La Costa de Marfil

Emilio Salgari


Novela



Primera Parte. La Costa de Marfil

I. En las orillas del Ousme

—¿Qué podemos hacer?

—¡Aguarda un momento! ¿Estás nervioso por estrenar la carabina?

—Deseo enormemente descubrir a uno de esos monstruosos animales en completa libertad. Hasta ahora sólo he tenido oportunidad de verlos encerrados en los zoológicos de Europa.

—¡Te aseguro que son formidables!

—En compañía de un cazador tan bueno como tú, no tengo miedo; además, por muy hábiles que sean esas enormes masas, creo que no podrán aventajar la ligereza de mis piernas.

—No lo creas, Antao. Aún no hace dos semanas que un pobre obrero del Gran Popo, que vino aquí con intención de cazar a esos animales, fue despedazado.

—¿Cómo si se tratase de una galleta?

—¿Crees que miento?

—¡Lo dudo, Alfredo, lo dudo!

—¿Sí? Pues debo añadir que aquel obrero era un siervo de la factoría del señor Zeinger, aquel alemán tan estupendo al que fuimos a visitar el pasado domingo.

—¡Entonces es que el tal obrero debía de ser tan torpe como un topo gris del país de los aschantis!

—Todo lo contrario, amigo mío. Se trataba de un negro tan grande y ágil como un mono; pero el animal, al que había herido, se abalanzó sobre el desdichado cazador, y antes que pudiera huir lo hizo pedazos.

—¿Crees que esta anécdota sirva para aumentar mi valor?

—¿Acaso deseas regresar a mi factoría?

—Sí; pero llevando con nosotros un hipopótamo. No he venido a África para que las alimañas de esta costa me devoren vivo, sino para conocer bien el país y, de paso, cazar alguno de esos colosales animales.

—Y también para establecer una factoría portuguesa.

—No, aún no, Alfredo. Mis negocios con Brasil me han hecho lo suficientemente rico para permitirme…

—¡Cállate!

—¿Es un hipopótamo?

—¡No, calla!

Los dos hombres que así hablaban se encontraban rodeados de una exuberante vegetación tropical, que los protegía de los últimos, pero todavía cálidos, rayos solares. Se hallaban en la ribera de un riachuelo, de unos trescientos o cuatrocientos pasos de ancho y salpicado de isletas ocultas por altas hierbas y grupos de plátanos, con largas hojas de color verde reluciente.

Aquél al que hemos oído llamar con el nombre de Alfredo se detuvo de repente. Se inclinó sobre las hierbas y las cañas que cruzaban en todas direcciones sus ramas y sus raíces, sumergidas en el fondo del río. Lanzó a su alrededor una aguda mirada. Su acompañante, que ignoraba aún lo que sucedía, descolgó de su hombro una corta y pesada carabina, una de esas armas que se usan para la caza de grandes animales.

El primero durante unos momentos permaneció inmóvil, alerta a cualquier sonido; escuchaba con gran atención, sin dejar de mirar con avidez hacia todos lados: ya a las islas, ya a la orilla opuesta, cubierta por frondosos árboles. En seguida miró a Antao y le dijo:

—Seguramente me habré equivocado.

—¿Qué crees que era?

—Me pareció un grito que me recordaba a cierto hombre…

—¿Acaso murió en este río?

—¡Ojalá hubiera muerto!

—Pero oye: ¿de qué estás hablándome?

—Estoy hablando de un hombre que viene preocupándome desde hace cuatro años. Me da miedo.

—¡A ti! —exclamó Antao, lleno de sorpresa—. ¡Estás de broma, Alfredo! ¡Un hombre que, como tú, en América se ha batido como un león, y que hoy se considera el más valiente cazador de la Costa del Marfil, no puede tener miedo!

—Pues te digo que temo a ese hombre, y siempre presiento una traición. Por eso he dejado a mi criado Gamani vigilando en medio del bosque, y a mi portafusiles en la factoría.

—¿De quién se trata?

—Es un negro.

—Es fácil: ¡se busca y se le mata!

—Está lejos.

—¡Se va en pos de él!

—Es poderoso, Antao.

—¡Se escoge a un grupo de hombres valientes y se le ataca!

—¿En Dahomey?

—¡Caramba! ¡Ése es un nombre que me da escalofríos! ¡Maldito país de bárbaros asquerosos! ¡Me gustaría conocer esa historia que tan preocupado te tiene!

—Te la contaré después. Ahora pensemos en los hipopótamos. Creo que me confundí con relación a aquel grito. Nada sucederá en mi factoría durante nuestra ausencia.

—Además ya están allí tus hombres para proteger a tu hermanito y tus riquezas.

—¡Calla! ¡Hemos llegado!

Alfredo, mientras hablaba, no había dejado de andar, siguiendo siempre la orilla derecha del río. Se detuvo ante un gran árbol de algodón que se inclinaba sobre las aguas, y en cuyo tronco se advertían algunos profundos cortes hechos poco tiempo atrás.

El cazador lo observó con fijeza para convencerse de que no se engañaba. Luego se infiltró por entre los cañaverales que se entrecruzaban en la orilla. Cogió el extremo de una cuerda que estaba unida a una gruesa raíz y tiró con fuerza de ella.

De repente, a través de aquella confusión de ramas, hojas y raíces, se vio avanzar una de aquellas pesadas canoas —construidas con troncos de árboles y ahuecadas por el fuego y a fuerza de hachazos—, cuyos dos extremos terminan en agudas puntas.

Alfredo se abalanzó dentro, incitando a su compañero a seguirle. Agarró dos remos de anchas palas, y la embarcación inició la marcha hacia una isleta cubierta por una extraordinaria vegetación y que se hallaba en medio del río.

En pocos momentos llegó a ella. Embarrancó la embarcación en un bajo fondo de arena que rodeaba como un cinturón toda la pequeña isla, lo que impedía la entrada hacia el interior.

—¿Tomamos un baño? —inquirió Antao.

—Apenas hay dos palmos de agua —contestó Alfredo.

—¿Estarán a salvo nuestras piernas? He oído decir que en el Ousme hay cocodrilos.

—Es cierto; pero no se atreven a acometer a los hombres blancos, además ahora están durmiendo. ¡Al agua, amigo!

—Un momento. ¿No destruirán los hipopótamos nuestra canoa?

—Seguramente lo harán si erramos nuestros disparos; pero ya tendremos cuidado en dar en el blanco. ¡Al agua!

Los dos amigos cogieron las carabinas y, saltando de la barca, hollaron el banco de arena.

Alfredo no se había engañado: en aquel bajo fondo había tan poca agua, que apenas les llegaba a las rodillas.

En un momento atravesaron el banco y llegaron a la isla, a través del follaje que la ocultaba.

Aquel trozo de tierra colocado en el centro de Ousme —uno de los ríos más importantes de la Costa del Marfil, y que desemboca en el pantano de Puerto Nuevo— no tenía más de cincuenta metros de circunferencia, y era tan bajo que una leve marea era suficiente para cubrirlo por completo.

En aquella tierra húmeda, fertilizada por los vegetales que eran llevados allí en la estación de las lluvias, crecían bambúes muy altos, de largas hojas verdes, magníficos; arbustos acuáticos, e incluso tupidos macizos de plátanos silvestres, que orgullosos extendían sus anchas y largas hojas, de las que algunas llegaban a alcanzar los cuatro metros.

Gran cantidad de papagayos grises se habían asentado en aquella floresta, y con alegría gritaban en señal de saludo a los últimos rayos del sol.

Los dos hombres recorrieron la isla para asegurarse de que no había por allí ninguna de esas pequeñas serpientes que los naturalistas denominan achidni nasicomi, las cuales son abundantes en tales islas, y cuya picadura es mortal. Pronto se escondieron bajo la fresca sombra de un grupo de plátanos.

—Ya sólo faltan los hipopótamos —dijo Antao—. He observado con atención en el río y en las orillas, y te aseguro que no he descubierto ni un cocodrilo.

—Aún falta media hora para la puesta del sol —contestó el cazador—. En cuanto se haya ido el sol, ya lo verás.

—¿Aquí?

—Seguro. Vendrán a comer en estos vegetales.

—¿Es cierto?

—Gamani los ha visto acudir aquí tres noches seguidas.

—¿Durante el día no se ven?

—De día duermen en el fondo del río. Son prudentes, amigo. Haz como yo: enciende un cigarrillo y fúmalo con tranquilidad.

El cazador sacó la petaca de su bolsillo, alargó un cigarrillo a su acompañante, y él encendió otro. Después se recostó sobre la hierba, colocándose la carabina en medio de las rodillas.

Aquellos dos hombres no se atrevían a entrar en las islas del Ousme para esperar los enormes hipopótamos. Ambos eran de distintas naciones, y así lo daban a entender a primera vista. A pesar de ello, los dos tenían la piel morena y los cabellos y ojos negros, rasgos pertenecientes a la raza latina.

El que respondía al nombre de Alfredo, según parece, conocía mejor aquellos lugares salvajes, y era cazador más atrevido. Era uno de esos tipos tan frecuentes en las regiones meridionales de Italia y en las costas de Albania.

Tendría unos cuarenta años, más o menos, una estatura bastante superior a la normal, nervioso, de potentes músculos, de enérgico y hermoso perfil. Lucía barba negra, ojos relampagueantes y vivos; y su cutis estaba tostado por el ardiente sol de las regiones ecuatoriales.

Llevaba un traje de dril blanco, ceñido a la cintura por una faja de lana roja, tal como suelen llevarla los pescadores napolitanos; sobre ella se liaba una cartuchera. Sus espesos cabellos, a los que el clima de la Costa del Marfil había puesto ya algunas canas, los protegía un pañuelo blanco que se ataba a la nuca.

Su amigo Antao, ya por el nombre, ya por el aspecto que presentaba, se adivinaba que pertenecía a la raza blanca de los climas meridionales. Era un portugués de unos veinticuatro o veinticinco años, de escasa estatura, pero de cuerpo musculoso y fuerte, con cutis aceitunado, grandes ojos negros, cejas espesas y cabello rizoso, semejante al de los negros.

Se cubría la cabeza con un casco de corcho cubierto de dril blanco; se trataba del sombrero indispensable que suele usarse en aquellas regiones. En vez de americana o chaqueta llevaba una ligera blusa de franela azul, rodeada de vivos blancos en el cuello y en las bocamangas. Una magnífica cartuchera de piel roja ceñía su cintura. Además llevaba un calzón de pana verde y polainas de cuero castaño bordadas con plata.

Los dos iban armados con estupendas carabinas de caza; las dos de cañón corto y pesado, suficientes para vencer un potente elefante con un solo balazo bien disparado. También llevaban cuchillos de caza, en vainas de cuero que se remataban en agudas puntas de acero.

Mientras se hallaban fumando tranquilamente, sin hablar, el sol se ponía con rapidez por detrás de los bosques.

La luz mermaba lentamente, y la oscuridad avanzaba silenciosa, ocupando ya todos los rincones de la selva. Los papagayos grises, tras haber lanzado sus últimos y más estrepitosos gritos de adiós al día, empezaban a enmudecer. El águila pescadora daba su último vuelo sobre las aguas fangosas del río, y regresaba a su nido colocado en la rama superior del grandioso baobab. El mono sobukumbaka, que hasta aquel momento había estado recreándose por las ramas de los sicómoros, tras haberse hartado de sus frutos, dejó de emitir su sutil «hu-ul-hu-ul», el cual se podía oír a unos cuantos kilómetros de distancia. Todo empezaba a sumirse en el reposo de la noche, en tanto que las primeras aves nocturnas comenzaban a mecerse en los aires.

Enormes bandadas de pipistrallas se alejaban de las ramas en que habían estado durante el día con la cabeza hundida bajo el ala y las plumas erizadas; corrían por todos los lugares, conducidas por el perro nocturno o cinonittero de las palmas, ave horrorosa, cuyas alas tienen un metro, su cuerpo treinta centímetros, y la cabeza parecida a la de un perro de presa; posee el animal unos grandes ojos saltones y al pelo largo y grisáceo, más largo por la espalda y la cola que por el resto del cuerpo.

Broncos mugidos, fuertes resoplidos, agudos aullidos y algo parecido a carcajadas estridentes fueron la señal de que las fieras se alejaban de su cubil para empezar la caza nocturna.

Alfredo permanecía inmóvil, como hombre calmoso, acostumbrado a aquellos conciertos, más alarmantes por el ruido que causaban que temibles por su verdadero peligro. Su joven amigo, por el contrario, que hacía poco había llegado a aquellas tierras, no dejaba de moverse, inquieto. Nervioso como estaba, no cesaba de acariciar el gatillo de su carabina, y su mirada, excitada, recorría nerviosamente ambas orillas del río.

—¡Caramba! —murmuró—. ¡Esto es un zoológico!

—Sí; pero los animales no están encerrados en jaulas, y no les sería nada difícil comerte si te dejases.

—¿Y has abandonado a Gamani completamente solo en medio de la selva? Mañana de seguro que ya no le encontramos.

—Gamani es valiente, y sabe que ninguna de esas fieras es capaz de subirse a los árboles. Así es que se hallará a salvo sobre las ramas de un sicómoro. Ya verás cómo mañana le encontramos sano y salvo.

—Pero los leopardos pueden saltar muy alto, Alfredo.

—Es cierto. Pero Gamani tiene una estupenda carabina, y sabe utilizarla bien. Además…

—¿Qué?

Sin responder, el cazador se levantó de repente, presa de gran emoción. Con un brazo extendido hacia su amigo, como para incitarle a no moverse, permanecía alerta.

—¿Oyes algo? —le preguntó al cabo de un instante con la voz un tanto alterada.

—Yo, nada…, absolutamente nada —contestó el portugués, sorprendido.

—¡Creí haber oído un lejano estampido!

—¿Dónde?

—Hacia mi factoría.

—Te has engañado, Alfredo.

—¡Ojalá! ¡Tengo miedo de aquel hombre!

—Pero ¿quién es ese hombre? ¿Explícate ya?

—Sí; pero… ¡Mira allí!

—¿Ves algo?

—¿No has oído nada?

—¿Cómo una potente respiración?

—Eso es, Antao.

—Y parece como si el agua se moviese hacia la orilla del río.

—¡Es la presa que estamos esperando!

—¿Un hipopótamo?

—¡Prepara la carabina! ¡Fíjate cómo se acerca a la cita! ¡No me engañé al llevarte aquí! ¿Lo ves?

Antao, el portugués, guardó silencio porque la pregunta de su amigo no precisaba respuesta. Lo que hizo fue prepararse para la aventura inmediata recostándose entre las hierbas y armando con sorprendente tranquilidad la magnífica arma de fuego que portaba.

II. Los secretos de la selva

La luna iluminaba las copas de los árboles y se reflejaba en las aguas, haciéndolas resplandecer como si se tratase de plata fundida. Los dos cazadores vieron cómo una masa grandiosa, casi monstruosa, salía de la orilla derecha del río y se dirigía lentamente hacia la costa.

Era imposible equivocarse sobre su especie: se trataba de un verdadero hipopótamo. Animal que si en la actualidad escasea bastante en las regiones bañadas por el Nilo, abunda mucho en los ríos de la Costa del Marfil, donde viven en completa seguridad, ya que por lo general los cazadores negros son pésimos tiradores, y además suelen usar armas demasiado viejas y poco apropiadas para luchar contra aquellas fieras.

El animal, que había salido de las profundidades del río para ir en busca de su alimento, era uno de los más grandes que hasta aquel momento había visto Alfredo.

La luna, que iluminaba de lleno, dejaba que los dos cazadores pudieran verle a su gusto, como si estuviesen bajo la luz del día.

Aquel rey de los ríos —ya que en realidad se trata de un verdadero soberano que no encuentra ningún otro animal que pueda disputarle su poder en los ríos que frecuenta, pues incluso el cocodrilo huye de él con astuta prudencia por su parte— medía casi trece pies de largo, es decir, unos cuatro metros, y su circunferencia era enorme, superior en algunos pies a la medida dada.

Su cabeza, de medida descomunal, carnosa y con manchas hacia el extremo inferior, poseía una boca de dos pies de ancho, y lucía una potente dentadura, formada por treinta y seis piezas, de las cuales los dos pares caninos medían más de cuarenta centímetros de largo.

Durante unos momentos nadó en dirección a la isla, después subió al banco de arena, dejando ver su cuerpo de color pardo oscuro con reflejos rojizos, que carecía de pelo casi en su totalidad; sus patas eran cortas y torcidas. Daba la impresión de que antes de decidirse a andar quisiera estar seguro de que no había ningún enemigo a su alrededor, y para ello husmeaba el aire con gran estrépito.

—¡Qué bárbaro! —susurró Antao al oído de su acompañante—. ¡Será muy difícil hacerse con él!

—No debes apuntarle al cuerpo —indicó Alfredo—. Tiene una piel que por lo menos es de tres pulgadas de espesor, y tu bala rebotaría en ella.

—¡Caramba! ¿Acaso llevan coraza esos animales?

—Igual que los buques de guerra. Debes esperar a que se acerque, e intenta darle entre los ojos o bajo la mandíbula.

—¡Pobre bestia! ¡Seguro que ni sospecha que tiene tan cerca a sus enemigos!

—¡No sientas lástima de él! Son muy peligrosos, pero…

—¿Qué ocurre?

—Creo que está algo nervioso.

—¿Habrá notado nuestra presencia?

—Tal vez. Sólo se halla a ciento cincuenta pasos de nosotros, y no le dejaré escapar, amigo. De momento deja tranquila tu carabina, que ya dispararé yo.

Alfredo se escurrió con cuidado por entre los hierbajos, ocupando la mejor posición que le fue posible. Muy despacio, con gran atención, apuntó.

Por fin disparó. Al estampido siguió un mugido más potente que el de un toro y de áspero resoplido.

En cuanto desapareció la nube de humo provocada por el disparo, los dos cazadores descubrieron el hipopótamo en el agua, que se retorcía presa de un gran furor. Sin duda alguna comprendieron que estaba herido y que el balazo había dado en el sitio adecuado. El enorme animal nadaba con torpeza, y se quejaba cada vez con más potencia, en tanto que sus mandíbulas entrechocaban con funesto ruido. Se diría que buscaba el lugar en el que se ocultaban sus enemigos, con intención de lanzarse contra ellos y destrozarlos.

Alfredo, al ver que su amigo se levantaba con intención de apuntar más cómodamente la carabina, le obligó a tenderse sobre la hierba.

—¡Si quieres vivir, estate quieto! —exclamó.

Acto seguido cargó el arma con rapidez, seguro como estaba de que la tendría que usar otra vez.

Mientras, el hipopótamo, enloquecido por el dolor, seguía retorciéndose en las aguas, haciendo resonar las costas con sus quejidos. Con las patas producía salpicones de agua que alcanzaban altura considerable, y daba cabezazos contra el fango, lo que causaba un verdadero oleaje.

Al cabo de unos instantes pareció haber tomado una decisión. Avanzó a gran velocidad hacia la isla y se plantó sólo a diez metros de distancia de los dos cazadores, que al momento se levantaron con las armas en la mano, en acción de disparar.

—¡Dispara, Antao! ¡Haz fuego! —gritó Alfredo.

A pesar de que su amigo se sintió presa de un repentino temblor al hallarse frente a semejante monstruo, que se mostraba decidido a deshacerlo de una sola dentellada, disparó con rapidez. Pero no tuvo tiempo de saber si había acertado el tiro.

Con la agilidad casi imposible de atribuir a un animal de aquel peso, el hipopótamo se lanzó sobre él, golpeándolo con tal fuerza que le obligó a caer de espaldas.

Se abría ya la monstruosa boca sobre el desdichado portugués, cuando pudo apreciarse el ruido de un segundo tiro.

El cazador hizo un disparo excelente, pues la bala penetró por la oreja derecha del animal, que en el acto se desplomó.

—¡Por Satanás! —exclamó Antao, al tiempo que se levantaba—. ¡Unos minutos más y ya estaría partido en dos!

—¿Te ha herido? —preguntó, interesado, el cazador.

—No. Sólo estoy lleno de manchas fangosas del animal. Pero ¡diablos!, debo confesar que he pasado un momento en que verdaderamente todo mi cuerpo temblaba. ¡Gracias a tus rápidos reflejos me has salvado la vida, Alfredo!

Hay que ser sensatos con esas fieras, amigo, y sobre todo eludir cruzarse en su camino.

—¿Quién hubiera sido capaz de adivinar que este monstruo fuera tan astuto?

—No lo creas. En realidad, si no están excitados por algo, no lo son; pero en cuanto se sienten heridos atacan con gran ímpetu.

—¡Qué bárbaro! —exclamó Antao, dando vueltas alrededor del hipopótamo, que yacía en el suelo—. Y, sobre todo, ¡qué bocaza! ¡Me da escalofríos pensar que he estado a punto de ser cogido por estos dientes!

—¡Y qué dientes! ¡Fíjate en estos colmillos! ¡Por lo menos pesan unas doce libras cada uno!

—¿Son de marfil?

—Sí; y mejor que el de los elefantes. Es tan fuerte que el roce de la sierra provoca verdaderas chispas, y además jumás pierde la blancura. Se usa mucho, sobre todo, para la fabricación de dientes postizos.

—¿Es comestible la carne de esos animales?

—Tan buena como la de buey. Sobre todo la grasa se estima mucho, ya que con ella se puede hacer una mantequilla estupenda.

—¡Pues, amigo, con una sola de esas fieras es suficiente para alimentar una tribu entera de negros!

—Seguramente este hipopótamo debe pesar casi catorce quintales, o tal vez más. ¡Imagina la cantidad de carne que sale de ahí!

—¿Mandarás a tus hombres que lo descuarticen?

—¡Eso es, Antao! Mañana podrás saborear una pata de este enorme animal asada al horno, como la preparan los negros de aquí. Ya verás qué estupenda.

—¿Regresamos ya?

—No es sensato andar por la selva durante la noche. Además espero matar otro hipopótamo aún. El año pasado algunos negros vinieron aquí con la intención de cultivar estas tierras y hacer plantaciones en las orillas del Ousme. Por ello los hipopótamos acudieron en manada, y aún andan por aquí.

—¿Acaso esos animales buscan la compañía de los negros?

—Al revés, amigo. Llegaron aquí para arrasar los campos, y fueron suficientes pocas noches para que acabaran con todo. Con ello, los labradores se vieron obligados a huir de prisa… Pero ¡calla!, ¿no oyes nada? ¡No creo equivocarme!

Hacia lo alto del río habían sonado algunos mugidos que daban la impresión de acercarse a ellos. Seguramente a unos quinientos o seiscientos metros de la isla algunos hipopótamos estaban a punto de entrar en el río en busca de alimento.

—¿Se acercarán hasta aquí? —inquirió el portugués.

—Tal vez bajarán siguiendo la orilla. Esos animales buscan grandes grupos de cañas y raíces, pues las necesitan para alimentarse.

—¿Qué podríamos hacer para que vinieran antes?

—Si tuviésemos algún instrumento de música, tocaríamos algo, y verías cómo se acercaban pronto.

—¿Un instrumento de música? ¿Quieres tomarme el pelo?

—No, Antao. Aunque te parezca raro, esos animales son sensibles a las melodías. El mayor Denham me ha referido algunas veces que mientras pasaba con sus hombres a lo largo del Mango, en el Gambuno, al son de los tambores y trompetas, descubrió a muchos hipopótamos que los siguieron río arriba durante un buen rato, a corta distancia de los hombres que tocaban el instrumento.

—¡Es fantástico!

—Incluso yo mismo lo he probado haciendo tocar la flauta a mis batidores, y me he asegurado de la afirmación de Denham. Puedes creerme.

—Si pudiésemos…

—¡Calla!

—¿Oyes algo?

Alfredo no contestó, y con señas le aconsejó que se ocultara entre las hierbas. En el acto le señaló la orilla contraria.

La luz de la luna, que iluminaba el paisaje como si fuese de día, dejaba ver las ramas, que se movían, y todos los detalles, a pesar de la distancia.

—¿Un animal? —inquirió el portugués en voz muy baja.

—¡O un hombre! —contestó el cazador, con voz alterada—. Una bestia no tomaría tantas precauciones.

—Tal vez es tu criado.

Gamani no osaría presentarse así, sabiendo que estamos cazando.

—¿Quién puede ser entonces?

—¡Un traidor!… ¡Puede ser un traidor!

—¿Un traidor? ¿Piensas acaso…?

—Exacto. Tal vez sea un aliado de aquel hombre. ¡Mira!

Las ramas se separaron, y por entre ellas asomó la cabeza de un hombre de color. Pronto se ocultó y las ramas volvieron a su lugar.

Alfredo se levantó, con la carabina en la mano y se encaminó hacia la orilla de la isla, mientras gritaba:

—¿Quién va?

Nadie contestó. No se oyó ni un ruido.

—¿Eres tú, Gamani? —inquirió.

Sin haber conseguido contestación alguna, gritó de nuevo:

—¡Habla o disparo!

La amenaza hizo su efecto: se escuchó el crujir de las ramas al moverse, como si alguien las pisase al escapar con precipitación. Pero no se oyó ni una voz humana.

Sin dudar un momento, Alfredo alzó la carabina, apuntó hacia las ramas que se movían y disparó. Pero al estampido no siguió ningún grito de dolor; por el contrario: las ramas permanecieron quietas, y el silencio lo envolvió todo.

Antao se acercó a su compañero y le alargó su carabina; pero el cazador movió la cabeza negativamente.

—¡Se ha escapado! —dijo.

—¿Le has dado?

—Me parece que no.

—¿Sabes quién era?

—¡Alguien que nos espiaba!

—¿Se trataba de un negro de Tofa?

—Me temo que era un dahomeyano.

—¿Un dahomeyano aquí? ¿Quieres decir que uno de esos sanguinarios de color estaba en este río?

—Eso es, Antao.

—¡Creo que estás excitado, Alfredo!

—Espero, lo estoy.

—No sé por qué.

—Esta noche han pasado demasiadas cosas para estar tranquilo. Regresemos a la factoría, Antao.

—¿Qué hacemos con los hipopótamos?

—Regresaremos mañana. Es necesario que antes vea a Gamani.

—¿Crees que le hallaremos con tanta oscuridad? —preguntó Antao.

—Conozco esas selvas a ojos cerrados.

—Pero ¿y si nos prepara una trampa ese hombre que nos espiaba?

—Vamos armados, ¿no? Además no le tengo miedo.

—¡Vamos, si así lo quieres! Estaremos alerta y con el dedo un el gatillo.

Ya se decidían a abandonar la isla y descender hasta el banco, para llegar a la canoa que dejaron embarrancada en la arena, cuando se oyó un disparo en medio del bosque.

—¡La carabina de Gamani! —gritó.

—¿Será la del negro que ha escapado? —exclamó Antao.

—No lo creo. El disparo se ha oído dentro del bosque.

—¿Habrá disparado contra algún leopardo?

—No. ¿No oyes nada?

Sonó un nuevo estampido, y tías breves instantes resonó de nuevo.

—¡Esto es señal de alarma! —gritó Alfredo—. Vamos, Antao, vamos —urgió.

III. Gamani desaparece

Los dos cazadores se alejaron, presurosos, del banco de arena y saltaron a la canoa, que desencallaron de un impetuoso empujón. Y con la mayor velocidad posible se deslizaron río abajo.

Apenas llegaron a treinta pasos de la orilla, que se hallaba en penumbra por la sombra que proyectaban los enormes árboles, Alfredo susurró a su amigo que dejara de remar. Se levantó en la embarcación con el fusil en la mano, dirigió su mirada hacia el frondoso ramaje de los cañaverales y juncales.

Durante algunos momentos examinó con gran atención aquellas plantas que causan las fiebres, entre las que era posible que un hombre se ocultara sin miedo a ser descubierto.

Antes de abordar se paró aún unos instantes, atento a cualquier ruido, y tras cerciorarse de que reinaba el más profundo silencio, saltó a tierra. Hizo signos a su amigo para que le imitara.

—¿Por qué tomas tantas precauciones? —inquirió Antao, que se mostraba bastante sorprendido.

—Es de suma necesidad —respondió el cazador, mientras atracaba la embarcación—. No olvides que hay hombres delante de nosotros.

—Sólo uno, Alfredo.

—¿Sí? ¿Cómo lo sabes? Pueden haber más.

—Es cierto. Pero vamos muy bien armados, y no tememos a los negros. Y ahora ¿qué podemos hacer para encontrar a Gamani en medio de tanta oscuridad?

—Sé muy bien el camino.

—Podríamos disparar una bala al aire, y así le avisaríamos de que…

—No, amigo. Es necesario que los hombres que nos espían confíen en que estamos aún en la isla.

—¿Y si nos han visto cruzar el río?

—A pesar de ello, los engañaremos.

—¿Cómo?

—Lo vas a ver. Haz lo que yo haga.

Sacó su agudo cuchillo de caza y se sirvió de él para empezar a cortar algunas ramas, que unió en un haz que tenía el grosor de un hombre. Después las tapó con su propia chaqueta blanca. El portugués, aunque no sabía lo que su acompañante intentaba hacer, le imitaba en lo que hacía.

Así, empezó a vestir aquella especie de monigote con su cu misa azul, pues no llevaba chaqueta.

—Ahora debemos ponerlos en la barca —dijo Alfredo.

—¿Se puede saber para qué?

—Después te lo explicaré.

Colocaron los dos muñecos uno en la popa y el otro en la proa de la canoa. Luego desligaron la cuerda que sujetaba In chalupa, que quedó abandonada en medio de las aguas. 1.a corriente se la llevó río abajo, tal como se esperaba.

—Ahora sígueme —dijo el cazador a su amigo—. Procura no hacer ningún ruido y abre bien los ojos.

Con gran decisión y sin dudar ni un solo instante se lanzó entre las plantas. Penetró poco a poco a través de aquel laberinto de tejidos de raíces y bejucos, que parecían tender una red de árbol a árbol. Por fin llegaron hasta un sendero abierto en medio del bosque, tan estrecho que casi no podía pasar por él ni un solo hombre.

Alfredo penetró en él, decidido, con el fusil en la mano para disparar a la primera señal de alarma. Con sumo cuidado rehuía tocar las puntas de las ramas que cruzaban por el sendero, para no provocar ruido alguno, de la misma manera que intentaba pasar sin pisar las hojas secas y escapar del paso de los reptiles venenosos que por allí se deslizaban.

Antao le seguía como si se tratase de su propia sombra, y lo mismo que él, dirigía su mirada a derecha e izquierda, temeroso de ser atacado de repente.

Después de haber oído los tres estampidos de la carabina de Gamani, ningún nuevo ruido removió el profundo y misterioso silencio que dominaba el bosque. A pesar de ello el intrépido cazador no se mostraba muy tranquilo. Se paraba de vez en cuando para escuchar. Miraba a su alrededor examinando los macizos de plantas, se sobresaltaba al rumor que provocaba cualquier hoja seca que caía de un árbol, y de su boca salían frases incomprensibles.

Seguramente tenía muy serios motivos para mostrarse tan nervioso, él que estaba considerado como el más valiente de todos los cazadores de aquellos contornos, y al que ningún peligro asustaba. Esto, por lo menos, es lo que pensaba Antao.

Acto seguido, hacia el río, resonó un áspero estampido que parecía provocado por uno de aquellos viejos y pesados fusiles que, por lo general, solían usarlos negros: armas que tenían unos sesenta y setenta años desde su fabricación.

—¿Es Gamani? —inquirió Antao, a la vez que se detenía.

—Ese disparo no es de su carabina —dijo Alfredo, que también se había detenido—. Sé ya lo que sucede.

—¡Explícate de una vez!

—Son los hombres que nos acechaban que han disparado sobre los monigotes que hemos colocado en la canoa. Estoy contento de haberlos engañado.

A pesar de hallarse en una situación delicada, Antao no pudo reprimir una carcajada.

—¡Ah! ¡Qué idea más estupenda tuviste! —exclamó.

—¡No seas inconsciente! ¿Quieres que nos destrocen?

—¡Es cierto! Olvidaba que nos hallamos en medio de un bosque, solos los dos, y espiados por negros, que en cualquier momento pueden atacarnos. ¡Escucha! ¡Otro disparo! ¡Serán necios! ¡Gastarán todas sus municiones si se empeñan en destrozar tu chaqueta y mi camisa! ¡Me alegro! Esos negros son unos tiradores malísimos: hacen más alboroto que daño, y además…

—¿No puedes callarte? ¿O acaso no te importa que te maten? Si ahora no aciertan, ten en cuenta que otras veces lo hacen estupendamente. Ahora que ya los hemos despistado y estamos seguros de que persiguen la canoa, emprenderemos una carrera, para encontrar cuanto antes a Gamani. Luego regresaremos los tres a la factoría.

Seguros de haber engañado con sus falsas huellas a aquellos misteriosos atacantes que les habían tendido una trampa, y persuadidos de que tenían ante sí el campo libre, se apresuraron en su camino. Fueron a través de cientos de enormes sicómoros, por entre árboles de madera roja, de bombaces o árboles de algodón, de guayaberos, de mangos, de plátanos. Con mucha agilidad y cuidado evitaban enmarañarse los pies en aquellas malezas de raíces y bejucos que se unían entre sí en espesas y molestas redes.

Su carrera, más rápida a medida que avanzaban, se mantuvo unos veinte minutos, después de los cuales el valiente cazador se detuvo en medio de un espacio abierto, en cuyo centro se elevaba solitario y majestuoso un sicómoro de frondoso follaje que lanzaba una gran sombra en derredor suyo.

—¿Es aquí? —inquirió Antao con gran interés.

—Sí —contestó Alfredo—, pero…

—Pero… ¿qué? ¿No le encuentras?

—Está demasiado oscuro. Además se habrá ocultado entre el follaje del sicómoro.

—¿No oyes nada?

—No, Antao. Eso no me gusta nada.

—Llámale.

Alfredo colocó ambas manos alrededor de la boca, intentando formar una especie de altavoz, y gritó varias veces, sin elevar el tono más que lo necesario para que le oyera desde lo alto del sicómoro.

—¡Gamani! ¡Gamani!

Sólo el silencio siguió a aquella llamada.

—¡Dios santo! —susurró el cazador, lleno de inquietud—. ¿Qué puede haberle ocurrido?

—¿Estás bien seguro de que es éste el lugar? —inquirió Antao, un tanto sorprendido.

—Sí, seguro. No estoy equivocado. Le dejamos aquí, al pie de este árbol.

—Tal vez le ha devorado algún animal. Recuerda aquellos tiros que oímos…

—¡Veamos! Si le ha atacado alguna fiera y se lo ha comido, encontraríamos su carabina por ahí —dedujo Alfredo.

—Claro: la carabina no se la habrá engullido.

—¡Ven conmigo!

Cargó la carabina y se encaminó hacia el enorme sicómoro, en tanto su amigo examinaba los alrededores por si acaso descubría a alguno de aquellos misteriosos negros.

Desde el pie del árbol, el cazador levantó su mirada hacia lo alto del ramaje. El follaje estaba en penumbra y era imposible ver nada. Volvió a llamarle de nuevo. No obtuvo respuesta. Dio una vuelta alrededor del gigantesco tronco, mirando con detenimiento las hierbas que allí crecían.

Ya casi acababa de dar la vuelta cuando distinguió en el suelo un objeto blanco, medio oculto entre las gramíneas.

Lo recogió: era un sombrero de palma que conocía muy bien.

—¡Su sombrero! —exclamó—. ¡El sombrero de Gamani! ¡Le han asesinado! ¡Antao, ven!

Su compañero acudió de prisa a la llamada. En el acto comprendió la gravedad del asunto.

—¿Está muerto o preso? —inquirió.

—¡Preso! —exclamó el cazador, como si aquella palabra signifícase para él el descubrimiento del extraño caso.

Pero en seguida, moviendo la cabeza, agregó:

—Pero ¿para qué? ¡Raptar a un siervo! En estas tierras cuando se odia a alguien se le mata. La vida de un hombre está menos considerada que un cuchillo o un saco de vidrios multicolores.

—Tal vez le hayan arrojado al bosque.

—¡Vamos a buscar! ¡Mira: esas hierbas parece que hayan sido pisoteadas!

—Sí, es verdad. Están quebradas por varias partes.

—¡Sigamos esas huellas!

—¡Es que es necesario que llegue a la factoría cuanto antes, Antao! Ese acoso repentino en medio de la selva contra nosotros, que somos blancos, no me gusta nada. Nos temen los hombres de Tofa y los demás indígenas de estos contornos. Por eso creo en la presencia de los sanguinarios negros de Dahomey.

—¡Calla!

Un grito agudo, profundo, que parecía haber sido proferido por la garganta de una mujer más que por la de un hombre, resonó en aquel mismo instante en el interior de la selva, en penumbra.

—¿Lo has oído?

—Sí, Antao, lo he oído. ¡Un grito de mujer!

—¡Un grito de mujer! ¿Seguro?

—Sí, no hay duda.

—¡Una voz femenina aquí! —exclamó el portugués lleno de sorpresa.

—¡Ven! —dijo Alfredo, sin contestarle.

Aquel grito, que parecía provenir de una persona en peligro, debió de ser lanzado a unos trescientos o cuatrocientos metros de donde se hallaban los dos amigos, en la profundidad del sombrío bosque. Unos minutos eran necesarios para llegar al lugar donde tal vez acontecía algún peligro.

El valiente cazador cruzó con gran rapidez la distancia que le separaba del borde de la selva. Al llegar allí se paró. Parecía estar poco decidido a aventurarse por aquella vorágine de ramas, troncos gigantes y monstruosas raíces.

Un segundo grito, más profundo, más angustioso que el primero, se dejó oír. No dudó ya ni un instante. Colocó un dedo en el gatillo de la carabina para estar preparado a cualquier ataque y entró en aquella espesa vegetación, seguido como siempre de su acompañante.

Se deslizaron por entre ramas y raíces, apenas sin producir ningún ruido y sin vacilar. A pesar de la profunda oscuridad, que lo envolvía todo bajo la impenetrable bóveda de las hojas, en poco menos de un minuto llegó a un segundo claro, más reducido aún que el del sicómoro y circundado de árboles gigantescos. La clara luz de la luna dio en iluminar un cuerpo oscuro, una masa confusa que se retorcía sobre las hierbas.

—¿Qué es eso? —inquirió Antao, que había dado alcance al tütsador.

Un tercer gemido salió de aquella masa y a continuación un mugido bronco, de sobra conocido por los cazadores del lugar.

—¡Cuidado, Antao! —gritó Alfredo—. ¡Atrás, cuidado!

En el acto avanzó, exclamando con voz gruesa y potente:

—¡Soy yo, amigo! ¡Te traigo una hermosa bala!

Al oír aquella voz humana, una fiera sobresalió de la masa que se movía en la hierba, y con un brinco prodigioso se colocó a diez pasos del cazador. Sus ojos le miraban con fiereza, encendidos en llamas amarillas y verduscas.

Abrió la enorme boca y enseñó sus grandes y blancos dientes. Se dio con la cola en los flancos, y en el acto se encogió al igual que los gatos cuando se deciden a lanzarse sobre el ratón. Profirió algunos rugidos guturales, que reamaron en los altos ramajes de los árboles.

Aquella fiera, a la que la luna iluminaba perfectamente, rodeándola de luz como en pleno día, medía casi dos metros de largo, y era semejante a un tigre, es decir, a un gato de dimensiones gigantescas. Tenía la cabeza extraordinaria mente grande con respecto al resto del cuerpo. Las orejas eran pequeñas, el cuello corto y fuerte, la cola medía unos ochenta centímetros de largo. El pelaje, amarillo-rojizo, que se oscurecía por el lomo, aparecía manchado con puntos irregulares y más oscuros que el resto de la piel. Las patas, el pecho y la garganta eran de un amarillento más claro.

Al percibir la presencia de los cazadores abandonó a su víctima, precisamente en el instante en que iba a degollarla.

Y se dispuso a afrontar el peligro con una valentía un tanto extraña en aquella clase de animales, que de ordinario huyen del hombre blanco cuando ven que va armado.

El cazador, conociendo la casta del potente enemigo que tenía delante, se detuvo. Miró con valor y energía a la fiera, que seguía arrojándole efluvios de rabia por sus ardientes ojos. Poco a poco Alfredo fue levantando la carabina, en acción de apuntar.

—¡Muerte de Neptuno! —susurró el portugués, encogido por el miedo—. ¿Un leopardo aquí? ¡Con agrado cambiaría por diez hipopótamos esta terrible fiera devoradora de hombres!

Estaba en lo cierto. El animal, que se preparaba a lanzarse sobre Alfredo, el más valeroso de los cazadores de la Costa del Marfil, era un verdadero leopardo.

Estas fieras son más potentes que los leones y más belicosos que los tigres de la India. Ningún negro se atreve a presentarles batalla, aunque son de menor estatura que los leones y no son tan voluminosos; pero los temen porque saben lo feroces que son y la agilidad que poseen.

Son el azote del África ecuatorial, de la misma manera que lo son los tigres en los pantanosos llanos de las Sunderbund, en el sagrado Ganges.

De ordinario viven en lo más denso de la selva, donde se dedican a la destrucción constante de plantas y arbustos. Son en extremo voraces, y gustan devorar, en especial, gran cantidad de monos, pues los leopardos son ágiles saltadores. Si por casualidad aposentan sus cubiles por los alrededores de alguna aldea de negros, es preciso que se aperciban, pues el acoso no tardará en llegar.

Antes de lanzarse contra los indígenas, matan primero a todos los animales domésticos. Para ello se atreven, incluso en pleno día, a entrar dentro de las propias cabañas de los negros, a los que también acaban por devorar una vez han terminado con los rebaños.

De tal manera ignoran el peligro —o mejor dicho: se arrojan a él con tanto valor—, que incluso cuando son heridos, suelen regresar algunas veces al lugar en que fueron vencidos. Ya sea por las ventanas, ya sea arrancando las cerraduras, poco útiles por la fragilidad de las puertas, penetran en los aposentos de la casa, a la que acosan y degollan a las personas que hallan.

Las mujeres que se atreven a ir en busca de agua a manantiales un tanto separados de la aldea, con frecuencia aparecen degolladas. En cuanto a los niños, desaparecen muy de vez en cuando, ya que los leopardos los atacan y Ne los llevan a su cubil para alimento de sus crías. Algunos de los leopardos de aquella región han llegado a alcanzar la fama equivalente a la de algún tigre devorador de hombres en la India.

No es, pues, de extrañar que el portugués, que momentos antes esperaba completamente tranquilo el ataque del enorme hipopótamo, estuviera lleno de terror ante la presencia de aquel gigantesco leopardo. También Alfredo, que de ordinario se mostraba tan valeroso y ágil en sus movimientos, actuaba de modo en exceso prudente ante aquel potente enemigo, difícil de vencer.

Como ya se ha dicho, el animal se había replegado para abalanzarse sobre el cazador. Alfredo lo desafiaba y lo apuntaba con el cañón de la carabina. De repente se irguió, dio un potente salto que describió en su trayectoria una fantástica parábola y aterrizó sobre las ramas de un ébano que se encontraba a unos diez pasos de distancia.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Antao—. ¡Qué salto!

—¡Atiende a la víctima! —le dijo el cazador sin apartar la mirada del árbol.

—Me parece que esa mujer ha muerto: no veo que se mueva. Sólo puedo ver una masa oscura tendida sobre la hierba.

—¿Llevas la carabina cargada?

—Sí.

—Colócate a mi derecha y prepárate a dármela en cuanto te lo diga. Sólo tenemos dos balas. Si no acertamos, estamos perdidos.

—Estoy preparado.

—¡De acuerdo: espera!

Alzó el arma y miró con frialdad al animal. El leopardo permanecía escondido entre las ramas del ébano, pero se mostraba decidido a lanzarse sobre cualquiera de sus dos amigos en un momento dado.

Alfredo, con gran tranquilidad, apuntó. Después de retener sus propios nervios disparó.

Al estampido siguió un bronco gemido, y luego se distinguió al leopardo pasar como un relámpago a través del ramaje, formar un arco con su cuerpo y desplomarse a diez pasos de ellos. Un ronco aullido fue señal de que sus patas ya no tenían la fortaleza y agilidad de antes.

Alfredo, en un movimiento rápido, arrojó al suelo su carabina, desprovista ya de municiones, y se apoderó de la de su amigo portugués.

Apuntó de nuevo para defenderse del segundo ataque del animal, pero éste no se movió. Se contentaba con romper el profundo silencio de la selva con sus rugidos y lamentaciones. Estaba echado sobre su propio lado izquierdo y hacía esfuerzos por levantarse, y, aunque parecía imponible que lo pudiera lograr, sus patas traseras golpeaban con furia en la tierra, tratando de dar impulso a todo el cuerpo.

—Se ha roto las patas anteriores —sentenció Alfredo.

Y los dos amigos, libres ya de aquel temible enemigo, na encaminaron con rapidez hacia la limitada explanada, cubierta de hierbajos, donde yacía la víctima atacada por el leopardo.

IV. El niño raptado

Cuando llegaron al lugar en que descubrieron al leopardo se aseguraron de que no se habían engañado. El ser que fue víctima del leopardo era, en verdad, una mujer. Pero no se trataba de una de las pacíficas mujeres de una cualquiera de las muchas aldeas que había por aquellos contornos, ya que cuando Alfredo la vio no pudo retener una exclamación, señal de vivo disgusto y profundo enfado.

La tal desconocida llevaba un traje completamente diferente al que suelen usar en las poblaciones dé la Costa del Marfil, y a su alrededor se hallaban ciertas ramas, que de seguro no utilizaban las mujeres de Tofa, ni del Grande ni Pequeño Popo.

Se trataba de una hermosa joven de unos veinte años, de formas perfectas: brazos musculosos, de piel de color negro, menos intenso que las demás mujeres de aquellas regiones; muy alta y perfectamente formada.

Un corpiño verde le ceñía el busto, ajustándose a la cintura una cartuchera de piel. Además llevaba una falda de seda roja hasta las rodillas. Por los brazos y piernas lucía aretes de marfil y otros adornos de coral. Llevaba los pies completamente desnudos.

Cerca de ella descubrieron un casco de tela ordinaria, de color blanco, un fusil de chispa, un escudo de piel dorada y un gran cuchillo: éste se trataba de una de esas temibles armas a las que los habitantes de Dahomey llaman nyek-pes-hen-to.

El leopardo la había dejado en un estado lamentable. Pero se comprendía pronto que no había terminado con ella. Sus poderosas uñas habían desgarrado el hombro de la joven en una herida de veinte a veinticinco centímetros. También le hincó los dientes en el lado izquierdo de la cavidad torácica. Todas las partes del cuerpo en que había alguna herida aparecían bañadas en sangre.

—¡Pobre muchacha! —exclamó el portugués—. ¡Si tardamos sólo un segundo más en llegar, la desdichada hubiese muerto! ¡Por suerte me parece que sólo se ha desmayado!

—¡Afortunadamente! —dijo el cazador, con los dientes apretados—. ¡Ojalá no hubiéramos llegado a tiempo y la fiera la hubiese destrozado!

Pero ¿qué dices? —preguntó Antao, sorprendido—. ¿Te refieres a esa mujer?

—¡Sí, Antao!

—Pues ¿quién es?

Pero ¿no lo ves? ¡Fíjate en su traje guerrero, Antao! ¡Se trata de una de esas crueles amazonas que están a las órdenes del sanguinario Gelete!

—¿Se trata del rey de Dahomey?

—¡Exacto: de ese antropófago!

—¡Diablos!

¡Vámonos de aquí! ¡No dudo ahora: todo lo que temía lo veo muy claro! ¡Los hombres de Dahomey andan por los alrededores de mi factoría, y van dirigidos por ese bandido, que desde hace dos años me amenaza con su traición!

—Tal vez es una expedición contra Tofa.

No lo creas. Tofa no tiene por qué temer nada de Gelete, ya que es su pariente. Además, sabe que está protegido por los hombres blancos. ¡Vamos!

¡Creo que no deberíamos dejar a esa mujer en tal estado!

¡Estás loco! ¡Tú no tienes idea de lo feroces y sanguinarias que son esas mujeres! ¡No sabes nada de las amazonas de Dahomey!

—¡Sea lo que sea, no deja de ser una mujer! —replicó Antao.

—Es cien mil veces peor que un hombre, y sería capaz de recompensar con un tiro tu alma caritativa para ofrecer tu cabeza a su rey. ¡Vamos! ¡Vamos!

Se disponía el portugués a obedecer a su compañero, aunque de mala gana, cuando la joven dejó escapar un nuevo gemido, casi de agonía, tan desgarrador que hubiera llegado al alma del peor de los enemigos.

El portugués se paró en el acto, y Alfredo, aun a pesar de su odio misterioso hacia aquella mujer, súbdita del rey dahomeyano, también se paró, dudando entre seguir la marcha o quedarse.

—¿La has oído? —inquirió Antao.

—¡Sí! —contestó el cazador, frunciendo el ceño.

—No podemos dejar a esa infeliz aquí, expuesta a perecer entre las garras de otra fiera.

—Pero ¿te das cuenta de que mi factoría está en peligro?

—Es una suposición tuya.

—Gamani ha desaparecido, han destrozado nuestra canoa, creyendo que íbamos dentro. ¿Necesitas aún más pruebas?

Un segundo quejido más lastimoso que el anterior salió de los labios de la joven, seguido de estas palabras pronunciadas en lengua negbe, de la cual se sirven todos los habitantes de los Estados que sus costas lindan con el gran golfo de Guinea.

—¡Agua! ¡Agua!

Ambos cazadores, emocionados por el lamentable modo con que fue hecha la súplica, se acercaron a la mujer, que intentaba incorporarse.

El aspecto de aquella joven no tenía la ardiente expresión que señala a todas las amazonas del cruel rey. Su fisonomía era delicada, de líneas regulares, de nariz recta, sin el achatamiento característico de las mujeres de raza negra; boca pequeña con labios rojos y carnosos, que al entreabrirse dejaban al descubierto una blanca y hermosa dentadura. Sus ojos eran bellísimos, brillantes, negros, en forma almendrada, expresivos y llenos de inteligencia.

Al notar la presencia de los cazadores y ver que se acercaban, la amazona hizo un gesto, como si por instinto o costumbre fuera a asir el fusil. En el acto pareció retractaría, y alzó las manos hacia los cazadores repitiendo, con voz débil:

—¡Agua! ¡Agua!

Alfredo, que apenas entendía el idioma negbe, cogió el frasco que llevaba en la cintura, lleno de agua mezclada con arak, y se inclinó sobre la muchacha, en tanto que Antao le aguantaba la vacilante cabeza. En cuanto la joven se decidió a beber, Alfredo retiró la mano, diciendo:

—¡Te daré agua! ¡Pero antes debes decirme qué haces aquí!

—¡Te lo diré, señor! ¡Te lo diré! ¡Lo juro por mi fetiche! ¡Pero… me ahogo! ¡Me ahogo! ¡Dadme agua!

A pesar de que el valiente cazador tuviera sus razones para odiar al rey de Dahomey y a sus súbditos, no era cruel. Vio que aquella infeliz mujer estaba sufriendo una fiebre Intensa, por sus profundas heridas. Le alargó el agua sin dudar.

Cuando la desconocida mujer hubo calmado un poco su sed, se la devolvió, diciéndole con voz débil:

—Gracias, señor.

—Ahora dime: ¿qué haces aquí, en esta selva tan alejada de tu país?

—Estaba esperando a unos guerreros que han ido a las riberas del río.

—¿Y a qué han ido allí esos guerreros? ¡Dime!

La joven vaciló unos instantes, pero pronto continuó, bajando la cabeza:

—Tenían orden de sorprender a un hombre blanco que caza hipopótamos en el Ousme y…

—¿Qué más?

—Cogerle vivo o muerto.

—¿Oyes eso, Antao? —dijo Alfredo, mientras se secaba frías gotas de sudor que resbalaban por su frente—. ¡Están preparándome una traición!

En seguida agregó, dirigiéndose a la joven:

—El hombre a quien debían hacer prisionero soy yo. Y yo he sido quien ha matado al leopardo que iba a destrozarte.

La negra no respondió, y abandonó su cabeza sobre el pecho, como si quisiese esconder el rostro.

—Dime —continuó Alfredo, vencido por una profunda agitación— ¿hay más hombres en esta selva, hacia las tierras del rey Tofa?

—Sí —contestó la mujer.

—¿Hay muchos?

—Muchos…

—¿Qué órdenes tienen?

—Atacar la factoría del hombre blanco.

—¿Quién los manda?

—Kalani.

Al oír este nombre Alfredo se incorporó, lanzando un grito de furor:

—¡Traidor! ¡Me lo temía! ¡Vamos, Antao! ¡Vamos o será demasiado tarde!

—¿Y ella?

—¡A mí…!

Alfredo rasgó su camisa, mojó con rapidez un trozo en el liquido del frasco. Le lavó la herida, sin que la joven guerrera dejara escapar el más leve gemido de dolor. Ató con habilidad los bordes, formó un vendaje y, acto seguido, tomó ni cuchillo y el fusil de chispa y los colocó cerca de la mujer, diciéndole:

—Si te se acerca algún animal, ya puedes defenderte. Pronto amanecerá, y no correrás ningún peligro. Si deseas esperar, te aseguro que te salvaré.

—¡Gracias, señor! —respondió la amazona.

El cazador desaparecía ya por el bosque, cuando se volvió de nuevo hacia la muchacha y le dijo:

—¡Una última pregunta! Uno de mis siervos se quedó en un cercano claro de la selva, y al regresar ya no le he hallado. ¿Sabes acaso qué le ha podido pasar?

—Le han apresado mis compañeros.

—¿Le han asesinado?

—No. Sólo le han apresado y se lo han llevado.

—¡Gracias! ¡Corre, Antao, corre! ¡Vayamos de prisa!

Los dos amigos dejaron a la amazona, que continuó entre la hierba, y echaron a correr por la selva, siguiendo el camino que atravesaba el claro del enorme sicómoro.

El cazador no contestaba a las preguntas de su compañero. Toda su atención parecía estar en su factoría, que tal vez en aquellos momentos se hallaba en un grave peligro. Ante tal pensamiento apretaba el paso, hasta que lo convertía en una rápida carrera.

Casi volaba, como un antílope, rompiendo con el cuerpo, In cabeza y los hombros las ramas que se oponían a su paso por el sendero y acuchillaba los bejucos que le entorpecían.

Antao, poco acostumbrado a aquellas largas carreras, y más aún a aquélla, le pedía de cuando en cuando que aguardara un poco para tomar fuerzas y aliento. Pero a Alfredo parecía que le salieran alas, y cada vez iba más de prisa.

Sin embargo, de tiempo en tiempo, se paraba para escuchar, creyendo oír a lo lejos gritos y estampidos. En el acto emprendía de nuevo la veloz carrera con doble brío para recobrar el tiempo perdido.

Al cabo de unos momentos se paró completamente y con * voz inquieta dijo:

—¿No oyes, Antao?

—Sólo oigo los latidos de la sangre que me golpea en las sienes y los del corazón, jadeante y sin aire —contestó, sofocado, el portugués.

—Creo que he oído disparos.

—¿Nos encontramos muy alejados aún de la factoría?

—Tres o cuatro millas.

—¡Diablos! ¡Voy a reventar si seguimos corriendo así!

—¿No oyes nada?

Un disparo lejano sonó hacia el sur, resonando sus ecos en las profundidades de los bosques. Tras la descarga se apreciaron perfectamente horribles lamentaciones.

—¡Sí; allí están! —exclamó Alfredo—. ¡Atacan mi factoría! ¡Corre, Antao, corre! ¡Mataré a ese canalla de Kalani!

Los dos emprendieron de nuevo la marcha, corriendo con desespero, en un último esfuerzo. El valiente cazador, cuyo c*specto, por lo general, era siempre de tranquilidad, tomó el aire de un odio feroz que daba horror.

Empuñando el fusil, que en sus manos se convertía en una arma en verdad temible, los ojos echando chispas y los cabellos en completo desorden, hubiese aterrorizado a cualquier persona que le hubiera hallado por aquellas tierras.

—¡Corre! ¡Corre! —repetía con voz angustiosa—. ¡Me lo van a destrozar todo! ¡Kalani se venga! ¡Pero le mataré!

¡Le mataré!

Mientras, se oían los estampidos cada vez mayores y más claros, resonando sordamente bajo los árboles. Unas veces eran descargas nutridas que parecían producidas por una compañía de tropas regulares, y otras sonaban como disparos aislados. Pero tanto unos como otros siempre iban seguidos de lamentaciones, que parecían más bien emitidos por animales feroces que por personas humanas. No había ninguna duda: la lucha estaba entablada alrededor de la factoría, y los que la protegían se batían como fieras.

Ya los dos amigos se hallaban a casi una milla del lugar de donde provenían los disparos, a juzgar por la intensidad de las detonaciones y porque la selva empezaba a clarear, cuando hacia el sur, al pasar por entre una cortina de árboles, distinguieron una viva luz, con reflejos rojos, que terminaba en una cresta de humo y de chispas que se elevaban hasta casi llegar a las nubes.

—¡Hay un incendio! —exclamó el portugués.

—¡Ya lo veo! —contestó el cazador, lleno de desesperación—. ¡Kalani ha conseguido vengarse! ¡Pero le encontraré y le mataré, aunque haya de seguirle hasta las mismas entrañas de Dahomey!

Estaba a punto de emprender su carrera de nuevo, cuando un negro que llevaba un fusil, y que apareció como si hasta aquel momento hubiera estado escondido por entre las hierbas, le cortó el paso, diciéndole:

—¿Adónde vas, mi amo?

—¡Aseybo! —exclamó Alfredo.

—¡Quédate aquí mi amo; allí sólo te espera la muerte!

—¡No tengo miedo a la muerte! —gritó el cazador, excitado—. ¿Han prendido fuego a la factoría?

—Sí, mi amo; lo han destrozado todo.

—¿Y mi hermano?

—Se ha perdido.

—¡Dios santo! ¿Le ha matado Kalani?

—No, se lo ha llevado.

—¿Se lo ha llevado Kalani?

—Sí, mi amo; él ha sido.

—¿Se han ido ya?

—Ahora se retiran.

—¡Aún estoy a tiempo de dar alcance a esos bandidos!

—¡No vayas, mi amo! ¡Por lo menos son doscientos hombres!

—¡Malditos sean todos ellos! ¡Se lo han llevado! ¡Pobre niño! ¡Vamos a buscarle!

—Alfredo, los raptores pueden matarle —dijo Antao, deteniéndole—. No nos aturdamos y tratemos de ser prudentes, de momento. Tus enemigos tal vez están esperándote escondidos en las ruinas de la factoría. Espera que amanezca, y veremos lo que es mejor.

—¡No tengo miedo ni a Kalani ni a ninguno de sus hombres! —gritó Alfredo, enfurecido—. ¡Vamos, Antao! ¡Ven tú también, Aseybo! ¡Les daremos alcance!

—Son muchos, mi amo —dijo el negro—. Y van armados.

—¡Mis hombres vendrán con nosotros!

—Creo que han muerto todos, mi amo. Cuando me tiré por la ventana, para no perecer quemado, ya sólo quedábamos dos con vida en la factoría.

—¡Da lo mismo! ¡Somos tres, y bien armados!

Resultaba imposible hacer razonar al cazador, que se encontraba presa de gran excitación. El portugués comprendió que si no se decidía a acompañarle, se iría solo.

—Sí así lo quieres… ¡Vamos! —dijo—. ¡Ya se puede preparar ese traidor!

Alfredo echó a correr, esperando llegar al lugar del incendio antes que hubieran huido los bandidos. Antao, que estaba agotado por la carrera que habían terminado hacía apenas unos momentos, le obligaba a detenerse de tiempo en tiempo.

Era verdad que se sentía agotado, pero además pensaba que aquellos retrasos en la marcha darían tiempo a los raptores para que huyeran, pues se daba perfecta cuenta de lo desfavorable que resultaría una lucha en aquellos momentos con unos negros tan llenos de coraje como sanguinarios. En un momento hubiesen terminado con los tres hombres, Hiendo ellos doscientos, todos armados con fusiles.

Las descargas y los gritos habían cesado. Pero por entre las ramas surgían aún nubes de humo rojizo y grupitos de chispas que el viento de la noche arrastraba lejos, amenazando con incendiar los bosques cercanos.

Media hora después los tres hombres —los dos amigos y ni negro— abandonaron la selva y llegaron al borde de una pradera, en mitad de la cual, junto a un arroyo, se elevaba la factoría de Alfredo.

Una pavorosa visión apareció ante las miradas del desdichado cazador y sus acompañantes.

Del gran edificio y de sus almacenes, que momentos antes encerraban inmensas riquezas, sólo quedaban algunos muros ennegrecidos por el humo, y de aquel enorme montón de calcinadas ruinas surgían todavía voraces lenguas de fuego que acababan por destruirlo todo.

Las fortificaciones que rodeaban la factoría habían sido derribadas en muchos lugares para dar paso a los asesinos. Las puertas estaban destruidas, echadas por el suelo, que estaba cubierto de cajas, toneles desfondados, animales muertos y cuerpos de hombres que aún aferraban sus manos los terribles cuchillos que usan los hombres de Dahomey para sus crímenes.

El valiente cazador quedó petrificado ante tamaño desastre, y se arrojó al suelo, retorciéndose, a la par que repetía con voz entrecortada por los sollozos:

—¡Se lo han llevado! ¡Infeliz! ¡Se lo han llevado! ¡Pobre hijo mío!…

V. La venganza de Kalani

Alfredo Lusardo, nuestro valiente cazador, nació en Catania, y hacía seis años que se había establecido en la Costa del Marfil.

Era hijo de uno de aquellos decididos comerciantes de coral que tiempo atrás llegaban a las costas occidentales de África con el fin de vender a los negros del Senegal, de Sierra Leona y de la República de Liberia los productos de los fondos de coral de Sicilia, con lo que consiguió una gran fortuna. A los veinticuatro años marchó de su isla natal, y decidió conocer los países en que su padre había amasado mi fortuna.

De espíritu inquieto y dado a la aventura, ávido de emociones, y sobre todo apasionado cazador, no dudó mucho tiempo en llevar a la práctica su decisión. Con pocos miles de liras en el bolsillo, pero con una gran y firme voluntad, no embarcó en el primer vapor correo que salió de Marsella con dirección a las colonias occidentales de África. Visitó San Luis del Senegal, Dakar, Free-Town, Monrovia y todas las poblaciones que constituyen la Costa del Oro, sobre todo las que están situadas a lo largo del Whyndah, la parte más Importante y comercial de aquellas regiones.

Por suerte o desgracia, un buen día, al despertar, abrió mi caja y la halló casi vacía. Sus billetes de mil liras casi habían desaparecido. Sólo le quedaban algunas guineas.

No se acobardó por el suceso. Por el contrario: comprendió que había llegado el momento de abandonar los viajes y formar de nuevo su propia fortuna, que tan pronto perdió.

Conocía muy bien el idioma que se habla en la Costa, y además tenía el don de poseer las buenas cualidades para negociar con los productos que se cambian en aquellas legiones. Y sin un céntimo, pero con todas esas excelentes cualidades, fue a ofrecer sus servicios a un portugués que había establecido una espléndida factoría en Puerto Nuevo.

El portugués, que en varias ocasiones se fijó en las habilidades y energías de Alfredo, condiciones necesarias en aquellas tierras para traficar y mandar a los negros salvajes y ladrones de ordinario, le aceptó en el acto. Primero le alquiló en calidad de acopiador de aceite de elais, producto muy importante, pero de costosa adquisición, pues son necesarios grandes esfuerzos para ir hasta el interior y visitar las aldeas de los negros.

Alfredo Lusardo se entregó a su trabajo con gran afán, llegando en sus salidas hasta las fronteras de Dahomey, de Besim, del reino de los aschantis y de las dos repúblicas del Pequeño y Gran Popo. Allí realizó negocios estupendos, de paso que aprovechaba el tiempo que le llevaba el viaje para dedicarse a su gran afición: la caza.

Dos años más tarde el dueño de la factoría, que era un tío de Antao, contento con el trabajo de su agente, le interesaba en unos negocios de la casa. Cuatro años después el siciliano comprobó que el capital que antes empleó para sus viajes había sido triplicado en sus negocios de aceite con los negros.

En 1874 murió el propietario de la factoría. Hizo la liquidación de los negocios, traspasó los bienes del portugués a Antao Carvalho, su heredero, y se ocupó del comercio por cuenta propia. Con tal efecto estableció una factoría en el Estado del rey Tofa, la cual con el tiempo se convirtió en una colonia próspera y rica.

Entonces tuvo el deseo de visitar de nuevo la ciudad en que nació y volver a ver el hermoso cielo de Italia. Recordó a los parientes que había dejado allí, y a su madrastra, que en cierto modo fue el motivo porque decidió emprender sus viajes para hacer fortuna. Por fin, un día tomó un barco en dirección a Europa, dejando la factoría en manos de un buen amigo.

Sorpresas desagradables le esperaban a su llegada. Un golpe financiero arruinó a su padre, que murió del disgusto. La madrastra murió poco después, dejando un hijo, un harinoso niño moreno, de aspecto apasionado, muy parecido a Alfredo, aunque fuesen de distinta madre, y que hasta entonces había sido acogido en casa de unos parientes.

En la ciudad en que nació ya no había nada que le retuviera. Pronto se decidió. Se llevó a su hermanastro, que un día heredaría su fortuna, y decidió volver a la factoría, ron la intención de no abandonarla jamás.

Todas sus atenciones y cuidados los dedicó a su hermanito, que se desarrollaba fuerte y hermoso, y al que quería romo si fuese hoy suyo. No por él dejó a un lado los negocios, ni sus grandes cacerías; y así llegó a convertirse en uno de los más ricos propietarios de la Costa del Marfil y ni más valiente cazador de todas aquellas tierras.

Era feliz. Se había enriquecido de tal forma que no necesitaba entregarse por completo al trabajo, y podía entretenerse con su gran afición en compañía de Antao, que había decidido pasar una larga temporada en compañía del antiguo agente de su tío. Fue por entonces, los últimos días de abril de 1878, cuando acontecieron los sucesos que hornos referido.

El repliegue de los hombres de Dahomey fue tan rápido que el cazador y sus acompañantes perdieron toda esperanza de alcanzarlos, pues todos ellos eran negros acostumbrados a largas caminatas y capaces de superar a los más astutos cazadores europeos, y que tal vez aventajarían mi ello a los caballos.

Los defensores de la factoría fueron muertos y decapitados, según la cruel costumbre. Raptaron al niño, saquearon e incendiaron el edificio, y luego se dirigieron hacia los inmensos bosques del septentrión, vigilando con atención para no ser descubiertos por los hombres del rey Tofa, en cuyas tierras se había cometido el cruel asesinato.

Dejaron tras de sí unos veinte cadáveres, entre ellos algunos pertenecían a amazonas, caídas bajo el plomo de los defensores de la factoría. En cuanto a las riquezas que hurtaron, se las llevaron todas, a excepción de algunos toneles de aceite, que fueron destruidos por el fuego.

Apenas pasaron los primeros momentos de sorpresa, el cazador se dirigió a las ruinas humeantes de lo que fue su factoría, esperando aún poder salvar la vida de alguno de los servidores que tan bravamente habían perecido por defender su establecimiento. Pero sólo halló sus cuerpos, medio decapitados y casi consumidos por el fuego. Los cuatro sirvientes que le seguían en las grandes cacerías, su intendente y seis criados más habían perecido todos, sin abandonar sus puestos, en defensa de las pertenencias de su amo.

—¡Traidores! ¡Traidores! —repetía el desdichado cazador, con voz que era un lamento—. ¡Lo han destruido todo, me lo han robado todo! ¡Han raptado a mi querido Bruno! ¿Qué le hará ese traidor? ¿Para qué le habrá raptado ese asesino de Kalani? ¡Ha conseguido su venganza, pero le mataré! ¡Le mataré, aunque sea necesario ir a Dahomey a buscarle! ¡Le mataré!

—¡Cálmate! —decía Antao—. ¡Iremos a buscarle, cálmate! ¡Castigaremos al hombre que ha causado tu ruina! ¡Pongo a tu disposición mis brazos y mis bienes!

—¡No es tu riqueza lo que necesito, Antao, sino tus brazos! Esta factoría no constituía más que la décima parte de mí fortuna: no me importa mucho que la hayan destruido. ¡Lo que importa es mi hermano! Antao, ¿qué pueden hacerle a ese infeliz, incapaz de defenderse?

—Vamos a ver —dijo Antao, al tiempo que se sentaba sobre uno de los barriles e invitaba a su amigo a que hiciese lo mismo— primero debes calmarte, y tratemos de pensar qué es lo mejor que podemos hacer en tales circunstancias. Los asaltantes están ya demasiado lejos para darles alcance; o sea, que de momento sería inútil perseguirlos. Además, con lo astutos que son, habrán tomado sus medidas para que no podamos perseguirlos, y no sería prudente entablar ahora una batalla con ellos en medio del bosque, y con lo bien armados que van.

—Lo sé, Antao: no serviría de nada seguirlos.

—Pues pensemos en otra cosa. Pero antes dime: ¿por qué han atacado esos hombres tu factoría?

—Se trata de la venganza de Kalani.

—¿Puedes decirme de una vez quién es ese malvado Kalani, al que te he oído nombrar más de cien veces?

—Hace dos años era un siervo, pero ahora es uno de los hombres más poderosos de Dahomey.

—¡Vaya, es un tuno que en sólo dos años ha conseguido hacerse con una fortuna que sorprendería en Europa, pero no en África! ¿Y de qué se venga?

—Le tomé como sirviente: era un negro fuerte, astuto, enérgico. Al principio creía que sentía agradecimiento hacia mí; más tarde me enteré de que no había nacido en ni Gran Popo, como me dijo, sino que era de Dahomey. Después, con el tiempo, me di cuenta de que me robaba, y le amenacé con castigarle. No me hizo ningún caso. Entonces me enfurecí y mandé que le azotaran.

»Unos días después desapareció de súbito. Un criado me dijo que había huido y que volvería para vengarse. No escuché sus amenazas, y ahora comprendo mi error.

»Aquel bandido volvió a Dahomey, se ganó la confianza de algunos de sus principales jefes, y más tarde la del propio Gelete. Y no sé cómo se lo haría, pero el caso es que en poco tiempo fue nombrado hechicero de Dahomey, y ahora es algo así como el gran jefe y sumo sacerdote de los sacrificios humanos y de los fetiches.

»Cierto día llegó hasta aquí un negro de Dahomey, y me confió que Kalani no había desistido de su venganza. Más tarde me previno para que me preparara para un ataque imprevisto, pues mi antiguo criado estaba incitando a Gelete a que atacara a Tofa. Todo esto lo hacía con la idea de hacerme esclavo. Agregó que se había hecho un pacto con Behawin, futuro rey de Dahomey. Pero yo no le escuché, no le creí. ¡Y ahora ya lo has visto, Antao: eran ciertas!

—¿Qué pretenderá hacer de Bruno ese asesino?

—No lo sé, pero lo sospecho.

—¿Qué quieres decir?

—Como no ha logrado matarme a mí, ni hacerme prisionero, ha raptado a mi hermano, para inducirme a ir a Dahomey a rescatarle.

—¿Crees que le matarán? ¡He oído decir que esos hombres son muy sanguinarios!

—Creo que no. Si pensase en ello, ya no estaría aquí: me habría lanzado a perseguir a esos cobardes.

—Y estarías muerto.

Lo sé; ahora lo comprendo bien. Pero no dejaré a Bruno en manos de esos asesinos. ¡Lo prometo, Antao: iré a rescatarle a Dahomey!

—Iré contigo.

—¡Gracias, Antao! —dijo Alfredo, estrechando con fuerza las manos del portugués en señal de agradecimiento—. Te doy las gracias por tu ayuda; eres un valiente y un gran amigo.

—Necesitamos trazar un plan: sería una locura lanzamos nosotros dos solos contra todos esos negros sanguinarios.

—Lo primero que debemos hacer es ponernos de acuerdo con el rey Tofa. Los hombres de Dahomey han cruzado sus fronteras, y eso es un motivo para que pueda prestamos su ayuda en contra de Kalani.

—¿Puedo darte un consejo, Alfredo?

—Dime.

—Creo que lo que deberíamos hacer ante todo es ir en busca de la amazona que hemos dejado en el bosque. Esa muchacha, que no me ha parecido tan cruel como sus compañeros, puede servimos de ayuda.

—¡Es cierto! —gritó Alfredo, dándose una palmada en la frente—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? ¡Vamos, Antao: corramos a buscarla! Tal vez pueda decirnos algo sobre los crueles proyectos de Kalani.

—¡Vamos! —exclamó Antao, al par que se levantaba.

—Debes de estar agotado, amigo. No estás acostumbrado a esas caminatas a través de la selva, tan difícil de andar por ella.

—¡Diablos! ¡Mis piernas aguantarán tanto como las tuyas! Además, ¿crees que voy a permitir que vayas solo, sabiendo que los dahomeyanos te esperan para agujerearte el cuerpo a balazos? ¡Vamos, Alfredo! ¡Fíjate en mis piernas qué ágiles están!

El cazador, que sabía el valor de su buen amigo, no insistió, y los dos emprendieron su marcha henchidos de ánimo. Iba con ellos el sirviente negro Aseybo, que conocía a la perfección los bosques cercanos y el río que pasaba a través de ellos.

Había amanecido y el sol surgía flamante por detrás de las elevadas copas de los árboles que bordeaban las orillas del Ousme en toda su longitud.

Bandadas de papagayos grises empezaban a revolotear por entre las ramas de los manglares y plátanos, dando la bienvenida a los primeros rayos del sol. En tanto, en las hierbas algunas especies de pájaros de reluciente plumaje hacían sonar sus rítmicos gorjeos.

Grupos de monos estiraban los miembros para desperezarse, en cómica actitud, lanzando gritos broncos y desentonados, y otros más madrugadores se entregaban al saqueo, quitando con increíble habilidad los frutos de los plátanos y de las palmeras, haciéndose con sus deliciosas y dulces frutas. Por sólo darse el gusto de hacer daño, destruían las plantaciones de mussoa, que cuidaban los negros de la destruida factoría, y cuyos diminutos granos verdes, que eran considerados como un gran producto alimenticio, fueron arrancados por los monos ladrones.

Estas fieras, un verdadero perjuicio de aquellas tierras africanas, confiados en que no había nada que temer, no se cohibían por la presencia de los tres hombres; por el contrario: parecía que estaban contentos con ellos, pues les hacían simpáticas señas, e incluso osaron lanzarles algunos puñados de fruta.

Estos animales pertenecían a la raza que se denomina abulandj; tenían la cara verdosa y casi medio metro de estatura, pero cuya cola sobrepasa los sesenta centímetros. Su piel es de un tono grisáceo amarillenta, con manchas negras por el lomo, y rizosa la cola. Tienen una nariz recta, y como gracia especial poseen una espesa barba blanca que les presta un aspecto extravagante y ridículo.

También habían cefos: otra raza de monos muy abundante en aquellas regiones de la Costa, donde reciben el nombre de muindos. Son de medidas aproximadas a las de los anteriores, pero con la espalda verdosa con reflejos dorados; por el contrario, tenían la cara azulada, la barba gris con tonos negros y la cola rojiza. Vistos de lejos parecían que se taparan la cara con una máscara.

Al cruzarse con ellos los cazadores les dedicaban extrañas contorsiones a modo de reverencias, al par que proferían unos sonidos semejantes al que produce una botella al ser destapada violentamente. A pesar de que Antao, que era gran aficionado a la caza, sentía ganas de enredarse a tiros con aquellos animales, iba siempre a corta distancia de su amigo, que andaba bastante de prisa para protegerse de los rayos solares, que aumentaban su ardor. En aquellas tierras producen con cierta frecuencia insolaciones fulminantes.

Una vez hubieron penetrado en los bosques, Alfredo se orientó con la brújula que le colgaba de la pulsera del reloj. Después de hallar el camino que conducía al río, se introdujo en él, ya que no era posible avanzar por los apretados Arboles que lo rodeaban.

Andaba con gran cuidado, temeroso de que los hombres que los habían acosado junto al río no se hubiesen marchado todavía de aquellos lugares. De vez en cuando se paraba para escuchar, y ordenaba a Aseybo que se adelantara a examinar cierto macizo de plantas que se prestaba a una trampa, o bien dejaba el camino que seguía y tomaba otro menos peligroso.

Todo indicaba que, a pesar de esas precauciones, la selva estaba completamente desierta. Los pájaros cantaban y los monos se divertían en los árboles sin dar señales de estar inquietos, prueba definitiva de que no había por qué temer.

Hacia las diez de la mañana, después de una breve pausa y de una última exploración del sirviente, Alfredo y el portugués se hallaban junto al enorme sicómoro, bajo el que encontraron el casco de Gamani, el criado que raptaron los sanguinarios negros.

—¡Ya hemos llegado! —dijo Antao.

Alfredo, con los dedos en los labios, produjo un prolongado silbido.

Casi en el acto sonó una voz femenina que decía:

—¡Estoy aquí, señor!

 

VI. Los tenebrosos planes del hechicero

La joven amazona, a pesar de estar herida por los dientes y las garras del leopardo, con gran esfuerzo consiguió salir de la explanada en que se hallaba a unos cuatrocientos pasos del sicómoro, y se encaminó hacia el enorme árbol, ocultándose en un grupo de plantas.

Al oír el silbido del hombre blanco que antes le salvara la vida decidió salir de su escondite. Aquel acto debió de provocarle algún dolor en el cuerpo, pues no pudo reprimir un profundo gemido.

—¡No tengas miedo, muchacha! —dijo Antao—. No te haremos daño, ¿verdad, Alfredo?

—No —contestó el aludido—. Si hablas, no te haremos ningún daño.

Y hablando en el idioma negbe, dijo a la joven:

—Hemos venido para salvarte.

—¡Gracias, mi amo! —contestó la amazona—. Sabía que los hombres blancos no mienten. Ya ves que te he esperado en lugar de irme otra vez con mis compañeros.

—¿Con tus compañeros? ¿Han venido aquí?

—Sí; han buscado por todo el bosque para dar contigo.

—¿Y te has ocultado para que no te encontraran?

—Sí.

—¿Por qué lo has hecho?

—Soy tu esclava. Tú me has salvado la vida, y ahora soy tu sierva.

—¿Me seguirás siempre?

—Adonde tú mandes.

—¿Me serás siempre fiel?

—Lo he jurado por mis fetiches.

—¡Ya veremos!

Después se volvió hacia su siervo y le dijo:

—Corta algunas ramas y forma con ellas una camilla: esa mujer no puede andar.

Se fijó en las heridas que la noche anterior curó de la mejor manera que le fue posible. Las lavó con agua de una fuente cercana, sacó la sangre que se había coagulado alrededor de las heridas, mojándolas con una mezcla de agua y ron, y por último las vendó con cuidado, con un pedazo de tela de su camisa.

La amazona negra no opuso resistencia a que la curara, y lo soportó sin quejarse. Al contrario: sonreía agradecida, a pesar del dolor. Cuando terminó le dijo:

—¡Gracias, mi amo! ¡Me has salvado la vida y ahora es tuya!

Mientras, Aseybo había terminado de construirla camilla, hecha de ramas unidas a bejucos, y sobre la cual puso gran cantidad de pequeñas hojas, a fin de que la muchacha estuviera más cómoda. La pusieron sobre ella, y el cazador y su esclavo se encargaron de llevarla, emprendiendo en seguida la marcha, seguidos del portugués, al que le era imposible sostener peso alguno, agotado como estaba.

—Mientras andamos podemos hablar. Así no perdemos el tiempo —dijo Alfredo.

—¿Qué quieres que te diga? —inquirió la joven dirigiéndole una mirada llena de alegría y gratitud.

—Dime, primero: ¿es muy poderoso Kalani?

—Mucho. Es el genio malo de Behawin, el sucesor de Gelete.

—¿Quién ha capitaneado ese ataque?

—Él, Kalani.

—¡Me lo temía! ¿Sabes que se ha llevado a mi hermano y ha arrasado la factoría?

—Sí; sabía que tenían orden de Llevarse al niño, si no podían cogerte a ti.

—Así que ya lo sabías, ¿eh?

—Claro que lo sabía. Kalani nos dijo que era necesario que raptáramos al niño.

—¿Para qué lo quiere?

—Lo necesitaba. Kalani dijo a Gelete que los fetiches habían pedido un niño blanco para que los guardara, y que si no los complacían destruirían el reino y la dinastía.

—¿Crees que le matarán? —preguntó el cazador, angustiado.

—No. No pueden hacerlo. El guardián de los fetiches es una persona sagrada.

El cazador se tranquilizó, y se sintió liberado de un gran temor.

—¿Estás segura de que no le matarán? —le preguntó de nuevo.

—Sí, amo. No temas por él.

—Pero dime: ¿el niño es necesario a los fetiches, o todo es parte del plan del asesino de Kalani?

—Sé que los tiene —dijo la amazona—. Conozco bien a Kulani; sé por qué te odia, los motivos que le han llevado a hacer esto. También conozco sus planes.

—¡Habla! ¡Por favor, habla!

Kalani estaba seguro de que no podría sorprenderte, ya que sabe lo valiente que eres, y que puedes batir a seis de sus mejores hombres. Me parece que tiene mucho miedo de hallarse cara a cara contigo. Hace dos semanas que te violaba, pero no se atrevía a atacarte. Cuando se enteró de que te dirigías de caza al Ousme, aprovechó esta circunstancia para arrasar tu factoría y raptar al niño. Además ordenó a algunos de sus mejores hombres que te tendieran una trampa en medio de los bosques.

—¡Pero del que desea vengarse es de mí! ¿Por qué se ha llevado a Bruno?

—Para cogerte después a ti.

—¿Qué dices?

—Kalani es muy listo. Sabe que no eres capaz de dejar a tu hermano en sus manos.

—¿Espera que vaya a Dahomey?

—Eso es, mi amo.

—¡Está en lo cierto! ¡Iré a Dahomey a rescatar a mi hermano, pero iré también para matarle a él!

—¡Debes ir con mucho cuidado, mi amo! ¡Tienen preparada una trampa en la frontera!

—¡No me verán!

—¿Cómo? No te entiendo.

—Ya lo entenderás. Ahora debo ir a ver a Tofa.

Un par de horas más tarde, después de haber hecho algunas breves pausas en el camino para descansar, llegaron a un grupo de cabañas habitadas por algunas decenas de mujeres y hombres negros, los cuales, con frecuencia, acudían a la antigua factoría de Alfredo.

Ya se habían enterado del desastre ocurrido al hombre blanco, e incluso habían oído los disparos lanzados en el combate entablado en defensa del establecimiento. También distinguieron a la perfección las llamas del incendio; sin embargo, no se atrevieron a ir en ayuda de los hombres de la factoría por no tener arma alguna con que ayudar, y además por el terror que les infundían los hombres de Dahomey.

El cazador y sus acompañantes fueron recibidos con sincera y cordial hospitalidad. Todos aquellos hombres de color intentaron hacer cuanto pudieron por ser útiles a sus visitantes y pusieron a su disposición las cabañas y los víveres.

Alfredo se limitó a pedirles que cuidaran a la desdichada joven y que intentaran curar sus heridas. Luego eligió tres de aquellos caballitos, muy corrientes en aquellas tierras, y cuyo origen procede del cruce entre el caballo árabe y el originario del Níger.

Después de haber comido un buen plato de fufu —una de las comidas más frecuentes en aquellas tierras, hecha a base de boniatos, plátanos, legumbres, pájaros y peces aliñados con pimentón y grasas, condimentado con un poco del exquisito vino de palma—, los dos hombres blancos y el sirviente negro, que había ido a la factoría en busca de algunas ropas para sus dueños, emprendieron la marcha.

El portugués, tal vez un poco ebrio por los efectos de aquel vino, que aun bebiéndolo con moderación causa una ligera embriaguez, se mostraba completamente repuesto del cansancio que antes manifestaba. Hablaba sin parar, alegre, e intentaba contagiar su contento al cazador, al que veía absorto y preocupado.

Incluso el mismo sirviente intentaba dar ánimos a su amo, diciéndole que nada malo podía suceder a Bruno. El hecho de que fuera persona grata a los fetiches, como había asegurado la negra, se le consideraba como sagrado hasta para el mismo rey. De joven había pertenecido como siervo a Dahomey y conocía a fondo aquella gente, tan cruel y a la vez tan supersticiosa.

Mientras, los caballos, pequeños pero ligeros, cabalgaban hacia su destino, manteniendo un rápido y regular galope. Avanzaban por un ancho camino abierto en mitad del bosque por orden de Alfredo, para transportar por él los productos de su establecimiento hasta Kotona, en cuya población se halla el puerto del pequeño reino de Tofa.

Enormes árboles se levantaban por todas partes: unos, repletos de pájaros, sobre todo de papagayos grises; otros, llenos de monos que se divertían ejecutando los más insólitos ejercicios, sin asustarse en absoluto ante el paso de los tres hombres. A derecha e izquierda aparecían grandes grupos de magníficas palmas, con enormes hojas en forma de abanico; magnolias gigantescas, tapadas con grandes flores, que olían a un perfume acre, y cocoteros de ligeras hojas, cargados de frutos tan grandes como una cabeza. También las govifinas aparecían a la vista de los tres jinetes a medida que avanzaban. Se trata de plantas de tamaño gigantesco que se desarrollan con una rapidez increíble, y en muy poco tiempo alcanzan unas dimensiones extraordinarias. Tiene el tronco lleno de gibosidades espinosas.

Grupos de naranjos y limoneros exhalaban su aroma peculiar, que llegaba a los tres hombres algunos kilómetros antes de llegar a ellos.

A intervalos se distinguían en el terreno claros de vasta extensión cultivados con gran cuidado. En ellos se producían ñames, mangos, maíz de varias clases, una especie de manzanas exquisitas y el delicioso mussoa de grano verde.

Al pasar los tres hombres por entre las cortinas de hojas, éstas se rompían y permitían la contemplación de algunas cabañas protegidas por terraplenes o setos muy altos, reforzados con plantas espinosas y que causan un embarazo imposible de superar para los negros de aquellas regiones, que van casi desnudos y descalzos.

Hacia el mediodía empezaron a dejar atrás el bosque y comenzaron a penetrar en la llanura pantanosa del Ousme, en la que muchos europeos encuentran la muerte en las miasmas que se escapan de ellas, ya que no están acostumbrados a vivir en aquellos climas cálidos y húmedos. Estas llanuras son un verdadero nido de serpientes de todas las especies, ya que los nativos del lugar las respetan y gozan de completa libertad.

A pesar de ello son inofensivas. Algunas miden tres o cuatro metros de largo, y se limitan a matar a centenares de ranas y sapos, escapando ante la presencia de los hombres.

En medio de aquella enorme llanura pantanosa se distinguían también campos de cultivo, cuidados con gran esmero. En cambio, había pocas viviendas, pues el reino de Puerto Nuevo, en relación a su extensión territorial, está muy poco habitado.

Una hora más tarde los tres jinetes, que no habían cesado en su marcha ni un solo instante para descansar, avanzaban por las orillas del lago de Puerto Nuevo. La temperatura era de cuarenta grados y no soplaba ni una ráfaga de aire que pudiera contrarrestar sus efectos.

Alfredo señaló a sus acompañantes un grupo de cabañas que se hallaban cerca de la ribera de aquel lago.

—Es Puerto Nuevo —dijo.

—Estos animales han galopado como si fuesen verdaderos caballos árabes —dijo el amigo del cazador—. Ahora sólo nos falta hallar al rey de buen humor.

—Si es que no le encontramos borracho…

—¿Bebe mucho?

—Todos los reyes negros lo hacen.

—Tengo un frasquito de amoniaco que llevo siempre cuando salgo por estas tierras, por si acaso me muerde alguna serpiente, en todo caso se lo haremos beber —dijo el portugués, riendo—. Le explicaré que es un elixir para alargar la vida. ¡Mira! ¡Fíjate qué enorme tienda se levanta allí! ¿Es acaso donde habita el rey?

—No, Antao. Se trata de un templo en que se adora las serpientes que cogen en los pantanos por los que hemos pasado antes.

—¡Caramba! Me habían contado cosas así, pero no me las creí. Si no es porque te tengo confianza, creería que estas tomándome el pelo.

—Aquí las serpientes son animales sagrados, amigo. En Whyndah, por ejemplo, tienen un templo grandioso, donde se guardan varios miles de reptiles. Lo corriente es que sean pitones blancas y amarillas. Hay muchos guardianes encargados de cuidarlas y darles alimento; y si alguna de esas serpientes quiere escapar, los vigilantes la persiguen hasta que logran alcanzarla, y regresan con ella al templo, pero tratándolas con esmerado cuidado.

—Esa gente parece de otro mundo. ¿Las adoran?

—Eso es, amigo. Incluso hay negros que aseguran que estarían contentos de ser devorados por uno de esos animales. Hay muchas anécdotas referentes a esto. Conocí a una mujer a la que se le murió un hijo: fue devorado por una pitón. Pues bien: en vez de acabar con el monstruoso animal, mandó cogerlo y llevarlo al templo sagrado, y una vez allí lo adoró.

—¡Diablo! ¡Qué barbaridad! ¿Y en Dahomey se adora también a las serpientes? Según creo aquel rey sanguinario las tiene a miles.

—¡Cierto, y las alimenta con los prisioneros!

—¡Un procedimiento económico para mantener a los desdichados que logra embaucar!

—Los hombres de tu país lo saben muy bien, Antao.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir? —inquirió Antao, sorprendido.

—Es un suceso reciente: aconteció el año pasado. Gelete aprisionó a varios portugueses y brasileños que cometieron la tontería de ir a su capital para negociar con sus habitantes. Aquel criminal primero los recibió muy amable; pero un día, tras haberles ordenado con amenazas danzar ante él, mandó cortarles la cabeza a varios de ellos, y a otros los hizo pasto para las serpientes.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Antao—. ¿Y no se atrevieron a degollarle?

—Si hubiesen tenido ocasión, lo hubieran hecho. Así hubieran librado a África del más sanguinario déspota.

—¡Diablos! ¡Mientras tú te vengas de Kalani, al mismo tiempo yo podría…!

—Le sucedería otro criminal quizá más bestial. Seguramente sería Behawin, que aseguran es más sanguinario que Gelete. ¡Ya hemos llegado! ¡Aseybo, adelantate!

El esclavo negro avanzó y se interpuso entre los dos amigos. Los tres entraron juntos en la ciudad del rey Tofa.

VII. El soberano de Puerto Nuevo

El país de Puerto Nuevo, en la actualidad protectorado de Francia, era en aquellos tiempos uno de los más importantes y prósperos de la Costa del Marfil.

Se hallaba situado entre el poblado de Abeokuta y la frontera meridional de Dahomey. Se extendía en una superficie inmensa, aunque no bien definida, hacia el norte. Su población era escasa: no llegaba a medio millón de habitantes, de los que sesenta mil habitan en la capital del reino.

El resto de la población se hallaba repartida en las tres principales ciudades de Katenu, Adjera, Kotov —el puerto de la capital, que estaba separado de ella por una distancia de tres millas— y en algunos pueblos, todos bien protegidos y preparados para defenderse de las frecuentes salidas de los dahomeyanos, en continua guerra con los pueblos vecinos, para robar esclavos que más tarde sacrificarán a sus divinidades.

Dicho reino de Puerto Nuevo es antiquísimo y celoso poseedor de su independencia, que conservó siempre, aun estando entre países de espíritu guerrero, y a pesar de que sus hombres, producto de un cruce entre los de Anago, Yoruba y Dahomey, jamás fueron buenos soldados.

Puede asegurarse, sin lugar a dudas, que son los más gandules y retrasados de todas aquellas tierras, y también los más aventajados en cuestión del robo. Y eso. que el hurto es un vicio innato en la raza negra.

Desde hace muchos años se están construyendo en los centros más habitados factorías, sobre todo por portugueses, alemanes y franceses. La mayor parte de ellas se dedican al tráfico de aceite de elais, el producto más valioso e importante de la región.

La ciudad de Puerto Nuevo, que en 1878 era la más rica de toda la Costa, era también la más insana para los europeos.

A pesar de que se levanta a una distancia idónea del lago y del terreno pantanoso, sus condiciones climatológicas son casi mortales, y los hombres blancos no pueden permanecer en ella una larga estancia.

La ciudad está formada por grupos de cabañas edificadas con una especie de arcilla rojiza, que cuando se seca toma una increíble consistencia, y a la que mezclan hojas de palma. Las calles son estrechas y descuidadas, cortadas por profundos abismos, ya que del subsuelo de la ciudad es de donde sacan el barro para las construcciones, y los hombres del lugar lo sacan sin preocuparse luego por dejar de nuevo el terreno en buenas condiciones.

Digno de ser mencionado sólo tiene los barrios comerciales de Sadogo, Attaké, Degne, Lodja y Bocú, donde se asientan algunas factorías. También se hallan allí la misión católica y el aposento real.

Los tres hombres se abrieron camino por entre grupos de gente que iban casi desnudos, ya que sólo usaban un corto taparrabo, y tenían la piel de un color negro rojizo. Entraron en la calle que llevaba hasta la gran plaza del mercado, en cuyo centro se levantaba el palacio de Tofa.

Estaban obligados a andar con mucho cuidado para no caer en alguno de los muchos barrancos que interceptaban la calle, a la que atravesaba un asqueroso arroyo de aguas sucias y repugnantes, que arrastraban basuras que exhalaban un fuerte olor, sólo soportable para los negros de aquel infecto lugar.

Al cabo de unos veinte minutos llegaron a la plaza del mercado, sin que nada los hubiera estorbado. La plaza estaba llena de gente, pues era día de mercado y se paraban unos momentos ante la regia mansión.

El palacio de Tofa era sencillo. Se trataba de una casita de muros blancos y persianas verdes. Estaba cercada de grandes barracones de paja y hojas de palmeras y de vastos cobertizos, donde se guardaban con gran celo los fetiches, es decir, las divinidades del pueblo.

A la derecha del edificio se levantaba una especie de plataforma sobre palos con adornos, y en el que se encontraban unos cincuenta cráneos humanos, que seguramente eran las calaveras de algunos enemigos muertos en la guerra.

—¡Qué muestrario! —dijo Antao, haciendo gestos de asco.

—¡Es para dar ánimos a cualquiera!

—Sí, pero Tofa no es malo —dijo Alfredo—. Ha prohibido que en su reino se ofrezcan sacrificios humanos a los fetiches.

—¿No hace matar a nadie?

—Sólo a los que están condenados a muerte. A ésos primero les hace cortar la lengua, para que en caso de escapar no puedan contar lo que ha sucedido.

—¿Y no ofrece siervos a sus divinidades?

—No; sólo sacrifica corderos y cerdos.

Dejaron los caballos al cuidado de Aseybo, y los dos amigos se encaminaron hacia dos guardianes que vigilaban en la puerta del palacio. Los centinelas iban armados con viejos fusiles. El cazador los mandó avisar al rey que quería verle.

Un rato más tarde un barry, algo así como un ministro de la casa real, los hizo pasar a una estancia llamada «sala del trono». Se trataba sencillamente de una simple estancia que lucía algunas viejas armas y antiguos tapetes a modo de lujo.

Tampoco faltaba el trono: eran cuatro palos que aguantaban una especie de cúpula, en la que se depositaba la corona real, de latón, y de la que pendía una plaquita, también de aquel metal, en la que decía: «King Tofa» (rey Tofa).

Debajo de dicha cúpula, un sencillo taburete, cubierto con un trozo de tela rojo, manchado y medio deshecho, hacía de trono al rey negro.

Tofa estaba sentado en su trono. A su lado estaba el mingau, o sumo sacerdote de los fetiches, el primer barry, que se encargaba de sostener el cetro real, con puño de plata, que era el signo del poder.

En aquellos tiempos el rey tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Muy alto, fuerte, de facciones agradables, ojos vivos y cuerpo robusto.

Procedía de una antigua dinastía de soberanos muy poderosos, aunque dependientes en cierto sentido de Dahomey. Fue el primero que declaró la independencia de su país y condenó a muerte a todos sus consejeros, que, por otra parte, eran enemigos de los hombres blancos y no querían sostener relaciones con ellos. Además abrió su puerto y sus riquezas al comercio europeo.

Dotado de más inteligencia que los que le precedieron, y menos cruel, fue concediendo poco a poco una limitada libertad a su pueblo, y, como ya se ha dicho, ordenó que no se celebraran sacrificios humanos en su reino, con lo que salvó muchas de las vidas que de ordinario se inmolaban en estos actos litúrgicos.

Como consideraba a los hombres blancos pertenecientes a una raza superior, al ver entrar a Alfredo se levantó. El soberano ya había visto al cazador en otras ocasiones. En seguida alargó la mano hacia él, al tiempo que la cola del largo vestido rojo que le protegía a modo de manto le cayó al suelo. Con gran amabilidad le dijo:

—Estoy muy contento de volverte a ver después de tanto tiempo. ¿Qué te trae por aquí? ¿Vienes a pedirme permiso para establecer una nueva factoría?

—No es eso —contestó Alfredo—. Se trata de algo más grave. La causa que nos lleva a mi amigo Antao Carvalho y a mí a molestar a vuestra majestad es otra cosa. ¿Os habéis enterado de que han sido violadas vuestras fronteras?

—No, no lo sabía. Pero esto pasa con tanta frecuencia que no me preocupa en absoluto; es obra de los belicosos pueblos que rodean mi país. Estoy enterado de que se adueñan de algunos hombres y animales, los roban y después se van.

—Esta vez se trata de los hombres de Dahomey.

El rostro del soberano negro se ensombreció al oír aquellas palabras y su voz surgió de sus labios entrecortada por la sorpresa.

—¿Sabes si Gelete me ha declarado la guerra? —inquirió, lleno de inquietud.

—No, a ti no. Sus hombres han saqueado y destruido mi factoría.

—¡Eso es grave! ¿Han huido después?

—Sí, después de incendiarlo todo huyeron.

—Es una grata noticia —dijo el rey sin poderse reprimir, manifestando su desahogo.

—Es grato para vos, pero no para mí. Además de destruir mi factoría, se han llevado a mi germano pequeño.

—Lo siento por ti.

—No es suficiente. Agradezco que lo sintáis, pero esto no arregla las cosas —dijo con gesto seco—. He acudido a vos para que me prestéis ayuda para acudir en socorro de mi hermano.

—¿Y cómo puedo prestarte ayuda?

—Puedes mandar un correo a Gelete y pedirle que devuelva al prisionero, y amenázale si no lo hace. Vos tenéis la obligación de proteger a los extranjeros que habitan vuestras tierras.

—Sí, es cierto. Pero el caso es que no tengo ninguna influencia sobre el rey de Dahomey.

—Sois parientes. Según creo, los dos procedéis de los príncipes de Altada, los que fundaron la población de aquellas tierras.

Gelete no me escuchará.

—¡Amenázale!

—¡Sabes que mi reino no tiene las suficientes defensas para hacer frente a aquellos sanguinarios!

—¿Me negáis vuestra ayuda? —inquirió Alfredo, cada vez más irritado, frente a la impasibilidad del soberano.

—¡Pobre de mí! ¿Qué quieres que haga? Sólo puedo pagarle los daños que te han causado.

—No deseo que me indemnicéis: sólo pretendo la salvación de mi hermano. ¿O acaso no me explico bien?

—Gelete tiene un enorme poder.

—¡Y vos sólo tenéis miedo!

—¡Sabes que mi altar está repleto de cráneos pertenecientes a hombres que yo he matado!

—Pero tienes miedo a Gelete.

—¡Mi pueblo no tiene fuerzas! —susurró de nuevo Tofa.

—¡Bueno! ¡Iré solo a Dahomey!

—Y aquel asesino te matará como lo hizo con los portugueses.

—Prestadme por lo menos una escolta.

—Por mí accedería a tu petición, pero ninguno de mis hombres querrá acompañarte.

—¡Es cierto! ¡En Puerto Nuevo sólo hay cobardes! —exclamó Alfredo, enfurecido—. ¡Vamos, Antao! ¡Lástima de tiempo perdido!

El rey vio que Alfredo se retiraba sin dirigirle el saludo, y además se conmovió ante su valentía y su desgracia. Se levantó y dijo:

—¡Atiende un instante! Dahomey no se moverá.

—No os entiendo —dijo el cazador, que se hallaba ya en la puerta.

—Primero: ¿qué harás en Dahomey?

—Pero ¿acaso no me habéis entendido? ¡Voy a salvar a mi hermano!

—¿Conoces la ruta que has de seguir?

—No, no la sé. Pero la hallaré.

—Escúchame. Si pongo una escolta de soldados a tu disposición, al cabo de dos o tres días te dejarán, y esto es seguro. Pero creo que entre mis hombres hay dos o tres dahomeyanos que, si quieren, pueden servirte de guía.

—Gracias. Empezáis a preocuparos por mí. ¿Son de confianza esos hombres?

—Son muy obedientes y fíeles. Hace algunos años que marcharon de su patria, y no quieren saber nada de ella.

—¿Los puedo ver?

—Ahora se encuentran en Ketenou, pero mañana llegarán.

—Los esperaré.

—Mientras, pongo una de mis tiendas a tu disposición.

—Acojo agradecido tu ofrecimiento. Sabré pagarte como mereces.

—Mañana nos volveremos a ver.

Dio la mano al cazador y al portugués, y seguido de su séquito se retiró.

Al cabo de un rato entró un barry, y guió a los dos amigos hasta una tienda colocada en uno de los cobertizos que cercaban el palacio de Tofa, y les llevó a dos jóvenes siervos con órdenes de cumplir cuanto los dos hombres blancos desearan.

Aquella estancia tenía forma circular, como la mayor parle de las habitaciones de Puerto Nuevo. Las paredes eran de arcilla roja y el techo de hojas de palma, un tanto separado de la pared para que la luz pudiera penetrar a través de la rejilla que formaba.

Estaba en muy buen estado, muy limpia, aunque amueblada con pobreza. Sólo se podían distinguir dos montones de hojas, que debían suplir las camas, algunas viejas sillas y utensilios de barro.

El barry mandó que les sirvieran comida por orden del soberano, vasos de vino de palma y nueces de coco que aún no estaban demasiado maduras. Éstas tienen un agua muy dulce, que resulta muy grata, sobre todo en aquellas tierras de clima tan cálido.

El portugués, a pesar de los sucesos acontecidos aquella noche, no había perdido el apetito, y además sus veinticuatro años le provocaban un hambre feroz. En cuanto el barry salió de la estancia se lanzó con avidez sobre los recipientes que encerraban los alimentos, y les echó una ojeada llena de poca fe hacia los cocineros y proveedores del rey Tofa.

Descubrió un pedazo de trompa de elefante cocido al horno, carne que está a la venta en la mayor parte de las ciudades de la Costa, y que en su hinterland tienen esos grandes proboscidios. Distinguió también una pata de mono condimentada con manteca; perdices grises cocidas con salsas extraordinariamente picantes, alimento que en aquellas tierras está muy bien considerado, sobre todo por los aschantis, en cuya capital, Cumassia, se devora diariamente a millares. Además, en otros dos cestos había varias decenas de atrapas. Se trataba de unas tortas de maíz cubiertas por hojas verdes y cocidas al horno. Y, por fin, varias marmitas repletas de canalu, asquerosa pasta hecha a base de pájaros, mucho pimentón y aceite de palma, que despide un aroma bastante rancio.

—¡Nos han traído una comida de antropófagos! —exclamó Antao, apartándose de las cestas al percibir aquellos olores—. ¡Ese Tofa debe creerse que somos dos hambrientos!

—No lo creas, amigo. Tofa ha mandado que nos trajeran lo mejor que se cultiva en estas tierras, e incluso él mismo no come mejor. De seguro que come hoy lo mismo que nosotros —dijo Alfredo—. No tomes el canalu, que podría perjudicarnos el estómago, y la perdiz en salsa, que debe de estar estupenda a no ser por ese monstruoso pimentón picante que haría arder nuestras gargantas; y si no quieres la pata de mono, déjala también. Come lo demás. Esa trompa de elefante es carne finísima. Puede que sea mejor que el solomillo de buey y la joroba de bisonte; ese atrapas puede servimos a modo de pan. De este modo el banquete queda reducido a menos platos, pero el poco que queda lo alegraremos bien con ese vino de palma. Quiero tanto ese delicioso líquido como al jugo que Noé extrajo de la uva.

—De acuerdo. Ahora debemos trazar un plan.

—¿Para ir al encuentro de ese sanguinario de Gelete?

—Exacto, amigo. Estoy preparado para todo.

—¿Crees que Tofa cumplirá su palabra y nos mandará a los dos guías?

—Tofa es un hombre noble: tiene palabra. Además, tenemos a la amazona.

—Pero ¿acaso piensas llevarla con nosotros?

—Eso es, Antao. Aquella joven, que según parece nos tiene mucho aprecio, puede sernos muy útil.

—¿Y si nos traiciona?

—No lo creas. Lo ha jurado por sus fetiches. En su país esto es sagrado. Además, pienso que los hombres de Dahomey no son guerreros muy amantes de su cruel soberano. Sólo les une a él el terror; tienen la seguridad de que sería suficiente una sola sospecha para que el sanguinario Gelete mandara arrasar batallones enteros. Pero en cuanto tienen una ocasión propicia para renegar de su país lo hacen. Las dos repúblicas del Grande y Pequeño Popo, en su mayor parte, han sido formadas por los dahomeyanos que huyen del monstruoso Gelete.

—¿Iremos con una escolta armada?

—No, amigo. No sería recomendable. Creo que resultaría peligroso entrar con armas en las tierras de Dahomey. Es preciso que vayamos con mucha astucia, incluso fingirnos negros; de lo contrario ninguno de nosotros llegará a su destino.

—¡Hacemos pasar por negros! —exclamó Antao, sorprendido—. Pero, Alfredo, nuestra piel es demasiado clara para que ellos puedan verla negra.

—La podemos hacer cambiar de color.

—¡Caramba! ¡Teñimos de negro! —exclamó Antao, riendo.

—¿Te da asco?

—En absoluto, Alfredo. Me río imaginando el aspecto que tendremos todos pintados de negro, de humo o de chocolate. ¡Qué juerga!

—Pareceremos dos negros de verdad.

—¿Tendremos que ir casi desnudos como ellos?

—¡Qué va! ¡Al contrario! Iremos vestidos y muy elegantes: ya verás.

—Pero los nativos de estas tierras van casi desnudos.

—Es verdad; pero es que nosotros no seremos unos negros pobres.

—¿Qué tramas?

—Ya lo sabrás. Debo ser prudente; mis planes debo guardarlos como el secreto más impenetrable. Ten en cuenta que una sospecha, por insignificante que sea, podría sernos perjudicial. Gelete tiene por aquí muchos espías, que tal vez en este mismo momento nos están espiando. Pero los engañaré. Mientras, tú y Aseybo me vais a hacer un favor.

—¿Qué hemos de hacer?

—Debéis recorrer la ciudad y decir que vamos al país de los aschantis.

—No te comprendo.

—Más tarde lo entenderás. Además buscaréis caballos ligeros, armas, alimentos y algunos cajones de mercancías procedentes de Europa. Es necesario fingirnos mercaderes que vamos a negociar con los pueblos de más allá de Todji y del Volta. ¿Tienes dinero? —preguntó Alfredo.

—Tengo una carta-orden de tres mil libras esterlinas contra la factoría inglesa del señor Smithson.

—Y yo tengo mucho dinero en la factoría del portugués Souza —dijo Alfredo.

—¿Debo cumplir ahora mismo lo que nos has encargado? —inquirió Antao, mientras terminaba de beber su vino de palma.

—Sí. Es necesario que no perdamos demasiado tiempo.

Tras haberse levantado se encaminaron hacia el cobertizo. Allí estaba el negro Aseybo, que terminaba de comer una terrina de canalu, junto a los caballos, ya preparados para la marcha.

Montaron. Atravesaron una puerta de la empalizada que rodeaba al cobertizo y se hallaron en la plaza del mercado. Al girarse para depositar el fusil en el arzón, el cazador distinguió, sin lugar a dudas, cómo dos negros ocultaban su cuerpo en la empalizada, mirándole con extraña atención.

—¿No te lo dije? —dijo Alfredo a Antao—. Nos han descubierto sólo llegar a Puerto Nuevo. Somos espiados por hombres de Gelete o de Kalani.

—¿Tan pronto?

—Sí, amigo. Pero seremos más astutos que ellos. Ahora vamos a separamos, y por la noche nos reuniremos en la tienda que Tola nos ha cedido.

Se dieron la mano y se separaron.

Alfredo vio cómo su amigo y su criado se alejaban en dirección al barrio de Sadogo. Pasó por delante del palacio del soberano negro, lanzando una mirada rapidísima por la empalizada.

Sólo pudo ver a uno de los espías. El otro se había ido.

—Ya lo entiendo. Uno ha ido tras de Antao, y éste me seguirá a mí. ¡Pues correrás! —murmuró Alfredo—. ¡Ya lo creo que correrás! ¡Veremos si nos perseguís hasta la frontera de los aschantis!

Pasó por el barrio de Degué, penetró por los de Odja y Hocú; manteniendo el caballo a un galope rítmico y regular. Entró en el establecimiento de Souza para retirar una cantidad de dinero y después de hacer tratos para comprar dos esclavos entró en algunas factorías europeas para adquirir varias cosas. Al anochecer regresó a la tienda que tenían preparada, con cuatro cajones que encerraban todo lo que había adquirido.

Cuando él llegó, Antao y Aseybo se encontraban allí, entretenidos en arreglar unos cuantos paquetes, cajas y barriles llenos de comida, armas, municiones y objetos de cambio, de los más apreciados en las regiones del interior.

Entretanto los esclavos que Tofa les había cedido se hallaban en el cobertizo preparando unos cuantos caballos que utilizarían para la expedición.

Alfredo preguntó:

—¿Ya has dicho por todas partes que nos vamos al país de los aschantis?

—Se ha enterado todo el mundo: pequeños, mayores, ancianos; en fin: todos.

—¡Estupendo! Vamos a comer y a descansar.

VIII. Marcha la expedición

Al amanecer, Alfredo dio orden de marcha, después de haber entregado un magnífico presente a Tofa, para recompensarle todos los servicios que le había prestado.

Formaron una caravana que se componía de los dos amigos blancos, su criado, los dos dahomeyanos que Tofa les cedió, cuando la noche anterior llegaron de Ketenou, y de seis caballos cargados de cajas y paquetes, todos ellos pequeños, para no estorbar demasiado a los animales en su camino por los senderos de las selvas interiores.

Los dos antiguos hombres de Dahomey, que se encargaban de cuidar los caballos que iban cargados con los paquetes de toda la expedición, eran dos negros muy respetables. Se trataba de dos hombres muy altos, de ojos inteligentes y de cuerpo muy robusto. Seguramente podría servirles de mucha utilidad en aquellas tierras de las que procedían.

Los dos negros aceptaron contentos el peligroso acto de guiar a los dos hombres blancos hasta Dahomey, y se mostraban alegres ante la promesa que su nuevo dueño les había hecho de darles la libertad y una gran cantidad de dinero si aquella empresa resultaba un éxito.

Antes que el sol saliera por encima de los inmensos bosques del oeste la expedición se encontraba lejos de Puerto Nuevo. Primero se encaminaban hacia el pequeño poblado en que dejaron a la negra amazona al cuidado de su gente. Alfredo contaba con la seguridad de que aceptaría acompañarlos en su propósito de ir a Dahomey.

Los espías no daban señales de seguirlos, pues por los caminos que pasaban no hallaban señal alguna, ni huellas. A pesar de ello, el cazador no se confiaba demasiado, pues de sobra sabía la astucia y agilidad de que están dotados aquellos crueles hijos de las selvas, y estaba completamente seguro de que alguno de ellos los seguían, a pesar de que no había ninguna señal.

—¿Crees que nos siguen? —inquirió Antao, al ver que su amigo se volvía con tanta insistencia.

—Sí; estoy casi seguro —contestó el cazador.

—Pues yo no veo ni oigo nada.

—Por el sendero tal vez no nos sigan. Pero ¿has pensado en el bosque? Si buscásemos en ellos, te aseguro que encontraríamos a más de uno de esos asquerosos sanguinarios. Los hombres de Gelete sienten tanto pánico por su jefe que llevan mucho cuidado en cumplir bien sus órdenes.

—¿Nos dirigimos a la frontera de los aschantis?

—Así es, amigo. Entraremos en Dahomey, pasando primero por las regiones de los Krepis y de los togos. Es seguro que la frontera del sur está ya sitiada por los hombres de Kalani.

—¿Resultará muy largo el viaje?

—Una vez pasadas las lagunas del Pequeño y del Gran Popo, el viaje será más rápido. De momento iremos sin prisa. Debemos mostrar a los espías que no nos dirigimos a ningún sitio al que nos lleve la necesidad. En cuanto los hayamos despistado, emprenderemos la marcha al galope desde que amanezca hasta que anochezca. Pero ¿qué es esto? ¿No oyes?

—¡Es un silbido dentro del bosque!

—Sí, Antao. Son señales que se dirigen los que nos siguen.

—Es cierto, mi amo —interrumpió Aseybo—. Ese silbido sólo saben hacerlo los dahomeyanos.

—¡Qué ganas tengo de agujerear el cuerpo de esos monstruos que nos siguen! No es cómodo ir de viaje sabiendo que en cualquier momento esos bestias pueden saltar sobre nosotros.

—¡Oh! Sorpresas no nos van a faltar; pero debemos estar preparados para vencerlas. Ten en cuenta que de frente no osarán atacarnos. Temen nuestras carabinas. Ahora debemos ir un buen trecho de prisa y mantenernos distanciados, mientras recogemos a la amazona.

Los ligeros y ágiles caballos, instigados por los jinetes y los esclavos, apretaron la marcha, al galope entre una doble hilera de arbustos que se extendían a ambos lados del camino.

Al cabo de casi una hora, la expedición llegó al pequeño poblado donde se había acogido con tanta amabilidad a la amazona negra. La negra, al ver a Alfredo y a su amigo, se mostró contenta. En cuanto le notificaron que querían llevarla con ellos, decidió que la montaran en la silla del caballo, aunque aún no podía moverse demasiado, puesto que las heridas estaban abiertas.

—¡Gracias, mi señor! —exclamó—. ¡Sabía que cumplirías tu palabra! Os guiaré a Dahomey, y haré lo que me ordenes.

El cazador no aceptó la petición de la muchacha de que la sentaran en el caballo, pues sabía muy bien que podía jugarse la vida en ello. Entre dos caballos dispuso una camilla que para tal efecto había adquirido en Puerto Nuevo. Antes de partir curó de nuevo a la joven amazona, desinfectándole las heridas. Luego la llevaron a la camilla, que ataron con fuerza a los dos caballos, que la podían conducir sin moverla demasiado.

Para mayor bienestar de la joven, ordenó poner en la camilla un toldo de hojas de banano, que protegía a la muchacha de los rayos solares que en aquella época eran muy fuertes y peligrosos.

Hacia el mediodía, después de una sencilla refacción, la expedición se alejó de aquel diminuto poblado que con tanta amabilidad los había acogido. Atravesaron el esguazo del Ousme y bajaron hacia las húmedas y perjudiciales tierras de la costa con el fin de llegar a la orilla norteña de la gran laguna de Nokue y pasar a la orilla del canal costero, que se alarga hasta el lago de Togo.

El calor era asfixiante, pero el frondoso follaje de los arbustos los protegía de los rayos solares. Bajo aquellos enormes árboles, gigantescos, soplaba un aire húmedo y pegajoso que provocaba el sudor por todos los poros, a pesar de que los dos hombres blancos se habían quitado ya parte de sus vestiduras.

La fuerza de la vegetación bajo aquellas temperaturas era extrema. Por doquier salían ramas y troncos de todos los tamaños y colores, cuyas hojas se enredaban y unían a cincuenta, sesenta y aun cien pies del suelo.

Grupos de bejucos se unían en forma de magníficos dibujos; y plantas trepadoras, labradas de ramilletes de flores que dejaban escapar delicados aromas, se elevaban hasta las más altas cimas. Luego descendían, arraigaban y se elevaban de nuevo.

Bajo aquellas gigantescas plantas se desarrollaban otras. Donde quedaba un espacio de tierra virgen crecían, llenas de vida, cientos de plantas que se enredaban y se desarrollaban casi a la vista. Aunque las plantas que crecían en la parte inferior, bajo las más grandes, no alcanzaran el desarrollo de las demás, ya que no les llegaba el aire y el sol tal como era debido, a pesar de ello se mantenían fuertes y hermosas y constituían una segunda selva, bajo la primera, enorme y poderosa. Sin embargo era perjudicial para los cazadores y demás hombres, a los que era casi imposible andar por aquellos terrenos, ya que esta segunda vegetación les tendía un manto de oscuridad y les impedía distinguir el suelo.

Raros ruidos salían de aquellas oscuras umbrías, escondidas por una doble bóveda de verdura y causados por gran cantidad de monos. De vez en cuando eran oídos poderosos gritos de «hu-u-hu-u» producidos por los llamados mangebes, que poseen tales pulmones que su voz se deja oír a varios kilómetros de distancia.

Otras veces llegaban a sus oídos los conocidos rugidos de los leones que por allí habitaban, o también los cinocéfalos, cuadrúmanos de los más peligrosos. Algunas veces también se dejaban oír profundos gritos de osos, horribles aullidos de lobos y lamentables quejidos de cefíes, una especie de monos muy comunes en aquellas regiones.

La expedición no hacía apenas caso de tales rugidos, y seguía con tranquilidad su camino a través de senderos muy estrechos, abiertos entre la selva, y que Aseybo conocía a la perfección. El esclavo negro del cazador había hecho varias veces el camino atravesando las repúblicas del Pequeño y Gran Popo, y conocía aquel trozo de selva como la palma de su mano.

La región por la que pasaba la caravana estaba casi despoblada por completo. En la Costa del Marfil se encuentran inmensas extensiones de terreno casi desiertas; esto se debe a que la población se aglomera en las ciudades costeras. Esta actitud de los nativos, que los lleva hacia el mar, se debe a querer mantenerse a distancia de los dahomeyanos, que acuden temporalmente a sus tierras a robar esclavos y animales para sacrificar en su fiesta de la sangre.

De cuando en cuando aparecía un grupito de cabañas casi oculto por la selva y muy alejado del sendero. Tales chozas, construidas con ramas y hojas, por lo general estaban situadas junto a enormes grupos de palmas de elais, de cocoteros o bananos. De esas plantas saca aquella gente productos suficientes para alimentarse.

Eran las cuatro cuando la expedición, que durante toda la marcha no había parado ni un instante ni siquiera para descansar, llegó a un verdadero jardín de hermosos árboles llenos de grandes racimos de frutas.

—¡Éste es un lugar que haría la fortuna de una tribu de negros! —exclamó Alfredo, que iba al lado de su amigo portugués.

—¿De qué plantas se trata? —inquirió Antao.

—Son nueces de cola; es decir: bassé, así las llaman aquí.

—Según dicen, esas frutas tienen propiedades raras.

—¿Qué propiedades son ésas?

—Esas nueces son muy apreciadas. Son uno de los productos que más se vende en los mercados de por aquí. Cada cápsula leñosa encierra diez o doce frutas de color rojo, y tan grandes como nuestras castañas. Después de limpiarlas se colocan en unas cestas, entre hojas, para que se guarden frescas durante algún tiempo.

—Pero ¿qué propiedades tienen?

—La de la coca del Perú, ya que al masticarlas conserva milagrosamente las fuerzas a los hombres que hacen grandes esfuerzos, ya sea haciendo una larga carrera, ya sea cualquier otra cosa que suponga desgaste de energía. Los indígenas de aquí tienen suficiente con comer algunas de esas frutas para vivir durante quince días sin probar alimento de ninguna otra clase.

¿Tienen buen sabor?

Son un poco amargas, pero no desagradables del todo. En Europa ahora se empieza a emplear en medicinas; hacen jarabes o filtros que denominan licor de nuez de cola. Aquí las llaman nuez de calta o de gaita.

—Y esos arbustos de ahí, que tienen este aspecto tan cómico, ¿qué son?

—Plátanos. También se aprecian mucho por aquí. Producen frutas exquisitas, y son muy alimenticias. Los negros queman su corteza y de ella sacan potasa, que después usan para hacer jabón. Las hojas les son útiles para proteger los alimentos, pues tienen la propiedad de mantener alejados a los ratones, tan abundantes entre los negros.

—Si ves algún baobab, dímelo. Tengo ganas de ver a uno de esos colosos de la selva.

—Seguro que encontraremos alguno, pues aquí son abundantes.

En aquel mismo instante un extraño grito que concluía con un agudo silbido, y que parecía un «uff» prolongado, surgió de las profundidades de la selva, a unos doscientos o trescientos pasos de ellos.

—¿Qué pasa? —inquirió Antao.

—Es la señal de que un enemigo peligroso está rondándonos —contestó Alfredo al tiempo que preparaba el fusil.

—¿Son monos?

—Mucho peor, Antao: es un rinoceronte.

—¡Diablos! ¡He oído decir que esas bestias son monstruosas!

—Te aseguro que cambiaría a ese animal por una manada de leones.

—Entonces es preciso que nos marchemos corriendo.

—No te preocupes: seguiremos nuestra marcha a pesar de este imprevisto. ¡Aseybo! —llamó Alfredo, apremiante.

—¿Qué quieres, mi amo? —dijo el siervo, que había descendido del caballo y penetrado en la selva con intención de descubrir las huellas del temido animal.

—¿Has visto algo?

—No, mi amo. Me parece que nos hemos engañado.

—¿Qué quieres decir?

—Que lo que oímos no era un rinoceronte.

—¡Caramba! —exclamó Antao—. ¡Qué extraño!

—No te comprendo, Aseybo —dijo Alfredo.

—Digo que alguien ha proferido un grito semejante al del rinoceronte para engañamos.

—¿Y para qué?

—Quizá para asustamos. Si el grito hubiese sido del animal, ya estaría aquí.

—Sí, Aseybo; es cierto —dijo Alfredo, preocupado—. Has cazado muchas veces esos animales, y los conoces mejor que yo.

—Sí, mi amo. Pero el «uff» ha estado muy bien imitado.

—Tal vez era una señal —dijo el portugués.

—Puede ser —contestó Alfredo—. Una cosa es segura: están siguiéndonos.

—¿Espías de Kalani?

—Sí; creo que sí.

—¡Diablos! ¿Aún nos siguen? ¡Se habrán creído que son nuestras sombras!

—Podremos con ellos. Vamos mejor armados.

La expedición emprendió de nuevo la marcha, aunque el sol empezaba a ocultarse y la oscuridad a apoderarse de la selva.

No era prudente detenerse en mitad de la selva, teniendo la seguridad de que los seguían y con el peligro de los animales salvajes. Aseybo dio al cazador la idea de pasarla noche en algún claro de la selva.

De vez en cuando, en las ocultas tinieblas, en las que no entraba la luz, se dejaban oír algunos gemidos lastimeros, sin lugar a dudas procedían de las serpientes pitones, o broncos maullidos de gatos salvajes, que son los más temibles enemigos de los pájaros que habitan aquel lugar. También salían de la oscuridad sordos gritos del feroz leopardo, los aullidos espantosos de los lobos, las burlonas carcajadas de las hienas o el grito de algún mono aterrado.

Al anochecer el cazador dobló su vigilancia, ya que en sus circunstancias debía protegerse tanto de los hombres como de las fieras salvajes que le rodeaban. El esclavo de Alfredo se colocó a la cabeza de la expedición. Antao se puso junto a la camilla de la joven para estar cerca de ella, por si acaso fuese preciso defenderla. Alfredo iba a retaguardia, en compañía de los dos dahomeyanos, a los que entregó dos estupendos fusiles, ya que sabían manejarlos.

Hacia las ocho, cuando los cimoníteros comenzaban a volar, la expedición se alejaba de la espesura de la selva y se acercaba a una inmensa llanura, en cuyo centro se elevaba un grupo de enormes sicómoros.

—Podemos pasar aquí la noche. Estoy seguro de que estaremos a salvo —dijo Alfredo—. Si alguien intenta sorprendernos, ya sea animal, ya sea persona, lo veremos venir a tiempo.

Dejaron los caballos bajo los sicómoros. Descargaron las cajas y las colocaron una encima de otra, en forma de una pequeña muralla, por si acontecía un ataque imprevisto tuvieran ante ellos algo que los protegiera. Levantaron las tiendas, mientras los dos dahomeyanos encendían fuego para preparar comida y alejar a los animales de allí.

IX. El ataque de los leones

Alfredo era un hombre astuto y conocía la vida y los peligros de la selva. Después de cenar y curar a la amazona, cuyas heridas cicatrizaban con rapidez, mandó atar los caballos alrededor de un palo colocado en un hoyo en el suelo, para impedir que huyeran y que las fieras los devoraran. Luego, acompañado de su amigo portugués, fue a inspeccionar los matorrales que rodeaban el llano, para asegurarse de que ninguna fiera salvaje se ocultaba allí.

En cuanto se hubo asegurado de que no había ninguna señal de peligro en el lugar en que se habían parado para descansar, se puso a preparar el plan que debían seguir aquella noche para permanecer a salvo. Alfredo era muy precavido, cualidad indispensable para todos aquellos que viven en la selva expuestos a los peligros que supone la proximidad de las fieras salvajes y los hombres negros a medio civilizar que la habitan.

El cazador mandó a los criados que colocaran alrededor de la hoguera mucha leña seca, con el fin de que el fuego no se apagara en toda la noche, y acto seguido dispuso los turnos de guardia. La primera guardia recayó sobre Aseybo y uno de los negros dahomeyanos de Puerto Nuevo. Alfredo y Antao debían hacer la segunda, que terminaba a las tres de la madrugada. Y la última le tocó al otro dahomeyano, ya que es la más corta y la menos peligrosa, pues casi todas las fieras salvajes que rondan el lugar al llegar el día se ocultan.

Aseybo y uno de los dahomeyanos, en acto de guardia, inspeccionaron por entre los sicómoros y avivaron la hoguera. Después se sentaron uno a cada extremo del campamento, con el fusil sobre las rodillas, alerta a todo ruido que se oyera, por insignificante que fuera, con la mirada en el claro que quedaba, desnudo de hierbas.

Toda la inmensa y oscura selva estaba dominada por el silencio. Los árboles se unían unos a otros, formando una compacta masa imposible de atravesar.

De cuando en cuando una agradable brisa que procedía de la costa acariciaba las hojas de las palmeras, balanceándolas con suavidad. La hojarasca de los plátanos, palmeras y cocoteros formaba un raro murmullo que en seguida se perdía en la lejanía.

Pero aquella tranquilidad no duraría mucho tiempo. Por encima de los gigantescos árboles de la selva, el cielo empezaba a iluminarse con una luz pálida que señalaba el cercano nacimiento del día. Los animales pronto empezarían a surgir de sus escondrijos y en el acto emprenderían su cotidiana caza sangrienta, que es la única ley que impera en la selva.

Al cabo de unos instantes, algo parecido a una carcajada brusca y estridente resonó tras la impenetrable masa de arbustos. Se trataba de una risa desgarrada, que encerraba algo de burla y crueldad, muy parecida al grito de un negro presa de fiebre. Provenía de una hiena estriada, la más cobarde, pero la más astuta y sanguinaria de todas las fieras.

Se oían aún los ecos de aquella horrible risa, cuando del otro lado de la selva empezaron a surgir gran cantidad de gritos lúgubres, lastimosos y monótonos. Daba la impresión de que bajo aquellos enormes árboles, mil asesinos protegidos por su sombra estaban asesinando a muchas personas.

Aquellos lamentos al cabo de un momento se dejaron de oír. Pronto surgió un nuevo quejido más largo, al que siguieron otros más agudos, profundos. Esta vez eran los chacales, que se llamaban unos a otros para unirse todos, y así lanzarse a la caza de inofensivos antílopes. A aquellos lamentos siguieron otros, como silbidos agudos y aullidos sordos y estridentes, nuevas risotadas, el sonido de las ramas al moverse y susurros de hojas secas que crujían al ser pisoteadas. La misteriosa selva, tan silenciosa y tranquila unos momentos antes, parecía de pronto estar habitada por una gran cantidad de seres enloquecidos.

De repente un rugido fuerte, ensordecedor, seco como el ruido que sucede al relámpago, sonó, provocando un temblor de todo el bosque.

Aquel rugido potente, que prometía en el que lo provocaba una fuerza impresionante, causó su efecto en el acto: las demás voces que hasta aquel momento se habían oído callaron de pronto, y ningún otro ruido se atrevió a interrumpir el silencio de la noche.

El rey de la selva había hablado, y todos los demás animales, grandes y pequeños, osados y cobardes, se decidieron a dejar el camino libre a aquel animal más fuerte y poderoso que todos.

Aseybo y el dahomeyano hasta aquel momento no se habían movido, ya que, alertas como estaban, pensaban que ni los chacales ni las hienas, ni los lobos, osarían lanzarse sobre ellos. Pero al apreciar aquel horrible rugido se levantaron con rapidez, lanzando inquietas y escrutadoras miradas en dirección a los árboles, pues comprendieron que se trataba de algún león que los acechaba.

—¡Vaya enemigo nos ha caído en suerte! —exclamó el dahomeyano, aproximándose a Aseybo.

—¡Preferiría hallarme ante una docena de hienas hambrientas que ante ese animal! —contestó el criado—. Menos mal que el fuego se mantiene bien en la hoguera; y mientras dure, esa fiera no osará atacamos.

Un nuevo rugido, mucho más potente y horrible que el anterior, resonó muy cerca de ellos. Casi de inmediato le siguió otro, que se notó a la perfección no era del mismo león.

—¡Son dos! —exclamó el dahomeyano, con voz temblorosa—. ¡Estamos ante un gran peligro!

—En cierto —dijo Aseybo, bastante intranquilo—. Estoy seguro de que son un león y una leona.

Creo que sería conveniente que despertáramos al amo.

—Espera un poco. Creo que aún no han percibido nuestra presencia.

—Ya la notarán, y no tardarán mucho. Tienen el sentido del olfato muy desarrollado.

—¡Calla! ¡Esperemos un rato aún!

Los dos rugidos se dejaron oír a una distancia de un kilómetro con respecto al lugar en que se hallaba el campamento. Sin embargo, un kilómetro para aquellos animales no significaba gran cosa: en un momento los tendrían allí.

—¿Crees que están muy cerca? —preguntó el dahomeyano.

—Sí; pronto los tendremos aquí.

Transcurrieron algunos minutos y dos rugidos se oyeron de nuevo, cada vez más cercanos y potentes.

—Ya se acercan —dijo Aseybo.

No había ninguna duda: los dos leones avanzaban hacia ellos con rapidez. Seguramente el resplandor del fuego que habían encendido bajo el sicómoro había llamado su atención hacia el campamento.

Los dos guardianes cargaron los fusiles y se colocaron detrás de la improvisada muralla que levantaron con los cajones de las provisiones. En aquel momento oyeron la voz de su amo.

El cazador, que despertó por los rugidos, se levantó y salió de la tienda seguido del portugués.

—¿Son leones? —inquirió.

—Sí; son dos, mi amo —contestó Aseybo.

—¡Malditos sean! —exclamó Antao—. ¡Podrían esperar que hubiéramos descansado!

—¿Puedes verlos? —preguntó Alfredo.

—Aún no, mi amo. Pero seguro que se encuentran muy cerca de aquí.

—Los dahomeyanos que se encarguen de los caballos.

Y que se olviden de los leones; no deben preocuparse.

Mandó juntar más los cajones y colocarlos en forma de círculo. Los tres hombres, los dos blancos y el siervo, mi colocaron dentro, y tranquilos esperaron a que el rey de la selva hiciera su aparición.

Los caballos, espantados ante tales rugidos, se encontraban un tanto nerviosos. Se erguían sobre las patas traseras, lanzaban relinchos de terror e intentaban romper las ligaduras que los retenían, para poder escapar hacia el lado contrario del que llegaban las voces de las fieras. Las voces di; sus amos y las caricias tranquilizadoras de los dos negros no lograban nada.

La joven amazona se había dado cuenta de la vecindad de los dos leones, e intentó levantarse. Pero al ver que los hombres blancos estaban preparados para el ataque, se calmó, pues ya conocía su valor y su maestría en estos casos.

Los leones empezaron a lanzar rugidos de nuevo que reamaron por todos los rincones de la selva.

Creo que estos rugidos vienen de lados distintos. Unos proceden de un extremo y otros del contrario.

Y era verdad. Parecía que el macho y la hembra se hubieran separado, tras haber acordado que cada uno atacaría ni campamento por un lado diferente.

Yo me encargo del que está a mi derecha —dijo el cazador, que se mostraba muy tranquilo—. Tú te cuidas de la leona. Pero procura no disparar hasta estar bien seguro de acertar: no podemos malgastar balas.

Trataré de retener los nervios —replicó el portugués—. ¡Qué cosa más rara me causan esas fieras! ¡Parece que cada vez que rugen se me estremece el corazón!

Tranquilízate, amigo. Piensa que con uno de esos animales puedes jugarte la vida.

Lo procuro, Alfredo. Como comprenderás, no tengo ningún deseo de ser devorado por los afilados dientes de esta leona.

—Es buena señal que conserves el buen humor. Si ríes ante la muerte, es que no sientes miedo.

—No; no tengo miedo: sólo que me siento nervioso. Son los nervios los que me dan ganas de echarme a correr sin parar.

—¡Silencio!

—¡Diablos! ¡Qué rugido! ¡De poco me deja sordo!

—¡Ya están aquí!

Se oyó un rugido mucho más potente que los anteriores, y en el acto una mancha oscura se distinguió entre un grupo de hierbas muy altas. De repente dio un enorme y elegante brinco y se plantó en el claro alumbrado por la luna, que se extendía enfrente de los tres hombres ocultos tras las cajas.

Se trataba de un enorme león, de cuerpo robusto y fuerte. Tenía la cabeza grande, las crines largas y de color un poco más oscuro que el resto de la piel; el pelamen tenía un tono rojizo. Era uno de esos animales capaces de saltar sin hacer ningún esfuerzo una alta cerca con un antílope preso en las fauces.

Se paró un momento ante las hogueras que ardían bajo las grandes hojas del sicómoro. Clavó la mirada en el fuego, mientras con el rabo se golpeaba inquieto los costados. Los resplandores del fuego iluminaban su figura, dándole un aspecto más fiero aún. Todavía junto al fuego, lanzó un rugido que parecía un desafío a los hombres que se preparaban para defenderse detrás de la pequeña muralla de cajas.

Al mismo tiempo la leona, que de seguro se había mantenido desde el principio cerca, hizo su aparición pegando un brinco, con el cual avanzó varios metros. Se paró a unos veinte pasos de la espesura.

—¡Diablos! —exclamó Antao—. ¡Son un regalo para la vista, pero me causan un vivísimo temblor en las piernas!

—¡Pronto: un fusil de reserva! —gritó Alfredo a los dahomeyanos sin girarse, y luego a Antao—: ¡Tú espera!

Con mucha lentitud levantó el fusil, apuntando con mucho cuidado. Esperó unos momentos y, aprovechando que el león se había quedado completamente quieto, disparó u sesenta metros de distancia.

Inmediatamente después del disparo, apenas si se había esparcido el humo, el animal, enfurecido, dio un enorme salto y se abalanzó en dirección al campamento con un ímpetu impresionante. Parecía imposible detenerlo.

Antao y el esclavo negro se habían girado con rapidez con intención de apuntar y disparar sobre el león en caso necesario. En su inquietud, propia del momento, ninguno de los dos se preocupó por la presencia de la leona, que se disponía a atacarlos. Sin embargo, Alfredo, experto cazador, percibió el peligro y gritó:

—¡Cuidado! ¡Quietos! ¡Mirad la leona!

Cogió con rapidez un fusil que le entregó uno de los dahomeyanos y apuntó.

El león, al que antes había herido pero no con mucho acierto, presintió el peligro que se le venía encima. En lugar de lanzarse contra los cajones detrás de los cuales se escondían los tres hombres, como hubiese sido lo propio en esta clase de animales, saltó con intenciones de ir a parar sobre los caballos, que luchaban con desespero por escapar.

Sin embargo se encontraba frente a un enemigo digno de su clase. Alfredo, en acción de apuntar, avanzó un poco hacia la fiera y disparó a sólo seis pasos del león.

El plomo, mucho mejor disparado que la vez anterior, atravesó la espina dorsal de la bestia, que, sorprendida, se desplomó sobre una de las hogueras.

El animal, colérico, empezó a dispersar los troncos de leña que ardían en el fuego, pero en unos momentos murió. Quedó estirado en medio de las llamas, que quemaban sus carnes y provocaban un horrible y asqueroso olor a pelo quemado y a carne, casi aún viva, asándose.

Mientras, la leona, enloquecida por el fin de su compañero, se lanzó furiosa contra Antao y el negro Aseybo.

Esquivó el disparo del esclavo negro y se lanzó sobre las cajas que los protegían con tal ímpetu, que las desbarató todas, esparciéndolas por doquier. Casi junto a ellos, se preparó para lanzarse, sin más rodeos, sobre los dos hombres. Pero en aquel momento el portugués comprendió el peligro que corría si no retenía sus nervios, y se calmó.

Antao, cuando vio que la fiera apenas estaba a dos pasos de ellos, apuntó con mucho cuidado el fusil y disparó.

Entretanto uno de los dahomeyanos asió una brasa ardientes y se la lanzó al animal, al que dio en los dientes, tapándole toda la visión con las chispas.

Malherida por el disparo de Antao, y aterrada por el fuego, la leona pegó un prodigioso salto hacia atrás. Atravesó el claro a una velocidad increíble y desapareció una vez hubo llegado al bosque. Antao y el esclavo negro dispararon dos balas más, pero fue imposible que hicieran puntería, pues el animal huyó despavorido.

—¡Diablos! —exclamó Antao—. ¡Si no logro dominar los nervios a tiempo, ahora ya estaría entre los dientes de esa maldita fiera!

—¡Has demostrado tu valor y tu dominio, amigo! —dijo Alfredo, que durante instantes temió por su amigo—. Te aseguro que muchos cazadores en tales circunstancias no hubieran podido acertar el tiro a causa del terror, e incluso hubiesen echado a correr.

—Es que aprecio mucho mi vida —agregó Antao—. ¡Caramba! ¡Qué saltos daba! ¿Dónde se habrá metido ahora? Descargué la carabina en su boca, pero creo que lo único que he conseguido ha sido, a lo sumo, romperle algún diente.

—Seguro que ha regresado a su cubil.

—Tal vez vuelva.

—No creo que se atreva a hacerlo.

—¡Después de las molestias que nos ha causado, lo menos que podría hacer es encontrar a los que nos siguen y hacerlos víctimas de su furia!

—¡Ojalá! Pero ten por seguro que cuantos habrán oído sus rugidos se habrán subido al primer árbol que les haya salido al paso.

—Tu presa está asándose, Alfredo. Vamos a perder la piel.

—Pues ya está perdida. Da lo mismo. Ahora vamos a descansar.

—Yo no podré hacerlo. Aún tengo los nervios alterados. ¡Vaya susto!

—¡Tranquilízate, Antao! Vete a descansar: créeme.

Los dos amigos, seguros de que podrían descansar toda la noche sin ser interrumpidos, se estiraron en sus camas de hojas.

Entretanto Aseybo y el dahomeyano ordenaban los cajones y encendían de nuevo la hoguera que el furioso león había apagado.

El resto de la noche fue tranquilo. Hacia las dos de la madrugada algunas intrépidas hienas osaron acercarse al fuego, andaban poco a poco, y acudían por el olor a carne asa da que provenía del cuerpo del león echado sobre los tizones. Pero un disparo del guardián fue suficiente para que regresaran al bosque. Después todo quedó en calma. De vez en cuando se oía algún grito, rugidos o voces extrañas, pero venían del bosque y pronto se perdían a lo lejos.

Ya de día, una hora después de salir el sol, la expedición comenzó de nuevo su marcha. Todos los que la formaban estaban deseosos de alejarse de aquella selva llena de fieras peligrosas y alcanzar la llanura.

Hacia las ocho de la mañana cruzaron a nado un río que desemboca en el lago Chibe, que se halla en el centro de Dahomey. Más tarde llegaron a la orilla occidental de la gran laguna de Nokue, a la que los nativos llaman Dennana. Siguieron en dirección sur, para llegar al canal costero que pasa por Whyndah y a la desembocadura del Avrekate.

Entraban ya en las tierras palúdicas, saturadas de aguas marinas con materias en putrefacción, primeras avanzadas de los vegetales pantanosos de todas clases, que desprenden los miasmas de las fiebres, de resultados mortales para los hombres blancos que permanecen mucho tiempo por aquellas tierras.

Apenas había árboles. Tan sólo se distinguían pequeños grupos de cocoteros, de una especie que sólo se da en las regiones cercanas al mar. Por el contrario, las cañas y las plantas acuáticas aparecían por todas partes en grandes cantidades. Dichas plantas algunas veces llegan a alcanzar dimensiones gigantescas, hasta cubrir por completo los caballos y los jinetes.

El suelo se hundía con facilidad bajo las potentes pisadas de los caballos. Alfredo intentaba pasar de prisa aquella tierra con intención de alejar de allí lo más pronto posible a Antao, que no estaba acostumbrado a los peligrosos efectos de los miasmas.

Intentaba internarse un poco en las repúblicas del Pequeño y Gran Popo, a fin de engañar a los espías que, de seguro, estaban siguiéndolos y salir por la frontera oriental de los aschantis.

—Iremos por el país de los aschantis para despistar a los que nos siguen. Después entraremos por los grandes bosques del interior, donde deberemos cuidamos más de las lleras, pues allí son terribles —dijo Alfredo a su amigo portugués.

Durante la noche acamparon en la orilla de un río, en un espacio desprovisto de hierba. De este modo se libraban de ser atacados de imprevisto por los hombres que los seguían y del asalto de las serpientes, que abundaban mucho en aquellos terrenos tan húmedos.

A pesar de tales precauciones, la noche fue desfavorable para los hombres que formaban la expedición. Como la primera noche que pasaron en plena selva, encendieron una hoguera con intención de alejar del lugar a cualquier clase de animales que quisiera lanzarse contra el campamento.

Sin embargo, y a pesar de la columna de humo que se elevaba del fuego, una gran cantidad de mosquitos belicosos y sanguinarios invadieron las tiendas de los expedicionarios y picaban en sus carnes produciendo verdaderas mordeduras.

Es increíble el dolor que produce la picadura de esos bichos. Nuestros cínifes, en comparación a ellos, se diría que casi son inofensivos. Se trata de mosquitos que para chupar la sangre primero arrancan la piel. Moscas que están ocultas desde las diez de la mañana a las tres de la madrugada, pero que a esta hora salen de sus escondrijos y atacan, sobre todo en las manos, produciendo dolores terribles.

Abundan por allí, además, unos mosquitos a los que denominan idolais, que están dotados de una trompa muy afilada y fuerte, que es capaz de atravesar los tejidos más resistentes, y encuentran la piel causando unos dolores que parecen producidos por quemaduras. Incluso hay algunos que infiltran un veneno en la carne que produce un agudo sufrimiento que no se puede calmar hasta pasadas veinticuatro horas.

Antao, que era la primera vez que se enfrentaba a esta clase de enemigos, no pudo dormir hasta muy avanzada la madrugada. Después de batallar inútilmente contra tales mosquitos durante casi toda la noche, se untó la piel con aceite de elais para calmar un poco el dolor.

A la mañana siguiente, la expedición emprendió de nuevo su camino. Siguieron a lo largo del canal, abandonaron la orilla derecha del Godomé, y poco después Whyndah, una de las ciudades más poderosas de la Costa del Marfil, que listaba bajo el mando del cabecero del rey de Dahomey.

Al llegar el mediodía, tras haber mantenido durante la mañana una rápida marcha, cruzaron la importante corriente de agua que los nativos del lugar llaman Mono, y que, según parece, nace en las regiones del Borgú, que se halla al norte del país de los Krepis.

Por fin, poco después, llegaron a la entrada de las repúblicas del Pequeño y Gran Popo.

X. La república del pequeño y gran Popo

La República del Pequeño y Gran Popo es un Estado bastante extenso, situado en la Costa del Marfil. Al este está limitada por Whyndah, y la región de Togo la cierra por el oeste. Al sur linda con el canal costero que va desde la laguna de Nokue a la de Togo.

Esta República de los Popos, libre por milagro de la belicosidad de los pueblos vecinos, hace poco tiempo que se ha formado, ya que sólo cuenta con sesenta o setenta años de existencia.

Hacia el año 1815, algunos hombres de Elmina, hartos ya de la cruel tiranía de los jefes de la Costa del Oro, se sublevaron y fueron arrojados de sus tierras. Entonces emigraron hacia las fuentes del Mono y establecieron las ciudades de Grande y Pequeño Popo, de Sabbé, de Agüé, de Abananquen y de Ebanakwe, llegando hasta Puerto Seguro y las orillas del lago de Togo.

Se establecieron también algunos dahomeyanos que habían renegado de su país a causa de las crueldades que los soberanos venían ejecutando en ellos.

En poco tiempo el Estado prosperó. Otros negros acudieron para disfrutar del bienestar que no podían tener en su país. Como se trataba de hombres que habían huido de la guerra y de la crueldad formaron un pueblo pacífico que se dedicó a cultivar la tierra y al progreso. Hoy puede considerarse como uno de los más civilizados de la Costa del Marfil, a pesar de que algunos pueblos de la República conservan algunas de las tradiciones de sus fundadores.

Es un país industrial y abierto al comercio con Europa, que con frecuencia invierte su capital en las ciudades más pobladas, donde establece factorías y otros establecimientos.

La expedición entró en el país de la República sin que nadie les causara molestia alguna, cosa muy extraña en los demás territorios de África, donde las autoridades, por lo general, obligan a pagar los derechos de pasaje sobre las tierras que protegen, derechos que son un gran perjuicio para las caravanas, pues hay veces que se dejan la mayor parte de sus mercancías en manos de aquellos tiranos.

Alfredo se internó en el país procurando alejarse de las grandes ciudades por las que iban pasando, pues no tenía ninguna intención de visitarlas. Y se inclinó por atravesar el país siguiendo la orilla septentrional del canal, para de este modo llegar cuanto antes a Togo.

El territorio estaba ya más poblado. A la vista estaban los resultados que había dado el proceder del gobierno de la república: dar libertad a sus habitantes y la seguridad de que estaban bien protegidos.

A lo largo del canal aparecían grandes pueblos, campos cultivados con mucho esmero, ya que el terreno era en esta parte del país menos palúdico, e inmensas praderas, en las que era fácil distinguir buenas reses mayores que pastaban.

Al mismo tiempo muchas canoas manejadas por negros y cargadas de productos de todas clases corrían por el canal, llevando las mercancías a las demás ciudades de la Costa del Marfil al Pequeño Popo, que está a unas veinticinco millas de Puerto Seguro.

—Este país no parece de la Costa del Marfil —dijo el portugués, sorprendido por la actividad mercantil, cosa rara en un país poblado por negros.

—Es el fruto de la libertad de esa gente, que, a pesar del clima tan duro que hace en esta tierra, ha sabido levantar en ella un Estado potente y próspero.

—Pero ¿no temen las invasiones de los pueblos vecinos?

—No, amigo; este país está completamente a salvo.

—¿Acaso goza de la protección de alguna potencia europea?

—Así es. Es decir: goza de la protección de los antiguos Fuertes que levantaron los ingleses, portugueses y daneses para aboliría esclavitud.

—He oído decir que antes esta costa estaba siempre acosada por barcos negreros, ¿es cierto?

Sí, lo es. Se cree que se exportaban cien mil negros al año. Eran llevados a las plantaciones de América. Entonces los holandeses levantaron la fortaleza de Elmina; los portugueses, el fuerte de San Jorge; los ingleses, el de Cape Coast Castle, y los daneses, los de Christianburg y Friendsburg. Este condenado comercio poco a poco desapareció, y hoy ninguno de aquellos barcos de trata se atreve a aparecer por estas playas. Sin embargo, en el territorio del viejo Calabar sé que, aún hoy, se exportan esclavos hacia Oriente.

—A estos negros los podrían hacer santos. ¿Qué hacen aquellos hombres que trabajan en la orilla del canal?

—¿Puedes ver aquellos árboles que se levantan en aquel campo tan bien cultivado?

—Sí, los veo; son palmas, ¿no?

—Sí. Pero palmas que producen el aceite de elais, el más caro y el que mejor se cultiva en estas regiones de la costa.

—Me gustaría ver esos árboles. He oído decir muchas cosas de ellos.

—Ven conmigo y verás cómo se elabora ese aceite —dijo Alfredo.

Se separaron del resto de la expedición, que siguió su camino a través de terrenos palúdicos. Espolearon a los caballos y se encaminaron hacia el lugar en el cual se hallaban las palmas, un terreno oscuro y grasiento.

Las palmas de elais es uno de los productos más apreciados en los reinos y repúblicas de la Costa del Marfil. Presentan el aspecto gracioso y decorativo de las palmeras, tienen unas enormes hojas palmeadas y miden unos diez o doce metros de altura.

Grandes racimos, que por lo general pesan de doce a quince kilos, cuelgan del tronco, y tienen unas nueces de mayor tamaño que las castañas. Cuando están maduras dichas nueces, adquieren un color negruzco con reflejos rojizos.

Ahí están las palmas de elais —dijo el cazador—. Esa ríase de palmas tan buscada por los perfumistas europeos para la producción de jabones de precio, y que en estas t turras los nativos la usan en lugar de manteca. Como puedes ver, esas palmas no precisan grandes atenciones: es suficiente con arrancar de alrededor de su tronco las plantas malas. Se pueden cultivar en todos los terrenos, incluso en los arcillosos y arenosos. Ni para que la producción sea mayor necesitan riego: es suficiente con el agua de la lluvia.

—¿Cuántas cosechas producen al año?

—Dos. Una en noviembre, y es mucho más escasa que la segunda, que se recoge de febrero a junio.

—¿Y cómo son los frutos?

—Están formados por una pulpa fibrosa, grasienta y espesa, encerrada en una especie de nuez muy fuerte y difícil de romper.

—¿Y dónde está el aceite?

—En la pulpa del fruto. Ante todo se desgrana. Como ya le he dicho, forman racimos. Después se juntan y se macera mi un recipiente, y produce una sustancia semejante a una pomada, que exhala un olor muy agradable. Esto gusta bastante a los nativos como alimento; es decir: casi se podría asegurar que es la base de la alimentación de esos negros. Las nueces hay que dejarlas secar dos o tres meses; al cabo de los cuales se les saca la porción leñosa, que es negra. Produce una sustancia de características semejantes a la potasa; se trata de una pastá muy grasa, a base de la cual los perfumistas obtienen una manteca de color verdoso, muy sabrosa.

—¿Es ésta la que se vende en Europa?

—Sí, ésta es. Se empezó a exportar en mil ochocientos diecisiete. Primero comenzó a usarlo, con gran éxito, un inglés para la producción de jabones perfumados, y más tarde se extendió a otros países. La venta a Europa ha crecido una barbaridad. Sólo diré que Inglaterra importa hoy por valor de dos millones de libras.

—¡Qué barbaridad! ¡Qué árbol!

—¡Bonito!, ¿eh? Pues no creas que sólo se limita a producir aceite y manteca. A base de cáscaras secas y los restos de la pulpa, los nativos elaboran una singular especie de teas que usan para encender el fuego con más rapidez de lo normal; y además les sirve también para fabricar un jabón basto y negruzco. Después, con las hojas cubren sus cabañas y hacen unos tejidos que son muy buenos. Tiene también la propiedad de que, haciendo un corte en la parte superior del tronco, obtienen cada día un litro de cierto licor blanco que fermenta con gran rapidez y que es la base principal de una bebida que tú mismo has probado y saboreado.

—¿Estás hablando del vino de palma?

—Exacto.

—Y aquellos negros que se ven allí, ¿están elaborando vino?

—La fruta ha madurado, y ahora están recogiéndola.

Tras permanecer algunos momentos observando a los negros que trabajaban en las palmas, Antao dijo a su compañero:

—Oye: ¿nos hemos retrasado mucho?

—Bastante. Debemos alcanzar a los demás; de lo contrario se nos echará la noche encima alejados de nuestros hombres.

Espolearon los caballos, y al cabo de una hora se hallaban de nuevo al lado de Aseybo, que iba al frente de la expedición.

El sol se había puesto y empezaba a oscurecer. Alfredo pensó que no era prudente que la expedición siguiera su marcha por aquellas tierras palúdicas, ya que era probable que dieran con algún hondo pantano medio oculto en la oscuridad. Así que decidió acampar para pasar la noche en un terreno medio desierto que se hallaba a muy poca distancia del canal.

El cazador ordenó encender una hoguera a fin de evitar que los animales se acercaran al campamento.

Luego, como todos se encontraban muy agotados, se retiraron al interior de sus tiendas, excepto Aseybo, que se quedó cumpliendo la primera guardia.

Al cabo de pocas horas fueron interrumpidos en su sueño por un concierto estruendoso de voces que los despertó. Aquel horrendo ruido era tal que hubiese sido suficiente para despertar a un hombre completamente ebrio.

Se oían agudos gritos que llegaban al cielo, y a los que de inmediato seguían ladridos broncos. Cesaban un momento, para empezar otra vez con más fuerza. Daba la impresión de que a dos pasos del campamento se hallaban veinte o treinta fieras salvajes aullando a pleno pulmón.

—¡Diablos! —exclamó el portugués, asustado—. ¿Qué animales son esos que no callan ni un momento? ¡Malditos sean!

—Son chacales —contestó Alfredo, que también se había despertado.

—¿Se atreverán a atacarnos?

—No lo creo.

—Por lo menos hay ciento.

—No lo harán. Aunque fueran mil, no se atreverían a embestirnos. Creo adivinar lo que sucede: habrán encontrado algún animal muerto a las orillas del canal, y seguro que están luchando entre ellos para decidir quién debe comérselo.

—¡Qué se arreglen! ¡Pero que nos dejen descansar en paz! ¡Qué barbaridad: no nos van a dejar dormir en toda la noche! ¡Ayer fueron leones! ¡Hoy chacales! ¿Cuándo vamos a poder dormir?

—Tápate las orejas y tranquilízate: ya irás acostumbrándote.

Antao intentó llevar a la práctica el consejo del cazador. No lo consiguió, pues el concierto* duró toda la noche sin cesar ni un solo instante.

Los guardianes que velaban intentaron espantar a los chacales, haciendo fuego con los fusiles. Pero fue inútil. Las voces llegaban del canal como si en efecto estuviese librándose un combate entre fieras.

El portugués, colérico por no dormir ni un solo momento, despertó al cazador, cuando aún no había empezado a nacer el día.

—¡Oye, Alfredo: no puedo pegar un ojo! ¿Por qué no me acompañas a hacer una visita a esos animales?

Alfredo, paciente, accedió a la petición de su amigo, pues comprendía su nerviosismo. Cogieron los fusiles y llamaron al criado negro, que estaba haciendo la última guardia. Luego se encaminaron hacia el canal, que se hallaba a unos setecientos pasos del campamento.

Una débil luz comenzaba a surgir por oriente y lo iba tiñendo todo de reflejos rosados. Junto al canal descubrieron una serie de construcciones colocadas en una larga hilera que parecía alargarse hasta lo infinito.

Parecían una serie de plataformas que se elevaban sobre cuatro palos y en las que se podían ver, de una manera un tanto confusa, masas informes, casi blancas, que colgaban al viento, que las movía de un lado a otro.

Bajo aquellas extrañas construcciones se hallaba una gran cantidad de animales parecidos a lobos. Medían unos setenta u ochenta centímetros de largo y casi medio metro de altura. Tenían el cuerpo fuerte y robusto; las patas, largas; el hocico, de lobo, y las orejas, pequeñas; la cola era larga y peluda, y la piel, amarillenta y gris, con reflejos oscuros.

Con el hocico elevado en dirección a las plataformas aullaban desesperados, sin parar.

—¡Qué curioso! —exclamó el portugués—. ¿A quién aúllan esas pobres bestias?

—Me parece… —dijo Alfredo, y acto seguido preguntó a su criado—: Aseybo, ¿dónde estamos? ¿En el Gran Popo, o nos hallamos ya en tierras del Pequeño Popo?

—Nos encontramos en el Pequeño Popo, mi amo.

—¡Ah! Entonces ya lo entiendo —dijo, riendo.

—¿Ah, sí? Pues dímelo.

—¡Claro, amigo: los chacales aúllan a los muertos!

—¡Diablos! ¿A los muertos?

—Exacto. ¿Ves esas masas informes que penden de esas especies de plataformas?

—Sí; las veo.

—Pues son cadáveres de negros.

—Lo creo. Porque empiezo a sentir un olor que me produce algo extraño en el estómago. Creo que sería mejor que regresáramos al campamento.

—¿No deseas esperar a que salga el sol? Creo que deberías acostumbrarte a esa clase de olores. Ahora encontraremos muchas tumbas, y en el Pequeño Popo hay muchos negros que mueren sin haber podido pagar sus deudas.

—¿Qué significa eso? —inquirió Antao, sorprendido—. ¿Qué tienen en común los negros que mueren sin haber pagado sus deudas y estas tumbas?

—Te lo explicaré. Los cadáveres abandonados así, a la intemperie y a los picos de las aves de rapiña, pertenecen a desdichados negros que antes de morir no pudieron pagar sus deudas. Cuando en este país muere un negro, es costumbre que la familia, antes de enterrarlo, averigüe si antes de fallecer pagó todos sus créditos. Si cumplió con todos sus acreedores se celebran actos religiosos en honor del que ha muerto y se le da sepultura en un hoyo, que se cava en la misma cabaña donde vive la familia, y que debe tener ochenta centímetros de profundidad.

—¡Qué alegría para la familia!

—No te lo puedes imaginar. No se pueden aguantar los olores que exhalan esas fosas durante la época de más calor.

—¿Qué ocurre cuando no ha pagado las deudas?

—Pues si no ha pagado a sus acreedores, y la familia, una vez muerto el deudor, no puede pagar por completo la cantidad que debe, entonces no se celebran ceremonias religiosas y se suspenden los golpes de tara tam o de cachere

—¿Qué es eso de cachere?

—Son unas botellas que suelen llenar de arena y que adornan con conchitas blancas…

—¡Ya! Sigue.

—Entonces, sin ostentación alguna y en completo silencio, los familiares clavan cuatro palos en la orilla del canal; sobre ellos colocan una plataforma que debe elevarse del suelo un metro ochenta centímetros. Con un par de trapos envuelven el cuerpo del muerto y lo ponen encima de la plataforma, con la cabeza un poco levantada. Después cuelgan dos banderas blancas a ambos lados del cadáver. Ésta es la ceremonia que se celebra en honor de los que mueren sin pagar lo que deben. Cuando todo termina, los parientes se alejan y abandonan el cuerpo del desdichado a la canícula del sol, a la descomposición del calor, a la inclemencia de la lluvia, a la voracidad de las fieras salvajes, a los vaivenes del viento, a la inmundicia de las moscas, pájaros, hormigas…

—¡Excelente manera de obligar a los desmemoriados a pagar lo que deben! —exclamó el portugués—. Ése es un sistema que podría ser aplicable a todos los países. Dime: ¿y después no vuelven a tocar los cadáveres abandonados?

—No; es imposible. Las leyes de la República lo prohíben. Además, el fanatismo de esa gente y su superstición hacen que esos cuerpos se consideren como sagrados.

Debe de ser una vergüenza para la familia del difunto que el cuerpo del pariente sea expuesto así, en público.

—Sí, lo es. Además les produce un dolor tremendo, pues encima de que se haya muerto, tienen la creencia de que, los que mueren debiendo algo, están condenados a no poder entrar en el paraíso. Se les cierra las puertas del Edén, sin que jamás se abran para ellos.

—¡Sería curioso ver la puerta del Edén de esos negros! Ahora que me has contado todo eso tan agradable, dejemos en paz a esos pobres muertos y a esos condenados chacales, y volvamos al campamento. ¡Ya me he saciado suficiente de estos gratos olores!

—Como quieras. Hoy atravesaremos la república del Pequeño Popo, y por la noche podremos descansar en las orillas del Six. En aquel lugar no encontraremos cadáveres.

—No sabes cómo deseo llegar a los grandes bosques, Alfredo.

—En un par de días creo que estaremos allí.

—¿Un par de días aún? ¡Caramba! Bueno: espero que podremos cazar algo respetable.

—Por allí abundan los elefantes —dijo Alfredo.

—¿No hay rinocerontes?

—Sí, también los hay.

—Pues marchemos pronto. Este clima no me va nada bien. Tengo grandes deseos de aspirar el aire de perfumes salvajes que se respira en las grandes selvas. ¡Mira, Alfredo! ¿No has visto?

—No, no he visto nada. ¿Qué era?

—He visto un hombre que se ha asomado por entre aquellos hierbajos del canal y se ha escondido otra vez.

—Puede ser un negro que esté bañándose.

—No lo creo, Alfredo. Si hubiese sido un pacífico nadador, no habría huido tan de prisa.

—Pues será un espía de los que nos siguen.

—¡Caramba! ¿Quieres decir que aún nos persiguen?

—Creo que sí.

—¡Diablos! Y si nos siguen hasta el país de Togo, ¿qué haremos?

—Deberíamos despistarlos antes; pero si no lo conseguimos en los grandes bosques, nos enfrentaremos a ellos.

Y al pronunciar estas últimas palabras levantó el fusil en un gesto amenazador.

XI. El «Mpungu»

Cuando los dos hombres blancos llegaron al campamento, los dos negros dahomeyanos habían preparado la marcha y cargado los caballos. Todo estaba dispuesto para emprender de nuevo el camino. La amazona, que se hallaba casi curada por completo, se había acostado en la camilla sobre un fresco lecho de hojas.

Alfredo ordenó partir, y todos se pusieron en marcha. Avanzaban por el camino más alejado del canal, a fin de evitar las terribles olores que los cuerpos de los deudores exhalaban.

Por lo que se veía, eran muchos los que morían de aquella forma, pues las siniestras plataformas ocupaban una gran extensión de terreno. Alineadas hacia el oeste, seguían la caprichosa ondulación de la orilla del canal.

Algunas de aquellas extrañas construcciones, a veces, según iba el camino, llegaba muy cerca de la expedición. Entonces Antao podía distinguir, con gran asco y sacudido por un estremecimiento, cráneos y huesos asomando por entra los restos de trapos que casi los dejaban al descubierto.

Algunos grupos de aves de rapiña daban vueltas alrededor de aquellas siniestras plataformas, y de cuando en cuando se precipitaban sobre los cuerpos, ya casi descama dos, podridos por los rayos del sol y casi ocultos por cantidades ingentes de voraces hormigas. A pesar del aspecto nauseabundo que presentaban tales cadáveres, las aves de rapiña se abalanzaban sobre ellos y devoraban con avidez lo poco que quedaba.

Pronto la caravana dejó atrás los parajes de muerte del Pequeño Popo, para penetrar en la región de Togo. Se trata de un territorio que se halla entre las fronteras de Dahomey al este, la región de los aschantis y la colonia inglesa de la Costa del Oro al oeste, y las tierras de los Krepis al norte.

Alfredo decidió pasar de largo por la capital del territorio de Togo para no perder tiempo. La expedición avanzó por la orilla del lago que lleva el mismo nombre del país a que pertenece, y se forma al desembocar en él las aguas de los ríos Haho y Sio. Siguieron hacia el norte y decidieron acampar cerca de Delawe, un pequeño poblado habitado por unos pocos centenares de negros.

Después de pasar la noche con tranquilidad y sin ningún contratiempo, al día siguiente atravesaron el río Sio, el más largo y caudaloso de la Costa del Marfil.

Alfredo creyó que los espías de Kalani habían dejado de seguirlos, y habían creído que, en efecto, se dirigían al país de los aschantis. Dirigió la expedición de nuevo hacia el norte, para ganar tiempo y llegar cuanto antes a los grandes bosques del centro. Pero lo hizo desviándose un poco hacia ni oeste, como si fuesen en dirección a Kewe-Ga, una de las últimas poblaciones de la frontera de los Krepis.

La intención del cazador era dirigirse al 7° de latitud septentrional, para luego encaminarse directamente hacia poniente y penetrar en Dahomey, cruzando la alta corriente del Mono, a unas treinta o cuarenta millas de distancia de la capital de Gelete.

Pensaba que de este modo podría atravesar la frontera de Dahomey sin ser interceptado por los hombres de Kalani.

Había empezado a oscurecer y el sol se había puesto, cuando la expedición decidió acampar en medio de los grandes bosques. Se detuvieron en un terreno de aspecto salvaje, entre gigantescos sicómoros, bombax, palmeras, plátanos, bananos, guayabos y otras plantas, todas ellas de dimensiones extraordinarias.

Los monos, tan abundantes en aquellas regiones, empezaban a hacer su aparición. Sobre todo predominaba una especie llamada «poltos». Se trata de unos monos que tienen unas características un tanto distintas a las de sus hermanos de especie. Tienen la cabeza casi redonda por completo, pero con el hocico colgante; los pies y las manos son enormes, con uñas fuertes y curvadas, cola corta y el pelo de un color gris.

A pesar de que son relativamente bajos, poseen una estatura de treinta y cinco a cuarenta centímetros, tienen unos pulmones muy potentes, pues lanzan unos gritos en verdad aterradores…

También se diferencian de los demás por su modo especial de dormir. Los demás, para dormir, se ocultan en cualquier hueco o lo hacen en algunas ramas de los árboles, pero éstos, en lugar de mantenerse en las ramas, se agarran de ellas con los pies y con las manos y ocultan el rostro en uno u otro sobaco, durmiendo así, o sea colgando de las ramas, durante toda la noche.

También abundan los denominados «orsinis» que sólo alcanzan un tercio de su estatura. Tienen el hocico picudo, semejante al de los osos, orejas finas y pelaje largo, lanoso y de un color pardo oscuro por la espalda, y más claro en el vientre.

El portugués, que tenía verdaderos deseos de dar caza a algún animal, cuando oyó que el criado de su amigo elogiaba la suavidad de la carne de aquellos animales decidió que, mientras la expedición descansaba, se alejaría un poco para matar algunos monos.

Poco a poco, para no despertar a Alfredo, que dormía en la tienda, mientras aguardaba la cena, cogió el fusil y empezó a actuar, seguido de Aseybo, que había recibido orden de no separarse ni un instante de Antao.

Los astutos monos, ante la presencia de los hombres que formaban la caravana, se asustaron y se retiraron del lugar, alejándose hacia el interior de la oscura selva.

—Se han asustado —dijo Aseybo al portugués, que estaba colérico por la huida de los animales—. Huyen ante los hombres porque saben que van en busca de su carne.

—¡Bah! No creo que sean tan listos. Pero aunque sea cierto lo que dices, estoy decidido a matar algunos.

—Y yo te los asaré de una manera como nunca lo habrás comido en tu vida.

—¡Diablos! ¡No creas que me los voy a comer! ¡Ni que fuera antropófago!

—Si pruebas esa carne, verás cómo te gusta y no deseas otra. Es riquísima.

—Tal vez. Pero te la regalo. Ya he oído contar que vosotros tenéis un estómago capaz de digerir incluso a un ser humano.

—Yo no. Pero te aseguro que los de Dahomey no se harían rogar mucho.

—¡Caramba! ¿Quieres decir que se comen a las personas?

—Eso dicen. Se cree que el rey de Dahomey, entre sus hombres, tiene varios caníbales.

—¿Es cierto? —inquirió, admirado, el portugués.

—Ya lo creo. Cuando era joven y vivía en aquellas tierras, lo vi con mis propios ojos. Si quieres, pregunta a los dos dahomeyanos que vienen con nosotros. Gelete tiene varios caníbales.

—¿Y qué comen?

—Pues ya te digo: hombres. Les entrega los esclavos que son sacrificados en las ceremonias religiosas. Aquellos bestias eligen la parte más sabrosa del cuerpo y la devoran en presencia del rey.

—¡Qué barbaridad! Y así complacen a Gelete, ¿no?

—Sí. He oído decir que después toman un vomitivo para ayudar al estómago a digerir el bárbaro banquete. ¡Te aseguro que cuanto digo es cierto!

—¡Caramba! ¡Vaya país el que vamos a visitar! ¿Crees que ese asesino va a regocijarse viendo cómo se comen a Bruno?

—No, no lo creas. Kalani no quiere nada malo para el hermano del amo. Lo que quiere es vengarse del amo. Por eso le ha elegido como guardián de los fetiches. Así puede tenerle a salvo y de paso atraer al amo.

—¡Sise me pone delante, lo cojo y…!

—¡Silencio!

En lugar de responder a las palabras de Antao, Aseybo retrocedió tres o cuatro pasos y, con el rostro lleno de terror, levantó los ojos hacia lo alto de un enorme sicómoro.

—¿Qué pasa? ¿Has visto algo? —preguntó el portugués.

—¡Silencio, amo! ¡El mpungu! —exclamó el criado.

—¡No te entiendo! ¿Qué es lo que pasa? Contesta de una vez.

—¡Silencio, amo, o estamos perdidos! ¡Es el mpungu!

—¡Bah! ¡Ya sabes que no tengo miedo a ningún mpungu! ¡No sé de qué se trata, pero aunque fuese el mismo diablo no me causaría ningún terror!

—¡Mira! ¡Mira, mi amo!

Antao no comprendía nada en absoluto de cuanto el criado le decía, y no sabía la causa de tal espanto. Levantó los ojos hacia lo alto de un enorme sicómoro. A unos ocho metros de altura descubrió una especie de nido de dimensiones extraordinarias, hecho a base de gruesas ramas unidas en la bifurcación de los troncos.

—¿Qué clase de pájaro vive en ese nido? —preguntó el portugués—. No sé por qué tienes tanto miedo. Aunque fuera de un águila, creo que no hay para tanto.

—No es de ningún pájaro, amo; sino de un enorme mono. Es un mono extraordinario, de dimensiones increíbles, capaz de destrozar a diez hombres a la vez.

—¡Diablos! ¡Un gorila! ¡Eso ya es distinto! ¡Tienes razón al asustarte! Amigo, éste no es un lugar adecuado para nosotros. ¿Es seguro que se trata de uno de esos pam…? No sé cómo has dicho…

—Un mpungu, amo.

Mpungu: eso. ¿Lo has visto?

—No, amo. En el nido no está. Pero seguro que se halla por aquí. De un momento a otro puede regresar y hacemos trizas.

—Entonces volvamos al campamento antes que lo haga.

Antao, que había oído referir la extraordinaria fuerza de aquellos animales monstruosos, dio media vuelta y, seguido de Aseybo, emprendió el camino de regreso al campamento a grandes zancadas.

El sol terminaba casi de ocultarse y las tinieblas iban apoderándose con rapidez de la selva. Era necesario marchar de prisa para huir de los peligros que seles echaban encima, o incluso para no perderse, cosa nada difícil, en medio de aquella enorme cantidad de troncos y de aquel caos de raíces, bejucos y hierbas enredadas unas a otras que obstaculizaban el camino.

Los «pipistrellis» gigantes empezaban a descender de los Arboles, en cuyas ramas habían permanecido durante todo el día. También empezaba a oírse algún grito bronco, señal de que los animales abandonaban lo cubiles para emprender la caza de su sustento.

Algunas gacelas corrían como rayos, ligeras y ágiles, para Hogar cuanto antes a su escondrijo, antes que salieran los animales carnívoros.

En tanto, los monos subían a las ramas más altas de los ni boles para huir del alcance de los leopardos.

Aseybo se ponía más nervioso a medida que la oscuridad Iba imponiéndose en la selva. Temía haberse alejado demasiado del campamento y cada vez andaba con paso más rápido e incitaba al portugués a que hiciera lo mismo. Lleno de espanto, recorría con la mirada todos los árboles y demás plantas que le rodeaban. El tal mpungu debía de ser un animal tremendo, ya que un hombre como él, nacido en aquellas tierras y acostumbrado a ir de caza en compañía de Alfredo, no se asustaba tan fácilmente por una fiera.

De repente se detuvo, se escondió tras un grueso tronco de un árbol.

—¿Has oído, amo? —preguntó a Antao, que de un salto se colocó junto a él.

—Nada —respondió el portugués, que tenía el fusil entre las manos, preparado para disparar.

—Se ha oído un ruido que podría haber sido provocado al ser pisada una rama.

—¿Habrá sido un animal?

—Me temo que haya sido el mpungu.

—¡Caramba! ¿Y qué que sea el mpungu? Por muy terrible que sea esa bestia, llevamos un fusil cada uno, y una bala dirigida al corazón acaba hasta con un elefante.

—Pero no con un mpungu. Es imposible matar a un mpungu, mi amo.

—¡Ya lo veremos!

—¡Silencio! ¡Escucha!

Un ruido como de ramas rotas y hojas secas pisoteadas se dejó oír en medio de un grupo de árboles que estaban a una distancia de unos cincuenta metros. Las ramas bajas crujían. Parecía como si alguna bestia muy grande intentara abrirse camino a través de ellas.

—Allí hay algún animal —exclamó el portugués, levantando la carabina.

En aquel mismo instante una gran masa oscura y poco visible se abrió paso entre el ramaje e hizo su aparición, avanzando cerca de los árboles. Antao, en cuanto la vio, levantó el fusil y apuntó con cuidado. Iba a disparar, pero el negro le sujetó el brazo y le dijo:

—¡No dispares, amo! —exclamó Aseybo—. ¡Es el mpungu!

—¡Diablo! ¡No seas terco! ¿Y qué que sea el bicho ése?

—¡Silencio! ¡Qué no oiga ruido!

El extraordinario mono, gracias a su olfato, muy desarrollado, adivinó la presencia de los hombres. Dio diez o doce pasos. Luego se paró en un espacio, quedando completamente a la vista, sin ninguna rama que lo cubriera. Dudaba entre seguir adelante o retroceder.

El portugués, que se encontraba más cerca del animal, lo miraba con atención, interesado por aquel mono monstruoso de las selvas ecuatoriales. Nunca hasta entonces se había encontrado frente a un mono semejante, ya que tales animales no se pueden capturar vivos: tal es su fuerza y ferocidad.

Medía más de un metro sesenta centímetros de altura, y aún no era de los más grandes, pues los hay que llegan a alcanzar un metro ochenta centímetros. Tenía el tronco grueso, ancho y robusto. Sus piernas eran cortas en proporción al resto del cuerpo, y, por el contrario, sus brazos eran extraordinariamente largos.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Antao—. Tiene unos brazos que parecen dos troncos de árbol. ¡Si cayésemos en sus manos, nos destrozaría!

Las manos y los pies, cortos, anchos y potentes, concluían en unas uñas fuertes y curvadas.

—¡Fíjate, amo! —dijo Aseybo—. Con esas uñas puede abrir con gran facilidad el pecho de un hombre.

El rostro de aquel monstruo peludo daba terror: tal era el gesto feroz que tenía y la bestialidad que se desprendía de él. Aquellos ojos pequeños, oscuros, hundidos, lanzaban unas miradas que espantaban. Aquella nariz achatada, la enorme boca, los labios gruesos y la barba corta prestaban al animal antropomorfo un aspecto poco tranquilizador.

—¡Diablos! ¡Esos dientes tan largos y duros son capaces de estrujar nuestros fusiles como si se tratase de dos hojas de papel! ¡Qué barbaridad! ¡Esa bestia no me gusta nada! —exclamó el portugués—. ¿Hay muchos de esos por aquí? —preguntó al negro, que cada vez temblaba más.

—No, amo. Hay pocos gorilas por estas tierras. Más allá de la zona ecuatorial son muy escasos. También son muy poco abundantes en las espesas selvas de Guinea y del Congo, y lo que son las regiones orientales del continente, ya no hace falta decir que no se encuentra ni uno. Suelen vivir juntos el macho y la hembra. También a veces se encuentran seis o siete a la vez, pero es muy raro. Hay algunos que viven solos, y entonces la cosa es mucho más peligrosa, pues se trata, por lo general, de viejos machos, que son los más feroces y peligrosos.

Aseybo estaba en lo cierto respecto a lo que refería a su acompañante. Esta clase de animales, generalmente, viven escondidos en los grandes bosques, con preferencia en los terrenos húmedos. Aunque a veces también buscan las mesetas rocosas y los valles profundos y con poca luz para establecer sus cubiles. Son animales nómadas, y es muy extraño que permanezcan mucho tiempo en un mismo lugar. Esta continua peregrinación se debe a la necesidad de buscar el alimento necesario para su sustento. Son grandes consumidores de frutas, sobre todo de cañas de azúcar silvestres y de esas hierbas llamadas amomun granum paradisi. Por esto se ven obligados a cambiar con regularidad de residencia, pues, su elevado consumo hace que en poco tiempo terminen con los frutos de una determinada zona de terreno.

Aunque son de la misma raza que los monos, permanecen más tiempo en tierra que en los árboles. No andan derechos como los hombres, sino que lo hacen a cuatro patas, a veces también a dos, y es precisamente en la posición de los bípedos en la que realizan la mayor parte de sus funciones.

Al igual que los grandes monos de Borneo, los maias son de humor triste, pero mucho más feroces y agresivos. Si un hombre se cruza en su camino, ante todo intentan huir, y muestran su inquietud golpeándose el pecho, que suena como un tambor. En cambio, si se los ataca, no se detienen ante nada, y se lanzan contra su enemigo, al que destrozan con tal rapidez que apenas tiene tiempo de defenderse.

Es muy difícil vencerlos. Los fusiles no son de gran ayuda; pues si las balas no penetran en el corazón o en el cerebro, no les causan grandes daños. Con sus potentes manos es capaz de hacer pedazos una carabina. Retuercen barras de hierro y destrozan todo lo que cae en ellas, sea del material que sea.

Los nativos de aquellas tierras tienen un pánico terrible a los gorilas; y, aunque vayan en gran número, no osan atacarlos. Cuando un poblado recibe la visita de esos animales, los negros prefieren abandonar sus casas y alejarse de los campos que cultivan, que hacerles frente. Es frecuente que en sus internadas por las poblaciones rapten a alguna mujer. Rara vez se encuentra con vida ninguna de las que se llevan, pero si alguna vez alguna ha conseguido hacerlo, ha aparecido con las uñas de los pies y de las manos arrancadas.

XII. El rapto de la amazona

El monstruoso gorila surgió de entre los arbustos, se plantó en medio de un claro, permaneció inmóvil, dudando entre avanzar o huir.

Su oído, muy desarrollado, le había prevenido de la presencia de los hombres, y se detuvo a pocos pasos de ellos, en una actitud muy característica de su raza; o sea: con las rodillas un poco dobladas, el cuerpo hacia adelante y los brazos caídos. Parecía estar escuchando con mucha atención, en tanto que sus diminutos ojos, que resplandecían en su asquerosa cara, lanzaban miradas escrutadoras hacia las plantas que lo rodeaban.

Durante algunos momentos permaneció en aquella posición, y después se pasó la mano por el pecho, casi oculto por una gran cantidad de pelo, de unos ocho centímetros de largo. En el acto empezó a avanzar hacia el árbol en que se escondían Antao y el negro, como si los hubiese descubierto.

Llegó junto a otro grupo de árboles, y de nuevo se detuvo, sin dejar de mirar hacia el árbol. Por fin se giró de espaldas a los dos hombres y se perdió por entre los árboles y las sombras.

—¡Por fin se ha marchado! —exclamó Aseybo, liberado de su angustia.

—Sí —contestó el portugués, algo decepcionado—. Me hubiese gustado que se acercara más.

—Te hubiese matado. Era un macho viejo, y son los más feroces. Da gracias que se ha ido.

—¿Cómo sabes que era un macho viejo?

—¿No te has fijado? Tenía el pelo gris. Los jóvenes suelen tenerlo castaño.

—De todas maneras, quiero matarlo.

—¡No lo hagas, amo! ¡Nos destrozaría!

—Alfredo me ayudará. Mañana a primera hora vendremos en su busca.

Como el gorila gigante podía regresar de un momento a otro, los dos hombres decidieron alejarse de allí con rapidez, y apretaron el paso para llegar cuanto antes al campamento.

—El amo estará inquieto por nuestra ausencia. Debemos regresar al campamento.

Después de buscar durante un buen rato el camino por donde habían salido del campamento, por fin dieron con las hogueras, cuya luz resplandecía por entre las ramas de la selva. Al llegar descubrieron a Alfredo, que ya se había alejado del campamento unos trescientos pasos, en dirección contraria por la que llegaban ellos.

El cazador, temeroso por la suerte de su amigo, se disponía a salir en su búsqueda, acompañado por uno de los dahomeyanos. En cuanto se enteró del encuentro que habían tenido con el mono gigante, a pesar de su indiscutible valor, demostró un poco de espanto.

—Es un animal muy peligroso —dijo—. ¡No me gusta que ande rondando por aquí!

—¿Y qué? Tenemos cinco fusiles, con municiones de sobra para hacerle frente. Además, si decide atacarnos, le veremos llegar y tendremos tiempo suficiente para apuntar bien.

—Te equivocas, amigo —dijo Alfredo—. Sólo tenemos dos carabinas, y no debes contar con los negros, pues tienen tal pánico a esas fieras que ni siquiera se atreven a disparar. Más vale que nos deje en paz.

Cenaron con rapidez, ya que acordaron emprender el camino al amanecer. Aseybo y un dahomeyano se quedaron a hacer la primera vela, en tanto que los demás se retiraron a sus tiendas.

Sólo tuvieron tiempo de meterse en la cama, cuando resonó en mitad del bosque un ruido semejante al producido por un tambor, pero más seco, más monótono.

—¿Es el gorila? —preguntó el portugués, al tiempo que saltaba de la cama.

—Sí, es el mpungu —respondió el cazador, que ya se había apoderado de su fusil—. Parece estar muy enfadado.

—¿Se atreverá a atacarnos?

—Creo que no, pero no debemos confiarnos demasiado.

Los dos hombres blancos salieron de la tienda, el criado negro del cazador y el dahomeyano, que estaban haciendo su guardia, al oír aquel sonido, que ya conocían, se quedaron petrificados tras la hoguera, y levantaron las carabinas, apuntando en dirección al bosque.

—¿Lo habéis visto? —inquirió Alfredo.

—No, mi amo —respondió Aseybo—. Pero creo que está muy cerca.

—¿Es el mismo mono que hemos encontrado antes? —inquirió Antao.

—Tal vez se trata ahora de su hembra —contestó el criado del cazador.

—Si es la hembra, mejor. Es mucho menos peligrosa, aunque sea muy feroz —dijo Alfredo—. No debéis temer nada en absoluto. Poneos todos cerca del fuego.

Apenas hubo terminado de pronunciar esta palabra cuando sonó un disparo. Después siguió un rugido parecido al que produce un león furioso, y acto seguido, un grito humano.

—¡Diablos! —exclamó Alfredo—. ¿A quién han atacado?

Alfredo, sin contestar, se apoderó de una rama encendida y se encaminó hacia el bosque, llevando la carabina en una mano. Aseybo y el portugués le siguieron para ayudarle en el caso de que algún mono se le echara encima. Los dos dahomeyanos parecían hallarse enloquecidos por el dolor, e iban de un lado a otro del campamento lanzando agudos gritos.

El disparo había sonado a unos trescientos pasos de donde se encontraba la expedición, y por tanto no era difícil llegar al lugar de donde procedía.

El cazador llevaba en una mano la rama encendida, que lanzaba relucientes chispas, y en la otra, el fusil, armado. Cada vez andaba más de prisa, seguido, siempre de sus dos compañeros, a los que iluminaba el camino con su improvisada antorcha.

Se hallaban aún cerca del campamento y, sin embargo, se encontraban ya en mitad de la selva, cada vez más espesa y oscura. De repente la luz que salía de la rama encendida iluminó algo que brillaba entre las altas hierbas y sobre las hojas secas.

Se agachó y vio que aquel objeto era el cañón de una carabina, pero cortado como si se hubiese tratado de una delgada caña.

—Aquí ha habido lucha —dijo, mientras con la mirada recorría todo a su alrededor, para cerciorarse de si había alguien.

—¡Diablos! —exclamó el portugués—. ¡Seguro que ha sido uno de esos gorilas el que ha destrozado el cañón de esta manera!

—Seguro que ha sido él —contestó Alfredo—. Preparaos, pues en cualquier momento puede hacer su aparición el mpungu.

—¡Mira, amo! ¡Eso es la culata de la carabina destrozada!

—¡El monstruo ese la ha mordido como si fuese un manjar! —exclamó el portugués—. ¡Qué barbaridad! ¡Qué dientes! ¡Ni los de los leones son tan fuertes y potentes! ¿Y quién debe ser el infeliz que llevaba el fusil?

—Ya lo descubriremos —dijo Alfredo—. Ahora alejaos de los árboles: puede estar el mono escondido ahí arriba y saltar sobre vosotros de repente.

—No te preocupes —dijo Antao—. No muevo el dedo del gatillo del fusil.

Alfredo se paró un momento para reavivar el fuego de la rama que llevaba en la mano y que le servía de antorcha. Luego comenzó a avanzar con gran precaución. De repente se paró y, dando un horrible grito, retrocedió unos pasos.

Bajo el ramaje de un enorme árbol se hallaba el cuerpo de un negro de alta estatura y desnudo por completo, pero en estado lamentable. Toda la piel del rostro, así como los ojos y la nariz, parecían haber sido arrancados por una fuerte zarpada. El cuerpo del negro presentaba el pecho rajado como por un hachazo y con el corazón y los pulmones al descubierto. En un hombro se descubrían con claridad las huellas de los dientes del monstruoso gorila que le había atacado.

Aquel desdichado negro debió de haber sido atacado sin esperarlo, y después de haber perdido la carabina, cuya bala no había hecho ningún efecto en el animal, cayó entre las garras y los dientes del poderoso enemigo.

—¡Qué barbaridad! —exclamó de nuevo Antao, que en verdad comenzaba a perder su valor ante aquella demostración de las energías del mono gigante—. ¡Ese mpungu me da verdadero pánico!

—¡Regresemos con rapidez! —ordenó Alfredo—. ¡No podemos hacer nada por ese pobre negro!

—¡Sí! ¡Regresemos, mi amo! —se apresuró a contestar Aseybo—. El mpungu puede regresar de un momento a otro, e incluso puede ir al campamento y atacar a nuestros compañeros.

—¿Y quién es ese negro? —preguntó Antao—. ¿Se tratará de algún cazador?

—No; creo que se trata de uno de los espías que nos seguían —contestó Alfredo—. Si el animal no le hubiese destrozado los rasgos del rostro, hubiésemos podido saber si era un dahomeyano o un natural de la Costa.

—Si era un guerrero de Kalani, debemos dar gracias al gorila por haberle matado.

En aquel mismo momento y procedentes del campamento se oyeron algunos gritos y lamentaciones. Luego sonó un disparo y en seguida relinchos de caballos.

—¡Dios santo! —exclamó el portugués—. ¿Qué es lo que pasa ahora?

—¡El mpungu ha atacado a nuestros compañeros! —exclamó Aseybo, al tiempo que empalidecía.

—¡Vamos al campamento! ¡Vamos!

Los tres hombres echaron a correr a través de la selva. Iban muy juntos, intentando no separarse demasiado, a fin de no perderse en aquel laberinto de hojas y ramas, ya que la oscuridad era completa y la rama que Alfredo llevaba en la mano se había apagado.

Al oír aquellas lamentaciones que parecían provenir de gargantas humanas, creyeron que el campamento se hallaba hacia la derecha. Corrieron en aquella dirección, enredándose por entre una red de ramas, raíces, troncos y bejucos.

Por suerte, Aseybo distinguió por el lado izquierdo el resplandor de las hogueras; y, adivinando que por allí se encontraba el campamento, cambiaron de dirección.

Esta vez no se engañaban. Pocos minutos más tarde llegaron hasta las hogueras. Con gran sorpresa descubrieron que los hombres a los que habían dejado al cuidado de la joven se habían marchado. También los caballos y la mayor parte de las cajas habían desaparecido. Sólo quedaron dos caballos, que por haber estado ligados con fuertes ataduras no habían podido huir.

—¡Diablos! ¿Qué ha sucedido aquí? —exclamó Antao.

El cazador entró en la tienda que habían preparado para la joven amazona. Al cabo de breves instantes volvió a salir, gritando:

—¡No está! ¡La amazona no está!

—Pero ¿qué dices? ¡Es imposible!

—¡Te digo que ha desaparecido, Antao!

—¡No es posible! ¡Estará escondida por algún lugar!

—Es que los dahomeyanos también han desaparecido —aseguró Aseybo.

—¡Traidores! —gritó Antao—. ¿Y los caballos?

—¿Y las cajas, amo?

—Pero no es posible que los gorilas se hayan llevado todo eso.

—No te preocupes de los caballos y las cajas. Pensemos en la muchacha —dijo Alfredo, fuera de sí—. ¡Presiento una horrible desgracia!

—¿Temes que la haya matado el gorila?

—¡Algo mucho más horrible! ¡Presiento que ha sido raptada por esa fiera!

—Entonces es necesario buscar su cubil.

—Creo que primero deberíamos buscarla por ahí. Tal vez se haya escondido —dijo Alfredo.

—Si es así, no habrá podido ir muy lejos: sus heridas aún no estaban del todo cerradas.

Estaban encendiendo algunos troncos para emprender la búsqueda cuando llegaron los dos dahomeyanos.

—¡Amo! —exclamaron al ver al cazador—. ¡El mpungu!

—¿Dónde está? —preguntó Alfredo.

—¡Se ha ido!

—¿Qué es lo que ha sucedido? ¡Hablad!

—De repente apareció enfrente de nosotros. Empezó a acercarse hacia aquí. Entonces, al ver que se nos echaba encima, disparamos. Erramos el tiro y, locos de espanto, huimos. ¡Estaba lleno de furia!

—¿Y la mujer negra?

—¿La joven amazona? —preguntaron sorprendidos—. Estará en su tienda, suponemos.

—No está allí. Ha desaparecido.

—¡Se la ha llevado el mpungu!

—¿Lo habéis visto vosotros?

—No, amo. Nosotros no lo hemos visto.

—¡Es necesario ir a buscarlo y matarlo ahora mismo!

—¡Debemos calmamos e ir por partes! A ver: cuando llegó el mpungu, ¿dormía la mujer en su tienda?

—Sí, amo —contestaron los dos dahomeyanos.

—Cuando huisteis, ¿os fijasteis si ella estaba fuera o dentro de la tienda?

—Estaba dentro, amo. Es decir, no estamos muy seguros. Huimos tan de prisa cuando vimos a esa bestia que no nos acordamos más de la mujer.

—Creemos que lo herimos en el hombro.

—¡Vaya! ¿Creéis que la mujer tuvo tiempo de escapar?

—Es imposible, amo. El mpungu estaba a pocos pasos de las hogueras.

—Aseybo —dijo Alfredo, volviéndose hacia el criado—, busca algunas antorchas. Creo qué en nuestras cajas hay algunas.

—Otra cosa —dijo Antao—: Aquí había doce cajas, y ahora sólo hay cuatro. ¿Dónde están las demás?

—¿Estaban cargados los caballos? —preguntó Alfredo.

—No, amo.

—No lo entiendo. ¿Cómo es posible que el gorila llevara a la muchacha y las cajas?

—Tal vez no era un solo gorila.

—Puede ser, Antao. Tal vez sea así.

—Pero ¿y los caballos?

—Aterrados de espanto, habrán roto las ligaduras y huido. Ya los encontraremos si no caen en las garras de una de las muchas fieras salvajes que hay por aquí.

Aseybo había encontrado dos antorchas de resina y las encendió. Las fibras de estas antorchas estaban empapadas de resina, de manera que la luz que producían era muy nítida y a propósito para poder penetrar en la selva.

—Vosotros os quedáis en el campamento —dijo Alfredo a los dos dahomeyanos—. No volváis a marcharos del campamento, pues os aseguro que no veréis más Dahomey ni Puerto Nuevo. No tenéis por qué tener miedo y menos huir… Del gorila ya nos ocupamos nosotros. ¡Vamos, Antao!

—¡Ven también tú, Aseybo!

Estaban casi seguros de que la joven amazona había sido raptada por el monstruoso gorila; sin embargo, antes de emprender la marcha, examinaron por detrás de algunos grupos de plantas y algunos árboles para ver si se había escondido por allí. Convencidos de que su búsqueda en aquel lugar era inútil, se pusieron en marcha hacia la selva, donde se las tendrían que ver con su poderoso enemigo.

Aseybo, que de ordinario se orientaba con mucha facilidad por los bosques, y que tenía mucha práctica en seguir las huellas que por el suelo iban dejando, ya se tratara de animal o de hombre, se puso al frente de la pequeña expedición que iba en busca del gorila. Ante todo, los encaminó hacia el gran árbol donde momentos antes había descubierto el cobijo del animal.

No era nada fácil enfrentarse con el gorila, pues, además de su bestialidad y de su fuerza, les llevaba la ventaja de que en un momento dado podía darse a la fuga por la selva, protegido por la oscuridad, llevándose con él a la muchacha. Pero, a pesar de reconocer que era una empresa difícil, los tres hombres iban confiados en su inteligencia y en su buena suerte.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Antao.

—Esperaremos a que amanezca para atacar al animal —dijo Alfredo, respondiendo a la pregunta del portugués—. Entretanto cercaremos el árbol en que se encuentra. Si antes del amanecer bajara del árbol, disparemos contra él a quemarropa. Debemos tener mucho cuidado al apuntar, pues está todo tan oscuro que, sin damos cuenta, podríamos herir a la muchacha.

—¿Crees que la habrá estrangulado?

—No, no lo creo.

—¿Y supones que la ha traído a su cubil?

—Claro. Es de suponer que si se la ha llevado ha sido para algo, ¿no? Es seguro que la tiene ahí.

—Pues entonces está en grave peligro. ¡Si al gorila se le ocurre echarla a tierra…!

—No lo hará, amigo. Al contrario. Ya verás cómo, si al vemos intenta huir, se la llevará con él.

—Entonces no sé cómo nos las vamos a arreglar, porque, si disparamos al refugio del animal, es fácil que la amazona caiga.

—Obligaremos al gorila a que b^je del árbol. ¿Está aislado el árbol en el que se encuentra?

—Sí, Alfredo.

—Entonces haremos que el animal descienda a tierra. ¿Es por aquí?

El negro de repente se había parado. No contestó a la pregunta de Alfredo. Parecía escuchar algún ruido.

—¿Has oído algo, Aseybo? —preguntó el portugués.

—Relinchos de caballos —contestó el siervo.

—¿Dónde? —preguntó Alfredo.

—Muy lejos, amo.

—¿En mitad de la selva?

—Sí, amo. Pero lejos.

—Tal vez sean los nuestros, que buscan el camino para regresar al campamento.

—Lo supongo, amo. ¿No oyes?

Los dos cazadores se detuvieron en seco, e incluso pararon de respirar para escuchar con más atención. No oyeron ningún ruido de caballos; lo que se oyó fue ese sonido especial que producen los gorilas cuando se golpean el pecho.

—¡Es el mpungu! —dijo Alfredo.

—¡Está por aquí! —agregó Antao.

—Apagad el fuego y vayamos con mucho cuidado. No debemos asustar al animal; si lo hacemos, matará a la muchacha.

Las antorchas de resina se apagaron. Los tres hombres avanzaban poco a poco, para no hacer demasiado ruido al pisar las hojas bajas de los árboles. Por fin llegaron junto a un enorme sicómoro que se elevaba solitario en medio de un claro de la selva.

—¡Miradlo! ¡Allí está! —dijo Aseybo, con voz muy baja.

—¡Ya lo he visto! —dijo Alfredo—. No hagáis ruido: no quiero que huya.

XIII. La captura del gorila

El cazador y sus dos acompañantes se ocultaron entre altos hierbajos que cubrían el claro. A través de la espesura que formaban las hierbas intentaban divisar al monstruo y a la joven amazona. Sin embargo, aquel grupo de hojas y ramas proyectaban una sombra tan pronunciada que no les era posible ver nada.

El cubil en que se ocultaba el inmenso gorila estaba colocado en la bifurcación de dos ramas, y se veía algo confuso a unos siete metros de altura.

Aseybo no se había equivocado al guiar a los dos amigos blancos hasta aquel lugar. El gorila estaba escondido por allí, pues se oía su respiración bronca y el chasquido del suelo del refugio al crujir bajo sus pies.

Lo más difícil era obligarle a bajar, pues esta clase de animales no se atreven a atacar a nadie si antes no se les ha herido. Y es muy difícil que abandonen su plataforma, pues comprenden que los protege y muy bien.

—De momento, no podemos hacer más que esperar —dijo Alfredo al oído de Antao—. Con esta oscuridad no podemos aventuramos a atacar al gorila.

—¿Y si disparásemos una bala por debajo de la plataforma?

—No es prudente: podría atravesar las ramas, entrar en el nido y herir a la joven.

—¡Es cierto: no había caído en ello! Pero ¿estás seguro de que la muchacha está aquí?

—Si vive, ten por seguro que está ahí arriba.

—Creo que si estuviese con la bestia, oiríamos gritar o gemir. Ya la habrá matado, con las heridas que ya tenía y, encima, el monstruo ese.

—No se atreverá a gemir ni a chillar por no enfurecer al animal.

—¿Cómo podría llegar hasta allí? ¡Quiero salvar a esa mujer, Alfredo!

—Ya te he dicho que si está arriba y viva la salvaremos.

—¿Duermen con sueño muy profundo los gorilas?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque si estuviese seguro de que el gorila está durmiendo y fuera difícil que despertase, entonces me atrevería a subir.

—¡Estás loco, Antao! No permitiré que hagas eso. Ponte cómodo por ahí y espera a que amanezca.

—¿Cercamos el árbol?

—Sí. Tú te pones a mi derecha y Aseybo a mi izquierda. De este modo, si el gorila se decide a bajar, uno de nosotros lo verá a tiempo.

Aseybo y el portugués se levantaron y se dirigieron al otro lado del grueso tronco, cuidando de proteger las municiones del fusil de la humedad de la noche.

Las horas transcurrían, con mucha inquietud por parte de los tres hombres, sin que el gorila descendiera del árbol. Los tres hombres bajo el árbol oían su respiración y sus pasos sobre las hojas secas, que crujían bajo sus pies.

Sin embargo, la amazona no daba señales de vida. Eso extrañaba a los cazadores, ya que suponían que la había raptado el gorila y la tenía en su nido. Escuchaban con atención, intentando oír algún leve gemido; pero sin resultado.

Alfredo, ante el silencio por parte de la joven, temía que el gorila la hubiera muerto y abandonado en la selva.

Por fin, hacia las tres y media se empezó a ver por el horizonte una luz blanquecina, a cuyos reflejos iban empalideciendo los astros. El alba en las regiones ecuatoriales es muy breve, y los cazadores empezaron a prepararse, pues en unos pocos minutos ya se podría ver bien, aun debajo de los árboles.

Ya empezaban a despertar algunos pájaros, y de sus gargantas empezaron a surgir los primeros gorjeos del día. Los insectos corrían por el aire en bandadas inmensas, saludando los primeros albores del día. Un gran grupo de papagayos grises estalló de pronto en su griterío horrible en medio del silencio que reinaba en la selva.

En lo alto, hacia el cubil, se oyeron algunos crujidos; siguió un gran bostezo. El gorila se despertaba.

Antao y Aseybo se habían unido a Alfredo. Los tres miraban hacia lo alto del árbol, esperando ver alguna señal de la amazona. Pero las ramas estaban tan unidas entre sí que era imposible ver nada.

—Amigos —dijo Alfredo—, tal vez la joven no esté ahí arriba.

—Eso es lo que yo creo —aseguró el portugués—. Pero aunque no la tenga ahí, a ese gorila le agujereo el cuerpo.

—¿Ves algo, Aseybo?

—Sólo veo un trozo del pie del mpungu, que sale de la plataforma —contestó el criado.

—¡Pues disparemos, Alfredo! —exclamó Antao—. ¡No me iré hasta estar bien seguro de que la pobre amazona no está con él!

—¡Te aseguro que no lo haremos, Antao! Poneos los dos a mi lado, y no disparéis hasta estar bien seguros de acertar. Si sólo lo herimos, el gorila nos destrozará a los tres.

En aquel momento en lo alto sonó un ruido. Las ramas que formaban el nido crujieron.

—¡Preparaos! —dijo Alfredo, levantando la carabina y apuntando en dirección al animal.

El gorila se dio cuenta de la presencia de los cazadores, y empezó a irritarse. Manifestaba su enfado dándose fuertes golpes en el pecho, que retumbaba como un tambor.

Pasaron unos momentos y apareció por uno de los bordes de la plataforma. Después, con rapidez, volvió a ocultarse. Aquella aparición relámpago fue suficiente para que Antao pudiera apreciar el horrible aspecto del animal y la energía que se desprendía de aquel cuerpo cuando se encolerizaba.

Su pelamen, de color grisáceo, estaba erizado como el de los gatos furiosos. Sus poderosos músculos parecían haber aumentado de volumen, mientras que su espantoso rostro despedía un furor rabioso, asqueroso, y sus ojos, pequeños y grises, resplandecían con un fulgor extraño.

—¡Diablos! —susurró el portugués—. ¡Es para espantar a cualquiera!

Alfredo, con mucho cuidado, intentaba sorprender al terrible enemigo y disparar en dirección al cráneo o al pecho. Pero el mpungu, que tal vez no tenía ganas de lucha, se mantenía escondido dentro de su refugio, sin dejar verse.

Su cólera aumentaba por momentos. Dejó de golpearse el pecho con los puños. Ahora empezó a lanzar broncos gritos, sonidos raros que empezaban en una especie de ladrido y se volvían ronquidos fuertes, para concluir en un rugido más potente que el que producen los leones, y que no parecía proceder de la garganta, sino de la cavidad pectoral, que, como todo su cuerpo, era de dimensiones extraordinarias.

Durante unos momentos el animal se contentó con hacer sonar su voz potente. Después empezó a mover las ramas cercanas a él, arrojando sobre los tres hombres una verdadera lluvia de frutos, ramas y pequeños troncos de árboles. Por fin, de repente, se abalanzó y cayó sobre una rama que se inclinaba hacia tierra, como si quisiese bajar de una vez al suelo.

—¡Ya baja! —gritaron Antao y Aseybo, retrocediendo algunos pasos.

Alfredo no se movió de donde estaba, y con el fusil levantado apuntaba hacia el animal. El gorila se plantó sobre la rama, con el pelamen erizado, los ojos resplandecientes y los labios contraídos. El cazador se aseguró y disparó.

El monstruoso mono lanzó un rugido que resonó lo mismo que un trueno; poco a poco se volvió en un hondo gemido de dolor que parecía emitido por una persona. Después, muy de prisa, se alejó de la rama y regresó a la plataforma que le servía de protección.

—¡Lo has herido! —dijo el portugués, alargando su fusil a Alfredo.

A través de la tupida red de ramas iban lloviendo gruesas gotas de sangre, que cayendo de la plataforma manchaban de rojo los hierbajos. Una gota de sangre fue a caer sobre la camisa de Antao.

—¡Qué asco! —exclamó—. ¿Crees que habrá muerto?

Antao cargaba la carabina que le había dado Antao.

—No ha muerto aún —contestó—. Oigo crujir las ramas de su refugio.

—¿Y la amazona?

—Ahora la vengaremos, Antao.

—¿Dónde hallaremos su cadáver?

—¡Cuidado!

—¡Cuidado, mi amo! ¡Ahí viene otra vez! —gritó Aseybo.

El gorila había vuelto de nuevo a descender hasta la rama, pero con agilidad dio un salto y esquivó la segunda bala. Saltó otra vez, pero en lugar de bajar al suelo, como esperaban los cazadores, trepó hacia arriba, como si quisiese esconderse en lo más alto del árbol.

Alfredo tiró al suelo el arma con la que falló el tiro y tomó la de Aseybo. Disparó al mismo tiempo que lo hacia Antao.

Esta vez las dos balas dieron en el pecho del gorila. De momento vaciló, con las manos se tapó las heridas, de las que fluía la sangre, y después, de pronto, aquel gigantesco cuerpo cayó pesadamente desde lo alto del sicómoro, arrastrando las ramas que en la caída encontró a su paso. Por fin chocó contra el suelo, produciendo un ruido seco, al pie del mismo árbol.

—¡Ha muerto! —gritó Antao.

—¡Sube, Aseybo! ¡Mira si está ahí el cadáver de la amazona! —dijo Alfredo a su criado.

El negro trepó por las ramas del sicómoro, con una agilidad sorprendente. En unos quince minutos llegó al lugar donde el mpungu tenía su cubil, y, cogiéndose con fuerza a los bordes de la plataforma, se elevó por encima de ella.

—¿Hay algo? —preguntó Alfredo.

—¡Nada, mi amo! —contestó Aseybo.

—¿No hay ninguna señal, algún trozo del vestido de la muchacha, algo? —preguntó el portugués.

—No. Sólo veo algunos mechones de cabellos y frutas.

Una lastimera exclamación surgió de la boca de Antao:

—¡Nada! ¡Nada!

Después, con los brazos cruzados sobre el pecho, preguntó al cazador, que parecía estar preocupado:

—Bien, y ahora ¿qué hacemos?

—¿Cómo que qué hacemos? —contestó Alfredo—. ¡Registrar toda la selva hasta encontrar su cuerpo!

—¿Regresamos al campamento?

—Sí, primero volveremos. Quiero ver a los dahomeyanos.

—¿Temes algo?

—Sí. ¿Has pensado en la desaparición de nuestras cajas? ¡Tengo una sospecha!

—¡Diablos! ¡Es cierto! Alfredo, a mí también me sorprende esta desaparición. Es imposible que los gorilas se las hayan llevado todas y además a la chica. Y hemos podido ver que en el árbol sólo había uno.

—De ahí deduzco que hay otro ladrón.

—Sí, pero ¿quién puede ser?

—Los espías de Kalani.

—¡Caramba! —exclamó el portugués, sorprendido—. ¡Cómo no se me habrá ocurrido antes!

—¿Qué quieres decir?

—¡Que el infeliz gorila no ha raptado ni siquiera a la muchacha!

—Eso es lo que pienso, Antao. Los dahomeyanos podrán aclaramos ciertas cosas.

—Pero ¿por qué habrán raptado los espías a la amazona?

—Creo que la habrán reconocido como a una de sus guerreras, y habrán pensado que nosotros la teníamos prisionera, y que la obligamos a que nos diera noticias de Kalani y sus planes. Ellos al raptarla habrían creído que la ponían en libertad.

—¡Regresemos al campamento, Alfredo! ¡Es necesario salir de dudas y desvelar el misterio! ¡Debemos encontrar a los ladrones!

—Eso es, amigo. Además, las cajas contenían municiones y víveres. ¡Es necesario que las recuperemos!

Emprendieron el regreso por el mismo camino que habían recorrido por la noche, y en menos de un cuarto de hora llegaban al campamento. Junto a las hogueras los dos dahomeyanos estaban velando.

XIV. Indicios de los raptores

Como los dos amigos creían, ni la amazona ni los caballos habían regresado al campamento.

—¿Habéis oído algo, mientras hemos estado ausentes? —preguntó Alfredo a los dos negros.

—Nada, amo.

—¿Ni una voz? ¿Algún relincho? ¿Algo que hiciera notar la presencia de los espías? —inquirió Antao a su vez.

—No, amo. Te aseguro que no hemos oído nada en absoluto.

Los tres hombres refirieron su encuentro con el gorila y la inutilidad de la expedición, ya que la amazona no se hallaba en su refugio.

—Nosotros creemos que la amazona, las cajas y los caballos no han podido ser robados por los gorilas. Tal vez los espías que nos seguían estaban escondidos cerca del campamento y, cuando vino el mpungu y huimos espantados, entraron y se lo llevaron todo.

—Sí, creo que es esto lo que sucedió —dijo Alfredo.

Sin embargo, a pesar de que todos estaban convencidos de ello, Alfredo ordenó a los tres negros que buscaran por entre los grupos de plantas que rodeaban el campamento, por si la joven estaba por allí. Mientras tanto él y Antao empezaron a buscar las huellas de los ladrones.

Como la tierra de la selva era húmeda, ya que nunca llegan a ella los rayos del sol, y la hierba es esponjosa, no les fue difícil encontrar las pisadas de los caballos.

—Es cierto —dijo Alfredo, que seguía a Antao—. Nuestras sospechas son verdad: los caballos no huyeron por miedo al animal.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Antao.

—Si hubiesen huido espantados, lo habrían hecho en distintas direcciones. Y mira, aquí se ven todos sus pasos juntos. ¡Pero fíjate en esto: mira! ¡Mira este trozo de tierra sin hierbajos!

—¡Caramba! —exclamó Antao—. Si no me equivoco, esto son huellas de dos pies desnudos más grandes que los demás.

—Ahora estoy completamente seguro. Los hombres de Kalani nos han robado.

—Las huellas lo demuestran.

—Pero ¿para qué? ¿Qué interés tienen en las cajas?

—Ellos, por lo general, son ladrones de por sí. Además habrán creído que de este modo nos impedían seguir el viaje. Seguro que se habrán dado cuenta que intentábamos engañarlos.

—¿No hay huellas de la muchacha?

—¡Continuemos buscando!

Las huellas de los caballos a través de la selva se veían con gran perfección, aun para las miradas menos agudas y astutas que las de Alfredo, el cual estaba acostumbrado a estos quehaceres de la selva. Las herraduras de los caballos habían marcado un camino, por el que se deducía la dirección que habían tomado.

A unos quinientos pasos los dos hombres blancos se pararon. En medio del suelo acababan de encontrar uno de los flecos que adornaban la chaqueta de la amazona.

—¡Gracias, Dios mío! —exclamó el portugués. Acto seguido se agachó, lo recogió y se lo largó a Alfredo—. ¡Esto prueba que los hombres de Kalani son los ladrones! ¡Ahora siento haber matado al pobre gorila!

—¡Sí! —exclamó Alfredo, alegre por haber tenido la suerte de encontrar el fleco—. ¡Ahora debemos seguir a esos asesinos!

—¿Crees que podremos darles alcance?

—Eso espero, amigo.

—Pero ¿hemos de retroceder hacia la costa?

—No. Las señales van en dirección al oeste, es decir, hacia el Todji, que pasa junto a la frontera del país de los aschantis.

—Tal vez vayan a aquel país para cambiar nuestros objetos antes de regresar a Dahomey.

—Puede ser. Pero no les permitiremos ni llegar a Tkei ni a Anum, que son los primeros pueblos de los aschantis. Ahora voy a seguir las huellas, y tú, mientras, regresa al campamento, manda cargar las tiendas y las cajas que quedan en los caballos que, por suerte, nos han dejado y vuelve otra vez. Búscame: voy siguiendo la dirección de las sertules.

Antao, muy orgulloso de su hallazgo, que descubría el misterio del robo de la negra, se dispuso a cumplir la orden de su compañero. En un momento llegó al campamento y llamó a gritos a los dahomeyanos.

En un instante se levantaron las tiendas, dispusieron en un saco los utensilios que utilizaban para preparar las comidas, cargaron las cajas y emprendieron la marcha para reunirse con Alfredo, que se había adelantado, siguiendo las huellas de los caballos.

—¿Aún hay señales? —preguntó Antao, que ya había llegado junto a él.

—Sí, y espero no perderlas de vista.

—En lo más espeso de la selva tal vez se pierdan.

—Si se conservan hasta Todji, ya tendremos suficiente. Eso nos asegurará de que los espías van hacia los mercados de Tkei o de Anum.

—¿Nos llevan mucha ventaja?

—No lo sé. Según: depende del número que vaya. Si van pocos, huirán de prisa; si van muchos, nos pondrán obstáculos en el camino para que tardemos más en llegar hasta ellos. Pero no debes preocuparte. Son gente muy sanguinaria, pero no la tememos.

Ya los dos caballos, guiados por los dahomeyanos, habían llegado hasta los dos hombres blancos. Aseybo relevó a su amo en la persecución de las huellas, ya que en este menester era más hábil que el cazador.

La selva seguía siendo espesa. Sólo de vez en cuando pasaban a través de algún claro. Era un continuo paseo entre ramas, troncos, bejucos, raíces, árboles inmensos que parecían elevarse hasta el cielo. En medio de esta exuberante vegetación, que confundía sus ramas y sus hojas en un laberinto casi infranqueable, volaban bandadas de pájaros grises y verdes, inmensas avutardas e incluso algunas águilas. Por los troncos de los grandes arbustos corrían algunas lucernas, unos pajarillos de cabeza dorada, con el cuerpo gris y la cola de tonos rojos, blancos y negros.

Esta especie de animales es muy corriente en todos los países de la Costa del Marfil, y sobre todo en las chozas de los negros. Los nativos durante el día van de un lado para otro matando a todos los bichos peligrosos, que invaden sus viviendas, escorpiones, tarántulas y a los temibles vampiros.

A esos pájaros los negros no les causan ningún daño, pues les sirven de gran utilidad. Además, se propagan con mucha rapidez.

De tiempo en tiempo por la copa de los árboles aparecía el cuerpo de algún mono. En medio de la selva aparecían algunos grupos de los llamados driles; estos monos tienen características comunes con los mandriles, aunque carecen de la ferocidad de estos últimos. Son más pequeños, pues sólo miden unos setenta centímetros de alto; tienen el pelo de un color verdoso en la espalda y más claro en la parte del vientre; sin embargo, tienen la cara completamente negra y los pies y las manos son rojos.

Tienen una barba muy espesa y les llega hasta el cráneo, donde adquiere una forma especial semejante a una capucha, que les presta un aspecto un tanto cómico.

Al ver que se acercaba una caravana de hombres, se subían con rapidez a los árboles para ponerse a salvo, y una vez arriba expresaban su espanto lanzando horribles gritos.

Hacia las tres de la tarde la expedición se encontró en un verdadero poblado de monos, que los pusieron en un grave peligro. La expedición pasaba por debajo de altos sicómoros, cuando un tronco bastante grueso se desplomó sobre los hombres, casi encima del cráneo del portugués.

Antao, enfadado, cogió el fusil, pues pensó que algún negro que se ocultaba por allí se lo había echado encima. En lugar de encontrarse con un hombre, Antao, al volverse, descubrió a un horrible mono que le miraba con burla, como si se divirtiese por la broma que le había hecho.

Más furioso aún, Antao levantó el fusil y apuntó. Se hallaba a unos cincuenta pasos de sus acompañantes, y, sin preocuparse de que el disparo podía traer graves consecuencias, disparó.

La bala dio en el cráneo del animal. El cuadrúmano dejó de reír y empezó a lanzar horribles gritos de dolor. De repente se desplomó en el suelo como un saco, oyéndose el ruido de los huesos al chocar contra la tierra.

Aquel mono, sin duda era el más feo que el portugués había visto en su vida. Era verdad: su cara resultaba asquerosa. Presentaba dos carrillos colgantes y lacios, una boca ancha y belluda, la barba negra y de pelo rizado, y el cráneo puntiagudo. Su cuerpo, robusto y fuerte, era de varios colores: verdoso, blanco, negro y rojizo, todos ellos en una mezcla grosera y desagradable.

—Antao —gritó Alfredo, al descubrir a su amigo un poco retrasado y atento a algo—, ¿contra quién has disparado?

—¡Contra un manojo de colores! —contestó Antao, riendo.

—Pero ¿qué dices?

—¡Ven y verás! ¡No te lo pierdas!

El cazador, aún pensando que su amigo estaba bromeando, se encaminó hacia él y miró hacia el lugar que le indicaba. Pero en cuanto vio al mono en el suelo, cogió a Antao por un brazo y le dijo:

—¡Huye! ¡Corre, márchate! ¡Esos manojos de colores son muy peligrosos!

—¡Es un mono!

—Es un mandril. Si hubieses visto sus dientes, no te habrías atrevido a ir tan lejos: son capaces de destrozar a un hombre. ¡Vayámonos antes que lleguen sus hermanos! ¡Corre! ¡Vamos!

—¡No haces más que asustarme! —dijo Antao—. ¡Por una vez que mato a un animal yo solo, resulta que ahora me las tengo que ver con los demás de su especie!

—¡Corre: vamos!

Por suerte, no llegó ningún mandril y pudieron alcanzar la expedición sin ser obstaculizados por nada.

Mientras, Aseybo, que iba al frente de la caravana para seguir las huellas que habían dejado sus propios caballos, halló otro objeto que pertenecía a la joven amazona raptada. Se trataba ahora de su faja colorada, que se había quedado enganchada entre las ramas bajas de un árbol.

—No la puede haber perdido —dijo Antao— la llevaba atada muy fuerte.

—Tal vez la haya dejado ella misma.

—¿Ella? ¿Y para qué? —preguntó el portugués a su amigo.

—Habrá creído que nosotros, al ver que ella no estaba en el campamento, la buscaríamos. Tal vez la haya dejado ella misma por entre esas ramas para que tengamos una pista de hacia donde la llevan.

—Pues sí que puede ser —dijo Antao, con expresión pensativa.

Al anochecer, y en la orilla contraria del río, que desemboca en el lago Anglo, cerca de Krikor, hallaron la cartuchera de la muchacha negra, pero dejada allí de tal forma que pudiera ser vista por el primero que pasara.

Al pie del arbusto podían verse las cenizas de una hoguera, lo que demostraba que los bandidos se habían parado allí para comer y hacer descansar un poco a los caballos.

—Ahora ya no debemos dudar de la fidelidad de esa muchacha —dijo el portugués a su amigo.

—Sí, es cierto —contestó Alfredo—. Cumple su promesa.

—Los ladrones no nos llevan mucha ventaja. No será muy difícil alcanzarlos.

—No creo que los encontremos en el bosque. Estos caballos van demasiado cargados para que puedan correr más. Pero espero encontrarlos en el país de los aschantis. Seguiremos hacia el oeste.

—¿No encontraremos dificultades entre gente tan bárbara?

—Es verdad que los aschantis están aún por civilizar, lo mismo que los dahomeyanos. Pero saben lo que es un fusil, y sienten por ellos verdadero pánico. No se atreverán a atacamos.

—Una vez nos hayan matado, ¿qué les podría ocurrir? ¿Cómo se enterarían los demás de nuestro asesinato? ¡Ellos, como puedes suponer, no lo confesarían!

—Es cierto. Pero ten en cuenta que entre ellos corre la superstición de que los hombres blancos son inviolables.

—¡Caramba! ¿Nos creen descendientes de los dioses?

—No es eso. Todo se debe a una profecía que procede del primer cuarto de este siglo. En aquellos tiempos los profetas del reino, a los que llamaban «cunfos», anunciaron que llegaría un tiempo en que su pueblo se vería obligado a cambiar de creencias y costumbres por obra de unos hombres de raza blanca que estarían protegidos por los fetiches.

»Decía aquel hombre que si se mataba a los blancos, la más horrible miseria y horrenda destrucción caería sobre el pueblo y los descendientes de los asesinos. Ante tal profecía, y con miedo a que alguien se olvidara de ella y asesinara a algún hombre blanco, se hizo pública una ley por la que se prohibía, so pena de ser castigado muy duramente al que no la cumpliera, a todo el pueblo, incluido el rey, a molestar, y mucho menos sacrificar, a cualquier europeo que pisara estas tierras.

—¡Qué bien! ¡Ahora estoy más tranquilo!

—Puedes estarlo. Además somos un italiano y un portugués. Con un inglés en el grupo, no podrías estarlo tanto.

—He oído decir que los aschantis sienten un odio cerval por los ingleses, y con razón.

—La tienen. Inglaterra desató aquí una guerra injusta contra esos negros. Los aschantis los odian, y tienen toda la razón. La guerra fue un pretexto que los ingleses tuvieron para apoderarse de todo el oro que los aschantis poseían.

»Incendiaron las principales ciudades y obligaron a los vecinos a pagar un crecido impuesto de guerra. Más tarde descubrieron que esos negros aún tenían más oro. Entonces buscaron cualquier excusa para doblar el impuesto que les cobraban por medio de amenazas e imposiciones.

»Ya ves cómo esos negros sienten beligerancia contra los ingleses, como los perros contra los gatos. Si fuésemos ingleses, nos jugaríamos la vida al intentar entrar en territorio aschanti.

En aquel momento descubrieron a Aseybo, que a unos diez pasos de ellos se había enredado el pie en una rama.

Era fácil advertir que la rama había sido colocada de aquella manera para que al pasar alguien cayera. El criado de Alfredo se desplomó en el suelo. Pero con rapidez se levantó y gritó, lleno de espanto:

—¡No os acerquéis! ¡Marchad! ¡No os acerquéis!

XV. El encuentro con los ladrones

Aseybo, los dos dahomeyanos y los caballos, presos de espanto, emprendieron la fuga con increíble rapidez. A pesar de ello no se veía por allí ningún animal salvaje.

Los dos hombres blancos, al oír los gritos del negro, pensaron que bajo aquel árbol se encontraba algún león o alguna otra fiera peligrosa. Se detuvieron, y, en lugar de seguir a los que huían, cargaron los fusiles con rapidez.

Desorientados por completo, no oían ninguna señal que justificara el grito de Aseybo y la huida de todos los demás. Ni siquiera las ramas de los árboles se movían, ni producían el más leve ruido.

—Pero ¿qué es lo que ha visto Aseybo? —inquirió el portugués, sorprendido—. La verdad es que tu criado es muy valiente, y si no es por algo muy peligroso, no se asusta.

—Tal vez haya creído que una cualquiera de esas raíces negras que hay por ahí era una serpiente —dijo Alfredo, pensativo—. No veo nada de particular. ¿Qué habrá visto?

Apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando de lo alto sonó un agudo ronquido. Alfredo levantó la vista y vio volar un grupo de insectos de un tamaño semejante al de nuestras avispas. En el acto lanzó un grito de terror:

—¡Antao, corre! ¡Huyamos de aquí! ¡Pronto! ¡Los elovas!

Antao, de momento, quedó un poco sorprendido por el miedo que parecía tener su acompañante. Pero en cuanto vio que se quitaba la camisa y con ella se tapaba la cabeza, y que echaba a correr como si hubiese visto a los demonios, pensó que se trataba de algo en verdad terrible, y creyó que era necesario imitarle. Así que hizo lo mismo que su amigo y le siguió corriendo como un loco hasta llegar junto a él.

Los insectos a los que Alfredo denominó elovas avanzaban por el aire a gran velocidad. Parecían estar coléricos y no dejaban de perseguirlos en su carrera, dando vueltas alrededor de sus cabezas y lanzando enloquecedores zumbidos. Con mucha astucia intentaban penetrar a través de los pliegues de las ropas con las que los hombres se cubrían la cabeza.

Alfredo, a pesar de que no veía bien el camino, intentaba encaminarse hacia el lugar del que procedían las voces de los negros. Creyó que el criado y los dahomeyanos habían encontrado un lugar seguro, donde no podrían ser atacados por aquellos bichos, pues no dejaban de gritarles:

—¡Aquí, amo! ¡Venid aquí, pronto!

Después de una agotadora carrera, los dos amigos llegaron, juntos, al lugar donde se hallaban los negros y los caballos. Los descubrieron sumergidos en una laguna que prometía ser bastante honda, pues sólo se les veía la cabeza.

El cazador se tiró al agua y no fue necesario que mandara u Antao que hiciera lo mismo, pues el portugués se apresuró a meterse dentro de la laguna, apartándose de aquellas malditas avispas. Mientras, los tres negros, dentro del agua, cubiertas las cabezas con sombreros de hojas de coco, hacían chocar las manos contra las aguas para de este modo ahuyentar a los insectos.

La obra de los negros tuvo sus efectos, pues los bichos, molestos, se unieron en compacto grupo y emprendieron el vuelo de regreso hacia los bosques.

—¿Y adónde se van ahora? —preguntó Antao, que dudaba si debía o no sacarse la camisa de la cabeza o dejarla aún por si regresaban—. ¡Diablos! ¿Tienen fobia al agua?

—El agua no les hace gracia —contestó el cazador—. ¡Me nos mal que nuestros hombres hallaron esta laguna! ¡Vaya suerte hemos tenido!

—¡Bueno: no es para tanto! ¡Por muy mala que sea la picadura de esos bichos, no debes exagerar tanto! Aunque no hubiéramos encontrado esta laguna, de alguna manera nos habríamos arreglado.

—Te equivocas de nuevo, Antao. ¿No conoces esa clase de insectos?

—Pues…, no. Pero creo que son muy parecidos a nuestras avispas.

—Sí, lo son. Pero ésas llevan un veneno mortal que al picar penetra en la carne, produce un dolor que dura dos o tres días, lo que produce un estado de locura a aquél que ha sufrido la picadura.

»Aquí las llaman elovas. Y los nativos les tienen verdadero pánico: son peores que las moscas idolais, que poseen una trompa tan aguda que atraviesa las más recias telas. No hay negro que ose acercarse a sus nidos.

—Pero ¿por qué nos han atacado? —preguntó, extrañado, Antao.

—Alguien las ha provocado.

—¿Quién? —inquirió Antao.

—He sido yo, amo —contestó Aseybo— al tropezar con la rama que estaba colocada en medio del camino y caer al suelo. Creo que alguien colocó la rama junto al nido de los elovas para que, al caer el que pasara por allí, empujara el tronco hacia el nido, los insectos se asustaran y atacaran al infeliz.

—¿Crees que alguien colocó la rama allí con toda intención? —preguntó el cazador a su criado.

—Eso es, amo. Alguien la puso allí para que los elovas atacaran al que pasara por el camino.

—¿Sospechas de alguien, Aseybo? —inquirió el cazador.

—Sí, amo; de los ladrones que buscamos.

—¡Malditos sean! —exclamó Antao—. Los asesinos esperaban que las avispas nos destrozaran la cabeza, ¿no?

—Ya comprendo —aseguró Alfredo—. De este modo hubiésemos permanecido dos o tres días sin poder movernos, y ellos hubieran ganado más tiempo. Debemos estar preparados para esta clase de accidentes. Temo que vamos a encontrarnos con unos cuantos más.

Como ya había llegado la noche, decidieron acampar cerca de la laguna para descansar, a pesar de que no era un lugar seguro, pues los animales salvajes debían acudir con regularidad hasta allí para saciar su sed. Por el contrario, les ofrecía la oportunidad de hacerse con una buena porción de carne asada, cosa que estaban todos deseando.

Con esta intención, después de haber comido una ligera cena, los dos amigos blancos fueron a esconderse al otro lado del lago. Se ocultaron entre cuatro enormes árboles que podían servirles de protección en caso de un ataque imprevisto.

De momento, les pareció que aquella espera podía producir buenos frutos, pues, en cuanto llegó la noche, un verdadero ejército de animales surgió del bosque en dirección a la laguna para calmar su sed. Sin embargo, hasta el momento sólo eran chacales los que acudían a beber, y los hombres que aguardaban no sentían ganas de comer un asado de carne perteneciente a un perro salvaje.

Un rato después, cuando se marcharon los chacales, hizo su aparición un soberbio leopardo. Avanzaba poco a poco, y daba la impresión de que no iba a calmar su sed, sino a saciar su apetito. En seguida se dio cuenta de la presencia de los cazadores. Adivinando, sin duda, que en la pelea que iba a provocar llevaba las de perder, retrocedió unos pasos, aún vacilando, y después echó a correr en dirección a los bosques donde podría encontrar otra víctima.

Como no aparecía ninguna fiera que se prestara a ser asada, los dos amigos se prepararon para regresar al campamento.

—¡Vaya fracaso! —exclamó Antao—. ¡Ni siquiera una gacela o cualquier animal para llevamos al campamento!

—¡Qué desastre!

Iban a marcharse cuando descubrieron, entre las ramas de un arbusto cercano, muchos puntitos luminosos y amarillos que parecían encenderse y apagarse sucesivamente.

—Me gustaría saber qué es aquello —dijo Antao—. ¿Son pájaros nocturnos?

—No; ya se hubieran marchado. Huyen en seguida. Creo que se trata de nuestro asado.

—Si son monos, los dejo para los negros —manifestó el portugués.

—No son monos, Antao. Ahora lo verás.

Alfredo levantó el fusil, apuntó y disparó. En el acto aquellos puntos luminosos se vieron correr por las ramas del árbol. Un cuerpo lanzó un débil grito y cayó al suelo.

—¡Lo ves! —exclamó Alfredo—, ¡ya tenemos asado! ¡Es poco, pero del mejor!

Antao, sin conocer qué animales eran aquéllos, vio dos puntitos luminosos en el aire. Y queriendo imitar a su amigo, apuntó con cuidado y disparó.

—¡Vamos a ver si son de pluma o de pelo!

El cazador se agachó, cogió los dos cuerpos y los examinó con atención. Se trataba de dos animales del tamaño de un conejo. Tenían el pelo corto, gris en el lomo y blanco en el pecho; las orejas resultaban extraordinariamente grandes con relación al resto del cuerpo.

—¿Qué clase de animales son? —preguntó el portugués.

—Son galangones —respondió Alfredo—. Son animales de vida nocturna. De ordinario habitan en los árboles, se alimentan de insectos y de la goma de las plantas resinosas.

—Tienen unas orejas extraordinarias.

—Sí, es verdad. Sin embargo, para ellos, es muy importante, pues cuando quieren dormir y les molestan los ruidos, sólo tienen que replegarlas, tapando así el conducto auditivo.

—Bueno; pues los asaremos para el almuerzo.

Eran casi las doce de la noche, y los dos amigos acordaron regresar al campamento y descansar un poco aprovechando la vela de uno de los dahomeyanos.

Al amanecer, la expedición emprendió la marcha. Atravesaron las fuentes del Dschawoe, río de regular recorrido que desemboca en el Volta. Iban siguiendo las huellas de los ladrones que hallaron en el lado opuesto del canal, y que encontraron después de haber pasado mucho tiempo buscándolas. Aquellas señales marcaban un camino que se dirigía hacia el oeste, o sea hacia el río Volta, que, al ser tan largo, forma la frontera oriental del poderoso territorio de los aschantis.

Ya no había lugar a dudas respecto a la dirección que llevaban los enemigos: se encaminaban hacia algún mercado del reino de los aschantis, con el fin de vender allí los objetos de que se habían apoderado durante el asalto al campamento de los blancos. Seguramente consideraron que los mercados de Krepis eran pobres para que les pagaran bien aquellas mercancías.

Alfredo, de momento, pensó que los ladrones marchaban hacia Kpandu, una de las principales ciudades de Krepis, que se hallaba al otro lado del 7° de latitud septentrional. Sin embargo, la línea que marcaban las huellas le obligaron a pensar lo contrario. Los hombres de Kalani se dirigían a Abetiffi, uno de los principales centros comerciales del país de los aschantis. Esta ciudad es muy importante, y en el intercambio comercial que se celebra cada semana acuden a ella muchas caravanas procedentes de Kumasia, y de otros Estados, con el fin de comprar y vender.

Esta parte de la selva, que corría a lo largo del Dschawoe, permitía avanzar más de prisa, pues se hallaba menos poblada de ramas y raíces y era más fácil caminar por ella. Los árboles, unidos en grandes grupos, permitían el paso por enormes claros, lo suficiente anchos como para que pasara la caravana. Estos claros, abundantes por edil, estaban despojados por completo de ramajes y bejucos.

El criado del cazador seguía al frente de la expedición, examinando las huellas, que seguían siendo claras. Sin embargo, no encontró ningún otro objeto perteneciente a la muchacha negra. Tal vez los espías habían notado que dejaba huellas adrede y fuera víctima de una mayor vigilancia.

Escarmentado por el incidente de los insectos, el astuto Aseybo andaba con muchas precauciones, examinando con detenimiento el terreno antes de poner los pies en él. No dejaba de observar por donde pisaba, por temor de poner los pies en alguna trampa, que, si bien se ponía para cazar animales, también era posible que los dahomeya nos las pusieran en medio del camino para atraparlos.

Comprendía que aquellos criminales, después de haber intentado cortarles el camino en varias ocasiones, les tenderían alguna nueva trampa. Y sabía también que cada vez irían siendo más peligrosas y más difíciles de vencer.

Sus temores iban a confirmarse muy pronto.

Al llegar a la otra orilla del Deise, otro de los pequeños ríos que iban a desembocar en el Volta, la expedición se detuvo para descansar unos momentos.

Al cabo de un par de horas, cuando la expedición llevaba un buen rato avanzando, el negro se detuvo. Unos olores extraños hirieron su sentido del olfato, que tenía muy desarrollado, y comprendió que algo ardía hacia el oeste.

No eran las emanaciones propias de las ramas al quemar se, ni aun de las resinosas. Se trataba de un olor repugnante, muy desagradable, como de carne al quemarse.

—¡Amo! —dijo, volviéndose hacia Alfredo—. Algo pasa al oeste de la selva.

—¿Qué es?

—No lo sé. Pero siento que algo se quema.

—¿Habrán prendido fuego a las ramas, para que no podamos avanzar? —preguntó Alfredo, presa de gran inquietud.

—Este olor a quemado puede ser la señal de gran peligro —dijo el portugués.

—Tal vez han incendiado algunos árboles de resina —dijo Alfredo.

—Debe ser muy difícil que se incendie toda la selva, ¿no?

—Más bien creo que lo que se está quemando es carne. Parece como si estuviesen asando un centenar de bueyes, ¿no crees?

—Sí, Antao. Es cierto.

—Pero ¿de dónde viene?

—Lo ignoro.

—Aseybo, sube al árbol y mira si es la selva lo que arde.

El criado obedeció con rapidez la orden de su amo. Descubrió que una majestuosa teca elevaba su copa a mucha más altura que los demás árboles, y con la ayuda de los esclavos consiguió alcanzar las primeras ramas. Después le fue fácil llegar hasta lo alto.

Desde allí su mirada se extendió por toda la selva, y divisó con gran claridad a menos de dos kilómetros de distancia algunas columnas de humo que surgían muy cerca de un río que se recortaba en el horizonte occidental.

Le pareció que no eran los árboles los que ardían, sino los matorrales, pues desde allí se veían algunos de los primeros, y no distinguió ninguno que estuviera ardiendo.

Al cabo de un momento, por entre los árboles cercanos avanzaba una larga serpiente de color oscuro que parecía dividir la selva en dos panes.

—¡Asesinos! —susurró—. ¡Ya lo entiendo!

Descendió con gran agilidad del árbol, saltando de rama en rama, hasta que llegó al suelo. Y en cuanto tocó el suelo, tiró a un caballo por las bridas y empezó a correr, mientras gritaba:

—¡De prisa: seguidme! ¡De prisa, o no podremos alcanzar el río hasta dentro de tres o cuatro días! —urgió el negro.

Los dos hombres blancos no pidieron explicaciones al negro, y obedecieron. Comprendieron que si Aseybo actuaba de aquella manera era porque había descubierto algo y 110 podía perder tiempo en referirlo. Sea lo que sea, Alfredo le tenía confianza y sabía que lo que hacía era por algo. Así que toda la expedición corrió detrás de él.

Aseybo corría como un loco, y al hacerlo describía un círculo en el suelo. Parecía que intentase evitar un gran peligro que llegara del oeste. Miraba a su alrededor lanzando miradas llenas de horror, como si tuviese miedo de ser arrasado por algo.

—¡Qué país! —murmuraba Antao, que galopaba junto a los caballos—. ¡No hay manera de estar tranquilo un momento! ¿Qué ocurrirá ahora? Ayer fueron las avispas. ¿Con qué clase de bichos nos tocará defendernos hoy?

Al cabo de un momento Aseybo lanzó una exclamación de victoria.

—¡Aseybo! —gritó Antao—. ¿Nos persigue algún monstruo? Si seguimos corriendo así, reviento.

—¡De prisa! —dijo el negro—. ¡Hemos llegado a tiempo!

—¿A tiempo de qué? —inquirió el portugués, agotado por completo.

—¡De salvar la vida!

—¿Y por qué?

—¡Mirad!

Antao miró bajo los árboles, y empezó a reír con risa estrepitosa.

—¡Pero tú estás loco, amigo!

—No, Antao —dijo el cazador—. Aseybo tiene razón. Si aprecias la vida, agradécele estar vivo.

—¡Pues yo sólo veo hormigas!

—Lo son, amigo. Son hormigas, pero si te cogen por su cuenta no dejan rastro de ti. ¡Antao, hemos resistido a una nueva trampa de los hombres de Kalani! ¡Adelante!

XVI. Las hormigas carnívoras

Si Antao hubiese vivido algunos años en aquellos lugares y conocido sus peligros, al ver aquella columna de hormigas avanzando por la selva no se habría reído. Pero como no sabía de qué se trata al ver aquella agrupación de hormigas, que parecía una serpiente gigante, llamó loco al criado negro, y se burló de aquella especie de animales, que, de no haber podido huir a tiempo, hubiese acabado con todos ellos.

África, lo mismo que América meridional, está en verdad minada de hormigas de varias especies. Por lo general, todas son más grandes que las que hay en Europa, y como rasgo curioso en esta clase de animales hay que destacar que son muy feroces y tienen un apetito de carne sorprendente.

Las blancas, una de las muchas clases que existen, habitan en nidos de forma achatada que parecen unas ruedas de molino de tamaño gigante. Se limitan a comerse los viejos troncos de plantas de algodón o de los travesaños de las cabañas de los negros. Otras, como las negras, viven escondidas en la tierra, y lo único que hacen es pinchar sus agudas tenazas en los pies de los negros, produciéndoles terribles dolores. Pero hay otra clase de hormigas que para vivir necesitan descarnar a sus víctimas.

Se trata de las denominadas termitas, las más grandes y rojas, que se alimentan de carne, a la que acechan con una avidez increíble.

Si encuentran a un hombre o un animal en su camino lo devoran por completo. En un abrir y cerrar de ojos lo cubren de arriba abajo, y empiezan a trabajar con sus agudas tenazas. A pesar de la resistencia natural de la víctima, en pocos minutos se la comen viva, no dejando más que los huesos, pero tan limpios de carne y de sangre que ni hecho adrede por un hombre especializado quedan como los dejan ollas.

Existe otra clase de termitas que aún son más peligrosas. Se trata de las lascicuas, que son peores que las blancas, las rojas, las de agua y otras clases de hormigas que son temidas por todos los pueblos de África occidental.

Esas hormigas viven en un continuo peregrinaje, pues no tienen un lugar fijo donde vivir, ni siquiera forman nido. Van errantes por la selva, siempre en grupo, devorando todo lo que encuentran a su paso, ya sea animal, hombre, valiente, cobarde, grueso o delgado. Incluso obligan a algunos nativos de por allí a abandonar su vivienda y sus tierras.

La compacta columna que ahora avanzaba en mitad de la selva seguramente fue puesta en aquella dirección por los espías de Kalani, que intentaban deshacerse de ellos, o por lo menos hacerles perder tiempo.

Debieron quemar una pradera de hierbas secas con el fin de obligar a las hormigas a marcharse de allí y dirigirlas hacia el camino por el que avanzaban los hombres blancos. Como que las lascicuas huyen del calor y tienen verdadero pánico al fuego, con el humo tuvieron más que suficiente para marcharse del lugar donde se encontraban y marchar al encuentro de los hombres blancos.

Por suerte, Aseybo las había visto antes, y, adivinando el engaño de los dahomeyanos asesinos, incitó a sus acompañantes a correr un buen trecho y pasar por el camino antes que lo hiciera el grupo de hormigas y lo hubiesen cubierto por completo.

—Unos minutos más y perdemos por lo menos cuatro días —dijo el cazador, que se apresuró a alejarse de aquel pequeño camino negro formado por millones de hormigas.

—¿Va a durar mucho el paso de esas hormigas? —inquirió Antao.

—¡Es imposible llegar a saber cuántas hormigas forman esa columna! ¡Qué espectáculo! ¡Parece un ejército con sus filas correspondientes!

—Es verdad. Y mira: no son más anchas de veinte centímetros. ¡Qué orden llevan! ¡Es prodigioso!

—Fíjate cómo los batallones conservan una línea recta y corrada.

—¡Es cierto, Alfredo! ¡No hay ni una que sobresalga de las demás!

—No lo permitirían los oficiales.

—¿Qué oficiales?

—No te extrañes. Si pudiese acercarme sin peligro, te mostraría a los jefes; van a los lados de la columna, para que ninguno de los insectos se desmande.

—¡Es increíble! ¡Parece mentira una inteligencia así en irnos cuerpos tan pequeños!

—Esos jefes de que te estoy hablando son de casta guerrera.

—Pero ¿es que también están divididas en castas? —inquirió el portugués.

—¡Claro, Antao! Por ejemplo: las termitas se dividen en dos clases, que se distinguen perfectamente y que no admiten la mezcla: las guerreras y las industriales. Las primeras se encargan de proteger el hormiguero: sólo se cuidan de rato; y son más grandes y fuertes. Las industriales, protegidas por las otras, deben cavar las galerías subterráneas y buscar el alimento.

—¡Si no me lo cuentas tú, no lo creería! —exclamó Antao.

—Pues eso no es todo, amigo. Hay una clase de hormigas que, además de esas dos clases, aún distinguen otra: la de bis esclavas.

—¡Diablo! ¿Esclavas entre las hormigas?

—Exacto, amigo mío. Y esas hormigas que pertenecen u la clase de las esclavas se las llama «amazonas» o las del «color de la sangre» y viven en la América meridional.

—¿Y las hormigas esclavas son de la misma especie?

—¡No! Cuando las «amazonas» necesitan esclavas emprenden luchas contra las llamadas «negro-ceniza» como los cazadores de esclavos en el África Central. Como son mucho más fuertes, vencen al enemigo, ocupan sus hormigueros, y, a pesar de que en ellos encuentran aferrada resistencia, se apoderan de las larvas de las «negro-ceniza». Mucho más humanos e inteligentes que los que raptan a los negros, no las maltratan ni abusan de ellas, sino que las llevan a sus hormigueros, las ponen a la atención de otras esclavas, las alimentan y las cuidan. Cuando crecen, las obligan a trabajar, pero sin utilizar jamás la fuerza.

—¿Y nunca se rebelan?

—No. ¿Por qué? Por el contrario, viven muy contentas. A pesar de la diferencia de clases, entre todas las hormigas reina una envidiable armonía.

—¡Caramba! ¡Qué lección nos dan! ¡Casi diría que son maestros de la civilización!

—¡Amo! —dijo entonces Aseybo—. Creo que sería mejor que antes que las lascicuas se den cuenta de nuestra presencia, cruzáramos el río. Ten en cuenta que el fuego sigue ardiendo y en cualquier momento pueden cambiar de dirección.

—¿Podremos seguir las huellas de los ladrones ahora que las cenizas las habrán cubierto?

—Si los bandidos han cruzado el río por esta parte, es señal de que hay un vado que ellos conocen. Si podemos hallarlo en la otra orilla, encontraremos de nuevo sus huellas.

—Tienes razón, Aseybo. Vamos a buscar el vado.

El fuego de la pradera abarcaba desde el río Volta hasta los primeros árboles del bosque. Por algún lugar se había ya apagado y era fácil atravesarlo. Hacia el norte seguía ardiendo a lo largo de la orilla del río, y espesas nubes de humo se elevaban hacia el cielo. Sin embargo, la humedad del terreno y el grosor de los troncos impedían que el fuego se extendiera demasiado.

La expedición, que no deseaba desperdiciar tiempo para que los ladrones no pudieran desembarazarse de las mercancías hurtadas, se atrevió a andar sobre la ceniza, que aún estaba caliente. Sin embargo, los tres negros que iban descalzos tuvieron que montar sobre los caballos para no quemarse los pies.

El bosque fue atravesado sin ninguna dificultad, y media hora después todos, hombres y animales, se hallaban en la orilla izquierda del Volta.

Este río es el más largo e importante que riega la región de la Costa del Marfil, y, a pesar de que baña las posesiones inglesas, se desconoce su longitud y cuáles son sus fuentes.

No obstante se cree que está formado por dos grandes corrientes de agua, conocidas con los nombres alemanes de Schwarger y Weisser. Una de las dos procede de la región de Tiebas, hacia el 12° de latitud norte y 13° de latitud este.

Recorre los países de los dafinas, los mandingos y los gummans. Después se desvía hacia el este y forma la frontera de los aschantis, para desembocar en el mar en una gran playa muy próxima a la ciudad de Ada, una pequeña Dosesión inglesa en la Costa del Marfil.

El río, en el sitio en que estaba la expedición, tenía unos cuatrocientos metros de ancho, pero, sin embargo, el agua no era muy profunda, y se podía cruzar sin temor a los cocodrilos que de ordinario llenan el río.

—Será fácil pasar —dijo el criado negro, que ya se había metido dentro para saber lo profundo que era—. Si lo han hecho los espías, también lo haremos nosotros.

—¿Por qué supones que han pasado por aquí?

—¿No ves, amo? Más allá el río se hace más estrecho y será más profundo. Se hubiesen ahogado por allí.

Los dos hombres blancos se despojaron de los pantalones y, levantando las carabinas, entraron en el agua. Primero lo cruzó Aseybo, después ellos y, por último, los dos dahomeyanos, que llevaban los caballos.

A un metro de profundidad, bajo el agua, creyeron que había un inmenso banco de arena, pues ni a derecha ni a izquierda faltaba fondo. Si era muy extenso, seguramente podrían cruzar el río sin necesidad de mojar ni los víveres ni las municiones que llevaban consigo.

La corriente era bastante débil y los favoreció. A pesar de todo, el negro, antes de dar un paso, tomaba mil precauciones, tocando el fondo con un bastón pesado, pues conocía lo que podrían encontrar allí dentro.

Aquellas atenciones le salvaron el pellejo. Estaban a punto de entrar por un canalillo abierto en la arena, cuando el negro, sin darse cuenta, colocó el pie encima de un cuerpo resbaladizo, que en seguida huyó, haciéndole perder el equilibrio.

Aseybo sabía de qué se trataba, y con mucha rapidez retrocedió. Al cabo de un segundo, una cola enorme sobresalió del agua, dando algunos coletazos y marchándose por la izquierda.

—¡Diablos! —exclamó el portugués—. ¿Es un hipopótamo?

—¡Es un cocodrilo! —dijo Alfredo—. ¡Quietos!

El monstruo, de momento, se limitó a batir la cola, pero al ver que nadie caía, sacó su asquerosa cabeza por entre las aguas. Abrió la boca y su horrible garganta, y sus largos y afilados dientes quedaron al descubierto.

Al ver a los enemigos se apresuró a huir, con gran sorpresa por parte de Antao.

—¡Esto es un cocodrilo cobarde! —dijo Antao—. ¡He oído decir que son muy peligrosos! Pero éste los ha deshonrado a todos.

—Es verdad que los cocodrilos son muy peligrosos, pero también es cierto que son muy prudentes. Si te han contado que se echan encima de la primera persona que les sale al paso, es mentira.

—Lo he leído en muchos libros.

—¡Mentiras, Antao! Ya has visto cómo no te ha atacado. Procuran siempre mantenerse alejados de los hombres, y te aseguro que no los atacan. No quiero decirte con eso que, si te tiras a un río lleno de cocodrilos, salgas con vida.

—Pues también he leído que es peligroso tomar el agua de los ríos en que hay cocodrilos.

—Eso es cierto. Sobre todo para las mujeres indefensas. Esos animales las aguardan ocultos en la orilla, y, cuando las infelices se inclinan para coger el agua, saltan, las cogen y se las llevan hacia el fondo. Por lo demás, son muy prudentes. Si van varios, entonces tienen más valor; pero ni no, huyen en seguida. Te lo aseguro.

—Pues no estoy muy seguro de que ése que hemos asustado no se presente de nuevo y por debajo del agua nos arranque una pierna.

—Te equivocas, amigo. Será suficiente con que Aseybo mueva el agua con el bastón para que se marche.

Después del susto, Aseybo emprendió otra vez el camino, y seguía tocando el fondo con el bastón para asegurarse de su solidez y no volver a pisar un bicho de aquéllos que de un coletazo le podía matar.

Por suerte, el banco de arena llegaba de un extremo a otro de la orilla, por lo que la expedición, tras haber estado más de un cuarto de hora en el agua, ganó sin más dificultades la orilla, que se hallaba cubierta por espesos y altísimos árboles.

Estaba a punto Aseybo de trepar por la pendiente de la orilla, cuando enseñó a los dos hombres blancos un banco medio oculto en un grupo de rocas, sobre el que unos veinte cocodrilos, unos grandes y otros más pequeños, estaban tendidos calentándose al sol.

—¡Qué bonita colección! —dijo Antao—. ¡Me muero de ganas de descargar mi fusil sobre esos asquerosos animales!

—Pues perderías el tiempo, amigo mío. Las escamas que los protegen son tan duras que tus balas rebotarían en ellas. Los únicos lugares vulnerables son los sobacos y el cuello, pero ya se cuidan de no dejarlos nunca al descubierto.

—Pero ¿qué es esto? ¿No ves unos pájaros que entran en la boca de esos monstruos? —preguntó, admirado, el portugués.

—Sí, lo veo —respondió Alfredo, sonriendo.

—¡Y no se los comen!

—Son amigos de los cocodrilos.

—¿Esos pájaros, amigos de los cocodrilos? Pero ¿qué dices?

—Pues eso: que son amigos. Se trata de los «troquilos» unos pajarillos que jamás se alejan de los cocodrilos, y que les sirven para limpiar su boca de los restos de insectos que quedan en los dientes.

—¿Y los cocodrilos no los devoran?

—Tú mismo lo estás viendo. Entran y salen como si nada.

—¡Nunca hubiese creído que los cocodrilos fueran tan agradecidos!

—¡Ah!

—¿Qué ocurre?

—¿Puedes ver esos animalillos que van poco a poco por la arena de la orilla?

A unos trescientos pasos, más o menos, unos animales del tamaño de un gato, con el cuerpo más largo y las patas cortas, avanzaban con precaución. Tenían el hocico puntiagudo, las orejas anchas y la piel lanosa, larga, amarilla-rojiza, un tanto blanquecina por la cola.

Andaban poco a poco, intentando mantenerse escondidos por los salientes de las rocas. Pero de vez en cuando se paraban para escarbar en la arena con sus patas.

—¿Son gatos? —preguntó el portugués—. ¿Gatos salvajes?

—No. Son los más fieros enemigos de los cocodrilos.

—¿Me tomas el pelo? ¡Si son muy pequeños!

—Es cierto, amigo. Se llaman «icneumonos» y se pelean continuamente porque se comen los huevos que los cocodrilos dejan al sol para que éste los fecunde.

—¡Qué cosas más extrañas!

—Pues son de una gran utilidad. Sin esos animales, los cocodrilos se multiplicarían de tal manera que los ríos de África serían infranqueables, ni siquiera los barcos podrían pasar por ellos. Y ahora dejemos en paz a esos anima les y ocupémonos de los bandidos, o nos tomarán tanta delantera que no podremos darles alcance. Estad prepara dos a cualquier cosa, porque ya estamos en el territorio de los aschantis.

XVII. En el territorio delos aschantis

El país de los aschantis ocupaba un territorio que era el más extenso y el más rico del África occidental. Se extiende entre el 1° y el 4° de longitud oeste del meridiano de Greenwich, y el 6° y el 18° de latitud septentrional.

Limita al sur con los pequeños Estados de Akim, de Aspin y de Deukera, y por otra parte con las posesiones inglesas. Al oeste linda con el río Comoe, y al norte y oeste, con el Volta y la región de los mandingos.

Esta vasta región, cercada por los límites que se ha indicado, está dividida en dos partes completamente distintas, pues tienen características diversas una de la otra, y casi ninguna en común.

En la parte que está regada por el Volta, el terreno es llano, y la atraviesa un solo camino, que se llama del Norte, que es el que usan los aschantis en sus viajes a Serim. Hay muchos arroyos y ríos. De cuando en cuando se encuentra alguna que otra selva, llena de una gran variedad de animales salvajes, antílopes de varias clases, gacelas, chacales, leones, leopardos, hienas e incluso abundan mucho los elefantes.

En esta llanura se cultivan millones de quintales de maíz grisáceo, que es la principal base de alimentación de los habitantes del lugar. Los de la capital llegan a consumir media tonelada diaria.

La otra parte del territorio está regada por el Comoe. Es muy montañosa y la cruzan una gran cantidad de cordilleras, que recorren el territorio en todas direcciones. Está muy poblada y el terreno es de gran fertilidad.

En esta parte del país se hallan las ciudades principales: Kumasia, que es la capital, levantada de nuevo después de haber sido destruida por los ingleses; Wiawoso, Manso, Bontuku y Kintampo.

A pesar de que los ingleses llegaron hasta lo indecible para destruir por completo aquel territorio, el país de los aschantis está reconocido como el más poderoso y rico de toda la costa, tanto que es temido por todos los demás Estados, pues en caso de una guerra no tendría rival que pudiera enfrentársele.

También tiene a su favor el clima. Pues, aunque es muy cálido, es bastante saludable. Esto se debe sin duda a los muchos torrentes que descienden de los montes del interior.

En algunos lugares del país, sobre todo en los bajos, algunas veces se originan fiebres, pero no llegan a causar la muerte, como en los demás lugares del continente, como, por ejemplo, en Widah, Puerto Nuevo o las repúblicas del Popo.

Incluso en la misma capital, el aire sería saludable a no ser por los hedores que la embrutecen, provenientes de los centros de cadáveres humanos abandonados en los pudríderos, a los que llaman appetismos, durante la fiesta de la sangre, ceremonia que se conserva a través de las generaciones cada vez que muere un rey y cuando se corona al que le sucede.

La expedición, al llegar a la otra orilla del Volta, se halló en medio de otra selva que parecía llegar hasta el Affram, un gran afluente de aquel río. Dicha selva estaba formada por acacias, mimosas, arbustos, todos más o menos del mismo tamaño, un poco mayores que nuestros olmos, en lo que se refiere a la altura, ya que el tronco es mucho más grueso. De las potentes ramas colgaban grandes hojas resplandecientes que se plegaban al ser heridas por el sol, y que en la punta presentaban una especie de nudos con diminutos y extraños tubillos que formaban flores, de colores violáceos y abiertas en forma de cáliz.

Estas plantas son muy apreciadas en las poblaciones de la Costa y del Sudán, pues elaboran una excelente goma que produce los troncos, al formar unos globitos de color rojizo que a veces alcanzan el peso de dos libras, aunque la materia que forma es muy ligera.

Además de mimosas, había también plátanos; palmas de elais; plantas de algodón, de tamaño gigante; cedros, pinos espinosos, y en muchas de las ramas de todas esas plantas cientos de pájaros multicolores y de monos de varias especies aparecían de vez en cuando.

En cuanto subió la pendiente de la orilla, el criado de Alfredo se dispuso a buscar las huellas de los espías de Kalani.

Por fortuna las halló a unos doscientos metros de distancia del vado, en un lugar donde aún quedaban señales de una hoguera y aparecían las ramas rotas por las pisadas de caballos.

Se pusieron todos de acuerdo en no dejar descansar a los ladrones. Y aunque los caballos necesitaban descansar, ya que llevaban mucha carga y las escisiones que se hicieron on el camino para reposar fueron muy cortas, decidieron seguir adelante, animados por la esperanza de hallar a los negros sanguinarios en Abetiffi, pues habían observado que las huellas se dirigían hacia el sudoeste.

Siguieron avanzando durante todo el día, instigando a los caballos para que se mantuvieran a su paso. Pero antes del anochecer no tuvieron otro remedio que pararse en la orilla del Affram. Uno de los caballos se había desplomado y, aunque no estaba herido, se negaba a levantarse, y el otro parecía dispuesto a seguir el ejemplo del primero, aunque se obstinaran los hombres en seguir andando.

Como el sol aún no se había puesto del todo, y aún se veía bastante bien en la selva, Alfredo y el portugués decidieron llevar a cabo una inspección por entre los matorrales cercanos y de paso tratar de cazar algo.

En una pendiente que descendía hacia el río hallaron unas huellas de pezuña, que parecían pertenecer a algún antílope. Con la intención de derribar a alguno de aquellos animales, se escondieron entre unos ramajes, a unos quinientos pasos del campamento.

Confiados en que regresarían tarde, hicieron una especie de asiento con hojas frescas y encendieron sus pipas. Se acomodaron y se dispusieron a esperar a que llegara la noche. En aquel momento se dejó oír el ruido de un disparo.

El cazador conocía el terreno que pisaba, sabía que aquella región estaba desierta y que no había ningún poblado a todo lo largo de la frontera. Al oír el disparo se levantó.

—Alguien está cazando a unos tres kilómetros de aquí —dijo.

—Será algún aschanti —contestó su amigo portugués.

—¡No lo creas! —dijo Alfredo, moviendo la cabeza.

—Pues ¿quién ha disparado?

—Los ladrones que buscamos.

—¡No puede ser! ¡Esos bandidos están lejos!

—Tal vez alguno de ellos nos siga o se haya quedado retrasado —dijo el cazador.

—¿Y para qué?

—Para que no podamos avanzar con libertad.

—Entonces podríamos aprovechar la oportunidad, sorprenderle y matarle —dijo Antao.

—No: matarle, no —puntualizó Alfredo—. Mejor sería cogerle vivo y hacerle hablar. ¡Escucha! Ha sonado otro disparo y más cercano que el otro.

—¡Sí! ¡Ha sonado a unos dos kilómetros de aquí!

—¿Quieres venir conmigo?

—Si es para coger a uno de esos criminales, te acompañaré hasta las entrañas de Dahomey.

—Ven, Antao. Pero trata de no hacer ninguna tontería. Debemos ser muy prudentes.

Los dos amigos abandonaron el refugio y, aunque empezaba a sumirse todo en la oscuridad, se pusieron en marcha. Avanzaban a lo largo del río, siguiendo la orilla por donde se podía andar más cómodamente que por el interior de la selva.

Aún no habían andado un kilómetro hacia el oeste, cuando se escuchó un tercer estampido. Poco después se oyó el cuarto, y esta vez fue tan cerca que daba la impresión de que el cazador se hallaba a menos de una milla.

—¿Acaso están en guerra? —inquirió Antao—. No creo que ese cazador encuentre tantas fieras, en tanto que nosotros no hemos hallado ninguna.

—Si luchasen hombres contra hombres, se oirían gritos o voces —respondió Alfredo.

—¡Creo oír algo así como un fragor!

—¿Hacia dónde?

—Creo que viene del oeste. ¡Escucha!

Alfredo se paró. Se inclinó hacia el suelo, escuchando con mucha atención, y, en verdad, percibió un ruido.

—Parece el ruido de una catarata o el lejano rumor que produce el paso de muchos caballos o de piezas de artillería montada.

—¿Crees que se trate de eso? —preguntó el portugués.

—No estoy seguro. También parece una manada de animales que corra por la selva.

—¿Y qué animales pueden hacer ese ruido? ¿Leones, leopardos?…

—¡Elefantes, Antao!

—¡Diablos! ¡Elefantes!

—¡Por aquí hay muchas manadas de elefantes! ¿Sabes qué es lo mejor que podemos hacer?

—¿Qué?

—Subimos a un árbol muy alto y robusto.

—¿No sería mejor regresar al campamento y avisar a los negros?

—No tendríamos tiempo. ¡Vamos, arriba!

En un momento eligieron el que les pareció más alto. Los dos hombres treparon por los troncos y pronto se pusieron a salvo en las más elevadas ramas de un bombax, de modo que quedaron escondidos entre el denso follaje.

Mientras, el ruido fue aumentando, hasta que llegó a ser pavoroso. Era como si diez potentes trenes corriesen a toda velocidad por la selva arrastrando cuanto encontraran a su paso. La tierra trepidaba como si estuviese siendo víctima de un espantoso terremoto. Los árboles crujían y se precipitaban al suelo, como si se tratase de débiles ramas. Y mezclados a aquel ruido se oían clamores espantosos, sonidos extraños que parecían proceder de centenares de trompas de tamaño monstruoso.

—¡Diablos! —exclamaba el portugués—. ¡Parece como si un huracán se lo llevara todo!

De repente unas masas extraordinarias surgieron de entre unos árboles, se adelantaron y arrancaron todas las plantas más débiles que encontraron al paso. Una multitud de ramas, bejucos y raíces se esparció por el suelo.

Se trataba de una manada de elefantes que, espantados por algo, huían despavoridos, en desorden, a través de la selva. Eran unos animales de tamaño extraordinario, e iban enloquecidos, presos de verdadero pánico.

Mezclados en confuso desorden, machos, crías, hembras, todos víctimas de un indescriptible terror, corrían dando la impresión de no tener más que una intención: escapar de algo horrible que se avecinaba.

Desde lo alto del árbol, los dos cazadores contemplaban la huida de los animales. Más de cien elefantes pasaron por debajo de los cazadores; algunos de ellos chocaron con el bombax, haciéndolo temblar de tal forma, desde las raíces a las hojas más altas, que todo parecía que iba a dar contra el suelo. La manada desapareció por el este, entre un ruido infernal y un crujimiento de arbustos y bejucos.

—¡Diablos! —dijo el portugués—. ¡Esto atemorizaría al más valiente!

—Ya lo creo —respondió Alfredo—. Piensa cómo hubiésemos quedado si nos cogen en medio.

—Pero ¿de qué huían?

—De los cazadores de elefantes.

—¡Caramba! ¡No me digas que esas fieras que causan tal desastre tienen miedo de dos o tres cazadores!

—¡Pues es cierto! Ellos por naturaleza no se atreven a atacar, y sólo osan hacer frente cuando están heridos.

—¿Y los disparos son suficientes para que huyan?

—A veces sí. Aunque para que huyan es suficiente con lanzarles ramas inflamadas o algo encendido.

—¡Nuestros hombres habrán sido aplastados por esas bestias!

—Aseybo los habrá oído y se habrán cuidado de protegerse él y los dahomeyanos…

—Pero ¿y los caballos?

—Habrán huido; esto es seguro.

—¡Qué gusto me hubiera dado matar a uno de esos elefantes!

—Si se separan, aunque es difícil, tal vez podremos cazar alguno.

—¿Es verdad que las patas y la trompa son de una carne muy sabrosa?

—Sí, así es. Espero que la pruebes.

—¿Bajamos ya?

—Sí. El peligro ha pasado. Deben estar ya muy lejos.

Antao se disponía a descender del árbol por las mismas ramas por las que habían subido, cuando Alfredo les dijo:

—¡No! ¡Cuidado! ¡No te muevas!

XVIII. Caza del elefante

Antao, al oír la voz de su amigo, comprendió por el acento de mando, que algo iba a suceder. Dejó la rama en que estaba y volvió a colocarse en el lugar en que había estado protegido hasta aquel momento, y junto a Alfredo.

El cazador, oculto por las ramas, señalaba en silencio un grupo de mimosas que se encontraba frente a ellos. El portugués miró hacia allí. Distinguió dos cuerpos que surgían de entre los arbustos y avanzaban con precaución por el terreno desnudo de ramas.

Aunque era una noche sin luna, la luz de las estrellas era suficiente para distinguir los cuerpos de tamaño respetable. Antao, que tenía buena vista, pronto comprendió de qué se trataba.

Aquellas dos sombras pertenecían a dos negros, muy altos, casi desnudos, y los dos llevaban una carabina en la mano. Se pararon cerca del árbol en que se encontraban los dos amigos. Inclinados un poco hacia adelante, escucharon con atención.

—¿Son los cazadores de elefantes? —preguntó Antao, susurrando al oído del cazador.

—¡No lo sé!

—Tal vez son nuestros ladrones.

—Creo que sí —contestó Alfredo.

—¡Es una oportunidad estupenda para disparar contra ellos!

—¡Muy bien! ¡Y entonces los demás cogerán las cajas y la muchacha y los volveremos a perder! ¡No; no deben saber que estamos tan cerca de ellos!

—Pero ten en cuenta que… —empezó Antao.

—¡Silencio! —ordenó el cazador.

Los dos negros, después de haber permanecido unos minutos escuchando, creyendo que se hallaban completamente solos, empezaron a hablar en lengua negbe, que Alfredo entendía.

—¿Has oído algo? —preguntó uno.

—No, nada —contestó el otro.

—Si los elefantes han mantenido el tren que llevaban, estarán ya muy lejos, a no ser que se detengan.

No lo harán. Los hemos asustado demasiado con las t amas encendidas para que se detengan. Por lo menos hasta amanecer seguirán corriendo como ahora.

—Entonces si han encontrado a los blancos por el camino, sin duda los habrán arrasado a todos.

—Si aún vivían, sí, aunque lo dudo.

—No me gustaría estar en su pellejo.

—Ni a mí, te lo aseguro.

—¡Qué tranquilidad si, de una vez, hubiesen perecido todos!

—Por lo menos podremos llegar a Abetiffi y cambiar las mercancías sin preocuparnos por ellos.

—Si aquella estúpida mujer no hubiese dejado su faja como señal en medio del camino, no nos habrían podido seguir, ¿no crees, Amadís?

—Si llegamos a saber que iba a favor de los hombres blancos, no nos la llevamos. ¡Nosotros creímos liberarla de ellos! ¡Pero en cuanto lleguemos a Dahomey, Kalani o Gelete ya sabrán castigar a esa traidora!

—¿Regresamos ya a Dahomey?

—Sí, Cobbena. Pero primero venderemos las cajas, con lo que ganaremos algún beneficio, y después volveremos por él Volta y regresaremos.

—Es lo mejor. Ya sabemos seguro hacia adónde se dirigen esos blancos, si es que están vivos aún. ¡Creían engañar a los espías! ¡Ya verán cuando se encuentren con el recibimiento que les prepara Kalani!

—Creo que deberíamos regresar. Hemos de andar cinco millas para llegar al campamento.

Los dos negros, con las carabinas cargadas, a pesar de saber que los elefantes habían huido despavoridos por la selva, emprendieron el camino andando de prisa y en dirección oeste.

Cuando Antao, aún sin saber lo que decían, comprendió que se marchaban, dijo a su amigo:

—Pero ¿los vas a dejar marchar? ¡Estás loco! ¡Hubieras podido acabar con ellos sin ninguna clase de esfuerzo!

¡No, Antao! —dijo Alfredo—. Ya te he explicado antes que sus compatriotas, al ver que no regresaban, hubiesen ido hacia el sur. Así nunca daríamos con ellos. Quiero terminar de una vez. Ahora he oído que se encaminan a Abetiffi. Están tan cerca de nosotros que no pueden huir.

»Es mejor que crean que los elefantes han arrasado nuestro campamento o que nos han devorado las hormigas, y les daremos una grata sorpresa. Creo que sabemos lo que necesitábamos. Ahora podemos descansar medio día y darles tiempo para que, tranquilos y sin sospechar nada, lleguen a la capital de los aschantis.

Tienes razón, Alfredo. Eres más listo que todos juntos.

Bajemos de aquí y vayamos al campamento. ¿Les habrá pasado algo a nuestros hombres?

Bajaron por los bejucos y en un momento saltaron al nuolo. Los dos amigos echaron a andar con paso rápido.

Alfredo desconocía la dirección que llevaban los elefantes en su loca huida, y temía que hubiesen encontrado a su paso las tiendas y los caballos. Ante tal inquietud, apretaba el paso.

—¿Ya llegamos? —preguntó Antao.

Sí; debemos estar a unos cien pasos. ¡Cuidado; alguien no acerca!

—¡Es Aseybo! —exclamó el portugués.

En efecto: el criado del cazador apareció en aquel momento, corriendo.

—¡Amo! —gritó el criado—. Creímos que os había pasado algo grave. ¿Os habéis encontrado con los elefantes?

Sí. Pero ya puedes ver que no nos ha sucedido nada. ¿Y vosotros?

—Bien todos, amo. Nos dimos cuenta de lo que se acercaba y nos pusimos a salvo junto con los caballos y los víveres.

—Temía por vosotros, Aseybo.

—Pues aún estamos en peligro, amo.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Antao.

—Se trata de que uno de los elefantes se ha separado de los demás. Creo que está herido. Se halla en la orilla del río y está furioso. Nuestros hombres se han trasladado a la otra orilla, pero de un momento a otro pueden ser atacados por el animal.

—Amigo —dijo el cazador a Antao—, creo que esta mañana podré ofrecerte un exquisito asado de trompa de elefante.

—¿Vas a cazar al moribundo?

—¡Si me ayudas…!

—Eso es. Debes apuntar alrededor de los ojos, o bien en la garganta; o mejor: entre los dos hombros.

—Intentaré hacerlo bien, Alfredo.

—¡Muy bien! Aseybo, ¿nos llevas al lugar?

—¡Ten cuidado, amo! ¡Está al acecho! Ten en cuenta que está herido, y se trata de un macho viejo. ¡Ya sabes que son peligrosos!

—Iremos con mucho cuidado.

El criado, que conocía por experiencia la astucia de su dueño y la habilidad que poseía, no lo dudó más y se fue siguiendo a lo largo de la orilla del río.

En seguida los dos amigos escucharon los bramidos de la extraordinaria bestia. Algunos ruidos un poco broncos surgían de la selva. Después siguió un sonido como producido por una bomba al expulsar agua.

—Seguramente el elefante está herido y ahora se limpia su herida —explicó Alfredo a su amigo portugués.

Aseybo iba al frente del pequeño grupo, avanzaba con mucho cuidado, evitando tropezar con cualquier rama u objeto, a fin de no despertarla atención de la fiera.

El ruido que el cazador aseguró que era producido por el elefante en el agua aumentaba de tal manera que llegó un momento en que resonó en todos los rincones del bosque. Incluso las hojas temblaban.

—¡Tendremos trabajo! —dijo el cazador a Antao—. En cuanto se sienten heridos, no dudan en caer sobre los cazaderos, aunque vayan en grupo de cincuenta. Ve con mucho cuidado y no dispares hasta estar bien seguro de acertar, —si no quieres ser aplastado como un garbanzo.

—¡Estoy temblando de nerviosismo! Pero no temas, que cuanto me juego la vida se me pasa en el acto. Y los necios ladrones, ¿no oirán nuestros disparos?

—¡No! ¡Qué va! ¡Además, ahora se hallan lejos de aquí, y hay hojas, tan compactas, no dejan pasar el ruido!

Muy cerca de la orilla del río, el animal estaba medio hundido por un grupo de bambúes; tenía la trompa extendida, y parecía estar dispuesto a saltar sobre el primero que le saliera al paso.

Se trataba de un elefante salvaje, de enorme tamaño; muy digno de ser incluido entre los colosales merghees de las tierras indomalayas, que se hallan en la India.

Los elefantes del continente africano son más majestuosos que los de Asia, y, aunque los caracteres generales son los mismos, hay algunos detalles que los distinguen.

De ordinario son más anchos de los flancos, más robustos que los comareaths, que son los más grandes y con más fuerzas de la raza que habitan en Asia. Tienen la frente convexa y cuatro pezuñas posteriores; en cambio, los asiáticos tienen la frente cóncava y tres pezuñas. Los elefantes africanos tienen las orejas mucho más grandes, y se unen en la parte de la espalda, y cuelgan a ambos lados del pecho, prestándole un aspecto bellísimo y singular. También sus colmillos son enormes: a veces alcanzan los cuatrocientos kilos. En tanto que los de los asiáticos casi nunca pasan de ciento.

También las hembras tienen algunos caracteres distintos a las asiáticas. Pues en África las hembras de los elefantes tienen unos colmillos largos y potentes, aunque no alcanzan el tamaño del de los machos; en cambio, las asiáticas, por lo general, carecen de ellos; y si los tienen, son muy pequeños.

El elefante que se encontraba enfrente de los valientes cazadores se había quedado allí, alejado de sus compañeros a causa de una herida en la pata izquierda, pues levantaba la derecha a la vez que lanzaba agudos quejidos.

—¡Atención! —gritó Alfredo a sus acompañantes—. ¡Vigilad que no se abalance sobre vosotros de frente, pues entonces las balas no le harían nada, y aún se irritaría más!

Los tres hombres se escondieron en un grupo de tecas, cuyos enormes troncos les servirían de protección en caso de que el elefante los atacara. Desde allí observaban cómo el elefante se colocaba en una posición adecuada para atacar.

El animal no se movía de donde estaba.

—Creo que tendremos que ir hasta allí. Tengo ganas de terminar de una vez. Vosotros, de momento, aguardad aquí.

Impaciente, fue hacia la fiera. Andaba con mucho cuidado, escondiéndose detrás de una estrecha hilera de ébanos, que en caso de un arranque repentino del elefante, les podían servir de protección.

A unos treinta pasos del gigantesco animal cargó el fusil y lanzó un silbido agudo y penetrante.

El animal se sorprendió. Paró de absorber agua, para luego lavarse la herida, y se apresuró a erguir la trompa, retrocediendo unos pasos. De repente se giró y lanzó un horrible barrito. Era la señal de su inquietud y el anuncio de la furia que no iba a tardar en estallar. En aquel mismo momento dos disparos sonaron detrás de los árboles, que provocaron dos estrepitosos estampidos.

El portugués y el criado negro, al ver avanzar hacia ellos id elefante, hicieron fuego.

Por desgracia para los cazadores, las balas no acertaron on el lugar preciso, pues el animal, en lugar de desplomarse mi el suelo, lanzó un poderoso barrito ensordecedor, y con gran ímpetu se abalanzó contra los árboles, mientras agitaba la trompa con impresionante furor.

—¡Huid! ¡Corred! ¡Huid! —gritaba Alfredo a sus compañeros— que no habían esperado su consejo para hacerlo.

El portugués y Aseybo, al ver llegar hacia ellos a aquella musa enorme, después de fallar el disparo, saltaron del refugio y echaron a correr por la selva.

Alfredo, detrás de los ébanos, comprendió que, si no cortaba el disparo, estaban perdidos los tres. Los dos hombres, que habían hecho fuego contra el animal, hubieron corrido durante mucho tiempo, pues los elefantes, a pesar de su volumen, son muy ágiles corriendo, hasta el punto de poder mantener el galope de los caballos.

El cazador salió de detrás de los ébanos, se plantó frente al animal y gritó algunas palabras para que se fijara en él.

El elefante, que creía tener los adversarios delante y no detrás, al ver a Alfredo se fue hacia él con la cabeza baja y la trompa levantada.

El cazador no huyó. Con toda su valentía y su sangre fría se colocó junto a un sicómoro, se poyó en él, levantó el fusil y apuntó.

Cuando el elefante se colocó a unos quince pasos de él, disparó.

La bala penetró en la articulación del hombro izquierdo. El animal se enderezó sobre sus patas traseras, una de las cuales estaba herida, y, levantado sobre ellas, empezó a lanzar quejidos de dolor y bramidos lastimeros. Y de repente echó a correr en dirección contraria, huyendo.

Alfredo volvió a esconderse detrás de los ébanos, por si acaso el elefante acometía contra él. Luego, ocultándose de tronco en tronco, avanzó por entre bejucos y raíces, siguiendo al animal.

El elefante, con el ímpetu de su propio impulso, siguió su camino, chocando contra árboles y matorrales. Al cabo de unos momentos se desplomó sobre sus propias rodillas, produciendo un ruido seco la caída. Una vez en el suelo lanzó un quejido profundo, pero más débil que los demás.

Entonces llegaron Antao y el negro, que, al oír el disparo detrás de ellos, se giraron y notaron que el animal ya no los perseguía. Habían cargado de nuevo los fusiles y acudían en ayuda del intrépido cazador.

Al descubrir al elefante echado en el suelo y lanzando barritos desesperados de agonía, se acercaron hasta separarlos tan sólo unos diez pasos, y dispararon de nuevo.

Esta vez acertaron. El infeliz animal, que estaba muriéndose, levantó la trompa, lanzó un chorro de sangre y se estiró por completo sobre la hierba, para no moverse más.

—¡Ha muerto! —exclamó el portugués, muy contento—. ¡Ha muerto, Alfredo!

Alfredo, mientras cargaba de nuevo el fusil, por si acaso lo tenía que usar, salió de detrás de las hierbas.

—¡Antao, ahí tenemos una buena comida, ganada a pulso! ¡Y encima unas trescientas o cuatrocientas libras en marfil! ¡Qué te parece! ¡Aseybo, prepara fuego: vamos a comernos una pata del elefante!

XIX. En la capital de los aschantis

Los dos esclavos dahomeyanos se atrevieron por fin a cruzar el río con los caballos. Después ayudaron a Aseybo a cavar un hoyo, muy hondo, que sirviera de horno. Luego se dedicaron a buscar leña, para quemarla, mientras Alfredo, con una afilada hacha, cortaba la trompa y las patas delanteras del elefante.

El portugués, admirado, daba vueltas alrededor de aquella enorme masa de carne, que hubiese sido suficiente para saciar a una tribu completa de negros hambrientos. Se sorprendía ante el tamaño extraordinario de la cabeza, el enorme cuerpo, y sobre todo aquellos valiosos colmillos que podrían ser vendidos por treinta mil libras en los mercados de la Costa del Marfil, y que aún eran más apreciados en Europa.

—¡Qué pena matar a esos animales! ¡Con la de carne que se va a echar a perder podrían alimentarse muchas personas! ¡La tendremos que dejar para los animales!

—¡No querrás llevártelo a cuestas! —contestó Alfredo—. Sería necesario un tren para cargar con ese monstruo. Además, no toda su carne es comestible. A pesar de que los negros la comen, no es demasiado buena, pero ocurre que no tienen otra cosa que llevarse a la boca. Tendrás que contentarte con la trompa y las patas.

—¿Es costumbre cazar a esos animales con regularidad? —preguntó el portugués—. Los negros deben de tener pánico a esas fieras.

—Sí, es verdad. Cuando están heridas y se enfurecen asustan al más valiente. Pero como sabes, el marfil es muy codiciado en todos los mercados, y los negros, ante los bienes que los colmillos de esos animales pueden reportar, se juegan la vida en cuantas ocasiones se les presentan. Según las estadísticas, en África se cazan unos setenta u ochenta mil elefantes cada año.

—¿Setenta mil elefantes al año? ¡Qué barbaridad! —exclamó, admirado, el portugués.

—Sí, amigo. Si se obtienen setecientos u ochocientos mil kilos de marfil, imagínate la riqueza que esto supone.

—¿Así que los matan sólo por el marfil de los colmillos?

—Exacto. Los cazadores no buscan la carne, sino el marfil. Una vez tienen los colmillos, aprovechan la carne de la trompa y de las patas para comerla mientras dura la caza.

—¡Pero si continúan matándolos así se va a extinguir la caza!

—Así es. Hay algunas regiones, sobre todo por el sur, en que es muy difícil dar con un elefante. Si no se prohíbe la caza de esos animales, por lo menos en esta cantidad que ahora se hace, en pocos años no habrá en África ni un solo elefante.

Antes de los veinte años no son aptos para la reprodución, y la gestación dura tres años. Y ten en cuenta que las hembras sólo pueden dar a luz a un solo hijo. En la India tienen la costumbre de arrancar los colmillos a los elefantes, y de este modo se mantiene la conservación de la especie. Pero aquí los matan sin más miramientos.

Pues según he oído decir son de mucha utilidad en el continente.

Es cierto. Son los animales más inteligentes y los más trabajadores. Si los criasen bien, como lo hacen en la India, allí los domestican, serían de gran utilidad al país, pues ya han tenido ocasión de comprobar la fuerza que tienen. Se podrían usar para transportar mercancías de un lado a otro, como si fuesen ferrocarriles, en lugar de emplear hombres para ello.

—He leído que los cartagineses los usaban para la guerra.

—Sí, es cierto. Y aun después de destruida Cartago, los mi midas y los romanos los imitaron durante muchos siglos. Más tarde, las guerras y las convulsiones políticas de la Edad Media removieron a toda Europa y parte del África septentrional, y los pueblos se olvidaron de las cualidades de esos animales y de los métodos que se seguían para enseñarles lo que debían hacer. Ya nadie se ha ocupado de ellos, a no ser para despojarlos de los colmillos. Cuando se den cuenta de lo mucho que podían hacer esos animales, la raza se habrá extinguido.

—¿Y los europeos no lo han intentado? —preguntó el portugués.

—Ahora creo que intentan la doma de algunos. No es nada difícil conseguir domesticar a uno de esos animales, y sin embargo no sabes la de problemas que solucionarían y el beneficio que obtendrían con ellos los colonos del interior. Para que te hagas una idea de lo que supondría esto, te diré que los negros más fuertes no pueden cargar más de veinticinco kilos y andar más de quince kilómetros. Sin embargo, los elefantes cargan con varios centenares de quintales y pueden recorrer setenta kilómetros en medio día.

—Pero surge el problema de la alimentación.

—Este problema se lo solucionan ellos mismos en las selvas.

—¿Vamos a tardar mucho en saborear esas patas?

—No, Antao. El homo está ya preparado. Mientras se asan, podemos descansar un buen rato.

El negro y los dahomeyanos habían sacado los escombros del hoyo, dentro del cual ardía el fuego que había de asar la carne del elefante. Cogieron algunas hierbas aromáticas y las pusieron junto con la carne en grandes hojas de plátano. Envueltas las patas y la trompa en dichas hojas, lo echaron todo en el horno. Después cubrieron el hueco con cenizas ardientes y tierra, y encima encendieron otro fuego, que duraría un par de horas.

Los dos hombres blancos vigilaron aquellas maniobras de los negros, y luego penetraron en su tienda, que habían Inventado los criados, echándose un rato para dormir.

No despertaron hasta las cinco de la mañana, y aun se insistían a las insistentes llamadas del fiel Aseybo.

Los esclavos dahomeyanos habían abierto el homo y cortado las dos patas y un buen trozo de trompa del elefante. La carne asada, cuidadosamente colocada sobre una hoja de banano silvestre, desprendía humo y un agradable olor que prometía un gusto muy sabroso.

Los dos cazadores se levantaron con un hambre feroz, y ni aire de la mañana aún les abrió más el estómago. Así que salieron de la tienda, se lanzaron sobre el asado.

El portugués se vio obligado a admitir que aquella carne de elefante mejoraba en sabor, blandura y jugosidad a la más delicada carne de buey, o al más tierno lomo de cordero. Por su parte, los tres negros dieron tales pruebas de su apetito y del gusto con que comieron, que al terminar apenas podían moverse.

Por suerte, Alfredo había acordado hacer medio día de descanso. De este modo daba tiempo a los espías de Kalani pudieran llegar a Abetiffi, y él podía dedicarse con toda tranquilidad a cortar los colmillos del elefante. Pues, como es natural, no quería dejar aquella fortuna abandonada en medio de la selva. Además de la riqueza que representaba, les podía servir de regaló al gobernador de Abetiffi para obtener ayuda y poder defenderse de los ladrones que perseguían.

Por la tarde, cuando parecía que el sol comenzaba a calmar el calor que producía, la expedición emprendió la marcha. Llevaban consigo los colmillos de marfil que, con la ayuda de los tres negros y el portugués, Alfredo consiguió arrancar al elefante.

Por suerte, Alfredo sabía el lugar hacia donde se dirigían los bandidos, pues las huellas ya no se marcaban en el terreno. El tropel de elefantes, en su huida, había removido toda la tierra y no se distinguía huella alguna.

El cazador llevaba consigo un mapa del lugar y una brújula, con lo que era imposible extraviarse por allí. Además sabía que la ciudad de Abetiffi se alzaba hacia el lado de los arbustos, sobre una inmensa llanura, que seguramente llegaba hasta Kumasia, la capital del país de los aschantis.

El territorio por el que avanzaban era de escasa vegetación. Sólo de vez en cuando cruzaban por algunos grupos de árboles y matorrales. Por lo demás, la vista podía recorrer unas doce millas sin ser interrumpida por ningún bosque, ni montañas.

Cuando dirigieron las miradas al sudoeste, los dos hombres blancos descubrieron a unas ocho millas de distancia un grupo de puntos blancos, rodeados por otros más oscuros.

—¿Es Abetiffi? —preguntó Antao.

—Sí —contestó el cazador—. No hay duda.

—¡Amo! ¡Mira: Abetiffi! —exclamaron los esclavos.

—¿Habéis estado en esa ciudad? —preguntó Alfredo a los dahomeyanos.

—Sí, amo.

—¿Aguantarán nuestros caballos hasta allí? Es necesario que lleguemos a la ciudad antes que amanezca; de lo contrario, los bandidos se nos escaparán otra vez.

—Entraremos. No te preocupes, mi amo.

—¿Mañana es día de mercado en Abetiffi?

—Me parece que sí, amo.

—Entonces mañana nos veremos las caras con los ladrones.

Hacia las diez de la noche dieron de beber en abundancia a los caballos, pues el agua es muy escasa en aquella llanura, que se encuentra casi todo el día bajo los rayos de un sol abrasador. Después siguieron avanzando a través de aquella llanura, cubierta por completo de hojas secas que crujían bajo sus pies.

Andaban muy despacio, con muchas precauciones, con los fusiles en la mano. Pues sabían que debajo de las pocas hierbas que encontraban a su paso se escondían animales muy peligrosos. Por allí abundaban las pitones, con una longitud de más de siete metros; otras, más pequeñas, de color negro, que poseen un veneno de acción casi instantánea, contra el que no hay remedio alguno. Había también muchos leones, leopardos, y unas gruesas arañas, de una raza especial llamadas migale, que causan heridas muy graves, a veces mortales.

De cuando en cuando, de en medio de los matorrales surgían algunos sonidos parecidos a risas estridentes, aullidos agudos y silbidos raros y broncos que señalaban la presencia de rinocerontes, los animales más feroces de la selva.

Ante aquellos rugidos, los caballos empezaron a temblar, como si una extraña fiebre se hubiese apoderado de ellos, e incluso daban señales de intentar otra vez la huida. También los dos dahomeyanos estaban asustados; sin embargo, el esclavo de Alfredo, seguro del valor y de la astucia de sus amos, se mostraba muy tranquilo y confiado.

Hacia las doce de la noche, las casas de la ciudad comenzaron a ser iluminadas por los primeros rayos de la luna, que surgía en el horizonte. Un león que estaba escondido entre un laberinto de matorrales, en un lugar por el que debía pasar la expedición, dio un gran salto, demostrando sus malas intenciones y su fuerza y agilidad.

Pero en cuanto vio que los hombres avanzaban con los fusiles en la mano, preparados para disparar, muy prudente, optó por huir, después de algunas vacilaciones.

Dio unos cuantos saltos, en verdad extraordinarios, y se perdió en un bosquecillo, limitándose a lanzar unos cuantos rugidos.

Un rato más tarde, unas hienas que se escondían tras unas rocas que se hallaban solitarias en mitad de la llanura, quisieron abalanzarse sobre los caballos cuando éstos cruzaron por delante de ellas. Con astucia, Aseybo, que fue el primero en verlas, propinó un soberbio golpe con la culata del fusil en el hocico a una de ellas, que huyó despavorida. La otra, viendo lo que había sucedido a su compañera, la imitó, y echó a correr tras ella, con la rapidez que le permitieron sus patas.

Hacia la tres de la madrugada, cuando los primeros albores del día empezaron a empalidecer el cielo, la expedición llegó a las afueras de Abetiffi. Las chozas que formaban aquellos arrabales estaban muy mal edificadas.

Las cabañas estaban construidas con troncos de árboles unidos con arcilla y cubiertos por un techo de hojas, y en su interior vivían juntos hombres y animales.

Delante de alguna de las chozas se elevaba el oquiamis duah, es decir, el «árbol de Dios». Se trataba de un trípode de ramas que aguantaba un recipiente en el que crecían plantitas y se encontraba en un montículo de tierra que los indígenas tienen la obligación de blanquear cada día o de pintar de un color rojizo.

Bajo el oquiamis duah es donde dan sepultura a las víctimas que se ofrecen a las divinidades del reino y donde los ricos guardan sus bienes, seguros de que ningún bandido se atreverá a ir a robar al lugar sagrado.

—¡Qué gente tan extraña! —dijo el portugués al oír las implicaciones que daba Alfredo.

Pues no creas que sólo tienen esos altares. Además tienen otros amuletos más raros. Fíjate en aquella cabaña, en cuya puerta se ve un palo de un metro de largo.

Sí; ya lo veo. ¿Y para qué sirve? ¿Acaso clavan allí a los descreídos? De esa gente me lo creo todo.

No; nada de eso. Es un fetiche de mucha importancia. ¿Vos una piedra sobre el poste? Pues los aschantis creen que es sagrada. Tienen una fe ciega en ella, y colocan a su alrededor un círculo de fibras de palmito, que cada día luí Aun con aceite de palma. Cada vez que los dueños de la rusa se disponen a comer, deben colocar una parte de su alimento en la piedra. Como puedes suponer, los que agradecen la acción son los pájaros y los topos.

—¡Hay muchos palos! ¡Vaya afición! —dijo el portugués.

—¡Adoran incluso los árboles que crecen en el interior de In ciudad! En Kumasia, la capital, todas las plantas son sagradas y están consideradas como fetiches; incluso los gobernantes ordenan administrar duros castigos a los que mientan maltratarlas o tocarlas. Aunque impidan el paso de los viandantes, está prohibido tocarlas. Hay algunos árboles a los que ofrecen telas y objetos de valor. Alrededor de esos árboles se levantan empalizadas para protegerlos de los huracanes, y si alguna vez el viento ha arrancado alguna de sus ramas, los gobernantes se apresuran a sacrificar personas para restituirles su pérdida. Esto pueden creerlo, pues no hace mucho tiempo que un huracán arrancó varias hojas de un árbol sagrado y cubrieron todas sus ramas y el tronco con sangre humana, procedente de muchos esclavos.

—¡Diablos! —exclamó el portugués, con gesto de asco—. ¡Tiene más valor una hoja de árbol que la vida de un ne gro! ¡Qué barbaridad! ¡No me hace ninguna gracia entrar en ese país!

—Tienes razón.

—Y todos los fetiches de esa gente ¿son plantas o árboles?

—Tienen muchos dioses, y son muy distintos —aseguró Alfredo—. Los más importantes son: Bassomrú, el protector de los reyes y gobernantes. Lo representan por un trozo de madera con adornos de oro, plumas y pedazos de varios metales, cristales de colores, etcétera. Bassomfrack, que protege el río que lleva su mismo nombre y recorre la frontera por el reino hacia el territorio de los yantos. A éste se le dedican todos los miércoles, celebrándose fiestas y ceremonias. Bassomune, que vela por el lago, que dista veinte millas de la capital. Se le ofrecen fiestas todos los domingos, y los nativos lo llaman también el dios de los blancos.

»Tienen otros, como Taño, que vive en los bosques y al que todos temen, pues está considerado como el peor de todos. Todos estos dioses están representados por piedras, plantas, maderas, etcétera.

»Cada persona debe elegir su dios protector, y el día señalado por las autoridades como fiesta de los fetiches tienen la obligación de abstenerse de beber vino de palma y comer ciertos manjares. Si alguien desobedece esos deberes religiosos, un ciudadano cualquiera tiene el derecho de matarle, y se prohíbe darle sepultura.

—¿Y qué hacen con él? —preguntó el portugués extrañado. Lo echan a las aves de rapiña para que sirva de pasto— explicó Alfredo. ¡Qué barbaridad! ¡Esa gente está verdaderamente loca!

—Loca, tal vez no, pero son unos verdaderos salvajes.

Se encontraban a unos trescientos pasos de la capital, cuando hallaron un gran cobertizo en ruinas, que en otro tiempo pudo haber servido de albergue a las expediciones que llegaban del sur.

Alfredo ordenó a los negros que llevaran los caballos b^jo el cobertizo. Luego se dirigió a uno de los dahomeyanos y le preguntó:

—¿Conoces al dikero de Abetiffi?

—No, mi amo.

—¿No sabes dónde vive?

—No lo sé. Pero si quieres, puedo averiguarlo en seguida.

—Aseybo —llamó Alfredo.

—Dime, amo.

—Ve con este hombre en busca del dikero, y si es necesario, del assafo oiné

—¿Quién es ese señor? —preguntó Antao.

—Se trata del jefe de la ciudad —respondió Alfredo, y luego, dirigiéndose de nuevo a su criado, continuó diciendo—: Vais en busca suya y le contáis todo lo ocurrido, y le pedís justicia para los bandidos. Le dices que somos europeos, pero insiste en que no somos ingleses, sino amigos del país.

—Bien, amo: así lo haré —dijo Aseybo.

—Espera. Con los negros, si no es con regalos, no se consigue nada.

Abrió una de las cajas y sacó de ella unos doce pañuelos de seda roja, color que gusta mucho a todos los negros; también sacó algunos saquitos de cristales de colores, galones de oro, lo empaquetó todo y, junto con los colmillos de marfil, lo cargó encima de los caballos que se llevarían los negros para cumplir su encargo.

—Ya podéis marchar. Intenta hablar con el dikero antes que se abra el mercado. Os esperaremos aquí, pues no conviene que nos vean los nativos, ya que si se difunde la noticia de que han llegado hombres blancos, los ladrones huirán.

—Así lo haré, amo —respondió el negro—. Antes de una hora creo que estaremos de regreso.

Aseybo y el dahomeyano se alejaron. Los dos hombres blancos, para ocultarse a las miradas de los indígenas, se escondieron entre las cajas. El otro esclavo de Dahomey se sentó sobre una de las cajas, y con mirada escrutadora observaba a su alrededor, atento a cualquier movimiento o ruido.

Segunda Parte. La capital de Dahomey

I. Tortura de un ladrón a manos de los aschantis

Pasó la hora sin que regresaran Aseybo ni su amigo y también sin que los europeos tuvieran la menor noticia de sus criados.

Alfredo y Antao empezaron a intranquilizarse por tan Incomprensible retraso.

Amanecía y numerosos pobladores de las vecinas aldeas, incluso caravanas procedentes de poblaciones más distantes, en especial de las regiones del mediodía, llegaban hasta Abetiffi, dirigiéndose hacia el mercado.

El dahomeyano que se hallaba de vigilancia salió más de veinte veces al sendero, con objeto de ver si distinguía a los negros. Pero a las impacientes inquisiciones de su patrón solamente pudo contestar con un decepcionante:

—¡No se les ve venir!

¿Qué podría haberles sucedido a los dos mensajeros? ¿Fueron tal vez atacados por los ladrones, que debían estar al acecho, por miedo a la aparición de los dos europeos, o quizás el dikero, creyéndoles gente sospechosa y espías de los ingleses, los capturó, cosa no imposible temiendo en cuenta la arbitrariedad y manera caprichosa de actuar de aquellos jueces?

Alfredo, cuya paciencia era bien escasa, se hallaba ya decidido a tomar una resolución, marchando personalmente a entrevistarse con el juez o el gobernador de la ciudad, exponiéndose con ello a que los ladrones escaparan. Pero en ese momento el dahomeyano, que de nuevo se había dirigido hacia el sendero, comunicó que Aseybo, en unión de su amigo, regresaba. Tras ellos venían otros negros que transportaban dos palanquines que iban cubiertos de doseles de hojas.

Alfredo y Antao se dirigieron al sendero. Aquí se encontraron con Aseybo, que se había adelantado a los demás miembros de la comitiva.

—¡Mi amo —exclamó inmediatamente—, han apresado a los ladrones!

—¿Apresados ya? —inquirieron a un tiempo con sorpresa Alfredo y el portugués.

—Uno de ellos ha sido apresado con vida, pero el otro, que opuso resistencia a los hombres del dikero, resultó muerto por éstos. El tercero ha desaparecido.

—¿Y la negra?

—Se halla en casa del dikero.

—¿En buenas condiciones físicas? —indagó Antao.

—Totalmente curada de sus heridas.

—¿Y las cajas? ¿Y nuestras monturas?

—Se han recuperado sin el menor deterioro.

—¿Y a qué vienen esos hombres de los palanquines?

—Los manda el dikero para llevaros a su casa, tanto a ti como al señor Antao.

—¿Le gustaron los regalos?

—Puedes deducirlo por lo rápidamente que envió a sus guardianes contra los ladrones.

—¡Entonces vamos a su casa!

Los negros que portaban los palanquines aguardaban a los europeos junto al cobertizo. Alfredo y Antao se acomodaron en aquella especie de cómodas hamacas y la comitiva se puso en camino. Delante marchaba un grupo de guerreros del dikero, que apartaba a un lado a inoportunos curiosos. Aseybo iba a la cabeza de toda la expedición, y, en último lugar, iban los dahomeyanos con los caballos.

Los aschantis utilizan mucho aquellas especies de literas o palanquines, lo mismo para trasladar a viajeros como para desplazarse ellos mismos de una calle a otra de las ciudades. En la práctica puede afirmarse que no conocen otro sistema de locomoción, puesto que, si bien parece realmente extraño, a pesar de poseer numerosos bueyes y existiendo en el país, además, caballos y asnos, no emplean estos animales para semejante servicio y, por ende, no conocen las ruedas.

Los ocho negros que transportaban las literas no tardaron en llegar a Abetiffi. Con grandes dificultades fueron abriéndose camino entre la gente que iba en dirección al mercado.

Abetiffi es una de las más notables y, al mismo tiempo, unas populares ciudades del reino, y se halla emplazada a casi ochenta kilómetros del Volta y a unos cien de Kumasia, que es la capital de los aschantis.

Sólo posee escasos edificios de madera, que son las moradas del assafooiné, del dikero y de los cunfos, hechiceros, estos últimos, cuya misión es cuidar de los fetiches. Las restantes edificaciones son rudimentarias cabañas, rodeadas en su mayor parte de jardines y huertos, en los que se cultivan ñames, boniatos, maíz, ananás y pimentón picante, que se emplea mucho para condimentar el fu fu, además de otras variedades de frutas y legumbres.

Por lo común, su población no rebasa los ocho mil o diez mil habitantes, si bien en los días de mercado esta cifra suele doblarse.

Los dos europeos cruzaron toda la ciudad acompañados de la comitiva oficial, siendo examinados con curiosidad por todos los negros que marchaban con dirección al mercado. Llegaron ante una construcción de madera, edificada con aceptable buen gusto y que se hallaba adornada con toscas figuras de vivos colores.

Un negro —que debía tratarse de un anciano, ya que su piel estaba surcada de arrugas, pero aún de apariencia robusta, vestido con una amplia camisa blanca, en cuyas mangas se podían ver raros amuletos o sumienes, que estaban hechos de fibras de palmito anudadas y ornamentadas con cuentas de vidrio, cequíes de oro, plumas de papagayo y trencillas de pelo— los esperaba frente a la puerta.

Este personaje era el dikero en persona, que deseaba recibir con todos los honores a los europeos que tan generosamente se habían portado con sus dádivas o regalos.

Con el fin de aparentar modales civilizados, estrechó la mano de Alfredo y Antao, invitándolos a que le acompañaran, y acto seguido los hizo pasar a una habitación amueblada con una especie de divanes de madera pintada, que se encontraban junto a la pared y cuya comodidad no lo era sino hasta un punto muy moderado. Por todas partes se distinguían fetiches toscamente tallados en barro, que representaban o intentaban representar seres humanos con una hacha en la mano derecha y una cabeza en la izquierda. Todas las figuras estaban pintadas de forma grosera con el color predilecto de las divinidades aschantis, que es el blanco.

Unos cuantos esclavos acudieron en seguida con un gran recipiente de barro lleno de vino de palma, para que los extranjeros bebieran. Ambos europeos, antes de iniciar la conversación, se acomodaron en los asientos y bebieron.

A continuación el dikero, con una gentileza no muy usual entre aquel pueblo, que se caracteriza por su frecuente recelo y crueldad, dio la bienvenida a sus invitados, ni mismo tiempo que les manifestaba su agradecimiento por los obsequios recibidos.

—Es a nosotros a quienes corresponde darte las gracias, dikero —repuso Alfredo, en dialecto negbe—. Sin tu inmediata acción los ladrones hubieran huido, sin duda.

—¿Hay tesoros en el interior de tus cajas?

—No —contestó en el acto el cazador, que conocía bien la extraordinaria codicia de semejantes jueces—. Mayor interés tenía en salvar a la joven negra que los objetos que hay en las cajas.

—Pues ya no te las volverán a quitar, puesto que hemos matado a uno de los ladrones; el otro ha escapado, si bien confío en que mis hombres le capturarán pronto, y el tercero se halla en mis manos, y le será imposible salir con vida de Abetiffi.

—¿Cuál es tu intención con respecto a ese hombre?

—Se le matará.

—Yo no deseo tanto, dikero.

—Se ha puesto en claro que es un espía de Gelete, que ha llegado a este lugar en otras ocasiones para descubrir a los cazadores de esclavos que enviamos a Dahomey. En consecuencia, ese hombre morirá.

—Te he indicado que ahora ya no es necesario que muera. Es suficiente, por mi parte, con que le tengas unos meses preso.

—Como enemigo que es, habrá de morir —decretó el dikero, con sorprendente firmeza—. Tal es el deseo de nuestro rey, y me es imposible desobedecerle. Mersah mandaría que me cortaran la cabeza.

—Pero ¿tienes la certeza de que se trata del espía que imaginas ha estado en este lugar en otras ocasiones?

—No. Sin embargo pronto habré de conocer si es el que supongo. Desde luego, lo negará igual que ha negado ser el ladrón de tus cajas. Pero el odum demostrará si es en verdad culpable. Ya he ordenado que esta mañana se realice la prueba en la plaza del mercado, y además tiene que ser en público. ¿Deseas venir?

—¿Dónde se encuentra la negra? Tendría interés en verla antes.

—Ahora duerme junto a tus cajas. Se hallaba tan agota da que no podría tenerse derecha.

—Entonces ya la veremos después. Estamos dispuestos a ir contigo.

El dikero se incorporó, indicando a sus invitados que le acompañaran. En el exterior los aguardaban doce negros con tres literas, y tras ellos se veían otros muchos, armados con lanzas y anticuados fusiles, que debían de serla escolta del encargado de administrar justicia.

Esos hombres eran capitaneados por un correo del rey, que acababa de llegar a la población de Abetiffi. Era individuo muy importante, y por su apariencia y ropas podía deducirse la magnificencia que imperaba en la corte de su majestad Mersah.

Se cubría con arandeles de oro macizo, de tan enorme peso que su caminar se tomaba dificultoso. Sobre la cabeza llevaba un casco ornamentado con plumas de águila, formando una especie de penacho en abanico. En una de sus manos sostenía el pequeño cetro real, que semejaba una espada y cuya empuñadura iba cubierta con piel de leopardo.

Los europeos, el dikero y su comitiva cruzaron la población y penetraron en un cobertizo que se hallaba emplazado en el centro de la plaza del mercado, en la que varios centinelas negros convenientemente armados impedían aproximarse al gentío, distribuyendo para lograr ese fin abundante cantidad de garrotazos.

En medio del cobertizo se encontraba el ladrón, asido por la diestra a un enorme poste. Sus piernas habían sido, asimismo, amarradas con cadenas.

Se trataba de un negro aún joven, ya que su edad oscilaría entre los veinticinco y treinta años. Era de muy buena apariencia, mirada inteligente y rasgos duros, casi feroces.

A pesar de que, seguramente, tenía el convencimiento de que no iba a salir con vida de entre las manos de sus enemigos, contemplaba con altanería a la gente y gastaba bromas con los que le vigilaban.

Al ver a los dos europeos, sus ojos expresaron temor y sorpresa, mientras en su semblante se dibujaba un aire de inquietud.

—¿Nos recuerdas? —inquirió Alfredo, aproximándose hacia el negro.

—Sí —repuso lacónicamente el preso.

—No creías que ibas a vemos tan pronto, ¿eh?

—Es cierto. Supuse que las hormigas y los elefantes habrían terminado con vosotros.

Luego, tras algunos instantes de silencio, agregó con fatídica estoicidad africana:

—¡He salido perdiendo y tendré que pagarlo!

—Yo puedo procurar salvarte —indicó Alfredo.

—¡De nada valdría! Los aschantis son mis enemigos y me liquidarán. Por otra parte, si ellos no lo hacen, no me perdonarían la vida ni Kalani ni Gelete.

—¡Kalani! ¡Ah! ¡De manera que conoces a ese hombre! ¿Fue él quien te ordenó espiarme?

El negro no replicó nada.

—Háblame respecto a Kalani. ¿Es cierto que no piensa hacer ningún mal a mi hermano? ¿Es verdad que no se vengará en ese infeliz niño?

También en esta ocasión el negro permaneció silencioso.

—¡Escúchame! —exclamó Alfredo con honda emoción—. ¡Yo te salvaré! ¡Te doy mi palabra! ¡Pero explícame lo que ha hecho Kalani con mi hermano!

—Nada sé —repuso el negro, impertérrito—. Además, de aquí a poco habré ya muerto.

Luego se obstinó en aguardar un absoluto mutismo, permaneciendo impasible a todas las preguntas y promesas de Alfredo. Teniendo la certeza de su próxima muerte, parecía experimentar una cruel complacencia ante el vehemente anhelo del hombre blanco.

El dikero concluyó con aquel interrogatorio, que ya comenzaba a encolerizar al cazador, dando orden de que llevasen el odum para presenciar el juicio de las deidades.

El odum no es sino una corteza de árbol, al que los aschantis achacan propiedades extraordinarias e incluso milagrosas. Se utiliza para designar el auténtico culpable de cualquier índole de delito, y, sea acertada o erróneamente, se castiga al que resulta señalado por la corteza de árbol.

Se obliga al presunto culpable a que mastique la susodicha corteza y, a continuación, se le hace beber agua en abundancia. Si la devuelve —cosa que casi nunca acontece— se le declara inocente. Más si la conserva en el estómago —que es lo que sucede en la mayor parte de los casos, es castigado inmediatamente, ya que todos creen en su absoluta culpabilidad.

El dikero dio una orden y el ladrón, que no admitía ser espía de Gelete, fue obligado a sentarse en un taburete. Acto seguido el verdugo, cuyos distintivos eran un birrete hecho con piel de leopardo y dos correas que le pendían del pecho, le entregó el pedazo de odum para que lo masticara, indicándole de manera perentoria que lo conservase en la boca unos cuantos minutos hasta convertirlo en insignificantes partículas.

—Pienso que ese desgraciado no se salvará —opinó Antao, que examinaba con atención aquella ceremonia.

—También yo pienso así. La prueba va a demostrar que es culpable, y, en consecuencia será declarado como tal, ya que, por otra parte no puede demostrar lo contrario.

—¿Y crees que le matarán?

—Irremisiblemente. Si se hallase en Kumasia, pudiera tul vez tener alguna probabilidad de salvarse. Pero en este sitio no conozco que exista ningún lugar inviolable.

—¡Ah! Pero ¿es que en Kumasia hay lugares en los que es posible conservarla vida?

—Sí. Una aldea, cuyo nombre es el de Butama y que se halla separada de Kumasia por un pequeño arroyo. Un condenado que consiga atravesar la corriente de este arroyuelo se encuentra a buen recaudo de la ira de todos los dikeros, e incluso del mismo rey, ya que en esta población están las tumbas de la familia real, y por consiguiente es sitio sagrado.

En aquel instante sus palabras resultaron ahogadas por un fiero griterío de la muchedumbre. El negro de Dahomey se bebió el agua, pero, como era presumible, no pudo arrojarla.

Rápido como el rayo, el verdugo asió al reo por la garganta y, siguiendo el ritual de costumbre, le atravesó con un aguzado cuchillo las mejillas y la lengua para evitar que pudiese pronunciar el gran juramento del soberano, con cuya fórmula hubiera podido salvar la vida un cierto tiempo más. Además, ello le habría dado derecho a morir fusilado, en lugar de padecer el suplicio.

Antao y Alfredo, impulsados por su instinto generoso, corrieron hacia el preso, pretendiendo salvarle de la muerte. Mas el correo del rey y sus acompañantes se interpusieron rápidamente entre ellos y el prisionero, mientras el primero decía con acento amenazador:

—¡Los hombres blancos no pueden inmiscuirse en la justicia del rey!

Mientras tanto el verdugo clavó dos grandes pinchos en los hombros del condenado y, amarrándolo después a una cuerda al cuello, le obligó a que avanzara hacia la plaza tirando con fuerza de él, en tanto que la muchedumbre los seguía, entre grandes voces y risas, a la vez que agitaba tizones ardiendo.

—¡Vamos, Antao! —exclamó Alfredo—. ¡Esto es repulsivo!

Y tomándole por la mano le llevó hacia la casa del dikero, seguido por Aseybo.

—¿Qué pensarán hacer con ese desdichado? —inquirió el portugués, al oír las voces de la multitud, que a cada momento se volvían más estruendosas.

—Le llevarán por toda la ciudad, forzándole a bailar en cada calle.

—¿Y si no es capaz de hacerlo?

—La muchedumbre le obligará a fuerza de tirones.

—¿Y después le decapitarán?

—No en el acto. Los aschantis no les van a la zaga a los dahomeyanos en cuanto a crueldad se refiere. Primero le harán padecer diabólicos suplicios. Una vez que haya terminado esa horrorosa caminata, el verdugo tendrá cercenados varios trozos de carne del cuerpo de ese desgraciado.

—En tal caso le matará…

—No; ya que esos verdugos son expertos carniceros, y además saben muy bien que, si terminan con la víctima untes que sea el momento oportuno, han de ser ellos los que ocupen el puesto de la víctima.

—¿Y cuándo terminarán de torturarle?

—Esto va a durar, como mínimo, hasta la noche. Al mediodía le proporcionarán algo de reposo y unos pocos tragos de vino de palmera para que se recupere. Luego van a hacerle de nuevo emprender la caminata y, asimismo, el baile ante las jerarquías. Si se halla dispuesto a efectuar la correspondiente danza, su cabeza caerá pronto bajo el cuchillo del verdugo. En caso contrario…, ¡pobre de él! Antes de degollarle, esos malvados le partirán los miembros uno por uno.

—¡Qué raza más perversa! ¡El demonio se lleve al dikero y a todos sus negros! ¡Recojamos nuestras cajas y animales y abandonemos este lugar, Alfredo! ¡Desisto de la hospitalidad de ese cruel salvaje!

—Me parece lo más conveniente, Antao. Es preferible que acampemos en la llanura o bien en los bosques.

Frente a las habitaciones del juez se encontraron con los dos dahomeyanos y la muchacha negra. Esta última esperaba anhelosamente la vuelta de ambos europeos.

Al verlos, una exclamación de alegría surgió de los labios de la joven, y fue tan inmenso el contento de Antao al verla de nuevo que no supo reprimirse y le dio un abrazo.

—¡Por Júpiter, Venus, Urano y todos los restantes pía netas del universo! —exclamó—. ¡Te aseguro, muchacha, que estoy realmente conmovido!

Ya pensaba hacer una serie de preguntas a la joven, cuando Alfredo le interrumpió, alegando:

—¡Luego, Antao! Ahora debemos pensar en irnos antes que regrese nuevamente el dikero.

Los dos dahomeyanos y Aseybo empezaron a cargar los caballos, que los servidores del dikero habían traído, y todos emprendieron la marcha a paso vivo, tanto los criados como los europeos y la amazona, que ya estaba curada.

La prisa que tenían —totalmente justificada, por otra parte— les llevó a acelerar los preparativos y partir inmediatamente, cuando aún no habían transcurrido treinta minutos. El espía de Kalani estaba sufriendo las iras del pueblo mientras ellos ponían tierra por medio en evitación de que les sorprendiera allí el regreso del dikero.

II. Por el territorio de los krepis

La caravana prosiguió la marcha, sin efectuar ningún alto hasta bien entrada la noche, haciendo que las monturas se mantuvieran a un mediano galope. La expedición no se detuvo hasta que alcanzó la margen del bosque que debían conducirlos hasta las riberas del Volta.

Tanto los hombres como los caballos se hallaban realmente agotados, tras aquella endemoniada marcha, que se había efectuado bajo un sol abrasador y sin encontrar ningún lugar con sombra. Pero todos, y de manera especial los europeos, se hallaban satisfechos de estar a distancia de una población cuyos moradores eran muy poco dignos de confianza, a pesar de que el dikero se mostrara tan dispuesto a favorecerlos.

Una vez que hubieron cenado, y tras colocar las tiendas junto al fuego, que se encendió con el objeto de que las fieras se mantuvieran a considerable distancia, Alfredo los reunió a todos y les dijo:

—Ahora ya nos es posible hablar.

—¡Por Júpiter! —exclamó Antao—. ¡Ciertamente me parece que ya es hora de que la lengua trabaje un rato! ¡Esa endiablada carrera no me ha permitido que hable una simple palabra con esta joven!

Entonces ya puedes charlar cuanto te parezca oportuno, Antao. Para ser más exactos, hablaremos los dos. Yo estoy igualmente deseoso por conocer todos los pormenores que pueda explicamos, después de haberse encontrado cuatro días en poder de aquella gente.

—Sí, amo. Has de creer que me llevaron con ellos en contra de mi deseo.

—De eso tenemos la completa seguridad —convino Antao—. De no haber sido así, no hubieras dejado aquellas señales mientras pasabas por el bosque.

—¿Las visteis? Entonces ¿os fue posible seguir las señales de los ladrones?

—Sí, Urada —repuso Alfredo, designando a la muchacha por su nombre—. Pero ¿cómo te capturaron?

—Me hallaba durmiendo en la tienda cuando me despertaron los disparos de los dos esclavos. Salí al exterior para ver lo que sucedía y me encontré ante el horrible mpungu. Ante aquella súbita aparición me sentí aterrada, y al disponerme a huir surgieron tres negros provistos de fusiles. El gorila huyó, y en aquel momento los negros cargaron rápidamente las cajas sobre los caballos y escaparon a toda prisa hacia la selva, pero no sin antes haberme forzado a que me tumbase sobre la litera, la cual se llevaron con ellos. Posteriormente me enteré de que había sido secuestrada, porque suponían que era prisionera vuestra, si bien no tardaron en comprobar que era compatriota suya. En un principio supuse que había caído en poder de negros fugitivos. Mas en seguida me informé de que eran los espías que os iban siguiendo desde Puerto Nuevo y que acechaban una ocasión oportuna para prepararos una trampa y entorpecer vuestra marcha por la selva.

—¿Eral espías de Kalani?

—Sí, amo. Fueron ellos mismos los que me lo dijeron.

Su misión era seguiros y avisar a su jefe si te encaminabas en dirección a la frontera de Dahomey.

Y sobre mi hermano, ¿has oído hablar?

—Sí. No hicieron otra cosa que corroborar lo que ya te indiqué. Kalani le ha secuestrado, no con el fin de matarlo, sino sencillamente para forzarte a que vayas a ese territorio y, en consecuencia, hacerte caer en sus manos. Tu antiguo esclavo tiene la certeza de que no dudarás en ir Dahomey.

—¡Lo que me has dicho me tranquiliza respecto a la suerte de mi pobre hermano! ¡Ah, Kalani! ¿Confías en que caiga en tus manos? ¡Juro que has de ser tú el que caigas en mi poder, ya que para ello te sabré tender una trampa en Dahomey!

—¿Y cómo nos las vamos a arreglar para entrar inadvertidamente en la capital de Gelete? —inquirió Antao.

—Me parece que ya te dije algo. Ahora que hemos recuperado nuestras cajas, te garantizo que vamos a realizar una entrada clamorosa en la ciudad.

—No hay duda de que tus cajas deben tener en su interior algún maravilloso talismán. ¿Querrás, por lo menos, explicármelo?

—Ésa es la razón de que os haya congregado a todos.

—Entonces explícanos ya tus intenciones.

—Contéstame a esta pregunta: ¿te agradaría que entráramos en Dahomey en calidad de embajadores?

—¿Cómo embajadores?

—Sí, Antao. En calidad de embajadores de algún rey negro, como, pongamos por caso, el de Borgú, que es un reino que limita con Dahomey.

—¿Yo? ¿Un hombre blanco, un europeo?

—En ese momento no seremos blancos.

—¿Qué pretendes decir? ¿Puede resultar cierto que mi piel llegue a ser tan negra que sea posible confundirla con la de uno de estos naturales?

—Ya lo comprobarás. Tengo conmigo todo lo preciso para teñir de magnifica manera nuestra piel de un estupendo color negro achocolatado.

Antao soltó una alegre carcajada.

—Ríe lo que te plazca, mas te puedo afirmar que nos disfrazaremos con tanta perfección que nos será fácil engañar al mismo Kalani.

—¿Y tendremos que vestirnos igual que los negros?

—Sí, Antao; pero como los negros de alto rango. En mis cajas tenemos todo lo necesario.

—Ahora entiendo la razón de que lamentaras de tal forma el robo de esas cajas.

—Es verdad. Y especialmente por los regalos que tengo destinados para Gelete y sus cabeceros.

—Pero ¿consideras, Alfredo, que toda esa representación se podrá llevar a cabo sin provocar las sospechas del pícaro de Kalani?

—Ya comprobarás cómo ninguno sospecha ni nos cono ce. También traigo unas hermosas barbas rizadas, semejantes a las que llevan los opulentos de Borgú y pelucas de negro estupendamente hechas.

—¿Y qué es lo que calculas proponer a Gelete?

—Un acuerdo de paz y amistad. Algo así como un tratado de alianza ofensivo y defensivo, por ejemplo. Gelete conoce de sobra que los hombres de Borgú son bravos y evitará rechazar el plan. Por el contrario: nos va a recibir con todos los honores.

—¡Estupenda idea! —exclamó el portugués.

—¿La crees buena?

—¡Naturalmente!

—¿Consideras posible que la podamos llevar a buen término?

—Tengo absoluta confianza en ello. Pero cuando hayamos llegado a la ciudad de Dahomey, ¿de qué manera podremos libertar a tu hermano?

—¡Ya lo veremos!

—¿Y Kalani?

—¡Le mataré! —repuso con fría entonación el cazador, al tiempo que un destello de odio brillaba en sus ojos.

Luego agregó, dirigiéndose a la joven:

—¿Lo has entendido todo bien?

—Sí, amo —replicó la hermosa negra.

—¿Se te ocurre alguna cosa que objetar?

—No; porque pienso que de ninguna otra manera os sería posible entrar en Dahomey sin que Kalani sospechara.

—En tal caso, estoy tranquilo.

—¿Y cuándo llevaremos a la práctica nuestro cambio de personalidad? —preguntó Antao—. ¡Estoy deseoso de ver el aspecto que ofrezco pintado de negro!

—Una vez que hayamos cruzado el Volta y penetrado en el país de Dahomey. De momento es innecesario.

—Mi amo —intervino Aseybo, que hasta ese momento no había todavía hablado una sola palabra—, ¿deseas un consejo?

—Di —repuso Alfredo.

—Viajemos haciendo grandes jornadas e intentemos llegar cuanto antes a la ciudad de Dahomey.

—¿Por qué razón sugieres eso?

—Uno de los ladrones consiguió huir y no estamos enterados de si los hombres del dikero habrán conseguido detenerle. Tal vez llegue antes que nosotros y pueda prevenir a Kalani respecto a nuestras intenciones.

—Me imagino que le habrán capturado. De todas formas, a pesar de que no fuese así, un hombre solo, sin un animal que le pueda trasladar rápidamente, y encontrándose, por añadidura, indefenso, no se hallará en situación de competir con nosotros en lo que a rapidez se refiere. Por otra parte, le será imposible reconocemos. Mañana nos encaminaremos al Volta, y luego que crucemos el territorio de los Krepis nos convertiremos en negros.

A la siguiente mañana, tras una noche de absoluta tranquilidad, la caravana reanudó el viaje a marchas forzadas, con objeto de alcanzar el río antes que anocheciera.

Atravesaron los bosques sin el menor inconveniente y sin tener encuentros desagradables. Cuando el sol empezaba a declinar acampaban en la margen del río.

Durante los días siguientes prosiguieron el viaje casi ininterrumpidamente. Sólo acampaban por las noches para descansar. De esta manera recorrieron la región de los Krepis, extenso territorio que se halla situado entre el Volta, las posesiones inglesas de la Costa del Marfil y el río Mono. En estas tierras los dahomeyanos realizaban continuas incursiones para conseguir esclavos, que después mataban en las endemoniadas «festividades de la sangre».

Este territorio, que hace muchos años era protectorado alemán, se hallaba entonces dividido en numerosos y pequeños reinos, que no podían oponerse a sus poderosos vecinos. Los Krepis ocupan la parte septentrional y los lugos la meridional. Son escasos los núcleos muy poblados, con excepción de Hpandu, en las inmediaciones del Volta, Wava, junto a Todji, a poca distancia de la posesión inglesa; Kpetu, situada en el mismo rio, y Atakpam, muy hacia el norte, en la tierra de los akpossos. Las restantes poblaciones son minúsculas aldeas sin la más mínima Importancia.

Tras cinco días de marcha, durante los cuales la caravana atravesó el territorio montañoso que va desde el sudoeste al noroeste, y luego de haber efectuado cortas paradas en las aldeas de Tota, Misahode, Pelóme y Togodo, con objeto de adquirir víveres frescos, llegaban a la libera del río Mono, que discurre a escasas millas de distancia de la frontera. Cuatro horas más tarde la expedición acampaba en los territorios del fiero Gelete.

Dahomey es un territorio que no pude equipararse al de los aschantis en lo referente a extensión y población. Sin embargo, en el aspecto militar es superior, estando considerados sus habitantes como los más belicosos de la Costa del Marfil.

El reino de Dahomey, fundado hace unos tres siglos, conservó su independencia durante cerca de doscientos años, y la hubiera seguido manteniendo si la sádica ferocidad de Behanzin, sucesor de Gelete, no hubiese obligado a Francia, entre los años 1892 y 1894, a invadir esta región, poniendo término a los tradicionales ritos sangrientos que con diversos motivos se celebraban cada uño en la capital y en la ciudad santa de Kana.

Tiene una extensa superficie, hallándose situado entre el Togo y Nigeria, alcanzando hasta el Níger, lago formado por ríos que discurren a todo lo largo de la Guinea Occidental y el país de los togos, y el Opara, el cual desemboca en Puerto Nuevo, abarcando en su totalidad una extensión territorial de más de doscientos kilómetros de oeste a este. Se halla atravesado de norte a sur por el Uemé. Su clima es de los más insanos y molestos de toda la región de la Costa del Marfil, ya que este territorio se encuentra en pleno ecuador y está expuesto a una auténtica lluvia de fuego que hace insoportable la estancia en este país a los europeos, incluso en las elevadas mesetas del interior.

En las zonas de las costas es aún peor, a causa de las fiebres palúdicas y las emanaciones de los extensos bosques, que provocan súbitas y mortales fiebres a todos los que no se hallan habituados al clima, y hasta resultan, en ocasiones, muy peligrosas para los naturales de esta región.

Sobre las más altas mesetas se hallan erigidas las ciudades de mayor importancia del reino: Dahomey, que antaño era la capital, y Kana, denominada con el nombre de ciudad santa a causa de que en ella se encuentran las tumbas de los reyes y en la que se efectuaban los extraordinarios sacrificios de seres humanos. También Agú, Akpuel, Doko y Bobek son grandes centros de población, si bien por su escasa importancia no pueden considerarse como grandes poblaciones.

Por el contrario: en la costa solamente se encontraba enclavada Widak, única ciudad en que entonces les era permitido a los europeos establecerse y comerciar, aunque a cambio de ello debían pagar los consiguientes tributos al rey, que consistían en botellas de coñac y ron.

Muy escasos eran los dahomeyanos de pura sangre que, con anterioridad a la dominación francesa, entraban en la ciudad. Y cuando alguno lo hacía, la repugnancia que experimentaba era manifiesta, ya que todos los indígenas consideraban contaminada la población a causa de la permanencia de los blancos en ella.

Solamente una vez cada año penetraban en ellas los hechiceros indígenas, en majestuosa procesión, llevando consigo los fetiches, para hacer el actual sacrificio a la deidad del mar. Consistía esta ofrenda en una de las más bellas jóvenes del reino. La muchacha era arrojada a las aguas para que sirviera de alimento a los numerosos peces carnívoros, que son muy abundantes en las zonas ribereñas de la Costa del Marfil.

Los habitantes de este territorio, que llegaron a ser muy renombrados por su salvajismo, lo componen, al parecer, dos razas diferentes: la más baja, derivada de la mayoría de los esclavos capturados en las regiones circundantes, y que sobresale por su extraordinaria brutalidad física y su gran degeneración; y la más encumbrada, entre la que debía incluirse, principalmente, la familia real y las clases más distinguidas, raza que se caracteriza por su notable inteligencia y los rasgos regulares de su rostro. Por consiguiente, exceptuando el color de su piel, son semejantes a los europeos.

Estas dos razas no rebasaban el millón de almas, y en sus dos terceras partes se componía de esclavos, víctimas desgraciadas, cuya misión era ser sacrificados en las «festividades de la sangre» cuando no se disponía de prisioneros de guerra.

Como región que sobresalía por su notable afición a la guerra, Dahomey siempre ha resultado un verdadero peligro para los pueblos próximos, como los Krepis, los togos y los indígenas del Yoruba. En el transcurso de los siglos no sólo supo conservar íntegramente su independencia, sino que, por añadidura, rechazó los ataques de sus enemigos, manteniéndose como gran potencia militar en aquella zona de África.

Como dato curioso, y tal vez único en todas las naciones, no ya del continente africano, sino incluso de todo el mundo, debe señalarse que su fuerza más importante la formaban sus tropas de amazonas, elegidas entre las más hermosas, fuertes y crueles muchachas del reino.

Instruidas con gran esmero, fortalecidas a base de continuos ejercicios, educadas en el empleo de las armas y sometidas a una severa disciplina, dichas jóvenes sostuvieron durante muchos años su fama como guerreras. Esas jóvenes eran las que entraban en combate si los guerreros dahomeyanos empezaban a perder terreno, y se asegura que sus embestidas eran tan impetuosas y su fiereza tan grande, que en todas las circunstancias garantizaban la victoria.

Jamás su número era superior a tres mil y constituían la guardia real. El armamento de estas amazonas consistía en fusiles y largos cuchillos, que sabían utilizar con extraordinaria habilidad.

Una vez que agotaba las municiones del fusil, la amazona arremetía furiosamente, con el cuchillo en la mano, contra las huestes contrarias y su fin era bien definido: cortar la cabeza del enemigo con objeto de entregársela a su rey.

La casta real de Dahomey se extinguía pocos años más tarde de estos acontecimientos con el destierro de Behanzin, el sucesor de Gelete, al ser derrotado por las victoriosas tropas del general Doods. Desde luego, no se remontaba a demasiadas generaciones, ya que el principio de ella comenzó en 1724, tiempo en que Guagiah-Truda, reyezuelo de Dahomey y, además, bravo guerrero, amplió los dominios de Dahomey y lo convirtió en un extenso reino al anexionarse los territorios de Adrah, Toffoa, Allahda, Xavy y Widak, luego de combatir contra los caciques que los gobernaban y vencerlos.

La autoridad de esos reyes sanguinarios era absoluta y su despotismo total y sin límites.

Los individuos más notables del reino no eran para el gobernante del país más que sus primeros esclavos. Y al pueblo lo consideraban un rebaño de animales, al que crucificaban de vez en cuando para calmar la ira de la divinidad o de los soberanos fallecidos.

Disponían a su capricho de la vida y hacienda de todos los pobladores del reino. ¡Y de qué manera se aprovechaban de semejante poder! Si los esclavos escaseaban, eso no representaba el menor obstáculo. Elegían las víctimas entre la gente de su propio pueblo, sin que éste se atreviera a sublevarse.

En cuanto al número de hombres que solían sacrificar un las grandes solemnidades, bastará con indicar que, en cierta ocasión, el gobernador portugués de la isla de Santo Tomás pretendió salvar a mil doscientos esclavos que no hallaban destinados a morir en una fiesta de escasa importancia.

III. La trampa de los elefantes

Antes de adentrarse en la región de Dahomey, Alfredo dio orden de que la caravana descansara dos días, con el fin de no agotar a los pobres caballos, ya muy exhaustos por aquella prolongada marcha, que se había efectuado bajo mi calor inaguantable y cruzando arriesgados obstáculos. Ello tenía, asimismo, por objeto renovar las vituallas, que ya casi eran inexistentes.

Habiendo encontrado una zona bastante frondosa, los dos cazadores confiaban en apresar algunas piezas para proveerse de carne, ya que existía el inconveniente de que tanto en las llanuras como en la meseta no se encontrara caza de ningún género. Por otra parte, no podían confiar en hallar poblados, ya que en Dahomey son poco numerosos, sobre todo en la zona occidental.

Como todavía faltaba bastante tiempo para que el sol quedase oculto llamaron a Aseybo, luego de haber reposado unas horas en las tiendas y se adentraron en la selva. Permanecieron escondidos junto a las cercanías de un riachuelo, en la idea de que algunas reses se dirigieran a sus aguas para beber.

La temperatura era elevadísima, a pesar de la sombra que proyectaban aquellos inmensos árboles. Además la excesiva humedad del ambiente contribuía a debilitarlos. Mas los cazadores, aun sudando igual que pollos y ahogándolos el calor, examinaban cada rincón, hasta que por último descubrieron las huellas de diversos animales.

—¡Oye, Antao! —exclamó Alfredo, amartillando la carabina—. ¿Has visto algún elefante?

—Si no se trata de un elefante, con certeza que es un coloso, aunque del reino vegetal.

El portugués se había parado ante un árbol de tan extraordinaria corpulencia que hasta aquel momento no había visto ningún otro semejante.

Ese descomunal ejemplar de la vegetación, que se elevaba de manera imponente constituyendo él solo una minúscula selva, sorprendía incluso al propio Alfredo.

Su tronco tendría unos cinco metros de altura, mas su grosor era tal que, como mínimo, alcanzaba los diez de circunferencia.

Encima de aquel grandioso cilindro de madera estaban esparcidas las ramas, de unos veinte metros de longitud y que, al caer en tierra, formaban una gran cúpula, cerrada por el entretejido follaje. De la cúpula pendía el fruto, cuya forma era ovoide, bastante estrecho de uno de sus extremos y de un tamaño parecido a la cabeza de un hombre.

Una hueste de monos de la especia denominada cercopitecos verdes se hallaban situados en las ramas del inmenso árbol, comiéndose aquellas gruesas frutas, que debían resultar exquisitas para el paladar de estos animales.

—¿No será a lo mejor un baobab? —preguntó Antao, dirigiéndose a su compañero Alfredo.

—Sí, amigo.

—Pues jamás me imaginé, Alfredo, que esos árboles fueran de tan enormes dimensiones. ¡Observa el tamaño descomunal de ese tronco! ¡Dentro de él podrían incluso bailar veinte personas!

—Naturalmente, Antao. Sin embargo debe estar habitado por tétricos huéspedes de muy desagradable as pecto.

—¿Qué pretendes decir?

—Lo que quiero indicarte es que se hallará ocupado por unas docenas de momias de negros, ya que en esta región utilizan los troncos de baobabs como cámaras mortuorias.

—Método escasamente cómodo si han de practicar los nichos en sus troncos.

La tarea no resulta tan complicada como te imaginas, puesto que la madera de los baobabs es sumamente blanda.

—¿Y no se utilizan también con algún otro fin estos gigantes?

—Sí. Los negros obtienen otros beneficios de tales árboles.

—Yo supuse que sólo los empleaban los monos, que tan grandes deterioros hacen en sus frutos.

—A los negros también les gustan mucho. Esas envolturas, denominadas corrientemente «pan de monos» tienen en su interior una pulpa dulce que, una vez exprimida, proporciona una gustosa bebida, y si se mezcla con agua, sirve como buen remedio contra las fiebres.

—¡Muy interesante es conocer esta cosa en un territorio donde imperan las fiebres!

—De la fruta sacan, asimismo, una ceniza abundante en sosa, y que, cuando se añade a un poco de aceite de palma, se convierte en un aceptable jabón. Incluso las hojas y la corteza, que sirven para ablandar tumores y otras clases de dolencias, son muy empleadas por los negros para disminuir la excesiva transpiración.

—Pues afirmo que esos enormes árboles, aun sin tales virtudes, resultan unas plantas sorprendentes.

—Aún hay árboles más corpulentos, Antao.

—¿De mayor tamaño que ése?

—En el Senegal se han encontrado algunos baobabs cuyo grosor de circunferencia era de cien pies, es decir, treinta y tres metros.

—¡Por la muerte de todos los planetas!

—El famoso explorador de la parte meridional y central de África, doctor Livingstone, descubrió un baobab en cuyo tronco, totalmente hueco, cabían con toda comodidad treinta y tres hombres, y Humboldt encontró en el Sene gal uno en el tronco del cual moraba toda una tribu.

—Estos grandiosos vegetales vivirán seguramente muchos siglos, ¿no es así, Alfredo?

—Adanson afirma haber examinado, desde el punto de vista de la investigación, un baobab que podría contar de cinco a seis mil años de vida.

—¡Cuernos del mismísimo demonio! ¡Qué estupenda edad! ¿Y aseguras que en ese tronco tal vez hayan momias de negros?

—Es posible.

—¿Y se conservan en perfecto estado?

—Por completo. Mejor que las momias egipcias.

—¡Vamos a contemplarlas, Alfredo!

Se aproximaron al corpulento tronco, dando una vuelta en torno a él con el fin de ver si distinguían alguna quebradura en la corteza. Pero observaron que ésta estaba intacta.

Se disponían a recoger unas frutas que fueron arrojadas por los monos luego de chuparles la pulpa, cuando Aseybo, que se hallaba a quince pasos de ambos hombres, oculto tras un cedro silvestre, los hizo acudir emitiendo un agudo silbido.

—¿Qué ocurre? —inquirió Alfredo.

El negro indicó unos matorrales cuyas ramas se movían. Y casi al mismo tiempo percibieron gruñidos que asemejaban ser originados por un grupo de cerdos.

—¿Cerdos en este lugar? —exclamó Antao, con admiración.

—Me parece que deben ser facoqueros —comentó Allí ido, mientras vacilaba entre si preparar su carabina u no—. Su carne bien merece una bala. Mas nos arriesgamos a hacer frente a la furia de esos bravos animales.

¿No nos hemos atemorizado ante los leones ni los leopardos y vamos a espantamos por semejantes animaluchos?

—¡No tan animaluchos!

—¡Es lo mismo! ¡Unos cuantos disparos bien realizados y se terminó!

—Temo que sean numerosos.

—¡Tanto mejor para nuestra provisión de alimentos!

—Sí; pero los que queden a salvo de la descarga nos atacarán.

—¡Y los rechazaremos!

—¡Puesto que lo quieres así, vamos a intentarlo!

Por entre los matorrales se distinguían, de vez en cuando, algunos robustos cuerpos, cubiertos de abundantes lanas y con colas en forma de espiral, que se movían.

Los cazadores y Aseybo apuntaron por espacio de unos instantes, y luego apretaron los gatillos.

Nada más se desvaneció el humo, vieron surgir de entre la vegetación doce o quince animales de gran ta maño, de largos y afilados colmillos.

Dos de ellos se desplomaron a escasos pasos, mas los restantes, que parecían dominados por una inmensa furia, prosiguieron su veloz carrera dirigiéndose en derechura hacia los cazadores.

Alfredo y Aseybo, que se hallaban próximos a las ramas del baobab, y que, como ya hemos indicado, se inclinaban hacia el suelo, consiguieron en un par de saltos situarse fuera del alcance de los animales. Mas el portugués, que se encontraba a mayor distancia y que fue sorprendido por aquel inopinado ataque, tuvo que recurrir a la velocidad de sus piernas, escapando como una exhalación por entro el bosque.

Siete u ocho de los facoqueros se pararon debajo del baobab, gruñendo ferozmente y pretendiendo, dando saltos, atrapar con sus colmillos las piernas de Alfredo y Aseybo. No obstante, otros tres, encabezados por un macho ya viejo, se lanzaron tras el que huía.

Por suerte para él, Antao tenía unas piernas muy ligeras y corría igual que un gamo, rodeando los troncos de los árboles, para forzar a los fieros animales a que tuvieran que dar una vuelta en torno a ellos, salvando los montones de hierba y evitando los enmarañados bejucos. Pero a cada instante se distanciaba en mayor medida de sus compañeros, y ante él se ofrecía el desolador porvenir de perderse entre aquella intrincada maraña de vegetación.

Ya hacía media hora que corría, siempre acosado por las obstinadas bestias, cuando súbitamente notó que la tierra se hundía bajo sus pies. En el acto se encontró medio aturdido mi lo profundo de un amplio agujero.

Antes que pudiera comprender lo que le había acontecido, sintió sobre la cabeza un fuerte golpe que poco más le deja inconsciente. Pero no fue tan rotundo el encontronazo como para que no oyera caer junto a él una gran masa, mientras escuchaba un rugido doloroso, que concluyó con un sordo y angustioso gruñido.

—¡Por la muerte de Júpiter y Febo! —barbotó una vez se hubo recuperado algo—. ¡A poco más me quedo clavado como ese endiablado «facomero» o facoquero, o como se llame! ¡Cómo puede verse, a fin de cuentas, soy un hombre afortunado!

El valiente Antao tenía razón para llamarse a sí mismo afortunado, ya que, por un verdadero milagro, había escapado del más horroroso suplicio, o sea de morir empalado.

Su velocísima carrera le hizo caer en uno de esos peligrosos artilugios que los negros practican para capturar, sin temor a correr el menor peligro, animales de gran tamaño, como elefantes y rinocerontes.

Era un hoyo de tres metros de profundidad y de una anchura de seis metros por todos sus lados, que en el centro se hallaba provisto de un palo que concluía en una agudísima punta y en la parte superior estaba cubierto de una especie de tapa realizada con cañas y hojas.

El portugués, en lugar de caer encima del palo y terminar su vida al igual que un turco o un persa, tuvo la suerte da ir a parar más allá, forzado por su propio impulso. En ni palo, en vez de él, se clavó el animal que le perseguía y que, en aquel momento, ofrecía el gracioso espectáculo de encontrarse suspendido en el aire por el palo que le atravesaba el vientre.

«¡Por mi vida que ese animalejo se halla más apropiada mente clavado allí que yo lo estaría! —comentó Antao para sí—. ¡Es, en verdad, una lástima que no tenga aquí leña para poderlo asar!».

Su alegría se mudó en seguida en un acceso de ira al oír sobre su cabeza rabiosos gruñidos.

Los otros tres facoqueros, que tuvieron tiempo de parar se ante el hoyo, daban vueltas en torno a él, mientras gruñían furiosamente, como si se encontrasen exasperados por no poder vengarse del portugués.

De vez en cuando se detenían en sus paseos, aproximando su horroroso hocico para husmear el agujero, al tiempo que abrían y cerraban las quijadas, provocando un ruido semejante al que producen las mandíbulas de un caimán al chocar. Mas, al darse cuenta de que en ese lugar existía un verdadero riesgo, se retiraron para no caer.

Antao tomó su carabina, que había ido a parar a un rincón. Mas al pretender cargarla comprobó que el frasco de la pólvora se había roto y las municiones estaban diseminadas por el húmedo suelo de la trampa.

—¡Por la muerte de todos los facoqueros del mundo! —bramó el hombre, al mismo tiempo que propinaba un puntapié al frasco—. ¡Aquí me encuentro en un verdadero problema! ¡Si Alfredo y Aseybo no vienen a socorrerme, esos malditos animales no me permitirán salir de esta endiablada trampa! ¡Salir! Me parece que incluso sin esos cerdos acechándome no podría lograrlo seguramente. Pero… ¡La idea creo que es adecuada y el cuchillo me facilitará la tarea!

Sin inquietarse ya por los facoqueros, que además no se podían aproximar hasta él, se quitó el cinturón que llevaba ceñido a los pantalones, y tomando el cuchillo que llevaba en la cintura, que era un arma de un pie de longitud y con magnífica hoja, lo ató firmemente a la extremidad del cañón de la carabina, fabricando con las dos armas una especie de lanza.

«¡Antes que nada me voy a librar de los cerdos! —se dijo—. ¡Ya veré luego si encuentro la manera de abandonar la trampa!».

Miró hacia arriba y pudo ver a los tres facoqueros, que le examinaban con sus pequeños y negros ojos, ensebando los colmillos y gruñendo.

Adelantar con toda rapidez el fusil hacia el exterior del agujero y clavar el cuchillo en el vientre de uno de los animales fue cuestión de un instante.

El facoquero, casi atravesado de parte a parte, emitió un agudo gruñido y fue a caer al interior del hoyo, quedando allí convulsionándose en los estertores de la agonía. Los dos restantes, espantados, escaparon a todo correr y se adentraron en la espesura del bosque.

¡Por Júpiter! —exclamó Antao con una triunfal risa—. ¡Cómo siga algún tiempo más en esta trampa la voy a convertir en una carnicería! Es una lástima que me falte fuego para hacer el asado. Ahora voy a intentar irme de esta residencia. Más tarde mandaré a los dahomeyanos que vengan a sacar las provisiones.

Examinó todo el contorno de la trampa, confiando en que en alguna zona fuese menos profunda, y también con la idea de practicar en la tierra algunos escalones para subir al exterior. Mas pudo comprobar que aquel agujero había sido realizado en un terreno muy rocoso y duro, por lo que resultaba difícil trabajar allí.

—¡Diablo! —musitó el portugués, cuya alegría comenzaba a disiparse y a ser reemplazada por la inquietud—. Estoy temiendo verme forzado a pasar la noche en el interior de este húmedo hoyo haciendo compañía a los dos cerdos. Tal vez Alfredo y Aseybo vengan a buscarme antes que se haga de noche. ¡En esta endemoniada selva resulta tan sen cilio extraviarse! De todas maneras debo conformarme y hacer frente a las circunstancias. Por otra parte, una noche molesta pasa de prisa. De no haberse roto el frasco, o si el fondo de esta zanja estuviese seco, en lugar de húmedo, podría atraer la atención de Alfredo disparando mi carabina. Pero ¡es lo mismo! ¡Mañana nos podremos reunir!

La oscuridad de la noche caía rápidamente, y al hombre re tenido en aquella trampa no le quedaba otro recurso que re diñarse sobre una piedra para descansar, mientras aguar daba con toda paciencia a que llegase la mañana, en la confianza de que Aseybo descubriría su rastro.

Desgraciadamente la tierra de la trampa era un lo lodazal y resultaba imposible sentarse encima de aquel suelo que tenía un palmo de barro.

—¿Y habré de permanecer toda la noche de pie? —murmuró el portugués—. ¡No soy un pájaro ni una grulla para dormirme de pie! Mas… ¡No se me había ocurrido que puedo arreglarme un cómodo lecho!

La buena idea le surgió al examinar a los dos puercos. Con cierta dificultad pudo sacar al que se encontraba clavado al palo. Puso los dos cadáveres juntos en un ángulo de la zanja y, a continuación, se acostó sobre ellos.

«¡Incluso los difuntos pueden ser útiles en algunas circunstancias! —se dijo, riendo—. ¡Intentaré cerrar los ojos y dormir un poco! ¡Espero que, mientras me halle durmiendo no vaya a caer algún necio elefante en la trampa!».

Hacía ya algunos minutos que el sol se había ocultado y la noche empezaba: una noche oscura y sin luna.

Gracias al gran silencio que imperaba en la selva y agotado por el cansancio, el portugués se durmió rápidamente, como si se hallase acostado encima de la más mullida y confortable cama de todo Portugal.

No obstante, tras unas cuantas horas de sueño fue súbitamente interrumpido por exclamaciones o risas chillonas que provenían de arriba.

Abandonó su cómodo lecho, que no esperaba dejar hasta que amaneciera y contempló la abertura de la trampa.

—¿Gente jovial? ¡No, caramba! ¡Son animales hambrientos que desearían celebrar un banquete con mi cuerpo!

Ocho ojos de verdes reflejos, cuyo brillo era similar al de los gatos, le examinaban detenidamente y con una insistencia que hubiese atemorizado al más bravo cazador de África.

Con una simple ojeada el portugués fue capaz de averiguar a quiénes correspondían aquellos ojos. Eran cuatro enormes hienas manchadas, las cuales, comprendiendo que en aquella zanja había una presa, se habían estacionado allí en la esperanza de poder devorarla tarde o temprano.

Mas como el descender al fondo resultaba bien sencillo y el subir de nuevo al exterior era, por el contrario, imposible, los carnívoros, que intuían el peligro, no se hallaban decididos a saltar.

—La presa las atrae, mas el temor a quedar aquí aprisionadas las cohíbe —dijo el portugués, en la certeza de que no corría el menor riesgo.

Luego agregó, dirigiéndose a las hienas:

—¡Amigas, aquí hay una persona que podrá hacer alguna cosa contra vosotras!

Al ver que se incorporaba, las cuatro hienas recularon unos cuantos pasos, iniciando a continuación unas sorprendentes risotadas, que podían excitar los nervios de cualquiera y con mayor razón del prisionero.

Por un cierto tiempo, Antao aguardó con paciencia, con fiando en que las hienas se marcharían. Mas, observando la terquedad con que continuaban junto a la boca de la zanja, se levantó enfurecido y, colocándose encima de los facoqueros, propinó un enérgico golpe con la punta del fu sil, que iba provisto del cuchillo, al animal más próximo, atravesándole el pecho.

Las otras hienas, aterrorizadas ante aquella embestida, huyeron con extrema celeridad, mientras que el animal herido, impedido por las convulsiones de la muerte, caía en el interior del hoyo.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. ¡Ya poseo otro colchón que me ayudará a estirar las piernas! ¡Voy a utilizarlo para conciliar de nuevo mi sueño!

Aproximó el cadáver de la hiena a los de los otros dos animales y se tumbó cómodamente en aquel lecho de muer tos. Pero, al parecer, estaba decidido que aquella noche no debería ya dormir.

Nada más cerrar los ojos, otra serenata más horrible le desveló. Las hienas habían sido ahora reemplazadas por los chacales, y además en mayor número. Y aquellos hominidos animales daban tan descomunales aullidos que hubieran despertado a los siete durmientes.

—¡Largo de aquí! —exclamó Antao, que ya empezaba a perder la paciencia—. ¿No me van a dejar en paz un solo Instante? ¡El demonio se lleve a todos los animales de África!

En ese momento le pareció escuchar una distante detonación que resonaba entre los árboles. «¿Será Alfredo? —se preguntó a sí mismo—. No podía llegar en circunstancias más adecuadas para ahuyentar a estos endiablados lutosos».

Procuró escuchar con toda atención, pero los aullidos de los chacales no le dejaban oír bien.

—¡Me están buscando! ¡Esperemos a que me encuentren! —dijo—. Si estos animales guardaran silencio durante un instante, es posible que gritando yo con toda mi tuerza lograra que me oyesen. Mas con toda certeza seguirán de esta manera hasta que amanezca. Si yo pagara su pesadez con algunos garrotazos, es posible que esa moneda resultase suficiente para que se fuesen.

Se colocó encima de los tres cadáveres, pretendiendo asestar algunos pinchazos con su improvisada lanza a los chacales. Sin embargo, eran muy astutos y no tan curiosos como las hienas. Se mantuvieran a distancia y mucho más cuando observaron el arma que el portugués empleaba contra ellos.

Éste, tras varios intentos fallidos, no tuvo otra solución que conformarse con oír, muy a su pesar, aquel segundo concierto.

Todavía duró este siniestro conjunto de aullidos más de una hora, impidiendo al desdichado prisionero percibir las descargas de las armas de fuego de sus compañeros. Mas luego los aullidos cesaron de súbito.

—¡Vaya! —musitó con cierta inquietud—. ¿Quién es el que puede haber interrumpido a estos animales? ¿Se tratará de algún coloso provisto de colmillos y trompa? En previsión, tomaré mis medidas.

Se protegió detrás de los cadáveres de los puercos y la hiena, que podían hacer las veces de parapeto. Luego que los hubo puesto uno encima de otro, apuntó la lanza hacia arriba, examinando la boca de la zanja con mucha atención y presto a defenderse.

Debido a que el bosque permanecía en absoluto silenció, le fue posible percibir un fuerte resoplido y, a continuación, oyó el crujir de hojas secas.

—¡Alguien se aproxima! —musitó Antao, al mismo tiempo que notaba su frente mojada por un sudor frío—. Tras de las hienas y los chacales, ¿les va a corresponder el turno a los grandes carniceros? ¡Magnífica noche estoy pasando, y todo a causa de los endiablados cerdos!

Escuchó de nuevo con gran atención y al mismo tiempo se empinó cuanto pudo sobre los cadáveres, oyendo otra vez un resoplido y cómo crujían las hojas bajo el efecto de una gran presión.

Al poco rato algo grueso y largo, de oscuro color, se introdujo por la abertura de la zanja, soplando con tan enorme fuerza que las aguas del fondo del hoyo se rizaron.

El portugués notó que se le erizaban los cabellos.

—¡Dios me la depara buena! —dijo en voz queda, encogiéndose cuanto le fue posible—. ¿Será ese objeto una serpiente o la trompa de un elefante?

Examinó la parte superior de la trompa y vio detenida unte la trampa una gigantesca mole, que destacaba de manara terrorífica en la oscuridad de la noche.

Se trataba de un elefante de gran tamaño, tal vez uno de esos viejos solitarios que viven aislados en lo más recóndito de las selvas y que son los que ofrecen mayor peligro, ya que siempre se encuentran enfurecidos.

Como notara la presencia del hombre, introdujo la trompa por el agujero con objeto de cogerle y aplastarle contra un árbol.

—¡Por la muerte de Urano y Saturno! —barbotó Antao—. ¡Lo único que ahora podría faltar es que se me viniera encima! Me han asegurado que estos animales viejos y solitarios son tan perversos que embisten a cuantos hombres hallan a su paso. ¡Si me agarra con la trompa, todo habrá terminado para mí!

Al verla moverse en todas las direcciones, tocando las paredes de la zanja con la trompa, Antao se tumbó en tierra, escondiéndose debajo del cadáver de la hiena. Confiaba en no ser descubierto. Pero en seguida comprobó que la extremidad de la trompa pretendía introducirse por entre los cadáveres, para agarrarle.

Enloquecido de espanto, se libró de la hiena, colocándose en el extremo opuesto de la zanja, con la improvisada lanza dispuesta para defenderse.

Al distinguir la trompa a dos pasos de él, hizo un desesperado esfuerzo y lanzó hacia arriba una cuchillada. Mas le fue imposible comprobar los resultados de aquel golpe, ya que recibió en mitad del cuerpo tan enorme cantidad de agua y fango que se desplomó de espaldas con las piernas en alto.

—¡Ahora estoy perdido! —dijo gimiendo.

Casi en aquel preciso instante escuchó el estampido de dos disparos y, acto seguido, el estruendoso barritar de aquel corpulento animal.

IV. La emboscada de los krepis

Una vez que el desgraciado Antao, lleno de fango de los pies a la cabeza, se incorporó para sacudirse el lodo, pudo ver a la entrada de la trampa, en lugar del elefante a sus compañeros Alfredo y Aseybo que llevaban en las manos ramas resinosas ardiendo.

—¡Por la muerte de todos los elefantes de África! —exclamó, entre grandes voces—. ¿Eres tú, Alfredo? ¡Un secundo más de retraso y te aseguro que Antao no hubiera contemplado nunca la cara a ese pícaro de Kalani, ni tampoco a Gelete!

—¿Qué es lo que haces en esa trampa? —inquirió Alfredo, sorprendido, mientras arrimaba más la tea para ver mejor a su compañero.

—¿Qué qué es lo que hago? —repuso Antao, que había recuperado su carácter jovial de costumbre—. Bien puedes verlo: ¡velando a los muertos!

—¿A los muertos? ¿Te has vuelto loco, Antao?

—No creo que el elefante haya vuelto del revés mi cerebro, si bien te garantizo que me ha hecho pasar un ruto pésimo que no les desearía ni a esos antropófagos. ¿No observas que me encuentro acompañado de tres cadáveres?

—¿Y quién ha sido el que te ha lanzado al interior de ese hoyo?

—Los facoqueros.

—¿Los facoqueros?

—Exactamente: los facoqueros.

—¿Te encuentras en este sitio desde anoche?

—Y hubiera continuado hasta el fin del universo si no llegáis vosotros.

—¡Vaya! ¡Pobre amigo mío!

—¡Olvida los lamentos y tírame una cuerda! ¡Estoy cubierto de fango hasta los mismísimos cabellos! ¡Ese diabólico elefante llevaba dentro una tonelada de lodo y me sorprende que no me ahogara con su descarga! ¡Aquello era una verdadera tromba de agua!

Alfredo y Aseybo ataron a toda prisa una con otra las cuerdas que ambos llevaban a la cintura y lanzaron uno de los cabos al interior de la trampa, agarrando firme mente el otro. Ya iba el portugués a iniciar el ascenso cuando súbitamente se detuvo.

—¿No subes? —inquirió Alfredo.

—¡Aguarda un momento, compañero! —repuso Antao—. En este lugar hay una estupenda carnicería. Que siga en este agujero el cadáver de la hiena. Pero a esos magníficos cerdos me los llevo conmigo.

—¡Qué se queden aquí abajo, Antao! En el transcurso de nuestro terrible asedio nosotros hemos liquidado seis o siete.

—¿Asedio? ¡Demonio! ¡Yo en esta zanja y vosotros en el baobab! ¡Jamás hubiese imaginado que esos puercos salvajes tuvieran tal terquedad! ¡Sujetad con firmeza!

Se asió al extremo de la cuerda y los dos que se encontraban arriba tiraron de ella.

Al hallarse fuera de aquella trampa, que a poco más se convierte en su tumba, por vez primera en su vida, olvidando a los dioses paganos, lanzó una gran exclamación de alegría.

Luego dijo:

—¡Gracias, Alfredo! Ahora deseo que me cuentes de que manera te las has arreglado para dar conmigo en esta oscura selva.

—Te lo explicaré mientras caminamos. Démonos prisa en regresar al campamento, puesto que en este bosque creo que abundan las fieras. Ya hemos podido ver un león y dos leopardos. ¿Y tú cómo has ido a parar a esa rampa destinada a los elefantes?

El portugués explicó inmediatamente sus peripecias, que, si bien en un principio le había hecho reír, al final terminaron por hacerle temblar.

—Si no acudís tan oportunamente —terminó diciendo—, ese elefante no hubiese tardado mucho en aplastarme, transformándome en media tostada.

—Debes agradecer a la casualidad que hayamos venido por esta zona —replicó Alfredo—. ¡Pobre amigo! ¡Qué horas tan terribles has debido de pasar en ese repugnante agujero!

—No tantas como te imaginas, puesto que buena parte me la he pasado roncando tranquilamente. Y vosotros, ¿de qué manera os habéis librado de los jabalíes?

—Hemos tenido que padecer un auténtico cerco a cargo de esos puercos, y éste ha durado hasta muy entrada la noche, a pesar de los continuos disparos que efectuábamos. En cuanto nos fue posible descender del árbol comenzamos a buscarte, presintiendo que pudiera haberte acontecido algo grave. Teniendo en cuenta que ya estaba oscurecido, nos resultó imposible hallar tus huellas y tuvimos que dejar la cuestión al azar, confiando en que tus voces, o bien tus disparos, nos orientaran. Ya habíamos caminado tres horas, disparando en algunas ocasiones nuestras carabinas, cuando vimos al viejo elefante y escuchamos tu grito. Con dos disparos lo hicimos salir huyendo, y, además, para acrecentar su terror le lanzamos una tea ardiendo. El resto ya lo conoces.

—¿Y desde entonces no habéis vuelto al campamento?

—No, Antao.

—Se encontrarán preocupados por nuestra larga ausencia.

—Deben suponer que estamos afanados en cazar las pie zas mayores que se hallan ocultas. Démonos prisa, compañero. Deben de ser ya las dos de la madrugada.

—¿Y en qué lugar se halla el campamento?

—Oigo cómo discurre el río a nuestra derecha. Siguiendo su margen no nos perderemos.

—¿En qué sitio habéis dejado vuestros puercos?

—Pendiendo de dos ramas del baobab para evitar que puedan ser pasto de las hienas. Mejor dicho: tenemos colgado del árbol solamente un par. En lo que a los demás se refiere, sólo encontraremos los esqueletos.

Caminando hacia la derecha distinguieron en seguid el río, que, basándose en sus cálculos, debía conducirlos al campamento. Sus márgenes se hallaban cubiertas de tan frondosa vegetación que no permitía a los tres hombres marchar por esa zona y, en consecuencia, se vieron obligados a tener que regresar de nuevo a la selva, donde era fácil encontrar senderos menos dificultosos.

Luego de que hubieron deliberado sobre lo que convenía hacer, iniciaron la caminata con entusiasmo, deseosos de llegar al campamento, después de tan numerosas horas de ausencia. Y en ese preciso momento se vieron súbitamente detenidos por una enorme sombra, que avanzaba parsimoniosamente, saliéndoles al paso.

—¡Por la muerte de Júpiter! —exclamó Antao—. ¿Será otro elefante el que se nos interpone? ¿Estaremos predestinados a tener esta noche únicamente encuentros desagradables? ¡Empiezo a estar hasta la coronilla de fieras africanas!

—No pienso que se trate de un elefante —advirtió Alfredo, que se había resguardado detrás del tronco de un gran árbol—. ¡Estemos preparados, compañeros, ya que temo que esa corpulenta mole sea un rinoceronte!

—O un hipopótamo que busca alimento —intervino Aseybo—. El río se encuentra muy próximo, mi amo.

—Me parece que estás en lo cierto. Si fuera un rinoceronte, ya nos hubiese embestido.

—¿Qué es lo que podemos hacer ahora? —inquirió Antao—. Si en realidad se trata de un hipopótamo, dejemoslo que pase de largo.

—Es que parece que tiene más interés por nosotros que por las raíces, que es su alimento preferido. ¿No veis que se encamina hacia este lugar?

—Se tratará de un curioso.

—Pero un curioso que produce terror, Antao.

—¡Le daremos la bienvenida con unos buenos disparos!

—Observemos, en primer término, qué es lo que hace. Imagino que de momento sus intenciones no son malas.

En realidad aquel hipopótamo —puesto que de ese animal debía de tratarse, a juzgar por su caminar pesado e inseguro— no aparentaba tener intenciones belicosas, ya que proseguía su avance con mucha tranquilidad, medio escondido entre las altas hierbas que se hallaban bajo los árboles.

Debió de haber descubierto a los tres hombres y escuchado sus voces. Mas, pese a ello, se encaminaba, con paso mesurado, hacia el árbol y con un movimiento tan torpe que al portugués le producía auténtica risa.

—¡Vaya cosa extraña! —exclamó Alfredo, luego de un breve silencio—. Cuando esos animales se encuentran fuera del agua, evitan tropezar con los hombres o los embisten con furia, en tanto que éste no experimenta la menor intranquilidad. Si sigue avanzando, en el breve plazo de medio minuto lo tendremos aquí.

—Deseará que lo matemos —comentó Antao, amartillando su carabina.

—¡Creo…! Pero ¡silencio! ¡Fijate en él bien, Aseybo! ¿Consideras normal su forma de comportarse?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que ese animal ha sido herido de gravedad.

—Yo también empiezo a darme cuenta de ello.

El hipopótamo, que acababa de detenerse en su avance igual que si le flaqueasen las fuerzas, se desplomó súbitamente en tierra, quedando inmóvil. Semejaba haber muerto, mas no se percibía ni tan siquiera el crujir de las hojas.

—Ha muerto —opinó el portugués—. ¿Le habrán metido algún balazo?

—Tal vez —repuso Alfredo—. Los negros de este territorio cazan cuando les es posible a esos colosos para proveer se de sabrosa carne.

—En este caso, cortemos en el acto una tajada para nuestro almuerzo.

—De acuerdo. Pero una vez tengamos la certeza de que luí muerto realmente —replicó el cazador.

Avanzó diez o doce pasos examinando la gran mole del animal, que permanecía inmóvil por completo, y después, apuntando con el fusil a la cabeza, hizo fuego.

El paquidermo recibió el tiro, pero no hizo el más mínimo movimiento.

—¡Está muerto! —anunció Alfredo—. Podemos aproximamos sin miedo.

Se adelantó al enorme cadáver. Detrás de él iban el portugués y el negro. Dieron una vuelta en torno al cuerpo muerto, con objeto de examinar dónde había recibido la herida.

—Fíjate en este punto —señaló Alfredo—. Me parece observar un agujero.

Los dos se adelantaron para examinar mejor, puesto que la oscuridad todavía era muy cerrada. Súbitamente observaron que el animal se levantaba de improviso, en el momento que notaban cómo eran agarrados por los pies. En el acto cayeron a tierra sin que tuvieran ocasión de emplear las armas.

Siete u ocho sujetos habían salido del interior de la piel del hipopótamo e inmediatamente rodearon con sorprendente presteza a los dos blancos, reduciéndolos a la impotencia, en tanto que un par de ellos se había lanzado hacia Aseybo.

No obstante, el valiente negro no se dejó apresar con tanta facilidad. Al ver salir de improviso los individuos en cuestión saltó con ligereza hacia atrás, mientras gritaba:

—¡Malvados!

Disparó una vez e hizo caer a su primer enemigo con la cabeza destrozada. Con un buen culatazo puso fuera de combate a otro, y a continuación se adentró en el bosque, perseguido por otros negros que surgieron de entre la maleza.

Mientras, Alfredo y el portugués habían sido desarmados en un instante. Luego fueron maniatados, sin que tuviesen ocasión de ofrecer la más mínima resistencia, ya que el ataque fue excesivamente rápido e inesperado.

—¡Por la muerte de Júpiter, Urano y Saturno! —exclamó Antao, mientras pretendía deshacer en vano los bejucos que le oprimían—. ¿Qué significa este ataque? ¿Quiénes son esos negros que se esconden dentro de la piel de un hipopótamo para cogemos desprevenidos?

—Confío en que no tardemos en saberlo —repuso Alfredo, que en seguida recobró su habitual serenidad.

Luego, dirigiéndose a los negros que se hallaban en torno a ellos, les dijo en dialecto negbe:

—¿Qué pretendéis de nosotros, que somos blancos? ¿No veis nuestro enojo? ¡Quitad estas cuerdas y dejadnos libres o nuestros amigos vendrán y os fusilarán a todos!

Los negros, en lugar de contestar, se miraron unos a otros con inquietud. Tras cambiar entre ellos unas breves palabras, cogieron inmediatamente a los dos blancos y los colocaron encima de unas parihuelas hechas con troncos y ramas sólidamente atadas con bejucos.

—¡Tunantes! —exclamó Alfredo, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Qué es lo que hacéis?

En esta ocasión tampoco contestaron los negros. Ocho de ellos, los más robustos, tomaron las parihuelas, poniéndose los palos de éstas sobre los hombros e iniciaron la marcha con paso vivo. Tras ellos iban los restantes negros, provistos de lanzas y, al parecer, con la misión de defender la retirada.

—No lo entiendo más que tú, amigo.

—¡Por la muerte de Neptuno! —clamó Antao. ¿Qué significa este secuestro, Alfredo?

—Pero ¿no supones quiénes pueden ser esos negros?

—Krepis, seguramente.

—Me imagino que nos han preparado una trampa.

—Sí. Nos aguardaban, Antao.

—Ocultos en una piel de hipopótamo. ¡La idea ha sido muy curiosa!

—Tal vez experimentaban temor hacia nosotros y no se atrevían a combatimos de frente.

—¿Tendrán también cogido a Aseybo?

—Me parece que ha logrado huir, puesto que ya no hemos oído ningún disparo y creo haber visto regresar a los perseguidores.

—¡Alfredo! —exclamó súbitamente, y con visibles muestras de terror, el portugués.

—¿Qué te sucede?

—¿Y nuestro campamento? ¿Lo habrán atacado esos negros?

—Sin duda lo habrán saqueado, y, sin embargo, no observo cajas ni caballos. Por otra parte, hubiésemos escuchado los tiros…

—En tal caso, esos extraños secuestradores sólo tienen interés por nosotros.

—Eso parece.

—¿Y qué intentarán hacer? ¿Acaso piensan matamos?

—No es ése mi temor. Los negros de estos territorios tienen respeto hacia los hombres blancos y también excesivo miedo para osar matarlos. Confío en que, muy en breve, tendremos la solución a esta extraña conducta.

Mientras tanto los negros continuaban su rápido avance por el bosque. Aquellos fuertes e incansables andarines marchaban como caballos al galope, por una senda de la que solamente ellos debían tener noticia. Y tras ellos caminaba siempre la escolta armada.

No tardaron en llegar al lindero de una amplia llanura, en la que crecían altas hierbas. A pesar de que aún la oscuridad de la noche lo dominaba todo, Alfredo y Antao, examinando atentamente el horizonte, consiguieron distinguir, en dirección al norte, varias cabañas que parecían constituir un poblado.

—Allí nos llevan —indicó Alfredo.

—Nos debemos encontrar a mucha distancia de nuestro campamento —agregó el portugués con voz inquieta.

—Como mínimo a seis millas.

—¿De qué manera se las arreglará Aseybo para hallarnos? Me imagino que no pensará abandonarnos…

—Al contrario. Tengo la certeza de que nos sigue para ver a qué lugar nos lleva esa gente.

—¿Y vendrá a liberarnos?

—Al menos lo procurará, con la ayuda de los dahomeyanos.

—Pero a nuestro alrededor hay dos docenas de negros provistos de lanzas.

—Ya lo sé.

—Y esa aldea me parece muy poblada.

—Es cierto. Mas te garantizo que nuestros hombres no nos abandonarán. En este sentido estoy bien tranquilo.

En aquel momento se pudo escuchar, a cierta distancia, en dirección hacia la aldea, que ya se podía ver con toda perfección, puesto que el sol empezaba a salir, gran ruido de tambores, acompañado de una gritería exorbitante.

Un nutrido grupo de negros salió del poblado, dirigiéndose al encuentro de los secuestradores. Llegaban armados, y el sol hacía que sus lanzas brillaran.

—¡El demonio me lleve si es que entiendo la menor cosa! —comentó Antao—. Al parecer esa gente celebra nuestro secuestro.

—Sí. Se hallarán contentos del resultado obtenido por sus camaradas.

Al percibir los del acompañamiento aquel estruendo, contestaron con otros gritos de alegría y aceleraron todavía más la marcha, ansiosos por alcanzar el pueblo, un el cual se encontraban numerosos negros.

En escasos minutos atravesaron la distancia que los separaba y la escolta se detuvo frente a la primera choza, cerca de varios negros que lanzaban gritos y que se aproximaban de tal forma a las parihuelas que a poco más derriban por tierra a los portadores.

Alfredo y Antao se incorporaron, examinando a todos aquellos hombres. Mas, con gran extrañeza por su parte, no pudieron observar el menor signo de enemistad o amenaza en su forma de comportarse. Por el contrario, parecía que todos se hallaban contentos y decididos a venerar a los presos, como si fuesen seres superiores, en lugar de ser descorteses con ellos.

Unos cuantos que lograron pasar las filas de la escolta ofrecieron con presteza a los dos blancos tazas en las que había cerveza de maíz fermentado, bananas y diversas frutas más.

—¡Buen indicio! —observó el portugués, algo tranquilizado.

—Esos negros me parecen muy buena gente. ¿Su intención será veneramos?

—No resultaría muy sorprendente.

—Es cierto. —Convino Alfredo—. Pero tenemos demasía da prisa y no podemos dejamos adorar. ¡Vamos a ver cómo concluye este curioso lance, Antao!

El acompañamiento, que había sido deshecho en principio por el empuje de la muchedumbre, se reorganizó de nuevo, comenzando a repartir garrotazos a diestra y siniestra, con objeto de que la gente que los rodeaba dejara paso, permitiendo que las parihuelas pudiesen continuar la marcha.

Se hizo cruzar a los dos presos la calle principal de la aldea, abriéndose camino con dificultad entre la aglomerada multitud. Se pararon ante una choza grande, que se alzaba en la plaza del mercado. Se trataba de una rudimentaria edificación, rematada por tres cúpulas, y en cuyo alrededor había numerosas y pequeñas estatuas de barro blanco, las cuales representaban hombres, animales y pájaros, que posiblemente eran ídolos adorados por aquella tribu.

Un anciano negro —con cabellos blancos y piel arrugada, que vestía una especie de larga sotana, ornada con galones de oro y dientes de chacal, con el pelo y el cuello abarrotados de collares de perlas turcas y con la cabeza cubierta por un casco como de bombero— avanzó, muy digno y ceremonioso, hacia los dos presos y pronunció unas breves palabras, de las que ni Alfredo ni Antao fueron capaces de comprender siquiera una.

Sin embargo, por sus ademanes sacaron la conclusión de que aquel cacique se dirigía a ellos con suma cortesía.

—¡Por la muerte de Júpiter y Saturno! —barbotó el portugués—. ¡De nuevo te digo, Alfredo, que esos negros nos han capturado con objeto de aumentar su colección de fetiches!

—En seguida nos enteraremos —dijo Alfredo—. Me parece imposible que aquí no entiendan el negbe.

Se volvió hacia el rey negro, que parecía aguardar una contestación, y le habló en el lenguaje utilizado por los negros de la Costa del Marfil.

—Jefe —empezó diciendo—, no comprendemos tu lengua. Mas aquí habrá alguno que pueda entendernos.

—¿Hablas el dialecto de la gente del Popo? —inquirió el anciano negro, con satisfacción.

—Sí, y me alegra que me hayas entendido. ¿Me explicarás ahora por qué razón nos has hecho secuestrar, siendo, como somos, hombres blancos?

—Sencillamente porque vosotros fabricáis la lluvia.

Al escuchar semejante contestación, Alfredo no pudo reprimir una carcajada poco respetuosa.

—¿Has oído, Antao? Suponen que somos capaces de fabricar la lluvia.

—¿Fabricar la lluvia? —exclamó el portugués, sorprendido—. ¿Qué significa eso?

—Al parecer esos negros necesitan que llueva para hacer fecundar sus tierras, agostadas de seguro por una sequía muy larga, y nos han capturado convencidos de que podemos atraer las nubes.

—¡Bello país de locos! ¿Y así…?

—Vamos a ver si consigo hacer comprender a esa gente que está en un error.

Se dirigió hacia el rey, que aguardaba ansiosamente una respuesta:

—Tú sueñas, anciano. Los hombres blancos no tienen ese poder.

El negro no pareció extrañado por tal contestación, ya que repuso con gran tranquilidad, al tiempo que esbozaba una sonrisa:

—El hombre blanco supone que mi tribu es tacaña y no le recompensará debidamente, pero está equivocado.

—Insisto en afirmarte que los hombres blancos no son fabricantes de lluvia.

—¡Pretendes mofarte de nosotros! Bien sabemos que los hombres blancos saben hacer cosas que nosotros desconocemos.

—¡Otra vez te digo que estás en un error!

—Eso no es verdad. El hombre que venía del distante país donde el sol se pone nos ha indicado que vosotros tenéis el poder de conseguir que las nubes truenen y caiga la lluvia.

—¿A qué hombre te refieres? —inquirió, extrañado, Alfredo.

—A un negro que se ha ido, ya que tenía prisa por regresar a su tierra, en Dahomey. Mas antes de dejarnos nos ha comunicado que estabais acampados en esta región, asegurando además que sólo vosotros seríais capaces de salvamos de los grandes perjuicios provocados por la larga sequía. Por ello he mandado que os capturaran y trajeran a este lugar. ¿Tenéis deseos de regresar a vuestro país? En tal caso, proporcionadnos la lluvia, o no se os dejara salir de la región de los Krepis.

V. Los que fabrican lluvia

Alfredo se incorporó con viveza, dominado por tan extrema intranquilidad que obligó al portugués a lanzar una exclamación de sorpresa.

El cazador se dio cuenta en el acto de quién había preparado aquella artimaña, cuyo objeto era tenerle inmovilizado en el territorio de los Krepis para retrasar de manera indefinida su marcha hasta las fronteras de Dahomey. Las palabras finales del reyezuelo fueron para él un descubrimiento de extrema importancia, ya que se trataba de la salvación de todos y, en especial, de la posibilidad de perder para siempre a su hermano Bruno.

—¡Antao —exclamó con angustiosa voz—, nos hallamos a punto de perder lo que hemos casi logrado a costa de tantos esfuerzos y todos nuestros anhelos! Si no hallamos la manera de libertamos rápidamente, en los límites de Dahomey toparemos con las huestes de Kalani.

—¿De Kalani? —dijo con sorpresa el portugués—. ¿Nos ha capturado ese negro por mandato suyo?

—No me has entendido, Antao. Esos necios han acatado, sin saberlo, las órdenes de uno de nuestros rivales, el cual explotó en perjuicio nuestro su credulidad e ignorancia.

—Explícate con más claridad, Alfredo.

—¿Supones quién es el hombre que vino aquí desde el distante país donde se pone el sol y que ha explicado a esos negros que nosotros somos capaces de fabricar lluvia?

—No lo sé.

—Uno de los espías, el que logró huir del territorio de los aschantis.

—¡Por la muerte de Urano! —clamó Antao, palideciendo—. ¿De qué manera se las ha podido arreglar para adelantarnos?

—No lo sé. Mas no tengo la menor incertidumbre respecto a ello. Para tener la seguridad de llegar a Dahomey primero que nosotros, ha indicado a esos negros que nos preparen una emboscada en la selva.

—Así, pues, conocía nuestra presencia en este territorio.

—Con toda seguridad, Antao.

—¡El muy canalla! Pero ¿qué clase de piernas deben poseer esos dahomeyanos? Hemos ido a marchas forzadas desde la madrugada hasta la noche y, no obstante, ha llegado antes que nosotros. Tiene que haber dispuesto de un caballo.

—Me lo imagino.

—¿Y qué es lo que piensas hacer ahora? Si ese hombre alcanza Dahomey primero que nosotros, advertirá a Kalani y tendremos delante nuestro a las huestes sanguinarias de éste.

—Es verdad, Antao. Si no conseguimos recobrar la libertad cuanto antes, sucumbiremos en la frontera de Dahomey.

—¿Y cómo lograremos libertamos de esa gente? No podemos hacer que llueva.

—Intentaremos engañarlos.

—¿De qué forma?

—Ya se verá. Por el momento me parece que se me ha ocurrido una buena idea y, en el supuesto de que pueda convencerlos, mañana estaremos en libertad.

—Pues actúa con presteza, Alfredo.

El cazador se dirigió al cacique negro, que seguía aguardando una respuesta, y le dijo:

—Escúchame, jefe. Haremos lo que pides, dejando caer de las nubes tan gran cantidad de agua que toda la tierra se empape y puedas recoger extraordinarias cosechas. Pero, en primer lugar, deseo saber una cosa.

—Explícate, hombre blanco —contestó el rey.

—¿Cuándo vino a tu aldea el hombre que te informó respecto a que nosotros fabricamos lluvia?

—En la mañana de ayer.

—¿Iba a caballo?

—Sí; mas éste se encontraba en tan malas condiciones que murió en el acto. Ayer por la noche nos lo comimos y puedo asegurarte que era estupendo.

—¿Y cuándo se fue ese hombre?

—Momentos antes que mis guerreros te trajeran aquí.

—¿Era un hombre joven?

—Sí; joven y robusto.

—¿Consideras que ya debe estar a mucha distancia?

—Me imagino que no, puesto que tenía una pierna herida y cojeaba. Al parecer recibió un balazo de no sé qué negro y debía de padecer bastante.

—¡Gracias, jefe! —dijo Alfredo, sintiéndose ya más tranquilo.

—¿Harás que caiga lluvia? —le interrogó el negro anhelosamente—. El sol se cierne sobre nuestras tierras abrasando todos los sembrados y las fuentes están secas, de manera que nos es imposible dar de beber a nuestros animales.

—Pero para hacer que vengan las nubes preciso diversas cosas, que aquí no puedo hallar.

—La gente de mi pueblo se encuentra a tu disposición. Manda y tendrás todo lo que desees.

—Tus súbditos no pueden hallar determinada planta que solamente yo conozco.

—¿Necesitas plantas?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para prenderles fuego. El humo que se elevará por el aire ha de ser suficiente para hacer venir desde todos los puntos del horizonte las nubes que deben hacer caer la lluvia.

—¿Y sabes en qué lugar hallarla?

—Sí, en la gran selva.

—Te llevaré con una escolta debidamente armada.

—Demasiado numerosa, no. Ha de ser solamente de doce guerreros jóvenes o, en caso contrario, las nubes se amedrentarían, dejando entonces de acudir.

—¿Y no podré acompañaros yo? Desearía aprender cómo se fabrica la lluvia —dijo el rey.

—Vendrás con nosotros y te mostraré de qué manera has de hacer la lluvia.

—Yo te entregaré cuatro bueyes y cuanta cerveza te apetezca.

—Gracias, jefe; sólo deseo la libertad. En mi nación me están esperando, y ya sabes que los blancos viven muy distantes.

—Te prometo que serás libre, pero una vez haya llovido.

—Preciso mis armas, ya que me son necesarias para atraer a las nubes.

—Las llevaremos con nosotros.

—Entonces date prisa. Elige los doce guerreros y vámonos en el acto.

—De aquí a media hora ya habremos emprendido la marcha —repuso el rey, con gran júbilo.

A una indicación suya, Alfredo y Antao fueron libertados de las ligaduras. Se los condujo a la choza del cacique y allí se los obsequió con cerveza, carne asada de buey y frutas. Mas a la puerta de la cabaña se apostaron diez guardianes para evitar que los blancos huyeran antes de producir la lluvia.

—Me intriga el saber cómo concluirá esta aventura —comentó Antao, mientras comía y tomaba buenos tragos de bebida—. ¿De qué forma nos arreglaremos para liberarnos del cacique y su acompañamiento?

—Ya verás cómo todo termina bien —repuso Alfredo—. Los conduciremos hacia el campamento y allí veremos si pueden enfrentarse a los disparos de Aseybo y de los dahomeyanos. Mi servidor tiene mucha astucia y no me extrañaría que por su parte haya preparado alguna sorpresa en nuestro beneficio.

—En eso confío.

—Tengo la certeza de que Aseybo nos ha seguido desde lejos para averiguar el lugar al que nos han llevado. Me tiene un gran afecto.

—¿Habrá ya advertido a la amazona y a los dahomeyanos?

—No lo pongas en duda, Antao. Seguramente ha ido al campamento para ponerse de acuerdo con Urada.

—Estaremos prevenidos para aprovechar el temor o el estupor de esos seres supersticiosos, que se obcecan en suponemos fabricantes de lluvia, curiosa idea que les han metido en sus cerebros.

—No me sorprende, Antao. Muchos sacerdotes y hechiceros aseguran ser fabricantes de lluvia, como en estas regiones se los denomina.

—Es un oficio un tanto arriesgado.

—Sí, pero productivo, Antao. Esos picaros procuran tener suficiente tiempo por adelantado antes de hacer que llueva, con la disculpa de que deben tener determinadas hierbas que son difíciles de encontrar. En algunas ocasiones buscan durante meses y meses, hasta que llegan las lluvias y en este instante afirman ser ellos los productores.

—Pues no dejan de tener astucia.

—Ni de aprovecharse de la ignorancia de esos desdichados negros. Mas ya tenemos aquí la escolta. ¡Vamos, Antao, a procurar encontrar en la selva… nuestra libertad! ¡Te garantizo que nos vamos a reír!

El rey, ataviado con sus mejores galas, con su casco ornado de plumas y el pecho, los brazos y los tobillos repletos de sartas de perlas de vidrio y aras de marfil, llevando además un jubón de paño flamante y de cortas mangas, de una viva tonalidad roja, los aguardaba, escoltado por doce jóvenes guerreros, provistos de cuchillos y lanzas.

Los dos blancos tomaron una última taza de cerveza y luego se prepararon a marchar, diciendo:

—¡Vamos!

Primero observaron si los guerreros llevaban sus carabinas, y vieron que estaban en poder del más joven de la escolta, al igual que los cartuchos.

La reducida tropa abandonó la aldea con paso vivo, pasando por entre medio de dos hileras de gente que guardaba un respetuoso silencio. Luego avanzaron a través de las altas hierbas del llano, casi agostadas por el sol.

La caminata por aquella tierra llana, en la que imperaba un calor sofocante, ya que era mediodía, se realizó sin el menor percance, y sobre las tres de la tarde la expedición alcanzó la frondosa selva.

Tras un pequeño rato de descanso, ambos blancos dieron de nuevo la señal de proseguir el avance, pretendiendo aproximarse al río, ya que tenían la certeza de que, siguiendo su corriente, en poco tiempo llegarían a los alrededores del campamento.

En tanto que proseguían avanzando, y para engañar mejor al cacique y sus acompañantes, aparentaban buscar las maravillosas hierbas que debían servir para atraer las nubes. De vez en cuando se detenían para fingir que re buscaban entre la vegetación y prorrumpían en gritos de júbilo en caso de parecerles conveniente hacer creer que hallaban algún insignificante filamento de la hierba bus cada. El cacique y sus guerreros, no menos contentos, emitían también grandes gritos de alegría, con gran satisfacción por parte de Alfredo, que contaba con aquella gritería para atraer la atención de Aseybo y de sus hombres.

Al anochecer, los blancos, que ya habían cogido unas cuantas plantas, ordenaron interrumpir la marcha para acampar a la orilla del río, en un sitio que, según sus cálculos no debía de hallarse muy distante del campamento.

Pretendiendo el reyezuelo negro expresar su satisfacción por el dichoso éxito de la expedición, ya que Alfredo le había dado la seguridad de que al día siguiente podrían hallar las hierbas que faltaban, dio la orden de que se sirviese a todos una considerable ración de cerveza, haciendo vaciar la mayor parte de los recipientes que llevaban consigo.

Tras haber encendido varias hogueras y una vez hubieron cenado cecina, miel de abejas silvestres, manteca y frutas, se tendieron entre la hierba con el objeto de dormir. Cuatro guerreros quedarían de guardia, relevándose, para mantener a distancia a las fieras y, en especial, para evitar que los blancos huyeran antes de cumplirlo prometido.

Nada más hubieron cerrado los ojos, una súbita detonación hizo cundir la alarma entre ellos, forzando a todos a ponerse en pie.

—¿Será una señal de Aseybo? —inquirió Antao, dirigiéndose a Alfredo.

—Me lo supongo —repuso el interpelado—. Ha pretendido señalarnos que está preparado.

—¿Estará dispuesto a lanzarse contra esos negros?

—En ese caso no podía llegar en momento más oportuno. Lo mismo el rey que sus guerreros me parece que se encuentran atemorizados.

—Entonces vamos a ver si nos es posible recuperar nuestras carabinas.

—El negro que las vigila no se las dejará arrebatar.

Mientras ellos sostenían el anterior diálogo, el rey y sus guerreros celebraban una breve conferencia, que debía tratar sobre lo que resultaba más aconsejable llevar a efecto. Al parecer se hallaban muy sobresaltados y contemplaban con desconfianza a los presos.

Era seguro que comenzaban a intuir un ataque por sor presa.

—Hombre blanco —empezó el anciano negro, dirigiéndose hacia Alfredo—, ¿has oído?

—Sí, un disparo.

—¿Quién supones que lo ha hecho?

—Seguramente un cazador.

—Pero los negros de este territorio no tienen armas de fuego.

—Quizás haya sido un dahomeyano. Ya conoces que los guerreros de Gelete poseen fusiles.

—Es cierto. Pero Dahomey se halla distante de aquí. ¿Cuál es tu consejo respecto a lo que debo hacer?

Iba a responderle Alfredo, cuando de improviso se vio brillar un intenso fogonazo, seguido de tan estruendosa detonación que pareció temblar toda la tierra.

Los guerreros y su rey experimentaron un terror indescriptible y, a continuación, echaron a correr, desbandándose en diversas direcciones, mientras soltaban las ar mas para escapar con mayor facilidad, al mismo tiempo que lanzaban gritos de espanto.

Una vez pasado el primer momento de estupor, Alfredo y Antao se incorporaron. Ya tenían en su poder las cara binas, que los guerreros dejaron abandonadas.

Se preparaban a escapar hacia el río, cuando escucha ron una voz que exclamaba:

—¡Rápido, mis amos! ¡Aquí, venid hacia aquí! ¡Los caballos se encuentran preparados!

Se dieron la vuelta, comprobando que Aseybo se encontraba allí, acompañado de uno de los dahomeyanos.

—¡Tú! —exclamaron, dirigiéndose hacia él.

—¡Vaya si lo soy! ¿Quién iba a hacer explotar la mina? ¡Y de dos kilos de peso! Era el único sistema de espantar a esos guerreros y hacerlos huir.

—¿Ya nos habíais visto?

—Os hemos seguido en toda ocasión, mi amo. ¡Pero vámonos de este lugar antes que regresen los guerreros!

Los cuatro hombres se adentraron rápidamente por la selva, donde en una pequeña zona desprovista de vegetación hallaban los caballos ensillados y la amazona, preparada para emprender la marcha.

Sin pérdida de tiempo saltaron sobre las sillas y partieron al galope en dirección este.

Durante toda la noche prosiguieron su veloz galope, y al amanecer interrumpieron su marcha en el lindero de una extensa selva, a cuarenta millas de la aldea de los Krepis.

—Me parece que ahora no hay que tener miedo de nada —opinó Alfredo, bajando de su montura—. Descansaremos en este lugar todo el día, y aquí mismo nos convertiremos en africanos, con objeto de poder representar nuestros papeles de embajadores de Borgú.

—¿Y el maldito espía que va delante de nosotros?

—Alcanzaremos Dahomey antes que él, Antao. Ahora que conozco que va cojo y sin caballo no me preocupa. Cuando llegue y pretenda entrevistarse con Kalani, éste ya habrá sucumbido. ¡De manera que, amigo mío, vamos a dormir hasta mediodía, y luego nos disfrazaremos!

Necesitados de sueño como se encontraban, ya que hacía dos noches que casi no dormían, ambos blancos penetraron en la tienda, que los dahomeyanos habían armado con toda rapidez, y se durmieron profundamente hasta la hora de la comida.

Luego de alimentarse bien con una ración adecuada de carne seca de facoquero, iniciaron las operaciones de su disfraz.

Alfredo había procurado llevar en una de sus extrañas cajas todo lo preciso para conseguir aquella completa transformación, que les era tan necesaria, en especial a ellos.

Indicó a su compañero Antao que se sentara sobre un improvisado escabel hecho de ramas, le desnudó de medio cuerpo para arriba, sin que el bravo portugués hiciera la menor objeción, y de una de las cajas extrajo diversos frascos de oscuro color, además de unos cuantos pinceles.

—Me imagino que esos frasquitos no tendrán líquidos corrosivos —comentó Antao, riendo.

—Lo único que contienen son extractos vegetales totalmente inofensivos —replicó Alfredo—. Una vez que hayamos terminado nuestro asunto, será suficiente que te laves con un buen jabón para que vuelvas a tener el mismo color blanco que ahora.

—¿Y cuando lleguemos a la ciudad de Dahomey no esta remos mitad blancos y mitad negros? Temo que el sudor elimine el tinte.

—No lo creas. Este tinte es resistente al sudor y al agua. Ahora no te muevas, que en seguida te voy a pintar.

Quitó el tapón de uno de los tarros, mojó el pincel en el líquido que había en su interior y empezó a pintar la piel de Antao por toda la cara, cuello, brazos, pecho y manos. La piel quedó de un bello color bronceado con tonalidades rojizas, semejante al aspecto que tiene la piel de los negros de las altas regiones y de las orillas del Níger.

El portugués dejaba que le tiñera su amigo, pero de vez en cuando prorrumpía en carcajadas, a las que hacían eco Urada, Aseybo y los dos dahomeyanos.

Teniendo en cuenta que el trabajo había sido realizado bajo el sol, escasos minutos fueron suficientes para que el calor secara el tinte.

Alfredo, que actuaba con la máxima seriedad, puso en las orejas de su amigo dos anillos de dorado latón de grueso tamaño, parecidos a los que suelen llevar los indígenas de Borgú. Luego le colocó diversos collares de cuentas rojas y azules, pegándole a continuación una barba postiza de negro y rizoso pelo que le daba cierto aire de fiereza, y envolvióle la cabeza con un amplio pañuelo rojo, hermosamente bordado, el cual anudó por detrás y que debería producir gran sensación en la capital del poderoso Gelete.

—¡Un auténtico negro! —exclamaron a un tiempo Aseybo y Urada.

—En todo Borgú no habrá otro de mayor fiereza ni más atractivo —agregó la muchacha.

—¡Por Júpiter! —exclamó Antao—. ¡Qué lástima no poseer un espejo; aunque fuera de poco valor me conformaría!

—Es posible que en Dahomey hallemos alguno, Antao —repuso Alfredo—. Por el momento, confórmate con saber que eres el negro más bien parecido de todo el África Ecuatorial.

—¿Has terminado?

—Aún no. Se debe calcular todo. ¿Qué le parecerías a Gelete si te presentaras ante él con calcetines y zapatos? ¡Se tiene que ser negro de cuerpo entero!

Con breves pinceladas quedaron muy bien pintadas las piernas de Antao y, asimismo, los pies. Después Alfredo le indicó que se pusiera unos calcetines de tela blanca, sujetos a la cintura por una gran faja de seda roja. Le colocó un amplio manto blanco, que se hallaba adornada con una franja de arabescos rojos, e hizo que se calzara babuchas rojas con la punta hacia arriba.

—Ahora tengo la seguridad —dijo el cazador— de que harás una magnífica figura en Dahomey y de que Gelete no habrá jamás recibido a un embajador tan apuesto. ¡Tú ya estás arreglado! ¡Ahora ayúdame a mí, Antao!

Media hora más tarde se concluyó el disfraz de Alfredo, y había sido tan perfecto que el mismo Antao no le hubiese reconocido de no haberle teñido por sus propias manos.

—No es posible que Kalani pueda reconocerte —afirmó el portugués, con admiración—. No pareces un europeo.

—¿Piensas que seré capaz de enfrentarme a ese malvado sin ser descubierto?

—Sí, Alfredo.

—¡En tal caso, mi hermano se salvará!

—Y Kalani estará perdido.

—¡Desde luego, Antao! ¡Ese hombre no escapará de mis manos! ¡Te lo juro!

—¿Cuánto tardaremos en llegar a la ciudad de Dahomey?

—De aquí a cinco días podremos encontrarnos en Kana, la ciudad santa del reino, en la que nos veremos forzados a detenernos hasta que Gelete tenga a bien recibimos en su capital. Una vez que crucemos este bosque no encontraremos más impedimentos, ya que el gran llano llega hasta ambas ciudades.

—¿Se encuentra muy distante el llano?

—Esta noche podremos acampar en el lindero final del bosque.

—¡En tal caso, vamos!

—Pero como embajadores… De un instante a otro es fácil que encontremos hombres de Gelete, y no es aconsejable suscitar sospechas. De ahora en adelante iremos siempre a caballo, al igual que las grandes personalidades de Borgú.

Como ya habían agotado buena parte de las provisiones, las cajas que se hallaban vacías fueron lanzadas al río, librando así a los dos mejores caballos, los cuales a continuación fueron enjaezados de lujosa manera, con ricas y suntuosas guadralpas, bordadas ricamente y rematadas con flecos rojos.

A los negros se les vistió también con magnificencia. Llevaban pantalón blanco, fajas coloradas, mantos con arabescos y pañuelos de seda de vivas tonalidades sobre la cabeza. Todos iban armados con carabinas. A la joven amazona, que debía desempeñar la importante función de intérprete, se la vistió de hombre, y podía muy bien aparentar que se trataba de un apuesto joven de Borgú, de los designados con el nombre de portasombrillas, debido a que van tras las damas llevando los quitasoles.

VI. Hacia la ciudad santa de Dahomey

A las cuatro de la tarde la caravana iniciaba la marcha en dirección al noroeste, por donde llegarían al poblado de Toume, y desde este punto, a la ciudad santa de Dahomey.

Atravesaron la última zona del bosque sin que aconteciera el menor percance; y antes que el sol se pusiera, los componentes de la expedición alcanzaban el principio del gran llano, que se extendía hasta un punto donde la vista no era capaz de alcanzar, es decir, hacia las regiones del norte y del este, cubierto de una hierba bastante densa, de uno o dos metros de altura, pero ya casi agotada por los ardorosos rayos del sol.

Contemplando el nordeste, Alfredo y Antao distinguieron unas cuantas mesetas muy fáciles de ver y que se remontaban en una especie de graderíos o enormes plataformas, repletas de puntos de color blanquecino, que debían ser diversas construcciones de chozas. Indudablemente sobre aquellas alturas existían numerosas aldeas.

En el llano se podían, así mismo, ver, en medio de las altas hierbas, el remate en punta de algunas cabañas de cónicas formas. Mas, en apariencia, no se hallaban habitadas, ya que no surgía la menor columna de humo de ninguna de las cabañas, a pesar de que era la hora de la comida de la tarde.

—La guerra ha obligado a que los dueños de ellas se marchen —comentó Alfredo—. ¡Desdichado país éste, destinado a ser un enorme cementerio, hasta que las naciones civilizadas no fuercen a esos sanguinarios caciques a suprimir tan horrorosa «fiesta de la sangre»!

—¿Supones que las partidas de Dahomey han efectuado correrías por esta región?

—Mucho me temo que sí, Antao. Si no son capaces de coger desprevenidos a los moradores de los reinos cercanos y convertirlos en esclavos con el fin de destinarlos al sacrificio, atacan a sus mismos compatriotas de las fronteras. Son negros, igual que los demás, semejantes a los otros, y con eso tienen suficiente.

—Pero de esta manera aniquilan la población del reino.

—¿Y eso qué le importa a Gelete? Se proveerá luego de población capturando otros esclavos entre los Krepis, los togos, los de Yoruba y los de Benin, los desgraciados tofos, e incluso yendo a buscarlos a las repúblicas del Grande y Pequeño Popo, y también entre los egbas y los abeokutas.

—¿Piensas que puede ser capaz de convertimos en esclavos a nosotros?

—No osará hacer una cosa así. Gelete es, desde luego, sanguinario, pero no tan salvaje como se supone, y sabrá respetar a los embajadores de una nación guerrera que podría ocasionarle muchas dificultades con el exterior, e incluso atacar sus fronteras meridionales, en la zona norte.

—¿Piensas, entonces, que te recibirá con toda cortesía?

—Le llevo presentes que suman una cantidad nada desdeñable.

—¿A ese pícaro?

—Y también a Kalani se los llevo.

—¿A él también?

—Es necesario, para tenerle satisfecho. Es él quien tiene en su poder a mi hermano, y solamente Kalani me puede conceder permiso para que le vea.

—¿Y esos presentes los transportas en tus extrañas cajas?

—Sí, Antao.

—¡Ahora entiendo el motivo de que tuvieras tanto interés en apresar a los ladrones y en recuperarlas!

—De no haberlas podido recuperar nos hubiésemos visto forzados a regresar a Puerto Nuevo para hacer un recorrido por las tiendas de las factorías. Ni siquiera en la capital de los aschantis hubiésemos hallado lo preciso.

En tanto que ellos hablaban, Aseybo y los dahomeyanos habían preparado las tiendas y cocinaban la cena.

Los dos cazadores recibieron aviso de que ya todo estaba listo. Desmontaron de sus monturas y se pusieron junto al fuego, entreteniéndose gran rato en conversar con la amazona y con los negros de sus futuros planes.

A las cuatro de la mañana, luego de dormir durante seis horas sin que fuesen interrumpidos por incidente alguno, iniciaron el avance por el gran llano, anhelosos por llegar a Toune o Tado.

En seguida habrían de arrepentirse de haberse internado en aquellas regiones inundadas en sangre de tantos miles de víctimas. A cada instante observaban cómo, entre las hierbas, levantaban el vuelo grandes bandadas de cuervos y otras aves de rapiña. Numerosas manadas de chacales e hienas se entretenían en alimentarse de cadáveres humanos, que se hallaban ya en descomposición a causa del calor.

En uno y otro lugar se alzaban chozas, a medio destruir por el fuego, o bien casi derrumbadas debido a los lanzazos. Por todas partes se distinguían vallas destrozadas, pequeños jardines arrasados y cadáveres de hombres y animales. Por todas partes cadáveres.

Al parecer, las sanguinarias huestes de Gelete habían realizado una gran correría por aquellos lugares hacía poco, posiblemente unas pocas semanas antes.

Por miedo a tropezarse con los saqueadores, la caravana eludió aproximarse a Toune, gran aldea, que se halla situada entre los ríos Mono y Kufo, a la misma distancia del primero que del segundo, y prosiguió avanzando con suma cautela. Por la noche no encendieron hogueras, para no atraer la atención de aquellas huestes de sanguinarios guerreros, que podían cogerlos y matarlos. Teniendo en cuenta que las fieras merodeaban en gran número por aquellos lugares y no se las podía mantener a distancia por medio de las hogueras, decidieron cobijarse en una de aquellas miserables chozas.

A pesar de semejantes cuidados, al tercer día, a cuatro o cinco millas de Tado, otra pequeña población que se halla más al norte de Toune, tuvieron un inopinado tropiezo con un destacamento de dahomeyanos, que constituía la retaguardia del grueso de la columna.

Se hallaban entre un conjunto de plantas y árboles, cuando, de súbito, se vieron cercados por una cincuentena de soldados, que, al parecer, hasta aquel momento habían estado ocultos en los más densos matorrales, para caer de improviso sobre la caravana.

Todos eran soberbios ejemplares de negros, de piel bronceada con tonalidades rojizas, rasgos más regulares que los de los moradores de las zonas ribereñas, y que se cubrían el cuerpo con una prenda semejante a una camisa blanca y un calzón de igual color, llevando sobre la cabeza un grotesco gorro a modo de birrete, que se hallaba rematado a uno de los lados por un par de cuernos.

Llevaban armas, que consistían en fusiles de diversos calibres, unos cuantos modernos, pero la mayor parte bastante antiguos. También iban armados con cuchillos de ancha y pesada hoja, pero tan aguda como las navajas de afeitar.

—¡Por la muerte de Neptuno! —barbotó Antao—. ¡Ya hemos topado con los lobos de Gelete!

—¡O, para ser más exactos, con los leopardos de Dahomey! —agregó Alfredo, conteniendo a sus hombres, que se disponían a amartillar sus carabinas y a colocar en círculo a los animales para que sirvieran de parapetos.

Los guerreros dahomeyanos, si bien muy bravos y más numerosos que los de la caravana, en lugar de abalanzarse impetuosamente contra ésta, según su táctica habitual, interrumpieron su avance, contemplando con alguna sorpresa a Alfredo y Antao, cuyas suntuosas vestiduras debían impresionarlos en gran manera. Se fijaron muy en especial en las dos sombrillas, signo inequívoco de familias pertenecientes a príncipes o nobles.

Su jefe, un negro de enorme estatura, que vestía una túnica larga de color verde, ceñida a la cintura por medio de una roja faja, luego de dudar durante unos segundos, se adelantó hacia Alfredo, que examinaba altivamente a todos aquellos hombres sin pronunciar la menor palabra.

—¿Quiénes sois y a qué lugar os dirigís? —interrogó el jefe.

—En primer lugar, ¿quién eres tú? —preguntó a su vez Alfredo en tono autoritario.

—Un comandante de las tropas del rey.

—En tal caso no es contigo con el que tengo que hablar.

—Sin embargo, tú no eres del país.

—¿Qué pretendes decir?

—Que te puedo mandar hacer prisionero y matarte si me parece oportuno.

—¡Tú! —dijo Alfredo, examinándole con una despectiva mirada—, ¡los príncipes de Borgú no son esclavos tuyos!

—¡Ah! ¿Sois príncipes? —replicó el comandante, con entonación más humilde—. ¿Y qué hacéis en las tierras de mi señor?

—A Gelete, que es con quien debo entrevistarme dentro de un par de días, se lo explicaré.

—¡Al rey! —exclamó el negro, con acento atemorizado.

—Exactamente, a Gelete.

—¿Y piensas poder llegar hasta él?

—Sí, ya que está esperándome.

—Podías haberlo dicho antes, y no me hubiese atrevido a detener a hombres a los que aguarda el rey.

—¿Se encuentra libre el camino que lleva a Kana? —inquirió Alfredo, siempre en el mismo tono altivo.

—Hallarás más tropas.

—Que también detendrán mi marcha y me forzarán, en consecuencia, a presentar mis quejas a Gelete.

—No hagas eso, príncipe, o el rey ordenará degollar a cuantos nos encontramos en la retaguardia. Yo te proporcionaré una escolta que te facilite el paso.

—Me basta con uno de tus hombres. Una escolta excesiva me resultaría embarazosa.

El jefe, volviéndose hacia sus guerreros, se dirigió a uno de ellos y le hizo ademán de que se aproximara.

—Tú llevarás a estos hombres a Xana —le indicó—. El rey los aguarda y tú respondes de ellos con la cabeza.

—De acuerdo, jefe —repuso el guerrero.

—¡Feliz viaje! —dijo el comandante, dirigiéndose a los dos embajadores—. No habrá nadie que os ponga el menor impedimento.

A una orden suya, las tropas se dividieron en dos secciones, y la caravana cruzó por entre aquella doble fila de fieros negros, que presentaban armas igual que hubiesen podido hacerlo los soldados europeos.

—¡Por la muerte de Júpiter! —exclamó Antao, respirando profundamente—. ¡No imaginaba que este tropiezo fuese a concluir con tanta fortuna! ¡Eres un diplomático que puedes dar lecciones a los más hábiles!

—He decidido representar mi papel seriamente —repuso Alfredo, mientras reía— y empezar con un audaz golpe. Además, no era tan complicado como imaginas zafarse de toda esa chusma. En este territorio es suficiente mencionar el nombre del rey para que tiemblen los humildes y los poderosos por igual.

—Pero has asegurado a ese jefe que el rey te aguarda y no es cierto.

—¿Qué importa?

—Si Gelete se enterase de que has mentido…

—Nadie osará decírselo, Antao.

—¿Y qué vamos a hacer con ese pelele que el comandante ha colocado a nuestro servicio?

—¿Con el negro que nos sirve para atravesar libremente el país? Cuando nos encontremos en Kana, le indicaremos que regrese junto a su jefe con algún presente para éste.

—¡Mucho me temo que estás jugando de una manera peligrosa, Alfredo!

—Ya lo sé, pero no es posible actuar de otra forma. Ahora ha llegado la ocasión de recurrir a la astucia para salvarnos nosotros y rescatar a mi hermano.

—Una vez que nos encontremos en Kana, ¿informarás al rey respecto a que nos hallamos allí?

—Ciertamente, Antao.

—¿Confías en que te reciba?

—Así lo espero.

—¿Sabes que se me pone la carne de gallina pensando que hemos de encontrarnos frente a ese salvaje sanguinario, al que el menor recelo le bastaría para mandamos a los dos a un tiempo al otro mundo?

—¡No tengo miedo, Antao! No habrá nadie que sospeche que somos europeos, a no ser que sueltes tus planetas preferidos a manera de juramentos.

—Hoy mismo voy a suprimirlos —afirmó el portugués—. ¡Por la muerte de…! ¡Infierno! Será necesario amarrarme la lengua. En caso contrario me va a surgir alguno de los dioses.

—Es suficiente con que no hables, Antao.

—¡Estupendo! ¡Delante de Gelete voy a fingir que soy mudo!

—Y me parece que harás perfectamente.

Mientras conversaban así, cabalgando uno junto al otro, el guerrero dahomeyano, que se trataba de un negro joven de marcial apariencia e inteligente mirada, los conducía por entre los caminos practicados en la selva y de los que él solamente parecía tener conocimiento.

Al lado de la parte inferior de una pequeña colina, la caravana topó con otro destacamento de soldados, compuesto de unos cien hombres, todos armados, que llevaban consigo más de veinte prisioneros, entre mujeres y hombres.

Aquellos desdichados, que posiblemente iban a servir de víctimas en la próxima «fiesta de la sangre» caminaban en dos filas, maniatados uno con otro con sólidas cuerdas y acosados por una ininterrumpida serie de golpes, propinados sin la menor consideración, y que, sin embargo, eran recibidos de una manera estoica y resignada.

Para evitar que pudiesen lanzar gritos, los perversos vigilantes habían colocado en la boca de aquellas futuras víctimas pedazos de madera, en forma de cruz, que les debía de ocasionar extraordinarios sufrimientos, ya que uno de sus extremos, en punta, se hallaba en contacto con la lengua, de una manera tal que no podían moverla ni casi producir sonidos.

Al distinguir la caravana, algunos soldados prepararon a toda prisa sus fusiles, mas una simple palabra del guía fue suficiente para que permanecieran inmóviles. A continuación, todo el destacamento se desplegó en dos alas, para que pudieran pasar Alfredo y sus amigos, quienes tenían buen cuidado de que sus servidores sostuviesen bastante altas las sombrillas, ya que se trataba del distintivo de su elevada alcurnia.

—¡Miserables! —murmuró Antao, contemplando compasivamente a los prisioneros—. ¡De no ser porque hemos de restacar al muchacho, ya me encargaría yo de esos guerreros!

—¿Imaginas que no me encolerizo igual que tú? —repuso Alfredo, llevando la mano instintivamente al arzón, donde tenía su carabina—. Pero el menor movimiento agresivo sería nuestra perdición y también la del pobre Bruno. No debemos incurrir en semejante error.

Espolearon a los corceles por miedo a no poder reprimirse y se alejaron en seguida de aquel destacamento, bajando por la llanura, entre cuyas elevadas hierbas se destacaban, de vez en cuando, algunas pequeñas poblaciones.

A partir de aquel momento fueron encontrando grupos de guerreros, todos los cuales llevaban consigo rehenes. El guía, solamente con pronunciar el nombre de Gelete, lograba que la caravana pasara con facilidad, gracias al temor que el rey inspiraba.

Por la noche la expedición se detuvo en Tado, aldea muy poblada, que se halla a diez millas del río Koufé. En las cercanías de la ciudad se hallaban acampados diversos destacamentos de soldados, los cuales, en el transcurso de toda la noche, se dedicaron a divertirse desenfrenadamente, con lo que los blancos no pudieron dormir ni un instante. Lanzaban gritos con todas sus fuerzas y bebían inmensas cantidades de licor para celebrar el brillante resultado de su triste correría, discutiendo, además, continuamente unos con otros, llegando, en ocasiones, incluso h emplear las armas de fuego como argumento extremo.

Al iniciar Alfredo y sus amigos otra vez la marcha, en el campamento se hallaban, tendidos en tierra, numerosos cadáveres. Unos cuantos esclavos, pero la mayor parte se trataba de guerreros fallecidos en las riñas de la noche.

—¡Ya empiezan a cansarme esos individuos; y me gustaría llegar a Kana sin su peligroso acompañamiento! —exclamó Antao—. ¡Terminaré por perder la paciencia e incurrir en algún desliz!

—Para ir sin la compañía de ellos, deberíamos internarnos por las altas montañas, cruzando bosques llenos de serpientes —intervino Urada, que cabalgaba al lado de los dos blancos—. Por el contrario, si nos tiene sin cuidado tropezamos con las fuerzas de Gelete, no tardaremos en dar con el camino real, que es el mejor y uno de los más bellos de todo el territorio.

—Es cierto —convino Alfredo—. Ya he oído hablar de la belleza del camino real.

—Sin embargo se encontrará abarrotado de guerreros —adujo Antao.

—Es posible. Pero intentaremos adelantarnos a ellos.

—Y seremos testigos de otros actos horrendos.

—¿Y qué quieres que hagamos? La cautela, Antao, nos indica hacemos los desentendidos y no inmiscuirnos en los asuntos de esa gente. Semejantes atrocidades se realizan por orden de Gelete, y no debemos dejar que recaigan sospechas sobre nosotros. Somos embajadores, y en calidad de tales hemos de mantener la más completa neutralidad. Por otra parte, no tardaremos en llegar a Kana. ¿No es así, Urada?

—Sí, amo —repuso la muchacha—. En esta ciudad os podré ofrecer un buen alojamiento en la casa de mi padre.

—Entonces, ¿es qué eres de Kana?

—Sí, amo.

—¿Y tu padre aún vive?

—Me lo imagino.

—Pero ¿quién es tu padre?

—En cierta época fue «cabecero» y tenía la misión de vigilar las tumbas reales, poseyendo, en consecuencia, la absoluta confianza del rey. Mas las intrigas en palacio y las envidias de otros que deseaban el mismo importante puesto que mi padre desempeñaba le hicieron, por último, caer en desgracia.

—¿De manera que tu padre era «cabecero»? —inquirieron a un tiempo los dos blancos.

—Sí —repuso Urada, en tono de tristeza.

—Mas tú, la hija de un jefe, ¿por qué te has convertido en una simple amazona? —le preguntó Alfredo, con extrañeza.

—Para apaciguar al rey, cuya ira hubiera sido de fatales consecuencias para mi padre. Las amazonas, en mi país, no son jóvenes que pertenezcan a familias del pueblo corriente, como tú debes de suponer. Se eligen entre las huérfanas de familias nobles. Son muchachas cuya perversidad se pretende castigar, y, por tanto, se las pone al servicio de la casa real. En resumen: suelen ser las hijas de los que han caído en el desagrado de Gelete. Ésta es la forma más adecuada para apaciguar a Gelete y salvar de paso a los padres de una muerte cierta.

—¿Es muy numeroso el cuerpo de amazonas?

—De tres mil jóvenes, mi amo.

—¿Y constituyen una guardia cuyo único fin es servir al rey?

—Sí. Mas fíjate allí, mi amo —interrumpió en aquel instante Urada, señalando en dirección a un montón de puntos de color blanquecino, que se erigían en la otra margen del río Kufo.

—¿Es acaso Kana? —inquirió Alfredo.

—Sí. Es la ciudad santa, amo; la ciudad donde he nacido —replicó Urada con acento emocionado.

—¿Te agrada volver a verla?

—Sí, a causa de mi padre.

—¿Y piensas abandonamos? —preguntó Antao, con voz que manifestaba profunda tristeza.

—No —repuso decididamente la muchacha—. Urada no dejará a los hombres blancos, a los que debe la vida y la libertad.

—¿Abandonarás tu país sin sentir tristeza? —inquirió Alfredo.

—Sí, aunque en compañía de mi padre. Mi país no es bueno, puesto que se mata por cualquier minucia, y, además, en cualquier momento puede ser inmolado, al igual que otros muchos nobles que se hallan en desgracia. Aquí se está temblando las veinticuatro horas del día, pues no se tiene la certeza de vivir.

—Conforme, Urada; quédate con nosotros —convino Antao—. Pienso establecer una factoría en la Costa del Marfil, y tu padre no podrá tener queja de nosotros, ¿no es cierto, Alfredo?

—Sí, Antao —repuso su compañero—. Puesto que techemos salvado la vida, debemos pensar en tu porvenir.

La charla hubo de interrumpirse debido a un nuevo tropiezo con otro destacamento de soldados, que llevaban consigo numerosos esclavos encadenados y gran botín, que consistía en muchos bueyes, cuyo destino era, al igual que los esclavos, caer bajo el cuchillo de los degolladores en la «festividad de la sangre».

Como en otras ocasiones, el guía consiguió que los dos embajadores pasaran con toda libertad, a pesar de que los fieros guerreros ya tenían listas sus armas para atacar a la caravana, haciendo caso omiso de las sombrillas protectoras.

Alfredo y Antao, encolerizados contra aquellos crueles soldados que trataban a los presos peor que a los animales, con objeto de hacerles marchar con mayor rapidez, pese a ir cargados con las cestas de los víveres que fueron robadas en sus propias aldeas, espolearon a sus corceles para obligarlos a galopar. Pronto quedaron atrás aquellos desalmados.

A las diez de la mañana, tras un veloz galope de cuatro horas, la caravana atravesó por un vado del Kufo, que es uno de los ríos de mayor importancia de Dahomey, alcanzó el camino real, cuyo principio está en la capital del reino y que termina en Wydah, en la zona costera.

Este camino, que se extiende durante cerca de ochenta millas, es muy importante y, posiblemente, el mejor de África. Recibiendo en numerosas zonas la sombra de altas palmeras, resultaría magnífico si el recorrerlo no fuese en exceso fatigoso por hallarse revestido de suelo enladrillado, en especial en las regiones de alta meseta, de mineral granuloso, que resulta penoso de recorrer tanto a hombres como animales.

Alfredo, que no deseaba cansar demasiado a los caballos, permitió que descansaran un rato, puesto que sabía muy bien que les eran imprescindibles, con mayor motivo en el supuesto de que el golpe de mano que preparaba concluyese en una huida necesaria para salvar la vida de todos.

Luego de unas cuantas horas de descanso, reemprendieron de nuevo la marcha, con objeto de llegar a Kana antes que el sol se pusiera, ya que Urada les había indicado que, por la noche, no estaba permitida la entrada en la ciudad.

Cruzando el pantano de Co, que entonces se hallaba seco, el guía los condujo hacia Vodú, otra gran aldea, y posteriormente, hacia las seis de la tarde, hizo que los caballos remontaran la última meseta, sobre la que se hedía erigida la ciudad santa.

Una hora más tarde, cuando el sol comienza a ocultarse tras las mesetas del oeste, Alfredo y sus amigos hacían su entrada en la ciudad en que nació la amazona.

 

VII. El padre de Urada

Kanna, o para ser más exactos Kana, como la designan los indígenas, es por su población la tercera ciudad del reino, ya que no es tan poblada como Wydah. Sin embargo, está considerada como la segunda en importancia a causa de ser considerada ciudad santa.

Se halla emplazada en la misma meseta sobre la que Dahomey está erigida, de la que dista solamente unos quince kilómetros, y sus edificios son casas de blancas paredes, divididas en grupos, cada uno de los cuales forma un salam o barrio.

En dicha ciudad, el rey poseía dos grandes palacios —que posteriormente fueron derribados por los franceses— de enormes dimensiones, aunque más semejaban vastos almacenes que suntuosas moradas reales. Por lo común, estaban ocupados por un cuerpo de trescientas amazonas, que tienen la misión de guardar el orden en la santa ciudad de Kana.

Aparte estos palacios o residencias reales había numerosos templos, el interior de cada uno estaba lleno de fetiches, o sea, formas groseras de madera, a las que los moradores de la población ofrecían collares de cauris, es decir, minúsculas conchas blancas, que en este territorio venían a ser el equivalente de nuestra moneda. También les eran ofrendadas botellas de licor. El más renombrado de todos los templos era, sin embargo, el dedicado a las serpientes. En él se guardaban numerosos cientos de serpientes de gran grosor, cuyo alimento consistía en carne de esclavos o de prisioneros de guerra.

Se le había concedido el título de ciudad santa a causa de que, dentro de ella, se celebraba anualmente la «festividad de la sangre» que tenía por objeto apaciguar la cólera de los fetiches o de los reyes fallecidos.

El rey no acudía a Kana más que con motivo de tales fiestas, dirigiendo personalmente las horribles carnicerías de hombres que se llevaban a cabo frente al templo sagrado, en cuyas blancas paredes había groseras pinturas de color rojo, que representaban terroríficos y fantásticos animales.

El guía que conducía la caravana iba delante de ella, al mismo tiempo que daba grandes voces:

—¡Dejad paso! ¡Orden del rey!

A estas palabras, que parecían mágicas, toda la gente se apartaba a un lado. De esta forma, la caravana penetró en la ciudad sin padecer la menor parada ni impedimento por parte de las amazonas que guardaban los lugares estratégicos de las zonas extremas de la ciudad.

Los componentes de la caravana decidieron acampar debajo de un apatam, especie de cobertizo, emplazado frente a uno de los palacios reales y que estaba reservado para los forasteros distinguidos.

Alfredo, una vez que arreglaron todas las cosas de una manera adecuada con el fin de pasar la noche lo mejor posible, viendo que ya era una hora muy avanzada para entrevistarse con el gran «cabecero» que desempeñaba el cargo de gobernador, llamó al soldado que hasta entonces los sirvió de guía, el cual en aquel momento se ocupaba de propinar garrotazos a los entrometidos que se aproximaban en exceso, y le entregó una pequeña caja que contenía, con toda seguridad, algunos presentes, encargándole que se la diera al jefe de la población como primer regalo de la embajada.

—¿Piensas que sin el consentimiento previo del rey lo aceptará? —inquirió Antao.

—No lo pongas en duda —repuso Alfredo—. Ese pequeño cofre tiene en su interior una gran cadena o collar de plata, que tiene un gran valor, y el gran «cabecero» se dará prisa en tomar el presente. En esta región todas las personas son avaras.

—¿Tienes la idea de que se convierta en amigo nuestro?

—Es preciso o, en caso contrario, habremos de aguardar las órdenes del rey tal vez varias semanas. A esto debes agregar que el soldado que es portador del presente nos molestaba esta noche.

—¿Qué es lo que quieres decir?

—Que me era necesario librarme de él hasta mañana.

—¿Por qué razón?

—Porque deseo entrevistarme con el padre de Urada. Puesto que él ha estado en la corte de Gelete, puede proporcionarme magníficos consejos e informarme en numerosos aspectos respecto a Kalani.

—¿Y vas a confiar en él?

—Urada le dirá las personas que somos y todo lo que hemos hecho por ella. Por otra parte, como el enojo real puede caer sobre él de un momento a otro, nos ayudará con agrado en contra de Gelete y Kalani.

—Estás en lo cierto, Alfredo. Mas no me atrevería a entrevistarme con él. Si se diesen cuenta de que nos hallamos en contacto con un hombre que ha caído en desgracia, esos negros recelarían de nosotros y tal vez experimentaran alguna alarma.

—No seremos nosotros los que vayamos a verle, Antao. Urada se ha ido ya y hacia medianoche le traerá hasta aquí con las precauciones adecuadas.

—¡Por la muerte de Neptuno! ¡Eres más hábil que un diplomático!

—Es preciso ser así, especialmente en esta tierra.

—¿Y mañana visitaremos el gran «cabecero»?

—Sí, Antao.

—Debemos procurar marcharnos lo antes posible. El clima de Dahomey es muy peligroso para nosotros.

—Nada más hayamos efectuado el golpe, escaparemos a toda prisa.

—¿Adónde?

—Cruzaremos este reino para alcanzar la frontera de la zona oriental, que es la menos poblada y que, en la mayor parte de ocasiones, se halla poco vigilada por las tropas. Cuanto más distantes nos encontremos de la capital, menos deberemos temer, y una vez que pasemos el río Son nos podremos reír de la furia de Gelete.

—Y de Kalani.

—¡Kalani! ¡Ya no estará con vida! —exclamó Alfredo, con voz ahogada por la ira—. ¡Ese hombre no tardará en morir!

—¡Y yo te ayudaré a retorcerle el cuello!

—¡Calla, Antao! ¡No resulta aconsejable en este sitio hablar de Kalani! Escondámonos tras de nuestras cajas y aguardemos al padre de Urada.

Ya iban a esconderse Alfredo y el portugués cuando vieron regresar al soldado, a quien acompañaban cuatro amazonas, armadas con fusiles, y seis negros, desnudos casi por completo, que llevaban grandes cestos.

Los enviaba el gran «cabecero», quien satisfechísimo por ni obsequio recibido, remitía a los embajadores de Borgú, en señal de agradecimiento, una copiosa cena y esclavos para que los sirvieran.

Alfredo mandó que colocaran las cestas bajo el cobertizo, obsequiando a cada una de las amazonas con un pañuelo rojo de seda. A continuación dijo a todos que ya podían volver a casa del gran «cabecero» y también que le dijeran que los embajadores no precisaban esclavos, ya que los tenían de propiedad y, de paso, le dieran las gracias por su generoso rasgo.

El guerrero que hasta entonces los sirvió como guía, anheloso por tomar parte en la cena, procuraba quedarse con los dos embajadores. Mas Alfredo, queriendo librarse de tan peligroso testigo, le mandó que llevase al «cabecero» un nuevo regalo, consistente en una faja de seda verde recamada en oro. Y, para que se consolara por no tomar parte en aquella cena, le dio una cartuchera de piel azul y una libra de pólvora, diciéndole al mismo tiempo que no regresara hasta la mañana siguiente.

El jefe de la ciudad santa había manifestado mucha generosidad hacia los dos embajadores, prueba inequívoca de que la cadena de plata le había gustado y deseaba mostrar su agradecimiento.

Los cestos tenían provisiones bastantes para alimentar a cuarenta personas. En el interior de ellas encontraron dos piernas de canalu, pollos, buey asado, legumbres, nueces, diversas clases de frutas, un par de botellas de cerveza, de maíz y numerosas hachas de viento.

En uno de los canastos comprobaron que había dos latas grandes de sardinas de Nantes, adquiridas seguramente u los traficantes franceses de Wydah. Mas el calor había estropeado en tal manera el contenido de las latas, que para los paladares europeos no resultaban comestibles aquellas sardinas.

Alfredo y Antao cenaron con agrado los pollos, el buey, las frutas y la cerveza. Pero el canalu lo dejaron para los dos dahomeyanos, ya que a los blancos les resultaba imposible de todo punto comerlo por el excesivo pimentón pican te que tenía.

Tras beberse uno de los frascos de ginebra y encender sendos cigarrillos, se sentaron encima de las cajas para aguardar la llegada de Urada y su padre.

En la plaza no había ni una alma. La gente, que escasas horas antes se congregó en torno al cobertizo incitado por la curiosidad, ya estaba en sus moradas, quizás acatando las órdenes del gran «cabecero». Únicamente ante los palacios del rey hacían guardia unas cuantas amazonas, provistas de fusiles y cuchillos. Sin embargo se hallaban a tanta distancia que no hubieran podido fijarse en ninguna persona que se aproximase a la momentánea residencia de los supuestos embajadores.

A medianoche, Alfredo, que a menudo se levantaba para examinar uno y otro lado de la calle, notó que dos sombras se acercaban lenta y sigilosamente, pegadas a las paredes de las chozas.

—Ya vienen Urada y su padre —comunicó a su compañero Antao.

—¡Estupendo! —exclamó el portugués—. La noche es oscura y podremos recibirlos sin que nadie lo note.

Urada y su padre se detuvieron cerca de la última cabañil, como si hubiesen querido cerciorarse de que nadie los vigilaba, y a continuación cruzaron con gran prisa la plaza y penetraron en el cobertizo.

Alfredo fue a su encuentro y estrechó las manos de la muchacha y de su padre. Luego los llevó detrás de las rujas, que habían sido colocadas de manera que constituyesen un pequeño recinto, en tanto que los dos esclavos, obedeciendo las órdenes del portugués, se situaban cada uno en un extremo del apatam, con el fin de evitar que nadie pudiera aproximarse.

El padre de Urada era un negro de elevada estatura, facciones bastante regulares y piel bronceada con tonalidades rojizas. Los años y principalmente los sufrimientos morales le habían tomado el pelo cano y también su barba, que le cubría el pecho, estaba encaneciendo. Su frente se hallaba surcada por profundas arrugas.

No obstante, sus ojos, muy vivos y de expresión inteligente, tenían todavía gran brillo, pareciendo despedir fuego.

Nada más se hubieron sentado todos, se dirigió a los dos europeos con la tradicional salutación del país: «¡Jevo oku!,» cuya traducción viene a ser: «¡Buen día, blanco!». Este saludo se emplea a cualquier hora, incluso a medianoche. Después estrechó la mano de los dos hombres.

Luego, quitándose el amplio manto de algodón blanco, que le llegaba desde los hombros a los pies, ofreció a los dos europeos tabaco y una botella de ginebra, alegando con cierta nostálgica entonación:

Tiefo Nienegué es pobre, ya que en su infortunio todo lo fui perdido. Mas se sentirá satisfecho si los hombres blancos admiten con agrado el obsequio del anciano padre de Urada y el agradecimiento sincero por lo que han hecho por su única hija.

—¡Gracias! —replicaron Alfredo y Antao, una vez que Urada les hubo traducido las palabras del anciano, ya que éste no conocía el dialecto negbe.

Luego fue la muchacha quien habló:

—Se lo he contado todo a mi padre y hemos tratado ampliamente sobre vuestro plan. A pesar de que se halla en desgracia, aún tiene buenas amistades en Dahomey, y os puede resultar de gran utilidad, gracias a sus consejos y ayuda. Me ha prometido firmemente que no piensa traicionar a los hombres blancos y que se encuentra dispuesto a poner a disposición de los salvadores de su hija todas sus energías y se dará por satisfecho vengándose de ellos por su no justificado infortunio.

—Teníamos la certeza de poder contar con la ayuda de tu padre, Urada —dijo Alfredo—. Estamos dispuestos a recibir sus consejos y procuraremos no comprometerle. ¿Cuál es su opinión con relación a nuestro plan?

—Que es arriesgado, pero que con atrevimiento y habilidad puede llevarse a cabo felizmente.

—¿Conoce a Kalani?

—Sí, amo.

—¿Y sabe alguna cosa respecto al niño secuestrado?

—Sí.

—¿A qué lugar le han llevado?

—Al templo de los fetiches de la capital, o sea, a Dahomey.

—¿No se hallará en peligro?

—No, amo, ya que ahora se le considera como persona mirada. Si Kalani quisiera matarle, Gelete no se lo consentiría, y bien conoces que nadie se atreve a desobedecer las órdenes del rey.

—¿Considera tu padre que Gelete estará dispuesto a entrevistarse con nosotros?

—Sí. Sin embargo, antes de abandonar Kana habréis de aguardar al recade del rey.

—¿Qué es el recade?

—La orden verbal de Gelete.

—Diremos al gran «cabecero» que nos anuncie al rey.

—Debo advertiros que llegaréis a la capital en una mala ocasión.

—¿Por qué razón?

—Pues porque en este mes se celebra la «festividad de la sangre».

—¿Y habremos de ser testigos de esas horrendas matanzas de esclavos? Prefiero retrasar nuestro viaje a Dahomey.

—Obraríais mal, mi amo.

—¿Qué pretendes decir?

—Mi padre me ha notificado que no será fácil encontrar ocasión más propicia para llevar a cabo vuestro audaz plan. Durante la «festividad de la sangre» en tanto que los matarifes desempeñan su tarea, se bebe abundante ginebra, y durante aquellos horribles días el rey, los príncipes, «cabeceros» hechiceros, guerreros y asimismo el pueblo se encuentran todos embriagados y la vigilancia prácticamente no existe.

—Es cierto, Urada —convino Alfredo, a quien pareció muy apropiada aquella observación—. Yo también he oído explicar que en el transcurso de esas matanzas la ginebra corre a raudales y la embriaguez se vuelve cosa general.

Interroga a tu padre sobre si es fácil, mientras dura esa confusión, entrar ocultamente en el templo sagrado de los fetiches y libertar al pequeño.

—Cree que sí —comunicó Urada, luego de preguntar al anciano—, y agrega que es cuando tienes más posibilidades de vengarte de Kalani.

—Una pregunta final: ¿piensa venir tu padre con nosotros a Dahomey?

—Sí; aunque simulará ser esclavo tuyo y va a ser necesario que le disfraces de una forma adecuada, con objeto de que no puedan reconocerle. Mi padre desea ayudarte y hallarse junto a ti para que recibas sus consejos en todo lo que sea preciso.

—¿Está dispuesto a marcharse de Dahomey? —preguntó.

—Irá contigo al lugar que quieras llevarle. Desde esta momento no le retiene en este país nada ni nadie y renuncia por voluntad propia a su tierra, donde su vida se halla en peligro, ya que no tiene la menor esperanza de recibir de nuevo el favor del rey.

—Entonces nos acompañará. Y te aseguro, Urada, que no va a sentir arrepentimiento por dejar su desgraciada tierra. Ahora acompáñale a su choza, puesto que es aconsejable que no le vean en este lugar. Uno de los esclavos os servirá de escolta y tú vuelve rápidamente, ya que necesito tus consejos.

Alfredo obsequió al anciano con unas cuantas botellas de ginebra que le había regalado el gran «cabecero» de la ciudad santa, una magnífica canana repleta de cartuchos y ochenta piastras de caures, cifra considerable en Dahomey, suplicándole que lo admitiera todo como símbolo de amistad. Luego se despidió de él afectuosamente, prometiendole que le visitaría a la noche próxima.

—Ahora —dijo una vez que el padre y la hija se hubieron ido en compañía del dahomeyano— descansaremos, ¿no te parece, Antao? Mañana debemos entrevistarnos con el gran «cabecero» a fin de que el rey nos permita marchar a la capital.

—¡Por la muerte de Urano y de todos los demás planetas! —barbotó el portugués—. ¡Se aproxima el gran momento!

—Ya no podemos volvemos atrás y es preciso jugar con decisión la última carta.

—Así lo creo. Hay que rescatar al niño y debemos salvarnos nosotros, ya que cuidaremos mucho de no permanecer encerrados en esta jaula de lobos para que nos devore ese antropófago de Gelete. ¡Es posible que hiciera de nuestra piel tambores para sus amazonas! ¡Demonio! ¡Tambores de piel de hombres blancos! ¡Vaya honor para esa chusma!

—Yo confío en hacerlos con la piel de Kalani, Antao.

—¡Será más fuerte! ¡Buenas noches, Alfredo!

Ambos europeos se acostaron entre las cajas, y, pese a las inquietudes que los dominaban, durmieron con la más absoluta tranquilidad, igual que si se encontrasen todavía un la región de los Krepis o de los togos.

Al amanecer se despertaron a causa de un enorme ruido que a cada momento se iba aproximando más. Lo ocasionaban desacompasados sonidos de flautas, instrumentos de viento, tambores y voces humanas, todo esto acompañado de grandes aullidos.

Alfredo y Antao, que despertaron sobresaltados, salieron rápidamente para ver lo que ocurría. Urada que ya había regresado y se encontraba de pie, les notificó en el acto lo que aquello significaba. Era la banda de música de Gelete que venía en busca de ellos para llevarlos ante el gran «cabecero».

—¡Por la muerte de Júpiter! —exclamó Antao, a quien aquel atronador concierto había puesto alegre—. ¡Qué honor! ¡Viene en nuestra busca la banda real! ¡Qué magnificencia! ¡Vamos a contemplar a estos esforzados y soberbios músicos!

Urada no se había engañado. Se trataba, en realidad, de la banda real de Xana la que se encaminaba hacia el apatam, para llevarlos a presencia del gran «cabecero» con los honores que correspondía a su rango de embajadores.

La banda, que era el orgullo del sanguinario monarca, estaba formada por más de cincuenta artistas negros. Iban precedidos por cuatro amazonas con ropas guerreras y también por el soldado que sirvió como guía a los embajadores.

En primer término marchaban diez o doce ahpolos o bardos errantes, entonando plañideros en honor de Gelete y declamando proverbios y hechos fabulosos que se referían a las épocas heroicas de los antiguos reyes Guagiah Truda, fundador de la dinastía, Doherthy y Bahadu. A continuación iban doce muchachas, moviendo cáscaras de coco con piedrecitas en su interior, y detrás de ellas, los tocadores de flautas de bambú, que ocasionaban con sus instrumentos crispantes notas; después, los maestros del dovron, especie de guitarra, fabricada con media cáscara de coco cubierta con piel de serpiente. En último lugar, un negro gigantesco tocaba con furia un grandioso ghedon; instrumento semejante a un tambor hecho con un trozo de tronco de árbol hueco y con adornos estrafalarios labrados a mano en la caja.

Aquella estruendosa orquesta efectuó un par de vueltas en torno al apatam, precedida en todo momento por los ahpolos, los cuales cantaban y bailaban igual que si se hallasen dominados por un ataque de locura, y después se paró delante de los dos embajadores, aumentando todavía más la algarabía.

El guerrero se dirigió hacia Alfredo, le dio los rituales buenos días, invitándole, al igual que a sus amigos, a que le acompañaran ante el gran «cabecero» que deseaba entrevistarse con ellos antes de enviar correos a Gelete fiara notificarla presencia de los dos embajadores.

—Marchemos, Antao —dijo el cazador—. ¡Mucha serenidad y atrevimiento, y sobre todo olvida por el momento a tus planetas!

—Asegurarás que soy mudo —repuso el portugués.

Tras ordenar que les trajeran los caballos, hicieron abrir las sombrillas y dejaron como vigilantes en el cobertizo a uno de los dahomeyanos, ya que confiaban muy escasamente en la honradez de los habitantes de la población.

Luego de colocarse en las sillas emprendieron la marcha. Delante de ellos marchaban los bardos errantes y también las amazonas, que vociferaban:

¡Ago! ¡Ago! (¡Paso! ¡Paso!).

Detrás iban los músicos, soplando y golpeando sus instrumentos con extraordinaria energía, con objeto de manifestar ante los dos embajadores la potencia de sus músculos y de sus pulmones.

Cruzaron la plaza por en medio de dos estrechas filas de indígenas que contemplaban con gran curiosidad a los embajadores, sorprendiéndose en especial manera ante la opulencia de sus ropas y las largas coberturas con flecos de oro de sus caballos. No tardaron en llegar frente a uno de los palacios reales, ante cuya puerta, escoltado por una compañía de amazonas, los estaba esperando Ghating-Gan, que era el gran «cabecero» de la ciudad santa de Kana y hombre de confianza de Gelete. Se protegía del sol mediante una sombrilla de extraordinario tamaño, que se hallaba adornada con un horroroso cocodrilo.

VIII. El «cabecero» Ghating-Gan

Ghating-Gan, hombre que debería de tener unos cuarenta años, era de constitución robusta, más bien hercúlea, dura, desagradable y fiera fisonomía. Tenía unos ojos pequeños y penetrantes.

Para amoldarse a las circunstancias se había puesto un gran manto de algodón rojo anudado al hombro izquierdo y que le alcanzaba hasta los pies. A manera de adornos, en las muñecas ostentaba unos brazaletes de oro y plata, llevando en el cuello la cadena de gran grosor con que le obsequió Alfredo.

Sujetas a la faja de lana roja llevaba cuatro colas de caballo, divisa honorífica muy importante en el país de Dahomey y que el rey solamente concede a las personalidades de mayor confianza y más notables del reino.

Viendo que los embajadores se aproximaban, se dirigió hacia ellos, saludándolos con extremo donaire, extendiendo en primer lugar las manos, acercándoselas después al rostro y, finalmente, colocándolas encima del pecho. Alfredo y Antao consideraron conveniente imitarle, procurando con sumo cuidado no cometer el más mínimo error al realizar sus movimientos, a fin de no traicionarse.

Tras haber cambiado los saludos, Ghating-Gan los invitó a que le acompañaran al interior del palacio real, y una vez allí los condujo a una amplia sala —que seguramente era la del trono—, adornada con enormes sombrillas de toda clase de coloridos y formas y frente a las que habían sido puestos los regalos, que consistían en botellas de licores y collares de cauris. En uno de los ángulos se hallaba el trono de Gelete, que era un sillón muy grande, el cual, en otra época debió ser utilizado en algún teatro europeo. Dorado y tapizado ricamente, este mueble había sido puesto sobre una alta plataforma, cubierta de antiguos tapices ya desvaídos.

Ghating-Gan indicó a los embajadores que se sentaran en escabeles, colocados ante la plataforma, y a continuación les hizo servir una botella de un licor claro y espumoso, que, si bien llevaba una etiqueta de champaña, debía de tratarse, no obstante, de una repugnante mezcolanza de ginebra y vinagre. Al gran «cabecero» sin embargo, parecíale una bebida delicadísima, ya que él sólo se bebió más de media botella.

Una vez refrescada la garganta, Alfredo inició la conversación, haciendo saber en dialecto negbe cuál era el fin de la embajada. Tenía por objeto ofrecer a Gelete, de parte del jefe de Borgú, un pacto de alianza ofensivo y defensivo contra los aguerridos sarubas, que asolaban sin cesar, con sus devastadoras incursiones, las fronteras de ambos estados. Por otra parte, ofrecía asimismo un tratado de comercio. Alfredo, que se expresaba igual que un experto diplomático, afirmaba que tal pacto resultaría de suma conveniencia para ambos países y que Borgú daría tropas a Gelete para combatir las continuas invasiones de la raza blanca, peligrosa marea que, con el tiempo, podía poner en situación crítica la independencia de Dahomey.

Agregó que su misión, además, era entregar presentes de gran valor de parte de las personalidades más notables de Borgú, aparte otros regalos para los grandes «cabeceros» que contribuyeran al feliz resultado de la misión.

Una vez hubo terminado de explicar el objeto de su embajada, Ghating-Gan mandó que trajeran una botella de ginebra, ya que entre los africanos existe la norma de no iniciar «sus palabras» es decir, conversación alguna de importancia, hasta haberse mojado la garganta. Tras refrescarse bien la suya, empezó:

—Después de haber escuchado a los embajadores, sus deseos me parecen razonables, ya que los considero muy convenientes para nuestro rey, quien, pese a su grandeza, tiene más enemigos que amigos. El pueblo de Dahomey es valiente y no siente temor hacia nadie, pero conoce muy bien que los guerreros de Borgú son también bravos y sentirán gran orgullo en combatir junto con ellos contra las huestes del Jaruba y Benin, y con mayor motivo ahora que tenemos escasez de prisioneros para sacrificar en la «festividad de la sangre». Los antecesores de Gelete tienen cada vez mayor exigencia y reclaman nuevas victorias. Para satisfacerlos nos vemos forzados a ofrendarles a nuestros propios súbditos, con objeto de apaciguar su cólera. En el transcurso de este año la tierra ha temblado ya en tres ocasiones, llegando a removerse incluso las tumbas de los reyes, y por dos veces el rayo celestial ha caído sobre las casas de Dahomey. Ello indica que los reyes que se encuentran en el otro mundo no están contentos. Los jefes de Borgú pueden tener la certeza de que el tratado de alianza se llevará a cabo. Mas habrán de aguardar a que termine la «festividad de la sangre» puesto que nuestro monarca no puede, por el momento, ocuparse de problema tan importante. Estos días se encontrará entregado a los preparativos y las plegarias en unión de los sacerdotes.

—Sea como tú dices —convino al instante Alfredo—. Pero nosotros deseábamos ser presentados a su majestad Gelete antes que las grandes solemnidades comiencen, dejando para luego la final conclusión de nuestro pacto.

—¡Ah! —exclamó el gran «cabecero» con una sonrisa—. ¿Os interesaría ser testigos de nuestras grandes festividades?

—Es cierto —admitió Alfredo.

—Yo me imagino que a nuestro rey le complacerá teneros junto a él.

—Entonces ¿le comunicarás nuestra llegada a Kana?

—Hoy mismo voy a enviarle uno de mis correos, con objeto de obtener un recade que os permita continuar el viaje hasta la capital.

—¿Tardará mucho en estar de nuevo aquí?

—El rey no toma ninguna decisión sin antes consultar. Como se trata de recibir a una embajada, reunirá en primer término a los príncipes de sangre real y a los nobles del reino a fin de que le aconsejen. Supongo, por tanto, que no os será posible marchar hasta dentro de unos ocho días. Durante este tiempo seréis mis invitados en el palacio real.

—Te estamos muy agradecidos, gran «cabecero» —manifestó Alfredo—. Sin embargo preferimos vivir en el apatam. Tanto mi hermano como yo somos verdaderos amantes de la caza, y sabiendo que en las proximidades de Kana hay abundancia de animales salvajes, deseamos alojarnos en el cobertizo para poder salir a cualquier hora de la noche sin que molestemos a tu gente.

—Haced lo que os plazca. Mas tomad las provisiones que os ofrezco y unos cuantos esclavos para que puedan serviros como criados.

—Admitimos complacidos las provisiones, mas los esclavos son totalmente innecesarios, ya que tenemos los necesarios, los cuales saben muy bien nuestros hábitos y normas.

Tras decir esto, tomó de las manos de Urada un pequeño cofre de acero cincelado y se lo dio al «cabecero» explicando:

—Esto es para su majestad Gelete, y en él van los regalos de los jefes de Borgú.

—Ghating-Gan da su palabra de que será entregado al rey en nombre de la embajada —repuso el «cabecero».

Los invitó de nuevo a beber y después abandonó su asiento. Alfredo comprendió en seguida que «la palabra» había acabado y, en el acto, hizo lo mismo. Se intercambiaron nuevamente los saludos, y luego la embajada regresó al apatam, siempre llevando delante la banda de músicos y un numeroso grupo de curiosos.

En cuanto penetraron, las cuatro amazonas obligaron a la gente a que se retirase, alegando que lo hacían por mandato del «cabecero» y, una vez que el lugar se vio libre de público, las amazonas, la orquesta y los bardos regresaron al palacio real.

—¡Ya estaba harto de ejecutar el oficio de mudo! —exclamó con un suspiro Antao cuando se encontraron solos—. ¡Si eso llega a durar un rato más, empiezo a numerar todos los planetas que hay en el firmamento!

—¿Para descubrirnos? —inquirió Alfredo—. ¡Ten mucho cuidado en no cometer semejante error en este reino de salvajes!

—¿Qué quieres que le haga? ¡Los planetas son mis paisanos!

—De acuerdo, burlón.

—Ahora me parece que podré hacer trabajar la lengua.

—Habla cuanto te parezca.

—Antes déjame que haga una pregunta.

—Y veinte también, si lo consideras oportuno.

—¿Por qué motivo has rechazado la hospitalidad del gran «cabecero»? Nos hubiésemos encontrado más cómodos en el palacio real que en este cobertizo.

—Es cierto, Antao. Pero nos hubiera sido imposible entrevistarnos con el padre de Urada. De aceptar la hospitalidad, el gran «cabecero» habría terminado recelando de nosotros.

—Estás en lo cierto, Alfredo. Desde que nací soy un inoportuno atolondrado, en tanto que tú eres un serio y experto diplomático.

—Que he conseguido gracias al trato con los negros.

—¿Tú crees que los negros son buenos diplomáticos?

—Y de mayor astucia que los europeos, te lo puedo garantizar. Pero ¡silencio! Ya tenemos aquí los víveres.

—Sí; son los alimentos que envía el «cabecero» —concordó el portugués—. ¡Bien venidos sean!

Cuatro esclavos, acompañados de una amazona, se dirigían hacia el apatam, llevando sobre la espalda enormes cestos de palma que parecían muy pesados.

Los colocaron ante el cobertizo y después se fueron a toda prisa.

—¡Qué pompa! —exclamó Antao, que acababa de hacer destapar los cestos—. ¡Hoy tenemos carnero, cabrito y tabaco! El canalu se lo daremos a los negros y nosotros podemos tomarnos esta carne tierna y exquisita, que me parece está asada en su punto exacto. ¿Qué opinas sobre esto, Alfredo?

—Opino que te vas volviendo demasiado ansioso, Antao —repuso el cazador.

—Piensa, compañero, que durante nuestra prolongada marcha solamente nos hemos alimentado de galletas y pescado en sal.

—¿Y qué me dices de la trompa de elefante? ¿Y las patas? ¿Y las aves? ¿Y los monos? ¡Glotón! ¡El olor de este asado te hace perder la memoria!

—Es posible —convino el portugués seriamente, sentándose a continuación frente al canasto—. ¡Ahora empecemos a comer!

Mientras los dos dahomeyanos despachaban tranquilamente el canalu, ambos europeos y Urada dieron buena cuenta de las cestas, saboreando el carnero, el atrapas y las frutas, todo lo cual acompañaron con unos cuantos tragos de ginebra.

En el transcurso del día, los embajadores, o, para ser más exactos, Alfredo, ya que Antao debía aparentar ser mudo en aquel territorio, debido a sus reniegos, excesivamente peligrosos para un embajador de Borgú, recibieron la visita de numerosos altos personajes, «cabeceros» y mocas, o funcionarios del monarca, cuyo objeto no era otro que conseguir algunos presentes de los que se suponía eran príncipes de Borgú, aliviando así el peso de sus cajas. Ellos, por su parte, llevaban regalos en forma de algunas botellas de ginebra y ron que no podían ni beberse. Al abandonar el apatam lo hacían con pañuelos de seda roja, cartucheras y brazaletes de latón dorado.

Afortunadamente, las cajas de Alfredo tenían abundancia de semejantes objetos. Sin embargo era preciso contar con los dignatarios, «cabeceros» y mocas de Dahomey, y, en consecuencia, a más de uno de aquellos visitantes se los hacía marchar con la botella en la mano, simulando no entenderlos o indicándoles, por mediación de los esclavos, que Alfredo estaba descansando.

Hacia la medianoche, el padre de Urada, tal como prometió, fue de nuevo al apatam. Llevaba la noticia de que el correo del «cabecero» había salido en dirección a la capital para notificar a Gelete la llegada de los embajadores.

—Estoy satisfecho con esa nueva, pero al mismo tiempo intranquilo.

—¿Y por qué razón? —inquirió Antao, sorprendido.

—Hace varias horas que me invade un temor.

—¿Y cuál es?

—Que Kalani recele de la embajada.

—No es posible, Alfredo.

—Me aguarda en Dahomey. Él conoce bien que soy hombre incapaz de abandonar a mi hermano en sus manos.

—¡Demonio! —musitó el portugués—. Eso puede ser ver dad. Pero ya es muy tarde para volverse atrás. Considero, no obstante, que llevamos un buen disfraz y nadie podrá imaginar que somos europeos. Tú, desde luego, estás to talmente desfigurado.

—Mi amo —intervino en aquel momento Urada—, ¿deseas un consejo?

—¡Explícate, muchacha! —repuso Alfredo.

—Manda a mi padre a la ciudad de Dahomey a comprobar cómo están las cosas y para averiguar los rumores que corren respecto a nuestra embajada.

—El plan me parece estupendo. Sin embargo, ¿puede tu padre abandonar Kana?

—Está en libertad y, por tanto, va adonde le parece sin precisar permiso de nadie.

—Yo le proporcionaré oro y uno de nuestros caballos. Es posible que en la capital nos sea de gran utilidad, pudiéndonos prevenir en el supuesto de que Kalani recele algo sobre nosotros. Incluso podrá darme noticias referentes a mi hermano.

—Y disponerlo todo para que luego le libertemos —agregó Urada—. Mi padre posee aún muy buenos amigos en Dahomey. En consecuencia, tiene la posibilidad de hablar con los altos funcionarios del rey y conseguir informes que pueden resultar de una gran importancia para nosotros.

—¿Estará dispuesto a realizar tan difícil misión?

—Mi padre está decidido a realizar todo lo que los salvadores de su hija quieran.

—¡Eres una valiente muchacha! ¡Gracias! ¡No nos habíamos engañado en lo concerniente a tu afecto!

Urada explicó al anciano lo que los hombres blancos deseaban de él.

—Mañana, al amanecer, me pondré en camino —replicó su padre—. Los hombres blancos pueden contar conmigo en todos los aspectos.

Complacido Alfredo por semejante contestación, mando ensillar uno de los caballos y luego dio al negro oro para que lo cambiara por cauris, además de un revólver con cincuenta balas, que podía resultarle de mucha utilidad en su arriesgada tarea.

A las dos de la madrugada, el negro, tras dar un abrazo a Urada y estrechar la mano de los dos blancos, a los que aseguró que pronto daría noticias, abandonó el cobertizo, tomando el camino de la capital de Dahomey.

IX. El retorno de Gamani

Habían ya transcurrido tres días desde que el correo de Ghating-Gan y el padre de Urada se pusieran en camino, cada uno por su cuenta, sin que los europeos recibieran la más mínima noticia. Posiblemente Gelete se hallaba muy afanado en los preparativos de la «festividad de la sangre» para que pudiera prestar atención a la embajada de Borgú. Por otra parte, el anciano negro debió de haber tropezado con muchas dificultades, o tal vez no hallase a nadie digno de confianza por el que enviar noticias.

Alfredo, cuya intranquilidad iba en aumento a cada instante, al no saber a qué achacar semejante retraso, temía continuamente alguna sorpresa por parte del astuto Kalani. Propuso varias veces al «cabecero» enviar otros correos a Dahomey para incitar a Gelete a que recibiera a la embajada, pero no obtuvo el menor resultado.

No era aconsejable excitar al fiero monarca, quien quizás hubiera castigado al «cabecero» y mandado degollar a los impertinentes correos. Más aconsejable resultaba esperar su aprobación y tener paciencia.

En la noche del cuarto día, encontrándose ya Alfredo y Antao, luego de haber cenado, dispuestos para acostarse, observaron que un negro cruzaba a toda prisa la plaza, como si temiese ser observado por las amazonas que hacían guardia ante el palacio real. Después penetró rápidamente en el interior del apatam.

Por miedo a que se tratara de algún visitante molesto, ambos se incorporaron con objeto de hacerle marchar. Mas el negro se puso frente a Alfredo, exclamando con voz sofocada:

—¡Oh, mi amo!

Sorprendido el cazador, le aproximó hacia sí para fijarse mejor en su semblante. Un grito que casi no fue capaz de ahogar se le escapó:

—¡Gamani! ¿Eres tú? ¡Estás vivo!

—Sí, mi amo —repuso el negro, mientras reía—. Soy tu fiel Gamani, a quien considerabas muerto en las selvas de Ousme la noche en que fue incendiada tu factoría.

—¡Por las lavas del Vesubio! ¡Gamani! Pero ¿quién es el que te ha mandado hasta aquí? ¿Cómo te has enterado de que nos hallábamos en Kana? ¡Habla! ¡Explícate!

—¡Por la muerte de Urano, Saturno, Neptuno y los demás planetas conocidos y por conocer! —exclamó Antao—. ¡Gamani! ¿Estás en realidad vivo o eres solamente tu sombra?

—Soy yo en carne y hueso, mi amo —replicó el negro.

—¡Pero explícate! ¿No ves que me tienes impaciente? ¿Quién te ha mandado a este lugar?

—Un anciano negro, que es el padre de una amazona que se encuentra con vosotros.

—¡El padre de Urada! —exclamaron a un tiempo Antao y el cazador.

—Así es. Su hija se llama Urada.

—Entonces ¿tú estabas en Dahomey? —inquirió Alfredo.

—Sí, mi amo.

—¿Quizá como esclavo de Kalani?

—Sí, aunque empleado en el templo de las serpientes y de los fetiches.

—Y respecto a mi hermano, ¿sabes algo? ¡Habla! ¡Habla de una vez, Gamani!

—Se encuentra vivo y envía sus saludos para ti y para el amo Antao.

—¡Pobre muchacho! —exclamó el portugués, realmente emocionado—. ¡Aún me recuerda!

—Siéntate, Gamani —dijo Alfredo, indicándole una de las cajas—. Creo observar que te hallas exhausto.

—Es cierto, mi amo. He recorrido los quince kilómetros que hay desde la capital a Kana corriendo continuamente, por miedo a ser capturado, y estoy medio destrozado.

Antao descorchó una botella de ginebra, llenando después una de las tazas. A continuación se la entregó, mientras decía:

—¡Bebe! ¡Ya hablarás más tarde!

El negro se tomó el licor de un trago y dijo:

—He de explicaros infinidad de cosas. En primer lugar debes saber, mi amo, que tu hermano se encuentra perfectamente y no corre el menor peligro, ya que se halla bajo la protección del rey y de los sacerdotes. Le consideran algo así como una especie de fetiche, lo que le pone a salvo de la venganza de Kalani.

—¿Ya sabe que nos encontramos en este lugar?

—Sí, amo. Está esperando de un momento a otro veros en Dahomey. Mi amito está muy bien tratado, aunque anhelante por dejar su prisión y poder abrazaros.

—¡Pobre Bruno! —murmuró Alfredo, conmovido—. ¡Qué instantes más terribles habrá pasado en poder de esos salvajes!

—¿Y qué me dices de Kalani? —inquirió Antao.

Con tanto poder como siempre. Sigue teniendo la absoluta confianza de Gelete y de Behawin, el futuro monarca de Dahomey. Se puede afirmar que todos tiemblan ante su presencia.

—¡Por lo que se observa en Dahomey, los picaros labran su suerte! —adujo Antao—. ¡En el supuesto de que mis negocios marchen mal me tornaré un tunante y vendré a este lugar!

—Pero ¿por qué razón te ha respetado Kalani? —interrogó Alfredo.

—No puedo decirlo, mi amo. Puede ser que con el fin de proporcionar compañía a tu hermano. Kalani no odia al amito. Hacia ti va dirigido su rencor, y le ha secuestrado sólo para que tú caigas en su poder.

—Lo suponía. Ese canalla tenía la seguridad de que yo vendría a Dahomey.

—Sí. Incluso mandó tropas a la frontera meridional con objeto de que te sorprendieran y capturaran.

—Lo está temiendo a cada momento. El instinto le señala que cualquier día caerás sobre él y vive en continua in quietud. Conoce sobradamente que tú no eres hombre capaz de abandonar al amito Bruno.

—El día que nos preparaban la emboscada en las márgenes del Ousme, ¿te descubrieron los soldados en el sicómoro?

—Sí, amo. Veinte o treinta de ellos cercaron el árbol, amenazando con matarme como si fuera un papagayo. Aunque pude matar a un par de ellos, finalmente bajé del árbol para evitar que me acribillaran a tiros. Me amarraron bien y después me trasladaron hasta la laguna, desde donde comprobé, sin poder hacer nada, el incendio de tu factoría y cómo secuestraban a tu hermano.

—¿Y cuáles son las noticias que nos traes del padre de lirada?

—Son buenas para todos. Mañana a la mañana llegará el recade del rey y una escolta para llevaros hasta Dahomey. Al parecer Gelete tiene interés en que seáis testigos de cómo se celebra la «festividad de la sangre» y recibe con agrado vuestra embajada.

—Que es la de Borgú —adujo Antao, con una sonrisa.

—Ahora unas cuantas preguntas más e inmediatamente te dejaremos reposar —dijo Alfredo.

Luego, cruzándose de brazos, le miró fijamente y dijo:

—¿Piensas que me será posible matarle?

—¿A Kalani? —preguntó el negro.

—Sí.

—¡Vigila mucho, amo! Tiene casi tanto poder como Gelete.

—Te garantizo que no me iré de Dahomey sin haberle matado.

—Va a ser complicado, aunque no imposible.

—¿Me podré vengar de todo el daño que me ha hecho y libertar al mundo de una bestia sanguinaria?

—Sí. Mas habrás de aprovecharte de la «festividad de la sangre» cuando todos se hallan borrachos.

—Eso mismo me ha indicado el padre de Urada.

—Solamente de esta manera será posible atraparle por sorpresa.

—Sí, amo. Yo también odio a Kalani y me sentiría contentó matándole, igual que el pueblo de Dahomey lo esta ría librándose de él. Es el alma maldita, el diablo tentador de Gelete y de Behawin.

—¡De acuerdo: le mataré! —concluyó Alfredo con terrible entonación—. Ahora ya puedes ir a descansar.

Gamani, que casi no podía tenerse en pie a causa de su prolongada y veloz marcha, se dio prisa en ir a gozar del permiso que le daban y se tumbó encima de una de las cajas.

Alfredo y Antao dieron una vuelta en torno al cobertizo para cerciorarse de que la plaza se encontraba vacía y después se acomodaron entre las cajas, a poca distancia de Urada.

Al siguiente día, apenas amanecer, fueron despertados por la banda de música de Ghating-Gan, que se encaminaba hacia el apatam, armando tan alboroto que hubiera incluso despertado a un sordo.

En esta ocasión no iban al frente de la banda solamente cuatro amazonas, sino media compañía, y con ella marchaba también el «cabecero» al lado de un alto emisario del rey, que vestía un magnífico uniforme rojo e iba armado con una espada de empuñadura de oro y en la que se veía el sello real. Ocho robustos negros transportaban un par de hamacas, muy cómodas y cubiertas con una especie de pabellón de algodón azul con flecos.

Ghating-Gan saludó a los embajadores con mayor amabilidad que de costumbre y les comunicó:

—Ha venido un gran moca con el recade. En Dahomey se os está esperando. Allí seréis recibidos con todos los honores que merecen vuestras personas y vuestro rango de embajadores de un país poderoso y guerrero.

El gran moca, o emisario del rey, avanzó en aquel momento hacia ellos. Luego de arrodillarse, inclinó la frente hasta el suelo, ya que tenía que hablar en representación del rey, su señor, y anunció:

—En nombre de su majestad Gelete saludo a los dos embajadores y les notifico la orden de conducirlos inmediatamente a Dahomey. Aguardo.

Alfredo, por mediación de Urada, que hacía de intérprete, repuso que agradecía al rey su determinación de recibir a los embajadores de Borgú antes que se iniciara la celebración de la «festividad de la sangre». Sin embargo pedía unas cuantas horas de tiempo con objeto de arreglar sus cajas, suplicando al gran moca que le esperara en el palacio real.

—Me encuentro al servicio de los embajadores de Borgú —replicó el moca.

Hizo una seña y las amazonas, la banda de música y todo el acompañamiento se marcharon del cobertizo para aguardar a los embajadores frente al palacio real.

—¿Cuál es el motivo de este retraso? —inquirió Antao, dirigiéndose a Alfredo, una vez que todos se hubieron ido.

—¿Te olvidas de Gamani? —repuso el cazador—. Si viniese con nosotros, ¡adiós embajada! Kalani le reconocería en seguida.

—¿Y qué piensas hacer con él?

—Convertirle en un soberbio ciudadano de Borgú. Necesitamos forzosamente a Gamani, porque conoce las costumbres de Kalani y el templo de los fetiches que sirve como prisión al pequeño Bruno. Vamos a disfrazarle y luego emprenderemos el viaje.

En tanto que los dahomeyanos empezaban a cargar las cajas en los caballos, Alfredo tomó unos frascos de pintura y en breves instantes hizo que la piel bronceada de Gamani adquiriera un completo y magnífico color negro. Después le puso una larga y rizosa barba, igualmente negra.

Una vez que el tinte se hubo secado, indicó a Gamani que se vistiera unos pantalones de brillante color rojo y se pusiera a la cintura una larga faja de seda amarilla. Después le puso encima de los hombros un blanco manto con muchos flecos, que estaba adornado con rojos arabescos. Un gran turbante que le cubría medio rostro fue suficiente para acabar de transformarle por completo.

—Me parece que no habrá nadie que le pueda reconocer —comentó, dirigiéndose a Antao, mientras examinaba muy satisfecho al negro.

—Yo me estaba preguntando en este momento de qué sitio ha salido este hombre —replicó el portugués—. Se halla totalmente desfigurado y se podrá aproximar hasta Kalani sin miedo a que éste le descubra. ¡Eres un auténtico artista, Alfredo!

—Si no lo fuese, no sería un italiano —repuso el cazador—. ¿Estáis preparados?

—Y todas las cosas cargadas —informaron Urada y los dos esclavos.

—¡Entonces, en marcha!

Alfredo y Antao subieron a los caballos. La muchacha y Gamani desplegaron las dos enormes sombrillas de brillantes colores y la pequeña expedición se encaminó hacia el palacio real, siendo objeto de las miradas de toda la muchedumbre que abarrotaba la plaza, ya que sus lujosos y ricos ropajes atraían la atención de todos.

La orquesta comenzó a tocar sus instrumentos con extraordinario entusiasmo, en tanto que las amazonas, cubriendo el paso de la comitiva a ambos lados de la calle, presentaban armas ante los embajadores con una admirable marcialidad, mientras que en otras ocasiones disparaban sus fusiles al aire.

El gran moca suplicó a los embajadores que desmontaran de sus corceles y se acomodaran en las dos literas que el rey había enviado, con objeto de que no se cansaran en el transcurso del viaje. Una vez hecho esto, ordenó emprender la marcha.

El cortejo, escoltado por ocho amazonas y seguido de Urada, Gamani y los dos esclavos, que llevaban los caballos, avanzó entre la gritería de la muchedumbre y los ruidos atronadores de la orquesta.

Tras cruzar la ciudad entre las dos filas de mirones que contemplaban la marcha, la comitiva alcanzó el camino real del norte, que discurre en línea casi recta hasta la capital del país.

Tumbados con toda comodidad sobre las hamacas, que los porteadores transportaban con sumo cuidado, con el fin de evitar movimientos bruscos, Alfredo y Antao encendieron sendos cigarrillos, y mientras fumaban con deleite iban hablando, de cuando en cuando, con Urada y Gamani, los cuales caminaban junto a ellos.

El camino real era, en realidad amplio y magnífico, dando cabida incluso a ocho caballos de frente. Mas el piso, compuesto de grava, una especie de mineral granuloso y rojizo, dañaba los pies de los portadores, cansando además excesivamente a los animales.

A los dos lados del camino proyectaban su sombra unas soberbias palmeras y en ambas partes del camino se extendían enormes llanuras, llenas de densas y altas hierbas, entre las que, de vez en cuando, se observaban algunos grupos de árboles, especialmente palmas de elaiso. A veces surgía la grandiosa copa de un baobab.

La expedición avanzaba de prisa, pese a las malas condiciones del suelo. Los porteadores, hombres muy robustos y habituados a largas caminatas, iban casi corriendo y, por otra parte, se relevaban cada media hora.

En seguida aquella región, que a la salida de Kana era deshabitada, comenzó a mostrar numerosas poblaciones. Diseminadas por las pendientes de aquellas especies de grandes escalones o encima de las altas mesetas, se veían grandes pueblos y algún que otro fuerte, construidos con terraplenes apisonados y rodeados de altas empalizadas. Con toda seguridad esas defensas debían tener por objetivo vigilar los caminos secundarios que desde el este y el oeste conducían a la capital.

Cuando llegaron a la última meseta, luego de una fatigosa subida que duró tres horas, los porteadores señalaron la ciudad de Dahomey, cuyos baluartes de rojizo barro se distinguían perfectamente a unos cuatro kilómetros escasos de distancia. Urada, que iba junto a la litera de Alfredo, enseñó a éste un edificio que debía de ser de enormes dimensiones y cuya altura rebasaba los muros de la ciudad.

—¿Qué es ese edificio? —preguntó el cazador, experimentando cierta emoción.

—Es el palacio del rey —repuso Urada.

—Imaginé que era el del hombre a quien aborrezco.

—No ha de estar muy distante, mi amo.

—¿Supones, Urada, que Kalani se encontrará presente cuando nos entrevistemos con el rey?

—Sí, en el supuesto de que se halle en la capital.

—¿Crees que tal vez no esté?

—El alto destino que tiene le habrá forzado a vigilar a los presos que están destinados a la «festividad de la sangre» y de momento es posible que haya salido de la población para reunirlos a todos.

—De momento me agradaría no encontrarme todavía con él. A pesar de que estoy decidido a cualquier cosa, el simple pensamiento de que pueda descubrimos me espanta.

—Te hallas completamente desfigurado, mi amo. Por otra parte, hace varios años que no te ve.

—Es cierto, Urada.

Los porteadores y el gran moca aceleraron la marcha para llegar a la capital antes de la hora de la comida del mediodía. El camino real era ya completamente liso y discurría por entre numerosas agrupaciones de chozas, que constituían los arrabales de Dahomey.

De vez en cuando encontraban destacamentos de soldados, provistos de fusiles y cuchillos, que trasladaban hacia la ciudad gran número de esclavos para ser ofrendados como víctimas en la «festividad de la sangre». Cada uno de aquellos desdichados tenía puesta en la boca la torturadora mordaza de madera, y en sus ojos, completamente desorbitados, se leía claramente el espanto que experimentaban.

A cada instante que Alfredo y Antao se aproximaban más a la capital del temible Gelete, los indicios de sus horrorosas matanzas eran más visibles. Los alrededores de la población semejaban un grandioso cementerio, medio destrozado por hordas de hienas.

Debajo de los corpulentos árboles se distinguían montones de restos humanos, como cráneos, tibias, costillas, húmeros, o bien otros huesos, y también esqueletos completos, todavía no descarnados totalmente por el combado pico de las aves rapaces. El hedor resultaba insoportable. Esos esqueletos eran algo así como la avanzada mortífera de los infortunados prisioneros sacrificados, que se trasladaban a las afueras de la ciudad para que sirvieran de alimento a los animales feroces.

Unos cuantos esqueletos continuaban todavía clavados al tronco de los árboles y los dos europeos pudieron distinguir uno de gran talla crucificado en el tronco de una palma por medio de tres largos clavos y que aún tenía junto a él una sombrilla de algodón, parecida a la que emplean los misioneros de la costa. También se encontraban a su lado un par de sandalias.

Posiblemente fue sorprendido por los soldados de Gelete cuando intentaba convertir a los habitantes de la región y había sido tratado de aquella salvaje forma por mandato del propio rey, dejándole, como amarga burla, las sandalias, que le señalaban como hombre blanco o negro libre de la República de Liberia.

Cuando se hallaban a unos doscientos pasos de la capital, salieron al encuentro de la comitiva un gran moca y dos «cabeceros» que iban escoltados por veinticinco amazonas con uniforme guerrero. Llegaban para saludar a los embajadores en nombre de Gelete y también para conducirlos a la morada que les había sido destinada.

Cinco minutos más tarde entraban con toda solemnidad en la capital del feroz monarca.

X. En la boca del lobo

Dahomey era, sin duda, la ciudad más poblada de Dahomey y, asimismo, la mejor fortificada, debido a que en ella residía el rey y allí se hallaba la mayoría de las tropas de la nación.

Una gran muralla de tierra apisonada, que podía oponerse muy bien al ataque de un ejército de negros, pero incapaz de resistir el bombardeo de una batería de cañones europeos, la rodeaba por todas partes. Unas cuantas brechas, practicadas sobre los puentes que pasaban de una parte a otra de los fosos, hacían las veces de puertas.

La capital no poseía nada que mereciera especial atención. Era un amontonamiento de barracas, hechas con paredes de barro, y techos de palma, que se hallaba dividido en numerosos salam o barrios, formados por calles estrechas, sucias y que despedían un olor nauseabundo. En ellas se hacinaban los cadáveres de animales, e incluso gran cantidad de cuerpos humanos, sobre todo cuando habían pasado las «grandes festividades».

La única cosa digna de nota era la gran plaza del mercado. Se trataba de un enorme cuadrilátero, gran parte del cual estaba ocupado por el palacio del monarca, de enormes dimensiones y en cuyas fachadas, que ocupaban una extensión de ochocientos metros, existían numerosas ventanas, que más bien semejaban agujeros, puesto que no tenían puerta.

En cada lado de este palacio se encontraban dos amplias terrazas, que eran empleadas con ocasión de los sacrificios humanos y en las que se distinguían unos cuantos cañones, en tanto que un muro muy sólido lo resguardaba por los lados y también por la fachada trasera.

Únicamente dos puertas de hierro y madera permitían la entrada a palacio y ambas se hallaban custodiadas día y noche por una compañía de amazonas.

En aquella enorme plaza se habían erigido también el templo consagrado a las serpientes y el de los fetiches, en cuyo interior se encontraban numerosas deidades verdaderamente horrendas, seres monstruosos de barro con tonos dorados o de madera groseramente labrada.

Los habitantes, contando con las tres mil amazonas que constituían la guardia real, no pasaban, por lo común, de veinte mil. Sin embargo, durante el transcurso de las «grandes festividades» su número aumentaba tres veces, ya que llegaba gente de todas las aldeas vecinas, si bien era muy frecuente que no escasa cantidad de aquellos desdichados súbditos del cruel monarca se quedara para siempre en Dahomey, ofrendados como víctimas a las divinidades.

Alfredo y Antao cruzaron la ciudad en unión de los porteadores de las sombrillas y precedidos por el gran moca, de la escolta armada y de sus hombres, siendo objeto de in tensa curiosidad por parte de los moradores de la ciudad. Fueron llevados a una amplia choza de forma redondeada, cuyas paredes eran de barro cocido al sol y el techo de hojas de palma. Se hallaba emplazada casi frente al palacio real.

El rey había ordenado que se llevaran a esa cabaña unas cuantas sillas, un par de colchonetas, una mesa, provisiones, leña y vajilla. También se destinaron dos esclavos para que sirvieran a los embajadores.

El gran moca se cercioró de que no faltaba nada, luego dijo a los esclavos que se pusieran a disposición de los dos grandes dignatarios que eran huéspedes del monarca, amenazando con degollarlos si se descuidaban en lo más mínimo. Tras saludar a los dos embajadores les dio a entender por medio de señas que iba a notificar la llegada de ambos al poderoso señor.

Alfredo le interrumpió con un ademán, preguntándole por mediación de Urada cuándo tendrían el placer de ver al rey los embajadores de Borgú.

—Su majestad se halla por el momento muy atareado para ocuparse de cosas de tanta envergadura —contestó el gran moca—. Pero me imagino que no tardará en dignarse a recibir el saludo de los guerreros de Borgú. Luego de celebradas las grandes fiestas se podrá tratar el pacto de alianza.

—De acuerdo —repuso Alfredo—. Los embajadores de Borgú aguardan respetuosamente la decisión del poderoso monarca de Dahomey. Mientras tanto, le mandaremos algunos regalos de los príncipes de nuestra nación.

Y tras decir aquello, entregó al gran moca y a los dos «cabeceros» tres pequeños cofres de metal labrado, que hizo sacar del interior de sus cajas.

Los altos funcionarios acogieron el presente como con una especie de veneración y rápidamente abandonaron la cabaña, tras darlas gracias a los embajadores.

—¡Por la muerte de Júpiter, Marte, Venus, Satur…!

—¡Cállate! —interrumpió con brusquedad Alfredo, observando que el portugués pensaba continuar renegando.

¡Me prometiste que en Dahomey evitarías los reniegos!

—Es cierto —convino Antao, riendo—. Pero ya estoy harto. Debes pensar que hace cinco semanas que hago el papel de mudo y que mi lengua corre el riesgo de atrofiarse para siempre si esta tortura prosigue. ¡El demonio se lleve a los embajadores, a Borgú, a los mocas, a los «cabeceros» e incluso al bestia de Gelete! Todos esos ritos me producen dolor de cabeza, y admito que me sentiría satisfecho si en este instante estuviese cazando hipopótamos en las riberas del Ousme. Por lo menos allí podía jurar por mis planetas en cuantas ocasiones me pareciera oportuno.

—Ten calma durante unos cuantos días, amigo —replicó Alfredo—. Ya hemos llevado a cabo casi todo y no tardaremos en regresar a las orillas del Ousme.

—Confío en que esa chusma de las colas de caballo al cinto nos dejarán tranquilos unos días al menos.

—En este instante se encuentran demasiado atareados para preocuparse de nosotros.

—¿Y qué es lo que has enviado al antropófago de Gelete?

—Collares de oro, brazaletes, sortijas y una corona de plata dorada. Debemos mostrarnos generosos con Gelete.

—¡Veremos si no paga tu generosidad degollándonos! Ese pícaro es muy capaz de hacerlo. Mas…, ¡ahora que me doy cuenta! ¿No comprenderán estos esclavos lo que estamos hablando?

—No tengas miedo, Antao. Puedes hablar lo que te parezca oportuno, puesto qué no entienden el portugués y menos todavía el italiano.

—Me agradaría que se los devolviésemos a Gelete.

—Es muy capaz de hacerles cortar el cuello, ya que su pondría que no han sido capaces de servimos bien.

—Amo —dijo en aquel instante Urada, dirigiéndose a Alfredo—, he observado que mi padre pasaba con gran precaución ante el palacio real.

—Dile que venga —opinó Antao.

—No —contradijo Alfredo—. El anciano es prudente y aguardará para venir a que se marchen todos estos curiosos.

—Hagamos que se vayan de aquí. Puesto que Gelete nos ha dejado esclavos, que trabajen.

—¡No me parece mala ocurrencia, Antao!

Urada informó a los esclavos respecto al deseo de sus nuevos dueños. No había terminado todavía de hablar, cuando los negros, armados de largas y flexibles varas, cayeron sobre los mirones, vociferando y suministrando palos a diestro y siniestro.

Pocos minutos fueron suficientes para que los curiosos marcharan a toda prisa en diversas direcciones, igual que si se tratase de una manada de ciervos espantados. Alfredo y Antao tuvieron que hacer de mediadores para calmar el desmesurado celo de los esclavos, los cuales parecían dispuestos a quitar la vida a garrotazos a dos desdichados que, en su precipitada huida, habían caído a tierra.

—¡Un poco de calma, diablos! —exclamó Antao—. Está bien que los expulséis en nombre del rey. Pero no es preciso matar a ninguno. ¡Por la muerte de Marte! ¡Vaya lluvia de garrotazos y qué huida!

—¡Ha sido una magnífica idea! ¡Mira! ¡El padre de Urada viene hacia aquí!

—Obliguemos a que entren los negros o le darán de estacazos igual que a los otros.

El anciano se aproximaba con paso lento en dirección a la vivienda de los embajadores, simulando contemplar distraídamente el palacio real, las terrazas y las restantes cosas dignas de curiosidad que había en la plaza.

Luego de dar unas vueltas de un lugar a otro durante unos cuantos minutos, se fue acercando cada vez más a la cabaña. De súbito penetró en ella sin que casi pudieran fijarse en él los curiosos que seguían situados en las calles.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Alfredo, mientras le tomaba de la mano y le llevaba a uno de los extremos de la estancia.

El anciano saludó a los dos blancos con una afectuosa sonrisa, y, después de abrazar a Urada, sentóse en una de las cajas. Con un ademán dio a entender que deseaba hablar. La muchacha se puso junto a él con el objeto de traducir lo que decía.

—Como ya debéis de saber no he perdido el tiempo —dijo, mientras miraba a Gamani—. Vuestro negro os habrá dicho que he estado en el templo de los fetiches, en el que se halla preso el niño a quien deseáis libertar.

—Sí, ya lo sabemos —confirmó Alfredo—. ¿Has visto de nuevo a mi hermano?

—Sí. Esta misma mañana. Deseaba cerciorarme bien de cómo es el interior del templo, con objeto de actuar con seguridad cuando llevemos a cabo el plan.

—¿Se encuentra bien el niño?

—Disfruta de una magnífica salud y os aguarda.

—¡Ah! ¡Pobre Bruno! —exclamó Alfredo con un suspiro—. ¡Cuán largas han de parecerle las últimas horas de su cautiverio! ¿Supones que es fácil libertarle?

—Sí.

—¿Y encontraré a Kalani?

—Me he enterado de que a veces duerme en el recinto sagrado, aunque no siempre.

—¿Se encuentra en este momento en la capital?

—Ha regresado hoy, tras haber recogido a los esclavos que van a ser sacrificados en la «festividad de la sangre», que se celebra mañana.

—¿Dices que se celebra mañana?

—Sí. Gelete siente temor de las divinidades. Ayer por la noche hubo un temblor de tierra, y esto confirma que sus antecesores están descontentos de él y exigen nuevas ofrendas de víctimas humanas. Esta noche se dispondrán las grandes plataformas para lanzar los cestos.

—¡Miserable! —murmuró Antao.

—¿Y dónde me será posible ver a Kalani? —inquirió Alfredo.

—Mi consejo es que le cojas desprevenido en su casa. Mañana a la noche todos estarán embriagados, incluso la guardia, y será fácil penetrar en su morada y acabar con él.

—¿Se encuentra muy distante la casa de Kalani?

—Está situada en el salam de al lado.

—Pues es necesario que no nos dejes, con el fin de que nos sirvas de guía.

—Voy a quedarme aquí y aguardaré.

—Mi amo —intervino en aquel instante Gamani, que se hallaba vigilando a la puerta de la cabaña—, un gran moca, con un grupo de amazonas, se dirige hacia aquí.

—¿Qué querrá el rey de nosotros? —dijo Alfredo, frunciendo el entrecejo.

—Os enviará la invitación para la celebración de mañana —replicó el anciano negro.

El gran moca, una vez que hubo llegado frente a la choza, dio orden a las amazonas de que saludaran militarmente a los embajadores, que se hallaban ya ante la puerta. Luego, dirigiéndose a éstos, anunció:

—En nombre de su majestad y del príncipe Behawin-Aidjeri, invito a los representantes del poderoso país de Borgú a la «festividad de la sangre» que se celebrará mañana a continuación de los sacrificios de la noche. Los príncipes de Borgú ocuparán durante las fiestas un puesto de honor.

—¡Damos las gracias! —repuso Alfredo, con sorpresa, en tanto que Antao, después de oír la traducción, exclamaba—: ¿Y no se irá al infierno Gelete y sus sanguinarios mocas y «cabeceros»? ¡Por todos los planetas del firmamento! ¡Si alguno de ellos se me viniera encima estaría agradecido!

XI. La «festividad de la sangre»

Durante aquella noche ni los dos europeos ni sus acompañantes pudieron dormir un solo instante.

Grupos de soldados se reunían continuamente en la plaza, conduciendo, en medio de grandes voces, insultos, amenazas y golpes, a los esclavos que se hallaban destinados a los horrorosos sacrificios del día siguiente. Al mismo tiempo efectuaban salvas, con el fin de anunciar a los encolerizados dioses que se tenían víctimas para ser ofrendadas en su honor.

Tras de los soldados iba gran muchedumbre de negros llegados de todas las aldeas circundantes y que anhelaban ser partícipes en el reparto de ropas y licores que en estas horrendas ocasiones solía efectuarla corte real.

Aquellos negros salvajes, ya casi completamente borrachos por los efectos de la cerveza de maíz, comenzaban a situarse frente a las dos grandes plataformas erigidas a ambos lados de la puerta principal del palacio del monarca, con objeto de ser los primeros en degollar a las víctimas que serían lanzadas a la plaza.

No era aún medianoche y ya se habían congregado, entre guerreros, amazonas y gente del pueblo, no menos de veinte mil personas, que aguardaban a que el sol saliera, momento señalado para iniciar las decapitaciones públicas.

Al decir «públicas» queremos dar a entender que las privadas ya habían dado comienzo en el palacio real, puesto que se realizaban, por lo común, durante la noche.

Por esta causa, en medio de los gritos de entusiasmo e impaciencia de las turbas, surgían de vez en cuando por las ventanas del palacio alaridos angustiosos de agonía, que estremecían a Alfredo y encolerizaban de manera extraordinaria al portugués, quien se desahogaba propinando estacazos a los negros, que, pretendiendo escapar a su ira, se arrimaban a las paredes de la choza.

—¡Criminales! —exclamaba enfurecido el bravo Antao, olvidándose de simular mudez—. ¡Asesinan a vuestros her manos y todavía aplaudís! ¡Tenéis que muy bien merecida la cadena de esclavos! ¡Necios! ¡Malvados!

Afortunadamente, su voz era sofocada por la gritería cada vez más intensa de la chusma y nadie prestaba la menor atención a lo ocurrido. Lo más que hacían los esclavos era contemplar con espanto a ese hombre que parecía poseído del demonio y que los golpeaba con ciega e increíble ira.

En contra de sus deseos, Alfredo tuvo que ponerse en medio para apaciguar el enojo de su compañero, por temor a que en las proximidades de la cabaña hubiera espías del monarca, encargados de informarle respecto a lo que estaban haciendo y decían los embajadores.

Al apuntar el alba, la plaza se hallaba completamente abarrotada. Sobre aquella inmensidad de cabezas se alzaban miles y miles de brazos provistos de cuchillos, que debían ser utilizados para degollar a las infortunadas víctimas de la superstición.

Aquellos negros sanguinarios solicitaban con enérgicas voces, con auténticos rugidos de fieras, que empezaran las ejecuciones.

—¡Por la muerte de todos los planetas! —clamaba Antao, mientras presenciaba semejante escena subido encima de una caja—. ¡Éstas no son personas: más bien parecen leones furiosos sedientos de sangre! ¡Quisiera ver aquí a mi amigo Consheiloz, con una batería de cañones, bombardeando a esos inmundos negros! ¿Y dónde deben estar el tunante de Gelete, el verdugo y sus ayudantes?

—No tardarán en aparecer —opinó Alfredo, que se hallaba junto a él—. Por lo que puedo ver las amazonas se han colocado en forma de enorme triángulo frente al palacio, y esto da entender que Gelete va a hacer su aparición.

—¿Y nosotros nos quedaremos aquí?

—No. Sabes de sobra que en esta solemne fiesta tenemos un puesto de honor.

—¡Lo rechazaré! ¡No sería capaz de asistir tranquilamente a esas matanzas!

—Tendrás buen cuidado en no rechazar una invitación del rey, Antao. Una contestación negativa o poco cortés supondría perder la vida.

—¡Somos embajadores!

—Sí. Pero ante Gelete igual que si no fuésemos nadie, ya que es el más cruel y menos escrupuloso de todos los reyes de África. ¡Fíjate!

—¿En qué?

—Un grupo de amazonas, conducido por un correo del rey, se encamina hacia aquí.

—¿Vendrán en nuestra busca?

—Sí, Antao.

—¿Y hemos de aceptarla invitación?

—¡Es necesario! —repuso Alfredo, con seriedad.

—¿Y qué me dices de Kalani?

—Espero que no será capaz de reconocemos.

—¿Estará al lado de Gelete?

—Me temo que así sea. ¿Llevas las pistolas?

—Sí, ocultas bajo la camisa.

—Entonces estemos dispuestos a cuanto pueda acontecer. ¡Vamos a jugar una carta decisiva!

—¡Por la muerte de Neptuno!

—¡Ten paciencia, compañero!

—La tendré. Te lo prometo.

—¡Te lo pido por el pobre Bruno! —dijo el cazador, emocionado.

El portugués le tomó de la mano, estrechándosela en silencio.

En aquel instante el mensajero del rey y las amazonas se detuvieron ante el alojamiento de los embajadores. Tal como Alfredo supuso, llegaban para invitar a los representantes de Borgú, en nombre del monarca, a que asistieran al gran rito en honor de los difuntos de Dahomey.

A una indicación del cazador, Urada y Gamani abrieron las dos amplias sombrillas, en tanto que los dos esclavos dahomeyanos se situaban detrás de los embajadores, con los fusiles en bandolera, aunque con los cañones hacia abajo.

Las amazonas formaron un círculo en torno a ellos y la comitiva cruzó la plaza a paso lento, pasando con mucha dificultad por entre la muchedumbre que abarrotaba el enorme recinto.

Una vez que hubieron llegado ante una de las imponentes plataformas, el mensajero del rey llevó a Alfredo y sus acompañantes a la parte alta de ésta y les hizo sentar en escabeles cubiertos con piel de león. Inmediatamente se puso junto a él, como para dar a entender a las turbas que aquellas personas se encontraban bajo la protección del poderoso y temido rey.

Alrededor de los embajadores y sus criados tomaron asiento a una considerable distancia, de acuerdo con la etiqueta, los notables del reino, «cabeceros» condecorados con dos, tres y hasta cuatro colas de caballo, importantes mocas y altos mandos del ejército.

Alfredo y el portugués examinaron con una breve ojeada a todos aquellos negros altivos y orgullosos que se daban gran importancia con sus imponentes túnicas bordadas en oro. Sin embargo, entre tantos dignatarios no consiguieron distinguir a Kalani.

—¡Es mejor así! —dijo Alfredo, en voz queda, dirigiéndose a su compañero Antao.

—¿Se hallará con el rey? —aventuró el otro.

—Es posible.

—En tal caso, se hallará lejos de nosotros.

—Le podremos ver en otra plataforma. El lugar del rey es ése, puesto que ahora veo que están extendiendo el quitasol real.

—Es una auténtica cúpula. Nuestras sombrillas resultan ridículas al lado de ese quitasol.

Unos cuantos «cabeceros» con la ayuda de seis negros, habían trasladado el quitasol real y, acto seguido, lo abrieron para resguardar de los rayos solares al monarca negro.

Éste era de gigantescas dimensiones y de tela amarilla con franjas rojas. Llevaba pintado un enorme cocodrilo con las mandíbulas abiertas, emblema de la casa real de Dahomey.

De súbito el vocerío de la muchedumbre se mudó en un intenso mutismo, que tenía algo de terrorífico, de horrendo. Era algo semejante al pavor cuando enmudece a todo un pueblo.

En el gran muro de la muralla que comunicaba con la plataforma se abrió una puerta e hizo su aparición su majestad Gelete, al que seguían una docena de «cabeceros» mocas notables y una multitud de cortesanos y sacerdotes de los templos, los cuales portaban los fetiches preferidos del rey, engendros con crestas doradas, serpientes de idéntico material y de gran tamaño y una especie de peleles que pretendían representar seres humanos, pero que, en lugar de boca, poseían picos de aves de presa.

El cruel monarca llevaba casi oculta la cara por un turbante de seda verde con bordados de oro. Cubría su cuerpo con un gran manto blanco de seda, ceñido a la cintura con un cinto de pequeñas láminas de oro.

Durante un instante estuvo de pie en mitad de la plataforma contemplando al pueblo que abarrotaba la plaza y después se acomodó en un amplio sillón cubierto de damasco amarillo, mientras que a sus pies, encima de un cojín, se sentaba Behawin, el que habría de ser futuro rey de Dahomey y también el último.

Al cabo de un momento, Alfredo, que no apartaba la vista del palco real, oprimió fuertemente el brazo de su amigo.

—¿Qué te ocurre? —inquirió éste, sorprendido.

—¡Mírale!

—¿A quién? ¿Al rey?

—¡No! ¡A Kalani! —repuso Alfredo, rechinando los dientes con furia.

Un negro de gran talla, que se cubría con un manto de blanco algodón, ornado con serpientes pintadas en rojo y con una especie de aro de plumas de ave de presa sobre la cabeza, avanzaba hacia el finad de la plataforma.

Tenía las facciones prominentes y feroces. Su mirada era penetrante, inteligente y viva, y su apariencia rotunda y vigorosa. A simple vista advertíase que no pertenecía a la raza dahomeyana; sin embargo se notaba en él una energía mucho mayor que la de sus desmedrados compatriotas del sur. Su voz ronca y fuerte al mismo tiempo como la de un león, retumbó en la ancha plaza, imponiéndose a la gritería de las turbas, el sonido de la música y las exclamaciones de los ahpolos, que ensalzaban las hazañas del rey.

Kalani invitaba a los jefes de las tribus, y a los de cada salam o barrio en que se dividen las poblaciones de Dahomey, a poner a los pies del rey los presentes de rigor y que debían ofrecer como muestra de respeto y sumisión.

Éstos ascendieron los escalones de la plataforma, sin dejar por un momento de mantener el rostro pegado a tierra y siempre arrastrándose, como si no fuesen lo bastante dignos de contemplar al monarca, y luego se retiraban para ir a situarse tras de los «cabeceros» los mocas y los guardianes del templo.

Kalani habló de nuevo, dirigiendo la palabra al pueblo y a las amazonas, que se encontraban frente a las dos plataformas. Mientras ponía la vista en el sol, el cual brillaba con una luminosidad totalmente desconocida en Europa, se expresó con segura entonación. En su oratoria manifestaba a los moradores de Dahomey la ira de los difuntos reyes por los pocos sacrificios humanos, su tremebunda amenaza de arrojar sobre el reino todo género de desgracias y también la determinación tomada por el gran Gelete de multiplicar el número de sacrificios para apaciguar la cólera de los fundadores de la dinastía y, asimismo su decisión de declarar la guerra a las naciones vecinas para capturar bastantes prisioneros que sirvieran para el sacrificio. Concluyó su perorata prometiendo al pueblo una gran incursión guerrera al país de los Krepis, de los togos y contra Tesa y Ckiadam.

Al poco rato, en tanto que el sanguinario jefe de los sacerdotes se caldeaba el estómago con la mitad del contenido de una botella de ginebra que le entregó el rey, las amazonas abrían un buen espacio para que se pudieran llevar a cabo las ejecuciones.

Veinte esclavos, todos ellos hombres, cuyas cabezas estaban adornadas con plumas y los brazos y las piernas con aros de latón, fueron llevados a la plaza. Aquellos infortunados eran los jefes de tribu apresados un mes antes más allá del río Mono. Al parecer se hallaban conformados con su triste suerte, puesto que no ofrecían la más mínima resistencia a los guerreros que los empujaban hacia la plataforma real, sino que, por el contrario, mostraban una sorprendente serenidad.

Los veinte jefes tenían la misión de ir en busca de los monarcas difuntos de Dahomey para decirles que, desde aquel momento, Gelete se ceñiría con mayor perfección a la «festividad de la sangre», sacrificando más cantidad de víctimas.

Antes de enviarlos al otro mundo en busca de los muertos, el rey dispuso que ofrecieran a cada uno de aquellos hombres una taza de ginebra y unos cuantos cauris, para que, en el transcurso del trayecto, pudieran comer y también una botella de ron para apagar la sed en el camino hacia la eternidad. A continuación ordenó al verdugo que iniciara la ejecución.

Aquello fue cosa de breves minutos. El gran representante de la justicia real, un negro de enorme corpulencia y que debía poseer un vigor extraordinario, segó con rapidez las veinte cabezas con su ancha y aguda hacha.

Espantado por aquello, Antao hizo intención de levantarse para protestar contra tan atroz espectáculo ante el cruel monarca, a riesgo de perder su vida y, de paso, arriesgar la de Alfredo. Mas éste, con un enérgico ademán, le hizo estarse quieto en su asiento.

—¡Un simple gesto bastará para que todos estemos irremisiblemente perdidos! —musitó al oído de su compañero—. ¡Si lo que pretendes es que nos maten, levántate y empieza a hablar!

—No cometeré semejante disparate, Alfredo —adujo el portugués—. Pero estas horribles matanzas me están poniendo verdaderamente rabioso.

—¿Imaginas que yo estoy tranquilo? ¡Sería capaz de dar diez años de vida por poder arrojarme al cuello de Gelete y del malvado Kalani! Este espectáculo me produce espanto. Pero me veo forzado a permanecer silencioso con el fin de salvar la vida de nosotros y la del inocente Bruno.

—¡Me estaré quieto, Alfredo!

Mientras tanto los sacrificios, en gran número, se habían iniciado ya frente a la plataforma real. Tras ser degollados los veinte jefes se sacrificaron sesenta bueyes, doce caballos y un cocodrilo e inmediatamente un gran grupo compuesto de sesenta negros, entre mujeres y hombres.

La sangre que brotaba de aquella aglomeración de cadáveres corría por la plaza, formando arroyos. El populacho hundía en ellos los pies hasta el tobillo, en tanto que la atmósfera se impregnaba de un hedor repugnante: el olor que se puede percibir en los grandes mataderos.

Las turbas y los soldados aplaudían con frenesí la maestría del corpulento verdugo y bailaban sobre aquella sangre, saltando y brincando igual que si fuesen tigres. En medio de horripilantes gritos exigían más víctimas para calmar el encolerizado espíritu de los reyes muertos.

Gelete no se hizo suplicar. Dio una orden, y nuevas tandas de espantados esclavos eran conducidos a la plaza por medio de estacazos, bofetadas y pinchazos propinados con las lanzas. Nuevas cabezas de víctimas rodaban por doquier en el círculo formado por las amazonas.

Al gran representante de la justicia real se habían sumado un par de verdugos y las pesadas y agudas hachas caían implacablemente, ocasionando nuevas víctimas, en tanto que unos cuantos ayudantes se afanaban en recoger las cabezas del suelo y apilarlas a los dos lados de la plataforma, formando unos horrendos montones.

Transcurrido un rato, se hizo un vibrante mutismo. En las murallas del palacio del monarca estaban vigorosos guerreros, que tenían en sus manos enormes y largos canastos con una sola abertura, por las que surgía una cabeza humana.

En cada canasto de aquéllos habían introducido a un desdichado negro, que estaba destinado a complacer los instintos bestiales del populacho.

—¡Dios mío! —exclamó Antao con el más angustioso y profundo horror—. ¿Qué piensan hacer ahora?

—El monarca va a hacer un obsequio a su pueblo —notificó Alfredo.

—¿Un regalo de hombres vivos para que la chusma los sacrifique?

—Para que los degüelle. Después a los que presentan las cabezas de esos hombres se les entrega por cada una de ellas una botella de ginebra o de ron, o bien unos cuantos cauris. Éste va a ser el último sacrificio de hoy.

Mientras tanto los soldados colocaron en el borde de las murallas los cincuenta o sesenta canastos. Las futuras víctimas, aterrorizadas, se movían desesperada e inútilmente, puesto que sus miembros estaban atados, meneando la cabeza y lanzando gritos enloquecedores.

A una orden de Kalani todos los cestos fueron arrojados, yendo a caer sobre el suelo de la plaza. En ese preciso instante empezó un espectáculo repugnante. Las turbas, como si de improviso se hubiesen vuelto locas, se abalanzaron sobre aquellos canastos con impetuoso arrojo. Todos los negros llevaban cuchillos en sus manos y cada uno pre tendía alguna cabeza. En consecuencia, luchaban por ellas como auténticas fieras. Hacían uso de los cuchillos, de mordiscos y de todos los medios que estaban a su alcance, puesto que una de aquellas cabezas significaba para el autor de la decapitación una borrachera segura.

En breves minutos los cestos quedaron destrozados y los infortunados esclavos, vivos, moribundos o muertos, según había sido la fuerza de su caída, fueron sacados de ellos a trozos o degollados. Los que lograron hacerse con alguna de las cabezas efectuaron en el acto el trueque de este sangriento despojo por una botella de ginebra o ron.

Así empezó la desenfrenada orgía. Colocados encima de la plataforma real, Gelete, Kalani, los «cabeceros» y los mocas lanzaban a la muchedumbre, para disfrutar viendo cómo se las disputaban, telas, ristras de cauris y botellas de licores, en tanto que los criados llevaban a la plataforma cientos de botellas de ginebra.

El rey, sus ministros, los palaciegos, los guerreros y la gente del pueblo se emborrachaban, para concluir con toda solemnidad el primer día de la «festividad de la sangre» mientras que en la plaza los inmolados se convulsionaban en los postreros estertores de la agonía.

XII. La incursión nocturna

Ya habían transcurrido algunas horas de aquella noche y los moradores de la capital de Dahomey se entregaban todavía a la general orgía.

En la enorme plaza donde habían sido inmoladas tantas víctimas, al igual que en las calles próximas, la muchedumbre se embriagaba y bailaba de forma enloquecedora en torno a grandes hogueras, al son de los más primitivos y grotescos instrumentos que uno pueda imaginar.

La cerveza de maíz, la ginebra y el ron, denominado de «trata» por ser de alcohol casi puro, corría a raudales, sin que se dieran por satisfechos aquellos incansables bebedores.

Cuando unos toneles quedaban vacíos, eran reemplazados en el acto por otros, que se colocaban junto al fuego, y bailarines, músicos y cantantes volvían nuevamente a beber sin tino.

Por doquier se escuchaban gritos y se oían disparos. En todas partes se lanzaban carcajadas imponentes, que terminaban en reniegos, lanzados y tiros. Pero ¿quién iba a inquietarse por los muertos?

Ya era bastante que no remataran a los heridos.

En el gran palacio real la orgía debía haber adquirido características infernales. Todas las ventanas, que semejaban heridas practicadas en aquellas paredes, se hallaban iluminadas. Se percibían aullidos y cantos de seres que estaban ya en la cúspide de la borrachera y, asimismo, algún que otro disparo.

De vez en cuando las balas atravesaban silbando la plaza, y no era extraño que alcanzaran algún dahomeyano embriagado o a cualquier amazona que danzaba frente a las plataformas.

El que se divertía enviando aquellos peligrosos obsequios a su amado pueblo era el propio Gelete, quien probaba la puntería con un nuevo fusil, que le entregó como presente algún jefe de las provincias.

En tanto que todos los habitantes, incluyendo el rey, los ministros, los guerreros y las amazonas proseguían cada vez con más entusiasmo su endenominada juerga, un grupo salía sigilosamente de la choza donde se alojaba la embajada, cruzaba con rapidez y cautela las calles menos frecuentadas y de menor iluminación, arrimándose siempre a las paredes de las casas.

Este grupo estaba compuesto por Alfredo, Antao, Gamani y la amazona. Ninguno de ellos llevaba las magníficas ropas con que durante el día lucieron. Sin embargo, todos iban provistos de rifles.

Cualquier habitante de la ciudad hubiera supuesto al verlos que se trataba de un grupo de soldados del rey que tenía la misión de guardar el orden en los barrios extremos, o bien que iba a cumplir alguna sagrada tarea.

Cruzaron ante numerosas hogueras sin contestar una palabra a los ofrecimientos de los bebedores y bailarines, que los invitaban a beber un trago. Por último, desaparecieron entre un conjunto de callejuelas oscuras y completamente deshabitadas, interrumpiendo su marcha en una pequeña plaza, en mitad de la cual se alzaban siete u ocho palmeras de gran tamaño.

—¡Ya hemos llegado! —anunció el padre de Urada, parándose en el lugar donde mayor era la oscuridad.

—¿Dónde está? —inquirió, excitado, Alfredo.

—Tras de aquella muralla —repuso el dahomeyano, señalando un muro sólido y de gran altura, que unía dos cuerpos de la tosca edificación, que abarcaba de uno a otro ángulo de la plaza.

—¿Tienes la seguridad de no estar equivocado?

—¡Oh! ¡Estoy completamente seguro!

—¿Estarán vigilando los sacerdotes en la habitación de Bruno?

—Se encuentran celebrando también la festividad en el cuerpo central del edificio, el cual contiene los fetiches de mayor importancia, y en este momento deben de estar todos embriagados, puesto que he podido comprobar que en el interior de la construcción han sido introducidas dos cajas llenas de ginebra, las cuales son un regalo del monarca.

—Sí —concordó Gamani, que había estaba contemplando con gran atención la muralla—. El amito Bruno debe encontrarse detrás de esas paredes, en la pequeña cabaña sagrada.

—¡En tal caso —exclamó Antao—, vamos a retorcer el gaznate a los hechiceros y a libertar al pequeño! ¡Así podré vengar en ellos las horrendas emociones que me han hecho padecer con las terribles carnicerías ordenadas por el gran criminal Gelete!

—¡Sí, démonos prisa! En tanto que siga esa tumultuosa orgía de los moradores de la ciudad —agregó Alfredo— no existe el menor riesgo de que nadie venga a molestarnos. Sin embargo, es aconsejable liquidar la cuestión lo antes posible. ¿Tienes preparada la cuerda, Gamani?

—Sí, amo.

—¿Te sientes capaz de subir hasta la parte alta de la muralla?

—Sí, en el supuesto de que tenga un punto donde apoyarme.

—Lo tendrás.

Y tras decir aquello, Alfredo se apoyó en el muro, abriendo las piernas con objeto de poder mantenerse con mayor firmeza. Después, inclinando ligeramente sus robustas espaldas, le dijo a su compañero Antao:

—¡Sube, que yo aguanto!

De un salto el portugués subió sobre los hombros de su amigo.

—¡Ya he subido! —anunció.

—¿Falta mucho para alcanzar lo alto del muro? —preguntó.

—Algo menos de dos metros.

—¡Ahora te corresponde a ti, Gamani!

El negro, despierto y ágil al igual que todos los de su raza, trepó con facilidad sobre aquellos dos cuerpos humanos que constituían algo semejante a una columna. Después de colocar los pies encima de los hombros del portugués, dio un salto y se asió al borde superior del muro.

Inmediatamente se izó a pulso sobre lo alto de la pared. Desarrollar la cuerda de nudos que llevaba arrollada a la cintura y lanzar uno de los extremos a sus compañeros fue para él cuestión de un instante.

Alfredo trepó, ayudado por la cuerda, en primer término.

Colocóse al lado de Gamani y, durante un breve momento, contempló el interior del recinto.

Si bien la oscuridad era intensa, pudo distinguir entre unas cuantas palmeras varias cabañas de grandes dimensiones, colocadas en forma de medio círculo y unas cuantas de menor tamaño arrimadas al muro.

Todos aquellos alojamientos se hallaban a oscuras, pareciendo deshabitados. Solamente una, la más amplia y distante, tenía iluminación, pareciendo hallarse con gente, puesto que se escuchaban roncas voces, gritos, carcajadas y cantos.

—Son los sacerdotes que están bebiendo las botellas que el rey les ha enviado —notificó Gamani, dirigiéndose al cazador—. Me parece que no nos molestarán.

—¿Y cuál es la cabaña donde está alojado Bruno? ¿La puedes ver, Gamani? —inquirió Alfredo con una gran ansiedad por ver a su hermano.

—Es aquella de allí —replicó el negro, indicándole un pequeño edificio con el techo plano, que se hallaba erigido en medio de cuatro corpulentos sicómoros—. Sería capaz de reconocerla entre mil.

—¡Vaya! ¡Allí está el pobre muchacho! ¡Y nos aguarda desde hace mucho padeciendo no sé qué clase de sufrimientos! ¡Pero nosotros le salvaremos esta misma noche!

Mientras tanto Antao, Urada y su padre, tras de haber recorrido durante un momento la plaza, para cerciorarse de que nadie los espiaba, habían empezado también a escalar la pared.

Gamani lanzó uno de los cabos de la cuerda a la parte interior y descendió el primero, situándose, en seguida, bajo la protectora y densa sombra de un árbol de gigantesco tamaño. Alfredo y sus amigos le imitaron, guardando el más absoluto silencio.

—¡Por fin! —exclamó en voz queda Antao, que no era capaz de permanecer silencioso un par de minutos—. ¡Indudablemente estos beodos no abandonarán las botellas y nos resultará sencillo llevarnos al pequeño sin el menor inconveniente! ¡Qué magnífica sorpresa se va a llevar Kalani! ¡Supongo que le invadirá la rabia!

—¡No le quedará tiempo! —barbotó Alfredo con sorda voz—. Cuando hayamos salvado a Bruno pienso ocuparme de él. ¡Condúcenos, Gamani!

—Es aconsejable que examinemos antes los alrededores —opinó el padre de Urada—. Si uno de los sacerdotes nos descubriese, daría la voz de alarma, y en tal caso ninguno de nosotros podría escapar con vida de este lugar.

—¿Cuántos sacerdotes hay en el interior de este recinto? —preguntó Alfredo.

—Corrientemente hay doce —repuso Gamani.

—Entonces, en el supuesto de que nos descubrieran, me parece que no serían capaces de hacemos salir de este lugar sin el pequeño.

—Y con mayor motivo teniendo en cuenta que estarán beodos —agregó Antao.

—¡Vamos a reconocer el recinto, Gamani! —dijo Alfredo—. ¿Conoces bien este sitio?

—Sí, amo —repuso el negro.

—Vosotros esperadnos aquí —prosiguió el cazador dirigiéndose a Urada, Antao y el anciano—. Estad atentos a la cuerda para que no nos puedan impedir la retirada.

—¡No habrá nadie que se aproxime hasta ella estando yo aquí! —dijo el portugués—. ¡Por la muerte de Júpiter! ¡Al primero que pretenda arrojarse contra mí le envío a hacer compañía a la difunta dinastía de este matadero de hombres!

—¡Silencio y mucho cuidado!

Alfredo y Gamani abandonaron la protectora sombra que proyectaba la palmera, siempre ocultos entre una línea de césped muy alto, se encaminaron hacia la estancia principal, desde cuyas ventanas, que eran en extremo bajas, se podía observar muy bien cuanto acontecía en el interior.

Actuaban con gran precaución, manteniéndose agazapados y mirando en todas las direcciones, por miedo a que ante la cabaña de los fetiches hubiese algún sacerdote montando guardia. Mas, al parecer, aquella noche los vigilantes del sagrado recinto prestaban mayor interés a la botella de ginebra que el monarca les regaló que a las deidades del reino.

Cuando se hallaron junto a la amplia choza, Alfredo y Gamani, una vez que se cercioraron de que en el exterior no había nadie, miraron con suma prudencia por una de las ventanas. A la luz de una humeante lámpara, que expandía reflejos de sanguínea tonalidad, distinguieron a siete u ocho negros, acicalados con adornos y baratijas de todo género, sentados en torno a una mesa, mientras que otros tres o cuatro, tal vez en estado de mayor embriaguez que los restantes, dormían, en medio de grandes ronquidos, en un extremo de la habitación.

Aquellos sacerdotes consumían con gran complacencia las botellas regaladas por el monarca, entre risas y chanzas. Era seguro que ya habían libado en exceso, puesto que no podían tenerse en pie y, de vez en cuando, se venían pesadamente a tierra, no logrando incorporarse sino a costa de ímprobos esfuerzos.

—¡Bah! —comentó Alfredo, hablando a Gamani—. ¡Estos beodos no están en condiciones de ofrecer la menor resistencia, y por consiguiente no nos darán trabajo! ¿Se encuentran reunidos todos aquí?

—Creo que no falta ninguno —repuso el negro.

Regresaron al punto donde dejaron a sus compañeros y les dijeron el feliz resultado de su reconocimiento, asegurándoles que aquellos borrachos no podrían molestarlos. Luego se encaminaron decididamente en dirección a la pequeña cabaña, en la que, al parecer, se encontraba el pequeño.

La entrada a ésta estaba cerrada por una endeble puerta que no permitía ver el interior. Mas Alfredo, que en aquel instante sentíase capaz de abatir una muralla, propinó un formidable puntapié a la ligera puerta, arrancándola del quicio.

Sin aguardar a que Gamani encendiera la linterna que llevaba consigo, el cazador penetró en la cabaña, exclamando:

—¡Bruno, Bruno, despiértate! ¡Somos nosotros!

En lugar de oírla familiar voz de su hermano pudo percibirse otra, ronca y con acento de amenaza que decía:

—¿Quién es el que viene a molestar a Ahuntú?

—¡Por la muerte de Urano y de Neptuno! —barbotó Antao—. ¿Quién es ése que acaba de hablar?

Alfredo se detuvo como alcanzado por un rayo. Mas su sorpresa fue momentánea. Arrebató la linterna a Gamani, y luego de empuñar la pistola se fue decidido hacia el interior de la choza con el arma preparada y presto a matar a quien se le enfrentara.

Un negro que llevaba la cabeza llena de plumas de ave de presa y el cuerpo cubierto por una especie de sotana de rojo algodón con raros dibujos que representaban calaveras con tibias cruzadas, se había incorporado de un camastro.

En su diestra llevaba uno de esos largos y agudos cuchillos que utilizan los dahomeyanos.

Al ver penetrar a los desconocidos saltó hacia atrás, dando tan fuertemente contra la débil pared de la morada que la derribó. Al encontrarse en el exterior se puso a correr por todo el recinto, pidiendo auxilio con grandes gritos.

Una vez pasado el primer momento de estupor, Alfredo, Antao y Gamani se lanzaron en su persecución, mientras le amenazaban con matarle si no guardaba silencio e interrumpía su carrera. No obstante, el negro, que parecía enloquecido de espanto, continuaba la fuga igual que si fuese un conejo, chocando continuamente contra las cabañas y los árboles.

—¡Deténte, que no pensamos hacerte nada! —decían a grandes voces Alfredo y Gamani, en tanto que el portugués, encolerizado, juraba por todos los planetas que le arrancaría la piel si no dejaba de gritar.

Finalmente, luego de una prolongada carrera, el sacerdote penetró como si fuese un huracán en una de las cabañas. Tanto los dos blancos como Gamani confiaban en que ahora podrían apresarle, obligándole a guardar silencio. Mas se equivocaron, puesto que aquel endiablado ne gro se hizo con una especie de maza que había en el interior de la cabaña y con ella comenzó a dar violentos golpes sobre un gran disco de metal que colgaba del techo, ocasionando un estruendo capaz de despertar incluso a los que gozaran del sueño celestial. Aquello semejaban disparos de mortero.

De un soberbio puñetazo Gamani lanzó a tierra al terco sujeto, aunque ya todos los moradores del recinto y también de los alrededores debían de haber escuchado aquella tremenda campana de invención indígena.

—¡Nos apresarán! —manifestó Antao, palideciendo—, ¡pero antes deseo aplastar a ese maldito!

—¡Aún no nos han apresado! —repuso Alfredo—. Antes que los habitantes de la ciudad hayan llegado hasta este lugar habremos salvado el muro. ¡Gamani, amárralo bien!

—¡Ya está atado, mi amo! —replicó el negro—. Por otra parte, me parece que no intentará moverse, puesto que por lo que veo no muestra señales de vida.

—¡Tanto mejor! ¡Ahora, vámonos!

—¿Y qué hacemos de Bruno? —inquirió Antao.

—Vamos a registrar la cabaña antes de marchamos. Pero me parece que no debe encontrarse allí. Es fácil que Kalani se lo haya llevado con él, pero, de todas formas, le hallaremos, Antao. No tengas la menor duda. O, si hemos de ser más exactos, encontraremos a mi hermano y a su secuestrador.

Abandonaron a toda prisa la choza y echaron a correr a través del recinto. Pudieron comprobar cómo algunas luces empezaban a surgir en la parte exterior de la muralla y aceleraron la fuga, temiendo que los sacerdotes, que se hallaban bebiendo la ginebra regalada por el monarca, pudieran cogerlos desprevenidos.

Junto al pie del muro se encontraron con Urada y su padre. Alfredo y el anciano cambiaron con gran rapidez unas breves palabras.

—¿Nada?

—¡Nada! ¿El niño no se encuentra aquí? ¿Imaginas que puede estar al lado de Kalani?

—Lo supongo —repuso el negro.

—¿De qué manera nos podremos enterar?

—Preguntando a uno de los sacerdotes.

—Es que se ha dado la alarma.

—Nos lo podemos llevar e interrogarle en un lugar seguro.

—Es verdad. ¡Ven, Gamani! ¡Vamos, Antao! ¡Mientras tanto pasad a la otra parte de la muralla!

Iban a echar a correr para atravesar el recinto y abalanzarse sobre los sacerdotes, que ya habían abandonado el alojamiento, y caminaban entre las plantas agarrándose unos a otros para no venirse al suelo, cuando Urada le interrumpió, diciéndole:

—¿No oyes, amo?

Alfredo y sus amigos se detuvieron. Al otro lado del muro se oía conversar a diversas personas, preguntándose unas a otras qué acontecía en el interior del recinto.

—Han dado la alarma —exclamaron unos.

—¿Acaso habrá fuego?

—¿Estarán en peligro los sacerdotes?

—¿No será que las divinidades están disgustadas por los monstruosos sacrificios de hoy?

—¡Hay que averiguarlo que ocurre!

—¡Avisamos a los soldados!

—¡Por la muerte de Júpiter y de todos sus hijos! —exclamó Antao, con algún temblor en la voz—. ¡Me parece estar viendo ya mi cabeza en las ensangrentadas manos de Gelete!

—¡Todavía no nos han cortado la cabeza! —repuso Alfredo, decididamente—. ¡Ni Kalani ni Gelete podrán apresarnos con tanta facilidad! —Luego agregó, volviéndose a Gamani—: ¿Todo el recinto se encuentra cerrado?

—Solamente existe una puerta, que además por la noche se cierra.

—¡De acuerdo! ¡Venid conmigo!

—¿Qué piensas hacer, Alfredo? —preguntó Antao.

—¡Ya te enterarás! ¡De momento, pensemos en los sacerdotes!

XIII. El incendio del templo

Los vigilantes de los fetiches, súbitamente interrumpidos en sus libaciones por el imponente ruido que con la campana —si así podemos llamarla— ocasionó su compañero, se dieron prisa en salir de la estancia, con objeto de comprobar lo que sucedía. Mas todos no se sintieron con fuerzas para salir al exterior, ya que cinco de ellos, por haberse mostrado excesivamente cariñosos con las botellas que el monarca les regaló, se vieron forzados a permanecer en el alojamiento, pese a que sus camaradas se obstinaban en sacarlos de allí. No tardaron en quedar roncando al igual que focas, tumbados por el suelo.

Con ello no se pretende indicar que los que salieron al exterior se hallaran en mucha mejor situación.

Alfredo, Antao y Gamani, al chocar con aquellos seis o siete tambaleantes beodos, los atacaron con furia.

Cinco segundos les bastaron para derribar a los sacerdotes de Gelete. El efecto de los puñetazos acabó de completar la torpeza que experimentaban a causa del alcohol consumido.

—¡Por la muerte de Neptuno! —gruñó Antao, cuando los vio a todos tendidos en tierra e incapaces por completo de moverse—. ¿Qué haremos con esos borrachos?

En lugar de contestarle, Alfredo se inclinó rápidamente sobre aquel grupo de hombres tumbados por el suelo y, tirando del brazo del que era de menos talla y también más delgado, le arrastró hasta ponerle a un lado. Se trataba de un negro de muy escasa edad, casi una criatura.

—¡Ocúpate de él, Gamani! —indicó al sirviente—. No le dejes hasta que yo te lo diga. Debe acompañamos.

—¡No se me escapará, mi amo!

—Ahora vamos a desnudar a esos sacerdotes y nos cubriremos con sus mantos.

—¿Nosotros? —inquirió Antao, sorprendido.

—¡Silencio! ¡Démonos prisa que nos estamos jugando la vida!

No tardaron ni un minuto en quitar sus ropas a los sacerdotes, yendo a parar sus mantos en poder de los blancos y sus compañeros, quienes se cubrieron con ellos.

Acababan de vestirse cuando oyeron llamar con gran estrépito a la puerta del recinto.

Semejaba como si una gran muchedumbre se hubiese congregado atraída por la señales de alarma que el espantado negro dio hacía un rato.

—¡Abrid! —exclamaban fuera con grandes voces.

—¡Somos soldados!

—¿Qué ocurre?

—¡Por la sangre de Urano! —masculló Antao, palideciendo—. ¡Son los soldados! ¡Mal veo nuestras pobres cabezas!

—¡Silencio! —dijo de nuevo Alfredo—. ¡Debemos actuar sin pérdida de tiempo! —Y volviéndose a Urada y al padre de la muchacha, les dijo en tono rápido y enérgico—: ¡Penetrad en el templo y venid con unos cuantos ídolos! ¡Si es posible, traed los más venerados!

Después, mientras el anciano y la joven se daban prisa en cumplir sus órdenes, sin solicitar la menor explicación, Alfredo se volvió a su compañero Antao:

—Tú quema ese montón de cabañas. Son de madera y no tardarán en arder.

—¿Y si en su interior hay negros borrachos?

—¡Peor para ellos! ¡Date prisa! ¡Van a tirar la puerta! Yo, mientras tanto, voy a prender fuego a ese otro tugurio.

La muchedumbre proseguía dando voces desde el exterior, impaciente al comprobar que los sacerdotes no contestaban, y temiendo, por otra parte, que hubieran sido asesinados y que otra vez un sacrílego pretendiera robar los fetiches.

Los más audaces empezaron a golpear la puerta, con objeto de echarla abajo y otros disparaban sus fusiles para espantar a los supuestos ladrones.

Afortunadamente, la puerta, que había sido hecha con grandes tablones y reforzada con traviesas de hierro, era muy resistente. Sin embargo, de un instante a otro podía caer bajo el empuje de los ininterrumpidos golpes.

Ya unas cuantas traviesas habían empezado a soltarse, en el momento en que los dos blancos y sus camaradas se reunían de nuevo. Las cabañas estaban ardiendo y las lenguas de fuego, encontrando un material combustible, se elevaban rápidamente lanzando chispas por doquier.

Alfredo tomó entre sus manos uno de los ídolos, que representaba una especie de león con cresta dorada. Antao se hizo con otro, mitad hombre y mitad bestia, cubierto asimismo de una capa dorada. Urada y su padre tomaron dos raros pájaros con cabeza de serpiente y todos se encaminaron hacia la puerta, seguidos de Gamani, llevando a su prisionero, que debía representar el papel de un compañero herido.

—Gritad con todas vuestras energías anunciando que ha estallado un incendio —indicó Alfredo, dirigiéndose a Urada y al padre de la joven—, y venid tras de mí sin hacer caso de la gente.

En aquel preciso instante la puerta cayó bajo el efecto de fortísimos golpes, viniéndose a tierra con gran estrépito.

Alfredo y sus camaradas se lanzaron entre la aglomeración de aterrorizados curiosos, sosteniendo en alto los ídolos para esconder los rostros detrás de ellos, en tanto que Urada, Gamani y el anciano vociferaban hasta desgañifarse:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Poned los fetiches a salvo!

Al contemplar los negros a los sacerdotes, les dejaron paso con gran respeto, a fin de permitirles que pudieran poner a salvo a las deidades, y a continuación penetraron en el interior del templo en medio de extraordinaria gritería, intentando extinguir el incendio, que amenazaba aniquilar por completo los sagrados edificios.

Los falsos sacerdotes, muy satisfechos por aquella treta que les ponía a salvo de la más terrorífica de las represalias, nada más se encontraron algo distantes de la muchedumbre, la cual, por otra parte, no se preocupaba ya de ellos, se adentraron por un laberinto de estrechas callejuelas huyendo con toda la rapidez que sus piernas les permitían.

En la esquina de una de aquellas calles Antao se libró del ídolo que llevaba, arrojándolo contra la puerta de una choza, en tanto que Alfredo lanzaba por el aire su león y Urada y el anciano se desembarazaban de sus respectivos pájaros, destrozándolos y tirándolos luego a tierra.

Gamani seguía conduciendo a su prisionero, a quien amenazaban de continuo con la muerte si lanzaba un simple grito.

Tras media hora de fuga por calles en las que no había el menor tránsito, plazuelas cubiertas de hierbas y cuestas llenas de fango, el anciano negro, que marchaba en cabeza con objeto de guiarlos, interrumpió la marcha ante un pequeño huerto que estaba cercado por una empalizada y en el que había una choza medio en ruinas, casi desprovista de techumbre.

—En este sitio no nos amenazará ningún peligro —anunció—. Esta cabaña y este huerto eran de un familiar mío, que murió hace un par de años. Desde esa época nadie ha venido para habitar en ella.

—¿Nos encontramos a mucha distancia de nuestro alojamiento? —inquirió Alfredo—. Estoy preocupado por mis hombres.

—En un cuarto de hora podemos llegar allí.

—Me agradaría que los dos negros y los caballos vinieran hasta este lugar.

—¿Con qué objeto? —le interrogó Antao.

—Con el fin de tener la seguridad de que podemos abandonar la ciudad en el instante preciso.

—¿Y qué haremos de Bruno?

—Esta noche le pondremos a salvo.

—¿Y Kalani?

—¡Esta noche le mataré!

—Pero aún no conocemos el lugar en que se encuentran.

—El prisionero va a informarnos sobre ello.

—¿Crees que hablará?

—¡Haremos que hable! Después de lo que ha sucedido esta noche nos es imposible continuar aquí ni un día más. La menor sospecha de Gelete nos costaría la vida a todos.

—¿Ha terminado, por consiguiente, su misión la embajada? —preguntó el portugués, mientras reía—. Gelete se enfurecerá al verse engañado por los príncipes de Borgú.

—Ya hará que salgan en nuestra persecución, Antao. Mas, en tanto que sus guerreros vienen detrás de nosotros por el norte, emprenderemos la fuga hacia el este. Una vez que hayamos cruzado el Okpa nos podremos burlar de la furia de Gelete.

—Mi amo, si te parece oportuno, voy a prevenir a los dos esclavos para que vengan aquí —dijo Gamani.

—No. Iré yo —intervino el anciano—. Sé mejor que ninguno el camino y determinadas callejuelas solitarias, por las que pienso llevar los caballos sin que nadie pueda advertir que la embajada huye. Urada os puede servir de intérprete para interrogar al sacerdote.

—¡En tal caso puedes irte! —repuso Alfredo—. Ya es la una y antes que despunte el alba desearía hallarme lejos de Dahomey. Esta noche todos se encuentran celebrando la orgía y será sencillo abandonar la ciudad sin que nadie lo advierta.

—De aquí a media hora habré regresado —notificó el padre de Urada—. Luego, en cierto tono vacilante, agregó misteriosamente: —Es posible que pueda venir con alguna noticia respecto a Kalani.

Mientras el negro marchaba a realizar su misión, Gamani llevó al preso hasta la choza, encendiendo a continuación la linterna que tenía en su poder. El desgraciado sacerdote se encontraba dominado por el terror, suponiendo que sus raptores pensaban matarle.

Urada, cumpliendo las órdenes de Alfredo, inició el interrogatorio:

—Si deseas conservar la vida, es mejor que hables —le comunicó—. Estos hombres, enemigos de Gelete, son terroríficos, y si te empeñas en permanecer silencioso, piensan arrancarte la piel; mientras que si decides contestar a las preguntas que se te hagan, pueden darte gran cantidad de oro, y con ella podrás adquirir hasta diez mil cauris.

Cuando oyó hablar de oro, el joven hechicero sonrió con sumo contento, mientras que sus ojos brillaban codiciosamente. Al igual que todos sus compatriotas, aquel personaje debía resultar fácil de sobornar.

—Fíjate en este hombre —prosiguió Urada, señalando a Alfredo, que, en aquel momento, había entrado con Antao—. Es hermano del pequeño de piel blanca que Kalani tenía preso en el recinto sagrado, ¿me entiendes?

—Sí —repuso el sacerdote.

—Este hombre, que no se trata de un negro, como aparenta, sino de un blanco, desea rescatar a su hermano, que ha sido secuestrado por Kalani, y le salvará, aunque para ello deba exterminar a Gelete o hacer venir un ejército de europeos para que destruya Dahomey. Si persistes en tu terquedad, obstinándote en no hablar y rehúsas ayudarle, de aquí a un mes Dahomey será asaltado e incendiado por los hombres blancos.

—¿Conoce el rey el peligro en que se halla su país? —inquirió el hechicero, con acento tembloroso.

—Mañana lo sabrá. Mientras tanto habla, si tienes interés en librar a Dahomey de semejante ruina.

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

—Informarnos respecto a qué lugar ha sido llevado el niño de piel blanca que hasta el día de ayer se encontraba preso en el templo.

—Yo lo sé.

—En tal caso, habla.

—Se encuentra en casa de Kalani.

—¿Desde cuándo?

—Desde esta misma mañana.

—¿Por qué motivo ha sido llevado a su casa?

—Kalani sentía algún temor. Un negro procedente del país de los Krepis le comunicó que unos hombres blancos, que acababan de abandonar el territorio de los aschantis, se encaminaban hacia aquí para rescatar a la criatura.

Al escuchar cómo Urada les traducía aquellas palabras, Antao y Alfredo se miraron uno al otro con extrañeza e inquietud.

—¿Quién nos puede haber traicionado? —preguntó el portugués en tono alarmado—. No hay nadie que pueda conocer que veníamos de la región de los aschantis.

—Urada —indicó Alfredo, excitado—, exige a ese hombre que te explique algo más. Es necesario conocer quién es ese negro, para estar prevenidos ante este nuevo y grave peligro.

La contestación fue inmediata.

—Se trata de un hombre que venía siguiendo a los hombres blancos desde Puerto Nuevo —notificó el sacerdote.

—¡Por la muerte de Saturno! ¡Ahora entiendo todo! —barbotó Antao—. ¡Ése es el espía que nos hizo apresar por los Krepis!

—Y el que consiguió escapar de los soldados del juez —agregó Alfredo—. No suponía que ese pícaro pudiera llegar vivo hasta aquí. Compañeros, el peligro es ahora mayor, y si continuamos en esta ciudad hasta mañana no puedo garantizar la seguridad de nuestras cabezas. Es necesario que esta misma noche rescatemos a Bruno o todos dejaremos aquí el pellejo.

—Pero ¿crees que tendremos tiempo?

—Ahora nos enteraremos.

Se volvió a Urada, indicándole lo que debía preguntar al sacerdote. La muchacha le obedeció en el acto.

—Has de informarnos sobre otras cosas que necesitamos saber. Y procura bien no mentimos, puesto que no pensamos dejarte en libertad ni entregarte el oro prometido hasta que nos enteremos de la verdad de tus palabras.

—Estoy decidido a deciros la verdad —repuso el hechicero—. Todavía soy muy joven para morir y me agrada en gran manera el oro.

—¿Dónde se encontrará ahora Kalani?

—Con el rey.

—¿Supones que piensa seguir durante toda la noche junto a Gelete?

—No; ya que antes de amanecer debe marchar a Kana para poner encima de las tumbas de los reyes las cabezas que hoy han sido cortadas.

—¿Cuántas personas hay en casa de Kalani?

—Dos esclavos y dos soldados.

—Que, naturalmente, habrán celebrado la fiesta bebiendo en abundancia.

—Todo el mundo bebe en tan señalada ocasión.

—Gamani —dijo Alfredo—, amarra a ese hombre, y si se resiste, mátale. Vamos a llevarle con nosotros, y una vez que hayamos comprobado que ha dicho la verdad recibirá su recompensa.

Cuando Urada comunicó aquella decisión, el prisionero repuso:

—Estoy dispuesto a seguiros, ya que sé que los hombres blancos cumplen siempre sus promesas. Si os he mentido, matadme.

En aquel momento se percibieron pisadas de cabalgaduras que a cada instante iban aproximándose más y más. Antao y Alfredo salieron en seguida, por miedo a ser descubiertos por los soldados de Gelete, pero inmediatamente lanzaron un grito de júbilo.

Eran el anciano negro y los dos dahomeyanos, que llegaban con los corceles.

—He cumplido mi promesa —comunicó el padre de Ura-da, dirigiéndose hacia ambos blancos—. Hemos dejado el alojamiento sin que nadie lo notara.

—¿Aún sigue la gente bebiendo en medio de las calles? —inquirió Alfredo.

—Las juergas no terminarán hasta mañana. Todos se hallan embriagados, incluso los guerreros y las amazonas. Sin embargo, he podido averiguar dónde se encuentra Kalani.

—Con el rey, ¿no es así?

—Sí, pero antes que amanezca regresará a su casa, ya que debe salir de viaje.

—Ya lo sé. Allí será donde le aguardaremos. ¿Te sientes capaz de conducimos por calles poco transitadas hasta la morada de ese canalla?

—Sí, aunque rodeando algo.

—¡Entonces vamos inmediatamente! ¡Cuándo el sol salga, Kalani habrá dejado de existir, y nosotros, con mi hermano, nos encontraremos a mucha distancia de Dahomey!

Unos minutos más tarde, Alfredo, Antao y los negros abandonaban la choza medio en ruinas, tomando el camino que conducía a la morada de su mortal enemigo. Todos habían montado a caballo. En el huertecito dejaron las cajas, que se hallaban vacías o medio vacías, con objeto de encontrarse en condiciones de mayor libertad cuando tuvieran que efectuar una rápida retirada de la capital, en el supuesto de que fracasase la estrategia que pensaban realizar.

Llevaban cargadas todas las armas para poder rechazar cualquier ataque, tanto por parte de los habitantes de la ciudad como de los soldados.

El viejo negro, que iba sobre una de las más resistentes monturas, guiaba a la pequeña expedición, haciéndola cruzar por entre huertas y callejuelas desiertas, con el fin de eludir en la medida de lo posible los tropiezos con grupos de gente que quizás hubiese recelado al ver aquella expedición. Detrás del anciano iban los dos europeos, que continuaban disfrazados de sacerdotes, y tras ellos, Gamani, que llevaba con él al prisionero. A continuación marchaban Urada y los dos dahomeyanos, los últimos con las carabinas preparadas.

Esa zona de la ciudad, que debía de ser la menos habitada, era oscura y silenciosa. No obstante, a cierta distancia se distinguían las iluminaciones de las hogueras y se escuchaban los gritos de los beodos, acompañados ininterrumpidamente por el retumbar de los primitivos instrumentos musicales.

Al parecer aquella juerga desenfrenada se hallaba en su punto cumbre, puesto que la gritería resultaba tan atronadora que ni Alfredo ni Antao podían casi entenderse.

—¡Vaya gargantas! —exclamaba el portugués—. ¡Qué gente tragando alcohol! Serían muy capaces de beberse el río Kofo si los sacerdotes tuviesen poder para hacer que sus aguas se volvieran ginebra.

—Esta juerga descomunal es conveniente para nuestro plan —adujo Alfredo—. No podríamos haber elegido una noche mejor que ésta para realizar nuestro proyecto.

—Me parece que incluso Kalani estará embriagado.

—Es posible; y en tal caso, peor para él.

—¿Vas a matarle?

—Lo tengo jurado desde la misma noche en que hizo que mi factoría se incendiara, y cumpliré mi juramento. Ese malvado engendro es el espíritu malo de Gelete y Behawin; y si le elimino, salvaré a miles de futuras víctimas de Dahomey.

—Es cierto, Alfredo. Kalani es el jefe de los verdugos.

—Y el que manda que se lleven a cabo los crímenes, puesto que es, por añadidura, el jefe de los sacerdotes.

—¡Pícaro! ¡Le obligaré a vomitar sangre y ron a la vez! ¿Y en qué sitio le aguardaremos?

—En su alojamiento.

—¿Vamos a entrar en su habitación?

—Sí; pero una vez que hayamos reducido a la impotencia a sus criados y los tengamos bien amarrados.

—¿Y si no va a su casa?

—Sí irá. El preso nos ha dicho que debe dirigirse a Kana y el padre de Urada ha corroborado la información.

Mientras los dos amigos conversaban, el anciano negro los seguía conduciendo a través de pequeños huertos y callejuelas desiertas y oscuras, procurando en toda ocasión mantenerse a cierta distancia de las calles alumbradas por hogueras.

Luego de haber hecho dar diversos rodeos a los expedicionarios, se detuvo frente a una alta valla, practicada con gruesos troncos de árbol y que, al parecer, servían como empalizada de un gran jardín.

—Éste es el sitio —comunicó.

—¿Es la casa de Kalani? —preguntó Alfredo.

—Sí. Éste es su jardín, y en el fondo se encuentra la casa.

—¿Dónde está la puerta?

—No muy lejos de aquí. Pero te prevengo que habrá soldados vigilando.

—Nos desharemos de ellos. Puesto que somos sacerdotes nos va a resultar sencillo acercarnos.

A una orden suya, todos desmontaron. Indicaron a Urada y Gamani que permanecieran cuidando de los caballos y vigilando al prisionero, y siguieron al padre de Urada.

Al dar la vuelta a una esquina de la valla se encontraron frente a una puerta abierta, ante la que montaban guardia dos negros armados con fusiles, pero que, al igual que los restantes moradores de la ciudad, debían de haber bebido en exceso, puesto que se apoyaban contra la empalizada como si no se mantuviesen con demasiada firmeza sobre sus piernas. Al distinguir aquel grupo de personas, ambos se irguieron, mientras exclamaban:

—¡Quién viene!

—¡Somos guardianes de los fetiches que venimos en busca de Kalani! —repuso el padre de Urada.

—Nuestro señor se encuentra todavía con el rey —repuso uno de ellos.

—¿Regresará esta noche?

—Le estamos aguardando para acompañarle a Kana.

En aquel preciso instante Alfredo, Antao y los dos esclavos, que se habían acercado, se abalanzaron inopinadamente sobre ambos soldados y los aferraron por el cuello para que no pudieran lanzar el menor grito. Luego, con un par de violentos puñetazos, los hicieron caer al suelo. Los dos guerreros se desplomaron, uno al lado del otro.

—¡Atadlos y tomad sus armas! ¡Hay además que despojarlos de las ropas! —ordenó Alfredo.

—¿Esto último con qué objeto? —inquirió Antao.

—Con el fin de que los dahomeyanos se las pongan y monten guardia en su lugar, después que nosotros nos hayamos introducido en la habitación de Kalani. Si al llegar éste no viese a los centinelas, podría recelar algo y volverse atrás en vez de entrar.

Los dos esclavos obedecieron en el acto las indicaciones de Alfredo y metieron a los centinelas en un cobertizo que se hallaba situado en un rincón del jardín, medio resguardado por unas cuantas palmeras.

Mientras tanto el padre de Urada se encaminó hacia donde se encontraba ésta y Gamani. Hicieron entrar a los caballos en el jardín y, a continuación, fueron llevados, al igual que los dos centinelas, al cobertizo.

—Urada, tú te encargarás de vigilar los caballos y también a los prisioneros —dijo Alfredo—. Uno de nuestros esclavos permanecerá de guardia ante la puerta para prevenimos de la llegada de Kalani y el otro me acompañará.

—¿Quieres que ocupemos la casa? —preguntó Antao a su compañero.

—Sí.

—Así debemos estar preparados para asestar una nueva serie de puñetazos. Habrá que obligar a los servidores a que permanezcan mudos. Pero sin armar escándalo.

Alfredo y sus amigos cruzaron a toda prisa el jardín, interrumpiendo su marcha ante la estancia de Kalani.

Se trataba de un sólido edificio, que tenía cierta semejanza con el palacio del monarca, si bien era más pequeño. Poseía numerosas ventanas y una plana techumbre.

En torno a él dos filas de soberbias higueras, cuyo frondoso ramaje ocultaba la construcción a las miradas indiscretas, proyectaban sus sombras.

Unas cuantas ventanas se encontraban iluminadas, y por ellas surgían alegres exclamaciones alternadas con grandes risas. No cabía la menor duda de que los esclavos del jefe de los sacerdotes celebraban igual que los demás aquella fiesta con cerveza de maíz y ginebra.

Antes de penetrar en el interior de la morada, Alfredo lanzó una ojeada por encima de una de aquellas ventanas, y pudo ver, sentados en torno a una mesa, a cuatro negros y una mujer, los cuales bebían y hablaban animadamente. Era indudable que se encontraban muy borrachos, puesto que sobre la mesa había una larga fila de botellas.

Aquellos desgraciados, aprovechando la ausencia del terrible señor, organizaban también su modesta orgía, bebiendo, danzando y riendo.

—Esos esclavos van a ofrecer muy escasa resistencia —opinó Alfredo, dirigiéndose a su compañero—. De aquí a breves minutos, y sin casi pelear, habré rescatado a mi hermano. ¡Amartillad las carabinas y venid detrás de mí!

La puerta se encontraba abierta, puesto que aquellos servidores lo que menos podían imaginar es que, de súbito, fuese a ocurrir tan peligrosa irrupción. Los cinco hombres avanzaron de puntillas con el fin de caer inopinadamente sobre los esclavos. Primero cruzaron con extrema cautela una habitación sumida en la oscuridad, procurando no tropezar con nada, y, luego, después de salvar un estrecho pasillo, hicieron su aparición en la estancia iluminada, apuntando con los fusiles a los sirvientes. El padre de Urada gritó con voz amenazadora:

—¡Al que haga el menor movimiento le liquidamos! ¡Es orden del rey!

Los cuatro esclavos y la negra se habían levantado a toda prisa, tirando en su precipitación tazas y botellas. Mas al contemplar aquellos cinco fusiles y oír tan perentorias palabras, se dejaron caer nuevamente sobre sus asientos, temblando de espanto. Su piel, debido al negruzco color, se tornaba gris, es decir, palidecía.

—¡Todos a tierra! —ordenó el anciano—. ¡Que ninguno ofrezca resistencia!

Los cinco esclavos cayeron de rodillas en tierra, gimiendo:

—¡No nos matéis!

Gamani y el dahomeyano, que llevaban consigo cuerdas y pañuelos, amordazaron a los cuatro esclavos, atando los pies y las manos a todos, en tanto que el padre de Urada se dedicaba a interrogar al único que se encontraba en condiciones de hablar, amenazando con destrozarle la cabeza si no respondía a las preguntas en el acto.

—¿Dónde se encuentra tu señor? —inquirió.

—En palacio —repuso el esclavo, con voz vacilante y temblorosa.

—¿Regresará esta noche?

—Sí; ya que debe salir de viaje antes que amanezca.

—¿Tardará mucho?

—Pienso que no. Le estamos aguardando para marcharnos con él.

—¿Dónde se encuentra el niño de piel blanca que Kalani trajo aquí?

—En la habitación del amo.

—¿Hay alguien que le vigile?

—Nadie.

—¿Está durmiendo?

—Hace un rato dormía.

—Condúcenos hasta esa estancia.

Le hizo una indicación para que fuese delante de ellos. Antao tomó una especie de mecha de fibras vegetales que estaba empañada en aceite de elaiso.

El negro, que se hallaba realmente aterrorizado, los guió a un segundo pasillo que llevaba en rampa hasta el piso de arriba, y se detuvo ante una puerta, anunciando:

—Aquí dentro está.

Alfredo y Antao, sintiendo una gran emoción, abrieron la puerta y se precipitaron inmediatamente en el interior de la estancia.

En mitad de una habitación, que se hallaba casi sin muebles, aunque con las paredes cubiertas con figuras pintadas con vivas tonalidades, que brillaban a la luz de una lámpara de arcilla, se veía una amplia cama, encima de la cual descansaba un hermoso niño de piel casi bronceada, pelo negro y rizado, perfil distinguido y aguileño —muy semejante al de Alfredo— y rojos y frescos labios. Debía de tener unos diez años. Sin embargo estaba tan desarrollado que representaba trece o catorce.

Aquel muchacho dormía con toda tranquilidad, como si se encontrase completamente seguro y no en casa del hombre más terrible de todo Dahomey.

Sin embargo, su entrecejo se hallaba fruncido, igual que si se hallase dominado por pesadillas.

Alfredo fue en derechura hacia el niño, emitiendo un grito de alegría. Le tomó entre sus brazos, estrechándole contra su pecho, mientras exclamaba, al tiempo que le besaba repetidas veces:

—¡Bruno! ¡Bruno! ¡Al fin puedo volver a verte, pequeño!

El muchacho despertó sobresaltado. Después de abrir sus grandes ojos, contempló con inmensa sorpresa a aquel hombre que le estrechaba entre sus brazos con arrebatos de demente. De momento hizo la intención de rechazarle, mas no tardó en rodearle el cuello con los dos brazos, en tanto que exclamaba:

—¡Alfredo! ¡Querido hermano! ¿Acaso estoy soñando? ¡Pero ya veo que no! ¡Ahí está el señor Antao! ¡Hermano!

—¡Señor Antao!

—¡Por la muerte de todas las estrellas del firmamento! —dijo a grandes voces el portugués, ya que en medio de su emoción no recordaba en aquel momento el nombre de ninguno de los planetas—. ¡Ven a mis brazos, muchacho! ¡Por la muerte de Dahomey! ¡Me encuentro atontado! ¡Diablos, si hasta se me humedecen los ojos!

El bravo de Antao había tomado al pequeño de los brazos de Alfredo y le estrechaba contra su pecho, apretándole con fuerza y cubriéndole de besos, en tanto que Gamani, lleno también de júbilo, danzaba en torno a él, gritando:

—¡Amito! ¡Mi querido amito! ¡Gamani se alegra mucho de verte en libertad!

—¡Silencio! —exclamó en aquel momento el padre de Urada, que se había dirigido hacia la ventana—. ¡He podido escuchar el silbido de alarma de mi hija!

—¡Eso quiere decir que se aproxima Kalani! —agregó Gamani.

—¡Kalani! —dijo con terror el niño—. ¡Márchate ahora mismo, Alfredo, o te matará!

—¡Marcharme yo! —exclamó el cazador, irguiendo con fiero ademán su elevada figura—. ¡Voy a ser yo quien le mate a él, Bruno!

Y a continuación dijo, volviéndose hacia Gamani y el esclavo:

—Id con mucho sigilo al huerto, y en cuanto Kalani entre cerrad detrás de él la puerta para que no pueda escapar.

Tomó por un momento a su hermano en brazos y, luego de besarle, le colocó en la cama, diciéndole:

—Permanecerás aquí con este negro que es amigo mío y que cuidará de que no te pase nada. Ocurra lo que ocurra, no te muevas.

—Pero ¿qué es lo que piensas hacer?

—¡Voy a cumplir un juramento que hice la noche en que te secuestraron! ¡Calla y aguarda a que yo regrese!

Con un ademán indicó a su amigo Antao que le acompañara, en tanto que el padre de Urada ataba y ponía una mordaza al esclavo que los había llevado hasta allí.

Ambos blancos descendieron al piso inferior. Tras obligar a los esclavos a esconderse en un oscuro pasillo, se pusieron a observar desde una ventana.

Kalani había penetrado ya en el jardín y avanzaba en compañía de los dos centinelas que encontró a la puerta, que no imaginaba pudiesen ser sus enemigos.

Todavía llevaba puestas las ropas de gran sacerdote que lució en la fiesta, mientras ordenaba y dirigía la gran carnicería. Al parecer se hallaba bastante embriagado, puesto que su caminar era vacilante y torpe. Posiblemente había consumido gran número de botellas con Gelete, Behawin y los grandes «cabeceros».

Tras cruzar el huerto, mientras canturreaba por lo bajo, ascendió los tres escalones, penetrando en la habitación, que se hallaba a oscuras. Pasó a la estancia iluminada, gritando:

—¡Esclavos del demonio, que ha llegado vuestro amo! ¡Venid inmediatamente si no queréis que os llene la piel de agujeros!

Pronto calló. Se acababa de fijar en las sillas, las botellas y las tazas tiradas en el suelo. Como era receloso por naturaleza, en seguida comenzó a sospechar que pudiera haber alguna asechanza contra él, ya que se desembarazó del manto y llevó al instante la mano a la empuñadura del gran cuchillo que acostumbran llevar los dahomeyanos.

Pero no tuvo ocasión de sacarlo. Dos hombres, provistos de fusiles, habían entrado de improviso en la estancia.

Alfredo avanzó hacia el perverso Kalani, que se había quedado quieto, como si estuviese petrificado. Quitándose el manto de sacerdote, le dijo con acento que producía verdadero terror:

—¿Eres capaz de reconocerme, Kalani?

El negro abrió la boca como si fuese a decir algo. Sin embargo no pudo articular ningún sonido. Con los ojos extraordinariamente abiertos, casi desorbitados, contemplaba a su mortal enemigo sin sentirse con ánimo para efectuar el más ligero movimiento.

Su piel se había tomado terriblemente gris, mientras que en sus facciones se pintaba un espanto imposible de describir.

—No me esperabas, ¿eh, Kalani? —preguntó Alfredo en tono irónico—. Ahora que me has reconocido, ya puedes prepararte a morir, puesto que la noche en que hiciste arder mi factoría y mataste a mis negros juré que te habría de matar. Quiero, por consiguiente, cumplir mi promesa.

Al escuchar aquella amenaza, Kalani tuvo una reacción súbita de suprema e inopinada energía.

Extrajo de su cinto el largo cuchillo y, dando un salto hacia atrás, pretendió pasar a la estancia contigua. Pero, para su desdicha, cayó encima de los dos dahomeyanos, que habían ido detrás de él, y los cuales le recibieron con dos tremendos culatazos.

Al verse cercado, Kalani intentó una definitiva y extrema artimaña. Recurriendo a toda su osadía, puso el cuchillo en alto y se arrojó igual que una fiera hacia Alfredo, confiando en sorprenderle.

Antao lanzó un grito y se interpuso, mas Alfredo fue todavía más rápido. Ágil como un tigre, eludió la mortal cuchillada y asió a su antagonista por la garganta.

Ambos habían caído al suelo y rodaban por el pavimento, luchando como fieras. Antao y los dos dahomeyanos se dirigieron hacia los dos combatientes con objeto de herir a Kalani, mas el temor de que sus cuchilladas pudiesen también alcanzar a su compañero los hizo detenerse.

No pasó mucho rato antes de que Kalani emitiera algo semejante a un rugido de fiera herida. Después se desplomó pesadamente, mientras que Alfredo se incorporaba ágilmente sosteniendo en su diestra el cuchillo de su enemigo. El arma se encontraba teñida en sangre hasta la misma empuñadura.

El jefe de los sacerdotes y espíritu malo de Gelete rodó todavía un par de veces sobre el suelo, mientras de su herida manaba sangre en abundancia. Luego permaneció completamente inmóvil. El cazador, tal como prometió tiempo atrás, había cumplido su juramento, destrozándole el corazón.

—¡Ha muerto! —anunció Antao, después de haberse inclinado sobre Kalani.

—¡Y ya están vengados mis servidores! —repuso Alfredo, con sombría entonación—. ¡Ahora vámonos rápidamente!

XIV. Epílogo

Un cuarto de hora después Alfredo, Bruno, Antao, Urada, su padre, Gamani y los dos dahomeyanos salían de la capital de Dahomey. Desde luego no habían olvidado recompensar, según prometieron, al negro que los condujo hasta la casa de Kalani.

En aquel momento marchaban a todo galope en dirección este, con objeto de poner de por medio entre ellos y los secuaces de Gelete el río Sou.

Huían desenfrenadamente. Obligaban a los caballos a galopar con todas sus energías, sin detenerse en ningún momento, por miedo a que las huestes sanguinarias de aquel tirano monarca se encontraran ya en su persecución. Era indudable que el rey no haría pasar mucho tiempo antes de dar orden a sus hombres para que iniciaran la persecución de los falsos embajadores, cuya extraña desaparición debió de suscitar en él sospechas, sobre todo después de haberse descubierto la muerte de Kalani.

Galoparon durante todo el transcurso del día siguiente, no interrumpiendo más que durante breves momentos su marcha con el fin de descansar un rato, tanto ellos como sus cabalgaduras. Habían decidido no dormir hasta que se hallaran en las proximidades de Akpa.

Al día siguiente prosiguieron aquella endemoniada huida, atravesando las regiones centrales y pantanosas de Dahomey. Cruzaron sucesivamente el Sou y el Akpa, que son los dos afluentes más importantes del río Ousme. Se detuvieron un momento en Keton, una de las últimas pequeñas poblaciones de Dahomey. Luego se adentraron en el territorio de los egbas, donde ya podían sentirse libres de las asechanzas de Gokite.

A partir de aquel instante pudieron permitirse el lujo de actuar con mayor tranquilidad, haciendo más largas paradas, sin temor a que los dahomeyanos los pudieran perseguir por aquel territorio, ya que el país de los egbas constituía una región independiente, formando una federación de pequeñas repúblicas que disfrutaban de una civilización que, en ciertos aspectos, podía considerarse bastante avanzada.

Siempre siguiendo las zonas que limitaban con Dahomey, descendieron a lo largo de las márgenes del Zcava, hasta llegar a la altura de Pokra, y después, dirigiéndose hacia el oeste, alcanzaron Puerto Nuevo, exactamente veinticuatro horas más tarde de haber abandonado Dahomey.

Alfredo permaneció junto a su amigo Tofa durante muy poco tiempo, puesto que había determinado abandonar la Costa del Marfil y regresar a su país, ya que poseía una enorme fortuna. Antao, por su parte, deseaba marchar a Portugal para ponerse al frente de las numerosas propiedades que tenía en Santa Catalina.

El 24 de julio, luego de haber dado la libertad a los dos esclavos dahomeyanos que con tan gran fidelidad les sirvieron y después de haberles recompensado generosamente, Alfredo, Bruno, Antao, Gamani, Urada y el padre de ésta embarcaron en un buque de vela que se dirigía, sin recalar en ningún otro puerto, desde Cotonou a Monrovia, la capital de Liberia.

Al cabo de catorce días, Alfredo, su hermano y Gamani, este último siempre igual de adicto y fiel, tomaron de nuevo otro barco. Pero esta vez tomaban pasaje en el buque que hacía el viaje cada mes a Europa. Mientras tanto Antao embarcó por su parte para Portugal. Con él iba Urada, por la que el portugués experimentaba algo más que un simple aprecio, y también el padre de la muchacha.

El bravo Antao había hecho la promesa de hacer todos los años un corto viaje a Italia para beber junto al audaz cazador una botella de aquel delicado vino del Etna, de cuya exquisita calidad había oído hablar.

Antao ha mantenido desde entonces con toda fidelidad su promesa, e incluso actualmente, durante la época invernal, se dirige a Catania en busca de su amigo y del pequeño Bruno. Pero jamás va solo. Le acompaña la que tiempo atrás fue amazona del fiero Gelete. La joven, después de transcurridos unos pocos años, se ha convertido en la señora Urada de Antao Carvalho.


Publicado el 22 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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