La Reconquista de Mompracem

Emilio Salgari


Novela



1. El abordaje de los malayos

Aquella noche, todo el mar que se extiende a lo largo de las costas occidentales de Borneo era de plata. La luna, que subía en el cielo con su cortejo de estrellas, a través de una atmósfera purísima, derramaba torrentes de una luz azulada de dulzura infinita.

Los navegantes no podían haber tenido una noche mejor. Incluso el mar estaba completamente tranquilo. Únicamente una fresca brisa, impregnada de los mil perfumes de aquella isla maravillosa, lo rizaba ligeramente.

Un gran buque de vapor que venía del septentrión se deslizaba suavemente entre el banco de Saracen y la isla de Mangalum, echando humo alegremente. Por su estela se movían noctilucas y medusas, haciendo más viva la luminosidad de las aguas.

Aquella noche se celebraba a bordo una fiesta, por lo que el salón central estaba totalmente iluminado. Un piano tocaba un vals de Strauss, mientras vibraba la recia voz de un tenor, saliendo por las portillas abiertas y difundiéndose a lo lejos por el mar plateado, cuando se oyó un grito en proa:

—¡Alto las máquinas!

El capitán, que había subido al puente para fumar una pipa de acre tabaco inglés, al oír aquella orden bajó precipitadamente por la escala, gritando:

—¡Por Júpiter! ¿Quién detiene mi barco?

—He sido yo, capitán —dijo un marinero, adelantándose.

—¿Con qué derecho? ¡Aquí, mando yo!

—Porque tenemos delante de nosotros una flotilla de pescadores malayos llegada no sé cómo. Y es una flotilla bastante numerosa.

—Si no nos dejan sitio, pasaremos por encima de sus malditos praos y enviaremos al fondo del mar a todos esos gusanos que los tripulan.

—¿Y si, en cambio, fuesen piratas, señor? No es la primera vez que asaltan a los vapores…

—¡Rayos y truenos! ¡Veamos!

El capitán subió al castillo de proa, donde ya se encontraba el oficial de guardia, y miró en la dirección que indicaba el marinero. Veinticinco o treinta grandes praos, con sus inmensas velas multicolores desplegadas al viento, avanzaban lentamente hacia el vapor con la evidente intención de cerrarle el paso.

Detrás de aquella flotilla, otro pequeño barco de vapor, que parecía un yate, daba bordadas para no adelantar a los veleros, echando sobre la luz de la luna una columna de negrísimo humo mezclado con escorias centelleantes.

—¡Rayos y truenos! —gritó el capitán—. ¿Qué quieren esos veleros? No parece precisamente que estén pescando.

Se volvió hacia el oficial de servicio, que esperaba sus órdenes, y le dijo:

—Señor Walter, haga cargar el cañón de proa con metralla y aminore la marcha.

—¿Qué cree usted que son, comandante?

—No lo sé. Pero sí sé que navegamos por mares frecuentados por piratas bornéanos y malayos. No diga nada a nadie: no quiero aguar la fiesta organizada en honor de Su Graciosa Majestad, la reina Victoria.

El oficial transmitió rápidamente a los marineros las órdenes recibidas.

Todos se hallaban muy preocupados por la misteriosa flotilla que se aproximaba.

La marcha del vapor se había aminorado de repente, pero los pasajeros no se habían dado cuenta de nada porque el tenor, acompañado por el piano, entonaba otro vals de Strauss.

Cuatro marineros, conducidos por el armero de a bordo, descubrieron rápidamente el cañón oculto bajo un gran toldo y se dispusieron a cargarlo.

Entre tanto, los praos continuaban su marcha, maravillosamente conjuntados, aprovechando la brisa que soplaba del sur. El pequeño buque de vapor les escoltaba continuamente, girando a ambos flancos de la doble columna.

Ya no había ninguna duda: eran piratas que trataban de abordar el vapor. Si hubieran sido pescadores, al ver avanzar la nave no habrían tardado en apartarse para no perder las redes.

El capitán y el oficial de servicio se habían puesto a otear, mientras un maestro armero distribuía aceleradamente fusiles y municiones y hacía subir a cubierta a la guardia franca de servicio para que ayudara en caso de ser atacados.

—Señor Walter, ¿qué piensa usted de todo esto? —le preguntó el capitán, que parecía bastante preocupado.

—Temo que esos canallas nos vengan a aguar la fiesta.

—Tenemos muchas armas.

—Pero esa flotilla es diez veces más numerosa que nosotros. Usted ya sabe cómo están armados los praos corsarios.

—¡Sí, desgraciadamente lo sé! —respondió el capitán.

En ese momento, la flotilla se encontraba a sólo quinientos metros del vapor. Con una rápida maniobra abrió las dos líneas y dejó paso al yate de vapor, que se lanzó audazmente hacia adelante.

Transcurrieron algunos minutos. Después, una voz poderosa, que cubrió la del tenor, se alzó del mar gritando amenazadoramente:

—¡Alto las máquinas!

El capitán, que había cogido un megáfono, preguntó prestamente:

—¿Quiénes sois y qué queréis de nosotros?

—Divertirnos a bordo de vuestro navío.

—¿Cómo decís?

—Que esta noche siento deseos de bailar un vals.

—¡Abrid paso o hago fuego!

—Como gustéis —respondió la misteriosa voz, con leve ironía.

La sirena del yate había dejado oír su grito. Sin duda era una orden, pues los treinta praos se dispusieron en dos columnas en un abrir y cerrar de ojos y se movieron veloz y resueltamente hacia el buque, que se había detenido.

—¡Belt, dispara un cañonazo a esos gusanos! —gritó el capitán.

El armero hizo estremecer la pieza con un estruendo que repercutió hasta el salón central, donde los pasajeros se divertían.

La respuesta fue fulminante. Seis praos descargaron sus grandes espingardas, cayendo un diluvio de metralla sobre las planchas metálicas del navío, mientras otros seis arrojaban a la cubierta una tempestad de clavos, pero a una altura tal que no pudiera dar a los hombres. Casi inmediatamente, salió un relámpago de la proa del yate y el palo de trinquete, segado bajo la cofa con matemática precisión, cayó sobre cubierta con gran estrépito.

Los pasajeros, aterrados, habían interrumpido la fiesta e intentaron invadir el puente. Pero el oficial de guardia, apoyado por ocho marineros armados con carabinas y sables de abordaje, les cerró el paso inexorablemente, tanto a los hombres, como a las mujeres, diciendo:

—No pasa nada: son asuntos que sólo competen a los hombres de mar.

Por segunda vez resonó la poderosa voz sobre la proa del yate:

—Rendíos o desencadeno toda mi artillería. No podréis resistir ni diez minutos.

—¡Canalla! ¿Qué quieres de nosotros? —gritó el capitán, furioso.

—Ya os lo he dicho: divertirme a bordo de vuestra nave y nada más.

—¿Y saquearnos?

—¡Ah, no! Os doy mi palabra de honor.

—La palabra de un bandido.

—Oh, señor mío, aún no sabéis quién soy yo. Haced descender inmediatamente la escala y dad orden de que se reanude la fiesta. Os concedo solamente un minuto.

La resistencia era imposible.

Aquellos treinta praos debían de disponer de sesenta espingardas, por lo menos, y sin duda llevaban tripulaciones numerosas y adiestradas para los abordajes. Por si esto fuera poco, estaba la artillería del yate; artillería poderosa, capaz de abrir una vía de agua al vapor y hundirlo en menos de cinco minutos.

—¡Arriad la escala! —mandó de repente el capitán, viéndose perdido.

El yate, un espléndido buque de vapor de trescientas toneladas, armado con dos grandes piezas de caza, avanzó entre los praos y fondeó a estribor del vapor, justamente bajo la escala.

Un hombre subió inmediatamente, seguido por treinta malayos armados con carabinas, parangs y kriss. El desconocido que quería divertirse vestía un elegantísimo traje de franela blanca y se cubría la cabeza con un amplio sombrero lleno de adornos de oro, como los que acostumbran a llevar los mejicanos ricos. En su faja de seda azul llevaba un par de pistolas de cañón doble, con las cachas de marfil y oro, y una corta cimitarra de manufactura india, cuya vaina era de plata finamente cincelada. Los marineros trajeron algunos fanales, de modo que el desconocido apareció a plena luz. Era un hombre guapo, alto, entre los cuarenta y cinco y cuarenta y ocho años, con una larga barba de abundantes canas. Fijó sus ojos negros —esos ojos que solamente son corrientes entre los españoles y los portugueses— en el capitán, diciendo:

—Buenas noches, comandante.

El desconocido hablaba tranquilamente, como un hombre seguro de sí mismo. Por otra parte, los treinta malayos se habían alineado tras él, hincando en el puente, con un ruido temible, las enormes hojas de sus parangs.

—¿Quién sois? —preguntó el capitán, resoplando.

—Un nabab indio que tiene ganas de divertirse —respondió el desconocido.

—¿Vos, un indio? ¿Qué cuento me queréis hacer tragar?

—Estoy casado con una rhani que gobierna una de las provincias más populosas de la India. Por eso puedo hacerme pasar por un indio, aunque sea oriundo de Portugal.

—¿Y con qué derecho habéis detenido mi nave? ¡Rayos y truenos! Informaré de esto a las autoridades de Labuán.

—Nadie os lo impedirá.

—Estad seguro de que lo haré, señor…

—Yáñez.

—¿Yáñez, habéis dicho? —exclamó el capitán—. Yo había oído ese nombre. Vos debéis ser el compañero de ese formidable pirata que se hace llamar pomposamente el Tigre de Malasia.

—Os equivocáis, comandante. En este momento no soy más que un príncipe consorte que viaja para distraerse.

—¡Con un séquito de treinta praos!

—¡Ya os he dicho que soy un nabab! Me puedo dar este capricho.

—¡Abordando los buques en plena ruta, como un vulgar pirata! ¿Qué es lo que pretendéis? ¿La entrega del vapor y la bolsa de los pasajeros?

Yáñez se echó a reír.

—Los nababs son demasiado ricos para tener necesidad de esas miserias, señor mío. El estado rinde a mi mujer millones y millones de rupias.

—Concluid. Os estáis burlando de mí.

—Dad la orden a los pasajeros de que reanuden el baile y tranquilizadlos sobre mis intenciones.

—¡Sois extraordinario! —exclamó el capitán, que iba de sorpresa en sorpresa.

—Os advierto que si no obedecéis inmediatamente, haré que trescientos hombres se lancen al abordaje de vuestro navío. Y son hombres que jamás han tenido miedo de nadie. Guiadme, comandante: os compensaré espléndidamente por las molestias.

Se quitó de la corbata de seda azul un diamante tan grande como una nuez engarzada en un soberbio prendedor de oro y se lo tendió, añadiendo:

—Cerrad los ojos y tomad. Es un diamante del Gujarat, de aguas bellísimas.

Viendo que el capitán, en el colmo de su asombro, no se movía, le cogió por la casaca y le colocó el prendedor a la altura del cuello, diciendo:

—¡Complacedme, pues! ¡El baile será bien pagado!

Toda resistencia ya era inútil.

—Venid —dijo el capitán entre dientes, maldiciendo en su interior, a pesar de haber recibido el principesco regalo—. ¿Me dais vuestra palabra de honor de que respetaréis a mis pasajeros?

—¡Palabra de rajah! —respondió el hombre que se llamaba Yáñez, con un leve acento irónico—. No soy un bandido, aunque tenga una escolta de praos malayos.

Atravesaron la toldilla y bajaron juntos al gran salón central, espléndidamente iluminado. Los treinta malayos les siguieron, silenciosos, manteniendo desnudos sus terribles parangs, con los que podían, de un solo tajo, hacer volar una cabeza.

Los bandidos del archipiélago se desplegaron en el extremo del salón, en dos líneas compactas, mientras Yáñez avanzaba, sombrero en mano, hacia los pasajeros, que no osaban ni respirar, diciendo:

—Señores, les ruego que reanuden el baile. Mis hombres no matarán a nadie, a pesar de su aspecto poco tranquilizador, porque bajo mi puño férreo se vuelven angelitos.

Una rubia señorita, toda vestida de blanco y de ricos encajes, se sentaba en el piano y miraba, más con curiosidad que con aprensión, como una auténtica inglesa, la escena que se estaba desarrollando. En cambio, el tenor había desaparecido prudentemente, por miedo a que su voz descompusiera los nervios del terrible hombre que mandaba como un verdadero amo en un navío que no era suyo.

—Señorita —dijo Yáñez a la pianista, inclinándose galantemente ante ella—, hace poco, navegando por mar abierto, he oído tocar un vals que hace muchos años que no he bailado. ¿Querría ser tan amable de repetirlo?

—Tocaba "Sangre vienesa", señor…

—Llamadme milord o, mejor, alteza, ya que soy un rajah indio que ha dado no poco qué hacer a vuestros compatriotas.

—¿Y bien, alteza? —balbuceó la señorita.

—Tocad de nuevo ese vals, os lo ruego. Lo bailé una noche en Batavia y todavía lo recuerdo. Ese Strauss, es preciso decirlo, es insuperable escribiendo valses. Pero… hace poco alguien estaba cantando en esta sala. ¿Dónde se ha metido ese señor? No soy un monstruo marino para devorarlo de un solo bocado y apelo a ustedes, señoras y señores.

Un jovencito de tez rosada, gordinflón, con cabellos rubios y ojos azules, fue empujado hacia adelante por una enérgica señora holandesa o inglesa, que le dijo:

—¡Canta, Wilhem! Su alteza desea oírte.

—Más tarde, señora —respondió el portugués—. Aún no ha despuntado el alba…

El capitán, que se retorcía rabiosamente los bigotes, se puso amenazadoramente delante de Yáñez, preguntándole:

—¿Habéis dicho que aún no ha despuntado el alba? Os pregunto si tenéis intención de inmovilizar mi buque hasta mañana por la mañana. Nos esperan en Brunei.

—¿Quién? ¿Ese famoso sultán? Está completamente ocupado en digerir el champán, que bebe como agua. Dejadnos tranquilos y no nos agüéis la fiesta.

Echó una mirada a su alrededor y la detuvo en una bellísima dama que se pavoneaba, con un vestido azul de percal, adornado con encajes de Bruselas.

—Señora —le dijo, quitándose el sombrero y haciendo una profunda inclinación—, ¿querríais hacerme el honor de concederme un vals? Aunque ya no soy demasiado joven, seguro que bailo mejor que cualquiera de los presentes.

—Gustosamente, alteza —respondió prontamente la dama.

—Señorita, ¿queréis empezar? Aprovechemos la inmovilidad del barco.

—Inmediatamente, alteza —respondió la joven pianista.

Deslizó sus ágiles dedos por las teclas y luego atacó vigorosamente el magnífico vals de Strauss, haciéndolo resonar en la amplia sala. Yáñez, siempre cortés, aunque algo burlón, tendió la mano a su dama, diciéndole:

—Aprovechémonos.

—¿De qué cosa, alteza? —preguntó la señora con visible emoción.

—Esta es una tregua de Dios y seré un perfecto caballero con todos vosotros. No pido otra cosa que divertirme y hacerme obedecer. Señora, estoy a vuestras órdenes.

Todos los demás, impresionados por la presencia de los malayos, se habían quedado inmóviles. Nadie se había atrevido a seguir a aquel hombre terrible, aunque él, mientras bailaba, les gritó repetidamente:

—¡Divertíos, señores! ¿Qué esperáis?

El piano, un inmejorable Roeseler, vibraba soberbiamente en la magnífica sala.

Yáñez continuaba bailando, pero sus ojos inquietos se fijaban de vez en cuando en los pasajeros, como si buscase a alguien. De repente, entre la ansiedad general, se detuvo.

Un hombre, que vestía una casaca roja con alamares de oro, calzones de seda blanquísimos y altas botas de montar, y que tenía unas largas patillas rubias que le llegaban hasta las mejillas, se había abierto paso entre los pasajeros.

Yáñez se inclinó hacia la dama y le dijo:

—¿Permitís, señora? Reanudaremos la danza un poco más tarde.

Se dirigió en línea recta hacia el hombre que vestía el uniforme rojo tan querido de los ingleses, y con un movimiento rapidísimo sacó las pistolas, las cargó y le apuntó al pecho con ellas.

Un grito de espanto resonó en la gran sala, sofocado inmediatamente por el ruido sordo y amenazador de los parangs malayos que eran hincados en el entarimado.

—Señor mío —le dijo—, ¿querríais hacerme el honor de decirme quién sois?

—Un hombre protegido, dondequiera que sea, por el ancho pabellón inglés —respondió el otro, palideciendo porque estaba completamente desarmado.

—Inglaterra pensará más tarde, si lo cree oportuno, en tomarse la revancha y vengar una ofensa hecha a uno de sus embajadores. Por el momento, el amo aquí soy yo.

—¿Con qué derecho? —preguntó el inglés.

—El del más fuerte.

—¿Y qué pretendéis de mí?

—Os habéis olvidado, milord, de llamarme alteza.

—A los bandidos del archipiélago malayo no les concedo tanto honor.

—Y a mí, milord, me importa un ardite. ¿Quién sois? Hablad, o dentro de unos segundos habrá aquí un hombre muerto.

—E Inglaterra…

—Sí, os vengará. Demasiado tarde, para vuestra desgracia. Su bandera aún no ha llegado a cubrir este vapor. ¿No queréis decirme quién sois? Entonces, os lo diré yo. Vos sois el embajador que Inglaterra manda a Varauni a vigilar o, mejor dicho, a espiar, los actos de ese sultán imbécil. ¿Estoy equivocado?

El inglés se había quedado como fulminado por un rayo. Había comprendido que tenía ante sí a un hombre capaz de seguir al pie de la letra la amenaza de derribarle en la alfombra del salón con cuatro balas en el pecho.

El momento era trágico. Todos contenían el aliento.

La rubia señorita había interrumpido el vals, mientras los treinta malayos habían dado un paso adelante, haciendo centellear amenazadoramente, a la luz de las innumerables velas, sus enormes sables.

El ambiente era extraordinariamente tenso, porque la irrupción de Yáñez con sus malayos ya había soliviantado los ánimos de los pasajeros y la tripulación del buque; pero el enfrentamiento directo que habían presenciado entre aquel desconocido y el embajador inglés, en una época en que Inglaterra dominaba físicamente una parte importante de Asia meridional, había sobrecogido a todos por las consecuencias que podía tener aquella afrenta a la gran potencia.

2. El embajador inglés

El inglés nunca había sentido la muerte tan cerca, ni siquiera durante sus cacerías en la India o en otras regiones asiáticas.

Yáñez, inmóvil a dos pasos de distancia, mantenía apuntadas las pistolas y sus manos no temblaban en absoluto. Una negativa, un titubeo, y hubieran resonado cuatro disparos allí donde hasta entonces había vibrado el piano.

—¡Vamos! —dijo Yáñez, levantando un poco las pistolas—. ¿Os decidís, sí o no? ¡Por Júpiter! Yo, en vuestro lugar, cogido entre la espada y la pared, o, si os gusta más, entre la vida y la muerte, no habría titubeado Es cierto que un portugués no es un inglés.

—En suma, ¿qué queréis hacer de mí? Todavía no lo sé.

—Solamente impediros que vayáis a Varauni como embajador de Inglaterra, porque ese puesto será ocupado por otra persona que ahora no puedo nombrar.

—¿Y pretendéis arrestarme?

—Cierto, milord: os embarcaré en mi yate, donde seréis tratado con todos los miramientos posibles.

—Y, ¿hasta cuándo?

—Hasta que me plazca.

—Es un secuestro.

—Llamadlo como queráis, milord, con ello no me desvelaréis. Y ahora, milord, conducidme a vuestra cabina y entregadme las credenciales para el sultán de Borneo.

—¡Es demasiado! —gritó el inglés.

—Pero obedeciendo salváis la vida. ¡Daos prisa!

Cogió un candelabro que estaba sobre el piano y empujó hacia adelante al inglés, el cual ya no se sentía con ánimos de intentar la más mínima resistencia.

—¡Vamos! —le dijo.

Atravesaron el salón, abriéndose paso entre los aterrorizados pasajeros, y, seguidos por cuatro malayos, llegaron a la cubierta de popa, donde se encontraban los camarotes de primera clase. Yáñez se había puesto a leer los carteles colgados de las puertas, que llevaban el nombre, apellido y condición de los viajeros.

—Sir William Hardel, embajador inglés —leyó—. Entonces, ¿éste es vuestro camarote?

—¡Sí, señor bandido! —respondió el inglés, furioso.

—Haríais mejor en llamarme alteza.

La puerta se abrió y los seis hombres entraron en una hermosa y amplia cabina, amueblada con mucho lujo y, sobre todo, con buen gusto.

Mientras los malayos le rodeaban para impedirle el menor asomo de rebeldía, abrió su enorme y espléndida maleta de piel amarilla con cantoneras de acero, mostrándosela al portugués.

—¿Están aquí las credenciales? —preguntó Yáñez.

—Sí, bandido.

—Enseñádmelas.

—Están en aquel paquete de papel rosa sellado.

—Muy bien.

El portugués rompió los sellos, quitó la envoltura y sacó varios documentos, que hojeó rápidamente.

—Están en toda regla, sir William Hardel.

Los puso de nuevo en el equipaje, y luego, volviéndose a dos de sus hombres, añadió:

—Llevad todo esto a bordo de mi yate.

—Y ahora, ¿qué queréis hacer de mí? —dijo el inglés.

—Seguiréis a estos dos hombres, que previamente han recibido todas las órdenes necesarias. Guardaos de intentar la fuga, porque entonces tendríais que veros con los parangs y yo sé lo que cortan.

—Mi gobierno no dejará impune tamaña infamia, soy un representante del imperio.

—Cierto, sir Hardel —respondió Yáñez burlonamente—. Aunque no sé quién se lo comunicará.

—Los pasajeros o el capitán. Apenas lleguen a Varauni, telegrafiarán al gobernador de Labuán.

—Aún no han llegado a la capital del sultanato. Vamos señor embajador, que no quiero dejarme sorprender al alba por una cañonera, a pesar de tener conmigo una poderosa flotilla.

A un gesto del portugués, los dos malayos habían asido fuertemente al pobre sir por los brazos, mientras los otros llevaban su maleta, que parecía muy pesada.

Cuando volvieron al gran salón, los pasajeros exhalaron un suspiro de satisfacción y asistieron, igual que los marineros, completamente inmóviles, a la salida del embajador, que seguía resignadamente a su impresionante y amenazadora escolta.

El capitán del vapor se acercó a Yáñez, preguntándole con voz rabiosa:

—¿Qué más queréis de nosotros?

—Acabar el vals con aquella graciosa señora —respondió el portugués tranquilamente.

—¿Todavía más? ¿Y cuándo os marcharéis?

—¡Ah! Hay tiempo, capitán.

Se acercó al piano, donde permanecía sentada la rubia señorita y le dijo:

—Señorita, por causas ajenas a mi voluntad he tenido que interrumpir el baile. ¿Querríais volver a tocar? ¡Ah, los valses de Strauss son verdaderamente maravillosos!

"Este hombre está loco", pensó el capitán.

Yáñez se había vuelto bruscamente, con el semblante sombrío, hacia el comandante.

—Señor mío —le dijo—, ¿querríais decirme cómo os llamáis?

—¿Tanto os interesa?

—No se sabe nunca.

—John Foster: no me da miedo decíroslo.

—Gracias.

Sacó de un bolsillo un pequeño librito encuadernado en piel y oro, y escribió aquel nombre. Luego, se dirigió, tranquilo y magnífico en su inmensa calma, hacia la dama con la que había empezado el vals y que parecía esperarle.

—¿Queréis acabarlo, señora…?

—Lucy van Harter.

—¡Ah! ¿Holandesa?

—Sí, alteza.

—Me acordaré de vos.

El vals había comenzado y los pasajeros, viendo a aquel terrible hombre abandonarse entre los remolinos de la danza y sonreír a su dama, primero tímidamente, y después, más animadamente, habían seguido su ejemplo, pero cuidando de mantenerse apartados de la pareja que bailaba en el centro del salón.

No obstante, el tenor no cantaba ya. El espanto debía de haber paralizado sus cuerdas vocales.

Una vez acabado el vals, Yáñez condujo hacia un diván a la bella holandesa, que no dejaba de mirarlo intensamente, con esa calma olímpica que es especialidad de los pueblos bañados por el frío y tempestuoso mar del Norte.

—¡Oh, qué amable sois!

—Ya es hora de acabar con esta infame canallada.

Yáñez se secó el sudor que bañaba su frente y luego dijo, volviéndose hacia los pasajeros:

—Señoras y señores: os concedo diez minutos para llevar vuestros equipajes a cubierta.

El capitán, que rechinaba los dientes cerca del piano, se lanzó hacia adelante con los puños cerrados, preguntando:

—¿Qué queréis hacer ahora, bribón?

—Deseo ver cómo salta por los aires un buque —respondió el portugués.

—¡Miserable pirata! Me habéis cogido por el cuello e intentáis ahora estrangularme.

—A la nave, no a vos.

—Tenéis treinta praos; haced saltar uno, si queréis divertiros.

Yáñez sacó una pitillera cuajada de brillantes, cogió un cigarrillo, lo encendió y, después de lanzar unas bocanadas de humo perfumado, dijo, con una voz que no admitía réplica:

—Cuando haya acabado de fumar este cigarrillo, deberán haber evacuado el barco las personas que lo ocupan. Todos los maquinistas han sido arrestados y ya he hecho colocar cerca de las calderas un barril que contiene cien kilos de pólvora. ¡Vamos, capitán! Haced que lleven a cubierta los equipajes de las señoras y los señores y dad la orden de que se boten todas las chalupas.

—Es preciso que os mate: acordaos de John Foster.

—He apuntado vuestro nombre, como habéis visto. A veces los hombres se encuentran donde menos lo esperan. Mirad, que ya me he fumado medio cigarrillo y que mis malayos empiezan a impacientarse.

—¡Rayos y truenos! ¡Obedezco a la fuerza brutal de un bandido!

—¡Príncipe! —dijo Yáñez burlonamente.

Fueron dadas las órdenes y transmitidas a los hombres que se encontraban en cubierta, vigilados por otros treinta malayos, perfectamente armados, que habían saltado desde uno de los treinta grandes praos.

Los pasajeros, aterrorizados por el pensamiento de que aquel hombre hiciese saltar el buque de un momento a otro, subían confusamente a cubierta.

Yáñez les había precedido con sus malayos. Los marineros estaban arriando las chalupas y retirando por la brazola de la escotilla principal las maletas del pasaje.

Entre los ciento cincuenta pasajeros reinaba la mayor confusión. Todos se empujaban hacia adelante para ser los primeros en bajar a las chalupas. Solamente la bella dama holandesa conservaba una calma olímpica, en medio de aquella confusión.

Yáñez, viendo que los hombres más fuertes arrollaban a los más débiles, se lanzó hacia adelante, seguido por una veintena de malayos.

—Primero, los niños —gritó—; después, las señoritas; luego, las señoras y, los últimos, los hombres. Si no me obedecéis, hago barrer el puente con una descarga.

Sabiendo ya con qué clase de individuo tenían que enfrentarse, los pasajeros se detuvieron. Por su parte, los malayos habían empuñado sus pesadas y cortas carabinas, dispuestos a hacer fuego a la primera señal de su jefe.

—¡Calmaos! —dijo Yáñez, cogiendo otro cigarrillo—. Todavía no he dado la orden de encender la mecha que he hecho colocar en el barril. Tenéis tiempo de acomodaros.

Luego, viendo pasar a la bella dama holandesa empujada por los demás, la sacó fuera del grupo.

—Señora —le dijo—, ¿a dónde vais? ¿A Varauni o a Pontianak?

—A Varauni, señor.

—Entonces espero volver a veros pronto.

—¿También vos vais a la capital del sultanato?

—Así lo espero.

Se quitó de un dedo un magnífico anillo con un soberbio rubí y se lo tendió:

—Señora Lucy —siguió diciendo—, tened, por haberme divertido.

—Y yo lo guardaré amorosamente porque me lo ha dado un hombre que no tiene miedo a nadie.

Le dio el brazo y le abrió paso entre los pasajeros que se amontonaban en las amuras, impacientes por saltar a las embarcaciones, todas las cuales ya estaban en el agua.

—Mientras yo esté aquí no hay ningún peligro, señores míos, porque no tengo ningún deseo de saltar por los aires con las máquinas de este vapor. ¡Dejad sitio a esta señora!

La levantó en sus robustos brazos, pasándola por encima de la batayola y la confió a dos marineros que se encontraban en la plataforma de la escalera.

Hecho esto, el portugués se apoyó en un cabestrante y continuó fumando y supervisando el salvamento.

Los malayos permanecían constantemente a su alrededor, para prestarle ayuda en caso necesario.

Las chalupas, cargadas completamente de pasajeros, se alejaban apresuradamente, intentando alcanzar la isla de Mangorlan, que no distaba más de una quincena de millas hacia levante.

—¿Está listo todo? —gritó Yáñez por el megáfono de la sala de máquinas—. Subid en el acto y encended la mecha.

Un momento después, cuatro hombres ascendieron rápidamente por la escala de hierro y se precipitaron a cubierta.

—¡Rápido, capitán, que ya arde! —dijo uno de los cuatro.

—¡En retirada! —mandó Yáñez.

El yate se encontraba fondeado al lado de la escala de babor y tenía encendidas las calderas. Los treinta malayos y su jefe subieron a bordo.

La sirena lanzó un agudo silbido y la pequeña nave se alejó, pasando entre los praos, que habían ensanchado sus filas.

El gran buque, abandonado a sí mismo, completamente iluminado, se balanceaba sobre las olas lentamente, haciendo chocar las cadenas de las anclas.

Yáñez había hecho detener su yate a quinientos metros y se había instalado a popa para no perderse el espectáculo.

A su lado apareció un viejo malayo, lleno de arrugas y con los cabellos completamente blancos.

—¿Esto es la guerra? —preguntó Yáñez al viejo.

—Empezamos bien, señor. Por mi parte hubiera conservado ese bonito barco.

—¿Y qué otra cosa hubiera podido hacer? En cualquier puerto al que lo hubiera llevado me hubieran arrestado. Por eso prefiero destruirlo completamente. Si quieren, que me acusen los pasajeros: no les temo.

—El peligro solamente puede venir de ese John Foster. Pero nosotros ya estaremos en Varauni mucho antes que él…

Un relámpago cegador partió en aquel momento del buque, seguido de un estruendo ensordecedor.

El barril había estallado y la nave se hundía.

—Arreglemos ahora nuestros asuntos, querido Sambigliong. En este momento no tengo necesidad de la flotilla que has reclutado. Así que, por ahora, puedes ponerla a buen recaudo en la bahía de Ambong. Si las cañoneras inglesas y holandesas la encuentran, no la dejarán tranquila y deseo tener escondidos estos barcos.

—¿Y cómo haréis para transmitirme vuestras órdenes?

—Mandarás a Varauni el prao de Padar, que es el más ligero y el más rápido y el que tiene más aspecto de ser un honrado velero. De Mompracem no te preocupes en este momento. Todavía no ha sonado la hora de tomarla al asalto y, además, será más eficaz ahora la diplomacia que la fuerza.

—¿Y Sandokán?

—Vigila en las fronteras del sultanato con sus dayaks y está listo para cruzar las montañas de Cristal. Pondremos al sultán entre dos fuegos y ya que los ingleses han cometido la tontería de cederle Mompracem, tendrá que vérselas con nosotros. Parte, Sambigliong: tengo prisa por ver Varauni de nuevo, después de tantos años.

Se arrió una chalupa al mar y el viejo fue transbordado al velero mayor.

Los patrones, advertidos de las órdenes dadas por Yáñez, desplegaron todo el velamen de que disponían, pues el viento era favorable, y al cabo de diez minutos se alejaban hacia el septentrión para refugiarse en Ambong.

En aquel lugar sólo había permanecido el prao de Padar, un magnífico velero, largo y esbelto como una falúa, que con una buena brisa podía reírse de las cañoneras-tortuga que Holanda e Inglaterra habían enviado allí para impedir, siempre con escaso éxito, la piratería.

—¡Avante toda! —gritó Yáñez.

El yate saltó sobre las olas como un pura sangre que siente por primera vez la espuela del jinete, y se lanzó hacia el sureste, dejando atrás una soberbia estela fosforescente, en medio de la cual bailaban las bellas medusas, como globos de luz eléctrica.

También se había puesto en marcha el pequeño prao, deslizándose silenciosamente sobre las aguas iluminadas.

—¡Muy bien! —dijo Yáñez, cuando dejó de ser visible la flotilla—. No creía que nuestros asuntos empezasen tan bien. Vamos a conversar un poco con ese querido sir William Hardel. Seguramente estará de pésimo humor: menos mal que tengo té para ofrecerle y se calmará.

Cogió un anteojo y lo apuntó en todas direcciones.

—Nada: la fortuna siempre sonríe a los antiguos piratas de Mompracem. ¡En, cocinero! ¿Está listo el té?

—Sí, señor Yáñez —respondió el cocinero.

—Entonces, sígueme. Vamos a domesticar a John Bull.

Descendió la escalerilla y entró en la cámara, amueblada con muy buen gusto y, atravesando el amplio, espacioso y bien iluminado salón, abrió la puerta de una cabina marcada con el número 3. Dos malayos vigilaban con los parangs en la mano y las carabinas a la espalda, dispuestos a enviar al otro mundo al desgraciado embajador si hubiese intentado la fuga.

—Buenos días, sir William —dijo familiarmente Yáñez.

La respuesta fue un grito de fiera salvaje.

El portugués le miró con fingido asombro.

—¿Han cometido mis hombres alguna descortesía con vos para que os encontréis tan excitado? Hablad y los haré fusilar inmediatamente.

—¡Es a vos a quien yo querría hacer fusilar, canalla!

—Quizá no se han fundido todavía las balas que deben matarme —respondió Yáñez, encogiéndose de hombros—. Vamos, sir William, calmaos y tomad el té conmigo. Un té exquisito, pues yo sólo tomo el que los chinos llaman "pólvora de cañón".

—¡Id al diablo! —gritó el inglés.

—Os calmará los nervios: vos, como todos los ingleses, lo debéis saber mejor que nadie.

—Bebeos vuestro té. Además, no me fío.

—¿Me creeríais capaz de envenenaros?

—Después de lo que habéis hecho, os creo capaz de asesinar a sangre fría a un caballero.

—Vos no me conocéis.

—Hace muchos años que se habla largo y tendido en estos mares de dos audaces bandoleros que se hacen llamar el "Tigre de Malasia" y el "señor Yáñez de Gomera".

—Yo nunca he sido ni el uno ni el otro.

—Sin embargo, yo he oído pronunciar vuestro nombre al capitán del barco y Dios Nuestro Señor me ha dado dos buenas orejas.

Yáñez cogió una silla y se sentó delante de la mesita, en la que humeaba el té, esparciendo un delicioso aroma.

—Sir William, hacedme compañía —rogó el portugués.

El embajador, que aspiraba ávidamente el aroma de la bebida, arrugando de vez en cuando la nariz como un gato irritado, no pudo resistir más la tentación.

—¿Beberéis también vos conmigo? —preguntó.

—Incluso seré el primero en hacerlo, si ello no os desagrada. Así estaréis completamente seguro de que no os voy a envenenar, cosa que nunca se me había ocurrido.

El inglés, que ya no podía esperar más, cogió, a su vez, una silla y se puso frente a Yáñez.

Tomó la taza que le tendía el portugués y la vació de un solo trago, a riesgo de quemarse la garganta.

La bebida china produjo en aquel momento en el embajador el efecto contrario al de calmarle los nervios, porque se irguió de golpe, pegando un terrible puñetazo en la mesa y gritando:

—¡Y ahora me explicaréis qué queréis hacer conmigo, bandido!

Yáñez abrió tranquilamente su pitillera, siempre llena de cigarrillos, y se la tendió al inglés, diciéndole:

—Después del té viene muy bien un buen cigarrillo.

—Probablemente tendrá dentro algún narcótico.

—Escoged a vuestro placer el mío o el vuestro: así estaréis seguro.

—Si fuese católico, os creería el diablo —dijo sir William, después de aspirar unas bocanadas.

—No tengo tal honor —respondió Yáñez, riendo.

—Entonces, explicaos.

—Inmediatamente, señor embajador. Como os he dicho, yo soy un rajah indio y jamás he sido capaz de conseguir ni siquiera un simple cónsul que velase por la marcha de mi estado. Habiendo sabido, por una extraña casualidad, que Inglaterra enviaba nada menos que un embajador a ese imbécil de sultán, os he secuestrado.

—¿Y qué haréis de mí?

—Os conduciré a la India, donde os ofreceré un puesto principesco en mi corte, con doce mil rupias al año. ¿Estáis contento, sir William?

—Creo muy poco en vuestras palabras.

—Entonces, no hablemos más.

—Yo sólo sé que estoy prisionero, cuando debería estar libre.

Yáñez se había levantado.

Por las portillas bien atrancadas entraban las primeras luces del alba.

—Sir William —dijo—, será mejor que reposéis un poco.

Se tocó con la diestra el borde del sombrero, sin que el inglés se dignase responder, y salió de la cabina, mientras los dos malayos tomaban de nuevo su puesto.

3. Un espectáculo salvaje

Cuarenta y ocho horas más tarde, el yate, seguido a corta distancia por el prao de Padar, entraba a toda máquina en la amplia bahía de Varauni o de Brunei con la bandera inglesa izada en el palo mayor.

Varauni es la Venecia de las islas del mar de la Sonda porque está construida sobre empalizadas y cortada por un gran número de puentes de bambú de aspecto pintoresco.

La vieja batería del fuerte de Batar, viendo la bandera inglesa que ondeaba en el palo mayor del yate, disparó dos salvas de saludo con sus dos viejos cañones de hierro que, afortunadamente, no explotaron.

Un momento después, el yate respondía con otras dos salvas y, tras haber pasado por entre dos apretadas filas de praos y de giongs, amarró en una de las boyas reservadas a los buques de vapor, esperando que el práctico del puerto les visitase. Entre tanto, el prao de Padar había continuado su marcha para fondear cerca de los muelles.

Apenas habían transcurrido diez minutos, cuando una barca de amuras doradas y remos tallados, ocupada por un personaje importante, a juzgar por la riqueza de su sarong y por la gran masa de su turbante, e impulsada por ocho fornidos remeros, abordó el yate.

La escala fue arriada inmediatamente y el funcionario del sultán subió a bordo, al mismo tiempo que Yáñez comparecía con una flamante chaqueta roja con alamares de oro, calzones blancos, botas altas y, en la cabeza, un casco de tela rodeado por una cinta azul. En una mano sostenía el paquete de las credenciales.

—¿Quién sois? —preguntó, andando al encuentro del borneano.

—El secretario particular de Su Majestad el sultán de Borneo.

—¿Y por qué habéis venido vos en lugar del oficial del puerto?

—Para hacer llegar más pronto al embajador que la gran Inglaterra nos ha enviado los saludos de mi señor.

—¿Quién os ha dicho que yo llegaría hoy?

—Os esperábamos desde hace varios días, milord. Y viendo entrar vuestro yate con la bandera inglesa, hemos pensado inmediatamente que vos debíais encontraros aquí.

—¿A qué hora podré presentar al sultán mis credenciales y mis respetos?

—Os recibirá, milord, en el aloun-aloun, donde hoy se celebrará un espléndido combate entre toros salvajes y tigres.

—¿Queréis comer conmigo?

—No, milord: mi señor me espera con impaciencia.

—¿Quién vendrá a recogerme?

—Yo, milord.

—Podéis marcharos.

El secretario se inclinó profundamente y bajó dé nuevo a la barca, mientras Yáñez se volvía hacia un dayak de estatura casi gigantesca, preguntándole:

—¿Tú conoces la ciudad, Mati?

—Como vuestro yate, amo.

—Te abro un crédito ilimitado para que compres para mí antes de esta noche un palacete en el que pueda dar fiestas y recepciones.

—De eso me encargo yo, patrón.

—Entonces, podemos comer —concluyó Yáñez.

La mesa estaba preparada en el puente, bajo la toldilla. Un buen cocinero indio había preparado una excelente comida a la inglesa.

Yáñez, que jamás perdía el apetito, hizo los honores a la comida. Después, una vez degustada una buena taza de café, se echó en una mecedora colocada en el castillo de proa, en espera del regreso del secretario.

El reloj de a bordo señalaba las dos menos diez cuando apareció el gigantesco Mati.

—¿Qué hay? —preguntó Yáñez.

—Todo arreglado, señor: he tomado en alquiler para vos un palacete que parece, en pequeño, el palacio del sultán, amueblado todo él en estilo chino.

—¿Cuándo podré tomar posesión?

—Esta misma noche.

—Llama a mi chitmudgar.

Un instante después subía al puente un indio, diciendo:

—A vuestras órdenes, alteza.

—Cuando haya desembarcado, seguirás a Mati, visitarás el palacete que él ha alquilado para mí y prepararás todo lo necesario para dar mañana por la noche una gran fiesta.

—Sí, alteza. ¿Nada más?

Yáñez no respondió. Había visto separarse de la orilla la barca pintada de rojo con las amuras doradas, tripulada por doce remeros y el secretario del sultán.

Abrió una pequeña bolsa y sacó unas cuantas joyas soberbias.

—Aquí hay suficiente para contentar a media docena de favoritas —murmuró—. Esta expedición costará cara, pero somos ricos. Y, además, todavía no he empeñado la corona de Assam.

La barca avanzaba muy rápidamente. Los doce bateleros marcaban el compás con el ritmo de una canción salvaje.

Llegó en un instante junto a la escala, amarró en ella, y el secretario subió a bordo, diciendo:

—Milord, el sultán os espera en el aloun-aloun y está muy impaciente por veros.

—Verdaderamente, habría podido ofrecerme una recepción oficial en su palacio —respondió Yáñez, fríamente.

—El espectáculo no se podía aplazar ya sin provocar desórdenes entre la población.

—Vámonos.

Bajó a la chalupa, saludado por los bateleros con un salvaje grito idéntico al que empleaban cincuenta o cien años atrás, cuando se arrojaban al abordaje, y se sentó al lado del secretario, que sostenía el timón.

En el muelle se había congregado una considerable muchedumbre, compuesta por bugís, macasareses, bornéanos, malayos, dayaks, chinos y negros, en torno a un carro completamente pintado de verde, con una pequeña cúpula dorada, sostenida por seis columnitas, y del que tiraban dos cebúes, especie de bueyes de corta talla, con una gran joroba, que son formidables corredores.

La curiosidad por ver al nuevo embajador había entretenido en los muelles a muchas personas, aunque el espectáculo del aloun-aloun era inminente.

Yáñez desembarcó en tierra, precedido del secretario, dignándose apenas saludar a los presentes con el stik del que iba provisto, y subió tranquilamente al carro, sentándose en un anchísimo cojín de seda carmesí con flecos de oro.

El cochero, un joven malayo, retorció de repente la cola a los dos animales, que partieron en una carrera desenfrenada, con gran peligro de romper las piernas de los transeúntes, quienes se veían obligados a arrojarse dentro de las tiendas o de las cajas sin atreverse a protestar, porque sabían que el sultán hubiera sido inexorable y habría mandado cortar cabezas sin contarlas siquiera.

Tras diez minutos de rapidísima carrera por calles polvorientas, en su mayor parte flanqueadas por míseras casas malayas y dayaks, el carro llegó al lugar en el que iba a desarrollarse el gran espectáculo.

En un vasto prado se alzaba una especie de anfiteatro exclusivamente hecho con cañas de bambú entretejidas en forma de jaula para impedir que los tigres alcanzasen a los espectadores.

Miles y miles de personas, agitadas e impacientes, habían ocupado todas las gradas, haciendo un ruido infernal.

En una plataforma decorada con alfombras y colgaduras de seda verde, enseña del poder, se encontraba el sultán de Borneo, Su Alteza Selim-Bargani-Arpalang.

El señor de Borneo, como todos los pequeños sultanes de las islas indomalayas, no era ni un gigante, ni tenía aspecto guerrero, precisamente. Era esmirriado, de color grisáceo, ojitos muy brillantes y un poco de barba que empezaba a encanecer. Vestía una larga túnica de seda verde, recamada de oro, y llevaba en la cabeza un turbante de dimensiones monumentales.

Yáñez subió por una escalera cubierta por una magnífica alfombra persa, llegada allí como consecuencia de cualquiera sabe qué vicisitudes, y se presentó al sultán, tocando apenas con un dedo el borde del casco, como correspondía al representante de una nación tan poderosa como para comerse todo el sultanato en veinticuatro horas.

—Sed bienvenido a mi corte —le dijo el sultán—. Vuestra llegada ya me había sido anunciada. Temía que os hubieseis tropezado con algún desagradable incidente. Sabéis bien que nuestros mares, a pesar de cuanto hago, nunca son seguros.

—He venido en mi yate, alteza —respondió Yáñez—. Y mi navío lleva unos buenos cañones capaces de replicar ventajosamente a todas las espingardas, lilas y miriam de los piratas.

—Sentaos cerca de mí, milord. Sólo os esperábamos a vos para comenzar el espectáculo. Si habéis estado en la India, habréis visto otros semejantes.

—Muchos, alteza.

—Pero yo os ofreceré una cosa más interesante: una batalla de lanceros contra tigres. Hemos hecho numerosas batidas durante toda la semana pasada y estamos bien provistos de animales.

—Estos espectáculos siempre son muy emocionantes y se presencian a gusto.

—¿Queréis que dé la señal? Todo está dispuesto.

El sultán levantó un brazo.

Sin demora, se oyeron tres sonoros toques de trompa, que los espectadores acogieron con un profundo silencio.

De una cabaña construida en el extremo del grandioso recinto, se arrojó a la arena un magnífico toro, enteramente negro, de formas vigorosas, de frente amplia y con los cuernos curvados hacia adelante.

Debía de ser una bestia salvaje, cogida poco antes en el fondo de cualquier trampa, ya que todavía tenía los ojos inyectados en sangre por el largo encierro.

Apenas hizo una furiosa carrera de quince o veinte pasos, se detuvo de golpe, olfateando el aire, azotándose los flancos con la cola y emitiendo sordos e impresionantes mugidos.

Sin duda, el pobre animal presentía el peligro.

Resonaron otros tres toques y, de otra cabaña, situada casi bajo el palco del sultán, se lanzó fuera un tigre, anunciándose con un "¡auug!" que hizo dar un brinco al toro.

No era uno de esos magníficos tigres reales que se encuentran en Bengala. Los que pueblan las islas del mar de la Sonda son más cortos de patas y más rechonchos, pero no por ello son menos temibles que los otros.

La bestia, que debía de haber comprendido de qué se trataba, en vez de dirigirse directamente contra su adversario, que la esperaba bien plantado sobre sus patas y con la cabeza baja, se echó en el suelo, lanzando un segundo "¡auug!" no menos impresionante que el primero.

Feroces gritos partieron de los diez o quince mil espectadores.

—¡Miedoso!

—¡El toro te acobarda!

—¡Sáltale encima e intenta comértelo, si eres capaz!

El tigre recibía filosóficamente las mayores injurias y se guardaba muy bien de atacar al poderoso adversario, que comenzaba a dar señales de impaciencia.

—Atento, milord —dijo el sultán, introduciéndose entre los dientes una mezcla de areca, betel y cal viva—. El espectáculo será interesante.

—Aunque me parece que el tigre tiene poca prisa por probar los cuernos del toro —respondió Yáñez.

—En el momento oportuno, atacará, os lo digo yo. ¡Mirad!

No era el tigre el que iba a atacar, sino el toro, que parecía impaciente por acabar con él.

En una carrera desenfrenada dio dos vueltas al recinto, levantando una nube de polvo, y luego se detuvo de golpe detrás de la fiera, obligándola a ponerse de frente.

Los gritos y las invectivas habían cesado. Todos los espectadores, en pie sobre los bancos, asistían a la impresionante lucha casi sin respirar. El toro se encolerizaba. Batió varías veces los anchos cascos como para provocar una arrancada por parte del adversario. Luego, no habiendo logrado ningún efecto, cargó alocado, con la cabeza casi a ras de suelo.

El tigre, sorprendido en la emboscada, dio cuatro o cinco saltos, y después, con un majestuoso vuelo, cayó entre los cuernos del adversario, mordiéndole ferozmente la cabeza y desgarrándole el lomo.

El pobre animal, que perdía gran cantidad de sangre, había partido al galope, intentando aplastar a la fiera contra las empalizadas del recinto.

Una gran nube de polvo les había envuelto, escondiéndolos a los ojos de los espectadores, los cuales aparecían presa de un entusiasmo verdaderamente delirante.

El toro dio dos vueltas completas al aloun-aloun, luego se detuvo bruscamente bajo el palco real y, con una sacudida irresistible, arrojó al aire a su adversario.

Un enorme grito de espanto se alzó entre los espectadores.

El tigre no había caído al suelo, sino que se mantenía fuertemente asido a los bambúes que se doblaban hacia el palco, amenazando con echarse encima de los grandes dignatarios del sultanato.

El ataque parecía casi seguro, porque la maligna bestia ya había posado las patas anteriores en el palco, cuando Yáñez se levantó de un salto y se puso delante del sultán.

Empuñaba sus magníficas pistolas indias. Resonaron cuatro disparos y la fiera, fulminada por el infalible tirador, se desplomó en la arena, exhalando un grito espantoso.

El toro, al verlo caer, se le había arrojado encima rápidamente, hincándole en el pecho sus agudos cuernos. Lo levantó en vilo y lo arrastró entre el polvo, hundiéndole el pecho.

El sultán, que se había puesto grisáceo por el miedo, o sea, pálido, se había vuelto hacia Yáñez, que todavía tenía en sus manos las pistolas humeantes.

—Milord —le dijo con voz trémula—, me habéis salvado la vida.

—No me debéis nada, alteza, porque yo también he salvado la mía —respondió el portugués.

—¡Qué pulso tan firme tenéis!

—Con mis pistolas puedo apagar una vela a veinte pasos.

—¿Queréis que continúe el espectáculo?

—Si place a vuestra alteza, sea.

A un toque de trompa, veinte hombres armados de lanzas se adelantaron en la arena formando una fila compacta, mientras por la otra parte salían de la cabaña otro tigre y una soberbia pantera negra, de pelo ligeramente salpicado con manchas de tonos bellísimos.

Los dos animales, apenas libres, se miraron mutuamente como para preguntarse por qué los habían puesto en libertad nuevamente. Luego, la pantera, menos paciente que su compañero y también más sanguinaria, empezó a arrastrarse hacia los hombres, que esperaban a pie firme el ataque, manteniendo una línea de lanzas en dirección oblicua y otra en posición vertical.

Habituados, como los luchadores indios, a aquellos sanguinarios espectáculos, no manifestaban ninguna aprensión.

Por otra parte, se encontraba allí el sultán, siempre en disposición de animarles con un gesto.

El tigre, al ver que se movía su compañera para atacar, tras un breve titubeo se puso también en movimiento, dando una serie de altísimos saltos, como para antes asegurarse bien de la elasticidad de sus músculos. Un enorme grito de alegría había acogido la decisión de la fiera.

El espectáculo iba a volverse extremadamente interesante y hasta peligroso para los lanceros.

Durante unos minutos, la pantera avanzó en zigzag como si estuviese indecisa sobre el camino a escoger. Luego, se lanzó al ataque con una velocidad fulminante, emitiendo un grito sordo.

Los lanceros habían dado un paso hacia adelante, mostrando las larguísimas y afiladas puntas de sus armas. La bestia, al ver centellear ante sus ojos todas aquellas amenazadoras puntas, intentó detenerse, pero ya era demasiado tarde.

Los lanceros, a su vez, se habían arrojado hacia adelante y la recibieron con los extremos de sus terribles lanzas, hiriéndola en diversas partes del cuerpo. Una lluvia de sangre humeante cayó sobre ellos, pero se mantuvieron firmes hasta que el cuerpo cesó de agitarse.

El tigre, viendo la acogida dispensada a su compañera, y aunque espantado por los gritos y ultrajes de toda especie, se había batido en retirada, saltando como si toda la arena estuviera cubierta de muelles. Le caían encima trozos de banco, palos y fruta, pero no se decidía.

—Es un cobarde —dijo el sultán, dirigiéndose a Yáñez—. ¿Queréis mostrarme uno de vuestros maravillosos disparos, milord?

—Si lo deseáis, me placerá mucho satisfaceros, alteza —respondió el portugués.

—Dad un fusil a milord.

Un sargento trajo un par de carabinas.

Yáñez tomó una, se cercioró de que estaba cargada, hizo señal a los lanceros de que se retiraran y miró a la fiera, que no cesaba de saltar, rehusando obstinadamente llegar al cuerpo a cuerpo.

Se había hecho un gran silencio. Se diría que todos aquellos miles y miles de espectadores estaban reteniendo la respiración para no perderse nada de aquel nuevo estilo de caza.

Yáñez cambió de posición tres o cuatro veces y, luego, viendo que el tigre se ponía de frente, disparó.

Un huracán de aplausos saludó al hábil tirador, que había matado al sanguinario hijo de la jungla.

—Milord —dijo el sultán—, mañana os espero en mi palacio. El espectáculo ha acabado.

4. El ataque a la cañonera

Desde hacía tres días Yáñez gozaba de las distracciones de Varauni, dividiendo su tiempo entre la corte, donde el sultán no dejaba de hacer bailar a un centenar de bayaderas traídas de la India con grandes gastos, y las fiestas.

En su palacete había dado ya recepciones, invitando también a los pocos europeos que se encontraban en la capital del sultanato, aunque podían representar un peligro para él.

Estaba considerando que todo iba de lo mejor, que el sultán resultaba simpático, y que los vinos de la corte eran excelentes, cuando una noticia inesperada interrumpió su magnífica vida.

Había dado ya órdenes, la mañana del cuarto día, de que el yate encendiese los fuegos para hacer una excursión en torno a la amplia bahía, cuando vio entrar en su gabinete de trabajo a Padar, el patrón del pequeño prao corso que había enviado tiempo atrás a Mangalum para que le informase de la suerte corrida por los náufragos. A pesar de ser un hombre que no se impresionaba fácilmente, el patrón parecía presa de una vivísima agitación.

—Y bien, ¿qué pasa? —preguntó Yáñez, encendiendo de nuevo el cigarrillo que había dejado apagar—. ¿Qué se va a caer, la luna o el sol?

—Estáis a punto de ser sorprendido dentro del puerto, capitán —respondió el patrón.

—¿Por quién?

—Una lancha cañonera holandesa ha encontrado las chalupas de los náufragos y las remolca hasta aquí.

—¡Por Júpiter!

El portugués había tirado el cigarrillo, poniéndose a andar a grandes zancadas por el gabinete.

—¿Ya echa humo el yate? —preguntó a Padar.

—Sí, las máquinas están encendidas.

—Es preciso intentar un golpe desesperado. Una cañonera no es precisamente un crucero y con mis grandes piezas de caza no hay duda de que pronto la pondré fuera de: combate. ¿Está lejos?

—No llegará antes de dos horas.

—Entonces, subamos inmediatamente al yate. Después ya encontraré cualquier excusa para persuadir a ese imbécil de sultán de que he tenido que defenderme. ¡Un cuento! ¿Quién me la proporciona…? La tengo bien sabida… Vamos, Padar, que aquí corremos peligro de naufragar todos.

Se puso el casco de tela, cogió sus famosas pistolas y abandonó el palacete, seguido por el patrón y por media docena de malayos perfectamente equipados para la guerra y que vestían el pintoresco traje de los cipayos indios.

Como era día de mercado, las calles contiguas al puerto estaban casi desiertas. Así, Yáñez y su escolta pudieron; embarcar sin ser casi advertidos.

Las calderas del yate estaban a toda presión. Detrás de él estaba anclado el prao de Padar, el cual podía, con sus dos grandes espingardas y sus treinta hombres de tripulación, poner en un aprieto a los salvadores de los náufragos.

Yáñez, como siempre, había elaborado rápidamente su plan: hacerse a la mar y ofrecer a los holandeses, sin ninguna contemplación, una verdadera batalla.

Se sentía fuerte con sus dos cañones, que enviaban una bala a mil quinientos metros, distancia entonces desconocida entre las flotas angloindias. Y, además, sabía que podía contar absolutamente con sus malayos y sus dayakos; una orden y ninguno hubiera rehusado ir al abordaje con los parangs empuñados.

El yate, que andaba a toda máquina, pasó a cien brazas de la lancha cañonera, casi desafiándola, luego se lanzó hacia adelante, seguido por el prao del corso.

Al verlo pasar, los pasajeros, que se amontonaban en las chalupas remolcadas por la cañonera, se habían puesto de pie, agitando locamente las manos y clamando amenazadoramente:

—¡He aquí al pirata!

—¡Haced fuego sobre él, si tenéis sangre en las venas!

—¡Id al abordaje y ahorcad a todos esos canallas en los mástiles del yate! ¡De prisa, si tenéis hígados!

La cañonera se había detenido bruscamente, después giró hacia estribor y como, para prever un caso especial, no había forzado completamente las máquinas, cortó las maromas de las chalupas y se fue valerosamente a la caza del yate.

Por otra parte, tenía ante sí a un auténtico galgo marino, capaz de dejarse perseguir hasta Calcuta sin tener necesidad de disparar ni una sola vez su pieza de popa. Yáñez, siempre tranquilo, había subido al puente de mando y había dado una orden a la sala de máquinas.

—Forzad las máquinas hasta lo máximo que podáis resistir. ¿Puedo contar con vosotros?

—¡Sí! —había respondido el maquinista jefe.

—¡A mí, Mati!

—¿Qué deseáis, señor Yáñez?

—¿Estás completamente seguro del tiro de tus piezas?

—Apostaría a que puedo arrancar con una bala el cigarrillo que en este momento está fumando el capitán.

—Ahora no pido tanto.

—¿Me dais carta blanca?

—Sí, pero más tarde, cuando hayamos hecho correr a la cañonera hasta mar adentro. Arría la bandera inglesa e iza en la punta la gloriosa bandera de los invencibles tigres de Mompracem —dijo Yáñez.

El estandarte inglés cayó, revoloteando por encima de la cubierta, mientras en su lugar se izaba una bandera completamente roja que llevaba en el centro una cabeza de tigre.

Los malayos de la tripulación habían saludado a esta enseña, que les recordaba sus glorias pasadas, con un gran grito. ¡Ay, si Yáñez les hubiera lanzado al abordaje en aquel momento! Los hijos de los viejos tigres, encanecidos entre el humo de la artillería y el fragor del acero, no habían perdido su valor.

La lancha cañonera, tras abandonar las seis chalupas a sus remos, había empezado a forzarlas máquinas.

A cuatrocientos metros disparó una salva para invitar a la nave fugitiva a detenerse, bajo amenaza de sufrir un bombardeo en toda regla.

Mati se había acercado a Yáñez, que paseaba tranquilamente por cubierta con su eterno cigarrillo en los labios.

Pero debía de estar algo preocupado, porque lo había dejado apagar.

—Señor Yáñez, ¿qué debemos hacer? —preguntó.

—Saludarles con la bandera de los tigres de Mompracem.

—La emprenderán a balazos.

—Y con balas responderemos. Sitúate en la pieza de popa. Cuando llegue el momento, vendré yo a rectificar la mira. Mete dentro una buena granada de treinta y dos pulgadas y envíala hasta los tambores de las hélices de ese viejo cuervo marino. Le detendremos en pleno vuelo.

—¿Y los hombres?

—Todos en cubierta, detrás de las batayolas. Deben ayudar de algún modo. Ah, también contamos con el prao de Padar. Con sus espingardas podrá barrer la toldilla desde una buena distancia. Adelante, Mati: se preparan para desmantelar nuestro yate.

El malayo bajó del puente de mando y se puso detrás de la pieza de popa, una magnífica pieza de calibre treinta y seis. Entre tanto, los malayos y los dayaks de la tripulación se habían apostado detrás de las amuras, pasando los cañones de las carabinas por las bandas enrolladas de la batayola.

Yáñez encendió otro cigarrillo, y se hizo servir por su chitmudgar un buen vaso de arak siamés. Luego pasó rápidamente revista a los hombres.

—¡Artilleros, a las piezas! —dijo con su voz sonora y cortante—. La batalla va a comenzar. Ante todo, procurad cubrir al prao de Padar porque no quiero de ninguna manera que lo hundan.

Diez macasareses, que pasaban por ser los mejores artilleros de las islas de la Sonda, habían saltado sobre las piezas, conducidos por los contramaestres. Padar ya había apuntado la pieza del treinta y seis, mirando la cubierta de la cañonera.

Yáñez, que era un cañonero de tan gran fama como habilísimo tirador, rectificó unos puntos la mira, y luego, dijo:

—Veamos, Mati, qué sabes hacer ahora. Tienes a tu disposición dos piezas bastante mayores que las que lleva la lancha cañonera.

El cañonero iba a obedecer, cuando resonaron en el mar dos fragorosas detonaciones, que se repitieron entre las olas.

Los holandeses habían prevenido a los malayos disparando una salva al yate y otra al prao de Padar, el cual hacía esfuerzos desesperados para no quedarse atrás y ser capturado.

Sin embargo, el tiro era demasiado alto, pues la primera bala pasó entre las vergas de la pequeña nave de vapor, destrozando una de ellas; la segunda había atravesado las dos velas del prao, tocando algunas cuerdas de las jarcias fijas.

—¡Te toca a ti, Mati! —dijo Yáñez—. ¡Aprovecha!

El maestro se inclinó sobre la pieza, rectificó aún la mira, bajo la supervisión del portugués, y desencadenó un huracán de hierro y fuego.

La granada atravesó el prao que se interponía entre el yate y la cañonera y cayó sobre el puente de esta última, dispersando por un instante a los hombres que se habían reunido alrededor de las piezas.

—¡Pronto, Mati! —dijo Yáñez—. No te duermas en los laureles. Aquí se trata de destruir o de ser destruidos, pues si la cañonera consigue llegar a Varauni, más pronto o más tarde seremos colgados como piratas. Hagamos desaparecer a los testigos que nos estorban.

—Y los náufragos, ¿no nos acusarán igualmente?

—Deja que me las arregle yo con el sultán. Haré de él lo que quiera. ¡Dispara, por Júpiter!

Mati corrió al castillo de proa, cuya pieza, montada sobre un perno giratorio, podía disparar en todas direcciones, e hizo fuego nuevamente, lanzando una granada a la cañonera, cuyas palas, con su armazón metálico, quedaron destrozadas.

Los disparos menudeaban de una y otra parte, sacudiendo fuertemente a las tres pequeñas naves. Las envolvían remolinos de humo blanquecino, atravesados por lenguas de fuego, haciéndolas, en algunos momentos, casi invisibles.

Yáñez, viendo que el asunto se ponía serio, había tomado la dirección de las dos piezas y hundía con grandes proyectiles cónicos de hierro el maderamen del buque adversario, abriéndole vías de agua.

Los holandeses, a pesar de estar cruelmente diezmados, resistían desesperadamente, sabiendo que no encontrarían cuartel general entre los hombres que habían enarbolado el pabellón de Mompracem.

Por otra parte, su fuego cada vez se hacía menos intenso. Se había acertado en una de las piezas con matemática precisión y ya no servía para nada, mientras que la otra, demasiado recalentada por la frecuencia de las descargas, tiraba mal.

Sin embargo, no arriaban la bandera de su país. Parecía que la hubieran clavado en el extremo del mástil porque ya sabían que no podrían encontrar merced.

Yáñez, siempre en calma, impasible, ayudado por Mati, redoblaba sus esfuerzos, lanzando sobre el pobre buque una tempestad de hierro. Batía, sobre todo, sus costados tratando de abrirle nuevas vías de agua. Los maderos, en efecto, se partían bajo el impacto de los proyectiles, abriendo grandes boquetes casi a ras de agua.

A cada descarga, la pobre cañonera se sobresaltaba y experimentaba una sacudida; luego, al cabo de un rato, se oyó una sorda detonación.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mati a Yáñez.

—El agua ha invadido las máquinas, haciéndolas explotar.

—¿Y esa gente?

—Nos han atacado sin que nosotros les hiciéramos mal alguno. Que se ahoguen todos.

—¿Y después?

—Ya pensaré yo en lo que haya que hacer después, Mati —respondió el portugués con una sonrisa, apartándose bruscamente, mientras un pedazo de amura se quebraba bajo un impacto. Levantó la voz—: ¡Padar! ¡Redobla el fuego! ¡Bárrelo todo!

La cañonera ofrecía un espectáculo espantoso. Su mástil de señales había caído, arrastrando consigo los flechastes y los obenques, y por las escotillas desencajadas irrumpían en lugar de las piezas, grandes nubes de humo blanquecino producidas por las máquinas.

Durante cuatro o cinco minutos más los dos buques se martillearon mutuamente, barriéndose de popa a proa. Después, la cañonera sufrió otra explosión que le dislocó las cuadernas y la tablazón.

Comenzaba a anegarse. Por los agujeros abiertos por las balas, el agua se precipitaba en gran cantidad, invadiendo las bodegas.

El yate y el prao habían suspendido el fuego.

En cambio, los holandeses, antes de hundirse, consumían sus últimos cartuchos. Durante un rato silbaron las balas sobre el yate y el velero de Padar. Después, cesó el fuego de fusiles bruscamente.

La cañonera, reventada por la doble explosión de sus máquinas, se hundía, girando lentamente sobre sí misma.

En otras circunstancias, Yáñez no habría asistido impasible, ciertamente, al fin de aquellos valientes que, antes de arriar su bandera, preferían ser engullidos por el mar.

Sin embargo, el testimonio de aquellos hombres era demasiado peligroso. Por eso, aunque a disgusto, era mejor eliminarles.

La lancha cañonera continuó girando sobre sí misma. Luego, de repente, escoró violentamente sobre un costado y zozobró de golpe, desapareciendo dentro de un gran remolino espumante.

—Si hubiera tenido medios para poderles salvar, quizá lo habría intentado todo —dijo Yáñez, que aparecía bastante conmovido y turbado—. En fin, se trata de la supervivencia de todos nosotros. De no ser así, el estupendo plan ideado por Sandokán para coger al sultán entre dos fuegos hubiera muerto antes de nacer. Por otra parte, yo no les he buscado, ni he sido el primero en atacar.

Hizo pabellón con las manos y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Padar! ¡Acércate!

El pequeño prao, que había escapado milagrosamente al fuego de la cañonera, dio una bordada y fue a situarse bajo la escala.

—¡Sube! —gritó Yáñez.

El capitán subió prestamente a bordo, mientras el portugués bajaba a la cámara, donde el embajador inglés continuaba gritando como un condenado.

—¡Piratas! ¡Bandidos! ¿No sabéis a quién queréis mandar al fondo? Abrid, o la gran Inglaterra sabrá tomarse una venganza ejemplar.

Yáñez empuñó una pistola y abrió la puerta de la cabina, diciendo:

—Señor embajador, preparaos para hacer un viaje.

—¿Por dónde, miserable? —gritó el inglés, poniéndose en guardia de boxeo.

—Por la bahía de Gaya, por ahora.

—¿Qué queréis que vaya a hacer en Borneo?

—Vuestra patria siempre ha sido una gran devoradora de tierras. Allí hay tierras vírgenes por conquistar. Embarcad —mandó luego Yáñez a sus hombres—. Padar ya sabe lo que tiene que hacer con este buen hombre. En Varauni podría ocasionarme muchos problemas, que no deseo tener, precisamente.

Ataron al inglés en una hamaca y le llevaron en vilo al puente del yate.

—¡Canalla! ¡Pirata! —gritaba—. La gran Inglaterra me vengará.

Esta amenaza no había surtido ningún efecto en los malayos y dayaks, quienes se sentían totalmente seguros bajo un jefe que se llamaba Yáñez.

El inglés fue bajado al prao y llevado a una cabina del fondo.

—¡Padar! —gritó Yáñez—. Ya sabes lo que tienes que hacer. Te espero enseguida en Varauni. ¡Aléjate!

El pequeño velero puso sus velas al viento y se alejó rápidamente, mientras el yate reemprendía su ruta hacia la capital del sultanato.

5. Un terrible momento

Empezaba a oscurecer, cuando el yate entró en la amplia y pintoresca bahía de Varauni saludando a la bandera del sultán con una salva de cañón, a la que replicó inmediatamente la vieja batería.

Apenas había anclado el pequeño buque en el muelle, cuando Mati, que lo observaba todo atentamente, divisó la barca pintada de rojo con las amuras doradas que cuatro días antes había transportado a Yáñez al aloun-aloun.

—Señor —dijo, precipitándose en la cabina donde el portugués estaba examinando una cajita de acero llena de diamantes indios y de esmeraldas y rubíes birmanos—, se acerca…

—¿Quién?

—El secretario del sultán.

—¿Y te inquietas por eso, amigo? Tengo aquí más que suficiente para sobornar a todos los favoritos de su alteza. Hace bien en venir porque aún no le he ofrecido ningún regalo.

—¿Y después? —preguntó preocupado Mati.

—¿Después? Querido amigo, tenemos una nave siempre a punto para hacerse a la mar. ¿Quién irá tras de mí? ¿Los desvencijados giongs del sultán? Aunque pusiese en línea a veinte, pasaríamos igualmente por encima de ellos. Además, en Gaya tenemos una reserva impresionante, capaz de bombardear la ciudad, e incluso de tomarla al asalto.

—No os fiéis del sultán.

—¡Bah! ¡Es un bobalicón!

Cogió un puñado de rubíes, diamantes y esmeraldas, se los puso en el bolsillo y cerró de nuevo la cajita, que debía de contener varios millones.

—Vamos a ver qué desea ese medio mono —dijo, subiendo a cubierta.

La barca, tripulada por doce remeros, ya se encontraba bajo la escala. El antipático secretario estuvo a bordo en un instante, saludando a Yánez con media inclinación solamente.

—¿Qué hay de nuevo, amigo? —le preguntó bonachonamente el portugués.

El secretario contuvo la respiración, abrió mucho los ojos y, después de hacer una fea mueca, dijo con algún esfuerzo:

—Su alteza os espera para cenar.

—Acepto inmediatamente, porque este paseo por el mar abierto me ha dado un apetito de tiburón. Esperemos que esté de buen humor.

—Siempre lo está, cuando ha bebido.

—De eso me encargo yo. ¡Padar!

—¡Señor!

—Pon en un cesto doce botellas de ginebra y alguna de champaña y llévalo a la barca.

—¿Vais solo?

—Prepárame una escolta de doce hombres y yo respondo de todo.

Luego, acercándose al secretario y sacando del bolsillo un magnífico rubí, le dijo:

—Amigo, os ruego que aceptéis esto como recuerdo del embajador de Inglaterra.

El secretario, con gran asombro del portugués, que sabía muy bien lo venales que eran los bornéanos, en vez de alargar la mano, la retiró.

—¿Rehusáis? —le preguntó.

—Aún no sé quién sois vos.

—¿Cómo? ¡Bribón! ¿No he presentado mis credenciales en toda regla a tu amo?

—Pero hay muchas personas que os acusan.

—¿De ser un impostor?

—Yo no lo sé, milord.

—¡Ah! Lo veremos —respondió Yáñez—. ¡Por Júpiter! ¿Por quién se me toma? ¿Por un mono de los bosques de Borneo? Mi nariz aún no se ha vuelto colorada, ni se ha agrietado. Vamos, tomad: al menos vale doscientos florines y podréis hacer feliz a alguna bella muchacha de vuestro harén.

Esta vez el secretario estuvo dispuesto a extender la mano y cerrar los dedos en torno al rubí.

—¿Tendrá invitados el sultán, esta noche? —le preguntó Yáñez—. A mí me gustaría mucho la compañía.

—Temo que encontraréis demasiada, después de la cena.

—Nada mejor: improvisaremos una fiesta de baile y haremos brincar a las bellas borneanas. Vamos, señor secretario.

Introdujo en la faja las dos pistolas indias que le tendía Padar, ordenó de nuevo que mantuvieran al buque bajo presión y con los cañones cargados, y descendió a la embarcación con su escolta completamente equipada como si tuviera que entrar inmediatamente en combate.

Sin embargo, la calma del portugués era más aparente que real, porque le había asaltado el temor de que el sultán lo pusiese frente a los náufragos del vapor y le pidiese cuentas de la cañonera, que nadie había visto entrar en la bahía en tanto que muchas personas habían oído los cañonazos.

Pero confiaba en su extraordinaria audacia y en su sangre fría para jugar la terrible partida, que se le presentaba con pésimas cartas, con la esperanza de ganar una vez más.

La chalupa, impulsada por sus doce remos enérgicamente manejados, atravesó la bahía y atracó en el muelle, donde le esperaba el carro de la cúpula dorada y las columnitas blancas, tirado por los cebúes.

—Seguidme a la carrera —dijo Yáñez a sus hombres, mientras los pequeños bueyes partían, galopando bastante bien.

Los doce malayos, acostumbrados a largas carreras a través de los bosques, corrían detrás del carro, manteniéndose muy juntos.

En menos de diez minutos llegaron ante el bellísimo palacio del sultán, completamente blanco, y lleno de cúpulas y largos pasillos que le daban un aire de ligereza.

Media compañía estaba formada ante la puerta.

Yáñez le pasó revista. Después, precedido por el secretario, subió por una grandiosa escalinata iluminada por gran número de farolillos chinos que derramaban sobre ellos una luz suave y sosegada. En cada rellano había otros soldados de la guardia en uniforme de gala y completamente armados. Ese despliegue de fuerzas hizo que a Yáñez le diera un vuelco el corazón.

"¿Es que voy a arrojarme como un estúpido en la boca del tigre de Borneo?", se preguntaba con cierta aprensión. "¡Ah, no, no! Todavía confío en poder jugar una buena carta. Calma y sangre fría, amigo."

Después de pasar por varias galerías llenas de flores y de jarrones chinos y japoneses, el secretario le introdujo en una inmensa sala, desde cuyos balcones se podían ver perfectamente los buques que entraban y salían de la bahía. Una larguísima mesa estaba preparada. La vajilla, de plata cincelada, y los vasos, de auténtico cristal, brillaban bajo las veinte lámparas chinas.

El sultán, que vestía el acostumbrado traje de seda blanca y que llevaba en un costado una cimitarra de vaina dorada, demasiado pesada para sus brazos, ya estaba en la mesa con sus dos ministros y media docena de cortesanos de piel muy oscura que vestían sarongs muy vistosos y floreados.

—¡Ah, estáis aquí, milord! —exclamó, al ver entrar a Yáñez—. ¡Os hacéis esperar!

—He regresado tarde, alteza.

—¿Dónde habéis estado?

—De caza en alta mar.

—¿Y qué habéis cogido?

—Cuatro miserables vencejos marinos que se han comido los tiburones ante mis ojos.

—Debe de ser agradable cazar en la mar, a bordo de una nave rápida como la vuestra.

—A veces sí, alteza.

—¿Me invitaréis mañana a dar un paseo?

—Mi yate está a vuestra disposición.

—Bien, podemos cenar.

Jóvenes malayos avanzaron sin demora, llevando en grandes bandejas de plata fritura de pescado, asado de babirusa, langostas en salsa picante y enormes tortillas. Yáñez había hecho una señal al hombre que portaba el canasto lleno de botellas.

—Alteza —dijo—, permitidme que os ofrezca lo mejor que tengo a bordo de mi yate.

—Sois muy amable —respondió el sultán, con una sonrisita que no tranquilizó, precisamente, a Yáñez.

La cena, aunque muy abundante, fue rápidamente devorada. Luego, tras la fruta, Yáñez destapó una botella de champaña y llenó el vaso del sultán, diciendo:

—Larga vida a vuestra alteza.

—¿Dónde se fabrica este vino? —preguntó el sultán, que ya había vaciado el vaso de un trago.

—En Francia, alteza.

—Es un país del que sólo he oído hablar vagamente.

—¿Os gusta, alteza?

—Mañana, si tenéis más botellas de éstas, las vaciaremos a bordo de vuestro yate.

Aquella insistencia para ir a bordo de su pequeño buque le dio mala espina a Yáñez.

¡Ay, si no se hubiera desembarazado del verdadero embajador! La catástrofe hubiera sido completa.

Trajeron un excelente café. Luego, el sultán se echó hacia, atrás repentinamente, apoyándose en el respaldo de su cómoda silla de bambú, y le preguntó bruscamente a Yáñez:

—¿Sabéis, milord, lo que se dice en mi capital?

—No me he ocupado nunca de las habladurías —respondió Yáñez, que conservaba una maravillosa sangre fría.

—La noticia es grave, milord. Y en mi calidad de sultán debo aclarar lo que pueda haber de cierto en esos rumores que atañen muy de cerca a…

—¿A quién, alteza? —preguntó Yáñez.

—A vos.

—¿Qué es lo que se dice de mí? Decidlo ya, alteza.

El sultán titubeó unos instantes antes de responder y, luego, dijo:

—Cuando habéis salido de la bahía, ¿no os habéis encontrado unas chalupas llenas de náufragos, remolcadas por una cañonera?

—Sí, me he encontrado con ellas.

—Esa cañonera no ha regresado, milord —dijo el sultán, con voz grave.

—Y espero que no vuelva nunca más —respondió audazmente el portugués.

—¿Por qué?

—Porque en este momento yace en el fondo del mar, completamente acribillada por mi artillería.

—¿La habéis atacado?

—Había recibido órdenes formales de mi gobierno de dar caza a ese buque de vapor, que pertenecía al rajah de Balabar.

—¡No es posible! —exclamó el sultán—. Llevaba la bandera holandesa en su palo mayor. Lo he visto perfectamente desde este balcón.

—Una bandera no quiere decir nada, alteza —respondió Yáñez, sonriendo—. Se cambia fácilmente. Como os he dicho, aquella cañonera había sido comprada, todavía no se sabe en qué estado, por el rajah de las islas con la evidente intención de piratear. Supongo que no me negaréis, alteza, que ese rajah se dedica a la piratería en gran escala:

—No lo niego —respondió el sultán—. He tenido que quejarme de él varias veces y apruebo plenamente la lección que le habéis dado en nombre de Inglaterra. ¿Habéis hundido esa nave?

—Tras un combate que ha durado unas pocas horas.

—¿Está bien armado vuestro yate?

—Y, además, bien tripulado —añadió Yáñez.

—Y, decidme, milord, ¿vuestros cañones han hecho fuego sobre algún otro buque?

—No, alteza.

—Sin embargo, hay personas que han lanzado contra vos terribles acusaciones. Vos seríais responsable del hundimiento de un vapor que venía del norte.

—Deben de haber confundido mi yate con otro. Y es posible, porque mientras navegaba hacia la bahía me parecía haber visto que pasaba uno a toda velocidad por el horizonte…

—¿Otro yate?

—Sí, alteza.

—¿Perteneciente a quién?

—Ah, eso no lo sé.

—¿Es que el rajah de las islas se está preparando para hacerme la guerra? —se preguntó el sultán con voz trémula.

—Mientras yo esté aquí, ninguna nave entrará en el puerto, a no ser un mercante. ¿Estáis convencido ahora de mi inocencia?

—Todavía tengo una duda.

—¿Qué querríais hacer?

—En la galería contigua hay treinta o cuarenta náufragos arribados en las chalupas.

Yáñez se puso pálido, pero no perdió su sangre fría.

—Hacedles venir, pues —dijo—. Yo les confundiré.

El sultán dio unas palmadas.

Una puerta, que hasta entonces estaba custodiada por cuatro soldados, se abrió y entraron los náufragos, guiados por John Foster, el capitán del vapor hundido. Había hombres y mujeres, y éstas no eran las menos furibundas. Yáñez se había puesto en pie para desafiar mejor la tormenta que se le venía encima. El capitán, al verlo, le amenazó con el puño, gritando:

—¡He aquí al infame pirata!

—Sí, es el que ha hundido nuestra nave sin ningún motivo.

—¡Hacedlo colgar!

—¡Venganza, alteza, venganza!

Yáñez les dejó hablar, mirándoles de hito en hito. Luego, habiendo conseguido el sultán un poco de silencio, dijo:

—¿Estáis bien seguros de que haya sido yo y no otro?

—¡Vos! —gritó John Foster—. Os he reconocido.

—Hay personas que se parecen.

—¡Vos sois el pirata!

—Yo os demostraré ahora que os hundió un yate que no era el mío.

Entre los náufragos había visto a Lucy van Harter, la bella holandesa, que había asistido a la tumultuosa escena sin abrir la boca.

—Señora —le dijo, andando hacia ella—, ¿es verdad que hace cuatro semanas, más o menos, estuvimos juntos en un té danzante ofrecido por el gobernador de Macao?

—Muy cierto —respondió la mujer, a pesar de las miradas furiosas de sus compañeros.

—¿Que uniforme llevaba esa noche?

—El de embajador inglés.

—¡Es demasiado! —vociferó John Foster, agitando los brazos como las aspas de un molino.

—¡Callad! —dijo el sultán—. Milord, tomad de nuevo la palabra.

—Esa noche le regalé a esta señora un anillo que brilla aún en su dedo. ¿Es verdad?

—Muy cierto —respondió la holandesa, con calma.

—Ya veis, alteza, que estas personas se han equivocados Debe de haberles atacado algún otro yate, hundiendo su barco, guiado por un hombre que, por una rara casualidad, se parece a mí.

—¡Se equivoca, alteza! —gritó John Foster, que parecía a punto de reventar de rabia—. Yo acuso formalmente a este hombre de haber hundido mi vapor y de haberse llevada a un personaje que decía ser embajador. Si se visitase su yate, aún se le encontraría.

—¡Basta! —dijo el sultán—. Con vuestros gritos no habéis probado nada y yo debo creer en las palabras de esa señora. Ahora, podéis retiraros.

Yáñez hizo una seña a Lucy van Harter para que no saliese con el grupo.

John Foster fue el último en traspasar la puerta de la galería y tendiendo nuevamente el puño hacia Yáñez, le gritó:

—No quedaré satisfecho hasta que os mate.

El portugués respondió alzándose de hombros.

—Entonces, vos, señora —dijo el sultán, haciéndola sentar en su mesa—, afirmáis haber conocido en Macao al milord aquí presente.

—Lo he dicho y lo sostengo.

—¿Vestía el uniforme de embajador?

—Sí, alteza.

—Entonces hay algún bribón que se os parece extraordinariamente, milord —dijo el sultán—. Querría sacar a ese hombre de su escondite y colgarlo del mástil de mi bandera.

—Por ahora no hay que pensar en ello, alteza —respondió Yáñez—. Dado el golpe, no será tan estúpido de volver aquí.

—Me asalta ahora una duda, milord.

—¿Cuál?

—Que esos náufragos no hayan confundido la cañonera del rajah de las islas con vuestro yate.

—Lo sabremos enseguida.

Se volvió hacia la bella holandesa, que estaba bebiendo una copa de champaña, y le preguntó:

—¿El ataque ha tenido lugar de día o de noche, señora?

—De noche y ya muy avanzada.

—¿Quién conducía a esos hombres?

—Una persona que se parecía a vos.

—Ved, alteza, que esos náufragos me han acusado injustamente. Esa noche estaban ciegos como topos y, probablemente, borrachos, cosa que les sucede frecuentemente a los marineros ingleses. Alteza, ¿cuáles son vuestras órdenes para mañana? Me habéis dicho que desearíais visitar mi yate y dar un paseo por mar abierta.

—Después de mediodía estaré en vuestra nave.

Yáñez metió una mano en el bolsillo, sacó de él un puñado de piedras preciosas y las depositó sobre la mesa.

—Alteza —dijo—, éstas las distribuiréis entre vuestras mujeres y, hasta que no se haya marchado ese loco furioso, vos seréis mi huésped. Ese hombre es capaz de todo, hasta de mataros.

—Afortunadamente os encontráis vos aquí, milord. Mejor dicho, querría haceros una proposición.

—Hacedla entonces, alteza.

—¿Y si fuéramos hasta la isla de Balabar para mostrar a ese insolente tiranuelo que tengo unos cañones lo suficientemente grandes como para arrasar su capital? ¿Accederíais, milord?

—Sí, con tal de que me procuréis un óptimo piloto, práctico en esos escollos y rompientes.

—Sí, milord. ¿Me prometéis hacer tronar vuestros cañones contra la ciudad del rajah de las islas?

—Se la incendiaremos, alteza.

—Milord, buenas noches.

Yáñez había dado el brazo a la dama, que, a pesar de conservar una gran sangre fría, aparecía más bien inquieta por las amenazas de John Foster.

—No tembléis, señora —le dijo Yáñez—, estoy yo aquí para protegeros y tengo en mis manos una escolta capaz de lanzarse al abordaje en este mismo momento. Ese Foster tendrá que vérselas conmigo. Alteza, hasta mañana.

La escolta se había puesto en fila con las carabinas en bandolera, preparadas para hacer fuego, y con los pesados parangs al cinto.

El pelotón descolgó un farol chino y abandonó el palacio del sultán, adentrándose en la profunda oscuridad de las callejuelas de la capital.

—Gracias, señora —le dijo Yáñez.

—¿De qué? —le preguntó la flemática holandesa.

—De haberme salvado.

—¡Ha costado tan poco! Una simple mentira que nadie podía contradecir.

—Y que, demorada, me habría creado grandes problemas con el sultán.

—Ahora todo ha acabado bien, milord, y el sultán no os importunará dos veces.

—¡Ah, no se puede fiar uno de estos orientales falsos y taimados!

6. Una emocionante pesca

Apenas acababan de dar las dos, cuando Su Alteza Selim-Bargani-Arpalang llegaba a bordo del yate en su acostumbrada chalupa pintada de rojo y con amuras de oro. Iba acompañado de dos ministros, su secretario particular y una pequeña escolta formada por seis soldados, todos ellos de aspecto malcarado, con inmensas barbas e hirsutos bigotes que casi les llegaban al turbante.

Yáñez se encontraba ya a bordo con la bella holandesa, a la que quería librar a toda costa de la venganza de John Foster, y recibió prontamente al sultán.

—Alteza —le dijo—, ya sois mi prisionero.

El sultán le miró con inquietud, haciendo tres o cuatro muecas, una detrás de otra. El portugués, que se había dado cuenta, añadió rápidamente:

—Daremos un magnífico paseo por mar abierto, alteza, y confío en que se nos dará bien la caza a lo largo de las costas de Balabar.

—¿Cómo? ¿Queréis llegaros hasta allí, milord?

—¿Y por qué no?

—¿Y si nos atacan?

—Nos defenderemos. Incluso haré izar en el palo mayor vuestra bandera para hacer comprender a esos canallas que la lección procede solamente de vos.

—¿Qué clase de hombre sois?

—Un hombre, alteza. ¿Queréis que zarpemos? Entre tanto, os enseñaré el yate.

—Lo deseo vivamente —dijo el sultán.

—¿Por qué?

—Para aclarar un punto muy oscuro.

—¿Qué queréis decir?

—Me han dicho que tenéis aquí un prisionero.

—¿Quién ha sido?

—Os lo diré más tarde.

—Así, pues, ¿tengo enemigos encarnizados en vuestra capital?

—Verdaderamente a los otros Estados no les agradaba ver un embajador inglés. Pero no os preocupéis. Estáis bajo mi protección. Sin embargo, me han dicho, repito, que tenéis aquí un prisionero.

Yáñez sonrió irónicamente.

—¿Queréis enseñarme vuestro yate, milord?

—Inmediatamente, alteza. Esperad que dé la orden de levar anclas y de avivar las calderas, ya que lanzaré a mi barco a la máxima velocidad.

Lanzó a diestro y siniestro algunas órdenes, secas, cortantes, que fueron inmediatamente cumplidas por la tripulación que, a pesar de estar formada por malayos y dayaks, se movía como la de un buque de guerra.

—Venid, alteza —dijo.

Después de recorrer toda la toldilla, bajaron a la cámara, seguidos por la señora holandesa, los dos ministros y el secretario.

Todos los camarotes estaban abiertos de par en par, de forma que si alguien estuviera prisionero hubiera sido descubierto inmediatamente.

El sultán admiró el salón, amueblado con excelente gusto. Luego entró en todos los camarotes, observando atentamente todo cuanto se encontraba en ellos.

—¡Una nave magnífica! —dijo—. Con este buque hasta me sentiría capaz de desafiar al rajah de las islas.

—Y nosotros le desafiaremos.

—¡Eh, eh! ¡No corráis tanto! Una bala de cañón o un disparo de espingarda llegan en un momento y mis buenos súbditos, entonces, se quedarían sin su sultán.

—No sucederá nada grave, alteza —respondió Yáñez, mientras el chitmudgar destapaba unas botellas de champaña—. Y, además, si no os hacéis temer, un día u otro los piratas de las islas entrarán en vuestra bahía y os pondrán en apuros si no estoy yo para defenderos.

—Desgraciadamente, lo sé —respondió el sultán, vaciando la copa de un solo trago.

—Subamos a cubierta, alteza —dijo Yáñez—, y empecemos la cacería. Tú, chitmudgar, llévanos algo de beber al puente.

Abandonaron la cámara y subieron la escala, deteniéndose en el puente de mando.

La bahía se presentaba en toda su maravillosa belleza, con sus pequeñas islas y sus barrios malayos, chinos y dayaks sumergidos en una verdadera orgía de sol.

El yate avanzaba rápidamente, levantando con la proa grandes olas y dejando a popa una estela burbujeante en medio de la cual saltaban de vez en cuando algunos famélicos tiburones.

Las fragatas y los vencejos marinos pasaban rapidísimos por encima del pequeño buque, lanzando alegres gritos. De vez en cuando, un albatros, casi tan grande como un águila, cruzaba por encima del yate.

La brisa de poniente rizaba la superficie del mar, encrespándola hasta los últimos confines del horizonte. A veces, avanzaba una ola y rompía contra la proa del yate con sonoro estruendo, imprimiéndole una sacudida bastante brusca.

Yáñez hizo traer cuatro fusiles de caza, espléndidas armas inglesas que había comprado en Calcuta, y las puso a disposición de sus huéspedes, diciendo:

—¡Señores, está abierta la veda!

—No será cosa fácil disparar a los vencejos marinos con estos bandazos —había respondido el sultán.

—Eso es porque aún no tenéis el pie de los marineros. Yo os mostraré cómo se puede cazar bien, incluso con mar gruesa.

Un albatros de alas extraordinariamente grandes pasaba en ese momento por encima de la popa del yate. Yáñez, veloz como una flecha, cogió una de las escopetas, miró unos instantes y luego hizo dos disparos.

El volátil, acertado de pleno, agitó desesperadamente las alas intentando sostenerse aún. Después, cayó panza arriba en el mar, justamente en la boca abierta de un enorme tiburón.

—¡Ah! Esos tiburones devorarán toda nuestra caza, milord —dijo el sultán—. Volveremos a Varauni sin una simple golondrina.

—Aún no ha terminado la excursión, alteza —respondió el portugués—. Antes de que se ponga el sol quiero ver la toldilla de mi buque cubierta de aves.

—Sabed que me encantan las aves marinas y si me dais a probar estaré muy contento.

—¿En mi palacio o aquí?

—Preferiría aquí —respondió el sultán—. Hay más libertad.

—Como queráis, alteza. También yo tengo un cocinero que vale lo que pesa en oro. ¡Es vuestro turno! ¡He aquí un bonito disparo!

En aquel momento pasaba una fragata, manteniendo las alas completamente extendidas. Iba seguida por una bandada de vencejos marinos y de petreles que se esforzaban en vano en mantenerse detrás.

—Adelante, alteza —dijo Yáñez—. Es el momento oportuno.

El sultán levantó la escopeta y soltó dos tiros. La fragata cerró las alas, encogió las patas y cayó de cabeza en la boca de otro tiburón.

El sultán dio un grito de rabia.

—Pero, ¿es que no nos podemos desembarazar de esos glotones que están listos para devorarnos el asado, milord?

—Si queréis, puedo ofreceros una emocionante pesca del tiburón.

—¡Ah, sí, sí! —gritó el sultán, dando palmadas como un chiquillo.

Yáñez silbó estridentemente, haciendo saltar a Mati con la velocidad de una gacela. Le susurró en voz baja algunas órdenes, y luego gritó a la sala de máquinas que detuvieran el yate.

—Vos me regalaréis uno, si tenéis la suerte de capturarlo —dijo el sultán.

—Son pésimos, alteza.

—Para los chinos, y regalado por su buen sultán, irá estupendamente y no quedarán de él ni las espinas. Hace mucho tiempo que les debo un regalo a cambio de un soberbio zafiro.

—Entonces, ¿se comen los tiburones? —dijo Yáñez, que no había podido contener una sonrisa.

Mati, seguido por seis hombres, había reaparecido en el, puente llevando un ancla de galga, de tres patas, envuelta en una tela roja. En uno de los brazos había puesto un pedazo de tocino de siete u ocho kilos de peso.

En la almohada del escobén fijaron una fuerte cadena, la cual se hizo pasar luego por el cabestrante de popa para poder izar más fácilmente a la bestia en el caso de que hubiera picado.

Como hemos dicho, se detuvo la nave y ésta se balanceaba suavemente. En los mares de la India y de la Sonda, cuando no sopla el viento y las olas no remueven el fondo, el agua adquiere una transparencia increíble. A veces se puede ver nadar a los peces a cien o ciento cincuenta metros de profundidad.

Se echó el ancla inmediatamente, a estribor del buque, mientras otros marineros se armaban con escudos y parangs.

El sultán, su séquito, la bella holandesa y Yáñez, se habían inclinado sobre las amuras, anhelosos de asistir a aquella emocionante pesca.

El ancla se veía perfectamente, pues estaba sumergida a una profundidad de veinte metros. Su revestimiento de rojo debía de llamar pronto la atención de los voraces tigres marinos.

—Éstas sí que son diversiones, milord —dijo el sultán—.

Si yo tuviese un ministro como vos, sería el hombre más feliz de Borneo.

—Si queréis, alteza, además de cruceros, también haremos partidas de caza. No deben de faltar los tigres en los bosques de los montes de Cristal.

—Desgraciadamente, milord.

—Iremos a sacarlos de sus guaridas y adornaréis con sus pieles vuestras espléndidas galerías.

—Llevo en mis venas sangre árabe y malaya, así que os podéis figurar lo que me gusta la caza. Lo que pasa es que mis ministros tienen miedo de seguirme.

En ese momento, una gran sombra surgió de las profundidades y subió verticalmente en dirección al ancla.

Se trataba de un soberbio charcharias, de siete metros de largo y con una boca tan amplia que podía contener a un hombre acurrucado.

Pero debía de ser gato viejo, porque, en vez de correr inmediatamente al asalto del hermoso pedazo de tocino, se puso a describir en torno al ancla amplias vueltas que se iban estrechando muy lentamente.

Todos los trapos rojos en que estaba envuelta el ancla debían de darle la ilusión de habérselas con un bonito pedazo de carne aún sangrante.

Como se había acercado otro escualo, el primero, temiendo que su congénere le quisiera quitar la comida, se lanzó hacia adelante, abrió su inmensa boca semicircular y engulló de un bocado el ancla, el tocino y un buen trozo de cadena.

Un gran grito se alzó entre los malayos y los dayaks del yate.

—¡Ha picado! ¡Ha picado!

El escualo se movió hacia atrás, intentando partir la cadena de una dentellada. Luego se quedó casi inmóvil. De su boca salía mucha sangre.

—¡Iza despacio! —gritó Yáñez.

Ocho hombres se precipitaron al cabestrante, apoyándose con todas sus fuerzas en las palancas de éste.

Notando el tirón, el escualo probablemente intuyó el peligro, porque empezó a debatirse desesperadamente, a pesar de que a cada movimiento las puntas del ancla le laceraban el paladar y le rompían los dientes.

—¡Mati, ízalo! —había repetido Yáñez—. Ya es nuestro.

Los marineros dieron otra vuelta al cabestrante, provocando un segundo y más doloroso tirón. El escualo no oponía resistencia. Se fingía muerto, pero nadie se dejaba engañar.

—Disparémosle —dijo el sultán.

—Ahora no, alteza. Cuando lo hayamos izado sobre el puente.

—¿Podremos sacarlo del agua?

—Dentro de diez minutos le veréis saltar entre las amuras de mi yate. ¡Vamos, iza!

Se le dio una tercera vuelta al cabestrante. Esta vez el tiburón, loco de dolor, se agitó desesperadamente entre las transparentes aguas, dejando tras sí un largo rastro de sangre.

Tocó la superficie, mostrándose un momento, y luego se volvió a hundir, mordiendo ferozmente la cadena sin conseguir romperla. A pesar de estar horriblemente herido, el monstruo no tenía intención de dejarse sacar del mar, pero el cabestrante giraba sin descanso y cada movimiento impreso a las palancas le obligaba a dar buenas volteretas.

—¡Bello, muy bello! —exclamaba el sultán que, para no perderse nada de aquella interesante pesca, se había aferrado a los flechastes del palo mayor—. ¡Y habiendo tales diversiones, mis imbéciles ministros mandaban a las viejas del harén para que contaran historias! Tenía que ser un inglés el que me sacara de aquella especie de prisión y me hiciera cambiar un poco de vida. ¡Que vengan ahora a decirme que no es un embajador! ¡Les ajustaré las cuentas!

Entre tanto, el charcharias no cesaba de debatirse cada vez con mayor vigor. Bien intentaba hundirse con la esperanza de romper la cadena con su propio peso, bien se lanzaba hacia la superficie, moviéndose locamente y levantando con la potente cola, olas altísimas. ¡Sus esfuerzos eran inútiles! Cada vuelta al cabestrante le acercaba al terrible momento.

—¡Quietos! —gritó de repente Yáñez—. ¡Dejemos que se asfixie!

El enorme pez había llegado, finalmente, a flotar. Su boca estaba llena de sangre burbujeante y era un horrible espectáculo. Una garra del ancla había atravesado su mandíbula interior y se veía muy bien el gancho fuera de ésta. Sus ojos azulados se habían fijado intensamente en los hombres que estaban de pie en las amuras.

Otra vuelta de cabestrante sacó más de su mitad fuera del agua. Entonces comenzó la verdadera lucha para el tigre del mar, que estaba empeñado en no morir.

Daba tales tirones a la cadena, que escoraba el yate.

Luego, agotado, se detenía un momento para recomenzar enseguida sus desesperadas contorsiones. Algunos hombres habían preparado los arpones para subirlo a cubierta. Otros habían empuñado los sables.

Durante cinco minutos, Yáñez dejó que el monstruo boquease, y luego hizo una señal a los hombres que estaban en el cabestrante, gritando al mismo tiempo.

—¡Fuera todos! ¡Poneos a salvo en los flechastes!

Con unos pocos tirones subieron al escualo hasta la altura de la cubierta y allí recibió el primer sablazo, dado poli Mati. Inmediatamente entraron en función los arpones ayudados por un garfio suspendido del extremo de la verga.

Todos tiraban rabiosamente y gritaban, mientras los demás, incluidos el sultán, los ministros y Yáñez, se ponían a salvo en los flechastes, trepando hasta las cofas para no perderse nada de la terrible caza.

Con un último tirón, el gigantesco habitante de las aguas que medía casi siete metros, fue izado a bordo y dejado caer en cubierta.

—¡Sálvese quien pueda! —gritaban los marineros, agarrándose a las jarcias y obenques.

El escualo permaneció inmóvil un momento, como si estuviese asombrado de no encontrarse ya en su natural elemento. Luego dio un salto hacia el castillo de proa donde le esperaban algunos hombres armados de carabinas.

Se levantó sobre las aletas pectorales, emitiendo un ronco murmullo, parecido a un sonido oído en lontananza, y se lanzó después, alocado, contra las amuras, intentando romperlas. Su formidable cola daba furiosos azotes, con golpes que parecían disparos de fusil.

Una descarga de carabina le acertó, deteniéndole de repente. Pero no estaba muerto todavía, porque esos monstruos poseen una vitalidad increíble. Permaneció quieto un instante, esforzándose en romper por última vez la cadena. Luego, se derrumbó sobre la toldilla.

—¡Ya es nuestro! ¡Ya es nuestro! —gritaron los marineros, corriendo con los parangs y las carabinas.

Por fin había sido apresado y muerto el pobre tiburón.

Lo empujaron contra una amura para que no estorbase la maniobra, y el yate reanudó su velocísimo andar hacia el septentrión, mientras el sultán miraba con viva curiosidad al monstruo, frotándose alegremente las manos y murmurando:

—Mis queridos súbditos amarillos estarán contentos de mí. He aquí un regalo verdaderamente principesco que les compensará largamente de la piedra preciosa con que me han obsequiado.

—¡Le creía más tonto! —murmuró Yáñez, que le había oído—. ¡Hay que estar precavido con la sangre malaya!

7. El crucero del yate

Refrescaba en alta mar, al mitigar la brisa el gran calor ecuatorial que caía sobre el yate como una lluvia de fuego.

Bajo la lona tendido sobre la toldilla de la nave, el sultán, su séquito, la bella holandesa y Yáñez estaban sentados en torno a una mesa para acabar las últimas botellas de champaña y consumir gran cantidad de cigarrillos y de nueces de betel.

El sultán, al que había puesto de buen humor aquel vino espumoso que no había bebido nunca, bromeaba. Parecía un buen muchacho al que hubiesen sacado del colegio para enviarlo a divertirse en la playa o a bordo de cualquier barca de pesca.

Hacia el oriente, se perfilaban bastante claramente las costas de Borneo, y hacia el septentrión, una especie de forma nebulosa señalaba la isla del rajah.

—¿De verdad queréis llegaros hasta allí, milord? —preguntó el sultán—. Llegaremos demasiado tarde.

—No, todavía estaremos a tiempo para demostrarles a aquellos piratas los colores de vuestra bandera, que ya he mandado izar en el palo mayor —respondió Yáñez.

—Preferiría dejar para otro día esta demostración naval.

—¿Ahora que Balabar está a la vista?

—Temo que os mezcléis en una fea aventura, milord, aunque yo confío plenamente en vuestras cualidades guerreras y marineras.

—Antes de medianoche estaremos en Varauni, ante vuestro palacio.

El yate apresuraba su marcha, saltando sobre las aguas como un cachalote. La hélice y los pistones funcionaban rabiosamente, haciendo gemir los maderos y las cuadernas bajo sus golpes apresurados.

Yáñez había cogido un anteojo y miraba atentamente hacia la isla de triste fama, que parecía correr al encuentro de la veloz nave mostrando sus profundas bahías y sus imponentes escollos. En aquellas aguas tranquilas se veían numerosos praos y giongs, con las velas semidesplegadas, dispuestos a hacerse a la mar.

—¡Todos los hombres a sus puestos de combate! —gritó Yáñez—. Y tú, Mati, dispara un cañonazo. Tengo curiosidad por saber lo que sucederá. Mostremos a esos canallas que se ha agotado la paciencia del sultán de Borneo y que ha llegado la hora del castigo.

Después, volviéndose hacia la bella holandesa, le dijo:

—Retiraos, señora: dentro de poco, por aquí pasará la muerte.

El valiente sultán, al oír aquellas palabras, había hecho una fea mueca y mirado a sus dos ministros y al secretario sin que éstos le infundieran ánimos. Mati había subido al castillo de proa y se colocó detrás del cañón.

Una fragorosa detonación resonó en las profundas radas de Balabar siniestramente.

—¿Veis, alteza, si se despiertan esos canallas? —dijo Yáñez al sultán, que parecía más muerto que vivo.

—Volvamos atrás, milord.

—Esperad que vean bien cómo vuestra bandera ondea en este buque. El sol aún está alto y podrán ver la media luna de plata sobre fondo verde.

—Bastará con eso, milord.

—¡Oh, esperad! No se puede hacer ver que el sultán, después de haberse aventurado hasta aquí para desafiarles, se bata en retirada ante ellos.

—¿Y si se lanzan al abordaje?

—¡Por Júpiter! Nos defenderemos, alteza.

Doce o quince praos, así como algún giong, se habían reunido en la salida de una bahía, izando sus velas.

Desplegados en dos hileras, se dirigieron audazmente hacia el yate, saludándole con disparos de espingarda y de miriam. Pero dos cañonazos de Mati y de Yáñez tornaron más prudentes a aquellos terribles combatientes. En lugar de lanzarse inmediatamente al ataque, arriaron, con gran asombro del sultán, sus rojas banderas en señal de saludo, y se refugiaron nuevamente en la bahía.

—¡Cómo! —exclamó el sultán—. ¿Así que tienen miedo de mi bandera?

—Ya os había dicho, alteza, que sería suficiente hacerla ondear ante sus ojos.

—Sois un hombre absolutamente extraordinario. A vos deberé la salvación y la tranquilidad de mi Estado. ¿Qué podré hacer por vos?

—Nada más que estar reconocido a Inglaterra —respondió el portugués—. Yo he sido enviado aquí para desembarazaros de todos los enemigos que acechan vuestro trono. ¿Queréis que regresemos?

—¡Sí, sí! —exclamó el sultán, espantado aún por el ruido de las espingardas y de las gruesas piezas del yate.

Mientras la flotilla pirata se retiraba precipitadamente a la bahía, disparando algún que otro tiro, el yate hizo una virada y se dirigió velozmente hacia el sur, casi rozando las costas de Borneo.

Mati se había aproximado a Yáñez.

—Ni remotamente ha sospechado que esos praos eran los nuestros —dijo a Yáñez.

—Ese bobo no es un brujo y, además, sus ministros le han vuelto idiota.

Mati sacudió la cabeza.

—Perdonad, señor Yáñez, pero no llego a comprender el objeto de este rapidísimo crucero.

—Lo comprenderás mejor otro día; es decir, cuando el sultán, creyéndose completamente seguro ya en sus aguas, desaparezca bajo nuestros ojos.

—¿Os atreveréis a tanto?

—El Tigre de Malasia se habría atrevido a mucho más. Ahora me conviene actuar con mucha prudencia, después del hundimiento de la cañonera y del vapor. Un día u otro vendrá a reclamar mi cabeza algún oficial holandés o de Su Majestad Británica. Pero, para entonces, ya espero ser dueño de Varauni. Me basta con tener bajo mi mando a los chinos. Ahora debemos trabajarles.

—Sería preciso tener amigos.

—He pensado en todo: esta noche iremos al encuentro de un viejo tabernero chino que tiempo atrás hizo mucho por Mompracem, manteniéndonos informados de los movimientos de los buques ingleses a riesgo de ser ahorcado.

Las sombras de la noche caían sobre el mar como una bandada de cuervos. Habían desaparecido las últimas luces, pero ya se divisaban otras, no menos bellas, que titilaban entre las olas.

Noctilucas, medusas anchas como paraguas y pelargonios, que se abrían como flores del mismo nombre, subían a flote en gran cantidad, dejándose hender por el agudo espolón del yate.

Éste seguía su rápida marcha, siguiendo las sinuosidades de la costa, carente, por una verdadera casualidad, de los miles y miles de pequeños escollos que hacen dificilísimos los atraques en la gran isla de Borneo, incluso con mar tranquila.

A las diez de la noche, y plenamente satisfechos de su paseo, los excursionistas entraban sin novedad en la bahía de Varauni, señalada por dos pequeños faroles de aceite colocados en modestas torrecillas.

Apenas el yate disparó una salva, la habitual barca roja de amuras doradas se dirigió velozmente al encuentro del sultán y de su séquito.

—Milord —dijo el soberano, mientras algunos marineros echaban el tiburón en la chalupa, acordaos de que mi palacio está abierto para vos a todas horas.

—Nos volveremos a ver muy pronto, alteza. Soy un apasionado cazador y querría hacer una gira hasta las montañas de Cristal, que según se dice, son muy ricas en fieras.

—¿Y me llevaríais también a mí?

—Si es posible…

—Veremos —respondió el sultán evasivamente.

Tendió la diestra el embajador y bajó a su barca.

La bella holandesa se había quedado a bordo. Yáñez siguió con la mirada la chalupa que se alejaba. Luego se volvió hacia Lucy van Harter, que parecía estar esperándole.

—Señora —le dijo—, mi buque está a vuestra disposición.

—¿Queréis que me quede aquí?

—¡No os conviene bajar a tierra después de las amenazas del capitán del vapor!

—¿Y vos?

—Yo tengo que arreglar unos asuntos en Varauni —respondió Yáñez.

—¡Sois un hombre misterioso!

—¿Por qué, señora?

—No sois embajador y he oído cómo vuestro chitmudgar os llamaba alteza. ¡Decidme, quién sois!

—No puedo traicionar, señora, los secretos del Tigre de Malasia.

—¿Habéis dicho el Tigre de Malasia? —exclamó la bella holandesa con cierta emoción.

—¿Habéis conocido a ese hombre terrible?

Lucy van Harter permaneció silencioso un instante; luego dijo:

—Sí, he conocido al héroe de Malasia.

—¿Cuándo? —preguntó Yáñez.

—Hace unos dos años, en las costas de la bahía de Poitou.

—Sandokán ya no es el mismo que antes —dijo Yáñez—. Su furia se ha calmado y ahora sólo lucha contra aquellos que le atacan. Señora, os dejo porque tengo una cita en tierra. Acordaos que, en mi ausencia, sois la dueña absoluta de este yate.

—Gracias, milord. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

—Mañana señora.

Yáñez estrechó la bella mano que le tendía la dama holandesa, subió la escala de la toldilla y encendió un cigarrillo; luego gritó:

—¡Mati!

El patrón del yate acudió prontamente a la voz del comandante.

—Echa una chalupa al agua —dijo Yáñez.

—¿Vamos a tierra?

—Tengo que ver de nuevo a ese viejo chino.

En ese momento, entre los haces de luz proyectados por dos fanales colgados de los flechastes de babor y estribor, apareció una sombra, que se acercó rápidamente al portugués.

—¡Kammamuri! —había exclamado Yáñez.

—Os he alcanzado con el prao de Padar. ¿Qué queríais que hiciera en la bahía de Gaya? Lejos de vos o de Tremal-Naik, soy hombre muerto.

—Has hecho muy bien, porque me vas a ser necesario.

—¿Hay que trabajar?

—Y mucho.

—No pido otra cosa.

—Ve a coger una carabina y sígueme con dos malayos de Padar. ¡Mati! ¡Al agua la chalupa!

—¡Mati! ¡Al agua la chalupa!

8. La furia sanguinaria de John Foster

Las pocas luces de aceite que iluminaban los muelles estaban a punto de apagarse cuando tocó tierra la chalupa de Yáñez, con Kammamuri y los dos malayos de escolta. Mati, que había acompañado a su amo, recorrió rápidamente la orilla y regresó a la chalupa, diciendo:

—Nada, señor Yáñez.

—¿Ningún hombre al acecho? —No.

—¡Desembarquemos!

—¿Qué teméis? —preguntó Kammamuri, irguiendo su poderoso torso y sus musculosos brazos, mientras hacía tintinear con un enérgico movimiento los grandes pendientes que le colgaban de las orejas.

—Al capitán del vapor. Padar ya te habrá contado todo lo sucedido.

—Sí, señor Yáñez. En la India, cuando fastidia un hombre, se le da el pasaporte para el otro mundo.

—Es lo que procuraremos hacer nosotros si nos topamos con él —respondió el portugués—. Estoy seguro de que ese hombre está siempre al acecho en Varauni, para jugarme una mala pasada.

—Nos guardaremos de él, señor Yáñez. Vamos al kampong chino, ¿verdad?

—Sí, tengo prisa por ver a un viejo amigo que en otros tiempos nos prestó, a mí y al Tigre de Malasia, señalados; favores.

—Esperemos que no se haya muerto.

Despidieron a los marineros de la chalupa después de advertirles que no volverían aquella noche al yate, y saltaron al muelle, que a aquella hora estaba casi desierto.

Sólo algunos grupos de malayos, acurrucados en torno a los viejos cañones que servían de amarre a los buques, estaban charlando y masticando betel, manchando de rojo las: piedras del pavimento. A lo lejos brillaba una fila de luces encendidas delante de las tabernas del kampong.

Yáñez, que ya conocía la ciudad, se orientó rápidamente y, guiado por las linternas que esparcían luces multicolores se puso en marcha rápidamente, seguido de cerca por sus hombres, los cuales, igual que él, temían un atentado pon la hora que era y por tratarse de un lugar casi desierto.

Durante diez minutos siguieron la playa, observando atentamente los pequeños grupos de malayos que dormitaban al aire libre. Después, se adentraron en un dédalo de callejuelas, fangosas y malolientes, flanqueadas por casas de estilo chino que tenía aún un bonito aspecto.

La luz no faltaba porque los habitantes, siguiendo las costumbres de sus países, habían colgado delante de la puerta unas linternas monumentales.

Pasaron, de este modo, ante siete u ocho tabernas que llevaban nombres rimbombantes y entraron en una que tenía pintado en el fanal un barco cargado de flores, como si se encontrara en el Sikiang, es decir, en el maravilloso Río de las Perlas, que fecunda a la China meridional.

—Debe de ser aquí —dijo Yáñez—. Hace unos días estuve rondando esta parte de la ciudad y por eso estoy seguro de no equivocarme. Ésta es la taberna del viejo compinche.

Abrió la desvencijada puerta, que, en lugar de cristales, tenía hojas de papel encerado, y entró resueltamente, manteniendo las manos en las empuñaduras de sus pistolas.

El chino debía de haberse enriquecido, pues, en vez de una simple habitación, había llegado a poner varias salitas en las que los chinos, echados en largas sillas de bambú, se embriagaban vergonzosamente de opio, exhalando nubes de humo oleoso y fétido.

—¿Hay una habitación libre? —preguntó Yáñez—. Vamos a ocuparla antes de que vengan otras personas. Nadie debe saber lo que le voy a decir al viejo Kien-Koa.

Efectivamente, la salita, tapizada con papel de thung que ya estaba descolorido, pero que aún presentaba un bello aspecto con sus lunas sonrientes y sus dragones vomitando enormes lenguas de fuego, estaba desierta.

Un muchacho chino, amarillo como un limón, que tenía una coleta de apenas tres dedos de larga, signo evidente de que su amo se la cortaba para castigar sus faltas, vino corriendo.

—Doy, quiero ver a tu amo —dijo Yáñez—. Te daré una generosa propina si te mueves deprisa.

El muchacho desapareció raudo como una ardilla y volvió poco después, seguido por un viejo chino que parecía una momia, pero que tenía dos largos bigotes colgantes y una magnífica coleta que le llegaba hasta los pies. Iba vestido de algodón rojo con grandes flores y en la cintura llevaba, como para indicar su calidad, dos cuchillos aptos para degollar a cualquiera.

Al ver al hombre blanco, el chino se inclinó, al mismo tiempo que movía las manos extendidas sobre el pecho; luego dijo:

—Estoy a vuestras órdenes: supongo que querréis cenar.

—Sí —respondió Yáñez—, si vuestra cocina no es a base de lombrices saladas y jamones de perro.

—Para vos, milord, tengo un óptimo asado de cordero al ajillo.

—Traed también unas botellas —mandó Yáñez.

—Inmediatamente, milord. Precisamente, he recibido una caja de vino portugués que os vendrá que ni pintada.

Los camareros se apresuraron a extender sobre la mesa un mantel de papel, colocando encima platos, botellas y vasos. Yáñez, Kammamuri y los dos malayos de la escolta acababan de empezar, cuando nuevos parroquianos invadieron la taberna haciendo un ruido endemoniado.

—Estos son ingleses —dijo Yáñez.

Luego, al ver pasar a un camarero, le gritó:

—Mándanos a esa momia de Kien-Koa.

El viejo no se hizo rogar y se sentó a la mesa.

—¡Vamos! —dijo el portugués—. ¿Ya no me conocéis?

—No, milord, aunque creo haberme encontrado con vos en algún lugar.

—¿Sabéis dónde?

—No, de verdad.

—En Mompracem.

El viejo chino tuvo un sobresalto y su faz se volvió terrosa.

—Entonces —continuó Yáñez—, Kien-Koa no era un honrado tabernero y, cuando se presentaba la ocasión, se dedicaba a la piratería con su junco, que era respetado por todos los tigres de Mompracem.

—¿Quién sois vos?

—El hermano del Tigre de Malasia.

El chino dejó escapar un grito de asombro y levantó las manos como para abrazar al portugués, el cual se echó atrás, prudentemente, para evitar aquel abrazo poco agradable.

—¡Vos! —exclamó—. ¡Sí, sí! Han transcurrido muchísimos años y, sin embargo, mirándoos bien, vuestra cara no me es desconocida. ¿Cómo es que os encuentro ahora aquí, milord?

—Antes contéstame a una pregunta, Kien-Koa —dijo Yáñez—. ¿Quién manda en el kampong amarillo?

—Todavía yo, señor.

—Entonces, tú estás en condiciones de saber lo que piensan tus súbditos del sultán.

—¡Es un ladrón! —gritó el chino—. No se puede seguir así. Nos esquilma como si fuéramos un rebaño de vacas, ¡y pobre del que se rebele! Entonces, fusila al que sea y ha llegado a ahogar en masa en la bahía. Mira lo avaro que llega a ser ese hombre: para tenerle propicio le hemos regalado un zafiro que no cuesta menos de un millón.

—¿Y cómo os ha recompensado? —preguntó Yáñez, riendo.

—Con un asqueroso tiburón al que previamente ha hecho quitar las aletas para ponerlas en adobo. ¡Canalla!

—Lo sabía —dijo Yáñez—, porque el tiburón que os ha regalado vuestro buen sultán lo he pescado yo hoy fuera de la bahía de Varauni. ¡Y ni siquiera os ha dado un sapeki o un florín! Al parecer, el sultán acostumbra a no pagar nunca. Suele robar, o mejor, arruinaros a vosotros, los chinos. Solamente en el opio, que es el principal artículo de vuestras importaciones, ese miserable se queda con una caja de cada dos. Así, pues, ¿estáis furiosos?

—Estamos decididos a amotinarnos —respondió el viejo Kien-Koa—. No es la primera vez que nosotros hacemos tambalearse a ese holgazán. Lo único que nos falta es un jefe.

—¿Y si este jefe fuese el Tigre de Malasia?

—Que se deje ver solamente, y yo soltaré a mis hombres por las calles de Varauni.

—¿Cuántos sois?

—Mil quinientos —respondió el chino.

—¿Tenéis armas?

—De fuego, no muchas. Pero sí muchísimas armas blancas, milord.

—Un día Sandokán salvó tu junco cuando estaba a punto de naufragar en los escollos de las Romades, te sacó del apuro, a ti y a tus hombres, y salvó tus riquezas.

—Me acuerdo muy bien, milord.

—Ahora va a llegar el momento de ayudar a los tigres de Mompracem. Somos muchos y echaremos al sultán: ¡así no os seguirá explotando!

—¡Ojalá fuera cierto! —exclamó el chino, levantando los brazos.

En aquel momento, en una de las salas contiguas, ocupada por marineros ingleses, estalló un tremendo altercado. Los cacharros volaban en todas direcciones, aplastando: narices y magullando ojos, con un estrépito endemoniado.

Kien-Koa se levantó algo inquieto, mirando a Yáñez.

—No temas —le dijo éste—, yo siempre estaré dispuesto a protegerte de esos borrachos.

El estrépito se había acabado, pero continuaban las imprecaciones en espantoso crescendo. Eran gritos salvajes, gritos roncos, llenos de amenazas. Pero los vasos ya no volaban, quizá por el simple motivo de que todos estaban rotos.

Yáñez, no muy tranquilo, se levantó a su vez, haciendo señal a Kammamuri y a los dos malayos de que estuviesen preparados. De repente, hizo un gesto de ira:

—¡John Foster! —exclamó—. El capitán de la nave que he hundido y que ha jurado arrancarme el pellejo.

—¡Antes tendrá que vérselas con nosotros! —dijo Kammamuri—. ¡La de individuos violentos como éste que hemos matado en la India!

En ese instante reapareció el viejo chino, empujado a patadas por media docena de marineros guiados por John Foster y totalmente borrachos. El desgraciado chillaba como si le arrancasen la piel y daba saltos de rana para salvar la parte más redonda de su cuerpo.

John Foster le había cogido por la coleta y le empujaba, gritando ferozmente:

—¡Perro chino! Tú no volverás a China con tu coleta.

—¿Quién os lo ha dicho, señor mío? —gritó Yáñez, afrontando resueltamente al inglés—. Aquí estamos nosotros y no somos hombres que toleren violencias por parte de marineros vergonzosamente embriagados.

El comandante del buque se quedó silencioso un instante, después saltó hacia adelante, gritando:

—¡Ah, el pirata! ¡Veremos si sales vivo de aquí! Tú y yo tenemos una importante cuenta que saldar y querría liquidarla antes de mañana por la mañana, canalla.

—¡Llamadme milord o alteza! —respondió el portugués—. Ya os dije que soy un nabab indio que viaja por los mares de Malasia para divertirse.

—Y también para hundir buques, ¿verdad, señor nabab?

—Yo creo que vos, John Foster, habéis soñado y que vuestro vapor aún está a flote y quizá con los fuegos encendidos.

—¡Por la muerte de Urano! Sois un magnífico comediante.

—Y tú, John Foster, un imbécil que va en busca de una dura lección.

—¿De quién?

—Mía —respondió Yáñez.

El inglés dobló los brazos y se puso en posición de boxear, lanzando, uno tras otro, media docena de puñetazos dados con una fuerza extraordinaria.

Yáñez había dado un salto atrás, luego sacó del cinto un cuchillo americano de hoja muy sólida y cortante.

—Capitán —le dijo, haciendo saltar el muelle del cuchillo—, si queréis probarme, soy hombre para teneros a raya. Habéis bebido demasiado esta noche y una buena sangría podría salvaros.

—¡Por la muerte de Noé! ¡Hacerme una sangría a mí! Será tu sangre, la que yo haré salir a grandes chorros.

Yáñez se acercó a una ventana y arrancó media cortina de Nankín, enrollándosela en torno al brazo izquierdo.

—Ya estoy listo para esperaros a pie firme —dijo Yáñez—. Por otra parte, os advierto que si vuestros hombres dan un solo paso hacia adelante, ordenaré hacer fuego.

—¡Basta de charla, por cien mil tiburones! —gritó el irascible capitán—. Estoy impaciente por ver vuestra sangre principesca o de pirata, lo que sea.

—Kien-Koa —dijo Yáñez al chino—, que cierren la puerta para que nadie nos moleste.

Dicho esto, se puso en guardia, avanzando el brazo izquierdo protegido por la cortina y adelantó la pierna derecha para evitar las zancadillas.

—¿Está cómodo el señor? —gritó el capitán.

—Tengo la costumbre de no darme nunca prisa cuando tengo que dar una lección a individuos como vos.

—¿Y vos creéis tener ya en vuestras manos mi piel? ¡Oh, oh! Lo veremos, querido príncipe.

También él se había puesto en guardia, a tres pasos del portugués. En la salita reinaba un profundo silencio, producido por una extrema ansiedad. Ni siquiera los marineros, amenazados por las tres carabinas de la escolta, se atrevían a decir palabra. Al contrario, habían metido de nuevo en los cintos sus cuchillos, que poco antes empuñaban como si de un momento a otro fueran al abordaje.

John Foster se preparó con el brazo y se impulsó valerosamente hacia adelante, dirigiendo a Yáñez un terrible golpe. El portugués, que era muy hábil en todos los ejercicios, incluso en los más peligrosos, se escabulló con un salto de costado.

—¡Por todos los vientos del mar! ¡Huís de mí! —gritó el capitán.

—Hago mi juego, señor mío.

—Que espero que sea breve.

—Esto se sabrá más tarde.

—Si no huís.

—He mandado cerrar la puerta más por vos que por mí.

—¡Esto es demasiado! Es preciso que os mate.

—Hacedlo, pues: os espero.

John Foster intentó un segundo golpe, que Yáñez paró rápidamente con la hoja de su cuchillo. El inglés, al que se le había enredado la punta entre los pliegues de la cortina, se vio obligado a dar un gran salto hacia atrás.

—Parece que sois vos quien huye ahora —dijo Yáñez irónicamente.

—¿Dónde habéis aprendido esgrima con cuchillo?

—En España, que es la tierra clásica para estas terribles peleas cuerpo a cuerpo.

—No entiendo nada —murmuró el capitán, que parecía algo pensativo—. Yo siempre he sido ducho en el manejo de esta arma.

—Los ingleses se baten mejor a puñetazos.

—Yo no, porque quiero ver el color de vuestra sangre.

—Lo mismo deseo yo: ésta es una pelea de mozos de cuerda. ¡Ved, John Foster!

Yáñez había caído súbitamente sobre el capitán y le asestó un terrible golpe en pleno pecho. Ciertamente, también el inglés era bastante hábil en la esgrima con cuchillo, pues logró parar el golpe.

—Un instante de retraso y era hombre muerto —murmuró.

Se había puesto muy pálido y su frente se cubrió de sudor frío: nunca había visto la muerte tan cercana.

Yáñez había adoptado nuevamente su magnífica guardia, y esperaba el momento oportuno. Ejecutó un primer ataque que obligó al inglés a retroceder nuevamente; luego, realizó un segundo y un tercero. El capitán, que ya no conseguía evitar aquella lluvia de estocadas, estaba a punto de tocar con la pared.

—¡Tened cuidado que no os clave! —le dijo Yáñez—. Lo sentiría porque mi cuchillo podría mellarse.

—¡Oh, qué seguridad!

—Todavía no hemos acabado, señor mío.

—Y yo todavía no estoy muerto —respondió John Foster.

—Confío en que lo estéis dentro de poco. —¡Ah!

El capitán había dado otro salto de costado, intentando partir el corazón de su adversario. Afortunadamente para él, el portugués no tenía la costumbre de dejarse sorprender. Paró la estocada y, luego, atacó a fondo.

No fue la punta del cuchillo la que golpeó al inglés; fue la empuñadura del bowieknife, que, con tremendo impulso, partió una mandíbula al adversario.

El inglés permaneció erguido un momento, escupió una bocanada de sangre y luego abrió los brazos y se dejó caer a plomo en el suelo, lanzando una imprecación.

—¿Tenéis bastante, John Foster? —preguntó Yáñez, dando un paso adelante.

—Alteza —dijo el irascible capitán, al que habían tendido en un jergón para fumadores de opio—, esta noche he perdido. Pero guardaos de mí, porque haré todo lo posible para perderos y desenmascararos.

—Id a contárselo al sultán. Ya os lo he dicho.

—¡Si está siempre borracho!

—Esperad a por la mañana para ir en su busca. Al menos, tendrá la cabeza despejada.

—Recurriré a otras personas más poderosas que ese imbécil —respondió el capitán del vapor—. Buenas noches; nos veremos pronto. ¿Queréis una advertencia? Haced vigilar estrechamente vuestro yate. No os durmáis tranquilamente.

—Si queréis atacarlo, sois muy dueño de hacerlo —respondió el portugués—. Decidme la hora y el momento.

—Yo no tengo nunca hora.

—¡Ya, los bandidos sorprenden siempre a traición! —dijo Yáñez, asaeteando al inglés con una mirada feroz—. Kien-Koa, abre la puerta a estos canallas, antes de que ocurra aquí una tragedia.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri con voz conmovida—, os exponéis demasiado.

—¡Es necesario hacerse respetar! —respondió el portugués—. Por otra parte, yo ni siquiera he recibido un simple arañazo, aunque debo reconocer que ese hombre es muy fuerte. Vamos a bordo, Kammamuri: temo alguna fea sorpresa por parte de los náufragos. Kien-Koa —dijo luego—, nos veremos mañana. Prepararemos nuestro plan de guerra, que tú madurarás mientras yo voy al campo con el sultán. Es necesario distraer a ese pobre hombre o acabará por volverse un cretino tal que si siquiera comprenda que su trono está menos seguro de lo que cree. ¡A mí, malayos! Tened prontas las carabinas.

Descolgaron una linterna de papel encerado y dejaron la taberna, precedidos de los malayos y de Kammamuri, quienes inspeccionaban atentamente todos los cruces de las callejuelas, temiendo en cualquier momento, un ataque repentino de los marineros.

La noche era muy oscura y el viento soplaba con fuerza sobre los barrios de Varauni, silbando siniestramente.

—¡Levanta la linterna! —había mandado Yáñez—. Mantened el dedo sobre el gatillo de las carabinas.

Recorrieron medio kilómetro, bajando hacia el puerto y alcanzando a la chalupa, que estaba amarrada a un poste y guardada por dos dayaks.

—¿Alguna novedad? —les preguntó Yáñez.

—No os fiéis, señor —respondieron—. Unas chalupas han venido a rondar esta noche en torno al yate.

—¿Quiénes las ocupaban?

—Me pareció que eran blancos.

En ese instante, la chalupa chocó contra una cosa blanda que parecía estar flotando a ras de agua.

¡Stop! —había gritado el timonel.

Yáñez se dirigió rápidamente hacia proa, sosteniendo la lámpara que había cogido en la taberna de Kien-Koa.

"¿Un ahogado o una traición?", se preguntó.

Vio asombrado que flotaba en el agua una piel de caballo que daba la impresión de haber servido de escondite a alguien.

Cogió sus famosas pistolas indias y disparó cuatro tiros en diferentes direcciones, con la esperanza de matar al nadador, en el caso de que se encontrara debajo de la piel, pero no se oyó ningún grito.

—Nos hemos equivocado —dijo el portugués—, pero esta piel abandonada aquí me hace sospechar. ¡Vamos a bordo, amigos!

Cinco minutos después se encontraban todos a bordo del yate.

9. Una partida de dados que acaba mal

Aquella noche nadie durmió tranquilo en el yate por temor a un ataque de los ingleses.

Se dobló la cantidad de hombres de guardia y se les armó, dejando la gran chalupa en el agua con el fin de poder embarcarse inmediatamente en caso de peligro. Yáñez se había quedado en cubierta junto a Kammamuri.

—Señor Yáñez, se diría que en alguna parte están quemando pez y azufre —dijo Kammamuri.

—Tenemos que aclarar inmediatamente este misterio.

Descolgó uno de los fanales de la guardia y se dirigió hacia la toldilla, pues era precisamente de allí de donde venía el acre olor. De repente, advirtió que una fina columna de humo subía por el codaste y el timón. Mirando atentamente, vio unas luces que se movían casi a ras de agua.

—¡Fuego, fuego! —gritó—. ¡A cubierta la guardia franca de servicio! ¡Armad la chalupa y las bombas!

Después, disparó las pistolas en dirección al fuego.

—¡A la chalupa, Kammamuri! —dijo—. Me queman el yate.

En un instante dejaron la nave y se dirigieron, escoltados por una docena de hombres, hacia el timón, al punto donde, entre éste y el codaste, brillaba una llama azulada.

—¡Ah, bandidos! —gritó Yáñez—. Ya me imaginaba que esa gente nos jugaría una mala pasada. Afortunadamente, hemos llegado a tiempo.

En efecto, el fuego no avanzaba apenas, a pesar de que el combustible era pez y pintura. Una mano culpable había metido detrás del timón unos pedazos de madera. Los marineros se dispusieron a apagar el pequeño fuego, para lo cual bastaron unos cuantos cubos de agua.

Yáñez y Kammamuri dieron dos o tres vueltas en torno al yate, y luego, no habiendo visto a nadie, regresaron al buque.

La noche, contrariamente a lo previsto, transcurrió muy tranquila. Apenas había despuntado el alba, tiñendo pintorescamente de rosa las casas de Varauni que daban al mar, cuando subió a cubierta la bella holandesa. Yáñez la esperaba, ante un servicio de té de plata.

—¿Cómo? ¿Ya habéis regresado? Os creía aún en la ciudad.

—He dejado Varauni muy tarde —respondió el portugués, sirviendo el té.

—¿Os ha sucedido algo?

—Una pequeña pelea con el capitán del vapor, que acabó con una cuchillada que espero no tenga graves consecuencias.

—Quieren vengarse de vos.

—Y de todos nosotros, señora, pues a las dos de la madrugada han intentado incendiar el yate.

—¿Y han huido?

—Si los hubiera atrapado, a estas horas les veríais colgar de las vergas con una corbata de cáñamo en el cuello. ¡Mirad! ¡He aquí al secretario del sultán! ¿Es que no pueden pasar sin mí en la corte?

En ese momento, la barca del sultán abordó al yate y el secretario apareció en el puente con una cara tan extraña que Yáñez no pudo menos que preguntarle:

—¿Se quema Varauni?

—Mi señor os espera inmediatamente.

—¿Es que me busca alguien?

—Un capitán holandés.

Yáñez hizo un gesto de contrariedad, pero no perdió ni un solo instante su maravillosa calma.

—¿Cuándo ha llegado? —preguntó.

—Ayer noche. En una chalupa costera procedente de Pontianak.

—¡Debe de ser por el asunto de la cañonera! —murmuró el portugués—. ¿Y cómo me van a echar la culpa de su distracción? ¡Ya lo veremos!

Después, añadió, alzando la voz:

—Kammamuri, una escolta de doce hombres con el equipo completo de guerra. Señora, ¿queréis acompañarnos?

—Si se trata de un compatriota, siento deciros que rehúso. —¡Mati!

—¡Señor! —respondió el patrón, acercándose.

—Que el yate esté dispuesto para zarpar.

Yáñez y Kammamuri bajaron a la barca, seguidos por el secretario y la escolta, formada mitad por dayaks de estatura casi gigantesca y mitad por malayos, más bajos, pero más fornidos y, ciertamente, más terribles que los primeros en un combate.

—Señor Yáñez —dijo el indio—, ¿qué puede haber sucedido?

—Lo sabremos por ese señor que se ha tomado la molestia de navegar tres o cuatro días entre los escollos.

La barca, impulsada por doce remeros, cruzó la bahía y se detuvo en un muelle sobre el que se veía el carro de la cúpula dorada y las columnas blancas, arrastrado por dos cebúes jorobados.

—Todo está preparado —dijo Yáñez, intentando bromear—. El sultán me debe de necesitar urgentemente.

Montó en el carro con el secretario y con Kammamuri, y partió, seguido por la escolta.

Cinco minutos después, el portugués subía la escalinata de palacio algo preocupado y se hacía anunciar al monarca que, en ese momento, estaba tomando café en una de las magníficas galerías que daban al mar, en compañía de sus cortesanos.

Lo que inmediatamente llamó la atención de Yáñez fue un pelotón de cipayos holandeses, perfectamente equipados, que vestían levita roja y calzones blancos.

Detrás del pelotón se encontraba un capitán, bello ejemplar de la flemática Holanda, que sostenía en alto el sable desenvainado como si se preparase para ordenar abrir fuego.

El portugués midió las fuerzas del adversario de una ojeada y, seguro de dominarlo, se dirigió hacia el sultán, preguntándole:

—¿Qué ha sucedido durante mi ausencia?

—Deberíais decir vos, milord, dónde habéis estado ayer noche.

—Bebiendo una botella de pésimo vino portugués en el barrio chino.

—Milord, sois dueño de beber cuanto queráis, pero no tenéis que crearme problemas con los representantes europeos.

—¡Por Mahoma! ¡Una mezquina pelea provocada por algunos marineros! ¿Pretendéis que debía dejarme asesinar como un cordero, sin defenderme mínimamente?

—Además, se dice que hubo un muerto y que ese muerto era un capitán inglés.

—Está tan muerto como yo, alteza —respondió Yáñez—. Le he dado solamente una dura lección para quitarle las ganas de atormentarme y tenderme emboscadas.

—¿Emboscadas, habéis dicho? —dijo el sultán.

—Esos marineros incluso han intentado quemar mi yate.

El capitán holandés, un hombre de gran estatura, de tez rosada como una muchacha y larga barba rubia, se adelantó en aquel momento y le dijo a Yáñez:

—¿Queréis decirme, señor, quién sois vos?

—Un embajador enviado aquí por mi gobierno para dar caza a los piratas que infestan las bahías septentrionales de la isla.

—Parece ser, señor embajador, que mientras esperabais cañonear a los malayos, la habéis emprendido a tiros con otras naves que nunca se han dedicado a la piratería.

—¿Qué queréis decir?

—Que hace unos días una de nuestras cañoneras entró en la bahía de Varauni y no ha vuelto a su fondeadero.

—La habrá sorprendido un ciclón —respondió Yáñez—. Las costas de Borneo son muy peligrosas para quien no las conoce a fondo y una desgracia puede acaecer en cualquier momento.

—Desgraciadamente, milord, tenemos pruebas de que vuestro yate ha abierto fuego contra la cañonera.

—Vos venís a contar una sarta de embustes que ni yo ni el sultán vamos a creer. ¿Quiénes son los que afirman haberme visto hacer fuego?

—Pescadores de trepang que se encontraban entre los escollos de la bahía de Tiga.

—Pues bien, señor, os desmentiré inmediatamente.

A una señal suya, la escolta avanzó por la espaciosa galería, deteniéndose delante del capitán holandés.

—Todos estos hombres son fervientes mahometanos. Luego podéis fiaros de ellos cuando ponen de testigo a su gran Profeta. Hablad, amigos: ¿quién ha sido el primero en disparar, nosotros o la cañonera?

—La cañonera —respondieron los malayos y los dayaks—. Lo juramos sobre el Corán.

—Entonces, debe de haber algún motivo para que os atacaran —respondió el capitán.

—¿Es que actualmente está prohibido pescar en las costas de Borneo? —preguntó Yáñez, molesto—. Vos no sois el sultán.

—Alguien intenta engañarme —dijo el capitán—. ¿Por qué motivo habéis armado un yate, cuando hace tiempo que Holanda e Inglaterra se han propuesto acabar de una vez con la piratería?

—Mis credenciales, que he presentado al sultán, están en regla.

—Las querríamos leer en Pontianak —añadió inmediatamente el capitán.

—¿Con qué derecho se inmiscuye Holanda en los asuntos de Inglaterra? Sin embargo, para demostraros que todo está en regla, iremos a visitar al gobernador de esa colonia. Será un viaje de unos cuatro días entre la ida y el regreso.

—¿Cuándo será la partida?

—Esta noche, cuando salga la luna. Necesito la marea alta para salir de la bahía.

—Acudiremos a la cita —dijo el capitán, inclinándose ligeramente ante el portugués.

Éste respondió al saludo y se fue tranquilamente con su escolta, después de estrechar la mano del sultán, el cual parecía convencido más que nunca de tener ante sí a un embajador de la poderosísima y temida Inglaterra.

Nada más llegar a bordo, hizo subir a Padar, cuyo prao navegaba constantemente por delante de la entrada de la bahía a la espera de órdenes. Mati y Kammamuri se habían unido a ellos.

—Malas noticias, ¿verdad, señor Yáñez? —dijo el indio.

—En efecto, no son muy satisfactorias. Pero el fondo de mi saco guarda siempre alguna sorpresa extraordinaria que lo arregla todo.

—¿Iréis a Pontianak?

—¿Yo? Estás loco, Kammamuri. Será el capitán el que irá prisionero a la bahía de Gaya: así hará compañía al verdadero cónsul inglés.

—¿Y cómo os lo quitaréis de encima?

—Mediante un golpe que, ya te lo digo desde ahora, será magnífico. Cuando estemos en alta mar, nos apoderaremos de todos los cipayos holandeses y de su capitán y los enviaremos a bordo del prao de Padar para que los lleve a lugar seguro.

Una chalupa tripulada por el capitán y los cipayos holandeses, que se habían puesto unos flamantes uniformes con adornos de oro para ser admirados por la tripulación del señor embajador, abordó el yate. Yáñez, advertido inmediatamente, subió a cubierta y se dirigió al encuentro del holandés, diciéndole cortés mente:

—Sed bienvenido a bordo de mi yate.

—Gracias —respondió ásperamente el capitán, fingiendo no ver la mano que tendía el portugués—. Poseéis una bella nave, milord. Y espléndidamente armada.

—Y, sobre todo, muy rápida. Desafío a todos los praos de Malasia a perseguirme y alcanzarme. ¿Queréis que zarpemos?

—Hagámoslo.

Se ponía el sol. Grupos de praos, con sus altísimas velas de abigarrados colores desplegadas a la brisa, entraban en el puerto, maniobrando con esa habilidad que distingue a los marineros malayos. Un gran junco procedente de los puertos de China, de formas toscas y pesadas y velas hechas de mimbres entretejidos, que quién sabe por qué milagro había evitado los ataques de los piratas bornéanos, avanzaba balanceándose suavemente.

En alta mar el cielo era purísimo y el mar apenas movido. El yate, después de adelantar a los grupos de praos, apresuró su marcha.

Yáñez y el capitán holandés habían subido al castillo de proa para abarcar el horizonte.

—Si mis hombres resisten en las calderas, mañana estaremos en Pontianak antes de que se ponga el sol.

—¿Y me conducís de buen grado?

—¿Por qué no?

—¿No sabéis que corréis el peligro de ser arrestado?

—¿Por quién?

—Por el gobernador.

—En ese caso, no haría otra cosa que extender en la toldilla la bandera inglesa: sería curioso saber quién se atrevería a hollarla.

—¡Os consideráis muy fuerte! —dijo el capitán.

—¡No soy tonto, ciertamente! —respondió el portugués, riendo—. Capitán, esta noche habrá una fiesta a bordo y espero que, vos y vuestros cipayos, participéis.

En ese mismo momento, la campana de a bordo anunció que la cena estaba lista.

Yáñez, el capitán y Kammamuri bajaron a la cámara de popa, espléndidamente iluminada, donde estaba dispuesta una suntuosa mesa, con bandejas y vajilla de plata, de estilo indio.

La cena, como se puede suponer, era a base de pescado cogido poco antes por los marineros en la bahía de Varauni y exquisitamente cocinado. Había lenguados tan anchos como sombreros, minúsculos calamares crujientes, langostas de extraordinarias dimensiones y dátiles de mar en gran cantidad. Y, por si esto fuera poco, excelente fruta, comprada en el mercado antes de la partida.

Abundaban, sobre todo, las botellas, entre las que figuraban las últimas que de champaña le quedaban a Yáñez.

Los dos hombres se pusieron a comer tranquilamente, con gran apetito, charlando, mientras Kammamuri guardaba un mutismo absoluto.

En el puente, también se divertían los cipayos holandeses a los sones de un acordeón tocado por un mestizo de Pimer. Mati, que había recibido instrucciones estrictas, había hecho traer muchos cestos llenos de botellas de arak y los huéspedes, desafiados por los marineros del yate y del prao, que habían subido a bordo, bebían a gollete. ¡Nunca se habían encontrado en medio de tal abundancia!

10. Una carrera a través del mar

Mientras los soldados holandeses, malayos y dayakos fraternizaban consolidando su nueva amistad con nuevas botellas que subían sin cesar de la bodega, a pesar de las prohibiciones del holandés. Yáñez, después de ratificar la ruta del yate, que navegaba por sitios peligrosísimos, llenos de escollos y rompientes, volvió al salón.

El capitán se agarró a las últimas botellas de champagne, y si no alegre, parecía de mejor humor.

—¿Todo va bien? —preguntó Yáñez.

—Muy bien, capitán. Marchamos a lo largo- de la costa occidental, a gran velocidad, manteniéndonos en alta mar. Aquí hay muchas, trampas abiertas para las naves.

—¡Ya lo sé!

—Y me dolería perder mi yate, porque difícilmente encontraría otro. Capitán, ¿acepta usted una partida de dados? Mataremos un poco el tiempo.

—Con mucho gusto —respondió el holandés.

—Todos los coloniales son furibundos jugadores.

—Arriesguemos unos cuantos florines.

—Como usted quiera, milord.

—Kammamuri, trae un cubilete y dados y otras botellas. Ya que el mar está tranquilo, pasaremos unas horas en alegro compañía.

El silencioso indiano, abrió un cajón y sacó los objetos que le pidió Yáñez, todos ellos de marfil y finamente esculpidos.

—¿La apuesta? —preguntó Yáñez al capitán.

—Quisiera que fuese su yate, milord.

—En aguas chinas no es fácil conseguir buenas naves, y tendría que perder muchos meses, y por lo demás tengo mucho que hacer en Varauni.

—No acierto el motivo. El Sultán está tranquilo y los dayakos del interior no se han presentado ya de la parte de acá de las montañas del Cristal.

—¿Y si la calma fuese más aparente que real? —preguntó Yáñez—. Según he sabido por conducto de un correo del Sultán, algunas bandas, por cierto bien armadas, se reunieron precisamente en las montañas, dispuestas probablemente a bajar.

—¿Quién las guía? ¿Algún aventurero?

—Témese que sea el terrible rajah del lago que ha zampado al Sultán una buena parte de su territorio septentrional. El cual, si no me engaño, era un tiempo, señor de Mompracem.

—Así me lo contaron.

—Capitán, pongo cinco florines.

—Y yo otros tantos —repuso el holandés.

Bebieron otro vaso y luego Yáñez tomó el cubilete y echó los dados sobre el tapete!

—¡Cinco!

—¡Cómo cinco! —gritó el capitán—. Tiene usted un cuatro, mi querido caballero.

—Eche usted.

—Once —dijo el holandés, embolsando la puesta.

—¿Otra vez? —dijo Yáñez, que hacía rato prestaba atento oído a los rumores que llegaban de fuera.

—Siempre —contestó el capitán, con voz tanto dura—. Eche.

—¡Siete!

—¡Cómo siete! —gritó el capitán, levantándose y tirando el cubilete y los dados contra; las paredes, de la cabina—. Usted quiere robarme, señor embajador.

—Pues bien —dijo Yáñez, que también se levantó e hizo una señal a Kammamuri, que se bailaba detrás del holandés—. ¡Yo le obligaré a decir que he hecho siete!

Dio dos pasos hacia atrás, quitándose del cinto las famosas pistolas indianas, y, apuntándolas contra el holandés, le dijo:

—Diga que es usted quien trata de robarme.

—Luego es usted un bandido, cuando viene a jugar con armas al cinto.

—En nuestro país se acostumbra hacer así, para que no le saqueen a mío.

—¡Abajo esas pistolas!

—Confiese usted que he hecho siete, y las bajo —respondió el portugués.

—¿Es que busca usted un pretexto para re- Tur conmigo?

—¿Y si así fuera?

—Tengo mis soldados sobre cubierta, señor mío.

—Pero para llamarles tendría usted que pasar por delante de mis pistolas, y yo soy un tirador tan asombroso como sus colonos del Cabo de Buena Esperanza.

—¡Paso, bandido! —rugió el capitán.

—No; si se quiere salir de aquí, se capitula.

—¿Pretendería usted asesinarme por cinco miserables florines que estoy pronto a restituirle?

—No es el dinero lo que me interesa, capitán; es su persona.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que, puesto que cometió usted la torpeza 5e embarcarse en mi yate, le haré prisionero.

—¿Con qué derecho?

—Con el del más fuerte; en Borne» no se conoce otro mejor.

—¡Ábrame usted paso!

—No.

El capitán se encorvó y luego se arrojó como una catapulta contra Yáñez. Kammamuri, que vigilaba atentamente todo movimiento del holandés, se dio prisa en cogerle por la cintura y arrojarle sobre un sofá.

Es el mismo instante, dos dayakos se echaron encima del desdichado capitán y le redujeron a la impotencia, con unos cuantos metros de cuerda.

—¡Obra usted como los bandidos! ¡Falso embajador! —gritó el infeliz—. Me dará, usted cuenta de esta ofensa.

—Y de otras, si usted quiere, pero más tarde, porque ahora tengo mucho que hacer.

—¿Qué quiere usted hacer de mi? ¿Ahorcarme?

—Eso no, capitán; le mando únicamente a hacer una excursión hasta la bahía de Gaya, a cazar becadas. Según dicen, allí abundan de un modo extraordinario.

—¿Y luego?

—Después no sé; por ahora conténtese coa lo que le he dicho. Otro en mi lugar habría aprovechado la ocasión para suprimir para siempre, con sólo el gasto de cuatro balas, a un hombre que más adelante podría fastidiarnos de lo lindo. Es inútil que trate usted de resistir, porque me sobran hombres para que no lo logre.

El capitán se dejó caer en el sofá!, completamente rendido con guardias dayakos de vista.

—Ahora —dijo Yáñez a Kammamuri— desembaracémonos igualmente de los otros. Los mandaremos a todos a cazar.

Descolgó una cimitarra que pendía de la pared y subió a cubierta, precedido del taciturno indiano.

En el puente estaba la fiesta en su apogeo. Malayos, dayakos y holandeses, medio borrachos ya, bailaban desordenadamente, golpeándose y empujándose.

—Para apoderamos de estos borrachos, será cuestión de un momento —dijo Yáñez—. ¡Mati!

El maestre acudió a popa, apartando las parejas de danzantes a puñetazos y puntapiés.

—¿Qué desea usted, señor Yáñez? —le preguntó.

—¿Está tu yate preparado para recibir a los prisioneros y conducirlos a la bahía de Gaya?

—Las velas están desplegadas y el viento es propicio para llevarnos más bien al Norte que a Mediodía.

—Ocupémonos de los soldados.

Un estridente silbido cortó el aire y, como por encanto, las parejas de danzantes se vieron estrechamente sujetas entre los brazos de los malayos y dayakos.

La escena se desarrolló con tanta rapidez, que los holandeses no tuvieron tiempo de empuñar las armas; tan ceñidos les tenían los bailarines que hacían las veces de damas, tan listos de brazos como de piernas.

—Tú, Mati —gritó Yáñez—, gasta un poco de pólvora; tenemos la suficiente en la santabárbara para sostener un combate incluso con diez cañoneros.

—Y más tarde, señor Yáñez —preguntó el maestre—, ¿a dónde iremos a proveernos?

—La flotilla está bien surtida y tendremos tanta pólvora y tantas balas como necesitemos.

—Es verdad, señor Yáñez; siempre me olvido de que en la bahía de Gaya tendremos un apoyo formidable.

—Por eso vamos allí —repuso el portugués.

—Deseo ver mis veleros para tenerlos a mi disposición cuando sea preciso. Cuento casi más con 1a flotilla que con las bandas que Sandokan hace bajar a través de los montes del Cristal. No va a ser con una flotilla terrestre con lo que quitemos Mompracem al Sultán.

—Tenemos que obligar a los cañoneros a salir a alta mar y aceptar una batalla desesperada.

—Que con el auxilio de la flotilla ganaremos. Si salimos vencedores, entraremos en la bahía de Varauni y bombardearemos la ciudad, empezando por el palacio del Sultán. Los chinos estarán dispuestos a habérselas con los rajaputos del tiranuelo y a cazarlos en la bahía —dijo Yáñez—. La preparación ha sido tal vez un tanto larga, pero espero hacerme dueño de Mompracem.

—¿No corre usted demasiado, señor Yáñez?

—Vas a ver qué última batalla vamos a dar cabe las playas de Mompracem, isla que al fin nos pertenece. No dudes de la empresa, Mati, porque estrecharemos al Sultán tanto por mar como por tierra y le obligaremos a que, a cambio de su libertad, nos devuelva la isla. Somos más fuertes de lo que supones. ¡Tú verás lo que sucede cuando las bandas de Sandokan caigan en las montañas! ¿Han embarcado ya a aquellos borrachos?

—A todos, señor Yáñez.

—Tú irás inmediatamente hacia la bahía de Gaya, pues me interesa saber qué ha sido del embajador auténtico. Yo te escoltaré un buen rato para protegerte contra el ataque de algún cañonero.

—El prao de Padar está lo suficiente armado para tener a raya a aquellas naves de mal agüero.

—Mejor me fío de mis piezas de caza, cuya prueba has visto. Baja y suelta las reías, pero que no se te escape el capitán; dé lo contrario, estamos perdidos.

—De mis manos, señor Yáñez, yo; le aseguro que no saldrá —respondió Padar, que se había unido al grupo para recibir las últimas instrucciones.

—¿Debo distanciarme de la costa?

—Será mejor. Una desgracia puede sobrevenir a cada momento, y nuestros buques están contados.

—Muy bien, señor Yáñez; espero darle cuanto antes noticias de nuestra flotilla.

Bajó al prao, desplegáronse las velas y tomó en seguida el rumbo al Norte, escoltado por el yate.

Habían acordado pasar muy a poniente da Labuan, isla en cuyos puertos los ingleses acostumbraban tener un número más que regular de cañoneros y algún, crucero.

A las seis de la mañana perfilábase aquella tierra en el luminoso horizonte, con sus pintorescas aldeas y su capital.

Del fondo de la bahía salían sutiles penachos de humo que anunciaban la presencia de buques de vapor.

Yáñez, que no quería sufrir ninguna otra visita, hizo aumentar la velocidad del yate, pasando entre Labuan y Karaman; luego se lanzó resuelto hacia el septentrión, siempre seguido del rapidísimo y ligero prao de Padar.

Hasta mediodía no ocurrió nada de particular. Pero a eso de la una de la tarde hizo Yáñez un descubrimiento que le causó cierta impresión.

Cuatro columnas de humo, visibles únicamente con el auxilio del anteojo, esparcíanse en la gran luz del horizonte, formando como grandes paraguas.

Mati dirigióse al punto al portugués, que seguía mirando con atención.

—¿Qué cree usted que son? —le preguntó Yáñez.

—Cañoneros, de fijo —respondió el maestre del yate.

—¿Es que iremos a caer de bruces sobre los eternos canallas que quieren meterse siempre en los asuntos de los demás?

—Tengo la seguridad de que me estarán persiguiendo hasta los mares de la China, porque antes de salir de Varauni he tenido la precaución de llenar bien las carboneras. Por lo que temo, es por el prao de Padar.

—Con un poco de viento, puede desafiar al un vapor y aun pasarle delante —contestó Mati—. Y si se dirige a los bajos de la costa, no habrá cañonero que se atreva a darle caza.

—Haz subir a Padar.

Cinco minutos después, el maestre del pequeño prao estaba en ¡el puente del yate.

—Amigo mío —le dijo confidencialmente el portugués—, ¿serías capaz de salir del atolladero? Ya pensaré yo en distraer la atención del cañonero.

—¿Qué es lo que he de hacer?

—Poco ha te lo ha dicho Mati. Echarse hacia la costa y navegar por el borde de las rompientes. Tu buque puede desafiarles impunemente.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En la bahía. No sé por qué, pero no estoy tranquilo. Temo que mi situación se haga insostenible.

—Señor Yáñez, ¿estamos muy atrás aún respecto a la reconquista de Mompracem?

—Da tiempo al tiempo, ¡por Lucifer! Cuando no podamos más, daremos batalla por mar y tierra. Vetó y no te preocupes por mí. Verás cómo les haré correr.

El maestre volvió a bajar a su pequeño prao, armado ya cual si de Un momento a; otro hubiese de estallar un combate, y el velero, después de dar un par de bordadas, tomó el rumbo hacia las costas occidentales de Borneo.

—A toda máquina —gritó Yáñez—. Preparar los cañones.

El yate emprendió la carrera, hacia el sitio donde se elevaban las columnas de humo, que una gran calma mantenía casi inmóviles.

Yáñez se había puesto en observación junto a Kammaitnuri.

—Si no tuviésemos más que praos la cosa sería muy seria —dijo Kammamuri—. ¿Serán cañoneros ingleses de Labuan?

—Hemos de dar un gran golpe.

—Nada de eso; una gran carrera a marchas forzadas, y nada más. No me dejaré ciertamente pillar en un combate donde puedo perderlo lodo sin ganar nada. Quiero conservar intactas mis máquinas para jugar la última carta cuando nos arrojemos como tigres sobre el Sultán y luego sobre Mompracem.

Media hora después, habían alcanzado las columnas de humo. Tratábase de una pequeña flotilla de cañoneros, salida probablemente de los puertos de Labuan.

Al ver al yate se detuvieron y viraron de bordo, colocándose en dos columnas.

—¡Ah! Quieren darnos caza —dijo Yáñez—. Los haremos correr.

Púsose al timón, llamó a cubierta a toda la guardia, franca y, a su vez, cambió de ruta.

Los cuatro cañoneros pusiéronse en seguida en pos de él, temiendo que aquel yate fuese un barco sospechoso.

Un tiro en blanco no produjo otro resultado que apresurar la carrera del barco, el cual,, con insolente bravata paró enfrente de las dos columnas, saludando con una descarga de fusiles.

—¡Ja, ja! —exclamó Yáñez, encendiendo un cigarrillo y apoyándose en la rueda del timón.

—Dadme caza, amigos, ¡dadme caza!

El yate avanzaba velozmente.

Un cañonero disparó un cañonazo con bala para conseguir que la pequeña nave se detuviera; pero el proyectil se perdió en el mar, sin tocar la arboladura ni' la máquina.

—Señor Yáñez, ¿he de contestar? —preguntó Mati al portugués.

—No gastemos nuestras balas, amigo. Más tarde podrían hacernos falta.

—¿Un golpe en la tambura?

—No es preciso.

—¿Y elprao?

—Marcha divinamente y no se dejará alcanzar. Ese Padar es verdaderamente un habilísimo marino.

Efectivamente: el velero maniobraba a maravilla sobre los bajos de la costa, rozando casi las márgenes de las rompientes, sobre las cuales el cañonero no le habría podido seguir.

Cinco minutos después resonó otro cañonazo y pasó por encima del yate sin tocarlo siquiera, porque navegaba a regular distancia.

El segundo cañonazo hizo estremecer a Yáñez.

—¿Por quién nos toman esos señores? —se preguntó—. Hagámosles ver también que estamos en situación de defendernos.

En la cabina; efe popa había, desplegado un: mapa de las costas de Borneo que indicaba claramente la profundidad de las aguas.

—Aquí —dijo de pronto, haciendo una cruz con un lápiz rojo—. Pina se prestará a mi táctica y someteré al cañonero a dura prueba.

—Me parece usted alegre, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. ¿Qué ha descubierto usted?

—Un banco a través del cual pasaremos sin tocar, y donde los cañoneros quedarán embarrancados —contestó el portugués, frotándose las manos de puro júbilo—.- ¡Eh! Echad carbón a la máquina.

También los cañoneros forzaban sus fuegos sin conseguir, empero, ganar un cuarto de nudo al yate, que -mantenía su rapidísima- marcha sólo para hallarse fuera de tiro de la artillería.

Y, efectivamente, los perseguidores, aunque armados con sólo una gran pieza, emplazada en la plataforma de popa sobre un plano giratorio, no hacían economía de pólvora.

A cada instante y tras un ruido ronco, llovían los proyectiles de los cañoneros en las aguas del yate.

Yáñez, segurísimo de sí mismo, les dejaba; hacer y no se ocupaba más que de estudiar atentamente los bajos de un islote que empezaba a delinearse hacia el Norte.

—Caerán en la trampa —murmuraba— y alguno se romperá las costillas. Bastará con que me persigan.

La caza se había hecho animadísima. Los cuatro cañoneros hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiro de cañón.

De sus chimeneas brotaba -un humo densísimo, mezclado con escorias.

Los cañonazos, en tanto, menudeaban sin resultado alguno, porque Yáñez, habilísimo marino, cuidaba de mantener -la distancia.

Sobre las cuatro, el yate, que no había cesado de forzar sus máquinas, llegaba a la vista de una isla de mediana extensión contra cuyas costas se estrellaba furiosamente la resaca.

—Pina —dijo Yáñez—, he ahí el momento de desembarazarse de todos los corsarios y pararles el vuelo sin menester servirme de mis espléndidas piezas de caza.

Delante de poniente de la isla parecía como que se extendían numerosos bancos, puesto que allí especialmente las olas se formaban y deshacían retumbando como piezas de artillería.

Una gigantesca sábana de espuma blanquísima se extendía a lo lejos.

Yáñez seguía mirando atentamente.

—Puede que nos estrellemos todos si la suerte no nos es propicia. Otro preferiría dar la batalla; yo no. ¡Mati!

—¡Señor! —contestó el maestre, corriendo.

—Al castillo de proa con cuatro hombres y la sonda. Me dirás exactamente la profundidad. Se trata de la vida de todos.

—Sí, señor Yáñez.

No bien hubo dado la orden, cuando los cinco hombres sondeaban ante la proa del yate.

—¿Cuántos metros? —preguntaba Yáñez con ansiedad.

—Dos, señor.

—Fondea más adelante, hacia las rompientes.

—En seguida, señor.

—¿Cuánto?

—Tres metros.

—Me bastan.

Fue a popa y tomó la rueda del timón, no fiándose de nadie en el supremo instante en que se estaba jugando la suerte de todos.

La quilla del yate navegaba ya entre la extensión de la espuma.

La resaca, que era muy fuerte en las rompientes, batía poderosamente los flancos da la pequeña nave, ocasionándole un fuerte balanceo.

De pronto la voz de Yáñez resonó potente entre los mugidos de las olas.

—¡Atención! ¡Pasamos! ¡Sujetaos!

Los cañoneros, viendo que el yate marchaba seguro entre las rompientes, no cambiaron; de rumbo, con la esperanza de encontrar a su vez agua bastante.

Marchaban enfilados en columna, a la distancia de trescientos pasos uno de otro, maniobrando imprudentemente sobre los bancos.

Una ola, cogiendo el yate por la popa, lo levantó y lo llevó al otro lado del seco.

A bordo se oyó un crujido., El vaporcito debía rozar el banco.

Las olas arrastraban al yate, empujándolo poderosamente con un continuo balanceo.

El primer cañonero llegó como un rayo sobre la rompiente, creyendo atravesarlo como había hecho el yate. Su proa se alzó espantosamente y luego cayó entre la espuma de la resaca, permaneciendo un momento inmóvil.

—¡Fuego de bordada! —gritó el portugués—. ¡Hazte honor, Mati!

Resonaron dos cañonazos, uno tras otro, dando de lleno contra el primer cañonero, que oscilaba terriblemente entre la resaca.

Las dos chimeneas del cajonero se derrumbaron sobre el puente con infernal ruido e hiriendo a unos cuantos hombres.

El yate, levantado por las olas, había pasado por encima de la rompiente y no corría, peligro alguno.

El que se encontraba en pésima situación era el primer cañonero, porque creyendo encontrar el fondo suficiente, se lanzó a toda máquina sobre el banco.

—¡Fuego de bordada! —ordenó Yáñez, por segunda vez—. Tirad de las tamburas.

Las dos grandes piezas de caza volvieron a retumbar con admirable precisión, mientras el velero de Padar, que estaba aún a la vista, cubría los puentes con nubes de metralla, disparada por las grandes espingardas de proa y de popa.

De pronto el cañonero dejó ver en alto el espolón a través de la rompiente, pero luego cayó sobre las rocas con un ruido espantoso y destrozándose en ellas.

A bordo del yate resonó un grito de entusiasmo.

—¡Victoria! ¡Viva el señor Yáñez!

Y podían gritar fuerte, porque la, audaz y peligrosísima maniobra había puesto al yate al abrigo de un posible bombardeo y de que le persiguieran.

La rompiente estaba allí siempre pronta a interrumpir la marcha de los cañoneros. 0 detenerse o destrozarse.

Los perseguidores disparaban furiosamente, respondiendo golpe por golpe a las ametralladoras del pequeño velero y a los cañonazos de Mati.

Pero eran vanos sus esfuerzos, porque el yate se encontraba fuera de su alcance y se dirigía velocísimo hacia el septentrión para llegar cuanto antes a la bahía de Gaya.

Mientras, el prao de Padar, aprovechando la confusión y la protección de las grandes piezas de caza del vapor, se lanzó hacia la costa y se le veía navegar a gran distancia con sus inmensas velas desplegadas.

Maniobraba por encima de las rompientes con pasmosa seguridad, refugiándose entre las pequeñas bahías, que se ensanchaban de cuando en cuando delante de él y no eran otra cosa sino pequeñísimos canales sólo navegables para pequeñas embarcaciones.

—¡Mati! ¡Otra descarga! —gritó Yáñez—. Aprovechémonos mientras tengamos los cañoneros a tiro.

Los poderosos cañones de caza volvieron a retumbar, destrozando el cañonero que se hallaba a través de las rompientes; luego el yate, ligero y rápido como golondrina de mar, se alejó a toda máquina, sin cuidar de sus perseguidores que, por otra parte, se hallaban impotentes para reanudar la caza.

11. La fuga del embajador

La bahía de Gaya, situada ante la desembocadura del río Kabatuan, es uno de los lugares más adecuados para esconder una flotilla, puesto que aquellos parajes están llenos de escollos sumamente peligrosos y son constantemente batidos por una resaca violentísima que hace muy difícil el atraque de los buques.

A pesar de que el yate estaba dotado de unas máquinas bastante potentes, hasta el día siguiente, después del mediodía, no pudo hacer su entrada en la bahía.

Aún no había echado el ancla, cuando ya la flotilla entera se dirigía hacia él en línea de batalla, creyendo tener que vérselas con un enemigo.

La bandera de los tigres de Mompracem, que ondeaba en lo alto del palo mayor del yate, tranquilizó inmediatamente a aquellos terribles navegantes.

Un prao se detuvo bajo la escala de estribor del pequeño buque de vapor y apareció un hombre que daba señales de la más violenta desesperación.

—Señor —dijo—, ya que tenéis dos pistolas en la cintura, descargadlas en mi pecho, porque he merecido la muerte.

—¿Qué dices, Ambong? —preguntó Yáñez en el colmo de su asombro—. Creía encontraros a todos ocupados en cazar agachadizas y ahora me pides que te pase por las armas.

—Ha sucedido una gran desgracia, señor Yáñez: el embajador inglés ha huido.

—¡Cuerpo de Júpiter! —gritó el portugués, dando un salto atrás—. ¿Qué me dices?

—La verdad, señor.

—¿Cómo ha conseguido huir?

—Sobornando a dos de vuestros indios.

—¿Hace mucho que ha huido? —preguntó Yáñez, muy impresionado por esa noticia que tan incalculables consecuencias podía tener más tarde.

—Hace unas dos noches —respondió el jefe de la flotilla.

—¿En qué ha huido?

—En una chalupa.

—¿No has enviado tras él a tus barcos?

—Le hemos estado buscando toda la noche, señor Yáñez, pero sin éxito. Seguro que se ha refugiado en Labuán.

—¿Crees que ha tenido tiempo suficiente para llegar a esa isla?

—¡En cuarenta y ocho horas, incluso a remos, cuando el mar está tranquilo, se hacen millas y millas!

—Ese hombre me es absolutamente necesario —dijo Yáñez—. Si nos denuncia, seremos considerados como piratas y ahorcados.

—Aún no nos han cogido, señor. Y no nos cogerán tan fácilmente. ¿Retornáis a Varauni?

—Antes iré a la caza de la chalupa del embajador. Libre, ese hombre es más peligroso que una escuadra de cruceros. Temo que se compliquen bastante las cosas antes de que Sandokán baje de los montes de Cristal. Entre tanto, iremos al campo con el sultán.

—¿Al campo?

—Los aires de Varauni no me prueban y será mejor que mande mi yate aquí y que intente acercarme al Tigre de Malasia. Mantén reunida la escuadrilla y, si se presenta alguna novedad, mándame el prao de Padar, que no tardará en llegar hasta mí.

—¿Deberemos permanecer ociosos?

—Por ahora es necesario.

—¿Cuándo tendremos que alcanzarte?

—Mandaré a Padar para que os advierta. Lo que te recomiendo es que mantengas perfectamente unida la flotilla, porque no se sabe nunca lo que puede suceder en cualquier momento. Abre los ojos, no te dejes sorprender y no te muevas.

El yate hizo sonar su sirena y se dirigió a la salida de la bahía, adentrándose en alta mar.

—Tenemos que buscarle —dijo Yáñez a Kammamuri—. En nuestras manos será más valioso que cien rehenes. Si ha conseguido llegar a Victoria, es probable que mañana ocurran algunas novedades en Varauni.

—¿Qué queréis decir?

—Que un crucero podría aparecer para solicitar noticias sobre mí. ¿Quién sabe? No desesperemos.

El yate se encaminó a lo largo de los escollos externos, contra los cuales se estrellaba el mar con un ímpetu irrefrenable.

—¡Un vigía a la cofa! Cinco libras esterlinas al que divise la chalupa. Entre tanto, Mati, haz preparar nuestra artillería, pues no será improbable que topemos con alguna cañonera.

Con la promesa de aquel premio, bastante sustancioso, no uno, sino varios hombres, habían subido a los palos armados de potentes anteojos marineros.

El yate, después de navegar unas veinte o treinta millas, cambió de rumbo, dirigiéndose al islote de Dehuan, que está dotado de escondites casi imposibles de hallar.

Transcurrieron varias horas sin que sucediese nada digno de mención a bordo del pequeño vapor, que continuaba devorando carbón sin medida para mantenerse a punto de zarpar en el caso de que hubieran aparecido nuevamente las cañoneras.

Habían recorrido ya unas sesenta millas, tanto en dirección a alta mar como en dirección a las costas de Borneo, entre cuyas rompientes aún se divisaba navegando al prao de Padar, cuando los vigías gritaron:

—¡Chalupa a sotavento!

Yáñez había subido al puente de mando con su anteojo de larga vista.

Un pequeño objeto flotante, que no debía de ser mayor que una chalupa, costeaba en ese momento la isla de Dehuan.

—¡Qué raro! —exclamó el portugués, que alargaba maquinalmente los tubos del instrumento—. No veo más que a dos hombres a bordo.

—¿Al menos, está el embajador? —preguntó Kammamuri.

—No consigo distinguirlo bien.

—¿Habrá desembarcado ya en algún lugar?

—Es posible y eso me fastidiaría mucho. ¡Mati!

—¡Señor!

—¿Les alcanzarías con un cañonazo?

—El blanco es pequeño, señor Yáñez, pero creo que puedo conseguirlo. Largad a proa, vosotros.

Subió al castillo, donde ya había sido cargado el cañón de proa, corrigió varias veces la mira y luego desencadenó un huracán de fuego, humo y hierro. En lo alto se oyó el silbido de los proyectiles que se alejaban, seguido, poco después, por una sorda detonación.

El contramaestre, para asegurarse, había cargado la pieza con una granada del treinta y dos, haciéndola estallar bajo la popa de la chalupa, cubriendo de metralla a los dos hombres que la ocupaban.

—¡Errado! —dijo Yáñez, que no apartaba el anteojo de sus ojos.

—Un momento, señor —respondió Mati—. ¿Es que acaso no soy el mejor artillero de la flotilla?

Pasó al otro lado del cañón, asimismo cargado con una granada, e hizo fuego a una distancia de setecientos u ochocientos metros.

Esta vez se hundió la chalupa, pero los dos hombres que la tripulaban habían tenido tiempo de tirarse al agua antes de que se produjera la explosión.

—¡Botad una ballenera! —gritó Yáñez—. ¡A la caza, muchachos! Mantengo el premio que os ofrecí.

Inmediatamente echaron una chalupa al agua, ocupándola ocho hombres, con Mati, Kammamuri y el portugués.

Los dos hombres, que se habían tirado al agua, nadaban vigorosamente, intentando alcanzar la isla, que estaba muy cerca. Por miedo a los disparos de carabina se mantenían sumergidos el mayor tiempo posible, apareciendo en la superficie raras veces.

—¡Bribones! —exclamó Yáñez—. Escapad, pero nosotros os cogeremos igualmente. ¡Remad con brío, muchachos!

Los remeros no necesitaban que se les animase. Hacían el máximo esfuerzo, impulsando hacia adelante la ballenera.

En ese momento, arribaron los dos hombres a la isla y desaparecieron en medio de los escollos, huyendo con una velocidad que envidiaría una liebre.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, me parece que se nos escapan.

—No les daré tiempo para recoger muchos cangrejos de mar. Les sorprenderemos esta noche, a más tardar. Si encienden un fuego entre esos escollos, lo veremos fácilmente.

Un cuarto de hora después la ballenera varaba en una pequeña ensenada rodeada completamente por gigantescos arrecifes, cubiertos por legiones de pájaros marinos.

—Veamos por dónde han huido esos bandidos —dijo Yáñez—. La costa es arenosa y no habrán perdido el tiempo en borrar sus huellas. ¡A tierra la partida de desembarco!

Seis hombres, con Mati y Kammamuri, respondieron a la orden, trepando ágilmente por la orilla. Con una sola mirada el portugués había descubierto el rastro de ambos fugitivos, cuyas huellas estaban impresas en la arena.

—Allá arriba —dijo, señalando una altura cubierta por rica vegetación—. Buscarán refugio en los bosques.

—¿Estará con ellos el embajador? —preguntó Kammamuri.

—Yo no lo he visto, pero podría equivocarme. Preparad las armas y seguidme.

Atravesaron corriendo la playa arenosa por temor a que les dispararan algunos tiros de fusil y, resguardándose tras las rocas, llegaron enseguida a la base de aquella elevación.

—Considero inútil proseguir la búsqueda por el momento —dijo Yáñez—. Dejemos que acampen.

Empezaba a caer la tarde.

En el interior de la isla reinaba un profundo silencio. Solamente se oía el rumor de las olas, que saltaban por encima de los escollos, cubriéndolos de espuma.

Transcurrieron un par de horas, dedicadas por los perseguidores a inspeccionar las primeras estribaciones de la montaña. Después, a través de la nítida luz lunar se vio ondear un penacho de humo mezclado con algunas chispas.

—Se están calentando o preparando la cena —dijo Yáñez, después de averiguar con la brújula la dirección de la columna de humo—. Su digestión será pésima, porque tengo la costumbre de no perdonar jamás a los traidores. ¡Vamos, muchachos, a la caza! Y guardaos de algún posible disparo de fusil, pues esos hombres deben de estar armados.

Se colocaron en fila india, con Mati a la cabeza, y comenzaron a escalar la montaña, abriéndose paso diestramente entre los grandes matorrales que cubrían las laderas.

La columna de humo era constantemente visible, porque los fugitivos habían escogido precisamente la cima. Avanzando con precaución, y a menudo a gatas, entre las frondosísimas plantas, hacia las nueve de la noche el pelotón alcanzaba una discreta altura. Los fugitivos no habían dado, hasta el momento, señales de vida, después de haber encendido el fuego en el bosque. Sin embargo, no era prudente atacarles directamente porque pudieran haber salvado algún fusil.

A doscientos metros bajo la cima, Yáñez dividió su pelotón de modo que se pudiera impedir cualquier intento de fuga. Ya estaban cerca, pues las chispas de la hoguera, transportadas por el viento, caían en medio de los matorrales ocupados por los tigres de Mompracem.

—Despacio —dijo Yáñez a Kammamuri—. Los bribones estarán seguramente en guardia y no se dejarán coger sin oponer resistencia.

En medio de las plantas brillaba un vivísimo fuego que despedía un apetitoso perfume. Sobre aquellos tizones probablemente se estaba cocinando una tortuga marina o una de esas gigantescas ostras llamadas "de Singapur". No había duda de quiénes eran los acampados en la cima de aquella montaña, pues de vez en cuando se oían quedos murmullos. Los tigres de Mompracem se habían reagrupado rápidamente para caer en grupo sobre el campamento y sorprender a los fugitivos, sin duda ocupados en cenar.

—Tú, Kammamuri, sube a mi derecha —dijo Yáñez al indio—. Les cogeremos en medio y no dejaremos vivo a ninguno de los dos.

—Sí, señor Yáñez —dijo Kammamuri.

Yáñez, oyendo hablar a los acampados, se había escondido entre los frondosos matorrales porque quería saber lo que decían. Arrastrándose sobre los codos y las rodillas, se dirigió hacia el fuego, que de vez en cuando lanzaba humaredas y chispas. Después de avanzar unos quince pasos, el portugués se encontró ante un árbol enorme, de tronco colosal y que debía de ser un tek.

Detrás de aquel árbol había dos hombres sentados junto al fuego, con las piernas estiradas para secarse mejor. Sobre los tizones se asaba una gigantesca ostra de Singapur que, al contacto con el fuego, ya había abierto sus valvas.

Yáñez alcanzó cautamente el enorme árbol y empezó a dar la vuelta al tronco, con los dedos puestos en el gatillo de las pistolas. Apenas había acabado de rodearlo, cuando una sombra humana surgió ante él, gritándole:

—¡Ríndete o eres hombre muerto!

Al ver brillar el cañón de un fusil, el portugués se había tirado al suelo inmediatamente para evitar una descarga en pleno pecho.

—¡Ríndete! —repitió la voz.

—¿A quién se lo dices, a mí? ¿A un tigre de Mompracem? Ven aquí y te daré lo que te mereces.

—Oh, señor mío —respondió el fugitivo en tono arrogante—, aquí no estamos en Varauni y ningún sultán os protegerá.

—Sé defenderme por mí mismo, amigo —respondió Yáñez—. Esta es la prueba.

Dio un grito:

—¡Avanzad todos! ¡Cojámosles!

Los tigres de Mompracem cayeron sobre el campamento como un rayo, con las carabinas apuntadas y gritando:

—Rendíos o daos por muertos.

El hombre que estaba cortando la ostra gigante se había puesto en pie, sosteniendo en la mano un cuchillo.

—¡Ah, perro! —gritó—. ¡Tú, una vez más! ¿Eres el diablo, que vienes a buscarme por todas partes?

Yáñez le encañonó con ambas pistolas, diciendo:

—Tira esa arma o te mato. Yo soy tu señor y tengo derecho de vida y muerte sobre ti.

El indio dejó caer el cuchillo, diciendo:

—Gracias, rajah.

—Dime, ante todo, dónde está tu compañero.

—¡Aquí está el bandido! —gritó en ese momento Kammamuri, empujando a puñetazos y patadas a un hombre que había sorprendido escondido entre dos rocas.

—Hay que ver que hasta aquí traen mis súbditos la deslealtad de la India Negra —dijo Yáñez con amargura.

Se arrojó sobre los dos miserables y, de dos formidables puñetazos, les tiró al suelo uno sobre otro, dejándolos casi sin sentido.

—¡Miserables! —gritó—. ¿Dónde está el embajador inglés?

—Ha huido —respondió uno de los dos indios.

—¿Quién le ha ayudado a escaparse?

—Diñar.

—¡Ah, truhán, has sido tú el que me ha puesto en este compromiso! ¿A dónde ha escapado el embajador? Quiero saberlo inmediatamente, ¿me comprendes, miserable?

—Nos ha traicionado, alteza —dijo Diñar—. Nos obligó a marcharnos con dos chalupas y una noche desapareció con la suya, dejándonos en pleno océano.

—¿A dónde se ha dirigido? Quiero saberlo.

—Decía que quería llegar a Labuán.

—Y a estas horas ya habrá llegado —dijo el portugués—. Y yo os llevaba conmigo, creyendo que erais de fiar.

Permaneció silencioso un momento. Luego, volviéndose hacia sus hombres, dijo:

—Apoderaos de estos canallas y conducidlos a la playa.

—¿Qué queréis hacer, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri.

—Dar un terrible ejemplo. Veamos.

Cogieron a los dos indios, atándoles fuertemente las manos detrás de la espalda, y les condujeron montaña abajo, bajo la vigilancia del portugués, Kammamuri y Mati.

Faltaban dos o tres horas para la salida del sol cuando el grupo arribó a la playa, cerca del lugar donde estaba varada la chalupa.

—Excavad una fosa —dijo Yáñez—. La rhani, mi esposa, ha condenado a estos traidores por boca mía. Ejecútese.

Los hombres de la chalupa habían traído kampilangs y parangs, que en aquel suelo arenoso podían usarse perfectamente como azadones.

El agujero se excavó a los pies de los traidores, que ni siquiera se atrevían a mirar a la cara de su señor. Luego, un pelotón armado se colocó ante ellos.

Yáñez, algo conmovido, pero totalmente dispuesto a castigar a los traidores, se volvió de espaldas para no verles.

Resonaron seis disparos. Los dos assameses mortalmente heridos, cayeron en la fosa, que fue tapada de nuevo inmediatamente.

—¡Se ha hecho justicia! —dijo Yáñez—. Recordad que seré implacable con los traidores.

—¿Y el embajador? —preguntó Kammamuri.

—Dejémoslo, por ahora. Sin embargo, nos dirigiremos hacia Labuán para intentar capturarlo. Preveo grandes contratiempos, aunque no desespero de poder arreglármelas bastante bien.

—¿Qué pensáis hacer ahora?

—Partir para el campo.

El indio miró al portugués con sorpresa:

—¿Al campo?

—Sí: he prometido al sultán acompañarle hasta los grandes bosques de los montes de Cristal para hacer una gran cacería. Ya debe de estar por allí Sandokán y será mejor que procure encontrarme con él, porque en Varauni las cosas empiezan a ponerse mal para nosotros.

Saltó a la chalupa e hizo una seña a los remeros para que bogaran inmediatamente.

Un cuarto de hora después, Yáñez y sus compañeros, algo entristecidos, subían al yate.

12. Tigres y leopardos

—¡Eh, Matil ¿Es que te has dormido sobre tus cañones?

—Nada de eso señor. Espera el momento oportuno para descargar un doble golpe.

—Es que aquella gente no se anda con chiquitas.

—Estamos aún fuera de tiro ele ellos.

—¡Qué fastidiosos son esos cañoneros! ¿No tienen bastante todavía?

—Parece que no —respondió Mati, que estaba detrás del, cañón de proa, pronto a descargarlo.

Tres cañoneros navegaban al horizonte, dando la caza al yate, que habían vuelto a encontrar.

De cuando en cuando resonaban los cañonazos con espantoso crescendo pero no producían efecto alguno, porque los tigres de Mompracem, aprovechando la mayor velocidad, se guardaban mucho de dejarse, coger en el campo de tiro.

El yate había tenido, por segunda vez la desgracia de encontrarse en su camino con los cañoneros de Labuan, que habían sabido salir con bien de las rompientes, salvo la pérdida de una nave.

La caza, pues, había comenzado furiosa, terrible, encarnizada, a través de las rocas de la isla que se dibujaban hacia el Sur, formando vastos grupos.

Pero Mati no dormía sobre sus cañones. Como hemos dicho, esperaba la ocasión para hacer un blanco espléndido.

Una bala había llegado ya hasta el yate, atravesándolo en toda su extensión, sin herir las partes principales del buque.

—¡Mati! —gritó Yáñez, que empezaba a impacientarse—, ¿quieres que te sustituya?

—Un momento todavía, señor. Espero que los cañoneros se me pongan delante.

—Es que empiezan a agredirnos.

—Yo les agrediré a ellos.

Resonó otro cañonazo que hizo temblar al yate desde la quilla hasta el extremo de la arboladura.

Mati hizo fuego y, como buen artillero, se llevó la chimenea del primer cañonero.

Un humo intenso se esparció por el puente, envolviendo la pequeña nave.

—Bravo, Mati —gritó Yáñez.

—Esto no es nada, señor. Una granada de treinta y dos pulgadas a través de las tamburas, bastará para detener al maldito.

—Date prisa antes que llegue algún crucero. Estamos demasiado próximos a Labuan. Estos cañonazos pueden oírlos en Victoria y los ingleses arrojarnos por atrás alguna descarga que nos fastidie.

—¿Está dispuesto, el cañón de popa? —preguntó Mati.

—Si —contestaron los artilleros, que estaban cargando.

—A mí —dijo el maestre del yate.

Otra bala atravesó la pequeña nave, destrozando una verga y rompiendo algunas cuerdas.

Mati miró a la cañonera con feroces, ojos, inclinóse sobre el cañón, tomó el blanco e hizo fuego.

La detonación no había cesado de retumbar todavía en el mar, cuando el cañonero se detuvo bruscamente.

La granada le había herido en la tambora de babor, destrozando los palos y la herramienta.

Un viva estruendoso saludó al gran cañonazo.

—Mati, despierta —dijo Yáñez, que fumaba su eterno cigarrillo detrás del cañón humeante todavía. Esto no es más que el principio, mi bravo cañonero. Procura abrirte paso por esta parte y caer encima de aquella nave sospechosa que vimos acercarse a la isla.

La situación del yate no era nada satisfactoria. Yáñez, en contra de sus costumbres, se dejó sorprender en una profunda bahía de la isla de Pina, que, por su especial conformación, dejaba suponer que tenía dos salidas.

Una nave que no pudieron identificar del todo y que tenía la apariencia de un crucero inglés de buen tonelaje, apareció casi rozando las costas septentrionales de las rompientes, avanzando con la mayor prudencial.

Debía de haber descubierto la segunda salida y aguardaba que el yate, estrechado pon los cañoneros, se hiciera visible, para darle batalla.

—Pronto, Mati —gritó Yáñez—. Recuerda que, hoy día, el mejor cañonero debe disparar todos sus cañones. Mátame aquella tórtola.

Otro cañonazo resonó a bordo del yate, llenando toda la proa de humo.

Yáñez se encorvó hacia adelante como tratando de seguir la fulmínea marcha del proyectil.

—¡Muy bien, Mati —exclamó—. Otro golpe como este y daremos cuenta de esos buques.

Una vez en alta mar, no temo a nadie, porque mi nave es más rápida que ninguna.

Mati había hecho una descarga más pasmosa que la primera.

La granada hirió al segundo cañonero casi en la línea de inmersión, obligándolo a tomar agua en abundancia.

La pequeña nave, que no podía seguir maniobrando porque su compañero, que iba a la cabeza, 'había recibido un terrible golpe en las ruedas, recogió sus últimas fuerzas y se arrojó sobre un escollo para no ir a pique.

Pero los cañones se hallaban todavía en buen estado y podían, por consiguiente, hacer pasar ¡un mal rato a los tigres de Mompracem.

Los tres cañoneros, apoyándose en la cosía, reanudaron el fuego, alternando proyectiles y descargas de metralla qua a tanta distancia resultaban ineficaces.

Sólo los gruesos cañones de caza del yate podían tener razón aún.

Alguna bala pasó a través del combés, cayendo en el mar a brevísima distancia por ser demasiado débiles los cañones del inglés.

Yáñez subió al castillo de proa y se dió cuenta exacta de la situación.

De las tres naves, dos habían quedado fuera de combate, quedando, empero, intacta su artillería.

—La cosa se enreda —murmuró el portugués—. ¿Y si intentáramos otra salida, apoyándonos en la flotilla? Ea, no nos dejemos coger en una trampa como las ratones. Es preciso un golpe bien dado… ¡Kammamuri!

El indiano, que se hallaba en el puente de mando, acudió al llamamiento.

—Amigo mío —le dijo el portugués—, me has de hacer un gran favor.

—Hable usted, señor Yáñez.

—Esta bahía, a lo que parece, tiene dos salidas. Quisiera que fueses a la segunda para que me digas cuál es la nave que trata de hacernos prisioneros. Toma el ballenero y ocho hombres con un lila; te podrá servir.

—Está bien, señor Yáñez. ¿Puede usted detenerse unas cuantas horas?

—Hasta la noche si precisa.

—Entonces toda irá bien.

Bajaron el ballenero al agua. Kammamuri se puso al timón y la ligera embarcación partió rapidísima, mientras por una y otra parte se reanudaba el fuego.

De cuando en cuando caían algunas balas en el espejo del agua batida por la chalupa; pero eran balas muertas que no podían ofender.

—Mati —dijo Yáñez al maestre del yate—, cuida de poner fuera de combate al tercer cañonero'.

—Bien quisiera complacerle, señor; pero el tiro ya no es directo, porque el cañonero se mantiene ¡oculto detrás del peñón.

—No importa, dispara; tenemos municiones en abundancia y la flotilla está bien surtida también.

—Probemos —contestó el artillero.

Las dos piezas do caza dispararon un par de golpes, sin resultado alguno, porque seguía el cañonero obstinadamente oculto detrás del peñón y de sus colegas, los cuales se interponían generosamente entre él y las descargas del yate.

—Esto va mal —murmuró Yáñez, tirando con rabia el cigarrillo—. Y, no obstante, hay que salir a toda costa. Esperemos a Kammamuri.

El duelo de artillería seguía por una y otra parte con gran ruido y, gran gasto de pólvora y proyectiles.

Las balas roncaban roncamente a través de la bahía, cayendo entre los escollos. De cuando en cuando un pedazo de roca saltaba bajo la explosión de una granada, y era cuanto podían conseguir los tres cañoneros.

—Mati —dijo Yáñez—, déjame el sitio a mí.

—Aún no, señor.

—Te concedo tres disparos.

—Son pocos, señor Yáñez. Pero haré lo posible por complacerle., Se oculta; probemos el fuego indirecta.

Iba a subir al castillo de proa, cuando se le anunció el regreso del ballenero.

Empujado por diez remos, avanzaba, con fulmínea velocidad, dirigiéndose hacia el yate.

—Es él —gritó Mati, mientras disparaba otro cañonazo, cuyo proyectil fue a chocar contra una roca arrancando un buen pedazo.

Yáñez se lanzó a la escalera.

El indiano había llegado al yate y subía de cuatro en cuatro los peldaños de la escalera.

—El paso existe, señor Yáñez —dijo—. Hay otra salida hacia el Norte.

—¿Quién la guarda?

—Una nave mucho mayor que un cañonero.

—¿Un crucero?

—Tal vez.

—¿Está solo?

—Sí, señor Yáñez.

—¿Él paso es accesible a mi yate?

—La sonda ha dado ocho o nueve pies.

—Hay más de lo necesario. ¿Has dicho que la boca está por la parte Norte?

—Sí, señor Yáñez.

—Ya que no hay forma de desmontar aquellos cañoneros, daremos batalla a la otra nave. Estoy tan seguro de mis cañones como de la velocidad. ¡Kammamuri!

—¡Señor!

—Otra jira aún.

—Y diez si quiere.

—Será una expedición un tanto peligrosa, porque has de ir en busca de nuestra escuadrilla de nuestros praos.

—¿A quién quiere usted atacar?

—Por ahora a nadie; pero, en caso desesperado, acudiremos- al abordaje y veremos cómo acaba todo. Los fuertes seguimos siendo nosotros.

—Aquella nave me cogerá de enfilada, señor Yáñez.

—Yo cuidaré del ballenero sin perder de vista al yate. Perdido por perdido, debemos intentarlo todo para no acabar nuestros días en esta bahía. Si veo que la cosa, se pone fea, esperaré esta noche para dar una gran batalla. Vamos, Kammamuri; los minutos son preciosos y estamos muy lejos todavía de la reconquista de Mompracem.

Bajó al ballenero y dió orden de avanzar por el canal, poniéndose prudentemente al abrigo de las altísimas peñas que surgían en las dos costas.

El yate se movió también para proteger a los fugitivos, que corrían el peligro de acabar mal en aquella especie de trampa con dos aberturas guardadas.

Los cañonazos se sucedían de cuando en cuando, disparados ora por el yate, ora por los cañoneros; pero más que otra cosa para dar a comprender que vigilaban y estaban prontos a defenderse, puesto que todos los proyectiles caían más allá de las rocas.

El agua era bastante profunda y empujábala la marea que murmuraba sombríamente dentro de las cavernas marinas con un ruido a veces impresionante.

Kammamuri y Mati iban sondando la profundidad continuamente, por vía de precaución, para no tropezar con algún banco de arena.

El canal se hacía por momentos más tortuoso, aunque conservando una anchura respetable.

—¿Estamos lejos aún? —preguntó a Kammamuri.

—Una media hora.

—¿Desde dónde distinguiste la nave?

—Desde una altura.

—Pues desembarquemos también nosotros y vamos a verla.

Tomaron tierra a la orilla derecha, mientras el yate anclaba a la izquierda, y treparon velozmente por las rocas que en aquel lugar se presentaban muy altas.

—Preservémonos de algún cañonazo —dijo Yáñez—. Si se trata de un crucero, tendrá cañones no menos poderosos que los míos.

—Si se pudiese: avisar a la escuadrilla… —dijo Kammamuri.

—Hace rato que estoy pensando en ello contestó el portugués, que parecía haber perdido su acostumbrado buen humor.

—¿Podrá salir el ballenero sin ser visto?

—Si esperamos que sea de noche, sí. La luna se levanta muy tarde.

—Yo me encargo de alcanzar a la flotilla, señor Yáñez.

—No será fácil empresa.

—Donde no puede pasar una nave, una embarcación pequeña escapa a la vigilancia de los que están, en guardia.

Habían llegado a lo alto da una roca muy elevada que dominaba una gran parte del canal.

Un penacho de humo quo se alzaba encima de una gran mancha negra, llamó al punto la atención del portugués.

—Aquello no es un cañonero —dijo frunciendo el ceño—. Se trata de un crucero y muy grande, mi querido Kammamuri.

—¿Intentará usted la batalla?

—Sin el auxilio de la flotilla, no. Quiero demasiado a mi yate y no quisiera regresar a Varauni con él destrozado. El Sultán podría sospechar de mí y son ya bastantes las sospechas que tiene sobre nosotros. Parece un imbécil, pero es muy pillo.

—¿Qué va usted a hacer entonces?

—Esperemos la noche y tú irás a la bahía en busca de socorro. Que venga compacta la flotilla, porque nos veremos obligados a dar el abordaje a aquella nave que nos impide salir.

Descendieron de la roca y se dirigieron de nuevo al yate, después de dejar a dos hombres de guardia en tierra.

La artillería callaba.

El último cañonero no se había sentido con fuerzas bastantes para seguir al yate, y prefirió permanecer anclado en compañía de sus colegas, con cuyas piezas podía al menos contar aún.

Durante la tarde, Yáñez mandó explorar la primera salida de la bahía, temeroso de que los cañoneros hubiesen podido obtener refuerzos.

Las noticias que trajo Kammamuri fueron consoladoras, puesto que lías tres pequeñas naves seguían ancladas una encima de la otra, con los cañones dispuestos a romper el fuego para impedir al yate que se las tuviera que haber con ellos en alta mar.

A la caída de la tarde, Yáñez, no oyendo cañonazo alguno, tomó tierra nuevamente y en el luminoso horizonte pudo, al fin, distinguir la nave que le aguardaba para entrar en batalla.

Tratábase de un verdadero crucero, cuatro veces superior al yate, en punto a tonelaje, y seguramente bien armado.

—He ahí un hueso muy duro que roer —dijo Yáñez a Kammamuri, que le había seguido—. Aquí se requiere absolutamente la flotilla y no saldremos de aquí sin grandes perjuicios.

—Cuando usted quiera estoy dispuesto a partir —contestó el indiano.

—Espera que se haga de noche. El viento es favorable y los praos podrán estar aquí antes que amanezca, por ahora no tenemos la menor prisa.

Volvieron de nuevo a bordo y el indiano, apenas se puso el sol, embarcó en una lancha en compañía de diez robustos remeros que, en el momento oportuno, podían convertirse en terribles tiradores.

El yate zarpó para acompañarla hasta la salida del canal y protegerla eficazmente con sus piezas de ¡caza; después, cuando Yáñez vio a la chalupa desaparecer en las tenebrosas aguas, retrocedió.

Se había puesto excesivamente nervioso. Paseaba agitado por cubierta y tiraba, blasfemando, los cigarrillos apenas los encendía.

La noche transcurrió bastante oscura, porque las nubes interceptaban el paso a la palidísima luz de cualquier astro.

Una ligera fosforescencia manifestábase, sin embargo, junto a las rocas que la lancha iba siguiendo, aunque manteniéndose alejada de las rompientes.

—Diríase que todo conjura contra nosotros —dijo Yáñez a Mati, que no estaba más tranquilo que él.

—¿Cree usted que la lancha podrá pasar?

—Creo que sí.

—Tal vez hicimos mal en no unirnos a las bandas del Tigre de la Malasia que bajan de los "Montes Cristales.

—¿Y cómo habríamos podido recobrar la isla? ¿Caminando sobre las aguas?

—Es verdad, señor Yáñez.

—Para conquistar la isla era menester una flotilla.

—¿Cree usted que encontraremos mucha resistencia por parte de las tropas del Sultán?

—Aunque los rajaputos tienen fama de ser buenos guerreros, a los primeros disparos de espingarda huirán como conejos. ¡Ah! Esta dolorosa impaciencia me mata —dijo el portugués, arrojando al agua el vigésimo cigarrillo.

—Es pronto aún, señor. La lancha no tiene tiempo de estar aquí.

Yáñez subió al castillo de proa y se sentó fumando cigarrillo tras cigarrillo.

Y transcurrían las horas, y la nave sospechosa seguía echando humo ante la segunda salida de la bahía.

Movíase a distancia do las rompientes con toda precaución a fin de no chocar con un escollo y destrozarse, cosa sumamente fácil.

A las cuatro de la madrugada, los hombres que hacían la guardia en el yate corrieron presurosos en busca de Yáñez.

Kammamuri y Padar, el jefe de la flotilla, estaban con ellos.

—Señor Yáñez —dijo el indiano—, ahí tenemos los refuerzos. La flotilla se ha hecho a la vela y está a punto de llegar.

—¿Te cañonearon?

—Disparáronme un cañonazo que, por fortuna, cayó en el vacío.

—¿Y la nave, dónde está?

—Al acecho, esperando bombardeamos.

—¡Padar!

—¡Señor!

—¿Está completa la flotilla?

—Todos los praos están reunidos y hay además con ellos algún giong.

—¿De cuántos hombres dispones?

—En la lancha tengo unos treinta.

—Pásalos a mi yate y principie la danza. Yo llevaré la batuta de la gran orquesta y daré la señal para empezar.

En un abrir y cerrar de ojos, los compañeros de Padar subieron a bordo del yate y leváronse anclas, mientras izaban la chalupa.

—Fuerza a la máquina —gritó entonces el portugués—. Ahora veremos quién vence a quién; si los tigres malayos a los leopardos; ingleses, o viceversa. ¡Mati! Toma el mando del cañón de popa, mientras yo cuido del de proa.

Yáñez recobró su calma habitual. Daba las órdenes sin precipitarse, pero incisivas, cortantes.

Subió al castillo de proa donde había uno de los gruesos cañones de caza, y lanzó, en medio de la semioscuridad, una rápida mirada.

Ante la salida del canal se destacaba una masa que mantenía sus fuegos bajo presión, puesto que de 'cuando en cuando subían al aire algunas chispas.

Mientras, no se veía ningún prao. Debían estar ocultos tras los escollos de la isla, dispuestos a lanzarse al abordaje a la primera señal de combate.

—Todo va bien —murmuró el portugués—. Veamos de qué piezas dispone el nocturno leopardo. Pero tendrá que batirse con las piezas de los praos y los giongs, y si no me deja libre el paso, sufrirá una verdadera tempestad de fuego. Tampoco ahora pienso dejar la piel en las costas de Borneo.

El crucero había encendido sus tres faroles, verde, rojo y blanco, en lo alto del trinquete.

Muy fuerte debía de considerarse, cuando de tal modo se hacía visible a la artillería enemiga.

Yáñez hizo una señal a Mati, que aguardaba sus instrucciones a unos pasos de distancia; el habilísimo artillero hizo con la cabeza una señal afirmativa, y subió al castillo colocándose detrás del segundo cañón de caza.

Sucedió un corto silencio.

Todos los hombres estaban sobre cubierta, .armados de carabinas y parangs para montar al abordaje cuando fuera oportuno.

—Acabemos —dijo Yáñez.

Un relámpago enorme desgarró las tinieblas, seguido de un ruido ensordecedor.

La detonación no había cesado todavía, cuando una multitud de relámpagos se sucedieron hacia las rocas de la isla.

Yáñez había hecho fuego y la flotilla corría ferozmente al ataque.

El crucero mantúvose un momento silencioso, cual si quisiera darse cuenta de todos aquellos veleros que se le echaban encima con descargas de lilas, mirims y espingardas.

Se oía claramente el chocar de la metralla contra los flancos de hierro del leopardo inglés.

De pronto iluminóse toda la nave con espantoso ruido. Piezas grandes y de medio calibre disparaban locamente contra la flotilla, sin conseguir desorganizar sus líneas.

Yáñez y Mati reanudaron el fuego. El yate llegó a quinientos metros de la salida del canal y se hallaba casi enfrente del crucero.

Después de Un momento hubo otra tregua; pero luego se unieron todas las armas de fuego para hacer más sangrienta la lucha.

La flotilla, que luchaba espléndidamente, estaba ya casi al pie del crucero y amenazaba con tomarlo por asalto.

¡Ay de él si todos aquellos hombres conseguían subir sobre sus puentes!

La batalla fue de poca duración.

El leopardo, oprimido por el fuego, medio destrozado con parte de su aparejo caído sobre cubierta, hizo máquina atrás, desapareciendo rápidamente entre las sombras de la noche, lo que daba a suponer que había sufrido algún desperfecto en la máquina.

Siguió un sordo zumbar de artillería, y después, la flotilla, que no había, recibido orden de abordar al crucero, salvo en caso; desesperado, se replegó en orden en el canal, con bastantes desperfectos también.

Ambong, el jefe, subió a bordo del yate, donde Yáñez le aguardaba.

—Estoy a sus órdenes, señor. ¿Hay que dar caza a la nave?

—No; me interesa demasiado conservar intacta mi flotilla —respondió el portugués—. Además, cuando no precisa no quiero destruir. ¿Ha escapado el crucero? Vaya, si quiere, a Labuan a reparar sus averías.

—¿Y nosotros?

—Seguiréis anclados en la bahía. Es fácil que dentro de pocos días tenga necesidad de vosotros, en cuyo caso te mandaré a llamar con órdenes precisas que no habrás de discutir.

Permaneció un momento silencioso, acariciando la gran pieza de caza, y luego preguntó al jefe de la flotilla:

—Tú, Ambong, ¿conoces el Kabaluan?

—Lo subimos juntos, señor, para ayudar al rajah del lago.

—Es probable que hagamos un crucero hasta el pie de los montes Cristales, delante de las cataratas; pero ya hablaremos de esto. Ahora necesito descansar un poco y divertirme con el sultán.

—A cuyas reuniones renunciaría en seguida, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Encontrará usted más peligros que satisfacciones.

—Y, sin embargo, precisa alguna tregua para no desencadenar contra nosotros de un solo golpe a Inglaterra, Holanda y el Sultán, por más que Mompracem pertenezca a este último.

—¿Nos la concederá?

—Nos la tomaremos —contestó el portugués.

—Ambong, vete con la flotilla a tu fondeadero.

13. Un atentado

El barco se dirigió resueltamente hacia Varauni, puerto al que Yáñez calculaba llegar después de mediodía.

—Pues bien, señor Yáñez —dijo Kammamuri, acercándose al portugués, que observaba distraídamente una pareja de delfines que huían ante la rápida nave—, no os podéis quejar de esta noche.

—Mientras estoy en el mar, no. Porque siempre puedo escapar hacia una u otra parte. Es la tierra la que me impresiona y querría que ya estuvieran aquí Sandokán y Tremal-Naik.

—¿Qué es lo que teméis ahora?

—Esa barca holandesa, misteriosamente desaparecida, no tardará en producir su efecto en Pontianak. Y esos pacíficos colonos son capaces de reclamar mi cabeza aun sin tener ninguna prueba contra mí.

—Sin embargo, seguís siendo un embajador de la gran Inglaterra —dijo Kammamuri.

—Un embajador muy mal asentado, porque creo que hasta el sultán tiene grandes dudas sobre mí.

—Traigámosle al barco y secuestrémoslo.

—No corras tanto, indio impetuoso. La diplomacia nunca ha debido de ser tu fuerte. El golpe decisivo me lo reservo para el final, cuando se trate de obligarle a restituir la isla a los viejos tigres de Mompracem.

—¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora en Varauni?

—Iremos al campo —repitió Yáñez—. Parece ser que el sultán no se ha negado a dar una gran batida entre los bosques de los montes de Cristal. Nos adentraremos en ellos todo lo posible con el fin de encontrar la vanguardia de Sandokán. Por otra parte, un poco de reposo nos vendrá bien a todos. Haz subir a cubierta té y cigarrillos, despliega la bandera inglesa en el palo mayor y dejemos por ahora que los acontecimientos sigan su curso.

El portugués saboreó sin prisa la aromática bebida, encendió un cigarrillo y se puso a pasear entre el palo de trinquete y el mayor, respirando de vez en cuando a pleno pulmón la fresca brisa de la mañana.

Como Yáñez había previsto, hacia las dos de la tarde el yate hacía su entrada en la bahía, siendo inmediatamente saludado por unas salvas de cañón.

Aún no había cesado el eco de la última detonación, cuando se separó de la playa la acostumbrada barca roja. Debía de conducir a un importante personaje, porque una gran sombrilla de seda verde ocupaba casi toda la popa.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, enarcando las cejas—. ¡El sultán! Seguro que esta visita no me trae buenas noticias. Pero, si quiere, que venga a tomar el café conmigo.

Pasó al cocinero la orden de preparar el moka. Luego hizo desplegarse a todas sus fuerzas en el puente para impresionar al tirano oriental, y se dirigió a la escala.

No se había equivocado. Era el sultán en persona, que se dignaba visitar el yate por segunda vez, acompañado, como siempre, por sus ministros.

Su Alteza subió ágilmente a bordo, levantando el borde de su túnica de seda blanca, ceñida en la cintura por un fajín de seda verde, y se dirigió al encuentro de Yáñez con semblante jovial, diciéndole:

—Hace ya días que os esperaba, milord, y estaba un poco inquieto por vuestra suerte. Sabéis bien que nuestros mares no son completamente seguros.

—Mi buque es fuerte y está bien armado, alteza, y no tengo la costumbre de volver la espalda a mis enemigos.

—¡Veo que tenéis un ejército!

—Es cierto, alteza. Mi nave precisaba veinte hombres más para la guardia, con el fin de no agotar a los que ya tenía, y he ido a enrolarlos.

—¿Dónde?

—En Pontianak, con autorización del gobernador holandés.

—¿Cómo ha acabado, pues, vuestro asunto?

—Como tenía que acabar —respondió el portugués—. Han encontrado mis credenciales en perfecto orden y nadie ha puesto objeción alguna, pues todos saben que la gran Inglaterra está siempre pronta a defender a sus súbditos.

—Pues bien, milord…

—Explicaos, alteza, mientras tomamos el café juntos.

—Precisamente ayer tarde llegó al puerto otra cañonera holandesa a pedir cuentas de lo que le podía haber sucedido a cierta chalupa que vos ya conocéis.

—¿Y vos qué habéis respondido? —preguntó el portugués, mientras Kammamuri y Mati servían el café en tazas de plata cincelada.

—Que yo no tengo la vista tan aguda como para saber lo que sucede en el mar, fuera de mi bahía.

—¿Y el holandés?

—Se encogió de hombros, bebió un par de botellas de arak y luego se fue no sé a dónde.

—¿Os amenazó?

—Veladamente, sí.

—¡Ah! —exclamó el portugués—. ¿Acaso ignoraba que aquí había un yate inglés?

—Lo sabía. Y, no sólo eso, sino que lo buscaba.

—¿Quizá para presentarme batalla?

—En mis aguas no lo consentiré jamás. Vos estáis bajo la protección de la bandera del sultán de Varauni.

—Alteza, aquí empiezan a molestaros. ¿Queréis que llevemos a cabo el viejo proyecto de irnos al campo por algún tiempo? Durante nuestra ausencia todos se calmarán y recobraréis la paz y la tranquilidad. ¿No hay noticias de las fronteras?

—Se dice que bandas de salvajes recorren las cimas de los montes de Cristal destruyendo todas las kotte que encuentran en su camino.

—Vamos a buscarles —dijo Yáñez—. Tenemos fuerzas suficientes para afrontar cualquier peligro. ¿Aceptáis?

El sultán permaneció pensativo unos instantes. Luego, dijo bruscamente:

—Mañana por la mañana os espero en mi palacio. Daremos grandes batidas.

Vació su taza y bajó de nuevo a su barca, mientras Yáñez se frotaba alegremente las manos.

—Es preciso que vea al chino antes de mañana por la mañana —murmuró—. Es necesario mantener agrupadas a todas nuestras fuerzas para el gran golpe final. Una vez nos hayamos reunido con Sandokán y Tremal-Naik, nos extenderemos por todo el sultanato ¡y pobre del que intente cerrarnos el paso! Abramos los ojos y, sobre todo, los oídos, pues en estas cortes orientales la traición reina por lo menos trescientos días al año.

Mandó arriar la ballenera, con ocho hombres, y se encaminó al barrio chino porque tenía prisa por ver cuanto antes a Kien-Koa, que podía, en el momento apropiado, arrojar quinientos hombres contra la capital y aterrorizarla.

Para evitar la curiosidad de los ociosos que se encontraban en gran número por los muelles, masticando nueces de areca y de betel, y hablando de todo menos del magnífico sultán, la ballenera dio un gran rodeo y atracó en el extremo meridional del kampong de los hijos del Celeste Imperio, entre un caos de juncos apiñados unos junto a otros.

Yáñez desembarcó con Kammamuri y dos hombres de escolta, temiendo las iras de John Foster, y se metió en aquellas calles tortuosas y llenas de barro que ninguna mano humana había restaurado jamás, quizá desde la fundación de Varauni.

A diestra y siniestra se abrían unas tiendas, que parecían madrigueras, donde los mercaderes chinos, con un par de gafas de dimensiones exageradas, estaban impasiblemente sentados en una estera, esperando que el cliente cayese por sí mismo en la trampa para desplumarlo por completo.

Yáñez y sus hombres no tuvieron dificultad alguna en llegar a la taberna del chino porque en aquel momento las calles estaban casi desiertas. Kien-Koa estaba al frente de sus pinches de cocina. Al ver al portugués, confío sus dependientes al cocinero jefe y condujo a sus amigos a una salita desierta.

—Os esperaba con impaciencia, milord —dijo el chino—. Corren graves noticias por todo el sultanato.

—¿Ya? —preguntó Yáñez.

—¡Cómo! ¿Vos sabíais algo?

—¿Y por qué no?

—Se dice que los dayaks se han levantado en armas y que se preparan a forzar las fronteras del sultanato. Parece ser que ya han conquistado varias kotte.

—¡Mejor! —dijo Yáñez—. Déjalos hacer.

—¿Les conocéis?

—Tengo amigos entre esos dayaks y me comunican lo que sucede.

Yáñez mentía, pero era cierto que Sandokán, con Tremal-Naik y las tribus del lago, estaban bajando de los montes de Cristal para arrebatar Mompracem al sultán.

—¿Y vos, milord? —preguntó el chino.

—Voy al encuentro de los rebeldes, junto con el sultán.

—¿Junto con el sultán, habéis dicho?

—Por el momento somos muy buenos amigos y no tenemos más que un solo pensamiento: el de aburrirnos lo menos posible en Varauni. ¿Están preparados tus hombres?

—No piden más que un jefe y algunas armas de fuego.

—Tendrán lo uno y lo otro —respondió el portugués—. En mi yate tengo armas de fuego en abundancia y puedo regalarte algunos lila.

—Vendrán muy bien para ir contra los soldados —dijo el chino—. Si no fuera por su guardia, a estas horas el sultán habría sido descuartizado no sé cuántas veces, porque todos estamos hartos de tiranía. ¿Tenéis algo más que decirme?

—Por ahora, no; mantén preparados a tus hombres y, en el momento oportuno, me verán aparecer al frente de ellos. Adiós, amigo, me voy a la campiña con el sultán por algún tiempo. Si tenemos noticias importantes, te enviaré un correo.

Yáñez se levantó y, en ese preciso momento, vio asomarse a uno de los últimos náufragos. Era un tipo de formas hercúleas, macizo como un hipopótamo. Una de esas personas que en América se ufanan de ser mitad caballos y mitad cocodrilos.

—¿Permitís? —preguntó, empujando con violencia la puerta.

—¿Qué queréis? —dijo Yáñez, poniéndose en pie.

—¡Ah! —exclamó el náufrago—. ¡El pirata…! Sabía que un día u otro os encontraría aquí y que tendría ocasión de vengar a mi capitán.

—¿Y qué es lo que deseáis? —estalló Yáñez.

—Habría podido esperaros una noche oscura en la esquina de cualquier callejuela y clavaros en la espalda mi cuchillo, que ha acabado con un buen número de pieles rojas en el gran Oeste.

—¡Ah…! Sois californiano —dijo Yáñez irónicamente—. Raza brutal y violenta que, por otra parte, aún conserva, no se sabe de qué modo, una cierta lealtad. ¿Qué queréis, pues?

—Vengar a mi capitán, posiblemente —respondió con un gesto provocativo, sacando del cinto un revólver.

—¿Queréis hablar a tiro limpio? —exclamó el portugués—. Os advierto que yo no seré menos.

—¿Enfrentarse a un californiano? —exclamó el americano, fingiendo apuntar el revólver.

—¿Queréis una prueba?

Yáñez levantó una de sus famosas pistolas y apuntándola contra el insolente, que continuaba amenazando, le dijo:

—Fijaos en que yo podría dejaros muerto ahí mismo.

—¿Habéis dicho…?

—¡Que estoy dispuesto a mataros! —gritó Yáñez.

—Yo no soy el capitán.

—Eh, amigo, no os entusiasméis demasiado —le dijo Yáñez—. Si los hombres del gran Oeste americano disparan muy bien, aquí también hay personas que podrían competir con ellos.

—¡Mentís!

—¿Me llamáis mentiroso a mí? Una ofensa tal no se tolera en América. Aunque me parece que ya hemos hablado demasiado.

—Creo que podríamos acabar inmediatamente.

—Estáis servido —dijo Yáñez, armando rápidamente una de sus pistolas y apuntándola hacia la mesa ocupada por el californiano—. ¡Repetid ese tiro, si sois capaz!

La vela que iluminaba la mesa más próxima a aquélla en que se sentaba el californiano se había apagado de repente. Yáñez, con su maravillosa puntería, había arrancado el pabilo.

—¡Oh! —exclamó el californiano—. ¡He de mataros!

—Tengo aquí hombres que estarán dispuestos a encadenaros —dijo Yáñez, haciendo una seña a los malayos.

Kammamuri fue el primero en saltar hacia adelante encañonando al insolente californiano con su potente rifle.

—¡Por Júpiter! —exclamó el yanki—. ¡Me quieren asesinar!

—Si hubiese querido enviaros al otro mundo, en este momento ya os encontraríais en una compañía poco alegre. ¡Ya habéis visto cómo tiro!

El americano se había quedado titubeando, pero blandiendo aún su revólver. Todas aquellas armas de fuego apuntadas contra él debían de haber calmado su ímpetu.

No se había dado cuenta de una sombra humana que se deslizaba por detrás de él, empuñando uno de aquellos terribles kriss de sinuosa forma que se usan en Borneo.

De repente, el californiano se derrumbó en el suelo. El chino le había clavado el arma entre los hombros, partiéndole limpiamente la columna vertebral.

—Idos, milord —dijo el hijo del Celeste Imperio—. En Varauni hay muchos parangs y con tal cuchillada no se va muy lejos.

—¿Y si nos esperan fuera sus compinches? —preguntó Yáñez.

Iba a responder el chino, cuando se oyó un griterío ensordecedor delante de la taberna. Decididamente, los náufragos habían puesto la mira en aquel lugar con la esperanza de sorprender al portugués.

—No salgáis, milord —dijo el chino—. Podéis marcharos de igual modo dando un salto de dos metros solamente.

—¿A dónde iremos a parar?

—A mi jardín, milord.

El bullicio aumentaba. Parecía como si los hombres estuvieran discutiendo con los pinches e intentasen forzar las puertas de las salitas, a juzgar por las patadas que daban.

—Huid, milord —dijo el chino, abriendo la ventana, que daba a un amplio y pintoresco jardín, casi completamente cubierto de magnolias y lilas.

Yáñez titubeaba: no quería huir constantemente ante aquellos insolentes que le provocaban a cada paso en espera de una buena ocasión para matarle.

—Vamos —dijo Kammamuri—. No vale la pena empeñarse aquí en una pelea que atraería a todos los habitantes del barrio chino e, incluso, hasta a los soldados.

—Es verdad —respondió el portugués—. Nos hemos comprometido demasiado y no nos conviene entretenernos en otras cosas. Así que vamos a la campiña a hacer una matanza de tigres, rinocerontes y elefantes en compañía de ese imbécil de sultán. Después, ya veremos lo que sucede.

Saltó al alféizar de la ventana, se dejó caer en el jardín, seguido de sus hombres, y desapareció entre las lilas.

14. Las grandes cacerías del sultán

Toda la población de Varauni estaba revuelta y corría a los magníficos jardines del sultán, en donde se habían reunido los batidores, los fusileros y muchas bayaderas para divertir al poderoso señor durante el descanso vespertino.

Veinte carros, tirados por cebras, todos ellos con cúpula dorada, habían sido puestos a disposición de los cazadores, con gran disgusto de Yáñez, al que le gustaba la caza emocionante y no aquélla, tan fastuosa y acompañada de tal bullicio.

El sultán se había apresurado a ceder un puesto en su carro al embajador, pues parecía que no podía pasar sin él.

—Milord —le dijo—, daremos un triunfal paseo por los montes de Cristal y volveremos cargados de piezas cobradas.

—Alteza, lleváis demasiada gente —dijo Yáñez—. Las fieras escaparán con seguridad ante nosotros y no se dejarán coger.

—Vos, milord, no habéis asistido nunca a las grandes cacerías. Aquí se acostumbra a hacerlo todo a lo grande.

—Preferiría hacerlo de otra manera —concluyó el portugués.

El cortejo, flanqueado por una compañía de vistosos soldados altos y fuertes, dejó finalmente el palacio entre las aclamaciones de la multitud y las imprecaciones de algunos grupos de chinos, eternos enemigos de los malayos en toda Indochina.

A la puesta del sol fueron levantadas unas bellísimas tiendas al borde de un bosque y los cazadores acamparon, mientras las bayaderas danzaban, para que no se aburriera su señor, entre enormes fogatas de giunta-wan.

El cocinero ya había preparado los cincuenta o sesenta pajaritos que habían caído a los disparos de los desmañados tiradores.

El sultán exultaba por aquella caza, como si, en lugar de insignificantes volátiles, se tratara de tigres, panteras negras, rinocerontes y elefantes.

—Milord —dijo a Yáñez, que estaba comiendo bajo la tienda real—, si continuamos a este paso, volveremos a Varauni más gordos que los mandarines chinos y sin gastar ni un florín. Toda esta gente vivirá de la caza, si quiere comer.

—Por lo que respecta a mis hombres, estoy seguro —respondió Yáñez—. Todos son famosos cazadores que incluso han hecho frente en numerosas ocasiones al tigre indio. Es vuestro modo de cazar, alteza, el que no me agrada.

—Aún no hemos llegado a los grandes territorios de caza reservados para mí. Sabed que, entre tanto, mis batidores preparan una gigantesca partida a los elefantes salvajes.

—Es la caza de noche, a pie firme y al acecho, la que a mí me gusta —respondió Yáñez—. Ponedme ante una pantera negra, o manchada, no importa. O ante un tigre. Y os mostraré cómo se caza en la India inglesa.

—En efecto, he oído hablar mucho de estas grandes cacerías y no me desagradaría experimentar sus grandes emociones.

—Entonces, alteza, después de cenar vendréis conmigo y con una pequeña escolta de cazadores, dos de los míos y dos de los vuestros. Dejad en paz a las bayaderas, que sólo servirían para proporcionar apetitosa carne fresca a los carnívoros de la selva. ¿Queréis? No correréis ningún peligro, os lo aseguro, y, por otra parte, ya sabéis que cuando disparo siempre doy en el blanco.

—Lo sé, lo sé, milord —respondió el sultán—. Sin embargo, hay que pensarlo dos veces, porque en nuestros bosques, además de un gran número de carnívoros, hay simios de tamaño gigantesco.

—¿Los malas?

—Sí, milord.

—¿Y vamos a asustarnos por unos monos?

—El atractivo es demasiado fuerte, milord. Pocas veces he visto cazar al acecho.

—Entonces yo os mostraré cómo se caza.

El sultán golpeó un gong de bronce, a cuyo son acudió precipitadamente el jefe de los batidores.

—¿Hay algo a la vista? —le preguntó.

—Sí, alteza: antes de la puesta del sol ha sido sacada de su guarida una pareja de panteras negras.

—¿Sabes dónde tienen la guarida?

—Sí, alteza.

—Entonces, nos conducirás hasta allí: quiero dedicar enteramente esta noche a la caza, no a los asuntos de estado.

Terminaron rápidamente de cenar. Luego, mientras las bayaderas continuaban danzando para entretener a cortesanos y ministros, dejaron el campamento casi de incógnito.

El pequeño grupo estaba formado por el jefe de los slkkaris, Yáñez, el sultán, cuatro cazadores, entre ellos Kammamuri, y la bella holandesa.

A trescientos metros del campamento empezaba la inmensa selva, siniestra y tenebrosa. Entre las grandes plantas, que proyectaban una espesísima sombra, se oían mil vagos rumores que más parecían producidos por grandes carnívoros que por inofensivas babirusas o por simples ciervos.

De vez en cuando, bajo las arcadas de verdor se propagaba un grito agudo y terrible, que hacía murmurar incluso a Yáñez, que no estaba precisamente en su primera cacería, y helaba el corazón del sultán, que en toda su vida sólo había sido un indolente.

El jefe de los sikkaris hacía cada vez más lento su paso, buscando entre los oscuros matorrales una pista que sólo él podía encontrar.

—Nos estamos acercando —dijo Yáñez a Kammamuri, que caminaba a su lado—. La prudencia de este hombre me indica que aquí existe realmente un peligro.

Y volviéndose a la holandesa, añadió:

—Señora, no os separéis de mí.

—Estoy acostumbrada a ir de caza, milord —respondió Lucy con una adorable sonrisa—. Mi hermano era francés y me enseñó pronto a enfrentarme con las fieras de las grandes selvas.

—Sin embargo, no os fiéis demasiado de vuestra pequeña carabina.

En ese momento se detuvo el jefe de los sikkaris y luego se volvió rápidamente hacia el sultán, que estaba haciendo extraordinarios esfuerzos para que no se le notara el miedo.

—Alteza —dijo—, ya hemos llegado.

—¿Las panteras? —preguntó el soberano, al que le castañeteaban los dientes.

—No deben estar más lejos de un tiro de fusil.

—¿Se trata, en efecto, de dos?

—Vos sabéis que cuando nosotros los batidores descubrimos una pista, no nos equivocamos jamás.

El sultán miró a Yáñez, que estaba cargando tranquilamente una magnífica carabina de dos cañones y de gran calibre.

—¿Qué pensáis vos, milord? —preguntó.

—Que en el campamento se reirían de nosotros por la espalda si volviésemos con las manos vacías. Por lo que a mí respecta, no dejaré la selva sin haber disparado algunos tiros de fusil. Oigamos —siguió diciendo, mirando al jefe de los sikkaris—, ¿cómo has descubierto la pista?

—Por una babirusa medio devorada que descubrimos cerca de un tupido matorral. Las panteras deben de tener allí su guarida: estoy seguro de no equivocarme.

—He aquí una bonita partida de caza a pie firme, alteza. Basta con saber dominar los nervios y no perder de vista ni un instante a los adversarios. ¿Vamos, alteza?

—Bien, vamos —respondió el sultán, tras un breve titubeo.

A una señal suya, el jefe de los sikkaris se había puesto otra vez en camino, adentrándose con precaución bajo las tupidas y tenebrosas arcadas de verdor. De cuando en cuando se detenía para escuchar o para encontrar la pista.

Luego, reanudaba la marcha, con los ojos y los oídos bien abiertos. Intentaba captar cualquier leve rumor que le indicase dónde se escondían realmente las dos peligrosas fieras.

Yáñez le seguía, pisándole los talones, con el dedo en el gatillo de la carabina, queriendo mostrar al sultán cómo son las verdaderas cacerías. Kammamuri iba a su lado, cubriendo a la bella holandesa, que avanzaba intrépidamente por la tenebrosa selva sin pedir ayuda a nadie.

Por segunda vez volvió atrás el jefe de los sikkaris, mostrando una viva agitación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Yáñez.

—Están delante de nosotros.

—¿Dos?

—Sí, sí, dos.

—Alteza —dijo el portugués, volviéndose hacia el sultán—, tomad vuestras precauciones. Las panteras, negras o manchadas, dan grandes saltos y caen fácilmente por sorpresa sobre el cazador.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el soberano, cuya voz seguía temblando.

—No alejaros de mí y disparad a tiro seguro.

—Lo que pasa es que nunca he sido buen tirador.

—Lo somos nosotros, alteza, y si las panteras quieren pasar tendrán que vérselas con nuestras armas.

Puso la carabina en posición de disparar y avanzó hacia un enorme matorral que le señalaba el jefe de los sikkaris. Los demás le seguían en un grupo compacto para poder ayudarse mejor en caso de peligro.

En el interior del matorral debía de estar ocurriendo algo, pues, a ratos, se oían oscilar las ramas y crepitar las hojas secas.

—Despacio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aún no sabemos si las panteras están emboscadas encima o debajo del matorral.

—No tardarán en delatarles sus fosforescentes ojos —respondió el portugués.

Se había detenido a cincuenta pasos del matorral, cogiendo un grueso guijarro.

—Veamos si se inquietan —murmuró—. Normalmente, esas fieras no temen al hombre y atacan decididamente. ¡Alteza, amigos, señora: atención!

Tiró la piedra con todas sus fuerzas en medio del matorral. En el primer momento, no se oyó nada. Luego surgió un grito breve, ronco, gutural y poco potente.

—Están precisamente ahí —dijo Yáñez y añadió—: rodeemos el matorral. Vete a la derecha, Kammamuri, con la señora y dos cazadores. Y vos, alteza, reunid todo vuestro valor y venid a mirar cara a cara a las bellas fieras que pueblan vuestros bosques. ¿Estáis preparados?

—Sí —respondió Kammamuri por todos.

—Adelante, entonces: yo iniciaré resueltamente el ataque.

Los dos pequeños grupos se habían puesto en marcha, avanzando con grandes precauciones.

De improviso, una sombra negra saltó desde la maleza y fue a caer casi a espaldas de la bella holandesa.

Kammamuri, que no había perdido su sangre fría, se volvió y disparó rápidamente. La fiera se contorsionó un momento. Luego, se alejó a saltos. Pero ya no tenía el impulso inicial, por lo que se podía deducir que estaba herida.

—¡Sigámosla! —dijo Yáñez, precipitándose detrás—. Haced fuego antes de que desaparezca entre los matorrales.

Todos echaron a correr, disparando a diestro y siniestro, pues la pantera se guardaba muy bien de mostrarse y continuaba zafándose, pese a estar herida, entre los matorrales.

Habían avanzado como unos cincuenta pasos disparando sin cesar, cuando se oyeron unos gritos de mujer.

Yáñez había podido ver durante un instante a la bella holandesa entre los brazos de uno de esos terribles orangutanes o maias que pueblan las tupidas selvas de Borneo y que aterrorizan a todos sus habitantes con su espantosa fuerza.

—¡A mí! ¡A mí! —gritaba la bella holandesa.

El cuadrumano, que la había sorprendido entre las ramas de una arenga saccarifera, escapaba a todo correr con su presa, intentando alcanzar el gran bosque en el que sin duda tenía su guarida.

Yáñez conservaba todavía un cañón de su rifle cargado. Pero no tuvo el valor de disparar por temor a herir a la joven al mismo tiempo que al orangután.

Los demás tampoco habían disparado por la misma razón. Y el enorme cuadrumano pudo llegar con pocos saltos a un grupo de gigantescos árboles, desapareciendo con extraordinaria rapidez entre el follaje.

—¡Cien florines al que la salve! —gritó el sultán.

¡Era preciso hacer otra cosa muy distinta, y no ofrecer premios! Había que actuar rápidamente, antes de que el orangután se alejase demasiado y se refugiara en su escondrijo.

—Cuidaos vosotros de las panteras —dijo Yáñez—. ¡A mí, Kammamuri!

Los dos hombres se habían dirigido hacia el enorme grupo de árboles, en medio del cual debía de estar escondido el orangután, mientras resonaban algunos disparos.

—Déjales hacer —gritó Yáñez al indio—. No es asunto nuestro: que se las arreglen como puedan.

En pocos instantes llegaron al bosque y se pararon delante de una muralla de verdor que parecía impenetrable.

—Tenemos que andar por encima de las raíces —dijo el portugués—. Ayúdate con los codos y los rotangs.

Se oyeron otros dos disparos en dirección al claro que habían dejado.

Las panteras se aliaban al cuadrumano para castigar a los perturbadores de sus grandes bosques.

—Que se las arreglen como puedan —repitió Yáñez—. Es más urgente la señora Van Harter que esa momia de sultán. Pero, ¿a dónde se habrá metido ese maias?

—Eso es lo que yo me estoy preguntando también —dijo Kammamuri—. ¿La habrá estrangulado?

—No, no. Si conseguimos descubrir su guarida, la encontraremos viva todavía.

—Eso no será nada fácil, me parece, entre tanta rama y tanto follaje enmarañado, aunque esos animales son muy corpulentos.

—Sí, mucho. Pero, calla…

En medio del frondosísimo bosque se oyó un sordo bramido que acabó con un redoble de tambor sin duda producido por el batir de los puños del orangután sobre su amplio pecho.

—Estamos más cerca de lo que creíamos —dijo Yáñez, que se había detenido bruscamente, alzando el fusil—. El raptor de mujeres no está lejos.

—Me asusta el silencio de la señora.

—Seguramente se habrá desmayado.

Aguzó los oídos y se levantó sobre las raíces, intentando alcanzar el grupo central de árboles. Luego reanudó la marcha, seguido del fiel Kammamuri.

A lo lejos, ya no se oía el retumbar de los disparos. ¿Se habrían decidido las panteras a huir, o serían los hombres, en cambio, los que habían emprendido prudentemente la retirada? Quizá la segunda hipótesis era la más probable, ya que las panteras son unas fieras tales que espantan al hombre más valeroso cuando atacan.

Entre tanto, Yáñez y Kammamuri continuaban adentrándose en el enorme bosque, procurando no hacer ruido, porque los orangutanes tienen un oído muy fino.

Habían recorrido cincuenta o sesenta metros andando sobre las raíces, cuando el portugués se paró de repente, recogiendo de un matorral un trozo de tela.

—¡Las ropas de la señora Van Harter! —dijo con voz emocionada—. ¡Ah, pobre mujer!

—¿Nos estaremos acercando a la guarida? —preguntó el indio.

—No debe de estar lejos: escucha bien. ¿No oyes nada?

—Se diría que, por encima de los árboles, pasa una corriente de aire —respondió Kammamuri.

—Son los orangutanes que están roncando.

—¿Habéis dicho "los" orangutanes?

—¡Exacto!

—¿Son dos?

—Sí, el macho y la hembra. El macho forma una verdadera familia y ama a su peluda media naranja.

—La empresa será dura.

—Estamos bien armados, Kammamuri. Y somos excelentes cazadores. Cuando disparamos un tiro, sabemos siempre dónde dará la bala.

En ese instante cayó de lo alto un proyectil, atravesando el follaje con un amenazador estruendo.

—¿Qué es lo que ha caído? —preguntó Kammamuri en voz baja.

—Podría ser un durion, pues nos encontramos precisamente debajo de uno de esos altísimos árboles. Cuando los frutos maduran caen por sí solos, y constituyen un verdadero peligro para los que se adentran en la selva. Pero también es posible que haya sido el orangután el que nos haya enviado este tan poco amable mensaje. Si nos hubiera dado en la cabeza, nos la hubiera deshecho.

En aquel momento, resonó en el bosque un grito semejante al vagido de un bebé.

Los dos cazadores se detuvieron nuevamente, escrutando el tupido follaje.

—¡Allá arriba! —susurró de pronto Yáñez—. ¿Lo ves allá arriba?

—¿Qué?

—El nido de los orangutanes.

—En efecto. Veo sobre la copa de un enorme árbol una gran masa que bien podría ser su nido.

—No hagas ruido. Si se despiertan los orangutanes, son capaces de hacerle pasar un mal rato a la señora holandesa.

Sube a aquel grupo de rotangs, mientras yo busco la manera de llegar hasta allí arriba. Entretanto, mantén la calma y mucha sangre fría, porque no será fácil resolver este asunto.

Por segunda vez se oyó el vagido, sobre aquel tenebroso árbol. Un pequeño orangután se quejaba.

—¡Arriba! —dijo Yáñez.

Se habían agarrado ya a los rotangs, cuando otro proyectil atravesó silbando el follaje.

Un momento después, caía un tercero que estuvo a punto de golpear al portugués, aunque éste había tenido la precaución de resguardarse bajo el tronco de un sagú.

—¡Es un bombardeo en toda regla! —murmuró Yáñez, evitando otro—. ¿Qué hacemos?

Miró a su alrededor. Kammamuri continuaba subiendo por su cuenta, siguiendo el gran fajo de rotangs que pendía del enorme árbol en el que se encontraba el gigantesco nido de los orangutanes. Avanzaba cautelosamente, sirviéndose más de los pies que de las manos para poder empuñar el rifle cuando fuera preciso.

—He avanzado mucho —murmuró el portugués—. Intentemos llegar hasta él.

Había cesado la lluvia de proyectiles, acaso porque el durion había sido rápidamente despojado de sus peligrosísimos frutos.

Era el momento oportuno para avanzar.

Yáñez se puso el rifle en bandolera, se agarró a su haz de rotangs y empezó a subir, prestando atento oído a los rumores que provenían del bosque.

De repente, un agudo grito desgarró el aire, seguido del tamborileo producido por unos grandes puñetazos en el pecho.

Yáñez se había detenido en la bifurcación de una rama, apuntando la carabina para proteger al indio, que continuaba su subida con un valor extraordinario.

Una enorme masa, una especie de plataforma formada por gruesas ramas entrecruzadas y atadas con rotangs, se erguía a pocos metros por encima del indio.

Era el nido de los orangutanes.

Transcurrieron algunos instantes de angustiosa espera para Yáñez, que miraba constantemente el nido, decidido a presentar batalla a todos sus habitantes. Después resonó otro grito, acompañado por un furioso crujir de ramas.

Los orangutanes parecían haberse dado cuenta de que les iban a atacar y se preparaban a la defensa. Una defensa ciertamente espantosa, porque los cuadrumanos son casi tan altos como los hombres y poseen unos musculosos brazos que parecen troncos de árbol.

Son, después de los gorilas, los monos más formidables que existen y no tienen temor alguno a enfrentarse con el hombre, aunque éste vaya armado con un fusil, cuando la rabia les domina.

Yáñez, viendo que ya no caían proyectiles desde lo alto del durion, había reanudado la escalada, pues no quería dejar solo a Kammamuri en el momento del ataque.

En el borde de la guarida había aparecido una sombra, de forma casi humana, que desgajaba furiosamente las ramas del árbol, entre gruñidos.

—Intentemos echarle abajo —murmuró Yáñez—. Siempre será uno menos.

Echó una última mirada al indio, que no cesaba de subir. Después, se detuvo en la bifurcación de otra rama y apuntó la carabina.

Un relámpago desgarró las tinieblas, seguido de una ruidosa detonación y de un estrépito que parecía producido por la rotura de varías ramas.

Ya no se veía al orangután que se encontraba en el borde de la plataforma. Había caído como un bólido, quebrándose los brazos y las piernas.

—¡Buen disparo! —exclamó imprudentemente Kammamuri, que ya se encontraba bajo la guarida.

Una velluda zarpa le aferró en ese instante por el cuello y le mantuvo suspendido en el aire.

Uno de los orangutanes, probablemente el macho, se había arrojado sobre el indio, pronto a hacerle pedazos.

Ello no era nada difícil para un animal dotado de una fuerza verdaderamente espantosa.

—¡A mí, señor Yáñez! —gritó el indio, que en vano se había apoyado en los rotangs.

—¡Aquí estoy, Kammamuri! —gritó el portugués.

Enseguida resonaron dos tiros de carabina que casi se confundieron en uno solo.

—¡Tocado! —gritó el indio, que inmediatamente había notado como se aflojaba el espantoso apretón.

El maias se mantuvo unos minutos, erecto sobre el borde del nido, golpeándose furiosamente el pecho. Luego, repentinamente, le faltaron las fuerzas y cayó a través del follaje, rompiéndose las extremidades.

—¡Ha muerto, señor Yáñez! —gritó Kammamuri, que se había recobrado prestamente de la terrible emoción sufrida.

—Subamos, amigo. No encontraremos más que a algún pequeño orangután, impotente para defenderse.

Nuevamente iniciaron el ascenso del gigantesco árbol, agarrándose a los rotangs. La subida fue lenta, por lo resbaladizo de las ramas y la considerable altura del durion, temerosos de seguir la misma suerte del maias, aunque tranquilos por la muerte del enorme animal y vigilando sólo que el animal pequeño que suponían en la plataforma, no les diese algún susto.

15. La traición de los náufragos

Los orangutanes, o maias, como los llaman los dayaks, son los simios más formidables que habitan las grandes islas del mar de la Sonda. No tienen la extraordinaria estatura de los gorilas africanos. Comúnmente no pasan de un metro y medio, pero sus brazos son verdaderamente terribles y llegan a medir hasta dos metros de longitud.

La cara de esos cuadrúmanos es ancha, su pecho poderoso, y su cuello, corto y rugoso, está provisto de un saco de aire que les permite lanzar verdaderos rugidos.

El indio y el portugués, seguros ya de no correr ningún peligro, tras la caída del macho, con una ágil voltereta subieron a la ancha y sólida plataforma formada por ramas muy gruesas tendidas entre las bifurcaciones.

De pronto, los violadores del nido oyeron un vagido.

Yáñez, con un postrer impulso, cayó sobre un monito de no más de medio metro, que se había puesto inmediatamente en guardia para impedirle el paso.

—¿Qué quieres, macaco? —preguntó el portugués—. ¿Luchar con nosotros?

Sacó sus pistolas, las descargó en el pecho del pequeño orangután y después removió ansiosamente un montón de hojas secas, bajo las cuales se veían unas vestiduras blancas.

—¡Señora Van Harter! —gritó Yáñez, inclinándose sobre la bella holandesa y quitando todo lo que la cubría—. ¿Estáis herida?

—No, milord. Pero un retraso hubiera sido fatal, porque ese enorme mono no apartaba ni un solo instante de mí sus brillantes ojitos negros. He pasado una angustia terrible, milord. Mi temor era que esos orangutanes se arrojaran sobre mí y me tirasen al vacío.

—Y eran capaces de hacerlo, señora —respondió Yáñez—. Son bestias malignas, más temibles que las panteras y los tigres.

—Una caricia que le hice al pequeño orangután que acabáis de matar, debe de haberme salvado la vida, porque la hembra estaba a punto de arrojarse sobre mí. También el pequeño monstruo se me había tirado encima, intentando arrancarme los cabellos y los vestidos, pero no me atreví a reaccionar. Al contrario, acaricié el morro del monito, aplacando así, de golpe, a su madre, que, un instante antes, como he dicho, parecía dispuesta a echarme al vacío.

—Una maniobra muy fácil —dijo Yáñez— para bestias que poseen músculos de acero.

—¿Y dónde están los demás, milord?

—Cazan por su cuenta y riesgo —respondió el portugués—, aunque no han huido todos. Ya no oigo ningún disparo.

—Señor Yáñez —dijo el indio—, sin ayuda no podremos bajar a la señora.

—Ante todo, veamos si responden —respondió el portugués.

Había armado la carabina, apuntándola hacia arriba. Resonó un primer disparo y, tras un breve intervalo, otro. El indio había hecho otro tanto, intentando medir más o menos exactamente el tiempo.

Transcurridos unos diez minutos, a través del bosque se elevaron tremendos gritos, acompañados de varias descargas de fusiles.

Parecía que un meteoro hubiese caído en aquella parte de la selva. Y verdaderamente era un meteoro, pues aunque el cielo no se presentaba amenazador, se veían árboles arrancados de golpe, como durante los más terribles ciclones.

Lucy, Yáñez y Kammamuri se habían puesto en pie, cargando precipitadamente las armas.

—¡Esto es una carga de elefantes salvajes! —dijo Yáñez, que estaba situado al borde del nido—. Los batidores del sultán deben de haber descubierto una gran manada y ahora van tras ella. No os mováis, señora, porque hay muchas probabilidades de recibir un balazo o un tronco sobre la cabeza si bajamos de este refugio. Nos podemos considerar como en una pequeña fortaleza que ningún elefante será capaz de tomar al asalto.

Bajo los árboles tenía lugar una terrible embestida en medio de un ruido ensordecedor. Se oían continuamente voces humanas, barritos de elefante y silbidos de balas a diestro y siniestro. Todo el bosque parecía oscilar bajo una imprevista convulsión. Los árboles, embestidos por aquellas enormes masas lanzadas en una carrera desenfrenada, caían al suelo, arrancados de cuajo, como si una inmensa hoz les hubiera herido en su base.

—¡Qué carga! —dijo Kammamuri—. ¿Estos salvajes se han transformado en un instante en grandes cazadores? ¡Qué arrojo…!

—Protege tu cabeza, amigo —aconsejó Yáñez—. ¿No oyes cómo silban las balas?

—Y también noto los trozos de plomo entre los troncos del nido, señor.

—Afortunadamente, éstos tienen un espesor tal que nos resguardan completamente.

La carga continuaba con la misma fuerza por el bosque. Los bornéanos espantaban a los paquidermos con fuegos artificiales y salvas de fusil, obligándoles a dirigirse hacia donde el jefe de los batidores había preparado la amplia trampa, pues esas cacerías siempre se hacen a lo grande.

—Parece que está a punto de acabar la cacería —dijo Kammamuri a Yáñez—. ¿Y si bajáramos?

—¿Para topar con una bala perdida? Los súbditos del sultán no economizan las municiones y disparan como inexpertos reclutas.

—Incluso aquí arriba, señor Yáñez, no cesan de silbar los proyectiles.

—Échate boca abajo en el nido —respondió el portugués, añadiendo un rato después—: Tengo una sospecha.

—¿Cuál, señor Yáñez?

—Que entre los batidores del sultán se encuentren también náufragos del vapor, pues el fuego continúa de modo inquietante. Y ya no hay orangutanes ni elefantes que matar.

—Entonces, ¿se habrán infiltrado en el séquito del sultán? —preguntó la bella holandesa.

—Apostaría una bala de fusil contra un diamante de dos mil florines. ¿Oís esos disparos, que están dirigidos precisamente contra nosotros? Juraría que tras todo esto se encuentra la mano de ese maldito John Foster.

—¿Acaso quiere vuestra piel?

—Eso parece, señora Van Harter. Por segunda vez intenta quitarme la vida, pero confío en poder defenderla aún contra ese maldito lobo de mar.

En ese momento, tres balas de fusil silbaron en las orejas del portugués, obligándole a tirarse precipitadamente sobre la plataforma.

—Hacen fuego justamente sobre nosotros, señor Yáñez —dijo el indio, que se guardaba muy bien de mostrarse.

—Disparan hacia aquí y no contra los elefantes.

—Dejémosles hacer, por ahora. En el momento oportuno nos tomaremos la revancha. Hasta que no se haya ido ese John Foster, estaremos expuestos a un continuo peligro.

—¡Y dale con los tiros! —dijo Kammamuri—. ¿Es que acaso los náufragos han vaciado la santabárbara del vapor para derrochar tantos proyectiles?

—En vez de hablar tanto, vigila tu cabeza.

—No corre ningún peligro, señor Yáñez, pues esos marineros disparan como hombres que han empuñado por primera vez las armas. ¿Y si probáramos a responder nosotros, señor Yáñez? Ya que nos atacan, defendámonos. Estamos en nuestro derecho.

—Déjame hacer a mí, Kammamuri. Quiero colocar la primera bala en el sitio preciso. Yo sé lo que me hago.

Entre tanto, había atravesado el nido a gatas, manteniendo escondida la carabina debajo de la casaca.

El bosque seguía en conmoción. Los elefantes, asustados por el ruido ensordecedor producido por centenares y centenares de tam-tam furiosamente golpeados, seguían galopando en su terrible carga.

Árboles, matorrales, todo saltaba por los aires como segado por un grupo de titanes y los crujidos cada vez más impresionantes se confundían con formidables carritos.

De repente, el durion sobre el que se encontraba el nido de los orangutanes sufrió una sacudida tan fuerte que echó uno sobre otro a la bella holandesa, a Kammamuri y a Yáñez.

Se oyó un ruido seco, como si el gigantesco árbol hubiese cedido ante los continuos ataques de aquellas enormes masas de carne que se lanzaban brutalmente a través del bosque, intentando abrirse paso y evitar la trampa anteriormente preparada por los batidores que les esperaba en la parte más tupida de la selva.

—¡Se cae el árbol! —gritó Kammamuri.

—Que nadie abandone este nido —ordenó Yáñez—. Aún nos puede ser útil.

Un nuevo choque había arrancado de cuajo el árbol y éste se empezaba a inclinar lentamente, arrastrando consigo a muchas otras plantas.

—No dispares, Kammamuri —había dicho Yáñez—. Ahorremos nuestras balas para cuando hayamos bajado al suelo. Nos han preparado una emboscada e intentan hacernos caer sin dejarnos luchar. Afortunadamente, aún no nos tienen en sus manos.

—¿Creéis que es obra de los náufragos? —preguntó Kammamuri.

—Ya no me cabe ninguna duda.

—Sin embargo, no vi a ninguno en el campamento del sultán.

—Se habrán cuidado muy bien de no ser vistos —respondió Yáñez.

—Sin embargo, yo sí que he visto a uno de ellos —dijo la bella holandesa—. Le sorprendí hace dos días mientras discutía animadamente con el sultán.

—¡Sólo nos faltaban estos tiburones de agua dulce! Como si no tuviéramos bastantes problemas, henos aquí ante otro más. Afortunadamente, tengo a mis órdenes doce hombres que no titubearán cuando les mande arrojarse sobre los soldados del sultán. ¡Oh, agarraos bien! ¡Esto se cae!

El durion, en efecto, seguía inclinándose hacia el suelo, arrastrando consigo enormes montones de rotangs y de gomuti, entre los cuales se debatían desesperadamente algunos de esos feos monos bornéanos llamados "narigudos".

Yáñez tenía cogida por la cintura a la bella holandesa y la sostenía apoyada en el borde del nido de los orangutanes, que podía servirles para amortiguar algo el golpe.

Las oscilaciones eran cada vez más violentas a pesar de que los elefantes ya debían de haber caído en la trampa, pues sólo se les oía barritar a lo lejos.

A una veintena de metros del suelo, el árbol se detuvo por primera vez. Luego siguió su caída, aun cuando le retenía un verdadero amasijo de plantas parásitas.

—¿Ves a alguien debajo de nosotros? —le preguntó Yáñez a Kammamuri.

—Sí, señor Yáñez —respondió el indio—. He atisbado algunas sombras humanas reunidas en torno al tronco del árbol.

—¿Serán los náufragos?

—Eso sospecho.

Yáñez, aunque tenía sobrado valor, se pasó una mano por la frente y miró con inquietud a la bella holandesa, que, en cambio, conservaba inmutable su maravillosa calma.

—Tomad mis pistolas, señora —le dijo—. Y no tengáis escrúpulos en matarles. Si esos canallas nos cogen, nos harán pasar un mal rato.

—Gracias, milord —respondió Lucy—. Sé emplear estos juguetes.

En ese momento, el durion, después de quebrar con su enorme peso un grupo de sagús y de palmeras, se abatió por completo, apoyando sus ramas en el suelo. Una voz furiosa se alzó inmediatamente:

—¡Ah, bribones! Por fin os hemos cogido.

Una sombra humana había aparecido en el claro donde descansaba el durion y les apuntaba amenazadoramente con su fusil.

—¡Eh, compadre! —dijo Yáñez—. ¿Te diriges a nosotros?

—Ciertamente: hace varios días que esperamos pacientemente la ocasión de vengar vuestro infame acto de piratería y la herida de John Foster.

—¿Todavía está vivo el comandante? —preguntó el portugués, que pretendía ganar tiempo con la esperanza de que llegase alguien.

—¡Ah, canalla! —gritó el marinero, intentando avanzar entre las tupidas ramas del durion—. ¿Todavía tienes ganas de bromear? Espera que caigas en nuestras manos y te quitaremos para siempre las ganas de reír.

—Entre tanto, ¡alto ahí o disparo! —gritó Yáñez, que se resguardaba detrás del parapeto del nido de los orangutanes, tendido en el suelo, al lado de la bella holandesa.

—¿Vais a disparar? ¿Os atreveríais a presentarnos batalla?

—Siempre he vivido entre batallas —respondió Yáñez con su acostumbrada voz irónica—. Y sólo puedo vivir entre disparos de fusil.

—¡Camaradas! —gritó el marinero, intentando avanzar—. Cojamos a estos piratas y ya que no está aquí ese imbécil de sultán, colguémoslos inmediatamente. Toddy, dame esa soga.

Otro hombre, también armado con un fusil, se adelantó, agitando una cuerda.

—¡Tú serás el primero, entonces! —gritó Yáñez, haciendo fuego rápidamente.

Toddy cayó con los brazos extendidos, sin dar un grito siquiera. Una bala le había fulminado.

Unos instantes después, resonaron algunos disparos. El grupo de hombres, afortunadamente poco numerosos, respondía a la agresión, a pesar de estorbarles para ello una vegetación tan tupida que apenas les permitía afinar la puntería.

—Tira a matar, Kammamuri —dijo Yáñez al indio—. Aquí nos estamos jugando una cosa muy distinta que la isla de Mompracem.

El maharato, que se resguardaba prudentemente detrás de una rama enorme, hizo dos disparos que fueron seguidos de un gran griterío y del crujir de hojas secas.

Los atacantes, sabiendo que tenían que enfrentarse con hombres decididos y muy bien armados, habían renunciado a la lucha por el momento, poniéndose a salvo entre el follaje del bosque.

—Hubiera preferido que se lanzasen al ataque —dijo el portugués—. Por otra parte, nuestra situación es bastante buena y las ramas nos proporcionan amplia protección. Señora Van Harter, no levantéis la cabeza si estimáis vuestra vida. Porque no es solamente a nosotros dos a quienes persiguen esos canallas.

Resonó nuevamente la voz del marinero, precedida de una larga retahíla de blasfemias:

—¿Os rendís, sí o no? ¡Tenemos prisa! ¡Por la muerte de Saturno!

—Y nosotros, ninguna —respondió el portugués, que intentaba descubrir a alguno de los asaltantes para enviarlo a hacer compañía a aquel que ya había cruzado la laguna Estigia.

—Todavía somos cuatro y no sé cómo vais a resistir nuestro ataque.

—Y nosotros somos veinte —respondió el portugués.

—Mentís. Os hemos seguido los pasos desde Varauni hasta aquí, y no tenéis más que tres bocas de fuego.

—Más terribles que las tuyas.

—¡Ah, basta, basta, señor mío! Ya hemos charlado bastante. Tened la bondad de abandonar vuestro refugio y dejaros colocar en el cuello una sólida soga.

—Ven a ponérmela, si te atreves…

Dos disparos de fusil, que se perdieron en el vacío, entre la maraña de ramas y plantas parásitas, resonaron poco después, acompañados de feroces amenazas.

—Amigos —dijo Yáñez al maharata y a la bella holandesa—, no disparéis más que a tiro seguro para conservar hasta el último momento nuestra munición. Esos tunantes pretenden hacernos agotar los cartuchos.

—¿Dónde se habrán metido los hombres del sultán? —se preguntó angustiado el indio—. ¿Y nuestra escolta? ¡Ah, si estuviera aquí!, estos hombres ya estarían fuera de combate.

—Bien, Kammamuri —dijo Yáñez—. No sueñes con la India misteriosa y con sus misteriosos ídolos y emplea tu tiempo en diezmar a esos bribones antes de que lleguen hasta aquí y se apoderen de nosotros.

—Parece que no tengan ninguna prisa en avanzar, señor Yáñez —respondió el indio.

—Di mejor que no tienen prisa alguna en ser enviados al otro mundo. A estas horas ya saben que nuestras balas no se pierden en el vacío.

—¿Y si fuésemos a sacarles de su escondite?

—Son cuatro y no desean hacer un mal papel, en este momento, sabiendo ya que no quemamos nuestra pólvora como inexpertos reclutas.

—Sin embargo, vuelvo siempre a mi primera idea, señor Yáñez —dijo Kammamuri— .Este asedio puede durar varias semanas. ¿Queréis ocuparos durante cinco minutos de la señora?

—¿Qué quieres hacer?

—Voy a fusilar a esos bandidos —respondió decididamente el indio—. Dadme vuestras pistolas y veréis cómo les hago aullar.

—¿Y no cuentas con sus balas?

—En mi país se combate bajo el fuego con simples haces de leña —dijo Kammamuri.

—¿Y no mueren, en tu país?

—¿Y qué? Basta con saber dar a tiempo el salto de la pantera.

—Un juego que nunca he practicado, pero que juzgo peligrosísimo, mi querido Kammamuri. Al menos para el que no conozca a fondo este país.

—Haced como yo, señor Yáñez, y veréis cómo damos mucho que hacer a esos traidores —respondió Kammamuri.

Se había puesto a romper ramas, formando gruesos haces, en su mayor parte de plantas resinosas.

—¿Queréis venir, señor Yáñez? —preguntó el indio.

—Provoquemos antes una descarga. Así tendremos que dar menos saltos de pantera.

Apoyó su carabina en un hombro del indio y, tras haberle recomendado la máxima inmovilidad, disparó dos veces en dirección al árbol bajo el cual se amparaban los náufragos.

Cuatro disparos respondieron casi inmediatamente y las balas pasaron haciendo crepitar los troncos que formaban el nido de los orangutanes, silbando luego en los oídos de los asediados.

—Disparad también vos, señora —dijo Yáñez a la bella holandesa, que ya había empuñado las pistolas indias.

La flemática mujer se acomodó antes en el parapeto del nido.

Al mismo tiempo, Kammamuri prendía fuego a su manojo de ramas resinosas y lo arrojaba hacia el árbol.

Se alzó una gran llamarada, descubriéndole al portugués, siempre al acecho, a cuatro individuos que se mantenían agrupados al pie de un gigantesco pombo.

—¡Se hizo de día! —murmuró Yáñez, echándose al hombro la carabina—. Con esta luz se les podría hacer caer de uno en uno. Es preferible afrontar a los elefantes salvajes de los grandes bosques que a estos seres humanos que esconden un corazón de tigre.

Aunque el portugués hablaba, no dejaba por ello de actuar. Aprovechándose inmediatamente de aquella luz, hizo fuego de nuevo, imitado por la bella holandesa y por el indio.

Los hombres, tras responder al fuego, habían caído ante el gigantesco árbol, exponiéndose al peligro de asarse, ya que las hojas secas se estaban quemando a la vez que las numerosas y resinosas colgaduras de giunta-wan que caían a lo largo del enorme árbol.

—¡A tierra! —gritó Yáñez, al ver que los bribones huían como liebres—. Démosles caza e intentemos alcanzar a nuestra escolta.

Ya iba a abandonar el nido de los orangutanes, cuando sonó un silbido, modulado en varios tonos.

—¡Mati! —exclamó—. Estamos salvados.

Después lanzó una serie de imprecaciones.

—¿Mati aquí? —siguió diciendo—. ¿Por qué ha dejado mi yate? Presiento alguna desgracia.

Se puso dos dedos en la boca y respondió a la señal.

Un instante después, salía del bosque el patrón del yate, acompañado por una escolta de doce hombres. Avanzaba hacia el gigantesco durion.

Yáñez se había dejado caer a tierra, mientras Kammamuri ayudaba a la bella holandesa.

—¡Tú, Mati! —exclamó, haciendo un gesto de asombro—. ¿Qué vienes a hacer aquí?

—A salvar a mi señor —respondió el patrón del yate.

—¿Qué ha sucedido, pues, durante mi ausencia?

—Cosas gravísimas, señor Yáñez. Se está preparando una doble asechanza: una, en la bahía, contra nuestro yate, y otra, en estos bosques.

—Explícate mejor, Mati.

—El jefe del kampong chino, que vino a retirar, en vuestro nombre, un cargamento de armas, me advirtió de que intentarían mataros durante la gran cacería.

—Por parte de los náufragos, ¿verdad?

—Sí, señor Yáñez.

—¿Y quién manda mi yate?

—Padar.

—¿Nadie lo amenaza?

—No lo sé, señor, porque el otro día arribaron a la bahía tres cañoneras, dos inglesas y una holandesa, y echaron el ancla de tal modo que cierran el paso.

—¡Se han vuelto todos locos en Varauni, durante mi ausencia! —exclamó Yáñez.

—Así lo creo, señor, porque nuestra tripulación no puede ir a los muelles sin ser molestada por bandas de malayos llegados no sé de dónde.

—¿Han atacado a mis hombres?

—Aún no, pero creo que no tardarán en hacerlo. El sultán os abandona a vuestra suerte y seguro que no intervendrá en vuestros asuntos, señor Yáñez.

—¿Qué me aconsejas que haga?

—Permanecer aquí, capitán —dijo un marinero del yate, que llegaba en aquel momento completamente sudado y embarrado hasta los cabellos.

—¡También tú aquí! —exclamó Yáñez—. ¿Traes tú también alguna noticia grave?

—Sí. Desde ayer por la mañana vuestro yate ha sido secuestrado por orden de los comandantes de las cañoneras —respondió el marino.

—¿Así que se derrumba todo a nuestro alrededor? Después de haber trabajado tanto, ¿veremos desvanecerse este bello sueño? ¿Qué hacemos?

—También yo os aconsejo que permanezcáis en estos lugares hasta la llegada de las tropas de Sandokán —dijo Mati.

—En Varauni estaríais menos seguro —añadió el otro.

—¿Y qué ha hecho Padar? ¿No ha protestado por la requisa de mi yate?

—Decid mejor del yate y del pequeño velero, pues también ha sido puesto en cuarentena. Ha hecho cubrir los puentes con la bandera inglesa, después de advertir que cualquier persona que subiera a bordo sería arrojada al mar.

—¡No podía hacer otra cosa! —murmuró Yáñez—. O luchar en condiciones desastrosas o ceder por el momento. Vamos a ver al sultán.

—Guardaos de él, señor Yáñez —dijo Mati—. Porque el chino me ha advertido que intentará arrancaros la piel.

16. El dormitorio del elefante

Aunque la isla de Borneo sea más bien escasa en elefantes y, en cambio, abunden extraordinariamente los carnívoros, la batida organizada por el séquito del sultán había obtenido muy buenos resultados.

Una gran manada de elefantes, que bajaba de los montes de Cristal, había sido sorprendida a tiempo, un poco antes de la caza de las panteras, y los pobres paquidermos, asustados por los disparos y por las balas de cáñamo empapadas en resina ardiendo, se habían dirigido poco a poco hacia la trampa preparada en el corazón de la selva.

Durante la batida, los paquidermos, que se habían enfurecido al oír los tiros y los gongs que eran golpeados violentamente, corrieron alocados a través del bosque, antes de dejarse encauzar entre los palos que debían conducirlos a la enorme jaula.

Algunos consiguieron escapar, pero una treintena de ellos, todos muy bellos y vigorosos, después de haberse extenuado inútilmente entre los árboles, abatiendo muchísimos de ellos, no habían tenido más remedio que dejarse aprisionar en la gran trampa. Y de ésta no saldrían hasta ser bien amansados por los cornacs y por media docena de elefantes hembras que se prestaban bastante dócilmente a calmar a los más reacios, golpeándoles a trompazo limpio e incluso tirándoles al suelo.

El sultán, advertido del feliz éxito de la gigantesca cacería, había renunciado a las panteras, sin ocuparse más de su huésped, y había regresado prontamente al campamento. Bajo una amplia y cómoda tienda consiguió Yáñez encontrarle, finalmente, entre un pandemónium de batidores, cortesanos, soldados y bayaderas, las cuales se desgañitaban al menos tanto como los hombres.

Viéndole aparecer ante él con la nueva escolta, el sultán se levantó, yendo a su encuentro.

—¡Ah, milord! —exclamó—. ¿De dónde venís? Espero que traigáis la piel de las dos panteras negras que dejasteis huir.

—He matado algo mejor, alteza —respondió Yáñez secamente—. Si deseáis la piel de dos orangutanes, enviad a vuestros slkkarls al bosque vecino, aquél en el que estábamos cazando.

—¡Vaya! Y yo que creía que vos, milord, al ver irrumpir a los elefantes en el bosque, habríais corrido a refugiaros en algún lugar seguro. Seguís siendo un maravilloso tirador.

—Hablaremos más tarde de la cacería, alteza, si queréis. He venido aquí para exigiros algunas explicaciones.

—¿Ya no sois mi buen milord? —dijo el sultán, con un leve acento irónico.

—Al contrario, lo seré siempre, ya que he recibido el encargo de mi país de protegeros con todas mis fuerzas de los enemigos internos y externos.

Selim-Bargani-Arpalang, afectado por la gravedad de aquellas palabras, había hecho un gesto de asombro.

—Sí, alteza —respondió el portugués—, mientras yo intento defenderos, vos escondéis en vuestro campamento a unos sicarios que han estado a punto de matarnos a la señora holandesa y a mí.

—¿Es que los piratas han llegado hasta aquí? Yo sólo veo en torno mío gente perteneciente a mi corte, y bien conocida.

—Sin embargo, alteza, es casi un milagro que haya podido escapar a los tiros de esos hombres, que estaban emboscados en la orilla del bosque batido por las panteras.

—¿Y no sabréis decirme quiénes son esos bribones que se atreven a disparar contra un embajador inglés para crearme más quebraderos de cabeza?

—Si no me equivoco, son esos individuos que siguen proclamando a los cuatro vientos que fueron hundidos por mí.

—Empiezan a volverse molestos esos señores y os doy carta blanca para fusilarlos como perros en cualquier lugar en que los encontréis. Estoy dispuesto a protegeros.

—¿Sabéis lo que ha sucedido en la bahía?

—Mis correos, cuando cazan dejan aparte incluso los acontecimientos más importantes para correr detrás de una simple babirusa. ¿Qué noticias, pues, habéis recibido, milord?

—Que mi yate ha sido secuestrado.

—¿Por quién? —preguntó Selim-Bargani, alzando la voz y echando una amenazadora mirada sobre sus ministros.

—Por el hombre que desde hace tiempo va gritando por todas partes que yo he hundido su buque.

—¿Y se ha atrevido a tanto? ¿Quién le ha ayudado en la empresa?

—Unas cañoneras que, al parecer, han venido de Labuán.

—Así, pues, ¿se hace caso omiso de que solamente yo mando en las aguas de mi bahía y que nadie puede emprender acción alguna sin mi permiso?

—Parece ser así, alteza —respondió Yáñez—, porque si mañana tuviera el deseo de retornar a la India o…

—Pero, milord, en este país, cuando un hombre proporciona demasiadas molestias, se le envía a un mundo mejor con una bala dentro del cuerpo. Ese hombre me ha fastidiado demasiado y acabará por comprometerme con los ingleses de Labuán y hasta es posible que con los holandeses de Pontianak.

—¿Qué creéis que debería hacer?

—Esperarlo en medio del bosque, tomarle por un orangután y fusilarle sin piedad —respondió el sultán—. Esta noche os brindo la ocasión de desembarazaros para siempre de esa sanguijuela.

—Explicaos mejor, alteza —dijo Yáñez, apretando los puños y echando miradas terribles a los cortesanos, que sonreían irónicamente.

—Digo que debéis matarle: y yo no querría estar en lugar de ese hombre cuando vos disparéis vuestra carabina o vuestras pistolas. Ya me parece ver sus carnes abiertas por el plomo.

—Lo que me aconsejáis es un asesinato, alteza —dijo Yáñez.

—Un hombre que cae en nuestras inmensas selvas se queda allí para siempre, pues nadie se ha preocupado, en mis estados, de ir a buscar a los cazadores desgraciados. Yo os declaro inocente desde ahora. No os faltará la ocasión, milord, para que no falléis el tiro. Mis batidores, entre tanto, han descubierto el lecho de un elefante solitario que seguía a la gran manada, e iremos a sorprenderlo.

Cuando me entra la furia de la caza, no me detengo. Tranquilizaos, milord, y cenad conmigo una trompa asada. Y dos patas. Nunca habréis comido nada tan apetitoso.

El sultán había hecho una señal a su cocinero y al momento fueron extendidas ante la tienda unas bellísimas y abigarradas esteras, cubiertas por gigantescas hojas de banano.

Justamente delante de la tienda ardía, a la vista de todos, una hoguera, esparciendo por todo alrededor un delicioso aroma.

—¿Qué hay en ese fuego? —preguntó la bella holandesa a Yáñez, quien, a pesar de sus muchas preocupaciones, aún se sentía dispuesto a atacar el enorme asado.

—Hay una cabeza entera de elefante, señora —respondió el portugués—. Un auténtico bocado de sultán, os lo aseguro.

—¿No habéis observado en Selim-Bargani-Arpalang algo distinto a la última vez en que le vimos?

—Desde luego, señora. Pero ya es demasiado tarde para hacer marcha atrás y sería peligroso para todos nosotros regresar a Varauni. Aunque es muy probable que traten de matarme, los grandes bosques son más seguros, por ahora, que la costa.

—¿No os hace sospechar algo, esta cacería?

—Sí y no —respondió Yáñez—. Además, no iremos solos. Y si intentan suprimirnos, daremos una batalla desesperada.

—Esperáis que los hombres del Tigre de Malasia hayan descendido de los montes de Cristal —dijo Kammamuri, que asistía a la conversación—. Sin el rajah del lago no podremos conducir a buen fin nuestra gran empresa.

—Ya he enviado dos correos hacia los bosques de la montaña para que hagan apresurar la marcha al Tigre de Malasia y a Tremal-Naik. Los malayos y los dayaks son buenos andarines y las hordas del rey del lago podrían llegar aquí en muy poco tiempo.

En aquel momento les envolvió una nube de chispas, obligándoles a refugiarse bajo la tienda, en la que el sultán y sus ministros les esperaban, armados de sendos cuchillos.

Dos fornidos malayos que habían apartado las ramas aromáticas que ardían sobre el horno, dejaron al descubierto la boca de éste, en cuyo fondo, envuelta en hojas de banano, crepitaba una cabeza de elefante entera.

—A comer, señores —dijo el sultán, qué parecía haber recobrado algo de su buen humor—. Saborearemos ésta, en espera de probar la del solitario.

El monumental asado había sido sacado del horno tras laboriosos trabajos y depositado en una capa de hojas de areca.

Un perfume exquisito se escapaba de aquella masa, cocinada en su punto y guarnecida con aromáticas frutas silvestres.

—Milord, señora: también hay puesto para vos —continuó diciendo el sultán, después de mirar atentamente la cabeza, asada junto con sus inmensas orejas y su trompa—. Necesitamos cobrar fuerzas para ir a cazar al elefante solitario en su dormitorio.

Fueron colocados ante los invitados platos de plata cincelada de manufactura india.

Pero, no era solamente el sultán el que se permitía aquel lujo, pues el campamento estaba iluminado por fuegos en cuyos tizones ardían, crepitando, trompas, patas y cuartos enteros de elefante.

La comida se hizo muy rápidamente, puesto que se acercaba el alba. Luego, el sultán, que desde hacía unos instantes se mostraba inquieto, dijo a Yáñez:

—Milord, ¿queréis formar vos el grupo de caza? Pocos hombres, pero escogidos, porque si los solitarios montan en cólera no hay quien les detenga, ni siquiera un cañón.

—¿Permitís que venga también la señora?

—Si no tiene miedo, que venga también. Yo cuento con tener dentro de un par de horas la cabeza del solitario. Me guardaréis junto al jefe de los sikkaris, que también tendrá esta mañana la dirección de la cacería.

—Vamos, pues, a ver la habitación del elefante —respondió Yáñez.

Después de beber, abundantemente toddy, el vinillo dulzón y espumoso que se extraía de la Arenga saccarifera, se cerró la entrada de la tienda para que nadie pudiera ver lo que sucedía en su interior.

El sultán encendió una antorcha resinosa, esperó unos minutos y luego golpeó ligeramente un gong colgado del armazón principal de la tienda.

Un instante después, entraba un hombre. Si Yáñez se hubiera encontrado aún allí, no hubiera tardado en reconocer a John Foster, el terrible capitán que había jurado vengar su nave.

—Estamos solos —dijo Selim-Bargani-Arpalang, moviéndose al encuentro del marinero—. Así que podemos charlar tranquilamente, sin que nadie nos oiga, porque he hecho rodear la tienda.

—¿Me habéis hecho llamar? —preguntó John Foster, quitándose con rabia un jirón ensangrentado que le ceñía el cuello y tirándolo al suelo.

—Decid mejor que os he hecho buscar, porque hasta hace pocas horas ignoraba vuestra presencia en mi campamento.

—Y me habría guardado muy bien de hacerme ver —respondió el irascible inglés—, ya que no he podido encontrar en vos protección alguna.

—¿Qué motivo os ha traído hasta aquí?

—¡La venganza! —respondió el capitán—. No me iré sin acabar antes con ese aventurero que amenaza con desbaratar vuestro Estado.

—¿Así, pues, no le creéis un auténtico embajador inglés?

—No, alteza.

—Sin embargo, sus credenciales están en regla.

—Los ha robado.

—Así lo decís. Pero, ¿y las pruebas? Y yo no querría ofender de esa manera a la poderosa Inglaterra, que podría despojarme del sultanato. ¿Qué pretendéis hacer, señor?

—Quitar de en medio a ese hombre, antes de que os procure otras infinitas molestias y grandes peligros. ¿Conocéis la historia de James Brooke, rajah de Sarawak?

—Perfectamente. Y por eso me guardo de ciertos aventureros que caen sobre Malasia.

—Alteza, ¿sabéis con qué nave arribó aquel terrible aventurero que, tras pocos meses, se había hecho acreedor al brillante título de exterminador de los piratas?

—Con un buque bien armado de la Compañía de las Indias que ametralló inexorablemente a todos los habitantes de la costa.

—Y este embajador —llamémosle así por el momento—, ¿con qué ha llegado? También con un buque muy rápido y fuertemente armado. Además, con una tripulación más numerosa de lo que creíais.

—Vos sabéis alguna cosa más y no queréis decírmela —observó el sultán—. ¿Cuándo habéis dejado la costa?

—Unas horas antes de medianoche, guiado por uno de vuestros sikkaris.

—¿Es verdad que en mi capital se preparan graves desórdenes?

—Yo sé que los marineros del yate han participado en encarnizadas peleas —respondió el capitán.

—¿Contra quién?

—Parece ser que después de nuestra partida toda la población de vuestra capital haya sido presa de una locura guerrera, pues no se habla más que de matanzas.

—¡Serán esos malditos chinos! —dijo el sultán—. Ya sé que intentan minar mi trono y arruinarme. Tendré que arrasar, como hace veinticinco años, el kampong de los hombres amarillos y hacer una gran cosecha de cabezas humanas, suficientes hasta para regalárselas a los dayaks del interior. Pero vos, ¿por qué habéis venido aquí?

Un feroz relámpago iluminó los ojos del irascible inglés.

—He venido para matarle, para que no os ocurra a vos lo que le sucedió el sultán de Sarawak. Os digo que acabaréis como James Brooke: perderéis el trono y la vida.

—No corráis tanto, sir —dijo el sultán—. Tengo a mis órdenes una imponente guardia que no teme los ataques de los habitantes de Varauni.

—Tal vez sea así. Pero mientras vos os divertís en la cacería, en el kampong chino se conspira contra vos.

—¿Quién os lo ha dicho? —gritó el sultán, poniéndose en pie.

—Lo he sabido.

—¿Quién en el instigador?

—¡El pretendido embajador! —gritó el inglés, con voz áspera.

—¿Qué es lo que quiere, entonces, ese hombre de mí?

—Cavaros un abismo bajo los pies y comprometeros con los ingleses de Labuán y los holandeses de los puertos del sur.

—¿Y por qué, sir?

—Política europea, alteza.

—Si me dejaran vivir tranquilo estos aventureros europeos, de los que siempre he tenido que quejarme, harían mucho mejor. Tenga siempre ante mis ojos el ejemplo de James Brooke y no quiero perder el trono ni la vida en una revolución. ¿Vos me decís, sir, que los chinos se agitan?

—Todos lo saben en Varauni, y creo que bien pocos de vuestros súbditos duermen tranquilos.

—¡Para esos papagayos amarillos tengo mi guardia! —dijo el sultán—. Y, además, no tienen armas de fuego a su disposición.

—Podríais equivocaros, alteza, porque yo he visto con mis propios ojos descargar del yate unas cajas que debían de contener fusiles.

—¿A quién se los entregaban? —gritó el tiranuelo, haciendo un gesto de ira.

—Al jefe del kampong chino —respondió John Foster.

—¿Ese hombre viene a traerme la guerra a casa?

—Me asombra, alteza, que no os hayáis dado cuenta antes, porque siempre he oído decir que los bornéanos, en cuestión de astucia, no tienen quien les gane entre todos los malayos.

—¿Qué me aconsejáis hacer? —preguntó el sultán, que se había puesto a pasear por la tienda, manteniendo la diestra cerrada dentro del guardamano de oro de su espléndida cimitarra—. También mis ministros —añadió luego— me habían dicho lo que habéis afirmado.

—¡Eliminadle!

—Vos odiáis a ese hombre porque afirmáis que os ha hundido un vapor. ¿Por qué no le habéis hecho asesinar en Varauni?

—Lo intenté, alteza. Pero recibí la peor parte.

—Todo depende de saber elegir el momento oportuno. Pero si queréis vengaros de ese aventurero sin arriesgar nada, estoy dispuesto a daros los medios.

—¡Vos, alteza! —exclamó John Foster, avanzando dos pasos—. Entonces, ¿no le protegéis?

—Os confieso que ese hombre empieza a darme miedo. Y estaría muy satisfecho si encontrase otro hombre valeroso y decidido que le hiciera desaparecer en estos bosques.

—Pongo a vuestra disposición mi carabina y mi cuchillo de caza, que vale bastante más que vuestros kriss. ¿Dónde está ese milord?

—Está preparando la cacería de un elefante solitario que fue descubierto ayer noche y que con los primeros albores del día irá a apoyarse en su árbol.

—¿Estaremos solos?

—No corráis demasiado, sir —dijo el sultán—. Si continuáis así, acabaréis por pedirme que os desembarace yo mismo de ese individuo que os fastidia tanto.

—¿Va también con su impresionante escolta, formada por hombres tan templados y fuertes como vuestros soldados?

—Estaremos casi solos.

—Entonces, todo irá bien —respondió el capitán.

—Dentro de media hora iremos a sacar de su cueva al animal, en un lugar ya escogido. Cuando le veáis aparecer, en lugar de abatir a la bestia, matad al hombre y todo listo. Nadie podrá decir nada: se trata de un accidente de caza y yo no tendré que responder de la vida de un desconocido que viene a esconderse entre mis batidores sin haber sido invitado. ¿Sois buen tirador?

—Sí, alteza.

—Entonces, milord, dentro de un par de horas ya no estará vivo —dijo el sultán—. De esta manera, vos os habréis vengado y yo quedaré desembarazado de un hombre que empieza a preocuparme.

—¡No pido otra cosa! —exclamó John Foster, dando una palmada en el doble cañón de su carabina inglesa—. El primer tiro que salga de aquí abatirá para siempre a ese hombre.

—Tened presente que él también es un gran tirador.

—Ya me lo han dicho, alteza. Pero yo haré fuego por sorpresa y justamente cuando se me ponga a tiro.

El sultán cogió el frasco de toddy que había quedado sobre la mesa y llenó dos tazas, diciendo:

—A vuestra salud y por la muerte de milord. Más tarde sabré recompensaros largamente de todo lo que hacéis por mí.

Los dos bribones vaciaron las tazas sin que les traicionase ni un solo músculo de sus caras. Luego, el sultán, hizo seña al inglés de que se fuera.

—¿Habéis comprendido? —le dijo—. En vez del elefante, será el hombre el que caiga. Buscad un sitio adecuado para un buen acecho.

—¡Cuerpo de Satanás! —rugió John Foster, volteando la carabina—. Vamos a cazar el elefante.

Apenas hubo desaparecido, cuando el sultán golpeó ligeramente la placa de bronce suspendida del armazón de la tienda.

Un instante después, los soldados de la guardia apartaban los dos lienzos de tela de la tienda exterior y Yáñez hacía su entrada, seguido por el fiel cazador indio, que llevaba colgando del hombro dos carabinas de grueso calibre.

La bella holandesa, siempre flemática, sonriente, les había acompañado, armada de su pequeña carabina inglesa, con la que ya había hecho disparos notorios en compañía de su hermano.

El portugués, habituado a desconfiar de todo y de todos, apenas hubo entrado fijó su mirada en las tazas que aún se encontraban al lado del frasco de toddy, como si hubiese adivinado que alguien había bebido para brindar por su muerte inminente.

—Milord —dijo el sultán, avanzando hacia Yáñez—. Vos queréis hacerme perder la ocasión de poder cenar esta noche una exquisita cabeza de elefante. El solitario debe de estar ya en camino para llegar a su dormitorio y echar su acostumbrado sueñecito hasta mediodía.

—Tenéis un parque lleno de paquidermos, alteza —respondió el portugués, que lo observaba todo atentamente—. ¿Es que acaso tenéis algún invitado a cenar esta noche?

—¿Por qué me hacéis esa pregunta? —interrogó el sultán, sobresaltándose—. ¿Cómo habéis adivinado que esta noche vendrán unos queridos amigos a los que hace mucho tiempo que les he prometido una cabeza de elefante entera?

—¿Han estado aquí hace poco esos amigos vuestros? —preguntó Yáñez, mirando fijamente al sultán, que se había apresurado a cubrirse los ojos con las manos, como si no pudiese soportar aquella mirada preñada de amenazas.

—Alteza —añadió Yáñez, con su acostumbrada calma, posando las manos en sus pistolas—, yo he viajado mucho por las islas del mar de la Sonda y a lo largo de las costas de Borneo. Y siempre he oído contar que cuando un hombre se cubre los ojos augura a otros su próxima muerte.

—Hasta ahora no tengo motivos para quejarme de vos, aunque me han dicho que los chinos se agitan después de recibir de vos armas de fuego.

—El que os lo ha contado es un loco, alteza. Porque yo sólo he venido a Borneo para hacer un simple crucero. Nada más. Sed franco, alteza. Vos habéis recibido hace poco a ese hombre que se lamenta siempre de la pérdida de su nave.

—En efecto, le he invitado a la caza del elefante —respondió el sultán.

—¿Junto a mí? —preguntó el portugués, sobresaltándose.

—El me ha asegurado que es un gran cazador.

—Ya lo veremos.

—¿Habéis formado la partida?

—Sí, alteza.

—¿Tomará parte vuestra escolta? Todos mis hombres son hábiles tiradores que no se detienen ante un elefante ni ante un rinoceronte. Os digo esto porque, si el elefante solitario advierte la presencia de tantas personas, se irá y no volverá nunca. Vámonos, milord: amanece, como veis, y éste es el momento propicio para sorprender a la gran bestia gris en su dormitorio.

Entraron unos hombres llevando tazas de toddy.

Luego se adelantó el jefe de los sikkaris y dijo:

—Es la hora, señores.

—¡Partamos! —respondió el sultán—. Vamos a conocer a esos elefantes solitarios. Se dice que son terribles.

—Vuestra alteza —dijo sonriendo la bella holandesa—, me regalará la oreja derecha, que es un bocado exquisito.

—Ya había pensado, señora, en haceros ese obsequio —respondió el sultán.

Aferró un pequeño martillo de madera y se puso a batir rápidamente sobre la placa de bronce, produciendo un estrépito infernal.

17. Un trágico duelo

Una luz rosada había ya invadido la selva que se extendía en torno al inmenso campamento, cuando el primer grupo de cazadores se puso en marcha para hacer una visita al dormitorio del elefante.

Estaba formado por el portugués, Kammamuri, la bella holandesa, el jefe de los sikkaris y el sultán.

Los numerosos batidores habían abierto sus filas, cercando el gran trozo de bosque donde suponían que se encontraba el terrible solitario.

El pequeño grupo avanzaba por el bosque para alcanzar el refugio del paquidermo. Los sikkaris, a gran distancia para no asustarle, proseguían el cerco, guardándose muy bien de mostrarse.

—Milord —dijo la bella holandesa a Yáñez, que le hacía compañía—, ¿qué decís de esta cacería? Yo he aceptado tomar parte en ella, pero sin ningún entusiasmo.

—Será una cacería como otra cualquiera —respondió el portugués—, pero más peligrosa. No dejéis que se os acerque "cabeza gris", porque un golpe de trompa se recibe fácilmente. Y pobre del que le toca.

—Yo no pensaba en este momento en el terrible elefante solitario —respondió la joven—. Al contrario, pensaba en el sultán.

—¿Y por qué, señora?

—No le he hallado esta mañana del humor que acostumbra y no querría que esta caza os trajese desgracia.

—¿A mí? —exclamó Yáñez.

—Sin embargo, apostaría cualquier cosa a que se ha tramado algo ayer noche en la tienda del sultán.

—Es una suposición vuestra.

—Puede ser —respondió la bella holandesa, que se mantenía constantemente al lado de Yáñez, vigilando las zonas tupidas del bosque, como si temiese ver aparecer de repente una banda de soldados o de dayaks.

—El hecho es que no parecéis muy tranquila, señora —respondió el portugués—. ¿Habéis notado en el campamento del sultán algo fuera de lo corriente?

—No: solamente he observado que ese hombre estaba bastante confuso cuando vos entrasteis en su tienda, milord.

—Tranquilizaos, señora: cada vez que nos ha recibido ha observado frente a mí una conducta ambigua. Se diría que me cree un enemigo tan formidable como para ser despenado desde los montes de Cristal.

—Razón de más, milord, para redoblar la vigilancia. ¿Dónde habéis dejado vuestra escolta?

—Está junto a los sikkaris. Y no dudéis que, a la primera señal, acudirá como un solo hombre, dispuesta a medirse con la guardia india del sultán. Nosotros caminamos y no les vemos, pero ellos también van andando y no nos pierden de vista ni un solo instante. ¿Queréis una prueba?

Se habían detenido en ese momento en el borde de una arboleda muy tupida, compuesta casi exclusivamente por bananeros, en cuyos frutos hacían los monos verdaderos estragos.

—Permanecer atenta, señora —dijo Yáñez—. ¿Oís algún ruido?

—No, reina un silencio absoluto bajo estas enormes hojas.

—Sin embargo, mi escolta camina, en este momento, a brevísima distancia de nosotros.

Hizo pabellón con las manos y gritó tres veces, con voz sonora:

—¡Mati!

Un instante después, se echaba ágilmente a tierra, desde un manojo de gomutl, el patrón del yate, gritando:

—¿Aru?

¡Aru! —había respondido el portugués, que significaba "avanzad"—. ¿Cómo va la batida, mi valiente amigo?

—Hasta ahora, señor, los slkkarls actúan lejos de nosotros y no puedo controlar sus movimientos —respondió Mati.

—¿Has observado entre los batidores algunos soldados de la guardia del sultán?

—Hay más de los que creéis, señor Yáñez —respondió el patrón, que parecía algo turbado.

—¿Sabrías decirme lo que hacen esos hombres entre la guardia?

—Me imagino que querrán tomar parte en la cacería, señor Yáñez.

—¿Temes alguna sorpresa?

—No sé, pero no estoy tranquilo. Esos indios podían haberse quedado guardando la tienda del sultán.

—¿Tienes siempre a mano a tus hombres? —preguntó Yáñez.

—Cuando demos la señal convenida, les veréis aparecer.

—¿Y por dónde andan ahora? Ni se les ve, ni se les oye —dijo la bella holandesa—. ¿Son monos o seres humanos?

—Son cuadrumanos cuando quieren atravesar una selva sin llamar la atención de sus enemigos. Y hombres cuando se trata de combatir… ¡Oh! ¡Allí…! Mirad a "cabeza gris", que viene a ocupar su dormitorio. Preparad todas vuestras armas o seremos despedazados en una carga espantosa de la que nadie se salvará.

El grupo había llegado a la orilla de un pequeño estanque, cerca del cual se alzaba un majestuoso pombo que los batidores debían de haber serrado en parte.

Una enorme masa grisácea, dotada de formidables patas, había irrumpido de repente entre la niebla que los primeros rayos del sol estaban barriendo. El solitario avanzaba tranquilo, sin barritar, seguro de su fuerza desmesurada.

Era un magnífico paquidermo, de gran talla, frente ancha y patas anteriores altísimas, como los elefantes indios, qué son los más bellos de todos los que habitan en las islas del mar de la Sonda y en Siam, tan famoso por sus elefantes blancos.

La bella holandesa se había puesto al lado del portugués, como para defenderle de una traición. Había recogido su falda para huir mejor en caso de peligro, y miraba fríamente al coloso que emergía de la niebla mientras empuñaba su pequeña carabina inglesa, que, aunque de dimensiones modestas, tenía, en cambio, una gran fuerza de penetración.

—Milord —dijo—, manteneos cerca de mí y quizá no se atrevan a intentar la traición que sospecho. Se dice que los soldados, que son los guerreros más caballerosos que tiene la India, respetan en sus combates a las mujeres.

—Así, pues, teméis una sorpresa en cualquier momento —preguntó Yáñez, montando precipitadamente la carabina.

—¡Sí, milord!

—Y yo comparto, en parte, los temores de la señora —dijo Kammamuri—. Me parece que nos han tendido una trampa para que acaben con nosotros, bien el solitario, bien los soldados. En vuestro lugar, no habría aceptado una partida de caza semejante.

—Pero aún tiene que comenzar —dijo el portugués—. Y también tenemos nosotros armas de fuego para rechazar cualquier ataque.

—Guardaos, señor Yáñez —dijo en ese momento Kammamuri.

El elefante había salido de la niebla y recorría la orilla del estanque, lanzando de vez en cuando sordos barritos.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri al portugués—, no vaháis más adelante, que yo conozco la furia sanguinaria de esos terribles solitarios. Dentro de poco tendréis la prueba.

—También contribuiremos nosotros a calmarlo, querido amigo —respondió Yáñez— .Tenemos buenas balas cónicas reforzadas por una ligera capa de cobre.

—Pero, ¿no os habéis dado cuenta de que el elefante ya no está solo? Mirad detrás de él y decidme qué son esas moles que avanzan a través de la niebla.

El portugués, aunque poco fácil de impresionar, se había detenido junto al tronco de un durion, con la carabina dispuesta.

En efecto, el paquidermo ya no estaba solo. Otros cuatro colosos, dotados de enormes patas, avanzaban a lo largo de la orilla neblinosa del estanque lanzando de vez en cuando amenazadores barritos.

El proscrito se había hecho acompañar de otros, qué quizás estaban en sus mismas condiciones. Y aquella manada verdaderamente formidable no cesaba de avanzar hacia el grupo, probablemente azuzada por los sikkaris que batían los árboles más frondosos de la selva.

—¡Guardaos! —dijo Kammamuri—. Vuestra pequeña carabina no podrá obtener más que escasos resultados. No apuntéis a la frente, sino a la articulación del hombro. Solamente cuando un proyectil se mete entre esos huesos lea quita la fuerza. Señor Yáñez, tiraos entre los matojos y detrás de los árboles.

—Ya lo hago.

—¡Abajo los demás!

—Seguidme, señora —dijo Yáñez—. No se puede bromear.

—Cuidad de vos, milord —respondió la bella holandesa—. No querría que el dormitorio del solitario se convirtiese en vuestra tumba, milord.

—¿Y nosotros no contamos, señora? Ahora somos pocos. Pero dentro de un momento seremos tan numerosos que podremos hacer frente a la carga de cien elefantes. Seguidme, señora, y manteneos tras el árbol y detrás de los matorrales para poder huir mejor del asalto. "Cabeza gris" toca ya su fanfarria de guerra.

El colosal elefante que guiaba a los otros cuatro, al ver a aquellas personas se había detenido de golpe y husmeaba el aire. Todo su corpachón vibraba.

Yáñez se había apoyado fuertemente contra el árbol.

—Aquí hace falta más gente —murmuró—. ¡Malditos sean los caprichos del sultán!

A través de la niebla matutina que se esparcía entre los árboles y ondeaba entre las plantas, se veían aparecer y desaparecer sombras humanas que se disponían a bajar hacia el estanque para cortar el paso al terrible "cabeza gris" y a su pequeña pero temible banda.

—Allí —dijo Yáñez—, probemos antes que nada con algún disparo. Pero somos pocos para detener a esos animales, que no perdonarán a ninguno de nosotros… ¡Por Júpiter! ¿Y mi escolta, que sigue a los batidores?

Metió dos dedos en la boca y lanzó un agudo silbido. Tuvo pronta respuesta, procedente de los matorrales que bordeaban el estanque.

—Es Mati, que guía vuestra escolta, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Conozco muy bien esta señal. La he oído muchas veces en el yate.

"Cabeza gris", al oír aquel silbido, se había precipitado en el estanque, levantando una gigantesca ola de barro. Se adentró en él hasta el vientre, agitando rabiosamente la trompa. Luego regresó a tierra, bramando espantosamente.

En ese momento resonaron unos disparos entre los árboles. La escolta del inglés comenzaba su batalla contra los colosos.

—¡Disparad también vosotros! —gritó Yáñez—. Debemos destruir el pelotón que ese irascible vejete intenta lanzar contra nosotros.

Todos se habían arrojado al suelo, escondiéndose entre los numerosos tocones existentes en aquel lugar, y habían comenzado a disparar con furia.

El irascible "cabeza gris", consciente de su extraordinaria fuerza, probó a cargar contra ellos. Pero, tras dar unos pasos, cayó de rodillas, rompiéndose una de sus patas.

Yáñez y sus compañeros le habían acribillado a balazos, deteniendo a tiempo el ataque. Pero aún permanecían en pie los demás paquidermos, que ya estaban intentando ganar el estanque para llegar frente al bosque.

—¡No os mováis! —dijo Yáñez, viendo levantarse a la bella holandesa y al sultán—. Si nos descubren, estamos perdidos y no se salvará ni la escolta. ¡Dejadme hacer a mí! Ven, Kammamuri.

Cargaron de nuevo rápidamente las carabinas y dejaron su escondite para procurar detener a los compañeros del solitario.

—¡Pensad en lo que hacéis, señor! —dijo el indio.

—Estoy seguro de mi puntería.

Pasaron por detrás de las grandes plantas que formaban el frente del bosque y comparecieron bruscamente casi a la orilla del estanque.

Uno de los elefantes, al ver al portugués, se lanzó enloquecidamente contra él, rasgando el aire con su tremenda trompa.

Pero tenía ante sí a un hombre veterano de muchas grandes cacerías y que poseía una sangre fría maravillosa.

—¡Señor Yáñez! —gritó el indio.

—Para mí, el mayor. Para ti, el otro, por ahora —respondió el portugués.

Se puso en pie entre los matorrales que cubrían la base de los grandes árboles y avanzó resueltamente contra los tres monstruos.

Ya iba a hacer fuego, cuando resonó un disparo en la parte opuesta del bosque, que aún no debía de estar ocupada por los sikkaris.

Un instante después, una bala le arrebataba el sombrero. Unos centímetros más abajo y todo hubiera acabado.

Al oír aquel disparo, todos se pusieron en pie.

—¿Quién ha disparado contra mí? —gritó el portugués, acercándose al elefante, cuya masa podía servirle de barricada.

La respuesta fue una carcajada.

—¡Canalla! ¡Da la cara, si no eres un cobarde! —gritó Yáñez.

—¡Muy bien, aquí estoy!

John Foster se dejó ver, saltando entre dos matorrales.

—¡Vos! —gritó Yáñez, muy impresionado por aquella aparición—. Miserable, ¿qué queréis? ¿No veis que estamos a punto de ser despedazados todos nosotros y que aquí se encuentra también el sultán?

—No seré yo, ciertamente, señor pirata, el que os preste ayuda —respondió el capitán del vapor hundido.

—¿Vais a dejar que nos maten a todos?

—¡Reventad!

—Es demasiado, señor Foster.

Acompañado por el fiel indio había alcanzado el enorme corpachón del "cabeza gris" y se había echado al suelo tras él para evitar los tiros del inglés.

—¡Mati! —gritó—. Mantén a raya al elefante unos minutos. Si no puedes desalojarle, incendia las hierbas.

Dicho esto, se echó la carabina a la cara y miró hacia el lugar donde se había mostrado el inglés, que se dio prisa en desaparecer sabiendo con qué clase de tirador se las tenía que ver.

—Señor Foster, el sultán nos está mirando —dijo Yáñez—.

Dignaos haceros visible para que no se haga una pobre idea de los marineros de la gran Inglaterra.

—Señor pirata —gritó el inglés, con voz ronca—, mostradme una parte de vuestra cara para hacer ver a Su alteza cómo castigan los ingleses a los canallas como vos.

—Eh, señor mío —respondió Yáñez, que se guardaba muy bien de exponerse a los tiros del traidor—. Aún no tenéis mi piel en el bolsillo.

—Pero la tendré, ¡por todos los rayos y todos los huracanes! Mientras os escondáis, no puedo daros el justo castigo que os aguarda.

En ese momento, estalló un tiro de fusil al lado del portugués. Kammamuri, que había divisado un instante al inglés aun cuando éste se mantenía prudentemente escondido entre los matorrales, había disparado, pero fallando desgraciadamente el blanco.

El inglés había saludado aquel tiro con una risa burlona y por un momento desapareció entre los árboles para escapar al ataque de los paquidermos, que cada vez se hacía más tenaz, a pesar de las descargas de la pequeña escolta.

—¿Todavía no te dejas ver? —gritó Yáñez.

—No tengo ninguna prisa en enviaros a piratear por los mares del otro mundo.

—Tenéis los elefantes a la espalda.

—¡Me río yo de eso! —respondió el inglés.

Por el momento, en efecto, se podía reír, porque se había tirado en medio de una zarza atravesada aquí y allá por fortísimas fibras de rotangs que, cuando están tensas, poseen la resistencia de los cables de acero. Los elefantes no podían cargar contra aquel brezal sin suicidarse.

Un paquidermo, creyendo encontrar un paso, había tratado de adentrarse en pleno bosque, donde el inglés, que seguía escondido, no cesaba de disparar contra la escolta del portugués y contra los gigantes de los bosques bornéanos.

El coloso, que había intentado atacar por la espalda al inglés, no tuvo suerte. Cargando con su acostumbrada furia, se había estrellado contra los rotangs y los gomuti, y trataba de destrozarlos a golpes de trompa. Había ya penetrado y distaban pocos pasos del inglés, cuando su trompa quedó segada de un solo golpe. El enorme apéndice había chocado contra un rotang y había quedado cortada.

Un barrito espantoso, seguido de gritos pavorosos e impresionantes, anunció la muerte del paquidermo, que había caído de rodillas.

John Foster, que debía conservar una calma admirable incluso ante aquel peligro extremo, se había vuelto de golpe y había hecho fuego repetidamente.

El gigante, ya mutilado, había recibido la descarga en los ojos.

Desgraciadamente, había otros tres que avanzaban a través de los brezales, como si estuvieran completamente decididos a vengar a sus compañeros.

Yáñez, que no perdía de vista ni al inglés, ni a los colosos, esperó unos instantes, con la esperanza de que los elefantes se encargaran de desembarazarle de aquel peligroso adversario. Pero, luego, despreciando la vida, se lanzó a pecho descubierto, intentando alcanzar una vez más el enorme corpachón del "cabeza gris".

—Haz como yo, condenado inglés —gritó—, si es verdad que no tienes miedo de mí. Mira cómo me expongo a tus disparos. Haz tú otro tanto con los míos, si es cierto que eres un valiente.

El sultán, entre tanto, viendo que los acontecimientos iban más allá de lo admisible, había hecho acudir, con una serie de agudísimos silbidos, a veinte o treinta sikkaris que batían los claros de detrás del brezal para empujar a los gigantes hacia el estanque.

Otro gran animal, nada asustado por el horrible fin de su compañero, que jadeaba en el suelo completamente desangrado, había tomado impulso y se había estrellado precisamente en el lugar donde se escondía el obstinado inglés.:

No iba a correr mejor suerte, porque, después del primer ímpetu, chocó con la cabeza contra una fila de rotangs tendida entre dos árboles altísimos, como un verdadero cable de acero.

Se oyó un ruido espantoso, seguido de barritos tremendos y del crujir de las plantas que sostenían las fortísimas lianas malayas, más resistentes que las americanas. Los dos árboles, a pesar de su enorme mole, fueron arrancados de cuajo.

El desgraciado paquidermo no había tenido más suerte que su compañero. Lanzado a la velocidad de una locomotora por en medio de todos estos obstáculos, había caído sobre un calamus, resistente como el acero, que le decapitó en un instante.

Sin embargo, los otros dos, aunque veían alzarse las nubéculas de humo por encima de los matorrales, no se habían detenido.

John Foster, obligado a salir por aquellos animales de los grandes bosques que se preparaban para hacerle pedazos o aplastarle contra el tronco de un árbol, se había precipitado fuera del matorral gritando a pleno pulmón:

—Si entre vosotros hay un europeo, que venga en mi ayuda. ¡Todos los hombres blancos tienen el deber de protegerse!

—Entonces, heme aquí, John Foster —gritó el portugués.

Apenas se hubo mostrado, el inglés le disparó otro tiro con la esperanza de asesinarlo a traición.

—¡Ah, miserable! —gritó el portugués, que había evitado el proyectil dejándose caer precipitadamente al suelo.

Pero se levantó inmediatamente y, armado de su infalible carabina, se lanzó hacia adelante.

El inglés, apremiado también por los elefantes, se había dado a la fuga a través de la maleza, con la intención de internarse en la gran selva.

—¡Detente, bribón, o disparo! —gritó Yáñez, que avanzaba audazmente precedido de Mati y de algunos hombres de su escolta.

—¡Conseguiré tu piel! —respondió el inglés—. Lo he jurado y yo soy hombre que mantiene su palabra.

—Y también sus traiciones, indignas de un europeo.

John Foster continuaba corriendo con la agilidad de una gacela. Se detuvo detrás de la enorme masa del "cabeza gris" y, después de tirarse al suelo, gritó:

—¡Aquí va la bala que te matará, infame pirata!

Había encañonado ya al portugués, cuando un disparo se anticipó al suyo.

La bella holandesa, que había asistido a aquel trágico duelo sin manifestar emoción alguna, disparó. El inglés cayó al lado del "cabeza gris", con la cabeza atravesada por un proyectil cónico forrado de cobre.

—Gracias, señora —le dijo Yáñez—. No olvidaré nunca que me habéis salvado la vida.

—También yo tengo deudas de gratitud con vos, milord —respondió Lucy, con su acostumbrada voz sosegada—. ¿Y ahora?

—Procuremos arreglárnoslas lo mejor posible. Aquí sopla un extraño viento que habla de traición.

El portugués volvió a cargar las armas.

—Si os importa la vida, reuníos todos a mi alrededor.

Luego, echando al sultán una mirada amenazadora, añadió:

—¿Qué mala pasada me habéis preparado, alteza?

—Una partida de caza y nada más. Ya han sido abatidos los colosos. ¿De qué os quejáis?

—Querría ver a vuestros sikkaris.

—No pueden abandonar en este momento la batida —respondió el sultán con voz trémula.

—Tened presente, alteza, que si esos hombres preparan alguna nueva traición, el primer tiro de fusil que dispare será para vos. ¡Vamos, todos a mi alrededor!

18. El ataque de los soldados

Aunque John Foster había caído para no levantarse más, el peligro no había cesado, porque los paquidermos supervivientes corrían desenfrenadamente por el brezal para alcanzar a los cazadores.

Yáñez, formado el grupo con la bella holandesa en el centro, se había dirigido rápidamente hacia las márgenes del bosque para resguardarse bajo los árboles de más altura. De vez en cuando, disparaban algún tiro, retirándose rápidamente y tratando de cazar a las obstinadas bestias.

El portugués se había puesto al lado del sultán y le vigilaba atentamente. Kammamuri no quitaba el ojo del jefe de los sikkaris.

Durante un cuarto de hora el grupo continuó su marcha, siempre por detrás del frente del bosque. Luego, Yáñez dio la señal de alto.

Habían llegado a orillas de una corriente de agua interrumpida por numerosos islotes bajos. Justamente ante el mayor de ellos habían descubierto una roca de unos cien metros de altitud, absolutamente inaccesible para los pesados paquidermos.

—He aquí una magnífica posición estratégica —dijo Yáñez, cuando hubieron alcanzado la cima—. Desde este lugar vigilaremos los movimientos sospechosos de los sikkaris, que no me ofrecen, precisamente, confianza.

—¿Teméis una traición, señor? —preguntó el indio en voz baja.

—¿Qué te dice el corazón?

—Que ese inglés ha roto la tregua existente entre nosotros y el sultán. Este es el momento de tomar una gran decisión o ninguno de nosotros saldrá vivo de estos bosques que tanto se prestan para las asechanzas. Lancémonos sobré Varauni, levantemos a los chinos y asolemos completamente la ciudad, señor Yáñez.

—Si contase con la escolta de Sandokán, a estas horas ya me habría lanzando sobre los hombres del sultán.

—¿Querrán hacernos prisioneros?

—Eso es lo que sospecho. La cara de ese hombre no me tranquiliza nada.

—En este momento somos demasiado pocos para empeñarnos en una lucha a fondo y nuestra desventaja es evidente.

—No podemos hacer más que una cosa. Enviar a Mati al campamento del sultán para que guíe hasta aquí a toda mi escolta.

—¿Y los elefantes, señor?

—Parece ser que se han calmado, Kammamuri.

En efecto, los paquidermos, a pesar de haber logrado; finalmente atravesar el brezal, tras una breve exploración se dirigieron hacia el río, probablemente con la idea de ponerse a salvo en una isla.

De cuando en cuando, algún proyectil llegaba hasta ellos, pero sin herirlos, y les hacía saltar con gran acompañamiento de barritos.

Casi parecía que, desde otros lugares de la selva, hubiesen acudido nuevos colosos a tomar parte en el combate iniciado por el pobre "cabeza gris".

—Alteza —dijo Yáñez, acercándose al sultán, que se mantenía muy próximo al jefe de los batidores—, ¿sabríais decirme cómo acabará esta partida de caza?

—Como tantas y tantas otras —respondió el monarca con voz algo burlona—. ¿Tenéis ya bastantes elefantes? Sin embargo, como habéis visto, después de todo no son tan peligrosos.

—Yo no me refiero a los colosos —repuso Yáñez, con voz agria—, sino a vuestros sikkaris, a los que no veo.

—Continúan la batida, milord. Os he dicho que quiero ir a la cumbre de los montes de Cristal para comprobar un rumor que corre insistentemente por el campamento.

—¿De qué se trata? —dijo el portugués, sobresaltándose y apelando a toda su sangre fría para no traicionarse.

—Parece ser que unas bandas de guerreros dayaks armados con fusiles han dejado el lago Kini-Ballu y marchan hacia mi frontera.

—¿Quién los guía?

—Un famoso guerrero que ha conseguido instaurar su tronco casi al lado del mío. Es el que ha vencido plenamente a las hordas sanguinarias de aquel terrible rajah del lago, contra el cual yo he tenido que guerrear varias veces, cosechando más derrotas que victorias y dejando en las manos de sus cazadores de cabezas un número espantoso de cráneos.

—¿No tenéis kotte en vuestra frontera? —preguntó Yáñez.

—Desde luego. Hay fortines escalonados en los barrancos y en las cimas de las montañas.

—Entonces, dejad que las guarniciones se las arreglen como puedan.

El sultán sacudió la cabeza y dijo luego con voz triste:

—Mis guerreros no valen nada, milord, cuando les falta la ayuda de mi guardia india.

—¿Adonde habéis mandado aquella columna que no hemos vuelto a ver?

—A la frontera. Si ese desconocido baja hacia mis estados, es capaz de llevar la guerra a casa. Bien lo sabe ese terrible y misterioso rajah de Kini-Ballu que le acogió como amigo en su capital.

—¿Ha perdido el trono?

—Y hasta la vida, milord. Pues, cuando se vio en la imposibilidad de defenderse, prendió fuego al polvorín y saltó por los aires junto con su familia.

—Efectivamente, he oído hablar vagamente de esa historia —dijo Yáñez—. ¿Y qué pensáis hacer?

—Encaminarme a los montes de Cristal —respondió el sultán—. Bajo esos inmensos bosques podremos abatir caza de toda especie.

—¿Y entre tanto?

—Preferiría, por mi parte, regresar al campamento para reposar en mi tienda bajo la fiel vigilancia de mi guardia. ¿Qué vamos a hacer aquí toda la noche, expuestos a la humedad del río y sin cenar?

—Pues bien, alteza —dijo Yáñez decididamente—, os advierto que estoy dispuesto a ir delante, pero no me siento seguro entre vuestros hombres después de la traición tramada por él inglés.

El sultán hizo un gesto de impaciencia y miró largo rato al jefe de los batidores, que estaba en pie ante él, bajo la atenta vigilancia de Kammamuri.

—Milord —dijo finalmente—, vos me habéis dado muchos disgustos y después de haber deseado tanto un embajador de la gran Inglaterra, ahora creo que podría pasar sin él.

—¿Y si fuese demasiado tarde?

—¿Qué queréis decir, milord? —preguntó el sultán, asustado.

—Que si se acerca la guerra a vuestros territorios, están preparadas unas flotillas para, a una orden mía, entrar en la bahía y abrir fuego.

—¿Vos haríais eso?

—Seguro, alteza.

—¿Con qué derecho?

—Con el derecho del hombre que defiende su propio pellejo.

—¡Vos veis conjeturas por doquier, milord!

—Yo no las veo: las intuyo.

—Entonces, milord, es hora de haceros saber que aquí hay un sultán al que todos deben obediencia.

—Explicaos mejor, alteza.

—Os detengo a vos y a la mujer, y os conduzco a mi campamento como rehenes.

—¿Con qué fuerzas? —preguntó el portugués irónicamente—. ¿Acaso con el jefe de los sikkaris, que ya está medio muerto de miedo? ¡Hace falta una cosa muy distinta para gente como nosotros!

—¿No queréis venir?

—No —respondió Yáñez—. Al contrario. Os advierto que quemaremos todos nuestros cartuchos.

El jefe de los sikkaris, obedeciendo un gesto de su señor, cogió la carabina y dirigió su boca contra el pecho de la bella holandesa, diciendo:

—¡O me seguís o hago fuego!

Yáñez, que ya sospechaba alguna traición, se había precipitado sobre el sultán, arrancándole el arma y arrojándole al suelo, mientras Mati, Kammamuri y la bella holandesa contenían al jefe de los sikkaris.

—Alteza —dijo el portugués con una voz terrible—. Sí matáis a esa mujer, os saltaré los sesos.

Había tirado la carabina arrebatada al traidor y armado sus pistolas.

—¿Queréis matarme? —preguntó el monarca, con voz; trémula.

—No tengo ningún deseo, si vos no intentáis nada contra nosotros hasta que lleguemos a las montañas de Cristal. Allí podéis hacer lo que queráis.

El sultán se sustrajo al tiro inmediato de las pistolas con un movimiento de costado.

—Me habían dicho que erais un pirata cualquiera, en vez de un embajador de una gran potencia que yo respeto. Me he equivocado al no hacer caso de los consejos de mis ministros.

—¡De vuestros diplomáticos! —dijo Yáñez irónicamente—. Esa gente acabará por arrebataros todas las rentas del sultanato.

Se hizo un breve silencio. El sultán, caído en tierra, temblaba como el azogue y hacía vanamente misteriosas señas al jefe de los sikkaris, el cual, viéndose amenazado por varias carabinas, ni se atrevía a moverse.

—Veamos, milord —dijo finalmente el sultán con voz ronca—. ¿Qué queréis de mí?

—Que me sigáis hasta los montes de Cristal para ver qué es lo que sucede en vuestras fronteras.

—¿Y mi escolta?

—Por ahora permanecerá en el campamento.

—¿Queréis hacerme perder el trono y quizá también la vida, milord? Noto instintivamente que algo se está tramando a mi alrededor para arrancarme el poder.

—¡Silencio! —impuso Yáñez—. Para entrar en vuestro campamento ¿se precisa algún santo y seña?

—¿Qué más deseáis? ¿Atacar acaso a mis batidores, a mis bayaderas?

—No, quiero hacer llegar aquí cuanto antes a mi escolta. Debo responder de vuestra vida y no quiero meteros en alguna fea aventura que pudiera comenzar en las montañas de Cristal para acabar en Varauni.

—¿En mi capital? —gritó el sultán, intentando levantarse.

—¡Quieto, alteza, o disparo! Dadme el santo y seña para que uno de mis hombres entre en vuestro campamento y reúna a mi escolta.

El sultán titubeó largo rato. Luego se sacó de un dedo un pesado anillo de oro y lo tiró a los pies del portugués, diciendo:

—Tened.

—No es suficiente decir "tened", alteza, porque vos permaneceréis como rehén con nosotros, hasta que lo considere oportuno.

—El anillo lleva mi sello —respondió el desgraciado sultán, enjugándose el sudor frío que le perlaba la frente.

No viendo ya armas apuntadas hacia él, se había levantado. También Yáñez había guardado sus pistolas.

El sultán se acercó al jefe de los sikkaris, que no estaba menos aterrorizado, y le susurró rápidamente unas palabras en una lengua que nadie pudo comprender.

—¿No tendréis la intención de prepararnos una nueva asechanza? —dijo el portugués.

—No, al contrario. Le encargo que acompañe a vuestro hombre para que no le ocurra ninguna desgracia y para que impida que intervengan mis ministros en este asunto.

—Está bien, alteza. Vos permaneceréis bien vigilado y al primer intento de fuga os haré fusilar sin piedad.

—La partida ha comenzado, pero aún no se ha terminado, ¿verdad milord? —preguntó el sultán.

—Hay tiempo más que suficiente para arreglar este pequeño asunto que, si ha proporcionado alguna ofensa al sultán de Borneo, por poco le cuesta a Inglaterra la pérdida de uno de sus embajadores.

Se había vuelto hacia Mati, impaciente por reunir a la escolta.

—Conduce aquí a todos mis hombres lo antes posible —le dijo—. Guárdate de las traiciones, amigo.

Se sacó del bolsillo del chaleco un cronómetro de oro cuajado de brillantes, que tenía sus iniciales, seguramente un regalo de Surama, y luego siguió diciendo:

—Son casi las dos: poco después del ocaso podéis estar tranquilamente de vuelta aquí.

—Si encontramos el paso franco.

—Los elefantes ya no se divisan y creo que nadie os pondrá impedimentos. Idos.

Habían transcurrido cinco minutos cuando, entre los bosques que se extendían a lo largo de las orillas del río, se oyó un disparo de fusil.

Yáñez se puso en pie de un salto, mirando al sultán, que, sentado sobre una roca, fingía no verle.

—¿Otra traición, alteza? —le preguntó.

—Vos soñáis traiciones por doquier, milord —respondió el sultán—. Esto ya resulta enojoso.

—Explicadme, entonces, por qué mis hombres se han visto obligados a disparar nada más alejarse de aquí.

—¡Gran Alá! Habrán matado una babirusa para su cena. Sabéis bien que todos estamos sin víveres.

En ese instante, resonó otro tiro de fusil bajo los árboles, seguido casi inmediatamente de una descarga cerrada.

—¡Los soldados atacan a nuestro amigo! —gritó Yáñez.

—No os inquietéis por Mati, señor. Es un hombre que sabe arreglárselas bien siempre, incluso en las peores circunstancias.

—¿Y si le matan?

—Aquí estoy yo, señor Yáñez. Y una carrera hasta los montes de Cristal para pedir ayuda al tigre de Malasia, no me asusta.

Los proyectiles empezaron a silbar sobre la roca, arrancando grandes trozos de toba.

Un hombre salió del bosque y corrió a la velocidad del rayo hacia el lugar ocupado por Yáñez y sus compañeros.

—¡Mati! —exclamó Kammamuri.

—¡Con los soldados a su espalda! —añadió el portugués—. Señora, echaos en medio de las rocas y no os dejéis ver, porque esos indios son óptimos tiradores.

—¿Y vos, señor Yáñez? —preguntó Kammamuri, que se había colocado prudentemente detrás de un enorme peñasco.

—Quítate la faja de seda y, antes de nada, ata al sultán —respondió el portugués—. Si quieren subir hasta aquí, con un rehén como éste en nuestras manos podemos imponer condiciones.

El indio se había quitado la rica banda y había ejecutado la orden.

—¡Miserables! ¿Qué hacéis? —gritó el soberano, poniéndose grisáceo.

—Pretendemos impediros la fuga —respondió Yáñez, haciendo brillar a los últimos rayos del sol los cañones de sus famosas pistolas.

—¡Esto es un asesinato! —gritó el sultán.

—Que, en todo caso, cometerán vuestros soldados, porque el primero que se presente aquí marcará la última hora de vuestro reinado.

—Tengo derecho a ser puesto en libertad.

—Y yo a impediros que preparéis alguna otra trampa bajo los bosques de los montes de Cristal.

—Vos no sois el sultán de Borneo.

—Es verdad: pero soy un hombre capaz de devastar todo vuestro reino. Tened cuidado, porque las huestes conducidas por el terrible Tigre de Malasia están, mientras tanto, introduciéndose en vuestras tierras.

—¡Me vengaré…!

—Sí, lo más tarde posible —respondió Yáñez.

Luego, volviéndose hacia Kammamuri y señalándole al sultán, le dijo:

—Coge a este hombre, súbelo a la cima de esa roca y haz que resulte bien visible. Veremos si su guardia tiene el valor de disparar contra él.

—¿Y después, señor Yáñez? —preguntó el indio.

—¿Te asustaría dar un paseo nocturno conmigo hasta los montes de Cristal?

—Con vos incluso iría por segunda vez a cazar los últimos thugs indios.

—Por ahora, aquéllos no nos molestan. Así que sólo tenemos que ocuparnos de los soldados.

—Que también tienen en sus venas sangre india —observó, no sin cierta malicia, el maharato.

Las descargas cerradas no sonaban ya, pero el combate aún no debía de haber terminado. Tiros aislados repercutían dentro del bosque que bordeaba el río. Mati se batía en retirada, quemando sus cartuchos.

—Ahora, hagamos algo también nosotros —dijo Yáñez—. No dejemos que avancen tranquilamente los soldados y conquisten nuestra posición. Antes de que lleguen aquí el sultán será hombre muerto, si no dejan de disparar.

Subió a una roca junto con Kammamuri y echó una mirada a lo largo de las orillas del río. Luego, divisando un pequeño grupo de soldados, disparó, a su vez, dos tiros, obligando a aquellos indios, a pesar de su valor, a ponerse nuevamente a salvo bajo los árboles.

También Kammamuri había consumido un par de cargas, con la cooperación de la bella holandesa, que disparaba muy bien y con calma, como si se encontrase en un campo de tiro.

—¿Cuánto durará esta tregua? —se preguntó el portugués, mirando a Kammamuri—. Si los soldados nos atacad nos veremos obligados a rendirnos por fuerza, ya que no tenemos nada que llevarnos a la boca.

—¿Creéis que el Tigre de Malasia estará bajando ya hacia la frontera para tendernos la mano?

—Sandokán no puede estar lejos. El puesto de correos está en el Sirdar y allí encontraremos noticias suyas.

—¿Qué tengo que hacer?

—Partir sin demora y aprovechar la noche para esquivar a los soldados. Procura unirte a Mati, si puedes, y que Dios te proteja, mi valiente y fiel amigo.

19. Las huestes del tigre

La luna, una magnífica luna que iluminaba el bosque como si fuese pleno día, rozaba los altísimos árboles de los montes de Cristal cuando una pequeña cuadrilla de hombres apareció en el fondo de un barranco que conducía al estanque de Sirdar. No serían más de cincuenta, pero su aspecto no era precisamente tranquilizador.

Se trataba de malayos y dayaks del interior, los famosos cazadores de cabezas, todos ellos armados de fusiles y de sables espantosos que, solamente con verlos, helaba la sangre en las venas. Por si fuera poco, algunos llevaban en sus robustos hombros unos largos cañones, que no eran otra cosa que espingardas.

Parecía que otros hombres traspusieran más arriba los pasos de las montañas, pues el silencio de la noche era interrumpido de cuando en cuando por un lejano rodar de piedras.

En el extremo del barranco recorrido por aquella pequeña tropa, ardía un gran fuego encendido a la orilla de un pantano. Dos hombres, sentados en el tronco de un árbol, charlaban tranquilamente sin preocuparse, al parecer, de los peligros que podían presentarse de un momento a otro.

Uno era el verdadero tipo de malayo, intensamente moreno, con tonos rojizos en los pómulos; en cambio, el otro era el puro tipo indio.

Ambos eran entrados en años, pero robustos y capaces de llevar a cabo por sí solos grandes gestas.

—Oye —dijo el tipo malayo al indio, que desde hacía algún tiempo daba muestras de impaciencia—, ¿no te parece raro que Yáñez no nos haya enviado todavía algún correo? Mati, el patrón del yate, debe de conocer el país y yo creo que sabrá llegar prontamente aquí, mi querido Tremal-Naik.

—No puedo afirmar que esté tranquilo, Tigre de Malasia. Tengo constantemente el temor de que al señor Yáñez y a las flotillas les haya ocurrido alguna desgracia.

—También yo querría saber lo que ha sido de los hombres que desembarcamos en la costa. Sin embargo, creo que dentro de poco tendremos alguna noticia. Conozco demasiado bien a Yáñez, y me parece verle venir a nuestra encuentro, pues él sabe que también nosotros estamos expuestos a grandes peligros. ¿Están siempre pegados a nosotros los cazadores de cabezas?

—Sí, señor Sandokán. No nos quieren dejar de ninguna manera.

—¿Es que siempre tienen necesidad de cabezas estos sanguinarios salvajes? —dijo el Tigre de Malasia.

—Sabéis igual que yo la raza de bribones que son esos hombres: tienen una constante necesidad de adornar sus cabañas con cabezas humanas para aterrorizar a sus adversarios.

—Calla, Tremal-Naik —dijo en ese momento el Tigre de Malasia, levantándose de golpe y dando un silbido para que acudieran sus hombres, que se habían reunido ya, poco a poco, en las orillas del estanque.

—Un disparo de fusil, ¿verdad, Sandokán? —preguntó el indio.

—Así me ha parecido. Los dayaks no poseen armas de fuego —dijo el Tigre de Malasia—, a no ser que estén a sueldo nuestro. Sus cerbatanas no hacen ruido, aunque maten inexorablemente.

La pequeña tropa que había bajado por el barranco del estanque, había montado inmediatamente dos espingardas, apuntando sus bocas hacia el boscaje.

Todos se habían puesto a la escucha, alarmados por aquel disparo que no podía haber sido hecho ciertamente por amigos.

Transcurrieron unos minutos de angustiosa espera, porque el grupo sabía demasiado bien que tenían ante ellos y a sus espaldas a los famosos cazadores de cabezas, que son los más valientes isleños de Malasia.

Después de aquel disparo que resonó a lo lejos, en medio del enorme y tenebroso bosque, no habían oído nada más.

Sin embargo, el grupo permanecía armado y se mantenía listo para rechazar cualquier ataque que viniera de la otra orilla del estanque.

—¿Nos habremos equivocado, Sandokán? —preguntó Tremal-Naik al formidable jefe de los tigres de Mompracem.

—No, ha sido un disparo de fusil —respondió el malayo, echando una mirada a su pequeña tropa—. Conozco las carabinas de mis hombres y reconozco un tiro entre mil porque nuestras armas son de un calibre mucho mayor que el de los fusiles que usan los ingleses.

—¿Respondemos, Tigre de Malasia?

—¿Para indicar a los cazadores de cabezas nuestro campamento? No, Tremal-Naik, prefiero seguir esperando. Por otra parte, somos bastantes y tenemos la espingarda que tanto temen los dayaks.

Transcurrieron otros cinco minutos.

Un tigre hambriento, que iba en busca de su cena, dejó oír su espantoso e impresionante "augg", pero el disparo de fusil no se repitió en el tétrico bosque.

—Está pidiendo nuestras costillas —dijo Tremal-Naik, que por haber vivido muchos años en la India, no se mostraba agitado.

—¿Crees que atacará al hombre que ha disparado el tiro?

—También yo tengo esa duda, Sandokán —respondió el indio.

—¿Qué harías tú?

—Iría a buscar al hombre que ha señalado su presencia con ese disparo de fusil. Hemos matado suficientes en los sunderbunds del Ganges y a lo largo de las orillas del río sagrado para que nos asuste el rugido de ese tigre hambriento. La noche no es tan oscura, y también bajo el bosque sabremos guardarnos del devorador de hombres.

El Tigre de Malasia hizo un gesto, y un feo y viejo malayo que tenía la cara y el pecho cruzados por golpes de sable se adelantó, preguntando:

—¿Qué quieres, jefe?

—Que te mantengas firme hasta nuestro regreso —respondió Sandokán—. Si los cortadores de cabezas intentara») asaltar el campamento, ametrállales, ya que hemos traída hasta aquí nuestras mayores espingardas.

—¡Cuidado, jefe! El bosque esconde mil asechanzas, especialmente cuando lo recorren los salvajes de la frontera.

—Por el momento, nos bastaremos Tremal-Naik y yo. Quiero buscar por encima de todo al hombre misterioso que avanza por el bosque, a pesar del rugido del tigre. No puede ser más que uno de los hombres de Yáñez, estoy seguro.

Echó una ojeada a sus hombres. Luego, satisfecho de ver a los formidables andarines de los bosques en formación de combate, se echó la carabina al hombro, diciendo a Tremal-Naik:

—Ven, amigo: o encontramos al hombre o encontramos al tigre.

Volvieron la espalda al pequeño campamento y se adentraron decididamente en el tenebroso follaje.

Los dos hombres avanzaron alerta durante unos cincuenta pasos, aguzando el oído; luego, Sandokán dijo:

—Sea amigo o enemigo, provocaremos otro disparo de fusil.

—Si el tigre no se ha comido ya al misterioso correo —dijo el indio.

—Los hombres de Yáñez han hecho las campañas de la India y conocen demasiado bien el bag para dejarse sorprender. Probemos.

Descolgó la carabina y se puso a la escucha unos instantes. Había alzado ya el arma, cuando el espantoso rugido del tigre resonó repentinamente en medio del bosque.

—Parece furioso —dijo Tremal-Naik—. ¿Será que el hombre ha fallado el tiro o es que la fiera estará herida?

—Veamos —dijo Sandokán.

Disparó un tiro que retumbó siniestramente bajo el tenebroso bosque, y un amenazador "augg" fue la respuesta, que resonó no muy lejana, hasta que, tras unos minutos, si oyó otro disparo, pero más débil que los demás.

—Lo tenemos a nuestra derecha —dijo Sandokán—. No puede ser un dayak.

—No, pero tiene por aliado al tigre —respondió el indio, que en los sunderbunds había hecho estragos entre esas fieras sanguinarias.

—Cuida de que no nos sorprenda: está más cerca que el hombre.

—También nosotros tenemos ojos y estamos habituado a ver en medio de las tinieblas.

—Retirémonos, Tremal-Naik, y estemos atentos. Si a tigre nos ha olfateado, como es probable, se dispondrá darnos caza.

—Sí, se nos echará encima cuando menos lo esperemos.

Habiendo encontrado en el bosque un claro muy ancho abierto por los elefantes o por los rinocerontes, se adentra ron en él, manteniendo el dedo en el gatillo de las carabinas.

Sandokán se había apresurado a cargar de nuevo si; arma para no encontrarse indefenso más tarde.

En el bosque reinaba ahora un gran silencio, apenas rote por el susurrar de la fronda. Bajo las hojas secas se oía de cuando en cuando silbidos más o menos agudos que anunciaban la presencia de reptiles.

Siempre aguzando el oído, con la mirada fija en los matorrales y en los grandes árboles, los dos hombres empezaron su marcha valerosamente, buscando al misterioso correo Habían recorrido otros quinientos o seiscientos pasos cuando Tremal-Naik, que iba delante, se tiró bruscamente al suelo, susurrando:

El bag

—¿Le has visto? —preguntó Sandokán, sin mostrar ninguna aprensión.

—Una sombra ha volado hacia los árboles que se extienden ante nosotros…

—Pero no estás seguro de que sea el tigre.

—¡Oh! No tardará en hacerse oír. Si son valientes los de Bengala, no lo son menos los de Borneo y no huyen ante el hombre.

—¿Tendrá su guarida entre esos árboles?

—Lo sospecho, Sandokán.

—Entonces, vamos a buscarlo —dijo decididamente el jefe de los piratas de Mompracem.

Se habían detenido ambos, olfateando intensamente el aire impregnado del penetrante olor que dejan tras de sí las fieras.

—¿Lo notas? —preguntó Tremal-Naik.

—Sí —respondió Sandokán—. No es posible equivocarse.

Miró a su alrededor y, al ver en el suelo un pedazo de rama seca, lo cogió y lo lanzó con toda su fuerza hacia el grupo de árboles, tratando de provocar el ataque de la fiera. Entre los matorrales se oyó un rugido amenazador y, luego, un crujir de hojas secas.

—Está allí dentro —dijo Tremal-Naik.

—Y nos acecha al paso —añadió Sandokán—. Intentemos descubrir sus ojos y fulminarle con una bala en la frente. Ponte a mi derecha, amigo. Dispararemos mejor.

El indio se apartó unos pasos, se inclinó hasta el suelo y luego se levantó, diciendo:

—Está delante de nosotros.

—¿Y el hombre?

—¡Quién sabe dónde estará! Le buscaremos más tarde, cuando nos hayamos desembarazado de este peligroso vecino. Sangre fría y adelante.

Se habían puesto a andar a gatas, buscando ansiosamente a la fiera.

Un soplo de aire húmedo, que olía a tierra impregnada de miasmas, les llevó por segunda vez el olor del bag.

—¿Ves algo, Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.

—En el claro reina una oscuridad completa.

—¡Sin embargo, la bestia está allí adentro!

—Oh, también yo estoy convencido de eso.

—Busca sus ojos.

—¡No consigo descubrirlos!

—¿Quieres que sigamos adelante y que reanudemos nuestro camino? Este tigre nos sobra…

—No te fíes, porque si está hambriento, nos seguirá para caernos encima en el momento oportuno.

—Pero no podemos permanecer aquí eternamente inmovilizados, quizá mientras ese misterioso correo intenta alcanzar el estanque.

—¿Qué quieres hacer, Sandokán?

—Matarlo —respondió el jefe de los piratas de Mompracem—. No será el primero que caiga bajo nuestros disparos.

Se había levantado nuevamente, acercándose con local temeridad al claro y manteniendo la carabina apuntada.

Un ronco maullido le advirtió que el peligro estaba más cercano de lo que creyera.

—Tremal-Naik —dijo—, ¿quieres hacer de reclamo? Tul sabes que jamás yerro.

—Estoy listo —respondió el valeroso indio.

Se acercó a una fibra de rotangs y se colgó de ella con las manos, sacudiéndola fuertemente. La liana, que pasaba por en medio de los árboles, vibró varias veces, atrayendo la atención del carnívoro.

Sandokán, esperaba cinco pasos detrás, conteniendo la respiración. De repente, una sombra se abatió sobre los rotangs que aferraba Tremal-Naik, intentando llevarse al hombre que se ofrecía tan atolondradamente a sus dientes y a sus garras.

De repente, resonaron dos disparos de arma de fuego. Sandokán había disparado. La fiera, que intentaba subirse sobre los rotangs para alcanzar al indio, alargó las patas anteriores, lanzó un rugido y, luego, se desplomó.

—¡Ya es nuestro! —gritó el indio, que se preparaba para disparar el tiro de gracia.

—Y también caerá en nuestras manos, dentro de pocos minutos, el corredor misterioso.

Una voz humana se había alzado en otro grupo de árboles, gritando amenazadoramente:

—¿Quién vive?

—Es a ti, querido amigo, a quien se lo preguntamos nosotros —respondió prontamente Sandokán—. O te dejas ver o te pasamos por las armas, como al tigre que hemos abatido en este momento.

¡Saccaroa! ¡Esa voz! —exclamó el misterioso correo—. ¿Sois vos el Tigre de Malasia?

—¿Me conoces?

—Soy uno de los hombres del capitán Yáñez, señor —respondió el desconocido.

—¡Mati! ¡El patrón del yate! —exclamaron Sandokán y Tremal-Naik, avanzando.

—Sí, soy yo —respondió el valeroso marinero—. Hace dos días que os estoy buscando por todos los barrancos de loa montes de Cristal.

—¿Le ha sucedido alguna desgracia a Yáñez? —pregunta apresuradamente Sandokán.

—He venido a pediros auxilio.

—¿Ha sido hecho preso, quizá?

—Todavía no, pero creo que antes de mañana por la ñocha se verá preso y bien atado. Los soldados del sultán asediad la colina en la que se han refugiado nuestros compañeros.

—¿Cómo? ¡El sultán se ha levantado en armas, ahora! —preguntó Sandokán—. Ah, tendrá que vérselas con nosotros. Contaba con sorprenderle en su capital: tanto mejor si logramos prenderle aquí. ¿Y la flotilla? ¿Y el yate?

—Por ahora están todos a salvo —respondió Mati—, aunque se dice que han llegado al puerto cañoneras inglesas y holandesas.

—Ha llegado el momento de intentar resueltamente la reconquista de Mompracem —dijo Sandokán—. Regresemos al estanque, reunamos todas nuestras huestes y vayamos en socorro de nuestros amigos. Ni siquiera los soldados asustan al viejo Tigre de Malasia. ¡Ea, Tremal-Naik, en retirada, deprisa! Los minutos se vuelven preciosos.

—¿Estamos lejos del estanque?

—Apenas media hora de marcha, Mati —respondió Sandokán—. Vamos, amigos.

Antes de un cuarto de hora, Sandokán, Tremal-Naik y Mati se encontraban en la orilla del estanque.

En torno a ellos, trescientos o cuatrocientos hombres, en su mayor parte dayaks del interior, habían tomado posición con una cuarentena de espingardas y un par de lila.

—Formad las filas y partamos sin demora —ordenó Sandokán a los salvajes guerreros—. Tú, Mati, nos guiarás.

—¿Y la flotilla? —preguntó el patrón del yate—. ¿No sería mejor que se reuniera en la bahía de Varauni?

—Por ahora, ocupémonos de libertar a Yáñez —respondió el Tigre de Malasia—. Aún no ha llegado la hora de reconquistar la isla de Mompracem.

Los hombres se dispusieron en cinco filas, cargaron las espingardas y los lila, y se pusieron en marcha detrás de Mati. Ya era medianoche y la luna estaba a punto de desaparecer, cuando se oyeron en lontananza algunas detonaciones.

—¿Yáñez, quizá? —preguntó Sandokán ansiosamente a Mati.

—Sin duda es él, que se defiende contra los soldados y contra los sikkaris del sultán.

—Les daremos a esos canallas una tremenda batalla que les persuadirá de enfrentarse con los tigres de Mompracem.

—¿Estará todavía con ellos el sultán? —preguntó Tremal-Naik.

—Seguro. Yáñez, para que no huyera, le ha colocado en la cima de una roca. Así impide, además, que los soldados hagan fuego.

—Ese sí que es un rehén valioso: si ese hombre cae en nuestras manos, Mompracem no tardará en volver a poder de los Tigres de Malasia.

20. Tigres indios y tigres malayos

Desgraciadamente, el desgraciado portugués, cuando ya se creía a salvo, había sido estrechamente asediado por los soldados, que eran muy numerosos porque se les habían unido muchos batidores.

La fuga nocturna que Yáñez había proyectado hacer con Kammamuri se había malogrado por culpa del intensísimo fuego de sus enemigos. Desde hacía cuarenta y ocho horas no habían podido dar un paso.

Muy inquietos, se movían alrededor del campamento, disparando de vez en cuando un tiro contra los soldados, para mantenerlos alejados.

Entretanto, el hambre les atormentaba terriblemente.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, tras unas descargas de los soldados que estuvieron a punto de herir a la bella holandesa—, es imposible resistir.

—Lo sé, querido —respondió el inglés, que se arrastraba entre las rocas como si buscase algo—, no siempre se puede tener suerte.

—¿Creéis que Mati haya conseguido llegar hasta Sandokán?

—Así lo espero.

—¿Con tantos enemigos?

—Mati no es un hombre que se deje sorprender y, aunque sin ayuda, pasará entre las líneas de los soldados.

—¿Cuándo acabará este asedio?

—Supongo que durará hasta que recibamos algún auxilio.

—Y, entre tanto, no tenemos nada que llevarnos a la boca.

—Sí, el plomo de la guardia —respondió Yáñez, que continuaba recorriendo con la mirada una profunda hendidura que surcaba el borde de la roca.

—¿Qué es lo que buscáis? —preguntó Kammamuri.

—La cena.

—¿Dónde?

—Hace poco, mientras la guardia del sultán hacía fuego, he visto a un animal meterse en esa ancha hendidura.

—¿Será un tigre, señor Yáñez?

—No se atreverán a venir contra nosotros, con el estrépito que hacen los batidores. Vamos a ver.

Se volvió hacia la holandesa, que se resguardaba entra dos rocas, y le dijo:

—Esperadme un instante, señora. Y si el sultán intentará la fuga, advertidnos inmediatamente.

—Le impediré que se vaya —respondió la señora con su acostumbrada calma.

Yáñez y Kammamuri cogieron los fusiles, a pesar de están convencidos de que bastarían las armas blancas, y reanudad ron la exploración, empujados por el hambre que les atenazaba desde hacía cuarenta y ocho horas.

Con gran asombro de Kammamuri, se había ensanchando repentinamente ante ellos, la fisura que poco antes parecía tan delgada.

—¿A dónde conducirá? —preguntó.

—Seguramente a una pequeña caverna —respondió Yáñez, avanzando con la cabeza baja para no ser acribillado por los soldados que ocupaban obstinadamente las orillas del río atravesado por los elefantes.

—¿Habrá algún animal delante de nosotros?

—¡Ya te he dicho que vi una sombra y dos ojos tan grandes que parecían linternas!

—¿Queréis bromear, señor Yáñez?

—Verás, amigo.

Recorrieron completamente la hendidura y se detuvieron ante un peñasco partido parcialmente y que parecía tener detrás un gran vacío.

—¿Quién diría que aquí hay una pequeña caverna? —dijo Yáñez—. Ahora sé dónde se ha refugiado ese extraño animal que tiene lámparas por ojos.

—Estad atento, que no os coma una mano, señor Yáñez.

—En un espacio tan angosto no puede guarecerse un animal grande. Ya me imagino con quién tenemos que habérnoslas.

—¿Un oso malayo?

—¡No, no! Cenaremos un pequeño bru-suinoli. Animal feo a la vista, pero no malo al paladar.

Bajo a la hendidura, armó por precaución una de sus pistolas y se acercó al nicho.

Dos enormes puntos luminosos, que despedían una vivísima luz, hirieron de repente su vista.

—¡Un bru-samuinoli! —exclamó el portugués—. Me lo había imaginado. Ningún otro animal habría podido vivir sin hacer largas subidas y fatigosos descensos. Amigo Kammamuri, ayúdame. Son animales que se dejan coger sin demasiada resistencia.

En medio del nicho se encontraba acurrucado un rarísimo animal, de hocico deforme que terminaba en una boca imposible de describir.

—¡Por Júpiter! ¡Sí que es feo! —exclamó Yáñez, echándose atrás—. ¿Quién tendrá el valor de apoderarse de ese animal? Se dice de él que echa por sus ojos todas las maldiciones di las hadas y magos de los bosques.

—Hace cuarenta y ocho horas que mi estómago no cesa di reclamar algo de comida —respondió Kammamuri—. Ser todo lo feo que quiera, pero nos lo comeremos. Aunque me parece de proporciones muy modestas…

Podía haber dicho modestísimas, porque no era mayor que un conejo. Un bocado de carne, después de tanta hambre. Pero se lo habían ganado y no querían dejárselo a los soldados.

El maharato metió el brazo en el nicho, aferró fuertemente al animal sin dejarse asustar por los rayos verdosos que no cesaba de lanzarle, y luego lo sacó, estrangulándola.

—Si sólo podemos contar con estas provisiones, será un mal negocio, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Aquí no hay más de dos libras de carne.

—Nos contentaremos con eso —respondió el portuguesa que observaba con vivo interés al bru-samuinoli—. ¡Quién sabe si entretanto llegarán las tropas de Sandokán!

—¡Mientras no lleguen antes los soldados!

—¡Oh! Tenemos en nuestras manos al sultán y, con un rehén semejante, se puede rechazar el ataque casi sin disparar un tiro.

Apenas pronunció estas palabras, cuando al volver la mirada hacia el sultán le vio hacer con la cabeza una serie de señales.

—¡En guardia, Kammamuri! —murmuró Yáñez—. Llegan los soldados.

—¡Y nosotros iremos a su encuentro! —replicó el animoso maharato.

—Pero con el asado que llevas.

—¿Por qué, señor?

—Los bru-samuinoli son más temidos que las balas de los lila, porque son tenidos por terribles brujos.

—¿Y si entretanto escapáramos? Veo que el sultán continúa haciendo señales.

—Voy a calmarle inmediatamente. Ya nos ha dado bastantes molestias y no aguanto más.

Iban a salir de la hendidura, cuando a pocos pasos de distancia estallaron unos disparos.

Los soldados, aprovechando la oscuridad y la poca vigilancia de los asediados, habían ganado la travesía de la roca y, saltando de peña en peña en el más profundo silencio, estaban a punto de poner los pies en lo alto.

—¡Huyamos! —gritó Yáñez.

—¿Tiro el animal?

—Sí, en medio de sus filas. Verás como escapan. Ten cuidado de no recibir una descarga.

Aunque al maharato le desagradaba mucho perder aquel poco de cena que su estómago reclamaba imperiosamente desde hacía tantas horas, saltó al borde de la hendidura, a riesgo de recibir un disparó lanzó el animal y escapó.

Los soldados, que habían conseguido escalar la roca sin ser observados, al ver que les caía encima aquel extraño animal, cuyos ojos aún conservaban algo de luz, lanzaron un gran grito de espanto y se precipitaron nuevamente a través de los peñascos, sin tener valor para detenerse ni un solo instante.

El horror que tienen los indios y los malayos a los bru-samuinoli es tal, que en cuanto descubren uno se apresuran a cegarlo por temor a que esa extraña luz les traiga terribles: maldiciones. La cuestión fue que la cena del maharato obtuvo un éxito inesperado, porque todos los asaltantes abandonaron la posición.

—Verás como por ahora no vendrán a molestarnos —dijo Yáñez al indio—. Donde se encuentra uno de estos animales, el indio no pasa.

—Pero hemos perdido la cena, señor.

—Apriétate un poco más el cinturón.

—Ya no puedo apretarlo más.

—Nos desquitaremos más tarde.

—Envidio vuestra calma, señor Yáñez. Pero preferiría haberme metido en el cuerpo ese animal, bueno o malo, no importa. ¿Qué está haciendo el sultán? No me cabe la menor duda. Ese hombre hace señales.

—Ponte de guardia con la señora y los cuatro hombres, y deja que vaya a decirle cuatro palabras a ese terrible monarca. ¿Se ve a los soldados?

—Han pasado bajo la protuberancia de la roca y se mantienen muy alejados de esa bestia milagrosa.

—Entonces, vamos a charlar un poco con el amigo. Abre los ojos y no te dejes sorprender.

—Os prometo velar incluso sobre la señora.

Yáñez recorrió un tramo de la peña, mirando hacia abajo.

Luego, no viendo a los soldados, se aproximó al sultán, que parecía muy abatido por su falta de éxito.

—Es inútil que os agitéis, alteza —le dijo Yáñez—. Mientras estemos aquí arriba, vuestros hombres no se atreverán a atacar. En cambio vos, si continuáis con vuestro misterioso juego de señales, podéis correr el peligro de recibir dos pistoletazos.

—¡Ah, infame pirata! —chilló el sultán, haciendo esfuerzos desesperados para desatarse, pero sin conseguirlo—. ¿Aún no ha acabado esta comedia?

—¡Qué va! Acabará en la isla de Mompracem, alteza. Allí jugaremos la partida más interesante.

—¿En Mompracem? —exclamó el sultán, rechinando los dientes—. ¿Qué es lo que queréis decir, mi buen milord? Sin rodeos diplomáticos.

—Como vuestros hombres han comprendido al fin que disparando contra nosotros podrían matar también al gran soberano de Borneo, creo que ha llegado la hora de las explicaciones. Es cierto, alteza. Yo no he sido nunca embajador del gobierno inglés, pues las cartas que os mostré se las cogí al verdadero embajador.

—¿Bromeáis, milord?

—Os repito que esta gira de placer acabará precisamente en Mompracem. Será allí donde nosotros, alteza, probaremos si valen más las carabinas de vuestros soldados que las de los malayos y piratas que hemos reclutado en gran número y que esperan desde hace un mes a poniente y levante de vuestro estado.

—Entonces, ¿quién sois vos? —gritó el sultán.

—¿Os acordáis de los terribles tigres de Mompracem? Tenían dos jefes: uno de ellos fue a conquistar un trono a la India y el otro, que era el famoso Tigre de Malasia, se ha abierto paso hacia vuestro gran lago haciéndose proclamar rajah.

—¡Es imposible! Vos estáis bromeando, queréis divertir a mi costa.

—No, alteza. Yo soy el no menos famoso Yáñez de Gomera, un día llamado el Tigre Blanco. Sólo desataré esos nudos en Mompracem.

—¿Y pasaréis por mi capital? ¿Cuántos sois?

—Proceden de los montes de Cristal las huestes que tiene un único objetivo: enarbolar la roja bandera de los terribles piratas de Mompracem a despecho de los ingleses y de los holandeses.

—¿Habéis conquistado tronos y venís a atacarme por un islote que no vale ni dos disparos de fusil?

—Hace seis meses que los ingleses, de acuerdo con los holandeses, os han cedido la isla.

—Y con la orden de prohibir su reconquista a cualquier banda de piratas.

—Ya no somos vagabundos del mar, alteza. Yo soy rajah de un gran reino indio que se llama Assam, y el Tigre ya ha hecho un bonito agujero en vuestros estados. Así que comprendo que Mompracem ya no merezca una batalla. Pero os aseguro, alteza, que estamos completamente decididos a batirnos en tierra y mar.

—¿Y no tenéis en cuenta a los ingleses?

—Por supuesto.

—¿Y a los holandeses?

—Iremos a preguntarles desde las proas de nuestros praos, entre nubes de metralla, por qué se inmiscuyen en asuntos que no les incumben.

—Son protectores de Varauni y de Mompracem, milord, y se aprestarán a defenderme.

Yáñez sonrió ceremoniosamente. Luego, siguió diciendo:

—Por ahora seguís siendo mi prisionero. Hasta que lleguemos a la costa y quizás más allá. Y os advierto que estoy totalmente decidido a hacer valer sobre vos todos mis derechos de pirata, ya que me tomáis por tal.

—¡Tendréis que véroslas con mi guardia!

—Rondan a lo lejos sin atreverse a dejarse ver. Claro que vos sois un buen blanco.

En ese momento, dos disparos retumbaron cerca de la roca.

—¿Quién ha disparado? —preguntó Yáñez.

—Yo, señor —respondió el maharato.

—¿Suben?

—Así parece.

—¡Y Mati todavía no vuelve con noticias de Sandokán! El asunto se pone serio y no sé cómo acabará, aunque tengo en mis manos al sultán. ¿Quieres una carabina de refuerzo, Kammamuri?

—Sería mejor que vinierais a ver lo que sucede en las orillas del río. Los soldados se amontonan en esa dirección como para prepararse al combate.

—¿Acaso se estarán acercando las tropas de Sandokán? —se preguntó Yáñez.

—Apuntó con sus pistolas al desgraciado sultán con la intención de asustarlo aún más, y luego siguió al maharato, a la bella holandesa y a los hombres de la escolta, todos los cuales se habían resguardado entre los peñascos.

Algo debía de estar ocurriendo, en efecto, en la base de la roca, pues se veía a grupos de hombres que cruzaban el río continuamente y se oían, en el aire antes tranquilo y silencioso, numerosas voces que daban órdenes.

Algunos soldados habían intentado llegar hasta el sultán: con la esperanza de liberarle. Pero luego, ante un ataqué fulminante de los asediados, bajaron nuevamente al río.

—¿Qué dices? —le preguntó Yáñez a Kammamuri, que había disparado otra vez, aunque sin éxito, pues los atacantes procuraban no exponerse al tiro de aquellas famosas carabinas.

—Baja gente de los montes de Cristal —respondió el indio.

—No pueden ser más que los hombres de Sandokán: estoy convencido. Preparémonos para ayudarles lo mejor que podamos.

Ante ellos, más allá del río, se alzaban las primeras estribaciones de los montes de Cristal. Y hacia ese punto enviaban los soldados su vanguardia. Si no les amenazara un peligro, no hubieran interrumpido tan precipitadamente el asedio.

De allí tenía que venir el enemigo, ese enemigo anunciad tanto tiempo atrás, constantemente en armas en las fronteras de Borneo y de la región de los lagos.

Yáñez, Kammamuri, Lucy y los hombres de la escolta, inclinados hacia delante al abrigo de las rocas, no apartaban la mirada de aquellas montañas, escuchando atentamente.

Parecía como si se aproximaran por los barrancos numerosas tropas, porque de cuando en cuando se oían rodar en los valles bajos piedras o troncos de árbol, movidos por los guerreros para abrirse paso hacia el río.

—Se acercan —dijo Yáñez—. ¡Son ellos! ¡Estamos salvados! Mompracem caerá nuevamente en nuestras manos, se lo arrebataremos al sultán para siempre.

—¿Y si nos equivocásemos? —preguntó el maharato—. He oído contar que, de vez en cuando, bajan los dayaks del interior para proveerse de cabezas humanas.

—No nos echaremos en los brazos de estos salvadores a ciegas —respondió el portugués—. Si los dayaks tienen los conocidos parangs y kampilangs que cortan como navajas, nosotros contamos aún con excelentes carabinas.

—Quisiera daros un consejo, señor Yáñez —dijo el indio.

—Dilo.

—¿Qué tal si aprovecháramos la ausencia de los soldados para dejar este lugar y bajar al río?

—También se me había ocurrido esa misma idea —dijo el portugués—. Escapemos, sin descuidar al sultán.

—Yo me encargo de él, señor. Si no me sigue por las buenas, le haré aullar como un lobo. Si es que no le precipito desde lo alto de la roca…

—¿Estáis dispuesta a seguirnos, señora? —preguntó Yáñez—. ¿No os asusta la idea de encontraros entre dos bandos combatientes?

—En absoluto, señor —respondió la joven con toda su calma, golpeando con la palma de la mano su pequeña carabina india—. A mí me basta ésta para defenderme.

—Para ti, el sultán, Kammamuri —dijo Yáñez—. Cuida de que no huya.

—Respondo de ello.

El portugués avanzó hacia el talud de la roca, que caía verticalmente sobre el río tras las primeras estribaciones de los montes de Cristal, y estuvo escuchando largo rato. En el interior de los barrancos se oía constantemente el rodal de los aludes de piedra, como si un pequeño ejército se estuviera encaminando hacia las salidas.

—Ante todo; la señal —dijo Yáñez—. Disparad unos cuantos tiros a intervalos espaciados. Si el hombre que guía esas huestes es verdaderamente el Tigre de Malasia, responderá.

Levantaron las carabinas y dispararon cuatro veces, con una determinada pausa entre una y otra. Esa era la señal establecida con Sandokán y Tremal-Naik para entenderse» a gran distancia. Siguió un breve silencio. Después parecí» como si los montes de Cristal fueran tomados al asalto por hordas procedentes del interior.

También en los barrancos se disparaba con una furia increíble. Y las bandas del Tigre de Malasia no se limitaban a tirar con carabinas, ya que, de cuando en cuando, una serie de fortísimas detonaciones laceraba el aire. Eran las espingardas y los lila de las hordas, que intentaban morderá las carnes de los soldados desplegados a lo largo de la orilla del río.

—¡Adelante! —gritó Yáñez—. Vamos al encuentro de nuestros salvadores. Formad un apretado grupo, con el sultán en el centro, y bajemos al llano antes de que la batalla se haga general. Que nadie se aparte o se quede atrás, porque caerá en manos de los soldados.

De repente, el maharata saltó hacia el sultán y le aferró por los brazos, diciéndole con voz amenazadora:

—O seguirnos o morir aquí arriba, a la vista de los montes de Cristal.

21. Una batalla de gigantes

La batalla había comenzado encarnizadamente entre los tigres malayos y los tigres indios, ansiosos unos y otros por probar su legendario valor.

Las hordas del Tigre de Malasia se habían colocado a lo largo de un ancho barranco, tras emplazar media docena de espingardas en el borde de una elevación.

Un grito tremendo, hizo retumbar las montañas: los tigres más o menos humanos, rivalizaban, ante todo, en la fuerza de sus pulmones, creyendo asustarse mutuamente.

—¡Mompracem! ¡Mompracem!

—¡Varauni! ¡Varauni!

Sucedieron a estos gritos numerosas descargas de fusil, mosquete y espingarda.

La lucha se había entablado ferozmente por ambas partes, pues la guardia del sultán, aunque muy inferior en número, no había retrocedido ni un solo paso. Por el contrario, había atacado decididamente con los yataganes para defenderse de los parangs de sus adversarios. La contienda que se libraba en los barrancos de los montes de Cristal no era una simple escaramuza, sino una verdadera batalla.

Yáñez, Kammamuri, Lucy, sus compañeros y el sultán, asistían desde lo alto a aquella batalla que tenía que acabar en una matanza, porque los tigres indios rivalizaban en audacia y ferocidad con los tigres de Malasia.

Se habían tendido en el suelo para no ser fulminados por las descargas que resonaban desde las laderas, donde Sandokán había colocado toda su artillería para abrirse paso hasta el río.

Los soldados del sultán, bravísima infantería, obstaculizaban ferozmente su paso, tanto con las armas de fuego como con las blancas, intentando, a su vez, dispersar a los adversarios.

—¡Mis compatriotas resisten bien! —dijo Kammamuri que miraba con admiración a los soldados que cargaban furiosamente con los tarwar en sus manos.

—Darán trabajo incluso a los viejos tigres de Mompracem —respondió Yáñez, que aún se mantenía tendido en tierral porque los proyectiles no dejaban de silbar a su alrededor.

—¿Les podrán rechazar en la montaña las tropas del Tigre de Malasia?

—Mientras Sandokán cuente con su artillería, les opondrá una formidable resistencia. Dejémosle hacer: verás como ese hombre tremendo conducirá la batalla maravillosamente.

—¿Y si aprovechásemos este momento para bajar al llano con el sultán?

—Eso era lo que yo quería proponer —respondió el portugués—. Pobre de ti si se te escapa este tirano. Sólo él pueda firmar la rendición de Mompracem.

—No perdamos más tiempo aquí, señor Yáñez —dijo Kammamuri—. Los soldados podrían aventajar a los nuestros y entonces, la reconquista de Mompracem no habría sido más que un bello sueño.

—Señora —dijo Yáñez volviéndose hacia la bella holandesa, la cual asistía desde el borde de una roca a la batalla, que cada vez se hacía más sangrienta—, ¿os atemorizaría seguirnos hasta el río?

—Yendo con vos, no, milord —respondió la joven.

—Correremos peligro.

—No será el primero.

—Kammamuri, te confío el sultán. Si no obedece, recurre a cualquier medio.

—Sí, señor Yáñez —respondió el indio, precipitándose sobre el monarca y aferrándole fuertemente por las muñecas.

—¡Bribones! —gritó el sultán, intentando rebelarse.

—¡Calla, charlatán! —respondió Kammamuri, amenazándole inmediatamente con una pistola—. Camina, o dejarás aquí arriba tu piel.

—Si no quiere andar, empújale —dijo Yáñez.

—Le romperé los huesos, señor, aunque sea un sultán.

El pequeño grupo se formó rápidamente. Yáñez abría la marcha, con Lucy; detrás seguía el sultán, fuertemente asido por el maharato, que no cesaba de asegurar que le mataría a golpes, y, finalmente, los cuatro hombres de la escolta.

Todo el valle surcado por el río se estremecía en ese instante bajo un horrísono estruendo. Las tropas de los soldados y del Tigre de Malasia habían llegado a la lucha cuerpo a cuerpo y se atacaban con un furor imposible de describir. De cuando en cuando, se oían espantosos gritos que impresionaban mucho a la bella holandesa, la cual parecía haber perdido buena parte de su acostumbrada sangre fría en este supremo instante.

Yáñez superó rápidamente las rocas batidas por los proyectiles, alcanzó una especie de canal y se metió dentro animosamente, diciendo:

—Este es el momento de ayudar a los amigos.

Manteniéndose muy cerca unos de otros y avanzando agachados para no ser alcanzados por una descarga, bajaban los fugitivos, cuidando de no caer en una emboscada de los soldados, cosa que era muy probable, pues los fíeles guerreros del sultán se esforzaban por acabar con aquel grupo de aventureros.

Se habían metido entre las densas nubes de humo producidas por la artillería de Sandokán y Tremal-Naik, quienes avanzaban constantemente, ametrallando duramente, a las fuerzas del sultán, que ya tenían numerosas bajas en las orillas del río por no poder oponer una resistencia eficaz.

Tan inútiles eran las carabinas como las espingardas cargadas de clavos, los lila —esos pequeños cañones que arrojan balas de un par de libras— e incluso los cortos y demasiado ligeros tarwar, que sólo tendrían razón de ser en el caso de un enfrentamiento con los terribles kampilangs.

Yáñez y sus compañeros seguían bajando por las pequeñas rieras abiertas por el agua. El estruendo de la batalla llegaba en ese momento al máximo. Sandokán y Tremal-Naik habían lanzado a sus tropas a las orillas del río.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, ¿cómo acabará este trance? Me parece que los soldados oponen una resistencia tenaz.

—Cuando lleguen al cuerpo a cuerpo con los tigres de Mompracem, verás cómo se van.

—¿Quién vive?

—¡Amigos! —respondió Yáñez—. Os pedimos el favor de que os adelantéis para que nos conozcáis.

—¿Quiénes sois? ¿Los aventureros de Varauni, acaso?

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, sobresaltándose—. Yo he oído esta voz en otra ocasión. Pero, ¿dónde?

—Os lo diré yo, milord —dijo la bella holandesa—. En el vapor que hundisteis.

—Tenéis razón, señora. Sería una verdadera suerte capturar a la vez al sultán y al verdadero embajador inglés. Con tales rehenes se le pueden imponer condiciones hasta a Labuán.

—¿Quién vive? —repitió en ese momento la voz del desconocido—. Responded, o hago fuego.

—También hay sitio aquí para vos, señor mío —dijo Yáñez con ironía, mirando en todas direcciones—. Todos combaten y también podemos pelear nosotros. Pero os advierto que os barreremos inmediatamente, si no sois de los nuestros.

—Combato por mi cuenta.

—Es un capricho de verdadero inglés.

—¡Cierto! —respondió el embajador, que, por otra parte, no se atrevía a salir de entre los remolinos de humo que llenaban el valle—. ¿Quién combate en los montes de Cristal?

—La guardia del sultán.

—¿Atacan los aventureros de Varauni?

—Así podría suponerse de todo este estrépito. ¿Querríais tener la gentileza de venir a saludar al sultán de Borneo? —¿El sultán de Borneo?

—Os espera aquí.

—¿Cómo es que se encuentra aquí, en vez de estar entre su guardia?

—Los soldados han preferido abandonar a su señor en el último momento, después de haberle desangrado por completo.

—¡Oh, para fiarse de los indios! Son buenos combatientes una vez que se lanzan al ataque, pero demasiado caprichosos. ¿Estamos en contacto? ¿O sólo me lo parece a mí?

Un hombre de elevada estatura, que llevaba enormes patillas rojas, había salido de la masa de nubes de humo y se había dirigido hacia el grupo de Yáñez.

—Atento, Kammamuri —dijo el portugués—. Necesitaremos a ese hombre.

—Si no os importa, a ese hombre le capturo yo —dijo la bella holandesa.

—Manteneos en guardia, señora. Tomad mis pistolas, que valen más que vuestra carabina.

El desconocido, que finalmente se había presentado, preguntó arrogantemente:

—¿Quién sois vos?

La respuesta se la dio inmediatamente Kammamuri, el cual había dejado por un momento al sultán, ahora bajo la vigilancia de la bella holandesa. Con un salto rapidísimo, se le echó encima y con un impulso irresistible lo derribó al suelo.

El embajador, que ciertamente no se esperaba esa desagradable sorpresa, cayó como un buey al que le hubieran dado un mazazo.

—¿Me lo has averiado, Kammamuri? —preguntó Yáñez—.

Tienes una fuerza muscular tan grande que es preciso dejarla descansar todo lo que se pueda.

—Los ingleses son duros —respondió el maharato—. ¡Es para vos! Mirad, ya abre los ojos y arquea las manos, como si quisiera tomar parte en un combate de boxeo.

—Salta encima de él, antes de que huya: ese también es muy valioso —Kammamuri había caído sobre el embajador, martilleándole la cabeza a puñetazo limpio.

—Basta… me rindo —dijo el desgraciado, que hacía enormes esfuerzos para ponerse nuevamente en pie.

—¿Tienes bastante? —preguntó el indio.

—¿Queréis matarme?

—No tan pronto.

—Átale también las manos a este hombre, junto al sultán. Y procuremos llegar lo antes posible a Varauni —dijo Yáñez.

—¡Cómo! ¿Y Sandokán?

—A estas horas ya sabe lo que tiene que hacer, si Mati ha llegado hasta él, como creo.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros en Varauni, mientras se combate aquí?

—Vamos a desencadenar la revolución, amigo mío. Cuando los tigres lleguen a ver la bahía, es posible que la roja bandera ondee ya sobre los muelles. Ea, huyamos antes de que nos envuelvan los combatientes.

Permanecer más tiempo en la orilla del río, batida por terribles descargas de carabinas y barrida por la metralla de las espingardas, hubiera sido peligroso.

Yáñez, que había imaginado rápidamente un plan, cruzó por el bosque llevando detrás al sultán y al embajador.

Habían llegado entonces al centro del fuego. Las balas silbaban y rebotaban por todas partes, tronchando las ramitas y espantando a los animales salvajes que todavía quedaban por allí.

Aunque los tigres de Malasia habían atacado a fondo y resueltamente, todavía no habían conseguido arrollar a la valerosa infantería india, que se dejaba matar cruelmente en su puesto antes que rendirse.

En el légamo del río se amontonaban los cadáveres, horriblemente mutilados a golpes de tarwar o de parangs, pues tanto los tigres como los indios habían abandonado las armas de fuego que ahora resultaban casi inútiles.

Solamente continuaban disparando las espingardas, colocadas en las hondonadas de los montes de Cristal para diezmar las filas de la tenacísima guardia, que cala sin gloria.

Yáñez, antes de abandonar la roca, con una rápida ojeada, se había formado una idea más o menos exacta del curso del río y guiaba tranquilamente a su grupo, a pesar de que, de cuando en cuando, pasaban por el aire y a ras de suelo verdaderas nubes de metralla.

Su objetivo era librarse del cerco de los soldados, que de un momento a otro podían rodearles.

No había ni que pensar en llegar hasta el Tigre de Malasia, afanado como estaba con todas sus tropas. A Yáñez sólo le quedaba una cosa que hacer: dirigirse a Varauni, sublevar a los chinos y desencadenar la insurrección antes del regreso del sultán.

Dirigiendo hábilmente a su pequeña vanguardia, el portugués, que conservaba siempre su maravillosa sangre fría, consiguió finalmente abrirse camino por el río. Más allá se encontraba la gran selva, aún en tinieblas, porque no había despuntado el alba. Los refugios no podían faltar.

—Un supremo esfuerzo, señora —dijo Yáñez a la bella holandesa—. Tenemos que pasar por en medio de un cerco de fuego.

—Estoy dispuesta a todo —respondió la flemática joven, golpeando el cañón de su carabina con la palma de su mano derecha—. Consideradme como un soldado, milord.

—Si todas las mujeres fueran como vos, ¿cuántas desdichas se evitarían?

—A la guerra se va a combatir, milord —respondió Lucy—. No creáis que estoy demasiado impresionada por esta batalla.

—¡He aquí la excelente sangre del septentrión! —murmuró el portugués—. ¡A mí, Kammamuri!

El maharato, que estaba abrumando a golpes al embajador y al sultán, quienes intentaban con grandes gritos hacer acudir en su auxilio a la guardia, avanzó por la orilla del río volteando amenazadoramente el kampilang sobre la cabeza de ambos prisioneros.

—Cuida de la señora, Kammamuri —le dijo Yáñez—. Si dentro de un cuarto de hora no hemos superado los flancos de la batalla, no sé qué será de nosotros. Presiento que los bornéanos del sultán jugarán su más terrible carta.

—La guardia ya está casi medio destruida —respondió el indio.

—¿Y no cuentas con los sikkaris del campamento? Verás cómo nos caerán encima.

—¿Tenemos que atravesar el río?

—Sí, Kammamuri.

—¡Mal momento, con tantos proyectiles silbando a nuestro alrededor!

—No perdáis el tiempo: disparan a bulto y, además, tienen encima a los tigres de Mompracem, y éstos no dejarán tiempo a los bornéanos para que nos maten a todos. ¡Señora Van Harter, al agua!

—¿No nos ahogaremos?

—No sería imposible que nos devoraran los cocodrilos que infestan los ríos de Borneo, mas espero que, con todo este estrépito, no tendrán ganas de bromear.

El fragor se había hecho verdaderamente espantoso. En efecto, en la hondonada del río había momentos en que parecía que saltaran por los aires parcelas enteras de bosque. Continuaba la sangrienta batalla entre la guardia del sultán y los tigres de Mompracem, con una furia increíble.

Ambos bandos se atacaban encarnizadamente, intentando destruirse en masa.

—¡Agachaos! —gritaba sin cesar Yáñez, que tendía una mano a la bella holandesa—. Nuestra salvación está en la rapidez. Atención a los cocodrilos.

Habían conseguido abrirse paso entre los últimos matorrales que se amontonaban desordenadamente en la orilla del río y se adentraron con resolución en las aguas fangosas, intentando la travesía antes de que llegaran los terribles soldados.

Cogidos de la mano, pasando de banco en banco, los fugitivos, acompañados en todo momento por el sultán y el embajador, casi habían llegado a la orilla opuesta, cuando otro espantoso estrépito resonó en medio de la selva.

—¿Qué ocurre? —gritó Yáñez, que se había detenido en un islote fangoso—. ¡Se trata de elefantes!

—Sí, señor —dijo Kammamuri, que vigilaba a sus prisioneros.

—¿Tigres malayos, tigres indios y elefantes…? ¿Quién saldrá vivo de este valle?

—Señor, atravesemos prontamente el último brazo del río —dijo Kammamuri—. Más adelante hay algo que podrá proporcionarnos refugio contra todos, al menos por cierto tiempo.

Una oscura masa de amplias proporciones se dibujaba en la orilla. En vez de uno de los acostumbrados praos, parecía que los mineros chinos hubieran abandonado en aquel lugar un junco. Como es sabido, las embarcaciones fluviales de los mongoles son de una resistencia a toda prueba.

—¡Sí, allí! —gritó Yáñez, que sostenía constantemente por la mano a la holandesa.

Pasando de banco en banco, el grupo consiguió finalmente llegar a aquella oscura masa que estaba varada en la orilla.

—He aquí nuestra salvación —dijo Yáñez, subiendo rápidamente por la escalerilla del pequeño velero zozobrado—. Si los elefantes nos hubieran llegado a bloquear en medio del río, estábamos perdidos.

—Pero, ¿de qué elefantes creéis que se trata? —preguntó la bella holandesa.

—Los que capturaron los batidores para el sultán y que ahora vienen hacia aquí, a través de la selva, para diezmar a nuestras tropas.

—¿Podremos resistir aquí?

—Este velero es tan pesado como una roca y opondrá una extraordinaria resistencia a los paquidermos.

—¿No nos atacarán?

—No temáis, señora. Se estrellarán contra este montón de maderos. ¡Ya llegan…! Desgraciados de los que se encuentren en la selva. Los prisioneros, a tierra. Y preparémonos a disparar contra los colosos.

—Les voy a atar, señor —dijo Kammamuri, empujando al sultán y al embajador hacia el palo mayor y echando sobre ellos una maroma—. Ahora, que intenten escapar.

En ese momento, la manada de elefantes, reunida días atrás por los sikkaris del sultán en la selva, entraba en el río con un ímpetu irrefrenable, dirigiéndose hacia el velero.

Se trataba de unos cincuenta paquidermos, tal vez más, Y todos de gran tamaño.

22. Asalto a Varauni

El espectáculo que ofrecía aquella manada de elefantes era terrorífico. Los enormes animales, obcecados por la ira, se habían arrojado, de dos en dos y de cuatro en cuatro, a pequeños grupos, contra el velero, desfondándolo en varios puntos.

Sin embargo, la mole había resistido el tremendo choque y solamente el timón, que ahora no tenía importancia alguna, había desaparecido, arrancado por un gran golpe de trompa.

Desgraciadamente, los elefantes, que parecían haber jurado destruir el casco, consiguieron en cierto momento subirse al banco de arena sobre el que estaba varado el junco. Una salva de impresionantes barritos saludó aquel primer éxito, y luego, los colosos reanudaron su obra destructora, lanzándose como catapultas.

—Amigos —gritó Yánez, que jamás había visto tan de cerca la muerte—, aguantad todo lo que podáis o estas bestias malignas conseguirán que nos ahoguemos en el río. Son peores que los soldados del sultán.

Había comenzado el segundo asalto, aún más espantoso que el primero. Aquellos cincuenta animalotes, poseídos de un verdadero furor destructivo, daban tan tremendas sacudidas al velero, que éste amenazaba con hundirse, de un momento a otro, en las profundas aguas.

Bajo los tremendos golpes, que iban en incrementó, las cuadernas eran arrancadas por los grandes colmillos, que perforaban la madera.

La arboladura oscilaba, descoyuntándose poco a poco, y dejando caer sobre cubierta ora una verga, ora un montón de jarcias.

Los fugitivos no escatimaban los cartuchos. Cada vez que un elefante alzaba la trompa, una bala se clavaba en su garganta y lo hacía caer de rodillas.

Mientras atacaban los elefantes, aliados inconscientes del sultán, continuaba la batalla en el río.

Se oían terribles detonaciones de vez en cuando, y ocasionalmente llegaba hasta cerca del velero una bala perdida de espingarda o de lila.

Los que llevaban la parte peor eran los elefantes, que se mantenían expuestos obstinadamente en la línea de fuego, soportando frecuentes descargas de metralla que producían en sus corpachones tremendas heridas.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri, en el momento en qué diez o doce elefantes se lanzaban al asalto del velero—, ¿dónde acabaremos? ¿En el río, en vez de en Mompracem?

—Nuestra situación no es precisamente divertida —respondió el portugués, que no cesaba de disparar al lado de la bella holandesa, haciendo cada vez una víctima—. Pero estas bestias acabarán por cansarse.

—¿Estarán avanzando los tigres de Mompracem?

—¿No oyes cómo resuenan sus golpes? Tampoco los soldados del sultán tienen mucho de que reírse. Ese Sandokán sabe llevar los asuntos, especialmente cuando se trata de un combate. ¡Ah!

Un formidable choque, que parecía producido por una inmensa ola, había sacudido en ese momento al junco, partiendo del bauprés. Las amuras temblaron como si fueran a abrirse de un momento a otro y las cuadernas salieron despedidas, clavándose como lanzas en las carnes de los atacantes.

—¡Atención a la arboladura! —gritó Yáñez, que no había dejado de hacer fuego en la primera línea.

Los colosos parecieron sorprenderse de la resistencia de aquel montón de maderos. Luego, como presas de un delirio de destrucción, volvieron a la carga en grupos.

En un instante quebraron las amuras a golpes de trompa y aparecieron a la vista de Yáñez y sus compañeros.

Un feísimo merghee de gigantesca nariz, se plantó sólidamente en el banco de arena, justamente bajo estribor, arrancó dos metros de amura y, aferrando con su trompa a Kammamuri, empezó a sacudirle, manteniéndolo suspendido en el vacío.

Los fugitivos dejaron escapar un grito de horror, creyendo llegada su última hora.

—¡Dejadme hacer a mí! —gritó el portugués, disparando a quemarropa.

El elefante, al sentir que la pólvora le quemaba la nariz, soltó a Kammamuri sin haberle hecho daño alguno. Pero luego, a pesar de estar herido, avanzó de nuevo despedazando con unos pocos golpes todas las jarcias fijas de la arboladura. Después, con una agilidad que nadie hubiera imaginado en un corpachón como el suyo, se lanzó al abordaje, amenazando con exterminar a los fugitivos a golpes de trompa.

Tuvo lugar entonces una escena muy cómica. La toldilla del viejo velero chino, carcomida por quién sabe cuántos años de navegación, se abrió, y el monstruoso animal desapareció en la bodega, hundiendo los fondos del barco con su enorme peso.

Yáñez no le había perdido de vista ni un solo instante.

—¡Pobres de ellos si el coloso se adueñaba de la bodega! El junco hubiera podido darse por perdido. En efecto, la bestia, recobrada de la caída, a pesar de estar completamente magullada y cubierta de sangre, había comenzado al atacar las amuras, hundiendo grupos de cuadernas y baos.

—¡Todos a mí! —gritó Yáñez—. No ahorréis las municiones. Es necesario que desalojemos a ese bribón antes de que nos eche a pique.

El elefante, irritado por la herida y por verse encerrados, seguía cargando contra la bodega, arrancando con furor los baos para hacer caer todo el puente. Los fugitivos se habían precipitado tras Yáñez.

—¡Abajo! —gritó Kammamuri.

Bajaron a la bodega, que estaba iluminada por dos enormes luceras de papel oleoso decoradas con grandes flores.

El coloso, tras hacer estragos entre los puntales, se había lanzado contra el tablazón, destrozando aquí y allá las cuadernas. El peligro era inminente.

—¡Mirad bien! —gritó Yáñez.

El paquidermo, acribillado de pleno, se alzó de golpe sobre las patas traseras e intentó tomar carrerilla para aplastar de un solo golpe a aquel grupo de personas. Pero le traicionaron las fuerzas y se desplomó con inmenso estrépito, vomitando un chorro de sangre por la trompa.

En el mismo instante, el junco, golpeado por todas partes por los animales, era impulsado hacia aguas más profundas, en donde la corriente era bastante rápida.

—¡Estamos vivos de milagro! —dijo Yáñez—. Kammamuri, vigila a los prisioneros.

—Están constantemente encañonados por mi fusil, señor.

—Señora Van Harte, y también vosotros, subid a cubierta e intentemos desembarazarnos de los que quedan. Corremos peligro de morir ahogados.

El junco aún seguía rodeado por los paquidermos, que le seguían obstinadamente a nado, intentando destruir lo que quedaba de sus amuras.

—¡Procuremos calmar un poco a estos pillos! —dijo Yáñez—. ¿Es que tienen el diablo en el cuerpo? Jamás he visto bestias tan furiosas. ¡Pobres de nosotros, si no hubiéramos encontrado este junco!

El espectáculo que ofrecían los animales supervivientes, dando saltos sobre los bancos de arena, siempre detrás del junco, o agitándose furiosamente entre las aguas fangosas del río, era verdaderamente impresionante.

Por fortuna, la corriente iba en aumento, de modo que el viejo velero chino se alejaba de ellos cada vez más.

Yáñez, Lucy, los hombres de la escolta e incluso Kammamuri, habían reanudado el fuego, completamente decididos a deshacerse de los asaltantes. De cuando en cuando un coloso herido cerca de un ojo o en la articulación del hombro, se desplomaba, dando unos horribles barritos.

La batalla duró una media hora. Pero, finalmente, los colosos cruzaron oblicuamente el río y se pusieron a salvo en la orilla derecha.

—¡Que el diablo se los lleve! —exclamó Yáñez, que había subido nuevamente a cubierta con sus compañeros—. ¿Habráse visto, esos malditos animales? Henos aquí, sobre este desvencijado junco que hace aguas por todas partes. Si aquel demonio hubiese continuado su carrera un rato más, nos hubiéramos ahogado todos.

—Pero junto a él —dijo Lucy.

—Pobre consuelo, señora.

—¿Y ahora, milord? ¿A dónde vamos? ¿Intentaremos llegar hasta los tigres de Mompracem o proseguiremos nuestro viaje?

—Tengo el temor de dar de bruces con los soldados.

—¿Es que aún no han sido vencidos?

—Todavía se oye el tronar de las espingardas a lo lejos, señora. Y, por cierto, con mucha viveza. Ya que, por ahora, no se ve a la guardia del sultán, sigamos a lo largo del río e intentemos abrir el camino de Varauni para el Tigre de Malasia.

—¿Podremos llegar?

—Todos los cursos de agua que bajan de los montes de Cristal mueren en la bahía y esta nave no volverá a la montaña.

—¿Creéis que Sandokán seguirá constantemente el curso del río? —preguntó Kammamuri.

—Es el camino que debe seguir —respondió Yáñez—. Ya que ha entrado en el valle, continuará su marcha hacia el mar, yendo detrás de nosotros.

—¿Creéis que ya sabe que le precedemos?

—Seguro. Y hará todo lo posible para alcanzarnos cuanto.; antes.

—¿Podremos entrar en Varauni sin que nos detengan?

—Fingiremos que somos honestos comerciantes que vamos recomendados al jefe del barrio chino. Deja que Sandokán se allane el camino; nosotros sigamos el nuestro y abramos bien los ojos. Nos podemos encontrar con los sikkaris del campamento.

—¿Qué les habrá sucedido a los hombres de nuestra escolta, señor Yáñez? ¿Les habrán asesinado?

—No creo que se hayan atrevido a tanto. Ea, procuremos tapar los agujeros lo mejor posible para que no se hunda el junco antes de arribar a la capital. Arriemos las velas y usémoslas para meterlas entre las cuadernas.

El junco había quedado reducido a un miserable estado. Afortunadamente, el río llevaba poca agua y estaba sembrado de gran cantidad de bancos de arena cubiertos de matorrales.

—Creía que el junco estaría en peores condiciones —dijo Yáñez, que había inspeccionado todo el barco—. Podremos taponar estos agujeros de forma que resistan lo suficiente para llegar a la capital. Señora, haced de centinela mientras trabajamos.

—No se ve ni un alma —dijo la bella holandesa—. ¡Si queréis que me ponga a disparar contra las aves…!

—¡Cuidado…! ¿Quién sabe si detrás de ellas avanzan los soldados, hostigados por los tigres de Mompracem?

—¡Qué desgracia no tener una de las espingardas de Sandokán! —dijo Kammamuri.

—Luego tendremos muchas más. ¿Acaso no contamos con nuestra formidable flotilla, que todavía se encuentra intacta y reunida en la bahía, y con nuestro yate?

—Precisamente estaba pensando en vuestro barco, señor, en este momento —dijo el indio—. Procuremos abordarlo y hacernos a la mar en él para guiar a la flotilla. Estando nosotros en el mar y Sandokán y los tigres de Mompracem en la ciudad, apoyados por los chinos, ¿quién se nos resistirá? Si el sultán quiere recobrar su libertad, deberá firmarnos, aun a costa de perder el trono, la restitución de la gloriosa isla de los piratas de Malasia.

—Si pudiera llegar hasta ella sin que se dieran cuenta la: guarnición y las cañoneras, me reiría de todos los sultanes: de Borneo —dijo Yáñez.

—Pero sigo inquieto por Sandokán. ¿Habrán detenido su avance?

—Puede haber encontrado kotte en su camino y esas pequeñas fortalezas, aunque están construidas solamente con troncos de árbol, ofrecen gran resistencia.

En ese instante, se vio surgir una gran columna de humo en la orilla izquierda del río, cubierta por espesísimo follaje.

Se había ensombrecido la frente de Yáñez.

—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués, pero sin alarmarse demasiado—. ¿Es que ya está aquí la guardia del sultán?

—Sólo se oyen disparos en la lejanía, señor —respondió el indio—. Todavía se combate a gran distancia.

Aún no habían acabado de decir esto, cuando, entre las cañas que cubrían la orilla, aparecieron bruscamente varios hombres que tomaron por blanco el velero.

Eran unos veinte, todos bronceados y con pequeños turbantes grisáceos con rayas blancas.

—¡Tumbaos detrás de las amuras! —gritó inmediatamente Yáñez, mientras sonaban algunos disparos.

Los atacantes habían tomado posiciones rápidamente en el extremo de una minúscula península, gritando:

—¡Parad o hacemos fuego!

—¿Has oído, Kammamuri? —preguntó Yáñez levantándose rápidamente—. Esas voces me resultan conocidas.

—¿Serán los hombres que nosotros dejamos en el campamento del sultán?

—Así lo espero, por inverosímil que parezca.

—¡Alto! —gritó otro hombre que parecía el jefe del grupo—. Acercaos a la orilla u os seguiremos hasta Varauni.

—¡Señor mío! —gritó Yáñez, saltando sobre la amura del junco—. ¿Es así como se saluda a los viejos camaradas?

Al oír aquella voz, se levantaron los veinte hombres, haciendo grandes gestos de asombro.

—¡El señor Yáñez! ¡El señor Yáñez! —gritaban todos, precipitándose hacia la orilla.

—¿De dónde venís? —preguntó el portugués.

—Hace treinta horas que os buscamos por la selva para serviros de escolta —respondió el jefe—. No creíamos encontraros aquí, en este río, en medio de una espantosa batalla que no da señales de acabar. ¿Sabéis que los tigres avanzan, hostigando a los soldados?

—¿No habéis podido uniros a Sandokán?

—No, señor Yáñez. La guardia del sultán nos cierra el paso y somos pocos para atacarles, especialmente en medio de la selva.

—Está bien, vendréis a Varauni con nosotros —dijo el portugués—. Esperaremos allí a Sandokán.

Kammamuri cogió un cabo y lo lanzó a la orilla para que el junco pudiera acercarse a tierra. Los veinte hombres de la escolta se precipitaron en cubierta dando gritos de alegría. Nunca hubieran esperado tener tanta suerte.

—Temía que os hubiesen matado a todos —dijo Yáñez al jefe de la escolta.

—Ya había sido dada la orden de fusilarnos como patos, señor, cuando al vernos perdidos, atacamos decididamente el campamento, atravesándolo a todo correr. ¿Lo creeréis? Todos aquellos gandules, en vez de cerrarnos el paso, nos dejaron escapar, cosa que aprovechamos para dirigirnos al río. Ya había oído tronar las espingardas y los lila del Tigre de Malasia, pero siempre teníamos delante a la guardia del sultán, que combatía con furor en los bosques, defendiendo el terreno palmo a palmo.

—¿Dónde está el campamento de los sikkaris y de los cazadores?

—Desaparecieron todos cuando empezamos a disparar, señor.

—¿A dónde han huido?

—A Varauni.

—¡A enemigo que huye, puente de plata! Creo que ya sólo nos queda algo por hacer: alargar la mano para apoderarnos de Mompracem —dijo Yáñez—. Prosigamos nuestro viaje e intentemos llegar a la bahía sin que nos vean.

23. En la bahía

Dos días después, el junco, más desvencijado que nunca y casi lleno de agua, llegó a la bahía de Varauni, después de atravesar varios pantanos, y echó anclas a notable distancia de la costa.

Aunque los soldados les habían dejado bajar tranquilamente por el río, quizá porque eran fuertemente hostigados por las huestes de Sandokán y Tremal-Naik, Yáñez quería estar seguro del éxito antes de desembarcar y caer en las manos de los holandeses e ingleses, cuyas cañoneras se divisaban en la boca de la bahía.

Con un gran suspiro de alivio vio a su yate intacto todavía, con el pequeño prao a su popa.

La ciudad parecía tranquila. En cambio, en los pantanos se oía el rumor constante de las espingardas y se elevaban altísimas hogueras, anunciando el incendio de las kotte de la capital.

El Tigre de Malasia, con la ferocidad y obstinación que le habían hecho famoso, no cesaba de acosar a los soldados, con la esperanza de reunirse pronto con Yáñez y con la flotilla.

—El sultanato salta por los aires antes que Mompracem —dijo el portugués, que no apartaba los ojos de su yate—. Que venga nuestra escuadra y que los chinos de Kien-Koa nos echen una mano, y veremos si sabemos o no sabemos recobrar nuestro gran islote de Mompracem. Pero, antes de tomar una decisión y de entablar la batalla final, que será ciertamente espantosa, veamos lo que nos dicen nuestros prisioneros. Si ceden, nada mejor.

Kammamuri, que había sido advertido, empujaba por el puente del junco al pobre sultán y al no menos desgraciado embajador inglés. Ambos tenían cara de funeral y miraban al portugués, que, en ese momento, no les veía precisamente con buenos ojos.

La escolta había desenvainado los kampilangs y los parangs, hincándolos en el maderamen con un temible estruendo. Parecía como si se dispusieran a decapitar a los prisioneros.

—Veamos, alteza —dijo Yáñez, volviéndose hacia el sultán—. La empresa de los tigres de Malasia, que durante tantos años tuvieron sometida a Mompracem, defendiéndola de los ingleses, de los holandeses y hasta de vuestros praos, está a punto de terminar. Dentro de poco, pese a todos, seremos dueños de vuestra capital y de las aguas de la bahía. ¡Y pobre del que intente detenernos!

—¿Qué más queréis? —gritó furioso el sultán—. Me habéis fastidiado bastante y hasta os habéis olvidado de que soy un príncipe, mientras que vos probablemente no sois más que un miserable aventurero, enrolado en las filas del Tigre de Malasia. O mejor aún, de aquel terrible rajah del lago que ya ha hecho un gran vacío en torno a mis fronteras. ¡Pero si os he dicho que sobre mi frente hay una corona bastante más pesada que la vuestra y que yo también soy un verdadero príncipe! Preguntad al embajador, que conoce la India, si Assam no vale más que vuestro sultanato.

El inglés, que seguía rechinando los dientes, al oír aquellas palabras prorrumpió en imprecaciones.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¿Seréis vos el esposo, o mejor, el príncipe consorte de la rhani de Assam?

—¿Qué encontráis de extraordinario en ello?

—¿Qué hacéis vos, aquí? La corte de Assam no está en Malasia.

—¿Y qué habéis venido a hacer aquí?

—He venido a reconquistar Mompracem, el glorioso peñón de los piratas de Malasia, en cuya cima hace casi veinte años que no veo ondear la roja bandera de la piratería, adornada por tres cabezas de tigre.

—¡Estáis loco!

—Pronto os demostraré lo contrario, milord —respondió Yáñez—. ¿Queréis firmar, junto con el sultán la restitución de Mompracem a los tigres de Malasia?

—¡Nunca! —gritó el embajador—. Id a ganaros ese peñón si tenéis prisa y si sois capaz de reconquistarlo.

—¿Y vos, alteza?

—Me ha sido entregado por los ingleses y los holandeses bajo promesa de no arriar jamás la bandera verde del sultanato y de no dejar que lo reconquisten los piratas.

—¿Son vuestras últimas palabras? —preguntó Yáñez, con voz amenazadora.

Los dos prisioneros tardaron en responder y miraron desconfiadamente a los malayos y dayaks de la escolta, que habían levantado las enormes espadas, volteándolas por encima de sus cabezas.

—¿Pensáis asesinarme? —preguntó el embajador—. No olvidéis que Inglaterra está detrás de mí.

—¡En este momento está demasiado lejos! —dijo el portugués irónicamente—. Vuestro gobierno no se molestará por tan poca cosa.

—Entonces, dejadme volver a mi palacio —dijo el sultán—. Esta comedia ya ha durado demasiado.

—Sí, os dejaré marchar. Pero cuando haya sido izada la bandera de los piratas en Mompracem. ¡Kammamuri!

—¡Señor!

—¿Están en buenas condiciones las tres chalupas que hemos encontrado en la bodega?

—Para llegar a tierra, sí, señor Yáñez.

—Por ahora es suficiente. Llévate de aquí a estos señores y átales mejor las manos y los pies. Y vosotros, amigos —continuó, dirigiéndose a los hombres de la escolta—, arriad inmediatamente las embarcaciones y armadlas.

—¿Es que queréis desembarcar, milord? —preguntó la bella holandesa.

—Tenemos que ayudar a Sandokán, señora, y abrirle paso hasta la capital.

—¿Y las cañoneras?

—No se molestarán, ciertamente, en atacar a unas simples chalupas ocupadas por algunos hombres.

—¿Y no advertiréis al Tigre de Malasia de que vos también os movéis?

—Cuatro de mis hombres irán a los pantanos y avanzarán hasta que se encuentren con las tropas. Ya les he dado todas las instrucciones.

—¿Y nosotros?

—Antes que nada, vamos a reunimos con el chino. Si el barrio está listo para alzarse en armas, todo irá bien.

—¿Y el yate?

—Espero que esté en mis manos dentro de tres horas. Lo necesito para reunir a todos los demás barcos y sorprender a los holandeses por la espalda. Embarquemos, señora.

Se habían botado al agua tres chalupas que apenas se sostenían a flote. Una de ellas viró inmediatamente y subió por el río, en donde la batalla, tras una breve pausa, había recobrado mayor violencia. Las otras dos, con los prisioneros, Yáñez, Lucy y la escolta, se dirigieron velozmente hacia la capital del sultán, que resplandecía entre un mar de enormes linternas de talco y papel encerado.

La batalla, que se desarrollaba casi a la vista de las murallas, había alborotado a la población, que hasta ese momento había permanecido tranquila.

Las cañoneras, en el primer momento, se acercaron a los muelles para proteger a sus súbditos y al sultán, olvidando imprudentemente al yate y al pequeño prao, los cuales, por otra parte, no habían dado que sospechar.

Yáñez, al que no se le escapaba nada, se dio cuenta de ello enseguida.

—¡Imbéciles! —exclamó—. Los soldados abren las puertas de Varauni a Sandokán y Tremal-Naik. Un golpe certero, y mañana izaremos en Mompracem la bandera de los tigres. Necesito un voluntario.

—Yo siempre me presento el primero, señor —respondió el maharato—. ¿Qué tengo que hacer?

—Ir al barrio chino y advertir a Kien-Koa de lo que va a ocurrir.

—¿Debo ordenarle que lance a las calles sus cinco mil hombres?

—Sí, y que los ponga a disposición de Sandokán.

—¿Y vos?

—Me apoderaré del yate y del prao y, como nadie los vigila, correré a reunir la flotilla.

—Guardaos de no ser capturado, señor.

—No pienses en mí. Mira qué confusión empieza a reinar en la bahía. ¿Quién se va a fijar en mi chalupa? Vamos, amigos, los minutos son demasiado preciosos.

Aquél era justamente el momento propicio para actuar y conducir a buen fin, mediante un poderoso golpe, la reconquista de Mompracem, al que las olas habían reducido a un simple peñón.

La chalupa de Yáñez, ocupada por ocho malayos, Lucy y los dos prisioneros, que habían sido ocultados bajo una vieja estera, avanzaba rápidamente. Nadie pensaba en detenerla. ¡Todo lo contrario! Los veleros se agrupaban en torno a los buques de guerra, dejando el camino libre a los fugitivos y abriendo un amplio surco formado por un buen número de barcos en movimiento.

Cada vez que un junco se aproximaba a la chalupa, se oía gritar a los marineros, dirigiéndose a Yáñez, que se erguía al lado de la bella holandesa:

¡Sie! ¡Sie! (¡Aprisa! ¡Aprisa!)

Sin embargo, las cañoneras, como si se hubieran percatado de que por el momento no era Varauni la única que corría peligro, se metían en la estela dejada por los veleros, en donde podían moverse con más libertad. De todos los puentes y tras las piezas se alzaban gritos y amenazas.

—¡Abrid paso!

—¡Fuera de aquí o hacemos fuego!

—¡Despejad, chinos!

—¡Volved a vuestros fondeaderos!

Los veleros chinos no obedecían y seguían protegiendo con sus altos costados a la chalupa, que ya se encontraba solamente a medio cable del yate y del prao. De pronto, un junco tripulado por unos cincuenta hombres armados de fusiles, cortó el paso a la chalupa.

Se trataba de efectuar una maniobra para evitar a una nave de guerra que avanzaba echando grandes bocanadas de humo.

—Esta, al encontrarse de repente ante aquel gran velero, se vio obligada a cambiar de rumbo. Casi en el mismo instante, se tiraba al agua un joven chino y con unas pocas brazadas alcanzaba a la chalupa.

Yáñez le había apuntado con una pistola, gritándole:

—¡Atrás!

—No, mi señor: me envía mi amo, Kian-Koa.

—Sube inmediatamente.

—Y vos, aprovechad la ocasión para apoderaros de vuestro yate. Por el momento, nuestros veleros os protegen.

—Pero, ¿qué ha sucedido? Las tropas del Tigre aún no están en los kotte y mi flotilla está lejana.

—Os equivocáis, señor: vuestros barcos corren en este momento en ayuda de vuestro yate.

—¿Quién les ha avisado?

—Mi amo. Hay otras cañoneras que vienen de Labuán y que pretenden destruir vuestra flotilla antes de que se concentre en la bahía. Los ingleses y los holandeses lo han descubierto todo y se aprestan a defender al sultán.

—¿Ah, sí? Pero, será en torno a Mompracem donde se decida la suerte de la batalla. Por otra parte, el sultán permanece aquí: ¿le veis?

—Habéis sabido conservarle bien —dijo el chino, riendo.

—¡Cómo! ¿Se sabía que lo había hecho prisionero?

—Los correos de mi amo, que os siguieron los pasos, incluso para protegeros, lo contaron todo.

—¿Así que se sabía aquí que las tropas del Tigre bajaban de los montes de Cristal?

—Y que bajaban por el río, luchando con los soldados del sultán. He aquí el yate: ya está a punto para zarpar. Aprovechemos que la barrera de los veleros nos protege de las cañoneras.

En un instante, la chalupa pasó por el costado del pequeño prao, en donde Padar levantaba las manos para saludar el regreso de su amo; luego, se detuvo bajo la escala.

—Arriba, señora —dijo Yáñez, ayudando a Lucy.

Después, señalando con un dedo a Padar, le gritó:

—Iza las velas y sígueme inmediatamente: la flotilla avanza, procedente del norte, y el Tigre cae sobre Varauni por el este. ¡A los cañones, amigos! ¡Todos a sus puestos de combate! Vamos a embarcar a las tropas que luchan bajo los kotte de la capital.

El yate describió media vuelta y se metió por uno de los canales formados por los juncos, dirigiéndose a toda máquina al barrio chino.

El pequeño prao le siguió inmediatamente, maniobrando con rara habilidad entre aquella multitud de barcos que mantenían a raya a las cañoneras.

En Varauni se oía tronar las espingardas de las tropas. El Tigre y Tremal-Naik, tras dos días de sangrientos combates, habían llegado ante los kotte y los asaltaban furiosamente, dispersando a los últimos soldados y a los mercenarios malayos, siempre más dispuestos a echar a correr que a defender a su señor.

En el barrio chino, también se combatía. Las huestes de Kien-Koa, a pesar de estar formadas en su mayor parte por comerciantes más o menos tripudos, se habían lanzado a través de los barrios malayos, devastándolo y saqueándolo todo. Las llamas se alzaban por doquier. Había peligro de que aquella noche toda Varauni saltase por los aires al mismo tiempo que el sultán.

Yáñez, siempre protegido por la gran masa de veleros que se movían en todas direcciones para impedir el desembarco de las tripulaciones de los barcos de guerra, esperaba ansiosamente la llegada de las tropas de Sandokán, que ya combatían en el corazón de la ciudad.

Una viva inquietud le atormentaba: se trataba de la flotilla, ya que sin ella no sería posible embarcar a las huestes.

"¿Es que no llegará a tiempo?"

Esto se preguntaba a sí mismo, mirando hacia los escollos que cerraban la bahía por su parte septentrional.

"Si se retrasan, las cañoneras acabarán por abrirse paso entre los veleros y me capturarán. ¿Es que se va a derrumbar todo, ahora? ¡Y hasta Sandokán tarda en llegar, a pesar de que los chinos le están abriendo paso!"

De pronto, se le escapó un grito.

Hacia el norte, más allá de la escollera, había oído varios disparos de espingarda.

—¡He aquí a la flotilla que arriba! —dijo—. ¡Valor, amigos!

Dentro de unos minutos nos adueñaremos de la bahía y nos dirigiremos a Mompracem.

Casi en el mismo instante, se oyeron en los muelles unos espantosos gritos, acompañados de nutridas descargas de fusilería y de espingarda.

Por los puentes que cruzaban los amplios y pintorescos canales, centenares de malayos huían a la desbandada, ferozmente perseguidos por los chinos, que lanzaban gritos salvajes.

Algunos grupos de soldados, apostados en un extremo de los puentes, habían abierto fuego para proteger a los súbditos del sultán de una carnicería.

Yáñez subió al puente de mando y vio, a través del humo que se alzaba de los barrios, cómo desembocaban al fin en la ciudad las nutridas y aguerridas huestes del Tigre de Malasia y de Tremal-Naik.

Cincuenta horas de combate no habían debilitado a las fuerzas de aquellos terribles hombres. Tras abrirse paso por el río y rechazar sin descanso a la guardia del sultán, habían conseguido atacar la ciudad, después de matar a los defensores de los kotte, y avanzaban ahora hacia los muelles, listos para embarcar y reanudar la tremenda batalla con renovado vigor.

—¡Que nadie abandone el yate! —gritó Yáñez—. Si las cañoneras hacen fuego, responded como mejor podáis.

Dicho esto, se dirigió a popa y saltó al muelle, en el cual había atracado el pequeño buque para oponer la última resistencia.

Sólo Padar, el comandante del pequeño prao, le siguió, bajando por la verga de popa de su velero.

Todos huían de los muelles, de modo que el portugués y el dayak pudieron avanzar hasta las primeras casas sin encontrar resistencia.

—¡Helos aquí, señor! —gritó de pronto Padar—. Aquí está el Tigre, que marcha a la cabeza de sus tropas, con Tremal-Naik y Mati, y he aquí también a Kammamuri, que guía a una horda de chinos.

—¡Por fin! —exclamó el portugués—. Corre a su encuentro y que embarquen los dos jefes en mi yate.

—¡Ya está aquí, señor! Ya aparece, en dos columnas, por el paso del norte.

—¡Por Júpiter! ¡Esto se llama tener suerte! Ve, corre, mientras organizo el embarque y preparo la batalla. Oigo tronar los cañones en alta mar. Deben de ser los buques de guerra, que están tratando de dar caza a nuestros praos. ¡Tanto mejor! ¡El espectáculo será más sensacional!

Y regresó rápidamente al yate, mientras aumentaba el fragor de las armas, arrancando de la parte superior de los puentes y los diques de los canales sostenidos por los últimos defensores del desgraciado sultán de Varauni.

24. La reconquista del peñón

En la ciudad, casi había cesado la lucha, porque los fuertes hijos de la India habían tenido que ceder ante los incesantes ataques de las huestes del rajah del lago, procedentes de los montes de Cristal.

Solamente se peleaba en los barrios malayos, porque los chinos aún no habían dejado de perseguir a los odiados súbditos del sultán, sus implacables enemigos.

Sandokán y Tremal-Naik, a la cabeza de sus victoriosas tropas, y comprendiendo que se acercaba el trascendental momento, acudían guiados por el jefe del barrio chino y por Kammamuri para salvar a Yáñez.

La flotilla, por su parte, acudía rápidamente, habiendo divisado ya el yate y el pequeño prao de Padar, arrimados a un muelle y rodeados por todos los veleros, que no podían oponer resistencia alguna.

Las cañoneras holandesas e inglesas, habiéndose dado cuenta finalmente de que se abatía sobre el sultanato una gran tormenta, estaban a punto de entrar decididamente en acción. Un retraso de un cuarto de hora podía ser fatal para todos los tigres de Mompracem.

—¡Abrid ya el fuego! —gritó Yáñez, viendo que los buques de guerra intentaban atacar con el espolón a los veleros chinos para poder acercarse al yate y hundirlo antes de que llegase la flotilla—. Los demás nos ayudarán.

Los dos cañones giraron sobre sus ejes y descargaron sobre las cañoneras dos huracanes de metralla, sorprendiendo a sus tripulaciones, que todavía se hallaban en cubierta expuestas a los disparos. Los chinos de los veleros, al verse apoyados, habían hecho fuego, a su vez, con fusiles y pistolas.

Las cañoneras viraron para que no les cortara el paso la flotilla, que llegaba con las velas desplegadas, deslizándose ante los muelles. Y, habiéndose alejado unos tres o cuatro cables, hicieron tronar, a su vez, los cañones, matando, principalmente, a los marineros de los buques chinos.

Sandokán y Tremal-Naik se percataron inmediatamente del grave peligro que corría Yáñez y, con una maniobra instantánea, habían colocado en batería, al borde del muelle, las espingardas y los lila, respondiendo vigorosamente al fuego de los navíos de guerra.

Al mismo tiempo había acudido también Ambong, el jefe de la flotilla. A riesgo de hacerse acribillar por las espingardas de Sandokán, los treinta espléndidos praos se situaron ante el yate, cubriéndolo completamente, y fulminaron a los buques de guerra, arrasando sus puentes y matando a sus artilleros, que estaban al descubierto en el castillo de popa.

Sandokán y Tremal-Naik, seguidos por Kammamuri, Mati y el jefe del barrio chino, llegaron en ese momento a bordo del yate.

Los dos primeros se arrojaron a los brazos del portugués, mientras las cañoneras, impotentes para hacer frente a aquella tempestad de hierro, se hacían nuevamente a la mar, dirigiéndose hacia donde se divisaban las columnas de humo que indicaban la presencia de otros navíos de guerra, probablemente procedentes de Mompracem y de la colonia inglesa de Labuán.

—El peñón aún no está en nuestras manos —dijo el Tigre de Malasia—. Pero ya que finalmente nos hemos podido reunir, no dudo en arrancarlo de las manos del sultán y de sus protectores. Quiero ver ondear, al menos una vez más, mi roja bandera sobre la cima en la que se alzaba mi mansión.

—No, no, Sandokán —respondió Yáñez—. Si los bornéanos quieren a su sultán y los ingleses a su embajador, que se encuentran en mi poder, deberán firmar la cesión absoluta del islote a sus antiguos propietarios. Ya pensaremos más tarde en hacerlo inexpugnable.

—Bien dicho —dijo Tremal-Naik—. Que Mompracem vuelva a manos de los viejos tigres de Malasia.

Mientras intercambiaban apresuradamente estas palabras, los praos, a pesar de las andanadas que disparaban las cañoneras en su retirada, procedían a embarcar las tropas.

Los pobres malayos y dayaks, agotados por las marchas y los combates, casi no se tenían en pie. Pero, con un esfuerzo supremo, se amontonaron en los veleros, dejándose caer sobre los puentes casi inmediatamente, como aturdidos.

Por el momento no se les necesitaba, ya que la retirada de los navíos de guerra continuaba rápidamente y, en consecuencia, sus jefes les podían dejar reposar unas horas. Mompracem todavía estaba lejos y la última batalla debía tener lugar en sus costas.

—Kien-Koa —dijo Yáñez al jefe del barrio chino, en el momento en que se soltaban las amarras—, por ahora te nombramos jefe de Varauni, a condición de que cesen los asesinatos y los saqueos.

—Os lo prometo, milord —respondió el chino—. Ya no tenemos enemigos a quienes combatir, pues creo que muy pocos de esos desgraciados soldados han conseguido salvarse. Sin embargo, procurad salvar mi cabeza si el sultán vuelve aquí.

—Cuenta con nosotros, amigo. Entre tanto, despeja la ciudad y pon fin a las matanzas.

—Antes, dame un apretón de manos —dijo Sandokán—. Un día te salvé la vida, cuando hacías de contrabandista.

—Dejad que os las bese, Tigre de Malasia —respondió el chino con lágrimas en los ojos.

—Vete, vete, viejo amigo, y piensa en poner orden en Varauni o arderá todo y no quedará vivo ni un solo malayo.

En ese momento se oyeron las poderosas voces de Mati y Ambong entre los últimos cañonazos y el crepitar de las postreras descargas de fusilería.

—¡A tomar Mompracem!

El embarque había terminado. Las bocas de fuego grandes y pequeñas también habían sido cargadas en los praos y dispuestas a proa para replicar mejor al fuego de los fugitivos.

La flotilla se reorganizó en pocos momentos, se abrió paso entre los juncos, que saludaban frenéticamente a las tripulaciones, y se dirigió a la salida de la bahía, precedida del yate, cuyos grandes cañones no callaban ni un solo momento por ser de mayor calibre que las armas restantes.

Varauni ardía por varios sitios, pero parecía que empezaban a cesar los combates, probablemente gracias a la intervención del jefe del barrio chino. Y a proa se veían las humaredas de las cañoneras, dispuestas en dos grupos y en franca retirada.

Más allá de los escollos se alzaban otras columnas de humo que no intentaban forzar la entrada de la bahía.

—¿Querrán tendernos una trampa? —preguntó Sandokán, que acababa de conocer a la bella holandesa—. Quizá nos encontremos con ella, pero yo prefiero un combate en tierra firme. A pesar de ser muy buenos, los praos han cumplido su tarea y no pueden competir en alta mar con los buques de guerra.

—Nos atraen hacia Mompracem —dijo Yáñez, que examinaba atentamente las naves fugitivas con un potente anteojo.

—¿Has contado esas otras columnas de humo?

—Sí, Sandokán: si las cañoneras se agrupan, tendremos doce ante nosotros.

—Afortunadamente, algunas de ellas deben de haber sido muy maltratadas por nuestros disparos y, sobre todo, por los de tus piezas.

—¿Hay guarnición en Mompracem? —preguntó Tremal-Naik, que parecía algo inquieto.

—No te preocupes de los pocos bornéanos que haya situado el sultán en el islote —respondió Sandokán—. Mis hombres les echarán al mar sin hacer uso de las armas de fuego. ¡Ah…! Ved la flotilla enemiga que se ha reunido más allá de la escollera. Veremos si quiere rechazarnos al interior de la bahía de Varauni.

En efecto, las cañoneras fugitivas habían alcanzado a las que procedían de la parte septentrional, pero habían continuado su rumbo casi inmediatamente, dirigiéndose rápidamente hacia levante. Las cañoneras de refuerzo se habían apresurado a efectuar idéntica maniobra.

Sandokán miró a Yáñez.

—¿Es que quieren remolcarnos hasta Mompracem o Labuán? —preguntó.

—Su rumbo es hacia Mompracem.

—¿Tendrán allí, quizás, otros refuerzos?

—Es posible.

—Ya estamos en ruta y el viento es favorable a nuestros barcos, que pueden competir con esas máquinas medio desvencijadas. Tanto si nos presentan batalla como si no, corramos a Mompracem.

—Espera un momento: antes quiero advertirles de que a bordo de mi yate tengo prisionero al sultán y al embajador de Inglaterra que venía destinado a Varauni. Verás cómo se guardan muy bien de dispararnos, al menos por ahora.

El portugués conocía a la perfección las banderas de señales y dio a las cañoneras el aviso, mandando luego a la flotilla que reanudara con energía la caza. El mar, que estaba tranquilo a pesar del viento, favorecía la persecución.

Las cañoneras, tras el aviso recibido, habían disparado unos cañonazos contra los praos, guardándose bien de tocar al yate, que tenía libertad de acción. ¡Y cómo se aprovechaban de ello Yáñez y Sandokán, ambos insuperables artilleros! Las dos piezas de caza tronaban a cada instante, obligando a los buques de guerra a apresurar su retirada.

De cuando en cuando, sin embargo, las dos pequeñas escuadras se detenían un momento para acribillarse furiosamente con sus proyectiles; luego, reanudaban la marcha.

La caza continuó muy activa durante toda la noche, pero sin que los praos lograran alcanzar a los fugitivos, los cuales, a pesar de tener viejas máquinas desvencijadas, contaban con la ventaja de un viento que no soplaba regularmente.

Solamente el yate hubiera podido adelantarse. Pero ni siquiera el Tigre de Malasia se sentía capaz de atacar a fondo sin el apoyo de los veleros.

Todo siguió igual al día siguiente. Un derroche de proyectiles por ambas partes, con escasos resultados y combatiendo siempre a distancia.

Hacia el ocaso, de todos los praos se alzó un inmenso y entusiástico grito. En el horizonte había aparecido un islote, rodeado por un gran número de escollos: era Mompracem, el antiguo refugio de los terribles tigres de Malasia que un día habían hecho temblar a todo Borneo y a las colonias inglesas y holandesas.

Sandokán y Yáñez habían fijado sus miradas de águila en el pico que por uno de sus lados caía a plomo sobre el mar y en el que veinte años atrás se alzaba su residencia, rodeada más abajo por poblados malayos. Ambos estaban profundamente conmovidos.

—¡Nuestra tierra, en un tiempo invencible! —exclamó Sandokán—. Nos la habían arrebatado y ahora vamos a recuperarla.

—Sí —respondió el portugués—. Antes de volver a la India y regresar al lado de Surama, que pronto va a darme un heredero del trono, espero contemplar una vez más, desde lo alto de aquella roca, el mar de Malasia.

Su voz fue sofocada por un ruido ensordecedor. Las cañoneras, que casi se encontraban al abrigo de Mompracem, en la boca de una bahía en cuyo fondo se divisaban reductos y fortines, se habían decidido a presentar batalla, contando seguramente con el apoyo de la guarnición.

—¡Abajo todos! —había indicado Yáñez, mientras Sandokán y Tremal-Naik, asimismo hábiles cañoneros, respondían con ambas piezas.

Con una rápida maniobra, se desplegaron los treinta veleros en semicírculo y se aprestaron resueltamente al abordaje de los navíos de guerra. Una gigantesca nube de humo se extendió por el mar, cruzada por relámpagos. Silbaba la metralla de las espingardas y rugían los gruesos proyectiles del yate y de las cañoneras. De vez en cuando salían espantosos gritos de aquella gran nube.

—¡Viva el Tigre de Malasia…! ¡Reconquistaremos nuestro islote!

Algunos praos eran hundidos y otros encallaban en la costa. Pero las cañoneras no lo pasaban mejor. Lo peor para ellas fue cuando el grueso de la flotilla, después de arrinconarlas dentro de la bahía, las abordó.

Nadie podía resistir el ataque de las huestes malayas y dayaks una vez lanzadas hacia adelante. En menos de media hora fueron tomadas cinco cañoneras, mientras que otras dos eran hundidas por las piezas del yate. Las demás, deshechas y con sus tripulaciones diezmadas, apenas tuvieron tiempo para regresar a alta mar y buscar refugio en Labuán o en los puertos daneses.

La guarnición de tierra, sólo compuesta por dos compañías de bornéanos y una de soldados, al ver que las tropas desembarcaban y amenazaban con atacar a fondo, se habían apresurado a izar bandera blanca. Sandokán y Yáñez desembarcaban en el islote que habían creído no poder reconquistar jamás.

—Gracias, hermano mío —dijo el Tigre de Malasia al portugués, mientras caminaban ambos hacia lo alto de la roca y sus tripulaciones y tropas desarmaban a la guarnición—. ¡Esta revancha te la debo totalmente a ti!

—¡Bah! —respondió Yáñez—. Empezaba aburrirme en la corte de Assam, aunque adoro a Surama. Me he tomado tres meses de vacaciones y me he divertido.

—¿Nos dejarás pronto?

—Surama, como te dije, está a punto de regalarme un heredero. Y Tremal-Naik y Kammamuri tienen que ser los padrinos.

—¿Y si no fuese un varón? —preguntó Sandokán, sonriendo.

—Todos los magos de la corte me lo han asegurado.

—¿Y si por una circunstancia extraordinaria, admitámoslo, incluso ellos se equivocaran?

—Entonces la criatura tendrá una bella madrina: la señora Van Harter ha prometido seguirme a la corte de Assam, puesto que ya no tiene intereses en Borneo. Será una buena compañía para mi mujer. ¿Y tú? ¿Volverás al lago?

—Yo —dijo el Tigre de Malasia—, ahora que el peñón es mío, haré de él un formidable baluarte, capaz de frenar la codicia de los holandeses e ingleses. Que vengan a atacarme y encontrarán a los tigres listos para recibirles. Así que seré el rajah del lago de Kini-Ballu y el rajah de Mompracem.

—¡Pobre sultán de Varauni!

—Ya verás como hago de él un fiel aliado.

Habían llegado a la cima de la roca, donde un día se levantara su temida mansión. Avanzaron, cogidos de la mano, hasta el borde del abismo y escucharon el fragor de la resaca que subía claramente a través de las tinieblas.

—¡Cuántos recuerdos! —dijo Yáñez.

—¡Demasiados! —añadió Sandokán, conmovido.

Permanecieron varios minutos al borde del abismo. Luego, retrocedieron lentamente, mientras Tremal-Naik, Kammamuri, Mati y algunos malayos, desplegaban tras ellos, a los vientos del mar malayo, la roja bandera de los piratas, adornada con tres cabezas de tigre.

Conclusión

Al día siguiente, el desgraciado sultán, que, naturalmente, estaba cansado de su prisión, firmaba la cesión del islote a los antiguos piratas de Mompracem. Poco después era embarcado hacia Varauni, con una fuerte escuadra que trataría de someter a los chinos que hubieran continuado saqueando o incendiando la ciudad.

El embajador inglés se fue con el sultán, porque Sandokán no quería en su islote a tan peligroso personaje.

Yáñez, Tremal-Naik y Kammamuri permanecieron en Mompracem casi un mes para recobrarse completamente de las largas fatigas pasadas. Luego, una bella mañana, el yate encendió los fuegos para dirigirse a la India.

Lucy, la bella holandesa, que durante ese tiempo había ventilado todos sus asuntos y que deseaba ardientemente conocer a la rhani de Assam, ya se encontraba a bordo.

La despedida entre Sandokán y los que partían fue conmovedora.

—Si te amenazaran los ingleses —le dijo Yáñez—, acuérdate de que tengo tesoros y tropas. Yo siempre estaré dispuesto a correr en defensa de nuestro glorioso islote, que nunca más debemos perder.

—La bandera del Tigre no será arriada más que con mi muerte —respondió Sandokán.

Unos minutos después, partía el yate, entre las salvas de las espingardas.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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