La Destrucción de Cartago

Emilio Salgari


Novela



I. El dios antropófago

—¡Muera la romana!

—¡Sean quemadas sus entrañas en el pecho de Moloch!

—Quedará agradecido y nos infundirá nuevas fuerzas.

—¡Muera!, ¡muera! ¡Moloch quiere víctimas enemigas!

Un inmenso aullido, escapado de treinta o cuarenta mil pechos, que parecía el mugido de una gran marea cuando embiste, derriba los diques, cubrió por algunos instantes aquellas voces aisladas.

—¡Muera! ¡Con nuestros hijos!

Había cerrado la noche, pero parecía que sobre Cartago, la opulenta colonia fenicia que disputaba feroz, valerosamente a la poderosa Roma el dominio del mundo antiguo, resplandecían millares de pequeños soles.

A través de la inmensa avenida de Khamon, que dividía la ciudad en dos partes distintas, bordeada por maravillosas alamedas de soberbias palmeras, descendía una inmensa muchedumbre hacia el templo dedicado al terrible dios Baal Moloch, el dios representante del fuego maléfico: el rayo que incendia las mieses, los ardores del sol que esterilizan la llanura, y, para aplacar al cual, fenicios y cartagineses ofrecían entre sus brazos ardientes o en el antro monstruoso de su pecho sus hijos predilectos, para que se abrasaran vivos.

Eran millares y millares de mercaderes, de navegantes, de guerreros, de carpinteros, de alfareros, y fabricantes de estatuitas, de armas númidas, mauritanos, negros mercenarios y marineros de Tiro y de Arados, y bajaban en masas compactas desde la necrópolis, llevando un infinito número de astas de hierro en cuyo extremo ardían globos de algodón impregnados de materias resinosas que relampagueaban hasta deslumhrar.

Bajaban en confusión, en medio de manadas de elefantes gigantescos que llevaban a lomo torres de madera llenas de saeteras; de camellos, de asnos, de carros de guerra sobre los cuales se levantaban robustas catapultas, entre un estruendo ensordecedor de enormes odres furiosamente golpeados por negros gigantescos, de sheminith de ocho cuerdas, de kin-nor que tenían diez, y de nebol, que a veces tenían quince.

En medio de aquellas millaradas de personas pertenecientes a todos los estamentos sociales y que parecían presas de un verdadero furor, se abrían fatigosamente paso los sacerdotes de Baal Samin, el dios de los espacios celestes; de Baal-Peor, el dios de los montes sagrados; de Baal Zabaub, dios de la corrupción; de Astarté, la eterna divinidad del amor, la gran voluptuosa que Asia, patria antigua de los colonos cartagineses, había adorado desde los tiempos más antiguos y debía reinar más adelante, en virtud de su gracia omnipotente, sobre Grecia y sobre Roma con el nombre de Venus; de Tanit, que representaba para los cartagineses el sol, y de Melqart, que, con sus trabajos, mucho más prodigiosos que los de Hércules, era la encarnación de la fuerza del genio fenicio y al cual se atribuían los grandes descubrimientos, comenzando por la creación del alfabeto y de la navegación.

Todos llevaban sus vestidos de mayor gala: los sacerdotes de Khamon ostentaban sus ricas túnicas de lana aleonada, de anchos y largos pliegues, a lo asirio, y las inmensas mitras de plata sobre la cabeza; los de Esmún, sus grandes mantos de lino con cuellos blancos; los de Melqart, sus ropajes morados que resaltaban vivamente al resplandor de aquellas innumerables luces; los de Abbadiris se reconocían por sus largas zamarras, asaz estrechas, de color de mar, sembradas de estrellitas que representaban el octavo cabú, el último planeta descubierto por los cartagineses, aunque no era otro que la Estrella Polar, su Esmún, al que tributaban apasionado culto, instintivo, supersticioso hasta el fanatismo, pero muy puesto en razón lidiadora de una nación de marineros, porque la misteriosa estrella del norte era la única que guiaba, en aquellas lejanas épocas, a sus gloriosos navegantes por el Mediterráneo, por el Atlántico y aun tal vez mucho más allá, por la Atlántida misteriosa, y quizás también hasta llegar a las lejanas Americas.

Detrás de aquella turba de sacerdotes, bajo baldaquinos de púrpura, de aquella famosa púrpura que sólo los fenicios y sus colonos sabían fabricar y teñir, y sirvió de ornamento y enriqueció, por siglos y siglos, sin que nadie consiguiese arrancarles su secreto, los vestidos y los mantos de los poderosos y llegó a ser sinónimo de poder imperial, eran conducidos sobre palanquines dorados los ídolos inferiores.

He ahí a Baal, que no era otro que el Bel caldeo, convertido en Zeus o Júpiter para los griegos; he ahí a Melkir, hijo de los domadores de leones de la Mesopotamia, prototipo de Hércules; Adonis, el hermoso mancebo, dios de la primavera, y Tommoz, el dios predilecto, que Istar fue a buscar hasta las profundas y humeantes vorágines del infierno, y pasó, sin cambiar siquiera de nombre, a la mitología griega; Pataques, que figuraba un gigantesco niño, y, por fin, sobre un inmenso carro, que en vez de ruedas tenía cilindros de palo de cedro, el terrible e insaciable dios Baal Moloch, el devorador de las vírgenes y de los niños, arrastrado por algunas docenas de robustos númidas, todo en bronce, con los brazos extendidos y un gran agujero en medio del pecho.

—¡Muera la romana! —vociferaba la turba que rodeaba aquel monstruoso ídolo—. ¡Muera con nuestros hijos!

Las filas de los mercenarios de la República cartaginesa cargaron furiosamente con las conteras de sus lanzas sobre las masas populares, para abrir paso a los sacerdotes, a los baldaquinos, a los dioses, a los elefantes, a los camellos, pero parecía que nadie se resintiese de aquellos golpes.

Aquel rugido tremendo, que parecía lanzado por el mar en noche de tempestad, se repetía siempre igual, feroz, terrible.

—¡Muera la romana! ¡A muerte con nuestros hijos!

—¡Viva la república!

—¡Danos aún la victoria, Baal Moloch! ¡Devora a nuestros hijos, pero salva la patria!

—¡Acuérdate de Régulo!

—¡Sálvanos, Moloch! ¡Sálvanos, dios del fuego y de los rayos!

La inmensa procesión, entre aquel ruido horrendo de rugidos, de enormes tambores, de ensordecedores címbalos y de instrumentos de cuerda, a la luz lívida, cadavérica, de aquellas astas de hierro terminadas en pelotas empapadas de resina, entre los mugidos formidables de los elefantes, el ulular estridente de los camellos y los bramidos de los asnos, avanzaba siempre. Detrás del monstruoso dios de bronce que los hercúleos númidas arrastraban jadeantes, seguían hasta veinte niños, todos vestidos de púrpura, coronados con guirnaldas de flores, pálidos, llorosos, porque no ignoraban ya la suerte horrenda a que les habían condenado sus padres para la salvación de la patria en peligro y el triunfo de las hordas mercenarias que luchaban en vano en Hispania y Cerdeña contra las pujantes e incesantes arremetidas de la hasta entonces invicta República romana.

En medio de ellos se erguía la figura gentil de una doncella de blanca tez, larguísimos y rizados cabellos negros, con las opulentas formas de las fuertes mujeres de la Etruria itálica, y los ojos negrísimos y aterciopelados.

Llevaba una sencilla túnica, semejante a una camisa, bastante abierta por el cuello, hasta enseñar los hombros, y por único adorno un brazalete de bronce, de forma espiral, parecida a una serpiente, en la muñeca izquierda.

Estaba palidísima y a veces experimentaba un fuerte sacudimiento, pero andaba, no obstante, sin necesidad de que la empujasen, ni de que la sostuviesen, con los ojos fijos en lo alto, dilatados por un intenso terror y una angustia inexpresable.

La procesión, llegada finalmente a una inmensa plaza rodeada de macizas casas de forma cuadrada, con vastas azoteas henchidas de gente, se detuvo.

Los mercenarios rechazaron hacia las casas a la muchedumbre, cargando brutalmente sobre hombres y mujeres, sin distinción, y una vez quedó un espacio bastante anchuroso, hicieron avanzar al monstruoso dios Moloch.

De pronto se adelantó una escuadra compuesta de veinte esclavos, que arrojaron alrededor del ídolo cuarenta haces de leña de laurel, de cedro, de odres, para poner incandescente del todo aquella enorme masa de bronce, puesto que por el fuego debían perecer, dentro de aquella espantosa cavidad que debía convertirse en una especie de horno crematorio, la joven romana y los niños cartagineses escogidos entre las más ilustres familias de la ciudad, para que el monstruoso dios agradeciese mejor el holocausto atroz.

No había para sorprenderse de que los cartagineses, que habían heredado la ferocidad de los fenicios, de igual manera que sus supersticiones, sacrificasen, en momentos en que la patria estaba en peligro, sus hijos al temido dios del fuego.

Los brazos incandescentes de Moloch estaban abiertos todo el año para recibir las presas humanas que se le ofrecían y que por lo común eran niños que sus mismos padres entregaban, sin derramar ninguna lágrima, sin un solo estremecimiento de horror.

Por lo común eran las mujeres de los marineros las que ofrecían mayor número de víctimas al ídolo monstruoso, porque esperaban con aquellos holocaustos humanos conjurar la implacable avidez de las olas y salvar de este modo la vida a sus navegantes, extraviados en remotas regiones, sobre los mares inclementes del septentrión, donde aquellos audaces se aventuraban osadamente entre los hielos y las nieblas a fin de procurarse el estaño necesario para sus bronces, y que no encontraban en sus tierras.

En Tiro, la opulenta colonia fenicia de Asia Menor, como en Cartago, hacían votos y promesas a Moloch, votos y promesas de carne tierna, de miembros infantiles y de juveniles cabelleras; y votos y promesas mantenían escrupulosamente las madres aun después del retorno de los maridos, salvos de las tempestades del Mediterráneo y del misterioso Atlántico, porque la siniestra amenaza del mar estaba siempre levantada en alto y podía caer más tarde…

En la inmensa plaza se había establecido hondo silencio. El sche-minth, los kinnor, los nebol, los atabales habían enmudecido y la muchedumbre no circulaba ya.

Parecía que un súbito espanto hubiese sobrecogido a aquella multitud, que poco antes tan despiadada se mostrara contra aquella hija de la fuerte Roma.

El sumo sacerdote de Moloch, anciano de imponente estatura, que llevaba sobre la cabeza una especie de mitra asiría de metal dorado y, en el pecho y sobre la larga túnica morada, una gran placa de oro, de forma rectangular, toda ella cubierta de piedras preciosas, rubíes y esmeraldas, se había acercado al dios, seguido de un esclavo que sostenía sobre su cabeza un soberbio vaso de bronce en cuya cima guardaba incienso.

Contempló un momento el ídolo, haciendo amplios gestos y pronunciando palabras misteriosas; después arrojó en el agujero que se ensanchaba entre los dos brazos, alargados hacia adelante, como para agarrar las víctimas que le eran ofrecidas, un poco de harina y dos hojazas; después encendió una antorcha en la llama del incensario y prendió fuego a los haces de aloes, de cedro y de laurel.

Hecho esto, mientras la hoguera se corría rápidamente, envolviendo a Baal Moloch dentro de una cortina de fuego y escondiéndolo a todas las miradas, levantó los brazos al cielo, gritando con voz estentórea:

—¡Oh, fuego, señor supremo, que te levantas en nuestro país!

»¡Héroe, hijo del Océano, que te levantas sobre las olas!

»¡Oh, fuego, que con tu vivida llama haces la luz en la morada de las tinieblas y determinas su destino a todo aquel que lleva un nombre!

»Tú eres el que mezcla el cobre con el estaño para darnos armas.

»Tú, el que purifica el oro y la plata.

»Tú, el que llena de espanto el pecho del malvado en la noche.

»El hombre, hijo de Tanit, haga obras que brillen en el amor de la patria y resplandezcan como el cielo.

»Sea puro como la tierra.

»Y centellee como la mitad del cielo bajo la luz de Baal Moloch.

Terminada aquella extraña invocación, el sumo sacerdote del dios de bronce hizo una señal a los esclavos, que con largas astas de bronce removían los haces de leña.

A aquella señal fueron apartados los troncos, levantando un torbellino de chispas que la brisa que soplaba del mar arrebató, lanzándolas a prodigiosa altura, y el dios apareció todo hecho un ascua, con la enorme abertura del pecho humeando.

Se levantó entre la muchedumbre un grito de terror, que fue acallado al punto.

El sacerdote miró los elefantes, alineados a una y otra parte del ídolo y que daban señales de inquietud, espantados con todos aquellos tizones que ardían en el suelo, humeando y crepitando; miró luego por largo tiempo la multitud, mantenida a distancia por unas cuantas docenas de mercenarios númidas; se acercó luego a los niños, que se estrechaban unos contra otros, lanzando lamentos desgarradores que hacían estremecer el corazón, y les arrancó a cada uno un puñado de cabellos que arrojó entre los brazos incandescentes de Moloch.

Se levantó un inmenso clamor en la plaza.

—¡La romana primero!

—La prueba —respondió fríamente el sumo sacerdote del terrible dios.

A estas palabras, pronunciadas con voz tonante, pareció como que corriese un estremecimiento sobre la multitud acorralada contra las casas. Millares y millares de ojos estaban fijos en el sacerdote, rodeado ahora por los de Baal Samin, Baal Peor, Tanit, Tarbal, Andramdet, Derceto y Kijom.

—¡Infundidles ánimo a estos niños! —dijo el sacerdote de Moloch—. ¿No veis cómo tiemblan? Mostradles cómo hay que sacrificarse por la patria y cómo el dolor no es nada.

Los sacerdotes se sacaron de debajo de sus fajas de púrpura sendos puñales de bronce, y con una serenidad maravillosa y al mismo tiempo repugnante, comenzaron a rajarse ferozmente el rostro y los brazos, mientras otros se introducían en las mejillas y en el pecho largos clavos, sin que se escapase de sus labios el más leve quejido.

Corría la sangre, manchaba sus vestidos, las carnes desgarradas se estremecían bajo el espasmo que su férrea voluntad no lograba dominar completamente, aunque permanecieran mudos como si no experimentasen el menor dolor.

—¡La prueba! —repitió el sacerdote de Moloch, mirando el ídolo siempre al rojo.

Con un gesto rápido cogió a uno de los veinte niños, lo levantó en alto y lo arrojó en el horno ardiente que se abría en el pecho del ídolo.

Se oyó un terrible grito que hizo horrorizar a la multitud y en seguida se escapó un vapor blanquecino por entre los brazos abrasados del devorador de víctimas humanas.

La cremación del desgraciado pequeñuelo había sido fulminante. Sus tiernas y rosadas carnes habían desaparecido, incineradas, en el antro espantoso del terrible dios.

Un inmenso clamor, salido de cincuenta mil pechos, estalló casi de súbito.

—¡La romana!, ¡la romana!

No era verdaderamente un clamor; era un aullido horrendo que resonaba como una rebelión contra la fría ferocidad del gran sacerdote y contra la insaciable voracidad de aquel monstruo broncíneo.

El sumo sacerdote se acercó a la doncella, que parecía petrificada por el terror; le arrancó un puñado de cabellos, que arrojó entre los brazos de Baal Moloch, y en seguida, cogiéndola por las muñecas, la arrastró hacia el fuego.

La boca del agujero era asaz grande para tragarla. Además, los esclavos que habían traído los haces estaban preparados para ayudar al sacerdote.

—¡Perdón! —exclamó la mísera, forcejeando desesperadamente.

—¡Moloch quiere ahora carne de nuestros enemigos, maldita! —dijo el sacerdote con una sonrisa de tigre—. ¡Abre el camino a nuestros hijos!

De pronto se produjo un movimiento repentino entre la muchedumbre que estaba cobijada detrás de la estatua del dios y en seguida una voz que parecía el eco de una tromba gritó, interrumpiendo el silencio que volvía a reinar en la inmensa plaza:

—¡Fulvia! ¡A mí, amigos!

Un hombre se había lanzado entre los sacerdotes con el ímpetu de una fiera enfurecida, derribando con sobrehumanas fuerzas cuanto se le ponía delante.

Era un guerrero de elevada estatura, moreno como un númida, o como un verdadero fenicio, de ojos negrísimos, lo mismo que la barba, cubierta la cabeza con un yelmo de bronce, el cuerpo defendido por media coraza de escamas de igual metal, y en el puño una espada corta, ancha, de doble filo.

A su grito, cuarenta hombres, como él armados, de igual manera cubiertos de bronce, la piel casi negra, todos robustísimos y musculosos, salieron de entre las apreturas de la multitud, lanzando cavernosos gritos.

—¡Suelta a esta mujer! —aulló el guerrero con voz terrible, rechazando violentamente al sacerdote de Moloch, con la siniestra mano, mientras con la diestra levantaba el arma—. ¡Es mía!

—¡Cómo! ¿Te atreves a tal sacrilegio? —exclamó el sacerdote, indignado.

—Sí; a arrebatarla a ese monstruo de bronce, que no tiene otro valor que el de estar fabricado con metales que hemos ido a buscar a los mares nebulosos y sin estrellas del septentrión —respondió el guerrero.

—¿Quién eres tú que de tal manera te atreves a hablar?

—Soy un cartaginés que en el lago Trasímeno salvó a Aníbal; un cartaginés que en Hispania decidió muchas veces las batallas en nuestro favor; un cartaginés que ha conquistado media Galia y al que la patria, en recompensa, envió desterrado a Tiro —respondió el guerrero, con acento desdeñoso.

—¿Cuál es tu nombre?

—Ya lo sabrás otro día, no esta noche. Entrégame a la romana o no respondo del peso de mi espada.

—¡Es una enemiga! ¡El pueblo lo sabe!

—Pues bien, yo le digo muy alto, a ese pueblo que me escucha, que esta mujer, cuando en el lago Trasímeno caí herido de muerte de un venablo romano, me acogió en su casa y me curó como si fuese un hermano.

—¡No la arrebatarás a Baal Moloch! —gritó el sacerdote, enfurecido—. ¡Está condenada!

—¡Yo se la arrancaré! —respondió el guerrero.

—Estás ofendiendo al dios del fuego.

—¡Pues que me parta de un rayo, si puede!

—¡Moloch! ¡Aniquila a este miserable!

El fiero cartaginés soltó una carcajada sarcástica.

—¡Ni un rayo, ni siquiera una mala nube! ¡No vale ni con mucho este informe monstruo de bronce lo que mi espada!

La muchedumbre, espantada, no se atrevía a lanzar un grito. La fiera figura del guerrero, que desafiaba desdeñosamente al poderoso dios y a su sacerdote, ante los cuales temblaban aún los individuos del Gran Consejo y que después del reto aún estaba vivo, había producido una impresión imposible de describir.

—¡Que avancen los elefantes! —gritó el sacerdote, que reventaba de rabia—. ¡Aplastad a este miserable que insulta nuestra religión!

El guerrero, de un empujón terrible, derribó al sacerdote haciéndole caer junto a uno de los que rodeaban a Moloch, y en seguida, volviéndose hacia sus hombres, que asistían impasibles a aquella escena, les dijo:

—Recordad cómo en Cannas rechazaban los romanos a nuestros elefantes.

Los cuarenta númidas se habían lanzado, como una masa fulminante, hacia las hogueras que estaban consumiéndose y al ver a los proboscidios avanzar amenazadoramente, con las trompas levantadas, habían comenzado a lanzar, con prodigiosa rapidez, contra aquellos colosos, un huracán de tizones ardientes.

Delante de aquella lluvia de fuego, los elefantes habían retrocedido berreando espantosamente, hasta que, presas de repentino pánico, se arrojaron sobre los mercenarios y el gentío, ocasionando una general desbandada.

Los camellos y los asnos, a su vez, espantados, se habían dado a la fuga, derribando a cuantos encontraban a su paso.

En un momento, la plaza se convirtió en el trasunto de una verdadera Babilonia. Todos escapaban gritando, refugiándose dentro de las casas o de las calles laterales, mientras los elefantes, enfurecidos por los tizones de fuego, derribaban los ídolos que rodeaban a Moloch y cargaban frenéticamente, sordos a las voces de sus guardianes, vibrando a derecha e izquierda formidables trompazos que abatían filas enteras de fugitivos.

El guerrero, sin preocuparse por lo que sucedía, se había lanzado hacia la joven romana, diciéndole rápidamente:

—¡Huye con nosotros, Fulvia!

—¡Hiram!

—Calla, no pronuncies mi nombre. Estoy muerto para mi patria —respondió el guerrero, con amargura.

Luego, volviéndose a los niños que se estrechaban unos contra otros, les dijo con dulzura:

—Volved a vuestras casas…, id mientras tengáis tiempo. Moloch, por hoy, os ha respetado.

Cogió a la joven romana por una mano y la llevó consigo, gritando amenazadoramente:

—¡Ay del que caiga bajo mi espada! ¡Plaza!

II. A bordo de la «hemiolia»

Aquella amenaza, que, sin ninguna duda, hubiera cumplido aquel fiero guerrero que acababa de desafiar una población entera, entre las más valientes del Mediterráneo, resultaba inútil, sin embargo, pues nadie, a buen seguro, pensaba en cerrarle el paso.

La carga de los elefantes había puesto en fuga a la muchedumbre que se había puesto precipitadamente a salvo en las casas y templos vecinos. Hasta los sacerdotes habían escapado más que de prisa abandonando sus ídolos y sus estandartes, y los mercenarios que habían tratado de resistir el choque de aquellas masas monstruosas yacían ahora en tierra, aplastados o estropeados por los terribles trompazos y patadas de aquellas dos docenas de proboscidios.

Hiram, viendo que nadie le iba al alcance, después de libertar a los niños, había echado a correr a través de la gran plaza, obligando a la joven romana a seguirlo, mientras sus hombres, provistos de tizones encendidos para rechazar el probable ataque de los elefantes, formaban a derecha e izquierda de su capitán dos grandes líneas para protegerle contra cualquier peligro.

Llegados a una calle oscurísima por la que no discurría alma viviente, retardó el paso, diciendo a Fulvia:

—No me han reconocido; no han recordado en mí al desterrado de Tiro y, por lo tanto, nada tenemos que temer. A bordo de mi nave no vendrá nadie, al menos por ahora, a detenernos ni prendernos. Por otra parte, nos prevendremos.

—Te debo la vida —respondió la joven romana.

—Un día salvaste tú la mía, y yo era tu enemigo.

—No mío, porque soy etrusca, y no romana.

—Lo mismo da.

—Para mí, eras un hombre herido.

—Los de mi raza, si yo hubiese sido romano, no me hubieran dado cuartel —respondió Hiram, con voz grave—. Ya sabes cómo trataron a Atilio Régulo y a cuantos han tenido la desgracia de caer en nuestras manos. Sus pellejos, arrancados aún estremecientes y calientes de sus pechos, adornan nuestros templos.

Fulvia experimentó un estremecimiento de terror y bajó la cabeza sin responder.

—Apresurémonos —dijo Hiram, apretando el paso.

La joven etrusca, en vez de seguirle, se detuvo, mirando en pos de sí la tenebrosa calle.

—Nadie nos sigue —dijo el guerrero—. Han perdido nuestras huellas y han de habérselas aún con los elefantes.

—Tengo miedo de Fegor.

—¿Fegor? ¿Quién es ése?

—Un hombre a quien temo más que al gran sacerdote de Baal Moloch y los individuos del Gran Consejo.

—¿Por qué, Fulvia?

—Calla por ahora. Huyamos, Hiram. Tal vez nos vaya al alcance.

—Si nos lo da, le haré arrojar al mar con una piedra al cuello.

—No se dejará coger; es demasiado astuto y demasiado prudente.

—Apresurémonos, entonces.

Recorrieron con vivo paso algunas tortuosas calles que ninguna luz iluminaba y que se hallaban enteramente desiertas, por haber acudido la población en masa a la plaza para asistir a los sacrificios humanos, y llegaron finalmente ante una gigantesca muralla que se extendía hasta los muelles del pequeño mar interior.

Cartago podía rivalizar, en cuanto a sus fortificaciones, con la opulenta Tiro, que a tan dura prueba puso a los ejércitos de Alejandro el Macedonio cuando éste, en el año 332 antes de Jesucristo, emprendió su conquista, y también su destrucción.

Desde las colinas fronterizas casi con el desierto, estaba toda rodeada de murallas ciclópeas, compuestas, como la famosa de Arados, de bloques gigantescos, reunidos sin ningún cemento, y de baluartes parecidos a los que construyeran los egipcios miles de años antes.

Sólo algunas y muy angostas puertas daban entrada y salida a la ciudad, guardada siempre por buen golpe de mercenarios para impedir cualquier inesperada invasión.

Hiram, después de haberse asegurado bien de que nadie les había ido en seguimiento, se acercó a un portillo de bronce, frente al cual velaban algunos soldados.

—Dejad paso a unos marineros que vuelven a su nave —dijo Hiram, haciendo tintinear en sus manos algunas monedas de plata—. Han terminado ya los sacrificios a Baal Moloch.

—Que Melqart (el dios de los navegantes y de los mares) te sea propicio —respondió el guardia, abriendo el portillo de bronce.

—Gracias por el buen deseo —dijo Hiram—. Baal Hannon os proteja.

Se introdujo en un estrecho corredor, llevando de la mano a la joven etrusca, por no haber allí dentro ninguna luz, y seguido de sus númidas llegó a la orilla del pequeño mar interior cuyas olas lamían los muros poderosos de la ciudad.

El grupo siguió durante algunos centenares de pasos una escollera, sobre la cual estaban hacinados gran número de cajas, barriles y voluminosos fardos, y se detuvo delante de una nave cuya popa se apoyaba casi contra la orilla.

Era uno de aquellos barcos que los griegos y fenicios llamaban hemiolia, con la proa y la popa bastante levantadas y muy encorvadas, especialmente la segunda, para proteger contra las flechas al hortator encargado de regular la batida de los remeros con la voz, o bien con un palo, y a los hombres que combatían bajo cubierta.

No había más que un solo banco de remos y a la sazón no llevaba ningún palo de arboladura, por lo cual las velas, hechas de pieles de cabra cosidas juntas, yacían arrolladas sobre el puente; pero, como las naves de guerra, llevaba a proa un largo espolón, tan agudo, que se proyectaba casi hasta la mitad de la rueda, forrado en bronce; era el famoso rostrum de los antiguos, destinado a hundir los flancos de las naves enemigas.

No era una nave larga, ni un verdadero buque de combate; se parecía más a aquellos pequeños barcos llamados acatium, de los que se servían con preferencia los piratas griegos y fenicios, porque no solamente eran más ligeros y manejables sino porque con una tripulación numerosa y aguerrida como la de que desponía Hiram, podía dar mucho que hacer a buques mucho mayores y provistos de más órdenes de remos.

El cartaginés hizo echar un puente entre el barco y el muelle y condujo a Fulvia a bordo.

—¿No hay novedad, Sidonio? —preguntó al hortator que había salido a su encuentro.

—Ninguna, hasta ahora, capitán.

A la opaca luz de una lamparilla de aceite suspendida del extremo de la gran curva que describía la popa, Fulvia vio que Hiram palidecía como si hubiese recibido noticias de una inesperada contrariedad.

—¡Conque no ha vuelto! ¿Se habrá perdido o la habrán matado? Sé que estaba en Cartago.

—No sé qué decirte, capitán. Aquí no ha vuelto.

—¿Dónde está Acó?

—Aquí estoy, capitán —respondió, presentándose, un joven marinero.

—¿Estás seguro de que era la suya la que has cambiado?

—Sí, capitán.

—La nuestra, entonces, debiera ya estar aquí.

—Eso creo yo también.

—¿A quién has dado la nuestra?

—A su esclava favorita.

Hiram parecía hallarse hondamente preocupado. Permaneció silencioso durante algunos minutos, interrogando ansiosamente las tinieblas con la mirada, y volviéndose luego a los hombres que le rodeaban y parecían compartir las ansias del capitán, dijo:

—Idos a descansar. Yo velaré. No se sabe nunca lo que puede suceder.

Mientras los númidas desaparecían silenciosamente bajo cubierta, Hiram se dejaba caer sobre el banco del hortator, sin apartar los ojos de los ciclópeos muros de la ciudad silenciosa.

Una mano que se apoyó sobre su hombro y le dio un ligero golpecito sacó bruscamente a Hiram de sus meditaciones.

—¿Me has olvidado, Hiram? —preguntó una voz—. ¿El hermano no se acuerda ya de aquella que un día, en una humilde casa de la Etruria, llamó con el dulce nombre de hermana, aunque entre mi patria y la tuya hubiese un lago colmado de sangre? ¿Por qué me has salvado? No valía la pena exponerse a un peligro tan grande para arrancar de la muerte ¿a quién?, a una plebeya, a una hija del terruño, aunque sea del terruño romano.

Hiram se levantó.

—Perdóname, niña; es verdad, te había olvidado por un momento.

—¿Cómo no perdonar al que le debo la vida? —respondió la romana—. Sin ti, ¿qué sería yo a estas horas? Un puñado de polvo; ¡qué dolor no hubiera ocasionado mi muerte a mi anciana madre!

—¿A tu madre? —preguntó el cartaginés, asombrado—. ¿Está aquí? Pero ¿cómo os encontráis en Cartago mientras yo os dejé libres y felices en Etruria?

—No conoces mi historia, pero creía, sin embargo, que sabías que estaba aquí.

—Lo ignoraba, Fulvia. De haberlo sabido, hubiera acudido a mis amigos para que te libertasen y te repatriasen. No faltan aquí naves fenicias que comercian con Neápolis (Napóles) y Puteoli (Pozzuoli) y hubiera sido fácil enviarte a tu país.

Esta vez fue la niña quien se mostró profundamente sorprendida.

—¡Me habrías retornado a Italia! —exclamó con acento de dolor—. ¿No te habías, pues, apostado con tus hombres en la plaza de Melqart para salvarme?

—Llegué a Tiro ayer por la mañana, disfrazado, al cabo de dos largos años de destierro —respondió Hiram—. ¿Cómo podía saber que hubieses sido condenada a ser inmolada a Moloch?

—¿Por qué, entonces, te encontrabas allí armado, con toda tu gente?

Hiram pareció quedar algo incomodado con la pregunta y permaneció silencioso un momento, mirando siempre hacia la ciudad.

—Tu patria ha vuelto a romper las hostilidades con la mía —dijo—. Por eso he huido del destierro y me encuentro aquí. ¿Podía permanecer yo allá, con los brazos cruzados, yo que he pasado diecisiete años combatiendo en Hispania, en las Galias y el lago Trasímeno con el gran Aníbal, cuando la patria está en peligro? Verdad es que esta patria no se ha mostrado agradecida, como tampoco lo fue con Aníbal, pero he nacido dentro de esos muros y dentro de esos muros descansan también mis antepasados.

—¡Estabas desterrado! ¡Tú, uno de los más famosos capitanes de la república! —exclamó Fulvia.

—Sí, por odio de uno de los más influyentes individuos del Colegio de los Sufetas y del Consejo de los Ciento —dijo Hiram, con voz amarga.

Hiram miró de nuevo el horizonte, con no menos ansiedad, y repuso:

—No me has dicho aún cómo te encuentras aquí. Cuando te dejé eras casi una niña; te encuentro en Cartago hecha una mujer y tal vez esclava. ¿Quién te ha traído aquí?

—La guerra había devastado Etruria e incendiado nuestras casas, aun aquella donde estuviste refugiado y te curaste de las heridas. Mi padre, arruinado completamente, nos llevó a Camae, donde tenía parientes que comerciaban con los fenicios de Tiro y de Rodas. Un día fondeó una nave, cargada de aquellos vasos espléndidos y de aquellas graciosas estatuitas que sólo sabe hacer aquel pueblo. Cuando terminó la venta, los fenicios, como solían hacer a menudo, nos convidaron a ir a bordo, so pretexto de hacernos regalos, y nos trajeron aquí.

—Y te vendieron como esclava —añadió Hiram—. ¿Cuánto tiempo hace que estás en Cartago?

—Dos años.

—¡Pobre Fulvia! —murmuró Hiram—. Entonces me hallaba yo muy lejos.

—Quizás sin acordarte de mí ni en lo más mínimo —dijo la joven.

—No, te engañas. En mis horas de desaliento veía a menudo tu casita, los árboles que la defendían del ardor del hirviente sol etrusco; una linda salita donde tu padre me curaba y la niña me cantaba dulces canciones para aliviar los dolores que me ocasionara la lanzada que me infirió un centurión romano, y que me había traspasado el costado. Aunque ha transcurrido mucho tiempo, ya ves que te he reconocido en seguida, aunque te hubiese dejado niña, pues no tenías entonces más de diez años. Y tú, ¿has pensado alguna vez en el guerrero cartaginés que tu padre y tu madre salvaron de la muerte?

—Más de lo que crees —respondió la etrusca, reprimiendo un suspiro—. ¡Cuántas veces habré soñado con el valiente joven, por enemigo que fuera de la gente itálica, extendido, todo lleno de sangre, sobre mi cama, fiero aun en el trance de la muerte y sonriente hasta en la agonía!… ¡Cuántas veces le he vuelto a ver como cuando después de aquella larga convalecencia se apoyaba en mi débil brazo hablándome de su patria lejana o refiriéndome tremendos episodios de la guerra! ¡Y cuántas veces no le he vuelto a ver cuando me dio el último adiós, una hermosa mañana de primavera, en el lindero del bosque que se extendía detrás de mi casa!…

Fulvia había levantado la cabeza mirando al cartaginés, pero no parecía que éste la escuchara ya. Inclinado hacia adelante, con los brazos extendidos, parecía que siguiese con la mirada algo que revoloteara.

—¡Hiram! —murmuró Fulvia.

—¡La paloma! —exclamó el cartaginés, haciendo un ademán de alegría—. ¡Ah! ¡Por fin! ¡Me la envía!

Hiram, dejando a la joven, corrió hacia la proa en cuyo coronamiento se había posado un ave cuyo blanquísimo plumaje resaltaba en la profunda oscuridad que rodeaba la nave.

El cartaginés la cogió con la mano, sin que el gentil enviado tratase de escaparse.

No tenía aquello nada de extraño, pues todas las naves fenicias y cartaginesas llevaban siempre palomas mensajeras para enviar noticias a sus allegados lejanos en caso de peligro.

Hiram la besó en el pico y luego buscó las alas.

—¡Ah! ¡Aquí está! —exclamó con un grito de alegría—. ¡Sidonio! ¡Una luz!, ¡una luz!

El hortator, que aún no se había dormido, salió de debajo del castillo de proa con una lamparilla de barro cocido, modelada en forma de cabeza de carnero.

—¿Ha llegado? —preguntó.

—Sí; he encontrado un rollito bajo una de sus alas.

El hortator levantó la lámpara, mientras Hiram desenvolvía un pedacito de piel barnizado de cera, sobre el cual se veían jeroglíficos trazados con algún alfiler o punzón.

—¿Qué hay? —preguntó Sidonio, que observaba el semblante del capitán y vio que palidecía intensamente.

—¡Va a quedar perdida para mí! —respondió Hiram con voz sorda.

—¿Qué dices?

—Dentro de tres días será esposa.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

El cartaginés permaneció perplejo un momento, llevándose las manos a la frente, cubierta de un sudor frío, y en seguida repuso:

—¿Puedo contar con la vida de mis númidas, Sidonio?

—Como con la mía, capitán.

—¿Aun si los arrastrase a través de Cartago?

—¡Son unos mercachifles! —respondió Sidonio, con una sonrisa de desprecio—. Saben vender, pero no saben combatir, y sus mercenarios valen poco, si no son africanos como nosotros. Pero ¿vas a dejar que te la quite el hijo de algún mercader enriquecido o renuncias a disputársela a ese siniestro viejo que, nacido y criado entre la púrpura de Tiro y los aromas de Arabia, desprecia a la fuerte gente a que su patria debe la existencia?

—Me espera mañana por la noche —respondió Hiram.

—¿Y vas a ir?

—Sería un villano si no fuera, aunque debiera morir. ¡Que la vea un solo instante y olvidaré mi largo destierro de Tiro! Ella es…

Una mano que le cogió estrechamente por la muñeca le interrumpió.

—¿De quién hablas, Hiram? —preguntó una voz.

—¡Ah, eres tú, Fulvia! —respondió Hiram, soltando la paloma, que no había abandonado aún.

—¿De quién hablas?

—De una doncella —respondió Hiram.

—¿Cartaginesa? ¿Y la amas?

Hiram iba a responder, cuando entre el leve murmullo de las olas del mar interior, al estrellarse contra los muelles y rumorear contra los costados de los buques, se oyó de súbito una voz que cantaba:

»… el imprudente cree todo lo que le dicen, pero el hombre prudente sopesa todas sus acciones.

»… el sabio teme y vuelve la espalda al mal; el insensato sigue adelante y se cree seguro…».

—¡Fegor! —exclamó Fulvia, estremeciéndose—. ¡Guárdate, Hiram!

—¡Fegor! —dijo el cartaginés, fijándose en aquel nombre—. ¡Me has hablado ya de ese hombre! ¿Qué quiere ese miserable?

—Es un espía del Consejo de los Ciento.

—Sidonio, un arco.

—¿Qué vas a hacer, Hiram? —preguntó la etrusca.

—Cuando un hombre estorba, se le mata como a una fiera —respondió el cartaginés.

—Si yerras el tiro, te delatará.

—¡El arco! —repitió Hiram.

—Aquí está, capitán —respondió Sidonio, entregándole el arma y una aljaba llena de dardos.

Hiram cogió la una y la otra, se afianzó contra la borda y miró atentamente hacia el andén.

Aunque la noche fuese oscurísima, distinguió un bulto que se deslizaba cautelosamente entre las cajas y los barriles que lo obstruían y que continuaba cantando entre dientes:

—«… el imprudente cree todo lo que le dicen…».

Un agudo silbido interrumpió la frase, seguido de un ligero grito.

—Tocado —dijo Hiram—. Sidonio, anda a tierra y remátalo con la daga.

El hortator corrió hacia el puente que unía el barco con el muelle, empuñando una ancha y corta hoja, y desapareció en medio de las mercancías.

Su ausencia duró cinco o seis minutos, y luego Hiram le vio reaparecer con aspecto más compungido que alegre.

—¿Le has matado? —preguntó el cartaginés.

—El maldito ha desaparecido —exclamó el hortator con rabia—. Pero si se deja volver a ver, espero desquitarme.

III. El espía del Consejo de los Ciento

Al oír Hiram la respuesta de Sidonio, miró por largo rato a Fulvia que, apoyada contra la mura de babor, fijaba sus ojos en el andén, con profunda angustia.

—¿Es, pues, muy peligroso ese Fegor, Fulvia? —dijo.

—Sí; muy peligroso.

—¿Es cartaginés?

—Mejor parece númida, subdito de Masinisa.

—¿Dónde le conociste, Fulvia?

—Frecuentaba la casa del general Famba, de cuya mujer era yo esclava.

—¡Famba! —exclamó Hiram, con profundo desprecio—. ¡Vaya con qué general cuentan estos mercachifles! ¡Otra cosa requieren las legiones romanas! Es un traidor, y el gran Aníbal le conocía bien. Pero ¿qué tiene Fegor que ver contigo?

—Me ama.

—¿Ese miserable? ¿Y tú?

—Cuando me hablaba de su amor, pensaba yo en mi blanca casita, en mi jardín perfumado, en mi camita, en la cual languidecía el fuerte guerrero cartaginés.

Hiram se pasó la mano por la frente y murmuró:

—¡Triste destino! ¡Ya es demasiado tarde!

—Le tengo miedo a ese hombre, Hiram —dijo Fulvia.

—Pues con quererte tanto, no ha sido capaz de salvarte de las fauces de Baal Moloch —exclamó Hiram con ironía—. Pero si ha escapado ahora, ya le encontraré después. ¡No se escapará! Y ahora, Fulvia, anda, vete a descansar… Todos velaremos y no tienes nada que temer.

La joven se alejó en silencio, acompañada por Sidonio, que la condujo a un camarote de popa.

Al volver el atlético piloto junto a Hiram, le preguntó con su ruda voz:

—¿Qué piensas hacer?

—Pues mañana por la noche voy a ver a Ofir.

—¿Y si te sorprenden? No has sido indultado, y si te sorprenden ya sabes la suerte que te espera.

—¡Nada me importa la muerte! —exclamó Hiram—. ¿Qué sería de mi vida sin Ofir? ¡Viles mercaderes que necesitan de nuestros brazos para defender su tráfico y después nos desprecian, como si nuestra sangre no valiese más que la suya! ¡Si yo fuera un miserable tendero de púrpura y de vasos, Ofir hubiera sido mía, pues su padre no me la hubiera negado! ¡Malditos sean tus negociantes, Cartago!

—Entonces, la maldición cae también sobre ti. ¿Acaso no llevamos mercancías de Tiro a bordo? ¡Vendemos cosas hermosísimas! Somos unos honrados traficantes…

—¡Magnífica idea se te ha ocurrido, Sidonio! Se me ha ocurrido vender caballos. ¿Podríamos tenerlos para mañana al anochecer?

—Nada más fácil, capitán.

—¿Me acompañarás?

—Hasta el mismo desierto de Mauritania, si fuera el caso.

—He de verla.

—¿Y si se casa?

—Tengo cincuenta hombres que, según me has dicho, son ciegamente fieles.

—Y lo repito. Cuando les digas que han de perder la vida, la perderán. Son númidas, capitán. Pero vete ya, ¡duerme! Fía en mí, capitán.

Hiram, siempre pensativo, bajó por la escotilla de los camarotes de popa.

La noche transcurrió tranquilamente y alboreó de igual manera, despertando a su rosada luz la actividad del puerto.

Desembocaban por las portas de las naves tropeles de hombres; salían por las puertas de las almenadas murallas de Cartago largas filas de esclavos, casi todos prisioneros de guerra, empleados en desembarcar los preciosos tejidos procedentes de las islas del archipiélago y de los puertos de Asia Menor, o bien el estaño y el cobre que los osados fenicios iban a buscar en la lejana Bretaña o en aquel misterioso continente que se extendía entre las costas de África y del continente llamado hoy América, en aquella Atlántida desaparecida después, no se sabe cómo, bajo las olas, sin dejar rastro.

Hiram, que, como todos los navegantes, estaba acostumbrado a dormir muy poco, había subido a cubierta mientras sus hombres trabajaban en la bodega, enviando a cubierta gruesos fardos que los otros marineros abrían, sacando estatuitas de mármol, de bronce, de marfil y de barro cocido, artículo muy buscado en aquellos tiempos y que constituía un comercio de los más florecientes por no tener rivales los fenicios en la construcción de aquellas minúsculas divinidades que encontraban fructífero mercado entre las poblaciones africanas, iberas y galas.

Sacaban, además de aquellos fardos, vasos de vidrio o de bronce maravillosamente trabajados por los hábiles artífices de Tiro, terrinas de exquisita manufactura y variados objetos de marfil para el tocador de las ricas cartaginesas, o aquellas ánforas de oro y plata que eran la admiración de todos los pueblos de la cuenca del Mediterráneo, desde las más remotas épocas, o armas procedentes de Chipre, formadas con aquel bronce fenicio que por su temple se diferenciaba de todos los demás.

O bien desplegaban sobre las muras, para llamar mejor la atención de los compradores, inmensas piezas de púrpura cuya maravillosa estofa sólo los fenicios sabían tejer y tintar.

Hiram, que aunque guerrero no podía olvidarse de que pertenecía a un pueblo de mercaderes, vigilaba atentamente aquella exposición de objetos heterogéneos, aunque maravillosos, no sin recomendar que se ocultase a las miradas de las tripulaciones de las vecinas naves el verdadero carácter de la hemiolia.

Parecía que se hubiese olvidado enteramente de la joven etrusca y de los sucesos de la pasada noche, cosa que no hubiera tenido nada de particular, pues fenicios y cartagineses, que formaban una sola colonia antes de separarse, eran, ante todo, grandes traficantes.

Absorbíales toda su atención la idea de vender, y no era raro el caso de que en medio de las más sangrientas batallas regateasen y discutiesen sobre negocios, ni más ni menos que hacen hoy los yanquis.

La voz de Fulvia le distrajo de sus atenciones.

—Hete ahí un buque de guerra convertido en tienda de mercader —exclamó, con un leve acento irónico.

—¡Ah! ¿Eres tú, Fulvia? —respondió el cartaginés, que estaba observando una magnífica colección de pectorales adornados de piedras preciosas, anillos, sortijas, brazaletes y collares de ámbar—. No te extrañe eso, debes tomarme por un mercachifle y no por un guerrero.

—¡Espléndidas púrpuras!

—También hay para ti.

—¡Para mí! ¡Una pobre muchacha de Etruria cubrirse con estas maravillosas telas! ¡Una pobre plebeya!

—Romana.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Una raza privilegiada que demolerá el mundo.

—¿Y también a Cartago?

—¡Cartago! —exclamó Hiram, con amargura—. Estas murallas que parecen invencibles caerán bajo los esfuerzos inhumanos de tu raza. Este pueblo de mercaderes que desprecia las armas, la fuerza, la audacia; que abandonó a su destino al gran Aníbal, quien hubiera podido hundir para siempre el poderío romano y que en premio a sus victorias fue desterrado al Asia lejana, este pueblo de mercaderes irá errante algún día por las orillas arenosas de esta África que los alimenta y enriquece. Hiram lee el futuro; Cartago se convertirá en un nido de buhos y nunca más su bandera mostrará sus colores en las cerúleas olas del Mediterráneo. ¡Así recibirán su merecido esos viles que al honor y salvación de la patria prefieren la ganancia obtenida con su comercio!

—Y, sin embargo, tú eres un comerciante también.

Hiram miró a Fulvia con estupor y en seguida, tirando de la espada de bronce que llevaba al cinto, de algunos golpes cortó las riquísimas telas de púrpura que sus marineros habían desplegado sobre las bordas, dejándolas caer al mar.

—Son tejidos que sólo Tiro puede dar —dijo—, y valen talentos. He ahí lo que hace un guerrero de sus mercancías. Las ofrece, sin vacilación, a las olas.

—¿Qué has hecho, Hiram? —gritó Fulvia, que se había asomado a la mura, mirando con angustia cómo aquellas preciosas telas desaparecían bajo las olas.

—Te demuestro que un guerrero no podrá ser nunca un mercader —respondió el fiero cartaginés—. Vendo para engañar; mis manos conocen el arco, la maza, la lanza y la espada; no la vara de medir.

Un grito que se levantaba de debajo de la nave le interrumpió.

—¿Venden aquí?

Hiram se inclinó sobre la mura. Una lancha había atracado junto a la hemiolia, chocando contra el costado para llamar la atención.

La tripulaban cuatro remeros e iban en ella siete u ocho mercaderes envueltos en anchas túnicas que cubrían parte de sus rostros.

—Sí, vendemos, vendemos —se apresuró a responder Sidonio— vasos, joyería, objetos de marfil, estofas, cerámicas, todo lo que producen los incomparables artífices de Tiro y de Chipre.

—Deja caer la escala; traemos dinero que gastar.

—Y a nosotros nos corre prisa vender —respondió Sidonio, mientras los marineros dejaban colgar la escala de cuerda.

Tres hombres, dos de avanzada edad y otro que parecía joven, aunque procurase mantener su capa muy levantada sobre el rostro, subieron a bordo de la hemiolia, sobre cuya cubierta estaban hacinadas multitud de mercancías.

Fulvia había de pronto fijado sus miradas en el más joven de los tres mercaderes y experimentó un estremecimiento tan fuerte, que no pasó inadvertido a Hiram.

—¿Qué hay? —preguntó el cartaginés.

—Es él.

—¿Fegor?

—Sí.

—¿No te equivocas?

—No; es el que anoche nos seguía y el que ha escapado no hace mucho a tu flecha.

—Le voy a matar.

—¿Aquí, en pleno día, tan cerca de los buques de guerra? Te expondrías al peligro de hacerte traición a ti mismo, Hiram. No te enemistes con ese hombre que, como te he dicho, es un espía del Consejo de los Ciento.

—Tienes razón, Fulvia. Pero ¿y si sólo hubiese venido para entregarte en manos de los sacerdotes de Baal Moloch?

—¿No te he dicho que me ama locamente? Tiene el mayor interés del mundo en salvarme antes que en perderme.

—¿Y por qué habrá venido aquí?

—Quizás para hablarme.

—Muéstrame quién es.

—El más joven de los tres, que va disfrazado de mercader númida.

Hiram se volvió y observó tres mercaderes que estaban examinando los vasos de metal y de vidrio, las cerámicas y las telas que les mostraba Sidonio, ponderándoles su valor y su finura.

Fegor mostraba interesarse, mientras de vez en cuando miraba de soslayo intensamente a la joven etrusca, asaetándola con sus ojillos negrísimos que tenían el brillo de los de las serpientes.

Era un joven de unos veinticinco a veintiocho años, de líneas duras y angulosas, con la piel bastante bronceada, y de elevada estatura.

Era enjuto y musculoso como un verdadero mauritano y, a semejanza de aquellos fieros corsarios del Atlántico, llevaba una holgada capa de tela basta, de color oscuro, con un ancho capuchón que le escondía casi enteramente el rostro.

—El tipo del verdadero traidor —dijo Hiram, haciendo un gesto de repulsión—. Ese hombre debe tener el corazón de hiena. ¿Le amas tú, Fulvia?

—¡Yo! ¡Una etrusca!

—Entonces debes de temerle.

—Mucho.

—Acércate; veamos qué quiere de ti. Pero pon atención en no decir nada sobre mi verdadera persona.

—No temas —dijo Fulvia.

Se separó de la mura de popa, acercándose lentamente al grupo formado por los mercaderes y Sidonio, de suerte que se situó detrás del espía.

Fegor, al advertir aquel movimiento, dejó caer en el suelo una pieza de púrpura que estaba contratando, y so pretexto de examinar algunos vasos de bronce, se acercó vivamente a Fulvia, mientras los marineros continuaban desembalando los fardos que subían de la bodega.

—Ya sabía yo que te habían traído aquí —le dijo en voz baja—. ¿Quiénes son esos hombres que te han arrebatado de manos de los sacerdotes de Moloch?

—Ya lo ves: mercaderes de Tiro.

—¿Te conocían de antes?

—Jamás los había visto.

—Entonces ¿por qué te han salvado?

—¿Te pesa que esté viva aún?

—Mi sangre habría dado para salvarte del horrible suplicio, pero ¿cómo lograrlo?, ¿qué podía hacer yo solo? Dime, ¿piensan esos hombres tenerte a bordo?

—Por ahora sí.

—¿Como esclava? Los fenicios están acostumbrados a robar a las jóvenes.

—No soy esclava.

—Entonces vuelve a tu casa, donde te espera tu anciana madre.

—¿Sabe que me han salvado?

—Yo se lo he dicho. Esta noche te espero en el muelle de Cothon.

—¿Y si estos hombres no me dejan ir a tierra?

—Eso es cosa tuya y no mía; te espero y tendrás que venir —dijo Fegor, con voz amenazadora.

—¿Y si se negaran? Yo me creo libre, pero ¿si me engañase y fuese esclava?

Brilló en los ojos de Fegor un relámpago siniestro.

—Una sospecha insinuada por mí sobre esos navegantes bastaría para perderlos.

—¿Serías capaz?…

—De hacer creer que son espías de los romanos y hacerlos matar a todos.

—¡Esos hombres guerreros me han salvado!

—Ésta es otra acusación que bastaría para perderlos igualmente; obedéceme, pues. Lo quiero, y ya sabes de lo que soy capaz: hasta de matar a tu madre.

—Fegor, eres un miserable —exclamó la joven, lanzándole una mirada llena de odio.

El espía se encogió de hombros y repuso:

—Te amo con frenesí y para hacerte mi mujer me siento capaz de pegar fuego a Cartago y vender a mi patria. Hasta esta noche, Fulvia.

—¿Y si no me dejan ir?, repito.

—Entonces ya encontraré yo manera de obligarlos —concluyó Fegor—. Adiós.

Se reunió con sus dos compañeros, que habían comprado vasos y telas, y bajaron los tres para embarcarse en la lancha, mientras llegaban otros mercaderes seguidos de muchos esclavos.

IV. Una expedición nocturna

Apenas había visto alejarse la lancha de Fegor, Fulvia se apresuró a reunirse con Hiram, el cual, durante el coloquio, se había guardado bien de dejarse ver en demasía, teniendo que temerlo todo de un hombre que estaba al servicio del Consejo de los Ciento, aquel temido y suspicaz Consejo que con un solo edicto hacía temblar a todos los habitantes de Cartago.

Nadie ciertamente debió de haber advertido su regreso del destierro, habiendo transcurrido más de dos años, pero aun así su presencia podía despertar alguna sospecha, y no ignoraba cuan severa era la república con los que la desobedecían.

Al oír las palabras amenazadoras de Fegor, que Fulvia le refería, surcó una profunda arruga la frente del cartaginés.

—¿Qué podría intentar contra nosotros ese miserable? —se preguntó, mirando con ansiedad a la joven—. Ese vil espía te quiere para él; ya lo veremos.

—¿Y mi madre?

—Mañana estará a bordo, y cuando empiece a anochecer, mi nave dejará para siempre esta nefasta Cartago.

—¿Partiremos?

—Sí, si consigo llevarme a Ofir.

—¡Ofir! —exclamó Fulvia, estremeciéndose—. ¿Quién es Ofir?

—Ya lo sabrás más adelante. Ahí vienen otros mercaderes; pongámosles buena cara para que me crean un verdadero traficante de Tiro.

Habían atracado otras lanchas junto a la hemiolia y subían a bordo otros hombres para hacer compras.

Sidonio, que antes de ser marino había comerciado muchos años en los puertos de Levante y las islas del archipiélago griego, tenía mucho que hacer en mostrar a los clientes las preciosas mercancías que sus hombres exponían sobre cubierta. Parecía que el hortator no hubiese hecho otra cosa en su vida, y así, jurando y perjurando por Tanit, el dios supremo de los fenicios, y por Melqart, dios de los navegantes, embolsaba talentos en buen número, vaciando rápidamente la bodega.

Al atardecer, las ventas quedaron súbitamente interrumpidas. Los mercaderes embarcaban a toda prisa los objetos adquiridos y se alejaban rápidamente de la nave de Hiram.

Ya después de mediodía, el calor había sido sofocante, anunciando un brusco cambio de tiempo, y el aire, tranquilísimo por la mañana, había empezado a turbarse, transportando sobre la ciudad inmensas nubes de arena que llegaban, en espesas columnas, de las regiones interiores.

El simún, ese viento calidísimo que barre el desierto del Sahara, se anunciaba formidable y repercutía en el mar, sacudiendo su inmovilidad.

—Mala noche para tu empresa, capitán —dijo Sidonio.

—Mejor para mí; prefiero que sea pésima a que sea tranquila. Ve a tierra y ensilla los caballos.

—¿Cuántos?

—Cuatro para la escolta y el mío.

—¿Me cuento yo entre los que irán contigo?

—Sí; tú vales por diez. El contramaestre quedará al cuidado de la nave. Por otra parte, no habrá de pasar nada. Nadie ha sospechado de nosotros.

—¡Oh, no! Somos unos pacíficos y honrados comerciantes.

—Anda, Sidonio. Espérame detrás del baluarte, bajo los porches de la guardia.

—Cuenta conmigo —respondió Sidonio, haciendo señal a los marineros de que echasen un bote al agua.

Hiram permanecía en el castillo de popa, mirando la inmensa ciudad que los últimos rayos del sol poniente teñían de rojo. Soplaba de vez en cuando un viento furioso, cuyas ráfagas alborotaban las olas del mar interior y doblaban las palmeras. El mismo Mediterráneo experimentaba sus efectos, pues más allá de los diques se oía el estruendo de las olas al estrellarse contra las escolleras.

Las naves recogían apresuradamente las velas y bajaban las antenas para no ofrecer presa al viento que aumentaba rápidamente.

—Tráeme una paloma —dijo de pronto Hiram, dirigiéndose a un marinero—. Procura que sea alguna de las que ha traído Acó. Harto bien conozco las nuestras para no equivocarme. Las que ha cambiado Acó son negras, y las nuestras son blanquísimas.

Mientras el marinero se alejaba, Hiram se sacó de un bolsillo una minúscula tableta de madera sobre la cual trazó, con un pincelito empapado en una especie de tinta azul, algunos signos.

—A buen seguro que Ofir la esperará —murmuró—. ¡Mientras no caiga en manos del maldito viejo! No importa, suceda lo que suceda, la veré. El huracán viene en mi auxilio.

El marinero regresó trayendo en la mano una bellísima paloma de plumas negras.

Hiram le ató la tablilla debajo de un ala y luego, levantándola, la lanzó al espacio, diciendo:

—¡Ve!, ¡tu ama te espera!

Describiendo graciosas curvas sobre la nave, voló rápidamente la paloma hacia Cartago.

—¿Por qué sueltas tantas palomas, Hiram? —preguntó Fulvia, aproximándose al cartaginés.

—Me comunico con una persona que me interesa vivamente, y que debo visitar esta noche —respondió Hiram, sofocando un suspiro.

—¿Vas a tierra? —preguntó tímidamente Fulvia, que había comprendido el objeto de la suelta de aquella paloma, como medio de corresponderse con otra, probablemente aquella Ofir de que había hablado.

—Sí.

—¿Y si alguien, si ese espía de los Ciento te esperase y te preparase una celada?

—Tengo esto para él —dijo el cartaginés, pegando una mano sobre la ancha espada que le pendía del cinto.

—Ya sabes que ese miserable me espera.

—Suceda lo que suceda, no salgas de mi nave. Por lo demás, dentro de algunas horas las olas lo barrerán todo y no podrá acercarse ninguna lancha a la orilla. Quédate aquí y espera a que yo regrese.

—¿Vas a la ciudad en una noche tan tempestuosa?

—Es necesario; dos años hace que estoy esperando esta noche.

—¿Tienes alguna venganza que cumplir?

—No te lo puedo decir, Fulvia.

—¡Ah! Leo en tus ojos tu secreto… Vas a buscar a una mujer…

El cartaginés frunció la frente.

—¿Qué sabes tú? —preguntó casi con espanto—. ¿Quién te lo ha dicho? ¿Quizás Fegor?

—¡Oh, no! No me habló de ti ni de ninguna mujer.

Hiram respiró como si le hubiesen quitado un enorme peso que le oprimiera el pecho.

—Si ese hombre hubiese adivinado quién soy en realidad y mí presencia en esta ciudad, que me está vedada, hubieran tenido fin mi vida y la de Ofir.

—¡De Ofir! ¡De nuevo pronuncias este nombre! ¿Quién es?

El cartaginés miró a Fulvia sin responder. Por fin, vacilando, repuso:

—Es una joven.

—Me lo había figurado —dijo la etrusca, bajando tristemente la cabeza—. Es tu amada.

—Y la veré esta noche… El huracán comienza a enfurecerse… Llegó la hora. Sidonio debe esperarme impaciente.

—Guárdate de las traiciones, Hiram.

—Sabré evitarlas.

—¿Y si murieses?

—Mi gente te volverá a Italia, junto con tu madre. He dado ya las órdenes oportunas.

Desenvainó la espada, probando el filo sobre el pulpejo del pulgar, y luego, satisfecho de aquel examen, repuso:

—Al agua la lancha mayor, con cuatro hombres. Traedme mi escudo y mi coraza.

Rugía el simún con extremada violencia y las olas chocaban con furia a través del canalizo que comunicaba con el Mediterráneo.

Las ráfagas, cada vez más ardientes y sofocantes, se sucedían con frecuencia terrible, trastornando el puerto y poniendo a dura prueba las amarras de los barcos.

Relámpagos siniestros de cadavérico fulgor iluminaban el espacio sobre la acrópolis, acompañados de estridentes rumores que parecían producidos por centenares de carros llenos de herramientas, arrastrados en desenfrenada carrera a través de las negras nubes que cubrían el cielo.

—¿Partes, Hiram? —preguntó dulcemente Fulvia.

—Es preciso; nada temas por mí.

—¿La amas mucho?

—¡Oh, sí! Mucho.

—Adiós, Hiram.

—Adiós, Fulvia.

El cartaginés se ciñó rápidamente la coraza, se puso en la cabeza un casco que llevaba en la cimera una pluma de avestruz, embrazó el escudo y bajó luego por la escala de cuerda, mientras la joven etrusca, apoyada sobre la mura, le miraba descender con tristes ojos.

—¡Larga! —mandó Hiram.

Con un poderoso empuje, los cuatro remeros alejaron la embarcación, que las olas, ya altísimas, amenazaban estrellar contra el costado de estribor de la hemiolia, y arrancaron con brío, dirigiéndose hacia el muelle, que no distaba más que algunas brazas.

Hiram sostenía con firme mano el remo que hacía las veces de timón, pero de vez en cuando miraba hacia su barco y fijaba los ojos en Fulvia, siempre inclinada sobre la mura y a la cual dejaban ver los fulgores lívidos de los relámpagos.

—¿Pensará en mí? —se decía el cartaginés—. ¡Extraña muchacha, a quien he conocido demasiado tarde! ¡Bah! ¡Locuras! ¡Para mí no hay más que Ofir, luz de mis ojos, mi único pensamiento! ¡Venga la muerte, pero que yo te vea! ¡Niña divina, por la que he llorado dos años, allá en Tiro!

Los cuatro númidas eran verdaderos hércules, y con algunos pocos golpes de remo superaron las olas que se estrellaban furiosamente contra el muelle y salpicaban las murallas, y aseguraron la embarcación en un anillo de hierro, hasta que Hiram hubo desembarcado.

—Varadla en tierra y seguidme —dijo Hiram.

Los cuatro hércules, en un momento, sacaron la lancha del agua para impedir que las olas la rompiesen contra el muelle, recogieron sus dagas y sus arcos y siguieron al capitán.

—¿No veis a nadie? —preguntó Hiram.

—¿Quién se atrevería a venir aquí, en noche tan tempestuosa? Dentro de poco las olas barrerán la muralla.

—¡Adelante!

A treinta pasos del lugar donde habían desembarcado, se abría el portillo que conducía al pasadizo abierto bajo el espesor de la enorme muralla, custodiado por algunos mercenarios.

—Tenemos urgentes negocios que despachar en la ciudad —dijo Hiram, haciendo deslizar en sus manos, como la otra vez, algunas monedas de plata—. Somos comerciantes de Tiro.

Cruzaron por el pasadizo, iluminado por algunas lámparas de barro colgadas del techo, y entraron en la ciudad. En aquel momento el simún se desencadenaba con violencia extrema, rugiendo a través de las estrechas calles de la metrópoli cartaginesa y de las almenas de las murallas.

Caían por doquier nubes de arena, mientras el cielo se iluminaba al resplandor de los relámpagos.

—Aquí, capitán —dijo una voz que partía de detrás del ángulo de un baluarte.

—¡Sidonio! —respondió Hiram.

—Daos prisa o se me van a escapar los caballos, pues no logro ya tenerlos más sujetos.

El cartaginés y sus cuatro númidas se acercaron al hortator, que hacía desesperados esfuerzos para tener arrimados al muro seis hermosos caballos, de poca alzada, sin embargo, y poderosas grupas.

Los seis hombres montaron; las sillas consistían en una piel de hiena sujeta por una ancha cincha.

—No os separéis de mí, y desenvainad las dagas —dijo Hiram—. No se puede descartar que nos vayan a tender una celada.

Se lanzaron a desenfrenado escape, subiendo hacia el barrio de la ciudad donde habitaban los ricos mercaderes y los consejeros de la república y donde se levantaban los más soberbios templos.

Cartago no equivalía, por la extensión ni por el número de sus habitantes, a Roma, su orgullosa rival, pero aun así ocupaba toda la costa occidental del actual golfo de Timer, cubriendo todo el istmo, y se decía que no contaba menos de doscientas mil almas, número respetable en aquellas lejanas épocas.

Hiram, que conocía el terreno palmo a palmo, atravesó toda la parte occidental, pasando por callejas tortuosas y enteramente desiertas, flanqueadas de casas de piedras en forma de cubo y superadas por azoteas, y se detuvo, al cabo de un cuarto de hora de furioso galope, en medio de una vasta plaza rodeada de inmensos templos de forma cuadrada, circundados por multitud de columnas.

—¿No veis a nadie? —preguntó a sus hombres, que escudriñaban atentamente en las tinieblas.

—No, capitán —respondió el hortator—. Parece que el secreto ha quedado bien guardado.

—Entonces vamos a vernos las caras, viejo Hermon —exclamó Hiram—. O me cedes a Ofir o destruyo tu casa. Echad pie a tierra, amigos, y tened a los caballos por las riendas. Tratemos de no hacer ruido.

V. Ofir

Después de haberse convencido Hiram de que no había nadie en la plaza de los famosos templos de Astarté y nadie había pensado en tenderle la emboscada que se temía, se dirigió hacia una calleja que se abría entre dos gigantescas columnas cuadradas y macizas que formaban como una especie de arco triunfal dedicado a Bacon, el conquistador de Cerdeña y las Baleares y primer fundador del poderío naval cartaginés.

Reinaba profundísima oscuridad más allá de las columnas, aumentada aún por la espesa sombra proyectada por las altísimas murallas del vecino templo.

El simún, engolfándose por aquella estrecha vía, rugía en mil tonos, levantando nubes de arena, y era tan cálido, que por algunos momentos Hiram y sus compañeros temieron caer asfixiados.

—Tened bien sujetos los caballos —repetía el cartaginés, inclinándose hasta el suelo para resistir mejor la violencia de las ráfagas—. Los podremos necesitar después.

Procediendo siempre cautelosamente, llegaron por fin detrás de una altísima casa de paredes perfectamente lisas y privadas de ventanas, que tenía más aspecto de fortaleza que no de morada señorial.

—Ya estamos —exclamó Hiram.

Adelantando hacia una especie de pórtico que debía de servir de tienda, hizo conducir allí debajo los caballos, y después de recomendar a sus hombres el mayor silencio, se dirigió al medio de la calle, con el hortator que llevaba el arco armado de una saeta.

—Mira el pretil de la terraza —dijo—. Si Ofir me espera, oirá el silbido.

Sidonio levantó el arco y lanzó la flecha que partió con un ligero silbido, perdiéndose entre las tinieblas.

En lo alto, en la terraza, se oyó un débil grito que podía tomarse por el de algún ave nocturna, y luego cayó al suelo un objeto, levantando la arena que el simún había acumulado en la calleja.

—Ha arrojado una cuerda —dijo Sidonio.

Intensa alegría se reflejó en el semblante del cartaginés y había cogido ya la cuerda que colgaba a lo largo de la pared, cuando Sidonio le detuvo.

—¿Estás seguro de que ha sido Ofir quien ha lanzado la cuerda? ¿No podría ser el viejo? Deja que suba yo antes; si me cortan la cuerda y me matan, ya cuidarás tú de vengarme.

Hiram, después de vacilar un momento, cedió el puesto a su fiel hortator, que se había cogido ya a los nudos de la cuerda. El capitán cogió el extremo de la cuerda para mantenerla tensa, y Sidonio comenzó a subir con la agilidad de un mono, remontando la pared de la elevadísima construcción.

Un silbido estridente que descendía de lo alto advirtió a Hiram de que el hortator había llegado ya a la terraza y que ningún peligro, al menos por lo pronto, le amenazaba.

Se adelantaron dos númidas a sujetar la cuerda, y el capitán subió a su vez, llevando la daga cogida entre los dientes.

La subida duró algunos minutos, pues la casa tenía una altura de ocho pisos, pues era costumbre de los ricos cartagineses, al par de los fenicios, poseer casas altísimas para poder dominar, desde sus azoteas, un vasto espacio de mar y avistar pronto los buques que navegaban hacia sus puertos.

—Venga la mano —dijo Sidonio, abalanzándose sobre el pretil, una vez Hiram hubo llegado a la cornisa.

Cogió Sidonio la mano del cartaginés y le ayudó a subir para que pudiese sentar el pie en el hueco de una de las almenas.

—¡Ofir! —dijo de pronto Hiram.

—Silencio, señor —respondió una voz de mujer.

Se adelantó una forma blanca, haciéndole una profunda reverencia.

—¿Eres su esclava favorita? —preguntó Hiram.

—Sí, señor; mi ama os espera en su estancia. No hagas ruido, pues tememos que el viejo Hermon haya visto la paloma que enviaste al anochecer. Seguidme, señor.

—¿Y yo? —preguntó Sidonio.

—Quédate aquí de guardia y acude al primer grito que oigas.

La esclava, que iba envuelta en un amplio manto de ligerísima tela blanca recamada de oro, cogió a Hiram por una mano y le hizo cruzar la azotea, que era grandísima, pues cubría todo el cuerpo del edificio, y bajó luego por una escalera que conducía a una especie de galería toda de mármol blanco, sostenida por elegantes columnitas estucadas.

—Detente aquí, señor —murmuró la esclava—. Mi ama no está ya lejos.

—Mira que si me haces traición te mato —dijo Hiram, en tono amenazador.

—Castigúeme Istar si te engaño, fuerte guerrero —respondió la esclava—. Mi vida, por otra parte, está en tus manos.

Desapareció la mujer bajo la bóveda de la galería, que ninguna luz alumbraba. Parecióle a Hiram oír rechinar una puerta, luego un susurro débilísimo y por fin un paso muy leve que se iba acercando.

—¡Ofir! —murmuró con voz trémula.

Un ligero grito, de pronto reprimido, le contestó, y en seguida se precipitó en sus brazos una forma blanca, murmurando a sus oídos:

—¡Mi bravo!

El cartaginés había arrastrado a la joven hacia el pretil de la galería, estrechándola apasionadamente contra su pecho.

—¡Ofir! ¡Oh, mi Ofir! —exclamaba—. ¡Es la vida que retorna!

—Calla, calla, mi valeroso Hiram —respondió apresuradamente Ofir, tapándole la boca con la mano—. Hermon, mi padre adoptivo, me vigila ferozmente, semejante a un león, y si se enterase de tu presencia no vacilaría en lanzar contra ti a todos sus esclavos. Ven a mi estancia. Allí estaremos más seguros. Mi esclava favorita vigilará. Es fiel e incorruptible.

Cogió al guerrero por una mano y le hizo seguir a lo largo de la pared, deteniéndose ante una puerta en que vigilaba la fiel esclava.

Abrió la puerta y empujó adentro a Hiram, cerrándola en seguida.

Se encontraron en un elegante camarín, con las paredes todas relucientes de piedra y el pavimento de mosaico dorado, iluminado por una gran lámpara de vidrio azul que esparcía en torno una luz suavísima, semejante a la de la luna, cuando el astro de la noche alcanza su máximo resplandor.

El mobiliario consistía en algunas mesillas de ébano con incrustaciones de marfil y filetes de plata, en algunas sillas plegadizas de cedro de Líbano, pesadas y macizas, cubiertas de ricas telas, y en grandes jarros de metal y de vidrio que sostenían diversas plantas de follaje.

Ofir, con rápido gesto, se desprendió del amplio manto de ligera lana que la envolvía toda, colocándose con un movimiento lleno de coquetería bajo los rayos de la lámpara.

Era una bellísima criatura de quince a dieciséis años, de líneas purísimas y suavísimas, la tez ligeramente bronceada y los ojos y los cabellos negrísimos. Hubiérase dicho que en sus venas se había mezclado la sangre asiática con la ibérica, porque tenía el talle elegante y espléndidamente conformado y el color del cutis de las mujeres de Asia Menor y de los países bañados por las aguas del mar Rojo, y la mirada dulce, aterciopelada y al mismo tiempo ardientísima, de las jóvenes de Sierra Morena y las columnas de Hércules.

No hubiera tenido, por otra parte, nada de extraordinario que hubiese sido así tratándose de un pueblo como el fenicio, que había extendido sus conquistas hasta los países más occidentales del Mediterráneo, y aun más allá.

Como todas las mujeres cartaginesas de elevada condición, vestía una especie de peinador de lana blanca, casi transparente, recamado de oro al nivel de las caderas, cayente en anchos repliegues, y llevaba desnudo buena parte del cuello hasta los hombros, de igual manera que los bellísimos brazos, adornados con espléndidos brazaletes de oro y perlas de fabricación fenicia.

Hiram se había detenido delante de la niña y la miraba con los ojos húmedos como fascinado por tanta belleza.

—¿Eres mi Ofir, la niña que por dos largos años he llorado, o eres una divinidad? —exclamó el guerrero—. ¡Nunca te soñé tan bella en mi destierro!

—Soy tu dulce Ofir, la que no ha dejado de amarte un solo instante —respondió—, y que no ha cesado de soñar contigo. ¿Y tú me amas siempre, no es verdad, mi bravo?

—¡Sí, te amo! —exclamó Hiram, con pasión—. ¿Hubiera acaso venido, desafiando la muerte, para verte, Ofir? Los hombres a quienes el infame Consejo de los Ciento y el de los Sufetas envían al destierro no deben volver a ver jamás su patria, bajo pena de muerte entre los mayores martirios. ¿He vacilado yo?

—Creía no volverte a ver más, Hiram. Si hubieses tardado algunos días más, mi felicidad hubiera concluido.

—¿Te quiere casar el viejo Hermon?

—¿No te lo anuncié por la paloma?

—¿Quién es mi rival? ¿Algún miserable mercader?

—Hermon no gusta sino de los hombres que negocian.

—Y desprecia a los fuertes que han defendido a Cartago y su comercio —dijo con voz irritada Hiram—. ¡Que no caiga un día la loba romana sobre esta ciudad maldita, porque no seré yo quien la defienda! ¿Cómo se llama ese hombre a quien el siniestro viejo te destina?

—Tsur.

—¿Es joven?

—Tendrá tu edad.

—¿Cuándo son los esponsales?

—Dentro de tres días.

—¿Dónde?

—En Útica, en la quinta de Hermon.

—¡A la orilla del mar! Las bodas acabarán en copas de sangre en lugar de vino.

—¡Hiram! —exclamó la doncella, espantada.

—¿Crees tú que he dejado a Tiro, que he huido de los espías que Hermon me lanzó a los costados para venir aquí a verte solamente? He forzado los cruceros de los corvi romanos y de sus trirremes que cruzaban por las aguas de Melita (Malta) y he desafiado la vigilancia del Consejo de los Sufetas y del Consejo de los Ciento, no para decirte tan sólo que la llama que encendiste en el pecho del guerrero no se había extinguido aún. Caigan Cartago y la raza infame de sus ingratos mercaderes, pero tú serás mía, Ofir, aunque debiese estar seguro de morir a tus pies con el corazón acribillado por las dagas de los mercenarios.

—¡Hiram!

—Hace dos años, Ofir, que sufro por ti. ¿Qué les hice yo a los mercaderes de esta ciudad para que me desterraran como un miserable a las lejanas colonias de aquellos fenicios de quienes han salido estos habitantes? ¿Acaso porque luché valerosamente contra aquella gran Roma que había jurado la destrucción de nuestra patria?

»¿Qué reconocimiento han demostrado estos miserables que no tienen más que un solo dios, el dinero, para el gran Aníbal? ¿Qué auxilio prestaron al gran hombre que destruía las legiones romanas tan sólo con mostrar el filo de su poderosa daga? Le dejaron, después de la desgraciada batalla de Zama, ir errante por el mundo y refugiarse como un miserable delincuente en la corte de un rey extranjero que no se atrevió a resistir a la presión de la República romana para que lo pusiese en sus manos.

»¿Qué recompensa obtuvo aquel gran hombre? El veneno bebido cuando Prusias, el vil rey de Bitinia, hizo circunvalar su torre para que no escapase, obligándole a sustraerse con la muerte a una infame esclavitud.

»¡Odio a Roma tanto como odio a Cartago! ¡He ahí el guerrero que te ama!

»¡Elige! ¡O yo, o el mercader que Hermon te ha destinado! ¡La azotea es alta y un cuerpo humano no sobrevivirá a la espantosa caída!

—¡Hiram!, ¡qué dices! —gritó la niña con angustia.

—Te quiero y serás mía —dijo el guerrero, presa de una creciente exaltación—. Mataré a Hermon, por el odio que me tiene. ¿No es verdad que me desprecia?

—Sí; porque no eres mercader.

—¡Villano! —rugió el fiero cartaginés—. ¿Qué son, pues, esos sufetas y esos consejeros de los Ciento para preferir a un hombre de armas que defiende la patria contra los que pretenden destruirla, a miserables vendedores de géneros? Tiro y Sidon, las dos opulentas ciudades del Mediterráneo oriental, son hoy esclavas de las armas griegas. ¿Puede Cartago, ya dos veces vencida, ser la miserable esclava de las armas romanas que nosotros debelamos y vencimos?

—¡Hiram! La patria…

Una sonrisa de profundo desprecio contrajo los labios del cartaginés.

—¡La patria!, ¿qué patria?, ¿la de los talentos de oro o de los vasos de vidrio hilado?, ¿la de los trirremes que navegan más allá de las columnas de Hércules, no ya para desplegar fieramente los estandartes de Cartago, la opulenta reina del Mediterráneo, sino para cargar estaño y otros artículos destinados a enriquecer nuestro comercio?, ¿dónde está nuestra gloria?, ¿dónde está nuestra grandeza? Combatimos y morimos por la república, damos toda nuestra sangre, dejamos nuestros cadáveres sobre el campo de batalla en defensa de la patria, y nos llaman… ¡viles mercenarios! ¡Ellos, que, cuando ven de lejos un trirreme romano o un corvus, huyen cobardemente sin alientos siquiera para echar mano a la espada o embrazar el escudo!

—¡No blasfemes, Hiram!

—No he de decir más. Serás mía, ¿no es verdad, Ofir?

—Lo he jurado ante la diosa Istar; sólo tuya seré, o viva o muerta. Mi esclava favorita ha afilado ya un puñal para traspasarme el corazón el día de las bodas. ¡Mira!

La joven sacó de un vaso de bronce un puñalito, haciendo centellear el acero ante los ojos de Hiram.

—¿Crees ahora en mi fidelidad?

—Da gracias a Melqart, el dios de los navegantes, que no ha hecho faltar los vientos en el Mediterráneo —respondió Hiram, mirando con intensa pasión a la joven cartaginesa—. Tu padre murió como un héroe en Zama, peleando fieramente contra Escipión el Africano, y la sangre de los guerreros no se desmiente. Eres digna hija suya y…

Un ligero golpe dado en la puerta le interrumpió.

Ofir abrió la puerta y la esclava se deslizó silenciosamente en la estancia, diciendo:

—Apaga la lámpara, señora. He oído pasos en el extremo de la galería.

—¡Que vengan! —exclamó Hiram—. Si es Hermon, le mataré.

—¡Oh, no! Todos menos él, Hiram —dijo la doncella—. A su manera, ha sido para mí un segundo padre.

El cartaginés apagó la lámpara y cerró la puerta, apretando la daga con la mano.

Al poco rato, a corta distancia de la puerta, murmuraba una voz:

—Esto acabará mal. ¡Maldito espía!

—¡Sidonio! —exclamó Hiram, abriendo la puerta.

—Capitán, nuestros hombres han visto a alguien o sospechan algo. Han oído silbidos de alarma.

—¿Partes, Hiram? —exclamó Ofir, con angustia.

—Es necesario; parece que hay peligro.

—¿Dónde está anclada tu nave?

—Delante del muelle de Cercina.

—Mañana pasaré por delante.

—¿Me lo prometes?

—Te lo juro.

—Adiós, Ofir. Dentro de veinticuatro horas zarparé para Útica… Veremos qué mercaderes opondrá el viejo Hermon a las hachas de guerra de mis hombres… Te raptaré del templo, e Iberia saludará nuestras nupcias.

En aquel momento resonó en las tinieblas un ronco silbido.

Ofir se abrazó estrechamente con Hiram, exclamando:

—¡Ah! ¡Triste augurio! ¡Es el grito del ave de la noche!

—Los guerreros no creen en las tristes profecías —respondió Hiram, sonriendo—. En Cannas pasaron los cuervos en gran número la víspera de la batalla, y ganamos. Nos volveremos a ver en Útica, mi dulce Ofir.

—Nuestros hombres vuelven a hacer señal —exclamó Sidonio—. Vamos… No sé a qué viene detenernos.

—Parte, Hiram —dijo Ofir—. Temo por tu vida, mi valiente.

—Pronto, capitán —exclamó por tercera vez el hortator.

Hiram cogió entre sus manos la hermosa cabeza de la niña, y en la oscuridad se oyó el breve susurro de un beso ardiente.

—Hasta Útica, dentro de tres días —murmuró el guerrero.

Hiram se lanzó detrás de Sidonio, que subía ya la escalera que conducía al terrado.

La cuerda de nudos continuaba sujeta alrededor de una de las almenas. El hortator saltó el pretil y se puso a bajar rápidamente, seguido de Hiram.

Ya en la tenebrosa calle, se había oído otro silbido más estridente e imperioso que los demás.

Algún grave peligro debía amenazar a los cuatro marineros de Hiram, que se hallaban reunidos en un ángulo de la vasta construcción, teniendo a los caballos por la brida.

—¿Qué hay? —preguntó Hiram, ya en tierra.

—Hemos visto a unos hombres en el extremo de la calle, que se han escondido bajo los porches.

—¡A caballo! —dijo Hiram—. ¡Dagas en puño! ¡Veremos quién osará detenernos!

Alzó la cabeza hacia la terraza y con la punta de los dedos envió a Ofir un beso silencioso, murmurando al mismo tiempo:

—Si el viejo Hermon me ha preparado alguna emboscada, me las pagará.

VI. La emboscada del espía

Los caballos, sujetos por manos de hierro, se pusieron en marcha, siguiendo al ras de los muros del macizo palacio, mientras el viento rugía más violento que nunca, levantando nubes de arena.

Hiram y Sidonio se habían puesto a la cabeza y trataban de descubrir aquellos misteriosos enemigos que los marineros habían observado en el extremo de la calleja, pero nada podían distinguir por lo denso de la oscuridad.

De pronto se oyó, en dirección a la plaza donde se levantaban los gigantescos templos de Moloch, una voz que cantaba:

«… el imprudente cree todo lo que le dicen, pero el sabio sopesa todos sus actos…».

—Yo he oído otra vez esa voz y esas palabras —dijo Sidonio, deteniendo su caballo.

—Sí; la noche que salvamos a la joven etrusca. ¡Perro maldito! —exclamó Hiram—. Es Fegor, el espía… del Consejo de los Ciento y el alma condenada del viejo Hermon.

—Un hombre que tiene relaciones con el Consejo de los Ciento es peligroso —dijo el hortator.

—Tienes razón, amigo. Hay que alcanzarle y matarlo.

Hiram tiró de las riendas y lanzó el caballo en dirección a la plaza.

En el momento que pasaba por delante de los últimos pórticos, le silbaron en los oídos tres o cuatro flechas, sin darle, mientras una voz gritaba:

—¡Alto!

—¡Adelante!, ¡adelante! —gritó Hiram.

Los caballos llegaron como un huracán hasta las últimas casas, pero allí se detuvieron de pronto, relinchando y encabritándose.

Había aparecido de improviso una masa enorme en el extremo de la calleja, barreándola por completo.

—¡Firmes! —gritó Hiram.

—¡Melqart nos proteja! —exclamó Sidonio, cogiéndose de las crines—• ¡Nos han cogido en la trampa!

Un formidable mugido que ahogó los bramidos del viento impidió al cartaginés y a los númidas el avance.

—¡Un elefante de guerra! —exclamó Hiram—. ¡Atrás, Sidonio!

—Si podemos.

Se levantó un clamoroso vocerío a espaldas de los jinetes; unos hombres que se habían mantenido ocultos bajo los pórticos se habían lanzado a la calleja, gritando:

—¡Están cogidos!… ¡A ellos!…

—¡Cargad contra esos perros! —exclamó Hiram—. ¡Empuñad las dagas y rompedles los escudos! Sidonio y yo nos encargamos del elefante.

Mientras los cuatro númidas, cubierto el rostro con las rodelas, despejaban la calle, Sidonio desmontaba blandiendo una daga de bronce, al paso que Hiram, de dos taconazos, hacía saltar a su caballo, gritando:

—¡Plaza! ¿Por qué se nos detiene?

—¡Alto! —respondió una voz—: ¿No ves delante de ti un elefante de guerra?

—¿Quién lo ha mandado?

—El Consejo de los Sufetas.

—¿A qué viene eso?

—Pululan en Cartago los espías de los romanos; si eres un cartaginés leal, nada tienes que temer.

—Soy un mercader de Tiro y no estoy acostumbrado a verme cerrado el paso… Largo, u os mato.

—Ataca, pues —respondió la voz—, pero el elefante lleva una barra de bronce en la trompa y no respeta a nadie.

—¡A mí, Sidonio! —dijo Hiram.

El hortator se deslizaba silenciosamente ya por los últimos pórticos, mirando al coloso, que parecía que no podía avanzar ni retroceder; tan estrecha era la calleja.

Hiram miró a sus espaldas y, viendo a sus cuatro númidas que cargaban furiosamente con las dagas en alto, espoleó al caballo contra el elefante, haciéndole encabritar y lanzar aullidos salvajes.

El proboscidio había levantado la trompa, pronto a aplastar de un solo golpe jinete y caballo, pero tenía que habérselas con un guerrero que sabía cómo tenía que componérselas.

Llegado a diez pasos del monstruoso animal, Hiram había hecho retroceder a su bridón, pero sin alejarse demasiado.

El astuto cartaginés quería llamar sobre sí toda la atención del coloso para dar tiempo a Sidonio de dar el golpe.

—¡Ríndete! —exclamó una voz.

—¿A quién?

—¡A los guardias de los Ciento!

—No tengo nada que ver con vosotros… ¡A mí, Sidonio!

El hortator no tenía necesidad de excitaciones. Había salido silenciosamente de los porches, bien sujeta la daga en la mano, y se metió por entre las patas del elefante, sin que éste, harto ocupado en vigilar al jinete y al caballo que caracoleaban casi debajo de su nariz, lo hubiese advertido.

Así pudo el audaz númida llegar inadvertido detrás del coloso.

Levantó la daga y la descargó furiosamente contra una de las patas traseras, cortando por completo el tendón.

El elefante lanzó un aullido espantoso, y retrocedió, a pesar de los gritos de los hombres que iban montados a la grupa.

Sidonio se deslizó contra el muro de las últimas casas, pasó bajo los porches y montó de un salto a caballo.

—Ya está, capitán —dijo—. Dentro de algunos minutos la calle quedará libre.

En el extremo opuesto de la calleja se oían rechinar hierro y chocar corazas, acompañados de gritos y blasfemias.

Por lo que parecía, los cuatro númidas habían visto cerrado el paso por un tropel de hombres, y batallaban ferozmente.

—¡A nosotros los de Tiro! —gritó Sidonio—; ¡dejad a esa canalla!

Pronto se dejó oír el galope de cuatro caballos lanzados a desenfrenada carrera.

—¡El paso queda libre! —gritó Hiram.

En efecto, el elefante, que no cesaba de aullar espantosamente, se había retirado hacia la plaza y allí había caído de rodillas, volcando en tierra a los hombres que lo montaban.

—¿Estáis todos? —preguntó Hiram.

—Sí, capitán.

—¡Carguen!

Los seis caballos emprendieron de nuevo la carrera, mientras detrás gritaban los hombres a voz en cuello:

—¡Alto!, ¡alto!, ¡a las armas!

Hiram desembocó en la plaza y gritó:

—¡Vivo! ¡Al puerto!

Cruzaron la plaza con la velocidad del rayo y bajaron a la calle que conducía a los murallones del puerto, sin verse más molestados.

—De buena nos hemos librado, capitán —dijo el hortator, llegados a los formidables baluartes que defendían los muelles—. Si llegan a cogerte, no hubieran tardado mucho en meterte dentro de un tonel cosido de clavos y hacerte rodar desde la colina de la necrópolis.

—Pero no me han cogido. Y como los aires de Cartago no nos serían buenos, iremos a respirar los más salubres de Útica. Vende hoy todo lo que nos queda, a cualquier precio, y mañana levaremos anclas.

—¡Mientras no sea demasiado tarde!

—Somos cincuenta y tenemos buenos puños.

Habían llegado a la puerta que conducía a la galería abierta bajo la muralla. Hiram echó pie a tierra y entregó su caballo a Sidonio, diciéndole:

—Vuelve pronto; la canoa vendrá a buscarte.

—El amo de los caballos vive ahí cerca… De paso tendré ocasión de ver si el espía anda por ahí.

La guardia nocturna había abierto la puerta al reconocer en los númidas a los traficantes de Tiro que habían pasado horas antes, y no opuso ninguna dificultad.

En el puerto mercantil no había cesado la ventolera y entraban grandes olas por la boca del Mediterráneo, azobando las naves.

Los cuatro númidas, a pesar del furioso oleaje, echaron al agua el bote, y con algunos golpes de remo condujeron a Hiram a bordo de la hemiolia.

El cartaginés había puesto apenas el pie en cubierta, cuando apareció una sombra delante de él.

—¡Fulvia! —exclamó—. ¿Qué haces a estas horas por aquí, expuesta al viento y a las olas?

—Te esperaba —respondió sencillamente la niña.

—¿Por qué, Fulvia? Nada tenías que temer.

—Te equivocas; poco después de que atravesases la muralla, oí una voz que pronunciaba tu nombre desde el muelle, y esa voz era la de Fegor.

Reinó un momento de silencio.

—¡Fegor ha pronunciado mi nombre!

—Sí, no me equivoco. Entre el ruido de las olas y el rugir del viento, he oído perfectamente cómo decía: «El desterrado de Tiro tiene consigo a la etrusca. ¡Que se guarde de Fegor!».

—Pero ¿es un demonio ese hombre? Le he encontrado en el centro de la ciudad y por poco me hace matar.

—¿Dónde has ido?

—A encontrar a una niña.

—¿La que te envió la paloma?

—La misma.

—¿Quién es?

—Una doncella, ya te lo he dicho.

—¡Ah! ¿Y la amas?

—Locamente.

—¿Pertenece a tu raza?

—Es cartaginesa como yo.

—Me lo figuraba. Has huido del destierro para verla.

—Sí.

—¿Una joven de elevada alcurnia, sin duda?

—El hombre que la ha adoptado como hija es uno de los más opulentos mercaderes de Cartago e individuo influyentísimo del Consejo de los Ciento.

—Entonces fue él quien te hizo desterrar.

—Sí, él —respondió Hiram con rabia—. Descubrió que nos amábamos y me hizo proscribir de Cartago como capitán peligroso para la salvación y la tranquilidad de la república.

—¿Y tú la amas?

—Ya ves, como que por ella me juego la vida.

—Es una cartaginesa —exclamó Fulvia, pasándose una mano por la frente y aspirando profundamente el viento ardorosísimo del simún—. Tiene derecho a amarte.

—¿Qué quieres decir con esas palabras, Fulvia? —replicó Hiram, con inquietud.

—Pensaba que las razas enemigas separadas por un lago de sangre no podían amarse —respondió la etrusca, con voz jadeante.

—¿Por qué?

—Nosotros, etruscos… ¡Ah!… ¡Fegor! ¿No lo oyes?

El guerrero lanzó un rugido de rabia.

Se oía, entre el fragor de las olas y del viento, la voz de Fegor, gritando:

—La etrusca está a bordo… ¡El traficante las pagará todas! ¡Se puede evitar una emboscada en tierra, pero en el mar!… ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

—¡Al agua el bote! —gritó Hiram a los hombres de guardia que estaban echados en la proa, debajo de los genios tutelares que se levantaban en la cornisa.

—¿Qué vas a hacer, Hiram? —preguntó Fulvia.

—Ir a su encuentro y matarlo.

—¿Y mañana?

—Los muertos no hablan.

—Deja que vaya yo. Una palabra mía podrá calmarlo y evitarte quizás algún peligro.

—¿Tú de ese hombre? ¡No! ¡Suceda lo que tenga que suceder!

—Ya está en el mar el bote —dijo una voz.

Hiram saltó en la embarcación antes de que Fulvia hubiese podido detenerlo.

—¡Guárdate de ese hombre! —exclamó Fulvia—. ¡Puede perderte!

—Ya veremos —respondió el cartaginés, mientras sus hombres remaban a toda fuerza.

Pocos minutos después, el bote atracaba en el muelle.

—Esperadme aquí —dijo Hiram, saltando en tierra y empuñando la daga—. Señor espía, ahora nosotros dos.

VII. Duelo terrible

El muelle no tenía en aquel sitio ningún escape, porque terminaba contra una elevadísima torre construida sobre un arrecife que cerraba, por aquel lado, parte del canal que conducía fuera del puerto.

Hiram estaba seguro de sorprender al espía cuya voz había resonado cerca de la torre. Si no había prestamente sobre sus pasos llegado a la puerta de la muralla, tenía pocas probabilidades de escapar a la terrible daga del fiero capitán de Aníbal.

—Si no has huido, te descubriré —dijo Hiram, saltando sobre un montón de cajas y barriles depositados en el andén—. Y cuando te tenga, te arrojaré al agua.

No viendo a nadie, volvió hacia el bote y dijo a los remeros:

—Apostaos en el muelle y cerrad el paso a todo el que trate de ganar la puerta de la muralla.

—Está bien, capitán —dijeron los númidas, sacándose de la faja una especie de hachuelas muy pesadas y hoja larguísima.

Guardadas las espaldas, el cartaginés se adelantó audazmente hacia el torreón, teniendo fijos los ojos en los montones de mercancías descargadas de los veleros el día antes, temeroso de que el espía le atacase a traición o tratase de huir escapando por entre los fardos.

Sólo distaba del torreón cincuenta pasos, cuando vio ponerse rápidamente de pie una forma humana y lanzarse hacia el murallón almenado que cerraba la ciudad.

—¡Hola! ¡Hola! —exclamó Hiram, lanzándose prontamente a su vez hacia el baluarte—. ¡Te he cogido, bribón! No podrás escaparte ahora, pues detrás de mí hay seis hombres prontos a cogerte.

El hombre, viéndose descubierto, volvió hacia el medio del andén, y murmuró:

—He sido un necio.

—Lo mismo digo, Fegor.

—¿Cómo sabes mi nombre, tú, que llegas de Tiro?

—Y sé también el bonito oficio que tienes. ¿Pagan, pues, muy bien a los espías los viejos del Consejo de los Ciento para que trabajen noche y día?

—¡Yo, espía! —exclamó Fegor, rechinando los dientes—. Sabes demasiadas cosas, mercader. Será menester abordar pronto tu hemiolia y pegarle fuego.

—¿Y después?

—Y después matarte, si es que estás vivo mañana, que lo dudo.

—Espero arrancarte el corazón antes de que amanezca.

—Fegor no teme a nadie y tiene las manos listas.

—¡Bravatas! ¡Quiero ver cómo palideces y tiemblas ante la muerte!

Hiram, de un rápido salto, se arrojó sobre el espía, pero éste, que se había puesto en guardia, le esquivó.

—¡Ya te detendrás cuando llegues al torreón! —dijo Hiram, corriendo tras él.

Fegor se detuvo a los cinco pasos y agachándose presentó a Hiram la punta de una daga muy larga, parecida a las que usaban los iberos.

Para quedar más libre se desembarazó de la capa de lana oscura, mostrando el pecho cubierto por una coraza de escamas y placas de acero, dispuestas de manera que, mientras se adaptaban a la forma del busto y a todos sus movimientos, deslizaban una sobre otra según los brazos se levantaban o se inclinaba el cuerpo.

La cabeza del espía estaba, a su vez, defendida por un yelmo de bronce con canilleras, coronado por un grueso botón a modo de cimera.

—¡Por Melqart! —exclamó Hiram, viéndole tan bien cubierto de metal—. ¿Acaso te preparabas para ir a la guerra, espía? ¿Tenías miedo de mi daga cuando me has lanzado contra el elefante?

—Te seguí, con la certeza de que irías a besar los bellos ojos de Ofir.

Hiram, deteniéndose, miró con asombro al cartaginés.

—¡Miserable! —exclamó—. Pero ¿quién eres tú?, ¿un espíritu maléfico o un ser que todo lo adivina?

—Me llamo Fegor.

—Entonces sabrás quién soy, ya que ha salido de tus labios el nombre de la ahijada de Hermon.

—¡No, no! Tú eres un mercader de Tiro —respondió Fegor, con voz irónica.

—Que te matará.

Y diciendo esto, el capitán se arrojó de nuevo sobre Fegor, descargándole un formidable golpe de daga que resonó fragorosamente sobre las placas metálicas del adversario.

Estaba para renovar el golpe, cuando le dio en el rostro un puñado de arena.

—¡Traidor! —gritó, retrocediendo—. ¡Intentas cegarme! ¡No eres un soldado, sino un bandido! ¡Toma ésta!

Fegor se había puesto en pie, alargando su espada, pero no tuvo tiempo de tocar la coraza del guerrero.

Era menester mucho más para habérselas con un hombre de la fuerza y habilidad de Hiram.

Otro golpe de daga no fue capaz de parar y le dio sobre el yelmo, haciéndole retronar los sesos, obligando al espía a romper de nuevo su guardia y retroceder.

—¡Ya traspasaré tus mallas! —gritó Hiram, atacando siempre furiosamente.

La poderosa daga, manejada por un brazo robustísimo, caía fulminante sobre Fegor, que, aturdido por la rapidez de aquel asalto, sólo consiguió parar a duras penas las estocadas que le cogían de través sobre los costados y el yelmo.

En vano el desgraciado saltaba con la agilidad de una gacela a diestra y siniestra, y multiplicaba los amagos y las paracas. La daga de Hiram le amenazaba siempre, obligándole a perder terreno de continuo.

El torreón no estaba ya más que a diez pasos y detrás de la escollera las olas rugían sordamente.

—¡Tente firme! —exclamó Hiram—. ¿No ves que detrás de ti te espera la muerte?

—Ya la veo y la siento —respondió Fegor, con voz afanosa—. Eres invencible… Concédeme un instante de reposo… Deseo hablarte…

—¡Quieres escapar! ¡Cualquiera se fía de un espía como tú!

—¿No ves que estoy casi al pie de la torre y no oyes cómo las olas se estrellan furiosas contra la escollera?

Hiram tuvo un momento de compasión para el miserable; dio dos pasos atrás y se apoyó en la daga, diciendo:

—Te concedo algunos minutos de vida. ¿Qué tienes que decirme?

—Quería preguntarte, antes de morir, si amas a la etrusca.

—No; mi corazón sólo late por la ahijada de Hermon.

—Entonces, ¿por qué la salvaste?

—Porque un día su padre me recogió casi moribundo en las orillas del Trasímeno y me curó, no como a un enemigo, sino como a un hijo.

—Así pues, ¿no la amas? —volvió a preguntar Fegor, con un acento de alegría salvaje.

—Te repito que no.

—Puedes matarme, entonces; muero contento. Le dirás que como ayer no acudió a la cita que le di, antes de tenderte la emboscada para matarte a ti, he degollado a su madre.

—¡Miserable! —exclamó Hiram, avanzando con la daga en alto—. ¡Muerto eres!

Fegor, con un salto de león, se había separado de la torre, corriendo hacia la escollera.

—¡Espera primero que te parta el corazón, espía! —rugió Hiram, corriendo tras él.

Fegor, de un nuevo salto, esquivó el ataque, y en seguida, dejando caer la daga y el yelmo, se precipitó en las olas, que rugían siniestramente, levantándose y bajando.

—¡Ahógate, infame! —gritó Hiram, que bajó a la escollera con la esperanza de que las olas arrojasen el cadáver a la playa.

Fegor había desaparecido. ¿Las olas le habrían arrastrado o bien había quedado sepultado en las arenas del fondo?

En vano Hiram recorrió toda la escollera y registraba atentamente el cabrilleo de las olas.

—Si se ha ahogado, no tenemos ya nada que temer —dijo para sí el cartaginés—. Mi secreto habrá desaparecido con él… ¿Cómo voy a comunicarle a Fulvia la desastrosa suerte de su madre?… ¡Por ahora, nada le digamos!…

En vista de que resultaba vana su espera, volvió al sitio donde le esperaban sus hombres y dio orden de volver a bordo.

Fulvia le esperaba presa de la más viva ansiedad, pero cuando le vio que volvía sin ninguna herida, se difundió una alegría vivísima por su hermoso rostro.

—¿Le has matado? —preguntó.

—Le he obligado a arrojarse al mar.

—Eres un valiente.

—No; no soy más que un soldado.

—Pero ¿estás seguro de que haya muerto?

—No le he visto salir a flote.

La joven etrusca respiró profundamente.

—No hablemos más de él —dijo Hiram—. Mañana enviaré a mis marineros en busca de su cadáver. Retírate ya a tu camarote, Fulvia. No está lejana el alba y mañana tendremos mucho que hacer, pues quiero desembarazarme de toda la carga que hay aún en la bodega.

Toda la noche sopló el simún con violencia extremada, pero al amanecer renació la calma, menos en el mar interior.

Cuando Hiram y Sidonio subieron a cubierta, el sol hacía centellear vivamente las aguas y no caía ya arena.

—Envía algunos hombres a que vayan a reconocer la escollera de la torre —dijo el capitán al hortator—. Deseo cerciorarme de si el espía está muerto.

—¡Hum! —dijo Sidonio—; con lo alborotado que estaba el mar esta noche, quién sabe dónde habrá ido a parar aquella carroña. En fin, miraremos.

—Estaré más tranquilo si se puede descubrir el cadáver.

—Iremos a explorar la escollera, patrón. Hete ahí a los mercaderes, que ya vienen. Hoy vamos a tener mucho trajín, pero esta noche, si quieres, podremos ya salir para Útica.

Algunas embarcaciones, tripuladas por mercantes, avanzaban a fuerza de remos hacia las naves fenicias, que eran muy numerosas y llevaban las riquezas de las islas del archipiélago griego y de las poderosas ciudades de Asia Menor.

Tres o cuatro lanchas habían atracado ya junto a la hemiolia y subido a bordo algunos viejos mercaderes. Los marineros se apresuraban a exponer lo que todavía quedaba del cargo, compuesto casi exclusivamente de piezas de púrpura, artículo, como ya hemos dicho, carísimo y muy buscado y que sólo sabían preparar los fenicios, por ser los únicos que poseían el secreto de aquel tinte flameante.

Todos los Estados del mundo antiguo eran tributarios, en semejante artículo, de los fenicios, no habiendo sido posible a ninguno de aquellos ni siquiera conseguir una imitación de tan magnífica tela, que era sinónimo del poder imperial, y que sólo los ricos podían permitirse el lujo de llevar, pagándose casi a peso de oro.

Y, sin embargo, aquel tinte estaba al alcance de todas las poblaciones costeñas, puesto que los fenicios lo extraían de ciertos moluscos gasterópodos de los géneros murex y púrpura, comunes entrambos en todo el Mediterráneo, y luego fijaban el tinte con un poco de bicarbonato de sosa y de zumo de limón.

Aún hoy en día lo emplean los muchachos de Tiro para teñir de rojo y de azul violeta sus andrajos de lana, pero ya la industria no se vale de aquel medio por el número inmenso de conchas que se necesitaban para obtener una escasa cantidad de aquel espléndido color que tenía la propiedad de hacerse cada vez más hermoso y más vivaz a la luz del sol, en vez de palidecer o marchitarse.

Igual que en los días anteriores, Sidonio se había encargado de las ventas, contratando encarnizadamente con los gordos mercaderes cartagineses, mientras Hiram, temeroso siempre de ser descubierto, se mantenía aparte, charlando con Fulvia, detrás del banco del hortator.

Ya estaban las últimas piezas, regateadas desde hacía dos horas, a punto de pasar a manos de los compradores, juntamente con los últimos vasos que quedaban todavía a bordo, cuando Hiram, que tenía constantemente fijos los ojos en el muelle, respondiendo distraídamente a las preguntas de la etrusca, experimentó un sacudimiento fortísimo.

—¿Qué tienes, Hiram?

—¡Viene! —exclamó.

—¿Quién?

—Ella, Ofir, mi amada.

La etrusca se puso pálida.

—¿Dónde está? —preguntó, tratando de disimular su emoción.

—Su lancha dobla en este momento la punta del muelle de Agger. Viene del estanque de Timer.

Fulvia fijó sus miradas en la dirección que Hiram le indicaba.

Una soberbia embarcación, con las bordas doradas, tripulada por ocho esclavos negros, avanzaba rápidamente al impulso de cortos remos de pala anchísima, manejados con ambas manos, sin apoyo, como aún acostumbran hoy los indios de América del Norte y de los grandes lagos del Canadá.

En el centro, recostada sobre un ancho almohadón de púrpura, una mano abandonada sobre la borda, de manera que los dedos rozaban con el agua, se hallaba una hermosísima doncella, toda vestida de lana blanca ligerísima y muy descotada, con los desnudos brazos adornados de brazaletes de oro en forma de espiral, y en la cabeza un extraño sombrero en forma de mitra de metal precioso, adornado de perlas y esmeraldas.

Se sentaba a su lado una esclava de carnes muy bronceadas, cubierta tan sólo con una especie de taparrabos de repliegues multicolores, y sostenía una sombrilla de hojas de palmera, alternadas con riquísimas plumas de avestruz, blancas y negras.

—¿Vendrá a bordo de tu hemolia? —preguntó Fulvia.

—Así me lo ha prometido.

—¿Con qué objeto?

—Para convencerse de que he salido ileso de la emboscada que me preparó Fegor, en los alrededores de su casa. Sin duda, ha oído los berridos de los elefantes y el estrépito de las armas, desde lo alto de su terraza.

—¿Es cartaginesa esa joven?

—Sí, Fulvia.

—Pertenece, pues, a tu raza.

—¿Por qué dices esto?

—Porque si fuera de distinta raza… —murmuró la joven.

—Prosigue.

No oyendo ninguna respuesta, Hiram se fijó en Fulvia.

El semblante de la joven etrusca se había transfigurado, con una expresión tan bravia, que el cartaginés no pudo menos de hacer un ademán de asombro.

Los ojos de Fulvia lanzaban relámpagos siniestros, y sus labios, rojos y carnosos como cerezas, se habían retraído, mostrando los pequeños y blanquísimos dientes, y sus graciosas líneas se habían tornado duras, casi leoninas.

—¿Qué te pasa, Fulvia? —preguntó Hiram, inquieto.

—Estaba loca —respondió la etrusca, esforzándose en sonreír—. ¿Es Ofir, no es verdad?

—Sí; es Ofir.

—Con ella soñabas cuando en nuestra blanca casita cantaba yo las dulces canciones de mi patria para adormecerte.

—No; entonces ignoraba su existencia.

—¿Entonces la conociste después, en Cartago?

—Eso es, Fulvia.

—Pues eso me gusta.

—¿Por qué, Fulvia?

—Mira, te saluda… y frunce el entrecejo. Quizás no le haga mucha gracia ver cerca de ti a otra muchacha, extranjera por más señas.

—Ofir sabe que la amo y que al venir aquí tan sólo para verla me he jugado la vida.

—Verdad es —dijo Fulvia, con un suspiro y con ligero acento irónico—. No es posible amar a una enemiga de la patria. Es muy hermosa, Hiram; digna de un bravo como tú. Pueda su dulce voz adormecerte y hacerte feliz, como lo hacía yo en las tranquilas y umbrosas orillas del lago Trasímeno.

Dicho esto, se alejó rápidamente hacia popa, mientras la barca dorada de Ofir llegaba bajo la escala de cuerda que Sidonio había hecho bajar de pronto, mientras despedía bruscamente a los mercaderes.

La joven cartaginesa, ligera como un pájaro, se había cogido a la escala, subiendo rápidamente a la hemiolia.

Apenas se encontró delante de Hiram, clavó en él sus profundos ojos negros, en los cuales centelleaba un relámpago de resentimiento.

—¿Acostumbran los mercaderes de Tiro llevar mujeres a bordo de sus buques? —preguntó con cierta acritud.

—No —respondió Hiram.

—He visto, sin embargo, una muchacha a tu lado. ¿Me habré engañado?

—Es una esclava etrusca que salvé ayer de las fauces ardientes de Baal Moloch.

—Hermon habló de unos hombres audaces que habían detenido al sumo sacerdote del dios en el ejercicio de sus funciones.

—Y ésta es la doncella que les fue arrebatada.

—¿Fuiste tú?

—Yo, sí.

—¿Solo contra todos los mercenarios de los cartagineses?

—¿No soy un guerrero y no he combatido como tu padre con el gran Aníbal?

—¿Y si te hubiesen matado por salvar una miserable esclava?

—¡Esclava! No lo era cuando la conocí de niña, cuando su padre, en vez de rematarme, como enemigo de Roma, me recogió en su casa y me curó de la lanzada que me dejara agonizante en el campo de batalla. El istario romano no tuvo tiempo de darme el golpe de gracia, y el padre de esa niña me recogió.

—He tenido culpa al dudar de ti, Hiram, pero yo te amo.

—La mujer que ama duda de todo y de todos.

—Déjame ver a esa niña a quien debes la vida. Te juro que la querré como a una hermana. Que se venga conmigo; será mi amiga y ayudará a nuestra felicidad, si es cierto que no la has amado nunca.

Hiram la miró con recelo.

—¿Temes algo? —la preguntó.

—No, Hiram.

—¿Y si la reconocieran?

—¿Quién se atrevería a disputármela? Hermon es uno de los jefes más influyentes del Consejo de los Sufetas e individuo del Consejo de los Ciento.

—¿La llevarás a Útica?

—Sí.

—Mañana al amanecer andaré delante de Útica. Mis hombres están dispuestos a todo y a matar al odiado rival a quien Hermon te ha destinado.

—Haz lo que mejor te parezca, yo no he amado a aquel hombre que Hermon quiere imponerme porque es un mercader como él, pero sé prudente. Si Hermon sospecha algo, hará guardar la quinta por un grueso destacamento de mercenarios. Ya sabes que lo puede todo, y que en Cartago es como un rey. Y ahora, déjame ver a esa joven.

Hiram sintió una breve vacilación, pero luego se dirigió a popa y se acercó a Fulvia, que estaba apoyada contra la mura, fingiendo mirar los barcos.

—¡Fulvia! —dijo.

La joven no pareció que hubiese oído la voz del guerrero, pues no se movió.

—¡Fulvia! —repitió Hiram, tocándola en el hombro.

La joven, a aquel contacto, se estremeció y, volviéndose hacia él, le miró con ojos humedecidos.

—¿Qué quieres, hermano?

—Ofir quiere verte.

—¿Quiere verme? ¿Por qué?

—Teme que me amas.

—¡Se engaña! —exclamó la etrusca, con voz dura—. ¡Aquí estoy!

VIII. Salvación milagrosa

Hiram se había equivocado al creer que Fegor, acorralado por la daga, asestada por tan diestra mano como la del guerrero cartaginés, había encontrado la muerte en las olas del Mediterráneo.

El espía era hombre de solidez a toda prueba y dotado de extremada energía. Si se había encontrado con un adversario absolutamente invencible y resuelto a romperle la coraza y despedazarle el corazón, no por eso había renunciado a la esperanza de poder salvar aún el pellejo.

Al verse perdido, se había arrojado resueltamente a las olas, contando con la resistencia de sus músculos y su habilidad de nadador.

Sabiendo que sería locura resistir a las olas que se estrellaban con furor contra la escollera, se había dejado llevar por ellas, cuidando de sumergirse para no ser arrojado contra los cimientos del torreón.

Aquella maniobra le salió bien, y finalmente, cuando salió a flote, se encontraba a un centenar de metros de la escollera, y casi fuera del peligro de que la resaca le devolviese allí, por ser en aquel lugar muy poco el oleaje.

—Por lo que parece, Melqart protege no tan sólo a los marinos, sino a los terrestres —murmuró el tunante—. Si consigo doblar la escollera, puedo entrar mañana en la ciudad, y entonces, querido negociante de Tiro, te preparo un jueguecito que vas a sudar de frío.

Se levantó con un poderoso golpe de talones sobre la cresta de las olas y lanzó una rápida mirada hacía el torreón.

—No brillan ni Baal Hamon ni Tanit (el sol y la luna) —murmuró—, pero Fegor tiene ojos que ven en la oscuridad más profunda, y yo te he visto, perro desterrado. Me esperas en la escollera, pero podrás esperar sentado.

Viendo que por aquella parte no podía salvarse, se puso a nadar vigorosamente, doblando la escollera y la torre.

Aquel baño le había devuelto las fuerzas casi exhaustas por aquel largo batallar con el formidable cartaginés; la coraza que aún llevaba era ligera y no le impedía ningún movimiento.

Más allá de la torre se extendía una larga lengua de tierra que corría a lo largo de la boca llamada después por los romanos Agger Scipionis, que conducía al también llamado Stagnum Tuneticum, defendido por aquella parte por las murallas altísimas y almenadas, pues toda Cartago estaba ceñida de sólidos baluartes y torreones imponentes y almenados.

Sabiendo que en aquel lugar no había escolleras, Fegor se dejaba transportar, seguro de varar en la arena o en las dunas.

Ya no distaba más de cien brazas, cuando sintió un violento choque que le hizo volver de lado.

Se dejó caer a fondo, permaneciendo bajo el agua hasta que se quedó exhausta su provisión de aire, y luego remontó a la superficie, presa de vivísima emoción.

—Un tiburón, a buen seguro —murmuró—. ¡Y yo, estúpido, me dejé caer la daga antes de lanzarme al agua! Si la coraza no te salva ahora, Fegor, todo se acabó para ti.

Se puso a nadar velozmente, subiendo y bajando por las olas que no cesaban de empujarle hacia la costa.

Un segundo choque, más rudo y violento que el primero, le arrojó de una parte, derribándole de suerte que quedó con las piernas al aire.

Casi al mismo tiempo se sintió coger a través del cuerpo y apretar poderosamente.

El desgraciado lanzó un grito terrible, y, en seguida, con los puños pegó furiosamente al monstruo que le atacaba ya las placas de su coraza, doblándolas sobre las costillas como si fuesen de cartón.

Sea que se viera sorprendido por aquella inesperada resistencia o que las placas de hierro hubiesen persuadido al escualo de que aquella presa era algo dura para él, abrió las fauces, probablemente también para ver con quién tenía que habérselas.

Fegor, sintiéndose libre, no vaciló en irse a fondo para librarse de un nuevo y más peligroso ataque.

Al tocar las rocas, se agarró a una de ellas, teniendo bien cerrada la boca. Aquella inmersión duró medio minuto, y luego el nadador, que corría peligro de ahogarse, cortó el agua oblicuamente, dejándose arrastrar por una ola que avanzaba.

Por dos veces se sintió llevar en alto y rodar en todos sentidos y otras dos veces cayó precipitado hasta ser arrojado impetuosamente contra las dunas de arena de la playa.

Aunque estuviese desmayado, con las costillas doloridas, por aquella doble dentellada que la coraza no había hecho más que atenuar, no tardó en levantarse y ponerse a cubierto de las olas que el Mediterráneo precipitaba sin tregua.

—Llevaré esta loriga al templo de Melqart —dijo, esforzándose en sonreír—. Sin estas mallas, el monstruo marino me cortaba en dos como a un pobre pulpo, y todo habría acabado con la bella Fulvia…

¡Fulvia! —exclamó un momento después—; también ésa me la habrá de pagar; lo juro por Baal Moloch. Ama a ese pretendido traficante de Tiro; estoy seguro de ello… Te adoran la bellísima hija de Hermon y la etrusca, y esa es demasiada suerte, querido. Tú no me has matado y yo te haré asar en el vientre de Moloch.

Miró a su alrededor: la playa estaba desierta y a cien metros se levantaban las murallas de la ciudad.

—Una noche pronto se pasa —dijo—. Mañana saldrán las barcas del estanque y me será fácil entrar en Cartago y aún llegarme hasta el palacio de Hermon. Voy a dar un buen golpe. Le cree en Tiro y está aquí para burlarle. ¿Dónde encontrar mejor espía que yo? ¡Voto a mil rayos! ¡Van a llorar todos!

Se cavó con las manos un agujero y se metió dentro como una fiera en su cubil.

El simún, que soplaba siempre calidísimo, secó pronto sus vestidos.

Fegor dormía ligeramente desde hacía dos horas, cuando un batir de remos le hizo abrir los ojos. Comenzaban a la sazón a palidecer las estrellas y sólo una leve claridad se difundía por el oriente.

Se levantó al punto, se sacudió la arena y corrió hacia la ribera, por la parte del canal que conducía al Stagnum Tuneticum.

—¡Atraca! —gritó Fegor, dirigiéndose a una barca tripulada por algunos pescadores, la cual bordeaba la costa con rumbo al mar—. ¡Orden del Consejo de los Ciento!

Al oír aquel mando, los pescadores se apresuraron a cruzar el canal y hacer rumbo a la playa. Nadie podía discutir una orden emanada de semejante autoridad.

—¿Qué deseáis, señor? —preguntó humildemente el patrón.

—Que me llevéis en seguida al puerto de los mercaderes. Hermon os recompensará. Silencio en todo y para todo: si reveláis a alguien que me habéis encontrado aquí, no escaparéis a la venganza del Consejo.

—Seremos mudos —respondió el patrón.

Fegor saltó a la barca, se quitó la coraza para hacer creer que era también un pescador, y la embarcación largó al momento, saliendo del canal y doblando las torres que defendían a la ciudad por la parte del mar.

Veinte minutos después entraban a toda vela en el puerto mercantil, cruzándolo en toda su anchura.

Aun cuando no había salido el sol, Fegor distinguió muy bien la hemiolia de Hiram, anclada a corta distancia de aquel muelle donde a poco más pierde la vida.

Al verla relampagueó en sus ojos una mirada feroz.

—Volveos a pescar, y mucho silencio —dijo Fegor a los marineros, cuando la barca tocó en la orilla—. Habéis prestado un gran servicio a la república. No se os olvidará.

Luego, volviéndose hacia la hemiolia, exclamó:

—Veremos si esta tarde estarás aún ahí. Nuestros trirremes y quinquerremes te darán tal abordaje, que te echarán a pique, si es que no prefieren prenderte fuego.

Saltó a tierra, habiendo durado la travesía más de una hora, a causa de haber tenido últimamente la barca que retardar su marcha por el gran número de buques por entre los cuales tenía que deslizarse, se alejó rápidamente, y entró en la ciudad por una de las numerosas puertas abovedadas que salían al puerto.

Se encontraba en los barrios viejos de Cartago, formados por casitas cuadradas, estrechas y altísimas como torres, coronadas por azoteas y separadas unas de otras por tortuosas callejas cubiertas de arena y de toda suerte de basuras.

Fegor se encaminó lentamente hacia la gran plaza de los templos dedicados a Baal Moloch, Melqart y Astarté, la divinidad suprema de los cartagineses, pero al llegar a una calleja transversal y casi abandonada, bordeada de casas semirruinosas, se introdujo por allí, caminando con precaución y recostándose cuidadosamente.

Su rostro se había puesto cadavérico y parecía que le hubiese asaltado de pronto una especie de angustia, una profunda impresión.

—Tal vez sea verdad —murmuró— que los asesinos sienten la imperiosa necesidad de volver a ver a sus víctimas… Puede que hice mal en matar a aquella pobre vieja, pero la pasión por la etrusca me ciega y me obliga a ser tal vez peor de lo que sería.

Se detuvo delante de una casucha de mezquina apariencia, cuya puerta estaba cerrada.

Vaciló algunos instantes y en seguida la echó abajo de una patada; después se internó por un estrecho corredor, de ahumadas paredes, y al llegar al pie de una escalera se detuvo, retrocediendo un paso.

Bajaba sangre hasta el rellano, formando un charco negruzco que exhalaba un olor acre.

—¡Ha muerto! —murmuró el miserable—. Cuando la dejé se revolvía aún en las bascas de la agonía, pero la herida era demasiado profunda para que pudiese sobrevivir mucho tiempo. Mi mano es harto sólida y la daga estaba afiladísima. Pero ¡bah!, ¡era una etrusca!

Subió la escalera y entró en un cuchitril de paredes ajustadas, sin muebles casi; la morada de una pobre esclava.

En medio del pavimento, envuelta en una vieja túnica de lana oscura, yacía una mujer, todavía bella, de cabellos negrísimos, esparcidos, de formas junónicas, semejantes a las de las matronas romanas, con los ojos extraviados y un horrible boquete en la garganta, cubierto de sangre cuajada.

Fegor, con un esfuerzo supremo, se acercó a su víctima, que parecía que le mirase aún, con los ojos llenos de odio, y luego dio un paso atrás, haciendo un ademán de horror.

—¡Mientras este delito, que no era necesario, no me sea fatal! —murmuró—. ¡Oh! ¡Esos ojos me dan miedo!… ¡Diríase que veo en ellos la terrible amenaza de nuestra rival odiada!…

Volvió la espalda al cadáver y bajó como si huyera, respirando a sus anchas en cuanto se encontró de nuevo en la calle.

Prosiguió velozmente su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza, como si temiera que le persiguiese el cadáver sangriento de la madre de Fulvia, con la garganta segada.

Cuando encontró la gran avenida que conducía a la plaza de los Templos, retardó el paso a consecuencia del gentío que circulaba por allí. Largas filas de esclavos iberos, númidas, romanos, negros de las provincias interiores, pasaban y volvían a pasar cargados de mercancías, bajo la custodia de los guardianes, que no economizaban golpes ni injurias para hacerles andar aprisa. Si la esclavitud antigua era suave para las mujeres, no era muy agradable para los hombres, especialmente los robustos.

Si Roma los sacrificaba en sus circos, Cartago, más práctica, los dedicaba enteramente a su comercio y abusaba de sus fuerzas hasta el extremo.

Fegor, que parecía absorto en tristes pensamientos, cruzó la vasta plaza sin mirar siquiera aquellas grandiosas construcciones que podían competir con las del maravilloso Egipto y superar tal vez a las romanas por la riqueza de las columnatas y la suntuosidad de los peristilos, y se detuvo ante el magnífico palacio de Hermon, uno de los más hermosos y vastos de Cartago.

—¿Está el amo? —preguntó a los esclavos que se hallaban en la puerta.

—Está en la azotea —le respondieron.

—Nadie me siga; es asunto del Consejo de los Ciento.

Subió una marmórea escalera, atravesó varias galerías y salió a una inmensa terraza cubierta por un maravilloso velario de púrpura, que debía costar una suma enorme.

Sentado sobre una almohada de igual tela, hallábase un viejo de tez bastante bronceada y casi apergaminada, envuelto en amplísima túnica de lana blanca, que dejaba al descubierto los flacos hombros y los aún más flacos brazos; calzaba sandalias de cuero, atadas con correas doradas y adornadas con perlas y esmeraldas.

—¡Hola, Fegor! —exclamó, viendo aparecer al espía—. Algo importante debe de traerte por mi casa.

—Salve al ilustre Hermon, la mejor cabeza de la república —respondió con deferencia el joven.

—¿Es cosa de esos malditos romanos?

—No, señor; esta vez se trata de un cartaginés.

Hermon miró con asombro al espía.

—¿Se trama, pues, algo dentro de los fuertes muros de Cartago?

—Sí; pero no contra la república, porque el enemigo es demasiado débil, sino contra ti.

—¿Te has vuelto loco, hijo?

—No; estoy muy cuerdo… ¿Está aquí tu ahijada Ofir?

—No; me ha dicho que se llegaba hasta el puerto de los mercaderes para hacer unas compras; han llegado unas naves fenicias, procedentes de Tiro, y sabido es que siempre traen cosas de gusto.

—¡Ya! —dijo Fegor, sonriendo maliciosamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—¿Dónde ha dormido tu ahijada la pasada noche?

—En su estancia.

—¿Y estaba vigilada?

—Sí; por su esclava favorita.

—¿Sarepta?

—Sin duda.

—¿No te engañas?

—¡Que Astarté enloquezca si no es verdad lo que te digo! Pero ¿olvidas, acaso, quién soy? ¿Has venido a hablarme de la república o de mis asuntos particulares? ¿A qué debo atribuir tu impertinente interrogatorio?

Fegor permaneció silencioso, como si no se diera cuenta de la repentina cólera del viejo.

—¿Me has comprendido? Habla.

—Sí.

—¿Qué alegas, pues?

—He venido aquí porque así lo exigen los intereses de la república y tus asuntos particulares.

—¡Que Tanit pulverice a Melqart! No te comprendo.

—Blasfemas inútilmente, señor. ¿Por ventura ignoras con quién hablas? Soy un espía, el Consejo paga mis servicios y yo cumplo con mi deber lo mejor posible.

—Acabemos de una vez. ¿Qué quieres decir? Dime lo que sabes y no prolongues mi impaciencia.

—¿Estás seguro de que Ofir ha dormido durante la pasada noche?

—¿Lo dudas, acaso?

—Pues bien; mientras tú y tus esclavos dormíais, Ofir ha recibido a un hombre en esta terraza.

—¿Se te ha subido a la cabeza el vino de Hispania?

—No he bebido nada.

—¿Y tú has visto a ese hombre?

—Sí, y he tratado de cogerlo.

—¿Quién era? —preguntó el viejo con voz sibilante.

—Era… Alguien ha dicho que un honrado mercader de Tiro.

—¡Un navegante! Pero ¿dónde puede Ofir haberle conocido?

—Eso que te he dicho es lo que parece, pero no lo que pienso yo.

—¿Y qué piensas tú?

—Pienso que es un hombre que podría ser fatal a la república, porque militaba en Italia contra Roma, al lado de Aníbal.

—¡Su nombre!

—Lo conoces ya, pues le hiciste desterrar cuando comprendiste que Ofir le amaba.

—¡Hiram!

—¡Sí, Hiram! Le he reconocido, a pesar de haber transcurrido dos años desde que abandonó Cartago y de ir disfrazado de fenicio. ¿Verdad, Hermon, que soy un espía que vale su peso en oro?

IX. A latigazos

Hermon, furioso y presa de viva agitación, empezó a pasear por la terraza, seguido del espía que sonreía malignamente.

Se detenía de vez en cuando el viejo, para lanzar una blasfemia, o golpear las losas con sus pies, amenazando romper el ligero calzado, ceñido por doradas correas entrelazadas alrededor de sus delgadas piernas.

Después de haber dado siete u ocho vueltas se encaró con Fegor, que le miraba guiñando el ojo y fingía una imposibilidad que estaba muy lejos de abrigar.

—¿Dices que Hiram está aquí?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Un espía no olvida las fisonomías de los hombres. Ahora se hace pasar por comerciante de Tiro.

—De modo que ya no es el formidable guerrero que decidió la victoria de Aníbal en el lago Trasímeno, cargando las huestes romanas con su caballería númida.

—No lo creas. Hace pocas horas, me ha demostrado la fuerza de su brazo. Ningún capitán mercenario de Cartago hubiera podido resistirle.

»Pocos pueden competir conmigo en habilidad y valor, y, sin embargo, me vi en grave peligro. Tuve que arrojarme al mar para conservar la vida.

—¡Tú!… ¿Se habrá equivocado el Gran Consejo? ¿Acaso eres un cobarde?

Fegor hizo una mueca de desdén, y dijo:

—Pon ante mí a todos los capitanes de Cartago y a todos los espías del Consejo de los Ciento, y ya verás quién será el vencido. Pero ese diablo de Hiram es invencible. Tú mismo puedes probarlo enviando en contra suya a alguno de tus guerreros.

—¿Dónde está ahora?

—En el puerto.

—Pero ¿no sabe el castigo que le espera?

—Parece que se burle.

—¿Y qué quiere?

—Quiere a Ofir. Lo demás no lo sé. No puedo adivinar los pensamientos.

—Me has dicho que la pasada noche le ha recibido.

—Sí; en esta terraza. He visto cómo el proscrito subía por una escala de cuerda que le han echado desde arriba.

—¿Quién?

—Eso podrá saberlo la esclava favorita de Ofir.

—La haré azotar, a sangre, hasta que lo confiese todo, aunque deba morir.

—Las mujeres de su casta tienen la piel dura.

—Y los brazos de mis esclavos son aún más duros.

Se volvió Hermon hacia un esclavo negro que permanecía inmóvil a corta distancia, y le dijo:

—Haz llevar a Sarepta al cuarto de baño.

—¿Qué vais a hacer? —dijo Fegor, mientras el esclavo se alejaba.

—Hacerla hablar.

—¡Mientras no haya salido con Ofir!

—Pero ¿dónde estará mi hija?…

—Posiblemente a bordo de la nave del desterrado.

—¡Cómo!, ¡una prometida que dentro de dos días será la esposa de Tsur!

—¿El hijo de un mercader, verdad?

—Y de los más ricos de Cartago.

—Las hijas de los guerreros no amarán jamás a los traficantes de púrpuras y de vasos. Sería como obligar a una etrusca a amar a un galo, a un ibero o a un griego.

—¿Quién se opondrá a mi voluntad?

—¿Quién? El proscrito. ¿Te habías olvidado ya?

—La nave está en el puerto.

—Sí; en el puerto de los mercaderes.

—Esta noche ya no existirá. Una palabra mía, y el Consejo de los Ciento enviará todos los trirremes a incendiarla.

Brilló una siniestra sonrisa en los labios de Fegor. Había logrado su propósito.

—¿Quieres encargarme a mí esa operación, señor? Te aseguro que la hemiolia de ese hombre no volverá a navegar por el Mediterráneo ni regresará a Tiro.

En esto reapareció el esclavo negro, que dijo:

—Sarepta está aquí con su ama y una joven a la que no he visto nunca.

—¿Una esclava?

—No sé, señor, pero no parece cartaginesa.

—Éste es el momento de hacerla hablar —dijo Fegor—; en vez de una esclava tendrás dos a quienes ponerles caliente la piel.

—¡Eh! ¿Hablas de Ofir? —gritó Hermon, mirándole ferozmente.

—No, de la otra, que tal vez haya comprado en alguna nave fenicia.

—¿En la de Hiram quizás?

Fegor miró a Hermon con semblante atónito. Había cruzado por su mente una sospecha terrible.

—Señor —dijo—, no interrogues más que a la esclava de Ofir.

—Y a la otra.

—No —gritó Fegor, que se había puesto palidísimo—. No; a esa no, por ahora… Sarepta hablará.

—Ven.

Bajaron por la escalera que conducía a las habitaciones interiores y llegados a la planta baja entraron en una vasta, sala, de marmóreas paredes, en medio de la cual había un tazón de agua alimentado por un pez enorme de bronce que vomitaba el líquido por gran número de bocas que acribillaban su cuerpo.

Otro esclavo negro, de formas hercúleas, feo como un gorila, dio un paso adelante, mirando al consejero.

—Di a Sarepta que baje y prepara tu látigo de piel de hipopótamo. Quiero divertirme un rato viendo saltar la sangre de la piel de una muchacha.

El esclavo negro desapareció para volver luego, llevando cogida por el brazo a Sarepta, la bellísima esclava númida de Ofir.

La desgraciada, bajo los dedos formidables del gigante que le atenazaban las muñecas, exhalaba sordos gemidos.

Al ver a Hermon, el bronceado semblante de la esclava se alteró, demostrando un terror horrendo.

—¡El amo! —exclamó, tratando de librarse de la apretura del negro.

Hermon fijó en la esclava una mirada feroz, y en seguida, sacudiéndola rudamente, exclamó:

—Esta mañana has acompañado a Ofir, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Dónde habéis ido?

—Al puerto de los mercaderes.

—¿A qué?

—Mi ama supo que habían llegado unas naves fenicias y fue a bordo de una de ellas a hacer compras.

—¿Qué ha comprado?

—Palomas mensajeras.

—¡Palomas! —exclamó Hermon, mirándola con recelo.

—Las que tiene están casi todas enfermas y ya sabes, señor, que las de los fenicios son las mejores y las más hermosas.

—¿Y qué más ha comprado?

—Una joven.

—¿No tenía aún bastantes? ¿Es bella?

—Muy bella.

—¿Griega o española?

—Yo no sé, señor.

—Pero ¿qué capricho le ha dado a Ofir en comprar otra esclava? ¿Comprendes tú, Fegor?

—Demasiado.

—¿Cómo es eso?

—Que Ofir ha visto esta mañana a Hiram en su hemiolia.

—¿A tanto se habría atrevido? —exclamó Hermon, furioso.

Las manos del viejo cayeron sobre los hombros semidesnudos de la esclava, sacudiéndolos tan fuertemente que Sarepta lanzó un grito de dolor.

—¡Habla!, ¡dímelo todo! —rugió.

—Pero ¿qué quieres que diga? —preguntó la númida, temblando.

—¿Ha hablado Ofir con el patrón de esa nave?

—Yo no lo sé, señor, porque yo quedé en el bote.

—Es imposible que no lo hayas visto.

—Pues yo te aseguro, señor, que no he visto nada.

—¡Mientes! Mocar, hazla cantar.

El gigantesco negro cogió un látigo de piel de hipopótamo que estaba colgado de la pared y se arrojó sobre Sarepta como una alimaña.

Resonó un golpe seco, como el repique de unas castañuelas, acompañado de un aullido de dolor.

La terrible tralla había caído sobre las espaldas de la esclava, lacerándole la camisa y dejando sobre las desnudas carnes un surco sangriento.

La joven cayó al suelo retorciéndose desesperadamente las manos y gritando:

—¡Perdón, señor!, ¡perdón!

—Mimas demasiado a tus esclavas —dijo Fegor.

—Tengo bastante dinero para comprar otras —respondió Hermon.

En seguida, volviéndose hacia Sarepta, preguntó:

—¿Hablarás?

—Sí, señor —exclamó con voz destrozada por los sollozos.

—¿Has visto a Ofir hablar con el capitán de la nave?

—Sí.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—No me atrevía.

—¿Ha permanecido mucho tiempo a bordo?

—No.

—¿Qué han dicho?

—Yo no lo sé, porque me hallaba en el bote.

—¿Por qué ha comprado Ofir esa esclava?

—No me lo ha dicho. Tú me puedes matar, pero no hacerme decir lo que no sé.

—¿Dónde está esa esclava?

—En la estancia de Ofir.

—¿Estás segura de que la ha comprado a aquel fenicio?

—Lo ignoro.

—Júralo.

—Lo juro por Tanit.

—Anda a que te cure Humi —dijo Hermon—. Pudieras haberte ahorrado ese trallazo. Otra vez te acordarás.

Sarepta se levantó gimiendo y se dirigió hacia la puerta, seguida por el hercúleo esclavo.

Hermon permaneció silencioso y cabizbajo, como absorto en tormentosos pensamientos.

—¿Qué resuelves, señor? —preguntó Fegor, viendo que no abría los labios.

—¡Furias de Tanit y de Baal Hannon! —gritó el viejo—. Aconséjame tú. ¿Debo verme cara a cara con Ofir?

—¿Por qué no?

—Me da miedo esa niña.

—Pero si ni siquiera es tu hija.

—Si fuese mi hija, no vacilaría en afrontarla. Luego, dentro de dos días debe casarse con Tsur y sería capaz esa muchacha de enviarlo todo noramala y negarse a darle su mano.

—Mientras Hiram esté aquí, se atreverá a todo.

—Tú sabes dónde está su nave.

—He estado a bordo, junto con algunos mercaderes amigos míos para asegurarme de que era Hiram. El Consejo me paga y yo le sirvo.

—Bueno… Pues ¿qué hacemos?

—Darle la batalla a Ofir. Mira que corre peligro de que acaben mal las proyectadas bodas. Hiram no es hombre que vaya a renunciar a su amor. Si ha venido, es porque abriga algún proyecto.

—Entonces, estoy decidido. Veré a Ofir, pero tú me acompañarás; eres más fuerte que yo.

—Las mujeres no me dan miedo: cartaginesas, númidas, griegas, judías, romanas…

—Entonces, ven… ¡Ah! Oye: ¿tendrías valor para arrojar al agua con una piedra al cuello a una muchacha?

—Mándeme el presidente del Consejo de los Ciento, y obedeceré. ¿Se trata de Sarepta?

—No; de la esclava que ha comprado Ofir al proscrito.

—Mañana no estará viva; dame tu negro, y veremos de hacerla desaparecer.

—Vales más que tu peso en oro, Fegor. Acompáñame.

Salieron de la sala del baño, subieron una escalera y después de haber atravesado algunas espléndidas galerías adornadas con magníficos vasos fenicios, llamaron a una puerta de cedro con enormes clavos de metal.

—¿Eres tú, padre? —preguntó Ofir desde dentro—. Puedes entrar; mis habitaciones están siempre abiertas para ti, día y noche.

—No te muestres tan vacilante, señor —dijo Fegor, al ver que el viejo parecía espantado—. Aquí no hay más amo que tú.

Empujaron la puerta y se encontraron en un gabinete que tenía las paredes y el pavimento de mármol verde con vetas negruzcas, del más soberbio efecto.

Derecha ante una enorme copa de basalto, dentro de la cual caía susurrando el chorro de un surtidor, estaba Ofir ocupada en perfumarse con misteriosos ungüentos los bellísimos brazos que, como de costumbre, llevaba desnudos.

Viendo detrás de Hermon al espía, frunció ligeramente el entrecejo.

—No vienes solo, padre —continuó diciendo, mientras seguía frotándose los brazos.

—No; es Fegor; ya le has visto algunas veces en casa —respondió Hermon, con tono ambiguo.

—Es verdad —respondió Ofir, sin dignarse mirar al espía—. ¿Qué quieres, padre?

—Quería preguntarte si esta mañana has ido al puerto mercantil.

—Sí; una simple partida en lancha.

—¿Y nada más?

La joven hizo un gesto de impaciencia.

—¿Soy yo tu esclava para que tenga que darte estrecha cuenta de mis acciones?

—Eres…, tú eres el ama en mi casa, de otra suerte no te hubiera adoptado por hija. Quería preguntarte solamente por esa mujer que has comprado.

—Es una esclava bellísima.

—¿Podría verla?

—No, por ahora —respondió secamente Ofir, continuando en sus fricciones.

—¿Por qué?

—Es un capricho.

—¡Ofir! —gritó Hermon.

La joven se volvió con gesto de fiereza, sosteniendo impávidamente la mirada irritada del viejo.

—Bien, ¿y qué? —preguntó con voz tranquila—. Hoy no sopla el simún y hace un día hermosísimo.

—Es que…, es que… te olvidas de que, cuando el sol haya iluminado dos veces la necrópolis, serás la esposa de Tsur.

—Y no lo olvido.

—Sí lo olvidas…

—¿Cómo?

—Yendo a bordo de una nave fenicia.

—No veo nada malo en eso. También van mis amigas a comprar lo que se les antoja. Y además, no iba sola.

—Has hablado con el capitán sin que estuviese presente tu esclava.

—Para comprar palomas y perfumes para mi tocador, no se necesitan testigos.

—Pero cuando una novia va a hablar con un hombre al que conoce y que no es su futuro esposo, sí —dijo Hermon.

Ofir, al oír aquellas palabras, se estremeció. Dejó de perfumarse los brazos y mirando al viejo con una expresión que no escapó a Fegor, que no la perdía de vista, repuso:

—No sé qué quieres decir con eso, padre —dijo, tratando de aparecer tranquila.

—Lo sabemos muy bien Fegor y yo.

—Entonces, explícate.

—¿Te atreverás a negar que no conoces al capitán de aquella nave?

—No le había visto nunca antes de esta mañana. No he tenido nunca relaciones con los navegantes fenicios que residen en Tiro.

—¿Y si en vez de ser un navegante fuese un guerrero, uno de aquellos capitanes que Aníbal se llevó a Italia?

Esta vez Ofir palideció, pero haciendo un supremo esfuerzo, respondió siempre tranquila, fingiéndose extraordinariamente asombrada:

—¡Un guerrero!, ¡un capitán de Aníbal! No creo que escapase ninguno de aquellos valientes de la batalla de Zama.

—Te equivocas. Le has visto muchas veces a ese falso mercader de Tiro.

—¿Yo? ¿Cuándo?

—Antes de que le mandase desterrado a Tiro para que no te hiciese la corte.

—¡Hiram! —exclamó incautamente Ofir, en un rapto de cólera.

—¡Ah! ¡Ves cómo aún le recuerdas! —gritó Hermon.

—¿Y qué delito sería que me acordara a veces de los amigos de mi padre y de los valientes que dieron su sangre por la patria? ¿Qué pretendes deducir de eso?

—Que el capitán de la hemiolia donde has estado esta mañana no es ningún fenicio, sino Hiram.

Por segunda vez demostró la joven un profundo asombro, y encogiéndose de hombros exclamó:

—La persona o el espía que te ha venido con esos cuentos te ha engañado groseramente. En nada se parece el capitán de Tiro al pobre Hiram.

—Tú creerás eso, pero yo tengo pruebas de que Hiram ha vuelto, y no debe ignorar que los proscritos que osan volver a poner los pies en el suelo de la patria son considerados y tratados como reos de lesa república. Hiram habrá sabido por algún amigo que estabas prometida a Tsur y ha venido de súbito, desafiando la pena de muerte que le espera. Pero el Consejo de los Ciento vela, y esta noche no saldrá Hiram vivo del puerto.

—¿Así pues, vas a hacer matar a un inocente? —preguntó Ofir, trémula de ira.

—Melqart se lo llevará a un paraíso —dijo Fegor, que hasta entonces había permanecido mudo.

—¿Y exterminaréis a toda la tripulación?

—Haremos más: vamos a quemar la nao y los que van dentro… Ven, Fegor… Vamos al Consejo a firmar la orden a fin de que la escuadra se prepare para el ataque… Poco habrá de costarle coger la hemiolia…

El viejo, que parecía asaz irritado, salió seguido del espía. Ofir permaneció inmóvil delante de su tocador, como anonadada por la terrible amenaza que debería costar la vida a Hiram.

—¡Ese miserable Fegor le ha reconocido! —exclamó por fin—. Hay que avisar en seguida a Hiram del peligro que corre. Si antes de pocas horas no ha dejado el puerto, está perdido, y mi felicidad, desvanecida para siempre… ¡Tsur mi esposo! ¡Jamás! ¡Antes la muerte!

Cerró bien la puerta que comunicaba con la galería, dando doble vuelta a la llave, y en seguida llamó a media voz:

—¡Fulvia!

La etrusca, que no había perdido ni una sílaba de aquel coloquio, entró apresuradamente en el cuarto.

—¡Está perdido! —exclamó Fulvia, con desesperado acento—. Todo lo he oído.

—¡Hay que salvarle, Fulvia! Yo no sobreviviré a su muerte.

—¿Tanto le amas?

—Más que a mi vida.

De pronto Ofir se fijó en la expresión del rostro de la etrusca, y cogiéndola por una mano y mirándola a los ojos, exclamó:

—¿Y tú?, ¿sientes algo por él?

—¿Por quién?

—Por Hiram.

—Las mujeres de Italia no aman a los enemigos de su patria —respondió Fulvia—. Sólo pueden, en todo caso, admirarlos; quererlos como hermanos, pero darles su corazón, ¡nunca!

—Había creído por un momento…

—¿Qué?

—Que tú eras una rival mía.

—Te has equivocado.

—Le has conocido antes que yo y se ha estado curando en tu casa. Hiram me lo ha dicho.

—Era un hombre herido.

—Entonces, tú me ayudarás a salvarlo.

—Sí.

—Pero ¿cómo lo haremos para avisarle?

—¿No tienes las palomas? Pues ellas pronto sabrán encontrar la hemiolia. Tal vez Hiram previo el peligro y por eso ideó el medio de poder conjurarlo fácilmente.

—¡Sí! Ahí está su salvación, pero no podremos soltarlas sin que se haya puesto el sol. Hermon debe de estar en acecho y podría haber ordenado a sus esclavos que las mataran a flechazos.

—¿Llegaremos a tiempo?

—Estoy segura de que la hemiolia de Hiram no será atacada en pleno día; podrán acudir en su socorro las otras naves de Tiro.

—¿Y nosotras?

—Mañana partiremos para Útica y desde allí a la quinta que posee Hermon en la costa y en la cual se celebrarán mis bodas.

—¿Irá Fegor?

—No sé… Pero, ven, niña, ven… Vamos a ver nuestras palomas… Esta noche dormirán a bordo con sus compañeras. ¡Ah, Hermon! ¡Quieres atravesarte en mi camino y sacrificar mi vida a aquel hijo de los mercaderes! ¡No conoces aún a Ofir!

X. Rumbo a Útica

Habían terminado los últimas vientos a bordo de la hemiolia y los marineros se disponían a aderezar la cena antes de zarpar.

Hiram, muy inquieto, paseaba nerviosamente por la cubierta en compañía de Sidonio, fijos los ojos en las naves de guerra cartaginesas que, ancladas junto a la boca del puerto, vigilaban sospechosamente los buques griegos y fenicios que entraban y salían.

Hubiérase dicho que husmeaba el peligro y había adivinado la traición que se le preparaba, aun cuando hasta entonces no hubiese nada extraordinario en la flota de Cartago.

—Capitán —dijo el hortator—, me parece que andas muy preocupado. ¿Qué temes? ¿Un huracán?

—No es eso lo que me inquieta —respondió Hiram.

—¿El qué entonces?

—Yo no sé, pero me asaltan tristes presentimientos.

—Dentro de tres horas estaremos lejos de este puerto y pueden echarnos un galgo. Pero ¿has notado algo sospechoso? El único hombre que hubiera podido traicionarte ha muerto.

—Se arrojó al mar; no es lo mismo. Hubiera estado yo más seguro si mi daga le hubiese partido el corazón.

—Imposible que haya podido salvarse con aquel viento y aquellas olas.

—¡Quién sabe! Ea, vamos a cenar.

Hiram, que se hallaba en la proa, mirando hacia el muelle, que poco a poco iba haciéndose invisible por ponerse el sol rápidamente, estaba para irse, cuando sus ojos se fijaron en tres puntos blancos que se cernían a considerable altura sobre las murallas.

—¡Mira! —dijo a Sidonio, señalando con el brazo.

—¿Qué hay?

—¿Son palomas, verdad?

—¡Y qué tiene eso de extraño!, ¡venden tantas los fenicios a los cartagineses!

—No sé por qué el corazón me late con tanta fuerza… ¿Serán las que he regalado a Ofir?

—¡Por Melqart! —exclamó Sidonio—. Hacia aquí se dirigen.

—Me daba la corazonada de que esas palomas eran mías… Pero no esperemos ninguna buena noticia.

—Pronto lo sabremos.

Las tres palomas habían rebasado, siempre a gran altura, las últimas murallas y volaban rápidamente hacia la hemiolia, a corta distancia una de otra.

Las tres palomas cayeron por fin sobre la nave, a los pies de Hiram.

—¡Una lámpara, Sidonio! —gritó Hiram, cogiendo una de las aves y registrando bajo las alas.

Encontró un rollito.

Sidonio apareció con la luz.

—Coge a las otras —le dijo, desenvolviendo el pequeñísimo papiro.

—¡Por Baal y Moloch! —exclamó Hiram al cabo de un momento—. ¡Corremos peligro de muerte!

—¿Qué hay?

—Hemos sido descubiertos y nos va a dar el abordaje esta noche.

—¿Quiénes?

—Los trirremes de la república.

—¿A nosotros?

—Sí, Sidonio.

—Y bien, señor, sabremos vender cara nuestra vida.

—¡Fegor!

—¿Todavía él?

—Sí; él mandará la escuadra cartaginesa.

—¿No murió, pues?

—No; se halla al lado de Hermon.

—¡Es un diablo! ¡Tú, sin embargo, le arrojaste al mar!

—Y el mar le arrojó a tierra.

—¡Quiera Melqart que me lo encuentre delante para partirle el cráneo de un hachazo! Pero ¿qué te dice Ofir?

—Que he sido descubierto y que huya sin dilación.

Sidonio, haciendo bocina de sus manos, gritó:

—¡A cenar en el mar! ¡A su puesto los remeros!, ¡a cubierta las armas!

Los cincuenta númidas que estaban cenando en proa dejaron las escudillas de barro cocido sobre las bordas y se dispersaron como una bandada de pájaros.

En un abrir y cerrar de ojos, subieron a cubierta escudos, armas, haces de flechas, y en seguida bajaron treinta hombres a los bancos, sacando los remos a través de las portas.

—¡Cortad los cables! —gritó Sidonio—. ¡Dejad perder el ancla! ¡Boga!

La hemiolia se apartó de la ribera. Pocos minutos habían bastado para prepararse al combate.

Hiram se había puesto rápidamente la coraza y de un salto había subido al banco del hortator, mirando atentamente hacia la boca del puerto.

Los trirremes, en número de más de doce, que hasta entonces se habían mantenido alejados de los muelles, habían levado anclas y se agrupaban delante del canal.

Se debió recibir orden inesperada de que las tripulaciones se dispusieran para algo grave en el puerto mercantil.

—¿Ves, Sidonio? —preguntó Hiram.

—El aviso ha llegado tal vez demasiado tarde —respondió el númida—. La cosa es grave, pero no desesperada.

—Son muchos, Sidonio.

—Si nos dan el abordaje, les lanzaremos los corvi y veremos si esos mercenarios plantarán cara a nuestros númidas. Nuestras hachas de guerra, manejadas por robustos brazos, abrirán espantosa brecha en esa masa de carne extranjera.

Hiram no respondió; miraba las naves de la república que se iban reconcentrando lentamente en la boca del puerto, formando dos filas profundas y formidables.

Eran doce o catorce buques mucho mayores que la hemiolia, semejantes a las famosas navi longua de los romanos, provistas de tres, cuatro y aun cinco órdenes de remos, verdaderos navios de línea, provistos sobre el puente, de torrecillas que servían para apostarse los arqueros.

—¡Preparad los corvi! —gritó Hiram.

Los corvi, invención romana que los fenicios se habían apresurado a adoptar, después de la victoria alcanzada en Milae (Milazzo) por C. Duilio sobre los cartagineses, no eran en suma más que unos puentes volantes provistos de arpones de hierro.

Servían para detener los buques enemigos en plena marcha, para impedirles servirse del espolón y permitir a las tripulaciones subir al abordaje y empeñar el combate cuerpo a cuerpo.

Tales puentes servían admirablemente a los legionarios romanos, poco prácticos aún en cosas del mar.

Los númidas, sobre cubierta, al mando de Hiram, habían izado en un momento cuatro corvi, colgándolos de los palos que habían levantado rápidamente, siendo desmontables.

Sidonio se había situado en el banco del hortator, empuñando una maza de madera y poniéndose delante de un disco de bronce para acompasar los golpes de los remeros.

—¿Estáis preparados? —dijo.

—Sí; todos —respondió Hiram.

—¡Boga!

La hemiolia se deslizó al impulso de los primeros golpes de remo, y en seguida emprendió la ruta del canal que ponía el puerto mercantil en comunicación con el Mediterráneo.

Como si aquello hubiese sido una señal, se movió a su vez la escuadra cartaginesa.

—¡Sidonio! —exclamó Hiram—; se preparan a echársenos encima y hundirnos a golpes de espolón.

—También tenemos espolón nosotros —respondió Sidonio—. Manda a la gente a cubierta que empuñen las hachas y se tengan prestos detrás de los corvi.

—No te inquietes por eso —dijo descolgando de la mura una pesada hacha de bronce—. Piensa en cortar los espolones del enemigo; yo me encargo de impedir el abordaje.

Una voz que partió del trirreme más cercano se dejó oír:

—¡Retirad los remos! ¡Orden del Consejo de los Ciento!

Hiram, subiendo al banco del hortator, respondió:

—¿Qué queréis?, ¿quién eres tú?

—Retirad los remos —repitió la voz.

—¡Maldición! —exclamó Hiram—. ¡Es ese perro de Fegor! ¡El mar no lo ha querido!

—¡Obedece! —gritó el espía.

—¿A quién? —dijo Hiram, en tono irónico.

—A la orden del Consejo.

Hiram, volviéndose hacia la nave enemiga, repuso:

—Los mercaderes de Tiro no reconocen más Consejo que el suyo. Tengo prisa por salir del Mediterráneo para aprovechar el poniente que sopla.

—Esta noche no puede salir del puerto ninguna nave.

—¿Quién me lo impedirá?

—La escuadra de la república.

—No me importa nada lo que dices, Fegor redivivo… Largo, o embisto a tus barcos.

Una risa estridente fue la contestación.

—¿Me has entendido, Fegor, perro espía? —gritó Hiram furibundo.

—¡Hola! ¡Me has reconocido! Ahora te pagaré los cintarazos que querías darme y el salto que me has obligado a hacer al mar… Boga, y embiste, pues.

—¡Sidonio! ¡A él! —gritó Hiram.

El piloto arrojó el martillo y rechazó al marinero que sostenía el larguísimo remo que servía entonces de timón.

—¡Boga todo! ¡Pronto a los corvi!

La nave mandada por Fegor, un grueso quinquerreme, avanzaba velocísimo contra la hemiolia, para embestirla por la proa.

Llegados a treinta metros, los arqueros que estaban detrás de las muras y en lo alto de las torres lanzaron una nube de flechas incendiarias, que surcaron las tinieblas, silbando y dejando en pos de sí un rastro de chispas.

Algunas se clavaron en los costados de la hemiolia, pero los veinte númidas, que estaban ocultos detrás de los corvi, levantados, se apresuraron a apagarlas con cubos de agua ya preparados en gran número detrás de la borda.

En el mismo momento, Sidonio, con un poderoso golpe de timón, lanzaba a la nave fuera de línea, para no ser golpeada por el poderoso espolón del quinquerreme que ya amenazaba de cerca.

—¡Capitán! —gritó—. ¡Da dentro!

La hemiolia, hábilmente guiada, se deslizó por estribor del quinquerreme, evitando así el abordaje que podía ser funesto a los númidas.

—Te saludo, Fegor —gritó Hiram, lanzando con toda fuerza su pesada hacha de guerra sobre la nave enemiga, con tal precisión, que rompió el yelmo y la misma cabeza del hortator—. ¡Sigúeme al mar, si puedes!

Pero la lucha no había acabado aún, sino que apenas había comenzado, puesto que la escuadra entera se precipitaba sobre la hemiolia como una jauría de molosos contra un jabalí.

Flechas incendiarias surcaban el aire en todas direcciones, amenazando con prender fuego en la nave de Hiram, acompañadas de una tempestad de venablos y de hachas lanzadas con gran furia.

—¡Sidonio! —gritó Hiram.

—No temas, señor —respondió el piloto—. ¡Boga!, ¡boga!

La hemiolia, a pesar de encontrarse ante un enemigo tan poderoso que le atacaba por todas partes, avanzaba siempre con tal audacia que llenaba de asombro a los mercenarios que se asomaban a las bordas de las naves cartaginesas.

Sidonio, que no tenía par en el manejo del largo remo que servía de timón, la guiaba con mano de hierro, haciéndola deslizar por donde veía paso.

Entre tanto, Hiram y los veinte númidas que se hallaban detrás de los corvi levantados respondieron vigorosamente asaeteando a los enemigos con flechas y con hachas y aullando como bestias feroces para hacer creer que eran en mayor número.

—¡Valor, númidas! —gritaba Hiram—. ¡Pasaremos! ¡Boga!, ¡boga!

De pronto un acatium, uno de los pequeños veleros que servían de aviso, se destacó del grueso de la escuadra y se lanzó resueltamente hacia la hemiolia, cerrándole el paso en el momento en que estaba para escabullirse de las naves que llegaban demasiado tarde al ataque.

—¡Sidonio! —había gritado Hiram, que, aunque luchando ferozmente, no perdía de vista un momento a los navios enemigos.

—Ya lo veo, capitán… —respondió el hortator, que conservaba una sangre fría maravillosa.

De un inesperado golpe de remo hizo desviar la nave y la lanzó contra el acatium, que parecía resuelto a no moverse del puesto.

—¡Dale!, ¡remad a toda fuerza!

La hemiolia, con un verdadero salto, cayó sobre la nave, alcanzándola algo delante de la rueda de proa.

El rostrum, gigantesco espolón de bronce que emergía a flor de agua, describiendo una ligera curva, y de solidez a toda prueba, embistió poderosamente, hundiendo de golpe siete u ocho tablas.

Se levantó un grito de espanto a bordo de la pequeña nave, mientras los remeros bogaban atrás para desprender el rostrum que se había sepultado profundamente en el casco del acatium.

Sidonio, de otro golpe de timón, hizo desfilar la hemiolia por delante de la proa de la nave destrozada y la enderezó hacia el canal, que ahora estaba muy cerca.

Las tripulaciones enemigas, viéndola huir, viraron, al mismo tiempo que le arrojaban toda suerte de proyectiles.

Sin embargo, las naves, para mayor dificultad, con los remos que chocaban unos con otros, por hallarse casi a tocar buque con buque, perdían camino.

—¡Boba! ¡Boga!, ¡a todo remo! —gritaba Sidonio.

La hemiolia cruzó como un rayo por delante de las naves cartaginesas, y embocó el canal entre los aullidos furiosos de las tripulaciones enemigas que veían escapárseles aquella presa que tan fácil habían creído encerrar dentro de un círculo de hierro y echarla a pique, o cuando menos incendiarla.

Hiram, después de haber arrojado otra hacha a cubierta de la nave más cercana, rompiéndole el yelmo a un arquero que iba a lanzar una flecha incendiaria, se fue corriendo hacia Sidonio, que reía a mandíbula batiente.

—Te debemos la vida —exclamó.

—Simple maniobra de buen piloto —respondió el hortator—. Pero no creas que se haya acabado todo, capitán. Reina mal viento en el mar y no sé si alguna nave no nos dará todavía caza, para saber, cuando menos, dónde vamos a refugiarnos. Trataremos de engañarla, si es así, y la haremos correr si es posible hasta Melita (Malta).

—Es que no quiero que se sepa dónde vamos; debemos sorprender al viejo Hermon y al futuro esposo de Ofir, en Útica.

—Entonces no veo más que un medio; atraer a alta mar, lo más lejos posible, algún quinquerreme y presentarle batalla.

—Callemos; el paso es peligroso con esta velocidad y podría darse el caso de que delante de nosotros hiciesen el crucero otros buques.

—También escaparemos de ellos.

—Si Melqart quiere.

La hemiolia, que no había refrenado la marcha, estaba para salir al Mediterráneo. El paso era estrecho y se hallaba defendido por macizas torres.

Antes de que los mercenarios que guarnecían aquellas sólidas construcciones se hubiesen reunido, la hemiolia podía ponerse fuera del alcance de sus flechas incendiarias y de los proyectiles lanzados por las catapultas.

Y, en efecto, apenas el eco de los gritos de alarma lanzados por los marineros de la escuadra de Cartago había llegado a las torres, ya la nave de Hiram pasaba como una saeta por delante de las últimas torres y se lanzaba sobre las olas del Mediterráneo.

Como había predicho Sidonio, reinaba mal tiempo fuera del puerto. El simún había cobrado nueva impetuosidad por la tarde y levantaba grandes olas que se encrespaban rabiosamente con mil mugidos.

—Mala noche para abordar en Útica —dijo Sidonio a Hiram.

Éste no respondió; tenía fija su atención en una masa negra que en aquel momento salía del canal.

—Mal tiempo, y enemigos detrás —murmuró Hiram—. Que Tank y Melqart nos la deparen buena.

XI. El abordaje

Viendo Fegor huir a su inapresable adversario, debió de dar orden a alguna de las más sólidas y veloces naves de la escuadra de que dieran caza a la hemiolia, al menos para asegurarse de dónde había ido a refugiarse, para impedirle que fuese a perturbar las bodas de Ofir y el hijo del rico mercader.

Y en efecto, mientras el grueso de la escuadra volvía a su fondeadero y enviaba los botes a recoger a los tripulantes del acatium que se estaba hundiendo, un poderoso quinquerreme atravesaba a toda velocidad el canal, lanzándose a la pista de los fugitivos.

Debía de estar, por cierto, bien tripulado por gente de hígados, para tratar de perseguir a aquella hemiolia que por sí sola había desafiado una tan poderosa escuadra, formada por los mejores buques de la república.

Hiram, por no ser muy oscura la noche, brillando todas las estrellas, la había percibido muy bien, y por seguro que estuviese de la pericia, abnegación y fidelidad de su gente, sintió oprimírsele el corazón.

No le halagaba gran cosa, a él, hombre de tierra, un combate por mar, teniendo que plantar cara a un enemigo tres o cuatro veces superior en número.

Se acercó a Sidonio y pudo ver que la frente del viejo e intrépido piloto se fruncía.

—¿Qué hay? —preguntó Hiram.

—Capitán, será imposible resistir mucho tiempo con nuestros cien remos. La gente de a bordo tiene músculos de bronce, pero también se cansa.

—¿Dónde nos llevas?

—Por ahora a la punta de la isla de la miel (Malta). Veremos si engañamos al quinquerreme.

—A Útica debemos ir.

—Ya iremos, si logramos zafarnos de ese maldito tiburón… ¡Oh! ¡Si la noche fuese más oscura!

—¡Si pudiésemos aumentar nuestra velocidad!

—Veremos —murmuró Sidonio.

Bajó al entrepuente, donde treinta númidas, sentados en los bancos, remaban furiosamente, tendiendo los músculos hasta a punto de rompérselos.

—¡Hola! —dijo—. Tenemos detrás un quinquerreme que viene al abordaje y hemos de jugarnos la piel. ¿Puedo contar con un supremo esfuerzo de vuestros remos para intentar un falso salto?

—Sí, hortator —respondieron los remeros.

—¿Por cuánto?

—Doscientos golpes.

—¡Bravo! Esperad mi mando.

Volvió a cubierta y se reunió con Hiram en el castillo de popa, desde donde el cartaginés estaba observando la nave enemiga.

—Avanza como un delfín. Deben de ser griegos.

—Y nosotros númidas.

—Es verdad, patrón, pero somos treinta contra ciento.

—¿Podemos intentar algo? —preguntó Hiram.

—A ver si nos zafamos.

—¿Y si no lo conseguimos?

—Entonces, al abordaje.

—¿Podrán servirnos los corvi con un mar tan agitado?

—Probaremos… Creo que el momento es propicio.

—Da, pues, la voz.

Sidonio se sentó en el banco y comenzó a pegar precipitadamente con el mazo sobre el disco de bronce.

Parecía como si la hemiolia se levantase toda entera sobre las olas, corriendo la nave con una marcha violentísima.

Pero también el quinquerreme redoblaba su marcha.

—Capitán —exclamó Sidonio con voz alterada—, esa gente no nos sigue para ver dónde vamos, sino para darnos batalla. Es inútil cuanto hagamos. Los tendremos encima dentro de poco.

—¿Qué hacemos, pues?

Sidonio reflexionó un momento y repuso:

—No conviene que nuestros remeros se queden exhaustos de fuerzas. Ya es inevitable el abordaje y, si los brazos no son sólidos, no se puede confiar en la victoria.

—Preparémonos para la lucha suprema y no pienses ahora en otra cosa. Da las órdenes para el abordaje.

Sidonio se lanzó a la escotilla y gritó con voz tonante:

—¡Veinte hombres a cubierta!, ¡diez al remo!, ¡vivo!, ¡al abordaje!

Y volviéndose en seguida a los otros que habían levantado los corvi:

—Coged las hachas, amigos… ¡Valor y adelante siempre!

El quinquerreme, seguro de acabar fácilmente con aquella nave que no llegaba ni a la mitad de su porte y con tan escaso número de remos, avanzaba con furia para hundir un espolón en medio de la popa de la hemiolia y hundirla de un solo golpe.

Todos los hombres de combate estaban formados detrás de las muras del puente, que era alto, y en la cima de las torrecillas, una a proa y otra a popa.

Para desdicha suya tenía que habérselas con un piloto hecho a todas las astucias, con poderosos brazos que manejaban el remo como si fuese una paja y que difícilmente se dejaban sorprender.

Cuando Sidonio vio el quinquerreme a sólo quince brazas de distancia y que le era imposible a aquélla, con la velocidad que llevaba, detenerse bruscamente y desviar la ruta, con un poderoso golpe del timón arrojó a la hemiolia fuera de la línea que seguía, y luego, haciendo virar casi en redondo, la lanzó derechamente contra estribor del buque enemigo, gritando a la vez con voz tonante:

—¡Fuera remos! ¡Todo el mundo a cubierta!

Hiram, por su parte, se había lanzado hacia los dos corvi de babor, embrazando con la izquierda el escudo y empuñando con la derecha un hacha de guerra que solamente sus hercúleos brazos hubieran podido blandir fácilmente.

—¡Ataja! —gritó.

La hemiolia, que corría en sentido inverso, pasaba en aquel momento costado contra costado, por el lado del quinquerreme.

Los dos corvi, que tenían cuatro metros de largo y dos de ancho, cayeron de un solo golpe, clavándose profundamente sus sólidos arpones de hierro en la mura.

Los dos barcos, detenidos en plena marcha, sufrieron un brusco sacudimiento, levantando entre ellos una altísima oleada que llegó hasta las bordas.

Hiram se había lanzado rápidamente sobre el primer puente volante, mientras el hortator, que empuñaba una porra española, se había precipitado sobre el segundo.

Los númidas los habían seguido profiriendo aullidos salvajes.

Cuatro mercenarios, los primeros que se hallaran cerca de los arpones, se habían arrojado impetuosamente contra Hiram.

Por cuatro veces se levantó el hacha del capitán, y los cuatro mercenarios cayeron al mar con las armaduras destrozadas.

—¡Adelante, mis valientes! —había gritado el héroe, cruzando el puente volante.

Pero los marineros del quinquerreme no permanecían inactivos. Mientras los que estaban en las torres lanzaban flechas y piedras, otros se habían arrojado en masa sobre los extremos de los corvi pura, cerrar el paso a los númidas, que estaban a punto de invadir la cubierta.

Eran tres veces superiores en número, y tal vez más, todos defendidos con corazas y armados de dagas, hoces y picas de aguda punta en forma de hoja de árbol.

Hiram se arrojó resueltamente en lo más recio de la boya, abriéndose plaza a grandes golpes de hacha para dar paso a los númidas que le seguían.

Parecía el genio de la guerra.

Cuantos intentaban cortarle el paso caían muertos o moribundos a sus pies.

—¡Paso! —gritaba—. Paso u os extermino a todos.

Los númidas, hombres todos ellos de robustos brazos, le sostenían gallardamente, rechazando con sus escudos las lanzadas asestadas contra ellos y moviendo las manos con terribles resultados.

También Sidonio había logrado saltar a cubierta de la nave cartaginesa y arrastrar a sus hombres con ímpetu irresistible, abriéndose un gran surco sangriento entre los mercenarios que defendían encarnizadamente el castillo.

Por espacio de diez o quince minutos fue un batallar tremendo y con muchos muertos por una y otra parte, hasta que de pronto, en aquel horrible fragor, se dejó oír un grito que hizo cesar el estrago.

—¡Fuego a bordo!

Este grito había sido proferido por los arqueros de la torrecilla de proa. Seguramente a alguno de ellos se le había caído una flecha incendiaria y había incendiado las otras, que se hallaban en un depósito del entrepuente.

Hiram, viendo levantarse una nube de denso y negro humo, junto con un torrente de chispas, había mandado a su gente que se hiciese atrás en seguida.

Con algunos golpes de hox se desembarazó de los mercenarios que le tenían encerrado en un círculo de hierro, y trató de ganar el corvus.

Si el quinquerreme se incendiaba, iba a correr igual suerte la hemiolia, que estaba sólidamente atracada a aquél con los arpones y podía correr igual peligro.

—¡En retirada! —gritaba también Sidonio a sus hombres.

Por su parte, los mercenarios, espantados por las llamas que habían envuelto la torrecilla con prodigiosa rapidez, no oponían ya gran resistencia, presurosos por salvar su nave.

En un momento los númidas estuvieron sobre los puentes que repasaron con toda rapidez.

—¡Ataja!, ¡ataja! —gritó Hiram, al ver que un tropel de mercenarios se preparaba a pasar a su vez por los corvi, demasiado sólidamente enganchados para poder ser levantados a brazos.

Pocos hachazos bastaron para romper las tablas, haciendo caer al mar a los enemigos que se hallaban encima.

—¡Larga!, ¡larga! —gritó entonces Sidonio.

Algunos númidas subieron remos a cubierta, y con un empuje vigoroso alejaron la hemiolia, que amenazaba chocar contra el costado de la nave enemiga por el ímpetu de las olas.

Ya era tiempo, porque empezaba a caer sobre cubierta una lluvia de centellas.

El quinquerreme ardía como un montón de leña seca. La torrecilla había sido en un momento consumida por el fuego, que por no haber sido sofocado prontamente se había propagado con espantosa rapidez, invadiendo el castillo de popa y comunicándose a las muras.

Aquellos buques estaban tan alquitranados y barnizados de materias resinosas, que cuando estallaba un incendio a bordo difícilmente podían salvarse, por carecer de bombas, máquinas enteramente desconocidas a la sazón.

Los mercenarios y remeros habían acudido con cubos, pero era ahora echar más lefia al fuego.

En medio de aquella hoguera infernal, se oían voces de mando, rugidos, imprecaciones.

Todo el mar, alrededor del quinquerreme, aparecía enrojecido como si cayeran torrentes de azufre por los flancos de la nave.

La hemiolia, guiada por Sidonio, se había alejado precipitadamente, bajo las nubes de chispas que levantaba el viento.

Hiram miraba, con el corazón oprimido, cómo se propagaba el incendio. Su alma generosa no podía asistir indiferente a aquella catástrofe que, tarde o temprano, debía destruir centenares de vidas.

—¡Sidonio! —exclamó—. ¿Hemos de consentir que perezcan miserablemente esos héroes? ¿No hemos de acudir en su auxilio?

—Pero ¿qué diablos quieres que hagamos, capitán? —preguntó el hortator, con acento burlón—. ¡Ya verías cómo corrían a salvarnos a nosotros si hubiese sido la hemiolia la que tuviera fuego a bordo! Déjales que se mueran, tostados o ahogados; para el caso da lo mismo, y aprovechemos la ocasión para hacer rumbo, ya que nadie nos viene ahora a la zaga. Dentro de media hora el quinquerreme yacerá en el fondo del abismo.

Hiram iba a responder, cuando Sidonio exclamó:

—¡Hola! ¡Ya me lo sospechaba yo! ¿No ves en lontananza unos puntos luminosos?

—Sí, los veo; deben de ser chispas del incendio de la nave cartaginesa.

—Pues no hay nada de eso, capitán Hiram. Son las luces de la escuadra cartaginesa que acude en auxilio de la nave incendiada… ¡Mientras nos quede tiempo para escapar! ¡Hola! ¡A los remos!

Los remeros bajaron a coger los remos, y la hemiolia, que estaba de tenida a cien brazas del quinquerreme, emprendió de nuevo la escapatoria hacia el norte, sin alejarse mucho de la costa.

Fuera de la luz proyectada por el incendio, no había, por lo pronto, nada que temer.

La escuadra, entre tanto, hacía fuerza de remos para acudir en socorro del quinquerreme, que ardía de popa a proa.

Pocos se salvarían.

—Están perdidos —exclamó Hiram, con voz angustiada, mirando a Sidonio, que no quitaba ojo del quinquerreme incendiado.

—En verdad, no quisiera encontrarme en su pellejo —respondió Sidonio—. Si la escuadra es conducida con destreza, aún llegará a tiempo de salvar a algunos. Preferiría, sin embargo, que siguiera en el puerto.

—¿Por qué?

—Porque nos darán caza. Los mercenarios no nos dejarán tranquilos.

—Por fortuna, ignoran nuestro rumbo.

—Puede, aunque bien podrían estar enterados. Entre tanto, procuremos avanzar para desaparecer pronto en el golfo.

—¿Cuándo se casa esa muchacha?

—Mañana por la noche.

—Procuremos, pues, estar mañana antes de la puesta del sol más allá del promontorio de Apolo, y a favor de la oscuridad pondremos la proa al sur.

—Veremos si engañamos a ese perro de Fegor. ¿Se encontraría a bordo del quinquerreme? ¡Qué fortuna entonces!

—No lo creo; nos habría dicho algo. Ese espía es aficionado a dejar oír su voz.

—¡Buenas noches! —dijo Sidonio.

—¿A quién lo dices?

—Se va a fondo.

Hiram miró; el desgraciado quinquerreme se hundía entre nubes de humo y llamaradas rojizas.

Ya las otras naves lo rodeaban. La escuadra había llegado a tiempo para recoger los últimos supervivientes.

—Se acabó, mi capitán —exclamó Sidonio, frotándose las manos—. Lo que ahora nos conviene es andar aprisa y bien.

—Mal pecado, que el tiempo se ponga feo. ¡Ea, amigo!, ¡boga!, ¡boga!

Toda la noche la afortunada hemiolia continuó haciendo rumbo al norte. Antes del amanecer habían remontado ya el promontorio de Apolo que con el de Mercurio cerraba la vasta bahía de Cartago, pero, aun así, continuaba la hemiolia rumbo al norte, sin atreverse a mostrarse en pleno día en aguas de Útica por temor a encontrarse con la escuadra de Cartago.

El mar, como había previsto Sidonio, no estaba nada bueno; más allá del promontorio soplaban poderosas ráfagas del norte, alborotando las aguas y levantando enormes olas que dificultaban no poco el avance de la hemiolia y fatigaban a los remeros.

Todas las señales indicaban la inminencia de una borrasca, y, en efecto, al mediodía se extendían sobre el Mediterráneo densas nubes procedentes al parecer de Sardinia (Cerdeña), mientras el viento se hacía cada vez más violento, levantando monstruosas olas.

No era prudente apartarse demasiado de las costas de África y continuar rumbo al norte. El mar podía ponerse feo, de otra suerte, y ser obstáculo al retorno de la hemiolia a la bahía de Cartago.

La hemiolia, a pesar del oleaje, resistía admirablemente pues los fenicios sabían procurar a sus naves una gran resistencia, nunca igualada por griegos ni romanos.

Se realizó, pues, felizmente el retorno a la bahía, y después de puesto el sol, la hemiolia avanzaba silenciosamente hacia Útica, echando el ancla a quinientos metros de la playa, al norte de la ciudadela.

—¿Ves esas luces? —preguntó Hiram a Sidonio.

—¡Ya lo creo!

—Alumbran la quinta del viejo Hermon. ¡Allí late el corazón de Ofir!

XII. En Útica

Cartago y Útica eran las dos colonias más importantes que habían fundado los fenicios, aquellos intrépidos corredores del Mediterráneo y aun del Atlántico.

Incierta es la fundación de ambas, pues con la desaparición de aquellas ciudades, vencidas y destruidas por el hierro y por el fuego de los romanos, después de largas y sangrientas guerras, todo quedó perdido y poquísimos documentos escaparon a las llamas.

Parece, sin embargo, que eran mucho más antiguas que Roma y habían alcanzado en poco tiempo un poderío envidiable, extendiendo sus conquistas hasta el territorio de los númidas, por occidente, y hasta el desierto de la Sirte Menor por oriente.

Quieren algunos, sin embargo, que aún fuera más antigua Útica que Cartago y la tienen por la primera factoría abierta por los navegantes fenicios y contemporánea de Gades, o sea Cádiz, que era a la sazón un gran emporio comercial, célebre por sus industrias metalúrgicas.

Parece también que Útica y Cartago debieron su existencia a razones más políticas que comerciales, especialmente la última.

Discordias nacidas en el gobierno de Tiro, la opulenta ciudad de los fenicios, que había absorbido la civilización de Egipto y Caldea, junto con su decadencia después de haber irradiado sobre el mundo con su poderío y con su esfuerzo, que costaron ríos de sangre, movieron a una fracción aristocrática, que sucumbiera en la lucha, a buscar otra tierra lejos de la madre patria.

La tradición señala como jefe de aquellos emigrantes, que debían más adelante sostener los poderosos ataques de los romanos, a la viuda del sumo sacerdote Melqart, jefe de la aristocracia, asesinado por su cuñado en el año 813 antes de Jesucristo, y usurpador del trono.

Sea como fuese, tuvieron feliz acierto aquellos colonos en la elección del lugar y la situación de las dos ciudades, pues si hubiesen logrado hacer frente a la república romana, hubieran sido los mayores emporios comerciales de Occidente.

El asedio de la gran Tiro, por espacio de trece años, puesto por Nabucodonosor, ocurrido a mediados del siglo VI antes de Jesucristo, fue causa de una nueva corriente emigratoria a Útica y Cartago, que ahora consideraban los fenicios como una nueva patria.

Si Cartago era vasta y poderosa, no lo era menos Útica, y rivalizaba con aquélla en esplendor.

Igual que la primera, tenía famosos templos dedicados a Astarté, la Venus Sidonia, a Esalapio, a Palas, la bella y austera divinidad nacida en aquella ciudad africana, murallas y baluartes inmensos, diques colosales, un arsenal grandioso, un bestiarius o circo, donde los esclavos, a usanza de los gladiadores romanos, combatían contra las fieras, inmensas cisternas y espaciosas plazas.

No era aún Cartago, pero poco tenía que envidiar a su soberbia hermana, asentada en el fondo de un ancho y pintoresco golfo.

Anclada sólidamente la hemiolia por proa y por popa, en medio de la borrasca que continuaba siendo violentísima, Hiram se acercó a Sidonio, que miraba atentamente la playa donde brillaban, entre gigantescas palmeras, numerosas luces que parecían iluminar un inmenso jardín.

—Voy a transformarme —le dijo—. He de hacer que no pueda reconocerme ni el mismo Fegor.

—Pero ¿no te reconocerá, Hiram?

—No lo creo. A ver: ¿qué traje voy a ponerme?

—Voy a transformarte en un auténtico mercader de Tiro… Náufrago, además; diremos que nuestra nave se ha estrellado contra las rocas del promontorio de Apolo. Sin embargo, a seguir mi gusto, hubiera yo preferido hacer irrupción en la sala del banquete con nuestra gente, raptar a Ofir y la etrusca y degollar a todos los demás.

—No sabemos si Hermon ha tomado sus precauciones contra cualquier eventualidad. Por otra parte, no me gusta lo de mercader; preferiría ser un guerrero que viene a ofrecer sus servicios a Cartago.

—Como gustes, capitán; vaya, pues, por lo de guerrero. Ven: he compuesto una tintura magnífica que hará que parezcas un perfecto soldado asiático.

Pocos minutos después, aparecían de nuevo en cubierta Hiram y Sidonio, con la cabeza cubierta por un yelmo y el cuerpo lacerado en una serie de minúsculas cadenitas estrechamente unidas, como hacían los fenicios, y que servían admirablemente a guisa de armaduras. Ambos estaban desconocidos.

Sus rostros, antes apenas bronceados, presentaban ahora un tinte mucho más oscuro, y sus barbas, en vez de negras, se habían vuelto rubias como las de los pueblos del norte donde iban los fenicios a cargar estaño y ámbar, el primero en Inglaterra y el segundo en el Báltico.

—¿Quién de vosotros reconoce a un hortator? —preguntó Sidonio a los númidas, levantando la lamparilla que llevaba en la mano.

—Sólo por la voz —respondieron.

—Veinte hombres, armados, a la canoa grande; los más robustos y resueltos. Habrá que jugar mucho de manos.

No había terminado aún, cuando la canoa mayor, que por su forma se parecía algo a un acatium, con la proa provista de un pequeño espolón, la popa levadiza, formando una ancha arcada, que podía servir de defensa al timonel contra los dardos, había sido bajada, a pesar de los golpes de mar que se estrellaban contra los costados de la hemiolia.

Hiram, Sidonio y los veinte hombres embarcaron en la canoa, con no poca dificultad para poder arrancar, hasta que por fin pudieron largar vigorosamente.

La noche era propicia para una expedición de tal especie. Tronaba formidablemente, silbaba el viento, rugían las olas que levantaban con violencia la canoa, amenazando con estrellarla contra la playa.

Hiram, sentado cerca de Sidonio, no apartaba la vista de las luces que brillaban en los jardines de la quinta de Hermon; prestaba oído, procurando recoger las notas estridentes de las trompas de bronce que debían dar la señal del gran banquete con que los cartagineses comenzaban sus bodas.

El hortator, a su vez, tenía los ojos fijos en la playa, esperando ansiosamente los relámpagos para poder guiarse. Aunque poseyese poderosos músculos, se encontraba tal vez con dificultades para mantener firme el timón; tanta era la violencia de las olas.

—Atracar con semejante tiempo es una empresa que espantaría a los mejores marineros —dijo a Hiram—. No sé cómo vamos a abordar.

—Pues no hay más remedio… El banquete empezará a las diez de la noche; los sorprenderemos en la mesa.

—Seamos prudentes, capitán. La quinta está muy cercana a la ciudad, y hay en Útica una fuerte guarnición de mercenarios y no faltan en el arsenal trirremes ni quinquerremes. Y luego ¿nos olvidaremos de la escuadra? Podría haberse refugiado en esta bahía.

—¡No seas profeta de desgracias, Sidonio!

—Nada de eso, capitán. No hago más que recordar los peligros que podrían amenazarnos.

Sidonio no añadió más, pero volviéndose hacia los remeros, exclamó:

—¡Alerta! ¡No dejéis escapar el remo, o estamos perdidos! ¡Llegó el momento terrible! ¡Gritad bien alto, tanto como podáis! ¡Favor! ¡Socorro!…

Los veinte hombres prorrumpieron en un alarido agudísimo que dominó por un instante el estruendo de las olas y el fragor de los truenos.

—¡Socorro! ¡Favor!…

—¡Magnífico! ¡Tenéis unos pulmones de bronce! Si esos haraganes que viven en la quinta de Hermon no os oyen, es que están sordos o borrachos. ¡Alerta! ¡Fuerza de remos!

La barca sufría en aquel momento oscilaciones espantosas.

—¡Otra vez! —dijo Sidonio.

—¡Favor! ¡Socorro! —vociferaron los veinte remeros.

Un momento después veíanse brillar luces de antorchas en la ribera, y veíanse multitud de hombres que cruzaban por los jardines de la quinta de Hermon.

—¡Hételos ahí! —dijo Sidonio, riendo—. No niego que has tenido una idea soberbia, capitán, pero puedes creer que Melqart nos ayuda. Esperemos al último momento.

Las olas eran cada vez más altas. Rompíanse contra la playa, que afortunadamente era arenosa y carecía de escolleras, y luego volvían atrás, chocando contra las otras que impelía el viento.

La barca corría gravísimo peligro. Sidonio se había puesto de pie para manejar el remo.

Abatíanse sobre los remeros cortinas de espuma, impidiéndoles divisar la orilla que ahora estaba ya a pocas brazas.

Entre el fragor de las olas oíanse de vez en cuando voces que gritaban:

—¡Animo!, ¡ánimo!

Una ola enorme cogió la canoa, la levantó, sacudiéndola como una pluma, y luego la lanzó adelante.

Fue un choque violentísimo que echó de espaldas a los remeros, seguido de otro menos intenso.

En aquel momento se retiraba la ola.

La canoa, casi varada en la playa, cayó del lado de estribor, echando fuera a todos los que la tripulaban.

Pronto acudieron en su auxilio multitud de hombres provistos de antorchas, y cogiéndolos por los brazos, los llevaron a las dunas antes de que viniese otro golpe de mar.

Otros se habían apoderado de la canoa, poniéndola en seguro.

—¿De dónde venís? —preguntó una voz.

Hiram, aturdido aún por la caída, levantó la mirada hacia el hombre que preguntaba.

Debía de ser algún mayordomo de la quinta, a juzgar por el magnífico vestido que llevaba, todo de finísima lana, con anchos pliegues de varios colores y brazaletes de oro que le estrechaban los bronceados brazos.

—Somos unos pobres náufragos escapados de la tempestad por la gracia de Melqart —respondió Hiram—. Nuestro trirreme se ha estrellado, al ponerse el sol, contra las rocas del promontorio de Apolo.

—¿Quiénes sois?

—Guerreros de Tiro que vienen a alistarse entre los mercenarios de la república de Cartago.

—¿Gente de bien?

Sidonio, adelantándose, con la frente fruncida y señalando a Hiram, dijo con voz indignada:

—No sé quién es tu amo, pero aunque fuera un sufeta no podría compararse ni de cien leguas con mi señor. Lleva en las venas sangre real, recuérdalo, y es uno de los más famosos capitanes de Tiro.

—Entonces, sea bienvenido. Llega en una noche en que se ofrece hospitalidad a todo el mundo, aun a los enemigos.

—¿Qué ocurre, pues? —preguntó Hiram.

—La hija de mi amo va a casarse con un rico mercader de Cartago y ha comenzado ya el banquete. Seguidme, infortunados hijos del mar. También habrá sitio para vosotros.

—Recomienda nuestra pobre barca a tu gente —dijo Sidonio.

—La necesitaremos para ir a Cartago.

—Ya se encargarán nuestros esclavos. Las olas no la zarandearán más —dijo el mayordomo.

—Entonces, estamos prontos a seguirte.

El grupo se puso en marcha, flanqueado por cuatro africanos que llevaban antorchas.

Cruzaron los maravillosos jardines, donde altísimas y espléndidas palmeras proyectaban espesa sombra y murmuraban gran número de fuentes bajo las inmensas alamedas, y llegaron finalmente ante un grandioso edificio de muchos pisos, dominado por una azotea desde la cual, de día, debía contemplarse la bahía entera de Útica.

No se veía por fuera ninguna luz, no diferenciándose gran cosa las casas fenicias y cartaginesas de las casas árabes de nuestros días.

Poquísimas ventanas en las fachadas exteriores, y en cambio en gran número en el grandioso patio, coronado por galerías sostenidas por multitud de columnas de mármol de variados colores.

Llegados ante la amplia portada, abierta de par en par, el mayordomo hizo detener a los náufragos y les dijo:

—Esperad a que vaya a avisar al amo.

Su ausencia sólo duró breves instantes.

—Sois huéspedes de mi amo Hermon, presidente del supremo Consejo de los Ciento de la república de Cartago. Todos tenéis puesto en su mesa.

Les hizo atravesar un magnífico patio pavimentado de piedras lustrosísimas, multicolores, y flanqueado de elevadas columnas, alrededor de las cuales ardían numerosas antorchas dispuestas en espiral y braserillos dorados que exhalaban fragantes perfumes. Hiram y sus compañeros hicieron su entrada en un inmenso salón rodeado de soberbios pórticos y resplandeciente de luz.

Alrededor de una grandiosa mesa, algo baja, se hallaban cincuenta o sesenta personas, sentadas sobre anchas almohadas de púrpura.

Eran sufetas, consejeros de los Ciento, y no pocas mujeres, en su mayoría jóvenes y bellísimas.

Grandes vasos de cristal, que sostenían verdaderas pirámides de flores y un número extraordinario de cintoras de oro y plata, cubrían la mesa, juntamente con multitud de platos y copas, casi todos de preciosos metales.

Todos aquellos personajes reían y charlaban, aunque sin olvidarse de comer perfumados guisos y hacer honor, sobre todo a los generosos vinos de Sicilia y de Cerdeña.

Hiram, después del primer momento de estupor, había fijado sus ojos en una joven que llevaba entre los negrísimos cabellos una serpiente de oro y vestía sobre la sarápida o túnica nacional, corta y de mangas estrechas, una larga y riquísima dalmática, descotada, de fondo purpúreo, con dos anchas franjas blancas delante, y en las muñecas dos preciosísimas armillas, o sea brazaletes de oro macizo, que formaban una espiral de cuatro vueltas.

—¡Ofir! —murmuró, palideciendo.

El viejo Hermon, que se sentaba a su izquierda, mientras se hallaba a la derecha un joven de barba negra y bronceada tez, probablemente el novio, viendo entrar a los náufragos se levantó y les dijo:

—Sed bienvenidos en esta noche de alegría para mi casa. El mar os envía y yo os acojo y os ofrezco un lugar en mi mesa, quienesquiera que seáis.

A una seña del anciano, el mayordomo condujo al grupo a otra mesa, de menores dimensiones que la primera, reservada a los huéspedes y ricamente puesta.

Hiram, al pasar por delante de la que estaba ocupada por los amigos de Hermon, se detuvo un instante frente a Ofir.

La joven, que lo había reconocido igualmente, no pudo contener un ligero grito.

—¿Qué tienes, Ofir? —preguntó el anciano, impresionado.

—No es nada, padre —respondió prestamente Ofir, que había recobrado instantáneamente la serenidad—. Me he pinchado con una de las puntas de mi armilla.

—Me parece que estás muy pálida y agitada.

—Pues te equivocas, padre.

—Entonces, ¡bebamos a la salud de los esposos! —gritó el viejo, llenándose la copa.

Entretanto, Hiram y sus compañeros se habían sentado a la mesa para ellos dispuesta, atacando ávidamente los manjares a fin de dar a entender que estaban famélicos.

—¿Te ha reconocido? —preguntó Sidonio.

—Sí —respondió Hiram.

—Pues no tiene mala vista tu amada. En cuanto a ese desgraciado mancebo que se sienta a su lado, no habrá de costar mucho despachurrarle.

—Quizás no sea necesario quitarle la vida.

—Lo mejor será que no escape…

—¿Cuántos esclavos crees que habrá aquí?

—Bastantes; sólo bajo el pórtico he contado doce, pero ésos no deben preocuparnos, pues en cuanto empiece a correr la sangre huirán como liebres. Pero ¡hola!

—¿Qué hay?

—La etrusca; mírala; está bajo aquel pórtico y presenta un ánfora a los novios.

Hiram se había vuelto vivamente y distinguió, en efecto, a Fulvia, que, toda vestida de blanco, con los brazos desnudos y la túnica corta hasta las rodillas, se adelantaba hacia la mesa llevando sobre un hombro una altísima ánfora de oro, llena ciertamente de vino generoso.

—Es necesario que me vea —dijo Hiram.

—Pues en seguida está —respondió el hortator, levantándose—. ¡Eh! ¡Muchacha! Trae aquí de beber; nuestros marineros lo han enjugado todo.

La etrusca, oyendo aquella voz que no le era desconocida, se había detenido bruscamente, mirando con profundo estupor al piloto y luego, después de una breve pausa, se acercó rápidamente a la mesa.

—Estás cambiado, pero tu voz te ha vendido. Eres el hortator de la hemiolia.

—Y yo, ¿quién soy? —preguntó Hiram, volviéndose.

—¡Hiram! Temo que no llegues a tiempo; todo está preparado ya para las bodas y ha llegado el sumo sacerdote de Venus Anfitrite.

—¿Está aquí Fegor?

—No, pero sé que le esperan.

—¡Vive, pues, aún! —exclamó Hiram, con rabia.

—¿Te ha visto?

—Sí.

—Ha estado aquí esta mañana.

—¿Crees que sospecha algo de mi parte?

—No sé, pero anda alerta. Hay mercenarios de guardia en los jardines…

—¡Ah! —exclamó Hiram, frunciendo el ceño.

—Y también he oído bramidos de elefante.

—Entonces sospechan de mí. ¿Puedes acercarte a Ofir?

—Soy su esclava favorita, ahora.

—Adviértela de que esté preparada.

—¿Qué vas a intentar? —dijo la etrusca con ansiedad—. ¿Raptarla?

—A eso hemos venido.

Fulvia experimentó un sobresalto y palideció.

—La amas y te ama.

—Tú vendrás con nosotros, ¿verdad?

—¿Y mi madre?

Esta vez fue Hiram quien palideció, pero no reveló lo que le había dicho Fegor en el momento de caer al mar.

—Ya cuidará Sidonio de irla a buscar y traerla a bordo… Anda, y mantente alerta. Cuando mis hombres se arrojen sobre los amigos de Hermon, huye corriendo hacia la playa.

—Eres bueno —dijo Fulvia.

—Trato de pagar mi deuda de reconocimiento.

—Sí, Hiram. ¿Y dónde iremos luego?

—A Italia… Basta… Vete ya.

La etrusca volvió a colocarse el ánfora sobre el hombro y fue a dejarla sobre una mesa, cerca de los novios.

Al pasar por detrás de Ofir la tocó ligeramente. Las miradas de las dos jóvenes se encontraron y se comprendieron.

Apenas había vuelto Fulvia al pórtico, cuando un hombre le cerró bruscamente el paso.

Era Fegor.

—Parece que conoces a esos marineros —dijo el espía, con voz irónica—. ¿Te ha hechizado alguno de ellos?

—¿Qué dices, Fegor? —exclamó la etrusca, haciendo un esfuerzo supremo para disimular su angustia.

El espía prorrumpió en una carcajada estridente.

—¡Estúpidos! —exclamó—. Creían que tenía yo los ojos como el viejo Hermon… Pero aún soy joven y veo muy bien.

Fegor la cogió estrechamente por una mano y, señalando con la otra a la mesa donde estaban sentados los númidas, exclamó con voz amenazadora:

—¡Son ellos!

—¿Quiénes?

—Los he reconocido aunque se hayan teñido la cara y la barba. ¡Nadie engaña a Fegor!

—Te equivocas o estás loco.

—Has hablado hace poco con el proscrito de Tiro. ¡Estúpido! ¡Meterse en la boca del león!… ¡Ya verás qué dentelladas las de la fiera africana! ¡No quedará ni una piltrafa de carne!

XIII. El rapto de Ofir

Fulvia, con una sacudida desesperada, se había librado de la apretura, irguiéndose fieramente ante el espía.

Una llama siniestra iluminaba sus bellísimos ojos negros y profundos, y su rostro había tomado una expresión salvaje, casi feroz.

—¿Quieres luchar conmigo, con una mujer de la gran Roma? —le preguntó con voz sibilante—. ¡Pruébalo, pues! ¡Tú no sabes de lo que somos capaces las mujeres de la fuerte y fiera tierra ítala! ¡Pruébalo!

Fegor, no acostumbrado a verla tan altiva, tan rebelde, quedó desconcertado. Sabía que las mujeres de Roma valían mucho más que las cartaginesas, harto dóciles por la dulzura del clima africano, pero no las creía resueltas hasta tal punto.

—¡Creo que me amenazas! —exclamó después de un largo silencio.

—Sí, amenazo —dijo Fulvia, con voz sibilante.

—¿No querrás, pues, amarme?

Una desdeñosa sonrisa, que la negra sombra proyectada por el pórtico no permitió observar al espía, contrajo los labios de Fulvia.

—Dame antes una prueba de tu amor —le dijo.

—¿Quieres mi sangre?

—¿Qué haría de ella?

—¿Qué quieres, pues?

—Tu silencio.

—O sea, que no descubra a esos hombres, ¿verdad?

—Sí.

—Me pides más que la vida —dijo el espía—. ¿Me pagaría el Consejo de los Ciento para hacerle traición? Ese proscrito es un enemigo de la república.

—¿El, que ha combatido al lado de Aníbal contra Roma?

—Yo no le vi combatir.

—Pero lo sé yo, que le acogí en mi casa y le curé de una lanzada que le asestó un astiario.

—¡Ah! Y por eso y por eso otro querrías salvarle. No me había engañado. No se salva, con peligro de la vida como hizo él, a una esclava enemiga.

—¿Qué blasfemas, Fegor? —preguntó Fulvia, con voz desdeñosa—. ¡Él, que ama apasionadamente a la bija de Hermon!

—¡Qué bien saben razonar estas etruscas! —exclamó con ironía Fegor—. Pero veamos: ¿qué quieres de mí?

—Una prueba de que me amas verdaderamente.

—¿Cuál?

—Que no descubras a esos hombres.

—¿Y serás así mi mujer?

—Te lo prometo.

—Júralo por Venus Anfitrite.

—No es ninguna divinidad para mí.

—No importa; júralo.

Fulvia permaneció silenciosa. Si la sombra del pórtico no lo hubiese impedido, Fegor hubiera descubierto en el rostro de la joven una angustia terrible.

—Júralo —repitió Fegor.

—Sí, por Venus Anfitrite —respondió Fulvia, con voz apenas inteligible.

—Ahora sé que serás mía y no le haré traición al proscrito, pero no respondo de lo que puede suceder.

—¿Qué ocurre, pues?

—Hermon ha sabido que Hiram había vuelto a Cartago y ha avisado al Consejo de los Ciento.

—¿Y qué peligro le amenaza ahora?

Fegor volvió a cogerla por una mano y la condujo bajo una antorcha que ardía fija en un brazo de hierro de una columna del pórtico, mirándola a los ojos.

—¿Le amas? —exclamó con voz desgarrada.

—¿Yo? ¡Un gran capitán amar a una pobre esclava!

—No él; tú eres quien le amas.

—Estás loco, Fegor. Su corazón sólo late por Ofir.

—¿Qué importa? Podrías amarlo igualmente, sin esperanza.

—Te amo porque eres malo, porque eres un hombre diferente de los otros, porque eres un malvado.

—No me lo dijiste nunca hasta ahora, pero me place oír de tus bellos labios estas palabras. Sí; ámame como un genio del mal, como quieras, mientras un día seas mi mujer. ¡Un espía infame es amado por una enemiga de su raza! ¡Éste es el supremo goce!

Luego, llevándola nuevamente bajo la sombra del pórtico, susurró en su oído:

—Ya que has jurado, corre a advertir al desterrado de que los mercenarios, en gran número, han recibido ya orden de inmolarlo a Baal Moloch. ¡Corre!, ¡el peligro aumenta a cada instante!

Fulvia estaba para salir del pórtico, cuando resonó en el salón un inmenso grito de espanto.

Hiram, Sidonio y veinte hombres se habían precipitado hacia la mesa de los esposos, con las dagas en alto, gritando:

—¡Quietos o sois muertos!

—¡Desgraciados! —exclamó la etrusca, retorciéndose las manos—. ¡Están perdidos! ¡Ah! ¡Maldito Fegor!

Al primer grito de terror sucedió un breve silencio. Sufetas, consejeros, músicos y mujeres parecían sumidos en indescriptible estupor. Sólo Ofir había permanecido tranquila y sonriente como si se hubiese tratado de una broma.

El viejo Hermon fue el primero en recobrar la serenidad.

—¿Qué hacéis, miserables? —exclamó con ira—. ¿Así correspondéis a la hospitalidad que os he concedido?

—¡Que nadie se mueva! —repitió Hiram, con voz amenazadora.

—¿Quién eres tú que de tal manera me hablas, a mí, el presidente del Consejo Supremo de los Ciento?

—¿No me conoces, pues, ya, viejo Hermon? —preguntó Hiram, con acento irónico—. ¿No te acuerdas del capitán que desterraste a Tiro como traidor a la patria porque se había atrevido a levantar los ojos hasta tu hija adoptiva?

—¡Hiram! —exclamó Hermon, con la mirada extraviada.

—Sí, el capitán que siendo casi un niño luchó contra Roma.

Hubo un momento de silencio. Hermon permanecía mudo, mientras los consejeros y sufetas estaban cubiertos de palidez cadavérica.

—No me esperabas, ¿no es verdad? —dijo Hiram, siempre irónico—. No me esperabas esta noche.

Hubo un momento de silencio.

—¿Qué quieres? —preguntó por fin el anciano, haciendo un esfuerzo para dominar su indignación.

—Ofir —respondió Hiram.

El joven que se sentaba al lado de la doncella se levantó de pronto, desnudando la daga y gritó:

—Antes tendrás que matarme para robarme la esposa, y si…

No pudo acabar. Sidonio había dado silenciosamente la vuelta a la mesa, lo había cogido por el talle y, después de levantarlo como si fuese un niño, lo había dejado caer al suelo, levantando sobre él la pesada espada ibérica.

—¿Le remato? —preguntó a Hiram.

Un rugido de rabia escapó de todas las bocas. Senadores y consejeros se habían levantado desenvainando sus anchas y cortas espadas, mientras las mujeres huían precipitadamente.

—¡Esclavos, a mí! —gritaba Hermon—. ¡Socorro!

Hiram, con algunos saltos, se había juntado con Sidonio, derribando cuanto se oponía a su paso.

—¡Coge a Ofir y suelta al joven! ¡A mí, númidas!

Los veinte marineros de la hemiolia, veinte colosos, con un choque irresistible, habían echado por tierra a los sufetas, consejeros y esclavos que habían acudido en auxilio del dueño, y se habían reunido con el capitán.

Sidonio, entre tanto, había levantado en sus poderosos brazos a Ofir, que simulaba cierta resistencia, gritando y forcejeando.

—¡En retirada! —gritó con voz formidable Hiram.

Con algunos cintarazos desarmó a los amigos de Hermon que se le habían echado encima, y luego, protegido por sus marineros, que bregaban con los esclavos, llegó al pórtico.

Fulvia, aprovechándose de la ocasión, estaba allí esperándole.

—¡Huye! —le dijo—. Van a llegar los mercenarios.

—Ven —respondió Hiram—. Somos pocos, pero sólidos.

Estaba ya para pasar por el amplio portal, cuando se detuvo lanzando un verdadero rugido de rabia y de dolor.

Una doble fila de hombres con yelmos y armaduras, escudos, hachas, espadas y lanzas, le impedía el paso.

Eran los mercenarios que, oyendo aquellos gritos y tal vez avisados por Fegor, habían acudido, seguidos de cuatro elefantes gigantescos que sostenían sobre sus lomos sendas torrecillas llenas de soldados, berreando espantosamente y haciendo ondear sus poderosas trompas.

La situación de Hiram no podía ser más terrible. ¿Cómo plantar cara a los mercenarios y a sus elefantes, prontos a atacarle por delante, mientras le iban a la zaga los sufetas, los consejeros y los esclavos todos de la quinta? ¡La muerte los esperaba a él y a sus amigos!

Con todo, el valeroso capitán no quiso darse por vencido. Sabía que tenía bajo mano algunos pocos, poquísimos marineros, pero de valor a toda prueba, robustos como Hércules y decididos a vender cara su vida.

—¡Sidonio! —gritó—. Diez hombres contigo para cerrar el paso a Hermon; diez conmigo; deja a Ofir con Fulvia.

Un clamoreo infernal ahogó sus últimas palabras. Los huéspedes de Hermon, capitaneados por el novio de Ofir y reforzados con más de cuarenta esclavos que habían corrido a armarse de espadas y lanzas, al oír los mugidos de los elefantes, se disponían a atacar por la espalda a los fugitivos, encerrados ahora en el patio.

Sidonio, dejando a Ofir que continuaba con sus gritos, había ocupado la puerta que daba entrada al inmenso salón y que, siendo menos ancha que las otras, era más fácil de defender.

Sólo se había llevado ocho hombres, dejando a los otros al capitán que tenía enfrente adversarios mucho más peligrosos que todos aquellos viejos sufetas, consejeros y sus esclavos.

Un viejo guerrero que llevaba en el yelmo tres plumas negras de avestruz se había adelantado desde las filas de los mercenarios y dirigiéndose a Hiram le dijo:

—Ríndete, o te echo encima los elefantes.

El cartaginés, al oír aquella voz, se había estremecido y luego había lanzado sobre los mercenarios una rápida mirada. Sólo en aquel momento echaba de ver que todos aquellos guerreros eran viejos veteranos, tal vez supervivientes de las campañas de Hispania, Italia y Zama.

Relampaguearon sus negros ojos.

—¿No has oído? —repitió el jefe de los mercenarios—. ¡Te rindes, o hago entrar en el patio los elefantes y te hago aplastar a trompazos y patadas! ¡Abajo las armas!

Hiram se había adelantado hacia el viejo guerrero, mientras Sidonio y sus ocho númidas empeñaban un furioso combate contra los esclavos que los sufetas y consejeros azuzaban con grandes gritos, poco amigos de exponer sus viejos pellejos a los cintarazos que llovían de todas partes sobre los broqueles y corazas.

—¡Eres tú —exclamó con acento desdeñoso— quien me pide rendir esta daga que ha combatido con el gran Aníbal en Hispania, en la Galia y en el lago Trasímeno! ¡Sólo en Zama quedó vencida, cuando la fortuna le volvió la espalda al vencedor de los romanos! ¿No reconoces, pues, a quien te condujo a la victoria, capitán Capsa? Y, sin embargo, combatiste a mi lado y me socorriste cuando en la última carga de nuestra caballería caí herido por una lanza romana.

—¿Quién eres, pues? —exclamó el viejo guerrero, visiblemente emocionado.

—El capitán Hiram.

—¡Hiram! ¡El joven que decidió la victoria de Aníbal! ¡Hiram!… ¡El joven héroe a quien todo el ejército adoraba! ¿Y debería yo matarte? ¡No! ¡Antes la muerte que semejante crimen!

En seguida, volviéndose hacia los mercenarios que contemplaban con asombro y profunda emoción a Hiram, les gritó:

—¿Quién de vosotros peleará contra el joven héroe? ¿No le conocéis, camaradas? Es Hiram, el capitán de Aníbal, el que nos guió a la victoria de Trasímeno. ¿Tendríais valor de matarlo? Si hay alguno, que dé un paso adelante y probará la punta de mi daga.

Hubo entre aquellos veteranos de la guerra de Italia un movimiento de estupor, y en seguida cayeron al suelo espadas y broqueles, con ensordecedor estruendo, mientras los conductores de los elefantes les hacían levantar sus trompas en señal de saludo.

El viejo Hermon, que se encontraba entre sus esclavos, había oído, a pesar del fragor de las armas, lo que había dicho Hiram, y visto cómo los soldados arrojaban sus armas.

Un rugido de furor salió de sus labios.

—¡Miserables mercenarios!, ¿qué hacéis? ¡Coged a ese ladrón!

El viejo guerrero se volvió, mientras Sidonio, comprendiendo que no corrían por entonces ningún peligro, se retiraba con sus hombres hacia el centro del patio, cubriendo siempre las espaldas a Hiram.

—Ese hombre a quien llamas ladrón fue un día el orgullo de la república —respondió el veterano, con voz desdeñosa— y jamás levantaremos armas contra él.

—¡Perros cobardes!, ¡os haré azotar a todos! —rugió Hermon, cada vez más furioso.

—¡Y nosotros responderemos con nuestras dagas! —respondió el comandante de los mercenarios, adelantándose hacia la puerta que daba acceso al salón.

—¡Traidores! ¡Robáis el dinero de la república, viles mercenarios!

—¡Pagamos con nuestra sangre!

—¡Exterminad a esos canallas!

—Voy a darte gusto.

El comandante, volviéndose hacia sus soldados, que presenciaban impasibles aquella escena, mandó:

—¡Plaza al capitán Hiram! ¡Abran filas!

Los mercenarios, que habían recogido ya sus escudos y armas, se retiraron a ambos lados del inmenso portalón, mientras los conductores de los elefantes hacían retroceder los gigantescos animales que se habían vuelto a poner tranquilos.

—¡No obedezcáis a ese vil chacal! —gritó Hermon—. ¡Matadle y os pagaré diez talentos!

Ningún mercenario se movió.

—Gracias, Capsa —dijo Hiram al veterano—. Te debo la vida y la felicidad, porque he venido aquí a raptar a la ahijada de Hermon, que me ama y deseo que sea mi esposa. Si quieres, hay un puesto para ti en mi barco, para sustraerte al castigo que te espera por haber desobedecido al presidente del Consejo de los Ciento.

—No te preocupes por mí —respondió Capsa—. Cartago tiene harta necesidad de nosotros para defenderse de los romanos. Deja que chifle esa vieja lechuza.

—Adiós, capitán, y buena suerte.

Se estrecharon las manos y luego gritó Hiram:

—¡Adelante, mis númidas! ¡Sidonio, cuida de Ofir!

Los sufetas y los consejeros habían hecho ya invadir el patio, pero era ya demasiado tarde. Capsa, a una seña, había lanzado cincuenta hombres hacia la puerta del salón, cerrando el paso.

Apenas los veinte númidas, con Hiram, Ofir y Fulvia, habían salido de la quinta, se oyó un formidable entrechocar de armas. Sufetas, consejeros y esclavos se habían arrojado furiosamente contra los mercenarios, con la esperanza de abrirse paso, pero tenían que habérselas con gente encanecida en las batallas y que formaba el nervio de las fuerzas cartaginesas.

La tropa fugitiva atravesó el jardín, dirigiéndose a la playa, que sólo distaba cincuenta pasos; el ruido de las olas al estrellarse en las escolleras se distinguía perfectamente a pesar del estruendo que producía el choque de las armas contras las corazas en el jardín.

—Dejadlos hacer —gritó Sidonio—. Ya les arreglarán las cuentas.

El fugitivo grupo cruzó a través de los jardines y se dirigió hacia la playa, que no distaba más que quinientos pasos. Distinguíase claramente el fragor de las olas al romperse contra la playa, mezclándose con el chocar de las armas, el vocerío y las blasfemias que hacían retronar el vasto salón del palacio.

Cuando llegaron, la canoa estaba varada detrás de las primeras dunas, al abrigo de las olas. Los númidas la botaron al agua en un instante, manteniéndola sólidamente sujeta hasta que estuvieron dentro Hiram, Ofir y Fulvia, y luego se metieron dentro, empuñando los remos.

—¡Larga! —gritó Sidonio—. ¡Fuerza sobre las olas!

La barca adelantó saltando sobre la espuma que caía sobre las bordas.

Hiram había cogido a Ofir entre sus brazos, mientras Sidonio había sentado a Fulvia a su lado.

—¡Eres mía! —exclamó el cartaginés dirigiéndose a la joven.

—En vida y muerte —respondió Ofir, todavía hondamente impresionada—. ¡Oh, Hiram mío, creía no volverte a ver! Un paso más, y ya no me hubieras encontrado libre, pues Hermon tenía jurado que me había de obligar a la fuerza a ser esposa de aquel hombre a quien jamás amé.

—¿Dudabas de mí?

—No; de la tempestad que podía impedirte tomar tierra.

—No hay nada que temer con Sidonio. Sabría guiar una nave en la cresta de las más espantosas olas. Cógete bien a mí, Ofir. Vamos a atravesar el punto más peligroso, y esta canoa no es mi hemiolia.

En aquel momento se oyó una voz estridente gritar entre las tinieblas:

—Ya nos veremos las caras, etrusca. ¡No estáis aún en Cartago!, ¡que Venus Anfitrite te maldiga, perjura!

—¡Fegor! ¡Siempre él! —exclamó Hiram, rechinando los dientes—. ¡Perro traidor! ¡Eres el hombre fatal que amargará mi felicidad hasta que te haya desgarrado el pecho!

—Sí, razón tienes —exclamó Ofir, estrechándose contra Hiram—. Ese espía me da miedo.

—Tal vez llegue demasiado tarde, amada mía. No volveremos a Cuartago. A Italia huimos, y que vengan a sacarnos de allí los sufetas y los consejeros de los Ciento.

—¡Pobre Hermon! —dijo Ofir, con un suspiro—. He sido ingrata con él, pero no debía imponerme un hombre que me repugnaba. No es malo y me perdonará.

—¡Hola! —gritó en aquel instante Sidonio—. ¡Fuerza de remos adentro! ¡Las olas nos embisten y la hemiolia está todavía lejos!

La canoa sufría sobresaltos espantosos. El mar se había puesto terrible y espumeaba como una inmensa caldera calentada por fuegos infernales.

Llegaba un ciclón de alta mar con horrible estruendo, con la velocidad del rayo, excavando horrendos abismos y levantando montañas gigantescas. Las flores de la tempestad orlaban de blanco las olas y sobre ellas se oía lanzar sus estridentes gritos a las gaviotas, bruscamente despertadas por los soplos poderosos del viento que barría toda la playa de Útica.

Sidonio, que no era asustadizo y consideraba el mar como a un viejo amigo, movía la cabeza y miraba con inquietud hacia el norte, donde rugía el ciclón.

—¡Si no llegamos a la hemiolia antes de que llegue la tempestad! —murmuraba—. Melqart no debía jugarnos semejante broma. Si nos salva, le ofreceremos el mejor vaso que tengamos. ¡Vivo, muchachos! ¡Fuerza y valor!

A pesar del ímpetu furioso de las olas, la canoa, bien guiada y sostenida por aquellos veinte remos gallardamente manejados, continuaba alejándose de la playa, haciendo rumbo hacia un punto luminoso que brillaba entre las profundas tinieblas: el fanal de popa de la hemiolia.

Nadie hablaba; todos escuchaban con angustia el aullido de la tempestad y los incesantes chillidos de las gaviotas que llenaban de horror el espacio.

Las olas continuaban precipitándose unas sobre otras con un crescendo espantoso; aún Sidonio continuaba teniendo firme, siguiendo la ruta que debía conducirle a la hemiolia. Maniobraba para mantenerse a sotavento y poder abordar algo a cubierto de las olas.

Transcurrieron cinco minutos angustiosos. Había momentos en que la espuma que embarcaba la canoa era tanta que no se podía saber si se hallaban encima o debajo de las crestas.

—¡Largad cables! —gritó Sidonio a la tripulación, que había acudido toda sobre cubierta.

Fueron lanzadas siete u ocho sólidas cuerdas, diestramente, cogidas en seguida por los hombres de la canoa.

—¿Estás asustada, Ofir? —preguntó Hiram.

—No —respondió la joven—. Sé nadar.

—Tú primero.

Le pasó una cuerda alrededor del cuerpo, por debajo de los brazos, mientras Sidonio hacía lo mismo con Fulvia, y en seguida fueron izadas.

Ambas cayeron al agua, pero los marineros de la hemiolia anduvieron listos en izar los cables y subirlas a bordo.

Para los otros, la cosa fue más fácil a pesar de las olas.

Un cuarto de hora después, todos estaban a salvo, incluso la canoa, y la hemiolia, empujada por cuarenta remos, abandonaba aquellas aguas peligrosas y se dirigía hacia el promontorio de Apolo.

XIV. El huracán

Después de la lucha contra los hombres, la lucha contra el mar.

El ciclón formado en el norte había entrado ya en la vasta bahía cartaginesa, derribándolo todo a su paso. Parecía que aspirase el agua y que absorbiese, como si fuesen nada, las olas, levantándolas de golpe.

La hemiolia huía, para no ser a su vez absorbida y volcada de arriba abajo. Para mayor precaución, se había acercado a la costa, para, en caso de extremo peligro, varar en la arena.

Sidonio, siempre incansable, se había hecho sujetar en un banco, juntamente con Hiram, no pudiendo por sí solo resistir los golpes formidables que sufría el largo remo.

Ofir y Fulvia se habían refugiado en el camarote del capitán para no exponerse al peligro de ser arrebatadas, por un golpe de mar, de aquellos que a cada momento rompían sobre cubierta, arrojándolo todo y derribando a los cuatro hombres de guardia.

El ciclón, como si hubiese jurado perder a la desgraciada nave, la amenazaba siempre ululando espantosamente. La inmensa columna líquida, en su loca carrera, había por dos veces cortado el camino a la hemiolia, y milagro verdadero había sido cómo Sidonio lograra escapar a sus peligrosas espirales.

—Diríase que esta noche Melqart se ha puesto de acuerdo con Hermon y ese perro de Fegor —dijo Sidonio—. Bien pocas veces me he encontrado con una tempestad tan fea. No sé cómo saldremos de ésta, capitán, si las cuadernas no resisten a los incesantes embates de las olas. Pero, en fin, no hay mal que por bien no venga, como suelen decir.

—¿Y qué bien podemos esperar? —exclamó Hiram.

—Pues que con estas olas estamos seguros de que los trirremes y quinquerremes de Cartago nos dejarán tranquilos. Vale más dar la batalla al mar que a la escuadra. Aquí, o nos ahogamos de una vez o nos salvamos.

—Preferiría intentar la fuga, teniendo que atravesar otra escuadra, en vez de luchar con semejante tempestad.

—Yo temo menos dar batalla al mar. Pero hete que vuelve el torbellino. ¿No querrá dejarnos respirar un momento siquiera?

La gigantesca tromba, después de haber devastado el golfo, rechazada y vuelta a rechazar por los vientos que se entrecruzaban en todas direcciones, reaparecía amenazadora a popa de la hemiolia.

El estruendo que producía era tal, que impedía oírse a Hiram y Sidonio.

El mar, a su alrededor, formaba como una inmensa sima rotativa, que se ahondaba como un embudo.

Por fortuna, la hemiolia no necesitaba que una buena ráfaga de viento la sustrajese al peligro. Sus cuarenta remos la impelían hacia donde deseaba el hortator y los hombres que los manejaban no se rendían fácilmente al cansancio.

Sidonio, con un golpe de timón, arrojó a la nave fuera de ruta por tercera vez, en el momento en que la manga pasaba a menos de dos codos, con un fragor ensordecedor, horrendo.

Por algunos instantes, la nave se sacudió espontáneamente, ora subiendo, ora hundiéndose en abismos que parecían tocar al fondo del mar, hasta que volvió a guardar el equilibrio, pero esto fue de brevísima duración.

El golfo se había llenado y en su lugar se había formado una ola alta como una montañuela, la cual, rompiéndose en varias otras olas, volvió a invadirlo.

Sidonio había lanzado un grito de rabia. El largo remo que servía de timón se había partido en dos, con un crujido que fue oído por Hiram.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó el cartaginés, que se había puesto pálido.

—A la ventura, capitán —dijo el hortator, soltando el trozo, ya inútil, y cortando el cable que lo sujetaba al banco.

—Conque estamos perdidos.

Sidonio no respondió.

—Habla.

—Estamos en manos del dios del mar, capitán.

—¿Y he de perder a Ofir después de cuanto he hecho para volverla a ver y hacerla mía?

—Yo no soy Melqart, capitán. Pero no desesperemos aún; los remos pueden regular la marcha. Dejadme que mida el compás. ¡Tal vez!

Hiram se levantó.

—¿Dónde vas, capitán? —preguntó el hortator.

—A ver a esas niñas.

—Déjalas que crean que todo va bien. ¿A qué asustarlas? De todas maneras, aún no nos comen los peces. Vale más que te quedes a mi lado. Viéndote en el puente, nuestros hombres tendrán más ánimo.

Se metió entre las rodillas el disco de bronce y comenzó a percutirlo con extrema violencia para poder dominar los aullidos del viento y los mugidos de las olas.

El bravo hortator intentaba un supremo recurso. No poseyendo la hemiolia ni arboladura ni velas, podía aún, con auxilio de los cuarenta remos, mantenerse mejor o peor en su primitiva ruta.

De pronto, y cuando la nave parecía seguir derechamente su camino, se vio reaparecer la manga, que se anunciaba con un estrépito infernal.

—Algún genio maléfico nos la echa encima —dijo Sidonio, dejando caer el martillo y el disco y subiéndose sobre el banco para ver mejor—. Capitán —exclamó con acento en el cual se oía vibrar un ligero estremecimiento—, ve a ocuparte de Ofir. En caso de desgracia, me encargaré de la etrusca. Que suban en seguida a cubierta. Estamos al borde del abismo.

Hiram no escuchó las últimas palabras. Bajó precipitadamente al camarote, iluminado por una lámpara de cobre.

La cartaginesa y la etrusca estaban allí estrechamente abrazadas ante una de las portas que servían de ventana, contemplando con ansiedad extrema el mar en tempestad.

—¿Vamos a la muerte, verdad? —preguntó Ofir.

—No, no temas, mi bien —respondió el capitán—; nuestra situación es grave, pero no desesperada.

—No me da miedo la muerte junto a ti —respondió Ofir.

Fulvia permanecía silenciosa; sólo miraba intensamente al capitán como si hubiese querido llamar su atención.

—Subamos a cubierta —repuso Hiram—. Es necesario.

En aquel momento se oyó la voz de Sidonio, gritando:

—¡Nos vamos a fondo! ¡Dentro los remos de babor!

Una inmensa nube de espuma envolvía la hemiolia, acompañada de chorros de agua del tamaño de barriles, que se precipitaban de todas partes, estrellándose sobre el puente, las muras y el castillo.

¿Qué ocurría?, ¿había entrado la nave en la inmensa tromba?

El mar rugía y se hinchaba alrededor de la hemiolia, llegando rápidamente hasta las bordas.

La nave fue como aspirada, giró sobre sí misma y los remos se quebraron de pronto bajo un choque formidable, después de lo cual reinó un momento de calma. Sólo se oían vagamente los fragores del mar.

Todos habían subido a cubierta, no habiendo quedado en manos de los remeros más que pedazos de madera que no podían ya servir.

—¡Sidonio! —dijo Hiram, que tenía fuertemente abrazada a Ofir.

La respuesta fue un crujido, seguido de una sacudida más fuerte que la primera, después de lo cual la hemiolia se acostó sobre estribor, derribando unos sobre otros a los hombres que la montaban.

Los mugidos de las olas se dejaban sentir nuevamente intensísimos. ¿Había pasado la tromba o continuaba la aspiración?

De pronto la voz del hortator dominó entre todos los fragores que helaban la sangre de los mas audaces.

—El costado derecho se ha hundido. Melqart nos ha abandonado.

Siguió luego un estruendo como si el barco se hubiese estrellado contra algún escollo o en algún bajo, acompañado de mil crujidos. Caían maderos al ímpetu de las olas.

—¡El final! —gritó Sidonio—. ¡Pobre hemolia! ¡Adiós, Tiro, tal vez para siempre!

El hortator, que había desaparecido por un momento en medio de una nube de espuma y había caído derribado sobre cubierta, reaparecía de nuevo junto a Hiram, que tenía a sus lados a Ofir y a Fulvia.

—Capitán —le dijo—, no es culpa mía si la nave se ha perdido.

—¿Dónde estamos? —preguntó Hiram.

—En los escollos del promontorio de Apolo —respondió Sidonio—. Aún no hemos salido del golfo.

—¿Y la hemolia?

—Perdida; nadie la podrá poner a flote.

—Vamos a caer, pues, en manos de Hermon y de Fegor.

—Están lejos, capitán, y aunque sólo somos cincuenta, hay bastante.

—¿Dónde vamos a refugiarnos? ¿En esa costa de África, de la que tanto queríamos huir? ¡Tierra fatal para nosotros!

—Sicilia no está lejos y tenemos dos canoas. Esperemos que el mar se calme.

—¿Aguantará la hemolia?

—Vamos a visitar la bodega y a reconocer los escollos.

—¿Qué pasa, Hiram? —preguntó Ofir, que se había cubierto con un manto de lana que le había ofrecido un númida para que se resguardase de las olas que pasaban y volvían a pasar sobre cubierta.

—Sidonio me ha asegurado que no hay ningún peligro de momento —respondió el cartaginés, procurando dar a sus palabras un acento tranquilizador—. Ve a esperarme a proa, que es el sitio menos expuesto a los golpes de mar. Nuestros hombres velarán por ti y por Fulvia.

—Ven, capitán —dijo el hortator, que se había subido a la mura para observar mejor los escollos en medio de los cuales se hallaba el barco—. Creo que las olas no nos arrancarán ya de aquí, estando la quilla bien apoyada y quizás sujeta por alguna punta rocosa que le ha agujereado el vientre. Lo que me preocupa es la violencia de las olas que irrumpen a través de algún boquete. A ver, traed una luz.

Un marinero descolgó la lamparilla que alumbraba la cámara de proa y precedió al hortator y a Hiram hacia el entrepuente de los marineros.

—El agua entra —dijo Sidonio, asomándose a la escotilla de la cala—. El costado derecho ha cedido cerca de proa. La cosa es grave.

No podemos permanecer en cubierta y hemos de refugiarnos aquí. Vamos a probar a tapar todos esos boquetes.

En aquel momento bajaban las dos mujeres, seguidas de los cuatro númidas.

—Capitán, es imposible seguir arriba. El mar lo barre todo —dijo un marinero.

—¡Todo el mundo al entrepuente! —gritó Sidonio, que no perdía un átomo de su imperturbable serenidad.

Pero no era menester que lo dijese; ya todos los hombres que permanecían a cubierta bajaban a toda prisa, mientras que detrás de ellos se precipitaban torrentes de agua.

—Cerrad las escotillas y reforzadlas —gritó Sidonio.

Parecía que le hubiese llegado su última hora a la hemiolia. La masa entera, aunque enclavada, por decirlo así, en la roca, experimentaba sobresaltos de vez en cuando. Se levantaba un momento y en seguida volvía a caer sobre su durísimo lecho, rompiéndose poco a poco la quilla.

El estruendo era infernal. Las olas, cuya mole iba en aumento, corrían al asalto del escollo, se levantaban espantosamente y se desplomaban sobre la cubierta de la hemiolia con rugidos formidables, horribles.

Pero los númidas no se habían dejado aún sobrecoger por el pánico.

Habían traído sus colchonetas y con ellas habían obturado todos los boquetes para impedir que el agua inundara también el entrepuente. Las escotillas que conducían a la cala habían sido sólidamente cerradas y reforzadas por amenazar allí el mayor peligro.

Todo debía estar hecho pedazos bajo el entrepuente. Se oían choques de barriles y maderos, zarandeados por las olas que penetraban a través del costado destrozado de la hemiolia.

Hiram, sentado ante Ofir y Fulvia, escuchaba con aprensión los crecientes fragores de la tempestad, preguntándose cómo acabaría aquella noche de horror y resuelto a librar de la muerte a la niña adorada.

Los marineros, echados junto a los boquetes, escuchaban también, sin hablar.

Sidonio, en cambio, no dejaba de ir y venir, fijándose particularmente en las escotillas de la cala y temeroso de que no hiciese el agua irrupción por allí y se ahogasen todos.

Pasaban las horas, pero no amainaba la tempestad. La hemiolia, sin embargo, construida enteramente de encina de Líbano, y a pesar del enorme boquete abierto en un costado, percibía aún maravillosamente los embates del mar.

Debía de hallarse próximo el amanecer, cuando le pareció a Sidonio que cedía algo la furia del viento, pero no la violencia de las olas.

Con todo, cesando las ráfagas, debía allanarse también algo el oleaje, y así sucedió.

—¡Vaya! —murmuró Sidonio—. Melqart no se ha portado del todo mal. Vamos a ver qué sucede y si las canoas están enteras. Pueden contener la tripulación entera y Agrigentum no está muy lejos. Podemos llegar allá en dos días.

Hiram hizo abrir una escotilla y subió a cubierta.

Ya las olas no la invadían, aunque el tiempo fuese aún pésimo y el mar continuase asaz agitado.

Un haz de rayos solares, escapado por entre las nubes, se reflejaba en las crestas de las olas.

—Capitán —dijo Sidonio—, tenemos una suerte loca… El buen Melqart ha querido demostrarme que hacía mal en renegar de él. Dentro de cuatro o cinco horas vamos a poner proa a Sicilia. Contemos, sobre todo, con la protección del dios de los navegantes.

—¿Estás seguro, Sidonio?

—Un viejo marino como yo no se engaña nunca.

XV. Al abordaje

Transcurrieron aún doce horas antes de que el mar quedase asaz tranquilo y llano para que las canoas abandonasen el casco, ya semidestrozado, de la desgraciada hemiolia.

Llegada la marea a un más bajo nivel, de modo que dejaba casi en seco el escollo, les fue hacedero a los númidas llevar las dos ligeras embarcaciones al mar y botarlas al agua.

Sidonio, siempre prudentísimo, las había provisto de víveres y agua y, sobre todo, de armas, no siendo improbable que, aplacado el huracán, el viejo Hermon les lanzase en pos los quinquerremes del arsenal de Útica, para vengar el rapto de Ofir.

Se ponía el sol, cuando se embarcaban los navegantes. La joven cartaginesa se hallaba en la primera canoa con Hiram; Fulvia, en la segunda con Sidonio.

En una y otra embarcación había veinte hombres al remo y si no ocurría ningún accidente podían hallarse al cabo de dos días en Sicilia.

De momento no parecía que amagase ningún peligro, pero no por eso se hallaban los náufragos completamente tranquilos. Siempre oían resonar en su corazón las amenazas de Fegor.

—¡Boga! —mandó Sidonio—. No llevo ya el martillo ni el disco, pero no será menester para que reméis fuerte. ¡Larga!

Las dos canoas dejaron el escollo contra el cual se rompían las últimas olas e hicieron ruta hacia el islote de Argimurus, para llegar después al promontorio de Mercurio, que mira hacia Selinus, la ciudad más próxima de Sicilia.

El sol descendía rápidamente, ocultándose detrás de rojizas nubes, y por levante aparecían las primeras estrellas, surgiendo entre las tinieblas.

Todo el mar estaba sembrado de pajuelas de oro inquietas y susurraba suavemente alrededor de las dos chalupas que avanzaban velozmente, impelidas por los robustos e incansables brazos de los poderosos númidas.

Hiram, sentado en popa, con el largo remo en la mano, estrechaba con la siniestra a Ofir, adormecida después de la larga y ansiosa vela nocturna. De vez en cuando, sus labios rozaban los largos cabellos negros de la joven, impregnados de penetrante perfume.

No se acordaba en aquel momento de los largos años de proscripción en Tiro, ni de Hermon, ni de Fegor.

Una voz le volvió bruscamente a la realidad.

—¡Un punto negro! —gritó Sidonio—. ¡Vira en redondo! ¡Volvamos a la costa!

—¿Qué hay, qué dices, Sidonio? —gritó Hiram, desde su canoa.

—Que tenemos encima a esos malditos.

—¿Es una nave cartaginesa aquel punto negro?

—No puedo asegurarlo, capitán; me parece que no se dirige ni a Útica ni a Cartago. Espera un poco y veremos si se ocupan de nosotros.

Ofir, presa de vivísima agitación, preguntó:

—¿Nos persiguen?

—Somos bastantes y no nos rendiremos sin combatir. Nada temas; mi gente te defenderá hasta que les quede un átomo de fuerza.

—Tengo funestos presentimientos, Hiram.

—Las jóvenes no son hombres. Como el dios del mar nos ha protegido hasta ahora, nos seguirá protegiendo.

—¡Hiram! —gritó de nuevo Sidonio—. Vienen sobre nosotros uno o dos quinquerremes. No hay más remedio que volver a la costa.

Los últimos arreboles del ocaso se habían desvanecido bruscamente y el mar quedaba sepultado en las tinieblas.

El agua se ponía oscura y las estrellas aumentaban en resplandor a medida que desaparecía la luz.

Ya no se distinguían los dos puntos negros; reinaba hondo silencio entre los náufragos; no se oía más que el precipitado golpear de los remos, siempre vigorosamente manejados por los númidas.

Dos horas habían transcurrido desde el ocaso, cuando el hortator dejó oír un nuevo grito de alarma.

—¡Ya vienen! Dejad los remos un momento, para escuchar.

La brisa nocturna llevaba distintamente a sus oídos el golpeo regular de gran número de remos.

—¿Has oído, capitán? —preguntó Sidonio.

—Sí.

—¿Qué hacemos?

—Acércate.

La canoa de Sidonio atracó junto a la de Hiram.

—Te confío las dos jóvenes y te dejo diez hombres. No te ocupes de mí, huye y trata de salvarte y salvaros todos.

—¿Y tú?

—Intentaré detener las dos naves. Tengo treinta y cuatro hombres y con ellos me siento capaz de luchar contra quinientos.

—Haré lo que mandas, aunque me duela.

—Pronto. Los golpes de los remos se oyen ya muy cerca.

Hiram cogió a Ofir entre sus brazos y la trasladó a la canoa de Sidonio, mientras parte de los númidas que formaban la tripulación pasaban a la canoa de Hiram con sus escudos, hachas y dagas.

—¡Me dejas! —exclamó Ofir, sollozando.

—Por poco tiempo. Pronto volveré a estar a tu lado, y si el dios del mar, que hasta ahora me ha protegido, ha decidido ya mi suerte, nos encontraremos en el reino de las sombras.

—Vas a desafiar a la muerte.

—No, a parlamentar y nada más. Procuraré conservar mi vida para hacerte dichosa. Adiós, niñas. Sidonio, boga y trata de llegar a la isla.

—¡Hiram! —gritó Ofir.

—¡Hiram! —repitió Fulvia.

El capitán no respondió ya.

La canoa de Sidonio se alejaba rápidamente.

—¡Amigos! —dijo el capitán—. Vamos a demostrar el valor de los africanos. Tenéis enfrente a mercenarios que han vendido su sangre a Cartago por dinero. Mostradles cómo saben morir los hijos del sol ardiente.

—¡Estamos preparados! —respondieron a una voz los marineros.

Avanzaba una masa negra, rompiendo fragorosamente las aguas espumeantes bajo el golpeo de gran número de remos.

Hiram cogió el timón y llevó la canoa hacia adelante.

La de Sidonio había desaparecido ya; nada había que temer por la salvación de las dos jóvenes.

—Estad preparados para dar el abordaje —mandó Hiram.

La oscuridad protegía a aquel puñado de audaces. No se oía ningún grito de alarma a bordo de la nave.

Hiram, desviando rápidamente, evitó el espolón, el terrible rostrum de bronce que hubiera podido echarle a pique, y llevó la canoa a estribor de la nave, gritando:

—¡Arriba, númidas!

En un momento, los ágiles africanos cogen los larguísimos remos que descendían al mar, deteniendo con su peso su batir, se agarran a los de los bancos superiores y saltan sobre cubierta como una legión de demonios, embrazando el escudo que llevaban a la espalda y sacándose de la faja hachas y dagas.

Hiram los había precedido ya.

Resonó un aullido salvaje entre las tinieblas.

—¡Mueran!, ¡mueran!

Se lanzaron sobre los invasores algunos hombres, que cayeron muertos o moribundos bajo los golpes furiosos de Hiram y de los númidas, pero otros llegaron a toda prisa, gritando:

—¡A las armas!

Por las escotillas y los ranchos de popa y de proa desembocaban otros grupos.

Retruena en la cubierta de la nave fragor de hachas y de espadas que chocan contra los escudos.

Los númidas, guiados por Hiram, se han abierto paso, a la primera embestida, pero ahora cae sobre ellos una masa de hombres que salen de todas partes y los cercan como un círculo de hierro.

Los mercenarios del quinquerreme, al menos trescientos o cuatrocientos, pasado el primer momento de estupor, vuelven a la carga con desesperado ímpetu para arrojar al mar a aquellos peligrosos intrusos, y no estaban solos, pues mientras Hiram y sus númidas se preparaban a acometerlos con desesperado valor, había aparecido de improviso otra inmensa sombra, por babor, y se lanzaba en la brega una nueva oleada humana, azuzada por una voz estridente que gritaba:

—¡Diez talentos pagará Hermon a quien prenda o mate al traidor Hiram!

Oyendo esto, bañó un frío sudor la frente del capitán.

—¡El espía! —exclamó, rompiendo el yelmo y con él la cabeza a un mercenario que le había agarrado—. ¡Lleva consigo la muerte!

Aprovechando un instante de suspensión, lanzó una mirada a la nueva nave, alumbrada por algunas lámparas.

No era un buque de combate sino una de aquellas naves que los romanos habían copiado de los fenicios y llamaban honoreriaie, de construcción mucho más pesada y también más sólida, poco diferentes en su forma de los extraños juncos chinos, que usaban velas de piel de cabra mejor que remos, y se empleaban como transportes militares.

Si el quinquerreme estaba tan bien tripulado, ¿cuánta gente debía de conducir aquella nave?

—Preparémonos a morir —murmuró Hiram—. ¡Pobre Ofir!… ¡Si al menos pudiese encontrar a Fegor y enviarle al otro mundo!

Sobrecogido por un repentino acceso de ira que centuplicaba sus fuerzas, irrumpió como una fiera entre las falanges enemigas que estaban ya para oprimir un débil grupo. Había arrojado la daga, harto ligera para abrirse sangriento paso a través de aquella muralla viviente, y cogido una pesada hacha, escapada de manos de uno de los combatientes.

—¡Que mato! —aulló—. ¡Plaza! ¡A mí, númidas!

No era un hombre, era un catapulta que hendía el cerco de hierro con terrible ímpetu.

Con el escudo sobre el pecho y el hacha levantada, se había lanzado adelante, gritando:

—¡Ven!, ¡ven, perro de Fegor!

Una voz irónica le respondió:

—Sí; cuando todos mis hombres hayan muerto. Espera, pues, ladrón de doncellas.

—Te encontraré aunque te escondas en el fondo del mar.

Hiram había hendido la primera línea de los mercenarios a grandes hachazos. Parecía que nadie pudiese resistir a su brazo.

Escudos, yelmos y corazas caían al suelo destrozados bajo sus golpes formidables, y con el hierro, el acero y el bronce, caían los hombres espantosamente heridos.

Los númidas la reanudaban con prodigioso valor. A pesar de la lluvia de flechas tiradas desde las torrecillas, las lanzadas, los hachazos y los tajos de las dagas habían poco a poco ensanchado el círculo, aunque no sin pagar muy cara aquella primera victoria.

Más de la mitad habían caído sobre la cubierta del quinquerreme para no levantarse más, y los pocos heridos habían sido arrojados al mar para ser pasto de los peces.

—¡Ven, espía! ¡Deja que antes de morir te vea la cara!

De pronto un escudo quedó hecho trizas bajo el formidable hachazo descargado por un guerrero de estatura gigantesca.

Casi en el mismo instante, un tajo de daga le hacía saltar las piezas de metal que le cubrían el pecho, y la punta, penetrando en la carne viva, se hundía en su costado derecho, casi en el mismo punto en que le había herido el astasio romano, veinte años antes, a orillas del lago Trasímeno.

El dolor que le causara aquella herida había sido tan atroz, que el desgraciado capitán se cayó de rodillas. Intentó aún, haciendo un supremo esfuerzo, levantar el hacha, pero le abandonaron las fuerzas, y cayó desvanecido sobre cubierta.

En aquel mismo instante, sus últimos númidas, después de haber vendido muy cara su vida, caían uno tras otro sobre un montón de cadáveres.

Mientras Hiram quedaba prisionero, Sidonio continuaba su ruta hacia el islote de Argimurus, cuya oscura masa se delineaba a algunas millas de distancia.

No tenía mucha fe en la desesperada tentativa de su señor, sabiendo que los navios de línea cartaginesa no llevaban nunca menos de trescientos hombres a bordo, pero aun así no había perdido el ánimo.

Había visto ya muchas veces a Hiram puesto a prueba y no ignoraba lo que pesaba la daga del valeroso capitán, como tampoco ignoraba el brío impetuoso y el valor indómito de los númidas que los acompañaban.

Ofir y Fulvia, no menos inquietas que él, no cesaban de interrogarle ansiosamente, aunque sin poder obtener una respuesta tranquilizadora.

Había transcurrido media hora desde que los había dejado Hiram y la isla sólo distaba algunos codos, cuando un grito lanzado por un remero del extremo los hizo estremecer.

—¡Los tenemos encima!

—¿A quién? —gritó Sidonio.

—¿No ves? Se diría que ha brotado del mar.

Sidonio, volviendo la cabeza, vio una sombra que se movía directamente hacia la canoa.

—¡Estamos perdidos! —exclamó el piloto—. Tratemos de salvar cuando menos a esas muchachas.

La playa sólo distaba algunas brazas, y Sidonio lanzó resueltamente la canoa hacia la arena.

—¡Teneos firmes! —gritó.

Pero había echado sus cuentas demasiado tarde. La nave que le había perseguido no era ningún trirreme ni quinquerreme, como creyera al principio, sino un acatium de fondo plano y que calando poquísimo podía acercarse impunemente a la ribera.

Con una rápida maniobra de remos, la nave cerró el paso a los fugitivos, y en seguida, virando rápidamente, embistió con el espolón la proa de la canoa, echándola a pique.

El choque fue tan imprevisto y tan poderoso, que los númidas y las dos jóvenes se encontraron todos en el agua, en un abrir y cerrar de ojos.

La joven cartaginesa no había podido contener un grito de espanto, y aquel grito había sido oído por un hombre que se hallaba a bordo de la nave: Tsur, su prometido esposo.

—¡Salvad a Ofir! —había gritado, volviéndose hacia sus marineros.

Treinta o cuarenta hombres se habían arrojado al momento al agua, mientras los remeros se hacían atrás para que el espolón del acatium no matase a los náufragos.

Entre tanto, Sidonio, habiendo chocado contra un cuerpo humano que se iba al fondo y sintiendo bajo sus manos una túnica, la había cogido vigorosamente, creyendo que era Ofir.

Con dos poderosos talonazos remontó a la superficie, teniendo bien cogida a la náufraga, y se puso a nadar desesperadamente hacia la playa, que, como hemos dicho, estaba muy cercana.

En el momento de tocar la arena, donde se encontraban ya sus marineros, que, por hallarse sin cargas, habían llegado más pronto, vio que la que tenía entre sus brazos no era Ofir, sino la etrusca.

Se escapó de sus labios una sorda blasfemia, pero al pensar que aquella joven era la amiga de Hiram, su frente, que se había oscurecido, se serenó.

—Más vale haber salvado a una que a ninguna —murmuró—. No podía pescarlas a las dos.

—Gracias, Sidonio —exclamó Fulvia, escapándose de sus brazos.

—Si el capitán escapa a la muerte, no estará muy contento de que en vez de Ofir haya salvado yo…

—¿Y tú qué sabes? —preguntó Fulvia.

—A quien amaba era a la otra.

—¡Ah! —exclamó sencillamente Fulvia—. Es verdad.

Pero Sidonio no había notado el relámpago atroz que había iluminado las profundas pupilas de la etrusca.

—¡Piloto, huyamos!… —gritaron en aquel momento los númidas—. El acatium ha echado al agua sus canoas.

—Entonces, muchachos, vengan piernas, y tú también, etrusca, si no quieres caer en manos de esos hombres y pasar por la boca ardiente de Baal Moloch.

Todos se habían lanzado a desesperada carrera, incluso Fulvia, que no quería quedarse en zaga a los ágiles númidas.

Después de ganadas muchas dunas y una colinilla rocosa en cuya cima se distinguían confusamente las ruinas de una torre, Sidonio se detuvo, diciendo:

—¡Alto, muchachos! Nadie nos ha visto huir aquí, y allá arriba veo un abrigo que conozco bien. Esperaremos allí hasta el alba, y veremos luego lo que hacemos. ¡Ah! ¡Mala noche hemos tenido!

—¿E Hiram? —preguntó Fulvia.

—Temo que haya muerto, o al menos que haya caído prisionero.

—¿Y tú?, ¿vas a abandonarle, acaso?, ¿tú, en cuya fidelidad tanto creía?

—¿Yo?, yo, el hortator. No me conoces aún, etrusca. Anda; allá arriba, en nuestro refugio, ya hablaremos.

Le dio la mano para ayudarla a escalar una roca, y el grupo salió silenciosamente por la colina, que podía llamarse también un escollo, encaminándose hacia la torre.

XVI. Un socorro inesperado

Los antiguos cartagineses, antes de sus luchas con Roma, no tenían nada que temer de los pueblos del Mediterráneo que no podían luchar con sus poderosos navios, pero no por ello habían olvidado fortificar la entrada del espléndido golfo, dotando la costa y el islote de Aegumuras de sólidas y altísimas torres, desde las cuales se podía señalar la presencia del enemigo.

Las guerras púnicas y la paz hecha con Roma, la terrible rival, habían obligado a los cartagineses a abandonar aquellas construcciones, demasiado viejas y de escasa utilidad, concentrando sus defensas en Útica y en Cartago.

La torre en que habían buscado refugio los náufragos de la hemiolia no se hallaba en malas condiciones, aunque construida ciertamente muchos siglos antes, a juzgar por lo macizo del aparejo y su primitiva traza, en cuanto a arquitectura.

Era una especie de cilindro altísimo, poco diferente de nuestros modernos faros, aunque de más vastas proporciones, que lanzaba su terrado a ochenta o noventa pies del suelo, y estaba defendido por algunas almenas semiderruidas.

Sidonio, que parecía haberla ya visitado y quién sabe si habitado en alguna época de su vida aventurera, cogió a Fulvia por la mano y le hizo subir a tientas una escalera de caracol, hasta llegar a la cama, mientras los númidas se alojaban en una cuadra de la planta baja, para vigilar los movimientos del acatium en caso de que sus tripulantes hubiesen desembarcado para dar caza a los últimos amigos de Hiram.

Llegados a la azotea sin haber cruzado palabra, Sidonio escrutó el horizonte, mientras la joven etrusca, como presa de súbito desfallecimiento, se dejaba caer sobre una almena, desmoronada por la acción del tiempo.

—¡Nada! —murmuró el fiel hortator—. Habrán creído que nos hemos ahogado todos.

—¿Y el capitán?

Una vivísima angustia se reflejaba en el rostro del piloto; ¿qué le había ocurrido a Hiram? ¿Habría logrado su propósito o habría caído bajo los puñales enemigos?

—Esperemos al alba —dijo finalmente el hortator.

La etrusca, mirando a Sidonio, le preguntó:

—¿Crees que Hiram haya muerto?

—Creo que si hubiese salido vencedor, si hubiese logrado detener las naves, ya estaría aquí. Sin embargo, nada podemos conjeturar. Esperemos. Estamos muy arriba y desde aquí se ve muy lejos.

Se sentó a su vez y no habló más.

Dos horas después alboreaba. Sidonio paseó sus miradas por el horizonte.

—No se ve nada —dijo—. Las dos naves, el acatium y aun la canoa de Hiram han desaparecido.

—¿Habrá Hiram ido a fondo con sus númidas? —preguntó Fulvia.

—Mientras no veamos su cadáver, no podemos decir nada respecto a ello —dijo Sidonio, sorprendido de la forma en que había sido hecha la pregunta.

Fulvia cogió a Sidonio de un brazo y, mirándole fijamente, le preguntó:

—¿Y Ofir? ¿Se hallará ahora en el fondo del mar? Ansio saber lo que ha sido de ella.

—¿La quieres, pues?

Fulvia respondió con un ligero temblor en la voz:

—Sí… Fui su esclava y me trató como a una hermana. ¿Por qué no quererla?

—Además, es la prometida de tu señor.

—Lo era.

—Nosotros ignoramos si alguno de los dos ha muerto.

—¡En efecto! —exclamó la joven, con tristeza, que sorprendió al hortator, el cual dijo:

—¡Son incomprensibles las mujeres de Roma!

—¿Por qué?

—¿Eres o no eres amiga de Ofir?

—¿Lo dudas acaso?

—Hay en mi cerebro un pensamiento que lo atormenta y que no sé decir cuál es. Pero no hablemos más de esto. Esperemos el amanecer.

—¿Crees que vendrán aquí?

—Si vienen, los veremos en seguida —respondió Sidonio.

Dos horas más tarde aparecían en oriente los primeros resplandores de la aurora.

Sidonio y Fulvia se habían levantado. Los remeros, deseosos de saber algo del jefe, se hallaban con ellos.

—¡Han desaparecido todos! —murmuró con sorda voz el hortator.

—¿No adviertes nada absolutamente?

—Nada.

—¿Se habrá ahogado Hiram con sus númidas?

—¿Lo habrán hecho prisionero?

—¿Y Ofir?

—En poder, sin duda, de los marineros de Hermon que se habían echado al agua. No me inquieta lo que le haya podido suceder a la joven.

—¿Y nosotros, qué haremos?

—Esta isla está habitada y tiene en las costas septentrionales un pequeño puerto en el que pueden anclar tres o cuatro navios y dispone además de una fortaleza.

—¿Y qué me importa a mí ese puerto?

—Calma, niña —contestó Sidonio—. ¿No podría ser que aquellos buques, en lugar de regresar inmediatamente a Útica, se hubieran dirigido allá en espera de órdenes? Yo no abandonaré esta isla sin saber antes lo que ha sido de Hiram. Mandaré a algunos de mis hombres a la caza de noticias y les recomendaré que se procuren a toda costa una chalupa.

—¿Para volver a Cartago?

—O a Útica. No sabemos todavía adonde habrán llevado al jefe, suponiendo que esté vivo aún.

—¡No lo creas muerto, Sidonio! —exclamó la etrusca, con hondo dolor.

—La guerra no perdona ni a los valientes —respondió el hortator—. Pero no perdamos más tiempo. Tampoco aquí estamos seguros. De un momento a otro, podemos vernos atacados por algún pelotón de mercenarios.

Y, dicho esto, se volvió a sus hombres y preguntó a dos que habían salvado milagrosamente sus armas:

—¿Vosotros conocéis la isla, verdad?

—Sí, piloto.

En seguida, volviéndose hacia los númidas que habían subido todos a la azotea y fijándose en dos que habían podido salvar las armas, les dijo:

—Quitaos las corazas y los yelmos, fingios pescadores y llegaos hasta el puerto, que ya conocéis, para informaros de si los barcos que nos han dado caza han llegado allí. Después procuraos una lancha. ¿Tenéis dinero?

—Sí.

—¡Vivo! De vuestra celeridad depende la salvación de todos.

—Correremos como gacelas —dijo el más joven.

Bajaron de cuatro en cuatro, los dos númidas, los peldaños mal seguros de la escalera y desaparecieron colina abajo.

—Vosotros —añadió, dirigiéndose a los restantes—, id a buscar entre tanto algo en que hincar el diente. No faltan datileros ni chumberas en esta isla. Por ahora nos contentaremos con eso.

—¿Esperas algo, pues? —preguntó Fulvia, mientras los númidas abandonaban la plataforma.

—Si no ha muerto y le han llevado a algún sitio, le salvaremos; te lo prometo, niña.

—¡Para que sea feliz con Ofir! —exclamó la etrusca, palideciendo.

—Si la joven cartaginesa está libre todavía. Hermon no esperará mucho tiempo, en vista de lo que ha ocurrido.

Fulvia pareció tranquilizarse. La misma extraña sonrisa que ya observara el hortator dibujaron sus labios.

—Apostaría un talento de oro contra un dátil a que tú te alegrarías más si Hiram, siempre suponiendo que esté vivo o que logremos arrancarle de la muerte, encontrase a Ofir ya casada. ¿Verdad, niña?

—¿Qué te hace suponer tal cosa? —le preguntó Fulvia estremeciéndose.

—Soy viejo y tengo mucha experiencia. En mi juventud también ha latido mi corazón de amor.

—Explícate mejor.

—Estoy seguro de que amas secretamente al jefe.

La etrusca frunció el ceño, y dijo:

—Quizás no te equivocaras si yo hubiera nacido bajo las águilas victoriosas de Roma.

Sidonio se encogió de hombros y contestó:

—¿Qué tiene que ver el corazón con las águilas romanas? ¿Acaso no he amado yo, un númida, a muchas mujeres cartaginesas? No obstante, Cartago ha sido siempre la mayor enemiga de mi patria.

—Yo pertenezco a un pueblo distinto del tuyo. Las mujeres italianas no pueden amar a los enemigos de Roma. Odiarlos, sí; amarlos, nunca.

—No pretendas engañarme. Tú amas al jefe. ¿Quieres darme a comprender, acaso, que te irás consumiendo, poco a poco, de amor por él? Dame la prueba.

Sidonio, siempre inquieto, se acercó de nuevo al pretil de la azotea y, resguardándose los ojos de la acción del sol con ambas manos, permaneció inmóvil algún tiempo, mirando a lo lejos sobre el mar centelleante de luz.

—¿Qué buscas? —preguntó Fulvia.

—Veo una nave que me parece que se dirige hacia aquí.

—¿Nave de guerra?

—No me parece. Es demasiado corta y muy pesada; ¿cómo no la he visto antes? Las sinuosidades de la costa deben haberla ocultado.

—Pero ¿qué puede importarte?

—Tengo muchos amigos en los barcos que van a Cartago. Casi todos son fenicios, o bien númidas. No sé, pero me parece que aquélla no es fenicia.

—Calla y déjame mirar.

Se veía avanzar un trirreme hacia el islote para doblar tal vez el cabo occidental que se prolongaba a corta distancia de la colina en que se levantaba la torre. Se trataba de un buque mercante que tenía los costados más anchos y algo redondeados, mientras las naves de guerra los tenían rectos, para facilitar los abordajes.

Transcurrieron algunos minutos hasta que, de pronto, Sidonio hizo un gesto de sorpresa y alegría.

—¡Conozco esa nave! Es de Acó —exclamó Sidonio.

—¿Y quién es Acó? —interrogó Fulvia.

—Un amigo mío de Rodas a quien una vez salvé la vida, cuando le atacaban unos piratas griegos. ¡No esperaba tal fortuna! Si llega a oír mi voz, estaremos salvados. No te muevas de aquí.

Sidonio se precipitó por la escalera, a riesgo de romperse la cabeza, bajó por la colina y llegó velozmente hasta las dunas que bordeaban la playa.

El trirreme, en aquel momento, viraba a menos de trescientos pasos, dirigiéndose hacia el cabo occidental de la isla.

El hortator se llevó las manos a los labios, a guisa de bocina, y gritó tan fuerte como podía:

—¡Acó! ¡Acó!

Aparecieron algunos hombres en la mura, haciendo señales con los brazos.

—¡Soy Sidonio! —gritó el hortator—. ¡Ven a tierra, Acó!

—¿Sidonio de Tiro?, ¿el númida? —dijo una voz.

—¡Sí! Te necesito, Acó… Ven…

—¡Espera!

Una canoa, capaz para doce remeros, se dirigió en seguida hacia la playa.

Al mismo tiempo el barco se ponía al pairo después de haberse alejado tres o cuatrocientas brazas de la playa para que la corriente no lo impeliese hacia los escollos.

Cinco minutos después, un hombre, ya canoso, envuelto en un amplio manto de lana oscura, como solían ir los marineros del archipiélago griego, y cubierto con un capuchón que le escondía la mitad del rostro, a pesar del intensísimo calor que se dejaba sentir, se arrojaba en brazos de Sidonio, exclamando:

—¿Qué haces, amigo, en esta playa, sin tu hemiolia, que hace pocos días aún estaba en Cartago?

—Tal vez lo sepa yo —dijo otro, saltando de la chalupa y tomando tierra—. Tú, a quien he visto con el capitán Hiram en la quinta del consejero Hermon, ayer noche, me dirás qué le ha ocurrido a aquel valiente.

Sidonio se volvió hacia el marinero, mirándole atentamente.

—¡Ah! —exclamó de pronto—. Sois el comandante de los mercenarios que Hermon quería ver lanzar contra nosotros. ¡Muchísimo gusto en volverte a ver, señor!

—¿Dónde está Hiram? —preguntó el veterano.

—No sabemos si estará vivo o muerto. Es una historia un poco larga. Ya hablaremos de eso; pero, dime, te ruego, ¿cómo te encuentras a bordo del trirreme de mi amigo Acó?

—Yo y todos los jefes y oficiales, convencidos de que Hermon no nos perdonaría lo que hicimos, pensamos en nuestra salvación, embarcándonos en esta nave que ayer noche ancló en Útica y zarpaba para Hispania al amanecer.

—¿Cuántos sois?

—Doce.

—Entonces te diré que Hiram está en manos de los cartagineses hace siete u ocho horas. Le han hecho prisionero o bien le han muerto.

—¡Prisionero!, ¿y dejarás que le maten?

—Te equivocas, señor. He llamado a mi amigo Acó para que me diera una barca y algunos hombres para poder salvar a mi señor, pues yo era su fiel piloto.

—Están a tus órdenes, Sidonio —dijo el fenicio.

—Espera antes de comprometerte —respondió Sidonio—. ¿Puedes esperar?

—Hispania no se escapará y mi cargo no se echa a perder.

Sidonio refirió entonces al veterano lo que había ocurrido después del rapto de Ofir.

—Dudo que haya muerto Hiram —replicó el veterano, después de haber oído—. El solo era capaz de hacer frente a una centuria romana. No tengo ya nada que hacer en Cartago. Mi daga luchará hoy por el amigo. Mañana, quién sabe si por Hispania, Galia, Grecia o Egipto. Somos los que no tenemos patria y que sólo el amor a la guerra lleva a la guerra.

—Así pues, comandante, ¿me ayudarás en la empresa?

—Mis compañeros y yo estamos a tu disposición.

—¡Ah!… ¡Melqart, Melqart! —gritó Sidonio, alzando las manos—. No abandones nunca a los hombres que creen en tu divinidad.

Después, volviéndose al veterano, que le miraba sonriendo, le dijo:

—Me has dicho que tienes once compañeros.

—Y todos veteranos de la guerra de Iberia y de Italia.

—Sois once y yo tengo diez. Hay número suficiente para intentar un asalto. Ahora sólo hemos de saber si Hiram vive aún y dónde lo han conducido. Esperemos a que regresen mis hombres. Entre tanto, procurémonos una barca. ¡Acó!

—¡Amigo!

—¿Dónde vas?

—A Hispania, a vender mis chirimbolos. Llevo un buen cargamento.

—El viaje no es muy largo y podrías dejarme tu canoa, que necesitaría para volver a Cartago.

—No sólo la canoa, mi trirreme entero está a disposición del hombre que me salvó de manos de los piratas que se preparaban a desollarme como si fuese un conejo.

—No necesito más que la canoa.

—Tuya es.

—Vuélvete a bordo y envía a tierra a los guerreros compañeros del señor —dijo Sidonio, señalando a Capsa—. Y que el dios del mar te lleve a salvamento hasta las costas de Iberia, sin tempestades ni escollos.

Los dos viejos amigos se abrazaron, y Acó se hizo luego a la mar.

Pocos minutos después, los once compañeros del veterano estaban en tierra, mientras el trirreme ponía rumbo hacia el cabo occidental de la isleta.

Los amigos del comandante eran todos de edad ya algo provecta, pero robustísimos aún, gente encanecida en los campos de batalla y capaz aún de hacer temblar a formidables enemigos.

Habían pertenecido a aquel famoso ejército que el gran Aníbal, después de haber deshecho muchas veces las legiones romanas, había vuelto a conducir a África para intentar, en la infausta jornada de Zama, la última salvación de la República cartaginesa.

Varada la canoa y escondida detrás de una elevada duna, el grupo subió por la colina refugiándose en la torre, donde se encontraban ya los númidas enviados en busca de víveres.

Se acordó esperar el regreso de los que habían ido al puertecito, antes de tomar ninguna resolución, y al mediodía llegó uno de ellos, desmayado por la larga carrera y bañado todo él en sudor.

—¡El capitán está vivo! —exclamó.

—¡Vivo! —murmuró Fulvia, llevándose una mano al corazón.

—Sí, allá…

—Descansa primero —dijo Sidonio.

El númida, después de algunos momentos de respiro, prosiguió:

—Vivo, pero herido.

—¿De gravedad?

—No han podido decírmelo.

—Esperemos que con su robustez resista. Por ahora, tenemos bastante con que no haya muerto —dijo Sidonio—. ¿Se sabe dónde está?

—En la fortaleza de esta isla. Me lo ha dicho un pescador que le ha visto desembarcar de un quinquerreme… Y venía escoltado por otra nave de transporte. Y había de ser: la piel del herido era sólo algo bronceada, y la de los númidas, casi negra. No podía ser otro que él.

—¿No ha visto ese pescador desembarcar a nadie más?

—No, piloto.

—¿Qué les habrá sucedido a nuestros compañeros? ¿Habrán muerto todos?

—No lo sé.

—¿No dudas de que sea el capitán el herido?

—Es él. Me lo ha descrito perfectamente.

Sidonio se volvió hacia el comandante Capsa.

—¿Conoces tú esa fortaleza?

—Sí; la conozco, y también la galería subterránea que hay en ella. He estado dos años.

—¿Qué os parece si intentáramos el asalto esta noche?

—Todos estamos dispuestos a seguirte.

En aquel momento llegaba otro númida, no menos derrengado que el primero.

—¡El capitán está vivo! —exclamó.

—Lo sabíamos —respondió Sidonio.

—Sí, ¡vivo!, ¡vamos a salvarle!

XVII. Una expedición nocturna

—¡Alto! Hay una luz a proa.

—¡Malditos! ¿Habrán sabido esos canallas que estábamos aquí?

—¿Será el quinquerreme?

—Imposible, piloto. Esta mañana no había aquí ningún barco.

—¿Será el acatium?

—Tampoco estaba.

—Sin embargo, esa luz indica la presencia de una nave.

Sidonio, que era el que así hablaba, abandonó por un momento el remo-timón de la pesada barca que le regalara Acó, y escrutó atentamente la tenebrosa superficie del mar.

Todas las miradas estaban fijas en la costa de la isla, que se hallaba cercana, y en la cual se destacaba una masa oscura en la que brillaba un pequeño punto luminoso.

—Es un buque grande —dijo Sidonio, con desaliento.

El veterano se levantó a su vez.

—¿Y qué? —exclamó—. ¿No somos gente de armas? ¿Estamos aquí para chapucear y espantar los peces? ¿Hay una luz? La apagaremos con nuestras dagas y nuestras hachas, aunque hubiera a su alrededor cien hombres.

—Bien hablado —respondió el hortator.

—El capitán Hiram sabe escoger sus amigos y sus guerreros.

—La fuerza lo soluciona todo. ¿Vamos a atacar a aquella nave?

—No —respondió Sidonio—, en este momento nuestras vidas son demasiado preciosas.

Sidonio volvió a mirar aquella masa oscura que el reflejo levantaba ligeramente y dijo:

—Avante, sin hacer ruido.

—La cosa será algo dificultosa, piloto —dijo un marinero desde un extremo—. La resaca es fuerte y hay escollos delante de la playa.

Era verdad. Las olas se estrellaban con furia contra una porción de arrecifes que se extendían por delante de la orilla, afilados como peines, saltando con formidables mugidos.

Empujar la barca hacia aquellos escollos era correr a una muerte segura.

Sidonio, sin embargo, no era hombre que se amilanase fácilmente.

Empuñó el largo remo y dijo a sus hombres:

—Avante, y sin ruido.

La barca, que se había detenido, volvió a hacer rumbo a la costa, de suerte que pasara a lo largo de la masa oscura que flotaba en la minúscula bahía de la isla.

El fragor del oleaje y las rompientes cubría el rumor de los remos, mientras la profunda oscuridad, aumentada con las masas vaporosas empujadas por el viento norte, cubría la barca haciéndola totalmente invisible.

Aquella segunda marcha duró diez minutos, y en seguida Sidonio hizo parar los remos.

—Despacio, amigos; creo que tenemos escollos delante.

—Es verdad, piloto. La costa está aquí bloqueada por rocas agudas. Esta mañana lo he visto.

—Me parece haber oído un grito en la playa —dijo el veterano.

—Será algún ave marina —dijo Sidonio—. Veamos de no chocar, y saltemos en tierra antes que salga la luna. ¿Conoces tú el camino que conduce a la fortaleza?

—A ciegas te podría conducir —respondió el veterano.

—Al agua los remos —mandó Sidonio—. Cortad el agua de plano.

La barca se puso en marcha lentamente, con infinitas precauciones para no chocar y desventrarse contra las puntas rocosas, y luego, encontrando un paso, se movió veloz hacia la playa, varando la proa en la arena.

Al rumor producido por los remos, levantó su vuelo una bandada de gaviotas, que se habían posado sobre las rocas, escapando en todas direcciones con vivo aleteo.

—Buena señal —dijo Sidonio—. Si por aquí hubiese hombres, no se habrían posado en los escollos esas aves suspicaces.

Los veintitrés hombres y Fulvia desembarcaron llevando consigo las hachas y las dagas, arrastraron la barca en seco hasta donde la pleamar no se la llevase y se pusieron en seguida en camino, guiados por el veterano.

Pasadas las dumas, se encontraron en medio de un grupo de palmitos y piteras, en desorden, lo cual indicaba que aquella parte de la isla no había sido aún roturada.

—Tal vez no haya mucha vigilancia —dijo el veterano a Sidonio, que iba a su lado—. Si es así, podremos llegar sin ser descubiertos hasta la entrada de la galería secreta.

—¿Y la fortaleza?

—Se encuentra en la cima de una colina y es verdaderamente inexpugnable.

—Melqart os ha traído, comandante. ¿Qué hubiera podido yo hacer con un puñado de hombres contra murallas inexpugnables?

—Habríais perecido todos.

—¿Es numerosa la guarnición?

—Cuando yo era gobernador, tenía doscientos hombres.

Sidonio hizo una mueca.

—Entraremos sin que nadie lo vea. La galería secreta conduce al cuarto del gobernador, y le sorprenderemos durmiendo. Cuando le tengamos en nuestro poder, su gente no se atreverá a atacarnos, creo yo. Apresurémonos. Si empieza a clarear y la nave nos descubre, podríamos pasarlo mal en la retirada.

—¡Vivo, muchachos! —dijo Sidonio—, y tú, etrusca, si estás cansada, cógete de mi brazo.

—No tengo aún necesidad —respondió Fulvia.

El grupo dejó atrás aquella zona arbolada y se encontró ante una planicie sembrada de rocas agudas y cruzada por torrenteras. En el extremo se alzaba una colina sobre la cual giganteaba una mole negra, flanqueada de torres elevadísimas.

—Ésta es la fortaleza —dijo el comandante.

—Verdadero nido de águilas —respondió el hortator—. ¿Hemos de subir hasta allá arriba?

—No es menester.

El veterano examinó la planicie durante algunos minutos y en seguida guió la partida hacia una torrentera bordeada de céspedes y que parecía prolongarse hasta la falda de la colina.

—Que nadie hable sin orden mía —dijo—. El peligro está aquí, y si fuésemos sorprendidos, las catapultas de la fortaleza nos lanzarían encima del montón de peñascos, en que quedaríamos sepultados.

—Punto en boca, muchachos —dijo el hortator.

El torrente fue atravesado en toda la longitud sin que los expedicionarios fuesen descubiertos, y éstos llegaron pronto a las primeras faldas de la colina, cubiertas de tupida vegetación.

Después de un nuevo alto para orientarse mejor, el veterano tomó por un sendero que subía serpenteando por entre altísimas palmeras y lo siguió hasta que se encontró delante de una enorme roca en la que se abría, a dos metros sobre el suelo, una negra abertura de dos metros de diámetro.

—Ésta es la boca del subterráneo secreto de la fortaleza —dijo.

—Estará oscuro ahí dentro —dijo Sidonio.

—Llevo conmigo una cuerda que he encontrado por casualidad en la canoa —dijo el veterano—. Será bastante larga para alumbrarnos hasta llegar a la puerta de bronce.

Se sacó del bolsillo dos pedernales y los frotó violentamente contra el filo de su daga, mientras uno de sus compañeros deshilacliaba rápidamente un trozo de cuerda empapado en aquella misteriosa combinación conocida en aquel tiempo con el nombre de fuego griego, por haber sido inventada por los habitantes del archipiélago.

Obtenido el fuego, el veterano, cogiéndose a las raigambres y las ramas de los matorrales que crecían entre las fisuras de las rocas, llegó a la abertura.

Sidonio ayudó a Fulvia a subir, y después lo hicieron los otros.

—Seguidme —dijo Capsa.

El comandante cogió la cuerda y, empuñando por precaución la daga, se internó en el corredor, abierto en la roca viva.

Todas las fortalezas cartaginesas, como otras construidas después por diversos pueblos, tenían una galería subterránea secreta que servía de retirada a las guarniciones para sustraerlas a la matanza que les esperaba, no teniendo costumbre, romanos ni cartagineses, de dar cuartel a los prisioneros. Cuando caían en manos de los vencedores, eran degollados sin misericordia.

La historia de Atilio Régulo es de todos demasiado conocida para juzgar sobre las salvajes e inhumanas costumbres de aquellos lejanos tiempos.

La galería subía rápida y era tan estrecha que sólo permitía el paso de un hombre de frente.

Llegados a cierta altura, se detuvieron ante una puerta de bronce que parecía muy maciza y que sólo un ariete hubiera podido derribar.

—Estamos debajo de la fortaleza —dijo el veterano—. Aquí detrás está el pabellón del gobernador.

—¿Y cómo entramos ahora? —preguntó Sidonio.

—No es menester que hagamos el menor ruido —dijo Capsa.

Levantó la cuerda, que continuaba ardiendo, puso la mano en un anillo pasado dentro de un gancho, apagó la antorcha y preguntó:

—¿Estáis prevenidos?

—Sí —susurraron todos.

—Armas en mano.

Se oyó un ligero chirrido, como si la puerta en vez de abrirse corriese por una ranura, y el veterano susurró:

—Adelante; el paso está libre.

Todos se precipitaron dentro, teniendo bien sujetas las dagas, y se encontraron envueltos en profunda oscuridad.

—El gobernador no se ha acostado aún —dijo el veterano—. No puede tardar, siendo ya altas horas de la noche. Echaos al suelo y dejadnos hacer a mí y al hortator.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Sidonio.

El comandante le cogió por una mano y lo llevó adelante, hasta que encontraron una pared.

—No te muevas de ahí —le dijo—, y espera a que entre el gobernador.

—Si no me confundo, creo que alguien baja una escalera, comandante —dijo Sidonio—. Los númidas tenemos el oído muy fino.

—También me lo parece a mí.

—¿He de matarle?

—No; cogerle y taparle la boca.

—No gritará, comandante. Dos dedos sobre el cuello y ningún sonido saldrá de…

—¡Calla!, ¡ya viene!

Se oía un paso pesado bajar los peldaños. Sidonio colgó el hacha en su faja y alargó los brazos.

Un momento después se abría una puerta, también de bronce, y aparecía un hombre revestido de una coraza de mallas; debía pasar ya de los cincuenta años y llevaba una lamparilla de metal que derramaba en torno a él no muy abundante luz.

Apenas había traspasado el dintel, cuando Sidonio se le arrojaba encima, apretándole fuertemente el cuello, mientras el veterano le arrebataba la lámpara a fin de que no la volcase.

—¡Date preso! —dijo Sidonio, al mismo tiempo que cerraba la puerta de un puntapié.

—No le aprietes tanto —exclamó Capsa.

Sidonio obedeció.

Los compañeros del veterano y los númidas, que hasta entonces se habían mantenido echados en el suelo, se levantaron como un solo hombre, blandiendo sus dagas y sus hachas.

El gobernador, después de haber aspirado rumorosamente una amplia bocanada de aire, dio algunos pasos atrás, preguntando con voz alterada por el furor y también por la poderosa apretura del hortator.

—¿Quiénes sois?, ¿romanos quizás?

—Hasta ayer éramos mercenarios a sueldo de la república de Cartago —respondió el veterano—. Ahora somos hombres libres.

—¡Vendidos a los romanos! —exclamó con desprecio el gobernador.

—Te equivocas; nosotros, los que hemos combatido con Aníbal, no nos vendemos al enemigo.

—Entonces, ¿a qué habéis venido? Soy el gobernador de la fortaleza.

—Ya lo sabíamos —respondió Sidonio, con ironía.

—¡Traidores!

—Calla y responde a nuestras preguntas —dijo el veterano—. Estás cercado, y a una seña mía, mis hombres están dispuestos a matarte; no lo olvides.

—Responderé si me dices por dónde has entrado.

—Por la galería secreta.

—¿Quién te la ha indicado?

—Eso no es cosa tuya. Responde y no preguntes. Escucha: tienes en la fortaleza a un herido que han traído del mar, ¿no es verdad?

El gobernador le miró como si quisiese adivinar el pensamiento del veterano.

—Habla —dijo Capsa, con acento amenazador—. No hemos venido aquí para apoderarnos de la fortaleza, pero si no contestas sorprenderemos a la guarnición y no dejaremos vivo a nadie. Conozco muy bien este sitio. ¿Te han entregado a un herido?

—Sí —respondió el gobernador, que no esperaba socorro de nadie, por hallarse aquella estancia muy lejos de los corredores y de las cuadras.

—¿Un capitán, verdad?

—No sé, pero de fijo un guerrero, pues aún llevaba puesta la coraza.

—¿Sabes cómo se llama?

—Hiram.

Fulvia y Sidonio lanzaron a un tiempo un grito apenas contenido.

—¡Él!

—¡El señor!

—¿Fue conducido aquí solo?

—Solo.

—¿Es grave la herida?

—Un tajo de daga debajo del sobaco derecho.

—¿Curará?

—Es hombre fuerte y joven y el arma no ha penetrado mucho.

—¿Se podrá transportarlo sin peligro?

—Creo que sí.

—Hemos venido a que nos entregues ese hombre.

—No puedo entregarlo —dijo el gobernador—; me ha sido confiado por un mensajero del Consejo de los Ciento.

—Aunque fuese un mensajero del Consejo de los Ciento, nos lo llevaremos —dijo Sidonio—. ¡Por Melqart!, ¡que haya uno más o uno menos, poco nos importa, pues somos gente que nos reímos de Baal Moloch y de Tanit!

—No blasfemes de nuestras divinidades —dijo el gobernador.

—Yo no soy cartaginés, y sólo creo en la protección de Melqart.

—Entonces eres enemigo de la república.

—Nada de eso, porque sirvo fielmente a un capitán cartaginés.

—¿El herido?

—Lo has adivinado.

—Un hombre condenado por la patria.

—Después de verter su sangre en Italia —dijo Sidonio—. Es la recompensa de los Ciento y de los sufetas. ¿Nos entregas al prisionero? ¡No hemos venido a discutir!

—¿Y si rehusara?

—Me importaría poco —dijo el comandante Capsa—, pero podría pesarte a ti; recibirías un golpe de daga de esos que truncan la vida en un instante. Conozco esta fortaleza mejor que tú, y sé dónde encontrar al prisionero.

—Puesto que estoy en vuestras manos, he de ceder. Pero procurad que no me vengue…

—Ya nos sabremos guardar de ti… Abre y guíanos, pero ten en cuenta que al primer grito que des eres muerto.

El gobernador hizo un gesto vago y abrió la puerta. El veterano le precedió, teniendo en la siniestra la lamparilla y en la diestra la daga, pronto a hundirla en el pecho del veterano soldado. Los demás iban detrás, andando de puntillas para no despertar a la guarnición.

Cruzaron por tres o cuatro corredores, atravesaron una galería descubierta y el gobernador se detuvo por fin ante una maciza puerta, cerrada por dos robustos ganchos de bronce.

—El prisionero está aquí —dijo, volviéndose hacia el comandante—. Hay un centinela con él; si grita, no me hagáis responsable.

—Ya le impondremos silencio —respondió Capsa—. Los guerreros están acostumbrados a obedecer a sus jefes.

El gobernador levantó los ganchos y empujó la puerta.

Los númidas y los mercenarios habían hecho súbita irrupción en la estancia, con las dagas y las hachas en alto, dispuestos a hacer una carnicería.

Sobre un lecho muy bajo yacía un hombre que parecía profundamente dormido, y bajo una lamparilla que proyectaba opaca luz, se veía echado sobre un trozo de lienzo a un joven guerrero que tenía los ojos cerrados.

Sidonio se había precipitado hacia el lecho, mientras el veterano se arrojaba sobre el joven, asestándole la daga en la garganta y diciéndole:

—Si hablas, eres muerto; silencio, si quieres vivir.

Hiram, sintiéndose tocar en la frente, se había despertado en seguida, preguntando con voz débil:

—¿Ha llegado el momento de sacrificarme a Baal Moloch?

—No, por ahora, señor —respondió Sidonio—. ¿No te acuerdas ya de nosotros?

—¡Tú! ¡Sidonio! ¡Tú! —exclamó Hiram, incorporándose.

—Sí; tu fiel hortator.

—¿Y tus númidas?

—Conmigo, y también Fulvia.

—¡Fulvia! ¿Y Ofir?

—¡Siempre ella! —murmuró la joven etrusca.

Se adelantó hacia el lecho y dijo:

—¿Te disgusta verme, Hiram?

—¡Oh, no, mi buen genio!

—¿Y a mí? —preguntó el veterano, dejándose ver a su vez—. No esperarías, por cierto, verme en estos momentos.

—¡Capsa! Tú aquí, mi querido amigo, a quien debo ya la vida… Explicadme…

—No es ocasión ahora… Debemos partir sin dilación. Los númidas te llevarán…

—¿Y Ofir? —preguntó por segunda vez el herido, con ansiedad.

—Te basta saber por ahora que vive y no corre ningún peligro —dijo Sidonio.

—¿En poder de quién está?

—No puedo decirte nada por ahora, capitán. Cuando estemos a salvo te lo diremos todo. Escapemos antes de que la guarnición se aperciba. ¡Ah, miserables!

—¿Qué pasa?

—¿Dónde están el gobernador y el centinela?

Todos se miraron con espanto. Los dos, aprovechándose de la emoción que se había apoderado de todos al ver a Hiram, habían desaparecido.

El veterano lanzó un grito de furor.

—¡Estamos perdidos! Sidonio, coge al capitán y seguidme sin vacilar. Tal vez lleguemos aún a tiempo para huir por el pasadizo secreto. ¡Preparaos y arma en mano!

Sidonio envolvió a Hiram en un cobertor y, ayudado por dos de sus hombres, lo levantó, llevándolo a la galería donde se hallaban ya reunidos todos los mercenarios para proteger la retirada juntamente con los númidas.

El veterano guió al grupo a través de otro corredor que debía conducirlos más rápidamente al pasadizo secreto, pero cuando se encontró ante la puerta de bronce del pabellón del gobernador, retrocedió espantado, exclamando:

—¡La han cerrado!

—Lo cual quiere decir que hemos caído en la ratonera —dijo Sidonio, rechinando los dientes.

Hiram levantó la cabeza.

—Dadme una espada —dijo—. Vale más morir combatiendo que asado en el vientre de Moloch.

—¿Y si tratáramos de echar la puerta abajo? —preguntó Sidonio.

—Sería perder el tiempo. Seguidme. Venderemos muy caras nuestras vidas.

Volvieron rápidamente sobre sus pasos, deteniéndose ante una escalera de caracol.

—¿Dónde nos conduces, señor? —preguntó el hortator.

—A la torre más alta de la fortaleza —respondió Capsa—. Desde allí nos podremos defender por largo tiempo.

—¡Rápido! ¡Oigo gritos!

Resonaban clamores espantosos por los corredores de la fortaleza. La guarnición, despertada por el comandante y el centinela, acudía furiosa para hacer trizas a los invasores.

—¡Los guerreros en la escalera! ¡Los númidas conmigo, en la plataforma de la torre! —gritó Capsa—. Debe haber un depósito de armas en el segundo piso. Si hay arcos y flechas, cogedlos.

Subieron presurosamente la escalera después de haber cerrado la puerta, que era muy maciza y robustísima, y llegaron al piso superior, formado por una amplia sala.

Capsa, que no había abandonado la lámpara, echó una rápida mirada en torno a él.

No se había equivocado. Las paredes estaban cubiertas de escudos, dagas, hachas, cuchillos, hoces, arcos, flechas y cuerdas para las catapultas de la fortaleza.

—Armaos —dijo— y ganemos pronto la plataforma. Mis compañeros defenderán la escalera.

XVIII. La defensa de la torre

La torre en la cual habían buscado válido refugio era la más alta de las que tenía la fortaleza y la más sólida, dominando por completo las otras cuatro que se erguían en los ángulos del castillo.

En vez de ser cuadrada era pentagonal y tenía en la cima una espaciosa plataforma en medio de la cual se levantaba una de aquellas máquinas de asedio y de defensa llamadas catapultas, formadas por una especie de carro, con cuatro ruedas llenas de vigas macizas que formaban como una puerta cuadrada, y un brazo de madera que en su extremo superior, dentro de una especie de ancha escudilla, sostenía una bola de piedra de muchos kilogramos de peso, destinada a servir de proyectil.

Mediante un complicado sistema de cuerdas, palancas y rodillos, el brazo escapaba, lanzando con gran violencia la piedra a distancia de algunos centenares de metros, y aún más.

Era, en suma, el cañón antiguo, que no tenía necesidad de pólvora, ni de artilleros, y no necesitaba más que robustos brazos para hacerlo estallar.

—Por Moloch, Khamon y Yatar, juntos, con esta máquina, vamos a hacer papilla a la guarnición —dijo el veterano—. ¡Qué buena idea ha tenido el gobernador al colocarla aquí! Batiremos las demás torres.

—¡Ya lo creo! —dijo Sidonio—. Y puedes contar con mi gente y conmigo, que enviaré la pelota donde tú me digas.

—Haz transportar a Hiram al piso bajo. Dentro de poco van a llover aquí flechas y piedras.

—No; quiero asistir a la batalla —exclamó el capitán—. Tengo aún fuerza bastante para blandir una daga.

—En este momento no serviría de nada tu valor. Es batalla de proyectiles la que va a haber y no de armas de filo. Déjame que asuma el mando y obedece.

—Haré lo que mandes.

Sidonio llamó a dos númidas e hizo transportar a Hiram al segundo piso. Apenas hubo salido, cuando una pelota, lanzada por una catapulta desde otra torre, derribaba furiosamente una almena.

Todas las plataformas de las cuatro torres estaban cubiertas de guerreros armados de arcos y de hondas, que aullaban ferozmente.

—¡Rendios! ¡Estáis prisioneros!

—No tan aprisa —dijo Sidonio—. La gente de mar es más tranquila, y aún más comedida. Cuidado ahora con las cabezas. Ahora voy yo.

A una señal suya, los hombres más robustos del grupo se colocaron junto a la máquina, montando el brazo de madera dentro de cuya escudilla había colocado el hortator una pelota de piedra redondeada, de treinta libras de peso.

—¿Estáis preparados? —dijo el veterano.

—Sí —respondió Sidonio.

En aquel momento llegó a la plataforma una rociada de flechas, clavándose en las almenas y en las traviesas de la catapulta.

El hortator soltó las cuerdas y la pelota partió con un silbido sonoro, describiendo una gran parábola. Como el brazo estaba orientado hacia el norte, fue a chocar con extrema violencia contra una de las almenas de la torre situada en aquella dirección, desmantelándola de un golpe. Se rompió y los fragmentos hirieron a los guerreros que ocupaban el terrado, cayendo muchos, más o menos gravemente heridos.

—¡Bravo! —exclamó el veterano—. Es una respuesta que pagaría con un talento de oro si tuviese la fortuna de poseerlo. Pero no basta con eso.

—Tenemos más de cincuenta pelotas y trataré de aprovecharlas.

—Monta de nuevo la catapulta y no expongas a tu gente. Bajo a ver qué hacen los míos.

Mientras los númidas cargaban de nuevo la catapulta, Capsa bajó por la escalera, en cuyo fondo se oían golpes tan formidables, que hacían retemblar las macizas murallas de la torre.

Los guerreros estaban sentados en los últimos peldaños, embrazados los escudos y dagas en puño.

—¿Qué ocurre, amigos? —preguntó Capsa.

—Tratan de echar abajo la puerta con un ariete.

—Entonces no va a resistir mucho.

—Resistirán mejor nuestros escudos y nuestras armas. La escalera es estrecha, y antes de llegar a la plataforma hay que subir ciento cincuenta peldaños. Los he contado. Se necesitarán tres o cuatrocientos hombres y unos cuantos días para llegar arriba. No temas que te ataquen por la espalda, Capsa. Te respondemos de ello.

—Es menester que aguantéis hasta la noche.

—Nos sostendremos.

Capsa volvió a subir y se detuvo en la sala de armas, que, como hemos dicho, contenía escudos, dagas y largas cuerdas de recambio para la catapulta.

—Bastará anudar dos cuerdas de éstas —murmuró—. Esperemos la noche.

Subió al segundo piso, donde yacía Hiram, tendido sobre el cobertor, hallándose a su lado Fulvia, con encargo de no dejarle cometer ninguna imprudencia.

—¿Vamos a caer en sus manos? —preguntó el herido, apenas le vio entrar.

—Tranquilízate, amigo —respondió Capsa—. Falta tiempo.

—Oigo golpes formidables.

—Que son producidos por la catapulta que tu hortator maneja con habilidad maravillosa; los que vienen de abajo son golpes de ariete de la guarnición, no inquietantes por ahora. Ya sabes que no soy hombre que pierda el ánimo.

—Ya lo he visto durante la sangrienta guerra de Italia y conozco tu energía y sangre fría.

—Descansa tranquilo y no hagas tonterías. Podemos hacer frente por muchas horas a la guarnición.

—No quisiera morir sin saber antes qué suerte le ha cabido a Ofir, amigo Capsa.

—No creo que dejemos muchos aquí la piel y, por lo tanto, mañana me explicaré mejor. Hasta luego.

En la plataforma las cosas iban perfectamente.

Sidonio, ayudado por sus marineros, había lanzado ya diez pelotas, derribando casi todas las almenas y parte de los parapetos de las cuatro torres, y poniendo fuera de combate las catapultas.

El enemigo, sin embargo, no desamparaba aún las plataformas, y respondía a las pelotas con flechas incendiarias, de efecto vano, pues los defensores se guardaban bien de echar el cuerpo por encima de los parapetos.

—Eres un hombre admirable —le dijo Capsa al hortator—. Diríase que en tu vida has hecho otra cosa que disparar catapultas.

—Tengo ojo de marino y nada más. Por lo demás, confío en que dentro de poco ya no habrá nadie en las plataformas; espera y entonces acudiremos en socorro de los tuyos.

La catapulta fue montada nuevamente. El hortator disparó contra la torre que había quedado más maltratada, y derrocó el último trozo de parapeto que servía de refugio a los arqueros.

Un momento después no había nadie en el terrado. Todos habían huido a los pisos inferiores, para no hacerse matar inútilmente.

—Va una —dijo Sidonio—. Ésta ya no nos dará ninguna molestia.

—A otra —respondió Capsa.

—La haremos despejar con cinco o seis pelotas.

Descargó dos veces la catapulta, derrocando otra torre y haciendo huir a los defensores, y estaba ya para dirigir sus tiros a la tercera, cuando un estruendo formidable, procedente de abajo y que hizo estremecer todas las bóvedas y los muros, le hizo temblar.

—¡Han echado abajo la puerta! —gritó—. Toma cuatro de mis marineros y ve a socorrer a tus compañeros.

Capsa bajó corriendo, seguido de algunos númidas que se habían armado de arcos y flechas.

La puerta, en efecto, batida por los incesantes golpes de un pesado ariete, había cedido, pero los fuertes veteranos de Aníbal se retiraron a mitad de la escalera y detenían la embestida de los asaltantes a grandes golpes de hacha y de daga.

Reparados detrás de sus broqueles que formaban como una trinchera de bronce, no era fácil arrojarlos de aquella estrechísima espiral.

Los adversarios, después de haber sido rechazados, no habían vacilado en volver a la carga con gran ímpetu, pero no pudiendo avanzar más que dos a la vez, se encontraban en mala situación.

Lo peor fue cuando llegaron Capsa y los númidas. Estos, colocándose detrás de los veteranos, comenzaron a hacer llover dardos, que se plantaban donde las corazas no podían proteger a los combatientes.

—¡Valor, amigos! —exclamaba el comandante—. ¡Hemos desmontado las plataformas de las torres y las catapultas! ¡Rechacemos a éstos!

Horrible estruendo hacía estremecer la torre.

Era una mezcla de rugidos, de gemidos, de estertores, de escudos y yelmos batidos con armas de filo.

Por tres veces los guerreros de la fortaleza, furiosos ante la obstinada resistencia que oponían los veteranos, firmes como un bloque de metal, animados por los gritos de sus capitanes, subieron al asalto con desesperado valor, y otras tantas debieron retroceder hasta la puerta, seguidos por las flechas de los númidas, aumentados ahora con otros tres.

Hubo una breve tregua entre los combatientes para cobrar aliento, y nuevo ataque. Capsa se aprovechó de ella para decir a los marineros:

—Recoged cuantos escudos encontréis en la sala de armas y lanzadlos contra el enemigo. Serán más eficaces que vuestros dardos y…

Una voz procedente de la puerta le interrumpió.

—Rendios y tendréis a salvo las vidas.

Capsa respondió con una carcajada.

—Conocemos demasiado a los cartagineses para no saber que Baal Moloch está siempre ávido de carne humana y de toneles erizados de clavos para meter dentro a los prisioneros. ¡Ven a cogernos!

—Dentro de poco seremos doble número. Está desembarcando la tripulación del trirreme anclado en el puerto.

—Escalad la torre.

—Echaremos abajo esta escalera a golpes de ariete, y no podréis bajar.

—Saltaremos sin necesidad de peldaños.

—Os vais a morir de hambre.

—¡Nos comeremos unos a otros!

—¿No queréis rendiros?

—¡No!

—¡A ellos, mis valientes! ¡Cogedlos, muertos o vivos!

Los guerreros de la fortaleza se lanzaron por cuarta vez al asalto, prensados como anchoas, cuando un alud de pesados escudos lanzados por los númidas rebotó sobre sus cabezas, magullando sus yelmos y cabezas.

Fue otra derrota, más desastrosa aún que las anteriores, pues los veteranos esta vez bajaron los peldaños, cargando a los fugitivos y rechazándolos fuera de la puerta.

Habían caído diez o doce hombres, retorciéndose en el rellano, entre las convulsiones de la agonía.

Se oían feroces aullidos en el corredor, que debía de estar lleno de soldados que en manera alguna podían avanzar.

Los veteranos, derrengados y heridos, habían ganado a toda prisa la escalera para no dejarse sorprender, y había sido una verdadera suerte, pues un instante después el ariete que había derribado la puerta era descargado con gran fuerza en el rellano.

Un momento más tarde y hubieran quedado aplastados.

—Subid al primer piso —dijo Capsa—. ¡Van a echar abajo la escalera! Dejadles hacer.

El ariete volvió a atravesar la puerta, derribando tres o cuatro peldaños.

Otro golpe, y caía derruido todo el primer tramo de la escalera, al menos hasta el rellano superior.

Mientras doce hombres manejaban la pesadísima viga que terminaba en una cabeza de carnero de bronce macizo, otros lanzaban flechas incendiarias para que los defensores no impidiesen su obra de destrucción.

Eran, con todo, proyectiles malgastados, pues los capitanes, obedientes a las órdenes de Capsa, se limitaban a ocupar fuertemente el rellano superior y defenderse con sus grandes broqueles.

Los golpes de ariete se sucedían cada vez más furiosos y los peldaños continuaban derrumbándose, hechos pedazos. Uno, más violento que los demás, acabó de hacer caer el último, de suerte que dividía ahora a los combatientes una altura de cerca de diez metros, siendo imposible la subida para los unos y el descenso para los otros.

—Bueno: quiere eso decir que por esta parte no corremos peligro de momento —dijo Capsa—. Vamos a ver si el hortator de Hiram ha terminado su faena. No os dejéis ver —dijo a sus compañeros—, e impedid todo escalo.

—Ninguno pondrá el pie en sitio de peligro —respondió el más anciano—. Ve, capitán.

Capsa subió hasta la plataforma y llegó en el momento en que Sidonio, después de tres pelotas perdidas, derribaba el parapeto de la última torre.

—A buena hora llegas, señor —le dijo—. Yo he terminado ya mi quehacer, ¿y tú?

—Han derribado el primer tramo de la escalera.

—¡Por Melqart! —exclamó el hortator, dando un salto—. ¿De qué habrá servido entonces mi trabajo?

—Habrá servido de mucho más de lo que puedes figurarte.

Sidonio le miró interrogándole con los ojos.

—¿No me crees?

—Lo que yo me pregunto es cómo vamos a bajar —respondió Sidonio, cuya frente se había nublado.

—Descenderemos, no lo dudes. Deja aquí a tus ayudantes y descendamos hasta donde se encuentra Hiram.

—Comandante, no has pensado en algo que es importante, no habiendo aquí nada que pescar.

—¿Qué es eso?

—El comer. Desde ayer por la mañana nadie ha probado bocado.

—Pues no hay más remedio que apretarse el vientre hasta esta noche.

—¿Tienes, pues, preparada la cena?

—Creo que sí.

—Entonces debes de ser Melqart hecho y derecho. —Calla, y vamos.

Hiram, aunque se sintiese postradísimo, estaba sentado, interrogando con creciente angustia a Fulvia y no cesando de rogarle que le diese un arma cualquiera para ir a combatir al lado de sus amigos.

—Capitán —dijo Sidonio, que fue el primero en entrar—; hemos acabado.

—¿De vivir, no es eso? —exclamó el capitán.

—No; de disparar catapultas —repuso Capsa, que seguía al piloto.

—¿Y qué ha sido ese estruendo de hace poco?

—Nuestra salvación, amigo mío. Ahora que ya no hay escalera ni torres, podemos esperar a la noche.

—Pues no tardará mucho en llegar; se está poniendo el sol.

—Aún pueden suceder muchas cosas —dijo Sidonio, malhumorado.

—No hay hombres decididos y fuertes como nosotros —respondió el veterano—. Creo que la guarnición del fuerte espera rendirnos por hambre.

—Dudo poder resistir mucho —dijo el hortator—. Los marineros somos peores que leones.

—Déjalo —repuso Capsa—. ¿Habrá luna esta noche?

—No.

—Pues, entonces, todo saldrá a pedir de boca.

—Capsa, ¿qué intentas? —preguntó Hiram.

—Pues marcharnos sin despedirnos de la guarnición.

—¿Nos vamos a arrojar de la torre abajo? —dijo Sidonio, haciendo una mueca—. Llegaríamos abajo convertidos en una masa informe.

—Verdaderamente —dijo Fulvia—, yo no veo otro medio.

—Te equivocas —respondió con flema el comandante—. Tenemos cuerdas.

—¡Ah! —exclamó Sidonio—. ¡Cuerdas para descolgarnos! ¡Y yo, siendo marinero, no había pensado en ello!

—Ataremos las cuerdas a las vigas de la catapulta y las tinieblas protegerán nuestra fuga.

—Pero ¿cómo vamos a encontrar nuestra chalupa?

—¿Acaso no está anclado en el puerto el trirreme? —respondió el veterano—. La tripulación es ahora poco numerosa, y la venceremos.

—¡Eres un gran guerrero! —exclamó Sidonio, con entusiasmo.

—Y en seguida correremos a Útica —dijo Hiram.

—¿Para hacernos detener? —dijo Capsa—. El puerto de Cartago es grande y podemos entrar en él sin despertar sospechas; en Útica, seríamos descubiertos en seguida y todo habría concluido para nosotros.

—Y máxime cuando en Cartago es donde debemos dar la batalla al viejo Hermon y al traidor Fegor —dijo Sidonio—, puesto que su puesto está allí y no en Útica.

Un intenso dolor se reflejó en el rostro de Hiram al escuchar las últimas palabras.

—¿Y si se hubiese celebrado la boda? —dijo con sorda voz.

—Será lo mismo —respondió el hortator—; te ama, tú la amas y os haremos felices a los dos.

—No corramos tanto —dijo el veterano—; yo creo que con todo lo sucedido el viejo no habrá arreglado aún el matrimonio. Ven, Sidonio, vamos a ver lo que hacen nuestros enemigos; pueden intentar alguna sorpresa.

Apenas habían desaparecido, Hiram se dejó caer pesadamente sobre la manta como si las fuerzas le hubiesen abandonado de pronto. Su cabeza descansaba sobre el brazo derecho de Fulvia, la cual solícitamente le cuidaba.

—Tú sufres, Hiram —dijo dulcemente la joven etrusca.

—No es la herida lo que me molesta —respondió el cartaginés, con voz temblorosa—. La que recibí en las orillas del lago Trasímeno era de mayor importancia.

—Sí, me acuerdo, aunque han transcurrido varios años. Estabas empapado en sangre cuando te recogió mi padre. ¿Es Ofir la que te hace sufrir?

—El no poder saber nada de lo que haya podido sucederle me despedaza el corazón —respondió Hiram—. ¿Y si hubiese muerto?

—No tienes pruebas para poder suponer tal cosa.

—¿Tú no has visto salvarla?

Fulvia lo miró frunciendo imperceptiblemente el entrecejo; después replicó con voz en que se notaba cierta acritud:

—No.

—Pues debía hallarse próxima a ti.

—No lo dudo. Pero el naufragio fue tan de improviso, que no hubo tiempo para que los hombres del acatium tuviesen tiempo de sacarla.

—¿Los marineros de aquella nave se lanzaron en su busca?

—No lo sé.

—Me lo ha dicho Sidonio.

—El hortator tiene mejor vista que yo y puede haberse enterado —respondió Fulvia con frialdad.

—¡Ah! ¡No poder saber si se ha salvado! —exclamó Hiram.

—Mejor sería que la supieses muerta que no en brazos de otro, tú que la amas tan apasionadamente.

—¡No!, ¡no!

—¿Y si no pudieron extraerla del mar? La noche era oscura. Una gran confusión reinaba en el acatium y lo mismo en nuestra barca. En tales condiciones no es fácil poder salvar a un náufrago.

—¿Quieres, Fulvia, traspasarme el corazón?

—¿Por qué?

—¿Persuadiéndome de que ha muerto?

—¿Y si lo fuese realmente? —dijo la etrusca, con voz fría.

—¡Entonces tú la has visto ahogarse! —gritó Hiram, tratando de sentarse—. Y tú, Fulvia, ¡has visto que nadie ha intentado salvarla! Tienes en tu sangre el odio feroz de la raza romana.

—Mi padre no te habría salvado entonces.

Hiram se pasó una mano por la frente bañada de sudor.

—Es verdad, soy injusto contigo, Fulvia. Perdóname; amo demasiado a Ofir. Júrame al menos que tú no la has visto muerta.

—Te lo juro.

—¡Y que la han salvado!

—Eso no te lo puedo decir —respondió la etrusca, cambiando bruscamente de tono, que se tornó más dulce—. Todavía creo, Hiram, que habrán podido sustraerla a la muerte. Se arrojaron al agua muchos marineros del acatium y es posible que la encontraran en seguida.

—¿Y por qué hace poco me decías que lo dudabas?

—Para saber hasta qué punto amabas a aquella cartaginesa.

—¿Lo dudas?

Fulvia frunció el entrecejo y apretó los labios para impedir que de su boca saliese sonido alguno; pronto, sin embargo, recuperó su sangre fría y respondió tratando de esquivar la mirada interrogante del cartaginés:

—¡Oh, no! Ahora estoy convencida de que tu corazón es sólo suyo. De si volverás a verla no estoy segura; por si puedes ser feliz a su lado, te ayudaré, y también para atormentar a Fegor, que es el más terrible enemigo. Exijo de ti una promesa.

—¿Cuál?

—Que no me lleves a Italia.

—¿Por qué? ¿No quieres volver a ver tu blanca casita y el lago azul, los bosques y campos que tu padre cultivaba? Allí no te será difícil encontrar la felicidad uniéndote a algún corsario fenicio.

—¡Triste recuerdo! —respondió la joven—. Todo lo quiero olvidar. Amo más a África que al lago.

—¿Por qué, Fulvia? —dijo Hiram, estupefacto.

—No lo sé —respondió la etrusca.

XIX. Una fuga milagrosa

Cuando el veterano y Sidonio llegaron a la plataforma de la torre, silbaba aún alguna flecha en lo alto, clavándose en las vigas de la catapulta, pero sin ocasionar el menor daño a los númidas que estaban allí de guardia, ya que tenían buen cuidado en no colocarse entre las aberturas de las almenas.

Algunos arqueros, resguardados detrás de los parapetos derruidos de las otras torres, se entretenían en disparar algunos dardos, más con la mira de tener alerta a los sitiados que con la de dañarlos.

—Parece que renuncian a la idea de hacernos capitular a la fuerza —dijo Sidonio—. No se oye ningún rumor.

—Cuentan con tenernos bloqueados y que nos obligue el hambre a rendirnos. La cosa iría para largo, pero sin peligro para ellos.

—Pues, en cuanto a mí, declaro que el hambre me atosiga en grande, y creo les pasará igual a mis númidas.

—Paciencia hasta la noche.

—Te prometo tenerla y no me lamentaré, prometo desquitarme a bordo del acatium.

—Si su tripulación ha desembarcado.

—Sí, señor —dijo un marinero de la hemiolia, que escuchaba—. Hemos visto un grupo dirigirse hacia esta colina.

—¿Eran muchos hombres? —dijo Sidonio.

—Tres docenas por lo menos.

—Entonces pocos deben quedar a bordo; esos pequeños navios no llevan mucha tripulación.

—Apretad la faja y esperad a que el sol se vaya a dormir.

Durante el resto del día, la guarnición no hizo la menor tentativa de repetir el asalto, aunque estuviese reforzada por la tripulación del acatium. La cosa no había pasado de un simple cambio de flechas entre los guerreros de Capsa y los númidas, y los arqueros de las torres.

Cuando el sol se hundió en el mar y las tinieblas envolvían la isleta, Sidonio, ayudado de sus marineros, subió a la plataforma cuantas cuerdas encontró en la sala de armas, añadió algunas quitadas de la catapulta y trabajó en unirlas sólidamente, haciendo de trecho en trecho gruesos nudos que sirvieron de apoyo.

Los capitanes mercenarios, convencidos de que no había que pensar en ninguna escalada por la escalera, habían subido a la plataforma conduciendo a Hiram.

Capsa, inclinado sobre las almenas, escuchaba atentamente, cambiando de posición con frecuencia.

Aun cuando no llegase de abajo ningún rumor y la noche fuese oscurísima, esperó aún algún tiempo antes de ordenar el descenso.

—Primero los marineros —dijo, cuando hubo echado la cuerda y asegurado un extremo en las vigas de la catapulta—. Os encontraréis sobre una galería. Silencio absoluto, pues podríais encontrar centinelas bajo vuestros pies. Hasta que hayan bajado Hiram y la joven, no os mováis. De vuestra prudencia depende la salvación de todos nosotros. Sidonio, trae la otra cuerda. Primero, tú.

—En seguida, señor.

Sidonio se aseguró bien el yelmo y las armas, saltó el parapeto, pasando por entre dos almenas, y desapareció en las tinieblas. Los númidas, uno en pos de otro, se descolgaron también.

Cuando le pareció a Capsa que habían llegado todos sobre la galería, hizo retirar la cuerda, envolvió estrechamente a Hiram en su manta, asegurándolo con algunas vueltas de cuerda quitadas de los arcos, y lo llevó al parapeto, diciéndole:

—No te muevas, y nada temas.

—Nada temo. ¿Y Fulvia?

—Bajará conmigo. La cuerda es sólida.

La manta fue atada al extremo de la cuerda. Hiram se encontró suspendido en el vacío y comenzó el descenso lentamente, sin sacudidas, manteniendo los veteranos bien sujeta la cuerda.

Después de Hiram les tocó la vez a Capsa y a Fulvia.

La etrusca no reveló la menor vacilación, aun cuando semejante descenso, entre la oscuridad y a fuerza de brazos y de piernas, fuese para asustar aun a los más curtidos en la guerra.

—Mis brazos son fuertes como los de los guerreros de la poderosa Roma —dijo a Capsa.

—Yo estaré con cuidado para ayudarte en caso necesario —respondió el veterano.

Comenzó la espantosa bajada, por aquella cuerda ondulante, desde las altísimas murallas de la torre.

Por cuatro veces Capsa se sostuvo sobre los nudos para dar tiempo a que cobrase aliento la valerosa joven, y por fin una y otro se encontraron en brazos de los númidas que habían acudido a recogerlos.

—Niña —exclamó el veterano, cuya voz se había alterado algún tanto—; te admiro. Ninguna cartaginesa se habría atrevido a realizar semejante descenso.

Los veteranos descendían de dos en dos, y así, en pocos minutos, se encontraron todos reunidos sobre un techo plano, de losas, sin ningún declive, que parecía cubrir alguna galería.

—¿Estáis todos? —preguntó Capsa.

—Todos —respondió Sídonío, que los había contado uno por uno.

—Dos hombres para encargarse de transportar a Hiram; los más robustos y ágiles. Otro para ayudar a la etrusca en los pasos difíciles.

—¿Dónde acaba este techo? —preguntó Sidonio.

—En el baluarte oriental. ¿Tienes las cuerdas?

—Sí.

—Seguidme; silencio sobre todo. Puede que haya gente debajo de nosotros, y una alarma sería terrible.

—Seremos ligeros como gacelas —murmuró Sidonio.

Se movieron con infinitas precauciones para no resbalar, manteniéndose todos agachados, por si algún centinela vigilaba en las terrazas vecinas que se extendían alrededor de las torres en forma de cruz.

Los mercenarios, por ir mejor armados y ser más aguerridos, iban delante con Capsa, y luego seguían Hiram y Fulvia con los númidas.

Atravesado todo el techo sin ser descubiertos, llegaron a un baluarte que formaba el recinto exterior de la fortaleza. Capsa iba a subir los peldaños que conducían al adarve almenado, cuando se detuvo y dijo a sus compañeros:

—¡Todos al suelo!

—¿Qué hay? —preguntó Hiram.

—Se pasea una sombra por el baluarte.

—¿Un centinela?

—Sí.

—¿Nos ha visto?

—No, porque continúa paseando.

—Hay que suprimirla, sin que lance un grito —dijo Sidonio—. Confíame el encargo.

—Llévate dos hombres contigo; el golpe será más seguro. El hortator hizo adelantar a dos marineros.

—Mano rápida y la daga firme en el puño —susurróles—. Arrastraos como serpientes.

Se tendieron sobre las lozas que formaban el techo, daga entre dientes, y soltando los escudos para andar más libremente, subieron en silencio por la escalerilla.

El centinela se había detenido en aquel momento, volviéndoles la espalda y apoyándose en una especie de pica.

—Sorprendámosle antes de que se vuelva —dijo Sidonio—. Descargadle un golpe seguro, en el espinazo.

Llegaron los númidas detrás del centinela y de pronto se levantó Sidonio, blandiendo la daga.

Apenas se oyó un ronco gemido, y después un ruido sordo. El mercenario, herido en la espalda, cayó sin dar un grito en el foso, hiriéndose en las piras de hierro de que estaba sembrado el fondo.

—Vía libre —dijo el hortator, volviéndose hacia Capsa y desarrollando la cuerda que llevaba arrollada en la coraza.

—¡Adelante! —dijo Capsa.

Subieron a toda prisa los peldaños, cruzaron el baluarte, aseguraron un cabo de la cuerda en una almena y echaron el otro al foso.

—Cuidado con las piras de hierro —advirtió Capsa.

El descenso, brevísimo, pues el baluarte no tenía más que seis metros de altura, se realizó felizmente, sin que la guarnición advirtiese nada.

Probablemente continuaba sitiando la torre central, creyendo que los invasores se hallaban aún allí, acosados por el hambre.

Subido el escarpe del foso, con no pocas fatigas y precauciones, pues también estaba erizado de puntas de hierro agudísimas que apenas dejaban paso para una persona, se encaminaron al boscaje que cubría los flancos de la colina.

Cuando la imponente masa de la fortaleza desapareció detrás de los árboles, Sidonio respiró a pleno pulmón, pegándose en el pecho con entrambas manos.

—Eran dos horas en las que no entraba suficiente aire en mis pulmones —dijo a Capsa, que marchaba a su lado—. Quisiera ver la cara que va a poner el gobernador cuando mañana no nos encuentre en la plataforma de la torre.

—Será mejor que no la veas —respondió el veterano, sonriendo.

—De esta fuga ya se hablará luego. Es verdaderamente maravillosa.

—Aún no estamos en Cartago y nos queda por roer el hueso más duro.

—¿La toma del acatium? Será coser y cantar, señor.

—No sabemos cuántos hombres permanecen a bordo. Ya te he dicho que estos navíos llevan poca tripulación y ha quedado muy reducida, por haber enviado la gente a la fortaleza.

—Cuanto quieras; pero ¿y si no encontramos alguna barca en la playa?

—Nadaremos. No costará mucho ganar cien brazas. Arrojaremos los escudos. Pero ahora se me ocurre otra dificultad. En Cartago van a reconocer en seguida el acatium. No es lo mismo un barco de guerra que un barco mercante.

—Le pegaremos fuego al barco.

—Sí, pero cuando lleguemos a Cartago —respondió el veterano.

Habían llegado al pie de la colina. Capsa examinó atentamente la planicie y luego bajó a la torrentera por donde habían pasado para llegar a la boca del subterráneo de la fortaleza.

Medianoche era por filo cuando llegaban a orilla del mar. Comenzaba a salir la luna.

La barca de Acó, que les había servido para tomar tierra, había desaparecido, pero a doscientos pasos se balanceaba pesadamente el acatium y no se veía ninguna luz a bordo.

Los pocos hombres que había a bordo, en la seguridad de no verse incomodados, debían de dormir profundamente.

Todos se habían reunido contemplando la nave. Hasta Hiram, que había sido depositado en el suelo, se incorporó un poco para contemplarla mejor.

—Creo que la empresa no será difícil —dijo Sidonio, acercándose al herido—. No debe haber mucha gente a bordo y además estarán durmiendo.

—¿Vas a atacarla?

—Sí, capitán, es necesario llegar a Cartago.

—¿Tendremos bastantes remeros? —preguntó Hiram.

—Mis hombres dejarán sus dagas y el escudo por el remo —repuso Capsa—. Están acostumbrados a todas las fatigas. Cuando convenía, Aníbal convertía en remeros a sus soldados.

—Bien lo sé —respondió Hiram.

—Desembaracémonos de los escudos, y el agua. Que se queden dos hombres, los que menos sepan nadar, para custodiar al capitán y a la etrusca.

—¿No nos pesarán demasiado las corazas? —dijo Hiram.

—Respondo de mi gente —contestó Sidonio.

—Y yo de los míos. Han cruzado el Ebro con los escudos a la espalda.

—Vamos ya —replicó Sidonio, impaciente por asaltar el acatium.

Los mercenarios y los númidas dejaron los escudos sobre la arena y se arrojaron al agua, con las dagas entre los dientes.

Sidonio iba delante, nadando vigorosamente. El viejo piloto nadaba como un pez, y no mostraba dificultades, a pesar del yelmo y la coraza, con ser harto pesados.

Con unas cuantas brazadas llegó al cable del ancla echada a popa del acatium y se agarró a ella en espera de sus compañeros.

El veterano, que nadaba no menos ágilmente, fue el primero en llegar.

—¿Has visto a alguien? —preguntó.

—Diríase que el barco está desierto.

—Pues, arriba; te sigo.

Sidonio trepó por el cable.

Aunque fuera viejo, era ágil, y en pocos instantes llegó a la mura de popa, que saltó con una ligereza que envidiara cualquier joven.

Apenas había empuñado la daga, cuando vio arrojarse sobre él un hombre que le cogía por el cuello, mientras gritaba:

—¡Traición!, ¡todo el mundo a cubierta!

El ataque había sido tan imprevisto que el piloto se encontró acorralado contra la mura, y en la imposibilidad de defenderse.

Afortunadamente llegaba el veterano en su auxilio. Brilló en el aire la daga del guerrero y se hundió hasta la empuñadura en el dorso del marinero del acatium.

El desgraciado soltó al hortator, exhalando un grito de dolor; dio dos o tres pasos atrás, agitando desesperadamente las manos, y cayó pesadamente sobre cubierta, gritando con un postrer esfuerzo:

—¡Socorro! ¡Traición!

Por la escotilla de proa acudía furiosa la tripulación, armada de hachas y cuchillos encorvados en forma de hoz.

Pero no eran más que doce o quince hombres, sudorosos y medio entontecidos.

Sidonio y el veterano, con algunos pocos pero formidables tajos de daga, refrenaron su embestida, gritando:

—¡Rendios! ¡Muertos sois!

La inminencia del peligro había, sin embargo, vuelto sus energías a los marineros que, creyéndose asaltados por pocos individuos, después de haber retrocedido hacia el castillo de proa, volvían al ataque gritando furiosamente.

En aquel momento comenzaban a saltar por la mura de popa los númidas y los soldados mercenarios.

—¡Rendios! —repitió el veterano—. ¡No podéis vencer!

Los marineros del acatium, viendo surgir de continuo más gente, tiraron las armas y se arrodillaron, exclamando:

—¡Misericordia!

—¡Mereceríais que os echáramos a la boca de los peces, pero somos generosos y no sabríamos qué hacer de vuestra sangre! Echad al agua las canoas.

Los marineros del acatium, harto felices con haber huido de la muerte, se apresuraron a echar al agua las dos canoas.

—Una para vosotros y otra para nosotros —dijo Sidonio—. Seis hombres para ir a recoger al capitán y a la etrusca. Pronto, amigos.

Un momento después, las dos chalupas hendían el mar: la una hacia la playa; la otra, con los marineros del acatium, hacia poniente.

—¿Y ahora, comandante? —preguntó Sidonio al veterano.

—En ruta para Cartago. Allí tendremos que dar la gran batalla si Hiram piensa reconquistar a su amada.

—¿Será libre aún?

—Lo espero. No creo que Hermon piense en reanudar unas nupcias interrumpidas de esa forma. Además, Ofir, a quien conozco, es demasiado terca para ceder, sin saber antes si Hiram está vivo o muerto.

—O si está en Útica o en Cartago.

—El presidente de los Ciento no puede ausentarse de la capital en estos momentos más de media jornada. Han llegado graves noticias de Roma.

—¡Hola! —exclamó Sidonio, frunciendo el ceño—. ¿Otra guerra?

—Parece que Roma ha decidido descargar un golpe mortal a la República cartaginesa.

—Pero ¿qué quieren aún esos romanos?

—El dominio absoluto del Mediterráneo y la destrucción del poderío fenicio. Tengo la seguridad de que se preparan tristes días para Cartago. Aníbal, el gran Aníbal, a quien su patria abandonó vilmente y murió de un veneno, ya no estará aquí para defenderla con su invencible espada.

—Ahí viene un huracán que va a echar a perder nuestros proyectos. Conviene no perder ni un momento.

La llegada de la canoa que conducía a Hiram y Fulvia interrumpió su conversación.

—Gracias, amigos —dijo el herido cuando fue izado a cubierta, alargando la mano a Sidonio y a Capsa—. Jamás olvidaré que os debo la vida y la libertad.

—No hables de eso, Hiram —respondió el veterano—. Piensa en curarte lo más pronto posible y déjanos el trabajo de encontrar a Ofir.

Capsa le hizo transportar al camarote del comandante, colocándole sobre una blanda litera, y volvió a subir, gritando:

—¡A los remos, amigos! ¡Corta la amarra, Sidonio!

Númidas y guerreros bajaron al entrepuente; la amarra de popa quedó cortada de un solo golpe, y el acatium emprendió la ruta hacia el sur, mientras el hortator reasumía sus funciones, batiendo vigorosamente la placa de bronce situada delante del banco de popa, para regular los golpes de los remos.

Siendo el acatium una nave de poco tonelaje, filaba rapidísimo bajo el empuje de sus veinte remos dispuestos en dos órdenes. Los guerreros ayudaban vigorosamente a los númidas, como si fuesen verdaderos marinos.

Capsa, después de haberse asegurado de que no había ningún buque a la vista y de que el barco se dirigía hacia la costa occidental sin desviarse, encargó a todos que se mantuviesen lejos de Útica, donde estaba fondeado el grueso de la escuadra cartaginesa, y bajó a ver a Hiram para examinarle la herida y renovarle el vendaje.

—Ya es hora de que me ocupe algo de ti, amigo —le dijo—. Hasta el presente no he podido hacer nada por tu herida.

—No te preocupes —dijo Hiram, sonriendo—. Los cuerpos de los guerreros están hechos a las lanzadas y los tajos.

Hizo seña a Fulvia de que saliese y levantó delicadamente las vendas que cubrían la herida.

—¡Buen golpe de daga! —dijo, examinando con la lamparilla la lesión—. Por fortuna la punta debió antes mellarse contra la coraza y no pudo entrar tanto.

—¿Tengo para mucho tiempo?

—Gozas de una robustez excepcional, amigo. Dentro de quince días podrás devolver ese cintarazo, si se te pone delante aquel soldado.

—No le reconocería, porque la noche estaba muy oscura y estaba rodeado por una muchedumbre.

—De todas maneras, algunos debiste tumbar, por lo que te veía hacer con nuestro gran Aníbal. ¡Ah! ¡Si estuviese vivo nuestro invencible general! Su ingrata patria merece el castigo que le espera.

—¿Qué dices, Capsa? —preguntó Hiram.

—Que Roma se prepara para la conquista de tu patria.

—¡Vuelve a la carga! —exclamó Hiram, con doloroso estupor.

—Uno de los mensajeros del Consejo de los Ciento, llegado hace pocos días de Italia, ha traído la terrible nueva de que Roma se prepara a llevar nuevamente la guerra a África so pretexto de proteger a Masinisa.

—¿Ese ladrón de rey de Numidia que el Senado romano ha puesto al lado de mi patria para vigilarla e irritarla? ¿No está contento aún ese miserable, fuerte con el apoyo de los romanos, de haber reducido poco a poco casi a nada nuestro territorio, tan vasto un día?

—Así parece, amigo —dijo Capsa—. Ese condenado viejo sostiene que los cartagineses son extranjeros en África; nos ha tomado Emporia y no quiere restituirla a Cartago.

—¡Venga, pues, la guerra de una vez!

—Es lo que sucederá. La república de Cartago está preparando cincuenta mil hombres para invadir Numidia, pero dudo que basten. Detrás de Masinisa está Roma, y si le ocurriese algún desastre a nuestro enemigo, tendríamos las naves romanas aquí.

—¿Eso crees?

—¿Quién puede fiar en Roma? Masinisa ha invadido el territorio de Cartago; tus compatriotas han enviado embajadores a Roma para reclamar contra las continuas usurpaciones del africano, y ¿qué respuesta han obtenido? Obligar a tu república a pagar a aquel rey bárbaro quinientos talentos como indemnización. Roma es pérfida y prepara la ruina de Cartago.

—¿Y qué voy a hacer yo? —exclamó Hiram, después de un largo silencio—. ¿Dejaré que Roma destruya a mi patria sin blandir la espada?

—¡La patria! —exclamó el veterano, con una sonrisa de escarnio—. ¡Mira cómo han recompensado los servicios que has prestado a la república esos orgullosos mercaderes que no piensan más que en allegar dinero! Te han desterrado a Tiro.

—Es verdad, Capsa. Fue ingrata con Aníbal y con todos sus capitanes que querían hacerla poderosa y temida.

—Deja que tu patria se las componga como pueda. Sería capaz el Consejo de los Ciento, si le ofrecieses tu espada, de prenderte y hacerte morir entre los más atroces martirios.

—He nacido en Cartago.

Capsa se encogió de hombros.

—También yo he nacido en Sicilia.

—Amo la tierra en que se meció mi cuna.

—Demasiado generoso.

—Yo no podré asistir a la ruina de mi patria, siendo un hombre nacido para la guerra.

—Eres demasiado guerrero. Pero, en fin, haz lo que quieras, pero antes asegúrate de Ofir.

—¡Cómo encontrarla!

—A la fuerza debe hallarse en Cartago, y ya sabremos encontrar a Hermon. En momentos tan terribles para la república no puede haber abandonado su cargo. Vaya, descansa, y no te preocupes por nada. Mañana en Cartago volveremos a echar un párrafo.

Le obligó, con dulce violencia, a acostarse, le abrigó lo mejor que pudo y salió del camarote de puntillas, subiendo a cubierta.

XX. El regreso a Cartago

El acatium estaba ya lejos de la isla, pues los guerreros y los númidas no habían cesado de remar durante el coloquio de Hiram y el veterano.

Había doblado ya la punta más oriental y se movía hacia la península que se proyectaba hacia el Mediterráneo para seguir fuera de la ruta frecuentada de ordinario por las naves que se dirigían a Cartago o a Útica.

No parecía que amenazase ningún peligro a los fugitivos, pues no estaba a la vista ningún trirreme o quinquerreme.

Estando próximo el amanecer, hubiera sido fácil descubrirla, si hubiese navegado alguna por aquellos parajes.

El veterano, satisfecho de su examen, fue a sentarse cerca de Sidonio, que no cesaba de llevar el compás, aunque cruzando de vez en cuando breves palabras con Fulvia, que estaba apoyada contra la mura de popa, cerca del timonel.

—¿Cuándo crees que llegaremos? —preguntó el veterano.

—No antes de esta noche, señor. Tus hombres no podrán resistir tanto como mis númidas. El remo cansa mucho cuando no se está acostumbrado a tal ejercicio. Además, sería peligroso entrar en el puerto de día. ¿Estás decidido a quemar la nave?

—Lo exige nuestra salvación, hortator.

—Hubiera preferido conservarla para conducir a mi amo a Italia o a Tiro. Pero ¡bah!, el capitán es rico y podrá comprar otra nave. Tiene fondos en Cartago y en Grecia.

—Pertenece a una de las más conspicuas familias de Cartago y su padre era sufeta. Mira la costa que se delinea ya allá abajo.

—¿Vamos a virar delante de la punta?

—Sí —respondió Capsa.

El alba surgía anunciando una espléndida jornada. La brisa, que había comenzado a soplar desde medianoche, había despejado el cielo de los vapores que lo habían invadido desde mucho antes de ponerse el sol, y el sol surgía radiante del mar, tiñendo las aguas de miríadas de pajuelas de oro.

La costa, arenosa, árida y privada de habitaciones, se dibujaba vagamente, sembrada de colinillas arenosas. Sólo alguna mísera palmera extendía su penacho de hojas casi marchitas.

El acatium, llegado a tres o cuatrocientas brazas de la playa, viró de bordo y se dirigió hacia el sur.

Pero no avanzaba ya con la rapidez primera, comenzando los guerreros a ceder. Por otra parte, no tenían ninguna prisa por descubrir las altas torres y las murallas de Cartago y ningún peligro amenazaba.

A mediodía Sidonio hizo detener el acatium en una pequeña bahía desierta, para conceder algún descanso a sus hombres.

Cartago no estaba lejana ahora y podían, con una buena marcha, llegar después del anochecer.

Cuando el calor del sol comenzó a aflojar, los fugitivos abandonaron tranquilamente la pequeña bahía, emprendiendo de nuevo la ruta hacia el puerto de la capital de la república.

Hiram, que sentía necesidad de respirar el aire libre, se había hecho llevar a cubierta, sobre el castillo de popa, tendiéndose sobre una colchoneta, bajo una toldilla, para preservarse de los ardores del sol.

Fulvia, como de costumbre, se sentó a su lado, sin hablar. Desde hacía algunos días se había efectuado un extraño cambio en la joven etrusca. Parecía que alguna profunda preocupación hubiese disipado el humor, antes jovial, que tanto placía a Hiram.

—Me parece que estás triste, niña —le dijo el capitán—. Diríase que Cartago te da miedo.

Fulvia movió silenciosamente la cabeza, mirando las olas que corrían espumeando y susurrando.

—¿No respondes? —preguntó Hiram, sorprendido con aquel mutismo.

—¡Cartago! —exclamó finalmente la joven, con amarga ironía—. ¿Qué alegrías he tenido en ella para volverla a ver con gusto? ¡Sólo la esclavitud! De no haber dejado allí a mi madre, no te hubiera seguido, Hiram. Y luego —repuso después de un corto silencio—, ¿has olvidado a Fegor?

—¡Ya no te volverá a ver ese miserable!

—Me olfatea de lejos. Segura estoy de que sabrá encontrarme. ¡Y quién sabe!, ¡tal vez no le vea con desagrado!

Hiram levantó la cabeza, mirándola con sorpresa.

—¡Tú! —exclamó.

—¿Qué encuentras de extraño en ello?

—Pero ¿no le odias?

—Sí; un día pude haberle odiado intensamente.

—¿Y hoy?

—Ya sabes que las mujeres son caprichosas.

—¿Le amarías tal vez, tú, etrusca?

—Aún no te he dicho eso.

—Pero acabas de decirme que no le volverás a ver con desagrado.

—Puedo tener un plan.

—¿Qué plan?

—Es necesario que yo te ayude, y conviene aplacar a ese hombre.

—¡Entonces te sacrificas por mí!

—¡Quién sabe!

—Fulvia, tú no eres franca conmigo. Veo en tus ojos brillar un relámpago que antes de ahora no había observado.

—Las mujeres de Italia tienen los ojos diferentes de los ojos de las cartaginesas. Los míos no se parecen a los de Ofir.

—No digo lo contrario.

—Aquéllos encienden el corazón de los hombres.

—¿Y los de las mujeres de Roma, no?

—Se diría que no tienen tanto poder.

—¿No reparas en que Fegor es cartaginés?

En los labios de la etrusca apareció una sonrisa de desprecio.

—¡Un espía! —exclamó en tono despectivo—. Jamás amaré a Fegor.

—Sería imposible que le amaras.

—¿Por qué? Si yo quisiera, ¿quién me lo impediría? ¿Acaso tú, Hiram? ¿No amas a Ofir?

—No… Yo no tengo derecho a impedírtelo, aunque, cuando te arranqué de la muerte, me dijiste en el puente de mi hemiolia: «Soy tu esclava». Cuando te diga el motivo, veremos si tú, orgullosa hija de Italia, osarías mirarle a la cara a ese espía del Consejo de los Ciento.

—Sé tú ahora franco conmigo —dijo Fulvia—. Explícate mejor.

—Otro día.

—Pues esperaré, y veremos si yo puedo amar o no a ese hombre.

El acatium continuaba mientras tanto su ruta por el mar tranquilo. Reinaba profunda calma en el golfo de Cartago, encerrado a poniente por la costa de Útica y a levante por la larga península que se proyecta en el Mediterráneo.

El veterano, de pie en la proa, escrutaba atentamente el horizonte, y Sidonio, siempre en su banco, medía el compás en la placa de bronce.

Estaba para ponerse el sol, cuando se dibujaron a poniente, sobre el horizonte, todo enrojecido, las altas murallas y la colina de la necrópolis.

La costa aparecía desierta y arenosa, y comenzaban a verse a lo largo grupos de palmeras y, en las alturas, macizas torres que debían de servir, más que de defensa, de observatorio.

—Dentro de dos horas llegaremos —dijo Capsa a Hiram.

—¿Dónde fondearemos?

—En el puerto mercantil. Allí pegaremos fuego a este barco, y de éste, no quedando vestigio, se perderá nuestra pista.

—¿Y dónde iremos a albergarnos?

—Mi madre posee una casucha —dijo Fulvia, acercándose—. ¡Muy dichosa se sentirá al verte, Hiram!

—¡Tu…!

—Mi madre.

—Tu madre…, sí…, ya no me acordaba… Pero ¿estará aún en su casa?

—¿Por qué no? Se la regaló su amo cuando le dio libertad y nadie puede habérsela quitado.

—Pero podría no estar allí tu madre.

—¿Dónde había de ir?

—Podía haberse muerto en este tiempo.

—Cuando me arrancaron de su lado, para conducirme a la plaza de Baal Moloch, era una mujer todavía muy fuerte.

Preocupado Hiram, sabedor del crimen perpretado por Fegor, permaneció silencioso.

—¿Cabremos todos en esa casa que dices? —preguntó Capsa.

—No es muy grande, pero hay un terrado en el cual podrán acomodarse los que no quepan en los cuartos.

—Pues iremos a tu casa… Sidonio, marca aprisa el compás… No podemos llegar demasiado tarde al puerto, o bien encontraremos cerradas todas las puertas.

El hortator no se hizo repetir la orden, y el acatium se dirigió velozmente hacia el puerto mercantil, que se abría delante de la ciudad, mientras el de guerra se extendía por el mar interior, a lo largo del arrabal de Megara, uno de los más populosos y bellos de Cartago.

Llegados a la boca del puerto, Sidonio dejó de batir con el martillo, y cogiendo el timón hizo penetrar el barco en el canal, pasando entre dos trirremes fondeados en la punta del muelle y que, creyendo era en realidad un buque mercante, no se movieron.

Llegados en medio del puerto, lejos de las largas hileras de hemiolias y acatium procedentes de los puertos de Oriente, Capsa mandó echar las anclas y botar al agua la canoa grande.

—¿Sabrías encontrar tu casa de noche? —preguntó a Fulvia.

—Con los ojos cerrados.

—Embarcaos todos; para lo que hay que hacer nos bastamos Sidonio.

Bajó con el hortator a la bodega, recogieron cuantas maderas pudieron encontrar, volcaron encima un barril de grasa, prendieron fuego y luego subieron a cubierta para embarcarse en la canoa, cortando la amarra.

—¡Andad ligeros! —dijo Sidonio a los númidas—. Derecho al canal del puerto interior.

Apenas habían llegado delante de los muelles, cuando oyeron gritos procedentes de los buques del puerto mercantil.

Una vasta humareda, teñida de rojizos reflejos, subía formando grandes espirales por las portas dejadas adrede abiertas por Sidonio y Capsa.

—Dentro de dos horas el barco se habrá hundido. Nadie podrá salvar aquel desgraciado navio.

Numerosas canoas enviadas por los trirremes o las hemiolias acudían de todas partes en auxilio de la supuesta tripulación, pero cuando llegaron cerca, todo el casco estaba ardiendo. Cortinas de fuego corrían de popa a proa, iluminando siniestramente el puente.

Los fugitivos, embocado el canal que ponía en comunicación la rada exterior con la interior, pasaron rápidamente por delante de las naves de guerra, alineadas a lo largo de los muelles, y saltaron a tierra en el extremo occidental del suburbio.

—Esto nos evita tener que pasar por las puertas —dijo Sidonio.

Megara, en efecto, no estaba incluida dentro del recinto amurallado de Cartago, pero podía comunicar con la ciudad gracias a grandes espacios abiertos defendidos tan sólo por torres destacadas; no había, pues, ningún peligro por aquella parte.

Dos númidas transportaron a Hiram, y el grupo, precedido por Fulvia, se puso rápidamente en marcha, abandonando la canoa, que no podía prestar ya ninguna utilidad.

Después de haber atravesado muchas calles desiertas, bordeadas de casuchas semiderruidas y otras completamente derrocadas, llegaron finalmente ante la casita donde algunos días antes se había detenido Fegor.

La puerta estaba aún abierta y parecía que nadie habitase en aquella mísera vivienda. Fulvia, sin saber por qué, se había detenido frente al primer peldaño, irresoluta.

—¿No estará mi madre? —exclamó con angustia, volviéndose hacia Hiram y hacia Capsa.

—Vamos a subir; veremos —respondió Sidonio.

Hiram permaneció silencioso, pero su mirada se fijó intensamente en la joven etrusca. Sólo él hubiera podido responder, pero no creyó el momento oportuno.

Subieron la escalera y llegaron al primer piso formado de una sola habitación donde había un mísero lecho. Sidonio, con algunos hombres, subió al segundo y después a la terraza.

—La casa está deshabitada. No hay nadie. No hay nadie en la casa —dijo el hortator.

—¡Madre!, ¡madre!…, ¿qué habrá sido de ella? —exclamaba Fulvia, con desesperación.

—Yo lo sé —dijo por fin Hiram, a quien acostaron sobre un jergón, después de haber encendido un marinero dos lamparillas de barro que había encontrado en un rincón.

—Acomodaos lo mejor que podáis —dijo Hiram a los númidas y capitanes—. Dejadme solo con Fulvia.

Salieron todos, menos Sidonio, que se había colocado junto al herido, y Fulvia, acercándose a Hiram y asaetándole con dos ojos casi feroces, le preguntó con airado acento:

—¿Dónde está mi madre?

—Antes has de decirme si es verdad que amas a Fegor.

—Pero ¿qué puede interesarte eso?

—Ya lo sabrás luego. ¿Le amas o no?

—¿A ti qué te importa? —respondió con dureza—. ¿No amas tú a Ofir? No soy tu esclava para que pretendas mandar en mi corazón.

—¡Fulvia! —exclamó Hiram.

—¿Qué quieres? —preguntó la joven etrusca, cruzando nerviosamente los brazos y mirándole con expresión de befa.

—¿Me amarías acaso?

—¿Yo? ¡Una romana amar a un cartaginés! ¡Ah! Somos enemigos.

—¿Y qué es Fegor? ¿Cartaginés, ibero, galo o griego?

—Es otra clase de hombre —respondió Fulvia, con voz incisiva—. Los espías no tienen patria.

—Es un miserable.

—Me tiene sin cuidado.

—¡Un vil!

—¡Hay tantos en el mundo!

—No debes amarle.

—¿Quién me lo impedirá?

—Yo.

—¡Tú! ¿Por qué?

—Porque él ha sido quien ha asesinado a tu madre.

Fulvia se tambaleó llevándose una mano al pecho, y se puso espantosamente pálida. Permaneció un momento en pie y luego se apoyó contra la pared, mirando con ojos desmesuradamente abiertos al capitán cartaginés.

Pero aquella emoción, indudablemente terrible, duró poco tiempo.

Volvió a acercarse a Hiram, e inclinándose hacia él, le preguntó, cerrando los dientes:

—¿Quién te lo dijo?

—Él mismo, la noche en que, persiguiéndole con mi espada, se arrojó al mar junto al torreón del muelle.

Fulvia ocultó el rostro entre sus manos e Hiram vio filtrarse entre sus dedos gruesas lágrimas que caían al suelo.

—Niña —exclamó Hiram—, me pesa habértelo dicho, pero al menos sabrás quién es ese espía.

Fulvia se retorció las manos. Ya no lloraba y en sus ojos brillaban relámpagos profundos.

—¡Ese hombre me ha robado la vida, y aún algo más! Mañana estaré con él.

—¿Qué piensas hacer, niña?

—Yo lo sé.

—Una palabra tuya podría perdernos a todos.

—Nada diré.

—Piénsalo, Fulvia.

—Soy etrusca y por tanto romana.

—¿Y vas a ir a buscarle?

—Es preciso.

—¿Por qué? ¿Por qué quieres verle?

—Si quieres tener a Ofir, es preciso que le vea. ¿Sabes tú dónde se encuentra tu amada? ¿En Útica o en Cartago?

—¿Y tú?…

—¿No te salvamos de una muerte cierta? Si mi padre no te hubiese recogido y mi madre curado, ¿estarías vivo? ¿No habías muerto ignorado junto al lago Trasímeno en un charco de sangre?

—¿No has hecho ya bastante?

—La mujer que te cuidó tiene aún algo que realizar. Entonces tenías la herida en el cuerpo; ahora es tu corazón el que sangra. La mujer etrusca te curará.

—¡Eres magnánima, Fulvia! —exclamó Hiram—. Dime qué puedo hacer por ti.

—Nada. ¿No me salvaste la vida?

—También tu padre me salvó la mía…

—No corrió ningún peligro, y tú desafiaste a Cartago entera.

—Pero ¿persistes en querer ver a Fegor?

—Mañana por la mañana.

—No vayas: ese hombre te será fatal.

Fulvia se encogió de hombros.

—¿Qué me importa? No tengo a nadie en el mundo. Tú amas a Ofir, y cuando sea tuya tendrás que irte muy lejos de Cartago, si no quieres perderla nuevamente.

—Siempre tendrás un puesto en mi nave y la protección de mi brazo.

—Eres demasiado necesario a Ofir —dijo la joven con ironía—. No; yo quiero descansar en la tierra que cubre el cadáver de mi madre.

—¿Y vas a permanecer aquí, expuesta a los horrores de la guerra, la última, a buen seguro, que sostendrá Cartago?

—¿Qué dices? —exclamó la joven.

—Los tuyos se mueven de nuevo para la conquista de mi patria.

—¿Los romanos?

—Sí; nuestros eternos enemigos.

Brilló un relámpago siniestro en los ojos de Fulvia.

—¡Otra vez Cartago será asaltada!, ¡la patria de tu Ofir!

—Todos lo afirman —respondió con tristeza Hiram.

—Entonces es más necesario que nunca que yo vea a Fegor —dijo tranquilamente—. Sidonio vela por ti.

Y salió del cuartito sin añadir palabra, subiendo al piso alto donde tenía su cama.

En la terraza, los guerreros de Capsa y los númidas, derrengados por el fatigoso manejo de los remos, dormían profundamente.

XXI. Fegor y Fulvia

Al día siguiente Fulvia, sin haber avisado a nadie, durmiendo aún todos, dejaba su casucha y se alejaba rápidamente a través de las desiertas calles de Megara.

Subía hacia las murallas que por aquella parte defendían el puerto militar; murallas formidables, de quince metros de altura, formadas por enormes bloques de piedra y dispuestas en un triple recinto, con muchas torres cuadradas sobre las cuales tenían emplazadas los cartagineses sus catapultas para proteger eficazmente a sus naves de guerra.

Cruzada una de las puertas, guardada por un manípulo de mercenarios, tomó por la ancha avenida que conducía a la ciudadela, en cuya cima se levantaba el famoso templo de Esculapio, una de las mayores maravillas de Cartago.

Aun cuando hacía poco que había amanecido, reinaba mucha animación en aquella vía, que formaba una de las principales arterias de la capital, y que conducía a la inmensa plaza del mercado, donde se reunían, desde el alba al anochecer, los mercaderes fenicios.

Largas hileras de esclavos, cubiertos con un simple sohonti, el perizoma de los cartagineses, y cargados con todo género de mercancías, pasaban escoltados por counties que no economizaban sus trallazos, sin distinguir entre blancos o negros; luego, piquetes de soldados, que comentaban vivamente las pésimas noticias recibidas de Italia, guiaban colosales elefantes que llevaban sobre sus macizos lomos máquinas guerreras.

Fulvia, que caminaba como si fuese presa de una especie de sonambulismo, tropezando con la muchedumbre, llegada a una de las vías laterales del mercado, se detuvo delante de una casa de varios pisos que parecía una torre por lo altísima y que tenía un aspecto triste.

—Va a decidirse mi suerte —exclamó, pasándose una mano por la frente—. Todo se acabó.

Se arregló los cabellos, sujetándolos con un alfiler de bronce, cuyo extremo tenía la figura de una cabeza de ariete, se compuso el vestido, y luego, con decisión, dejó caer el aldabón de cobre sobre una placa de igual metal que adornaba la puerta.

No se había aún extinguido el ruido, cuando apareció un hombre en el umbral, exclamando con estupor:

—¡Tú!

—Sí, yo —respondió Fulvia, procurando mostrarse tranquila.

—Entra —dijo el espía.

Subieron por una estrecha escalera y entraron en un cuchitril sin más muebles que algunos escabeles de madera, pero con muchas armas y armaduras en panoplia.

Fegor se detuvo, cruzados los brazos y la frente tempestuosamente fruncida.

—¡Tú! —repitió.

—Sí; ¿no me esperabas, verdad? —respondió nuevamente la etrusca.

—Hasta dudo que seas Fulvia, y me pregunto si tengo delante una visión o una mujer en carne y hueso.

—Estoy viva —respondió la etrusca, dejándose caer sobre un escabel.

—Pero ¿de dónde vienes?

—Del mar.

—¿No te raptó el proscrito, juntamente con Ofir? Te vi huir con él, poco después del juramento que me hiciste… ¡Ah! Si hubiese llegado a cogerte, no habría ya en el mundo una Fulvia etrusca.

—Me hubieras degollado como…

La etrusca se mordió los labios sin terminar. Por fortuna Fegor no se había fijado en aquel «como».

—Sí, te hubiera matado —añadió rechinando los dientes—. Tenía hecho juramento de arrojarte al vientre candente de Baal Moloch, aunque hubiese debido ir a buscarte en lo más recóndito de la orgullosa Roma.

—Entonces he hecho bien en volver —dijo Fulvia, con mofa.

—Sí, porque nunca me hubiera consolado después de tu muerte.

—¿Tanto me amas?

—Tanto, que por ti no vacilaría en renegar de mi patria y pasarme a los romanos.

—Me gusta saberlo, porque así podrás darme una prueba de tu amor.

—Te las he dado: dejé huir a aquel maldito capitán, cuando hubiera podido echarle mano durante el banquete.

—Y después tomar el desquite, ¿verdad? —exclamó Fulvia, con ironía.

—Crees tú…

—Creo que el espía del Consejo de los Ciento fue a avisar a los mercenarios escondidos en los jardines de la quinta.

—¡Ah…, Fulvia!

—Te conozco, Fegor.

—Eres injusta; te equivocas. No hice lo que supones.

—Déjame decir; no he venido a recriminar, sino a mantener mi juramento y asegurarme con una prueba de si me amas de verdad.

—Habla, pues.

—¿Qué ha sido de Ofir?

—¿Te interesa ahora la hija de Hermon? —dijo Fegor, con sorpresa.

—Más de lo que crees. ¿Vive?

—Fue salvada a tiempo.

—¿Y dónde está?

—¿Quieres que revele el secreto del que me paga?

—Ya ves cómo rehusas darme alguna prueba de ese amor que dices.

Fegor, después de vacilar un momento, respondió:

—Está en Cartago.

—¿En el palacio de Hermon?

—Eso no lo sé.

—¿Casada?

—El viejo tiene otros quebraderos en estos momentos, que pensar en las bodas de la muchacha.

—Lo sé.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Eso no debe importarte. ¿Y su prometido?

—Sus siervos velan por la seguridad de Ofir. Le tiene un miedo cerval al capitán, mientras no le conste que está muerto.

—Pues está aquí, el capitán.

—¡El! ¡Hiram en Cartago! —exclamó Fegor, poniéndose en pie—. ¡Por la diosa Istar! ¿Es, pues, invulnerable? ¿Cómo pudo escapar de la muerte la noche en que fue abordado? Sé que le condujeron al castillo de Algumuras sin esperanzas de vida… ¡Y ha huido!

—Sí.

—¿Tú le has visto?

—Hace muy poco tiempo.

Salió una blasfemia de labios del espía. Cogió a Fulvia por el brazo y la sacudió brutalmente, diciéndole:

—¡Me dirás dónde está! Tengo que arreglar con él ciertas cuentas.

—No te diré nada —respondió la etrusca, fríamente.

—¿Que no me dirás nada?

—No.

—Maldito sea Baal Moloch —blasfemó el espía—. ¡Que no pueda yo vencer nunca tu resistencia!

—¿Ésa es la prueba del afecto que me tienes? —exclamó Fulvia, con sarcasmo.

Aquellas palabras cayeron sobre Fegor como un chorro de agua helada.

Dejó a la joven y dio algunos pasos atrás.

—Tienes razón —dijo.

Volvió a sentarse y al cabo de algunos momentos, mirando a Fulvia, exclamó:

—En fin, sepamos qué quieres. Habla. ¿Por qué has venido?

—Quiero que me ayudes a hacer feliz al desterrado.

—¿Yo?

—Puesto que yo te haré feliz a ti, que lo sea él.

—Pero ¿es que le amas?

—Fegor, eres un estúpido —respondió en tono despreciativo, Fulvia—. Si yo le amase, no iba a ayudarle a recobrar a Ofir.

—Sí; no fue mala comedia la que hizo Ofir la noche del banquete. Sigue.

—Es necesario que la ayudes a huir de donde esté.

—Estará tal vez, aunque no lo sé, en casa de Hermon. Sería hacerle una traición demasiado infame al que me paga.

—Hiram te dará el doble.

—En este caso, se puede pensar, pero la cosa será difícil. ¿Cómo voy, yo solo, a hacerla escapar?

—Dispondrás de gente resuelta a todo.

—¿Y cuando Hiram la tenga en su poder?

—Cuando él y su amante estén a salvo y su nave se halle lejos…

Un sordo sollozo interrumpió la frase. Los ojos de Fulvia se habían cubierto de un velo húmedo.

—Diríase que lloras —dijo Fegor, frunciendo el ceño.

—Te equivocas —respondió Fulvia, con una forzada sonrisa—. Pensaba en Etruria, mi patria amada, mientras yo debo permanecer aquí, en extraña tierra…

—Nadie nos impedirá dejar Cartago —dijo Fegor, con voz sorda—. ¡Quién sabe si entonces quedará piedra sobre piedra en esta ciudad!

—Cuando hayan partido, seré tuya.

—Basta, pero ten entendido que si me engañas me vengaré.

—Ya sé quién eres.

Fegor se levantó.

—Vuelve esta noche aquí —dijo—. Veremos lo que podré hacer. El capitán pagará, ¿verdad?

—Cuanto tú quieras.

—Entonces, no hay dificultad en traicionar a Hermon.

Asomó una sonrisa de desprecio a los labios de Fulvia, y dijo en voz baja: «¡Vil!»; después añadió alto:

—Hasta la noche, pues, Fegor.

Salió sin volverse atrás, bajó apresuradamente la escalera y se alejó a través de las callejas de la parte baja de Cartago. Iba cabizbaja y de vez, en cuando le caían las lágrimas.

—El castigo será terrible —murmuraba—. Adormécete y verás de lo que será capaz una mujer de Etruria.

Había llegado a las grandes arterias de la ciudad. Una muchedumbre de gente llenaba el espacio, discutiendo a voces. Soldados y burgueses parecían presos de viva excitación, y se hablaba en voz sombría, como si estuviera para caer alguna tremenda calamidad sobre la opulenta colonia fenicia.

Fulvia pudo coger una palabra, incesantemente repetida:

—¡La guerra!

En efecto, habían ocurrido el día anterior terribles acontecimientos que habían sembrado el terror en la población.

El ejército cartaginés había sido, veinticuatro horas antes, derrotado terriblemente por Masinisa, apoyado por Roma.

Cincuenta mil hombres, la flor de las tropas mercenarias de Cartago, habían sido tremendamente batidos en Horoscopa por las falanges del viejo rey númida, y como si esto no bastara, el mismo día Roma había declarado la guerra a la desgraciada república.

Cuando Fulvia llegó a su casucha, encontró a todos sus compañeros en torno a Capsa y a Hiram.

También había llegado hasta allí la nueva del desastre.

Al ver a la etrusca, callaron, interrogándola con la mirada.

—Le he visto —dijo la joven, acercándose a Hiram, que estaba más pálido que de costumbre.

—¿A quién?

—A Fegor.

—¿Y Ofir?

—Vive.

Un grito de alegría salió del pecho del guerrero.

—¡Vive!, ¡vive! ¡Fulvia, me devuelves la vida!

—Está en Cartago, pero no sé dónde. Fegor no me lo ha confesado.

—¿Y te has atrevido a hablar con aquel hombre? ¿Y si te hubiese matado?

Fulvia se encogió de hombros.

—¡Una esclava menos! —dijo.

—Eres libre ahora.

—¡Ah!… ¡Es verdad!

Se sentó junto al lecho de Hiram y le refirió la entrevista.

—Págale, y será nuestro —dijo.

—La mitad de mi fortuna es suya, mientras Ofir sea mía.

—Y después un buen golpe de daga; yo me encargo de dárselo —murmuró el hortator—. Lo que conviene es que vayamos aprisa. Todo ha de estar acabado antes de que las naves romanas lleguen a la vista de Cartago. La ciudad no podrá resistir mucho tiempo al choque del poderío romano.

—¿Y tendremos que huir cuando la patria está en peligro? —preguntó Hiram con dolor—. ¡Mi sangre se rebela a tal pensamiento!

—Pues ¿qué querrías tú hacer, Hiram? —preguntó Capsa, algo cínico—. ¿Vas a ofrecer tu espada y tu brazo al Consejo de los Ciento y a los sufetas, a esa gente que te envió desterrado a Tiro por peligroso, porque habías combatido por la gloria y la grandeza de Cartago al lado de Aníbal?

—No se trata aquí de Consejos ni de sufetas —respondió Hiram—. La existencia de la patria es lo que corre peligro, pues estoy seguro de que Roma ha decretado la destrucción final de Cartago.

—Yo, en tu lugar, no daría ni una gota de sangre a una patria tan ingrata y tan vil, que fue a denunciar a Roma los planes de Aníbal, que no pensaba más que en la salvación de Cartago, y al que abandonó a su destino, obligándole a suicidarse para no caer vivo en manos de sus enemigos, a quienes tantas veces había derrotado. Ocúpate de Ofir y deja que esos orgullosos mercachifles se las compongan como puedan.

Hiram dejó caer la cabeza sin responder.

—¡En verdad que no merece tu ayuda! —insistió Capsa.

—¿Cuántos días crees que necesitaré para estar curado? —dijo el cartaginés.

—Espero que diez a lo sumo.

—¿Y la declaración de guerra se ha hecho?

—No lo creo; por ahora creo que sólo se trata de alguna escaramuza. Los númidas han atacado a los cartagineses por no estarse con las manos cruzadas y además conozco el odio que siente el viejo Masinisa hacia tu patria.

—Razón de más para defender la patria —respondió Hiram.

—Tú meditas alguna cosa.

—No lo niego.

—No te fíes de tus compatriotas.

—Di lo que quieras; yo he de defender mi patria —respondió Hiram—. No se rechazarán mis servicios.

—Haz lo que te parezca —respondió Capsa—. De todas maneras habrá de pasar mucho tiempo antes de que se rompan las hostilidades, y si llegas a apoderarte de Ofir, ya veremos entonces si…

Un seco aldabonazo interrumpió al viejo guerrero.

Todos se volvieron echando mano a las dagas, y un grito de estupor se escapó de todos los labios.

—¡Fegor!

El espía había comparecido en el umbral.

—¿Tú aquí? —exclamó Fulvia, con voz amenazadora—. ¿Cómo has sabido que estábamos en esta casa?

—Me ha bastado seguirte. Por lo demás, no es ésta la primera vez que he venido aquí.

—Guarda, no sea la última —exclamó Hiram.

Todos pasaron rápidamente detrás de Fegor para impedirle que saliera.

El espía no se inmutó lo más mínimo.

—Vengo como… amigo, si se me permite hablar así —dijo en tono burlón.

—¡Excelente amigo! —exclamó Sidonio.

—Tú naciste para marino, otros para guerreros; yo nací para espía —dijo Fegor—. Mi oficio es tal vez más necesario que el tuyo.

—¿Qué quieres? —preguntó Hiram.

—Te he dicho que venía como amigo. Esta vez será Hermon el traicionado. Se lo he prometido a esa joven, y sabré cumplir, puesto que…

—Lo paga —dijo Fulvia, con disimulado desprecio.

—Fegor está acostumbrado a vender sus servicios —dijo el espía.

—¿Te bastará un talento? —preguntó Hiram.

—No gano tanto en cinco años. Pagas como un tey.

—Y te ayudaremos a raptar a Ofir.

—Me comprometo a ponerla en tus manos, mientras tus amigos me ayuden. No dejará de haber lucha, porque su prometido ha tomado sus precauciones para que no puedan arrebatársela.

—Cuando los necesites, los númidas y los guerreros a mis órdenes estarán a tu disposición.

—No es cosa ni de hoy ni de mañana —dijo el espía, cuya frente se había oscurecido—. Habremos de esperar que un terrible acontecimiento, no lejano, caiga sobre Cartago y les haga perder la cabeza a Hermon, a Tsur, a los sufetas y a la ciudad entera.

—¿Que Roma declare la guerra?

—¡Que la declare! —exclamó Fegor—. La república será entregada a los romanos.

—¿Qué dices?

—Los embajadores que habíamos enviado a Roma para reclamar contra las continuas expoliaciones dirigidas por Masinisa contra nosotros han regresado anoche.

—¿Y qué es lo que han obtenido? —dijo Hiram con sordo acento.

—Algo vergonzoso —respondió Fegor—. Cartago será entregada a Roma, como si no existiese más.

—¡Es imposible!

—Como lo digo; se ha puesto a discreción del Senado romano.

—¡Sin combatir! —gritó Hiram.

—¿Y cómo? ¿No tenemos ya ejército?

—¿Y la flota?

—Sin armas, ¿qué van a hacer nuestros marinos?

—¿Sin armas, dices?

—El Consejo de los Ciento se ha allegado a entregar a los romanos todas las que poseíamos. Mañana serán embarcadas doscientas mil armaduras, todas las espadas, lanzas y hachas, y las máquinas de guerra, juntamente con trescientos rehenes, para Italia.

—Y ahora que nuestro pueblo está inerme…

—Roma nos intima con la guerra… —dijo Fegor.

—¡Es una infamia! —exclamó Fulvia—. Roma no lo consentirá.

—¡Si ella lo ha acordado! Entienden bien el negocio —dijo Fegor, con cierta petulancia—. Suenan para Cartago los últimos días de su existencia.

—¡No caeremos sin duda! —exclamó Hiram—. Mi espada estará una vez más al servicio de la patria, aunque debiera perder a Ofir.

—Siempre héroe —murmuró Fulvia, mirándole con admiración.

—Adiós, señor —dijo el espía—. Pronto recibirás noticias mías y te diré dónde han escondido a Ofir. Por ahora bástete saber que está aquí y que vive.

XXII. Roma a la conquista de África

Mientras Cartago reconquistaba poco a poco el dominio del Mediterráneo, perdido en parte después de la segunda guerra púnica, y confiando en la paz concluida con la orgullosa Roma, licenciaba sus ejércitos para dedicarse tan solamente al comercio, el Senado romano, secretamente, decretaba, y no con lealtad, por cierto, la destrucción de aquella floreciente colonia fenicia.

Roma, vencedora ya en Oriente y en las Galias, soñaba con la conquista del mundo entonces conocido, con una tenacidad admirable.

El invencible Aquiles romano no se contentaba con Europa; quería Asia y África para extender sus dominios.

Se había visto en peligro la Ciudad Eterna, cuando el infortunado Aníbal la había amenazado, comprometiendo gravemente la suerte de la república, por haber tolerado semejante rival. Otro gran capitán de ejército podía surgir y de África llevar la guerra a Italia.

Aún el Senado no había decretado la destrucción. Parecía que Cartago sintiese cariño por la República romana, y más cuando la colonia fenicia sólo pensaba en aumentar su comercio, en enriquecerse.

No era, como dijo Fulvia, leal la moción del Senado romano, porque los cartagineses habían hecho más de un buen servicio a su poderosa adversaria; habían denunciado la hostilidad de Aníbal, obligándole a abandonar la patria. Roma no había tenido en cuenta este servicio, que había aceptado como si se le debiera; no pensaba en más sino en el florecimiento de su rival y en los medios a poner en práctica para abatirla por completo, hasta el punto de que no pudiera volver a surgir.

Catón había lanzado el primero, en el Senado, la famosa frase: Deferida Carthago! Era aquella frase la sentencia de muerte de la desgraciada ciudad.

Aquel grito era hijo del miedo, porque Catón, que había desempeñado una misión en África, había podido ver con sus propios ojos la opulencia de la república cartaginesa, lo numeroso de sus mercenarios y sus trirremes y quinquerremes.

El temor de que el Oriente, apenas sometido, después de sangrientas guerras, pudiese coaligarse con los fenicios, que salían del mismo tronco, y hacer temblar a Roma y quizás abatirla para siempre, había poco a poco invadido los ánimos de los viejos senadores, y había sido pronunciada la palabra que debía señalar el fin de un gran pueblo.

No faltaban apoyos: Roma contaba ya en África con un fiel aliado que había jurado odio mortal a Cartago por celos de su grandeza: era el viejo Masinisa, rey de Numidia, a quien Roma había confiado secretamente la vigilancia de su rival.

Se había apoderado primero del rico territorio de Emporia, que servía de paso para el Sahara, so pretexto de que los cartagineses eran extranjeros en África por no pertenecer a la raza negra; Cartago protestó ante el Senado romano, pero no solamente no logró ser oída, sino que se vio condenada a pagar al númida la bonita suma de quinientos talentos, como indemnización.

Masinisa, buen y hábil ladrón, envalentonado con aquel suceso inesperado, que de un solo golpe le había proporcionado tierras y dinero, no tardó en continuar sus conquistas y se apoderó de la provincia de Fisca, que pertenecía a Cartago, no dudando de que el Senado romano le daría la razón.

Y no se equivocó. El ladrón había hecho bien y Cartago no tenía otra cosa que hacer sino conformarse con la rapiña de que había sido víctima.

Entonces fue cuando pensó en Oroscopa, otro territorio que dependía de Cartago, y esto agotó la paciencia de los fenicios, que levantaron un ejército de cincuenta mil hombres y lo mandaron contra el usurpador.

Desgraciadamente la empresa salió mal. El ejército cartaginés fue derrotado; y después de aquel desastre, que no se esperaban, la pobre república se encontró con la declaración de guerra por parte de Roma, la cual no quería perdonar a su rival, por haber empuñado las armas para defenderse de la rapiña del gran ladrón.

Esta fue la gran infamia de Roma; los piratas feroces y desalmados hubieran obrado con más lealtad que aquellos senadores.

El Consejo de los Ciento y el de los Sufetas, aterrados ante la idea de ver aparecer las naves romanas, a las que todas las escuadras de Cartago eran impotentes para hacer frente, no pensaban más que en apartar el nublado que se cernía sobre la desgraciada ciudad, defendida tan sólo por los restos de un ejército vencido.

La idea de resistir a las implacables pretensiones del Senado romano latía en todos los pechos de los cartagineses, pero todos los pensamientos de resistencia hubieron de desvanecerse ante la defección de Útica, una de las mejores plazas fuertes de la república.

Roma, resuelta a la destrucción de Cartago, había levantado un ejército de ochenta mil hombres, veteranos de las guerras de Oriente, cuyo mando ejercían los dos cónsules Mario Censorino y Manlio Nepote.

Al saber la noticia, los Consejos de Cartago habían enviado embajadores a Roma con encargo de someter incondicionalmente al Senado la ciudad.

La proposición, que demostraba la impotencia de la desgraciada república, había sido aceptada, con promesa de conservar a los cartagineses su libertad, su autonomía, sus leyes y su territorio, a cambio de trescientos rehenes.

El tratado, que parecía guerrero, era un ardid infame, sin embargo, pues se hablaba de «territorio» sin incluir el nombre de la ciudad de Cartago.

La desgraciada república se allegó a todo e hizo la entrega de los rehenes y de los armamentos, quitando a Cartago la posibilidad de defenderse contra las incesantes bribonadas de Masinisa.

La pérdida de aquellas armas fue amargamente llorada por los cartagineses, aunque consolados con la esperanza de poder en lo sucesivo vivir tranquilos y proseguir su floreciente comercio; así, doblaron la cabeza, presintiendo quizás que su ciudad debía, dentro de poco, desaparecer en un horrendo vórtice de llamas…

Las cosas habían llegado a este punto, cuando Fegor, al cabo de siete días de ausencia, volvió a la casucha de Fulvia.

Hiram, casi curado del todo gracias a los cuidados de su fiel hortator y de ciertos bálsamos misteriosos que le trajo Capsa, pero, sobre todo, en razón a su fibra robustísima, estaba ya en pie y hablaba con sus amigos, cuando entró Fegor.

El cartaginés parecía asaz malhumorado. Su frente parecía pensativa y en sus ojos se leía una profunda amargura.

—Malas nuevas traes —dijo Hiram.

—Así es, señor —respondió el espía—. Vengo de ver el embarque de los rehenes y de nuestras armas. Esos perros romanos no podían dictarnos más crueles condiciones. Una gran desventura cae sobre nuestra patria.

—Los viles mercaderes han hecho traición a Cartago para conservar su comercio —exclamó el valeroso capitán, con indignado acento—. Mejor hubiera sido que hubiesen arrojado al mar sus mercancías y empuñaran sus armas, en vez de entregarlas.

—Esta mañana han llegado los embajadores que fueron a Roma. El Senado ha exigido al Consejo de los Ciento y al de los Sufetas que destruyan Cartago y levanten otra a ochenta estadios del mar.

—¡Miserables! —exclamó Hiram—. ¡Roma se deshonra ante el mundo!

Fegor se encogió de hombros.

—¡El honor! ¡El deshonor! —dijo—. Ve a decirlo a este pobre mundo del cual se va apoderando poco a poco.

—Hay que contar con el poder de los marinos fenicios —dijo Capsa, no menos indignado que Hiram.

—Quieren hacer de nosotros, pueblo marino por excelencia, un pueblo agricultor —respondió Fegor.

—¡Miserables! ¿Y qué han decidido nuestros Consejos?

—Han acordado enviar nuevos embajadores para tratar de aplacar la avidez de los conquistadores.

—¿Y nada más?

—Y prepararse entre tanto a la defensa.

—¿Ahora que nuestras tropas no tienen armaduras, ni armas, ni máquinas de guerra?

—Se tratará de fabricar otras. Pero dejemos por ahora la política, capitán, y hablemos de tu amada. El viejo Hermon la tiene encerrada en el templo de Tanit, que, como ya sabrás, se halla en la isla de Melqart.

—¿Hay muchos sacerdotes en él?

—Cincuenta por lo menos. Pero, además, Hermon ha enviado veinticuatro guardias del Consejo que preside. Teme siempre alguna nueva tentativa de tu parte.

—¿Sabe, pues, que estoy vivo?

—Le informaron pronto de tu evasión del castillo.

—Entonces, puede descubrirme.

—Si yo no se lo digo, ¿cómo es capaz de imaginar que te hallas aquí?

—¿No hablarás?

—No hablaré, porque Fulvia no lo quiere, y soy su esclavo.

Una imperceptible sonrisa rozó los labios de la etrusca, que, apoyada en el techo, no había hasta entonces pronunciado palabra, y bajó la cabeza para que el espía no sorprendiese la viva llama que había relampagueado en sus ojos.

—¿No es verdad, Fulvia? —preguntó el espía, con cierta ansiedad.

—Serás mudo siempre —exclamó Fulvia, con acento imperioso—. Si quieres que sea tu esposa, has de obedecerme hasta aquel día.

—Y Fegor jura sobre todo lo existente permanecer callado —dijo el espía—. ¿Ves cuánto te ama el hombre que primero despreciaste?

Fulvia hizo un movimiento con la cabeza, pero no respondió.

Hiram, mientras, se había sentado en el lecho, sujetándose la cabeza con las manos, discurriendo qué hacer.

—¿Qué decides, pues, capitán? —preguntó Fegor—. Aprovecha los cortos días de tregua de que podemos disponer; dentro de tres o cuatro horas será demasiado tarde y Cartago estará sitiada.

—¿Lo crees tú?

—Lo creo. Y también el Senado y el Consejo. Nadie se hace ilusiones acerca de la suerte que correrá Cartago. Caeremos sin lucha, pero la última palabra espera a los romanos; yo lo digo, capitán.

—¿Y no se protesta contra la gran Roma? —añadió Capsa.

—Ya lo han hecho —respondió Fegor—. Se ha hecho saber al Senado romano que nuestra sumisión estaba acordada, con la condición de conservar nuestra libertad, nuestra autonomía, nuestras leyes y nuestro territorio.

—¿Y qué han respondido los romanos? —dijo Hiram.

—Que era verdad que el Senado romano había prometido respetar a los ciudadanos, pero no la ciudad, no habiéndola mencionado en el tratado, añadiendo que la destrucción de Cartago y la fundación de otra ciudad lejos del Mediterráneo sería una gran ventaja para nosotros, porque obtendríamos grandes ganancias labrando la tierra en vez de surcar los mares. ¿Qué decides, capitán? ¿Deseas raptar nuevamente a Ofir?

—No hay otro remedio.

—¿Cuentas con medios suficientes para forzar el templo?

—Veinte hombres de los míos pueden apoderarse de un baluarte bien defendido.

—Al anochecer me encontrarás en la playa del puerto mercante con una barca. Yo te guiaré hasta el templo, si quieres.

—Anda con cuidado; si me preparas una emboscada serás el primero en caer —exclamó Hiram, con voz amenazadora.

—Estoy en manos de Fulvia —dijo el espía—. Adiós, capitán, después del ocaso nos veremos.

Se detuvo un instante para contemplar estático a la bellísima etrusca, que no pensaba ciertamente en él, y se alejó rápidamente, maldiciendo a Tanit y a Melqart.

Hiram, después de la marcha del espía, volvió a caer en sus pensamientos. También Fulvia, Sidonio y el comandante de mercenarios callaban, sumidos todos en profunda angustia, pero ciertamente por motivos diversos. A la etrusca le importaba muy poco que Cartago cayese en manos de aquellos terribles romanos que le habían ya casi reducido a la esclavitud en su patria. Otra cosa le preocupaba y contristaba profundamente su corazón.

El capitán fue el primero que rompió el silencio.

—¿Qué piensas de eso, Capsa? —preguntó por fin al comandante de mercenarios.

—Que el espía no ha podido explicarse mejor. Si tardas en raptar a Ofir, te encontrarás con los romanos encima. Podrías perder a la vez la novia y la vida.

—¡Pobre patria mía! —suspiró Hiram.

—No hay por qué afligirse tanto —respondió Sidonio—. Nunca se ha mostrado reconocida con sus generosos hijos… ¿Merece, después del pago que te diera, que desenvaines tu espada por ella? Llévate a Ofir, fleta un trirreme y huye a Italia o a Hispania antes de que los quinquerremes romanos bloqueen el puerto.

—¿Huir mientras mi patria sucumbe? ¿Arrojar al mar mi espada? ¡Imposible, Sidonio!

—Si quieres hacer armas de nuevo contra los romanos, me tendrás a tu lado —dijo Capsa—. Pon primeramente en lugar seguro a Ofir; éste es el momento, pues Hermon no tendrá ahora la cabeza para pensar en su hermosa ahijada.

—Estoy pronto a dar el golpe —respondió Hiram—. Cuando la joven esté en mi poder, veremos lo que conviene hacer.

—Los quinquerremes romanos no han llegado aún.

—¿Y cuando la tengas, saldrás de Cartago? —preguntó Fulvia, con un extraño tono de voz.

—Mi sangre lo decidirá. Tú te vendrás conmigo, ¿no es verdad, niña?

—¡Yo! —exclamó la etrusca, moviendo la cabeza y echándose atrás nerviosamente con una mano en la espléndida cabellera negra—. Ya te he dicho que no abandonaré Cartago y no volveré a ver el sereno cielo de Italia.

—¿Por qué tal obstinación, Fulvia? ¿Por qué permanecer en medio de los horrores de una guerra de exterminio?

—No me lo preguntes, Hiram, porque no habría de decírtelo.

—Ahora he visto que has demostrado un profundo desprecio por el espía.

—Supon que sea así —dijo Fulvia con voz estridente en que se conocía todo su odio.

—¡Extraña joven! ¿Quién podrá comprenderte?

—Un hombre habría podido comprenderme hace tiempo, pero no quiso.

—¿Quién?

—No puedo decírtelo; ¿para qué perder el tiempo con palabras inútiles, mientras debes prepararte para sacar a Ofir de manos de los sacerdotes de Tank? Tal vez la empresa no sea tan fácil como crees. ¿Has concebido ya algún plan?

—Yo tengo uno —interrumpió Sidonio—, y no creo que haya otro mejor. ¿Sería posible encontrar vestiduras de sacerdotes? Ésta es la cuestión, o, mejor dicho, la dificultad.

—Son tan sencillos, que Fulvia, en pocas horas, podría preparar dos docenas —respondió Capsa—. No llevan más aquellos sacerdotes que una larga camisa de lana amarilla.

—¿Y qué querrías hacer con esos vestidos, Sidonio? —preguntó Hiram.

—¡Eh!…, ¡eh! —dijo el hortator, riendo—. La sorpresa será bellísima.

—Explícate mejor, amigo.

—Tú, Capsa, eres conocido de muchos mercenarios.

—Casi de todos —respondió el guerrero.

—¿Crees que la noticia de tu fuga habrá llegado hasta ellos?

—No sé.

—¿Si tú fueses portador de una orden del Consejo, dudarían de ella?

—No lo creo.

—Serás encargado de escoltar a una docena de sacerdotes y mandar que la guardia se aleje a esperar la llegada de los quinquerremes romanos. Tus hombres ocuparán su lugar.

—¡Eres un hombre maravilloso! —exclamó Capsa—. Una cosa tan sencilla y no se me hubiera ocurrido nunca.

—Porque tú no eres marinero —respondió Sidonio, riendo.

—¿Lo apruebas, señor? —repuso Sidonio, dirigiéndose a Hiram.

—Plenamente.

—Pues, ¡al avío!

—Ahora se trata de procurarse la lana para fabricar las vestiduras de sacerdote.

—Enviaré a dos veteranos a comprar la lana —dijo Capsa.

—Pues despacha, porque Fulvia y yo tendremos mucho que coser.

—¿Tú también?

—Un marinero debe saber un poco de todo.

El capitán se dirigió al hortator, que se frotaba las manos con satisfacción, diciendo:

—Será un buen golpe. Basta que Melqart nos siga protegiendo.

XXIII. El templo de Tank

Apenas anochecido y cuando la población de Cartago había abandonado las calles para encerrarse en las casas a cenar y comentar los terribles acontecimientos que se preparaban para convertir en ruinas la mísera ciudad, los doce sacerdotes de Tanit, vestidos con largas camisas de ligera franela amarillenta, ceñidas por un simple cordón de color púrpura y cubierto el rostro con un amplio capuchón, descendían por las tortuosas callejuelas de la ciudad vieja que conducían al puerto.

Iban escoltados por catorce guerreros, armados de corazas, yelmos y largas espadas ibéricas.

No era necesario decir quiénes eran.

Entre aquellos sacerdotes se escondía una mujer: Fulvia.

La generosa doncella, aunque no ignoraba los peligros a los que se exponía aquel grupo, había querido incorporarse a la expedición para poder dominar con su presencia al espía, del cual no había que fiarse mucho.

Debían de faltar dos horas para medianoche, cuando los sacerdotes llegaban a los muelles.

Un hombre envuelto en una amplia capa de lana oscura estaba paseando por la playa, ante la cual se balanceaba una barcaza con la proa muy elevada.

—¿Eres tú quien espera a un desterrado? —le preguntó Hiram, vestido de sacerdote, con el rostro cubierto por el capuchón.

—Soy Fegor —respondió el otro—. Ya empezaba a perder la paciencia, capitán. No llegaremos a la isla antes de medianoche.

—¿Tienes algo que comunicarme?

—Nada, ni bueno, ni malo. Hermon está en Útica, a ver si puede convencerlos de que defiendan a Cartago.

—¿Lo conseguirá?

—Lo dudo —dijo Fegor haciendo un gesto—. Útica se considera más segura con Roma que con nosotros. Embarquemos, que es tarde.

—¿Vendrás tú con nosotros? —preguntó uno.

—Sí —respondió con voz imperiosa otro.

—¡Ah! ¡Fulvia también! —exclamó Fegor, volviéndose rápidamente—. Creí que te habrías quedado en tu casa. En fin, me embarcaré, pero te advierto de que no traspasaré los umbrales del templo. No me gusta comprometerme, y los sacerdotes me conocen bien.

—No te pedía tanto. Embarquémonos —dijo Hiram.

Todos saltaron a la barcaza y cogieron los remos.

Fegor se puso al timón, conociendo mejor que nadie la situación de la isla donde se levantaba el templo dedicado a Tanit.

Estando el mar tranquilo, la barca se deslizaba con rapidez, al poderoso empuje de los doce remos manejados por los númidas.

Saliendo del puerto mercantil sin haber sido descubiertos por los dos trirremes que vigilaban el canal, se dirigieron hacia el islote de Melqart, que se levantaba a dos millas de los últimos diques, y que más adelante debía desaparecer por completo, corroído por los incesantes embates de las olas.

No era aún medianoche, cuando la barca varaba en la playa, en un minúscula ensenada.

—¿Veis el templo, allá, detrás de aquellas palmeras? —preguntó Fegor, extendiendo el brazo—. No debéis recorrer más que dos o trescientos pasos.

—¿Y tú? —preguntó Hiram.

—Me vuelvo a Cartago. En otra cala, ahí cerca, hay más barcas. Cogeré una y me vuelvo. Ya te he dicho que no quiero meterme en este lío.

—Jura, sin embargo, que no intentarás nada contra estos hombres —exclamó Fulvia.

—Te doy mi palabra. Así Baal Moloch me queme desde las puntas de los pies hasta los cabellos si abro boca respecto a lo que vais a hacer.

—Es que desconfío siempre de ti.

—Haces mal, Fulvia. Debes fiarte, yo lo digo.

—¿Por qué?

—Desde la noche en que el capitán interrumpió la boda de Tsur. Escapaste con él en vez de esperarme. Yo soy el que no debe fiarse.

—He vuelto.

—Así, a causa de ciertas circunstancias. Todavía te guardo rencor. Ea, buenas noches, y que la fortuna os acompañe.

Se envolvió en su amplio manto de lana, colocó la diestra en el puño de la espada y se alejó.

—¡Morirás, condenado! —murmuró la etrusca—. La hora de la venganza no está lejos.

—Capsa, ponte a la cabeza y obra con prudencia —dijo Hiram.

—No hay que temer nada.

La escolta formó delante del grupo de sacerdotes y avanzó bajo las palmeras.

Al cabo de doscientos cincuenta pasos, se encontraron ante una maciza construcción de forma rectangular, que se parecía algo a los templos egipcios, rodeada por gran número de columnas de gigantescas proporciones y semiamuralladas.

Más que un templo parecía una fortaleza, aunque no tuviese almenas.

Por las saeteras, que debían servir de ventanas, no se veía salir ningún rayo de luz, señal evidente de que los sacerdotes se hallaban entregados al descanso.

Capsa, después de haber observado atentamente la construcción y haberse convencido de la imposibilidad de entrar, se acercó a una puertecilla de bronce en medio de la cual se veía un pesado aldabón, en cuya cabeza figuraba Baal Moloch.

—Es necesario entrar por aquí —dijo a Hiram.

—¿Qué esperabas?

—Poder forzar alguna ventana, pero están colocadas tan altas, que es imposible intentarlo y además no tenemos elementos para tal empresa.

—Hay que tener audacia, amigo.

—No se puede hacer otra cosa.

—Si la cosa se pone mal, nos atrincharemos. Ya sabes que bajo nuestras camisas llevamos las corazas y las dagas.

—No dudo del valor de tus hombres y de la robustez de tu brazo. Tú vales siempre por ciento.

Capsa dejó caer el pesado batiente, que produjo un estruendo ensordecedor.

Al cabo de breve rato se abrió una rejilla y una voz ruda preguntó:

—¿Quién sois?

—Por orden del presidente del Consejo de los Ciento, Hermon, abrid.

—¿A esta hora?

—¡Cómo! ¿Ignoras que en Cartago no hay ya diferencia entre noche y día y que la república está en peligro?

—¿Qué quiere el presidente?

—Relevar la guardia y reforzar el número de sacerdotes. Conducimos doce.

Se oyó ruido de hierros y la puerta se abrió.

Siete u ocho guerreros, provistos de lámparas de metal y armados de largas dagas, salieron, poniéndose ante el grupo de Capsa y mirándole sospechosamente.

—¿Quién es el jefe? —preguntó una voz.

—Yo.

—¿Llevas orden escrita de Hermon?

—No ha tenido tiempo, pues ha debido partir precipitadamente para Útica. ¿Qué temes? ¿No me ves aquí con doce camaradas?

—¡Hola! ¡Yo conozco esta voz! —dijo el guerrero, adelantándose con la lámpara y mirando a su luz al veterano—. ¡No me equivoco! ¡Capsa, el comandante de los mercenarios griegos! ¿Qué quiere de mí el Consejo?

—Que te dirijas inmediatamente a Útica, donde Hermon te espera. Creo que ha de confiarte un importante encargo.

—¿Yo solo?

—No; con tu escolta. Yo me quedaré a guardar el templo para velar por la hija del ilustre procer. He recibido orden de no dejar entrar aquí a nadie, ni aunque fuera un sufeta en persona.

—Lo mismo me dijo Hermon al partir. Entonces tú mismo te encargarás de participar nuestra partida al príncipe de los sacerdotes.

—Descuida; le conozco. ¿Tienes barca?

—Hay varias.

—Entonces, anda presto. Los momentos no pueden ser más críticos, y Hermon estará impaciente.

El capitán de los guerreros se llevó los dedos a la boca y lanzó su silbido estridente.

Al punto, quince o dieciséis guerreros, que hasta entonces habían permanecido escondidos en un corredor, salieron para formar detrás de su jefe.

—Partamos —dijo el capitán—. Orden del Consejo de los Ciento. ¿Tendremos barcas bastantes para ir a Útica?

—Sí —respondió una voz.

—Adiós, capitán. Apresúrate cuanto puedas, pues Hermon es muy vengativo si cree que se le desobedece.

La guardia del templo salió dirigiéndose a la playa, que, como hemos dicho, no estaba lejana.

Capsa esperó a que se hubiese extinguido el rumor de los pasos, recogió una de las lámparas dejadas en el suelo por sus camaradas y se adelantó hacia el corredor, diciendo:

—¡Preparen armas!

Pasando el corredor, subieron por una angosta escalera y se encontraron ante una estrecha puerta, que parecía de bronce, muy maciza.

—¡Sesenta escalones! —murmuró Capsa—, y ahora esa barrera. ¡Hermon dejó bien segura a su ahijada!

—Y los sacerdotes han tomado precauciones extraordinarias —añadió Sidonio.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —exclamó Hiram, rechinando los dientes.

—Pues es muy fácil —respondió Sidonio—. Somos sacerdotes como ellos y tenemos derecho a descansar igual. Déjalo para mí.

Y cogiendo el hacha con las dos manos, descargó tal golpe contra la puerta, que se produjo un estruendo capaz de despertar a un sordo.

Durante algunos minutos reinó profundo silencio, hasta que se oyó un susurro de voces, gritos y por fin una voz que dijo:

—¿Quién llama? ¿La guardia?

—Sí, la nueva guardia que escolta a doce sacerdotes que envía aquí el Consejo de los Ciento —respondió Sidonio.

—¿Qué nueva guardia?

—La que envía Hermon. —¿A esta hora?

—El Consejo no tiene hora para dormir ni contar el tiempo. Abrid y dadles pronto asilo a vuestros cofrades.

—Esperen a que raye el alba en la sala de guardias.

—¿Y nosotros? Somos veinticuatro y no hay sitio para todos.

—A esta hora no podemos abrir.

—Y nosotros no estamos dispuestos a dormir al raso. Venimos de Útica, donde se halla Hermon, y estamos cansados y famélicos. ¡Abrid! ¡Orden del Consejo de los Ciento y de los Sufetas! Tenemos que comunicaros gravísimas noticias.

—Entonces bajad de nuevo y entrad por el corredor de la derecha. Encontraréis una puerta que estará abierta.

—Está bien. Preparadnos, entre tanto, de cenar.

—¿Por qué volver a bajar? —dijo Capsa, que parecía preocupado—. ¿Serán esos sacerdotes más astutos de lo que creemos?

—¿Qué temes? —dijo Hiram.

—No lo sé. No estoy tranquilo.

—¿No estamos armados?

—No digo lo contrario.

—Ea, bajemos, y veremos lo que pasa —repuso Sidonio.

Descendieron de nuevo la escalera, no sin cierto recelo, y encontrado el corredor se internaron en él, deteniéndose ante otra puerta cerrada y también de bronce.

Empujó Sidonio la puerta y los aventureros se encontraron ante dos sacerdotes vestidos como ellos, ya de edad avanzada, que los saludaron con un:

—Tanit os proteja.

Esta vez fue Capsa quien tomó la palabra.

—Aquí os traigo otros doce sacerdotes que el ilustre Hermon os envía para que podáis vigilar mejor a su hija, la bella Ofir.

—Sed bienvenidos —respondió el que parecía más anciano—. ¡Tanit quedará contento al ver aumentar el número de sus ministros! Entrad, y ya que tenéis hambre, os ofrecemos el resto de nuestra cena. Seguidme.

Hiram, Capsa y sus compañeros fueron detrás de los dos sacerdotes, los cuales los introdujeron en una vasta sala en medio de la cual se veía una larga mesa muy baja, donde algunos servidores estaban disponiendo platos de forma cuadrada, otros de vidrio azul y otros de barro, colmados de viandas, así como botellas de gran capacidad, que debían contener vinos de Sicilia y de Grecia.

Aquella estancia estaba alumbrada por algunas hermosas lámparas y no tenía ninguna ventana. Habríase dicho que estaba labrada en la roca viva que servía de cimiento al templo.

—Comed y bebed —dijo el sacerdote que había hablado el primero—. Entre tanto, preparemos lechos donde podáis reposar.

Todos se sentaron alrededor de las mesas, asaltando con vigor las viandas y, sobre todo, dando una formidable sangría a las botellas, que eran numerosísimas y contenían vinos a la verdad exquisitos.

En la sala permanecían tan sólo dos sacerdotes que se hallaban cerca de la puerta de entrada, sin cambiar palabra, pero observándolo todo atentamente.

Nadie había fijado su atención en ellos, ni siquiera Capsa ni Hiram, por haberse situado ambos personajes en la penumbra, donde no alcanzaba la luz de las lámparas.

Una vez hubo satisfecho su hambre, exclamó de pronto Sidonio, como asaltado por repentino recelo:

—Capitán, ¿estás tranquilo?

—¿Por qué me preguntas eso?

—Me da mala espina la ausencia de los sacerdotes.

—No hay cuidado; la plaza es nuestra, amigo. ¿Qué resistencia podrían oponer esos sacerdotes a nuestras dagas? Esperemos a que vuelvan a sus dormitorios y caeremos sobre ellos, y nos llevaremos a Ofir. Supongo que no la habrán escondido en algún subterráneo oculto.

—En tal caso, ya les haríamos cantar.

Hiram, de todas maneras, se había sentido inquieto por la pregunta de su hortator.

Estaban ya para terminar, cuando comparecieron cuatro servidores con sendas botellas de monumentales proporciones.

—El gran ministro del templo os ruega que las aceptéis y las vaciéis —dijo uno de ellos—. Es vino de Hispania, de calidad especial.

Comenzaron a circular las botellas y todos bebieron alabando la exquisitez de aquel mosto. Las copas se sucedían con vertiginosa rapidez.

Excepto Hiram y Fulvia, nadie pensaba en el objeto de la expedición. Desaparecieron los criados y también los dos sacerdotes que hasta entonces habían permanecido en la puerta, guardando el más profundo silencio.

Hiram, viendo que pasaba el tiempo y sus hombres comenzaban a embriagarse, se sacó la daga y rompió las botellas, diciendo:

—¡Basta ya! Ya es hora de obrar.

—Capitán, pues lo mismo derramas tu sangre ibera que romana —exclamó Sidonio, que no estaba menos alegre que los demás.

—No hemos venido aquí a emborracharnos con el vino de esos sacerdotes.

—Es verdad —replicó Capsa—; hemos sido unos estúpidos. Vamos a sorprender a los moradores del templo, y ¡ay de ellos si oponen resistencia!

Todos se levantaron, desnudando las dagas y gritando ferozmente:

—¡Después del vino queremos la sangre de los sacerdotes!

Hiram, con gesto imperioso, los contuvo.

—El que no obedezca sentirá el peso de mi brazo. No quiero que se haga daño a gente inerme. Adelante, y no habléis.

Se dirigió hacia la puerta de bronce, pero de pronto retrocedió y lanzó un grito de furor:

—¡La han cerrado! —exclamó—. ¡Miserables!

—Es imposible eso —exclamó Capsa—. No pueden abrigar dudas sobre nosotros.

—Prueba entonces.

Capsa se apoyó contra la puerta y hubo de convencerse de la terrible realidad.

—¡Traicionados! —dijo—. ¿Y por quién?

Un nombre le vino a la imaginación.

—¡Fegor!

—No —dijo Fulvia, adelantándose—. Me ama demasiado para comprometer mi vida.

—Es probable que los sacerdotes hayan temido que intentemos un asalto para apoderarnos de Ofir.

—Nadie ha hablado —dijo Sidonio—. ¿Les habrá advertido el dios Tanit?

Hiram se había vuelto hacia Capsa, que examinaba la puerta.

—¿Qué vamos a hacer?, ¿probamos a hundirla? —preguntó Hiram a Capsa.

—Se necesitaría un ariete.

—Tenemos uno: la mesa; no será muy robusto, pero se puede intentar.

—Hay que intentarlo todo —exclamó con angustia Hiram—. De un momento a otro pueden llevarse a Ofir.

—Y correr a Cartago en busca de auxilio —repuso Sidonio—. ¡Ea! ¡A mí, camaradas!

Veinte brazos levantaron la mesa, que era pesadísima y muy larga y poco ancha, y la hicieron chocar rabiosamente contra la puerta.

El efecto fue desastroso. La mesa quedó hecha trizas, sin que la puerta se hubiese movido lo más mínimo.

—¿No hay ninguna ventana?

—No; nos han traído aquí para impedir que saliéramos.

—Reconozcamos las paredes; tal vez habrá algún punto débil.

—Es todo roca —dijo Hiram, después de haber dado la vuelta a la sala.

—El techo es de piedra sillar —observó Capsa—. ¿Y si pudiéramos hacer caer una?

—¿Y cómo vamos a llegar arriba?

—Tenemos los restos de la mesa, y nuestras camisas pueden servir de cuerdas. Levantemos un andamio —repuso Sidonio—. Se necesitarán tres o cuatro horas para hacer caer una piedra —añadió, después de examinar bien el techo—. ¡Ea! ¡Manos a la obra, camaradas!

Recogieron los trozos de la mesa y, sirviéndose de sus cordones, fajas y cinturones, improvisaron una especie de andamio que llegaba hasta lo alto de la estancia.

Subieron dos hombres de los más robustos y atacaron vigorosamente una losa de un metro de largo por casi otro tanto de ancho, layando con las puntas de sus dagas el cemento que la juntaba a las piedras contiguas.

Capsa e Hiram con Fulvia se hallaban detrás de la puerta, atentos a cualquier sorpresa.

No llegaba de fuera ningún rumor. Hubiérase dicho que los sacerdotes habían abandonado el templo, seguros de que los prisioneros no habían de poder escapar de su encierro.

Aquel silencio era lo que irritaba más a Hiram, que hubiera preferido verse atacado, aun por fuerzas abrumadoras.

—Esta vez siento que la voy a perder para siempre —exclamaba—. Hubiera valido más que no me hubiese movido de Tiro.

—Tal vez la habrías olvidado —dijo Fulvia, que se había sentado sobre una piel de chacal, a corta distancia del cartaginés.

—¡Olvidarla! —exclamó Hiram, colocándose delante de Fulvia, que lo miraba fijamente—. ¡La patria en peligro, la mujer amada perdida! ¡Oh, no! ¿Por qué aquel asrasio no me quitó la vida? ¡Al menos no hubiera conocido a Ofir!

—Ni a mí.

—Eres para mí una amiga preciosa y estoy contentísimo por haberte conocido. Tu presencia me recuerda siempre días felices y tranquilos.

Fulvia apretó los dientes y permaneció callada unos momentos.

—Es verdad —dijo después—. La vida era muy tranquila en las orillas del lago Trasímeno. Desgraciadamente mi juventud ha transcurrido muy rápidamente y esto me hace suponer que ha sido un sueño.

—¡Y la mía! —dijo Hiram, con un suspiro.

—¡Oh! ¡Serás feliz aún! Ofir será tuya.

—¿Sabes leer el futuro?

—Todas las mujeres de Etruria son adivinas.

—¿Y qué me auguras?

—Que un día serás feliz.

—¿Y tú no serás feliz?

—¡Yo! —exclamó la etrusca, estremeciéndose—. ¿No tengo a Fegor?

—¿Amarías a Fegor?

—¿Y por qué no? —dijo la joven, alzando sus bellos ojos negros hacia el cartaginés y sonriendo amargamente—. ¡Ah, Fulvia! Tú me ocultas un secreto.

—¿Cuál, Hiram?

—Lo mejor es no hablar más.

—¿Crees que te amo?

—Sí, Fulvia.

—Pues bien, te equivocas —respondió la etrusca, con cierta violencia que la traicionaba—, pero tengo un secreto. Yo no amaré sino a Fegor.

—¡Tú!… ¡Imposible!

—¡Pues le amo!

—¿Cómo?

El rostro de la etrusca se cubrió de palidez.

—¿Cómo? —dijo—. Lo sabrás algún día. Mi amor lleva consigo la desgracia. El mío se la acarreará a alguien.

—¿A mí?

—¿A ti? Te quiero como a un hermano.

—¿A Ofir?

—La quiero como a una hermana.

—¿Y a Fegor?

—¡Calla, Hiram! —dijo Fulvia, con voz sorda.

En aquel momento repercutió en la sala un golpe sordo.

Había caído la losa de la bóveda sobre el pavimento, haciéndose pedazos.

Se oyó de pronto la voz de Sidonio que decía:

—¡Está abierto el agujero! ¡Las gaviotas pueden levantar el vuelo!

XXIV. La caza de los sacerdotes

La losa, vigorosamente atacada por las dagas, por sus cuatro lados, cayó al cabo de dos horas de furioso trabajo, dejando ver un gran agujero negro que conducía, al parecer, a otra estancia, aunque ya no del todo subterránea.

Al oír el grito de Sidonio, Hiram y Fulvia acudieron presurosos, escalando rápidamente aquella especie de palco improvisado.

—Tenemos paso franco —exclamó Capsa, que fue el primero en subir al andamio.

—¿Se oye algo? —preguntó Hiram.

—Ni se oye ni se ve nada. Haz que me suban una luz.

—Las haré descolgar todas.

—¿Quieres un consejo?

—Habla.

—Hiram —repuso Capsa—, sería bueno que hicieras esconder los trozos de la losa. Nunca está de más la prudencia.

El capitán dio orden de que las piedras fuesen escondidas bajo las pieles de chacal, que hacían las veces de silla.

Pronto, a la luz de las lámparas, puestas en alto, pudo Capsa reconocer el sitio descubierto por el agujero y vio que era un pasadizo.

Se izó a fuerza de brazos y se encontró en una estancia no menos vasta que la de abajo, llena de odres colosales que debían de contener el vino y el aceite que usaban los sacerdotes.

—Estamos en la bodega del templo —dijo desde arriba a Hiram—. Haz que vayan subiendo nuestros hombres.

—¿Se ve alguna salida?

—Debe de haber alguna —respondió el veterano—; por alguna parte tenían que entrar en esta sala.

Todos subieron, comenzando por Sidonio, y se dieron a buscar la salida.

Cogieron las lámparas, desenvainaron las espadas y dieron la vuelta a la bodega, descubriendo por fin una puertecilla de madera que no debía oponer gran resistencia a los vigorosos músculos de los veteranos y los númidas.

—¿Adonde conducirá?

—Tal vez al dormitorio de los sacerdotes o a alguna cocina.

Cuatro hombres, de algunos hachazos, derribaron la puerta.

Capsa se adelantó, con la lámpara en alto, y descubrió una escalera.

Seguía el silencio.

—¿Qué ves?

—Una escalera.

—¿No oyes nada?

—No.

—Esto me inquieta.

—¿Por qué?

—Temo que se hayan fugado llevándose a Ofir —exclamó Hiram.

—Pues si se han fugado, los seguiremos —dijo Sidonio—. Si no han echado a pique nuestra barcaza, estoy seguro de que los alcanzaremos pronto; esos sacerdotes deben ser muy malos remeros.

—Adelante —dijo Capsa.

Subieron por la escalera, que era estrecha, y se encontraron en una tercera estancia donde había como dos docenas de lechos dispuestos en doble fila y vacíos.

Los cobertores habían sido arrojados al aire, señal evidente de que los durmientes se habían despertado y levantado a toda prisa.

—¡Ya me figuraba yo que habrían huido! —exclamó Hiram, con desesperación.

—Pero ¿no habrá quedado nadie aquí? —exclamó Capsa—. Busquemos.

—Amigos, buscad; si encontráis alguno muerto o vivo, traedlo.

—Estos sacerdotes han sido más astutos que nosotros —dijo Fulvia, conmovida por el dolor que se reflejaba en el rostro de Hiram.

Guerreros y númidas habían salido por las puertas que se abrían al extremo del dormitorio, lanzando feroces aullidos y profiriendo terribles amenazas.

De pronto se oyó un agudo grito de mujer, seguido de ruidosas carcajadas y de blasfemias.

—Parece que han descubierto a alguien —dijo el veterano.

—¡Una mujer! —exclamó Fulvia.

—No es la voz de Ofir —respondió Hiram—, y, sin embargo, no es la primera vez que la oigo.

En aquel momento entraron cuatro veteranos, empujando brutalmente a una joven semidesnuda y con los cabellos en desorden, de piel casi bronceada y líneas bellísimas.

Se escaparon dos gritos de labios del capitán y de Fulvia:

—¡Sarepta!

Era, en efecto, la esclava favorita de Ofir aquella pobre joven que los veteranos amenazaban con las dagas y cubrían de injurias.

—¡Oh, señor! —exclamó, cayendo de rodillas ante Hiram y tendiendo las manos hacia Fulvia—. ¡Salvadme de esos hombres que me quieren matar!

La etrusca se lanzó hacia la esclava, levantándola prontamente, mientras los veteranos se retiraban.

—¿Y Ofir? —gritó Hiram.

—¡Corred!, ¡corred, señor! —respondió la esclava, riendo y llorando a un tiempo.

—¿Se la han llevado?

—Sí, los sacerdotes, hace poco; a mí me han dejado diciendo que no podían perder tiempo; han huido todos.

—¿Has visto dónde se han dirigido?

—Hacia la playa.

—¿Cuántos son?

—Por lo menos, treinta.

—¡Vamos! ¿Conoces tú la puerta de salida, Sarepta?

—Sí; seguidme. Yo os guiaré.

La hermosa esclava de Ofir se echó sobre los hombros la túnica de un sacerdote y condujo a los aventureros hacia una escalera que bajaba con rapidez; pasaron después por dos habitaciones, cuyas puertas se habían dejado abiertas, y en breve se encontraron los expedicionarios fuera del templo.

—¡A la playa! —dijo Capsa—. ¡Corriendo!

Un grito de triunfo lanzó Sidonio.

La barcaza seguía balanceándose donde la dejaron; los fugitivos no la habían visto.

Hiram y Capsa interrogaron ansiosamente el horizonte a favor de la claridad de las estrellas.

Estando la noche clara, aunque no hubiese luna, era fácil ver cualquier embarcación.

—¡Ah!, ¡allí! —exclamó de pronto Capsa, señalando hacia poniente—. Mira, Hiram.

—Sí; dos puntitos negros…

—¡Son ellos! Estoy seguro.

—En tal caso, parece que se dirijan a Útica en vez de a Cartago.

—También me lo parece a mí.

—En ese caso, que no se nos escapen. El camino es mucho más largo. ¡Sidonio!

—¡Pronto!

Todos se dirigieron hacia la ensenadilla y saltaron a la barcaza que había sido ya botada al agua.

—¡Larga! —ordenó Hiram, que había sentado a su lado a Sarepta.

Los doce remos cayeron de un golpe en el agua, y la barca se alejó velozmente del islote, dirigiéndose hacia el sitio donde se destacaban los dos puntos negros.

La ventaja que llevaban los sacerdotes era considerable, habiéndose embarcado una hora antes, pero, como decia el hortator, no debian de ser muy hábiles remeros, mientras los númidas eran consumados marinos.

—Los alcanzaremos antes del amanecer —decía Sidonio, que observaba atentamente las dos embarcaciones—. ¡Fuerza de brazos, camaradas, y respondo de todo!

Mientras la barca avanzaba con creciente velocidad, a saltos, Hiram se había vuelto hacia Sarepta, que estrechaba contra su cuerpo la camisa que se había echado sobre los hombros. Soplaba en el Mediterráneo una fresca brisa.

—¿Desde cuánto tiempo estabais encerradas en el templo de Tanit? —le preguntó.

—Quince días hace, señor.

—¿Y quién os llevó allí?

—Fegor, con una escolta.

—¡Ah! El tunante lo sabía y no quería decirlo primero —dijo Hiram—. ¿Y por qué os hizo llevar al templo de Tanit el viejo Hermon?

—Porque temía alguna otra tentativa de tu parte. Sabía que habías huido de no sé qué castillo.

—¿Y Tsur?

—Está harto ocupado en otras cosas ahora que en pensar en su casamiento y dedicarse a Ofir, lo mismo que Hermon.

—¿Cómo os trataban los sacerdotes?

—Con toda clase de consideraciones. Hermon fue quien hizo construir el templo y mantiene a los sacerdotes.

—¿Piensa siempre en mí Ofir?

—De continuo. Te llora sin cesar.

—Lo que es ahora ya no se me escapa.

—¡Oh! —gritó, en aquel momento, Sidonio—. ¡Vivo! ¡Están a la vista!

Hiram se levantó apresuradamente, mirando delante de sí. Las dos barcas tripuladas por los sacerdotes eran pequeñas, y como llevaban exceso de carga para poder avanzar aprisa, no se encontraban más que a tres o cuatrocientas brazas.

A pesar de la distancia, el cartaginés, que tenía excelente vista, pudo distinguir por el color de su vestido a Ofir, que era rosa en vez de amarillo como los otros.

Iba en la primera barca en compañía de veinte hombres, entre remeros y sacerdotes.

—¡La veo! —exclamó con suprema alegría.

Estaba para formar con las manos una bocina y avisarla de su presencia, cuando Capsa le detuvo.

—No cometas imprudencias en este momento —le dijo—. Es mejor que los sacerdotes ignoren que les damos caza para raptar a la hija de Hermon. Podrían haber recibido orden de matarla antes que entregártela.

—Tienes razón, amigo.

—¡Avante!, ¡avante!, ¡amigos…, orza a la derecha!, ¡remad con fuerza los de proa!

Los remeros de las dos barcas, al advertir que se les daba caza, hicieron esfuerzos prodigiosos para no dejarse coger. Aún algunos sacerdotes, seguramente los más jóvenes y robustos, habían empuñado los remos para ayudarlos.

Era locura querer luchar con los númidas de la hemiolia. La distancia iba desapareciendo rápidamente y se oían gritos de espanto en las dos barcas.

Probablemente creían ser perseguidos por alguna mesnada de piratas griegos que en aquella época frecuentaban las costas de África, llegando hasta no mucha distancia de Útica y Cartago, devastando las tierras de Sicilia y de Malta y aún desafiando los trirremes romanos encargados de la vigilancia del Mediterráneo.

Cuando la barca de los númidas estuvo a sesenta brazas de los fugitivos, Capsa, haciendo de portavoz de sus manos, gritó amenazadoramente:

—¡Alto, u os echamos a pique!

Reinó alguna confusión en las dos barcas y poco después respondió una voz:

—¿Quiénes sois que perseguís a unos pobres sacerdotes que se dirigen a Útica? ¿Piratas griegos quizás?

—No; somos gente de bien —respondió Capsa—, y para nada necesitamos de vuestras riquezas. Os prometemos respetaros la vida si os detenéis.

—¿Podemos confiar en tus palabras?

—Somos guerreros y no ladrones.

—¿Por qué nos seguís, entonces?

—Porque así lo ha dispuesto el Consejo de los Ciento —respondió Capsa.

Las dos embarcaciones, que ya no podían luchar más con la barcaza, se detuvieron. Los sacerdotes habían comprendido que prolongar la fuga era exponerse al mayor peligro, sin esperanzas de buen éxito.

—¿Ves a Ofir, señor? —preguntó Sidonio a Hiram.

—Sí… Vamos a atracar junto a la barca donde va ella; la otra no nos preocupa. ¡Fuera las armas!

La barcaza, con un postrer empuje, se lanzó al lado de la primera embarcación y le cerró el paso, obligándole a virar para no irse a fondo con el choque.

Los veteranos habían puesto en alto las dagas, prontos a arrojarse sobre los sacerdotes y degollarlos como corderos.

Un hombre barbudo, que debía de ser el jefe del templo, se levantó con el rostro transfigurado y los ojos relampagueantes, y gritó:

—¿Qué queréis, miserables? ¿Quién osará poner sus manos sobre los sacerdotes de Tanit, el dios supremo?

—Nosotros, si no obedeces —exclamó Capsa—. Y si…

Le interrumpió un grito agudísimo.

—¡Hiram!

Ofir, que ocupaba uno de los bancos del centro, se levantó de un salto, tendiendo sus brazos hacia el capitán cartaginés.

—¡Hiram! ¡Hiram! ¿No es un sueño?

El guerrero, que empuñaba su formidable daga, había ya saltado a la barca de los sacerdotes, gritando:

—¡Alto, o sois muertos!

Capsa y Sidonio le habían seguido para prestarle ayuda, aunque ninguna era menester, pues nadie pensaba en oponer la menor resistencia.

Por otra parte, no tenían más armas que los remos, del todo insuficientes contra las sólidas corazas de los veteranos.

—¡Rendios! —gritó Capsa, blandiendo la daga.

—Estamos en vuestras manos —respondió el barbudo—. ¿Qué queréis de nosotros? No tenemos riquezas.

—Ya te he dicho que no somos piratas griegos, aunque mereceríais un terrible castigo por la manera con que nos habéis tratado en el templo. No de vino se pagan los valerosos guerreros, sino de sangre, ¡voto a Baal Moloch, Astarté y Tanit!

—¡Blasfemas!

—No es cosa tuya, sacerdote.

Entre tanto, Hiram y Fulvia, que habían pasado a la barca de los sacerdotes, sin preocuparse de la otra, que continuaba huyendo, se habían acercado a Ofir.

—¡Mía! ¡Y esta vez lo serás para siempre! —había exclamado Hiram, abrazándola frenéticamente contra su pecho—. ¡Que te arranquen de mis brazos ahora!

—¡Tuya!, ¡tuya siempre, mi bravo! —respondió la joven, con los ojos cubiertos de lágrimas.

—Que prueben a disputárteme esos miserables…

—Han obedecido las órdenes de Hermon… ¡Te pido gracia para ellos!

—Bien, pero que regresen en seguida al templo.

—¿Y los otros? —gritó Sidonio—. No los dejemos escapar.

—Pueden huir a Cartago o Útica y enviarnos algún quinquerreme.

—Dices bien —repuso Capsa—. Dejemos a esos que no nos molestarán ya y vamos a los otros.

Se llevaron los remos de la barca de los sacerdotes para impedir que huyeran, y prosiguieron la persecución de la otra, que entre tanto había ganado tres o cuatrocientas brazas, dirigiéndose hacia Cartago, que estaba ahora a la vista, con sus soberbias murallas almenadas.

—¡Hay que cogerlos a todo trance! —dijo Capsa a Sidonio.

—Bien lo veo —exclamó Sidonio, rechinando los dientes—. Hay que cogerlos antes de que lleguen a ponerse al habla con los dos trirremes que están doblando ahora el promontorio.

—¡Dos trirremes!

—Sí, que deben de venir de Útica… ¿No los ves?

El veterano lanzó una blasfemia.

Dos grandes naves, que hasta entonces habían permanecido ocultas detrás de una lengua de tierra, habían aparecido de improviso con rumbo a Cartago.

Era fácil ver, por las torrecillas de los dos extremos de cubierta, que eran naves de guerra, y hacia una de ellas se dirigía velozmente la embarcación segunda de los sacerdotes, sin duda para pedir socorro y avisar de la presencia de aquellos enemigos.

—¡Hiram! —dijo Capsa—. Deja a Ofir y empuña la daga. Pronto tendremos que hacer.

De los labios de Ofir se escapó un grito de terror y de angustia.

—¡El trirreme de Hermon!

Hubo a bordo de la barcaza un momento de consternación profundísima; hasta Sidonio había soltado el remo que servía de timón.

—¿Qué has dicho, Ofir? —dijo finalmente Hiram, rompiendo el silencio.

—Es el trirreme de mi padre el que se adelanta.

—¿No te equivocas?

—No, no, Hiram, estamos perdidos.

—¡Esto es el acabóse! —murmuró el hortator—. El capitán no tiene suerte. Melqart te vuelve ahora la espalda.

Hiram, de pie, con los ojos llameantes, el rostro contraído por una cólera terrible, miraba los dos trirremes, que habían ya cambiado de ruta para acudir en auxilio de la segunda barca de los sacerdotes.

Ofir, a su vez, se levantó poniendo una mano sobre el hombro de Hiram.

—¡Desafiaré a mi padrino! —exclamó con voz estridente—. O tuya, o muerta: que elija.

—¿Qué intentas hacer, niña?

—¡Eh!, capitán, poco a poco —dijo Sidonio—. Todavía no estamos muertos. Nuestra gente lleva dagas al cinto y se resguarda el pecho con buenas corazas.

—Eres valiente, hortator —dijo Capsa—, pero creo que aquí ya no hay nada que hacer.

—Vale más morir combatiendo, con una daga o una flecha metida en mitad del pecho, que morir en las fauces ardientes de Moloch —respondió el piloto.

—Tal vez ni una ni otra muerte —dijo Hiram, que parecía haber tomado una súbita resolución—. Dejadme hacer y, en todo caso, preparaos a empuñar las armas.

Pidió una de las túnicas amarillas a un númida y la rasgó, echando los pedazos sobre Ofir y Fulvia, para que quedaran casi enteramente ocultas a la vista y les dijo:

—No os mováis; quiero ver hasta dónde llegará la audacia de Hermon. Sidonio, pon la proa a aquel trirreme —dijo en seguida, señalando el del ilustre procer.

Las dos naves distaban apenas diez tiros de flecha y la barca de los sacerdotes había atracado ya junto a la nave del presidente de los Ciento.

En cubierta se veía a hombres que se reunían a popa y proa, armados de arcosinarpones y lanzas, dispuestos a entablar un combate que desde luego debería convertirse en fácil victoria, ya que su número era cuatro veces superior al de los adversarios.

Sidonio continuaba guiando la barcaza hacia el trirreme de Hermon, que avanzaba a su vez mostrando amenazadoramente su formidable espolón.

—¡Echad una escala! —gritó Hiram, cuando estuvo a alcance de voz.

—¿Quiénes sois? —preguntó el comandante del trirreme.

—Honrados guerreros.

—¿No seréis piratas que trataríais de sorprendernos? Somos ciento cincuenta hombres para haceros trizas a todos.

—¡No subirá más que uno solo a bordo: yo!

—¿Qué tienes que decir?

—He de hablar a tu señor, a Hermon, presidente del Consejo de los Ciento.

—Veo que estás bien enterado. ¿A quién he de anunciar?

—Al capitán Hiram.

Se oyeron exclamaciones de estupor entre las tripulaciones de las dos naves, y en seguida, a una orden del jefe, fueron levantados en alto los remos, permaneciendo inmóviles.

En seguida fue echada una escala.

—Permaneced aquí, amigos —dijo Hiram a sus hombres—, y si me ocurre alguna desgracia vengadme lo mejor que podáis.

En seguida, inclinándose hacia Ofir, oculta siempre bajo el trozo de túnica, murmuró a su oído:

—Voy a probar la suerte. Si las cosas andan mal, entrarás tú en escena. Por lo pronto, no te dejes ver ni oír.

Envainó la daga, pasó sobre los bancos de la barcaza y subió ágilmente por la escala de cuerda, saltando luego a cubierta.

—¡Paso! —dijo con imperioso acento.

Los marineros del trirreme se habían apartado para dejarle libre el paso, aunque sin soltar las armas, que empuñaban con mano segura, siendo todos ellos guerreros de probado valor.

A los pocos pasos se detenía Hiram ante un anciano, envuelto en una ancha capa de lana oscura, muy fina.

—¿No me esperabas, verdad, Hermon? —dijo el capitán, con acento ligeramente irónico—. No creas, sin embargo, que sea yo un chacal que se mete aturdidamente en las quijadas de un viejo león.

—¡Hiram! —exclamó el ilustre consejero, con voz alterada por la cólera—. ¿Qué vienes a hacer en mi trirreme? Me admira tu audacia y he de preguntarte si estás ya cansado de la vida.

—Todavía no, viejo Hermon —dijo Hiram—; llevo aún mi daga al cinto y ya te consta lo que vale.

—Ya te la quitaremos. ¿No sabes que un proscrito no puede volver a su patria bajo pena de muerte?

—Desafío vuestras infames leyes.

—Pero, en fin, ¿a qué has venido?, ¿qué te trae?

—Debo decirte que la espada que venció en otros tiempos a los romanos puede servir tal vez de algo a la patria en peligro.

—¡Ofreces tu espada! —dijo Hermon.

—¿Has olvidado acaso que soy tan cartaginés como tú? ¡Vil! Has servido a Roma denunciando los propósitos del gran guerrero Aníbal. ¿Cuál era tu pensamiento, que tu patria tuviese el predominio del Mediterráneo por medio del comercio? ¿Tu amor al talento de oro? ¡Dime, viejo Hermon, si has sido leal y dime ahora cómo recompensa Roma vuestra delación vil!

El jefe del Consejo de los Ciento permanecía callado y pensativo.

—Tú me has desterrado —continuó diciendo Hiram—, porque era amigo del gran capitán que venció a las hordas romanas y además por otra causa. Tú, mercader, enriquecido con las púrpuras de Tiro, despreciabas a la gente de espada, ¡que era la que defendía tu patria! Mejor era dar tu hija a otro vendedor de vasos de vidrio y vasijas de barro que a un estimable guerrero. ¿No es verdad, Hermon? Llama ahora a tus dependientes para que defiendan la patria a golpes de balanza o de vara de medir. Veremos si vencerán las corazas y los escudos de los romanos que hoy no anhelan más que la destrucción de vuestro floreciente comercio, que no sabréis ni podréis defender. No hables, viejo Hermon, tengo aún algo mejor que decirte.

—Conque, ¿ofreces tu espada? —repitió Hermon, muy preocupado.

—Sí, la ofrezco, pero no a ti, sino a la patria —dijo Hiram con fiereza.

—¿Y cuánto pides? ¿cuántos talentos?

De los labios del capitán se escapó una sardónica risotada.

—¡Oro a mí! Hiram no es un vil mercenario, ¿sabes, Hermon? Soy cartaginés como tú, y corre por mis venas la sangre de los grandes navegantes del Mediterráneo. ¿Qué quieres que haga yo de los talentos de la república? Soy bastante rico para armar guerreros y naves. Otra compensación exijo de ti, presidente del Consejo de los Ciento; de ti, que debes velar por la seguridad de la patria que los ciudadanos te han confiado.

—¿Qué compensación quieres?

—Quiero a Ofir.

—¿A mi ahijada?

—Ya sabes que me ama.

—¿Y Tsur?

—A ese le mataré.

—Es un vil mercader, como tienes la gracia de llamarnos, pero valiente. Entre balanzas y varas de medir no ha olvidado adiestrarse en las artes de la guerra.

—¿Para combatir el qué? ¿Los vasos o las púrpuras de Tiro?

—Y a ti también —dijo Hermon, palideciendo.

—Entonces, pónmelo delante, si tiene valor para mirarme a la cara. Que venga y le esperaré.

—Insultas a los ausentes.

—Que venga y le esperaré.

—Tal vez está más cerca de lo que te figuras.

—Ya me va pesando la tardanza en verle.

—¡Tsur! —gritó de pronto Hermon, dando una gran voz.

Casi en seguida salió por una escotilla un hombre con el pecho cubierto por una coraza centelleante, que empuñaba una ancha y pesada daga ibérica, saltando ágilmente sobre cubierta.

Era el prometido de Ofir.

—¿Le has oído? —exclamó Hermon, apretando los dientes.

—Sí —respondió el joven mercader, lanzando una iracunda mirada sobre el capitán.

—Te desafía.

—Yo le enseñaré que, si los mercaderes cartagineses saben manejar los pesos y las medidas, también pueden empuñar las armas y defender valerosamente a su patria cuando está en peligro.

—¡Vosotros, vendedores de púrpura! —exclamó Hiram, con desprecio—. ¿Qué vais a hacer ahora, los que despreciáis a quienes defienden vuestros tesoros?, ¿en qué fundáis vuestras esperanzas?, ¿a quién confiaréis la defensa de Cartago? ¿Qué habéis hecho con el único hombre que podía, ayudando a su patria, dar el golpe mortal a aquella Roma que apareció siempre amenazadora? ¡Dímelo, mercader!

El viejo Hermon permanecía silencioso, preocupado y pensativo.

—¿Qué vais a hacer ahora? —siguió Hiram, después de un breve silencio—. ¿En quién fundáis vuestra esperanza? ¿A quién encargaréis la defensa de la patria?

—Tenemos a Asdrúbal —dijo Hermon.

Una sonrisa de desprecio plegó la boca del capitán.

—¿Con ese aventurero contáis? —replicó Hiram, con acento burlón—. ¡Bah! ¡Ya se ve que entendéis más de telas y vasos que de guerreros! ¡Asdrúbal!, ¿qué ha hecho hasta ahora para confiarle la defensa de la patria? ¿Qué batallas ha ganado?, ¿dónde ha combatido? Ese hombre, tenlo por cierto, Hermon, sólo causará males a la república; te lo dice un guerrero que hizo sus primeras armas a las órdenes de Aníbal.

—Eres demasiado severo con él —dijo Hermon—. A su tiempo me dirás si le he juzgado mal. ¿Qué me aconsejarías tú que hiciera? Comprendo que la situación es grave y que Cartago se juega la última carta.

—Yo no puedo aconsejarte nada, Hermon. Soy un proscrito, considerado como enemigo de la república por haber combatido contra aquella Roma que sólo quiere vuestra destrucción. No puedo aconsejarte, viejo Hermon.

—Exageras. Te desterramos porque eras demasiado inquieto y emprendedor y demasiado amigo de Aníbal, y temíamos nos suscitaras algún conflicto con Roma, cuando tanta necesidad de estar tranquilos teníamos, salidos de una guerra desastrosa.

—¿Y no por ninguna mira personal?

—¿Qué quieres decir con eso? —repuso Hermon, estremeciéndose.

—Que Ofir no fue extraña a mi destierro; que me desterraste porque supiste que yo amaba a tu ahijada y ella me amaba a mí. ¡Niégalo, si te atreves, Hermon, niégalo!

El presidente del Consejo de los Ciento se pasó una mano por la arrugada frente y, cogiendo al capitán bruscamente por un brazo, lo llevó hacia popa, donde no había a la sazón ningún marinero.

—Sí, es verdad —le dijo—. Te desterré porque amabas a Ofir.

—Un capitán querido de toda Cartago no podía unirse a Ofir, que era hija de otro capitán.

—No era por eso, Hiram —dijo el viejo—, yo la había prometido al hijo de un querido amigo mío. Además, temía que, de concederte su mano, seguro de mi influencia, volvieses a las peligrosas andadas de Aníbal. No ignoro cuánto vales, como conozco que eras adorado por todo el ejército y que los romanos te temían.

—Estando con Aníbal, nadie habría osado atreverse con la república —replicó Hiram—. No era aquello un motivo para desterrar a un hombre que había dado su sangre por la patria.

—Era por Ofir, te lo confieso.

—Así pues, fue una venganza tuya.

—No te lo he de negar.

Hiram cruzó los brazos sobre el pecho y, clavando en el anciano sus ojos centelleantes de cólera e indignación, le preguntó, estrechando los dientes:

—Y ahora, ¿qué piensas hacer conmigo?, ¿arrojarme, como has prometido, al vientre candente de Moloch?

Hermon levantó la cabeza fieramente.

—¿Romper una de las mejores espadas que Cartago posee aún? Sería hacer traición a mi patria en el momento de una desesperada lucha.

—¿Qué quieres de mi espada?

—¿No corre por tus venas sangre cartaginesa como la mía? ¿No se estremece tu corazón al pensar que dentro de pocos días estarán aquí los romanos, aquellos romanos a quienes venciste en el lago Trasímeno?

—Envía a su encuentro a Tsur —respondió Hiram, con ironía.

—¿De qué podría servir ese muchacho?

—Sólo para hacer feliz a Ofir.

—Ni eso siquiera —dijo Hermon—. Mi ahijada no le amará jamás. Corre por sus venas sangre de mercaderes y no de guerreros.

Reinó entre los dos hombres un largo silencio. Parecía como si ni uno ni otro quisiesen ser el primero en romperlo.

No era la república quien estaba en juego, sino Ofir.

Hiram, menos paciente que el anciano, fue quien afrontó resueltamente la cuestión.

—Dices que crees que Ofir no amará nunca a Tsur.

—Lo sospecho.

—Puedes manifestar francamente que te cabe la seguridad de ello.

—Tal vez sea así; no te lo negaré.

—Lo que ignoras es que no pertenecerá jamás a otro hombre que no sea el capitán Hiram.

—Podría ser.

—Entonces, ¿por qué no me concedes su mano?

—¿Y Tsur?

—Haz que venga aquí. Le veo en la proa del otro trirreme.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Hermon, asustado.

—Poner la mano de Ofir en la punta de nuestras dagas. Si no es un cobarde, aceptará, y el corazón de Ofir pertenecerá al vencedor.

—Si lo matas, habrá un hombre menos para la patria.

—Y yo, ¿qué soy, pues? —respondió Hiram—. ¿No valgo acaso tanto como cualquier otro combatiente?

—¿Tú combatirías en defensa de la patria?

—Sí.

—¿De esa república que te ha proscrito?

—Sí.

—¿Aún tu valerosa espada lucharía contra Roma?

—Pertenece a la república, como veinte años ha.

—¿Y qué compensación pides?

—Ofir, y nada más, si Tsur no me mata.

El viejo ahogó un grito de alegría, pronto a escapársele.

Se lanzó hacia la mura de popa y levantando los brazos gritó:

—¡A mí, Tsur! ¡Tu rival te espera! ¡Valor, hijo mío!

—Va apostada Ofir.

XXV. Duelo a muerte

No habían transcurrido dos minutos, cuando se destacó una canoa del segundo trirreme y abordó el de Hermon; un hombre, encendido el rostro, furibundo, subía a cubierta, dirigiéndose impetuosamente hacia Hiram.

—¡Tú, todavía! —dijo.

—¿Te asombra? —respondió el capitán, con burla—. Esperaba que fueses llamado para darte la lección que mereces.

—¿Por qué motivo?

—¡Eres un miserable!

—¡Oh!

—¡Un pirata!

—¿Qué estás diciendo? Hasta no hace mucho era yo nada más que un honrado mercader de Tiro. Has intentado arrebatarme a mi prometida esposa.

—¿Tuya, Tsur? ¿Estás seguro? ¿Ignorabas, pues, que Ofir me amaba a mí antes de haberte conocido?

—Eso no me importa. Por otra parte, no creo yo que la ahijada de Hermon se rebaje tanto que prefiera un capitán de lance mejor que al hijo de uno de los más ricos comerciantes de Cartago.

—¿Cuántos talentos pagarías por hallarte en el lugar de ese capitán de lance que finges despreciar?

—¿Yo?

—Sí, tú —dijo Hiram.

—Pues daría una buena estocada de daga.

—¿A quién?

—A aquel capitán.

—Entonces, estamos de acuerdo.

—Has adivinado mi pensamiento —dijo el mercader, desenvainando con un rápido gesto la daga ibérica que llevaba al cinto.

—No creí que fueses tan valiente —dijo Hiram, con tono zumbón—. Hasta ayer noche creía que todos los mercaderes de Cartago eran miedosos como chacales.

Hiram sacó de la vaina su daga, una hoja casi igual a la que empuñaba Tsur, pero más ancha y pesada.

En aquel momento Hermon, que hasta entonces había permanecido silencioso, se creyó obligado a intervenir.

—Reconozco —dijo— que sobra uno de los dos en el mundo, pero mi deber, antes de que corra la sangre, es tratar de ver si es posible que os pongáis de acuerdo. Tú, Tsur, no podrías vivir sin Ofir, ¿no es verdad?

—Sí —respondió el joven, con voz resuelta—. Ofir, o la muerte.

—¿Estás seguro de que Ofir te ama?

—Lo creo.

—¿Y si estuvieses equivocado?, ¿si esa niña amase a otro hombre a quien conociera antes que a ti?

—¿A ese capitán de ventura?

—Sí; a Hiram.

—¿Y no me lo habías dicho? —rugió ferozmente el mercader.

—Creí que lograrías que Ofir olvidara a ese hombre.

—Entonces no me queda otra esperanza que matarle. Muerto él, Ofir me amará. Capitán, en guardia. Basta ya de palabras. La apuesta es Ofir; tú, Hermon, serás testigo de entrambos. ¿Cuántos pasos, capitán?

—Diez, si quieres.

—Haz retirar a los marineros, y mide los pasos, Hermon.

El presidente de los Ciento, convencido ya de que sería inútil todo intento para reconciliar a los adversarios, contó diez pasos para limitar el campo del combate, y después hizo formar en fila a cada extremo dos líneas de marineros armados de picas para impedir la fuga a cualquiera de los adversarios.

Era ésta la manera de desafiarse los campeones en aquel tiempo.

—Cuando quieras, Tsur —dijo Hiram, embrazando un escudo que le dio Hermon, mientras el mercader tomaba otro que le ofrecía el hor-tator del trirreme.

Ambos se pusieron en guardia, escogiendo la posición que mejor les convenía, no existiendo entonces una verdadera escuela de duelo como en la Edad Media. Tsur, que parecía ebrio de cólera, fue el primero que se lanzó al asalto, vibrando un terrible bote que chocó formidablemente contra el escudo de Hiram.

Aquel mozo, aunque no lo pareciera, demostraba poseer una fuerza poco común, y la poderosa musculatura valía más que la agilidad y la destreza contra aquellos hombres cubiertos de hierro.

Hiram había sostenido el asalto sin moverse. Completamente seguro de sí mismo, esperaba el momento oportuno para atacar a su vez y descargar a su adversario el golpe mortal.

—Ya te moveré y te arrojaré contra las picas de los marineros —gritaba Tsur—. No serás invulnerable como los muros de Cartago.

—Afortunadamente no hay en tu mano ningún ariete —respondió Hiram.

—Te daré otro golpe que parecerá de una catapulta.

—No esperaré tanto; te enviaré con Tanit.

—Toma, mientras tanto. Soy fuerte aunque tengo músculos de mercader.

Otro golpe, más tremendo que el primero, rebotó contra el escudo de Hiram. Tsur había tratado de hundirle el yelmo y hacerle caer en el suelo, aturdido, para rematarlo sin correr peligro.

Hiram, que no era hombre para dejarse sorprender, había tenido tiempo de levantar el escudo y parar el golpe, de manera que ni llegó a inclinarse bajo el choque de la pesada espada ibérica.

Tsur dio un paso atrás, mirándole con espanto.

—¿Serás tú una columna? —dijo con los dientes apretados.

—He sufrido los golpes de los guerreros romanos, que eran más pesados que los tuyos —respondió Hiram, siempre tranquilo—. Me avergonzaría doblegarme bajo los de un mercader.

El viejo Hermon, que permanecía como impasible espectador de aquel trágico duelo, había aprobado las palabras del capitán con un gesto.

—¡Ataca, pues! —rugió Tsur.

—No tengo prisa para matarte.

—¿Crees tener mi vida en tu mano?

—Lo espero.

Tsur, de un salto inesperado, cayó sobre el capitán, descargándole siete u ocho tajos, que no obtuvieron más resultado que producir un gran ruido.

Parte con el escudo y parte con su espada, Hiram los había parado todos, sin retroceder un solo paso.

Viendo que el mercader se hacía atrás a fin de cobrar ánimo para un nuevo asalto, le acometió a su vez impetuosamente.

Con el primer golpe hizo mella en la coraza de su adversario, aunque sin lograr abrirla; en el segundo se encontró con el escudo delante, apenas a tiempo; el tercer golpe, más tremendo, fue mortal.

La ancha espada había penetrado casi hasta la empuñadura en el pecho de Tsur, recta al corazón, hendiendo netamente dos placas de hierro y produciendo una horrible herida.

Tsur lanzó un grito, sólo uno, y cayó luego al suelo con ruido de hierros que repercutió sordamente por el trirreme.

Salía un gran chorro de sangre por el boquete, inundando el cuerpo del desventurado.

—Él lo quiso —murmuró el capitán, arrojando su daga, tinta en sangre hasta la guarda.

Tsur no hablaba ya; sólo un ligero temblor agitaba sus miembros.

Hermon se inclinó hacia el moribundo, pero a los pocos momentos se levantó, diciendo:

—Ha ido a encontrar a Tank.

Reinó largo silencio a bordo de los trirremes. El anciano y sus hombres parecían hallarse consternados.

Hiram había matado a su adversario con una sangre fría pasmosa.

—¿Y qué? —preguntó, por fin, Hermon.

—Dirás a su padre que ha muerto como un bravo.

—¿Y qué dirá Ofir cuando lo sepa?

—No le amaba. Ya has visto ahora cómo un capitán de lance sabe pelear. Habla. No tengo tiempo que perder. ¿He de quedarme aquí o he de partir muy lejos con Ofir?

—¿Con Ofir? Pero ¿tú sabes dónde está?

—Quien no lo sabe eres tú.

—¿Qué quieres decir, Hiram?

—Quiero decir que no está ya en poder de los sacerdotes de Tank, sino en poder mío.

—Yo, presidente del Consejo de los Ciento, casi rey de Cartago, te proclamo héroe y el único hombre capaz de defender a la república contra la acometida formidable de los romanos. ¿Quieres un mando?

—Ya tenéis a Asdrúbal.

—Para él, los soldados de tierra. Para ti, la marina.

—¿Y Ofir será mía?

—Sí; pero sólo en el caso de que salgas vencedor.

Hiram se sonrió con profundo desdén.

—Sea —dijo—, puesto que Cartago vende sus mujeres y regala sus talentos a los defensores de la patria. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

—Esta noche hablaré de tu nombramiento al Consejo, pero no respondo de que se acepte mi propuesta.

—¿Dónde podré verte?

—En mi casa.

—Jura por Astarté que no me tenderás ninguna emboscada.

—Te doy mi palabra.

—Me basta.

—Pero ten en cuenta que no te daré a Ofir hasta que no obtengas la victoria.

—Adiós, Hermon. Después de anochecido, estaré en tu casa.

Echó una postrer mirada sobre el cadáver de Tsur, yacente sobre un charco de sangre, y cruzó lentamente por la cubierta del trirreme, bajando a su barcaza sin que nadie le dirigiese la palabra.

—¡Larga! —mandó, mientras su gente le interrogaba con los ojos, y Ofir y Fulvia levantaban ligeramente los cobertores que las cubrían.

Los númidas cogieron los remos y se alejaron de los trirremes, poniendo la proa hacia Útica, muy cerca del puerto mercantil de Cartago.

A su vez se habían puesto en marcha las dos naves, y como contaban con gran número de remeros, pronto se pusieron fuera de habla.

—¿Qué ha sucedido, Hiram? —preguntó Ofir, arrojando el trozo de túnica amarilla que le sirviera de cobertor—. ¿Por qué has tardado tanto? ¡Cuántas angustias he sentido, mi valiente! Oía chocar de armas y me creí que te hubiesen atacado y muerto.

—Algún muerto hay, a la verdad, niña, —respondió Hiram—, pero, como ves, no me ha tocado a mí.

—¡Un muerto! —exclamaron Ofir y Fulvia.

—¡Él!

—¿Hermon? —dijo la joven cartaginesa.

—¿Yo matar a un viejo? ¿Qué dices, Ofir? ¿En esa estima me tienes? No es él el que ha ido a visitar a Tanit.

—Explícate mejor, Hiram.

—¿Amabas a Tsur, Ofir?

—No, le aborrecía. Bien lo sabías sin necesidad de que te lo dijera.

—De esta suerte, te lo puedo decir. El que ha muerto es Tsur.

—¡Le has matado!

—Sí, pero en leal combate, en el cual el pobre mercader ha demostrado un valor nada común en su casta.

—¡Pobre joven! —murmuró Ofir—. No le amaba, pero no le odiaba tampoco. ¿Y sabe Hermon que me encuentro contigo?

—Ya lo sabrá después.

—¿Dónde quieres llevarme ahora?

—A casa de Fulvia.

—¿Y después?

—Veremos en qué para esta terrible lucha que ha de acabar o con la destrucción de Cartago o con la de Roma.

—¿Qué esperas? —preguntó Fulvia.

—Yo no sé; Aníbal ya no está… Yo haré todo cuanto pueda, ya que hoy se reconocen sus empleos a los capitanes que vencieron en las guerras de Italia.

—¿Cómo?, ¿tú?…

—Tomaré el mando de la escuadra cartaginesa. Así me lo ha prometido Hermon.

—¿Conque vas a tratar de salvar a esta patria que te ha despreciado y ha premiado tus heroicas hazañas con el destierro? —preguntó con admiración Ofir.

—Lo haré.

—¿Qué clase de hombre eres?

—Un hombre que no ha renegado nunca de ser cartaginés.

—¿Eres Tanit o Melqart?

—Ni uno ni otro, aunque en el mar afrontaré a los compatriotas de Fulvia.

Ofir miró a la etrusca; parecía que no se había apercibido de las palabras del capitán.

Fulvia, a todo esto, permanecía silenciosa.

Miraba delante de sí, con los ojos tétricos, como si siguiese alguna lejana visión, sosteniéndose la cabeza con ambas manos.

¿En qué pensaría? ¿En la blanca casita emplazada a la orilla del lago Trasímeno, bajo los grandes árboles, en el cuartito donde languidecía el joven guerrero, medio muerto por el astado romano?, ¿en las tristes horas de la esclavitud, que habían seguido a su primer amor de niña, tan pronto desvanecido, y no por su parte? ¿Quién hubiera podido decirlo?

Pero ciertamente no debían de ser muy alegres los pensamientos que en aquel instante turbaban el cerebro ardiente de la morena hija de la península.

La barcaza hendía rápida el mar azul y tranquilo, siguiendo de lejos a los trirremes que se perdían ya de vista.

Los númidas remaban furiosamente, sin decir palabra; todos callaban, aun los veteranos.

Sólo Sidonio murmuraba, no mostrándose muy satisfecho de la nueva noticia.

Del fin de Tsur no se preocupaba; era lo ocurrido a continuación lo que le tenía intranquilo.

El tiempo de que los quinquerremes pudieran hacer frente a los romanos había pasado. Era mejor para él, hombre siempre prudente, dejar plantado a Hermon, al Consejo de los Ciento, a los sufetas, a Cartago y a sus ávidos mercaderes y con Ofir marcharse pronto, fuera del teatro de la guerra, a Sicilia, o mejor a Grecia.

—¡Ah!, ¡estos guerreros —murmuraba— mezclan el amor con una patria ingrata!

Entraron sin novedad en el puerto mercantil, manteniéndose lejos de la escuadra, y la barcaza hizo rumbo hacia uno de los barrios más deshabitados.

—¡A casa de Fulvia! —dijo Hiram—. Vosotras, niñas, cubrios la cabeza. Será mejor que no os vean el rostro.

Ofir, Sarepta y Fulvia obedecieron, mientras los númidas, a su vez, se desembarazaban de sus túnicas amarillas sacerdotales, para no llamar la atención.

—Separémonos —dijo Capsa a los veteranos—. Aún no podemos contar con seguridad con la protección de Hermon, y las fauces de Moloch nos amenazan. Nos encontraremos en casa de la etrusca.

Los númidas se habían dividido ya en pequeños grupos, tomando diversas direcciones. Sólo había quedado Sidonio para escoltar al capitán y a las tres mujeres.

Como no conocía a nadie en Cartago, no había de correr ningún peligro.

El grupo se internó por las estrechas y sucias callejuelas que serpenteaban detrás de las murallas, y después de un larguísimo rodeo llegaba, sin haber tenido ningún mal encuentro, a la casucha de Fulvia.

Nadie la había ocupado, siendo muchas las casas deshabitadas a la sazón, a causa de la gran emigración de cartagineses a Útica, ciudad que aumentaba diariamente en esplendor, amenazando con convertirse en una formidable rival de la opulenta colonia fenicia.

Poco después, en pequeños grupos, llegaban los númidas, trayendo víveres y trajes para las mujeres, y después comparecían los veteranos.

Se celebró en seguida consejo para decidir lo que había que hacer en la estancia más amplia que resultaba pequeña para contener a tanta persona.

La mayoría de los veteranos proponía fletar una nave y ponerse a salvo, antes de que apareciesen en el golfo los quinquerremes romanos, y abandonar Cartago a su suerte, pero prevaleció la opinión de Hiram de no decidir nada antes de haber conferenciado con Hermon.

—Tenéis razón —había dicho a los veteranos—. En esta guerra, perdida antes de empezada, no tenéis nada que ganar, y no es posible infundiros ningún entusiasmo por una patria que no es la vuestra. Pero no debéis olvidar que yo soy cartaginés y que el deber de un guerrero es defender la tierra donde ha nacido contra el enemigo que la amenaza. Dejad que yo vea a Hermon; le hablaré por mí y por vosotros. Espero que en el supremo momento del peligro no me querréis abandonar, después de tantas pruebas de amistad como me habéis dado.

—Si tú te quedas, suceda lo que suceda, yo me quedaré también —dijo Capsa—. En el peligro se aquilatan los verdaderos amigos y me verás nuevamente puesto a prueba.

Ocho horas después, cerraba la noche, e Hiram, acompañado tan sólo por el fiel hortator, abandonaba la casucha para encaminarse al palacio de Hermon.

Apenas habían corrido cincuenta pasos, cuando salió de la sombra proyectada por un arco que servía de puntal a dos casas derruidas, un hombre envuelto en una ancha capa oscura.

—Buenas noches, capitán.

—¡Fegor!

—El mismo, capitán. Te esperaba para escoltarte hasta la casa de Hermon. Nadie sabe lo que puede pasar en estos malhadados tiempos.

—¿Quién te ha dado tal encargo?

—Hermon mismo. ¿Y Fulvia, dónde está?

—En su casa, con buena escolta.

—Con Ofir, ¿no es eso?

—¿Es que van a prenderle?

—Hermon me lo ha dicho; los sacerdotes de Tanit le han contado todo. No me digas nada; lo sé todo. Ven; a mi amo no le gusta esperar.

—¿No me va a tender alguna celada?

—Cartago en estos momentos tiene harta necesidad de valientes guerreros para pensar en suprimirlos o desterrarlos, y tú eres un elemento demasiado precioso. El Consejo de los Ciento y el de los Sufetas te han hecho justicia al fin, pero quiero darte un consejo.

—Di.

—No le reveles a Hermon dónde tienes escondida a Ofir. Nunca están de más las precauciones.

—¡Mientras no lo digas tú!

—Puesto que me pagas, soy tuyo.

—Pero no del todo.

—Sí, tengo otros amos, pero éste es mi oficio. Aunque dejemos eso, que a nada conduce. El presidente te espera.

XXVI. El regreso a Cartago

Un cuarto de hora después, los tres hombres llegaban ante el majestuoso palacio de Hermon.

Fegor, que debía de haber recibido instrucciones, en vez de introducir a sus compañeros por la puerta principal, guardada por algunos mercenarios y esclavos, los hizo entrar por la puerta del jardín, introduciéndolos en una especie de quiosco aislado en forma de torre pentagonal truncada y cuyas ventanas estaban iluminadas.

—Tú no entrarás —dijo el espía a Sidonio—. Si quieres puedes montar la guardia, vendré pronto a hacerte compañía. No receles de nada —dijo, creyendo leer una mirada sospechosa en los ojos del capitán—. Respondo con mi cabeza.

Hiram no respondió, contentándose con poner al desnudo su daga, y siguió a Fegor, que le condujo, después de muchas vueltas, a un gabinete circular, iluminado con una lámpara de bronce y ricamente amueblado.

Allí estaba Hermon, echado sobre una especie de diván, forrado con una magnífica piel de león.

—Que Tanit y Astarté te protejan —exclamó al verle entrar.

—Y que Melqart te guarde muchos años —respondió el capitán.

El viejo sacudió tristemente la cabeza y después dijo:

—Estoy dispuesto, desde hace mucho tiempo, para comparecer ante nuestra divinidad y no podré sobrevivir a la desventura que aguarda a nuestra adorada patria.

—Eso está lejano todavía.

Hermon hizo seña a Sidonio de que saliera.

—El Consejo de los Ciento ha aceptado mi proposición por unanimidad. Tengo tu indulto en el bolsillo, juntamente con tu nombramiento de almirante de la escuadra. Todos los antiguos capitanes de Aníbal estarán a tus órdenes.

Hiram dejó ver en sus ojos la alegría de que estaba poseído, pero Hermon le dijo:

—No te forjes muchas ilusiones. Ya sé que eres valiente y podrás hacer mucho por la república, pero la victoria es imposible. Roma es ahora harto poderosa por mar y tierra para que podamos luchar con ella, hallándonos casi desarmados. Aunque todos trabajan sin descanso en reparar nuestras naves y en fundir metales para forjar armas, desespero de todo. La hora ha sonado para nuestra antigua colonia fenicia.

—Un pueblo puede realizar inesperados milagros cuando lucha por la defensa de la patria. ¿No está animada la población?

—Harto lo está. Hasta las mujeres llevan a las fundiciones todas sus joyas de oro, de plata o de bronce para fabricar dagas y corazas, y se cortan los cabellos a fin de trenzar cuerdas para los arcos. Ya la flota romana ha zarpado para África.

—¿Quién manda a los romanos?

—Los cónsules Manlio y Censorino.

—¿Y nuestras fuerzas terrestres?

—Asdrúbal y Famia, general de la caballería.

—Me merece poca confianza el segundo. ¿Qué hacen ahora?

—Están reclutando tropas en el campo y fortifican el pueblo de Neferi.

—La situación es grave, pues supongo que Útica, villanamente, nos habrá abandonado a nuestra suerte.

—No te equivocas. Han sido vanas mis exhortaciones.

—Con todo, no es tan fácil destruir una ciudad de setecientos mil habitantes, resueltos a defenderse a todo trance. ¿De cuántas naves dispone la república?

—Entre trirremes y quinquerremes, cincuenta.

—Mañana tomaré el mando y me dirigiré a Útica, a hacerles sentir a aquellos traidores, antes que nada, el peso de nuestra indignación.

—Temo que llegues demasiado tarde. Ya la armada romana está más cerca de lo que te figuras.

—La atacaré y procuraré causarle el mayor daño posible.

—Es cuanto podrás hacer. Pasaron ya los tiempos de Aníbal. Melqart y Tanit nos han abandonado.

De pronto se incorporó, y fijando en Hiram sus ojos negros, aunque sin el menor asomo de cólera, le preguntó:

—Ofir está en tus manos, ¿no es eso?

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo he sabido por los sacerdotes del templo de Tanit.

—Es verdad —repuso Hiram, confuso.

—No me quejo… Anda. La república te llama. Si puedes, zarpa antes del amanecer. Al momento enviaré mensajeros a los comandantes de los buques para que estén preparados.

—Advierte a los Consejos de que intentaré un golpe supremo contra Útica.

—¿Y Ofir? —volvió a decir Hermon, con acento vacilante.

—Cuando se acordó mí duelo a muerte con Tsur, ¿cuál era el premio que esperaba al vencedor?

—Ofir.

—Ya me pertenece ahora.

—Es cierto, pero quisiera saber dónde está.

—En lugar seguro, bajo la vigilancia de una etrusca, su esclava favorita, y guardada por hombres valerosos, dispuestos a dejarse matar si alguien quisiera arrebatármela.

—¿Qué temes, pues? ¿Alguna venganza por parte de la familia de Tsur?

—No temo nada, Hermon. Tu ahijada está segura. Si vuelvo vivo, esa divina doncella será mía, a menos que no caiga a mi lado en el asedio, si así lo ha dispuesto Tanit. Adiós, Hermon. ¡Voy a combatir por nuestra patria idolatrada!

Se estrecharon el pulgar, e Hiram salió apresuradamente, más pensativo que cuando había entrado.

Sidonio y Fegor le esperaban fuera, hablando amistosamente, aunque vigilándose, pues temían el uno del otro.

—Ven, Sidonio —dijo Hiram—. Es preciso que antes de tres horas nos movamos al encuentro de la armada romana.

Se pusieron los tres en camino y volvieron a la casucha de Fulvia, donde los númidas y los veteranos le esperaban con ansiedad, temiendo le hubiese ocurrido alguna desgracia.

El espía se quedó fuera.

—¿Quién quiere seguirme por el honor de Cartago? —exclamó Hiram—. Se trata otra vez de Roma, a la que vosotros, valerosos veteranos, habéis derrotado tantas veces.

—Todos te seguiremos —exclamaron con entusiasmo númidas y guerreros.

—Gracias, amigos.

Hiram cruzó la estancia y se dirigió hacia Ofir, que se había levantado en cuanto le vio aparecer.

—Tu padrino me ha confiado la suerte de la república por mar, y parto.

Un relámpago vivísimo iluminó los ojos de la doncella.

—Eres el más valiente de la república —exclamó, con las mejillas teñidas de rubor por el santo entusiasmo por la patria—. Melqart, que protege a los marinos, no dejará que mueras, sabiendo cuánto me amas y cuánto te amo yo. Si mueres por la patria, también tu Ofir, que siempre te ha recordado, de lejos y de cerca, morirá.

Fulvia se levantó a su vez. Estaba muy pálida y tenía las facciones alteradas.

—Soy una mujer italiana —dijo con voz sombría—. ¿Vas a ir contra los míos, Hiram?

—La patria lo demanda. ¿Cómo puedo yo negarme, Fulvia? ¿Quién ha promovido esta guerra, Roma o Cartago? No defiendas a tu pueblo Fulvia; se ha portado vilmente, porque para asesinarnos con toda impunidad, nos ha exigido antes, con capciosas argucias, la entrega de nuestras armas. ¿A un pueblo que pretende que una nación marina por excelencia se convierta en otra de desgraciados agricultores, asegurando que encontrarán mayores riquezas en la tierra que en el mar, cómo le llamas tú? ¡Dímelo, Fulvia!

La etrusca permanecía callada.

—El Senado romano había prometido dejarnos tranquilos y en libertad, respetando nuestras leyes y ayudándonos contra nuestros enemigos —continuó Hiram con calor—. ¡Y ahora dice que no había prometido nada acerca de la ciudad y da orden de destruirla!

»Un pueblo de setecientas mil almas, que tendrá que acampar en el desierto, mientras su casa es destruida por los navíos.

»Caeremos porque los romanos son más fuertes, y no hay otro Aníbal capaz de contenerlos, pero no caeremos sin lucha y no presentaremos nuestros cuerpos inermes a las dagas de los legionarios.

»Cartago se prepara a la defensa suprema. En este momento se juega la suerte de un pueblo, y las ofensas hechas a la patria recaen en los hijos de la república.

—¡Eres un héroe! —dijo Ofir tendiendo los brazos al capitán—. Eres el guerrero más grande que ha tenido Cartago, después de Aníbal.

—¡A las armas! —gritó Capsa—. Aunque extranjeros, te seguiremos para morir por tu desgraciada patria.

—¡Todos! —exclamaron a una voz los mercenarios.

—Vamos ya. Que queden aquí cuatro númidas para guardar a las mujeres y que no dejen entrar, por ningún concepto, a Fegor.

—Mientras yo esté aquí —dijo Fulvia—. Ofir no tiene nada que temer por parte del espía.

—¿Qué esperas de nuestra flota? —dijo la joven, que parecía conmovida.

—Haré cuanto pueda sacrificando los menos hombres posibles.

—¿Y si una flecha o una piedra te matase, Hiram mío?

—Confío en la protección de Melqart, que no me ha faltado nunca. Pronto tendrás noticias mías. Es probable que mañana tenga lugar el encuentro y regresaré lo antes posible a Cartago para dar nuestros brazos a la última defensa de la ciudad. Volveré vencido o vencedor, Ofir —exclamó Hiram, dirigiéndose a la joven—. No temas por mí.

La besó en la frente, estrechó la mano a Fulvia, que parecía muy preocupada, y salió, seguido de sus compañeros.

—Has tardado mucho, capitán —dijo Fegor, que estaba sentado sobre un trozo de columna, cerca de la puerta.

—¿Qué quieres aún? —exclamó Hiram, frunciendo el ceño.

—Estoy encargado de conducirte a bordo.

—¿Y de seguirme por mar?

—No te causaré ningún problema. Es necesaria mi presencia para que te reconozcan los comandantes de las naves.

Llegaron Capsa y Sidonio con su gente y bajaron todos por las estrechas callejuelas que conducían al puerto mercantil.

Pocos eran en Cartago los que dormían aquella noche. Casi todas las casas estaban iluminadas y se oían sin cesar ruidos de martillos que forjaban armas.

En los patios ardían gigantescas hogueras que daban a entender que la ciudad ardía en llamas.

Era el pueblo cartaginés que fabricaba febrilmente picas, hoces, hachas, escudos y armaduras, y fundía metales preciosos, pues no habiendo podido proveerse del estaño necesario para la preparación del bronce, empleaban el oro y la plata para la aleación, privándose, por la patria, de tantas joyas riquísimas.

También en las ciclópeas murallas y en los baluartes reinaba febril animación.

A la luz de multitud de luminosas antorchas, millares de hombres, ayudados por gigantescos elefantes, reforzaban las defensas, levantando enormes bloques de piedra y emplazando catapultas.

Cuando Hiram y su gente llegaron a los muelles, la flota se había reunido y tenía recibida ya la orden de prepararse a hacerse a la mar a las órdenes del nuevo general.

No había que esperar gran cosa de aquella colección de naves anticuadas, pues las mejores habían sido entregadas a los romanos juntamente con las armas, corazas y máquinas de guerra.

En su mayoría eran naves de comercio, armadas y provistas de puentes volantes.

—Si la flota es débil, nuestros marineros serán fuertes —decía Hiram, después de haber inspeccionado atentamente aquella pobre escuadra—. Haremos lo que podamos.

Todos los comandantes le esperaban a cubierta de la nave capitana. La presentación fue hecha por Fegor, que en aquel momento era el delegado de los dos Consejos, y terminó rápidamente, después de haber prestado todos juramento.

Al filo de la medianoche, aquellos sesenta buques se ponían en marcha, dirigiéndose hacia Útica, donde Hiram esperaba sorprender anclada todavía a la flota romana y presentarle batalla.

XXVII. El encuentro

El supremo esfuerzo que intentaba Cartago, condenada por el egoísta Senado romano a una completa destrucción, para no tener peligrosos rivales en el Mediterráneo, que consideraba exclusivamente italiano, debía acabar en un inmenso desastre, a pesar del desesperado valor de los capitanes y de los habitantes.

Roma era demasiado poderosa para que ningún pueblo, asiático, africano o europeo, pudiese disputarle la supremacía.

Fuerte por mar y tierra, podía retar al mundo conocido, sin temor.

Obtenidas las victorias de Grecia y Macedonia, en las cuales los legionarios romanos habían pasado a cuchillo, con ferocidad inaudita, a la población entera, le parecía facilísimo dar el golpe mortal a la antigua colonia fenicia que un día hizo temer a los romanos por la suerte de su patria.

Ochenta mil hombres, fuerza imponente para aquel tiempo, habían sido escogidos para la campaña, y embarcados en una escuadra de más de trescientas naves, entre transportes y buques de guerra, partían para África a fin de caer sobre los cartagineses, antes de que éstos, desarmados pocas semanas antes, tuviesen tiempo de rehacerse.

Contra aquella soberbia flota trataba de oponerse Hiram, con los escasos medios de que disponía, para entretener a la escuadra y dar tiempo a Cartago a fin de prepararse a la defensa.

Eran diez mil contra ochenta mil, y aun mercenarios, que no combatían por amor a la patria sino por la paga, pero aun así la presencia del antiguo capitán de Aníbal les había infundido gran valor.

Amanecía apenas cuando la escuadra cartaginesa se presentaba a la vista de Útica, que debía considerarse ahora como enemiga, pues se había entregado completamente a los romanos.

Hiram se aseguró de que la escuadra romana no había llegado aún, pero desconfiando de poder, con sus escasas fuerzas, lograr algo de provecho, mandó hacer rumbo al norte.

—Iremos al encuentro de nuestros enemigos —dijo a Sidonio y a Capsa—. Puede que no llegue toda reunida y entonces podremos combatir con menos desventaja. No pensemos en destruirla, pues sería una insensatez, pero sí, cuando menos, en debilitarla.

Todo el día remontó la escuadra hacia el norte, sin descubrir al enemigo.

Había cerrado la noche, y seguía todo igual. Podía ser que la flota romana hubiese recalado en Melita (Malta) para abastecerse.

Así, al menos, pensaban los marinos cartagineses.

Hiram, que no quería alejarse mucho del golfo para no verse obligado, en caso de derrota, a refugiarse en lejanos mares y perder de esta manera a Ofir, estaba para dar orden de volver a Útica, cuando Fegor, a quien nada se le escapaba, señaló en el horizonte gran número de puntos luminosos.

Venían del norte y no podían ser más que enemigos.

A las diez de la noche, cuando más profunda era la oscuridad, las dos escuadras estaban casi en contacto. La romana era perfectamente visible, por llevar los fanales encendidos, mientras que la cartaginesa había apagado todas las luces.

Iba a comenzar el ataque, formada la escuadra de Hiram en doble fila, con un gran vacío en medio, al objeto de acometer por babor y estribor, cuando Fegor se acercó al general.

—¿Qué vas a intentar?, ¿qué locura es ésa?

—Pues acometer al adversario —respondió Hiram.

—No olvides que Cartago necesita hombres. Antes de intentar tal golpe, piénsalo bien.

—Sacrificaré los menos hombres posibles.

—Antes de intentar tal golpe, debes retroceder.

Hiram sintió que le subía la sangre a la cabeza.

—¿Quién manda aquí?, ¿tú o yo? —exclamó.

—Estoy solamente encargado de vigilarte.

—Ve a decir a Hermon que esté tranquilo en su palacio, que el capitán de Aníbal se prepara a salvar a Cartago, jugándose la vida. Toma una barca antes de que empiece la lucha. En tres o cuatro horas podrás llegar a Cartago y allí estarás seguro.

El espía hizo un gesto.

—Soy menos vil de lo que crees —dijo—. Ya te he dado pruebas de ello la noche que asaltaste la torre. Otro, sabiendo que tenía que habérselas con un poderoso guerrero, habría huido.

—No lo niego —dijo Hiram—. Dime qué quieres.

—¿Yo? Nada.

—Ahora deja que haga lo que tenga por conveniente. Los romanos están a la vista. ¿Debo fugarme?

—No, eres un valeroso capitán, digno de figurar al lado de Aníbal.

—Déjame obrar y no te ocupes sino de salvar el pellejo.

—¿No piensas en Ofir?

—En este instante supremo, no pienso sino en la salvación de la república —respondió Hiram.

—Eres un gran capitán.

El cartaginés se encogió de hombros y se acercó a Sidonio, que manejaba con fuerza extraordinaria el remo que le servía de timón.

La escuadra romana, en la confianza de no hallar ningún obstáculo, avanzaba segura y tranquila hacia Útica, precedida por un fuerte núcleo de trirremes que servían como de exploradores.

Sobre éstos, que debían de conducir a bordo gran número de guerreros, quería Hiram dar el golpe.

Asaltar el grueso habría sido como meterse en la boca del lobo, pues eran más de doscientas cincuenta naves.

La vanguardia no contaba más que con cincuenta, y se metió entre las dos líneas cartaginesas, sin distinguirlas, por hallarse confundidas en las tinieblas.

Hiram dejó que penetrase bien en la emboscada, y en seguida, con poderosa voz que resonó en medio de la oscuridad, gritó:

—¡Avante, Cartago!

Era el grito convenido para la señal del ataqué.

La flota cartaginesa se iluminó como por encanto, con faroles verdes, para distinguirse de las naves romanas, que los llevaban blancos, y en seguida trirremes y quinquerremes se lanzaron al asalto, emergiendo inesperadamente de la sombra.

No se trataba de dar el abordaje, sino de echar a pique cuantos buques fuese posible.

El grito de Hiram fue repetido en todos los buques, con vocerío ensordecedor, lanzado por diez mil bocas.

El choque de los cartagineses fue terrible. Lanzados los buques a toda fuerza de remos, embistieron furiosamente con el espolón cuantos trirremes se hallaban delante de las proas, con un ruido ensordecedor, hundiendo y destrozando.

La vanguardia romana, sorprendida con aquel brutal ataque, que no se esperaba en modo alguno, no tuvo tiempo de virar ni orzar.

En menos de cinco minutos, veinte buques cargados de marineros y soldados se fueron a pique, destrozados por los espolones cartagineses; los otros, escapados a la destrucción, habían virado precipitadamente, retrocediendo hacia el grueso de la armada, que, advertida de aquel ataque, se adelantaba con gran fuerza de remos.

No tenían ya nada más que hacer los cartagineses. La sorpresa había superado sus esperanzas y no era posible hacer más.

—¿Crees que otro podría haber hecho tanto con tan poco esfuerzo? —dijo Hiram a Fegor, que durante la batalla había estado admirando la audacia del capitán, vigilando atentamente.

—Mereces un arco triunfal —respondió el espía—. Aníbal sabía elegir a sus capitanes.

—Espero que Hermon no se arrepienta de haberse fiado de mí.

—Estará orgulloso de haber pensado en ti. Te has ganado esta noche la mano de Ofir.

—¿Si hubiese fracasado en la empresa, me la habría negado? —dijo Hiram, frunciendo el entrecejo.

Fegor le miró unos instantes, sin responder; después dijo:

—Se dudaba de ti.

—¿De mí?

—Otro en tu lugar habría desertado, traicionando a la patria.

—Otro lo hubiese hecho, ¡yo no! —dijo Hiram, con energía.

—Y habrías perdido a Ofir. ¿Y crees que el viejo Hermon ignora dónde la tienes guardada?

—¿Quién puede habérselo dicho? ¡Tú solo!

—Si te he prestado a ti un servicio, mi deber es prestárselos al otro.

—¿Entonces durante mi ausencia habrán asaltado la casa de Fulvia? —dijo Hiram, palideciendo.

—El viejo Hermon no pensaba en tal cosa, pero yo se lo he aconsejado; aunque no tienes nada que temer. Cartago está necesitada de guerreros y no hará nada contra su mejor capitán. No sé si habrá tiempo para que tú hagas tu esposa a Ofir y yo la mía a la etrusca —dijo Fegor, con un profundo suspiro—. Esta guerra va a dar al traste con nuestros deseos.

—Los romanos no han entrado aún en Cartago —dijo Hiram—. Es una ciudad bien fortificada y populosa que no se puede tomar en un día.

Miraron hacia popa. En el oscuro horizonte brillaban como una iluminación los fanales de las naves romanas.

—Llegaremos pronto a Cartago —dijo Hiram—. La venganza, por esta vez al menos, no la han podido saborear los romanos. Esto demuestra lo que puede hacer un pueblo.

Toda la noche continuó la escuadra cartaginesa navegando velozmente, y poco antes del amanecer llegaba al puerto mercantil, defendido por gran número de cadenas tendidas en la embocadura del canal para impedir la entrada al enemigo.

A los gritos de victoria lanzados por los marineros y soldados, una multitud inmensa se había dirigido a los muelles, ansiosa de recibir noticias.

Hiram, aprovechándose de la confusión que reinaba a bordo de la capitana, se embarcó en una canoa juntamente con Capsa, Sidonio y Fegor, para llegarse, ante todo, al palacio de Hermon.

Encontraron al anciano en el terrado de la casa, contando las naves de la escuadra.

Al ver a Hiram brilló en sus ojos un relámpago de ira.

—¿Así defiendes la patria? —exclamó—. ¿Dando un simple paseo por el mar y volviendo a entrar sin haber siquiera disparado un dardo?

—No era cuestión de disparar dardos; los espolones debían ser los que hablaran.

—Para surcar las aguas, ¿no es eso? —preguntó Hermon con sarcasmo—. Cualquiera de mis esclavos hubiera conseguido un resultado igualmente brillante.

—Pero no el de echar a pique, rotas y destrozadas, más de veinte naves romanas henchidas de guerreros y que se ahogaran todos.

—¿Qué dices? —exclamó el anciano, levantándose con energía.

—Que toda la vanguardia de la escuadra romana ha sido dispersada y que la mitad reposa en el fondo del mar.

Hermon miró a Fegor, que sonreía silenciosamente.

—Es verdad —dijo el espía—. El general le ha tendido una celada y la ha destruido.

Se escapó un grito de alegría del pecho del anciano consejero.

—¿Tú has realizado ese milagro, Hiram?

—He hecho lo que he podido. Ya sabes de qué clase de navios puede disponer la república.

—¿Y has vencido?

—Y te devuelvo, sin faltar uno, todos los hombres que me has confiado y que tan necesarios son para la defensa de la ciudad.

—¡Eres Melqart en persona! ¡Ven a mis brazos, hijo mío!

El viejo se arrojó sobre Hiram, abrazándole frenéticamente.

—¡Y yo que había dudado de ti!

—No hiciste bien —respondió sencillamente el guerrero.

—¿Y los romanos?

—Aún están lejos. Probablemente habrán fondeado en Útica.

—¿No te han perseguido?

—Hemos corrido más que ellos.

—¿Es fuerte su escuadra?

—Numerosísima.

—Ya se estrellará contra nuestros formidables baluartes. La victoria que has alcanzado, hijo mío, infundirá nuevo valor a nuestro pueblo.

Viendo luego que Hiram miraba en torno a él, sospechosamente, le preguntó:

—¿Qué buscas?

—Miraba si Ofir estaba aquí.

El viejo sonrió paternalmente.

—Te creíste que me aprovecharía de tu ausencia para recobrarla, ¿verdad?

—Efectivamente, se me ocurrió ese pensamiento.

—La he dejado donde la escondiste, aunque yo no ignorara el sitio donde estaba —dijo Hermon.

—Entonces permite que vaya a verla.

—Es inútil; enviaré a mis criados a buscarla y volverá a mi palacio para festejar a mi huésped.

—¿Quién es ese huésped?

—Pues tú; un desterrado no tiene casa, y le ofrezco la mía.

—¿Y Fulvia?

—Seguirá a Ofir. Vente conmigo al Consejo, que tanto necesita en estos momentos de tus luces y de tu brazo. Debemos pensar en la defensa antes de que lleguen los romanos.

XXVIII. El asedio de Cartago

Ocupada fuertemente, Útica, que debía servir de base de operaciones a los romanos, habían comenzado el cerco, estableciendo su principal campamento ante la vecina villeta de Neferi, para poder dominar la ciudad, así por mar como por tierra.

No era fácil expugnar la plaza, emplazada en posición fortísima y eminentemente estratégica.

Como hemos dicho en otro lugar, estaba situada Cartago en el golfo de Túnez, en una península unida al continente por un pequeño istmo.

Aún hoy, la extremidad circular de aquella lengua de tierra conserva el nombre de Kartadshena; y éste es el único recuerdo que se conserva de aquella opulenta ciudad, que por su esfuerzo y por su extraordinaria riqueza era la envidia de todos los pueblos del mundo conocido.

Poseía dos amplios puertos, unidos entre sí por medio de un canal; el interior, destinado a los buques de guerra, y el exterior, para los trirremes mercantes.

La ciudad, el puerto y los suburbios estaban rodeados de una muralla ciclópea de tres órdenes y unos quince metros de altura. En esta muralla estaban las puertas que daban a las dos grandes vías de Útica y Túnez por las cuales Cartago se comunicaba con el continente.

Poseía además gran número de torres e inmensos cuarteles, capaces de contener de veinte a treinta mil soldados y trescientos elefantes.

Roma misma no estaba defendida tan formidablemente.

Circulaba la noticia de que los romanos llegaban por la vía de Útica para intentar un asalto general; todos los hombres útiles que había en Cartago se precipitaron a las murallas y las torres para oponer una feroz resistencia.

Hiram, nombrado general de tierra, había ocupado prontamente, con un grueso cuerpo de mercenarios, el extremo de Neferi, donde se suponía que el enemigo emplazaría su mayor esfuerzo.

Los cónsules romanos hubieron de sufrir un desengaño al ver de qué manera se disponía a resistir Cartago, cuando creían que se trataría de un simple paseo militar, después del desarme que les habían exigido.

Los fuertes guerreros romanos, acostumbrados a fáciles victorias, no esperaban aquella resistencia, y convencidos de que luchaban con un pueblo que no era guerrero, decidieron dar un formidable ataque por todas partes, intentando escalar las murallas.

Como era de esperar, un nuevo desastre, peor aún que el que les había proporcionado Hiram, fue el resultado.

Aplastados por enormes bloques de piedra que los cartagineses habían dispuesto en lo alto de las torres y hábilmente lanzados por las catapultas, tuvieron, al menos por el momento, que renunciar al asalto de la ciudad, que era defendida con el furor que da la desesperación.

Mientras el pueblo se cubría de gloria, Hiram, a la cabeza de dos grandes núcleos de caballería, secundado por Famea, un general que debía deshonrarse más tarde con ignominia, luchaba fieramente en la extremidad de Neferi, causando enormes daños en las legiones enemigas cada vez que intentaban un nuevo asalto.

La resistencia opuesta por aquel valeroso pueblo, destinado a una espantosa ruina, trajo la desgracia a aquellos dos cónsules Manlio y Censorino, encargados por el Senado romano de destruir por completo la capital fenicia.

Transcurrieron muchas semanas, sin que los romanos adelantasen lo más mínimo, y espantados los cónsules de las pérdidas sufridas y de la solidez de aquellos muros, se batieron en retirada hacia Útica, para convertir el sitio en bloqueo; pero los cartagineses, previendo ya aquella resolución, habían cuidado de aprovisionarse enormemente para cansar a los sitiadores.

Desgraciadamente, estallaron graves discordias entre los Consejos y Asdrúbal, que se había proclamado dictador, mas no por eso disminuyó el ardor de los defensores, que infligían de continuo terribles derrotas a los romanos, siempre que éstos intentaban algún nuevo asalto.

En vano los romanos intentaron varias veces el asalto contra aquella formidable muralla.

Los fenicios combatían día y noche desde su torres, sin descansar, haciendo pagar bien caro el asedio.

El ejército sitiador se iba consumiendo, y el Senado romano decidió entonces enviar un nuevo general, que fue el inteligente y animoso Cornelio Escipión Emiliano, con encargo de asesorar con sus extraordinarias luces a los corisales.

El padre de Escipión, sin que se sepa por qué motivo, mas sin duda con la esperanza de hacer de él un gran guerrero, lo había cedido en adopción al mayor de los hijos de Escipión el Africano, el famoso vencedor de Zama.

A los diecisiete años Escipión Emiliano había acompañado a su padre en la terrible guerra contra Perseo, haciéndose notar por su audacia y su inteligencia.

Joven, fuerte y robusto, prefería a la molicie de sus compañeros las luchas con los gladiadores y la caza.

Marchado a Hispania, se cubrió pronto de gloría, matando en un duelo a muerte a uno de los más formidables capitanes iberos y entrando uno de los primeros en una de las ciudades asaltadas por las legiones romanas.

Pasando después a África, tuvo ocasión de estrechar su amistad con Masinisa, el eterno enemigo de los cartagineses.

El Senado romano, viendo que los dos cónsules enviados a la conquista de Cartago no habían avanzado un solo paso, pensó pronto en el joven guerrero, a quien el ejército admiraba y adoraba.

Manlio y Censorino habían demostrado ya su ineptitud para conducir a buen fin su gigantesca empresa.

El ejército, tan formidable, se consumía inútilmente en los asaltos, que los cartagineses rechazaban fácilmente sin sufrir grandes pérdidas.

Entonces fue cuando decidió enviar al joven capitán para que sustituyese a los dos cónsules y con su presencia reanimar además el espíritu del ejército, que empezaba a mostrarse desanimado por la inutilidad de sus ataques contra las murallas, siempre cubiertas de millares de combatientes que se dejaban matar antes de abrir brecha.

La habilidad guerrera de Escipión Emiliano se afirmó pronto.

Hiram y Asdrúbal, sabiendo que los romanos se reunían cerca de Neferi, habían intentado una sorpresa nocturna para destruir el campo militar de los adversarios, que, como hemos dicho, era muy importante.

Una noche oscurísima, los dos capitanes salieron silenciosamente de Cartago seguidos de buen número de mercenarios decididos y cayeron sobre el campamento en que se hallaban cuatro legiones romanas al mando del cónsul Manlio, haciendo una horrible matanza entre los soldados sorprendidos en su sueño.

Todos iban a ser acuchillados, cuando Escipión Emiliano llegó a tiempo, atajando el paso a los cartagineses ya victoriosos y haciéndolos retroceder no obstante la resistencia opuesta por Hiram, que había reunido junto a sí a todos los veteranos que combatían con Aníbal en Hispania y en Italia.

Pero había hecho más como diplomático. Había conseguido que el viejo rey de Numidia sobornase al general Ramea, que, vendido al oro romano, desertó con dos mil doscientos caballos.

El Senado, comprendiendo haber dado con un joven de gran valor, le confió la dirección de la guerra en África, haciendo que le acompañase el cónsul Livio Uruso, y haciendo regresar a Italia a los otros dos cónsules que tan pocas pruebas habían dado de su habilidad estratégica.

La noticia de aquel nombramiento lanzado al pie de las murallas de Cartago no había dejado de producir impresión en los asediados, por que ninguno ignoraba la fama de que iba precedido el joven cónsul. Especialmente Hiram, que, por haber chocado con él en Neferi, había podido comprobarlo.

—¡Mi pobre Hermon! —exclamó la noche de la elección de Escipión, entrando en el palacio del presidente del Consejo de los Ciento y saliendo a la amplia terraza donde Ofir y Fulvia le esperaban para cenar—. Este nombramiento es la desventura de Cartago.

—¿Qué crees que intentará Escipión? —dijo el viejo.

—Ese hombre atacará por mar y por tierra y sembrará la muerte. Yo en su lugar haría lo mismo. Nos rendirá por hambre.

—¿Y dejará morir de hambre a setecientos mil hombres?

—Seguramente.

—Nuestro pueblo no cederá sin combatir hasta el último extremo. Somos muchos, Hiram, y podemos intentar una salida.

—Cuando el hambre haya debilitado a nuestros guerreros y a nuestro pueblo, ¿qué resistencia se podrá oponer? Espera que Escipión nos rodee con un círculo de hierro. Además, no has contado con las defecciones. Famea ha dado un triste ejemplo.

—Espero que no se encuentren dos miserables semejantes —dijo el viejo Hermon con ira—. Aquel hombre merecía ser arrojado por la boca de Baal Moloch.

—No hemos contado hasta ahora más que un solo hombre. ¿Y los dos mil doscientos que le siguieron?

—Aquéllos eran mercenarios extranjeros, sin patria.

—Por lo mismo que no tenemos sino muchos mercenarios, no estoy tranquilo —respondió Hiram—, y ellos son los que constituyen nuestra principal fuerza.

—¿Y el pueblo?

—El nuestro no es guerrero como el romano. Ahí está nuestra inferioridad. Un mercader no será nunca un buen soldado.

—Sin embargo, ¿has visto cómo se defiende?

—Es cierto, pero ¿resistirá el asalto final cuando las legiones romanas, seguras de la victoria, asalten las murallas y se lancen a la ciudad?

—Entonces sabremos morir todos rodeando nuestro templo.

—A mí me basta morir a tu lado, Hiram —dijo Ofir, que hasta entonces no tomara parte en la conversación.

—¡Tú morir! —exclamó el capitán—. Cuando vea que toda resistencia es inútil y la defensa perdida, reuniré a mis veteranos y me abriré paso atravesando las legiones romanas, y tú, Hermon y Fulvia vendréis conmigo.

—¡Yo! —exclamó la esclava—. Cualquier cosa que suceda permaneceré en Cartago.

—¿Para hacerte asesinar por tus compatriotas? —dijo Hiram—. ¿Crees que aunque digas que eres etrusca te respetarán en el asalto? No, no te quedarás aquí; me seguirás.

Fulvia sonrió melancólicamente y añadió después:

—¡Yo permaneceré aquí!

—¿Por qué causa?

—Sólo yo lo sé; es un secreto mío.

Hiram la miró fijamente. Una llama siniestra, terrible, brillaba en los ojos de la etrusca.

Cenaron en silencio, sin intercambiar una palabra más. Todos estaban tristes y preocupados.

De vez en cuando interrumpían la comida para dirigir una mirada al puerto y a las altísimas torres desde las cuales hacían funcionar las catapultas, lanzando sobre el campamento romano enormes moles de piedra.

Los tumultos se sucedían, producidos por los imprevistos ataques de los enemigos, sin éxito, porque los defensores vigilaban constantemente para rechazar a los asaltantes.

A medianoche, Hiram dejaba el palacio para ocupar su puesto en la extremidad del Neferi, que era siempre el más amenazado.

Las legiones romanas intentaron un nuevo golpe que las colocase en condiciones de impedir que los sitiados recibiesen víveres del exterior.

En vista de la inutilidad de los asaltos, Escipión había decidido rendir a los habitantes por hambre. La gran tragedia comenzaba.

Los cartagineses, por consejo de Asdrúbal, habían levantado una trinchera en el istmo, para atajar el paso a los invasores dotándola de catapultas para la defensa.

Escipión, que había comprendido que aquélla era una de las mayores llaves de defensa, dio orden a las legiones de que se apoderasen de ella a cualquier precio, para quitar a los habitantes de la plaza toda esperanza de huir al continente.

Dos días y dos noches duró la batalla, causando pérdidas enormes de una y otra parte, pero al amanecer del tercero la disciplina y la tenacidad de los romanos vencieron a los cartagineses, y la trinchera fue conquistada. Aquello podía considerarse como el primer golpe mortal. Dueño del istmo, Escipión podía interceptar el paso a los víveres.

Para estar más seguro, había hecho levantar un muro, de unos tres metros de altura, que se extendía de uno a otro puerto, dejando así encerrados los buques de guerra y los mercantes.

Escipión comprendía que, cerrada la comunicación por tierra, podían recibir auxilios por el mar, y a ello se debió que construyese la muralla separando los puertos, quitando así toda comunicación con la ciudad.

En vano los cartagineses intentaron oponerse a aquella construcción, que era la última esperanza que les quedaba para poder huir del enemigo en el último extremo.

Sorpresas nocturnas, asaltos, desesperados combates, no habían dado ningún resultado.

Y así, el bloqueo efectivo que había costado a las legiones romanas meses y meses de gran trabajo bajo el ardiente sol africano y pérdidas enormes, había empezado para la desgraciada ciudad.

—Esto es el principio del fin —había exclamado Hiram, al entrar en el palacio, cubierto de polvo y sangre, después de haber luchado todo el día en el extremo de Neferi contra el cual los romanos daban ataques desesperados—. El hambre se encargará de rendimos.

Hermon, que había regresado hacía poco del Consejo, estaba sentado en la terraza esperando al cartaginés, y permanecía silencioso.

Ofir, que no abandonaba al pobre viejo y que esperaba con miles angustias a su prometido, que día y noche exponía su vida en las murallas de la ciudad, se dirigió al guerrero, quitándole la coraza y el escudo, que aparecía acribillado de lanzazos y estocadas.

—Todo está para terminar, ¿no es verdad, Hiram mío? —le dijo.

—Son los últimos días de Cartago —dijo Hiram, con acento desesperado—. Roma, la infame Roma, triunfa ahora.

—¿Qué sucederá ahora? ¿No hay ningún medio para evitar la destrucción?

—Nuestras murallas no han sido aún conquistadas, Ofir —replicó Hiram—, y el pueblo no desespera todavía. Esto es bueno, porque así podremos contar con él aún.

—¿Cuándo llegará el fin? —dijo Hermon, volviéndose.

—Cuando el hambre nos haya abatido.

El viejo inclinó la cabeza sobre el pecho y empezó a pasear lentamente alrededor de la mesa, sobre la cual estaba esperando la cena.

—¿Qué es lo que se debe hacer? —dijo, deteniéndose de pronto delante de Hiram—. Si tú fueses el jefe del Consejo de los Ciento, en cuyas manos está la suerte de la patria, puesto que los sufetas pasan el tiempo discutiendo sin tomar ninguna decisión, ¿qué harías?

Hiram permaneció silencioso.

—¿Qué es lo que tú harías? —repitió el viejo, después de unos instantes de silencio.

—Yo propondría enviar al campo romano, confiándolas a la lealtad de las legiones romanas, a las mujeres y a los niños y reunir a todos los hombres útiles para disponerse a una extrema defensa —respondió Hiram—; morir, sí, pero con las armas en la mano.

—¿Y tú me dejarías, Hiram? —dijo Ofir.

—Permanecerías a mi lado si me amas y moriríamos juntos —dijo el capitán.

—Estoy dispuesta.

—No ha llegado aún ese momento, querida mía. Yo pienso romper este cerco de piedra y hierro que nos oprime. Cuando todo haya terminado para Cartago, me abriré paso entre los legionarios. Si la muerte nos sobreviene, culparemos al destino y maldeciremos de nuestro dios, que no ha sido capaz de proteger nuestros amores.

—¡No blasfemes de nuestra divinidad, Hiram! —exclamó Ofir.

—¿De qué nos ha servido? —dijo Hermon, con ronca voz—. No valemos lo que los romanos, los cuales han recibido honores, gloria y fuerza conquistando el mundo. ¡Tanit, Melqart, Astarté! ¿No ven que nuestro pueblo y nuestra ciudad sucumben? Echemos al mar las falsas divinidades y destrocemos a Baal Moloch, cuya única ocupación es consumir la vida de nuestros hijos.

—¡Padre! —dijo Ofir.

—¡Armas y guerreros! —añadió Hermon—. Ésa es la fuerza, ésa es la potencia, ésa es la vida.

»Si nosotros no nos hubiésemos dedicado exclusivamente al comercio, fiando nuestra defensa en viles mercenarios que no tienen patria y que se venden al que mejor les paga; si no nos hubiésemos preocupado únicamente de nuestras riquezas; si nos hubiésemos adiestrado en el manejo de las armas, no habríamos llegado a este extremo y no asistiríamos impotentes a la ruina de nuestra patria.

»He aquí el pueblo, gritamos, un pueblo numeroso dispuesto a morir por la defensa del suelo en que ha nacido, ¿qué ha hecho? Siendo setecientos mil, habríamos combatido, y no hemos sido capaces, siendo tantos, de impedir a los romanos, en mucho menor número, que nos bloqueen de esta forma.

»¡Buena gloria!

—No hace mucho, Hermon, despreciabas a los guerreros.

—Es verdad. He sido un estúpido. Éste es el fruto que recogemos los mercaderes. Nuestra ruina. Pero tú que tienes en el cerebro el genio de la guerra; tú que has luchado contra esos romanos y los has vencido; tú que has estado acompañado de Aníbal, ¿no sabrías encontrar un medio, algo que pudiese evitar este desastre?

—Ya te lo he dicho —dijo Hiram—. Abrir una vía hacia el mar y atacar con ímpetu a los asaltantes. Una vez en el continente, dar la batalla a los desertores y a los guerreros romanos.

—¿Una vía hacia el mar? —dijo Hermon.

—Si destrozásemos la trinchera levantada por el enemigo, dispondríamos de todos nuestros buques y podríamos intentar un golpe desesperado. ¿Cuándo se reúne el Consejo?

—A medianoche.

—Lleva a tus compañeros mi propuesta. No hay otra cosa que intentar, recuérdalo, Hermon. Es un hombre de guerra el que te aconseja, no esperes a que el hambre se muestre. Si conseguimos forzar el bloqueo y sorprender al enemigo, tal vez se evite la tremenda destrucción que espera a Cartago. Eso es lo que te dice el capitán de Aníbal.

—¿Y quién asumirá el mando de la flota?

—Yo, si es que sigues teniendo confianza en mí —respondió Hiram.

—Y como has vencido una vez a los romanos en el mar, los vencerás ahora nuevamente —dijo Ofir, con entusiasmo.

—Eso ya lo veremos, Ofir mía —dijo—. O nos salvaremos o moriremos todos en la empresa. Mi daga pertenece siempre a la patria.

Ofir no contestó a las últimas palabras del valeroso Hiram. Le miraba embelesada, con la admiración que produce siempre en toda mujer el hombre dispuesto a regar con su sangre la defensa de la patria sagrada.

Fulvia, cuya actitud había llamado también la atención de todos, pero en particular de Ofir y de Hiram, permaneció silenciosa una vez más.

Ofir la sacó de su abstracción.

—¡Fulvia! No puedes comprender lo que pasa en nuestros corazones en estos momentos, y particularmente en el mío. Próximos a quedarnos sin patria, sin hogar y temiendo yo no volver a ver a mi Hiram. ¡Oh!, ¡si él muriese!

—¡Si él muriese!

Y Fulvia dio tal expresión a aquella frase, que hizo que Ofir la mirase como queriendo penetrar en el interior de la etrusca.

Cogiéndola de una mano, la llevó a un rincón de la estancia y le preguntó con tembloroso acento:

—¡Fulvia! ¿Tú querrías sacarme de una duda?

—Habla.

—¿Tú amas a Hiram?

—No. Ya he dicho varias veces que soy romana y él es cartaginés.

—Es cierto, pero en tus miradas muchas veces, que no puedes sujetar, y en la expresión de tus palabras, aun las más indiferentes, revelas algo que no pocas veces me ha dado qué pensar.

—No lo creas, Ofir. Guardo sólo el reconocimiento que debo por haberme salvado la vida cuando iba a ser sacrificada.

—¿Nada más?

—Nada más. Te lo aseguro.

Y Fulvia, como queriendo cortar aquella conversación, se separó de Ofir.

XXIX. El secreto de Fulvia

Ofir permaneció un momento pensativa. Después se dirigió de nuevo a Fulvia y mirándola a los ojos le dijo:

—Te pido un favor.

—Habla.

—Ya sabes cuál es la situación de Cartago; esperamos la muerte de un momento a otro. Los dioses parecen abandonarnos en este trance supremo. A pesar de ello, convencida del desastre, de la destrucción de mi patria y dispuesta a morir, quisiera hablar contigo sin que nadie nos escuche. ¿Serás franca conmigo?

—Pregunta lo que quieras.

—Ven.

Y diciendo esto la cogió de la mano conduciéndola a su estancia y cerrando la puerta una vez que las dos se hallaron dentro.

Se sentó Ofir y permaneció callada un buen rato, sujetándose la frente con las manos.

Después, lentamente, alzó los ojos y contempló a Fulvia, que permanecía silenciosa ante la prometida de Hiram.

—Te he preguntado antes si amabas a Hiram y me lo has negado.

—Y lo seguiré negando.

—¿Por qué? ¿Crees que me has convencido? Te equivocas. Es cierto que lo niegas, es posible que lo sigas aún negando, pero si con tus palabras puedes engañar al mundo entero a mí no puedes engañarme. Creerán lo que digas los indiferentes, los que no están interesados en ello. ¡Los que aman, no! Y si tú amas, no debes olvidar que yo también amo y es precisamente por ello por lo que dudo de tus palabras. Aparte de tu actitud y tus sacrificios por el capitán guerrero, un secreto instinto me dice que hace tiempo que amas a Hiram…

—… ¿y si fuese así?…

—¡Si fuese así!… —dijo Ofir, levantándose y avanzando colérica hacia la etrusca.

—¿Qué? —respondió Fulvia, cruzando los brazos.

—Nada.

Y después de una pausa añadió:

—Perdóname, Fulvia. Perdona este rapto de ira, que deploro haber tenido contigo, hoy que precisamente deseo saber la verdad…

—La verdad ya la he dicho.

—¿Te amaría a ti, él?

—Bien sabes que es a ti a la única que ama —dijo Fulvia, con amargura.

—¡Oh!, sería mi muerte.

—Tranquilízate, Ofir, el guerrero cartaginés sólo tiene dos amores en la vida: la guerra y la hija de Hermon. Sería inútil que ninguna mujer pusiese en él su cariño, porque no sería correspondida…

Y al llegar aquí, los ojos se le llenaron de lágrimas y los sollozos ahogaron su pecho.

—¡Oh! ¡No me había equivocado! —exclamó Ofir—. No, no me lo niegues y confiésamelo todo. No me enfadaré por ese amor hacia él. ¿No es digno de ser amado? ¿No le amo yo? Además, tu amor es sin esperanza, y es preciso compadecerlo. Es necesario amar como yo le amo para comprender toda la amargura que encierran tus últimas palabras. Confíate a mí, descubre tu pecho, yo te consolaré, ya que no podré olvidar nunca todo lo que has hecho por él, a quien has salvado de la muerte muchas veces y por el que has renunciado a todo lo que una mujer joven y hermosa como tú tiene derecho a exigir de la vida.

Fulvia se pasó la mano por la frente y habló después:

—Quieres que hable, Ofir, a ti, a quien considero como una hermana… Lo haré… Pero…

—¿Qué?

—Que has de jurarme que el secreto que voy a confiarte y la historia que vas a oír no has de comunicárselo a nadie.

—¡Te lo juro por nuestros dioses! ¡Que Baal Moloch lance contra mí todas sus iras si falto al juramento!

—Bien. Escúchame.

»Ya hace algún tiempo… No he de detenerme mucho en relatarte las guerras entre tu patria y la mía. Tú eres hija de un guerrero y conocerás todos los horrores que han llevado consigo. Lo que no sepas por tu padre, te lo habrá referido Hiram.

»Pues bien; nos hallábamos en nuestra casita de Italia, mi madre y yo; mi padre había salido e impacientes aguardábamos su regreso, cuando se presentó con un guerrero gravemente herido.

»—Preparad un lecho en seguida para curar a este guerrero.

»—¡Un guerrero cartaginés! —exclamó mi madre.

»—Sí. Un guerrero a quien he salvado, cuando un astario viéndole en tierra se disponía a darle el golpe mortal.

»—Es un enemigo —dije yo, sin poderme contener.

»—¿No habrías hecho tú lo mismo? ¡Evitar el golpe mortal para dejarle abandonado y malherido en el campo de batalla! ¡Sería inhumano!

—¿Y eso hizo tu padre, un romano, con un cartaginés? ¡Su mayor enemigo! —interrumpió Ofir.

—Eso hizo, pero no debe asombrarte. Los pueblos luchan por su ambición, por la gloria, a veces contra su deseo, y en el fragor del combate no perdonarían a nadie, pero eso no quita para que en todos los pueblos se encuentren personas caritativas.

—Continúa…

—Confieso francamente que mi madre no vio con buenos ojos aquella acción de mi padre, y yo, que le miraba también con animadversión, fui la encargada de curarle y asistirle.

»Le ocultamos a todo el mundo, pues de saber que allí estaba uno de los mejores guerreros del pueblo cartaginés, a quien tanto temían los soldados romanos por su valor y su audacia, el Senado romano no nos hubiese perdonado nunca nuestra acción. Nos habría obligado a entregárselo y además su justicia inexorable hubiera caído sobre mi familia.

»La herida de Hiram era grave, gravísima. Otro cualquiera tal vez no habría sobrevivido. Pero Hiram era joven, robusto y, aunque su curación fue dolorosa, resistió a todo y pudimos verle completamente restablecido.

»Ya te he dicho al principio que mostré alguna repugnancia en los primeros momentos por aquel cartaginés, que seguramente contaría en su activo con algunas muertes de romanos, pero poco a poco, viendo el dolor retratado en el semblante de aquel cartaginés, olvidé su patria y a los pocos días le cuidaba con la misma solicitud con que habría curado a un romano, o mejor dicho, a un hermano.

»Después, cuando él pudo darse cuenta de su estado y de su situación, todo fueron preguntas acerca de por qué y cómo se hallaba en aquel lugar. Hubo que sujetarle para no desgarrarse las heridas, pues supuso que nosotros, una vez curado, le entregaríamos al Senado romano.

»Gran trabajo nos costó, pero mis palabras lograron tranquilizarle. Le suministré una bebida calmante y quedó dormido.

»A su lado permanecí, mientras dormía, y fue entonces cuando contemplando aquel rostro de líneas regulares y enérgicas, comprendí que mi corazón, libre hasta entonces de todo sentimiento amoroso, se sentía inclinado hacia Hiram.

»A decir verdad, no me daba cuenta exacta del sentimiento que me dominaba, pero sí puedo decir que estuve tentada varias veces de despertarle, para que me mirase mucho con sus hermosos ojos negros. Cuando iba a hacerlo, me detenía cierto temor vago… que no sabré explicar.

»Se dice que es muy dulce amar y ser amada. Yo no he tenido esa dicha e ignoro por lo tanto si es cierto, aunque debe ser verdad. Lo que sí afirmo, tal vez por no haber conocido dicha mayor que a partir de aquel momento y hasta el punto en que ya repuesto nos abandonó, es que han sido para mí los días más felices. ¡Cuánto daría yo por que volviesen a repetirse! Y no me amaba. Ni me lo dijo ni me lo ha dicho nunca, y, lo que es peor, ni me lo dirá.

»Varias horas estuvo durmiendo. Cuando despertó se manifestó extrañado de haber dormido tanto tiempo, y me preguntó si había yo estado allí sentada junto al lecho.

»Le dije que sí y, después de pasarse una mano por la frente, me preguntó con ansiedad:

»—¿Cómo te llamas?

»—Fulvia.

»—Es nombre bonito y que no olvidaré. Y dime, Fulvia, ¿durante mi sueño he pronunciado alguna frase que pueda ser ofensiva para tu pueblo?

»—No.

»—Lo hubiese sentido. Como cartaginés y como guerrero, no tengo por qué ocultar cuál es mi pensamiento; pero mi deber no es pronunciar palabras que puedan herir los sentimientos vuestros, ya que vosotros me habéis recogido moribundo y a vuestros cuidados debo mi salvación.

»—Tranquilízate. Nada has manifestado en tu sueño de lo que supones. Te está prohibido hablar mucho. Cuando termine de curarte ahora, procura dormir nuevamente.

»Hice la cura con el mayor cuidado posible. La herida más grave presentaba ya tan buen aspecto que al cabo de pocos días podía abandonar el lecho.

»Al terminar le recomendé quietud y que procurase dormir, que por la mañana volvería nuevamente a ver cómo se hallaba.

»Cogió mi mano y la besó dulcemente, murmurando:

»—¡Gracias, Fulvia!

»Varios días llevaba ya sin descansar más que a ratos y mal y, sin embargo, aquella noche no pude cerrar los ojos.

»La imagen de Hiram se me aparecía. Le veía primero ensangrentado, con el rostro desencajado, después tendido en el lecho, luchando entre la vida y la muerte. Finalmente, fuera de peligro y temiendo ya, ¿por qué no decirlo?, verle abandonar la casita donde yo había nacido y en la que mi corazón había latido por primera vez ante un hombre.

»Y a este pensamiento lloré, lloré lágrimas de amargura y de dolor. Hubiese deseado que su enfermedad se prolongase mucho tiempo, toda vez que era el único medio de tenerle a mi lado.

»¿Me amaría él?

»Esta pregunta me la repetía yo constantemente y la repetí durante algún tiempo, hasta después de ser salvada del vientre de Baal Moloch.

»¡Hoy ya no me la hago!…

Aquí hizo Fulvia una pausa, con la cabeza caída como abismada en sus recuerdos. Después levantó de nuevo la cabeza y continuó la relación.

—Ya he dicho lo que me ocurrió en aquella noche de insomnio.

»Cuando empezó a clarear el día, salté del lecho y me dirigí a la habitación destinada a Hiram.

»Estaba despierto y sonrió al verme entrar.

»—¿Cómo os encontráis? —le pregunté.

»—Me encuentro bien, niña. De seguir así, pronto dejaré de ser un niño dócil, un ser inofensivo, para convertirme en el guerrero de antes.

»—¿Otra vez la guerra?

»—Sí, otra vez. Si los dioses acordasen de pronto acabar con todas las guerras, acabarían al mismo tiempo conmigo.

»—¡Maldita guerra!

»—¡Oh!, no tan mala, cuando a los guerreros proporciona el placer de luchar por un ideal. Si vencen se cubren de gloria, si caen heridos son cuidados por manos tan delicadas como las tuyas, Fulvia…

»—¿Y si mueren? —le interrumpí.

»—Si mueren, tienen la satisfacción de haberlo hecho por su patria sagrada.

»Permaneció silencioso y yo no me atreví a cortar el hilo de sus pensamientos.

»La mejoría, iniciada ya, fue progresando rápidamente. Algunos días, muy débil aún, abandonaba el lecho y daba cortos paseos, sirviéndole mi brazo de sostén.

»Pero ya en este estado, no podía prolongarse mucho su permanencia en nuestra casita y llegó el día de la separación.

»Presencié la despedida de mis padres, mientras yo a un lado permanecía silenciosa, saltándoseme las lágrimas.

»—¡Adiós, Fulvia! Te deja el cartaginés, que a ti debe la vida. No lo olvidaré nunca. Si alguna vez se presenta ocasión de demostrarlo, verás que Hiram no es ningún desagradecido. Si mi presencia te fuese necesaria alguna vez, llámame, y cuenta con el brazo del guerrero a quien tan bien cuidaste.

»Marchó y yo quedé llorando, sin que bastase a consolarme las palabras de mis padres, unas veces dulces, otras de reproche por haber entregado así mi corazón a un enemigo de mi patria.

»Callé y oculté cuanto pude aquel amor que, indudablemente, no había de ser correspondido.

»¿Adonde iba Hiram? ¿Volvería a verle? No era lo probable. Y he aquí cómo consideré muerto un amor apenas nacido.

»¡Cómo suponerme entonces lo que ocurriría después!

»Y, sin embargo, en aquellos momentos el corazón de Hiram no estaba interesado por la bella hija adoptiva de Hermon. Entonces, libre él, pudo amarme y no me amó. El agradecimiento que aún conserva fue lo único que guardó en su pecho hacia mí.

»Pasó algún tiempo. Ya conoces mi historia posterior. Mi madre y yo fuimos vendidas como esclavas y aquí vinimos, a Cartago, donde mi mala estrella hizo que Fegor se enamorase de mí. ¡Ese maldito espía! ¡Es un ser ruin y despreciable!…

»A veces, sin embargo, he pensado que el amor de ese hombre era un bien para él, para sus amores y aun para mí, puesto que, gracias a ese amor maldito, he podido proteger a Hiram y a su amada.

»Si Fegor no me hubiese amado, las cosas habrían sucedido indefectiblemente de otra manera.

»Pero he de continuar la relación, pues he prometido contarlo todo… No me arrepiento. Mi corazón tenía necesidad de expansionarse con alguien que pudiese comprenderlo, y para ello nadie mejor que tú, mi rival afortunada.

»Sabes mi condena por los sacerdotes para ser sacrificada al dios Baal Moloch, ese terrible dios que se alimenta de personas y que destruye en su poderoso vientre miles de vidas en poco tiempo.

»Aún me parece estar oyendo las palabras del sacerdote, y la ira del pueblo exclamando:

»—¡La romana primero!

»—¡Sacrificad a la etrusca!

»Recuerdo vagamente haber visto desaparecer en las fauces del dios aquel niño que lanzó un angustioso grito de pavor al verse lanzado hacia el horno… Después… guardo un recuerdo confuso de la escena. Vi a un hombre decidido que opuso su brazo a que se consumase el sacrificio cruel.

»Fue él, Hiram, quien con un puñado de hombres me sacó de las garras de los verdugos; se impuso a los sacerdotes e hizo huir a los soldados y al pueblo.

»Logró abrirse camino y me condujo a su hemiolia, donde me reconoció.

»Yo le había conocido antes y había supuesto en un momento que, conociendo mi suplicio, lo había arrostrado todo porque me amaba. ¡Qué loca fui!

»Sí, él me hubiese salvado seguramente al saber que era yo la víctima, al saber que era Fulvia, pero lo habría hecho por agradecimiento, no por amor.

»A bordo de su buque fue donde pude convencerme de que no me amaba.

»Conocí su amor. Supe que había sido desterrado y que, sabedor de su casamiento, lo arrostraba todo para impedirlo, porque él no podría vivir faltándole su Ofir.

»¡Oh!, cuántas veces he pensado, en estos últimos tiempos, en denunciarle. Pero no, mi amor era grande, era sincero y tenía que manifestárselo. Amar porque nos aman no tiene mérito alguno. El amor que se sabe que no será nunca correspondido y continúa firme es el único verdadero, porque llega al más alto sacrificio, que sabe que no ha de tener recompensa.

»Decidí salvarle a todo trance, y me ha valido de no poco el que Fegor me amase; sin él, tal vez hoy no estaríais uno junto al otro.

»Hiram habría sido entregado a los sacerdotes. Tú, Ofir, casada con el mercader, y yo…, tal vez muerta, pues había jurado matar a Fegor si algo le ocurría al bravo capitán cartaginés.

»Y hubiese sido una muerte lenta, cruel, habría gozado viéndole sufrir, día a día, pidiendo misericordia y perdón.

»No ha sido así para bien de todos, y ésa es la causa de muchas veces haber intentado amarle…

—¿Amar a Fegor? —dijo Ofir.

—Sí. No me hables de esto, porque no añadiría una palabra más sobre ello. Sólo he de decirte una cosa: a la última mujer que estrechen los brazos de Fegor, será a mí.

—¿A ti?

—Sí.

—¿Quieres explicarme?…

—No. Ya te he dicho que esto no lo diré. Y éste será el único secreto que llevaré a la tumba. No puedes exigirme ya más después de haber referido toda la historia. Te he manifestado cómo conocí a Hiram; cómo nació en mi pecho ese sentimiento tan dulce que se llama amor; mis esperanzas primero, mis dudas después, y el final de estos amores terminados… No me guardes rencor ni me mires como una rival…

—¡Pobre Fulvia! —exclamó Ofir, abrazándola—. Abandona los pensamientos tristes. ¡Quién sabe si aún has de ser feliz y si llegarán para ti días de ventura!

—No lo espero, ni lo quiero tampoco. Y ahora no digas nada de cuanto te he manifestado, y esperemos el resultado de lo que resuelve el Consejo de los Ciento y los Sufetas. Confío en Hiram, es valeroso y osado y realizará su intento.

XXX. La catástrofe

Eran aquéllos los últimos días de la desgraciada ciudad.

Todas las tentativas hechas por el pueblo y los mercenarios para romper el cerco de piedra y de hierro puesto por los romanos habían resultado vanas; así es que al comenzar la primavera del año 608 antes de Cristo, había empezado a dejarse sentir el hambre fuertemente, pues desde hacía tres meses no había logrado entrar en Cartago ningún cargamento de víveres.

Habían sido ya comidos todos los caballos, después los elefantes y aun los animales domésticos, pero algo más se necesitaba para alimentar a una población de más de seiscientas mil personas, pues habían caído cien mil en los continuos combates y en los supremos esfuerzos hechos para romper aquel terrible bloqueo.

Y, sin embargo, aquella valerosa población no había perdido aún las esperanzas de poderse abrir camino y reunirse en las naves encerradas en los dos puertos, militar y civil.

Un imprevisto acontecimiento quebrantó muy pronto, sin embargo, aquella confianza.

Desde hacía meses y meses los romanos se encarnizaban, con feroz obstinación, contra el pueblecillo de Neferi, al que consideraban como la llave de la ciudad.

Escipión, en vista de que el hambre no lograba rendir a los sitiados, decidió intentar por aquel lado un supremo esfuerzo.

Una noche, reunió la flor de sus tropas y se lanzó resueltamente al ataque, para acabar de una vez.

Aquella noche, en vez de Hiram, mandaba a los mercenarios encargados de la defensa de aquel puesto importantísimo un lugarteniente de Asdrúbal, llamado Diógenes, hombre inepto, más inclinado a seguir el triste ejemplo dado por Famea, que a sacrificarse por una patria que, a la verdad, no era la suya, pues era mercenario.

Aquel pésimo soldado fue sorprendido y puesto fácilmente en fuga por los legionarios, que habían tomado las murallas por asalto.

La caída de Neferi no tardó en acarrear la ruina de las poblaciones vecinas, con lo cual los romanos lograban sentar el pie entre los dos puertos, cercando estrechamente la muralla extrema.

Era como tener al enemigo dentro de casa. El asalto general no debía tardar, y entonces fue cuando los dos Consejos, desesperando de poder defender por más tiempo la ciudad, decidieron aceptar el atrevido plan propuesto por Hiram de abrirse paso a través del puerto y dar la batalla a la escuadra romana.

Cincuenta mil hombres fueron encargados de abrir uno de los más gigantescos baluartes para dar paso a la población.

Sólo debían trabajar de noche para que el enemigo no advirtiese el audaz designio.

A mediados de la primavera, ya estaba abierto. La escuadra cartaginesa, que hasta entonces había evitado los ataques de la romana, estaba dispuesta a zarpar para intentar la destrucción de su enemiga.

Era el único recurso que cabía, pues la ciudad tendría que capitular por hambre.

El éxodo de la población quedó fijado para medianoche. Las mejores tropas, a las órdenes de Hiram y Asdrúbal, debían embarcarse en las naves de guerra, cubrir la vía a través de los quinquerremes romanos para dejar paso a los buques mercantes, que eran numerosísimos y podían embarcar muchos miles de habitantes.

Hiram fue aquella noche al palacio de Hermon más temprano que de costumbre.

El anciano le esperaba angustiosamente con Ofir, Fulvia y Fegor, mientras los esclavos apresuraban los preparativos de la partida, encerrando en grandes arcas las riquezas de su amo.

—Dentro de tres horas debemos estar todos a bordo de la capitana —dijo Hiram—. Éste será el último golpe que intentemos. Dad el adiós a Cartago, que ya no veremos más.

Un doloroso silencio acogió las palabras del guerrero.

Hermon tenía los ojos arrasados en lágrimas. Ofir sollozaba; Fegor se mostraba tétrico; sólo Fulvia permanecía impasible.

—¿Todo acabó, pues, para Cartago? —preguntó finalmente Hermon, con voz sorda.

—Dentro de tres días los romanos intimarán la rendición y en seguida darán el asalto general. Lo he sabido hoy por un prisionero. El Senado romano ha decretado la destrucción de la ciudad y no habrá de quedar piedra sobre piedra de la que fue nuestra cuna. Nuestros dioses nos han abandonado.

—Y, sin embargo, ¡cuántos hijos nuestros hemos sacrificado a Moloch!

Hiram se encogió de hombros.

—¡Una divinidad sanguinaria y cruel! —respondió—. ¿Qué ventajas reportaban tantos sacrificios?

—¿Y tú estás plenamente convencido de que no puede intentarse ninguna otra cosa en defensa de Cartago?

—Ninguna. El pueblo con quien podía contarse está aniquilado. ¿Qué se va a esperar? Sólo la muerte.

—¿Crees tú —repuso Hermon— que lograremos abrirnos paso a través de la escuadra romana?

—¿Quién puede asegurarlo? Cumpliré con mi deber hasta el último momento para salvar a Ofir y causar el mayor daño posible a nuestros enemigos.

—¡Dejar Cartago! —gimió el viejo—. ¡Pobre patria! ¿Qué hará nuestro pueblo en el gran desierto? ¿Cómo podrá vivir lejos del mar?

—Sigamos nuestro destino —dijo Hiram—. Quién sabe si un día nuestro pueblo podrá recobrar su antiguo poder y encontrar otro Aníbal y vindicar la afrenta. Hagamos la última cena. Mañana o pasado esta casa no existirá. ¡Todo estará ardiendo!

—¿Y dónde iremos? —preguntó Ofir, llorando.

—Si la fortuna nos asiste, iremos en busca de una nueva patria, allí donde los fenicios tuvieron su primitiva cuna, allí donde pasé dos años de destierro —dijo Hiram—. Tiro recuerda mucho a Cartago.

—Te seguiré donde me lleves.

Se sentaron para hacer juntos la última cena en el suelo natal, y que podía ser la última también para todos, pues se iban a jugar la vida en aquel desesperado trance.

Faltaban pocas horas para la medianoche, cuando Hiram, que había observado las estrellas, exclamó:

—Llegó el momento; valor, amigos. Ofir, Fulvia, tapaos bien para que nadie os reconozca.

—¿También yo? —dijo la etrusca—. No, Hiram. Yo he jurado permanecer en Cartago.

—¿Qué tienes que hacer aquí? —dijeron a una voz el capitán y Fegor.

—Ya os dije que no abandonaría la ciudad —respondió la joven, con voz resuelta.

—¿No sabes que dentro de dos o tres días ocurrirá aquí una espantosa catástrofe? —dijo Fegor.

—La esperaré tranquilamente. Además, mis compatriotas podrán destruir la ciudad, pero no a sus habitantes.

—¿Quién lo asegura?

—Tú no conoces a los romanos.

—Ya conocemos su lealtad. Primero nos han privado de las armas, de las máquinas de guerra y de nuestros mejores navios, y después nos han obligado a dejar el mar, obligándonos a convertirnos en agricultores. ¿Puedes fiarte, Fulvia?

—Tiene razón Fegor —dijo Hermon—. Nadie puede creer en la generosidad de semejante pueblo que miente tan infamemente. Mañana o pasado mañana prometerán respetar la vida de los habitantes, sin perjuicio de que después los pasen todos a cuchillo.

—Suceda lo que suceda, no abandonaré Cartago —dijo Fulvia, fijando en Fegor dos ojos fosforescentes—. Mi decisión es irrevocable. ¿Quieres permanecer conmigo y ser mi marido, ya que dices que me amas? Quédate a mi lado. ¿No lo quieres? Pues embárcate y ve a buscar refugio en Grecia, Hispania o Tiro.

—¿Sin ti?

—Sin mí.

—Es una locura la tuya —exclamó Ofir—. ¿Cómo quieres permanecer aquí pudiendo salvarte de la ruina que amenaza de un momento a otro?

—¡Fulvia! ¡Tus padres me salvaron! ¡Deja que yo te salve ahora! —exclamó Hiram.

—No —respondió Fulvia—. De todas maneras te quedo igualmente agradecida. Partid y sed felices. Si me matan mis compatriotas, ¿qué me importa? ¡Me río de la vida! Quiero asistir a los últimos momentos de Cartago.

Así hablando, miraba a Fegor y al capitán, pero ¡cuánta diferencia en aquellas miradas! Para el espía eran relámpagos siniestros, preñados de terribles amenazas; para el guerrero, miradas húmedas que revelaban un dolor inmenso, una sorda desesperación.

—¡Ya verás tú! —exclamó Fegor, exasperado.

—¿Quién mandará en mi voluntad? —respondió la etrusca, con voz sibilante—. ¡Tú! ¡O conmigo en Cartago, o sin mí! Hiram va a desafiar la muerte combatiendo; por sus compatriotas va a intentar la última batalla; ¿tú qué vas a hacer?

—Yo soy también guerrero —dijo Fegor, puesto que a él iban dirigidas las últimas palabras.

—Él lucha por salvar a su amada.

—Yo lucharé por ti.

—Entonces defiéndeme en Cartago.

—Es una locura, Fulvia —dijo Hiram—. Buscas la muerte permaneciendo aquí.

—No tengo miedo alguno, y además —añadió con sarcasmo— seremos dos a defender mi vida, ¿no es verdad, Fegor?

El espía la miraba fijamente, como si quisiese descubrir algún íntimo pensamiento.

—¿Me has oído, Fegor? —dijo Fulvia, no habiendo recibido respuesta alguna.

—Sí —respondió el espía, con sofocada voz.

—¿Partirás?

—Sin ti me es imposible partir —exclamó Fegor, con voz sombría, después de un momento de silencio.

—Entonces, quédate a mi lado a gozar de los últimos instantes de nuestra vida, si es verdad que debemos morir. No me dan miedo las lanzas ni las espadas de mis compatriotas. ¿Y a ti?

—La muerte a tu lado no me hace temblar —respondió el espía, subyugado por la mirada de la etrusca—. No he amado más que a una mujer durante mi miserable existencia, a ti, que eres extranjera, una enemiga, y he experimentado una voluptuosidad suprema al sentirme amado por la hija de aquella infame loba que exige ahora la destrucción de mi patria. He nacido triste y muero infame, pero a tu lado, enemiga adorada.

—¡Estáis locos! —exclamó Hiram—. ¡Buscáis la muerte!

Había cogido a Fulvia por la mano y la atraía violentamente hacia sí.

—No quiero que te sacrifiques inútilmente —le dijo—, cuando la vida aún puede sonreírte bajo el bello cielo de Italia.

—Ve, ve, Hiram —dijo Fulvia, con amarga sonrisa—; haz feliz a Ofir, que tanto te ha amado y a la que tanto amas…

—¡Ven con nosotros, Fulvia! —exclamó Ofir.

—¡No!, ¡nunca! —dijo con suprema energía la etrusca—. Quiero ver a mis compatriotas entrar en Cartago.

—Te matarán.

—No importa. Tendré a Fegor a mi lado.

—Estás loca —dijo Hermon—. Se te ofrece la salvación y la rechazas.

—Ya le había dicho a Hiram que yo permanecería aquí. ¿Por qué había de cambiar ahora de opinión? Partid, amigos. Si puedo escapar a la muerte, ya me uniré a vosotros en Tiro. Partid antes de que los romanos se aperciban de vuestra tentativa.

—Si el guerrero que tu padre salvó de la muerte te ruega que le sigas, ¿rehusarás? —dijo Hiram, que estaba conmovido.

—Sí.

—¿Y si te lo pidiese en nombre de tu madre?

—Rehusaría igualmente.

—Entonces, adiós, Fulvia, no me acordaré más de ti.

—Adiós, Hiram, adiós, hermano —respondió la joven, conteniendo los sollozos que la ahogaban—. ¡Sed felices!

Besó en la frente a Ofir, que lloraba, estrechó la mano de Hermon y después la del guerrero.

—¡Sed felices! —repitió.

En aquel momento Sidonio y Capsa llegaban a la terraza.

—¡Capitán, la escuadra te espera! —gritó Sidonio.

—Aquí estoy —respondió Hiram.

Fegor se retiró a un rincón, llevándose a Fulvia, que sollozaba.

Hiram dirigió a la joven una última mirada, suspiró y bajó la escalera dando la mano a Ofir.

Hermon le seguía triste y taciturno. Pocos minutos bastaron para llegar al puerto, donde se hallaba dispuesta al ataque toda la escuadra.

Reinaba profundo silencio en los muelles y las murallas, aun cuando se hallasen reunidos millares de personas para embarcarse si la tentativa daba buen resultado.

Tampoco se oía el menor rumor en el campamento romano que se hallaba al otro lado del inmenso dique mandado construir por Escipión.

Una barca trasladó a bordo de la capitana a Hiram, Ofir, Hermon y los esclavos que conducían los cofres que contenían las riquezas del amo.

—Coge el timón, Sidonio —dijo Hiram, después de haber hecho dar la señal de partida a la flota—. Ataca a espolonazos y derriba cuantos obstáculos encuentres delante.

Mandó bajar todos los puentes volantes, poniendo detrás de cada uno fuertes piquetes de guerreros para poder rechazar cualquier abordaje, y se movió hacia la boca del puerto delante de la cual se hallaba reconcentrada la escuadra romana, formada en doble línea.

Las naves cartaginesas se hallaban dispuestas en dos líneas para que el choque fuese más poderoso, y avanzaban casi silenciosas, habiendo tenido la precaución los remeros de envolver en trapos los remos.

No se oía más que el susurro del agua al caer de las anchas palas.

Hiram vigilaba desde el castillo de proa.

A sus lados se hallaban Ofir y Hermon, y en torno a ellos los veteranos y los númidas con Capsa.

Llegadas a la boca del puerto, las naves cartaginesas emprendieron una marcha furiosa contra las romanas, que no esperaban ciertamente semejante sorpresa por parte de los sitiados.

El quinquerreme de Hiram, que iba al frente de la flotilla, fue el primero en precipitarse al ataque, con ímpetu irresistible.

De un golpe de espolón destrozó el costado de un trirreme que le cerraba el paso, y en seguida filó a toda fuerza de remos entre la doble columna, embistiendo a diestro y siniestro las naves enemigas, arrancándoles el ancla y empujándolas una contra otra.

Tres naves menores que seguían a la capitana pasaron felizmente a través de aquella brecha, reuniéndose con la primera, pero a las demás les faltó tiempo.

Los romanos se rehicieron al momento de la sorpresa, y dando fuerza a los remos, rechazaron dentro del puerto al resto de la flota cartaginesa. Hiram, con lágrimas en los ojos, contemplaba impotente la derrota. En un rapto de desesperación había propuesto volver atrás y atacar a los romanos por la popa, pero Hermon, Sidonio y Capsa se opusieron enérgicamente a aquel inútil sacrificio, y los cuatro buques escapados de la rota continuaron su veloz carrera hacia levante, con rumbo a Tiro.

La lucha que se entabló entre los buques de los romanos y los de la ciudad sitiada fue tremenda.

Los cartagineses, imposibilitados de huir porque sus barcos no estaban en condiciones de luchar con los poderosos elementos de que disponía la nación enemiga, vieron que había llegado su último momento.

No pocos, aunque extranjeros en su mayor parte, se rindieron a discreción, haciendo entrega de las naves que ocupaban, esperando así por ese medio salvar su vida y tal vez algo del oro y de las mercaderías preciosas que llevaban a bordo.

Su espíritu siempre mercantil aún en aquellos momentos de lucha feroz no los abandonaba y al mismo tiempo que maldecían a los dioses procuraban sacar el mayor partido posible como mercaderes, ya que su espíritu guerrero era casi nulo.

Alguno logró sus propósitos, otros vieron defraudadas sus esperanzas. De la opulencia en que habían vivido durante años, trasladando sus inmensas riquezas de padres a hijos, se vieron en la miseria y tratados como esclavos.

Hiram tenía razón. Había renegado mil veces del mercantilismo de su país y había pronosticado la ruina de su patria, que nunca se preocupó de disponer de un ejército que defendiese los tesoros acumulados tras tantos esfuerzos.

El pueblo de Cartago tocaba ahora las consecuencias.

Algunas naves cartaginesas intentaron una defensa heroica que de nada les sirvió.

Los pocos navios cartagineses que pretendieron resistirse fueron asaltados al abordaje y en breves instantes caían en poder de los romanos.

Mientras esto sucedía en el puerto de Cartago, la nave que conducía a Hiram y a sus amigos y las otras tres que consiguieron evadir el bloqueo se alejaban con toda la rapidez posible. Los remeros no descansaron hasta que los capitanes comprendieron que el peligro de ser perseguidos y alcanzados desapareció por completo.

Hiram, silencioso, sentado sobre la cubierta, con la mirada triste, permanecía sin responder a las palabras cariñosas que le dirigiera su prometida.

Ofir sufría cruelmente, no ya por la pérdida de su patria, sino por ver la desesperación que aquel desastre producía en su amado.

Ni Sidonio ni Capsa lograron tampoco sacarle de su mutismo.

El viejo Hermon, apoyado en la borda, contemplaba silencioso el oleaje, indiferente también a cuanto pasaba a su alrededor.

Ofir, por fin, logró hacer hablar a Hiram.

—¡Mi amado Hiram! ¿No haces ya caso de la mujer que te ama?

—Sí, Ofir mía. Pero el amor que tenía a mi patria era un amor verdadero. Ya ves; pude buscar el medio de huir contigo lejos de esa tierra sobre la que parece que han caído todas las maldiciones del cielo y de los dioses y preferí ofrecer mi brazo y mi espada.

»No me pesa haberlo hecho, aunque arriesgaba el perderte, pero he hecho cuanto humanamente ha sido posible. Los romanos eran más fuertes que nosotros. Disponían de toda clase de armas para combatirnos y nuestros soldados eran mercenarios en su mayoría. Ciertamente que los hijos de nuestro pueblo lucharon valerosamente, pero el valor a veces no basta.

»Las legiones romanas no creo que sean más valerosas que los cartagineses, pero llevan en su abono la costumbre de luchar.

»Los soldados romanos son, en su mayoría, veteranos que han vencido en cien batallas. A nosotros nos faltaba ese ejército disciplinado acostumbrado a las privaciones. Mucho han hecho, pero han demostrado su falta de práctica.

Después de esto calló unos instantes y preguntó a Ofir:

—¿Qué será de Fulvia?

Ofir se estremeció.

—¿La amarías acaso?

—No, Ofir mía, no, bien lo sabes. Mi corazón te pertenece por completo. ¿Por qué ahora esa pregunta que no me explico? ¡Ahora que Fulvia misma ha preferido quedarse con Fegor para morir de hambre o bajo el puñal enemigo!

—¡Oh, por nada!

Y Ofir permaneció silenciosa, no atreviéndose a referir a Hiram su conversación con la etrusca, que tal vez hubiese hecho nacer sentimientos de amor en el pecho del noble guerrero.

Hermon se acercó y dijo señalando a Tiro, cuyo pueblo se distinguía desde la nave:

—Ahí tenéis vuestra nueva patria. Sois jóvenes, ricos, aún os esperan largos días de felicidad. Sólo yo, pobre anciano, moriré pronto con el amargo pesar de la destrucción de Cartago.

Y diciendo esto abrazó a los jóvenes.

XXXI. El incendio de Cartago

Tres días después, Escipión, impaciente por acabar con aquel asedio que extenuaba a sus legiones, envió heraldos ante los muros de Cartago, invitando a los ciudadanos que quisiesen evitar los horrores del asalto, a que salieran y se entregaran a los romanos, en su campamento.

Cincuenta mil personas, en su mayoría mujeres y niños, salieron de la ciudad, poniéndose bajo la protección del cónsul, y entre ellas el generalísimo Asdrúbal, que renegó a última hora de sus deberes de patriota, yendo a implorar clemencia a Escipión. Su mujer, al verle salir con los fugitivos, no quiso sobrevivir a la deshonra y se precipitó con sus hijos desde lo alto del templo de Escolapio al abismo.

Al mediodía los romanos se lanzaban al asalto. No valieron catapultas ni dagas para rechazar a los enemigos, ni de nada sirvió el desesperado valor de los ciudadanos para contenerlos.

Coronadas las murallas, después de haber sufrido terribles pérdidas, se retiraron al foro para defenderse, en último extremo, desde aquella eminencia rocosa.

Entre tanto, prendían fuego los distintos barrios. Los mismos cartagineses habían incendiado sus casas para oponer entre ellos y sus despiadados enemigos una barrera de fuego.

Ardían también los templos por obra de los desertores, pues no esperaban misericordia del procónsul; había prerromanos que militaban en las filas de los mercenarios y que habían preferido buscar la muerte en una oleada de fuego.

El asalto del foso fue espantoso. Las tres avenidas que conducían a aquella altura estaban obstruidas por cadáveres de cartagineses, y aquélla fue la última defensa opuesta por los míseros.

¡Después comenzó la horrenda matanza!

Entre tanto, Fulvia asistía impasible a la destrucción de la ciudad desde el terrado del palacio de Hermon.

En vano, Fegor, que veía avanzar el fuego por aquella parte destruyéndolo todo, y a los romanos sembrando el exterminio por doquier, había tratado de arrastrarla consigo, esperando encontrar alguna salida.

La etrusca se había negado resueltamente a seguirle.

—No ha llegado aún el momento —decía—; quédate a mi lado. Quiero mirarte al fulgor del incendio.

—¡No ves, niña, que estamos rodeados de fuego! —rugía el espía, loco de terror.

—El palacio de Hermon es demasiado sólido para hundirse.

—Te digo que pronto se hundirá.

—Te equivocas, Fegor. ¡Mira qué soberbio espectáculo!, ¡míralo, Fegor! Ven, ven a mi lado, Fegor, y estréchame entre tus fuertes brazos.

—Estás loca, Fulvia… Buscas la muerte.

—¡Muramos juntos!

—Yo quiero vivir para amarte, y no morir.

—Mira, Fegor, mira.

El espía, a pesar suyo, se había acercado al parapeto de la terraza, sobre la cual pasaba una nube de densísimo humo.

Toda la ciudad estaba entre llamas, y centenares de casas se desmoronaban con estruendo, sepultando a los habitantes refugiados dentro para huir de las espadas romanas.

Levantábanse por doquier espantosos aullidos, y en las murallas millares de fugitivos acometidos por los romanos se lanzaban al vacío, blasfemando contra la barbarie romana.

Fulvia se acercó a Fegor, estrechándole fuertemente entre sus brazos y apoyando su cabeza sobre uno de sus hombros.

—¡Soberbio espectáculo!, ¿no es verdad, Fegor? —exclamó la joven con un tono de voz que hizo estremecer al espía—. ¡Qué horrible debe ser la muerte entre las llamas!

—Si la temes, huyamos —gritó el desgraciado.

—Espera, espera aún, amor mío, y luego nos iremos.

—¡Sería demasiado tarde! El fuego nos cerca… ¡Fulvia!, ¡huyamos!, ¡huyamos! ¡Tengo miedo!

—¡Tú que siempre te has mostrado tan enérgico!

En el mismo momento se oyeron horribles gritos en los pisos bajos del palacio. Eran los esclavos que a voz en cuello prorrumpían en clamores de:

—¡Fuego!, ¡fuego!

Fegor, semiasfixiado por el humo, hizo un desesperado esfuerzo para librarse de la presión de Fulvia, pero ésta, ferozmente, le sujetó con más fuerza todavía.

—¡Huyamos! ¡Suéltame, Fulvia! —gritó Fegor, mientras una segunda nube lo cubría todo y se levantaban gigantescas llamas en torno a la plataforma.

—¡Sí, cuando el fuego nos haya consumido a ambos! —respondió la etrusca, con voz terrible—. ¡Mataste a mi madre y yo te arrastraré al báratro flameante, miserable! ¡Yo muero, pero también morirás tú!

—¡Perdón, Fulvia!

—No, quiero tu vida —respondió la etrusca, reforzando su presión—. Pero sabe, antes de que mi cuerpo se consuma, que te he odiado siempre y que no he amado más que a un solo hombre: Hiram.

Un sollozo le desgarró el pecho y fue el último.

Un instante después, la terraza se desmoronaba, arrastrando a ambos a aquel, mar de fuego.

¡Cartago ya no existía!

Conclusión

Han pasado algunos meses.

Los cartagineses, escapados en los cuatro buques, gracias al valor y a la sangre fría de Hiram, llegaron felizmente a Tiro.

Allí, los que habían conservado sus riquezas emprendieron nuevas empresas que prometen rendirles pingües beneficios.

El espíritu mercantil, que les sirvió primero para enriquecerlos y que después causó la ruina de su patria, sirvió nuevamente para engrandecerlos y aumentar sus tesoros.

El viejo Hermon ha muerto.

Ofir e Hiram, ya casados, atendieron solícitamente al anciano en sus últimos momentos. Su vida se extinguió lentamente, conservando todas sus facultades y sin dejar de lamentar la equivocación de toda su vida. ¡Proteger a los comerciantes y despreciar a los guerreros!

Ofir e Hiram le consolaban.

Tiempos mejores podían llegar.

Hiram, como queda dicho con anterioridad, disponía de grandes riquezas que podía ahora aumentar para emplearlas más tarde, según su pensamiento, en nuevas empresas guerreras o en la fundación de una nueva Cartago que despertase mayor envidia que la ciudad destruida por el pueblo romano.

Para realizar este proyecto, Hiram tomaba sus medidas. La nueva ciudad que proyectaba se construía bajo sus auspicios, y los habitantes, disfrutando de libertad grande, se dedicarían al comercio y a la industria, medio de poseer oro para organizar ejércitos y resistir a los pueblos envidiosos, y el famoso capitán que tantas pruebas de valor diera a las órdenes de Aníbal y después para conquistar a Ofir, procuraría instruirlos en las artes de la guerra; no quería de ningún modo que el nuevo pueblo sucumbiese como había sucumbido Cartago.

Mientras estos deseos se realizan, Hiram y Ofir son felices.

Alguna vez el valeroso guerrero ha recordado a Fulvia, lamentando su decisión de permanecer al lado del traidor Fegor.

Ofir, en estos casos, enmudece. Por nada del mundo relatará a su esposo la conversación que tuvo con la etrusca…, ya que todo el presente les sonríe y tal revelación podría enturbiar su dicha.


Publicado el 22 de agosto de 2019 por Edu Robsy.
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