carne; encendieron un gran fuego y asaron los trozos más suculentos. Mientras se preparaba el asado, el capitán llamó al chino y al americano aparte para discutir lo que debían hacer. A decir verdad, el aspecto de aquel indígena no era muy tranquilizador, pero con una fuerte suma se le podía comprar para que les ayudase a encontrar la cimitarra. Esto fue lo que el capitán expuso a sus compañeros. El americano, que todo lo encontraba bien y fácil, lo apoyó, pero el chino no estuvo de acuerdo, hasta que no hablaran con el birmano explorando prudentemente el terreno antes de hacerle la propuesta. La comida estuvo preparada inmediatamente. El birmano, que no era menos tragón que el americano, entre bocado y bocado explicó a los extranjeros que se llamaba Bundam y que había recorrido todo el imperio, de Norte a Sur, como barquero, soldado, cazador, pescador, campesino, criado o minero. Había hecho, en suma, un poco de todo. El capitán, que no perdía ni una palabra, aprovechó la ocasión que se le presentaba tan oportunamente.

—Dime, ¿has oído hablar de la Cimitarra de Buda?

—Sí, desde luego que he oído hablar de ella.

—¿La has visto?

—No porque no está visible. Desde que unos sacrílegos intentaron robarla, el emperador la hizo esconder.

—¿Dónde?

—¿Quién lo sabe? Unos dicen que en Amarapura y otros aseguran que está en la ciudad de Pegú.

—¿Y tú no la robarías si se te presentara la ocasión?

—¡Yo! —exclamó el birmano con indignación—. ¿Yo robar a mi Emperador? ¡Jamás! ¡Jamás!

El capitán frunció el entrecejo. Se hallaba ante un hombre incorruptible; sin embargo volvió a probar otra vez.

—Y si se te ofreciese una suma tan enorme que pudieras vivir con ella como un señor toda la vida ¿aceptarías?

El birmano lo miró con profundo estupor, con las facciones ligeramente alteradas. Un brillo siniestro, rápido, pasó por sus ojos.

—¿Acaso tenéis… la idea de robar la Cimitarra de Buda? —preguntó.

—¡En absoluto! —exclamó el capitán, dándose cuenta de que había ido demasiado lejos—. Tendría miedo de ser fulminado por la cólera del dios.

El birmano fingió creer las palabras del capitán y cambió la conversación, hablando del país, de sus habitantes, de la caza y de los animales. La conversación se mantuvo animada hasta las nueve de la mañana, hora señalada para partir. El birmano montó en la cabalgadura del chino, y el grupo se puso en marcha a través de senderos apenas visibles, interrumpidos de vez en cuando por impetuosos torrentes que discurrían hacia el Este. Toda la jornada los jinetes se mantuvieron cerca de las montañas, atravesando hermosos bosques y plantaciones de índigo, algodón, plantas medicinales y de mimosas chatecu. Algunas casuchas se veían aquí y allá, encaramadas como águilas en las cimas de las peñas, y también algún fortín, sobre el cual se veía ondear la bandera imperial.

A las ocho de la noche, cuando el capitán ordenó detenerse, hacía varias horas que había desaparecido cualquier vestigio de poblado. Sólo se veían bosques y grandes montañas. El polaco se apresuró a encender fuego, pero cuando se disponía a llenar la marmita, se acordó de que su cantimplora estaba vacía, igual que las de sus compañeros. Iba a montar a caballo para volver al último torrente, cuando el birmano se ofreció a llenarlas en una fuente que se encontraba en medio de los montes. Los viajeros consintieron y Bundam, con su mosquetón y las cantimploras se alejó con paso rápido desapareciendo entre la oscuridad del bosque. Pasó media Hora y el birmano no regresó, a pesar de que el capitán le había recomendado darse prisa. El americano, que veía cómo se agotaba el fuego, empezó a impacientarse. Transcurrió otra media hora, cuando sobre la cima de la montaña más próxima apareció una llamarada que rápidamente adquirió dimensiones gigantescas, iluminando vivamente los bosques y los picos circundantes.

—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿Qué significa aquel fuego?

—Mire, sir James —dijo el polaco—. ¿No ve a un hombre agitar en el aire tizones encendidos?

—En efecto, lo veo. Pero ¿dónde se ha metido nuestro birmano? ¿Será él quien está haciendo señales? ¡Oh!, ¡oh!

La doble exclamación se debía al hecho de ver otro fuego arder sobre la cima de otra montaña más alejada. Las dos hogueras duraron cinco minutos, y se extinguieron casi al mismo tiempo.

—Es extraño —dijo el capitán, algo inquieto—. Esos fuegos son, sin duda alguna, señales.

El birmano apareció al cabo de otra hora, con las cantimploras llenas de agua. El capitán, al verlo llegar sudoroso y jadeante como si hubiese estado corriendo, le preguntó de dónde venía.

—De la fuente —respondió Bundam—. He tardado porque el camino estaba cubierto de plantas muy espesas.

—¿Has visto los fuegos?

—Sí, los he visto. Me encontraba en la cresta de una roca.

—¿Puedes decirnos qué significan?

—Lo ignoro.

El capitán no insistió y ayudó a sus compañeros a preparar la comida. Aquella noche Jorge durmió con un ojo abierto, al igual que Min-Sí. Entre los dos observaban al birmano del cual no se fiaban. Al día siguiente los aventureros querían ponerse en marcha inmediatamente, pero el birmano, pretextando unos fuertes dolores, retardó la salida hasta después del mediodía.

Al cabo de pocas horas de marcha, las montañas que hasta entonces seguían siendo muy altas, empezaron a serlo menos. Pronto aparecieron colinas, seguidas de pequeñas elevaciones y, por fin, inmensas llanuras verdeantes, en medio de las cuales podían verse algunas casas.

«Nos acercamos al Irawadi», pensó el capitán.

En efecto, todo indicaba la proximidad del gran río: la multitud de riachuelos que corrían hacia el este, la extraordinaria fertilidad del terreno, fecundado por las crecidas periódicas, los inmensos arrozales, el mismo aire, húmedo y fresco. Los jinetes espoleaban sus caballos, pero el birmano les conducía a través de senderos pantanosos y llenos de arbustos que hacía fatigosa y lenta la marcha. Se diría que aquel hombre quería, quién sabe con qué fin, retrasar la marcha. No obstante, aún era de día cuando, fatigados, quemados por el sol, llegaron a las márgenes del Irawadi. El río estaba completamente desierto y descendía tranquilamente, como si en vez de agua llevara aceite, arrastrando algunos árboles y montones de plantas de bambú. Las dos orillas, separadas por más de una milla, estaban cubiertas de espesos bosques y, a primera vista, no se veía ningún pueblo ni hacia el norte ni hacia el sur.

—¿Cómo atravesaremos el río? —dijo James.

—Construiremos una balsa —respondió Bundam.

—¿Y los caballos?

—¡Bah! —dijo el birmano encogiéndose de hombros—. Están tan reventados que no valen dos onzas los cuatro juntos. Usaremos las tripas para hacer más flotable la balsa.

No era cosa de risa. El birmano degolló los caballos y los destripó con sorprendente habilidad, inflando y cerrando después las tripas. Jorge, James, el polaco y el chino derribaron gruesos bambúes y construyeron una hermosa balsa, dotándola de un largo timón. No faltaba más que embarcarse. El capitán y sus compañeros subieron a bordo. La noche era oscura, y a duras penas podía distinguirse la orilla opuesta. La balsa, tomando el largo, empezó a descender por el río, sostenida por las vísceras de los caballos. Pero no habían recorrido medio kilómetro cuando un cohete partió de los bosques de la orilla opuesta, describiendo una amplia curva.

—¿Qué significa eso? —preguntó el capitán, que presentía una traición.

—Estamos en setiembre —respondió el birmano—. ¿Tenéis miedo de un cohete?

—No —dijo el capitán, volviendo al remo—. Amigos, vigilad atentamente las dos orillas.

En aquel instante se escuchó un extraño ruido procedente de la orilla opuesta.

—¡Oh! —exclamó el americano—. ¿Es una señal?

—Es un faisán —dijo Bundam.

El capitán armó la carabina, miró atentamente la orilla, pero no vio nada sospechoso. La balsa continuó cincuenta o sesenta pasos cortando oblicuamente la corriente. Ya estaba en el centro del río, cuando un nuevo cohete estalló a pocos pasos de los navegantes. El polaco lanzó un grito:

—¡Hombres!

Todavía no había acabado, cuando una descarga de fusiles retumbó en medio de un bosquecillo, seguida de un griterío indescriptible. Un grupo de hombres se lanzó hacia la orilla agitando frenéticamente sus armas.

Una docena de disparos fueron hechos contra la balsa. El capitán iba a disparar, cuando recibió un empujón que le hizo caer. Intentó levantarse mientras sus compañeros empuñaban las armas, pero dos brazos de hierro le sujetaron. Levantó la cabeza y vio sobre él a Bundam que empuñaba un cuchillo.

—¡Ah, miserable! —rugió Jorge, furibundo—. ¡Ayuda! ¡A mí!

James acudió presto, se lanzó sobre el birmano, lo derribó y, agarrándolo por los cabellos lo lanzó a la corriente, que lo engulló.

XIII. EN EL IRAWADI

Libres del traidor, los viajeros se lanzaron al agua sujetándose a los bordes de la balsa, para ofrecer menos blanco a las balas que silbaban a su alrededor. Los birmanos, ya que no podían ser más que ellos, desahogaban su ira con frecuentes descargas y con rugidos que ascendían hasta el cielo. Al ver que la balsa descendía a favor de la corriente, se pusieron a correr por la orilla intimando a los fugitivos para que se aproximaran. Uno de ellos, más decidido que sus compañeros, se lanzó al agua para alcanzarlos, pero un balazo de Casimiro lo envió al fondo del río.

—¡Ánimo, amigos! —dijo el capitán—. Impulsemos la balsa hacia la otra orilla. Si no nos damos prisa, estamos perdidos.

Manteniéndose agarrados a la balsa, se dispusieron a impulsarla oblicuamente a la corriente, a pesar de la fuerza de ésta. Durante unos momentos todo fue bien, a pesar de que las balas silbaban por todas partes, pero un enorme tronco de tek chocó tan fuertemente con la balsa que la deshizo.

—¡Nos vamos a pique! —gritó el americano.

Aquel grito fue oído por los birmanos, los cuales dispararon en aquella dirección rozando el cabello del polaco.

—¡Silencio! —dijo el capitán.

—¡Pero nos vamos a pique!

—Ayudadme a reunir el bambú antes de que se lo lleve la corriente. ¡Tú, Casimiro!, mantén alta la cara si no quieres quedarte blanco, no olvides que vamos pintados.

La balsa continuaba deshaciéndose, amenazando con perder las armas, los víveres, las municiones y las man tas que llevaba. Era de todo punto necesario mantenerla a flote. El capitán y Casimiro, ayudándose con pies y manos, subieron a bordo intentando anudar otra vez las ligaduras, pero pronto se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos.

—Sujetémonos a los intestinos —dijo el capitán.

—¿Y los birmanos? —dijo James.

—Ya no los oigo. ¡Vamos!, recojamos las armas y las municiones.

Se ataron los fusiles y las municiones a la cabeza, se apoyaron en los flotadores y se dirigieron hacia la orilla, pero a pocos pasos de ella vieron con terror unas sombras negras que vagaban hacia arriba y abajo, gruñendo y maullando. No les costó mucho reconocer en aquellas sombras a tigres. El capitán se dirigió hacia la otra orilla, pero no tuvo mejor fortuna. También allí había fieras en gran número.

—Decididamente este río no es para nosotros —dijo el americano que ya estaba hasta el cogote de aquel baño forzado.

—Esperemos el alba —dijo Jorge—. Afortunadamente los birmanos se han ido.

—Ese perro de Bundam nos ha jugado una mala pasada, Jorge. ¿Quién hubiera sospechado que era un traidor?

—Era más astuto que nosotros. Se debió dar cuenta de que no éramos chinos.

—¿Habrá tenido cómplices?

—Así lo creo, James.

—Entonces fue Bundam el que encendió el fuego en la montaña.

—No me cabe la menor duda.

—¡Eh! —gritó en aquel momento el chino, que nadaba delante de los demás—. ¡Cuidado con los pies!

Todavía no había terminado cuando el americano sintió que la piel se le desgarraba al contacto con unas puntas muy agudas. Se sumergió y tocó el fondo.

—Tenemos un banco de arena a nuestros pies —dijo.

—Y un islote delante —dijo Jorge—. Adelante, acerquémonos.

Lacerándose los pies, tropezando y volviendo a levantarse, empujados por la furiosa corriente, en seguida llegaron al islote, que estaba cubierto por bellísimos árboles y altísimos bambúes.

—¿Estamos solos? —dijo el americano.

—No veo a nadie —contestó el polaco.

—En tal caso, podemos cerrar los ojos. Ya no me aguanto más.

Se acomodaron entre los árboles y bambúes y, a pesar del fragor de la corriente que se estrellaba y se rompía contra el islote, a pesar de los mugidos de los elefantes y búfalos y los rugidos de los tigres que vagaban por las márgenes del río, se durmieron profundamente, como si estuvieran en el interior de una sólida cabaña. Hacia las seis de la mañana, el polaco se despertó sobresaltado por el batir de unos remos y un alegre vocerío. Se levantó lentamente y, sin hacer ruido, se deslizó hacia la orilla ocultándose entre unos matorrales. Una hermosa barca de forma esbelta, provista de dos mástiles armados de velas, intentaba atracar en el islote.

Mientras los birmanos que la tripulaban se ocupaban en anclar, corrió a despertar a sus compañeros y los puso al corriente de lo que sucedía.

—Entonces nos embarcaremos —dijo James—. ¡En marcha, compañeros!

Se acercaron a la orilla y se presentaron ante los barqueros que ya habían desembarcado. Jorge se dirigió al capitán y le pidió que les llevaran hasta Amarapura. La petición fue aceptada de buen grado, ya que la barca se dirigía a Prome con un cargamento de arroz, y por lo tanto pasaba obligatoriamente por la capital del imperio. Media hora más tarde el «Rangún», que tal era el nombre de la hermosa barca, abandonaba el islote y descendía rápidamente el gran río, que discurría majestuosamente entre inmensas llanuras. Los aventureros, después de recorrer la embarcación se abandonaron a un profundo sueño que ni el cañón, ni la gran campana de Pekín hubieran sido capaces de interrumpir. Un sueño ininterrumpido de doce horas devolvió sus fuerzas a los viajeros, agotados por las fatigas soportadas en aquel maravilloso viaje a través de la gran península indochina. Fumando, charlando, haciendo proyectos y, sobre todo, comiendo, pasaron cuatro tranquilos y hermosos días, durante los cuales el «Rangún», conducido por el hábil capitán Nan-Yua, continuó su navegación hacia el sur, pasando por delante de ciudades, pueblos, caseríos y fortalezas, vastos bosques, enormes plantaciones de índigo y algodón, de tabaco, arrozales, sobre los cuales se veían revolotear millares de cornejas, atrevidas aves que se introducen en las casas para saquear las provisiones. El 18 de setiembre la navegación se hizo más rápida que los días anteriores y más variada. A cada instante se encontraban buques de pequeñas dimensiones, sin duda botados en los célebres astilleros de Prome; cañoneras del estado, barcazas, batelas y canoas muy largas, esbeltas, provistas de quince, veinte y hasta treinta remos y que navegaban rápidas como flechas, conducidas por robustos barqueros bizarramente tatuados y vestidos con calzones de colores chillones. Hacia el mediodía, el «Rangún» pasó ente Tsengu-mio, ciudadela de alguna importancia, situada en la orilla izquierda. A las cuatro aparecía la ciudad de Schenmaga y la de Yedo-Yua; después, espléndidas casas; grupos de cabañas, fuertes, fortines, campos atrincherados, y gran número de templos. El movimiento del río crecía extraordinariamente. De todos los puntos de las orillas salían barcas que emprendían la navegación a toda prisa; en todos los pueblecitos, aldeas y casas se cargaban las preciosas mercancías del país. A las diez de la noche, el «Rangún» enfilaba el canal que conduce a la capital birmana. Quince minutos después aparecía una imponente masa de cúpulas de pagodas y de techos. Nan-Yua tendió el brazo hacia aquella ciudad, exclamando:

—¡Amarapura!

XIV. AMARAPURA

Amarapura, o Ummerapura, a la que los birmanos llamar; la Ciudad de los inmortales, está situada a caballo sobre un istmo bañado al Oeste por el Irawadi y al Este por el lago de Tunzema. Fundada en 1783 por el rey Mendera Gschi, habla alcanzado, como otras muchas ciudades del imperio, las más altas cumbres de grandeza y potencia para después decaer con una rapidez espantosa.

En marzo de 1810 un gran incendio destruyó las tres cuartas partes de sus 25 000 casas. En 1819, para mayor desgracia, fue privada del rango de capital. Lo recobró en 1824, y quince años más tarde fue devastada por un terremoto. En 1858, a pesar de ser residencia del emperador, no contaba con más de 30 000 habitantes. A pesar de ello todavía era una espléndida ciudad, con espaciosas calles, templos bellísimos, entre los cuales destaca el famoso de Arracan sostenido por columnas doradas, y el Kium-Doge, palacios de madera grandiosos, fortificaciones sólidas y hermosos barrios. Continuaba siendo célebre por su orfebrería y sus diamantes, y su comercio era muy activo con Ava, Sai-gaing, Prome, Pegú y Rangún.

Como ya hemos dicho, cuando la barca de Nan-Yua atracó en el muelle, había caído la noche. A duras penas se distinguían, al claror de las estrellas, las barcas ancladas a lo largo del muelle, las pagodas, los palacios y las casas.

—Nan-Yua —dijo Jorge, volviéndose hacia el birmano—, si no nos conduces a alguna posada, no sabemos dónde pasar la noche.

—¿Posada a estas horas? —exclamó Nan-Yua con sorpresa—. Es imposible encontrar alguna abierta, es más, os aconsejo que no la busquéis, si es que no queréis caer en manos de la guardia nocturna y tener que habéroslas con el maivum (jefe de la policía).

—Entonces ¿a dónde iremos? —murmuró el yankee, quedándose pensativo.

—Las casas en ruinas se cuentan por centenares —dijo Nan-Yua—. Podéis pasar la noche en una de ellas. ¡Buena suerte!

El barquero volvió a la barca y ordenó partir de nuevo. Pocos minutos después, el «Rangún» desaparecía entre las sombras de la noche.

—Busquemos algún cobertizo —dijo Jorge.

—O alguna pagoda destruida —dijo el chino.

Volvieron la espalda al río y se adentraron por una calle ancha, larga, recta, flanqueada por hermosas cabañas, en cuyos tejados se distinguían extraños objetos.

—¿Qué diantres es eso? —preguntó el americano—. Parecen pájaros.

—No, son recipientes llenos de agua —dijo el capitán.

—¿Para qué sirven?

—Para sofocar los incendios. Es una precaución necesaria en esta ciudad, que está totalmente construida de madera.

—No está mal, para ser pensado por los birmanos.

Caminando con precaución, deteniéndose de vez en cuando para escuchar, llegaron, después de un cuarto de hora, ante una pagoda destruida y sin cúpula, quizá derrumbada durante el terremoto de 1839. El interior estaba lleno de escombros, mesas rotas, ladrillos, fragmentos de porcelana, banderolas y barrotes de hierros retorcidos.

—El lecho resultará algo duro —dijo el capitán—, pero es preferible al que nos ofrecía el muelle.

Eran las doce. Los viajeros, que se caían de cansancio y de sueño, arrancaron la hierba que crecía alrededor, improvisaron en el centro un lecho y colocando las armas a un lado, cerraron los ojos. Apenas transcurridas dos horas, cuando el capitán fue despertado por dos voces que hablaban fuera. Presa de una viva inquietud, se levantó, empuñó la pistola y se acercó a una ancha hendidura intentando ver alguna cosa. Cuatro hombres, armados con sables y fusiles y otro provisto de una linterna, daban vueltas alrededor de la pagoda. Qué hacían y quiénes eran, no lo pudo averiguar en el primer momento, pero no tardó en darse cuenta que eran soldados de patrulla.

—Dime, Kupang —decía el que parecía ser el jefe—, ¿estás seguro de haber visto aquellas sombras torcer por esta calle?

—Te lo aseguro Mesur. Las he visto con mis propios ojos descender de una barca y salir corriendo.

—Seguramente sopan espías que el maivum nos pagaría a peso de oro. Muchachos, mañana iremos a vaciar un barril de licor a la salud de Gadma, nuestro señor. Preparad las armas y busquemos atentamente.

—¿Y si antes nos fuésemos a vaciar algunas tazas a casa del viejo Kanna-Luy? Eso nos daría más valor —dijo otro soldado.

—¡Bien pensado! —exclamó Kupang.

—Andando pues; vamos a ver a Kanna-Luy —dijeron a coro los demás—. A los espías los apresaremos después.

El jefe y los cuatro soldados interrumpieron su búsqueda, apenas comenzada, y se alejaron arrastrando ruidosamente sus cimitarras. Puede imaginarse con qué ansiedad escuchó el capitán aquella conversación. Apenas cesó el ruido de las armas, sacó la cabeza por la hendidura, para asegurarse de que no había nadie. Un profundo suspiro le salió del pecho al comprobar que la calle estaba totalmente desierta.

—¡De buena nos hemos librado! —murmuró—. Sin duda el que nos denunció estaba detrás de algún árbol. Esperemos que se emborrachen los cinco y nos dejen tranquilos.

Volvió a acomodarse entre sus compañeros que roncaban sonoramente y no tardó en hacer lo mismo. Pero estaba escrito que aquella noche no dormiría tranquilo. Al cabo de una hora, nuevamente fue despertado y no por un murmullo de voces, si no por una aguda punta que se clavaba en su brazo. Se puso en pie y se encontró ante los cinco soldados que él creía borrachos en alguna taberna. Cuatro fusiles y una cimitarra apuntaban contra él.

—¡En pie, amigos! —gritó, intentando que los soldados bajasen sus armas.

El americano, el polaco y Min-Sí respondieron inmediatamente a su llamada.

—¿Qué sucede? —preguntó el yankee.

—La guardia nocturna nos ha cogido —dijo Jorge.

—¡Mil rayos! ¿Dónde está mi carabina?

—No ofrezcamos resistencia, James. Nos tienen encañonados con sus fusiles.

—¡Qué os parece! ¡Violar a las dos de la mañana el domicilio de una honrada familia! En América…

—Estamos en Birmania, James. Cálmate y te aseguro que el maivum no llegará a vernos.

El jefe de los soldados, convencido de haber hecho una buena presa, cogió a Jorge por un brazo intimándolo a seguirlo con sus compañeros.

—Despacio, querido —dijo el capitán, en chino, oponiendo un poco de resistencia—. ¿Dónde pretendes conducimos?

—Ante el maivum —contestó el soldado en el mismo idioma.

El capitán se disponía a seguirlo, cuando se detuvo.

—¿Está lejos el maivum? —preguntó.

—En el centro de la ciudad.

—Entonces tenemos tiempo de vaciar un barrilillo de arak en casa de maese Kanna-Luy.

—¡Cómo! —exclamó el jefe de la patrulla con sorpresa—. ¿Conoces a Kanna-Luy?

—Desde hace muchos años. Si venís conmigo os invito a beber.

—¿Y nos pagarás mucho?

—Un barril —respondió Jorge.

No era necesario nada más para decidir a aquellos dignos soldados, que adoraban más el arak que a su poderoso emperador. Desarmaron a los prisioneros y todos juntos, como buenos amigos, se dirigieron hacia la taberna de Kanna-Luy. El capitán, por el camino, advirtió a sus compañeros de la jugarreta que preparaba a sus guardianes. Al cabo de pocos centenares de pasos, llegaron ante una taberna. Un fuerte puntapié contra la puerta bastó para hacer salir al propietario, el cual se apresuró a conducir a los bebedores a una pequeña pieza cuyas ventanas daban a unos vastos jardines. Una docena de lámparas fueron encendidas en un abrir y cerrar de ojos.

—¡Eh!, tabernero, tráenos de beber —dijo el capitán lanzándole un puñado de monedas—. Te advierto que tenemos mucha sed.

El tabernero recogió las monedas, y corrió a tomar un gran jarro de un fuerte licor. El capitán llenó las tazas, y alzando la suya, gritó:

—¡A tu salud, valiente cabo!

—¡A la tuya, generoso extranjero! —respondió el soldado.

Todos bebieron.

—¡Excelente licor! —exclamó el americano—. Me bebería todo el jarro seguro de no emborracharme.

—Yo también soy gran bebedor, y mis compañeros lo mismo.

—¡Bah! ¿Aceptaríais una apuesta? Yo pago.

El cabo abrió desmesuradamente los ojos. Tanta generosidad le confundía.

—¡Eh, muchachos! —exclamó—. El señor nos desafía. ¿Quién acepta?

—¡Todos! —respondieron los soldados volviendo a llenar sus tazas.

Los soldados se pusieron a beber con ansiedad, sin preocuparse por contar las tazas. James llenaba la suya a cada momento, pero con gran habilidad derramaba su contenido por detrás de sus compañeros.

Media hora más tarde, el cabo rodaba por tierra como fulminado por un rayo, y sus compañeros no resistieron mucho más.

—Todo el amoniaco de Birmania no podría despertar a estos borrachos —dijo Jorge alegremente—. ¡Eh!, maese Kanna-Luy, te recomiendo a estos pobres diablos.

Salieron dé la taberna y, caminando a lo largo de las paredes de las casas, volvieron a la pagoda y concluyeron su interrumpido sueño.

XV. EL SIAMÉS

El primero en despertarse fue el polaco. Había dormido muy mal y toda la noche estuvo soñando encuentros con la guardia, fugas, persecuciones y disparos de fusil y pistola. El bravo muchacho se frotó los músculos doloridos por lo incómodo del sueño, bostezó un par de veces para despabilarse por completo, y después, muy despacio para no despertar a sus amigos que roncaban beatíficamente, salió con las manos en los bolsillos, como un pacífico habitante de la Ciudad de los inmortales que sale de su casa a respirar una bocanada de aire fresco. La ciudad, que la noche anterior parecía totalmente despoblada, estaba animadísima, hasta tal punto que el polaco se sintió aturdido. Los treinta y cinco mil habitantes parecía que fuesen setenta mil. Se veían pasar por calles y callejas grupos de cien y doscientas personas, todos vestidos extravagantemente, y no pocos con cierto lujo. En el muelle reinaba gran animación, y era un ir y venir continuado de barqueros, soldados, mercaderes, cargadores, y no cesaban de llegar y partir embarcaciones de todo tipo y dimensiones. El griterío era ensordecedor: aquí, allá, en el río, en las cabañas, en las terrazas, gritos, órdenes, canciones, que, todo junto, formaba un fragor parecido al rugido del mar en día de tormenta,

—¡Cuerpo de una lombarda! —exclamó el buen muchacho—. Se diría que esta ciudad es una segunda Cantón.

Lanzó una mirada a derecha e izquierda, observó el gentío y las bellas casas de los ricos, y aprovechando un momento en que nadie se fijaba en él, volvió a entrar en la destruida cabaña. El ruido que hizo al mover los ladrillos que había por el suelo, despertó al americano y a Min-Sí.

—¿Ya estás levantado? —preguntó el americano—. ¡Uf!, qué ruido hacen ahí afuera.

—Los inmortales, sir James, son todos muy diligentes —respondió el polaco—. ¡Si viese el movimiento que hay por las calles!

—¿Has visto alguna taberna?

—Muchas, sir James.

—¡Bien! ¡Vamos, Jorge!, montemos nuestro plan y vayamos a comer algo.

—Pronto está hecho —dijo el capitán—. Esta cabaña será nuestro cuartel general.

—¿Y qué más? —preguntó el polaco.

—Iremos a pasear por la ciudad. Comeremos en la mejor taberna y buscaremos noticias. Esta noche iremos al teatro.

Ocultaron las carabinas y las municiones bajo un montón de escombros y salieron, tomando por una calle muy ancha, mal empedrada y llena de gente. Se veían nobles vestidos de gala, con largas túnicas de terciopelo, de raso, de seda recamada de flores, o de nanquín nacional, largos calzones y botas rojas con la puntera levantada, seguidos de gran número de siervos que llevaban las cajas de betel, por el tamaño de las cuales podía conocerse el grado de nobleza de su propietario; paseaban por allí príncipes vestidos con gran riqueza, adornados con el tsaloe (cadena de hilos de latón) de doce sartas y adornados con aretes de oro, tan grandes y pesados que habían alargado las orejas una o dos pulgadas; traficantes con camisa y calzones y un turbante en la cabeza; monjes con largas túnicas amarillas de fina seda; y finalmente soldados semidesnudos, armados con viejos fusiles de mecha o pedernal, bayonetas, sables y espadones; brillantes jinetes del Cassay que hacían caracolear sus pequeños corceles muy fogosos y enjaezados al estilo oriental.

—¡Qué muchedumbres! —exclamó el americano.

—¡Y qué lujo! —dijo el polaco—. ¡Todos estos nobles parecen príncipes! ¡Y cuánto oro llevan encima! Mire aquel noble, sir James, que lleva dos piastras de medio kilo cada una en cada oreja.

Así hablando, llegaron a otra calle igualmente ancha, flanqueada por una doble hilera de pequeños templos, sostenidos por columnas pintadas o cubiertas de laminillas de oro y de techos erizados de puntas y agujas extrañas. Estaban abiertos por un lado y dejaban ver muchas estatuillas de Gadma, unas de madera, otras de cobre, y otras de hierro dorado. Alrededor de aquellos kium rogaban y giraban muchos raham con los pies descalzos, la cabeza totalmente rasurada y un largo manto encima, así como un gran número de phongi, monjes de un grado inferior, llamados comúnmente talapoini. El americano, al ver aquellos monjes, recordó de pronto aquel famoso puñetazo que estuvo a punto de costarles la vida, y se puso a reír ruidosamente.

—¡Oh! —exclamó en aquel instante el polaco—. ¿Qué veo? ¡Es soberbio!

Estaban en el extremo de la calle y ante ellos se abría una vastísima plaza, en medio de la cual surgía un majestuoso palacio repleto de dorados, agujas y columnas.

—El palacio real —exclamó el capitán.

Atravesaron el gentío que llenaba la plaza y se acercaron al grandioso edificio. El palacio real de Amarapura ocupa exactamente el centro de la ciudad. Tres recintos que forman un paralelogramo, los bastiones, una empalizada de madera de tek bastante alta y una gruesa muralla de ladrillos lo rodean por completo. En el centro de este conjunto se eleva el edificio, totalmente dorado, ornamentado. Allí, en el maye-nau (palacio de tierra), llamado así por estar construido sobre un terraplén de tierra batida, se encuentra la gran sala de audiencias, con una anchura de veinte metros y sostenida por setenta y siete columnas distribuidas en once órdenes, y en el extremo de la cual, oculto por un celosía, está el trono; también se hallan las magníficas salas del emperador adornadas con un lujo increíble; en el centro se alza el phya-salh (campanario), de varias plantas, que se acortan a medida que se elevan, remontado por un gran ornamento de hierro dorado llamado htee, distintivo de las pagodas y de los palacios reales. De allí parten los corredores que conducen a la estancia del elefante blanco; y en el interior se encuentran, también, las magníficas cuadras destinadas a los caballos de la guardia imperial y a los elefantes de guerra.

—¡Qué magnífico sería poder saquear todo eso! —dijo el yankee—. Me siento tentado. ¿Hay muchos soldados, Jorge?

—Las cuatro paredes que rodean el palacio están vigiladas día y noche por la guardia imperial, unos setecientos u ochocientos soldados.

—Dime, Jorge, ¿aquí es dónde vive el famoso elefante blanco?

—¡Sí, sí! —exclamó el polaco que se había acercado al recinto—. ¡Corra, sir James, silo quiere ver!

El americano, Jorge y el chino se precipitaron hacia la muralla que dejaba ver parte del jardín.

—Es un elefante pequeño —dijo el capitán.

En efecto, no era un elefante totalmente desarrollado aquel que veían sino un pequeño elefante de pocos meses, casi totalmente, blanco, que corría cerca de un pabellón, seguido de media docena de nobles y bastantes príncipes de sangre real.

—Debe ser lactante —dijo Min-Sí.

—¡Lactante! —exclamó el americano—. ¿Y quién lo alimenta?

—Las más bellas y elegantes damas de Amarapura —respondió Jorge.

—¿Qué dices? ¿Las mujeres criando un elefante?

—Digo la verdad, James. Añadiré además que las nodrizas son muchísimas y que reciben veinte dólares al mes por su trabajo.

—¿Y también crían al elefante grande?

—No es necesario. Al grande le dan excelente manteca, azúcar y hojas tiernas.

—¿Sale alguna vez del palacio?

—Siempre que se celebra alguna fiesta solemne, y entonces despliega un lujo extraordinario. En la cabeza lleva una gran chapa de oro en la cual están grabados sus títulos de nobleza; entre los ojos una hermosa media luna también de oro incrustada de piedras preciosas; en las orejas cadenas de plata y sobre el lomo una gualdrapa de terciopelo carmesí.

—Si en vez de ser tú el que me explicas esto fuese otra persona, no lo creería.

—Y esto no es todo, James. El elefante blanco tiene un palacio, un ministro y treinta nobles para su servicio, que no se pueden acercar a él sin antes inclinarse tres veces y quitarse los zapatos.

—¿Entonces es un verdadero rey?

—Algo más que un rey, James, ya que los birmanos lo creen el favorito de Gadma.

Los cuatro aventureros, que minutos antes hablan dejado atrás el palacio real, estaban ahora junto a una magnífica posada, decorada con cierto lujo, y ocupada por burgueses, capitanes de barco, oficiales de la guardia imperial y jóvenes que trasegaban grandes tazas de cerveza birmana y de lau (especie de arak) siamés. Entraron y encargaron una comida, utilizando las poquísimas palabras birmanas que conocían. La comida, compuesta de arroz condimentado con aceite frito, jabalí asado, barbirusa cocido, pescado seco y pasteles de carne de serpiente, fue devorada inmediatamente. Vaciaron una botella de vino español, pagada con una hermosa pieza de oro y mandaron traer otras para repetir la acción de vaciarlas. El americano fue a sentarse junto a un oficial de la guardia imperial, que parecía incapaz de beber por falta de monedas con que pagar; el polaco se acercó a un burgués y el capitán y Min-Sí al lado de dos magistrados.

Desgraciadamente la elección no fue buena; el oficial de la guardia bebió mucho pero no soltó una palabra; el burgués habló mucho pero el polaco no entendió nada; el chino y el capitán obtuvieron parecido resultado ya que sus dos magistrados no hablaban ni italiano, ni español, ni francés, ni inglés, ni chino, ni coreano, ni japonés.

—No hacemos nada —dijo James—. Estos borricos no conocen más que el birmano y nosotros no sabemos decir una palabra en esta lengua.

Justamente en aquel momento, en el extremo de su mesa, se sentó un jovenzuelo de gran estatura, vestido de marinero europeo. No era blanco, pero tampoco parecía birmano, ya que tenía la tez rojiza, de forma casi romboidal, ancha, la frente estrecha, los labios gruesos y de un rojo pálido y los ojos diminutos, mortecinos, con el globo enteramente amarillo.

—¡Eh! —exclamó el americano—. ¿Qué tipo es ese que viste a la europea? Voy a interrogarle y a invitarle a beber.

—Buena idea, James.

—¡Eh, joven! ¿Quiere beber? —dijo James, levantando la botella.

El marino, al oír la pregunta, levantó los ojos mirándole con fijeza.

—Sir —murmuró.

—¡Diantres! ¿Conoces el inglés?

—Un poco —respondió el aludido mostrando su taza al americano que la llenó—. ¿Beben vino, señores?

—Del mejor, muchacho.

—¿Es usted inglés?

—Americano, y de pura raza.

—Es lo mismo.

—¡Eh, muchacho! ¿Eres geógrafo?

—He viajado mucho, señor.

—Pero tú no eres birmano. ¿Acaso eres…?

—Siamés de Bangkok, señor.

—¿Marino?

—Fui marino y navegué a bordo de buques españoles e ingleses.

—¿Hace mucho que estás en Amarapura?

—Cuatro años. Tengo una barca, pesco y viajo.

—Bebe, que tienes la taza llena —dijo el capitán que había hecho traer dos botellas de gin.

—Un marinero no rechaza jamás vaciar una botella. A vuestra salud, señores.

—A la tuya, joven —respondió el capitán.

Los aventureros y el siamés vaciaron sus tazas que fueron inmediatamente llenadas de nuevo.

—Dime, joven, ¿eres budista? —preguntó el capitán.

—No. Soy cristiano —respondió el siamés—. Un misionero español me explicó que Buda no ha existido y abracé la auténtica fe, la de Cristo.

—Tanto mejor, también nosotros somos cristianos. Si tú no eres budista, habrás oído hablar, a pesar de ello, de la famosa Cimitarra de Buda.

—Centenares de veces.

—¡Ah! —exclamó el capitán, que apenas pudo sofocar un grito de alegría—. ¿Has visto alguna vez esa milagrosa arma?

—No, porque está oculta.

—¿Sabes dónde?

—Se dice que está en el khium-doge, o monasterio real de Amarapura —respondió el marino.

Un grito salió de los labios de los cuatro aventureros.

—¿Qué os sucede? —preguntó con sorpresa el siamés.

El capitán hizo que se sentara a su lado.

—Escúchame, siamés —dijo—. Nosotros estamos al servicio de Hien-Fung, actual emperador de China, y…

—Comprendo —le interrumpió el siamés, sonriendo—. Hien-Fung os ha enviado a Birmania para recuperar la cimitarra.

—Has adivinado. ¿Quieres ganarte cincuenta onzas de oro?

—¿Qué debo hacer para ganarlas? —dijo el siamés, en cuyos ojos brilló un rayo de codicia.

—Guiarnos hasta el khium-doge. ¿Aceptas?

—Por cincuenta onzas de oro os acompaño al fin del mundo.

Las manos de los aventureros se tendieron hacia el siamés, que las estrechó vigorosamente.

—A medianoche iremos al khium-doge —dijo éste, tomando diez onzas de oro que le entregó el capitán para comprar cuerdas y herramientas.

—A medianoche —contestaron los aventureros.

Todavía vaciaron una última botella, estrecharon la mano del bravo marino y se separaron.

XVI. EL «KHIUM-DOGE»

No se puede imaginar el ansia con que los aventureros aguardaban la medianoche. Acurrucados en la derruida cabaña, mantenían los ojos fijos en sus relojes, contando los minutos, sin hablar, sin mirarse a la cara para no perder de vista la esfera en la cual se movían con lentitud las manecillas del reloj.

¡Cosa extraña! Aquellos hombres que habían desafiado terribles peligros y fatigas extraordinarias, que habían llevado a cabo uno de los más extraordinarios viajes que jamás se haya emprendido, atravesando la salvaje península indochina; que tantos y tantos desengaños habían recibido, temblaban como si tuvieran fiebre. Tenían motivos para ello. Era la penúltima carta que los esforzados aventureros iban a jugar. Si la Cimitarra de Buda no se encontraba en la Ciudad de los inmortales, ¿dónde buscarla? En la gran pirámide de Choé-Madú. ¿Y después? ¿Y si no estuviese tampoco en Choé-Madú? El temor al fracaso desconcertaba y hacía temblar a aquellos hombres que cien veces habían afrontado, sonriendo, la muerte. Cuando las saetas de los relojes señalaron las once y media, se levantaron como un solo hombre, con las carabinas en la mano.

—Valor, amigos —dijo el capitán, cuya voz temblaba—. Nos jugamos la penúltima carta.

—Él corazón me late como si fuese el de un soldado que entra en fuego por primera vez —exclamó el americano.

—Y yo tengo fiebre —confesó el polaco—. ¡Permita Dios que no nos topemos con la guardia nocturna! Por lo menos, esta noche no.

—Si nos encontramos con ellos, los pondremos en fuga —dijo el capitán con acento casi feroz—. Esta noche nadie podrá cerrarnos el paso, ni siquiera el mismísimo dios birmano.

Los cuatro aventureros salieron a la calle. Hacia una noche hermosísima, tibia, perfumada. Una luna muy clara resplandecía en el azul del cielo, reflejándose vagamente en las aguas del río y alumbrando como en pleno día la dormida ciudad de los inmortales; la brisa, fresca, cargada de delicados perfumes, hacía tintinear las campanillas de las pagodas y rozarse las banderas, meciendo las cadenas de los heetel de hierro dorado. Ninguna ventana iluminada, ninguna puerta abierta, nadie en las calles. Ni una voz, ni un grito, ni una cantinela, ni una barca. Sólo se oía el murmullo del río que se rompía contra la orilla y contra los escollos y los barcos anclados. Avanzaron con cautela, uno detrás de otro, con los fusiles bajo el brazo, decididos a dar la batalla a la guardia nocturna antes que retroceder un solo paso; a las doce llegaron a la anchurosa plaza en la que, majestuoso, se alzaba el khium-doge, o monasterio real, uno de los más bellos edificios de Amarapura, digno de estar frente a la gran pirámide de Choé-Madú, a la de Rangún y a las gigantescas pagodas de Pagan y Mengun. Era inmenso, cercado de murallas y de columnatas de varios colores, todo frisos, oro, caballetes, puntas, agujas, y se alzaba en distintas plantas las cuales se acortaban a medida que se acercaban al heetel de hierro dorado.

—Es soberbio, Jorge —dijo James.

—Es maravilloso, James. ¿Ves al siamés?

—No —respondió el americano, dirigiendo la mirada a su alrededor.

En aquel momento, un silbido muy agudo partió de un ángulo de la plaza.

—¡El siamés! —exclamó el capitán.

—¿Estáis todos? —preguntó éste.

—Todos —respondió Jorge.

Dieron una vuelta a la plaza para asegurarse de que no hubiera ningún espía. El siamés encendió una linterna y se agruparon todos.

—Adelante —dijo el siamés.

Se acercaron a la muralla, totalmente agrietada, de pocos metros de altura y la inspeccionaron atentamente, temiendo que se viniera abajo mientras la saltaban.

—¿Están los raham adentro? —preguntó el americano al siamés.

—¿Quién sabe? —dijo, cruzándose tranquilamente de brazos.

—¿No lo sabes?

—Lo ignoro, señor.

—Si nos encontramos con alguno de ellos, se le ata y en paz.

—Dice bien, señor —dijo el siamés sonriendo—. ¡Vamos!, manos a la obra, antes de que la guardia nocturna nos sorprenda.

El americano, que en aquel momento se sentía capaz de levantar una casa entera, se apoyó contra la muralla, y subieron a sus hombros el capitán, el polaco y el siamés. Min-Sí tomó carrera, y con una agilidad felina trepó a la cima de aquella torre humana, agarrándose al borde de la muralla. La torre humana se deshijo en el momento en que el chino desenvolvió una larga y sólida cuerda. Ató un extremo a una gruesa barra de hierro y lanzó el otro a sus compañeros. La escalada se efectuó en pocos instantes por aquellos hombres que sentían la sangre arder en sus venas. Se acomodaron sobre el muro y escucharon conteniendo la respiración, mientras miraban con curiosidad la imponente mole del monasterio que proyectaba su gigantesca sombra. No se oía nada, ni se veía nada entre el bosque de columnas coloreadas que rodeaba y sostenía el edificio. Solamente el aire hacía sonarlas cadenillas doradas.

—Preparad las pistolas y bajemos —dijo el siamés empuñando un largo cuchillo.

Recogieron la cuerda, la lanzaron al interior del recinto y, de uno en uno, en silencio, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos, descendieron.

Sobre un basamento de doce pies de altura se elevaba el gran monasterio, construido totalmente de madera, rodeado por centenares de columnas cubiertas de dorados, de balaustradas finamente esculpidas y de una gran plataforma. El siamés, con el cuchillo en la mano derecha y la linterna en la izquierda, el capitán, el americano, el chino y el polaco, con las pistolas en la mano, ascendieron a una escalinata que gimió bajo su peso. Habían atravesado ya la plataforma y se habían introducido en la galería que conduce al templo, cuando se detuvieron sobresaltados, tropezando unos con otros. A través de una rendija penetraba un sutil rayo de luz que se reflejaba en las doradas balaustradas.

—¡Alto! —murmuró el siamés, que sintió un fuerte escalofrío.

Jorge montó su pistola.

—¡Compañeros! —dijo con viril acento—, no se dirá jamás que hemos desafiado durante cuatro meses sufrimientos y peligros para detenernos en el último momento. Sacerdotes o guardias, sombra o dios, ¡adelante!, la Cimitarra de Buda es posible que esté aquí.

Arrebató la linterna al siamés y se lanzó decididamente por la galería. Los demás, electrizados por las palabras de coraje que les había dirigido, y exaltados por su ejemplo, se precipitaron tras él, importándoles poco el ruido de sus pasos.

Recorrieron la galería, traspusieron la segunda balaustrada y entraron en el monasterio, sostenido por numerosas columnas cubiertas de oro, con la base pintada de rojo y separadas unas de otras por unos cinco metros, y que a medida que se acercaban a la amplia sala se elevaban a mayor altura. Por segunda vez se detuvieron los intrépidos aventureros: habían visto dos puntos de color verdoso que brillaban en las tinieblas, y oído un sordo murmullo que no tenía nada de humano, mezclado a un confuso fragor de cadenas,

—¿Qué es eso? —preguntó James, palideciendo ante el inminente peligro.

Un nuevo fragor de cadenas retumbó en el templo. De sobras estaba demostrado el valor de los aventureros, pero ante el resplandor de aquellos puntos verdosos y al ruido de cadenas, sintieron miedo.

—¿Acaso se haya irritado Gadma? —murmuró el siamés, con voz temblorosa.

—Ahora lo sabremos —dijo Jorge.

Dio cuatro o cinco pasos adelante y levantó la linterna. A cinco pasos de ellos gruñía un magnífico tigre real, encadenado a una columna.

—¡Huyamos! —balbució el siamés.

—¡El que se mueva es hombre muerto!

—Pero no podemos pasar —dijo el polaco El tigre nos lo impide.

—Pasaremos —respondió el capitán, que caminó derecho hacia la bestia.

—¡Jorge! ¡Jorge! —exclamó el americano.

—¡Adelante, James!

El tigre, encogido hasta entonces, al ver avanzar a los hombres se incorporó con los pelos erizados, los ojos contraídos y las fauces abiertas.

—¡Fuego! —exclamó el capitán.

Tres detonaciones conmovieron el monasterio, seguidas de un furioso rugido y de un arrastrar de cadenas. El tigre, herido de muerte, dio dos saltos en el aire, y después cayó debatiéndose desesperadamente entre los estertores de la agonía. El polaco puso fin a sus sufrimientos con otro disparo.

—¿Dónde está el dios? —preguntó el capitán con voz ahogada.

El siamés se acercó a un tabique que dividía en dos partes iguales el templo y abrió una celosía de casi dieciocho pies de altura. Los rayos de luz de la linterna iluminaron inmediatamente una estatua de piedra de gran tamaño, sentada en un trono de oro.

El capitán, el americano, el polaco y el chino se lanzaron sobre Gadma. El mismo grito que resonó en el templo de Yuan-Kiang, volvió a resonar ante la estatua del dios de los birmanos.

—¡Nada!… ¡Tampoco está aquí! —exclamó el capitán con voz estrangulada.

Permaneció allí, como petrificado, pálido, transfigurado, los ojos ferozmente fijos en los brazos de Gadma, que no sostenían la Cimitarra de Buda.

Un ímpetu de furor se apoderó a un mismo tiempo de aquellos hombres, que por segunda vez veían esfumarse sus esperanzas. Se lanzaron como locos, rebuscando por todo el edificio, desplazando ídolos, volcando vasos, golpeando columnas, mirando por todas partes. Al no encontrar nada en la nave, penetraron en las galerías, treparon a los tejados, a las agujas, a los caballetes, a las astas de hierro, y volvieron a bajar y a repasar minuciosamente el templo, pero sin resultado: la Cimitarra de Buda no estaba en el monasterio real de Amarapura.

¿Qué había sucedido con aquella desgraciada arma que desde hacía cuatro meses buscaban con un ardor sin igual? ¿Dónde la habían escondido los birmanos? ¿Estaba todavía en Birmania o habría sido vendida? ¿Habrían seguido los aventureros una falsa pista? ¿Resultarían inútiles los gigantescos esfuerzos realizados en las salvajes regiones de Indochina?

—¡Todo se ha acabado! —exclamó el americano—. La Cimitarra de Buda no existe.

El capitán, que todavía miraba con ojos feroces al dios, al oír aquellas palabras se estremeció. Aquel hombre de acero, por un instante derrotado por tan tremendo golpe, se irguió más enérgico que nunca.

—¡No! —dijo con firmeza—. ¡No! ¡No se ha perdido todo, compañeros! La última esperanza todavía no se ha perdido ¿Quién dice que la Cimitarra de Buda no existe? Sí, existe, James; existe y nosotros la encontraremos. Amigos, James, Casimiro, Min-Sí, ¡a Choé-Madú! ¿Porqué desesperar cuando todavía nos queda una carta que jugar? ¡Todos a Choé-Madú, amigos!, ¡todos a Pegú, donde quizá nos espere la victoria que nos fue negada en Yuen-Kiang y ahora en la Ciudad de los inmortales!

El tono enérgico, la seguridad con que el capitán habló, el nombre de Choé-Madú que hallaba un extraño eco en los corazones de aquellos valientes aventureros, hizo volver a todos la esperanza.

—¡A Choé-Madú!, ¡a Choé-Madú! —gritaron a una James, Casimiro y Min-Sí.

Ya no les quedaba nada que hacer en aquel monasterio. Los cuatro aventureros y el siamés abandonaron la sala, alcanzaron la galería y salieron a la plataforma. La luna se había ocultado ya por oriente y dejaba ver una ancha franja plateada. Al cabo de media hora, o quizá menos, debía aparecer el sol por el horizonte.

Saltaron apresuradamente el recinto y se dejaron caer al exterior.

—¿Dónde vamos? —dijo el americano.

—Al muelle —contestó Jorge—. Ya no tenemos nada que hacer en Amarapura.

El capitán se volvió hacia el siamés y le puso en la mano las restantes cuarenta onzas de oro diciéndole:

—Las has ganado.

El bravo marino las recibió casi a regañadientes.

—No debería aceptarlas —murmuró—, ya que la cimitarra no ha sido hallaba. ¿Cuándo partirán, señores?

—Dentro de una hora si es posible.

—Escúcheme, patrón. Tengo muchas amistades en la ciudad y podría averiguar algo referente al arma que van buscando. ¿Le importaría retrasar la salida cinco o seis horas?

—No.

—Bien, al mediodía nos encontraremos en la posada. Confío en poder llevarle alguna buena noticia.

—Allí estaremos.

—Adiós, señores. Cuenten conmigo.

El capitán estrechó la mano del joven, que se alejó rápidamente.

—¿Qué hacemos? —preguntó James.

—Esperaremos —respondió el capitán—. ¡Quién sabe! Nunca puede decirse. ¡A nuestra cabaña, amigos!

XVII. SAIGAING

Los aventureros, presa de la más viva impaciencia, no permanecieron mucho rato en la destruida cabaña. Escondidas de nuevo las carabinas, salieron a la calle dirigiéndose hacia el muelle, a fin de procurarse una barca y víveres. No fue difícil adquirir una de aquellas embarcaciones birmanas socavadas en el tronco de un árbol, con la proa y la popa levantada y esculpida, con una especie de cobertizo en el centro. Con diez onzas de oro, obtuvieron del propietario, además de la embarcación, una pequeña vela, remos, cierta cantidad de pescado seco, arroz y varios frascos de excelente cerveza. Dejaron al polaco en el muelle, y el capitán, el americano y el chino se dirigieron a la posada que no estaba muy lejos. Había mucha gente en su interior, pero el siamés no estaba, a pesar de que ya era mediodía.

—Esperaremos, mientras comemos —dijo el capitán.

Dieron buena cuenta de una sopera llena de arroz, royeron unas costillas de babirusa, bebieron varias botellas de vino español y encendieron sus pipas. Transcurrieron varias horas sin que apareciera el siamés. El capitán habla perdido ya toda esperanza, cuando entró el joven marino.

—¿Nada? —preguntó el capitán corriendo a su encuentro.

—Calma —dijo el siamés—. Me sigue un barquero, el cual podrá deciros muchas cosas.

Todavía no había terminado de hablar cuando entró el barquero.

—Pasemos a aquella estancia —dijo el siamés, señalando una que estaba vacía.

Jorge hizo llevar lau, y después de que se sentara el barquero, cerró la puerta. Después de haber apurado algunas tazas, se dirigió al birmano.

—¿Eres tú el que pretende saber dónde está oculta la Cimitarra de Buda?

—Sí, milord —respondió el barquero, que hablaba perfectamente el inglés.

—¿Quieres ganarte veinte onzas de oro?

—¿Qué debo hacer? Por veinte onzas de oro soy capaz de acuchillar a quien me digáis.

—Sólo tienes que decirme dónde está escondida la cimitarra. Bebe, y cuando hayas bebido, habla.

—Escúcheme atentamente, milord. En 1822, si no me equivoco, el príncipe Yanytse vendió la cimitarra a nuestro emperador por una cifra que, según dicen, fue enorme. Hasta 1839 estuvo sobre los brazos de Gadma en el khium-doge de Amarapura; después, no se sabe por qué motivo, fue ocultada en la gran pirámide de Choé-Madú, en Pegú.

—¡En la Choé-Madú! —exclamó Jorge que se puso en pie como impulsado por un resorte—. ¿Has dicho en la Choé Madú? ¿Tú la has visto?

—Sí, milord. La he visto y la he tocado con estas manos.

El capitán, presa de una extraordinaria emoción, miró fijamente al birmano. El americano y el chino ni siquiera se atrevían a respirar.

—Dinos cuanto sepas, te lo ordeno —dijo Jorge.

—Era yo soldado de caballería del regimiento Cassay —dijo el birmano—. Una noche me despertaron diciendo que debía escoltar la Cimitarra de Buda. Escogí a cuatro compañeros y me dirigí al muelle donde había una cañonera con varios raham y phongi a bordo. En el centro de la embarcación, dentro de un arca, estaba la valiosa arma. Dos días después desembarcaba en Pegú, y la misma noche, yo, con estas manos, abrí un agujero en la cima de la pirámide y en él emparedé la cimitarra.

—¿Es cierto cuanto dices?

—Es cierto.

—¡Júralo!

—Lo juro por Gadma, el dios al que adoro.

—¿Sabes dibujar?

—Como todos los birmanos.

—Hazme un esquema de la pirámide y señala el lugar en el que escondiste la Cimitarra de Buda.

El birmano tomó el papel y el lápiz que el capitán le tendía, pero, a los pocos trazos, se detuvo.

—¿Para qué quiere este diseño, milord? —preguntó.

—Para llevarlo a Europa —respondió el capitán.

—¿No será para robar la Cimitarra de Buda?

—Los europeos no creen en Buda, ni tampoco sabrían qué hacer con un arma venerada por los budistas.

—Tiene razón, milord.

El barquero, convencido por la explicación de Jorge, volvió a tomar el lápiz, y con la precisión y finura que distinguen al pueblo birmano, trazó un esbozo de la gran pirámide. El capitán, casi se lo arrebató de la mano. Su vista se posó en un círculo dibujado en la escalinata, en el centro de una especie de torre truncada.

—¿Es ahí donde la escondiste? —preguntó, intentando ocultar su emoción.

—Sí, dentro de ese círculo —contestó el barquero.

—¡Partamos, amigos! —exclamó.

Sacó del bolsillo veinte onzas de oro y se las dio al birmano, mientras el americano deslizaba otras tantas en la bolsa del siamés.

—¡Partamos, amigos!, ¡partamos! —repitió.

—Que la suerte os sea propicia —les dijo el siamés.

—Gracias, mi valiente amigo —respondió el capitán—. Y si un día vas a Cantón, pregunta en la colonia danesa por el capitán Jorge Ligusa, y tendrás todo cuanto necesites.

Se estrecharon una vez más las manos y salieron con furia.

Se lanzaron a paso ligero por la calle, se detuvieron unos instantes en la cabaña para recoger las armas y corrieron hacia el muelle por el cual iba y venía el polaco, corroyéndose de impaciencia.

—¿Y bien? —preguntó, precipitándose hacia el capitán.

—A Choé-Madú, muchacho —respondió Jorge—, la Cimitarra de Buda está allí.

—¡Hurra por Choé-Madú! —gritó el marino.

Los aventureros saltaron a la barca. El capitán se sentó a popa empuñando la barra del timón; el americano a proa, provisto de un largo arpón; el chino y Casimiro en los bancos con los remos. Dos eran los caminos que se les presentaban como posibles: el canal interior, que corría por el Este de la ciudad y desembocaba en el Irawadi un poco más abajo de Ava, pero que estaba ocupado por centenares de barcas, y el verdadero río que corre casi recto hacia Prome, donde se divide en una gran cantidad de canales.

—Mejor el río que el canal —dijo el capitán—. Iremos más rápidos, y estaremos más tranquilos.

El polaco y el chino hundieron los remos, y la barca, hábilmente guiada, se deslizó hacia el Irawadi, abriéndose paso fatigosamente entre las numerosas barcas y pequeños veleros que subían o descendían la corriente. Después de más de media hora, la barca entraba en el gran río, el cual descendía con calma majestuosa, entre dos riberas separadas por más de un kilómetro.

Aquí eran pocas las embarcaciones mercantes, y en cambio eran numerosas las cañoneras que iban y venían, siguiéndose e intentando abordarse. Nada más bello que aquellas pesadas embarcaciones, socavadas en el tronco de un tek de cien metros de longitud, armadas de una pieza de artillería a proa y tripuladas por treinta fusileros y sesenta remeros semidesnudos.

Centenares y centenares de barcas iban de una ciudad a otra, ya que debido a la distancia entre las dos orillas y a la profundidad del río, no había ningún puente que las uniese.

Es increíble la velocidad de aquellas barcas, que, por su peso, se sumergen casi completamente. Guiadas por un habilísimo patrón e impulsadas por sesenta remos, se deslizan como flechas, sin tropezarse y sin desviarse ni un ápice. Es proverbial el valor de los marinos birmanos. No hay metralla que los detenga y abordan las embarcaciones enemigas con una rapidez y audacia tal que infunde terror a las tripulaciones más aguerridas.

—¿Posee Birmania muchas de esas cañoneras? —dijo James.

—Muchas —respondió Jorge.

—Tendremos un hueso muy duro para roer, si alguna de esas embarcaciones nos viene a asaltar a Choé-Madú.

—Choé Madú no está a orillas del río.

—Dime, Jorge, ¿crees que será fácil ascender a la gran pirámide?

—Lo dudo. Se dice que alrededor de la pirámide hay muchos khium habitados por un gran número de raham.

—¡Por Júpiter! —exclamó el americano, rascándose el cogote—. Será una empresa difícil para cuatro hombres.

—No nos apuremos. Tengo un proyecto que os explicaré a su debido tiempo.

—Eres un gran hombre, Jorge.

A las seis de la tarde, el río, hasta entonces casi desierto, comenzó a poblarse. Aquí y allá se veían lanchas, barcazas y pequeños navíos que subían a Amarapura y que cargaban o descargaban ante los numerosos pueblecillos enclavados en las márgenes. También vieron dos de aquellas magníficas embarcaciones reservadas a los príncipes de sangre real, tan largas como una cañonera, con la proa muy levantada, un soberbio dosel de seda y terciopelo en el centro y esculturas y dorados en gran cantidad. La tripulaban cuarenta remeros vestidos de manera extravagante, que hacían avanzar la barca con admirable precisión. A las siete, ante los ojos de los aventureros, iluminada por los últimos rayos de sol, apareció Ava, o mejor Ratnapura (Ciudad de los joyeros), sobre la orilla izquierda, con sus inmensas ruinas y sus grandiosos monumentos, y Saigaing, con sus innumerables pagodas, sobre la orilla derecha.

El capitán, después de aconsejarse con el chino, dirigió la barca hacia Saigaing, y a las siete y media desembarcaban en el muelle. Saigaing, Zikkain, Tsigain, o mejor aún Chagain, está situada al pie de un collado, sobre una ribera escabrosa, empinada, poco abordable. En otro tiempo, cuando fue sede de los emperadores, era grandiosa y muy poblada; ahora cuenta con unos pocos millares de habitantes, no muchas cabañas, grandes ruinas y una multitud de templos de todos los tamaños y formas. Del lado del río hay un muro, que, no obstante, no sería capaz de resistir un asalto. Al otro lado hay grandiosos jardines, formados generalmente por viejos tamarindos de enorme tronco. Ssigaing parece estar destinada a recobrar parte de su antiguo esplendor, pues a medida que Ava decae, la ciudad se puebla más y más. Quizá no alcance los 150 000 habitantes que tuvo cu otro tiempo, pero sin duda se convertirá en una gran ciudad y por añadidura, una ciudad comercial, al no estar muy lejos de las florecientes ciudades del delta. Los viajeros, después de atar la barca a un árbol y cargar con todas sus cosas, se pudieron a buscar una posada para cenar y pasar la noche a cubierto, pero por más vueltas que dieron no hallaron nada. Ninguna cabaña tenía la enseña de las posadas y ningún habitante quería recibidos en su casa.

Para comer tuvieron que encender fuego al pie de un viejo tamarindo. A las diez de la noche regresaron al muelle para pasar la noche en la barca, pero, con gran sorpresa, comprobaron que había desaparecido.

—¿Nos la habrá quitado otro ahora? —preguntó el yankee.

—No —dijo el capitán, que observaba atentamente el trozo de cuerda, aún atado al árbol—. Nuestra barca hacía agua, y como no nos hemos preocupado de vaciarla, se ha ido a pique,

—También ésta… ¡Eh!

El americano se volvió rápidamente y armó su carabina, apuntando a seis personas armadas de langas y sables, que pasaban a trescientos metros de distancia, con paso cadencioso.

—La guardia nocturnal exclamó el pequeño chino.

—¡Huyamos! —dijo el capitán.

—Pero ¿adonde? —preguntó el americano.

—Allá, a aquella barcaza dijo el polaco.

Corrieron hacia la orilla y subieron al puente de una gran barca en cuya popa ondeaba la bandera del imperio, El capitán se aseguro con una mirada de que no había nadie.

—A la bodega amigos.

Abrieron la escotilla y bajaron al vientre de la embarcación. Temiendo que la guardia nocturna se hubiese detenido cerca de la orilla, se tendieron entre los distintos bultos que había allí, y poco a poco se durmieron profundamente.

XVIII. EN LA BODEGA DE UN BARCO

Después de dormir catorce horas, el capitán se despertó. Por un pequeño ventanuco abierto a estribor, entraba un soberbio rayo de sol, el cual iluminaba vivamente la bodega, que estaba llena de barriles desfondados, cadenas, anclas y balas de cañón de diversos calibres. James, Casimiro y Min-Sí, tendidos uno junto a otro, con las armas cerca de las manos, dormían roncando fuertemente. Jorge, restregándose fuertemente los ojos, se levantó con intención de alcanzar la escalera y subir a cubierta, pero después de dar unos pasos se detuvo con la más viva sorpresa dibujada en su rostro. La barca ya no estaba inmóvil, como la noche anterior. Se mecía de babor a estribor, haciendo gemir todas las tablas y cuadernas, al mismo tiempo que bamboleaba la carga. A lo largo de los costados se escuchaba el espumear del agua. El capitán, creyéndose dormido todavía, se pellizcó y volvió a restregarse los ojos, pero la barca continuaba navegando y la notaba avanzar* con rapidez poco común.

—¡Qué extraño! —exclamó—. ¡Estamos navegando!

Prestó atención y oyó con claridad el crujido del timón que giraba sobre sus goznes, el tamborileo de las velas, el roce de las cuerdas entre los aparejos y unos pasos apresurados. Se precipitó al ventanuco y vio la orilla alejarse rápidamente con sus bosques, plantaciones y cabañas, así como la espuma del agua acariciando los costados del barco. Una carcajada brotó de sus labios.

—¡Eh! —exclamó James, despertándose con sobresalto—. ¿Qué es lo que te hace reír? ¿Ha saltado por los aires Sai-gaing con todos sus habitantes?

—No. Lo que ocurre es que estamos descendiendo el Irawadi a toda velocidad.

—¿Hemos soltado las amarras? —preguntó el polaco.

—Hay tripulantes en cubierta.

El americano y el polaco estallaron también en una carcajada.

—¡Vaya sorpresa! —exclamó el polaco.

—¿Sabemos al menos, quién forma la tripulación? —preguntó el americano.

—No —respondió el capitán.

—Se van a quedar de piedra cuando nos vean en cubierta.

—Mientras no nos reciban a golpes… —dijo el polaco—. Podrían tomarnos por ladrones o piratas.

—Vamos a llamar —dijo el capitán—. Les diremos que no somos mercancías y que por eso no tenemos suficiente con el aire y la luz que entra por ese ventanuco.

Subieron la escalera y se detuvieron debajo de la escotilla para escuchar. Se oían gemir los mástiles, batir las velas, varias voces, y un continuo ir y venir.

—Tenemos que vérnoslas con birmanos —dijo Casimiro.

—¡Hola! —gritó el capitán, acercando sus labios a una rendija.

En el puente se oyó arrastrar un sable, y luego cuatro golpes secos, como de fusiles que se dejaran caer sobre el suelo de madera y una voz firme que preguntaba en chino:

—¿Quién sois?

—Esa voz… —exclamó el capitán—. Yo la he oído antes de ahora.

—¿Dónde? —dijo James.

—No recuerdo, pero os aseguro que no es nueva para mí.

—¿Cómo es que estáis ahí dentro? —repitió la misma voz.

—Nos hemos equivocado de embarcación —respondió el capitán—. Estábamos completamente borrachos ayer noche, y con la oscuridad no supimos ver dónde nos metíamos.

—¿Cuántos sois?

—Cuatro. ¿A dónde vais vosotros?

—A Prome, en una embarcación del Estado.

—Nosotros también vamos a Prome. Levanta la escotilla y te daré un puñado de oro por las molestias.

El birmano, que debía estimar mucho el precioso metal, sé apresuró a abrir la escotilla, pero en seguida la dejó caer con gran violencia, lanzando un grito de estupor.

—¡Estamos perdidos! —exclamó Jorge.

—¿Por qué? —dijo James—. No entiendo nada.

—¿No habéis reconocido a ese birmano?

—No, Jorge.

—Es el jefe de la patrulla que emborrachamos en Amarapura.

A pesar de que su situación no era muy boyante, el americano, el polaco y también el pequeño chino se pusieron a reír.

—No es para reírse, amigos míos —dijo el capitán—. Ese bribón no se dejará emborrachar dos veces. Tenemos ante nosotros la amenaza del maivum, y tras él está el verdugo con las tenazas candentes.

—Es para asustarse —dijo James—. Si no hallamos manera de escaparnos, ese cabo nos entregará a los jueces de Pro me.

—Intentemos comprar a ese bergante. Los birmanos, quien más quien menos, son todos venales.

—Llamemos, pues, Jorge. Oro tenemos, y no poco.

El capitán volvió a subir la escalera y se puso a golpear con su carabina. Durante unos minutos nadie respondió; al cabo de un rato, el cabo habló con su vozarrón.

—¿Qué desean mis prisioneros? —preguntó, con su sable en la mano.

—Tengo un negocio de oro para proponerte, pero debes dejarme salir a cubierta.

El cabo dejó ir una risotada.

—¿Crees que no he visto tu carabina? —le dijo—. ¡Bah! No soy tan estúpido para caer en la trampa. Si lo deseas, hablemos a través de la escotilla.

—¡Pedazo de asno! —masculló James—. Si te pudiese echar la mano encima…

—Ya que no quieres abrir, hablaré con la escotilla cerrada —dijo el capitán—. Dime: si te ofreciera doscientas onzas de oro a cambio de nuestra libertad, ¿aceptarías?

—Ni siquiera por mil. El emperador me dará cinco mil, quizá diez mil o veinte mil.

—¡Miserable! —gritó el capitán que empezaba a perder su flema—. Escúchame, ladrón. ¿Y si te ofrezco mil onzas ahora y cuatro mil cuando lleguemos a Rangún?

—Yo voy a Prome, no a Rangún.

—¡Como caigas en mis manos, te corto el pescuezo!

—Como gustes.

—¡Y yo te arrancaré el corazón! —aulló el americano, que ya no se aguantaba—. ¡Abre, o hago saltarla escotilla!

El cabo se alejó riendo alegremente. James intentó inútilmente forzar la escotilla con sus puños y con la carabina.

—Cálmate —dijo Jorge, que había recobrado de nuevo su acostumbrada sangre fría—. Ya encontraremos la manera de salir de aquí.

—Pero ¿cómo?

XIX. EL PEGÚ

Prome, o Paai-miu, y también Pye, está situada en la orilla izquierda del río, en una hermosa llanura cortada por numerosos canales y sembrada de antiguos monumentos derruidos, a unas setenta y cinco leguas del mar.

En 1858, todavía era una ciudad importantísima, poblada por más de quince mil habitantes. Estaba defendida por una muralla de tierra batida y por empalizadas; tenía numerosos palacios de hermosa y artística arquitectura, un vasto serrallo para los elefantes de guerra, fábricas de papel, bellos puentes y varios astilleros en los cuales se botaban barcos de cuatrocientas y quinientas toneladas.

Jorge, apenas notó que el ancla había caído al río, ordenó a sus compañeros que se desnudaran y se ataran los vestidos al cuello, así como las armas, las municiones y los pocos víveres que todavía les quedaban.

—Ánimo, compañeros —les dijo, levantando la última tabla—. Es preciso que nos encontremos muy lejos de aquí antes de que el sol aparezca por el horizonte.

Sacó la cabeza por el agujero, miró a derecha e izquierda y aguzó el oído. A doce o quince pasos se encontraba la orilla, repleta de grandes balsas de madera de tek o de pequeñas embarcaciones de variadas formas y dimensiones. Sobre el puente de la barca, así como en la ciudad, reinaba el más absoluto silencio.

—Los birmanos ya están durmiendo —dijo—. Entrad en el río poco a poco y sin ruido. Podría ser que hubiese alguien en cubierta.

Los cuatro aventureros, uno detrás de otro y con grandes precauciones, se introdujeron en las negras ondas del río, nadando vigorosamente. En menos de cinco minutos alcanzaron una gran balsa e inmediatamente después, la orilla.

Se secaron lo mejor que pudieron, se vistieron, cargaron las carabinas y pistolas, y se pusieron en marcha por una ancha calle cortada aquí y allá por puentes de madera que conducían a los bastiones orientales. No se veía un alma. Todas las cabañas estaban herméticamente cerradas y oscuras, y un absoluto silencio reinaba en las calles laterales y en los canales. Tampoco se veía guardia nocturna alguna, que tampoco hubiese detenido la marcha de los aventureros, caso de aparecer, dispuestos como iban a hacer uso de sus armas si fuera necesario. A medianoche llegaron ante un gran bastión sobre cuya cima se encontraba un soldado apoyado en una larga pica. Al ver que no se movía, subieron con decisión el muro, saltaron la empalizada y bajaron al foso.

—Todo va bien —dijo el capitán—. Adelante, y paso rápido.

Delante de ellos se extendía una vasta llanura cubierta de escombros, de pagodas derribadas, pirámides destruidas, enormes animales de piedra, y un espeso bosque, al Este, que cerraba la llanura. Dos caminos se les ofrecían: uno se dirigía hacia el Este y el otro hacia el Sur, bordeando el río. Los fugitivos, dirigiendo una última mirada a Prome, próximo a la cual se alzaba el templo de Chiok-Santapré, rodeado de gran número de khium, tomaron por el camino del sur, que debía conducirles a Schwedung, marchando rápidamente, en fila india, con las carabinas bajo el brazo.

El camino era horrible. De cuando en cuando se veían obligados a atravesar pequeños afluentes, pantanos pegajosos, en los que el pie resbalaba o se hundía; también atravesaron espesos macizos boscosos, en los que era un verdadero milagro no perderse. Pese a tantos obstáculos, al caer el alba llegaron a Schwedung, poblado por trescientas o cuatrocientas almas, y situado a la orilla del río.

Los habitantes se despertaban poco a poco. Los comerciantes y los cargadores salían de sus casas, acercándose al muelle, ante el cual estaban ancladas varias embarcaciones. El capitán y sus compañeros se dirigieron hacia el mercado, donde adquirieron, por treinta onzas de oro, cuatro caballos peguanos, pequeños, vigorosos, llenos de fuego. Con otra cantidad igual se aprovisionaron de alimentos, municiones, vestidos y mantas. Habían ensillado ya sus caballos, cuando un cañonazo retumbó en dirección a Prome. El capitán dio un salto.

—¿Qué es eso? —preguntó el americano.

—Se han dado cuenta de nuestra fuga —respondió Jorge—. ¡A caballo, amigos, a caballo y al galope!

Los caballos, espoleados vigorosamente, salieron a la carrera. Atravesaron como un rayo el pueblo y se lanzaron a través de la llanura del Este, alcanzando el camino que conduce a Namajek.

Los cañonazos habían cesado y no se veían jinetes cabalgar hacia el pueblo que ya había quedado muy atrás. Los caballos, que parecían tener alas en los pies, animados por los gritos y los latigazos, devoraban el camino, atravesando grandes plantaciones de índigo, algodón, bambú, caña de azúcar, bosques de tek, de hapaea dorada y de herede-re robusta. De trecho en trecho se veían pagodas, khium o conventos, pequeñas aldeas y numerosas ciudades en ruinas; las cuales, al juzgar por la cantidad de materiales, debieron haber sido, anteriormente, muy grandes. En los arrozales y en las plantaciones se veían campesinos, los cuales interrumpían su trabajo para mirar a los cuatro jinetes que galopaban con creciente velocidad. A las once de la mañana había desaparecido todo rasgo de existencia huma na. Ante los fugitivos se extendía una gran llanura cubierta de espesos bosques y hierba muy alta, donde pacían búfalos de mirada feroz, gamos y tapires. Con emoción, el americano descubrió un elefante ocupado en arrancar algunos árboles.

Al llegar la noche, los aventureros habían recorrido más de cuarenta millas y acamparon en medio de un bosque de tek.

—Confío en que no nos vendrán a buscar hasta aquí —dijo el americano—. Cuarenta millas no son ninguna tontería.

—Estoy seguro de que nos buscarán —dijo el capitán—. El cabo habrá movilizado todas las cañoneras del río y toda la caballería de Prome.

—¿Y qué hubiera hecho con nosotros el emperador, si nos llegan a entregar a él?

—Bufones, quizá.

—¡Cómo! ¿Bufones? —rugió el yankee.

—Me hubiera gustado verle bailar delante del déspota, sir James —dijo Casimiro, riendo.

—¡Oh, el muy bribón! Pero ese bandido de emperador no nos tendrá, al menos por esta vez.

Transcurrió la noche hablando de Birmania y del emperador, que se hace llamar «Señor de la tierra, del aire, de to das las piedras preciosas y de todos los elefantes». Hacia la medianoche, se acurrucaron bajo la guardia de Min-Sí, pero pronto debieron levantarse para hacer huir a algunos tigres que se habían aproximado a los caballos, emitiendo fuertes rugidos. Al alba volvieron a ponerse en marcha, entrando en el Pegú, extensa región limitada por la provincia británica de Aracan al Noroeste, por el Mranna o territorio birmano propiamente dicho al Norte, la provincia británica de Martaban al Este, y el mar al Sur. El Pegú, o Begú, es normalmente llano y está surcado, especialmente hacia el Sur, por innumerables cursos de agua que van a desembocar en el gran delta del Irawadi. La tierra es de una extraordinaria fertilidad. Sin necesidad de cultivarlos, crecen todo tipo de árboles y plantas, pero son pocos los habitantes que se dedican a la agricultura, debido a los fuertes impuestos del gobierno birmano. En un tiempo, el Pegú fue un poderoso imperio. Se hizo temer por todos los reinos que le rodeaban; pero hacia el siglo XIII, a causa de las largas guerras sostenidas contra Siam, empezó a decaer. Los birmanos se aprovecharon rápidamente, y se apoderaron de Ava y Martaban. Reconquistadas ambas gracias al valor de su rey Bin-ga-Della, los peguanos volvieron a perderlas en 1757, así como la capital, tomada por el birmano Alompra, después de tres meses de asedio. De esta manera desapareció, para siempre, el imperio peguano. El país, que en aquel momento atravesaban los jinetes, era llano y repleto de bosques hacia el Norte e inmensas plantaciones de índigo y arrozales hacia el Sur. Se veían pocas cabañas, situadas las que había, a orillas de los cursos de agua. Sólo tres o cuatro peguanos, de baja estatura, más blancos que morenos, con ojillos bizcos, fueron vistos por el capitán que cabalgaba a la cabeza de sus compañeros. Hacia las diez, los jinetes hicieron una breve parada cerca de Menglangi, aldea de casi un centenar de cabañas, e inmediatamente reemprendieron la marcha dirigiéndose hacia una cadena de colinas que bordeaba durante un buen trecho el río Namojek. A la una de la tarde, no sin dificultad, atravesaron el río y seis horas más tarde, después de encontrarse varios riachuelos que debieron vadear, y atravesar pantanos y bosques, se detuvieron cerca de la margen derecha del Bago-Kiup, situada precisamente frente a la ciudad de Pegú.

XX. LOS MALAYOS

La ciudad de Pegú, capital de la provincia de Talong y en otro tiempo capital del imperio peguano, se levanta en la orilla izquierda del Bago-Kiup, a sólo quince leguas de su desembocadura. En el siglo XV Pegú era una grande, populosa y rica ciudad. Tenía palacios reales grandiosos, innumerables monumentos, robustas fortificaciones, centenares de templos y casi ciento cincuenta mil habitantes. Después de su rendición, en 1757, decayó con una rapidez vertiginosa, a pesar de los esfuerzos de los vencedores para realzarla. En 1858 se puede decir que era una ciudad en ruinas. No contaba más de siete u ocho mil habitantes; pocos palacios y pocos monumentos se mantenían en pie. Apenas levantada la tienda, el capitán condujo a sus compañeros hacia el río que en aquel momento se veía recorrido por muy pocas embarcaciones, y les señaló una alta pirámide que sobresalía, con mucho, por entre todos los palacios y templos de la ciudad.

—La Choé-Madú —dijo.

—En veinte minutos podemos llegar hasta ahí —dijo James—. Pero, ahora que pienso, no será nada fácil escalarla sin llamarla atención de los peguanos.

—Esperaremos una noche oscura y después seguiremos un plan…

—¡Que sepamos cuál es! —exclamaron los aventureros.

—Escuchadme, amigos. Si recordáis, el birmano nos dijo que cerca de la pirámide se elevan numerosos monasterios habitados por una legión de monjes. Sería muy difícil mantener a raya a toda esa gente, si nos descubrieran.

—Somos cuatro hombres fuertes, Jorge.

—Lo sé, pero cuatro hombres, por muy valerosos y bien armados que estén, no pueden hacer frente a quinientos, seiscientos o mil.

—¡Diablos! —exclamó James, rascándose furiosamente la cabeza—. Pero ¿dónde encontrar hombres que nos ayuden en esta empresa?

—En Rangún, James.

—Pero esa es una ciudad habitada por peguanos, Jorge —dijo James.

—Cierto, pero también hay en ella malayos y tú sabes que esos demonios de hombres, marineros hoy y piratas mañana, están siempre dispuestos a prestar sus brazos a quien les pague.

—¿Y quién irá a Rangún a reclutar a esos valientes?

—Tú y Min-Sí.

—Te agradezco que me confíes una misión tan importante. Me traeré un puñado de gente capaz de todo, incluso de asaltar la ciudad.

—Ahora vayamos a descansar —dijo Jorge—. Nos lo hemos ganado.

Al día siguiente, después de una noche tranquilísima, James y Min-Sí, montando los dos mejores caballos, se dispusieron a marchar hacia Rangún.

—¿Cuáles son tus instrucciones? —dijo el yankee al capitán.

—Sed breves —respondió—. Alquilad una barca, un prao a ser posible, y recluta una cuarentena de malayos de buen temple.

—Confía en mí.

—En marcha, pues, y que Dios os ayude.

Los dos jinetes, después de estrechar las manos de sus compañeros, se alejaron al galope dirigiéndose hacia el Sur. Iban tan veloces, que diez minutos más tarde no eran más que dos puntitos negros en la lejanía.

—¿Venceremos, capitán? —preguntó el polaco.

—Venceremos, Casimiro. Dentro de tres días, la Cimitarra de Buda estará en nuestras manos.

El capitán, viendo que en aquel momento una barca atravesaba el río, llamó al barquero.

—¿Qué quiere hacer? —preguntó el polaco, sorprendido.

—Me acercaré a la ciudad —dijo el capitán—. Es mejor conocer el terreno antes de actuar.

—¿Y yo?

—Quédate guardando los caballos.

El capitán se proveyó de un par de pistolas, ocultándolas en sus bolsillos, y subió a la barca, que se dirigió hacia la ciudad.

—¡Qué hombre tan valiente! —exclamó el polaco, siguiéndolo con la mirada—. ¿Por qué mi patria no tendrá mil hombres como él? Serían suficientes para deshacernos del yugo de los rusos.

El digno marinero suspiró profundamente y permaneció algunos minutos sumergido en profundos pensamientos. Después desenfundó el bowie-knife, cortó varias ramas y construyó una sólida cabaña, rematada en un cono, capaz de guarecer a media docena de personas.

A mediodía, el capitán estuvo de vuelta.

—¿Buenas noticias, capitán? —le preguntó Casimiro.

—Primero deja que te felicite por el abrigo que has preparado. Después te diré que estoy contentísimo de mi inspección.

—¿Ha visto la pirámide?

—Sí, y la he encontrado soberbia.

—¿Se ha fijado con atención en la media torre?

—Sí, y a pesar de ser muy alta he descubierto las huellas de un emparedamiento.

—Una palabra más, capitán.

—Cien, si quieres.

El valiente muchacho parecía embarazado. Miraba al capitán de reojo y se rascaba la cabeza.

—Dime, Casimiro.

—Esto…, ¡vaya!, dígame, mi capitán: ¿es cierto que la Choé-Madú está dedicada al dios del oro?

—Efectivamente, la pirámide fue dedicada al dios del oro.

—¡Cuerpo de una pipa rota! Entonces nos haremos tan ricos que podremos comprar nodos los barcos de China.

—¿Y cómo, Casimiro?

—¡Por Baco! Sir James me ha dicho que esta llena de oro.

—Me disgusta decírtelo, pero la pirámide está llena de piedras y cal.

El polaco hizo una mueca de contrariedad.

—¡Qué golpe! —murmuró—, ¡ah, esto no me lo esperaba! Nunca me consolaré de esta desilusión tan terrible.

El resto del día lo pasaron cazando en los bosques y lo mismo hicieron al día siguiente, matando varios pavos y una pequeña babirusa, animal que tiene aspecto de cerdo y ciervo a la vez.

En la tarde del tercer día, mientras dormitaban, fueron despertados de improviso por un cañonazo. Se pusieron en pie rápidamente, mirándose con sorpresa. Jorge se dirigió hacia la orilla del río y miró hacia el Sur. Un grito salió de su garganta.

—¡Mira, Casimiro! ¡Mira!

—¡Una gran barca! —exclamó el polaco.

—El prao amigo mío, el prao.

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Una llama se distinguió en la proa del barco, y le siguió una fuerte detonación.

—¡Bravo por sir James! —gritó el marinero.

Cargaron rápidamente sus fusiles y los dispararon al aire. Un hombre apareció sobre la proa, agitando la estrellada bandera de la gran república americana.

—¡Es James! —gritó el capitán.

—¡Viva la cimitarra! —tronó el americano, con aquel vozarrón suyo que se oía a media milla de distancia.

El prao avanzaba rapidísimo con sus inmensas velas desplegadas al viento. Era una gran embarcación malaya, solidísima, baja de casco, provista de balancines y de toldilla, una auténtica embarcación corsaria, capaz de desafiar a los más veloces steamer. Sobre el puente se distinguía a una cuarentena de malayos, de color oscuro, pequeños pero membrudos, armados con fusiles, machetes de abordaje y kriss, largos puñales de acero muy fino y hoja ondulada, impregnados de upas, potente veneno capaz de matar en breves instantes a un paquidermo. El barco, en menos de un cuarto de hora abordó la orilla. El americano y el chino corrieron al encuentro de sus compañeros y se precipitaron unos en brazos de otros.

—¡La Cimitarra de Buda es nuestra! —gritó alborozado el americano.

Los malayos desembarcaron para pasarles revista. Eran cuarenta y dos, todos naturales de Perah, un poco marinos y un poco piratas. Al frente de todos ellos iba un capitán, hombre grueso, fuerte como un toro, de tez muy oscura, nariz chata, ojos grandes y amarillentos y cabellos largos,

hirsutos, cayéndole por la espalda. Jorge le estrechó la mano y pasó revista a la tripulación.

—¿Estás contento, Jorge? —preguntó el americano.

—Contentísimo, James —dijo el capitán—. La Cimitarra de Buda está ya en nuestras manos.

Hizo romper filas y condujo al capitán malayo a la cabaña. Descorcharon algunas botellas de whisky, que el precavido americano había llevado, y se abrió la conversación.

—¿Sabes para qué te hemos contratado? —preguntó Jorge al malayo.

—Me han dicho que para asaltar la pirámide de Choé-Madú.

—¿Has oído hablar de la Cimitarra de Buda?

—No, pero si quieres tenerla en tus manos, te juro que la tendrás.

—¡Es un valiente, este pirata! —exclamó el americano—. ¡Fíjate cómo habla!

El malayo, que hablaba perfectamente el inglés, se puso a reír mostrando dos filas de formidables dientes, ennegrecidos por el uso del betel.

—Sí —dijo Jorge—, se trata de apoderarse de la Cimitarra de Buda. Y es muy probable que sea necesario utilizar los fusiles.

—Los kriss —corrigió el malayo—. ¿Tiene mucho valor esa cimitarra?

—Ninguno —se apresuró a decir Jorge.

—¿Entonces…? ¿Sois budistas?

—No, se trata de ganar una apuesta.

—Comprendo. ¿Quién vigila el arma?

—Los talapoini y los raham.

—¡Mil rayos!, ¡los machacaremos a todos! —dijo el malayo.

—¡Bravo! —exclamó el americano entusiasmado.

—No obstante es probable que acudan los peguanos —dijo el capitán— y tú sabes que los peguanos tienen cañones y fusiles.

—¡Bah! —dijo el malayo, encogiéndose de hombros—. No me dan miedo los peguanos, aunque fueran mil. ¿Cuándo asaltaremos la pirámide?

—Esta noche, antes del primer toque. La tormenta vendrá en nuestra ayuda. Mira esas nubes negras que no presagian nada bueno.

—¿Y después que hayamos hecho el asalto?

—Nos embarcaremos y nos conducirás a Batavia. ¿Te conviene el precio que te hemos ofrecido?

—Cuatrocientas libras esterlinas, son muchas. ¡Mil rayos! Pagáis como un rajá.

—Añado otras cien libras.

El malayo se frotó las manos, sonriendo.

—Sois generosos y yo seré leal. Cuando lo ordenéis, mis hombres se lanzarán contra la pirámide y, si es necesario, contra la ciudad.

—Hasta medianoche, pues. Nos seguirán treinta y dos hombres y el resto permanecerá de guardia en el prao.

—¡Quién sabe! Podríamos necesitar el cañón.

—Hasta medianoche —respondió el malayo, alejándose.

XXI. LA CIMITARRA DE BUDA

La pirámide de Choé-Madú, erigida en honor del dios del oro hace 2300 años, según dicen los historiadores peguanos, es un monumento de dimensiones gigantescas, construido con ladrillos y cal, de una altura de casi trescientos setenta y dos pies. Su base está formada por dos anchas plataformas superpuestas, la primera de tres metros y medio de altura y la segunda de seis metros, con una hermosa escalinata por delante. Sobre estas dos plataformas, que forman dos paralelogramos, se levantan cinco pirámides, cuatro en los ángulos, pequeñas, coronadas por un bizarro cono; la quinta es altísima, colosal, con ocho caras que en su base miden más de cincuenta y cuatro metros de anchura. Alrededor de esta gran pirámide destacan dos escalones muy anchos, el primero sostenido por cincuenta y siete columnas piramidales de nueve metros de altura, y el segundo con otras tantas columnas también piramidales, pero un poco más pequeñas. Después de estos dos escalones, que parecen dos grandes salientes, la pirámide se eleva estrechándose gradualmente y forma, cerca de su cima, una especie de torre, la cual está coronada primero por dos extrañas campanas invertidas, construidas no obstante en ladrillo, y después por una especie de parasol de hierro dorado, adornado con cadenillas y campanillas, de una altura de dieciocho metros, y construido en Amarapura por orden del emperador Minderagi. Alrededor de todo el monumento se elevan elegantísimos monasterios, sostenidos por esbeltas columnas doradas, pintados y con los tejados arqueados. Desde ellos vigilan centenares de raham y talapoini. Algo más lejos, el terreno está sembrado de astas de ciervo dispuestas de forma caprichosa, escabeles de piedra sobre los cuales los fíeles depositan sus ofertas de arroz, almendras o coco, frutas y dulces, y numerosísimas estatuas de madera, de cobre, plata e incluso de oro. Por último, todavía más lejos, suspendidas por cuatro columnas, se ven tres gruesas campanas, que de vez en cuando dejan oír su tañido.

Tal era la pirámide de Choé-Madú, en la cual se escondía la famosa Cimitarra de Buda y que los cuatro aventureros, ayudados por los malayos, se disponían a asaltar.

La noche, tal como había previsto el capitán, era borrascosa. El cielo estaba cubierto por densísimas nubes acumuladas por el viento del norte, y pálidos relámpagos brillaban en el cielo de cuando en cuando. Los árboles, sacudidos por el impetuoso viento, se doblaban sobre las aguas del río, gimiendo. Los cuatro aventureros, apoyados en sus fusiles, contemplaban con inquietud la furia de los elementos, aguardando la medianoche.

El capitán, delante de todos, tenía los ojos fijos en la gran pirámide, iluminada por los relámpagos.

—Jorge —dijo en un momento el americano—, ¿triunfaremos?

—Triunfaremos —respondió el capitán.

—No sé por qué, pero tengo miedo, Jorge. ¿Y si los talapoi-ni nos cerraran el camino…?

—Los haremos huir.

—¿Y si nos atacan los peguanos?

—Nos enfrentaremos a ellos.

—¡Formidable hombre! —exclamó el americano con entusiasmo.

En aquel instante un gran relámpago hendió la masa de nubes iluminando la orilla del río, la ciudad y los lejanos bosques.

El capitán mostró al yankee los malayos que bajaban a tierra con las armas en la mano.

—En marcha, compañeros —dijo—. Es medianoche.

Se dirigieron hacia el río, en cuya orilla se alineaban los malayos.

—¿Estamos listos? —preguntó el capitán del prao.

—Listos —respondió Jorge.

Los treinta y siete hombres, decididos a todo con tal de conquistar la famosa arma del dios asiático, bien armados y provistos de abundantes municiones, atravesaron el río en dos canoas, desembarcando delante de Pegú. La ciudad estaba profundamente dormida. No se veía a nadie por la calle, ni un centinela en los destruidos baluartes, ni una luz que indicase que alguien velaba, ni un grito. Sólo la gran voz de la tempestad rugía entre las cabañas, alrededor de las pagodas y por encima de las inmensas ruinas. El capitán Jorge se colocó a la cabeza, y el grupo, en fila india, con los fusiles ocultos, se puso en marcha. En diez minutos atravesaron la ciudad sin encontrar a una sola persona y a las doce y cuarto se detengan al pie de la gran pirámide, la cual, ora sepultada en las tinieblas, ora iluminada por los relámpagos, se alzaba fieramente entre tempestad que rugía a su alrededor. Las campanillas de la gran «T» dorada, furiosamente sacudidas, sonaban incesantemente. El capitán Jorge señaló al malayo la cúspide del edificio.

—Allí está —le dijo.

—¿Y los enemigos?

El capitán le mostró los monasterios que se alzaban alrededor.

El malayo contrajo los labios en un gesto horrible.

—Comprendo —dijo con feroz acento—. El tigre empieza a tener sed.

—Da la vuelta a los khium y escóndete con tus hombres.

—¿Y tú?

—Yo voy a subir.

—Pero ahí arriba la tempestad ruge con fuerza. Te va a echar abajo.

—No tengo miedo —dijo el capitán con tono resuelto—. Voy a ascender.

El malayo lo miró con admiración y se alejó murmurando:

—Esto es un hombre. ¡Tiene sangre malaya en las venas!

El capitán Jorge se volvió hacia sus compañeros y les dijo:

—¡Adelante, amigos! ¡Allá arriba está la Cimitarra de Buda que tantas fatigas nos ha costado ya!

Los cuatro se lanzaron hacia la pirámide que parecía desafiarles, mientras los malayos, después de dar la vuelta se emboscaban a poca distancia de las tres campanas, con los kriss entre los dientes y los dedos acariciando los gatillos de los fusiles.

—¡Adelante, amigos! ¡Adelante! —repitió el capitán—. ¡Dios nos ayuda!

Se despojaron de las armas y de las casacas, escalaron la primera y la segunda explanada, subiendo uno sobre las espaldas de otro, y alcanzaron la escalinata, a cuyo pie descansaron unos instantes.

Sus corazones latían furiosamente como si quisieran estallar, y mil temores los agitaban. Entre los tremendos rugidos de la tempestad, les parecía oír el griterío de los raham y talapoini; entre el estruendo horrible y los fulgores, les parecía escuchar el sonido del cañón que llamaba a las armas a todos los habitantes de la ciudad; entre las quebradas líneas de los relámpagos les parecía ver a hombres correr por la llanura y extender el puño amenazante hacia la gran pirámide.

—¡Jorge! —exclamó el americano—. Estoy temblando,

—¡Valor!

—¿Y si no estuviese la Cimitarra de Buda?

Un sordo rugido salió de los labios del capitán.

—¡No! —exclamó—. No es posible. La cimitarra está ahí arriba.

—Pero ¿y si nos hubiese engañado aquel siamés?

Un trueno formidable ahogó su voz. El capitán señaló la cima del edificio.

—¡Allí! ¡Arriba! —tronó.

Sosteniéndose uno a otro alternativamente, ayudándose con las manos y con los pies, agarrándose a las piedras para no ser arrastrados por el viento, ensordecidos por el estruendo de los truenos y el rugido cada vez más fuerte del viento, cegados por los relámpagos, se dispusieron a continuar la ascensión. En el segundo saliente, jadeantes, empapados de agua, sofocados por las descargas eléctricas, volvieron a detenerse para recuperar fuerzas. Dirigieron la mirada a su alrededor, bien pegados a las columnas, y descubrieron a los treinta y tres malayos dispuestos en cadena entre las campanas y los monasterios. Parecían otros tantos tigres apostados entre la hierba en espera de su presa.

Reemprendieron la ascensión, siempre agarrándose a los escalones y encorvados para ofrecer más resistencia al viento. El capitán iba a alcanzar ya la cima de la escalinata,

cuando oyó un grito del polaco. Se detuvo de golpe, pálido, angustiado, temiendo que el desgraciado muchacho se hubiese estrellado contra la explanada,

—¡Casimiro! ¡Casimiro! —gritó.

—¡Cuerpo de un cañón! —exclamó el polaco.

El capitán se volvió y vio al joven en pie, agarrado a una columna, con los cabellos al viento y los ojos fijos en la ciudad. Presintió algo grave.

—¿Qué hay? —le preguntó.

—¡Capitán!… ¡Allí!… He visto un hombre… alejarse.

—Es imposible…, Casimiro.

—Se lo aseguro… Estaba allá abajo y corría hacia la ciudad.

Jorge miró a sus pies; la llanura estaba desierta. Lanzó un silbido y vio la cimitarra del capitán malayo agitarse a derecha e izquierda.

—Los malayos no han visto nada —dijo.

Faltaban pocos escalones para alcanzarla meta. Anhelan tes, con los cabellos erizados, las manos contraídas alrededor de los bowie-knife superaron la distancia que les separaba de la media torre.

—¡Valor! —tronó una vez más el capitán.

Los cuatro bowie-knife, se clavaron en la pared que se agrietó mostrando un boquete. El capitán introdujo la mano…

—¿Está? —preguntaron James, Casimiro y Min-Sí con angustia.

Un rugido de triunfo les contestó.

—¡La Cimitarra de Buda! ¡La Cimitarra de Buda!

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Casi en el mismo instante un cañonazo retumbó en los baluartes de Pegú.

XXII. LA BATALLA

A pesar de que la lluvia arreciaba, las campanillas y las cadenas de la gran «T» dorada sonaban y tintineaban, el viento rugía y el rayo tronaba, los aventureros, desde lo alto de la pirámide habían oído el sordo zumbido de la pieza de artillería y habían visto la llama resplandecer en los baluartes de la ciudad. ¿Qué había sucedido para disparar el cañón a una hora tan avanzada? ¿Anunciaba algún extraordinario suceso o llamaba a la población a empuñar las armas? ¿Les había espiado un peguano, o un raham había corrido a Pegú a dar la alarma? ¿Qué se estaba preparando en las sombras de la noche?

—Bajemos —dijo el capitán, que oprimía en su diestra la cimitarra.

En un momento descendieron la escalinata, saltaron a los salientes y de allí a la plataforma y por último al suelo, dirigiéndose a todo correr hacia la campana. A mitad de la calle se tropezaron con los malayos que acudían en su ayuda.

—¡Han disparado el cañón! —exclamó el capitán malayo, agitando como un loco su pesado sable.

—Estoy seguro de que nos han descubierto —dijo Jorge.

—Mis hombres están preparados para combatir.

Un segundo cañonazo retumbó sobre los baluartes de la ciudad.

—¡Lancémonos contra la ciudad! —exclamó el americano, que empezaba a enervarse.

—¡Saqueémosla! —apoyó el malayo.

—¡La Cimitarra de Buda es mía! —gritó Jorge—, ¡en retirada!

La noche continuaba siendo tempestuosa. Los rayos atravesaban de dos en dos, de tres en tres, la masa de nubes, describiendo zigzags espantosos, precipitándose sobre las copas de los árboles más altos, contra las cimas de las montañas o girando en torno de la pirámide. El viento soplaba con indecible violencia mezclando sus rugidos a los interminables estallidos de los truenos, doblando y torciendo las plantas, destrozando los bambúes y el arroz y llevándose las tejas de los monasterios. Era una noche infernal.

Los treinta y siete hombres, sin intercambiar una palabra, con los oídos atentos y los ojos bien abiertos, continuaban retirándose atravesando bosques y plantaciones. Jorge los guiaba, pero eso no le impedía dirigir de cuando en cuando una larga mirada a la famosa arma del dios asiático que oprimía con tanta fuerza como si 3a sujetaran unas tenazas de acero.

Aquella arma que tantas fatigas, tantos sacrificios, tantos peligros había costado a los intrépidos aventureros, era verdaderamente magnifica. Su forma era la de una cimitarra semejante a las de los tártaros, pero ¡qué finura, qué metal y qué empuñadura! Era de un acero purísimo, muy sutil, que dejaba ver sus vetas como los célebres kriss de Borneo; en una cara de la hoja se veía, escrito en sánscrito, el nombre de Buda; en la otra, en caracteres chinos, el del emperador Khieng Lung. La empuñadura era de oro macizo, esculpida, cincelada, cuyas figuras traían a la mente las numerosas encarnaciones de Visnú, una de las grandes divinidades de la India. En su extremo podía verse un diamante de bellísimas aguas, más grueso que una nuez y que el capitán estimó que valdría más de doscientas cincuenta mil pesetas.

El grupo hacía ya veinte minutos que caminaba, cuando se encontró ante una especie de colina aislada, rodeada de rocas. Parecía un antiguo volcán con un gran cráter en el centro.

—¡Alto! —dijo el capitán.

Como si aquella orden hubiese sido oída por los peguanos, un tercer cañonazo retumbó en dirección a la ciudad. Un sordo estremecimiento recorrió las filas de los malayos.

—¡El enemigo! —exclamó el capitán malayo.

E3 viento traía a sus oídos el fragoroso redoble de un gong.

—¿Qué hacemos? —dijo el malayo, deseoso de empezar el combate.

—Subamos ahí —dijo Jorge—. Después, ya veremos.

Subieron por los flancos de la colina y, a pesar de la lluvia que caía, los torrentes que descendían espumeando de roca en roca, los pedruscos que rebotaban, llegaron a la cima. Los dos capitanes dirigieron una mirada a aquel lugar defendido por enormes rocas a su alrededor, y se acercaron a la vertiente opuesta, que estaba cortada casi a pico.

—¿Ves algo? —preguntó Jorge, después de haber observado atentamente la llanura cubierta de espesos cañaverales.

—Nada —respondió el malayo.

—¿Tampoco oyes nada?

—Sí, el gong, que continúa tañendo.

—¿Descenderías tú?

—Sí, y rápido.

Los dos capitanes volvieron hasta donde se encontraban los demás, que se ocupaban en cambiar las cargas a las carabinas y pistolas.

—En marcha —dijo Jorge—. El río está a media milla de nosotros.

La tropa atravesó aquella especie de campo atrincherado y ganó la pendiente opuesta. Casi en el mismo momento un silbido agudo surgió de entre los cañaverales de la oscura llanura.

—¿Has oído? —dijo el capitán malayo.

—Sí —dijo Jorge—. ¿Hombre o serpiente?

—No conozco ningún reptil capaz de emitir este silbido.

—¿Ves algo entre las cañas?

El malayo adelantó la cabeza, dilató los ojos, aguzó el oído y prestó atención.

—No veo ni oigo nada —dijo.

—Allí hay algo —exclamó el americano—. He visto una lucecilla.

Los treinta y siete hombres permanecieron inmóviles al borde de la pendiente, intentando ver lo que había en la llanura. Después del silbido, no se había escuchado nada fuera del gemir y batir del viento.

—¡Adelante! —dijo Jorge después de algunos minutos, con tono decidido.

—¡Alto! —ordenó por su parte el malayo.

Un cohete se había elevado por encima de la espesura, describiendo una gran curva en el aire. Estalló sobre las cabezas de los malayos, esparciendo alrededor multitud de chispas de colores.

—¡En retirada! —ordenó Jorge—. Los peguanos están emboscados ahí abajo.

El grupo volvió sobre sus pasos rápidamente y bajó por la ladera opuesta, pero se detuvo inmediatamente. Un segundo cohete ascendía lentamente hacia el cielo. También allí había enemigos emboscados.

—¡Estamos bloqueados! —exclamó el capitán malayo—. ¡Mil rayos! La madeja se está enredando y yo empiezo a tener sed de sangre.

No se engañaban. Los peguanos, aprovechándose de la oscuridad, les habían seguido sin hacer ruido y les habían rodeado, resueltos, sin duda, a castigar a los profanadores de la pirámide sagrada y a reconquistar la Cimitarra de Buda.

—¿Qué hacemos? —preguntó el polaco.

—Presentar batalla —contestó Jorge.

—¡Mil rayos! —exclamó el malayo—. Hablas bien, capitán. ¡A las armas! ¡Mahoma está con nosotros!

La defensa se organizó rápidamente. Como se ha dicho anteriormente, la cima de la colina estaba defendida al Norte y al Sur por rocas perfectamente lisas, imposibles de escalar, y al Este por una empinada pendiente, difícil de superar bajo el fuego de media docena de carabinas. No era accesible más que por el Oeste, pero aquí la subida se estrechaba formando una especie de garganta larga y estrecha, flanqueada por enormes rocas excavadas y agujereadas de mil maneras. Los malayos y los blancos se agruparon cerca de aquella garganta, después de haber preparado una mina de treinta kilogramos de pólvora en una pequeña gruta. Sólo ocho hombres fueron encargados de la defensa de la subida oriental.

—Valor, amigos —dijo el capitán—. Calma, y fuego sobre blanco seguro.

La tempestad se calmaba poco a poco. Las nubes se habían desgarrado y dejaban ver algún rayo de luna. Solamente al Norte, hacia los montes, brillaba y retumbaba aún el trueno. Los combatientes estaban apostados desde hacía sólo diez minutos, cuando se oyó el gong batir en la llanura. A la luz del último relámpago pudo verse el ejército peguano, armado con fusiles, cimitarras, lanzas, hachas, cuchillos, avanzar al asalto seguido de una horda de raham, phongi y talapoini. Malayos y blancos se agazaparon tras las rocas y cargaron rápidamente sus carabinas. ¡Había llegado la hora!

Un grupo de cien o más hombres, después de ascender la cuesta, se plantó a la entrada de la garganta, dispuestos a lanzarse al asalto.

—¡Atención! —se oyó gritar al capitán Jorge.

Los gongs llamaban a la carga. Un rayo, dos, veinte, cien, doscientos, estallaron en la llanura, extendiéndose a derecha e izquierda. Eran los peguanos, que hacían un fuego infernal intentando desalojar a los profanadores de la Choé-Madú. Se ola silbar el plomo por todas partes, rebotar en las rocas basálticas y caer junto con partículas de rocas. Un humo blanquecino y denso se levantó entre los cañaverales.

—¡Fuego! —ordenó Jorge.

La colina, de improviso, llameó como un cráter en actividad. Detrás de cada roca, de cada grieta, de cada peñasco, surgían relámpagos seguidos de detonaciones. El efecto de aquella descarga fue desastroso para los peguanos que se habían lanzado al ataque sin ninguna precaución. Se oyeron gritos desgarradores, imprecaciones, gemidos, y por último se vio cómo huían. Algunos hombres, heridos de muerte, cayeron rebotando entre las rocas y rodaron por la pendiente. Un profundo silencio siguió a las detonaciones de los fusiles, a los gritos de los combatientes y a los gemidos de los heridos. La gran llanura volvió a tornarse silenciosa y oscura; pero entre las cañas se veían brillar todavía las armas. Cinco minutos habían pasado, cuando volvió a oírse el fragoroso batir de los gongs, seguido por el agudo sonido de varias pullanays (flautas).

—¡Todos a la garganta! —rugió el americano, que había avanzado hasta las primeras rocas.

Un grupo de trescientos o cuatrocientos peguanos se había formado al pie de la colina y ascendía agitando frenéticamente las armas.

Los gongs llamaron por segunda vez a la carga y todos aquellos hombres se lanzaron con coraje al asalto, con el sable entre los dientes y los arcabuces en la mano. Los malayos, que se habían agrupado todos ante la garganta, amparándose detrás de enormes rocas, apuntaron sus fusiles e hicieron llover una granizada de balas sobre el enemigo, Algunos hombres cayeron por la pendiente de la colina, pero otros continuaron subiendo, vociferando espantosamente, fanatizados por los raham que marchaban a la cabe za, desafiando intrépidamente la muerte. La mosquetería se hizo rápidamente furiosa. Los malayos cargaban y descargaban incesantemente, mezclando sus feroces aullidos con la potente voz del huracán. A pesar de todo, los peguanos ascendían, resueltos a morir todos antes que retroceder. Al cabo de pocos minutos llegaron a pocos centenares de pasos de la garganta, donde se detuvieron un instante para descargar sus armas. Un malayo, herido en la frente, cayó fulminado; un segundo, que estaba a caballo de una alta roca, cayó herido en el pecho; otros dos vacilaron y cayeron al lado de Jorge.

—Nos van a aplastar —gritó James—. Es necesario hacer estallar la mina.

—Hazla estallar —respondió el capitán descargando su carabina.

—¡Voy!

El americano, a pesar del nutrido fuego de los peguanos, saltó sobre las rocas, se dejó caer al suelo y se arrastró hacia la pequeña gruta que se encontraba en el centro de la garganta. Jorge, a la cabeza de una docena de malayos, se adelantó valientemente hacia los peguanos disparando fusiles y pistolas, a fin de retrasar algunos minutos su ascenso.

De pronto, entre el fragor de los disparos, se oyó la voz del americano que gritaba:

—¡Sálvese quien pueda! ¡La mina va a explotar!

Los malayos retrocedieron a la carrera seguidos por el americano y se refugiaron en la vertiente opuesta de la colina. En aquel mismo momento los peguanos se lanzaron a la garganta aullando por el triunfo. De pronto una columna de fuego atravesó las tinieblas y la tierra tembló en media milla a la redonda. Una horrenda explosión se escuchó, seguida por un horrible griterío de terror. Las rocas, desprendidas, vacilaron y se derrumbaron contra el desfiladero, sepultando a gran cantidad de peguanos, mientras caían granizadas de pedruscos de todas dimensiones.

Jorge se subió a una roca y observó. Los peguanos, aterrados, huían desesperadamente cuesta abajo de la colina.

—¡Adelante! —ordenó.

Un instante después, los malayos y los aventureros, pasadas las ruinas, descendían la colina a la carrera. Al pie de ella se encontraron con el segundo grupo de peguanos que acudía en ayuda de sus compañeros. El choque fue sangriento. Los malayos, ebrios de sangre y pólvora, se lanzaron furiosamente contra los peguanos. El capitán, rodeado por sus amigos, iba a la cabeza señalando el camino. La lucha duró poco. Los peguanos, desmoralizados por los primeros descalabros y mal conducidos, después de una tentativa de abrirse camino, volvieron las espaldas dejando a varios de sus compañeros sobre el campo de batalla. El capitán, al ver el paso libre, se lanzó hacia adelante gritando:

—¡Seguidme! ¡En retirada!

El valeroso grupo, muy reducido después de la batalla, atravesó la llanura a la carrera, dirigiéndose hacia el río. ¡Ya era hora! Una nueva oleada de peguanos desembocaba de los bosques circundantes, corriendo hacia el lugar de la batalla. Una carrera de velocidad se entabló entre vencedores y vencidos. Los malayos, lanzando las municiones para estar más libres, corrían como liebres, siempre precedidos por los cuatro aventureros, que tenían alas en los pies. Los peguanos continuaban siguiéndoles. Habían recorrido más de media milla y empezaban a perder la respiración, cuando apareció el río, sobre cuyas aguas se mecía el prao con las velas desplegadas. La proa del barco pareció incendiarse y una nube de metralla surcó el aire. Los peguanos, agotados por la larga carrera, desanimados, asustados, volvieron la espalda huyendo hacia la ciudad. Una segunda andanada hizo apresurar sus pasos. Los cuatro aventureros y los malayos estaban junto a la orilla. Las canoas fueron lanzadas al agua y les transportaron a bordo.

Pocos minutos después el prao, a toda vela, descendía la rápida corriente del Bago-Kiup, dirigiéndose hacia alta mar.

CONCLUSIÓN

La verdadera historia, acaba ya.

El capitán y sus compañeros, catorce días después, desembarcaban en Batavia, la capital de la isla de Java, llevando con ellos la famosa Cimitarra de Buda. Pagaron generosamente a la tripulación malaya, que tan eficazmente les había ayudado en su última y más difícil empresa; se embarcaron al día siguiente en un bergantín en ruta hacia Macao, a donde llegaron poco más tarde. Un vapor se en cargó de conducirlos al día siguiente a Wampoa, el puerto de Cantón, y una barca les trasladó al hong danés.

Renunciamos a describir la alegre acogida que tuvieron por los colonos, los cuales, privados de noticias suyas durante tantos meses, los creían muertos en las salvajes regiones de Indochina. E igualmente renunciamos a describir las fiestas que se realizaron en su honor.


Publicado el 23 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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