La Perla Roja

Emilio Salgari


Novela



PRIMERA PARTE. LA PERLA ROJA

1. EL ESPÍA DE LA PENITENCIARÍA

—¡Espía!

—¡Yo espía!

—¡Bandido!

—¡Calla, animal malabar; calla!

—¡Atrévete a negarlo!

—¡Ah! ¿Conque soy espía?

—¡Soplón de los vigilantes! ¡Asesino, por cuya causa, sin que tengamos culpa alguna, nos zurran con el gato de las nueve colas!

—¿Quieres concluir ya?

—¡No; no quiero! Mientras viva no me cansaré de llamarte ¡espía!, ¡espía!, ¡espía!

—¿Es decir, que quieres que te rompa los huesos?

—¡Haz la prueba!

—¿Me provocas porque está de tu lado el hombre blanco? ¡Pues te advierto que a los dos os pongo más blandos que un limón estrujado! ¡Al Tuerto, al más temido luchador de Ceylán, nadie se le ha puesto delante!

—¡Para ti me basto y me sobro yo solo; un malabar no teme a cien cingaleses juntos!

—¡Pero al Tuerto, sí!

—¡Pues yo voy a ser el que te rompa los hocicos y envíe tus dientes a pasear por el bosque! ¡Serás la delicia de las culebras de capucha!

—Malabar, ¿quieres concluir?

—¡No, espía; porque tú eres el espía del baño!

De los labios del cingalés se escapó una blasfemia espantosa.

—¡Maldito sea Buda si no te mato! ¡Esto es demasiado! ¡Basta!

—¡Tú estabas escuchando lo que decíamos!

—¡Mientes!

—¡Y, además, te acercaste a mí y al hombre blanco arrastrándote como una serpiente! Ya sabemos todos que eres el Benjamín de los vigilantes y del comandante, ¡perro cingalés!, y que por eso no has probado la cadena doble.

—¡Te mato! ¡Es preciso que te mate! ¿Espía? ¡Bueno! ¡Pues sí! Yo te tenía entre ojos, y, si quieres, te diré lo que he oído que decías al hombre blanco. ¡Ah, ah! ¿Conque el europeo que desdeña hablar conmigo, como si no fuese un presidiario como los demás, quiere escaparse? ¡No tenga cuidado: yo estaré allí en el momento oportuno para impedírselo!

Un aluvión de blasfemias y de aullidos hizo coro a las audaces y comprometedoras palabras del cingalés.

—¡Malabar, pega a ese espía! —gritaron a unas quince o veinte voces.

—¡Es hora ya de concluir con ese bribón!

—¡Anda, malabar; pégale!

—¡Ah! ¿Conque todos contra mí? —rugió furioso el Tuerto—. ¡Bueno: pues nos veremos, chacales asquerosos! ¡A cada uno de vosotros os daré lo vuestro a su tiempo! ¡Yo os haré saber lo que pesan los puños cingaleses!

—¡Anda ya; comienza por mí! —Gritó el malabar.

—¡Veremos si gritas tanto dentro de cinco minutos! ¡Despacha! ¡El asunto debemos haberlo terminado antes de que lleguen los guardianes!

—¡Pues toma! —bramó el cingalés, avanzando con los puños recogidos sobre el pecho.

Esta escena se desarrollaba en un pequeño claro que se abría en medio de los bosques que rodeaban la penitenciaría inglesa de Port-Cornwallis, fundada por el Gobierno anglo-indio para los presidiarios peligrosos en las costas orientales del Norte Andamana, en el golfo de Bengala. Este establecimiento, que a los diez o doce años de haberse fundado se suprimió por causa de lo mortífero del clima, que diezmaba de un modo horrible la población penal y a los empleados, estaba floreciente en 1850.

Unos veinte hombres, en su mayor parte indios y cingaleses, se hallaban reunidos en aquel pequeño claro del bosque, aprovechando el descanso del mediodía y la ausencia de los guardianes, quienes habían preferido echar un sueñecito en las hamacas del cobertizo, seguros de que ninguno de los vigilados se aprovecharía de la ocasión para escaparse, pues hasta entonces los indígenas habían mostrado para ayudarlos pésimas disposiciones.

Los dos hombres que primero se acometieron de palabra, y que se preparaban a molerse las costillas recíprocamente no obstante lo riguroso de los reglamentos y el miedo al terrible gato de las nueve colas (el espanto de los marineros ingleses), eran dos campeones capaces de disputarse la victoria durante mucho tiempo.

El que había promovido la cuestión, y a quien llamaban el malabar, era un indio de atléticas formas, de cerca de seis pies de estatura, con torso de gorila, brazos musculosos, sin ser exageradamente gruesos, mirar franco y atrevido y facciones más bien finas, que revelaban en él a un descendiente de las castas privilegiadas de la gran península indostánica.

Su adversario, que se hacía nombrar el Tuerto porque, en efecto, le faltaba el ojo izquierdo, y que se declaraba cingalés, era mucho más bajo de estatura; pero el enorme desarrollo de su cuerpo superaba en mucho al del otro. Tenía la cabeza de formas pesadas, quizás demasiado gorda; los ojos, ligeramente oblicuos, que delataban la mezcla de raza; la cara, marcada por las viruelas, de modo que parecía una espumadera; cuello de toro, espaldas de gigante, y formidables y musculosos brazos que terminaban en unos puños que parecían mazas.

Ambos se quitaron la chaqueta y las alpargatas que la Administración de la penitenciaría daba a aquellos desgraciados, y se quedaron tan sólo con los pantalones de tela amarilla. En el pecho de los contendientes se veían muchos y bonitos tatuajes representando serpientes, hojas, ídolos y animales.

—¡Dale, malabar! —gritaron por segunda vez los espectadores—. ¡Ese espía merece un correctivo!

Con su único ojo arrojó el cingalés sobre los penados una mirada de tigre, en tanto que el malabar alargaba las piernas y se cubría con los brazos la cara y el pecho.

Iban a lanzarse uno sobre otro, cuando se abrió violentamente el círculo que formaran los espectadores, y un nuevo personaje se puso al lado del malabar, diciéndole:

—¡Déjame a mí, Palicur! ¡También yo tengo que saldar una cuenta antigua con ese cingalés!

Así como todos los otros eran indios y cingaleses, el recién llegado era un europeo de cerca de treinta años, con la epidermis bronceada como la de las gentes de mar, tono especial que solamente adquieren los que navegan bajo los calores tropicales azotados por los vientos salinos. Sus ojos, de color azul intenso, revelaban honda tristeza; su estatura no era tan alta como la de ambos adversarios, pues apenas si rebasaba de la media, aunque no por eso dejaba de ser esbelto; su tono parecía vigoroso, sus brazos mostraban una musculatura fortísima, y en ciertos momentos debían de desarrollar un vigor poco común.

Al pronunciar aquellas palabras había tirado el amplio sombrero de paja que le resguardaba de los ardientes rayos del Sol, mostrando una hermosa frente, amplia, surcada por varias arrugas prematuras y guarnecida por una espesa cabellera muy oscura.

—¡Déjame hacer a mí, Palicur! —repitió, tomando la clásica postura de los boxeadores ingleses—. ¡Los cingaleses no me dan miedo!

—¡No, señor! —contestó el malabar—. ¡No se comprometa usted con ese canalla!

—¡Señor! —Dijo socarronamente el Tuerto—. ¿Cuánto te da al mes, malabar? ¡No sabía que fueras su criado!

El europeo echó una mirada de desprecio al miserable, e hizo ademán de írsele encima; pero el malabar se le puso delante con un movimiento rápido.

—¡No, nunca!, no quiero que usted se meta con ese hombre, que es el más fuerte de la casa y al que solamente yo puedo hacer frente. Usted me salvó una vez de entre las mandíbulas de un cocodrilo; le debo a usted la vida, y mi deber ahora es defenderle. Si este hombre me matase, no importaría tanto como si le matara a usted.

—¡Sí, señor; deje usted al malabar! —dijeron a coro los espectadores, que parecía que profesaban cierto respeto a aquel hombre, aun cuando era un penado como ellos.

El europeo vaciló un momento, pero al fin dio dos pasos atrás diciendo:

—Esperaré a que me toque el turno. ¡Ese espía debe llevar hoy una paliza soberana, y la llevará, bien sea de Palicur, bien sea de mí!

—¿Habéis concluido ya vuestra charla? —preguntó el cingalés, que comenzaba a perder la paciencia—. ¿O es que esperáis a que despierten los vigilantes?

—¡Aquí estoy! —dijo el malabar enderezándose de pronto y largando un formidable puñetazo, que cayó en el vacío, pues el cingalés dio un rápido salto atrás.

El círculo formado por los espectadores se ensanchó para dejar mayor espacio a los que luchaban.

A la lluvia de invectivas e insultos sucedió un profundo silencio, que interrumpía únicamente el chillido lamentable y molesto de una pareja de monos subidos en las ramas de un espeso plátano. Parecía que todos contenían la respiración para no perder el más pequeño detalle de aquella lucha, que tomaba los caracteres de un terrible combate, cuyo final podía ser la muerte de uno de los adversarios.

Habiéndole fallado el primer golpe a Palicur, éste se apresuró a ponerse en guardia, y se sostenía muy erguido, mostrando toda su magnífica estatura de atleta, mientras que el cingalés, en cambio, que debía de estar meditando algún golpe de sorpresa, se replegó sobre sí mismo cubriéndose el cuerpo con los puños y los brazos.

Durante algunos instantes estuvieron mirándose los dos adversarios; pero enseguida el malabar se lanzó bruscamente diciendo:

—¡Tuerto, te he comprendido; toma!

Disparó su formidable puño, e hirió al cingalés en medio del pecho, que resonó como si fuese una gran caja vacía. Si aquel cuerpo no hubiera sido más que robusto, seguramente hubiera cedido ante tan rudo golpe.

El Tuerto hizo una mueca y se apretó los labios para no dejar escapar un grito de dolor; enseguida descargó uno tras otro siete u ocho puñetazos, que el malabar recibió sin conmoverse en los antebrazos.

—¡Ah! ¿Pierdes la calma? —exclamó con voz tranquila el indio—. ¡Y pierdes inútilmente el tiempo, Tuerto! ¡Los brazos de los pescadores de perlas pueden resistir hasta martillazos!

El espía lanzó un rugido de ira.

—¡Qué! ¿No voy a poder deshacerte, cochino malabar? —rugió—. ¡Pues has de caer; te lo aseguro!

Dio tres pasos atrás volviendo a replegarse sobre sí mismo. El malabar, que no quería dejarle tiempo para preparar algún otro recurso del juego, dio un salto hacia adelante para embestirle, cuando de pronto recibió en plena cara un puñetazo que le hizo tambalearse y arrojar sangre por las narices.

El europeo había cantado victoria creyéndole perdido; pero el pescador de perlas se repuso inmediatamente. Cayó sobre el cingalés, que iba a volver a enderezarse, le abrazó por la mitad del cuerpo, y haciéndole perder tierra, le zarandeó vigorosamente.

El Tuerto, que no esperaba aquel ataque que convertía el pugilato en una lucha, opuso primero resistencia; pero comprendiendo que iban a derribarle, dobló una rodilla sobre el vientre del malabar, que se vio obligado a dejarle.

Entonces se empeñó una lucha desesperada entre los dos atletas. Se agarraban a la vez, se golpeaban de un modo formidable, se agachaban o se erguían intentando derribarse.

Resollaban, chorreaban sudor, y no daban el más ligero grito, para no despertar a los vigilantes que dormían no muy lejos de allí, bajo el cobertizo de la leña.

El cingalés seguía oponiendo una resistencia furiosa, aun cuando ya se echaba de ver fácilmente que concluiría por quedar derrotado. Sus fuerzas se agotaban a toda prisa, mientras que el malabar reservaba las suyas para el último momento.

El europeo seguía con gran atención y con el mayor interés las diversas fases de la lucha, animando de cuando en cuando al pescador de perlas, ya con una mirada, ya con una seña.

Los otros espectadores apostaban, no dinero, pero sí sus escasas raciones.

Hacía ya cuatro o cinco minutos que duraba la lucha, más obstinada por momentos, cuando el malabar, que había logrado libertar la mano derecha, descargó un terrible puñetazo en el cráneo de su adversario. Éste se replegó bruscamente, atontado por aquel golpe, que le había resonado dolorosamente en el cerebro.

Bastó aquel pequeño instante de vacilación para que el pescador de perlas se aprovechase de él. Levantó al Tuerto entre sus poderosos brazos, le tuvo suspendido un momento, y enseguida le arrojó a diez o doce pasos de distancia, yendo a caer en medio de un gran montón de maleza.

—¡Concluye con él, malabar! —exclamaron los espectadores—. ¡Deslómale para toda su vida!

Palicur había levantado el puño para darle una tremenda lección cuando resonó a poca distancia una voz amenazadora que decía:

—¡Quieto, o te salto los sesos!

Un hombre vestido de tela blanca y que llevaba en la cabeza un casco de corcho envuelto en una gasa se abrió paso por entre los espectadores llevando en la diestra una pistola de dos cañones, que asestó resueltamente al malabar.

Era uno de los vigilantes de la colonia penal, a quien seguramente habían despertado los últimos gritos que lanzaron los penados.

Al oír aquella voz amenazadora Palicur bajó el puño y se volvió hacia el vigilante, diciéndole:

—No hacíamos nada malo. No hemos hecho otra cosa que probar sencillamente nuestras fuerzas en una partida de lucha.

El Tuerto se había aprovechado de la sorpresa para escurrirse por entre la maleza y ponerse en salvo, colocándose al lado del vigilante.

—¡Ha mentido ese perro malabar! —gritó—. ¡Quería matarme, porque dice que soy un espía!

—¡Bufón! —gritó el europeo.

—¡Eres más cobarde que un chacal!

—¡Will, cállate tú! —dijo con rudeza el guardián—. ¡Tú no tienes más derecho que los demás para hablar, y yo no te he interrogado!

—¡Pero si es que ha mentido el Tuerto! —gritaron a coro los espectadores.

—¿Y por qué destila sangre por la nariz Palicur? —preguntó el vigilante.

—¡Porque me caí! —respondió el malabar.

—¡No es verdad! —bramó el cingalés—. ¡Me agredió, y yo al defenderme le di un puñetazo! Con él estaba también el europeo. Le aconsejo, señor Bek, que no los pierda de vista, porque los he sorprendido planeando la fuga. Ese ha sido el motivo de haberme agredido ambos.

Un griterío de voces coléricas acogió las palabras de aquel bribón. Todos los penados tendieron hacia él los puños y se lanzaron hacia adelante en actitud amenazadora, dispuestos a hacerle pedazos.

El vigilante se interpuso prontamente cubriendo al cingalés y tiró de la daga que llevaba en el cinturón, empuñando la pistola con la mano izquierda.

—¡Quietos, miserables! —gritó—. ¡El primero que se acerque, es hombre muerto!

En seguida dio un largo silbido, el silbido de alarma reclamando la presencia de los polizontes ingleses.

Pronto otros cuatro vigilantes armados con fusiles desembocaron por entre los cercanos grupos de árboles y por entre la espesura, colocándose al lado de su compañero.

Los penados, que parecían hallarse dispuestos a lanzarse contra el cingalés y su protector, al ver llegar aquel refuerzo se detuvieron. Únicamente el europeo dio algunos pasos adelante, diciendo con voz grave:

—Señor Bek, espero que no creerá usted lo que ese miserable cingalés ha dicho. Nadie le ha agredido: puede usted creer la palabra honrada de un hombre de mar.

—Tú eres un presidiario lo mismo que todos, y tu palabra no tiene más valor que la de ellos, aun cuando, como yo, seas inglés —contestó el vigilante.

Un relámpago iluminó la mirada de Will, y una palidez mortal le cubrió el rostro.

—¡He sido —dijo con voz alterada— un hombre de honor! ¡Si he matado a mi sargento de armas, lo hice obligado, impulsado por un momento de locura! ¡Usted lo sabe! Me condenaron: ¡sea!; pero esta condena no me ha hecho olvidar que soy el leal y honrado contramaestre del Britannia.

La expresión dura, casi despreciativa, que se leía en la mirada del guardián fue desapareciendo poco a poco.

—¡Te creo! —dijo con acento algo dulcificado—. Pero tengo la obligación de encerraros a los tres en las celdas de rigor hasta que se hayan esclarecido los hechos, y yo no puedo faltar al reglamento.

—¡Pues hágalo usted! —dijo secamente el contramaestre del Britannia alargando las muñecas—. ¡Maniatadme!

El vigilante hizo una seña a sus hombres, los cuales se apresuraron a encadenar los brazos del europeo, del malabar y del cingalés.

—¡Al depósito —dijo así que terminaron la operación—, y haced fuego contra el que intente huir!

En seguida, volviéndose hacia los otros penados, añadió con tono que no admitía réplica:

—¡Vosotros, a trabajar: ha terminado ya la hora del descanso!

Y mientras en el bosque retumbaban los hachazos de los penados y caían al suelo con estrépito los resinosos troncos de los dammar, los tres prisioneros, escoltados por dos guardias, caminaban hacia Port-Cornwallis.

2. UN DRAMA CINGALÉS

La penitenciaría de Port-Cornwallis, llamada más tarde el «cementerio de los europeos» por lo mortífero del clima debido a las grandes y continuas lluvias y a los inmensos bosques que cubren aquella isla, nunca llegó a ser una gran colonia penal como las australianas o la de Norfolk.

Fundada en la costa oriental de la isla más septentrional del grupo de las Andamanes y en la orilla de una profunda escarpadura, vivió lánguidamente, sin poder engrandecerse jamás, bien fuese por la vecindad de las costas de Birmania, pues la isla se encuentra frente a las bocas del Irawadi, lo que hacía fácil la fuga de los penados, bien por la violencia de los vendavales del Sudoeste, que casi imposibilitaban la arribada de los trasportes del Estado, bien por los grandes calores que alternaban con aguaceros furiosos; todo lo cual reducía en breve tiempo a los vigilantes de la colonia a un estado tal, que los obligaba a repatriarse más que aprisa.

En 1850, cuando hacía pocos años que se había fundado el establecimiento, se componía tan sólo de unas cuantas barracas para los penados, de un cuartel, de una prisión y de un hospital, el cual estaba siempre muy nutrido de enfermos. Su guarnición no excedía de cincuenta hombres, encargados de la vigilancia de trescientos o cuatrocientos penados, casi todos indios y cingaleses.

El único trabajo de aquellos desdichados era la tala de los enormes bosques que cubrían la isla, preparando de este modo campos para los futuros colonos; así, pues, la única explotación que aprovechaba el Gobierno anglo-indio era el comercio de las maderas más apreciadas, las cuales se embarcaban de cuando en cuando para la madre patria, escogiéndose especialmente las que se emplean en las construcciones navales.

No podían establecer ninguna relación con los indígenas, a pesar de los esfuerzos de los gobernantes de la colonia penal para que construyesen sus viviendas en derredor de la bahía. Aquellos isleños, desconfiados por naturaleza, se mantuvieron inaccesibles a toda tentativa de civilización y de amistad, conservándose salvajes y con las armas siempre dispuestas.

No incomodaban a la colonia, aun cuando no viesen con buenos ojos que aquellos extranjeros se asentaran en su isla. Ocultos en sus húmedos bosques, estaban dispuestos en todo momento a rechazarlos si se hubiesen decidido a entrar por el interior, y a caer encima de los penados, los cuales, sabiendo que de aquellos brutos no habían de obtener ni la vida, se guardaban mucho de huir tierra adentro.

Así fue viviendo la colonia, sin que ocurrieran más sucesos que aumentar continua y rápidamente el número de cruces en el pequeño cementerio, al cual iban a reposar para siempre los presidiarios y sus vigilantes.

La frecuencia de las defunciones dio mucho en qué pensar al Gobierno inglés, y le obligó años después a volver a dejar la isla a sus primitivos poseedores.

El contramaestre del Britannia y el malabar se encontraron juntos media hora después de la escena del bosque, encerrados en una celda de la penitenciaría, especie de camarote de dos metros cuadrados que el Sol de fuego de aquellas latitudes convertía en un verdadero horno, encadenados uno junto a otro sobre el desnudo tablado, de tal modo que ni siquiera, podían sentarse.

Después de haber dejado al alcance de su mano una especie de cazuela llena de agua y dos medios panes de maíz, los guardianes se marcharon saludándolos con un irónico «¡descansad, muchachos!», y cerrando con gran cuidado la puerta, hecha con gruesísimos tablones de tek que solamente podría hacer saltar un cartucho de dinamita.

—¡Lástima que no haya podido matarle! —dijo el malabar así que el rumor de los pasos se perdió en el fondo del corredor—. ¡Señor Will, ese hombre desbaratará nuestros planes, y la fuga se hará difícil!

—Pues es preciso que yo salga de este infierno; ¡es necesario!

—¡Es que si yo no tuviese la esperanza de poder evadirme un día cualquiera, me mataría estrellándome la cabeza contra una peña!

—¡Cualquiera diría que tienes más prisa que yo! —contestó el contramaestre—. ¡Y eso que he observado que los indios son los que menos intentan la fuga, pues se resignan con su suerte más fácilmente que los demás!

—Es verdad, señor Will —contestó el malabar—; pero es que ésos no tienen un motivo imperioso que los empuje.

El europeo volvió la cabeza y miró fijamente al pescador de perlas, sorprendido por la expresión de dolor que se trasparentaba en el rostro del hércules.

—¿Qué es lo que empuja para intentar la evasión? ¿Es el deseo de volver a verte entre los pescadores de perlas y respirar libre la brisa del mar, u otro motivo más grave? —preguntó—. No me has dicho por qué te atormenta con tanta insistencia el sueño de la libertad.

—Ya se lo hubiera dicho, señor Will, si ese condenado de cingalés no hubiera ido a interrumpir nuestra conversación. Me había decidido a contar a usted esta historia mía, hasta ahora ignorada por usted.

—Me dijeron que te han metido en esta penitenciaría porque en la bahía de Aripo mataste a un sacerdote de Buda. ¿Es cierto?

—¡Cierto! —contestó el malabar tristemente—. Le maté de tres puñaladas en las escaleras de la pagoda; ¡y si algún sentimiento tengo, es no haber podido darle cincuenta! ¡Aquel hombre merecía cincuenta veces la muerte!

—Adivino en tu vida una historia dolorosa —dijo el contramaestre—, algún drama terrible.

—Cierto, señor; es verdad —contestó el pescador de perlas—. ¡Soñar con ella, verla continuamente, oír siempre aquel grito, y estar aquí, en este infierno! ¡Es imposible que yo pueda resistir! ¡Es demasiado! ¡Es preciso que me escape!

Un ronco sollozo ahogó las últimas palabras del pescador de perlas, y sus ojos se llenaron de lágrimas. El desgraciado galeote parecía acometido por un dolor intenso que le desgarraba el corazón.

—¡Juga mía! ¡Juga mía! —exclamó por fin rompiendo a llorar—. ¡Y no tener libertad ni la perla roja!

—¡Palicur, cálmate! —dijo el contramaestre, que se hallaba hondamente conmovido ante el dolor del malabar—. ¿Quién es esa Juga? ¿Qué es eso de la perla roja? ¿Qué drama terrible hay en tu vida? Aun cuando seas indio y yo europeo, puedes considerarme como hermano tuyo. Ya te he dado una prueba de ello hace ocho días, cuando te salvé de las fauces del cocodrilo que estaba a punto de merendarte las piernas.

—¡Si; es verdad, señor Will: es usted demasiado bueno! —respondió el pescador de perlas—. ¡Le debo a usted la vida, le considero como un segundo padre, y por eso quiero contárselo todo! ¡Además, usted me prometió unir sus esfuerzos a los míos para escapar de este lugar de infamia!

—No creas que tengo menos deseos que tú de irme de aquí, mi pobre Palicur —respondió el europeo—. Los hombres de mar se adaptan mal a vivir en penitenciarías, y la existencia que llevo hace trece meses no puedo soportarla. ¡También yo tengo sed de libertad, de aire puro, y de volver a pisar un barco!

—Entonces, escúcheme, señor Will. Aun cuando no nos conozcamos sino desde hace ocho días, tengo en usted absoluta confianza, y estoy seguro de que no revelará a nadie mi secreto. Aquí no faltan cingaleses que serían capaces de notificar mi fuga a los sacerdotes de Candy y ponerlos en guardia.

—¿Qué historia es la que vas a contarme? —preguntó el contramaestre, a quien aquel preámbulo le había excitado vivamente la curiosidad.

—Ante todo, no crea usted que soy un simple pescador de perlas. Mis padres fueron en sus tiempos los soberanos de Calicut, a quienes arrojó la Compañía de la India después de haberlos vencido y depuesto por no haber querido aceptar su protectorado, con el cual se privaba de toda libertad a la península malabar.

»Despojados de su fortuna y de sus posesiones, emigraron a la India meridional; allí rodaron los últimos escalones de la suerte y de su grandeza, hasta que el último príncipe, que era mi padre, tuvo que convertirse en pescador de perlas para atender a su subsistencia.

—Ya se me había ocurrido que debías de pertenecer a alguna de las altas castas, por la pureza de línea de tus facciones —dijo el contramaestre del Britannia—. ¡Prosigue!

—Muerto mi padre por un tiburón que le partió en dos mientras recogía perlas en el estrecho de Manar, tomé el mando de su barca y me trasladé a las costas de Ceylán, donde, según decían, se encontraban las perlas más hermosas y se ocultaba la famosa perla roja robada hace años de la gran pagoda de Candy, en la cual la lucía la gran estatua de Godama.

—¿Una perla roja? —exclamó Will.

—Sí; pero de eso ya le hablaré a usted pronto —dijo el malabar—. En Nigamuwa conocí a Juga mientras exploraba los bancos perlíferos.

—¿Quién era?

—¡La muchacha cingalesa más hermosa que había visto hasta entonces! ¡Tan bella, que todos la deseaban y todas la envidiaban! Su padre era también pescador de perlas, y cuando se hizo cargo de nuestros amores no puso obstáculo alguno para que fuese mi prometida; únicamente me exigió que reuniera doscientas rupias y que se las diese como precio del matrimonio.

»Había reunido la suma, y me creía ya próximo a ver realizado mi sueño, cuando de golpe un acontecimiento inesperado destruyó todas mis esperanzas.

»Se celebraba en Candy la fiesta de Godama, y todos los habitantes de la costa se dirigían en peregrinación hacia el monte Hamales, en cuya cumbre, como usted sabe, hay un árbol consagrado al dios de los cingaleses, y donde se ve también la huella de un pie gigantesco que se supone dejó allí el dios al lanzarse al Cielo después de haber realizado sus novecientas noventa y nueve metamorfosis.

—Y nosotros, los europeos, decimos que esa huella la dejó Adán al pasar a la India antes de abandonar aquella isla maravillosa, que se ha creído que fuese el Paraíso terrenal —dijo sonriendo el contramaestre.

—El padre de Juga —continuó el malabar—, ferviente budista, me había pedido permiso para llevar a Candy a mi prometida con objeto de que asistiera a las grandes procesiones y de que recibiese la bendición del dios; yo se lo concedí, no previendo que aquel viaje había de sernos fatal a mí y a la muchacha. ¡Ay de mí! ¡No debía volver la elegida de mi corazón!

—¿Te la robaron?

—Sí; pero escúcheme, señor Will. Después de las fiestas de Candy su padre quiso seguir a los peregrinos que se dirigían a visitar el famoso árbol de Annaro Agburro, que, según las tradiciones más antiguas, lo trajo un huracán de países muy lejanos, arraigando donde hoy se encuentra para poder servir de refugio a Godama.

»Hay en aquel lugar una pagoda célebre donde reposan los antiguos bajaes de Candy que han merecido el honor de ser enterrados en aquella tierra santa por haberse distinguido en actos de piedad elevando estatuas y templos en honor del dios protector de la isla. Ésta hallase habitada por sacerdotes y sacerdotisas, escogidas las últimas entre las muchachas más hermosas del país.

»Para proveerse de sacerdotisas los monjes esperan el día en que se lleva en procesión la colosal estatua de Godama; se ocultan entre la muchedumbre de espectadores, y escogen a su gusto las muchachas que han de ser destinadas a esposas del dios.

»Nadie puede hacerles resistencia, ni la joven, ni la familia, pues no las salvaría protesta alguna. Una vez cogida por los monjes una joven, está perdida.

»Por otra parte, los padres nunca intentan oponerse: antes al contrario, se tienen por muy honrados con que sus hijas vayan a servir al dios, pues así creen que se aseguran la protección del Cielo, la remisión de los pecados y un puesto en el nirvana en la hora de la muerte.

»La desgracia quiso que uno de aquellos tiruvanska —así se llaman los sacerdotes cingaleses— echase la vista encima a Juga, que estaba al lado de su padre.

»La belleza y la juventud de Juga habían llamado ya la atención de las gentes que la rodeaban; así es que a un solo gesto del tiruvanska se arrojaron sobre mi prometida cuatro o cinco peregrinos, y se la llevaron hacia un carro donde ya se encontraban otras futuras esposas de Godama.

»Por la tarde ya estaba prisionera en la pagoda. Su padre dio el consentimiento, espantado por los horribles castigos con que le amenazaban los sacerdotes en esta vida y en la otra.

»Cuando volvió a la costa para darme cuenta de lo que había sucedido, ya no parecía sino una sombra de sí mismo: tan grande era su dolor al verse privado de aquella hija, a quien amaba con locura por ser única, y tanta era la amargura que le producía tener que presentarse a mí y darme la terrible noticia.

»El pobre padre murió tres días después de un ataque al corazón. Yo también caí malo, y estuve al poco tiempo entre la vida y la muerte.

»Apenas curado marché a Annaro Agburro, resuelto a sacar a Juga de manos de los monjes. En efecto; una noche que azotaba la montaña una tempestad furiosa, pude introducirme en la pagoda y encontrar a la mujer amada.

»Creyendo que nadie me había visto, la conduje fuera del templo, donde nos esperaban dos caballos velocísimos; pero en aquel momento dieron voces de alarma.

»En menos que lo cuento me cayeron encima una docena de monjes, los cuales me arrancaron la joven a viva fuerza.

»Ciego de rabia, saqué de la faja mi cuchillo de pescador, y poseído de locura tiré dos o tres golpes; pero pronto me vi arrojado a tierra, desarmado y atado.

»Quince días después me enviaron a las autoridades inglesas de Colombo, imputándoseme la muerte de un sacerdote y las heridas de otros dos.

»Fue vana toda defensa: me condenaron a doce años de relegación, y me trajeron a este infierno.

El contramaestre le había escuchado sin interrumpirle. Puso una mano en un hombro del pobre malabar, que se había quedado completamente abatido y que lloraba en silencio, y le dijo con dulzura:

—¡Nos escaparemos, Palicur, e iremos a libertar a la muchacha!

—¡Es una empresa muy difícil, señor! —respondió el malabar tristemente—. ¡Sería preciso que yo recobrase la perla roja!

—Pero ¿qué perla es ésa? ¿Qué tiene que ver con esta historia?

Iba a contestar Palicur, cuando resonaron en el corredor pasos pesados de gentes que se acercaban.

—¡Los vigilantes! —dijo el contramaestre—. ¡Mala señal!

Se abrió la puerta, y tres vigilantes a las órdenes de un sargento, todos armados de fusiles con las bayonetas caladas, entraron en la celda.

Por lo severo del aspecto y lo ceñudo del sargento comprendieron enseguida los dos penados que la partida de puñetazos no había terminado con la voltereta del Tuerto.

—¡Coged a ese hombre! —dijo el jefe indicando al malabar.

—¿Adónde queréis llevarme? —preguntó Palicur con voz tranquila y mirando irónicamente a los cuatro guardianes.

—¡A que te hagan sentir las delicias del gato de nueve colas! —contestó el jefe—. Con veinticinco latigazos te acariciarán las costillas, y te enseñarán a respetar a tus compañeros de trabajo.

—¡Y a respetar a los espías! —añadió de un modo burlón el contramaestre del Britannia—. ¡Esas son personas sagradas!

—¡Tú cierra el pico-gritó el jefe, —y da gracias porque no pruebas también las nueve colas!

—Por lo menos, ¿me hará el Tuerto compañía? —preguntó Palicur, que no mostraba haberse conmovido ante la perspectiva del feroz castigo que le impusieran.

—¡No tienes que cuidarte de lo que le suceda al 304!

—¡Ya; por su calidad de espía es un protegido del director!

—¡Basta! —gritó el sargento levantando el puño con ademán amenazador—. ¡Pronto; atad a este papagayo mal pintado!

Al oír estas palabras el malabar dio un grito de furor exclamando:

—¡Has de saber, sargento, que el hombre a quien has llamado papagayo es un descendiente de los bajaes de Calicut; de aquellos bajaes que tan terribles lecciones dieron a tus compatriotas antes de dispersarse por la India!

—¡Pero ahora no eres más que un presidiario!

—¡Condenado casi inocentemente, pues estaba en mi derecho al matar!

—¡Ya! ¡Todos dicen eso: siempre inocentes! —dijo el jefe riendo despreciativamente—. ¡Listos!

Los tres guardianes soltaron las cadenas que estaban sujetas a las argollas del tablado, y dejaron en libertad las piernas del malabar, que se puso en pie de un salto.

—¡Aquí estoy —dijo—; pero juro por Shiva que si ese maldito cingalés no participa del castigo, apenas pueda valerme de las piernas le mataré!

—¡Y te ahorcaremos! —contestó el sargento—. ¡Así tendremos dos bribones menos que vigilar y dos bocas menos que mantener! ¡Adelante; en marcha!

—¿Y yo? —preguntó el contramaestre, mientras guiñaba un ojo al malabar.

—Tú permanecerás aquí ocho días —contestó el jefe—. Es un descanso que no te pudrirá los huesos.

—Pero estoy enfermo, y no voy a poder resistir. Desde ayer vengo pensando en pedir que me trasladen a la enfermería, pues creo que tengo síntomas de ictericia.

—En ese particular, ya te las entenderás con el médico, si es que tiene tiempo de venir.

—Ruego a usted que se lo advierta. Tengo un temblor incesante que no me deja ni un momento.

Después de todo, soy un compatriota de ustedes.

El sargento se encogió de hombros y salió barbotando:

—¡Bueno; cuando vuelva! ¡Ahora está fuera de casa!

Cerró con estrépito la puerta, corriendo los enormes cerrojos.

—¡Canallas! —murmuró el contramaestre así que estuvo solo—. ¡Respetan al espía y torturan a ese pobre malabar! ¡Es preciso que salgamos de aquí, aun cuando la libertad nos cueste la vida, o, de lo contrario, el mejor día Palicur comete un desaguisado con el Tuerto, y le ahorcan!

»¡No debe morir ese hombre! ¡Tiene una fuerza extraordinaria, y me es muy necesario ahora que ha llegado la hora de intentar la fuga! ¡Tendremos a nuestra disposición la chalupa de vapor!

»¡Si tardásemos un mes, nos impedirían los tifones y los monzones aventurarnos en el mar!

»¡Dentro de unos minutos Palicur estará en la enfermería con el dorso ensangrentado, y el otro también! ¡Reunámonos con ellos!

Se había sentado en la postura que le consentía la longitud de la cadena, y se puso a escuchar. Como no oía ni el más ligero ruido, se abrió la camisa, y de un cinto de piel sacó con gran precaución una petaca de fibras de coco que contenía ocho cigarritos y algunos fósforos.

Los examinó con atención palpándolos varias veces, y enseguida dijo:

—¡Están perfectamente secos, y se podrán fumar! ¡Yo con la ictericia, el maquinista con los carrillos hinchados, y Palicur con las costillas medio deshechas! ¿Quién es capaz de sospechar que tres hombres reducidos a tal situación piensen en huir? ¡Esto si entretanto no descubren el cilindro de la máquina, porque en ese caso todo se habría perdido!

Encendió un cigarro y se puso a fumarlo apresuradamente; enseguida encendió otro, y después otro, continuando así hasta que los hubo consumido casi todos.

Apenas concluyó de fumar el último, cuando le acometieron unos vómitos violentísimos.

—¡La ictericia que llega! —Dijo esforzándose por sonreír—. ¡Dentro de pocos minutos estaré completamente amarillo como si fuese un enfermo de verdad, y habremos dado la tostada!

3. LAS ASTUCIAS DE LOS PENADOS

Las artimañas de los penados para provocarse enfermedades artificiales que los alejen por algún tiempo de los durísimos trabajos a que se ven condenados son de tal naturaleza, que causan asombro, y muy a menudo llegan a engañar a los mismos médicos.

Una de las enfermedades preferidas por ellos es la ictericia. Los enfermeros tienen que darles leche durante las varias semanas que pasan en cama los falsos enfermos. Para simular esa enfermedad hay dos medios, a los cuales recurren los penados indistintamente. Uno de ellos es poner en aceite de coco un poco de tabaco por espacio de cinco o seis horas; enseguida se seca y se le añade un poco de fósforo extraído de las mismas cerillas. Con seis o siete cigarrillos que se fumen basta para que aparezca por todo el cuerpo el color amarillento característico de la ictericia. El médico advierte enseguida cierto embarazo gástrico, con vómitos y fiebre, y no tiene más remedio que enviar al hospital al enfermo voluntario.

Hacía media hora que Will había fumado los cigarros, cuando el sargento de vigilantes, acompañado por un hombre vestido de tela blanca y con un casco también de tela, entró en su celda.

Era el médico de aspecto simpático; tenía los ojos azules, rubios la barba y cabello, y el color de la piel muy bronceado, debido, sin duda, a una larga estancia en aquella isla, tan expuesta a las furiosas rachas de los monzones indios y a los abrasadores rayos del Sol ecuatorial.

—Doctor, este es el penado que se queja —dijo el sargento—. Ya le he dicho a usted que no creo en su enfermedad, porque se me figura que la finge para ir a descansar unos días en la enfermería.

El contramaestre se había incorporado para sentarse fingiendo hacer un gran esfuerzo, y mostrando las grandes manchas que produjeron en el suelo los últimos vómitos que le habían acometido, dijo:

—Ahí está la prueba de que estoy enfermo. Ya le había dicho a usted que temía que me acometiese la ictericia. ¡Doctor, míreme a la cara!

—Estás amarillo como un melón —respondió el médico—. No hace falta que te examine. ¡Enviadle a la enfermería!

—Irá a hacer compañía al malabar —dijo riendo el sargento, en tanto que el Doctor se iba, sin cuidarse de mirar más al contramaestre.

—¿Han pegado ustedes a ese desgraciado? —preguntó Will apretando los dientes.

—¡Ya lo creo! ¡Le hemos hecho chillar, y lo hizo mejor que un papagayo amaestrado! Tú, que has sido marinero, ya sabes cómo acaricia las espaldas el gato de nueve colas y cómo sabe manejarlo ese querido Fok. ¡Qué puño tan firme! ¡Es raro que haya hombre que resista sus latigazos!

—¿Y el Tuerto?

—A los inocentes no se los castiga.

—¡Es decir, a los espías! —corrigió con ironía el contramaestre.

—Eso es una suposición tuya.

—Todo el mundo sabe que el cingalés es el espía de aquí.

El jefe de los vigilantes se encogió de hombros con un movimiento de enojo, y enseguida dijo:

—¡Arriba! Ven, si es verdad que estás enfermo. ¡Ese doctor es un hombre demasiado bueno! ¡Si yo estuviera en su lugar, te hubiera enviado a cortar árboles al bosque en lugar de enviarte a la enfermería!

Will creyó oportuno no contestar.

El jefe le quitó la cadena, y enseguida le empujó rudamente del tablado abajo, diciéndole:

—¿Supongo que no tendrás la pretensión de que te lleve yo? ¡Echa a andar!

El contramaestre hizo un movimiento de protesta ante tanta brutalidad. Le miró a la cara, cruzándose de brazos al mismo tiempo, y dijo con voz sibilante:

—¿Me tomas por un indio, Foster? ¡Eres un bruto, puesto que no sabes respetar la desgracia!

—¡Cuidado, Will, con tomarse tanta confianza! —respondió el jefe—. ¡No te permito que me tutees!

—¡Soy un compatriota!

—Para mí no eres más que un número. ¡Basta! ¡Echa a andar, o apenas te hayas puesto bueno mando que te acaricien con el gato de las nueve colas!

El contramaestre hizo un esfuerzo supremo y se contuvo. Salió lentamente de la celda seguido por el jefe, que llevaba en una mano el extremo de la cadena.

Recorrieron un largo corredor donde hacía un calor infernal, y subieron unas gradas en lo alto de las cuales había un centinela armado con una carabina y calada la bayoneta.

—¿Ha entrado alguien más en la enfermería? —preguntó el jefe al centinela.

—Sí; ha entrado otro —respondió el guardián.

—¿Quién?

—Jody, el maquinista.

—¿También ése está enfermo?

—Hace poco que entró, con los carrillos tan hinchados que parecían dos botas.

—¡Lo siento, porque es un pobre diablo!

Hizo abrir la puerta, e introdujo a Will en una vasta habitación que iluminaban media docena de ventanas provistas de dobles rejas y llena de camastros muy bajos dispuestos en dos hileras.

Dos cabezas se levantaron sobre los cabezales de dos camas para mirar al nuevo enfermo, y enseguida se bajaron, desapareciendo bajo las sábanas.

—Ve a acostarte —dijo el jefe empujando a Will—; apenas el médico haya concluido de comer y de jugar una partida de whist con el Gobernador, vendrá por aquí.

El contramaestre se dirigió hacia una cama, se desnudó, y se dejó caer encima sin abrirla, fingiéndose muy débil, en tanto que el cabo cerraba la puerta diciendo de nuevo:

—¡Vendrá después del whist! Apenas había salido se oyó una voz burlona que decía:

—¡Vaya; ya estamos aquí todos! ¡Procuremos curarnos pronto, y todo marchará a pedir de boca!

—¿Está concluido el cilindro?

De una de las camas se irguió una cabeza entrapajada y con los carrillos monstruosamente hinchados. En aquella cara deforme y de color bronceado lucían dos ojillos muy negros, muy vivos y muy inteligentes.

—¿Verdad, señor Will, que no estoy muy guapo? —dijo riendo.

—¡Cierto que no, mi buen Jody! —contestó el contramaestre.

—¡Ah, señor Will! —dijo otra voz en aquel momento—. ¡Cómo me han puesto esos perros rabiosos! ¡Me parece que me han roto las costillas!

En una cama cercana se levantaba otra cabeza: era la del malabar. El desgraciado indio estaba desfigurado; su rostro había perdido el color de bronce y parecía gris, que es el tono de la lividez en su raza. Debían de haberle zurrado de un modo horrible, y seguramente tendría las espaldas hechas una pura llaga, pues el gato de las nueve colas no es menos cruel que el knout ruso.

El gato es un látigo de nueve ramales de cáñamo trenzado, y cada ramal termina en una bolita de plomo; cada uno de esos ramales produce un desgarramiento o una fuerte equimosis en las carnes de la víctima.

—¿Cómo estás, mi pobre Palicur? —le preguntó el contramaestre, conmovido al verla cara de espectro del malabar.

—¡No estoy bien, señor Will! —contestó el pescador de perlas esforzándose para sonreír—. ¡No me han perdonado ni un solo latigazo! Afortunadamente, soy robusto, y, además, nosotros los indios tenemos el pellejo un poco duro.

—¿Para cuántos días tendrás?

—Lo menos para ocho, señor Will.

—¿Te vendaron bien las heridas?

—Sí, señor, y antes me las desinfectaron. Pero ¿cómo es que usted también está aquí?

—Tengo la ictericia.

—¿La de verdad?

—¡Sí; como la hinchazón de los carrillos de Jody! —respondió el contramaestre.

El malabar, que se había incorporado un poco, miró al otro enfermo, y a pesar de los dolores que le atormentaban no pudo contener una carcajada.

—¡También está enfermo el mulato! —exclamó—. ¿Y ahora quién queda al servicio del barco de vapor?

—Por ahora, nadie —contestó Jody—. Tienen que esperar a que me cure si quieren servirse de él, porque no hay nadie que pueda sustituirme, y mi enfermedad no se curará hasta que vosotros estéis en pie.

—¿Cómo te has arreglado para hincharte de ese modo las mejillas? —preguntó Will—. ¡Estás monstruoso!

—Con una operación de nada, señor Will. Me perforé profundamente con un alfiler las mucosas de la boca, y un penado complaciente me sopló con una paja hasta que las mejillas se hincharon como ve usted.

»¡Que no se les olvide la receta! ¡Pudiera serles útil alguna vez para que los envíen al hospital!

—Espero que no tendremos necesidad de ella —dijo el contramaestre gravemente—. Está todo dispuesto; ¿no es verdad?

—Si no fuera así, no estaría yo en este sitio. Ya le había advertido a usted que apenas hubiese terminado el cilindro me pondría malo. Lo terminé ayer por la tarde, y como hace poco supe que iban a hacerles probar el gato de las nueve colas, me puse malo inmediatamente para venirme aquí con ustedes.

—¡Ah! ¿Tú creíste que también iban a aplicarme el atroz suplicio?

—Sí, señor Will, porque había visto que le encerraban a usted en la misma celda que a Palicur. Me alegro mucho de que le hayan respetado.

—¿Entonces? —preguntó en voz baja el pescador de perlas, que había estado escuchándoles con gran atención.

—No esperamos más que a ti —dijo Jody.

—¿Has logrado sustraer los víveres? —preguntó el contramaestre.

—Hace ya tres semanas que vengo escondiendo todos los días un par de galletas, y que amontono cocos también.

—¿En dónde?

—En una hendidura de la escollera.

—¿Y armas?

—Pude coger en la armería un par de pistolas y doscientos cartuchos sin que los vigilantes hayan podido sospechar nada. Además, que nadie desconfía de mí.

—¿Y hay carbón en la chalupa?

—Lo más para un par de días, señor Will. Cierto que es poco y que no podremos ir muy lejos; pero tengo preparado un mástil, y escondidas dos cubiertas de lona que nos servirán de velas.

—Yo armaré la chalupa y la haré marchar lo mismo —dijo el contramaestre.

—Pero ¿adónde vamos a ir? —preguntó Palicur con cierta inquietud.

—¡Con tal de marcharnos, tanto me da ir a una parte como a otra! —contestó el mulato—. La India o Birmania me son lo mismo.

—¡No temas, Palicur! —dijo el contramaestre, que se había hecho cargo de la profunda angustia que torturaba el corazón del pescador—. Iremos a Ceylán antes de nada, si no nos capturan en alta mar.

—En ese camino hay varias islas, y en caso de peligro nos echaremos a la costa. Conozco el Nikobar, señor Will —dijo el malabar—. Lo que debe preocuparnos es la manera de salir de aquí.

—Desde esta ventana hasta la playa, no hay más que doscientos pasos —dijo Jody.

—¡Y cuatro centinelas, querido!

—Cuatro centinelas que la noche que tomemos soleta estarán borrachos, señor Will. Ya sabe usted que yo soy amigo de todos los vigilantes, y que, en mi calidad de maquinista de la chalupa del Gobernador, me conceden ciertos favores y cierta libertad, además de una paga que vosotros no tenéis, y que me permite adquirir algunas botellas de ginebra.

—¡Ya sabemos que eres un hombre afortunado!

—Sí, señor Will: en comparación con los demás, ¡ya lo creo! —contestó el mulato.

—Entonces, ya no queda más que serrar un par de barrotes de la reja y dejarnos caer en el tejado del almacén, que está debajo de nosotros.

—¿Y quién va a serrarlos?

—Usted, señor Will. Le he construido una maquinita que cortará el hierro como si fuese madera, sin que haga ruido alguno; un juguete maravilloso, se lo aseguro.

—Si has logrado construir el cilindro, ya no dudo de que hayas sido capaz de inventar cualquiera otra cosa extraordinaria. ¡Eres un mecánico de primera fuerza!

—¡Bueno; muchas gracias, y continúo! —dijo el mulato—. Yo estaré en la orilla esperando, y les indicaré el sitio donde han de refugiarse.

—¿Y tú? —preguntaron al unísono Will y Palicur.

—Yo no puedo salir enseguida de la penitenciaría. ¿Cómo voy a poder encender la máquina sin que lo adviertan los vigilantes? Tengo que esperar a que haya salido el Sol.

—¡Es verdad! —dijo el contramaestre después de algunos momentos de reflexión—. ¡Prosigue!

—Aun cuando me vean encender de día la máquina, ninguno se preocupará por eso, pues, como está sin el cilindro, que desmontan siempre por miedo de que yo me escape, creerán que pruebo algo. Apenas tenga presión, pongo mi cilindro, voy corriendo a buscaros, ¡y fuera, hacia alta mar!

—Ya sé que procurarán darnos caza; pero nosotros estaremos lejos, quizás en la pequeña Andamana.

—Sin ti, no hubiéramos podido darles nunca a las piernas —dijo Will.

—Y yo, señor, sin usted hubiera concluido quizás donde no hubiera vuelto a ser marino.

—¡Ten cuidado con el Tuerto!

—¿Ese cingalés del demonio?

—Debe de haber oído algo de cuanto hemos hablado esta mañana Palicur y yo. Sospecha que intentamos fugarnos, y ese perro espía nos vigilará muy de cerca.

—Me guardaré de él, señor Will. Creo que hasta ahora, por lo menos, usted no dudará de mí. Así, pues, si pretende darme algún disgusto, le agujerearé el vientre con una buena cuchillada.

—¡Silencio! —dijo el contramaestre—. ¡Ahí viene el médico! ¡Echémonos, y finjamos sentirnos peor de lo que realmente estamos!

4. LAS MANIOBRAS SOSPECHOSAS DE EL «TUERTO»

Cinco días después el mulato, cuyas mejillas se habían deshinchado por la sencilla razón de que dejó cerrarse la herida sin hacerse soplar de nuevo dentro de ella, salía de la enfermería y volvía a encargarse de la chalupa de vapor de la colonia.

De acuerdo por completo con el contramaestre del Britannia, apresuró su curación para dar la última mano a los preparativos, y, si era posible, aumentar la provisión de víveres para no verse acometidos por el hambre en pleno Océano.

El alma de la empresa era el contramaestre: sin él, hubiera sido una locura lanzarse a través del Océano índico, peligro grande que solamente puede afrontar un marino muy experimentado.

Como ya hemos dicho, por su calidad de maquinista el mulato gozaba de cierta libertad. Hacia la caída de la tarde podía marcharse a pescar los grandes crustáceos que tanto abundan en las escolleras de las islas Andamanes, utilizando la chalupa grande de vapor del director del penal, pero, naturalmente, con los fuegos apagados. Así no podía servirse de ella para huir.

Curado ya, volvió a su puesto y a sus habituales costumbres, esperando a que el malabar pudiera a su vez ponerse en pie.

Con precauciones sin cuento había logrado sustraer algunos víveres del almacén, en el cual tenía entrada libre, pues muy a menudo llevaba provisiones de boca a los penados que trabajaban un poco lejos. Las sustracciones que hacía las escondía en una profunda grieta de la escollera de delante de la penitenciaría, adonde solía ir para pescar.

Hasta entonces, y sin que nadie se hubiese hecho cargo de la maniobra, había reunido media caja de bizcochos y algunos kilogramos de pescado seco y de legumbres.

Sin embargo, en la tarde del tercer día de su salida de la enfermería, en ocasión en que volvía del mar empujando fatigosamente la chalupa, que, como es sabido, llevaba apagada la máquina, se quedó un poco sorprendido viendo sentado al Tuerto en la playa, cuando él le creía trabajando en uno de los varios aserraderos del bosque.

—¡Buenas tardes, Jody! —le dijo el cingalés con acento ligeramente burlón, que no se le escapó al mulato—. ¿Qué es lo que has pescado de bueno a lo largo de la escollera?

—Un hermoso cangrejo para el Director —contestó el maquinista.

—¡Eres un pescador afortunado! Yo nunca logro coger uno, así recorra toda la playa. ¡Y tanto como me gustan!

—Aquí no se dejan ver. Prefieren pasear por aquellas escolleras.

—Una tarde me llevarás contigo: quiero ver cómo haces para sorprenderlos.

—Es preciso tener buen golpe de vista y las manos muy ágiles, querido.

—Tú me enseñarás, si eres un buen camarada, como creo, y mañana por la tarde me llevarás contigo.

—No tienes permiso para ir de pesca, y yo no quiero quebraderos de cabeza. Si supieran que te había llevado conmigo, sería capaz el Gobernador de enviarme a una celda con cadena doble.

—¡No te preocupes por eso! Aun cuando sepan que me has llevado a bordo, nadie ha de incomodarte.

El mulato le miró fijamente con cierto temor. Aquella insistencia comenzaba a preocuparle.

—¿Habrá sospechado algo? —pensó—. ¡Pongámonos en guardia! —En seguida, alzando la voz, dijo:

—Si me aseguras que nadie ha de hacerme observaciones, y eso te gusta, bueno. Mañana por la tarde te espero aquí, antes del anochecer.

—¡Eres un buen muchacho! —contestó el cingalés con un ligero acento de ironía.

—¿Dónde trabajas mañana?

—En ninguna parte. Tengo la fiebre, y me han concedido dos días de descanso.

—¿En lugar de darte una parte del gato de las nueve colas que le aplicaron a ese pobre diablo de Palicur?

—Él fue quien me insultó —dijo el Tuerto.

—Sí, es verdad —respondió Jody—; pero yo creo que has nacido bajo una buena estrella, porque nadie tiene más suerte que tú. ¿Has traído de Ceylán algún talismán?

—Sí; un fragmento de la falange de un dedo de Godama —dijo el Tuerto riendo—. ¡Buenas noches, Jody; hasta mañana por la tarde!

El cingalés, que quería cortar la conversación, pues había comprendido a lo que aludía el mulato, volvió la espalda y se fue hacia uno de los techados, donde entraban ya los penados que trabajaban en las talas, llamados para el descanso nocturno.

Jody, en cambio, permanecía en la playa con un pie en el borde de la chalupa, que había atado a un poste, siguiendo con la mirada al espía y profundamente preocupado.

—¡No es por los cangrejos por lo que me ha pedido que le lleve a la escollera! —murmuró—. ¿Tendrá razón el contramaestre en desconfiar tanto de este bribón? Todos afirman que es el espía de los vigilantes.

»¿Habrá sabido que estamos preparándonos para desfilar? ¿Le habrán hecho sospechar mis idas y venidas de todos los días a la escollera? ¡Me parece que corremos el peligro de terminar en una celda con doble cadena si no nos apresuramos a irnos!

»Es preciso que yo vea al contramaestre, y que mañana por la noche tentemos el golpe, suceda lo que quiera.

»¡Ante todo, vamos a informarnos de quién está de guardia en la enfermería!

Cogió el cangrejo que había pescado en la escollera, verdaderamente monstruoso, pues debía de pesar varios kilogramos, y fue a llevárselo a uno de los centinelas de la casa del Gobernador; enseguida se informó de quién estaba de guardia en la enfermería aquella noche.

—¡Es Foster —dijo—; un gran amigo de los licores! ¡Seguramente que no rehusará el ofrecimiento de vaciar conmigo una botella de ginebra!

Se fue a su cabaña, que le habían construido detrás de la vivienda del Gobernador; se metió en los bolsillos un par de vasos y una botella de licor de Holanda, y después se dirigió a la enfermería.

Como gozaba de privilegios especialísimos, nadie le impedía el paso; así, pues, pudo llegar hasta el corredor donde vigilaba Foster, un irlandés feísimo, con un bosque de cabellos rojos y con una nariz enorme y colorada de bebedor impenitente.

—¡Oh Jody! —dijo el guardián al verle—. ¿Ya vuelves otra vez a la enfermería? Te has apresurado mucho a salir de ella, muchacho.

—¡No tengo ninguna intención de venir a freírme entre las sábanas! —contestó el mulato—. Prefiero andar por el mar y respirar la fresca brisa.

—Entonces, ¿a qué vienes por aquí?

—Porque quería rogar a usted que me permitiese obsequiar con un poco de ginebra del Gobernador a esos dos pobres diablos que se encuentran en la enfermería. Esto probablemente les haría más provecho que la medicina que está haciéndoles tragar el médico. ¿No le parece a usted, señor Foster?

—¡Las medicinas! Nosotros en Irlanda curamos a nuestros enfermos con tragos de buena ginebra o de brandy. ¡Y si vieses cómo saltan después de una docenita de vasos! En nuestro país no se conocen las medicinas. Pero tú, muchachito, dime: ¿voy a estar yo chupándome la lengua mientras beben los otros? ¡Ya sabes que los irlandeses siempre tienen sed! ¡Bedah! ¡Harrah!, es nuestro grito de guerra.

—No soy tan mal hombre que no haya pensado también en usted, señor Foster. Para los enfermos, con un vaso hay bastante; el resto es para usted.

El irlandés fijó los ojos con ansia en la botella cuadrada que el mulato había sacado de un bolsillo.

—¡Bedah! ¡Ginebra de Holanda! —exclamó—. ¡El Gobernador es espléndido contigo! ¡Esto debe de abrasar la garganta! ¡Vale lo menos media esterlina! ¡Mi buen Jody, dame un sorbo!

—¡Diez, veinte sorbos, señor Foster! ¡Déjeme llenar estos dos vasos!, y el resto es para usted.

—¿Y tú?

—¡Bah! ¡No soy gran aficionado a los licores! —respondió el mulato.

—¡Tú no sabrás apreciar nunca la suprema felicidad de una borrachera, amigo mío; y lo siento por ti! ¡Dame la botella para que la acaricie!

Jody, que reía interiormente, llenó los dos vasos y dio la botella al irlandés, que enseguida se la puso en los labios.

—¡Harrah! —exclamó el borracho después del primer trago—. ¡Canela fina! ¡Ya se conoce que es del Gobernador! ¡Si yo pudiese meter un pie tan sólo en su bodega, entonces Foster sería el hombre más feliz del mundo!

—¿Me permite usted que lleve estos dos vasos a los enfermos?

—¡Anda, hijo mío, ve! ¡Eres un gran muchacho! ¡La doctrina ordena que demos de beber al sediento, y Dios te lo agradecerá! ¡Yo soy un buen cristiano, y me entiendo! Abre y entra. ¡Puedes estar hasta que yo trinque esta deliciosa sangre de micer Belcebú, el rey del fuego!

—¡Y compadre tuyo! —añadió para sí el mulato, entrando en la enfermería y cerrando tras sí la puerta, aun cuando estaba seguro de que hasta que hubiese terminado la ginebra el irlandés no había de ir a interrumpirlos.

La gran sala de la enfermería estaba alumbrada por una apestosa lámpara de aceite.

Todavía no se habían dormido el contramaestre del Britannia ni el malabar; ambos estaban hablando en voz baja. Al ver aparecer de improviso al maquinista, comprendieron enseguida que algo grave ocurría.

—Vienes a darnos alguna mala noticia; ¿verdad, Jody? —le preguntó Will, que a pesar de aparentar mucha calma había palidecido ligeramente.

—¡Despacio, señor! —contestó el mulato—. Podría ser un simple capricho del Tuerto; pero, sin embargo, les aconsejaría que estuviesen ustedes dispuestos para mañana de diez a doce de la noche.

—¿Para escapar?

—¡Baje la voz, señor Will!, a pesar de que Foster está muy ocupado en este instante en vaciar una botella de ginebra, sin embargo, mejor es ser prudente. Puede haber (y los hay) oídos siempre dispuestos a escuchar lo que hablamos.

Ofreció a los enfermos los vasos de ginebra, y enseguida les dio cuenta en pocas palabras de la proposición que le había hecho el cingalés.

—¿Te habrá visto sustraer los víveres del almacén? —preguntó Will así que concluyó el mulato—. ¡Es imposible!

—¡Ese maldito cingalés es un brujo! Cuando te ha pedido que le lleves a pescar cangrejos a la escollera, es que debe de sospechar algo.

—Eso mismo me parece a mí —dijo el malabar—. ¡Ese es peor que una serpiente de cascabel, señor Will!

—¿Y has consentido en llevarle en la chalupa? —preguntó el inglés después de reflexionar algunos momentos.

—Si me hubiese negado, entonces sí que le hago confirmarse en sus sospechas —respondió Jody.

—Es verdad: has hecho bien en no oponerte mucho a su deseo. ¡Ese perro de Tuerto medita algo malo; debe de saber alguna cosa de nuestros proyectos!

—Estuvo escuchándonos el día que nos echamos a la sombra de aquel plátano —dijo el malabar.

—Pero yo no nombré a Jody —dijo el contramaestre, que estaba muy pensativo.

—Señor Will —dijo el mulato—, es preciso tomar una resolución. Si mañana por la noche no escapamos, el mejor día nos descubren, y entonces sí que ¡adiós esperanzas! ¡Con la cadena doble encima, ya no se escapa nadie!

—Mañana por la noche… Yo sí, porque me río de la ictericia; pero ¿podrá venir Palicur?

—Cierto que mis heridas todavía no se han cerrado por completo —dijo el malabar—. Sin embargo, estoy bastante fuerte para levantarme y bajar por la ventana, y aun para matar de un puñetazo a ese perro cingalés si intentara oponerse a nuestra huida. Por mí no se preocupe, señor Will. Mañana por la noche estaré dispuesto. Mi curación se terminará mejor en el mar de la India.

—Señor Will, ¿tiene usted ahí la maquinita? —preguntó el mulato.

—La he escondido en el colchón.

—¿Ha entendido usted cómo hay que manejarla? Basta con cargarla, y la sierrecita circular girará sola sin producir el menor ruido.

»Ya la he prestado dos veces, y últimamente sirvió para la fuga de aquel pobre Bed, que murió devorado por los tigres en las orillas de Silak.

»Me ha costado un año de trabajo; pero es mejor que todas las limas del mundo.

—¡Si es que en lo mejor de la faena no viene a sorprendernos el vigilante de guardia en el corredor! —dijo Will.

—Le diré a Foster que haga él la guardia, y me encargaré de emborracharle. Así que tiene delante una botella, ya no se mueve hasta que la vacía.

—¿Y los centinelas?

—No hay más que dos, y ésos beberán también. Échense ustedes afuera por la parte del almacén, y sigan el camino que conduce al embarcadero. Yo respondo de todo.

»Hasta mañana, entre las once y la media noche, suceda lo que quiera. ¡O nos matan, o pasado mañana estaremos lejos de las Andamanes! —¿Y tú, dónde vas a estar?— preguntó Will. —Al lado de los centinelas, con un par de botellas; pero antes os advertiré si os amenaza algún peligro. Los guardias no rehusarán la invitación, y mientras yo los tengo ocupados con la ginebra vosotros desfiláis y vais a esconderos en la chalupa.

»El horno estará lleno de cáñamo bien empapado en petróleo y grasa para tener enseguida la presión necesaria.

»¡Buenas noches, y descuiden en mí!

—¡Una palabra! —dijo el contramaestre—. No vayas con el Tuerto sin llevar un arma.

—Llevaré en el bolsillo un buen cuchillo; y si trata de descubrir nuestro pequeño depósito, le mataré sin misericordia —respondió el mulato con resolución—. ¡Hasta mañana, y no vacilar!

—¡Vete tranquilo! —contestaron Will y Palicur.

El mulato, que no quería despertar sospechas en el vigilante, abrió la puerta y salió al corredor. El irlandés estaba sentado ante una mesita, con los codos apoyados y la cabeza entre las manos, como en adoración ante la botella cuadrada, que ya no debía de contener ni una gota de ginebra.

—Me he hecho esperar demasiado, ¿verdad, señor Foster? —dijo Jody.

El irlandés levantó la cabeza, le miró con ojos mortecinos, y sonriendo beatíficamente barbotó:

—¡Excelente!… ¡Bedah…, harrah! ¡Excelente! ¡Jody…, eres un gran muchacho…; tienes un gran… corazón…, hijo mío!…

—¡Sí; la ginebra del Gobernadores exquisita! —respondió el mulato—. Mañana también tendré otra botella. He descubierto un sitio donde se reúnen muchos cangrejos de mar, y mañana por la noche pienso llevarle al Gobernador lo menos cinco.

—¿Y te regalará otra botella?

—El Gobernador es muy espléndido conmigo.

—¿Me convidarás?

—Se la ofreceré como esta noche, para que usted me permita dar un vasito a los dos enfermos. Pero si usted no está aquí de guardia, no va a poder ser.

El irlandés le miró casi llorando.

—¡Buen muchacho!… ¡Excelente corazón…, mi buen amigo…, flor de los caballeros!… ¡Tú no debías estar en este país…, hijo mío!

—¡Desgraciadamente, usted no es el gobernador! —dijo Jody riendo.

—Pero si lo fuese…; si lo fuese… yo… yo… —Me vigilaría usted con más cuidado; ¿verdad, señor Foster? El irlandés protestó con la cabeza y las manos.

—¿Con que estará usted aquí mañana por la noche? —preguntó Jody.

—¿Querrías que yo renunciase… a ese… a ese… dulce néctar…, néctar?…

—Pues, entonces, usted tendrá la botella. ¡Buenas noches, señor Foster!

—¡Adiós, bravo… muchacho…, mi dulce… amigo…, corazón de oro!

—¡Y finísimo tunante! —murmuró el mulato alejándose rápidamente—. ¡La botellita te costará un mes de prisión!

Salió del edificio para irse a su cabaña; pero apenas dio algunos pasos, cuando vio destacarse del muro una sombra y deslizarse silenciosamente por entre un espeso grupo de dammar que surgía en el extremo del camino que conducía al embarcadero.

—¡Me espían! —murmuró el mulato con sobresalto—. ¡No puede ser nadie más que ese perro del Tuerto!

Buscó en el bolsillo, sacó una navaja, que al abrirse produjo un golpe seco, y se lanzó camino abajo, con la esperanza de sorprender al espía. No distinguió a nadie ni oyó ningún rumor. Se fue hacia el grupo de árboles, y lo recorrió en todas direcciones, sin encontrar rastro.

—¡Si no fuera por no comprometernos y echar a rodar la fuga en proyecto, le mataba! —dijo—. ¡Ten cuidado, Tuerto! ¡Pudiera suceder que no volvieses de la escollera y que concluyeras devorado por los cangrejos!

5. UNA PESCA DE CANGREJOS DE MAR

Iba a esconderse el Sol en las glaucas aguas del Océano índico entre un cúmulo de nubes llameantes, cuando Jody bajó a la playa para ir, como solía hacerlo todas las tardes, a la pesca de cangrejos de mar, por los cuales tenía verdadera pasión el Gobernador.

El Tuerto, que ya estaba allí, al ver aparecer al maquinista esbozó una sonrisa maliciosa y se levantó, diciendo con estudiada indiferencia:

—Ya creía que esta tarde no venías a pescar, Jody, e iba a marcharme.

—¿Por qué, si te había dado palabra de llevarte a pescar conmigo? —preguntó el mulato, que le miraba atentamente.

—No lo sé, era una idea mía —contestó el cingalés—. ¿Estás seguro de que cogerás algún cangrejo?

—Nunca he vuelto con las manos vacías.

—Entonces, he hecho bien en no cenar: ¡me daré una panzada con la blanca carne de esos deliciosos crustáceos!

—Sube, y coge los remos. La chalupa es muy pesada, y entre los dos iremos más pronto.

Obedeció el cingalés, colocándose en el banco de proa, mientras que el mulato se sentaba detrás de la máquina en el banco de popa.

Al impulso de los cuatro remos la chalupa se apartó de la playa, dirigiéndose con lentitud hacia la escollera de los cangrejos. Más que una escollera, era un islote de media milla de largo por cincuenta metros de ancho, y cerraba casi por completo la bahía de Port-Cornwallis, protegiéndola eficaz mente contra los vientos de Levante y contra las olas.

La cumbre y las pendientes, de un declive muy rápido, estaban cubiertas de cocoteros, cuyas ramas se doblaban al peso de los cocos, entonces ya casi maduros. Aquellas plantas eran las que atraían a la escollera a los grandes cangrejos de mar, los llamados birgus latro, los cuales devoran ávidamente los cocos y las frutas de los duriones.

Por el suelo del islote se veían muchas cáscaras de coco completamente vacías: los ávidos crustáceos eran los únicos que ejercían el monopolio de aquellas plantas, que, por otra parte, no pensaba nadie en regatearles, pues son abundantísimos los cocoteros en las playas de las Andamanes.

Al cabo de un cuarto de hora de viaje la chalupa quedó amarrada dentro de una caleta minúscula que defendían una serie de puntas rocosas, las cuales formaban una sólida barrera contra la resaca.

—¿Ya no estarán? —preguntó el cingalés, mientras los últimos rayos del Sol se apagaban y las tinieblas de la noche invadían el cielo.

—Esta mañana coloqué la carnaza —contestó el maquinista—. Apenas quede a oscuras la escollera los verás llegar.

—¿Qué clase de cebo es ése?

—Cocos que mandé cocer en el horno. No he encontrado cosa mejor para atraerlos.

—¿Entonces, prefieren los cocos cocidos a los crudos?

—Eso parece —respondió Jody—. El hecho es que dejan los crudos por los otros.

—¿Vendrán del mar?

—No; bajarán de los árboles. Por el día les gusta estar a la sombra, suspendidos de los árboles. Ven, y no hables.

Ataron la chalupa, cogieron dos mazos de madera de hierro, tan duros y pesados como el metal del mismo nombre, y treparon por la escollera, dirigiéndose hacia un sitio donde los cocoteros formaban un pequeño bosque.

Llegados a éste se detuvieron sin penetrar en la espesura, mirando bajo el grupo de árboles, cuyas hojas producían una densa oscuridad.

—¿Es ahí dentro donde has colocado las nueces de coco? —preguntó el cingalés.

—Sí-murmuró el maquinista. —¡Ah! ¡Mira! ¿Le ves bajar por aquel árbol?

El cingalés aguzó la mirada y vio un cangrejo de dimensiones colosales, con dos brazos larguísimos armados de tenazas poderosas, y que debía de pesar lo menos seis kilogramos: descendía lentamente a lo largo del tronco de un cocotero, deteniéndose de cuando en cuando, como si temiera alguna sorpresa de mal género.

Apenas llegó a tierra se dirigió hacia un montón de cocos cocidos que el maquinista había colocado allí por la mañana.

Sin perder tiempo el crustáceo cogió el coco más grande, lo despojó de las fibras que lo cubrían, metió una de las puntas de su acerada boca en el llamado ojo de coco (que es por donde está adherida esta fruta a las ramas), y girando en derredor lo trepanó haciéndolo pedazos.

Iba a arrojarse ávidamente sobre la pulpa interior de la fruta, cuando, saliendo de improviso de su escondrijo, el maquinista se le echó encima, atizándole con la maza dos tremendos garrotazos que le rompieron la concha.

—¡El primero ya está! —dijo Jody con voz alegre—. ¡Pocas veces he cogido uno tan grande como éste!

—¿Es para mí? —preguntó el cingalés.

—Si te gusta, cógelo. Ya encontraremos otros para el Gobernador. He puesto otro montón de cocos en el extremo de la escollera. Déjalo ahí: después lo cogeremos.

Estaba a punto de volver la espalda al bosque para dirigirse hacia la punta meridional, cuando el cingalés le detuvo.

—No; vamos a la parte contraria —dijo—. He notado que cuantas veces volvías bien provisto de cangrejos, era porque ibas a cazarlos hacia la punta septentrional. ¿Por qué cambias de sitio esta noche?

Aun cuando estas palabras habían sido pronunciadas casi con indiferencia, sin embargo, Jody se había puesto muy pálido, y su mano derecha tentó la faja buscando el cuchillo que llevaba escondido en ella.

—¡Pero si allí no los hay nunca! —Dijo, procurando dar a su voz un acento tranquilo—. ¿Quieres saber tú mejor que yo?

—Entonces, iré yo solo —dijo el cingalés—. Ahora ya sé cómo se cogen, y cazaremos cangrejos, uno en un sitio y otro en otro. Ya verás cómo yo cojo tantos como tú, Jody.

—¡Pero si te repito que los cangrejos no frecuentan aquel puesto! —repitió el mulato, que ya no tenía duda de lo que quería el espía.

A pesar de los supremos esfuerzos que hacía para conservar la calma con objeto de no acrecentar las sospechas del cingalés, comenzaba a perder la sangre fría. Allá abajo, en la extremidad septentrional de la escollera, era donde había escondido los víveres que debían servirles para el viaje a través del Océano Indico. ¿Por qué insistía el cingalés en ir a cazar cangrejos en aquel sitio? ¿Había adivinado el proyecto de fuga? ¡Era cosa de creerlo!

Por un momento sintió impulsos de arrojarse de improviso sobre el espía y clavarle el cuchillo en el corazón; pero le detuvo el miedo de que le preguntasen por él, pues quizás habría sido enviado a propósito para que le vigilase o para que procurara descubrir algo. Además, se perdía él y perdía a sus compañeros, precisamente cuando todo estaba dispuesto para la fuga. Recobró la calma haciendo un gran esfuerzo, y dijo tranquilamente:

—Ya que lo quieres, vamos a hacer también una visita a la punta septentrional. Si, como creo, no encontramos ninguno, iremos a buscarlos a la otra punta: no quiero volver con las manos vacías.

—¡Vamos andando! —dijo el cingalés sonriendo pérfidamente.

El mulato dio al cangrejo un vigoroso puntapié, haciéndole rodar hasta la playa y hacia el sitio donde estaba atada la chalupa; enseguida cogió la maza, y se puso en camino detrás del cingalés para observar mejor sus movimientos.

Pero el Tuerto, que temía quizás alguna sorpresa, después de haber andado algunos pasos se apresuró a ponerse a su lado, contándole las prodigiosas pescas que hacía en Ceylán cuando todavía no había sido condenado a la deportación en aquella penitenciaría.

Parecía como si pretendiese llevar hacia otra parte la atención del maquinista; pero éste no le quitaba ojo ni un solo instante, vigilándole con cuidado, y procurando al propio tiempo alejarle del lugar donde se encontraba el pequeño depósito de víveres.

El Tuerto, que procuraba no hacerse traición, se dejaba llevar sin resistencia; pero su único ojo sondeaba las rocas que formaban la escollera, registrándolas con tal empeño, que producía escalofríos al mulato. Con una excusa cualquiera se detenía cuando veía alguna hendidura honda, y la registraba con mirada mofadora; saltaba sobre las rocas para ver mejor si había cangrejos en la playa, y de cuando en cuando fingía escurrirse o tropezar, y se dejaba caer cerca de las hendiduras.

Jody observaba todas aquellas maniobras, y aparentaba que no hacía caso de ellas. Sin embargo, su mano derecha empuñaba el cuchillo para hallarse dispuesto ante cualquier contingencia.

Así que llegaron al extremo de la escollera sin que hubiesen visto un sólo cangrejo, Jody se detuvo diciendo:

—Ya ves si tenía razón cuando te dije que aquí no viven los cangrejos. ¡Están demasiado escarmentados!

El cingalés no contestó enseguida. Erguido sobre una roca, miraba con insistencia una hendidura medio cubierta de raíces y maleza que se abría a algunos metros sobre el nivel del agua, y que podía ser la entrada de alguna cueva o caverna. Jody siguió la mirada del Tuerto.

—¿Qué es lo que miras? —preguntó con voz amenazadora.

—Me pareció que había visto un sword-fish en medio de aquella punta rocosa —contestó el cingalés tranquilamente—. Son excelentes esos pescados; ¿sabes, Jody? ¿Tú los conoces?

—Me parece que hablas de los peces barcos.

—Sí.

—Yo no veo nada.

—Sin embargo, juraría por Godama que había visto su aleta dorsal y su larga espada.

—Entonces, ve a cogerlo —dijo Jody con impaciencia.

—Si tuviese un arpón, no le dejaría escapar.

—Pero como no lo tenemos, es inútil que sigamos aquí. Volvamos hacia los cocoteros, Tuerto: no he venido aquí para entretenerme en hablar contigo.

—Sí; vamos a coger algunos cangrejos para el Gobernador —respondió el cingalés.

Se pusieron en camino, yendo uno cerca del otro, por la cresta de la escollera.

La Luna, que estaba en su último cuarto, se elevaba entonces en el horizonte rielando en el mar, y de Levante soplaba una brisa fresca que movía suavemente las hojas de los cocoteros.

Recorrieron unos cincuenta pasos costeando los boscajes, cuando el cingalés, que debía ir dándole vueltas en la mollera a alguna idea, preguntó de improviso al maquinista.

—¿No has visto a Palicur?

—¿El malabar? —Preguntó a su vez Jody—. No; no he vuelto a verle: me han dicho que está en la enfermería por tu causa.

—¡Por la suya! —contestó el cingalés.

—Sea como quieras. Pero desearía saber por qué me has preguntado eso —dijo el mulato mirándole de un modo sospechoso.

—¿Sabes que me han contado de él una historia muy bonita?

—¿Cuál?

—Que está en la penitenciaría por haber matado a dos o tres tiruvanskas del antiguo monasterio de Annaro Agburro.

—¡Que me quiebren un brazo los cangrejos si sé qué es lo que quieres decirme con eso! —contestó el maquinista encogiéndose de hombros.

—¡Y que tiene una muchacha en ese monasterio!

—No sé nada.

—¡Y que se dice que es un descendiente de los antiguos bajaes de Calicut!

—¡Vaya unos cuentos! —dijo Jody.

—No, Palicur mismo se lo dijo al europeo; y cuando le contaba su historia, le oí llorar. Yo estaba en la celda próxima a la que ellos ocupaban, y por eso he podido escucharlo todo.

—Bueno; ¿y a mí qué me importa esa historia?

—¡Es verdad; soy un estúpido! —dijo riendo el cingalés—. También tenemos nosotros nuestras historias, y lo que nos interesan son las propias.

¡Es mejor que nos cuidemos de los cangrejos! ¿No encontraremos más? El mío no pienso cedérselo al Gobernador: puesto que me lo has regalado, me lo comeré yo.

—Nadie te lo disputa. Además, no volveremos con ése solamente. Ven adonde he colocado los cocos cocidos en el horno a estas horas habrá alguno comiéndolos.

Se dirigieron hacia el grupo de los cocoteros con las mazas empuñadas, y tan pronto como llegaron a la margen del bosquecillo oyeron el crujido que producían las poderosas tenazas de los crustáceos en la dura cáscara de los cocos.

Bien que descendiesen de los árboles, bien que hubieran salido del mar, cinco o seis cangrejos se encontraban allí comiendo las frutas con voracidad.

—¡Encima, Tuerto! —gritó Jody.

Ambos se precipitaron entre los árboles y golpearon con furia en el dorso de los pobres animales, los cuales a su vez procuraban hacer frente a aquella granizada agitando amenazadoramente sus tentáculos.

En menos de un minuto quedaron tendidos en tierra, semiquebrantados y con las zampas rotas, las cuales esparcían en derredor ese olor peculiar propio de los crustáceos de su género.

—Para esta noche tenemos bastantes —dijo Jody—. Uno para mí, pues tú ya tienes otro, y los demás para el Gobernador. Embarquémoslos, y volvamos a la penitenciaría.

—¡De buena gana dormiría en esta escollera! —Dijo el cingalés—. ¡Aquí se está bien!

—¡No me comprometas, Tuerto! —respondió el maquinista—. Si no te llevase conmigo a tierra, creerían que había buscado el medio de hacerte huir; y la verdad, no quisiera llevar por nadie cadena doble.

—Puede ser que no se inquietase nadie en el establecimiento aunque yo no volviese hasta mañana. ¡Tienen confianza en mí!

—Pero yo no —contestó con sequedad Jody—. Si te escapas, no seré yo el que ande en la cosa. ¡Basta, Tuerto; no digas tonterías, o voy a decírselo a los guardianes!

—No; no es necesario: vuelvo contigo.

Llevaron los cangrejos a la chalupa, recogieron la cuerda, empuñaron los remos y se dirigieron lentamente hacia la bahía. Un cuarto de hora después llegaban al embarcadero, en el cual no había ningún vigilante en aquel momento, pues todavía no habían tocado a cubre-fuego.

—Coge tu cangrejo y vete —dijo Jody.

—¿Y tú? —preguntó el cingalés mirándole silenciosamente—. Quería invitarte a que cenaras conmigo: ya sabes que mañana tengo que volver al trabajo, y que ya no volveremos a vernos en algunas semanas.

—Tengo que llevar los cangrejos al Gobernador y recibir órdenes para mañana.

—Entonces, buenas noches, Jody —dijo el Tuerto, echándose a la espalda el cangrejo que le habían regalado y alejándose—. ¡Ten cuidado con los malos encuentros!

—¿Con qué encuentros?

El cingalés contestó con una risotada, y desapareció bajo los árboles del camino.

El maquinista, presa de gran perplejidad, se quedó en la playa con una mano metida en el bolsillo donde escondía el cuchillo.

—¡Hubiera hecho mejor con matarle! —dijo airadamente—. ¡Ese tunante sabe demasiadas cosas, y tengo miedo de que venga a estropearnos nuestros proyectos! ¡Me ha espiado, estoy seguro de ello, y sabe que hace tiempo que voy acumulando víveres en aquella grieta! ¿Cómo se ha arreglado para saberlo? ¿Será un brujo o un demonio del Infierno? Afortunadamente, si todo se realiza bien, mañana estaremos lejos de aquí, y en la escollera no quedará ni un bizcocho ni una escama de pescado seco. ¡No perdamos el tiempo; ya son las diez!

Arrojó los cangrejos en un carretoncillo, dejando uno en la chalupa, y los restantes los llevó a casa del Gobernador; enseguida, con la misma carreta, se fue hacia el depósito de carbón, murmurando:

—¡Procuraremos embarcar la mayor cantidad que podamos! ¡En la rapidez está nuestra salvación! ¡Animo y adelante!

6. LA FUGA DE LOS PENADOS

Mientras el valiente mulato preparaba la fuga el contramaestre del Britannia y el pescador de perlas se disponían con gran sangre fría para la realización de la terrible empresa que podía costarles la vida, pues no ignoraban que los centinelas colocados en derredor del establecimiento penal tenían orden de hacer fuego sobre todo el que saliera por la noche de los dormitorios de la enfermería.

Por una combinación afortunada, no había ingresado aquellos días ningún enfermo en su departamento, y, por lo tanto, podían maniobrar sin testigos.

Después de la visita nocturna del médico se habían fingido dormidos, con lo cual Foster bajó la luz de la lámpara. El irlandés se había guardado muy bien de ceder a nadie el primer cuarto de guardia, para no perder la botella prometida por aquel buen mulato, por aquel joven de corazón tan grande.

Tumbados en sus camas respectivas, ambos penados esperaban llenos de angustia a que sonase la campanita que anunciaba el cubre-fuego, y la visita de Jody, que lo mismo que la noche anterior, debía llevarles un par de vasos de ginebra.

El contramaestre sacó de su escondrijo la sierrecita circular, una verdadera obra maestra de me canica que movía un sistema de relojería haciendo funcionar el disco dentado contra las barras de hierro de la reja; por su parte el malabar, cuyas heridas se habían cerrado, cogió dos sábanas de una de las camas, y las anudaba rápidamente para deslizarse por ellas sobre el tejado del almacén sin correr el peligro de romperse la cabeza.

Unos pasos rápidos que resonaron en el corredor, de ambos penados bien conocidos, y una exclamación gozosa de Foster, les advirtieron que había llegado el momento de ponerse a la obra.

Jody había entrado, llevando la botella prometida al borracho del irlandés para volverle ciego y sordo.

—¡Te esperaba, hijo mío! —dijo el guardián—. ¡Nunca he tenido sed tan grande como esta noche!

—Yo siempre cumplo mi palabra —respondió el mulato—. Es una botella igual a la de ayer, y viene de la bodega del Gobernador.

—¡Hijo mío —dijo el irlandés—, no quisiera que fuesen tus manos, sino las del señor Gobernador, las que sacan estas botellas de las tinieblas de la bodega a la luz! Tanta generosidad con un presidiario por parte de ese señor, me parece poco natural. ¡Cuidado, Jody, porque yo ante todo soy un caballero y no tiendo la mano a los ladrones!

—¡Oh señor Poster! —exclamó el maquinista fingiéndose dolorido e indignado al propio tiempo—. ¿Me cree usted capaz de robar al Gobernador? Puede usted beberla tranquilamente. Es verdad que he matado, y por eso me condenaron, pero no he robado nunca.

—¡He sido un estúpido sospechando de ti! —dijo el irlandés—. ¡Dame la botella, corazón de oro, y hagamos las paces!

—Si me lo permite usted, voy a llevar un vaso a los enfermos.

—¡Sí; anda, hijo mío!

Como la noche anterior, Jody llenó los dos vasos, y mientras el irlandés daba unos tientos a la botella entró en la enfermería, cerrando tras sí la puerta.

El contramaestre y el malabar se levantaron en el acto.

—¡Todo va bien! —dijo rápidamente el maquinista—. No hay más que dos centinelas a lo largo del camino, y les he prometido beber con ellos un litro de ginebra. Pasad por detrás de la muralla, e id a esperarme en la chalupa.

—¿Y Foster? —preguntó Will.

—Está bebiendo, y dentro de poco estará tan borracho, que no oirá ni verá nada. ¿Ha montado usted la sierra?

—Sí.

—Anden ustedes deprisa, mientras yo entretengo a ese borrachón durante algunos minutos, y no desciendan hasta que me vean salir.

—¿Y el Tuerto? —preguntó Palicur.

—De ése es de quien deben ustedes guardarse. Ese perro estará vigilando: no lo duden. ¡Aprisa! Beban ustedes, apaguen la luz, y salgan enseguida. Si esta noche no logramos evadirnos, ya no podremos escapar nunca, pues temo que el Tuerto haya adivinado nuestros designios.

Le devolvieron los vasos, les hizo una seña para que no hiciesen ruido, apagó la lámpara, y fue a reunirse con el vigilante, que no había cesado de empinar la botella.

Apenas había cerrado la puerta oyeron que el mulato decía al irlandés:

—¡Esos pobres diablos se han dormido! ¡No están acostumbrados a la ginebra del Gobernador!

El contramaestre y el malabar se deslizaron de las camas, llevando consigo la sierrecita y las sábanas anudadas.

—¿Puedes sostenerte? —preguntó Will al indio.

—¡No tenga usted cuidado por mí! Si todavía están mal las costillas, los huesos están intactos, y los músculos sólidos.

Se quedaron escuchando un momento; y como oyesen charlar en el corredor al maquinista y al irlandés, se acercaron a una de las ventanas, precisamente a la situada junto al ángulo del edificio, pues era la que estaba más próxima a la puerta de entrada.

Muy pronto comenzó a girar la sierra con rapidez, y a saltar el hierro sin producir rumor alguno. Siguiendo las instrucciones del mulato, Will la había untado con el aceite de la lámpara para evitar que rechinase.

—¡Este aparatito es maravilloso! —dijo el contramaestre, que sentía saltar pequeños fragmentos metálicos—. ¡Hay pocos mecánicos tan hábiles como Jody! ¡Esta sierra vale un tesoro!

—¿Sierra bien? —preguntó en voz muy baja el malabar.

—Dentro de medio minuto quedará serrada esta barra.

—Nos veremos precisados a serrar cuatro, y, por lo tanto, a repetir ocho veces la operación.

—Es cuestión de cinco minutos. ¡Mira: ésta ya está!

—¿Serrada?

—Sí.

—¡Al otro lado, señor Will!

El contramaestre volvió a dar cuerda al resorte, y emprendió de nuevo la tarea en el extremo opuesto de la barra.

Mientras tanto resonaban en el corredor la voz un poco nasal del mulato y la bronca del irlandés. El primero entretenía al segundo contándole historietas alegres que le hacían reír de cuando en cuando, pero que le impedían hacer una visita a la enfermería; cosa, sin embargo, muy problemática, por lo menos mientras hubiese ginebra en la botella.

Al cabo de cinco o seis minutos estaban en tierra los cuatro barrotes de la reja.

—¡Ya, está hecho esto! —dijo el contramaestre respirando a plenos pulmones la brisa fresca de la noche—. ¡Dame las sábanas!

Anudó sólidamente una punta a una de las barras superiores, enseguida miró afuera, y las dejó colgar.

—Llegan al techo del almacén —dijo al malabar—. La medida es justa. ¿Ves a alguien?

—Únicamente veo los árboles.

—¿Estará debajo algún centinela, o delante de la puerta del almacén?

—Yo creo que Jody nos lo hubiera advertido.

—Coge una barra, porque podrá servirnos como arma defensiva en caso de peligro, y desciende tú primero.

—Sí, señor Will.

El malabar se puso a horcajadas en el alféizar, enseguida se agarró a las sábanas y se dejó escurrir, sosteniendo entre los dientes una de las barras cortadas.

En cuanto el contramaestre le vio tocar el tejado, hizo la misma operación. —¡Despacio, señor!— susurró el tejado es de estopa, y crujirá bajo nuestros pies. Además, puede haber algún vigilante durmiendo ahí dentro.

—Es probable —contestó el contramaestre enjugándose la frente—. ¡Demonio! ¡Yo que no había pensado en eso!

—¡No hagamos ruido, señor! ¡Los centinelas no titubearían en hacernos fuego si alguno diera la voz de alarma!

—Es verdad, y en este momento estaba pensando en el Tuerto.

—¿Quiere usted asustarme, señor Will? No es que yo tenga miedo a ese hombre. ¡Si le viera delante, no le salvaría ni la Paz y Caridad!

—¡Dios querrá que esté durmiendo! ¡Adelante, y despacio; cuidado adonde se ponen los pies!

Se habían echado boca abajo, arrastrándose suavemente y con infinitas precauciones, temblando de que el tejado, que oscilaba bajo el peso de ambos, cediera cuando menos lo pensasen.

Se detenían con frecuencia para escuchar y para dirigir una mirada llena de terror a todas partes. A cada momento les parecía distinguir sombras de personas que avanzaban por el camino, o brillar los cañones de las carabinas.

Cerca de unos cinco minutos emplearon en recorrer un trozo de unos cuantos metros, hasta que por último llegaron al ángulo del tejado.

Había que dar un salto de unos nueve pies para caer en un pequeño huerto, en el cual habían plantado los guardianes legumbres de Europa para hacer ensalada, y que, gracias al asiduo cuidado de los cultivadores, crecían de un modo colosal. La tierra estaba removida, y, por lo tanto, apagaría el rumor del salto.

Antes de dejarse caer Will miró con atención en todas direcciones, temiendo que cualquier centinela adelantase por el camino. No viendo nada, iba ya a dar el salto cuando oyó gritar a unos cincuenta o sesenta pasos:

—¿Quién vive?

Creyéndose descubiertos, los dos fugitivos se dejaron caer en el borde del tejado. Una voz, contestando en el acto al centinela, les volvió un poco de calma:

—¡Soy yo; Jody!

—¡Espera un momento para saltar, Palicur! —murmuró rápidamente el contramaestre del Britannia.

Se asomó un poco, y vio que el maquinista marchaba por el camino llevando en la mano una cosa que parecía una botella.

Así que desapareció bajo los árboles, donde le esperaba el vigilante de guardia para beber juntos un sorbo de brandy o de gin, Will y Palicur se dejaron caer en medio de las plantas sin producir ruido alguno.

—¡Ahora, piernas! —dijo el contramaestre—. ¡Y abre bien los ojos, Palicur! ¡Puede haber algún guardián cerca del embarcadero!

—¡O el Tuerto! —dijo el malabar apretando los puños—. ¡Me alegraría de encontrarle antes de abandonar para siempre la penitenciaría!

—Por mi parte, prefiero no encontrarle en este momento —contestó Will—. Daría voces de alarma, y nos prenderían enseguida. ¡Échate por dentro de la espesura, y no hagas ruido!

El camino estaba flanqueado por una doble hilera de espesísima maleza que hacía el oficio de un muro. Los fugitivos ganaron la de la derecha y se pusieron en marcha en dirección de la playa. Andaban con grandes precauciones, siempre mirando y escuchando, no atreviéndose a levantar la cabeza, y apartando con gran cuidado las ramas que les impedían el paso.

En la orilla izquierda se oían las voces de los dos centinelas y la de Jody; delante de ellos, la monótona rompiente de las olas que el mar empujaba sin cesar sobre la arena.

Ya habían recorrido todo el camino, y no oían las voces de los guardianes, cuando divisaron una figura humana que estaba inmóvil ante un dammar que crecía a pocos pasos del embarcadero. Will apenas pudo contener una blasfemia.

—¡Está cerrado el camino! —murmuró el malabar—. ¿Qué hará ahí ese hombre? ¡Jody no nos dijo que había un centinela cerca del embarcadero! ¿Cómo vamos a ir a la chalupa sin que nos vea?

—Señor Will, ¿será el Tuerto? —preguntó el pescador de perlas.

—También yo he sospechado lo mismo.

—¡Si es él, voy a matarle, suceda lo que quiera! —dijo Palicur.

—¡Y estropearás nuestro negocio! ¡Espera! ¡Ante todo, veamos quién es!

Apartó las ramas con mucho cuidado y miró con atención a aquel hombre, que estaba a diez pasos de distancia solamente, con la espalda vuelta hacia ellos, y que apoyaba ambos brazos en la carabina, que tenía calada la bayoneta.

—Es un guardián —dijo al cabo—. El Tuerto estará durmiendo en su barraca. Tengo la seguridad de que no le darían un arma de fuego, aunque sea el espía del penal.

—¿No podríamos pasar por otra parte?

—Ese hombre nos vería lo mismo, porque la chalupa está atada delante de él.

—Entonces, ¿qué hacemos, señor Will? Jody estará aquí dentro de poco, y su presencia puede alarmar a ese centinela.

—¡Dame la barra! —dijo de pronto el contramaestre con acento resuelto.

—¿Qué quiere usted hacer, señor Will?

—¡Sorprender a ese guardia y tenderle en tierra de un solo golpe! ¡Tanto peor para él si muere! ¡Si dudamos, no saldremos nunca de este infierno!

—Déjeme usted hacer a mí, señor Will; soy más fuerte que usted, aun cuando tenga los lomos medio deshechos. Los indios somos más hábiles para las sorpresas que los europeos.

—¡Bueno, sea! Pero estaré pronto a ayudarte. Sobre todo, no hay que olvidar la carabina y los cartuchos de ese hombre. Su arma puede prestarnos algún servicio.

—¡Sígame sin hacer ruido!

El malabar se había tendido en tierra y avanzaba silenciosamente, reteniendo hasta la respiración. Por fortuna, el guardián estaba de espaldas y parecía dormitar apoyado en el fusil.

La distancia iba acortándose poco a poco. El malabar había empuñado ya la barra de hierro.

Iba a lanzarse, cuando el vigilante, alarmado quizás por algún rumor, se volvió. Al ver delante de sí aquellas dos sombras hizo un movimiento para levantar el fusil, pero Palicur no le dejó tiempo para utilizarlo ni para dar la voz de alarma.

La barra de hierro le cayó en la cabeza, haciéndole rodar por el suelo como herido por un rayo, y sin que hubiese lanzado ni un suspiro.

Probablemente el golpe no fue mortal, porque el casco debía de haber amortiguado el efecto contundente.

Palicur cogió la carabina mientras que Will se apoderaba de la cartuchera, que estaba repleta; enseguida se lanzaron al embarcadero, ante el cual se mecía dulcemente la chalupa de vapor.

No parecía que nadie hubiese advertido la caída del pobre vigilante, pues el ruido que produjo el cuerpo al caer debía de haber quedado ahogado por el de la rompiente de la resaca.

—¡Pon fuego al horno, Palicur —dijo Will alargándole algunos fósforos—, y enseguida echa dentro carbón hasta que lo llenes! ¡Es preciso que la máquina tenga mucha presión, o no!…

Se interrumpió bruscamente. Mar afuera había resonado un largo mugido, que parecía el de la sirena de un barco de vapor. Se le escapó una imprecación.

—¡Condenado del Infierno! ¿Quién viene?

En aquel momento vieron que una sombra se precipitaba fuera de la maleza y que saltaba hacia la playa, mientras bastante cerca gritaba una voz:

—¡A las armas! ¡Han matado a Bakson!

—¡Jody! —exclamaron a un tiempo Will y el malabar al reconocer aquella sombra.

En efecto; era el maquinista, que llegaba anhelante y pálido como un muerto.

—¡Huyamos! —dijo el mulato saltando a la chalupa—. ¡Va a llegar el Nizam, y los centinelas han descubierto el cadáver de Bakson! ¡Listos! ¡Coged los remos, y vamos corriendo a la escollera antes de que nos divisen!

En el mismo momento gritó una voz amenazadora:

—¡Quietos, o disparo!

—¡Vosotros, a los remos! —dijo el contramaestre, armando precipitadamente la carabina cogida al vigilante—. ¡Yo respondo!

—¡Fuego a la máquina, Palicur! —mandó Jody.

—¡Ya llamea! —respondió el malabar, en tanto que por el tubo salía un humo densísimo que apestaba a petróleo y a materias grasas.

—¡A los remos! ¡Arranca!

La misma voz de antes resonó en el silencio de la noche:

—¡A las armas! ¡Que huyen los penados!

Inmediatamente hendió las tinieblas un relámpago seguido de una detonación, y una bala pasó silbando por encima de la cabeza de los fugitivos.

Palicur y Jody se habían precipitado sobre los remos, en tanto que la máquina comenzaba a retumbar sonoramente.

El contramaestre del Britannia, tendido en el banco de proa con la carabina en la mano, esperaba a que se mostrasen los vigilantes de guardia para abrir a su vez el fuego sobre ellos.

Mar afuera continuaba silbando la sirena del vapor, anunciando su arribo a los centinelas del penal.

Sus faroles, verde y rojo en la proa y blanco en el palo del trinquete, brillaban con nitidez en el oscuro horizonte.

—¡Cuando llegue, ya nosotros habremos salido de la escollera y tendremos la presión necesaria para huir; y si ese barco quiere darnos caza, le haremos correr! —dijo el maquinista.

—¡Fuerza, Palicur! ¡La chalupa es pesada; pero dentro de poco bogará como un pez!

Un segundo disparo le interrumpió.

—¡Bergantes! —exclamó—. ¡Un poco más baja, y quiebran mi cabeza como si fuese un coco!

—¡Para vosotros! —Gritó el contramaestre apuntando la carabina—. ¡También nosotros estamos armados, y, además, tenemos el derecho de defendernos!

Un vigilante bajaba hacia la playa a todo correr gritando a voz en cuello:

—¡A las armas! ¡A las armas!

Will apuntó el fusil, miró algunos instantes, y apretó el gatillo con lentitud.

El vigilante cayó dando un grito, en tanto que por el camino del embarcadero se oían varias voces que preguntaban a gritos:

—¿Dónde están?

—¡Hacia el bosque!

—¡No; escapan a bordo de la chalupa!

—¡Alto; alto, u os echamos a pique!

—¡Bueno; venid a prendernos! —gritó el contramaestre, que había cargado rápidamente la carabina.

—¡Da fuerte, Palicur! —Bramó Jody—. El Nizam avanza, y puede echarnos a fondo con un par de cañonazos.

Empujada por aquellos cuatro brazos vigorosos, la chalupa había ganado entretanto tres o cuatrocientos metros y corría hacia la punta meridional de la escollera, donde los fugitivos pensaban embarcar sus provisiones. Todavía no había tenido la presión necesaria para poner en movimiento la máquina; pero el agua no debía de tardar en evaporizarse, pues las materias grasas y la leña, abundantemente rociadas con petróleo, desarrollaban mucho calor.

—¡Echaos por detrás de los escollos! —gritó el contramaestre a Jody, viendo que cinco o seis guardianes corrían hacia el embarcadero y otros hacia el sitio donde estaban las chalupas del penal.

—¡Dentro de un momento se pondrán a darnos caza!

—¡Y se quedarán atrás! —contestó el mulato haciendo deslizar la barcaza por detrás de un escollo.

—¡La máquina comenzará a funcionar enseguida!

De la orilla hicieron una descarga, y algunas balas pasaron rozando la popa, que todavía estaba al descubierto.

—¡Demasiado tarde, queridos! —gritó Will dejándola carabina para coger también los remos, en tanto que Jody se lanzaba a la máquina.

—¿Tenemos presión? —preguntó Palicur.

—¡Sí! —contestó el mulato—. ¡Ahora, que nos cojan! ¡Ni el mismo Nizam puede alcanzarnos, porque es menos rápido!

—¡Pronto; embarquemos los víveres! —ordenó Will—. ¿Dónde están?

—¡Detrás de aquella punta…, en una hendidura!… ¡Satanás! ¿Qué ruido es ése? ¿Oye usted, señor Will?

—¿Qué?

—¡Como algo que cayese al agua!

El contramaestre volvió a coger la carabina, mientras Jody tomaba de un banco una pistola, única arma que había extraído de la pequeña armería del penal.

—¡Echa la chalupa hacia el escondrijo! —dijo Will.

—Pero ¿no oye usted? —preguntó Palicur.

—¡Sí; tú, Palicur, al timón!

La chalupa giró en derredor de la punta extrema del islote, y se ocultó entre dos filas de escollos cuyas puntas emergían entre las tormentosas aguas de la resaca.

De pronto el maquinista lanzó un grito de furor. En aquel momento salía un hombre de la hendidura donde estaban las provisiones y arrojaba al mar una caja de hojalata, que enseguida se fue a fondo.

—¡Ah, miserable! —bramó Jody descargando su pistola.

El hombre que había arrojado la caja lanzó también un grito y saltó hacia las rocas altas, procurando alcanzar un grupo de cocoteros.

—¡El Tuerto! —gritó Will—. ¡Muere, perro!

El cingalés, que con aquel rápido movimiento se había librado del pistoletazo del maquinista, no pudo salvarse del tiro de la carabina.

No había concluido de apagarse el ruido de la detonación, cuando los fugitivos le vieron caer detrás de la cresta de las rocas y desaparecer por la otra parte del islote, gritando al mismo tiempo:

—¡Me han matado!

Después se oyó el golpe de un cuerpo en el agua. Jody saltó rápidamente en tierra y se dirigió hacia la hendidura, que formaba como una pequeña caverna, en la cual apenas cabían dos hombres.

—¡Ah, canalla! —gritó, mientras se llevaba con desesperación las manos a la cabeza—. ¡Lo ha tirado todo al mar! ¡Nos ha arruinado!

—¡Baja, y no te detengas! —dijo Will—. ¡Mira que ya llegan los guardianes! ¡Oigo el golpe de los remos!

—¡Ni siquiera tenemos un bizcocho! ¡Todo, todo lo tiró al agua!

—¡No importa; ven, o nos prenden!

Comprendiendo al fin que no era aquél el momento más oportuno para desesperarse, el maquinista volvió a la orilla y saltó a la chalupa, mientras retumbaban algunos disparos en la otra parte de la escollera.

—¡Jody, a toda máquina! —ordenó el contramaestre del Britannia.

La chalupa se separó de la orilla y se alejó rápidamente hacia el Sur, en tanto que en la altura aparecían algunos vigilantes.

En el mismo instante una voz formidable, la del Tuerto, resonó potente entre las tinieblas:

—¡Nos veremos —gritó—, y te disputaré a Juga, perro Palicur! ¡Acuérdate de Davati!

7. A LA CAZA DE LOS FUGITIVOS

El estupor producido por las misteriosas palabras que había pronunciado aquel hombre, que ya creían muerto y en el fondo del agua, fue tan profundo, que durante algunos minutos olvidaron los fugitivos las chalupas de los vigilantes que se habían lanzado detrás de ellos con la esperanza de alcanzarlos.

«¡Te disputaré a Juga!» Este era el desafío lanzado. ¿Cómo aquel hombre conocía a la infeliz prometida del pescador de perlas?

La explicación no parecía fácil. Únicamente habían sabido los fugitivos que la encarnizada vigilancia del cingalés para impedirles la fuga, mejor dicho, para impedírsela a Palicur, tenía un motivo muy distinto del que hasta entonces habían supuesto.

Iba a abrir la boca el malabar, cuando el contramaestre se adelantó diciéndole:

—¡Ya hablaremos de eso después! ¡Ahora procuremos poner en salvo el pellejo! ¡También el Nizam tercia en la partida, y tenemos que guardarnos de sus cañones!

Efectivamente; los fugitivos no podían considerarse en salvo: cuatro chalupas montadas por los mejores tiradores del penal y por los remeros más robustos se destacaron en la escollera y procuraban dar caza a la barca de vapor.

Sin embargo, no eran éstos los que preocupaban al contramaestre. La máquina ya funcionaba, y aquellos remos, por muy poderosamente que los manejasen, no podían competir con la hélice, que giraba de un modo furioso aumentando sus revoluciones por momentos.

Era el Nizam el que constituía el verdadero peligro, al menos por el momento, pues si la chalupa estaba fuera del alcance de las carabinas, se encontraba, en cambio, bajo el tiro de los cañones. El barco que cada quince días llevaba las provisiones destinadas a la penitenciaría, instruido enseguida de la fuga de los tres penados, se había puesto a su vez a darles caza.

Era un vapor viejo de tres a cuatrocientas toneladas: cierto que no tenía la máquina en estado muy satisfactorio; pero iba bien provisto de combustible, lo tripulaban cincuenta hombres de la marina del Estado, y montaba cuatro piezas de artillería puestas en barbeta.

La chalupa tenía un buen horno vertical, y podía ganar ventaja desarrollando una velocidad de once nudos por hora; pero ¿durante cuántas? El combustible que Jody acumuló duraría, todo lo más, cuarenta, y aun así economizándolo, mientras que el Nizam llevaba carbón probablemente para varias semanas.

—¡Jody, echa carbón! —dijo el contramaestre, que se había puesto de timonel—. ¡El Nizam está remontando la escollera!

—¿Y las barcas?

—¡No te cuides de ellas!

Al ver los vigilantes que la chalupa huía hacia el Sur para ponerse a cubierto de una punta rocosa que avanzaba mar adentro, abrieron un fuego violentísimo con las carabinas, pero completamente ineficaz, pues los fugitivos se encontraban fuera del alcance de sus tiros.

A su vez apareció el Nizam, que apresuraba la marcha mostrando sus tres faroles, los cuales brillaban clarísimamente en medio de las tinieblas.

Casi enseguida lució en la proa del vapor un relámpago acompañado de una gran detonación. Se oyó por el aire el ronco zumbar del proyectil, y poco después brotó un chorro de espuma que saltaba a treinta metros de la proa de la chalupa.

—¡Tantean! —dijo Will—. ¡Al tercer disparo, si aún estamos a tiro, nos tocarán! ¡Jody, carga la válvula, o deshacen la chalupa!

En el puente del barco retumbó otra detonación, y la bala se sumergió a cuarenta o cincuenta metros de la popa de la barcaza fugitiva. Will se volvió rápidamente para mirar al Nizam.

Las chalupas de los vigilantes se habían detenido, y comenzaban a dirigirse con lentitud hacia Port-Cornwallis, pues habían comprendido que gastaban en balde fuerzas y municiones.

En cambio, el vapor forzaba la máquina para alcanzar a los fugitivos antes de que pudieran ponerse fuera del alcance de su artillería.

De la chimenea salían turbiones de humo y escorias que se alzaban al cielo, teñidos de rojo por la reverberación de las llamas.

—¡Si se equivocan en la puntería, estamos en salvo! —murmuró el contramaestre—. ¡Medio minuto más, y sus cañones serán inútiles! ¡Palicur, Jody, dispuestos para tirarse al agua! ¡Si nos agujerean la chalupa, la repararemos en la costa, si es que vivimos todavía! Un tercer relámpago, esta vez hacia la popa, brilló en el vapor.

Instintivamente el contramaestre bajó la cabeza, salvando la vida con este movimiento, porque un instante después pasaba la bala rasando la chalupa y yendo a caer en el mar a muy breve distancia.

—¡Estamos en salvo! —gritó—. ¡Jody, a toda máquina! ¡Ya no nos cogen!

La chalupa llegaba a la peninsulilla que avanzaba tanto espacio mar adentro, poniéndose a cubierto por entero de los tiros del Nizam. El contramaestre dejó que bogase durante un poco tiempo a lo largo de la costa, y cuando creyó que habían ganado la distancia necesaria para no temer a las balas volvió a lanzar la chalupa hacia el Sur.

Como tenían una ventaja de tres nudos por hora sobre la embarcación que los seguía, aun cuando se dejaran ver, ya no corrían peligro.

Efectivamente; el cuarto proyectil que les envió el Nizam cayó a más de cien metros de la popa.

—¡Buenas noches, señores! —gritó Will—. ¡Otra vez será! ¡Por ésta, no es posible!

—Yo le aseguro a usted, señor Will, que no renunciarán a darnos caza —dijo Jody, que miraba lleno de angustia la provisión de carbón—. ¡Esperarán a que hayamos consumido nuestro combustible para caer sobre nosotros!

—Hay muchos escondrijos a lo largo de la costa, y en alguno encontraremos leña —dijo Palicur—. En estas islas abundan las plantas resinosas.

—No digo que no.

—¿Cuánto tiempo podremos sostener esta velocidad? —preguntó el contramaestre.

—Hasta pasado mañana al amanecer.

—Se podría aminorar un poco, y economizaríamos el carbón.

—Prefiero que vayamos así —respondió Will—. En veintiocho o treinta horas, sin tener que detenernos, llegaremos a la última isla del grupo.

—Olvida usted una cosa, señor Will.

—¿Cuál?

—Que no tenemos ni un bizcocho siquiera que llevarnos a la boca.

—¡Ya nos proveeremos de cualquier modo!

—Y no tenemos tampoco ni una gota de agua.

—¡Aquel canalla lo tiró todo, incluso los cocos!

—Haremos una recalada en la costa lo más tarde posible. Es preciso ante todo que perdamos de vista ese barco.

—Al mediodía le llevaremos una ventaja de treinta nudos.

—Entonces, esperaremos al mediodía.

Miró hacia el Norte: todavía brillaban los faroles en la oscura línea del horizonte; pero tan pequeños, que no podía tardar el momento en que desapareciesen.

Aquel barco viejo perdía camino a ojos vistas, y quemaba inútilmente el carbón en los hornos de su vieja máquina.

—Ahora ya podemos hablar de nuestros asuntos —dijo mirando al malabar, que parecía sumido en profundos pensamientos—. Por el momento nadie nos amenaza, y la ruta que llevamos no requiere vigilancia. Palicur, ¿qué impresión te han producido las palabras del cingalés?

—¡Yo creo que me vuelvo loco, señor Will! —respondió el pescador de perlas—. Hace media hora que doy vueltas en la memoria y que me atormento en vano el cerebro para explicarme este misterio. ¡Davati! ¿Quién será? Y, sin embargo, ese nombre yo creo que lo he oído alguna vez.

—¿A quién?

—A Juga.

—¿A tu prometida?

—Sí, señor Will. Estoy seguro de que ha pronunciado ese nombre. ¿Cuándo? Yo no lo sé; no lo recuerdo.

—Expliquémonos. ¿Habías visto antes de ahora al Tuerto?

—No, me parece…

—¡Recuerda bien!

—He pensado macho, señor, y no hago memoria de haberle visto fuera del penal.

—Entonces, ¿cómo quieres que conozca a Juga? El hecho es que ese hombre es tu rival, y que debe de estar enamorado de la joven que tú amas.

—¡Ah; ya, señor Will! Recuerdo que me habló una noche el padre de la muchacha de que un pescador de perlas le había pedido antes que yo la mano de Juga; pero no he sabido quién fuese, porque nadie volvió a decirme una palabra.

—Sospecho una cosa —dijo Will—. Sospecho que el Tuerto no ha sido extraño al rapto que los tiruvanskas del monasterio de Annaro Agburro cometieron con Juga: es posible que fuese él quien se la señaló, pues así se vengaba de las calabazas que le dieron.

—También me parece a mí lo mismo, señor Will.

—Pero si estaba perdida para ti, también lo estaba para él —dijo Jody, que hasta entonces se había limitado a escuchar a sus compañeros.

—Hubiera podido rescatarla con la perla roja; ¡esa perla maldita que después del rapto de Juga he estado buscando durante más de dos meses!

—¡La perla roja! —exclamó el contramaestre—. Esta es la segunda vez que te oigo nombrarla, sin que hasta ahora haya podido saber qué es eso.

—Era una perla famosísima que adornaba como si fuese un tercer ojo la frente de la gigantesca estatua de Godama, que está en el monasterio de Annaro Agburro —dijo Palicur.

—¿Y qué tiene que ver Juga con esa perla?

—Tiene que ver, porque solamente el que la encuentre puede rescatar una de las jóvenes esposas del dios. Si yo la encontrase, Juga volvería a mí.

—¿Y dónde está esa perla? —En el fondo del estrecho de Manar.

—¿Y quién la arrojó allí?

—El que la robó; mejor dicho, no la tiró, porque debe de estar metida en la herida, una herida horrible que aquel desgraciado se produjo en el costado izquierdo.

—Sí; también conozco yo esa historia —dijo Jody.

—Pues yo no entiendo nada-repuso Will. —Explícate mejor, Palicur. Ya no se ven las luces del Nizam, y podemos hablar a nuestro gusto.

—Esa historia se remonta a dos años —dijo el malabar—. Con motivo de una peregrinación un pescador de perlas, hombre astuto y de valor, hizo la promesa de coger la perla que adornaba la frente de Godama, la cual admiraba todo el mundo por su tamaño y por su esplendor.

»La empresa no era fácil, y, sin embargo, no se sabe cómo, logró quitar al dios aquella piedra inestimable.

»Si el robo había sido posible cometerlo, no era ya tan hacedero ocultar lo robado. Se dio la voz de alarma, se cerraron todas las puertas del monasterio, y todos los pasos que conducían a la montaña se interceptaron. No salió ningún peregrino sin que antes sufriese un registro riguroso.

»Pero el ladrón pudo pasar. Con ayuda de un cómplice, un indio viejo pescador de perlas lo mismo que él, según se cree, se produjo una incisión profundísima en el costado derecho, y en tan horrible herida ocultó la joya.

»Así salió de Annaro Agburro sin que le molestasen, fingiendo que se había herido casualmente con un hacha durante la fiesta. Nadie podía suponer que llevase la perla dentro de sus propias carnes.

—¿Era gruesa? —preguntó el contramaestre, a quien interesaba grandemente aquel relato.

—Del tamaño de una nuez, según me han dicho —contestó Palicur.

—Con tal estorbo, ese hombre debía de sufrir atrozmente.

—Así era, en efecto, y tuvo que alquilar unos hombres para que le llevasen en palanquín hasta la costa.

—¿Y no vendió allí la perla?

—No tuvo tiempo; el viejo indio que le había hecho la incisión para esconderla, asustado con los anatemas que lanzaron los tiruvanskas contra los autores del delito, denunció al ladrón veinticuatro horas después.

»En seguida se pusieron en su seguimiento, y le alcanzaron en el mismo momento en que se disponía para hacerse a la mar en una chalupa con dirección a Travancore.

»Al verse perdido, antes que devolver la perla se hundió en el agua en la extremidad septentrional del banco de Manar, disparándose un pistoletazo en un oído.

—¿Se hundió con la perla en la herida?

—Sí, señor Will.

—¿Y no han encontrado su cadáver?

—No; porque allí la profundidad del agua es de más de sesenta metros, y ningún pescador de perlas puede descender tanto.

—Con una buena escafandra, se hubiera podido pescar al hombre y la perla —dijo el contramaestre.

—¿Y qué es una escafandra? —preguntó el malabar.

—Ya te lo diré. Ahora sigue relatando.

—Se ha terminado la historia, señor Will.

—¿Y tú has buscado también la perla?

—¡Ya lo creo! Apenas recobré la salud me fui al banco, con la esperanza de encontrarla y de rescatar con ella a Juga; pero nunca logré llegar al fondo. Entonces fue cuando, convencido de no poder conseguir mi objeto, intenté robar a la muchacha. Will hizo un movimiento con la mano, y dijo como si hablase para sí:

—Si se pudiera saber con exactitud el sitio donde ese hombre se dejó irá fondo, quizás…

—Yo lo sé, señor Will-repuso el malabar. —Me lo indicó exactamente uno de los hombres que persiguieron en el mar al ladrón.

—¿Y si algún tiburón devoró al ratero juntamente con la perla? Además, en dos años se habrá deshecho el cadáver, o Dios sabe adónde le habrán llevado las corrientes y dónde estará el tercer ojo de Godama.

»Sin embargo, no desesperemos —añadió, viendo palidecer a Palicur—. La perla puede estar mezclada con la arena. —Se quedó un momento silencioso, y dijo de nuevo—: Quisiera saber por qué está el Tuerto en el penal. Eso es un punto oscuro que hay que esclarecer.

—Yo lo sé —dijo Jody—: me lo contó Foster una noche que estaba medio borracho.

—¡Cuenta!

Iba el mulato a abrir los labios, cuando un golpe violentísimo levantó la chalupa, mientras que en el mismo instante un chorro de materia negra como la tinta y que despedía un fuerte olor acre caía sobre los bancos, y derribaba con los pies por alto a los tres penados inundándolos de arriba a abajo.

8. LOS VAMPIROS DEL OCÉANO

Pasado el primer momento de estupor, y, digámoslo también, de espanto, los tres fugitivos, que chorreaban como si los hubiesen metido en un baño de tinta, se apresuraron a levantarse; Will cogiendo la carabina, y Palicur la pistola de Jody, que había encontrado a mano.

Después de aquel imprevisto encontronazo la chalupa se detuvo de pronto, a causa, probablemente, de alguna avería en la máquina o en la hélice, cabeceando entre las anchas oleadas de espuma que se levantaron en derredor de ella y de aquel ser misterioso que la inundó de tinta, así como a los tres hombres.

Will, que había sido el primero en llegar a la proa, dio un grito de horror.

—¡Oh! ¡Un monstruo horrible! ¡Adentro, amigos! Un animal de enormes dimensiones, de cuerpo fusiforme, de media docena de metros de longitud, de color rojizo, con ocho brazos armados de ventosas que le rodeaban la cabeza y de más de siete metros de largo, se agitaba ante la chalupa abriendo y cerrando la boca, de medio metro de extensión.

Sus dos ojos, cuyo desarrollo era espantoso, aplastados, glaucos, con un ligero resplandor amarillento que daba miedo, se fijaron enseguida en el contramaestre como si pretendiese fascinarle.

El espolón de la chalupa debía de haberle herido, porque se le escapaba por entre dos tentáculos un líquido negruzco y viscoso que formaba una espuma de color rojo oscuro.

—¡Un milpiés! —gritó Palicur, que se había reunido con el contramaestre.

—¡Un cefalópodo colosal! —añadió Will—. ¡Cuidado, Palicur! ¡Si te coge uno de esos tentáculos, te sorberá la sangre hasta la última gota!

—Señor Will, conozco a esas bestias —contestó el malabar, que no parecía asombrado ni mucho menos—. He matado algunas en los bajos fondos del Manar, aunque es cierto que no eran tan grandes.

El gigantesco calamar, que debía de estar furioso por la herida recibida, no parecía dispuesto a marcharse sin tomar antes venganza.

Agitando de un modo terrible sus ocho brazos, dos de los cuales eran más largos que los otros, se lanzó como un rayo sobre la chalupa con intento de volcarla; cosa, ciertamente, no muy difícil para él.

—¡Estad con cuidado, amigos! —gritó Will, apuntando la carabina a la boca abierta del monstruo, aun cuando no ignorase el poco efecto que podía producir una bala en aquella masa gelatinosa que no ofrecía resistencia alguna.

Jody había acudido también armado de un gran cuchillo, única arma eficaz para combatir con tales monstruos.

La chalupa, aferrada entre aquellos brazos poderosos que la rodeaban por todas partes, quedó suspendida fuera del agua.

Jody y Will dieron un grito de espanto creyendo que iban a volcar: únicamente Palicur no perdió su sangre fría.

Con un rápido movimiento arrancó el cuchillo al mulato, y saltó al agua gritando:

—¡Dejadme hacer a mí!

Desapareció un instante, y volvió a aparecer detrás del monstruo. En la diestra esgrimía el cuchillo.

Mientras tanto Will había hecho fuego en la boca del monstruo. La llama que le quemó aquella especie de pico de papagayo que le formaban los labios, más bien que la herida que le produjo el proyectil, obligó al calamar a soltar la chalupa, la cual volvió a flotar.

Al propio tiempo el malabar se zambulló de nuevo.

—¡Palicur! —gritaron el contramaestre y Jody al verle tan cerca del monstruo.

—¡Loco! ¿Qué haces? ¡A bordo!

El intrépido pescador de perlas, acostumbrado a hacer frente a los formidables habitantes de los fondos submarinos, no era tan loco como creían, porque enseguida vieron que el calamar vomitaba toda su reserva de tinta, retrocedía rápidamente, y sus tentáculos batían el agua de un modo desesperado.

El malabar le había acometido por debajo, y hundía con furia el cuchillo en aquella enorme masa gelatinosa, introduciendo dentro de ella el brazo para partir los tres corazones que poseen tales monstruos.

El cefalópodo se debatía en vano de un modo horrible para desprenderse de aquel enemigo que se le había adherido. Sus tentáculos silbaban al azotar el aire con la velocidad de otras tantas fustas, y los sumergía tratando de agarrar al audaz pescador y desangrarle; sus ojos, ya enormes de por sí, se dilataban, y sus carnes perdían el color rojizo, convirtiéndose en una masa blancuzca y casi transparente.

De pronto replegó sus terribles brazos y se dejó caer a fondo, después de haber descargado en dirección de la chalupa un último chorro de tinta. El contramaestre y Jody, llenos de una angustia fácil de imaginar, habían asistido a la lucha empeñada por el atrevido pescador de perlas con aquel adversario formidable.

Por un instante creyeron que Palicur había sido arrastrado a fondo por la enorme masa que se hundía, cuando de pronto le vieron aparecer a diez pasos de la chalupa, empuñando todavía el cuchillo.

—¡Aquí, Palicur! —gritaron a un tiempo Jody y el contramaestre.

De unas cuantas brazadas llegó a la chalupa, izándole enseguida a bordo sus compañeros.

—¿Estás herido en alguna parte? —preguntóle Will.

—No —contestó el valeroso indio sonriendo—. No pudieron tocarme sus tentáculos; pero aun cuando me hubiesen cogido, me hubiera apresurado a cortarlos con una buena cuchillada.

—¡Has estado loco! ¡Exponerte de ese modo!

—Si no acometo al calamar debajo del agua, hubiera concluido por volcar la chalupa. Esos horribles monstruos tienen una fuerza extraordinaria, especialmente en los brazos; yo lo sé por haberlo experimentado.

—¿Dónde? —preguntó Jody.

—En los bancos de Manar. Por dos veces, mientras buscaba perlas a diez metros debajo del agua, me encontré frente a frente de esos monstruos, habiendo podido huir milagrosamente de una muerte segura.

—Cuenta…

—Atiende antes a la máquina, Jody —dijo al contramaestre—. Si se ha detenido la chalupa, es porque hay alguna avería.

—La máquina funciona, señor: la hélice es la que debe de haberse torcido o roto bajo la presión de los tentáculos de ese animalucho. Afortunadamente, tenemos otra de recambio, y me será fácil montarla.

—Basta con que carguemos hacia la proa el repuesto de carbón de modo que el árbol motor quede al descubierto.

—¡No perdamos tiempo! ¡No hay que dudar que tenemos el Nisam a nuestra espalda!

—¿Nos perseguirá todavía? —preguntó Palicur.

—¡Eso, ni dudarlo! —contestó el contramaestre—. Nuestros perseguidores deben de saber que el carbón que tenemos no puede durarnos mucho tiempo, y esperarán a que lo hayamos consumido para sorprendernos.

—¡Cierto! —dijo Jody—. ¡A trabajar, amigos! ¡Tengo miedo de volver a ver esa maldita barcaza con cañones!

Se pusieron a la labor, levantando el carbón que había en el centro de la chalupa y acumulándolo en la proa.

En veinte minutos lograron que la hélice quedase al descubierto. Como Jody había previsto, los tres palos se habían torcido de tal manera, que ya no servían para nada.

—¡Bonito negocio si no llegamos a tener una de recambio! —masculló. Quitó la inservible, y montó la otra que iba en una caja.

—¡Partamos! —dijo en cuanto hubo terminado la operación.

Volvieron a echar parte del carbón en derredor de la máquina para mejor equilibrar la chalupa, y a eso de las cuatro de la madrugada, en el instante mismo en que el primer rayo del Sol iluminaba las aguas del Océano índico, volvían a emprender la marcha hacia el Sur, sosteniéndose a un par de millas de la costa.

Apenas habían recorrido unos tres cables de distancia, cuando descubrieron a flor de agua una masa blanquecina que arrastraban las olas.

—¡El calamar! —exclamó Palicur, que fue el primero que lo había visto—. ¡Un buen bocado para los tiburones!

—¿Está muerto? —preguntaron a un tiempo Jody y Will.

—Si estuviese vivo, tendría color rojizo.

—¿Es decir, que esos monstruos cambian de color como los camaleones? —preguntó el mulato.

—Ni más ni menos, Jody.

—¿Son buenos para comer?

—No he visto a nadie comer esa carne, que apesta. Y eso que en Manar se matan muchos.

—¡Ah, es verdad! ¿Y tú también has corrido el peligro de que te desangrasen, Palicur?

—Sí, Jody; y te aseguro que aquellas dos veces me vi muy apurado.

—Cuenta algo, malabar, ya que por ahora no nos amenaza ningún peligro.

—Y así engañaremos mejor el tiempo —dijo el contramaestre.

—El primero que maté lo encontré en la entrada de la bahía de Condatsci. Estaba yo registrando un banco en un sitio donde el agua tenía una profundidad de diez metros, pero tan limpia y transparente, que se podían distinguir los grupos de ostras perlíferas, cuando vi que de una grieta de una de las rocas submarinas salían como dos especies de brazos.

»Atraído por la curiosidad de saber qué era aquello, pues yo era entonces un habilísimo nadador que podía resistir bajo el agua hasta minuto y medio, me dejé ir a fondo, apretando entre las piernas la piedra de forma de pilón de azúcar de la cual nos servíamos para descender con más rapidez.

»Apenas había tocado el fondo, cuando me sentí cogido por medio del cuerpo, al mismo tiempo que experimentaba una sensación parecida a una cortadura.

»En un principio no pude distinguir nada, porque había removido la arena; pero cuando el agua se aclaró vi con sorpresa que era uno de esos vampiros del Océano.

»Se había adherido a mi cuerpo, plantándome en él todos sus tentáculos, y los ojos del monstruo, esos ojos enormes y glaucos, se clavaban en mí como para saborear mejor mi suplicio, a través de aquel cuerpo transparente veía yo trasvasarse mi sangre, corriendo por las ventosas a la boca, y de allí al ventrículo.

—¡Me pones los pelos de punta, Palicur! —dijo Jody.

—¡Y a mí, la piel de gallina! —añadió el contramaestre del Britannia.

—Reuní todas mis fuerzas, logré coger el cuchillo, y me puse a apuñalar al monstruo con tanta rabia, que le obligué a que me soltase.

»Sin embargo, no había concluido todo. La barca que yo utilizaba era conducida por un muchacho cingalés, y aquel estúpido, viéndome cogido por el monstruo y luchando con él, en lugar de esperarme huyó hacia la orilla.

—¡Yo me hubiera dejado desangrar por el monstruo! —dijo Jody.

—Pues yo no pensaba en eso, ni mucho menos —contestó el pescador de perlas—. Cuando se tienen veinte años, no se deja uno vencer fácilmente por esa idea. Además, morir en el fondo del mar y de este modo no halaga a nadie.

»Cuando volví a la superficie en busca de la canoa y no la vi, me puse a nadar para ganar la orilla; pero de pronto me sentí cogido de nuevo por las piernas y arrastrado debajo del agua.

»Excitado por las primeras succiones de sangre que me había hecho el calamar, parecía resuelto a extraérmela por completo.

»Toqué fondo a cinco o seis metros de profundidad, y habiendo podido librarme por segunda vez de los tentáculos del vampiro, busqué la manera de llegar a la orilla, que no debía de hallarse muy lejos. La empresa no era fácil, pues, además de que el banco era muy escabroso en aquel sitio, el calamar me perseguía con verdadero encarnizamiento.

»Moviéndome con gran trabajo y con mucha lentitud, defendiéndome con los pies y con las manos, concluí por llegar a las aguas bajas, y pude sacar del mar más de medio cuerpo. El pulpo, que había ido siguiéndome, intentó entonces Un último ataque: se arrojó sobre mí y se me adhirió con sus terribles ventosas.

»Pero entonces ya pude hacerle frente: rápido como el pensamiento, le volví cual si fuese un guante la especie de capucha que forma su cabeza, y perdió enseguida todas sus fuerzas.

»Mis compañeros, los pescadores de perlas, me habían enseñado aquel golpe, y pude realizarle tan bien, que vi en el acto cómo los tentáculos perdían su forma redonda, cómo, no pudiendo hacer el vacío en las ventosas, se desprendían de mi cuerpo, y, cual un saco que se vacía, caer lacios en derredor de mí.

»El pulpo estaba muerto.

—Fue una prueba terrible —dijo el contramaestre del Britannia—, que pocos hombres habrían podido soportar.

—La segunda todavía fue peor, señor Will —dijo el malabar—. Había descendido al fondo del mar un poco al Norte del banco de Manar, porque quería hacer un buen registro en aquellas arenas y aquellas rocas antes de que descendieran mis nadadores; y como supiese que en aquellas arenas eran muy frecuentes los peces perros, bajé armado con un palo de hierro muy agudo, y provisto de cierta cantidad de protóxido de calcio envuelto en una hoja, para cegarlos si me acometían.

»Hallábame ante un montón de peñascos, cuando, al echar un vistazo en derredor, vi entre las rocas los ojos de un enorme vampiro que me miraba fijamente. Antes de que me fuera posible acometerle me echó encima tal huracán de tinta, que ya no pude ver nada.

»Abandoné la piedra para remontarme a la superficie, cuando, con gran terror, vi que el pulpo se deslizaba por encima de mi espalda y que me cogía con fuerza tal por un brazo, que parecía la presión una mordedura.

»Ya saben ustedes que soy fuerte. Pues reuniendo todas mis energías musculares procuré ponerme en condiciones de poder utilizar el palo. ¡Fatiga inútil! Para colmo de desventuras, uno de los tentáculos se me había fijado en el ojo izquierdo, de manera que no veía más que a medias. ¡Imagínense ustedes todo el horror de mi situación!

»Quedé casi ahogado, casi privado de sentido; pero a pesar de todo tuve suficiente fuerza de voluntad para dominar mi agitación, esperando que alguno de mis compañeros, no viéndome volver a la superficie, fuese en mi socorro.

»Esto me salvó. Un amigo mío, imaginando que me había sucedido algo grave, rompió un coco y echó algunas gotas de aquel aceite sobre el agua para poder discernir lo que me acaecía allá abajo.

»Viendo el pulpo, se sumergió rápidamente armado con un gran cuchillo, y acometió al monstruo con tanto vigor, que éste me dejó, yendo a esconderse en la arena.

»Cuando volví a la superficie estaba exhausto. Me brotaba la sangre por los ojos y por los oídos, y tenía el vientre tan hinchado como una bota a causa de la enorme cantidad de agua que había tragado.

»Creía que había perdido el ojo izquierdo por efecto de la succión del vampiro, y para reponerme, tanto de la sangre extraída como de la emoción, tuve que estar en cama más de cuarenta días.

—¡Pues después de tal aventura ya puedes esperar a que yo le haga frente a un animalito de ésos! —dijo Jody—. ¡Estoy seguro de que me moriría de miedo! ¡Cierto que yo no he nacido para pescador de perlas!

9. LAS ISLAS NIKOBAR

Veinticuatro horas después los fugitivos, que no habían cesado de hacer consumir carbón a la máquina, decididos a alejarse lo más posible del Nizam, descubrieron antes de agotar el combustible las altas montañas de las islas de Nikobar, junto a las cuales contaban con detenerse algunos días para proveerse de víveres antes de emprender la travesía del Océano Indico occidental.

Para no perder tiempo, y también por temor a que los prendiesen y matasen los isleños, no habían puesto pie en tierra en ninguna parte de las Andamanes, que, especialmente en aquella época, gozaban de una fama malísima, no obstante la cercanía de la guarnición anglo-india de Port-Cornwallis.

Sin embargo, era preciso detenerse en alguna parte, porque la provisión de carbón estaba a punto de agotarse, y porque durante aquella caminata no habían comido más que dos bizcochos, los únicos que habían encontrado por casualidad en la caseta del maquinista, olvidados allí quién sabe de cuánto tiempo, ni tampoco habían bebido una sola gota de agua.

—Dirijámonos directamente hacia Karnikobar —había dicho el contramaestre del Britannia, que conocía casi todas las islas diseminadas en el vastísimo Océano índico, tanto a Poniente como a Levante de la Península indostánica—; allí encontraremos agua y víveres, y esperaremos a que pase el Nizam.

Sobre todo, os recomiendo que estéis siempre lejos de los isleños, para que no puedan dar parte de nuestra presencia a los que nos persiguen.

Después de esto cargaron el hornillo hasta la boca para acelerar la marcha, pues el Sol estaba ya próximo al ocaso.

Las Nikobar forman un archipiélago de diez islas bastante distanciadas unas de otras, y la gran Nikobar, que es la más meridional, tiene una longitud de quince leguas. Las que le siguen en importancia son: Sambelaug, Ketchoul, Komarta, Nancoverg, Priconta, Peressa, Pebraourie, Pabonin y Karnikobar.

Todas ellas son muy montañosas y están cubiertas de bosques, especialmente de cocoteros, beteles, arecas, teks y otra porción de árboles muy estimados.

El clima es muy malsano por efecto de las lluvias que caen sin cesar, producidas por los monzones; son tan terribles las fiebres en esas islas, que han hecho imposible su colonización por los europeos. Por lo demás, su riqueza es grande, y hay en sus costas segurísimas bahías en las cuales podrían hacerse magníficos puertos de refugio.

La chalupa, que consumía vorazmente los últimos restos de carbón, con gran sentimiento de Jody, llegaba una hora después de la puesta del Sol a unos cuantos cables de distancia de la costa occidental de Karnikobar, la cual aparecía cubierta de espesísimos árboles. Pasaron de largo la bahía de Saoni, pues el contramaestre sabía que allí había aldeas; rebasó un paso abierto en el banco coralífero, y fue a embarrancar dulcemente en la arena del fondo de una rada pequeñita que parecía desierta y en la cual desembocaba un riachuelo.

Apagaron el fuego para no consumir aquel poco carbón que quedaba, y después de haber atado fuertemente la chalupa saltaron a tierra, llevando consigo la carabina, la pistola y dos grandes lonas para taparse, únicas que poseían, y con las cuales contaban hacer unas velas.

Ambas orillas del riachuelo estaban obstruidas por enormes árboles que proyectaban una sombra muy densa sobre las blanquecinas aguas. Era probable que entre aquellos árboles hubiese algunos frutales.

—Ante todo busquemos algo para cenar —dijo Will, que parecía hallarse muy contento de encontrarse en tierra y a tan gran distancia de la penitenciaría—. ¡Creo que pasaremos una buena noche!

—¿Hay habitantes en esta isla? —preguntó Palicur.

—Hay algunas aldeas; pero no deben preocuparnos los indígenas. Aunque nos descubriesen no nos incomodarían, pues han aprendido a respetar a los europeos.

—¿Es verdad que tienen rabo, señor Will? —preguntó Jody.

—Eso se creyó en otro tiempo —dijo el contramaestre riendo—. Cierto que, vistos a una distancia determinada, parece como que lo tienen; pero es que estos isleños llevan una tira de piel a lo largo del dorso, colgándoles un extremo hasta casi tocar en el suelo.

—¿Vendrá a buscarnos hasta aquí el Nizam? —preguntó Palicur.

—Es probable que llegue a la bahía de los Saonis para interrogar a los indígenas. Por esa razón me gustaría que no nos viesen.

»Este sitio me parece desierto, y en medio de estos bosques no han de encontrarnos con facilidad.

»Jody, ve a buscar ostras y cangrejos a la playa; mientras tanto, nosotros buscaremos fruta.

—Señor Will —dijo el maquinista deteniéndose—, ¿hay aquí animales feroces? ¡Porque yo no quisiera caer entre las uñas de cualquier tigre!

—Tigres, no; cocodrilos, y, mejor aún, caimanes, además de serpientes muy venenosas, abundan mucho. ¡Mira dónde pones los pies!

En tanto que el maquinista se dirigía hacia la playa el inglés y el malabar se metieron en el bosque, deteniéndose a poco ante un árbol cuyas ramas se doblaban bajo el peso de una cierta fruta rugosa y del volumen de una cabeza de niño.

—Aquí tenemos un carum que nos proveerá de cuanto pan necesitemos —dijo Will, que lo reconoció enseguida.

—Un mellori, señor —dijo el malabar.

—Sí; así lo llaman los portugueses.

—Podremos cargar la chalupa.

—Y conservar la pulpa, si tenemos la precaución de hacerla fermentar bajo tierra durante unos días —añadió el contramaestre—. ¿Puedes subir, Palicur?

—Las heridas ya no me incomodan, señor Will.

El pescador de perlas se agarró a algunas plantas parásitas de nepentes que sostenían sus correspondientes vasos vegetales repletos de agua más o menos limpia. Desde allí dejó caer al suelo una docena de aquellas grandes frutas. Ya iba a descender, cuando oyeron hacia la playa gritos de Jody.

—¡Pronto; acudan ustedes, o se me escapa!

El contramaestre dio un salto hacia la carabina, que había dejado apoyada en el tronco de un árbol, y el malabar se dejó caer en tierra.

—¡Pronto, Palicur! —dijo Will lanzándose a una desenfrenada carrera—. ¡Alguien amenaza a Jody!

Atravesaron con la velocidad del rayo el trozo de floresta que habían recorrido, y se dirigieron hacia la playa, donde el mulato sostenía una lucha a garrotazo limpio con una cosa enorme y difícil de definir a la primera ojeada.

—¿Qué es eso, Jody? —gritó el contramaestre disponiéndose a hacer fuego.

—¡Ayúdenme ustedes a derribar esta montaña de carne! —contestó el maquinista—. ¡Se necesita una grúa!

El contramaestre y el malabar se detuvieron ante una tortuga de tan colosales dimensiones como nunca habían visto otra; pero la reconocieron enseguida.

—¡Es una tortuga elefante! —exclamó Will—. Tienes razón en decir que es una montaña de carne; pero no podremos volcarla los tres reunidos.

¡Serían necesarios diez mozos de cuerda para mover esta masa!

En efecto; aquel reptil era extraordinariamente grueso: no tendría más de metro y medio; pero su espaldar negro y fortísimo se levantaba en forma de cúpula, bajo la cual debía de haber, por lo menos, 200 kilogramos de carne.

Esos monstruos, que evocan los estupendos y extraños animales de la época antediluviana, no son raros aun hoy día en el Océano índico, y abundan también en ciertas islas, como en las Maldivas, en las Nikobar, y sobre todo en las islas de Francia y de la Reunión, donde se criaban dentro de estanques cerrados con objeto de que sirviesen de entretenimiento a los muchachos, pues algunos de dichos reptiles llevaban sobre el caparazón a varias personas.

Ante la granizada de estacazos con que el maquinista la saludaba, la tortuga había retirado la cabeza y se había detenido, segura de que nadie había de sacarla de su fortaleza ósea, y de que tampoco podrían volcarla patas arriba. Sin embargo, echó mal sus cuentas. En vista de que no quería ofrecer la cabeza al cuchillo del malabar, Will le disparó por dentro un pistoletazo, saltándole el cráneo.

—¡Ya está inmovilizada para siempre! —dijo el marino.

—¿Quién será capaz de abrir esta concha? Nosotros, por de contado, no, pues carecemos de un hacha o de una sierra. Además, que no bastaría: ¡serían precisos unos picos de acero muy fuertes!

—No es necesario hacer más que una sola cosa —dijo el malabar.

—¿Cuál? —preguntó Jody.

—Rodearla de leña seca y asarla donde está. En cuanto se haya carbonizado la concha, se romperá con facilidad.

—¡Ahí tienes una idea que no se me hubiese ocurrido nunca! —dijo riendo el mulato—. ¡Si yo me encontrara solo aquí, me moriría de hambre al lado de esta montaña de carne!

—¡Qué animalazo! ¡Es tan grande como un pipote de cinco hectolitros! ¡Qué lástima no poder comer toda esta carne, tan exquisita como es!

—¡Pues invita a una docena de nikobarianos! —dijo Palicur—. Y aún podría suceder que no fueran suficientes para comerse todo eso.

—¿Dónde has sorprendido a ese animal? —preguntó Will.

—Estaba aquí, en medio de esta duna, luchando con otro no tan grande como él. La otra tortuga anduvo más lista, y se puso en salvo a tiempo zambulléndose en el mar.

—¡Luchaban! —exclamó el malabar—. ¡Tan pesadas como son!

—Y se mordían ferozmente en el cuello, y, sobre todo, procuraban volcarse mutuamente.

—Ése es, generalmente, el golpe que intentan cuando luchan; porque si llegan a vencer al contrario, el vencedor queda libre para siempre de su enemigo —dijo Will.

—¿Es decir, que se matan si caen sobre el dorso? —preguntó Jody—. ¡Pues a mí no me parece que se les resienta fácilmente la espina dorsal, llevándola tan defendida con ese caparazón!

—No mueren por eso —contestó Will—; mueren porque, como ya no pueden volver a ponerse en su posición natural por causa de lo corto de las patas y de su peso, demasiado grande, quedan así en tal postura para siempre, y mueren de hambre y abrasadas por el Sol.

—¡No creía yo que las tortugas tuviesen tanta malicia! Efectivamente; he visto que la más pequeña procuraba meterse debajo de la otra, sin duda para tumbarla.

»Y como vi también que con cualquiera de ellas tendríamos carne suficiente para darnos un banquete, me propuse cazar una, acordándome de que hace veinticuatro horas que no hemos probado bocado. Así, pues, podríamos dejar la conversación para después de cenar.

—¡Tienes razón! —dijo Will—. ¡Vamos a buscar leña!

No tuvieron que andar mucho para encontrarla. Tanto bajo los árboles como en las orillas del Océano había ramas secas y hierbas en cantidad fabulosa. Cubrieron por completo la colosal tortuga y prendieron fuego a aquel montón de combustible, sin ocurrírseles que aquella llamarada podía ser vista por los indígenas, y quizás también por el Nizam.

Mientras el pobre reptil se freía en su propia grasa esparciendo en derredor un exquisito perfume, y Palicur recogía el aceite que en gran cantidad se escapaba por las aberturas de las zampas, depositándolo en grandes conchas, el contramaestre mondaba la fruta, dejando al descubierto la pulpa, de un hermosísimo color amarillento y tan trabada como la masa del pan, y cortándola en largas rebanabas las colocaba sobre las brasas para que se tostasen.

Media hora después dejaron que el fuego se extinguiera, y el malabar rompió la coraza superior de la tortuga, ya carbonizada, dándole unos golpes con el mango de un gran cuchillo; enseguida, con una concha bastante grande y de bordes muy cortantes extrajo varios kilogramos de carne, que debía de ser riquísima a juzgar por el perfume que exhalaba.

—¡Señores, a la mesa! —dijo colocando a guisa de fuente ante el inglés y el mulato una magnífica haliotis gigantea, o sea una de las más grandes y más hermosas conchas de nácar de las que produce el Océano índico—. ¡Aquí hay para todos, y allí queda todavía carne para veinte hombres más!

Los tres fugitivos, que tenían un apetito feroz, acometieron vigorosamente a la cena, alabando entre bocado y bocado la delicadeza de aquella carne asada.

Iban a declararse más que saciados, cuando por el lado del bosque llegaron hasta ellos ruidos de ramas movidas precipitadamente y como de pasos apresurados.

Will se puso en pie de un brinco, y montando el gatillo de la carabina grito:

—¿Quién vive?

10. LA PRINCESA DE KARNIKOBAR

Ante la amenazadora intimación del contramaestre cesó de repente todo rumor, y las hojas y ramas que hacía un momento se agitaban como si alguien procurara abrirse paso volvieron a su inmovilidad.

Nada satisfecho con silencio tan repentino, Will avanzó algunos pasos, en tanto que el maquinista preparaba la pistola y el malabar cogía un tizón en llamas para servirse de él como de una antorcha.

—¡Quién vive! —repitió el marino deteniéndose a quince pasos de la linde del bosque—. ¡Contestad, o hago fuego!

—¿Habrá sido algún mono? —preguntó Jody—. Si fuera un isleño, ya hubiera salido, conociendo, como conocen, el poder de las armas de fuego.

—Los monos no bajan de los árboles, sobre todo por la noche —contestó el contramaestre—. He oído hablar bajo, en medio de aquella manigua.

—¡Puesto que no se atreven a salir, vamos nosotros a descubrirlos en la madriguera! —Dijo el pescador de perlas soplando en el tizón—. ¡Tenemos armas, y no somos hombres que nos asustamos tan fácilmente!

Se dirigieron hacia la espesura, y el malabar apartó las ramas, iluminando aquella parte del bosque con la llama del tizón.

—¿Qué es lo que hacéis ahí, y por qué os ocultáis? —preguntó enseguida.

Bajo las hojas había dos hombres escondidos, uno al lado del otro. Parecían más asustados que dispuestos a luchar con los extranjeros; además, no tenían arma alguna.

—¡Salid afuera; no temáis nada! —dijo el pescador en lengua india—. Al contrario; si tenéis hambre, podemos ofreceros una abundante cena.

Los dos isleños se miraron, se irguieron, y clavaron los ojos en el contramaestre, que seguía amenazándolos con la carabina.

—¡No nos mate! —dijo al fin uno de ellos con voz temblorosa.

Como Jody y Will conocían también la lengua india que se habla, con algunas variantes, en todas las islas que se extienden a Levante y Poniente de la gran península indostánica, el segundo contestó:

—No somos enemigos vuestros, y no queremos haceros daño. ¡Seguidnos! También podéis sentaros al lado del fuego, y comer hasta saciaros.

Ambos isleños no se hicieron rogar, y, aun cuando temblando de miedo, se dejaron conducir sin rebelarse hacia donde estaba la colosal tortuga.

Eran dos hombrecillos de metro y medio escaso de estatura y muy flacos: tanto, que se les señalaban las costillas; de epidermis casi negra, los labios más bien gruesos, la nariz muy ancha, la barbilla muy abultada, y con los ojos algo oblicuos, como los de los mogoles. No llevaban adorno alguno en el cuello ni en los brazos, y su vestimenta consistía en un taparrabos de fibras vegetales.

—Comed, y después hablaréis —dijo Will, viendo que miraban con ansia la tortuga.

Iba a darles una concha llena de carne, cuando de repente se alzó en medio de la espesura un gran clamoreo, seguido de gritos y aullidos que resonaban de un modo agudísimo, alternando con un cántico que parecía fúnebre salmodiado en un ritmo monótono y acompañado de golpes de gong y de tam-tam.

Los dos isleños se levantaron de un salto mirando hacia el bosque. Hallábanse dominados por un espanto indescriptible, y temblaban como si los hubiese acometido la fiebre.

—¿Qué es lo que sucede allá abajo? —preguntó el contramaestre, que también se había levantado, imitándole el maquinista y el malabar.

—¡Ha muerto el jefe del poblado! —dijo uno de los isleños, que procuraba esconderse detrás del inglés como si se viera amenazado de algún peligro.

—¿Y ésos son los funerales que le hacen?

—¡Sí, hombre blanco!

—Pero ¿por qué tiemblas?

El isleño permaneció perplejo un instante, y después dijo:

—¡Nosotros somos esclavos del jefe!

—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó el contramaestre.

—Que, como somos sus esclavos, tenían que sepultarnos vivos con el jefe para escoltarle y servirle en la otra vida.

—¿Y os habéis escapado?

—Sí, señor, hombre blanco.

—¿Quién era ese jefe?

—¡Un hombre muy poderoso, señor de cuatro poblados!

—¿Y sus herederos querían sepultaros con él?

—Ésa es la costumbre, señor.

—¿Y habéis dejado allá algunos compañeros?

—Cuatro; entre ellos, dos mujeres: a estas horas ya estarán muertos.

—¡Son unos bribones! —gritó Will indignado—. ¿Os han visto escapar?

—No, señor; pero no tardarán en buscarnos —dijo el isleño, que no cesaba de temblar.

—¡Pues si se atreven, que vengan a buscaros aquí, a nuestro campo! —dijo Palicur—. ¡Jody, apaga el fuego y lleva leña a la chalupa!

—Y pongámonos en disposición de poder marchar —añadió Will—. ¡No puedo permitir que maten a estos pobres diablos! ¡Que maten cerdos si quieren dar una escolta al muerto!

—¡Y, además, le serán más útiles, porque pueden aprovechar los jamones! —dijo Jody riendo.

Apagaron la lumbre, con objeto de no atraer la atención de los que persiguiesen a los fugitivos; cargaron la chalupa con trozos de troncos y ramas gruesas cogidos en las lindes del bosque, y después de haber dado de comer a los dos esclavos se dirigieron hacia un espeso bosquecillo para que no los descubrieran fácilmente.

Sin una gran necesidad, no querían dejar por el momento la isla, sobre todo antes de haberse asegurado bien acerca del rumbo del Nizam, porque estaban seguros de que el barco de la penitenciaría no habría interrumpido la caza. Además, querían embarcar suficientes víveres para poder llevar a efecto la travesía del Océano sin correr el peligro de morir de hambre o de sed.

Verdad es que más al Sur no faltaban islas; pero hubiera sido preciso perder varios días y exponerse al riesgo de que los alcanzase y los hiciera prisioneros el Nizam antes de que pudiesen arribar a ninguna de ellas.

—Si nos descubren —había dicho el contramaestre—, nos embarcaremos, pero sin alejarnos mucho, e iremos a buscar algún refugio hacia las costas meridionales.

Los cánticos y los gritos no habían cesado todavía. Seguían oyéndose, juntamente con los golpes de gong y de tam-tam, que retumbaban con fragor infernal bajo la espesura.

—¿Cuándo enterrarán al muerto? —preguntó Palicur a uno de los isleños, el cual escuchaba angustiado aquellos gritos.

—Mañana, al despuntar el Sol.

—¿Y seguirán gritando y cantando toda la noche?

—Sí, señor. La viuda ha puesto a disposición de los isleños mucho arak para beber.

—¡Entonces, va a ser un poco difícil descabezar un sueñecillo! —dijo Jody.

—¡Ponte un poco de estopa en los oídos! —dijo el contramaestre—. Debes de tener alguna en la caja.

—Prefiero esperar a que esos cantores estén borrachos y que ya no tengan fuerzas para seguir berreando. Porque supongo que esos isleños no tendrán forrada en cobre la garganta.

—Por mi parte, dormiré lo mismo. Estoy acostumbrado a los rugidos del mar y a los silbidos del viento, y no despertaré hasta que me toque mi cuarto de guardia. ¿Quién quiere hacer el primero?

—Yo lo haré, señor Will —dijo el maquinista.

—Abre bien los ojos, y dirige también alguna mirada de cuando en cuando hacia el mar: a pesar de su máquina asmática, el Nizam no debe de tardar en aparecer. Échate ya, Palicur, y deja descansar tus espaldas, que todavía necesitarán reposo. Cogió el maquinista la carabina, el contramaestre y el malabar se tumbaron encima de una espesa capa de hojas, y ambos cerraron los ojos, sin preocuparse por los diabólicos aullidos de los isleños. Los dos esclavos, siempre poseídos de profunda angustia, aun cuando las palabras del hombre blanco los habían tranquilizado algo, se acurrucaron detrás del mulato, vigilando con ansiedad las lindes de la floresta.

Al parecer, los súbditos del jefe muerto no se habían hecho cargo todavía de la fuga de aquellos desgraciados, porque los gritos resonaban muy lejos. Ocupados en emborracharse, seguramente no se habrían movido. Por lo menos así lo pensaba Jody, viendo que no parecía nadie por la parte de los bosques ni por la del mar.

Su cuarto de guardia trascurrió sin incidentes, y cuando hacia la media noche despertó al indio todavía seguían en el mismo estado las cosas en los alrededores del campamento, y los gritos, menos agudos que antes, continuaban oyéndose a mucha distancia.

—Creo que estos dos hombrecillos están asustados sin motivo-le dijo el pescador de perlas. —Nadie piensa en ellos. Sin embargo, vigila con cuidado, Palicur.

—¿Has visto algo por la parte del mar? —preguntó el pescador.

—No ha aparecido punto luminoso alguno. O el Nizam tiene la máquina descompuesta y está muy lejos todavía, o ha renunciado a la persecución. ¡Buenas noches!

El malabar hizo un rápido y breve registro, llegando hasta el límite del bosque y hasta la chalupa, y, ya más tranquilo, volvió al campamento, donde los esclavos, a pesar de sus angustias, habían concluido por dormirse.

Poco a poco fueron debilitándose los gritos de los isleños. Únicamente se oían de cuando en cuando las agudas notas del gong y los golpes del tam-tam.

El arak debía de haber triunfado de los cantores, paralizándoles la lengua y las piernas. Sin embargo, el indio, receloso y desconfiado como todos sus compatriotas, vigilaba atentamente, quizás con mayor cuidado que el maquinista, haciendo muy a menudo pequeñas salidas hacia la floresta y deteniéndose a escuchar.

En una de aquellas requisas notó una cosa que le preocupó. Iba a volverse al campamento, cuando oyó volar y chillar entre la espesura a varios pájaros, entre ellos algunos de los llamados tamo, que remontaron el vuelo.

Otro cualquiera no hubiese hecho caso de ello; pero el malabar se alarmó. Aquellos volátiles, que no son de la familia de los nocturnos, debían de haberse asustado de algo cuando en la mitad de la noche abandonaron sus nidos.

—Puede haber sido algún animal el que los ha obligado a huir, o quizás una serpiente-murmuró; —pero también puede serla presencia de un hombre.

Se replegó prudentemente hacia el campamento, que, como hemos dicho, estaba en una gran espesura de plátanos silvestres, y se puso a escuchar.

Trascurrieron algunos minutos, y en la misma dirección resonaron las notas del canto de un cuco, especial de aquellas islas.

—¡Cantar de noche! —murmuró el malabar—. Esto no es natural. ¡También ése se ha asustado!

Se inclinó sobre Will, y le despertó sacudiéndole con fuerza.

—¡Preparémonos para irnos, señor! —le dijo—. ¡Ya volveremos después para completar nuestras provisiones!

—¿Qué, nos amenaza algo? —preguntó el contramaestre.

—Tengo la seguridad de que los isleños han descubierto nuestro campamento, y la prudencia aconseja que nos embarquemos. El Nizam puede aparecer de un momento a otro, y los isleños comunicarían a su comandante la presencia de un hombre blanco en estas costas.

—¡Despierta a todos!

Ya el malabar había hecho levantarse al maquinista y a los dos esclavos, cuando de pronto una banda de hombres armados con hachas, fusiles viejos y mazas desembocó de la floresta y se dirigió a la carrera y gritando hacia la espesura donde estaban los prófugos.

Era ya demasiado tarde para huir hacia la chalupa, que se encontraba medio varada en la arena y a un centenar de metros de distancia.

—¡Poneos detrás de mí! —gritó el contramaestre a los esclavos, que gritaban de un modo desgarrador, como si ya tuviesen el cuchillo levantado sobre su cabeza.

Le quitó a Palicur la carabina y apuntó de un modo resuelto a los isleños, gritando en indio:

—¡Quietos, o hago fuego!

La banda se detuvo. Se componía de unos cincuenta salvajes de estatura más elevada que la de los esclavos, y también más robustos; llevaban adornos de conchitas blancas en derredor del cuello y en los brazos, y peines de bambú muy altos metidos en los cabellos, teñidos de ocre rojo.

También habían salido de la espesura otros siete u ocho indios con ramas resinosas que ardían como si fuesen antorchas, escoltando a una mujer de baja estatura, todavía joven y de bellísimas facciones, pues las nikobarianas gozan fama de ser las más hermosas isleñas del Océano índico.

Por la especie de túnica o camisa con hilos de oro y de tejido muy fino que vestía, por sus grandes brazaletes de plata y por la diadema formada con rupias y perlas, el contramaestre comprendió enseguida que aquella mujer debía de pertenecer a una alta casta.

—¿Quién eres? —le preguntó así que estuvo cerca—. ¿Y qué quieres? Yo soy un europeo, y, por lo tanto, inviolable para vosotros.

La mujer lo miró con cierta curiosidad, y los guerreros ensancharon las filas respetuosamente.

—Vengo a reclamar dos esclavos que se han escapado de mi poblado y que debían seguir a mi marido, el gran jefe Kaina Tur, el cual será sepultado tan pronto como amanezca.

—¡Esos dos hombres están bajo mi protección, y no se los entregaré a nadie, sea quien sea! —dijo el contramaestre con voz firme.

La mujer arrugó el entrecejo, asombrada quizás de no verse obedecida en el acto, y contestó enseguida:

—Ésta no es tu patria, y nadie te ha llamado; por lo tanto, eres un extranjero, y, como tal, debes obedecer las leyes del país. ¡Esos dos esclavos me pertenecen, y los tendré!

Hizo una seña a sus guerreros. Inmediatamente la horda, con un movimiento rápido, inesperado, se arrojó como un solo hombre sobre los tres penados lanzando alaridos salvajes.

Creyendo que los espantaría, Will descargó la carabina por encima de sus cabezas; pero aquel tiro no hizo otra cosa que ponerlos más furiosos.

Cuatro guerreros se echaron encima del contramaestre y le sujetaron, en tanto que los demás rodeaban al maquinista y al pescador de perlas. En lugar de aprovecharse del tumulto para ponerse en salvo en los bosques, los dos esclavos seguían detrás del inglés, esperando quizás su protección; pero de pronto se sintieron cogidos por veinte manos.

—¡Ay de quien los toque! —gritó Will, que procuraba en vano libertarse de los que le sujetaban.

Su voz se perdió entre los gritos y clamores de los furiosos isleños.

Arrastraron a los dos esclavos a algunos pasos de distancia, y de dos formidables golpes de maza cayeron muertos enseguida uno sobre el otro.

Temeroso el malabar de que les tocase igual suerte a todos, dio un irresistible empellón a los que le cercaban y se desembarazó de ellos.

—¡A mí, Jody! —gritó—. ¡Barramos a esta canalla y libertemos al señor Will!

Si esto era posible para aquel gigante, el cual, como ya hemos dicho, tenía una fuerza hercúlea, no lo era para el mulato, a quien, además de no ser muy robusto, le habían quitado las pistolas antes de haber podido servirse de ellas.

Aun cuando no se viera secundado, sin embargo, el pescador de perlas no dudó un momento en empeñar la lucha. Con dos puñetazos terribles derribó a dos guerreros que habían intentado cerrarle el paso, y enseguida se lanzó contra el grueso de aquella tropa, procurando deshacer sus filas. Iba a dar cima a su empeño, cuando sintió que le caía encima una red que le aprisionaba de pies a cabeza, paralizándole por completo todo movimiento.

—¡Somos muertos! —dijo el contramaestre al ver a los salvajes que se precipitaban encima del hércules sujetándole con cuerdas—. ¿Cómo terminará esta aventura? ¿Nos harán sufrir la misma suerte que a los dos esclavos, para honrar mejor la memoria del difunto jefe?

Después de haber cargado los cadáveres de los esclavos sobre unas angarillas de ramas hechas apresuradamente, los isleños se metieron de nuevo por la espesura conduciendo consigo a nuestros desgraciados amigos. La viuda del jefe precedía a la tropa, escoltada por hombres que alumbraban el camino con antorchas.

Un cuarto de hora después llegaba la horda a un vasto descampado en medio del cual se veían unas doscientas o trescientas cabañas de muy bonita apariencia, con las paredes de bambú y los techos cubiertos con hojas de cocotero, todas provistas de pequeñas plataformas.

Todavía estaba despierto el vecindario. Veíanse hombres y mujeres tendidos en derredor de la inmensa hoguera, en la cual asaban cuartos de buey enteros, bebiendo de paso grandes tragos de arak y cantando hasta desgañitarse.

Hicieron pasar a los cautivos casi a la carrera por entre la multitud, y enseguida los metieron en una de aquellas viviendas. La viuda, que los había precedido, los esperaba en la puerta.

—¿Qué es lo que quiere usted hacer con nosotros? —le preguntó Will apenas la vio—. ¡Tenga cuidado con lo que hace, porque yo soy europeo, y estos dos hombres que me acompañan, amigos míos, y no olvide que dentro de poco llegará un barco a la bahía de Saoni, y que ese barco tiene cañones!

—Primero asistirán ustedes a los funerales de mi marido —respondió la isleña—, y después los subjefes de los cuatro poblados que dependen de mí decidirán de su suerte.

Les hizo seña para que entrasen, después de haber ordenado que les quitasen los cordeles y las redes, y cerró a sus espaldas la puerta, mandando que la atrancasen con algunos troncos de árboles para impedirles la fuga.

11. LOS PRISIONEROS

Cuando se vieron solos, tan bien encerrados y guardados por fuera, pues por entre las rendijas de la puerta atisbaron a varios isleños que rodeaban la cabaña, los tres prisioneros comenzaron a considerar en su verdadero aspecto aquella aventura, a la cual no dieron importancia alguna en un principio.

Aun cuando tenían como seguro que la viuda no había de llevar las cosas hasta el extremo de sacrificarlos en honor del difunto, pues les nikobarianos son muy respetuosos con los extranjeros, y sobre todo con los europeos, aquella inesperada prisión los preocupaba. La llegada del Nizam, que no tardaría en aparecer, les ponía los pelos de punta.

Si, como era de suponer, aquel barco anclaba en la bahía de Saoni antes de seguir explorando hacia el Sur, corrían el peligro de que los capturasen y volvieran a llevarles a la penitenciaría, de la cual con tanto peligro habían logrado escapar. La noticia del desembarco de un hombre blanco ya debía de ser conocida en las aldeas de la viuda, y, por lo tanto, no era difícil que se lo dijesen al comandante del Nizam.

—¡No creía yo que esto concluyese tan mal! —dijo el contramaestre, que iba y venía por la cabaña como un león encerrado en una jaula—. ¡He aquí una buena acción que ha sido recompensada como no era de suponer!

—¡Señor Will —dijo Palicur, que no estaba me nos furioso—, déjeme usted derribar de un empujón estas paredes, y escapemos!

—¿Sin armas? —exclamó Jody—. Los isleños nos cortarían enseguida el paso. Y, además, ¿encontraremos todavía la chalupa en la cala? Es imposible que no la hayan descubierto y remolcado a la bahía de Saoni.

—Adondequiera que la hayan llevado nos descubrirá-exclamó Will apretando los puños. —Si la ve el comandante del Nizam, obligará a estos isleños a que nos entreguen, amenazándolos con los cañones si es preciso.

—¿Qué querrá de nosotros esa viuda? —preguntó Jody—. ¡Tengo curiosidad por saberlo!

—No creo que se atreva a poner la mano sobre nosotros —contestó el contramaestre—; pero, sin embargo, desearía verme lejos de aquí.

—¡Hemos hecho una tontería dando acogida en nuestro campamento a esos dos esclavos, señor Will! —dijo el pescador de perlas.

—Cualquier europeo hubiera hecho lo mismo —repuso el marino—. Pero, en fin, ahora es demasiado tarde para arrepentimos: lo que debemos hacer es pensar en la manera de salir de este atolladero.

—¡Silencio! —dijo Palicur en aquel momento.

Ante la puerta se habían reunido algunos isleños que parecían ocuparse en quitar los troncos de árbol amontonados en ella.

—¡Van a comenzar los funerales! —dijo Jody, que miraba por una ranura desde la cual veía la plaza—. La multitud deja la hoguera y se dirige hacia una cabaña muy grande.

Inmediatamente de haber dicho esto el maquinista se abrió la puerta y entraron cuatro guerreros armados con antiguos fusiles de chispa, abandonados, probablemente, un siglo antes por los colonos daneses o austríacos, e invitaron a los presos a que los siguieran.

—¿Adónde queréis llevarnos? —preguntó Will.

—Ante la viuda de Kanai-Tur —contestó uno de ellos—. Van a comenzar los funerales.

Como no querían exasperar a aquella mujer, que, según todas las trazas, ejercía un poder absoluto sobre gran parte de los isleños, siguieron a la escolta.

La plaza estaba llena de gente silenciosa que rodeaba una montaña de troncos y ramas, encima de la cual se veía una especie de «palanquín» cubierto con una tela de seda. Era, seguramente, la pira fúnebre, pues los nikobarianos tienen la costumbre de quemar sus muertos, como lo hacen los indios de la gran península.

Condujeron a los tres cautivos de la viuda, que era una vivienda amplia y bonita, con el tejado en punta como los de los bungalows de la India. En derredor del edificio corría una terraza protegida de los rayos del Sol por telas de colores y flanqueada por magníficos cocoteros.

La viuda estaba sentada en la terraza junto a dos viejas nikobarianas, probablemente dos damas de honor. Las tres vestían amplias y largas camisas de guipur indio.

Will, que se esforzaba por mostrarse deferente con la poderosa viuda, la cual podía jugarles una mala pasada, le besó la mano que le alargaba, cosa que produjo mucho contento a la dama, que parecía haberse consolado ya de la desventura qué le acaeciera, a juzgar por la plácida serenidad de su rostro.

Los tres prisioneros se sentaron en cómodas sillas de bambú, pero detrás de cada uno de ellos se colocó un guerrero armado con su respectivo fusil; enseguida la viuda hizo una señal con un pedazo de tela blanca que tenía en la mano.

Entre la multitud que llenaba la plaza estallaron, más que gritos, aullidos ensordecedores, acompañados de un espantoso ruido producido por dos docenas de gongs y un número no menor de grandes tambores de arcilla recubiertos de piel por ambos extremos.

Al propio tiempo algunos hombres provistos de antorchas pusieron fuego a la pira, la cual debía estar abundantemente rociada con alguna materia resinosa, y otros echaban sobre los troncos inflamados los cadáveres de los esclavos sacrificados en honor del jefe para que le escoltaran en su viaje al otro mundo.

En tanto que las llamas se levantaban alcanzando monstruosa altura y envolviendo el palanquín en que dormía el muerto, la multitud danzaba cantando y aullando.

Hombres y mujeres parecían haberse vuelto locos de repente. Saltaban como bestias feroces, se echaban a rodar por el suelo levantando nubes de polvo, se arañaban el rostro hasta producirse sangre, se arrancaban puñados de cabellos, y se lanzaban entre los haces de chispas que saltaban de la pira, quemándose el cuerpo por veinte sitios.

En cambio, la viuda y las damas conservaban una calma olímpica, sin manifestar sentimiento alguno. Charlaban entre sí con toda tranquilidad, chupando de cuando en cuando pedazos de caña de azúcar, como si no tuviesen nada que ver en la ceremonia fúnebre.

—¡Cualquiera diría que no era muy grande la armonía que reinaba entre los cónyuges! —dijo Jody—. ¡Le pegaría palizas el marido demasiado a menudo!

—Lo cierto es que la viuda no me parece que está muy conmovida —contestó el contramaestre.

—¡Mientras el pueblo se araña las narices y se tira de los pelos, estas mujeres se endulzan la boca con caña de azúcar!

—Quizás después se muestren más dulces con nosotros y nos dejen marchar adonde nos llaman nuestros asuntos.

—Eso espero, Jody —respondió Will—. Supongo que la viuda no tendrá la intención de retenernos como esclavos.

—¡Se me ocurre una idea!, señor Will.

—¿Cuál?

—Desde hace algunos minutos vengo notando que mientras charla con las damas la viuda nos dirige miradas harto expresivas.

—¿Y qué quieres decir con eso?

Un ruido espantoso, que arrancó a la multitud un grito todavía más espantable, impidió que el contramaestre oyese la contestación del maquinista.

Se había hundido la pira arrastrando consigo el cuerpo del difunto, ya convertido en cenizas, y una verdadera lluvia de fuego caía sobre la plaza, obligando a huir a músicos y danzantes.

Durante algunos momentos lo envolvió todo una inmensa nube de humo; después, cuando poco a poco se fue disipando aquella nube, apareció un conjunto de troncos de árbol medio consumidos por el fuego, y todavía lanzando grandes llamaradas.

La viuda se levantó y dijo a los tres prisioneros:

—Ha concluido la ceremonia fúnebre. ¿Quieren ustedes alguna cosa?

—¡Bebería algo de buena gana: estoy medio asado! Agradeceríamos mucho aunque fuese medio barril de cerveza.

—No sé qué es eso —contestó sonriendo la viuda—; pero puedo dar a ustedes otra cosa para beber. ¡Síganme ustedes!

Dejaron la terraza, donde era insoportable el calor que despedían aquellos leños ardiendo, y entraron en una bonita sala de amplias ventanas semiovales defendidas de la luz solar por cortinas de cocotero y amueblada con cierto gusto con divanes, sillas y mesas de manufactura india.

La viuda, que se mostraba muy amable, mandó llevar a uno de sus esclavos una gran ánfora panzuda y llenó varias tazas con un líquido blanquecino, invitando a beberlo a los prisioneros.

Era una especie de vino de palma muy agradable, un poco picante, pero a propósito para apagar la sed. Después hizo que llevasen unos pastelitos bañados en jarabe de caña de azúcar, y ella misma cogió uno y se lo ofreció al contramaestre, en tanto que otras dos damas hacían lo mismo con Palicur y Jody.

—Ahora, señora —dijo Will así que hubo bebido un par de vasos—, espero que nos dejará usted proseguir nuestro viaje, pues tenemos que ir muy lejos.

—¿Adónde se dirigen ustedes? —preguntó la viuda.

—A Ceylán, señora.

—He oído hablar, pero muy vagamente, de esas tierras. ¿Qué es lo que van ustedes a hacer allí?

Tenemos negocios con los pescadores de perlas del estrecho de Manar.

—¿Y por qué no se quedan ustedes aquí? Mi isla es muy hermosa, yo soy riquísima, y mando en la mitad de sus habitantes: ofrecería a ustedes bonitas casas, plantaciones y esclavos, y ustedes se ocuparían en la instrucción de mi ejército. Yo sé que los hombres blancos, y también los indios, son guerreros famosos.

—¡Es imposible, señora! —dijo el contramaestre con voz firme—. Nuestros asuntos son demasiado graves, y no podemos detenernos.

La viuda arrugó el entrecejo mirando al marino intensamente con sus bellísimos ojos negros muy encendidos, y le dijo bruscamente:

—¿Y si les impidiese marchar? La chalupa de ustedes está en mis manos.

—¡Usted no tiene derecho para retenernos! —replicó con viveza el contramaestre—. ¡Somos hombres libres, y nuestros compatriotas podrían hacer pagar a usted muy cara esta arbitrariedad!

—¿Y cómo lo sabrían? —preguntó con ironía la viuda.

—De cualquier modo se les podría hacer saber que estamos aquí prisioneros.

—Yo no he dicho que los retenía como prisioneros —dijo la viuda—. Antes al contrario; les concedo libertad y honores.

—Nosotros no sabríamos qué hacer con esos honores.

—¡Ya veremos si rechazan lo que les ofrezca!

—Le repito a usted que lo que queremos es marcharnos.

—¡Ah! ¿Conque es eso sólo?

En aquel momento entró un esclavo diciendo:

—¡Los ministros!

Cuatro indígenas viejos, vestidos de blanco como la viuda, y empuñando grandes bastones con puño de plata, muy parecidos a los de los tambores mayores, entraron haciendo profundas reverencias. —Ya que el gran jefe Kanai-Tur acaba de partir para el reino de las tinieblas— dijo el que parecía más viejo, —el pueblo quiere, princesa, que tomes nuevo marido. ¿Has pensado en escogerlo?

—Sí —respondió la viuda levantándose—. Yo le daré a mi pueblo un jefe valeroso que hará feliz a la nación, porque pertenece a una raza de las más inteligentes que existen.

—¿Quién es? —preguntaron los ministros—. ¡Este! —respondió la viuda, señalando con el índice al contramaestre—. ¡Éste será el nuevo jefe de la isla; éste será mi marido!

—¡Cataplún! —exclamó Jody, en tanto que Will se ponía en pie furioso y Palicur quedaba medio muerto.

—¡Sí; éste será mi marido! —repitió la viuda.

—¡Señora-gritó el contramaestre, que perdía los estribos, —yo no pienso casarme más que con una mujer de mi país, y que sea blanca como yo!

—¡Yo soy la que mando, y todos mis deseos son órdenes! —dijo con voz sibilante la viuda—. ¡Usted será mi marido!

—¡Rehúso firmemente, señora!

—¡Les doy a ustedes media hora de tiempo para que se decidan! ¡Vosotros, id a anunciar al pueblo que he escogido por marido al hombre blanco! Dicho esto salió la viuda, seguida por las damas y los ministros, dejando estupefactos y más furiosos que nunca a nuestros tres amigos con aquella inesperada teja que les había caído sobre la cabeza.

12. EL PROMETIDO DE NAJA

Jody, que era el más indiferente de los tres, pues no tenía interés alguno en ir o no ir a Ceylán, rompió el silencio de sus compañeros con una carcajada tan ruidosa, que hizo acudir corriendo a los tres guerreros que habían quedado en la terraza.

—¡Oh señor Will! —exclamó apretándose los costados—. ¡Usted ha nacido con fortuna! ¡Escapar del presidio para convertirse horas después en príncipe de Karnikobar!

—¡Y te ríes, bribón! —gritó el contramaestre, que maldito lo contento que estaba con aquella fortuna que se le venía encima como llovida del Cielo.

—¡Cómo! —exclamó el mulato fingiéndose indignado—. ¿Se le ofrece a usted una hermosa viuda con un par de ojos espléndidos, joven todavía, y además un reino, y se pone usted a rabiar? ¡Pues, señor, los hombres blancos son ustedes muy exigentes!

—Lo que se me ofrece es una prisión —dijo Will—; y como no tengo deseo alguno de plantar ajos en esta isla ni de fundar una familia de color de café con leche, rehúso el reino y la hechicera viuda. Además, he prometido a Palicur ayudarle, y mantengo mi palabra.

—¡Vamos a ver, señor Will! —dijo el malabar, que era el más preocupado y el más interesado en salir lo más pronto posible de la isla—. ¿Cree usted que si nos negamos a acceder a sus deseos sea capaz esa mujer de dejarse llevar de algún movimiento de violencia contra nosotros?

—Me parece que no es de las que tienen ganas de bromas —contestó Will—. Es omnipotente, y, lo que es peor, la obedece todo el mundo. Puede darnos graves disgustos y exponernos al peligro de que vuelvan a prendernos.

—¡Que es el mayor! —dijo Jody—. ¡Me había olvidado del Nizam!

—Sí —dijo Will—; lo que tenemos que hacer es ganar tiempo. Alargaré la celebración del matrimonio el mayor tiempo posible.

—Si ella accede —dijo el mulato—. Tendrá prisa por ser la mujer de un hombre blanco, señor Will. ¡Qué honor para ella!

—¡Tú tienes todas las trazas de tomarlo a broma, Jody!

—¡Nada de eso, señor Will; tengo envidia de la buena suerte de usted!

—¡Te la regalo! ¡Te cedo de muy buena gana la viuda y el poder!

—¡Desgraciadamente, mi piel es de color azafranado! En aquel instante se abrió la puerta y volvió a aparecer la viuda con sus damas, los cuatro ministros y siete u ocho guerreros armados hasta los dientes; probablemente, los jefes más altos del ejército nikobariano.

—La bala de cobre acaba de hundirse ahora mismo —dijo ella mirando a Will con aire de desafío—. ¿Qué es lo que han decidido ustedes? Mi pueblo espera con impaciencia su respuesta.

—¿Y si hubiera pensado en rehusar? —preguntó el contramaestre con voz tranquila.

—En ese caso, no tengo más que hacer una señal a estos guerreros, y esta noche los tiburones de la bahía de Saoni no se quedarían sin cenar.

—¡Esto es un demonio que ni yo mismo tomaría por mujer! —murmuró Jody—. ¡A la primera reyerta que tuviéramos, mandaría que me metiesen en la boca de un caimán!

—¡Vamos! —gritó la viuda dando con el pie en el suelo, llena de impaciencia.

—Cedo ante la imposición de usted —respondió el marino—; pero con la condición de que nuestro matrimonio se verifique en la noche de la luna nueva, pues ésta es la costumbre de mi país.

—¡Sea! —respondió la viuda—. Durante estos seis días, tanto a usted como a sus compañeros se los vigilará muy de cerca para que no puedan escapar. Además, les advierto que la chalupa de ustedes la he mandado echar a pique en la bahía de Saoni para quitar a ustedes toda esperanza de poder alejarse de la isla.

Will contuvo con trabajo una imprecación; Jody masculló cuatro insultos contra la Princesa, y Palicur estuvo a punto de emprenderla a puñetazos y puntapiés con ministros y guerreros.

—¡Ha hecho usted una tontería, señora! Esa chalupa tenía una máquina de vapor, la cual le imprimía una gran velocidad, y hubiera sido un gran refuerzo para nuestra flota.

—No la echaremos de menos —contestó la viuda—. ¿Tiene usted alguna otra cosa que decir?

—Sí; tengo otra cosa que decir —añadió Will—. Si quiere usted que permanezca aquí, ordene a sus súbditos, especialmente a los que habitan en las inmediaciones de la bahía de Saoni, que contesten al barco que esta noche o mañana arribará que hace mucho tiempo que no ha desembarcado aquí ningún extranjero. Si los marinos de ese barco saben que estamos aquí, bajarán a tierra a libertarnos.

La viuda le miró con asombro.

—¡Cómo! ¿Va a venir a buscaros un barco? —exclamó.

—Sí —contestó Will.

—¿Y tiene muchos marineros ese barco? —preguntó la dama, que se había sobresaltado bastante.

—Y también cañones.

—¿Y no se dejarán libertar ustedes por esos marinos?

—No; quiero permanecer aquí, puesto que me he decidido a ello. Tenga usted cuidado con que no se les escape la menor palabra a sus súbditos, porque esos marinos no saldrían de esta isla sin llevarme consigo, aun cuando tuviesen que emplear la fuerza contra usted.

—¡Este Will es un verdadero maestro en truhanería! —murmuró Jody—. ¡Salva la cabra y los cabritillos y nos pone en seguro a todos!

—¡Ya estaba yo segura de que concluiría usted por aceptar mi proposición! —dijo la viuda llena de alegría—. Venga usted: nuestro pueblo está reunido en la plaza y nos espera para aclamarnos.

—¡Perdone usted, princesa! —dijo Jody adelantándose e inclinándose profundamente—. Y de mí y de mi compañero, ¿qué es lo que piensa usted hacer? Todavía no sabemos cuál es la suerte que nos espera, pues suponemos que no iremos a servir de cena a los tiburones de la bahía.

—Mi marido pensará en el cargo que ha de concederos a cada uno.

—El indio es un valiente marino —dijo Will.

—Le nombraremos jefe de nuestra flota —respondió la viuda.

—Y éste —prosiguió imperturbable el contramaestre, indicando a Jody— goza fama en su país de ser un gran guerrero.

—Será el comandante supremo de nuestro ejército. ¡Venga usted, hombre blanco; nuestro pueblo se pondrá contentísimo viéndole a mi lado!

Cogió por una mano a Will y le condujo a la terraza, seguida de las damas, de los ministros y de los guerreros.

Jody no debía participar, al menos por el momento, d«aquellos honores, y prefirió quedarse cerca del ánfora que contenía aquel excelente licor, y al lado de Palicur.

—¡A la salud de mi colega el ministro de Marina y gran almirante! —dijo con cómica gravedad vaciando dos o tres copas, una detrás de otra.

—¡A la salud de mi colega el ministro, de la Guerra! —respondió el malabar haciendo un esfuerzo por sonreír.

—¡Qué bien arreglaría yo las cosas si esas damas fuesen más jóvenes! —dijo al maquinista.

—¿Casarnos con ellas?

—Deben de pertenecer a la más alta aristocracia nikobariense, mi querido Palicur. ¡Es lástima que no tengan veinte años menos!

—Te dejo las dos de muy buena voluntad —contestó el pescador de perlas—. ¡Mi corazón no late más que por Juga!

Se pasó una mano por la frente como para arrojar de sí un recuerdo triste, y dio un largo suspiro.

—¡No —dijo después—; aun cuando me cueste la vida, yo no permaneceré aquí! ¡A los pescadores de perlas no les da miedo el mar!

Vació de un solo trago la taza que le había llenado Jody, mientras allá fuera la multitud parecía haberse vuelto loca aclamando a Will y a la viuda. Gritaba de tal modo el pueblo soberano, que retemblaban las paredes de la casa.

Cuando los novios entraron en la habitación ambos sonreían y mostraban gran contento. El contramaestre llevó su galantería hasta ofrecer el brazo a la Princesa.

—¡Qué hipócrita! —murmuró Jody—. ¡Si supiese la viudita que en este momento está pensando en la mejor manera de plantarla antes de la noche de bodas!

Los penados se entretuvieron hablando con las tres mujeres, los ministros y los jefes del ejército hasta después de ponerse el Sol; por lo tanto, cuando todos los habitantes del poblado, que no podían tenerse en pie, ni tenían la garganta sana después de lo que habían gritado, se habían marchado a sus respectivas viviendas a descansar, el nuevo príncipe y los nuevos ministros fueron conducidos a una de las casas de propiedad de la viuda, poco distante de la que ella habitaba, y en la que vivió con el difunto jefe. La vivienda era muy bonita y tenía terraza y techados a ambos lados como si fuesen marquesinas.

Los acompañó una escolta de veinte soldados, armados la mayor parte con mosquetones daneses: dicha escolta se quedó bajo los techados de la vivienda con objeto de vigilarlos.

—¡Muy bien, señor Will! —dijo el maquinista así que estuvieron solos—. ¿Durará mucho esta comedia?

—Lo menos posible, amigos míos —respondió el contramaestre—. Espero que antes del día fijado para el matrimonio estaremos muy lejos de aquí.

—Pero ¿podremos marcharnos con la escolta que nos ha encasquetado esa tunanta?

—Yo no digo que podamos emprender el vuelo esta noche —contestó el marino—; pero dentro de algunos días mi amada prometida no dudará ya, que no quiero abandonarla. ¡Dejadme a mí la tarea de conquistar su entera confianza!

—Son pocos ocho días, señor Will —dijo Palicur.

—En una semana se pueden hacer muchas cosas, mi valiente malabar. Mientras tanto tú dirás mañana que quieres ir a la bahía de Saoni para ver la flota antes de encargarte de su mando.

—Y yo diré que quiero pasar revista a mi ejército —añadió Jody riendo a carcajadas.

—Lo que debe interesarnos es la Marina —dijo el contramaestre—. Naja me ha dicho…

—¿Quién es Naja? —preguntó Jody.

—¿Quien ha de ser? ¡Mi prometida!

—¡Tiene nombre de reptil! ¡Ah, señor Will; no se deje usted coger entre los anillos de esa serpiente! ¡Esa mujer debe de tener el corazón de una naja negra!

—Te diré que mientras la multitud nos aclamaba oí que uno de los ministros manifestaba a otro compañero el temor de que me tocase la china que envió al otro mundo al segundo marido.

—¿Cómo? ¿Sería usted el tercero?

—Así parece —contestó Will.

—¿Habrá envenenado a los otros dos? —preguntó Palicur—. ¡De una mujer que se llama Naja no puede esperarse otra cosa! Esos reptiles son terriblemente venenosos, y no se conoce antídoto alguno contra sus mordeduras. ¡En guardia, señor Will!

—No le dejaré tiempo para que me inyecte el veneno que debería mandarme al otro mundo a hacer compañía a sus dos primeros maridos —contestó el contramaestre—. Levantaremos el campo antes; y para eso es preciso que tú, Palicur, te cerciores del estado de la flotilla nikobariana. Ya que no tenemos la chalupa, escogeremos el mejor barco de la escuadra para intentar la travesía.

—Me cuidaré de eso —respondió el malabar—; conozco los barcos de estos isleños.

—Que serán pésimos, de seguro —dijo Jody.

—No tanto como tú crees. Saben labrar muy bien sus embarcaciones. Cierto que son pequeñas.

—¿Y en qué fecha, poco más o menos, será nuestra huida?

—Escaparemos la noche de mi matrimonio, amigo Jody —dijo Will—. Antes de ese día no nos es posible, teniendo, como tenemos, una escolta que no nos perderá de vista ni un momento. He trazado mi plan, y tengo la seguridad de que tendrá un éxito completo.

»Primero, grandes fiestas; después, borrachera general del pueblo; enseguida, retirada con antorchas; después, silencio absoluto, y en su casa todo el mundo, castigándose con la muerte al que desobedezca mis órdenes; después, la fuga…

—¡Saludada con cañonazos! —gritó Jody, que había dado un salto.

Una fuerte detonación que hizo retumbar las paredes resonó en aquel momento en dirección de la bahía de Saoni, extendiéndose su eco por los bosques vecinos.

—¡El Nizam! —exclamaron el contramaestre y Palicur lanzándose hacia la terraza.

—¡Que saluda el próximo casamiento de usted, señor Will! —dijo Jody.

Aquel cañonazo inesperado, que habían oído todos, pues el poblado de la Princesa estaba a unos kilómetros de distancia de la bahía, hizo salir de sus respectivas cabañas a todos los habitantes y correr hacia la vivienda de Naja a los jefes militares.

—¡No puede ser otro barco más que el Nizam! —dijo el contramaestre algo emocionado—. ¡Es preciso expedir inmediatamente mensajeros a los que habitan las playas para que no digan al comandante que hay aquí un hombre blanco! ¡Una palabra que se les escape, y estamos perdidos!

—¡Si nos cogen, volverán a llevarnos a la penitenciaría! —dijo Palicur.

Iban a llamar a los guerreros de la escolta, cuando llegó anhelante uno de los ministros de la Princesa.

—¡Señor hombre blanco! —dijo precipitándose en la terraza donde estaban los penados—. ¿Ha oído usted el cañonazo?

—Sí —contestó el contramaestre, procurando dominar su inquietud.

—La Princesa me envía a preguntar a usted si es ése el barco que ha de llevarlos a ustedes.

—Sí —respondió Will—; y mande usted advertir a los ribereños y habitantes de la costa que nieguen la llegada a esta isla de un hombre blanco acompañado de un indio y de un mulato, porque si no, querrán llevarnos.

—Inmediatamente expediremos correos.

—¡No se retarde usted ni un solo minuto!

El ministro salió corriendo, en tanto que en la plaza se reunieron rápidamente varios grupos de guerreros, en previsión de que la tripulación del barco intentase invadir el país.

Después del cañonazo no se había vuelto a oír ningún otro. Era más que probable que hubiese atracado alguna chalupa a cualquiera de las aldeas de la costa con objeto de interrogar a los isleños, y este temor preocupaba vivamente a los fugitivos. Si los correos llegaban tarde, casi podría tenerse por seguro que alguno de los que asistieran a los funerales habría dejado escapar algo acerca del hombre blanco y del hundimiento de la chalupa de vapor en la bahía de Saoni.

Varios guerreros jóvenes escogidos entre los más ágiles habían salido inmediatamente en distintas direcciones para dar cumplimiento a las órdenes que dictara la viuda. ¿Llegarían a tiempo? Esta duda era lo que turbaba sobre todo el ánimo del contramaestre.

Juntos en la terraza y poseídos de una verdadera angustia esperaban los tres desgraciados el regreso de alguno de los correos para interrogarle.

Así, entre una ansiedad grandísima, trascurrió inedia hora, cuando de pronto los fugitivos vieron llegar precipitadamente al ministro de antes, acompañado de algunos guerreros que llevaban ramas resinosas, con las cuales sustituían, bien o mal, las antorchas.

—¡Vengan ustedes enseguida conmigo! —Dijo precipitadamente a Will—. ¡Nuestros correos han llegado demasiado tarde, y viene hacia el poblado una escuadra de soldados blancos!

—¡Sois unos estúpidos! —gritó Will—. ¡Nos habéis perdido!

El ministro hizo un movimiento de asombro.

—Pero ¿no son esos marineros los de ustedes? —preguntó.

—¡Si; son marineros que nos llevarán a la fuerza al barco y os dejarán sin vuestro nuevo jefe!

—¡Es que nosotros estamos decididos a no entregar a ustedes! ¡Ya están en armas todos los guerreros!

—Pero ¿ustedes tienen cañones con que contestar a los del barco?

—Nunca hemos tenido esas grandes bestias de hierro.

—Entonces, no podrán ustedes resistir. ¡Lo mejor que deben hacer es escondernos!

—Precisamente para eso me ha enviado Naja —dijo el ministro—. Los esconderemos en el sitio donde se custodian las gallinas que producen la seda. En ese sitio no se atreverán a entrar los hombres blancos.

—¡Llévenos usted con mil de a caballo, aunque sea a una caverna marina! ¡Poco importa, con tal que no nos encuentren esos marineros! —Dijo Will—. ¡Y, sobre todo, no perdamos tiempo!

—¡Síganme ustedes!

Atravesaron a la carrera el poblado y se metieron en la floresta, deteniéndose al poco tiempo ante una construcción que recordaba un poco las antiguas pagodas cingalesas y birmanas, y que tenía la forma de medio huevo de colosales proporciones, coronada por un asta rodeada de flores parecidas a las campanillas.

Con una gran llave abrió el ministro una puerta maciza de madera de tek, tan gruesa, que podía desafiar las balas de un cañón de mediano calibre, e introdujo a los perseguidos en una habitación subterránea y muy húmeda, entregándoles al propio tiempo unas ramas de árbol con muchas hojas, las cuales cogió de un rincón.

—Tengan ustedes esto —les dijo.

—¿Y para qué necesitamos estas ramas? —preguntó el contramaestre.

—Para alejar los bis-cobras y a los ciempiés. Únicamente con el olor que despiden estas hojas basta para alejarlos e impedirles que muerdan a ustedes. ¡Miren!

El ministro levantó la antorcha que llevaba en la mano, y a su claridad vieron huir por el húmedo suelo una verdadera legión de grandes lagartos erizados de puntas, que por entre la entreabierta boca enseñaban la lengua, dividida en su extremidad en dos puntas, a las cuales tenían adheridos dos dardos cónicos muy agudos, con los cuales aquellos asquerosos animales inoculaban un activísimo veneno.

—¡Los bis-cobras! —exclamó Will dando un salto atrás—. ¿Para qué tienen ustedes aquí estos horribles y venenosos lagartos?

—Para que los ladrones no roben las gallinas que vomitan la lengua azul, y que pertenecen únicamente a nuestra soberana.

—¿Gallinas que vomitan lengua azul? —murmuró Jody—. ¿Qué embuste nos cuenta este hombre?

—¡Adelante! —dijo el ministro moviendo a un lado y a otro su rama.

Los bis-cobras, que, por lo visto, no podían resistir el olor que despedían las hojas, huían precipitadamente hacia los ángulos más oscuros de la sala subterránea, dejando libre el paso.

Atravesada la sala, el ministro abrió una segunda puerta e hizo entrar a los extranjeros en otra sala circular, que durante el día debía de recibir la luz por un agujero abierto en lo alto de la gran cúpula, y que era una especie de conducto perfectamente liso. En derredor había un gran número de polleras de bambú, en las cuales se agitaban gran número de volátiles del tamaño de gallinas ordinarias.

—Éste es un asilo seguro —dijo el ministro—. Los marineros no se atreverán a atravesar una habitación habitada únicamente por bis-cobras.

Mandó dejar en tierra dos grandes cestillos que había llevado un soldado, añadiendo:

—Aquí encontrarán ustedes cuanto les haga falta. Estén ustedes tranquilos: en cuanto haya zarpado el barco vendré a buscarlos.

—¡Nos deja usted en bonita compañía! —dijo Jody—. ¿Nos habremos convertido en pollos?

El ministro había cerrado ya la puerta, después de haber mandado poner en la hendidura del suelo algunas antorchas, y se marchó con su escolta.

13. EL «NIZAM»

Pasados los primeros instantes de asombro los tres reclusos, un poco más tranquilos con lo que les había dicho el ministro, aunque alarmados por la formidable falange de lagartos venenosos que ocupaban la habitación inmediata, se proveyeron de una antorcha con objeto de ver que contenían aquellas como jaulas que cubrían los muros de las paredes de la sala subterránea.

El ministro no había mentido. Cada una de ellas, que eran bastante grandes y hechas con delgados bambúes, contenía una pareja de gallinas del tamaño de las comunes, de cabeza muy negra y luciente, coronada por una cresta amarilla muy bonita; de ojos grandes, rodeados de un cerco azul; con las plumas del pecho color carmín, y el vientre y el dorso también rojos, pero menos intenso, manchado de ligeras motas blancas.

Algunas dormitaban; otras, despertadas bruscamente por el resplandor de la antorcha, se habían erguido y cacareaban ruidosamente.

—¡Yo he visto ya en otra parte estos bellísimos volátiles! —exclamó el contramaestre—. Se llaman tou-cheou-ky.

—¿En dónde? —preguntaron Jody y Palicur—. En los corrales de los chinos ricos: en Cantón, y también en Amoy.

—¿Y para qué sirven? ¿Se comen? —preguntó el maquinista.

—Sí; se comen, porque la carne de estos volátiles es superior a la de los faisanes por lo delicada: pero prefieren conservarlos y verlos vomitar pedazos de seda.

—¡Vomitan seda estas gallinas! —exclamó Jody—. ¿Qué me cuenta usted, señor Will?

—Entendámonos: no vomitan verdadera seda. Durante la estación más caliente, los tou-cheou-ky hacen la rueda, dan saltos y arrojan una especie de membrana como de un pie de largo, de hermosísimo color azul y salpicada de minúsculas manchitas rojas, que poco a poco desaparecen.

—Entonces, eso no es seda. —No; es una simple membrana que a nadie le serviría para nada, y que los chinos se obstinan en llamarle seda, quizás por la maravillosa belleza de sus colores.

—De todos modos, esos volátiles son maravillosos.

—Extraordinariamente maravillosos por lo singular de sus costumbres. Los oficiales del Britannia, que durante el tiempo que estuvimos anclados en Cantón estudiaron esas extraordinarias gallinas, contaron a bordo que sus costumbres domésticas dejan asombrado a cualquiera. Por eso se las llama también hiao-ky, o sea «aves de la piedad filial»; porque se dice que los hijos cuidan de los padres cuando la enfermedad o la vejez les impiden proporcionarse el alimento necesario.

»Otro nombre tienen también: el de pyschon-ky, que significa «pájaros que huyen de los árboles», porque tienen horror a los bosques.

—Por lo visto, también los nikobarianos conocen las costumbres de estas aves, puesto que las tienen aquí. Pero ¿cómo es que estos isleños poseen tales gallinas, que usted vio tan lejos?

—Puede ser que se produzcan en estas islas —contestó Will.

—¿Y por qué toma tantas precauciones la Princesa contra los que puedan robárselas, si también aquí las hay?

—Para comerlas ella sola —dijo Palicur—. Si es verdad que son tan exquisitas, se las hará servir en las grandes ocasiones.

—¡Qué lástima que no tengamos medios para asar una! —dijo el maquinista.

—¡Ya les harás los honores el día de mi boda! —Dijo el contramaestre—. ¡No escaparemos hasta después de haber celebrado el gran banquete!

—¿Qué banquete, señor Will?

—¡Déjame a mí; yo me entiendo! ¿Crees que no tengo preparado ya mi plan? ¡Y qué soberbio plan! La Princesa lo tomará mal; pero por mí, que se la lleve el Diablo.

»No tengo ganas de seguir a sus dos primeros maridos, ni de…

Dos cañonazos, disparados uno detrás de otro, le interrumpieron.

—¿Qué es lo que hace el Nizam? —preguntó Jody—. ¡Esos disparos no auguran nada bueno!

—¡Pólvora en salvas! —dijo el contramaestre con el oído atento a los ecos de las detonaciones, que habían repercutido hasta dentro de la sala subterránea.

—¿Qué significará eso, señor Will? —preguntó con ansiedad Palicur.

—Por ahora, una simple intimación —dijo Will—, o un modo de amedrentar como otro cualquiera. Los isleños, que primero le habrán dicho al comandante que tres hombres, uno de ellos blanco, habían arribado a esta isla, ahora, siguiendo las órdenes de mi futura mujer, habrán negado a la tripulación lo dicho, y ésta tratará de espantarlos haciendo retumbar los cañones.

—¿Y vendrán hasta aquí para asegurarse de si estamos escondidos?

—No lo dudo —contestó Will.

—¿Y si llegan a descubrirnos?

—¿Y quién es el que va a atreverse contra todos esos bis-cobras? En cuanto los vean los marineros saldrán huyendo como rayos. ¡Por Baco! ¡Tenemos en esa habitación unos centinelas que valen más que todos los guerreros de la isla! ¡Silencio! ¡Escuchemos, a ver si siguen disparando cañonazos!

En vez de las detonaciones oyeron descender por aquella especie de lucerna de la sala de las gallinas un rumor de fuertes gritos.

Parecía que todos los isleños se habían puesto furiosos.

—¿Habrán asaltado el poblado los marinos del Nizam? —preguntó Palicur, que escuchaba atentamente.

—No oigo ningún tiro de fusil —contestó Will—. Es probable que los soldados enviados por el comandante hayan llegado a la aldea.

—¡Deberían llevarse a la Princesa! —dijo Jody.

—¿Y dejarme viudo antes de casarme? ¿Crees que mi corazón es un pedazo de corcho? ¡Sangraría durante muchos años!

—¡Es usted un bribón, señor Will!

—¡Silencio! —dijo Palicur.

Habían cesado los gritos; pero se oía un rumor confuso, como si una multitud discurriese por el poblado hablando animadísimamente.

Aquello duró un cuarto de hora; enseguida reinó un profundo silencio. Parecía que todos los habitantes se habían retirado a sus cabañas.

—¿Qué deduce usted de todo esto, señor Will? —preguntó el pescador de perlas.

—Supongo que los soldados del Nizam habrán acampado en la plaza de la villa, dejando para mañana el trabajo de buscarnos —contestó el contramaestre.

»Y ya que por el momento no corremos peligro, os propongo que nos preparemos una cama lo más cómoda posible, para que también nosotros podamos dormir.

—No veo lecho alguno, señor Will —dijo Jody.

—¿No podían servirnos de algo las jaulas? Nosotros estamos acostumbrados a dormir sobre tablas.

—¡Muy buena idea, señor Will! Me tenía preocupado lo de dormir en el santo suelo, pues he visto un ciempiés de mil puntas dando vueltas en ese rincón.

Quitaron cinco o seis jaulas y las pusieron en medio de la sala, unas al lado de las otras; las taparon con las telas que habían llevado cubriendo los cestos, y se tendieron encima, seguros de que nadie había de ir a molestarlos, teniendo, como tenían en la sala inmediata, aquellos centenares de venenosos y horribles lagartos.

Estaban tan cansados, que no despertaron hasta que amaneció. Por la especie de lucerna de la cúpula descendía un hermoso haz de rayos luminosos, suficiente para iluminar todos los rincones de la habitación subterránea, y con la luz descendía también un rumor, de cuando en cuando acentuado por agudos gritos.

También debían de haber despertado los habitantes del poblado, que parecían protestar contra la presencia de los marinos del Nizam.

—Dejemos que ellos se las arreglen, y entretanto tomemos algún bocado —dijo Jody saltando de las jaulas al suelo—. No sé si es el aire que entra por ese tubo o el miedo de que vuelvan a ponerme preso conduciéndome otra vez a Port-Cornwallis a comer aquella pésima sopa, pero lo cierto es que tengo un apetito de tigre.

Destapó los dos cestos, y fue sacando sucesivamente media docena de tortuguitas asadas, galletas hechas con la fruta del árbol del pan, un magnífico pichón asado al horno y varios cocos, ya medio abiertos y que debían proporcionar una bebida gustosísima, porque todavía no estaban maduros.

Iban a desplegar un ataque en regla contra tan abundante desayuno, cuando de repente comenzaron a resonar golpes formidables en una puerta, como si alguien tratase de echarla a abajo en fuerza de hachazos.

Jody dejó caer la nuez de coco que estaba bebiendo, y Will y Palicur se pusieron en pie de un salto, ambos muy pálidos.

—¡Echan abajo la puerta exterior! —exclamó el contramaestre mirando en derredor como para buscar un arma.

—¡Están ahí los bis-cobras, señor Will! —dijo Jody recogiendo la nuez y acercándosela ávidamente a los labios—. ¡No me frustren ustedes el desayuno con el miedo!

—¡Te digo que echan abajo la puerta de la primera sala!

—¡Bueno; pues les morderán las piernas esos lagartos tan feos! Porque me figuro que no habrán sido tan estúpidos los isleños que les hayan provisto de las ramas que los espantan.

Seguían con furia los hachazos y los golpes de fusil dados contra la puerta de la habitación de los ciempiés y de los lagartos; los tablones de tek oponían gran resistencia, pues esa madera es tan dura como el palo de hierro del Brasil. En fuerza de golpes y hachazos la puerta cedió al cabo por los goznes, y los tres prófugos la oyeron caer al suelo con estrépito.

Pero enseguida resonaron gritos de espanto.

—¡Atrás!

—¡Está lleno de bis-cobras!

—¡Que el Infierno se trague a estos imbéciles isleños!

—¡Corriendo! ¡Corriendo!

Estas palabras, pronunciadas en inglés, advirtieron a los presidiarios que, en efecto, eran marineros europeos, y no nikobarianos. Los lagartos habían sido más que suficientes para ponerlos en fuga.

—¡Se han ido! —dijo Will respirando con fuerza—. ¡Te confieso, Palicur, que he tenido un momento de terror!

—¡Estos isleños han tenido una idea magnífica al escondernos aquí dentro! Porque ¿quién podría suponer que haya hombres escondidos entre tantísimo animal venenoso?

—¡Por esta vez, también hemos escapado!

—¡Ahora aprovechemos el tiempo para comer! —Dijo Jody, que tenía la boca llena—. ¡Esos curiosos me han quitado un poco de apetito! ¡Ojalá se los trague a todos el mar con su asmática barcaza!

Seguros de que los ingleses no habían de volver a buscarlos, se sentaron en derredor de los canastos, abriendo una brecha más que regular en las provisiones, y, sobre todo, vaciando varios cocos.

—¡Este es un verdadero desayuno de príncipe! —dijo Jody, que había comido por cuatro—. ¡Si ahora pudiera fumarme una pipa, sería el hombre más feliz del mundo!

Previendo que los isleños no irían a ponerlos en libertad demasiado pronto, por miedo a los ingleses, volvieron a tenderse en las jaulas y procuraron descabezar otro sueñecillo para reponerse de los insomnios pasados en el mar; pues, como ya sabemos, no habían podido cerrar los ojos ante la amenaza constante de que los descubriera el Nizam.

En efecto; solicitados por el silencio que reinaba, pues las gallinas no hacían el más pequeño ruido, no tardaron en dormirse profundamente. Nadie sabe el tiempo que habrían seguido roncando, si no los hubiese despertado el rechineo de una llave. Entonces se irguieron rápidamente llenos de sobresalto.

Era el ministro que los había conducido hasta allí, que entraba acompañado de media docena de guerreros, provistos todos de las misteriosas ramas con cuyo olor se lograba apartar a los bis-cobras.

—¿Y los ingleses? —preguntó Will saltando de la jaula.

—¡Se han ido! —contestó alegremente el ministro—. No he querido impedirles que buscasen a ustedes.

—¿Cuándo se han marchado? —Hace dos horas—. ¿Levaron anclas?

—Sí; se han dirigido hacia el Sur.

—¿Hacia el Sur, o hacia el Norte?

—No, hacia el Sur: eso han dicho los correos que hemos enviado a la bahía de Saoni.

El contramaestre arrugó el entrecejo. Hubiera preferido que se hubiesen vuelto a Port-Cornwallis, porque, prosiguiendo el rumbo hacia el Mediodía, podrían encontrarlos todavía en el Océano Indico.

—¡No desesperemos! —murmuró para sí. En seguida preguntó al ministro:

—¿Han cometido alguna violencia?

—No, señor: primero amenazaron con poner fuego al poblado y con llevarse prisionera a la Princesa.

—¡Qué lástima que no se la hayan llevado de verdad! —murmuró Jody.

—Señores, la Princesa espera a ustedes para, comer-prosiguió el ministro. —Hay que ir disponiendo las fiestas con que se ha de obsequiar al pueblo en el día de la boda.

—¡Sí, hay que celebrar fiestas tales, que quede en la memoria de todos recuerdo imperecedero! —contestó Will con ligera ironía.

—A usted corresponde, como futuro príncipe de Karnikobar, dar las órdenes oportunas, pues todo deseo de usted será obedecido por nosotros.

—Quiero que ese día esté muy alegre todo el pueblo; y como hay que excitar la alegría, usted dispondrá de modo que puedan prepararse grandes cantidades de arak. ¡Tienen que correr verdaderos ríos de licor por la plaza! ¡En lo demás ya pensaré!

—Pondremos a disposición de usted, señor hombre blanco, todas las plantaciones de caña de azúcar que pertenecen al Estado; así podremos preparar arak bastante para inundar media isla. ¡Síganme ustedes, porque la Princesa se impacientará!

Atravesaron la habitación de los bis-cobras barriendo el suelo con las ramas para alejar a los lagartos, y salieron de la antigua pagoda desfilando por entre dos apiñadas filas de isleños que los saludaban con gritos, aplausos y saltos tan cómicos, que hacían reír a carcajadas al buen Jody.

14. EL GOLPE DEL CONTRAMAESTRE

Seis días después de la marcha del Nizam quedaban ultimados los preparativos para la boda del hombre blanco con la Princesa nikobariana. Jody se había tomado el cuidado de organizar las fiestas, que debían ser esencialmente militares, pero que terminarían con la borrachera general de los súbditos, con el objeto de imposibilitarlos para que impidiesen la huida.

En su calidad de ministro de Marina y gran almirante, Palicur había hecho varias visitas a la bahía de Saoni para disponer la chalupa que debía servirles para realizar la travesía del Océano índico. Había encontrado en completo desorden la flota de los nikobarianos. Componíase de dos docenas de piraguas socavadas en enormes troncos de árbol, y casi todas podridas. Sin embargo, encontró una en estado bastante bueno, y se apresuró a mandar que le pusieran balancines, mástiles y velas y que la proveyesen de víveres en abundancia, pues los nuevos esposos debían hacer un viajecillo por mar, con objeto de que conociesen al hombre blanco los habitantes de los poblados costeños.

El prudente malabar se había conducido tan hábilmente, que no despertó la menor sospecha. Además, aquellos buenos isleños estaban ya convencidos de que su nuevo jefe y los dos nuevos ministros no pensaban ni remotamente en fugarse de Karnikobar.

Llegó la mañana señalada para la gran ceremonia nupcial, y una multitud enorme se reunió en la plaza del poblado. De las otras aldeas y burgos, aun de los más lejanos, pero que dependían del principado, llegaron comisiones con abundantes regalos para los nuevos esposos, y víveres en gran cantidad. Jody anunció que después de la ceremonia se celebraría un colosal banquete, en el cual todo el mundo podía tomar parte, pero con la obligación de emborracharse.

En los caminos o calles que rodeaban la aldea se prepararon grandes mesas, las cuales se doblaban bajo el peso de enormes recipientes llenos de arak, licor dulce, pero fortísimo, que se extrae de la melaza fermentada de la caña de azúcar.

Se habían encendido grandes hogueras para asar un número más que mediano de bueyes silvestres, animales que abundaban de un modo extraordinario en los bosques de la isla, tortugas gigantescas y cangrejos enormes.

Como la ceremonia nupcial debía realizarse al ponerse el Sol, Jody, para que no se aburriese el pueblo con tan larga espera, hizo un verdadero derroche de paradas militares y revistas, organizó bailes y horribles conciertos, con el obligado acompañamiento de gong y de tam-tam.

Apenas el Sol llegó al borde inferior de la cumbre de los montes que se extendían por el occidente de la isla, un grupo de guerreros despejó la plaza, que enseguida ocuparon unos cien jóvenes, los cuales se tendieron en el suelo boca abajo, formando como una calzada viviente que conducía de la casa de la Princesa hasta una especie de baldaquín rodeado de jaulas llenas de gallinas de la pagoda y cubierto con paños rojos.

Poco después salió Naja, acompañada de sus dos viejas damas de honor, y pasó saltando sobre aquellos cuerpos tendidos en tierra. Al propio tiempo los músicos acometían con entusiasmo el himno nacional de Karnikobar; un trozo musical capaz de crispar los nervios a una estatua de bronce.

La ex viuda se había quitado la camisa o túnica de seda blanca, color de luto, y lucía otra más rica de seda azul guarnecida de perlas, y sobre los hombros ostentaba un manto de plumas de tou-cheou-ky, rojas y punteadas de blanco.

Varias muchachitas vestidas como la Princesa, pero sin manto, marchaban por ambos lados del sendero humano, bailando y cantando versos alusivos a Naja, la afortunada esposa del gran jefe blanco.

En seguida apareció el contramaestre, seguido de los ministros y de los dignatarios militares. No se había quitado su traje de presidio, pero le habían puesto un manto de plumas algo más largo que el de Naja, y le cubría la cabeza una especie de casco de bombero, muy estropeado a decir verdad, pero adornado con un enorme grupo de plumas, emblema del poder supremo.

El marido vaciló un momento antes de lanzarse por encima de aquellos cuerpos; pero, temiendo que pareciese ridícula su indecisión, se puso en seguimiento de la Princesa, cuidando de no pisar demasiado fuerte con sus zapatos de madera.

Jody y Palicur, que estaban bajo el baldaquín, no pudieron contener una risotada al verle con aquel casco y aquel bosque de plumas.

—¡Si pudiera verse en un espejo, tengo la seguridad de que reventaría de risa! —Dijo el maquinista—. ¡Pobre señor Will!

—¡Calla; no comprometas nuestra dignidad ni la suya! —dijo el malabar—. ¡Estemos serios, porque si no, él también soltará el trapo a reír!

Reunidos los esposos bajo el baldaquín, se sentaron, y una especie de mago, hechicero o sacerdote horriblemente disfrazado con conchas marinas hasta el extremo de parecer un monstruo ofreció a ambos contrayentes un pez dividido en pedacitos no mayores que el tamaño de un dado, que debían comer crudo, lo que hicieron, no con mucho contento de ambas partes.

Se concluyó la ceremonia nupcial: el contramaestre era el esposo legítimo de Naja.

Estallaron formidables aclamaciones; los músicos volvieron a golpear los gongs, algunos de los cuales se hicieron pedazos; los tambores redoblaban, produciendo un estruendo ensordecedor.

Ambos esposos, escoltados por los ministros, los jefes militares y las dos damas, se dirigieron a una mesa colocada en el centro de la plaza, mientras la multitud, que parecía poseída de un verdadero delirio, tomaba las restantes por asalto en medio de una confusión indescriptible, arrojándose con bestial avidez sobre el montón de provisiones, y especialmente sobre los recipientes de arak.

Seguramente que aquellos isleños no se habían visto jamás en medio de tanta abundancia, por lo cual bendecían al hombre blanco desde el fondo de su corazón, puesto que les permitía darse un hartazgo hasta reventar.

La Princesa parecía hallarse contentísima, y sonreía dulcemente a su esposo; en cambio, éste, aun cuando se esforzaba por aparecer de buen humor, caía a menudo en hondas preocupaciones. El temor de que no tuviese buen resultado el golpe de audacia que habían dispuesto le quitaba las ganas de reír. Afortunadamente, Jody y Palicur estaban allí para animarle, sobre todo el primero, que riendo por cuatro devoraba por seis, y bebía en gran cantidad el dulce árale que una de las dos viejas damas de honor, que le miraba con ojos tiernos, le escanciaba sin cesar.

A las diez de la noche la orgía llegaba a su apogeo. Hombres, mujeres y niños se levantaron de la mesa y bailaban como locos en la plaza; muchos caían en tal estado, que ya no volvían a levantarse. Llegaba la hora de concluir.

Jody, que había asumido la dirección de las fiestas, envió cuatro heraldos para que ordenasen a todo el mundo sin distinción la inmediata retirada a sus respectivas cabañas para no turbar a los nuevos esposos.

Hubo que bregar no poco para persuadir a aquella multitud borracha a que dejase de beber los últimos vasos de árale. Tuvieron que intervenir los guardias; como también se hallaban alegres, rompieron no pocas cabezas con las mazas y estropearon a una porción de desgraciados.

Por fin, cuando ya todos se habían retirado, incluso los ministros y los jefes militares, Naja y Will se pusieron en marcha para la casa, escoltados tan sólo por dos damas y por Jody y Palicur, que alumbraban el camino con antorchas; ambos, el malabar y el maquinista, habían quedado encargados de hacer la guardia en la puerta para impedir que nadie se acercase.

Aun cuando los tres presidiarios estuviesen ya más seguros del buen éxito del golpe meditado, sin embargo, no era completa su tranquilidad. Una sospecha, un grito, podía echarlo todo a rodar, y quizás no se salvarían del furor del pueblo y de los guerreros.

Decidido a salir del paso, el contramaestre indicó a sus compañeros lo que tenía que hacer cada uno. No se trataba de otra cosa que de atar y amordazar a las tres mujeres y salir huyendo hacia la bahía de Saoni, donde estaba ya dispuesta para hacerse a la mar la nave almirante; mejor dicho, la piragua.

Dejaron entrar a Naja y a las damas en la primera habitación, y apenas cerrada la puerta, se arrojaron simultáneamente sobre ellas, derribándolas en las esterillas que tapizaban el suelo de la sala. Palicur, cuya fuerza era extraordinaria, había agarrado a la Princesa y tapádole la boca para que no pudiese, gritar; y enseguida, sin tener necesidad de la ayuda de sus compañeros, la amordazó y ató rápidamente, no obstante la violenta resistencia que Naja opuso.

Con las dos damas, viejas y débiles, y además muertas de susto, la cosa había sido más fácil.

—Señora —dijo el contramaestre dirigiéndose a su esposa, cuyos ojos lanzaban llamas—, siento mucho haber tenido que hacer esto; pero ya le había dicho a usted que no tenía deseo alguno de permanecer aquí. ¡Escoja usted otro esposo entre sus súbditos, porque yo me declaro libre de todo compromiso! ¡Además, que ya no volveremos a vernos!

Un grito ahogado, como de fiera, que se le escapó a través de la mordaza, fue la respuesta de la Princesa.

—¡Salude usted a mis súbditos de una hora, y olvídeme! —añadió el contramaestre—. ¡Ahora, queridos amigos —dijo volviéndose hacia Jody y Palicur—, a toda máquina!

Cerraron la puerta después de haber apagado la lámpara de aceite de coco, y se lanzaron por el camino inmediato, que hacían muy oscuro las grandes hojas de palmeras silvestres que lo cubrían.

No había nadie. Todos obedecieron las órdenes de los heraldos, respetando el deseo del nuevo jefe.

De unos cuantos saltos llegaron a las afueras de la pequeña población, y después de haberse asegurado de que no los seguía nadie se metieron en el bosque. Palicur los guiaba, pues ya conocía el camino, por haber ido varias veces a la bahía con el pretexto de visitar la flota.

Recorrieron sin descansar y sin cambiar una palabra la distancia, y descendieron a la playa, dirigiéndose al sitio donde estaba anclada la escuadra nikobariana.

También reinaba un profundo silencio en aquel burgo, en el cual vivían tan sólo los tripulantes de las chalupas. Debían de haber festejado la boda de la Princesa, pues dormían roncando y borrachos como buenos marineros.

—¡Adiós, pobre Naja! —dijo el contramaestre, que se disponía a saltar en la piragua almirante—. ¡Dispón un buen veneno para mi sucesor! ¡Se lo regalo juntamente con el poder!

—¡Un momento, señor Will! —dijo Palicur deteniéndole y sacando de la proa tres hachas que tenía allí escondidas—. ¡Ayudadme!

—¿Qué quieres hacer?

—Echemos a pique la flota con objeto de impedir a los nikobarianos que nos den caza. Aun cuando esas piraguas se hallan en muy mal estado, sin embargo, la prudencia nunca está demás.

—¡Tienes razón, Palicur! —contestó el contramaestre—. ¡Despachemos!

Se pusieron al trabajo con verdadero encarnizamiento, abriendo los costados medio podridos de las piraguas.

La escuadra estaba anclada a cuatrocientos o quinientos pasos de las cabañas del burgo, y no era fácil que con el ruido del mar oyesen los hachazos los tripulantes de las piraguas oficiales.

Las habían echado a pique casi todas, cuando resonaron algunos tiros y gritos en dirección del bosque.

—¡A bordo! —mandó el contramaestre—. ¡Nos han descubierto!

En dos brincos se metieron en la piragua, cogieron los remos, y empujaron mar adentro la embarcación, en tanto que también de las cabañas de la estación naval comenzaban a correr hacia la playa marineros y pescadores.

—¡Despliega una de las dos velas, Jody! —gritó Will—. ¡El viento es favorable! ¡Y tú, Palicur, fuerza de remos!

Entonces desembocaban de la espesura multitud de guerreros provistos de antorchas, aullando de un modo feroz y corriendo hacia los fugitivos.

—¡Muera el hombre blanco!

Para coger al hombre blanco era demasiado tarde. En un abrir y cerrar de ojos el maquinista había izado la vela del trinquete, la cual se hinchó enseguida al impulso de la brisa nocturna que soplaba de Levante, imprimiendo a la piragua una rápida marcha.

—¡Dame un fusil, Palicur! —dijo Will al malabar, que había soltado los remos para desplegar la vela mayor.

—¡Aquí tiene usted su carabina, señor Will! —Contestó el pescador de perlas—. ¡Logré que me la restituyese la Princesa!

—¡Tú, Jody, al timón!

Los tiros arreciaban. Los guerreros se habían detenido en la orilla, sin atreverse a embarcar en las dos o tres piraguas que quedaban, y desde allí disparaban de un modo furioso sobre los fugitivos, sin obtener otro resultado que producir mucho humo y mucho ruido, pues sus armas seculares tenían un alcance limitadísimo.

Sin embargo, temiendo el contramaestre que se decidieran a perseguirlos, disparó un tiro a bulto hacia el medio de la horda.

Al oír silbar la bala sobre su cabeza, los valientes guerreros de la princesa Naja echaron a correr, poniéndose en salvo en la espesura o en las cabañas de la estación naval.

—¡Larga todo el trapo! —dijo el contramaestre dirigiéndose al malabar, que estaba atando la escota—. ¡Con viento de costado bogaremos casi como en la chalupa de vapor!

La piragua, que era una bonita barca de ocho metros de longitud, hábilmente construida con el tronco de un árbol colosal, con la proa alta terminando en una cabeza monstruosa que representaba acaso alguna divinidad marítima de los nikobarianos, deslizábase rápidamente sobre el agua, subiendo y descendiendo dulcemente de las anchas oleadas del Océano Índico.

Para hacer más rápida la marcha Palicur levantó los balancines con objeto de que no opusieran resistencia alguna, y orientó las dos velas de modo que recogieran la mayor cantidad posible de aire.

Casi desaparecían ya entre las tinieblas las costas de la isla, cuando de los labios del contramaestre, que se había puesto a la barra del timón, se escapó una blasfemia.

—¿Qué sucede? —preguntó Jody, que estaba colocando en orden los paquetes y los recipientes que llenaban la piragua.

—¡Mira hacia allá! ¿No es él? —¿Quién?

—¡El Nizam!

—¿Todavía ese maldito? —exclamó el malabar apretando los puños.

—¿No nos dejará tranquilos un momento esa barcaza maldecida?

—¡Palicur, arría las velas; podrían verlas!

Jody y el pescador de perlas las amaron sobre la piragua.

Hacia el Sur brillaban tres puntos luminosos; uno rojo y otro verde, ambos casi a flor de agua, y otro blanco y más alto.

—¡Son los faroles de un vapor! —Dijo sordamente Jody—. ¡Así se traguen los tiburones a esos pelmas obstinados que nos persiguen!

—No nos persiguen —dijo el contramaestre, que miraba atentamente el vapor—. Va rozando la costa de la isla, y se remonta hacia el Norte.

—¿Nos descubrirá?

—La piragua es baja de fondo, y la Luna aún tardará mucho en salir. Es de esperar que pasemos sin tropiezo.

—¿Habrán perdido la esperanza de encontrarnos? —preguntó el malabar.

—Eso creo; porque si no, hubieran continuado el rumbo hacia el Sur. ¡Ah! ¡Malditos!

—¿Qué le sucede a usted, señor Will? —preguntaron a un mismo tiempo Jody y Palicur, asustados por el acento y expresión del marino.

—¡Corremos peligro de que nos cojan!

—¿Se dirige hacia nosotros el Nizam?

—No; pero me figuro que entrará en la bahía de Saoni. ¡Si ancla allí, les faltará tiempo a los indígenas para decir al Capitán que hemos huido, y así se vengarán de lo que hemos hecho con la Princesa!

—¡Señor Will —dijo Palicur—, volvamos a izar las velas y pongámonos en camino!

—No; podrían distinguirnos —contestó el contramaestre—: prefiero esperar los acontecimientos.

El Nizam (suponiendo que fuese el proveedor del penal) avanzaba no muy aprisa, siempre a algunas millas de distancia de la costa para no chocar contra los muchos escollos coralíferos que rodeaban la isla. De cuando en cuando salía por la chimenea un poco de humo y de escorias.

Los tres desertores, poseídos por una verdadera angustia, miraban atentamente sus movimientos, temiendo verle de un momento a otro cambiar de rumbo y dirigirse hacia la bahía de Saoni.

Afortunadamente, no viró de bordo y le vieron pasar a la vista de la ancha ensenada, y desaparecer poco a poco hacia el Septentrión.

—¡Estamos salvados! —exclamó el contramaestre—. ¡Se ha decidido a volver a Port-Cornwallis! ¡Desplegad las velas, y adelante hacia Ceylán!

—¡Y que la suerte nos proteja! —añadió Jody.

15. EL OCÉANO ÍNDICO

Como es constante que en el Océano Indico soplen desde Abril hasta Octubre vientos del Sudoeste, mientras en los restantes meses soplan del Nordeste, los tres prófugos tenían casi la seguridad de llegar a Ceylán sin grandes dificultades. El único peligro que podía ocurrirles era que los sorprendiese una tempestad de las que suelen desencadenarse con los monzones, y que son verdaderamente terribles. Sin embargo, contaban con la ligereza y la solidez de la piragua, que estaba dando pruebas de sus condiciones marineras, demostrando así que los nikobarianos eran y son magníficos constructores, quizás los mejores entre todos los isleños del Océano Índico.

En efecto; la embarcación se portaba a las mil maravillas, marchando a razón de seis, siete y ocho nudos por hora, lo mismo que un brik o un bergantín. Cierto que el Océano se prestaba a aquella rápida marcha, pues no tenía más sacudidas que alguna oleada que de cuarto en cuarto de hora venía del Sur.

Cuando el Sol apareció en el horizonte Karnikobar ya no se veía y el Nizam había desaparecido En derredor de la chalupa no había más que agua: la inmensidad del Océano, sin un islote y sin una vela o una nubecilla de humo. Tan sólo algunos pájaros marinos de majestuoso y elegante vuelo surcaban el espacio en compañía de las golondrinas de mar de plumas negras.

—¡Ya estamos bien lejos! —dijo el contramaestre después de haber escudriñado con gran atención el horizonte—. ¡Los nikobarianos no nos cogerán!

—Toda la noche estuve temblando por causa de ellos, señor Will —dijo el maquinista—. ¿Se habrán resignado?

—Eso parece.

—Entonces, podemos aprovechar esta calma para desayunarnos.

—¡El miedo te aguza siempre el apetito! —dijo riendo el malabar.

—¡Esta brisita es vivificante!

—Hay que economizar las provisiones, Jody —dijo Will—. Hasta llegar a Ceylán ya no encontraremos tierra alguna donde aprovisionarnos.

—¿Tardaremos mucho tiempo?

—Dos, o quizás tres semanas, mi querido Jody; y eso marchando bien. Podría estallar algún huracán y lanzarnos hacia el Sur, y tampoco por allí abajo hay islas donde renovar las provisiones.

—¿Qué es lo que has embarcado, Palicur? —preguntó Jody—. Aquí veo muchos recipientes, que no estarán llenos todos de agua dulce o de arak.

—La mitad contienen pasta de la fruta del pan —contestó el malabar—. Me han asegurado que está muy buena, aun conservada de ese modo.

—¿Y vamos a comerla cruda?

—Los nikobarianos no llevan hornillos a bordo de sus barcas, y yo no he tenido tiempo de hacer uno. Además, ¿dónde íbamos a encontrar leña?

—¿Y estos paquetes, qué contienen?

—Pescado seco y frutas secas, y allí, bajo la proa, tenemos una gran provisión de cocos. Eso es todo lo que he podido embarcar. ¡Ah! ¡También tenemos un buen barril lleno de aceite!

—¿Para purgarnos?

—Podría llegar a sernos muy útil, y salvarnos en medio de una tempestad.

—¡Admiro tu previsión, Palicur! —dijo el contramaestre—. Ese aceite puede prestarnos preciosos servicios.

—No acierto a comprender cuáles —dijo Jody.

—Espera a que estalle una tempestad, y bendecirás ese barrilillo —contestó el pescador de perlas.

—¡Prepara la comida, Jody!

—Será más escasa que el rancho del penal.

—¿Te vuelves exigente, Jody?

—¡Me había acostumbrado demasiado a la mesa de la Princesa!

Abrió un recipiente lleno de pasta, colocada por capas bien apretadas, desató una tabla de fibras vegetales que contenía frutas secas, y a esto unió un par de nueces de coco. No era aquello para poner muy alegre a nadie; pero nuestros tres amigos, acostumbrados durante mucho tiempo a las escasas raciones de la penitenciaría, hicieron buena cara a las provisiones. Cerró la colocación una nuez de coco abundantísima en exquisita leche.

—Tú, Jody —dijo Will volviendo a coger la barra del timón—, tienes que contarnos algo que ha de interesarle a Palicur. Con todo esto que nos ha sucedido, no has vuelto a decir nada. No me he olvidado del principio de esa historia.

—¿A qué se refiere usted, señor Will?

—Nos habías prometido contarnos algo referente al Tuerto.

—¡Es verdad! —dijo el maquinista—. Esa historia la interrumpió cuando apareció el Nizam.

—Cuéntanos lo que sepas de ese tunante —dijo Palicur—. Quizás lleguemos a descubrir cómo conoció a mi prometida.

—No sé gran cosa —contestó Jody—. El vigilante irlandés a quien emborraché me dijo algo una noche mientras andábamos juntos pescando cangrejos de mar.

—¿Acerca de la condena de aquel bribón? —preguntó Will.

—Sí. Según parece, le condenaron a veinte años de trabajos forzados por haber matado a un sacerdote cingalés y herido a un policía que intentaba detenerle.

—¡Un sacerdote! —exclamaron a un tiempo Palicur y el contramaestre.

—Sí; a un sacerdote Budista.

—¿Y dónde le mató? —preguntó Palicur.

—Eso no me lo dijo el irlandés.

—Recuerda bien, Jody —dijo el contramaestre—, porque si lo supieses, podrías ponernos en una buena pista. ¿En Annaro Agburro, quizás? ¡Piensa, piensa!

—¡Es inútil! —Contestó el maquinista después de haber meditado durante breves momentos—. ¡No recuerdo que me lo haya dicho!

—¿Qué piensa usted de esto, señor Will? —preguntó el malabar con recelo.

—Que estoy seguro de que el Tuerto ha conocido a tu prometida en ese monasterio —respondió el contramaestre—. La historia de ese hombre se parece a la tuya.

—¿Habrá tratado de arrancar a Juga de las manos de los tiruvanska?

—¡Apostaría una rupia contra mil libras esterlinas, Jody! ¿No te dijo el irlandés qué oficio era el del Tuerto?

—Me dijo que era pescador —contestó el maquinista.

—¿De pescado, o de perlas? —preguntó el malabar.

—Eso no me lo dijo.

—Ahora yo te pregunto, Palicur: ¿qué es lo que piensas de esto?

—Que quizás haya sido pescador de perlas —dijo el malabar.

—¿Cómo podríamos averiguarlo?

—Todos los pescadores de Manar se conocen; y si el Tuerto ha trabajado en aquellos bancos, no nos será difícil saberlo. ¡Señor Will, es preciso aclarar este misterio!

—¡Ten paciencia, Palicur; ya llegaremos a saber algo referente a ese hombre!

—Si no logramos encontrar la perla roja, todos nuestros esfuerzos para dar la libertad a Juga serán inútiles. Los monjes de Annaro Agburro son demasiado poderosos para que podamos luchar contra ellos; además, gozan de la protección del bajá de Candy.

—Pero ante todo, ¿crees que nos sea posible encontrar esa perla famosa?

—Ya le he dicho a usted que conozco a un pescador que sabe el sitio dónde fue a pique el que la sustrajo.

—¿T si la hubiesen encontrado ya, o se hubiese muerto el hombre que tú dices?

—¡Entonces, señor Will, iré a matar a todos los sacerdotes del monasterio —dijo con voz sorda el malabar—, o intentaré un esfuerzo desesperado, supremo, para arrebatarles mi prometida!

—¡Puede ser! —dijo el marino, como hablando consigo mismo, cosa que le sucedía muy a menudo—. Con una buena escafandra se podría explorar el mar en ese sitio, pues con esos aparatos se resiste perfectamente bajo el agua dos o tres minutos. ¡Vamos, no desesperemos!

Mientras charlaban, la piragua continuaba su carrera hacia Occidente, rectificando siempre el rumbo en dirección al Sur, pues la isla de Ceylán no se encuentra a la misma altura que las de Nikobar.

El Océano seguía tranquilo, salvo algunas gigantescas oleadas, las cuales, a pesar de los saltos que obligaban a dar a la embarcación, no eran obstáculo, sin embargo, para amenguar su velocidad.

Multitud de peces aparecían en la superficie envueltos entre la espuma de las olas. La mayor parte eran doradas, pescados bastante gruesos que ordinariamente se pescan con arpón pequeño y enemigos jurados de los pobres peces voladores. Las doradas tienen cubierto el cuerpo de escamas doradas y azules, con irisaciones de un efecto lindísimo; cuando mueren, se tornan grises.

A su vez estos peces se ven perseguidos por los albatros, aves gigantescas que con las alas desplegadas miden hasta tres y cuatro metros, aun cuando no pesan más de diez o doce kilogramos, pues son todo plumas. De cuando en cuando dichos pájaros, que no tienen miedo al hombre, y que, por lo tanto, no se asustaban de la piragua, remontaban el vuelo con una dorada en su poderoso pico.

En los anchos socavones de las olas solían aparecer diodones, extraños pescados de la zona tórrida, que gustan de navegar panza arriba y que tragan cierta cantidad de aire para flotar mejor, adquiriendo casi la forma esférica. A primera vista, y por efecto de las largas y puntiagudas espinas que los rodean, parecían enormes erizos arrastrados por las aguas.

Jody y Palicur observaban aquellos peces, y calculaban el medio de que se valdrían para pescar uno, aun cuando la falta de leña y de piedras para improvisar un hornillo donde asarle los pusiera también en grave aprieto, cuando el primero se echó atrás violentamente y chocó con el contramaestre, que estaba en el timón con los ojos fijos en el Sol, orientándose para dirigir el rumbo.

—Pero, Jody, ¿qué te sucede? —preguntó el marino—. ¿Tienes miedo de que te pinchen los diodones?

—Si tardo un momento más en retirar la mano, me quedo sin ella, señor Will —respondió el mulato—. ¡Ese asesino estaba escondido bajo la popa esperando atraparme un brazo!

—Pero ¿quién?

—¡Son dos!

—¿De qué hablas?

—¡Qué magníficos tiburones! ¡Cuando se acercan tanto, es que deben de tener un hambre feroz! —Dijo en aquel momento el pescador de perlas—. ¡Nunca los he visto tan grandes!, ni siquiera en los bancos del estrecho de Manar.

El contramaestre se había vuelto vivamente. Dos gigantescos tiburones, de siete metros lo menos de longitud, seguían a la piragua a una distancia de quince pasos, con sus horribles ojos casi redondos, de iris verde oscuro y pupila glauca, clavados en la embarcación.

Eran dos monstruos espantosamente feos, que pesarían media tonelada, de cuello un poco alargado, dorso ceniza oscuro, cabeza aplastada, redondeado el hocico y enorme boca semicircular armada de dientes triangulares, puntiagudos y blanquísimos.

Se sumergían de cuando en cuando, y enseguida volvían a salir a flote impetuosamente, mostrando sus largas nadadoras pectorales y la aleta caudal, dividida en dos partes desiguales.

—¡Qué mala compañía! —dijo el contramaestre arrugando el entrecejo—. ¡Son demasiado malos vecinos para llevarlos a popa! ¡Con un empuje pueden caer dentro de la piragua! ¡Palicur, dame la carabina!

Como si hubieran adivinado las intenciones poco amistosas del hombre de mar, en aquel mismo momento los dos monstruos se sumergieron, para volver a aparecer quinientos metros más atrás, dejando asomar tan sólo las aletas dorsales.

—¡Son más zorros que el Demonio! —dijo Jody—. ¡Verá usted cómo no se dejan fusilar, señor Will!

—¡Si tuviese balas de reglamento, ya verías qué salto daban! —contestó el contramaestre—. ¡No me gusta tener a popa a esos dos señores! Constituyen un peligro continuo; pero apenas se me presente ocasión, me desembarazaré de ellos.

—Se cansarán de seguirnos inútilmente, y concluirán por irse.

—Te equivocas, querido Jody. Cuando esos eternos hambrientos encuentran en pleno Océano una chalupa o una balsa tripulada, ya no la dejan. La siguen con una obstinación increíble durante semanas, y aun meses.

—Y, sin embargo, no deben de faltarles pescados que tragar. Hace poco hemos visto doradas y diodones.

—Prefieren la carne humana —dijo Palicur—. También abunda el pescado en el estrecho de Manar, y a pesar de eso, esos animalazos dejan en paz a los peces para perseguir a los pobres pescadores de perlas.

—¡Es verdad! —dijo el contramaestre—. Para los tiburones, sean de la clase que quieran, no hay presa mejor que el hombre, blanco o de color: en eso no distinguen.

—Y tú, Palicur, ¿no te has encontrado con ninguno mientras buscabas conchas perlíferas? —preguntó Jody.

—He matado lo menos una docena —contestó el malabar—. Por cierto que un día me encontré entre dos tan enormes, que me dieron no poco que hacer. Estaba en un fondo a unos catorce metros, y ya había llenado la red de conchas perlíferas, cuando vi proyectarse en la arena del banco una sombra enorme. Apenas tuve tiempo para levantar la cabeza con objeto de ver si era una barca que pasaba por encima de mí, cuando sentí que se me echaba encima una masa colosal que me tumbó sobre el banco. Era un soberbio pez-martillo que me había sorprendido, y que se disponía a partirme en dos pedazos.

—¡Brrr! —hizo Jody—. ¿Y cómo te las arreglaste?

—Por un momento creí que había llegado mi última hora, tanto más, cuanto que no había podido desembarazarme aún de la piedra con que descendí hasta aquella profundidad, extraordinaria para un buceador que carece de escafandra, y, por lo tanto, la provisión de aire la tenía casi agotada.

»No sé cómo pude librarme del primer bocado que me tiró. Probablemente, el mismo golpazo del encuentro al derribarme en la arena me salvó la vida, pues no pudo cogerme el monstruo. O demasiado ansioso, o demasiado impaciente, había medido mal la distancia, y al volverse levantó el fondo con su formidable cola, enturbiando el agua de tal modo, que me perdió de vista un instante.

—Y tú te aprovechaste de aquel instante —dijo el contramaestre, a quien interesaba la narración.

—Inmediatamente, señor Will —contestó el malabar—. Tenía a la cintura mi gran cuchillo, que era un arma solidísima de pie y medio de largo y muy cortante.

»Me cogí como un desesperado a una de las aletas pectorales del monstruo, y le abrí el vientre de arriba abajo en una longitud de más de un metro.

»Ya creía que me había librado del peligro, cuando vi venir por detrás de mí al compañero o la compañera del que había herido.

—¡Me muero de espanto! —dijo Jody.

—Aun cuando tenía fuera los intestinos y arrojaba arroyos de sangre por la enorme brecha, el primero no había muerto aún, y se debatía de un modo furioso dando grandes coletazos: el otro no parecía dispuesto a dejarme concluir con él, ni a irse sin llevarse por lo menos una pierna mía.

»Yo me encontraba imposibilitado de hacer frente a ambos; además, el agua se había vuelto tan roja, que no podía ver a los dos monstruos.

»Afortunadamente, mis compañeros, inquietos por mi retraso, vieron teñirse de sangre la superficie, y, figurándose lo que sucedía en el fondo del mar, acudieron en mi socorro.

»Se empeñó bajo el agua una verdadera batalla, que terminó con la muerte de los voraces peces. Cuando me sacaron iba desvanecido y arrojando sangre por los oídos.

—¿Devoran muchos pescadores esos monstruos? —preguntó Will.

—Tres o cuatrocientos cada año; por lo menos, ésos faltan a la lista —respondió Palicur.

—¡Mal oficio! —dijo Jody.

—Algunas veces da bastante: en ciertas estaciones se vuelve a la costa con una buena cantidad de perlas, que se cambian por millares de rupias.

—¡Ah, señor Will!

—¿Qué es? —preguntó el contramaestre echando en derredor una mirada inquieta.

—El tiempo amenaza con un cambio ¡Mire usted hacia allá, hacia Poniente! ¡Aquello es una nube que traerá lluvia o viento!

—¡Y que hará hervir la cazuela grande! —dijo Will arrugando el entrecejo.

—¡Sí; saltará el viento, y probablemente tendremos tempestad!

16. EL HURACÁN

Cayó la noche sin que el temido salto de viento alborotara el Océano, que se mantenía en una calma absoluta, interrumpida solamente por las oleadas que llegaban de la inmensidad del Sur. La nubecilla descubierta por el pescador de perlas no se había desvanecido, pues un poco antes de la puesta del Sol se la había visto elevarse y dilatarse, invadiendo toda la bóveda celeste.

La piragua flotaba dulcemente sobre las ondas avanzando con lentitud, pues había caído como de improviso el aire, que solamente a intervalos agitaba las velas.

De los tenebrosos abismos del Océano subían a la superficie puntos luminosos cual estrellas errantes dispersándose por la superficie, y, semejantes a lámparas eléctricas, veíanse también los rhizostomes, espléndidas medusas en forma de disco, de granulación oscura, y grandes rayas cilíndricas rodeadas de innumerables tentáculos que las asemejaban a enormes flores azules luminosas, con ligeros reflejos rojos hacia la extremidad.

En lontananza, a ochocientos o quinientos metros de la popa de la piragua, se deslizaban silenciosamente en la estela que dejaba el timón, y sin distanciarse nunca, dos grandes manchas lívidas y fosforescentes. Eran enormes tiburones, iluminados por esa especie de gelatina trasparente como cristal que trasudan los dientes de esos monstruos, y que en la oscuridad brilla como fósforo líquido. Sentado al lado de la barca, Will miraba ansiosamente al horizonte, de donde iban desapareciendo las estrellas poco a poco bajo negras masas. Jody y el malabar, sentados en los bancos de en medio, miraban a las bellísimas rayas, que acudían a millares, y que se dejaban mecer por las ondulaciones que producía la chalupa.

—¡Palicur —dijo de pronto el contramaestre—, coge unos rizos en las dos velas! ¡Dentro de poco no tendremos necesidad de tanta tela!

—Sin embargo, el viento es muy débil, señor Will-repuso el pescador.

—Dentro de algunos minutos se dejará sentir.

—¿Sigue avanzando la nube?

—Y más rápidamente que antes.

—¿No pasaremos tranquilos esta noche?

—¡Temo que no! —contestó el marino haciendo un gesto de duda.

Después añadió, dando un suspiro:

—¡Esta noche me recuerda en la que cometí el delito! ¡También era oscura, y el cielo estaba tan negro como ahora; las rayas y las medusas subían a la superficie, y a popa brillaban la boca de dos tiburones, que devoraron al hombre que yo maté en el peñol del trinquete! ¡Dios me perdonará aquel crimen!

—Me han dicho que era un oficial; ¿es verdad, señor Will? —preguntó Jody.

—¡Sí! —contestó el contramaestre con voz sorda. Después añadió, dando otro suspiro:

—Era el tirano del Britannia; un hombre brutal que parecía gozar ferozmente atormentando a los más débiles de la tripulación, que castigaba hasta hacerles saltar la sangre a los marineros y mozos por una tontería cualquiera, y que me había tomado entre ojos para obligarme a perder el grado que gané con tantas fatigas en doce años de navegación por todos los mares del globo. ¡Todavía llevo las cicatrices que me produjo el gato de las nueve colas con que me castigaba por cosas insignificantes!

—¿Y le mató usted en el peñol? —preguntó Palicur.

—¡Sí! —respondió el contramaestre—. Era una noche como ésta: la tempestad mugía en el horizonte, y me habían mandado amainar un foque.

»Estaba quitándolo, cuando vi aparecer a mi lado al oficial. ¿Qué era lo que iba a hacer allí, cuando su puesto estaba en el puente de órdenes? No lo sé: seguramente iba a vigilarme, con la esperanza de poder imponerme un castigo.

»Entre los dos se entabló un diálogo en el mismo extremo del peñol, y habiéndole dicho que me dejase terminar lo que estaba haciendo, porque corría riesgo de caerme y abrirme el cráneo sobre la cubierta, intentó echarme al mar.

»Perdí la razón. Tenía en la diestra el cuchillo de maniobra para cortar un nudo, y se lo metí hasta el mango en la garganta.

»Cayó dando con la cabeza en la borda, que se manchó de sangre, y el cuchillo, que le dejé en la herida, saltó a la cubierta. El cuerpo se fue al mar, donde lo devoraron enseguida dos tiburones que hacía días que iban siguiendo al Britannia, pero el cuchillo me acusó.

»Reconocido por mí, y como, además, estaba ensangrentado, le fue fácil al Consejo de guerra reconstruir el delito. De nada me sirvió la defensa de mis camaradas, que acusaban al muerto de inhumano y feroz, ni tampoco los precedentes de mi conducta intachable: me condenaron a quince años de reclusión en Port-Cornwallis, donde estaría todavía si…

Un trueno que resonó sordamente, extendiéndose el eco de un lado al otro del horizonte, le interrumpió:

—¡El huracán! —dijo—. ¡Que Dios nos proteja!

Siguió un profundo silencio. No se oía rumor alguno, ni arriba ni abajo. Hasta las mismas oleadas, esa eterna ondulación que aun en la más absoluta calma recorre el Océano, parecían haberse aquietado.

La piragua había quedado casi inmóvil, meciéndose ligeramente entre las rayas y las medusas, que ponían en fuga a millares de isitus, bonitos peces de treinta centímetros de largo que por la noche despiden ráfagas de luz verdosa.

Los tres penados callaban, y miraban con ansia ya al cielo, ya al Océano. Un vago terror se había apoderado de ellos. Aquella tempestad que iba a cogerlos en medio de la infinita extensión líquida en una frágil piragua y tan lejos de la tierra, les había encogido el ánimo, a pesar de ser muy valerosos.

El silencio del mar duró diez o doce minutos; después una serie de truenos de extraño estampido estalló en la gigantesca nube con un crescendo formidable y ensordecedor. En seguida se sucedieron breves y estridentes silbidos: eran las primeras ráfagas del huracán que batían el Océano.

La chalupa, con los balancines bajos para obtener más superficie de apoyo, había vuelto a emprender la carrera, siguiendo siempre el rumbo hacia Poniente con alguna inclinación al Sur.

Will iba al timón; Jody, a la escota de la vela de trinquete, y Palicur, a la del palo mayor.

Bajo el impulso de las primeras bocanadas de aire, el mar comenzaba a mugir sordamente. Breves oleadas se formaban y entrechocaban rápidamente en todas direcciones, amontonándose unas sobre otras con rugidos que ponían espanto.

—¡Sosteneos bien sujetos a los bancos! —dijo el contramaestre—. ¡No olvidéis que si os echa fuera una ola, caeréis en la boca de los tiburones!

—¡Ya no se ven, señor Will! —dijo Jody.

—Nos siguen bajo agua para estar más prontos a echar los dientes al que se caiga. ¡Apostaría cualquier cosa a que están cerca de popa!

En aquel instante un relámpago cegador iluminó el Océano, haciendo ver a los navegantes las montañas de agua que se formaban en los límites del horizonte.

—¡Palicur —dijo Will—, baja una vela y échala encima de los bancos! ¡Es preciso cubrir la carga que llevamos e impedir que entre el agua!

»Así que termines la operación, trae a popa el barrilito del aceite. Nuestra salvación está en eso.

Se ejecutaron las órdenes enseguida, entre un relampagueo incesante y un espantoso fragor de truenos.

En tanto el Océano, barrido y atormentado sin reposo por las ráfagas de aire que aumentaban en violencia, seguía engrosando. Enormes olas se lanzaban sobre la piragua, levantándola unas veces y arrojándola otras en profundos abismos movibles, de los cuales no salía sin gran fatiga.

Sin embargo, su ligereza y los balancines colocados en ambas bordas la hacían flotar como si fuese de corcho, manteniéndose siempre en la cresta de las olas.

Pronto una lluvia diluvial empezó a caer sobre el Océano, aumentando el horror de aquella noche tenebrosa.

Reunidos en la popa los tres penados entre el primer banco y la barra, desde donde podían maniobrar las escotas de la vela mayor, miraban con espanto el mar tempestuoso, preguntándose si la piragua concluiría por ceder a los furiosos asaltos de las olas.

Mil ruidos ensordecedores recorrían la extensión del mar y la bóveda celeste; mugidos de olas, bramidos y silbidos del viento, estampidos de truenos. El estruendo era a veces tan intenso, que los navegantes, no podían oírse.

Arrastrada y combatida la piragua por las rachas del viento y por las olas, huía siempre con rapidez loca, reducida la vela a la menor cantidad posible. Parecía una pelota de goma en las manos de un gigante. Saltaba elevándose de tal modo, que con la punta de sus pequeños mástiles horadaba las masas de vapores que empujaba el viento hacia el Océano; enseguida caía bruscamente, haciendo experimentar a los tres amigos la penosa sensación que se experimenta al rodar por un despeñadero.

Empujando con las manos la barra, procuraba Will evitar las oleadas demasiado grandes y que podían echar de golpe a pique la piragua.

Habilísimo marino, ponía a prueba toda su experiencia para no dejarse arrastrar por la furia del Océano, y que no le sorprendieran de costado las embestidas.

Conservaba una calma admirable, y daba las órdenes con voz tranquila a sus compañeros, que sostenían las escotas.

De pronto lanzó un grito:

—¡Maldición!

—¿Qué ha sucedido, señor Will? —preguntaron Palicur y Jody volviéndose rápidamente.

—¡Abajo la vela, o somos perdidos! ¡Se ha ido el timón, y no puedo gobernar!

—¡Tenemos remos, señor Will! —dijo el malabar.

—¡Que en este momento, y con estos golpes de mar, valen un pito! ¡Abajo la vela, y echemos aceite!

Bajaron la vela de un solo golpe.

El espectáculo que ofrecía en aquel momento el Océano era espantoso. A cada instante caían y chocaban contra la piragua verdaderas montañas de agua, sacudiéndola y haciéndola danzar de un modo desesperado, al mismo tiempo que el continuo relampagueo daba a las aguas tonos lívidos y cadavéricos.

—¡El aceite, Palicur! —gritó el contramaestre procurando hacerse oír entre el fragor de la tempestad—. ¡A babor y a estribor; pronto!

El malabar cogió el recipiente, que contenía por lo menos un galón de aceite, y vertió en las aguas medio litro de un lado y medio del otro.

Entonces se vio en el acto una cosa absolutamente extraordinaria. Las olas se aplanaron como por encanto en derredor de la embarcación, como si la sustancia oleosa que se extendía rápidamente por encima de las aguas les arrebatase la fuerza.

Parecía que en derredor de los navegantes se había hecho casi la calma. Rugían y bramaban las enormes olas más allá de la mancha de aceite; pero su ímpetu se estrellaba en aquella muralla protectora.

Las ráfagas de viento no podían levantar el agua, pues se escurría por aquella superficie resbaladiza.

—¡Es prodigioso! —exclamaba Jody, que apenas se atrevía a dar crédito a sus propios ojos.

—¡Da gracias a Palicur, que ha sido el que ha tenido tan buena idea! —dijo el contramaestre—. ¡Este aceite de coco nos salva la vida!

—¿Y durará hasta que termine el huracán?

—¡Eso es lo que me espanta! —respondió el contramaestre.

—¿Duran mucho las tempestades en el Océano Indico?

—¡Solamente Dios sabe cuándo terminará ésta! ¡Por ahora contentémonos con poder alejar las grandes oleadas!

Efectivamente; éstas no llegaban con tanta furia. Pero, sin embargo, Will no había pensado en que la piragua, aun cuando era muy baja e iba sin velamen, ofrecía demasiada superficie al viento, el cual la empujaba hacia el Oeste. Al alejarse obligaba a Palicur a ir echando aceite, y aun cuando procurase economizar la provisión, se agotaría muy pronto.

Habían trascurrido cuatro horas sin que el huracán hubiese disminuido su furor, cuando el malabar anunció que el recipiente estaba casi vacío.

Casi al mismo tiempo el mulato, que había pasado a proa, gritó a voz en cuello:

—¡Un escollo! ¡Un escollo, señor Will! ¡Desvíe la piragua!

—¡Vuelca todo el aceite! —gritó el contramaestre dirigiéndose a Palicur.

Sobre las tormentosas aguas cayeron las últimas gotas de aceite. Una breve calma se extendió en derredor de la piragua. El marino cogió un remo, y sirviéndose de él como de timón, procuraba echar fuera de rumbo el esquife, al propio tiempo que se esforzaba por descubrir el obstáculo que señalara el maquinista.

—¿Has soñado, Jody? —preguntó después de algunos instantes—. Yo no veo nada delante de nosotros.

—¡Le digo a usted que ahora mismo, a la luz de un relámpago, descubrí una masa grande que emergía de entre las olas!

—¡Mira tú, Palicur!

—No hay más que olas en el rumbo de la piragua, señor Will —contestó el malabar.

—¡Espera a que pasen estas olas! —gritó el maquinista.

Dos o tres montañas de agua fueron a morir en las márgenes de la capa de aceite, y pasadas que fueron, el contramaestre creyó distinguir a la rápida luz de un relámpago algo como una gran mole que oscilaba entre nubes de espuma.

—¿Será una ballena, o una gran barrica? —Se preguntó Will—. ¡Es imposible que sea un escollo! Yo no he visto en las cartas marítimas señalado ninguno que de cerca ni de lejos tuviese que ver con esta parte del Océano: si hubiese algún escollo aquí, no se les hubiera escapado en sus exploraciones a los ingleses. De todos modos, procuremos evitarlo.

Como la piragua se encontraba en un espacio de mar relativamente tranquilo, no le fue difícil desviarla hacia el Sur ayudándose con un remo. Desgraciadamente, la capa de aceite, acometida incesantemente por el empuje de olas colosales, que parecían impacientes por volver a emprender sus furibundas carreras, iba disgregándose poco a poco.

Pronto llegó la chalupa a las orillas del espacio oleaginoso. Una ola la cogió y la lanzó hacia adelante con inaudita violencia.

Durante algunos instantes estuvo en la cresta de una montaña espumeante; después se hundió en un abismo que parecía sin fondo, volvió a remontarse de nuevo, y enseguida se produjo un choque espantoso que lanzó por los aires a los tres navegantes, mientras que la proa volaba hecha astillas.

Se oyeron tres gritos, medio ahogados por un trueno formidable y por los rugidos de las olas. El contramaestre, que no había soltado el remo, cayó en un abismo, y enseguida se sintió levantar, y fue lanzado contra una masa resistente cubierta de algas, a la cual se agarró con las fuerzas que presta la desesperación.

—¡Jody! ¡Palicur! —gritó.

Entre los mugidos y encontronazos de las olas le pareció oír la poderosa voz del pescador de perlas; pero como en aquel momento no relumbraba ningún relámpago, no pudo distinguir nada entre los torbellinos de espuma que le rodeaban.

Al sentir que cedían las algas, y figurándose que había ido a parar en el escollo que entreviera el maquinista, se encaramó más arriba para sustraerse mejor a los asaltos de las olas.

Con certeza no sabía dónde se encontraba. Podría ser una roca perdida en la inmensidad del Océano Indico; pero más bien debía de ser otra cosa, porque le parecía que aquella masa experimentaba movimientos bruscos.

Como no era el momento oportuno para ponerse a hacer indagaciones, y viendo que encima de él colgaban algas larguísimas, y al parecer resistentes, continuó trepando, hasta que se encontró a caballo de una especie de arista que se extendía horizontalmente y como de un pie de espesor. Del otro lado la roca, o mejor la masa, descendía describiendo una curva bastante redondeada.

—¡Esto es la quilla de un barco! —exclamó el contramaestre—. ¡Si; no hay duda! ¡Es la carena de algún velero volcado que las olas llevan a través del Océano! ¿Y Jody? ¿Y Palicur? ¿Habrán muerto?

Lleno de angustia, se disponía a volver a descender, cuando oyó gritar a corta distancia:

—¡Ánimo…, arriba…, agárrate!… ¡Ánimo, amigo!… ¡Es preciso no dejarse ir así tan fácilmente, tenemos los tiburones a la espalda!… ¡Auf!… ¡Ya estamos!

Al resplandor de un relámpago pudo ver el contramaestre dos sombras humanas que, levantadas por una ola, iban a parar encima de aquella masa flotante. La ola retrocedió enseguida; pero los dos hombres permanecieron adheridos como dos lapas a los costados del escollo.

—¡Jody! ¡Palicur! —gritó el marino.

—¡Ah! ¿Está usted ahí, señor Will? —Contestó el malabar—. ¡Esto se llama tener suerte! ¡Ayúdeme usted, señor! ¡Jody está medio asfixiado!

—¡Tente firme un momento! ¡Allá voy! El contramaestre, siempre agarrado a las algas que cubrían por completo aquella mole, descendió hasta el sitio donde se encontraba el malabar.

Completamente inerte, Jody se dejaba zarandear por el robusto pescador de perlas. El pobre diablo, que no debía de ser un gran nadador, había tragado tanta agua, que perdió el sentido.

—¡Bah! ¡No será nada! —dijo el contramaestre—. ¡Bastará con frotarle vigorosamente y hacerle mover los brazos de adelante atrás! ¡Ayúdame, Palicur!

—¡Déjeme usted a mí, señor Will! —contestó el malabar—. Nosotros los pescadores de perlas volvemos casi siempre a la superficie más o menos asfixiados, y sabemos perfectamente lo que hay que hacer para que funcionen de nuevo los pulmones. ¡Por Shiva! ¡No podrá sucedernos nada peor de lo que nos ha sucedido!

Mientras que el indio cuidaba del maquinista, el contramaestre había subido hasta lo alto de la mole, sosteniéndose fuertemente agarrado a la prominencia, que no debía de ser otra cosa que la quilla de un barco.

—Sí —dijo—; hemos chocado con un barco que tiene la quilla al aire. ¿Qué habrá sido de su tripulación? ¿Se habrá ahogado?

El casco, que debía de contener muy poca carga, o que quizás la llevase de madera de construcción, salía mucho de la superficie del mar. Las embestidas que sufría eran, sin embargo, tan fuertes, que sin la espesa capa de algas largas y resistentes que se le adhirieron, les hubiera sido muy difícil sostenerse encima a los tres náufragos.

Cuando Will volvió junto al malabar, el maquinista, que había echado no poca agua bajo la violenta presión a que le sometiera el improvisado enfermero, había abierto los ojos y respiraba libremente.

—¡Ah, señor Will! —exclamó el mulato al verle—. ¡Por poco no me voy a dormir al fondo del Océano!

—¡Es más probable que sirvieses de cena a los tiburones! —dijo Palicur—. En el momento en que te cogí, vi brillar su boca a veinte pasos de distancia.

—¡De todos modos, te debo la vida, mi valiente Palicur!

—¡Y yo a ti, la libertad; conque estamos pagados!

—¿Y dónde estamos, señor Will? ¡En el dorso de alguna ballena o de algún gran tonel, de seguro!

—Estamos sobre el casco de un velero, amigo Jody —respondió el contramaestre.

—¡Entonces, corremos el peligro de irnos a pique de un momento a otro! —dijo el mulato con acento de terror.

—Si hasta ahora se ha mantenido a flote, no hay razón para que de repente se hunda. Debe de hacer muchas semanas que está flotando con la quilla al aire, a juzgar por las algas que lo cubren por completo.

—¿Es un velero? —preguntó Palicur.

—Apostaría a que es un bergantín —contestó el marino.

—¿Y cree usted que resistirá?

—Supongo que está cargado de madera. Mientras los costados no cedan y dejen escapar los tablones y troncos que contenga, no correremos peligro alguno, fuera del de morir de sed.

—¡Y, sobre todo, de hambre, señor Will! —dijo Jody.

—No había pensado en eso —dijo Palicur—. ¡Todas nuestras provisiones se han ido al fondo con la piragua!

—Quizás encontremos algo que comer —dijo Will—. Los crustáceos no faltarán entre estas algas. Esperemos a que cese la tempestad, y después ya pensaremos en lo que conviene hacer. Me parece que las nubes comienzan a aclararse, y que el aire cede en su violencia.

—Los huracanes que estallan con gran violencia en estas regiones —dijo Palicur—, duran poco generalmente.

—¿Faltará mucho para que amanezca, señor Will? —preguntó Jody.

—Tres o cuatro horas a lo más. ¡Agarraos bien a la quilla, y esperemos!

Efectivamente, el huracán comenzaba a calmarse, a las furiosas ráfagas de antes sucedió una fresca brisa de Levante, y las masas de nubes se deshacían rápidamente, dejando pasar por entre sus jirones algún rayo de Luna. Por su parte, los relámpagos ya no brillaban, y tan sólo el trueno seguía resonando a lo lejos, pero con grandes intervalos.

En cambio, las olas seguían siendo violentísimas y sacudían con gran fuerza el casco del velero, el cual se alzaba y descendía pesadamente produciendo mil crujidos. Sin embargo, no había peligro de que cedieran sus costados ante el golpe continuo de las olas.

Por fin, a eso de las cuatro comenzó a difundirse una luz pálida hacia el Oriente, luz que se convirtió en rojiza casi en un abrir y cerrar los ojos. El Sol debía aparecer muy pronto.

Un grito de Will sacó de su inmovilidad al malabar y al maquinista.

—¡Los restos de la piragua!

—¿Dónde, señor? —preguntó el pescador de perlas.

—¡Flotan adheridos al costado de este barco!

—¡Bajemos, Palicur! ¡Quizás haya algunas nueces de coco hacia popa!

—¿Resistirán estas algas nuestro peso?

—¡Probemos!

Les fue suficiente una ojeada para convencerse de su resistencia.

El casco del bergantín estaba totalmente cubierto de esas hierbas marinas que los naturalistas llaman sargassi bacciferum, que son idénticas a las que se recogen en enormes cantidades en medio del Océano Atlántico.

—¡No cederán! —dijo el contramaestre—. Se han adherido tenazmente a la madera, y aún espero encontrar nuestro desayuno en medio de estas algas.

Agarrándose con grandes precauciones a tan espesa vegetación marina, descendieron hasta el nivel del agua. Los restos de la piragua, que por una prodigiosa casualidad no habían dispersado las olas, se agrupaban a los costados del buque.

Había remos, trozos del casco y una caja, la del maquinista; pero lo que puso más contentos a los náufragos fue el descubrimiento de media docena de cocos que danzaban en medio de todos aquellos maderos chocándose alegremente.

Los cocos fue lo primero que cogieron, confiándoselos al maquinista; después sacaron la caja con grandes fatigas y la izaron, adosándola contra la quilla fuertemente con un par de remos.

—¡Sobre todo, ten cuidado de que no rueden al agua los cocos! —dijo Will—. ¡Con ellos podremos aguantar la sed durante algunos días!

—¿Qué es lo que tienes dentro de la caja, Jody?

—Mi uniforme de presidiario, y… ¡Qué estúpido! ¡Me olvidaba de lo más importante!

—¿Qué es?

—¡La pistola, señor Will, que yo quería conservar como un recuerdo de la penitenciaría!

—¿Con municiones?

—Con unos cuarenta cartuchos, que por cierto no deben de estar muy secos.

—Ya se encargará de secarlos el Sol. ¡Amigos míos, somos afortunados en medio de lo que nos sucede!

—No veo qué utilidad nos preste esa pistola, señor Will —dijo el malabar—. Hubiera preferido una buena caña con un par de anzuelos.

—¡Ya me lo dirás más adelante! Ahora vamos a buscar qué comer.

—¿Dónde?

—Entre las algas. Estoy seguro de que encontraremos algo. No tendremos abundancia, pero para el momento bastará.

»Registremos, ¡y cuidado con dar una voltereta! ¡Acabo de ver aparecer entre unas olas la cola de uno de esos malditos tiburones!

17. EL CASCO DEL VELERO

Efectivamente, el contramaestre del Britannia no se había equivocado al asegurar a sus compañeros que encontrarían el almuerzo en el casco del barco volcado.

Aquellas algas, humedecidas constantemente por los vaivenes de las olas, contenían millares de pequeños cefalópodos, de octopus purpúreos, de oscilloe pelageche, y en las que el mar bañaba, se deslizaban por entre sus hojas pequeñísimos peces de forma aplastada, de una longitud de cuarenta milímetros, y que se dejaban coger a puñados. Por último, escondidos entre lo más espeso de aquella vegetación acuática, encontraron bastantes cangrejos nadadores de muy buen tamaño y enemigos despiadados de los oscilloe.

Lo que más los alegró fue el descubrimiento de un nido de priom turtur colocado en medio de las algas y ocupado por una pareja de dichos graciosos pájaros marinos, que son del tamaño de las tórtolas y tienen las plumas de color gris turquí en el dorso y blanco por debajo.

Aquellos volátiles están ordinariamente cerca de las costas en grandes bandadas; pero seguramente que aquéllos los habría lanzado algún golpe de viento sobre el Océano, y habían logrado encontrar también un refugio en el casco del velero, donde anidaron.

El aislamiento los había hecho más mansos, a lo que parecía, de lo que son de ordinario, porque al acercarse los náufragos no se movieron, contentándose con batir las alas y dar unos graznidos.

—¡Dejémoslos tranquilos! —dijo el contramaestre deteniendo a Jody, que iba a apoderarse de ellos—. ¡Son náufragos como nosotros: respetémoslos!

La recolección de crustáceos había sido lo suficiente para asegurarles varias comidas; y eso que no habían registrado más que una parte de aquella pradera marina, y tanto a popa como a proa debían de encontrarse otros moluscos, crustáceos, etcétera, escondidos entre la masa de sargazos.

Comieron con apetito, todo crudo, como es de suponer, y apagaron la sed con una de las seis nueces de coco, la cual se abrió con el cuchillo del contramaestre, arma que llevaba el marino en el cinturón en el momento del naufragio.

En lugar de tirar las cáscaras, las guardaron, pues si volvía a caer otro aguacero podían servir para recoger agua dulce.

—Señor Will —dijo el malabar así que concluyeron—, ¿dónde cree usted que nos encontramos?

—Me es imposible decirlo con precisión, pues no tengo medio alguno para apreciar la latitud y la longitud; pero creo que estamos hacia la mitad del camino entre las Nikobar y Ceylán.

—Y yo pregunto: ¿cómo nos las arreglaremos para llegar hasta el estrecho de Manar? —dijo Jody—. Porque este maderamen no nos llevará hasta allá, seguramente.

—No tenemos otra esperanza que el pago de algún barco —respondió Will.

—Y que pase y nos recoja pronto, porque si no, nos moriremos de sed: dentro de cuatro o cinco días se habrán concluido las nueces de coco, admitiendo que no consumamos más que una cada día.

—Que no es bastante para los tres.

—Pues yo pregunto: ¿cómo vamos a dormir? —dijo Palicur—. El casco es ancho; pero las olas nos harán rodar hasta el mar.

—Por eso no te preocupes —contestó el contramaestre—. He visto pendiendo en el agua trozos de cordaje: nos ataremos a la quilla. Mí cuchillo tiene la hoja muy fuerte, y haremos unas entalladuras para sujetar las cuerdas en ellas.

—Lo único que tenemos que hacer es darnos un chapuzón y cortar un buen trozo de cuerda.

—De eso me encargo yo, señor Will —dijo el pescador de perlas.

—¡Cuidado con las piernas, Palicur! —dijo Jody—. También yo he visto hace unos instantes la cola de uno de esos obstinados tiburones. ¡A esos condenados se les ha metido en la cabeza que han de desayunarse con nuestro cuerpo!

—No pienses que nos dejen en paz hasta que nos recoja algún barco —dijo Will—. ¿Quieres intentar un salto de cabeza, Palicur? Las olas comienzan a achicarse, y, además, los cartuchos no se han acabado; de modo que puedo hacer fuego sobre ellos si quisieran acometerte.

—¡Estoy dispuesto, señor Will! —contestó el malabar cogiendo el cuchillo que le alargaba el contramaestre.

Agarrándose a las algas descendió, miró algunos instantes al agua, y enseguida se dejó caer, en el momento en que una ola se rompía en el costado de la deshecha embarcación.

Will, que también había descendido hasta tocar el agua, con una pistola empuñada miraba con atención, pronto a hacer fuego sobre los tiburones en caso de que éstos se hubiesen hecho cargo de la presencia del pescador.

Al cabo de medio minuto, que les pareció una hora a los dos náufragos, apareció de improviso la cabeza del malabar. En derredor del cuello llevaba una cuerda muy recia.

—¡Listo, Palicur! —gritó el contramaestre.

Palicur iba a cogerse a las algas, cuando se le vio sumergirse de pronto como si alguien le arrastrara bajo el agua.

Al mismo tiempo se le oyó lanzar un grito ahogado. El contramaestre se puso inmensamente pálido.

—¡Jody! —gritó con voz llena de angustia—. ¡Le han acometido los tiburones!

—¡No puede ser, señor Will! ¡Mírelos usted allá nadando juntos! ¡Los veo muy bien desde aquí!

—¡Pues algún monstruo marino le ha cogido y se lo ha arrastrado bajo el agua! ¡Tómala pistola; voy en su socorro!

—¿Sin armas? ¡No cometa usted esa locura!

En aquel momento una gran mancha de sangre subió a la superficie y se extendió rápidamente. El contramaestre lanzó un grito.

—¡Jody, a Palicur le han devorado!

Iba a dejarse caer al agua, sin pensar en el gravísimo peligro a que se exponía, cuando volvió a reaparecer la cabeza del malabar.

—¡Lo he matado! —gritó—. ¡No tema usted, señor Will! ¡No tengo más que algunos pinchazos en la piel! ¡Perro! ¡Estaba escondido debajo del barco!

—¿El tiburón?

—¡No, señor Will! Era un diablo de mar. En seguida saldrá a la superficie. ¡Alárgueme una mano para que pueda izarme!

El contramaestre le cogió enseguida por un brazo y le ayudó a subir, a pesar de la lucha, el malabar no había soltado la cuerda ni perdido el cuchillo.

En cuanto estuvo fuera del agua vieron sus dos amigos que tenía grandes rasguños en la espalda y en los brazos, de los cuales salía sangre en abundancia, a pesar de que no eran profundas las heridas.

—¿Qué clase de animal te ha acometido? —Le preguntó Jody—. ¿Son mordeduras?

—No; son pinchazos producidos por sus espinas corvas. ¡Ese tunante era tan grande como una vela de papahígo! Allí sale a la superficie; ¿lo veis?

En efecto; entre un ancho cerco de sangre había salido a la superficie un pez de enormes dimensiones.

Era un diablo de mar, un pez raro, a decir verdad, que se encuentra difícilmente lejos de las playas, pues le gusta estar escondido entre los bancos de arena, donde espera a que los otros peces vayan a metérsele en la boca, del tamaño de la de un horno y que siempre tiene abierta.

Tenía el cuerpo aplastado, era tan ancho como la vela de un mediano barco, y todo él estaba cubierto de espinas corvas; tenía la cabeza ornada de cuernos parecidos a los de los toros, y la cola era larga y cortante como la hoja de una lanceta.

—Esa bestia debe de pesar lo menos mil kilogramos —dijo Will—. ¿Cómo te ha acometido, Palicur?

—Iba a agarrarme a las algas, cuando me sentí cogido por los pies y arrastrado al fondo. En un principio creí que me había atrapado un tiburón; pero apenas pude libertarme, me encontré cara a cara con el diablo de mar, que salía de debajo del barco.

»El asunto fue cosa de un instante. Como esos peces no tienen dientes como los de los tiburones, ni tentáculos tampoco, me oculté debajo de él y le tiré tres o cuatro cuchilladas en dirección del corazón.

»Cuando me pinchó fue al hacer las contorsiones que le produjo el dolor de las heridas.

—¡Has debido de sentir mucho miedo al verte delante de ese monstruo tan feo! —dijo Jody.

—Ya había visto algunos en las pesquerías de Manar —contestó Palicur.

—¡No dejaremos que se lo coman todo los tiburones! —dijo Jody—. ¡Ya veo que esos condenados se dirigen hacia él!

—Su carne es venenosa —dijo Will—. Dejémosles que se lo coman, y nosotros prepararemos nuestro nido. Tendremos que trabajar bastante para hacer las hendiduras donde sujetar la cuerda.

Efectivamente; no fue cosa fácil hacer una hendidura en aquella traviesa tan dura, en la cual se cimentan las costillas de los barcos, y que generalmente es de durísimo roble.

El trabajo los ocupó todo el día; pero al fin pudieron hacer pasar la cuerda, la cual doblaron, pues tenía una longitud de una docena de metros, y a ella se sujetaron con las fajas de lana para no correr el peligro de ir a parar al mar mientras dormían, pues las olas seguían imprimiendo fuertes sacudidas a aquella tabla de salvación.

Aquella primera noche trascurrió tranquilamente, y durmieron tan a gusto sobre la masa de algas, que cuando se despertaron ya había salido el Sol.

—¿Nada, señor Will? —preguntó Jody dirigiéndose al contramaestre, que miraba atentamente el horizonte, con la esperanza de descubrir alguna vela o algún penacho de humo.

—¡Todo está desierto! —contestó el interrogado haciendo un movimiento de desesperación—. ¡Parece que estamos fuera de la ruta de los barcos que van a Bengala!

—¿Adónde nos lleva el viento?

—Hacia Poniente. Caminamos con tanta lentitud, que será necesario esperar un mes antes de descubrir las costas de Ceylán.

—¡Y todavía debemos estar contentos si no cambia el monzón! —dijo Palicur.

Durante la noche se había calmado el Océano, y solamente sacudía el barco la eterna ondulación que venía del Sur, sucediéndose por largos intervalos, con cierta regularidad.

Algunos delfines crucíferos, así llamados porque sobre sus blanquísimos lomos tienen una gran cruz negra de metro y medio o dos de largo, se deslizaban entre la espuma de las olas persiguiendo a un grupo de cefalópodos; por el espacio revoloteaban nubes de sulos, pájaros tan tontos que se dejan coger con la mano cuando se posan en las bordas de los barcos, y algunas parejas de grandes procelarios, tan pesados como los albatros, armados de un pico muy fuerte, y que son terribles pescadores.

Aun cuando estaban muy tristes, los tres náufragos hicieron una excursión por entre las algas para buscar algo que comer, y lograron reunir sin mucha fatiga una regular cantidad de crustáceos y moluscos. Con cierto temor pudieron comprobar, sin embargo, que la comida iba haciéndose escasa.

—Recurriremos al mar, señor Will —dijo Jody.

—¡No nos dará nada, querido! Sin embargo, si pudiésemos tener fuego y una cazuela, extraeríamos de estas algas alimento suficiente para sostenernos con fuerzas.

—¿Y cómo, señor Will?

—En el Japón he visto cocer estas algas y extraer de ellas una especie de gelatina, que venden en trozos cuadrados con el nombre de nuri. Pero como no tenemos medios para encender fuego, ni tampoco recipiente alguno, no podremos aprovecharlas.

—¡No desesperemos! ¡Si no hoy, mañana o pasado veremos algún barco!

El día trascurrió con lentitud, sin que apareciese por parte alguna la suspirada vela. Seguía siempre desierta la inmensidad que rodeaba a los tres desgraciados náufragos.

Aquella noche tuvieron que contentarse con unos cuantos cangrejillos que después de grandes rebuscas habían encontrado bajo las algas, y con un sorbo de leche de coco, que no calmó su sed, siempre en aumento por efecto del calor que reinaba en el Océano.

Antes de que el Sol apareciese presenciaron un fenómeno. El mar, que estaba en calma, se había puesto muy denso en derredor del barco, adquiriendo un color blanquecino, después empezó a hervir como si hubiese un gran fuego bajo las olas.

Jody y el malabar, que no sabían explicarse el fenómeno, comenzaron a asustarse temiendo alguna cosa inesperada y fatal.

El contramaestre, que había comprendido enseguida de qué se trataba, se apresuró a tranquilizarlos.

—No es el agua que hierve —dijo—. Son batallones de crustáceos muy pequeños y diáfanos que combaten entre sí.

—¡Crustáceos! —exclamó Jody.

—Sí, llamados mysis.

—Debe de haber millones en derredor de nosotros para que el agua aparezca tan densa. ¿No se podría cogerlos?

—¿Para comerlos? Son tan pequeños, tan diáfanos y tan gelatinosos, que deglutirías más agua salada que otra cosa. Esa cena no nos sirve.

—Acostémonos, amigos, y que vele uno de nosotros. Podría pasar algún barco cerca sin que lo viésemos.

Jody quedó encargado de vigilar durante el primer cuarto de guardia, y Will y Palicur se tendieron en su lecho de algas, después de haberse sujetado por la cintura como la noche anterior.

La guardia resultó inútil, porque no brilló en el horizonte ninguna luz que indicara la presencia de un velero.

A la mañana siguiente la situación era la misma que el día anterior; mejor dicho, era más grave, porque no encontraron crustáceos ni moluscos bajo las algas, y el hambre comenzaba a dejarse sentir. Las mezquinas comidas que hicieron después del naufragio no habían sido bastante para nutrir a hombres tan robustos como ellos.

Se había apoderado de los tres desgraciados una profunda tristeza. Sentados en la quilla uno cerca del otro, bajo la acción de los implacables rayos solares que los asaban vivos y que aumentaban su sed, no apagada por completo con la leche de los cocos, miraban con ojos mortecinos el desierto Océano, sin atreverse a dirigirse ni una palabra de consuelo o de esperanza.

Se sentían ya impotentes para luchar. Todavía contaban con dos nueces de coco; pero ¿y después?

—¡Tanto valdría concluir con un buen salto de cabeza en el agua! —murmuró Will—. ¡Allí nos esperan los dos tiburones, que por último me parece que tendrán la suspirada comida!

De pronto sus ojos se fijaron en una multitud de puntos negros y blancos que surcaban el aire en dirección de Levante, y que parecía que al cabo se orientaban hacia Poniente.

—¿Adónde van todos esos pájaros? —se preguntó—. ¿Los ves tú, Palicur; tú que tienes buena vista?

—Sí, señor Will —contestó el malabar.

—Serán pájaros emigrantes que vayan a Ceylán. Nunca los he encontrado en cantidades tan grandes volando sobre estos mares.

—Es posible, señor.

—¡Si descansaran aquí un momento! —dijo Jody.

—No tienen necesidad de descansar en ninguna parte. Son unos voladores de resistencia colosal.

—¿Vendrán de muy lejos?

—Quizás de las Nikobar o de las Andamanes —respondió el contramaestre.

—¿E irán a Ceylán?

—Eso creo, a juzgar por la dirección que llevan.

—Y por la noche, ¿dónde reposan? ¿En el mar?

—Pueden hacer la travesía en un solo día, querido.

—¿Y son capaces de recorrer gran distancia sin descansar?

—Los pájaros emigrantes recorren, por lo menos, cien kilómetros por hora; así, pues, desde la salida del Sol hasta su ocaso pueden volar mil doscientos, y aun mil quinientos kilómetros, y en esos espacios tan enormes siempre encuentran islas.

—Señor Will —dijo el malabar, que no apartaba los ojos de aquellas inmensas falanges de aves que se acercaban rápidamente—, esos pájaros no deben de ser emigrantes, porque me parece que distingo albatros, fragatas, sulos, quebrantahuesos y otros por el estilo. Estoy seguro de que son aves de presa.

—¿Y qué? —preguntó Jody.

—Que probablemente nos proporcionarán una comida abundante —prosiguió el pescador de perlas, sin contestar a la pregunta del maquinista.

—Peces voladores, ¿verdad? —dijo el contramaestre.

—Y que obliguen a levantarse a las doradas. Mire bien allá lejos: ¿los ve usted volar rozando el agua?

El contramaestre se hizo una visera con las manos y distinguió, efectivamente, que gran número de puntos brillantes que se elevaban del mar relucían un momento en el aire, y enseguida se sumergían.

—Sí; son peces voladores —dijo—, y nosotros nos encontramos precisamente en su camino. Algunos caerán aquí, y los cogeremos sin molestarnos mucho. Estemos atentos para apoderarnos de los que podamos.

Estaban ya a la vista las primeras falanges de los pájaros marinos, enemigos despiadados de los pobres peces voladores. Había muchos albatros, esos gigantes de los mares, quebrantahuesos y otras muchas agilísimas aves, cuyo vuelo se sentía vibrar.

Todos descendían y volvían a remontarse con rapidez fantástica, cayendo sobre los peces voladores, a los cuales perseguían también sus otros enemigos marítimos. Por millares caían en la boca de éstos y en el pico de las aves.

Aquellos desgraciados habitantes de los mares intertropicales pertenecían a la especie más grande, y los había de dos clases: unos, los más abundantes, no tenían más de veinte centímetros de longitud, y sus escamas eran de bellísimo color azul plateado; poseen una agilidad maravillosa, puesto que haciendo vibrar sus aletas pueden recorrer más de ciento y ciento veinte metros; los otros, que marchaban en dirección del barco, tenían un pie de largo; las escamas, de color rojizo oscuro, y las aletas, negras, con una especie de casquete en la cabeza que les daba un aspecto algo desagradable, e iban armados de agudas espinas que les defendían las mandíbulas.

Se levantaban por batallones describiendo anchas parábolas y agitando de un modo desesperado las nadadoras; enseguida se sumergían, para volver a emprender de nuevo el vuelo.

Sus enemigos acuáticos no eran las doradas, como supuso en un principio el malabar; era una banda de sword-fish, parecidos a los peces espadas, que tienen la aleta o nadadora dorsal tan desarrollada, que se sirven de ella como de una vela cuando tienen viento favorable.

Esos voraces habitantes del mar perseguían sin reposo a los pobres voladores, ensartándolos con su terrible lanza en cuanto caían.

—¡Atención! —dijo el contramaestre levantándose rápidamente—. ¡Está al llegar la comida, y quizás sea más abundante de lo que esperábamos! Pongámonos a distancia en la quilla, ¡y cuidado con dar una voltereta en el agua! Los sword-fish son a veces peligrosos para los hombres.

Los batallones de peces voladores, perseguidos con furia por los peces espadas y por las aves, llegaban dando saltos de sesenta y ochenta metros. Vibraban como desesperados sus aletas produciendo un zumbido extraño y procurando mantenerse en el aire el mayor tiempo posible.

La avanzada pasó volando sobre el barco; pero una veintena de ellos, que habían tomado mal la medida de la distancia, cayeron entre las algas que cubrían el buque, donde quedaron presos entre las hojas y las tiras vegetales como en las mallas de una red.

Pasaron otros chocando contra los tres náufragos, pues iban volando como locos, en tanto que los pájaros se venían encima por todas partes produciendo un estruendo parecido al lejano retumbar del trueno, y los peces espadas alanceaban el casco del buque.

Durante diez minutos fue aquello un desfile de batallones de peces y aves que no tenía fin; después todos se alejaron hacia Poniente.

—¡Esto es un verdadero maná! —dijo Will recogiendo rápidamente los peces que se debatían entre las algas—. ¡Qué lástima que no tengamos fuego y una cacerola! ¡Bah! ¡Nos contentaremos! ¡Por lo menos, no nos moriremos de hambre!

La recolección había sido tan abundante, que era demasiada, pues lo sobrante no podían conservarlo por falta de sal. Habían quedado entre las algas más de diez docenas de peces.

—¿Qué haremos con todo esto? —preguntó Jody.

—Los comeremos hasta que podamos, o mejor dicho, mientras duren —respondió Will—. Este sol implacable los estropeará, por nuestra desgracia, demasiado pronto.

Aun cuando el hambre los mordía ferozmente en el estómago, dudaron un poco antes de decidirse a clavarlos dientes en aquella carne cruda, palpitante todavía; pero al fin el apetito venció a la repugnancia y se dieron una verdadera panzada.

—Creo que nos acostumbraremos —dijo Jody, que era el que aún de cuando en cuando hacía algunas muecas—. Si es verdad que ha habido náufragos que se decidieron a comerse a sus semejantes, también en crudo, nosotros bien podemos hacer lo mismo con los peces.

Aquella comida copiosa después de tanta hambre los hizo caer pronto en un sopor que al cabo se convirtió en sueño reparador y tranquilo.

Cuando despertaron iba a ponerse el Sol, y los dos priom turtur, los dos graciosos pájaros marinos que anidaron entre las algas de la nave piaban alegremente cerca de ellos picando en los restos de los peces voladores que les habían servido de comida.

El contramaestre echó una mirada en rededor; de repente sus compañeros le vieron levantarse de un salto y lanzar un grito.

—¡Una vela! ¡Una vela!

Llenos de ansiedad el malabar y el mulato, se levantaron también precipitadamente preguntando:

—¿Dónde? ¿Dónde, señor Will?

—¡Allá; hacia Levante! ¡Mirad!

En efecto; allá donde el Océano se confundía con el horizonte y donde aparecían las primeras estrellas lucía intensamente un punto blanco sobre el color azul oscuro de las aguas.

—¡Sí; una vela! ¡Una vela! —gritaron a su vez el malabar y Jody, que parecía que se habían vuelto locos.

—¡Por si acaso, no nos forjemos ilusiones! —dijo Will, que había vuelto a recobrar su sangre fría—. Todavía no sabemos si se dirige hacia nosotros o si se remonta hacia el golfo de Bengala.

—Señor Will —dijo Palicur—, ¿de dónde sopla el viento?

—De Levante.

—Entonces, debe de empujar a ese barco hacia Poniente.

—Con el viento de bolina se camina también de un modo admirable, y ese velero lo mismo podría bogar hacia el Sur que hacia el Norte.

—¿Qué clase de barco le parece que sea? ¡Mire usted bien, señor Will!

El contramaestre miró con más atención todavía el punto blanco, que iba agrandándose poco a poco, y al cabo de algunos minutos dijo:

—Apostaría a que es un barco indio; un grab o un pariah; a no ser que sea una pinassa, que se les parece mucho. Velero europeo no creo que sea.

—¿Cree usted que se acerca? —preguntó Jody.

—Tengo esa esperanza, porque ya le veo mejor. Sin embargo, no pasará cerca de aquí antes de un par de horas, porque el viento es débil. Desembaracémonos de estos vestidos, que nos delatarían, y arrojémoslos al mar cuando llegue el momento. Debemos fingirnos náufragos, y por nada del mundo despertar la sospecha de que podamos ser presidiarios.

—¿Náufragos del velero? —preguntó Jody—. Pongámonos de acuerdo, señor Will. Decidnos un nombre cualquiera.

—Náufragos de un barco anglo-indio, el Escocia, por ejemplo, que se dirigía de Singapur a Colombo, y que se fue a pique cerca de las islas Nikobar.

—Y los únicos supervivientes somos nosotros —añadió Palicur.

—Sí —respondió el contramaestre.

—Señor Will, ¿adelanta ese barco? —preguntó Jody.

El marino había vuelto a mirar detenidamente hacia Levante; pero la luz se había debilitado tanto ya en aquella dirección, que casi no se podía distinguir nada. Tan sólo hacia Poniente un ligero resplandor rojizo indicaba el lugar por donde desaparecía el Sol.

—No veo otra cosa que las estrellas que apuntan en el cielo —dijo con vos angustiada.

—¡Esperemos; quizás podamos ver los faroles de ese buque!

Se sentaron en la quilla y miraron con ansiedad hacia Levante. No había traza de alguna luz, y por Poniente también las tinieblas se extendían con rapidez. El mar se tornó de color de tinta.

Trascurrieron algunos minutos en espera; al cabo se escapó un grito de los labios del contramaestre.

—¡Las luces de posición! ¡Allí! ¡Allí abajo! ¡Ese barco va corriendo bordadas!

—¡Sí! —dijo Palicur, que, como ya hemos dicho, tenía mejor vista que los otros.

—¿No serán estrellas? —preguntó Jody.

Iba a contestar el contramaestre, cuando de improviso el casco del buque sufrió un tumbo hacia babor, haciendo caer a los náufragos unos sobre otros. Al mismo tiempo se oyeron extraños ruidos, como si el agua se precipitase a través de un espacio vacío.

—¡Señor Will! —gritó Jody aterrado—. ¿Qué es lo que sucede?

Hubo algunos instantes de silencio, y de pronto se oyó gritar al contramaestre:

—¡Se hunde el barco!

18. LA CAZA DE LOS TIBURONES

¿Qué era lo que había sucedido? ¿Cómo aquella armazón, que había resistido durante tantas semanas a la invasión de las aguas, a juzgar por las algas que la cubrían, se hundía precisamente en el instante en que los náufragos estaban a punto de salvarse?

Al oír el grito del contramaestre Palicur y Jody habían saltado hacia adelante, desembarazándose rápidamente de los vestidos para estar dispuestos a lanzarse al agua antes de que el hoyo que el velero debía abrir al hundirse los absorbiera también.

—Señor Will —dijo el pescador de perlas—, ¿está usted seguro de que este casco va a faltarnos bajo los pies?

—¡Estoy segurísimo de que no me equivoco! —Contestó el contramaestre—. ¡Callad y escuchad!

Aplicaron el oído conteniendo la respiración.

En la base de estribor oyeron un regurgitar sordo, acompañado de cuando en cuando de roncos silbidos y de algunos crujidos ligeros.

—Es el aire encerrado que se escapa a través de alguna grieta o abertura —dijo el contramaestre.

—¿Y cómo puede haberse producido esa abertura precisamente en este momento? —preguntó Jody.

—¡Quién sabe! Alguna costilla que se habrá podrido por efecto de tan larga inmersión en el mar, o que se haya quebrantado con el golpazo de nuestra piragua; aun cuando me parece que el agua penetra con mucha lentitud. Es verdad que el barco se ha acostado un poco; pero hasta ahora no veo que haya descendido.

—Eso es cierto, señor Will —dijo Palicur—. La línea de algas está lo mismo, al menos por aquí.

—Pero no hacia la proa —dijo Jody—. Me parece que se ha inclinado hacia el bauprés y que, en cambio, se ha levantado un poco por la popa.

—Entonces, es que la abertura se hizo a proa —dijo el malabar.

—¡Se me ocurre una cosa! —exclamó de pronto el contramaestre.

—¿Qué, señor Will?

—Que han sido los sword-fish los que han producido esa avería en el casco. Pudiera haber sucedido que alguno de ellos, con el ímpetu que traían persiguiendo a los peces voladores, haya atravesado con su espada los tablones, abriendo un agujero.

—Es posible.

—El arma que llevan es de una dureza excepcional. Yo he visto a uno de esos animales atravesar el costado de una chalupa.

—Si el agujero lo produjo alguno de esos peces, el barco se hundirá muy lentamente, y pueden recogernos antes. ¡Ah! ¿Dónde está? ¡No veo ninguna de sus luces!

Los tres hombres clavaron la mirada hacia Levante buscando ansiosamente el velero. Veíanse muchas estrellas que se remontaban lentamente hacia el cielo, pero ningún punto rojo o verde que indicase los faroles de posición del buque.

—¿Ha desaparecido? —preguntó con terror Jody.

—¡Espera! —dijo el contramaestre—. Hay barcos que se contentan con llevar un solo farol coloreado en la proa, y que casi siempre es de luz blanca, la cual puede confundirse con la de las estrellas.

—Además, ha cesado el viento, y ese velero puede encontrarse en plena calma —añadió Palicur, un poco tranquilizado por lo que había dicho el marino—. La brisa no comenzará a soplar hasta que despunte el día.

—¿Y si entretanto se nos va el barco de debajo de los pies? —Dijo Jody—. ¡Ya sabéis que yo soy un pésimo nadador!

—Ahí está tu caja, que podrá servirte de apoyo —respondió Will—. Si saliese la Luna…

—Sale muy tarde, señor Will —dijo Palicur.

Una nueva y más brusca oscilación del barco hacia proa los hizo caer otra vez unos sobre otros.

—¡Nos hundimos! —gritó Jody.

—¡Esperadme! —dijo el contramaestre, que conservaba toda su sangre fría.

Se dirigió hacia la rueda de proa, y vio enseguida que el mascarón, que representaba un águila con las alas desplegadas y que hasta entonces estuvo visible en parte, se había sumergido por completo.

—¡Maldita suerte! —exclamó—. Se ha hundido el casco más de dos pies en un cuarto de hora. Por lo visto, la avería es más considerable de lo que pensaba. Debe de ser un madero que ha cedido, y no el simple agujero de la espada de un sword-fish.

Se inclinó hacia el mar y se puso a escuchar.

Hacia la rueda de proa se oían rumores roncos acompañados de un fragor sordo, producido probablemente por el agua que caía en la bodega.

—¡Se hundirá pronto el maderamen de la carga y se alargará la abertura! —murmuró el contramaestre mientras se le bañaba la frente en sudor—. ¡Es imposible que podamos seguir flotando hasta que amanezca!

Con tan tristes presunciones volvió hacia donde estaban sus compañeros, que le esperaban con ansiedad.

—¿Se hunde? —preguntó Palicur.

—¡Dentro de un par de horas, esto habrá concluido! —respondió el contramaestre dando un suspiro.

—¿Echamos la caja al agua?

—No; esperemos hasta el último momento, con objeto de permanecer en el mar el menor tiempo posible. Ya sabes que no se han alejado todavía los tiburones.

—Antes de que se pusiera el Sol los he visto navegando a lo largo a una distancia de dos a trescientos metros.

—Señor Will —dijo Jody—, ¿será verdad, como dicen, que cuando los tiburones persiguen obstinadamente a una chalupa o balsa es señal de que más tarde o más temprano tienen presa segura?

—¡Cosas de marinos supersticiosos! —contestó el contramaestre encogiéndose de hombros—. Nos han seguido a nosotros como podían haber seguido a otros cualesquiera. ¡Ah, no! ¡Aquello no es una estrella! ¡Es la luz de un farol! ¡Amigos, el velero está allí, en el mismo sitio, sostenido por la calma!

—Procuremos alcanzarle, señor Will —dijo Palicur—. ¿A qué distancia cree usted que se encuentra?

—Una docena de millas; pero, sin embargo, no dejaremos este casco hasta que se vaya a pique. El viento es muy débil; pero, aunque sea poco, algo avanzará ese buque, y esperando, tendremos menos camino que recorrer.

—¿Sigue hundiéndose esto?

—Despacio: por algún tiempo no tenemos nada que temer.

Se sentaron en la quilla, teniendo delante de ellos la caja del maquinista, que era una especie de valija de unos dos pies de ancho por un metro de largo, laminada de zinc e impermeable, y con dos grandes asas de hierro en la cabecera.

La embarcación no cesaba de hundirse, siempre con lentitud, tumbándose de proa y un poco de babor. Se oía caer el agua en la bodega, produciendo un rumor que impresionaba hondamente, y que repercutía en el corazón de los náufragos.

Cuando la nave había dado la vuelta poniendo al Sol la quilla, quizás al impulso de una fortísima racha de huracán, debía de llevar todas las escotillas herméticamente cerradas, y seguramente la cantidad de aire acumulado en la estiba era lo que la sostenía a flote. Por lo tanto, el contramaestre estaba equivocado al creer que estaba cargada de madera.

Trascurrió media hora; después, una hora larga, larguísima, para aquellos desgraciados. El farol blanco brillaba siempre a gran distancia, el viento no tenía trazas de levantarse, y el casco seguía descendiendo en medio de largas y blandas ondulaciones. Ya debía de haber penetrado en la bodega gran cantidad de agua, y aquel enorme peso le arrastraba lentamente, pero de un modo inexorable, a les profundos abismos del Océano índico. De pronto Will se levantó diciendo:

—¡Ánimo, amigos! ¡Ya es hora de que nos vayamos! El barco comienza a oscilar, y ésta es la señal de que se halla a punto de irse a pique rápidamente.

Los costados del velero crujían, y allá en la estiba se oía la masa de agua que murmuraba sordamente, debatiéndose contra los puntales del entrepuente y los encajes de los mástiles. Parecía que el barco se quejaba de su triste suerte.

Los tres penados se levantaron.

—¿Habrá avanzado aquel buque? —preguntó Palicur.

—Ahora se distingue mejor el farol. Jody, coge la pistola, pues podríamos necesitarla; coge también algunos cartuchos, y ten cuidado de no mojarlos.

—¿Me sostendrá la caja? —preguntó el maquinista.

—Sí; ponte a caballo. Nosotros dos iremos cogidos a las asas. ¡Listos: echémonos al agua!

Desataron un extremo de la cuerda, que dejaron colgando a través del casco, y descendió primero el malabar llevando la caja consigo.

Como el mar estaba muy tranquilo, le fue fácil echarla al agua; Jody, que le seguía de cerca, se puso a caballo casi de un salto, sin soltar la pistola con una docena de cartuchos. El último en meterse en el mar fue Will.

—¡Aprisa! —dijo—. ¡Alejémonos antes de que se hunda el barco!

Se agarraron con una mano a las asas, y se dirigieron rápidamente mar adentro remolcando la caja.

El casco del velero, ya casi lleno de agua, comenzaba a hundirse rápidamente. La proa se había sumergido casi por completo, mientras que la popa, por efecto del movimiento de contrapeso, se había levantado mucho, mostrando todo el timón y la extremidad del palo de mesana.

—¡Pronto! ¡Pronto! —decía Will.

Se habían alejado unos cuatrocientos metros, cuando vieron que la nave se hundía deprisa y casi verticalmente, al tiempo que resonaban mil crujidos. La popa, saliendo de golpe fuera del agua, mostró durante unos momentos el último mástil, al cual estaban sujetos todavía los penoles con algunas tiras de lona de las velas; enseguida la mole entera se hundió, formando un vórtice inmenso.

Una oleada circular se extendió sobre el Océano, alargándose hasta perderse de vista; después volvió hacia el vórtice, mugiendo y arrastrando un momento la caja y a los tres hombres que iban agarrados a ella, y se deshizo con un estampido parecido al detonar simultáneo de varias piezas de artillería.

—¡Durante algunos instantes he temido que nos absorbiera el vórtice! —dijo Jody, que estaba temblando aún—. ¡Ver hundirse un barco, produce un efecto terrible!

—Estaba condenado a eso hacía ya algún tiempo —contestó Will.

—¿Le habrá precedido la tripulación en ese descenso espantoso a los abismos?

—¡Pudiera ser! Cuando una nave se acuesta, concluyendo por volcarse, no deja tiempo para poder echar al agua las chalupas. ¿Sigues viendo el farol, Jody, tú que estás más alto que nosotros?

—Sí, señor Will; y siempre lejos.

—¿Estamos en buen rumbo?

—Sí.

—Oreo que nos recogerán antes de que amanezca. Sin embargo, la caja nos sirve a las mil maravillas como punto de apoyo, y podremos resistir cuatro o cinco horas. ¿Verdad, Palicur?

—Por mi parte, el doble —contestó el pescador de perlas.

—¿Qué hora será? —preguntó Jody.

—Debe de ser próximamente la media noche —dijo Will mirando a las estrellas.

—¡Eh! —hizo en aquel momento el maquinista agitándose y armando precipitadamente la pistola.

—¿Qué te sucede?

—Detrás de nosotros veo que brilla la boca de uno de esos malditos tiburones, señor Will.

—¡Condenados monstruos! —rugió con ira el contramaestre—. ¡Estaba escrito que no habían de dejarnos tranquilos! Palicur, ¿conservas el cuchillo?

—Sí, señor Will.

—Está dispuesto para lo que ocurra, y detengámonos. Generalmente esos animales tienen buen olfato, pero pésima vista. Dejemos pasar a ése que viene persiguiéndonos.

—¿Ves él otro, Jody? —preguntó el malabar.

—No; en ninguna dirección.

—Se nos acercará por debajo del agua.

Estas palabras helaron la sangre en las venas del contramaestre. Podía suceder que, en efecto, mientras el compañero exploraba la superficie, el otro se les acercase por debajo del agua y de una sola dentellada cercenase las piernas a cualquiera de los nadadores.

—¡Confieso que tengo miedo! —dijo Will.

—¡Espere usted, señor! —respondió el malabar—. ¡Voy a enterarme!

Soltó el asa y se dejó ir a fondo sin producir ruido alguno. El contramaestre le sintió deslizarse cerca de sus piernas, y al cabo de medio minuto le vio reaparecer a unas cuantas brazas de distancia de la caja.

—¡Nada! —dijo estornudando.

—¿Y el otro?

—Rondando; pero, por ahora, sin acercarse —respondió Jody.

—Entonces, sigamos marchando —dijo el contramaestre—. Procuremos alcanzar lo más pronto posible a ese velero. ¿Y la Luna? Duerme esta noche, pues el horizonte está despejado.

—Pronto saldrá, señor Will —dijo Jody—. Allá veo en dirección del velero una ligera claridad que se refleja en el agua.

—Si avanza el tiburón, adviértenoslo. ¡Remolca, Palicur!

Se pusieron a nadar, avanzando siempre hacia Levante, mientras el astro nocturno hacía su aparición mostrando poco a poco su figura de hoz.

Jody, que se volvía a mirar de cuando en cuando en aquella dirección, sin perder de vista por eso la fosforescente boca del monstruo, pudo ver enseguida en medio de la estría de plata que proyectaba la Luna en el Océano, dos anchas manchas blancas encima de un pequeño punto negro.

—¡Señor Will! —exclamó lleno de alegría—. ¡El velero es visible ya, y se dirige hacia nosotros!

—¿Qué es? ¿Un brik, un bergantín, una barca? —No; tiene dos velas latinas como los grabs indios y los pinassas.

—¿Te parece que está muy lejos?

—Unas dos o tres millas.

—¿Y el tiburón? ¿Sigues viéndole?

—¡Sangre de Brahma!

—¿Qué es lo que sucede?

—¡Me parece que nos ha visto y que se dirige hacia nosotros!

—¿Tiras bien?

—¡No soy mal tirador!

—¡Pues apenas esté a tu alcance, hazle fuego!

—¡Así lo haré, señor Will!

—Y yo me arreglaré para llevar a cabo lo demás que haga falta —dijo el malabar, poniéndose el cuchillo entre los dientes.

—¡Apresurémonos, Palicur! —dijo Will.

Por más esfuerzos que hacían, no podían competir con aquel formidable salteador de los mares, que en pocos minutos recorre varios kilómetros. El monstruo debía de haber visto a los tres náufragos, porque se acercaba con gran velocidad, impaciente por ganarse la cena.

—¡Hagámosle frente! —Dijo el contramaestre, que ya oía los coletazos precipitados de aquel terrible adversario—. ¡Afortunadamente, viene solo!

—¡Aquí está! —gritó Jody en aquel momento tendiendo el brazo armado—. ¡Toma, condenado!

Un relámpago rasgó las sombras de la noche, seguido de un disparo. El tiburón, herido en la boca, dio un salto repentino saliendo del agua casi por completo, y enseguida se sumergió con gran estrépito, en tanto que Palicur se ponía delante del contramaestre empuñando el cuchillo.

Un momento después se oyó otro disparo en lontananza. La detonación venía de Levante.

—¡Nos hacen señales desde el velero! —gritó Jody, que había visto el fogonazo, y cargando al propio tiempo la pistola.

—¡Llegarán demasiado tarde! —dijo Will—. ¡Ahí está ese monstruo, que vuelve a la carga!

Aun cuando debía de tener incrustada la bala en el paladar, el tiburón había vuelto a la superficie y se lanzaba nuevamente sobre los náufragos, decidido, probablemente, a concluir de una vez con aquellas presas por las cuales suspiraba hacía tantos días.

Jody y el malabar se hallaban dispuestos a recibirle, y el mismo contramaestre, aun cuando inerme, estaba resuelto a prestar ayuda a sus compañeros, aunque fuese a puñetazos.

Jody, que le veía mejor que los otros dos, pues seguía a caballo en la caja, le descargó por segunda vez la pistola entre las enormes mandíbulas abiertas; al mismo tiempo el malabar, aprovechándose del dolor del monstruo y de su sorpresa, se ocultó bajo el agua, y de una tremenda cuchillada le abrió el vientre en más de un pie de longitud.

Casi enseguida volvió a resonar otro disparo en la proa del velero, que estaba a unos cinco o seis cables de distancia.

Los náufragos lanzaron un triple grito que se perdió a lo lejos sobre el Océano.

—¡A nosotros! ¡Socorrednos!

Una voz que mascullaba horriblemente el inglés contestó enseguida:

—¿Quiénes sois?

—¡Náufragos!

—¡Esperad la chalupa! ¡Nos pondremos al pairo!

Algunos minutos después una línea negra se destacó en la zona que argentaban los rayos de la Luna, y la voz de antes gritaba:

—¡Sosteneos un momento! ¡Ya llegamos!

19. EL «TUERTO» VUELVE A ESCENA

No trascurrieron cinco minutos, cuando ya los tres náufragos, milagrosamente libres de tantos peligros, se encontraban a bordo de un velero martabanés de elegantes formas, como ya tienen hoy todas las naves birmanas, y de punta bastante aguda y realzada.

Era un buque pequeño, de unas doscientas toneladas, de dos palos, con amplias velas latinas parecidas a las de ciertos barcos griegos, y lo tripulaban doce hombres de color oscuro y ojos un poco oblicuos.

El comandante era un viejo martabanés de simpático aspecto, a pesar de su color casi de negro humo. Vestía un amplio vestido de gruesa tela can rameados de colores brillantes, y cubría su cabeza un gran sombrero cónico, no muy a propósito para desafiar los vientos del Océano. Apenas tuvo delante de sí a los tres náufragos y se hizo cargo de que uno de ellos era blanco, sin decir ni una palabra los condujo a la caseta de popa, y los introdujo en una habitacioncilla llena de fardos de mercancías de varias clases, en el centro de la cual había una mesa con una especie de linterna chinesca que despedía una luz clara. Se apresuró a ofrecerles tres grandes vasos colmados de excelente arak, diciéndoles en su fantástico inglés:

—¡Beban ustedes: después de un baño largo, esto sienta muy bien!

En seguida dio un golpe en un gong pequeño, gritando:

—¡La cena para estos señores!

Los tres penados, muy sorprendidos por acogimiento tan simpático no siendo europeo aquel hombre, le dieron las gracias con unas cuantas palabras y vaciaron de un solo trago el delicioso licor. Realmente, tenían necesidad de aquella bebida después de baño tan largo y de tantos sufrimientos.

Apenas vaciaron los vasos, cuando entró el cocinero de a bordo llevando bizcochos, una tartera de arroz cocido y condimentado con guabiur guisado de pescados distintos, de hierbas y de aceite, muy pimentado, que es el alimento ordinario de los marineros martabaneses y birmanos, legumbres cocidas, que es plato de gran lujo, varias tazas de té y pipas.

A pesar de que aquel buen hombre había hecho señal a Will para que comiese en lugar de dar explicaciones, el contramaestre le contó que eran tres marineros de un barco inglés que había volcado hacía dos semanas en aquellos parajes durante una tempestad formidable mientras se dirigían a la isla de Ceylán, y que ellos eran los únicos supervivientes, pues los demás desaparecieron en los abismos del Océano.

Como puede comprenderse fácilmente, esta historia se la tragó por completo el buen comandante, que se mostraba vivamente conmovido con el relato de los dolorosos sufrimientos que experimentaron aquellos desgraciados en el casco de la nave náufraga.

—¿Así que ustedes se dirigían a Colombo? —dijo cuando terminó el contramaestre.

—Sí —respondió Will.

—Pues ése es mi camino.

—Me lo había figurado —dijo el contramaestre— al ver a su barco de usted navegando hacia Poniente.

—Llevo un cargamento de índigo para esa ciudad-prosiguió el martabanés, —y me alegro mucho de poder conducir a ustedes.

—Si no le molesta a usted, podría desembarcarnos en Manar —dijo Will—. Allí tenemos amigos que nos ayudarán, puesto que lo hemos perdido todo en el naufragio.

—Teniendo que pasar por el estrecho, no encuentro dificultad alguna para dejarlos a ustedes allí. Ahora váyanse a descansar y no piensen en nada. Son ustedes mis huéspedes.

Los condujo a una habitacioncilla contigua en la cual había unas hamacas, y se despidió dándoles cortésmente las buenas noches.

Apenas había salido a cubierta, cuando se encontró ante dos hombres que parecían esperarle.

Uno era blanco, de formas robustas, con un montón de cabellos rojos en la cabeza, y vestía el uniforme de vigilante de los presidios ingleses; el otro parecía un indio, o por lo menos un cingalés, de formas todavía más atléticas que su compañero, con enormes brazos y un torso como el de un búfalo; carecía de un ojo.

Ambos parecían frenéticos, porque embistieron enseguida con el martabanés lanzándole una sarta de insolencias.

—¡Estúpido!

—¡Imbécil!

—¡Debías dejarlos que se ahogasen!

—¡Por lo menos, hubiera terminado nuestra misión!

—¡Y te hubiéramos pagado la muerte de esos canallas!

El martabanés miraba asombrado, ya al uno, ya al otro, como si no comprendieses aquel violento acceso de ira.

—¡Explicaos! —dijo al cabo dirigiéndose hacia proa para que los náufragos, que estaban muy cerca, no pudiesen oír nada.

—¡Esos tres hombres que has salvado como un estúpido, son los que íbamos a buscar en las pesquerías de Ceylán! —dijo el hombre de color y tuerto—. El comandante de la penitenciaría de Port-Cornwallis te manifestó que embarcábamos en tu buque para realizar la caza de esos bribones, escapados hace unas siete semanas próximamente.

—Sí, me dijo eso; pero yo no tengo nada que ver con vuestros asuntos. Os he embarcado como pasajeros porque habéis pagado: tengo el compromiso de conduciros a Ceylán, y nada más —contestó el martabanés.

—¡Te digo que esos náufragos son penados, y que nosotros tenemos que prenderlos!

Él martabanés se encogió de hombros.

—Pues yo os repito que ésos son asuntos vuestros. Yo no soy súbdito anglo-indio, y no tengo por qué obedecer a nadie, quienquiera que sea.

»He encontrado en el mar a esos hombres muriéndose de hambre, y los he recogido, como hubiera hecho cualquier otro marino.

»Que sean o no penados, eso no me importa poco ni mucho.

—¿Y qué es lo que vas a hacer con ellos? —preguntó el hombre de los cabellos rojos.

—Los dejaré en Manar, porque me han pedido que los desembarque en las pesquerías.

—Yo haré que te premien si mandas que los aten y los entregas al gobernador de Colombo.

El martabanés arrugó el entrecejo.

—¡Las gentes de mi raza no cometen traiciones como ésa! —dijo secamente.

—¡Déjanos atarlos a nosotros mientras duermen! —dijo el compañero del vigilante.

—¡Jamás os lo permitiré! ¡Estáis a bordo de mi barco, y aquí solamente mando yo!

—¡Tienes razón! —dijo el vigilante, que había comprendido que aquel hombre no cedería—. Pensaremos en volver a prenderlos apenas pongan el pie en territorio inglés; pero has de prometernos que no les dirás que venimos a bordo, si no quieres tener graves disgustos. El Gobierno inglés no bromea nunca, y podría confiscarte la carga apenas llegases a Colombo.

—No les diré nada —contestó el martabanés.

—Nosotros estaremos escondidos en la cámara de proa hasta el momento de desembarcar —prosiguió el vigilante, y no saldremos hasta que lleguemos a los bancos de Manar.

—¡Está bien!

—¿Dónde desembarcarán los náufragos?

—En Manar.

—¡Pues los encontraremos! —dijo el vigilante. Al martabanés se le contrajeron los labios con una sonrisilla sardónica, y les volvió la espalda dirigiéndose hacía popa.

—¡Es el Diablo quien nos los ha enviado! —dijo el vigilante—. De seguro que no creías tener tanta suerte. ¿Verdad, Tuerto?

—¡Todavía no he vuelto de mi sorpresa! —Repuso el cingalés, pues era el rival de Palicur—. ¡Perros! ¡Al fin me vengaré! ¡Ya le había dicho al comandante de la penitenciaría que los encontraría; pero no creía volver a verlos tan pronto!

—¡También yo me vengaré de ese maldito mulato, que con su ginebra me hizo perder los galones! —Dijo el irlandés apretando los dientes—. ¡Condenado, tunante! ¡Mientras él se escapaba, yo me emborrachaba como un estúpido con la botella que me había regalado!

—Usted volverá a tener sus galones, y yo mi libertad. Me lo ha prometido el comandante si logro coger por los pelos a esos bribones. ¡Verá usted cómo al Tuerto no se le escapan!

»En cuanto los hayamos enviado a la penitenciaría me ocuparé de Juga. ¡A pesar de dos años de galera, no he podido ahogar la pasión que siento por ella!

»¡Mía, o de la muerte!

—Dime, Tuerto: ¿cómo has sabido que se dirigían a las pesquerías?

—Porque los sorprendí un día hablando de eso.

—¿El día aquél en que el malabar te tumbó a puñetazos?

—¡Sí! —dijo el cingalés, cuya fisonomía adquirió un aspecto feroz ante el recuerdo de su derrota—. Después pude seguir oyéndolos cuando los metieron en la celda, porque estuve tabique por medio de la suya. ¡Esos estúpidos no pensaban que se puede oír todo a través de una pared de madera!

—¿Y qué es lo que van a hacer en las pesquerías?

—Van a buscar la perla roja, sin la cual le es imposible a Palicur dar la libertad a Juga. Debe de saber dónde se ahogó el que la robó de la pagoda.

—¿Y tú no lo sabes?

—Lo ignoro, porque nunca he sido pescador de perlas, y por esa razón no he tenido relaciones con esos hombres.

—Pero si nosotros los arrestamos enseguida, ¿cómo te vas a arreglar para saber el sitio donde se encuentra la perla? Palicur no te lo dirá.

—No podemos hacer que los detengan mientras no tengan el pie en territorio cingalés —dijo el Tuerto—. Y él seguramente no desembarcará hasta que haya encontrado la perla. Cuando le prendamos se la cogeremos. Ya sabe usted que el comandante de Port-Cornwallis me ha dado plenos poderes, bajo la vigilancia de usted, para hacer como mejor me parezca en este asunto, con tal de prenderlos a todos.

—Que desembarquen en cualquier punto de la isla, y mandaré enseguida que los aten —dijo el vigilante—. Tengo en el bolsillo una carta del jefe de la policía de Colombo y de Areppuwa, y los haré detener antes de que se refugien en territorio del bajá de Candy.

»Quisiera saber por qué casualidad tan extraordinaria los hemos encontrado aquí sin la chalupa de vapor, y dónde se escondieron para poder ocultarse cuando los buscaba el Nizam.

—Supongo que habrán estado escondidos en alguna de las islas Nikobar —contestó el cingalés.

—¿Y qué le habrá sucedido a la chalupa?

—Se habrá ido a pique por no poder resistir algún ciclón, señor Foster. En estos mares son frecuentes las borrascas.

—¡Han tenido buena suerte, Tuerto!

—¡No les durará mucho; se lo aseguro a usted!

—También lo creo. ¡Vamos a vaciar una botella: todavía tengo algunas en la caja!

El penado y el vigilante se cogieron de bracete como dos viejos amigos, y descendieron a la caseta de proa, donde roncaban los marineros francos de guardia, que eran casi todos martabaneses.

El contramaestre y sus compañeros, ignorando el grave peligro que los amenazaba, durmieron como santos doce horas seguidas. Realmente, desde la fuga de la penitenciaría era la primera noche que descansaban en una hamaca.

Cuando salieron a cubierta estaba ya muy alto el Sol, y una brisa bastante fuerte empujaba al velero en dirección de Ceylán.

El Capitán, que parecía sentir una verdadera simpatía por aquellos desgraciados, mandó que les sirvieran una comida abundante; pero no les habló de la presencia a bordo del vigilante y de su compañero.

Durante el día el barquito, que era un admirable andarín, continuó corriendo hacia Poniente, y antes de que se pusiera el Sol la tripulación avistaba la punta de Palmira, que es la más septentrional de la gran isla de Ceylán.

A la mañana siguiente el velero embocaba el amplio canal de Manar, que separa la extremidad meridional de la península indostánica y la isla de Ceylán, bañando las costas de Oriente de la primera y las de Occidente de la segunda.

A las diez de la noche estaba a la vista el faro de la isla de Manar, y algunas horas después el velero anclaba en la bahía de Condatchy.

—Por esta noche permanecerán ustedes a bordo todavía —dijo el martabanés a Will, que se mostraba impaciente por desembarcar—. Creo que será mejor para ustedes. Ante todo, dígame: ¿tienen ustedes amigos de confianza entre los pescadores de perlas?

—¿Por qué me pregunta usted eso? —preguntó a su vez el contramaestre, un poco admirado por el tono misterioso del martabanés.

—Se lo diré mañana; por ahora no puedo explicarme más.

—¿Quiénes cree usted que somos nosotros? —preguntó Will, que sospechó algo.

—Para mí, náufragos a quienes debo proteger mientras sean mis huéspedes. Conteste usted a la pregunta que le he hecho. ¿Tienen ustedes amigos entre los pescadores?

—Sí —dijo Palicur, que asistía al coloquio—; casi todos me conocen.

—Entonces, es mejor que os haga descender en una barca cualquiera de pescadores que no en tierra. La ciudad de las perlas está llena de peligros en estos momentos —dijo el martabanés—. Allí no hay seguridad.

—¿Qué es lo que ha sucedido, entonces, en esa población? —preguntó Palicur con ansiedad.

—Les ruego que por ahora no me pregunten nada. Son ustedes huéspedes míos, y, por lo tanto, nada tienen que temer de mí. Váyanse a dormir; cuando pasen mañana las barcas de los pescadores para dirigirse a los bancos, les daré explicaciones que podrán serles de mucha utilidad.

Comprendiendo que era inútil insistir, Palicur, Will y Jody, muy preocupados con lo que les había dicho el martabanés, volvieron a su camarote; pero no lograron cerrar los ojos, aun cuando les parecía inadmisible en absoluto que aquel hombre hubiese podido adivinar que eran fugitivos del residió de Port-Cornwallis.

Cuando el cañonazo disparado desde la cercana estación de Agrippo anunció que las barcas de pesca iban a salir de la ciudad de las perlas para dirigirse a los bancos de Manar, todavía estaban despiertos los tres amigos.

Subieron enseguida a cubierta, y no notaron nada de extraordinario. El capitán del velero estaba sentado en el coronamiento de popa masticando un poco de betel, y cuatro marineros se disponían a echar al agua una chalupa.

—Ya salen de la bahía las barcas de pesca —dijo el martabanés yendo al encuentro de los náufragos, en tanto que un muchacho corría hacia ellos con humeantes tazas de té—. Si quieren ustedes desembarcar, prepárense para hacerlo.

Efectivamente; aun cuando apenas comenzaba a amanecer, se veía venir un gran número de barcas de vela tripuladas por veinte o treinta pescadores, que se dirigían lentamente hacia el mar.

Como el velero martabanés estaba anclado casi a la entrada de la rada, las barcas tenían necesariamente que pasar por delante de él.

—Capitán, le damos las gracias por habernos salvado la vida y por la cordial hospitalidad que nos ha concedido —dijo Will—; pero debe usted completar su buena obra explicándonos las enigmáticas palabras que pronunció ayer noche.

—Ahora que ya se han ido, nadie puede impedirme advertirles el peligro que los amenaza —dijo el martabanés.

Escupió la hoja de betel que estaba masticando, y prosiguió:

—Hace ocho días me obligó una tempestad furiosa a buscar abrigo en Port-Cornwallis.

—¡En Port-Cornwallis! —exclamaron a un tiempo Will, Palicur y Jody.

—El comandante del presidio supo por mis gentes que yo iba directamente a Ceylán, y mandó que me preguntasen si quería embarcar a un penado y un vigilante encargados de perseguir a tres fugitivos, los cuales, según se suponía, se dirigían a las pesquerías de Manar.

—¡Ah; maldito Tuerto! —rugió Palicur—. ¡Él ha sido el que nos ha vendido!

—¿Tuerto? —dijo el martabanés—. Precisamente así se llamaba el compañero del vigilante.

—¿Era un cingalés? —preguntó el contramaestre, que conservaba toda su sangre fría.

—Sí; muy grueso y con un ojo solo.

—¿Y el otro?

—Era un hombrazo con la nariz encorvada y el pelo y el bigote rojizos: un gran bebedor, porque mientras estuvo a bordo no ha hecho otra cosa que vaciar botellas de licor. Traía consigo dos cajas llenas.

A pesar de la gravedad de aquellas noticias, Jody no pudo contener una carcajada.

—¡Mi irlandés! —exclamó apretándose el vientre—. Estará furioso conmigo. ¡Cuidado con la nariz que ha tenido el gobernador del presidio al escogerle a él!

—Prosiga usted —dijo Will al martabanés—. ¿Dónde han desembarcado esos hombres?

—Desembarcaron ayer noche.

—¡Cómo! —exclamaron a un tiempo el contramaestre y Palicur, creyendo que habían entendido mal.

—Sí; ayer noche.

—¿Estaban a bordo cuando usted nos recogió? —preguntó Will.

—Y deben de haber reconocido a ustedes, porque querían que mandase atarlos.

—¡Ah, miserables! —exclamó el malabar—. ¡Si yo lo hubiese sabido, los hubiera tirado al agua! ¡Ha hecho usted mal en no decírnoslo antes!

—Me amenazaron con confiscarme el barco por medio de las autoridades inglesas de Colombo sí les decía algo, y ya saben ustedes que los anglo-indios no bromean.

—Tiene usted razón —dijo Will—. Le doy gracias por no haber accedido a lo que le pedían esos hombres.

—Quiero dar a ustedes un consejo. No se hagan presentes en la ciudad de las perlas. Esos hombres los esperan allí para prenderlos.

—Tengo muchos amigos entre los pescadores —dijo Palicur—, y nos protegerán; no tenga cuidado. ¡Ah! ¡Aquí está la barca de mi amigo Jopo! ¡Todavía la recuerdo!

»¡Señor Will, ahí tiene usted el hombre que nos salvará de las insidias de la policía anglo-india!

»Es el jefe de las corporaciones de pescadores de perlas, y nada tendremos que temer.

Pasaba, en efecto, una gran barca con sus amplias velas desplegadas y tripulada por unos cuarenta hombres entre nadadores y mandan, que son los encargados de sacar de los fondos a los primeros, y la guiaba un hermoso indio de elevada estatura, muy enjuto, de larga barba ya canosa, de ojos muy vivos y cubierta la cabeza con un turbante monumental de varios colores.

—¿Es en esa barca donde queréis embarcaros?

—Sí —contestó Palicur.

—Pues ya está dispuesta para conduciros una de mis chalupas. ¡Les deseo buena suerte!

Los tres ex-penados le dieron las gracias calurosamente, descendieron corriendo a la chalupa, y a los pocos minutos se encontraban seguros a bordo de la gran barca del jefe de los pescadores de perlas.

SEGUNDA PARTE. LOS PESCADORES DE PERLAS

1. EN EL BANCO DE MANAR

Hoy día se pescan perlas en muchas partes: en el mar Rojo, en el golfo de California, en los bancos de la bahía de Panamá, en las costas de Australia, cerca de las islas de la Sonda, en Filipinas, en derredor del pequeño archipiélago de Gambir, etcétera.

Hasta en los ríos se encuentran: las hay en los de Escocia, en los germanos, en los del Canadá y en los de la fría Laponia; pero las más famosas pesquerías serán siempre las del golfo pérsico y las del gran banco de Manar, que se extiende entre el último trozo de tierra de la gran península indostánica y las costas occidentales de Ceylán.

En las primeras de las citadas pesquerías toman parte anualmente unos mil a mil quinientos barcos; pero las perlas que se encuentran en aquellas aguas, si duran mucho, en cambio, tienen un color más oscuro que las cingalesas, y por eso son menos apreciadas.

En cambio, en Manar el número de pescadores es doble, y la cantidad de perlas que se extrae es muy grande.

Bajo el mando de los antiguos bajaes de Ceylán no se hacía la pesca más que desde veinte en veinte años, con objeto de dejar tiempo a las ostras para reproducirse; caída en manos de los portugueses la isla, redujeron a diez años el plazo; conquistada más tarde por los holandeses, rebajaron el lapso a siete para obtener mayor lucro; los ingleses, sus actuales poseedores, permitieron la pesca anual, y determinaron dividir el banco en secciones, que dejan de registrarse sucesivamente para no agotar los viveros y para que los moluscos puedan reproducirse en paz.

Antes del día señalado para la apertura de la pesca el Gobierno inglés manda explorar el banco, que tiene treinta kilómetros de longitud, para saber en qué secciones pueden trabajar los pescadores, estableciendo una estrecha vigilancia que realizan pequeños barcos de guerra con objeto de que no se cometan infracciones.

Al resonar el cañonazo que anuncia la apertura de la pesca marchan a ocupar sus puestos en el banco cientos de grandes barcos, mandado cada uno por un mandah y tripulado por treinta hombres entre buceadores y marineros, y enseguida da comienzo la pesca en toda la línea.

Los buzos, que son indios de las costas de Malabar y de Coromandel en su mayor parte, se sirven para sumergirse más rápidamente de una piedra en forma de pilón de azúcar que pesa unos veinte kilogramos. La llevan suspendida de un cinturón-taparrabo, única prenda de indumentaria que visten, y, además, una red pequeña para las ostras y un gran cuchillo con que defenderse de los tiburones, que durante los meses de pesca acuden en bandadas, seguros de poder hacer un buen número de víctimas.

Apenas llega al fondo, el buzo abandona la piedra, que, como está atada a una cuerda, retiran los hombres que permanecen en la barca, y comienza a recoger apresuradamente la mayor cantidad posible de ostras.

Lo general es que los pescadores no desciendan a más de ocho metros de profundidad y no permanezcan bajo el agua más de sesenta o setenta segundos: sin embargo, hay algunos dotados de extraordinarios pulmones que llegan a resistir hasta dos minutos.

En las pesquerías de Anna, en Teramolis, había una mujer que descendía a veinticinco brazas y estaba registrando los bancos durante tres minutos; pero tan extraordinaria criatura era una excepción.

El ejercicio del oficio de estos desgraciados no es fácil. Las investigaciones que realizan en las sombrías profundidades submarinas son peligrosísimas, pues los tiburones y todo género de monstruos marinos reinan como soberanos, y hay que empeñar a veces luchas terribles con ellos para salvar la vida, si no se ha podido evitar a tiempo sus embestidas.

No hay año que no salgan pescadores mutilados del fondo de las aguas, y muchos que ni siquiera vuelven a la superficie, pues encuentran su tumba en el vientre de esos monstruos.

Y no es eso todo. La profesión de buzo es una de las más malsanas. Además del peligro de ser devorado o de perecer asfixiado, a menudo les sucede que al volver a la superficie sucumben por haber descendido a demasiada profundidad. Al fin de la jornada casi todos echan sangre por la nariz, los ojos y los oídos; esto es, por la superficie de todas las mucosas. Al cabo de cierto tiempo se les debilita la vista, se les cubre el cuerpo de llagas incurables, y mueren prematuramente.

Cada una de esas preciosas piedras que admiramos en las orejas o rodeando la garganta de bellas y ricas señoras representa atroces sufrimientos, y a menudo, vidas humanas sacrificadas.

Cuando vuelven las barcas a tierra, que es la hora del mediodía, pues la pesca no dura más que desde el alba hasta las doce, se procede a la labor de arrojar las ostras en agujeros, cuidando de que las conchas no toquen con la tierra, para lo cual se las defiende con paños, y se dejan pudrir al sol. Naturalmente, tales masas de moluscos y conchas, corrompiéndose, producen un hedor insoportable, que se extiende a distancias enormes.

Cuando ya las conchas están desecadas y medio descompuestas pueden abrirse con gran facilidad y sin miedo de estropear las perlas. No se crea, sin embargo, que todas las ostras contienen la codiciada piedra. Hay muchísimas vacías.

Ya limpias y pulidas, para lo cual se emplean unos polvos especiales, se redondean y se les da brillo; enseguida se hacen tres partes: dos se entregan al Gobierno inglés, que sostiene un batallón de agentes para que no le engañen, y otra queda para los pescadores.

No todas las perlas que se extraen del banco de Manar tienen igual color. A veces se encuentran de color amarillo pálido, amarillo oro, rojizas, azules, lila, y también negras, de un negro blancuzco: éstas se pagan carísimas.

De cuando en cuando suelen encontrarse perlas verdaderamente maravillosas y de inmenso valor. De estas pesquerías, como de las de Barheim, han salido algunas, como la que posee el sha de Persia, la cual tiene un diámetro de dos centímetros y medio, y costó la friolera de un millón quinientos mil francos.

A su vez las pesquerías de Ceylán produjeron la famosa Hope Peare, de la colección de Beresford. Tiene la forma de una pera, y una longitud de cinco centímetros por uno de circunferencia. La pescaron en 1899.

De esas mismas pesquerías procede la llamada perla rusa, que poseen actualmente los emperadores moscovitas. Pertenecía a un mercader de piedras preciosas que apreciaba de tal modo la joya, que cuando murió tuvieron que abrirle a la fuerza la mano en que la escondió, pues ni aun en la agonía quiso soltarla.

De Manar procedían las perlas que llevaba la emperatriz Eugenia, y que se vendieron en Londres en pública subasta.

De las pesquerías australianas, aun cuando más pequeñas, procede también la conocida con el nombre de Cruz del Sur, joya la más maravillosa que se conoce por lo extraño de su forma.

Se compone de siete perlas adheridas unas a otras formando como una especie de cruz. Todas las perlas son bellísimas, y no están deformadas sino por el sitio por donde se tocan. La compraron en doscientos cincuenta mil francos.

Esas mismas pesquerías australianas dieron la perla de forma de pera que posee lord Dudley, y que se pagó en cuatrocientos mil francos. Como puede suponerse, encontrar perlas semejantes es caso verdaderamente excepcional.

La barca a la cual habían trasbordado el malabar, Jody y el contramaestre era una de esas grandes barcas o chalupas que empleaban los pescadores de perlas de Manar, tripulada por treinta hombres, la mayor parte indios de Malabar y Coromandel.

El mandah que la guiaba había abrazado varias veces a Palicur, y llevándoselo enseguida debajo de la cubierta de popa, hizo seña al propio tiempo a Will y al mulato para que le siguiesen.

—¡Ya creí que no volvería a verte, Palicur! —dijo el mandah sin apartar los ojos del malabar—. ¿De dónde vienes? ¿Del fondo del mar, o del reino de las tinieblas? ¿Eres el mismo Palicur en persona, o su sombra? ¿No te has muerto en el presidio?

—¿Te han dicho que había muerto? —preguntó riendo el malabar.

—Aquí se corría esa voz; ahora, que yo no sé quién habrá sido el que la corrió. Pero ¿qué milagro has realizado para llegar hasta aquí? ¿Cómo has escapado? Todos sabíamos que te habían conducido a las islas Andamanes.

—Más tarde lo sabrás todo —dijo Palicur, cuya frente se había oscurecido—. Hay una cosa que me interesa saber. ¿Vive todavía aquella muchacha? ¡Dímelo, Moselpati; dímelo!

En aquel momento el rostro del malabar expresaba una ansiedad sin límites; tanta, que Will y Jody se sintieron hondamente impresionados.

—¡No temas, Palicur! —dijo el jefe de los pescadores—. La muchacha que amas vive todavía. Mi hermano, que tomó parte en una peregrinación a Annaro Agburro, la vio hace tres meses. Estaba más hermosa que nunca, y formaba en la procesión.

Un suspiro angustioso levantó el poderoso pecho del malabar.

—¡Viva! —exclamó—. ¡Viva todavía! ¡Sean benditos Shiva, Brahma y Visnú!

Después, señalando a sus compañeros, dijo:

—A estos dos compañeros debo la vida y la libertad. Delante de ellos puedes decirlo todo, porque conocen todos mis secretos.

El mandah alargó la mano al contramaestre y al mulato, estrechándoles cordialmente la diestra.

—Son ustedes mis amigos, y están bajo la protección del jefe de los pescadores de perlas —les dijo.

—Desde este momento los considero como huéspedes míos.

—Ahora —dijo el malabar—, hablemos.

—Te escucho, amigo mío.

—¿Qué es lo que ha sucedido con mi barca, que dejé confiada a la Asociación?

—Se la alquilé a un amigo mío de las costas de Coromandel, interesado en los productos de la pesca; y me complace decirte que aquellos pescadores han sido afortunadísimos, y, por consecuencia, tú también. Tengo en depósito cincuenta mil ochocientas rupias, que son de tu exclusiva propiedad, y que mañana te entregaré.

—Temía llegar aquí y encontrarme sin un céntimo —dijo Palicur—. Con esa suma tendré masque suficiente para libertar a la mujer que amo.

—¿Sigues pensando en lo mismo?

—¡Siempre, mientras tenga un átomo de vida! —respondió el malabar.

—Ya has visto por propia experiencia que es peligroso usar de la violencia con monjas, Palicur.

—¡Pienso rescatarla!

—Es preciso poseer la perla roja; ya lo sabes, mi pobre Palicur.

—¡Que es lo que vamos a buscar!

—¿A tanta profundidad? ¿Qué barco es el que puede descender hasta allá abajo? Ni tú ni nadie es capaz de resistir la presión del agua.

—De eso ya hablaremos más adelante, Moselpati —dijo Palicur—. Por ahora lo que te pido es que nos proporciones un refugio seguro que esté lejos de la ciudad de las Perlas. Puede ser que no nos conozca todavía la policía; pero, sin embargo, es menester ser prudentes, porque no tengo ganas de volver a presidio.

—Tienes razón, Palicur —contestó el mandah.

Estuvo callado durante algunos momentos, lanzando una mirada de sus negrísimos ojos sobre la superficie del mar, que brillaba de un modo esplendoroso bajo los primeros rayos del Sol; por fin, extendiendo una mano hacia Poniente, dijo:

—Allá, en aquella roca aislada que cubre la marea alta en sus tres cuartas partes cuando sopla el viento del Este, en una galería por la cual se va a la cumbre, y que no queda libre más que durante seis horas en las veinticuatro, encontraréis un asilo. Nadie irá a buscaros allí, porque solamente yo y mis hombres conocemos aquel paso.

—¿Y por el exterior no se puede escalar? —preguntó el contramaestre.

—No, señor.

—¡Un magnífico refugio! —dijo Jody, que miraba atentamente el sitio indicado—. ¡De seguro que no lo descubre la policía!

—Sin embargo, tienen ustedes que permanecer en mi barca hasta que caiga la noche. La baja marea no llega a su mínimum hasta entre once y doce.

—¿Y los víveres? —preguntó Will.

—Yo me encargo de todo, señor —respondió el mandah—. Ya estamos en el lugar de la pesca. Ahí tienen ustedes la despensa: cojan ustedes lo que quieran para desayunarse.

»Yo voy a dirigir a mis gentes, y hasta mediodía estaré ocupado.

»Además, nadie vendrá a inquietarlos. Pueden hacer lo que les parezca, con la misma confianza que si estuviesen en su propia barca.

Dio a todos la mano, y salió gritando:

—¡Echad a fondo las anclas! ¡A sus puestos los buzos!

2. LA PESCA DE LAS PERLAS

Más de dos mil barcas de dos mástiles con amplias velas latinas se escalonaron en las márgenes del banco. Escoltábanlas cuatro remolcadores del Gobierno inglés encargados de vigilar a los pescadores y prestarles ayuda si la necesitasen. La profundidad del sitio en que habían anclado era de unos siete a ocho metros.

A bordo de aquellas embarcaciones reinaba una agitación febril. La pesca se cerraba al mediodía, y todos se apresuraban preparando las redes y las piedras para no perder tiempo.

Centenares de buzos, la mayor parte indios y casi todos muy altos y de musculatura admirablemente desarrollada, se lanzaron al agua, y la pesca dio comienzo entre los gritos de los marineros que permanecían a bordo para recibir las ostras.

Terminado su desayuno, Palicur, Will y el mulato salieron del camarote para presenciar aquella pesca emocionante.

Los diez buceadores del mandah, todos hombres escogidos, trabajaban con una energía extraordinaria, multiplicando las inmersiones. Apenas subían a la superficie para echar las ostras en la barca y tomar aliento, volvían a sumergirse, en tanto que los marineros retiraban a toda prisa las piedras de que aquéllos se servían para descender.

Moselpati los animaba con gritos, con amenazas y con buenas palabras, corriendo incesantemente de popa a proa, vigilándolo todo, y lanzando de cuando en cuando una mirada a las ostras que se acumulaban rápidamente en la bodega y en la cubierta.

—¡Qué ligeros son estos buceadores! —dijo el contramaestre del Britannia, que asistía por vez primera a aquel espectáculo.

—¡Moselpati sabe escoger, señor Will! —dijo Palicur—. ¡Siempre tiene los mejores!

—He observado que uno de esos hombres ha permanecido cerca de tres minutos debajo del agua. ¿Cómo se arregla para no reventar?

—Tiene buenos pulmones: eso es todo. Habrá venido ejercitándose desde pequeño para alcanzar esa resistencia extraordinaria.

—¿Y cuánto ganará al cabo de la temporada ese pobre hombre?

—Cuando le haya ido bien, unas quinientas rupias, señor Will. Si el Gobierno inglés no fuese tan ladrón, los buzos podrían reunir una fortunilla.

—El Gobierno se reserva dos terceras partes; ¿verdad?

—Sí —contestó Palicur.

—¿Sobre las perlas, o sobre las ostras?

—Sobre las ostras. Si no fuera así, se guardaría las perlas de más valor.

—¿De modo que tanto el Gobierno como los pescadores juegan un albur?

—Sí; pero, por desgracia, les toca a los pescadores bastante a menudo la carta mala.

—¿No se puede adivinar a ojo cuáles son las ostras que tienen perlas? —preguntó Jody.

—¡Es imposible! —respondió Palicur—. Ni el ojo más experimentado puede conocer si las ostras tienen perlas o no.

—¿Y el Gobierno inglés manda abrirlas antes de venderlas? —preguntó Will.

—No; vende las ostras por lotes de mil al mejor postor.

—¿Y qué es lo que saca de esa venta?

—Según el año. Recuerdo que una vez un indio muy rico, y probablemente agente de algún bajá, compró toda la parte que correspondía al Gobierno en veinticinco millones de francos; y hace algunos años, como la pesca había sido abundantísima, otro negociante la adquirió en cuarenta y seis millones seiscientos sesenta y cinco mil francos.

—Dime, Palicur —preguntó Jody—, ¿cuánto pagan generalmente por las perlas más gruesas?

—De mil a mil quinientas rupias; pero las revenden en triple y cuádruple precio en los mercados de Asia, África y Europa.

—Y de las perlas de que se descartan, ¿qué se hace? —preguntó Will.

—Las destinan para componer filtros para los indios elegantes y medicinas para los cingaleses.

—¡Medicinas! —exclamó el contramaestre—. ¡Vamos; tú bromeas!

—No, señor Will —contestó seriamente el malabar—. Los indios y los cingaleses atribuyen a las perlas propiedades extraordinarias, sobre todo en Medicina.

»Las emplean contra enfermedades de índole maligna, febriles o purulentas; reducidas a polvo, se usan como antídoto contra las mordeduras de las serpientes venenosas; además, se hace con ellas un agua llamada de perlas, diluyendo varias en jugo de naranja, en vinagre y en otros ácidos, y añadiéndoles azúcar, agua de rosas, melaza y canela.

—¿Y tú crees en la eficacia de esos filtros?

—¿Yo? —dijo Palicur encogiéndose de hombros—. Para mí, las perlas no representan otra cosa que rupias.

Mientras charlaban continuaba con gran actividad la pesca en todo el frente del banco, dentro del espacio comprendido por las boyas que señalaban los límites. De cuando en cuando se producía una gran agitación en algunas partes, y se oían gritos:

—¡El tiburón! ¡El tiburón!

Los buzos se remontaban a toda prisa a la superficie refugiándose en los barcos, y los remolcadores corrían a toda máquina para poner en fuga al voraz monstruo que había producido el terror; pero al cabo de algunos minutos la pesca volvía a reanudarse más activamente que antes.

Algunos buzos valientes, armados con grandes cuchillos y lanzas cortas, se sumergían audazmente para perseguir al escualo, desarrollándose bajo el agua luchas épicas que casi siempre terminaban con que el monstruo aparecía flotando en la superficie con el vientre abierto.

Al llegar las once ya los buceadores trabajaban con gran fatiga, incluso los de Moselpati. No se sumergían con la misma rapidez que antes, y al remontarse parecía que no podían respirar.

No pocos de aquellos desgraciados arrojaban sangre por los oídos y las narices, y otros, apenas izados a la barca, caían sin sentido como heridos por el rayo.

Al dar las doce un cañonazo disparado desde el fortín de Agrippo dio por terminada la pesca de aquel día.

Además, a aquella hora cambia la dirección del viento, y es el momento oportuno para regresar a la costa.

Inmediatamente las barcas izaron las velas, y la imponente flotilla, escoltada por los remolcadores ingleses, lentamente se alejó del banco, puesta la proa hacia Levante.

Moselpati esperó a que las espesas filas de embarcaciones se cerrasen, y enseguida lanzó la suya hacia Poniente, como si quisiera hacer creer que se dirigía a las costas indias en lugar de anclar ante la ciudad de las Perlas.

Apenas su barca se había apartado del banco, cuando descubrió el mandah una chalupa de vapor que arbolaba la bandera inglesa, cubierta de popa a proa con un toldo que colgaba por ambos lados para defender del Sol a los que la tripulaban. Aquella chalupa se destacó de la flotilla y tomó el mismo rumbo que la barca.

—Esa chalupa tiene todas las trazas de querer vigilarnos —dijo a Palicur, que iba bajo la cubierta de popa con el contramaestre y el mulato—. ¿Temerán los ingleses que simule irme hacia Poniente para volver al banco a reanudar la pesca? ¡Son tan desconfiados!

Al ver la chalupa de vapor, que los seguía a poca máquina para no adelantarse, el malabar y Will se estremecieron y se miraron con cierta ansiedad.

—¡No es posible! —dijo por último el contramaestre, que adivinó lo que pensaba el malabar.

»Nadie puede haber sabido que al cabo de mil extraordinarias vicisitudes hayamos logrado refugiarnos aquí.

—Tranquilízate, Palicur: no corremos peligro alguno.

—¿Qué temen ustedes? —preguntó el mandah, que había escuchado con atención al contramaestre.

—Que esa chalupa nos vigile a nosotros, y no a tu barca —contestó Palicur.

—¿Apenas habéis llegado, y ya quieres que lo sepa la policía de la ciudad de las Perlas? No; a quien vigilan es a mi barca para impedirme que vuelva al banco a pescar.

»Ya lo verás. En cuanto el piloto se convenza de que nuestro rumbo es efectivamente el de Poniente, no tardará en dejarnos en paz.

»Además, hay aquí hombres bastantes para tirar al mar a esos amigos si intentaran subir a bordo. Tranquilícense ustedes: están bajo la protección de los pescadores de perlas.

»¡Comamos, amigos; ya es la hora!

Se había comenzado la repartición de víveres entre los treinta hombres que componían la tripulación de la barca, y un negro, tan negro como un tizón, preparó la mesa para el mandah y sus huéspedes bajo la cubierta de popa.

Los cuatro hombres, a quienes el aire del mar les había abierto un apetito formidable, acometieron con vigor el currí, preparado exclusivamente para ellos por el cocinero de a bordo y condimentado con abundantes y exquisitos pescados; pero a todo esto sin perder de vista la chalupa de vapor, que continuaba siguiéndolos obstinadamente y siempre a una distancia de tres cables.

A su bordo iban seis personas; pero como el toldo era muy bajo, no se podía verles la cara.

—Es de esperar que se cansen —dijo Moselpati así que hubo terminado de comer—. ¡Me disgustaría que nos siguiesen hasta el islote!

Ofreció a sus huéspedes cigarrillos hechos con una hoja de palma y tabaco rojo, mandó servir el café, y después hizo que los fugitivos le contasen sus extraordinarias aventuras, interesándose vivamente en el relato.

—¡El Tuerto! —dijo así que terminó Palicur—. Yo he oído ese nombre, o, mejor dicho, ese sobrenombre. Muy grueso, tuerto, muy musculoso…

¿Dónde he visto yo a ese cingalés?

—¿Le has conocido? —preguntó Palicur.

—¡Déjame recordar! ¡Un cingalés… sin un ojo! ¡Gloria de Buda! ¡Sí! ¡Debe de ser el mismo! También a ese le condenaron por haber matado a unos tiruwanska.

De pronto se levantó de un salto mirando a Palicur.

—¡Ya me acuerdo! ¡Le he visto en casa del viejo Chitol! —gritó.

—¿En casa del padre de mi novia? —exclamó el malabar con un gesto feroz.

—Sí; y más de una vez —dijo el mandah—. Ese cingalés era un pescador.

—¿Es decir, que, entonces?…

—¡Tiene poco que adivinar! Ese condenado hombre era tu rival en amores —dijo Will—. ¡Ahora comprendo todo su encarnizamiento contra ti, mi pobre Palicur!

—¡Y yo sin saber nada! Porque nunca me habló de él el viejo Chitol.

—¡Y ese zorro cingalés, sin clarearse nunca! —dijo Jody.

—Sepamos, amigo —volvió a decir el mandah después de algunos instantes de silencio—. ¿De qué medios piensas valerte para libertar a la muchacha? Me has dicho que con la perla roja. ¿Estás seguro de encontrarla?

—¿No sabes tú el sitio donde se sumergió el ladrón?

—Conozco el sitio. Se fue a fondo en la extremidad oriental del banco, cerca de las tres escolleras.

—¿Tiene mucha profundidad el agua en esos lugares? —preguntó Will.

—Sesenta y cuatro brazas.

—Un buzo provisto de una escafandra puede llegar al fondo.

—¿Y dónde va usted a encontrar ese traje y la bomba que necesita?

—En Colombo debe de haber todo eso —respondió Will—. Otras veces las he visto allí. Yo me encargo de encontrar todo lo que haga falta.

—¿Usted, señor Will? —exclamó Palicur—. ¿Y si le descubren?

—Fletaré una barca de vela, y desembarcaré de noche.

—Yo le proporcionaré la barca —dijo el mandah—: la tripularán hombres de toda confianza.

»Además, le disfrazaré a usted de modo que nadie pueda reconocerle. ¡Sangre de Buda! ¿No cesarán ésos de seguirnos?

Moselpati se había levantado tendiendo el puño cerrado hacia la popa.

—¿Te refieres a la chalupa? —preguntó Palicur.

—¡Sí, porque ya me parece demasiado larga esta persecución! ¡Concluiré por armar a mis gentes! ¡Tengo a bordo muy buenos fusiles para daros un disgusto, espías del Demonio!

No parecía sino que la tripulación inglesa había oído aquella amenaza, porque la chalupa de vapor viró de bordo en aquel mismo momento y se dirigió a toda máquina hacia el banco.

Palicur y sus dos compañeros respiraron con satisfacción, porque la obstinación de los que los seguían había comenzado a inquietarlos.

El mandah siguió atentamente con la vista la marcha de la embarcación sospechosa, y cuando la vio ya tocando en las márgenes del banco mandó poner la proa hacia el islote, que se veía surgir de las aguas a unas dos millas de distancia hacia el Oeste.

Como tenían que esperar a la baja marea, que no se produciría hasta las once de la noche, y al propio tiempo querían engañar a los que vigilaban desde la chalupa, que había anclado cerca del tercer sector del banco, continuó dirigiendo la barca hacia Poniente como si realmente se encaminase hacia las costas de la India, las cuales ya se dibujaban vagamente en aquella dirección.

Así que se hizo de noche la barca viró de bordo, y con las luces apagadas desanduvo el camino para acercarse al escollo, el cual ya no se veía, pues la Luna no salía hasta muy tarde.

A eso de las diez de la noche un fragor sordo de resaca advirtió a la tripulación que el islote estaba cercano. Las olas del Océano índico, agitadas por la brisa nocturna, rompían con mil ruidos contra los rocosos flancos cortados a pico de aquel promontorio.

El mandah, que no quiso exponer su barca al peligro de que las olas de la rompiente o lo fresco de la brisa la empujasen hacia aquel enorme escollo, mandó echar al agua el bote que tenía a bordo en medio de la cubierta, puso dentro víveres, tres carabinas y gran abundancia de municiones, y hecho esto mandó bajar a cuatro indios, e invitó a Palicur, a Will y al mulato a que le siguiesen.

—Dentro de veinte minutos estarán ustedes en sitio seguro —dijo—, y desafío a la policía de la ciudad de las Perlas a que venga a buscarlos.

Al empuje de cuatro marineros que manejaban vigorosamente los remos la embarcación emprendió el camino, en tanto que la barca viraba de bordo por prudencia remontándose con lentitud hacia el Septentrión.

El mandah, que se había puesto al timón, dirigió la chalupa de modo que, rodeando el islote, se dirigiese hacia el Mediodía: superó la resaca, y se metió en una pequeñísima enseñada, deteniéndose ante una negra abertura que de cuando en cuando embestían las olas produciendo un rumor sordo.

—Tendrán ustedes que tomar un baño —dijo a los tres expenados—. Todavía no ha llegado la marea a su máximo descenso.

—¡Bah! —dijo Will—. ¡Hemos tomado tantos baños desde nuestra evasión, que no nos asusta tomar otro!

—¡Quietos vosotros! —ordenó Moselpati a sus hombres—. ¡Apoyad firme con los remos, y esperad a que yo vuelva!

Sacó una linterna de debajo de un banco, la encendió, dio las carabinas, las municiones y unos cestos con víveres a los tres expenados, y saltó el primero en aquel oscuro antro, sumergiéndose hasta la cintura.

Palicur, el contramaestre y Jody le siguieron inmediatamente, en tanto que los cuatro marineros apoyaban con fuerza los remos en el fondo para resistir a las olas que sin cesar rompían contra el islote.

El mandah y sus compañeros se encontraron en una especie de galería cuyo piso se elevaba rápidamente. Comenzaron a subir unos escalones que debían de haber sido hechos por la mano del hombre, pero que el mar corroyó y cubrió de una sustancia viscosa. La ascensión se hacía difícil; pero a pesar de eso avanzaban, guiados siempre por Moselpati.

Al engolfarse por la abertura las olas de la resaca producían un estruendo que no les permitía entenderse.

El mandah subió con la linterna unos veinte escalones, y salió del agua, desembocando en una plataforma defendida en la parte del mar por un pequeño muro.

Otra escalera abierta en la roca viva subía por el flanco, de la roca hasta alcanzar la cumbre.

Apenas el mandah puso el pie en el primer peldaño, cuando se detuvo y lanzó una sorda imprecación.

—¿Qué te sucede, Moselpati? —preguntó Palicur.

—¡No ves aquel punto luminoso que se desliza allá abajo hacia Levante!

—¿El farol de alguna barca, quizás?

—¿Y si fuese el de la chalupa de vapor?

—¡Eso es lo que yo creo! —dijo Will arrugando el entrecejo—. Si fuese el farol de un velero o de un vapor grande, estaría mucho más alto.

—¿Vigilará a usted esa chalupa, o nos vigilará a nosotros, mandah? —preguntó Jody—. Eso es lo que hay que averiguar.

—¡Vamos a ver! —dijo Palicur—. ¿Tú crees que nos hayan visto arribar a este islote?

—Con esta oscuridad, es imposible: vigilarán a mi barca, que es más visible que la chalupa.

—¡Apague usted la linterna! —dijo Will—. ¡Podrían verla!

—Tiene usted razón —contestó el mandah, apresurándose a obedecer.

Durante algunos minutos estuvieron inmóviles mirando hacia aquel punto luminoso que se alejaba hacia el Mediodía, y enseguida volvieron a emprender la ascensión.

Al cabo de algunos momentos llegaron a lo alto del enorme escollo, cuya plataforma estaba llena de piedras de mampostería que se desprendían de los muros desnudos, de arcadas que aún subsistían por un milagro de equilibrio, de terraplenes y de bastiones pequeños.

—Esto debió de haber sido un fortín —dijo Will.

—Sí; lo construyeron los portugueses cuando conquistaron Ceylán —respondió el mandah—. Aquí nadie vendrá a inquietar a ustedes, y pueden esperar sin cuidado a que yo vuelva.

—¿Cuándo vas a volver? —preguntó Palicur.

—Mañana por la noche a esta hora estaré aquí con una barca de vela para que el señor Will pueda ir a Colombo. Si no encuentran ustedes una escafandra, es imposible registrar los fondos en que debe de hallarse la perla roja.

—Encontraré dos escafandras, no lo dude usted —contestó el contramaestre—; y con las escafandras, la bomba de aire. Entiendo un poco de esas cosas.

—Sobre todo, tráeme las rupias —dijo Palicur.

—Mañana por la mañana iré a sacarlas de la casa de Banca. Perderé un día de pesca; pero, por complacerte, no tengo inconveniente en quedarme sin un centenar de perlas.

»¡Amigos, buenas noches, y cuenten conmigo! En este momento la marea está casi baja del todo, y si no me apresuro, voy a encontrar cerrado el paso.

Estrechó la mano de los tres hombres, y descendió a escape la escalera desapareciendo en las tinieblas.

Palicur y sus amigos se acercaron al borde de la plataforma, y vieron a la chalupa dirigirse en busca de la barca, que continuaba bordeando a tres o cuatro cables de distancia.

—¿Tienes confianza plena en ese hombre? —preguntó Will al malabar.

—¡Absoluta, completa, señor! ¡Es un amigo fidelísimo! ¿Por qué me pregunta usted eso?

El contramaestre no contestó. Se había levantado y miraba hacia el Mediodía.

—¡Esto es un misterio que comienza a inquietarme! —murmuró—. No puedo explicarme esa obstinación, y, sin embargo, es imposible que sepa nadie que hemos llegado hasta aquí.

»¡En fin, sabremos defender nuestra libertad!

3. LA CHALUPA MISTERIOSA

Apenas volvió el mandah a bordo de su barca dio la orden de encender los faroles reglamentarios y de poner la proa hacia Levante, pues quería llegar a la ciudad de las Perlas al alborear el día.

Del Septentrión soplaba una brisa fresca, la cual favorecía el viaje de regreso. El mar estaba en calma, y solamente de cuando en cuando el eterno oleaje del Océano Indico pasaba rumoroso bajo el casco del barco, levantándole bruscamente y dejándole caer enseguida entre abundantes espumas.

La Luna comenzaba en aquel momento a mostrarse a flor de agua, rojiza todavía, tiñendo el horizonte y la líquida superficie de reflejos de oro, los cuales se convertían en argénteos rápidamente.

Sentado bajo la cubierta y teniendo una mano en la larguísima barra del timón, el mandah fumaba flemáticamente en una gran pipa adornada de perlas, y arrojaba al aire bocanadas de humo que el astro nocturno teñía con reflejos azulados.

Vigilaba, y vigilaba con gran atención. El punto luminoso volvía hacia el Norte, y sobre dicha luz se veían revolotear de cuando en cuando algunas chispas que se apagaban enseguida.

Le sucedía lo que a los tres expenados: no estaba tranquilo. Le parecía imposible que aquella chalupa de vapor-pues de una chalupa de vapor se trataba-le hubiera seguido con tanta obstinación con el sólo objeto de impedirle que pudiese pescar perlas fraudulentamente fuera de las horas reglamentarias.

¿Cuál era el motivo que la impulsaba a no perder de vista su barca? A esta pregunta que se hacía sin cesar no encontraba el pescador contestación alguna.

—Si no hubiese visto con mis propios ojos flotar a popa la bandera inglesa, creería que esas gentes tenían intención de abordarme para saquear mi barca —dijo—. Pero intentar un golpe semejante aquí, tan cerca del banco que está custodiado por los remolcadores del Gobierno, es imposible. ¡Y, sin embargo, no deja de seguirme!

En efecto; el punto luminoso aparecía a popa de la barca, e iba siguiéndola avanzando a media máquina.

Para demostrar a aquellos espías que no tenía intención alguna de defraudar al Gobierno, Moselpati maniobró de modo que se alejó mucho del banco, y a eso de las tres de la mañana puso la proa hacia la costa de Ceylán, dirigiéndose a la ciudad de las Perlas.

Comenzaban a palidecer las estrellas cuando avistó el faro que señalaba la entrada de la rada.

—¡Ya estaréis contentos, curiosos! —dijo lanzando una mirada airada al punto luminoso—. ¡Malditos ingleses! ¡Siempre sospechando!

Casi en el mismo instante vio elevarse sobre la chalupa una nube de chispas; enseguida, agrandarse a toda prisa el punto luminoso, pasar como un relámpago a babor de la barca, y desaparecer en el fondo de la rada.

Moselpati dejó el timón a uno de sus pilotos y se acercó a proa para mandar la maniobra, pues la pequeña bahía estaba poblada de barcas que ya se disponían a salir para ir al banco a continuar la pesca.

Ya había sonado el cañonazo en la estación de Agrippo.

Maniobrando hábilmente la barca, bogó por entre las primeras escuadrillas de pescadores, y fue a anclar a cuarenta pasos de la playa.

La ciudad de las Perlas es una ciudad efímera, pues sólo existe mientras dura la época de la pesca, desapareciendo con tanta rapidez como surge.

Es un conjunto de barracas improvisadas hechas con tablas, con esteras y con paja, y tiene grandes cercas para depositar las ostras; sus calles no concluyen nunca, y por ellas discurre una multitud cosmopolita.

Nace en un abrir y cerrar de ojos cuarenta y ocho horas antes de comenzar la pesca.

Aquella magnífica y enorme playa, desierta durante cinco meses, en los cuales solamente la recorren las olas del Océano Indico y la alumbra abrasándola un Sal de fuego, se cubre con un número enorme de viviendas, y, como en todas las poblaciones orientales, no falta un bazar donde se venden las cosas más disparatadas de ambos mundos.

Árabes, indios, persas, turquestanes y europeos caen allí como una nube, poniendo a dura prueba la paciencia de la policía, la cual tiene sobrado que hacer vigilando a tantas personas, entre las cuales se ocultan no pocos bribones.

La mayor parte de esa muchedumbre la componen mercaderes de perlas que se disputan con encarnizamiento las más bellas, procurando engañarse mutuamente. El insoportable olor que despiden millones y millones de ostras que se corrompen dentro de los cercados, y las incomodidades de todo género en esa improvisada ciudad, parecen no molestar lo más mínimo a todos aquellos compradores, procedentes de los rincones más apartados del Globo en busca de codiciadas presas.

El mandah hizo descargar las ostras recogidas el día anterior en un recinto de su propiedad. En cuanto se terminó la operación bajó a tierra, abriéndose paso por entre una muchedumbre de gentes que llenaban la orilla, y se fue en derechura hacia una barraca hecha con esteras y cañas de bambú entrelazadas de la mejor manera posible, ante la cual dormitaban varios buzos y patrones de barcos.

Entró haciendo seña para que le siguiera a uno de los patrones, y después de un breve diálogo volvió a salir, diciéndole:

—¿Me has comprendido? ¡Silencio absoluto! Cien rupias de ganancia, y esta noche, en el islote donde te espera la persona que ha de ir a Colombo.

»Te recomiendo que sean hombres escogidos; y ten cuidado, porque la Asociación de pescadores tiene fijos en ti los ojos.

—¿Y el dinero que he de entregar a tus amigos?

—Lo retiras de casa de Sada, el banquero de la Asociación. Es suficiente con que le enseñes este anillo —contestó el mandah, quitándose de un dedo un aro de oro que tenía una estrella hecha con seis perlitas.

—¡Vete, y mucha discreción!

Iba a regresar a su barca, cuando se le acercó un europeo de hercúleas formas, con un bosque de pelos rojos y bigotes del mismo color, vestido de franela blanca, y cubierta la cabeza con un casco de tela, también blanca, rodeado de un gran velo verde.

—¡Perdóneme usted, patrón! —le dijo poniéndosele delante—. Usted es un pescador de perlas; ¿verdad?

—Sí —contestó Moselpati después de haberle mirado atentamente.

—Deseo que me dé usted datos y noticias para hacer una información acerca de la pesca de las perlas. Soy corresponsal de varios periódicos que me han enviado exclusivamente para hacer ese trabajo.

Iba el mandah a abrir los labios para contestar, cuando el inglés añadió:

—Yo pago esas noticias, y, por lo tanto, no le haré perder el tiempo. Me bastará media hora de conversación.

—En este momento estoy ocupadísimo: lo siento muchísimo.

El inglés arrugó el entrecejo, y dijo casi con voz amenazadora:

—Soy un europeo que está bajo la protección del Gobierno, y creo que un indio no rehusará cien rupias por unas cuantas palabras. ¿O es que usted se siente millonario?

—¡Eso ya es otro cantar! —dijo Moselpati—. Ningún pescador de perlas rehusará una suma como esa, la cual muchas veces no ganamos en veinticuatro horas de trabajo.

En seguida, hablando consigo mismo, murmuro:

—¡Pierdo la jornada de la pesca; pero gano otra más segura! ¡Shiva me protege!

El inglés esperaba la contestación golpeándose ligeramente los pantalones con una fusta que tenía en la mano.

—Acepto, porque solamente emplearemos media hora —dijo el mandah—: de otro modo no aceptaría, pues me esperan mis hombres.

—También ellos tendrán diez rupias para que puedan echar un trago de arak.

—¡Éste es un millonario! —pensó Moselpati—. ¡No todos los días tropieza uno con fortuna semejante! ¡Aprovechémonos, ya que pierdo la pesca del día de hoy!

Y alzando la voz dijo:

—Estoy a disposición de usted, sir, durante media hora; y si usted necesita una hora, también. El inglés echó una mirada en derredor como si buscase un sitio donde sentarse, y dijo:

—¿No le sería a usted molesto seguirme hasta mi posada? Comeríamos juntos.

—¡Vamos allá! —contestó el mandah, que hasta entonces no había podido probar bocado.

—Pues sígame usted.

El inglés se puso al lado del indio: por su condición de europeo, iba abriéndose paso por entre la multitud con la pequeña fusta que llevaba. Siguió subiendo hacia la parte oriental de la ciudad de las Perlas, fumando de paso con flema británica una pipa corta cargada de un tabaco malísimo.

Sin apresurarse atravesó varias calles flanqueadas por improvisadas casucas, y por último se detuvo ante un barracón con un recinto de esteras y bambúes. En la puerta se veía una gran perla hecha con una mezcla de nácar triturado y algún otro amasijo especial.

Entró como quien entra en su casa, y se sentó ante una mesa que había en una especie de gabinete, cuyas paredes eran también de esteras y bambúes acomodados lo mejor posible.

Acudió enseguida un indio que parecía tratar con mucha deferencia al inglés, y le preguntó que deseaba.

—Dos biftecks y unas botellas del mejor licor —contestó el corresponsal de los diarios con cierta gravedad—; y sobre todo, que no venga nadie a molestarnos. Díselo así al propietario, porque de lo contrario, me marcharé.

No habían trascurrido cinco minutos, cuando el indio volvió con dos costilletas y dos botellas llenas de polvo, y los vasos correspondientes.

—Ante todo, coma usted patrón —dijo el inglés a Maselpati—. Ahora vaciemos estas botellas y así que se queden sin gota, vendrán otras.

El mandah no se hizo repetir la invitación, y trinchó con gran contento un bifteck. Mientras tanto el inglés le interrogaba y tomaba apuntes en un librito de memorias, mirando de cuando en cuando el reloj. Detrás de las costilletas había mandado llevar currí de pescado, y, por último, una gran botella de arak.

—¡Vale cinco rupias, debe de ser excelente! ¡Pruebe usted, patrón!

Moselpati, que como todos los hombres de mar, le gustaban las bebidas alcohólicas, se echó al cuerpo un vaso de un solo tirón; pero inmediatamente hizo una mueca.

—¡Rayo de Shiva! ¿Qué es lo que han mezclado con este licor?

—¿Eh? —hizo el inglés.

—¡Está tan amargo como si hubiesen diluido algún veneno!

—¡Será el paladar de usted! —contestó con calma el inglés mirándolo irónicamente.

—¡Rayo de Visnú! ¡No es mi boca, sir! ¡Me da vueltas la cabeza como si hubiese bebido una pinta de gin!

—¡Ahora lo probare yo; y si el hostelero me ha engañado lo echo a puntapiés de fuera de la barraca!

No fue preciso que el inglés probase el licor. El mandah se había quedado rígido de repente, y sus ojos se pusieron vidriosos. Parecía que le había matado una corriente eléctrica.

—¡Imbécil! —murmuró el inglés riendo—. ¡Has caído en una trampa como un ratón que hace su primera escapada!

Dio con los nudillos en la mesa, y entró un cingalés de musculatura pesada y poderosa, y además tuerto.

—¿Está ya hecho? —preguntó dirigiéndose al inglés.

—¡Ya no se mueve mi querido Tuerto!

—Está usted seguro, señor, de que este es el mandah que los acogió en su barca.

—Desde que desembarcaron en la ciudad de las perlas he venido siguiéndolos. ¡A mí no se me escapa un hombre en cuanto me pongo tras de su pista! Tira el contenido de esa botella y manda que venga el carro. ¿Has pagado al patrón de la posada?

—Sí, y no hablará. Además, cree de buenas que se trata de una broma —contestó el cingalés.

—¡Eres un tunante redomado, Tuerto! —dijo el inglés, o mejor dicho, el irlandés, el vigilante de presidio a quien Jody había jugado la perrada de emborracharle.

—¡Quiero volver a llevar a presidio a ese perro de Palicur! —contestó el cingalés con voz ronca—. ¡Él allí, y yo libre, pues tengo en el bolsillo la promesa del Comandante de que me indultarán!

—Y yo quiero volver a llevar a Jody, juntamente con ese condenado de contramaestre —dijo el irlandés—. ¡En fin, basta! ¡No es hablando como hemos de prenderlos y conducirlos de nuevo a la gran isla Andamana!

El Tuerto salió rápidamente, y al cabo de algunos minutos volvió a entrar diciendo:

—Está delante de la puerta.

—Coge a este imbécil por las piernas, y yo le cogeré por debajo de los brazos.

—¿Y si nos ven y nos preguntan?

—Diremos a esos curiosos, si los hay, que está borracho —contestó el irlandés—. ¡Arriba; ayúdame!

Levantaron al pobre mandah, que no daba señales de vida, y le sacaron fuera de la tienda de comidas.

Ante la puerta había un gran carro con la caja pintada de azul, con un toldo grueso sostenido por columnillas, y tirado por cuatro pares de zebúes.

Los guiaba un muchacho cingalés armado con una larga aijada.

El irlandés y el Tuerto tendieron al mandah en un petate colocado dentro del carro, bajaron la lona, y se sentaron a la delantera, diciendo al muchacho:

—¡Echa a andar!

Los zebúes partieron al trote corto, y, haciendo resonar ruidosamente el pesado vehículo, se dirigieron hacia el extremo occidental de la ciudad de las Perlas.

Nadie había puesto atención en lo sucedido, a pesar de la enorme multitud cosmopolita que invadía la calle, pues todos estaban preocupados con las contratas de perlas y ostras.

La caminata duró veinte minutos. El carro se detuvo ante una cabaña aislada, mejor construida que la generalidad, y rodeada de una empalizada muy alta que ocultaba el interior a toda mirada indiscreta.

El irlandés y el Tuerto sacaron del carro al mandah y le llevaron a la cabaña, en tanto que el muchacho, a quien habían dado una rupia, se alejaba presurosamente aguijoneando a los bueyecillos.

Aquella vivienda no parecía que hubiese estado habitada hasta entonces: no había más enseres que una estera y cuatro medias nueces de coco cerradas con cubierta de arcilla.

El Tuerto y el irlandés colocaron al mandah en la estera, y se quedaron mirándole con gran atención durante algunos minutos.

—¿Puedes hacer que vuelva en sí? —preguntó por último el vigilante.

—¡Eso es muy fácil, señor Foster! —contestó el cingalés.

Rebuscó en su faja, y sacó un frasquito que contenía un licor rojizo; desnudó el cuchillo de que iba armado, e introdujo la punta entre los dientes del mandah, que los tenía fuertemente cerrados.

—¡No me estropees la combinación! —dijo el irlandés.

—¡No tenga usted miedo! —contesto el Tuerto.

Haciendo un esfuerzo entreabrió los dientes del pescador de perlas, y le echó dentro de la boca cinco gotas de aquel filtro misterioso.

Moselpati se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica; abrió los ojos, que había tenido medio cerrados hasta entonces, y sin necesidad de ayuda se sentó de un salto, llevándose ambas manos al corazón.

—¡Ardo! —exclamó.

—¡Eso pasa enseguida! —respondió el cingalés sonriéndose—. ¿Cómo estás, viejo mío? ¿Me conoces? Han trascurrido muchos meses, es verdad; pero debes de tener todavía buena memoria. ¡Mírame bien, Moselpati!

El mandah se había quedado inmóvil, con la boca abierta y los ojos espantados y fijos en el cingalés.

—¡Vamos; un esfuercito de memoria! —dijo el Tuerto con aire de mofa—. ¡Es imposible que ya no te acuerdes de Kolloma, a quien has visto varias veces en la cabaña del viejo Chitol!

El mandah seguía mirándole sin decir palabra. Sin embargo, su rostro se alteraba poco a poco, adquiriendo una expresión de angustia que no pasó inadvertida para el vigilante y su compañero.

—¿Quieres un vaso de agua para que se te suelte la lengua y se te aclare la memoria? —le preguntó el cingalés, siempre en tono de mofa—. ¿Es posible que ya se haya fosilizado tu memoria? ¡Recuerda, viejo; recuerda!

—¡Sí; ya te he visto otras veces! —contestó por último Moselpati—. Entonces eras pecador; y ahora, ¿qué eres? Me dijeron que te habían llevado al presidio de Port-Cornwallis. ¿Cómo es que te encuentro aquí?

—¡Eso es cosa que no te interesa! —dijo el cingalés.

—¿Te han indultado, o has huido? —Si hubiese huido, no hubiera venido a esta ciudad, donde pululan guardias y policías. ¡Ah, Moselpati; la vejez entontece demasiado pronto a ciertos hombres! En fin, ¿sabes quién soy?

—Sí —contestó el mandah—. Te he visto, efectivamente, varias veces en la vivienda del viejo Chitol. Y ahora me explicarás por qué me has traído aquí, y por qué este inglés me ha dado a beber un narcótico.

—¡Despacio, viejecito! Por ahora deja tranquilo a este señor, que no tiene ninguna gana de darte explicaciones, y, en cambio, contesta a lo que voy a preguntarte: ¿Quiénes eran aquellas tres personas que tomaste a bordo de tu barca cuando te dirigías hacia el banco?

Moselpati se estremeció y miró fijamente durante algunos instantes al cingalés; pero enseguida se hizo cargo de que aquel silencio podría hacer sospechar a los dos bribones, y contestó enseguida:

—Tomé a bordo a dos buenos buzos y un marinero muy hábil que me hacían falta.

—¿Y de dónde venían? —preguntó el Tuerto.

—De Martabán, donde me los contrató un amigo mío que está en Birmania.

—¿Estás seguro?

—¿Qué quieres decir con eso, Tuerto? —preguntó el mandah con voz airada.

—¡Que quieres engañarme!

—¿Para qué?

—¡Lo sabrás enseguida! Uno de esos hombres es un inglés.

—Sí; es un buen piloto.

—¿Y se llama?

—Hollydae.

—¿Y los otros dos?

—Todavía no les he preguntado su nombre.

El Tuerto soltó la carcajada.

—¡Viejo imbécil! —gritó—. ¿Me crees un chiquillo? Ya que tú no sabes quiénes son, te lo diré yo. El inglés se llama Will; el mulato, Jody, y el tercero, Palicur; y se han escapado del presidio de Port-Cornwallis. ¿Es así, viejo Moselpati?

El infeliz mandah comprendió por la entonación con que fueron dichas estas palabras que el objeto que había inducido a aquellas gentes a apoderarse de su persona por medio de la traición de que fue víctima era en primer término la persecución de sus amigos y protegidos.

Sintió que violenta cólera enardecía su sangre, y tomó la generosa resolución de sacrificarse por ellos, si tanto fuera necesario.

4. UN SUPLICIO HORRIBLE

Al oír el mandah estas palabras no pudo reprimir un movimiento de espanto y de cólera al propio tiempo.

Si aquel tunante conocía tan bien a los tres expenados, había gran peligro de que las autoridades inglesas fuesen a buscarlos a su refugio para enviarlos de nuevo a presidio. Sin embargo, aun cuando comprendiese perfectamente que todo intento para engañar a aquel bribón era inútil en absoluto, procuró resistir.

—¡Tú estás loco! —dijo al Tuerto—. Esos hombres no se han escapado de ningún presidio: son personas honradas que pescaban perlas en la bahía de Martabán, y no se llaman como dices. Estás equivocado; ¡pero muy equivocado! Ve a buscar a otra parte a esos hombres; mas no a mi barca.

—No es preciso; porque si ésos no fuesen realmente los tres presidiarios, bastaría con una sola palabra para demostrarte que no me equivoco.

—Dila.

—¿Por qué te has apresurado a esconderlos? Así que concluyó la pesca, ¿por qué no regresaste a la ciudad de las Perlas, como las demás barcas lo hicieron?

—¿Quién te ha dicho eso? —gritó el mandah.

—Te hemos seguido y vigilado.

—¡La chalupa de vapor! —dijo incautamente Moselpati.

—Íbamos nosotros en ella, querido mío —respondió el Tuerto—. Yo sabía que esos fugitivos iban a bordo del velero martabanés, y apenas desembarqué aquí fleté la chalupa, y llegué a tiempo para verlos trasbordar a tu barca.

»Puedes tirar ya tus cartas, mi viejo. La partida la he ganado yo, y por ahora no pienso dejarte margen para que te tomes el desquite.

Moselpati había quedado como herido por un rayo ante aquella revelación inesperada. Durante algunos instantes fue incapaz de encontrar una sola palabra; pero enseguida, mirando fijamente al rostro de aquel miserable, le dijo en tono de desafío:

—¿Y qué? Aun cuando sea como tú dices, ¿qué? ¿Qué es lo que exiges de mí? ¡Ten cuidado!, porque no estamos en medio de un bosque ni en un desierto, y en la ciudad de las Perlas no faltan policías.

—¡La policía tiene otras cosas que hacer en estos momentos para venir a ocuparse en averiguar lo que hacemos, viejo mandah! —dijo el irlandés—. ¡No tengas cuidado, que no ha de venir a interrumpirnos!

—Pero, en fin, ¿qué me queréis? —bramó el pescador, que comenzaba a perder la paciencia—. ¿Sois gente honrada, o canallas?

—Un poco de lo uno y de lo otro —contestó el cingalés riendo a mandíbula batiente—. ¡No te alborotes tanto, viejo, y prosigue contestando! ¿Qué es lo que han venido a hacer aquí esos hombres?

—¡Anda a preguntárselo a ellos!

—Tú debes de saberlo.

—¡Yo no conozco sus secretos!

—¡Cuidado, Moselpati! —dijo el cingalés con voz amenazadora—. ¡No sales de aquí sin que digas por qué han venido a esta ciudad en lugar de irse lejos! Palicur ha venido, seguramente, para ver de libertar a la hija de Chitol.

—Entonces, si lo sabes, es inútil queme importunes —dijo el mandah.

—Quiero saber de qué medio va a valerse para libertarla; y como tú eres amigo suyo, quiero que me lo digas. Esa muchacha, a quien yo amo con más intensidad que ese indio maldito, no debe ir a parar a él. ¡O mía, o de la muerte! ¿Me entiendes, viejo?

—¡Pues ve a buscarla, ya que tanto te interesa! —dijo el mandah—. Para mí las mujeres son las ostras perlíferas, y no quiero otras. Soy un pescador de perlas; ¿me entiendes, Tuerto?

—Sabe secretos que no quiere descubrir —dijo el cingalés volviéndose al vigilante—. ¡Bah! ¡Esos animalillos, tan pequeños como bravos, le harán gritar mejor que nada! ¡Respondo de ello!

—¡Eres un canalla, Tuerto!

—Poco importa ser o no un hombre honrado: lo que ahora me interesa es que me digas cómo va a componérselas Palicur para libertar a la hija del viejo Chitol.

—¡Ve a preguntárselo a él, bribón!

Un relámpago terrible brilló en el único ojo del cingalés.

—¡Ah! —exclamó con voz ronca—. ¿No quieres decírmelo? ¡Bueno; vamos a ver si tu voluntad es más fuerte que el sueño! ¡Hay suficientes reptiles en esas nueces de coco!

—¿Qué es lo que quieres hacer, canalla? —gritó el mandah.

—¡Espera un poco!

Se inclinó hacia el irlandés, y le susurró unas cuantas palabras al oído.

El vigilante hizo un gesto de aprobación, se puso el sombrero que había dejado en un ángulo de la cabaña, encendió la pipa, y se fue, cerrando tras sí la puerta ruidosamente.

—Moselpati —dijo el cingalés con una sonrisa feroz—, ¿cuánto durará tu firmeza? El narcótico debe de haberte dejado con un deseo irresistible de dormir. ¡No tardarás en cerrar los ojos!

—Sí; me siento sin fuerzas, y tengo mucho sueño —dijo el mandah.

—Entonces, acuéstate; pero ten en cuenta que habrá quien te impida cerrar los párpados, a no ser que prefieras contarme qué es lo que piensa hacer ese perro de Palicur para dar la libertad a la hija de Chitol.

—¡Calla, o concluiré por hacerte pedazos, miserable!

—¡Yo callar! ¡Hacerme pedazos! ¡Tú quieres divertirte, mi pobre Moselpati! —dijo el cingalés—. Estamos los dos solos, y haré contigo lo que me parezca. ¡Puedes llamar a la policía!

—¡Mañana mandaré que te arresten, miserable!

—¿Mañana? ¡Es demasiado pronto, querido viejo!

El cingalés encendió una lámpara que había sobre una piedra, y se acurrucó como una bestia feroz en acecho en un extremo de la estera, clavando en el mandah una mirada llena de odio.

El pescador de perlas, a quien el narcótico que le habían suministrado le producía una gran pesadez en los párpados, se había tendido. Experimentaba un deseo irresistible de dormir; pero procuraba reaccionar enérgicamente contra aquel sopor, pues no olvidaba la amenaza del cingalés.

Éste no parecía cuidarse, al menos por el momento, del prisionero. Sentado sobre los talones, fumaba con placidez, y tenía fija en su víctima una mirada abrasadora.

No hablaba; pero sonreía maliciosamente, acariciando de cuando en cuando con feroz voluptuosidad dos medios cocos que tenía al lado.

Molesto por aquella mirada con que parecía querer magnetizarle, Moselpati hacía prodigiosos esfuerzos para tener abiertos los ojos, preguntándose lleno de angustia cuánto tiempo podría resistir.

El efecto del narcótico no se había desvanecido por completo, a pesar del licor que le suministrara el cingalés; y el desgraciado pescador sentía que el sueño iba poco a poco apoderándose de él por completo. Bostezaba hasta descoyuntarse las mandíbulas, y los párpados se le hacían más pesados, al paso que se le nublaba el cerebro como si le invadiese una niebla.

El Tuerto no le quitaba ojo, y reía maliciosamente viendo los inútiles esfuerzos que hacía el pescador.

—¡Déjame dormir! —dijo ya, llegado un momento en que no pudo más.

—Sí, te dejaré dormir; pero antes me dirás con qué medios cuenta Palicur para libertar a la hija de Chitol —contestó el cingalés.

—Repito que no sé nada. ¡Te lo juro!

—Es inútil que jures; y lo mismo te digo de la cháchara inútil. ¡O confiesas, o por todas las serpientes de Ceylán te aseguro que no te dejo cerrar los ojos!

—¡Ten en cuenta que algún día me veré libre, y entonces!…

El cingalés se echó a reír.

—¡Por ahora estás en mis manos, y no te escaparás tan fácilmente! ¿Confiesas? ¿Sí, o no?

—¡Primero, déjame dormir!

—¡No!

—¡Te lo ruego!

—¡No! —contestó ferozmente el cingalés—. ¡No!

—¡Tanto da! ¡Dormiré lo mismo!

—¡Haz la prueba!

El mandah se había dejado caer pesadamente con los ojos cerrados. No podía resistir a la somnolencia.

—¡Ah! ¿Lo mismo te da, y te duermes? —dijo el cingalés apretando los dientes—. ¡Espera un poco!

Cogió un muellecito de acero; abrió una de las nueces de coco, sujetando, sin embargo, la tapa de arcilla, y echó dentro una mirada. El recipiente estaba lleno de grandes arañas negras, aterciopeladas, y de escorpiones de distintas dimensiones y colores que luchaban ferozmente entre sí.

El cingalés pasó revista con el muelle dentro del recipiente, y extrajo un gran escorpión de color oscuro. De un tirón quitó un zapato al mandah dejándole al aire el pie derecho, y le acercó el insecto al dedo pequeño, diciendo:

—¡Entonces, muerde!

El escorpión, furioso al sentirse oprimir el cuerpo con el acero, clavó las garras en el dedo, apretando ferozmente e inyectando en la piel una gota de veneno. Moselpati se enderezó de repente lanzando un alarido de dolor.

—¡Ah, perro!

—¡Te había prevenido que no durmieses! —dijo fríamente el cingalés volviendo a meter el escorpión en el coco—. Si vuelves a cerrar los ojos, haré que te muerda una escolopendra. ¡Mira: tengo un buen repuesto en este recipiente!

—¡Que te mate un rayo de Shiva, canalla!

—¡Pero más tarde; por ahora no tiene tiempo para pensar en mí!

—¡Haré que te arresten!

—La policía está ocupada en vigilará los ladrones de perlas, y yo no soy ladrón.

—¡Eres un asesino! —bramó el mandah, que se retorcía con los dolores de la mordedura y hacia sobrehumanos esfuerzos para libertarse de las ligaduras.

—¡Palabras; nada más que palabras! ¿Quieres confesar?

—¡Ya te he dicho que no sé nada!

—¡Una hermosa araña negra! —dijo el cingalés—. ¡Ésta morderá muy bien; mejor que el escorpión!

—¡No! ¡No! —chilló el mandah.

—¿Hablarás?

Moselpati permaneció mudo. Tenía la frente cubierta de sudor, babeaba, y su rostro expresaba un terror sin límites.

—¿Hablarás? —repitió el cingalés agitando de un modo amenazador la araña.

—¡Sí! —articuló por fin el mandah, que ya se veía perdido—. ¡Hablaré!

—Dime cómo piensa Palicur libertar a la hija de Chitol.

—¡Con la perla roja! —respondió Moselpati—. ¡Miserable, que me obligas a traicionar a un amigo desgraciado!

—No he de ir a decírselo; te lo prometo. ¡La perla roja! ¡Me lo había imaginado! Entonces, ¿tú sabes dónde está? ¡Dímelo, o vuelvo a comenzar!

—¡En la extremidad del banco! ¡Entre éste y las tres rocas! ¡Allí se ahogó el hombre que la había robado!

—¿Podrá encontrarse su cadáver todavía?

—Eso no lo sé.

—La llevaba metida en un costado; ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Eso es lo que me han dicho: ya sabes demasiado.

—Todavía no; tienes que concluir de decirlo todo.

—¿Qué más quieres saber?

—¿Cómo hará Palicur para encontrarla? Dicen que en ese sitio el agua es demasiado profunda para que pueda descender un buzo.

—¡Pues no lo sé!

—¡Hum! ¡Tú eres un tunante, y lo sabes mejor que yo! ¡Vamos a ver! ¿Cómo va a descender Palicur a tanta profundidad? ¡Tuno puedes ignorarlo; y si no cantas, te planto diez escolopendras y otras tantas arañas en los pies! ¡O hablas, o dejas aquí el pellejo! ¡Vamos, decídete! ¡He perdido ya demasiado tiempo!

—¡Pero si te digo que no lo sé!

—También decías que lo ignorabas todo, hasta que te obligó a hablar la mordedura del escorpión. ¡Vamos, viejo; vacía el saco, o volvemos a comenzar!

Resuelto a obtener lo que deseaba, el cingalés acercó al pie derecho del mandah una araña de modo que le clavase las zampas en la planta.

Ante aquel contacto el pescador de perlas experimentó una fuerte sacudida, y prorrumpió en un verdadero alarido:

—¡No! ¡No!

—¡Entonces, habla! —repitió el implacable cingalés.

—Utilizarán una escafandra.

—¡Ah! ¡No había pensado en ese aparato, inventado por los malditos hombres blancos! Yo no sé qué es; pero el irlandés me lo dirá.

»¡Adelante, mi valiente Moselpati! ¿Y después? ¡Cuidado con lo que dices, porque la araña tiene una gana furiosa de morder! Por lo menos, dime si Palicur tiene alguna probabilidad de encontrar esa perla famosa. Ese cadáver puede haber sido devorado por los tiburones.

—Pudiera ser que sí.

—Dime adonde van a ir a buscar la escafandra. Aquí no debe de haberlas.

El mandah estaba bañado de sudor frío, y dudó si cometería o no aquella última traición.

—¡Muerde! —dijo el cingalés aplicando resueltamente la araña al pobre hombre.

—¡Basta, perro!

—Si concluyes de revelarlo todo…

—Will irá a buscarla a Colombo.

—¡Ah! ¡El inglés! ¡Muy bien! ¡Procuraremos que le arresten antes que salga de aquella ciudad! ¡Se está muy bien en presidio! ¡Ja, ja! ¡Y creían que iba a quedarme yo comiendo sopas hechas con aceite de coco y digiriéndolas a palos! ¡Ahora ya puedes dormir, mi pobre viejo: ya sé lo que necesitaba saber!

El pescador de perlas no contestó: se había dejado caer como un cuerpo muerto.

El cingalés echó sobre él una mirada irónica.

—¡Estúpido! —dijo—. ¡Te has dejado coger como si fueses un chiquillo! ¡Decididamente, cuando se envejece se vuelve uno idiota! ¡Yo tendré la perla y la hija de Chitol; el otro, los tres fugitivos!

¡No pueden ir mejor nuestros asuntos!

Cerró con grandes precauciones las nueces de coco para que no pudieran escapar los insectos, cogió un rollo de estera y se tumbó cerca del mandah, diciendo:

—¡Me dejará dormir tranquilamente! ¡El irlandés no volverá hasta mañana por la mañana!

¡Estos blancos son demasiado delicados para contentarse con un rollo de esteras para dormir!

Vació un vaso de licor que tenía escondido en un ángulo de la habitación, apagó la pipa y se puso a dormir. El mandah roncaba sonoramente.

Nadie, en efecto, turbó su sueño; y cuando poco después del alba entró el irlandés, que tenía la llave de la puerta, todavía no se había despertado.

—¡Arriba, Tuerto! —dijo dándole con el pie—. ¡Duermes demasiado, querido!

El cingalés se estiró, bostezando hasta descoyuntarse las mandíbulas, y se puso en pie.

—¿Qué hay? —preguntó el irlandés.

—Lo ha confesado todo. Para usted los penados, y para mí la perla; ¿no es esto?

—He prometido ayudarte.

—En la roca no hay ahora más que dos.

El vigilante arrugó el entrecejo.

—Entonces, ¿quién es el que falta?

—Will, el contramaestre.

—¿Adónde se ha escapado? ¡Cuéntamelo todo!

¡No me gusta perder el tiempo!

El Tuerto le dijo todo lo que había logrado saber por el mandah.

—¡Ah! ¿Conque va a buscar escafandras? ¡Haré que le prendan antes que salga de Colombo!

—No, señor; después: en cuanto hayan encontrado la perla.

—¡Pero si ya sabes dónde está!

—No me fío de la información del mandah. Quiero verlos descender.

—Entonces, ¿tú también necesitas una escafandra?

—Eso era lo que quería decir.

—Me cuidaré de ello. Conozco ese mecanismo, pues también he sido marinero en mis tiempos. Sé que las hay perfeccionadas y que no necesitan del antiguo pontón con la respectiva máquina para conducir el aire.

—Es justo: primero, la perla; después los prenderemos.

—¿Y qué es lo que vas a hacer con este hombre?

—Tenerle prisionero hasta que hayamos encontrado la perla robada y hayan arrestado a sus amigos. La cabaña es sólida, y, atado como está con buenas cuerdas, no le será fácil escaparse. Además, yo le vigilaré muy de cerca.

—¿Cuándo piensa usted marchar a Colombo?

—En seguida. No creo que sea difícil fletar una barca. Aquí no puedo encontrar la escafandra que necesitas.

—Y yo, ¿qué es lo que tengo que hacer?

—¿Crees que es accesible el islote donde se han refugiado Palicur y Jody?

—No; tiene los muros cortados a pico. Conozco bien esa madriguera —contestó el cingalés.

—¿Y cómo se las han arreglado esos malditos para subir?

—Eso es lo que me he preguntado varias veces, señor. No hemos visto colocar ninguna escala de mano, y, además, a bordo de los barcos de los pescadores de perlas no las hay.

—Pues ellos no han podido ir volando como si fuesen gaviotas.

—Debe de haber algún pasadizo.

—Si tú lograses descubrirlo… —murmuró el vigilante.

—Eso es lo que voy a hacer esta noche. Debe de haber un pasadizo conocido solamente por el mandah. ¡Me lo dirá, aun cuando tenga que echarle encima todas mis arañas, escorpiones y escolopendras!

—¡Cuidado con matarle! No quiero tener disgustos con la policía, porque al concluir este asunto tengo que darle cuenta de cómo lo he llevado a cabo.

»Adiós, Tuerto, y vigila bien al prisionero. ¡Si se nos escapa, tú pierdes la perla, y yo, quizás los tres penados!

5. LA FUGA DE MOSELPATI

En tanto que el pobre mandah caía en las manos del cingalés y del vigilante, el hombre que había aceptado la oferta de conducir a Colombo al contramaestre del Britannia se había dirigido apresuradamente hacia la playa para hacerse a la vela.

Era un indio como Moselpati, mucho más joven, de cuadradas espaldas y fuertes brazos, y pertenecía a la Asociación de los Pescadores de Perlas, aun cuando no tomase parte en la pesca.

Poseedor de una buena pinaza tripulada por seis marineros valientes, se dedicaba al tráfico costero, llegando algunas veces hasta los puertos del extremo meridional de la península indostánica.

Realizar un viaje a Colombo era para nuestro hombre un simple paseo. Su hermoso velero bogaba como una gaviota, aun con viento flojo.

Subió a la pinaza, que estaba anclada fuera de la rada interior, hizo levar anclas enseguida y extender la inmensa vela latina para poder llegar antes de la puesta del Sol a las aguas del islote y aprovechar la marea baja, que dejaba libre el paso secreto, del cual le diera conocimiento Moselpati.

Cuando las sombras de la noche comenzaban a extenderse se encontró ya a la altura del islote; inmediatamente descendió hasta el Sur, y disparó dos cohetes para prevenir a los tres penados, según le había recomendado el mandah.

No le fue difícil encontrar la boca del pasadizo siguiendo las instrucciones recibidas, pues en aquellos momentos la baja marea llegaba a su máximo. Ordenó a sus hombres que se mantuviesen a poca distancia, y entró resueltamente alumbrándose con una linterna.

En la primera plataforma encontró a Palicur y a Will armados con carabinas.

—¿Quién eres? —preguntó el malabar.

—El enviado de Moselpati, el mandah —contestó el marinero—. Traigo el dinero que he retirado de la caja de la Asociación de los Pescadores de Perlas, y tengo orden de llevar a uno de ustedes a Colombo.

—¿Dónde está el mandah?

—No lo sé; no he vuelto a verle desde esta mañana, porque a la media hora de hablar con él ya estaba yo en camino. Apresúrense ustedes: dentro de poco comenzará a subir la marea y no podremos salir.

Palicur tomó la suma y la dividió con Will, diciendo:

—Es mejor que lleve usted un buen repuesto de dinero. Nunca se sabe lo que puede suceder. ¿Cuándo estará usted de vuelta?

—¿Es ligera tu barca? —preguntó el contramaestre.

—Desde Manar a Matotta no hay ninguna que pueda competir con la mía.

—¿Es decir, que en seis días podremos estar de vuelta?

—Creo que estaremos antes, señor.

—¡Váyase usted, señor Will! ¡Los minutos son preciosos! Además, quiero largarme lo más pronto posible, pues no me siento seguro cerca de la ciudad de las Perlas.

—No salgáis de este refugio, Palicur —dijo el contramaestre—. El que no conozca el secreto de la entrada no puede subir.

—No saldremos: os lo prometo.

La marea comenzaba a subir entonces, y el marinero y el contramaestre pudieron pasar sin dificultad, y casi sin mojarse, hasta alcanzar la popa de la pinaza, que se había acercado a la abertura, pues en aquel momento no había oleaje de resaca.

Palicur, que había subido a reunirse con Jody, el cual se quedó en la plataforma superior, vio cómo desplegaba la pinaza su enorme vela y tomaba rápidamente el largo, puesta al Sur la proa.

—¿Le descubrirán en Colombo? —preguntó el mulato dirigiéndose al malabar, que miraba atentamente cómo desaparecía la pinaza entre las tinieblas.

—No lo creo. El señor Will es muy prudente; además, es blanco, y, por añadidura, inglés, y no le arrestarán con facilidad.

—¿Y Moselpati, que no viene? Nos había prometido que vendría esta noche.

—Me inquieta su retraso —contestó el malabar—. Ya debía encontrarse cerca de aquí, pues no ignora que cuando la marea sube no se puede entrar en la galería.

—¿Sabes en lo que estoy pensando, amigo Palicur?

—No.

—En aquella chalupa misteriosa que seguía con tanta obstinación a la barca de Moselpati.

—¡Hombre! ¡Nuestros pensamientos se han encontrado! ¡También yo estaba pensando en lo mismo!

Quedaron silenciosos un instante.

Jody volvió a decir:

—¿Le habrá sucedido alguna desgracia al mandah?

—¿Qué desgracia? Es un honrado pescador de perlas, respetado por todos, y, además, uno de los jefes más influyentes de la Asociación.

—Pues, con todo eso, estoy intranquilo, Palicur. Ya sube la marea, y su barca no parece.

—Creo que te equivocas —repuso el malabar, que se acercó rápidamente hacia el muro del lado oriental de la plataforma—. Aquél es un velero que navega con los faroles apagados.

—¿Dónde?

—Sigue la dirección de mi brazo. ¿No distingues allá lejos una sombra?

—Sí; me parece que veo avanzar una masa oscura.

—Estoy seguro de que es la barca de Moselpati —dijo el malabar—. Se dirige hacia este escollo.

—Pues llega demasiado tarde. Se oye el rumor de la marea que sube.

—¡Sí; demasiado tarde! ¡Bah! ¡Hablaremos de arriba a abajo!

La barca que la penetrante y aguda vista del malabar había distinguido entre las tinieblas se aproximaba con bastante rapidez, a pesar del viento, que había cambiado y soplaba con irregularidad.

Era uno de esos anchos y pesados veleros que usan los pescadores de perlas; por lo tanto, podía conjeturarse que fuese el de Moselpati. Dio cuatro bordadas hasta que llegó cerca del islote, y se puso al pairo frente a la abertura, que ya había cubierto casi por completo la marea.

De popa salió una voz:

—¡Eh! ¡Palicur!

Era la voz del piloto de Moselpati, un viejo pescador de perlas que había trabajado en otros tiempos en el gran banco junto con el malabar.

—¿Eres tú, Malikar? —preguntó el expenado inclinándose sobre el parapeto.

—¿Está con vosotros el mandah?

—¿Moselpati? No le hemos visto.

—¿No ha venido con la pinaza que fletó esta mañana?

—No; no venía a bordo.

El piloto lanzó una blasfemia, y después de un breve silencio volvió a decir, levantando mucho la voz para dominar el ruido de la marea.

—¿Sabes que ha desaparecido? Porque en todo el día no volvió a aparecer por la barca.

—¿Cuándo desapareció?

—Esta mañana.

—¿Iba solo cuando dejó la barca? —preguntó Jody.

—Solo, señor —contestó el piloto.

—¿No le habéis buscado? —preguntó Palicur.

—Hemos interrogado a casi todos los mandah de la ciudad de las Perlas, y no hemos podido saber más sino que le habían visto con un hombre blanco, un inglés. Eso es todo.

—¿Y qué piensas hacer?

—Ahora, disponerme para volver a la pesca, y al regreso, seguir buscándole, y hasta poner en movimiento a la policía. ¿Necesitan ustedes algo?

—Tenemos bastantes víveres.

—¿Y el inglés?

—Ya se ha marchado.

—¡Buenas noches! Mañana por la noche volveremos a vernos antes de que la marea cubra la entrada.

La barca, que con mucho trabajo se mantenía al pairo, volvió a bordear, dirigiéndose hacia el banco para hallarse en su sitio a la hora de dar comienzo al trabajo.

—¿Qué piensas de esto, Jody? ¿No te extraña la misteriosa desaparición de Moselpati? —preguntó Palicur tan pronto como desapareció la barca.

—Aquí hay un misterio que me alegraría mucho de poder adivinar —contestó el mulato, que se había quedado pensativo.

—¿Temes que le suceda algo al señor Will?

—Al señor Will, no; a nosotros, sí.

—¿Crees que hayan podido saber que nos escondemos aquí?

—¿Nos habrá hecho traición el capitán del barco martabanés? —preguntó Jody de pronto.

—¡No; es imposible! Yo le he visto volver a emprender enseguida el camino hacia el Sur. Además, aquel hombre me parece muy honrado.

—Esperemos hasta mañana por la noche, Palicur —dijo Jody—; el pasadizo está cerrado, y nadie puede venir a sorprendernos.

Tranquilizados con la subida de la marea, cuyas olas se debatían en derredor del islote, los dos expenados se acostaron bajo un pórtico, y no tardaron en quedarse dormidos, a pesar de sus inquietudes.

A la mañana siguiente cuando se despertaron vieron el banco lleno de barcas, pues ya había comenzado la pesca. Ninguna de aquellas embarcaciones se dirigió hacia el islote, y pudieron comer con toda tranquilidad.

Ni siquiera la sospechosa chalupa de vapor pareció por parte alguna.

El día trascurrió tranquilamente. Las únicas visitas que recibieron los expenados fueron las de los grandes pájaros marinos llamados quebrantahuesos, los cuales se posaban en las ruinas del fortín, sin mostrar recelo alguno por la presencia de ambos fugitivos.

A eso de media noche, en el momento en que la marea llegaba al máximum de su descenso, volvió a aparecer la barca de Moselpati.

Llegada que fue frente a la boca del pasadizo, se destacó de la barca un bote y abordó al escollo.

—¡Vamos a su encuentro! —dijo Palicur—. ¡Puede que sea Moselpati el que se ha metido en la galería!

Cogieron una linterna y descendieron a la plataforma interior, llegando a ella en el mismo instante en que desembocaba el hombre que viniera en el bote.

Era Malikar, el piloto.

—¿No le habéis encontrado todavía? —preguntaron simultáneamente Palicur y Jody.

—No —contestó el pescador con voz alterada—. Ya no sé adónde dirigir mis pesquisas, ni qué pensar de la desaparición del patrón. Tengo miedo de que le hayan asesinado creyendo que llevaba perlas consigo.

—¿Has prevenido a la policía? —preguntó Palicur.

—No me he atrevido, temiendo por ustedes.

—Has hecho bien. Sin embargo, tenemos que buscarle. Un hombre no puede desaparecer así con tanta facilidad.

—He puesto en movimiento a todos los mandah, y la Asociación por su parte también está haciendo pesquisas; pero hasta ahora nadie ha averiguado nada.

—¿No han encontrado al inglés que le acompañaba?

—También ése ha desaparecido; no se le encuentra por ninguna parte. ¿Qué es lo que debo hacer?

—Suspender la pesca y dedicaros por completo a buscar al mandah —respondió el malabar—. Me hace falta ese hombre. Cuando venga el señor Will decidiremos lo que haya de hacerse, si es que entonces no tienes todavía noticia alguna de tu desgraciado patrón.

—¿Cuándo volverá?

—El señor Will no estará aquí antes de tres o cuatro días. Si no tienes noticias que darme, es inútil que vengas. Tus paseos podrían despertar sospechas.

—Es verdad, Palicur. Hoy me ha seguido aquella chalupa de vapor.

—¿No sería otra?

—No; la reconocí enseguida.

—¿Has podido ver quiénes iban en ella?

—Iban cuatro cingaleses.

—¿Los has visto bien?

—Me ha sido imposible, porque la chalupa llevaba muy bajo el toldo.

—¿No serían marineros anglo-indios? —preguntó Jody.

—No; eran cingaleses: de eso estoy seguro —respondió el piloto. Me voy: si tengo noticias del patrón, volveré.

Bajó la escalera, desapareció por el corredor, y Palicur y Jody se quedaron mirándose llenos de ansiedad.

—Esa chalupa debe de ser del Tuerto —dijo Palicur así que se quedaron solos.

—¿Le habrá jugado alguna mala pasada a Moselpati ese bribón?

—Pudiera ser, Jody; ese hombre es capaz de todo.

Procuraron dormirse, y solamente al amanecer lograron cerrar los ojos, prolongando el sueño hasta el mediodía.

El día trascurrió en medio de una gran ansiedad, y sin que acaeciese nada notable. La barca de Moselpati no apareció.

—¡Mala señal! —murmuró el malabar moviendo tristemente la cabeza—. ¡El mandan debe de haber muerto!

Para no alarmar al mulato se calló sus temores y fingió dormir tranquilamente. Trascurrieron otros tres días entre ansias continuas y crecientes, y sin que la barca apareciese. Era la quinta noche desde que el contramaestre marchó, y, por lo tanto, quedaba la esperanza de verle regresar pronto, si no le había sucedido también alguna desgracia.

El mulato y el malabar se pusieron de acuerdo para no dormir.

La noche había descendido más oscura que de costumbre, pues el cielo se cubrió de espesas nubes que interceptaban completamente el resplandor de los astros: además, se había levantado un impetuoso viento del Sudeste.

El Océano índico murmuraba de un modo siniestro, debatiéndose con ímpetu contra el escollo. Del Mediodía venían grandes oleadas que producían un rumor sordo entre las rocas al saltar y romperse.

Los dos expenados, sentados en el muro, miraban atentamente al tenebroso horizonte, el cual no iluminaba hasta entonces relámpago alguno. Ninguno hablaba; ambos estaban muy preocupados.

Poco después de media noche Palicur señaló dos puntos luminosos en dirección de Oriente.

—Es una barca que se acerca —dijo a Jody—. Tiene la proa puesta hacia nosotros.

—¿Será la del señor Will, o la del mandah?

—Eso es lo que vamos a saber. El viento la empuja rápidamente, y dentro de veinte minutos estará aquí. ¿Baja la marea?

—Sí, Palicur; y dentro de poco estará expedito el ingreso en la galería.

Los dos puntos luminosos, que pocos instantes hacía, eran casi invisibles, se agrandaban por momentos. La barca debía de ser una magnífica velera, porque navegaba con gran velocidad.

Palicur la miraba con atención, procurando conocer si era la del pescador de perlas o la pinaza. De pronto lanzó un grito cogiendo con fuerza un brazo de Jody.

—¡El señor Will!

—¿El?

—¡Sí; es la pinaza…, una vela solamente! ¡La veo! ¡Ah! ¡Valiente marino!

El velero, que era efectivamente el que fletara Moselpati, viró de bordo a treinta pasos de distancia de la entrada de la galería, arriando a toda prisa una buena parte de la lona; enseguida echaron al mar una pequeñísima canoa, y, a pesar de la violenta resaca, se dirigió hacia el islote.

Palicur y el mulato, ambos con linternas, se precipitaron hacia la plataforma interior gritando:

—¡Señor Will! ¡Señor Will!

Dos hombres desembocaron del pasadizo y se dirigieron rápidamente a su encuentro.

—¡Sí; somos nosotros! —dijo el contramaestre del Britannia—. Moselpati y yo.

—¿También tú, mandah? —gritó Palicur—. Pero ¿no sueño?

—Me creías muerto; ¿verdad? —dijo el pescador de perlas procurando sonreír—. ¡Poco ha faltado para que el Tuerto me enviase al paraíso de Visnú!

—¡El Tuerto! —exclamaron el malabar y Jody.

—¡Silencio! —dijo el contramaestre—. Ya os lo explicaremos todo.

Hizo portavoz con las manos, e inclinándose hacia el mar gritó:

—¡Tomad el largo, y volved a buscarnos dentro de una hora!

La tripulación de la pinaza tendió la vela, y el barco, que se mantenía con trabajo cerca del islote, pues corría el peligro de estrellarse contra las peñas, empezó a dar bordadas.

—¡Subamos! ¿Puedes moverte, Moselpati?

—Las arañas y los escorpiones producen más dolor que otra cosa —contestó el mandah—. Las mordeduras cicatrizan pronto.

—¿Qué dices, Moselpati? —preguntó Palicur.

—Primero vamos arriba —dijo Will—. Hay noticias graves, y corremos gran peligro. ¡Nada menos que el de volver al presidio! ¡Seguidme!

Los tres expenados y el mandah subieron la escalera, y se sentaron en medio de las minas del fortín.

—¡Amigos —dijo el contramaestre así que pudo tomar aliento—, si no nos apresuramos a encontrar la perla, concluiremos por volver a Port-Cornwallis, porque el Tuerto sabe dónde nos escondemos!

Un grito de asombro y de rabia se escapó de los labios del malabar.

—¡Él!…

—Le he visto, y por poco no me ha hecho perder la vida con las mordeduras de los escorpiones y de las escolopendras —dijo Moselpati—. Hasta ayer he sido su prisionero, y he podido escapar por milagro.

—Pero ¿no has estado en Colombo con el señor Will?

—No —dijo el contramaestre—; no ha venido conmigo. Hace dos horas que he encontrado su barca cerca de las márgenes occidentales del banco, y le he tomado a bordo.

—¡Explíquense mejor! —dijo Palicur, que parecía fuera de sí.

El mandah le explicó en pocas palabras por qué medios había ido a caer en manos del Tuerto.

—¿Y cómo te has escapado? —preguntó Palicur.

—Royendo las cuerdas que me sujetaban y abriendo un agujero en el techo —contestó el mandah.

—El Tuerto se ausentaba con frecuencia, para ir quién sabe adónde: probablemente, a reunirse con aquel bribón de corresponsal, y yo aproveché una de sus ausencias para escaparme; pero antes volqué los cocos que contenían su peligrosa colección de arañas, escorpiones, bis cobra y escolopendras. Si ha vuelto por la noche a su cabaña, supongo que habrá probado la mordedura de esos animaluchos.

—¿Y sabe ese perro que estamos aquí?

—Ya lo sabía antes de darme tormento. Apostaría mil rupias contra una a que iba en la chalupa de vapor que vino siguiéndonos.

—Entonces, ese bribón se detuvo en la ciudad de las Perlas juntamente con el vigilante —dijo Jody—. Yo creía que se habían ido a otra parte.

¡Ah! ¡Si el martabanés nos lo hubiera advertido! ¡Por Shiva! ¡Le hubiera estrangulado antes de que desembarcase!

—Señor Will, ¿ha encontrado usted la escafandra?

—He adquirido dos, con su bomba correspondiente para el aire.

—Entonces, no perdamos tiempo. Pueden venir a prendernos de un momento a otro. ¿Serviría la pinaza?

—La prefiero incluso a la barca del mandah, pues es mucho más manejable.

—¿Podremos llegar a los tres escollos al clarear el día? —preguntó el malabar volviéndose hacia Moselpati—. Y también antes —contestó éste—. ¿Está comprendido en la sección de la pesca ese sitio?

—Sí; y podremos hacer nuestras pesquisas sin despertar sospechas.

—¡Pues embarquemos enseguida! —concluyó Palicur—. ¡O me tragan los tiburones, o yo encuentro la perla!

En aquel momento la pinaza volvía hacia el escollo.

6. LA PERLA ROJA

Comenzaban a palidecer las estrellas con los primeros reflejos del alba cuando el pequeño y veloz velero llegaba a la extremidad oriental del gran banco y anclaba a tres o cuatro cables de un grupo de escollos pequeños, cuyas puntas agudas y negras surgían de entre las aguas.

Ya habían anclado varias barcas de pescadores de perlas en las márgenes del banco, puesto que aquella punta estaba comprendida en la sección fijada por el Gobierno anglo-indio para la rebusca de los moluscos. Las tripulaciones estaban tan ocupadas con los preparativos de la pesca, que nadie había parado la atención en la llegada de la pinaza, la cual podía tomarse perfectamente por un simple barquito de pescadores indios, más cuidadosa de pescar peces que perlas; tanto más, cuanto que el patrón había mandado tender algunas redes.

Durante el viaje nocturno el contramaestre puso la bomba de aire en condiciones de funcionar, y asimismo los tubos, los trajes de caucho y las escafandras, provistas de enormes lentes.

Todo estaba dispuesto.

—¡Ya estamos! —dijo el mandah volviéndose hacia Palicur y Will—. Si no encontráis aquí la perla, es inútil buscarla en otra parte.

—¿Es éste el mismo sitio donde se hundió el ladrón? —preguntó el contramaestre.

—No puedo equivocarme —respondió el mandah—. Yo tripulaba una de las barcas que le iban a los alcances, y aquí mismo, delante de esa roca, se fue a fondo.

—¿Lograremos encontrarla? —preguntó Palicur con voz temblorosa.

—Aquí el mar está en calma casi siempre, y es posible que el cadáver esté cubierto por algunas capas de arena; a no ser que…

—¡Diga usted! —exclamó Will, viéndole vacilar—. ¿Y si algún tiburón ha devorado el cadáver? Palicur se pasó una mano por la frente, inundada de sudor frío.

—Tenemos que registrar mucho en la arena —dijo Will—. ¿Está usted cierto de que aquel hombre llevaba todavía la perla escondida en la herida del costado?

—Que tuviera en su poder la perla, nadie lo duda; que si no, no hubiera huido: ahora, que la llevase todavía oculta en la llaga, de eso sí que no hay seguridad. Dicen que apenas llegó a la ciudad de las Perlas se la había hecho extraer, y yo creo mejor esta versión que la otra. ¿Sabe usted por qué razón?

—¡Habla! —dijo Palicur.

—Porque cuando le vi saltar en el agua tenía en la mano como una bolsa de mallas de acero, que me pareció que contenía algo. ¿Quién asegura que no la llevase allí? —dijo el mandah.

—Si eso fuera exacto, aumentarían las probabilidades de encontrarla —contestó Will—, porque si el cadáver ha sido devorado por los tiburones, la bolsa podremos encontrarla entre la arena. ¡No te desanimes, Palicur! ¿Qué quiere esa barca?

Uno de los veleros que pescaban en las orillas del banco, y que no llevaba en la popa el distintivo de la Asociación de Pescadores de Perlas, había levado el ancla y se adelantaba lentamente hacia la barca de Moselpati.

Al oír la pregunta de Will todos se habían vuelto vivamente; pero el velero se detuvo a tres o cuatro cables de distancia, y echó de nuevo a fondo el ancla.

—Han buscado un sitio mejor, y nada más —dijo Moselpati—. Esos pescadores no se cuidan de nosotros.

Sin embargo, para que no pudieran ver lo que sucedía a bordo de la pinaza mandó a los marineros que cubriesen el puente con el toldo, haciéndole echar de popa a proa.

Mientras tanto Will y Palicur, ayudados por Jody, se habían puesto las escafandras, se hicieron colocar los pesados cascos, y aseguraron los tubos para la conducción del aire.

Con antelación dio el contramaestre todas las instrucciones precisas, y había enseñado al maquinista el modo de manejar la bomba.

Se pusieron en la cintura dos grandes cuchillos, ante la eventualidad de que los acometiera algún monstruo en su excursión submarina, y quedaron dispuestos para descender.

Así que los ataron les colgaron de los cinturones dos palas pequeñas para remover la arena, y acto continuo dio orden de echarlos al agua, al propio tiempo que el mandah y el patrón de la pinaza ponían en movimiento la bomba.

Pronto desaparecieron los dos expenados, descendiendo lentamente al fondo con las precauciones debidas.

Poco después Will y el malabar hicieron pie en un banco de arena situado a veinticinco metros de profundidad. El banco estaba lleno de algas cortas, crustáceos y moluscos.

El malabar, que en la cubierta de la pinaza se encontraba casi imposibilitado de moverse por lo pesado de las suelas de plomo, quedó sorprendido al ver que había vuelto a adquirir su agilidad de siempre.

Después de recorrer el fondo en unos veinte metros registrándolo con la pala, el contramaestre se acercó al pescador, haciéndole señas con una mano para indicarle un levantamiento del banco en forma de túmulo, que estaba cubierto de crustáceos.

Pudiera suceder que el raptor de la perla famosa hubiera ido a parar a aquel sitio, y que la movible arena le hubiese enterrado antes de que su cadáver volviera a la superficie. Además, en el banco, que era muy plano, no había otra desigualdad más que aquélla.

Después de cambiar una seña ambos buzos se dirigieron hacia la pequeña elevación, dispersando con unos cuantos golpes de pala la masa de crustáceos, y se pusieron a trabajar febrilmente, a pesar de experimentar como una especie de opresión y sofocación, por su falta de hábito en aquel modo de respirar, que no era cómodo ni mucho menos.

El trabajo no era fácil, pues el fango, enturbiando el agua, les impedía verse algunas veces: sin embargo, lograron desmoronar el túmulo y hacer una excavación bastante profunda.

Iban a alargarla un poco más, cuando el contramaestre se detuvo bruscamente, precipitándose enseguida en el hueco abierto.

Esperó durante algunos minutos a que el fango volviera a sedimentarse, y enseguida indicó al malabar un cráneo humano. ¿Era el del ladrón, o el de algún pobre pescador de perlas ahogado en aquella profundidad? Fuese lo que quisiera, los dos expenados, después de cambiar mutuamente algunas señas, registraron la arena con ansia febril, esperando encontrar la bolsa de mallas de acero que el mandah había visto.

Hacía media hora que trabajaban, ahondando siempre la excavación, cuando Will se hizo adelante como el rayo: por poco no se arrancó el tubo de goma que le proveía de aire, y tiró a un lado un montón de huesos humanos; enseguida hundió las manos en la arena y extrajo un objeto que brillaba. Seguramente dio un grito; pero quedó ahogado por la pesada caperuza de metal.

En la diestra tenía una bolsa de mallas de acero, dentro de la cual había un objeto, a juzgar por el bulto que hacía.

Palicur se le fue encima y le quitó la bolsa, que abrió rápidamente.

No se había equivocado el mandah. Por entre las mallas asomó una perla de belleza maravillosa, de color de sangre, y tan gruesa como un huevo pequeño de gallina. ¡Era la celebrada perla roja! Ambos ex penados se echaron en brazos uno de otro, chocando sus pesados cascos de cobre.

Seguramente se hablaban: quizás gritaban; pero no podían oírse.

Pasado el primer momento de emoción, Will fue a dar un tirón de la cuerda que le unía a la pinaza para indicar a Jody que los elevaran a bordo, cuando al volverse le pareció ver que surgía la sombra de una persona por detrás de un montón de algas, y que se bajaba enseguida.

—¿Será un tiburón, y no un hombre? —pensó echando mano al cuchillo.

Por el movimiento del contramaestre comprendió Palicur que los amenazaba algún peligro, y a su vez tiró de cuchillo.

A punto de ser elevados, los envolvió una cantidad enorme de fango, y una ola imprevista los derribó, rompiendo los tubos del aire y abriéndoles los vestidos.

Parecía como si una mina o algún gran cartucho de dinamita hubiese estallado en el fondo del mar. Haciendo un supremo esfuerzo intentaron quitarse las escafandras de cobre; pero la asfixia los sorprendió, y cayeron tragando por litros el agua.

Cuando Palicur volvió en sí se encontró bajo la cubierta de la pinaza, tendido en un petate y con el patrón del velero al lado, que le frotaba vigorosamente el pecho, con objeto de hacerle vomitar el agua que le hinchaba el vientre.

—¡Por Shiva! —exclamó alegremente el marinero viéndole abrir los ojos—. ¡Creía que le había subido a bordo demasiado tarde! ¿Qué es lo que hicieron ustedes saltar en el fondo del mar? ¡Por poco se hace pedazos la pinaza!

Palicur quiso contestar; pero no pudo hacer otra cosa que emitir sonidos guturales.

—¡No se fatigue! —le dijo el indio—. ¡Tenemos tiempo de charlar! Y usted, señor, ¿cómo lleva a su ahogado?

La voz de Jody contestó a algunos pasos de distancia:

—Me parece que ha tragado más agua que el malabar. Sin embargo, no desespero de volverle a la vida. ¡Frote usted, mandah, y tírele de la lengua! ¡Así, muy bien! ¿Ve usted? ¡Ya comienza a respirar!

—¿Le ha quitado usted las ropas?

—Había pocas ropas que quitarle —respondió Jody—. El caucho estaba hecho jirones.

—¿Y la bolsa?

—La tengo en la mano.

—¿Es efectivamente esa perla? —preguntó el patrón de la pinaza.

—Sí; la misma.

Al oír estas palabras un temblor sacudió el cuerpo del malabar, que abrió la boca y repitió dos veces:

—¡La perla! ¡La perla!

—¡Antes beba usted esto, amigo! —le dijo el patrón de la pinaza alargándole un frasquito—. ¡Es buen gin, que le reanimará enseguida!

El malabar bebió unos tragos de gin, y se incorporó mirando al contramaestre Will, que estaba en manos de Jody y Moselpati, los cuales se afanaban por volverle a la vida.

—¿Vuelve en sí? —preguntó con voz bastante clara.

—Ya está fuera de peligro —contestó el mulato—. Debe de haber bebido con más abundancia que tú. Me parece que lo mejor será dejarle tranquilo por ahora. En cuanto haya digerido toda esa sal se pondrá admirable de bueno.

—¿Y tú, puedes hablar?

—No experimento dificultad ninguna —contestó Palicur—. Nosotros los buceadores y nadadores estamos acostumbrados a las libaciones abundantes de agua de mar; así es que los pulmones funcionan normalmente enseguida. ¿Está la perla en lugar seguro?

—La tengo yo —dijo Moselpati—. ¡No tengas cuidado! Ahora dime qué es lo que ha sucedido en el fondo del mar. Porque nosotros hemos visto elevarse un enorme chorro de agua que lanzó a la pinaza casi encima del banco, y por poco se rompen las cuerdas que os ataban. ¿Qué es lo que hicisteis estallar?

—¡Nosotros! —exclamó Palicur—. La columna de agua salió del fondo. No estábamos ciegos ni borrachos. Íbamos a volver a la superficie, cuando nos vimos envueltos por una nube espesísima de fango, y derribados impetuosamente —contestó el malabar—. Me pareció que había hecho explosión algo como una mina o un cartucho de dinamita.

—Pero ¿quién lo hizo estallar? —preguntó con interés Jody—. Nosotros estábamos subiéndoos a la superficie, y desde la pinaza no se tiró nada: de eso respondo.

—Y nosotros también —añadieron el patrón y Moselpati.

—¿No visteis a alguien por allá abajo? —preguntó Jody.

—Yo no; pero recuerdo que el señor Will me señalaba con el dedo una cosa que no tuve tiempo de distinguir, porque, como ya os digo, nos envolvió el fango, y casi al mismo tiempo reventaron nuestros vestidos de caucho y los tubos.

—¿Se habrá producido una erupción volcánica en el fondo del mar? —preguntó Jody, que se quedó pensativo.

—En ese caso, hubiera continuado —dijo Palicur—. ¿Está tranquilo el mar?

—Perfectamente tranquilo.

—¿Habrán querido asesinaros para impediros que cogieseis la perla?

—¿Quién? —preguntó Moselpati.

—¿Crees?…

Se interrumpió de repente dándose una palmada en la cabeza.

—Esa barca que pescaba a tres o cuatro cables de distancia se ha escapado; ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia el patrón de la pinaza.

—Y ya no se la ve siquiera —contestó el marinero—. ¿Qué quieres decir con eso, Moselpati?

—Que no ha sido más que alguien que iba en esa embarcación quien ha tirado un cartucho de dinamita, o hecho reventar alguna mina preparada de antemano —dijo el mandah—. ¡Ya me habían alarmado sus sospechosas maniobras!

Palicur lanzó un bramido de furor.

—¡El Tuerto! ¡Sí; no ha podido ser nadie más que él!

—¿El Tuerto? —repitió una voz.

Todos se volvieron. El contramaestre del Britannia se había sentado, y miraba con cierta sorpresa a Palicur y a las personas allí reunidas.

—¡Vivo! ¡Vivo todavía! —exclamó con voz desfallecida.

—¿Cómo se encuentra usted, señor Will? —le preguntaron enseguida Jody y el malabar.

—¡Lleno, como un odre bien repleto! —respondió esforzándose para sonreír—. Debo de tener varias pintas de agua en el cuerpo.

—¡Bah! ¡La digeriremos con calma!

—Señor Will —dijo Jody—, ¿ha visto usted a alguien antes de hacer la señal para que los izásemos?

—Sí —contestó el inglés después de reflexionar durante algunos instantes—. ¡No era un tiburón; era una figura humana: estoy seguro de ello! ¡Uf; me parece que voy a reventar!

—¿Cree usted que fuese el Tuerto?

—No he podido… verle… Sin embargo, sospecho que haya sido él… ¡Sí; un cartucho de dinamita… que por poco… nos hace pedazos! Después de un momento de silencio añadió:

—¿Y la perla?

—¡Moselpati, enséñale la perla! —exclamó Palicur.

El mandah sacó de su ancha faja la bolsa de anillos de acero, y enseñó a los dos expenados la famosa joya con la cual podía rescatarse a la linda hija de Chitol.

Era una perla soberbia, de forma de pera y del grueso de un huevo regular, con reflejos sanguinolentos, color nunca visto entre tantas perlas como se pescan en el banco de Manar.

El carbonato de calcio había absorbido, seguramente, poco a poco la sangre de la horrible herida que se produjera el ladrón, y perdido su brillo nacarado, tomando aquel color, que debía aumentar inmensamente su valía.

—¡Nunca he visto nada igual! —exclamó Will—. ¡Palicur, esta perla vivificada con la sangre vale muchos millones!

—¡No, señor Will —respondió el malabar—; no vale más que la libertad de mi prometida, de la muchacha que amo tanto, y sin la cual no podría vivir!

—Entonces, vamos a ofrecérsela a los tiruwanska del monasterio de Annaro Agburro. Tu felicidad se encuentra bajo las sombras del bogaha.

—Quería proponerle a usted que fuésemos a hacerlo enseguida, señor Will, si consiente usted en acompañarme.

—¿Por qué no? —preguntó el contramaestre—. Mi fuga de presidio os la debo a ti y a Jody. Sin vosotros, ¿qué hubiera podido hacer yo solo?

»¡Vamos a ver! ¿Cuál es el camino más corto para ir a Candy sin pasar por Colombo?

—Remontando el Kalawa.

—¿Un río?

—Sí, señor Will —respondió Palicur—. Un caudaloso río que conozco a palmos, y que llega hasta muy cerca de las montañas de Sengakogulla Navarra, las cuales denominan planicies de Candy.

—Amigo Palicur —dijo Jody volviéndose al malabar—, no olvides que soy maquinista.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó el malabar.

—Porque si todavía hay algún millar de rupias, podrías adquirir en la ciudad de las Perlas una chalupa de vapor, la cual podría dirigir yo hasta el nacimiento del río.

—Y yo me encargaré de adquirirla —dijo Moselpati—. Esas bestias que comen fuego no faltan en estas costas.

—Decide, Palicur.

—Todavía tengo dinero para comprar tres chalupas —contestó el malabar—, suponiendo que no cueste más de mil doscientas rupias cada una.

—Basta con una, y una canoa para las provisiones —dijo Jody—. ¡Por Baco! ¡No te creía tan rico!

—¡Señor! —dijo el patrón de la pinaza—. ¿Cómo oriento el rumbo del velero? Ya estamos lejos del banco.

—¡A la boca del Kalawa! —contestó Palicur—. ¡Por ahora, la ciudad de las Perlas es demasiado peligrosa para nosotros!

—¡Y con el Tuerto a la espalda! —añadió Will—. Ese canalla, viendo que no nos encuentra muertos en el fondo del mar, no se dará por vencido todavía. Usted, Moselpati, se encargará de enviarnos una buena chalupa de vapor.

—Con armas —dijo Palicur—. Las orillas del río están habitadas por tribus belicosas que podrían darnos algunos disgustos. Los batnapuras no gozan de buena fama.

Después de un momento de silencio volvió a decir:

—¡La felicidad vuelve a lucir después de las torturas del presidio! ¡Mía, o de la muerte; pero antes mataré a ese perro cingalés!

7. EL CUARTO DE GUARDIA DE JODY

—¿Ves algo, Jody?

—Sí, un punto negro.

—¿Un barco de vela?

—Todavía no puedo decírselo.

—¡No tienes vista de marino!

—Está muy lejos, señor Will, y, además, ya comienza a anochecer.

—Todavía queda un rayo de Sol.

—Voy a arribar yo también.

El contramaestre, que estaba cómodamente tendido bajo un magnífico sagolo, puso a un lado el abanico de hojas de talipot con el cual procuraba refrescarse un poco, pues el calor era excesivo; aspiró una gran bocanada de humo de su corta pipa, y se levantó.

Descendió hasta la orilla del Kalawa, que estaba llena de maleza y de árboles de tronco recto como astas de lanzas y muy altos, y miró afanosamente.

El río desembocaba en el mar en aquel mismo sitio, murmurando sus aguas entre una multitud de bancos y pequeños escollos que formaban una barra inaccesible, incluso para los barcos de pequeño tonelaje.

Algunos rollier, pájaros bellísimos por lo vario y vivo de los colores de su plumaje, revoloteaban por encima de una pareja de monos llamados nandries, los cuales tienen una larga barba blanca que les corre de oreja a oreja, y que se entretenían en hacer endiablados ejercicios gimnásticos entre las ramas de un enorme tamarindo.

El contramaestre llegó a donde estaba Jody, el cual se sostenía agarrado a las ramas de un árbol pequeño, porque el declive de la orilla es muy rápido, y dirigió la vista hacia el mar, que chispeaba vivamente bajo los últimos rayos del Sol, ya a punto de sumergirse por entero tras la líquida extensión del Océano.

—Aquello parece una chalupa —murmuró después de haber observado atentamente el punto negro que descubriera el maquinista.

—¿Una chalupa de vela?

—No, de vapor.

—¡Entonces, es la nuestra!

—No me parece que se dirige hacia este lado; por lo menos, ahora —respondió Will—. Va hacia el Septentrión, pero acercándose a la costa.

—Sin embargo, el mandah debía estar ya aquí; ¿no le parece a usted? Hace cinco días que estamos esperándole.

—La barca del mandah no tiene una máquina en el vientre. Puede haber encontrado vientos contrarios o calmas. Por otra parte, aquí se está muy bien, y, además, tenemos en nuestro poderla perla. Enciende el fuego. Palicur no tardará en traernos la cena.

—Iremos a acampar al bosque perfumado, señor Will. Así tendremos a mano las especias.

En aquel momento desaparecía el Sol, y el punto negro se hizo invisible. Los dos ex penados volvieron a subir la orilla, y se dirigieron hacia un grupo de árboles de mediana elevación y de ramaje muy espeso, cubiertos de hojas largas, pero ovaladas, y de fruta muy carnosa de lindo color azul oscuro con motas blancas, la cual esparcía un aroma penetrante.

Era un bosquecillo de cinámomos, o mejor dicho, de árboles de canela, planta que abunda en las islas de Ceylán, y que son la principal riqueza de los habitantes, que exportan la corteza en cantidades fabulosas.

La canela de aquellas tierras es la mejor del mundo se cultiva en Sumatra, en el Malabar, incluso en el Brasil y en las Antillas; pero en esos sitios la recolección es siempre muy escasa y de calidad inferior y no puede competir con la producida en Ceylán.

Después de haber apaleado con gruesas varas la hierba, por temor a que se escondiese en ella alguna serpiente manilla, cuyo veneno es más activo que el de todas las culebras conocidas, o que estuviese adormilada alguna de las enormes serpientes de las rocas, cuya longitud alcanza treinta pies, y cuya fuerza es tal que trituran entre sus anillos a los más poderosos animales, los dos expenados armaron una cómoda tienda de campaña, y enseguida encendieron fuego. Apenas habían terminado estos preparativos, cuando oyeron gritar a Palicur:

—¡Aquí está la cena: llego a tiempo!

El malabar apareció en las lindes del bosquecito con una carabina en una mano y llevando a cuestas un animal tan corpulento, que otro que no fuese él no hubiera podido llevarlo.

—¿Qué es lo que nos traes, Palicur? —preguntó Will.

—¡Un hermoso jabalí, que me hizo correr más de cuatro horas para poder atraparle! —respondió el malabar tirando al suelo el animal. Jody, armado de un gran cuchillo, se adelantó hacia la pieza para descuartizarla.

—¿No hay todavía noticia alguna del mandah?

—¡Nada! —contestó el contramaestre—. Hemos visto una chalupa que parecía de vapor; pero no debía de ser la nuestra, porque me pareció que se dirigía hacia el Norte. ¿Tienes mucha prisa, mi bravo Palicur?

—¡Es verdad! —contestó el malabar exhalando un suspiro—. ¡Tengo deseos de entregar la perla cuanto antes a los monjes de Annaro Agburro!

—¿Durará mucho nuestro viaje?

—Unos quince días por lo menos; y eso si no nos sucede alguna desgracia.

—¿Desgracia? Somos tres, todos fuertes y con buenas armas, y dueños de una chalupa de vapor. ¿Sabes que he encargado a Moselpati que nos traiga también un cañoncito?

—Ha hecho usted muy bien, señor Will. El país que tenemos que atravesar lo habitan los vadassos.

—¿Quiénes son los vadassos?

—Salvajes que no se parecen a los verdaderos cingaleses ni a los candianos, porque tienen el color muy negro. Viven a lo largo de los ríos y en las montañas, lo mismo que las fieras.

—¿Son belicosos?

—Bastante, señor Will, y se hacen temer de los cingaleses a pesar de tener malas armas, pues no conocen los fusiles.

—¡Nos guardaremos de ellos! —dijo Jody, que estaba asando una docena de costilletas, sirviéndole de asador la baqueta de su carabina—. ¡Si quieren importunarnos, les haremos oler la pólvora!

Quitó las costillejas del fuego, las puso en unas hojas de plátano, sacó de una caja una buena ración de bizcochos, y se sentó entre Will y Palicur.

Acabada la cena los tres expenados añadieron más leña al fuego, pues aquella floresta estaba poblada de feroces búfalos, de tigres, de osos y de leopardos, y enseguida encendieron las pipas.

Charlaron un poco, y pensando que la chalupa no se habría atrevido a meterse en aquel río tan lleno de bancos y escollos, caso de que hubiera llegado a la costa, Will y Palicur se tumbaron bajo la tienda, en tanto que Jody hacía el primer cuarto de guardia.

En la floresta reinaba un silencio profundo, interrumpido solamente por el ruido del agua que por entre multitud de obstáculos desembocaba en el mar.

Sin embargo del silencio, el maquinista no cerraba los ojos. Se apoyaba en el tronco de un cinamomo, y fumaba con el fusil sobre las rodillas, pero con el oído alerta.

Hacía ya un par de horas que velaba, cuando se le figuró oír un rumor hacia la parte de la orilla del río.

—¿Será algún leopardo? —se preguntó—. ¡Es un vecino que no me gusta, y no quisiera que se me acercase a traición!

Por un instante tuvo el pensamiento de despertar a Palicur; pero se avergonzó de interrumpir el sueño de su compañero para que fuera en su ayuda.

—¡Cuando se tiene una buena carabina en la mano, y además un cuchillo, se puede hacer trente a una fiera! —murmuró—. ¡Un leopardo no es un elefante!

Se levantó; y como siguiera oyendo el débil rumor de antes, fue poco a poco hacia el río, escondiéndose detrás de la maleza y de los troncos de los árboles.

Llegado al borde de la pendiente se detuvo para mirar hacia abajo. No había Luna; pero las estrellas difundían ese vago resplandor que en las regiones tropicales y ecuatoriales adquiere una transparencia notabilísima.

—¡Debo de haberme equivocado! —murmuró—. ¡Sería algún cocodrilo que intentaría trepar por la cuesta!

Escuchó durante algunos minutos; pero no oyendo ni viendo nada, volvió hacia el campamento, satisfecho de no haber tenido necesidad de entablar una lucha que podría ser peligrosa. Apenas se había sentado ante la tienda iluminada por la hoguera, cuando se apartaron dulcemente las hojas de un plátano dejando ver un rostro humano.

Era el del Tuerto.

—¡No me había equivocado! —susurró el cingalés con una feroz sonrisa—. ¡Queridos míos, sois todavía muy poco fuertes para mediros conmigo!

»¡Ya veremos si os dejo llegar hasta Annaro Agburro! ¡El camino es largo, y tenemos tiempo para pensar mil cosas!

»¡Allí veo a Jody; bajo la tienda estarán los otros! ¡Os adelantaremos!

Volvió a descender hacia la ribera sin hacer ruido; siguió costeándola cosa de unos seiscientos pasos, mirando con cuidado dónde posaba los pies, pues podía encontrarse ante algún voraz cocodrilo, y enseguida desapareció por entre una gran masa de verdura que le cerraba el paso, deslizándose por entre ella con la agilidad de una serpiente.

—¿Quién vive? —preguntaron.

—¡El Tuerto!

El irlandés se irguió detrás de la maleza apuntando el fusil.

—¿Qué hay?

—Están allá arriba, acampados en las márgenes de la floresta. ¡Ya le decía a usted que los encontraríamos!

—¿Están todos?

—Jody, Palicur y el inglés —contestó el Tuerto.

—¿Estás seguro?

—He visto al mulato.

—¿Y por qué están ahí detenidos?

—Esperarán alguna chalupa, pues no he visto ninguna atracada en la orilla.

—¿Los ayudará todavía ese mandah maldito?

—No lo dudo —respondió el Tuerto—. ¡Si pudiera volver a cogerle, no se escaparía otra vez! ¡Él lo ha estropeado todo!

—¡Y tú también! —contestó airadamente el irlandés—. ¡Debiste haber hecho estallar la dinamita más cerca de ellos!

—¡Me hubieran descubierto!

—¿Con la escafandra?

—¡Bueno; las recriminaciones son ahora inútiles! Pensemos en recobrar la perla y en prenderlos a todos. ¿No le bastará a usted con eso?

—¡Oh! ¡No volveré a Port-Cornwallis sin ellos; lo aseguro, Tuerto! ¡Quiero tomarme un buen desquite, y obtener, no sólo el grado, sino también un adelanto en la carrera, juntamente con una gratificación!

—Le prometo a usted ponerlos en sus manos.

—¿Cuándo?

—Apenas hayamos atravesado la región de los vadassos. Encontraré además entre mis compatriotas quien me ayude con toda energía.

—¿Tienes amigos fieles entre ellos?

—Y parientes también.

—Entonces, debemos prender a Will y a sus compañeros —dijo el irlandés después de reflexionar un instante.

—¡Es preciso! —contestó el cingalés.

—¿Podremos pasar sin que nos vean?

—Pasaremos rasando la orilla opuesta. Allí hay árboles muy grandes que proyectan una sombra espesísima.

—¡Probemos! —dijo el irlandés.

Se alejaron, siguiendo siempre el río, y se detuvieron ante una chalupa de vapor tripulada por dos cingaleses medio desnudos, pero llenos de brazaletes y ajorcas y de una red de correas adornadas con gruesos clavos dorados que los envolvían en todas direcciones.

El irlandés dijo unas cuantas palabras, en tanto que el Tuerto se ponía al timón: enseguida la chalupa, que tenía el horno encendido, atravesó el río y se dirigió hacia la orilla opuesta, sombreada por grandes árboles que se inclinaban sobre el agua.

—¡A poca máquina! —mandó el irlandés dirigiéndose hacia los cingaleses que iban al servicio de ésta—. ¡En la otra orilla hay gente que vigila!

La chalupa subía con lentitud haciendo girar blandamente la hélice; además, el ruido del río al estrellarse sus aguas en la barra ahogaba las pulsaciones de la máquina, y la sombra de los árboles no dejaba ver el humo de la chimenea.

Sentado en la proa y con un fusil entre las piernas, el irlandés miraba con atención a la otra orilla.

Pronto vio la lumbre del campamento.

—¡Qué lástima no poder sorprenderlos! —murmuró—. ¡Se habría concluido todo, y me evitaría este viaje! ¡Ese tunante de cingalés se aprovecha de mi bondad! ¡Y, sin embargo, es lo cierto que sin su ayuda quizás no hubiese logrado volver a encontrarlos!

Se levantaba, tratando de ver a Jody, cuando se oyó una voz en el campamento.

—¿Quién vive?

—¡Para la máquina! —ordenó precipitadamente el irlandés.

La chalupa se detuvo en el acto. Por suerte de ellos, las sombras en aquel sitio eran muy densas y los árboles extendían sus grandes ramas hasta muy cerca de la mitad del río, lo que hacía invisibles a los cuatro hombres aun para los ojos más avizores. Por lo tanto, era imposible que Jody hubiese podido ver la embarcación.

Lo que quizás le alarmaría sería el rugir de la máquina.

Sucedió un breve silencio, y la voz del mulato se oyó de nuevo:

—¿Es usted Moselpati?

—¡Que no conteste nadie! —dijo el irlandés, que se había tendido detrás de la borda.

—¡Si pudiese pegarle un tiro! —murmuró el Tuerto—. ¡Él fue el que me tiró al agua, y quisiera saldar la cuenta!

—¡Ese hombre me pertenece; o mejor dicho, pertenece al presidio de Port-Cornwallis! —contestó el vigilante—. ¡Tú no tienes ningún derecho sobre él!

Otra vez preguntó el mulato:

—¿Es usted Moselpati?

No oyendo respuesta alguna, descendió hasta el río agarrándose a la maleza, y se detuvo entre las hierbas acuáticas.

Allí se pudo verle parado durante algunos minutos, como procurando indagar la causa de aquel rumor sospechoso, y enseguida volver a subir la orilla y desaparecer entre los árboles.

—¡Se ha ido! —susurró el vigilante inclinándose hacia el Tuerto—. ¿Nos ponemos en marcha? —Esperemos un poco. Hay que dejarle tiempo para que pueda llegar al campamento.

—¿Ha oído usted? ¡Esperan a ese perro de mandah! —dijo el Tuerto apretando los dientes—. Era fácil adivinarlo.

Estuvieron sin moverse unos diez minutos, y enseguida la chalupa se puso en marcha, ocultándole siempre en la sombra.

Así recorrió unos seiscientos metros, y ya el irlandés se disponía a ordenar que pusieran la máquina a todo vapor, cuando vio una sombra que se agitaba en la orilla opuesta.

Lanzó una blasfemia diciendo:

—¡Jody todavía! ¿Nos habrá visto ese tuno? ¡Ya empieza a subírseme la sangre a la cabeza!

—¿Quiere usted que le mate? —preguntó de nuevo el cingalés.

—¡No; esperemos!

De pronto oyeron un grito, seguido inmediatamente de un bramido ronco.

—¿Un tigre? —preguntó el irlandés.

—Sí, señor —respondió el Tuerto.

—¿Habrá acometido a Jody?

—¡Tanto mejor! ¡Así quedaré vengado y tendré un enemigo menos!

Escucharon; pero no volvieron a oír nada.

—¡A toda máquina! —ordenó el irlandés—. ¡Que ese curioso se las arregle como pueda!

La chalupa tomó impulso y remontó rápidamente el río, desapareciendo enseguida en las tinieblas.

8. UNA LUCHA ESPANTOSA

Como hemos dicho, no habiendo visto nada sospechoso, y convencido de que se había equivocado, Jody volvió al campamento y ocupó su puesto esperando pacientemente su turno para meterse bajo las lonas de la tienda de campaña.

No habían trascurrido diez minutos cuando se vio obligado a levantarse otra vez. Del río procedía cierto rumor que, como antes, despertó sus sospechas.

Resuelto a descubrir la causa de aquel ruido, se dirigió hacia la orilla, con la firme persuasión de que le espiaba algún salvaje.

Apenas llegó al borde de la pendiente, figúresele que por la otra parte del río se deslizaba algo bajo la espesa sombra de los árboles.

Como todos los negros y mulatos, Jody tenía una vista bastante fina. Entonces fue cuando dio el primer grito, obligando al irlandés a detener de golpe la chalupa.

No recibiendo contestación, el bravo mulato, convencido de que aquel barco pretendía pasar sin ser visto por delante del campamento, y temiendo que lo tripulasen los formidables salvajes de que hablaba el malabar, había vuelto a subir, después de haber llamado a Moselpati, dispuesto a no dejar de vigilar con cuidado la otra orilla.

Quería convencerse por completo de si se había equivocado, o de si, en efecto, se trataba de una embarcación.

Fingió que se dirigía hacia el campamento; pero apenas estuvo bajo los primeros árboles se lanzó en la floresta y recorrió la orilla del río en un espacio de más de quinientos metros.

Se hallaba en medio de un laberinto de malezas, cuando oyó detrás de sí un ruido como de hojas y ramas que le hizo estremecerse.

—¡Alguien ha venido siguiéndome! —murmuró empuñando la carabina—. ¿Será alguno de los que tripulaban aquella chalupa misteriosa? ¡Temo haber cometido una tontería no despertando a Palicur y al señor Will!

»¿Y si los sorprendiesen durmiendo?

Una angustia inmensa se apoderó del mulato.

Era preciso volver a toda prisa para despertar a sus compañeros; pero por el momento no parecía cosa fácil, porque tenía cortada la retirada.

Sin embargo, como no era hombre que estuviese perplejo mucho tiempo, tomó enseguida una resolución.

—Volvamos dando un rodeo por el bosque —dijo—. ¡Si me acometen, me defenderé!

Volvió la espalda al río, sin cuidarse ya de la chalupa, y se internó en la floresta, mirando de cuando en cuando detrás de sí.

Recorrió unos cincuenta pasos, y de nuevo y a muy poca distancia crujieron hojas y ramas secas como si las pisase alguien, y estallaron cañas que se quebraban.

Se detuvo en el acto gritando:

—¿Quién anda ahí?

Nadie contestó. Iba a reanudar la interrumpida marcha, y por tercera vez los crujidos estallaron: seguidamente un animal de enormes dimensiones caía a diez o doce pasos de distancia, después de haber dado un salto tremendo.

Jody sintió helársele la sangre en las venas; pero en el acto se repuso, prefiriendo tener que hacer frente a una fiera antes que a un grupo de salvajes.

Se apoyó en el tronco de un árbol con el fusil tendido, y miró a su adversario, que a su vez le miraba también con ojos fosforescentes que lanzaban reflejos verduscos.

No tuvo necesidad de muchos esfuerzos de imaginación para reconocer qué clase de animal era el que le acometía: era un tigre monstruoso.

La fiera estaba agazapada, con la cola baja, abiertas las fauces, y movía la cabeza con rítmico balanceo.

En aquella postura permaneció un instante sin quitar ojo del mulato. Sus pupilas relumbraban con mayor intensidad. De pronto tendió la cola y dio un salto colosal.

Jody la esperaba a pie firme, resuelto a vender cara su vida. Trató de alejar de sí la idea del peligro para tirar con calma. Hizo fuego dos veces, pues la carabina era de dos cañones.

La fiera dio un aullido que repercutió bajo las copas de los árboles, y huyó a saltos por el bosque.

—¡Creo que tiene bastante! —murmuró el mulato enjugándose la frente, bañada en sudor.

Volvió a cargar a escape el arma, y seguro de que ya no volvería a incomodarle, volvió hacia el río, marchando por la orilla.

Will y Palicur debían de haber oído los disparos y, probablemente, se habrían levantado. Quería llegar para tranquilizarlos.

Jody se había hecho todas estas reflexiones sin tener en cuenta el hambre y la obstinación de la fiera. Efectivamente; se hallaría a unos cuatrocientos metros del campamento, cuando, con gran sorpresa, vio aparecer de nuevo al tigre.

—¿Le habré herido ligeramente nada más? —se preguntó retrocediendo.

Buscaba un refugio; pero no lo encontraba. A su izquierda iba el río encajonado entre las orillas, ambas muy elevadas; a derecha e izquierda no había otra cosa que maleza baja, que no podía ofrecerle amparo alguno en el caso de un segundo ataque.

El tigre llegaba de frente y gruñendo con sordo furor.

Su cuerpo se alargaba y encogía como si fuese el de una serpiente; con la cola se sacudía los costados, y con las garras arañaba la tierra cual si quisiera abrir un agujero.

Jody gritó:

—¡Señor Will!, ¡Palicur!

Un aullido horrible que lanzó la bestia y ahogó su voz anunció la acometida.

—¡Vamos contigo! —exclamó Jody.

Y casi simultáneamente descargó los dos cañones de su carabina. No tuvo tiempo de ver el efecto, porque enseguida sintió que caía sobre él de un modo violento el monstruoso tigre.

En vez de paralizarle la inminencia del peligro, le infundió una fuerza sobrehumana.

Se revolvió con rapidez sobre sí mismo, logrando librarse del formidable apretón del animal, y al verse en el borde de la pendiente se dejó resbalar hasta el río, con la esperanza de tener tiempo para ganar la otra subida.

Por desgracia suya, las aguas eran bajas en aquel sitio, y la fiera, que debía haber huido ante la nueva descarga, volvió a seguirle para alcanzarle.

El pobre mulato, medio oculto entre las hierbas acuáticas, avanzaba, observando siempre los movimientos de su adversario: ya estaba a punto de entrar en las aguas profundas, cuando le alcanzó el tigre y le detuvo con un zarpazo.

El golpe había sido tal, que se le escapó de entre las manos la carabina; arma inútil, por otra parte, pues se le había mojado la pólvora.

El aspecto del tigre era terrible. Se había puesto furioso con las heridas de la primera descarga: una le abrió un boquete en la frente, y otra, en un costado. Rechinaba con rabia los dientes, y maullaba de un modo feroz.

Jody empuñó resueltamente el gran cuchillo de caza, arma de fabricación inglesa, de algunas pulgadas de ancho y punta agudísima, y empezó a darle de puñaladas, con intento de degollarle.

De nuevo le había aferrado, y las uñas de la fiera le rasgaban la chaqueta y las carnes, al propio tiempo que sentía en el rostro el ardiente hálito de la bestia.

La espantosa lucha en medio del agua duró pocos segundos. El cuchillo de Jody le producía heridas horribles, por las cuales le salía a borbotones la sangre.

En derredor de los combatientes se tiñó de rojo el río.

De pronto aflojó la fiera, dio un último rugido y se desplomó en el fondo de la corriente, quedando casi cubierta por las aguas.

Casi en el mismo instante oyó el valeroso mulato una voz que gritaba:

—¡Jody! ¡Jody!

—¡Palicur!

Apenas tuvo fuerzas para contestar, pues sentía que rápidamente se desmayaba.

Dos sombras humanas se deslizaron por la pendiente abajo y le recibieron entre sus brazos.

—¡Por el vientre de un tiburón! —exclamó el contramaestre, sintiendo humedecidas las manos por un líquido caliente—. ¡Esto es sangre! ¡Eh, Jody! ¿Qué ha sucedido?

El mulato balbuceó algunas palabras incomprensibles, y cayó desvanecido en los robustos brazos de Palicur.

—¡Está herido, señor Will! —gritó con espanto el malabar.

—¡Ya lo he visto! —contestó el contramaestre lanzando en derredor una rápida mirada.

»¡Ah! ¡Ya lo comprendo! ¡Este desgraciado ha sido acometido por un tigre! ¡Mírale allí, Palicur!

¡Él fue quien hizo fuego sobre tan terrible fiera!

»¡Pronto! ¡Llevémosle al campamento! Puede estar herido de gravedad.

El malabar cogió al mulato y subió la orilla seguido por el contramaestre, que había recobrado el cuchillo y la carabina, aun cuando estaban bajo el agua.

En un abrir y cerrar de ojos recorrieron la distancia que los separaba del campamento, y llegados junto a la hoguera desnudaron al mulato.

El desvanecimiento lo había producido, más que otra cosa, la emoción, porque las heridas consistían en rasguños, aun cuando algo profundos, pues la gruesa tela de la chaqueta había amortiguado la acción penetrante de las garras. Se reducían las llagas a unos cuantos desgarrones en los brazos y en los hombros.

—¡No es grave! —dijo el contramaestre—. Tráeme agua y rompe en tiras una manga de tu camisa. Mañana ya podrá seguirnos, si por fortuna llega la chalupa.

Palicur bajó al río y llenó un frasco de agua. El contramaestre lavó con mucho cuidado las heridas y las vendó perfectamente; enseguida hizo beber al mulato un sorbo de gin.

Un estornudo ruidoso, acompañado de un golpe de tos, advirtió a los dos expenados que su compañero iba a volver en sí.

—¡Es fuerte este medio blanco y medio negro! —dijo riendo Will.

—¡Y valiente! —añadió Palicur—. Debe de haber sostenido la lucha cuerpo a cuerpo con la fiera.

Jody abrió los ojos.

—¿Está muerto? —preguntó, haciendo ademán de levantarse.

—Creo que a estas horas ya habrá hecho su entrada en el paraíso de los felinos, en el supuesto de que los felinos tengan paraíso —dijo Will.

—¡Por Baco! ¿Cómo le has matado, bravo Jody?

—¿Le he matado?

—Está bañándose en el río.

—¡Qué miedo, señor Will! ¡Me había agarrado con tal fuerza, que no pude echármelo de encima!

—Pero ¿por qué has ido tan lejos? —preguntó Palicur—. Antes has debido despertarnos.

—Me fui lejos porque me pareció haber visto una chalupa que marchaba rozando la otra orilla, y quería asegurarme.

—¡Una chalupa! —exclamó Will—. ¿Estás seguro de que no te has equivocado?

—No puedo afirmar si era una chalupa. Pudiera ser también un cocodrilo muy grande.

—O alguna canoa tripulada por pescadores vadassos —dijo Palicur—. ¡No nos inquietemos demasiado!

»Cuando esos salvajes son pocos en número, no se atreven a atacar.

»Vuelva usted a acostarse, señor Will; y tú, Jody, procura descansar. Ahora hago yo este cuarto de guardia.

—¿Podrás dormir? —preguntó el contramaestre al mulato.

—No me incomodan mucho las heridas, señor Will. Nosotros tenemos la piel muy dura, y somos menos sensibles que los hombres blancos.

Le condujeron debajo de la tienda, le tumbaron sobre un montón de hojas frescas y perfumadas, y enseguida el malabar se sentó junto al fuego, dando comienzo a su guardia.

Poco después de salir el Sol, Will, que hacía el último cuarto, oyó hacia la boca del río un agudo silbido que anunciaba la llegada de alguna chalupa de vapor.

Al cabo de cinco minutos se detenía cerca de la orilla una hermosa embarcación tripulada por el mandah y sus vigorosos marineros indios remolcando una pequeña pinaza.

—¡Buenos días, amigos! —gritó Moselpati subiendo la orilla—. Hemos tenido vientos contrarios, y por eso hemos tardado.

—¿Has cargado todo? —preguntó Palicur, que se apresuró a salir de la tienda.

—Tenéis víveres, armas, toldo, cobertores; todo cuanto se necesita para un largo viaje por regiones desiertas.

—¿Y el cañoncito también? —preguntó seguidamente Will.

—Con quinientas cargas —contestó el pescador de perlas.

—¿Has tenido noticia del Tuerto?

—Ninguna, Palicur. He hecho buscarle, pero en vano, por toda la ciudad de las Perlas. Debemos suponer que habrá ido a que le ahorquen lejos de Ceylán. ¿Cuándo pensáis marchar?

—Dentro de algunas horas —contestó Palicur—. ¿Te espera tu barca?

—Sí; tengo prisa por volver al banco de Manar. Ya he perdido demasiados días, y dentro de tres semanas se cierra definitivamente la pesca.

—Siquiera, comeremos juntos —dijo Will—. ¡Será la comida de despedida!

Después de haber atado la chalupa de vapor y el botecito los cuatro indios concluyeron de descuartizar al jabalí que había cazado la víspera el malabar, y en pocos momentos dispusieron una abundante comida, añadiendo a las costilletas pescado fresco de la boca del río y algunas botellas de la provisión que llevara el mandah.

Jody, que no parecía hallarse muy molesto por las heridas, tomó parte en la comida, haciéndole los honores en toda regla.

A mediodía los expenados embarcaron en la chalupa, que se apartó de la orilla remontando la corriente a gran velocidad.

Llevaban un buen repuesto de carbón, y la máquina funcionaba admirablemente. Por su parte Moselpati y los marineros indios se alejaron en el bote.

Cambiaron los últimos saludos, y barca y chalupa se alejaron.

9. EN EL RÍO KALAWA

Aun cuando la isla de Ceylán es una de las mayores del continente asiático, no tiene ríos importantes: el Mahowilla es el de curso de mayor consideración.

Todos los otros, como el Calani Ganga, el Patipal, etc., no llegan a recorrer la mitad de la isla. De estos ríos es uno el Kalawa. El trayecto que riega es pequeño, y su cauce, muy irregular y no muy abundante de agua, especialmente durante la estación de los calores, a pesar de que, según se cree, está alimentado por el lago Kaloweve.

Sin embargo, no era de temer que la chalupa adquirida por el mandah no tuviese agua suficiente en que navegar para subir la corriente hasta una distancia respetable, pues apenas calaba dos pies, a pesar de la máquina, de las provisiones y de los tres hombres que la tripulaban.

Aun cuando herido, Jody asumió enseguida sus funciones de maquinista, y Will las de timonel. Palicur se había ido a proa para vigilar el camino, con objeto de dar aviso en el caso de que apareciese algún banco, evitando que embarrancase la chalupa.

Las orillas del río estaban cubiertas de bosques espesísimos, los cuales debían de ser muy extensos. Árboles enormes alargaban sus innumerables ramas casi hasta tocar el agua. Veíanse grupos colosales de cocoteros, de árboles del pan, que por lo feraz del suelo crecían sin cultivo alguno; sagú, palma sacarina y otras altísimas con las hojas abiertas en forma de sombrilla, beteles y montañas de plantas sarmentosas que se enlazaban unas con otras como monstruosas serpientes.

Pocos eran los pájaros que, apoyados en las ramas más altas, silbaban o cantaban: en cambio, multitud de monos saqueaban los cocos y los artocarpos, produciendo un ruido endiablado. La mayor parte eran de los llamados langur, muy esbeltos, ligeros, de larguísima cola, con la cara y las manos negras y el pelaje del cuerpo amarillento.

Esos cuadrumanos llegan a tener metro y medio de estatura: pero, lo que parece increíble, apenas pesan más de diez kilogramos. Considerados como animales sagrados, porque, según la leyenda, condujeron a Ceylán a la bella Sita, mujer de Rama, abusaban de su impunidad meándose sobre los expenados, y a veces apedreándolos con frutas y pedazos de cortezas.

En cambio, en los bancos de arena se veían de cuando en cuando grandes cocodrilos con enorme boca, que cerraban ruidosamente al acercarse la chalupa, apresurándose a desaparecer bajo el agua antes de que Will o Palicur echasen mano a las carabinas.

—¡Si éstos son todos los enemigos que hemos de encontrar, en el río, no creo que tengamos que pelear mucho! —dijo el contramaestre, que miraba con atención a ambas orillas—. ¡Bastará un disparo para que todos emprendan la huida!

—¡Despacio, señor Will! —contestó Palicur—. ¡Todavía no hemos llegado al territorio donde reina Adikar!

—¿Quién es Adikar?

—El jefe más poderoso de los vadassos.

—¿Es temible ese hombre?

—Es el Napoleón de Ceylán.

—¡Cómo! —exclamó el contramaestre—. ¿Un salvaje inmundo se parangona con el más célebre guerrero de los tiempos modernos?

—Es una historia interesante, señor Will.

—Que puedes contar, pues por el momento no tenemos nada en qué ocuparnos. La chalupa no tiene necesidad de nuestros brazos: ¿verdad, Jody?

—La máquina marcha muy bien, señor Will, y el carbón abunda.

—¡Cuenta, Palicur! ¡Pasaremos mejor el tiempo!

—Pues cuentan —dijo el malabar— que hace muchos años, empujado por una violentísima tempestad, un barco francés fue a estrellarse contra la barra del Kalawa, a pesar de los esfuerzos de la tripulación.

Las orillas del río, especialmente la boca, la ocupaba una pequeña tribu de vadassos que obedecía a un jefe llamado Adikar, joven altamente ambicioso, dotado de valor extraordinario y que gozaba fama de ser muy cruel.

Por su buena estrella, en lugar de perecer a manos de aquellos negros salvajes, que los respetaron, bien por su color, o quizás porque no eran ingleses, los náufragos encontraron protección en el jefe y los trataron como amigos.

»Adikar saqueó en cuanto pudo el barco, el cual no había quedado en condiciones de navegar, y en compensación ofreció a los franceses tierras, cabañas y animales, a condición de disciplinar a sus soldados y enseñarles a combatir como los hombres blancos.

»Un día el jefe, que ya había aprendido un poco la lengua francesa, los sorprendió hablando del gran Emperador.

»—¿Quién es ese guerrero famoso que, según he oído, ha llenado el mundo con su nombre? —preguntó Adikar, que había escuchado la conversación.

»—Un joven francés que por su propio valor llegó de la nada a la mayor grandeza, y que ha vencido a todas las naciones europeas —contestó uno de los náufragos.

»—¡Alabado sea ese valiente! —dijo entonces el jefe de los salvajes—. ¡Es preciso que yo haga otro tanto!

»Y he aquí cómo en la mente del ambicioso salvaje surgió la idea de emular la gloria del gran Emperador francés.

»Poco tiempo después declaró la guerra a las tribus vecinas, pues por aquel entonces los vadassos se dividían en varias tribus independientes unas de otras, logrando con una serie de batallas afortunadas constituir un reino sólido y tan populoso como el de Candy.

»Al saber la caída de Napoleón, el orgulloso jefe, que era muy inteligente y procuraba estar al corriente de los acontecimientos mundiales, dicen que exclamó:

»—¡Ahora ya no somos más que dos a contender en la Tierra: mi hermano Jorge y yo!

Will soltó una carcajada.

—¡Qué modesto era ese salvaje! —dijo—. ¿Se creía omnipotente? ¿Por qué no hizo la guerra a la India?

—Lo hubiera intentado si hubiera tenido barcos —respondió Palicur—. Lo cierto es que aquel terrible guerrero fue extendiendo las fronteras de su reino hasta las costas septentrionales de Ceylán, y que más de una vez derrotó a las tropas del rey de Candy, llegando hasta amenazar a la capital, dando mucho que hacer a los ingleses.

—¿Y a los súbditos de su hermano el rey Jorge? —preguntó Will riendo.

—¡De qué manera tan horrible los trató, señor! —respondió el malabar—. Por aquel tiempo los ingleses intentaban extenderse por el interior de la isla, encontrándose muy pronto en contacto con los vadassos.

»Prevenido de que una colonia de hombres blancos se había establecido en el Kalawa, Adikar rogó a los colonos que fueran a su poblado para conocerlos; pero con la condición de dejar las armas fuera del recinto, como exigía la etiqueta.

»Pocos minutos después aquellos desgraciados se vieron acometidos a traición por los salvajes, que los hicieron morir entre los más atroces tormentos.

»Orgulloso con el resultado obtenido, y creyéndose invencible, acometió poco después a otra colonia de emigrantes, matándolos a todos, incluso a las mujeres y a los niños.

—¡Bonito secuaz y émulo de Napoleón! —dijo el contramaestre, interesado vivamente en el relato—. ¿De modo que ahora es más poderoso que el rey de Candy?

—No; su imperio se ha quebrantado bajo los golpes de un valiente colono llamado Poster, que puso las peras a cuarto a ese bárbaro acometiéndole a la cabeza de setecientos emigrantes que habían jurado vengar a sus compatriotas, tan brutalmente asesinados.

»Fue una batalla épica, que duró desde el amanecer hasta la puesta del Sol; pero al fin las carabinas inglesas vencieron a las flechas y a las lanzas de los guerreros vadassos. Al caer del día yacían tendidos cinco mil negros en el campo de batalla, y los restantes se salvaban huyendo.

—¿Y ahora? —preguntó Jody.

—Ahora Adikar no es más que un jefe de poca importancia, impotente para medirse con los hombres blancos, y vive en una aldea retirada en una de las orillas de este río.

»Ya está muy viejo y, además, ciego; pero, sin embargo, todavía se hace temer.

Mientras charlaban la chalupa proseguía remontando el río a poca velocidad, con objeto de no consumir demasiado carbón, aun cuando la máquina tenía un horno suficientemente ancho para poder admitir leña.

Las orillas seguían estando desiertas. No se veía cabaña alguna bajo las altas bóvedas de hoja, las cuales se sucedían sin interrupción. Tampoco habían visto hasta entonces ningún animal peligroso.

Los únicos que abundaban eran monos y cocodrilos; los pájaros escaseaban.

Hacia las cinco de la tarde la chalupa pasó por delante de un tamarindo colosal cuyo tronco estaba cubierto de cráneos humanos, clavados en la corteza del árbol por medio de grandes espinas.

—¿Es algún cementerio de los vadassos? —preguntó Will estupefacto—. ¡Es un modo algo raro de colocar los muertos!

—No, señor Will —dijo Palicur—: ese árbol recuerda una nueva crueldad de Adikar.

—Entonces, ¿son cabezas de enemigos?

—Ni siquiera eso: son cráneos de súbditos suyos.

—¿Y por qué ha matado tantos hombres? Mira: también allí veo otro árbol cubierto de cabezas humanas.

—Y otros muchos más veo yo —dijo Jody.

—¡Aquí hay centenares y centenares de cráneos!

—No; millares y millares —corrigió el malabar.

—Ésos recuerdan la muerte de ese jefe cruel.

—¡Cuenta, Palicur, cuenta! —dijo Will—. Así conoceremos a esos antropófagos, y sabremos cómo arreglarnos si tenemos que habérnoslas con ellos.

—No sé si con razón o sin ella, después de haber fundado el gran reino de que he hablado Adikar fue acusado de haber envenenado a su madre.

»No queriendo permanecer bajo el peso de tan grave acusación, decidió demostrar de tal modo su dolor, que siempre lo recordase el pueblo.

»Reunió sus bandos, se fue a la vivienda materna, y en cuanto vio que su madre exhalaba el último suspiro se rasgó los vestidos, rompió las insignias reales, y dio tales gritos, que aterrorizaron a todos.

»Sus guerreros no encontraron cosa mejor que imitarle, y durante veinticuatro horas millares y millares de personas lloraron por orden del monarca la muerte de la vieja.

—¡Apostaría a que con tantas lágrimas formarían un lago en derredor de la real cabaña, o, por lo menos una laguna! —dijo Jody.

—Al día siguiente, después de haber sido llorada la muerta-prosiguió Palicur—, y de haberse celebrado las danzas fúnebres, Adikar mandó degollar a un gran número de esclavos; enseguida dividió su ejército en dos fracciones, y dio la señal de la batalla para que en su viaje al otro mundo tuviera la difunta una escolta digna de su jerarquía.

»Por la noche quedaban sin vida en la plaza del poblado siete mil guerreros.

»Todas las cabezas se clavaron en los troncos de los árboles de la orilla del río, y al propio tiempo se cavaba un gran hoyo: depositaron en él el cadáver de la reina madre, quedando de guardia del fúnebre despojo, también en el subterráneo, cincuenta muchachas escogidas entre las más bellas de la tribu.

»Aquellas desgraciadas tuvieron que vivir un año en tan horrendo lugar, y, lo que parece increíble, soportaron las emanaciones de la descomposición de aquel cuerpo.

—¡Demonio! ¡A ver si nos obliga a nosotros a velar en la tumba de alguna de sus mujeres! —dijo estremeciéndose el contramaestre.

—Adikar no se atrevería a tanto —respondió Palicur—. Ya ha aprendido a temer a los hombres blancos.

El Sol iba a ponerse, y los tres expenados dirigieron la chalupa hacia la orilla derecha en busca de un sitio donde acampar.

Ambos lados del río estaban cubiertos de colosales árboles, los cuales crecían tan juntos, que no era posible el paso. En vista de ello decidieron pernoctar en un islote de pocos metros cuadrados, lleno de maleza, y sobre todo de plátanos de inmensas hojas. Por lo menos, allí estaban seguros de que no los sorprenderían los vadassos, suponiendo que los hubiera en las cercanías.

En aquel islote había nubes de tórtolas y de rolliers que revoloteaban por las alturas, y centenares de papagayos verdes que saludaban, dando chillidos, las primeras sombras de la noche.

Iba a atracar la chalupa, cuando Palicur, que se encontraba en la proa sondeando el agua, hizo seña a Jody para que parase la máquina.

—¿No hay fondo? —preguntó el contramaestre, que empuñaba la barra del timón.

—He visto un alarmante burbujeo —contestó el malabar frunciendo el entrecejo.

—¿Y qué significa eso?

—¡Cocodrilos, señor Will!

—¡No se atreverán a acometernos!

—¡Quién sabe!

Apenas había dicho esto cuando la chalupa recibió un golpazo colosal que hizo caer al malabar y al mulato, que se habían puesto en pie en aquel momento.

—¿Habrá hipopótamos en este río? —preguntó el contramaestre—. Sin embargo, no he oído decir que los haya en Asia.

—Es algún cocodrilo muy grande, señor Will —dijo Palicur.

Se inclinaron sobre las bordas y miraron con atención al agua, en tanto que el maquinista se apoderaba de un arpón que el previsor mandah había agregado a las armas de fuego.

Era como una lanza de larga hoja, dentellada para que produjese heridas más hondas y más anchas.

—¡Si le doy con esto, le hago que se le pase para siempre la gana de importunarnos! —dijo Jody—. ¡Para esos repugnantes lagartazos es esto mejor que una carabina!

Después del choque de la chalupa se había enturbiado el agua de tal modo, que no podía distinguirse el fondo. El anfibio, suponiendo que realmente se tratase de un gran cocodrilo, había removido el fango con algún coletazo.

—¿Ves algo, Palicur? —preguntó el contramaestre montando su carabina.

—No, señor —contestó el malabar, que se había colocado prudentemente detrás de la borda, conociendo la extraordinaria audacia de aquellos monstruos acuáticos.

De pronto emergieron bruscamente dos enormes mandíbulas a estribor de la chalupa, alargándose con rapidez hacia el contramaestre, que estaba inclinado sobre el agua.

Jody, que tenía levantado el arpón, dirigió un lanzazo terrible a las abiertas fauces del cocodrilo, haciéndole saltar un buen número de dientes e hiriéndole en el paladar.

El anfibio dio una especie de mugido, escupió un chorro de sangre y se sumergió enseguida, desapareciendo de la vista de todos.

—¿Habrá tenido suficiente? —preguntó Jody—. ¡Nunca he visto en los ríos de la India un cocodrilo tan grande!

—Ni yo tampoco —dijo Will—. ¡Debe de medir lo menos ocho metros!

—¿Volverá a atacarnos?

—Tienen la piel muy dura esos monstruos —contestó Palicur—. Si nos ha acometido, es porque debe de estar muy hambriento, pues raras veces atacan a las embarcaciones.

—Haz funcionar la hélice: un solo golpe nada más, Jody, y alcancemos el islote —dijo Will—. En tierra podremos hacerle frente sin tanto peligro.

—En seguida, y…

No concluyó la frase, porque se sintió caer sobre el contramaestre, que estaba detrás de él.

Habían levantado la chalupa, tumbándola de costado, y los tres hombres fueron rodando de un lado a otro.

En el mismo instante se oyó un largo crujido en el casco, y de un solo golpe saltó una tabla.

El gigantesco cocodrilo volvió a aparecer, e intentaba hacer pedazos la embarcación, demasiado débil para resistir a aquellos dientes, tan duros como si fuesen del mejor templado acero.

Will se levantó enseguida. Soltó la carabina y empuñó un hacha, arma más a propósito para hacer frente a esos grandes y peligrosos saurios, cuyo cuerpo está defendido por escamas óseas capaces de resistir las balas de los mejores fusiles.

La situación era terrible, porque el cocodrilo, furioso con las heridas que había recibido, sacudía la chalupa como si fuese una paja, a pesar de lo cargada que iba.

Ya había atravesado con los dientes otra tabla, y estaba haciéndola astillas.

A su vez el malabar se había levantado empuñando una carabina.

Saltó sobre las cajas para que no le alcanzasen los dientes de la fiera, e hizo fuego casi a quemarropa en dirección de un ojo.

La bala partió un trozo de la cavidad ósea, sin penetrar en la masa encefálica. Era una herida muy grave, pero no lo suficiente para matar a semejante animal.

—¡Señor Will! ¡Jody! ¡Cuidado! —gritó, en tanto que volvía a cargar precipitadamente el arma.

—¡Toma! —gritó el contramaestre levantando a escape el hacha y dejándola caer con fuerza desesperada.

Se oyó un golpe seco, y la caja craneana del saurio se hendió en una longitud de veinte o treinta centímetros.

Al mismo tiempo resonó un segundo disparo. El malabar había descargado de nuevo el arma entre las fauces abiertas del monstruo, haciéndole tragar juntamente el proyectil, el humo y el fuego.

El herido se volvió panza arriba sacudiendo algunos coletazos, y enseguida se dejó ir a fondo.

—¡Creo que ya tiene lo que necesitaba! —dijo el contramaestre—. ¡Por Baco! ¡Qué dientes! ¡Ha perforado una tabla como si fuese una simple hoja de papel, y la ha arrancado de un tirón!

—Ese daño lo arreglo yo enseguida, señor Will —contestó Jody—. Ahí viene una caja con algunos útiles de carpintero.

—Atraquemos —dijo Palicur.

El islote estaba a unos cuantos pasos. Con un golpe de palanqueta Jody lanzó la chalupa hacia el islote, y la embarrancó en la arena entre las plantas acuáticas.

Los expenados saltaron a tierra después de haber amarrado la chalupa, para que no la arrastrara la corriente, que era bastante fuerte.

Dieron un vistazo a aquel pedacito de tierra, y seguros de que entre la hierba no había serpientes, prepararon el campamento e izaron la tienda.

—Mientras preparáis la cena veré si puedo matar algún ave —dijo el contramaestre—. He visto varios ánades por el lado que nos separa de la orilla.

—Le acompaño, señor Will —dijo el malabar—. Jody puede cocinar solo.

Cogieron dos fusiles de caza, y aprovechando los últimos resplandores del crepúsculo dispararon algunos tiros sobre los volátiles acuáticos, que eran abundantísimos.

Recogieron siete u ocho ánades, y se disponían a volver al campamento, cuando les pareció ver deslizarse una persona por entre la maleza de la orilla y desaparecer rápidamente.

—¿Un hombre? —preguntó el contramaestre montando rápidamente el fusil.

—Tal me ha parecido —contestó el pescador de perlas, que miraba con atención el bosque—. ¿No sería un mono?

—¡Hum! ¿Tan alto? Nunca los he visto tan grandes, señor Will. ¿Nos vigilará alguien?

—Puede ser algún vadasso que ande a caza de algún animal salvaje. ¡No nos preocupemos! Mañana por la mañana temprano marcharemos y dejaremos atrás a ese espía. Sin embargo, velaremos y haremos nuestros cuartos de guardia, teniendo muy abiertos los ojos.

10. EL ATAQUE DE LOS «VADASSOS»

Al día siguiente, después de una noche muy tranquila, los expenados volvieron a emprender el viaje y remontaron el río con bastante velocidad, deseosos de dejar a distancia al individuo que habían visto desaparecer por entre los árboles. El agua seguía siendo profunda, aun cuando hubiese que costear en varios sitios los bancos de arena y tuviese Will que maniobrar de continuo y sondar Palicur a cada momento.

Ambas orillas seguían ofreciendo el mismo aspecto de siempre. Los árboles sucedían a los árboles, la mayor parte de colosales dimensiones, con hojas grandes, desmesuradas, que impedían penetrar a los rayos del Sol, y pobladas de papagayos chillones y de pequeñas bandadas de monos que molestaban a los viajeros tiroteándolos con frutas y cortezas.

A mediodía, rebasando una gran curva, la chalupa se encontró de improviso ante unas casitas o cabañas situadas en la orilla derecha.

—¡Alto! —gritó precipitadamente el malabar, que no esperaba encontrar viviendas en aquel sitio.

Era demasiado tarde para retroceder. Algunos hombres, más negros que los cingaleses que se paseaban en la orilla, saludaron la aparición de la chalupa con gritos ensordecedores.

—¡Es imposible escapar! —dijo Will-Además, tenemos buenas armas, y, si quieren molestarnos, les cambiaremos el entusiasmo a cañonazos. ¿Son vadassos?

—Sí, señor Will —respondió el pescador de perlas.

—¿No será éste el poblado de ese jefe terrible de quien has contado tantas historias sangrientas?

—No; ése está más lejos.

—¡Atraquemos! Con algunos regalos creo que he de amansar a esos salvajes, y obtener quizás algunas noticias de ellos.

La chalupa continuó adelante, y se detuvo ante una especie de desembarcadero hecho con troncos de árboles clavados en el fango del río.

En la orilla se habían reunido dos o tres docenas de salvajes, que miraban con curiosidad a los tres expenados, y sobre todo al contramaestre, cuyo color blanco debía de haberles producido gran efecto.

Todos eran de estatura más bien baja; tenían el cabello lanoso, la nariz corta y muy alargadas las ventanillas; boca grande y labios gruesos, pero no salientes; los ojos, pequeños y horizontales; eran delgados y un poco cargados de espaldas. Los jóvenes eran bastante agradables; en cambio, los viejos, delgadísimos, con el vientre hinchado y la cara surcada por arrugas profundas; los que aparentaban una vejez demasiado precoz, repugnaban.

Casi todos esos salvajes, pertenezcan a la isla que quieran, viven como los animales de los bosques, errando a capricho, sin albergues estables, comiendo miel, raíces e insectos, hasta los más asquerosos, y van completamente desnudos.

Los que se habían reunido en el embarcadero no se distinguían de los otros, a no ser por algún tatuaje. No llevaban taparrabos siquiera, ni brazaletes, ni collares.

Sus mismas armas eran de las más primitivas entre los pueblos incultos.

El malabar, que conocía un poco el idioma de aquellas gentes, les ofreció algunos bizcochos, que comieron ávidamente, y enseguida les dijo que quería hablar con el jefe.

—Va a venir con el adivino de la tribu —contestó el más viejo—. ¡Mírele: allí viene!

De una cabaña malísimamente construida, y que más que vivienda parecía un montón de hojas, salió un grupo que se dirigió hacia el río.

Precedían dos negros llevando un gura, originalísimo instrumento músico compuesto de un arco con una cuerda, un tubo y una pluma, y que, soplando dentro del tubo, produce sonidos tan melodiosos como los de un violín.

Detrás iba el adivino o mago de la tribu: un hombrecillo de vara y tercia escasa de estatura. Era un personaje importantísimo; pues tenía el poder de trasladar el alma de un muerto al cuerpo de un vivo, hacer llover cuando era preciso salvar la cosecha, conjurar los maleficios y combatir los espíritus malignos que habitan en las selvas.

Seguía después un tercer músico, que armaba un ruido insoportable golpeando con furia un gran pedazo de árbol socavado, de tres pies de alto y cubierto por un lado con una piel.

Tenía todo el cuerpo lleno de curiosas pinturas que querían representar monstruos, y los cabellos trenzados con plumas, rabos y huevos de animales. En el cuello, brazos y piernas lucían collares y brazaletes hechos con conchitas blancas.

El último era el jefe. Más alto que sus súbditos, de color más oscuro y mirada fosca, se contoneaba con una especie de manto rojo que parecía una criba por los agujeros que tenía, y llevaba al cuello una cola de tigre como enseña de su poder, y quizás de su ferocidad.

Palicur descendió al embarcadero llevando una botella de brandy; le seguía Will, que por precaución se había echado al hombro dos carabinas de dos cañones, y Jody permaneció de guardia en la chalupa detrás del cañoncito, que había sido cargado con balines, para ametrallar a los salvajes en el caso de que hiciesen demostraciones hostiles.

El jefe, que avanzaba con cierta vacilación, siempre detrás del mago o hechicero, al ver a Palicur se quitó el arco que llevaba a la espalda colgado como en bandolera.

—Somos amigos —dijo el malabar—, y no tenemos deseo de haceros mal ni a ti ni a los tuyos. ¡Toma y bebe!

El salvaje, que debía de conocer las botellas, con un palo rompió el gollete de la que le ofrecían, esparció por el suelo algunas gotas, quizás en homenaje de alguna divinidad, y enseguida la vació con tal gana, que el hechicero no sabía qué hacer para no quedarse sin su parte de bebida.

—Este licor es mejor que el otro —dijo después de haber bebido más de la mitad—. ¡Eres muy generoso!

—¿Cuál otro? —exclamó el malabar—. ¿Te han ofrecido alguna otra botella?

—Sí; ayer por la mañana.

—¿Quién?

—Unos hombres que tripulaban un barco de fuego parecido al tuyo —contestó el salvaje.

—¿Eran blancos esos hombres?

—Uno sólo.

—¿Y los otros?

—Me parecieron candianos.

Palicur miró al contramaestre, y le tradujo las respuestas del vadasso.

—¿Será algún inglés encargado de hacer una exploración por el río? —dijo Will—. Trata de obtener explicaciones más claras.

El malabar volvió a interrogar al salvaje; pero éste, demasiado ocupado en saborear a sorbos el brandy, contestó con tanta vaguedad, que no se pudo sacar en limpio gran cosa. Intentó preguntar al hechicero; pero no obtuvo mejor resultado.

—La tripulaban cuatro hombres, uno de los cuales era blanco-le contestaban. Y esto fue todo lo que pudo saber.

Sin embargo, el jefe no rehusó proporcionarles un guía para que pudieran pasar libremente por el río, mediante el recalo de un hacha, arma preciosísima para aquellos salvajes, que no conocían la elaboración de los metales.

Cambiaron además algunas fruslerías por frutas y pollos, y algunas horas después los tres expenados salían de la aldehuela para emprender de nuevo su viaje.

El guía que les había dado el jefe era un guerrero lleno de cicatrices, feo como un mono, de mirada oblicua nada tranquilizadora, y que llevaba al cuello su única prenda de indumentaria: la cola de una pantera negra; indicio de hombre valiente.

—¡Éste es un compañero que no me inspira ninguna confianza! —dijo Jody—. ¡No pudo habernos dado peor acompañante!

—En el primer poblado que encontremos nos desembarazaremos de él si nos da motivo de sospecha —contestó el malabar—. Quizás pueda sernos útil para pasar por delante de las aldeas sin que nos incomoden.

La chalupa, cargada de leña, seguía su marcha subiendo el río con bastante velocidad.

El vadasso, que parecía, conocer perfectamente el río, indicaba de cuando en cuando la ruta, advirtiendo la presencia de los bancos por medio de un grito.

Aquel día pasó sin incidentes notables y sin que los navegantes encontrasen un ser viviente. Los bosques se sucedían unos a otros, poblados solamente por monos.

Iba a caer la tarde, y ya Will dio orden a Jody para que dirigiera la chalupa hacia la orilla con objeto de establecer el campamento en las lindes de la floresta, pues la chalupa iba demasiado cargada para poder dormir dentro de ella, cuando el salvaje dio un grito especial, señalando al propio tiempo un grupo de plátanos pequeños, cuyas hojas se movían como si alguien tratara de abrirse paso.

—¿Qué es? —preguntó Will mirando a Palicur.

El malabar interrogó al vadasso, que se limitó a decir:

—¡Sonar!

—¿Qué dice? —preguntó el contramaestre.

—Dice que allí en medio hay un oso —contestó Palicur.

—No sabía que hubiera de esos animales en esta isla.

—Al contrario; abundan, señor, y pertenecen a la misma raza de los que se encuentran en las montañas de la India.

—¿Son muy peligrosos?

—No mucho.

—Entonces, no le dejemos escapar. Las patas de esos animales no son un bocado despreciable. ¡Pronto, Jody; a tierra!

La chalupa embarrancó la proa en la arena de la orilla, que en aquel sitio descendía suavemente, y el contramaestre y el malabar cogieron las carabinas, y saltaron con cuidado sobre la maleza que cubría la orilla.

El oso debía de haberse hecho cargo de la presencia de aquellos hombres, porque dejaron de moverse las hojas de los plátanos.

—¡Apresurémonos, señor Will, o si no, se nos escapa! —dijo el malabar—. ¡Los sonar son muy ágiles!

No era empresa fácil meterse rápidamente por la espesura. Enormes árboles alargaban sus raíces hasta el río formando una especie de barrera casi impenetrable, pues se ligaban unas con otras, entrelazándose con altas plantas parásitas que pendían como grandes festones.

Sin embargo, avanzaron un centenar de pasos. De pronto oyeron un ligero silbido, y vieron deslizarse con rapidez una sombra por entre un gran grupo de colosales bambúes que tenían diez y ocho o veinte metros de altura.

—¿Has visto, Palicur? —preguntó Will, que se había detenido en el acto.

—Sí; ha huido un hombre.

—¿Te ha lanzado una flecha?

—Sí, señor Will.

Casi al mismo tiempo oyeron un segundo silbido, y vieron escapar otra sombra por entre la espesura.

—¡Diablo! —exclamó Will—. ¡Éstos no son osos!

—¿Nos habrán tendido alguna emboscada? —se preguntó Palicur, que se había puesto detrás del tronco de un árbol.

—¿Serán quizás cazadores que, como nosotros, espiaban al oso?

—Eso no era motivo para dispararnos flechas, señor Will. Nosotros no somos sonar.

—¿Qué hacemos?

—¡Quisiera ver la cara a esos bribones, y al mismo tiempo cazar al oso!

—¡Entonces, adelante! —contestó el contramaestre.

Volvieron a emprender la marcha abriéndose paso con mucha dificultad, pues cada vez era más espeso el bosque, y paso a paso se alejaban de la ribera.

Las tierras de Ceylán, vírgenes todavía en su mayor parte, son asombrosamente fértiles.

Después de avanzar otros trescientos o cuatrocientos pasos el contramaestre y Palicur se detuvieron ante una verdadera muralla de troncos de árboles de enormes dimensiones, y tan juntos, que impedían de todo punto dar un paso más.

—¡Es imposible ir más adelante! —dijo Will de mal humor—. Tenemos que deslizamos como serpientes, y corremos el peligro de que nos sorprendan y nos claven una flecha.

—¿Dónde se habrán escondido esos bribones? —preguntó el malabar, que escudriñaba los árboles cercanos sin poder descubrir nada.

—A estas horas ya estarán lejos. Deben de ser tan ágiles como los monos.

—¿Y el oso?

—¡Oh! ¡No seremos nosotros los que nos regalaremos con sus zampas!

—¡Lo siento! —dijo Palicur—. ¡Es tan deliciosa la carne de esos animales!

—Volvámonos: no es prudente detenernos mucho tiempo aquí. Iremos a acampar en la orilla opuesta.

—¡Silencio, señor Will!

—¿Hay alguna otra cosa de nuevo?

—Me parece que he oído romperse una rama.

—¿Delante de nosotros?

—No; detrás.

—¿Será el sonar?

—Vamos a verlo, señor, y abramos los ojos. Sé que algunas tribus de vadassos usan flechas envenenadas, y no quisiera que nos hiriesen.

Apenas se habían vuelto, cuando se oyó un ligero silbido por el aire. Instintivamente el contramaestre inclinó la cabeza, y vieron que por encima de ellos pasaba una flecha, que fue a clavarse en el tronco de un cinamomo.

Se volvió rápidamente, y viendo que se movían algunos bambúes, hizo fuego en aquella dirección, tirando casi a ras de tierra.

Un grito ronco siguió al disparo, y enseguida se oyó un gemido. Los bambúes ondearon fuertemente, y después volvieron a su inmovilidad.

—Ha herido usted a alguien —dijo el malabar, que había levantado la carabina para a su vez hacer fuego también.

—Ese grito pueden haberlo lanzado para engañarnos —contestó Will.

Se acercó al árbol, arrancó la flecha y la examinó con cuidado.

Era una caña larga que terminaba en un hueso pequeño de forma cilíndrica, y lateralmente en un hierro muy aguzado.

Apenas tocó el hueso, se cayó éste.

—Una flecha de los vadassos, y, además, envenenada —dijo el malabar—. Mire usted, señor Will: el hueso está cubierto de una especie de grasa compuesta con un veneno extraído de las serpientes y mezclado con jugo de ciertas plantas.

»Es un proyectil peligroso, porque una vez que entra en las carnes no se puede arrancar enseguida, por causa del hierro.

—¡Bribones; querían matarnos!

—¡Querido Palicur, vámonos antes de que alguna flecha nos hiera! ¡Quizás no estén sólo los negros!

Emprendieron enseguida una prudente retirada, deteniéndose de cuando en cuando detrás de los troncos de los árboles para ver si los seguían, y alejándose de las espesuras entre las cuales podían estar ocultos para atacarlos.

Un cuarto de hora después, y sin otros incidentes, llegaban a la orilla en el momento en que el mulato iba a dejar la chalupa para correr en su busca, temiendo que les hubiera sucedido alguna desgracia. Al verlos aparecer salió a su encuentro enseguida, preguntándoles si habían disparado.

Así que supo la incalificable agresión se oscureció su rostro.

—¡Aquí hay algo que me inquieta! —dijo—. ¿Han encontrado ustedes al negrito que les he enviado?

—No le hemos visto —contestaron a un mismo tiempo el contramaestre y el malabar—. Apenas se oyó el disparo, marchó.

—Debía habernos encontrado, porque no nos habíamos distanciado mucho: unos trescientos o cuatrocientos metros —dijo Will.

—¡Es extraño! ¿Nos habrá abandonado ese hombre? ¡La cosa se embrolla! —dijo Palicur.

Se puso los dedos en la boca y lanzó dos silbidos agudísimos; pero no obtuvo contestación.

—Señor Will —dijo—, temo una traición. ¡Vámonos enseguida!

—Ese negro puede haberse extraviado —dijo Jody.

—¡Un hombre como él, práctico en el país! ¡Quiá! ¡Eso no! —dijo el malabar—. Si no ha vuelto, es que ese canalla se ha unido a los dos vadassos que pretendían meternos un poco de veneno en el cuerpo.

—¿Entrará el jefe de aquella aldea en alguna emboscada contra nosotros? —preguntó Will.

—No me asombraría, señor —contestó Palicur—. Alejémonos y busquemos un refugio; si es posible, en un islote.

—No será difícil encontrarlo —dijo Jody haciendo retroceder a la chalupa.

—Y poned los fusiles al alcance de la mano —ordenó el contramaestre—. Puede haber salvajes en la otra orilla.

La embarcación volvió a tomar el largo remontando el río y sosteniéndose a la misma distancia de las dos riberas, las cuales, por fortuna, estaban bastante separadas, lo cual hacía imposible que os alcanzase una flecha.

Will y Palicur se pusieron a proa con las carabinas en las rodillas, y de cuando en cuando sondaban el agua.

Ningún peligro parecía amenazarlos, al menos por el momento, porque entre las cañas acuáticas se paseaban tranquilamente algunos grandes pájaros, y en las ramas de los árboles también había bastantes.

Si hubiera salvajes escondidos entre la maleza de las orillas, las aves no estarían con tanta tranquilidad.

Ya había remontado la embarcación una gran curva, cuando se oyó entre los árboles como el resonar de golpes metálicos que parecían producidos por un martillo golpeando en una piedra.

—¿De qué es ese ruido? —preguntó Will.

—Es un pájaro, una especie de buitre —contestó el malabar.

—¡Pues no lo hubiera creído!

—Y éstos le parecerán a usted tocadores de arpa; ¿verdad, señor Will? ¿Oye usted?

Unas notas muy dulces, que parecían efectivamente producidas por un instrumento de cuerda, resonaron en la orilla izquierda.

El contramaestre miró con gran sorpresa y detenidamente a Palicur.

—Son unas aves de color de escarlata las que cantan —dijo el malabar—. Contestan a los buitres.

—Mejor dicho, a los hombres —corrigió Jody en aquel momento.

—¡Cómo! ¿Crees tú, maquinista, que?…

—Digo que ni los pájaros escarlata, ni los buitres entran en este negocio. Ese tintineo metálico me parece que lo producen azagayas chocando una con otra.

—¿Y esos arpegios?

—Son los de un rabochino (especie de guitarra).

—Puedes equivocarte, Jody —dijo Palicur.

—No —respondió el mulato—. Escucha bien, malabar. Te digo que se contestan los negros desde ambas orillas.

—¿Creerán que pueden apoderarse de nuestra chalupa? —preguntó el contramaestre.

—Son capaces de intentarlo —dijo Palicur, que ya participaba de la opinión del maquinista—. ¡Busquemos enseguida un islote, señor Will, no nos conviene acampar en ninguna orilla!

—¡Acelera un poco la marcha, Jody! —ordenó el inglés.

Las señales habían terminado. En las riberas no aparecía ningún pájaro de los cantores, lo cual justificaba el temor del mulato. Únicamente los llamados luri, pájaros muy grandes, negros y de pico amarillo, volaban pesadamente entre las cañas.

Había caído la noche, y la Luna surgía por detrás de las altas copas de los árboles. Enormes murciélagos desembocaban por entre las plantas describiendo violentos zigzags sobre la superficie del río.

La chalupa avanzaba rapidísimamente dejando tras sí una estela espumosa; pero no se veía aparecer islote alguno, ni hacia la izquierda ni hacia la derecha.

Ya iban a anclar en medio del río, cuando a algunos kilómetros de distancia distinguieron una punta de tierra que se unía a la ribera por una serie de bancos cubiertos de plantas acuáticas que apenas emergían del agua.

—Acamparemos allí —dijo Will señalando a aquella especie de peninsulita—. Si los salvajes quieren acometernos, tienen que hacerlo pasando por los bancos, y entonces los fusilaremos fácilmente.

En pocos momentos recorrió la chalupa la distancia y se detuvo dulcemente en aquella punta, la cual estaba cubierta de plátanos silvestres y grupos de altísimos bambúes.

Los expenados echaron el ancla, ataron con dobles cuerdas la proa, y enseguida tomaron posesión de aquel pedacito de tierra, haciendo huir con su presencia a algunas parejas de alcedos de plumas azul turquí, únicos habitantes de aquel sitio.

Jody y Palicur arreglaron rápidamente la cena, hicieron una gran recolección de leña seca para sostener el fuego toda la noche, y enseguida se tumbaron cerca de Will, que había encendido su pipa.

—Durmámonos lo más tarde posible —dijo el malabar.

—¿Temes que nos acometan esos bribones? —preguntó el contramaestre.

—No estoy tranquilo, señor Will: conozco la testarudez y la crueldad de los vadassos.

—¡Me alegraría mucho de poder darles una lección dura para hacer entender a esos canallas que somos hombres que sabemos defender nuestra piel y nuestra propiedad!

—¡Prefiero no tener que habérnoslas con esos demonios!

—Espero que nos dejarán tranquilos.

Así estuvieron hasta media noche, y por fin, no viendo nada de particular en la orilla a la cual se unía la península por medio de los bancos, Jody, que no estaba completamente curado de sus heridas, se retiró bajo la tienda.

El malabar y el contramaestre se colocaron uno hacia la parte del río y otro hacia la de los bancos para poder dominar el mayor espacio posible.

Iba a desaparecer la Luna detrás de una espesa nube, cuando Will vio llegar al pescador de perlas.

—¿Hay alguna novedad? —le preguntó.

—Sí, señor Will. Juraría que había visto en la otra orilla un punto luminoso que se apagó enseguida.

—¡Entonces, esos vigilan a lo que parece!

—Lo sospecho, señor.

—¿A qué esperarán para acometernos?

—Eso es lo que ignoro.

—Si no se aprovechan de la oscuridad, no sé cuándo van a hacerlo.

—¿Oye usted?

Un lúgubre aullido semejante al del lobo retumbó en la orilla opuesta.

—¿Es un bighama? —preguntó el contramaestre.

—¡Hum! —hizo el malabar—. ¡Ese aullido ha sido demasiado breve!

—¿No crees que sea un lobo cingalés?

—No, señor Will.

—Entonces, ¿crees que sea una señal? —preguntó el contramaestre.

—Tengo esa convicción. ¡Eh! ¿No lo decía yo?

Una risa aguda y burlona rompió el silencio de la noche y vibró algún tiempo entre las tinieblas.

—Sí —dijo el contramaestre—; tienes razón, Palicur: los negritos se contestan de una orilla a la otra.

—Están organizando algo en contra nuestra.

—¿Emprendemos la marcha, señor Will?

—Prefiero permanecer aquí y ver la cara a nuestros acometedores —contestó el marino—. Es mejor desembarazarnos de ellos ahora que tenerlos siempre encima.

»Saquemos las cajas de los víveres y hagamos una barricada. Debemos guardarnos de sus flechas, ya que los vadassos hacen uso del veneno.

—¡Y mortal, señor Will!

—¡Manos a la obra, Palicur!

En la chalupa había ocho cajas con víveres, ropas, objetos diversos y útiles de carpintería, etc., además de tres colchonetas y algunos barriles. Ambos expenados lo desembarcaron todo, y levantaron en derredor de la tienda una especie de trinchera suficiente para ponerlos a cubierto de las flechas, y la reforzaron con bambúes y montones de hojas.

Como aquellos salvajes no poseen arcos bien construidos, y, por lo tanto, son de muy poco alcance, con los obstáculos colocados podía bastar muy bien para evitar los dardos.

—¡Ahora que avancen! —dijo Will, que parecía hallarse satisfecho de la obra—. Con nuestras carabinas y los fusiles de caza no tenemos nada que temer.

»¿Estás seguro de que no tienen armas de fuego?

—Por lo menos, hace dos años ignoraban su manejo —respondió el malabar—. No creo que los candianos y los ingleses les hayan enseñado a servirse de ellas, ni que se las hayan vendido.

—Demos una vuelta por la punta. Tú vas de izquierda a derecha, y yo lo haré en sentido contrario.

Después de montar las carabinas el pescador de perlas y el marino emprendieron la exploración hasta encontrarse en la mitad del camino.

—¿Nada? —preguntó Will.

—He oído un chapuz, señor.

—¿Dónde?

—Hacia la orilla opuesta.

—Eso es que alguien se ha echado al agua.

—Quizás haya sido un cocodrilo.

El contramaestre se dirigió hacia la orilla y miró al río; pero la espesa sombra que proyectaba la espesura no le permitió ver nada.

—¿Ha visto usted algo?

—No —respondió el marino.

—Pues tengo la seguridad de que no me he equivocado.

Como para confirmar lo que decía Palicur, en aquel mismo momento volvió a oírse por segunda vez el aullido triste y monótono del bighama.

Casi enseguida se vio vagamente, que en la otra orilla algunas sombras descendían por entre la maleza, desapareciendo en los cañaverales que obstruían parte del río.

—¡Despierta enseguida a Jody! —dijo el contramaestre—. ¡Esos tunantes tratan de sorprendernos!

—¡Repleguémonos inmediatamente hacia la tienda, señor! —dijo el pescador de perlas—. ¡Vendrán nadando entre dos aguas, pues son tan ágiles como los peces!

En cuatro saltos llegaron a la barricada, apagaron el fuego y despertaron al maquinista.

—¡Arriba, muchacho! —dijo Will—. ¡Éste no es momento a propósito para soñar!

—¿Vienen, señor? —preguntó bostezando el maquinista.

—Sí; frótate los ojos, y, además, no desperdicies los cartuchos.

—¡Se estaba mejor sobre la quilla de aquel barco! ¡Al menos allí no había negritos dispuestos a asaltarnos con flechas envenenadas!

—¡Silencio! ¡Coge la carabina y mira hacia los bancos; pueden atacarnos por los dos lados!

Se echó detrás de una caja al lado del malabar, en tanto que el mulato se apostaba detrás de la tienda para vigilar el paso de la peninsulilla.

Los negritos habían cesado de hacer señales; pero en la orilla opuesta se oía moverse las cañas y se distinguían sombras humanas avanzar hacia el río y retroceder después, desapareciendo en medio de la espesura.

—Seguramente tratan de averiguar si estamos despiertos o dormidos —dijo el contramaestre.

—¿Serán muchos?

—Eso es lo que temo, señor —respondió el pescador de perlas—. Si fuesen pocos, no se atreverían a acometernos.

—¡Está bien; preparémonos a fusilarlos!

11. UN «KOES-COPS»

Con gran sorpresa de ellos, la noche pasó sin que los negritos hiciesen tentativa alguna para desalojarlos de aquella posición. Sin embargo, antes de que las sombras de la noche se desvanecieran por completo habían visto varias veces numerosos grupos de salvajes que descendían hacia el río escondiéndose entre los cañaverales, y poco después volver al bosque sin haber disparado una flecha.

Aquellas misteriosas maniobras comenzaban a inquietar bastante a los viajeros. ¿Qué era lo que esperaban los enemigos? ¿El amanecer quizás? Con la luz no ganaban mucho oponiendo sus primitivas armas a las carabinas, cuyo alcance era de cerca de mil metros.

Los otros comenzaron a desaparecer, y por Oriente se rasgaban las tinieblas para dar paso a una hermosa luz que se extendía rápidamente por el cielo.

Pronto iba a aparecer el Sol.

Will y el malabar aguzaban la mirada, sin lograr descubrir a los negritos en la orilla, a pesar de que veían moverse las cañas.

Cuando la luz ya se hizo clara el contramaestre lanzó una exclamación de sorpresa y de cólera:

—¿Estaré equivocado? ¡Es el mismo; el jefe del poblado!

—¡Y con su mago o hechicero! —añadió el malabar—. ¡Ah, canalla! ¡Él ha sido el que ha organizado la traición!

—¡Qué lástima de tiburón!

—¡Mejor un tigre, señor Will; porque aquí no hay tiburones!

El jefe descendía con precaución hacia el río acompañado por el hechicero y con una rama de cinamomo en la mano, que es la bandera blanca de aquellos salvajes.

Después de haberse asegurado de que en los cañaverales cercanos no había ningún salvaje, el malabar se levantó con un dedo puesto en el gatillo de la carabina.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.

—¡Impediros el paso! —contestó el negro, que parecía esperar a que le apuntase el mago.

—¿Por qué motivo?

—Porque no me habéis pagado el derecho de tránsito.

—¡Imbécil! ¡Pudiste haberlo dicho cuando nos detuvimos en tu poblado! ¿Y qué quieres para dejarnos pasar?

—La barca que echa humo.

El malabar soltó una carcajada.

—¡Tú estás loco! —le gritó—. ¿Cómo íbamos a arreglarnos para continuar el viaje?

—Andando —contestó imperturbablemente el jefe.

—¿De veras quieres la barca?

—Y si no me la dais espontáneamente, os la cogeré por la fuerza, y enseguida os mataré. Adikar así lo manda, y yo obedezco sus órdenes.

—¿Os manda Adikar a parlamentar?

—¡No se incomoda por tan poca cosa!

—Pues, entonces, ve a decirle que nosotros tratamos de este modo a los ladrones.

Al concluir de pronunciar estas palabras el pescador de perlas apuntó bruscamente el fusil y disparó dos tiros casi simultáneamente. Le falló el del jefe, e hirió al mago, que cayó rodando por la orilla sin dar un solo grito y desapareció en el agua, que en aquella parte debía de ser profunda.

Gritos y aullidos terribles resonaron entre la maleza, y como por encanto aparecieron unos cincuenta vadassos con los arcos tendidos.

—¡Boca abajo, Palicur! —gritó el contramaestre cogiéndole por las piernas.

El malabar se dejó caer por detrás de las cajas, en tanto que una nube de flechas atravesaba silbando por el río, yendo a clavarse en las defensas de la barricada, y atravesando la tienda en algunos sitios.

—¡Te has apresurado mucho, Palicur! —dijo Will—. ¡Podías haber esperado un poco y tratar de convencerlos!

—Hubiera sido tiempo perdido, señor. Esos bribones se creen más fuertes de lo que son. Ya que han comenzado la batalla, continuémosla, o no salimos de aquí.

—Pues estoy dispuesto a ello. ¡Jody!…

—Señor…

—Por tu parte, ¿ves salvajes?

—Veo que por los bancos avanzan algunos tratando de ocultarse.

—¡Procura no errar tiro!

—¡No me fallarán muchos, señor Will! —contestó el mulato—. ¡Ya sabe usted que no soy mal tirador!

Después de aquella andanada de flechas los vadassos volvieron a esconderse en medio de la maleza; pero, sin embargo, se los veía deslizarse para acercarse al río. Su jefe se había apresurado a buscar un refugio en medio de los árboles, pues, por lo visto, no quería sufrir la suerte de su desgraciado mago y consejero.

Trascurrieron algunos minutos sin que de una ni de otra parte volvieran a romperse las hostilidades; pero después las flechas comenzaron a silbar por encima y en derredor del campamento, y aun contra la chalupa.

Probablemente, eran envenenadas. Caían en buen número, juntamente con alguna azagaya lanzada con mucha destreza, pues los asaltantes se habían acercado bastante, resguardados por los cañaverales que avanzaban casi hasta la mitad del río.

El contramaestre y el malabar habían abierto el fuego, apuntando entre las cañas. De cuando en cuando un grito o un lamento les advertía que no todas las balas eran perdidas.

Ya habían disparado diez o doce tiros, cuando apareció en la orilla el jefe del poblado llevando en la mano el hacha que le habían regalado.

—¡Toma, tunante! —gritó el contramaestre irguiéndose sobre una rodilla y apuntándole—. ¡Esto te servirá de lección!

Herido en mitad del pecho por el habilísimo tiro del marino, el negrito alargó los brazos lanzando un alarido salvaje.

Permaneció un instante derecho y con los ojos muy abiertos, lleno de terror, y enseguida se dejó caer, desapareciendo arrastrado por la corriente.

Al ver caer a su jefe los negritos comenzaron a saltar fuera de los cañaverales para ponerse a salvo entre la maleza. De pronto resonaron en el bosque dos disparos, y dos balas pasaron silbando por los oídos del contramaestre.

—¿Quién dispara contra nosotros? —gritó éste colocándose a toda prisa detrás de la caja.

—¿Habrán disparado contra los salvajes, y no contra nosotros? —preguntó Palicur—. ¿Serán hombres blancos que vengan en nuestro socorro?

—No, Palicur: han disparado contra nosotros. He oído silbar las balas. ¿Tendrán fusiles los vadassos?

—Eso no puedo creerlo, señor.

Una tercera detonación resonó, y los expenados oyeron claramente el golpe de la bala al atravesar la caja.

—¿Quiénes serán esos perros que se alían con los salvajes? —se preguntó Will.

—Están escondidos en el bosque, señor. ¡Vea usted allá una nubecilla de humo!

—¡Haz fuego a ese sitio, malabar!

Dispararon cuatro tiros en dirección de la nube, y enseguida hicieron fuego con los fusiles de caza contra los negritos, que habían vuelto a avanzar hacia el río.

Al oír aquellas detonaciones acudió presuroso Jody.

—¡Dejadme sitio a mí también! —dijo—. Del otro lado no hay nada que hacer. Al sentir el primer escopetazo huyeron los salvajes como antílopes, y me parece que no tienen deseos de volver.

—Entonces, tira también tú —respondió Will—. Delante de nosotros hay fusiles.

—Ya me había hecho cargo de eso, señor.

Detrás de la barricada partió un nutrido fuego que obligó a echarse fuera de los cañaverales a los negritos, a pesar de los tiros que disparaban sus aliados escondidos en el bosque.

Aquellos pobres diablos, que no podían oponer a las balas más armas que palos con las puntas endurecidas al fuego, y débiles arcos, al sentirse heridos de lleno, sobre todo por el plomo de los fusiles de caza, escapaban por todas partes aullando como una legión de demonios, yendo a refugiarse en medio de la maleza y entre los árboles.

Bastaron diez minutos para limpiar, no sólo el río, sino la ribera, de aquellos adversarios, más ruidosos que temibles.

—Supongo que por un rato nos dejarán tranquilos —dijo el contramaestre cuando ya no vio ninguno—. Retirémonos detrás de la tienda y preparemos algo que comer. Tampoco nos provocan los que están armados de fusiles.

—¡Y no tiran mal, señor! —dijo Jody—. He oído silbar las balas varias veces por encima de nuestra cabeza. ¿Quiénes crees que puedan ser, Palicur? ¿Vadassos también?

—Ya te he dicho que no conocen las armas de fuego.

—¿Blancos, entonces?

—Supongo que sean candianos —respondió el malabar después de reflexionar un momento.

—Por todas partes se encuentran bandidos, y pueden haberse aliado con los salvajes esperando poder saquearnos, y sobre todo apoderarse de nuestras armas y de nuestras municiones.

—Creo que tienes razón —dijo el contramaestre.

—Es imposible que hombres que pertenezcan a mi raza se pongan de acuerdo con esos monos negros.

Sin embargo, estemos en guardia y retirémonos sin que nos vean.

Siempre defendidos por las cajas, fueron retirándose detrás de la tienda, que a su vez estaba resguardada por la chalupa, y aprovechándose de aquellos momentos de tregua comieron algunos bizcochos y sorbieron algunos vasos de brandy.

La mañana trascurrió sin que los negritos volviesen al ataque. Sin embargo, no se habían alejado de la orilla opuesta, porque de cuando en cuando se podía atisbar asomando por entre la maleza alguna cabeza lanuda, que desaparecía antes de que los asediados tuviesen tiempo de echar mano a los fusiles.

—¿Esperarán a la noche? —preguntó Will, que comenzaba a mostrarse inquieto y preocupado.

—¿Y vamos a estar esperándoles aquí? —preguntó Palicur.

—Jody, ¿tenemos mucho carbón?

—Un quintal por lo menos —contestó el maquinista.

—¿Serías capaz de encender la máquina sin correr el peligro de que te tiroteen?

—Pondré dos cajas delante de mí, y me esconderé detrás de ellas.

—Prepárate para hacer una buena escapada antes de que se ponga el Sol. Pasaremos a toda máquina haciendo fuego a derecha e izquierda.

—¡Está bien, señor Will!

Tampoco los molestaron en el centro del día. Únicamente vieron que por la parte de los bancos avanzaban algunas piraguas muy pesadas hechas con troncos de árboles, pero sin que en dichas canoas se viera un solo remero.

Debían de empujarlas los salvajes sosteniéndose sumergidos en el agua, por temor sin duda a recibir una descarga. La vista de aquellas canoas persuadió al contramaestre de que los enemigos tomaban todas las precauciones y medidas para realizar un ataque nocturno.

—¡Ya veremos si para entonces nos encontráis aquí! —murmuró—. Pondremos barricadas en ambos costados de la chalupa, colocando las cajas de modo que por entre ellas podamos hacer fuego.

Las piraguas no adelantaron mucho, siguiendo embarrancadas en los bancos a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros y dispuestas para el momento en que creyeran oportuno los salvajes dirigirse hacia la punta de la peninsulilla.

A eso de las ocho Jody se deslizó en la chalupa empujando una caja con objeto de que no le tiroteasen con las flechas, y aprovechando la oscuridad encendió el horno.

Al mismo tiempo el malabar desarmó la tienda y acumuló todos los objetos en sitio donde pudieran embarcarse rápidamente.

Will se había emboscado entre las cañas con una carabina y un fusil de caza, por si los vadassos intentaban realizar una sorpresa.

Media hora después Jody advertía a sus compañeros que la máquina tenía toda la presión y que, por lo tanto, la chalupa estaba lista para emprender la marcha.

Trasportaron con grandes precauciones las cajas y las colocaron a lo largo de las bordas y a corta distancia unas de otras, con objeto de poder sacar por entre ellas los cañones de los fusiles, y enseguida se embarcaron.

—¡Jody, a toda máquina! —ordenó Will—. ¡Vamos a ver si son capaces de seguirnos!

—¿Estamos? —preguntó el maquinista.

—¡Adelante!

La chalupa se destacó de la punta de tierra y se lanzó en el río, en tanto que el contramaestre y el malabar se colocaban detrás de las cajas con las carabinas en la mano y al lado los fusiles de caza.

Casi al mismo tiempo se oyó una gritería espantosa, y una turba de salvajes que se habían acercado andando por debajo del agua rodearon la embarcación descargando furiosos golpes de azagaya, especialmente sobre las bordas.

—¡Mata, Palicur! —gritó el marino.

Con pequeñísimos intervalos se oyeron cuatro disparos que hicieron retroceder a los asaltantes; a su vez la chalupa arrolló con la popa a un grupo de seres humanos, lastimándolos de un modo horrible con la quilla, y se alejó rápidamente.

Will y el malabar saltaron hacia proa ametrallando sin compasión a los salvajes con los fusiles de caza, y Jody, dejando por un instante la máquina, hizo fuego con el cañoncito en dirección de los bancos, de los cuales se destacaban algunas piraguas.

Entre los feroces aullidos de los vadassos se oyeron varios tiros que partían del bosque; pero ningún proyectil alcanzó a los fugitivos.

—¡Más velocidad, Jody! —gritó Will descargando por última vez la carabina.

—Corremos el peligro de volar, señor —contestó el maquinista—. El horno está lleno de carbón, y me fríe como pollo en sartén.

La chalupa marchaba con rapidez vertiginosa saltando sobre el agua del río, y el pistón precipitaba los golpes haciendo girar la hélice con espantosa velocidad.

El vapor mugía en su montura de hierro, y las válvulas silbaban.

Aquella furiosa carrera duró un par de horas: al cabo Jody moderó la marcha, por miedo a que la embarcación chocase en cualquier banco y se deshiciera de un solo golpe.

—¡Ya estamos bastante lejos! —dijo el contramaestre—. Hemos recorrido lo menos veinticuatro millas, y no hay chalupa capaz de darnos alcance.

¡Palicur, sonda el río!

»¡Jody, sigue quemando carbón hasta que no nos quede ninguno! ¡Tengo prisa por concluir este viaje enojoso! ¿Estamos a mucha distancia del nacimiento del río?

—Hasta mañana por la noche tendremos agua bastante, señor —contestó el malabar—. Sin embargo, este río es de los de curso más corto.

—¡Entonces, Jody, adelante siempre! Palicur tiene buena vista para avisarnos los bancos que hay que costear.

Al otro día se detuvieron casi a cien kilómetros del lugar del ataque. No había más que bosques enormes y algunas parejas de monos inofensivos, los cuales no se metieron para nada con los navegantes. Ya no había que temer a los salvajes: necesitarían poseer alas para alcanzarlos a tanta distancia.

Los tres amigos, que llevaban dos noches sin dormir, descansaron durante seis horas, y después de hacer una gran provisión de leña seca volvieron a seguir el viaje.

El agua comenzaba a tener poco fondo; éste iba elevándose a cada instante, y el río se hacía cada vez más estrecho. Unos cuantos kilómetros más, y ya no sería posible continuar la navegación.

—Estamos llegando al final del viaje —dijo Palicur a eso de las cuatro de la tarde—. Dentro de poco tendremos que encomendarnos a nuestras piernas.

Efectivamente; tres horas después la chalupa, que ya hacía algún tiempo que avanzaba con gran trabajo por falta de agua, embarrancó a pocos pasos de la orilla derecha.

El río estaba obstruido por bancos cubiertos de hierbas acuáticas que no permitían el paso ni a un simple bote.

—¡Hemos concluido! —dijo Jody—. Ahora pongamos un poco de vapor en nuestros pies. ¿Estamos muy lejos todavía del famoso retiro donde se, halla tu bella cingalesa, Palicur?

—Dentro de tres o cuatro días llegaremos —contestó el malabar—. Conozco el camino, porque he hecho varias peregrinaciones a Annaro Agburro. No nos separan más que algunas cadenas de montañas. Llegaremos a tiempo para presenciar las grandes procesiones, a las cuales probablemente asistirá el rey de Candy con su corte. Verán ustedes un espectáculo imponente.

—¿Está desierto el país que tenemos que atravesar? —preguntó Will.

—No encontraremos más que fieras, señor.

—Las prefiero a los vadassos. ¡Vamos; desembarquemos, y pongamos en lugar seguro nuestra chalupa!

—¿Dónde, señor? ¿Quiere usted confiarla a los monos?

—Enterraremos la máquina y hundiremos el barco entre las hierbas acuáticas. Puede volver a sernos útil para regresar a la costa; porque supongo que no tendrás intención de hacerte monje.

—Para eso no hubiera emprendido este viaje.

—¡Atraca, Jody! —ordenó el contramaestre.

El maquinista lanzó la chalupa entre las cañas que crecían en grandes y espesas masas, y con no poco trabajo alcanzaron la orilla.

También allí había inmensos bosques que parecían no tener fin, y que no debían de estar habitados más que por animales salvajes.

Los tres amigos desembarcaron las armas y las municiones, tiraron al río las cajas que ya estaban casi vacías, desmontaron la máquina y la enterraron en una gran excavación, cubriéndola con una pequeña pirámide de piedras y ramas.

Sacada por último la tienda, muy necesaria en aquellos bosques húmedos, cargaron con trozos de peñascos y con grandes pedruscos la chalupa, y la echaron a pique en un sitio donde el agua tenía unos tres metros de profundidad.

—Nadie puede verla —dijo Palicur—. Dentro de pocas semanas la cubrirán las hierbas acuáticas, haciéndola invisible aun para las miradas más perspicaces.

Con objeto de reconocer el sitio si regresaban por allí, hicieron profundas incisiones con un hacha en los troncos de varios árboles, trazando signos especiales que el tiempo no podía borrar fácilmente.

—¿Sabrás conducirnos hasta aquí sin extraviarte? —preguntó Will al malabar así que terminaron todas aquellas operaciones.

—Un indio no se equivoca nunca —contestó el pescador de perlas—. Vendremos sin vacilar hasta aquí: no lo dude usted, señor Will.

—¿Qué distancia habrá de aquí al monasterio?

—Mañana por la noche llegaremos a la orilla del lago Kalaweve, y a los tres o cuatro días escalaremos la gran cadena del Senkgalla Navara.

—¿Y Annaro Agburro está en esa montaña?

—Sí, señor Will.

—¿Conoces bien el camino?

—He realizado cuatro peregrinaciones a ese monasterio, y no puedo extraviarme.

—¡Perfectamente! Comamos, y enseguida pongámonos en marcha.

Comieron aprisa, fumaron una pipa, y cargadísimos con las armas, la tienda y los pocos víveres que restaban se pusieron animosamente en marcha, resueltos a llegar a las elevadas montañas centrales.

En lugar de meterse por los bosques siguieron la orilla del río, pues el lago estaba al Este, y, además, porque la marcha era más fácil.

Aquella primera jornada no debía durar mucho. No habían recorrido un par de millas, cuando vieron que tenían cortado el camino por varias enormes masas.

—¿Qué es eso? ¿Rinocerontes quizás? —preguntó Will, que todavía no había podido distinguirlos bien a causa de la espesura de los árboles.

—No; son elefantes —respondió Palicur.

—¿Y cómo podremos sortearlos? Toda la orilla está llena de ellos, y nos impedirán llegar al bosque.

—Probemos a espantarlos.

—¿Con un tiro?

—Sí, señor Will.

—¿Y si en vez de espantarlos se revuelven contra nosotros?

—Nos echaremos al río.

—¡Al demonio con esos colosos!

—Venga Usted, señor, que no nos vean. Tú, Jody, quédate aquí con la tienda y los fusiles de recambio. Nosotros nos bastamos.

No parecía que los elefantes se hubiesen hecho cargo todavía de la presencia de los viajeros. Eran unos diez, todos gigantescos, con enormes orejas y sin colmillos.

Estaban alineados en la orilla absorbiendo una gran cantidad de agua con su poderosa trompa, y se rociaban mutuamente para refrescarse.

—Son koes-cops —dijo el malabar deteniendo al contramaestre—. No tienen colmillos como los otros; pero, sin embargo, son los más peligrosos, y basta la más pequeña cosa para que se enfurezcan.

—Entonces, no huirán al oír nuestros disparos.

—Al contrario; se lanzarían sobre nosotros —respondió muy preocupado el pescador de perlas.

—Busquemos otro paso cualquiera.

—¡Es imposible, señor! La floresta está llena de arbustos espinosos, y tan espesos, que no permiten avanzar.

—Entonces, ¿qué hacemos? Estos animales son capaces de hacernos perder algunas horas.

—Señor Will, deslícese usted por entre aquella maleza espinosa, y escóndase.

—¿Y tú?

—Voy a enfurecer a los koes-cops.

—¡Te harán pedazos!

—¡Bah! ¡No me verán!

El intrépido pescador de perlas, que no era novato en semejantes cacerías, esperó a que el contramaestre se hubiese ocultado entre la maleza, y enseguida fue deslizándose a lo largo de la orilla, siempre escondido entre los cañaverales, afortunadamente bastante altos para cubrirle por completo.

Como iba contra el viento, no corría el peligro de que los koes-cops le sintieran enseguida.

A cien pasos de distancia se tumbó detrás de un montón de hojas, y apuntó con el fusil al animal que estaba más cerca, procurando hacer blanco en la unión de los omoplatos, que es uno de los sitios más delicados de esos colosos.

Algunos instantes después dos formidables disparos resonaron bajo la bóveda de hojas del bosque.

Por medio de un salto rápido el malabar se tiró al fondo de la orilla buscando un refugio entre las cañas.

Era tiempo, porque, en lugar de huir, los koes-cops se lanzaron hacia el sitio donde habían visto relampaguear el fogonazo, en el cual ondeaba todavía una nubecilla de humo.

Pasaron como un huracán; peor todavía, como una tromba devastadora, derribándolo todo a su paso, maleza y árboles, barriendo cuanto encontraban, y agitando como furias la trompa, hasta que al fin desaparecieron en medio de la floresta, continuando su temible fuga.

Muy contento con el éxito obtenido, el pescador de perlas subió a escape la orilla para reunirse con el contramaestre y aprovechar sin pérdida de tiempo el paso que quedaba libre.

De pronto se detuvo pálido, anhelante.

Otra masa enorme, quizás mayor que las anteriores, y que hasta entonces debía de haber estado oculta entre los árboles, apareció de improviso en la margen del bosque y a unos quince pasos de distancia del desgraciado pescador. Era otro elefante; pero no un koes-cops, porque tenía unos magníficos colmillos, los cuales pesarían por lo menos cuatrocientas libras.

Si estaba solo, sería probablemente un viejo solitario, algún carl-cop, o sea una cabeza gris, como los llamaron los holandeses que colonizaron la isla, paquidermos excesivamente malos, peligrosísimos, que la emprenden a trompadas con todo.

Estos animales, arrojados de su manada por causas que todavía no se conocen, se ven condenados a vivir solos: por esta causa se irritan fácilmente, siempre están de mal humor, y no dudan nunca en atacar.

El carl-cop, de mala intención como todos los de su especie, parecía divertirse con la angustia del malabar. Le miraba fijamente con sus malignos ojillos, moviendo ligeramente la trompa y soplando de un modo ruidoso.

La acometida no debía de hacerse esperar mucho.

Sin apartar la vista del peligroso gigante, Palicur metió a toda prisa dos cartuchos en la carabina y se puso en guardia decidido a vender cara la piel, y en caso desesperado, a saltar al río.

Un bramido furioso le advirtió que el cabeza gris iba a embestirle.

Levantó el fusil, aun cuando se encontraba en una posición desventajosa para herir de muerte al paquidermo, que le presentaba el ancho pecho y la frente, puntos casi invulnerables en el elefante.

Al verle que erguía la trompa iba a hacer fuego, cuando resonó una detonación en dirección de las matas espinosas.

Al hacerse cargo del peligro que corría el indio, el contramaestre disparó su fusil, esperando que el carl-cop variase de rumbo.

El animalazo, herido en alguna parte, movió la cabeza como si quisiera espantar una mosca importuna, lanzó su grito de guerra y cargó con ímpetu terrible.

Palicur descargó a bulto su fusil, y sin esperar más se lanzó en medio de los cañaverales, desapareciendo casi por completo en el fango.

A su vez el carl-cop se tiró al río, levantando una tremenda cantidad de agua fangosa. Se hundió en gran parte, y habiendo saltado por encima de las cañas, volvió a la superficie para meter la trompa por entre las plantas acuáticas rebuscando al adversario con objeto de triturarle.

El pescador de perlas no había perdido la serenidad.

Mientras el coloso se sumergía atravesó rápidamente por entre los cañaverales, ganó la orilla, y se dirigió a la carretera hacia donde estaba escondido el contramaestre.

—¡A tierra, y no haga usted fuego! —dijo rápidamente Palicur.

Se metieron entre las raíces de un plátano que serpenteaban por el suelo como inmensas boas, y deslizándose llegaron a las lindes del bosque.

Al ver que no encontraba a su enemigo el elefante volvió a subir con gran trabajo la orilla, chorreando agua y lodo.

Parecía hallarse poseído de un furor espantoso. Movía la formidable trompa segando y haciendo añicos las cañas y la maleza, y pateaba con rabia haciendo retemblar la orilla. Levantaba y bajaba las enormes orejas con nerviosos movimientos y lanzaba berridos ensordecedores, despertando los ecos de los confines del bosque.

Creyendo que su adversario estaba todavía escondido entre las cañas, no quería alejarse del río, y proseguía registrando con obstinación las plantas, lanzando violentamente el agua y el lodo que absorbía.

—¡Está hidrófobo ese cabeza gris! —dijo el malabar—. ¡Si me hubiese visto subir la orilla, ya lo tendríamos encima!

—¡Eras perdido, amigo! —dijo el contramaestre—. ¡Todavía estoy tembloroso de la emoción! ¿Tan terribles son esos animales?

—El carl-cop, sí.

—¿Le habré herido?

—Lo supongo, señor Will. ¿Adónde le apuntó usted?

—Ni lo sé siquiera: hice fuego precipitadamente, a bulto.

—Le ha herido usted en el dorso. ¿No le ve cómo se baña? Está lavándose la sangre que le brota.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Esperemos a que se acerque, y le haremos una doble descarga —contestó el malabar—. ¡Mírele: por fin se decide a volver al bosque!

Persuadido de la inutilidad de sus pesquisas, el carl-cop recorrió la orilla en un centenar de metros y continuó registrando entre las plantas; al cabo se dirigió hacia los grandes árboles.

El buen viejo no parecía estar muy contento. Soplaba ruidosamente, se pasaba la trompa por la parte herida y se detenía para mirar al río, esperando ver aparecer a su adversario.

De pronto se detuvo bruscamente y levantó la trompa como olfateando.

—¡Nos siente! —dijo Palicur—. El aire ha cambiado de dirección, y nos encontramos a favor de él. ¡Señor Will, prepárese usted para hacer fuego!

—¿Nos habrá olfateado?

—¡Mírelo usted! ¡Vuelve la cabeza hacia nosotros! ¡Le digo que nos ha descubierto! ¡Vamos; un buen tiro doble, y no apunte a la cabeza!

—¡No; a la unión de los omoplatos!

—¡Yo al de la derecha, y usted al de la izquierda!

Después de haber aspirado el aire a varias alturas con señales de una agitación muy viva, el paquidermo dio un gran berrido y se dirigió rápidamente hacia la espesura que servía de escondite a los dos amigos, llevando en alto la trompa y mostrando sus colmillos gigantescos.

—¿Está usted ya? —preguntó Palicur con calma.

—¡Sí! —contestó el contramaestre.

—¡Fuego!

El cabeza gris se encontraba a sesenta o setenta metros, y apresuraba a cada momento la carrera. El malabar y el marino le dispararon casi simultáneamente.

El elefante, seguramente herido, se encabritó como un caballo que recibe un fuerte espolazo; enseguida, en lugar de caer, se dirigió como un loco al interior de la floresta.

Otros disparos resonaron.

El carl-cop se detuvo, y dejando caer la trompa, que llevaba erguida, inclinó la enorme cabeza.

Así estuvo un momento, en tanto que otras dos balas le herían de nuevo. Se acercó a la orilla marchando penosamente, como si quisiera ir a lavarse las heridas; pero apenas llegó cerca de los cañaverales la enorme masa cayó en tierra, y rodando fue a parar al agua, en la cual levantó una verdadera ola.

—¡Muerto! —gritó Palicur lanzándose fuera de la maleza.

Cuando llegó a la orilla la corriente arrastraba el monstruoso cuerpo haciéndole girar sobre sí mismo como una peonza colosal.

12. EL VALLE DE LAS SERPIENTES «PITONES»

Ya libre el paso, y no queriendo acampar en aquel sitio frecuentado por tan temibles colosos, el contramaestre, Jody y el malabar se pusieron animosamente en marcha, con la esperanza de llegar antes de la puesta del Sol al nacimiento del río.

Por fortuna, al retirarse de aquel modo los elefantes abrieron un sendero que marchaba paralelamente al río, aun cuando interceptado en parte por troncos y arbustos, pues dichos gigantes tienen la costumbre de derribar con la trompa cuanto les impide el paso; así, pues, los tres expenados pudieron avanzar con relativa rapidez y sin verse en la precisión de poner mano a las hachas.

Además, aquellas espesuras no eran tan inextricables como supusieron en un principio, pues la mayor parte de los árboles pertenecían a la especie de las higueras sagradas, que ocupan mucho espacio y crecen a gran distancia unas de otras. Hacia el anochecer el inglés y sus compañeros acamparon en la orilla del río en un pequeño descampado en el cual tan sólo se veían algunos grupos de bambúes de gran tamaño. Debían de hallarse ya poco distantes de las fuentes del Kalawa, porque el río no tenía apenas agua y su anchura no alcanzaba a diez metros.

—Ya es hora de que lo dejemos —dijo el malabar—. Hacia Oriente está el lago Kalaweve, y nosotros tenemos que seguir en esa dirección, para doblar después hacia el Mediodía con objeto de subir a las estribaciones de la montaña Sengakogulla Manara.

—¿Qué tiempo invertiremos en la travesía? —preguntó Will.

—Ya le he dicho que dentro de cuatro días estaremos a la vista del monasterio, si no nos detienen los pitones.

—¿Las serpientes pitones? ¿Qué tienen que ver esas serpientes colosales con nuestro viaje?

—Tienen que ver, porque tendremos que atravesar el valle donde viven: un mal sitio, en el cual todos los años dejan los peregrinos no pocos compañeros. Abundan tanto como los hongos en mi país.

»Es un paso que está lleno de peligros. En mi último viaje he tenido que matar no pocos de esos reptiles —dijo Palicur.

—¿Y no se puede buscar otro camino?

—Es imposible, señor Will. Las montañas que rodean ese sitio están casi cortadas a pico, y ni los monos pueden trepar por ellas.

—¿Es cierto que son enormes las pitones de las rocas? —preguntó Jody.

—He visto algunas que medían treinta pies de longitud.

—¡Diez metros!

—Y de un volumen como el tronco de un hombre.

—¿Son venenosas también?

—No; pero tienen tanta fuerza, que son capaces de reventar entre sus anillos, no ya a un rinoceronte, sino a un búfalo, y ya conoces la robustez de esos rumiantes.

—Pasaremos por la noche, cuando estén adormecidas —dijo el contramaestre, que no parecía preocuparse mucho con el peligro que tenían en perspectiva.

Cenaron sin que ocurriese nada; por precaución dieron una batida en los alrededores y establecieron los cuartos de guardia, echándose a dormir mientras uno de ellos velaba por la seguridad de todos.

Durante la noche hubo alguna alarma producida por la aparición en la orilla opuesta del río de dos grandes animales, panteras o tigres, que tuvieron el buen acuerdo de no atravesar el río, limitándose a gruñir.

A las seis de la mañana los tres amigos se apartaron definitivamente del Kalawa, internándose en los grandes bosques que le separan de la cadena de Sangakogulla.

Durante dos días lucharon desesperadamente con la espesura abriéndose paso con mucha fatiga por entre una multitud de árboles, plantas trepadoras y maleza, hasta que por fin llegaron al lago de Kalaweve, lago muy extenso y todavía poco conocido, ignorándose qué río o ríos le alimentan. En las orillas de este lago descansaron veinticuatro horas, renovando al mismo tiempo las provisiones, que ya habían agotado. No faltaba caza en aquellas orillas, pues en un gran trecho no había fuente, río ni lago de agua dulce más que aquél: por esta circunstancia les fue relativamente fácil disparar algunos tiros, sobre todo contra los búfalos, los cuales abundaban especialmente en las lagunas próximas.

Al día siguiente se pusieron otra vez en marcha a través de una región que parecía hallarse desierta por completo, y que interrumpían de cuando en cuando alturas que cada vez se elevaban más.

El centro de esa gran isla es montañoso. Por todas partes hay elevados picos, a los cuales domina el llamado «de Adán» por los europeos, «de Santo Tomás» por los mahometanos, y «de Hemelele» por los cingaleses. Es una enorme montaña de forma cónica que se divisa a más de treinta leguas de distancia, cuyos rocosos y selváticos costados se suben por escaleras abiertas a pico, y también con escaleras de mano sujetas a cadenas de hierro.

En la cumbre hay una llanura de ciento cincuenta pies de largo por ciento diez y ocho de ancho, con un estanque de clarísima agua donde se bañan devotamente los budistas. Allí enseñan la huella de un gigantesco pie humano que dejó impresa Adán antes de salir del Paraíso terrenal a consecuencia del pecado que le hizo cometer Eva.

En efecto; según los budistas, y también según los hombres de ciencia, el Paraíso terrenal se cree que existió en esa isla maravillosa, la cuales sin duda alguna la más fértil de cuantas existen en el globo terráqueo, y cuya vegetación no tiene semejante.

Cierto que por otros estudios e investigaciones más recientes se viene en consecuencia de que el Paraíso estuvo en la Lemuria, vastísimo continente situado entre Australia y el África meridional; pero ese continente desapareció, como la Atlántida y Madagascar, Ceylán y las islas de la Sonda, con los últimos restos que de él subsisten. Este es quizás el motivo por el cual la Paleontología todavía no ha encontrado reliquias positivas y seguras de nuestros varios y sucesivos antepasados, a quienes debió de tragarse el Océano Indico por efecto de algún espantoso cataclismo.

Guiados por el malabar, que no vacilaba en el rumbo y dirección que debían seguir, aun sin ver la brújula que el contramaestre llevaba consigo, y después de haber contemplado el Mahowilla, que es el río más importante de la isla y cuyas fuentes se encuentran en la cumbre del Adán, los tres viajeros llegaron al fin al pie de la imponente cordillera del Sengakogulla, cuyas cumbres cubiertas de bosques se elevan a cuatro mil cuatrocientos pies sobre el nivel del mar.

—No veo ningún paso —dijo Will, que se detuvo para admirar aquellos montes—. ¿Tenemos que ascender hasta esas cumbres?

—No lo lograría usted, señor —respondió Palicur—. Los flancos de ese coloso son inaccesibles, a lo menos por esta vertiente. No hay más paso que el valle de las pitones.

—Sí; ya recuerdo que has hablado de ese valle. ¿Cuándo llegaremos?

—Dentro de un par de horas.

—¿Corremos grave peligro? —preguntó Jody, que sentía una repugnancia invencible hacia todos los reptiles.

—Pudiera ser, amigo —dijo el malabar—. Ten por seguro que no nos dejarán pasar sin atacarnos.

—¿Y cómo es que se hallan reunidas aquí en número tan grande? —preguntó el contramaestre.

—Cuentan que un famoso encantador de serpientes las detuvo con sus hechizos con objeto de tener una colección inmensa para traficar y venderlas, pues se pagan muy bien por los europeos, que las destinan a los museos y colecciones juntamente con otras fieras.

»Reunió varias parejas y rodeó con una gran empalizada todo el valle, que está muy profundo; pero un día se le encontró hecho una oblea. Sus prisioneras se vengaron de él. Solas ya las serpientes, se multiplicaron de un modo extraordinario. Lo positivo es que el valle está lleno de pitones, y que cuesta peligros sin cuento atravesarle.

—Si nos atacan, ya nos defenderemos —dijo Will—. Ningún reptil resiste a una buena bala cónica bien disparada. ¡En marcha, amigos!

La subida de los primeros escalones de la gran cordillera no fue muy peligrosa, pues los bosques que tapizaban los flancos no eran tan espesos como los del llano. Hacia el Mediodía la pendiente se hizo bruscamente tan rápida, que puso a dura prueba los músculos y pulmones de los viajeros.

Las montañas iban acercándose con las cumbres cortadas casi a pico, cayendo por los lados entre simas y abismos espantosos que parecían no tener fondo.

Gran número de cascadas se precipitaban en las profundidades, produciendo un ruido ensordecedor al propagarse por entre aquellas rocosas pirámides, que lo devolvían centuplicado por el eco.

Los tres expenados se internaron en un vallecito estrecho cubierto solamente de escasa maleza, la cual subía serpenteando por entre las quiebras de las montañas. Aminoraron la velocidad de la marcha para vigilar las cumbres, pues no sería difícil que allí hubiera vadassos que podrían arrojarles encima algún peñasco.

El ocaso estaba ya muy próximo, cuando de improviso se encontraron ante una especie de precipicio muy ancho, cercado por rocas cortadas a pico y erizado de piedras enormes que parecían desprendidas de lo alto por alguna sacudida sísmica.

No se veían más que algunos árboles: en cambio, abundaban las grandes gramíneas, entonces agostadas por los abrasadores rayos del Sol.

—¡Ahí abajo está el peligro! —dijo Palicur, que se había detenido mirando con cierto recelo aquellas hierbas.

—¿Es éste quizás el valle de las serpientes? —preguntó Will.

—Sí, señor.

—Por ahora no veo ninguna.

—Descansan sueltas por debajo de las gramíneas.

—¿Esperamos a la noche?

—Sí, señor Will. Sería una gran imprudencia atravesar el valle durante el día. Les recomiendo el silencio más profundo.

—Y yo os recomiendo que carguéis bien las armas —dijo Jody.

—¡Preparemos la cena! —exclamó el contramaestre.

Con objeto que no los sorprendiesen aquellos reptiles colosales se subieron a una peña que estaba aislada en la entrada del valle y comieron un poco de carne que habían asado por la mañana, pues no se atrevieron a encender lumbre.

Habían fumado ya sus correspondientes pipas y se disponían a partir, cuando de repente resonó un disparo de fusil al otro lado del valle.

Se levantaron a escape, procurando ver entre las sombras de la noche, que ya envolvían por completo las montañas, de dónde había partido el tiro.

—¿Quién habrá sido el que ha hecho fuego? —preguntó Will un poco inquieto—. ¿Habrá por aquí algún europeo?

—¿O algún candiano? —dijo a su vez Palicur—. ¡Escuchemos!

Se pusieron a escuchar, esperando volver a oír otro disparo o algún grito; pero ningún rumor turbó el silencio que reinaba en el valle. Tan sólo resonaba en lontananza el monótono caer del agua de una cascada.

—¿Habrá sido algún cazador? —dijo Palicur—. En estos montes no faltan animales salvajes.

—¿Habrá despertado a las pitones ese disparo?

—Pudiera ser, señor Will; y le aconsejo que esperemos un poco antes de ponernos en marcha.

—No tenemos prisa: todavía podemos fumar otra pipa.

Dejaron trascurrir media hora, y en este espacio de tiempo no volvió a oírse disparo alguno: enseguida comenzaron a descender en medio del mayor silencio al fondo de aquel precipicio.

No era de creer que durmiesen todos los reptiles, pues a cada paso que avanzaban oían de cuando en cuando los tres amigos el crujir de las secas gramíneas y algún que otro silbido.

Palicur se detenía con frecuencia, porque se le figuraba que surgía de improviso una de aquellas monstruosas serpientes, y no volvía a caminar hasta haberse asegurado de su equivocación. El contramaestre y el mulato se sentían mal, y a su vez deteníanse para escuchar, dispuestos a huir al menor asomo de peligro.

Recorrieron felizmente casi la mitad del vallecito, que se prolongaba todavía cosa de media docena de kilómetros, cuando por décima vez Palicur se detuvo empuñando la carabina.

—¿Qué? ¿Nos acomete alguna? —preguntó Will en voz baja acercándosele rápidamente.

—¡Baja por aquella roca!

—¿Es una serpiente?

—¡Sí, señor Will! ¡Trata de cortarnos el camino!

A quince pasos de distancia se alzaba una roca en forma de espuela muy aguda. Aun cuando no había Luna, a la luz de las estrellas distinguieron Jody y el contramaestre, no sin sentir que la frente se les bañaba en sudor y sin dejar de experimentar un escalofrío de espanto, un enorme cilindro que se alargaba hacia las gramíneas que tapizaban el fondo del valle.

—¡Dispara, Palicur! —dijo Will.

—¡No, señor! —contestó el malabar—. ¡Se despertarían las demás, y todavía estamos a la mitad del camino!

—Quizás no nos haya visto. ¡Ocultémonos, y no respiréis siquiera!

En aquel sitio las hierbas eran bastante altas para que pudieran esconderse. Los tres amigos se ocultaron uno junto a otro con el índice en los respectivos gatillos de sus carabinas, decididos a vender cara la vida.

La serpiente proseguía su descenso desenvolviendo muellemente sus anillos, y siempre con la cabeza escondida entre la hierba. Era una de las más grandes que había visto Palicur, pues debía de tener lo menos diez metros de largo y el grueso de una palmera bien desarrollada.

—¡Malabar, se dirige hacia nosotros! —susurró Jody—. ¿No ves cómo se mueve la hierba hacia adelante?

—Espero a verle la cabeza —contestó el pescador de perlas.

—¡Yo le romperé la espina dorsal! —dijo Will.

—¡Señor Will, economice los tiros!

Iba a apuntar, cuando de pronto el reptil se irguió completamente sobre la cola y se dejó caer a plomo sobre los tres desgraciados.

—¡Fuego! —gritó Will.

Resonaron dos disparos casi simultáneamente: el marino y el malabar habían hecho fuego casi a un tiempo.

El monstruoso reptil había vuelto a levantarse silbando rabiosamente y azotando las gramíneas con su poderosa cola.

—¡Herida! —gritó Jody.

—¡Huyamos! —ordenó Palicur—, y…

No pudo terminar la frase. A pesar de tener una mandíbula hecha pedazos, la serpiente le cogió con la cola, envolviéndole las piernas con tal fuerza, que le derribó.

—¡Socorro, señor Will! —gritó desesperadamente el infeliz, que sentía destrozadas las tibias por el apretón espantoso de la monstruosa culebra—. ¡Me mata!

El contramaestre tomó el hacha que llevaba en la cintura e hizo ademán de lanzarse, cuando a su vez se sintió cogido y lanzado al aire. Otra culebra le sorprendió por detrás, yendo en socorro de su compañera.

El marino lanzó un grito horrible.

—¡Muerto!…

Por fortuna, Jody se había quedado un poco detrás. Tenía una carabina de dos cañones, y el valiente mulato no perdió la serenidad.

Al oír el grito del contramaestre se volvió a toda prisa, resuelto a no dejar que el reptil aplastara a su amigo.

—¡Toma, canalla! —bramó—. ¡Ésta es la suerte de los traidores!

Un relámpago rasgó las tinieblas, seguido de una detonación. La serpiente, herida en el cráneo de un modo espantoso, aflojó rápidamente los anillos y dejó libre al inglés.

—¡Ahora la otra! —gritó el maquinista, que conservaba una admirable sangre fría.

Giró sobre sí mismo y disparó con rapidez el segundo tiro. El reptil de la roca que cogió al malabar, herido de nuevo un poco más abajo de la garganta, dio un silbido tremendo y cayó sin vida al suelo como una masa inerte.

—¡Señor Will! ¡Palicur! —gritó el mulato mientras cargaba apresuradamente la carabina.

Los dos amigos estaban en pie, y con la culata de los fusiles descargaban furiosos golpes en las serpientes, temerosos todavía de volver a ser cogidos entre sus espirales.

—¡Huyamos! —gritó el maquinista—. ¡Oigo avanzar a otros reptiles! ¡Encomendémonos a las piernas!

—¡Sí, a escape! —dijo el malabar—. ¡Las pitones se nos vienen encima por todas partes!

Apenas se habían puesto a correr como desesperados, cuando de pronto gritó el contramaestre:

—¡El valle está ardiendo! ¡Estamos perdidos!

13. OTRO ATAQUE MISTERIOSO

Una luz vivísima que surgió repentinamente de entre las secas gramíneas que cubrían el suelo del hondo vallecito se elevaba en el extremo opuesto, tiñendo el cielo de rojo y disipando las tinieblas.

Era una verdadera cortina de fuego de varios metros de elevación, que el vientecillo nocturno que bajaba de las montañas avivaba, amenazando hacerla invadir el espacio comprendido entre aquellas rocas cortadas a pico.

¿Cómo se había producido aquel incendio? Los tres desgraciados, que acababan de escapar de un gravísimo peligro, no tenían el juicio bastante sereno para discernirlo.

El hecho era que el fuego se dilataba avanzando con rapidez, y todo hacía temer que cortara el paso a los tres amigos, encerrándolos en un círculo de llamas antes de que pudiesen alcanzar la salida o la entrada de aquella especie de pozo.

Las pitones, que dormían entre las rocas o bajo la hierba, despertadas por aquella brusca invasión de luz y por el crujir de los vegetales, surgían por todas partes irguiéndose sobre la cola como si quisieran informarse de lo que acaecía.

Parecía como si por obra de magia se hubiese cubierto el vallecito de troncos de árboles privados de ramas y hojas; pues aquellas serpientes gigantescas se mantenían rígidas, mirando a la cortina de llamas cual si no comprendiesen de qué naturaleza era el peligro que las amenazaba.

—¡Seguidme! —gritaba Palicur, que se había serenado enseguida—. ¡Encomendaos a las piernas, y acordaos de que el que caiga aquí es hombre muerto!

—¡Lo sospechaba! ¡Esos malditos salvajes nos han preparado esta emboscada! —dijo—. ¡Arriba ligeros, y ojo con las serpientes!

Los tres se lanzaron hacia la salida del valle; corrían como antílopes y echaban miradas de terror a derecha e izquierda, temiendo siempre que les cayera encima alguna serpiente.

Oleadas de humo muy caliente los envolvían de cuando en cuando, y sobre ellos revoloteaban millones de chispas, al paso que caía la ceniza hecha brasa.

Los reptiles se hicieron cargo al fin, de que iban a alcanzarlos las llamas, y se pusieron en movimiento silbando de un modo rabioso y retorciéndose como desesperados para ganar la salida.

El espectáculo ponía espanto en el ánimo. Si por una casualidad aquel enjambre se hubiese movido más pronto, ninguno de los expenados hubiera podido escapar de las irresistibles espirales de aquellos monstruos que avanzaban a saltos.

Jody, Palicur y Will, además de ser muy fuertes, tenían muy buenas piernas, y llevaban mucha ventaja a los reptiles.

—¡Más aprisa! ¡Más aprisa! —repetía sin cesar Palicur, que iba delante de los dos—. ¡El fuego avanza rápidamente!

En efecto; la inmensa cortina incandescente avanzaba con gran velocidad, devorándolo todo a su paso.

Varias pitones habían caído entre las llamas retorciéndose entre ellas, y un nauseabundo olor de carne quemada se esparcía por la atmósfera.

Por fin, haciendo un último esfuerzo, los expenados llegaron a la entrada del vallecillo. Las llamas estaban ya a muy pocos pasos, y fue milagroso que no cayeran asfixiados por el humo que los envolvía, cegándolos al mismo tiempo.

Ante ellos se abría una estrecha garganta que serpenteaba por entre montañas elevadísimas, y donde no se veía otra cosa que enormes peñas y tierra desnuda de toda vegetación.

Ya se lanzaban por ella, cuando a su espalda resonaron dos disparos, seguidos poco después de otros dos.

Palicur dio un grito y se detuvo, llevándose una mano a la oreja derecha.

—¿Estás herido? —le preguntó Will.

En vez de contestar, el malabar se volvió rápidamente con la carabina empuñada.

Descubrió una nubecilla de humo en la cima de una roca que dominaba el valle de las pitones y a una altura de trescientos metros.

Sobre la roca distinguió varios bultos de personas.

—¡Ah, ladrones! —gritó furioso.

Dos disparos resonaron despertando los ecos en las montañas, y un hombre que saltó de la roca volteando sobre sí mismo fue a caer poco después entre las llamas.

—¡Anda! ¡Toma! —gritó el hábil tirador.

Se puso la carabina en bandolera y echó a correr, oprimiéndose la oreja. Algunas gotas de sangre le caían sobre la chaqueta.

—Palicur, ¿dónde te han herido? —le preguntaron a un tiempo Jody y el contramaestre, que le seguían a la carrera.

—¡No es nada! ¡Corran ustedes! ¡Después, cuando nos hallemos detrás de aquellas rocas!… ¡Corran ustedes! —contestaba el malabar sin detenerse.

Aquella carrera desenfrenada duró unos diez minutos. Así que rebasaron una curva que describía la garganta se detuvieron detrás de un peñasco lo bastante alto para resguardarlos de otra descarga.

—¿Qué es? —preguntó el contramaestre volviéndose hacia el pescador de perlas.

—¡Bah! ¡No es nada, señor Will! La bala me ha roto el lóbulo de la oreja. Es una herida dolorosa y que sangra mucho, pero de ningún peligro.

»La verdad es que si acierta a variar la dirección de la bala centímetro y medio más adentro, me hubieran saltado la cabeza como se quiebra una nuez de coco.

—Déjame ver la herida.

—¡Pero si ya le he dicho que no es nada, señor Will!

—Es preciso contener la hemorragia. Jody, ponte a vigilar en lo alto del peñasco, y al primer hombre que veas aparecer, pégale un tiro como si fuera un tigre.

—Le prometo no errar la puntería, señor Will —contestó el maquinista—; a pesar de que esos canallas han pagado con la vida de un hombre el pedazo de oreja de Palicur.

En tanto que el valiente joven se subía en el peñasco escondiéndose en una grieta el inglés sacó de la mochila de ropas un pedazo de lienzo, y ligó diestramente la herida después de haberla lavado con agua mezclada con algunas gotas de gin.

—Unos cuantos centímetros más adelante, y ya no pertenecerías al número de los vivos. ¡Has tenido suerte, mi buen Palicur!

»¿Has visto bien al hombre a quien has herido?

—No, señor Will. Me cegaba la ira en aquel momento.

—Sin embargo, era un hombre; ¿verdad?

—De eso sí que no dudo.

—¿Quién crees que sería? ¿Alguno de esos malditos salvajes que nos acometieron en el río?

—Eso es un poco difícil decirlo, señor Will —dijo el pescador de perlas—. De lo que respondo es de que en medio de las llamas cayó un hombre, que a estas horas no estará vivo. Debo de haberle herido de muerte.

—Ésos han sido los que han puesto fuego a las hierbas.

—Sin duda alguna, señor Will; porque me figuro que las pitones no llevarían fósforos en los bolsillos.

—¿Y los tiros, quiénes los dispararían?

—Debían de ser candianos, señor, y de ningún modo vadassos. Los salvajes nos hubieran asaeteado.

—¡Quisiera aclarar este misterio!

—Por ahora pensemos en batir retirada, señor Will. En lo alto de las montañas no se atreverán a atacarnos esos bribones, ni siquiera…

El maquinista lanzó una voz, interrumpiendo la frase de Palicur.

—¡Amigos, a escape!

—¿Qué hay de nuevo, Jody? —preguntó Will.

—¡Que se acercan las serpientes!

—Pero ¿no se han abrasado esas malditas?

—Por lo visto, no, señor Will —respondió el maquinista—. Muchas se han quedado en el fondo de ese valle, que más bien parece un pozo, y se están asando al humo; pero veo asomar otras por la garganta de salida. ¡Se conoce que a esos animales no les gusta el calor!

—¡Baja enseguida!

El mulato, que oía que los reptiles se acercaban rápidamente, dando saltos de extraordinaria altura, se dejó resbalar a lo largo de la roca, cayendo en pie entre ambos amigos.

—¡Apenas tenemos un minuto de tiempo para escapar! —les dijo.

—¿Has visto a los que nos dispararon los tiros? —preguntó el contramaestre.

—No, señor Will.

—¿Puedes andar, Palicur?

—La herida de la oreja no me entorpece las piernas, señor —dijo el malabar—. Estoy muy ágil.

—¡Entonces, a la carrera!

Ya se oían a poca distancia los estridentes silbidos de las pitones que se habían salvado del incendio.

Palicur y sus compañeros, que tenían más miedo a los reptiles que al fuego, se lanzaron a escape a lo largo de la estrecha garganta del vallecito, saltaron por los peñascos y las grietas del terreno, y remontaron la cuesta con no poca fatiga.

Al llegar la media noche, anhelantes y con las fuerzas agotadas, hicieron alto en la cumbre de una colina que dominaba el paso.

—¡Basta! —dijo el contramaestre, que no estaba acostumbrado a tan largas carreras—. No soy hombre de tierra, sino de mar, y ni siquiera indio o hijo de África. ¡La popa de esta nave interminable concluye aquí, y yo ya no puedo seguir adelante!

—No le pido más tampoco, señor Will —contestó el malabar sonriendo—. ¡El mejor marino de la flota anglo-india no hubiera podido realizar semejante esfuerzo!

—¿Se habrán detenido las serpientes? —preguntó Jody.

—No habrán andado mucho —contestó Palicur—. Su fuerte no es la carrera, y apenas se hayan encontrado seguras habrán vuelto a reanudar el sueño.

—Y nosotros haremos otro tanto —añadió el contramaestre—. Aquí arriba no corremos peligro de que nos sorprendan.

—Además de que no cometeremos la imprudencia de echarnos todos a dormir —dijo el malabar—. Yo, que soy el que mejor resiste, haré la primera guardia. Descansen ustedes. No me acometerá el sueño: se lo aseguro.

Jody desplegó la tienda, cortó algunas ramas de un tamarindo pequeño que crecía allí cerca, y tendió las telas en un instante.

En tanto que juntamente con el contramaestre se metía bajo las lonas, el malabar hizo un reconocimiento por la altura; enseguida se sentó en un peñasco desde donde podía dominar el paso, guardándose muy bien de encender fuego para que no le tomasen como punto de mira los misteriosos enemigos.

La noche estaba en calma, y el silencio no era interrumpido por más ruido que el lejano de las cascadas. Hacia el valle de las serpientes todavía se divisaban reflejos rojizos y algunos nimbos de chispas que el vientecillo empujaba a través de las sombras como un grupo de estrellas errantes.

El incendio se apagaba con rapidez, no encontrando más hierba en qué hacer presa.

Al mediar la noche el malabar, no habiendo notado nada sospechoso, despertó a Jody, y a las tres el contramaestre le sustituyó en la guardia, sin que hubiera sucedido nada de particular.

Los misteriosos enemigos no habían vuelto a dejarse ver. ¿Se habían ido por las montañas, o habían atravesado el valle de las pitones? ¿Habrían aprovechado la oscuridad pasando silenciosamente por el pie de la colina sustrayéndose a la vigilancia del malabar y de sus compañeros?

Aun cuando muy inquietos acerca de la dirección que tomaran aquellos bribones, ignorando, como ignoraban, sus intentos, poco después de despuntar el Sol volvieron a emprender el camino los tres amigos a través de las elevadas montañas, ansiando llegar al famoso monasterio.

Tres días emplearon en atravesar aquellas cumbres llenas de selvas, aguijoneados de continuo por el miedo de caer en alguna emboscada. Llegaron por fin al valle, cerrado de una parte por la cordillera central de la isla y por el río Mahowilla por la otra, que de nuevo aparecía después de describir una gran curva.

Se acercaban a Candy a grandes pasos. En las vecinas montañas se alzaba Annaro Agburro y el bogaha, árbol que, según la leyenda, sirvió de refugio a Buda.

El país se hacía más poblado. Grandes aldeas habitadas por candianos se sucedían unas a otras, sobre todo a lo largo del río y en los flancos de las montañas, viéndose espléndidas pagodas, talladas la mayor parte en las rocas; en otros sitios se adivinaban los restos de las ciudades antiguas, desaparecidas acaso hacía millares de años.

Ceylán, lo mismo que su vecina la India, es muy rica en obras prodigiosas de cantería. No es raro encontrar en medio de los bosques más espesos ruinas colosales de palacios y pagodas de soberbia arquitectura medio sepultadas en un caos de vegetación, cuyos años no es posible saber, y estatuas laminadas de oro, representando siempre a Buda.

En una de esas estatuas se encontró un diente enorme, que los cingaleses creyeron que había pertenecido al dios, y que los portugueses cogieron violentamente a sus adoradores, restituyéndolo a cambio de setecientos mil ducados; cantidad que no les fue posible utilizar, pues se vieron obligados a devolverla por haber decidido el Tribunal de la Inquisición que se quemase aquel objeto al cual se rendía un culto supersticioso.

Once días después de haber atravesado el valle de las serpientes pitones el malabar y sus compañeros saludaban, por fin, el monasterio de Annaro Agburro y el inmenso árbol que extendía sus innumerables ramas sobre la techumbre del famoso monasterio.

14. EL TRÁGICO FIN DEL «TUERTO»

Antes de la llegada de los portugueses, esos audaces conquistadores, los primeros en llevar las armas europeas al Océano índico, emulando en valor y también en crueldad a los conquistadores españoles que deshicieron los Imperios americanos, Annaro Agburro era la ciudad santa de los cingaleses, o, mejor aún, de los budistas, que todos los años iban en masa a visitarle.

Poseía soberbias pagodas exornadas con piedras preciosas, grandiosos monasterios, inmensos palacios, estatuas colosales que representan al dios venerado; pero cuando Alburquerque, el gran capitán portugués, lanzó a sus aventureros en las regiones centrales de las islas, la ciudad desapareció. Bajo la rabia de aquellos ávidos depredadores, pagodas, palacios, monasterios y estatuas, de los cuales todavía subsisten las ruinas, desaparecieron para siempre.

Tan sólo el árbol bogaha, no se sabe por qué milagro, quedó en pie.

Como ya hemos dicho, ese árbol había sido trasportado por los vientos desde muy lejanas regiones, arraigando en aquel sitio para proteger con su sombra a Buda, que se había detenido durante una temporada en las regiones centrales de la isla.

En el monasterio, erigido a corta distancia del famoso bogaha, están sepultados algunos reyes de Candy, que han merecido tal honor por haber mandado esculpir imágenes del dios, y que los creyentes han tomado como genios buenos encargados de la custodia de aquel lugar sagrado.

Con profunda emoción, y desde lo alto de una colina, saludó el pescador de perlas el árbol sagrado.

A su sombra vivía la muchacha a quien él quería tanto, la hija del viejo Chitol.

—Te late el corazón fuertemente; ¿no es verdad, mi pobre amigo? —le preguntó el contramaestre, que le observaba con atención.

—¡Sí, señor Will! —contestó con voz alterada el malabar—. ¡Me parece un sueño encontrarme aquí después de tan larga ausencia y de tantos sufrimientos! ¡Me parece que es demasiada felicidad, y que tiene que sucederme alguna desgracia antes de ver a mi adorada prometida!

—¿Qué es lo que temes ahora que hemos llegado? La perla está en nuestras manos.

—¡Es verdad; pero, sin embargo, tengo muchísimo miedo!

—¡Es la felicidad, que te lo hace ver todo negro! —dijo Jody—. ¡Animo, Palicur! ¡Bajemos al valle, y después, adelante hacia aquellas ruinas! Antes de que anochezca estaremos en Annaro Agburro.

Iban a comenzar el descenso de la colina, cuando un ruido ensordecedor producido por un gran número de trompas, flautas y gongs redoblados con gran fuerza repercutió en el valle.

—¿Pasa algún regimiento? —dijo el contramaestre bromeando.

—Debe de ser alguna gran peregrinación —contestó el malabar, que escuchaba atentamente—. En esta época los dissova, o sean los grandes del reino, vienen a visitar el árbol sagrado. Se acercan, porque el ruido aumenta.

Además de los instrumentos dichos se oía el redoblar de los tambores, y notas raras que parecían producirse por el choque de triángulos de acero.

—Ese que viene debe de ser algo más que un dissova —dijo Palicur—. Será el rey de Candy.

—¿También viene alguna vez al monasterio? —preguntó Will.

—Ahí tiene enterrados algunos de sus ascendientes.

—¡Abrid los ojos! —gritó el mulato en aquel mismo momento, al propio tiempo que se ponía en pie en la roca—. ¡Avanza un magnífico cortejo!

Un pelotón de candianos espléndidamente vestidos y adornados con un prodigioso número de campanillas avanzaba con banderas blancas y grandes estandartes, en los cuales se veían pintadas de rojo algunas figuras representando el Sol, elefantes, tigres y muchos otros animales espantosos. Seguíalos inmediatamente otro grupo compuesto de soldados armados de látigos sin mango, hechos con una cuerda delgada de lino, que hacían silbar en el aire como si amenazasen a alguien.

Después aparecieron dos o tres docenas de músicos con largas trompas, tam-tam, gongs, tambores y triángulos de hierro que golpeaban con gran prisa, haciendo vibrar todos los ecos del valle.

—Es un cortejo real —dijo Palicur—. Dentro de poco veremos al rey de Candy.

—Le saludaremos —dijo Will—, a los poderosos indostanes no les desagrada el homenaje de un hombre blanco. Bajemos para poder verle más de cerca.

Mientras bajaban al valle proseguía avanzando el cortejo y produciendo un ruido ensordecedor. Desfilaban pelotones de magníficos caballeros con divisas de varios colores y turbantes con penachos. Los seguían enormes elefantes cubiertos por grandes telas rojas y flecos de plata; de las orejas llevaban suspendidos los paquidermos inmensos colgantes plateados, y cada uno iba montado por dos adigar del reino, o sean los ministros del Estado, dissovas, gobernadores de distrito, dissovas udda o jefes de las tropas, y después seguían nuevos portaestandartes y músicos, pelotones de soldados malabares y africanos de la guardia personal del Rey.

El contramaestre y sus dos compañeros se habían detenido en la cima de una roca que dominaba el camino que recorría el cortejo, cuando apareció el elefante real.

Era un animal de dimensiones gigantescas; iba aparatosamente adornado con gualdrapas de terciopelo carmesí y franjas de oro; placas de igual metal en la frente, cubiertas de gruesas turquesas, y otros adornos que le caían por la maciza frente; en las patas llevaba aros de plata.

Bajo una cupulilla con cortina de seda, que sostenían cuatro columnitas, iba sentado el Monarca. Era un hermoso viejo de sesenta años, de color ligeramente bronceado, con larga barba blanca que le daba un aspecto majestuoso, y vestía de gran gala.

En la cabeza llevaba un extraño tocado, adoptando la forma de cuatro cuernos, con un grupo de plumas delante; la casaca parecía un tanto arlequinesca, pues las mangas eran de distinto color; amplios pantalones de seda blanca y una espada de antigua forma completaban su traje.

Al ver que el contramaestre se quitaba el sombrero para saludarle, el Monarca, muy agradecido a este homenaje de un hombre blanco, inclinó sonriendo la cabeza y le miró mucho con cierta curiosidad.

Los tres amigos dejaron desfilar dos grupos de caballeros y una compañía de negros que escoltaban al elefante real, y se pusieron detrás del cortejo para llegar reunidos a las alturas de Annaro Agburro.

—¿Irás enseguida al monasterio? —preguntó Will a Palicur casi al llegar a la cumbre.

—Sí, señor —respondió el malabar—. Iré a advertir al gran tiruvanska que he logrado recuperar la famosa perla, y que estoy dispuesto a restituirla a condición de que me entreguen la hija del viejo Chitol. ¡No podría dormir si antes no tuviese alguna noticia de la muchacha!

—Amigo mío, comprendo tu impaciencia. Sin embargo, harás bien en dejarnos la perla. No sabemos lo que puede suceder.

—¡Admiro su prudencia, señor Will!

Hacia el anochecer llegaron a la meseta. Todos los alrededores de la arruinada ciudad y del monasterio hervían de peregrinos, pues era la época de las grandes procesiones religiosas.

Veíanse gentes pertenecientes a todas las razas venidas de países lejanos. La religión budista cuenta más adeptos que la de Brahma, Shiva y Visnú.

Sin contar los cingaleses, que eran muchísimos, había centenares y centenares de birmanos, siameses, cochinchinos, javaneses, sumatras e indios, luciendo todos sus pintorescos y extravagantes trajes.

Ni siquiera faltaban chinos, pues, como es sabido, en el Celeste Imperio hay millones de budistas.

No les fue fácil a los tres amigos encontrar un sitio en que recogerse, ni siquiera una choza. Por fin lo hallaron en una cabaña de ramas y hojas llena de peregrinos. Con esteras se hicieron un pequeño departamento, que reforzaron con palos y piedras para evitar que les robasen mientras dormían, pues ni en los lugares santos faltan ladrones.

Cenaron deprisa un poco de arroz con pescado, y enseguida Palicur se levantó diciendo:

—Apenas tengo tiempo de acercarme al monasterio, porque después de la puesta del Sol cierran el santuario, y no lo abren antes del amanecer.

Entregó a Will la famosa perla, que seguía guardada en la bolsa de mallas de acero; se metió por precaución el cuchillo en la faja que le rodeaba la cintura, y salió, prometiendo volver pronto.

En derredor del árbol sagrado que se erguía en el centro de aquella planicie extendiendo sus inmensas y frondosas ramas hasta una distancia notable había algunos grupos de peregrinos, pues la mayor parte se habían retirado ya a las cabañas y albergues levantados entre las ruinas, disponiéndose a cenar y a descansar de sus largos y fatigosos viajes.

Como ya hemos dicho, el malabar había estado otras veces en aquel sitio: así, pues, atravesó la plaza y se detuvo ante el umbral del monasterio, donde varios sacerdotes, revestidos con amplias túnicas amarillas, rapada la cabeza y con los brazos y los pies desnudos, estaban orando arrodillados sobre un pedazo de paño blanco: todos ellos tenían al alcance de la mano el inseparable abanico hecho con hojas de palmera, y del cual se servían como de quitasol cuando viajaban.

El edificio, aun cuando muy espacioso, pues se alojaban en él varios centenares de tiruvanska, no tenía nada de particular, ni por su arquitectura ni por su lujo. Era más bien bajo, de techo plano, como los templos budistas chinos, con columnas de madera pintadas de rojo y sin ningún dorado.

Lo único que atraía la mirada era una enorme estatua de Buda tendida en una especie de lecho y sosteniendo la cabeza con la mano izquierda.

Al ver que el malabar avanzaba con paso precipitado, uno de los sacerdotes se levantó, dirigiéndole una mirada colérica.

—¿Quién eres tú, que vienes a turbar las plegarias de los tiruvanska? —le preguntó con tono de reconvención.

—Soy un hombre que hará feliz al gran sacerdote de Annaro Agburro —contestó resueltamente el pescador de perlas—. Tengo que hablarle enseguida.

—¿Eres algún mensajero del Rey?

—Ante todo, soy un indio, y, por tanto, no soy súbdito ni enviado del monarca de Candy.

—¡Entonces, vuelve mañana!

—Es que lo que tengo que decir al gran sacerdote es demasiado urgente para poder esperar tanto —respondió Palicur con firmeza.

—¡No importa; vuelve mañana!

—En ese caso, ve a decir al gran sacerdote que un pescador de Manar le trae la hermosa perla que robaron de este monasterio, pues la he encontrado en el fondo del Océano.

Al oír esto todos los monjes se pusieron en pie de un salto mirando asombrados al pescador.

—¿Has encontrado tú la perla? —exclamaron a una voz.

—Sí, yo —contestó Palicur.

Entre los monjes reinó un breve silencio. Todos miraban al malabar como preguntándose si estaba loco o si quería divertirse; pero viéndole tan tranquilo y seguro de sí mismo, se persuadieron de que debía de haber algo de verdad en lo que decía.

—Sígueme en seguida —dijo por último el que primero le había interrogado—. Pero ten cuidado, porque si te burlas de nosotros te entregaremos a la justicia del Rey.

—No he venido hasta aquí para engañaros: te repito que la perla está en mi mano.

—Entonces, vamos.

Atravesaron la puerta y penetraron en un gran corredor iluminado por pequeñas lámparas, y cuyas paredes lucientes estaban cubiertas de inscripciones en lengua sánscrita.

El monje le hizo subir unas gradas y le introdujo en una vasta sala, en medio de la cual se alzaba otra estatua del dios colocada en la misma actitud que la anterior.

Ante ella y sobre un tapiz magnífico veíase arrodillado un sacerdote viejo, cuya cabeza rodeaba una cinta de oro. Se daba aire lentamente con un talapawa, abanico muy parecido al que usan los sacerdotes budistas del Pegú.

—¿Qué quieres? —preguntó el anciano interrumpiendo sus rezos—. ¿Me traes algún mensajero del Rey?

—No, gran sacerdote —respondió el monje—. Te presento a un hombre que afirma que ha encontrado la gran perla que ornaba la frente de nuestro dios, y que, como sabes, robó aquel extranjero sacrílego.

—¡No es posible! —exclamó—. ¡No debe de ser aquélla!

—Gran sacerdote, tú la pesarás, y verás cómo el peso es el mismo. Únicamente ha cambiado de color, pues de rojiza que era, ahora es roja por completo, lo que la avalora aún más —respondió Palicur.

—¿Y cómo ha podido cambiar de color?

—Porque ha absorbido la sangre del que la robó. Mejor que yo sabes, gran sacerdote, que el ladrón se produjo una herida para esconderla en ella y poder ocultarla.

—Es verdad. ¿Y dónde tienes esa perla?

—Está en manos de dos amigos míos, de los cuales uno es un hombre blanco.

—¿Se aprovecharán de tu ausencia para huir? —preguntó el gran sacerdote con acento de temor.

—Son demasiado fieles para robarme.

—¿Y dónde la has encontrado?

—En el extremo del banco de Manar. He podido saber el sitio exacto donde se ahogó el ladrón por medio de un antiguo pescador de perlas, que era uno de los que le perseguían.

—¿Y qué pedirás como recompensa?

—La libertad de la hija del viejo Chitol, que se encuentra entre las bayaderas de este monasterio —contestó Palicur—. Esa muchacha fue robada durante una fiesta religiosa.

—Lo sé.

—Si tú, gran sacerdote, consientes en lo que pido, la perla ornará de nuevo la frente de Buda; si rehúsas, mis amigos la harán pedazos, y nadie la poseerá.

—¡No! —gritó el viejo—. Tuya será la hija de Chitol, y el Rey, que es generoso, te ofrecerá una buena recompensa. ¡Júrame que mañana traerás la perla!

—¡Lo juro por Brahma, Shiva y Visnú, la trinidad india, en la cual creo!

—Rogaré al Rey que esté presente para que pueda recompensarte como mereces.

—Yo no faltaré. ¿Está aquí la hija de Chitol? —preguntó Palicur con voz hondamente conmovida.

—Sí, está.

—¿Puedo verla un momento nada más?

—Cuando hayas traído la perla. No hemos olvidado que quisieron robarla, y tenemos que tomar nuestras precauciones.

El malabar exhaló un largo suspiro; pero, conviniéndole no hacerse traición, no quiso insistir más.

—¡Hasta mañana! —dijo.

—Al mediodía —contestó el gran sacerdote despidiéndole con un gesto.

El monje que le había introducido en el monasterio volvió a acompañarle hasta la puerta, en cuyo umbral hacían guardia algunos soldados del Rey.

El malabar, un poco triste por no haber podido ver a la mujer amada, se alejó rápidamente, absorto por completo en sus pensamientos.

La pequeña planicie estaba desierta, pues ya el Sol se había ocultado hacía algunas horas. Ni debajo del árbol sagrado había un solo peregrino de los varios que había visto en el momento de atravesar la plaza para ir al monasterio.

La noche era muy oscura, pues las estrellas se hallaban cubiertas por largos jirones de nubes un poco densas.

Apenas anduvo trescientos o cuatrocientos metros, cuando se le figuró oír detrás de sí el rumor de unos pasos ligerísimos, rumor que, a pesar de lo leve, no se había escapado a su fino oído.

Se detuvo mirando con recelo en derredor suyo; pero, no viendo nada que pudiese alarmarle, tomó por una especie de avenida que flanqueaban altas palmeras, y que conducía a las cercanías de la arruinada ciudad, donde estaba la barraca en que le esperaban Will y el maquinista.

Comenzaba ya a verla a través de las tinieblas, cuando de pronto se sintió cogido por los hombros, y dos manos vigorosas le derribaron de golpe.

—¡La perla, o te mato! —dijo a su oído una voz amenazadora.

Como ya sabemos, Palicur, además de poseer una fuerza extraordinaria, mejor dicho, verdaderamente hercúlea, era al propio tiempo tan ágil como una pantera.

Al sentir al adversario oprimirle el pecho y plantarle entre las costillas la punta de un cuchillo o de un puñal, se volvió por medio de una sacudida rapidísima y abrazó tan fuertemente a su enemigo, que le arrancó un grito de dolor.

Al mismo tiempo le cogió la mano derecha como con unas tenazas, deteniendo el arma con que quería clavarle en el suelo.

Lanzó una blasfemia que parecía un rugido.

—¡El Tuerto! ¡Ah, horrible chacal!

—¡Sí; el Tuerto, que te cogerá la perla y que volverá a llevarte a Port-Cornwallis! —dijo el cingalés apretando los dientes y procurando desasir la muñeca de aquella presión terrible.

—¡Ahora me pagarás todas tus traiciones, miserable!

Palicur sabía que era más fuerte que el cingalés. Aun cuando su sorpresa por encontrarse ante aquel odiado enemigo, a quien creía todavía en la ciudad de las Perlas, fuera muy grande, comprendiendo que si era vencido no le darían cuartel, mordió ferozmente una oreja del cingalés, y aprovechándose del agudo dolor que le produjo le cogió con mayor rabia, haciéndole crujir las costillas.

Entonces ambos enemigos se empeñaron en una lucha espantosa. Rodaban por el suelo intentando estrangularse, pues uno había perdido el cuchillo y el otro no podía sacar el suyo de la faja, que era donde lo llevaba escondido.

Se mordían, intentaban ponerse uno sobre el otro, se golpeaban, rugían como dos fieras enfurecidas, como si fuesen dos tigres que se disputan una presa.

Palicur, cuyo furor redoblaba sus fuerzas, clavaba las uñas en los costados de su adversario, y cuando podía le magullaba la cara, deshaciéndole narices y ojos y dejándole medio ciego.

De pronto el Tuerto lanzó un grito de triunfo. Al rodar por tierra tropezó con el cuchillo, que se le había escapado de las manos.

—¡Ya estás muerto! —exclamó.

Y clavó la hoja en el costado izquierdo del malabar, un poco más arriba del corazón. De la herida brotó un chorro de sangre.

Fue la primera y la última puñalada. El herido había cogido al cingalés en aquel momento por el cuello, y sus poderosos dedos se hundieron como garras en la carne, apretándole con esfuerzo sobrehumano.

—¡Perdón…! per… —balbuceó el miserable.

—¡Muere, infame! —rugió el malabar recogiendo sus últimas fuerzas—. ¡Muere!

El Tuerto rugía bajo aquella presión irresistible. Se le saltaban los ojos de las órbitas y sacaba la lengua.

Sufrió un último espasmo, y sus facciones se contrajeron horriblemente. Lanzó un ronquido, o mejor dicho, un grito ahogado, y quedó inmóvil.

Palicur le echó a un lado, se levantó con mucho trabajo comprimiéndose con ambas manos la herida, por la cual se le escapaba la sangre rápidamente tiñéndole la chaqueta, y tambaleándose se dirigió, andando con mil esfuerzos, hacia la choza donde le esperaban sus amigos.

Por fortuna suya, Jody, inquieto por la tardanza y temiendo que le hubiera sucedido alguna desgracia, había salido, por consejo del contramaestre, llevando una carabina.

Al ver acercarse una sombra humana que avanzaba amenazando a cada paso caer, tendió el arma gritando:

—¿Quién vive?

—¡Yo… Palicur!… —contestó el malabar.

El mulato le alcanzó en unos cuantos saltos.

—¡Palicur! ¿Qué tienes? —le preguntó, recibiéndole entre sus brazos en el momento en que tropezaba con una raíz.

—¡Calla…, no grites…: me han herido!… ¿El señor Will?

—¿Quién te ha herido?

—¡Vamos a la cabaña!… ¡No será nada!… ¡Pierdo mucha sangre!…

—¡Apóyate en mi brazo!

El contramaestre, que había oído la exclamación del mulato, estaba ya en el umbral de la cabaña con una luz en la mano.

—¡Le han herido, señor Will! —dijo Jody muy conmovido—. ¡Está todo lleno de sangre!

—¡Condenación y muerte! —exclamó el marino palideciendo—. ¡Tenía el presentimiento de una desgracia!

Ayudaron a entrar al pescador, y le tendieron en un buen montón de hojas que les servía de lecho.

—¡No hagamos ruido; es preciso que nadie se entere de lo que ha sucedido! —dijo el contramaestre—. Primero deja que examine la herida, y después veremos si puede decir quién le ha puesto en esta situación —y dirigiéndose a Palicur—. ¡Por ahora te prohíbo que abras la boca para pronunciar una palabra!

Desabrochó la chaqueta del indio, rasgó con una rápida cuchillada la camisa, que estaba empapada en sangre, y puso la herida al descubierto.

—¡Vaya una magnífica puñalada! —dijo—. ¡Un centímetro más baja, y te atraviesa el corazón, mi pobre amigo!

»La herida, sin embargo, no es peligrosa. Yo entiendo de esto, porque más de una vez he tenido que hacer de enfermero a bordo del Britannia.

»Jody, ve a buscar agua y dame pañuelos. Debe de haber algunos limpios en mi morral.

Mientras el maquinista llevaba una cazuela llena de agua y los pañuelos el contramaestre unió hábilmente los labios de la herida, lavó con cuidado la sangre, y enseguida hizo un vendaje, sin qué el malabar, que conservaba una sangre fría maravillosa, lanzara un solo gemido.

—¿Puedes hablar? —le preguntó el contramaestre así que concluyó.

—Tanto como usted quisiera, señor Will —respondió el pescador de perlas—. Nosotros, los de nuestro oficio, tenemos la piel muy dura. No me duele apenas, a pesar de que la hoja ha entrado bastante en el costado.

—¿Quién te ha acometido?

—El Tuerto.

—¡El! —exclamaron a un tiempo Jody y el marino.

—Sí, el mismo. Apenas había salido del monasterio, cuando cayó sobre mí y me derribó, intimándome que le entregase la perla.

—¿Y ha huido?

—Creo que le he estrangulado.

—¡Crees! ¡Nosotros haremos que sea verdad! ¿Dónde ha caído?

—A cuarenta pasos de aquí.

—¡Jody, coge una pistola y ve a rematar a ese miserable si todavía respira! —dijo el contramaestre—. ¡Ese reptil debe desaparecer para siempre de la superficie de la tierra!

—¡Le saltaré los sesos! —contestó el mulato saliendo rápidamente—. ¡Bastantes disgustos me ha dado ese canalla!

—¿Cómo te han recibido en el monasterio? —preguntó Will al herido.

—Mañana a mediodía esperan la perla. El gran sacerdote ha consentido en restituirme la muchacha, y, además, me ha prometido un regalo de parte del Rey.

»Señor Will, me considero tan feliz, que quizás por eso no siento dolor alguno.

—Pero estando herido como estás, no puedes ir allá.

—¡Iré, señor Will! —dijo el malabar con suprema energía—. ¡Ustedes me sostendrán!

En aquel momento oyeron resonar fuera un disparo, y poco después entraba Jody con la pistola todavía humeante en la mano.

—Quizás estuviese muerto —dijo el mulato sonriendo con ferocidad—: sin embargo, para asegurarme más, le he metido una bala en el cráneo.

»¡Era un demonio; pero ya no nos importunará más!

15. LA PERLA ROJA

Al otro día al mediodía los alrededores del monasterio estaban llenos de una multitud de peregrinos que se debatían contra las puertas tratando de romper las líneas de malabares y de negros de la guardia y desafiando los latigazos que caían sin piedad sobre su cabeza y espalda.

La noticia de que la famosa perla que en otro tiempo adornaba la frente de Buda había sido encontrada y que la iban a restituir se había esparcido, poniendo en movimiento a todos aquellos fanáticos adoradores del dios.

La entrada en el monasterio estaba prohibida a todo el mundo, exceptuando al Rey, sus ministros, dissevas y grandes dignatarios del Estado, que se habían apresurado a tomar sitio en la gran sala en espera del afortunado pescador de perlas. Poco antes de que el Sol llegara a la mitad de su curso, Will renovó la ligadura de la herida del malabar, que durante la noche no había experimentado más que una ligera fiebre. Era preciso creer que aquel diablo de hombre poseía una fibra más que excepcional y un ánimo casi único.

Apenas terminada la operación, un grupo de ocho malabares de la guardia se presentó en la cabaña con la orden de dar escolta hasta el monasterio a los tres poseedores de la perla famosa.

Los malabares eran unos arrogantes jóvenes, e iban armados hasta los dientes con largas carabinas indias, pistolones y cortos sables semejantes a los que usan los cochinchinos y annamitas.

Palicur, presa de una especie de exaltación, parecía no sentir dolor alguno. Se levantó ayudado por el contramaestre y el mulato, apretando contra el pecho la bolsa de acero que contenía la perla, y apoyándose en el brazo de ambos se dirigió resueltamente hacia el monasterio, rodeado por los soldados de la guardia.

La gente que se agolpaba en la plaza, comprendiendo que aquél debía de ser el hombre que encontrara la célebre joya, se apresuraba a retirarse para dejarle sitio, inclinándose profundamente como ante un ser divino bien querido y protegido de la divinidad.

Las cuerdas de los látigos que la escolta agitaba sin cesar pronunciando el nombre del Rey, no hacían falta para abrir camino a los tres expenados y a su guardia.

En la puerta del monasterio esperaban al malabar media docena de tiruvanska con objeto de conducirle a la gran sala. Al ver a Will, un hombre blanco, no pudieron reprimir un movimiento de sorpresa, e hicieron ademán de detenerle; pero Palicur dijo enseguida:

—Éste es el hombre que me ha ayudado a encontrar la perla, y, además, también es un adorador de Buda.

—Entonces, venid —dijo el más viejo de los seis monjes—. Están esperándoos el Rey y el gran sacerdote.

En tanto que la guardia contenía a la multitud que trataba de penetrar en el monasterio los tres amigos fueron introducidos en el corredor, y enseguida en la gran sala, en la cual se veía la gigantesca estatua del dios.

Ante la enorme mole, sentados en escaños dora dos, estaban el anciano Monarca y el gran sacerdote, y en derredor de ellos agolpábanse centenares de monjes, grandes dignatarios, los dissova y los ministros.

Palicur hizo seña a sus amigos, que habían ido sosteniéndole hasta allí, y recogiendo todas sus fuerzas y energías adelantó con paso bastante seguro hacia el Rey, y después de haberse inclinado tres veces hasta casi tocar con la frente en el suelo tendió la diestra y alargó la bolsa de acero, diciendo:

—¡He ahí la perla!

El Soberano, que estaba visiblemente conmovido, la cogió y abrió la bolsa. Pronto un grito de asombro salió de sus labios.

—¡Maravillosa! ¡Una perla de color de sangre! —exclamó llenó de admiración.

El gran sacerdote se había inclinado hacia el Monarca para mirar la magnífica joya.

—¡Sí; la misma! ¡Es la que brillaba en la frente de Buda! —exclamó—. ¡La reconozco, aun cuando su color se haya vuelto más oscuro! ¡Ese punto azul casi invisible me lo confirma!

Todos, monjes, ministros y dissovas se habían agolpado en derredor del Rey y del gran sacerdote lanzando exclamaciones de asombro.

Nunca se había visto perla de aquel color, a pesar de las bellísimas que producía el banco de Manar.

—¿La hija de Chitol es mía? —preguntó Palicur.

—¡Tuya es, hombre valeroso! —dijo el Rey—. La tendrás, y yo le daré una dote de princesa para compensarte de tu generosidad; porque otro cualquiera, en vez de devolver la perla, la hubiera vendido a los árabes o a los europeos.

—¡Entonces, deseo verla! ¡Ruego que la traigan: es mi prometida, y hace dos años que la lloro!

El gran sacerdote hizo una seña a los monjes para que le dejasen éstos, y golpeó con un martillo de plata un gong que estaba suspendido ante la estatua de Buda.

Poco después se abrió una puerta, y aparecieron dos sacerdotes llevando de las manos a una muchacha cingalesa que vestía el pintoresco traje de las candianas, todo adornado con campanillas de plata, y en la cabeza una especie de diadema que terminaba en una cúpula.

Era una bellísima figurita, de formas flexibles, bien desarrollada, de piel ligeramente bronceada, con esas extrañas esfumadoras que tienen algunos terciopelos, tan comunes en las mujeres indias.

Sus magníficos cabellos caían hasta más abajo de la ancha faja de seda azul que le ceñía las caderas. Tenía los ojos muy brillantes, de luz intensa, y las facciones, muy correctas y de rara dulzura en la hija de un pescador.

Palicur dio un grito.

—¡Juga!

Después hizo ademán de precipitarse hacia la muchacha, que a su vez fue corriendo a su encuentro con los brazos extendidos; pero en aquel momento las fuerzas le hicieron traición, y cayó en brazos de Jody, que le recogió en el acto.

Al mismo tiempo hacia el fondo de la sala surgió un gran tumulto. La guardia trataba de impedir el paso a alguien que intentaba entrar violentamente.

De pronto una voz poderosa que hizo estremecer al contramaestre gritó:

—¡Paso al representante del Gobierno inglés!

¡Sitio, os digo; o de lo contrario, os declararemos la guerra!

El Rey se levantó vivamente poseído de gran emoción, y los dissova le rodearon desnudando las espadas como para protegerle contra algún peligro.

—¡Dejad entrar al representante del Gobierno inglés! —gritó.

Al oír aquella orden las filas de los malabares fe abrieron y un hombre penetró con aire de orgulloso poderío, levantando entre los presentes un murmullo de indignación.

Vestía Una especie de uniforme semejante al de los oficiales anglo-indios, y le seguían tres cingaleses armados con cimitarras.

Al verle el contramaestre apenas pudo ahogar una blasfemia. En aquel supuesto representante del gobierno inglés reconoció a Foster, el irlandés, el vigilante a quien tan hábilmente se la habían jugado la noche que escaparon del presidió de Port-Cornwallis emborrachándole con ginebra de Holanda. El bribón se acercó al Rey tocando apenas la visera de su casco de corcho, y sin preámbulo alguno, y señalando sucesivamente a Palicur, que seguía desvanecido, a Will, que parecía herido por un rayo, y a Jody, dijo:

—¡En nombre de mi Gobierno pido a V.M. que mande arrestar a esos tres hombres y que los conduzcan inmediatamente a Colombo!

—¿De qué delito se les acusa? —preguntó el Monarca arrugando el entrecejo y mirando al irlandés severamente.

—Son tres penados que hace algunos meses han huido de la penitenciaría de Port-Cornwallis, y por esa razón pertenecen al Gobierno inglés.

—¿También ese hombre blanco, que debe de ser tu compatriota? —preguntó el Rey señalando a Will.

—¡También ése!

—Will se estremeció. Dio algunos pasos adelante, y apuntando con el índice como con una pistola al pecho del irlandés, gritó:

—¡Ese hombre miente afirmando que es un representante del Gobierno inglés! ¡No trae mandato alguno de arresto! ¡Al contrario; yo le acuso de que varias veces ha intentado robarnos la perla roja, queriendo asesinar, y no más tarde que ayer noche, a este malabar! ¿Queréis Una prueba, señor? ¡Mirad!

Se inclinó sobré Palicur, el cual todavía no había vuelto en sí, le abrió la chaqueta, desató con precaución las vendas, y enseñó la herida que le produjo el Tuerto.

—En seguida prosiguió, abrumando con una mirada irónica al irlandés:

—Esta mañana han encontrado cerca de las ruinas de la ciudad un hombre muerto. ¿Sabéis, señor, quién le ha estrangulado? Este malabar, para impedir que aquel miserable le matase y le robara la perla, que ya en aquella hora había sido prometida al gran sacerdote.

»Este valiente pescador quedó herido en la lucha de una puñalada; pero logró castigar a su adversario.

»¿Quiere saber Vuestra Majestad quién era el agresor? El cómplice de este individuo, que afirma ser el representante del Gobierno inglés.

—¿Es cierto, Jody?

—Sí —respondió el mulato—. Aquel infame era un ladrón, como lo es éste.

Un profundo silencio acogió lo dicho por ambos amigos, interrumpido únicamente por los sollozos de la joven, que se había arrodillado al lado del cuerpo inmóvil del pescador de perlas. De pronto un gran vocerío iracundo resonó en la inmensa sala, y una multitud amenazadora rodeó al poco afortunado irlandés blandiendo espadas y puñales. La inminencia del peligro devolvió al vigilante algún valor.

—¡Esos hombres han mentido! —exclamó—. ¡Yo soy el representante del Gobierno inglés, y ellos son unos bribones matriculados en presidio!

Con un ademán hizo callar el Rey a sus súbditos y detener las espadas que estaban a punto de hacer pedazos al desgraciado borrachón.

—Estos hombres —dijo señalando a los tres expenados— me han dado pruebas de ser unos caballeros, porque si no fuesen tales, no hubieran traído la preciosa perla, cuyo valor no puede estimarse.

»Además, han probado también que los han acometido, pues todos los presentes acaban de ver la herida recibida por uno de ellos.

»Ahora muéstrame tu mandato de arresto y los documentos que acrediten que eres quien dices.

—No los tengo por ahora —balbuceó confundido el irlandés—. Más adelante tendré unos y otros.

—Está bien: cuando los tengas vuelve a enseñármelos. ¿Quién ha de dártelos?

—Las autoridades de Colombo.

El Rey mandó acercarse a los malabares de la guardia que estaban en la puerta.

—Conducid a este hombre hasta la frontera para que pueda ir a buscar los documentos que le hacen falta. Te doy de tiempo cuarenta y ocho horas para trasponerla.

Y mientras el irlandés, confundido y avergonzado, era conducido fuera del monasterio, añadió volviéndose hacia Will:

—Veremos si cuando vuelva estáis todavía aquí. Por ahora sois mis huéspedes, mientras no se restablezca de su herida ese animoso pescador.

16. CONCLUSIÓN

Ocho días después un soberbio elefante blanco escoltado por veinte malabares de la guardia real salía de Annaro Agburro, dirigiéndose hacia la costa oriental de aquella isla maravillosa.

Montaban el elefante Palicur, casi completamente curado de sus heridas, la bellísima hija de Chitol, Will y el mulato.

El rey de Candy cumplió su promesa poniéndolos a salvo antes de que volviese el irlandés, y dotando ricamente a la joven.

Ocho días más tarde los tres amigos llegaban a la costa en las cercanías de Batticoloa, y enseguida se embarcaron en un pequeño velero fletado exprofeso para que los condujese a Batavia, la reina de las islas del mar de la Sonda. Allí ya no corrían el peligro de perder la libertad, conquistada a costa de tantos sacrificios.

Los tres amigos han renunciado al mar, y son opulentos negociantes en especias. El más feliz de todos es Palicur, que sigue adorando hasta la locura a la pequeña y gentil hija del viejo Chitol.

En cuanto al irlandés, nadie ha vuelto a oír hablar de él. Probablemente, después del peligro que había corrido y de la mala acogida que le hizo el rey de Candy no debió de sentirse con ánimos bastantes para volver a aparecer por aquellas montañas, cuya brisa era tan poco saludable para sus pulmones.


Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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