La Rosa del Dong-Giang

Emilio Salgari


Novela



Capítulo I

La noche del 28 de febrero de 1861, mientras el ejército anamita, desbaratado por las armas francoespañolas, huía en completo desorden en todas direcciones, abandonando en manos de los vencedores la ciudad de Saigón, una gran barca, después de burlar audazmente el bloqueo de los navíos franceses, navegaba aguas arriba del Dong-Giang, bellísimo río de la Baja Conchinchina que desemboca en el Tan-binch-giang.

Era una embarcación del tipo que los habitantes de la región llaman balón, construida a base de un gigantesco tronco de teca de más de cuarenta metros de largo, pesada, sólida, levantada por proa y popa, adornada con penachos de plumas variopintas y banderitas de seda y con una especie de elegante cúpula en medio, sostenida por columnas doradas y rematada por amplias sombrillas abiertas y por antenas con banderas al viento.

Cincuenta hombres medio desnudos, de caras chatas, ojos oblicuos y piel amarilla, remaban con todas sus fuerzas colocados en doble fila. En popa, un número aproximadamente igual de hombres, pero mejor vestidos, con casacas de seda roja, pantalones y sombreros con plumas y con la cabeza y las extremidades envueltas en vendas empapadas de sangre, yacían en completo desorden, aferrados con rabia a sus largos fusiles.

Bajo el templete, sentados sobre ricos cojines de seda y entre telas de vivos colores, dos hombres estaban fumando. Uno de ellos ostentaba las insignias de larih-binch, es decir, general de los ejércitos de una provincia anamita; el otro, las de teniente de la marina fluvial.

El primero aparentaba unos cincuenta años, era alto, de anchas espaldas que delataban una fuerza nada común; el rostro, varonil y fiero, sombreado por una barba rala. El otro tendría unos veinte años, se le veía ágil, de fisonomía menos expresiva y con la piel menos bronceada.

Ambos parecían haber tomado parte activa en la sangrienta jornada de combates. Sus casacas de seda bordadas en oro y sus pantalones estaban rasgados, manchados de sangre y de lodo, y sus turbantes ennegrecidos por la pólvora de los disparos. Sus largos sables aparecían mellados y enrojecidos.

No hablaban. Toda su atención parecía concentrarse en el curso bajo del río, donde, de vez en cuando, entre los claros de las selvas ribereñas, se veía el resplandor de los fuegos que devoraban los últimos reductos de Saigón y las últimas aldeas, los lugares en que los fugitivos habían luchado encarnizadamente.

Cada vez que en medio del profundo silencio resonaba, sorda, la voz del cañón, un estremecimiento nervioso agitaba a los dos hombres y sus manos buscaban involuntariamente las empuñaduras de los sables.

Ya había recorrido el balón un gran trecho, alejándose cada vez más del escenario de la lucha, cuando el general rompió el silencio.

—¡Terrible día! —exclamó, golpeando con furia la borda de la barca y tirando el cigarrillo—. ¡Todo se ha perdido para nosotros!

—No hay que ser tan pesimista, Tay-Shung —dijo el teniente—. Un solo día no basta para vencer a los hijos de la Baja Conchinchina.

—¿Para qué hacerse ilusiones, Ca Bong? Nada podrá detener a los invasores ahora que Saigón ha caído en sus manos y que nuestras tropas han sido derrotadas.

—Exterminaremos a esos extranjeros.

—¿Cómo? Sólo podemos huir o dejamos matar.

—¿Por qué han venido a invadir nuestro país? ¿Qué mal les hemos hecho, a españoles y franceses? ¿Acaso hemos ido nosotros a devastar sus tierras y sus ciudades?

—La culpa es de nuestro rey, amigo, y esta invasión la debemos a la injusta decapitación de tres pobres hombres.

—¿Es cierto eso, Tay-Shung?

—Tal como te lo digo, Ca Bong. Nuestro rey Tu-Duk era tan pecador como su abuelo y no podía ver misioneros blancos en su reino. En 1852 mandó decapitar al padre Bonard, en 1857 al obispo Díaz y en 1858 al padre Melchor. La muerte de estos tres hombres fue la causa de que nos invadiesen franceses y españoles.

—¿Es cierto eso? Pero ¿por qué el rey mandó decapitar a esos pobres misioneros que al fin y al cabo nos traen la civilización del extremo occidente y que nunca nos han hecho ningún daño?

—Una manía de nuestro rey, que teme la civilización europea.

—Y ahora tenemos que cargar con esta desgraciada guerra. Pero ¿no hay manera de expulsar de nuestras tierras a esos hijos de occidente? Me parece que ya podrían contentarse con la sangrienta derrota que nos han infligido.

—Ahora que nos han vencido, ya no se retirarán y continuarán invadiendo nuestras provincias.

—¿Y crees que no podremos resistir?

—Ya lo has visto en Saigón.

—Pero somos muchos, Tay-Shung; tenemos todavía muchas armas y no nos falta el valor.

—Sí, será entonces gracias a nuestras armas, a nuestro número y a nuestro valor que vamos huyendo —dijo el general con voz sorda—. También yo esperaba vencer, también yo me creía tan fuerte como para deshacer con estos diez dedos los mandamientos de Buda y guerrear con ventaja contra los españoles del coronel Gutiérrez, y rechazar al enemigo tras los fuertes de Kiloa y Fuan-Keou; y, sin embargo, tuve que reconocer mi inferioridad y huir.

—Así pues ¿todo está perdido?

—Todo, Ca Bong. Saigón ha sido tomada, la costa está bloqueada por la flota del contraalmirante Page y nuestro ejército se halla en desbandada. ¿Qué quieres hacer?

—Pero tú eres fuerte; en Bien-hoa hay soldados, y todavía puedes luchar.

—¿Y quién dice que Tay-Shung no luchará? —gritó el general—. ¡Di al enemigo que me ataque en Bien-hoa, si es capaz! ¡Dile que se muestre a la vista de Tay-Shung, si es tan valiente! Tay-Shung lo pondrá en fuga y lo precipitará en aguas del Dong-Giang. ¡Ah! Si no fuese por Tay-See, te juro que no estaría en esta barca.

—¿Dónde estarías?

—Combatiendo junto a las murallas de Saigón.

—¿Qué dices, Tay-Shung? Pero ¿tanto amas a esa mujer?

—Con locura, Ca Bong. Ese ser sobrenatural me fascina; no sé de qué sería capaz sólo por ver una sonrisa en sus labios siempre fríos y silenciosos. ¿Por qué crees que, en el momento de la retirada, mientras mis hombres eran diezmados por el enemigo, me precipité como un tigre entre los soldados del coronel Gutiérrez y maté a un oficial enemigo, sino para arrebatarle un collar precioso que pienso regalar a Tay-See? ¿Y por qué crees que me he aventurado a pasar entre la escuadra de Page, sino para remontar el Dong-Giang y acudir en defensa de mi Tay-See? ¡Sublime criatura, bella rosa del Dong-Giang, cuánto te amo! Y ella no me ama ¡Y tal vez nunca me amará!

—¡Silencio! —exclamó de pronto Ca Bong, desenvainando la cimitarra.

—¿Qué ocurre?

Media milla río arriba había sonado un disparo de fusil, luego otro y otro, y finalmente una descarga general. Tay-Shung y Ca Bong dirigieron la vista hacia el curso alto del río.

Creyéndose atacados por una escuadrilla francoespañola, los soldados se levantaron y se pusieron a cargar sus mosquetones, mientras los remeros, aminorando la marcha, se colocaron entre los dientes los sables de abordaje.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tay-Shung.

—Sé tanto como tú, general —respondió el contramaestre—. Pero debemos estar en guardia: los cañaverales de las orillas son muy espesos y pueden ocultar enemigos.

—¿Será una cañonera? —preguntó Ca Bong.

—No lo creo —respondió Tay-Shung—. Ese tipo de embarcaciones suele llevar un cañón a bordo y no se ha oído disparar ninguno.

—Es cierto —confirmó un remero.

—Sea lo que sea, amigos o enemigos, manteneos alerta y vosotros, muchachos, dadle fuerte a las pagayas. A mediodía quiero estar en Bien-hoa para comer un nuoc-nam (salsa picante) y saborear una taza de ruon-manch (licor de arroz fermentado), aunque tenga que pasar por encima del casco de la cañonera.

A una señal del contramaestre, los cincuenta remos se hundieron admirablemente concertados y el balón reanudó la carrera, manteniéndose en medio del río, mientras los soldados apuntaban sus mosquetones hacía las orillas, donde, rebasada la selva, se extendían vastas plantaciones de kang de grano pequeño y aromático y de hun de grano grueso y muy glutinoso.

Había recorrido el balón cincuenta metros, cuando Ca Bong, que estaba de pie en proa, señaló un cuerpo humano que era arrastrado por la corriente.

—¡Mira a tu derecha! —gritó—. Un ahogado, Tay-Shung.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el general, que estaba liando otro cigarrillo—. ¿Será uno de los nuestros o tal vez algún blanco? ¡Eh, Fuan, acércate hacia él!

—A tus órdenes, Tay-Shung —respondió el contramaestre.

El ahogado bajaba siguiendo el curso de la corriente cerca de la orilla izquierda, enredado entre las ramas de un sappau de tal modo que la cabeza se mantenía fuera del agua. Hábilmente dirigido, el balón lo alcanzó en pocos momentos y Ca Bong, agarrándolo por la chaqueta, lo izó a bordo y lo colocó sobre una estera.

A juzgar por su indumentaria, era un oficial español de veintiséis a veintiocho años, de estatura superior a la media, de formas vigorosas y de muy buen aspecto; su rostro varonil era moreno, y sus cabellos largos y muy negros, con reflejos metálicos.

Tay-Shung lo miró despacio; luego preguntó brevemente y como con disgusto:

—¿Está muerto?

Ca Bong apoyó una mano sobre el corazón del español y tras unos instantes respondió:

—No, general; el corazón late todavía.

—Échalo al río.

—¿Y si lo llevásemos a Bien-hoa?

—Tienes razón. Servirá de diversión a nuestro pueblo combatiendo contra algún tigre feroz. Haz que vuelva en sí.

Ayudado por unos soldados, Ca Bong desvistió al prisionero y le frotó el pecho primero con suavidad y luego enérgicamente; después, abriéndole los dientes, que tenía cerrados, le introdujo unas gotas de aguardiente de arroz.

Un estremecimiento súbito recorrió los miembros del español. Estornudó varias veces, luego abrió los ojos y miró a su alrededor con estupor.

—Eres fuerte, amigo —le dijo Ca Bong—. Bebe otro trago; te irá bien.

El nuevo sorbo de ruon-manch hizo que el oficial se recuperase casi por completo. Apenas pudo ver a los hombres que le rodeaban, se llevó la mano derecha al costado, como si buscase el sable que ya no tenía.

—Quieto —dijo Ca Bong—. Comprende que toda resistencia sería inútil. Ahora permite que te presente a mi general, Tay-Shung, comandante de Bien-hoa.

Al oír este nombre, un temblor agitó los miembros del español. Se incorporó y miró fijamente al general anamita.

—Tay-Shung —murmuró después de haberle contemplado unos segundos.

—¿Me conoces? —preguntó el general.

El español no respondió.

—Si no me equivoco —prosiguió Tay-Shung con acento cargado de odio—, eres uno de los que nos vencieron junto a los bastiones de Kiloa; pero no te preocupes, nos vengaremos en Bien-hoa.

El oficial volvió a estremecerse y se tomó ligeramente pálido.

—Dime, jovencito, ¿eres español?

—No, francés —respondió el prisionero.

—¡Ah! Un francés en la piel de un español. ¿Y eres valiente?

—Pudiste comprobarlo en Kiloa. Yo, en cambio, juraría que tengo muy vistos tus talones.

La frente del general se oscureció. Su mano fue en busca de la empuñadura de la cimitarra, pero de pronto se contuvo.

—Veremos si serás tan jactancioso cuanto las garras del tigre te destrocen el pecho. ¡Eh, Ca Bong! Te confío este jovenzuelo.

Volvió a sentarse entre los cojines, encendió un cigarrillo y se puso a fumar tranquilamente. Mientras, el balón continuaba remontando el río con la velocidad de una flecha, y pasaba como un brillante meteoro bajo la espesa bóveda de verdura formada por magníficos sappau, que proporcionan una madera muy apreciada, soberbios mangostanos, arecas rematadas por hojas enormes y serpenteantes cay-ho-thieu productores de una pimienta muy fuerte.

A las diez de la mañana, cuando ya hacía horas que el sol lanzaba torrentes de fuego sobre aquellas tierras fértiles, empezaron a aparecer pequeñas aldeas en las orillas, casi ocultas en medio de la vegetación, elegantes templetes y, más a lo lejos, en las faldas de las colinas, fortalezas derruidas en gran parte y fortificaciones que parecían haber sostenido más de un asalto.

Tres horas después, tras un recodo del río, Ca Bong señaló la presencia de la ciudad de Bien-hoa, situada entre ricas plantaciones, con sus templos erizados de tejas salientes brillaban como el oro, con sus fuertes y sus casas de ladrillo cocido al sol, sostenidos por columnas pintadas de vivos colores.

Al oír el anuncio del teniente, Tay-Shung respiró como si le hubiesen quitado un gran peso de encima, y ordenó que tocasen el gong, a cuyo sonido característico acudió en seguida toda la población, aglomerándose desordenadamente en la orilla.

—¡Valor, hijos míos! —dijo dirigiéndose a sus guerreros—. ¡Sed hombres!

Pocos minutos después atracaba el balón. Adultos, ancianos, niños y mujeres se apretujaban en la orilla, buscando entre los pocos supervivientes al padre, al marido, al hermano o al hijo.

Con una mirada, Tay-Shung recorrió toda la orilla. Luego, dejó escapar un profundo suspiro.

—¡Siempre la misma! —murmuró—. Todos vienen a abrazar a sus parientes menos ella, que siempre me olvida.

Fue el primero en bajar a tierra, donde fue acogido por gritos de alegría y por los desgarradores llantos de las mujeres, que en vano buscaban a sus seres queridos entre los guerreros. Tomó el trau (nueces arómaticas envueltas en hojas de betel) que le ofrecieron los notables de la ciudad; luego, después de haber encargado que vigilasen al prisionero, se alejó a grandes pasos en dirección a su morada, seguido por el teniente.

Cinco minutos después llegaba ante una bella casa hecha de ladrillos, de techo arqueado, sostenido por columnas de madera graciosamente pintadas, y rodeada por una amplia baranda, profusamente adornada con las flores más perfumadas de Indochina.

—¡Tay-See! ¡Tay-See! —gritó con voz entrecortada.

Nadie respondió. Tay-Shung experimentó un estremecimiento angustioso y palideció.

—¿Se habrá ido? ¿O estará tal vez enferma? —se preguntó con voz temblorosa.

—Quizás esté durmiendo —dijo Ca Bong.

—Tengo miedo, Ca Bong. Cuando partí no estaba muy bien de salud.

En aquel momento se abrió la puerta y entre las flores de la veranda apareció la más hermosa doncella que uno pudiera imaginarse en tan lejanas tierras. La encantadora Tay-See iba vestida con una suave túnica de raso celeste que marcaba delicadamente sus juveniles formas, y su cabellera azabache caía en undosas guedejas sobre sus hombros.

Capítulo II

Tay-See apenas tenía diecisiete años y era considerada como la criatura más bella y más extraña del valle del Dong-Giang.

Era una «florecilla perfumada», como decían los indígenas en su pintoresca y poética lengua, a la que el soplo de Buda había dado apariencia humana.

Tay-See tenía un cuerpo esbelto, flexible y delicado; sus abundantes cabellos eran más sutiles que hilos de seda y más negros que alas de cuervo y su rostro, de una belleza original, tenía rasgos de una pureza sobrehumana.

Su piel era, más que blanca, diáfana; sus ojos, grandes, pero siempre melancólicos y como húmedos de lágrimas; la boca, pequeña, dejaba entrever en ocasiones unos dientes blancos como el marfil y brillantes como perlas.

Desde hacía dos años, Tay-Shung cuidaba de ella, pero en tan largo tiempo ningún habitante del valle había visto nunca aflorar una sonrisa a sus labios; Tay-See no hacía nunca acto de presencia en ninguna fiesta o reunión. Siempre se mostraba triste, melancólica, taciturna, como si un dolor inmenso, desgarrador, se hubiese instalado desde siempre en su pequeño corazón.

Sólo de noche, en ciertas épocas del año y especialmente cuando Tay-Shung se hallaba lejos, se la había visto salir sola a horas avanzadas y errar bajo la oscura sombra de los bosques, o mantenerse de pie y estática, hasta el amanecer, en el borde de un acantilado que daba sobre el río, en la actitud de quien se siente atraído por el vacío. En esas raras noches se le oía también tocar el tro siamés con sus dedos de niña, arrancando ciertas notas flexibles que ningún pi (especie de flauta) de los contornos habría sido capaz de imitar. En ciertos momentos, cuando mayor era el silencio y más profunda la oscuridad, se oía cantar a Tay-See, en una lengua que nadie conocía, canciones llenas de tristeza que eran como el desahogo de una alma atormentada.

Acerca de sus paseos por los bosques se contaban extrañas cosas. Los soldados que durante la noche hacían guardia en los bastiones decían que Tay-See volaba como un fantasma sobre las copas más altas de los cay-sao para entrevistarse con los espíritus celestes; se decía que, a la medianoche, convocaba con el sonido del tro a los difuntos, y que centenares de lucecitas, las almas de los finados, acudían a danzar a su alrededor.

Unos afirmaban haberla visto, bajo aquellos árboles, transformarse en una rosa bellísima y que luego iba a conversar con las flores y las yerbecillas; otros aseguraban haberla sorprendido, cuando la luna se alza tras las altas montañas, convirtiéndose en una hermosa ave que se alejaba rápidamente en dirección al mar, para regresar con las primeras luces del alba.

Pero un día ya no hubieron más paseos misteriosos, ni se oyó más el tro ni la voz de la Rosa del Dong-Giang. Había contraído una cruel enfermedad, extraña enfermedad inexplicable para todos los médicos del valle. Sus ojos, tan belfos y brillantes, perdieron su esplendor y su delicado organismo parecía haberse roto bajo los efectos de un rudo golpe. La flor se iba marchitando a ojos vista como si hubiese sido trasplantada a otra tierra y a otro clima, o como si un viento gélido le hubiese helado el tallo. Nunca más se la vio salir de su casa; a veces, se la oía sollozar por largo rato. Sin embargo, se sabía que Tay-Shung la adoraba y que no ahorraba esfuerzos para hacerla feliz.

Dos veces llegó la estación de las lluvias a inundar las campiñas; dos veces florecieron las rosas, pero la Rosa del Dong-Giang estaba cada vez más marchita y parecía ya próxima a la muerte irremediable.

En vano los indígenas, que admiraban con devoción supersticiosa a aquella criatura a la que realmente adoraban, convencidos de que se trataba de una encarnación de su dios, investigaron las causas de su declinación.

Pero un día, de las bajas llanuras del delta de Saigón, llegó un nuevo rumor.

El rumor, que se fue difundiendo poco a poco por el valle, afirmaba que, antes de ser la mujer de Tay-Shung, Tay-See había querido con un amor inmenso y sin límites a un extranjero de raza blanca, un español llamado José, y que éste, enamorado también de ella, le había hecho solemne juramento de hacerla suya. Se decía también que este hombre, reclamado por su patria, había partido con la promesa de regresar y de cumplir el juramento.

A este primer rumor sucedieron otros. Se decía que el padre de la muchacha, orgulloso conchinchino que había jurado odio eterno a la raza blanca, descubrió su amor y que le hizo quebrantar brutalmente el juramento obligándola a casarse con Tay-Shung, quien por su parte pagó un elevado precio en oro.

Y ahora se murmuraba que el español había desembarcado en Conchinchina, que Tay-See lo sabía, y que la joven, desesperando de entregarse al hombre amado, moría de dolor.

Y lo que se contaba era cierto.

Capítulo III

Cuando Tay-Shung la vio aparecer en la puerta de la vivienda, delgada, pálida, con los ojos hundidos, como si las negras alas de la muerte la hubiesen ya tocado, experimentó un agudo dolor en su corazón.

La abrazó con delicadeza y la contempló durante unos segundos con ojos de enamorado.

—Tay-See, mi bella rosa del Dong-Giang —exclamó con voz apasionada—. Deja que te contemple, hermosísima florecilla; deja que mire tus ojos, más relucientes que los astros más brillantes, deja que respire tu suave perfume. Muéstrame tu sonrisa y permíteme que, una vez más, te diga que soy tu esclavo más humilde y que te adoro.

Tay-See permaneció impasible delante del guerrero.

La expresión melancólica de su rostro se hizo aún más profunda, y de su pecho brotó un largo suspiro.

—¡Ah, sufres! Estás enferma —exclamó Tay-Shung con visible preocupación—. Dime qué puedo hacer por ti, para verte feliz un solo instante. ¿Sabes que al verte siempre así me destroza el corazón y casi me hace llorar? Has cambiado mucho desde el día en que partí para esta funesta guerra que ensangrienta nuestro país. ¿Por qué? ¿Tal vez el viento de occidente ha marchitado mi bella florecilla? ¡Maldito viento! Desde que un blanco puso sus ojos en ti no deja de rugir en tu corazón.

—¡Tay-Shung! —balbuceó la joven con un hilo de voz y con acento de reproche.

—Estoy loco, Tay-See; pero qué quieres, a veces la cólera me domina y los celos me devoran el corazón. Dime, ¿te encuentras muy enferma?

—No, mi ong (señor).

—No me llames así, Tay-See. Llámame anh (hermano mayor), nombre mil veces más dulce que el otro. Pero, ven Rosa del Dong-Giang; entra en casa, el aire de la noche no puede hacerte bien. Ca Bong, ven a tomar un plato de nuoc-nam; nuestra Tay-See sabe cocinarlo mejor que todos los cocineros de Tu-Duk, que Buda los proteja.

Entraron en una estancia más bien amplia, decorada con elegancia. De sus paredes colgaban unas telas de unos tres pies de altura, pintadas con colores mórbidos.

En medio de la sala había una mesa estrecha y de altura suficiente para que sobresaliese el pecho cuando los moradores se sentaban en el suelo; estaba barnizada de negro, fileteada de plata, y cubierta de grandes platos soperos, teteras, jicaras y tazas de porcelana de la dinastía Ming, color del cielo después de la lluvia.

En los rincones se veían grandes cajas de laca colmadas de nueces de areca para masticar y, junto a las paredes, pipas de las más variadas formas, saquitos de chanaú (opio) y varios extraños amuletos, como fragmentos de huyen-phach (ámbar negro), pieles de rahhó (serpientes amarillas) y huesos de kim-mau-cu-u (perros de raza amarilla).

Un esclavo siamés dispuso la comida en un abrir y cerrar de ojos. Algo muy sencillo: un plato sopero lleno de arroz en pasta, un vaso de nuoc-nam o salsa picante, un cay-roan-rtam o col y té con agua y sin azúcar.

Sentados en el suelo, Tay-Shung y Ca Bong se pusieron a comer con buen apetito, dirigiendo de vez en cuando alguna mirada a Tay-See, que se había sentado, o, mejor, se había dejado caer en las esteras, conservando una inmovilidad casi absoluta. Estaba tan pálida que habría podido pasar por muerta.

—Mírala, Ca Bong —dijo Tay-Shung con tristeza, dirigiéndose a su compañero—. Siempre está así, siempre triste y taciturna. ¡Ah! Siento que nunca poseeré su corazón.

—Ya veo, general —respondió el teniente—. Se diría que la rosa se va marchitando poco a poco.

—¡Y yo que la amo tanto! Ella, en cambio, nunca me ha dirigido una sola palabra de amor. Para ella soy el genio del mal.

—¿Y qué quieres hacerle? Así nació y así morirá. Buda lo ha querido así.

—En la ciudad, todo el mundo festeja a los supervivientes de la guerra; en estos momentos los guerreros son besados y abrazados por sus mujeres; y yo, en cambio, ni una sonrisa, ni una palabra —continuó Tay-Shung con gran amargura—. Me habría contentado con una simple mirada, pero ni siquiera esto. ¡Ah, Ca Bong! Ya pierdo toda esperanza de que llegue a quererme.

—Espera, espera; sabes muy bien que el tiempo borra las heridas más terribles.

—No lo creo. Fue embrujada por un hombre llegado de occidente. Lo sé con toda certeza.

—¿Por un blanco?

—Sí, por un blanco.

—Con el tiempo lo olvidará.

—Antes me la arrebatará la muerte… Mira qué pálida está, Ca Bong; contempla su mirada que va apagándose poco a poco. El día que ella muera, se extinguirá también la vida de Tay-Shung.

—No digas eso, general.

—Tú lo verás, Ca Bong.

Terminada la comida, Tay-Shung se levantó, dio unos pasos por la estancia manteniendo los brazos cruzados sobre el pecho; de pronto, se detuvo delante mismo de la Rosa del Dong-Giang.

—Tay-See —dijo con voz dulce—, te he traído un regalo que le ha costado la vida a un enemigo de nuestra patria.

La joven se movió un poco y abrió lentamente sus ojos, fijándolos en los del general.

—¡Míralo! —prosiguió Tay-Shung—. Es la joya más preciosa que he visto en toda mi vida.

Se abrió la casaca y sacó una espléndida cadena de oro, de una forma especial, de la que pendía un medallón adornado con letras de brillantes.

—¡Toma! —dijo.

En vez de acercarse, Tay-See retrocedió unos pasos; luego permaneció inmóvil, como fascinada, con la mirada clavada en la joya.

—¿A quién se la has quitado? —balbució finalmente, con gran esfuerzo.

—A un español que maté de un cimitarrazo junto a los bastiones de Saigón.

—¿Dónde están los españoles? —preguntó la joven con un temblor que era incapaz de dominar—. ¿Dónde están?

—Allá abajo, en la desembocadura del río.

—¡Ah!… —exclamó la joven palideciendo—. Conozco esta cadena…, sí…, es de Alvarado…

—¡Alvarado…! —gritó Tay-Shung—. ¿Quién es ese hombre? ¿De qué lo conoces? ¡Habla, Tay-See, habla…!

La Rosa del Dong-Giang lo miró con desaliento; luego, tomando fuerzas, añadió:

—Era un amigo de mi padre y de…

—¿De quién? —preguntó el general con voz ahogada.

—Del mandarín de Tuan-Keon —balbució ella.

Tay-Shung respiró, como si le hubiesen quitado un gran peso de encima, y se enjugó el sudor frío que le humedecía la frente.

—¡Ah! ¡Conocías a ese hombre…! —dijo—. Siento haberlo matado, pero estaba entre nuestros enemigos. Toma la joya, es realmente soberbia. Mañana, si acudes a presenciar el suplicio del prisionero, serás la envidia de todas las mujeres de Bien-hoa.

—¡Un prisionero…! ¿Qué prisionero…? —preguntó la joven con emoción.

—Uno de los que nos derrotaron en las desembocaduras del río y que vino a parar por estos contornos. Lo salvamos cuando estaba a punto de ahogarse. Probablemente fue echado al río por los kemays, que vigilan las orillas.

—¿Es… un español?

—No, es francés.

—¿Francés? ¿Y lo mataréis mañana?

—Tendrá que luchar contra el tigre de mi amigo Huthia.

—Eso es lo mismo que matarlo.

—¿Y a cuántos de los nuestros han matado junto a Saigón esos ladrones de occidente? —dijo Tay-Shung con odio profundo.

Sin dejar de mirar al guerrero, Tay-See permaneció un momento pensativa; luego dijo:

—Iré a ver cómo lucha contra el tigre.

—Ve, mi querida rosa. Yo seré muy feliz de poder sentarme a tu lado.

Capítulo IV

Hacía un rato que había caído la noche y las tinieblas más espesas envolvían las inmensas plantaciones, los bosques, el río y la ciudadela.

La esfera de cobre vacía y agujereada que sirve de reloj ya se había llenado de agua cuatro veces, y cuatro veces había vuelto a sumergirse en el agua. El gong de la medianoche no tardaría en sonar.

Todos se retiraron a sus aposentos, y Tay-See, en cuanto se hubo encerrado en el suyo, vagamente iluminado por una pequeña lámpara china, se detuvo a examinar por largo rato, anhelante, pálida y transfigurada, la brillante cadena.

—Está en Saigón —se dijo—. Sí, está en Saigón. Lo siento, el corazón me lo dice… Sí, sí, es la cadena de Alvarado, su amigo de la infancia… Gran Buda, permite que lo vea una vez más, sólo un momento, un instante, y luego…, si quieres, hazlo desaparecer de este mundo…, no pido más.

Dejó caer la cabeza sobre el pecho y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.

Aquella noche Tay-See no durmió. Extraños temores la agitaron, manteniéndola en una ansiedad constante.

De vez en cuando le parecía oír la voz de José, o creía verlo con las manos extendidas en actitud de súplica; había momentos, cosa extraña, que sentía que la sangre corría más rápida en sus venas y que rejuvenecía.

Con el amanecer se oyeron los gongs de un extremo al otro de la ciudad y los clarines y las trompetas que sonaban en todos los barrios, anunciando a la población el suplicio del prisionero.

Ávidos de tales espectáculos, los habitantes se dirigían en masa al lugar donde debía desarrollarse la lucha, acondicionado durante la noche en el extremo de Bien-hoa.

Ancianos que apenas se sostenían de pie, guerreros, mujeres y niños habían acudido al lugar a primeras horas de la mañana. Todos querían ver la lucha del enemigo contra el tigre; todos querían ver cómo moría el blanco entre las garras de la fiera salvaje.

Ostentando los distintivos de su grado, Tay-Shung se dirigió al aposento de Tay-See.

La infortunada Rosa del Dong-Giang estaba ya vestida y lucía el brillante collar en el pecho. Estaba más pálida que nunca. Se sentía agitada por una extraña fiebre que la hacía temblar, como en plena estación de las lluvias. Pero, al mismo tiempo, se sentía animada por una fuerza misteriosa, irresistible, que la empujaba hacia el lugar del suplicio.

—¿Cómo estás, mi hermosa flor? —preguntó Tay-Shung delicadamente, abrazándola con ternura.

—Me siento bien, muy bien —respondió ella con un hilo de voz.

—¿No tendrás miedo del tigre?

—No, no tendré miedo. Vamos, Tay-Shung, vamos. Quiero ver al prisionero.

Tay-Shung le ofreció su brazo para que se apoyara y salieron, seguidos por Ca Bong y por gran número de guerreros armados hasta los dientes.

A medida que se iban acercando al recinto del combate, Tay-See sentía que le iban abandonando las fuerzas y que su corazón latía con tal ímpetu que parecía querer romperse. En vano intentaba adivinar las causas de tan extrañas sensaciones; en vano procuraba parecer tranquila; en vano procuraba reunir todas sus fuerzas; en vano intentaba calmarla febril ansiedad que la devoraba.

En cuanto llegó al recinto y oyó los feroces alaridos de la multitud, la joven empezó a temblar, y el mismo Tay-Shung se dio cuenta de su estado de ánimo.

La miró y quedó horrorizado ante la palidez de aquel hermoso rostro.

—¿Te sientes mal, Tay-See? —le preguntó.

—No, Tay-Shung —respondió ella con voz ahogada.

—Estás muy pálida.

—No es nada.

—Tiemblas.

—Estoy un poco emocionada, nada más. Vamos, quiero ver el tigre.

Entraron en el recinto. El general fue recibido con un huracán de aplausos y fue conducido por los dignatarios de la ciudadela a un elegante pabellón de seda azul, adornado con gran cantidad de rosas del Dong-Giang. El fuan-fu, o jefe de la provincia, y otros jefes se sentaron en torno a él y Tay-See, que apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie, paralizada por un terror misterioso.

Tay-Shung volvió a mirar a su compañera y tuvo miedo al verla tan abandonada, casi desvanecida, sobre los cojines que le servían de asiento.

—¡Ah! —exclamó—. Te sientes mal, Tay-See; lo veo, no lo niegues. ¿Qué te ocurre?

La joven reaccionó contra su extraño mal, y levantándose dijo:

—Ordena que toquen el pi.

A una señal de Tay-Shung, un trompetero tocó el instrumento. Casi al mismo momento, la enorme jaula, que hasta entonces había estado cubierta, fue mostrada y un tigre magnífico salió ágilmente a la arena, lanzando un formidable rugido.

La multitud lo saludó con aplausos frenéticos y prolongados.

—Adelante, adelante —balbució Tay-See.

Sonó otra señal, que fue seguida del silencio más profundo. La joven conchinchina dirigió la mirada hacia el pequeño pabellón custodiado por varios guerreros kermays, donde se encontraba el prisionero, y, sin saber por qué, cerró los ojos.

Cuando los volvió a abrir, el prisionero se hallaba en medio del recinto, empuñando un gran sable y haciendo frente al tigre, que se preparaba para atacarlo.

Lo miró un instante; luego, se puso en pie como movida por un resorte, lanzó un grito desesperado, angustioso, y cayó como fulminada.

Tay-Shung, horrorizado, se inclinó sobre la bella Rosa del Dong-Giang, gritando:

—¡Tay-See…! ¡Gran Buda…! ¡Está muerta!

Ca Bong puso su mano sobre el corazón de la infortunada muchacha y sintió que latía débilmente.

—No, Tay-Shung, no está muerta —exclamó.

En aquel mismo momento el tigre avanzaba hacia el prisionero que lo esperaba, a pie firme, empuñando la cimitarra y con una sonrisa de desdén en los labios.

El prisionero que debía luchar contra el tigre era José.

Capítulo V

La joven conchinchina, la delicada Rosa del Dong-Giang, que hacía varias lunas amenazaba con marchitarse para siempre, quedó casi muerta de angustia al ver que, ante el tigre, se hallaba el hombre que hacía tanto tiempo esperaba. Ahogada en llanto, la llevaron a su aposento.

La infortunada yacía sobre la colcha de seda blanca de su lecho, pálida como un cadáver, el rostro alterado, los ojos cerrados, los dientes apretados convulsamente, los miembros rígidos, insensible a los cuidados afectuosos que le prodigaba Kia, su fiel amiga, hija de un quan-an o jefe de la justicia de Bien-hoa.

De no ser por la respiración entrecortada que le agitaba el pecho y por los lamentos y palabras que brotaban de sus labios sin color, se diría que estaba muerta.

Llevaba Tay-See tres cuartos de hora en este estado, cuando de pronto sufrió un sobresalto, como si hubiese recibido una descarga eléctrica. Abrió los ojos, se incorporó como movida por un resorte invisible, apoyándose en sus blancas manos, y miró a su alrededor con ojos extraviados.

—¡José…! ¡José…! —balbució.

—¡Tay-See! —murmuró Kia, acercándosele.

Tay-See la miró con terror, como si ya no la conociese.

—¡José! ¡José! —repitió con más fuerza—. ¿Dónde estás, mi adorado José…? ¿Por qué ese tigre…? ¿Por qué toda esa gente armada…? ¡Ah, miserables!

Presa del delirio, la infortunada tendió los brazos, emitió un angustioso alarido y cayó en el lecho, como si de pronto le hubiesen faltado las fuerzas.

Kia se inclinó sobre aquel rostro que delataba una angustia indescriptible.

—Tay-See, mi buena Tay-See —dijo—. ¿Qué te ocurre? Mi florecilla del Dong-Giang, ¡no te mueras! ¡Maldito viento de los blancos! Cada vez que sopla destruye mi bella flor. Pero ¿qué ocurre con los blancos que cada vez que te miran te envenenan? Tay-See, vuelve en ti y mira a tu fiel Kia.

Tay-See pareció comprender las últimas palabras de la amiga. Volvió a incorporarse y se echó en los brazos de Kia. Un sollozo estalló en su pecho.

—¡Kia! ¡Kia! —exclamó—. ¡Se acabó…! Voy a morir. ¡José! ¡José…! ¡Mi adorado José!

—¿José? Pero ¿quién es José…? —preguntó Kia asustada—. Ese nombre no es conchinchino. ¿Quién es, Tay-See, quién es?

—Kia, ese hombre ¿ha muerto o está vivo?

—Pero ¿de qué hombre hablas?

—José…

Se calló, estremecida.

En la estancia contigua se oía la voz de Tay-Shung.

—¡Kia! —exclamó la joven, aferrando convulsamente las manos de su fiel amiga—. Kia…, Tay-Shung me da miedo…, no quiero verlo…, tiene las manos ensangrentadas…, me lo ha matado…

—Deliras, Tay-See.

—No, no deliro… ¡Ya viene!

Se abrió la puerta y Tay-Shung entró en la estancia, precipitándose hacia el lecho. El guerrero, increíble en él, estaba llorando como un niño.

—¡Tay-See! —gritó—. Mi bella Tay-See, ¿qué te ha pasado? ¿Por qué tanto miedo? ¿Por qué esos gritos…? Tay-See, no quiero que mueras. Quiero que vivas, bella Rosa del Dong-Giang. Hay algo que te roe el corazón y hace que te sientas muy mal. ¿Qué tienes? Dímelo, díselo a tu Tay-Shung que tanto te quiere. Estoy dispuesto a cualquier sacrificio por ti, aunque tenga que derramar toda la sangre que me corre por las venas.

Aterrorizada, Tay-See lo miró, incapaz de pronunciar una sola palabra. Hubiese querido rechazar al hombre que probablemente había asesinado a su amado; hubiese querido interrogarlo para saber qué había sido de José; pero no se atrevía. Sabía que a sus pies se abría un abismo y que la sospecha más pequeña podía perderla. Alzó lentamente la vista y miró a Tay-Shung, que parecía más espantado que ella.

—¡Tay-See! —exclamó el guerrero con acento de súplica—. Háblame, háblame, amor mío. Te sientes mal, sí, muy mal, lo leo en tus ojos.

La infortunada sacudió la cabeza con la energía que le restaba. El general le cogió una mano, pero ella la retiró inmediatamente, como si hubiese tocado una serpiente.

—¡Tay-See! —repitió el guerrero—. Pero ¿qué te ocurre, criatura?

—Nada, nada… —balbució Tay-See, estremeciéndose.

—¿Y por qué aquel grito?

—¿Qué grito? —exclamó ella como si no se acordase de nada.

—Sí, aquel grito tremendo, angustioso, que me destrozó el corazón.

—El tigre, la sangre…, aquel hombre…, me dieron miedo…

—¡Aquel hombre! ¿Por qué?

—No sé… ¿Murió el hombre? —preguntó con acento desesperado, agarrándose a las vestiduras del general.

La respuesta significaba la vida o la muerte.

—¡Ese hombre! —murmuró él de nuevo—. Pero ¿acaso lo conoces?

—No, Tay-Shung, no lo conozco, te lo juro —respondió decidida la Rosa del Dong-Giang—. Pero quiero saber si está vivo o muerto; dímelo, dímelo…

—No, Tay-See, no ha muerto. El enemigo de nuestra patria mató al tigre.

Tay-See contuvo con dificultad el grito de alegría que iba a brotar de sus labios. Una oleada de sangre le subió a la cabeza y coloreó las pálidas mejillas.

La delicada flor del Dong-Giang, doblegado su débil tallo por la fuerza del huracán, volvía a alzarse llena de vida.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tay-Shung, lleno de asombro—. Estás reviviendo, lo veo, Tay-See. ¿Qué milagro es éste?

—No lo sé…, parece que estoy mejor, Tay-Shung —murmuró la joven con voz ahogada—. Déjame, tengo necesidad de hablar con Kia…, déjame…

—Pero ¿no estoy yo aquí? ¿No soy tu esclavo…?

—Déjame, Tay-Shung, te lo ruego.

El guerrero inclinó la cabeza sobre el pecho y dejó escapar un gemido.

—¡Ah! —exclamó—. Eres incomprensible. Tay-See…, me das miedo… Presiento que un gran misterio se oculta en tu corazón; pero obedezco.

Se apartó de ella lentamente, pensativo, triste, y salió del aposento. Kia, que estaba sentada junto a la pequeña ventana, se acercó al lecho.

—¡Tay-See! —murmuró.

Las dos amigas se abrazaron.

Tay-See callaba, pero los sollozos agitaban su pecho.

—Lloras —dijo Kia, conmovida hasta las lágrimas—. ¿Se trata de un nuevo dardo que ha herido tu corazón o de un nuevo huracán que ha doblegado la Rosa del Dong-Giang? Sufres, mi buena amiga; habla, confíate. No quieras ocultarme tus penas.

—Kia… —murmuró Tay-See con voz entrecortada—, ¡qué desgraciada soy!

Una nueva llamarada le subió al rostro, y un repentino temblor se apoderó de ella; se abandonó entre los brazos de su amiga, la cual la estrechó amorosamente, como una madre haría con su hija.

—¡Habla! —dijo la hija del quan-an.

—¿Sabes por qué estoy muriendo lentamente?

—Sé que un gran dolor te atenaza el corazón, y me han dicho que la causa es un hombre que no pertenece a nuestra raza.

—Es cierto, mi buena Kia. ¡Ah, qué desgraciada soy! ¡Mejor sería estar muerta!

—Tay-See, tienes que contármelo todo.

—Sí, te lo diré todo.

Kia lanzó una rápida mirada por el aposento y abrió la puerta para asegurarse de que no había nadie afuera escuchando. La volvió a cerrar y, dirigiéndose a su amiga, le dijo:

—Ahora puedes hablar.

—Escucha, mi buena Kia —dijo la infortunada Rosa del Dong-Giang con voz débil—. Hace ahora tres años conocí en Saigón a un joven español llamado José Blancos, bello, fuerte, gallardo. Pertenecía a la embajada española y era oficial del ejército de su patria. Nuestros corazones se hablaron en seguida.

Tay-See se interrumpió, lanzó un gemido y ocultó el rostro entre las manos.

—Aquella felicidad duró tres lunas —prosiguió la Rosa del Dong-Giang—, hasta que fue bruscamente interrumpida. José fue reclamado a su patria junto con su embajada y tuvimos que separamos. Antes sobre la tumba de mi madre nos juramos amor eterno. Yo le juré conservarme suya, y él regresar un día para hacerme feliz para siempre. ¡Cuántas lágrimas, Kia! ¡Oh, qué terrible el momento de ver cómo el barco se alejaba de nuestras costas, con la proa apuntando hacia el lejano occidente! Tenía fe en su palabra. No dudaba que volvería porque sabía que me amaba, pero me agitaban extraños temores, y una voz misteriosa me decía que todo iba a acabar para Tay-See. Un día, mi padre, que profesaba un odio violento contra la raza blanca y especialmente contra los españoles, interceptó una carta de José, y aquel día se decidió mi desgracia. Hacía mucho tiempo que Tay-Shung deseaba mi mano y mi padre, que consideraba un gran honor emparentar con un general que gozaba fama de ser de los más valientes, concertó con él mi matrimonio, para erradicar de mi corazón el amor que me unía al español. En vano rogué, en vano lloré, en vano dije al uno que llevarme fuera de Saigón sería como matarme, y al otro que nunca podría amarlo como señor y esposo porque mi corazón pertenecía a otro hombre, un hombre que tenía que regresar un día. Y en vano dije que había jurado, sobre la tumba de mi difunta madre, mantenerme fiel a José. Una noche me sacaron de mi casa, me llevaron por la fuerza a un balón y a la mañana siguiente me encontraba aquí, como esposa de Tay-Shung, que me había comprado por cuarenta monedas de oro. Creía que iba a morir, pero no tuve tanta suerte. Sentí cómo me iba consumiendo poco a poco, sentí cómo me abandonaban las fuerzas, cómo la sangre corría cada vez más despacio por mis venas; enfermé, pero seguí viviendo. José me había prometido que regresaría y no quería morir sin verlo antes, aunque fuese un solo minuto, un solo instante. ¡Qué tormentos, Kia mía, estos dos años! He contado los meses, los días, las horas, los minutos, luchando con todas mis fuerzas para no morir antes de su regreso… Y ahora ¡volverlo a ver en esta situación…!

—Y Tay-Shung, ¿no se dio cuenta nunca de tu amor?

—Lo sospechaba.

—¿Y no hizo nada para arrancártelo del corazón?

—Sí, primero recurrió a las amenazas. Era suya, pues me había comprado, y a elevado precio. Pero opuse una energía que yo misma ignoraba poseer y una noche corrí a la orilla del Dong-Giang para entregarme a sus aguas. Tay-Shung, que me amaba con locura, comprendió que no vacilaría en matarme. A partir de aquel día se convirtió en otro hombre, pero su pasión, en vez de disminuir, aumentaba desmesuradamente. Me trató no ya como a su mujer, sino como a su dueña, y me rodeó de todos los cuidados. No le odio, no, porque siempre ha sido bueno conmigo y me adora como si yo fuese una divinidad; pero siento que nunca podré amarlo. O José o la muerte: éste es mi destino.

Un llanto repentino le ahogó la voz y la joven, sin fuerzas, se dejó caer en el lecho.

Capítulo VI

—No llores, amiga mía —dijo Kia, que también lloraba—. Dime, ¿has vuelto a ver al español?

—Sí, luchando contra el tigre…

—¿Qué? El prisionero ¿es tu José…? ¡Protégelo, Buda!

—Sí —continuó Tay-See con voz entrecortada por los sollozos—. ¡Es él, mi amado José! Resulta atroz verlo ahora prisionero, verlo ahora ante la muerte, después de tantos días de angustia expectante, después de tantos sufrimientos y tantas lágrimas. ¡Ah! ¿Por qué me ha negado Buda el último consuelo de verlo al menos libre? Kia, mi buena Kia, todo ha acabado para la Rosa del Dong-Giang.

Kia la miró con lágrimas en los ojos y la besó varias veces, diciendo:

—No, no quiero que mueras.

—¿Por qué no quieres que muera? ¿Acaso vive la flor sin el sol y sin la lluvia? ¿Con qué objeto vivir, mi buena Kia, cuando me falta la esperanza que me sostenía? Hubo un tiempo en que esperaba volver a verlo y poder vivir feliz a su lado; pero hoy eso es imposible, porque dentro de poco lo habrán matado. ¡Kia, Kia, es mejoría muerte que el martirio! Todo se hunde a mi alrededor y yo me pierdo en las tinieblas.

—¡Oh! ¡No hables así, Tay-See! —exclamó la jovencita—. ¿Sabe Tay-Shung que el prisionero es José?

—No, no sabe nada. Pero ¿qué importa? José es un prisionero de guerra y dentro de poco morirá. Los hombres de nuestra raza son inexorables.

—Pero ha matado al tigre…

—Peor para él, morirá aplastado por el elefante.

—¡Es horrible!

—Sí, es horrible, espantoso, monstruoso. ¡Ah, Kia, siento cómo la fuente de la vida se seca poco a poco y cómo me rozan las negras alas de la muerte!

—Tay-See, estoy dispuesta a cualquier cosa para verte feliz. ¿Qué puedo hacer? No quiero que mueras.

—No moriré… mientras él viva… Pero, cuando lo hayan matado, cerraré los ojos y bajaré también a la tumba.

—¡Tay-See! —exclamó Kia—. ¿Y si lo salvásemos nosotras?

Una amarga sonrisa se dibujó, en los labios de la infortunada conchinchina.

—¿Salvarlo? —murmuró—. No es posible, no es posible.

—Soy astuta y sé cómo manejar a los hombres.

Tay-See tomó las manos de su fiel amiga y las apretó con fuerza.

—¡Salvarlo! —exclamó—. ¡Quieres salvarlo! Por favor, Kia, no hagas que me ilusione, no me mates antes de que él muera.

—Dime, Tay-See —dijo la jovencita, sentándose junto a la cabecera—. ¿Dónde están los extranjeros?

—En Saigón, y se disponen a invadir todo el Gia-Dinh.

—¿Intentarán conquistar Bien-hoa?

—Sí, me lo ha dicho Tay-Shung.

—Muy bien.

—¿Qué quieres hacer?

—Extender el rumor de que los extranjeros avanzan rápidamente hacia Bien-hoa y conseguir que Tay-Shung salga con las tropas.

—¿Para qué?

—Para alejarlo mientras nosotras liberamos a José. Tay-Shung es demasiado astuto y muy peligroso. Una sola sospecha bastaría para acabar con la vida del español.

—¡Protégelo, Buda!

—No correrá ningún peligro, Tay-See, te lo aseguro. Buscaré a José y le diré que venga a verte.

—¿A verme? ¿A verme has dicho?

—Sí, vendrá a verte.

—¿Aquí, en esta habitación?

—Sí, en esta habitación.

—¡Kia! ¡Kia!

—Te lo juro, mi querida Tay-See.

—Voy a morir de alegría… ¡Ah, Kia! ¡No es posible…!

—¿Por qué no es posible?

—Pero ¿no sabes que está prisionero?

—Lo sé, pero tengo el medio para salvarlo. Dentro de poco me encontraré con mi novio, el valiente Tay-Mit, le contaré todo y le pediré ayuda. Tay-Mit es bueno y no es capaz de negar nada a su Kia.

—¡Me da miedo! —exclamó Tay-See, atemorizada—. Una sola palabra bastaría para que lo matasen.

—No temas, mi buena amiga; Tay-Mit no dirá una palabra a nadie. Escucha.

—Te escucho.

—Dentro de dos horas enviaré a Tay-Mit a dar una vuelta por los bosques. Poco después volverá, anunciando que los extranjeros se hallan a pocas millas de Bien-hoa. Tay-Shung reunirá a sus guerreros y correrá hacia el sur en busca del enemigo. Mientras está lejos, no será difícil liberar a José.

—¡Kia…!

—Escucha, Rosa del Dong-Giang —prosiguió la astuta jovencita—. Cuando los guerreros hayan partido, Tay-Mit irá a encontrar a Wang, el carcelero, lo emborrachará con ruon-manch y opio y el prisionero quedará libre.

—¡Ah, mi buena Kia! —exclamó Tay-See, abrazándola—. ¡Qué feliz sería muriendo entre los brazos de mi José! ¡Si al menos contase con este consuelo!

—No hables de morir, Tay-See, todavía espero verte muy feliz.

—Siento que, para mí, la felicidad no volverá más —dijo la infortunada con amargura—. Sólo la sentí un momento, allá en Saigón, cuando José me amaba, cuando me juraba amor eterno, y nunca más volveré a probarla. ¡Ah, Tay-Shung! ¿Por qué viniste a arrebatármela? ¿Por qué el destino te puso en mi camino? De no ser por ti, en estos momentos sería feliz en la patria de José… Y en cambio me encuentro aquí, desesperada.

—Valor, Tay-See.

—¡Valor! ¡Ah! Kia, tengo un presentimiento que destruye todas mis esperanzas y que me aterroriza. Presiento que se aproxima una catástrofe.

—Es el miedo lo que te hace hablar así y que lo veas todo tan oscuro.

—Todo oscuro, no. Del color de la sangre, Kia.

—¡Maldito Tay-Shung! —exclamó la hija del quan-an.

—No lo maldigas, Kia —murmuró dulcemente Tay-See—. Yo lo compadezco.

—Tú eres demasiado buena, Tay-See. Pero él ha sido la causa de tu infortunio.

—Me ha hecho desgraciada porque me amaba demasiado.

El gong del mediodía sonó a lo lejos. Kia se levantó.

—Es hora de actuar —dijo—. Cuando el último rayo del sol deje de dorar las altas copas de los cay-me y la luna empiece a iluminar la gran ribera, dirige la mirada hacia las plantaciones de sésamo negro. Por ahí verás llegar a tu José, te lo juro. Adiós y no tengas miedo.

Se inclinó sobre la pálida faz de Tay-See, la besó y se alejó en silencio. Momentos después andaba por la calle en dirección a la casa del quan-an.

Tay-See permaneció inmóvil un momento. Luego se llevó las manos al rostro y prorrumpió en sollozos.

—¡Dios mío! —exclamó—. Si al menos pudiera verlo un minuto, un instante, oír sólo una palabra suya; entonces me sentiría feliz y entraría sin temor en el nirvana de Buda.

Se dejó caer sin fuerzas, la vista se le nubló le empezaron a pesar los párpados y quedó dormida con la sonrisa en los labios y el rostro animado por un color rosado. A pesar del golpe recibido, la pobre flor volvía a la vida.

Habían transcurrido varias horas cuando la joven fue bruscamente despertada por un profundo suspiro. Abrió los ojos y vio ante sí a Tay-Shung, que la espiaba atentamente. Una profunda arruga surcaba la frente del general.

—Tay-See —dijo éste tranquilamente—. Mientras dormías te lamentabas. ¿Sufres mucho? Debes estar muy mal, querida mía, hablabas con voz llena de angustia.

Ella se estremeció y lo miró con espanto.

—¿Me lamentaba? ¿Hablaba…? —balbució.

—Sí, Tay-See, y de tus labios salían extrañas palabras… Hablabas de infelicidad, de fugas…, y has repetido varias veces un nombre que desconozco. Dime, ¿qué significa José?

Tay-See palideció y lo miró atentamente, como si quisiera leer dentro de sus ojos; pero él estaba tranquilo, a pesar de la profunda arruga que le surcaba la frente.

—No sé qué puede significar —dijo la joven—. ¡Los sueños son tan extraños…!

—¡José! —repitió él—. ¿Sabes, Tay-See, que esta palabra me ha causado una profunda impresión?

Ella no respondió, pero se llevó una mano al corazón, como si hubiese recibido una puñalada.

De pronto, se oyó a lo lejos el golpear furioso del tam-tam. Tay-Shung alzó la cabeza y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la cimitarra.

—¿Qué significa esto? —exclamó, mientras un relámpago de valor brillaba en sus ojos—. ¿Habrá llegado el enemigo a orillas del Dong-Giang? ¡Ay de él!

Se asomó a la ventana y miró.

Una multitud de soldados armados con picas, fusiles y sables se acercaba rápidamente a la casa. Tay-Mit, el novio de Kia, iba delante, sin sombrero, sudoroso y lleno de fango.

—¡Tay-Mit! —exclamó el general—. ¿Qué ocurre?

Al oír estas palabras, Tay-See sintió un escalofrío. Pero reaccionó en seguida y se levantó del lecho.

Apenas se había alzado, cuanto Tay-Mit entró como un rayo.

Una simple mirada de él bastó para confirmar a la joven que todo iba bien y que no había nada que temer.

—¿Qué ocurre? —preguntó el general a Tay-Mit.

—Tay-Shung. ¡El enemigo se encuentra a orillas del Dong-Giang!

Un grito de furor surgió de los labios del general.

—¿El enemigo? —gritó—. ¿Cómo lo sabes?

—Lo he visto con mis propios ojos. Estaba acampado cerca del templo de Ba-hao-ting.

—Pero ¿cuándo?, ¿cómo? Habla pronto.

—Había salido para la caza del rinoceronte —dijo Tay-Mit, que repetía la lección de Kia—, cuando, a diez millas de aquí, me encontré de pronto en un campamento francés…

—¿Eran muchos? —preguntó Tay-Shung.

—No lo sé, cien o doscientos…, muchos.

—¿Te han seguido?

—Sí, durante dos millas, y sin dejar de dispararme.

—¡Ah, el enemigo aquí! —exclamó Tay-Shung con tono fiero—. Muy bien. Vengaré la derrota de Saigón con un río de sangre, Tay-Mit. Marcharemos contra los franceses llevando en la punta de una pica la cabeza del prisionero.

Tay-See dejó escapar un gemido e intentó hablar, pero fue incapaz de abrir los labios. Afortunadamente Tay-Mit estaba preparado para todo.

—¡No, por Buda! —exclamó—. Si le matas, con el mismo golpe harás caer la cabeza del tuan-fu de Bre-Lum.

—¿Qué? ¿La cabeza del gobernador de Bre-Lum? ¿La cabeza de mi sobrino? —gritó Tay-Shung, desesperado.

—Sí, Tay-Shung, los franceses lo tienen prisionero.

—¿Desde cuándo?

—Desde ayer por la mañana.

—¡Ah, malditos!

—Apresúrate a partir. Reúne a tus caballeros, corre contra el enemigo y libera a tu sobrino.

—¿Y qué hacemos con nuestro prisionero?

—Nos conviene conservarlo, Tay-Shung. Si fueses derrotado, podrías proponer un cambio. Perderíamos al francés, pero liberaríamos a tu sobrino.

—Está bien, Tay-Mit. Reúne en seguida a cien jinetes, que yo voy inmediatamente.

Tay-Mit no esperó a que se lo dijera dos veces y salió corriendo. Tay-Shung se puso el fusil a la bandolera, aseguró la cimitarra en el cinto y, acercándose a Tay-See, le dijo con voz conmovida:

—Bella Rosa del Dong-Giang, parte de nuevo hacia el combate para salvar a mi sobrino y a Bien-hoa. Volveré pronto y, si Buda quiere, volveré vencedor.

—Adiós, Tay-Shung —murmuró ella con voz opaca.

El guerrero la besó en la cara, la miró un instante y se alejó rápidamente.

Diez minutos después, bajo las ventanas de la habitación, pasaban como un huracán cien jinetes que galopaban hacia el sur. El general, empuñando la cimitarra, iba a la cabeza.

Al oír a los caballos que se alejaban a toda carrera, Tay-See sintió que se le oprimía el corazón. Caminó apoyándose en las paredes, alcanzó el lecho y se dejó caer en él ocultando el rostro entre las manos.

—¡Pobre Tay-Shung! —murmuró con voz débil—. ¡Todo ha acabado para él!

Pasaron dos largas horas, durante las cuales el sol se puso detrás de los grandes bosques de occidente. Tay-See, ansiosa y febril, esperaba con los oídos atentos y los ojos llenos de lágrimas. El corazón le saltaba en el pecho como si fuese a romperse y se veía asaltada por funestos presentimientos, que la hacían temblar como una hoja sacudida por el viento tempestuoso del norte…

De pronto un silbido prolongado sonó en el exterior. Se estremeció como si un proyectil le hubiese rozado la cabeza y se levantó pálida, deshecha, temblorosa; luego, haciendo un esfuerzo desesperado, se precipitó hacia la ventana y se apoyó en el antepecho.

Capítulo VII

Era una noche magnífica, una de esas noches límpidas, perfumadas, encantadoras, propias de los climas tropicales.

En la inmensa profundidad del cielo, entre miríadas de estrellas de vivo resplandor, lucía en el azul transparente el astro nocturno, iluminando como en pleno día el río, que bajaba de las lejanas montañas del norte como una inmensa cinta de plata, reflejándose vagamente en las tejas azules de los templos y en los adornos dorados de las esbeltas torres y de los campanarios de techos arqueados.

Un suave vientecillo, impregnado de aromas penetrantes, soplaba a intervalos, murmurando levemente a su paso entre las inmensas plantaciones y susurrando entre las hojas de los calambrucos y de las inmensas tecas. En todo el pintoresco valle reinaban un silencio y una quietud solemnes, interrumpidas sólo por el sonido de las tres cuerdas del tro siamés, que un barquero tocaba a la orilla del río, o por los agudos rugidos de las fieras hambrientas, que erraban bajo las densas sombras de los bosques lejanos.

Tay-See, apoyada en la ventana, clavó la vista en los dos hombres que avanzaban por las plantaciones de sésamo negro; uno iba vestido de conchinchino, el otro lucía el uniforme de oficial europeo.

Un grito brotó de sus labios:

—¡José! ¡José!

Sintió que le abandonaban las fuerzas, sintió que la alegría la mataba; pero, reaccionando contra esta debilidad inesperada, se agarró con fuerza al antepecho de la ventana.

En unos instantes los dos hombres llegaron junto a la casa. Tay-Mit, el novio de Kia, se detuvo bajo un espeso arbusto con la cimitarra desenvainada, y el español, loco de alegría, se precipitó rápidamente hacia la amplia ventana.

Dos brazos le rodearon y le ayudaron a penetrar en la estancia, vagamente iluminada por un rayo de luna.

—¡Tay-See, Tay-See! —exclamó el oficial, abrazando amorosamente a la joven conchinchina.

—¡Ah, mi amado José! —respondió con voz ahogada la Rosa del Dong-Giang.

No pudo decir nada más y se abandonó en los brazos del español.

Éste atrajo a la joven hacia la ventana y permaneció allí mudo, anhelante, enfebrecido, envolviendo a la mujer amada con su mirada de enamorado.

—¿Estoy soñando? —se preguntó fuera de sí, estrechándola contra su pecho con tal fuerza que parecía iba a dejarla sin respiración—. ¿Es ésta mi Tay-See? Deja que te mire, deja que te contemple. ¡Dios todopoderoso, te agradezco haberme concedido el favor de volver a verla!

—¡José, José! —murmuró ella sollozando—. Siento que esta alegría me va a matar…

José no cesaba de cubrirla de besos.

—¡Al fin te vuelvo a ver! —prosiguió con inefable ternura—. ¡Si supieses, amor mío, cuántas veces he pronunciado tu nombre! ¡Si supieses, Tay-See, cuánto he sufrido en éstos dos largos años de separación! He sufrido tales martirios que me parece un sueño estar vivo todavía. Deja que mire una vez más esos ojos que presidieron todos mis delirios. Deja que una vez más te diga que te quiero y que desearía morir por ti, por verte feliz.

Tay-See sollozaba apoyada en el pecho del oficial.

—¡José, mi querido José! ¡Qué bueno eres! —dijo, tomándole la cabeza con sus pequeñas manos—. Te has acordado de la pequeña Tay-See que moría por ti; te has acordado de tu pobre rosa, trasplantada a las orillas del Dong-Giang. También yo he sufrido tanto que me pregunto si todavía estoy viva, o sólo soy una sombra. ¡Oh, qué terribles han sido estos dos largos años! ¡Cuánta congoja, cuántas lágrimas, cuántas tempestades devastaron mi pobre corazón! ¡Cuánta angustia, cuántas esperanzas, cuántas ilusiones! Todos los días te esperaba, todos los días te llamaba y el sol nacía y el sol se ponía y tú no llegabas nunca. ¡Mira en qué estado me ha reducido la pasión! Ya no tengo fuerzas, ya no tengo sangre, ya no tengo vida… Siento que estoy acabando. ¿Por qué no viniste antes a salvarme? ¿Por qué, José, por qué…?

Dos gruesas lágrimas cayeron de los ojos del español, que no se cansaba de mirarla.

—¿Por qué tu barco abandonó la tierra donde vivía la infortunada Rosa del Dong-Giang?

—Lo intenté todo para no alejarme, Tay-See, pero todo fue inútil. ¡Oh, cuántas veces he maldecido mi espada! ¡Cuántas veces he intentado regresar a Conchinchina!

—¿Y adonde te llevaron?

—Muy lejos, a Cuba.

—¿Y has sufrido mucho?

—Mucho, Tay-See. Sólo soñaba contigo, sólo pensaba en ti, en mis labios sólo existía tu nombre. Día y noche te veía ante mis ojos y día y noche me consumía de rabia y desesperación al pensar que no podía salvarte. A cada metro que me alejaba de tu tierra, sentía que se agrandaba la llaga de mi corazón. Cuántas veces, Tay-See, sentado a popa del barco, dirigía la vista hacia oriente y mis lágrimas se confundían con las olas que iban a bañar las costas de tu patria. Cuántas veces he pronunciado tu nombre, y cuántas veces, desesperado, he pensado en el suicidio.

—¡Pobre José!

—Pero he regresado y no pienso dejarte nunca más. ¿Me entiendes, Tay-See? Nunca más. Aunque vengan tus compatriotas, aunque venga Tay-Shung…

—¡Calla, calla! —dijo ella poniendo el dedo sobre los labios del español, que éste besó.

—¿Callar? —exclamó con rabia—. ¿Por qué he de callar? ¿No ha sido Tay-Shung el causante de todos nuestros dolores? Cuando pienso en él siento que en el corazón se me enciende el odio, y en la sangre los deseos de venganza.

—No hables así, José —murmuró dulcemente Tay-See.

—Lo odio —prosiguió el español, cerrando los puños—. Sí, lo odio, porque abrió un abismo entre dos seres que se amaban, porque te trajo a orillas del Dong-Giang y te arrastró al borde de la tumba, porque te ha colocado a un paso de la muerte, porque ha sembrado la angustia en nuestros corazones.

—Me amaba, José —dijo ella suspirando—. El amor lo cegó.

—Quisiera hacer pedazos su amor, y dispersarlo para que de él no quedase ni el recuerdo.

—¡Pobre Tay-Shung!

—No digas eso, Tay-See. Dime que lo desprecias.

—No, no puedo, José. Lo compadezco.

—Pero ese maldito no te tendrá nunca —exclamó el español con furia—. ¡Qué lo intente…!

Se interrumpió. Tay-See rodeó con sus brazos el cuello del hombre amado y lo contempló con mirada triste.

—¡José! ¡José…! —murmuró.

—¿Serás mía? —preguntó el español—. ¿Vendrás conmigo?

—No me tientes, José. Estoy unida a él para siempre.

—Rompe ese vínculo.

—Soy su mujer.

—No, porque te ha comprado y te ha hecho suya mediante la violencia.

—Pero, si huyese, cometería un delito.

—No es un delito, Tay-See. Nosotros hemos sido creados para vivir y para amamos, y ese hombre se ha interpuesto entre los dos abriendo un abismo. Pues bien, crucémoslo; ven conmigo, confíame tu destino, abandona estos lugares. Te llevaré lejos, a mi patria, y te daré la felicidad. Yo seré tuyo y tú serás mía para siempre. Rompe el vínculo, Rosa del Dong-Giang, y huye conmigo.

—No puedo… no debo, José…

—¿Por qué? ¿Acaso amas a ese hombre?

—No, pero no puedo odiarlo… no debo ser adúltera.

—¡Huyamos, Tay-See…! Ven, si me amas.

—Pues bien…, soy tuya… y… ¡Desgraciados! —exclamó temblorosa—. Hablamos de felicidad y la muerte está entre nosotros.

—¡La muerte! —murmuró el español.

—¿No lo ves, José? El destino es inexorable con nosotros.

José ahogó un grito de rabia impotente.

—¡Perverso destino! —exclamó—. ¿Cuándo dejarás de perseguirme? Dios, Dios, no permitas que la muerte trunque la existencia de dos seres que se aman tanto y que han sufrido tanto.

Tay-See alzó la cabeza y miró, llorando, a su amado.

—José —dijo con voz entrecortada—, no quiero que mueras, quiero que consigas la libertad. Tay-Shung estará aquí esta noche y yo se lo diré todo. Es terrible, pero también es generoso; me ama mucho y no me negará nada. Mañana podrás estar libre y volver con tus compatriotas. Yo moriré pronto, sí, lo sé… pero moriré feliz por haberte salvado.

Los sollozos le ahogaron la voz. El español la tomó en sus brazos, la besó, y dijo:

—Jamás, Tay-See mía. ¿Dejarte aquí para salvarme? ¡Nunca, nunca!

La llevó hacia la ventana y, mostrándole el horizonte que se cubría de oscuras nubes, le dijo:

—Tay-See, la noche avanza a grandes pasos. El camino está libre y no muy lejos acampan mis compatriotas. Mientras Tay-Shung no regrese estaré libre. ¿Quién nos impedirá huir con el favor de las tinieblas? Estoy dispuesto a derramar toda mi sangre por ti, estoy dispuesto a todo, incluso a dar muerte a mi rival. Mira: aquí está la infelicidad, aquí están las angustias y la muerte; allá está la libertad, el amor, la felicidad, la vida: ¡elige!

—José, ¡ten piedad de mí! No me tientes, no me empujes a traicionar al hombre que me ha hecho suya… Tengo siniestros presentimientos, siento que se aproxima una desgracia…

—Si se nos presentan obstáculos, los superaremos; si se presentan peligros, los venceremos. ¿De qué tienes miedo Tay-See? ¿No estoy yo contigo?

—¿Y Tay-Shung? ¿Te olvidas de Tay-Shung?

El español notó que la sangre se le subía a la cabeza.

—No me hables de él, Tay-See. Además, ahora está lejos.

—Pero puede alcanzarnos, y Tay-Shung es terrible. ¡Ah, José, qué tristes presentimientos alberga mi mente!

—El miedo hace que veas peligros en todas partes. Escucha: esta mañana he visto hacia el norte un gran arco negro, señal infalible de que se acerca un huracán. ¿No oyes el viento que sopla entre las montañas? ¿No escuchas el rumor del trueno en el horizonte? ¿No ves cómo la luna se oculta entre masas negras de vapor?

—Sí, lo oigo y lo veo.

—Cuando el huracán se desencadene, nosotros huiremos. Tay-Mit me espera cerca de aquí y nos facilitará un caballo. Dile a Tay-Shung que nos siga, si es tan valiente. Di a ese hombre que se atreva a cerramos el paso, si es capaz. La bala de mi fusil dará cuenta de él. ¿Qué es lo que te da miedo, bella Rosa del Dong-Giang? Dentro de dos días, el océano nos separará de Conchincnina.

—¿Quieres llevarme contigo?

—Sí, quiero llevarte a mi patria.

—¡A tu patria…! Pero ¿no sabes, José, que yo soy una conchinchina, una mujer de color, una enemiga de tu raza…? La idea de que un día puedas tener problemas por causa mía me asusta. No, José, no. Parte solo. Ve, el camino está libre. Sé feliz… y piensa de vez en cuando en tu desgraciada Tay-See.

—¡Dios! ¡Dios! —exclamó el español fuera de sí.

La hizo sentar en el lecho, encendió la linterna y se acercó a la ventana.

La luna había desaparecido bajo un espeso velo de vapores y la oscuridad era profunda. De vez en cuando, se encendía hacia el norte un gran relámpago lívido, trémulo, y se levantaba un fuerte soplo de viento que hacía crujir las ramas de los árboles y ondear lúgubremente las innumerables banderitas de la ciudadela.

Se inclinó sobre el antepecho, miró atentamente a derecha e izquierda, se llevó las manos a la boca e imitó el grito del pavo real.

—¿Qué haces? —preguntó Tay-See aterrorizada.

—Llamo a Tay-Mit.

—¿Porqué?

—Tay-See, no debes quedarte aquí. Huirás conmigo, aunque tuviese que sacarte de esta casa por la fuerza.

—Pero, José…, todos me maldecirán por haber huido con un enemigo de mi patria.

—¿Vienes, Tay-See?

—Bien…, sí. Soy tuya, rompo con todo… ¡Ya no tengo patria…!

—¡Repítelo! ¡Repítelo!

La conchinchina rodeó con sus brazos el cuello del español y acercó los labios a su rostro.

—¡Sí, tuya!

—Basta con eso —gritó José—. ¡Ay de quien te toque!

Los dos jóvenes prolongaron unos instantes el tierno abrazo. El ronquido de un trueno y un soplo de viento que estuvo a punto de apagar la linterna devolvieron al español a la realidad. Se deshizo de los brazos de su amante y se dirigió a la ventana, junto a la cual ya se encontraba Tay-Mit.

—Amigo mío —dijo con agitación febril—, ¿eres devoto de la Rosa del Dong-Giang?

—Kia es la esclava de Tay-See y Tay-Mit es el esclavo de Kia. Habla, ¿qué he de hacer?

—Tay-Mit, tengo que huir esta noche.

—¿Y qué dirá Wang, el carcelero? —preguntó el conchinchino asustado—. Me acusará de haberlo emborrachado para que pudieras escapar.

—La Rosa del Dong-Giang lo quiere y tú debes obedecer. Si me quedo aquí, Tay-Shung me matará, y no puedo morir porque pertenezco en cuerpo y alma a esta mujer.

—¿Y la Rosa del Dong-Giang?

—Vendrá conmigo. Tay-Shung no la volverá a ver.

—Pero Tay-Shung descargará su ira contra mí.

—El camino del sur está libre, y ahí se encuentran mis compatriotas. Yo huyo con Tay-See, tú puedes hacerlo con Kia y todos seremos felices. Te espero en el campamento español.

—Sí, sí, también huiré yo —dijo—. Comandante, ¿qué debo hacer?

—Necesito un buen caballo, que corra como el viento. Dentro de unos minutos he de estar muy lejos de aquí.

—¿Y la tempestad? Será terrible, pues hace tres días que un arco negro surca el horizonte.

—Esta noche desafiaría la cólera de Dios. Ve, es mi voluntad y también la de Tay-See.

—Cúmplase la voluntad de la Rosa del Dong-Giang —dijo Tay-Mit, alejándose.

Unos minutos después regresaba conduciendo un fogoso caballo que relinchaba y se encabritaba cada vez que oía el sonido del trueno, y olfateaba, dilatando las narices, las ráfagas impetuosas del viento del norte.

—Tay-See —dijo conmovido el español, estrechando a la joven entre sus brazos—, da el último adiós a esta casa y a estos lugares; nunca más los volverás a ver. Valor, amiga mía: la felicidad te espera.

José la llevó hacia la puerta. En aquel momento, una poderosa ráfaga de viento apagó la linterna y, en el techo, una ave nocturna emitió tres veces un chillido lúgubre. Tay-See se estremeció y murmuró:

—Nos ocurrirá una desgracia…

El español no respondió. Tomó de la pared un fusil y dos pistolas y, luego, salió sosteniendo a la joven, que ya no se tenía en pie. Tay-Mit contenía a duras penas la impaciencia del caballo, el cual no cesaba de encabritarse cada vez que se encendía un relámpago.

—¡Montad, rápido! —dijo el conchinchino—. La tempestad está a punto de estallar.

José montó; apretó las rodillas; cogió las bridas, y luego tomó a Tay-See, estrechándola contra su pecho.

—¡Valor! —le dijo.

—Soy tuya, para la vida o para la muerte —respondió ella, asiéndose al cuello del oficial.

—Adiós, Rosa del Dong-Giang —dijo Tay-Mit—. Nos veremos en el campamento.

José hizo una señal. Tay-Mit dejó las bridas y el corcel, montado por la pareja, partió rápido como el viento, y desapareció entre las tinieblas.

Capítulo VIII

Los huracanes de Tonkín y Conchinchina son tristemente famosos. Se forman raramente, cada cuatro o cinco años, y a veces tardan hasta nueve años; pero cuando lo hacen todo lo abaten sus poderosas alas: casas, aldeas, ciudades enteras, plantaciones, selvas gigantescas, y basta que duren diez o doce horas, soplando una mitad de norte a sur y la otra de sur a norte, para cambiar la faz del territorio que recorren.

En el momento en que Tay-See y José abandonaban Bien-hoa, el huracán, que había sido anunciado durante tres días por un gran arco negro, empezaba a rugir.

La espléndida noche se había oscurecido de pronto de tal modo que apenas se veía a diez pasos de distancia, el aire se había hecho pesado, sofocante.

De las negras nubes, arremolinadas en la oscura profundidad del cielo, empezaban a descender impetuosas ráfagas de viento, ya del norte, ya del sur, chocando entre tremendos rugidos, curvando fusiosamente las grandes hojas de los bananos y de las arecas, sacudiendo las copas de los grandes calambrucos y de las descomunales tecas y devastando las inmensas plantaciones de bambú.

Estas bruscas ráfagas, que se dirían ensayos del viento para prepararse para una futura batalla, eran seguidas de instantes de una calma opresiva; pero inmediatamente volvían a sonar los silbidos en la noche, volvían a agitarse, los bosques, a gemir lúgubremente las ramas, a doblegarse los bambúes y a aullar las aterrorizadas fieras.

El caballo, espantado por aquel fragor, que redoblaba su intensidad por momentos, enderezaba las orejas, resoplaba, lanzaba relinchos ahogados, se encabritaba y aceleraba la marcha, como si quisiese competir con el viento y llegar a un lugar seguro antes de que estallase el ciclón en toda su terrible majestad.

José no lo frenaba y lo dejaba atravesar libremente los bosques oscuros y ululantes, abandonando al animal el cuidado de evitarlos troncos de árbol y los arbustos.

Montado con firmeza en la silla, con la mirada encendida y el rostro enardecido, el español aspiraba con avidez el aire cargado de electricidad, estrechando tiernamente contra su pecho a la bella Tay-See, la cual se doblegaba poco a poco entre sus brazos como una flor que se marchita.

—Mi adorada Rosa del Dong-Giang —le dijo el oficial, acercando a sus ardientes labios la frente gélida de la joven—. ¡Mírame! ¡Mírame!

Ella abrió los ojos, movió melancólicamente los labios y apretó los brazos que rodeaban al español, diciendo:

—¡Ah, José! ¡Cuánto te amo!

—¡Ruge, ruge, tempestad! —dijo José apoyándose fuertemente en los estribos—. No te tengo miedo. Sí, mi adorada Tay-See, te llevaré a Saigón, junto con mis compatriotas, y te haré feliz, pese a la ira de la naturaleza. ¿Por qué tiemblas? Ni tu Buda con sus rayos sería capaz de detenerme esta noche.

—No blasfemes, José —murmuró ella con voz temblorosa—. Podría sucedemos una desgracia.

—Esta noche la desgracia no puede alcanzamos. Me siento con fuerzas para afrontarla y para vencerla.

De pronto, Tay-See tembló con tal fuerza y se estrechó con tal urgencia al pecho del español, que éste, asustado, se llevó una mano a la pistola.

—¿Qué te ocurre, Tay-See? —le preguntó.

—¡Ah, José…! —balbució la joven, profundamente aterrorizada.

—¿Qué quieres, querida? ¿Qué es lo que osa amenazarte?

—Mira allí… Veo fuegos entre el bosque.

José miró en la dirección indicada y, bajo los árboles, donde mayor era la oscuridad, vio danzar sobre unos túmulos cuadrangulares, pequeñas pirámides de piedra, unos cuarenta fuegos, algunos de los cuales, atraídos por la corriente de aire producida por el veloz corcel, llegaban hasta el borde del camino.

—Son fuegos fatuos —dijo José, estrechando a la joven con mayor fuerza.

—Son las almas de los muertos que vienen a maldecirme… —dijo ella, lanzando un grito de terror—. Mira… es un cementerio.

—No tengas miedo, Tay-See —murmuró el español.

—¡Ah, es el alma de mi padre que me persigue! Está enterrado ahí… ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!

—¡Tay-See! —gritó José con rabia, amenazando a los fuegos con el puño cerrado—. Esta noche me siento capaz de hacer regresar a la tumba a la misma alma de tu padre, si se atreve a cortamos el paso.

La joven emitió un lamento, que fue seguido por un trueno que anunciaba el desencadenamiento de la tormenta.

—No tiembles, bella Rosa del Dong-Giang —dijo el español, espoleando al caballo—. Yo estoy contigo.

—No, no tendré miedo, José —respondió ella.

Bajo la oscura bóveda de la selva resonó el canto del gallo salvaje.

—Todo está en contra de nosotros, José —dijo la joven estremeciéndose—. También el canto del gallo predice una desgracia.

—¡Me río de esa desgracia!

En aquel momento, un relámpago, seguido de un trueno ensordecedor, espantoso, iluminó la noche hasta los confines del horizonte.

El español se pasó la mano por la frente, empapada de sudor, apretó las rodillas con todas sus fuerzas y estimuló al caballo con un nuevo espolonazo.

Poco después empezaron a sucederse los rayos con rapidez fantástica, iluminando con luz trémula y azulada la noche tormentosa, y los truenos empezaron a roncar furiosamente, ya secos, violentos y ensordecedores, ya lejanos, perdidos en el horizonte.

El viento, totalmente desenfrenado, empezó a rugir con violencia extrema, arrastrando el agua que caía a torrentes; y centenares de rayos surcaban el aire, resonando en la selva virgen y abatiendo los árboles más altos.

—¡José! ¡José! —exclamó la bella Rosa del Dong-Giang, aterrorizada.

—Valor, adorada Tay-See —dijo el español, sosteniéndola dulcemente—. No tiembles, mi niña querida.

Con los ojos encendidos y las narices humeantes, el caballo llevaba a la pareja a una velocidad cada vez más desenfrenada; ya se perdía entre los bosques traspasados por el silbido del viento, ya se hundía en estanques convertidos en lagos o en torrentes convertidos en ríos, o se lanzaba a través de las plantaciones arrasadas, cruzando sobre fosas, arbustos y troncos de árbol como si tuviese alas.

Inclinado sobre la silla, con el rostro enardecido, las rodillas apretadas con fuerza a los flancos del veloz corcel y rodeando con los brazos a la mujer amada, José veía cómo los árboles eran arrancados de raíz por la furia del viento o caían a su lado derribados por los rayos; entre los resplandores cada vez más vivos, veía volar cañas, bambúes, hojas, tallos de arroz y caer, rebotar y reventar bananas, naranjas y cientos de otros frutos de la selva; oía a las fieras que aullaban entre los matorrales y a las aves que graznaban arrastradas por el ciclón, y sin dejarse atemorizar por el terrible espectáculo, espoleaba sin descanso al animal.

—¡Ruge, ruge! —exclamó, espoleando al corcel—. ¡No tengas miedo, Tay-See, yo te protejo!

Y la estrechaba cada vez con más fuerza contra su pecho, y se confundían los latidos de los dos corazones, y se dejaba acariciar el rostro por la larga cabellera de la amada Rosa del Dong-Giang, que el viento había soltado.

—¡Te amo! ¡Te adoro! —repetía el jinete—. ¡Qué bella eres! ¡Qué sublime estás en esta noche de horror! ¡Ah, desearía que esta huida no terminase nunca!

Y Tay-See contestaba con una sonrisa melancólica a las palabras apasionadas del amante, y, rodeando su cuello, se alzaba hasta rozar sus labios.

Era algo extraordinariamente bello y sublime el espectáculo de aquel hombre colmado de amor cruzando el ciclón con la mujer amada mientras a su alrededor estallaban los rayos, rugía el viento y todo se doblegaba y sucumbía ante el poderoso empuje del ciclón.

Capítulo IX

Haría una hora que avanzaban velozmente de este modo, estrechados el uno contra el otro, empapados por la lluvia, cegados por los relámpagos, ensordecidos por los truenos, cruzando plantaciones, pantanos, praderas y bosques, cuando de pronto oyeron un grito.

—¡Eh! —exclamó una voz amenazadora—. ¡Alto!

Al oír esta orden, Tay-See se agarró con desespero al cuello del español.

—¡José, José…! —balbució; y luego lanzó un grito desgarrador—: ¡Tay-Shung! ¡Tay-Shung!

Al oír este nombre, el español notó que se le erizaban los cabellos. Apretó a la joven contra su pecho, espoleó furiosamente al corcel y se volvió.

Entre un bosquecillo de bananos, a menos de cincuenta pasos e iluminados por el resplandor de los relámpagos, distinguió a Tay-Shung acompañado de sus jinetes.

—¡Ah, miserable! —gritó con rabia incontenible.

En el bosque sonó una imprecación que fue a mezclarse con los miles de ruidos producidos por el viento.

—¡Detente, detente, maldito! —rugió con furia el general, que ya había distinguido a Tay-See entre los brazos del español.

Sonaron seis o siete disparos de fusil.

El español oyó silbar las balas a su alrededor, pero no se detuvo. Estrechó apasionadamente a Tay-See contra su pecho, espoleó el caballo y se adentró en el bosque.

—¡Vuela! ¡Vuela! —gritó.

Tay-Shung lanzó un aullido:

—¡Detente, infame…! ¡Detente! ¡Maldito sea Buda! ¡Te haré desollar vivo!

Entre los fugitivos y sus perseguidores se entabló una furiosa carrera, mientras la borrasca arreciaba con rabia, conmoviendo la superficie de la tierra.

Con los ojos inflamados, temblando de ira y de ansiedad, José castigaba sin tregua las ijadas del noble corcel, el cual, con sus saltos gigantescos, se diría que volaba entre la tempestad que no cesaba de rugir. Detrás galopaban los caballos de los conchinchinos, con Tay-Shung a la cabeza, que aullaba como un condenado, blandiendo desesperadamente la cimitarra.

—¡Detente, detente! —repetía el guerrero fuera de sí, llorando de rabia y de dolor—. ¡Devuélveme a mi Tay-See! ¡Devuélveme a mi Rosa del Dong-Giang!

—¡Vuela, vuela! —repetía el español, apretando los dientes y empujando al corcel a una carrera desenfrenada.

Un sudor frío le corría por la frente, le asaltaban siniestros presentimientos, el corazón le saltaba en el pecho y oleadas de sangre le subían a la cabeza. Se sentía dominado por un deseo loco de detenerse y cometer un asesinato.

Tres veces se volvió, loco de rabia, para ver si el odiado enemigo estaba a tiro, y tres veces sus manos, abandonando a la casi desvanecida Tay-See en la silla, se alargaron hacia el fusil colgado del arzón.

Pero poco después, los caballos de los conchinchinos, fatigados por la larga carrera, se fueron quedando atrás, hasta que el ruido de su galope se extinguió junto con los gritos de los jinetes que lo montaban, ahogados en el estruendo enorme de la tempestad.

A pesar del cansancio del caballo, el español no cesaba de espolearlo, llevándolo por las plantaciones de lua-khong-dieu, horriblemente devastadas, y por las llanuras acuosas donde el animal hundía las patas hasta las rodillas.

El español ignoraba a dónde se dirigía, y tampoco le importaba saberlo. Nada le importaba si se acercaba a la frontera, donde sabía que no había campamentos franceses, o si se adentraba en el país. Le bastaba con correr, le bastaba con alejarse, con ganar terreno, con hacer que Tay-Shung perdiese toda esperanza de alcanzar a Tay-See.

Había recorrido dos millas desde el encuentro con los jinetes conchinchinos cuando el caballo se detuvo bruscamente e inclinó la cabeza. Jadeaba penosamente, temblaba, tenía el pecho cubierto de espuma y de las narices le manaban dos hilos de sangre.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó el español.

El pobre animal todavía avanzó cincuenta pasos; luego, se desplomó sobre un costado, arrastrando en la caída a los dos fugitivos. Al dar en tierra, Tay-See volvió en sí.

—¡José, mi José! —murmuró aterrorizada—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde estamos? ¿Por qué este caballo muerto? ¿Y Tay-Shung? ¿Qué ha sido del hombre que nos seguía…?

—No te asustes, Tay-See —dijo el español—. Ese hombre está lejos y no nos alcanzará. No, no te arrebatará de mis brazos.

Tay-See ocultó su cabecita en el pecho del oficial.

—¿Dónde estamos, José? —preguntó, temblando como una hoja movida por el viento.

—No lo sé, pero ¿qué importa? Soy fuerte y te llevaré hasta el campamento francés. Tay-Shung nos sigue y debemos correr si no queremos caer en sus manos.

—Tengo miedo, José. Tengo miedo.

—¿De qué tienes miedo? Yo te llevaré a la tierra de la libertad, aunque tenga que pasar por encima del cadáver de Tay-Shung y de todos sus guerreros.

Se colocó la carabina en bandolera, se puso las pistolas en los bolsillos, tomó a la joven entre sus brazos y echó a correr como si no notase el peso de la carga querida. Entre el aullido del viento, que soplaba en dirección sur, le pareció oír los gritos de Tay-Shung y las carreras precipitadas de los caballos.

—No temas, Tay-See —dijo—. Correré como un ciervo.

Y corría, corría como un gamo perseguido por perros, hundiéndose en los charcos y en los turbulentos torrentes, salvando los troncos de los árboles derribados por los rayos, cegado por los relámpagos, ensordecido por los truenos, empapado por la lluvia, arrastrado por el poderoso soplo del viento.

Le parecía seguir oyendo el galopar de los caballos, los gritos de los guerreros, y corría cada vez más de prisa, jadeando de ansiedad.

En vano le rogaba Tay-See que se detuviese a descansar un rato; en vano le rogaba que no se fatigase demasiado y que la dejase caminar. El español parecía no oír nada y no cesaba de repetir, con voz ahogada:

—¡Adelante! ¡Siempre adelante!

Haría tres cuartos de hora que corría cuando, al resplandor de un relámpago, apareció una extraña edificación de torres y tejas, rodeada de ruinas. Se detuvo anhelante, inquieto, suspicaz.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tay-See, soltándose de sus brazos.

—Allí… hay… una masa blanca… —respondió el español con voz entrecortada.

—Es un dinh, José.

—¡Loado sea Dios!

Volvió a tomar a su amada y se puso a correr hacia el dinh, avanzando sobre las ruinas.

Capítulo X

En Conchinchina, un dinh es simplemente un templo, más o menos grande y más o menos rico, dedicado al culto de las divinidades marinas, o al de Buda o Fo.

Todo pueblo, por pequeño que sea, tiene su dinh, y en las selvas se suele encontrar a menudo, en los lugares donde un tiempo hubo una aldea, alguno de estos edificios, a menudo bellísimos y muy bien conservados, con torres de techos arqueados y con estatuas colosales.

El dinh al que se dirigía el español para protegerse de la tormenta y de los perseguidores era grandioso, aunque en gran parte estaba derruido; tenía murallas de mármol, enormes columnas de madera talladas y doradas, que refulgían a la luz de los relámpagos, y de la espesa bóveda de vegetación sobresalían sus torres de tejados arqueados como los de los ta-tseu, torres chinas de nueve plantas en las que se conservan las reliquias de Buda.

Agotado por la larga carrera, empapado de agua, lleno de contusiones, pero llevando siempre fuertemente estrechada contra su pecho a Tay-See, José llegó a la entrada del edificio cuya puerta estaba rota y arrancada.

Se detuvo un momento para escuchar los ruidos de la tempestad, echó una mirada hacia la selva, y luego avanzó por el corredor, donde el viento rugía en todos los tonos, haciendo vacilar el inseguro techo y las paredes.

—¿Adonde me llevas, José? —preguntó Tay-See.

—Te llevo al templo —respondió el español—. Estaremos a cubierto de la lluvia y de las balas de nuestros perseguidores. Desafío a Tay-Shung y a todos sus guerreros a que entren aquí.

—Este lugar me da miedo, José. ¿No oyes esos ruidos en el corredor? Es el dios, que nos está maldiciendo.

—Es el viento que silba entre las columnas. No has de tener miedo de Buda. Esta noche me siento capaz hasta de acabar con él, caso de que aparezca.

—No hables así.

—Yo no creo en tu Buda.

—Calla, calla.

En el estrecho corredor, el viento silbaba cada vez con mayor violencia y de su fondo llegaban infinidad de gemidos, silbidos y aullidos. Se diría que una legión de demonios jugueteaba en el templo.

Supersticiosa como todas las mujeres de su raza, Tay-See temblaba al oír aquellos rumores, que según ella tenían algo de sobrenatural, y rogaba al español que se detuviese. Pero, sabiéndose perseguido por un hombre que no iba a retroceder ante nada, continuó la fatigosa e incierta carrera hasta llegar al fondo del corredor y estar seguro de hallarse en el interior del templo.

Se detuvo un momento, prestando atención al furioso tintineo de las campanillas suspendidas de las torres y al fragor de los truenos, centuplicados por el eco; luego, empuñando una pistola con la mano derecha y sosteniendo a Tay-See con el brazo izquierdo, siguió avanzando.

El metálico sonido de una gran campana, que sonó en el templo, le hizo retroceder hasta la pared. Tay-See lanzó un grito de terror.

—¡José, José! —exclamó—. ¡Huyamos de aquí!

—¡Nunca, Tay-See!

—¿No has oído la voz del dios?

El español iba a seguir avanzando, cuando sus ojos tropezaron con una gigantesca figura blanca que estaba de pie en medio del templo. Aunque valiente, sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

—¿Quién está ahí? —gritó, más irritado que asustado.

Nadie respondió a la pregunta. La figura no se movió.

—Es una estatua —dijo.

—¿Y la campana? ¿No has oído tocar una campana? —preguntó Tay-See temblorosa.

—No tiembles, mi bella Rosa del Dong-Giang. Ahora recuerdo que en los altares de los dinh conchinchinos suele haber gongs colgados. Seguro que el viento ha sido el causante de tu alarma.

—¡Ah, José, todo está contra nosotros, todo!

El español no respondió y se aproximó a la figura blanca.

Era una estatua de piedra colosal que representaba a Ba-chua-ngoc, una de las deidades adoradas por los conchinchinos. A la luz de un relámpago pudo ver varios gongs suspendidos sobre los altares.

—¿Lo ves, Tay-See? —dijo—. Ni Buda ni las almas de los muertos pueden nada contra nosotros. Ven, aquí tendremos un refugio seguro contra la ira de Tay-Shung. Cuando la tempestad haya cesado y el camino esté libre, alzaremos el vuelo hacia el sur como dos aves enamoradas y nos uniremos a nuestros compatriotas que acampan a orillas del Tan-binch-giang. ¡Ah, qué feliz seré entonces, cuando te vea a salvo y pueda posar sin temor mis labios sobre los tuyos! Entonces diremos el último adiós a estos lugares llenos de peligros y navegaremos hacia las playas de la libertad.

—¡Sí, sí, José! —exclamó la joven fuera de sí.

—¿Dejarás entonces, de buen grado, esta tierra maldita, esta tierra infortunada?

—Sí, José, dejaré de buen grado la tierra de mis padres, la tierra donde nací y donde he crecido —dijo ella sollozando.

—No llores, querida mía —le habló el español con ternura—. Si dejas la bella ribera del Dong-Giang, en mi patria encontrarás la del Guadalquivir; si dejas las selvas perfumadas por los calambrucos, en mi patria encontrarás bosques de naranjos y de jazmines.

—No lloro, no, no lloro, mi querido José. Te seguiré adondequiera que vayas; lo juro ante esta divinidad, lo juro ante el mismo Ba-chua-ngoc.

Los labios del español besaron los largos cabellos de la joven, besaron sus pálidas mejillas y su frente.

—¡Tay-See, cuánto te amo! —exclamó.

De pronto, retrocedió, pálido, tembloroso, descompuesto y con los ojos encendidos.

—¡Dios santo! —exclamó.

Aterrorizada, Tay-See se apoyó en la gigantesca estatua.

—¡José! —murmuró.

—¡Calla, Tay-See, calla!

Entre los aullidos de la tempestad se oyó el prolongado silbido de un pil.

—José —exclamó la jovencita—. ¿Quién toca el pil?

—¡Dios…! ¡Dios…! ¡Rayos y truenos! ¡Es el pi de Tay-Shung!

Volvió a oírse el mismo silbido, procedente del exterior. No había confusión posible. Tay-Shung había seguido las huellas de los fugitivos y se acercaba con todos sus hombres.

José lanzó un verdadero rugido, un rugido de fiera.

—¡Ah! —tronó—. ¿Nos has seguido hasta aquí? Pues bien, lucharemos y acabaré contigo.

Armó con decisión el fusil para disponerse a defender el corredor, cuando Tay-See se agarró a su uniforme, gritando:

—¡No me dejes! ¡No me dejes!

El oficial intentó zafarse de las manos de la joven.

—¡Déjame! No quiero que Tay-Shung entre aquí y te mate. Soy fuerte, no le tengo miedo, ni a él ni a sus guerreros. Por favor, quédate aquí, y te juro que mientras yo viva nadie te tocará un solo cabello. Si me sigues, no podré defenderme. No podría actuar tranquilo, porque a cada disparo tendría miedo de que te hubiese ocurrido algo.

—No, José. Déjame que te acompañe. Si mueres, yo también quiero morir contigo. ¡No me dejes sola! ¡No me dejes sola!

Del exterior llegó el sonido, muy cercano, de un clarín.

—Ya llegan, Tay-See —dijo el español—. ¡Adiós! Y si no regreso… Si me espera la muerte… Mi última palabra… mi último pensamiento… será para ti… Pero, no… ¿Por qué hablar de la muerte? No, no moriré. Mi Dios no lo permitirá. Regresaré después de haberlos puesto en fuga… y todavía seremos felices.

Permaneció inmóvil unos instantes, como encantado, indeciso ante la idea de alejarse de aquella mujer a la que tal vez no volvería a ver; luego, la estrechó fuertemente contra su pecho y le dio un último beso en los labios.

—¡Adiós! ¡Adiós! —exclamó.

Luego, enderezándose soberbiamente y con los ojos enardecidos, dijo:

—¡Ahora nos toca a nosotros, Tay-Shung!

Capítulo XI

José dio como pudo con la puerta, y se lanzó por el corredor con el fusil armado, mientras la pobre Tay-See, sin fuerzas y dominada por el miedo, se dejaba caer a los pies de Bá-chua-ngoc. Apenas se apostó el español tras una columna, cuando llegaron a sus oídos voces humanas. Avanzó dos pasos y, al lívido resplandor de un relámpago, descubrió un grupo de caballos montados por los guerreros de Tay-Shung.

Un momento después, aparecieron unas sombras en el extremo del corredor.

—¿Quién va? —gritó el español, apuntando el arma.

Un disparo que se perdió en el vacío fue la respuesta. Luego unos quince o veinte hombres, apoyándose en pies y manos, empezaron a avanzar en silencio sobre las ruinas y se agruparon delante de la puerta.

El primero que se adentró en el corredor recibió en pleno pecho un disparo del español. El guerrero lanzó un grito desgarrador, vaciló un momento con las manos en alto, y cayó sobre sus compañeros, que se apresuraron a retirarse.

A estos dos disparos siguió un profundo silencio; pero unos segundos después, los conchinchinos, azuzados por la poderosa voz de su jefe, que prometía bolsas de sapeh (pequeñas monedas agujereadas por el centro que se ensartan en una guita) a los que lograsen detener a los fugitivos, volvieron a aparecer en la puerta y empezaron a avanzar lentamente, ocultándose entre las ruinas que cubrían el camino. Empuñaban los fusiles, pero, por lo que parecía, no pensaban utilizarlos hasta estar más cerca de su objetivo.

—¡Atrás o acabo con todos! —gritó José, que había vuelto a cargar rápidamente su fusil.

—¡Nosotros acabaremos contigo, raptor de mujeres! —respondió Tay-Shung enfurecido—. ¡Adelante, mis valientes, adelante sin miedo! ¡Está solo y nosotros somos cincuenta!

Sonaron nuevos disparos, pero José, que estaba bien resguardado, respondió al fuego, y su bala derribó a un guerrero, que estaba al lado de Tay-Shung.

—¡Adelante, mis valientes! —repetía el general.

Los conchinchinos se precipitaron a través de las ruinas, animándose con gritos salvajes y protegiéndose con un fuego infernal que hacía más ruido que daño.

Oculto tras las columnas, el español seguía indemne, entre las balas que no cesaban de silbar junto a sus oídos, y con tiros tan certeros que tenía en jaque a los asaltantes.

Tay-Shung, que parecía gozar de la protección de algún genio, iba delante de sus guerreros, intimando con gritos al español a que se rindiese y amenazando con reducir, el templo a un montón de ruinas, pero no osaba avanzar demasiado, pues sabía muy bien que las balas de su enemigo iban más dirigidas a él que a los otros.

La lucha duró unos cinco minutos. Luego, los cochinchinos, seguidos por su jefe, emprendieron de improviso la retirada, y el corredor quedó en silencio. Sólo de fuera llegaban todavía las agudas notas del clarín.

Ensangrentado por una herida en el brazo e inquieto por la suerte que podía correr Tay-See, José iba a retirarse hacia el interior del templo cuando oyó un grito:

—¡Socorro, José! ¡Socorro!

—Es su voz —exclamó el oficial, dando un salto atrás—. ¡Dios mío!…

En aquel mismo instante ocho o diez hombres aparecieron en el extremo del corredor y volvieron a abrir fuego. José no los esperó, ni intentó cerrarles el paso.

Lleno de angustia y fuera de sí, se precipitó hacia el interior del templo, gritando:

—¡Aquí estoy, Tay-See! ¡Aquí estoy!

Pero la puerta, que esperaba encontrar abierta, estaba cerrada. Agotado y jadeante, se puso a golpearía furiosamente con la culata del fusil, con la intención de derribarla.

—¡Abrid, malditos! —gritaba—. ¡Abrid o acabaré con todos!

En aquel momento se oyó la voz de Tay-Shung:

—¡Adelante!

El español, loco de rabia, se volvió hacia atrás, y se encontró de frente con los asaltantes.

Los conchinchinos, sin hallar obstáculos en el camino, se habían precipitado por el corredor con Tay-Shung a la cabeza.

—¡Ah, perro! —exclamó el general, echándosele encima.

José se revolvió con furia, pero fue derribado violentamente por los guerreros y fue reducido sin que pudiese hacer un solo movimiento más.

—¡Oh, mi Tay-See! —gritó con acento desgarrador.

—Al fin te he cogido —exclamó Tay-Shung, inclinándose sobre él—. Dentro de poco volveremos a vemos.

Dejó al prisionero, al que los soldados se apresuraban la atar cuidadosamente, y se adentró en el templo, donde unos cuantos de sus hombres, que se habían introducido por el techo, sostenían a Tay-See, que estaba desvanecida.

Al ver a la joven, el hombre que unos momentos antes se había mostrado tan terrible se tambaleó como si estuviese embriagado y se le formó un nudo en la garganta que apenas le permitía respirar.

A una señal suya, los hombres colocaron a la infortunada mujer a los pies de Ba-chua-ngoc y salieron sin pronunciar palabra.

Cuando el general estuvo solo, se dejó caer junto a la joven, tirándose de los cabellos y llorando de rabia y de dolor.

—¡Desgraciada! —exclamó con voz entrecortada—. ¿Qué te había hecho yo para que me abandonases de esta manera? ¿Acaso no te he amado siempre? ¿Acaso no era tu esclavo? ¡Me has traicionado! ¡Y yo, que creía ser feliz! ¡Abandonarme! ¡A mí, que por tu amor habría derramado la última gota de mi sangre! ¡A mí, que por tu amor habría sido capaz de renegar de la religión de mis abuelos, de mi patria y de mi rey! Y ahora, ¡todo ha acabado! La felicidad a que aspiraba y que todos me envidiaban ha sido destruida para siempre. Ahora, los celos roerán eternamente mi corazón…

Un grito desgarrador surgió del pecho del guerrero.

—¡Y huiste! —continuó—. Me abandonaste por un hombre de otra raza, por un extranjero, por un enemigo… ¡Oh! ¡Venganza! ¡Venganza…!

Un estallido de llanto ahogó su voz. Se levantó con los ojos hinchados, los puños cerrados, fuera de sí por la rabia y la desesperación, pero en seguida se contuvo.

Tay-See se había incorporado lentamente y lo miraba con los ojos llenos de lágrimas.

—¡José! —murmuró—. ¿Dónde estás, José?

Tay-Shung vaciló como si hubiese recibido un mazazo en la cabeza, y una nube de sangre le veló los ojos. Agarró a la mujer por los brazos, la sacudió con furia, ciego al mismo tiempo de rabia y de amor; luego la estrechó contra su pecho y después la rechazó, lanzándola contra la estatua de la diosa.

—¡Desgraciada! —gritó, resumiendo en sus palabras toda su amargura—. ¡Y todavía lo llamas!

Tay-See no osó responder. Presa de un vivo terror, pálida, deshecha, lo miraba como encantada, con los ojos en blanco y como si no comprendiese nada de cuanto sucedía a su alrededor.

—¡Pero Tay-Shung tiene sed de sangre! —continuó el general, henchido de odio—. ¡Ah, todavía lo llamas! Pues sea… Pero yo te sacrificaré a mi venganza… ¡Y pensar que lo salvé de las aguas del Dong-Giang! ¡Ojalá en aquel momento me hubiesen cortado las manos! Pero dime, criatura perversa, ¿por qué me has abandonado? ¿Acaso no te he amado y respetado siempre? ¿Acaso no he satisfecho siempre los más pequeños de tus caprichos? ¿Acaso no he sido siempre bueno y afectuoso contigo? ¡Pensar que esta mujer, que hasta hace unas horas adoraba como a una diosa, y que creía pura, se ha fugado vilmente con otro hombre, hijo de la raza odiada y a la que quisiera ver destruida!

Ocultó el rostro entre las manos y durante unos minutos lloró como un niño. Tay-See no osaba ni mirarle, ni respirar siquiera. Atenazada por un dolor que ya la hacía insensible a todo, no deseaba otra cosa que una rápida muerte, y esperaba resignada el castigo, convencida de que su amado José ya la había precedido a la tumba.

—¿Pero es que tienes corazón de tigre? —gritó Tay-Shung, sacudiéndola con furia—. ¿Es que no sientes absolutamente nada por mí?

—¡Déjame, Tay-Shung! ¡Todo ha acabado! —murmuró la infortunada.

—¡No! ¡no! —aulló el general—. ¡No es cierto que todo haya acabado! ¡Dime que odias a ese blanco! ¡Dime que te ha raptado por la fuerza! Sí, es cierto. Te ha arrastrado de tu habitación por la fuerza. Lo leo en tus ojos. ¿No es verdad que no me desprecias? Tay-See, yo todavía te amo, y todavía seré tu esclavo, y te adoraré más que al propio Buda y me someteré a todos tus caprichos. Te perdono todo Tay-See ¡Todo, todo! ¡Dime que me amas y me arrodillaré a tus pies!

Hablando de este modo, el guerrero había cambiado por completo. La pasión había ocupado el lugar de la tormenta, que hasta unos momentos antes rugía en su corazón.

—Te llevaré lejos de estos lugares —prosiguió con vehemencia irresistible—. Te llevaré a mis montañas, te llevaré tan lejos que nadie podrá saber nunca lo ocurrido. Te dejaré vagar sola por los extensos bosques del alto Dong-Giang, te rodearé de mil cuidados y, si lo deseas, te serviré de rodillas. Nadie sabrá lo que has sido capaz de hacer en un momento de aberración. Tay-See, dime que me amas, dímelo y te salvaré; dímelo y te adoraré, y te haré feliz.

Tay-See no respondió. Lo miraba con los ojos medio cerrados, insensible a sus palabras de amor.

—Entonces, ¿ya no me amas? —gritó Tay-Shung—. ¡Tay-See! ¡Tay-See…!

—No puedo —balbució finalmente la joven—. No puedo. Mátame, porque no podré amarte nunca.

—¡Adúltera! —rugió el hombre—. ¡Desgraciada! ¡Desgraciada!

Se levantó, terriblemente encolerizado, tembloroso, delirante, con los ojos inyectados en sangre. La agarró por los cabellos, la zarandeó con furia y la empujó de modo que la cabeza de la joven fue a dar contra la pared.

—¡Venganza! ¡Venganza! —gritó como enloquecido—. ¡Venga luego la muerte!

Capítulo XII

Para Tay-See no había salvación posible; su condena había de ser terrible, pues las leyes conchinchinas castigan el adulterio con la muerte. Y, además de ésta, otra acusación grave pesaba sobre la infortunada mujer, haber facilitado a huida a un prisionero de guerra que ya estaba condenado a muerte y haberse fugado con él, con un enemigo de la patria.

En estas condiciones, nadie podía intentar hacer algo por ella, a menos de ser considerado traidor, y mucho menos Tay-Shung, general del ejército anamita y dueño de la vida de su mujer. Aunque en el fondo de su corazón la amaba con locura, Tay-Shung no podía afrontar semejante deshonor, que hubiese puesto en contra suya a toda la población de Bienhoa.

Una vez los fugitivos fueron conducidos a la ciudad y fueron encerrados en la prisión bajo la vigilancia de un escogido grupo de hombres fieles e incorruptibles, el gobernador reunió a todos los ancianos de la localidad para decidir sobre la suerte de los dos prisioneros. La sentencia fue rápida: ambos serían ajusticiados al amanecer del día siguiente por un elefante, formidable verdugo, que aplastaría las cabezas de los condenados con sus poderosas patas.

Al enterarse de la fatal sentencia que condenaba a la Rosa del Dong-Giang a la muerte, Tay-Shung estuvo a punto de enloquecer. Regresó a su casa tambaleándose como si hubiese recibido un mazazo en la cabeza. Ca Bong lo seguía.

Un sollozo desgarrador aunque contenido pugnaba por brotar de la garganta del general. De vez en cuando, una lágrima le resbalaba por las mejillas, lágrima que se apresuraba a secar con un gesto de rabia.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Ca Bong, que se había sentado frente a él.

—¿Por qué?, ¿por qué…? No me lo preguntes, Ca Bong —respondió Tay-Shung—. ¡Buda, Buda! ¡Déjame que muera!

¡Para mí todo ha concluido…!

—¡Pobre Tay-Shung! ¡Pobre amigo mío!

Se levantó, fue a buscar una botella de ruon-manch, bebida capaz de embriagar a las personas más resistentes, y llenó dos vasos.

—Bebe, Tay-Shung —dijo—. En la bebida está el olvido.

Tay-Shung lo miró con ojos que daban miedo, luego tomó dificultosamente el vaso y lo vació de un solo trago. Y lo volvió a llenar tres veces y tres veces lo vació.

—No, no puedo olvidarla —exclamó con desesperación al tiempo que estrellaba el vaso contra el suelo—. La tengo aquí, en el corazón. Y me quema, y me consume. ¿Por qué, ¡oh Buda!, no he de poder olvidar a esa mujer? ¡Sí, Tay-See, te amo todavía!

Dio rienda suelta a sus lágrimas, y éstas empezaron a mojar sus mejillas como una lluvia tibia. Se tomó la cabeza entre las manos y la apretó con rabia.

—¡Calma, Tay-Shung! —dijo Ca Bong—. Procura ser fuerte.

—¡Fuerte…! ¡Fuerte…! —exclamó el general, enfurecido—. ¿Acaso no he sido fuerte? ¿Acaso no la he traído hasta aquí? ¿Acaso no la he precipitado hacia el abismo? ¡Ah, qué desgraciado soy!

—No te arrepientas de lo que has hecho, Tay-Shung.

—¿Y por qué no? Sí, me arrepiento y quisiera poder borrar las palabras pronunciadas por los jueces y detener la sentencia que segará tres vidas.

—Quedarías deshonrado…

—¿Qué me importa el deshonor?

—Esa mujer es una adúltera…

Tay-Shung le miró amenazadoramente.

—¡Calla! ¡Calla! —exclamó con voz desgarradora—. ¡Si repites esta palabra soy capaz de matarte!

Se levantó y se puso a dar vueltas por la habitación, rugiendo por lo bajo como una fiera, desgarrándose las vestiduras y las carnes, llorando y maldiciendo; luego volvió a sentarse y se puso a beber de nuevo, como si quisiese emborracharse.

—¡Deja que beba! ¡Deja que beba! —gruñó, vaciando un vaso detrás de otro—. ¡Ojalá pudiera sumirme en la embriaguez para no despertarme más!

Bebió otro vaso, y entonces se detuvo.

—¿Para qué beber, si no es posible olvidarla? —exclamó—. ¿Para qué beber si mañana mismo estaré muerto?

—¿Por qué hablas de morir, Tay-Shung? ¡Estás loco! —exclamó Ca Bong.

—¡Loco! ¡Loco! ¿Sabes todo lo que sufro en este momento? Ca Bong, soy el ser más desgraciado de todos los seres de este mundo… La amo, Ca Bong; amo todavía a esa mujer y el corazón me sangra cuando pienso que mañana morirá. ¡Ah! ¿Por qué tuve que conocerla aquel día en Saigón? ¿Por qué la amé y la hice mía? ¡Ojalá no hubiese nacido y no la hubiese visto nunca…! Tú no sabes, Ca Bong, qué es amar a la Rosa del Dong-Giang hasta la locura. ¿Y qué haré yo cuando ella haya muerto? ¿Qué haré yo cuando, al regresar a mi casa, la encuentre vacía? ¿Qué haré yo cuando la llame y no me responda?

Calló un momento, agotado, jadeante, y haciendo un esfuerzo desesperado para no llorar.

—Si esa mujer me hubiese pedido la vida —prosiguió— se la habría entregado sin vacilar un instante; si me hubiese pedido un trono, habría conseguido toda la Conchinchina para dárselo. Y mañana esta mujer, a la que he adorado como a una diosa, será ajusticiada… Nunca más podré ver su carita melancólica, que hacía que la sangre ardiese en mis venas; ni podré ver más sus hermosos ojos, más luminosos que las estrellas, y nunca más podré estrecharla entre mis brazos. Su voz, que parecía el canto de un pajarillo y que tenía la virtud de hacerme feliz entre mis tormentos, no la volveré a oír más, como tampoco volveré a oír el pi que alegraba los bosques del Dong-Giang, aquel pi que tan bien tocaba ella… Y todo, la casa, la ribera, los bosques, todo quedará silencioso, todo quedará muerto… ¡Dime cómo quieres que viva, Ca Bong, dímelo…! Moriré, sí, moriré, bajaré a la tumba junto con ella, con la esperanza de volver a verla en el nirvana de Buda.

—¿Y no piensas en la patria, que está en grave peligro? ¿No sabes que se precisa de tu poderoso brazo para defenderla?

—La patria…, la patria… Ella era mi patria, ella era mi rey, ella era mi dios… Y ya muerta la patria, el rey y el dios, ¿qué me queda? Seguiré a mi amada a la tumba, nuestros huesos se confundirán y…

De improviso, se detuvo, y se puso a escuchar con atención. De lo lejos llegaba el ruido sordo de un martilleo.

Tay-Shung lanzó un grito estremecedor y dio un paso atrás con rostro horriblemente descompuesto.

—¡El cercado! —exclamó—. Están construyendo el cercado para el suplicio… Escucha… escucha el mugido del elefante que aplastará a la Rosa del Dong-Giang. ¡Oh, Ca Bong, Ca Bong! ¡No puedo permitirlo, no puedo permitirlo! ¡No puedo…!

Se levantó, con los ojos incendiados, agarró a Ca Bong por la mano y lo arrastró hacia la puerta.

—¡Ven! ¡Ven! —le repitió con voz desgarradora—. Dentro de media hora será de día.

Salió llevándolo consigo y bajó por el camino que conduce al río, donde se detuvo a contemplar el curso del agua. Ca Bong temió que pensase suicidarse.

—¿Qué haces, Tay-Shung? —le preguntó, apartándolo de la orilla.

—A este lugar solía venir ella por las noches a sentarse…

Continuó caminando y lo llevó hasta el bosque, donde se detuvo ante los primeros árboles.

—¿Oyes? —dijo, como escuchando atentamente—. Todo está en silencio. Si ella muere, este bosque, que se animaba con su incomparable voz y con el dulce sonido del pi, quedará mudo para siempre.

—¡Tú estás loco! —dijo Ca Bong.

En vez de responder, Tay-Shung prosiguió el camino. Ca Bong comprendió adónde lo llevaba y lo detuvo, agarrándole fuertemente por los brazos.

—¿Qué piensas hacer, Tay-Shung? —le preguntó.

—Es preciso que la vea por última vez y que vuelva a oír su voz aunque sea un solo instante. ¡Quién sabe! Aún tengo una esperanza. ¡Ven, o será demasiado tarde!

—¡No! No olvides que esa mujer ha intentado huir con un enemigo de nuestra patria.

—Si logro llevar a cabo lo que estoy pensando —dijo Tay-Shung—, nadie oirá hablar nunca más ni de mí ni de la Rosa del Dong-Giang.

—¡Tay-Shung! ¡Tay-Shung!

—¡Calla, calla! Yo me iré lejos, me ocultaré en mis montañas, en el norte, y tú ocuparás mi puesto en Bien-hoa. Todo el mundo me creerá muerto y nadie, excepto tú, sabrá el paradero de la Rosa del Dong-Giang.

—Pero así te deshonras y malogras tu espléndido porvenir.

—¡No me deshonro! Y, además, qué me importa… ¡Siento que sin ella no puedo vivir!

Llegaron ante una gran choza, junto a cuya puerta montaban guardia diez guerreros armados con fusiles.

—¡Detente, Tay-Shung! —dijo Ca Bong, cogiéndole con fuerza por la mano.

—¡Déjame! ¡Déjame! —respondió el general, rechazándolo con violencia.

Cruzó el umbral y entró. Wang, el carcelero, se adelantó llevando una linterna en la mano.

—¿Vos, general? —exclamó.

—¡Silencio! —exclamó Tay-Shung con voz ahogada—. ¿Qué hace Tay-See?

—Duerme.

No quiso saber más. Tomó la linterna y se adentró por un corredor de bambú, hasta que se detuvo ante una estera colgada que ocultaba una puerta. Vaciló, por dos veces retrocedió unos pasos como arrepentido; finalmente levantó la estera y entró de puntillas. Allí, en medio del húmedo cuartucho, tendida sobre un jergón de hojas de ñipa, estaba Tay-See, inmóvil y con la cara apoyada en las manos.

Tay-Shung se le acercó, tambaleándose como un borracho, se inclinó sobre ella y extendió las manos; pero la cabeza empezó a darle vueltas y tuvo que apoyarse en la pared.

—Estoy temblando —murmuró con un tono de voz que no tenía nada de humano—. ¿Qué puedo hacer? Esta mujer me ha traicionado… ¿Y si la dejase morir? Pero ¿y después? ¿Qué será de mí cuando esté muerta…?

De improviso, se precipitó sobre Tay-See, la tomó por las muñecas y la atrajo hacia sí.

—¡Ven, Tay-See, ven! —murmuró.

Despertada bruscamente, la infortunada hizo un movimiento como para huir.

—¿Quién eres? ¿Quién eres? —preguntó aterrorizada—. ¡Oh, no, no me mates!

—Soy Tay-Shung y vengo a salvarte. Apresúrate o será demasiado tarde.

Al oír estas palabras, Tay-See lanzó un grito.

—¡Tú aquí! —exclamó—. ¿Qué quieres?

—Vengo a salvarte, Tay-See —dijo con rabia el general—. ¡Ven! ¡Ven!

—¿Qué quieres? ¡No! ¡Déjame morir! ¡Pertenezco a la muerte!

—Pero yo no quiero que mueras, no lo quiero. ¿Me oyes, mi Rosa del Dong-Giang? Desprecio un porvenir magnífico, abandono la patria en peligro, me deshonro, muero para todos excepto para ti. Ven, Tay-See, ven; te lo perdono todo.

—No, no —dijo ella con desesperación—. Déjame morir, Tay-Shung, estoy cansada de luchar contra el destino que me persigue, estoy cansada de vivir… No puedo amarte, lo siento. Aunque quisiera no podría. Mi voluntad se rebelaría contra mi voluntad. Déjame, pues, morir, ya que también él debe morir.

—¡Él! ¡Otra vez ese hombre, otra vez ese maldito…! —aulló Tay-Shung zarandeándola con rabia—. ¿Lo amas todavía?

Tay-See no respondió y cerró los ojos, apretándose fuertemente el pecho con las manos, como si quisiese detener los presurosos latidos de su corazón.

—¡Escucha, Rosa del Dong-Giang! —prosiguió cambiando de tono—. ¡Escucha, mujer desgraciada! Lo amas y quisieras salvarlo, ¿no es cierto? Pues bien, dime que no lo amarás más y yo le facilitaré la fuga.

Tay-See abrió los ojos y lo miró conmovida.

—Lo conduciré fuera de Bien-hoa, le daré un veloz corcel y dejaré que vaya a unirse con sus compatriotas… pero ¡ay de él si se atreve a volver…! Sería capaz de despedazarlo con mis propios dientes.

Tay-See bajó tristemente la cabeza y no contestó.

—¿Y bien? —preguntó el general con ansiedad.

—Déjame morir —murmuró ella—. Todo sería inútil. Él no aceptaría nunca su libertad a este precio. ¡Me ama demasiado!

—¡Ah! ¿Así que ni tan siquiera la muerte os separará?

—¡No!

—¡Te mataré!

Desenvainó la cimitarra y se precipitó contra la joven.

—¡Mátame! —dijo Tay-See, dejándose caer de rodillas—. Volveré a verlo en el cielo.

—¡No! Te seguiré hasta la tumba, y aun allí no dejaré de atormentarte.

Iba a descargar el golpe cuando desde fuera llegó el sonido del gong. Dejó caer el arma de las manos.

—¡El alba! ¡El alba! —exclamó aterrorizado.

Se echó sobre la infeliz, la agarró por los brazos y la alzó.

—¡Amanece, Tay-See, amanece! Ven, antes de que lleguen. Te lo perdono todo, te haré feliz. ¡Ven, Tay-See, ven!

La infortunada se debatía desesperadamente, intentando librarse del general.

—¡Déjame! —decía—. ¡Déjame! ¡No quiero vivir más!

—¡No! Te llevaré conmigo aunque no quieras. No, no debes morir, no lo permitiré.

La abrazó con fuerza y la llevó hasta la puerta. Tay-See lanzó un grito desesperado.

—¡Auxilio! ¡Auxilio!

Tay-Shung se detuvo, rugiendo como un tigre.

—¡Tengo sed de sangre! —dijo con voz entrecortada—. Ven, maldita, ven. Quiero verte morir con tu español. ¡Ahora te odio, te desprecio, te maldigo!

En aquel momento llegó un grupo de guerreros, que llevaban a José encadenado. Al oír la voz de Tay-Shung y ver a Tay-See en sus brazos, el español sintió que la sangre le subía a la cabeza.

Con un rápido movimiento derribó a los hombres que lo conducían y, con la cabeza baja, se lanzó contra Tay-Shung, que había recogido la cimitarra. Ca Bong y sus hombres se interpusieron entre los dos.

—¡Miserable! ¡Miserable! —gritó José.

Tay-Shung se le acercó.

—Quiero verte morir con ella —dijo—. Y cuando estéis muertos, cuando el elefante os haya destrozado, bailaré y reiré sobre vuestros cadáveres como el genio del mal. ¡Al suplicio! ¡Al suplicio!

Los guerreros volvieron a apresar al español por las muñecas y, a pesar de su resistencia desesperada lo fueron arrastrando. Ca Bong los seguía, llevando entre sus brazos a Tay-See, que no había vuelto a dar señales de vida.

Capítulo XIII

La mañana era triste; el cielo estaba gris, lúgubre, cargado de nubarrones. Una lluvia sutil caía lentamente, humedeciendo las estrechas calles de la ciudad, mientras de los montes del norte bajaba un viento frío que hacía estremecerse a las grandes hojas de los árboles y agitarse las banderitas que adornaban las cúpulas de los edificios y las terrazas.

El cortejo, formado por guerreros y caballeros, salió de la ciudadela y se dirigió hacia el cercado, erigido en medio de un llano.

Una multitud inmensa, llegada de todos los puntos de la región, se había dado cita en el lugar. Había ancianos y jóvenes, niños y mujeres. Toda la población de Bien-hoa estaba allí.

Un murmullo prolongado, semejante al mugido del mar cuando se oye a lo lejos, acogió la llegada de los condenados. Al ver todas aquellas miradas fijas en él, José alzó altivamente la cabeza.

—¡Ah! —exclamó con amargura—. Queréis ver mi sangre. Pues yo os enseñaré cómo sabe morir un español…

Se detuvo y quedó pálido.

—¡Tay-See! —murmuró angustiado.

—¡Ahí está tu Tay-See! —le dijo una voz.

Se volvió, y a pocos pasos vio a Tay-Shung.

—¡Maldito seas! —respondió el español, amenazándolo con el puño cerrado—. ¡Maldito seas, y que el espectro de Tay-See te atormente hasta la tumba!

Tay-Shung calló. Retrocedió lentamente y, tembloroso y pálido, subió a su palco, donde se dejó caer sobre la estera.

Sonó el gong, ahogando el murmullo de la multitud. José fue arrastrado al centro del cercado y, a sus pies, echaron a Tay-See, que todavía no había vuelto en sí.

El español se inclinó sobre la joven y la besó en los labios, que ya estaban fríos como los de un cadáver. Un sollozo le brotó del pecho.

—¡Dios! ¡Dios! —exclamó con voz entrecortada—. ¡Ya no hay esperanza! ¡Valor, Tay-See! En la tumba hallaremos la felicidad que tu Dios y el mío nos han negado aquí…

Se levantó, y su vista fue a dar en un elefante gigantesco que bramaba ruidosamente, agitando su formidable trompa. Al ver aquel animal, todo su valor desapareció. ¡Tuvo miedo!

—¡No! ¡No! —exclamó—. ¡No quiero morir!

Lanzó a su alrededor una mirada extraviada.

—¡Tened piedad de ella! ¡Tened piedad de la Rosa del Dong-Giang! ¡Salvadla! ¡Salvadla!

Mulares de brazos se extendieron amenazantes contra él y millares de aullidos ahogaron su voz.

—¡Muerte a la adúltera!

—¡Muerte al blanco!

—¡Muerte a los enemigos de nuestra patria!

El desdichado alzó los brazos en dirección a Tay-Shung, que se había sentado en su palco.

—¡Tay-Shung! —gritó—. ¡Sálvala!

El general abrió los labios, como si quisiese hablar, pero no se oyó nada. La multitud, amenazadora, gritaba cada vez con mayor fuerza:

—¡Muerte a la adúltera!

—¡Muerte al blanco!

—¡Muerte a los enemigos de nuestra patria!

José intentó un golpe desesperado. Tomó a Tay-See y se lanzó contra los guerreros, intentando salvarse en una fuga precipitada, pero cayó de rodillas.

Dos kermays lo agarraron y no lo soltaron hasta que el quan-an hubo leído la sentencia. Un segundo golpe de gong hizo callar a la multitud, y los guerreros se retiraron.

Al sentirse libre, José se acercó a Tay-See, que había quedado tendida en la arena.

—Amor mío, mírame por última vez —dijo con voz desgarradora.

Un formidable bramido fue toda la respuesta que obtuvo. El elefante estaba muy cerca y agitaba la trompa, dispuesto a apresarlo y destrozarlo.

Todo había acabado. Dentro de unos instantes los dos infelices no serían más que un amasijo informe de carne.

De pronto, se oyeron unos gritos que procedían de fuera del cercado, y en seguida sonaron varios disparos de fusil…

Todos los espectadores se pusieron en pie a un mismo tiempo, mientras unas voces gritaban:

—¡El enemigo! ¡El enemigo!

Unas trompetas —las trompetas de los europeos— tocaron a carga e instantes después un numeroso escuadrón de soldados españoles entró en el recinto, disparando sus fusiles contra los espectadores.

Se produjo una confusión inenarrable. Hombres, mujeres y niños, aterrorizados por la súbita irrupción del enemigo, al que aún creían acampado en las lejanas orillas del Tan-binch-giang, huyeron precipitadamente derribando la empalizada, empujándose, atropellándose y llenando el aire de gritos y gemidos.

Loco de furor y despreciando el peligro, Tay-Shung, saltó como un tigre por en medio de los fugitivos y, seguido por unos cuantos guerreros, se dirigió contra los españoles, que corrían hacia José y Tay-See.

—¡Fuego sobre ellos! —ordenó una voz.

Una descarga partió de las filas españolas. Alcanzados de lleno por las balas enemigas, Tay-Shung y algunos guerreros cayeron ensangrentados sobre la arena, mientras los demás emprendían la fuga, confundiéndose con la multitud.

Entonces, un conchinchino, que se abrió paso entre los soldados, hizo retroceder al elefante, se acercó a José y le cortó las cuerdas que le tenían aprisionado.

—¡Tay-Mit! —exclamó el español, poniéndose en pie.

—Sí, yo soy —respondió el conchinchino—. Cuando huía con Kia he visto cómo os llevaban prisioneros a Bien-hoa y, pensando la suerte que os esperaba, he corrido a pedir ayuda a vuestros compatriotas. Estoy muy contento de haberos salvado.

—¡Gracias, Tay-Mit!

Luego levantó a Tay-See, que había vuelto en sí.

—¡Amor mío, estamos salvados! —exclamó, estrechándola frenéticamente contra su pecho.

—¡José! ¡José! —balbució la joven.

Un oficial español, el comandante del escuadrón, se les acercó.

—¡García! —exclamó José.

—Sí, tu amigo García, que está muy contento de haberte podido salvar —respondió el oficial—. Hay que apresurarse. La cañonera que nos ha traído hasta aquí está preparada para reemprender la marcha. No vayamos a dar tiempo a que los conchinchinos se reagrupen y caigan sobre nosotros.

—¡Ven, Tay-See, ven! —dijo José tomándola en sus brazos.

—¿Y Tay-Shung? —preguntó ella.

—Creo que ha muerto.

—¡Muerto! ¡Muerto! Déjame ver por última vez a ese infeliz cuya única culpa ha sido la de haberme amado demasiado.

En aquel momento apareció Tay-Mit.

—Tay-See —dijo con voz conmovida—, Tay-Shung todavía no ha muerto y quiere verte antes de expirar.

—¡Vive! —exclamó la joven—. ¡Ah, José, ven, ven, quiero verlo!

Arrastró al español hacia un grupo de soldados, en medio de los cuales, sostenido por el fiel Ca Bong, agonizaba el desdichado guerrero, herido de muerte por las dos balas que le habían atravesado el pecho. Tay-See se le acercó y se arrodilló junto a él, murmurando repetidas veces:

—¡Perdón! ¡Perdón!

Al verla, el moribundo se agitó y, reuniendo sus últimas fuerzas, la tomó de las manos.

—Tay-See… —murmuró con voz entrecortada—. Deja que… te vea… por última vez… Muero feliz… porque… tú… no habrías podido amarme… nunca…

—¡Perdón, Tay-Shung, perdón! —repitió la joven, sollozando.

—Sí…, sí…, mi bella Rosa del Dong-Giang…, te perdono… porque has sufrido tanto…

Se interrumpió, se incorporó sobre las rodillas, y tendió la mano a José, que se la estrechó.

—La harás feliz —balbució después—. Que Buda vele por vosotros… y cuando… estéis… lejos de aquí…, en los países de… occidente…, no os olvidéis… del desdichado… Tay-Shung.

Rodeó con sus brazos el cuello de Tay-See, la miró durante un largo rato, acercó sus labios a los de ella, y luego se desplomó en el suelo.

Había muerto.

Quince días después, mientras el rey Tu-Duk firmaba la paz, por la que cedía a Francia toda la Baja Conchinchina, un navío español zarpaba de Saigón en dirección a las azules aguas del océano índico. Llevaba a Europa dos parejas felices: José y Tay-See, y Tay-Mit y Kia.


Publicado el 26 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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